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Title: Juan Martín el Empecinado
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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EMPECINADO ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Una página en blanco ha sido eliminada.



EPISODIOS NACIONALES

JUAN MARTÍN EL EMPECINADO



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.



  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  PRIMERA SERIE

  JUAN MARTÍN
  EL EMPECINADO

  41.000

  [Ilustración]

  MADRID
  LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11.
  --
  1908



JUAN MARTÍN EL EMPECINADO

I


Anteriormente he contado a ustedes las hazañas de los ejércitos, las
luchas de los políticos, la heroica conducta del pueblo dentro de las
ciudades; pero esto, con ser tanto, tan vario y no poco interesante,
aunque referido por mí, no basta al conocimiento de la gran guerra.

Hablaremos ahora de las guerrillas, que son la verdadera guerra
nacional; del levantamiento del pueblo en los campos; de aquellos
ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la yerba nativa, cuya
misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de
aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas
del Estado, de aquella anarquía reglamentada que reproducía los tiempos
primitivos.

Sabrán ustedes que a mitad de 1811, Napoleón, creyendo indispensable
tomar a Valencia, puso esta empresa en manos del mariscal Suchet, que
había ganado a Lérida en 13 de mayo de 1810, a Tortosa en 2 de enero
del siguiente año y en 28 de junio a Tarragona. Asimismo sabrán que las
Cortes, dispuestas a defender la ciudad del Turia, enviaron allá al
general Blake, regente a la sazón, hombre muy honrado, buen patriota,
modesto, respetable, conocedor del arte de la guerra, pero de muy mala
fortuna. Sabrán que las fuerzas llevadas por Blake desembarcaron mitad
en Alicante, mitad en Almería, uniéndose al tercer ejército, que se
vio obligado a empeñar en la venta del Baúl acción muy reñida contra
las divisiones de Godinot y Leval. Sabrán que el pobre D. Ambrosio de
la Cuadra y el desgraciado D. José de Zayas tuvieron la desdicha de
sufrir una derrota medianilla en el mencionado punto, retirándose a
Cúllar después de dejar 1.000 prisioneros en poder de los franceses
y 450 cuerpos sobre el campo de batalla. Sabrán que Blake marchó a
Valencia, recogiendo en el camino cuantas tropas encontró a mano; pero
lo que indudablemente no saben es que yo, aunque formaba parte de la
expedición desembarcada en Alicante, ni fui a Valencia, ni me encontré
en la funesta jornada de la venta del Baúl.

¿Por qué, señores? Porque se enviaron 2.000 hombres a las Cabrillas
a unirse a la división del segundo ejército, que mandaba el conde
de Montijo, y entre aquellos 2.000 hombres encontrose, no sé si por
fortuna o por desgracia, mi humilde persona. La condesa y su hija,
que habían desembarcado también en Alicante, y a quienes acompañé
mientras me fue posible, separáronse de mí cerca de Alpera para marchar
a Madrid, donde residirían, si contrariedades que la madre presentía no
las echaban de la corte, en cuyo caso era su propósito establecerse en
el solitario castillo de Cifuentes, propiedad de la familia.

De las Cabrillas nos llevaron a Motilla del Palancar, en tierra de
Cuenca, donde nos batimos con la división francesa de d’Armagnac,
y algunos nos adelantamos por orden superior hasta Huete. Entonces
ocurrieron lamentables disensiones entre el Marqués de Zayas y el
general Empecinado, saliendo al fin triunfante este último, a quien
dieron las Cortes el mando de la quinta división del segundo ejército,
con lo cual se evitó la desorganización de las fuerzas que operaban en
aquel país. El Empecinado, que en mayo de 1808 había salido de Aranda
con un ejército de _dos_ hombres, mandaba en septiembre de 1811 _tres
mil_.

Recuerdo muy bien el aspecto de aquellos miserables pueblos asolados
por la guerra. Las humildes casas habían sido incendiadas primero por
nuestros guerrilleros para desalojar a los franceses, y luego vueltas
a incendiar por estos para impedir que las ocuparan los españoles. Los
campos desolados no tenían mulas que los arasen, ni labrador que les
diese simiente, y guardaban para mejores tiempos la fuerza generatriz
en su seno, fecundado por la sangre de dos naciones. Los graneros
estaban vacíos, los establos desiertos, y las pocas reses que no habían
sido devoradas por ambos ejércitos se refugiaban, flacas y tristes,
en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada,
no se veía hombre alguno que no fuese anciano o inválido, y algunas
mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasguñaban
la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de
coger algunas legumbres. Los chicos, desnudos y enfermos, acudían al
encuentro de la tropa, pidiendo de comer.

La caza, por lo muy perseguida, era también escasísima, y hasta las
abejas parecían suspender su maravillosa industria. Los zánganos
asaltaban como ejército famélico las colmenas. Pueblos y villas, en
otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de
labradores acomodados pedían limosna. En la iglesia arruinada o volada
o convertida en almacén no se celebraba oficio, porque frecuentemente
cura y sacristán se habían ido a la partida. Estaba suspensa la vida,
trastornada la Naturaleza, olvidado Dios.

Los militares que habíamos estado en Cádiz echábamos de menos la
hartura y abundancia de la improvisada corte, y experimentábamos gran
molestia con aquel exiguo comer y beber del segundo ejército. Las
largas marchas nos ponían enfermos, y en vano pedíamos un pedazo de pan
a la infeliz comarca que atravesábamos.

Cuatro compañías destinadas a reforzar el ejército del Empecinado
entraron en Sacedón en una hermosa tarde de otoño. Cerca de la villa
vimos un árbol, de cuyas ramas pendían ahorcados y medio desnudos
cinco franceses, y un poco más allá algunas mujeres se ocupaban en
enterrar no sé si doce o catorce muertos. La gran inopia que padecíamos
no nos permitió en verdad enternecernos mucho con lo fúnebre de aquel
espectáculo, y atendiendo antes a comer que a llorar (por mandato de la
estúpida bestia humana), nos acercamos al primer grupo de enterradoras,
significándolas bruscamente que nuestras respetables personas
necesitaban vivir para defender la patria.

--Vayan al diablo a que les dé raciones --nos contestó de muy mal
talante una vieja--. Con dos cebollas podridas nos hemos quitado un día
más de encima mis nietas y yo, ¡y nos piden ustedes que les llenemos la
panza!

--Señora, tripas llevan pies, que no pies tripas, como dijo el otro;
y que nos han de dar raciones no tiene duda, porque estos valientes
soldados no han probado nada desde ayer.

--Sigan adelante, y en Tabladillo o Cereceda puede que encuentren algo.
Lo que es en Sacedón...

--De aquí no hemos de pasar porque no somos máquinas. Venga lo que
haya al momento, o si no lo tomaremos; que eso de derrotar ejércitos
franceses sin probar bocado, no está escrito en mis libros.

--¡Derrotar ejércitos franceses! --exclamó la vieja con desdén--.
¿Quién? ¿Ustés? ¿Los militares de casaca azul y morrioncete? Hasta
ahora no lo hemos visto.

--¿Duda de nuestro valor la señora?

--La gente de tropa no sirve para nada. Van y vienen, dan dos tiros al
aire, y luego ponen un parte diciendo que han ganado una batalla...
Señores oficialetes, estos ojos han visto mucho mundo... y en verdad
que si no fuera por los _empecinados_ y demás gente que se ha echado al
campo por dar gusto al dedo meneando el gatillo...

--Bueno: dejemos a la Historia que nos juzgue --dijo con festiva
gravedad mi compañero, que era algo chusco--. Entretanto, nosotros
necesitamos para nuestra gente pan, un poco de cecina, caza, legumbres,
y vino si lo hay... Veamos quién manda aquí. ¿No hay alcalde,
corregidor, gobernador, ministro, rey o demonio a quien dirigirnos?

--Aquí no hay nada de eso, amiguito --repuso la vieja--. Ya he dicho
que sigan hacia Tabladillo o Cereceda.

--¿De modo que en este bendito pueblo no hay autoridades? Así anda ello
--exclamó con enfado mi compañero.

--¡Autoridades hay, hombre! Y no griten tanto, que no soy sorda. Ahí
está la señá Romualda. Eh, señá Romualdita, aquí piden pan.

Vimos una mujer fornida y varonil, la cual, echándose al hombro la
azada, después de dictar las últimas órdenes para que se rematara la
triste inhumación, se nos acercó y se dignó mirarnos.

--Raciones, señor alcalde; raciones para la tropa, que se muere de
hambre.

--No hay nada, mi general --respondió bajando hasta el suelo el hierro
de su instrumento agrícola y apoyándose majestuosamente en el cabo--.
Ayer hicimos una cochura por orden de D. Juan Martín. Vino por la noche
el pícaro francés, señor _Tarugo_, y se la llevó. ¡Bonito dejaron el
pueblo, bonito! Siete doncellas de menos, y veinte cuerpos de más bajo
la tierra... A mí me quitaron el cuero... un cuero de vino que tenía,
quiero decir, y toda la miel... Se llevaron los pendientes de todas las
muchachas de la villa, y allí está casi muerta Nicasia Moranchel, a
quien arrancaron media oreja con la fuerza del tirón... Cargaron hasta
con la lana que había en los telares, y al tío Sotillo, que tenía un
sombrero de paja traído de las Indias por su sobrino, le dejaron con la
cabeza desnuda. El sombrero, con el palmito que había en el balcón de
mi casa desde el domingo de Ramos, se lo dieron a comer a los caballos.

--Siempre habrá quedado algo para nosotros, señá Romualda --dijo mi
compañero--, aunque sea otro sombrerito de paja.

--Ni un sacramento, señores. Me falta decirles que esta madrugada los
franceses salían por un lado, y la partida de Orejitas entraba por
otro. Hubo algunos tiros... pin, pum... los franceses mataron algunos
paisanos, y los de la partida pusieron en aquel árbol el racimo que
desde aquí se ve... Orejitas pidió raciones... no había... yo me enfadé
con Orejitas... Orejitas me amenazó... yo le di dos palos a Orejitas,
que al fin hizo saquear el pueblo, llevándose lo poco que quedaba.

--Luego quedaba algo. Ahora también quedará... Pero vamos a cuentas.
¿Usted es la autoridad en esta insigne villa?

--Sí, mi general --contestó ella contrariada porque se pusiese en duda
la autenticidad de sus atribuciones concejiles--. Yo soy el alcalde, o
mejor dicho, la alcaldesa, porque soy mujer.

--Ya nos lo figurábamos.

--Mi señor marido, que es D. Antonio Sacecorbos, ha ido con D. Juan
Martín a la _conquista_ de Calatayud. Allí están todos los hombres del
pueblo.

--Pues señora de Sacecorbos, nosotros no arrancaremos las orejas ni la
doncellez a las muchachas de este pueblo; pero tomaremos todo lo que
caiga bajo la jurisdicción del estómago, sin más dimes ni diretes.

Señá Romualdita gritó y vociferó; mas nada valieron las amenazas y
protestas de la caterva mujeril. El pueblo fue saqueado por tercera vez
en un solo día, y aún se encontró algo: aún se encontró una pequeña
cochura que la alcaldesa había preparado aquella tarde para la partida
de Sardina. Ignoro si cometieron los soldados algún desafuero en cosas
comprendidas dentro de jurisdicción distinta de la del estómago. No lo
aseguro ni tampoco lo niego, y envolviéndome, como suele decirse, en
el manto de mi irresponsabilidad, dejo a la Historia y a la señora de
Sacecorbos el cuidado de averiguarlo. Pocos días después nos unimos a
la partida de D. Vicente Sardina, subalterno del Empecinado. He aquí
cómo:

Dormíamos en Val de Rebollo, cuando nuestros centinelas avisaron la
aproximación de gente armada. El recelo de que fuesen los franceses
se disipó bien pronto, porque las avanzadas de la partida gritaban
y cantaban a lo lejos, y la gente del pueblo que, aun antes que
nuestros escuchas, había olfateado carne española, salió ruidosamente
a su encuentro. Pronto vimos desfilar por la única calle del lugar,
sin formación, orden ni concierto, un pequeño ejército compuesto de
infantes y jinetes, armados los unos de trabuco, de escopeta los otros,
cada cual vestido según su calidad, gusto o hacienda, casi todos con
un pañizuelo puesto en la cabeza por único tocado, el ceñidor en la
cintura, la manta puesta al hombro, y la alpargata en el infatigable
pie. Veíanse, sin embargo, en algunas cabezas sombreros, chacós, cascos
de franceses, y algún descolorido y rancio uniforme español en el
cuerpo de otros.

Iban llegando y se acomodaban en las casas, escogiendo cada cual la
que mejor le parecía, sin ceremonia ni cumplidos, y fraternizando al
punto con la tropa, aunque sin dejar de mostrarnos cierto desdén, como
si fuéramos unos desdichados incapaces de intentar la conquista de
Calatayud. Los habitantes de Val de Rebollo ofrecían a unos y otros
la poca hacienda que les quedaba, y en un instante las llamas de los
hogares, lamiendo las repletas panzas de ollas y peroles, iluminaron
las habitaciones, despidiendo por puertas y ventanas tanta claridad,
que el lugar, alegrado al mismo tiempo por las voces, gritos y
cantorrios, parecía celebrar una fiesta.

El jefe de la partida, D. Vicente Sardina, se alojó en la misma casa
donde yo estaba. Era un hombre enteramente contrario a la idea que
hacía formar de él su apellido; es decir, voluminoso, no menos pesado
que un toro, bien parecido, con algo de expresión episcopal o canonjil
en su mofletudo semblante, muy risueño, charlatán, bromista y franco
hasta lo sumo. Cuando mis compañeros y yo nos presentamos a él,
diciéndole que mandábamos la fuerza destinada por O’Donnell a engrosar
las filas del Empecinado, nos miró con aquella expresión de generosidad
propia del hombre dispuesto a proteger al prójimo desvalido, y nos dijo:

--Bueno: veremos cómo se portan ustedes... Creo que aprenderán el
oficio en poco tiempo... Parecen buenos muchachos; pero tiernecitos,
tiernecitos todavía. Ea, fuera miedo: ya se irán haciendo al fuego y se
les quitará esa cortedad...

--Mi coronel --repuse--, no somos nuevos en la guerra; pues de nosotros
el que más y el que menos ya ha despachado catorce batallas, diez
sitios y más de cincuenta encuentros menores.

--¿Batallitas, eh? --dijo riendo con pueril candidez--. Y mandadas por
generales de entorchado... Me parece que las veo... Mucha escritura,
parte acá, parte allá, oficios en papel amarillo con sello, y mucho de
_Excelentísimo señor, participo a vuecencia que habiéndose presentado
el enemigo_... Farsa, pura farsa. En fin, señores, ustedes aprenderán
a hacer la guerra, porque no les falta entendimiento ni voluntad...
Ahora, ayúdenme a despachar esta pierna de carnero, y lo que contiene
este bendito zaque.



II


Sin que nos lo rogara dos veces, nos apresuramos a participar de la
cena. Olvidaba decir que a la derecha de Sardina estaba, animado
también de propósitos hostiles contra la pierna de carnero, el segundo
jefe de la partida, un hombre altísimo, descarnado y morenote, con
barba entrecana, pelo corto, ojos fieros, cejas pobladísimas y unas
manos tan largas como velludas, que velozmente pasaban del plato a
la boca. Era mosén Antón Trijueque, cura aragonés, que había tomado
las armas desde el principio de la guerra, y servía en las filas de
Sardina, no como capellán, sino como... jefe de la caballería.

--A fe, mosén Antón --dijo Sardina empinando el vaso--, que no creí
pasar esta noche más allá de Almadrones. ¿Cree usted que encontraremos
el destacamento de Gui siguiendo la vuelta de Brihuega?

--Me parece que no se nos escapan mañana --repuso el cura dando
muestras de excelente apetito.

--Los espías del francés habrán ido contando que caminábamos hacia
Torremocha del Campo. Por la sotana que visto, Sr. D. Antonio, que
hemos de hacer una buena presa. Mi ayudante, el sargento Santurrias, se
nos unió, como usted sabe, en Mirabueno. Venía de espiar la dirección
del enemigo. No hay otro Santurrias bajo el sol, Sr. Sardina, y con su
traje de pastor y su aspecto y habla de idiota es capaz de engañar a
media Francia, cuanto más al general Gui.

--¿Y qué dice Santurrias?

--Que parte de la tropa francesa que desde Daroca bajó al auxilio de
Calatayud en la gran embestida que le dimos hace tres días, se ha
corrido por Cogolludo, y como en su cobardía se les figura sentir el
resoplido del caballo de D. Juan Martín, van tan a prisa que mañana han
de llegar a Brihuega.

--¿Y cómo se sabe que van a Brihuega?

--¿Cómo se ha de saber? Sabiéndolo --exclamó con energía mosén Antón,
que además de jefe de la caballería era el mayor general de la partida,
y el gran estratégico, y el verdadero cerebro de D. Vicente Sardina--.
Esas cosas no se saben, se adivinan. Pasaron ayer por Cogolludo, ¿sí o
no? Se les vio desviarse del camino real y tomar las alturas de Hita,
¿sí o no?

--Sí; tal era, en efecto, su camino... --dijo Sardina con modestia,
reconociendo el genio de mosén Antón.

--Ahora, si no nos hemos de mover hasta que el enemigo no nos mande
aviso de dónde está... --dijo el cura reanudando las interrumpidas
relaciones con un sabroso hueso.

--Pues adelante --afirmó Sardina con decisión--. Vamos a Brihuega. Les
cogeremos desprevenidos, y ni uno solo volverá a Madrid. Ahora que
tenemos el refuerzo de cuatro compañías de tropa...

Mosén Antón miró a mi compañero y a mí con menos desdén que antes lo
hiciera el jefe.

--Cuatro compañías... --dijo observándonos de hito en hito--. Veremos
qué tal se portan estos señores, que aún no se han batido.

Nuevamente tuvimos que exponer mi compañero y yo los distintos
encuentros en que habíamos tenido el honor de hallarnos; pero
Trijueque, refiriéndonos en pocas palabras sus proezas, desde el primer
sitio de Zaragoza hasta la acción del Tremedal, nos cerró la boca y
abatió nuestro orgullo.

--Aquí --nos dijo al concluir su poema heroico-- espera a ustedes una
vida distinta. Aquí no hay descanso; aquí se come lo que se encuentra,
y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo, dormido un
ojo, despierto y vigilante el otro. Además, el que no tenga buenas
piernas, que se marche a su casa, porque aquí no se corre, se vuela.

Mientras el jefe de Estado Mayor general decía esto, D. Vicente Sardina
estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atrás, no con intento de
remedar a Jesucristo en la cruz, sino por lo que llaman desperezarse,
lo cual advertido por el fiero clerizonte, inspiró a este las
siguientes palabras, que en ejércitos de otra clase no hubieran sido
dirigidas a un jefe por un subalterno:

--Sr. D. Vicente, ¿hay pereza? Bien: iré yo solo en busca de Gui con la
gente y las cuatro compañías. Somos cuatrocientos hombres y trescientos
soldados. Adelante. Cogeremos al general Gui y se lo presentaremos a
Juan Martín.

--Amigo Antón --dijo el general riendo--, no puede uno ni abrir la
boca para un condenado bostezo delante de usted... Y gracias que me
ha dejado poner un puntal al estómago... ¡Maldito cura! Pero ¿olvida
usted que va para tres noches que no hemos dormido? Vamos, que digan
las señoras si hay cuerpo que resista a tan larga velada, aunque sea el
cuerpo de D. Vicente Sardina el de Valdeaveruelo...

Mosén Antón miró al jefe de la partida con expresión de lástima, y
luego, arqueando las cejas más negras que ala de cuervo, alargando el
hocico y cerrando el puño, se expresó de esta manera:

--¡Dormir, dormir cuando los franceses han quemado nuestras casas y
asesinado a nuestros padres y deshonrado a nuestras mujeres!... sí,
señor, a nuestras mujeres.

Sardina reía y nosotros también; pero Trijueque, imponiéndonos silencio
con su habitual imperioso gesto, prosiguió así:

--Me gustan estos señoriticos que no piensan más que en dormir. ¿Por
qué el Sr. Sardina no lleva consigo en campaña un colchón de pluma
o canapé de rasos y holandas para echar la siesta? Buenos soldados
tiene la patria, buenos, sí... como que se tumban, cuando el enemigo,
ocultándose en las sombras de la noche, intenta sorprendernos. Es
preciso que los curas echen la llave a la parroquia, se la guarden
en el bolsillo, y cogiendo una escopeta, un sable y dos pistolas,
corran al campo a enseñar a los patriotas su deber. Aquí estoy yo que
no duermo, no, Sr. D. Vicente, no duermo --al decir esto, los ojos
negros que despedían pasajeros reflejos como una noche de tempestad,
parecían querer salírsele de las sanguinolentas órbitas-- porque no
puedo dormir, aunque quisiera... porque si cierro los párpados, dentro
de ellos veo al general Gui, y al general Hugo, y al general Belliard
con sus manadas de gabachos. Cuando de tarde en tarde me arrojo en el
suelo, procurando dar descanso a mi cuerpo, los caminos, las veredas,
las trochas, los atajos, los montes, los cerros, los ríos y los arroyos
se me meten en la cabeza, y todo se me vuelve pensar si iremos por
allí, si pasaremos por allá, si les encontraremos por acullá... Aquí
está un hombre que no tiene más descanso que inclinar la cabeza sobre
el pecho y amodorrarse un poco con el paso del caballo, que es más
suave que una litera llevada por buenos jayanes... ¡Dormir! ¡Por las
benditas ánimas del Purgatorio! ¡Voto a Barrabás! ¡Reviento en Judas!
Juro que desde el 3 de junio de 1808 no sé lo que es una sábana. Estoy
despierto, estoy velando por la patria, y temo que la dejen perecer los
que duermen.

Trijueque dio un resoplido, no menos fuerte que el de un mulo, y se
levantó. ¡Dios mío, qué hombre tan alto! Era un gigante, un coloso,
la bestia heroica de la guerra, de fuerte espíritu y fortísimo cuerpo,
de musculatura ciclópea, de energía salvaje, de brutal entereza, un
pedazo de barro humano, con el cual Dios podía haber hecho el físico de
cuatro almas delicadas; era el genio de la guerra en su forma abrupta y
primitiva, una montaña animada, el hombre que esgrimió el canto rodado
o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia;
era la batalla personificada, la más exacta expresión humana del golpe
brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza.

Para que fuera más singular y extraño aquel guerrillero, cuya facha
no podía mirarse sin espanto, vestía la sotana que llevaba cuando
echó las llaves de la parroquia el 3 de junio en 1808, y de un grueso
cinto de cuero sin curtir pendían dos pistolas y el largo sable.
Abierta la sotana desde la cintura, dejaba ver sus fornidas piernas,
cubiertas de un calzón de ante en muy mal uso, y los pies calzados con
botas monumentales, de cuyo estado no podía formarse idea mientras no
desapareciesen las sucesivas capas de fango terciario y cuaternario
que en ellas habían depositado el tiempo y el país. Su sombrero era
la gorra peluda y estrecha que usan los paletos de tierra de Madrid,
el cual se encajaba sobre el cráneo, adaptado a un pañuelo de color
imposible de definir y que le daba varias vueltas de sien a sien.

Después que estiró brazos y piernas, dio dos puñetazos en la mesa y
dijo con voz temerosa:

--El que quiera dormir, que duerma. Yo me voy en busca del general Gui.
¡Mal cuerno!

D. Vicente Sardina, risueño primero, mas luego atemorizado ante la
ruidosa energía de su segundo, quiso contemporizar con él y dijo:

--Bueno, mosén Antón. Celebraremos consejo de guerra. Señores
oficiales, ¿qué opinan ustedes?

Sin vacilar dijimos mi compañero y yo que convenía seguir el dictamen
de mosén Antón.

--Pues yo --dijo Sardina bostezando de nuevo y haciendo la señal
de la cruz sobre la boca--, creo que si marchamos esta noche, no
encontraremos ni sombra de franceses. ¿Cómo es posible, señores, que
la división de Gui se corriera por el lado allá del Henares?... Vamos,
que ni mosén Antón con todo su talento militar, tan grande como el de
Epaminondas, me lo hará creer.

--Sr. D. Vicente --dijo el clérigo asiendo la solapa del uniforme de
Sardina--, yo me voy con los que me quieran seguir.

--Poco a poco, despacito. Sepamos en qué se funda el señor pastor
Curiambro para creer...

--Que vengan los espías.

El jefe, con voz de trueno, gritó:

--¡Viriato, maldito Viriato!... ¿Dónde se ha metido ese condenado?

Sorprendiome el nombre de la persona llamada, que era el ayudante de D.
Vicente Sardina.

El amo de la casa apareció riendo, y dijo a nuestro jefe:

--El Sr. Viriato está cortejando a las mozas del pueblo.

--Ya le ajustaré las cuentas a mi ayudante --dijo D. Vicente--, por no
estar aquí cuando le llamo. Hágame usted el favor, tío Bartolomé, de
llamar al Sr. Santurrias, que creo está en la caballeriza.

Apareció al poco rato, soñoliento y malhumorado, el famoso personaje
a quien la historia conoce con el nombre de Santurrias, y al punto
reconocí su abominable efigie. Era el mismísimo acólito de D. Celestino
del Malvar; el mismo rostro que no indicaba ni juventud ni vejez; la
misma boca, cuyo despliegue no puedo comparar sino a la abertura de una
gorra de cuartel cuando no está en la cabeza; la misma doble fila de
dientes; la misma expresión de desvergüenza y descaro.

--A ver, Sr. D. Gorito Santurrias, ¿qué tienes que decirme de tu
espionaje? ¿Qué lugares has recorrido y qué has visto?

--Mi general --dijo Santurrias respetuosamente--, anteayer, al filo
de mediodía, entré en Robledarcas pidiendo limosna. Llevaba la pierna
pintada al modo de llaga y un niño de pechos en brazos. El niño era el
que recogimos en Honrubia cuando los franceses pegaron fuego al lugar
matando a todos sus habitantes.

--Bien: ¿y dónde viste al enemigo?

--El chiquillo lloraba, y yo lloraba también, pidiendo limosna a los
franceses, que venían de Atienza.

--¿Venían de Atienza?

--Sí, señor.

Trijueque hacía gestos afirmativos y de aprobación, sin quitar los ojos
del sacristán, mendigo y guerrillero.

--Venían con mal modo --continuó este--, y me parece que rabiaban
de hambre. Un oficial me dio un pedazo de pan... Yo pedía para el
pobrecito niño de pecho, que dije era mi nieto; pasó el general con
algunos húsares, y al fin, un sargento que me miró mucho como queriendo
conocerme... Mi general, para no cansar, ello es que me dieron 20 palos
y me amenazaron con fusilarme... ¡Qué palos! Las llagas fingidas se
trocaron por mi desgracia en verdaderas, y ahora estaban descansando
mis lomos en la cuadra.

--Vamos a lo principal: ¿qué dirección tomaron los franceses?

--No tenía yo ganas de quedarme en su compañía después de las misas,
quiero decir, de los palos, y cogiendo al chiquillo, me vine por la
vuelta de Jadraque buscando a mi gente... Allí me junté con la señá
Damiana Fernández, la cual me dijo que los franceses habían ido a
Cogolludo.

--Que venga la señá Damiana Fernández --dijo el jefe--. ¿En dónde está?

--¿Dónde ha de estar? --replicó Santurrias--. Con el señó Cid
Campeador. Ambos son uña y carne, y van montados siempre en un mismo
caballo.

--Que la traigan --gritó el general--. ¿Pero dónde demonios está mi
ayudante? ¡Viriato, Viriatillo de todos los demonios!

No tardó en aparecer la señá Damiana, que era una mujer joven, delgada
y de buena estatura; algo varonil, de color malo, ojos muy negros,
y un conjunto de facciones, si no hermoso, regularmente simpático y
agradable. Vestía de la cintura arriba arreos militares, llevando
pistolas y mochilas, y en la cabeza un morrioncete ladeado, cuyas
carrilleras de cobre sucio se juntaban en el pico de la barba con no
poco donaire. El resto de su persona lo cubría a lo mujeril, y una
halda negra, sobre refajo amarillo, apenas dejaba ver las botas de
cuero crudo, con espuela tan solo en la izquierda.

--¿Qué quiere saber mi general? --preguntó con marcial despejo.

--¿Estás segura de que los franceses entraron en Cogolludo?

--Mi general, yo fui a Montañón a llevar a mi madre los tres duros y
medio que me dieron en Tor del Rábano. Dejé este vestido en Villanueva
de Argecilla, y poniéndome el de labranza, cogí a mis dos hermanitos,
los monté en la burra y... ¡arre! a Miralrío... de Miralrío, ¡arre! a
Carrascosa... de Carrascosa, ¡arre! a Montañón... Mi madre se había
muerto. Di los tres duros y medio a mi abuela y estuve llorando dos
horas... Después, al volver para unirme a la gente, pasé muy cerca de
Fuencemillán, y vi a los franceses dentro de Cogolludo, que está a un
cuarto de hora de andadura... ¡arre! apreté a correr... ¡arre! volví
a Carrascosa, y llegué por la mañana a Villanueva, donde dejando los
chicos, la burra y el miedo, y poniéndome el uniforme, me junté a la
partida.

--Está bien, señora Damiana --dijo el general--. Retírese usted, y
si por casualidad encuentra al tuno de mi ayudante, puede darle dos
sopapos y mandármelo acá.

--Está jugando al naipe con el señó don Pelayo --contestó la
guerrillera.

Por tercera vez habíamos oído designar con nombres de antiguos
héroes españoles a individuos de la partida, y cada vez sentíamos mi
compañero y yo más vivos deseos de conocer al señó Viriato, al señó Cid
Campeador, y al señó don Pelayo.

--¡Jugando al naipe! --exclamó Sardina--. Han de llevar el maldito
vicio a todas partes... En resumen, querido mosén Antón: sabemos con
certeza (porque esta gente dice la verdad) que los franceses han
entrado en Cogolludo. ¿En qué podemos fundarnos para creer que pasen el
Henares y se refugien en Brihuega? Deben de estar cansados. Por aquí no
encontrarán que comer, y lo más natural es que pasen a tierra de Madrid
por El Casar de Talamanca.

--Los franceses pasarán el Henares --dijo mosén Antón, llevando el dedo
índice a la frente con tanta fuerza como si la quisiera agujerear.

--Usted lo adivina, sin duda.

--Sí... lo adivino, lo preveo... no sé en qué me fundo... --replicó el
cura con cierta expresión de hombre iluminado--; lo tengo aquí entre
ceja y ceja... Sr. D. Vicente: ¿me he equivocado alguna vez? Cuando he
dicho: «Están en tal parte», ¿hemos dejado de encontrarles?... Sepa
usted que los franceses van aprendiendo de nosotros esta difícil guerra
de partidas. Tantas veces les hemos sorprendido, que también ellos
discurren el modo de sorprendernos...

--Lo sé, lo sé.

--Pues bien... Los franceses saben que andamos por aquí, Sr. D.
Vicente; los franceses que escaparon de Guijosa el martes, cuando
sorprendimos el destacamento, debieron decir a Gui que nos habíamos
corrido por los cerros de Algora... Gui se está _empecinando_... Gui
quiere ser guerrillero... Gui quiere sorprendernos, y si descansamos,
si nos dormimos, Gui nos sorprenderá... Usted dice que el francés va
hacia Madrid en busca de descanso y raciones, y yo digo que viene hacia
acá en busca de gloria y de costillas que quebrantar... No me pregunte
usted en qué me fundo. El mismo mosén Antón que está hablando no lo
sabe... pero mosén Antón no se equivoca nunca; mosén Antón adivina;
mosén Antón tiene un diablillo que viene a decirle al oído dónde están
los franceses.

Oyendo esto D. Vicente Sardina, que conocía la singular previsión
estratégica de su jefe de Estado Mayor general, sacudió de súbito la
pereza, y dando una fuerte palmada y levantándose, dijo:

--¡Voto al demonio, que tiene razón el curita!... Eso mismo debí pensar
yo... pero no lo pensé... Es que soy un bruto, y luego el maldito
sueño...

--¡En marcha! --gritó mosén Antón, no con palabras, sino con aullidos;
no con entusiasmo, sino con una exaltación salvaje.

--¡En marcha! --repitió el jefe.

--¡En marcha! --gritamos mi compañero y yo, sintiendo que nos
identificábamos poco a poco con el silvestre militarismo de aquella
gente.

La partida, a la cual desde aquella noche pertenecíamos los de tropa,
se puso en movimiento. Apagose el fuego de los hogares; sacudieron
el sueño los que se entregaban a él dulcemente; desluciéronse las
honestas intimidades y las tertulias que en distintas casas se habían
formado entre soldados y vecinos de ambos sexos; cada cual recogió lo
que pudo de condumio sólido o líquido, y unos a caballo y otros a pie
salieron del pueblo. Aquel ejército marchaba en desorden. Mosén Antón
y D. Vicente Sardina, que iban a la cabeza, detuviéronse en el camino
junto a las últimas casas del pueblo, y entonces el primero dirigió la
vista a los cuatro puntos del horizonte; recapacitó un buen espacio
de tiempo, llevándose el dedo índice a la frente, y después volvió a
dirigir el rostro a distintas partes del obscuro paisaje, no como quien
mira, sino como quien olfatea.



III


El jefe le miraba con asombro, no exento de malicia, como diciendo:

--¿Por dónde nos querrá llevar este condenado?

--Hay que pensar qué dirección tomaremos, Sr. Sardina --dijo el jefe
de Estado Mayor y de la caballería--. Las veredas son nuestra ciencia
militar.

--Creo que no hay lugar a duda --replicó Sardina--. El sendero de Yela
está diciéndonos: «Corred por aquí.»

--No hemos de ir por ahí, sino por aquí --dijo Trijueque
imperiosamente, señalando un cerro bastante elevado que a nuestra
derecha teníamos--. Por aquí, por aquí.

--Hombre de Dios... ¿pero vamos a conquistar el cielo? --exclamó con
displicencia Sardina--. ¿A dónde demonio vamos en esta dirección?

--Por aquí --repitió el cura señalando a la tropa el cerro--. Yo sé lo
que me digo.

--¿En qué se funda usted para creer...?

--Me fundo en lo que me fundo --replicó con impaciencia el atroz cura
guerrillero--. Y no hay más que hablar. Cuando yo lo mando, sabido
tengo por qué. Y a prisita, a prisita, muchachos... hacer poco ruido.

Empezamos a echarnos a pecho la cuestecilla, que era más que regular
para los que marchábamos a pie. En los primeros momentos de la marcha
satisfice mi curiosidad de conocer a los misteriosos personajes, a
quienes oí nombrar por los apodos, pues apodos eran, de Viriato, Cid
Campeador y D. Pelayo, porque los tres iban junto a mí, y al punto
me brindaron, lo mismo que a mi compañero, con su franca amistad. No
eran barbudos personajes de teatro, ni fantasmas de héroes históricos
evocados por la noche y la poesía, sino tres estudiantillos de Alcalá,
que desde el comienzo de la guerra se habían afiliado en la partida.
Conservaban el traje clerical de las aulas, con el sombrerete tripico,
amén de la faja de cuero para el pedreñal y un sable corvo ganado entre
los despojos de cualquier acción desfavorable a los franceses. Eran muy
jóvenes, y uno de ellos casi tierno niño; los tres alegres, animosos,
entusiasmados con aquella vida que para gente de otra casta será
penosa, pero que para españoles ha sido, es y será siempre placentera.

--Yo, señor oficial --me dijo el que llamaban Viriato--. estudiaba en
la Complutense cuando declaramos la guerra a Napoleón. Soy hijo de unos
labradores del Campillo de las Ranas, y vivía en Alcalá, unos días de
limosna, otros de la sopa boba, y otros de lo que mis compañeros me
quisieran dar... En los veranos era el primer corredor de tuna que
se ha conocido desde que el gran Cisneros fundó la Universidad... De
este modo, y aunque no lo parezca, adelantaba mucho en mis estudios,
siendo _nemine discrepante_ en Humanidades e _Instituta_; pero llegó
la guerra, y al oír yo el _quadrupedante putrem sonitu quatit ungula
campum_; al oír tal ruido de trompetas, tal redoble de tambores, tal
relinchar de guerreros caballos, me sentí inflamado en bélico ardor.
Cuando apareció la primera partida, creí volverme loco de entusiasmo;
púseme yo mismo el nombre de Viriato, en memoria del más grande y el
más célebre guerrillero que hemos tenido, y soldado me soy. Esta es
la mejor vida del mundo. Tengo el grado de alférez, y como esto dure
pienso no parar hasta brigadier, renunciando para siempre a los pícaros
estudios, que no traen más que trabajo en la juventud y hambre en la
vejez.

--Brava gente es esta --exclamé--. Pensar que con semejantes hombres
nos han de quitar a nuestro Rey Fernando, es majadería.

--No satisfecho aún --continuó Viriato-- con el nombre que me puse (el
mío verdadero es Aniceto Tortuera), expedí carta de heroísmo a estos
venerables amigos míos, y a ese más pequeño, que apenas levanta cuatro
tercias del suelo, por ser más bravo que un toro le puse Cid Campeador.
Ahí donde usted le ve tan callado y modesto, hijo es del señor Marqués
de Aleas, uno de los señores más ricos de esta tierra; mas con tener
tanta hacienda, prefiere el niño esta áspera vida a los regalos de su
casa, y no se aparta de mí, su amigo y paje en Alcalá. Bien hizo el
señor Marqués en encomendarlo a mi cuidado y dirección durante la paz,
porque pienso devolvérsele en disposición de conquistar a Valencia,
como el otro Cid.

--Mi señor padre --dijo el Cid Campeador con voz y gestos infantiles--
me ha llamado varias veces, enviándome veinte propios para que me
lleven a casa; pero ya le he dicho que estoy aquí defendiendo a la
patria, y que en diez años no me hablen de casas, ni de mamás, ni de
golosinas... A fe que es triste cosa dejar esto, cuando uno va para
alférez, y cuando el mejor día le pueden caer del cielo las insignias
de coronel. Militar quiero ser toda la vida, que no estudiante, ni
legista, ni físico, ni retórico ni matemático.

--De todo ha de haber en el mundo --dijo enfáticamente Viriato--; y
si no, ahí está mi amigo el príncipe de sangre goda D. Pelayo, que es
legista de la partida. Púsele el nombre de Pelayo por lo venerable y
augusto de su persona. ¡Vean ustedes qué majestad en sus movimientos,
qué mirar regio!

Le miramos, y, en efecto, su fisonomía era la del pillete más redomado
y pulido que han dado de sí claustros universitarios, porterías de
convento, mesones y posadas de estudiantes _more tunesca_.

--Es hijo de uno de los bedeles de la Universidad --añadió Viriato--, y
en fuerza de tratar con estudiantes, sabe más leyes que Gregorio Sala,
que el gran Madera y el célebre Montalvo reunidos. Buscaba posada a los
estudiantes nuevos; acompañaba en sus diversiones a los antiguos, y
compraba libros viejos para cambiarlos por sotanas y zapatos. Es grande
amigo nuestro, y cuando llegamos a un lugar donde parece que no hay
nada, él siempre encuentra algo. Señores oficiales, ustedes tendrán
muchísimos buenos amigos en la partida, la cual con todos sus trabajos
y fatigas vale más, mucho más que las siete famosas de D. Alfonso el
Sabio, por lo cual nosotros resolvimos trocar las siete por una sola.

Seguimos departiendo alegremente, y cuando atravesábamos un áspero
monte sentí dentro de las mismas filas, no un estruendo de combate,
no un grito de guerra, no un redoble de tambor ni son bélico de
cornetas, sino unos lastimeros lamentos de criatura de pecho, que con
toda la fuerza de sus débiles pulmoncitos pedía lo que no suelen dar
los ejércitos, sino las amas de cría. Tan inusitados chillidos, que
yo no había oído en ninguna de mis campañas, despertó de tal modo mi
curiosidad, que pregunté el motivo de llevar en la partida tan extraño
apéndice.

No tardé en divisar al Sr. Santurrias, que llevando en brazos una
criatura como de dos años, mal agasajada en un medio refajo amarillo,
procuraba, condolido de su incapacidad para desempeñar las funciones
maternas, acallarla con exhortaciones, promesas y silogismos que
habrían convencido a un doctor de la Iglesia, mas no a un infeliz
huérfano hambriento.

--Este muchacho --me dijo Viriato-- lo encontramos en un caserío
donde entramos una mañana hace dos meses. Los franceses, después de
quemar el lugar, habían matado allí mucha gente: solo quedó vivo ese
caballero que da tales berridos. El Sr. Santurrias le cogió, y le
lleva en brazos cuando va al espionaje, fingiéndose mendigo. Nosotros
le damos sopas de leche y migas de pan; pero él no quiere sino teta
y más teta, porque a pesar de tener dos años no le habían despechado
todavía. Cuando llegamos a un pueblo donde hay alguna mujer criando,
se da buenos hartazgos, y así va viviendo el infeliz. Pasamos el rato
con sus monadas y gracias infantiles, y procuramos despecharle, no sin
trabajo ni malos ratos. Será un buen soldado, ¿qué digo, buen soldado?
será general; sí, señores, general. Le llamamos el _Empecinadillo_.

--Pero condenado, tragón --decía Santurrias al pobrecito personaje
que llevaba en brazos--, ¿no estuviste dos horas en Val de Rebollo,
chupando de la señá Gumersinda?... Pues si ella decía que le sacabas
los tuétanos... Callas, o te estrello.

--Deme acá, deme acá ese Heliogábalo, señor Santurrias --dijo Viriato
alargando los brazos para recoger la carga--. Ven acá, tragaldabas:
no hay teta... Comerá usted rancho, si lo hay, y beberá un cuartillo
de vino... Un general pidiendo teta... Calla hombre, no toques diana
que nos vuelves sordos... Arro, roooo... Ahora llegaremos a un pueblo;
sorprenderemos a los franceses, matando unos cuantos, y por fuerza
habrá allí otra señora Gumersinda que te dé una mamada... Vamos... es
preciso ir dejando esas mañas... Los hombres no maman... Es preciso
comer. ¿Para qué quieres esos dentazos?

Después Viriato, arrullando al niño en sus brazos, le adormeció con
cantares de cuna; y el guerrillero de dos años, metiéndose ambos puños
en la boca para acallar su violento apetito, se durmió. La señá Damiana
Fernández vino a pedirnos municiones.

--Señá Damiana --le dijo Viriato--, cargue usted este mostrenco, que
antes debe ir en sus brazos que en los míos.

--Una doncella no carga chiquillos --repuso con desdén la
guerrillera--; que si entro con él en un pueblo, si a mano viene creerá
la gente que es mío. Hay que guardar la honra, Sr. Viriato.

--¿Qué honra? ¡Ay, honradillo está el tiempo! Mal cosida has dejado la
sotana del Cid Campeador. Damiana, por Dios, carga un rato este becerro.

--Cuando los eche al mundo los cargaré... Cartuchos, señores; un
cartucho por amor de Dios.

--¿El Cid no te los da, pimpolla? Pícaro Cid Campeador... si le cojo...

Estas conversaciones y otras igualmente festivas siguieron adelante;
pero no pude gozar de ellas, porque me adelanté llamado por mosén
Antón. El cura iba caballero en un gran jamelgo, que parecía, por su
gran alzada, hecho de encargo, para que sobre la muchedumbre ecuestre
y pedestre se destacase de un modo imponente la tosca y tremebunda
estampa del jefe de Estado Mayor. Caballo y jinete se asemejaban en
lo deforme y anguloso, y ambos parece que se identificaban el uno
con el otro, formando una especie de monstruo apocalíptico. Los
brazos larguísimos y negros de mosén Antón dictando órdenes desde la
altura de sus hombros; las piernas, ciñendo la estropeada silla, que
echaba fuera el relleno por informes agujeros; la sotana partida en
dos luengos faldones que agitaba el viento, y que en la penumbra de
la noche parecían otros dos brazos u otras dos piernas, añadidas a
las extremidades reales del caballero; el escueto cuello del corcel,
ribeteado por desiguales crines, que le daban el aspecto de una sierra;
su cabeza negra y descomunal, que, moviéndose a compás de las patas,
parecía un martillo hiriendo en visible yunque; el son metálico de las
herraduras medio caídas, que iban chasqueando como piezas próximas a
desprenderse, todo esto, que no se parecía a cosa ninguna vista por mí,
se ha quedado hasta hoy fijamente grabado en mi memoria.



IV


--A estos barbilindos que ha traído usted --me dijo mosén Antón,
mirando hacia abajo como quien está en lo alto de una torre--, ¿se les
puede confiar una comisión delicada?

--Sí, mi Coronel --respondí--. Ya saben lo que se hacen.

--Una comisión delicada --repitió--: por ejemplo, tapar la salida de un
pueblo, poniéndose como muralla de carne desde una casa a otra.

--Haremos todo lo que se nos mande, pues para eso hemos venido.

Mientras esto hablábamos miré al jefe de la partida, el cual, con las
manos cruzadas sobre la barriga, aflojadas las riendas del caballo y
dejándole marchar pausadamente, se había sumergido en beatífico sueño.
Despierto, vigilante, inquieto como un sabueso que adivina la presa,
mosén Antón escudriñaba con sus ojos de buitre el estrecho horizonte
del valle por donde caminábamos y las cercanas colinas.

Habíamos comenzado a descender, y a nuestra izquierda el cielo empezaba
a teñirse de rosa y oro pálido, anunciando el cercano día. Las crestas
de los cerros irregulares, cuyas siluetas semejaban, cuál un perro
dormido, cuál un pellejo de vino, principiaban a aclararse, dejando ver
desparramados caseríos, manchas de carrascales, olmedas y grupos de
colmenas.

--Quiero saber otra cosa --me dijo mosén Antón inclinándose de nuevo
sobre mí, como un picacho próximo a desprenderse--. En caso de entrar
en combate las tropas regulares que manda usted y su amigo, ¿deben
batirse por separado o mezcladas con mi gente?

--Creo que de una manera u otra lo harán bien. Mezclándolas se evitan
las envidias y la rivalidad, que siempre existe entre la tropa de
ejército y la voluntaria.

La cara de mosén Antón se contrajo de un modo especial, indicando
disgusto.

--Ya, ya comprendo lo que mi coronel desea --dije con viveza, y era
verdad que lo comprendía--. Lo que mi coronel quiere es precisamente
que exista esa rivalidad y emulación. Ahora caigo en que lo mejor es
hacerles pelear por separado para que unos se estimulen con el ejemplo
de los otros, si hay diferencia en el modo de combatir.

--Muy bien, señor oficial --repuso con satisfacción--. Veo que usted
tiene todo el saber militar en la punta de la uña.

Llegamos a lo hondo de un estrecho barranco, y la partida hizo alto.
Mosén Antón dispuso que se guardase el mayor silencio, y D. Vicente
Sardina despertó exclamando:

--¿Qué hay? ¿Hemos dado con los franceses? ¡A ellos!... ¡Que se
escapan!... ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!

--Despabílese usted, hombre --dijo entre veras y burlas el cura--. Aquí
no se ven franceses más que en sueños.

--¿Acaso yo dormía...?

--No, velaba.

--Eso es un insulto, mosén Antón... ¡Sostener que el jefe de la partida
dormía, cuando!... Si se me cerraron los ojos fue porque estaba
recapacitando sobre la bobería y descuido de esos tontos de franceses
que se dejan sorprender...

--Silencio --dijo el jefe de Estado Mayor bajándose del caballo--, voy
a hacer un reconocimiento.

--Sí --indicó con burlona malignidad Sardina--. Puede que detrás de
aquella peña esté el general Gui con 20.000 hombres... Pero si no me
engaño, tras aquel muro arruinado se ve el sombrerito de Napoleón.
Gran presa hemos hecho... Lo menos caen hoy en nuestras manos 50.000
gabachones.

--Descabece usted otro sueño --dijo Trijueque.

--¿Pero dónde estamos? Por fuerza este endiablado cura nos ha traído
a Madrid. ¿Apostamos a que quiere sorprender al Rey José en su misma
corte y cogerle prisionero? ¿Aquel mojón no es la puerta de Atocha?...
¡Pero quia! Si es una colmena... Querido mosén, hablemos ahora con
franqueza: ¿no hubiera sido más cuerdo quedarnos sosegadamente en aquel
cómodo lugar de Val de Rebollo? A esta hora ni a usted ni a mí nos
hubiera faltado un buen tazón de chocolate.

Mosén Antón no contestaba a las burlas de su jefe, y haciéndonos señas
de que le siguiéramos, a mí, al Sr. Viriato y a otro guerrillero
llamado Narices, hombre pequeño, flaco y resbaladizo como una culebra,
llevonos por una vereda adelante y por entre espesos carrascales, cuyas
ramas apartábamos a un lado y a otro para poder pasar.

--No hacer ruido --nos decía a cada momento--. Si el enemigo está donde
sospecho, tendrá por aquí sus escuchas.

Mosén Antón apartaba, tronchándolas, ramas corpulentas que impedían el
paso. El jabalí perseguido no se abre camino en la trocha con mejor
arte. A ratos se agachaba, atendiendo con viva ansiedad; pintábase
en su rostro, tan feo como expresivo, una dolorosa duda; volvía a
emprender el paso; por último, llegamos a lo más alto del cerro y a un
punto desde donde se veía otra hondonada como aquella en que acababa
de hacer alto la partida. En la meseta donde nos hallábamos, el monte
tenía una extensa calva, no reapareciendo la vegetación sino en lo más
bajo del declive.

Mosén Antón se echó de barriga en el suelo. Parecía una inmensa cigarra
negra en el momento en que, contrayendo las angulosas zancas y plegando
las alas, se dispone a dar el salto. Nos colocamos a su lado en análoga
posición, y entonces nos habló así:

--¿Ven ustedes abajo el pueblo?

En efecto: bajo nosotros se veían los tejados rojos de algunas casas
apiñadas.

--Ese pueblo es Grajanejos --añadió--. Anoche se me metió en la cabeza
que los franceses que estaban en Cogolludo habían de venir a pernoctar
aquí por Miralejo... Se me metió en la cabeza, sí, señores; y cuando a
mí se me mete una cosa en la cabeza...

--Tiene que suceder, aunque Dios no quiera --dijo Viriato.

--Yo no me equivoco --añadió con cierta confusión el padre Trijueque--.
Yo dije: «Pues que los franceses están en Cogolludo de regreso de
Aragón, han de tomar una de estas dos direcciones: o la vuelta del
Casar de Talamanca para ir a tierra de Madrid, o la vuelta de
Grajanejos para tomar el camino real y marchar hacia Guadalajara o
hacia Brihuega.» El primer movimiento es inverosímil, porque están
muy hambrientos y habían de tardar tres o cuatro días en llegar a la
corte; el segundo movimiento es seguro, y sentado que es seguro, ahora
digo: «Si pasan el Henares, ¿cuál puede ser su intención? O tratar de
sorprendernos en este laberinto de barrancos y pequeños valles, lo cual
sería fácil si ellos fueran nosotros y nosotros ellos, o simplemente
guarecerse dentro de los muros de Brihuega o Guadalajara, donde tienen
abundantes provisiones.» En uno u otro caso, entrarán en el camino
real, que está a nuestra vista. Observen ustedes: a la luz de la aurora
se ve claramente el camino real que va desde Madrid a Zaragoza. Es una
hermosa calzada, que podría empedrarse con los cráneos de franceses que
hemos matado en ella.

Vimos, en efecto, el camino real de Aragón, que serpenteaba entre el
arroyo y la montaña de enfrente, siguiendo las sinuosidades del angosto
valle.

--Todos esos cálculos --dijo Viriato-- son admirables, y demuestran el
consumado talento de vuecencia. ¡Y dice mosén Antón que no ha estudiado
lógica!... No puede ser. Lo que hay de malo en esto, es que por de
pronto esas ingeniosas previsiones han resultado fallidas, porque yo
estoy ciego de tanto mirar, y no veo franceses en Grajanejos.

Mosén Antón no decía nada, y miraba atentamente a los extremos visibles
del valle y a las suaves colinas que enfrente teníamos. En su rostro
se pintaba una ira reconcentrada y profunda; apretaba las mandíbulas;
fruncía el ceño, haciendo culebrear las cejas negras y espesas como dos
bigotes, y el resoplido de su aliento no discrepaba en fuerza y calor
del de un caballo.

He dicho que se había tendido de barriga, con las palmas de las manos
en tierra y los codos en alto, en actitud muy parecida a la de los
cigarrones cuando se disponen a dar el salto. De súbito, mosén Antón
saltó todo lo que puede saltar un hombre en tal postura: levantose
en pie, extendió los brazos, lanzaron las cavidades de su pecho un
graznido de ave de rapiña, brilló el rayo en sus ojos, y señalando a la
derecha hacia el punto donde desaparecía el valle formando un recodo,
exclamó:

--¡Los franceses, ahí están los franceses!

No vimos nada; pero oímos un rumor vago y lejano, que acrecían con sus
hondos ecos las angosturas del valle. Era ruido de caballos, de gentes
de armas; el ruido a ningún otro parecido de un ejército que se acerca.

--¿No lo dije? ¿No lo dije?... ¿Me he equivocado alguna vez? --gritaba
mosén Antón desfigurado por el júbilo, con toda su persona descompuesta
y alterada, cual máquina que se va a desengranar--. Cogidos, cogidos en
una ratonera. Ni uno solo escapará... Lo que pensé, lo mismo que pensé:
pasaron el Henares por Carrascosa, subieron a los altos de Miralrío,
vadearon el Vadiel, y han cogido el camino real en Argecilla... Todo
esto lo estaba yo viendo anoche, señores; lo estaba viendo como se ve
un cuadro que uno tiene delante.

Agitaba los brazos, sacudía las piernas y ponía en movilidad espantosa
todos los músculos de su rostro, asemejándose a Satanás cuando padece
un ataque de nervios, si es que el ministro de la eterna sombra
experimenta iguales debilidades que las damas del mundo visible;
desenvainaba su sable, volvíalo a envainar, frotábase las anchas manos
con tal presteza, que causaba asombro que no despidieran chispas;
se acomodaba en la cabeza el mugriento pañizuelo y la gorrilla, se
apretaba el cinto y profería vocablos ya patrióticos, ya indecentes,
mezclados con blasfemias usuales y aforismos de guerra.

Las avanzadas de los franceses aparecieron en el camino real.

--¡Con cuánta confianza vienen! --dijo mosén Antón--. Esos bobalicones
no aprenden nunca. No flanquean la marcha. ¿Ven ustedes columnas
volantes en las alturas?

--Por este lado --dijo Viriato-- se ven brillar algunos cañones de
fusil.

--Retirémonos abajo --dijo Trijueque--. Dejémosles entrar
tranquilamente en el pueblo.

Poco después de esto, la partida marchaba despacio y con orden
admirable por una senda de escasa pendiente, que conducía, faldeando
el cerro en repetidas vueltas, al lugar de Grajanejos. Mosén Antón
dispuso que una parte de la fuerza se escondiese en el carrascal,
adelantándose con toda precaución para no ser vista ni oída. El resto
marchó adelante.

--Mucho silencio --dijo Sardina--, mucho silencio. Cuidado no se escape
algún tiro... Al que respire fuerte, le fusilo.

Cuando esto decía, oyose un chillido prolongado y lastimero. Era el
Empecinadillo que pedía la teta.

--Si ese condenado chiquillo no calla --exclamó mosén Antón con
furia--, arrojarle al barranco.

El Empecinadito, extraño a la estrategia, seguía gritando. El jefe de
Estado Mayor, que llevaba del diestro a su caballo, se detuvo ciego de
ira, y repitió:

--¡Arrojarle al barranco! ¿No hay quien tape la boca a ese trompetero
de mil demonios?

El Sr. Santurrias se esforzó en hacer callar al pobre niño; mas no
le convencían los argumentos empleados, ni aunque se le dijo «que
te va a comer mosén Antón» se resignó a la obediencia que el grave
caso requería. Al fin creo que taparon su boca o sofocaron sus gritos
envolviéndole en sus propios abrigos, con lo cual se libró por aquella
vez de ser arrojado al barranco en castigo de sus escandalosos
discursos.

D. Vicente Sardina, de acuerdo con su segundo, dispuso que los de la
izquierda de la senda nos adelantáramos con objeto de cortar la salida
del pueblo por el camino real en dirección opuesta a aquella por la
cual entraban los franceses.

--No me fío de estos señoritos --dijo mosén Antón al vernos partir--.
Que vaya el Crudo con ellos. ¡Crudo, Crudo!

Presentose un guerrillero rechoncho y membrudo, bien armado y que
parecía hombre a propósito lo mismo para un fregado que para un barrido
en materia de guerra.

--Crudillo --ordenó el jefe--, a ti y a estos señores os toca cortar la
salida por abajo. Lleva cien hombres de lo bueno. Apretar de firme.

Reforzados por la gente del Crudo, que era de lo mejor que había en la
partida, emprendimos la marcha por un suave declive que nos condujo
a las inmediaciones del camino real por el mediodía del pueblo. Los
otros, al hallarse próximos y con la ventaja que les daba su excelente
posición en lo alto, atacaron a un pequeño destacamento francés
que avanzó a reconocer la altura, mientras el resto de la fuerza
enemiga descansaba en el pueblo. Esta conoció al punto que había sido
sorprendida, y pensando en defenderse ocupó precipitadamente las casas.
Los de la partida les atacaron, no solo con brío, sino con plena
confianza por la fuerza moral que la sorpresa les daba, y los franceses
se defendían mal a causa de la turbación, del cansancio y la estrechez
del lugar en que se habían metido.

Después de un breve combate, los enemigos comprendieron que no tenían
otra salvación que la fuga por la carretera abajo, o bien por la misma
dirección de Argecilla que habían traído en sentido contrario. Muchos
intentaron escapar por donde estábamos; pero viendo bien guardada la
salida y divisando hacia aquella parte uniformes de ejército y hasta
veinte caballos, que en su atolondramiento se les figuraron doscientos,
creyeron que todo el segundo ejército, al mando de D. Carlos O’Donnell,
se había corrido desde Cuenca a tomar el camino de Aragón, y optaron
por la salida opuesta. El barullo y confusión que esto produjo en
sus azoradas tropas fue tal, que Don Vicente Sardina, con su gente
escogida, acuchilló sin piedad y sin riesgo a muchos infelices que
no hacían fuego ni tenían alma y vida más que para buscar entre el
laberinto de callejuelas el mejor hueco que les diera salida de tal
infierno.

Algunos que advirtieron la imposibilidad de retroceder sin ser
despedazados en la pequeña plaza, arriesgáronse a abrirse camino por el
mediodía, y vimos que se nos echó encima regular masa de caballería,
cuya veloz carrera y varonil decisión nos hizo temblar un momento.
Habíamos ocupado la casa del portazgo, y en el breve espacio de tiempo
de que dispusimos habíamos amontonado allí algunas piedras, ramas y
troncos que encontramos a mano. Se les hizo fuego nutrido, y cuando
los briosos caballos saltaban relinchando con furia por entre los
obstáculos allí mal puestos, el Crudo lanzose con los suyos, quién a
la bayoneta, quién esgrimiendo la navaja, a dar cuenta de los pobres
dragones. Estimulados por el ejemplo, corrimos los demás y pudimos
detener el empuje de los caballos y desarmar los infantes que tras
ellos corrían. Duró poco este lance; pero fue de los de cáscara amarga,
y en él perdimos alguna gente, aunque no tanta como los enemigos.
Bastantes de estos murieron, y excepto dos o tres que fiados en la
enorme bravura de sus caballos lograron escapar, todos los vivos fueron
hechos prisioneros.

Cuando presentamos nuestra presa a Don Vicente Sardina y a mosén Antón,
que estaban en la plaza dictando órdenes para asegurar la victoria,
ambos nos felicitaron con calor.

--Es preciso pegar fuego a este condenado Grajanejos --dijo mosén
Antón--. Es un lugar de donde salen todos los espías de los franceses.

--Quemarle, no --repuso Sardina con benevolencia.

--Eso es, eso es --dijo con arrebatos de destrucción el jefe de la
caballería--. Mieles y más mieles. Así los pueblos se ríen de nosotros.
En Grajanejos han tenido los franceses muy buen acomodo, y se susurra
que de aquí han sacado ellos más raciones en un día que nosotros en un
mes.

--No se hable más de eso --dijo Sardina--. El pueblo no será quemado.
¿Para qué? No rebajemos la gloria de esta gran jornada con una
atrocidad. Gran día ha sido este... Bien sabía yo que los franceses
habían de venir aquí... mosén Antón, nada de quemar. Mande usted
saquear el lugar, y al vecino que oculte algo tirarle de las orejas...

--Señor Mosca Verde --dijo mosén Antón a un guerrillero que venía a
recibir órdenes--. ¿Cuántos prisioneros tenemos?

--Sesenta y ocho he contado ya. Entre ellos un coronel.

--Es demasiada gente --repuso el cura--; sesenta y ocho bocas a las
cuales es preciso dar pan. Sr. Sardina, ¿doy la orden de quintarlos?

--¿Para qué? --dijo el jefe--. Dejémosles las vidas, y los entregaremos
sanos y mondos a D. Juan Martín para que haga de ellos lo que quiera...
¿Pero no hay en este infernal pueblo un poco de chocolate?... ¡Sr.
Viriato de mil demonios!... que siempre ha de desaparecer el tuno de mi
ayudante cuando más lo necesito...

--Aquí estoy, mi general --gritó Viriato que venía corriendo con una
sarta de chorizos en la mano--. ¿Pedía vuecencia chocolate? Ya lo he
mandado hacer para vuecencia y mosén Antón.

--Yo --dijo este-- tengo bastante para todo el día con un pedazo de pan
y queso, señor Viriato; o si no, dadme uno de esos chorizos y buscadme
un zoquete que lo acompañe... Si todos fueran tan sobrios como yo...
Repito que será preciso quintar a los prisioneros, si nuestra gente ha
de tener ración para tres días.

--Mando que no se fusile a ningún prisionero --dijo Sardina--. ¿Se
niegan los vecinos a dar lo que tienen?

--No, señor --respondió Mosca Verde--. No se niegan, porque como no
dan, sino que lo tomamos... Algunas arcas repletas de pan y queso y
miel se han encontrado.

--¿Ha muerto alguna gente dentro de las casas?

--Nada más que el tío Genillo, el albéitar, que está clavado en la
pared como un murciélago.

--Pero ese chocolate, ese chocolate... Señor Viriato, ¿sabe usted que
tengo más hambre que seis estudiantes juntos?

Presentose de improviso Santurrias, diciendo:

--Mi general, hemos encontrado al fin una mujer con cría; pero no
quiere dar de mamar al Empecinadillo.

--¡Qué alevosía, qué desacato! --exclamó mosén Antón--. Que la fusilen
al momento.

--Venga acá esa señora, y yo la haré entrar en razón --dijo con
benevolencia Sardina--. Este Trijueque quiere fusilar a todo el género
humano.

El Cid Campeador, la señá Damiana y otro guerrillero trajeron casi a
rastras a una mujer joven y hermosa, la cual, clamando al cielo con
lastimeros gritos, se esforzaba en desasirse de los brazos de aquellos
bárbaros.

--Aquí está, aquí, mi general, la mala patriota, la afrancesada.

--Señora --dijo mosén Antón mirando a la buena mujer con fieros y
aterradores ojos--, ¿no sabe usted que la hacienda del buen español ha
de ponerse a disposición de los buenos servidores de la patria y del
Rey?

--La hacienda, sí; pero no los pechos --repuso la mujer con varonil
denuedo.

--Señora, rece usted el Credo --vociferó Trijueque--. Que vengan cuatro
escopeteros. Atadle las manos a la espalda.

--Pues qué, ¿me quieren fusilar? --gritó la infeliz con angustia.

--Este condenado mosén Antón --me dijo en voz baja Sardina-- quiere hoy
una víctima, y al fin habrá que dársela.

Creyendo luego conveniente interponer su autoridad para impedir un
hecho abominable, habló así:

--Buena mujer, ponga usted sus pechos a disposición de la patria y del
Rey... El Empecinadillo es hijo adoptivo de este ejército... dele usted
de mamar, y tengamos la fiesta en paz... Y a usted, Sr. Santurrias, le
ordeno que despeche a ese becerro de dos años lo más pronto posible,
o que lo deje en cualquiera de estos lugares. Todos los días hay una
cuestión por la teta que necesita el muñeco.

La hermosa mujer, comprendiendo el peligro que la amenazaba si no ponía
a disposición de la patria los dones que natura le concediera, tomó al
muchacho y lo arrimó a su seno. El gusto que debió experimentar nuestro
Empecinadillo cuando se vio regalado con lo que en abundancia tenía
su improvisada madre, figúreselo el lector, y traiga a la memoria las
hambres y los hartazgos de sus verdes niñeces, si es que tan remotas
impresiones pueden venir a la memoria. El huerfanillo tragaba con
voracidad insaciable, y según la fuerza con que sus manecitas apretaban
lo que tenían más cerca, parecía querer tragarse también aquellas
partes, causa de su regocijo, y que demostraban la longanimidad del
Criador para con la señá Librada, pues tal era el nombre de aquella
mujer.

Los circunstantes veían con alborozo el glotón rechupar del huérfano, y
aplaudían en coro diciendo:

--¡Cómo traga! ¡La va a dejar en los huesos! Es un fraile dominico que
nunca acaba de llenar el buche.

D. Vicente Sardina, que continuaba teniendo más hambre que seis
estudiantes, miraba al hijo de la guerrilla con ansiosa envidia.

Cuando el jefe marchó a despachar el almuerzo que le había dispuesto el
Sr. Viriato, mosén Antón me dijo:

--Veo que están ustedes indignados, y con mucha razón. No se castiga a
nadie, no se escarmienta a los pueblos, no se procura hacer respetables
a los soldados de la patria y el Rey... Paciencia, señores. Ustedes
están indignados como yo por las blanduras de D. Vicente Sardina y D.
Juan Martín. El mal viene de arriba, del jefe de nuestro ejército.

Le respondimos que, en efecto, era grande nuestra cólera; pero que
confiábamos en el inmediato triunfo de las ideas de justicia contra la
anticuada y rutinaria bondad del jefe de la partida. Él se consoló un
poco con esto, y fue a dictar órdenes para la mayor seguridad de los
prisioneros.



V


No permanecimos muchas horas en Grajanejos, y cuando la tropa se
racionó con lo poco que allí se encontrara, dieron orden de marchar
hacia la sierra, en dirección al mismo pueblo de Val de Rebollo, de
donde habíamos partido. Nada nos aconteció en el camino digno de
contarse, hasta que nos unimos al ejército (pues tal nombre merecía)
de D. Juan Martín, general en jefe de todas las fuerzas voluntarias
y de línea que en aquel país operaban. El encuentro ocurrió en
Moranchel. Venían ellos de Sigüenza por el camino de Mirabueno y
Algora, y nosotros, que conocíamos su dirección, pasamos el Tajuña y lo
remontamos por su izquierda.

Caía la tarde cuando nos juntamos a la gran partida. Los alrededores de
Moranchel estaban poblados de tropa, que nos recibió con aclamaciones
por la buena presa que llevábamos, y al punto la gente de nuestras
filas se desparramó, difundiéndose entre la muchedumbre empecinada como
un arroyo que entra en un río. Encontré algunos conocidos entre los
oficiales de línea del segundo y tercer ejército, que Don Juan Martín
había recogido en distintos puntos, según las órdenes de Blake, y me
contaron la insigne proeza de Calatayud, realizada algunos días antes.

Yo tenía suma curiosidad de ver al famoso Empecinado, cuyo nombre,
lo mismo que el de Mina, resonaba en aquellos tiempos con estruendo
glorioso en toda la Península, y a quien los más se representaban como
un héroe de los tiempos antiguos, resucitado en los nuestros como una
prueba de la protección del cielo en la cruel guerra que sosteníamos.
No tardé en satisfacer mi curiosidad, porque Don Juan Martín salió de
su alojamiento para visitar a los heridos que habíamos traído desde
Grajanejos. Cuando se presentó delante de su gente, advertí el gran
entusiasmo y admiración que a esta infundía, y puedo asegurar que el
mismo Bonaparte no era objeto por parte de los veteranos de su guardia
de un culto tan ferviente.

Era D. Juan Martín un Hércules de estatura poco más que mediana,
organización hecha para la guerra, persona de considerable fuerza
muscular, cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la
resistencia, la contumacia, el arrojo frenético del mediodía junto con
la paciencia de la raza del norte. Su semblante moreno amarillento,
color propio de castellanos asoleados y curtidos, expresaba aquellas
cualidades. Sus facciones eran más bien hermosas que feas, los ojos
vivos, y el pelo, aplastado en desorden sobre la frente, se juntaba a
las cejas. El bigote se unía a las cortas patillas, dejando la barba
limpia de pelo, afeite a la rusa que ha estado muy en boga entre
guerrilleros, y que más tarde usaron Zumalacárregui y otros jefes
carlistas.

Envolvíase en un capote azul que apenas dejaba ver los distintivos de
su jerarquía militar, y su vestir era en general desaliñado y tosco,
guardando armonía con lo brusco de sus modales. En el hablar era tardo
y torpe, pero expresivo, y a cada instante demostraba no haber cursado
en academias militares ni civiles. Tenía empeño en despreciar las
formas cultas, suponiendo condición frívola y adamada en todos los que
no eran modelo de rudeza primitiva, y sí de carácter refractario a la
selvática actividad de la guerra de montaña. Sus mismas virtudes y su
benevolencia y generosidad, eran ásperas como plantas silvestres que
contienen zumos salutíferos, pero cuyas hojas están llenas de pinchos.

Poseía en alto grado el genio de la pequeña guerra, y después de Mina,
que fue el Napoleón de las guerrillas, no hubo otro en España ni tan
activo ni de tanta suerte. Estaba formado su espíritu con uno de los
más visibles caracteres del genio castizo español, que necesita de la
perpetua lucha para apacentar su indomable y díscola inquietud, y ha
de vivir disputando de palabra u obra para creer que vive. Al estallar
la guerra, se había echado al campo con dos hombres, como D. Quijote
con Sancho Panza, y empezando por detener correos, acabó por destruir
ejércitos. Con arte no aprendido, supo y entendió desde el primer día
la geografía y la estrategia, y hacía maravillas sin saber por qué. Su
espíritu, como el de Bonaparte en esfera más alta, estaba por íntima
organización instruido en la guerra y no necesitaba aprender nada.
Organizaba, dirigía, ponía en marcha fuerzas diferentes en combinación,
y ganaba batallas sin ley ninguna de guerra, mejor dicho, observaba
todas las reglas sin saberlo, o de la práctica instintiva hacía derivar
la regla.

Suele ser comparada la previsión de los grandes capitanes a la mirada
del águila que, remontándose en pleno día a inmensa altura, ve mil
accidentes escondidos a los vulgares ojos. La travesura (pues no es
otra cosa que travesura) de los grandes guerrilleros, puede compararse
al vigilante acecho nocturno de los pájaros de la última escala
carnívora, los cuales, desde los tejados, desde las cuevas, desde los
picachos, torreones, ruinas y bosques, atisban la víctima descuidada y
tranquila para caer sobre ella.

En las guerrillas no hay verdaderas batallas; es decir, no hay
ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se
encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa,
y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore
la proximidad de la otra. La primera calidad del guerrillero, aun
antes del valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence
corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen, y el huir no es
vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y
dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman
para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército
que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar
con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil: es
el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia
prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se
modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.

Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión; que
los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son
máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas,
y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, separan y destrozan. Esas
montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí; estos barrancos que
multiplican sus vueltas; esas cimas inaccesibles que despiden balas;
esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado, y luego se
tuerce presentando por la izquierda innumerable gente; esas alturas, en
cuyo costado se destrozó a los guerrilleros, y que luego ofrecen otro
costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha: eso, y
nada más que eso, es la lucha de partidas; es decir, el país en armas,
el territorio, la geografía misma batiéndose.

Tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el
contrabandista, el ladrón de caminos. El aspecto es el mismo: solo el
sentido moral los diferencia. Cualquiera de esos tipos puede ser uno de
los otros dos sin que lo externo varíe, con tal que un grano de sentido
moral (permítaseme la frase) caiga de más o de menos en la ampolleta
de la conciencia. Las partidas que tan fácilmente se forman en España,
pueden ser el sumo bien o mal execrable. ¿Debemos celebrar esta
especial aptitud de los españoles para congregarse armados y oponer
eficaz resistencia a los ejércitos regulares? ¿Los beneficios de un
día son tales que puedan hacernos olvidar las calamidades de otro día?
Esto no lo diré yo, y menos en este libro, donde me propongo enaltecer
las hazañas de un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por
nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, y no tuvo parentela
moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo y
con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó
a aquellos el oficio.

Los españoles nacieron para descollar en varias y estimadísimas
aptitudes, por lo cual tenemos tal número de santos, teólogos, poetas,
políticos, pintores; pero con igual idoneidad sobresalen en los tres
tipos que antes he indicado, y que a los ojos de muchos parece que
son uno mismo, según las lamentables semejanzas que la Historia nos
ofrece. Yo traigo a la memoria la lucha con los romanos y la de siete
siglos con los moros, y me figuro qué buenos ratos pasarían unos y
otros en esta tierra, hostigados constantemente por los Empecinados de
antaño. Guerrillero fue Viriato, y guerrilleros los jefes de mesnada,
los adelantados, los condes y señores de la Edad Media. Durante la
monarquía absoluta, las guerras en país extraño llevaron a América,
Italia, Flandes y Alemania a todos nuestros bravos. Pero cesaron
aquellos gloriosos paseos por el mundo, y España volvió a España, donde
se aburría, como el aventurero retirado antes de tiempo a la paz del
fastidioso hogar, o como D. Quijote lleno de bizmas y parches en el
lecho de su casa, y ante la tapiada puerta de su biblioteca sin libros.

Vino Napoleón y despertó todo el mundo. La frase castellana _echarse a
la calle_, es admirable por su exactitud y expresión. España entera se
echó a la calle, o al campo; su corazón guerrero latió con fuerza, y
se ciñó laureles sin fin en la gloriosa frente; pero lo extraño es que
Napoleón, aburrido al fin, se marchó con las manos en la cabeza, y los
españoles, movidos de la pícara afición, continuaron haciendo de las
suyas en diversas formas, y todavía no han vuelto a casa.

La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie
le quita su gloria, no, señor: es posible que sin los guerrilleros la
dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta
la Restauración en Francia. A ellos se debe la permanencia nacional,
el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España,
y esta seguridad vanagloriosa, pero justa, que durante medio siglo
hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. Pero la
guerra de la Independencia, repito, fue la gran escuela del caudillaje,
porque en ella se adiestraron hasta lo sumo los españoles en el arte
para otros incomprensible de improvisar ejércitos y dominar por más
o menos tiempo una comarca; cursaron la ciencia de la insurrección,
y las maravillas de entonces las hemos llorado después con lágrimas
de sangre. ¿Pero a qué tanta sensiblería, señores? Los guerrilleros
constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y
nuestra alma; son el espíritu, el genio, la Historia de España; ellos
son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades
contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al
pillaje.

Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, nos
dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. ¿Pero estáis
definitivamente juzgados ya, oh insignes salteadores de la guerra? ¿Se
ha formado ya vuestra cuenta, oh Empecinado, Porlier, Durán, Amor, Mir,
Francisquete, Merino, Tabuenca, Chaleco, Chambergo, Longa, Palarea,
Lacy, Rovira, Albuín, Clarós, Saornil, Sánchez, Villacampa, Cuevillas,
Aróstegui, Manso, el Fraile, el Abuelo?

No sé si he nombrado a todos los pequeños grandes hombres que entonces
nos salvaron, y que en su breve paso por la Historia dejaron la semilla
de los Misas, Trapense, Bessières, el Pastor, Merino, Ladrón, quienes a
su vez criaron a sus pechos a los Rochapea, Cabrera, Gómez, Gorostidi,
Echevarría, Eraso, Villarreal, padres de los Cucala, Ollo, Santés,
Radica, Valdespina, Samaniego, Tristany, varones coetáneos que también
engendrarán su pequeña prole para lo futuro.



VI


Perdóneseme la digresión, y a toda prisa vuelvo a mi asunto. No sé si
por completo describí la persona de D. Juan Martín, a quien nombraban
el Empecinado, por ser tal mote común a los hijos de Castrillo de
Duero, lugar dotado de un arroyo de aguas negruzcas, que llamaban
_pecina_. Si algo me queda por relatar, irá saliendo durante el curso
de la historia que refiero; y como decía, señores, D. Juan Martín salió
de su alojamiento a visitar los heridos, y al regresar, envionos a mi
compañero y a mí orden de que nos presentásemos a él.

Después de tenernos en pie en su presencia un cuarto de hora sin
dignarse mirarnos, fija su atención en los despachos que redactaba un
escribiente, nos preguntó:

--A ver, señores oficiales, díganme con franqueza qué les gusta más:
¿servir en los ejércitos regulares o en las partidas?

--Mi general --le respondí--, nosotros servimos siempre con gusto allí
donde tenemos jefes que nos den ejemplo de valor.

No nos contestó, y fijando los ojos en el oficio que torpemente
escribía el otro a su lado, dijo con muy mal talante:

--Esos renglones están torcidos... ¡qué dirá el general cuando tal
vea!... Pon muy claro y en letras gordas eso de _obedeciendo las
órdenes de vuecencia..._ pues. Después de los latines... (porque estos
principios son latines o boberías), pon: _participo a vuecencia y pongo
en conocimiento de vuecencia_; pero son estos muchos _vuecencias_
juntos...

El Empecinado se rascaba la frente buscando inspiración.

--Bueno: ponlo de cualquier modo... Ahora sigue... _que hallándonos en
Ateca el general Durán y yo_... Animal, Ateca se pone con H... eso es,
que _hallándonos en Ateca risolvimos_... está muy bien... _risolvimos_
con dos erres grandes a la cabeza... así se entiende mejor... atacar
a Calatayud... Calatayud también se pone con H... no, me equivoco.
¡Maldita gramática!

Luego, volviéndose a nosotros, nos dijo.

--Aguarden ustedes un tantico, que estoy dictando el parte de la gran
acción que acabamos de ganar.

Emprendiéndola de nuevo con el escribiente, prosiguió así:

--¡Si tú supieras de letras la mitad que aquel bendito escribano de
Barriopedro, que nos mataron el mes pasado! Estas letras gordas y
claras con un rasguito al fin que dé vueltas, y los palos derechitos...
Cuidado con los puntos sobre las íes... que no se te olviden... ponlos
bien redondos... Sigamos. _Yo (coma) no llevaba conmigo (coma) más que
la mitad (coma) de la gente (dos comas)._

--No son necesarias tantas comas --replicó con timidez el escribiente.

--La claridad es lo primero --dijo el héroe--, y no hay cosa que más
me enfade que ver un escrito sin comas, donde uno no sabe cuándo ha de
tomar resuello. Bien: puedes _comearlo_ como quieras... Adelante...
_porque había dejado en tierra de Guadalajara la división de D. Antonio
Sardina; pero Durán llevaba consigo toda su gente, y toda la de D.
Antonio Tabuenca y D. Bartolomé Amor (punto, punto grande). Reuníamos
entre todos 5.000 hombres..._ ¿Hombres con _h_? Me parece que se pone
sin _h_... No estoy seguro. En el infierno debe estar el que inventó
la _otografía_, que no sirve más sino para que los estudiantes y los
gramáticos se rían de un general... Adelante: _Pues como iba diciendo a
vuecencia_... no, no: quita el _como iba diciendo_... eso no es propio,
y pon: _el 26 de septiembre entre dos luces, aparecimos Durán y yo
sobre Calatayud y les sacudimos a los franceses tan fuerte paliza_...

--Eso de la paliza --dijo el escribiente mordiendo las barbas de la
pluma-- no me parece tampoco muy propio.

--Hombre, tienes razón --repuso el Empecinado rascándose la sien y
plegando los párpados--. Pero es lo cierto que no sabe uno cómo decir
las cosas para que tengan brío... En los oficios se han de poner
siempre palabritas almibaradas, tales como _embestir_, _atacar_,
_derrotar_, y no se puede decir _les sacudimos el polvo_, ni _les
espachurramos_, lo cual, al decirlo, parece que le llena a uno la
boca y el corazón. Escribe lo que quieras... Bien: _les embestimos,
desalojándoles de la altura que llaman los Castillos, y pescando
algunos prisioneros_.

Entusiasmado por el recuerdo de su triunfo volviose a nosotros, y con
semblante vanaglorioso nos dijo:

--Bien hecho estuvo aquello, señores. Si les hubiesen visto
ustedes cómo corrían... Y eso que había mucha _diferiencia_ en las
fuerzas. Ellos eran más... Pon eso también --añadió dirigiéndose al
escribiente--, pon lo de la _diferiencia_... así, está bien. Ahora
sigue: _La guarnición se encerró en el convento fortificado de la
Merced, y los mandaba un tal musiú Muller... escribe con cuidado eso
del musiú... se pone_ MOSIEURRE... muy bien... Ahora descansemos, y un
cigarrito.

D. Juan Martín nos dio a cada uno de los presentes un cigarrillo de
papel, y fumamos. Aunque habló por breve rato de asuntos ajenos a
la acción de Calatayud, el general no podía apartar de su mente la
comunicación que estaba redactando, y dijo a su amanuense:

--Vamos a ver. Adelante. _Pues como iba diciendo a vuecencia..._ no:
eso no; ¡maldita costumbre! Pon: _Durán atacó el convento de la Merced,
y como no tenía artillería abrió minas... en fin, para no cansar a
vuecencia, Durán los amoló._

El escribiente, comiéndose otra vez las barbas de la pluma, miró al
general con expresión dubitativa.

--Tienes razón --dijo el Empecinado--; pero si esta maldita lengua
mía no sirve para nada... ¿Por qué no he de poder poner en un oficio
_amolar_, _reventar_, _jeringar_, y otras voces que expresan la idea
con fuerza?... Y no que ha de estar usted plegando la boca como un
señoritico para decir _nuestra ala derecha hizo retroceder al enemigo_,
y otras pamemas que están bien en labios de damiselas y abates verdes.
Pon que Durán derrotó a los franceses y se zampó dentro del convento,
y escribe el vocablo que quieras, porque una de dos: o dejamos las
armas para aprender la gramática y las retóricas, o _hamos_ de escribir
lo que sabemos. Adelante. Ahora letra muy clara y redondita, y bien
comeado el párrafo. Oye bien. _Mientras Durán se cubría de gloria
en la Merced_ (esto sí está bien parlado y no lo criticarán los
bobos del ejército), _yo me fui con mi gente al puerto del Fresno,
maliciándome_... no, _maliciándome_ no, _sospechando que el francés de
Zaragoza vendría por allí con ojepto_ (muy clarito eso de _ojepto_, que
es palabreja peliaguda) _de auxiliar al de Calatayud_... (auxiliar con
X grande que se vea bien) _y en efecto, Ezcelentísimo señor, el 1.º
de octubre apareció una columna francesa, a la cual escabeché_... No:
ya se han reído mucho otra vez porque dije _escabechar_... ¡Como si
hubiera en castellano alguna otra palabra para expresar lo que quiere
decir esta!... _En fin, para no cansar a vuecencia, desbaratamos la
columna, matándole mucha gente, y cogiendo muchos prisioneros, entre
ellos el coronel Mosieurre_ (muy clarito eso) _Guillot_... Ahora se
añadirá lo de Grajanejos, y que, conseguido nuestro fin, Durán se
retiró por un lado y yo por otro, y me vine a la sierra, donde espero
las órdenes de vuecencia. _Dios guarde a vuecencia_... Vamos, Recuenco,
pronto, ponlo en limpio, lo firmaré y se llevará al momento... Letra
clara y hermosa.

Concluyó al fin Recuenco, que así llamaban al escribiente, el oficio,
que firmó D. Juan Martín con nombre y apellido, acompañados de una
rúbrica harto adornada de rasgos, y luego se cerró con las obleas rojas
para enviarle a su destino. Satisfecho el héroe de su obra, no se
ocupó más del asunto, y departió un rato con nosotros, demostrándonos
confianza suma.

--A esta fecha --nos dijo después que le contamos algo de los sucesos
políticos de Cádiz-- ya debe estar hecha la Constitución. Veremos si
hay alguien que ponga la mano en ella para quitarla. Yo, a ser la
Regencia y las Cortes, les metería el resuello en el cuerpo a todos
esos mandrias servilones... No sé para qué estamos aquí los hombres que
sostenemos la guerra. Como defendemos a España, defenderemos mañana la
Constitución. Dicen que será hasta allí... una ley liberal y española
que meta en cintura a los que no la quieran... Pero todos la queremos.
Está la gente entusiasmada con la Constitución... Hay que oírles... Y
dicen que nuestro cautivo Monarca está contentísimo de que la hayamos
hecho.

--Así debe de ser.

--Y díganme ustedes: ¿han oído ustedes hablar a D. Agustín Argüelles, a
García Herreros y a Muñoz Torrero? Parece que no se muerden la lengua.

--Los tres son eminentes oradores.

--¡Buena gente tenemos en España! Cuando se acabe la guerra se formará
un Gobierno regular con todos los hombres ilustres, y ya no tendremos
más Godoyes. El pícaro Gobierno absoluto es la peor cosa del mundo.

--En esta guerra --dije-- han salido muchos hombres distinguidos, que
después en la paz servirán al Estado de otro modo.

--Así será; pero no yo --afirmó con modestia--, pues cuando esto se
acabe me meteré en Castrillo de Duero o en Fuentecén, y con un par de
mulas... Después de la guerra, lo único que me gusta es la labranza.
No pienso poner los pies en la Corte. Si algún día necesita el Rey de
mí contra los serviles, allá voy. España, el Rey, la Constitución: ese
es mi remoquete. Nada más. Yo no hago la guerra como otros, por ganar
perifollos, grados ni riquezas. Han de saber ustedes que yo soy muy
militar, y que desde muy niño supe manejar las armas. Mis padres no
querían que fuese soldado; pero tal era mi afición, que a los diez y
seis años me escapé de la casa paterna para alistarme en el ejército.
Mi padre me libertó del servicio, y casi arrastrando llevome a
Castrillo; pero cuando cerró el ojo volví a las andanas, y alistándome
en el regimiento de caballería de España, estuve en la guerra del
Rosellón. Concluida, volví a mi casa, y en Fuentecén me casé.

»Tranquilo vivía cultivando mis tierras, cuando se dijo que al Rey
Fernando se lo llevaban a Francia. Yo quería echarme al campo, porque
esta canalla francesa me cargaba, señores, y cuando la gente de aquí
se entusiasmaba con Napoleón, yo decía: _Napoleón es un infame. Si
entra Fernando en Francia, no sale hasta que le saquemos..._ No me
quisieron creer... Vino mayo y al fin se descubrió el pastel. Yo no
podía aguantar más, y me picó mostaza en la nariz. Llamé a Juan García
y a Blas Peroles, y les dije: _¿Nos echamos o no nos echamos?_ Ellos me
contestaron que ya tenían pensado salir a matar franceses; y en efecto,
salimos. Éramos tres. Nos pusimos en el camino real a cuatro leguas de
Aranda, en un punto que llaman Honrubia, y allí, a todo correo francés
que pasaba, le arreglábamos la cuenta. Fue llegando gente y se formó
una partidilla... La verdad es que no sé cómo se formó. La partida
se hizo ejército y aquí estamos. Me han hecho brigadier. Yo no lo he
pedido. Quieren que sea general... He servido a la patria con fe, y
también con buen resultado, ¿no es verdad?

--La fama del Empecinado --respondió mi compañero-- llena toda la
extensión de España.

--Me han dicho que la gente de Cádiz, los políticos y los periodistas
se ríen de mí --dijo D. Juan Martín frunciendo el ceño-- porque una vez
dije _la mapa_ en vez de _el mapa_. Los militares no estamos obligados
a estar siempre con el libro en la mano, viendo cómo se dicen y cómo
no se dicen las cosas. Yo sé mi obligación, que es perseguir a los
franceses. Lo demás no me importa. Mi deseo es que se diga mañana: «El
Empecinado cumplió con su deber.»



VII


Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos
dijo:

--Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen
resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño
que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían
matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal. Pero vamos al decir,
que yo tengo a mis órdenes a los hombres más honrados del mundo.
Ninguno de ellos es capaz de faltar ni tanto así.

Cuando esto dijo, sentimos a nuestra espalda un gruñido, un monosílabo
dubitativo, una de esas exclamaciones inarticuladas, que no diciendo
nada, lo expresan todo. Detrás de nosotros, tendido sobre un gran arcón
de pino, estaba un hombre, a quien atribuimos la emisión de aquel
gutural elocuente sonido. Levantándose pesadamente de su improvisado
lecho, estiraba los brazos y piernas para desperezarse, cuando D. Juan
Martín le dijo:

--¿Qué tiene usted que decir, Sr. D. Saturnino Albuín? ¿No cree usted,
como yo, que la gente que está a nuestras órdenes es la mejor del mundo?

--Según y cómo --dijo Albuín, adelantándose con los ojos medio cerrados
para resguardar de los rayos de luz sus pupilas, recién salidas de la
obscuridad del sueño.

He aquí cómo era (si no me engañan los recuerdos que guarda en su
archivo mi memoria) aquel célebre guerrillero de quien hasta los
historiadores franceses hablan con gran encomio. D. Saturnino Albuín,
llamado el Manco, había adquirido la mutilación que fue causa de tal
nombre en una acción entablada en el Casar de Talamanca. Su mano
derecha fue por mucho tiempo el terror de los franceses. Era un hombre
de mediana edad, pequeño, moreno, vivo, ingenioso, ágil cual ninguno,
sin aquel vigor pesado y muscular de D. Juan Martín; pero con una
fuerza más estimable aún, elástica, flexible, tanto más imponente en
los momentos supremos, cuanto menos se la veía en los ordinarios. Si
el Empecinado era el hombre de bronce, a cuya pesadez abrumadora nada
resistía, Albuín era el hombre de acero. Mataba doblándose. Su cuerpo
enjuto parecía templado al fuego y al agua, y modelado después por el
martillo. Yo le vi más tarde en varios encuentros, y su arrojo me llenó
de asombro. Cuando se oían contar sus proezas, apenas se daba crédito
a los narradores, y no es extraño que un general francés dijese de
Albuín: _Si este hombre hubiera militado en las banderas de Napoleón,
ya sería Mariscal de Francia_.

Vestía D. Saturnino traje de paisano con pretensiones de uniforme
militar, y su chaquetón, donde lucían las charreteras y los mustios y
mal cosidos bordados, estaba lleno de agujeros. Los codos del héroe,
no inferior a Aquiles en el valor, se parecían a los de un escolar. En
sus pantalones se veían los trazados y dibujos de la aguja remendona
y zurcidora, y el correaje del trabuco que llevaba a la espalda y
de las pistolas y sable pendientes del cinto, hacía poco honor a la
administración de fornituras de aquel ejército. Todo esto probaba que
las campañas de la partida no eran tan lucrativas como gloriosas.

--Según y cómo --repitió Albuín, poniendo su única mano sobre la mesa
y atrayendo a sí la atención de los que estábamos presentes--. Eso de
que todos sean gentes honradas no es verdad, Sr. D. Juan Martín. Los
calumniadores, los chismosos que están siempre trayendo y llevando
cuentos al general, ¿pueden ser gentes honradas?

--Amigo Albuín --contestó el Empecinado--, usted tiene tirria a dos o
tres personas de este ejército, y por eso se le antojan los chismes y
enredos.

--Sí, señor, chismes y enredos, y lo sostengo --afirmó D. Saturnino--,
lo sostengo aquí y en todas partes. ¿Cómo se llama si no el venir aquí
contándole a usted lo que yo dije y lo que me callé? Yo no digo nada
más que la verdad, y no en secreto, sino públicamente, delante de Juan
y de Pedro, de Fulanito y de Perencejo. Y esto que he dicho, ahora lo
voy a repetir.

--Pues lo oiremos.

--Y no es más sino que digo y repito y sostengo --replicó Albuín con
energía-- que aquí se está uno batiendo, se está uno matando, se está
uno destrozando el alma y el cuerpo; pasan meses, pasan años, y con
tanto trabajar no salimos nunca de la miseria. Señores que me oyen,
digan si es justo que D. Saturnino Albuín no tenga otros calzones que
estos guiñapos que lleva en las piernas.

Hubo un momento de silencio, durante el cual todos contemplamos la
prenda indicada, que, en efecto, no era digna de figurar sobre el
cuerpo de quien habría sido mariscal de Francia si hubiera servido a
Napoleón.

--Sr. D. Saturnino --dijo gravemente Don Juan Martín--, después del
valor, la primera virtud del soldado es la humildad. Nosotros no
combatimos por dinero: combatimos por la patria. Me ha dicho usted que
sus calzones están un si es no es destrozadillos. Tortas y pan pintado,
amigo D. Saturnino. La guerra trae tales desgracias; el buen soldado no
mira a su cuerpo, señores: el buen soldado no fija los ojos más que en
el cielo y en el enemigo.

Y luego, desabotonándose el uniforme, añadió:

--Señores, si les ha llamado la atención que D. Saturnino lleve unos
calzones rotos, miren hacia acá y verán que el Empecinado no tiene
camisa.

Efectivamente, el uniforme abierto dejaba ver el velludo pecho del
héroe.

--Y no me quejo, señores --prosiguió abotonándose--; no estoy siempre
_glarimeando_ como el Sr. Albuín. De aquí en adelante voy a mandar
venir de la Corte una docena de sastres para que vistan de seda y
brocado a mi oficialidad.

--Sr. D. Juan Martín --dijo el Manco--, no venga echándosela de
anacoreta. Usted no tiene camisa porque no quiere, porque es un
desastrado y un facha. Señores, ¿les parece a ustedes propio de un
general quitarse la camisa en medio del camino para dársela a un viejo
pedigüeño que se quejaba de frío?... Basta de farsas. Ello es que
nosotros luchamos, nosotros nos batimos, y para nosotros no hay pagas,
para nosotros no hay recompensa, para nosotros no hay más que palos,
fríos, calores, lluvias, fatiga, y por último una muerte gloriosa que
para nada nos sirve, si es que no nos coge en pecado mortal, para
acabar de divertirse uno en los infiernos.

--¿El Sr. Albuín quiere dinero? --dijo el general--. Pues bien sabe ya
que no se lo puedo dar. Casi todo lo que se recauda se entrega a la
Junta, y si esta no da pronto las pagas porque hay muchas cosas a que
atender, ya las dará. En el ínterin nosotros nos cobramos en trigo, en
cebada, en paja, en almortas, en bellota, en centeno y otras _comibles_
especies que vamos recogiendo por los pueblos.

--Y que yo le regalo al Sr. Juan Martín --replicó vivamente el Manco--
para que con tales especies mantenga a su mujer y a sus hijos, y
se llene el buche a sí propio, y se vista y calce... Pero voy a lo
principal... ¡Ah, señor general de mi alma! Nosotros somos unos bobos,
porque mientras usted y yo estamos el uno sin calzones y el otro sin
camisa, en la partida hay quien se ríe de vernos desnudos y sin un
cuarto.

--No dudo que tengamos aquí algunas personas ricas, como por ejemplo...

--No es eso, no, Sr. Martín Díez --replicó el Manco--. Estos de que
hablo aparentan ser más pobres que las ratas; son de los que todos los
días nos piden un cigarro y dos cuartos para aguardiente; pero todo
lo acaparan, embaulan lo que se recoge, de tal modo, que ni la junta
ni cien juntas saben a dónde ha ido a parar. Y aguante usted esto,
sí, señor; aguántelo usted... y déjese usted matar por la patria y
por el Rey... En resumidas cuentas, se acabará la guerra, y los que
lo han hecho todo quedaranse más pobres que antes, mientras que los
uñilargos (aquí hizo el Manco con los dedos de su única mano un gesto
muy expresivo) irán a Madrid a comerse en paz lo que han merodeado
a nuestra costa. ¡Si somos unos héroes, Sr. D. Juan Martín; si la
historia se va a ocupar de nosotros y a ponernos por las nubes!... pero
comeremos pedazos de gloria y páginas de libro.

--Amigo Albuín --dijo el general--, tan acostumbrado estoy a su genio
endemoniado, que no me coge de nuevo lo que me ha dicho, y le perdono
sus bravatas. ¡El demonio es D. Saturnino! ¿Y quién al oírle diría
que es el hombre mejor del mundo?... ¿Conque dinero?... ¿Para qué
quieren las personas de bien el dinero? Aquí no hay gente viciosa. Los
_empecinados_ no combaten sino por la gloria, por la libertad, por la
independencia.

--Bueno es todo eso --repuso Albuín--; pero otros jefes de la partida,
tales como Chaleco, Chambergo, Mir y el Médico, todos personas muy
completas y honradas, sin dejar de poner a la patria sobre su cabeza,
cuidan de asegurar el porvenir de sus familias, y hombre hay entre esos
que ha hecho su capital en un quítame allá esas pajas.

--Conversación. Ni Chaleco ni Mir tienen sobre qué caerse muertos.

--No hablemos más --dijo D. Saturnino-- porque pierdo la paciencia. El
general hará lo que guste; pero yo no sé hasta dónde podré resistir.

--Usted resistirá hasta la misma fin del mundo --dijo el Empecinado
mirando a su subalterno con severidad--. Basta ya de _retruécanos_, que
me voy atufando con los humos de estos caballeros. Uno pide por aquí,
otro por allí... Obediencia, Sr. Manco, obediencia y humildad --añadió
golpeando la mesa--. Aquí todos _semos_ pobres y yo el primero...
Conque no digo más... Cada uno a su puesto, y prepararse para mañana.

--Buenas noches --dijo Albuín secamente.

--¿No reza usted el rosario conmigo?

--Lo rezaré con mosén Antón --repuso el guerrillero volviendo la
espalda.



VIII


Mi compañero y yo nos retiramos a nuestro alojamiento, donde
disfrutábamos la compañía de los más respetables individuos de aquel
ejército. Ocupeme primero en escribir a la condesa, de quien había
tenido cartas dos días antes con nuevas poco satisfactorias, y
luego pensé en dormir un rato. Estábamos en una anchurosa estancia
baja. Junto al hogar, el Sr. Viriato contaba al amo de la casa las
más estupendas mentiras que he oído en mi vida, todas referentes a
fabulosas batallas, encuentros y escaramuzas que harían olvidar los
libros de caballería, si pasaran de la palabra a la pluma y de la pluma
a la imprenta. Oíalo todo el patrón con la boca abierta y dando crédito
a tales invenciones, cual si fueran el mismo Evangelio.

El Sr. Pelayo roncaba en un rincón y no se sabía el paradero del gran
Cid Campeador ni de la señá Damiana. Despierto, inquieto, agitado, el
descomunal clérigo mosén Antón se paseaba de un extremo a otro de la
pieza, midiendo el piso con sus largos zancajos. Parecía un macho de
noria. Sentado, meditabundo, sombrío, tétrico, D. Saturnino Albuín
de tiempo en tiempo miraba al clérigo, como con deseo de hablarle.
Deteníase a veces Trijueque ante su colega; mas dando un gruñido
tornaba a los paseos, hasta que el Manco rompió el silencio, y dijo:

--Esto no puede seguir así.

--No, no mil veces. ¡Me reviento en Judas! --replicó el cura--. Eso de
que hombres de esta madera sean tratados como chicos de escuela, no
puede aguantarse más.

--Justo, como a chicos de escuela nos tratan --repuso Albuín--. Maldito
sea el dómine y quien acá lo trajo.

--Yo, Sr. D. Saturnino --dijo mosén Antón parándose ante su
compañero--, estoy decidido a marcharme a otro ejército. Me iré con
Palarea, con Durán, con Chaleco, con el demonio, menos con D. Juan
Martín.

--Y yo. Me creería digno de estar envuelto en trapos como el
Empecinadillo, y de pedir la teta al entrar en un pueblo, si sufriera
más tiempo la humillación de servir sin pagas, sin ascensos, sin botín,
sin remuneración ni provecho alguno.

--El corazón de manteca de nuestro jefe me obligará a abandonarle
--dijo Trijueque--. Así no se puede seguir la guerra. Entre él y D.
Vicente Sardina están haciendo todo lo posible para que el mejor día
nos cojan los franceses, y den buena cuenta de nosotros.

--Ya lo estoy viendo. Y acá para entre los dos, Sr. Antón --dijo
con rencoroso acento Albuín--, ¿no es un escándalo que mientras nos
recomienda la humildad, él acepta el grado de Brigadier, y mientras nos
tiene en la última miseria, él está amontonando...?

Mosén Antón puso todo su espíritu en ojos y oídos para atender mejor.

--Amontonando, sí --continuó D. Saturnino, que accionaba con la mano
manca--. Eso bien claro se ve. Pues qué, ¿todo el dinero que se recoge
y que él manda entregar a la Junta de Guadalajara, va a su destino?
¡Patarata! Mucho gimoteo y mucho decir que no tiene camisa; pero la
verdad es que buenos sacos de onzas manda a Fuentecén y a Castrillo.
¡Sr. Trijueque, están jugando con nosotros, están comerciando con
nuestro trabajo y nuestro valor, nos están chupando la sangre,
compañero! Ellos, él, mejor dicho, se atiforra los bolsillos, y
nuestros hijos, digo, mis hijos, no tienen zapatos.

Mosén Antón sin responder nada dio media vuelta, siguiendo en su
inquieto pasear.

--Yo supongo --dijo el Manco-- que usted tiene las mismas quejas que
yo... Yo supongo que el insigne mosén Antón, terror de la Francia y del
Rey José, no tendrá un cuarto en el arca de su casa, ni en el bolsillo
de los calzones.

Trijueque parose ante el Manco, y metiendo ambas manos en la respectiva
faltriquera del calzón, volviolas del revés, mostrando su limpieza de
todo, menos de migas de pan, de pedacitos de nuez y otras muestras de
sobriedad. Tomando las puntas de las faltriqueras y estirándolas y
sacudiéndolas, habló así con cavernoso y terrorífico acento:

--Mis bolsillos están vacíos y limpios como mis manos, que jamás han
robado nada. Lo mismo está y estará toda la vida el arca de mi casa,
donde jamás entra otra cosa que el diezmo y el pie del altar. Pobre
soy, desnudo nací, desnudo me hallo. Para nada quiero las riquezas,
Sr. D. Saturnino. Sepa usted que no es la vaciedad y limpieza de estas
faltriqueras lo que me contrista y enfada; sepa usted que para nada
quiero el dinero; sepa usted que se lo regalo todo a D. Juan Martín,
a D. Vicente Sardina y demás hombres de su laya; sepa que yo no pido
cuartos: lo que pido es sangre, sí, señor, ¡sangre, sangre!

Yo estaba luchando con el sopor al oír este diálogo, y en el
desvanecimiento propio de los crepúsculos del sueño, retumbaba en mis
oídos con lúgubres ecos la palabra _sangre_, pronunciada por aquel
gigante negro, cuyo aspecto temeroso habría infundido miedo al ánimo
más denodado.

--¡Sangre! --repitió Albuín fijando los ojos en el suelo, y un poco
desconcertado al ver que las ideas de mosén Antón no respondían de un
modo preciso a sus propias ideas--. Bastante se derrama.

--¡Me reviento en el Iscariote! --prosiguió el cura soltando los
bolsillos, que quedaron colgando fuera como dos nuevas extremidades de
su persona--. D. Juan Martín y D. Vicente Sardina están de algún tiempo
a esta parte por las blanduras; no quieren que se fusile a nadie, ni
aun a los franceses; no quieren que se pegue fuego o los pueblos, ni
que se extermine la maldita traición ni el pícaro afrancesamiento donde
quiera que se le encuentre.

Albuín miró a su colega, y después de una pausa, dijo con frialdad:

--Sí, es preciso castigar a los pueblos.

--¡Cómo castigar! Yo les quitaría de en medio, que es lo más seguro.
De algún tiempo a esta parte, desde que D. Juan Martín ha dado en el
hipo de mimar a los pueblos, estos favorecen a los franceses. ¿No lo
está usted viendo, Sr. D. Saturnino? Los enemigos mandan comisionados
secretos a estos lugares de la Alcarria; reparten dinero, se congracian
con los aldeanos, y de aquí que el enemigo encuentra siempre qué comer
y nosotros no. Toda esta tierra está llena de espías. No hay más que un
medio para manejar a tan vil canalla. ¿Se coge a un pastor de cabras?
Fusilado. Así no irá con el cuento. ¿Llegamos a un pueblo? A ver:
vengan acá los más talluditos del lugar, los de más viso, el alcalde
si lo hay... Cuatro tiros, y se acabó. ¿Se encuentran en tal punto
algunos hombres útiles que no han tomado las armas? Pues a diezmarlos
o quintarlos, según su número, y no se hable más del asunto... No se
hace esto, bien sabe usted por qué. Los pueblos se ríen de nosotros...
entramos como salimos, y salimos como entramos... Los destacamentos
franceses recorren tranquilos todo el país, agasajados por los
alcarreños... ¡Cuando uno piensa que todo esto se podría remediar con
un poco de pólvora...! ¡Sí, y habrá bobos que crean que de tal manera
vamos a traer a D. Fernando VII...! Por este camino, Sr. Don Saturnino,
tendremos pronto que ir a besarle la zapatilla a José Botellas.

Dijo esto último en tono de burla y sonriendo, lo cual producía una
revolución en su fisonomía y gran sorpresa en los espectadores, pues
el desquiciamiento de sus quijadas, y la aparición inesperada de sus
dientes, eran fenómeno que rara vez turbaba la armonía de la creación
en el orden físico. Terminó para mí la conversación en aquella
sonrisa del ogro, porque me vencía paulatinamente el sueño, y al fin
sumergime en el océano de las obscuridades y del silencio, donde se me
apareció de nuevo más terrible, más siniestra que en el mundo real la
inverosímil sonrisa de mosén Antón.

--¿A dónde vamos? --pregunté en la mañana siguiente al Sr. Viriato,
viendo que la partida se disponía a marchar a toda prisa.

--Vamos a donde nos quieran llevar --repuso--. Parece que iremos
hacia Molina. ¡Hermosa vida es esta, amigo D. Gabriel! Si durara
siempre, debería uno estar satisfecho de ser español. Somos la gente
más valerosa y guerrera del mundo. ¿Para qué queremos más? Es una
brutalidad estarse matando delante de un telar de lana, como los
tejedores de Guadalajara, o hacer rayas en la tierra con el arado, como
los labriegos de la campiña de Alcalá. ¿No es mucho mejor esta vida? Se
come lo que se encuentra. Dios, que da de comer a los pájaros, no deja
perecer de hambre al guerrillero.

Echome este discurso el Sr. Viriato, mientras el Sr. D. Pelayo, que no
había podido pasar de asistente, ensillaba el caballo de Don Vicente
Sardina y el del propio Viriato. Llegó a la sazón el buen Cid Campeador
repartiendo un poco de aguardiente, y nos dijo:

--Hay que tomar bríos, porque la jornada será larga. Dicen que vamos
hacia Molina.

--El general --dijo la señá Damiana Fernández, que apareció pegándose
en las faldas un remiendo arrancado a los abrigos del Empecinadillo--
quiere que vayamos a un punto; mosén Antón quiere que vayamos a otro
punto, y D. Saturnino a otro punto. Son tres puntos distintos. Hace un
rato estaban los tres disputando, y los gritos se oían desde la plaza.

--De la discusión brota la luz --dijo Viriato con socarronería--, y el
error o la verdad, señá Damiana, no se descubren sino pasándolos por la
piedra de toque de las controversias.

--Antes estaban a partir un piñón --dijo D. Pelayo dando la última
mano al enjaezado-- y lo que decía y mandaba el general era el santo
Evangelio.

--Ahora cada cual tira por su lado --indicó el Cid Ruy-Díaz--, y los
grandes capitanes de esta partida obedecen a regañadientes las órdenes
del general.

La señá Damiana acercose más al grupo, y apoyándose en la grupa del
caballo, con voz misteriosa, habló así:

--Muchachos, mosén Antón dijo ayer al Sr. Santurrias que se marcharía
de la partida porque D. Juan Martín es un acá y un allá.

--Señá Damiana --indicó Viriato--, las leyes militares castigan al
soldado que critica la conducta de sus jefes. Si sigue vuecencia
faltando a las leyes militares, se lo diré al general para que acuerde
lo conveniente.

--Sr. Viriato de mil cuernos --repuso la mujer--, yo le contaré al
general que vuecencia estaba ayer hablando pestes de él y diciendo que
con las fajas y cruces y entorchados se ha convertido en una madama.

--Señá Damiana, por curiosear y meter el hocico en las conversaciones
de los hombres, yo condenaría a vuecencia a recibir 50 palos. Las
hembras, a poner el puchero y a remendar la ropa.

--¡Si creerán que me dejo acoquinar por un sopista hambrón! --dijo la
guerrillera apartándose del grupo y tomando una actitud tan académica
como amenazadora--. Aquí le espero, y verá que sirvo para algo más que
para limpiarle el mugre de la sotana.

Se me figura que Viriato tuvo miedo. Lo cierto es que contempló de
lejos los puños de la militara, y tomando el lance a risa, exclamó:

--¡Bien dice San Bernardo que la mujer es el horno del diablo! ¡Bien
dice San Gregorio, ese fénix de las escuelas, señores, que la mujer
tiene el veneno del áspid y la malicia del dragón! Señá Damiana, baje
esos brazos, abra esos puños y desarme esa cólera, que aquí todos somos
amigos, y no hemos de reñir por vocablo de más o de menos.

Un personaje en quien no habíamos fijado la atención, terció de
improviso en la disputa. Era el Crudo, hombre temible, fornido,
bárbaro, de apariencia más que medianamente aterradora, pero de
carácter noble, leal, franco y generoso, el cual, alzando la voz ante
el concurso de estudiantes, les apostrofó así:

--Ya sé que ustedes son los que andan por ahí metiendo cizaña contra
el general... El general lo sabe y va a hacer un escarmiento... Bien
dije yo que los estudiantes y las mujeres no servirían más que para
enredijos. En la partida hay traición, en la partida se trama alguna
picardía. Ya parecerán los gordos; pero en el ínterin yo les advierto a
los estudiantillos sin vergüenza que si les oigo decir una sola palabra
que ofenda a nuestro querido general D. Juan Martín, les cojo y les
despachurro.

Hizo un gesto tan elocuente, que los claros varones a quienes iba
dirigida la filípica tuvieron a bien callarse, fijando en el suelo sus
abatidos ojos.

Poco después marchábamos hacia las alturas de Canredondo, donde se nos
unió la división de Orejitas. Este y D. Vicente Sardina siguieron la
dirección de Huerta Hernando y la Olmeda, mientras el general en jefe,
con D. Saturnino Albuín y casi toda la caballería, se acercaba a la
raya de Aragón por Sierra Ministra. No hallamos franceses en nuestro
camino, ni tampoco gran abundancia de comestibles, pues los pueblos de
aquella tierra habían dado ya a uno y otro ejército lo poco que tenían.

       *       *       *       *       *

Al llegar cerca de Molina, conocimos que se nos llevaba a poner sitio
a aquella histórica ciudad, guarnecida y fortificada entonces por
los franceses. Ocupamos los lugares de Corduente, Ventosa, Cañizares,
y pasando el río Gallo por Castilnuevo, cortamos el camino de Teruel
y el de Daroca, por donde se temía que vinieran tropas enemigas en
auxilio de la ciudad bloqueada. A los míos y a mí, con otras fuerzas
que mandaba Trijueque, nos tocó esta última posición, la más arriesgada
y difícil de todas por lo que después hubimos de ver. Durante algunos
días encerramos a los franceses dentro de la plaza, sin permitir que
les entrara cosa alguna. No podían hostilizarnos por ser pocos en
número; pero nuestro gran peligro estaba en las fuerzas que esperábamos
viniesen de Daroca.

Felizmente, el general en jefe había previsto todo, y sabedor por sus
espías de la salida de 3.500 hombres de Daroca, abandonó la sierra
para bajar al camino. Fue el 26 de septiembre cuando sostuvimos en
Cuvillejos una de las acciones más reñidas y sangrientas de aquel
período. Venían mandados los franceses por el jefe de brigada
Mazuquelli, y traían 400 caballos y cuatro piezas de artillería, y si
en el número no nos llevaban gran ventaja, teníanla, sí, como es fácil
comprender, en la organización. D. Saturnino ocupó las alturas de Rueda
en cuanto se tuvo noticia segura de la aproximación del francés, y
D. Vicente Sardina nos escalonó entre Anchuelas y Cuvillejos. Según
su costumbre, venían los imperiales desprevenidos, con aquella fatua
confianza que tanto les perjudicaba; pero bien pronto les sacamos de
su distracción cayendo sobre ellos con el empuje propio de guerrilleros
españoles que tienen de su parte la elección de sitio y hora, y el
abrigo del terreno, con posición favorable y retirada segura.

No cansaré a mis lectores describiéndoles con minuciosidad aquella
batalla no mal dirigida por una parte y otra. Fue de las más
encarnizadas que he visto, y nos hallamos más de una vez seriamente
comprometidos. En una carga que nos dieron, no sé qué hubiera sido de
la división del Crudo, donde yo iba, si mosén Antón, desplegando aquel
arrojo fabuloso e inverosímil de que sabía dar tan extraordinarias
pruebas, no contuviese a los débiles y reunido a los dispersos, e
impedido el desorden. Sublime y brutal, aquel monstruo del Apocalipsis
arrojose en medio del fuego.

Brincó el descomunal caballo sobre el suelo, brincó el jinete sobre
la silla, y ambos, inflamados en la pasión de la guerra, se lanzaron
con deliciosa fruición en la atmósfera del peligro. El brazo derecho
del clérigo, armado de sable, era un brazo exterminador que no caía
sino para mandar un alma al otro mundo. Detrás de él, ¿quién podía
ser cobarde? Su horrible presencia infundía pánico a los contrarios,
los cuales ignoraban a qué casta de animales pertenecía aquel gigante
negro, que parecía dotado de alas para volar, de garras para herir,
y de incomprensible fluido magnético para desconcertar. Un tigre que
tomara humana forma, no sería de otra manera que como era mosén Antón.

Por otro lado, D. Saturnino y el Empecinado tuvieron que hacer grandes
esfuerzos para aguantar el empuje de los franceses, y aunque al fin
logramos derrotarles, obligándoles a volverse hacia Daroca, tuvimos
muchas y sensibles pérdidas. El campo estaba sembrado de muertos y
heridos de una y otra nación. Afortunadamente para nosotros, los
franceses al retirarse no habían podido salvar sus bagajes, y en ellos
halló nuestra hambre con qué satisfacerse, y los heridos algunos
remedios. Pero no se nos permitió largo descanso, ni tampoco auxiliar
con calma a los que lo habían menester, y poco después de la victoria
la partida emprendió la persecución del enemigo derrotado.



IX


Los carros de que dispusimos se llenaron de heridos amontonados con
desorden, y una pequeña fuerza rezagada se encargó de custodiarles,
dejándoles en los pueblos del tránsito. Los demás nos pusimos en
marcha. Albuín iba de vanguardia, mortificando a los fugitivos a
lo largo del camino de Yunta, y mosén Antón, obligado a marchar a
retaguardia, bramaba de ira por considerar su papel un poco deslucido
en aquella expedición.

En las aldeas por donde pasamos tuvimos ocasión de presenciar escenas
tristísimas, pero que eran inevitables en aquella cruel guerra. Los
habitantes del país cometían mil desafueros y crueldades en los
franceses rezagados, bien ahorcándoles, bien arrojándoles vivos a los
pozos. Por una parte, les impulsaba a esto su odio a los extranjeros,
y por otra, el deseo de congraciarse con los guerrilleros que venían
detrás, y evitar de este modo que se les tachase de afectos al enemigo.

Más allá de Odón nos cogió la noche, y Sardina, permitiéndose descansar
en un ventorrillo que a la entrada del lugar estaba, juntó alrededor
de una mesa a cuatro o cinco oficiales, entre los cuales tuve el honor
de encontrarme. Tratábase de ver qué gusto tenía una torta y un zaque
de vino aragonés ofrecidos al jefe por unos honrados labriegos de
Odón. Sardina, dando rienda suelta a su humor festivo, reía de todo:
de los franceses, de los empecinados, del pastel y del vino, que eran
de lo peor. mosén Antón golpeaba con la palma de su manaza la mesa,
alzábase el gorro hasta la corona, para calárselo después hasta las
cejas; escupía; hablaba palabras no entendidas, hasta que, interpelado
bruscamente por su jefe, se expresó de este modo:

--Ya veo claro que se desea deslucirnos.

--¿Cómo deslucirnos?

--Esta división debió marchar delante picando la retaguardia a los
franceses --vociferó Trijueque, echando fuera del cráneo casi todo el
globo de los ojos--. Usted no ve estas cosas; usted tiene una frescura,
una pachorra... Si yo fuera jefe de la división, al ver que me dejaban
a retaguardia con intento manifiesto de deslucirme y obscurecerme,
habría roto la espada y retirádome de este ejército.

--Querido Antón --dijo D. Vicente con bondad--, todos no pueden ir a
vanguardia. Bastante nos hemos distinguido hoy, y esto de ir en los
cuartos traseros del ejército nos sirve de descanso.

--¡Descanso! --repuso el clérigo desdeñosamente--. ¡Que no he de oír en
esa boca otra palabra!

--Si pensará el buen cura de Botorrita que todos somos de hierro como
su reverencia.

--Lo que digo --gritó el clérigo dando sobre la mesa tan fuerte puñada
que el inválido mueble estuvo a punto de acabar sus días-- es que si
yo hubiera marchado delante con el Crudo y Orejitas, como era natural,
y como lo indiqué a Juan Martín al fin de la batalla, los franceses
habrían dejado la mitad de su gente entre las casas de Yunta. Pero
ya... desde que Juan Martín se ha llenado de cruces y fajas, de galones
y entorchados como un generalote de los de Madrid, no nos permite que
nosotros, los pobres guerrilleros harapientos y sin nombre, hagamos
cosa alguna que suene y sea llevada por la fama desde un cabo a otro de
la Península. Para nosotros no trompetean los diarios de Cádiz; para
nosotros no hay donativos ni suscripciones; nuestros humildes nombres
no figuran en la _Gaceta_, ni por nosotros van las damas pidiendo de
puerta en puerta, ni nadie dice _las hazañas de mosén Antón, las
hazañas de Sardina_, porque Sardina y Antón y Orejitas son tres almas
de cántaro que han matado muchos franceses; pero que no se alaban a sí
mismos, ni se ponen cintajos, ni tienen orgullo, ni tratan de humillar
a los subalternos, ni echan sobre los demás la fatiga y sobre sí
propios la gloria.

Púsose serio el jefe, y volviéndose a su segundo, con las manos
apoyadas en la cintura, fruncido el ceño, y haciendo repetidas
insinuaciones afirmativas con la pesada cabeza, le dijo:

--Ya son muchas con esta las veces que ha dicho mosén Antón delante
de mí palabras ofensivas a nuestro general; y francamente, amigo, me
va cargando. mosén Antón, usted no está contento en la partida, lo
conozco; usted se cree humillado, postergado y ofendido... Pues largo
el camino. Aquí no se quiere gente descontenta.

--Sí, me marcharé, me marcharé --dijo el clérigo trémulo de ira--. ¡Si
lo que quieren es que me marche! No saben cómo echarme. No me gusta
estorbar, Sr. D. Vicente. Ya sé que no sirvo más que para decir misa;
otros hay en la partida más valientes que yo, más guerreros que yo. ¿De
qué sirve este pobre clérigo?

--Nadie ha desconocido sus servicios; todos reconocen el gran mérito de
mosén Antón, y principalmente el general le tiene en gran estima, y le
aprecia más que a ningún otro de la partida.

--Menos cuando se dan al pobre clérigo los puestos más desairados;
menos cuando se le niega confianza, no permitiéndole que mande un
cuerpo de ejército; menos cuando se adoptan todos los pareceres
distintos del suyo para empequeñecerle. Mosén Antón es un desgraciado,
un botarate, un loco, un díscolo y un impertinente. Verdad es que
mosén Antón suele acertar en los movimientos que dirige; verdad es
que sin mosén Antón no se hubiera ganado la batalla de Fuentecén, ni
la del Casar de Talamanca, ni se hubiera entrado en la Casa de Campo
de Madrid; verdad es que sin mosén Antón no se hubiera desbaratado el
ejército del general Hugo... Pero esto no vale nada. Mosén Antón es
un pobre hombre, un envidioso, como dicen por ahí; un revoltoso que
ha sembrado discordias en la partida... ¡Váyase mosén Antón con mil
demonios!... ¡Qué holgada se quedará la partida cuando el clerigote
pendenciero se marche lejos de ella!

--Verdaderamente --repuso Sardina con calma--, no falta razón para
acusar a usted de díscolo, revoltoso, intratable e impertinente. Pero,
hombre de Dios, ¿qué quiere usted? Pida por esa bocaza. No quisiera
morirme sin ver a mi segundo satisfecho y contento siquiera un minuto.

--No pido ni quiero nada --dijo el guerrillero levantándose con tan
poco cuidado, que sus rodillas, al pasar del ángulo agudo a la línea
recta, dieron a la mesa un fuerte golpe, que la arrojó al suelo con
platos y vasos.

--Hombre de Dios... --exclamó Sardina--. Otra vez, cuando se desdoble,
ponga más cuidado... Nos ha dejado a medio comer. Ya ve... para él
todo esto del condumio es superfluo. Yo creo que mi jefe de Estado
Mayor se alimenta con paja y cebada. Maldito sea él y sus cuatro patas.

Mosén Antón se había retirado sin oír más razones, y Sardina y los que
le acompañábamos emprendimos también la marcha.

Mi inmediato jefe, hombre bondadosísimo y de excelente corazón, como
habrán observado mis lectores, habíase aficionado a mi compañía y
trato, y me distinguía y obsequiaba tanto, que me proporcionó un
caballo para que a todas horas fuese a su lado. Sus bondades conmigo
eran tales, que me recomendaba al Empecinado con desmedido interés, y
hacía de mí delante del general elogios tan inmerecidos, que sin duda
debí a su mediación los grados que obtuve después de aquella campaña.

Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, me dijo señalando a mosén Antón,
que iba a regular distancia de nosotros:

--Este clerigote es oro como militar; pero como hombre no vale una
pieza de cobre. Parece mentira que Dios haya puesto en un alma
cualidades tan eminentes y defectos tan enormes. No dudo en afirmar
que es el primer estratégico del siglo. En valor personal no hay que
poner a su lado a Hernán Cortés, al Cid ni a otros niños de teta. Pero
en mosén Antón la envidia es colosal, como todo lo de este hombre,
cuerpo y alma. Su orgullo no es inferior a su envidia, y ambas pasiones
igualan las inconmensurables magnitudes de su genio militar, tan
grande como el de Bonaparte.

Contesté a Sardina que ya había formado yo del citado personaje juicio
parecido, e indiqué también mis observaciones respecto a los síntomas
de discordia que había notado en varios de la partida, a lo cual repuso:

--Esa mala yerba de las murmuraciones, de los disgustos y desconfianzas
hanlas sembrado Trijueque y D. Saturnino, que también es hombre
díscolo, aunque muy valiente.

Llegose a nosotros el Sr. Viriato rogando al jefe que le permitiera
catar de un repuesto de aguardiente que detrás conducían en rellenos
barriletes dos cantineros, a lo cual le contestó Sardina que avivase
el andar y entraría en calor sin acudir a irritativas libaciones. El
estudiantillo le contestó con aquella máxima latina:

      Si Aristóteles supiera
    _aliquid de cantimploris,_
    de seguro no dijera
    _motus est causa caloris._

Dio permiso Sardina para echar un trago a él y al Sr. Cid Campeador, y
después sonó el guitarrillo que uno de ellos llevaba.

--Estamos rodeados de canalla --me dijo D. Vicente--. Los ejércitos,
donde ingresa todo el que quiere, tienen ese inconveniente. La canalla,
amigo mío, capaz es en ocasiones de grandes cosas, y hasta puede
salvar a las naciones; pero no debe fiarse mucho de ella, ni esperar
grandes bienes una vez que le ha pasado el primer impulso, casi siempre
generoso. Eso lo estamos viendo aquí. Creo que el gran beneficio
producido con la insurrección y valentías de toda esa gente que
acaudillamos, toca a su fin, porque pasado cierto tiempo, ella misma
se cansa del bien obrar, de la obediencia, de la disciplina, y asoma
la oreja de su rusticidad tras la piel del patriotismo. Gran parte de
estos guerrilleros, movidos son de un noble sentimiento de amor a la
patria; pero muchos están aquí porque les gusta esta vida vagabunda,
aventurera, y en la cual aparece la fortuna detrás del peligro. Son
sobrios, se alimentan con poco, y no gustan de trabajar. Yo creo que si
la guerra durase largo tiempo, costaría mucho obligarles a volver a sus
faenas ordinarias. El andar a tiros por montes y breñas es una afición
que tienen en la masa de la sangre, y que mamaron con la leche.

--Tiene usted razón --le respondí--, y estas discordias y rivalidades
que van saliendo en la partida, prueban que tales cuerpos de ejército,
formados por gente allegadiza, no pueden existir mucho tiempo.

Sardina, conforme con mi parecer, añadió:

--Por mi parte, deseo que se acabe la guerra. Yo tomé las armas movido
por un sentimiento vivísimo de odio a los invasores de la patria. Soy
de Valdeaveruelo; diome el cielo abundante hacienda; heredé de mis
abuelos un nombre, si no retumbante, honrado y respetado en todo el
país, y vivía en el seno de una familia modesta, cuidando mis tierras,
educando a mis hijos, y haciendo todo el bien que en mi mano estaba.
Mi anciano padre, retirado del trabajo y atención de la casa por su
mucha edad, había puesto todo a mi cuidado. La paz, la felicidad de mi
hogar fue turbada por esas hordas de salvajes franceses que en mal hora
vinieron a España, y todo concluyó para mí en julio de 1808, cuando
se apoderaron del pueblo... Es el caso que yo volvía muy tranquilo
del mercado de Meco, cuando me anunciaron que mi buen padre había
sido asesinado por los gabachos, saqueada mi casa, incendiadas mis
paneras... Aquí tiene usted la explicación de mi ingreso en la partida.
Dijéronme que mi compadre Juan Martín andaba cazando franceses... Cogí
mi trabuco y junteme a él... Hemos organizado entre los dos esta gran
partida, que ya es un ejército... Hemos dado batallas a los franceses,
nos hemos cubierto de gloria... pero ¡ay! él y yo no ambicionamos
honores, ni grados, ni riquezas, y solo deseamos la paz, la felicidad
de la patria, la concordia entre todos los españoles, para que nos sea
lícito volver a nuestra labranza y al trabajo honrado y humilde de los
campos, que es la mayor y única delicia de la tierra. Otros desean la
guerra eterna, porque así cuadra a su natural inquieto, y me temo que
estos sean los más, lo cual me hace creer que, aun después de vencidos
los franceses, todavía tendremos para un ratito.

--Pues yo --repuse--, aunque no tengo bienes de fortuna, ni nombre,
ni porvenir alguno fuera de la carrera de las armas, siento muy poca
afición a este género de existencia, y deseo que se acabe la guerra
para pedir mi licencia, y buscar la vida por camino más de mi gusto.

--¿Quiere usted hacerse labrador? Yo le daré tierras en arriendo --me
dijo con bondad--, perdonándole el canon por dos o tres años. ¿Estamos
en ello, amiguito?

--Reciba usted un millón de gracias, dadas con el corazón, no con la
boca --le dije--. Si alguna vez me hallo en el caso de utilizar, no
esa generosidad, que es demasiado grande, sino otra más pequeña, no
vacilaré en acudir a hombre tan bondadoso.

D. Juan Martín, luego que entramos en Aragón, tuvo a bien modificar el
alto personal de su ejército. Encargó a Trijueque el mando del cuerpo
que antes estaba a las órdenes de Sardina, y puso a las de Albuín
otra división, nombrando al D. Vicente jefe de Estado Mayor general
de todo el ejército. De este modo quiso el jefe contentar a todos,
principalmente al clérigo, cuya grande iniciativa militar necesitaba en
verdad un mando de relativa independencia en que manifestarse. Yo me
quedé en el cuartel general entre las tropas que el mismo Empecinado
tenía a sus inmediatas órdenes.

Fuimos persiguiendo a los franceses hasta el mismo Daroca. Refugiados
allí los restos de la destrozada división de Mazuquelli, dejamos
aquella villa a nuestra derecha, y marchamos en dirección a la Almunia,
también ocupada por el enemigo, y destinada también por Don Juan Martín
a padecer un bloqueo riguroso y tal vez un asalto. Hicimos marchas
inverosímiles por Villafeliche con objeto de caer de improviso sobre
la villa, antes que desde Zaragoza se le enviase auxilio, y nuestra
correría fabulosa ponía en gran turbación a los franceses de Aragón,
que nos suponían en Molina, y a los de Guadalajara, que nos creían en
la sierra desbaratados por Mazuquelli. Éramos como la tempestad, que no
se sabe dónde va a caer, ni es vista sino cuando ya ha caído.

El sitio de la Almunia duró bastantes días, y la guarnición tuvo que
entregarse, después que derrotamos a la columna enviada desde Zaragoza
en socorro de aquella. Los franceses, buenos para una embestida, son la
peor gente del mundo para defender plazas, porque carecen de constancia
y de aquel tesón admirable que dispone las almas a la resistencia.

Con motivo de la nueva distribución dada a nuestras fuerzas, dejé por
algún tiempo de tratar de cerca a mosén Antón, el cual desempeñó un
gran papel en la acción del 7 de noviembre frente a los campos de la
Almunia, y en la del 20 junto a Mainar. Después de estos sucesos, nos
detuvimos algunos días en Ricla; cuando el ejército salió a operaciones
con intento de atacar a Borja y Alagón, quedó en aquella villa una
corta fuerza destinada a custodiar los prisioneros.

Comenzaba diciembre cuando ocurrió un acontecimiento no mencionado por
la historia, pero que yo contaré por haber sido de suma transcendencia
en el ejército empecinado, y de gran influjo en el porvenir de aquellas
rudas partidas de campesinos. Habiendo dispuesto el general el sitio
de Borja, envió allá a Orejitas por Tabuenca, mientras Albuín se
situaba en Matanquilla observando las tropas enemigas que vinieran de
Calatayud. D. Juan Martín, que se hallaba solo con algunas fuerzas en
Alfamén, mandó que viniera a unírsele mosén Antón.

Por no acudir a tiempo el maldito clérigo, nos vimos en gran aprieto
con la embestida inesperada que nos dieron los lanceros polacos, y
a fe que si entonces no hubo milagro, poco faltó sin duda. Casi nos
sorprendieron, y si nos salvamos y aun vencimos en encuentro tan
formidable, fue porque el general, jamás acobardado ni aturdido, tuvo
serenidad admirable, y decidiéndose a tomar la ofensiva, dispuso sus
escasas fuerzas de modo que pareciese tenerlas muy grandes en el
inmediato pueblo. Salvonos la sangre fría primero, y después el arrojo
sublime de D. Juan Martín, con la práctica de las veteranas y escogidas
tropas de caballería que mandaba. Concluida la acción, y cuando se
retiraron los polacos, sin que pudiéramos perseguirlos, el héroe estaba
furioso, y dijo a Sardina:

--De esto tiene la culpa mosén Antón. Los polacos no nos han frito
porque no estaba de Dios. Ya tengo atravesado en el gañote a ese
maldito clerigón, y me las ha de pagar todas juntas.

--Mosén Antón --dijo Sardina queriendo disculpar al que había sido su
subalterno--, tal vez no haya podido acudir a tiempo.

--¿Que no ha podido?... ¡Condenado le vea yo!... Ahora dirá que no
sabía. Si mosén Antón estaba en Mesones como le mandé, los polacos
debieron pasarle por delante de las narices... Si no estaba ni está en
Mesones, ¿por qué no vino? Trijueque me está abrasando las _asaúras_
y ya no puedo con él... Trijueque ha visto a los polacos, y en lugar
de correr a auxiliarme se ha ido por otro lado, gozándose con la idea
de que me derrotarían... ¡Críe usted cuervos, santo Dios bendito!...
Ha tiempo que estoy viendo en la envidia de ese renegado un peligro
para este ejército; pero he aguantado por el decir, porque no digan...
pues... pero ya se acabó el aguante... ¡Mil demonios! De mí no se ríe
nadie.

Acabose de poner al día siguiente D. Juan Martín en punta de caramelo,
con la llegada de un emisario de Orejitas, que anunciaba haber
levantado el sitio de Borja, ante la presencia de una fuerte columna
enemiga. El guerrillero echaba la culpa de esta contrariedad a mosén
Antón, que en vez de unírsele, había tomado la dirección de Tabuenca,
sin que nadie supiese con qué fin.



X


Dábase a todos los demonios el general en jefe, cuando llegó otro
correo de D. Saturnino Albuín diciendo que juntos este y mosén Antón
Trijueque habían ganado una gran victoria en Calcena, matando setenta
franceses.

--Váyase lo uno por lo otro --dijo el Empecinado--. Ya sabía yo que
la mano derecha de D. Saturnino había de dar algún porrazo bueno por
ahí... Pero se ha levantado el sitio de Borja, y eso no me gusta. Sr.
D. Vicente, entre Albuín y Trijueque se proponen hacerme pasar por un
monigote... Que ganen batallas enhorabuena, pero sin echarme abajo mis
planes; porque yo tengo mis planes, y mis planes son atacar a Borja, y
después a Alagón, para obligarles a que saquen tropas de Zaragoza...
Pero vamos, vamos a Calcena a ver qué victoria ha sido esa. Esos dos
guerrilleros de Barrabás merecen al mismo tiempo la faja de generales
por su bravura, y cincuenta palos por su desobediencia. En marcha.

Al llegar a Calcena, después de medio día de marcha, advertí que el
general era recibido por la tropa con alguna frialdad. Parte del pueblo
ardía, y los desgraciados habitantes, más cariñosos con D. Juan Martín
que su misma tropa, salían al encuentro de este, suplicándole pusiese
fin al incendio y al saqueo. Una mujer furiosa adelantose por entre
los caballos, y deteniendo enérgicamente por la brida el del general,
exclamó más bien rugiendo que hablando:

--¡Juan Martín, justicia! ¿Te has alzado en armas contra España o
contra Francia?

--¿Es señá Soleá?... La misma. La amiga de mi mujer... ¿Señá Soleá, qué
le pasa a usted?

--Juanillo, Juanillo, ¿mandas soldados o bandoleros? ¡Malos rayos del
cielo te partan! Nos saquearon los franceses anoche, y esta mañana nos
han saqueado los tuyos... ¿Qué cuadrillas de tigres carniceros son
estas que traes contigo?

--Veré lo que pasa --dijo el general frunciendo el ceño.

--Juanillo, después que eres general, ya no se te puede hablar de tú
--añadió la mujer, cuya fisonomía revelaba el mayor espanto--. Yo te
conocí guardando los guarros de tu padre el tío Juan... yo conocí a la
señá Lucía Díez, tu madre... Si no nos haces justicia, iremos a decirle
a Doña Catalina Fuente que eres un asesino... Juanillo, esta mañana han
fusilado a mi marido porque no les quiso dar unos pocos pesos duros que
teníamos envueltos en un pañuelo.

Oyose una fuerte detonación.

--Trijueque está haciendo de las suyas --dijo el Empecinado, rompiendo
a caballo por entre la multitud.

--No es nada, señores --indicó Santurrias, que con su niño en brazos
apareció, mostrándonos su abominable sonrisa--. Es que están fusilando
a los pícaros franceses prisioneros, que nos hicieron fuego desde la
casa del alcalde.

El vecindario clamaba a grito herido. Don Juan Martín, haciendo valer
al instante su autoridad, penetró en la plaza, entró en la casa del
Ayuntamiento e hizo llamar a su presencia a los dos cabecillas Albuín y
Trijueque. No tardó este en presentarse. Su rostro, ennegrecido por la
pólvora, era el rostro de un verdadero demonio. El júbilo del triunfo
mostrábase en él con una inquietud de cuerpo y un temblor de voz que
le hubieran hecho risible si no fuera espantoso. Sin aguardar a que el
general hablase, tomó él la palabra, y atropelladamente dijo:

--¡He derrotado a mil quinientos franceses con solo ochocientos
hombres!... ¡bonito día!... ¡Viva Fernando VII!... He cogido
cuatrocientos prisioneros... ¿para qué se quieren prisioneros?...
Cuatrocientas bocas... lo mejor es _pim, plum, plam_, y todo se
acabó... Demonios al infierno.

Hacía ademán de llevarse el trabuco a la cara, y cerraba el ojo
izquierdo, haciendo con el derecho imaginaria puntería.

--Celebro la victoria --dijo con calma Don Juan--; pero ¿por qué
abandonaste a Orejitas?

--¡Oh! --exclamó con diabólica sonrisa el guerrillero--, ya sé que no
doy gusto a los señores... Ya sabía que mi conducta no sería de tu
agrado, Juan Martín... mosén Antón Trijueque es un tonto, un loco,
y no puede hacer más que desatinos... He ganado una batalla, la más
importante batalla de esta campaña; pero ¿esto qué vale?... Es preciso
anonadar y obscurecer a mosén Antón.

--Lo que vale y lo que no vale harto lo sé --repuso el Empecinado
alzando la voz--. Respóndeme: ¿por qué no fuiste a ayudar a Orejitas?
De mí no se ríe nadie (y soltó redondo un atroz juramento), y aquí no
se ha de hacer sino lo que yo mando.

--Pues bien --dijo mosén Antón, haciendo con los brazos gestos más
propios de molino de viento que de hombre--: abandoné a Orejitas porque
el sitio de Borja me pareció un disparate, una barbaridad que no se le
ocurre ni a un recluta... Cuidado que es bonita estrategia... ¡Sitiar
a Borja, cuando los franceses andan otra vez por Calatayud! Perdone Su
Majestad el gran Empecinado --añadió con abrumadora ironía--; pero yo
no hago disparates, ni me presto a planes ridículos.

--¿_Redículos_, llama _redículos_ a mis planes? --exclamó D. Juan fuera
de sí--. No esperaba tal coz de un hombre a quien saqué de la nada de
su iglesia para hacerle coronel. ¡Coronel, señores!... Un hombre que no
era más que cura... Trijueque --añadió amenazándole con los puños--, de
mí no se ríe ningún nacido, y menos un harto de paja y cebada como tú.

Mosén Antón púsose delante de su jefe y amigo; desgarró con sus
crispadas manos la sotana que le cubría el pecho, y abriendo
enormemente los ojos, ahuecando la temerosa voz, dijo:

--Juan Martín, aquí está mi pecho. Mándame fusilar, mándame fusilar
porque he ganado una gran batalla sin consentimiento tuyo. Te he
desobedecido porque me ha dado la gana, ¿lo oyes? porque sirvo a España
y a Fernando VII, no a los franceses ni al Rey Botellas. Manda que me
fusilen ahora mismo, prontito, Juan Martín. ¿Crees que temo la muerte?
Yo no temo la muerte, ni cien muertes: ¡me reviento en Judas! Yo no soy
general de alfeñique; yo no quiero cruces, ni entorchados, ni bandas.
El corazón guerrero de Trijueque no quiere más que gloria y la muerte
por España.

--Mosén Antón --dijo D. Juan Martín--, tus bravatas y baladronadas me
hacen reír. _Semos_ amigos, y como amigo te sentaré la mano por haberme
desobedecido. Además, ¿no tengo mandado que no se hagan carnicerías en
los pueblos?...

--Este pueblo dio raciones a los franceses y no nos las quería dar a
nosotros. Los calceneros son afrancesados.

--Eres una _jiena_ salvaje, Trijueque --dijo cada vez más colérico--.
Por ti nos aborrecen en los pueblos, y concluirán por alegrarse cuando
entren los franceses.

--He fusilado a unos cuantos pillos afrancesados --replicó mosén
Antón--. También hice mal, ¿no es verdad? Si este clérigo no puede
hacer nada bueno. Juan Martín, fusílame por haber ganado una batalla
sin tu consentimiento... Es mucha desobediencia la mía... Soy un
pícaro... Pon un oficio a Cádiz diciendo que mosén Antón está bueno
para furriel y nada más.

--¡Silencio! --exclamó de súbito con exaltado coraje el Empecinado,
sin fuerzas ya para conservar la serenidad ante la insolencia de su
subalterno.

Y sacando el sable con amenazadora resolución, amenazó a Trijueque
repitiendo:

--¡Silencio, o aquí mismo te tiendo, canalla, deslenguado, embustero!
¿Crees que soy envidioso como tú, y que me muerdo las uñas cuando
un compañero gana una batalla? Aquí mando yo, y tú, como los demás,
bajarás la cabeza.

Mosén Antón calló, y sus ojos despidieron destellos de ira. Púsose
verde, apretó los puños, pegó al cuerpo las volanderas extremidades,
agachose, apoyando la barba en el pecho, y de su garganta salió el
ronquido de las fieras vencidas por la superioridad abrumadora del
hombre. La autoridad de Juan Martín, el tradicional respeto que no se
había extinguido en su alma, la presencia de los demás jefes, y, sobre
todo, la actitud terrible del general, pesaron sobre él, humillando su
orgullo. El Empecinado envainó gallardamente el sable, y acercándose
a Trijueque asió la solapa de su sotana u hopalanda, y sacudiole con
fuerza.

--A mí no se me amedrenta con palabras huecas ni con ese corpachón
de camello. Harás lo que yo ordeno, pues soy hombre que manda dar
cincuenta palos a un coronel. El que me quiera amigo, amigo me tendrá;
el que me quiera jefe, jefe me tendrá, y no vengas aquí, jamelgo,
con la pamema de que te fusilen. Yo no fusilo sino a los cobardes,
¿entiendes? A los valientes como tú, que no saben cumplir su obligación
ni obedecen lo que mando, no les arreglo con balas, sino a bofetada
limpia, ¿entiendes? bofetada limpia... Como me faltes al respeto, yo
no andaré con pamplinas ni gatuperios de oficios y órdenes, sino te
rompo a puñetazos esa cara de caballo... ¿estás?... Vamos, cada uno a
su puesto. Se acabaron los fusilamientos. Celebremos la batalla con una
merienda, si hay de qué, y aquí no manda nadie más que yo, nadie más
que yo.

Salió de la estancia mosén Antón cuando ya empezaba a obscurecer. La
expresión de su cara no se distinguía bien.

D. Juan Martín salió también a recorrer el pueblo, que ofrecía un
aspecto horroroso, después del doble saqueo. En las calles veíanse
hacinadas ropas y objetos de mediano valor que los soldados habían
arrojado por las ventanas; los cofres, las arcas abiertas obstruían
las puertas, y las familias desoladas recogían sus efectos o buscaban
con afanosa inquietud a los niños perdidos. La plaza estaba llena de
cadáveres, la mayor parte franceses, algunos españoles, y por todas
partes abundaban sangrientas y tristísimas señales de la infernal
mano del más cruel y bárbaro de los guerrilleros de entonces. Por
todas partes encontrábamos gentes llorosas que nos miraban con espanto
y huían al vernos cerca. La tropa ocupaba el pueblo; los cantos
de algunos soldados ebrios hacían erizar los cabellos de horror.
Persistían otros en cometer tropelías en la persona y hacienda de
aquellos infelices habitantes, y nos costó gran trabajo contenerlos.

De vuelta a la casa del Ayuntamiento, comimos con mayor regalo del que
esperábamos: verdad es que los soldados de la división de Trijueque
no habían dejado en las casas del pueblo ni un mendrugo de pan, ni una
gallina, ni un chorizo, ni una fruta seca de las muchas y excelentes
con cuya conservación se envanecía Calcena. La comida fue, sin embargo,
triste. El general estaba pensativo, y Sardina, Albuín (que acababa
de entrar), Orejitas y los ayudantes y amigos y protegidos de unos y
otros, que les acompañábamos a la mesa, no decíamos una palabra. Aunque
guerreros, todos estaban conmovidos, y el fúnebre clamor de la pobre
villa asolada se repetía en nuestros corazones con ecos lastimeros.

Un hombre se presentó en la sala. Era alto, enjuto, moreno,
amarillento, de pelo entrecano y erizado como el de un cepillo; con los
ojos saltones y vivarachos, fisonomía muy expresiva y continente grave
y caballeroso, cual frecuentemente se nota en campesinos aragoneses. Al
entrar buscó con la mirada una cara entre todas las caras presentes,
y hallando al fin la del Empecinado, que era sin duda la que buscaba,
dijo así:

--Ya te veo, Juanillo Martín. Cuesta trabajo encontrar la cara de un
amigo debajo de la pompa y vaniá de un señor general como tú. ¿No me
conoces?

--No a fe --respondió D. Juan examinándole.

--No es fácil --añadió este con desdén--. No es fácil que un señor
general conozca al tío Garrapinillos, que le llevaba en su mula desde
Castrillo a Fuentecén, y le compraba rosquillas en la venta del camino.

--¡Tío Garrapinillos de mi alma! --exclamó el general extendiendo los
brazos hacia el campesino--. ¿Quién te había de conocer hecho un hombre
grave? Ven acá, amigo. Yo para ti no soy otro que Juanillo el hijo de
la señá Luciíta. ¿Te acuerdas de cuando llevabas los títeres a la feria
de Castrillo? ¿Y la mona que te ayudaba a ganar la vida?... Cuando era
niño, yo te tenía por el primer personaje de España después del Rey,
y si yo hubiera tenido entonces en mi mano las Indias con todos sus
_Perules_, los habría dado por los títeres y la mona. Pero siéntate y
toma un bocado.

--No quiero comer --repuso Garrapinillos con dignidad--. Ya no hay
nada de títeres ni de monas... Me establecí en este pueblo... puse un
bodegoncillo, y con él mi familia y yo íbamos matando el hambre.

--¿Qué familia tienes?

--Mujer y siete chiquillos. El mayor no llega a diez años.

--¡Hombre, te comerán vivo!

Garrapinillos exhaló un suspiro, y luego dijo mirando al cielo:

--Juan Martín, ¿no sabes a qué vengo?

--No, si no me lo dices.

--Pues vengo a que me devuelvas lo que me han robado --clamó con
violenta cólera el campesino, cerrando los puños y jurando y votando--.
Si no, tú y todos los tuyos se las verán conmigo, pues yo soy un hombre
que sabe defender el pan de sus hijos.

--¿Qué te han robado, Garrapinillos, y quién ha sido el ladrón?

--El ladrón --dijo el labriego señalando con enérgico ademán a Albuín--
es ese.

El Manco, que a consecuencia del mucho comer y de las copiosas
libaciones dormitaba con la cabeza oculta entre los brazos y estos
apoyados sobre la mesa, despabilose al instante, y miró a su acusador
con ojos turbios y displicente expresión.

--Garrapinillos --manifestó D. Juan Martín--, _pue_ que te hayan sacado
algún dinero, si los jefes impusieron contribución para sostenimiento
de las tropas, porque la Junta no nos paga, y el ejército ha de vivir.

--Yo he pagado mis tributos siete veces en dos meses --contestó el
reclamante--; yo he dado en aguardiente y en pan más de lo ganado en un
mes. Esta mañana me pidieron doce pesos y los di, quedándome solo con
dos y medio.

--¿Y es eso lo que te han robado?

--No es eso, que es otra cosa --respondió acompañando sus palabras con
gestos vehementes--. Lo que me han robado es treinta y cuatro pesos
que mi mujer tenía guardados en su arca... ¡Porra! Lo ganado en diez
años, Juanillo. Mi mujer iba guardando, guardando, y decíamos: «_pus_
compraremos esto, _pus_ compraremos lo otro...»

--¿Y dices que entró la tropa y abrió las arcas?

--Entró ese con otros dos, ese que nos está oyendo --declaró el
robado señalando otra vez a Albuín tan enérgicamente como si quisiera
atravesarlo de parte a parte con su dedo índice--, ¡ese tunante que no
tiene más que una mano!

Albuín, después que a satisfacción observó a su acusador, se descoyuntó
las quijadas en un largo bostezo, y volviendo a cruzar los brazos sobre
la mesa, reclinó de nuevo sobre ellos la cabeza, creyendo sin duda que
los gritos de aquel desgraciado no debían turbar las delicias de su
modorra. El mirar turbio, el largo bostezo, el hundir la cabeza, le
dieron apariencias de un perro soñoliento a quien la persona mordida
insultara desde lejos sin poder hacerle comprender el lenguaje humano.

--Garrapinillos --dijo D. Juan--, no se habla de ese modo de un
coronel. Este señor es el valiente D. Saturnino Albuín, a quien habrás
oído nombrar. Su mano derecha es el terror de los franceses. Napoleón
daría la mitad de su corona imperial por poder cortar esa mano.

--Y también los españoles --dijo el agraviado--. Que me devuelva mis
34 pesos, y le dejaré en paz. Si no, general Juanillo, te juro que le
mato, le ensarto, le vacío, le desmondongo... A buen seguro que si
yo hubiera estado en casa... Yo había salido a la calle en busca de
dos de los chicos, que se salieron a ver fusilar franceses... Cuando
volví, mi mujer me contó que ese señor general... (general será como mi
abuelo)... que ese señor Manco había entrado en casa pidiendo dinero;
que había amenazado con fusilar hasta el gato si no se lo daban; que
había roto las arcas, los cofres, y vaciado la lana de los colchones
para buscarlo... Casiana le dijo que no tenía nada; pero él, busca
que busca, dio con el calcetín... ¡Oh, ánimas benditas!... lo vació...
contó el dinero...

Al llegar aquí el tío Garrapinillos, en cuya alma una extremada
sensibilidad había sucedido al primitivo coraje, no pudo contener sus
lágrimas; pero luego, conociendo sin duda que tales manifestaciones de
un corazón lacerado no eran propias del caso, se las limpió como quien
se quita telarañas del rostro, y ahuecando la voz hablo así:

--Señor general Juanillo Martín, yo le digo a tu vuecencia que le mato
sin compasión como se mata a un perro, aunque sé que la tropa se echará
sobre Garrapinillos para fusilarle, y Casiana se quedará viuda y mis
siete hijos huérfanos... Pero le mato si no me da los 34 pesos, que son
toda mi hacienda.

--Garrapinillos --dijo D. Juan Martín gravemente--, en campaña
ocurren estas marimorenas, y tiene que haber mucho de esto que parece
latrocinio y no es sino la ley _nesorable_ de la guerra, como dijo
el otro. Es preciso sacrificarse por la patria y dar cada uno su
_óbalo_... Este pueblo dicen que agasaja al francés... Malo, malo...
Pero en fin, tío Garrapinillos, de mi bolsillo particular te doy los 34
pesos.

Diciéndolo, el Empecinado echose mano a la faltriquera y sacó... una
peseta.

--Yo creí que tenía más --dijo contrariado--. ¡Eh! Sr. Sardina, señor
intendente del ejército...

Antes que esto fuera dicho, D. Vicente me había mandado que del cinto
lleno de oro que por encargo suyo llevaba, sacase dos onzas. Hícelo
así, y con dos duros que Sardina aprestó, completose la suma, que fue
entregada a Garrapinillos.

--Gracias, Juan Martín --dijo este guardándose su metal--. Ya sabía yo
que eras un caballero. Voy a hacer correr por el pueblo la voz de que
tú devuelves lo robado, para que vengan el tío Pedro, el tío Somorjujo,
la tía Nicolasa y D. Norberto, que entre todos lo menos han dado un
_óbalo_ de mil pesos, como podrá atestiguar la mano derecha del que
duerme... Con Dios, señores. Saben que les quiere el tío Garrapinillos,
que vive en la esquina de la calle de la Landre, para lo que gusten
mandar... ¡Vivan mil años estos valientes generales, y viva Fernando
VII!... Y tú, Juanillo, deja mandado, si es que te vas... ojalá no
parezcáis más por aquí. Sabes que te quiero... Casiana siente no poder
venir a besarte las manos... Está embarazada de ocho meses... Adiós...
¿Se marcha la tropa esta noche? Dios la lleve... Me voy a abrir la
tienda a ver si se gana alguna cosa.

Salió Garrapinillos, y poco después Orejitas y otros jefes. El
Empecinado mandó traer luces, y cuando las indecisas claridades de un
velón iluminaron a medias la estancia, encendió un cigarro y dijo:

--Sr. Sardina, jefe de Estado Mayor general y también intendente de
este Real ejército, vamos a recoger los fondos recaudados.

--Que me entreguen lo que se ha recogido en Calcena --repuso D.
Vicente--, y yo diré lo que se puede enviar a la Junta y lo que ha de
quedarse en la caja del ejército para sus necesidades. Araceli, tome
usted la pluma y apunte en ese papel lo que yo le diga.

Nos quedamos solos el general en jefe, Don Vicente Sardina, dos
oficiales que escribíamos, y Albuín, que seguía dormitando en la
actitud antes descrita.

--¡Eh! Sr. Manco --dijo Juan Martín dejando caer la pesada mano sobre
el hombro del durmiente--, despierte usted.



XI


Incorporose D. Saturnino, y después de restregarse perezosamente los
párpados, vimos brillar sus ojos parduzcos, en cuya pupila reverberaba
con punto verdoso la macilenta luz de la lámpara.

--Si yo llego a descuidarme y no tomo las primeras casas del pueblo
--dijo el Manco--, los franceses hubieran... mosén Antón se metió por
medio del batallón de ligeros, abrió en dos al comandante...

--A ver, venga ese dinero --dijo el Empecinado cortando la relación de
la batalla.

--¿Qué dinero? --preguntó Albuín despertando completamente, pues hasta
entonces lo había hecho a medias.

--El dinero que se ha recogido por buenas y por malas --dijo
imperiosamente D. Juan.

Albuín se inmutó un poco y sus ojos se animaron con pasajero rayo.
El observador, ilusionado por el aspecto de zorra de aquel singular
rostro, hasta creía verle mover las orejas picudas y aguzar el negro y
húmedo hociquillo.

--El capitán Recuenco tiene los fondos recaudados --repuso después de
breve pausa, disponiéndose a tomar en un banco de los próximos a la
pared posición más holgada para dormir.

--Que venga Recuenco.

Vino el capitán a quien se llamaba, hombre puntual y honrado, según
advertí en varias ocasiones, el cual dijo:

--Tengo ochenta y tres pesos en distintas monedas. Esto me han
entregado y esto entrego. Lo que se ha cogido en el saqueo los soldados
lo tendrán, o mosén Antón y D. Saturnino.

El capitán Recuenco dejó sobre la mesa un bolsón con ochenta y tres
pesos, que anoté en el cuaderno, y se retiró llevando el encargo de
hacer comparecer a Trijueque. Presentose este de muy mal talante, y
antes que el general le interpelara, expresose rudamente de esta manera:

--Ya sé para qué me quieres. Para pedirme dinero. Ya sabes que mosén
Antón no lleva un cuarto sobre sí. Aquí están mis bolsillos, más
limpios que la patena de la Santa Misa.

Y mostró vacías y al revés las dos mugrientas faltriqueras cosidas a
sus calzones.

--Pero si es preciso --añadió-- que todos contribuyamos a los regalos
del Cuartel general, ahí va mi reloj, que es lo único que posee el
pobre Trijueque.

Puso sobre la mesa una rodaja de plata que solía marcar la hora.

--Yo no quiero tu reloj, Trijueque --dijo D. Juan Martín devolviendo la
cebolleta con enfado--. Maldito _caraiter_ el de este clérigo. No dice
una palabra sin soltar una coz. Quiero el dinero que se ha cogido en el
saqueo. ¿Lo tienes o no?

--¿También quieren que Trijueque pase por ladrón?... --repuso el
clérigo--. Bueno... ponlo en el oficio. Más pasó Jesucristo por
nosotros. Yo no tengo dinero. ¿No sabes que cuando cobro alguna paga
la doy a los soldados? ¿No sabes que no me para un ochavo en los
bolsillos, porque en seguida lo doy al que me lo pide? ¿A qué vienen
estas pamemas, Juan Martín?

--Sé que eres desprendido y liberal --dijo el Empecinado en el tono
de quien se propone tener paciencia--. Me basta con que tú digas que
no tienes nada. Estoy satisfecho. No te ofrezco dinero, porque no lo
tomarías, Trijueque; pero esas botas necesitan medias suelas; necesitas
un buen capote para abrigarte... Don Vicente, encárguese usted de que
mosén Antón no vaya descalzo y desabrigado.

--Gracias --dijo el clérigo--. No soy hombre melindroso. Con lo que se
gaste en mi persona puedes tú comprar pomadas para el pelo, plumas
para el sombrero, y galoncillos para el uniforme. Mosén Antón Trijueque
no necesita perifollos, y desprecia el dinero. Sabe ganarlo para los
demás.

Retirose sin decir más, y el general, que ya iba a contestarle con
cólera, se rascó con entrambas manos la cabeza, haciendo muecas que
revelaban penosas indecisiones en su espíritu. Después nos dijo:

--Trijueque y yo hemos de reñir para siempre algún día... Vaya,
apúntenme los ochenta y tres pesos... Mucho más ha de salir... Yo pongo
mi mano en el fuego por mosén Antón. Revolverá el mundo por envidia,
pero no se ensuciará las manos con un ochavo... ¡Eh, D. Saturnino de
mil demonios, despierte usted!

Albuín, que sin duda fingía dormir, abrió los ojos.

--Prontito, venga ese dinero --le dijo el general sin mirarle.

--¡Ah! --exclamó el Manco en el tono de quien recuerda alguna cosa--.
¿El dinero? Ya. ¿No dije que tenía mil trescientos y pico de reales?
Aquí los llevo.

Diciendo esto, puso sobre la mesa un paquete en que había monedas de
distintas clases en plata y oro.

--Algo más será --dijo el Empecinado--. Sé que usted se apoderó de los
fondos del Noveno y el Excusado, de los diezmos y de lo que el alcalde
había recaudado para entregarlo a la Junta; y también oí que los
frailes de la Merced se habían dejado quitar algunos miles.

--Si el general hace caso de lo que digan las malas lenguas del
pueblo...

--Albuín, no quiero _retólicas_... Venga ese dinero y pongamos punto
final --repuso Don Juan con energía.

--Dale con el dinero. ¡Se me deben diez y ocho pagas, diez y ocho
pagas, y no tengo calzones!

--Poca conversación --añadió enfadándose por grados D. Juan Martín--.
Ya hablaremos de las pagas. D. Saturnino, deme usted esa culebrilla
que lleva a la cintura. Si no, nos veremos las caras. Esto no lo digo
como general. Nos veremos de hombre a hombre... pues... de mí no se ríe
usted. Así amanso yo a mi gente. Aquí no se fusila a nadie, ni se ponen
castigos de ordenanza, Albuín: ya usted me conoce... _Gomite_ usted el
dinero. Acuérdese de aquella ocasión en que, no queriendo usted hacer
lo que yo le mandaba, le di tal pezco que rodó por el suelo hecho un
ovillo.

--Juan Martín --repuso el Manco poniéndose pálido--, siempre he
obedecido y respetado a mi jefe; he servido a sus órdenes con
entusiasmo, y le estimo y le quiero. Hoy mi jefe no tiene confianza
en mí. Bueno: yo le digo a mi jefe que me mande fusilar al instante,
porque no me da la gana de darle el dinero que me pide y que
efectivamente tengo.

--¿Volvemos a la broma de mosén Antón? --dijo D. Juan Martín--. No me
lo digan mucho, porque ya me van cargando los valentones; y aunque me
quede sin héroes en la partida, haré un escarmiento.

--Pues yo digo que hasta aquí llegó la paciencia --afirmó Albuín
poniéndose lívido y retando al general con la mirada--. No aguanto más:
no doy dinero, ni sirvo más en la partida. Ea...

Levantose de su asiento D. Juan Martín como si una explosión le
sacudiera, rompiendo el sillón, y volcando la mesa.

--¡Pues también se me acaba la paciencia! --exclamó con furia--. Usted
aguantará, usted dará el dinero, y usted no saldrá de la partida.

--Veamos cómo ha de ser eso, no queriendo yo --dijo el Manco,
poniéndose en actitud del carnívoro que espera el ataque de fiera más
poderosa.

--¡Albuín, Albuín! --gritó con tremendo alarido D. Juan, dando
tan fuerte patada, que piso, paredes, techo y todo el edificio se
estremecieron--. Es la primera vez que un subalterno se revuelve contra
mí de esa manera; y no lo pasaré, no lo pasaré.

El Manco entonces llevó la derecha mano precipitadamente al cinto, y
exhaló un rugido de desesperación. No tenía sable. Se lo había quitado
antes de comer, arrojándolo en un rincón.

--Le hace falta a usted un sable: ahí va el mío --dijo D. Juan Martín,
arrojando el acero desnudo ante los pies del guerrillero--. Defiéndase
usted, ¡voto al demonio! porque le voy a amarrar los brazos con esta
cuerda para llevarle preso al sótano.

Estábamos todos los presentes mudos y aterrados, y no nos atrevíamos a
intervenir en la dramática escena. Con presteza suma, D. Juan tomó una
soga que cerca había, y se dirigió hacia su subalterno diciendo:

--Dese usted preso, señor deslenguado. ¡Recuerno! Estoy cansado de ser
bueno.

El Manco, haciéndose atrás, exclamó:

--No necesito cuerda. Me dejaré matar antes que consentir que me aten
como a un ladrón... ¿A dónde tengo que ir? ¿Al sótano? No me da la
gana. Señor general --añadió recogiendo el arma del suelo--, tome usted
su sable y atraviéseme con él, porque Albuín no se deja atar la mano
que le queda... Iré preso; que me fusilen al instante, y entonces, si
quieren mi dinero, lo recogerán de mi cadáver.

No pudo seguir, porque con una rapidez, una seguridad, una destreza
extraordinaria, la mano poderosa de D. Juan Martín asió con el vigor
de férrea tenaza la extremidad derecha del Manco, el cual, bruscamente
cogido, forcejeó, se retorció, se doblegó, dio un terrible grito,
agitando el impotente muñón de su extremidad izquierda.

--De rodillas --vociferó el general sacudiendo con su membrudo brazo
aquel cuerpo de acero que se cimbreaba como una hoja toledana--. ¡De
rodillas delante del Empecinado!

D. Saturnino, una vez presa la mano derecha, era hombre perdido, una
espada sin punta, una culebra sin veneno. Su muñón hizo esfuerzos
formidables; pero no pudo defenderle. Al fin, después de repetidos
arqueos y dobleces, las agudas rodillas del héroe, cayendo con
violencia, hicieron estremecer el suelo. Se oía un resoplido de animal
vencido.

--Miserable, ladrón --exclamó el Empecinado con voz indecisa y ronca a
causa del gran esfuerzo--. Ahora mismo me entregarás lo que te pido, o
pereces a mis manos.

En el propio instante, observamos que la cabeza de D. Saturnino hizo
vivísimo movimiento, y sus blancos dientes se clavaron en la mano
potente que le sujetaba.

--¡Me muerde este perro! --exclamó Don Juan Martín con súbito dolor--.
¡Ah, miserable!

Forcejeó segunda vez el Manco, y pudiendo al fin desasirse, corrió de
un salto a la inmediata ventana. Abriéndola, gritó hacia afuera:

--¡Soldados, muchachos, amigos... a mí, a mí!... ¡Socorro! Quieren
asesinar a vuestro querido Manco... ¡Arriba todo el mundo!

Y dicho esto, volviose hacia adentro, y miró a su jefe y a todos con
expresión de salvaje alegría.

D. Juan Martín, cuya mano sangraba, recogió su sable. Todos nos
apercibimos, barruntando algo grave, porque D. Saturnino, además de
ser muy querido de sus tropas, tenía una especie de guardia negra,
compuesta de los más salvajes, feroces y bárbaros hombres de aquel
ejército.

--Esto es una infamia --gritó Sardina--. Concitar a las tropas a la
insubordinación.

Albuín seguía gritando:

--¡A mí, muchachos; subid pronto!

Oyose rumor muy imponente en la vecina escalera.

--Cerremos las puertas --dijo Sardina, disponiéndose a hacerlo--.
Tiempo habrá de hacer entrar en razón a esa canalla.

--No --gritó con furia el general esgrimiendo el sable--. dejarles
entrar.

No tardaron en aparecer los que eran la hez más abominable de la
partida. Algunos hombres rudos, negros, sucios, de mirada aviesa y
continente repulsivo, se presentaron en la puerta.

--¿Qué hay? --preguntó el general, mirándoles con terribles ojos--.
¿Qué buscáis aquí?

--Aquí estamos, Sr. Manco --dijo uno entrando resueltamente.

Aquel y los demás, que eran hasta veinte o veinticinco, dieron algunos
pasos dentro de la sala.

--¡Atrás, atrás todo el mundo! --gritó resueltamente el Empecinado,
adelantándose hacia ellos con la majestad del heroísmo.

--¿Dejaréis que asesinen a vuestro querido Manco? --exclamó en el hueco
de la ventana la voz angustiosa de D. Saturnino.

--Mando que se retiren todos --repitió Don Juan Martín--, o no me
queda uno vivo. Soy el general. ¡Al que me desobedezca, le tiendo aquí
mismo!... Ea... den un paso si se atreven... que vengan más... Aquí
espero... Que venga todo mi ejército a atropellar a su general... Aquí
me tenéis, cobardes, bandidos... Venid... que venga más gente... Somos
cuatro... Matadnos... pisad el cadáver de vuestro general.

Una voz horrible clamó en la escalera:

--¡Viva D. Saturnino el Manco!

Dos de los que habían entrado, adelantáronse lanzando votos y
juramentos hacia Don Juan Martín. Pero este, con empuje vigoroso,
descargó sobre la cabeza de uno de ellos tan fuerte sablazo, que se la
abrió a cercén.

El soldado cayó al suelo muerto.

Arrojámonos los tres en auxilio del general, y esgrimimos los sables
contra aquella infame canalla. Aunque acobardados y aterrados por la
presencia, por la voz, por el heroísmo sublime de D. Juan Martín,
trataron de defenderse, fiados en su gran número; pero no tardamos en
hacer estrago en ellos. Dispararon algunos fusilazos, que por fortuna
no nos hicieron otro daño que una herida leve recibida por mí, y otra
que le cupo en suerte a Sardina; mas acometidos bravamente, huyeron por
la escalera abajo.

D. Juan Martín bajó repartiendo sablazos a diestro y siniestro, y
nosotros tras él. Otras tropas invadieron el edificio, y los mismos
partidarios del Manco perdiéronse entre la multitud afecta al jefe.

--Crudo --exclamó este--, es preciso fusilar ahora mismo a toda esa
canalla. Sardina, dé usted las órdenes necesarias. Quintarlos es
mejor... Asegurarles bien... El Tuerto es el peor de todos... Esos
tres, esos tres que se escabullen por ahí también subieron... Que no
se escapen. Ponerles en fila... Yo los reconoceré... ¡Eh! Moscaverde...
Al instante, es preciso castigar esta gran canallada.

La tropa gritó:

--¡Viva el Empecinado!

--Gracias, gracias --dijo el héroe--. Dejarse de vivas y portarse
bien... Voy a hacer un escarmiento esta noche... Hace tiempo que lo
estoy meditando, y en verdad es necesario... Ninguno se ríe de mí.

Subimos de nuevo. Ya en la Sala del Ayuntamiento había bastante gente,
y D. Saturnino era custodiado por gente leal. El Empecinado, al
encararse nuevamente con él, le dijo:

--Señor Manco, dispóngase usted para el _requieternam_. Aquí no hay más
capellán que mosén Antón, y ese ya ha olvidado el oficio. Haga usted
acto de contrición.

--Despachemos pronto --dijo el Manco esforzándose por aparecer sereno,
pues aquel hombre, bravo cual ninguno en las batallas, carecía de valor
moral.--. Despachemos pronto... Mande vuecencia formar el cuadro en la
plaza... Pueden llevarme cuando quieran.

D. Vicente Sardina entró en la sala.

--Solo dos se han escapado --dijo--: les conozco bien. Ya están dadas
las órdenes. Se quintarán.

--Sr. D. Vicente Sardina --añadió el Empecinado--, el Sr. Albuín no
será arcabuceado por la espalda. Se le apuntará por el pecho, en
atención a que ha sido el primer soldado de este ejército.

El generoso corazón de D. Juan Martín no dejaba de enaltecer las
prendas militares de sus amigos, ni aun cuando hacía caer sobre ellos
la pesada cuchilla de la ordenanza.

Oyose el ruido de una descarga. Reinó después lúgubre silencio en la
sala, solo interrumpido por la voz de Sardina que dijo uno, y la de
Albuín que, elevando sus manos al cielo, exclamó con dolorido acento:

--¡Adiós, amigos míos! ¡Adiós, valientes camaradas! Ya no venceremos a
los franceses, ni vuestros generosos corazones volverán a palpitar con
el entusiasmo de la batalla.

Después, echándose mano a la cintura, deslió la culebrilla de seda que
en ella llevaba, y arrojándola en mitad de la sala, añadió:

--Ahí está el dinero, Sr. D. Juan Martín; ahí están los trescientos
cochinos pesos que son causa de la carnicería que se está haciendo
abajo con mis bravos leones. Desnudo y pobre entré en la partida, y
pobre y desnudo salgo de ella para el otro mundo.

Oyose otra descarga, y D. Vicente dijo:

--Dos. Cayó otra buena pieza.

--Puesto que voy a morir --añadió D. Saturnino--, que no maten más
gente. Yo fui causa de todo. Yo les mandé subir.

--A usted no le va ni le viene nada de esto --dijo D. Juan, no ya
colérico, sino displicente--. Usted hará lo que yo disponga, y nada más.

Dicho esto, metiose las manos en los bolsillos, hundió la barba en el
cuello del capote y se paseó de un rincón a otro.

--Vamos de una vez --dijo Albuín--. Estoy dispuesto a morir. ¡Al
cuadro! El Manco no ha temido nunca la muerte.

Dio algunos pasos hacia la salida, seguido por los que le custodiaban.

--Alto ahí --gritó de súbito el Empecinado, golpeando el suelo,
deteniéndose en su marcha y mirando a la víctima con rostro ceñudo--.
¿Quién le manda a usted bajar antes de que yo lo ordene?

--Cuanto más pronto mejor --repuso la víctima.

Oímos la tercera descarga de fusilería.

--¡Quieto todo el mundo! --repitió D. Juan--. Aquí nadie resuella sin
que yo lo mande.

--¡Quiero que me fusilen! --exclamó Albuín con coraje, sacando a los
ojos todo el odio de su corazón, lleno entonces de veneno.

--Y si a mí me diera la gana de indultarle a usted, vamos a
ver --exclamó el general con furia, como si la muerte fuera la
condescendencia, y el indulto la amenaza--. Vamos a ver: ¿si a mí me
diera la gana de indultarle y mandar que le dieran cincuenta palos
por la mordida, y luego cogerle por una oreja y ponerle al frente de
su división, con pena de otros cincuenta garrotazos si no me tomaba a
Borja, trayéndome acá prisionera media guarnición francesa...?

--A un hombre como yo no se le dan cincuenta palos --repuso el Manco--,
ni se le tira de las orejas.

--Todo será que a mí se me antoje... ¿Qué tiene usted que decir? Ea,
soltadle, y fuera de aquí todo el mundo. Sr. Sardina, mande usted que
no se fusile a nadie más. Palos y más palos... es lo mejor.

Marcháronse los de tropa, y quedamos con D. Saturnino los cuatro que
antes estábamos.

--Le perdono a usted la vida --declaró el general--. Puede ser que no
me lo agradezca.

--No --repuso Albuín sin inmutarse--. No agradezco, porque parece
generosidad y no lo es.

--¿Pues qué es, qué?

--Miedo --añadió el guerrillero gravemente--. A un hombre como yo no se
le pone dentro de un cuadro. La tropa no lo consentiría... y si lo de
antes salió mal, otra vez...

--Estoy por volverme atrás de lo dicho, y mandar que se forme el
cuadro... Pero no: cuando el Empecinado perdona... D. Saturnino,
márchese usted y haga lo que quiera. Si desea seguir a mis órdenes,
deme una satisfacción enfrente del ejército. Si no...

--D. Saturnino Albuín no da satisfacciones --repuso este--, ni necesita
mendigar un mando. Me voy. Adiós para siempre. Juan Martín acabó para
el Manco, y el Manco acabó para Juan Martín. Grandes hazañas hemos
realizado juntos. La gente de Madrid primero, y la Historia después,
se harán lenguas al hablar del Empecinado; pero nadie se acordará del
pobre Manco... Yo le regalo al general toda mi gloria... Señores,
adiós. D. Saturnino Albuín, que no puede manejar la azada ni el telar,
va a los caminos a pedir limosna. ¡Dios tenga compasión de él!



XII


Marchose Albuín. Luego que salió, advertimos en el general un
desasosiego, una alteración muy notoria. Se sentaba, se levantaba, se
movía de un lado para otro. Creímos advertir cierta humedad en sus
ojos. El héroe pestañeaba con viveza, y aun se pasó por los párpados
las falanges de sus rudos dedos. Al fin se tranquilizó, y sentándose
puso los codos en la mesa y afianzó las sienes en las palmas de las
manos.

--Me voy quedando sin amigos --dijo sombríamente.

--Tú te empeñas --indicó Sardina-- en hacer un ejército regular de lo
que no es más que una partida grande... Si hay algún ejemplo de que
un buen militar haya sido bandolero, no puede esperarse que todos los
bandidos puedan ser generales.

Púsose de nuevo en práctica el plan primitivo de D. Juan Martín, y
Borja y Alagón fueron sitiadas. Respondía esto a las instrucciones
del general Blake, defensor de Valencia, que deseaba por tal medio
entretener en Aragón las tropas destinadas a reforzar la expugnación de
aquella gran plaza. Los hechos militares del Empecinado en noviembre y
diciembre de aquel año fueron de gran beneficio a las armas españolas,
y logró distraer durante aquel tiempo a un gran ejército francés,
prolongando el respiro de los valencianos. Pero todos saben que
Valencia cayó a principios de 1812, y entonces las cosas variaron un
poco.

Durante corto tiempo, el conde de Montijo mandó personalmente el
ejército empecinado, en virtud de una combinación de las siempre
inquietas e intrigantes Juntas; pero D. Juan Martín estuvo solo algunos
días separado de sus soldados, y las necesidades de la guerra le
llevaron otra vez a ponerse al frente de la _partida grande_, que él
solo sabía dirigir.

En diciembre pasamos de Aragón a tierra de Guadalajara, fatigados con
las repetidas acciones y las penosas marchas. Sigüenza había quedado
definitivamente por nosotros después de haberla ganado y perdido
repetidas veces. Con la ocupación de Valencia, las condiciones de la
campaña habían variado para nosotros, y hallándose en libertad de
operar con desahogo considerables fuerzas francesas, nos cumplía a
nosotros la guerra defensiva en vez de la ofensiva que anteriormente
habíamos hecho. Hallando en Sigüenza posición ventajosa, el Empecinado
dispuso no renunciar a ella; y mientras recorría los alrededores de
Guadalajara, dejó en la ciudad episcopal una fuerte guarnición. En
dicha guarnición, mandada por Orejitas, estaba yo.

Y ahora viene bien decir que la condesa con su hija, de quienes yo
me había separado cuatro meses antes en Alpera, dejándolas camino
de Madrid, se habían refugiado al fin en Cifuentes, como lo indicó
Amaranta la última vez que nos vimos. En la citada villa, del dominio
señorial de la familia de Leiva, tenía esta un famoso castillo que fue
arreglado para palacio en el siglo anterior por el abuelo de quien
entonces lo poseía.

Cómo y por qué hicieron las dos damas este viaje huyendo del bullicio
de la Corte, sabralo el lector más adelante; y por de pronto, y para
que no carezca de noticias sobre dos personas que no pueden sernos
indiferentes, mostraré parte de la correspondencia que sostuve con
Amaranta en aquellos días. Mi desdicha quiso que permaneciese algún
tiempo en Sigüenza, como encerrado, mientras la mayor parte del
ejército recorría su campo natural y favorito de la Alcarria; pero
imposibilitado de visitar a mis dos amigas, la movilidad de las
partidas me permitió comunicarme con ellas alguna vez, como se verá por
los documentos que a la letra copio:


  Cifuentes, 1.º de diciembre de 1811.

  «Querido Gabriel: Al verme en la necesidad de salir de Madrid, no
  he encontrado residencia mejor que esta villa de Cifuentes. Verdad
  es que aquí me encuentro, como si dijéramos, dentro de un campo de
  batalla; pero ¿en qué lugar de España me refugiaría sin que me pasara
  lo mismo? En Madrid no puedo estar, por razones que no me atrevo
  a decirte por escrito y que sabrás de palabra cuando vengas acá.
  Podía haber escogido otros lugares de Castilla, en Burgos, Zamora o
  Salamanca; pero en todos arde la guerra lo mismo que aquí, y carezco
  en ellos de la cariñosa adhesión de estas buenas gentes y colonos
  míos, a quienes mi padre y yo hemos hecho tantos beneficios.

  »Ven pronto a vernos. Todos los días entran y salen partidas de
  tropa y voluntarios, y desde que suena el tambor nos asomamos a la
  ventana esperando verte pasar. Entrego esta carta al que me ha traído
  la tuya: un feísimo vejete llamado Santurrias, que lleva consigo un
  gracioso niño de más de dos años, el cual habla mil herejías con
  su media lengua y es muy querido del ejército. Santurrias me está
  dando prisa y no puedo extenderme más. Le digo a Inés que concluya
  la suya; pero aunque empezó hace dos horas, no lleva trazas de
  concluir todavía. Si no vienes pronto, en la primera que te escriba
  te referiré la vida que hacemos ella y yo en este histórico castillo,
  con lo que te has de reír.--_La condesa de X._»

No copiaré la carta de Inés, por no contener cosa alguna que pueda
interesar a mis lectores, y exhibo estotra de la condesa:

  Domingo 28.

  «¡Qué gran chasco nos hemos llevado esta mañana! Nos despertamos
  sobresaltadas, sintiendo ruido de caballos y rumor de soldados; y
  como viéramos a muchos de estos con uniformes, creíamos vendrías tú
  entre ellos. Al poco rato pidió permiso para saludarnos un señor
  Sardina, que más que sardina parece tiburón, y nos dio tus cartas.
  Hablamos del señor de Araceli, y nos dijo muchas picardías de ti.

  »Hoy ha entrado bastante tropa y no pocos heridos, pues ayer parece
  que hubo una sangrienta batalla hacia Ocentejo. ¡Qué lastimosos
  espectáculos hemos presenciado Inés y yo! Se nos ha llenado la casa
  de heridos, y en todo el día no hemos podido descansar un rato:
  ¡tanto nos da que hacer nuestro cargo de enfermeras! Les damos lo que
  hay, bien poco por cierto. Nosotros carecemos algunos días hasta de
  lo más preciso, y de nada nos sirve nuestro dinero para luchar con la
  espantosa miseria de este país.

  »No te he dicho nada de mi castillo, y voy a ello. Perdona el
  desorden que hay en mis cartas: escribo a toda prisa, y luchando con
  el sueño, que a estas horas empieza a querer rendirme. Son las doce;
  los heridos siguen bien, excepto tres que me parece darán cuenta a
  Dios esta madrugada.

  »Vuelvo a mi castillo, que es la mejor pieza que ha albergado señores
  en el mundo. Tiene cuatro habitaciones vivideras. Lo demás está
  en situación verdaderamente conmovedora, de tal modo, que por las
  noches, cuando sopla con fuerza el viento, parece que se oye el ruido
  de las piedras dando unas contra otras, y las almenas se mueven como
  dientes de vieja mal seguros en las gastadas encías. Ciertamente,
  no es ningún niño este nuestro castillo, pues parece construyó la
  parte más antigua de él D. Alfonso el Batallador, Rey de Aragón y
  esposo de Doña Urraca, el cual ganó a los moros toda esta tierra y
  el señorío de Molina. Me entretengo en recordar esto, porque, al
  escribirte, la idea de mal traer en que andan y de la decadencia
  en que yacen todas nuestras grandezas, no pueden apartarse de mi
  pensamiento. Estos sitios, con su gran ancianidad y su tristeza, me
  son muy agradables; y si no existiese la guerra, que todos los días
  nos hace presenciar escenas lastimosas, me gustaría residir aquí por
  algún tiempo. Tiemblo al pensar que entren aquí los franceses, o que
  unos y otros se encuentren en estas calles. ¡Pobre castillo mío!
  ¿Cómo va a resistir el ruido de los cañonazos? Desgraciado de aquel
  ejército sobre quien caigan sus gloriosas piedras.

  »He preguntado a varios de la partida cómo se podrá mandar esta carta
  a Sigüenza, y un estudiantillo a quien llaman Viriato me ha dicho que
  el general manda mañana no sé qué órdenes a esa plaza. Ha llegado
  Sardina, el cual me da prisa. Adiós; no puedo ser tan prolija como
  deseara. En Cifuentes...--_La condesa de X._»

Ocho días después, Orejitas recibió dentro del correo de la guerra
otras dos cartas, que decían:

  2 de enero.

  «Querido Gabriel: Por milagro estamos vivas Inés y yo. El castillo,
  el pícaro castillo, hizo al fin lo que yo temía. Sin embargo, puedo
  vivir para contártelo. El sábado entraron los franceses en Cifuentes.
  Sabiendo que debían ocupar este histórico edificio, de cuya capacidad
  se tiene idea muy equivocada mirándole desde afuera, abandonamos las
  habitaciones vivideras y nos refugiamos en uno de los torreones de
  la parte ruinosa, hoy trastera, con lo cual nos creímos seguras. En
  efecto: entraron los franceses, se arrellanaron en nuestras camas
  y comiéronse lo poco que teníamos para vivir. Todo fue bien hasta
  la mañana del domingo y hora en que se les antojó a los artilleros
  disparar un cañón contra los reyes de armas y figurones de piedra
  que hay en el torreón del homenaje. Nunca tal hicieran, porque con
  la violencia del golpe y estremecimiento del tiro, las paredes de
  aquella fachada, que anhelaban ya de antiguo descansar de su gloriosa
  vigilancia, se arrojaron gozosas en tierra. ¡Ay! ¿quién no se fatiga
  de estar de pie durante siete siglos? Demasiado han hecho, y no
  hay que vituperarlas. La torre del homenaje se desmoronó como un
  bizcocho, y por milagro del cielo el torreón en que Inés y yo nos
  guarecimos, mantúvose derecho, sin duda por respeto a los últimos
  vástagos de la familia.

  »Mas el terror que aquello nos produjo, el miedo de vernos sepultadas
  entre las ruinas de nuestro asilo, obligonos a salir, desbaratando
  el engaño de nuestro encierro. No poco se alegraron los franceses
  al vernos; pero por fortuna nuestra, eran los huéspedes de mi
  desgraciada vivienda personas bien nacidas y decentes, oficiales
  todos; y lejos de hacernos daño, se nos ofrecieron muy rendidos, no
  sin vislumbres de enamoramiento en alguno de ellos. La verdad es
  que la explosión, el hundimiento y el presentarnos nosotras dos de
  improviso, saliendo por los huecos de despedazados tabiques, parecen
  cosa de las que pasan en las novelas o en el teatro. No les negué mi
  nombre, apelando a su caballerosidad para que fuésemos respetadas,
  y se contentaron con imponernos una fuerte contribución que me ha
  dejado sin un cuarto. No te rías de lo que voy a decirte. Estoy tan
  pobre, que vivo de lo que mis colonos quieren darme.

  »El lunes por la tarde entraron los españoles, y parece que han hecho
  algo de provecho por el lado de Algora. También han traído heridos,
  muchos heridos. No puedo seguir. Es preciso curarlos. Cuando veo
  esto, me alegro de que sigas ahí. Adiós...--_La condesa de X._»

  16 de enero.

  «Querido amigo: estoy llena de tristeza. Una gran desgracia me
  amenaza sin duda. Sospechas tal vez las razones que me movieron
  a salir de Madrid; mas no las sabes todas. Había algo más que el
  cambio de personas, algo más que el aislamiento en que me encontraba
  y la mala voluntad del Gobierno francés para conmigo. Vigilada sin
  cesar por un hombre que tiene hoy en su mano poderosos medios, mi
  vida ha sido en la Corte un suplicio insoportable. Lo que me anonada
  y confunde, es que creí estar aquí completamente olvidada de mis
  enemigos, y me he equivocado. Hace dos días volvieron a entrar aquí
  los franceses; con ellos venía el hombre a quien tanto temo y cuya
  proximidad me hace temblar. Por los oficiales a cuya generosidad
  apelé, después de la ruina del edificio, supo que estaba aquí. No
  se ha atrevido a entrar en nuestra casa; mas por las preguntas que
  ha hecho a individuos de mi servidumbre, comprendo que fragua algún
  plan abominable contra nosotras. ¿Quién me defenderá? Yo estoy loca;
  yo me muero de tristeza, de pavor, de sobresalto, y los más negros
  presentimientos turban mi alma. Inés no sabe ni entiende nada de
  esto. No le permito separarse de mi lado. Ven pronto: necesito de tu
  protección como militar. No puedo seguir más tiempo en Cifuentes, y
  estoy meditando el modo de trasladarme a otro punto, caminando al
  amparo de la partida, para evitar la persecución de mis enemigos. Te
  repito que vengas pronto. Tu presencia me tranquilizará.

  »_Post-scriptum._--Con las gentes del pueblo he hablado de los
  franceses que estuvieron aquí desde el lunes hasta el domingo por
  la mañana, y me han dicho que ese personaje civil que acompaña al
  ejército, ha tiempo que recorre el país sobornando a las personas
  sencillas con promesas, halagos, destinos, honores y grados
  militares y dinero. Él es, según aseguran, quien ha logrado armar
  las contraguerrillas, o sea partidas de gente perdida que defiende
  la causa francesa, y últimamente parece haber conseguido seducir
  a uno de los más célebres guerrilleros de este país, un hombre a
  quien llaman el Manco. Esto se dice de público y lo han confirmado
  esta mañana los partidarios que entraron de madrugada, con el propio
  D. Juan Martín, quien estuvo un rato en casa. Le pusimos un mediano
  almuerzo; pero no quiso probarlo. Parece muy disgustado y abatido; no
  come ni duerme, y todo se le vuelve hablar consigo mismo. Este pesar
  proviene, según he oído, de la jugada que le ha hecho ese pícaro
  Manco.

  »El mismo D. Juan Martín me ha dicho que se darán órdenes para
  abandonar a Sigüenza. ¡Albricias! Haz por venir aquí, y entonces Inés
  y yo seguiremos la partida hasta que tengamos ocasión de salir de
  España. ¡Dios tenga piedad de nosotras!...» Etc., etc.



XIII


Orejitas recibió orden de abandonar Sigüenza, antes que fuera sitiada
por las imponentes fuerzas francesas que vinieron de Teruel. Las
excursiones que habíamos hecho a los alrededores nos habían dado escaso
resultado. En Cabrera nos unimos a la partida de mosén Antón, quien
dijo que los franceses habían pasado por Torre Sabiñán, y que él era de
opinión que tratásemos de salirles al encuentro, pues teníamos fuerzas
suficientes para darles un golpe. Repúsole Orejitas que él se ajustaría
estrictamente a las órdenes de Don Juan Martín, que le mandaba bajar a
esperarle en Almadrones, y añadió:

--Hoy he sabido que D. Saturnino Albuín está con los franceses. Si
parece mentira... ¿No será equivocación, Sr. Trijueque?

--¿Qué sé yo? --repuso con enfado el clérigo--. ¿Acaso soy guardián de
D. Saturnino, para que todos me pregunten lo que ha hecho? El Manco es
dueño de hacer lo que le acomode, y si se vio maltratado y vejado por
nuestro general... Ya dije que había de suceder...

--¿Cuántos hombres se llevó consigo?

--Al pie de cuatrocientos.

--Oí decir que los franceses le han dado cuatro talegas en pago de su
traición. También aseguran que le ofrecieron hacerle Marqués y Capitán
general...

--No hay que hacer caso de las habladurías de esta gente de los
pueblos. Un hombre tan de bien como Albuín no toma resolución de esa
naturaleza sin motivo para ello.

Decían esto los dos jefes, sentados a la puerta de un ventorrillo. En
los intervalos de su diálogo oíase el ruido de los dientes del caballo
de mosén Antón, los cuales, a espaldas de este, molían pausadamente la
cebada, metiendo el hocico negro y huesoso dentro de un saco.

--Come bien, leal amigo --dijo Trijueque volviéndose hacia su
cabalgadura--, que la jornada será larga.

--¿A dónde va usted? --le preguntó con viveza Orejitas.

--Ya lo he dicho --repuso el cura guerrillero acariciando el cuello del
gigantesco animal--. Sé que el general Gui ha pasado por Torre Sabiñán,
y no quiero que me quede la comezoncilla de no darle un buen golpe.

--El general Gui trae mucha gente --repuso Orejitas, bebiendo por
octava vez, pues era uno de los principales empinadores de codo que
había en la partida--, y con la fuerza que tenemos usted y yo juntos no
es locura pensar en salirle al encuentro. Si bajamos de la sierra al
llano y acertamos a topar con los _mosiures_, pienso que no quedaremos
ninguno para contarlo.

--Sr. Orejitas --dijo Trijueque bebiendo también, aunque en menos dosis
que su colega--, usted hará lo que mejor le convenga y lo que su miedo
le dicte... Yo voy en busca de Gui.... Le estoy viendo debajo del filo
de mi sable.

--Y yo --añadió Orejitas-- estoy viendo al gran Trijueque bajo las
herraduras de los caballos de un escuadrón polaco. Vámonos a donde nos
mandan y no comprometamos la partida.

--Bien se conoce que ese corazón amadamado --dijo el cura-- no
simpatiza con el peligro, ni padece lo que yo llamo enfermedad de la
gloria: una palpitación dolorosa, una angustia sublime acompañada de
cierta fiebre... Cuando se tiene esta enfermedad, la victoria está
cerca, Orejitas. Y para acabar --añadió levantándose--, ¿viene usted o
no viene?

--Yo no --contestó el otro guerrillero, dando fin al contenido del
jarro--. Temo que Juan Martín me riña por no obedecerle.

--¡Ah, corazones de alcorza --exclamó Trijueque golpeando el suelo
con el sable--, que se asustan cuando arquea las cejas y se rasca el
cogote Juan Martín! ¿No conoce usted que si hiciéramos lo que nos manda
ese pobre hombre, ya estaría la partida disuelta y todos nosotros
ensartados en cuerdas de presos, como cuentas de rosario, para marchar
a Francia? Sr. Orejitas, tengamos iniciativa; ganemos batallas contra
la voluntad de nuestro general; proporcionémosle los grados y las
vanidades que tanto ama, y no nos reñirá... No dudo que habrá en la
partida muchos valientes que pudieran seguirme. A ver, Araceli, ¿se
decide usted a hacer la hombrada?

--Yo no me separo de mi jefe, el Sr. Orejitas --repuse.

--Este es un bravo mozo --me dijo el jefe, golpeándome el hombro--.
¡Lástima que no hubiera cogido tres cuartillas en vez de dos en la
bodega del alcalde de Cabrera!

--Les dejo a ustedes entregados al vino --dijo mosén Antón-- y me voy.
Que haga buen provecho la mona.

Luego, mientras Orejitas se internó en la próxima cuadra para ver su
caballo, llevome aparte el insigne clérigo, y me dijo lo que sigue:

--Sr. Araceli, usted no puede hacer buenas migas con ese bárbaro y
borracho de Orejitas, arriero y mozo de mulas en junio de 1808, y que
ha hecho fortuna en la partida, gracias a la cerrazón de su mollera. Es
el perro de presa de Juan Martín. Usted vendrá conmigo: tengo necesidad
de un oficial de ejército entendido y valiente para esta operación que
tengo en el majín.

El gigante hacía todo lo posible para que la contracción de su rostro
y despliegue de su boca se pareciese a una sonrisa de benevolencia.
Estratégico incomparable en los valles y sierras, Trijueque era
completamente inexperto en la táctica del humano corazón, y los
recursos de su facultad seductora adolecían de brusca torpeza.

--Según y cómo --le respondí, fingiendo acceder, con objeto de que me
descubriera mejor sus mal ocultos pensamientos--. Para desobedecer a
mis jefes y marchar con usted a donde quiera llevarme... entiéndase
bien, a donde quiera llevarme, necesito promesa manifiesta de que me ha
de resultar algún provecho. No están los tiempos para sacrificar por
boberías una buena reputación.

El ogro, fácilmente engañado, como todos los ogros que hacen algún
papel en los cuentos de niños, no supo disimular su repentino contento,
y mostrando sin embozo su apasionado corazón, respondiome:

--Ya sé que es usted también de los descontentos. Un oficial de tanto
mérito debiera estar mandando una columna. Juan Martín habla bien de
usted; pero es para embaucarle, me consta que es para embaucarle.
Puede usted tener la seguridad de que, aunque la guerra dure treinta
años más, no saldrá de ese ten con ten. Aquí no se aprecia el mérito.
Con tal que nuestro general tenga batallas ganadas por mí, que le
sirvan de asunto para poner oficios a la Regencia, haciéndose pasar por
un Julio César o un Pompeyo... En fin, venga usted con Trijueque y no
le pesará.

Al decir esto, apoyaba su mano en mi hombro, y me hacía tambalear hacia
adelante y hacia atrás. Mirándome con interés, sonreía.

--Yo soy gran admirador de Trijueque --le dije--; hago justicia a
sus altas prendas, y me río de las inculpaciones con que quieren
desacreditarle.

--Bien dicho, muy bien dicho --exclamó en tono de predicador.

--Estoy pronto a partir con usted; pero ¿a dónde vamos, señor cura?
Porque si es cosa de salir por ahí a disparar unos cuantos tiros, matar
dos docenas de franceses, y coger otras tantas de prisioneros, yo no me
muevo. ¡Hemos hecho lo mismo tantas veces! Ya estoy harto de ver que
con proezas no se saca aquí el vientre de mal año. Sepamos lo que voy
ganando, como dijo el gallego del cuento.

Trijueque llevose el dedo a la boca y su rostro expresó satisfacción y
victoria. Viendo que se acercaban algunos individuos, íntimos amigos de
Orejitas, me dijo:

--Parto al instante con mi gente. Por este barranco que se ve a
espaldas de la venta, pienso pasar al valle de Pelegrina. ¿Ve usted
aquella casa arruinada que hay abajo? Allí le espero; allí le diré a
dónde vamos, sin peligro de infundir sospechas a estos borrachos. Si me
sigue usted, me sigue, y si no... Adiós.

Fuese mosén Antón, y yo busqué a Orejitas; mas el guerrillero,
sintiéndose en la cuadra acometido de gran sopor, por efecto sin duda
de no ser agua cristalina el contenido del jarro que yo llené en la
bodega del alcalde, echose sobre un montón de paja, donde sus ronquidos
se acordaban musicalmente con el respirar de los caballos y el mugido
de un par de becerros flacos y medio enfermos. Procuré traerle al mundo
con algunos puntapiés; mas no quiso salir de la beatífica esfera en
que, sin duda con gran fruición, revoloteaba su espíritu.

Al salir para ver partir a Trijueque, y pasando por cierto edificio
ruinoso que había al fin del caserío, sentí la algarabía de una
riña, y oí claramente la voz de la señá Damiana en concierto chillón
con las de los tres famosos estudiantes. Es el caso que el llamado
Cid Campeador dio en aporrear a la Fernández por suponer en aquella
Ximena veleidades en favor de D. Pelayo. Defendiose de palabra la
acusada; mas percatándose después de que todo el zipizape provenía
de chismes y enredos, obra del ingenioso _intellectus_ de aquella
lumbrera complutense, nombrada el Sr. Viriato, la emprendió con este,
adjudicándole varias patadas, o sean coces, y puñadas y rasguños, una
parte de los cuales fueron a caer de rechazo sobre la respetable
persona del Sr. Santurrias, que se ocupaba en dar al Empecinadillo
cucharada tras cucharada de sopas. Dos de los estudiantes partieron
a escape, dejando que la contienda acabase con sus consecuencias
naturales, cuando Dios se fuese servido ponerle fin, y Viriato y la
guerrillera y Santurrias quedaron enzarzados con el engaste de las
uñas y de las manos, hasta que los separamos, recogiendo del suelo al
Empecinadillo, que por poco perece en aquel trance.

La Damiana, que ya tenía medio ahogado al estudiante, cuando fue
separada del grupo, vociferó de esta manera:

--El muy canalla piojoso me llamó _mujer de Putifarra_... El
_Putifarro_ será él... Señor oficial --añadió dirigiéndose a mí--, este
Viriato es un traidor y quiso seducirme.

--Tan gran delito no puede quedar sin castigo. ¿Qué marca la Ordenanza
contra los Viriatos que quieren seducir a las Damianas?

--Eso quisieras tú, Euménide, arpía de seis colas, marimacho de mil
demonios --dijo el de Alcalá, poniendo el dedo sobre las distintas
heridas de su cuerpo para tantear la gravedad de ellas.

--Sí, señor: me quería seducir, para que me pasara con ellos al francés.

--Calla, bruja, sargentona, o te estrangulo --gritó Viriato--. Aquí
está Santurrias que puede decir si soy traidor o no.

--Sí, sí, sí --gritó la guerrillera en medio del camino agitando los
brazos con una furia loca--. Estos endinos son traidores como Don
Saturnino, y se pasan a los franceses. Allá va, allá va --añadió
señalando al barranco--, ¡allá va mosén Antón que se pasa a los
franceses con sus amigos!

Mosén Antón, seguido de su tropa, desfilaba tranquilamente por detrás
de la venta, bajando al barranco.

--¡Allá van, allá van! --añadió Damiana con exaltación salvaje--.
¡Fuego en ellos, fuego en los traidores! ¡Sr. Orejitas, que se han
vendido al francés!

--Repara bien lo que dices, Damiana.

--Sé lo que digo --exclamó atrayendo en torno suyo mucha gente--.
Anoche han estado hablando de esto más de tres horas. ¿Creyeron que
yo lo iba a callar? ¡Ah, tunante Cid Campeador, me las pagarás todas
juntas!

Mosén Antón se alejó más a prisa, y entre la tropa que se quedó en el
caserío corrió de boca en boca este rumor terrible:

--¡Mosén Antón se pasa a los franceses!

Reinó gran agitación; oyéronse gritos, amenazas, juramentos. Algunos
corrieron a tomar las armas; pero Trijueque se alejaba, se perdía en
la profundidad del barranco, y parte de su gente aparecía ya en la
vertiente opuesta, internándose en la espesura de un monte.

--No crean a esta Lais bachillera, a esta loca Aspasia, a esta
Samaritana sin vergüenza --exclamó Viriato--. ¿Quién hace caso de una
mujer? Si le dieran cuatro tiros, como merece, no diría que mosén Antón
Trijueque es traidor.

--¡Sí lo digo! --prosiguió Damiana gritando con voz ronca en medio
del camino--. Es traidor, y se va con D. Saturnino. Lo digo cien
veces, porque lo sé, y el Sr. D. Pelayo andaba contratando gente para
esta picardía. ¡Yo soy muy patriota, yo soy muy española, yo soy muy
empecinada, y viva Fernando VII! ¡Viva D. Juan Martín! ¡Viva Orejitas!

Estos vivas fueron repetidos con calor, y su estruendo fue tan grande,
que llegó hasta el mismo espíritu de Orejitas por el conducto de los
aletargados sentidos. Levantose del lecho de paja, y enterándose de lo
ocurrido y de la voz general, y de la acusación formidable contra su
colega, dijo:

--No puede ser. Sigamos nuestro camino, y le contaremos esto a D. Juan
Martín.

_Minora canamus._

El Empecinadillo tenía más de dos años, casi tres; andaba regularmente,
y despechado al fin, muy tarde por cierto y no sin malas noches y
peores días por _mamá_ Santurrias, comía como un descosido. Todo era
poco para él; pero teniendo a su favor la compasión del ejército
entero, recibía mil golosinas de este y del otro.

El Empecinadillo hablaba; pero ¡qué lenguaje tan escogido el suyo! Así
como la generalidad de los niños empiezan diciendo _papá_ y _mamá_,
él había empezado por los más abominables y horrendos vocablos del
idioma. Sus palabrotas soeces, pronunciadas a medias, servían de
diversión a la tropa. También decía _malchen_, _fuego_, _apunten_
y otras voces marciales. Últimamente empezaba a ejercitarse en el
discurso, expresando juicios claramente, y hasta podía sostener un
diálogo tirado, siempre que se estimulase su incipiente locuacidad con
horribles palabrotas.

El Empecinadillo hacía diversas gracias. Tenía un palito que le servía
de escopeta para hacer el ejercicio, y otro palito más pequeño,
pendiente de la cintura, el cual era su sable. Montaba a caballo en
el garrote de _mamá_ Santurrias, y cuando salía en medio del corrillo
con la mano izquierda en la brida y agitando en la derecha el sable,
su aspecto era terrible. Nos reíamos mucho con él, y nos le comíamos a
besos.



XIV


Pronunciaba el Empecinadillo los nombres de todos los oficiales,
desfigurándolos con su torpe lengua. Con todos hacía buenas migas,
menos con uno que le inspiraba mucho miedo. Era este mosén Antón. En
el varonil y rudo carácter del cíclope, las gracias infantiles eran
como rasguños con que se quiere desmoronar una montaña. Jamás se acercó
al corrillo en que nos entreteníamos viendo al Empecinadillo hacer el
ejercicio. Este, al verle de lejos, huía de su temerosa figura, y le
llamaba _el coco_.

Cuando el Empecinadillo no se quería dormir en el alojamiento y nos
importunaba con sus chillidos, le decíamos: «Que viene Trijueque», y
callaba. Era el único medio de llamarle al orden, y el solo freno de
aquella alma tan impetuosa como traviesa.

Pero cuando el feísimo guerrillero se separó de nosotros, el
Empecinadillo, como un individuo para quien desaparece la ley moral y
el freno coercitivo de las reglas sociales, no conoció límites a su
desvergüenza. Hacía lo que le daba la gana. Rompía las cacerolas del
rancho; destapaba los pellejos de vino para ver correr el líquido; se
emborrachaba, se subía como un gato a las sillas de los caballos cuando
estaban sin jinetes; se caía rompiéndose la cabeza; hacía las aguas
menores en el escaso fuego a cuyo amor nos calentábamos; escondía o
perdía cuanto se hallaba al alcance de su mano; vaciaba el tintero del
escribiente en la olla donde se cocía la cecina; cogía las piedras de
chispa para jugar; agujereaba con una navaja el parche de los tambores,
dando a estos instrumentos de guerra ronco y apagado sonido; traía
siempre medio loco al Sr. Moscaverde, cerrajero de la partida, el
cual componía las llaves de los fusiles, y en más de una ocasión se
encontró sin herramientas; quitaba además la paja a los caballos, a
los soldados los cartuchos, y a todos la paciencia con sus diabluras
sin fin. Recibía, sí, más azotes que un condenado a galeras; pero como
buen soldado, hecho a penas y dolores, no perdía su buen humor con los
castigos.

Se me ocurre nombrar a este personaje, porque recuerdo que lo llevé en
la perilla de mi cabalgadura desde Cabrera basta cerca de Castejón;
y por más señas, que me volvió loco por todo el camino haciéndome
preguntas, mientras sus piernecitas espoleaban sin cesar la cruz del
animal. Convengo con mis oyentes en que es en mí puerilidad casi
indisculpable detenerme en contar las hazañas de este héroe, menos
importantes sin duda que las de aquel cuyo nombre va al frente de
esta relación; pero yo quiero que aquí, como en la Naturaleza, las
pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas,
encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña,
y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia.

Y dicho esto, voy a contar lo que ocurrió cuando encontramos a D. Juan
Martín.

El cual estaba en Almadrones con la mayor parte de las fuerzas de su
ejército. Cuando le contamos lo que se decía entre nosotros sobre la
defección de Trijueque, enfureciose y nos dijo:

--No me vengan acá con embustes. Eso no puede ser. mosén Antón tiene
sus defectos; es capaz de abrasarme las entrañas con sus majaderías;
pero antes me creeré a mí mismo traidor que suponerle vendido a los
franceses... Por vida de... ¿Ustedes han pensado bien lo que dicen?
¡Pasarse Trijueque al enemigo!...

--Pronto hemos de salir de dudas --dijo Sardina, que no participaba del
optimismo de su jefe y amigo--. Un hombre envidioso es capaz de todo.
Yo tenía a Trijueque por persona díscola; pero con un fondo de rectitud
superior a traiciones, dobleces y alevosías, como las de D. Saturnino.
Sin embargo, tengo comezón por saber...

--Y yo --repitió D. Juan con ademán sombrío.

Dicho esto, el héroe quedó profundamente pensativo. Estaba inmóvil
junto a la ventana de su alojamiento delante de un espejillo, y
dispuesto a afeitarse, tenía en la mano derecha la navaja y cubierta
de jabón la barba. Nosotros callábamos viendo su melancolía. Por fin,
dando un suspiro, alzó el brazo como quien se va a degollar, y a toda
prisa se rasuró con movimientos tan inseguros y nerviosos, que su
curtida piel quedó adornada con algunas cortaduras. Luego, volviéndose
a Sardina, le dijo:

--¿Le parece a usted que salgamos esta noche en busca de esa canalla?

D. Vicente miraba el paisaje exterior al través de los turbios
cristales verdosos.

--Mala noche nos espera. La nieve cae con gana, y los senderos están
cubiertos y desfigurados. ¿No vale más que esperemos a mañana?

--De esta, amigo D. Vicente --exclamó con ira el general--, o me dejo
matar por ellos, o cazo a los renegados en alguna parte. El pellejo
de Albuín y de Trijueque me parecerán poco para componer los tambores
rotos. Hay que ir tras ellos... hay que cazarlos con perros, y abrirles
luego en canal para sacarles las entrañas... ¡Malditos sean! Un lobo de
estos montes es más leal que los canallas que se pasan al enemigo...
¡Dios mío, he vivido para ver esto!... ¿De qué me valen la fama, la
buena suerte, el buen nombre, si los amigos me hacen traición y los que
favorecí me venden?... En marcha ahora mismo, Sr. Sardina... en marcha.

--¿Pero a dónde vamos? --preguntó con turbación el segundo jefe.

--¡Al demonio!... --repuso con exaltación D. Juan--. ¿También usted
se me encabrita? ¿Pues no dice que a dónde vamos? En busca de esos
granujas... ¿Necesito decirlo otra vez? Si usted lo quiere, ladraré.

--¿Usted sabe dónde les encontraremos? ¿Usted sabe que están solos, y
no acompañados con fuerzas considerables del francés?

--Aunque esté con ellos el mismo Napoleón con un millón de hombres...
--añadió en el colmo de su rabia el guerrillero--. ¡Si quiero que me
maten a mí...! Pues qué, ¿no me explico bien?... Si quiero que me maten
esos condenados... ¡Si quiero morir!...

--En marcha --dijo Sardina--. Aprovechemos lo que resta de día para
salir de la sierra.

--Quiero morir o cogerles para atarles una cuerda a la cintura y
pasearles delante del ejército... ¡España está deshonrada! ¡Juan Martín
está deshonrado! ¿Hay más traidores en mi ejército? ¿Hay alguno más?
Pues que venga acá... quiero ver a uno delante de mí.

Sus brazos se agarrotaban, contraíanse sus dedos, estrangulando en
el vacío imaginarias víctimas, y la mirada del héroe, extraviada y
salvaje, parecía querer herir con su rayo todo aquello en que se fijaba.

Por lo que he referido se ve que el Empecinado no permitió ningún
descanso a los que acabábamos de llegar. Calientes aún las sillas de
las cabalgaduras, volvimos a montar en ellas y la partida se puso
en marcha. El tiempo era tan malo, que la tarde parecía noche, y la
noche, que vino poco después de nuestra salida, horrenda y desesperante
eternidad. El suelo estaba cubierto de nieve, en cuya floja masa se
hundían hasta las rodillas hombres y caballos; habían desaparecido
los caminos bajo el espeso sudario blanco, y los cerros vecinos
parecían una cosa destinada a la muerte, una inmensa losa sepulcral, un
monumento cinerario, bajo cuya glacial pesadumbre se escondía el alma
de la Naturaleza buscando el calor en las entrañas de la tierra. El
cielo no era cielo, sino un techo blanco. Alumbraba el paisaje esa fría
claridad de la nieve, la luz helada como el agua, semejante al fúnebre
reflejo de tristes lámparas lejanas.

Malo el camino de por sí, era detestable por ser invisible, y los
caballos resbalaban al borde de los precipicios. Los jinetes bajábamos
de nuestras cabalgaduras para vencer andando el frío. La partida iba
silenciosa y resignada. Mirando de lejos la vanguardia que se escurría
despacio buscando el incierto sendero, parecía una culebra negra que
resbalaba inquieta y azorada tras el calor de su agujero. No he visto
noche más triste ni ejército más meditabundo. Nadie hablaba. El tenue
chasquido de la nieve polvorosa al hundirse bajo las plantas de tanta
gente, era el único rumor que marcaba el paso de aquellos mil hombres
abatidos por fúnebre presentimiento.

Junto a D. Juan Martín reinaba el mismo silencio. Con la barba hundida
en el cuello del capote, el héroe había abandonado las riendas de su
corcel, que marchaba, como animal práctico e inteligente, cuidando de
poner en sólido la herradura y tanteando cuidadosamente el terreno.

En Mirabueno, a donde llegamos por la mañana, supimos que los renegados
(pues desde luego recibieron este nombre) estaban con el general Gui
hacia Rebollar de Sigüenza. Reanimose con la noticia D. Juan Martín,
y a eso del mediodía, después que descansamos y comimos lo que se
encontró, la partida se puso de nuevo en marcha.

--Esta noche --me dijo el general-- les encontraré en un lado o en
otro, y me cazan o les cazo. Prepare todo el mundo el pellejo para la
más gorda hazaña de nuestra historia... ¡Maldita sea nuestra historia!
Señores, mi alma es hoy un volcán. O echa fuera el fuego que tiene
dentro, o revienta... ¡Pasarse al francés, pasarse al enemigo!...
Ni por miedo a las penas del infierno, por toda la eternidad, lo
haría yo... A ver: ¿hay alguno más en mi ejército que quiera hacer
traición?... Que me lo traigan... quiero verlo... pónganmelo delante...
deseo ver la cara del demonio... Adelante, pues... ¿Están en Rebollar
de Sigüenza? ¿Cuántos son? ¿Quinientos mil? No importa... Si no
quieren ustedes seguirme, iré yo solo.

Nadie le contestó. La frialdad de la temperatura reinaba también en el
ejército. Allí no había más volcán que el pecho de D. Juan Martín.

Entrada ya la noche, el ejército se detuvo. Estábamos en una vasta
e irregular planicie. A nuestra derecha se elevaban altos cerros;
a nuestra izquierda el terreno descendía bruscamente en rápido y
vertiginoso declive, hasta terminar en un barranco, cuya profundidad
no podía distinguirse. Parecía la noche más obscura, más tenebrosa y
siniestra que la anterior. Una lluvia menuda y glacial, nieve fina o
agua congelada en invisibles puntas de aguja, nos azotaba el rostro.
El frío era horroroso y temblábamos bajo los capotes, sintiendo
imposibilitados los dedos para empuñar las armas.

Un soldado se acercó al general diciendo:

--Por aquellos cerros de la izquierda baja alguna gente. Han disparado
un tiro.

--No puede ser --dijo Sardina--. Estáis viendo visiones. No hay nadie
capaz de apostarse en aquellos empinados cerros a estas horas, con este
frío, y no sabiendo fijamente que pasaríamos por aquí.

--Sí hay alguien capaz de eso y de más --dijo D. Juan Martín con
arrebato--. Allí está mosén Antón... lo veo... solo mosén Antón es
capaz de quitarles su puesto a los cernícalos para acechar la carne que
pasa.

--¡Que viene gente! --dijo otra voz.

--¿Son españoles o franceses?

--¡Españoles!

--A ellos --gritó D. Juan Martín--. Esperemos a esos cobardes. Esta
planicie es buena... desplegad la caballería... Lo malo es este
barranco de la derecha... Pero no hay cuidado... aquí estoy yo.

Avanzamos, y nuestra vanguardia rompió el fuego.

--¡Ahí están, ahí están! --exclamó exaltado y con júbilo el general--.
Conozco a Trijueque... es él... Enriscarse en esa altura para
sorprendernos... Eso no puede hacerlo más que el diablo o Trijueque...
No bajarán: tienen que venir rodando o volando... Ánimo... que no haya
confusión... Dejar sola a la vanguardia... Prepárense los caballos en
el llano... Toda la demás gente a retaguardia... no se necesitará...
Es Trijueque, no me queda duda. Yo le he enseñado estas hazañas...
le veo rodando entre las piedras por la montaña abajo, y el aire que
hacen sus alas negras me llega a azotar la cara... No puede ser otro.
Sus cuatro patas, al bajar, se llevan por delante medio monte... Es el
bravo animal, la bestia traidora más valiente que cien leones, y con
una cabeza que no cabe dentro del mundo. ¡Adelante, muchachos! Hay que
cazar esa fiera que se nos ha escapado, y volverla a la jaula.

Efectivamente: una partida de españoles nos quería cortar el paso;
pero no sabíamos si era mandada por Albuín o Trijueque. Al principio
permanecieron en la altura haciendo fuego: los nuestros quisieron
escalarla, mas en vano. Un segundo esfuerzo sirvió para que los
empecinados dominasen una parte del terreno enemigo; pero este era tan
favorable, que tuvieron que abandonarlo. En la llanura no podíamos
temerles, y siendo nuestro objeto pasar adelante, el general dispuso
que algunas fuerzas contuvieran a los renegados, mientras el resto
del ejército pasaba de largo. Pero nos equivocamos respecto al número
de los enemigos y respecto a su intención de no bajar a la llanura.
Bajaron, sí, de improviso y con tal empuje, que lograron por un momento
desconcertar nuestras filas, arrojando sobre la nieve muchos cuerpos
heridos o muertos.

--Aquí los quiero ver --exclamó D. Juan Martín abalanzándose al frente
de su tropa escogida--. Aquí los quiero ver... Que bajen, que vengan
acá.

El impetuoso caballo del general lanzose sobre la infantería enemiga
entre un diluvio de balas, y corrimos ciegos tras él los demás,
acuchillando y aplastando con furia salvaje. Zumbaban las balas en
nuestros oídos, y las bayonetas buscaban el pecho de los fogosos
corceles. La embestida no careció de confusión; pero fue tremenda y
eficaz, porque deshicimos a los renegados que habían bajado de la
montaña.

El caballo de D. Juan Martín cayó gravemente herido. Al punto ofrecí al
general el mío, quedándome a pie. En tanto, los renegados se retiraban
a toda prisa a la altura, donde era difícil seguirles.

--Estamos haciendo el papel que han hecho siempre los franceses en
esta clase de guerra --dijo el Empecinado con rabia--, y ellos están
haciendo el mío... Cría cuervos... ¿Qué gente hemos perdido? Poca cosa.
Adelante... ¿Dónde están los carros? Recoger los muertos... digo, los
heridos.



XV


Cuando esto decía, oyose de repente vivo fuego de fusilería. No
sonaba, no, en la eminencia que servía de fortaleza a los renegados:
sonaba delante de nosotros, allá por donde se extendía el camino que
pensábamos seguir. Hubo un momento de angustiosa perplejidad. Miramos,
y nada vimos: las sombras de la noche ocultaban el cercano peligro. De
repente, en el ejército, mil voces clamaron:

--¡Los franceses, los franceses!

--¡Gracias a Dios! --gritó D. Juan Martín--. Franceses y traidores,
todo junto... Así les acabaremos a todos de una vez.

--Tenemos retirada segura --gritó Sardina que había examinado el
terreno a nuestra espalda.

--¡Cómo retirada! --bramó el general--. Maldita noche que no alumbra.
Que se repliegue toda la tropa, y esperemos... A ver, que los de
Orejitas tomen posición a la izquierda.

--Es mal sitio, porque amenazan los renegados desde la altura.

--Pues a la derecha.

--A la derecha, sí; pero cuidado con el barranco.

--Esta gente no sirve para nada. ¿Son muchos los franceses?

--No vemos nada.

--Son muchos, muchísimos --gritó una voz.

--Mejor, mucho mejor... El Crudo a vanguardia. Crudo, mucho cuidado.
Clavarse en el suelo... hasta ver si empujan fuerte. Si empujan blando,
echarse encima... si empujan gordo... aguantar. Aquí estoy yo con mi
gente... Buena presa vamos a hacer hoy.

La avanzada francesa embistió a nuestro ejército. El vivo fuego
indicaba empeño formidable de una y otra parte. Nuestra vanguardia
llevaba ventaja; pero ¡ay! sobre la blancura de la nieve se destacaban
enormes masas de franceses, y de pronto, no solo la vanguardia, sino
toda la línea, se vio amenazada.

Apretando los dientes y crispando los puños, D. Juan Martín gritó:

--¡Morir antes que retirarnos!

Destrozada nuestra derecha y no pudiendo desarrollarse por aquel lado
táctica alguna, a causa de la peligrosa configuración del terreno,
retrocedió con violencia. Sardina, tratando de restablecer el orden
para la retirada, se internó entre la tropa y pudo conseguir algo.
Pero los franceses, cuyo número era muy superior al nuestro, se echaban
encima, no daban tiempo a ordenar la resistencia, y hostilizados
nosotros por el frente y desde la montaña, nos hallábamos en la
situación más crítica que darse puede.

D. Juan Martín, extraviado, furioso, febril, vociferaba de este modo:

--¡Aquí estoy, venid aquí!... Vengan traidores y franceses.

--No podemos hacer nada, ¡rayo! --exclamó Sardina--; pero aún podemos
salvarnos.

--¡Resistir a todo trance!... Los empecinados no pueden rendirse
--exclamaba el general.

Y abandonando el caballo se lanzó sable en mano al combate. Su
presencia hizo muy buen efecto, y aquellos pobres soldados, rendidos de
fatiga y muertos de frío, resistieron en medio de la nieve el tremendo
ataque de los franceses. No peleaban en correcta línea nuestros
guerrilleros, porque ni sabían hacerlo, ni el sitio y la obscuridad
lo permitían, y la cuestión se decidía en luchas parciales de grupos
que, encontrándose frente a frente, se destrozaban con ferocidad. En
los sitios de mayor empeño estaban D. Juan y Sardina con todos los
de su comitiva, defendiéndonos más bien que atacando, pues ya no era
posible conservar ilusiones respecto al resultado de aquel funesto
encuentro. Era difícil de marcar con exactitud los límites de cada uno
de los ejércitos, ni señalar dónde acababa uno y empezaba el otro, pues
en aquella revuelta masa habíanse mezclado los unos con los otros
en brutal choque sin arte ni táctica. La nieve pisoteada era fango y
sangre, y nos hundíamos en aquel mar de espuma, que nos salpicaba al
rostro. Los movimientos eran difíciles por la falta de suelo, y más que
batalla, aquello parecía un baile de exterminio en las regiones a donde
por vez primera se llevaran los odios humanos.

De pronto un remolino espantoso agitó aquellos cuerpos incansables;
redobláronse los gritos, y todos cambiamos de sitio, mezclándonos más
que antes; fuimos arrastrados, como si la movediza escena corriera
de un punto a otro, dividiéndose, quebrándose en pedazos mil. Nuevas
fuerzas francesas habían entrado en el campo de batalla avanzando con
orden, y dejando tras sí a gran número de empecinados.

--¡Que nos copan! --gritó con pánico una voz que reconocí como la de
Sardina.

Miré en derredor mío, y no vi a ninguno de los que peleaban a mi lado.
Pero no tardé en sentir muy cerca de mí la voz del Empecinado, que
gritaba:

--Aquí estoy, ¡cuernos de Satanás! ¡Rayo de Dios! Veremos si hay quien
se atreva a ponérseme delante.

Corrí allá. D. Juan Martín, acompañado de sus más fieles amigos, se
defendía con bravura, y allí mataban franceses y renegados de lo lindo.
Era un grupo aquel que atraía y fascinaba. En el centro, el general se
multiplicaba, y con el espectáculo de su heroísmo no había a su lado
quien no se sintiera con fuerza sobrenatural y un gran aliento para
ayudarle. La idea de que cayese prisionero dábanos a todos un coraje
loco que retardaba el fin de tan encarnizada lucha.

Al fin, de entre la masa de enemigos que teníamos delante, destacose
una negra figura a caballo. Era mosén Antón, que venía gritando:

--¡Ahí está!... No le dejéis escapar.

--¡Ven a cogerme!... animal... --exclamó el Empecinado--. ¡Aguarda,
traidor Judas!

Y quiso lanzarse en medio del fuego. Una mano vigorosa asió por el
brazo al jefe de la partida y le arrastró hacia atrás. En medio del
estruendo de aquel instante supremo oí la voz de Sardina, diciendo:

--Retirémonos... Juan, ahí tienes mi caballo... Vuela en él.

En derredor mío yacían muchos cuerpos que cayeron para no levantarse
más. Yo me asombraba de encontrarme vivo... Retrocedimos haciendo
fuego. Los aullidos de los franceses y los renegados anunciaban
el júbilo de la victoria. Íbamos a caer prisioneros. Ya no había
resistencia posible, y permanecer allí era locura, porque si los
fusileros con quienes nos habíamos batido apenas inspiraban cuidado,
detrás venía una fuerte columna de dragones con mosén Antón a la
cabeza. Estábamos vencidos. Era preciso escapar.

--No hay remedio --dije para mí--. Nos cogen prisioneros.

Retrocedí sin precipitación, aguardando con relativa tranquilidad mi
suerte, y al borde del barranco encontré a D. Juan Martín, llevado, o
mejor dicho, arrastrado por sus amigos.

--¡Que vienen... que nos cogen! --gritó una voz.

Los caballos, con rápida carrera, avanzaban acuchillando a los
dispersos. En un instante estuvieron sobre nosotros, y algunos
renegados, a pie, avanzaban trabuco en mano.

--¡A ese, a ese... ahí está! --gritaban con feroces berridos.

Todos corrieron por el llano. D. Juan Martín, agitando los brazos con
temblor frenético, vomitó estas palabras:

--Ladrones... ¡venid por mí! ¡Coged al Empecinado!

Y diciéndolo, se precipitó por el barranco abajo, y resbalando por la
nieve, se hundió en aquel abismo, cuyo fondo ocultaba la obscuridad de
la noche.

Los bandidos miraban a todos lados; los caballos se encabritaron al
llegar al borde, y perdiose en aquellos toda esperanza de echar mano al
bravo guerrillero. Esto pasó en un período de segundos más breve que
el tiempo empleado por mí en contarlo. No me es posible precisar de un
modo exacto todos los detalles de aquel suceso, y hasta es probable que
altere sin saberlo el orden con que se producía, porque lo que pasa en
tales momentos de confusión y espanto queda en la memoria con rasgos
y formas indecisas como la sensación producida por el relámpago o las
turbias sombras de la pesadilla... Solo puedo decir, sin precisar sitio
ni momento, que el Crudo, otros tres y yo nos vimos rodeados por una
chusma que nos quería coger prisioneros.

--Aquí nos tienes --exclamé asiendo vigorosamente la carabina por el
cañón, y descargando con la culata golpe tan vigoroso sobre la cabeza
del más cercano, que lo tendí sobre la nieve.

Nos dispararon varios tiros; el Crudo cayó a mi lado, y una navaja
atravesó mi manga derecha rozándome la piel... Sé que corrí hacia un
punto donde sentía la voz de Orejitas y Sardina... Sé que no pude
llegar hasta ellos, y que me encontré junto a otros empecinados que aún
se defendían bravamente... Pero no puedo decir por dónde escaparon los
que lograron hacerlo... En la confusión con que mi mente me presenta
hoy estos recuerdos, solo veo con claridad lo que voy a contar, y es
que por un espacio de tiempo que me pareció muy largo, corrí sobre
la nieve sin encontrar a nadie en mi carrera, oyendo, sí, gritos,
voces, juramentos, aullidos, que ora sonaban a mi derecha, ora a mi
izquierda. Miré hacia atrás y vi algunos caballos, no sé si diez o
ciento, que corrían en la misma dirección que yo... apreté el paso,
y vi delante de mí, sobre el pisoteado fango de nieve, un bulto, un
trapo, un envoltorio, del cual salía un lastimero llanto. A pesar de
la obscuridad se distinguían dos delicadas manecitas, alzándose hacia
el cielo. Maquinalmente y casi sin detenerme, cogí el bulto entre mis
brazos y seguí corriendo. Pero los caballos, que seguían mis pasos, me
alcanzaron al fin.

--¡Date, date! --gritaban a mi espalda.

Me sentí asido fuertemente. Había caído prisionero.

En derredor mío había muchos franceses, todos frenéticos, poseídos de
la terrible borrachera de la victoria. Uno de ellos apuntome con su
fusil al pecho, con intento de matarme. Otro, desviando el cañón, me
dijo mezclando el francés con el castellano:

--¿Qué traes ahí, _fripon_?... Un _petit_... ¿Dónde lo has robado?

--Deja a un lado el _petit_, que te vamos a fusilar --dijo otro.

--Es un oficial --indicó un tercero, mostrándome benevolencia.

El guerrillero llamado Narices estaba a mi lado sujeto por dos
robustos dragones, y al poco rato aparecieron otros cuatro empecinados
prisioneros.

--Para esta canalla no debe haber cuartel --exclamó un sargento--;
fusilémosles.

Narices, con un movimiento rapidísimo, se desasió de los que le
sujetaban, y esgrimiendo la navaja, gritó:

--¡Compañeros, a mí!... Despachemos a estos cobardes.

Y asestó tal puñalada al sargento, que le dejó seco. Íbamos a secundar
su movimiento; pero acudiendo otros, nos ataron despiadadamente. Al
ver un camarada muerto, quisieron rematarnos a todos allí mismo; pero
un oficial dio orden de diferir la ejecución, y luego presentose un
hombre, cuya cara reconocí al momento.

--Es Araceli --me dijo--; después hablaremos.

--Recoja usted su _petit_ --me dijo el oficial.

Dos horas después, al cabo de una marcha penosa, entraba yo en Rebollar
de Sigüenza custodiado por los dragones franceses. Éramos doscientos.



XVI


Al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron
distribuidos en varias casas. Los considerados como _tunantes_, que
era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa
del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Al entrar en mi prisión,
el peso del Empecinadillo me era insoportable: arrojeme sobre el
suelo, poniéndole a mi lado, y cuando los franceses me dejaron solo no
tardé en dormirme profundamente. Mis ojos, al abrirse, recibieron la
impresión de la claridad del día, e hirió mis oídos el débil quejido de
la criatura que pedía de comer. Abrigado por el pedazo de colcha que le
servía de capote, el pobre niño estaba en un rincón, muy bien colocado
y envuelto en una manta desconocida para mí, como si una mano cariñosa
le agasajara en aquella posición durante mi sueño. Yo no recordaba
haberlo hecho.

El niño estaba caliente. Yo sentía mucho frío. Reconociendo el sitio en
que me encontraba, vi que era una habitación abuhardillada, grande y de
techo tan bajo, que era difícil estar en pie sin tocar con la cabeza en
el maderamen. Entraba la luz por una reja compuesta de ocho barrotes
cruzados y poco gruesos, pero nuevos y fuertes. Una puerta de viejas
tablas muy sólidas, aseguradas con planchas de hierro y con barrotes
y dobles resguardos, cerraba la entrada. No había mueble alguno en
aquella fría y tristísima estancia.

Despertó, como he dicho, el Empecinadillo, y extrañando el sitio o la
ausencia de _mamá_ Santurrias, y más que nada la falta de alimento,
puso el grito en el cielo. Yo apuré todas las razones imaginables para
convencerle de su importunidad; mas nada logré. Por fortuna no tardamos
en ser visitados por un soldado francés, que nos traía nuestro desayuno.

--Ya sabréis --me dijo en lengua mixta-- que vais a ser arcabuceado.

Alargome un pan; y como yo no hiciera movimiento alguno para tomarlo,
él mismo cortó un pedazo para darlo al pequeño.

--Que vais a ser arcabuceado por traidor --repitió alzando la voz y
cuadrándose ante mí--. Si cuando os cogieron prisionero os hubierais
contentado con vuestra suerte... Pero asesinasteis al sargento Duclós...

Miré entonces fijamente al francés. Era un toro, un pedazo de hombre
capaz de derribar una pared a puñetazos. Su rostro sanguíneo se
adornaba con una pomposa barba rubia que le salía desde los encendidos
pómulos, y aun la nariz atomatada no estaba exenta de pelo. El conjunto
de su imponente persona era un buen modelo de las históricas figuras
con que la escultura oficial ha adornado los trofeos del Imperio. Usaba
la enorme gorra peluda, y su corpachón se cubría casi totalmente con el
delantal de cuero blanco, distintivo de los gastadores.

Contrariado sin duda por mi laconismo, alzó la voz, y coléricamente
repitió:

--¡Arcabuceado!... Sí, señor... ¿Lo oís bien? Vuestro camarada, que
está en el cuarto próximo, lo sabe también y se ha puesto a rezar. ¿No
rezáis vos? Conviene limpiar de tunantes este país... Es la opinión del
Emperador y la mía.

Mientras se expresaba de este modo, advertí que sus miradas, más que a
mí, se dirigían al Empecinadillo, ocupado en devorar un pedazo de pan.

--¡Pobre niño! --dijo el francés con lástima--. Esta madrugada,
cuando os trajeron aquí, el pequeño estaba muy frío. Le pusisteis en
el suelo... ¡Qué inhumano sois! ¿No temíais que se helara? Mientras
dormíais yo le arropé junto a vos, y además le cubrí con ese pedazo de
manta que veis.

Estas palabras me hicieron fijar la atención en mi carcelero con algún
interés.

--Suponiendo que tendría hambre, os he servido el desayuno temprano, y
además le he traído esto.

El francés, metiendo la mano bajo el mandil de cuero, sacó un pequeño
roscón de mazapán que presentó al Empecinadillo, el cual, una vez
recobrada su actividad y travesura con la pitanza, sintiendo en su
espíritu el generoso impulso de los grandes hechos, se lanzó al centro
de la pieza sable en mano, ejecutando algunas maniobras militares. No
era corto de genio, y más se entusiasmaba cuanto más le aplaudían.
El francés le miraba con admiración y ternura, siguiéndole en sus
inquietos giros y vueltas; se sonrió, y luego, volviendo hacia mí sus
ojazos alegres y su boca risueña, me dijo estas palabras:

--Cuando os hayan arcabuceado, recogeré a vuestro niño y me lo llevaré
conmigo... Es muy lindo y muy galán...

No le respondí nada.

--Hacéis bien en traer vuestro niño a la guerra. Así os distraéis con
él... Lo dicho: cuando os despachen, me quedaré con esta alhaja y le
llevaré conmigo a todas partes. No le faltará nada y le enseñaré a que
me llame _papá_.

Al decir esto, noté súbita alteración en las rudas facciones del
soldado. Hizo algunos visajes como luchando con una inoportuna
sensibilidad; mas no pudiendo vencerla, le vi que con disimulo se
llevaba la mano a los ojos para limpiarse una lágrima.

--¿Llora usted? --le dije.

--¡No... yo llorar! --exclamó ahuecando la voz--. Nada de eso... Es
que... Os diré la verdad. Este muñeco me recuerda a mi pequeño Claudio,
a quien dejé en mi pueblo. Yo soy de Arnay-le-Duc, en Borgoña. Mi niño
tiene ahora dos años y medio, y debe de estar lo mismo que este.

--¿Es usted casado?

--Sí --respondió cogiendo al Empecinadillo en una de sus rápidas
vueltas y besándole con brutal cariño--. Soy casado; pero en la última
conscripción, el Emperador echó mano a los casados. Es un dolor, una
picardía, ¿no es verdad? Ahora que nadie nos oye... ¡Separarle a uno de
su mujer y de su hijo para traerle a esta maldita guerra de España, que
no se acaba nunca!... Mi pequeño Claudio no se aparta de mi memoria.

En aquel caso sí podía decirse que el chico era comido a besos. El
francés oprimía de tal modo la cabecita y el cuerpo de mi camarada, que
este lloró.

--No llores, mi amor --le dijo--. Hagamos el ejercicio... tum, turum,
tum... ¡Marchen! ¡Armas al hombro!

Y marcando vivamente el paso, recorrió el descomunal soldado la
habitación, imitando el ruido de cornetas y tambores. Viéndole con el
niño en brazos, recordaba yo las imágenes de San Cristóbal que había
visto en algunas catedrales.

Por fin el gastador dejó al chico a mi lado después de besarle mucho
y de prometerle que le traería alguna golosina. En el mismo instante,
como yo mirase al exterior por la reja, único respiro de la triste
estancia, púsome su pesada mano en el hombro, y me dijo, ya sin
sensibilidades ni enternecimientos:

--No creáis que podréis escaparos. No os salvarán la astucia, ni la
fuerza, ni el soborno, ni nada. Esta reja cae sobre el balcón, y del
balcón abajo no podréis saltar sin romperos el espinazo. Al fin de la
huerta hay un centinela, y lo que es por esa puerta me parece que no
encontraréis salida... Y cuidado con intentar alguna picardía, porque...

Me miró con expresión terrible y amenazadora.

--Creo que os mandarán al otro mundo esta tarde. Si queréis que se
anticipe la función, tratad de escaparos.

Marchose después de hablar así, despidiéndose del Empecinadillo con
caricias y besos.

Cuando me quedé solo, medité largo rato sobre mi suerte; y si en un
momento me dejé arrebatar por la más amarga desesperación, luego, con
elevar a Dios mis pensamientos, se calmaron un tanto las borrascas de
mi espíritu. Con la resignación llenose este de una paz dulce y triste
que me disponía al doloroso cambio de nuestra vida por otra mejor.
Traía a la memoria las imágenes de las personas amadas, hablaba con
ellas, les dirigía tiernas palabras, y explorando después con la mirada
del espíritu el tiempo futuro, aquel tiempo en que nadie se acordaría
de mi existencia cortada en flor, me sumergía en hondas melancolías.
Pero la esperanza no abandona al hombre cristiano. Yo traía a Dios a mi
corazón. No puedo expresar de otro modo aquel empeño mío de santificar
mis últimas horas.

Habían pasado dos horas desde la visita del gastador, cuando la
puerta de mi prisión se abrió de nuevo, y presentose el hombre que
había pasado por delante de mí como imagen fugaz en el momento de caer
prisionero.

Era D. Luis de Santorcaz. Había variado bastante su aspecto desde la
última vez que le vi en Madrid, y estaba pálido su rostro y desmejorada
y enflaquecida su persona, como quien convalece de penosa enfermedad.
En cambio había ganado mucho en el vestir, y al pronto agradaba su buen
porte, no exento de nobleza y grave elegancia.



XVII


--No sospechabas tú verme en este sitio --me dijo--. ¿Te acuerdas de
mí? ¿Necesito refrescarte la memoria?

--No: recuerdo bien.

--Estás hecho un personaje, y es lástima que te quiten la vida --dijo
buscando un asiento con la vista--. ¿No hay aquí donde sentarse? No
puedo estar en pie. Padezco mucho.

--¿Está usted enfermo?

--Sí --me respondió, echándose en el suelo y oprimiendo su pecho con la
mano izquierda, mientras se apoyaba en el derecho brazo--. He contraído
una enfermedad en el corazón... es de tanto sentir. Soy desgraciado,
Gabriel: no se puede vivir con estas serpientes enroscadas en el
órgano principal de la vida... Con que vamos a ver, joven: ya nos
conocemos de antiguo y son ociosos los preámbulos. Vengo aquí a
salvarte la vida.

--Lo agradezco --dije levantándome--. ¿Me puedo marchar?

--No, todavía no. Antes hablaremos. No se te puede perdonar por tu
linda cara. El comandante está furioso, porque tú y los que contigo
fueron hechos prisioneros asesinaron a traición al sargento Duclós. No
hay perdón para un crimen semejante. Sin embargo, considerando que eres
oficial, el comandante te perdona, siempre que te comprometas desde hoy
a servir a la causa francesa, cambiando tu bandera por la nuestra. Yo
le dije al comandante que lo harías.

--Mal dicho --repuse con calma--, porque no lo haré. Acepto la muerte.
Semejante infamia no es propia de mí. Si no ha traído usted otra
comisión, puede retirarse.

--Aquí no se trata de hacer el tonto con sublimidades --me contestó--.
Piensa bien lo que dices. En otro tiempo comprendo que tuvieras
escrúpulos de pasarte a nosotros; pero hoy... Vamos ganando la partida.
Tomada Valencia; sometidas Tarragona, Tortosa, Lérida, todo este país
será nuestro. Los más famosos guerrilleros comprenden que tendremos
gobiernos de José para un rato, y vienen a que les demos grados y
pagas. En la batalla de anoche el ejército de D. Juan Martín ha sido
completamente destrozado. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué ambición tienes?
¿Sabes que Cádiz no podrá resistir dos semanas, y que Wellington ha
sido envuelto y se ha refugiado de nuevo en Portugal?

--Todo eso podrá ser verdad o error --repuse--; pero yo no me paso al
enemigo. Estoy dispuesto a morir.

--Mira que no te salvan todas las potencias celestiales... Pon
atención... silencio. ¿No oyes ruido en la pieza inmediata?

Al través del muro se oían voces y fuertes pisadas.

--Es que sacan a Narices para arcabucearle. A ti te tocará esta tarde o
mañana temprano, porque siendo oficial de ejército, conviene dar a esto
la forma de proceso.

--Solo, abandonado, pobre, sin fortuna, sin honores --respondí--,
prefiero la muerte a la deshonra. Hay en mí un alma que no se vende.
Este hombre obscuro se consuela de la muerte en la grandeza de su
conciencia. Señor D. Luis, hágame usted el favor de dejarme solo.

D. Luis calló un breve rato. Luego oímos algunos tiros, y temblé. Un
sudor frío inundó mi frente, y mi espíritu vaciló. Puedo deciros que
sentí tambalear mi conciencia como un edificio que amenaza ruina.

--Narices ha dejado de existir --dijo Santorcaz clavando en mí sus
expresivos ojos--. Se me olvidaba decirte que tendrás el grado
inmediato, dinero, y si quieres un título de nobleza.

--Lo que quiero es la muerte --exclamé, sintiendo que de improviso se
redoblaba mi entereza--. ¡Quiero la muerte, sí, porque aborrezco la
vida en medio de esta vil canalla! Antes que estrechar la mano de un
español renegado o de un francés, me dejaré morir de hambre en esta
prisión, si no me matan pronto o me ponen en libertad. Sr. Santorcaz,
si no quiere usted que le manifieste cuánto desprecio a la miserable
gente que me quiere sobornar, y a usted mismo y a todos los renegados y
perjuros que están con los franceses, déjeme usted solo. Quiero estar
solo. Váyase usted con Dios o con el diablo.

Poniéndome en pie, le volví la espalda.

--Bien --dijo Santorcaz con calma--: me retiro y te dejo solo. Pero
di, ¿es tuyo este chiquillo? Es preciso retirarlo de aquí. Pues que no
quieres vivir, voy a decir al comandante tu resolución... Ya no te veré
más, porque parto dentro de una hora para Cifuentes.

Esta palabra me hizo estremecer, y volviendo al lado de Santorcaz, le
miré con extraviados ojos.

--¿Por qué me miras así? --me preguntó.

--Por nada --repuse.

--Puesto que voy a Cifuentes --añadió--, me ofrezco a llevar, si gustas
confiármelos, tus últimos recuerdos para dos personas que no te quieren
mal y que están en dicha villa.

Al oír esto, no pude, no, no pude contener una amarguísima congoja que
llenó mi pecho, oprimió mi garganta, turbó mi cerebro, paralizando en
mí la vida por algunos instantes. Hice esfuerzos para vencer aquel
dolor inmenso... iba a llorar, nada menos que a llorar como un
chiquillo delante de mi sobornador; y reconcentrando en el corazón toda
la energía de mi voluntad, me lo retorcí, lo ahogué, lo acogoté como se
acogota a un animal que muerde, venciéndole al fin.

--No tengo ningún recado que mandar --exclamé mirando frente a frente
al afrancesado.

--Es lástima --dijo él con aquella flema imperturbable que le
abandonaba rara vez--; es lástima que no te despidas de ellas, porque,
según oí, madre e hija te aprecian mucho.

--Lo sé... --repuse vacilando--. Les enviaría una carta, mas no con
usted.

--Haces mal, porque forzosamente he de verlas. ¡Pobrecitas, cómo se
entristecerán cuando sepan que has muerto! Dame alguna prenda tuya,
tu reloj, un anillo, cualquier cosa, para llevárselo a la que has
considerado hasta aquí como destinada a ser tu esposa.

Con esta puñalada, Santorcaz me atravesó de parte a parte el corazón.

--No tengo nada que mandar --repuse sombríamente--. ¿Y se puede saber
con qué fin va usted a casa de esas señoras?

--Debiera reírme de tu pregunta y enviarte a paseo. Pero a un hombre
que va a morir deben guardársele ciertas consideraciones. ¿Sabes que la
condesa desde hace algunos días está enferma en cama? Voy a Cifuentes,
porque ha llegado la ocasión de apropiarme lo que me pertenece. Inés es
mi hija.

No le contesté nada.

--Las supercherías --prosiguió-- empleadas para desfigurar la verdad,
han hecho muy desgraciada a la pobre condesa. Ha reñido con su tía;
reclama sus derechos de madre, y la ley no le hace caso. D. Felipe ha
muerto en Madrid el mes pasado después de poner en duda en un documento
solemne la legitimación de la muchacha. Yo quiero cortar bruscamente la
cuestión llevándome a mi hija conmigo. Este ha sido el pensamiento de
toda mi vida; y si en la Corte no lo pude conseguir, lo conseguiré en
Cifuentes. Cuando descubrí que estaban allí, me puse enfermo de alegría.

Tampoco ahora le contesté nada.

--Ya no está en mi poder --prosiguió--, porque no he querido promover
un escándalo. Estas cosas deben hacerse con arte...

--¡Con cuánta fuerza se han desarrollado en usted los sentimientos
paternales! --exclamé con colérica ironía.

--No te burles --respondió con la misma calma--. Ya sé que me tienes
por un malvado abominable, por un calavera empedernido y sin corazón.
Si algo de esto es verdad, culpa a la condesa y a su familia, no a mí.
Yo era un buen muchacho. ¡Ay! me envenenaron el alma... Afortunadamente
ahora me toca a mí. La vuelta colosal que ha dado el mundo, ¡quién lo
creería! me ha puesto a mí arriba y a ellos abajo. Pasó la hora en que
ellos eran fuertes y yo débil, y estamos en la hora de mi poder y de su
flaqueza. Descargaré la mano, rompiendo lo que encuentre.

Yo estaba aterrado, ¿a qué negarlo? Largo tiempo miré en silencio a
aquel hombre, interrogándole con la vista. Quería sondearle, y al mismo
tiempo temía conocer sus pavorosos secretos.

--A un desgraciado que va a morir --me dijo mudando de postura para
conllevar las dolencias de su pecho-- se le puede confiar cualquier
cosa. Voy a decirte lo necesario para que no veas en mí una criatura
díscola y vengativa que se goza en hacer daño.



XVIII


El Empecinadillo dormía a mi lado. Santorcaz me habló así:

--Yo soy salamanquino, y mi familia es de labradores honrados con
puntas de hidalguía. Estudiando en la gran Universidad, tuve una
disputa con un joven de Ciudad-Rodrigo: nos desafiamos, le maté, y este
funesto suceso me obligó a huir de aquel país, viniendo a Alcalá para
seguir mis estudios. Era yo muy travieso: armaba frecuentes camorras,
corría la tuna como nadie, me batía con el demonio, apedreaba a los
maestros, y mis diabluras traían conmovida a la ciudad complutense. Te
diré además, aunque parezca vanidad, que era yo entonces muy hermoso, y
a más de hermoso, atrevido, de fácil palabra, con arte habilísimo para
congraciarme con todo el mundo, y principalmente con las muchachas. Mi
imaginación impetuosa era mi única riqueza; mas de tal modo parecíame
estimable este tesoro en aquella edad, que con él lo tenía todo.

»Cuatro compañeros y yo corríamos la tuna por estos pueblos, y en una
noche de invierno pedimos hospitalidad en el castillo de Cifuentes.
El frío y el cansancio me habían afectado de tal modo, que al día
siguiente me encontré gravemente enfermo. Mis amigos se marcharon, y
yo me quedé allí. Asistiéronme los dueños de aquel palacio con mucho
cariño; pero cuando sané me despidieron de la casa. Yo salí con el
corazón hecho pedazos, porque estaba enamorado.

»Cambió mi carácter; volvime taciturno; huía del bullicio, y las
soledades eran mi delicia. Olvidé los estudios, olvidé a mis padres
y a mis amigos, y puedo decir que no vivía en el mundo. Vagaba por
los alrededores de Cifuentes extraño a la hermosa naturaleza que me
rodeaba, y para mí no había cielo, ni árboles, ni ríos, ni montañas.
Ocupado mi interior por una inmensidad indefinible, el mundo era para
mí como un paisaje lejano del cual no se ven más que vagas sombras,
indignas de que se fijara la vista en ellas.

»Un año pasó de este modo. La veía muy rara vez en Madrid, muy rara
vez en Cifuentes, y en un viaje que hicieron a Andalucía seguí a la
familia caminando a pie. Volvieron a Cifuentes en el invierno del 92;
pero me vi detenido en Madrid por un suceso lamentable, y fue que
habiendo contraído bastantes deudas por mi desmedido lujo en el vestir,
mis acreedores dieron conmigo en la cárcel. Al fin salí. Si en aquella
ocasión hubiera yo renunciado a mis locos devaneos, conformándome con
la humildad de mi posición, mi suerte en el mundo habría sido distinta.
Pero entonces la idea de renunciar al tormento era para mí mucho más
dolorosa que el tormento mismo.

»Corrí a Cifuentes. Mil estratagemas ingeniosas, la audacia y la
cavilación reunidas me permitieron entrar en el castillo. Yo adoraba
aquellas piedras antiguas, que encerraban la más extraordinaria, la
más preciosa y admirable obra del Criador. ¡Cuánto las he aborrecido
después!

»Recuerdo cómo avanzaba yo lentamente por la penumbra de aquella sala,
inmediata al torreón del mediodía; recuerdo las paredes cubiertas de
tapices, adornadas con armas, retratos y arcones de encina tallada. Me
parece que aquellas horas son las únicas en que he vivido, y que lo
demás de mi existencia es una pesadilla de cuarenta años. Al sentirme
amado, me decía: “No puedo ser yo mismo este ser felicísimo que aquí
está.”

»Una mañana, al descolgarme del torreón con una escala de cuerda, los
criados me vieron; y como me maltrataran de un modo soez, creyéndome
ladrón, disparé mis pistolas sobre ellos y maté a uno. Fui llevado a
la cárcel de Guadalajara, de donde los mismos señores de Cifuentes me
sacaron, temiendo que si llevaban adelante la causa, se descubriera su
deshonra.

»Mientras con habilidad suma hicieron esfuerzos para que todo quedase
en la sombra, emprendieron contra mí una persecución cruel, con la cual
me era muy difícil luchar. Varias veces estuve a punto de ser cogido en
las levas que hacían en el interior del país para llevar gente a los
barcos del Rey; me vigilaban constantemente, y extendieron de tal modo
la opinión de que yo era un vicioso, calavera y vagabundo, que varios
respetables sujetos a quienes mi padre me había recomendado cuando vine
a Madrid, me cerraron las puertas de su casa.

»Yo quería quitarme de encima la pesadumbre de la infamia que habían
arrojado sobre mí; luchaba con las piedras que se me habían caído
encima sepultándome, y mis débiles manos no podían levantar una
sola. Quise ser militar, y solicité una banderola; pero no se me
concedió. Quise estudiar; pero ya era tarde. Había pasado la edad de
los estudios, olvidándoseme lo que a tiempo aprendí. Mi padre, a cuya
noticia llegó la artificial fama de mis faltas, me escribió diciéndome
que no volviera más a su casa y que me considerase huérfano.

»Intenté verla; pero esto era ya más imposible que escalar el cielo.
Mis cartas no llegaban a ella. Sus padres, al resguardarla de mí,
habían tenido arte para librarla de toda mancha ante la sociedad. Jamás
secreto alguno ha sido mejor guardado.

»Caí enfermo, y convaleciente aún, los alguaciles me prendieron en mi
casa para llevarme como vagabundo al arsenal de Cartagena, simplemente
porque les daba la gana. No pude resistir; pero en el camino me escapé,
y con mil dificultades y privaciones y peligros fui a Francia.

»Entré en París el 21 de enero del 93, y sin saber cómo me encontré
en una gran plaza, donde el pueblo estaba reunido para ver matar a
un hombre. Este era Luis XVI. Cuando el verdugo enseñó al pueblo su
cabeza, yo aplaudí como los demás, gritando: “Está muy bien hecho.”

»¡Ay! Aquella sociedad, aquel caos, aquel infierno era lo que hacía
falta a mi turbada y rabiosa alma. Sentíame entre tal gente inundado
de salvaje alegría. Al instante tomé parte en todos los alborotos,
frecuenté las tribunas de la Convención, acompañaba chillando y
aullando a las pobres víctimas que iban en carreta desde la Conserjería
a la plaza de la Guillotina, y me emborraché como los parisienses
con el vapor de la sangre y el bárbaro frenesí revolucionario. Tenía
siempre la vista fija en mi país, y cuando la Convención declaró la
guerra a España en la sesión del 7 de marzo, yo, que estaba en la
tribuna, grité: “¡Me alegro: llevaremos allá todo esto!”

»Yo habitaba con Marchena en un miserable cuartucho del barrio de
San Marcial. Íbamos a los Jacobinos y a los clubs más soeces, más
desvergonzados, más cínicos de la gran ciudad. Los dos vivíamos en lo
más execrable de aquella fermentación horrible. En la puerta de la
casa que nos albergaba, pusimos un cartel que decía: _Aquí se enseña el
ateísmo por principios_.

»Marchena y yo nos adiestramos pronto en la lengua francesa. Él
escribía folletos contra los frailes, y yo peroraba en los clubs.
Nos hicimos amigos de Marat y de Robespierre, que nos tenían por
grandes hombres. Cuando la Montaña triunfó sobre la Gironda, yo me
sentía inflamado por la pasión política, y recorría las calles con el
populacho pidiendo la cabeza de los veintiún convencionales encerrados
en la cárcel. El 16 de octubre nos dieron la cabeza de María Antonieta,
y el 31 las de los veintiún girondinos. ¡Cuán presentes están estos
horrores en mi memoria, y qué huella dejaron en mi entendimiento y en
mi espíritu! Al contacto de las llamaradas de aquel incendio, sentí
nacer en mí nuevas y espantosas pasiones.

»Yo era de los más frenéticos. Toda la sangre derramada me parecía
poca para reformar una sociedad que no era de mi gusto, y estimaba lo
mejor hacerla desaparecer en la guillotina, dejando a Dios el cuidado
de hacer otra nueva. ¿Pero a qué nombrar a Dios? Entonces solo el
nombrarlo era un insulto a la razón, única divinidad que adorábamos.
Marchena y yo habíamos inventado un Dios irrisorio, al cual llamábamos
Ibrascha.

»En mi delirio, insulté públicamente a Robespierre, nuestro protector
y amigo, porque había proclamado la existencia del Ser Supremo. ¡El
pícaro Maximiliano se pasaba a los realistas! Mi amigo y yo fuimos
presos, y aguardábamos en la Conserjería la carreta que nos debía
llevar a la guillotina.

»Una exaltación febril, una embriaguez de imaginación nos enloquecía,
y anhelábamos la muerte, no con la entereza del estoico, sino con el
estúpido heroísmo de la calentura política. Caí gravemente enfermo,
y un pobre cura que compartía nuestro calabozo quiso convertirme.
Gritando como un insensato _¡No hay más Dios que Ibrascha!_ maltraté a
aquel buen hombre...

»La caída de Robespierre y la subida de los Termidorianos nos puso
al fin en libertad. Pero en la insurrección de las secciones contra
la Convención en Vendimiario, fui mal herido y estuve a punto de
morir. Cuando sané, encontreme viejo, gastado, débil, y con una fuerte
disposición a la sensibilidad. Me causaba horror la presencia de
mis antiguos compañeros, y buscando la soledad pasaba muchas horas
llorando. Convalecía mi alma. Cuando salí a las calles de París después
de muchos meses de encierro, advertí que la fiebre de la revolución iba
pasando.

»Sentí vivo deseo de volver a España y volví. Dulces memorias alegraban
mi alma, y experimentaba alivio placentero pensando en la que había
amado. Pero al dar en Madrid los primeros pasos, saliome al encuentro
mi reputación de revolucionario y guillotinista. La que era ya condesa
y mujer casada no quiso recibirme, y advertí que ya no le inspiraba
desdén, sino horror. La familia gestionó para enviarme a los presidios
de Ceuta... No puedo pintar la rabia, el furor que esto me producía.
Mi corazón agitose de nuevo con pasiones salvajes. Recordé a París,
recordé la Convención y las carretas que iban desde la Conserjería a la
plaza. Yo hablaba de esto y todos se reían de mí.

»Iba a las tertulias de las librerías, y los poetas y hombres
ilustrados me tenían por loco. Los necios me aplaudían. Ocupábame
en fundar logias y clubs que al punto se poblaron de tontos... Huí
de nuevo de España, lleno el pecho de rencores, y afiliándome en el
ejército de Bonaparte, estuve en Montenotte, en Mondovi y en Lodi.
Cuando él fue a Egipto, le dejé y viví en París practicando varios
oficios. Alisteme luego en tiempo del Imperio, y le serví hasta la
capitulación de Erfurth.

»Ya sabes que vine a España después de la invasión. ¡Qué inmensa
alegría! Figurábaseme que los pies de los doscientos mil franceses
que vinieron eran míos, y que con todos ellos estaba yo pisoteando el
aborrecido suelo patrio... La condesa estaba viuda. Quise verla y toda
la familia se horrorizó de nuevo. Tú conoces mi viaje a Andalucía,
donde serví accidentalmente la causa nacional; pero mi corazón me
impelía a servir a mi patria adoptiva, a mi querida Francia, que había
cortado la cabeza al Rey y a los nobles.

»Creo que conoces mis proyectos. Busqué a mi hija. Quise recogerla,
pero no pude. Al fin las circunstancias me han favorecido de tal modo,
que este deseo ardiente de mi vida se cumplirá mañana mismo.

--Yo no veo en esto --le dije-- sino una cruel venganza. Muero con
la ilusión de que Dios protegerá a esas dos personas que no quieren
separarse.

--Eres un necio. Cifuentes está ocupado por los franceses, y no dejan
salir ni una mosca.

--¡Están presas! --exclamé con angustia.

--Presas, sí. La condesa se ha puesto bajo la protección del jefe de
brigada Verdier: él no permitirá que se las ofenda.

--Dios bendiga a ese buen caballero.

--Joven amigo --me dijo con socarronería--, yo sé más que el brigadier
Verdier. Y no te digo más, porque me marcho. Por última vez te pregunto
si aceptas lo que te he propuesto.

--¿Pasarme al enemigo? Los hombres como yo no hacen tales infamias.
Ruego a usted que se marche. Quiero estar solo.

--¡Desgraciado joven! --exclamó contemplándome con lástima--. Dios sabe
que me es imposible salvarte. La ley de la guerra es inexorable. El
general Belliard ha dado órdenes terribles para exterminar la pillería
de las partidas. Dame la mano, Gabriel.

Levantose no sin trabajo, y acercándose a mí, estrechó mi mano.

--Este hombre empedernido --me dijo con cierta alteración en la voz--
no siente indiferencia al considerar tu triste suerte. Adiós... ¿No me
das ningún recado?

No contesté nada. Mi postración, mi abatimiento moral eran
extraordinarios.

--Adiós --repitió apretándome ambas manos. Las mías estaban heladas, y
las suyas ardían.

Se despidió de mí, sin arrancarme una palabra más. Yo me hallaba en
un estado de estupefacción dolorosa, cual si todas mis facultades se
hallasen en suspenso. La abundancia, la aglomeración de ideas en mi
cerebro, hacía un efecto parecido al de no tener ninguna. Me había
vuelto estúpido. No podía fijarme en ningún orden determinado de
pensamientos, porque en mi cabeza reinaba el caos. Mi vida pasada y la
futura; aquella vida frustrada, se resolvía en él, y me era imposible
expulsar de mí la tenebrosa balumba para llenar solo con Dios mi
entendimiento.



XIX


El Empecinadillo, después de hartarse segunda vez de pan, dio varios
paseos militares por la prisión. Luego sintiéronse pasos fuera,
acompañados de una tos perruna, y mi tierno compañero corrió azorado
hacia mí gritando: _el coco_.

Mosén Antón entró en la estancia, buscándome con la vista. Al verme,
acercóseme con cierta cortedad, y su cabeza tropezó repetidas veces en
las vigas del techo. Mas encorvándose llegó hasta mí, y apoyando las
manos en las rodillas, doblado por la cintura y alargado el hocico, me
contempló largo rato. Yo no me movía. El Empecinadillo, refugiándose en
el rincón detrás de mí, metió la cabeza entre el pedazo de manta, y no
hizo movimiento alguno mientras estuvo allí el coco.

Trijueque, golpeándome con la punta del pie, me dijo:

--Araceli, ¿duerme usted?... ¡Oh, conciencia tranquila!

--Mosén Antón, ¿viene usted a convertirme? --le pregunté.

Turbose ligeramente, y luego, doblándose para sentarse, habló así en
voz baja:

--No se puede aguantar a esa canalla.

--¿A qué canalla?

--A los franceses.

--No se habla mal de los amigos, Sr. Trijueque: ¿le han hecho ya
general en premio de su traición?

Mosén Antón se puso pálido.

--El general Gui --dijo con violenta ira-- me llamó esta mañana
para darme una bolsita con dinero. La tiré y salí sin decir nada...
Araceli... ¿lo creerá usted? Esos canallas se burlan de mí, me llaman
_monsieur le chanoine_, y hace poco los soldados me pedían riendo la
bendición. Di a uno tan fuerte bofetada, que lo doblé... Pero vamos
a otra cosa: el comandante me dijo: «Ese desgraciado que está arriba
necesitará tal vez oír exhortaciones espirituales. Suba usted, Padre,
y a ver si le convence de que se pase a nuestro campo.» ¿Hase visto
insolencia semejante?... ¡Tratar de este modo a un hombre, a un
guerrero como mosén Antón!

--He oído que a los franceses no les gustan los curas soldados.

--¡Así debe de ser --repuso con amargura el buen ex-párroco--, porque
me manifiestan un desprecio...! ¡Y quieren que le catequice a usted
para que sea afrancesado! ¡No, mil veces no! ¿Sabe usted lo que le
aconsejo? Que les mande a paseo... Vale más una muerte gloriosa...

Trijueque dio tan fuerte puñada en el suelo, que creí se había roto la
mano.

--¡Morir, morir mil veces es mejor! --exclamó como hablando consigo
mismo--. No se pase usted a los franceses, que son unos ladronazos sin
vergüenza... ¡Ay, con qué gusto les vería arder a todos!... Pero vamos
a cuentas. Dígame usted, ¿qué piensan de mí en la partida?

--Hablan de mosén Antón con tanto desprecio, que si yo fuera mosén
Antón, me moriría de vergüenza.

El cura dejó caer la cabeza sobre el pecho, y estuvo largo rato
meditabundo.

--¿Y Juan Martín, qué dice? --preguntó después.

--¿Qué ha de decir el hombre que se ha visto vendido del modo más vil,
el hombre a quien un traidor amigo tendió celada tan horrible como la
de anoche?... ¿Qué ha de decir de los que se pasaron al enemigo, y
guiaron o ayudaron a este para coparnos y matar a nuestro general?

--¡Matarle, no! --dijo vivamente el guerrillero.

--O cogerle prisionero, que es peor. D. Juan Martín habrá muerto tal
vez, y su grande alma ha recibido la recompensa acordada a los justos.
Los infames traidores vivirán aborrecidos y despreciados de todo el
mundo, y los mismos franceses huirán de ellos con horror, porque la
traición es una mancha que no se cubre ni se borra.

De lo más hondo del pecho de Trijueque salió un suspiro o resoplido.

--Juan Martín nos trataba muy mal --dijo--. No le podíamos aguantar. Se
empeñaba en deslucirme... Yo quería mandar por mi cuenta y hacer lo que
me diera la gana... Yo tengo un genio muy malo, y no me gusta que nadie
se ponga sobre mí... Cuando vi que Albuín se marchó al campo enemigo,
tuve tentaciones de hacer lo propio; pero por el pronto me vencí.
Estuve pensándolo mucho tiempo... ¡ay, qué noches! Yo no podía dormir,
¡me reviento en Judas! La cólera que sentía contra Juan porque no me
dejaba hacer mi gusto, y las promesas de los franceses...

--Dicen allá que le prometieron a usted un arzobispado.

--¡Mentira! ¿Quién dice tal cosa? ¡Eso es burlarse de mí! --exclamó
mirándome con ojos furiosos--. Lo que me prometieron fue darme el mando
de tres mil hombres. El general Gui me escribió una carta llamándome el
_primer estratégico del siglo_, y diciéndome que el Emperador y el Rey
José querían conocerme.

No pude contener la risa. Viéndome reír, púsose más furioso el gran
Trijueque, deslenguándose en improperios contra los enemigos.

--¡Quién me lo había de decir! Pero estos perros me las pagarán todas
juntas... ¡Engañarle a uno; engañar a un hombre que sería capaz de
revolver el mundo si le dieran tres mil hombres escogidos; a un hombre
que sería capaz de afianzar la corona en las sienes del Rey José o en
las del Rey Fernando, según su antojo y voluntad!

--En resumen, señor cura --le dije--, usted está en camino de
arrepentirse de su traición y volverse al campo empecinado. Creo que
lo recibirán como merece, es decir, a tiros. No habrá entre todos los
leales que siguieron la suerte de D. Juan Martín, uno solo que no se
crea deshonrado solo de tocar la mano de mosén Antón.

Mirome el guerrillero con expresión extraña. Había en ella tanto de
congoja como de ira. Después de una pausa me dijo:

--No: mosén Antón no vuelve atrás... No es este hombre de los que
piden perdón. Lo que hice, hecho está. Soy una montaña y no me ablando
con gotas de agua... ¡Me reviento en Judas! Váyase Juan Martín con
mil demonios; y si los franceses me tratan mal, que me traten; y si
me llaman _monsieur le chanoine_, que me lo llamen; y si me quieren
matar, que me maten. Yo no me doblo; lo que hice, hecho está... Pues no
faltaba más... Conmigo no se juega. Tan canallas son los unos como los
otros... Pero no me arrepiento, no. Agradezca Juan Martín a Dios que no
le hayamos cogido.

--Esos fieros, Sr. Trijueque --le dije--, prueban una conciencia
alborotada.

--Y usted, ¿cómo tiene la suya? --me preguntó con interés.

--La mía está tranquila. Voy a morir. Mi alma se turba al considerar
este trance; pero he cumplido con mi deber: no he hecho traición, no
he vendido a mis jefes, no he cometido la vileza de auxiliar a mis
enemigos. Muero con dolor, pero con calma.

Trijueque me miró largo rato. Luego, tomándome la mano, me la estrechó
con fuerza y me dijo:

--Aunque parezca mentira, le tengo a usted envidia.

--Lo comprendo --repuse--, porque a pesar de mi situación no me
cambiaría por usted.

El cura se levantó sobresaltado: su cabeza dio en el techo; mas sin
hacer caso del golpe ni del dolor consiguiente, corrió varias veces de
un extremo a otro de la estancia.

--Mosén Antón --le dije--, cálmese usted. Un hombre de tal temple debe
sufrir con más entereza la adversidad.

Yo, vencido y destinado a morir, consolaba al vencedor y al verdugo.

--¡Hermoso fin será el de usted! --exclamó parándose ante mí--. Bajará
a la explanada, y entrando con severo continente en el cuadro, usted
mismo mandará el fuego. Bonito final. Eso se llama morir como un
valiente, y no por castigo de traición, sino por la ley fatal de la
guerra, que a veces trae estas catástrofes... Y ahora, señor Araceli
--añadió sentándose de nuevo junto a mí--, aconséjeme usted lo que debo
hacer.

--El insigne mosén Antón, el gran estratégico, el hombre eminente,
¿necesita que yo le aconseje? ¡Yo, que no valgo nada y que voy a morir!
Hanle mandado aquí para que me exhorte, y venimos a parar en que yo he
de exhortarle.

--Sí --repuso el gigante con cierto embarazo pueril en la palabra--.
Es que yo... yo soy bastante desgraciado. Desde anoche no sé lo que
pasa en mí. Paréceme que el alma, esta grande alma mía, me da saltos
dentro del pecho... paréceme que el cielo... desde anoche, todo desde
anoche... se me ha caído encima, y que tengo que estar con las manos en
alto sosteniéndolo para que no me aplaste.

--Pues bien --dije--: ya sé el mal que padece mosén Antón. Me lo
figuraba. La situación en que me hallo me autoriza para aconsejar a
persona de más edad y experiencia. ¿Quiere usted curarse de su mal?
Pues no hay más que un remedio, y consiste en huir de aquí, abandonando
a los franceses; buscar a D. Juan Martín, si es que vive; echarse
a sus pies; pedirle perdón humildemente, y suplicarle le conceda a
usted, no el mando de un batallón, que eso es imposible, ni siquiera el
mando de una compañía, sino una plaza de simple soldado en el ejército
empecinado.

--¡Eso jamás! --exclamó con súbita agitación el guerrillero--. ¡Usted
se burla de mí! ¡Rayos y truenos!... ¿Soy algún monigote?... ¡Pedir
perdón! No sé cómo le escucho con paciencia.

--Pues desechado ese remedio, aún queda otro, el único.

--¿Cuál?

--Ahorcarse. Es de un efecto inmediato. Siga usted el ejemplo de Judas,
después de haber vendido a Jesús.

--¡Qué consejos da usted! ¡Pedir perdón a Juan Martín!...

--Como le veo arrepentido...

--Arrepentido precisamente, no... --dijo con afectada entereza--. Un
hombre como Trijueque... sabe lo que hace y por qué lo hace...

--Entonces no hablemos más... Que le aproveche a usted el arzobispado
que le van a dar.

--¡Arzobispado a mí! --exclamó con furia, sacudiéndome el brazo--. Sepa
usted que de mí no se ríe nadie, nadie.

--Mosén Antón --dije, deseando poner fin a la conferencia--, déjeme
usted solo.

--No me da la gana... Vamos a ver... He subido para ayudarle a usted
a bien morir; y si me ven bajar tan pronto, esa gentuza dirá que
_monsieur le chanoine_ despacha a los reos demasiado pronto...

--Sin embargo, si alguno nos oye, creerá que el reo es usted y yo el
Padre capellán.

--En resumidas cuentas, Sr. Araceli --dijo con mucha impaciencia--,
¿qué cree usted que debo hacer?

--Ya lo he dicho; a no ser que prefiera el buen cura quedarse entre
los franceses diciendo misa...

Los ojos de Trijueque despedían fuego.

--¡No, no, no! --gritó con exaltada inquietud, haciendo gestos de
loco--. Yo no puedo pedir perdón a Juan Martín. Desde anoche, un
demonio está montado sobre mi hombro, y con la boca pegada a mi oído
me dice: «Pide perdón a Juan Martín...» No, mil veces no. Este hombre,
este gran Trijueque, este corazón de bronce no será capaz de tanta
bajeza... Juan Martín me ha faltado, me ha humillado; no quería que yo
fuese general como él, cuando me siento con alma y cabeza para mandar
todos los ejércitos de Napoleón.

--D. Juan quería que sus subalternos le obedecieran. Esta es su gran
culpa.

--Juan tenía envidia de mis victorias.

--Él le sacó a usted de la nada y le dio nombre y poder.

--Es verdad: no negaré que debo a mi enemigo la reputación que he
adquirido, porque hace tres años yo no era más que cura. ¡Qué tiempos!
Me parece que fue ayer, y al recordarlo el corazón me baila en el
pecho... Desde mi juventud conocí que Dios no me había llamado por
el camino de la Iglesia. Frecuentemente, ya después de ser clérigo,
pensaba en duelos y batallas, y más que con la lectura de teólogos y
doctores, mi espíritu se apacentaba con las obras de Ginés Pérez de
Hita, de Don Diego y D. Bernardino de Mendoza... y otros historiadores
de guerras. En mi curato de Botorrita viví tranquilamente muchos años.
Yo era un Juan Lanas: decía misa, predicaba, asistía a los enfermos
y daba limosna a los pobres. ¡Ay! En tanto tiempo, ni siquiera supe
cómo se mataba un mosquito. Pero mi alma, sin saber por qué, no estaba
contenta con aquella vida, y mi pensamiento vivía por lo general en
otras esferas.

»Estalló la guerra. El día en que llegó a Botorrita la noticia de los
sucesos del Dos de Mayo, me puse furioso, me volví salvaje. Salí a la
calle, y entrando en casa de un vecino empecé a dar gritos, por lo cual
me llevaron en triunfo... ¡Ay, qué día! Compré un trabuco y me ocupé
en disparar tiros al aire, diciendo: «Ya cayó un francés... allá va
otro...» Pasó un mes, y un domingo del mes de junio yo estaba en la
sacristía vistiéndome para salir a la misa mayor, cuando el sacristán
me dijo que acababa de entrar en el pueblo D. Juan Martín Díez, a quien
yo conocía, con una partida de gente armada para defender la patria...
Me entró tal temblor, tal desasosiego, que empecé la misa sin saber lo
que hacía... el latín se me atravesaba en la boca, y me equivocaba a
cada instante. Como el monaguillo me advirtiera mis equivocaciones, le
di un bofetón delante de los fieles.

»Dicho el Evangelio subí al púlpito para predicar, a punto que muchos
hombres de la partida de Juan Martín entraban en la iglesia. Mi plan
era hablar del Espíritu Santo; pero no me acordaba de lo que había
pensado, y dije a los botorritanos: “Hijos míos: San Juan Crisóstomo
en el capítulo veintinueve escribe que Napoleón es un tunante...
Sed buenos, no cometáis pecados. _Napoleo precitus est._ No se debe
robar, porque el demonio os llevará al infierno, así como Napoleón
se ha llevado a Francia a nuestro Rey... ¿Quiénes son esos valientes
macabeos que entran en el templo de Dios armados de guerreros trabucos,
cual los hijos de Asmoneo? Benditos sean los soldados que vienen con
su tren de escopetas y navajas, como Matatías, cuando marchó contra
Antíoco Epífanes. ¿Y quién es aquel belicoso Josué que ahora entra por
la puertecilla de las Ánimas? ¿Quién puede ser sino el santo varón
de Castrillo de Duero, que va a Gabaón en su jaca negra, para vencer
a Adonisedec, Rey de Jebús? Celebremos con cánticos la caída de las
murallas de Jericó, al son de los bélicos cuernos y de las retumbantes
castañuelas.”

»Y en este estilo, seguí ensartando disparates. Yo no sabía lo que
predicaba. El pueblo y los guerrilleros se volvieron locos, y con
sus patadas y gritos atronaron la iglesia. Seguí mi misa... ¡Ay!
cuando consumí no supe lo que hice: no respondo de haber tratado con
miramiento al santo Cuerpo y a la santa Sangre de Nuestro Señor... El
cáliz se me volcó. Durante el lavatorio, el monaguillo, entusiasmado,
se puso a dar brincos delante del altar... Yo no cabía en mí, y los
pies se me levantaban del suelo. Todo cuanto tocaba ardía, y hasta
dentro de mí creí sentir las llamas de un volcán. Cuando me volví al
pueblo para decir _Dominus vobiscum_, alcé los brazos y grité con toda
la fuerza de mis pulmones: _¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!_...
Juan Martín, subiendo precipitadamente al presbiterio, me abrazó, y
yo, por primera y única vez en mi vida, me eché a llorar. El pueblo
aplaudía, llorando también.

»Un momento después, yo había ensillado mi caballo y seguía la partida
de Juan Martín.



XX


--Vaya usted preparando su espíritu con esos recuerdos --le dije--, y
al fin comprenderá que no tiene otro camino que pedir perdón a D. Juan
de esa gran villanía que usted cometió en un momento de despecho. Todos
los hombres tienen un mal cuarto de hora.

--No... nada de perdones --repuso dejando caer la cabeza sobre el
pecho--. Juan me ha tratado mal. Tiene envidia de mis hazañas. ¡Oh!
Si le hubiera yo cogido anoche, le habría dicho: «Ea, Sr. Empecinado,
¿de qué le valen a usted esos humos? Ya está usted a merced de Mosén
Antón... Abajo esos galones, y váyase usted a su casa.» Le hubiéramos
perdonado, tomando yo el mando de toda la gente, pues así lo concerté
con Albuín.

--Dios protegió al soldado leal, y la traición victoriosa por un
momento es despreciada por los mismos enemigos. ¿Hay en el mundo
un ser más desgraciado que usted? El peso de sus remordimientos, la
repugnancia que como traidor inspira a los franceses, ¿no le han movido
a desear cambiarse por mí, condenado a morir?

--¡Sí... me cambiaría, me cambiaría! --dijo lúgubremente--. En verdad
no hay un hombre más desgraciado que yo en toda la redondez de la
tierra. El Manco está contento, porque al fin... ese no quería más que
dinero, y ya lo tiene. Pero yo he ambicionado lo que no me pueden dar,
lo que no alcanzaré nunca, no... yo quiero un gran ejército, y creí que
el demonio me lo daría. El demonio se ríe de mí y me llama _¡monsieur
le chanoine!_

Mosén Antón dio un salto, y con frenético ardor, poseído de insana
rabia, golpeó la pared con su cabeza, exclamando:

--¡Rómpete, cabeza, rómpete!... ¿para qué me sirves ya? ¿De qué te
vale lo que llevas dentro?... Inventa sermones para embobar a los
botorritanos, y nada más. ¡Epaminondas, César, Alejandro, Gran Capitán,
Bonaparte! Vosotros tuvisteis ejércitos que mandar: yo no mandaré más
que en mi iglesia, y el ama y mi sobrina, el sacristán y el monago me
obedecerán tan solo.

--Basta --dije apartándole de la pared, temiendo que realmente se
estrellara el cráneo.

El Empecinadillo sacó la cabeza fuera de la manta, para mirar un
instante con aterrados ojos a Trijueque. Después se volvió a esconder.

--Hasta que no me echen abajo esta montaña que llevo sobre los
hombros... Mi cabeza es demasiado grande y harto pesada para uno solo.
Con ella habría para dar entendimiento a veinte.

Los ojos se le querían saltar de las irritadas órbitas; respiraba con
ardiente resoplido, y el aspecto de su cara era el de un delirante.

--Me voy --dijo--. Quiero pasear por el campo... Pensaré lo que debo
hacer. Valiente joven, ánimo. La situación de usted es de las más
gloriosas.

--Sí --repuse con honda tristeza.

--Le fusilarán de madrugada. Su recuerdo quedará vivo y respetado en
el ejército. «¡Araceli, dirán, gran muchacho! Murió por no querer
pasarse al enemigo...» Se escribirá su nombre en la historia... ¡Bonita
página!... hermosa vida y más hermosa muerte.

No le respondí nada.

--¿Será usted capaz de flaquear en el momento supremo? Esa alma
varonil, ¿será capaz de sentir turbación cuando el cuerpo se vea dentro
del fúnebre cuadro?

--No.

--Ánimo. Si le viera a usted decaer de su apogeo glorioso, tendría
un disgusto. Pues no se envanecería poco esa vil canalla si usted
se afrancesara... No, no, vil gentuza francesa... no le tendréis...
El heroico joven morirá antes que servir bajo vuestra ignominiosa
bandera... ¡Maldito sea el español que cae en vuestros lazos!
¡Miserables secuaces del gran bandido!... Valor, joven. Que le vea yo
a usted dentro del cuadro abatiendo con su noble altivez la vanidad de
esos cobardes.

--Es extraño que de tal modo me hable un hombre que ha hecho lo que ha
hecho.

--No hable usted de mí. Yo soy un... Anoche, santo Dios... cómo me
abrumaba el peso... Conque valor, mucho valor... Este ejemplo que tengo
ante la vista me entusiasma... Francamente, cuando vi que subía a
conferenciar con usted ese farsante a quien llaman Santorcaz, temí...

--Le conozco hace tiempo. Ese hombre y yo no podemos hacer buena
compañía.

--Él se las prometía muy felices. Es un bribón. En verdad que no es de
los que peor me tratan. Dicen que todas esas idas y venidas al ejército
francés, y el recorrer los pueblos de la Alcarria, es por cuestión de
unos amores con cierta jovenzuela de Cifuentes.

--¿Eso dicen?

--Sí... y ahora me viene a la memoria que entre él y ese zascandil de
D. Pelayo, que vino acá conmigo, están tramando una picardía... El
nombre del Sr. Araceli danza en la fiesta.

--¿Mi nombre?

--Sí; pero ¿qué le importan estas tonterías a un hombre que está con un
pie en la inmortalidad?

--Cuénteme usted todo lo que sepa...

--Ello es que... a ver si me acuerdo. Tiene uno la cabeza tan llena de
ideas, que no se fija en lo que se dice a su lado...

--Haga usted memoria: nada me sorprenderá, pues todo lo he previsto.

--Ello es que... --dijo rascándose la oreja--. ¡Ah! ya me acuerdo. Hay
una chica en Cifuentes.

--Es muy natural que haya, no una, sino varias.

--Y esa chica es al modo de novia de Araceli. Un soldado como usted
no debe meterse en noviazgos... ¡Ah! es evidente que Santorcaz quiere
llevársela. En verdad, fusilarle a uno y quitarle después su novia,
es un poco fuerte. Pero no haga usted caso. Ánimo, joven. Las grandes
almas desprecian las pequeñeces del mundo.

--¿No sabe usted más?

--Sí. Ese D. Luis estaba esta mañana discurriendo el modo de
sacarla... ¡Si pudiera acordarme de lo que dijo...! ¡Cómo se reían los
tunantes!... El D. Pelayo mostró a Santorcaz una carta que usted había
escrito a esa damisela desde Sigüenza, y que le confió a él para que la
llevase.

--Es verdad. Hace más de diez días --dije con la mayor ansiedad.

--Santorcaz la leyó. Después, después... ya me acuerdo. Después dijo
que era preciso escribir otra imitando la letra de usted.

--¿Para qué?...

--Una cartita en que se figurase que usted escribía a la tal
chiquilla... ¿para qué se mete usted en chicoleos con las muchachas?
Pues... una esquela diciéndole: «Estaba preso en Gárgoles, y me he
escapado. Unos amigos me han escondido. Quiero veros, lucero mío, sí...
quiero veros. Venid al instante. Sé que vuestra mamá está enferma
en cama. No le digáis nada. Tengo que confiaros una cosa, de que
depende el porvenir, etc. Salid un momento por la puertecilla de la
huerta. Estoy en la casa de enfrente. Fiaos del que os entregará esta,
que es mi mejor amigo...» Cuando yo subí, D. Pelayo, que es un gran
pendolista, estaba escribiendo la carta. El demonio son los enamorados.
He aquí una debilidad que yo no he tenido nunca. Esos bribones quieren
obligarla a salir de casa, para echarle el guante.

Al oír esto, quedeme absorto y mudo. Después la sangre saltó dentro
de mí, y una cólera impetuosa se desató en mi pecho. Levantándome con
ímpetu frenético, corrí a la puerta, que Trijueque había cerrado por
dentro guardando la llave, y la sacudí con violencia.

--¡Quiero salir! --grité--. ¡Quiero salir! No puedo estar aquí ni un
momento más. ¡Mi libertad, que me devuelvan mi libertad!

Mosén Antón, corriendo tras de mí, me sujetó.

--¡Qué es eso de libertad! Silencio.

El furor me abrasaba la sangre. Mi corazón estallaba, y olvidé mi
próxima muerte.

--¡Quiero mi libertad! ¡Yo necesito salir de aquí; hablaré al
comandante!... ¡Esos infames merecen que les arranque las entrañas!

Di tan fuertes patadas en la puerta, que el edificio retemblaba con
violenta convulsión.

--Araceli --dijo Trijueque alzando la voz--, esa puerta no se pasa sino
para ir al cuadro, o para ponerse al amparo de la bandera francesa.

Exaltado por la ira, loco, fuera de mí, ardiendo todo, cuerpo y alma,
grité:

--Pues bien: me paso a los franceses... me paso, hago traición. Pero
que me saquen de aquí, que me den mi libertad... quiero correr fuera de
aquí... Tengo que hacer en otra parte.

--¡Desgraciado, insensato, miserable! --exclamó Trijueque estrechándome
en sus brazos de hierro--. ¿Así habla un español valiente y patriota;
así se renuncia a la gloria, al honor? Silencio, porque si vuelves a
hablar de pasarte al enemigo, aquí mismo... ¡Pasarse a la canalla! ¡Ahí
es nada!... ¡Eso quisieran ellos!... No lo consentiré.

--¿Quién habla así? --grité luchando con el coloso para desasirme de
él--. El mayor y más vil traidor del mundo; usted, mosén Antón, que ha
vendido a su jefe.

--Pero yo... --repuso con gran turbación--. Repara que yo soy...

Lanzando un rugido, se cubrió la cara con las manos, y terminó la frase
así:

--¡Yo soy un hombre indigno, un Judas!

Al ruido que ambos hicimos, acudió gente, y abriendo mosén Antón la
puerta, llenose mi prisión de oficiales y soldados.

--¿Qué pasa aquí? --preguntó el oficial de guardia mirándome con fieros
ojos.

--¿Ha querido escapar atropellando a _monsieur le chanoine_? --dijo
otro observando la turbación de Trijueque.

Este, con voz campanuda y acción imponente, habló así:

--Es un salvaje, un bárbaro, y al que le habla de pasarse a los
franceses le quiere matar. Había que oírle, señores oficiales,
había que oírle. Para él todos ustedes son unos canallas, perdidos
sin vergüenza, y dice que prefiere cien muertes a servir bajo las
deshonradas banderas del Imperio. Cuando se lo propuse, se echó sobre
mí llamándome traidor... No hay que hablarle más que de la honra, de
la conciencia y otras majaderías... A este joven se le ha puesto en la
cabeza que primero es el honor que nada. Mi opinión es que le fusilen
al momento.

Los franceses no comprendieron la ironía de las palabras de mosén
Antón. Yo, abrumado, confundido por tan extraña salida, sentí
desfallecer mi ánimo y disiparse aquella exaltación que me había hecho
pedir a voces la deshonra. Contesté afirmativamente al oficial, cuando
me preguntó si me ratificaba en lo dicho por el clérigo; fuéronse todos
y quedé solo otra vez.

El día empezaba a declinar. Mi alma cayó en la obscuridad. Estaba
irritada, demente, y forcejeaba en doloroso pugilato con las sombras,
con las ideas, con las sensaciones. A ratos apetecía la libertad
con vehemencia terrible; después se abrazaba a la cruz de su honor
anhelando no separarse de ella. ¡Cuán difícil me es pintar lo que pasó
dentro de mí aquella noche! Si alguien ha visto la muerte delante
de sí, y ha abofeteado sin respeto ni pavor la imagen del tránsito
terrible, para echarse después llorando en sus brazos y decirle:
«Vamos, vamos de una vez», comprenderá lo que yo padecí.



XXI


En aquellos instantes de turbación espantosa reflexioné que una
defección fingida no me serviría de nada, porque los franceses me
retendrían allí, imposibilitándome de acudir a Cifuentes, como yo
deseaba. Era preciso, pues, resignarse a morir. La traición no cabía
en mi pecho, y me aterraba más que la muerte desconsolada, fría y sin
gloria que tenía tan cerca.

Largo tiempo estuve solo. Turbaba el silencio de la solitaria pieza
la voz del Empecinadillo que hablaba con sus juguetes en un rincón.
El pobre chico, cuando se sentía fatigado de correr, sacaba de entre
sus ropas objetos diferentes que le servían de diversión. Un par de
botones eran caballos, un pedazo de clavo hacía de coche, y una piedra
de chispa era el cochero. Si su fantasía se inclinaba a las cosas
militares, las mismas baratijas eran cañones, cuerpos de ejército y
generales. Otras veces eran personas que le hablaban y sostenían con
él chispeantes diálogos. En mi tribulación, ¡cuán inefable deleite
experimentaba oyéndole!

Entró ya de noche un oficial en compañía del mismo soldado que me
visitara por la mañana. Echome el primero a la cara la luz de una
linterna, y después leyó un papel que parecía ser mi sentencia de
muerte.

--Al romper el día --añadió--, seréis pasado por las armas.

Era extraña la sentencia de un Consejo de guerra que me mandaba fusilar
sin oírme. Pero no procedía hacer reflexiones sobre esta anomalía.
Además, los guerrilleros, excepto Don Juan Martín, acostumbraban
despachar a cuantos franceses caían en sus manos, sin molestarse en el
uso de procedimientos. Los enemigos al menos tenían la consideración de
leerle a uno un papel donde constaba la picardía inaudita de defender
la patria.

El zapador traía comida abundante para mí y para el Empecinadillo,
que, recogiendo sus juguetes, se había refugiado entre mis brazos. Es
costumbre, hasta en los campamentos, engordar y emborrachar a los que
van a morir, aunque no consta este precepto entre las obras de caridad
de la religión cristiana.

--Mi teniente --dijo el soldado arreglando los platos en el suelo--,
creo que debe ser retirado de aquí este chiquillo.

--Si el preso quiere retenerlo en su compañía hasta mañana, dejadlo
aquí, Plobertin. Ese niño será suyo. No debe mortificarse inútilmente
a los desgraciados que van a morir. La comida es excelente, señor
español, y el vino de lo mejor.

Después de esta explosión de sentimientos caritativos, el francés me
miró con lástima.

--Mañana --prosiguió-- se recogerá este infeliz huérfano, para
entregarlo en el primer hospicio que encontremos en el camino.

Retirose el oficial, y Plobertin seguía poniendo en orden los platos.
Observele a la luz de la linterna, y con gran sorpresa vi su rostro
bañado en lágrimas.

--¿Qué tiene usted? --le pregunté.

Plobertin, por única respuesta, corrió hacia el Empecinadillo, y
estrechándole en sus brazos, le besó con ardiente efusión.

--Es una mengua --dijo-- que un soldado del Imperio llore a moco y
baba, ¿no es verdad? Pero no lo puedo remediar. Mis camaradas se han
reído de mí. Al ver esta noche a vuestro niño, el corazón se me ha
derretido... Señor oficial, me muero de dolor.

Sin cuidarse de la comida que me servía, sentose ante mí, sosteniendo
al chico sobre sus piernas cruzadas.

--Toma --dijo sacando del bolsillo varias golosinas--. Te voy a hacer
un vestido de lancero y una espadita de hierro con su vaina y correaje.
Me dejaré emplumar antes que permitir, como quiere el teniente
Houdinot, que te quedes en un hospicio. ¡Ay, mi pequeño Claudio,
corazón y alma mía! Mañana me pertenecerás. El pobre soldado, ausente
de su hogar, triste y sin familia, te llevará en sus brazos.

--¡Cuánta sensiblería! Ya sabemos que vuestro niño era como este.

--Sí --declaró con intensa congoja--. Era como este; era, señor
oficial, pero ya no es. ¿No dije a usted que hoy esperábamos el correo
de Francia? Pues el correo vino; ojalá no viniera. El corazón me
anunciaba una desgracia. ¡Ay, mi hijo único, mi pequeño Claudio, el
alma de mi vida, está ya en el cielo!

Cubriéndose el rostro con ambas manos, lloró sin consuelo.

--En la Borgoña --añadió--, el sarampión se está llevando todos los
niños. El señor cura Rivière me escribe (porque mi esposa, a causa
de su desolación, no puede hacerlo, además de que no sabe escribir),
y me dice que el pequeño Claudio... ¡Ay, mi corazón se despedaza! El
pobre niño no se apartaba de mi memoria en toda la campaña. ¡Oh! si yo
hubiera estado en Arnay-le-Duc, mi pequeñín no hubiera muerto... ¡Cómo
es posible! Tiene la culpa el Emperador..., ese ambicioso sin corazón...
¡Que Dios le quite al rey de Roma, como me ha quitado el mío!... Yo
tenía mi rey de Roma, que no nació para hacer daño a nadie... ¡Pobre de
mí! No tengo consuelo... Era rubio como este, con dos pedazos de cielo
azul por ojos, y este aire tan marcial, esta gracia, esta monería.
Cuando yo le tomaba en brazos para llevarle a paseo, me sentía más
orgulloso que un rey, y todos los papanatas de Arnay-le-Duc se morían
de envidia...

La congoja le impedía hablar. La cara del Empecinadillo se perdía en
las magníficas barbas del francés humedecidas por las lágrimas. Aquella
personificación de la fuerza humana; aquel león, cuya sola vista
causaba miedo, estaba delante de mí, dominado y vencido por el amor de
un niño.

--La semejanza --dijo-- de este angelito con el mío es tanta, que me
parece que Dios, después de llamar a mi pequeño Claudio al cielo, le
envía a hacerme una visita. Como me den la licencia en marzo, espero
entrar en Arnay-le-Duc con vuestro muñeco en brazos y presentarme en
mi casa diciendo: «Señora Catalina, aquí le traigo. El buen Dios,
que sabía mi soledad, le mandó a mi campamento. Has estado sola unos
meses... Todo no ha de ser para ti... Ya estamos juntos los tres.
Convidemos a todos los vecinos, celebremos una fiesta, pongamos a la
cabecera de la mesa al cura M. Rivière, para que nos explique este
milagro de Dios.»

Después, y mientras el Empecinadillo comía, me miró fijamente y me dijo:

--Aquí hace bastante frío. Además, este chico os servirá de estorbo.
¿Por qué no me le dais desde ahora?

--Señor Plobertin --repuse--, este niño no se separará de mí mientras
yo viva. ¿Verdad, lucero?

El Empecinadillo, saltando de los brazos del zapador, corrió a
arrojarse en los míos.

--Ven acá, tunante --le dije--. Tú no quieres a los asesinos de papá...
Dile a ese animal que se marche, que no quieres verle.

El niño miró a Plobertin con miedo, y se aferró a mi cuello, juntando
su cara con la mía.

--Os equivocáis, Sr. Plobertin --añadí--, si pensáis apoderaros de esta
criatura luego que yo muera. La dejaré en poder del comandante, el
cual en su caballerosidad no permitirá que por más tiempo esté ausente
de sus padres.

--¿No es vuestro?

--¡Qué desatino! ¿Habéis visto alguna vez que un oficial lleve sus
hijos a la guerra?

--Muchas veces: en los ejércitos imperiales se han criado algunos niños.

--Este que veis aquí es hijo de los señores Duques de Alcalá. Hallábase
en poder de su nodriza en un pueblo de la Alcarria; quemaron nuestros
soldados el lugar, recogiendo a este señor duquito; mas sabida por D.
Juan Martín la elevación de su origen, ordenó que fuese entregado en
Jadraque a la servidumbre del señor Duque, que le está buscando. Con
este fin le llevábamos, cuando nos sorprendieron los renegados y los
franceses. Yo le recogí del campo de batalla a punto de ser pisoteado
por la caballería.

Plobertin, hombre de poca perspicacia, creyó lo del ducado.

--Antes de morir le entregaré al señor comandante, para que lo retenga
en su poder hasta que pueda ser puesto en manos de la gente del de
Alcalá. Os advierto que el señor Duque es partidario y amigo del Rey
José. Conque pensad si vuestro comandante tendrá cuidado de complacerle.

Plobertin lo creyó todo. Bestia de mucha fuerza, pero de poca astucia,
no supo evitar el lazo que yo le tendía. Mirábame con asombro y
desconsuelo.

--De modo que no hay _pequeño Claudio_ para el Sr. Plobertin --añadí--.
Sois un hombre sensible, un padre cariñoso; pero Dios ha querido
probaros, y el consuelo que deseabais os será negado. Sin embargo (al
decir esto acerqueme más a él), os propongo un medio para que adquiráis
este juguete que tanto os agrada.

--¿Cuál?

--No puede ser más sencillo --le contesté con serenidad--. Dejadme
escapar, y os dejaré esta prenda.

Levantose con viveza el león, y enfurecido me dijo:

--¡Que os deje escapar! ¿Qué habéis dicho? ¿Por quién me tomáis?
¿Creéis que somos aquí como en las partidas? ¿Creéis que los franceses
nos vendemos por un cigarrillo como vuestros guerrilleros?... ¡Escapar!
¡Solo Dios haciendo un milagro os salvaría!

--Sr. Plobertin, un buen soldado como vos, ¿será cómplice del asesinato
que se va a perpetrar en mí?

--¡Asesinato! --exclamó mostrándome sus formidables puños--. Que os
salpiquen los sesos, ¿a mí qué me importa? Lo mismo debieran hacer
con todos los españoles, a ver si de una vez se acababa esta maldita
guerra... Miradme bien, mirad estas manos. ¿Creéis que necesito armas
contra un alfeñique como vos? Si lo dudáis y queréis probarlo, hablad
segunda vez de escaparos. Estando en Portugal con Junot, custodiaba a
un preso. Quiso fugarse: le cogí el cuello con la izquierda, y con la
derecha dile tan fuerte martillazo sobre el cráneo, que ahorré algunos
cartuchos a los tiradores que le aguardaban en el cuadro...

Luego quiso tomar en brazos al Empecinadillo, diciendo:

--Dame un beso, amor mío, que me voy. Despídete de tu querido papá.

El chiquillo se aferró a mi cuello con toda su fuerza, y ocultando
el rostro, sacudió sus patitas que azotaron la cara del formidable
zapador. Gruñendo y jurando alejose este, después de darme las buenas
noches con muy mal talante.

La débil esperanza que me había reanimado por un momento, desaparecía.



XXII


Puse al Empecinadillo sobre mis rodillas, y le dije:

--Pobre niño, esperé que me salvarías; pero Dios no lo quiere.

Pareció que me comprendía y se puso a llorar.

--No llores, no llores... a ver, come de este pastel que el Sr.
Plobertin ha traído para ti. Parece que está bueno.

La soledad y profunda tristeza en que me encontraba, me inducían a
comunicarme con mi compañero, cual si fuese una persona capaz de
comprenderme.

--Considera tú si no es una iniquidad lo que van a hacer conmigo.
¡Matarme, asesinarme...! Porque es un asesinato, hijo mío, ¿no lo
crees así? ¿Qué he hecho yo? Servir lealmente a la patria. Esos
esclavos de Bonaparte, que le obedecen como máquinas y le sirven como
perros, no comprenden el sentimiento de la patria.

El Empecinadillo me miró con sus dulces ojos azules llenos de luz y
expresión. Creyendo advertir en su mirada un categórico asentimiento a
mi discurso, proseguí de este modo:

--¡Glorioso es morir sin culpa! ¡Gran premio del bien obrar, de la
inocencia y de la virtud, es esa inmortalidad gozosa que la religión
nos ha ofrecido, niño mío! Pero mi alma no está tranquila; mi alma
no tiene bastante serenidad ni bastante entereza para afrontar los
horrores del tránsito, y se apega un poco a la tierra. ¡Qué infeliz
soy! Bien lo sabes tú. En mi vida agitada, triste y dolorosa, sin
padres, sin familia, sin fortuna, obligado a luchar con el destino y
a vivir con mis propios esfuerzos, solo dos personas me han amado con
desinteresado cariño; esas dos personas están a punto de ser víctimas
de una infame acción, y aquí me tienes imposibilitado de socorrerlas,
preso, dispuesto a morir, casi muerto ya. ¡Qué triste momento! ¿No me
dices nada, no me consuelas?

El Empecinadillo se comía su pastel.

--Come, hermoso animalito, no tengas reparo de comer --continué--;
aprovecha el tiempo, aprovecha las horas de tu inocencia, estas horas
en que siempre hallarás personas caritativas que te den el sustento,
que te abriguen y consuelen. Pero crecerás, crecerás; la carga de la
vida empezará a pesar sobre tus hombros hoy libres; ¡sabrás lo que son
penas, luchas, fatigas y dolores!

Le abracé y besé con dolorosa emoción. Era la única forma viva del
mundo delante de mí, y su pequeño corazón, que yo sentía palpitar entre
mis brazos, parecía indicarme la despedida de los sentimientos que yo
había logrado inspirar en la tierra. Le apretaba contra mí, como si
quisiera metérmelo dentro del pecho.

--¿Me quieres mucho? --le pregunté.

--Sí --me respondió, añadiendo mi nombre, desfigurado por su media
lengua.

--¿De veras me quieres mucho? --le pregunté de nuevo, experimentando
las más puras delicias al oírle decir que me amaba--. ¿Y quieres que me
maten?

Movía la cabeza negativamente, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Experimentaba yo una angustia insoportable, y el corazón se me
deshacía. Nuevamente me sentí atacado de la desesperación, y
levantándome impetuosamente y corriendo a la reja, intenté moverla con
colosales esfuerzos. La reja, bien clavada en el muro, no se movía, y
aunque sus barrotes no eran muy gruesos, tenían la robustez suficiente
para no ceder al empuje de manos humanas, aunque fueran las del zapador
Plobertin.

--Y si pudiera romper esta reja --dije para mí--, ¿de qué me serviría,
si la salida de la huerta está cerrada, y todo custodiado por
centinelas?

Corrí por la habitación como un demente; aplicaba el oído a la
cerradura de la puerta; tocaba con mis manos las vigas del techo por
ver si alguna cedía; golpeaba con violentos puntapiés las paredes. No
había salida por ninguna parte.

En tanto, mi compañero, bien porque tuviera frío, bien porque se
asustara de verme en tan lastimoso estado de locura, empezó a llorar a
gritos.

--Calla, mi niño, calla por Dios... --le dije--; tu llanto me lastima.
¡Plobertin va a venir y te comerá!

No me engañaba. Al poco rato sentí que descorrían los pesados cerrojos,
y entró un sargento que hacía de carcelero, y tras él Plobertin muy
irritado, diciendo:

--¿Por qué llora ese niño? Desde abajo le he sentido. Le estáis
mortificando, señor oficial, y os las veréis conmigo... ¿Qué te ha
hecho este judío, amor mío; qué quieres?

--Sr. Plobertin --dije--, hacedme el favor de no molestarme más con
vuestras visitas. Me quejaré al comandante.

--Señor oficial --dijo él furiosamente--, os advierto que si seguís
mortificando a la criatura, no podréis decirle nada al comandante,
porque aquí mismo... Ya me conocéis... Contento está el comandante
de vos... No entro de guardia hasta la madrugada: estaré abajo, y si
siento llorar otra vez al pequeño Claudio... Sin duda os habréis comido
las golosinas que traje para él...

--Vámonos, Plobertin --dijo el sargento--. El comandante ha mandado
que se le deje tranquilo.

Se fueron. El muchacho calló. Arropándole para que durmiera, le dije:

--Empecinadillo, no hay más remedio que resignarse a la muerte. Duerme,
niñito mío; recemos antes. ¿Sabes rezar?

Sus labios articularon dos o tres vocablos de los más feos, atroces e
indecentes de nuestra lengua.

--Eso no se dice, chiquillo. ¿_Mamá_ Santurrias no te ha enseñado el
Padre nuestro, ni siquiera el Bendito?

Me contestó en la lengua que sabía.

--Chiquillo, ¿tú no sabes que hay un Dios, el que te da de comer, el
que te ha dado la vida, el que ahora ha dispuesto que me la quiten a mí?

Esto no lo entendía, y me miraba atentamente. En mi pecho se desbordaba
el sentimiento religioso, y mi alma, en su exaltación, buscaba otra
alma que armonizase con ella, que la acompañase, guiándola en su
misterioso vuelo.

--Empecinadillo --proseguí sin caer en la cuenta de que hablaba con un
niño--, recemos. Dios dispone del destino de las criaturas. Dios da
la vida y la muerte. Yo elevo mi espíritu al Supremo Bien, y le digo:
«Señor que estás en los cielos, recíbeme en tu seno.»

El huérfano, repentinamente atacado de una jovialidad inagotable,
pronunciaba, recalcándolas con complacencia infantil, las palabrotas de
su repertorio. Yo quisiera poderlas copiar; pero el pudor del lenguaje
me lo veda, quitando todo su interés a la escena que describo.

--Niñito mío --le dije--, olvida esas barbaridades que te han enseñado.
Pero eres un ángel, y en tu boca el fango es oro. Pide a Dios por mí.
¿Tú sabes quién es Dios?

Sin responder nada, miraba al techo.

--Dios está arriba --añadí--, encima del cielo azul, ¿sabes? Recemos
juntos, y pidámosle piedad para la desgraciada víctima de las pasiones
de los hombres... Pero tú no entiendes esto... Duérmete, pobrecillo,
que es locura hacerte participar de mi congoja.

Quise rezar solo y no podía, porque no se puede rezar mintiendo. Las
palabras formuladas en mi pensamiento, sin pasar a la boca, expresaban
piadosa resignación con la muerte; pero la voz de mi corazón repetía
dentro de mí con estruendo más sonoro que el eco de cien tempestades:
«Quiero vivir.»

--Empecinadillo --grité dando rienda suelta a mi dolor--, no duermas,
no, no me dejes solo. Pidamos a Dios que me dé la libertad y la vida.

El niño abrió los ojos y me habló... como él sabía hablar.

--¡No blasfemes, por piedad! --exclamé horrorizado--. ¡Dios mío! Las
palabras de los hombres, ¿llegan hasta aquí?

Mi compañero sacó los brazos de su envoltorio, y empezó a dar palmadas
y a reír.

--¿Por qué ríes, ángel? Tu risa me causa inmenso dolor.

Arrojose sobre mí, besándome y acariciándome.

Después me dio varias bofetadas, que acepté sin defenderme. Le cogí en
brazos, y mi mano chocó con un cuerpo extraño, que anteriormente había
tocado, pero en el cual hasta entonces, por circunstancias especiales
del espíritu, no fijara yo la atención. Con avidez registré las ropas,
mejor dicho, los envoltorios que cubrían al Empecinadillo, y encontré
una cavidad, un inmundo bolsillo lleno de baratijas. Saquelo todo, y vi
un pedazo de cazoleta, un cordón verde, dos o tres botones, una corona
arrancada a un bordado, y una lima, un pedazo de lima como de cuatro
pulgadas de largo, bastante ancha, con diente duro y afilado.

Un rayo de luz iluminó de súbito mi entendimiento. ¡Una lima! Era fácil
limar uno o dos de los hierros de la reja y desenlazar los demás...
Levanteme de un salto... Me creía salvado, y di gracias a Dios con una
sola frase, con una exclamación pronunciada por todo mi ser... Corrí a
la reja... probé la herramienta... Era admirable, y comía el hierro con
su bien templada dentadura.

--¿De dónde has sacado esto? --pregunté al Empecinadillo.

--_Mocavelde_ --me contestó.

--Ya... se la robaste a Moscaverde, el cerrajero de la partida...
hiciste bien... Dios bendiga tus manos de ángel. Duérmete ahora, que
voy a trabajar, y cuidado cómo lloras.



XXIII


Empecé mi tarea. El hierro cedía fácilmente; pero la faena era larga, y
no parecía fácil terminarla en toda la noche, a pesar de no ser grande
el grueso de las barras. Yo calculé que si lograba arrancar dos, estas
me servirían de palanca para quitar las otras. Fiando en Dios, cuya
protección creí segura, no calculé que, una vez abierta la salida,
encontraría después obstáculos quizás más difíciles de vencer. Tenía a
mi favor algunas circunstancias. El furioso viento que había empezado
a soplar entrada la noche, impedía a mis carceleros oír el chirrido de
la lima. Además, la lluvia glacial que inundaba la tierra, ¿no haría
perezosos a los centinelas? ¿No era probable que se retirasen, que se
durmieran, que se helasen o que se los llevara el demonio?

--¡Dios está conmigo! --exclamé--. Adelante... Veremos lo que dice
Plobertin, si logro escaparme. Aquí le dejaré su _pequeño Claudio_, mi
ángel tutelar, mi salvador.

Al mismo tiempo examinaba la configuración del terreno en lo exterior.
Como a tres varas de la reja había un balcón largo y ruinoso, el cual
estaba a bastante altura sobre el suelo, a diez varas próximamente,
según observé desde arriba. Aquella fachada daba a una huerta
triangular: por el costado derecho la limitaba una construcción baja,
que debía ser granero, cuadra o almacén, y por el izquierdo un muro de
tres varas de alto daba a un patio donde los franceses jugaban a la
pelota durante el día. En el ángulo del fondo había una puerta, por
la cual podía salirse (siempre que estuviese abierta) a una pequeña
explanada, donde había una choza que servía de garita al centinela. En
aquel momento no podía distinguir los objetos a causa de la obscuridad
de la noche; pero durante el día había visto que detrás de aquel muro
había un precipicio. La casa, como todo el pueblo de Rebollar, estaba
construida sobre una gran peña al borde de la honda cuenca del Henares.

--Necesito hacer una cuerda --dije para mí--. De aquí al balcón es
fácil saltar; pero del balcón al suelo necesito ayuda... me escurriré
por la huerta, para lo cual me favorecen las matas... y luego entra
lo difícil, saltar la tapia por el ángulo... El declive que baja al
Henares no será muy rápido y podré descender a gatas... En tal caso, la
operación puede hacerse sin que me vea el centinela, que debe estar en
aquella choza de la explanada. Ánimo, Dios es conmigo. Señora condesa,
Inés de mi vida, rogad a Dios por mí. Llegaré a tiempo a Cifuentes...

Las manos me sangraban, heridas por los picos de la lima rota; pero
seguía en mi trabajo, deteniéndome solo cuando, calmado el viento,
reinaba en torno a la casa el grave silencio de la noche. Me parecía
que no solo mis manos, sino mis brazos, eran una lima, y que mi cuerpo
todo estaba erizado de dientes de acero. Rascaba sin descanso el
hierro, que, oxidado por algunas partes, cedía blandamente.

Al fin establecí la solución de continuidad en una de las barras; pero
no pude arrancarla, por estar engastada en las otras. La ataqué por
otra parte, y al fin, a eso de la media noche, quedó en mis manos.
Usela como palanca; mas no me fue posible adelantar nada: emprendila
con una segunda barra, y al fin, señores, al fin, después de esfuerzos
inauditos, cuando hirieron mis oídos las campanadas de un reloj lejano
que marcaba las tres, la reja estaba en disposición de dar salida al
pobre prisionero.

Faltaba la cuerda. Con la misma lima desgarré en anchas tiras mi
capote, quedándome completamente desabrigado. No siendo, ni con mucho,
suficiente, tomé la manta del Empecinadillo, y con los diversos lienzos
torcidos y anudados convenientemente fabriqué una cuerda que bien podía
resistir el peso de mi cuerpo. No hay que perder tiempo. ¡Afuera!
--exclamé con toda mi alma.

Pero una contrariedad inesperada me detuvo. El Empecinadillo,
sintiéndose sin abrigo, empezó a llorar, a dar gritos como los que a
prima noche habían hecho subir al fiero zapador Plobertin.

--Estoy perdido --dije acariciándole--. Por Dios y por todos los
santos, Empecinadito de mi alma: si gritas, soy perdido. Calla, calla,
desgraciado.

Pero no callaba, y yo ardía en impaciencia y temblaba de terror.

--Calla --repetí--. Pero, hombre, no seas cruel: hazte cargo de que
me pierdes. ¿No ves que quiero escaparme? ¿No ves que me van a matar?
Fuiste mi salvación y ahora me pierdes.

Cuando le tomé en mis brazos, calló; pero desde que le abandonaba, su
voz de clarinete atronaba la estancia. Había que optar entre estos
dos extremos: o dejarle allí, tapándole la boca, lo cual equivalía a
matarle, o llevármele conmigo. Fueme preciso tomar esta resolución,
que no dejaba de ofrecer algún peligro. El infeliz comprendió que yo
me marchaba y se colgó de mi cuello, adhiriéndose a mí con brazos y
piernas.

Semejante carga me molestaba en mi huida; pero la acepté con gusto.
No me fue difícil saltar al balcón; pero del balcón a la huerta el
descenso fue bastante penoso, porque mis manos, ensangrentadas y
ateridas de frío, empuñaban con torpeza la cuerda. Debilitado también
mi cuerpo por el insomnio y el no comer, hallábame en estado poco a
propósito para la aventura; mas la ansiedad y el deseo de verme libre
avivaban mis fuerzas.

En la huerta me detuve un instante. Cuando paraba el mugido del viento,
el silencio era profundo. No se sentía rumor alguno de voces humanas.
Avanzando despacio por entre las matas sin hojas, hundíanse mis pies
en el lodo, y en tan poco tiempo la lluvia me había empapado la ropa.
Seguía con precaución hasta el ángulo final, y allí observé que la
choza que servía de garita en la explanada de la derecha estaba ocupada
por un centinela. Le sentí toser, y vi el débil fulgor de una pipa
encendida. A pesar de esto, se podía escalar la tapia por el ángulo y
saltar afuera, siempre que hubiese terreno donde poner los pies del
otro lado.

Estreché a la criatura contra mí. Con los ojos le mandé callar, y el
pobrecito, participando de mi ansiedad, apenas respiraba. Escalé la
tapia, valido de la fuerte cepa de una parra que en ella se apoyaba,
y al llegar al borde, donde me puse a horcajadas, el espanto y la
desesperación se apoderaron de mí. ¡Maldición y muerte!

Era imposible saltar afuera, porque del otro lado de la tapia no había
terreno, sino un precipicio, un abismo sin fondo. Levantada la pared en
la cima de la roca, desde los mismos cimientos empezaba un despeñadero
horrible, por donde ni el hombre ni ningún cuadrumano, como no fuera el
gato montés, podían dar un paso. El agua de la lluvia, al precipitarse
por allí abajo de roca en roca, entre la maleza y los espinos, producía
un rumor medroso, semejante a quejidos lastimeros. El burbujar de
la impetuosa corriente, la presteza con que el abismo deglutía los
chorros, indicaban que el cuerpo que por allí abajo se aventurara sería
precipitado, atraído, despedazado, masticado por las rocas y engullido
al fin por el hidrópico Henares en menos de un minuto.

El borde, a pesar de la obscuridad, se veía perfectamente; lo demás
se adivinaba por el ruido. Allá abajo el murmullo y zumbido de un
hervidero indicaban el Henares, hinchado, espumoso, insolente riachuelo
que se convertía en inmenso río por la lluvia y el rápido deshielo.

Comprendí la imposibilidad de saltar por allí, a menos que no quisiese
suicidarme. No había más salida que por la derecha, saltando a la
explanada. Era esta pequeña, y había en ella dos cosas: un cañón y la
choza del centinela. Saltar cuidadosamente, deslizándose sin ruido
a lo largo del muro, y escurrirse por detrás de la choza, era cosa
dificilísima, pero no imposible del todo. Aunque la abertura de la
garita daba frente a frente a la tapia, restaba aún la esperanza de que
el centinela se durmiese. ¡Oh, Dios magnánimo y misericordioso! Si se
dormía, yo podía escaparme.

Avancé, pues, cuidadosamente por lo alto del muro, con peligro de
resbalar sobre los húmedos ladrillos. Entonces comprendí cuán mal
había hecho en traer al Empecinadillo, que estorbaba mis movimientos,
cuando debían ser flexibles y resbaladizos como los de una culebra.
Por un instante me ocurrió dejarle en la huerta; pero esta idea fue
prontamente desechada. Resolví perecer o salvarme con él.

Por fin llegué a traspasar el espacio en que las ramas de un árbol
seco me resguardaban de la vista del centinela. Halleme cerca de
la garita, y me agaché para ocultarme todo lo posible. Si en aquel
instante supremo el centinela no me veía, era señal evidente de que
Dios había cerrado sus ojos con benéfico sueño. Medí con la vista el
espacio que me separaba del piso de la explanada, y lo hallé corto.
Podía saltar sin peligro, sosteniéndome con las manos en las junturas
de los ladrillos, aun a riesgo de perder la mitad de los dedos. Observé
el interior de la garita. Estaba obscura como boca de lobo, y no se
distinguía nada en ella.

A saltar me disponía ya, cuando una voz colérica me hizo estremecer
gritando:

--¡Eh! ¡Alto! ¿quién va?

De la garita salió un hombre alto, fuerte, terrible. El terror que su
vista me causara en aquel momento, en aquel lugar, le engrandeció tanto
a mis ojos, que creí ver la punta de su sombrero tocando el cielo. El
obstáculo que me detenía era tan grande como el mundo... Quedeme helado
y sin movimiento. Ya no había esperanza para mí, y cuando el coloso me
apuntó con su fusil, exclamé reconociéndole:

--¡Fuego, Sr. Plobertin! Tirad de una vez.

El Empecinadillo había roto el silencio.

--Os escapáis... ¿Lleváis el muñeco con vos? --dijo el zapador dejando
de apuntarme--. Ahora mismo os volveréis por donde habéis venido,
_¡sacrebleu!_ Agradeced a esa criatura, pegada a vuestro cuerpo, que
no os haya dejado seco de un fusilazo... Adentro pronto; bajad a la
huerta, o aquí mismo... Hombre cruel y sin caridad, ¿no veis que ese
niño va a morir de frío...? Ya os ajustaremos las cuentas. ¡Adentro!

--Sr. Plobertin, volveré a mi prisión: no os sofoquéis. Estos ladrillos
son resbaladizos, y es preciso andar con precaución sobre ellos.

--¿Habéis roto la reja? ¡Por la sandalia del Papa, os juro!... Si os
hubieran despachado esta mañana, como yo decía...

--He escapado por milagro, ¡por un milagro de Dios! Vuestro pequeño
Claudio me ha salvado.

El soldado se acercó a la tapia con actitud que más indicaba curiosidad
que amenaza.

--Yo estaba durmiendo --continué-- cuando me despertó una música
sobrenatural. Vi al pequeño Claudio delante de mí rodeado de otros
ángeles de su tamaño, y todos inundados en una celeste luz, de cuyos
resplandores no podéis formar idea, Sr. Plobertin, sin haberlos visto.
Corrieron todos a la reja, y el pequeño Claudio, con sus manecitas
delicadas, rompió los hierros cual si fueran de cera. La visión
desapareció en seguida, recobrando el muñeco su forma natural. Quise
huir solo; pero vuestro niño se pegó a mí con tanta fuerza, que no pude
separarle. Dios lo ha puesto a mi lado para que perezca o se salve
conmigo.

No podía distinguir las facciones de Plobertin; mas por su silencio
comprendí su profundo estupor. Cuando esto dije, desliceme
trabajosamente hacia el sitio desde donde había explorado el
despeñadero, y exclamé:

--Sr. Plobertin, no he salido de mi encierro para volver a él. Si no me
permitís la fuga, estoy decidido a morir. Dad un paso hacia mí, hacedme
fuego, llamad a vuestros compañeros, y en el mismo instante veréis
cómo me precipito en este abismo sin fondo. Estoy resuelto a salvarme
o morir: ¿lo oís bien, señor Plobertin? ¿lo oís?... En cambio, si me
dejáis escapar, os devolveré a vuestro pequeño Claudio, para que gocéis
de él toda la vida. Decidlo pronto, porque hace mucho frío.

--Gastáis bromas muy raras. ¿Me juzgáis capaz de creer tales simplezas?

--¡Imbécil --exclamé con exaltación, y poseído ya del vértigo que a
la vez el abismo y la muerte producían en mí--, tu alma de verdugo es
incapaz de comprender una acción semejante! Prefiero darme la muerte a
caer otra vez en tus manos.

--¡Alto, bergante! --me dijo--. No deis un paso más y hablaremos...
Bajad a la huerta y yo entraré en ella.

Al instante abrió la puerta que comunicaba la explanada con la huerta,
y se puso junto a la tapia y debajo de mí. Estirándose todo, alargó la
mano y tocó el pie del Empecinadillo.

--Está muerto de frío --dijo--. Dádmele acá.

--Poco a poco --repuse--. Va conmigo a visitar la corriente del
Henares. Apartaos de la tapia y respondedme sin pérdida de tiempo si
puedo contar con vuestra bondad.

--Soy un hombre que nunca ha faltado a su deber --dijo--. Sin embargo,
os dejaré marchar. ¿Cómo saltasteis del balcón?

--Con una cuerda.

--Pues bien: poned la cuerda en el tejado de los graneros, para que
mañana crean que os fugasteis por las eras del pueblo.

--Es un trabajo penoso del cual podéis encargaros vos, Sr. Plobertin.
La ocurrencia es hábil y no podrán acusaros mañana.

--Pero dadme acá ese _bebé_ que se muere de frío. Le subiré otra vez a
la prisión para que se crea que le dejasteis allí.

--Muy bien pensado; pero no me fío de vos.

--Cuando Plobertin da su palabra... Os digo que podéis huir tranquilo.
Yo os indicaré la vereda.

--Jurádmelo por vuestro niño muerto, por la señora Catalina, por el
alma de vuestros padres.

--Yo soy un hombre de honor y no necesito jurar; pero si os empeñáis,
lo juro... Echad acá ese muchacho.

--Es que todavía necesito deciros algunas condiciones que había
olvidado.

--Acabad.

--Necesito un capote: he hecho trizas el mío, y me voy a helar por esos
campos... Dadme el vuestro.

--No sois poco melindroso... Bien, ¡rayo de Dios! os daré el capote.

--Necesito algo más.

--¿Más? A fe que sois pesado.

--No puedo emprender mi camino sin algún arma para defenderme. ¿Tenéis
una pistola?

--El demonio cargue con vos... No sé cómo tengo paciencia y no os dejo
estrellaros por ahí abajo... ¿Y para qué queréis la pistola?

--Para lo que os he dicho, y además para que me sirva de defensa contra
vos, si me hacéis traición. En cuanto chistéis a mi lado, os levantaré
la tapa de los sesos.

--¡Dudar de mí! No sois caballero como yo. Dejad caer el muchacho sobre
mis brazos y tendréis la pistola.

--Si os parece bien, dadme el arma primero.

--¡Tomadla, con mil bombas! --dijo sacándola de la pistolera y
alargándomela cogida por el cañón.

--Parece cargada... bien. Ahora hacedme el favor de ir al otro extremo
de la huerta y dejar allí vuestro fusil.

Plobertin hizo lo que le mandaba. Cuando volvió al pie de la tapia,
bajé sin cuidado, y le dije:

--Tened la bondad de marchar delante de mí. Si gritáis o intentáis
engañarme, os haré fuego. Cuando esté fuera del campamento, cambiaremos
el muñeco por el capote. En marcha.

Plobertin abrió la puerta, seguile y me condujo a una vereda por donde
podía fácilmente huir sin necesidad de atravesar el Henares, rodeando
el pueblo para subir a la sierra.

--Tomad vuestro niño --le dije cuando me creí seguro--. Dios lo
resucita y os lo devuelve en pago de vuestra buena obra... Escribid a
la señora Catalina el hallazgo, y dadle memorias mías. Es una excelente
señora, a quien aprecio mucho.

--¡Ah, no sabéis bien todo lo que vale! --dijo con la mayor sencillez.

--Adiós. Vuestro capote abriga bien... No os olvidéis de poner la
cuerda en el tejado de la cuadra. No os acusarán de mal centinela.
Decidme: ¿el Sr. de Santorcaz ha salido para Cifuentes?

--Sale al rayar el día.

--Quedad con Dios.

Un momento después, yo corría por la sierra buscando el camino de
Algora.

La lluvia había disminuido un poco; pero los senderos estaban
intransitables. Además, no era fácil atravesar la sierra sin perderse,
y a cada instante corría peligro de caer en poder de los destacamentos
franceses. Esperaba hallar auxilio en los caseríos no ocupados por
el enemigo y quien me proporcionase lo más necesario, es decir, ropa
seca, comida, armas y, sobre todo, un caballo. Caminé largo trecho sin
encontrar a nadie, y ya de día, como sintiese ruido de cabalgaduras,
aparteme de la senda, y oculto tras un matorral observé quién pasaba.
Eran españoles y franceses, a juzgar por algunas voces de los dos
idiomas que oí desde mi escondite, y figurándome serían renegados les
dejé pasar ocultándome mejor, hasta que les consideré bastante lejos.
Su paso, sin embargo, fue un bien para mí, porque me sirvió de guía, y
algunas horas después salí de la sierra, pisando el camino real.



XXIV


Pedí hospitalidad en una casucha donde había un anciano inválido y una
mujer joven, ambos muy afligidos por las vejaciones que sufrieran de
los franceses el día anterior; y cuando les conté cómo había escapado,
con gran gozo diéronme de comer y alguna ropa, que troqué por la
mía húmeda y desgarrada. Pero no pudieron proporcionarme lo que más
deseaba, y les dejé, continuando mi marcha hacia el mediodía.

En un caserío cerca de Algora encontré algunos españoles, a quienes al
punto conocí. Eran de la partida de Orejitas. Nos felicitamos por el
encuentro y me dieron noticias de D. Juan Martín.

--Dicen que D. Juan vive y ha ido con algunos hacia la sierra --me dijo
uno--. Está juntando la gente, y nosotros vamos en busca suya. Orejitas
está herido y D. Vicente no tiene novedad.

--Pues vamos todos allá --repuse--. ¿Decís que hacia Cifuentes?

--No: en Cifuentes está el francés.

--De todos modos, amigos míos, yo quisiera que me proporcionárais un
caballo.

--¡Un caballo! Por medio daríamos nosotros un ojo de la cara.

--Entremos en esta casa a tomar un bocado.

--¡Muchachos, a correr! --gritaba uno viniendo con precipitación hacia
nosotros--. ¡Que vienen, que vienen!

--¿Quién viene?

--Los franceses.

--¿Cuántos son?

--Diez.

--Nosotros seis --dije contando las filas--. Tenemos buenas armas. Pero
¿dónde están esos señores?

--Acaban de entrar en el pueblo --añadió el mensajero--, y se han
metido en la posada junto al molino. Son de caballería.

--Pues ataquémosles, muchachos --exclamé resuelto a todo--. Si hay
alguno entre nosotros que prefiera hacer a pie la jornada, que se
retire.

--Esto debe pensarse --dijo uno, que era sargento veterano en la
partida--. Perico, ¿los has visto tú, o tu miedo?

--¡Los he visto!

--¿Han dejado los caballos y se han metido en la posada para comer y
beber?

--No: están en el corralón, todos a caballo, trasegando el tinto.
Parece que van a seguir su camino. Son tiradores. Llevan carabina,
sable y pistola. Da miedo verles.

--¡A ellos! --grité sin saber lo que decía--. Les quitaremos los
caballos.

--Están prevenidos --repuso el sargento--. Pero por mí no ha de quedar.
Vamos allá.

--¿El posadero es nuestro? --pregunté.

--No; pero su mujer es capaz de cualquier cosa.

Algunos, considerando altamente peligrosa la hazaña, no querían
seguirme. Pero al fin, echándoles en cara su cobardía, pude
convencerles, y desviándonos del camino nos metimos en el pueblo por
las callejas del norte, acercándonos sigilosamente a la posada y al
molino del Sr. Perogordo. Entramos por una puerta excusada que nos
condujo a la cocina, y desde allí subimos a la parte alta del edificio
para explorar las fuerzas enemigas y escoger posición. Miraba yo hacia
el patio por un ventanillo abierto en la alcoba de la señora Bárbara,
esposa de Perogordo, mientras los compañeros aguardaban mis órdenes en
la pieza inmediata, cuando sentí que por detrás me tiraban del capote.
Al volverme, vi a la señora Bárbara que en voz baja me dijo:

--¿Se atreven ustedes a mandar al infierno a esos herejes?

--De eso me ocupaba, señora --repuse observando a los franceses que
estaban a caballo en el patio, recibiendo el vino que les servía el
criado de Perogordo.

--En la cocina --añadió la posadera-- tengo un gran calderón de agua
hirviendo. Lo puse al fuego para pelar el cerdo que matamos esta
mañana; pero voy a rociar con él a esos marranos.

--No se precipite usted --dije deteniéndola--, porque puede malograrse
el patriótico pensamiento de arrojar el agua.

--Aquí tiene usted la escopeta de mi marido, el hacha, el cuchillo
grande y dos pedreñales.

--¡Magnífico arsenal!

Entró el Sr. Perogordo diciendo:

--Es preciso tener prudencia. Esos condenados me quemarán la casa.

--Eres un mandria, Blas --repuso la señora Bárbara--. Si les hubieras
echado en el vino esos polvos que te dio el boticario para los ratones,
reventarían todos, sin necesidad de hacer aquí una carnicería. Te veo
yo muy agabachado, Blas... Ea, tengamos la fiesta en paz.

--Señor oficial --me dijo Perogordo--, lo mejor será que usted y los
suyos salgan al camino para esperar fuera a los franceses.

--Sr. Perogordo --repuse--, haré lo que me convenga para acabar con
ellos. Tienen magníficos caballos que nos hacen mucha falta.

--¡Qué bien parlado! --exclamó la posadera--. Estos tres que están
bajo la ventana grande, parece que están pidiendo el agua del Santo
Bautismo. Voy allá.

Y diciendo y haciendo, la diligente, y más que diligente, patriota
señora Bárbara, corrió a la habitación inmediata, y empuñando las asas
de un enorme caldero de agua caliente, que poco antes había subido,
vaciolo por la ventana sobre los cuerpos de los franceses, que a
pesar del frío no recibieron con agrado aquel sistema de calefacción.
Oyéronse gritos horribles; relincharon con espantoso alarido los
caballos, y en el mismo instante, mi gente empezó a hacer fuego desde
las ventanas altas, mientras Doña Bárbara, su hija y la criada
arrojaban con esa presteza propia de mujeres feroces, ladrillos,
piedras y cuanto habían a la mano.

--Cese el fuego --grité furioso--; abajo todo el mundo. Atacarles
cuerpo a cuerpo.

Corrimos abajo y la emprendimos con los imperiales, embistiéndoles con
tanta energía, que no pudieron resistir mucho tiempo. Además de que la
sorpresa les desconcertó, tres de ellos habían quedado incapaces de
defensa, con el horrible sacramento administrado por la atroz posadera.
Los caballos les estorbaban dentro del corralón. Alguno echó pie a
tierra y nos recibió a sablazos, descalabrando con fuerte mano a todo
el que se acercaba; pero al fin pudimos más que ellos, porque la gente
del pueblo acudió con hoces y azadas, y la señora Bárbara con su hija
se dio la satisfacción de arrastrar a uno hasta el brocal del pozo,
arrojándole dentro, sin duda para curarle con agua fría las heridas
ocasionadas por la caliente.

Cuatro de ellos huyeron, corriendo a uña de caballo, y los demás o
quedaron fuera de combate, o se dejaron maniatar para permanecer allí
como prisioneros de guerra, bajo la vigilancia de la señora Bárbara.

Perogordo se me acercó después del combate, y con gran aflicción me
dijo:

--Señor oficial, ¿y quién me paga el gasto? Esa loca de mi mujer tiene
la culpa de todo. Detrás de estos franceses vendrán otros, porque ahora
dominan en el país, y ¡pobre casa mía!

Pero yo no me cuidaba de contestarle, y recogiendo del campo de batalla
un sable, dos buenas pistolas y una escopeta, monté en el caballo que
me pareció mejor. En el mismo momento agolpose la gente del lugar en la
portalada del corralón, y mirando todos con espanto hacia lo alto del
camino, decían:

--¡Los franceses, los franceses!...

En efecto: venían en la misma dirección que yo había seguido; pero
no eran dos ni tres, sino más de cincuenta. No quise detenerme a
contarlos, y picando espuelas lancé mi caballo a toda carrera por el
camino abajo en dirección a Cifuentes.

--Cuatro leguas largas hay de aquí allá --decía para mí--. Aunque el
caballo está cansado, podré recorrerlas en dos horas. Esos que entraban
en Algora cuando yo salía, deben ser Santorcaz y algún destacamento
que le acompañe. Llegaré antes que ellos a Cifuentes, y podré, si no
ponerlas en salvo, al menos prevenirlas. Vuela, caballo, vuela.

Pero el caballo, desobedeciendo mis órdenes, no volaba, y un cuarto
de hora después de la salida, ni siquiera corría medianamente. Al fin
dio en la flor de pararse, insensible al látigo, a la espuela y a los
denuestos, y solo con blandas exhortaciones podía convencerle que me
llevase al paso y cojeando. Mi ansiedad era inmensa, pues temía verme
alcanzado y cogido por los franceses, que castigarían inmediatamente
en mí la escapatoria de Rebollar y la diablura de Algora. Apenas había
andado una legua después de hora y media de marcha, cuando llegué a
un caserío donde ofrecí cuanto llevaba (la suma no era ciertamente
deslumbradora) si me proporcionaban un caballo; pero todo fue inútil.
Imposibilitado de marchar con rapidez, seguí, resuelto a abandonar la
cabalgadura y a internarme en el monte, en caso de que me viera en
peligro de caer en manos de los que venían detrás.

Era cerca de media tarde, cuando sentí el trote vivo del destacamento
que había entrado en Algora mientras yo salía: hundí las espuelas a
mi caballo; mas el pobre animal, que apenas podía ya con el peso de
su propio cuerpo, dio con este en tierra para no levantarse más. A
toda prisa me aparté del camino. Cuando pasaron cerca, sorprendiéronse
de ver el animal en mitad del camino; algunos sospecharon que yo
estaría oculto en los alrededores, y les vi abandonar la senda como
para buscarme; pero sin duda no faltó entre ellos quien creyese más
oportuno seguir camino adelante, y, en efecto, siguieron. Distinguí
perfectamente a mosén Antón.

Después de este suceso perdí toda esperanza. Ya no podía llegar a
tiempo a Cifuentes. Mi desesperación y rabia eran tan grandes, que
eché a correr camino abajo deseando seguir a los jinetes. Mi sangre
hervía, mi corazón iba a estallar, rompíase mi cerebro en mil pedazos
y el sofocado aliento me ahogaba. Arrojeme en el suelo, maldiciendo
mi suerte, y evocando en mi ayuda no sé qué potencias infernales. Mis
ojos distinguían por todos lados inmenso horizonte, y en toda aquella
tierra no había un caballo para mí. Fijé la vista en el fango del
camino, y todo él estaba lleno de las huellas que deja la herradura.
¡Tanto animal yendo y viniendo, y ni uno solo para mí!

Aun entonces conservaba alguna esperanza.

--Ellos se detienen mucho en los pueblos --me dije--. Beben y comen en
todos los mesones. Si se detuvieran más de tres horas en otra parte,
quizás no lleguen a Cifuentes hasta la noche. De aquí a la noche bien
pueden andarse cuatro leguas. Ánimo, pues.

Seguí adelante. En el camino unos pastores dijéronme que el Empecinado
y D. Vicente Sardina habían pasado muy de mañana por la sierra y que
caminaban hacia Yela. Pregunteles por los atajos que podrían llevarme
más pronto a Cifuentes; pero sus noticias eran tan vagas, que juzgué
oportuno seguir por el camino para no perderme.



XXV


Avanzando siempre, encontré antes de llegar a Moranchel un obstáculo
en que hasta entonces no había pensado; un obstáculo invencible y
aterrador, el Tajuña, bastante crecido para que nadie intentase
vadearlo. La barca estaba al otro lado, abandonada y sola.

Senteme en una piedra junto al río, y pensé en Dios. Al punto vino
a mi memoria la Caleta de Cádiz y mi habilidad natatoria. Extendí la
vista por la superficie del agua; agitome una bullidora inquietud, y
aquella fuerza secreta que me impelía a seguir adelante, redoblose en
mí. Pensarlo era perder el tiempo. Arrolleme el capote en torno al
cuello, abandoné la escopeta, y cogiendo el sable entre los dientes me
lancé al agua.

Los primeros pasos en ella me dieron esperanza; pero al poco rato
sentime transido de frío: mis pies fueron dos pedazos de inmóvil
hielo, mis piernas rígidas no me pertenecían, y en vano se esforzaba
la voluntad en darles movimiento. Aquella muerte glacial invadía mi
cuerpo, subiéndome hasta el pecho. Tendiendo la vista con angustia
a las dos orillas, vi más cerca aquella de donde había partido; mis
brazos remaron en el agua para acercarme a ella: hice esfuerzos
terribles; pero no podía llegar, porque la corriente me arrastraba
río abajo; además, la masa de agua profunda me chupaba hacia adentro.
Recordando, sin embargo, que la serenidad es lo único que puede
salvar en tales casos, me esforcé por adquirir tranquilidad y aplomo.
Felizmente aún podía disponer de los brazos: trabajé poderosamente con
ellos; pero aquella orilla no se aproximaba a mí tanto como yo quería.
Por fin, ¡Dios misericordioso! una rama que besaba las aguas estuvo al
alcance de mí. Agarrándome a aquella mano del cielo que me salvaba,
pude al cabo pisar tierra. Había perdido el capote en el agua, y me
moría de frío en la misma ribera de donde partí.

A pesar de tan horribles contratiempos, la tenacidad de mi propósito
era tan grande, que aún creí posible seguir mi camino. Sin embargo, mi
estado era tal, que si no me guarecía bajo techo, estaba en peligro
evidente de perecer aquella noche. Y la noche venía a toda prisa,
lóbrega, húmeda, helada, espantosa. Miré en derredor, y no vi casa, ni
cabaña, ni choza, ni abrigo. Estaba desamparado, completamente solo en
medio de la Naturaleza irritada contra el hombre. Todo en torno mío
tendía a exterminarme, y no podía considerar sino que aquel suelo,
aquel viento, aquellas pardas nubes venían contra mí.

Otro hubiera cedido; pero yo no quería ceder. Tenía delante el aparato
formidable de la Naturaleza y de las circunstancias, que me decían: «De
aquí no pasarás»; mas ¿qué vale esto al lado del poder invencible de
la voluntad humana, que cuando da en ser grande, ni cielo ni tierra la
detienen?

Corrí para vencer el frío; pero las articulaciones me lo impedían con
agudo dolor. Procurando animarme, hablé conmigo en voz alta y canté,
como los niños cuando tienen miedo. El sonido de mi propia voz me
halagaba en aquella soledad horrorosa, y a ratos sentía no ser dueño
de mi pensamiento. Corriendo en diversas direcciones, vencí un poco
el frío; pero las ropas empapadas no querían secarse. Me parecía que
llevaba todo el Tajuña encima de mí.

Después que cerró completamente la noche, sentí ruido de voces.

«Gracias a Dios que está habitado el planeta --dije para mí--. El
género humano no ha concluido.»

Las voces sonaban del otro lado del río hacia la barca.

«Alguien pasa el río --exclamé con alegría--. Dejarán la barca en este
lado y podré pasar después.»

Al punto conocí que eran franceses, porque algunas palabras llegaron
hasta mí. Escondime aguardando a que pasaran... ¡Ay! ¡Cómo bendije
su aparición! ¡Con qué gozo sentí el suave rumor del agua, agitada
por la pértiga! ¡Cómo conté los segundos que duró el viaje y los que
emplearon en desembarcar y marcharse! Pero se me heló la sangre en
las venas cuando vi desde mi escondite que uno de ellos quedaba en la
embarcación, y que otro de los que se alejaron le dijo:

--Espera ahí, pues volveremos antes de media noche. Que la barca no se
mueva de esta orilla.

El peligro, sin embargo, no era invencible. Un hombre no es un
ejército. Acerqueme lentamente a la orilla, miré a la barca y vi a mi
marinero dispuesto a pasar bien la noche, abrigado en su capote.

--No hay tiempo que perder --dije--: echémonos encima.

En efecto: de buenas a primeras llegueme a él, y le di un sablazo de
plano sobre la espalda. Saltó el maldito gritando:

--¿Quién va?... ¿Qué quiere usted?

--¿Qué he de querer? Pasar.

Al punto reconocí en él a un renegado que había servido con mosén Antón.

--No se pasa --repuso--. ¡Qué modos, hombre! ¿Y quién es usted?

--Ya me conoces bien. Si quieres ir al agua ahora mismo, ándate con
preguntas y no desates la barca.

--Es Araceli --dijo--. Vamos a ver, ¿y si no me diera la gana de pasar?

Sin hacerle caso, me metí en la embarcación y con la pértiga la empujé
hacia la otra orilla. El renegado no puso obstáculo, y ayudándome me
dijo:

--Pero ¿no le fusilaron a usted esta mañana?

--Parece que no.

--¿Sabe usted que andan azorados?

--¿Quiénes?

--Los _musiures_. _Paeje_ que D. Juan está en la sierra con alguna
gente. Yo me voy otra vez con D. Juan. Nos han engañado.

--Dime: ¿has visto a mosén Antón?

--Ha quedado con los demás del destacamento, y el Sr. D. Luis en una
venta que hay a mano derecha del camino, a una legua de Cifuentes.

--¿Les has dejado allí? ¿Sabes si se detendrán mucho?

--Me _paeje_ que sí. Están todos borrachos. Se conoce que no tienen
prisa. Trijueque y el jefe francés han tenido una riña por el camino.
Creo que nos empecinamos otra vez.

--¿Tienes que comer?

--Medio pan puedo dar a usted. Ahí va.

Antes de poner el pie en tierra, comí con ansia. Luego que desembarqué,
despidiéndome del renegado, seguí precipitadamente mi camino. Todavía
tenía esperanzas de llegar a tiempo.

«Como saben que nadie ha de estorbarles --dije para mí--, irán con
calma. Dios alargue su borrachera... Sin embargo, si resuelven poner en
ejecución su plan a prima noche, es cosa perdida. Si le dejan para la
mañana... ¡Dios poderoso, llévame pronto allá!»

El frío me mortificaba mucho, sin que me fuese posible vencerlo con la
velocidad de la carrera, porque lleno mi cuerpo de dolores agudísimos,
me era muy difícil andar a prisa. No llovía, y a causa del recio viento
que durante el día reinara, el piso estaba algo duro, además de que la
fuerte helada de aquella noche petrificaba el suelo. A poco de alejarme
del río, noté que necesitaba gran esfuerzo para seguir andando; quería
avivar el paso; pero mientras más a prisa marchaba, más viva sentía
aquella resistencia de mis piernas a llevarme adelante. Senteme para
recobrar fuerzas, y al sentarme aumentó mi malestar. Dentro de mí
surgía una inclinación enérgica al reposo, un deseo profundo de no
mover brazo ni pierna. Quise sacudir la pereza, y anduve otro poco;
pero al corto trecho sentí que de las rodillas abajo mi persona no era
mi persona, sino un apéndice extraño, una extremidad de madera o de
hierro que me obedecía, sí, ¡pero de qué mala gana!

Moví los brazos, y ¡cosa singular! encontreme sin manos, es decir,
perdí la sensación de poseerlas. Esto me produjo mucha congoja; pero
aún permanecía poderoso, en medio del invasor enfriamiento, el horno de
mi corazón, que no anhelaba descanso, sino carrera.

«Tú no te enfriarás, corazón --exclamé--. Mientras tú conserves una
chispa de calor, el cuerpo de Gabriel marchará adelante. Si es preciso,
me daré de palos.»

Quise gritar y cantar; pero mi garganta se negó a articular sonidos.
Parecía que una invisible mano me la apretaba.

«Esto no es nada --pensé--. Ninguna falta me hace la voz. Ánimo,
corazón. Parece que llevo una fragua dentro de mí.» Pero la fragua se
iba extinguiendo también. Bien pronto mis rodillas fueron una masa
dura, rígida, mohosa; un gozne roñoso y sin juego. Al notarlo, hice lo
que me había prometido: me apaleé. Pero ¡ay! mi brazo derecho no pudo
manejar el sable, que se me escapó de la mano... Anduve más... quise de
nuevo correr, y mis piernas se doblaron. ¡Qué sensación tan extraña! El
suelo helado me parecía caliente.

Erguí la cabeza, moví el cuerpo; pero nada más. Mis manos, que aún
conservaban alguna sensibilidad, tocaron unos objetos largos, inertes
y fríos, y al notar que eran mis piernas, no pude evitar una sonrisa
fúnebre. Mi voluntad poderosa quería reanimar aquel vidrio que había
sido mi carne y mi sangre; pero no pudo. El corazón latía con furia, y
en mis oídos un zumbar monótono me enloquecía con lúgubre música. De
momento en momento me achicaba. La conciencia corporal iba estrechando
los límites de mi persona, y sentí que el mundo exterior, el cosmos,
digámoslo así, aunque parezca pedantería, empezaba en mi cintura y en
mis hombros.

«Tremendo es --pensé-- que esté uno metido dentro de una cosa que se
hiela como el agua... ¡Dios inhumano, un rayo que me derrita!»

Yo tenía un alma y me reconocía piedra.

Mi cuerpo tendía cada instante con más fuerza a la inmovilidad
absoluta. Como el moribundo deseé la vida, deseé que alguien viniese y
a martillazos me machacara.

Con ansiedad inmensa mi vista exploró el camino, y allá lejos, muy
lejos, observé gente que venía. Sonaba rumor de caballos, que acrecía
acercándose.

«Serán franceses --me dije--. ¡Malditos sean! Me salvarán, y otra vez
estoy en poder de esa canalla.»

Efectivamente, eran franceses; si bien cuando estuvieron próximos,
a pesar de que iba yo perdiendo el claro uso de mis sentidos, creí
distinguir voces españolas empeñadas con las francesas en viva disputa.
Venían también algunos renegados. Después de tantos esfuerzos, de
tantas luchas, cuando se había agotado la energía de mi cuerpo y de mi
espíritu, volvía a encontrarme prisionero. Casi anhelé que pasaran de
largo sin hacerme caso. Pero oí a mi lado la voz de mosén Antón, que
decía:

--Aquí hay un hombre helado. Es Araceli. Llevémosle al mesón.



XXVI


Hallábame, después de un espacio de tiempo cuya longitud no puedo
apreciar, en el interior de una venta, y en una habitación tan
parecida a mi famosa prisión en Rebollar de Sigüenza, que pensé que no
había salido de ella. Pero una observación atenta me hizo ver alguna
diferencia, y principalmente el montón de paja con que me habían
cubierto, y cuyo suave calor me volvía lentamente a la vida. A mi lado
estaban algunos renegados y mosén Antón. El local era la parte alta
de una venta del camino ocupada por los franceses con los caseríos
inmediatos.

--Estoy otra vez prisionero --dije instintivamente.

--Sí, señor --repuso el clérigo con cierta socarronería--. Y ahora no
se nos escapará usted.

--¿Qué hora es? --pregunté.

--¿Para qué quiere usted saberlo?

--Es que quisiera marcharme, Sr. Trijueque. ¿Qué distancia hay de aquí
a Cifuentes?

--No es mucha; pero aunque pudiera usted salir, amiguito, y fuera a
donde desea, no conseguiría nada. Otros le han tomado la delantera.

Ya había previsto la noticia, y la pena y rabia que sentía apenas se
aumentó.

--Supongo que estos bandidos me castigarán por haberme escapado de
Rebollar y por lo de Algora.

--Los castigos y crueldades de esta gentuza --me dijo mosén Antón
acercando su rostro a mi oído, y expresándose en voz muy queda-- honran
y enaltecen a la víctima.

Algunos renegados salieron, y los franceses que quedaron en la
habitación, dormían. Trijueque pudo hablarme con más libertad.

--Ya llegó a su colmo mi paciencia --me dijo--, y estoy decidido a
romper con estos pillos. Son más orgullosos que Rodrigo en la horca,
y a los que nos hemos pasado a sus banderas nos humillan, tratándonos
con un desprecio... Mi rabia es tan grande, Araceli, que les ahorcaría
a todos sin piedad, si en mi mano estuviera. ¿Querrá usted creer que
siguen prodigándome insultos, y que su insolencia para conmigo va en
aumento? No satisfechos con llamarme _monsieur le chanoine_ se empeñan
en denigrarme más, y hoy un oficial me llamó _monseigneur l’évêque_.

--Mosén Antón, ¿los demás renegados que están aquí piensan lo mismo que
usted? --le pregunté, sintiendo que por encanto me restablecía.

--Lo mismo. Todos desean volver allá.

--¿Cuántos son?

--No llegamos a veinte.

--¿Y los franceses?

--En esta venta y en las casas inmediatas hay más de ciento. La lucha
sería muy desigual.

--La traición ha vuelto cobarde al gran Trijueque. Somos pocos; pero
vale más morir que ser juguete de esta chusma.

--¡Sí, y mil veces sí! --exclamó el cura con exaltación--. Araceli, veo
que hay un gran corazón dentro de ese cuerpo. Conque... Pero déjeme
usted que le explique --añadió bajando la voz--: he sabido que Juan
Martín está vivo y ha reunido alguna gente.

--También yo lo he sabido. ¿Dónde están?

--Un pastor me dijo que Sardina había ido a parar a Grajanejos... Juan
Martín pasó ayer tarde por la sierra. Muchos dispersos estaban en Yela.

--Es fácil que se hayan reunido y traten de reconstituir el ejército.

--Creo que sí, y harán bien --dijo el ogro--. Me alegraría de que
diesen una paliza a esta gente. Si mi previsión militar, si mi
conocimiento del país no me engaña esta vez --añadió bajando más la
voz--, Juan Martín y Sardina reunirán su gente en Cíbicas, que está a
legua y media de aquí... ¡qué admirable posición para caer sobre este
destacamento y hacerlo polvo!... Si yo estuviera en su lugar... Pero ni
el uno ni el otro ven más allá de sus narices.

--Hay que hacer un esfuerzo para salir de aquí. Nos uniremos a D. Juan,
y usted, luego que le pida perdón...

--¡Yo perdón!... ¡perdón! --dijo el guerrillero con voz cavernosa y
ademán sombrío--. Eso jamás.

--Nos presentaremos al Empecinado...

--Yo no: mi decoro, mi dignidad... En suma, mosén Antón se cortará
con sus propias manos su gran cabeza, que envidiarán más de cuatro,
primero que volver atrás del paso que dio. Los hombres de mi estambre
no retroceden, y lo que hicieron hecho está... Mi intento ahora es
renunciar a la guerra y marcharme a morir a Botorrita.

Después de meditar un momento, mosén Antón se levantó para marcharse.

--No me deje usted solo --le dije deteniéndole.

--No puedo estar aquí más... Quiero correr fuera... quiero huir. ¿No he
dicho a usted que Juan Martín está en Cíbicas?

--Mejor.

--Figúrese usted --añadió con espanto-- que viene aquí, que sorprende a
estos bolos, que nos coge a todos, que me ve...

--¡Oh! Ese suceso es demasiado feliz para que pueda suceder. Estamos
dejados de la mano de Dios.

--Yo me voy.

--¿En dónde está Albuín?

--No lo sé, ni quiero saberlo. ¡Ojalá se le tragara la tierra!...
Condenado Juan Martín: si tuviera dos dedos de frente, podía caer
encima de este destacamento y aniquilarlo. Todos los generales del
mundo son unos zotes. ¡Si yo tuviera un ejército! ¡Me reviento en...!
Si yo tuviera un ejército de españoles, de franceses, de griegos, de
chinos o de demonios... ¡Maldita sea mi estrella!... ¡Oh, qué gozo
sería que Juan Martín aplastara a esta vil gentuza! Yo, sin tomar
partido por unos ni por otros, aplaudiría desde lejos; sí, señor,
aplaudiría... ¡Llamarme _monseigneur l’évêque_, ultrajar a un guerrero
como yo! Dan el mando de media compañía al hombre que puede coger
cincuenta mil soldados en la palma de la mano y sembrarlos sobre el
campo de batalla, sin que ninguno caiga fuera de su natural puesto...
¡A mí, que salgo al campo, doy un resoplido, huelo media España, y ya
sé por dónde anda el enemigo; a mí, que soy capaz...! pero no quiero
hacer elogios de mí mismo.

--Sr. Trijueque, usted está corroído, abrasado por los remordimientos.

--¿Yo?... ¡Qué desatino! --exclamó con enfado--. Sr. Araceli, de mí no
se burla un mozalbete. ¿Soy algún muñeco para que se ponga en duda la
entereza de mis acciones?

--Hagamos una hombrada, señor cura. Hable usted a los renegados que
están en la venta. Sublevémonos contra esa canalla, y así acabaremos de
una vez. O muerte o libertad.

Trijueque se frotó las manos y arqueó las cejas, más negras que la
noche.

--¡Admirable suceso! --dijo--. Nos sublevamos, ¿y después...?

--Nos uniremos a D. Juan Martín.

El cura, frunciendo el ceño, demostró disgusto.

--No... ¡me voy, me voy a mi pueblo! --exclamó con febril inquietud--.
¿Y quiere usted que nos sublevemos, que pasemos por sobre los cuerpos
de estos cobardes?... Después de hecho eso, no podemos permanecer
solos. Necesitamos buscar a Juan Martín, y si nos unimos a él,
forzosamente me tiene que ver.

--Bien, ¿y qué?

--Y si me ve, me dirá algo.

--Y usted le confesará que se equivocó, que se alucinó.

--¡Rayos y centellas! --gritó con furor--. ¿Soy niño de teta?...
Araceli, este hombre de bronce, esta naturaleza de gigante, este
Trijueque a quien Dios formó por equivocación con el material que tenía
preparado para veinte hombres, no se doblega ante nadie. ¿Por qué he
de exponerme a que él me vea? En este momento no temo a todos los
ejércitos franceses, no temo a todo el mundo armado contra mí; pero si
Juan Martín entra por esa puerta y me mira, y me echa encima el rayo de
sus ojos negros, caigo rodando al suelo... ¡Váyase Juan Martín con mil
demonios! Quiero huir de la Alcarria; quiero irme a Aragón, y pronto,
ahora mismo...

--Hagamos antes la gran calaverada. Yo estoy enfermo. Solo no puedo
nada; pero al lado de mosén Antón me encuentro capaz de todo. Los
renegados tienen buenas armas.

Trijueque iba a contestarme cuando sentimos gran ruido abajo; ruido de
gente de armas a pie y a caballo, que acababa de entrar en la venta.

--Ahí están --dijo el clérigo--. ¿No conoce usted una voz entre todas
las voces? Es la de su amigo de usted, el Sr. D. Luis de Santorcaz.

Ciego de ira me lancé hacia la puerta; pero un francés que la
custodiaba, me detuvo, amenazándome con ensartarme en su bayoneta. Al
principio no vino a mi mente palabra bastante dura para manifestar mi
cólera; luché un rato con el atleta que me prohibía salir, y grité
repetidas veces:

--¡Bandidos! ¡Infame Santorcaz, embustero y falsario!

Trijueque llegose a mí, y con una sonrisa de brutal estoicismo, que me
hizo el efecto de un bofetón, me dijo:

--Sr. Araceli, es increíble que un guerrero animoso tome tan a pechos
este sainete de amores.

--Quite usted de en medio a ese miserable que me impide salir, y
veremos.

Eché mano a la empuñadura del sable que el guerrillero llevaba en el
cinto; pero con rápido movimiento Trijueque detuvo mi mano. En el mismo
instante, sentí gritos de mujer que helaron la sangre en mis venas.
Pugné de nuevo por salir; pero manos poderosas me sujetaron. Mi cuerpo
ya no era hielo: era una antorcha en que se enroscaban las abrasadoras
llamas de mi odio. Respiraba fuego.

Entró precipitadamente un hombre que no era otro que el Sr. D. Pelayo,
el cual dijo:

--¿Dónde está el reverendo obispo?... ¡Ah! ya le veo... Necesitan abajo
a _Su Ilustrísima_.

--¿Para qué, deslenguado y sin vergüenza? ¿Va a marchar mi compañía?

--No, señor. Es que se han atascado las ruedas del coche en que
llevamos a esa señorita, y como la mula no podía tirar de él, dijeron:
«¡Que venga Su Ilustrísima!» ¡Pronto abajo... a tirar del carro... arre!

--D. Pelayo --dijo Trijueque--, no te estrangulo por conmiseración.
Dile al falsario y bellaco que te mandó, que tire del carro, si gusta.

--D. Luis está más borracho que una cuba --repuso D. Pelayo riendo--.
¡Oh, qué noche! Y todavía no sé cuánto voy ganando. Me ha prometido
hacerme oficial de la guardia del Rey José...

Imposibilitado de hacer movimiento alguno, vomité los denuestos más
horribles sobre aquel miserable.

--Muy bravo está el Sr. Araceli --me dijo envalentonándose al ver que
no podía hacerle daño.

--Infame tahúr, pide a Dios que no te deje caer en mis manos, si algún
día puedo hacer uso de ellas.



XXVII


Sentí otra vez angustiosos gritos de una mujer que pedía socorro. Al
verme hacer colosales esfuerzos para desasirme; al oír mis alaridos
de furor, Trijueque, poseído de indignación, si no tan ruidosa, tan
intensa como la mía, abandonó la estancia, diciéndome:

--Esto no se puede tolerar... Mi sangre hierve.

D. Pelayo, riendo como vil bufón, exclamó:

--¿Se enfada también porque chilla la de Cifuentes?... ¡Qué guapa
es! Mimos y suspiritos por todo el camino... Nos traía locos... Será
preciso taparle la boquirrita con un pañuelo... Araceli, que pase usted
buena noche. Adiós.

Todo esto se ofreció a mis sentidos como las imágenes de un delirio.
«¿Estoy despierto?», me preguntaba. Mi cuerpo se blandía entre las
lazadas de la cuerda con que aquellos bárbaros le habían sujetado, y no
me quedaba libre más que la voz para echar por su conducto, en forma
de improperios horribles, toda mi alma. Cuando, pasado algún tiempo,
quedó en silencio la venta y alejáronse los que poco antes entraran en
ella, yo había sufrido una transformación horrorosa. Me había vuelto
imbécil. Surgían en mi pensamiento las ideas con un aspecto entre
risible y monstruoso, y dominado por un pueril terror no podía expresar
cosa alguna sin reír, sin desbordarme en una hilaridad atrabiliaria que
desgarraba mi pecho, envolviendo en sombras tristísimas mi alma.

A pesar de mi singular situación de espíritu, entendía perfectamente lo
que a mi lado hablaban.

--Este fue el que escapó de la casa de Ayuntamiento en Rebollar de
Sigüenza --dijo uno--. Bravo mozo.

--Y el que dirigió la matanza de nuestros compañeros en la batalla de
Algora --afirmó otro--. No se asesina a los franceses impunemente. Es
preciso quitaros de en medio.

Un comandante subió, y estuvo examinándome largo tiempo.

--Parece que se finge demente este joven para evitar el castigo.
Desatadle y veremos.

Hicieron lo que se les mandaba.

--Si os pusiera en libertad --me preguntó el comandante--, ¿qué haríais?

--¡Matar! --repuse con siniestra calma.

--¿Es cierto que os escapasteis de la prisión en Rebollar?

--Sí.

--¿Y asesinasteis a los tiradores que llevaban un parte mío al general
Gui?

--Yo quería un caballo --respondí.

--Contestad a lo que os pregunto --dijo con enfado--, y no os hagáis el
tonto. Puedo mandaros fusilar al momento.

--Es lo que deseo --repuse, sintiéndome otra vez invadido por la risa.

--Si pensáis salvaros así, es peor. Estoy inclinado a la benevolencia,
porque ha intercedido hace poco por vos una persona a quien estimo, un
español del orden civil, que sirve lealmente al Rey José.

La imagen de Santorcaz pasó sangrienta y terrible por delante de mis
ojos.

--No le hagáis caso --dije--. Es un borracho, como vos y como vuestro
Rey José.

Dije esto, no como quien habla, sino como quien escupe. Con tales
palabras pronuncié mi sentencia. Pero había llegado a una situación
física y moral tan deplorable, que la muerte era para mí un accidente
sin importancia. Me sentía enfermo otra vez, mortificado por acerbos
dolores; y además, la idea de que Dios me había abandonado en mi
noble empresa decretando el triunfo del crimen, dábame un profundo
desaliento, en virtud del cual casi empezaba a morir. Recordaba los
sucesos de aquella noche con la vaguedad indiferente y triste con que
el alma inmortal parece ha de recordar en los instantes que siguen a
la muerte los últimos accidentes del mundo recién abandonado, de cuya
esfera el infinito acaba de separarla.

Cuando me bajaron, apenas me podía mover; mas los franceses, con
inhumanidad indisculpable, me empujaban golpeándome. Un oficial, sin
embargo, me tomó la mano, y con noble delicadeza rogome que descansase
en uno de los bancos de piedra que había en el patio. Allí escuché
claramente estas palabras, dichas al comandante por otro oficial:

--Este joven no debe estar en su sano juicio.

--Interrogadle otra vez --ordenó el comandante, alejándose.

--¿Habéis servido mucho tiempo a las órdenes del general Empecinado?
--me preguntaron.

Entrome de nuevo el ansia de reír, y les contesté de un modo que no les
satisfizo.

--¿Estuvísteis en la acción de Rebollar, donde murió el célebre D. Juan
Martín Díez?

Al oír esto contúvoseme la risa, y sentí alguna claridad en mi
espíritu.

--D. Juan Martín no ha muerto --respondí.

--¿Vive ese buen hombre? --dijo con ironía uno de los oficiales--. ¿Por
dónde lleva ahora sus fabulosos ejércitos de bandidos?

--Si vive --añadió otro de los que me observaban--, no debe tener un
solo hombre consigo, pues disuelta la gran partida, unos están con
nosotros y otros han formado cuadrillas de salteadores.

Solté de nuevo la risa, y el oficial afirmó:

--El miedo y los padecimientos le vuelven imbécil: haced un esfuerzo y
fijaos bien en lo que os pregunto. ¿No sabéis a dónde se ha retirado lo
que quedó del disuelto ejército de Don Juan Martín?

Un rayo de luz entró en mi mente.

--El ejército de D. Juan Martín --respondí con serenidad-- no se ha
disuelto. Se dividió y ha vuelto a reunirse.

--¿En dónde está?

Desde el patio donde nos encontrábamos se veía todo el país cercano
por occidente. Era la hora en que las primeras claridades del alba
comienzan a iluminar la tierra, y sobre el turbio cielo se destacaban
vagamente unos cerros escalonados. Mirando al horizonte, señalé con mi
mano temblorosa, y dije:

--Allí.

--Allí --repitieron los oficiales--. En esa dirección, a legua y media
de distancia, hay una aldea llamada Cíbicas. Sabemos que a prima noche
merodeaba por allí una cuadrilla de bandoleros. ¿Es ese el ejército que
decís? ¿En qué os fundáis para asegurar que allí se han reunido los
grupos disueltos del ejército empecinado?

--Lo adivino --repuse experimentando otra vez el sacudimiento nervioso
que me hacía reír.

--El estado de este joven --dijo uno de ellos-- es tal que debe
suponerse no existe en él verdadera responsabilidad.

--Sois demasiado jurista, Saint-Amand --dijo otro--. Los guerrilleros
son gente astuta. Acordaos de aquel bárbaro patriota gallego que
después de haber envenenado a treinta franceses, se fingió tonto para
eludir el castigo.

Otro de los oficiales se apartó de mí para dar algunas órdenes, y vi
que varios soldados marchaban de acá para allá. Entonces oí claramente
que un zapador que acababa de entrar en el patio dijo a los demás:

--Los escuchas han anunciado la aproximación de alguna gente del lado
de Cíbicas.

--Merodeadores y gente menuda.

--Pienso que se debe enviar media compañía a vigilar el sendero que hay
en aquel cerro. ¿Dónde está el comandante?

--Duerme --repuso otro--, y ha mandado que no se le despierte, a menos
que venga aviso del general Gui.

Oyose un disparo.

--Ha sonado un tiro en las avanzadas. ¿Qué es eso?

En el mismo instante, el vivo redoblar de un tambor, llegando hasta
nosotros, infundió cierta inquietud a aquella gente, y empezaron a no
ocuparse gran cosa de mí.

--No es nada --indicó uno.

--¿Cómo que no es nada? --exclamó azoradamente un oficial que con
precipitación acababa de entrar en el patio--. Por el sendero de
Cíbicas ha aparecido mucha gente. Se corren por ese cerro de la
izquierda que está sobre nuestras cabezas. ¡A las armas!

--Llamar al comandante.

--Es preciso escarmentar a esos miserables. Son ladrones de caminos.

Oí un disparo y luego muchos.

Varios soldados franceses aparecieron corriendo con precipitación, y un
grito terrible resonó en aquel recinto, un grito que al punto puso gran
pánico en el ánimo de aquellos desapercibidos guerreros. El grito era:

--¡Los empecinados! ¡A las armas!

En efecto: eran los míos. El movimiento previsto por la atrevida mente
de mosén Antón se había verificado, y las tropas que asediaban el
destacamento francés eran unos quinientos hombres que con gran trabajo
había logrado reunir Sardina. Las guerrillas no necesitan, como los
ejércitos, mil prolijos melindres para organizarse. Se organizan
como se disuelven: por instinto, por ley misteriosa de su inquieta y
traviesa índole. Desparrámanse como el humo, al ser vencidos, y se
condensan como los vapores atmosféricos, para llover sobre el enemigo
cuando menos este lo espera.

Bien pronto se entabló la lucha. Los guerrilleros atacaron con brío,
como gente ofendida y rabiosa que quiere vengar un agravio. Los
franceses se defendieron bien; mas no les fue posible contener a mis
amigos, que tuvieron tiempo de acercarse en silencio y escoger la
posición y el punto de ataque que les pareció más ventajoso. Un pelotón
de imperiales, colocado al abrigo de una casucha inmediata al edificio
en que yo estaba, resistió con sublime denuedo; pero no tenían los
franceses bastante gente, y los de Sardina entraron por distintos
puntos en la aldea, atropellándolo todo. No he visto nunca mayor saña
para acorralar y destruir a un enemigo que se repliega y cede después
de colosales esfuerzos. Los empecinados no daban cuartel a nadie, y ¡ay
de aquel que se oponía a su paso! Cuando entraron victoriosos en el
patio, grité con toda la fuerza que me permitía mi voz:

--¡Aquí, bravos compañeros! Dadme un sable, que todavía os puedo
ayudar. En la cuadra de la derecha se han escondido algunos... Otros
tratan de escaparse por el arroyo... ¡A ellos! Rematadlos.

Me sentí poseído del trágico furor de la matanza, y las crueldades de
mis camaradas con los franceses enardecían mi alma. En medio del patio,
un espectáculo terrible puso límite a mi exaltación. Un hombre bajó
precipitadamente de las habitaciones altas. Era el comandante francés.
Viendo a los suyos que saltaban las tapias para huir, o se escondían en
los sótanos, gritó blandiendo el sable:

--Deteneos, miserables, y ved aquí a qué precio vende su vida un
guerrero de las Pirámides y de Austerlitz.

Y acometió a los nuestros con furia más propia de tigres que de hombres.

--¡Atrás, bandidos! --gritaba--. No hay más Rey de España que José I.

Diciendo esto, cayó en tierra para no levantarse más.

Poco después me estrechaba en sus brazos el bravo y noble Sardina.

La partida victoriosa tornó al punto a la sierra. Diéronme ropa, un
caballo, y medianamente enfermo les seguí. No me fue posible adquirir
noticia alguna de la dirección que había tomado Santorcaz con su presa,
y mientras la Providencia me deparaba alguna luz, resolví bajar a
Cifuentes, que estaba a muy corta distancia del sitio donde hicimos
alto al mediodía. No había peligro alguno en tal expedición, porque
acordadamente con la marcha de Sardina, D. Juan Martín había hecho otra
sobre Cifuentes, cuya guarnición puso a tiempo pies en polvorosa.

Bajé, pues, a la villa, donde me recibió Don Juan con gran agasajo.
Tenía el brazo derecho en cabestrillo, a consecuencia de la fuerte
contusión alcanzada cuando _se salvó_, como dice la historia,
_echándose a rodar por un despeñadero abajo_. Contome cómo pudo allegar
alguna gente y congregarla sin descanso, gracias a la docilidad y
buenas prendas de los que a todo trance le seguían, y yo, a instancias
suyas, le referí los lances de mi prisión y las dos entrevistas que
tuve con el gran Trijueque.



XXVIII


No me detuve con él en largas conferencias, porque impaciente por ver
a Amaranta, corrí sin perder tiempo al célebre castillo. Encontrela en
estado tan deplorable de cuerpo y de espíritu, que tardó en reconocerme
cuando me presenté. ¡Cómo había decaído en el breve espacio de algunos
días aquella incomparable naturaleza tan potente en su fenomenal
hermosura, que parecía destinada a no ajarse ni con los años ni con las
pesadumbres, cual inalterable modelo de una raza perfecta! Aumentada
con la palidez y la demacración la intensa negrura de sus ojos,
había perdido aquella dulce armonía de su rostro. Ya no era esbelto
y flexible su talle, y un enflaquecimiento repentino desfiguraba los
hermosos hombros y garganta, que no habían tenido rival. La voz, cuyo
timbre producía antes inexplicable sensación en los que la escuchaban,
se había dilatado y enronquecido, y por la congoja del pecho necesitaba
hacer dolorosos esfuerzos para hacerse oír.

Cuando me reconoció, arrojose llorando en mis brazos, estrechándome en
ellos durante largo tiempo con fuerza nerviosa y un ardiente anhelo de
que solo es capaz el maternal cariño. Ni ella ni yo podíamos hablar.
Sus lágrimas mojaban mi seno.

Mirome luego, asombrándose de encontrarme tan desfigurado como yo la
encontré a ella. Volviome a abrazar con efusión, y me dijo:

--¡Hijo mío! ¡Cuánto has padecido!

--Inútilmente --repuse, sentándome junto a ella y besando sus manos--,
porque he llegado tarde.

Callamos de nuevo, sin acertar con las palabras propias para expresar
nuestra congoja.

--¡La hemos perdido para siempre! --exclamó, elevando al cielo los
ojos bañados en lágrimas--. ¡Bien sospechaba yo que ese hombre no me
perdonaría jamás! ¡Ha esperado largo tiempo la ocasión de su venganza,
y al fin la ha consumado!

--Señora --le dije--, no se ha perdido todo. Yo buscaré a Inés por toda
España, por todo el mundo si es preciso, y al fin, con la ayuda de
Dios, espero encontrarla.

La infeliz, sin contestarme de palabra, expresó en su rostro la más
dolorosa duda.

--No --repitió--, ya sabía yo que ese hombre no me perdonaría... Pero
esto me parece un sueño. Mi hija desapareció de mi lado sin que hasta
ahora me haya sido posible averiguar cómo y a qué hora. Sé que unos
aldeanos la vieron conducida en un coche y custodiada por españoles y
franceses... y nada más. El corazón me dice que no la volveré a ver...
¿Piensas tú lo mismo? Ese hombre me impondrá condiciones ignominiosas
que no podré aceptar sin deshonrarme.

Cubriose el rostro con las manos.

--Señora --le dije--, o no valgo nada, o la arrancaré del poder de ese
hombre. Es para mí una deuda de honor, y a satisfacerla me consagraré
mientras tenga un aliento de vida. Este infame atropello me hiere en lo
más delicado de mi ser. He sido robado, señora; vilmente robado, porque
Inés es mía: ¿no lo sabía usted?

--Es tuya --respondió la condesa--. No me atrevo a negarlo. En este
momento terrible, cuando me siento herida, castigada sin duda por Dios;
cuando veo por tierra mi orgullo; cuando, volviendo a todos lados los
ojos, no veo más que ruinas; en esta triste ocasión, en que considero
disipadas mis glorias, obscurecido el lustre de mi casa, perdido mi
prestigio y valimiento; ahora que me veo enferma y quizás próxima al
sepulcro, me parece que el mayor, el único consuelo de mi alma, es
estrecharte entre mis brazos y llamarte mi hijo. Gabriel, te prometo,
te juro que si encuentras a Inés, si me la devuelves, será tu mujer.
¿Quién puede oponerse a esto?

--Nadie, señora --respondí con orgullo--. Nadie.

Estreché sus hermosas manos entre las mías. Era el único lenguaje que
mi emoción me permitía.

--Solo en el mundo, abandonado a mí mismo --le dije después de una
larga pausa--, me echo de hoy para siempre en los brazos de la que fue
mi ama y hoy representa para mí la familia, la amistad, el amor, todo
aquello que me ha faltado y que busco con el afán del sediento en mi
solitaria vida.

--Y yo te recibo en ellos --exclamó--. ¿Por qué no? ¿Quién me lo
impide? Dios ha enlazado tu vida con la nuestra, y todas las potencias
de la tierra no pueden separarla. ¿Debo atender a mi familia? Pero
yo estoy loca. ¿Acaso tengo familia? Perseguida por mis parientes,
olvidada de todos, Dios ha dispuesto las cosas de modo que mi único
amparo, mi único consuelo sea este generoso joven; tú, Gabriel, que
con mi pobre hija llenas el vacío de mi corazón. ¡Cómo se elevan las
personas, Dios mío; cómo triunfan finalmente las dotes excelsas del
alma, abriéndose camino por entre la miseria, la humildad y el olvido
del mundo, para establecer su imperio sobre las gentes! ¿De qué valéis,
grandezas exteriores, títulos vanos, fortuna y pompas de los hombres?
Como ejemplo de lo que sois, aquí me tenéis. En cambio, ¿quién puede
negar que existe una aristocracia de las almas, cuya nobleza, aunque la
ahoguen desgracias y privaciones, al fin ha de abrirse paso y llevar su
dominio hasta las mismas esferas donde campean llenos de hinchazón los
orgullosos? Ejemplo eres tú, hijo mío... Me siento desfallecer al darte
este nombre, que trae a mi espíritu desconocidas alegrías... Gabriel,
búscala, por piedad, pronto, hoy mismo. De eso depende que veas en
mí la más desgraciada o la más feliz entre las mujeres nacidas; de
eso depende el cariño que te debo tener, que tengo ya por ti; de eso
depende todo, querido mío. Vas a probarme la energía de tu voluntad, el
temple de tu alma, y si eres digno de aquello que con tan noble audacia
has deseado y solicitado, desafiándome a mí, a toda mi familia y al
mundo entero.

--Señora y madre mía --exclamé puesto de rodillas frente a ella, con
la solemne expresión de quien descubre ante Dios lo más hondo de su
conciencia--, no hay dentro de mí una sola gota de sangre que me
pertenezca. Pertenezco a mi familia, por quien desde hoy vivo. Si no
amase a Inés como la amo, la buscaría por toda la tierra, y moriría
cien veces por devolverla a la persona que con cuatro palabras ha
engrandecido mi alma a mis propios ojos abriéndome los horizontes de la
vida; haciéndome ver que los latidos de mi corazón no eran un esfuerzo
solitario, inútil y perdido en el caos de los sentimientos humanos;
llenando de una vez este vacío, y poblando esta soledad espantosa
que desde el nacer me rodea. Si no la amara como la amo, y aun con
la certidumbre de que no había de ser para mí, yo emplearía toda mi
voluntad, toda mi fuerza y la vida toda en rescatarla de sus infames
secuestradores. Tengo la seguridad de que lo conseguiré. Señora, Dios
está con nosotros; y si en la ocasión terrible que acaba de pasar no
nos ha favorecido, es porque nos exige mayores y más nobles esfuerzos
para merecer el galardón de su misericordia infinita. Señora condesa
--añadí levantándome--, ánimo. Dios está con nosotros.

La desgraciada madre se arrojó de nuevo en mis brazos. Entonces
advertí su deplorable situación en lo relativo al vestir y a las
diversas comodidades domésticas que una persona de su posición exigía.
Contestando a mi pregunta, dijo:

--¿Pero no sabes que los franceses al retirarse esta mañana se llevaron
todo lo que había en la casa? Hace ya días que me quitaron el último
dinero que tenía. Hoy no han dejado ni una pieza de ropa, ni una manta
de abrigo, ni un mantel. Rompieron toda la loza porque no podían
llevársela. Nada te digo de la plata y vajillas de valor, pues todo eso
pasó hace tiempo al tesoro del Rey José. En suma, hijo mío: esta mañana
he necesitado un alfiler, y he tenido que pedirlo prestado. Esta ropa
con que me visto es de la tía Pepa, mujer de uno de los guardas del
monte. ¿Verdad que estoy guapa?

--Poco a poco se irá usted curando de su afición a los extranjeros --le
dije con melancólica jovialidad.

--No, ya estoy curada por completo... Pero di, ¿qué piensas hacer? ¡En
qué horrible trance nos hallamos! ¿Has averiguado algo de la dirección
que tomaron esos bandidos?

--Es demasiado pronto. No será imposible averiguarlo. Debe tenerse en
cuenta que su vida no corre peligro. Además, para ocultarla de un modo
absoluto, Santorcaz tendrá que ocultarse también él mismo, y un hombre
que funda su poder en un cargo público, ha de estar visible en alguna
parte. La situación no es desesperada ni mucho menos. Santorcaz es un
hombre, no un demonio.

--¿Podrás darme hoy mismo alguna esperanza, alguna noticia
satisfactoria? --me preguntó con amargo desconsuelo.

--Es difícil. Entretanto, procure usted reposar de tanta fatiga,
calmar un poco las angustias de su corazón destrozado... Es urgente
proporcionar a usted algunas comodidades.

--No te preocupes de eso, ni emplees en mí un tiempo precioso. Yo estoy
bien así.

--Escribiremos a Madrid para que el administrador de la casa envíe a
usted ropas, vajilla y dinero.

--Es inútil --me respondió sonriendo--. Mi señor administrador tiene
orden del jefe de la familia para no darme nada mientras yo misma no
escriba a dicho jefe, pidiéndole perdón de mis... faltas. Pero antes de
dar este paso, pediré limosna de puerta en puerta...

Esta revelación me indujo a tristes meditaciones.

--Ya te he dicho que vienen penosísimos y horribles días para mí...
Hablan de mis faltas. Sin duda he cometido alguna muy grande,
inmensa... --dijo cerrando los ojos como aletargada, o para rodearse de
las sombras que le permitieran explorar con ojo seguro su conciencia.



XXIX


La contemplé largo rato, lleno de tristeza, y consideraba a qué extremo
de desventura había descendido la que yo conocí en el apogeo de la
grandeza, de los honores y del orgullo. Tras largo silencio, abrió los
ojos, y mirándome inmóvil a su lado, me tomó la mano, y besándola me
dijo:

--No tengo más amparo que mi paje del Escorial en aquellos tiempos
felices en que yo era una de las más poderosas personas de la
monarquía, cuando repartía bandoleras, prebendas, mitras, canonjías y
ejecutorias. ¡Dios mío, cuánto he descendido!

Di a la condesa todo el dinero que llevaba, y además todo el que pude
lograr me prestasen mis amigos. Después bajé a la plaza en busca de
noticias.

D. Juan Martín había resuelto permanecer en Cifuentes dos o tres días
para rehacer sus fuerzas y organizar convenientemente su partida.
No había peligro alguno en estacionarse allí, porque esperábamos de
un momento a otro en el mismo Cifuentes a las tropas de Don Pedro
Villacampa, el cual venía de Murcia para regresar a Aragón, pasando por
Cuenca a la Alcarria alta. Todo aquel país estaba seguro de franceses,
mientras los dos célebres guerrilleros lo ocupasen, así como de Algora
para arriba no había un palmo de terreno de que pudiera llamarse Rey
el Sr. D. Fernando VII. El Empecinado, para no permanecer ocioso,
había mandado destacar pequeñas cuadrillas que recorrían la sierra y
vertiente izquierda del Tajuña para observar al enemigo y sorprender
algún destacamento que se descuidase, lo cual, como se ha visto,
ocurría con harta frecuencia.

En la mañana siguiente del día en que me presenté a la condesa, estaba
D. Juan Martín conferenciando con Villacampa en la portada del convento
de dominicos, cuando vi llegar a Sardina, que jovialmente decía:

--Le hemos cogido, Juan; hemos cazado a la pobre bestia azorada, que no
sabía en cuál agujero de estos montes meterse.

--Apuesto a que me hablas de Trijueque --dijo D. Juan Martín con
disgusto--. No quiero verle.

--Es un pícaro de tal calidad, que si no se hace un escarmiento con
él, no podremos en lo sucesivo fiarnos ni aun de nuestra propia camisa
--dijo Sardina--. La gente le ha querido fusilar, y él lo pide a
gritos; pero he mandado que antes te lo presenten.

--Que no me le traigan acá --voceó D. Juan Martín--. Que no me le
pongan delante, porque si una vez maté un asno a puñetazos en Perales
de Tajuña, no quiero hacer estas gracias todos los días.

No tardó, sin embargo, en aparecer mosén Antón. ¡Horrible espectáculo!
Traíanlo con las manos atadas a la espalda, y los más pillos,
desvergonzados y crueles voluntarios de aquella partida asían la
larga cuerda por el otro extremo, obligándole con repetidos golpes
y puntapiés a marchar delante. mosén Antón había enflaquecido; se
había vuelto más pálido, más verde, más negro, y hasta parecía haber
crecido en su descomunal estatura, en el breve espacio de dos días.
La siniestra cara estaba de tal modo desfigurada, tan contraídas
las enérgicas facciones, y al mismo tiempo había tal ferocidad en
la delirante expresión de su mirada, que esta constituía toda su
fisonomía. Su rostro eran sus ojos sanguinolentos y espantados. Había
perdido la gorra y pañizuelo que cubrían su cabeza, mostrando la
convexidad lobulosa y deforme de su calva. Su sotana veíase ya reducida
a un compuesto de jirones que se enlazaban unos con otros, dejando
entre sí agujeros disparatados e irregulares, por cuyas luces se veían
las piernas del héroe traidor, que no temblaban de frío ni de miedo.

--¿Dónde le habéis cogido? --preguntó Don Juan Martín, contemplando con
estupor la triste imagen del que fue su amigo.

--Hacia Canredondo --dijo uno--. Venía hacia acá con otros cuatro.
Nosotros gritamos: «Mosén Antón, date, date», y corrimos tras él.

--¿Hizo resistencia?

--Ninguna. Vino derecho hacia nosotros diciendo: «Aquí me tenéis,
amigos. Disparad sobre mí...» Cuando le atamos para traerle aquí, se
puso furioso, y por poco... Verdad que éramos diez y ocho contra
cuatro y no nos acobardamos...

--¡Ya estás otra vez delante de mí, perro! --exclamó el Empecinado
apretando los puños y las mandíbulas, pálido de cólera--. Dime: ¿qué
debo hacer contigo, infame traidor, que me vendiste al enemigo?

--A los traidores de mi clase se les fusila sin piedad --dijo mosén
Antón frunciendo el torvo ceño y sin mirar al general--; no se les
pasea por el campamento como a una mona, o a un perro gracioso para
hacer reír a los soldados.

--Dime, alma más negra que la de Satanás --gritó D. Juan--, ¿hay algún
castigo que sea para ti más terrible que la muerte? Porque la muerte
para ese corazón tan grande como una montaña, es menos sensible que un
rasguño.

--Haces bien en creer que no temo la muerte --dijo Trijueque--. Mil
veces he despreciado la vida en beneficio tuyo, por conquistarte
honores, grados, fama... Mátame de una vez, bárbaro, y no me insultes.

--Antes has de confesar que cuanto hago en contra tuya lo tienes
merecido --dijo el general--. Has de confesar que para tu infame
traición la muerte es benevolencia y caridad. Desgraciado, ¿hay en esa
alma alguna otra cosa que bravura?

--Sí --repuso el cura sombríamente--. Hay algo más: hay ambición de
gloria, de llevar a cabo grandes proezas, de asombrar al mundo con el
poder de un solo hombre; hay un ansia horrorosa de que ningún nacido
valga más que yo, ni pueda más que yo; hay la costumbre de mirar
siempre para abajo cuando quiero ver al género humano.

--Bárbaro envidioso --gritó D. Juan--, eres capaz de vender a Dios
por... envidia, sí, por envidia de que Él haya hecho el mundo y tú
no... En fin, Trijueque, confiesa delante de mí tu infame alevosía, y
te perdonaré la vida.

--¡Yo... confesar!... --exclamó mosén Antón, como quien oye el mayor
absurdo--. Lo que hice, hecho está.

--Todavía defiende su conducta infame --dijo el Empecinado--. Todavía
sostendrá que pasarse al enemigo, hacer armas contra sus compatriotas,
vender a su general, tenderle una emboscada para cogerle prisionero,
son acciones que merecen premio. Este hombre es así: si le ahorcan cien
veces, y cien veces resucita, no confesará su crimen.

D. Pedro Villacampa, que oía este diálogo, rompió al fin el silencio
diciendo:

--¡Desgraciado Trijueque!... ¡Lástima que tan grandes guerreros no
tengan una conciencia a prueba de sobornos! Y después de todo, el buen
cura recibiría una bicoca... ¡Que hombres tan bravos se vendan por mil
o dos mil duros!...

Mosén Antón expresó en su semblante la más amarga ira.

--Sr. Villacampa --dijo--, agradezca usted que estoy amarrado como
una bestia salvaje; que si no, mosén Antón no se dejaría insultar
villanamente. En todo el mundo no hay bastante dinero para comprarme:
sépalo usted y cuantos me oyen.

--De eso respondo --dijo D. Juan Martín--. Trijueque es capaz de pegar
fuego al universo por despecho; pero si ve a sus pies todos los tesoros
de la tierra, no se bajará a cogerlos. Dentro de este animal hay tanto
orgullo, que no queda hueco para nada más. Por orgullo se hizo francés.

--¡Yo francés! ¡Qué dices, desgraciado! --vociferó el cura haciendo
esfuerzos por desasirse de la cuerda que le sujetaba--. No hay
paciencia para soportar tal injuria. Yo no soy francés. Huí de mi
campo, no por servir a los franceses, sino porque ellos me sirvieran a
mí. Huí de mi campo para castigar tu fiero orgullo; para desposeerte
de un puesto que, en mi entender, me pertenecía; para emanciparme
de una superioridad que me era insoportable, porque yo, mosén Antón
Trijueque, no quepo debajo de nadie, ni he nacido para la obediencia;
porque yo he nacido para llevar gente detrás de mí, no para ir detrás
de nadie; porque yo, que siento las maniobras de la guerra como sientes
tú la pulga que te pica, necesito dar pasto a mi iniciativa; porque mi
cerebro pide batallas, marchas, movimientos y operaciones que no puede
realizar un subalterno; porque yo necesito un ejército para mí solo,
para mi propio gusto, para llenar todo este país con mis hazañas, como
le lleno con mi espíritu guerrero. Por eso te abandoné; por eso rompí
los hierros que me sujetaban y levanté el vuelo, graznando a mis anchas
sin traba alguna. Por eso traté de coparte, y adiviné tu movimiento, y
me subí a los riscos de Rebollar, donde tú no habías subido jamás, y me
dispuse a caer sobre ti y a aniquilarte para que vieses cómo se burla
esta águila poderosa de los cernícalos que te rodean; por eso llamé a
los franceses en mi ayuda, y si no te cogimos fue porque los franceses
no quisieron hacer lo que yo decía, y me despreciaron, figurándose ¡oh,
inmundas y rastreras lagartijas! que era un traidor adocenado... Yo
desprecio a todos: me basto y me sobro. Fuerte soy en la adversidad y
no bajo, no, del picacho donde clavo los garfios de mis patas y desde
donde os veo como ratas que corren tras una miga de pan... ¡Quieres
que cante el _yo pecador_ y me humille ante ti!... ¡Eso jamás, jamás!
Reconozco que me salió mal la empresa y estoy consumido por la rabia.

--Por los remordimientos, dilo de una vez, espantajo --añadió el
general--. Estoy viendo tu miserable alma cómo se te retuerce dentro
del cuerpo, cómo se hace un ovillo, ¡caramba! y se muerde a sí misma
porque no puede soportar su afrenta. Vuelve la vista a todos lados.
¿No te espantan las miradas de todos esos bravos soldados que te
desprecian? ¿No conoces que el peor de todos vale más que tú? ¿No te
cambiarías por el último condenado furriel de mi ejército?

--¡La muerte, la muerte! --exclamó Trijueque con desesperación--. No
estoy arrepentido, no, de mi acción; pero estoy furioso. Por no haber
sabido triunfar, merezco que me echen del mundo a fusilazos, o que me
corten esta gran cabeza, esta montaña cuyo peso no puedo resistir.

--Cura de Botorrita --dijo gravemente Don Juan--, eres un desgraciado,
y principio a tenerte compasión. Dime una palabra, una palabra sola que
sea, no súplica humillante de perdón, sino una palabra que me demuestre
que en esa alma hay un tantico así de sentimiento por haber vendido al
jefe y al amigo... Tengo ganas de perdonar, ¡rayo de Dios!

--¿Quieres oír la palabra? --dijo Trijueque lúgubremente--. Pues
óyela: «Fuego.» Esa es la palabreja. Fuego sobre mí. No quiero vivir;
me ahogo en el mundo. Estoy como un hombre a quien dijeran: «Camina
cien leguas dentro de un barril de aceitunas.» Fuera, fuera de aquí...
Muchachos, allí hay una pared... preparad vuestros fusiles, y matadme
como gustéis, bien o mal, y apuntad a donde os plazca, con tal que me
apuntéis.

--Cura de Botorrita --dijo D. Juan Martín con voz grave, poniéndose
pálido--, en esta ocasión terrible quiero también que mi voluntad esté
sobre la tuya. Te perdono. Irás al pueblo de donde en mal hora te
saqué, y predicarás, y dirás misa, que es tu verdadero oficio.

--Mi oficio es enseñar el arte sublime de la guerra a los tontos
--repuso el cura sintiéndose herido en lo más sensible de su orgullo
con lo del curato.

--Marcha a tu pueblo --repuso el general sin hacer caso del dardo--.
Los clérigos no toman las armas. Te perdono y te destituyo. Ea,
muchachos, arrancadle esa charretera que lleva en el hombro. Tan noble
insignia no debe adornar el cuerpo de un infame traidor.

La canalla que rodeaba al pobre guerrillero destituido no esperó
segunda orden para arrancarle la charretera. Mosén Antón dio un salto y
cayó al suelo.

--Ahora desatadle y que se vaya con Dios.

--¡Me perdonas tú, miserable!... --exclamó con gran coraje la
víctima--. ¿Y quién te ha pedido ese perdón que arrojas como un hueso?
No soy perro hambriento, y no roeré tu perdón. Recógelo.

Empezaron a desatarle. Con furor salvaje revolviose Trijueque contra
los que le rodeaban, y gritó:

--Juan Martín, no mandes desatar a Trijueque; no dejes en libertad las
manos de Trijueque.

--Desatadle --repitió el general.

Mosén Antón quedó al instante libre.

--¿Piensas que te temo? --añadió D. Juan Martín--. Cura de Botorrita,
vete a tu iglesia, arrodíllate delante del altar y pídele a Dios que te
perdone tu crimen como te lo perdono yo.

Diciendo esto, entró con Villacampa y Sardina en el convento de
dominicos.

Los soldados, cuando el general se marchó, dieron en mortificar a mosén
Antón. Este, abriéndose paso con el empuje de sus brazos de hierro,
gritó:

--Acabad conmigo de una vez.

Con la presteza y la iniciativa propias de la verdadera travesura, uno
de los circunstantes había hecho un gorro de papel y lo encajó en la
calva cabeza del guerrillero exonerado, diciendo:

--Ya tiene el señor obispo su mitra. Échenos la bendición.

Otro quiso ponerle en la mano una caña, y dijo:

--Aquí tienes el báculo.

--Santurrias --dijo Viriato--, trae aquel pedazo de estera vieja para
hacerle la capa pluvial.

--Matadme --gritó la víctima--; pero no insultéis al que ha sido
vuestro coronel.

Por mi parte sentía viva lástima del infeliz guerrillero; y recordando
además que me había salvado la vida después del paso del Tajuña, no
pude menos de interceder en su favor. Lo libré primero de las insignias
episcopales, y tomándole luego el brazo traté de llevarle fuera del
pueblo para que huyese.

Gran trabajo me costó conseguir esto último, porque la multitud le
hostigaba, insultándole del modo más despiadado y atroz.

--Señor cura, diga una misa por su propia alma, que se ha llevado el
demonio.

--Señor cura, si los franceses pagan a mil doblones un coronel, ¿qué
dan por un soldado?

--Señor cura que se metió a general y no sirve más que para tirar de
una carreta..., ¿pues no quería mandar un ejército?

--De gallinas tal vez o de monagos.

--Si es un bobo: los franceses le destinaron a que les limpiara las
botas...

Además de injuriarle con estas y otras frases, a cada paso tiraban
de la larga cuerda que aún llevaba atada en su cintura, y que le
arrastraba detrás como un largo rabo.

Empujando aquí y allí, haciendo valer mi autoridad contra tan ruin
gente, logré al fin sacarle de la villa. Hice que todos volviesen atrás
dejándonos solos, y señalando la sierra le dije al despedirle:

--Huya usted por aquí, desgraciado, y que Dios dé paz a su conciencia.

Le observé bien. Estaba horrible, con los ojos húmedos, las mejillas
amoratadas, la boca espumante, y todo tembloroso y convulso.

--Hace mucho frío esta tarde --le dije ofreciéndole mi capote--.
Lléveselo usted.

Mas en vez de aceptar esta oferta y darme las gracias, rechazola,
diciéndome bruscamente:

--No necesito nada. Adiós.

Y sin dignarse mirarme, se internó en la sierra.



XXX


Figuraos cuál sería mi indignación cuando en la plaza de Cifuentes
(media hora después de la partida de mosén Antón) vi que se me
acercaba, con semblante risueño y sin duda con el injurioso intento de
abrazarme, el señor D. Pelayo en persona. El infame me dijo, riendo con
toda la desvergüenza tunesca de las Universidades de aquel tiempo:

--Al fin Dios me depara el gustazo de ver sano y salvo al Sr. de
Araceli. ¡Qué inaudita alegría! ¿Cómo va de salud, señor y dueño mío?

--¡Ah, miserable ladrón falsario! --grité con violenta ira cogiéndole
por el cuello y arrojándole al suelo con intento de deshacer contra las
piedras tan execrable reptil.

--¡Oh! --exclamó con dolor--. Me ha deshecho usted las rodillas,
querido señor mío. Ya, ya comprendo la causa de su disgustillo: poca
cosa, una broma mía.

--Ahora mismo vas a morir, infame, estrellado contra estas piedras
--grité golpeándole sin piedad.

--Perdón, perdón, Sr. de Araceli; perdón para este delincuente. Déjeme
usted decir dos palabras, dos palabricas, y luego será más amigo mío
que Pílades lo fue de Orestes.

--Dime, ¿te cogieron con mosén Antón?

--Quia: yo vine esta mañana. Cuando vi la cosa mal parada allá, me
abracé a las banderas de la patria y entré en Cifuentes gritando:
«¡Viva el Empecinado y Fernando VII!...» Otros cuatro y yo pedimos
perdón al general, diciendo que nos habían engañado.

--Truhan redomado. Ahora mismo vas a dejar de existir, si no me dices a
dónde llevásteis tú, Santorcaz y demás bandidos, a la desgraciada joven
que robasteis en esta villa.

--Sr. de Araceli --repuso--, déjeme usted respirar un poco y diré lo
que sé... Por piedad, quietas las manos. Pues por la salvación de mi
alma, señor y dueño mío, os juro y rejuro que no sé dónde está aquella
hermosa señorita. Si miento, que me muera aquí mismo.

--Tú saliste con ellos de la venta.

--Es cierto; pero como había llegado a mi noticia que D. Juan Martín
estaba en Cíbicas, vi la cosa mal parada y corrí a presentarme a él.
Pregunte usted al mismo general si no me le presenté de madrugada.

--Estás mintiendo como un bellaco y vas a morir.

--Señor, querido Sr. Araceli, por el que murió en la cruz, juro que
digo verdad. ¿Sabe usted quién puede informarle del pueblo a donde
llevaron a la novia de usted?... ¡Hermosa novia a fe mía!

--¿Quién lo sabe?

--Mosén Antón. ¿Por qué no le interrogó usted?

--¿Mosén Antón fue con Santorcaz?

--Sí: Trijueque condujo el convoy hasta no sé qué pueblo, donde parece
que dejaron a la niña, y luego regresó.

--¡Y ese desgraciado huyó sin decirme nada! --exclamé con viva
inquietud--. Corro a buscarle.

Salí precipitadamente del pueblo, internándome en la sierra por la
misma senda que había seguido el cura guerrillero. Como principiaba a
anochecer y concluía obscurísima la tarde, era inútil buscarle con la
vista delante de mí. Corriendo, grité varias veces:

--¡Mosén Antón, mosén Antón!

Pero nadie me respondía. A un cuarto de legua de Cifuentes, y cuando
me disponía a regresar creyendo que el cura había tomado distinta
dirección, divisé un bulto negro, un cuerpo y los jirones de la
hopalanda agitada por el viento. ¡Qué horror! Todo esto colgaba,
sacudiéndose aún de las ramas de una poderosa encina.

--¡Judas! --murmuré con pavor alzando la vista para observar aquel
despojo.

Recé un Padrenuestro y me volví a Cifuentes.


Diciembre de 1874.


FIN DE «JUAN MARTÍN EL EMPECINADO»



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