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Title: El capital: Resumido y acompañado de un estudio sobre el Socialismo científico
Author: Deville, Gabriel Pierre, Marx, Carlos
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El capital: Resumido y acompañado de un estudio sobre el Socialismo científico" ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



EL CAPITAL



  CARLOS MARX

  EL CAPITAL

  RESUMIDO Y ACOMPAÑADO DE UN
  ESTUDIO SOBRE EL SOCIALISMO CIENTÍFICO

  POR
  GABRIEL DEVILLE

  PRIMERA EDICIÓN

  MADRID
  EST TIP. DE RICARDO FÉ
  Calle de Cedaceros, núm. 11
  --
  1887



ES PROPIEDAD



NOTA PRELIMINAR


Al dar a la estampa una versión española de EL CAPITAL, de Carlos Marx,
compendiado y precedido de un estudio sobre el Socialismo científico,
por Gabriel Deville, creemos prestar un señalado servicio, no solo a
los que busquen en la obra del ilustre comunista alemán nuevas y bien
templadas armas para combatir en pro de esa transformación social a
que aspira y por la que pelea la clase trabajadora de ambos mundos,
sino además a todos los que sinceramente se consagran al estudio de
los problemas sociales, no contentándose con esos juicios _a priori_
que subrayan diariamente la increíble ignorancia y la más increíble
ligereza de los escritores a sueldo de la burguesía.

Poco o nada podremos añadir al luminoso prefacio en que Deville expone
a grandes rasgos la doctrina de Marx; pero séanos permitido insistir
sobre un punto de la mayor importancia: en esta exposición rápida
de la teoría marxista, lo mismo que en el compendio o resumen de EL
CAPITAL y en sus apreciaciones acerca de la evolución económica que
estamos presenciando y de la influencia que esta evolución ejerce en
el movimiento revolucionario que arrastra a los proletarios de todos
los países, Deville se ha ajustado con probidad y fidelidad absolutas
al pensamiento dominante en la obra que trata de dar a conocer,
llevando sus honrados escrúpulos hasta el extremo de no permitir que
se imprimiera ni una página de su libro sin que Marx y, después de su
muerte, Engels, revisasen tanto el _Compendio_, como el _Prefacio_ y el
_Estudio sobre el Socialismo científico_.

Con lo cual quedan desvanecidas de antemano las dudas que sobre este
punto pudieran ocurrir.



PREFACIO


Solo por el estudio, por la observación de la naturaleza de las cosas
y de los seres, es como el hombre, consciente de sus efectos, puede
hacerse dueño cada día más de su propio movimiento.

Antes de coordinar ideas y de conocer sus diversas relaciones, el
hombre ha ejercido una acción; esto es cierto, ya se considere la
infancia del individuo o la de la especie. Pero solo a partir del
momento en que esta queda subordinada al pensamiento que reflexiona,
es cuando la acción deja de ser incoherente para adquirir una eficacia
rápida y real. Sucede con la acción revolucionaria lo que con
cualquiera otro género de acción: que debe tener por guía la ciencia,
si no ha de esterilizarse en pueriles esfuerzos.

El sostener, sea la que quiera la materia de que se trate, que la
ciencia es inútil o que el estudio ha perdido su razón de ser, no es
más que un torpe pretexto para dispensarse de estudiar o para excusar
una obstinada ignorancia.

El estudio de la vida social no modificará ciertamente por sí solo
la forma social, ni tampoco proporcionará, con todos sus detalles,
los planos, sección y elevación de una nueva sociedad; pero sí nos
descubrirá los elementos constitutivos de la sociedad presente, sus
combinaciones íntimas y, juntamente con sus tendencias, la ley que
preside a su evolución. Este conocimiento permitirá no «abolir por
decretos las fases del desarrollo natural de la sociedad moderna, sino
abreviar el periodo de la gestación y dulcificar los dolores de su
alumbramiento».

Al llevar a cabo el estudio de la sociedad, Carlos Marx no ha tenido
la pretensión de ser el creador de una ciencia desconocida hasta él.
Al contrario, y así lo prueban las numerosas notas de su obra, se ha
apoyado en los estudios de los economistas que le han precedido, y ha
tenido sumo cuidado de recordar, en cada cita, el primero que la había
formulado. Pero ninguno más que él ha contribuido a extraer de su
análisis la verdadera significación de los fenómenos sociales; ninguno,
por consecuencia, ha hecho tanto por la emancipación obrera, por la
emancipación humana.

No hay duda que otros antes que él habían sentido las injusticias
sociales y se habían indignado ante estas injusticias; muchos son
los que, soñando con poner remedio a tantas iniquidades, han escrito
admirables proyectos de reformas. Movidos por una loable generosidad,
teniendo casi siempre una percepción muy clara de los padecimientos de
las masas, criticaban, con tanta justicia como elocuencia, el orden
social existente. Mas como no tenían una noción precisa de sus causas y
de su transformación venidera, creaban sociedades modelos cuyo carácter
quimérico procuraban atenuar con alguna que otra intuición exacta. Si
la felicidad universal era su móvil, la realidad no era su guía.

En sus proyectos de renovación social no tenían en cuenta los hechos,
pretendiendo guiarse por las solas luces de la razón; como si la razón,
que no es otra cosa que la coordinación y la generalización de las
ideas sugeridas por la experiencia, pudiese ser por sí misma origen de
conocimientos exteriores y superiores a las modificaciones cerebrales
de las impresiones externas.

En una palabra, eran metafísicos, como lo son hoy los anarquistas. En
vez de raciocinar tomando la realidad por punto de partida, atribuyen
todos ellos la realidad a las ficciones nacidas de su ideal particular
de justicia absoluta.

Pareciéndoles, desde el punto de vista especulativo, que el más
agradable de todos los sistemas sociales sería aquel en que floreciera
la difusión sin límites de las voluntades individuales, siendo ellas
mismas su única ley, los anarquistas hablan de realizarla, sin cuidarse
de averiguar si las necesidades económicas permitirían establecerla. No
echan de ver el carácter retrógrado del individualismo llevado hasta
el último extremo, de la autonomía ilimitada, que es el fondo del
anarquismo.

En los diferentes órdenes de hechos, la evolución se opera
invariablemente pasando de una forma incoherente a otra forma cada vez
más coherente, de un estado difuso a otro concentrado; y a medida que
aumenta la concentración de las partes, aumenta también su dependencia
recíproca, es decir, que cuanto mayor es su cohesión, menos pueden las
unas extender su actividad sin ayuda de las otras. Esta es una verdad
general, que los anarquistas no sospechan siquiera: pobres gentes
que tienen la pretensión de ver más lejos que todos los demás, sin
comprender que andan hacia atrás como los cangrejos.

Todas estas concepciones extravagantes, aunque más o menos bien
intencionadas, las ha sustituido Marx antes que nadie con el estudio
de los fenómenos sociales, basándolo en la única concepción real:
en la concepción materialista. No ha preconizado un sistema más o
menos perfecto desde el punto de vista subjetivo, no; ha examinado
escrupulosamente los hechos, agrupado los resultados de sus
investigaciones y sacado de ellos la consecuencia, que ha sido la
explicación científica de la marcha histórica de la Humanidad, y en
particular del periodo capitalista que atravesamos.

       *       *       *       *       *

La Historia, ha afirmado Marx, no es sino una historia de la guerra de
clases. La división de la sociedad en clases, que aparece con la vida
social del hombre, descansa en relaciones económicas, mantenidas por la
fuerza, y según las cuales unos llegan a descargarse sobre otros de la
necesidad natural del trabajo.

Los intereses materiales han sido siempre la causa de la lucha
incesante de las clases privilegiadas, ora entre ellas mismas, ora
entre las clases inferiores, a expensas de las cuales viven. Las
condiciones de la vida material son las que dominan al hombre; y estas
condiciones, y por consecuencia el modo de producción, son las que han
determinado y determinarán las costumbres y las instituciones sociales,
económicas, políticas, jurídicas, etc.

Tan luego como una parte de la sociedad ha monopolizado los medios
de producción, la otra parte, en la que recae el peso del trabajo,
se ve obligada a añadir al tiempo de trabajo exigido por su propia
manutención una demasía, por la que no recibe equivalente alguno, y
está destinada a sostener y a enriquecer a los poseedores de los medios
de producción. Como monopolizador de trabajo no pagado, el cual, por
medio de la supervalía creciente de que es origen, acumula más cada
vez en manos de la clase propietaria los instrumentos de dominio,
el régimen capitalista sobrepuja en poderío a todos los sistemas
anteriores de trabajos forzosos.

Solo que hoy día las condiciones económicas que este régimen engendra,
atajadas en su evolución natural por el régimen mismo, tienden
fatalmente a romper el molde capitalista que no puede ya contenerlas;
y estos principios destructores son los elementos de la nueva sociedad.

La misión histórica de la clase actualmente explotada, del
Proletariado, a quien organiza y disciplina el mecanismo mismo de la
producción capitalista, es acabar la obra de destrucción ya comenzada
por el desarrollo de los antagonismos sociales. Es preciso, ante todo,
que el Proletariado arranque revolucionariamente a sus adversarios
de clase, con el poder político, la fuerza consagrada por ellos a
conservar intactos sus monopolios económicos.

Una vez dueño del poder político, aquel podrá, procediendo a la
socialización de los medios de producción mediante la expropiación
de los usurpadores del trabajo ajeno, suprimir la contradicción hoy
existente entre la producción colectiva y la apropiación privada
capitalista y realizar la universalización del trabajo y la abolición
de clases.

       *       *       *       *       *

Tal es el bosquejo de la teoría irrefutablemente enseñada por Marx,
y cuya solidez bien probada puede todo el mundo apreciar estudiando
atentamente su obra.

No siendo el pensamiento sino el reflejo intelectual del movimiento
real de las cosas, no se aparta un momento de la base material, del
fenómeno exterior; no separa al hombre de las condiciones de su
existencia. Marx ha observado, ha compulsado, y la profundidad sola de
su análisis ha completado su concepción positiva del orden actual con
el conocimiento de la disolución fatal de este orden.

Yo he tratado de poner al alcance de todos, resumiéndola, esta obra
magistral, desgraciadamente poco conocida hasta hoy en Francia o
desfigurada. Y estando el público francés, como ha dicho Marx, «siempre
deseoso de sacar consecuencias, ávido de conocer la relación de los
principios generales con las cuestiones inmediatas que le apasionan»,
he creído útil poner antes de mi resumen un Estudio sobre el
Socialismo científico.

En cuanto al resumen, emprendido a consecuencia de la cortés invitación
y de las benévolas excitaciones de Carlos Marx, ha sido hecho con
arreglo a la edición francesa, última revisada por el autor y la
más completa, pues la muerte le impidió preparar la tercera edición
alemana, qué él quería publicar, y que dará a luz dentro de poco su
infatigable amigo, su digno colaborador, a quien él había encargado de
publicar sus obras, Federico Engels.

Respetando en el mayor grado posible el carácter original de la obra,
no he empleado sino los términos más usuales, esperando ganar de este
modo en facilidad de comprensión lo que perdía en variedad de estilo.
Es claro, sin embargo, que este resumen no podrá leerse fácilmente
teniendo la imaginación preocupada con otra cosa; será necesario
prestar un poco más de atención que para leer una novela, pero que
la atención sola sea necesaria para percibir bien las ideas y su
encadenamiento, tal es lo que yo me propongo.

Una vez vencida la aridez del principio, aridez que no pueden
evitar los preliminares de ninguna ciencia, se encontrará el lector
recompensado con el placer de ver disiparse gradualmente la confusa
oscuridad que oculta aún a los ojos de las masas las relaciones
sociales, de la que ha sido tanto más difícil sacarlas cuanto que la
libre y científica investigación en esta materia, la crítica de la
vieja propiedad «subleva contra ella y lleva al campo de batalla las
pasiones más vivas, las más mezquinas y las más abominables del humano
corazón, todos los furores del interés privado».

  GABRIEL DEVILLE.

París, 10 agosto 1883.



  ESTUDIO
  SOBRE EL
  SOCIALISMO CIENTÍFICO


I

COLECTIVISMO O COMUNISMO

Hace seis años, la clase obrera, no repuesta aún de la espantosa
sangría de 1871, había abandonado la tradición revolucionaria y no
fiaba su emancipación sino en la generalización de las Asociaciones
cooperativas. Las palabras _partido obrero_ y _colectivismo_, hoy ya
antiguas en nuestro lenguaje político, eran entonces punto menos que
desconocidas; las ideas que representan solo contaban en Francia con un
reducido número de partidarios, sin posibilidad de acción común.

El periódico _L’Égalité_, fundado a fines de 1877 por iniciativa
de Julio Guesde y dirigido por él, es el único que ha dado impulso
al movimiento socialista revolucionario actual. Este es un hecho
que no lograrán borrar las personalidades envidiosas interesadas en
desvirtuarlo, las cuales cuidan, en sus pretendidas historias, de
ocultar las fechas que no dejan lugar a duda en esta cuestión.

En aquel tiempo era conveniente distinguir el comunismo científico,
surgido de la docta crítica de Marx, del antiguo comunismo utópico
y sentimental francés. La misma denominación para dos teorías
diferentes habría favorecido una confusión de ideas que era muy
importante evitar; por eso empleamos entonces exclusivamente la palabra
_colectivismo_.

Ahora escribimos colectivismo o comunismo indiferentemente.
Desde el punto de vista de su origen, estos dos términos son
exactamente iguales; desde el punto de vista usual, tienen los
mismos inconvenientes. Si ha habido un comunismo del que debíamos
diferenciarnos, hay también formas de colectivismo, por ejemplo, las
diversas falsificaciones belgas, que rechazamos. Lo importante es
conocer, no el título que cada uno tome, sino lo que esconde bajo ese
título.


II

LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL Y SUS ELEMENTOS

Después de una aventura galante que, según parece, ocurrió algunos días
después de la creación del mundo, el hombre fue condenado por Dios a
ganar el pan con el sudor de su frente. Hoy que Dios está en vísperas
de morir sin posteridad, sin haber podido nunca asegurar la ejecución
de su mandamiento, el Socialismo se propone constreñir a la observación
de la sentencia divina a los que, desde hace mucho tiempo, ganan el
pan, y más que el pan, con el sudor de la frente de otros. ¿Puede esto
conseguirse? Sí, por la socialización de los medios de producción, a
que tiende nuestro sistema económico.

Allí donde el trabajo proporciona escasamente lo que es indispensable
para la vida de todos; allí donde, por consecuencia, aquel absorbe casi
todo el tiempo de cada uno, la división de la sociedad en clases más o
menos subdivididas es fatal. Una minoría consigue, por la violencia y
el fraude, eximirse del trabajo directamente productivo, para dedicarse
a la dirección de los negocios es decir, a la explotación de la
mayoría, consagrada al trabajo. Gracias a la costumbre, a la tradición,
esta mayoría llega a soportar sin resistencia una organización que
considera al fin como natural, hasta el día en que esta organización,
no respondiendo ya a las necesidades de la sociedad, se ve sustituida
por una combinación más en armonía con la nueva manera de ser de la
producción material.

La esclavitud y la servidumbre han existido en conformidad con
la índole de la producción y han desaparecido cuando el grado de
desarrollo de esta ha hecho más útil el trabajo del hombre libre que
el del esclavo o el del siervo; la justicia y la fraternidad no han
intervenido para nada en esta desaparición.

Cualquiera que sea el valor subjetivo de la moral, del progreso y otros
grandes principios de relumbrón, esta bella fraseología no influye
para nada en las fluctuaciones de las sociedades humanas; por sí misma
es impotente para efectuar el menor cambio. Las evoluciones sociales
las determinan otras consideraciones menos sentimentales. Sus causas
se encuentran en la estructura económica, en el modo de producción
y de cambio, que preside a la distribución de las riquezas y, por
consiguiente, a la formación de las clases y a su jerarquía. Cuando
esas evoluciones se efectúan, no es porque obedezcan a un ideal elevado
de justicia, sino porque se ajustan al orden económico del momento.

No obstante, estos movimientos sociales jamás se efectúan
pacíficamente; los nuevos elementos tienen que obrar violentamente
contra el estado de cosas que los ha elaborado, y que deben destruir
para poder continuar su evolución, al modo que el polluelo tiene que
romper la cáscara en cuyo interior acaba de formarse.

Si el advenimiento de la burguesía ha traído la destrucción de los
privilegios nobiliarios y la abolición del régimen corporativo, es
porque el trabajo libre era necesario a la producción capitalista;
la necesidad de instituir la libertad del trabajo ha acarreado la
emancipación del trabajador de la dependencia feudal y de la jerarquía
corporativa. Además, la burguesía necesitaba monopolizar las fuentes de
riqueza, aboliendo las añejas prerrogativas de los nobles, ha entrado
en posesión de la tierra, que detentaban estos, y del poder, que
también monopolizaban.

El trabajador libre, pudiendo de derecho disponer de su persona, se
ha visto obligado de hecho a disponer de ella para vivir, no teniendo
otra cosa que vender. Desde entonces ha sido condenado al papel de
asalariado durante toda su vida.

El derrumbamiento del orden feudal no se ha señalado por la supresión
de las clases, sino por la sustitución de un nuevo yugo en lugar del
antiguo, por el establecimiento de condiciones que reducen la lucha a
los dos campos opuestos que poco a poco absorben toda la sociedad: la
burguesía capitalista y el Proletariado.

En suma, lo que ha sido organizado hasta ahora de diferentes maneras,
conformes exclusivamente con la diversa situación económica de los
medios y de las épocas, es la satisfacción de las necesidades de una
parte de la colectividad mediante el trabajo de la otra parte. Unos
consumen superfluamente lo que los otros producen obligados por la
necesidad, recibiendo para sí apenas lo necesario.

El sistema del salario, sustituyéndose a las demás formas de trabajos
forzosos, ha relevado al capitalista de la manutención de los
productores. Que se le obligase o no a trabajar, el esclavo tenía
asegurada su pitanza cotidiana; el asalariado no puede comprar la
suya sino a condición de que el capitalista necesite su trabajo; y
la inseguridad de esto para el verdadero productor es tal, que la
caridad pública se encarga de alimentar a aquellos a quienes incumbe,
según la presente organización social, la tarea de alimentar a la
sociedad, y que por esa organización misma se ven frecuentemente en la
imposibilidad de cumplir su misión.

El Socialismo lucha por la desaparición del salario. Ciertamente,
nuestra teoría es adecuada a la idea de justicia, como la engendran en
nuestro estado económico los intereses humanos que hay que satisfacer
igualmente; pero no porque sea justa es por lo que tratamos de
ponerla en práctica, pues sabemos, en efecto, que las más generosas
reivindicaciones formuladas por la razón pura no pueden suplir los
resultados de la experiencia.

Para que una teoría sea aplicable, por legítima que parezca, es
preciso que su fundamento se encuentre en los hechos antes que en el
cerebro. Así, los primeros socialistas teóricos no pudieron sacar
al Socialismo del dominio de la utopía, en una época en que aún no
existían las condiciones económicas que permiten, que imponen su
realización. No bastando la experiencia por ellos adquirida a dar
una base material a sus intuiciones, a pesar de su genio, de sus
aspiraciones filantrópicas, de sus justas recriminaciones, de los
agudos sufrimientos a que querían poner remedio, no podían hacer
el Socialismo practicable. Si lo es en la actualidad, es porque
la solución comunista, adecuada a la manera de ser de las fuerzas
productivas, no es otra cosa que el término natural de la fase social
por que atravesamos.

Apoyada en la insuficiencia de la producción, la división en clases
no tiene ya razón de ser. La industria mecánica ha desarrollado
prodigiosamente la potencia productiva del hombre, disminuyendo así el
tiempo de trabajo necesario para la satisfacción de las necesidades
generales. Por primera vez se presenta la posibilidad de procurar a
cada uno, mediante un corto tiempo de trabajo, grandes facilidades de
existencia material, que irán aumentándose. La esclavitud de unos ha
sido la condición del bienestar de otros; con las máquinas, esclavos de
hierro, el bienestar de todos es posible.

Quien dice maquinismo, quien dice vapor, dice necesariamente
concentración económica, y el colectivismo no es más que el complemento
de esta concentración, que procede, no de nuestra imaginación, sino del
estado de las cosas.

Es verdad que desde el punto de vista agrícola, la concentración está
poco adelantada en nuestro país; que nuestro suelo está dividido, y
nuestro régimen de pequeños propietarios labradores impide la división
del trabajo, el maquinismo, la explotación metódica; pero este régimen
contiene los elementos de una disolución más próxima de lo que se cree.

El labrador no puede contentarse con producir solo para su uso
personal; a fin de comprar lo poco que necesita, de pagar los impuestos
y los intereses de sus deudas, tiene que producir para cambiar, es
decir, entrar en competencia con los demás productores. Dada esta
situación, que la concentración se efectúe en cualquiera parte y los
pequeños propietarios sentirán sus efectos.

Ahora bien; la competencia americana, todavía en sus comienzos, trae
a nuestros mercados productos a más bajo precio que los de nuestros
agricultores. Para luchar contra los productos americanos es preciso
disminuir rápidamente los gastos de producción y recurrir a la
maquinaria, incompatible con la pequeña propiedad y con el cultivo
en corta escala. Sin embargo, si no se modifican los métodos de
producción, la lucha será bien pronto imposible; nuestros propietarios
se hallan reducidos a buscar los mejores medios de salvarse de la ruina.

Notaremos de paso que esta pequeña propiedad rural, tan ensalzada y tan
poco remuneradora, es una de las principales causas, por la esterilidad
premeditada de gentes que no quieren que su pequeño patrimonio se
desmorone, del estancamiento de la población en Francia; en los
departamentos en que la tierra está más dividida, en que los pequeños
propietarios son más numerosos, es donde hay menos nacimientos.

La pequeña propiedad rural está condenada a desaparecer; pero su fin
irremediable será tanto menos ruinoso para los interesados directamente
y para la nación, cuanto más pronto se prevea lo que no puede evitarse.

Desde el punto de vista comercial, la concentración ha comenzado y está
en buen camino; las ventajas que de ella resultan en el concepto de la
variedad y de la baratura, aseguran al comercio en grande escala una
rápida extensión.

Desde el punto de vista industrial, que afecta especialmente a la clase
obrera, la concentración está en gran parte realizada. La propiedad
industrial reviste cada vez más la forma societaria y anónima. Toda
idea de volver a la forma individual primitiva es quimérica, dado el
desarrollo de la producción.

Desde el punto de vista financiero, la concentración está hecha, y
el crédito es el motor más poderoso de la centralización económica;
la alta banca es la que rige la producción y el cambio, atrayendo el
dinero de los pequeños capitalistas y aglomerando los capitales, que
maneja como soberana; ella es quien preside a la política interior y
exterior, a los diversos movimientos de la sociedad moderna.

Desde todos los puntos de vista, la gran apropiación colectiva sucede
progresivamente a la pequeña apropiación privada. Los puentes, los
canales, que antes eran propiedad individual, son hoy casi sin
excepción propiedad nacional o colectiva. Propiedad nacional son
asimismo los correos y telégrafos; nacionalizados están en parte los
ferrocarriles.

No porque esto sea un argumento que prueba que la evolución económica
tiende en todos sentidos a la centralización de las fuerzas
productivas, ha de deducirse, a imitación de los partidarios del
socialismo o del comunismo de Estado, que esta centralización tiende
a la forma especial de centralización representada por el servicio
público.

El fenómeno importante, incontestable, es que la centralización
económica se efectúa; ahora bien, que esta se efectúe en manos de las
individualidades de la clase dominante o entre las del Estado, al mando
de esta clase, para el resultado final es indiferente: en sí misma, la
absorción por el Estado de las empresas particulares no haría dar un
paso a la solución de la cuestión social.

No es necesario reflexionar mucho tiempo para cerciorarse de que
la mayor parte de los ramos de producción, si bien tienden a
centralizarse, de ningún modo tienden a constituirse en servicios
públicos. Desde el instante en que esta forma especial de
centralización no resulta de la naturaleza de las cosas, se hace
preciso examinar si deberíamos favorecerla cuando llegara el caso.

El Estado no es, como dice cierto burgués que ha entrado en el Partido
Socialista, como el gusano en la fruta, para contentar sus miserables
apetitos desorganizándolo, «el conjunto de los servicios públicos
ya constituidos,» es decir, una cosa que no tiene necesidad sino de
correcciones y adiciones.

No se trata de perfeccionar, sino de suprimir el Estado, que no es
más que la organización de la clase explotadora para garantizar su
explotación y mantener en la sumisión a sus explotados. Luego es
mal sistema para destruir una cosa comenzar por fortificarla. Y
se aumentaría la fuerza de resistencia del Estado favoreciendo su
monopolio de los medios de producción, es decir, de dominio. ¿No vemos
a los obreros de las industrias del Estado sometidos, comparativamente
con los demás, a un yugo más difícil de sacudir?

Mientras que, de esta suerte, sería perjudicial a los obreros, la
transformación en servicios públicos, por las compras a que daría
lugar, sería una nueva fuente de especulaciones financieras y
beneficiaría a los capitalistas.

Por otra parte, esta transformación no facilitaría en nada la obra del
Socialismo. No será más difícil apoderarse del Banco de Francia o de
los ferrocarriles que de los correos y telégrafos; la toma de posesión
de los grandes organismos de producción pertenecientes a las Sociedades
capitalistas, será tan cómoda como si perteneciesen al Estado.

La centralización económica se verifica: tal es el hecho. En todas
partes la pequeña propiedad de uno solo va cediendo el puesto a la gran
propiedad de varios. La comunidad de las cosas y de los hombres es cada
vez más general.

¿Acaso no es una aplicación diaria del régimen comunista la
organización del trabajo en los talleres importantes y en las fábricas?

Al mismo tiempo que la aglomeración de productores regularmente
organizados ha coincidido con la comunidad de las cosas, las
capacidades directrices y administrativas que reclama toda producción
en grande escala, se han constituido fuera de la minoría privilegiada.
A medida que el instrumento de trabajo alcanzaba las proporciones
gigantescas que hoy tiene, escapaba a la intervención y al impulso
de su poseedor, que gradualmente iba dejando en manos de gerentes o
empleados la vigilancia y la administración de aquel.

Antes, el éxito de su pequeña industria dependía de la actividad
del patrono, de su inteligencia, de su economía; éxito que estaba
íntimamente ligado con la persona del dueño, quien desempeñaba de este
modo una función social.

Hoy, destronado el patronato individual por la forma societaria, el
poseedor del capital no se ocupa más que de percibir, o, más bien,
de comerse sus ganancias, sin necesidad de conocimientos especiales.
¿Qué papel desempeña el accionista, el propietario actual? Que sea
idiota o derrochador, que muera o que se arruine, ¿qué importa para la
prosperidad de la empresa de la cual monopoliza, en forma de acciones,
una parte más o menos considerable de propiedad?

Los que hoy desempeñan las antiguas funciones del propietario, donde
la forma colectiva de la propiedad ha sucedido a la individual, son
asalariados; ingenieros o administradores más o menos retribuidos,
pero al fin asalariados. Independientemente del feudalismo capitalista
se ha formado el personal inteligente, dotado de la aptitud necesaria
para poner en actividad las fuerzas productivas. Por consecuencia, la
supresión de los accionistas, es decir, del propietario convertido en
rueda inútil, no ocasionaría el menor desorden en la producción.

Como el capitalista no interviene en el acto de la producción más que
para apropiarse el beneficio obtenido, solo ve en aquella la ganancia
que ha de percibir, y por eso la empresa no tiene para él más que un
fin, un objeto: la realización del mayor beneficio posible.

Para conseguir esto, en primer lugar extenúa, agota al productor y
después altera el producto. Los productos no tienen de tales más
que la apariencia; en todo y en todas partes la falsificación es la
regla establecida. Poco importa que economías sórdidas produzcan
la degeneración de la raza por la caquexia del productor; el
envenenamiento del consumidor por la adulteración de los alimentos;
la muerte o la mutilación por accidentes en las vías férreas, etc.:
lo principal es llenar la caja. El reinado grosero de la burguesía ha
hecho descaradamente de todo cuestión de dinero, artículo de comercio,
y de este una estafa legalizada.

Por otra parte, como mientras más se vende más se gana, cada empresa
o sociedad piensa en monopolizar todas las ventas para sí propia, y
a este efecto produce tanto como puede; y se ve obligada a producir
sin cesar por el interés que hay en no dejar descansar un momento
los costosos instrumentos de producción. De este modo el mercado se
atesta; las mercancías se amontonan, abundantes e invendibles; estallan
crisis, que se renuevan periódicamente, y entonces los obreros dejan
de trabajar y mueren de hambre porque se les ha obligado a producir
demasiados artículos de consumo.

De todo esto se desprende que las exigencias de la producción entrañan
una aplicación cada día más amplia de la división del trabajo y
del maquinismo; el producto es cada vez menos obra individual; el
instrumento de trabajo, colosal, necesita para ponerse en movimiento
una colectividad de obreros; el propietario no solo pierde toda función
útil, sino que es perjudicial, siendo, por consecuencia, necesaria
su eliminación; las fuerzas productivas caminan fatalmente a la
destrucción de los obstáculos que impiden su evolución normal, y que
provienen del modo de apropiación.

Lo mismo que sucedió con la revolución del pasado siglo, la preparación
preliminar de toda transformación social se efectúa a favor del
colectivismo; los elementos materiales e intelectuales de la renovación
que perseguimos, engendrados por el medio actual, están suficientemente
desarrollados.

Los progresos de la industria mecánica permiten reducir
considerablemente el tiempo de trabajo indispensable para la
producción, aumentando esta en proporciones enormes; el modo de
apropiación concluye por ajustarse al modo de producción; mas como
este es colectivo, la apropiación estrictamente individual va sin
cesar disminuyendo; la organización del trabajo correspondiente a este
estado de cosas ha eliminado la casta propietaria, independientemente
de la cual se reclutan las capacidades directrices; la posesión por
la burguesía ha traído como consecuencia el más funesto derroche de
productores, de medios de producción y de productos.

Tales son los hechos ya determinados por la fuerza de los sucesos,
hechos que conducen a una organización económica en que la producción,
socialmente reglamentada, lo estará en vista de las necesidades de una
sociedad que solo considerará los productos con relación a su utilidad
respectiva; en que al gobierno desordenado de los hombres reemplazará
la administración consciente de las cosas sometidas al poder del
hombre, en vez de pesar tiránicamente sobre él; en que, al mismo tiempo
que el propietario privado, habrá desaparecido el sistema de trabajar
para otros, o sea el salario.

Esta supresión de la propiedad individual y, por tanto, del salario y
de toda clase de males que aquella entraña, no es una fatalidad que la
justicia prescribe, sino que la evolución del organismo productor la
impone imperiosamente. «El Socialismo --ha escrito Engels-- no es más
que el reflejo en el pensamiento del conflicto que existe en los hechos
entre las fuerzas productivas y la forma de producción.»

Como teoría científicamente deducida, nuestro colectivismo o comunismo
se apoya en la observación, comprueba las tendencias y concluye
afirmando que los medios de producción, una vez efectuada su evolución
actual, sean socializados. Decimos socializados y no comunalizados,
como algunos querrían, porque los inconvenientes de la propiedad
individual reaparecerían en la propiedad comunal o municipal, y también
en la corporativa, principalmente a causa de las particiones desiguales
que serían su resultado, de la productividad diferente de los medios de
producción, etc. Que la lucha se empeñe entre municipios y municipios,
corporaciones y corporaciones, o patronos y patronos, siempre habrá
desigualdad entre trabajadores que proporcionan una misma cantidad de
trabajo y concurrencia ruinosa; esto sería, aunque bajo otra forma, la
continuación de la sociedad presente.

Ateniéndose a los hechos, el Socialismo científico no puede precisar
experimentalmente sino el modo de apropiación hacia el que caminan
las fuerzas productivas, el cual rige el modo de repartición de
los productos. Es evidente que una vez socializados los medios de
producción, es decir, cuando estos hayan revestido como apropiación la
forma comunista que ya tienen como acción, seguirá como consecuencia
una distribución comunista de los productos. Solo que no se operará
con arreglo a la antigua fórmula tan querida de los anarquistas y
posibilistas, y que establece que «dando cada uno lo que permitan sus
fuerzas, recibirá con arreglo a sus necesidades».

Pero ¿quién mediría las fuerzas de cada uno? Bien fuese el mismo
individuo o cualquiera otro, siempre se tocaría en lo arbitrario.
Por lo demás, no es nuestra tendencia exigir del hombre el máximum
de esfuerzos que es capaz de producir; por el contrario, tratamos de
disminuir el esfuerzo humano, de abreviar todo lo posible el tiempo de
trabajo a fin de aumentar el consagrado a las distracciones físicas e
intelectuales y al placer.

¿Quién sería capaz de medir las necesidades de cada uno? Si el
organismo productor es tal que los productos están en cantidad
suficiente para que cada uno pueda consumir a su antojo sin
limitar el consumo de los demás, ¿por qué no dicen aquellos, dar
a cada uno según su voluntad y no según sus necesidades? Si los
productos son insuficientes para satisfacer por completo todas las
necesidades de todos, ¿cómo proclamar el derecho de cada uno a
consumir proporcionalmente para atender a las necesidades por él
mismo apreciadas? No puede negarse que, en esta última hipótesis,
se impondría una limitación del consumo individual, basada en las
condiciones de existencia material realizadas; y ¿qué limitación
concordaría mejor con el nuevo modo económico, que aquella cuya medida
fuese, no la productividad individual, que favorecería a los individuos
dotados de ventajas naturales, en detrimento de los menos bien dotados,
sino el tiempo de trabajo que, igual para todos, garantizaría a todos
los trabajadores una posibilidad de consumo igual?


III

EL PARTIDO OBRERO Y LA GUERRA DE CLASES

Si el régimen del salario toca ya a su fin, si el periodo de su
duración está destinado a ser mucho más corto que los de la esclavitud
y la servidumbre, es porque las condiciones exteriores que hacen
inevitable su eliminación, se han producido más rápidamente. No
sorprende este hecho cuando se reflexiona que las combinaciones
sociales de la época burguesa, perturbadas a cada instante por
modificaciones fundamentales de las fuerzas productivas, distan
mucho de tener el carácter eminentemente conservador de los modos de
producción que nos han precedido, y son, por consecuencia, más aptos
que estos últimos para crear rápidamente una situación revolucionaria.

Un proletariado, conjunto de desdichados sin voluntad de independencia,
sin conciencia de la posibilidad de emanciparse, sería incapaz de
aprovecharse de esta situación; para obviar este inconveniente se ha
formado el Partido Obrero.

En efecto, para una clase que no deberá su manumisión sino a su
propio esfuerzo, el primer paso para conseguirla es su formación
en partido conscientemente hostil a sus opresores. Organización,
independientemente de todos los partidos burgueses, cualquiera que
sea la enseña de estos, de todos los condenados al salario, de todos
los que ven su actividad subordinada en su ejercicio a un capital
monopolizado por la minoría burguesa; organización de la fuerza
interesada en acabar con la sociedad capitalista; separación de clases
en todos los terrenos y guerra de clases para llegar a su supresión:
tal es la razón de ser del Partido Obrero.

Es necesario que los que emprenden una guerra de clase tengan un
mismo grito de combate, una bandera idéntica que simbolice la unión
en pro de la idea común; es preciso que tengan además un programa de
clase, compendio de reivindicaciones que, siendo colectivas, estén
al abrigo de los caprichos individuales. La amplitud que se dejara
a cada agrupación de redactar su programa, engendraría programas
contradictorios y sería origen de divisiones, dando lugar a todas las
intrigas, a todas las bajas especulaciones personales. Fundándose en
estas razones, los Congresos obreros nacionales del Havre y de Roanne
han dado al Partido su programa único de combate.

El Partido Obrero, constituido y armado, no tiende solo a reclutar
sus defensores entre los proletarios de las ciudades; si estos son
«la fuerza motriz histórica de la sociedad», no por eso excluye a los
del campo y a los pequeños burgueses; trata, por el contrario, de
hacerles comprender su posición de clase inferior, cuyos intereses
son diametralmente opuestos a los de la burguesía capitalista, a los
intereses de la clase que vive de la explotación del trabajo ajeno.

Ahora bien; es innegable que el mismo antagonismo que existe entre el
proletariado de las ciudades y la burguesía, existe también entre esta
y los campesinos, pequeños propietarios, pequeños tenderos y artesanos
o trabajadores independientes. Este antagonismo, que en el primer caso
proviene del monopolio ya efectuado de los medios de producción, surge
en el segundo de la amenaza de un próximo acaparamiento.

Los comerciantes al por menor y los artesanos que trabajan por su
cuenta se consumen en vanos esfuerzos en su lucha con los grandes
almacenes y las grandes fábricas, contra las cuales la competencia es
cada día más difícil, lo mismo que la de nuestros agricultores contra
los productos extranjeros; tratan aquellos, por tanto, de compensar,
mediante la depreciación de la mano de obra, las cargas que sobre ellos
pesan. Aunque les animasen las mejores intenciones en favor de sus
colaboradores asalariados, la necesidad de vivir los obliga a explotar
su trabajo; nuestra organización económica no permite, en efecto,
dejar de ser explotador sin convertirse inmediatamente en explotado,
aniquilando así la buena voluntad individual.

Aquellos cuya expropiación es inminente deben hacer, pues, causa común
con los que ya han sido expropiados. En pleno régimen capitalista, esta
expropiación inevitable los dejaría sin recursos, mientras que en el
régimen comunista continuarán disponiendo libremente de sus medios de
trabajo. Si los proletarios combaten para obtener la libre disposición
de estos medios, los pequeños burgueses tienen que combatir para
conservarla. De parte de los primeros, esta es una guerra ofensiva;
de parte de los segundos debe ser una guerra defensiva, pero siempre
contra el mismo adversario, que ha encerrado a unos en el infierno del
proletariado y que poco a poco arroja en él a los otros.

Nosotros predicamos esta guerra franca y consciente de clases, conforme
a las enseñanzas suministradas por el estudio del modo de evolución de
la humanidad.

La lucha por la existencia aparece en la sociedad humana bajo la forma
de guerra de clases entre sí y guerra de individuos entre ellos mismos
en el seno de la clase dominante, guerras suscitadas por los intereses
materiales. La guerra de las clases creadas por las relaciones
económicas de las diversas épocas, es la que domina todo el movimiento
histórico y explica las diferentes fases de la civilización. Guerra
de clases, y nada más, era lo que se escondía bajo el sentimentalismo
hueco, las fórmulas pomposas, las majestuosas apariencias y los
inmortales principios de los constituyentes y de los convencionales.
Así, pues, nosotros, al predicarla, lejos de desconocer la historia,
somos fieles a sus lecciones.

Se ha tratado de legitimar científicamente la existencia de las clases
y de justificar las desigualdades sociales, basándose en la teoría de
Darwin, en la selección natural que resulta de la concurrencia vital,
del combate por la vida.

El cómo esta manera de ser de la materia que se llama la vida ha
pasado de la humilde célula a las formas complicadas de los organismos
superiores; a qué causa mecánica debe atribuirse la transformación
gradual de los organismos y su desarrollo progresivo, esto es lo que
ha investigado el ilustre naturalista; la teoría darwinista es la
indicación de un procedimiento de constitución de las especies. Pero al
lado de la selección natural, y más eficaces o más generales que ella,
pueden existir otras causas de la producción de las especies, algunas
de cuyas causas se empiezan ya a vislumbrar, pudiendo haber otras que
aún no se hayan descubierto.

En todo caso, lejos de ser un manantial constante de progreso, la
competencia vital es, particularmente cuando se ejerce entre los
hombres, causa de extenuación.

Lo que es preciso que haya entre los hombres es la acción común, la
solidaridad en la lucha contra el resto de la naturaleza, debiendo ser
esta tanto más fecunda cuanto que todos los esfuerzos se concentren en
este punto, no desperdiciándose una parte de actividad en una lucha
intestina.

Admitiendo que la lucha entre organismos semejantes se impone a los
animales distintos del hombre, se encuentra la razón de esta lucha en
el hecho de que, consumiendo el animal sin producir, la parte consumida
por los unos puede reducir la posibilidad de consumo de los otros;
mientras que el hombre, capaz de producir y produciendo más de lo que
consume, puede vivir y desarrollarse sin limitar por esto el consumo de
sus semejantes.

Por otra parte, el trabajo humano es tanto más productivo, cuanto que
está basado en una combinación más amplia de trabajadores que funcionan
juntos con un mismo objeto; la utilidad de semejante modo de ejecución
del trabajo tiende a excluir la lucha y la división entre los hombres.

Además, la lucha entre los hombres civilizados, la guerra, implica,
no la supresión, sino la permanencia de los más débiles; pues los más
robustos, los más fuertes, son arrebatados por el servicio militar.

La selección sexual, favorable entre los animales a los más bellos, a
los más vigorosos o a los más inteligentes, produce en el hombre un
efecto contrario: hombres y mujeres son generalmente atraídos solo
por la riqueza, yendo esta unida con frecuencia a la inferioridad
intelectual y física.

Finalmente, si es cierto que el progreso nace a veces de la lucha por
la existencia, es porque al oponer los seres en lucha sus cualidades
intrínsecas, la victoria pertenece incontestablemente al que es
superior. Los que en las sociedades humanas combaten por la vida, se
hallan en condiciones de desigualdad extrañas a su naturaleza, pues
unos reciben la instrucción de que los demás están privados, y se
aprovechan de los capitales de que estos se hallan desprovistos. Desde
este momento, el resultado de la lucha no indica cuál sea realmente el
mejor, sino el que está socialmente mejor armado.

Y no solo, dentro de nuestra civilización, el hombre, reducido a sus
fuerzas orgánicas casi incultas, el hombre sin armas tiene en la vida
por adversario al hombre completamente armado, que ha tenido medios de
desarrollarse y los tiene de obrar, sino que ni aun le es permitido
a este paria usar de las solas fuerzas de que dispone, sus fuerzas
naturales, más que en los límites estrechos en que le encierra una
legislación destinada únicamente a proteger a los fuertes contra los
débiles. No contenta con no armar a sus adversarios y colocarlos en
condiciones de desigualdad artificial, la ley burguesa los agarrota y
los arroja así maniatados en el combate de la vida.

Desde hace tiempo la lucha ha perdido su carácter individual al
pasar de las sociedades animales a las sociedades humanas. Los
animales luchan con sus armas naturales incorporadas a su organismo,
mientras que el hombre lucha con armas artificialmente unidas a su
ser; y sucede precisamente que los poseedores de estas armas no son,
sino excepcionalmente, creadores de ellas. A consecuencia de esta
particularidad, la lucha toma en las sociedades humanas el carácter de
lucha de clases, lucha que, lejos de consolidarla, la evolución humana
trata de eliminar con la contradicción que le sirve de base.

Para ofrecer un derivativo a las pasiones populares amenazadoras,
los Napoleón III, los Bismarck y los Alejandro de Rusia, han
imaginado sustituir con las guerras de razas las luchas nacionales
interiores. Estos pasatiempos, que pueden tener para sus autores una
utilidad momentánea, serán en lo sucesivo impotentes para resucitar
el patriotismo, para dar el extranjero como alimento a los odios
intestinos desviados de su objeto.

El capital no tiene patria, va adonde encuentra buenas colocaciones.
Si la explotación burguesa se ha convertido necesariamente, por el
hecho del desarrollo económico, en explotación internacional; si no
conoce razas ni fronteras, ejerciéndose indiferentemente donde quiera
que hay que robar, al mismo tiempo que la intervención gubernamental
se declara en su favor, enfrente del cosmopolitismo financiero, de
la Internacional amarilla, el internacionalismo obrero se levanta,
correspondiendo al verdadero antagonismo de los intereses que están en
juego.

Hoy las fuerzas económicas, al encontrarse, acentúan, sin distinción de
fronteras, la separación de la sociedad en dos clases, obligando a los
unos, que son la mayoría, cada día más numerosa, a vender su facultad
de trabajo para vivir, y permitiendo a los otros, la minoría, cada vez
más reducida, que la compre para enriquecerse. En efecto, lo que obliga
a la clase obrera a vender su facultad de trabajo, es que le falta la
posibilidad directa de ponerla en actividad, es decir, los medios de
trabajo. Mientras más veces la vende, más enriquece a los capitalistas
y, por consiguiente, les proporciona más medios de monopolizar los
instrumentos de trabajo que, faltándole a ella siempre, perpetúan su
vasallaje.

La clase media, guiada por sus instintos conservadores, pero
poco perspicaces, se interponía entre la clase capitalista y el
proletariado, en beneficio de la primera; mas ya tiende a desaparecer,
porque la centralización económica aumenta a expensas suyas por la
absorción constante de los medios de producción pertenecientes a los
pequeños detentadores, que se hallan en la imposibilidad de sostener la
competencia con los grandes capitales.


IV

LA SUPRESIÓN DE CLASES Y EL MODO DE REALIZARLA

La distinción de clases que existe y la lucha que de ella se origina,
no desaparecerán más que con la supresión de las desigualdades
artificiales y mediante el reconocimiento de la igualdad social de
todos ante los medios de desarrollo y de acción de las facultades
musculares y cerebrales.

La igualdad ante los medios de acción será la consecuencia de la
socialización de las fuerzas productivas que prepara, como ya hemos
visto, la centralización económica actual.

La igualdad ante los medios de desarrollo resultará de la admisión de
todos --no diré, empleando la fórmula usada, la cual, no pudiendo
tomarse al pie de la letra, es mala-- a la instrucción integral, sino
a la instrucción científica y tecnológica, general y profesional.

Lo que es necesario procurar a todos, y reclama el sistema moderno de
producción, es una instrucción que, por medio de nociones universales,
permita a los individuos emprenderlo todo, conocer las relaciones
generales que provienen de los resultados empíricos de las ciencias
particulares, haciéndoles, no obstante, adquirir conocimientos
especiales en armonía con sus aptitudes e inclinaciones, en una
palabra, una instrucción que adapte al trabajador a las múltiples
exigencias del trabajo.

Solo con esta igualdad ante los medios de desarrollo y de acción, cuya
garantía social, asegurada a todo ser humano sin distinción de sexo,
está conforme con las varias necesidades de la producción moderna,
podrá efectuarse la emancipación de la mujer, así como la del hombre.

La mujer es hoy casi exclusivamente un animal de lujo o una bestia de
carga. Mantenida por el hombre cuando no trabaja, está aún obligada a
serlo aun cuando se mate trabajando.

En cantidad y calidad iguales, el trabajo de la mujer está menos
retribuido que el del hombre. Pero esté o no bajo la dependencia
patronal, no escapa a la dependencia masculina, y de todos modos se ve
obligada a buscar en su sexo, transformado de una manera más o menos
aparente en mercancía, un suplemento a sus recursos, insuficientes.

Si durante mucho tiempo ha permanecido por su misma naturaleza
colocada en una situación inferior, a la hora presente existen ya
las condiciones que le abren los diversos géneros de actividad. El
desarrollo de la industria mecánica ha ensanchado la esfera estrecha
en que la mujer estaba confinada; la ha libertado de las antiguas
funciones domésticas y, al suprimir el esfuerzo muscular, la ha hecho
apta para las faenas industriales. Así, pues, arrancada al hogar
doméstico y arrojada en la fábrica, puesta al nivel del hombre ante
la producción, solo le falta emanciparse como obrera, para igualarse
socialmente con aquel y para ser dueña de sí misma.

No siendo su inferioridad legal otra cosa que el reflejo de la
servidumbre económica particular de que es víctima, su igualdad civil y
política no se podrá buscar eficazmente si no se logra la emancipación
económica, a la cual, lo mismo para ella que para el hombre, se halla
subordinada la desaparición de todas las servidumbres.

Porque el socialismo habla de igualdad, y sin cuidarse de examinar
qué se entiende por esta, se le acusa de soñar con una nivelación tan
quimérica como universal y de tender a una medianía uniforme.

De lo que precede resulta que el socialismo quiere la igualdad ante los
medios de desarrollo y de acción, es decir, la igualdad del punto de
partida. Mas esta igualdad no implica, en ningún caso, ni la igualdad
de movimientos, ni la igualdad en el punto de llegada. Al asegurar
a todos los organismos humanos una parte igual de las posibilidades
de educación y de ejercicio, lejos de realizar la uniformidad, el
socialismo hará brotar y acentuará las desigualdades naturales,
musculares o cerebrales. Aun cuando fuera posible, el socialismo
científico se guardaría muy bien de borrar esas diferencias, pues
no ignora que semejante heterogeneidad es una de las condiciones
esenciales del perfeccionamiento de la especie.

Mientras no se establezca la igualdad social ante los medios de
desarrollo y de acción, la cual se deduce de las tendencias íntimas de
la producción moderna, el proclamar el derecho del hombre a ser libre
equivaldría a conceder generosamente a un paralítico el permiso de
andar. Solo mediante esta igualdad, llegará a ser un hecho la libertad,
que es el juego de todos los organismos humanos según su voluntad
consciente.

El socialismo quiere la libertad completa del hombre, sin que esto se
interprete torcidamente, pues no hay palabra más elástica que la de
libertad; es un pabellón que cubre todo género de mercancías.

Los campeones del más radical de los liberalismos, so pretexto de
libertad de cultos, tolerarían bajo cualquier régimen las prácticas
religiosas, es decir, el peligro seguro del estupro intelectual
de los niños, poniéndolos así, gracias a su deformado cerebro, en
la imposibilidad moral de ejercer conscientemente su facultad de
iniciativa.

Otros hay que defienden una libertad especial del padre de familia, la
que no suele ser otra cosa que un atentado legitimado contra el niño,
que no puede llegar a ser por este motivo lo que su naturaleza le exige.

En nombre de la libertad del trabajo, se otorga al capitalista la
libertad de explotar a su antojo al trabajador, y a este la obligación
de someterse.

Esas libertades, tan pródigamente concedidas a algunos, tienen el mismo
fundamento que tendría la libertad del guardagujas de manejar las
agujas y hacer los cambios de vía a medida de su capricho.

La libertad es para cada uno, no el derecho, que nada significa, sino
el poder moral y material de satisfacer sus necesidades naturales o
adquiridas. Derivada de la igualdad ante los medios de desarrollo y
de aplicación de las facultades orgánicas, o en otros términos, de la
universalización de la instrucción y de la socialización de las fuerzas
productivas, la libertad implica la acción común, la solidaridad.

El hombre aislado no reconocería otros límites a su acción que los de
su propia fuerza, y su acción se vería, desde luego, singularmente
limitada. Por esta razón, y a impulsos del interés personal, la
acción común reemplaza cada día en mayor escala a la acción puramente
personal. El hombre es para el hombre un auxiliar necesario; la
comunidad de acción, que tiende por medio de funciones diferentes, pero
respectivamente indispensables, a la realización de un fin común, el
bienestar, debe completarse evidentemente con la comunidad de ventajas.

La solidaridad, que ha sido sucesivamente familiar, comunal, nacional,
tiende a ser internacional. Desde este momento, la facultad que posee
el hombre de obrar solo, de ser en absoluto independiente de la
acción de los demás, en una palabra, la autonomía tan obstinadamente
glorificada, si no fuera irrealizable, merced a la evolución económica
que domina todas las relaciones humanas, sería un retroceso, una
disminución de fuerza, es decir, de libertad, para el individuo, en
lugar de ser un acrecentamiento.

Siendo la libertad tanto mayor cuanto menos subordinada está en su
ejercicio a circunstancias extrañas a la voluntad, y siendo tanto más
fáciles de vencer los obstáculos contra los que tropieza la voluntad
cuanto menos diseminadas se hallen las fuerzas que los combaten, la
centralización, merced a la cual se puede conseguir el máximum de
resultados con el mínimum de esfuerzos, se impone como garantía de
expansión para la libertad individual.

Por otra parte, la actividad corporal e intelectual solo fuera del
taller podrá revestir el carácter de libertad, que es su atractivo.
En efecto, una organización mecánica no permite el desarrollo
espontáneo de las facultades humanas; el hombre no es en tal caso sino
un engranaje del maquinismo, reducido a adaptarse a los movimientos
automáticos del conjunto. Cuanto más se perfeccione y universalice
la máquina, menos trabajo tendrá que ejecutar el hombre; pero menos
también el trabajo, tomado en conjunto, será resultado de la libre
iniciativa humana, convirtiéndose en tarea enojosa para un gran número
de trabajadores. Con la corta duración del trabajo, la diversidad sana
en el aburrimiento inevitable será lo que pueda realizarse fácilmente.

Habrá, pues, dirán algunos, obligación de trabajar.

La libertad será en materia de trabajo todo cuanto esta pueda ser en
cualquier otra materia, es decir, el ejercicio de la actividad humana
no embargado socialmente y limitado solo por las fatalidades orgánicas
exteriores. Supongamos que se permitiera a todo el mundo ir desnudo;
las gentes, dada la temperatura de nuestros inviernos, continuarían
vistiéndose, no obligadas por voluntad ajena, sino por una necesidad
inherente a su organismo. Es libre el hombre cuya voluntad no se halla
determinada sino por móviles nacidos de sí propio, los cuales puede
acomodar a su antojo a las condiciones necesarias de su vida: era,
pues, libre el hombre cuya voluntad de trabajar provenga solo, así
como su voluntad de comer, de las necesidades personales que tenga que
satisfacer, y solo trabaje en lo que le convenga, sabiendo que trabaja
exclusivamente para sí propio y teniendo conciencia de que trabaja por
su sola voluntad.

No será probablemente por distraerse por lo que se trabajará, dada la
manera de ser del trabajo, aunque este se mejorará cuanto sea posible;
el único móvil para ello será el interés, que es el punto de partida
real de todos los actos del hombre y el que rige todas las relaciones
del individuo con el medio ambiente.

Asimismo, excitando el interés, se conseguirá la ejecución de las
labores particularmente peligrosas o repugnantes, gracias a una
elevación en el precio de la hora de trabajo. Por ejemplo, se
establecerá que cuatro horas dedicadas a una de estas especialidades
ingratas equivalen a seis o siete de trabajo simple. Por lo demás,
no habrá en esto determinación arbitraria; la diferencia que exista,
para una misma ganancia, entre el tiempo empleado en obras ordinarias
y el empleado en obras o labores penosas, variará según la oferta y
la demanda de estas últimas obras. No se condenará a una categoría
de trabajadores a ejecutarlas exclusivamente. En esta materia nadie
tendrá obligación directa emanada de una ley especial, ni obligación
indirecta a consecuencia de la imposibilidad de no poder subsistir
haciendo otra cosa. Los que ejecuten dichas obras serán absolutamente
libres de dedicarse a otra ocupación. De ninguna manera se especulará
como hoy con su miseria, sino con el deseo natural en algunos, ya de
una ganancia mayor en un mismo tiempo de trabajo, o bien de un descanso
más prolongado por la misma ganancia. Sentemos además que el espíritu
de abnegación innato en el hombre lo mismo que en el perro, por
ejemplo, podrá entonces ejercitarse, y se ejercitará tanto más cuanto
el entusiasmo y la emulación, no practicados hoy por los que saben que
trabajan para otros, llegarán al fin a su apogeo.

Una vez en estas condiciones, y no trabajando ya el hombre obligado
por una fuerza extraña a su organismo, el trabajo, según la ingeniosa
expresión de uno de los más eruditos pensadores socialistas, Pablo
Lafargue, será para todos tan solo «el condimento de los placeres de
la pereza». Va en posesión de su individualidad, anidada por la tarea
mecánica, que los progresos de la maquinaria abreviarán y aligerarán
cada vez más, podrá el hombre, terminado su trabajo, disfrutar
ampliamente los goces físicos resultantes del completo ejercicio de
sus órganos, así como de los placeres intelectuales que procura el
cultivo de la ciencia y del arte. El placer, objeto final de todo
organismo viviente, se realizará entonces para cada uno con arreglo a
su naturaleza.

Pero esta libertad se encuentra subordinada a la socialización de los
medios de producción; la colectividad no podrá disfrutar de ellos
mientras no posea los medios económicos de aprovecharlos. Ahora bien,
¿los detentadores privilegiados de estos medios, condición _sine qua
non_ de la libertad, los abandonarán desde el instante en que ellos a
su vez sean libres de no abandonarlos?

Hallándose unida a la posibilidad de tener cada cual a su disposición
el instrumento y la materia de trabajo, la libertad no surgirá sino de
una presión ejercida sobre sus propietarios actuales, sobre los que son
demasiado libres mientras que la mayoría trabajadora no lo es nada.

Nosotros somos revolucionarios porque sabemos por la experiencia de
toda la historia que las clases dominantes solo se suicidan --si acaso
se suicidan-- cuando echan de ver que se las va a matar, sabiendo
también que, lógica y cronológicamente, la noche del 4 de agosto viene
después de las jornadas del 14 de julio.

Somos partidarios de recurrir a la fuerza para alcanzar la libertad,
del mismo modo que en ciertos casos patológicos hay que recurrir a la
camisa de fuerza para conseguir la curación; una vez esta conseguida
y recuperada completamente la salud, se goza de libertad completa en
los movimientos, pero mientras dura la enfermedad se prohíbe mover
aquella parte del cuerpo cuyos movimientos comprometerían la salud en
general. Si es ser autoritario el negar la libertad, durante el periodo
de tratamiento que exija la modificación del orden social, a aquellos
cuya acción podría poner en peligro nuestra reorganización, nosotros
somos autoritarios. Queremos proceder autoritariamente contra la clase
enemiga, y queremos suprimir las libertades capitalistas, que impiden
la expansión de las libertades obreras.

Expliquemos esto, a fin de que los jesuitas rojos o tricolores no
deformen nuestro pensamiento: la autoridad que nosotros proclamamos
útil no es en modo alguno la autoridad cesárea de las individualidades,
cualesquiera que estas sean, sobre la masa, sino al contrario,
proclamamos la autoridad de la masa sobre las individualidades que
ella emplea, la acción directa de los interesados, la autoridad del
Proletariado y no sobre el Proletariado. Esta autoridad resultante
del conjunto de los interesados en ser libres no será opresiva para
ellos, a menos de admitir la opresión de las gentes por ellas mismas.
La dictadura de clase deberá reinar hasta el día en que la libertad,
posible para todos, pueda, sin inconvenientes para nadie, ser ejercida
por todos.

El recurso a la fuerza, a la revolución, por la clase que, si ha de ser
libre, necesita conquistar los medios de serlo, no será otra cosa que
la fuerza empleada a su vez por los explotados contra los explotadores.

La minoría poseedora ha colocado sus monopolios bajo la protección de
una fuerza capaz de refrenar las tentativas de rebelión de la mayoría
desheredada; en la existencia de clases antagónicas se halla la razón
de ser de los ejércitos permanentes, que representan la permanencia
de la fuerza necesaria para la defensa de la clase privilegiada --en
Bélgica, por ejemplo, existe un ejército permanente, por más que las
Potencias europeas hayan establecido su neutralidad--, los cuales no
desaparecerán sino con su causa.

Si el ejército permanente es, en toda su brutalidad, la organización
de la fuerza, a la que no vacilan jamás en dirigirse los apoderados de
la clase propietaria en peligro, la legalidad es tan solo la fuerza
sistemática coordinada en sentencias. Entre el empleo de la fuerza
bruta y el de la fuerza metódica no media más que una simple cuestión
de forma, el resultado es el mismo. Que a uno le golpeen bárbaramente o
con todas las reglas del pugilato, no por eso quedará menos maltratado.
La ley no es otra cosa que la consagración de la fuerza encargada de
mantener intactos los privilegios de la clase poseedora y gobernante;
y solo oponiendo victoriosamente la fuerza a la fuerza, y, por
consecuencia, destruyendo violentamente esa forma de la fuerza que es
la legalidad, puede llegar a su emancipación una clase inferior.

Si nuestro fin, la socialización de las fuerzas productivas, es una
necesidad económica, nuestro auxiliar, la fuerza, es una necesidad
histórica.

Todos los progresos humanos, todas las transformaciones sociales y
políticas de nuestra especie han sido obra de la fuerza. Examinando la
historia moderna de nuestro país se ve que la abolición de la monarquía
de derecho divino y del orden feudal se deben a la revolución de 1789;
que la desaparición de una religión del Estado resultó de la revolución
de 1830; que el establecimiento del sufragio universal se debe a la
revolución de 1848, y la proclamación de la República a la revolución
de 1870.

También ha habido un derecho, más aún, un deber de insurrección
inscrito en el evangelio burgués, en la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano. De este derecho, del que ella hacía un deber
para la masa a su servicio, la burguesía ha usado ampliamente, y se ha
emancipado por medio de la insurrección, y merced a la insurrección
ha llegado gradualmente a la omnipotencia. Desde el momento que ha
alcanzado su máximum de dominación, este derecho, este deber no existe
ya, y la burguesía condena, ahora que se emplea en contra suya, esta
misma fuerza que ella ha utilizado en provecho propio: el derecho a la
insurrección debe abolirse puesto que ella no lo necesita. Por esta
razón trata de convencer al Proletariado de la ineficacia del método
revolucionario. ¿Qué le ofrece en cambio?


V

INEFICACIA DE TODOS LOS MEDIOS PACÍFICOS

El argumento favorito de nuestros reformistas platónicos consiste
en asegurar que es preciso ante todo modificar las ideas y los
sentimientos de la nación. «Instruir al pueblo --exclaman--: esta es la
clave de la cuestión social; en los ánimos es donde debe efectuarse la
revolución.»

La instrucción es incapaz de atenuar en lo más mínimo la explotación
de la clase trabajadora. Por grandes que fuesen los progresos de su
educación, la mayoría no poseedora, obligada a vender, para poder
subsistir, su fuerza muscular o cerebral, no por eso dejaría de estar
bajo la dependencia de la minoría poseedora. La universalización de la
instrucción sin la universalización de la propiedad no cambiaría en
nada la situación material en que se encuentra hoy el asalariado, pues
no porque fuese más instruido tendría medios de trabajo en proporción
mayor, ni dejaría de ser siempre desposeído.

Si nos vemos obligados a declarar que la instrucción no aliviaría ni
aun levemente la suerte del Proletariado, no por eso hacemos caso omiso
de ella. Reconocemos en alto grado su utilidad puesto que, difundida
por la masa, ejercerá provechosa influencia desde el punto de vista
revolucionario. Cuanto más instruida esté la masa, más pronto se dará
cuenta de su posición de explotada, y menos dispuesta se encontrará
a sufrir en silencio; todo asalariado instruido se halla próximo a
sublevarse. Pero si la educación de la clase obrera puede impelerla a
emplear la fuerza para apresurar la solución necesaria, es incapaz de
suplir a esta.

En cuanto a la idea de modificar directamente el estado mental de
la nación considerada en conjunto, es una utopía. Determinando el
medio económico, juntamente con las condiciones de existencia, las
ideas del hombre, para cambiar estas en todos sería preciso comenzar
modificando los fenómenos exteriores de que aquellas no son más que
la representación cerebral. La única transformación que hay que
proponerse es la transformación del régimen de la propiedad, cualquiera
que sea el punto de vista desde que se considere la cuestión,
religioso, moral, político o económico.

       *       *       *       *       *

Desde el punto de vista religioso, hay simplemente proyección de
fenómenos naturales fuera y por encima del mundo real. Subyugado por
fuerzas exteriores, los hombres han encarnado personajes místicos en
estas fuerzas. Hoy día las fuerzas naturales, dominadas casi por el
hombre, que cada vez se da cuenta más exacta de sus efectos y las
refiere a sus verdaderas causas, no dan ya motivo a personificación, a
divinización.

Solo las fuerzas sociales, juntamente con las de la Naturaleza, pesan
sobre la existencia del hombre, dominándola cada día de una manera
más preponderante. Para buscar hoy el origen de las ideas religiosas,
hay que remontarse al origen no explicado de los dolores sufridos y a
su apariencia inevitable metamorfoseada en institución sobrenatural.
Mientras la masa sea juguete del modo de producción, las miserias que
el régimen capitalista engendra y aquella sufre, conservarán a sus ojos
un carácter sobrehumano, y, por tanto, persistirá ese terror de lo
desconocido que la abruma, es decir, el sentimiento religioso.

La religión no es otra cosa que el reflejo de las fuerzas sociales en
la mente, las últimas fuerzas externas cuya manera de ser hace creer
al hombre que dimanan de una fuerza superior. La emancipación del
pensamiento está, pues, unida a la emancipación del trabajo, de la
vida práctica. El déspota terrestre, el capitalista, arrastrará en su
caída al fantasma celeste; rigiendo el hombre la producción en lugar de
ser regido por ella; encontrando al fin el bienestar sobre la tierra;
teniendo noción clara y precisa de su situación en el universo en
general y en la sociedad en particular, desaparecerá universalmente la
necesidad de ese género de esperanzas y consuelos, que son consecuencia
de la tiranía hoy misteriosa para las masas, así como la creencia en un
ser supremo, dispensador soberano de los goces y de los sufrimientos.

Nuestros fogosos anticatólicos, ridículos aficionados a bautismos
civiles y otros ritos, que imaginan desprender la sociedad civil
de toda ligadura mística y mistificadora porque comen carne el
viernes santo, hacen del librepensamiento la condición primera de la
regeneración social; y no ven, o no quieren ver, que las religiones no
son organismos independientes del medio económico en que se agitan. Los
grupos librepensadores, así como las logias masónicas, son excelentes
planteles de candidatos, trampolines que el uso ha demostrado ser
útiles para saltar en las asambleas electivas, y nada más. No pedirán
ni siquiera la supresión del presupuesto de cultos, pues como servicio
público o un instrumento de dominación, que viene a ser lo mismo, la
religión es un resorte utilísimo para todo gobierno de clase.

       *       *       *       *       *

Desde el punto de vista moral, y sin tratar de actos reprensibles
o criminales, los cuales, cuando no son productos orgánicos de un
género particular de la competencia de las casas de salud, provienen
de las condiciones sociales nacidas de un orden económico basado en
la persecución desenfrenada de los medios de goce sin el esfuerzo
correspondiente, consideremos la tacha que la opinión pública arroja
sobre la maternidad fuera del matrimonio y sobre el nacimiento
ilegítimo. ¿De qué proviene esta tacha?

Las costumbres son las relaciones que los intereses en contacto
establecen entre los hombres. Hasta hoy solo se han presenciado
intereses antagónicos, habiéndose sacrificado siempre unos por la
prosperidad de otros. Es evidente desde luego que los intereses de
los más fuertes han determinado solos el sistema de relaciones entre
los hombres e impuesto las apreciaciones relativas a lo que había de
considerarse como el bien y a lo que debía ser considerado como el mal.
Las costumbres preponderantes de una época son las costumbres de la
clase dominante, y la moral vulgar es siempre la que se conforma con
sus intereses.

Si no se menospreciase a las jóvenes que tienen un hijo, y si se
tratase al hijo natural como hijo legítimo, la libertad de las
relaciones sexuales se extendería en detrimento del matrimonio. Y
precisamente el matrimonio es el que imprime a la clase poseedora su
carácter hereditario y desarrolla sus instintos conservadores.

Así que, según la moral vigente, la honradez para la mujer no casada
estriba en la continencia, y cuando «sucumbe», ¡con qué dureza los
libertinos le arrojan al rostro el insulto, mofándose de lo que llaman
su deshonra! Pocos son los que no siguen la corriente general. Aun
entre los escritores que han tratado, pero sin fruto, de idealizarlo,
el hecho de entregarse la mujer al que ama y la desea, sin que haya
sido previamente firmado, publicado y legalizado, es un acto de los más
trágicos.

La utilidad del matrimonio, que es una escritura de propiedad, un
contrato mercantil, antes de ser la unión de dos personas, resulta
de la estructura económica de una sociedad basada en la apropiación
individual. Al ofrecer garantías para los hijos legítimos y al
asegurarles los capitales paternos, el matrimonio perpetúa la
dominación de la casta detentadora de las fuerzas productivas. Y
notaremos de paso que, a pesar del divorcio, las consideraciones
pecuniarias que presiden a la conclusión del matrimonio y representan
el papel más importante mientras dura, mantendrán en pie, salvo raras
excepciones, su indisolubilidad. Las susceptibilidades morales cederán
ante los intereses materiales y se procurará evitar toda irregularidad
en la conducta de ambos a fin de no deshacer un buen negocio.

Transformado el modo de propiedad, y solo después de esta
transformación, perderá el matrimonio su razón de ser, y entonces, sin
temor del menosprecio, mujeres y hombres podrán escuchar libremente la
voz de su naturaleza, satisfacer sus necesidades amorosas y ejercitar
todos los órganos cuyo funcionamiento regular exige la higiene.

Realizada en favor de todos la igualdad de los medios de acción y de
desarrollo, y convirtiendo en carga social la manutención de los niños,
así como su instrucción, y libres ya de la diferencia de nacimiento,
no habrá lugar para la prostitución ni para el matrimonio, que en su
conjunto, no es más que la prostitución ante el alcalde.

En efecto, la prostitución consiste en la subordinación de las
relaciones sexuales a consideraciones económicas; y de cualquier modo
que se la considere, la mujer es hoy la manceba del hombre. Las que no
pueden hallar un marido encargado de subvenir a todos los gastos, se
alquilan temporalmente para vivir; casadas o no, en general viven del
hombre y para el hombre. Las más virtuosas protestas en nada cambiarán
esta costumbre, la cual se practicará hasta que la mujer sea emancipada
desde el punto de vista económico. No estando entonces dominadas las
relaciones sexuales por móviles extraños a su fin natural, serán
relaciones esencialmente privadas, y se basarán en lo único que las
hace dignas, en el amor, en el deseo mutuo, y serán tan duraderas o tan
mudables como el deseo que las provoque.

       *       *       *       *       *

Desde el punto de vista político, la burguesía halaga a los obreros
diciéndoles que si desean reformas son dueños de imponerlas, pues
poseen el sufragio universal, que obra en las condiciones que ella se
ha servido indicar, y en el momento escogido también por ella. Serían,
pues, muy descontentadizos si no aceptasen este arma de papel, con la
cual no pueden hacer daño alguno a sus adversarios.

La minoría detentadora de los medios de producción es dueña absoluta de
la existencia de una mayoría que no puede satisfacer sus más urgentes
necesidades orgánicas sino con auxilio del salario. Para obtener este
salario indispensable tiene que doblegarse a la voluntad de los únicos
que pueden proporcionárselo, los cuales disponen a su antojo de la vida
y de la libertad de todos.

La soberanía sin la propiedad es no tan solo inútil, sino el más
pérfido de los lazos. Antes del establecimiento del sufragio universal,
el censo servía de barrera entre poseedores y desposeídos; exentos
estos últimos del gobierno y de la propiedad, su organización en clase
distinta --que hubiera amenazado las prerrogativas capitalistas el día
en que hubiesen tenido conciencia clara de la inferioridad sistemática
en que se los mantenía-- resultaba del ostracismo legal a que estaban
condenados.

De resultas de haber otorgado a todos el derecho de participación
intermitente en los negocios públicos, sobrevino una confusión funesta.
Los explotados, a quienes hasta entonces se había considerado tan
solo como asalariados, soldados y contribuyentes, fueron víctimas
de una ilusión, de que se aprovechó la casta gobernante: soberanos
nominalmente, se creyeron los dueños. Con arreglo cada cual a su
educación, a sus preocupaciones o a su temperamento, se alistaron
en los diferentes partidos burgueses, engrosaron las filas de sus
enemigos de clase, y dejaron que tal o cual fracción de la burguesía,
con auxilio suyo, se impusiera a las demás.

El obrero no es ya obrero exclusivamente. Creyendo votar por
correligionarios políticos, entrega el poder a hombres cuyos intereses
económicos se oponen abiertamente a los suyos; en efecto, no puede
haber comunidad de intereses entre el que puede explotar a su voluntad
y el que se ve obligado a aceptar las condiciones de explotación que se
le impongan.

Los que se hallaban bajo la dependencia económica de la clase burguesa
se han convertido, merced al sufragio universal, en factores de su
propia dominación política. Los gobernantes burgueses, cualquiera
que sea el color de su bandera, están todos de acuerdo en oponerse a
aquello que signifique algún atentado contra su propiedad y disminuya
sus monopolios de casta. Por esto, si la forma gubernamental ha
avanzado un paso con el establecimiento de la República, último término
de la evolución puramente política, la organización social, causa
inevitable de la miseria, no ha variado ni variará en tanto no se
modifique la forma de propiedad.

El sufragio universal encubre, en beneficio de la burguesía, la
verdadera lucha que debe emprenderse. Se entretiene al pueblo con las
insulseces políticas, tratando de interesarle en la modificación de
tal o cual rueda de la máquina gubernamental; mas, en realidad, ¿qué
importa una modificación, si el objeto de la máquina es siempre el
mismo, y lo será mientras haya privilegios económicos que proteger, ni
qué importa tampoco a los que ella triturará mientras exista, un cambio
de forma en el modo de triturarlos?

El pretender conseguir por medio del sufragio universal una reforma
social, y el querer llegar por ese expediente a la destrucción de la
tiranía del taller, de la más inicua de las monarquías, de la monarquía
patronal, es formarse una idea singularmente falsa del poder del tal
sufragio. Los hechos son innegables: examínense los dos países en que
el sufragio universal se halla establecido desde hace más tiempo y
favorecido su ejercicio por una amplitud de libertad de que todavía no
gozamos en Francia.

Cuando Suiza quiso librarse de la invasión clerical, cuando los
Estados Unidos quisieron suprimir la esclavitud, no pudieron
conseguirse estas dos reformas en ninguno de los dos países en que
existía el derecho electoral, sino empleando la fuerza; la guerra del
Sonderbund y la guerra separatista son prueba elocuente de ello.

No obstante, como en todo y para todo hay que adaptarse a las
condiciones del medio en que se ha de vivir, desde el instante que el
sufragio universal existe, es preciso atenerse a él, ajustarse a la
situación creada por su establecimiento y tratar de utilizarse lo mejor
que se pueda de un estado de cosas que no se ha provocado, pero que no
se puede menos de acatar.

El sistema abstencionista no conduciría a nada. Las abstenciones
aumentan debido a que, no votando nadie por el simple deseo de ejercer
el acto de soberanía que consiste en echar un papel en una urna, se
echa de ver cada día más la esterilidad del sufragio universal como
instrumento de reformas. Pero si la acción electoral es estéril, la
abstención no lo es menos. Las abstenciones no interrumpen en modo
alguno la máquina electoral, y, aunque no se tenga participación alguna
en la fabricación de diputados, estos no dejan de ser elegidos y tiene
uno que someterse a las leyes confeccionadas por ellos. Negándose a
tomar parte en las elecciones no se pone ningún obstáculo a la política
burguesa.

Debe aprovecharse el sufragio universal, puesto que existe; mas no
debe exigírsele lo que no puede conceder. El sufragio debe servir para
reparar el mal causado por la fusión política del Proletariado y de
la burguesía, y para formar, independientemente de todos los partidos
burgueses, el ejército de la revolución social.

A lo que hay que aspirar especialmente, no es a la entrada de algunos
socialistas en el Parlamento, ni tampoco a una acción parlamentaria
cualquiera: lo que debe buscarse es el reunir a la clase obrera,
diseminada en los diversos partidos republicanos burgueses, y el
separarla de aquellos cuyos intereses económicos son opuestos a los
suyos. Como medio de agrupar el Proletariado para la lucha, el sufragio
universal puede contribuir a acentuar la división entre las clases
confundidas políticamente por él, pero esto es todo lo que puede
realizar.

El medio de apresurar, con auxilio del sufragio universal, esta
formación del ejército obrero, es la candidatura de clase, que
continúa en política la lucha de clases que rige nuestro estado social,
acentuando en el terreno electoral el antagonismo existente entre
aquellos que, cualesquiera que sean sus opiniones políticas, detentan
los medios de producción, y los que no poseyendo más que su fuerza
de trabajo, tienen que adaptarse para vivir a las exigencias de los
primeros.

Pero no deben confundirse la candidatura de clase y la candidatura
obrera. Como esta última no es otra cosa que la candidatura de un
obrero de ideas más o menos radicales, lejos de tener para la burguesía
una significación hostil, será poco a poco alabada y sostenida por
ella; este es un nuevo lazo tendido a la sencillez de un Proletariado
que comienza a desconfiar de los políticos de profesión, a comprender
que ha sido burlado por ellos, y que, si legalmente ha sido proclamado
soberano, en realidad ha seguido siendo esclavo.

Se tratará de conservar la confianza del Proletariado, que disminuye,
proponiendo a sus sufragios uno de los suyos. Con la candidatura obrera
se tratará de impedir que la guerra entre obreros y burgueses suceda
a las inocentes escaramuzas entre republicanos de diversos matices.
Bien sea un burgués o un obrero alistado bajo cualquier bandera de
la burguesía el que salga elegido, el resultado será el mismo. La
candidatura obrera, cuando no es otra cosa que la candidatura de un
obrero, es una farsa; es necesario que la candidatura de clase lleve
a la esfera política la guerra de clases que llena las páginas de la
historia, y para efectuar esto debe elegirse el candidato en virtud de
los servicios que puede prestar y no del estado que ejerza.

En efecto: si así como el enfermo tiene una noción más precisa de su
dolor que el médico que le asiste, el obrero tiene más que nadie una
idea exacta de las privaciones que sufre; así también, al tratarse del
remedio conveniente, los obreros, considerados únicamente como obreros,
no son más aptos para indicar la solución de la cuestión social que
los enfermos para descubrir el tratamiento que conviene. Cuando su
competencia en esta materia existe, proviene de estudios especiales y
no de su posición de obreros.

Después de lo que antecede, ¿es necesario añadir que no emprendemos
campaña alguna para obtener en la actualidad los derechos políticos de
la mujer, y que, desde luego, la quimera de la candidatura femenina no
nos cuenta en el número de sus partidarios, por más que en los grupos
del Partido Obrero la mujer sea considerada como enteramente igual al
hombre?

Convencidos de que el derecho de sufragio es impotente para conseguir
la emancipación humana, no cometeremos la falta de perder un tiempo
precioso en perseguir un fin que, aun suponiendo que se alcanzase,
sería incapaz de mejorar la situación de la mujer. Esto sería para ella
y para aquellos cuyos esfuerzos hubiesen sido estériles, un engaño más
que tendrían que añadir a los ya causados por el sufragio universal;
solo que esta vez la responsabilidad caería por completo sobre los que
se hubieran dejado llevar de un sentimentalismo demasiado irreflexivo.
La emancipación femenina está subordinada a la transformación
económica, y únicamente trabajando en pro de esta se hará algo en
realidad por la primera; el obrar de otro modo es hacerse cómplice,
a sabiendas o inconscientemente, de extravíos perjudiciales a los
intereses que se aparenta defender.

Desde el punto de vista económico se ha hablado de asociación. Pero la
asociación obrera es quimérica para todo lo que es grande industria,
puesto que esta absorbe cada vez más la mayoría de los obreros, dada la
forma gigantesca que reviste el instrumento de trabajo y lo crecido de
los anticipos necesarios para la creación de una empresa.

¿Qué significaría el ahorro obrero, aun suponiendo que fuese
practicable, comparado con la indispensable acumulación de los
capitales? Además de que, si por un hecho excepcional pudiera
extenderse el ahorro, sería un nuevo engaño. Quien dice ahorro
generalizado, dice disminución de consumo, es decir, disminución en
la demanda de productos; y por ende, disminución de la producción y
aumento de los paros forzosos, en perjuicio de los que no pueden vivir
sino a condición de estar ocupados.

Respecto a la intervención del Estado, el conceder créditos a las
Asociaciones obreras permitiría hacer a la burguesía una guerra con
éxito y tendería, por consiguiente, a mermar sus beneficios; mas como
es la burguesía quien dirige el Estado, ella tendrá buen cuidado,
digan lo que quieran algunos hábiles que aspiran a hacerse populares
reclamando con estruendo lo que saben no puede obtenerse, de no
proporcionar al Proletariado la posibilidad de arruinarla en un plazo
más o menos remoto.

En cuanto a la pequeña industria, en la que el instrumento de trabajo,
de poco valor, hace más asequible la posibilidad de la asociación,
semejantes asociaciones tropiezan en la práctica con obstáculos
difíciles, si no imposibles, de vencer.

Impidiendo el modesto capital a los talleres cooperativos el acometer
empresas importantes, y no permitiéndoles tampoco dar fiado a los
clientes, los coloca, respecto de los patronos, en la posición
desfavorable del pequeño productor frente al productor en grande
escala, con otra desventaja sobre los dueños de pequeños talleres,
a quienes nada impide, cuando escasea el trabajo, despedir todo o
parte del personal asalariado, pues no les preocupa en lo más mínimo
el saber cómo vivirán sus obreros cuando no trabajan, ocupándose
solo en disminuir sus gastos; mientras que el taller cooperativo,
no pudiendo despedir a los asociados, los cuales aunque no trabajen
tienen necesidad de subsistir, se vería obligado a gastar sus fondos
o contraería deudas. Los periodos de prosperidad, lejos de aprovechar
al obrero, habrían de consagrarse a enjugar el déficit producido en la
caja durante la paralización de los negocios; el obrero trabajaría, lo
mismo que antes, para el capitalista, que entonces se llamaría acreedor
en vez de llamarse patrón, y se consideraría dichoso si no se consumaba
su ruina.

La mayor parte de las veces, estas asociaciones cooperativas solo
tienden a la emancipación de unos cuantos, y, cuando por acaso
prosperan, se convierten en patronatos colectivos que se aprovechan del
trabajo de simples asalariados y reparten los beneficios entre varios
accionistas, sin acordarse de los antiguos compañeros de miseria más
que para explotarlos.

Cuando se reflexiona que, en una industria privilegiada como la
tipografía, muchos miles de obreros se hallan imposibilitados de
intentar su emancipación, por incompleta que sea, mediante la
asociación obrera, es preciso convenir en que este ejemplo, panacea
favorita de los reformadores charlatanes, solo prueba una cosa:
la impotencia de la sociedad cooperativa y la imposibilidad de
generalizarla.

Otro de los remedios más cacareados consiste en la participación en
los beneficios; y se explica el interés con que se aconseja este modo
particular de retribución, pues está ya hoy demostrado que únicamente
beneficia a los capitalistas, quienes, gracias a este sistema, recogen
por un lado más de lo que aparentan prodigar por otro.

La participación en los beneficios, haciendo creer al obrero que
trabaja para sí y que logrará mayor producto cuanto más trabaje, sujeta
el obrero al taller, suprime las huelgas, asegura la disminución
de los gastos generales por la economía de las primeras materias y
obliga al obrero a producir la mayor cantidad posible de trabajo,
precipitando así, por el exceso de producción que de esto resulta, el
advenimiento de los paros y de las crisis periódicas. La participación
en los beneficios no es, pues, sino un medio de aumentar el grado de
explotación.

Hay que añadir que la esfera en que es aplicable, es decir, útil a
los patronos, es limitada. Donde los movimientos del obrero tienen
que adaptarse forzosamente a los movimientos no interrumpidos de
la máquina, donde el empleo de la materia primera puede calcularse
exactamente, donde la vigilancia es fácil, la participación, siendo
improductiva para el capitalista, no es ni será nunca aplicable.

Hay quien habla de transformar la suerte de la clase obrera por un
perfeccionamiento de nuestro absurdo sistema de impuestos y sobre todo
por la abolición de los derechos de consumo.

Nuestro sistema fiscal grava extraordinariamente los artículos
de primera necesidad; la modificación de este sistema mejoraría
inmediatamente la posición del obrero, pero solo sería una mejora
pasajera. El salario tiende a regirse por el precio de las
subsistencias indispensables al trabajador, y, suponiendo que
disminuyese su precio por la rebaja de los arbitrios, el salario
concluiría al fin por bajar. Cuanto más barata es la vida, menor es el
salario, y la situación real sería la misma que antes de esta reforma
improbable. En definitiva, una rebaja en el precio de sus subsistencias
no aprovecharía más al asalariado que la disminución en el precio de la
paja al animal que la come. Por otra parte, el experimento se ha hecho
ya. En Bélgica se suprimieron los consumos en 1860; el obrero belga
paga anualmente una cantidad media de impuestos mucho menor que el
obrero parisiense; ¿está por eso menos explotado? ¿en qué es preferible
su existencia a la de nuestros proletarios? La sujeción obrera es
independiente del sistema de contribuciones.

Respecto al librecambio y a la protección, panaceas ensalzadas por
algunos, son simplemente disputas entre capitalistas, que no interesan
en lo más mínimo a la clase obrera. Unos, necesitando proteger su
campo de explotación nacional amenazado por la competencia extranjera,
reclaman gravámenes sobre los productos extranjeros; otros, necesitando
el libre acceso del mercado universal para poder ensanchar su
explotación, aspiran a la libertad del cambio. Todos piensan únicamente
en el mantenimiento provechoso de una potencia que nace exclusivamente
del modo de apropiación, y que da origen a los desórdenes económicos y
a las miserias proletarias.

Sería una candidez el tratar de persuadir a los capitalistas a que
renuncien al orden de cosas de que se disfrutan. Una mejora ruinosa
para ellos, y efectuada, sin embargo, por ellos mismos, en la
suerte del trabajador, es tan inverosímil como la intervención del
Espíritu Santo. No acertaré nunca a figurármelos en el interesante
papel de empobrecidos por persuasión. ¿Se cree, no obstante, que
esa problemática acción voluntaria será sustituida por la acción
legislativa? Pero, ¿cómo esperar de los hombres de la burguesía, como
diputados, lo que no se puede esperar de ellos como patronos, lo que
rehúsan individualmente cuando sus obreros solicitan un ligero aumento
de salario o una rebaja del tiempo de trabajo?

       *       *       *       *       *

Para modificar al hombre y sus instituciones es necesario modificar
primero el medio económico que los produce. Una transformación social
como la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos y la abolición
del régimen del salario actualmente entre nosotros, si bien conforme
con las condiciones económicas del momento, no se efectúa sin una
perturbación violenta. El orden de cosas antiguo, matriz del organismo
superior llamado a sucederle, no sufre sin resistencia la aparición de
los elementos nuevos que él mismo ha engendrado: todo alumbramiento va
acompañado de efusión de sangre.

Y no por hablar en nombre del derecho se evitaría el recurrir a la
fuerza. Pasaron los tiempos en que los hebreos, haciendo resonar
sus trompetas, derribaban las murallas de Jericó; las frases más
retumbantes sobre el derecho y la justicia no arrancarían ni una piedra
de la fortaleza capitalista. Si desde el punto de vista subjetivo es
cierto que la fuerza no puede constituir derecho, en realidad sucede
lo contrario: la fuerza constituye el derecho en el sentido de que
todo derecho no sancionado por la fuerza está confinado en el dominio
especulativo.


VI

NUESTRA REVOLUCIÓN

La experiencia de la historia nos demuestra que una clase no abdica;
una casta propietaria no se desposee espontáneamente. Poner el interés
general sobre el interés particular, cuando entre sí son antagónicos,
es un acto de generosidad que solo pueden efectuar aisladamente
ciertos individuos. Es más: con la competencia que rige la producción,
un patrono no puede pagar a sus obreros un salario mayor que sus
competidores, sin correr el riesgo de arruinarse y exponerse así a no
poderles pagar ni poco ni mucho; pero este es un sacrificio de que
no es capaz una clase considerada como clase. El gran revolucionario
Augusto Blanqui, en Francia, y Marx, en Alemania, son los primeros que
han afirmado que no había avenencia posible y que la transformación
social se llevará a cabo, no con la burguesía o por la burguesía, sino
contra la burguesía. Arrinconada en sus últimas trincheras, lo más que
hará será conceder algunas reformas, a fin de acallar reivindicaciones
alarmantes. Ciertamente, los socialistas no verían con disgusto que la
burguesía entrase en ese camino.

Por ejemplo, acogerían con entusiasmo la limitación de las horas
de trabajo. Las horas extenuantes empleadas en enriquecer a los
capitalistas, podrían utilizarse entonces en beneficio de la acción
política y de la propaganda socialista, a las que es físicamente
refractario el obrero que pasa doce o quince horas en los presidios
industriales. La desdicha perenne, la gran miseria, el padecimiento
constante, lejos de excitar los ánimos y reanimar los espíritus,
deprimen las inteligencias y abaten el valor, engendran la postración y
no la fogosidad.

Conceder reformas equivale a proporcionarnos armas, a hacernos más
fuertes contra nuestros adversarios, quienes se debilitan a medida
que nosotros nos fortalecemos. El apetito se abre comiendo. Cuanto
más se obtiene, más se exige; así, las reformas efectuadas, en vez
de contener el movimiento revolucionario, excitarán a la lucha,
suministrando al propio tiempo esas reformas los hombres más aptos
para luchar. Los socialistas sacarán, pues, ventaja de todas las
reformas. Solo que estas reformas, conquistas de detalle, no evitarán
de ningún modo el combate final, puesto que, por muchas que sean las
cesiones de privilegios que haga la burguesía bajo la presión de los
acontecimientos, esta clase querrá siempre conservar algunos.

Deplorable o no, la fuerza es el único medio de proceder a la
renovación económica de la sociedad. Aunque los intereses que
representa el Partido Obrero son los de la mayoría, solo milita en
él la minoría consciente del Proletariado, y, sin embargo, llama en
su auxilio a la fuerza. ¡Qué ceguera! dirán algunos. Al criticarle
sobre este punto, no se tiene en cuenta que la mayor parte de las
revoluciones son obra de minorías, cuya voluntad tenaz y decidida ha
sido secundada por la apatía de mayorías menos enérgicas. ¿Estaríamos
en plena República, si para establecerla se hubiese esperado la
adhesión de la mayoría del país a la idea republicana?

El número es una fuerza, pero no constituye exclusivamente la fuerza;
puede ser tan solo uno de los elementos de ella y tener igual valor que
el grado de desarrollo, la energía, la organización, las armas de que
se dispone.

Por lo demás, el número no basta para economizar el empleo de la
fuerza. El tercer estado estaba en 1789 en mayoría en la nación y en
los Estados generales; a pesar de esta posición, hubiera sucumbido sin
el 14 de julio: «aquella escaramuza --declaraba el 29 de junio de 1880
en la tribuna del Senado un historiador burgués, M. Henri Martin--
salvó el porvenir de Francia.»

En materia de revolución, nosotros no predicamos el arte por el arte,
como esos espantajos a lo Félix Pyat, revolucionarios de ópera bufa,
que tutean al pueblo, hablándole siempre de la pólvora y tomando las
de Villadiego en casos de apuro. La revolución no es nuestro fin, es
solamente el medio que nos imponen las circunstancias para conseguirlo.

Lo que nos proponemos no es la instauración, por medio de un acto de
violencia, de una forma social cuyo plan tengamos en la mente; sino la
sustitución del orden capitalista por el orden cuyos elementos, como
antes se ha visto, se desarrollan cada día más en el seno mismo del
actual orden de cosas. Esta transformación se halla subordinada al
advenimiento previo al poder político. La clase obrera debe apoderarse
por la fuerza del gobierno, que será en sus manos el instrumento con
que se llevará a cabo la expropiación económica de la burguesía y la
apropiación colectiva de los medios de producción.

Lo primero que debe hacerse es arrojar a la burguesía del gobierno, así
como esta arrojó de él a la nobleza. En efecto, el Estado no es otra
cosa que el aparato gubernamental que permite mantener bajo el dominio
de los poseedores a la clase desposeída, y si la burguesía consolida
este instrumento de dominación, es para servirse de él de una manera
legal o ilegal el día que se viera en peligro. Es necesario, pues,
quitarle en primer lugar toda posibilidad de resistencia.

Así es como la lógica enseña a proceder, y así es como procedió el
tercer estado. Lo primero que hizo fue apoderarse del gobierno, y
después atacó la propiedad. Y la revolución burguesa ha sido tan
duradera que los representantes de la sociedad aristocrática fueron
impotentes en 1815, aun con el auxilio del extranjero, para resucitar
el antiguo orden de cosas, lo cual, entre paréntesis, demuestra la
eficacia de este método revolucionario. La Carta borbónica se vio
obligada a consagrar la irrevocabilidad de las adquisiciones hechas por
los detentadores de los bienes nacionales; la cuestión de propiedad,
base del edificio social, tal como había sido reglamentada, quedó a
salvo.

Como una revolución social no es un fenómeno espontáneo ni local, no
podemos declararnos partidarios de los movimientos parciales debidos
a la iniciativa de individualidades, de grupos ni aun de ciudades,
pues semejantes movimientos merman las filas de los revolucionarios
sin compensación ninguna. La _Commune_, cuyo aniversario celebramos
como el de una de las etapas de la evolución socialista, no triunfó
por haber cometido la falta gravísima de limitar su acción a París. La
emancipación de París va unida a la emancipación de la Francia obrera;
casi todos los parisienses que se batieron en 1871 lo hicieron por las
ideas burguesas de federalismo y de comunalismo, cuando habría sido
menester sublevar, o a lo menos tratar de sublevar, toda la masa obrera
del país, interesándola directamente en la lucha.

La tarea de los revolucionarios no consiste en determinar el momento
de esta revolución, que surgirá fatalmente de las complicaciones
económicas y políticas de que Europa será pronto teatro. Una vez
demostrada la tendencia de los fenómenos económicos, una vez analizados
y conocidos los elementos materiales de la transformación que se
prepara, los revolucionarios no tendrán que hacer sino organizar los
elementos intelectuales, reclutar el ejército capaz de hacer redundar
en provecho suyo los sucesos que se elaboran, y tener la fuerza obrera
dispuesta para las luchas que provocará necesariamente el desenfreno de
los antagonismos sociales.

Los revolucionarios no han de escoger sus armas como tampoco el día de
la revolución. En este punto, solo tendrán que preocuparse de una cosa,
de la eficacia de sus armas, sin inquietarse de su naturaleza. No hay
duda que, a fin de asegurar las probabilidades de victoria, deberán
ser aquellas superiores a las de sus adversarios, y, por consecuencia,
habrán de utilizar todos los recursos que la ciencia pone a disposición
de los que tienen alguna cosa que destruir.

En resumen, el Proletariado debe recurrir a la fuerza para conquistar
el poder político, cuya posesión es indispensable para llevar
su emancipación. A la fuerza burguesa, a la legalidad burguesa,
sistematización de la fuerza puesta continuamente al servicio de los
privilegios económicos de la burguesía, es necesario oponer la fuerza
obrera, la cual, una vez dueña del poder político, creará a su vez una
legalidad nueva, y procederá legalmente a la expropiación económica de
los mismos a quienes habrá derribado violentamente del poder. Este modo
de acción está prescrito por los hechos: los que emplean la fuerza no
pueden ser vencidos sino por la fuerza.

En cuanto a la transformación económica, que ha de efectuarse
legalmente, son igualmente los hechos los que formarán los elementos
directores de las modificaciones sucesivas que habrán de llevarse a
cabo.

El fin del socialismo es proporcionar a cada uno los medios de poner en
actividad sus facultades desarrolladas, mientras que hoy la acción de
la mayoría se halla subordinada a un capital de que carece, y nosotros
sabemos que este fin no puede conseguirse sino por la socialización de
las fuerzas productivas.

Donde los medios de trabajo se encuentren en manos de quien los pone
en movimiento, aunque afecten la forma de apropiación individual, el
Partido Obrero dejará libre la acción de los acontecimientos, que
eliminan de día en día esta forma de apropiación. Por ejemplo, en
el caso del labrador que cultiva por sí mismo el pedazo de tierra
que posee, del pequeño industrial que maneja él mismo el modesto
instrumento de trabajo que le pertenece, hay esfuerzo personal, no
existe explotación. Lejos de ser explotadores, son también a su vez
explotados, y víctimas de los intermediarios financieros y comerciales
a quienes necesitan recurrir forzosamente. No hay en tal caso lugar a
confiscación; lo único que les arrebatará su pequeña propiedad serán
las necesidades de la producción, a que tarde o temprano tendrán que
someterse.

No obstante, mientras que los hechos hayan efectuado esta expropiación
inevitable y hayan obligado al labrador a ser, en vez de propietario
nominal de un trozo de tierra gravado con hipotecas, y que solo le
procuraba una vida dulce y penosa, copropietario del suelo nacional con
remuneración equivalente al tiempo que trabaje, el Partido Obrero le
interesará en el orden comunista.

Tan pronto como haya alcanzado el poder, el Proletariado anunciará
a los labradores la anulación de todas sus deudas no hipotecarias,
la supresión del impuesto territorial en particular, la facultad de
pagar en especie todos sus censos y la confiscación a beneficio de la
colectividad de las deudas hipotecarias, reducidas a un 50 por 100,
poniendo además gratuitamente a su disposición pastos, semillas y
máquinas agrícolas.

El labrador propietario individual de la tierra que él mismo cultiva,
hallaría así beneficioso para él el nuevo régimen, hasta el día en que
la necesidad resultante de la competencia de las grandes propiedades
actuales socializadas, o las ventajas reales que viera dimanar de la
explotación social del suelo, le hiciesen renunciar a la propiedad
exclusiva de su pedazo de tierra.

La modificación económica del orden social es inmediatamente posible en
todo lo que sea grande industria y comercio al por mayor, doquiera se
haya efectuado la concentración de los capitales.

Tocante a lo que se encuentre en poder del Estado, no surgirá la menor
dificultad. Habrá que añadir a la toma de posesión de los servicios
públicos, la supresión de esa espantosa deuda por cuyos intereses paga
Francia anualmente 1.200 millones, es decir, 32 francos por cabeza, 160
francos, término medio, por familia de cinco personas.

Respecto a lo que se halle constituido bajo la forma societaria,
tampoco ocurrirá dificultad de ningún género; lo único que habrá que
hacer será anular los títulos, acciones u obligaciones, reduciendo
todos esos papeles pintados a su valor al peso. Una vez realizada, la
apropiación colectiva de los capitales revestirá así, en lugar de la
forma societaria que solo beneficia a algunos y a casi todos perjudica,
la forma social en beneficio de todos.

Esto será pura y simplemente una recuperación. Pero la idea de
expropiación sin ninguna indemnización hace poner el grito en el cielo
a los defensores de la burguesía.

¿De dónde ha salido esa propiedad, que aún no cuenta un siglo de
existencia? De una expropiación parecida a la que tanto les repugna.
La nobleza y el clero han sido expropiados sin ninguna indemnización,
así como sus bienes, y, lo que es más grave, una parte de los bienes
comunales han sido transformados en dominios privados. La venta de
estos bienes, pura y simplemente confiscados, de los cuales, a pesar de
solemnes promesas, los proletarios no han percibido ni un átomo, solo
fue, según uno de los hombres que más concienzudamente han estudiado
el periodo revolucionario, Jorge Avenel, «una especie de orgía
territorial, en la que todos los capitalistas hicieron su agosto».

¿No se ha visto, en nuestros días, que los talleres de tejidos
mecánicos han expropiado de su instrumento de trabajo a los dueños
de los telares de mano? ¿Se les ha indemnizado acaso por aquellos
telares, que han tenido que quemar? Los ferrocarriles, en que cada
nueva línea hace inútil un servicio de diligencias, ¿indemnizan acaso
a los empresarios de ellas? Ahora bien: el interés público es el que
exige igualmente la expropiación de la burguesía, del mismo modo, sin
indemnización de ningún género.

En oposición a lo que ha hecho el tercer estado, practicando aquello
de «quítate tú para ponerme yo», la expropiación socialista será una
expropiación en beneficio de todos. Habiendo ingresado todos los
capitales en la colectividad, el capitalista habrá desaparecido como
capitalista; como hombre, los medios de producción socializados estarán
a disposición de su actividad en iguales condiciones que para todos, y,
lo mismo que todos, percibirá la retribución correspondiente al tiempo
que trabaje. Si es viejo o está impedido, la colectividad atenderá a
su subsistencia, como atenderá también ampliamente a la de todos los
viejos y enfermos.

En definitiva, la evolución del medio económico tiende fatalmente a
hacer desaparecer la apropiación estrictamente individual. Tal es el
hecho contra el cual nada pueden nuestras preferencias personales. Pero
si la centralización de las fuerzas económicas, que es cada día más
completa, tiene por término necesario la apropiación colectiva, solo
en el momento en que, a consecuencia de la acción revolucionaria de la
clase productora y no propietaria, haya aquella entrado en su periodo
socialista, esta evolución inevitable no se duplicará, como en régimen
capitalista, con la miseria de los trabajadores y la ruina de los
propietarios expropiados.



DESARROLLO

DE LA PRODUCCIÓN CAPITALISTA

SECCIÓN PRIMERA

Mercancía y moneda.

CAPÍTULO PRIMERO

LA MERCANCÍA

I. Valor de uso y valor de cambio. -- Valor, su sustancia. -- Magnitud
del valor, tiempo de trabajo socialmente necesario. -- II. Doble
aspecto del trabajo. -- Doble carácter social del trabajo privado. --
Reducción de toda clase de trabajo a cierta cantidad de trabajo simple.
--III. El valor, realidad social, solo aparece en el cambio. -- Forma
del valor. -- IV. Apariencia material del carácter social del trabajo.


La mercancía, es decir, el objeto que en vez de ser consumido por el
que lo produce, está destinado al cambio, a la venta, es la forma
elemental de la riqueza de las sociedades en que impera el régimen de
producción capitalista. El punto de partida de nuestro estudio debe
ser, de consiguiente, el análisis de la mercancía.


I. _Valor de uso y valor de cambio._

Consideremos dos objetos, por ejemplo, una mesa y una cantidad de
trigo. En virtud de sus cualidades particulares, cada uno de estos
objetos sirve para satisfacer necesidades distintas; ambos son, pues,
útiles al hombre que hace uso de ellos.

Para convertirse en mercancía un objeto debe ser ante todo una cosa
útil, una cosa que ayude a satisfacer necesidades humanas de esta o de
la otra especie. La utilidad de una cosa, utilidad que depende de sus
cualidades naturales y aparece en su uso o consumo, hace de ella _un
valor de uso_.

Destinado por el que lo confecciona a satisfacer las necesidades o
las conveniencias de otros individuos, un objeto es entregado por el
productor a aquella persona a quien es útil, a quien quiere usarlo,
en cambio de otro objeto, y por este acto se convierte en mercancía.
La proporción variable en que unas mercancías de especie diferente se
cambian entre sí, constituye su _valor de cambio_.


_Valor, su sustancia_.

Consideremos la relación de cambio de dos mercancías: 75 kilogramos de
trigo, por ejemplo, igualan a 100 kilogramos de hierro. ¿Qué quiere
decir esto? Que en esos dos objetos diferentes, trigo y hierro, hay
algo común.

Este algo no puede ser una propiedad natural de las mercancías: pues
no se tienen en cuenta sus cualidades naturales sino en cuanto estas
cualidades les dan una utilidad que las constituye en valores de uso.
En su cambio, y esto es lo que caracteriza la relación de cambio, no se
atiende a su utilidad respectiva, y solo se considera si se encuentran
respectivamente en cantidad suficiente. Como valores de uso, las
mercancías son ante todo de cualidad distinta; como valores de cambio,
solo pueden ser diferentes en cantidad.

Prescindiendo de las propiedades naturales, del valor de uso de las
mercancías, solo queda a estas una cualidad: la de ser productos del
trabajo.

En este concepto, puesto que en una mesa, una casa, un saco de trigo,
etc., debemos hacer caso omiso de la utilidad respectiva de estos
objetos, de su forma útil particular, no tenemos para qué preocuparnos
del trabajo productivo especial del ebanista, del albañil, del
labrador, etc., que les han dado aquella forma particular. Descartando
así en estos trabajos su fisonomía propia, solo nos resta su carácter
común: desde cuyo momento todos ellos quedan reducidos a un gasto de
fuerza humana de trabajo, es decir, a un desgaste del organismo del
hombre, sin consideración a la forma particular en que se ha gastado
esta fuerza.

Resultantes de un gasto de fuerza humana en general, muestras del mismo
trabajo indistinto, las mercancías manifiestan únicamente que en su
producción se ha gastado una fuerza de trabajo; o de otro modo, que en
ellas se ha acumulado trabajo. Las mercancías son _valores_ en tanto
que son materialización de este trabajo, sin examinar su forma. Lo que
de común se observa en la relación de cambio o en el valor de cambio de
las mercancías, es su valor.


_Magnitud del valor, tiempo de trabajo socialmente necesario._

La sustancia del valor es el trabajo; la medida de la cantidad de valor
es la cantidad de trabajo, que a su vez se mide por la duración, por el
tiempo de trabajo.

El tiempo de trabajo que determina el valor de un producto es el tiempo
socialmente necesario para su producción, es decir, el tiempo necesario
no en un caso particular, sino por término medio, este es, el tiempo
que requiere todo trabajo ejecutado con el grado medio de habilidad
y de intensidad y en las condiciones ordinarias con relación al medio
social convenido.

La magnitud del valor de una mercancía no padecería alteración, si el
tiempo necesario para su producción continuara siendo el mismo; pero
este varía cada vez que se modifica la productividad del trabajo, es
decir, con cada modificación que se introduce en la actividad de los
procedimientos o de las condiciones exteriores, mediante las cuales se
manifiesta la fuerza de trabajo; la productividad del trabajo depende,
pues, entre otras cosas de la habilidad media de los trabajadores, de
la extensión y eficacia de los medios de producir y de circunstancias
puramente naturales: la misma cantidad de trabajo está representada,
por ejemplo, por ocho fanegas de trigo, si la estación ha sido
favorable, y por cuatro en el caso contrario.

Por regla general, si la productividad del trabajo aumenta,
disminuyendo el tiempo necesario para la producción de un artículo, el
valor de este disminuye, y a la inversa, si la productividad disminuye
el valor aumenta. Pero cualesquiera que sean las variaciones de su
productividad, el mismo trabajo, funcionando durante igual tiempo, crea
siempre el mismo valor, solo que suministra en un tiempo determinado
una cantidad mayor o menor de valores de uso u objetos útiles, según
aumente o disminuya su productividad.

Aun cuando, merced a un aumento de productividad, se produzcan en
el mismo tiempo dos vestidos en vez de uno, cada vestido continuará
teniendo la misma utilidad que tenía antes de duplicarse la producción;
pero con los dos vestidos se pueden vestir dos hombres en lugar de uno;
por lo tanto, hay aumento de riqueza material. No obstante, el valor
del conjunto de objetos útiles sigue siendo el mismo: dos vestidos
hechos en un tiempo igual al empleado anteriormente en hacer uno, no
valen más de lo que antes valía un solo vestido.

Una modificación en la productividad que haga más fecundo el trabajo,
aumenta la cantidad de artículos que este trabajo proporciona, y por
consiguiente, la riqueza material; poro no modifica el valor de esta
cantidad así materialmente aumentada, si continúa siendo igual el
tiempo total de trabajo empleado en su fabricación.

       *       *       *       *       *

Sabemos ya que la sustancia del valor es el trabajo. Sabemos también
que su medida es la duración del trabajo.

Una cosa puede ser valor de uso sin ser un valor: basta para esto que
sea útil al hombre, sin que provenga de su trabajo. Así sucede con el
aire, las praderas naturales, una tierra virgen, etc. Un valor de uso
solo tiene valor cuando hay acumulada en él cierta suma de trabajo
humano. Por ejemplo, el agua que corre en un río, aunque útil para
muchas necesidades del hombre, no tiene, sin embargo, valor alguno;
pero si por medio de cántaros o tubos se transporta el agua a un quinto
piso, adquiere inmediatamente valor, porque para hacerla llegar hasta
aquel punto se ha gastado cierta cantidad de fuerza humana.

Una cosa puede ser útil y producto del trabajo sin ser mercancía. Todo
aquel que con su producto satisface sus propias necesidades, solo
crea un valor de uso por su cuenta personal. Para producir mercancías
hay que producir valores de uso, con el fin de entregarlos al consumo
general por medio del cambio.

Por último, ningún objeto puede ser valor si no es útil; si un objeto
es inútil, como se ha gastado inútilmente el trabajo que contiene, no
crea valor.


II. _Doble aspecto del trabajo._

El trabajo del ebanista, el del albañil, del labrador, etcétera,
crean valor por su condición común de trabajo humano; pero no forman
una mesa, una casa, cierta cantidad de trigo, etc., en una palabra,
diferentes valores de uso, sino porque poseen cualidades diferentes.

Toda clase de trabajo supone, por una parte, gasto físico de fuerza
humana, siendo bajo este concepto de igual naturaleza y formando el
valor de las mercancías. Por otra parte, todo trabajo implica un gasto
de la fuerza humana bajo una u otra forma productiva determinada por un
fin particular, y en este concepto de trabajo útil diferente, produce
valores de uso o cosas útiles.


_Doble carácter social del trabajo privado._

Al conjunto de objetos útiles de toda especie exigidos por la variedad
de las necesidades humanas, corresponde un conjunto de obras o trabajos
igualmente variados. Para satisfacer las diversas necesidades del
hombre, el trabajo se presenta, pues, bajo formas útiles distintas, de
lo cual resulta una multitud de industrias innumerables.

Aunque ejecutadas independientemente unas de otras, según la voluntad
y designio particular de sus productores, sin relación aparente, las
diversas especialidades de trabajos útiles se manifiestan como partes,
que se completan entre sí, del trabajo general destinado a satisfacer
la suma de necesidades sociales. Los oficios individuales, cada uno
de los cuales corresponde cuando más a un orden de necesidades, y cuya
variedad indispensable no resulta de ningún convenio previo, forman en
su totalidad como los eslabones del sistema social de la división del
trabajo, que se adaptan a la diversidad infinita de las necesidades.

De esta manera, trabajando los hombres unos para otros, sus obras
privadas revisten, por esta sola razón, un carácter social; pero estas
obras, tienen también un carácter social por su semejanza en concepto
de trabajo humano en general, no apareciendo esta semejanza más que en
el cambio, es decir, en una relación social que los coloca frente a
frente bajo una base de equivalencia, no obstante su diferencia natural.


_Reducción de toda clase de trabajo a cierta cantidad de trabajo
simple._

Las diversas transformaciones de la materia natural y su adaptación
a las distintas necesidades humanas, que constituyen toda la tarea
del hombre, son más o menos penosas de efectuar, y, por consecuencia,
los diferentes géneros de trabajo de donde resultan son más o menos
complicados.

Pero cuando hablamos del trabajo humano bajo el punto de vista del
valor, consideramos tan solo el trabajo simple, es decir, el gasto de
la simple fuerza que todo hombre, sin educación especial, posee en
su organismo. Es cierto que el trabajo simple medio varía según los
países y las épocas, pero siempre se halla determinado en una sociedad
dada, es decir, en cada sociedad. El trabajo superior no es otra cosa
que trabajo simple multiplicado, pudiendo siempre ser reducido a una
cantidad mayor de trabajo simple: un día o jornada de trabajo superior
o complicado puede equivaler, por ejemplo, a dos días o jornadas de
trabajo simple.

La experiencia enseña que esta reducción de todo trabajo a determinada
cantidad de una sola especie de trabajo, se hace diariamente en todas
partes. Las mercancías más diversas hallan su expresión uniforme en
moneda, es decir, en una masa determinada de oro o de plata. Y por
este solo hecho, los diferentes géneros de trabajo, cuyo producto son
las mercancías, por complicados que sean, se van a reducir en una
proporción dada, al producto de un trabajo único, el que suministra
el oro o la plata. Cada género de trabajo representa solamente una
cantidad de este último.


III. _El valor, realidad social, solo aparece en el cambio_.

Las mercancías son tales mercancías por ser a la vez objetos de
utilidad y porta-valor. De consiguiente, solo pueden entrar en la
circulación si se presentan bajo una doble forma: su forma natural y su
forma de valor.

Considerada aisladamente una mercancía, como objeto de valor, no puede
ser apreciada. En vano diremos, en efecto, que la mercancía es trabajo
humano materializado; la reduciremos a la abstracción valor sin que la
más leve partícula de materia constituya este valor, y en uno y otro
caso solo tendrá una forma palpable su forma natural de objeto útil.

Si recordamos que la realidad de las mercancías, en concepto de
valores, consiste en que son la expresión varia de la misma unidad
social, del trabajo humano, aparece evidente que esta realidad,
puramente social, solo puede manifestarse en las transacciones
sociales; el carácter de valor se manifiesta en las relaciones de las
mercancías unas con otras y solo en estas relaciones. Los productos
del trabajo revelan en el cambio, como valores, una existencia social
bajo idéntica forma, distinta de su existencia material, y bajo formas
diversas, como objetos de utilidad. Una mercancía expresa su valor por
el hecho de poder cambiarse por otra; en una palabra, por el hecho de
presentarse como valor de cambio, y solo de este modo.

Si el valor se manifiesta en la relación de cambio, el cambio no
engendra el valor, antes al contrario, el valor de la mercancía es el
que rige sus relaciones de cambio y determina sus relaciones con las
demás. Esto se comprenderá con una comparación.

Un pilón de azúcar es pesado, pero su sola apariencia no lo indica y
menos aún cuál sea su peso. Consideremos diferentes pedazos de hierro
de peso conocido. La forma material del hierro, como la del azúcar,
no es, por sí misma, una indicación de la pesantez; los pedazos de
hierro, puestos en relación con el pilón de azúcar, nos darán a conocer
el peso de este. Así, pues, la magnitud de su peso, que no aparecía,
considerado el pilón de azúcar aisladamente, se manifiesta cuando se
pone en relación con el hierro; pero la relación de peso entre el
hierro y el azúcar no es la causa de la existencia del peso del azúcar,
antes al contrario este peso determina la relación.

La relación del hierro con el azúcar es posible, porque estos dos
objetos tan diferentes por su uso, tienen una propiedad común, la
pesantez, y en esta relación el hierro solo se considera como un cuerpo
que representa peso; no se tienen en cuenta sus demás propiedades
y sirve únicamente como medida de peso. De igual modo, al expresar
un valor cualquiera, por ejemplo, veinte metros de tela valen un
vestido, la segunda mercancía no representa más que valor; la utilidad
particular del vestido no se tiene en cuenta en este caso, y solo sirve
como medida de valor de la tela. Empero aquí concluye la semejanza.
En la expresión de peso del pilón de azúcar, el hierro representa
una cualidad común a ambos cuerpos, pero es una cualidad natural, su
pesantez; en la expresión de valor de la tela con el vestido, este
representa seguramente una cualidad común a ambos objetos, pero ya no
es una cualidad natural, sino una cualidad de origen exclusivamente
social, cual es su valor.

La mercancía, que tiene un doble aspecto, objeto de utilidad y valor,
no aparece, pues, tal como es, sino cuando se deja de considerarla
aisladamente, cuando por su relación con otra mercancía, por la
posibilidad de ser cambiada, adquiere su valor una forma apreciable, la
forma de valor de cambio, distinta de su forma natural.


_Forma del valor._

En el concepto de valores, todas las mercancías son expresiones de la
misma unidad, trabajo humano, reemplazables mutuamente. Una mercancía
puede, por consecuencia, cambiarse por otra mercancía. En realidad
hay imposibilidad de cambio inmediato entre las mercancías. Una sola
mercancía reviste la forma susceptible de cambio inmediato con todas
las demás: sabido es que las mercancías poseen una forma especial de
valor, la forma moneda.

Esta forma moneda tiene su fundamento en la simple forma de la relación
de cambio, que es: 20 metros de tela valen un vestido, o 75 kilogramos
de trigo valen 100 kilogramos de hierro, etc.

Primeramente, cualquier mercancía se cambia, con arreglo a esta
fórmula, por otra mercancía diferente de cualquiera clase que sea. Esto
es lo que ocurre en los cambios aislados, en que una sola mercancía
expresa accidentalmente su valor en otra mercancía también sola.

En segundo lugar, una misma mercancía se cambia, no ya al azar con
otra, sino regularmente con otras varias: 20 metros de tela, por
ejemplo, valen alternativamente un vestido, 75 kilogramos de trigo,
100 kilogramos de hierro, etc.; en cuyo caso una mercancía expresa su
valor en una serie de mercancías, mientras que en el caso anterior lo
expresaba en una sola.

Hasta ahora no hay más que una mercancía que exprese su valor
primeramente en otra mercancía y después en varias. Cada mercancía
tiene que buscar su forma o sus formas de valor, no existiendo una
forma de valor común a todas las mercancías.

En la fórmula que precede vemos que 20 metros de tela valen un vestido,
o 75 kilogramos de trigo, o 100 kilogramos de hierro, o..., etc. No
cambiando la mercancía cuyo valor se quiere expresar, y que es la tela,
varían las que expresan su valor, siendo ora un vestido, ora el trigo,
o bien el hierro, etc. La misma mercancía, la tela, puede tener tantas
representaciones de su valor cuantas son las mercancías diferentes.
Y como, por el contrario, quisiéramos que una sola representación
reflejase el valor de todas las mercancías, invirtamos nuestro ejemplo
de este modo: un vestido vale 20 metros de tela, 75 kilogramos de trigo
valen 20 metros de tela, 100 kilogramos de hierro valen 20 metros de
tela, etc., etc. Esta fórmula, que es la precedente invertida, la cual
era a su vez el desarrollo de la forma simple de la relación de cambio,
nos da, por último, una expresión uniforme de valor para el conjunto
de las mercancías. Todas tienen ya una medida común de valor, la tela,
que, siendo susceptible de cambio inmediato con ellas, es para todas la
forma de existencia de su valor.

Desde el punto de vista del valor, las mercancías son cosas puramente
sociales y su forma valor debe, por lo tanto, revestir una forma de
validez social. Y la forma valor no ha adquirido consistencia sino
desde el momento en que se ha unido a un género especial de mercancías,
a un objeto único universalmente aceptado. Este objeto único, forma
oficial de los valores podía ser, en principio, una mercancía
cualquiera; pero la mercancía especial, con cuya forma natural se ha
confundido poco a poco el valor, es el oro. Sustituyamos, en nuestra
última fórmula, la tela con el oro, y obtendremos la forma moneda del
valor; todas las mercancías son reducidas a cierta cantidad de oro.

Antes de conquistar históricamente este monopolio social de forma del
valor, el oro era una mercancía como cualquier otra, y solo porque
representaba de antemano el papel de mercancía al lado de las demás,
funciona hoy como moneda frente a las otras mercancías. Como toda
mercancía, el oro se presentó primero accidentalmente en cambios
aislados. Poco a poco funcionó, en una esfera más o menos limitada,
como medida general del valor. En la actualidad, los cambios de
productos se verifican exclusivamente por su mediación.

La forma moneda del valor aparece hoy como su forma natural. Al decir
que el trigo, un vestido, un par de botas, se refieren a la tela como a
la medida de valor, como a la encarnación general del trabajo humano,
salta inmediatamente a la vista lo extraño de tal proposición; pero
cuando los productores de estas mercancías, en vez de referirlas a
la tela, las refieren al oro o a la plata, lo cual en el fondo es
lo mismo, la proposición deja de sorprenderles. No parece que una
mercancía se haya convertido en moneda, porque las demás mercancías
expresen en ella su valor, sino por el contrario, parece que las
mercancías expresan en ella su valor, porque es moneda.


IV. _Apariencia material del carácter social del trabajo._

Esta forma moneda o dinero, contribuye, pues, a dar una idea falsa de
las relaciones de los productores, cuyas relaciones ponen los productos
en presencia unos de otros para cambiarlos comparando sus valores, es
decir, comparando el trabajo de diferente género que cada cual contiene
en concepto de trabajo humano semejante, y prestando así a este trabajo
y a sus productos un aspecto social distinto de su aspecto natural.

Y los productos del trabajo que en sí mismos son cosas sencillas y
fáciles de comprender, se tornan complicados, llenos de sutilezas
y enigmáticos, en cuanto se les considera como objetos de valor
prescindiendo de su naturaleza física, en una palabra, desde que se
convierten en mercancías.

El valor de cambio, que verdaderamente no es otra cosa que la manera
social de contar el trabajo invertido en la fabricación de un objeto,
y que, por consecuencia, solo tiene una realidad social, ha llegado a
ser tan familiar para todo el mundo que parece ser como la forma moneda
para el oro y la plata, una propiedad íntima de los objetos.

Habiendo aparecido en el periodo histórico en que domina el sistema
mercantil de producción, este carácter de valor ha tomado el aspecto
de un elemento material de las cosas, inseparable de ellas y eterno;
mientras que existen sistemas de producción en que la forma social de
los productos del trabajo se confunde con su forma natural, en lugar de
ser distinta de ella, en que los productos se presentan como objetos de
utilidad bajo diversos conceptos y no como mercancías que se cambian
recíprocamente.

Esta apariencia material que se da a un fenómeno puramente social, esta
ilusión de que las cosas tienen una propiedad natural mediante la cual
se cambian en proporciones determinadas, convierte, a los ojos de los
productores, su propio movimiento social, sus relaciones personales
para el cambio de sus productos, en movimiento de las cosas mismas,
movimiento que los arrastra, sin que puedan dirigirlo, ni mucho menos.
La producción y sus relaciones, creación humana, rigen al hombre en
lugar de estar subordinadas a él.

Un hecho análogo se observa en la nebulosa región del mundo religioso.
En esta región los productos del cerebro humano se convierten en
dioses, toman el aspecto de seres independientes, dotados de cuerpos
propios, que se comunican entre sí y con los hombres. Lo mismo ocurre
con los productos manuales en el mundo mercantil.



CAPÍTULO II

DE LOS CAMBIOS

Relaciones de los poseedores de las mercancías; condiciones de estas
relaciones. -- La relación de cambio entraña necesariamente la forma
moneda. -- La forma moneda va unida a los metales preciosos.


_Relaciones de los poseedores de las mercancías; condiciones de estas
relaciones._

No pudiendo las mercancías ir por sí solas al mercado ni cambiarse
ellas mismas entre sí, sus poseedores, para ponerlas en contacto,
tienen que ponerse a su vez en mutuas relaciones. De suerte que cada
uno se apropia la mercancía ajena abandonándole la propia, por medio
de un acto voluntario común. Así, pues, para que la enajenación
sea recíproca, los poseedores deben reconocerse tácitamente como
propietarios privados de las cosas enajenadas. Esta relación jurídica,
cuya forma es el contrato, no es otra cosa que la relación de las
voluntades en que se refleja la relación económica. Las personas solo
existen en tal caso a título de representantes de la mercancía que
poseen.

Para el dueño de una mercancía que quiere cambiarla por otra, esta
mercancía no es un valor de uso, un objeto de utilidad; si le fuera
útil no procuraría deshacerse de ella. La única utilidad que el
mercader cambista encuentra en su mercancía es que puede ser útil a
otros, y que, por consecuencia, es un instrumento de cambio y un
porta-valor. Desde este punto aspira a enajenarla por otras mercancías,
cuyo valor de uso pueda satisfacer sus necesidades personales.

Todas las mercancías son lo contrario de valores de uso o valores
negativos para los que las poseen, y valores de uso positivos para los
que carecen de ellas, siendo, pues, necesario que varíen de dueño, cuya
variación constituye precisamente su cambio. Pero el cambio no las
relaciona unas con otras, sino en el concepto de valores; solo después
del cambio vienen a ser valores de uso para el nuevo poseedor que las
ha adquirido atendiendo a su utilidad. Es necesario, por lo tanto,
que las mercancías se manifiesten como valores antes de que puedan
realizarse como valores de uso.

Es necesario además que su valor de uso esté demostrado antes de
que las mercancías puedan realizarse como valores; porque solo se
realizan como valores a condición de que se demuestre que el trabajo
invertido en producirlas, lo haya sido en una forma útil a otros; y
esta condición solo se prueba cuando hay alguien que quiere adquirirlas
atendiendo a su utilidad, en una palabra, la utilidad de las mercancías
solo se demuestra por su cambio.

En resumen, solo cuando son útiles pueden las mercancías presentarse
como valores; si bien deben haberse presentado como valores antes de
manifestar su utilidad. ¿Cómo quedarán satisfechas estas condiciones
contradictorias para los poseedores de las mercancías?


_La relación de cambio origina la forma moneda._

En esta situación las mercancías solo pueden manifestar su carácter de
valor y la cantidad de este si se colocan sobre una base de igualdad
con una cantidad determinada de una cosa útil, cuyo valor esté ya
demostrado. Dos mercancías manifiestan su valor por su comparación con
una tercera mercancía, cuya utilidad, ya reconocida, da cuerpo al valor
de las otras dos. Esta tercera mercancía se convierte en moneda, según
hemos visto en el capítulo precedente. La relación de cambio es la que
origina necesariamente la forma moneda.

El desarrollo histórico de la producción y del cambio ha impreso, cada
vez más, a los productos del trabajo el carácter de mercancías, de
productos para otros; una parte cada vez mayor de objetos útiles se
ha producido intencionadamente para el cambio, es decir, que hasta en
su producción los objetos no son considerados, bajo el punto de vista
de su utilidad, sino como valores. A fin de efectuar el cambio, era
necesario poder comparar su valor respectivo, y no pudiendo hacerse
esta comparación sino mediante otra mercancía, la necesidad del
comercio ha dado así origen a una forma palpable que permite comparar
los objetos bajo el punto de vista del valor.

Esta forma palpable que se adhiere, al principio, ora a una, ora a otra
mercancía, acaba por adherirse exclusivamente, a una especie particular
de mercancía. De común acuerdo, una mercancía especial que se separa
de las otras, sirve para exponer sus valores recíprocos. La forma
natural de esta mercancía queda establecida socialmente como la forma
de existencia del valor, y funciona como moneda, convirtiéndose en
dinero.


_La forma moneda se adhiere a los metales preciosos._

La casualidad decide primeramente sobre qué género de mercancías ha
de fijarse la forma moneda; pero esta forma no tarda en adherirse a
las mercancías que por sus propiedades naturales son más aptas para
esta función social, es decir, a los metales preciosos. En efecto,
todas las muestras de estos metales son idénticas en el concepto de
las cualidades, y solo unas materias semejantes podían tener forma
propia para manifestar el valor, para servir de imágenes palpables del
trabajo humano. Además, como las mercancías, en concepto de valores,
solo difieren por su cantidad, la mercancía moneda debe ser susceptible
de diferencias cuantitativas, a fin de adaptarse a las variaciones de
cantidad.

El valor de uso del oro y de la plata convertidos en mercancía moneda
es doble: además de su utilidad como mercancías, pues sirven de materia
primera para fabricar muchos artículos, tienen una utilidad particular
por su función como moneda.

La relación social de cambio, que transforma al oro y la plata en
moneda, no les da su valor, que ya tenían antes de ser moneda, solo les
da esta forma especial de valor. El hecho de saber que el oro tiene
esta forma especial de valor, la forma moneda, que lo hace susceptible
de cambio inmediato con todas las demás mercancías, implica el que
se sepa cuánto valen, por ejemplo, veinte pesetas de oro. Como toda
mercancía, el oro no puede expresar su propia cantidad de valor sino en
otras mercancías, y basta leer en sentido inverso una tarifa de precios
corrientes, para encontrar la cantidad de valor del oro expresada en
todas las mercancías imaginables.



CAPÍTULO III

LA MONEDA O LA CIRCULACIÓN DE LAS MERCANCÍAS

I. Medida de los valores. -- La forma precio. -- II. Circulación de
las mercancías. -- Curso de la moneda. -- El numerario o las especies
y el papel moneda. -- III. Reservas de oro y de plata o tesoros. -- El
dinero como medio de pago. -- La moneda universal.


I. _Medida de los valores._

Supongamos, para mayor claridad, que el oro es la mercancía moneda.
Realmente, en los países como Francia en que dos mercancías, el oro y
la plata, desempeñan legalmente la función de medida del valor, solo
una de ellas se mantiene en su puesto.

La primera función del oro consiste en suministrar al conjunto de las
mercancías la materia en que expresan sus valores, como productos de
cualidad igual, comparables, por lo tanto, en el concepto de cantidad.
Desempeña, pues, el papel de medida universal de los valores.

Pero no es el oro convertido en moneda lo que hace a las mercancías
conmensurables; al contrario, porque son conmensurables, siendo
de igual cualidad en concepto de valores y fuerza de trabajo
materializada, pueden hallar todas juntas su magnitud de valor en
una mercancía convertida en medida común. Esta medida de los valores
mediante la moneda, no es más que la forma que debe revestir
necesariamente su medida efectiva, que será siempre el tiempo de
trabajo.


_La forma precio._

La expresión en oro de la magnitud de valor de una mercancía es su
forma moneda o su precio.

El precio de las mercancías no es cosa aparente por sí misma. El
poseedor se ve obligado a ponerles unas etiquetas para anunciar su
precio, para representar su igualdad con el oro. No hay comerciante
que no sepa perfectamente que no necesita ni un grano de oro efectivo
para estimar en oro el valor de millones de mercancías. Aun cuando
en su función de medida de los valores solo se emplea la moneda como
moneda imaginaria, no por esto la determinación de los precios deja
de depender completamente de la materia de la moneda. Si esta materia
fuese cobre en vez de oro, los valores estarían representados por
cantidades de cobre diferentes de las cantidades de oro, en otros
términos, por precios diferentes.

Como cantidades diversas de una misma cosa, del oro, las mercancías
se comparan y se miden entre sí, y de aquí la necesidad de referirlas
a una cantidad de oro que se fija como término de comparación, como
unidad de medida. Debiendo tener esta cantidad de oro una autenticidad
social, es determinada por la ley. Dividida en partes iguales, esta
cantidad fija de metal se convierte en el tipo de los precios.

Por consecuencia, el oro desempeña aquí una segunda función. Sabemos
que, como medida de los valores, sirve para transformar los valores de
las mercancías en supuestas cantidades de oro, en precios; ahora, como
tipo de los precios, mide estas diversas cantidades de oro por una
cantidad fija y las refiere a un peso fijo de oro. Los precios, o las
cantidades de oro en que se transforman imaginariamente las mercancías,
se expresan desde este momento con los nombres monetarios de este peso
fijo, unidad de medida y de sus subdivisiones, por ejemplo, en pesetas.

Los precios indican, pues, dos cosas al mismo tiempo: la magnitud del
valor de las mercancías y la parte del peso de oro convertido en unidad
de medida, por la cual, son cambiables inmediatamente.

Si el precio, como índice de la magnitud del valor de la mercancía,
es la indicación de su relación de cambio con la moneda, no se ha de
deducir que la indicación de su relación de cambio con la moneda se
confunde necesariamente con la indicación de su magnitud de valor.

En efecto, la magnitud de valor expresa la relación íntima que
existe entre una mercancía y el tiempo de trabajo social necesario
para producirla. Desde que el valor se convierte en precio, esta
relación aparece como la relación de cambio de la mercancía con la
moneda. Pero la relación de cambio puede expresar, ora el valor
mismo de la mercancía o bien lo más o lo menos que su cambio produce
accidentalmente en circunstancias dadas.

Supongamos que un saco de trigo se produce en el mismo tiempo de
trabajo que 13 gramos de oro, y que el nombre monetario de estos 13
gramos de oro sea el de dos escudos; la expresión moneda del valor del
saco de trigo, o su precio, será dos escudos.

Aunque las condiciones de la producción no varíen, siendo necesario el
mismo tiempo de trabajo si se presentan circunstancias que permiten
estimar el saco de trigo en tres escudos u obligan a bajarlo a un
escudo, en tal caso tres escudos y un escudo son expresiones que
aumentan o disminuyen el valor del trigo, y sin embargo, son sus
precios, porque expresan la relación de cambio del trigo y de la moneda.

Es, pues, posible que exista una diferencia cuantitativa entre el
precio de una mercancía y su magnitud de valor, cuya posibilidad
proviene del doble papel que representa la misma forma precio.

En el precio, es decir, en el nombre monetario de las mercancías, su
equivalencia con el oro no es todavía un hecho consumado. Para producir
prácticamente el efecto de un valor de cambio, la mercancía debe dejar
de ser oro simplemente imaginado y convertirse en oro real y positivo
para darla un precio, basta con declararla igual a una cantidad de
oro puramente imaginaria; pero hay que reemplazarla con oro efectivo
para que preste a su poseedor el servicio de procurarle, por medio del
cambio, las cosas que necesita.

La forma precio manifiesta simplemente que las mercancías son
enajenables y en qué condiciones su poseedor quiere enajenarlas. Los
precios son como miradas amorosas que las mercancías lanzan al dinero;
para que el dinero se deje atraer por las mercancías es preciso que
su valor útil esté reconocido. No hablamos de los errores más o menos
intencionados que se cometen al fijar los precios, cuyos errores son
bien pronto corregidos en el mercado por la tarifa de los concurrentes.


II. _Circulación de las mercancías._

El cambio transporta las mercancías de manos en que son valores de uso
negativos a manos en que sirven de valores de uso. Llegadas al punto en
que sirven de objetos de utilidad, las mercancías desaparecen de la
esfera de los cambios y caen en el dominio del consumo, lo cual, solo
se verifica después de una serie de cambios de forma.

Consideremos en el mercado un cambista cualquiera, un tejedor.
Cambia su mercancía, 20 metros de tela, por ejemplo, por 2 escudos
de oro; después de lo cual cambia estos dos escudos por un vestido.
Al operar así el tejedor, enajena la tela, que para él no es más que
porta-valor, por el oro, y el oro, figura del valor de la tela, por
otras mercancías, el vestido, que va a ser para él valor de uso. De
cuya operación resulta que el tejedor se ha proporcionado, en lugar de
su primera mercancía, otra mercancía de valor igual, pero de utilidad
diferente; proporcionándose, de esta manera, medios de subsistencia y
de producción.

En último resultado, el tejedor no hace más que sustituir una mercancía
por otra, o cambiar productos. Pero este cambio se efectúa dando lugar
a dos transformaciones opuestas y complementarias: transformación de
la mercancía en dinero y nueva transformación del dinero en mercancía,
cuyas transformaciones representan, bajo el punto de vista del poseedor
de la mercancía, dos actos: venta, o cambio de la mercancía por dinero,
y compra o cambio del dinero por la mercancía. El conjunto de los dos
actos contenidos en la operación (tela - dinero - vestido) o lo que es
lo mismo (mercancía - dinero - mercancía) se resume así: vender para
comprar.

El mismo acto que es venta para el tejedor es compra para el que da 2
escudos por su tela; y estos 2 escudos eran ya el producto de una venta
en manos del comprador de la tela. Porque, aparte del cambio del oro en
su fuente de producción, es decir, en el punto donde se cambia como
producto inmediato del trabajo por otro producto de igual valor, el oro
representa, en manos de cada productor cambista, un precio de mercancía
realizado.

Supongamos que el comprador de la tela ha obtenido estos 2 escudos de
la transformación de un saco de trigo en dinero, y veremos en tal caso,
que la tela, que, como cosa vendida, es el principio del movimiento de
cambio (tela - dinero - vestido), como cosa comprada es el término de
otro movimiento de cambio (trigo - dinero - tela).

Por otra parte, el acto que es compra para el tejedor, es venta para el
sastre, que a su vez convierte los 2 escudos procedentes de la venta
de su vestido en otra mercancía, en una pipa de vino, por ejemplo. El
término del movimiento (tela - dinero - vestido) es de este modo el
principio de otro movimiento (vestido - dinero - vino).

La primera transformación de una mercancía, la tela, es, pues, la
última de otra, el trigo. La última transformación de la misma
mercancía, la tela, es la primera de otra, el vestido, y así
sucesivamente. El conjunto de estos movimientos que se encadenan
constituye la circulación de las mercancías.

Como la circulación de las mercancías conduce, según acabamos de ver
en cada uno de sus movimientos particulares, a un cambio de productos,
esta circulación de las mercancías se distingue esencialmente de
su cambio inmediato. No hay duda que nuestro tejedor ha cambiado
en definitiva su mercancía, es decir, la tela, por otra que es el
vestido; pero este hecho solo es verdadero desde su punto de vista.
El vendedor del vestido, ante el cual se presentó el tejedor con el
oro, representación del valor de su tela, no creía probablemente que
cambiaba su vestido por tela. La mercancía del sastre ha reemplazado
la mercancía del tejedor, pero tejedor y sastre, en las condiciones
generales de la circulación de las mercancías, no cambian sus productos
recíprocamente, no ven más que la moneda, y las monedas no pueden decir
por qué artículo las han trocado.

La circulación no acaba tampoco, como el cambio inmediato, en el cambio
de dueño de los productos. El dinero no desaparece. En el movimiento
(tela - dinero - vestido), la tela, vendida a quien quiere usarla, sale
de la circulación, reemplazándola el dinero; el vestido sale después,
reemplazándolo también el dinero, y así sucesivamente. Cuando la
mercancía de un cambista, que en este caso es el sastre, reemplaza la
de otro, el tejedor, el dinero pasa siempre a un tercero, el vendedor
de vino.

La compra es el complemento forzoso de la venta; pero no es forzoso que
estas dos operaciones complementarias se sucedan inmediatamente; puede
separarlas un periodo de tiempo más o menos largo. Si la separación de
las dos operaciones se prolonga demasiado, su unión íntima se demuestra
por la crisis que surge.


_Curso de la moneda._

Desde el momento que el vendedor completa la venta por la compra, el
dinero sale de sus manos. En nuestro ejemplo, la moneda pasa de manos
del tejedor a las del sastre y de las de este a las del mercader de
vino, realizando sucesivamente el precio de su mercancía. El movimiento
que la circulación de las mercancías imprime a la moneda, la aleja, por
lo tanto, de su punto de partida, para trasmitirla sin interrupción de
mano en mano: esto es lo que se llama _curso de la moneda_. Trátase
ahora de saber la cantidad de moneda que el movimiento de circulación
puede absorber.

En un país se realizan diariamente ventas más o menos numerosas
de mercancías diversas. El valor de las mercancías vendidas se
hallaba expresado antes de su venta, por su precio, es decir, por
una cantidad de oro imaginado. La moneda realiza el precio de estas
mercancías, trasmitiéndolas del vendedor al comprador; en otros
términos, representa realmente las cantidades de oro ya expresadas
imaginariamente en el total de los precios. La cantidad de dinero
exigida por la circulación de todas las mercancías que existen en
el mercado, se halla determinada, por lo tanto, por el total de sus
precios. Siempre que varíe este total, variará en la misma proporción
la masa de moneda circulante.

Ciertas variaciones de esta masa dependen, en último resultado, de la
moneda, del oro mismo.

Antes de que el oro funcione como medida del valor, su propio valor se
halla determinado, y si funciona como tal, se debe a qué es un producto
del trabajo, es decir, un valor variable. En este concepto, cada vez
que su valor sufra alteración, se alterará evidentemente la estimación
del valor de las mercancías, hecha con arreglo al suyo.

Si el valor del oro aumenta, si, por ejemplo, se duplica, un escudo
valdrá lo que antes valían dos escudos, y las mercancías que valían dos
escudos, valdrán, por consecuencia, uno. Si disminuye, por ejemplo, en
la mitad, dos escudos valdrán lo que antes uno y las mercancías que
valían dos escudos valdrán cuatro. Hay que admitir, naturalmente, en
ambos casos que el valor particular de las mercancías, es decir, que el
tiempo necesario para su producción, sigue siendo el mismo.

Así, pues, los precios, estimación del valor de las mercancías en oro,
varían con el valor de este; y como no hay alteración en el valor de
las mercancías, los precios bajan si aumenta el valor del oro y suben
si disminuye.

Hallándose determinada la cantidad de moneda corriente por el total de
precios que deben realizarse, toda variación en estos precios produce
una alteración en la cantidad de moneda circulante; cuya variación
puede depender, según hemos visto, de la misma moneda, en su cualidad,
no de instrumento de la circulación, sino de medida del valor. Dicho
esto, suponemos que el valor del oro se haya establecido, como lo está
efectivamente, en el momento de fijar los precios.

Consideremos cierto número de ventas sin relación entre sí, por
ejemplo, las ventas aisladas de un saco de trigo, de veinte metros de
tela, de un vestido y de una pipa de vino. Siendo el precio de cada
artículo dos escudos, para realizar el precio de los cuatro, habría que
poner ocho escudos en circulación. Por el contrario, si estas mismas
mercancías forman la serie de transformaciones expuestas en el párrafo
precedente: un saco de trigo -- dos escudos -- un vestido -- dos
escudos -- veinte metros de tela -- dos escudos -- un barril de vino
-- dos escudos, los mismos dos escudos que se detienen en la mano del
mercader de vino ponen en circulación las cuatro mercancías, realizando
su precio sucesivamente; en cuyo caso, la velocidad del curso de la
moneda suple a su cantidad.

El cambio de lugar, cuatro veces repetido, de los dos escudos resulta
de las transformaciones completas (su venta seguida de compra) y
en relación unas con otras, del trigo, de la tela y del vestido,
que terminan con la primera transformación de la pipa de vino. Los
movimientos complementarios entre sí, que forman esta serie, se
verifican sucesivamente; necesitan más o menos tiempo para realizarse
y la velocidad del curso de la moneda que, según acabamos de ver
influye en su cantidad, se mide por el número de mutaciones de las
mismas monedas en un tiempo dado. Supongamos que la circulación de
nuestras cuatro mercancías dure un día; la masa de moneda corriente,
dos escudos, multiplicada por el número de mutaciones de las mismas
monedas, es decir, por cuatro, es igual al total del precio de las
mercancías, o sean ocho escudos.

La circulación en un país comprende, durante un tiempo dado, las
ventas o compras aisladas, es decir, las transformaciones parciales
en que la moneda solo cambia de lugar una vez, y las series de
transformaciones más o menos extensas, en que las mismas monedas
experimentan traslaciones más o menos numerosas. Cada una de las
monedas que componen la suma total de dinero en circulación, funciona,
pues, con actividad diferente, pero el conjunto de las monedas
semejantes realiza, durante un tiempo determinado, un total de precios;
por consecuencia, se establece una velocidad media en el curso de la
moneda. Conocida esta velocidad media, queda determinada la masa de oro
que puede funcionar como instrumento de la circulación, puesto que esta
masa multiplicada por el número medio de sus mutaciones debe ser igual
al total de precios que hay que realizar.

La velocidad del curso de la moneda solo indica la velocidad de las
transformaciones de las mercancías, la mayor o menor rapidez con que
desaparecen de la circulación y su reemplazo por nuevas mercancías.

En el curso rápido de la moneda aparece la unión de la venta y de
la compra como dos actos alternativamente realizados por los mismos
cambistas. Por el contrario, la lentitud del curso de la moneda pone de
manifiesto la separación de estas dos operaciones, y la interrupción
de los cambios de forma de las mercancías. Es muy común la tendencia
a explicar esta interrupción por la cantidad insuficiente de moneda
circulante, siendo así que (y esto resulta de lo que precede) la
cantidad de los medios de circulación, en un periodo dado de tiempo, se
halla determinada por el precio total de las mercancías circulantes y
por la velocidad media de sus transformaciones, en dinero, por medio de
la venta, y en otras mercancías por medio de la compra.


_El numerario o las especies y el papel-moneda._

El numerario tiene su origen en la función que desempeña la moneda como
instrumento de circulación. El peso de oro adoptado como unidad de
medida y sus subdivisiones deben presentarse ante las mercancías en el
mercado bajo la forma de numerario o de especies acuñadas. De la misma
manera que el establecimiento de la unidad de medida, la acuñación
es de la incumbencia del Estado. El oro y la plata revisten así, en
concepto de numerario, una forma oficial, un uniforme nacional, que
abandonan en el mercado del mundo.

Las monedas de oro o de plata se desgastan más o menos en su
circulación y pierden, por consecuencia, mayor o menor cantidad de
peso. Especies de igual nombre, que vienen a ser, de este modo, de
valor desigual por carecer del mismo peso, se consideran iguales en la
circulación. Aun cuando pierden parte de su peso, conservan su valor
nominal. La circulación tiende, pues, a transformar el numerario en un
emblema de su peso metálico oficial.

La función numeraria del oro, desprendida así de su valor metálico
por el roce mismo de su circulación, puede ser desempeñada por cosas
relativamente sin valor, tales como unos pedazos de papel. Y desde
este momento, como la moneda, en concepto de numerario o instrumento
de circulación, queda reducida a ser el signo de sí propia, puede
reemplazársela en esta función con simples signos. Solo es necesario
que el signo de la moneda, el papel moneda, sea, como ella, socialmente
valedero; cuyo carácter lo adquiere por la acción del Estado. Además,
ocupando el lugar de la moneda, el papel moneda debe ser proporcionado,
en su emisión, a la cantidad de moneda que represente y que realmente
debería circular. En el caso en que excediera de esta proporción
legítima, los hechos la reducirían al tipo indicado. Si la masa de
papel moneda llegara a ser el doble de la proporción debida, un billete
de 100 pesetas, por ejemplo, no representaría más que 50 pesetas. No se
trata aquí más que del papel moneda puesto en circulación por el Estado
y con curso forzoso.


III. _Reservas de oro y de plata o tesoros._

Al desarrollarse la circulación de las mercancías se desarrollan
también la necesidad y el deseo de adquirir y de conservar lo que, en
el régimen de producción mercantil, constituye el nervio de todas las
cosas: el dinero.

Todo productor debe hacer provisión de dinero. En efecto, las
necesidades del productor se renuevan sin cesar y le imponen
constantemente la compra de mercancías ajenas, mientras que la
producción y la venta de las suyas exigen más o menos tiempo y dependen
de mil eventualidades. Para poder comprar sin vender, es preciso
antes haber vendido sin comprar. Las mercancías no se venden desde
luego para comprar inmediatamente otras, sino para reemplazarlas con
dinero que se conserva, y se va empleando según las necesidades. La
moneda, detenida intencionadamente en su circulación, se petrifica,
por decirlo así, convirtiéndose en tesoro, y el vendedor se transforma
en acumulador de dinero. Fórmanse de este modo, en todos los puntos
que se hallan en relaciones de negocios, reservas de dinero en las
proporciones más diversas.

Ya hemos visto que la cantidad de moneda corriente se halla determinada
por el total de los precios de las mercancías circulantes y por la
velocidad de su circulación. Esta cantidad aumenta, pues, al mismo
tiempo que la circulación de las mercancías y disminuye con ella. En su
consecuencia, unas veces debe entrar en circulación una masa mayor de
moneda, y otras debe salir de la circulación una parte. Esta condición
se cumple por medio de las reservas de dinero que entran o salen de la
circulación, esto es, por la forma tesoro.


_El dinero como medio de pago._

En la forma de circulación de las mercancías examinada hasta aquí, los
cambistas se presentan unos con la mercancía y otros con el dinero. Sin
embargo, a medida que se desenvuelve la circulación, se desarrollan
también varias circunstancias que tienden a establecer un intervalo,
más o menos largo, entre la venta de la mercancía y la realización de
su precio.

Algunas especies de mercancías, exigen para su producción más tiempo
que otras, las épocas de producción no son las mismas para todas, etc.
Puede ocurrir, pues, que uno de los cambistas esté dispuesto a vender
en tanto que el otro no tiene aún medios de comprar. Cuando las mismas
transacciones se renuevan constantemente entre las mismas personas, las
condiciones de venta y compra de las mercancías, se regulan según las
condiciones de su producción. El uno venderá una mercancía presente, el
otro comprará sin pagar inmediatamente en calidad de representante de
dinero por venir. El vendedor se hace acreedor y el comprador deudor;
el dinero adquiere una nueva función, se hace medio de pago.

La aparición simultánea en una venta de la mercancía y del dinero deja
de existir. Desde este momento, el dinero funciona principalmente como
medida de valor en el señalamiento del precio de la mercancía vendida.
Establecido mediante contrato, este precio indica la obligación del
comprador, es decir, la suma de dinero de que es deudor a plazo fijo.

Funciona además como medio de compra imaginaria. Aunque solo existe en
la promesa del comprador le transfiere, sin embargo, la mercancía.

Al finalizar el plazo solamente entra como medio de pago en la
circulación, es decir, que pasa de manos del comprador a las del
vendedor.

Medio de circulación, el dinero se convertía en tesoro porque el
movimiento de circulación se había detenido en su primera mitad,
no siguiendo a la venta la compra. Medio de pago, solo entra en
circulación cuando la mercancía ha salido ya de ella. El vendedor
transformaba la mercancía en dinero para satisfacer sus necesidades
por medio de la compra de objetos útiles; el acumulador de dinero para
conservarle bajo su forma de permutabilidad inmediata con toda clase
de mercancías, es decir, bajo su forma dinero; el comprador deudor
para poder pagar. Si no efectúa esta transformación, si no paga al
vencimiento tiene lugar una venta forzosa de su hacienda. El cambio de
la mercancía en dinero constituye, pues, una necesidad social que se
impone al productor cambista, independientemente de sus necesidades y
caprichos personales.

Los pagos a efectuar pueden compensarse, cuando en vez de efectuarse
de hecho se saldan recíprocamente anulándose. Teniendo esto en cuenta,
se organizan instituciones a fin de realizar estas compensaciones que
disminuyen la masa de numerario empleado. Además, circula en un tiempo
determinado, un día por ejemplo, cierta cantidad de dinero destinada a
pagar las obligaciones que vencen este día y que representan mercancías
mucho tiempo ha fuera de la circulación. En estas condiciones, la
cantidad de moneda que circula en cierto periodo, dada la velocidad de
los medios de circulación y de los medios de pago, es igual al total de
los precios de las mercancías a realizar, añadiendo a esto el total de
los pagos que cumplen en este periodo y descontando, por ejemplo, el
total de los pagos que se compensan.

La moneda de crédito (letras, pagarés, etc.), tiene su origen inmediato
en la función del dinero como medio de pago. Los certificados que
acreditan las deudas contraídas por las mercancías compradas, circulan
también a su vez para transferir a otros los créditos que representan.
A medida que se extiende el sistema de crédito, la moneda, como medio
de pago, reviste formas de existencia especiales, merced a las cuales
se regulan las grandes operaciones comerciales, en tanto que las
especies de oro y plata quedan reducidas principalmente al comercio al
por menor.

Establécense en cada país ciertos términos generales, ciertas épocas
determinadas en que los pagos se hacen en grande escala; y la función
del dinero como medio de pago exige la acumulación de las sumas
necesarias para las fechas de los vencimientos.


_La moneda universal._

Al salir de la circulación interior de un país, el metal moneda
abandona las formas locales que había revestido para recobrar su forma
primitiva de barra o lingote.

En el recinto nacional de la circulación una sola mercancía es la que
puede servir de medida de valor; en el mercado universal reina una
doble medida de valor: el oro y la plata.



SECCIÓN SEGUNDA

Transformación del dinero en capital.

CAPÍTULO IV

FÓRMULA GENERAL DEL CAPITAL

Circulación simple de las mercancías y circulación del dinero como
capital. -- La plusvalía.


_Circulación simple de las mercancías y circulación del dinero como
capital._

La circulación de las mercancías es el punto de partida del capital;
solo aparece este cuando la producción mercantil y el comercio
alcanzaron cierto grado de desarrollo. La historia moderna del capital
data de la creación del comercio y del mercado de ambos mundos en el
siglo XVI.

Hemos visto que la forma inmediata de la circulación de las mercancías
es (20 metros de tela -- 2 escudos -- un vestido) o (mercancía --
dinero -- mercancía), transformación de la mercancía en dinero y nueva
transformación del dinero en mercancía, o sea vender para comprar.

Pero al lado de esta forma, encontramos otra enteramente distinta
(dinero -- mercancía -- dinero), transformación del dinero en mercancía
y nueva transformación de la mercancía en dinero, o sea comprar para
vender. Todo dinero que realiza este movimiento se convierte en
capital.

Conviene observar que este movimiento, comprar para vender, no se
diferencia de la forma ordinaria de la circulación de las mercancías
sino para aquel que imprime este movimiento al dinero, para el
capitalista. En realidad se compone de dos actos de la circulación
ordinaria, compra y venta, separados de los que regularmente los
preceden y les siguen, y se considera que constituyen una operación
completa. El primer acto, la compra, es una venta para aquel a quien
el capitalista compra; el segundo, la venta, es una compra para aquel
a quien el capitalista vende; solo existe aquí el encadenamiento
ordinario de los actos comunes de la circulación. Comprar para vender,
como operación completa, distinta de la circulación ordinaria, solo
existe bajo el punto de vista del capitalista.

En cada uno de estos dos movimientos (mercancía -- dinero -- mercancía)
y (dinero -- mercancía -- dinero) se presentan uno enfrente de otro
dos elementos materiales idénticos, mercancía y dinero. Pero en tanto
que el primer movimiento, la circulación simple de las mercancías,
principia por la venta y acaba por la compra, el segundo, o sea la
circulación del dinero como capital, empieza por la compra y termina
por la venta.

En la primera forma, el dinero se convierte al fin en mercancía
destinada a servir de valor de uso, de cosa útil. Arrastrado por el
hecho de la compra, el dinero se aleja de su punto de partida, y es
gastado definitivamente. En la segunda, el comprador pone su dinero
en circulación para recobrarlo en último término como vendedor. Este
dinero, que vuelve a su punto de partida, fue sencillamente anticipado,
cuando al principio se le puso en circulación.


_La plusvalía._

La satisfacción de una necesidad, un valor de uso, tal es el objeto
determinante del primer movimiento, que termina en un cambio de
productos de igual cantidad como valores, si bien son de cualidad
diferente como valores de uso, por ejemplo, tela y vestido. Puede
suceder que la tela sea vendida en más de su valor o el vestido
comprado en menos, pudiendo salir perjudicado uno de los cambistas,
pero esta desigualdad posible de los valores cambiados es, en tal caso,
solo un accidente; el carácter regular de esta forma de circulación es
la igualdad de valor de ambos extremos, es decir, de las dos mercancías.

El segundo movimiento termina de la misma manera que empieza, por
el dinero; su objeto determinante es, por consecuencia, el valor
de cambio. Los dos extremos, las dos sumas de dinero, idénticas en
cuanto a su calidad y utilidad, solo se diferencian entre sí por su
cantidad: cambiar 100 escudos, por ejemplo, por 100 escudos sería
una operación de todo punto inútil; de consiguiente, el movimiento
(dinero -- mercancía -- dinero) solo puede tener razón de ser en la
diferencia cuantitativa de ambas sumas de dinero. Finalmente, sale de
la circulación más dinero del que entró; la forma completa de este
movimiento es, por ejemplo (100 escudos -- 2.000 libras de algodón
-- 110 escudos); concluye en el cambio de una suma de dinero, 100
escudos, por una suma mayor, 110 escudos. A este excedente, a este
acrecentamiento de 10 escudos, es a lo que llamamos _plusvalía_, es
decir, sobrevalor o aumento de valor. Por lo tanto, no solamente se
conserva en la circulación el valor anticipado, sino que se hace mayor,
y esto es lo que lo convierte en capital.

El movimiento que consiste en vender para comprar, que tiende a la
apropiación de cosas aptas para satisfacer determinadas necesidades,
encuentra fuera de la circulación un límite en el consumo de las cosas
compradas, en la satisfacción de las necesidades.

Por el contrario, el movimiento de comprar para vender, que tiende al
aumento de valor, no tiene límites, porque si se estanca el valor, que
solo aumenta por su renovación continua, no se acrecentará.

El último término del movimiento (dinero -- mercancía -- dinero),
110 escudos en nuestro ejemplo, es el primero de un nuevo movimiento
de igual género, cuyo último término es mayor que aquel y así
sucesivamente.

Como representante de este movimiento, el poseedor del dinero se
convierte en capitalista. El movimiento continuo de la ganancia
constantemente renovado por el lanzamiento continuo del dinero en la
circulación, la plusvalía creada por el valor, tal es su único objeto.
No se preocupa para nada del valor de uso, de la utilidad; para él,
mercancías y dinero solo funcionan como formas diferentes del valor
que, cambiando incesantemente de forma, cambia también de magnitud
y parece haber adquirido la propiedad de procrear. Bajo la forma de
dinero, el valor principia, termina y vuelve a empezar su procedimiento
de adquisición de plusvalía. Bajo la forma de mercancía aparece como
instrumento para hacer dinero. La fórmula general del capital, tal como
se manifiesta en la circulación, es: comprar para vender más caro.



CAPÍTULO V

CONTRADICCIONES DE LA FÓRMULA GENERAL DEL CAPITAL

La circulación de las mercancías tiene por base el cambio de valores
equivalentes. -- Aun admitiendo el cambio de valores desiguales, la
circulación de las mercancías no crea plusvalía.


_La circulación de las mercancías tiene por base el cambio de valores
equivalentes._

Vamos a examinar ahora si, por su naturaleza, la circulación de las
mercancías permite el aumento de los valores que entran en ella, es
decir, la formación de una plusvalía.

Consideremos el cambio de dos mercancías, cambio en que el dinero solo
interviene de un modo imaginario, como expresión en moneda de las
mercancías; es evidente que los dos cambistas pueden salir gananciosos;
ambos se deshacen de productos que no son para ellos de ninguna
utilidad y adquieren otros que necesitan. Un individuo que posee mucho
trigo y carece de vino, cambia con otro que tiene mucho vino y carece
de trigo, un valor de 500 pesetas en trigo por 500 pesetas en vino.
Bajo el punto de vista del valor de uso, de la utilidad, hay beneficio
para ambos, siendo, en este concepto, el cambio una transacción en que
ganan ambas partes. Pero bajo el punto de vista del valor de cambio, el
trueque de 500 pesetas en trigo por 500 pesetas en vino no representa
aumento de riqueza para ninguno de los cambistas, pues cada uno de
ellos poseía antes del cambio un valor igual al que el cambio le ha
procurado.

Intervenga ahora realmente el dinero, sirva este de intermediario como
instrumento de circulación entre estas mercancías o sepárense los
actos de venta y compra del trigo y del vino, es indudable que esto no
modificará en nada la cuestión.

Descartando las circunstancias accidentales que no dependen de
las leyes mismas de la circulación, solo hay en esta, aparte del
reemplazo de un producto útil por otro, un simple cambio de forma de
la mercancía, en nuestro ejemplo, trigo en vez de vino. El mismo valor
queda siempre en poder del mismo cambista, solo que retiene este valor
sucesivamente bajo la forma de su propio producto puesto en venta,
trigo por ejemplo, bajo la forma dinero, precio realizado de producto,
500 pesetas en nuestro caso; finalmente, bajo la forma del producto
ajeno comprado por esta misma suma, vino por ejemplo. Estos cambios
de forma no entrañan cambio de la cantidad de valor, como no lo hay
tampoco en cambiar un billete de 100 pesetas por 20 duros; y de la
circulación que respecto al valor de las mercancías solo es un cambio
de forma, no puede resultar regularmente más que un cambio de valores
equivalentes.

De consiguiente, si con relación al valor de uso, el cambio beneficia
a los dos cambistas, este cambio no puede ser, en su forma más pura,
respecto al valor de cambio, un origen de beneficios para ninguno de
ellos. Por lo tanto, la formación de plusvalía no puede provenir, en
manera alguna, de la circulación en sí misma.


_Aun admitiendo el cambio de valores desiguales, la circulación de las
mercancías no crea plusvalía o aumento de valor._

No obstante, como en la realidad estamos obligados a admitir la
formación de la plusvalía, y en la práctica las cosas ocurren pocas
veces con pureza, supongamos, a fin de explicar esta formación, que el
cambio tenga lugar entre valores desiguales.

De todos modos, en el mercado solo hay cambistas frente a cambistas. El
motivo material del cambio, que consiste en que los cambistas carecen
del objeto que necesitan y poseen el objeto necesario a otro, los pone
en una situación de dependencia recíproca.

Decir que la plusvalía resulta para los productores de que venden sus
mercancías en más de lo que valen, equivale a decir que los cambistas
tienen, como vendedores, el privilegio de vender demasiado caro.
El vendedor ha producido por sí mismo la mercancía o representa el
producto de ella; pero el comprador ha producido también o representa
al que ha producido la mercancía convertida en el dinero con que
compra. Por ambas partes hay productores; la única diferencia consiste
en que el uno compra y el otro vende. Que el poseedor de mercancías,
bajo el nombre de productor o de vendedor, venda las mercancías en más
de lo que valen, y que, bajo el nombre de consumidor o de comprador,
las compre demasiado caras, gana por un concepto lo que pierde por otro
y el resultado no se altera.

Lo mismo resultaría si se supusiera, no ya en el vendedor el privilegio
de vender muy caro, sino en el comprador el de pagar las mercancías en
menos de lo que valen; pues habiendo sido vendedor antes que comprador
y volviéndolo a ser después, perdería como vendedor el beneficio
realizado como comprador.

Hemos considerado a vendedores y compradores en general, sin tener en
cuenta sus caracteres individuales. Supongamos que el cambista Pedro,
que es muy ladino, consigue engañar a los cambistas Pablo y Santiago.
Pedro vende a Pablo una cantidad de vino que vale 400 pesetas por
500, y con esta cantidad compra a Santiago trigo, que vale 600; Pedro
realiza un beneficio, por lo tanto, de 200 pesetas.

Antes del cambio, teníamos 400 pesetas de vino en manos de Pedro, 500
en dinero en las de Pablo y 600 en trigo en las de Santiago; valor
total 1.500 pesetas. Después del cambio tenemos 600 pesetas de trigo
en poder de Pedro, el ladino, 400 pesetas de vino en poder de Pablo, y
500 pesetas en dinero en poder de Santiago: valor total 1.500 pesetas.
El valor circulante no ha aumentado ni un céntimo, solo ha cambiado
su distribución entre Pedro, Pablo y Santiago. Es igual que si Pedro
hubiera robado 200 pesetas. Una modificación en la distribución de los
valores circulantes no aumenta su cantidad.

Dese a esto las vueltas que se quiera, las cosas no varían. ¿Se cambian
valores equivalentes? no se produce plusvalía; tampoco se produce
si se cambian valores desiguales. La circulación o el cambio de las
mercancías no crea ningún valor. No pudiendo aumentar la cantidad de
los valores lanzados a la circulación, debe ocurrir fuera de ella algo
que haga posible la formación de una plusvalía. Pero, ¿es posible esa
formación fuera de aquella?

Parece imposible que fuera de la circulación, el productor cambista
pueda comunicar a su producto la propiedad de engendrar una plusvalía;
porque fuera de ella se encuentra solo con la mercancía que contiene
cierta cantidad de su trabajo, la cual determina el valor del
producto; puede hacer que aumente el valor de su producto, añadiéndole,
merced a un nuevo trabajo, nuevo valor, pero no conseguirá que este
valor aumente por su propia virtud, sin nuevo trabajo.

Llegamos, pues, a la siguiente conclusión: el poseedor de dinero debe
comprar primero mercancías en su justo valor, venderlas luego en lo que
valen, y no obstante recoger al fin un valor mayor que el que adelantó.
Esta transformación del dinero en capital debe ocurrir en el campo de
la circulación y al mismo tiempo no ha de ocurrir en él. Tales son las
condiciones del problema.



CAPÍTULO VI

COMPRA Y VENTA DE LA FUERZA DE TRABAJO

El origen de la plusvalía es la fuerza de trabajo. -- Valor de la
fuerza de trabajo.


_El origen de la plusvalía es la fuerza de trabajo._

El aumento de valor que convierte al dinero en capital no puede
provenir del dinero. Si es cierto que sirve de medio de compra o de
medio de pago, no hace otra cosa que realizar los precios de las
mercancías que compra o que paga. Si queda tal cual es, evidentemente
no aumenta. Preciso es, por lo tanto, que la mudanza de valor provenga
de la mercancía comprada y vendida después más cara.

Esta mudanza no puede efectuarse ni en la compra ni en la reventa; en
efecto, en estos dos actos solo hay, en nuestra hipótesis, un cambio de
valores equivalentes. No queda, pues, más que una suposición posible;
que la mudanza provenga del uso de la mercancía después de su compra
y antes de su reventa. Pero se trata de una alteración en el valor
cambiable. Para obtener un aumento de valor cambiable por el uso de una
mercancía sería necesario que el capitalista tuviese la buena suerte
de descubrir en la circulación una mercancía que poseyera la especial
virtud de ser, por su empleo, fuente de valor cambiable, de tal modo
que el hecho de usarla, de consumirla, equivaliera a crear valor.

Y el capitalista encuentra efectivamente en el mercado una mercancía
dotada de esta virtud especial. La mercancía en cuestión tiene por
nombre potencia o fuerza de trabajo. Bajo esta denominación hay que
comprender el conjunto de las facultades musculares o intelectuales que
existen en el cuerpo de un hombre, y que debe poner en actividad para
producir cosas útiles.

El cambio indica que los cambistas se consideran recíprocamente
propietarios de las mercancías cambiadas, obrando libremente y con
iguales derechos. La fuerza de trabajo solo puede, pues, ser vendida
por su propio dueño; este debe gozar jurídicamente de los mismos
derechos que el dueño del dinero con quien trata; debe ser dueño de
disponer de su persona y vender su fuerza de trabajo siempre por un
tiempo determinado, de tal suerte que, transcurrido este tiempo,
recobre la plena posesión de ella. Si la vendiese de una vez para
siempre, se haría esclavo y de mercader se convertiría en mercancía.

Por otra parte, para que el dueño del dinero encuentre fuerza de
trabajo que comprar, es preciso que el poseedor de esta fuerza,
desprovisto de medios de subsistencia y de producción, tales como
materias primeras, herramientas, etc., que le permitan satisfacer sus
necesidades, vendiendo las mercancías, producto de su trabajo, esté
obligado a vender su fuerza de trabajo como mercancía, por no tener
otra mercancía que vender, ni de qué vivir fuera de esto.

Claro es que la naturaleza no produce por un lado poseedores de dinero
o de mercancías, y por otro individuos que solo posean su fuerza de
trabajo. Esta relación, sin fundamento natural, no es tampoco una
relación social común a todos los periodos de la historia. Y lo que
caracteriza a la época capitalista es que el detentador de los medios
de subsistencia y de producción encuentra en el mercado al trabajador,
cuya fuerza de trabajo reviste la forma de mercancía, y el trabajo, por
consecuencia, la forma de trabajo asalariado.


_Valor de la fuerza de trabajo._

La fuerza de trabajo, como toda mercancía, posee un valor determinado,
como en todas ellas, por el tiempo de trabajo necesario para su
producción.

Siendo la fuerza de trabajo una facultad del individuo viviente, es
preciso que este se conserve para que aquella subsista. El individuo
necesita para su sustento o para su conservación de cierta cantidad de
medios de subsistencia. La fuerza de trabajo tiene, pues, exactamente
el valor de los medios de subsistencia necesarios al que la pone en
acción, para que pueda comenzar al día siguiente en iguales condiciones
de vigor y de salud.

Las necesidades naturales, como son, alimentos, vestidos, habitación,
calefacción, etc., difieren, según los climas y según otras
particularidades físicas de un país. Por otra parte, así el número
de las llamadas necesidades naturales como el modo de satisfacerlas,
dependen en gran parte del grado de civilización alcanzado. Mas para un
país y una época determinados, la medida de los medios necesarios de
subsistencia está igualmente determinada.

Los dueños de la fuerza de trabajo son mortales; a fin de que se la
encuentre siempre en el mercado, como lo reclama la transformación
continua del dinero en capital, es necesario que se perpetúen, que
reproduzcan en cantidad igual por lo menos, la cantidad de fuerza de
trabajo que el desgaste y la muerte sustraen. La suma de los medios
de subsistencia necesarios pava la producción de la fuerza de trabajo
comprenden, pues, los medios de subsistencia de los sustitutos, es
decir, de los hijos de los trabajadores.

Además, para modificar la naturaleza humana de suerte que adquiera
habilidad y rapidez en un género determinado de trabajo, es decir,
para hacer de ella una fuerza de trabajo desarrollada en un sentido
especial, es necesaria cierta educación, que más o menos extensa,
ocasiona un gasto mayor o menor de mercancías diversas: siendo la
fuerza de trabajo igual a la suma de mercancías necesarias para su
producción, cuando esta suma aumenta, como ocurre en el caso actual, su
valor aumenta también.

El precio de la fuerza de trabajo alcanza su mínimum cuando se reduce
al valor de los medios de subsistencia que no podrían disminuirse sin
exponer la vida misma del trabajador; en este caso el trabajador no
hace más que vegetar. Ahora bien, como el valor de la fuerza de trabajo
está basado en las condiciones de una existencia normal, su precio es,
entonces, inferior a su valor.

Una vez hecho el contrato entre comprador y vendedor, resulta de la
naturaleza especial de la fuerza de trabajo que su valor de uso no
ha pasado en realidad a manos del comprador. Si su valor, puesto
que ha exigido el gasto de cierta cantidad de trabajo social, se
hallaba determinado antes de que entrase en la circulación, su valor
de uso, que consiste en su ejercicio, solo se manifiesta después. La
enajenación de la fuerza de trabajo y su servicio como valor útil, en
otros términos, su venta y su empleo, no tienen lugar al mismo tiempo.
Ahora bien, casi siempre que se trata de mercancías de este género,
cuyo valor de uso enajenado por la venta no es en realidad trasmitido
simultáneamente al comprador, el vendedor no recibe el dinero sino
en un plazo más o menos lejano, cuando su mercancía ha servido ya de
cosa útil al comprador. En todos los países en que reina la producción
capitalista no se paga la fuerza de trabajo hasta que ha funcionado
durante cierto tiempo, fijado en el contrato, al fin de cada semana por
ejemplo. En todas partes, deja, pues, el trabajador que el capitalista
consuma su fuerza de trabajo antes de obtener el precio de ella; en una
palabra, le fía o presta bajo todos conceptos. Como este préstamo, que
no es un beneficio vano para el capitalista, no modifica la naturaleza
misma del cambio, supondremos provisionalmente, para evitar inútiles
complicaciones, que el dueño de la fuerza de trabajo recibe el precio
estipulado desde el momento en que la vende.

El valor de uso entregado por el trabajador al comprador a cambio
de dinero, solo se muestra en su empleo, en el consumo de la fuerza
de trabajo vendida. Este consumo, que es a la vez producción de
mercancías y de plusvalía, se hace, de igual modo que el consumo de
toda mercancía, fuera del mercado, fuera del dominio de la circulación;
por consecuencia, hemos de salir de este dominio y penetrar en el de la
producción, para conocer el secreto de la fabricación de plusvalía.



SECCIÓN TERCERA

Producción de la supervalía absoluta.

CAPÍTULO VII

PRODUCCIÓN DE VALORES DE USO Y PRODUCCIÓN DE LA SUPERVALÍA

I. El trabajo en general y sus elementos. -- El trabajo ejecutado por
cuenta del capitalista. -- II. Análisis del valor del producto. --
Diferencia entro el valor de la fuerza de trabajo y el valor que puede
crear. -- El problema de la transformación del dinero en capital está
resuelto.


I. _El trabajo en general y sus elementos._

El uso o el empleo de la fuerza de trabajo es el trabajo. El comprador
de la fuerza de trabajo la consume haciendo trabajar al que la vende.
Para que el trabajador produzca mercancías, su trabajo debe ser útil,
esto es, realizarse en valores de uso. Luego el capitalista hace
producir a su obrero un valor de uso particular, un artículo útil
determinado. La intervención del capitalista no puede modificar en lo
más mínimo la naturaleza misma del trabajo, por cuya razón vamos a
examinar ante todo el movimiento del trabajo útil en general.

Los elementos simples de todo trabajo son: 1.º, la actividad personal
del hombre o trabajo propiamente dicho; 2.º, el objeto en que se ejerce
el trabajo; 3.º, el medio por el cual se ejerce.

1.º La actividad personal del hombre es un gasto de las fuerzas de que
está dotado su cuerpo. El resultado de esta actividad existe, antes del
gasto de fuerza, en el cerebro del hombre, no siendo otra cosa que el
propósito a cuya realización el hombre aplica a sabiendas su voluntad.
La obra exige, mientras dura, además del esfuerzo de los órganos en
acción, una atención sostenida que solo puede resultar de un esfuerzo
constante de la voluntad, y lo exige tanto más cuanto menor atractivo
ofrece el trabajo, por su objeto y su modo de ejecución.

2.º La tierra es el objeto universal de trabajo que existe
independientemente del hombre. Todas las cosas cuyo trabajo se limita a
romper la unión inmediata con la tierra, por ejemplo, la madera cortada
en la selva virgen, el mineral extraído de su vena, son objeto de
trabajo por la gracia de la Naturaleza. El objeto en que se ha ejercido
ya un trabajo, como el mineral lavado, se llama primera materia. Toda
primera materia es objeto de trabajo; pero todo objeto de trabajo no
es primera materia: solo llega a serlo después de haber sufrido una
modificación cualquiera efectuada por el trabajo.

3.º El medio de trabajo es una cosa o un conjunto de cosas que el
hombre pone entre sí y el objeto de su trabajo para ayudar a su
acción. El hombre convierte cosas exteriores en órganos de su propia
actividad, órganos que añade a los suyos. La tierra es el almacén
primitivo de sus medios de trabajo. Ella le suministra, por ejemplo,
la piedra de que se vale para frotar, cortar, lanzar, comprimir, etc.
Tan luego como el trabajo alcanza algún desarrollo, por pequeño que
sea, no puede prescindir de medios ya trabajados. Lo que distingue
una época económica de otra, lo que muestra el desenvolvimiento del
trabajador, no es tanto lo que se fabrica como la manera de fabricar,
como los medios de trabajo con cuyo auxilio se fabrica. Además de
las cosas que sirven de instrumentos, de auxiliares de la acción del
hombre, los medios de trabajo comprenden, en una acepción más lata,
todas las condiciones materiales que, sin entrar directamente en las
operaciones ejecutadas, son sin embargo indispensables o cuya falta
haría defectuoso el trabajo, como son los obradores, talleres, canales,
caminos, etc.

De consiguiente, en la acción de trabajo, la actividad del hombre
efectúa, con ayuda de los medios de trabajo, una modificación
voluntaria de su objeto. Esta acción tiene su fin en el producto
terminado, es decir, en un valor de uso, en una materia que ha
experimentado un cambio de forma que la ha adaptado a las necesidades
humanas. El trabajo se ha materializado al combinarse con el objeto
de trabajo. Lo que era movimiento en el trabajador aparece ahora en
el producto como una propiedad en reposo. El obrero ha tejido y el
producto es una tela. Si se considera el conjunto de este movimiento
con relación a su resultado, al producto, que es entonces medio y
objeto de trabajo, se presentan ambos como medios de producción, y el
trabajo mismo como trabajo productivo.

Fuera de la industria extractiva, explotación de minas, caza, pesca,
etc., en que la Naturaleza sola suministra el objeto de trabajo, en los
demás ramos de la industria entran primeras materias, es decir, objetos
en que se ha efectuado ya un trabajo. El producto de un trabajo llega a
ser así el medio de producción de otro.

La primera materia puede constituir la sustancia principal de un
producto o solo entrar en él bajo la forma de materia auxiliar. En tal
caso esta queda consumida por el medio de trabajo, como la hulla por
la máquina de vapor o el heno por el caballo de tiro, o bien se une a
la primera materia para modificarla en algún concepto, como el color a
la lana, o, finalmente, favorece la realización del trabajo, como las
materias usadas en el alumbrado y calefacción del taller.

Poseyendo todo objeto propiedades diversas y prestándose por ellas a
más de una aplicación, el mismo producto es apto para formar la primera
materia de diferentes operaciones. Así, los granos sirven de primera
materia al molinero, al destilador, al ganadero, etc., y como semilla
sirven de primera materia en su propia producción.

En la misma producción el mismo producto puede servir de medio de
trabajo y de materia primera; en la cría de ganado, por ejemplo, el
animal, materia trabajada, funciona también como medio de trabajo para
la preparación del estiércol.

Existiendo ya un producto bajo forma que le hace adecuado para el
consumo, puede llegar a ser a su vez primera materia de otro producto.
La uva es la primera materia del vino. Hay también productos que solo
sirven para primeras materias, en cuyo caso se dice que el producto no
ha recibido más que una semielaboración: el algodón, entre otros.

Se ve que el carácter de producto, de materia primera o de medio de
trabajo, depende, cuando se trata de un valor de uso u objeto útil, del
lugar que ocupa en el acto del trabajo, y al cambiar de lugar cambia de
carácter.

Entrando todo valor de uso en operaciones nuevas como medio de
producción, pierde, pues, su carácter de producto y únicamente funciona
en calidad de colaborador del trabajo en actividad, para la producción
de nuevos productos.

El trabajo gasta sus elementos materiales, objeto de trabajo y medio
de trabajo, siendo, por consecuencia, un acto de consumo. Este consumo
productivo se distingue del consumo individual en que el último consume
los productos como medios de satisfacción del individuo, mientras
que el primero los consume como medios de ejercicio del trabajo. El
producto del consumo individual es el consumidor mismo; el resultado
del consumo productivo es un producto distinto del consumidor.

El movimiento del trabajo útil, tal como acabamos de analizarlo desde
el punto de vista general, es decir, la actividad que tiene por objeto
la producción de valores de uso, la adaptación de los medios exteriores
a nuestras necesidades, es una exigencia física de la vida humana,
común a todas las formas sociales; su estudio en general no puede, por
lo tanto, indicarnos con arreglo a qué condiciones sociales especiales
se realiza en un caso dado.


_El trabajo ejecutado por cuenta del capitalista._

El capitalista en agraz compra en el mercado, escogiéndolo de buena
calidad y pagándolo en su justo precio, todo lo necesario para la
realización del trabajo, medios de producción y fuerza de trabajo.

La naturaleza general del trabajo, que acabamos de exponer, no se
modifica evidentemente por la intervención del capitalista. Como
consumo de fuerza de trabajo para el capitalista, el movimiento del
trabajo presenta dos particularidades.

En primer lugar, el obrero trabaja bajo la inspección del capitalista a
quien pertenece su trabajo. El capitalista vigila cuidadosamente para
que los medios de producción se empleen con arreglo al fin que desea,
para que la tarea se haga concienzudamente y para que el instrumento
de trabajo solo sufra el daño inseparable de su empleo.

En segundo lugar, el producto es propiedad, no del productor inmediato,
que es el trabajador, sino del capitalista. Este paga el valor
cotidiano, por ejemplo, de la fuerza de trabajo; el uso de esta fuerza
de trabajo le pertenece, por lo tanto, durante un día, como el de un
caballo que se alquila diariamente. En efecto, el uso de la mercancía
pertenece al comprador, y al dar su trabajo el poseedor de la fuerza
de trabajo, el obrero, solo da en realidad el valor de uso que ha
vendido; desde su entrada en el taller, la utilidad de su fuerza
de trabajo pertenece al capitalista. Al comprar este la fuerza de
trabajo ha añadido el trabajo, como elemento activo del producto, a
los elementos pasivos, a los medios de producción que poseía. Es una
operación de cosas que ha comprado, que le pertenecen. Por lo tanto, el
producto resultante le pertenece con igual título que el producto de la
fermentación en su bodega.


II. _Análisis del valor del producto._

El producto, propiedad del capitalista, es un valor de uso, como tela,
botas, etc. Pero, de ordinario, el capitalista no fabrica por amor a la
tela. En la producción mercantil el valor de uso, el objeto útil, solo
sirve de porta-valor; para el capitalista, lo principal es producir un
objeto útil que tenga un valor cambiable, un artículo destinado a la
venta, una mercancía. Quiere además el capitalista que el valor de esta
mercancía supere al valor de las mercancías empleadas en producirla,
es decir, al valor de los medios de producción y de la fuerza de
trabajo en cuya compra invirtió su dinero. Quiere producir, no solo
una cosa útil, sino un valor, y no solamente un valor, sino también una
supervalía.

Así como la mercancía es a la vez valor de uso y valor de cambio, del
mismo modo su producción debe ser a la vez formación de valor de uso y
de valor. Examinemos ahora la producción desde el punto de vista del
valor.

Sabemos que el valor de una mercancía está determinado por la cantidad
de trabajo que contiene, por el tiempo socialmente necesario para su
producción. Necesitamos, pues, calcular el trabajo contenido en el
producto que nuestro capitalista ha hecho fabricar, 5 kilogramos de
hilados, por ejemplo.

Para producir esta cantidad de hilados se necesita una primera materia;
pongamos 5 kilogramos de algodón, comprados en el mercado en su valor,
que es, por ejemplo, 13 pesetas; admitamos que el desgaste de los
instrumentos empleados, brocas, etc., asciende a 3 pesetas. Si una masa
de oro de 16 pesetas, que es el total de los guarismos anteriores, es
el producto de 24 horas de trabajo, se deduce que, siendo la jornada de
trabajo de 12 horas, hay ya dos jornadas contenidas en los hilados.

Sabemos ya cuál es el valor que el algodón y el desgaste de las brocas
dan a los hilados: es igual a 16 pesetas. Falta averiguar el valor que
el trabajo del hilandero añade al producto.

En esto es indiferente el género especial de trabajo o su cualidad;
lo que importa es su cantidad: no se trata, como cuando se considera
el valor de uso, de las necesidades particulares que la actividad del
trabajador tiene por objeto satisfacer, sino únicamente del tiempo
durante el cual ha gastado su fuerza en esfuerzos útiles. No hay que
olvidar, por otra parte, que el tiempo necesario en las condiciones
ordinarias de la producción es el único que se cuenta para la formación
del valor.

Desde este último punto de vista, la primera materia se impregna de
cierta cantidad de trabajo, considerado únicamente como gasto de fuerza
humana en general. Verdad es que esta absorción de trabajo convierte la
primera materia en hilados, gastándose la fuerza del obrero en la forma
particular de trabajo que se llama hilar; pero el producto en hilados
solo sirve por el momento para indicar la cantidad de trabajo absorbido
por el algodón. Por ejemplo, 5 kilogramos de hilados indicarán seis
horas de trabajo, si para hilar 833 gramos se necesita una hora.
Ciertas cantidades de productos, determinadas por la experiencia,
representan el gasto de la fuerza de trabajo durante una hora, dos, un
día.

Al realizarse la venta de la fuerza de trabajo, supongamos que se ha
sobreentendido que su valor diario era de 4 pesetas, suma equivalente
a seis horas de trabajo, y, por consiguiente, que era preciso trabajar
seis horas para producir lo necesario al sustento cotidiano del obrero.
Pero nuestro hilandero ha transformado en seis horas, en media jornada
de trabajo, los 5 kilogramos de algodón en 5 kilogramos de hilados.
Habiéndose fijado este mismo tiempo de trabajo en una cantidad de oro
de 4 pesetas, ha añadido al algodón un valor de 4 pesetas.

Hagamos ahora la cuenta del valor total del producto. Los 5 kilogramos
de hilados contienen dos jornadas y media de trabajo; algodón y brocas
representan dos jornadas y la operación de hilar media jornada. La
misma cantidad de trabajo existe en una masa de oro de 20 pesetas. El
precio de 20 pesetas expresa, pues, el valor exacto de 5 kilogramos de
hilados; el precio 4 pesetas el de un kilogramo.

En toda demostración los guarismos son arbitrarios, pero la
demostración es la misma, cualesquiera que sean los guarismos y el
género de producto que se ha tenido en cuenta.

El valor del producto es igual al valor del capital adelantado. Este
capital no ha procreado, no ha engendrado supervalía, y el dinero no se
ha convertido, por consecuencia, en capital. El precio de 5 kilogramos
de hilados es de 20 pesetas, y 20 pesetas se han gastado en el mercado
en la compra de los elementos constitutivos del producto: 13 pesetas
para 5 kilogramos de algodón, 3 pesetas por desgaste de las brocas
durante seis horas, y 4 pesetas por la fuerza de trabajo.


_Diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor que puede
crear._

Examinemos esta cuestión más de cerca. La fuerza de trabajo importa 4
pesetas, porque esto es lo que cuestan las subsistencias necesarias
para el sustento diario de esta fuerza. El dueño de ella, el obrero,
produce un valor equivalente en media jornada de trabajo, lo cual
no significa que no pueda trabajar una jornada entera ni producir
más. El valor que la fuerza de trabajo posee y el que puede crear
difieren, pues, en magnitud. En su venta, la fuerza de trabajo realiza
su valor determinado por sus gastos de sostén cotidiano; en su uso
puede producir en un día más valor del que ha costado. Al comprar la
fuerza de trabajo, el capitalista ha tenido precisamente en cuenta esa
diferencia de valor.

Por lo demás, nada hay en todo esto que no se acomode a las leyes
del cambio de las mercancías. En efecto, el obrero, vendedor de la
fuerza de trabajo, como el vendedor de toda mercancía, obtiene el
valor cambiable y cede el valor de uso: no puede obtener el primero
sin entregar el segundo. El valor de uso de la fuerza de trabajo, es
decir, el trabajo, no pertenece al que lo vende, así como no pertenece
al tendero el empleo del aceite que ha vendido. El dueño del dinero ha
pagado el valor diario de la fuerza de trabajo, cuyo uso le pertenece
por todo un día, durante una jornada entera. El hecho de que el
sustento diario de esta fuerza solo cuesta media jornada de trabajo,
pudiendo, sin embargo, trabajar la jornada entera, esto es, que el
valor creado por su uso en el espacio de un día es mayor que su propio
valor diario, constituye una buena suerte para el comprador, pero que
no lesiona en nada el derecho del vendedor.

Desde este momento, el obrero encuentra en el taller los medios de
producción necesarios, no para medio día, sino para un día de trabajo,
para doce horas. Puesto que 5 kilogramos de algodón, al absorber
seis horas de trabajo, se convertían en 5 kilogramos de hilados, 10
kilogramos de algodón, absorbiendo 12 horas de trabajo, se convertirán
en 10 kilogramos de hilados. Estos diez kilogramos contienen entonces
cinco jornadas o días de trabajo; cuatro estaban contenidos en el
algodón y las brocas consumidas y uno ha sido absorbido por el algodón
durante la hilanza. Pero si una masa de oro de 16 pesetas es el
producto de 24 horas de trabajo, la expresión monetaria de cinco días
de trabajo de 12 horas, será 40 pesetas.

Este es, pues, el precio de los 10 kilogramos de hilados. El kilogramo
cuesta lo mismo que antes, 4 pesetas, pero el valor total de las
mercancías empleadas en la operación es de 36 pesetas: 26 pesetas por
10 kilogramos de algodón, 6 pesetas por el desperfecto de las brocas
durante 12 horas, y 4 pesetas por la jornada de trabajo.

Las 36 pesetas anticipadas se han convertido en 40 pesetas, habiendo
engendrado una supervalía de 4 pesetas. La jugada está hecha, el dinero
se ha transformado en capital.


_El problema de la transformación del dinero en capital está resuelto._

El problema, tal como lo habíamos planteado al final del capítulo
quinto, está resuelto en todos sus términos.

El capitalista compra en el mercado cada mercancía en su justo valor
(algodón, brocas, fuerza de trabajo), y luego hace lo que todo
comprador: consume su valor de uso. Siendo el consumo de la fuerza
de trabajo al mismo tiempo producción de mercancías, suministra
un producto de 10 kilogramos de hilados, que valen 40 pesetas. El
capitalista que había salido del mercado después de hacer sus compras,
vuelve entonces a él como vendedor. Vende los hilados a 4 pesetas el
kilogramo, ni un céntimo más de su valor, y, sin embargo, retira de la
circulación 4 pesetas más de lo que había puesto. Esta transformación
de su dinero en capital se efectúa y no se efectúa en el dominio de la
circulación, la cual sirve de intermediaria. La fuerza de trabajo se
vende en el mercado para ser explotada fuera del mercado, en el dominio
de la producción, donde es origen de supervalía.

La producción de supervalía no es, pues, otra cosa que la producción de
valor prolongada más allá de cierto límite. Si la acción del trabajo
dura solo hasta el momento en que el valor de la fuerza de trabajo
pagada por el capital es reemplazada por un valor equivalente, hay
simple producción de valor. Cuando pasa de este límite, hay producción
de supervalía.



CAPÍTULO VIII

CAPITAL CONSTANTE Y CAPITAL VARIABLE

Propiedad del trabajo de conservar valor creando valor. -- Valor
simplemente conservado y valor reproducido y aumentado.


_Propiedad del trabajo de conservar valor creando valor._

Los diversos elementos que contribuyen a la ejecución del trabajo
tienen una parte diferente en la formación del valor de los productos.

El obrero añade un valor nuevo al objeto del trabajo por la adición de
nuevas dosis de trabajo, cualquiera que sea el género de utilidad de
este. Por otra parte, hallamos en el valor del producto el valor de los
medios de producción consumidos, por ejemplo, el valor del algodón y de
las brocas en el de los hilados. El valor de los medios de producción
se conserva, pues, y se trasmite al producto por medio del trabajo.
Pero ¿de qué modo?

El obrero no trabaja una vez para añadir nuevo valor al algodón y otra
vez para conservar el antiguo, o lo que es lo mismo, para trasmitir
a los hilados el valor de las brocas que desgasta y del algodón que
elabora. Por la simple adición de valor conserva el antiguo. Mas como
el hecho de añadir valor nuevo al objeto de trabajo y conservar el
valor antiguo en el producto, son dos resultados enteramente distintos
que el obrero obtiene en el mismo espacio de tiempo, este doble efecto
no puede resultar indudablemente sino del doble carácter de su
trabajo. Este debe en el mismo momento crear valor en virtud de una
propiedad y conservar o trasmitir valor en virtud de otra.

El hilador añade valor hilando, el tejedor tejiendo, el forjador
forjando, etc., y esta forma de hilanza, de tejido, etc., en otros
términos, la forma productiva especial en que se emplea el trabajo, es
causa de que los medios de producción, tales como algodón y brocas,
hilo y telar, hierro y yunque, den origen a un nuevo producto. Ahora
bien, ya hemos visto que el tiempo de trabajo necesario para crear los
medios de producción consumidos entra en cuenta en el producto nuevo;
por consecuencia, el trabajador conserva el valor de los medios de
producción consumidos y lo trasmite al producto como parte constitutiva
de su valor por la forma útil especial del trabajo añadido.

Si el trabajo productivo especial del obrero no fuese la hilanza, por
ejemplo, no haría hilados y no trasmitiría a su producto los valores
de las brocas y del algodón empleado en la hilanza. Pero si nuestro
hilador cambia de oficio por un día de trabajo, y se hace, por ejemplo,
carpintero, añadirá como antes un valor a las materias. Añade, pues,
este valor por su trabajo, no considerado como trabajo de hilador o de
carpintero, sino como trabajo en general, como gasto de fuerza humana;
y añade cierta cantidad de valor, no porque su trabajo tenga tal o
cual forma útil particular, sino porque ha durado cierto tiempo. Así,
una cantidad nueva de trabajo añade nuevo valor, y por la calidad del
trabajo añadido los antiguos valores de los medios de producción se
conservan en el producto.

Este doble efecto del mismo trabajo aparece claramente en una multitud
de circunstancias. Supongamos que una invención cualquiera permite al
obrero hilar en seis horas tanto algodón como antes en dieciocho. Como
actividad productiva, la potencia de su trabajo ha triplicado y su
producto es tres veces mayor: 15 kilogramos en lugar de 5. La cantidad
de valor añadida por las seis horas de hilanza al algodón sigue siendo
la misma; solamente que esta cantidad recaía antes sobre 5 kilogramos y
ahora recae sobre 15, siendo, por lo tanto, tres veces menor. Por otra
parte, siendo ahora empleados 15 kilogramos de algodón en lugar de 5,
el producto de seis horas de trabajo contiene un valor seis veces mayor
de algodón. Así, en seis horas de hilanza, un valor tres veces mayor
de materia primera se conserva y trasmite al producto, aunque el valor
añadido a esta misma materia sea tres veces más pequeño. Esto muestra
que la propiedad en cuya virtud el trabajo conserva el valor, es
esencialmente distinta de la propiedad por la que crea el valor durante
la misma operación.

El medio de producción solo trasmite al producto el valor que él
pierde, perdiendo su utilidad primitiva; pero en este concepto, los
elementos materiales del trabajo se comportan de diferente modo.

Las materias primeras y materias auxiliares pierden su aspecto al
servir para la ejecución de un trabajo. Distinta cosa ocurre con
los instrumentos propiamente dichos, que duran más o menos tiempo
y funcionan en mayor o menor número de operaciones. Se sabe por
experiencia la duración media de un instrumento de trabajo, y se
puede, por consiguiente, calcular su desgaste cotidiano y lo que cada
día trasmite de su propio valor al producto; pero el instrumento de
trabajo, por ejemplo, una máquina, aunque trasmite diariamente una
parte de su valor a su producto diario, funciona todos los días entera
durante la ejecución del trabajo.

Por consiguiente, aun cuando un elemento de trabajo entre todo entero
en la producción de un objeto de utilidad, de un valor de uso, no entra
más que en parte en la formación del valor. Al contrario, un medio de
producción puede entrar entero en la formación del valor, y solo en
parte en la producción de un valor de uso. Supongamos que en la hilanza
de 115 kilogramos de algodón haya 15 de desecho. Si esta pérdida del
15 por 100 es inevitable por término medio en la fabricación, el valor
de los 15 kilogramos de algodón que no se transforman en hilados entra
todo también en el valor de los hilados, como el de los 100 kilogramos
que forman parto de su sustancia. Desde el momento que esta pérdida
es una condición de la producción, el algodón perdido trasmite a los
hilados su valor.

No trasmitiendo los medios de producción al nuevo producto más que el
valor que pierden bajo su antigua forma, solo pueden añadirle valor
si ellos mismos lo poseen. Su valor se halla determinado, no por el
trabajo en que entran como medios de producción, sino por el trabajo de
donde se derivan como productos.


_Valor simplemente conservado y valor reproducido y aumentado._

La fuerza de trabajo en actividad, el trabajo viviente, tiene, pues,
la propiedad de conservar el valor añadiendo valor. Si esta propiedad
no cuesta nada al trabajador, produce mucho al capitalista, que le
debe la conservación del valor actual de su capital. Lo echa de ver
perfectamente en el momento de las crisis, de las interrupciones de
trabajo, en que tiene que soportar los gastos de deterioro de los
medios de producción de que se compone su capital: primeras materias,
instrumentos, etc., que permanecen inactivos.

Decíamos que el valor de los medios de producción se conserva y no se
reproduce, porque los objetos en los cuales existe en un principio no
desaparecen sino para revestir nueva forma útil, y el valor persiste
bajo los cambios de forma. Lo producido es un nuevo objeto de utilidad
en que continúa apareciendo el valor antiguo.

En tanto que el trabajo conserva y trasmite al producto el valor de los
medios de producción, crea a cada instante un valor nuevo. Supongamos
que la producción cesara cuando el trabajador ha creado de este modo el
equivalente del valor diario de su propia fuerza, cuando ha añadido al
producto, por medio de un trabajo de seis horas, un valor de 4 pesetas.
Este valor reemplaza el dinero que el capitalista anticipa para la
compra de la fuerza de trabajo y que el obrero invierte en seguida en
subsistencias. Pero este valor, al contrario de lo que hemos sentado
respecto del valor de los medios de producción, ha sido producido en
realidad; si un valor reemplaza a otro, es merced a una nueva creación.

Sabemos ya, sin embargo, que la duración del trabajo traspasa el límite
en que el equivalente del valor de la fuerza de trabajo se hallaría
reproducido y añadido al objeto trabajado. En lugar de seis horas que
suponemos bastarían para esto, la operación dura doce horas o más. La
fuerza de trabajo en movimiento no reproduce solo su propio valor, sino
que produce también valor de más. Esta supervalía forma el excedente
del valor del producto sobre el de sus elementos constitutivos: los
medios de producción y la fuerza de trabajo. Así, pues, en una
producción, la parte del capital que se transforma en medios de
producción, es decir, en primeras materias, materias auxiliares o
instrumentos de trabajo, no cambia en el acto de la producción la
magnitud de su valor. Por esto la denominamos parte constante del
capital o simplemente _capital constante_.

Al contrario, la parte del capital transformada en fuerza de trabajo,
cambia el valor en una nueva producción y por el hecho mismo de esta
producción. Reproduce primero su propio valor y además produce un
excedente, una supervalía mayor o menor. Esta parte del capital,
de magnitud alterable, la denominamos parte variable del capital o
simplemente _capital variable_.



CAPÍTULO IX

TIPO DE LA SUPERVALÍA

I. Trabajo necesario y sobretrabajo. -- Grado de explotación de
la fuerza de trabajo. -- II. Los elementos del valor del producto
expresados en partes de este producto y en fracciones de la jornada de
trabajo. -- III. La «última hora». -- IV. El producto neto.


Vemos, pues, por una parte, el capital constante que suministra
a la fuerza de trabajo los medios de materializarse; medios cuyo
valor, reapareciendo solamente, es igual antes y después del acto de
producción; por otra, el capital variable, que antes de la producción
equivale al precio de compra de la fuerza de trabajo, y después
es igual a este valor, reproducido con un aumento mayor o menor.
Resultando la supervalía del aumento que experimenta el capital
variable, es evidente que la relación de la supervalía con el capital
variable determina la proporción en que tiene lugar este aumento.
Consideremos las cifras del capítulo séptimo. Siendo 4 pesetas la
parte de capital empleado en la compra de la fuerza de trabajo de un
hombre durante una jornada o día de trabajo, en una palabra, siendo el
capital variable y la supervalía 4 pesetas, esta última cifra expresa
la magnitud absoluta de la supervalía producida por un trabajador en
un día de trabajo; la magnitud proporcional, es decir, la magnitud
comparada con la del capital variable antes del aumento de valor, está
expresada por la relación de 4 a 4, esto es, de un 100 por 100. A
esta magnitud proporcional es a lo que llamamos tipo de la supervalía.
No se debe confundir el tipo de la supervalía, que es la relación de
esta con la parte variable del capital adelantado y que solo expresa
directamente el grado de explotación del trabajo, con el tipo del
beneficio, que es la relación de la supervalía con el total del capital
adelantado.


I. _Trabajo necesario y sobretrabajo_.

Hemos visto que, durante una parte de la jornada, el obrero solo
produce el valor diario de su fuerza de trabajo, esto es, el valor
de las subsistencias necesarias para su sostenimiento. Como hay una
división del trabajo social organizada por sí misma en el medio en que
trabaja, el obrero produce su subsistencia, no directamente, sino bajo
la forma de una mercancía particular, hilados, por ejemplo, cuyo valor
es igual al de sus medios de subsistencia, o al del dinero con que los
compra.

En esta parte de la jornada, mayor o menor según el valor medio de su
subsistencia diaria, el obrero, trabajando o no trabajando para un
capitalista, no hace más que reemplazar un valor por otro; en realidad,
la producción de valor durante este tiempo es una simple reproducción.
Llamamos _tiempo de trabajo necesario_ a la parte de la jornada en que
se verifica esta reproducción, y _trabajo necesario_ al trabajo gastado
en este tiempo: necesario para el trabajador, que, sea cualquiera la
forma social de su trabajo, gana la vida en ese tiempo, y necesario
para el mundo capitalista, cuya base es la existencia del trabajador.

La parte de la jornada de trabajo que traspasa los límites del
trabajo necesario, no forma ningún valor para el obrero, forma la
supervalía para el capitalista; llamamos _tiempo extra_ a esa parte de
la jornada, y _sobretrabajo_ al trabajo gastado en ella. Si el valor
en general es una simple materialización de tiempo de trabajo, la
supervalía es una simple materialización de tiempo de trabajo extra,
es sobretrabajo realizado. Las diferentes formas económicas que la
sociedad ha revestido, por ejemplo, la esclavitud y el salariado, solo
se distinguen por la forma de imponer y de usurpar este sobretrabajo al
productor inmediato.


_Grado de explotación de la fuerza de trabajo._

Por una parte, el valor del capital variable es igual al valor de la
fuerza de trabajo que compra, y el valor de esta fuerza determina la
parte necesaria de la jornada de trabajo; por otra, la supervalía es
determinada por la duración de la parte extra de esta misma jornada,
por el sobretrabajo. Luego el tipo de la supervalía, expresado por
la relación de aquella con el capital variable, lo está también por
la relación, igual a la anterior, del sobretrabajo con el trabajo
necesario.

El tipo de la supervalía es, por consecuencia, la expresión exacta del
grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital, o del
trabajador por el capitalista; pero no se debe confundir el grado de
explotación con la magnitud absoluta de esta. Supongamos que el trabajo
necesario es igual a cinco horas y que el sobretrabajo es también igual
a cinco horas; el grado de explotación expresado por la relación de
5 a 5, es de 100 por 100, y la magnitud absoluta de la explotación
es de cinco horas. Si, por el contrario, el trabajo necesario y el
sobretrabajo son cada uno de seis horas, el grado de explotación
expresado por la relación de 6 a 6 no varía, sigue siendo de 100 por
100, en tanto que la magnitud absoluta de la explotación, que antes era
de cinco horas, crece en una hora, es decir, en un 20 por 100.

Para calcular el tipo de la supervalía consideramos el valor del
producto sin tener en cuenta el valor del capital constante, que ya
existía y que no hace más que reaparecer; el valor que queda entonces
es el único valor realmente creado durante la producción de la
mercancía. Conocida la supervalía, es preciso restarla de este valor
para encontrar el capital variable; conociendo el capital variable,
habrá que restar este para encontrar la supervalía. Conocidos ambos,
solo hay que calcular la relación de la supervalía con el capital
variable, es decir, dividir la supervalía por el capital variable, y
multiplicando por 100 el cociente que resulte, se tiene el tanto por
ciento del tipo de la supervalía.


II. _Los elementos del valor del producto expresados en partes de este
producto y en fracciones de la jornada de trabajo._

Volvamos al ejemplo que en el capítulo séptimo nos sirvió para mostrar
cómo el capitalista convierte su dinero en capital. El trabajo
necesario del hilandero ascendía a seis horas, lo mismo que su
sobretrabajo; por consiguiente, el obrero trabaja media jornada para sí
y media para el capitalista; el grado de explotación es de 100 por 100.

El producto de la jornada es 10 kilogramos de hilados, que valen 40
pesetas; los ocho décimos de este valor, 32 pesetas, están formados
por el valor de los medios de producción consumidos: 26 pesetas por la
compra del algodón y 6 pesetas por el desperfecto de las brocas. Por
lo tanto, estas 32 pesetas representan el valor que no hace más que
reaparecer; es decir, que los ocho décimos del valor de los hilados
consisten en capital constante. Los dos décimos que restan son el nuevo
valor de 8 pesetas creado durante la hilanza y por la hilanza. Una
mitad de este valor reemplaza el valor diario de la fuerza de trabajo,
que ha sido adelantado, es decir, el capital variable de 4 pesetas;
la otra mitad constituye la supervalía de 4 pesetas. El valor de 40
pesetas en hilados es igual a 32 pesetas de capital constante, más 4
pesetas de capital variable, y, por último, más 4 pesetas de supervalía.

Puesto que el valor total de 40 pesetas está representado por 10
kilogramos de hilados, los diferentes elementos de este valor, que
acabamos de indicar, pueden representarse en partes del mismo producto.

Si existe un valor de 40 pesetas en 10 kilogramos de hilados, los ocho
décimos de este valor o su parte constante de 32 pesetas, existían
en ocho décimos del producto o en 8 kilogramos de hilados. Estos 8
kilogramos representan, pues, el valor del algodón comprado y el
desperfecto de las brocas; en total, 32 pesetas, lo cual corresponde
a 6 kilogramos y medio de hilados, que representan las 26 pesetas
de algodón, y kilogramo y medio, que representa las 6 pesetas del
desperfecto de las brocas.

En 6 kilogramos y medio de hilados solo se encuentran realmente 6
kilogramos y medio de algodón, que valen 16 pesetas y 90 céntimos, pero
los 10 kilogramos cuestan 26 pesetas; la diferencia de 9 pesetas y 10
céntimos equivale al algodón contenido en los otros 3 kilogramos y
medio de hilados. Pero los 6 kilogramos y medio de hilados representan
todo el algodón contenido en el producto total de 10 kilogramos de
hilados; en efecto, a 4 pesetas kilogramo, valen 20 pesetas, como
los 10 kilogramos de algodón; en cambio, no representan nada más.
Puede considerarse que no contienen una partícula del valor de los
instrumentos de trabajo utilizados, ni del nuevo valor creado por la
hilanza. De igual modo, kilogramo y medio de hilados valen 6 pesetas,
como las brocas gastadas en doce horas de hilanza; en este caso,
kilogramo y medio representa el valor de los instrumentos de trabajo
utilizados mientras dura la producción de 10 kilogramos de hilados;
pero no representa más que esto, y no contiene ni una partícula del
valor nuevo creado por la hilanza.

En resumen, ocho décimos del producto u 8 kilogramos de hilados
se considera que no contienen nada del valor nuevo creado por el
trabajo del hilandero. Y, de hecho, cuando el capitalista los vende
en 32 pesetas y recobra con esta suma lo que ha gastado en medios de
producción, aparece evidente que 8 kilogramos de hilados son brocas y
algodón bajo otra forma. Por otra parte, los dos décimos restantes, o
sean los 2 kilogramos de hilados, representan, por consecuencia, el
valor que queda, el valor nuevo de 8 pesetas creado en las doce horas
de trabajo. El trabajo del hilandero, materializado en el producto de
10 kilogramos de hilados, se concentra ahora en 2 kilogramos, en dos
décimos del producto, de los cuales un décimo, esto es, un kilogramo,
representa el valor de la fuerza de trabajo empleada, es decir, las 4
pesetas del capital variable adelantado, y el otro décimo las 4 pesetas
de supervalía.

Puesto que doce horas de trabajo crean un valor de 8 pesetas,
ascendiendo el valor de los hilados a 40 pesetas, representa sesenta
horas de trabajo. Esto es porque, además de las doce horas de hilanza,
en las 40 pesetas está comprendido el tiempo de trabajo que contenían
los medios de producción consumidos: cuatro jornadas de doce horas o
sean cuarenta y ocho horas de trabajo, que precedieron a la operación
de la hilanza y se realizaron en un valor de 32 pesetas.

Se puede, pues, descomponer el resultado de la producción, el producto,
en una cantidad que representa únicamente el trabajo contenido en los
medios de producción, o parte constante del capital; en otra cantidad
que solo representa el trabajo necesario añadido durante la producción,
o parte variable del capital, y, por último, en una cantidad que
representa el sobretrabajo añadido o supervalía.

El producto total fabricado en un tiempo determinado, por ejemplo, en
una jornada, descompuesto de esta suerte en partes que representan
los diversos elementos de su valor, puede también representarse en
fracciones de la jornada de trabajo.

El hilandero produce en doce horas 10 kilogramos de hilados; por
consiguiente, en una hora y doce minutos produce 1 kilogramo, y en
siete horas cuarenta y cinco minutos 6 kilogramos y medio de hilados,
es decir, una parte del producto que vale por sí sola todo el algodón
empleado en la jornada. De igual suerte, la parte producida en la hora
y cuarenta y cinco minutos siguientes es igual a kilogramo y medio de
hilados, y representa, por lo tanto, el valor de las brocas utilizadas
durante las doce horas de trabajo. De la misma manera, el hilandero
produce en la hora y los doce minutos que siguen 1 kilogramo de
hilados, que representa un valor igual a todo el valor que ha creado en
las seis horas de trabajo necesario. Finalmente, en los últimos setenta
y dos minutos produce otro kilogramo de hilados, cuyo valor es igual a
la supervalía producida en sus seis horas de sobretrabajo.

Nótese bien que lo que produce en estos setenta y dos minutos es un
kilogramo de hilados, cuyo valor entero es igual a la supervalía que
la jornada de trabajo rinde al capitalista; pero el valor entero de
este kilogramo se compone, además del valor que resulta del trabajo del
hilandero, del valor del trabajo anterior, que produjo el algodón y las
brocas consumidas para su fabricación.


III. _La «última hora»_.

De la representación de los diversos elementos del valor del producto
en partes proporcionales de la jornada de trabajo, y de que la
supervalía esté representada por el valor del producto de los setenta
y dos últimos minutos, no hay que deducir, como algunos economistas
que en nombre de la ciencia intentan oponerse a toda reducción de la
jornada de trabajo, que el obrero en su jornada de doce horas consagra
al fabricante para la producción de la supervalía tan solo los últimos
setenta y dos minutos, la «última hora», como ellos dicen.

La supervalía es igual, en efecto, no al valor de la fuerza de trabajo
gastado durante los últimos setenta y dos minutos, sino al valor del
producto para el cual se ha realizado el gasto de la fuerza de trabajo
en ese tiempo, es decir, que es igual al valor de los medios de
producción (algodón y brocas) consumidos en setenta y dos minutos, más
el nuevo valor que a ellos añade, durante el mismo tiempo, el trabajo
del hilandero al consumirlos.

Y, de creer a estos economistas, si se disminuyese en setenta y dos
minutos el tiempo de trabajo, siendo igual el salario, no habría
supervalía, y la ganancia del infeliz capitalista sería nula. Su
razonamiento es, en suma, el siguiente: siendo un kilogramo de hilados
el producto de setenta y dos minutos de hilanza, si se reduce la
jornada del hilandero setenta y dos minutos, el capitalista tendrá un
kilogramo de hilados menos, y valiendo 4 pesetas el kilogramo, tendrá
4 pesetas menos; y como su supervalía, es decir, su ganancia, era de 4
pesetas, desde el momento en que gana 4 pesetas menos, no gana nada.
Examinemos el asunto más detenidamente.

Para un kilogramo de hilados hace falta un kilogramo de algodón, más
las brocas que se desgastan funcionando. Costando los 10 kilogramos
de algodón 26 pesetas, un kilogramo cuesta 2 pesetas y 60 céntimos;
ascendiendo a 6 pesetas el desperfecto de las brocas para la hilanza de
10 kilogramos, representa 60 céntimos por kilogramo. Un kilogramo menos
que se produzca equivale a un gasto menos de 2 pesetas 60 céntimos, más
60 céntimos; total, 3 pesetas 20 céntimos. Si bien es cierto que el
capitalista gana 4 pesetas menos, gasta también 3 pesetas 20 céntimos
menos; por una disminución de setenta y dos minutos en doce horas de
trabajo solo pierde, pues, 80 céntimos. Si solo pierde 80 céntimos de
lo que antes ganaba, su supervalía o beneficio líquido, que era de 4
pesetas, es ahora de 4 pesetas menos 80 céntimos, o sean 3 pesetas 20
céntimos, y el sobretrabajo dura cuatro horas cuarenta y ocho minutos
en lugar de seis horas, es decir, que el tipo de la supervalía es de 80
por 100, lo cual es aún muy agradable.

Decir, en nuestro ejemplo, que el hilandero, cuya jornada es de doce
horas, produce en los últimos setenta y dos minutos el beneficio
líquido del capitalista, quiere decir, en puridad, que su producto de
setenta y dos minutos, un kilogramo de hilados, representa, tomado
en conjunto, tanto tiempo de trabajo como la parte de la jornada
consagrada a la fabricación de la supervalía. En efecto, acabamos
de ver que los medios de producción consumidos para producir 10
kilogramos de hilados contenían antes de la hilanza cuarenta y ocho
horas de trabajo; los medios de producción consumidos para un kilogramo
contienen, pues, el décimo de este tiempo, es decir, cuatro horas
y cuarenta y ocho minutos de trabajo anterior, que, añadidas a los
setenta y dos minutos de hilanza, dan, para un kilogramo de hilados,
un total de seis horas, igual al tiempo de sobretrabajo diario del
hilandero.


IV. _El producto líquido._

Llamamos producto líquido a la parte del producto que representa la
supervalía. Así como el tipo de esta se determina por su relación, no
con el capital total, sino con la parte variable del capital, así el
total del producto líquido se determina por su relación, no con el
producto entero, sino con la parte que representa el trabajo necesario.
La magnitud relativa del producto líquido es la que mide el grado de
elevación de la riqueza.

El total del trabajo necesario y del sobretrabajo, es decir, la suma
del tiempo durante el cual el obrero produce el equivalente de su
fuerza de trabajo y la supervalía, forma la magnitud absoluta de su
tiempo de trabajo, esto es, la jornada de trabajo.



CAPÍTULO X

LA JORNADA DE TRABAJO

I. Límites de la jornada de trabajo. -- II. El capital hambriento
de sobretrabajo. -- III. La explotación del trabajador libre, en la
forma y en el fondo. -- Trabajo de día y trabajo de noche. -- IV.
Reglamentación de la jornada de trabajo. -- V. Lucha por la limitación
de la jornada de trabajo.


I. _Límites de la jornada de trabajo._

Hemos partido del supuesto que la fuerza de trabajo es comprada y
vendida en su valor. Este valor, como el de toda mercancía, está
determinado por el tiempo de trabajo necesario para su producción.
Habiendo comprado el capitalista la fuerza de trabajo en su valor
diario, ha adquirido en consecuencia el derecho de hacer trabajar al
obrero durante todo un día. Pero ¿qué es un día de trabajo?

La jornada de trabajo varía entre límites que imponen la sociedad por
una parte y por otra la Naturaleza. Hay un mínimum, que es la parte de
la jornada en la que el obrero debe trabajar necesariamente para su
propia conservación, en una palabra, es el tiempo de trabajo necesario,
hasta el cual no consiente descender nuestra organización social,
basada en el sistema de producción capitalista; en efecto, descansando
este sistema de producción en la formación de supervalía, exige cierta
cantidad de trabajo además del trabajo necesario; en otros términos,
cierta cantidad de sobretrabajo. Hay también un máximum que los límites
físicos de la fuerza de trabajo, que el tiempo forzosamente consagrado
cada día por el trabajador a dormir, a comer, etc., que la Naturaleza,
en una palabra, no permite traspasar.

Estos límites son por sí mismos muy elásticos. De todos modos, un día
de trabajo es menor que un día natural. ¿En cuánto? Una de sus partes
está bien determinada por el tiempo de trabajo necesario; pero su
magnitud total varía con arreglo a la magnitud del sobretrabajo.

Todo comprador procura sacar del empleo de la mercancía comprada el
mayor partido posible, y en este sentido obra el capitalista comprador
de la fuerza de trabajo; tiene un móvil único, acrecentar su capital,
crear supervalía, absorber todo el sobretrabajo posible.

Por su parte, el trabajador tiende, con razón, a no gastar su fuerza de
trabajo sino en los límites compatibles con su duración natural y su
desarrollo regular. No quisiera gastar cada día más que la fuerza que
puede rehacer, merced a su salario.

El capitalista sostiene su derecho como comprador cuando procura
prolongar todo lo posible la jornada de trabajo. El obrero sostiene su
derecho como vendedor cuando quiere reducir la jornada de trabajo, de
suerte que solo transforme en trabajo la cantidad de fuerza cuyo gasto
no perjudique a su cuerpo. Hay, pues, derecho contra derecho, ambos
igualmente basados en la ley que regula el cambio de las mercancías.
¿Quién decide entre dos derechos iguales? La fuerza. He aquí por qué la
reglamentación de la jornada de trabajo se presenta en la historia de
la producción capitalista como una lucha entre la clase capitalista y
la clase obrera.


II. _El capital hambriento de sobretrabajo._

El capitalista no ha inventado el sobretrabajo. Doquiera una parte
de la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el
trabajador, libre o no, está obligado a añadir al tiempo de trabajo
necesario para su propio sostenimiento, un exceso destinado a
suministrar la subsistencia del que posee los medios de producción.
Importa poco que este propietario sea dueño de esclavos, señor feudal o
capitalista.

Sin embargo, mientras la forma económica de una sociedad es tal que en
ella se considera más bien la utilidad de una cosa que la cantidad de
oro o plata por que puede cambiarse, en otros términos, el valor de uso
más bien que el valor de cambio, el sobretrabajo encuentra un límite en
la satisfacción de necesidades determinadas. Por el contrario, cuando
domina el valor de cambio, llega a ser ley hacer trabajar todo lo
posible.

Cuando pueblos cuya producción se opera aún por medio de las formas
inferiores de esclavitud y servidumbre son arrastrados a un mercado
internacional donde domina el sistema de producción capitalista, y
cuando por este hecho llega a ser su interés principal la venta de
sus productos en el extranjero, desde este momento los horrores del
sobretrabajo, fruto de la civilización, vienen a añadirse a la barbarie
de la esclavitud y de la servidumbre. Mientras que en los Estados del
Sur de la Unión americana la producción tendía principalmente a la
satisfacción de las necesidades inmediatas, el trabajo de los negros
presentó un carácter moderado; pero a medida que la exportación del
algodón llegó a constituir el interés principal de estos Estados, el
negro fue extenuado por el trabajo, y el consumo de su vida en siete
años de trabajo entró como parte de un sistema fríamente calculado. No
se trataba ya, como antes, de obtener de él cierta masa de productos
útiles; tratábase ante todo de la producción de supervalía. Lo mismo ha
ocurrido con el siervo en los Principados danubianos.

¿Qué es una jornada de trabajo? ¿Cuál es la duración del tiempo en
que el capital tiene el derecho de consumir la fuerza de trabajo cuyo
valor compra por un día? ¿Hasta qué punto puede prolongarse la jornada
más del trabajo necesario para la reproducción de esta fuerza? A todas
estas preguntas responde el capital: la jornada de trabajo comprende
veinticuatro horas completas, deduciendo las horas de descanso sin las
cuales la fuerza de trabajo estaría en la imposibilidad absoluta de
volver a la labor.

No queda, pues, tiempo para el desarrollo intelectual, para el libre
ejercicio del cuerpo y del espíritu. El capital monopoliza el tiempo
que exigen el desarrollo y sostenimiento del cuerpo en cabal salud,
escatima el tiempo de las comidas y reduce el tiempo de sueño al
mínimum de pesado entorpecimiento sin el cual el extenuado organismo no
podría funcionar. No es, pues, el sostenimiento regular de la fuerza
de trabajo el que sirve de regla para la limitación de la jornada de
trabajo; al contrario, el tiempo de reposo concedido al obrero está
regulado por el mayor gasto posible por día de su fuerza.


III. _Explotación del trabajador libre, en la forma y en el fondo._

Suponiendo que la jornada de trabajo esté compuesta de seis horas de
trabajo necesario y seis horas de sobretrabajo, el trabajador libre
suministra al capitalista treinta y seis horas de sobretrabajo en los
seis días de la semana. Es lo mismo que si trabajase tres días para sí
y tres días gratis para el capitalista. Pero esto no salta a la vista;
el sobretrabajo y el trabajo necesario se confunden entre sí. Distinta
cosa ocurre con la servidumbre corporal. En esta forma de servidumbre
el sobretrabajo es independiente del trabajo necesario; el labriego
ejecuta esto último en su campo propio y aquel en la tierra señorial;
de este modo distingue claramente el trabajo que ejecuta para su propio
sostenimiento y el que realiza para el señor.

La explotación del trabajador libre es menos visible, tiene una forma
más hipócrita. Pero, en realidad, la diferencia de forma en nada altera
el fondo sino es para empeorarlo. Tres días de sobretrabajo por semana
son siempre tres días de trabajo que nada producen al mismo trabajador,
sea cualquiera el nombre que tengan, servidumbre corporal o beneficio.

Hemos dicho que lo que únicamente interesa al capital es el máximum de
esfuerzos que, en definitiva, puede arrancar a la fuerza de trabajo
en una jornada. Procura conseguir su objeto sin inquietarse por lo
que pueda durar la vida de la fuerza de trabajo; así ocasiona la
debilitación y la muerte prematura, privándola, por la prolongación
impuesta de la jornada, de sus condiciones regulares de actividad y de
desarrollo, así en lo físico como en lo moral.

Parece, sin embargo, que el interés mismo del capital debería
impulsarle a economizar una fuerza que le es indispensable. Pero la
experiencia enseña al capitalista que, por regla general, hay exceso
de población, es decir, exceso con relación a la necesidad del momento
del capital, aunque esta masa abundante esté formada de generaciones
humanas mal desarrolladas, entecas y en disposición de extinguirse.

La experiencia demuestra también al observador inteligente con qué
rapidez la producción capitalista, que, históricamente hablando, es de
fecha reciente, ataca en la misma raíz la sustancia y la fuerza del
pueblo; manifiesta cómo el aniquilamiento de la población industrial se
hace más lento por la absorción constante de elementos nuevos tomados
a los campos, y cómo los mismos trabajadores de los campos empiezan a
decaer.

Pero el capital se preocupa tanto de la extenuación de la raza como
de la dislocación de la tierra. En todo periodo de especulación, cada
cual sabe que un día ocurrirá la explosión, pero cada uno espera no ser
arrollado por ella después de haber obtenido, sin embargo, el beneficio
ansiado. ¡Después de mí, el diluvio! Tal es el lema de todo capitalista.


_Trabajo de día y trabajo de noche._

El capital solo piensa, pues, en la formación de supervalía, sin
preocuparse de la salud ni de la vida del trabajador. Verdad es que,
considerando las cosas en su conjunto, esto no depende tampoco de la
mala o buena voluntad del capitalista como individuo. La concurrencia
anula las voluntades individuales y somete a los capitalistas a las
leyes imperiosas de la producción capitalista.

Estando inactivos los medios de producción, son causa de pérdida para
el capitalista, porque durante el tiempo que no absorben trabajo
representan un adelanto inútil de capital, además de exigir con
frecuencia un gasto suplementario cada vez que se vuelve a empezar
la obra. Siendo físicamente imposible para las fuerzas de trabajo
trabajar cada día veinticuatro horas, los capitalistas han vencido
la dificultad; había en esto una cuestión de ganancia para ellos e
imaginaron emplear alternativamente fuerzas de trabajo por el día y por
la noche, lo cual puede efectuarse de diferentes maneras: una parte del
personal del taller hace, por ejemplo, durante una semana el servicio
de día y durante la siguiente semana el servicio de noche.

El sistema de trabajo de noche aprovecha tanto más al capitalista
cuanto que se presta a una escandalosa explotación del trabajador;
tiene además una influencia perniciosa sobre la salud, pero el
capitalista realiza un beneficio y esto es lo único importante para él.


IV. _Reglamentación de la jornada de trabajo._

De todas suertes, el capitalista abusa sin tasa del trabajador en
tanto que la sociedad no se lo impide. El establecimiento de una
jornada soportable de trabajo es el resultado de una larga lucha entre
capitalista y trabajador. La historia de esta lucha presenta, sin
embargo, dos tendencias opuestas.

En tanto que la legislación moderna acorta la jornada de trabajo,
la antigua legislación procuraba prolongarla; se quería obtener del
trabajador, con el auxilio de los Poderes públicos, una cantidad de
trabajo que la sola fuerza de las condiciones económicas no permitía
imponerlo todavía. En efecto, se necesitarían siglos para que el
trabajador _libre_, a consecuencia del desarrollo de la producción
capitalista, se prestase voluntariamente, es decir, se viera obligado
socialmente a vender todo su tiempo de vida activa, su capacidad de
trabajo, por el precio de sus habituales medios de subsistencia, su
derecho de primogenitura por un plato de lentejas. Es, pues, natural
que la prolongación de la jornada de trabajo, impuesta con la
ayuda del Estado desde mediados del siglo XIV hasta el siglo XVIII,
corresponda poco más o menos a la disminución del tiempo de trabajo que
el Estado decreta e impone acá y allá, en la segunda mitad del siglo
XIX.

Si en Estados como Inglaterra las leyes moderan, por una limitación
oficial de la jornada de trabajo, el encarnizamiento del capital por
absorber trabajo, es porque, sin hablar del movimiento cada vez más
amenazador de las clases obreras, esta limitación ha sido dictada por
la necesidad. La misma concupiscencia ciega que agota el suelo, atacaba
en su raíz la fuerza vital de la nación y ocasionaba su aniquilamiento,
como acabamos de demostrar.


V. _Lucha por la limitación de la jornada de trabajo._

El objeto especial, el fin real de la producción capitalista es la
producción de supervalía o la sustracción de trabajo extra; téngase
presente que solo el trabajador independiente puede, en calidad de
poseedor de la mercancía, contratar con el capitalista; pero el
trabajador aislado, el trabajador como vendedor libre de su fuerza de
trabajo, debe someterse sin resistencia posible cuando la producción
capitalista alcanza cierto grado.

Preciso es confesar que nuestro trabajador sale del dominio de la
producción de distinto modo que entró en ella. Se había presentado en
el mercado como poseedor de la mercancía «fuerza de trabajo» enfrente
de poseedores de otras mercancías, mercader frente a mercader. El
contrato mediante el cual vendía su fuerza de trabajo, parecía resultar
de un acuerdo entre dos voluntades libres, la del vendedor y la del
comprador. Una vez concluido el negocio, se descubre que él no era
libre, que el tiempo por el cual puede vender su fuerza de trabajo es
el tiempo por el cual está obligado a venderla y que, en realidad,
el vampiro que le chupa no le deja mientras quede una gota de sangre
que extraer; para defenderse contra esta explotación es necesario que
los obreros, por un esfuerzo colectivo, por una presión de clase,
obtengan que un obstáculo social les impida venderse ellos y sus hijos
por «contrato libre» hasta la esclavitud y la muerte. La pomposa
«declaración de los derechos del hombre» es reemplazada de este modo
por una modesta ley que indica cuándo termina el tiempo que vende el
trabajador y cuándo empieza el tiempo que le pertenece.



CAPÍTULO XI

TIPO Y MASA DE LA SUPERVALÍA

Compensación del número de obreros por una prolongación de la
jornada de trabajo. -- Necesidad de cierto mínimum de dinero para la
transformación del dinero en capital.


_Compensación del número de obreros por una prolongación de la jornada
de trabajo._

Supongamos que el valor diario de una fuerza de trabajo es, por
término medio, de 4 pesetas y que se necesitan seis horas por día
para reproducirlo. Para comprar esta fuerza, el capitalista tiene que
adelantar 4 pesetas. ¿Qué supervalía le producirán estas 4 pesetas?
Esto depende de la relación del trabajo destinado a la producción de
supervalía, del sobretrabajo, con respecto al trabajo destinado a la
reproducción del salario, al trabajo necesario. En una palabra, esto
depende del tipo de la supervalía. Si esto tipo es de 100 por 100,
la supervalía ascenderá a 4 pesetas, que representan seis horas de
sobretrabajo; si su tipo es de 50 por 100, será de 2 pesetas, que
representan tres horas de sobretrabajo. El tipo de la supervalía
determina, pues, la masa de supervalía producida individualmente por un
obrero, dado el valor de su fuerza.

El capital variable es la expresión monetaria del valor de todas las
fuerzas de trabajo que el capitalista emplea a la vez. Si 4 pesetas,
precio de una fuerza de trabajo, producen una supervalía diaria de
2 pesetas, el precio de 100 fuerzas de trabajo, capital variable de
400 pesetas, producirá una supervalía de 200 pesetas, cifra igual al
resultado de multiplicar el capital variable 400, por 50/100, que
indica el tipo de la supervalía. La masa de la supervalía producida
por un capital variable es, pues, igual al valor de este capital
multiplicado por el tipo de la supervalía.

Supongamos que el tipo de la supervalía disminuya en la mitad y sea de
25 por 100 en vez de ser de 50 por 100; que, por otra parte, el capital
variable sea doble, es decir, de 800 pesetas en lugar de 400: la
supervalía será igual a 800 multiplicado por 25/100, o sea 200 pesetas
otra vez. Por consecuencia, la masa de la supervalía no varía cuando
disminuye el tipo de la supervalía aumentando el capital variable, o,
por el contrario, cuando este disminuye y aumenta aquel en la misma
proporción.

Una disminución del capital variable puede ser compensada, por lo
tanto, por una elevación proporcional del tipo de la supervalía, o,
siendo así que el capital variable depende del número de obreros
empleados, una disminución en el número de estos puede ser compensada
por una prolongación proporcional de su jornada de trabajo. Hasta
cierto punto, la cantidad de trabajo explotable por el capital llega a
ser así independiente del número de obreros.

Esta compensación encuentra, sin embargo, un límite infranqueable; la
jornada de trabajo tiene, en efecto, límites físicos: por mucho que se
prolongue es siempre menor que el día natural de veinticuatro horas.
Con cien obreros pagados a 4 pesetas y que trabajen doce horas, seis
de las cuales son de trabajo necesario, el tipo de la supervalía
será de 100 por 100 y el capitalista tendrá una supervalía diaria
de 400 pesetas; si toma un número de obreros tres veces menor, su
supervalía no será nunca la misma porque no les podrá imponer un número
de horas de sobretrabajo tres veces mayor; porque dieciocho horas de
sobretrabajo añadidas a seis horas de trabajo necesario harían el día
de trabajo tan largo como el día natural, lo que no permitiría el
tiempo de reposo indispensable cada día. Una reducción en el número de
obreros empleados no puede, pues, ser compensada por la prolongación de
la jornada de trabajo, por un aumento en el grado de la explotación,
sino dentro de los límites físicos de esta jornada y, por consecuencia,
del sobretrabajo que encierra.


_Necesidad de cierto mínimum de dinero para la transformación del
dinero en capital._

Como el valor es trabajo realizado, es evidente que la masa de valor
que un capitalista hace producir depende exclusivamente de la cantidad
de trabajo que pone en movimiento; según lo que acabamos de ver, puede
poner en movimiento una cantidad mayor o menor con el mismo número de
obreros, según sea su jornada más o menos larga. Pero dados el valor
de la fuerza de trabajo y el tipo de la supervalía, en otros términos,
la división de la jornada en trabajo necesario y sobretrabajo, la masa
total de valor, comprendida la supervalía, que realiza un capitalista
está exclusivamente determinada por el número de obreros que emplea,
y este mismo número depende de la magnitud del capital variable que
adelanta, de la suma que consagra a la compra de fuerzas de trabajo.

La masa de supervalía producida es entonces proporcional a la magnitud
del capital variable; en cuanto al capital constante, no tiene aquí
ninguna acción; en efecto, sea grande o pequeño el valor de los medios
de producción, permanece sin la menor influencia sobre la masa de
valor producido, que es el valor nuevo añadido por el trabajo al valor
conservado de los medios de producción.

De lo expuesto resulta que toda suma no puede ser transformada en
capital. Esta transformación exige que el aspirante a capitalista
maneje cierto mínimum de dinero. Como no solo quiere vivir del trabajo
de otro, sino que quiere además enriquecerse por este trabajo, es
necesario que pueda tener tal número de obreros que su tiempo de
sobretrabajo provea a su sostén y a su enriquecimiento.

Seguramente él puede también poner manos a la obra, pero entonces no es
más que un intermediario entre capitalista y obrero, un pequeño patrón.
En cierto grado de desarrollo es necesario que el capitalista pueda
emplear todo su tiempo en la apropiación y en la vigilancia del trabajo
ajeno y en la venta de los productos de este trabajo; es preciso, pues,
que explote suficientes obreros para dispensarse de tomar parte en la
producción.

Este mínimum de dinero que hay que adelantar, varía según los diversos
grados del desarrollo de la producción. Dado el grado de desarrollo,
varía en las diferentes industrias según sus condiciones técnicas
particulares.

       *       *       *       *       *

En la producción, considerada desde el punto de vista de la utilidad
del producto, los medios de producción desempeñan respecto del obrero
el papel de simples materiales de su actividad productora. Si se la
considera desde el punto de vista de la supervalía, los medios de
producción se convierten inmediatamente en medios de absorción del
trabajo de otro.

No es ya el trabajador quien los emplea, ellos son, al contrario,
los que emplean al trabajador. En lugar de ser consumidos por él
como elementos materiales de su actividad productora, le consumen
ellos como elemento indispensable para su propia vida, y la vida del
capital consiste en su movimiento como valor perpetuamente en vías de
multiplicación.

Para poner en acción la actividad de otro, para explotar la fuerza de
trabajo y extraerle el trabajo extra, el sistema capitalista supera
en energía, en eficacia y en ilimitada potencia a todos los sistemas
anteriores de producción fundados directamente en las diferentes formas
de trabajos forzados.



SECCIÓN CUARTA

Producción de la supervalía relativa.

CAPÍTULO XII

SUPERVALÍA RELATIVA

Disminución del tiempo de trabajo necesario. -- Aumento de la
productividad del trabajo y de la supervalía.


_Disminución del tiempo de trabajo necesario._

Hemos considerado hasta aquí la parte de la jornada de trabajo durante
la cual el obrero reemplaza el valor que el capitalista le paga, como
una duración fija, lo que en realidad es en condiciones de producción
invariables. Pasando de esta duración fija, de este tiempo necesario,
el trabajo podía prolongarse más o menos horas, y según la magnitud
de esta prolongación, variaban el tipo de la supervalía y la duración
total de la jornada. Así, el tiempo de trabajo necesario era fijo y la
jornada entera de trabajo variable.

Supongamos ahora una jornada entera de trabajo de límite determinado,
por ejemplo, una jornada de doce horas. El sobretrabajo y el trabajo
necesario, considerados en conjunto, no exceden de doce horas; en
estas condiciones ¿cómo aumentar el sobretrabajo, la producción de
supervalía? Solo hay un medio: acortar el tiempo de trabajo necesario
y aumentar en igual proporción la parte de las doce horas consagrada
al sobretrabajo; de este modo, una parte del tiempo que empleaba el
obrero, en realidad para sí mismo, se convertirá en tiempo de trabajo
para el capitalista. El límite de la jornada no variará, solo cambiará
su división en trabajo necesario y sobretrabajo.

Por otra parte, la duración del sobretrabajo está necesariamente
marcada desde que se dan los límites de la jornada entera y el valor
diario de la fuerza de trabajo. Si este valor es de 4 pesetas, cantidad
de oro que contiene seis horas de trabajo, el obrero debe trabajar seis
horas para reemplazar el valor de su fuerza, pagada cotidianamente por
el capitalista, o para producir un equivalente de las subsistencias que
exige su sustento diario. El valor de estas subsistencias determina el
valor diario de su fuerza, y este valor determina la duración cotidiana
de su trabajo necesario.

El tiempo de trabajo necesario podría ser y es en la práctica reducido
por una disminución del salario, que llega a ser inferior al valor de
la fuerza de trabajo. Pero aquí admitimos que la fuerza de trabajo
se compra y se vende en su justo valor; en este caso, el tiempo
consagrado a reproducir dicho valor solo puede disminuir cuando este
valor disminuye. Pero este valor depende del valor de la masa de
subsistencias que necesita para su sustento; es necesario, pues, que el
valor de esta masa disminuya, que se produzca, por ejemplo, en cinco
horas la cantidad de subsistencias que antes se producía en seis;
y esta producción de igual masa de subsistencias en un tiempo más
reducido, solo puede resultar de un aumento de la fuerza productiva del
trabajo, aumento que no ocurre sin una modificación en los instrumentos
o en el método del trabajo, o en ambos a la vez. Es necesaria una
revolución en las condiciones de la producción.


_El aumento de la productividad del trabajo y de la supervalía._

Por aumento de la fuerza productiva o de la productividad del trabajo
entendemos, en general, un cambio en sus procedimientos que abrevie
el tiempo actualmente necesario por término medio para la producción
de una mercancía, de tal suerte, que una cantidad menor de trabajo
adquiera la facultad de producir más objetos útiles.

Al examinar la supervalía proveniente de la duración prolongada del
trabajo, considerábamos determinado el modo de producción; tratándose
de producir supervalía por la transformación del trabajo necesario
en sobretrabajo, lejos de no tocar a los procedimientos habituales
del trabajo, el capital tiene que cambiar sus condiciones técnicas y
sociales, esto es, transformar el modo de producción. Solo de esta
suerte podrá aumentar la productividad del trabajo, disminuir de este
modo el valor de la fuerza de trabajo y aminorar por lo mismo el tiempo
empleado en reproducirla.

Denominamos _supervalía absoluta_ a la supervalía producida por la
simple prolongación de la jornada de trabajo, y _supervalía relativa_
a la supervalía que proviene, al contrario, de la disminución del
tiempo de trabajo necesario y del cambio, que es su consecuencia, en
la duración relativa de las dos partes de que se compone la jornada:
trabajo necesario y sobretrabajo.

Para que produzca un descenso en el valor de la fuerza de trabajo, el
aumento de productividad debe tener lugar en los ramos de industria
cuyos productos determinan el valor de esta fuerza, es decir, en los
que suministran las mercancías necesarias para el sustento del obrero
o los medios de producción de estas mercancías. Pero la baratura de
uno de estos artículos solo rebaja el valor de la fuerza de trabajo
en la proporción según la cual entra en su reproducción. En los ramos
de industria que no suministran ni los medios de subsistencia ni sus
elementos materiales, un aumento de productividad en nada modifica el
valor de la fuerza de trabajo.

Hemos visto en el capítulo primero que el valor de las mercancías y,
por lo tanto, de la fuerza de trabajo, puesto que el valor de esta lo
determina el de aquellas, disminuye cuando aumenta la productividad
del trabajo de que proviene. Por el contrario, como el aumento de la
productividad del trabajo hace que sea mayor el tiempo consagrado a la
fabricación de supervalía, la supervalía relativa crece cuando aumenta
la productividad del trabajo.

De este modo, al rebajar el precio de las mercancías, el desarrollo
de la fuerza productiva del trabajo hace que baje el precio del
trabajador; este desarrollo, en el régimen capitalista, tiene por
resultado aminorar la parte de la jornada en que el obrero trabaja para
sí mismo y prolongar, en consecuencia, aquella en que trabaja gratis
para el capitalista; los mismos procedimientos que rebajan el precio
de las mercancías elevan la supervalía que producen. La economía de
trabajo que realiza un desarrollo de este género, no tiende jamás a
abreviar la jornada de trabajo, como pretenden hacer creer algunos
economistas; el que por un aumento de productividad llegue el obrero a
producir en una hora diez veces más de lo que producía, no impide que
se continúe haciéndole trabajar por lo menos tanto como antes.



CAPÍTULO XIII

COOPERACIÓN

Fuerza colectiva del trabajo. -- Resultados y condiciones del trabajo
colectivo. -- El mando en la industria pertenece al capital. -- La
fuerza colectiva del trabajo aparece como una fuerza propia del capital.


_Fuerza colectiva del trabajo._

La producción capitalista comienza de hecho a establecerse cuando un
solo dueño explota muchos asalariados a la vez; un número considerable
de obreros que funcionan al mismo tiempo, bajo la dirección del mismo
capital, en el mismo lugar para producir el mismo género de mercancías,
he aquí el punto de partida histórico de la producción capitalista.

Las leyes de la producción del valor solo se realizan de una manera
completa para el que explota una colectividad de obreros. En efecto,
el trabajo, considerado como creador de valor, es trabajo de calidad
media, es decir, la manifestación de una fuerza media. En cada ramo de
industria el obrero aislado se diferencia más o menos del obrero medio;
aunque emplee más o menos tiempo que el término medio para una misma
operación, recibe el valor medio de la fuerza de trabajo, lo que es
causa de que su patrón obtenga de su trabajo más o menos que el tipo
general de la supervalía. Estas diferencias individuales en el grado
de habilidad se compensan y desaparecen cuando se trata de un número
grande de obreros. La jornada de un número considerable de obreros
explotados al mismo tiempo, constituye una jornada de trabajo social,
es decir, medio.

Aunque los procedimientos de ejecución del trabajo no experimenten
variaciones, el empleo de un personal numeroso ocasiona una revolución
en las condiciones materiales del trabajo. Un taller en que estén
instalados veinte tejedores con veinte telares debe ser mayor que el de
un patrón que solo ocupa a dos tejedores; pero la construcción de diez
talleres para veinte tejedores que trabajan por grupos de dos, cuesta
más que la de uno solo que sirva para veinte a la vez.

El valor de los medios de producción comunes y concentrados es menor
que el valor de los medios diseminados que reemplazan; además, este
valor se reparte entre una masa relativamente mayor de productos.
La porción de valor que trasmiten a las mercancías disminuye, por
consecuencia; el efecto es el mismo que si se las hubiese hecho más
baratas; la economía en su empleo proviene de su consumo en común.

Cuando muchos trabajadores funcionan juntos para un objeto común, en
el mismo acto de producción o en actos de producción diferentes, pero
relacionados entre sí, cuando hay conjunto de fuerzas, el trabajo toma
la forma cooperativa.

Así como la fuerza de ataque de un escuadrón de caballería difiere
profundamente del total de las fuerzas puestas aisladamente en juego
por cada uno de los jinetes, así el total de las fuerzas de los obreros
aislados difiere de la fuerza que se desenvuelve desde el momento en
que funcionan en conjunto en una misma operación. Se trata, pues, de
crear, merced a la cooperación, una nueva fuerza que solo funciona como
fuerza cooperativa.


_Resultados y condiciones del trabajo colectivo._

Además de la nueva potencia que resulta de la reunión de numerosas
fuerzas en una fuerza común, el solo contacto social produce una
excitación que eleva la capacidad individual de ejecución.

La cooperación de trabajadores, repartiendo las diversas operaciones
que ocasiona la confección de un producto entre diferentes manos,
permite ejecutarlas al mismo tiempo y abreviar el tiempo necesario para
su confección; permite también suplir la corta duración del tiempo
disponible en ciertas circunstancias, por la gran cantidad de trabajo
que ejecuta en poco tiempo una colectividad de obreros; permite,
además, las grandes empresas, imposibles sin ella, limitando el espacio
en que el trabajo se opera, en virtud de la concentración de los medios
de producción y de los trabajadores, y disminuyendo por esta causa los
gastos.

Comparada con un número igual de jornadas aisladas, la jornada de
trabajo colectivo produce más objetos útiles y disminuye así el tiempo
necesario para obtener el efecto que se busca; en resumen, el trabajo
colectivo da resultados que no podría suministrar nunca el trabajo
individual. Esta fuerza productiva especial de la jornada colectiva es
una fuerza de trabajo social o común. Obrando simultáneamente con otros
para un fin común y según plan concertado, el trabajador traspasa los
límites de su individualidad y desarrolla su potencia como especie.

La reunión de hombres es la condición misma de su acción común, de su
cooperación. Para que un capitalista pueda emplear al mismo tiempo
cierto número de asalariados, es necesario que compre a la vez sus
fuerzas de trabajo. El valor total de estas fuerzas, o cierta suma
de salarios por día, semana, etc., debe estar reunida en la caja
del capitalista antes que los obreros estén reunidos en el acto de
la producción. El número de los cooperantes o la importancia de la
cooperación depende, por consecuencia, ante todo de la magnitud del
capital que puede ser adelantado para la compra de fuerzas de trabajo,
es decir, de la relación en que un solo capitalista dispone de los
medios de subsistencia de numerosos obreros.

Por otro lado, el incremento de la parte variable del capital necesita
el de su parte constante; con la cooperación, el valor y la cantidad de
los medios de producción, materias primeras e instrumentos de trabajo,
aumentan considerablemente. Cuanto más se desarrollan las fuerzas
productivas del trabajo, mayor es la cantidad de primeras materias que
se invierten en un tiempo determinado. La concentración de los medios
de producción en manos de capitalistas es, pues, la condición material
de toda cooperación entre asalariados.

Hemos visto en el capítulo decimoprimero que el poseedor de dinero
necesitaba tener un mínimum de este que lo permitiese explotar
bastantes obreros para descargarse en ellos de todo trabajo manual. Sin
esta condición, el pequeño patrón no hubiese podido ser sustituido por
el capitalista, y la producción no hubiera podido revestir la forma
de producción capitalista. El mínimum de magnitud del capital que
debe encontrarse en manos de los particulares, se presenta ahora como
la concentración de riqueza necesaria para la transformación de los
trabajos aislados en trabajo colectivo.


_El mando en la industria pertenece al capital._

En los comienzos del capital, su mando sobre el trabajo tiene un
carácter casi accidental. El obrero trabaja bajo las órdenes del
capital en el sentido de que le ha vendido su fuerza por carecer de los
medios materiales para trabajar por su propia cuenta. Pero desde el
momento en que hay cooperación entre obreros asalariados, el mando del
capital se manifiesta como una condición indispensable de la ejecución
del trabajo. Todo trabajo social o común reclama una dirección que
armonice las actividades individuales. Un músico que ejecuta un solo
se dirige a sí propio, pero una orquesta necesita un director. Esta
función directriz de vigilancia llega a ser la función del capital
cuando el trabajo que le está subordinado se hace cooperativo, y, como
función capitalista, adquiere caracteres especiales.

El aguijón poderoso de la producción capitalista es la necesidad de
hacer valer el capital; su fin determinante es la mayor fabricación
posible de supervalía, o, lo que es lo mismo, la mayor explotación
posible de la fuerza de trabajo. A medida que aumenta el número de
obreros explotados en conjunto, mayor es su fuerza de resistencia
contra el capitalista y es preciso ejercer una presión más enérgica
para domar toda resistencia. En manos del capitalista la dirección
no es solo la función especial que nace de la naturaleza del trabajo
cooperativo o social, es además, y sobre todo, la función de explotar
el trabajo social, función que tiene por base el antagonismo inevitable
entre el explotador y la fuerza que explota. La forma de esta dirección
llega a ser indefectiblemente despótica. Las formas particulares
de este despotismo se desenvuelven a medida que se desarrolla la
cooperación.

El capitalista empieza por dispensarse del trabajo manual. Después,
cuando aumenta su capital y con este la fuerza colectiva que explota,
abandona su función de vigilancia inmediata de los obreros y de los
grupos obreros y la confía a una especie particular de asalariados.
Cuando llega a encontrarse a la cabeza de un ejército industrial,
necesita oficiales superiores (directores, gerentes) y oficiales
inferiores (vigilantes, inspectores, contramaestres) que, durante el
trabajo, mandan en nombre del capital. El trabajo de la vigilancia se
convierte en función exclusiva de estos asalariados especiales.

El mando en la industria pertenece al capital, como en los tiempos
feudales pertenecían a la propiedad territorial la dirección de la
guerra y la administración de la justicia. Augusto Comte y la escuela
positivista han intentado demostrar la eterna necesidad de los señores
del capital; hubieran podido igualmente y con las mismas razones
demostrar la de los señores feudales.


_La fuerza colectiva del trabajo aparece como una fuerza propia del
capital._

El obrero es propietario de su fuerza de trabajo mientras discute el
precio de venta con el capitalista, y solo puede vender lo que posee,
su fuerza individual. Así es como el capitalista contrata con uno o
con cien obreros independientes unos de otros y que podría emplear sin
hacerlos cooperar. El capitalista paga por separado a cada uno de los
cien obreros su fuerza de trabajo, pero no paga la fuerza combinada de
los ciento.

Como personas independientes, los obreros son individuos aislados que
entran en relación con el mismo capital, pero no unos con otros.
El vínculo entre sus funciones individuales, su unidad como cuerpo
productor, se encuentra fuera de ellos, en el capital que los reúne.
Su cooperación solo empieza en el acto del trabajo, pero entonces
han dejado ya los obreros de pertenecerse. Desde que figuran en el
trabajo no son más que una forma particular de existencia del capital.
La fuerza productora que los asalariados desarrollan al funcionar
como trabajador colectivo es, por consecuencia, fuerza productora del
capital. La fuerza social de trabajo parece ser una fuerza de que por
naturaleza está dotado el capital, fuerza productora que le pertenece
como propia, porque esta fuerza social del trabajo nada cuesta al
capital, y además porque el asalariado la desarrolla, después que su
trabajo pertenece al capital.

Si la potencia colectiva del trabajo desarrollada por la cooperación
aparece como fuerza productora del capital, la cooperación aparece como
forma particular de la producción capitalista; en manos del capital,
esta socialización del trabajo aumenta las fuerzas productoras solo
para explotarlas con más provecho.



CAPÍTULO XIV

DIVISIÓN DEL TRABAJO Y MANUFACTURA

I. Doble origen de la manufactura. -- II. El trabajador fraccionario y
su utensilio. -- III. Las dos formas fundamentales de la manufactura.
-- Mecanismo general de la manufactura. -- Acción de la manufactura
sobre el trabajo. -- IV. División del trabajo en la manufactura y en la
sociedad. -- V. Carácter capitalista de la manufactura.


I. _Doble origen de la manufactura._

El tipo de cooperación que tiene por base la división del trabajo
reviste en la manufactura su forma clásica, y domina durante el periodo
manufacturero propiamente dicho, que dura aproximadamente desde
mediados del siglo XVI hasta el último tercio del XVIII.

Por una parte, un solo taller puede reunir bajo las órdenes del mismo
capitalista artesanos de oficios diferentes, por cuyas manos debe pasar
un producto para quedar enteramente concluido. Un coche fue primero el
producto de los trabajos de gran número de artesanos independientes
unos de otros, tales como carreteros, guarnicioneros, torneros,
pintores, cerrajeros, vidrieros, etc. La manufactura carrocera los ha
reunido a todos en un mismo local donde trabajan a la par; como se
hacen muchos carruajes a la vez, cada obrero tiene siempre su tarea
particular que realizar. Pero bien pronto se introduce una modificación
esencial. El cerrajero, el carpintero, etc., que solo se han ocupado en
la fabricación de coches, pierden poco a poco la costumbre y con ella
la capacidad de ejercer su oficio en toda su extensión; limitado desde
este momento a una especialidad de su oficio, su habilidad adquiere la
forma más propia para este ejercicio circunscrito.

Por otra parte, gran número de obreros, cada uno de los cuales fabrica
el mismo objeto, pueden ser ocupados al mismo tiempo por el mismo
capitalista en el mismo taller; esta es la cooperación en su forma más
sencilla. Cada obrero hace la mercancía entera ejecutando sucesivamente
las diversas operaciones necesarias. En virtud de circunstancias
exteriores, un día, en vez de hacer que cada uno de los obreros ejecute
las diferentes operaciones, se confía cada una de estas especialmente
a uno entre aquellos, y todas en conjunto resultan entonces ejecutadas
al mismo tiempo por los cooperadores, ejecutando solo una cada uno de
ellos en lugar de hacerlas todas sucesivamente cada obrero. Realizada
esta división accidentalmente la vez primera, se repite, muestra sus
ventajas y concluye por ser una división sistemática del trabajo. De
producto individual de un obrero independiente que ejecuta una porción
de operaciones diversas, la mercancía se convierte en el producto
social de una reunión de obreros, cada uno de los cuales efectúa
constantemente la misma operación de detalle.

El origen de la manufactura, su procedencia del oficio, presenta,
pues, un doble aspecto. Por un lado, tiene por punto de partida
la combinación de oficios diversos e independientes, la cual se
simplifica hasta reducirlos a la categoría de operaciones parciales
y complementarias en la producción de la misma mercancía. Por otro
lado, se apodera de la cooperación de artesanos del mismo género,
descompone su oficio en sus diferentes operaciones, las aísla y las
hace independientes, de tal suerte que cada una de ellas llega a ser la
función exclusiva de un trabajador que, confeccionando solo una parte
de un producto, no es más que un trabajador fraccionario. Así, pues,
ora combina oficios distintos cuyo producto es la obra, ora desarrolla
la división del trabajo en un oficio. Cualquiera que sea su punto de
partida, su forma definitiva es la misma: un organismo de producción
cuyos miembros son hombres.

Para apreciar bien la división del trabajo en la manufactura, es
esencial no perder de vista los dos puntos siguientes: 1.º, la
ejecución de las operaciones no deja de depender de la fuerza, de la
habilidad, de la rapidez del obrero en el manejo de su utensilio;
por eso cada obrero queda adscrito a una función de detalle, a una
función fraccionaria por toda su vida; 2.º, la división manufacturera
del trabajo es una cooperación de género particular; sin embargo, sus
ventajas dependen principalmente, no de esta forma particular, sino de
la naturaleza general de la cooperación.


II. _El trabajador fraccionario y su utensilio._

El obrero fraccionario convierte su cuerpo entero en órgano maquinal de
una sola operación simple, ejecutada por él durante su vida, de suerte
que llega a efectuarla con más rapidez que el artesano que ejecuta toda
una serie de operaciones. Comparada con el oficio independiente, la
manufactura, compuesta de trabajadores fraccionarios, suministra, pues,
más productos en menos tiempo; en otros términos, aumenta la fuerza
productiva del trabajo.

El artesano que tiene que efectuar operaciones diferentes debe cambiar
bien de lugar o bien de instrumentos. El paso de una operación a otra
ocasiona interrupciones en el trabajo, intervalos improductivos, los
cuales desaparecen, dejando más tiempo a la producción a medida que, en
virtud de la división del trabajo, disminuye para cada trabajador el
número de cambios de operaciones. Por otra parte, este trabajo continuo
y uniforme concluye por fatigar el organismo, que encuentra alivio y
solaz en la actividad variada.

Cuando las partes del trabajo dividido llegan a ser funciones
exclusivas, su método se perfecciona. Cuando se repite constantemente
un acto simple y se concentra en él la atención, se llega a alcanzar
por la experiencia el efecto útil deseado con el menor gasto posible
de fuerza; y como siempre diversas generaciones de obreros viven y
trabajan al mismo tiempo en los mismos talleres, los procedimientos
técnicos adquiridos, las llamadas tretas del oficio, se acumulan y se
transmiten, aumentándose así la potencia productora del trabajo.

La productividad del trabajo no depende solo de la habilidad del
obrero, sino también de la perfección de sus instrumentos. Una misma
herramienta puede servir para operaciones distintas; a medida que estas
operaciones se separan, el utensilio abandona su forma única y se
subdivide cada vez más en variedades diferentes, cada una de las cuales
posee una forma propia para un solo uso, pero la más adecuada para este
uso. El periodo manufacturero simplifica, perfecciona y multiplica los
instrumentos de trabajo, acomodándolos a las funciones separadas y
exclusivas de los obreros fraccionarios.

El trabajador fraccionario y su utensilio; tales son los elementos
simples de la manufactura cuyo mecanismo general vamos a examinar.


III. _Las dos formas fundamentales de la manufactura._

La manufactura presenta dos formas fundamentales que, no obstante su
mezcla accidental, constituyen dos especies esencialmente distintas,
que desempeñan papeles muy diferentes al ocurrir la transformación
que después tiene lugar de la manufactura en grande industria. Este
doble carácter depende de la naturaleza del producto, que debe su
forma definitiva a un simple ajuste mecánico de productos parciales
independientes o a una serie de transformaciones ligadas unas a otras.

La primera especie suministra productos cuya forma definitiva es una
simple reunión de productos parciales que hasta pueden ser ejecutados
como oficios distintos; un producto tipo de esta especie es el
reloj. El reloj constituye el producto social de un inmenso número
de trabajadores, tales como los que hacen resortes, esferas, agujas,
cajas, tornillos, los doradores, etc. Las subdivisiones abundan. Hay,
por ejemplo, los fabricantes de ruedas (ruedas de latón y ruedas de
acero separadamente), los que trabajan los muelles, ejes, escape,
volante, el pulidor de las ruedas y el de los tornillos, el pintor
de las cifras, el grabador, el pulidor de la caja, etcétera, y, por
último, el ajustador que reúne estos elementos separados y entrega el
reloj completamente concluido. Pero estos elementos tan diversos hacen
enteramente accidental la reunión en un mismo taller de los obreros
que los preparan: los obreros domiciliarios que ejecutan en sus casas
estos trabajos de detalle, pero por cuenta de un capitalista, se hacen,
en efecto, una terrible concurrencia en provecho del capitalista,
que economiza además los gastos del taller; así, la explotación
manufacturera solo da beneficios en circunstancias excepcionales.

La segunda especie de manufactura, su forma perfecta, suministra
productos que recorren toda una serie de desarrollos graduales; en
la manufactura de alfileres, por ejemplo, el alambre de latón pasa
por las manos de un centenar de obreros próximamente, cada uno de los
cuales efectúa operaciones distintas. Combinando oficios que eran antes
independientes, una manufactura de este género disminuye el tiempo
entre las diversas operaciones, y la ganancia en fuerza productiva que
resulta de esta economía de tiempo depende del carácter cooperativo de
la manufactura.


_Mecanismo general de la manufactura._

Antes de llegar a su forma definitiva, el objeto de trabajo, el latón,
por ejemplo, en la manufactura de alfileres, recorre una serie de
operaciones que, dado el conjunto de los productos en obra, se operan
todas simultáneamente; se ve ejecutar a la vez el corte del alambre,
la preparación de las cabezas, la afiladura de las puntas, etc.;
el producto aparece así en el mismo momento en todos sus grados de
transformación.

Como el producto parcial de cada trabajador fraccionario es solo un
grado particular de desarrollo de la obra completa, el resultado del
trabajo de uno es el punto de partida del trabajo de otro. El tiempo
de trabajo necesario para obtener en cada operación parcial el efecto
útil apetecido, se establece experimentalmente, y el mecanismo total
de la manufactura funciona con la condición de que en un tiempo
dado debe obtenerse un resultado determinado. De esta manera, los
trabajos diversos y complementarios pueden marchar paralelamente y
sin interrupción. Esta dependencia inmediata en que se encuentran
recíprocamente trabajos y trabajadores obliga a cada uno a emplear solo
el tiempo necesario en su función y aumenta por lo mismo el rendimiento
del trabajo.

Operaciones diferentes exigen, sin embargo, tiempos desiguales y
suministran, por lo tanto, en tiempos iguales cantidades desiguales
de productos parciales. Así, pues, para conseguir que el mismo obrero
ejecute todos los días una sola operación sin pérdida de tiempo,
es necesario emplear para operaciones diferentes diverso número de
obreros: cuatro fundidores, por ejemplo, para dos rompedores y un
raspador en una manufactura de caracteres de imprenta; en una hora
el fundidor funde solo 2.000 caracteres, en tanto que el rompedor
desprende 4.000 y el raspador raspa 8.000 en el mismo espacio de tiempo.

Una vez determinado por la experiencia, para una cifra dada de
producción, el número proporcional más conveniente de obreros en cada
grupo especial, únicamente puede aumentarse esta cifra aumentando cada
grupo especial proporcionalmente a su número de trabajadores.

El grupo especial puede componerse no solo de obreros que realizan
la misma tarea, sino de trabajadores cada uno de los cuales tiene su
función particular en la confección de un producto parcial. El grupo
constituye entonces un trabajador colectivo perfectamente organizado.
Los obreros que le componen forman otros tantos órganos diferentes de
una fuerza colectiva, que funciona merced a la cooperación inmediata de
todos. Faltando uno de ellos se paraliza el grupo de que forma parte.

Finalmente, de la misma manera que la manufactura proviene en
parte de una combinación de oficios diferentes, puede también
desarrollarse combinando diferentes manufacturas. De este modo,
en las fábricas de vidrio importantes se fabrican los crisoles de
arcilla que se necesitan. La manufactura del medio de producción se
une a la manufactura del producto, y la manufactura del producto a
manufacturas en las que este entra como primera materia. En este caso,
las manufacturas combinadas forman secciones de la manufactura total,
aunque constituyen actos independientes de producción, cada uno de los
cuales tiene su división distinta del trabajo. A pesar de sus ventajas,
la manufactura combinada no adquiere verdadera unidad sino después de
la transformación de la industria manufacturera en industria mecánica.

Con la manufactura se ha desarrollado también en algunos puntos el
uso de las máquinas, sobre todo para ciertos trabajos preliminares
sencillos que solo pueden ejecutarse en grande y con un gasto
considerable de fuerza, tales como la partidura del mineral en los
establecimientos metalúrgicos. Pero, en general, en el periodo
manufacturero las máquinas desempeñan un papel secundario.


_Acción de la manufactura sobre el trabajo._

El trabajador colectivo formado por la combinación de gran número
de obreros fraccionarios constituye el mecanismo propio del periodo
manufacturero.

Las diversas operaciones que el productor individual de una mercancía
ejecuta sucesivamente y que se confunden en el conjunto de su trabajo,
exigen cualidades de diferente índole. En una necesita emplear más
habilidad, en otra más fuerza, en una tercera más atención, etcétera,
y el mismo individuo no posee todas estas facultades en grado igual.
Una vez separadas y hechas independientes las distintas operaciones,
los obreros son clasificados según las facultades que dominan en cada
uno de ellos. De esta suerte, el trabajador colectivo posee todas
las facultades productivas requeridas, que no es posible encontrar
reunidas en el trabajador individual, y las gasta lo más económica y
útilmente posible, empleando a las individualidades que componen solo
en funciones adecuadas a sus cualidades. Considerado como miembro del
trabajador colectivo, el trabajador fraccionario llega a ser tanto más
perfecto cuanto más incompleto es.

El hábito de una función única le convierte en órgano infalible y
maquinal de esta función, al mismo tiempo que el conjunto del mecanismo
le obliga a obrar con la regularidad de una pieza de máquina.

Siendo las funciones del trabajador colectivo más o menos simples,
más o menos elevadas, sus órganos, es decir, las fuerzas individuales
de trabajo, deben ser también más o menos simples, más o menos
desarrolladas; poseen, por consecuencia, valores distintos. De esta
suerte, para responder a la jerarquía de las funciones, la manufactura
crea una jerarquía de fuerzas de trabajo, a la cual corresponde una
gradación de salarios.

Todo acto de producción exige ciertos trabajos de que cualquiera es
capaz; esos trabajos son separados de las operaciones principales que
los necesitan y convertidos en funciones exclusivas. La manufactura
produce, pues, en cada oficio que entra en su dominio una categoría de
simples peones o braceros. Si bien desarrolla la especialidad aislada
hasta el punto de hacer de ella una habilidad excesiva a expensas
de la potencia del trabajo integral, empieza también por hacer una
especialidad de la falta de todo desarrollo. Al lado de la gradación
jerárquica se constituye una división simple de los trabajadores en
hábiles e inhábiles.

Para estos últimos son nulos los gastos de aprendizaje; para los
primeros son menores que los que supone el oficio aprendido en su
conjunto; en ambos casos la fuerza de trabajo pierde de su valor. La
pérdida relativa de valor de la fuerza de trabajo, que depende de la
disminución o desaparición de los gastos de aprendizaje, ocasiona
un aumento de supervalía; en efecto, todo lo que aminora el tiempo
necesario para la producción de la fuerza de trabajo acrecienta por
este mismo hecho el dominio del sobretrabajo.


IV. _División del trabajo en la manufactura y en la sociedad._

Examinemos ahora la relación entre la división manufacturera del
trabajo y su división social, distribución de los individuos entre las
diversas profesiones, la cual forma la base general de toda producción
mercantil.

Si nos limitamos a considerar el trabajo en sí, se puede designar la
separación de la producción social en sus grandes ramas, industria,
agricultura, etc., con el nombre de división del trabajo en general;
la separación de estos grandes géneros de producción en especies y
variedades bajo el de división del trabajo en particular; y, por
último, la división en el taller con el nombre de trabajo en detalle.

De la misma manera que la división del trabajo en la manufactura supone
como base material cierto número de obreros ocupados a la vez, así
también la división del trabajo en la sociedad supone una población
bastante numerosa y bastante compacta que corresponde a la aglomeración
de los obreros en el taller.

La división manufacturera del trabajo no se arraiga sino allí donde
su división social ha llegado ya a cierto grado de desarrollo, y
como resultado desarrolla y multiplica esta última, subdividiendo una
profesión con arreglo a la variedad de sus operaciones y organizando
estas diferentes operaciones en oficios distintos.

A pesar de las semejanzas y relaciones que existen entre la división
del trabajo en la sociedad y la división del trabajo en el taller,
existe entre ellas una diferencia esencial.

La semejanza resulta patente allí donde diversas ramas de industria
están unidas por lazo íntimo. El ganadero, por ejemplo, produce pieles;
el curtidor las convierte en cuero; el zapatero con el cuero hace
zapatos. En esta división social del trabajo, como en la división
manufacturera, cada uno suministra un producto gradual, y el último
producto es la obra colectiva de trabajos especiales.

Pero ¿qué es lo que constituye la relación entre los trabajos
independientes del ganadero, del curtidor y del zapatero? El ser
mercancías sus productos respectivos. Y, por el contrario, ¿cuál
es el carácter propio de la división manufacturera del trabajo? El
no producir mercancías los trabajadores, siendo solo mercancías su
producto colectivo. La división manufacturera del trabajo supone
una concentración de medios de producción en manos del capitalista;
la división social del trabajo supone la dispersión de los medios
de producción entre gran número de productores comerciantes,
independientes unos de otros. Mientras que en la manufactura la
proporción indicada por la experiencia determina el número de obreros
afectos a cada función particular, el acaso y lo arbitrario imperan
de la manera más desarreglada en la distribución de los productores
y de sus medios de producción entre las diversas ramas del trabajo
social. Los diferentes ramos de la producción se ensanchan o reducen
según las oscilaciones de los precios del mercado, pero tienden, sin
embargo, a buscar el equilibrio por la presión de las catástrofes. Pero
esta tendencia a equilibrarse no es más que una reacción contra la
destrucción continua de este equilibrio.

La división manufacturera del trabajo supone la autoridad absoluta
del capitalista sobre hombres transformados en simples miembros de
un mecanismo que le pertenece. La división social del trabajo pone
frente a frente a productores que no conocen más autoridad que la de
la concurrencia ni otra fuerza que la presión que sobre ellos ejercen
sus intereses recíprocos. ¡Y esa conciencia burguesa, que preconiza
la división manufacturera del trabajo, es decir, la condenación
perpetua del trabajador a una operación de detalle y su subordinación
absoluta al capitalista, levanta el grito y se indigna cuando se
habla de intervención, de reglamentación, de organización regular de
la producción! Denuncia toda tentativa de este género como un ataque
contra los derechos de la propiedad y de la libertad. «¿Queréis,
pues, convertir la sociedad en una fábrica?» vociferan entonces esos
partidarios entusiastas del sistema de fábrica. A lo que parece, el
sistema de las fábricas solo es bueno para los proletarios. La anarquía
en la división social y el despotismo en la división manufacturera del
trabajo caracterizan la sociedad burguesa.

En tanto que la división social del trabajo, con o sin cambio de
mercancías, pertenece a las formas económicas de las sociedades más
diversas, la división manufacturera es una creación especial del
sistema de producción capitalista.


V. _Carácter capitalista de la manufactura._

Con la manufactura y la división del trabajo, el número mínimo de
obreros que un capitalista debe emplear le es impuesto por la división
del trabajo establecido; para obtener las ventajas de una división
mayor necesita aumentar su personal, y hemos visto que el aumento debe
recaer al mismo tiempo, según proporciones determinadas, sobre todos
los grupos del taller. Este acrecentamiento de la parte del capital
consagrada a la compra de fuerzas de trabajo, de la parte variable,
necesita naturalmente el de la parte constante, anticipos en medios de
producción y, sobre todo, en primeras materias. La manufactura aumenta,
por lo tanto, el mínimum de dinero indispensable al capitalista.

La manufactura revoluciona totalmente el sistema de trabajo individual
y ataca en su raíz a la fuerza de trabajo. Estropea al trabajador, hace
de él algo monstruoso activando el desarrollo artificial de su destreza
de detalle, en perjuicio de su desarrollo general. El individuo queda
convertido en resorte automático de una operación exclusiva. Si
adquiere destreza en detrimento de su inteligencia, los conocimientos,
el desarrollo intelectual, que desaparecen en él, se concentran en
otros como un poder que le domina, poder alistado al servicio del
capital.

En el principio, el obrero vende al capital su fuerza de trabajo solo
porque le faltan los medios materiales de producción. Desde el momento
que en lugar de poseer todo un oficio, de saber ejecutar las diversas
operaciones que concurren a la producción de una obra, tiene el obrero
necesidad de la cooperación de mayor o menor número de compañeros para
que la única función de detalle que es capaz de realizar sea eficaz;
cuando, en una palabra, es solo un accesorio que aislado no tiene
utilidad, no puede obtener servicio formal de su fuerza de trabajo si
no la vende. Para poder funcionar necesita un medio social que solo
existe en el taller del capitalista.

La cooperación fundada en la división del trabajo, es decir, en
la manufactura, es en sus principios una operación espontánea
o inconsciente. En cuanto adquiere alguna consistencia y base
suficientemente amplia, llega a ser la forma reconocida y metódica de
la producción capitalista.

La división del trabajo, que se desenvuelve experimentalmente, es tan
solo un método particular de aumentar el rendimiento del capital a
expensas del trabajador. Aumentando las fuerzas productivas del trabajo
crea circunstancias nuevas que aseguran la dominación del capital
sobre el trabajo. Se presenta, pues, como un progreso histórico,
periodo necesario en la formación económica de la sociedad y como medio
civilizado y refinado de explotar.

En tanto que la manufactura es la forma dominante del sistema de
producción capitalista, la realización de las tendencias dominadoras
del capital encuentra, sin embargo, obstáculos. La habilidad en el
oficio queda siendo, a pesar de todo, la base de la manufactura; los
obreros hábiles son los más numerosos y no se puede prescindir de
ellos; tienen, por consiguiente, cierta fuerza de resistencia; el
capital tiene que luchar constantemente contra su insubordinación.



CAPÍTULO XV

MAQUINISMO Y GRANDE INDUSTRIA

I. Desarrollo del maquinismo. -- Desarrollo de la grande industria. --
II. Valor transmitido por la máquina al producto. -- III. Trabajo de
las mujeres y de los niños. -- Prolongación de la jornada de trabajo.
-- El trabajo más intensificado. -- IV. La fábrica. -- V. Lucha entre
el trabajador y la máquina. -- VI. La teoría de la compensación. --
VII. Los obreros alternativamente rechazados de la fábrica y atraídos
por ella. -- VIII. Supresión de la cooperación fundada en el oficio
y en la división del trabajo. -- Reacción de la fábrica sobre la
manufactura y el trabajo a domicilio. -- Paso de la manufactura moderna
y del trabajo domiciliario a la grande industria. -- IX. Contradicción
entre la naturaleza de la grande industria y su forma capitalista.
-- La fábrica y la instrucción. -- La fábrica y la familia. --
Consecuencias revolucionarias de la legislación de fábrica. -- X.
Grande industria y agricultura.


I. _Desarrollo del maquinismo._

Como todo desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, el empleo
capitalista de las máquinas solo tiende a disminuir el precio de las
mercancías y, por consecuencia, a aminorar la parte de la jornada en
que el obrero trabaja para sí mismo, a fin de prolongar la otra parte
en que trabaja para el capitalista; es, como la manufactura, un método
particular para fabricar supervalía relativa.

La fuerza de trabajo en la manufactura y el instrumento de trabajo
en la producción mecánica son los puntos de partida de la revolución
industrial. Por lo tanto, es necesario estudiar de qué modo el
instrumento de trabajo se ha convertido de utensilio en máquina,
precisando así la diferencia que existe entre la máquina y el
instrumento manual.

Todo mecanismo desarrollado se compone de tres partes esencialmente
distintas: motor, transmisión y máquina de operación.

El motor da el impulso a todo el mecanismo. Engendra su propia fuerza
de movimiento, como la máquina de vapor, o recibe el impulso de una
fuerza natural exterior, como la rueda hidráulica lo recibe de un salto
de agua y el aspa de un molino de viento de las corrientes de aire.

La transmisión compuesta de volantes, correas, poleas, etcétera, lo
distribuye, lo cambia de forma si es necesario y lo transmite a la
máquina de operación, a la máquina-utensilio. El motor y la transmisión
existen solo, en efecto, para comunicar a la máquina-utensilio el
movimiento que la hace actuar sobre el objeto de trabajo y cambiar su
forma.

Examinando la máquina-utensilio, encontramos en grande, aunque bajo
formas modificadas, los aparatos e instrumentos que emplea el artesano
o el obrero manufacturero; pero de instrumentos manuales del hombre
se han convertido en instrumentos mecánicos de una máquina. La
máquina-utensilio es, pues, un mecanismo que, recibiendo el movimiento
conveniente, ejecuta con sus instrumentos las mismas operaciones que el
trabajador ejecutaba antes con instrumentos semejantes.

Desde que el instrumento, fuera ya de la mano del hombre, es manejado
por un mecanismo, la máquina-utensilio reemplaza a la simple
herramienta y realiza una revolución aun cuando el hombre continúe
impulsándola sirviendo de motor. Porque el número de utensilios que el
hombre puede manejar al mismo tiempo está limitado por el número de sus
propios órganos: si el hombre solo posee dos manos para tener agujas,
la máquina de hacer medias, movida por un hombre, hace puntos con
muchos millares de agujas; el número de utensilios o herramientas que
una sola máquina pone en actividad a la vez, se ha emancipado, por lo
tanto, del límite orgánico que no podía traspasar el utensilio manual.

Hay instrumentos que muestran claramente el doble papel del obrero como
simple motor y como ejecutor de la mano de obra propiamente dicha.
Elijamos como ejemplo el torno: el pie obra sobre el pedal como motor
mientras las manos hilan trabajando con el huso. De esta última parte
del instrumento, órgano de la operación manual, se apodera en primer
término la revolución industrial, dejando al hombre, a la vez que la
nueva tarea de vigilar la máquina, el papel puramente mecánico de motor.

La máquina, punto de partida de la revolución industrial, reemplaza,
pues, al operario que maneja una herramienta, con un mecanismo que
trabaja a la vez con muchos utensilios semejantes y que recibe el
impulso de una fuerza única, sea cualquiera la forma de esta fuerza.
Esta máquina-utensilio no es, sin embargo, más que el elemento simple
de la producción mecánica.

Al llegar a cierto punto, solo es posible aumentar las dimensiones de
la máquina de operación y el número de sus utensilios cuando se dispone
de una fuerza impulsiva superior a la del hombre, sin contar con que
el hombre es un agente muy imperfecto cuando se trata de producir un
movimiento continuo y uniforme. De este modo, al ser sustituido el
utensilio por una máquina movida por el hombre, se hizo necesario en
seguida reemplazar al hombre en el papel de motor por otras fuerzas
naturales.

Recurriose al caballo, al viento y al agua; pero tan solo en la máquina
de vapor de Watt se encontró un motor capaz de engendrar por sí mismo
su propia fuerza motriz consumiendo agua y carbón, y cuyo ilimitado
grado de potencia es regulado perfectamente por el hombre. Además,
no siendo condición precisa que este motor funcione en los lugares
especiales donde se encuentra la fuerza motriz natural, como ocurre
con el agua, puede transportarse e instalarse allí donde se reclame su
acción.

Una vez emancipado el motor de los límites de la fuerza humana, la
máquina-utensilio, que inauguró la revolución industrial, desciende
a la categoría de simple órgano del mecanismo de operación. Un solo
motor puede poner en movimiento muchas máquinas-utensilio. El conjunto
del mecanismo productivo presenta entonces dos formas distintas: o
la cooperación de muchas máquinas semejantes, como en el tejido, por
ejemplo, o una combinación de máquinas diferentes, como ocurre en la
filatura.

En el primer caso, el producto es fabricado por completo por la misma
máquina-utensilio, que ejecuta todas las operaciones; y la forma
propia del taller fundado en el empleo de las máquinas, la fábrica, se
presenta en primer término como una aglomeración de máquinas-utensilio
de la misma especie, que funcionan a la vez en el mismo local. Así,
una fábrica de tejidos está formada por la reunión de muchos telares
mecánicos. Pero existe aquí una verdadera unidad técnica en cuanto
estas numerosas máquinas-utensilio reciben uniformemente su impulso de
un motor común. Así como numerosos utensilios forman los órganos de una
máquina-utensilio, así también numerosas máquinas-utensilio forman
otros tantos órganos semejantes de un mismo mecanismo motor.

En el segundo caso, cuando el objeto de trabajo tiene que recorrer
una serie de transformaciones graduales, el sistema de maquinismo
realiza estas transformaciones merced a máquinas diferentes, aunque
combinadas unas con otras. La cooperación por división del trabajo,
que caracteriza a la manufactura, surge aquí también como combinación
de máquinas de operación fraccionarias. Sin embargo, se manifiesta
inmediatamente una diferencia esencial: la división manufacturera del
trabajo debe tener en cuenta los límites de las fuerzas humanas y solo
puede establecerse con arreglo a la posibilidad manual de las diversas
operaciones parciales; la producción mecánica, al contrario, emancipada
de los límites de las fuerzas humanas, funda la división en muchas
operaciones de un acto de producción, en el análisis de los principios
constitutivos y de los estados sucesivos de este acto, mientras que
la cuestión de ejecución se resuelve por medio de la mecánica, etc.
Así como en la manufactura la cooperación inmediata de los obreros
encargados de operaciones parciales exige un número proporcional y
determinado de obreros en cada grupo, así también, en la combinación de
máquinas diferentes, la ocupación continua de unas máquinas parciales
por otras, suministrando cada una a la que la sigue el objeto de su
trabajo, crea una relación determinada entre su número, su dimensión,
su velocidad y el número de obreros que se debe emplear en cada
categoría.

Sea cualquiera su forma, el sistema de máquinas-utensilio que marchan
solas bajo el impulso recibido por transmisión de un motor central que
engendra su propia fuerza motriz, es la expresión más desarrollada del
maquinismo productivo. La máquina aislada ha sido sustituida por un
monstruo mecánico cuyos gigantescos miembros llenan edificios enteros.


_Desarrollo de la gran industria._

La división manufacturera del trabajo dio origen al taller de
construcción donde se fabricaban los instrumentos de trabajo y los
aparatos mecánicos ya empleados en algunas manufacturas. Este taller,
con sus obreros hábiles mecánicos, permitió aplicar los grandes
inventos, y en él se construyeron las máquinas. A medida que se
multiplicaron los inventos y los pedidos de máquinas, su construcción
se dividió en ramos variados e independientes, desarrollándose en cada
uno de ellos la división del trabajo. La manufactura constituye, pues,
históricamente la base técnica de la gran industria.

Las máquinas suministradas por la manufactura hacen que esta sea
reemplazada por la gran industria. Pero al extenderse, la gran
industria modifica la construcción de las máquinas, que es su base
técnica, y la subordina a su nuevo principio, el empleo de las máquinas.

Así como la máquina-utensilio es mezquina mientras el hombre la mueve y
de la misma manera que el sistema mecánico progresa lentamente en tanto
que las fuerzas motoras tradicionales, animal, viento y aun agua, no
son reemplazadas por el vapor, así también la gran industria marcha con
lentitud mientras que la máquina debe su existencia a la fuerza y a la
habilidad humanas y depende de la fuerza muscular, del golpe de vista y
de la destreza manual del obrero.

No es esto todo. La transformación del sistema de producción en
un ramo de la industria, entraña una transformación en otro. Los
medios de comunicación y de transporte, insuficientes para el aumento
de producción, tuvieron que adaptarse a las exigencias de la gran
industria (caminos de hierro, paquebotes transatlánticos). Las enormes
masas de hierro que por efecto de esto fue preciso preparar necesitaron
monstruosas máquinas, cuya creación era imposible para el trabajo
manufacturero.

La grande industria se vio, pues, en la necesidad de dirigirse a su
medio característico de producción, a la misma máquina, para producir
otras máquinas; de este modo se creó una base técnica en armonía con su
principio.

Teníase ya en la máquina de vapor un motor susceptible de cualquier
grado de potencia; pero para conseguir fabricar máquinas con máquinas
hacía falta producir mecánicamente las formas perfectas geométricas
tales como el círculo, el cono, la esfera, que exigen ciertas partes
de las máquinas. Este problema quedó resuelto a principios de este
siglo con la invención del _chariot_ en el torno, que poco después pudo
moverse por sí solo; este accesorio del torno permite producir las
formas geométricas que se deseen con un grado de exactitud, facilidad
y rapidez que la experiencia acumulada no consigue nunca dar a la mano
del obrero más hábil.

Pudiendo desde este momento extenderse libremente, la gran industria
hace del carácter cooperativo del trabajo una necesidad técnica
impuesta por la naturaleza misma de su medio; crea un organismo de
producción que el obrero encuentra en el taller como condición material
ya dispuesta de su trabajo. El capital se presenta ante él bajo una
forma nueva y mucho más temible, la de un monstruoso autómata, a cuyo
lado la fuerza del obrero individual es casi nula.


II. _Valor transmitido por la máquina al producto._

Hemos visto que las fuerzas productivas que resultan de la cooperación
y de la división del trabajo no cuestan nada al capital. Estas son las
fuerzas naturales del trabajo social. Tampoco cuestan nada las fuerzas
físicas apropiadas para la producción, tales como el agua, el vapor,
etc.; pero para utilizarlas hacen falta ciertos aparatos preparados por
el hombre: para explotar la fuerza motriz del agua hace falta una rueda
hidráulica, para explotar la elasticidad del vapor es necesaria una
máquina.

Si bien es desde luego evidente que la industria mecánica acrecienta
de un modo maravilloso la productividad del trabajo, surge la duda de
si el empleo de las máquinas economiza más trabajo del que cuestan su
construcción y entretenimiento.

Como cualquiera otro elemento del capital constante, que es la parte
adelantada en medios de producción, la máquina no produce valor y
únicamente transmite el suyo al artículo que fabrica. Pero la máquina,
ese medio de trabajo de la gran industria, es muy costosa comparada con
los medios de trabajo del oficio y de la manufactura.

Aunque la máquina es utilizada siempre por completo para la creación
de un producto, es decir, como elemento de producción, es consumida
solamente por fracciones para la formación del valor, esto es, como
elemento de valor. En efecto, una vez creado el producto, la máquina
subsiste aún; ha servido toda ella para crearlo, pero no desaparece
en esa creación, sino que continúa en disposición de volver a empezar
para un nuevo producto. Nunca da más valor del que su desgaste la hace
perder por término medio. Existe, pues, una gran diferencia entre el
valor de la máquina y el valor que transmite a su producto, entre la
máquina elemento de valor y la máquina elemento de producción. Como una
máquina funciona durante prolongados periodos de trabajo y su desgaste
y consumo diarios se reparten entre inmensas cantidades de productos,
cada uno de sus productos solo absorbe una pequeñísima porción de su
valor y absorbe tanto menos cuanto más productiva es la máquina.

Dada la proporción en que la máquina se gasta y transmite valor al
producto, la magnitud del valor transmitido depende del valor primitivo
de la máquina. Cuanto menos trabajo contiene, menor es su valor y menor
es el que añade al producto.

Es evidente que hay un simple cambio de lugar de trabajo; si en la
producción de una máquina se ha gastado tanto tiempo de trabajo como
economiza su uso, no disminuye la cantidad total de trabajo que exige
la producción de una mercancía y, por lo tanto, no baja el valor de
esta. Pero el que la compra de una máquina cueste tanto como la compra
de las fuerzas de trabajo que reemplaza, no impide que disminuya el
valor transmitido al producto, pues en este caso la máquina reemplaza
más tiempo de trabajo del que representa ella misma. En efecto, el
precio de la máquina expresa su valor, esto es, equivale a todo el
tiempo de trabajo contenido en ella, sea cualquiera la división que de
este tiempo se haga en trabajo necesario y sobretrabajo, en tanto que
el mismo precio pagado a los obreros a quienes reemplaza no equivale a
todo el tiempo de trabajo que suministran, y solamente es igual a una
parte de este tiempo, a su tiempo de trabajo necesario.

Considerado exclusivamente como medio de hacer el producto más barato,
el empleo de las máquinas encuentra un límite: es necesario que el
tiempo de trabajo gastado en su producción sea menor que el tiempo de
trabajo suprimido por su uso.

El capitalista encuentra para el empleo de las máquinas un límite
todavía más reducido. Lo que paga no es trabajo, sino fuerza de
trabajo, y aun el salario real del trabajador es muchas veces inferior
al valor de su fuerza. Así, el capitalista se guía en sus cálculos
por la diferencia que hay entre el precio de las máquinas y el de
las fuerzas de trabajo que estas pueden inutilizar. Esta diferencia
es la que determina el precio de costo y le decide a emplear o no la
máquina; en efecto, desde su punto de vista, la ganancia proviene de la
disminución del trabajo que paga y no del trabajo que emplea.


III. _Trabajo de las mujeres y de los niños._

Haciendo inútil el trabajo muscular, la máquina permite emplear
obreros de poca fuerza física, pero cuyos miembros son tanto más
flexibles cuanto menos desarrollo tienen. Cuando el capital se apoderó
de la máquina, su grito fue: ¡trabajo de mujeres, trabajo de niños!
La máquina, medio poderoso de aminorar los trabajos del hombre, se
convirtió en seguida en medio de aumentar el número de asalariados.
Doblegó bajo la vara del capital a todos los miembros de la familia sin
distinción de edad ni de sexo. El trabajo forzado de todos en provecho
del capital usurpó el tiempo de los juegos de la niñez y reemplazó al
trabajo libre, que tenía por objeto el sostenimiento de la familia.

El valor de la fuerza de trabajo estaba determinado por los gastos de
sostenimiento del obrero y de su familia. Lanzando a la familia en
el mercado y distribuyendo así entre muchas fuerzas el valor de una
sola, la máquina la rebaja. Puede suceder que las cuatro fuerzas, por
ejemplo, que una familia obrera vende al presente le produzcan más
que antes la sola fuerza de su jefe, pero también son cuatro jornadas
de trabajo en lugar de una; ahora, es preciso que en vez de una sean
cuatro las personas que suministran al capital no solamente trabajo,
sino también sobretrabajo para que viva una sola familia. Así es cómo
la máquina, al aumentar la materia humana explotable, eleva a la vez el
grado de explotación.

El empleo capitalista del maquinismo desnaturaliza profundamente el
contrato cuya primera condición era que capitalista y obrero debían
tratar entre sí como personas libres, ambos comerciantes, poseedor el
uno de dinero o de medios de producción y el otro de fuerza de trabajo.
Todo esto queda destruido desde el momento que el capitalista compra
mujeres y niños. El obrero vendía antes su propia fuerza de trabajo,
de la cual podía disponer libremente; ahora vende mujer e hijos y se
convierte en mercader de esclavos.

Por la anexión al personal de trabajo de una masa considerable de
niños y mujeres, la máquina consiguió por fin romper la resistencia
que el trabajador varón oponía aún en la manufactura al despotismo del
capital. La facilidad aparente del trabajo con la máquina y el elemento
más manejable y más dócil de las mujeres y de los niños le ayudan en su
obra de avasallamiento.


_Prolongación de la jornada de trabajo._

La máquina crea condiciones nuevas que permiten al capital soltar el
freno a su tendencia constante de prolongar la jornada de trabajo y
motivos nuevos que aumentan aún su sed de trabajo ajeno.

Cuanto más largo es el periodo durante el cual funciona la máquina,
mayor es la masa de productos entre la cual se distribuye el valor
que aquella transmite, y menor es la parte que corresponde a cada
mercancía. Empero, el periodo de vida activa de la máquina está
evidentemente determinado por la duración de la jornada de trabajo
multiplicada por el número de jornadas durante las cuales presta
servicio.

El desgaste material de las máquinas se presenta bajo un doble aspecto.
Por una parte se desgastan por su empleo y por otra por su inacción,
como una espada se toma de orín en la vaina. Tan solo por el uso se
gastan útilmente, mientras que se desgastan en balde por la falta
de uso, y por esto se procura aminorar el tiempo de inacción; si es
posible, se la hace trabajar de día y de noche.

La máquina se halla además sujeta a lo que se podría llamar su desgaste
moral. Aunque se encuentre en muy buen estado pierde de su valor
por la construcción de máquinas perfeccionadas que vienen a hacerle
concurrencia. El peligro de su desgaste moral es tanto menor cuanto más
corto es su periodo de desgaste físico, y es evidente que una máquina
se desgasta tanto más pronto cuanto más larga es la jornada de trabajo.

La prolongación de la jornada permite acrecentar la producción sin
aumentar la parte de capital representada por los edificios y las
máquinas; por consecuencia, aumenta la supervalía y disminuyen los
gastos necesarios para obtenerla. Por otra parte, el desarrollo de la
producción mecánica obliga a anticipar una parte cada vez mayor de
capital en medios de trabajo, en máquinas, etc., y cada interrupción
del tiempo de trabajo hace inútil, mientras dura, ese capital cada
vez más considerable. La menor interrupción posible, una prolongación
creciente de la jornada de trabajo es, pues, lo que desea el
capitalista.

Hemos visto en el capítulo undécimo que la suma de supervalía está
determinada por la magnitud del capital variable o, en otros términos,
por el número de obreros empleados a la vez y por el tipo de la
supervalía. Pero si la industria mecánica disminuye el tiempo de
trabajo necesario para la reproducción del trabajo pagado y aumenta
así el tipo de la supervalía, solo obtiene este resultado sustituyendo
los obreros por máquinas, es decir, disminuyendo el número de obreros
ocupados por un capital determinado; transforma en máquinas, en capital
constante que no produce supervalía, una parte del capital que, gastada
anteriormente en fuerzas de trabajo, la producía. El empleo de las
máquinas con el objeto de aumentar la supervalía encierra, pues, una
contradicción: por la disminución del tiempo de trabajo necesario
aumenta el tipo de la supervalía; por la disminución del número de
obreros para un capital dado, disminuye la suma de la supervalía. Esta
contradicción conduce instintivamente al capitalista a prolongar la
jornada de trabajo todo lo posible, a fin de compensar la disminución
del número proporcional de los obreros explotados con el aumento de su
sobretrabajo, con el grado de su explotación.

La máquina en manos del capital crea, por consecuencia, motivos
nuevos y poderosos para prolongar desmesuradamente la jornada de
trabajo. Alistando bajo las órdenes del capital elementos de la clase
obrera, mujeres y niños, antes respetados, y dejando disponibles los
obreros reemplazados por la máquina, produce una población obrera
superabundante que se ve obligada a dejarse dictar la ley. De ahí el
fenómeno económico de que la máquina, medio el más eficaz de aminorar
el tiempo de trabajo, se convierta, merced a un giro extraño, en el
medio más infalible de transformar la vida entera del trabajador y de
su familia en tiempo consagrado a dar valor al capital.


_El trabajo más intensificado._

La prolongación exagerada del trabajo cotidiano que lleva consigo la
máquina en manos capitalistas y el menoscabo de la clase obrera, que
es su consecuencia, acaban por producir una reacción de la sociedad,
la cual, sintiéndose amenazada hasta en las raíces de su existencia,
decreta límites legales a la jornada. Desde que la rebelión cada vez
mayor de la clase obrera obligó al Estado a imponer una jornada normal,
el capital procuró ganar por un aumento de la cantidad de trabajo
gastada en el mismo tiempo lo que se le prohibía obtener por una
multiplicación progresiva de las horas de trabajo.

Con la reducción legal de la jornada, el obrero se vio precisado a
gastar, mediante un esfuerzo superior de su fuerza, más actividad en
el mismo tiempo. Desde este momento se empieza a valuar la magnitud
del trabajo de una manera doble, según su duración y según su grado
de intensidad. ¿Cómo se obtiene en el mismo tiempo un gasto mayor de
fuerza vital? ¿Cómo se hace más intenso el trabajo?

Este resultado de la reducción de la jornada dimana de una ley
evidente, según la cual la capacidad de acción de toda fuerza animal
es tanto mayor cuanto más corto es el tiempo durante el cual obra. En
ciertos límites se gana en eficacia lo que se pierde en duración.

En el momento que la legislación aminora la jornada de trabajo, la
máquina se convierte en las manos del capitalista en medio sistemático
de arrancar en cada instante más labor. Pero para que el maquinismo
ejerza esta presión superior sobre sus servidores humanos, es necesario
perfeccionarle continuamente; cada perfeccionamiento del sistema
mecánico se convierte en nuevo medio de explotación, a la vez que la
reducción de la jornada obliga al capitalista a sacar de los medios de
producción, tirantes hasta el extremo, el mayor efecto posible, si bien
economizando gastos.


IV. _La fábrica._

Acabamos de estudiar el fundamento de la fábrica, el maquinismo, y
la reacción inmediata de la industria mecánica sobre el trabajador;
examinemos ahora la fábrica.

La fábrica moderna puede ser representada como un enorme autómata
compuesto de numerosos órganos mecánicos e intelectuales --máquinas y
obreros-- que obran de concierto y sin interrupción para producir un
mismo objeto, estando subordinados todos estos órganos a una potencia
motriz que se mueve por sí misma.

La habilidad en el manejo de la herramienta pasa del obrero a la
máquina; así, la gradación jerárquica de obreros dedicados a una
especialidad, que caracteriza la división manufacturera del trabajo, es
sustituida en la fábrica por la tendencia a hacer iguales los trabajos
encomendados a los obreros auxiliares del maquinismo.

La distinción fundamental que se establece es la de trabajadores en
las máquinas-utensilio (comprendiendo entre ellos a algunos obreros
encargados de calentar la caldera de vapor) y peones, casi todos
salidos apenas de la infancia, subordinados a los primeros. Al lado de
estas categorías principales colócase un personal, insignificante por
su número, de ingenieros, mecánicos, etc., que vigilan el mecanismo
general y atienden a las reparaciones necesarias.

Todo niño aprende con gran facilidad a adaptar sus movimientos al
movimiento continuo y uniforme del instrumento mecánico. Y teniendo
en cuenta la facilidad y rapidez con que se aprende a trabajar en
la máquina, queda suprimida la necesidad de convertir, como en la
manufactura, cada género de trabajo en ocupación exclusiva. Si bien
deben ser distribuidos los obreros entre las diversas máquinas, no
es ya indispensable reducir a cada uno a la misma tarea. Como el
movimiento de conjunto de la fábrica depende de la máquina y no del
obrero, la variación continua del personal no produciría ninguna
interrupción en la marcha del trabajo.

Aunque desde el punto de vista técnico el sistema mecánico da fin,
por consecuencia, al antiguo sistema de división del trabajo, esta
se mantiene, sin embargo, en la fábrica, primeramente como tradición
legada por la manufactura, y además porque el capital se apodera de
ella para conservarla y reproducirla de una manera aun más repulsiva,
como medio sistemático de explotación. La especialidad que consistía en
manejar durante toda la vida una herramienta propia de una operación
parcial, se convierte en la especialidad de servir durante toda la vida
a una máquina fraccionaria. Se abusa del mecanismo para transformar al
obrero desde su más tierna infancia en parte de una máquina, la cual
a su vez forma parte de otra; sujeto así a una operación simple, sin
aprender ningún oficio, no sirve para nada si se le separa de esta
operación, ya por ser despedido, ya por un nuevo descubrimiento; desde
este momento queda consumada su dependencia absoluta de la fábrica, y,
por lo tanto, del capital.

En la manufactura y en el oficio, el obrero se sirve de su utensilio;
en la fábrica sirve a la máquina. En la manufactura, el movimiento
del instrumento de trabajo parte de él; en la fábrica no hace más que
seguir este movimiento. El medio de trabajo, transformado en autómata,
se levanta ante el obrero, durante el curso del trabajo, en forma de
capital, de trabajo muerto que domina y absorbe su fuerza viva.

Al mismo tiempo que el trabajo mecánico sobreexcita hasta el último
grado el sistema nervioso, impide el ejercicio variado de los músculos
y dificulta toda actividad libre del cuerpo y del espíritu. La
facilidad misma del trabajo llega a ser un tormento en el sentido de
que la máquina no libra al obrero del trabajo, pero quita a este todo
interés. La grande industria acaba de realizar la separación que ya
hemos indicado entre el trabajo manual y las potencias intelectuales
de la producción, transformadas por ella en poderes del capital sobre
el trabajo; hace de la ciencia una fuerza productiva independiente del
trabajo, unida al sistema mecánico y que, como este, es propiedad del
amo.

Todas las fuerzas de que dispone el capital aseguran el dominio de este
amo, a los ojos del cual su monopolio sobre las máquinas se confunde
con la existencia de las máquinas.

La subordinación del obrero a la regularidad invariable del maquinismo
en movimiento, crea una disciplina de cuartel perfectamente organizada
en el régimen de fábrica. En ella cesa de hecho y de derecho toda
libertad. El obrero come, bebe y duerme con arreglo a un mandato. La
despótica campana le obliga a interrumpir su descanso o sus comidas.

El fabricante es legislador absoluto; consigna en fórmulas a su antojo,
en su reglamento de fábrica, su autoridad tiránica sobre su obreros.
A los trabajadores que se quejan de la arbitrariedad extravagante del
capitalista se les contesta: puesto que habéis aceptado voluntariamente
ese contrato, debéis someteros a él. El látigo del mayoral de esclavos
es sustituido por la libreta de castigos del contramaestre. Todos
estos castigos quedan reducidos a multas y retenciones del salario, de
suerte que el capitalista saca más provecho aún de la violación que del
cumplimiento de sus leyes.

Y no hablemos de las condiciones materiales en que por cuestión de
economía se realiza el trabajo de fábrica: elevación de la temperatura,
atmósfera viciada y cargada del polvo de las primeras materias,
insuficiencia de aire, ruido ensordecedor de las máquinas, sin contar
los peligros que se corren entre un mecanismo terrible que os rodea
por todas partes y que suministra periódicamente su contingente de
mutilaciones y de asesinatos industriales.


V. _Lucha entre trabajador y máquina._

La lucha entre el capitalista y el asalariado data de los orígenes
mismos del capital industrial y se recrudece durante el periodo
manufacturero; pero el trabajador no ataca al medio de trabajo hasta
que se introduce la máquina. Se revuelve contra esa forma particular
del instrumento que se le presenta como su enemigo terrible.

Es necesario tiempo y experiencia antes de que los obreros, habiendo
aprendido a distinguir entre la máquina y su empleo capitalista,
dirijan sus ataques, no contra el medio material de producción, sino
contra su modo social de explotación.

Sucede que, bajo la forma de máquina, el medio de trabajo se convierte
en seguida en enemigo del trabajador, y este antagonismo se manifiesta
sobre todo cuando máquinas nuevamente introducidas vienen a hacer la
guerra a los procedimientos ordinarios del oficio y de la manufactura.

El sistema de la producción capitalista se funda, por regla general,
en que el trabajador vende su fuerza como mercancía. La división
del trabajo reduce esta fuerza a ser tan solo apta para manejar una
herramienta de detalle; en el momento que esta herramienta es manejada
por la máquina, el obrero pierde su utilidad, de la misma manera que
una moneda desmonetizada no tiene curso. Cuando esa parte de la clase
obrera que la máquina hace así inútil para las necesidades momentáneas
de la explotación, no sucumbe, o vegeta en una miseria que la
mantiene en reserva siempre a disposición del capital, o invade otras
profesiones, en las cuales rebaja el valor de la fuerza de trabajo.

El antagonismo de la máquina y del obrero aparece con efectos
semejantes en la gran industria misma cuando hay perfeccionamiento
del maquinismo. El objeto constante de estos perfeccionamientos es
disminuir el trabajo manual para el mismo capital, que además de que
exige el empleo de menos obreros, sustituye cada vez más a los hábiles
con los menos diestros, a los adultos con los niños, a los hombres con
las mujeres; pero todos estos cambios ocasionan variaciones sensibles
para el trabajador en el tipo del salario. Y la máquina no obra tan
solo como un concurrente cuya fuerza superior está siempre a punto de
hacer inútil el asalariado. El capital la emplea como potencia enemiga
del obrero. Constituye el arma de guerra más eficaz para reprimir las
huelgas, esas rebeliones periódicas del trabajo contra el despotismo
del capital. En efecto, para vencer la resistencia de sus obreros en
huelga, el capital ha sido conducido a algunas de las más importantes
aplicaciones mecánicas, invenciones nuevas o perfeccionamientos del
maquinismo existente.


VI. _Teoría de la compensación._

Algunos economistas burgueses sostienen que al hacer inútiles en un
trabajo a obreros que estaban empleados en él, es decir, al despedirlos
y al privarlos de su salario, la máquina deja disponible por este mismo
hecho un capital destinado a emplearlos de nuevo en otra ocupación
cualquiera; por consiguiente, dicen, hay compensación. A privar de
víveres al obrero llaman estos señores dejar víveres disponibles para
el obrero como nuevo medio de emplearlo en otra industria. Como se ve,
todo depende de la manera de expresarse.

La verdad es que los obreros que la máquina hace inútiles son arrojados
del taller en el mercado del trabajo, donde van a aumentar las fuerzas
ya disponibles para la explotación capitalista. Rechazados de un género
de industria, pueden seguramente buscar ocupación en otra; pero si la
encuentran, si pueden de nuevo tener medios de consumir los víveres
que por su privación de salario habían quedado disponibles, es decir,
que no les estaba permitido comprar, es merced a un nuevo capital que
se presenta en el mercado del trabajo y no merced al capital que ya
funciona, el cual se ha transformado en máquinas. Y las probabilidades
de encontrar ocupación son muy pequeñas, porque, fuera de su antigua
ocupación, estos hombres deteriorados por la división del trabajo
sirven para poco y solo son admitidos en empleos inferiores mal pagados
y que por su misma sencillez son solicitados por muchos.

La máquina es inocente de las miserias a que da lugar; no es culpa
suya si, en nuestro medio social, separa al obrero de sus medios de
subsistencia. En todas partes donde se introduce hace el producto más
barato y más abundante. Tanto después como antes de su introducción, la
sociedad posee siempre por lo menos la misma cantidad de víveres para
los trabajadores que tienen que cambiar de empleo, prescindiendo de la
inmensa porción de su producto anual despilfarrada por los ociosos.

Si la máquina se convierte en instrumento para esclavizar al hombre;
si, medio infalible para aminorar el trabajo cotidiano, lo prolonga;
si, varita mágica para aumentar la riqueza del productor, lo
empobrece, es por estar en manos capitalistas. Estas contradicciones
y estos antagonismos inseparables del empleo de las máquinas en el
medio burgués, provienen, no de la máquina, sino de su explotación
capitalista.

Aunque suprime un número mayor o menor de obreros en los oficios y
manufacturas donde se introduce, la máquina puede ocasionar, sin
embargo, un aumento de empleos en otros ramos de producción.

Siendo mayor con las máquinas la cantidad de artículos fabricados,
hacen falta más materias primeras, y, por consiguiente, es preciso que
las industrias que suministran estas materias primeras aumenten la
cantidad de sus productos. Verdad es que este aumento puede resultar
de la elevación de la intensidad o de la duración del trabajo, y no
exclusivamente de la del número de obreros.

Las máquinas dan origen a una especie de obreros consagrados
exclusivamente a su construcción, y cuanto mayor es el número de
máquinas, más numerosa es esta clase de obreros. A medida que
las máquinas hacen así aumentar la masa de primeras materias, de
instrumentos de trabajo, etc., las industrias que gastan estas primeras
materias, etc., se dividen cada vez más en ramas diferentes y la
división social del trabajo se desarrolla más poderosamente que bajo la
acción de la manufactura propiamente dicha.

El sistema mecánico aumenta la supervalía. Este aumento de riqueza en
la clase capitalista, acompañada, como va siempre, de una disminución
relativa de los trabajadores empleados en la producción de las
mercancías de primera necesidad, da origen, con las nuevas necesidades
de lujo, a nuevos medios de satisfacerlas: la producción de lujo
aumenta; y aumenta con ella, en una proporción cada vez mayor, la clase
sirviente, compuesta de lacayos, cocheros, cocineras, niñeras, etc.

El aumento de los medios de trabajo y de subsistencia impulsa el
desarrollo de las empresas de comunicación y de transporte; aparecen
nuevas industrias y abren nuevas salidas al trabajo.

Pero todos estos aumentos de empleos no tienen nada de común con la
llamada teoría de compensación.


VII. _Los obreros alternativamente rechazados de la fábrica y atraídos
por ella._

Todo progreso del maquinismo disminuye el número de obreros necesarios
y separa de la fábrica, por el momento, a una parte del personal.
Pero cuando la explotación mecánica se introduce o se perfecciona
en un ramo de la industria, los beneficios extraordinarios que no
tarda en procurar a los que hacen la primera aplicación de ella,
ocasionan muy pronto un periodo de actividad febril. Estos beneficios
atraen al capital, que busca colocaciones privilegiadas; el nuevo
procedimiento se generaliza; el establecimiento de nuevas fábricas
y el engrandecimiento de las antiguas que de ello resulta hacen que
aumente entonces el número total de obreros ocupados. El aumento de
las fábricas, o, en otros términos, una modificación cuantitativa
en la industria mecánica, atrae, pues, a los obreros, en tanto que
el perfeccionamiento de la maquinaria, o, de otro modo, un cambio
cualitativo, los separa.

Pero la elevación de la producción, consecuencia del mayor número
de fábricas, va seguida de una superabundancia de productos en el
mercado que a su vez produce un decaimiento, una paralización de la
producción. La vida de la industria se convierte así en series de
periodos de actividad media, de prosperidad, de exceso de producción y
de inacción. Los obreros son alternativamente atraídos y rechazados,
llevados de aquí para allá, y este movimiento va acompañado de cambios
continuos en la edad, el sexo y la habilidad de los obreros empleados;
la incertidumbre, las alzas y las bajas a que la explotación mecánica
somete al trabajador, acaban por ser su estado normal.


VIII. _Supresión de la cooperación fundada en el oficio y en la
división del trabajo._

La explotación mecánica suprime la cooperación basada en el oficio: por
ejemplo, la máquina segadora reemplaza la cooperación de determinado
número de segadores; suprime igualmente la manufactura basada en la
división del trabajo manual, suministrando un ejemplo de ello la
máquina de fabricar alfileres: una mujer basta para vigilar cuatro de
estas máquinas, que producen mucho más que antes un número considerable
de hombres por medio de la división del trabajo.

Cuando una máquina-utensilio sustituye a la cooperación o a la
manufactura, puede a su vez llegar a ser la base de un nuevo oficio;
empero esta organización del oficio de un artesano sobre la base de la
máquina solo sirve de transición al régimen de la fábrica, que aparece
ordinariamente desde el momento en que el agua o el vapor reemplazan
a los músculos humanos como fuerza motriz. La pequeña industria
puede, sin embargo, funcionar momentáneamente con un motor mecánico,
alquilando el vapor o sirviéndose de pequeñas máquinas motrices
particulares, como las máquinas de gas.


_Reacción de la fábrica sobre la manufactura y el trabajo a domicilio._

A medida que se desarrolla la grande industria se ve transformarse
el carácter de todos los ramos de la industria. Al introducirse en
las antiguas manufacturas para una u otra operación, el maquinismo
desconcierta su organización, debida a una división consagrada del
trabajo, y trastorna por completo la composición de su personal obrero,
fundando en lo sucesivo la división del trabajo en el empleo de las
mujeres, de los niños, de los obreros poco hábiles, en una palabra, en
el empleo del trabajo barato.

El maquinismo obra también de igual modo sobre la llamada industria
domiciliaria; practíquese en la habitación misma del obrero o en
pequeños talleres, solo es en lo sucesivo una dependencia de la
fábrica, de la manufactura o del almacén de mercancías. La confección
de los artículos de vestir, por ejemplo, es en gran parte ejecutada
por esos trabajadores llamados domiciliarios, no como antes para
consumidores individuales, sino para fabricantes, dueños de almacenes,
etc., que les suministran los elementos de trabajo encargándoles obra.
Así, pues, además de los obreros de fábrica, los obreros manufactureros
y los artesanos a quienes concentra en grandes masas en vastos
talleres, el capital posee un ejército industrial disperso en las
grandes ciudades y en los campos.

La explotación de los trabajadores baratos se practica con más cinismo
en la manufactura moderna que en la fabrica propiamente dicha, porque
la sustitución de la fuerza muscular por máquinas, aplicada en esta
última, falta en gran parte en la manufactura; esta explotación es aún
más escandalosa en la industria domiciliaria que en la manufactura,
porque el poder de resistencia de los trabajadores es menor por efecto
de su dispersión; porque entre el empresario y el obrero se ingiere
toda una cáfila de intermediarios, de parásitos voraces; porque el
obrero es demasiado pobre para procurarse las condiciones de espacio,
de aire, de luz, etc., más necesarias para su trabajo, y, por último,
porque en ellos llega a su máximum la concurrencia entre trabajadores.

Estos antiguos sistemas de producción, modificados, desfigurados bajo
la influencia de la gran industria, reproducen y aun exageran sus
enormidades hasta el día en que se ven obligados a desaparecer.


_Paso de la manufactura moderna y del trabajo domiciliario a la grande
industria._

La disminución del precio de la fuerza de trabajo solo por el empleo
abusivo de mujeres y niños, por la brutal privación de las condiciones
normales de vida y de actividad, por el exceso de trabajo y el abuso
del trabajo de noche, encuentra, por último, obstáculos físicos que
los límites de las fuerzas humanas no permiten franquear. En ellos
se detienen también, por consiguiente, la reducción del precio de
las mercancías, obtenida por estos procedimientos, y la explotación
capitalista fundada sobre ellos. Si bien es cierto que son necesarios
algunos años para llegar a este punto, entonces es llegada la hora
de la transformación del trabajo domiciliario y de la manufactura en
fábrica.

La marcha de esta revolución industrial es más rápida por la
regularización legal de la jornada, por la exclusión de los niños
menores de cierta edad, etc., todo lo cual obliga al capitalista
manufacturero a multiplicar el número de sus máquinas y a sustituir
los músculos con el vapor como fuerza motora. En cuanto al trabajo
domiciliario, su única arma en la guerra de concurrencia es la
explotación ilimitada de las fuerzas de trabajo barato. Así, pues, está
condenada a morir desde el momento en que la jornada esté limitada y
restringido el trabajo de los niños.


IX. _Contradicción entre la naturaleza de la gran industria y su forma
capitalista._

Mientras que el oficio y la manufactura son la base de la producción
social, la subordinación del trabajador a una profesión exclusiva y el
obstáculo que opone al desarrollo de sus aptitudes varias, se pueden
considerar como necesidades de la producción. Los diferentes ramos
industriales forman otras tantas profesiones cerradas para todo aquel
que se halle impuesto en los secretos y la rutina del oficio.

La ciencia modernísima de la tecnología, creada por la gran industria,
enseña hoy esos secretos, describe los diversos procedimientos
industriales, los analiza, reduce su práctica a algunas formas
fundamentales del movimiento mecánico y averigua los perfeccionamientos
de que son susceptibles esos procedimientos. La industria moderna
no considera y no trata nunca como definitivo el modo actual de un
procedimiento.

En tanto que el mantenimiento de su modo consagrado de producción
era la primera condición de existencia de todas las antiguas
clases industriales, la burguesía, al modificar constantemente los
instrumentos de trabajo, modifica por esta misma razón, de una manera
continua, las relaciones de la producción y todas las relaciones
sociales en su conjunto, que tiene por base la forma de la producción
material. Por lo tanto, su base es revolucionaria, mientras que la de
todos los sistemas pasados de producción era esencialmente conservadora.

Si la naturaleza misma de la gran industria necesita el cambio continuo
en el trabajo, la transformación frecuente de las funciones y la
movilidad del trabajador, por otra parte, en su forma capitalista,
reproduce la antigua división del trabajo todavía más odiosamente;
si el obrero estaba encadenado durante su vida a una operación de
detalle, hace de él el accesorio de una máquina parcial. Sabemos
que esta contradicción absoluta entre las necesidades técnicas de
la gran industria y los caracteres sociales que reviste bajo el
régimen capitalista, acaba por destruir todas las garantías de vida
del trabajador, siempre amenazado, según hemos visto en el apartado
cuarto del presente capítulo, de verse privado, a la vez que del medio
de trabajo, de los medios de subsistencia y de quedar inútil por la
supresión de su función particular; este antagonismo da origen, como
hemos visto también en el apartado quinto, a la monstruosidad de un
ejército industrial de reserva que por la miseria está a disposición de
la demanda capitalista; conduce a las sangrías periódicas de la clase
obrera, al despilfarro más desenfrenado de las fuerzas de trabajo,
a los estragos de la anarquía social, que hace de cada progreso
industrial una calamidad pública para la clase obrera.


_La fábrica y la instrucción._

A pesar de los obstáculos que encuentra la variación en el trabajo bajo
el régimen capitalista, las catástrofes mismas que la gran industria
ocasiona imponen la necesidad de reconocer el trabajo variado y, por
consiguiente, el mayor desarrollo posible de las diversas aptitudes
del trabajador como una ley de la producción moderna, siendo necesario
a toda costa que las circunstancias se adapten al ejercicio normal
de esta ley: es esta una cuestión de importancia vital. En efecto,
la grande industria obliga a la sociedad, bajo pena de muerte, a
reemplazar el individuo fraccionado, sobre el cual pesa una función
productiva de detalle, por el individuo completo, que sabe hacer
frente a las exigencias más diversas del trabajo y que en funciones
alternativas no hace más que dar libre curso a sus diferentes
capacidades naturales o adquiridas.

La burguesía, que al crear para sus hijos las escuelas especiales
obedecía tan solo a las tendencias íntimas de la producción moderna,
ha concedido únicamente a los proletarios una sombra de enseñanza
profesional. Pero si la legislación se ha visto en la necesidad de
combinar la instrucción elemental, siquiera sea mezquina, con el
trabajo industrial, la inevitable conquista del Poder político por la
clase obrera introducirá en las escuelas públicas la enseñanza de la
tecnología práctica y teórica. En la educación del porvenir el trabajo
manual productivo irá unido a la instrucción y a la gimnasia para
todos los jóvenes de uno y otro sexo que pasen de cierta edad y a los
ejercicios militares para los varones; este es el único método para
formar seres humanos completos.

Evidentemente, el desarrollo de los elementos nuevos, que llegará por
último a suprimir la antigua división del trabajo en la cual cada
obrero está consagrado a una operación parcial, se halla en flagrante
contradicción con el sistema industrial capitalista y con el medio
económico en que coloca al obrero, pero el único camino por el que un
sistema de producción y la organización social correspondiente marchan
a su ruina y renovación, es el desenvolvimiento histórico de sus
contradicciones y antagonismos.

¡Zapatero, a tus zapatos! Esta frase, última expresión de la sensatez
durante el periodo del oficio y de la manufactura, pasa a ser una
locura el día en que el relojero Watt inventa la máquina de vapor, el
barbero Arkwright el telar continuo y el platero Fulton el barco de
vapor.


_La fábrica y la familia._

Ante la vergonzosa explotación del trabajo de los niños, los
legisladores se han visto en la necesidad de intervenir poniendo coto
no solamente a los derechos señoriales del capital, sino también a la
autoridad de los padres; aunque afecto al capital, viendo la torpe
crueldad de estos, el legislador ha tenido precisión de preservar a las
generaciones venideras de una decadencia prematura; los representantes
de las clases que dominan han tenido necesidad de dictar medidas
contra los excesos de la explotación capitalista; ¿hay algo que pueda
caracterizar mejor este sistema de producción como la necesidad de esas
medidas?

No es el abuso de la autoridad paterna el que ha creado la explotación
de la niñez, antes al contrario, la explotación capitalista es la
que ha hecho que esa autoridad degenere en abuso; la intervención de
la ley es la confesión oficial de que la grande industria ha hecho
una fatalidad económica de la explotación de mujeres y niños por
el capital, que, al descomponer el hogar doméstico, ha destruido
la familia obrera de otras épocas; es la confesión de que la
gran industria ha convertido la autoridad paterna en dependencia
del mecanismo social, destinada a hacer suministrar directa o
indirectamente niños al capitalista por el proletario, que bajo pena
de muerte tiene que desempeñar su papel de abastecedor y de mercader
de esclavos. Así, pues, la legislación solo atiende a impedir los
excesos de este sistema de esclavitud. Por terrible y desagradable
que parezca en el medio actual la disolución de los antiguos lazos
de la familia, la grande industria, por la decisiva importancia que
concede a las mujeres y a los niños fuera del círculo doméstico en la
producción socialmente organizada, no deja por eso de crear la nueva
base económica sobre la cual se ha de constituir una forma superior
de familia y de relaciones entre los sexos. Tan absurdo es considerar
como absoluta y definitiva la actual constitución de la familia como
sus constituciones oriental, griega y romana. La misma composición del
trabajador colectivo por individuos de los dos sexos y de todas edades,
fuente de corrupción y de esclavitud bajo la dominación capitalista,
contiene los gérmenes de una próxima evolución social. En la Historia,
como en la Naturaleza, la putrefacción es el laboratorio de la vida.


_Consecuencias revolucionarias de la legislación de fábrica._

Si bien imponen a cada establecimiento industrial, considerado
aisladamente, la uniformidad y la regularidad, las leyes sobre
la limitación de la jornada de trabajo, que han llegado a ser
indispensables para proteger física y moralmente a la clase obrera,
multiplican la anarquía y las crisis de la producción social por el
enérgico impulso que dan al desarrollo mecánico; exageran la intensidad
del trabajo y aumentan la competencia entre el obrero y la máquina;
apresuran la transformación del trabajo aislado en trabajo organizado
en grande y la concentración de capitales.

Al destruir la pequeña industria y el trabajo domiciliario suprime el
último refugio de una masa de trabajadores, a quienes priva de sus
medios de subsistencia, y que quedan por este motivo a disposición del
capital para el día en que a este le convenga admitirlos a trabajar;
suprime, por lo tanto, la válvula de seguridad de todo el mecanismo
social. Generaliza al mismo tiempo la lucha directa entablada contra
la dominación del capital, y desarrolla, a la vez que los elementos de
formación de una nueva sociedad, las fuerzas destructoras de la antigua.


X. _Gran industria y agricultura._

Si el empleo de las máquinas en la agricultura se halla en gran parte
exento de los inconvenientes y peligros físicos a que expone al
obrero de fábrica, su tendencia a suprimir, a quitar de su puesto al
trabajador, se realiza en ella con mayor fuerza.

La gran industria obra en el dominio de la agricultura más
revolucionariamente que en ningún otro punto, porque hace que
desaparezca el labrador, baluarte de la sociedad antigua, y le
sustituye con el asalariado. Las necesidades de transformación social
y la lucha de clases quedan así reducidas en los campos al mismo nivel
que en las ciudades.

En la agricultura como en la manufactura, la transformación capitalista
de la producción parece ser tan solo el suplicio del trabajador,
el medio de trabajo un medio de subyugar, de explotar y empobrecer
al trabajador, y la combinación social del trabajo la opresión
combinada de su independencia individual. Pero la disgregación de
los trabajadores agrícolas en vastos espacios quebranta su fuerza de
resistencia, mientras que la concentración aumenta la de los obreros de
las ciudades.

En la agricultura moderna, de igual modo que en la industria de las
ciudades, el aumento de productividad y el rendimiento superior del
trabajo se obtienen a costa de la destrucción de la fuerza de trabajo.
Además, cada progreso de la agricultura capitalista es un adelanto, no
solamente en el arte de explotar al trabajador, sino también en el de
agotar el suelo; cada progreso en el arte de hacerlo más fértil por un
tiempo dado, un adelanto en la ruina de sus principios de fertilidad.

La producción capitalista solo desarrolla el sistema de producción
social agotando a la vez las dos fuentes de toda riqueza: la tierra y
el trabajador.



SECCIÓN QUINTA

Nuevas consideraciones acerca de la producción de la supervalía.

CAPÍTULO XVI

SUPERVALÍA ABSOLUTA Y SUPERVALÍA RELATIVA

Lo que caracteriza al trabajo productivo. -- La productividad del
trabajo y la supervalía.


_Lo que caracteriza al trabajo productivo._

Hemos visto en el capítulo séptimo que si se considera el acto de
trabajo desde el punto de vista de su resultado, que es el producto,
medio y objeto de trabajo se presentan al mismo tiempo como medios de
producción, y el trabajo mismo como trabajo productivo. Al adaptar un
objeto exterior a sus necesidades, el hombre crea un producto, hace un
trabajo productivo; mas, durante esta operación, el trabajo manual y el
trabajo intelectual están unidos por lazos indisolubles, del mismo modo
que el brazo y la cabeza no obran el uno sin la otra.

Sin embargo, desde que el producto individual se ha transformado
en producto social, en producto de un trabajador colectivo cuyos
diferentes miembros toman parte en variadas operaciones para la
confección del producto, si esta determinación del trabajo productivo,
derivada de la naturaleza misma de la producción material, es verdadera
en lo que se refiere al trabajador colectivo considerado como una sola
persona, no es aplicable a cada uno de sus miembros individualmente.

Para efectuar un trabajo productivo no es necesario que se ejecute
un trabajo manual, basta con ser un órgano del trabajador colectivo
o desempeñar una función cualquiera de él. Pero no es esto lo que
caracteriza de una manera especial al trabajo productivo en el sistema
capitalista.

En este, el objeto de la producción es la supervalía, y no se reputa
como trabajo productivo sino el del trabajador que produce supervalía
al capitalista o cuyo trabajo fecunda el capital. Por ejemplo, un
profesor en una escuela es un trabajador productivo, no porque forma
útilmente el ánimo de sus alumnos, sino porque haciendo esto produce
dinero a su patrono. El que este haya colocado su capital en una
fábrica de lecciones, como hubiera podido colocarlo en una fábrica de
embutidos, importa poco para la cuestión de negocio; es preciso ante
todo que el capital produzca.

Para en adelante, la idea de trabajo productivo no indica ya
simplemente una relación entre actividad y resultado útil, sino ante
todo una relación social que convierte al trabajo en instrumento
inmediato para hacer producir valor al capital. También la Economía
política clásica ha sostenido siempre que lo que caracterizaba al
trabajo productivo era el crear supervalía.


_La productividad del trabajo y la supervalía._

La producción de la supervalía absoluta consiste, según hemos visto en
el capítulo duodécimo, en la prolongación de la jornada de trabajo más
allá del tiempo necesario al obrero para producir un equivalente de su
subsistencia, y en la asignación de este trabajo al capitalista. A fin
de aumentar ese sobretrabajo, se acorta el tiempo de trabajo necesario,
haciendo producir el equivalente del salario en menos tiempo, y la
supervalía así realizada es la supervalía relativa.

La producción de la supervalía absoluta solo afecta a la duración
del trabajo, mas la producción de la supervalía relativa transforma
completamente sus procedimientos técnicos y sus combinaciones
sociales. La supervalía se desarrolla, pues, juntamente con el sistema
de producción capitalista propiamente dicho. Una vez establecido y
generalizado este, la diferencia entre supervalía relativa y supervalía
absoluta se echa de ver cuando se trata de elevar el tipo de la
supervalía.

Si se supone pagada la fuerza de trabajo en su justo valor, dados
los límites de la jornada de trabajo, el tipo de la supervalía no
puede elevarse sino aumentando la intensidad o la productividad del
trabajo. Por el contrario, permaneciendo las mismas la intensidad y la
productividad del trabajo, el tipo de la supervalía no puede elevarse
sino merced a una prolongación de la jornada.

No obstante, cualquiera que sea la duración de la jornada, el trabajo
no creará supervalía si no posee el mínimum de productividad que pone
al obrero en condiciones de producir, tan solo en una parte de la
jornada, el equivalente de su propia subsistencia.

Supongamos que el trabajo necesario para el sustento del productor y
de su familia absorbe todo su tiempo disponible: ¿cómo encontraría
medio de trabajar gratuitamente para otro? Sin un cierto grado de
productividad del trabajo, no hay tiempo disponible; sin este exceso de
tiempo, no hay sobretrabajo, y, por consiguiente, no hay supervalía,
ni producto neto, pero tampoco hay capitalistas, ni esclavistas, ni
señores feudales; en una palabra, no hay clase propietaria.

Se ha tratado de explicar este grado de productividad necesaria, como
una cualidad natural del trabajo; pero esta sería una productividad
precoz con que la Naturaleza hubiera dotado al hombre al colocarlo en
el mundo.

Por el contrario, las facultades del hombre primitivo no se forman
sino lentamente, bajo la presión de sus necesidades físicas. Cuando,
merced a rudos esfuerzos, los hombres consiguen elevarse sobre su
primer estado animal, y cuando ya, por consiguiente, su trabajo está en
cierto modo socializado, entonces, y solamente entonces, se producen
condiciones tales que el sobretrabajo de uno puede llegar a ser origen
de vida para otro que se descarga sobre él del peso del trabajo, lo
cual jamás se efectúa sin el auxilio de la fuerza, que somete el uno
al otro. La productividad del trabajo es el resultado de un largo
desenvolvimiento histórico.

Excepción hecha del modo social de producción, la productividad del
trabajo depende de las condiciones naturales en que se efectúa el
trabajo. Todas estas condiciones pueden referirse al hombre mismo, a
su raza, o a la Naturaleza que le rodea. Las condiciones naturales
exteriores se descomponen, desde el punto de vista económico, en dos
grandes clases: riqueza natural en medios de subsistencia, es decir,
fertilidad del suelo, pesca abundante, etc., y riqueza natural en
medios de trabajo, tales como saltos de agua, ríos navegables, maderas,
metales, carbón, etc. En los orígenes de la civilización, la primera
de las dos clases la simboliza; en una sociedad más adelantada, la
civilización está representada por la segunda.

La ventaja de las circunstancias naturales proporciona, si se quiere,
la posibilidad, pero nunca la realidad del sobretrabajo, ni, por
consiguiente, del producto neto o de la supervalía. Según sea el
clima más o menos dulce, el suelo más o menos fértil, etc., el número
de las primeras necesidades (alimento, vestido) y los esfuerzos
que su satisfacción exige, serán mayores o menores; de suerte que,
en circunstancias por otra parte semejantes, el tiempo de trabajo
necesario variará de un país a otro; pero el sobretrabajo no puede
comenzar sino allí donde acaba el trabajo necesario. Las influencias
físicas que determinan la extensión relativa de este último imponen,
pues, un límite natural al sobretrabajo; este límite natural retrocede
a medida que la industria adelanta y, al paso que ella, los medios de
producción.

En nuestra sociedad, en la que el trabajador solo obtiene el permiso
de trabajar para atender a su subsistencia a condición de producir
supervalía, se cree generalmente que es una cualidad del trabajo humano
el crear supervalía. Fijémonos, por ejemplo, en el habitante de las
islas orientales del archipiélago asiático donde la palmera sagú crece
en los bosques. Del interior de cada árbol se sacan, por término medio,
de trescientas a cuatrocientas libras de harina comestible. Allí se
va al bosque y se extrae el pan como entre nosotros se va a cortar la
leña. Supongamos que un habitante de esas islas emplee una jornada
de trabajo a fin de procurarse lo necesario para la satisfacción de
sus necesidades durante una semana; se ve, pues, que la Naturaleza
lo ha otorgado un favor, es decir, mucho descanso, y solo obligado
por la fuerza emplearía ese tiempo de ocio en trabajar para otro, en
sobretrabajo.

Si la producción capitalista se introdujese en su isla, el buen insular
debería trabajar tal vez seis días por semana para poder consagrar a
su subsistencia el producto de una jornada de trabajo. La concesión
de la Naturaleza no explicaría por qué trabajaba ahora seis días por
semana en lugar de uno que antes bastaba para su subsistencia, en otros
términos, por qué creaba supervalía. Únicamente explicaría por qué el
sobretrabajo puede ser de cinco días y el trabajo necesario de uno
solamente. En resumen, la productividad explica el grado alcanzado por
la supervalía, pero nunca es causa de ella; la causa de la supervalía
es siempre el sobretrabajo, cualquiera que sea el modo de arrancarlo.



CAPÍTULO XVII

VARIACIONES EN LA RELACIÓN DE INTENSIDAD ENTRE LA SUPERVALÍA Y EL VALOR
DE LA FUERZA DE TRABAJO

I. La duración y la intensidad del trabajo no cambian, su productividad
cambia. -- II. La duración y la productividad del trabajo no cambian,
su intensidad cambia. -- III. La intensidad y la productividad del
trabajo no cambian, su duración cambia. -- IV. Cambios simultáneos en
la duración, en la intensidad y en la productividad del trabajo.


Hemos visto que la relación de intensidad entre la supervalía y
el precio de la fuerza de trabajo está determinada: 1.º, por la
duración del trabajo o su grado de extensión; 2.º, por su grado
de intensidad, según el cual diferentes cantidades de trabajo son
consumidas en el mismo tiempo; 3.º, por su grado de productividad,
según el cual la misma cantidad de trabajo produce en el mismo tiempo
diferentes cantidades de productos. Evidentemente, esto dará lugar a
variadas combinaciones según que uno de estos tres elementos cambie
de intensidad y los otros dos no cambien, o que dos, o los tres,
cambien al mismo tiempo. Además, uno de ellos puede aumentar cuando
otro disminuye, o sencillamente aumentar o disminuir más que este.
Examinemos las combinaciones principales.


I. _La duración y la intensidad del trabajo no cambian, su
productividad cambia._

Admitidas estas condiciones, obtenemos las tres leyes siguientes:

1.ª La jornada de trabajo de una duración dada produce siempre el mismo
valor, cualesquiera que sean los cambios efectuados en la productividad
del trabajo.

Si una hora de trabajo de intensidad ordinaria produce un valor de 50
céntimos, una jornada de doce horas no producirá más que un valor de
6 pesetas. Suponemos que el valor del dinero es siempre invariable.
Si la productividad del trabajo aumenta o disminuye, la misma jornada
suministrará simplemente más o menos productos, y el valor de 6 pesetas
se distribuirá así entre más o menos mercancías.

2.ª La supervalía y el valor de la fuerza de trabajo cambian en sentido
opuesto una respecto de otra. La supervalía aumenta al tiempo que la
productividad del trabajo o disminuye en la misma medida que ella, es
decir, cambia en el mismo sentido; mientras que el valor de la fuerza
de trabajo cambia en sentido contrario: aumenta cuando la productividad
disminuye, y recíprocamente.

La jornada de doce horas produce siempre el mismo valor, 6 pesetas,
por ejemplo, cuya supervalía forma una parte de ese valor y otra el
equivalente de la fuerza de trabajo; pongamos 3 pesetas por cada una.
Es evidente que, no pudiendo exceder de 6 pesetas las dos partes
reunidas, la supervalía no puede alcanzar un precio de 4 pesetas sin
que la fuerza de trabajo quede reducida a 2 pesetas, y viceversa.

Si un aumento de productividad permite proporcionar en cuatro horas
la misma masa de subsistencias que antes exigía seis horas, estando
determinado el valor de la fuerza obrera por el valor de dichas
subsistencias, disminuye de 3 pesetas a 2; pero ese mismo valor se
eleva de 3 pesetas a 4, si una disminución de productividad exige ocho
horas de trabajo donde antes solo se necesitaban seis. Puesto que la
supervalía aumenta cuando el valor de la fuerza de trabajo disminuye, y
recíprocamente, dedúcese que el aumento de productividad, al disminuir
el valor de la fuerza de trabajo, debe aumentar la supervalía, y que
la disminución de productividad, al aumentar el valor de la fuerza de
trabajo, debe disminuir la supervalía; se sabe que los únicos cambios
de productividad que actúan sobre el valor de la fuerza obrera son los
concernientes a las industrias cuyos productos entran en el consumo
ordinario del trabajador.

De este cambio en sentido contrario no debe deducirse que no hay cambio
más que en la misma proporción. En efecto, si, suponiendo siempre
que una jornada produce un valor de 6 pesetas, el valor de la fuerza
de trabajo es de 4 pesetas, la supervalía será de 2 pesetas; si, a
consecuencia de un aumento de productividad, el valor de la fuerza de
trabajo desciende a 3 pesetas, la supervalía se eleva en seguida a 3
pesetas; esta misma diferencia de una peseta disminuye el valor de la
fuerza de trabajo, que era de 4 pesetas, en una cuarta parte o un 25
por 100, y aumenta la supervalía, que era de 2 pesetas, en una mitad o
un 50 por 100.

3.ª El aumento o la disminución de la supervalía es siempre el efecto
y jamás la causa de la disminución o del aumento correspondiente del
valor de la fuerza de trabajo.

Supongamos que el valor de 6 pesetas de una jornada de trabajo de doce
horas se divide en 4 pesetas, valor de la fuerza de trabajo, y en una
supervalía de 2 pesetas, o, en otros términos, que hay ocho horas de
trabajo necesario y cuatro de sobretrabajo. Si la productividad del
trabajo se duplica, entonces el obrero solo necesitará la mitad del
tiempo que hasta aquí había necesitado para producir el equivalente
de su subsistencia cotidiana. Su trabajo necesario descenderá de
ocho horas a cuatro, y, por consiguiente, su sobretrabajo se elevará
de cuatro horas a ocho, así como el valor de su fuerza de trabajo
descenderá de 4 pesetas a 2, y esta rebaja elevará la supervalía de
2 pesetas a 4. Luego el cambio de la productividad del trabajo es el
que principalmente hace aumentar o disminuir el valor de la fuerza
de trabajo, mientras que el movimiento ascendente o descendente de
esta, produce por su parte un movimiento de la supervalía en sentido
contrario.

No obstante, esa reducción del precio de la fuerza de trabajo a su
valor, determinada por el de las subsistencias necesarias para el
sustento del obrero, puede tropezar, según el grado de resistencia
de este y la presión del capital, con obstáculos que no le permitan
realizarse sino incompletamente. La fuerza de trabajo puede pagarse a
más de su valor, aunque su precio no varíe o disminuya, si el trabajo
excede de su nuevo valor, si, en el ejemplo precedente, sigue siendo
superior a 2 pesetas después de haberse duplicado la productividad del
trabajo.

Algunos economistas han sostenido que la supervalía puede elevarse, sin
que disminuya la fuerza de trabajo, reduciendo los impuestos que paga
el capitalista. Una disminución de impuestos no afecta absolutamente
nada a la cantidad de sobretrabajo, y, por consiguiente, de supervalía,
que el capitalista arranca al obrero. Únicamente cambia la proporción
según la cual el capitalista embolsa la supervalía o tiene que
repartirla con otros. No altera, pues, la relación que existe entre la
supervalía y el valor de la fuerza de trabajo.


II. _La duración y la productividad del trabajo no cambian, su
intensidad cambia._

Si su productividad aumenta, el trabajo rinde en el mismo tiempo más
productos, pero no más valor. Si su intensidad aumenta, rinde en el
mismo tiempo, no solamente más productos, sino también más valor,
puesto que, en este caso, el aumento de productos proviene de un
aumento de trabajo. Dadas su duración y su productividad, el trabajo
crea, pues, tanto más valor cuanto más excede su grado de intensidad de
la intensidad media social.

Como el valor producido durante una jornada de doce horas, por ejemplo,
deja así de estar encerrado en límites fijos, se deduce que supervalía
y valor de la fuerza de trabajo pueden cambiar en el mismo sentido,
marchando paralelamente, en proporción igual o desigual. Si la misma
jornada, merced a un aumento de la intensidad del trabajo, produce 8
pesetas en lugar de 6, es evidente que la parte del obrero y la del
capitalista pueden elevarse a un tiempo de 3 pesetas a 4.

Semejante elevación en el precio de la fuerza de trabajo no significa
que se ha pagado por ella más de su valor, porque el aumento de la
intensidad del trabajo se refleja en el valor de la fuerza obrera, pues
apresura el desgaste de esta. A pesar de este alza, el precio puede ser
inferior al valor. Sucede esto cuando la elevación del precio no basta
para compensar el aumento de desgaste de la fuerza de trabajo.


III. _La intensidad y la productividad del trabajo no cambian, su
duración cambia._

Bajo el aspecto del cambio de duración, el trabajo puede reducirse
o prolongarse. En las condiciones mencionadas obtenemos las leyes
siguientes:

1.ª El valor realizado en una jornada de trabajo aumenta o disminuye al
mismo tiempo que su duración.

2.ª Todo cambio en la relación de cantidad entre la supervalía y el
valor de la fuerza de trabajo, proviene de un cambio de la cantidad del
sobretrabajo y, por consiguiente, de la supervalía.

3.ª El valor absoluto de la fuerza de trabajo no puede cambiar sino
mediante la acción que ejerce sobre su desgaste la prolongación del
sobretrabajo; todo cambio de este valor absoluto es, pues, el efecto y
jamás la causa de un cambio en la cantidad de la supervalía.

Supongamos que la jornada de trabajo compuesta de doce horas, seis
de trabajo necesario y seis de sobretrabajo, produce un valor de 50
céntimos por hora, o sea 6 pesetas, del cual percibe la mitad el obrero
y la otra mitad el capitalista.

Empecemos reduciendo a diez horas la jornada de trabajo, que antes era
de doce. Al reducirse, no produce más que un valor de 5 pesetas. Siendo
el trabajo necesario de seis horas, el sobretrabajo queda reducido
de seis horas a cuatro, y la supervalía desciende de 3 pesetas a 2.
Aun siguiendo invariable, el valor de la fuerza de trabajo gana en
cantidad, relativamente a la supervalía, gracias a la disminución de
esta, que es, en efecto, como 3 es a 2, de 150 por 100, en vez de ser
como 3 es a 3, o de 100 por 100. El capitalista no podría desquitarse
sino pagando por la fuerza de trabajo menos de su valor. En el fondo
de las elucubraciones ordinarias contra la reducción de la jornada de
trabajo, se advierte la suposición de que las cosas se hallan en las
condiciones aquí admitidas, es decir, que se suponen inalterables la
productividad y la intensidad del trabajo, cuyo aumento, en suma, sigue
siempre a la reducción de la jornada.

Si se prolonga la jornada de doce horas a catorce, estas dos horas se
añaden al sobretrabajo y la supervalía se eleva de 3 pesetas a 4. Por
más que el valor nominal de la fuerza de trabajo sea el mismo, pierde
en cantidad, relativamente a la supervalía, a causa del aumento de
esta; en efecto, la supervalía es como 3 es a 4, de 75 por 100, en vez
de ser como 3 es a 3, de 100 por 100.

El valor de la fuerza de trabajo puede disminuir con una jornada de
trabajo prolongada, aunque su precio no cambie o se eleve, si este
precio no compensa el gran gasto en fuerza vital que el trabajo
prolongado impone al obrero.


IV. _Cambios simultáneos en la duración, en la intensidad y en la
productividad del trabajo._

No nos detendremos a examinar todas las combinaciones posibles, fáciles
en suma de resolver por lo que antecede; solo nos detendremos en un
caso de interés especial: en el aumento de la intensidad y de la
productividad del trabajo junto con la disminución de su duración.

El aumento de la productividad del trabajo y de su intensidad
multiplica la masa de las mercancías obtenidas en un tiempo dado, y,
por tanto, acorta la parte de la jornada en que el obrero no hace más
que producir un equivalente de su subsistencia. Esta parte necesaria,
pero susceptible de disminución, de la jornada de trabajo forma el
límite absoluto de esta, al cual es imposible descender bajo el régimen
capitalista. Suprimido este régimen, el sobretrabajo desaparecería y
la jornada entera tendría por límite el tiempo de trabajo necesario.
Sin embargo, no hay que olvidar que una parte del sobretrabajo actual,
la parte consagrada a la formación de un fondo de reserva y de
acumulación, se contaría entonces como trabajo necesario, mientras que
la extensión actual de este trabajo está limitada solamente por los
gastos de manutención de una clase de asalariados destinada a producir
la riqueza de sus dueños.

Cuanto mayor sea la fuerza productiva del trabajo, menor puede ser
su duración, y cuanto más corta sea su duración, más puede aumentar
su intensidad. Desde el punto de vista social, se aumenta también la
productividad del trabajo suprimiendo todo gasto inútil, ya en medios
de producción, ya en fuerza vital. Cierto que el régimen capitalista
impone la economía de los medios de producción a cada establecimiento
tomado aisladamente; pero, a más de hacer del insensato derroche de
la fuerza obrera un medio de economía para el explotador, necesita
también, por su sistema de competencia anárquica, el despilfarro
más desenfrenado del trabajo productivo y de los medios sociales de
producción, fuera de las muchas funciones parásitas que engendra y que
el mismo capitalista hace más o menos indispensables.

Determinadas la intensidad y la productividad del trabajo, el tiempo
que la sociedad debe consagrar a la producción material es tanto
más corto, y el tiempo disponible para el libre desarrollo de los
individuos tanto más largo, cuanto más equitativamente está distribuido
el trabajo entre todos los miembros de la sociedad y cuanto menos
una clase se descarga sobre otra de esta necesidad impuesta por la
Naturaleza. En este sentido, la disminución de la jornada encuentra
su último límite en la generalización del trabajo manual: trabajando
todos, corresponderá a cada uno el menor tiempo de trabajo posible.

La sociedad capitalista compra el descanso, la holganza de una sola
clase mediante la transformación de la vida entera de las masas en
tiempo de trabajo.



CAPÍTULO XVIII

EXPRESIONES DEL TIPO DE LA SUPERVALÍA

Fórmulas diversas que explican este tipo. -- La supervalía proviene del
trabajo no pagado.


_Fórmulas diversas que explican este tipo._

Hemos visto en el capítulo noveno que el tipo de la supervalía es
igual a la relación de la supervalía con el capital variable, o a la
relación de la supervalía con el valor de la fuerza de trabajo, o bien
a la relación del sobretrabajo con el trabajo necesario. El tipo de
la supervalía se expresa, finalmente, por la relación del trabajo no
pagado con el trabajo pagado.


_La supervalía proviene del trabajo no pagado._

Lo que el capitalista paga no es el trabajo, el producto, sino la
fuerza de trabajo, la facultad de producir. Al comprar esta fuerza
por un día, una semana, etc., el capitalista obtiene en cambio el
derecho de explotarla durante un día, una semana, etc. El tiempo de
explotación se divide en dos periodos. Durante uno, la actividad de su
fuerza produce solo un equivalente de su precio; durante el otro es
gratuito y produce, por consecuencia, al capitalista un valor por el
cual no paga equivalente alguno, que no le cuesta nada. En este caso,
el sobretrabajo de donde saca la supervalía puede denominarse trabajo
no pagado.

Vese ahora cuán poco hay que fiar de la opinión de personas interesadas
en ocultar la verdad, las cuales se esfuerzan en dar a este cambio
de la parte variable del capital por el uso de la fuerza de trabajo,
que conduce a la apropiación del producto por el no productor, la
falsa apariencia de una relación de asociación, en la cual el obrero
y el capitalista comparten el producto, en atención a la cantidad de
elementos suministrados por cada uno.

El capital no es tan solo, como dice Adam Smith, la facultad de
disponer del trabajo de otro, sino que es principalmente la facultad
de disponer de un _trabajo no pagado_. Toda supervalía, cualquiera
que sea su forma particular, beneficio, réditos, rentas, etc., es, en
sustancia, la materialización de un trabajo no pagado. Todo el secreto
del poder que tiene el capital de procrear estriba en el hecho de que
dispone de cierta cantidad de trabajo de otro, que no paga.



SECCIÓN SEXTA

El salario.

CAPÍTULO XIX

TRANSFORMACIÓN DEL VALOR O DEL PRECIO DE LA FUERZA DE TRABAJO EN SALARIO

El salario es el precio, no del trabajo, sino de la fuerza de trabajo.
-- La forma salario oculta la relación verdadera entre capital y
trabajo.


_El salario es el precio, no del trabajo, sino de la fuerza de trabajo._

Si se examina solo superficialmente la sociedad burguesa, parece que en
ella el salario del trabajador es la retribución del trabajo, es decir,
que se paga cierta cantidad de dinero por otra cantidad determinada de
trabajo. El trabajo está, pues, considerado como una mercancía cuyos
precios corrientes oscilan, aumentando o disminuyendo su valor.

Pero ¿qué cosa es el valor? El valor representa el trabajo social
gastado en la producción de una mercancía. Y ¿cómo medir la cantidad de
valor de una mercancía? Por la cantidad de trabajo que contiene. ¿Cómo
se determinará, por ejemplo, el valor de un trabajo de doce horas? Por
las doce horas de trabajo que contiene, lo cual evidentemente carece de
sentido.

Para ser llevado y vendido en el mercado a título de mercancía, el
trabajo debería, en todo caso, existir de antemano. Pero si el
trabajador pudiese prestarle una existencia material, separada e
independiente de su persona, vendería entonces mercancía y no trabajo.

Quien en el mercado se presenta directamente al capitalista, no
es el trabajo, sino el trabajador. Lo que este vende es su propio
individuo, su fuerza de trabajo. Desde el instante que empieza a poner
en actividad su fuerza, es decir, desde que empieza a trabajar, desde
que su trabajo existe, este trabajo ha dejado ya de pertenecerle y no
puede ser vendido por él. El trabajo es la sustancia y la medida de
los valores, pero él por sí mismo no tiene valor alguno. La expresión
«valor del trabajo» es una expresión inexacta, que tiene origen en las
formas aparentes de las relaciones de producción.

Una vez admitido este error, la Economía política clásica se preguntó
cómo se había determinado el precio del trabajo. Desde luego reconoció
que, lo mismo respecto al trabajo que a cualquiera otra mercancía, la
relación entre la oferta y la demanda no significa otra cosa sino las
oscilaciones del precio de mercado sobre o bajo cierto tipo. En cuanto
la oferta y la demanda se equilibran, cesan las variaciones de precio
que habían ocasionado, pero también cesa en aquel punto el efecto de
la oferta y de la demanda. En su estado de equilibrio, el precio del
trabajo no depende ya de su acción; ¿de qué depende, pues? Este precio
no puede ser, lo mismo para el trabajo que para toda otra mercancía,
más que su valor expresado en dinero; este valor lo determinó la
Economía política por el valor de las subsistencias necesarias para el
sostenimiento y reproducción del trabajador. No cabe duda que de este
modo sustituyó el objeto aparente de sus investigaciones, el valor
del trabajo, por el valor de la fuerza de trabajo, fuerza que solo
existe en la persona del trabajador y se diferencia de su función, el
trabajo, como una máquina se diferencia de sus operaciones. Pero la
Economía política clásica no paró mientes en la confusión introducida.


_La forma salario oculta la relación verdadera entre capital y trabajo._

En efecto, según todas las apariencias, lo que el capitalista paga es
el valor de la utilidad que el obrero le produce, el valor del trabajo.
Además, el trabajador no percibe su salario hasta después de haber
entregado su trabajo. Ahora bien, como medio de pago, el dinero no
hace más que realizar tardíamente el valor o el precio del artículo
producido, o sea, en el caso precedente, el valor o el precio del
trabajo ejecutado. La sola experiencia de la vida práctica no hace
resaltar la doble utilidad del trabajo: la propiedad de satisfacer una
necesidad, propiedad que tiene de común con todas las mercancías, y la
de crear valor, propiedad que le distingue de todas las mercancías y le
impide, por ser elemento que crea valor, tenerlo por sí propio.

Examinemos una jornada de doce horas que produce un valor de 6 pesetas,
y del que la mitad equivale al valor cotidiano de la fuerza de trabajo.
Confundiendo el valor de la fuerza con el valor de su función, con el
trabajo que ejecuta, se obtiene esta fórmula: el trabajo de doce horas
tiene un valor de 3 pesetas, llegándose así al resultado absurdo de que
un trabajo que crea un valor de 6 pesetas, no vale más que 3. Pero esto
no es visible en la sociedad capitalista. El valor de 3 pesetas, para
cuya producción solo son necesarias seis horas de trabajo, se presenta
en ella como el valor de la jornada entera de trabajo. Al recibir un
salario cotidiano de 3 pesetas, parece que el obrero recibe el valor
íntegro de su trabajo, sucediendo esto precisamente porque el excedente
del valor de su producto sobre el de su salario afecta la forma de una
supervalía de 3 pesetas creada por el capital y no por el trabajo.

La forma salario, o pago directo del trabajo, hace desaparecer, pues,
todo vestigio de la división de la jornada en trabajo necesario y
sobretrabajo, en trabajo pagado y en trabajo no pagado, de suerte que
se considera pagado todo el trabajo del obrero libre. El trabajo que
el siervo ejecuta para sí propio y el que está obligado a ejecutar
para su señor, son perfectamente diferentes uno de otro, y tienen
lugar en sitios diversos. En el sistema esclavista, aun la parte de
la jornada en que el esclavo reemplaza el valor de sus subsistencias
y en la cual trabaja realmente para sí propio, no parece sino que
trabaja para su propietario; todo su trabajo reviste la apariencia
de trabajo no pagado. Sucede lo contrario con el trabajo asalariado:
aun el sobretrabajo o trabajo no pagado afecta la apariencia de
trabajo pagado. En la esclavitud, la relación de propiedad oculta
el trabajo del esclavo para sí mismo; en el salariado, la relación
monetaria encubre el trabajo gratuito que el asalariado produce para su
capitalista.

Compréndese ahora la inmensa importancia que tiene en la práctica este
cambio de forma, el cual hace aparecer la retribución de la fuerza de
trabajo como salario del trabajo, el precio de la fuerza como precio de
su función. La forma aparente hace invisible la relación efectiva entre
capital y trabajo; de esa forma aparente dimanan todas las nociones
jurídicas del asalariado y del capitalista, todas las mistificaciones
de la producción capitalista, todas las ilusiones liberales y todas las
glorificaciones justificativas de la Economía política vulgar.



CAPÍTULO XX

EL SALARIO A JORNAL

El precio del trabajo. -- Paros parciales y reducción general de la
jornada de trabajo. -- El bajo precio del trabajo y la prolongación de
la jornada.


El salario reviste a su vez formas muy variadas; examinaremos sus dos
formas fundamentales: el salario a jornal y el salario a destajo.


_El precio del trabajo._

La venta de la fuerza de trabajo tiene siempre lugar, como hemos visto,
por un periodo de tiempo determinado. El valor diario, semanal, etc.,
de la fuerza de trabajo se presenta, pues, bajo la forma aparente de
salario a jornal, es decir, por días, por semanas, etc.

En el salario a jornal hay que hacer distinción entre el importe total
del salario diario, semanal, etc., y el precio del trabajo. En efecto,
es evidente que, según la extensión de la jornada, el mismo salario
cotidiano, semanal, etc., puede representar precios de trabajo muy
diversos. El precio medio del trabajo se obtiene dividiendo el valor
medio diario de la fuerza de trabajo por el número medio de horas de la
jornada de trabajo. Si el valor diario es, por ejemplo, de 3 pesetas y
la jornada de trabajo de doce horas, el precio de una hora es igual a 3
pesetas divididas por 12, o sean 25 céntimos. El precio de la hora así
averiguado, es la medida del precio del trabajo.

El salario puede quedar invariable y el precio del trabajo puede
aumentar o disminuir. Si, por ejemplo, la jornada es de diez horas y
el salario el mismo, de 3 pesetas, la hora de trabajo se paga a 30
céntimos; si la jornada es de quince horas, ya solo se paga la hora
a 20 céntimos. Por el contrario, el salario puede elevarse aunque el
precio del trabajo no varíe o disminuya. Si la jornada media es de diez
horas y el valor cotidiano de la fuerza de trabajo es de 3 pesetas, el
precio de la hora es de 30 céntimos; si, a consecuencia de un aumento
de obra, el obrero trabaja doce horas en lugar de diez, entonces,
sin cambiar el precio del trabajo, el salario cotidiano se elevará a
3,60 pesetas; hay que advertir que, en este último caso, a pesar de
la elevación del salario, la fuerza de trabajo se paga a menos de su
valor, pues esta elevación no compensa el mayor desgaste de la fuerza
resultante del aumento de trabajo.

En general, dada la duración del trabajo diario o semanal, el salario
cotidiano o semanal dependerá del precio del trabajo; dado el precio
del trabajo, el salario por día o por semana dependerá de la duración
del trabajo diario o semanal.


_Paros parciales y reducción general de la jornada de trabajo._

Ya hemos dicho que el precio de una hora de trabajo, medida del salario
a jornal, se obtiene dividiendo el valor diario de la fuerza de trabajo
por el número de horas de la jornada ordinaria. Pero si el patrono no
da ocupación al obrero con regularidad durante ese número de horas,
este percibe tan solo una parte de su salario regular. He aquí, pues,
el origen de los males que resultan para el obrero de una ocupación
insuficiente, de un paro parcial.

Si el tiempo que ha servido de base para el cálculo del salario a
jornal es de doce horas, por ejemplo, y el obrero no está ocupado
más que seis u ocho, su salario por horas, que multiplicado por doce
equivale al valor de sus subsistencias necesarias, desciende de este
valor indispensable desde que, a consecuencia de una reducción de
ocupación, no se halla multiplicado sino por seis o por ocho, es decir,
por un número inferior a doce.

Como es lógico, no debe confundirse el efecto de esta insuficiencia
de ocupación con su disminución, que resultaría de una rebaja general
de la jornada de trabajo. En el primer caso, el precio ordinario del
trabajo se calcula suponiendo que la jornada regular es de doce horas,
y si el obrero trabaja menos, supongamos ocho horas, no percibe lo
suficiente; mientras que, en el segundo caso, el precio ordinario del
trabajo se calcularía estableciendo que la jornada regular fuese, por
ejemplo, de ocho horas, y, por consecuencia, el precio de la hora sería
más elevado. Podría suceder que aun entonces el obrero no percibiese su
salario regular; pero esto solo sucedería si estaba ocupado menos de
ocho horas, mientras que en el primer caso ocurre no estando ocupado
doce horas.


_El precio inferior del trabajo y la prolongación de la jornada._

En ciertos ramos de la industria en que domina el salario a jornal, es
costumbre contar como regular una jornada de cierto número de horas,
diez, por ejemplo. Después comienza el trabajo suplementario, el cual,
tomando como tipo la hora de trabajo, está algo más remunerado. A
causa de la inferioridad del precio del trabajo durante el tiempo
reglamentario, el obrero se ve obligado, para obtener un salario
suficiente, a trabajar durante el tiempo suplementario que está
menos mal pagado. Esto conduce, en provecho del capitalista, a una
prolongación de la jornada de trabajo. La limitación legal de la
jornada de trabajo pone fin a esta canallada.

Hemos visto más arriba que, dado el precio del trabajo, el salario
cotidiano o semanal depende de la duración del trabajo suministrado.
De esto resulta que, mientras más inferior sea el precio del trabajo,
más larga debe ser la jornada para que el obrero alcance un salario
suficiente. Si el precio de la hora de trabajo es de 15 céntimos, el
obrero debe trabajar quince horas para obtener un salario cotidiano de
2,25 pesetas; si el precio de la hora de trabajo es de 25 céntimos,
una jornada de doce horas le basta para obtener un salario cotidiano
de 3 pesetas. El precio inferior del trabajo, pues, hace forzosa la
prolongación del tiempo de trabajo.

Pero si la prolongación de la jornada es el efecto natural del precio
inferior del trabajo, puede ser también causa de una baja en el precio
del trabajo, y, por consiguiente, en el salario cotidiano o semanal.
Si, gracias a la prolongación de la jornada, un hombre ejecuta la
tarea de dos, la oferta de trabajo aumenta, por más que no haya
variado el número de obreros que hay en el mercado. La competencia así
creada entre los obreros, permite al capitalista reducir el precio
del trabajo, reducción que, como ya hemos visto, permite a su vez que
prolongue aún más la jornada. Por consiguiente, el capitalista saca
doble provecho de la disminución del precio corriente del trabajo y de
su duración extraordinaria.

No obstante, esta facultad de disponer de una cantidad considerable de
trabajo no pagado, no tarda en convertirse en medio de competencia
entre los mismos capitalistas; para atraer el mayor número de
compradores, rebajan el precio de venta de las mercancías, que les
salen a menos coste; este precio concluye por fijarse en una cantidad
excesivamente pequeña, la cual, a contar desde ese momento, forma
la base normal de un salario miserable para los obreros de aquellos
industriales.



CAPÍTULO XXI

EL SALARIO A DESTAJO

Esta forma del salario no altera en nada su naturaleza. --
Particularidades que hacen de este forma del salario la más conveniente
para la producción capitalista.


_Esta forma del salario no altera en nada su naturaleza._

El salario a destajo parece a primera vista demostrar que se paga al
obrero, no el valor de su fuerza, sino el del trabajo ya realizado
en el producto, y que el precio de este trabajo está determinado por
la capacidad de ejecución del productor. En realidad, solo es una
transformación del salario a jornal.

Supongamos que la jornada ordinaria de trabajo es de doce horas, seis
de trabajo necesario y seis de sobretrabajo, seis pagadas y seis
no pagadas, y que el valor producido es de 6 pesetas. El producto
de una hora de trabajo será, por consiguiente, de 50 céntimos. La
experiencia ha establecido que un obrero, trabajando con el grado
medio de intensidad y de habilidad, y empleando, por tanto, solo el
tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de un
artículo, entregue en doce horas doce de estos productos o fracciones
de producto. Estas doce porciones, deducidos los medios de producción
que contienen, valen 6 pesetas, y cada una de ellas vale 50 céntimos.
El obrero recibe por cada fracción 25 céntimos, y gana así 3 pesetas
en doce horas, mientras que las mercancías, producto de doce horas de
trabajo, valen 6 pesetas, deducidos los medios de producción consumidos.

Así como en el sistema del salario a jornal es indiferente decir que
el obrero trabaja seis horas para sí y seis para el capitalista, o la
mitad de cada hora para él y la otra mitad para el patrono, asimismo
en este caso puede decirse indiferentemente que cada fracción de
producto está mitad pagada y mitad no pagada, o que el precio de seis
fracciones de producto no es más que un equivalente de la fuerza de
trabajo, mientras que la supervalía está contenida en las otras seis
suministradas gratuitamente por el obrero. En el salario a jornal, el
trabajo se mide por su duración inmediata; en el salario a destajo,
por la cantidad de productos suministrados en un espacio de tiempo
determinado; pero, en ambos casos, el valor de una jornada de trabajo
está determinado por el valor diario de la fuerza de trabajo. El
salario a destajo no es, pues, sino una forma modificada del salario a
jornal.

Si la productividad del trabajo aumenta, si la cantidad de productos
realizable en cierto tiempo se duplica, por ejemplo, el salario a
destajo bajará en la misma proporción, disminuirá una mitad, de suerte
que el salario cotidiano no variará absolutamente. De una manera o de
otra, lo que el capitalista paga no es el trabajo, sino la fuerza de
trabajo. Tal forma de retribución puede ser más favorable que tal otra
para el desarrollo de la producción capitalista, pero ninguna modifica
la naturaleza del salario.


_Particularidades que hacen de esta forma del salario la más
conveniente para la producción capitalista._

Dentro de esta forma de salario, la obra debe ser de una calidad media
para que la fracción de producto se pague al precio estipulado. Bajo
este concepto, el salario a destajo es un manantial inagotable de
pretextos para retener parte del salario del obrero y para privarle de
lo que le pertenece.

Al mismo tiempo suministra al capitalista una medida exacta de la
intensidad del trabajo. No se paga más tiempo de trabajo que el que
contiene una masa de productos determinada de antemano y establecida
experimentalmente. Si el obrero no posee la capacidad media de
ejecución, si no puede suministrar en su jornada el mínimum fijado, se
le despide.

Aseguradas así la calidad y la intensidad del trabajo, por la forma
misma del salario, se hace innecesaria una gran parte del trabajo de
vigilancia. En esto se funda, no solo el trabajo moderno a domicilio,
sino todo un sistema de opresión y de explotación jerárquicamente
constituido. Este sistema reviste dos formas fundamentales.

Por una parte, el salario a destajo facilita la intervención de
parásitos entre el capitalista y el trabajador, o sea la contrata. La
ganancia de los contratistas proviene exclusivamente de la diferencia
que existe entre el precio del trabajo que paga el capitalista y la
porción de este precio que ellos asignan al obrero. Por otra parte,
el salario a destajo permite al capitalista ajustar en un tanto cada
fracción de producto con un obrero principal, jefe de grupo o tanda,
etc., el cual se encarga, por el precio estipulado, de buscar el
personal necesario y de pagarlo. La explotación de los trabajadores por
el capital se complica en este caso con una explotación del trabajador
por el trabajador.

Con el salario a destajo, el interés personal impele al obrero a
redoblar sus fuerzas todo lo posible, lo cual facilita al capitalista
la elevación de la intensidad ordinaria del trabajo; el obrero está
igualmente interesado en prolongar la jornada de trabajo, pues es el
único modo de aumentar su salario cotidiano o semanal. De aquí se
origina una reacción semejante a la de que hemos hablado al final del
capítulo anterior.

El salario a jornal supone, con raras excepciones, la igualdad de
remuneración para los obreros encargados de una misma tarea. El salario
a destajo, en el cual el precio del tiempo de trabajo se mide por una
cantidad determinada de producto, varía naturalmente según lo que la
cantidad de producto suministrada en un tiempo dado exceda del mínimum
establecido. La diferencia de habilidad, de fuerza, de energía, de
perseverancia entre los trabajadores individuales, ocasionan en esta
forma de salario grandes diferencias en sus ganancias respectivas.

Por lo demás, esto no altera lo más mínimo la relación general
existente entre el capital y el salario del trabajador. En primer
lugar, esas diferencias individuales se nivelan en el conjunto
del taller. En segundo lugar, la proporción entre el salario y la
supervalía no está modificada en este segundo sistema de salario, pues
al salario individual de cada obrero corresponde la masa de supervalía
suministrada por él. El salario a destajo tiende por esto mismo a
desarrollar, por una parte, el espíritu de independencia y de autonomía
en los trabajadores, y, por otra, la competencia que se hacen entre
ellos. Síguese de aquí una elevación de los salarios individuales
sobre su nivel general, acompañada de un descenso de este mismo nivel.

Por último, el salario a destajo permite al patrono aplicar el sistema
ya indicado de no ocupar regularmente al obrero durante la jornada o
durante la semana.

Todo esto demuestra que el salario a destajo es la forma de salario más
conveniente al sistema de producción capitalista.



CAPÍTULO XXII

DIFERENCIA EN EL TIPO DE LOS SALARIOS NACIONALES

Cómo pueden compararse los diferentes tipos nacionales del salario. --
Modificaciones de la ley del valor en su aplicación internacional. --
Salario aparente y salario real.


_Cómo pueden compararse los diferentes tipos nacionales del salario._

Para comparar el tipo del salario entre diferentes naciones, es preciso
ante todo tener en cuenta las circunstancias de que depende en cada una
de ellas el valor de la fuerza de trabajo, tales como la cantidad de
las necesidades ordinarias, el precio de las subsistencias, el número
medio de individuos de las familias obreras, los gastos de educación
del trabajador, el papel que desempeña el trabajo de las mujeres y de
los niños, y, en fin, la productividad, la duración y la intensidad del
trabajo.

Conociendo la duración cotidiana del trabajo y el salario de la jornada
en cada país, se hallará para cada uno el precio de la hora de trabajo
en los mismos ramos de industria; en cuyo caso podrán compararse
los tipos nacionales del salario a jornal. Después será necesario
reducir el salario a jornal a salario a destajo, único que indica los
diferentes grados de intensidad y de productividad del trabajo.


_Modificaciones de la ley del valor en su aplicación internacional._

Existe en cada país cierta intensidad ordinaria, en defecto de la
cual un producto consume más tiempo de trabajo del socialmente
necesario; pero, cualquiera que sea el tiempo que haya consumido, en
el mercado nacional solo se encuentra el valor correspondiente al
tiempo socialmente necesario para su producción. El valor no se regula
más que por la duración de este tiempo, y semejante regla solo se
modifica cuando el trabajo alcanza un grado de intensidad superior a la
intensidad ordinaria nacional.

No ocurre lo propio en el mercado universal, donde se encuentran los
productos de los diversos países. La intensidad ordinaria del trabajo
nacional no es la misma en todos ellos. Mayor aquí, menor allá, sus
diversos grados nacionales forman una escala que tiene por medida el
grado de intensidad media internacional que su comparación proporciona.
En comparación con el trabajo nacional más intenso, el trabajo nacional
menos intenso crea, en el mismo tiempo, menos valor, que se traduce en
menos dinero.

Otra modificación más profunda de la ley del valor en su aplicación al
mercado universal consiste en que el trabajo nacional más productivo
se considera en ese mercado como trabajo más intenso, es decir,
como trabajo que produce, no solo mayor cantidad de productos, sino
mayor cantidad de valor, siempre que la nación más productiva no se
vea obligada por la competencia a rebajar el precio de venta de sus
mercancías al nivel de su valor real.

Si la producción capitalista está más desarrollada en un país, el
trabajo nacional alcanza en él, por consecuencia, una productividad
y una intensidad ordinarias más acentuadas que la productividad y la
intensidad medias internacionales, y la cantidad de valor producida en
el mismo tiempo es allí más elevada y se expresa por una cantidad mayor
de dinero, el cual vale relativamente menos en ese país que en otro en
que la producción capitalista está menos desarrollada.


_Salario aparente y salario real._

Resulta de este último hecho que el salario nominal, la expresión de la
fuerza de trabajo en dinero, será, por término medio, más elevado en el
primer país que en el segundo, lo cual no quiere decir que suceda lo
mismo precisamente con el salario real, es decir, con la cantidad de
subsistencias puestas a disposición del trabajador.

Aparte de esta diferencia en el valor del dinero con relación a las
mercancías, se verá con frecuencia que, si el salario cotidiano,
semanal, etc., es más elevado en una nación, el precio proporcional del
trabajo, es decir, su precio comparado con la supervalía o con el valor
del producto, es en ella menos elevado.

Mientras que el precio aparente del trabajo es por lo general más bajo
en los países pobres, donde ordinariamente los artículos alimenticios
están más baratos, el precio real, o sea el que cuesta al capitalista
una cantidad dada de trabajo ejecutado, el precio real es en ellos, en
casi todos los casos, más elevado que en los países ricos.



SECCIÓN SÉPTIMA

Acumulación del capital.

INTRODUCCIÓN

Circulación del capital. -- Del estudio del mecanismo fundamental de la
acumulación.


_Circulación del capital._

La transformación de una cantidad de dinero en medios de producción y
en fuerza de trabajo, que es la primera manifestación del movimiento
del valor destinado a funcionar como capital, tiene lugar en el
mercado, dentro del dominio de la circulación.

El acto de producción, segunda manifestación del movimiento, termina en
cuanto los medios de producción se transforman en mercancías cuyo valor
es mayor que el de los elementos que han contribuido a formarlos, es
decir, contiene una supervalía a más del dinero adelantado.

Entonces es cuando las mercancías deben ser puestas en circulación.
Es necesario venderlas, realizar su valor en dinero, para después
transformar de nuevo este dinero en capital, y así sucesivamente.

Este movimiento, pues, es el que constituye la circulación del capital.


_Del estudio del mecanismo fundamental de la acumulación._

La condición primera de la acumulación es la de que el capitalista haya
logrado vender sus mercancías y volver a transformar en capital la
mayor parte del dinero así obtenido; es necesario que el capital haya
circulado con regularidad, y vamos a suponer que así ha sido, en efecto.

El capitalista que produce la supervalía, es decir, que arranca
directamente al obrero trabajo no pagado, se la apropia el primero,
pero no es él solo quien la disfruta. La supervalía se divide en
diversas partes que perciben diferentes categorías de personas bajo
variadas formas, tales como beneficio industrial, interés, ganancia
comercial, renta agrícola, etc. Pero esta participación no cambia
la naturaleza de la supervalía ni las condiciones por las cuales se
convierte en origen de la acumulación. Cualquiera que sea la parte de
supervalía que el capitalista empresario retenga para sí, él es siempre
el primero que se la apropia por completo y el único que la transforma
en capital; podemos, pues, considerar al capitalista como representante
de todos los que se reparten el botín.

El movimiento intermediario de la circulación y la división de la
supervalía en varias partes revisten formas diversas, que complican y
oscurecen el acto fundamental de la acumulación. Así, pues, y a fin
de simplificar su análisis, es necesario dejar a un lado todo lo que
oculta el juego íntimo de su mecanismo y estudiar la acumulación desde
el punto de vista de la producción.



CAPÍTULO XXIII

REPRODUCCIÓN SIMPLE

La parte del capital adelantada en salarios es solo una parte del
trabajo efectuado por el trabajador. -- Todo capital adelantado
se transforma más o menos pronto en capital acumulado. -- Consumo
productivo y consumo individual del trabajador. -- La simple
reproducción mantiene al trabajador en la situación de asalariado.


La producción, cualquiera que sea su forma social, debe ser continua.
Una sociedad no puede dejar de producir, como tampoco de consumir.
Para seguir produciendo, está obligada a transformar continuamente
una parte de sus productos en medios de producción, en elementos de
nuevos productos. Para mantener su riqueza a la misma altura, en
iguales circunstancias, necesita sustituir los medios de trabajo,
las materias primeras, las materias auxiliares, en una palabra, los
medios de producción consumidos, por ejemplo, durante un año, por
idéntica cantidad anual de artículos de la misma especie, o, dicho
de otra manera, es necesario que haya reproducción de la riqueza. Si
la producción afecta la forma capitalista, igual forma afectará la
reproducción. Desde el punto de vista de la primera, el acto de trabajo
sirve entonces de auxiliar para crear supervalía; desde el punto
de vista de la segunda, sirve de medio para reproducir o perpetuar
como capital, es decir, como valor que produce valor, la parte
metálica adelantada. Como aumento periódico del valor adelantado, la
supervalía adquiere la forma de una _renta_ procedente del capital. Si
el capitalista consume esta renta y la gasta en la misma medida que
se va produciendo, solo habrá simple reproducción, dadas las mismas
circunstancias; en otros términos, el capital continuará funcionando
sin acrecentar. No obstante, las mismas operaciones repetidas por un
capital en la misma escala, le prestan ciertos caracteres que vamos a
examinar.


_La parte del capital adelantada en salarios es solo una parte del
trabajo efectuado por el trabajador._

Examinemos, en primer lugar, la parte del capital adelantada en
salarios, o sea el capital variable.

Antes de comenzar a producir, el capitalista compra una cantidad de
fuerzas de trabajo por un tiempo determinado, pero no la paga hasta
después que el obrero ha trabajado y añadido al producto el valor
de su propia fuerza y una supervalía. Además de esta supervalía,
que constituye el caudal de consumo del capitalista, el obrero ha
producido, pues, ese caudal con su propia paga, que es el capital
variable, antes de percibirlo bajo forma de salario. Una parte del
trabajo ejecutado por él la semana precedente o el mes anterior,
sirve para pagar su trabajo de hoy o del mes próximo. Esta parte de
su producto, que vuelve al trabajador convertida en salario, se le
paga, cierto, en dinero; pero el dinero solo es el porta-valor de las
mercancías, y no afecta en nada al hecho de que el salario percibido
por el obrero bajo la forma de adelanto del capitalista no es otra cosa
sino una parte de su propio trabajo ya realizado.

Sin embargo, antes de tomar nuevo impulso, este movimiento de
producción ha debido tener un principio y durar cierto tiempo, durante
el cual el obrero, no habiendo aún producido, no podía ser pagado
con su propio producto, como tampoco mantenerse del aire. ¿No se
deberá, pues, suponer que la primera vez que la clase capitalista se
presenta en el mercado para comprar la fuerza de trabajo, tiene ya
acumulado, bien por sus propios esfuerzos o por sus ahorros, capitales
que le permitan adelantar las subsistencias del obrero en forma de
moneda? Aceptaremos provisionalmente esta solución, cuyo fundamento
examinaremos en el capítulo sobre la acumulación primitiva.


_Todo capital adelantado se transforma más o menos pronto en capital
acumulado._

Aunque así sea, la reproducción continua cambia muy pronto el carácter
primitivo del conjunto del capital adelantado, compuesto de parte
variable y parte constante.

Si un capital de 25.000 pesetas produce anualmente una supervalía de
5.000 pesetas, que consume el capitalista, es evidente que después de
haberse repetido cinco veces este movimiento, la suma de la supervalía
consumida será igual a 5.000 pesetas multiplicadas por 5, o sean 25.000
pesetas, es decir, el valor total del capital adelantado.

Si, por ejemplo, solo se consumiese la mitad de la supervalía anual,
el mismo resultado se obtendría a los diez años en vez de ser a los
cinco, pues multiplicando la mitad de la supervalía, que son 2.500
pesetas, por 10, se tiene la misma cantidad de 25.000 pesetas. En
términos generales, dividiendo el capital adelantado por la cantidad de
supervalía consumida anualmente, se halla el número de años al cabo de
los cuales el capital primitivo ha sido consumido enteramente por el
capitalista, y, por consiguiente, ha desaparecido.

Según esto, después de cierto tiempo, el valor-capital que pertenecía
al capitalista se hace igual a la suma de supervalía que este ha
adquirido gratuitamente durante ese mismo tiempo; la suma de valor que
ha adelantado iguala a la que ha consumido.

Es cierto que tiene siempre entre manos un capital cuya cantidad no ha
variado. Pero cuando un hombre consume su hacienda por las deudas que
contrae, el valor de ella solo representa el importe de sus deudas;
del mismo modo, cuando el capitalista ha consumido el equivalente del
capital que había adelantado, el valor de este capital no representa
más que la suma de supervalía monopolizada por él.

Por consecuencia, la reproducción simple basta para transformar más
o menos pronto todo capital adelantado en capital acumulado o en
supervalía capitalizada. Aunque a su entrada en el dominio de la
producción fuera adquirido por el trabajo personal del empresario,
al cabo de cierto tiempo se convertiría en valor adquirido sin
equivalente, sería la materialización del trabajo no pagado de otro.


_Consumo productivo y consumo individual del trabajador._

El trabajador hace un consumo doble. En el acto de producción consume,
por su trabajo, medios de producción, con objeto de transformarlos
en productos de un valor superior al del capital adelantado; este
es su _consumo productivo_, que significa al mismo tiempo consumo
de su fuerza por el capitalista a quien pertenece. Pero el dinero
desembolsado para la compra de esta fuerza es empleado por el
trabajador en medios de subsistencia, y esto es lo que constituye su
_consumo individual_.

El consumo productivo y el consumo individual del trabajador son, pues,
perfectamente distintos. En el primero, el obrero actúa como fuerza que
pone en actividad al capital y pertenece al capitalista; en el segundo,
se pertenece a sí propio y ejecuta funciones vitales independientemente
del acto de producción. El resultado del primero es la vida del
capital, el resultado del segundo es la vida del obrero mismo.

Al transformar en fuerza de trabajo una parte de su capital, el
capitalista asegura la conservación y la reducción a valor de su
capital entero. Haciendo esto, mata de una pedrada dos pájaros: saca
beneficio de lo que recibe del obrero, y además de lo que le paga.

El capital que sirve para pagar la fuerza de trabajo, lo cambia la
clase obrera por las subsistencias cuyo consumo fortalece los músculos,
los nervios, el cerebro de los trabajadores existentes, y forma nuevos
trabajadores. Dentro de los límites de lo estrictamente necesario, el
consumo individual de la clase obrera no es más que la transformación
de las subsistencias, la cual le permite que venda su fuerza de
trabajo en nueva fuerza de trabajo, en nueva materia explotable por el
capital. Por contribuir a la producción y reproducción del instrumento
más indispensable al capitalista, que es el trabajador, el consumo
individual de este es, pues, un elemento de la reproducción del capital.

Cierto es que el trabajador efectúa su consumo individual para su
propia satisfacción y no para la del capitalista. Pero las bestias
de carga también quieren comer; ¿acaso por esto su alimentación
no contribuye a dar utilidad al propietario? El resultado es que
el capitalista no necesita cuidar del consumo individual de los
obreros; esto lo deja a merced de los instintos de conservación y de
reproducción del trabajador libre; su único interés en esta materia es
el de limitarlo a lo estrictamente necesario.

Por esto, el cortesano rastrero del capital, el economista vulgar, solo
considera como productiva la parte del consumo individual que necesita
hacer la clase obrera para perpetuarse y acrecentarse, y sin ella el
capital no hallaría fuerza de trabajo que consumir, o no encontraría
la suficiente. Todo cuanto el trabajador puede gastar, aparte de su
alimentación, en esparcimiento, sea físico o intelectual, es un consumo
improductivo que se le echa en cara como si fuese un crimen.

El consumo individual del trabajador puede considerarse, con razón,
como improductivo, pero solo en cuanto a él, pues el consumo no
reproduce sino al individuo necesitado; en desquite, es productivo para
el capitalista y para el Estado, pues da origen a la fuerza creadora de
toda riqueza.


_La simple reproducción mantiene al trabajador en la situación de
asalariado._

Desde el punto de vista social, la clase obrera es, por consiguiente,
como cualquier otro instrumento de trabajo, una dependencia del
capital, cuyo movimiento de producción exige en ciertos límites el
consumo individual de los trabajadores. Este consumo individual
que los sustenta y los reproduce, destruye al mismo tiempo las
subsistencias que se habían procurado vendiéndose, y los obliga a
reaparecer constantemente en el mercado. Hemos visto en el capítulo
sexto que no bastan la producción y la circulación de las mercancías
para acrecentar el capital. Era necesario todavía que el hombre de
dinero encontrase en el mercado a otros hombres libres, pero obligados
a vender voluntariamente su fuerza de trabajo, no teniendo otra cosa
que vender. La separación entre producto y productor, entre una
categoría de personas dotadas de todas las cosas necesarias al trabajo
para realizarse y otra categoría de individuos cuyo único patrimonio
se reduce a su fuerza de trabajo, tal era el punto de partida de la
producción capitalista.

Pero lo que fue punto de partida se convirtió bien pronto, gracias a
la simple reproducción, en resultado constantemente renovado. Por una
parte, el movimiento de producción no cesa de transformar la riqueza
material en capital y en medios de gozar para el capitalista; por
otra, el obrero es después lo mismo exactamente que antes era: origen
personal de riqueza, privada de sus propios medios de realización.
La repetición periódica del movimiento de producción capitalista
transforma continuamente el producto del asalariado en valor que
absorbe la fuerza creadora de este, en medios de producción que dominan
al productor, en medios de subsistencias que sirven para avasallar al
obrero.

El sistema de producción capitalista reproduce, pues, por sí mismo
la separación entre el trabajador y las condiciones del trabajo. Por
esto solamente, reproduce y perpetúa las condiciones que obligan al
obrero a venderse para vivir y permiten al capitalista comprarlo para
enriquecerse. No es el acaso quien los coloca frente a frente en el
mercado como vendedor y comprador, es el hecho mismo del sistema de
producción el que arroja siempre al obrero en el mercado como vendedor
de su fuerza de trabajo y el que transforma su producto en medio de
compra para el capitalista.

En realidad, el trabajador pertenece a la clase capitalista, a la clase
que dispone de los medios de vida, antes de venderse a un capitalista
individual. Su esclavitud económica se oculta bajo la renovación
continua de este acto de venta, por el engaño del libre contrato, por
el cambio de dueños individuales y por las oscilaciones de los precios
que el trabajo alcanza en el mercado.

Considerado el movimiento de producción capitalista en su continuidad,
o como reproducción, no produce solamente mercancías y supervalía, sino
que reproduce y perpetúa su base: el trabajador en la condición de
asalariado.



CAPÍTULO XXIV

TRANSFORMACIÓN DE LA SUPERVALÍA EN CAPITAL

I. Reproducción en mayor escala. -- Cuanto más acumula el capitalista
más puede acumular. -- La apropiación capitalista no es más que la
aplicación de las leyes de la producción mercantil. -- II. Ideas falsas
acerca de la acumulación. -- III. División de la supervalía en capital
y en renta. -- Teoría de la abstinencia. -- IV. Circunstancias que
influyen en la extensión de la acumulación. -- Grado de explotación de
la fuerza obrera. -- Productividad del trabajo. -- Diferencia creciente
entre el capital empleado y el capital consumido. -- Cantidad del
capital adelantado. -- V. El fondo del trabajo.


I. _Reproducción en mayor escala._

Hemos visto en los capítulos precedentes cómo la supervalía nace del
capital; ahora vamos a ver cómo el capital nace de la supervalía.

Si, en vez de ser consumida, la supervalía se adelanta y se emplea como
capital, se forma uno nuevo que se añade al primitivo. Consideremos
desde luego esta operación en lo que toca al capitalista individual.

Un industrial hilador, por ejemplo, adelanta 250.000 pesetas; las
cuatro quintas partes, o sean 200.000 pesetas, en algodón, máquinas,
etc., y la restante en salarios. Con esto produce anualmente 75.000
kilogramos de hilados de un valor de 4 pesetas cada kilogramo, o sea un
total de 300.000 pesetas. La supervalía, que es desde luego de 50.000
pesetas, está contenida en el _producto neto_ de 12.500 kilogramos, que
es la sexta parte del _producto bruto_, pues vendidos a 4 pesetas el
kilogramo producen una suma igual de 50.000 pesetas, y esta cantidad
vale siempre 50.000 pesetas. Su carácter de supervalía indica cómo
han llegado a manos del capitalista, pero no altera absolutamente su
carácter de valor o de dinero.

Para capitalizar la nueva suma de 50.000 pesetas, el industrial no hace
más que adelantar las cuatro quintas partes de ella para la compra
de algodón y demás materiales necesarios, y la parte restante para
adquirir hilanderos suplementarios. Después de hecho esto, el nuevo
capital de 50.000 pesetas funciona en la filatura y produce a su vez
una supervalía de 10.000 pesetas.

En sus comienzos, el capital ha sido adelantado en forma de dinero;
la supervalía, al contrario, existe desde luego como valor de cierta
cantidad de producto bruto. Si la venta de este último, su cambio
por dinero, vuelve al capital a su forma primitiva, la forma dinero,
también transforma el modo de ser primitivo de la supervalía, que
es la forma mercancía. Pero después de la venta del producto bruto,
valor-capital y supervalía son igualmente sumas de dinero, y su
transformación en capital, que tiene lugar en seguida, se efectúa de
idéntica manera para ambas cantidades. El capitalista adelanta, pues,
las dos sumas para comprar las mercancías con cuyo auxilio vuelve
a empezar de nuevo, y ahora en mayor escala, la fabricación de su
producto.

Sin embargo, para poder comprar los elementos constitutivos de
aquella fabricación, es necesario que los encuentre en el mercado.
La producción anual debe suministrar, por consecuencia, no solamente
todos los artículos necesarios para reemplazar los elementos materiales
del capital gastado durante el año, sino también una cantidad de
dichos artículos mayor que la consumida, así como fuerzas de trabajo
suplementarias, a fin de que pueda funcionar el nuevo valor-capital,
que ya es mayor que el primitivo.

El mecanismo de la producción capitalista suministra esta demasía
de fuerza de trabajo, reproduciendo a la clase obrera como clase
asalariada cuyo salario usual asegura, no solo el sustento, sino aun
la multiplicación. Únicamente se necesita para esto que una parte del
sobretrabajo anual se haya empleado en crear medios de producción y de
subsistencia además de los necesarios para la reposición del capital
adelantado, no habiendo que hacer entonces más que añadir las nuevas
fuerzas de trabajo suministradas cada año en edades diversas por
la clase obrera, al exceso de medios de producción que contiene la
producción anual.

La acumulación resulta, por consecuencia, de la reproducción del
capital en proporción creciente.


_Cuanto más acumula el capitalista, más puede acumular._

El capital primitivo se ha formado, en el ejemplo anterior, por el
adelanto de 250.000 pesetas. ¿De dónde ha sacado estas riquezas el
capitalista? De su propio trabajo o del de sus antepasados, responden
a coro las eminencias de la Economía política; y su suposición parece
que, en efecto, es la única conforme con las leyes de la producción
mercantil.

No sucede lo mismo con el nuevo capital de 50.000 pesetas. Su
procedencia nos es perfectamente conocida: dimana de la supervalía
capitalizada. Desde su origen, no contiene la partícula más mínima
de valor que no provenga del trabajo no pagado de otro. Los medios
de producción a los cuales se añade la fuerza obrera suplementaria,
así como las subsistencias que la mantienen, son partes del producto
neto del tributo arrancado anualmente a la clase obrera por la clase
capitalista. El hecho de que esta última, mediante cierta cantidad de
dicho tributo, compre a la clase obrera una demasía de fuerza, aun en
su justo valor, se asemeja a la magnanimidad de un conquistador que se
halla dispuesto a pagar generosamente las mercancías de los vencidos
con el dinero que les ha arrancado. Merced a su sobretrabajo de un año,
la clase obrera crea el nuevo capital que permitirá el año próximo
crear trabajo de más; esto es lo que se llama crear capital por medio
del capital.

La acumulación de 50.000 pesetas por el primer capital supone que la
suma de 250.000 pesetas, adelantada como capital primitivo, proviene
del propio caudal de su poseedor, de su «trabajo primitivo». Pero
la acumulación de 10.000 pesetas por el segundo capital supone la
acumulación precedente del capital de 50.000 pesetas, que es la
supervalía capitalizada del capital primitivo. Síguese de esto, que
cuanto más acumula el capitalista, adquiere más medios de acumular. En
otros términos, cuanto más trabajo no pagado de otro se haya apropiado
anteriormente, más aún puede monopolizar en la actualidad.


_La apropiación capitalista no es más que la aplicación de las leyes de
la producción mercantil._

Este modo de enriquecerse resulta, es necesario comprenderlo bien, no
de la violación, sino, al contrario, de la aplicación de las leyes que
rigen la producción mercantil. Para convencerse de ello, basta echar
una ojeada sobre las operaciones sucesivas que tienden a la acumulación.

Hemos visto que la transformación positiva de una suma de valor
en capital se hace conforme a las leyes del cambio. Uno de los dos
que cambian vende su fuerza de trabajo, que compra el otro. El
primero recibe el valor de su mercancía, y el uso de esta, que es el
trabajo, pertenece al segundo, quien transforma entonces los medios
de producción, que le pertenecen, con el auxilio de un trabajo que
le pertenece también, en un nuevo producto que es suyo con perfecto
derecho.

El valor de este producto contiene desde luego el de los medios de
producción consumidos; pero el trabajo no emplearía útilmente estos
medios si su valor no pasase al producto. Dicho valor encierra, además,
el equivalente de la fuerza de trabajo y una supervalía. Este resultado
es debido a que la fuerza obrera vendida por un tiempo determinado,
un día, una semana, etc., posee más valor del que su uso produce en
el mismo tiempo. Pero al obtener el valor de cambio de su fuerza, el
trabajador ha enajenado el valor de uso de ella, como sucede en toda
compra y venta de mercancías.

Por más que el uso de este artículo particular, el trabajo, sea
suministrar trabajo, y, por consiguiente, producir valor, eso no altera
en nada la dicha ley general de la producción mercantil. Si, pues,
la suma de valor adelantada en salarios se vuelve a encontrar en el
producto con una demasía, esta no proviene de un engaño cometido con
el vendedor, quien recibe el equivalente de su mercancía, sino del
consumo que de esta hace el comprador. La ley de los cambios no exige
la igualdad sino por relación del valor cambiable de los artículos
enajenados mutuamente, pero supone una diferencia entre sus valores de
uso, y no tiene nada que ver con su consumo, que solo comienza después
de haberse llevado a cabo la venta.

La transformación primitiva del dinero en capital se efectúa, pues,
conforme a las leyes económicas de la producción de mercancías y al
derecho de propiedad que de ellos se origina. ¿En qué se modifica
este hecho porque el capitalista transforme en seguida la supervalía
en capital? Acabamos de decir que esta supervalía es propiedad suya;
y los nuevos obreros que la supervalía recluta, funcionando a su vez
como capital, no tienen que ver nada con que ella haya sido producida
anteriormente por obreros. Todo lo que estos nuevos obreros pueden
exigir es que el capitalista les pague también a ellos su fuerza de
trabajo.

Las cosas no se presentarían así si se examinasen las relaciones que
hay entre el capitalista y los obreros, no ya separadamente, sino en su
encadenamiento, y si se tuviesen en cuenta la clase capitalista y la
clase obrera. Mas como la producción mercantil no pone frente a frente
sino vendedores y compradores independientes unos de otros, para juzgar
esta producción según sus propias leyes es preciso considerar cada
transacción aisladamente, y no en su unión con la que le precede o con
la que le sigue. Además, como las compras y ventas se hacen siempre de
individuo a individuo, no deben buscarse en ellas las relaciones entre
una y otra clase.

Asimismo, cada uno de los esfuerzos en función del capital le presta
nuevo impulso; y conforme al derecho de la producción mercantil, en
régimen capitalista la riqueza puede ser cada día más monopolizada,
merced a la apropiación sucesiva del trabajo no pagado de otro. ¡Qué
ilusión es, pues, la de ciertas escuelas socialistas que pretenden
quebrantar el régimen del capital aplicándole las leyes de la
producción mercantil!


II. _Ideas falsas acerca de la acumulación._

Las mercancías que el capitalista compra como medios de goce, no le
sirven evidentemente como medios de producción y de multiplicación de
su valor; el trabajo que paga con el mismo fin, tampoco es trabajo
productivo. De este modo derrocha la supervalía a título de ganancia,
en vez de hacerla fructificar como capital.

También la Economía política burguesa ha predicado, como el primero
de los deberes cívicos, la acumulación, es decir, el empleo de una
gran parte de la ganancia en el reclutamiento de trabajadores
productivos, que producen más de lo que reciben.

Ha combatido además la creencia popular que confunde la acumulación
capitalista con el hacinamiento de tesoros, como si el guardar el
dinero bajo llave no fuese el método más seguro para no capitalizarlo.
No debe, pues, confundirse la acumulación capitalista, que es un acto
de producción, con el aumento de los bienes que figuran en el fondo
de consumo de los ricos y que se gastan lentamente, ni tampoco con la
formación de reservas o provisiones, hecho común a todos los sistemas
de producción.

La Economía política clásica ha sostenido con perfecta razón que el
rasgo más característico de la acumulación es que las gentes que
viven del producto neto deben ser trabajadores productivos y no
improductivos. Pero se equivoca cuando de aquí saca la conclusión
de que la parte del producto neto que se transforma en capital, es
consumida por la clase obrera.

Dedúcese de esta manera de ver, que toda la supervalía transformada en
capital se adelanta únicamente en salarios. La supervalía se divide,
al contrario, lo mismo que el valor-capital de donde procede, en precio
de compra de medios de producción y de fuerza de trabajo. Para poder
transformarse en fuerza de trabajo suplementaria, el producto líquido
ha de contener un exceso de subsistencias de primera necesidad; pero,
para que esta fuerza suplementaria pueda ser explotada, debe contener,
además, nuevos medios de producción que no entran en el consumo
personal de los trabajadores ni tampoco en el de los capitalistas.


III. _División de la supervalía en capital y en renta._

Una parte de la supervalía la gasta el capitalista como ganancia, y
la otra la acumula como capital. Siendo las mismas todas las demás
circunstancias, la proporción según la cual se hace esta división,
determinará la cantidad de la acumulación. El propietario de la
supervalía, el capitalista, es quien la divide, según su voluntad. De
la parte del tributo arrancado por él, y que él mismo acumula, se dice
que la ahorra, porque no la consume, es decir, porque cumple su papel
de capitalista, que es el de enriquecerse.

El capitalista no tiene ningún valor histórico, ningún derecho
histórico a la vida, ninguna razón de ser social, en tanto no funciona
como capital personificado. Solo bajo esta condición, la necesidad
momentánea de su propia existencia es una consecuencia de la necesidad
pasajera del sistema de producción capitalista. El fin determinante
de su actividad no es, pues, ni el valor de uso ni el goce, sino
el valor de cambio y su continuo acrecentamiento. Agente fanático
de la acumulación, obliga incesantemente a los hombres a producir
para producir, impulsándolos así instintivamente a desarrollar las
potencias productoras y las condiciones materiales que por sí solas
pueden formar la base de una sociedad nueva y superior.

El desarrollo de la producción capitalista exige un acrecentamiento
continuo del capital invertido en una empresa, y la competencia obliga
a cada capitalista individual a obrar de grado o por fuerza conforme a
las leyes de la producción capitalista. La competencia no le permite
conservar su capital sin aumentarlo, y no puede continuar aumentándolo
sino mediante una acumulación cada vez más considerable. Su voluntad
y su conciencia no expresan más que las necesidades del capital que
representa; en su consumo personal no ve sino una especie de robo, o de
préstamo al menos, hecho a la acumulación.

Pero, a medida que se desarrolla el régimen de producción capitalista,
y con él la acumulación y la riqueza, el capitalista deja de ser simple
personificación del capital. Mientras que el capitalista chapado a
la antigua omite todo gasto individual que no es indispensable, no
viendo en él más que una usurpación hecha a la riqueza, el capitalista
a la moderna es capaz de ver en la capitalización de la supervalía un
obstáculo para sus necesidades insaciables de goces.

En los comienzos de la producción capitalista --y este hecho se renueva
en la vida privada de todo industrial principiante--, la avaricia y
el afán de enriquecerse le dominan exclusivamente. Pero el progreso
de la producción no solamente crea todo un nuevo mundo de goces, sino
que abre, con la especulación y el crédito, mil fuentes de súbito
enriquecimiento. Llegado a cierto grado el desarrollo, impone aun al
infeliz capitalista una prodigalidad puramente convencional, muestra a
la vez de riqueza y de crédito. El lujo llega a ser una necesidad del
oficio y entra en los gastos de representación del capital.

No es esto todo. El capitalista no se enriquece, como el labrador o
el artesano independiente, en proporción a su trabajo particular y a
su sobriedad personal, sino proporcionalmente al trabajo gratuito de
otro que absorbe, y a la privación de todos los placeres de la vida
que inflige a sus obreros. Su prodigalidad se acrecienta a medida que
acumula, sin que su acumulación esté necesariamente restringida por
su gasto. De todas maneras, hay en él lucha entre la tendencia a la
acumulación y la tendencia al placer.


_Teoría de la abstinencia._

Ahorrar, ahorrar constantemente, es decir, volver a transformar sin
descanso en capital la mayor parte posible de la supervalía o del
producto líquido, acumular para acumular, producir para producir, tal
es el lema de la Economía política al proclamar la misión histórica del
periodo burgués; si el proletario no es más que una máquina que produce
supervalía, el capitalista es también una máquina que capitaliza esta
supervalía.

Pero después de 1830, en la época en que se propagaban las doctrinas
socialistas, el fourierismo y el sansimonismo en Francia, el owenismo
en Inglaterra, mientras el proletariado de las ciudades tocaba en Lyon
el somatén de alarma, y en Inglaterra el proletariado del campo paseaba
la tea incendiaria, fue cuando la Economía política reveló al mundo una
doctrina maravillosa para salvar la sociedad amenazada.

Dicha doctrina transformó instantáneamente las condiciones del
movimiento de trabajo del capitalista en otras tantas prácticas de
«abstinencia» del capitalista, aunque admitiendo que su obrero no se
abstiene de trabajar para él. El capitalista «se impone», escribe M. G.
de Molinari, «una privación al prestar sus instrumentos de producción
al trabajador»; dicho de otro modo, se impone una privación cuando
hace valer los medios de producción como capital añadiendo a ellos la
fuerza obrera, en vez de comerse los piensos, los animales de tiro, el
algodón, las máquinas de vapor, etc.

En resumen, todo el mundo se compadeció de las mortificaciones
del capitalista. No es solamente la acumulación, no, «la simple
conservación de un capital exige un esfuerzo constante para resistir
a la tentación de consumirlo» (Courcelle-Seneuil). Sería preciso, en
verdad, haber renunciado a todo sentimiento humanitario para no buscar
el modo de librar al capitalista de sus tentaciones y de su martirio,
librándole de su capital.


IV. _Circunstancias que influyen en la extensión de la acumulación._

Determinada la proporción según la cual la supervalía se divide en
capital y en beneficio, la cantidad del capital acumulado depende
evidentemente de la cantidad de la supervalía. Supongamos, por
ejemplo, que la proporción es de 80 por 100 lo capitalizado y de
20 por 100 lo consumido, entonces el capital acumulado se eleva a
2.400 pesetas o a 1.200, según la supervalía sea de 3.000 o de 1.500
pesetas. Así, todas las circunstancias que determinan la cantidad de la
supervalía, contribuyen a determinar la extensión de la acumulación.
Recapitulémoslas desde este último punto de vista solamente.


_Grado de explotación de la fuerza obrera._

Se sabe que el tipo de la supervalía depende, en primer lugar, del
grado de explotación de la fuerza obrera. Al tratar de la producción
de la supervalía, hemos supuesto siempre que el obrero recibe el justo
valor de su fuerza. Los cercenamientos hechos a este valor juegan,
no obstante, en la práctica un papel muy importante. En cierto modo,
este procedimiento transforma el fondo de consumo necesario para el
sustento del trabajador en fondo de acumulación del capitalista. La
tendencia del capital es también reducir los salarios todo lo posible,
y eliminar del consumo obrero lo que él llama lo superfluo. El capital
ha sido auxiliado en esta tarea por la competencia cosmopolita que el
desarrollo de la producción capitalista ha hecho nacer entre todos
los trabajadores del globo. Hoy día se trata nada menos que de hacer
descender, en una época más o menos próxima, el nivel europeo de los
salarios al nivel chino.

Además, una explotación más intensa de la fuerza de trabajo permite
aumentar la cantidad de trabajo sin aumentar la maquinaria, es decir,
el conjunto de medios de trabajo, máquinas, aparatos, instrumentos,
edificios, construcciones, etc. Un establecimiento que emplea,
por ejemplo, cien hombres trabajando ocho horas por día, recibirá
diariamente ochocientas horas de trabajo. Si, para aumentar este total
en una mitad más, el capitalista admitiese cincuenta nuevos obreros,
necesitaría hacer un adelanto no solamente en salarios, sino también
en maquinaria. Pero, si hace trabajar a sus cien obreros doce horas
diarias en lugar de ocho, obtiene el mismo resultado, y la antigua
maquinaria es suficiente. En adelante, esa maquinaria va a funcionar
en mayor escala, se desgastará más pronto y habrá que reponerla antes,
y esto será todo. Obtenido de esa manera un excedente de trabajo por
un esfuerzo más considerable exigido a la fuerza obrera, aumenta la
supervalía o el producto líquido, fundamento de la acumulación, sin
que haya necesidad de un aumento previo y proporcional a la parte del
capital adelantado en maquinaria.

Un simple excedente de trabajo, sacado del mismo número de obreros,
basta en la industria extractora, la de las minas, por ejemplo, para
aumentar el valor y la masa del producto que suministra gratuitamente
la Naturaleza, y, por consecuencia, el fondo de acumulación. En la
agricultura, en que la sola acción mecánica del trabajo sobre el
suelo aumenta maravillosamente su fertilidad, un excedente de trabajo
idéntico produce mayor efecto; como en la industria extractora, la
acción directa del hombre sobre la Naturaleza favorece la acumulación.
Además, como la industria extractora y la agricultura suministran
materias a la industria manufacturera, el acrecentamiento de productos
que el excedente de trabajo procura en las dos primeras, sin aumento
de adelantos, redunda en provecho de la última. Merced únicamente a
la fuerza obrera y a la tierra, fuentes primitivas de la riqueza, el
capital aumenta, pues, sus elementos de acumulación.


_Productividad del trabajo._

Otro elemento importante de la acumulación es el grado de productividad
del trabajo social.

Estando determinada la supervalía, la abundancia del producto líquido,
del cual ella es el valor, corresponde a la productividad del trabajo
puesto en función. Así, pues, a medida que el trabajo desarrolla sus
facultades productivas, aumentando la eficacia y la cantidad de los
medios de producción, rebajando su precio, el de las subsistencias y el
de las materias primeras y auxiliares, el producto líquido encierra más
medios de gozar y de acumular. De este modo, la parte de la supervalía
que se capitaliza puede aumentar a expensas de la otra que constituye
la renta, sin que el consumo del capitalista disminuya por eso, pues en
lo sucesivo un valor más pequeño se realiza en una cantidad mayor de
objetos útiles.


_Diferencia creciente entre el capital empleado y el capital consumido._

La propiedad natural del trabajo, al crear nuevos valores, es de
conservar los antiguos, pues el trabajo transmite al producto el valor
de los medios de producción consumidos. A medida, pues, que sus medios
de producción aumentan en actividad, en masa y en valor, es decir, a
medida que se hace más productivo y favorece más la acumulación, el
capital conserva y perpetúa un valor-capital siempre creciente.

La parte del capital que se adelanta en forma de maquinaria,
funciona siempre por completo en la producción, mientras que, no
desgastándose sino poco a poco, solo transmite su valor por fracciones
a las mercancías que ayuda a confeccionar sucesivamente. Su aumento
produce una diferencia de cantidad cada vez más considerable, entre
la totalidad del capital empleado y la parte de este consumido de
una sola vez. Compárese, por ejemplo, el valor de los ferrocarriles
europeos diariamente explotados, con la cantidad de valor que pierden
por su uso cotidiano. Luego estos medios creados por el hombre
prestan servicios gratuitos, en proporción de los efectos útiles que
contribuyen a producir sin aumento de gastos. Estos servicios gratuitos
del trabajo de otro periodo, puestos en actividad por el trabajo de
hoy, se acumulan merced al desarrollo de las fuerzas productivas y a la
acumulación que le acompaña.

El concurso cada vez más potente que, en forma de maquinaria, el
trabajo pasado lleva al trabajo vivo, se atribuye por los economistas,
no al obrero que ha ejecutado la obra, sino al capitalista que se la
ha apropiado. Desde su punto de vista, el instrumento de trabajo y el
carácter de capital que reviste en el medio social actual no pueden
separarse jamás, así como, en la mente del plantador de la Georgia, el
trabajador mismo tampoco podía separarse de su carácter de esclavo.


_Cantidad del capital adelantado._

Dado el grado de explotación de la fuerza obrera, la cantidad de la
supervalía se determina por el número de obreros explotados a la vez,
y este número corresponde, aunque en proporciones variables, a la
cantidad del capital adelantado. Luego, cuanto más se acrecienta el
capital mediante acumulaciones sucesivas, más se acrecienta también
el valor que ha de dividirse en fondo de consumo y en fondo de nueva
acumulación.


V. _El fondo del trabajo._

Los capitalistas, sus hijos y sus gobiernos derrochan cada año una
parte considerable del producto líquido anual; además, guardan en su
fondo de consumo una porción de objetos que se gastan lentamente y son
aptos para un empleo reproductivo, y hacen estériles, al adaptarlas a
su servicio personal, una multitud de fuerzas obreras. La cantidad de
riqueza que se capitaliza no es, pues, nunca tan grande como podría
ser. La relación de cantidad con el total de la riqueza social varía
con todo cambio en la división de la supervalía en renta personal y
en nuevo capital. Así, lejos de ser una parte determinada de adelanto
y una parte fija de la riqueza social, el capital social solo es una
porción variable de esta.

Sin embargo, ciertos economistas se hallan propensos a no ver, en el
capital social, más que una parte determinada de adelanto de la riqueza
social, y aplican esta teoría a lo que ellos llaman «fondo del salario»
o «fondo del trabajo». Según ellos, este es una porción particular de
la riqueza social, el valor de una cantidad dada de subsistencias,
cuya naturaleza fija a cada momento los límites fatales que la clase
trabajadora trata inútilmente de franquear. De creer esto, estando
así determinada la suma que debe distribuirse entre los asalariados,
se sigue que si la parte que toca a cada uno es demasiado pequeña,
ocurre esto porque su número es demasiado grande, y que, finalmente, su
miseria es un hecho, no del orden social, sino del orden natural.

En primer lugar, los límites que el sistema capitalista impone al
consumo del productor, no son «naturales» sino dentro del medio
adecuado a este sistema, así como el látigo no funciona como aguijón
«natural» del trabajo más que en el sistema esclavista. En efecto, es
propio de la naturaleza de la producción capitalista el limitar la
parte del productor a lo que es indispensable para el sustento de su
fuerza obrera, y el atribuir la demasía de su producto al capitalista.
Lo que sería menester demostrar ante todo es que, a pesar de su origen
completamente reciente, el sistema capitalista de la producción social
es, no obstante, su sistema irrevocable y «natural».

Pero, aun con la manera de ser del sistema capitalista, es falso que
el «fondo del salario» esté determinado de antemano por la suma de
la riqueza social o del capital social. Puesto que este es solamente
una porción variable de la riqueza social, el fondo del salario, que
no es más que una parte de este capital, no sería una parte fija y
determinada de antemano de la riqueza social.



CAPÍTULO XXV

LEY GENERAL DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA

I. La composición del capital. -- Circunstancias en que la acumulación
del capital puede provocar un alza de los salarios. -- La magnitud del
capital no depende del número de la población obrera. --II. La parte
variable del capital disminuye relativamente a su parte constante. --
Concentración y centralización. -- III. Demanda de trabajo relativa y
demanda de trabajo efectiva. -- La ley de población adecuada a la época
capitalista. -- Formación de un ejército industrial de reserva. -- Lo
que determina el tipo general de los salarios. -- La ley de la oferta
y la demanda es un engaño. -- IV. Formas diversas del exceso relativo
de población. -- El pauperismo es la consecuencia fatal del sistema
capitalista.


I. _La composición del capital._

Vamos ahora a tratar de la influencia que el acrecentamiento del
capital ejerce en la suerte de la clase obrera. El elemento más
importante para la solución de este problema es la composición del
capital y los cambios que esta experimenta con el progreso de la
acumulación.

La composición del capital puede ser considerada desde un doble punto
de vista. Con relación al valor, se halla determinada por la proporción
según la cual el capital se divide en parte constante (el valor de
los medios de producción) y en parte variable (el valor de la fuerza
obrera). Con relación a su materia, tal como aparece en el acto de
producción, todo capital consiste en medios de producción y en fuerza
obrera activa, y su composición está determinada por la proporción
que existe entre la masa de los medios de producción empleados y la
cantidad de trabajo necesario para hacerlos funcionar.

La primera composición del capital es la _composición-valor_; la
segunda la _composición técnica_. Y, a fin de expresar el lazo íntimo
existente entre ambas, llamaremos _composición orgánica_ del capital
a su composición-valor siempre que esta dependa de su composición
técnica, y que, por consiguiente, los cambios ocurridos en la cantidad
de medios de producción y de fuerza obrera influyan en su valor. Cuando
hablamos en general de la composición del capital, se trata siempre de
su composición orgánica.

Los numerosos capitales colocados en un mismo ramo de producción y que
funcionan en manos de una multitud de capitalistas independientes unos
de otros, difieren más o menos en su composición, pero el término medio
de sus composiciones particulares constituye la composición del capital
social consagrado a este ramo de producción. La composición media del
capital varía mucho de uno a otro ramo de producción, pero el término
medio de todas estas composiciones medias constituye la composición del
capital social empleado en un país, siendo de esta última de la que se
trata en las investigaciones siguientes.


_Circunstancias en que la acumulación del capital puede provocar un
alza de los salarios._

Cierta cantidad de la supervalía capitalizada debe ser adelantada en
salarios. Luego, suponiendo que la composición del capital sea la
misma, la demanda de trabajo marchará a compás de la acumulación, y la
parte variable del capital aumentará al menos en la misma proporción
que su masa total.

En este supuesto, el progreso constante de la acumulación debe
provocar tarde o temprano una elevación gradual de los salarios.
Porque, proporcionando cada año ocupación a un número de asalariados
mayor que el del año precedente, las necesidades de esta acumulación,
la cual va siempre en aumento, acabarán por sobrepujar la oferta
ordinaria de trabajo, y, por de contado, se elevará el tipo de los
salarios.

No obstante, las circunstancias más o menos favorables en medio de las
cuales la clase obrera se reproduce y se multiplica, no alteran en lo
más mínimo el carácter fundamental de la reproducción capitalista. Así
como la reproducción simple vuelve a traer constantemente la misma
relación social, capitalismo y salariado, así también la acumulación
no hace más que reproducir, con más capitalistas o capitalistas más
poderosos por un lado, más asalariados por otro. La reproducción del
capital encierra la de su gran instrumento de crear valor: la fuerza de
trabajo. Acumulación del capital es, pues, al mismo tiempo, aumento del
proletariado, de los asalariados que transforman su fuerza obrera en
fuerza vital del capital y se convierten así, de grado o por fuerza, en
siervos de su propio producto, que es propiedad del capitalista.

En la situación que suponemos, y que es la más favorable posible
para los obreros, su estado de dependencia reviste, pues, las formas
más soportables. En vez de ganar en intensidad, la explotación y la
dominación capitalistas ganan simplemente en extensión a medida que
aumenta el capital y, con él, el número de sus vasallos. Entonces
toca a estos una parte mayor del producto líquido siempre creciente,
de suerte que se hallan en disposición de ensanchar el círculo de sus
goces, de alimentarse mejor, de vestirse, de proveerse de muebles,
etc., y de formar pequeñas reservas pecuniarias. Pero, si un trato
mejor para con el esclavo, una alimentación más abundante, vestidos más
decentes, y un poco más de dinero por añadidura, no pueden romper las
cadenas de la esclavitud, sucede lo mismo con las del salariado.

En efecto, no hay que olvidar que la ley absoluta del sistema de
producción capitalista es fabricar supervalía. Lo que se propone
el comprador de la fuerza obrera es enriquecerse haciendo valer su
capital, produciendo mercancías que contienen más trabajo del que paga
por ellas, y con cuya venta realiza, por lo tanto, una porción de
valor que no le ha costado nada. Sean cuales fueren las condiciones
de la venta de la fuerza obrera, la naturaleza del salario es poner
siempre en movimiento cierta cantidad de trabajo gratuito. El aumento
del salario no indica, pues, sino una disminución relativa del trabajo
gratuito que el obrero debe proporcionar siempre; pero esta disminución
no llegará nunca a ser tal que ponga en peligro el sistema capitalista.

Hemos admitido que el tipo de los salarios haya podido elevarse merced
a un aumento del capital superior al del trabajo ofrecido. Solo queda
entonces esta alternativa: o los salarios continúan subiendo, y
siendo motivado este movimiento por los progresos de la acumulación,
es evidente que la disminución del trabajo gratuito de los obreros
no impide al capital extender su dominación, o bien el alza continua
de los salarios comienza a perjudicar a la acumulación, y esta llega
a disminuir; pero esta disminución nunca hace desaparecer la causa
primera del alza, que no es otra sino el exceso del capital comparado
con la oferta del trabajo; inmediatamente el tipo del salario vuelve a
descender a un nivel en armonía con las necesidades del movimiento del
capital, nivel que puede ser superior, igual o inferior al que era en
el momento de efectuarse el alza de los salarios.

Así, el mecanismo de la producción capitalista vence por sí solo el
obstáculo que puede llegar a crear, aun dado caso de que no varíe la
composición del capital. Pero el alza de los salarios es un poderoso
acicate que impele al perfeccionamiento de la maquinaria, y, por tanto,
al cambio en la composición del capital que trae por consecuencia la
baja de los salarios.


_La magnitud del capital no depende del número de la población obrera._

Hay que conocer a fondo la relación que existe entre los movimientos
del capital en vías de acumulación y las oscilaciones del tipo de los
salarios que a aquellos se refieren.

Ora es un exceso de capital procedente de una acumulación más rápida,
la cual hace que el trabajo ofrecido sea relativamente insuficiente,
y tiende, por consecuencia, a elevar su precio; ora un aminoramiento
de la acumulación, el cual da por resultado que el trabajo ofrecido
sea relativamente superabundante, y rebaja su precio. El movimiento de
aumento y de disminución del capital en vías de acumulación produce,
pues, alternativamente la insuficiencia y la superabundancia relativas
del trabajo ofrecido; pero ni una baja efectiva del número de la
población obrera hace que el capital abunde en el primer caso, ni un
aumento efectivo de dicho número hace al capital insuficiente en el
segundo.

La relación entre la acumulación del capital y el tipo del salario
no es más que la relación entre el trabajo gratuito, transformado en
capital, y el suplemento de trabajo pagado que exige este capital
suplementario para ser puesto en actividad. No es precisamente una
relación entre dos términos independientes uno de otro, a saber, por
un lado la suma del capital, y, por otro, el número de la población
obrera, sino, en último término, una relación entre el trabajo gratuito
y el trabajo pagado de la misma población obrera.

Si la cantidad de trabajo gratuito que la clase obrera suministra
y que la clase capitalista acumula, aumenta tan rápidamente que su
transformación en nuevo capital necesita un suplemento extraordinario
de trabajo pagado, en una palabra, si el aumento de capital produce
una demanda más considerable de trabajo, el salario sube y, siendo
las mismas las demás circunstancias, el trabajo gratuito disminuye
proporcionalmente. Pero desde el momento en que, a consecuencia de esta
disminución del sobretrabajo, hay aminoramiento de la acumulación,
sobreviene una reacción, la parte de la renta que se capitaliza es
menor, la demanda de trabajo disminuye y el salario baja.

El precio del trabajo no puede jamás elevarse sino en unos límites
que dejen intactas las bases del sistema capitalista y aseguren la
reproducción del capital en una escala mayor. ¿Cómo podría suceder otra
cosa donde el trabajador existe únicamente para aumentar la riqueza
ajena creada por él? Así como, en el mundo religioso, el hombre se
halla dominado por la obra de su mente, de igual manera lo es, en el
mundo capitalista, por la obra de sus manos.


II. _La parte variable del capital disminuye relativamente a su parte
constante._

No dependiendo el alza de los salarios sino del progreso continuo de la
acumulación y de su grado de actividad, nos es indispensable esclarecer
las condiciones en que tiene lugar este progreso.

«La misma causa --dice Adam Smith-- que hace que se eleven los salarios
del trabajo, el aumento del capital, tiende a aumentar las fuerzas
productivas del trabajo, y a poner a una cantidad menor de trabajo en
estado de producir mayor cantidad de obra.»

¿Cómo se obtiene este resultado? Mediante una serie de cambios en la
manera de producir, que ponen a una cantidad dada de fuerza obrera en
condiciones de manejar una masa cada vez mayor de medios de producción.
En este aumento, por relación a la fuerza obrera empleada, los medios
de producción desempeñan un doble papel. Los unos, tales como máquinas,
edificios, hornos, aumentan en número, extensión y eficacia para hacer
al trabajo más productivo; mientras que los otros, materias primeras
y auxiliares, aumentan porque el trabajo, al hacerse más productivo,
consume mayor cantidad de ellas en un tiempo determinado.

En el progreso de la acumulación no hay solamente aumento cuantitativo
de los diversos elementos del capital; el desarrollo de las potencias
productivas, que este progreso trae, se manifiesta aún por cambios
cualitativos en la composición técnica del capital: la masa de los
medios de producción, maquinaria y materiales, aumenta cada vez más en
comparación con la cantidad de fuerza obrera necesaria para hacerlos
funcionar.

Estos cambios en la composición técnica del capital obran sobre su
composición-valor y traen consigo un aumento siempre creciente de su
parte constante a expensas de su parte variable; de suerte que si,
por ejemplo, en una época atrasada de la acumulación se transforma el
50 por 100 del valor-capital en medios productivos y otro 50 por 100
en trabajo, en una época más adelantada se empleará el 80 por 100 del
valor-capital en medios de producción y solo el 20 por 100 en trabajo.

Pero este aumento de valor de los medios de producción no indica sino
lejanamente el aumento mucho más rápido y más considerable de su
masa; la razón de ello es que ese mismo progreso de las potencias del
trabajo, que se manifiesta por el aumento de la maquinaria y de los
materiales puestos en actividad con auxilio de una cantidad menor de
trabajo, hace disminuir el valor de la mayor parte de los productos, y
principalmente el de los que funcionan como medios de producción; su
valor no se eleva, pues, tanto como su masa.

Por otra parte, hay que notar que el progreso de la acumulación, al
disminuir el capital variable relativamente al capital constante, no
impide su aumento efectivo. Supongamos que un valor-capital de 6.000
pesetas, se divide primero por mitad en parte constante y en parte
variable, y que más tarde, habiendo llegado, a consecuencia de la
acumulación a la cantidad de 18.000 pesetas, la parte variable de esta
cantidad no es más que la quinta, y a pesar de su disminución relativa
de la mitad a la quinta parte, dicha parte variable se ha elevado de
3.000 a 3.600 pesetas.

La cooperación, la división manufacturera del trabajo, la fabricación
mecánica, etc., en suma, los métodos apropiados para desarrollar las
fuerzas del trabajo colectivo, no pueden introducirse sino allí donde
la producción tiene ya lugar en grande escala, y, a medida que esta
se extiende, aquellas fuerzas se desarrollan más y más. La escala de
las operaciones depende, teniendo por base el régimen del salario, en
primer lugar, de la suma de los capitales acumulados entre las manos
de los empresarios privados. Así es como cierta acumulación previa,
cuyo origen examinaremos después, llega a ser el punto de partida del
sistema de producción capitalista. Pero todos los métodos que emplea
este sistema de producción para hacer más productivo el trabajo,
son otros tantos métodos para aumentar la supervalía o el producto
líquido, para alimentar la fuente de la acumulación. Si, pues, la
acumulación debe haber alcanzado cierto grado de extensión para que
pueda establecerse el modo de producción capitalista, este acelera
de rechazo la acumulación, cuyo nuevo progreso, al permitir un nuevo
acrecentamiento de las empresas, extiende de nuevo la producción
capitalista. Este desarrollo recíproco ocasiona en la composición
técnica del capital las variaciones que van disminuyendo cada vez más
su parte variable, pagando la fuerza de trabajo con relación a la parte
constante que representa el valor de los medios de producción empleados.


_Concentración y centralización._

Cada uno de los capitales individuales de que se compone el capital
social, representa desde luego cierta _concentración_, en manos de un
capitalista, de medios de producción y de medios de subsistencia del
trabajo, y, a medida que la acumulación se produce, esta concentración
se extiende. Al aumentar los elementos reproductivos de la riqueza,
la acumulación opera, pues, al mismo tiempo, su concentración cada vez
mayor en manos de empresarios privados.

Todos esos capitales individuales que componen el capital social
llevan a cabo juntamente su movimiento de acumulación, es decir, de
reproducción en una escala cada vez mayor. Cada capital se enriquece
con los elementos suplementarios que resultan de esta reproducción,
conserva así, al aumentarse, su existencia distinta y limita el círculo
de acción de los demás. Luego el movimiento de concentración, no solo
se esparce en tantos puntos como la acumulación, sino que la división
del capital social en una multitud de capitales independientes unos de
otros, se mantiene precisamente porque todo capital individual funciona
como centro de concentración.

El aumento de los capitales individuales acrecienta otro tanto el
capital social. Pero la acumulación del capital social resulta, no
solo del acrecentamiento sucesivo de los capitales individuales, sino
aun del aumento de su número, por la transformación, por ejemplo,
en capitales de valores improductivos. Además, capitales enormes
lentamente acumulados se dividen, en un momento dado, en muchos
capitales diferentes, como sucede con ocasión del reparto de una
herencia en las familias capitalistas. La concentración desaparece con
la formación de nuevos capitales y con la división de los antiguos.

El movimiento de la acumulación social presenta, pues, por un lado,
una concentración cada vez mayor de los elementos reproductivos de
la riqueza entre manos de empresarios privados, y, por otro, la
diseminación y la multiplicación de los centros de acumulación y de
concentración.

En cierto punto del progreso económico, esta división del capital
social en multitud de capitales individuales se ve contrariada por el
movimiento opuesto, gracias al cual, atrayéndose mutuamente, se reúnen
diferentes centros de acumulación y de concentración. Cierto número
de capitales se funden entonces en un número menor, en una palabra,
hay _concentración_ propiamente dicha. Examinemos rápidamente esta
atracción del capital por el capital.

La guerra de la competencia se hace bajando cada cual los precios todo
lo que puede. La baratura de los productos depende, siendo iguales las
demás circunstancias, de la productividad del trabajo, y esta de la
escala de las empresas. Los grandes capitales derrotan a los pequeños.
Hemos visto ya, en los capítulos undécimo y decimotercero, que cuanto
más se desarrolla el sistema de producción capitalista, más aumenta el
mínimum de los adelantos necesarios para explotar una industria en sus
condiciones regulares. Los pequeños capitales se dirigen, pues, hacia
los ramos de la producción de los que la grande industria no se ha
apoderado aún, o de que solo se ha apoderado de una manera imperfecta.
La competencia es en este terreno violentísima, y termina siempre con
la ruina de un buen número de pequeños capitalistas, cuyos capitales
perecen en parte, y pasan, también en parte, a manos del vencedor.

El desarrollo de la producción capitalista da origen a una potencia
completamente nueva, el crédito, que, en sus comienzos, se introduce
cautelosamente cual modesto auxiliar de la acumulación, se convierte en
seguida en una nueva y terrible arma de la guerra de la competencia,
y se transforma, por último, en un inmenso aparato social destinado a
centralizar los capitales.

A medida que la acumulación y la producción capitalistas se
extienden, la competencia y el crédito, los más poderosos agentes de
la centralización, se desarrollan también. Por eso en nuestra época
la tendencia a la centralización es más poderosa que en ninguna otra
época histórica. Lo que principalmente diferencia la centralización
de la concentración, que no es otra cosa que la consecuencia de la
reproducción en mayor escala, es que la centralización no depende de
un aumento efectivo del capital social; los capitales individuales
de que este es la reunión, la materia que se centraliza, pueden ser
más o menos considerables, pues eso depende de los progresos de la
acumulación, pero la centralización no admite más que un cambio de
distribución de los capitales existentes, una sola modificación en el
número de los capitales individuales que componen el capital social.

En un ramo de producción particular, la centralización no habría
llegado a su último límite sino en el momento en que todos los
capitales individuales que estuviesen en ella empeñados, no formasen
más que un solo capital individual. En una sociedad dada, tampoco
llegaría a su último límite sino cuando el capital nacional entero
no formase más que un solo capital y se hallase en manos de un solo
capitalista o de una sola compañía de capitalistas.

La centralización no hace sino ayudar a la obra de acumulación,
poniendo a los industriales en situación de ensanchar el círculo de
sus operaciones. Que este resultado se deba a la acumulación o a la
centralización, que esta se efectúe por el violento sistema de la
anexión, derrotando unos capitales a otros y enriqueciéndose con sus
elementos desunidos, o que la fusión de una multitud de capitales
se verifique por el procedimiento más suave de las sociedades por
acciones, etc., el efecto económico de esta transformación no dejará
de ser el mismo. La extensión del círculo de las empresas será
constantemente el punto de partida de una organización más vasta
del trabajo colectivo, de un desarrollo más amplio de sus resortes
materiales, o en otros términos, de la transformación cada vez mayor
de movimientos de producción parciales y rutinarios en movimientos de
producción socialmente combinados y ordenados científicamente.

Pero es evidente que la acumulación, el acrecentamiento gradual del
capital merced a su reproducción en una escala creciente, no es más
que un procedimiento lento, comparado con la centralización, la cual,
en primer lugar, cambia únicamente la disposición cuantitativa de las
partes componentes del capital. El mundo carecería aún del sistema
de los ferrocarriles, por ejemplo, si hubiese tenido que aguardar el
momento en que los capitales individuales hubieran suficientemente
acrecentado por la acumulación para hallarse en estado de tomar a su
cargo empresa de tamaña importancia, que la centralización del capital,
merced al auxilio de las sociedades por acciones, ha efectuado, por
decirlo así, en un abrir y cerrar de ojos.

Los grandes capitales creados por la centralización se reproducen como
los demás, pero más rápidamente, y se convierten a su vez en poderosos
agentes de la acumulación social. Al aumentar y hacer más rápidos los
efectos de la acumulación, la centralización extiende y precipita las
variaciones en la composición técnica del capital, variaciones que
aumentan su parte constante a expensas de su parte variable, o bien
ocasionan en la demanda de trabajo una disminución relativamente a la
cantidad del capital.


III. _Demanda de trabajo relativa y demanda de trabaja efectiva._

La demanda de trabajo efectiva que ocasiona un capital, no depende de
la cantidad absoluta de este capital, sino de la cantidad absoluta de
su parte variable, única que se cambia por la fuerza obrera. La demanda
de trabajo relativa que ocasiona un capital, es decir, la proporción
entre la cantidad de este capital y la suma de trabajo que absorbe,
está determinada por la cantidad proporcional de su parte variable
relativamente a su cantidad total. Acabamos de ver que la acumulación
que acrecienta el capital social, reduce al mismo tiempo la cantidad
relativa de su parte variable y disminuye así la demanda de trabajo
relativa. ¿Cuál es ahora la influencia de este movimiento en la suerte
de la clase obrera? Es evidente que, para resolver este problema, es
preciso examinar desde luego de qué modo una disminución en la demanda
de trabajo relativa ejerce su acción sobre la demanda de trabajo
efectiva.

Supongamos un capital de 1.200 pesetas; la cantidad relativa de la
parte variable es de la mitad del capital entero. No variando este y
bajando aquella de la mitad a la tercera parte, la cantidad efectiva
de esta parte no es más que de 400 pesetas en lugar de ser de 600:
mientras no varía la cantidad de un capital, toda disminución en
la cantidad relativa de su parte variable es al mismo tiempo una
disminución de la cantidad efectiva de aquel.

Tripliquemos el capital de 1.200 pesetas, que se convertirá en 3.600
pesetas; la cantidad relativa de la parte variable disminuye en esta
misma proporción; es decir, es dividida por 3, y baja entonces de la
mitad a la sexta parte; su cantidad efectiva será de 600 pesetas,
como en su principio, pues 600 es la sexta parte de 3.600 y la mitad
de 1.200: variando la cantidad total del capital, el fondo de los
salarios, no obstante una disminución de su cantidad relativa, conserva
la misma cantidad efectiva, si esta disminución tiene lugar en la misma
proporción que el aumento del capital entero.

Si el capital de 1.200 pesetas se duplica, será de 2.400 pesetas; si la
cantidad relativa de la parte variable disminuye en mayor proporción
que ha aumentado el capital, y baja, por ejemplo, como en el caso
anterior, de la mitad a la sexta parte, su cantidad efectiva no será
más que de 400 pesetas: si la disminución de la cantidad relativa de
la parte variable tiene lugar en mayor proporción que el aumento del
capital adelantado, el fondo de salario sufre una disminución efectiva,
a pesar del aumento del capital.

El mismo capital de 1.200 pesetas, triplicado de nuevo, es igual a
3.600 pesetas; la cantidad relativa de la parte variable disminuye,
pero en menor proporción que ha aumentado el capital; dividida por 2,
mientras que el capital ha sido multiplicado por 3, baja de la mitad
a la cuarta parte; su cantidad efectiva asciende a 900 pesetas: si la
disminución de la cantidad relativa de la parte variable tiene lugar en
una proporción menor que el aumento del capital entero, el fondo del
salario experimenta un aumento efectivo, a pesar de la disminución de
su cantidad relativa.

Estos son, a la vez, los periodos sucesivos por que atraviesan las
masas del capital social distribuidas entre los diferentes ramos de
producción, y las condiciones diversas que presentan al mismo tiempo
diferentes ramos de producción.

Tenemos los ejemplos de fábricas en que un mismo número de obreros
basta para poner en actividad una cantidad creciente de medios de
producción; el aumento del capital procedente del acrecentamiento
de su parte constante hace que en este caso disminuya otro tanto la
cantidad relativa de la fuerza obrera explotada, sin variar su cantidad
efectiva. Hay también ejemplos de disminución efectiva del número
de obreros ocupados en ciertos ramos de industria y de su aumento
simultáneo en otros ramos, aunque en todos haya habido aumento del
capital invertido.

En el capítulo decimoquinto hemos indicado las causas que, no obstante
las tendencias contrarias, hace que las filas de los asalariados vayan
engrosando con los progresos de la acumulación. Recordaremos aquí,
pues, lo que hace relación a nuestro asunto.

El mismo desarrollo del maquinismo que ocasiona una disminución no solo
relativa, sino frecuentemente efectiva, del número de obreros empleados
en ciertos ramos de industria, permite a estos suministrar una masa
mayor de productos a bajo precio; dichas industrias impulsan de esta
manera el desarrollo de otras industrias, el de aquellas a quienes
proporcionan medios de producción, o bien el de aquellas de donde sacan
sus primeras materias, instrumentos, etc., formando así otros tantos
mercados nuevos para el trabajo.

Además, hay momentos en que los trastornos técnicos se dejan sentir
menos, en que la acumulación se presenta más bien como un movimiento de
extensión sobre la última base técnica establecida. Entonces empieza de
nuevo a operar más o menos la ley según la cual la demanda de trabajo
aumenta en la misma proporción que el capital. Pero, al mismo tiempo
que el número de obreros atraídos por el capital llega a su máximum,
los productos vienen a ser tan abundantes, que al menor obstáculo que
se oponga a su circulación, el mecanismo social parece como que se
detiene, y el trabajo se interrumpe, disminuye. La necesidad que obliga
al capitalista a economizarlo, engendra perfeccionamientos técnicos
que reducen, por consecuencia, el número de los obreros necesarios. La
duración de los momentos en que la acumulación favorece más la demanda
de trabajo, es cada día menor.

Así, desde que la industria mecánica ha alcanzado la supremacía, el
progreso de la acumulación redobla la energía de las fuerzas que
tienden a disminuir la demanda de trabajo relativa, y debilita las
fuerzas que tienden a aumentar la demanda de trabajo efectiva. El
capital variable, y por consecuencia la demanda de trabajo, aumenta
con el capital social de que forma parte, pero aumenta en proporción
decreciente.


_La ley de población adecuada a la época capitalista._

Hallándose regida la demanda de trabajo, no solamente por la cantidad
de capital variable puesto ya en actividad, sino también por el término
medio de su aumento continuo (capítulo XXIV), la oferta de trabajo
sigue siendo normal mientras sigue este movimiento. Pero cuando
el capital variable llega a un término medio de aumento inferior,
la misma oferta de trabajo, que hasta entonces era normal, se hace
superabundante, de suerte que una parte más o menos considerable de
la clase asalariada, habiendo dejado de ser necesaria para poner en
actividad el capital, es entonces superflua, supernumeraria. Como
semejante hecho se repite con el progreso de la acumulación, esta
arrastra en pos de sí un sobrante de población que va continuamente en
aumento.

El progreso de la acumulación y el movimiento, que la acompaña,
de disminución proporcional del capital variable y de disminución
correspondiente en la demanda de trabajo relativa, los cuales, como
acabamos de ver, dan por resultado el aumento efectivo del capital
variable y de la demanda de trabajo en una proporción decreciente,
tienen, finalmente, por complemento, la creación de un sobrante de
población relativo. Llamámosle «relativo» porque proviene, no de un
aumento real de la población obrera, sino de la situación del capital
social, que le permite prescindir de una parte más o menos considerable
de sus obreros. Como este sobrante de población no existe más que con
relación a las necesidades momentáneas de la explotación capitalista,
puede aumentar o disminuir repentinamente según los movimientos de
expansión y de contracción de la producción.

Al producir la acumulación del capital, y a medida que lo consigue, la
clase asalariada produce, pues, los instrumentos de su anulación o de
su transformación en sobrante de población relativo. Tal es la _ley
de población_ que distingue a la época capitalista y corresponde a su
sistema de producción particular. Cada uno de los sistemas históricos
de la producción social tiene su ley de población adecuada, ley que
solo a él se aplica, que pasa con él, y no tiene, por consecuencia, más
que un valor histórico.


_Formación de un ejército industrial de reserva._

Si la acumulación, el progreso de la riqueza sobre la base capitalista,
crea necesariamente un sobrante de población obrera, este se convierte,
a su vez, en el auxiliar más poderoso de la acumulación, en una
condición de existencia de la producción capitalista, en su estado
de completo desarrollo. Este sobrante de población forma un ejército
de reserva industrial que pertenece al capitalista de una manera tan
absoluta como si lo hubiese educado y disciplinado a expensas suyas:
ejército que provee a sus necesidades variables de trabajo la materia
humana siempre explotable y siempre disponible, independientemente del
aumento natural de la población.

La presencia de esta reserva industrial, su entrada de nuevo, parcial
o general, en el servicio activo, y su reconstitución con arreglo
a un plan más vasto, todo esto se encuentra en el fondo de la vida
accidentada que atraviesa la industria moderna, con la repetición casi
regular cada diez años, fuera de las demás sacudidas irregulares, del
mismo periodo compuesto de actividad ordinaria, de producción excesiva,
de crisis y de inacción.

Esta marcha singular de la industria no se encuentra en ninguna de las
épocas anteriores de la humanidad. Solo de la época en que el progreso
mecánico, habiendo echado raíces bastantes profundas, ejerció una
influencia preponderante sobre toda la producción nacional; en que,
gracias a él, el comercio exterior comenzó a sobreponerse al comercio
interior; en que el mercado universal se anexionó sucesivamente vastos
territorios en América, en Asia y en Australia; en que, finalmente,
las naciones rivales se hicieron bastante numerosas, de esa época
solamente datan los periodos florecientes que van a parar siempre a una
crisis general, fin de un periodo y punto de partida de otro. Hasta el
presente, la duración de estos periodos es de diez u once años, pero
no hay razón alguna para que este número sea inmutable. Al contrario,
debe deducirse de las leyes de la producción capitalista, tales como
acabamos de desarrollarlas, que ese número variará y que los periodos
irán acortándose.

El progreso industrial que sigue la marcha de la acumulación, al
mismo tiempo que reduce cada vez más el número de obreros necesarios
para poner en actividad una masa siempre creciente de medios de
producción, aumenta la cantidad de trabajo que el obrero individual
debe proporcionar. A medida que el progreso desarrolla las potencias
productivas del trabajo y hace, por consecuencia, que se saquen más
productos de menos trabajo, el sistema capitalista desarrolla también
los medios de sacar más trabajo del asalariado, ya prolongando su
jornada o bien haciendo más intenso su trabajo, o de aumentar en
apariencia el número de los trabajadores empleados, reemplazando una
fuerza superior y más cara con muchas fuerzas inferiores y muy baratas,
es decir, el hombre con la mujer, el adulto con el niño, un obrero
americano con tres chinos. He ahí diferentes métodos para disminuir la
demanda de trabajo y hacer superabundante su oferta, en una palabra,
para fabricar supernumerarios.

El exceso de trabajo impuesto a la parte de la clase asalariada que se
halla en servicio activo, a los ocupados, engruesa las filas de los
desocupados, de la reserva, y la competencia de estos últimos, que
buscan naturalmente colocación, contra los primeros, ejerce sobre estos
una presión que los obliga a soportar más dócilmente los mandatos del
capital.


_Lo que determina el tipo general de los salarios._

La proporción diferente según la cual la clase obrera se descompone en
ejército activo y ejército de reserva, el aumento o la disminución del
sobrante de población relativo correspondiente al flujo y reflujo del
periodo industrial, es lo que determina exclusivamente las variaciones
en el tipo general de los salarios.

En vez de basar la oferta del trabajo en el aumento y la disminución
alternativos del capital que funciona, es decir, en las necesidades
momentáneas de la clase capitalista, el evangelio economista burgués
hace depender el movimiento del capital de un movimiento en el número
efectivo de la población obrera. Según su doctrina, la acumulación
produce un alza de salarios, que poco a poco hace que se aumente el
número de los obreros, hasta el punto que estos obstruyen de tal
manera el mercado, que el capital no basta ya para ocuparlos a todos
a un tiempo. Entonces el salario baja. Este descenso es mortal para
la población obrera, impidiéndole al menos aumentarse, de tal modo
que, a causa del corto número de obreros, el capital torna a ser
superabundante, la demanda de trabajo comienza otra vez a ser mayor que
la oferta, los salarios vuelven a subir y así sucesivamente.

¡Y un movimiento de esta naturaleza sería posible con el sistema de
producción capitalista! Pero antes de que el alza de los salarios
hubiese provocado el menor aumento efectivo en la cifra absoluta de la
población realmente apta para trabajar, se hubiera dejado transcurrir
veinte veces el tiempo necesario para comenzar la campaña industrial,
empeñar la lucha y conseguir la victoria. Por rápida que sea la
reproducción humana, necesita, en todo caso, el intervalo de una
generación para reemplazar a los trabajadores adultos. Ahora bien, el
beneficio de los fabricantes depende principalmente de la posibilidad
de explotar el momento favorable de una demanda abundante; es necesario
que puedan inmediatamente, según el capricho del mercado, activar sus
operaciones; es preciso, pues, que hallen en él en seguida brazos
disponibles; no pueden aguardar a que su demanda de brazos produzca,
mediante un alza de los salarios, un movimiento de población que les
proporcione los brazos que necesitan. La expansión de la producción, en
un momento dado, no es posible sino con un ejército de reserva a las
órdenes del capital, con un sobrante de trabajadores aparte del aumento
natural de la población.

Los economistas confunden las leyes que rigen el tipo general del
salario y expresan relaciones entre el capital y la fuerza obrera
consideradas ambas en conjunto, con las leyes que en particular
distribuyen la población entre los diversos ramos de industria.

Hay circunstancias especiales que favorecen la acumulación ya en este o
en aquel ramo. En cuanto los beneficios exceden del tipo medio en uno
de ellos, acuden a él nuevos capitales, la demanda de trabajo se deja
sentir, se hace más necesaria y eleva los salarios. El alza atrae una
gran parte de la clase asalariada al ramo de industria privilegiado
hasta que, por el hecho de esta afluencia continua, el salario vuelve a
descender a su nivel ordinario o más bajo todavía. Desde este momento,
no solo cesa la invasión de aquel ramo por los obreros, sino que da
lugar a su emigración hacia otros ramos de industria. La acumulación
del capital produce un alza en los salarios; este alza, un aumento de
obreros; este aumento, una baja en los salarios, y esta, por último,
una disminución de obreros. Pero los economistas no tienen razón
al proclamar como ley general del salario lo que no es más que una
oscilación local del mercado del trabajo, producida por el movimiento
de distribución de los trabajadores entre los diversos ramos de
producción.


_La ley de la oferta y la demanda es un engaño._

Una vez convertido en eje sobre el cual gira la ley de la oferta y la
demanda de trabajo, el sobrante relativo de población no le permite
funcionar sino dentro de unos límites que no se opongan al espíritu de
dominación y de explotación del capital.

A este propósito, recordemos una teoría que ya hemos mencionado en el
capítulo XV. Cuando una máquina deja sin ocupación a obreros hasta
entonces ocupados, los utopistas de la economía política pretenden
demostrar que esta operación deja disponible al mismo tiempo un capital
destinado a emplearlos de nuevo en algún otro ramo de industria. Hemos
demostrado que no sucede nada de eso; ninguna parte del antiguo capital
queda disponible para los obreros despedidos, al contrario, son ellos
los que quedan a disposición de nuevos capitales si los hay. Y ahora
puede apreciarse cuán poco fundamento tiene la supuesta «teoría de
compensación».

Los obreros destituidos por la máquina y que quedan disponibles, se
hallan a disposición de todo nuevo capital a punto de entrar en juego.
Que este capital los ocupe a ellos o a otros, el efecto que produce
sobre la demanda general de trabajo será siempre nulo, si este capital
puede retirar del mercado tantos brazos como a él han arrojado las
máquinas. Si retira menos, el número de los desocupados aumentará al
fin y al cabo; por último, si retira más, la demanda general de trabajo
se aumentará solo con la diferencia entre los brazos que atraiga y los
que la máquina haya rechazado. El aumento que, por efecto de nuevos
capitales en vías de colocación, habría tenido la demanda general de
brazos, se encuentra, pues, en todo caso anulada hasta la ocupación de
los brazos arrojados por las máquinas al mercado.

Tal es el efecto general de todos los métodos que contribuyen a formar
trabajadores supernumerarios. Gracias a ellos, la oferta y la demanda
de trabajo dejan de ser movimientos procedentes de dos polos opuestos,
el del capital y el de la fuerza obrera. El capital influye en ambos
polos simultáneamente. Si su acumulación aumenta la demanda de brazos,
sabemos que aumenta también su oferta al fabricar supernumerarios.
En estas condiciones, la ley de la oferta y de la demanda de trabajo
completa el despotismo capitalista.

Así, cuando los trabajadores comienzan a notar que su función de
instrumentos que hacen valer el capital es cada vez más insegura a
medida que su trabajo y la riqueza de sus dueños aumentan; tan luego
como echan de ver que la violencia mortífera de la competencia que
entre ellos se hacen, depende enteramente de la presión ejercida por
los supernumerarios; tan luego como, a fin de aminorar el efecto
funesto de esta ley «natural» de la acumulación capitalista, se unen
para organizar la inteligencia y la acción común entre los ocupados
y los desocupados, se ve inmediatamente al capital y a su defensor
titular el economista burgués, clamar contra semejante sacrilegio y
contra tal violación de la ley «eterna» de la oferta y de la demanda.


IV. _Formas diversas del sobrante relativo de población._

Por más que el sobrante relativo de población presenta matices que
varían hasta lo infinito, distínguense en él, sin embargo, algunas
grandes categorías, algunas diferencias de forma muy marcadas: la forma
flotante, la forma oculta y la forma permanente.

Los centros de la industria moderna, talleres mecánicos, manufacturas,
fundiciones, minas, etc., no cesan de atraer y de rechazar
alternativamente a los trabajadores; pero, en general, concluyen por
atraer más que rechazan, de suerte que el número de obreros explotados
va aumentando en ellos, aunque disminuye proporcionalmente en la escala
de la producción. El sobrante de población existe allí en estado
flotante.

Las fábricas, la mayor parte de las grandes manufacturas, solo emplean
a los obreros varones hasta la edad de su madurez. Pasado este término,
conservan únicamente una escasa minoría y despiden casi siempre a los
restantes. Este elemento del sobrante de población aumenta a medida que
se extiende la grande industria; el capital necesita una proporción
mayor de mujeres, de niños y de jóvenes, que de hombres adultos. Por
otra parte, es tal la explotación de la fuerza obrera por el capital,
que el trabajador se encuentra aniquilado a la mitad de su carrera.
Al llegar a la edad madura, debe dejar su puesto a una fuerza más
joven y descender un peldaño de la escala social, y dichoso él si no
se ve relegado definitivamente entre los supernumerarios. Además, el
término medio más corto de la vida se halla entre los obreros de la
grande industria. Dadas estas condiciones, las filas de esta fracción
del proletariado solo pueden engrosar cambiando frecuentemente de
elementos individuales. Es necesario, pues, que las generaciones se
renueven frecuentemente, cuya necesidad social queda satisfecha por
medio de matrimonios precoces y gracias a la prima que la explotación
de los niños asegura a su producción.

En seguida que la producción capitalista se apodera de la agricultura
e introduce en ella el empleo de las máquinas, la demanda de trabajo
disminuye efectivamente a medida que el capital se acumula en ese
ramo; una parte de la población agrícola se halla siempre a punto
de transformarse en población urbana y manufacturera. Para que la
población de los campos se dirija, como lo hace, a las ciudades, es
preciso que, en los campos mismos, haya un sobrante de población
oculto, cuya extensión no se echa de ver sino en el momento en que la
emigración de los campos a las ciudades tiene lugar en grande escala.
Por consiguiente, el obrero agrícola se halla reducido al mínimum de
salario y tiene ya un pie en el fango del pauperismo.

Por otra parte, a pesar de este sobrante relativo de población, los
campos quedan al mismo tiempo insuficientemente poblados. Esto se deja
sentir no solo de una manera local en los puntos donde se opera un
rápido tránsito de hombres hacia las ciudades, minas, ferrocarriles,
etc., sino generalmente en la primavera, en verano y en otoño, épocas
en que la agricultura tiene necesidad de un suplemento de brazos.
Aunque hay demasiados obreros para las necesidades ordinarias, hay
escasez de ellos para las necesidades excepcionales y temporales de la
agricultura.

La tercera categoría del sobrante relativo de población, la permanente,
pertenece al ejército industrial activo, pero, al mismo tiempo, la
extremada irregularidad de sus ocupaciones hace de él un depósito
inagotable de fuerzas disponibles. Acostumbrado a la miseria crónica,
a condiciones de existencia completamente inseguras y vergonzosamente
inferiores al nivel ordinario de la clase obrera, se convierte en
extensa base de ramos especiales de explotación en los cuales el tiempo
de trabajo llega a su máximum y el tipo del salario a su mínimum.
El llamado trabajo a domicilio nos ofrece un ejemplo espantoso de
esta categoría. Esta capa social, que se recluta sin cesar entre
los supernumerarios de la grande industria y de la agricultura,
se reproduce en escala creciente. Si las defunciones son en ella
numerosas, el número de los nacimientos es, en cambio, muy elevado.
Semejante fenómeno trae a la memoria la reproducción extraordinaria de
ciertas especies animales débiles y constantemente perseguidas. «La
pobreza --dice Adam Smith-- parece favorable a la generación».

Finalmente, el último residuo del sobrante relativo de población habita
el infierno del pauperismo. Sin contar los vagabundos, los criminales,
las prostitutas, los mendigos, y todo ese mundo que llaman «clases
peligrosas», esta capa social se compone de tres categorías.

La primera comprende los obreros aptos para trabajar; su masa, que
engrosa a cada crisis, disminuye cuando los negocios recobran su
actividad. La segunda comprende los niños de los pobres socorridos
y los huérfanos. Estos son otros tantos candidatos de la reserva
industrial, los cuales, en las épocas de mayor prosperidad, entran
en masa en el servicio activo. La tercera categoría comprende los
más miserables; en primer lugar los obreros y obreras a quienes el
desarrollo social ha, por decirlo así, desmonetizado, al suprimir la
obra de detalle que, por la división del trabajo, era su único recurso;
después los que, por desgracia, han pasado de la edad productiva
del asalariado, y por último, las víctimas directas de la industria,
enfermos, mutilados, viudas, etc., cuyo número se eleva con el de las
máquinas peligrosas, las minas, las manufacturas químicas, etc.


_El pauperismo es la consecuencia fatal del sistema capitalista._

El pauperismo es el cuartel de inválidos del ejército del trabajo. Su
producción está comprendida en la del sobrante relativo de población,
su necesidad en la necesidad de este, y forma con él una condición de
existencia de la riqueza capitalista.

Las mismas causas que desarrollan con la potencia productiva del
trabajo la acumulación del capital, creando la facilidad de disponer
de la fuerza obrera, hacen que aumente la reserva industrial con los
resortes materiales de la riqueza. Pero cuanto más aumenta la reserva,
comparativamente al ejército del trabajo, más aumenta también el
pauperismo oficial. He ahí la ley general, absoluta, de la acumulación
capitalista. La acción de esta ley, como la de cualquiera otra, está
naturalmente sujeta a las modificaciones de circunstancias particulares.

El análisis de la supervalía relativa (sección cuarta) nos ha conducido
al siguiente resultado: que en el sistema capitalista, en que los
medios de producción no están al servicio del trabajador, sino el
trabajador al servicio de los medios de producción, todos los métodos
para multiplicar los recursos y la potencia del trabajo colectivo
se practican a expensas del trabajador individual; todos los medios
de desarrollar la producción se transforman en medios de dominar y
explotar al productor; hacen de él un hombre truncado, parcelario,
o el accesorio de una máquina; le oponen, como otros tantos poderes
enemigos, las potencias científicas de la producción; sustituyen el
trabajo atractivo por el trabajo forzado; hacen cada vez más penosas
las condiciones en que se efectúa el trabajo, y someten al obrero
durante su servicio a un despotismo tan mezquino como ilimitado;
transforman su vida entera en tiempo de trabajo y encierran a su mujer
y a sus hijos en los presidios capitalistas.

Pero todos los métodos que ayudan a la producción de la supervalía,
favorecen igualmente la acumulación, y toda extensión de esta necesita
a su vez de aquellos. De lo cual resulta que, cualquiera que sea
el tipo de los salarios, alto o bajo, la condición del trabajador
debe empeorar a medida que el capital se acumula; de tal suerte,
que acumulación de riqueza por un lado, significa acumulación igual
de pobreza, de sufrimiento, de ignorancia, de embrutecimiento, de
degradación física y moral, de esclavitud por otro, o sea del lado de
la clase que produce el capital mismo.



SECCIÓN OCTAVA

La acumulación primitiva.

CAPÍTULO XXVI

EL SECRETO DE LA ACUMULACIÓN PRIMITIVA

I. Separación del productor y de los medios de producción. --
Explicación del movimiento histórico que ha reemplazado el régimen
feudal con el régimen capitalista. -- II. Después de haber estado
sometido a la explotación por la fuerza bruta, el trabajador acaba por
someterse a ella voluntariamente. -- III. Establecimiento del mercado
interior para el capital industrial.


I. _Separación del productor y de los medios de producción._

Ya hemos visto cómo el dinero se convierte en capital, el capital en
origen de supervalía, y la supervalía en origen de un nuevo capital.
Pero la acumulación capitalista supone la presencia de la supervalía,
y esta el modo de producción capitalista, el cual, a su vez, depende
de la acumulación ya operada, en mano de productores mercantiles,
de capitales bastante considerables. Todo este movimiento, por
consecuencia, parece que gira en un círculo vicioso del que no podría
salirse sin admitir una acumulación primitiva, que sirva de punto de
partida a la producción capitalista, en vez de proceder de ella. ¿Cuál
es el origen de esta acumulación primitiva?

Según la historia real y verdadera, la conquista, la servidumbre,
el robo a mano armada, el reinado de la fuerza bruta son los que han
triunfado siempre. En los manuales de Economía política, es, por el
contrario, el idilio el que siempre ha florecido; jamás ha habido otros
medios de enriquecerse sino el trabajo y el derecho. En realidad,
los métodos de la acumulación primitiva son todo lo que se quiera,
excepto materia de idilio. El escamoteo de los bienes de las iglesias
y hospitales, la enajenación fraudulenta de los dominios del Estado,
el robo de las tierras comunales, la transformación terrorista de la
propiedad feudal en propiedad moderna privada, tales son los orígenes
idílicos de la acumulación primitiva.

Si, en la relación entre capitalista y asalariado, el primero desempeña
el papel de dueño y el segundo el de servidor, es merced a un contrato
por el cual no solo se pone el asalariado al servicio, y por lo tanto
bajo la dependencia del capitalista, sino que hasta ha renunciado a
todo derecho de propiedad sobre su propio producto.

¿Por qué hace el asalariado semejante convenio? Porque no posee más
que su fuerza personal, el trabajo en estado de potencia, mientras que
todas las condiciones exteriores requeridas para dar cuerpo a esta
potencia, la materia y los instrumentos necesarios para el ejercicio
útil del trabajo, la facultad de disponer de las subsistencias
indispensables para la vida, se encuentran en el lado opuesto.

La base del sistema capitalista es la separación radical del productor
y los medios de producción. Para que este sistema se establezca, es
necesario, pues, que, en parte al menos, los medios de producción
hayan sido arrancados ya a los productores que los empleaban en
realizar su propia potencia de trabajo, y que estos medios, hayan
sido ya detentados por productores mercantiles, quienes los emplean
en especular con el trabajo ajeno. El movimiento histórico que da por
resultado el divorcio entre el trabajo y sus condiciones, los medios de
producción, tal es el significado de la acumulación primitiva.


_Explicación del movimiento histórico que ha reemplazado el régimen
feudal con el régimen capitalista._

El orden económico capitalista ha salido del seno del orden económico
feudal. La disolución del uno ha disgregado los elementos constitutivos
del otro.

Para que el trabajador, el productor inmediato, pudiese disponer de su
propia persona, necesitaba ante todo no estar sujeto a una tierra o a
otra persona; tampoco podía llegar a ser vendedor libre de trabajo,
llevando su mercancía, la fuerza de trabajo, donde quiera que esta
encontrase un mercado, sin haberse sustraído al régimen de los gremios
con sus patronatos, sus jurados, sus leyes de aprendizaje, etc. El
movimiento histórico que transforma a los productores en asalariados,
se presenta, pues, como su emancipación de la servidumbre y del régimen
de los gremios. Por otra parte, si estos emancipados se venden a sí
propios es porque se ven obligados a ello para vivir, porque han sido
despojados de todos los medios de producción y de todas las garantías
de existencia ofrecidas por el antiguo orden de cosas. La historia de
su expropiación no tiene réplica, pues se halla escrita en la historia
de la humanidad con letras indelebles de sangre y fuego.

Tocante a los capitalistas empresarios, estos nuevos potentados no solo
tenían que destituir a los maestros de oficios, sino también a los
detentadores feudales de las fuentes de la riqueza. Su advenimiento se
presenta, desde este punto de vista, como el resultado de una lucha
victoriosa contra el poder señorial con sus irritantes privilegios, y
contra el régimen de los gremios por las trabas que oponía al libre
desarrollo de la producción y a la libre explotación del hombre por el
hombre. El progreso ha consistido en variar la forma de la explotación:
la explotación feudal se ha convertido en explotación capitalista.


II. _Después de haber sido sometido a la explotación por la fuerza
bruta, el trabajador acaba por someterse a ella voluntariamente._

No basta que, por una parte, se presenten las condiciones materiales
del trabajo en forma de capital, y, por otra, hombres que nada tienen
que vender si no es su fuerza de trabajo. No basta tampoco que se les
obligue por la fuerza a venderse voluntariamente.

La burguesía naciente --y este es un momento esencial de la acumulación
primitiva-- no podía prescindir de la intervención constante del Estado
para prolongar la jornada de trabajo (capítulo X), para «reglamentar»
el salario, es decir, para conservar al trabajador en el grado de
dependencia requerido, abrumándole bajo el yugo del salariado mediante
leyes de un terrorismo grotesco, leyes que iban dirigidas en el
occidente de Europa, a fines del siglo XV y durante el XVI, contra el
proletariado sin casa ni hogar, contra los padres de la clase obrera
de hoy, castigados por haber sido reducidos al estado de vagabundos
y de pobres, la mayor parte de las veces de resultas de expropiación
violenta.

No olvidemos que la burguesía, desde el principio de la Revolución
francesa, se atrevió a despojar a la clase obrera del derecho de
asociación que esta acababa apenas de conquistar. Por una ley de 14 de
junio de 1791, se consignó que todo acuerdo tomado por los trabajadores
para la defensa de sus intereses comunes fuese declarado «atentatorio a
la libertad y a la Declaración de los derechos del hombre», y castigado
con multa y privación de los derechos de ciudadano.

Con el progreso de la producción capitalista, se forma una clase
cada vez más numerosa de trabajadores que, gracias a la educación,
a las costumbres transmitidas, se conforman con las exigencias del
actual régimen económico de un modo tan instintivo como se conforma
con las variaciones atmosféricas. En cuanto este modo de producción
adquiere cierto desarrollo, su mecanismo destruye toda resistencia;
la presencia constante de un sobrante relativo de población mantiene
la ley de la oferta y de la demanda de trabajo, y por consecuencia el
salario, dentro de los límites adecuados a las necesidades del capital;
la presión sorda de las relaciones económicas remata el despotismo
del capital sobre el trabajador. A veces se recurre todavía a la
violencia, al empleo de la fuerza bruta, pero solo como excepción. En
el curso ordinario de las cosas, el trabajador puede quedar abandonado
a la acción de las «leyes naturales» de la sociedad, es decir, a la
dependencia del capital, engendrada, defendida y perpetuada por el
propio mecanismo de la producción.


III. _Establecimiento del mercado interior para el capital industrial._

La continua expropiación de los labradores, fomentada por las leyes
salvajes contra los vagabundos, introdujo violentamente en la industria
de las ciudades masas enormes de proletarios, y contribuyó a destruir
la antigua industria doméstica. Es necesario que nos detengamos un
instante a examinar este elemento de la acumulación primitiva.

Antiguamente, la misma familia campesina elaboraba en primer lugar, y
luego consumía directamente, a lo menos en gran parte, los víveres y
las materias primeras, producto de su trabajo. De simples valores de
uso que eran, al convertirse en mercancías, estas materias primeras se
vendían a las manufacturas, y los objetos que, gracias a ella, eran
elaborados en el campo, se transformaban en artículos de manufactura,
a los que el campo servía de mercado. Desde entonces desapareció la
industria doméstica de los labriegos. Esta desaparición es la única que
puede dar al mercado interior de un país la extensión y la constitución
que exigen las necesidades de la producción capitalista.

No obstante, el periodo manufacturero propiamente dicho no consigue
hacer radical esta revolución. Si, en efecto, destruye, en ciertos
ramos y en determinados puntos, la industria doméstica, también le da
vida en otros. Ese periodo contribuye a la formación de una clase de
labradores en pequeño, para quienes el cultivo de la tierra es una
operación secundaria, y el trabajo industrial, cuyo producto venden
a las manufacturas directamente o por mediación del comerciante,
la ocupación principal. La grande industria es la que separa
definitivamente la agricultura de la industria doméstica de los campos,
arrancando sus raíces, que son el hilado y el tejido a mano.

De esta separación fatal datan el desarrollo necesario de los poderes
colectivos del trabajo y la transformación de la producción dividida,
rutinaria, en producción combinada, científica. La industria mecánica,
acabando esta separación, es la primera que entrega al capital todo el
mercado interior de un país.



CAPÍTULO XXVII

ORIGEN DEL CAPITALISTA INDUSTRIAL

La acumulación primitiva se ha efectuado por la fuerza. -- Régimen
colonial, deudas públicas, sistema proteccionista.


_La acumulación primitiva se ha efectuado por la fuerza._

No es dudoso que muchos jefes de gremios, artesanos independientes, y
aun obreros asalariados, se hayan hecho desde luego capitalistas en
pequeño y que, poco a poco, merced a una explotación siempre creciente
de trabajo asalariado seguida de una acumulación correspondiente, hayan
por fin salido de su concha transformados en capitalistas de la cabeza
hasta los pies.

Sin embargo, esta transformación lenta del capital no respondía
en manera alguna a las necesidades comerciales del nuevo mercado
universal, creado por los grandes descubrimientos del siglo XV.

Pero la Edad Media había legado dos especies de capital que prosperan
bajo los más diversos regímenes de economía social, y que, antes de
la época moderna, ocupan por sí solos la categoría de capital. Tales
son el _capital usurario_ y el _capital comercial_. Ahora bien, la
constitución feudal de los campos y la organización corporativa de las
ciudades, barreras que impedían al capital-dinero, formado por el doble
camino de la usura y del comercio, transformarse en capital industrial,
concluyeron por desaparecer.

El descubrimiento de las minas de oro y plata de América, la sepultura
en ellas de sus habitantes reducidos a la esclavitud o al exterminio,
los amagos de conquista y de saqueo en las Indias orientales, la
transformación de África en territorio de caza para la captura de
negros, tales fueron los procedimientos suaves de acumulación primitiva
con que se señaló en su aurora la era capitalista. Inmediatamente
después estalla la guerra mercantil, que llega a tener el mundo entero
por teatro. Empezando por la rebelión de Holanda contra España,
adquiere proporciones gigantescas en la cruzada de Inglaterra contra la
Revolución francesa, y se prolonga hasta nuestros días en expediciones
de piratas como las famosas _guerras de opio_ contra China.

Algunos de los diferentes métodos de acumulación primitiva, como
régimen colonial, deudas públicas, hacienda moderna, sistema
proteccionista, etc., descansan en el empleo de la fuerza; pero todos,
sin excepción, explotan el poder del Estado, la fuerza concentrada y
organizada de la sociedad, a fin de precipitar violentamente el paso
del orden económico feudal al orden económico capitalista, y abreviar
los periodos de transición. En efecto, la fuerza es la partera de toda
sociedad en vías de alumbramiento; la fuerza es un agente económico.


_Régimen colonial, deudas públicas, sistema proteccionista._

El régimen colonial dio un gran impulso a la navegación y al comercio,
y produjo las sociedades mercantiles, a las que los gobiernos
concedieron monopolios y privilegios, medios poderosos para efectuar la
concentración de los capitales. Dicho régimen proporcionaba mercados
a las nacientes manufacturas, cuya facilidad de acumulación se
duplicó merced al monopolio del mercado en las colonias. Los tesoros
directamente usurpados, fuera de Europa, por el trabajo forzoso de
los indígenas reducidos a la esclavitud por el robo y el asesinato,
volvían a la madre patria para funcionar allí como capitales. En
nuestros días, la superioridad industrial indica la superioridad
comercial; pero, en la época manufacturera propiamente dicha, la
superioridad comercial es la que da la superioridad industrial. De aquí
proviene el importante papel que desempeñó en aquella época el régimen
colonial.

El sistema de las deudas públicas, cuya aplicación iniciaron en la
Edad Media Venecia y Génova, invadió definitivamente a Europa durante
la época manufacturera. La deuda pública, o, en otros términos, la
enajenación del Estado, ya sea este despótico, constitucional o
republicano, es la que da carácter a la era capitalista. La única parte
de la llamada riqueza nacional que entra efectivamente en la posesión
colectiva de los pueblos modernos, es su deuda pública.

La deuda pública obra como uno de los agentes más enérgicos de la
acumulación primitiva. Con facilidad mágica dota al dinero improductivo
de la virtud procreadora, transformándolo así en capital, y sin que por
esto se halle expuesto a sufrir los riesgos inseparables de su empleo
industrial y aun de la usura privada.

A decir verdad, los que prestan al Estado no dan nada, pues su capital,
transformado en efectos públicos de fácil circulación, continúa
funcionando entre sus manos como si fuese numerario. Mas, dejando a un
lado la clase de rentistas ociosos así creada y la fortuna improvisada
de los hacendistas intermediarios entre el gobierno y la nación,
la deuda pública ha dado impulso a las sociedades por acciones, al
comercio de toda clase de papeles negociables, a las operaciones
dudosas, al agiotaje, en suma, a los juegos de Bolsa y a la soberanía
moderna de la banca.

Desde su creación, los grandes bancos engalanados de títulos
nacionales, no son más que asociaciones de especuladores privados que
se establecen al lado de los gobiernos y que, merced a los privilegios
que estos les conceden, llegan a prestarle aun el dinero del público.

Como la deuda pública está basada sobre la renta pública, la cual tiene
que satisfacer los intereses anuales de aquella, el sistema moderno
de las contribuciones era la consecuencia obligada de los empréstitos
nacionales. Los empréstitos, que permiten a los gobiernos atender a los
gastos extraordinarios sin que los contribuyentes se resientan de ellos
inmediatamente, producen al cabo una elevación en las contribuciones;
por otra parte, el recargo de impuestos, causado por la acumulación de
las deudas sucesivamente contraídas, obliga a los gobiernos, en caso
de nuevos gastos extraordinarios, a recurrir a nuevos empréstitos. El
sistema fiscal moderno, que descansa ante todo sobre la contribución
de los artículos de primera necesidad, y produce, por consecuencia,
la elevación de su precio, se ve arrastrado por su propio mecanismo
a hacerse cada vez más pesado e insoportable. El recargo excesivo de
las cuotas es el principio, no un incidente de dicho sistema, el cual
ejerce una acción expropiadora sobre el labrador, el artesano y demás
elementos de la clase media.

La gran parte que toca a la deuda pública y al sistema fiscal
correspondiente en la capitalización de la riqueza y en la expropiación
de las masas, ha llevado a multitud de escritores a ver en este hecho
la causa primordial de la miseria de los pueblos modernos.

El sistema proteccionista, con ayuda de los derechos protectores, de
las primas de exportación, de los monopolios de venta en el interior,
etc., fue un medio artificial de crear fabricantes, de expropiar
trabajadores independientes, de transformar en capital los instrumentos
y condiciones materiales del trabajo, de abreviar a viva fuerza el paso
del antiguo sistema de producción al sistema moderno. El procedimiento
de fabricación de fabricantes se simplificó aún en ciertos países
donde Colbert había formado escuela: la fuente misteriosa de donde el
capital primitivo llegaba directamente a los especuladores, en forma de
adelanto y aun de donativo, fue a menudo el tesoro público.

Régimen colonial, deudas públicas, dilapidaciones fiscales, protección
industrial, guerras comerciales, etc., adquirieron un desarrollo
gigantesco durante la primera juventud de la grande industria.

       *       *       *       *       *

En resumen, así es como el trabajador se ha divorciado de las
condiciones del trabajo, y como estas se han transformado en capital y
la masa del pueblo en asalariados. El capital viene al mundo sudando
sangre y cieno por todos sus poros.



CAPÍTULO XXVIII

TENDENCIA HISTÓRICA DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA

Supresión, por la propiedad capitalista, de la propiedad privada
basada en el trabajo personal. -- La transformación de la propiedad
capitalista en propiedad social.


_Supresión, por la propiedad capitalista, de la propiedad privada
basada en el trabajo personal._

Por lo ya expuesto, se advierte que lo que hay en el fondo de la
acumulación primitiva, y en el de su formación histórica, es la
expropiación del productor inmediato, la desaparición de la propiedad
fundada en el trabajo personal de su poseedor.

La propiedad privada, como oposición a la propiedad colectiva, solo
existe allí donde los instrumentos y demás condiciones exteriores
del trabajo pertenecen a particulares; pero, según que sean estos
trabajadores o no trabajadores, la propiedad privada cambia de aspecto.

La propiedad privada del trabajador que posee los medios para poner
en ejercicio su actividad productiva, acompaña a la pequeña industria
agrícola o manufacturera, que es la escuela donde se adquieren la
habilidad manual, la destreza ingeniosa y la libre individualidad del
trabajador. Es cierto que este modo de producción se encuentra en medio
de la esclavitud, de la servidumbre y otros estados de dependencia;
pero no prospera, ni despliega toda su energía, ni reviste su forma
completa y clásica sino donde el trabajador es propietario libre de
las condiciones de trabajo que él mismo pone en ejercicio, el labrador
del suelo que cultiva y el artesano de la herramienta que maneja, como
el artista lo es de su instrumento de trabajo.

Semejante régimen industrial de pequeños productores independientes,
que trabajan por cuenta propia, supone la división de la tierra y
el fraccionamiento de los demás medios de producción. Como excluye
la concentración de estos medios, excluye también la cooperación en
gran escala, la división del trabajo en el taller y en el campo, el
maquinismo, el dominio inteligente del hombre sobre la naturaleza, el
libre desarrollo de las potencias sociales del trabajo y el concierto y
la unidad en el fin, en los medios y en los esfuerzos de la actividad
colectiva; siendo solo compatible con un estado restringido y mezquino
de la producción y de la sociedad. El perpetuar semejante régimen,
si fuera posible, equivaldría --como dice Pecqueur perfectamente-- a
«decretar la medianía en todo».

Mas en cuanto llega a cierto grado, él mismo comienza a engendrar los
agentes materiales de su disolución. A partir de este momento, las
fuerzas y pasiones que comprime, empiezan a agitarse en el seno de
la sociedad. Está condenado a ser, y será, en efecto, aniquilado. Su
movimiento de eliminación, que consiste en transformar los medios de
producción individuales y dispersos en medios de producción socialmente
concentrados, y en convertir la diminuta propiedad de la mayor parte en
propiedad colosal de unos cuantos, por medio de la dolorosa y terrible
expropiación del pueblo trabajador, he ahí cuáles son los orígenes
del capital, que entrañan toda una serie de procedimientos violentos,
de los que solo hemos mencionado los más notables al investigar los
métodos de acumulación primitiva.

La expropiación de los productores inmediatos se lleva a cabo con un
cinismo implacable, aguijoneado por los móviles más infames, por las
pasiones más sórdidas y más aborrecibles en medio de su pequeñez.
La propiedad privada, basada en el trabajo personal, esa propiedad
que adhiere, por decirlo así, al trabajador aislado y autónomo a las
condiciones exteriores del trabajo, ha sido suplantada por la propiedad
privada capitalista, fundada en la explotación del trabajo ajeno, en el
régimen del salario.


_La transformación de la propiedad capitalista en propiedad social._

Desde que este movimiento de transformación ha descompuesto de arriba
abajo la vieja sociedad; desde que los productores se han convertido en
proletarios, y sus medios de trabajo en capital; desde que el régimen
capitalista se sostiene por la sola fuerza económica de las cosas, la
socialización futura del trabajo, así como la transformación progresiva
de la tierra y de los demás medios de producción en instrumentos
socialmente explotados, comunes, en una palabra, la eliminación futura
de las propiedades privadas, va a revestir una nueva forma. No es al
trabajador independiente a quien hay que expropiar ahora, sino al
capitalista, al jefe de un ejército o de una escuadra de asalariados.

Esta expropiación tiene lugar por la acción de las leyes de la misma
producción capitalista, las cuales tienden a la concentración de
los capitales. Al mismo tiempo que la centralización --que es la
expropiación de la mayoría de los capitalistas por la minoría-- se
desarrollan, cada vez en mayor escala, la aplicación de la ciencia a
la industria, la explotación de la tierra con método y en conjunto la
transformación de la herramienta en instrumentos poderosos, solo por el
uso común, y por consecuencia la economía de los medios de producción
y las relaciones de todos los pueblos en el mercado universal; de
donde procede el carácter internacional que lleva impreso el régimen
capitalista.

A medida que disminuye el número de los potentados del capital
que usurpan y monopolizan todos los beneficios de este periodo de
evolución social, aumentan la miseria, la opresión, la esclavitud, la
degradación, la explotación, pero también aumenta la resistencia de
la clase obrera, cada vez más numerosa y mejor disciplinada, unida y
organizada por el propio mecanismo de la producción capitalista. El
monopolio del capital ha llegado a ser un obstáculo para el sistema
actual de producción, que ha crecido y prosperado con él y gracias a
él. La socialización del trabajo y la centralización de sus resortes
materiales han llegado a un punto en que no pueden ya contenerse en
la envoltura capitalista. Esta envoltura está próxima a romperse: la
hora postrera de la propiedad capitalista ha sonado ya; a su vez, los
expropiadores van a ser expropiados.

La apropiación capitalista, conforme al modo de producción capitalista
también, constituye la primera negación de la propiedad privada
resultante del trabajo independiente e individual. Pero la producción
capitalista misma engendra su propia negación con la fatalidad que
preside a las evoluciones de la naturaleza. Esa producción tiende
a restablecer, no la propiedad privada del trabajador, sino la
propiedad del mismo fundada en los progresos realizados por el periodo
capitalista, en la cooperación y posesión común de todos los medios
de producción, incluida la tierra. Lo que la burguesía capitalista
produce, ante todo, a medida que la gran industria se desarrolla, son
sus propios sepultureros; la eliminación de aquella y el triunfo del
proletariado son igualmente inevitables.

Naturalmente, para transformar la propiedad privada y fraccionada,
objeto del trabajo individual, en propiedad capitalista, se ha
necesitado tiempo, esfuerzos y penas, que no serán precisos para
transformar en propiedad social la propiedad capitalista, la cual
descansa ya de hecho en un sistema de producción colectivo.

En el primer caso, se trataba de la expropiación de la masa por algunos
usurpadores; en el segundo, trátase de la expropiación de unos cuantos
usurpadores por la masa.



CAPÍTULO XXIX

TEORÍA MODERNA DE LA COLONIZACIÓN

La necesidad de las condiciones que hemos reconocido como
indispensables a la explotación capitalista, aparece claramente en las
colonias. -- Confesiones de la Economía política.


_La necesidad de las condiciones que hemos reconocido como
indispensables a la explotación capitalista, aparece claramente en las
colonias._

La Economía política burguesa no se detiene a examinar si tal o cual
hecho es cierto, sino si es beneficioso o nocivo al capital. Por tanto,
trata de mantener una confusión sumamente cómoda entre dos géneros de
propiedad privada completamente distintos: entre la propiedad privada
basada en el trabajo personal y la propiedad capitalista basada en el
trabajo ajeno, y olvida intencionadamente que esta última no crece sino
sobre la tumba de la primera.

En nuestros países, en la Europa occidental, la acumulación primitiva,
es decir, la expropiación de los trabajadores, se halla en parte
terminada, bien porque el régimen capitalista se ha apoderado de toda
la producción nacional, o bien porque, allí donde las condiciones
económicas están menos adelantadas, obra, por lo menos indirectamente,
sobre las formas sociales que persisten a su lado, pero que caen poco
a poco juntamente con el modo de producción atrasado que representan.
En las colonias, o donde quiera que se encuentre un suelo virgen
colonizado por emigrantes libres, ocurre todo lo contrario.

El modo de producción y de apropiación capitalista tropieza allí con la
propiedad fruto del trabajo personal, con el productor que, disponiendo
de las condiciones exteriores del trabajo, consigue enriquecerse en
vez de enriquecer al capitalista. La pugna entre estos dos modos
de apropiación, que la Economía política niega entre nosotros, se
demuestra allí con los hechos, con la lucha.

Cuando se trata de las colonias, el economista entra en el terreno de
las confesiones y asegura que, o hay que renunciar al desarrollo de
las potencias colectivas del trabajo, a la cooperación, a la división
manufacturera, al empleo en gran escala de las máquinas, etc., o buscar
algún expediente para lograr que los trabajadores, privados de los
medios de trabajo, se vean obligados a venderse, por supuesto en las
condiciones de dependencia indispensables; en una palabra, que hay que
hallar un medio de fabricar asalariados.

El economista descubre entonces que el capital no es una cosa, sino
una relación social entre las personas, relación que se establece por
mediación de las cosas. Un negro es un negro; solo en determinadas
condiciones se convierte en esclavo. Esta máquina, por ejemplo, no es
más que una máquina de hilar algodón, y solo en ciertas condiciones se
convierte en capital. Fuera de estas condiciones, no es más capital que
el oro por sí mismo es moneda; el capital es una relación social de
producción.

Descubre además el economista que la posesión de dinero, subsistencias,
máquinas y otros medios de producción, no hace de un hombre un
capitalista, si no dispone del complemento, que es el asalariado, es
decir, de otro hombre que se ve obligado a venderse voluntariamente:
los medios de producción y de subsistencia no se transforman en capital
mientras no se utilicen como medios de explotar y dominar el trabajo.

El carácter esencial de toda colonia libre es el de que cada colono
puede apropiarse una parte de la tierra que le sirve de medio de
producción individual, sin que esto impida que hagan otro tanto los
colonos que lleguen después que él. Allí donde todos los hombres son
libres y donde cada cual puede adquirir un trozo de terreno, es difícil
encontrar un trabajador, y si se encuentra, es a precio muy subido.
Cuando el trabajador puede acumular para sí mismo, y puede hacerlo
mientras es propietario de sus medios de producción, la acumulación y
la apropiación capitalistas son imposibles, pues les falta la clase
asalariada, de la cual no pueden prescindir.

La perfección suprema de la producción capitalista consiste, no
solamente en que reproduce sin cesar al asalariado como tal asalariado,
sino en que crea asalariados supernumerarios, merced a los cuales
mantiene la ley de la oferta y de la demanda del trabajo en el cauce
conveniente, hace que las oscilaciones del mercado tengan lugar dentro
de los límites más favorables a la explotación, que la sumisión tan
indispensable del trabajador al capitalista esté garantizada, y por
último, perpetúa la relación de dependencia absoluta que, en Europa, el
economista farsante disfraza, engalanándola enfáticamente con el nombre
de libre contrato entre dos mercaderes igualmente independientes, o
sea uno que vende la mercancía capital y otro la mercancía trabajo. En
las colonias se desvanece el dulce error economista. Desde el momento
en que un asalariado llega a ser artesano o labrador independiente,
la oferta de trabajo no es ni regular ni suficiente. Esta continua
transformación de asalariados en productores libres, que trabajan
por su cuenta propia y no por la del capital, que se enriquecen en
vez de enriquecer a los señores capitalistas, influye, en efecto, de
una manera funesta sobre el estado del mercado del trabajo, y por
consecuencia, sobre el tipo del salario.


_Confesiones de la Economía política._

En estas circunstancias, el grado de explotación no solo baja de una
manera ruinosa, sino que el asalariado pierde además, juntamente
con la dependencia real, todo sentimiento de docilidad respecto del
capitalista. Así, el economista Merivale declara que «esta dependencia
debe crearse en las colonias por medios artificiales».

Por otro lado, M. de Molinari, librecambista rabioso, dice: «En las
colonias donde la esclavitud ha sido abolida sin que el trabajo forzoso
haya sido reemplazado con una cantidad equivalente de trabajo libre,
se ha operado _la inversa del hecho que se realiza diariamente entre
nosotros. Se ha visto a los simples trabajadores explotar a su vez
a los empresarios industriales_, y exigir de ellos salarios que no
estaban en proporción con la parte legítima que les correspondía en el
producto.»

¡Cómo! ¿Y la ley sagrada de la oferta y la demanda? Si el empresario
cercena en Europa al obrero su parte legítima, ¿por qué este, en las
colonias, favoreciéndole las circunstancias, en vez de perjudicarle, no
ha de cercenar también la parte del empresario? Vamos, préstese un poco
de ayuda gubernamental a esa pobre ley de la oferta y la demanda, que
algunos se permiten hacer funcionar libremente.

El secreto que la economía política del antiguo mundo ha descubierto
en el nuevo, secreto inocentemente descubierto por sus elucubraciones
sobre las colonias, es que el sistema de producción y de acumulación
capitalista, y por consiguiente la propiedad privada capitalista,
supone el aniquilamiento de la propiedad privada basada en el trabajo
personal, y que su base es la expropiación del trabajador, pues no
puede disponerse de los asalariados indispensables, sometidos y
disciplinados, sino cuando estos no pueden trabajar para sí mismos,
cuando no poseen los medios de producción.



ÍNDICE

                                                               Páginas.

  NOTA PRELIMINAR.                                                    V
  PREFACIO.                                                         VII


  Estudio sobre el socialismo científico.

  I. Colectivismo o comunismo.                                     XIII
  II. La transformación social y sus elementos.                     XIV
  III. El partido obrero y la guerra de clases.                    XXIV
  IV. La supresión de clases y el modo de realizarla.               XXX
  V. Ineficacia de todos los medios pacíficos.                  XXXVIII
  VI. Nuestra revolución.                                             L


  Desarrollo de la producción capitalista.


  SECCIÓN PRIMERA. -- _Mercancía y moneda._

  CAPÍTULO I.--La mercancía.                                          1
     --    II.--De los cambios.                                      15
     --    III.--La moneda o la circulación de las  mercancías.      19


  SECCIÓN SEGUNDA. -- _Transformación del dinero en capital._

  CAPÍTULO IV.--Fórmula general del capital.                         35
     --    V.--Contradicciones de la fórmula general del capital.    39
     --    VI.--Compra y venta de la fuerza de trabajo.              44


  SECCIÓN TERCERA. -- _Producción de la supervalía absoluta._

  CAPÍTULO VII.--Producción de valores de uso y producción de
                   la supervalía.                                    49
     --    VIII.--Capital constante y capital variable.              60
     --    IX.--Tipo de la supervalía.                               66
     --    X.--La jornada de trabajo.                                76
     --    XI.--Tipo y masa de la supervalía.                        85


  SECCIÓN CUARTA. -- _Producción de la supervalía relativa._

  CAPÍTULO XII.--Supervalía relativa.                                90
     --    XIII.--Cooperación.                                       94
     --    XIV.--División del trabajo y manufactura.                101
     --    XV.--Maquinismo y grande industria.                      115


  SECCIÓN QUINTA. -- _Nuevas consideraciones acerca de la
    producción de la supervalía._

  CAPÍTULO XVI.--Supervalía absoluta y supervalía relativa.         148
     --    XVII.--Variaciones en la relación de intensidad
                    entre la supervalía y el valor de la fuerza
                    de trabajo.                                     154
     --    XVIII.--Expresiones del tipo de la supervalía.           163


  SECCIÓN SEXTA. -- _El salario._

  CAPÍTULO XIX.--Transformación del valor o del precio de la
                   fuerza de trabajo en salario.                    165
     --    XX.--El salario a jornal.                                169
     --    XXI.--El salario a destajo.                              174
     --    XXII.--Diferencia en el tipo de los salarios
                    nacionales.                                     179

  SECCIÓN SÉPTIMA. -- _Acumulación del capital._

  INTRODUCCIÓN.                                                     182
  CAPÍTULO XXIII.--Reproducción simple.                             184
     --    XXIV.--Transformación de la supervalía en capital.       192
     --    XXV.--Ley general de la acumulación capitalista.         209


  SECCIÓN OCTAVA. -- _La acumulación primitiva._

  CAPÍTULO XXVI.--El secreto de la acumulación primitiva.           238
     --    XXVII.--Origen del capitalista industrial.               245
     --    XXVIII.--Tendencia histórica de la acumulación
                      capitalista.                                  250
     --    XXIX.--Teoría moderna de la colonización.                255



*** End of this LibraryBlog Digital Book "El capital: Resumido y acompañado de un estudio sobre el Socialismo científico" ***

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