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Title: Estudios americanos
Author: Mérou, Martín García
Language: Spanish
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                          ESTUDIOS AMERICANOS



                          MARTÍN GARCÍA MÉROU


Nació en Buenos Aires el 14 de Octubre de 1862. Estudió en el Colegio
Nacional y se graduó en derecho en la Universidad de Buenos Aires.

Desde la adolescencia mostró inclinación por las letras, publicando sus
“poesías” (1880), “nuevas poesías” (1881) y “varias poesías” (1882),
reunidas más tarde en un solo volumen. Su reputación fué rápida en todo
el continente, como poeta y prosista; más tarde cultivó con igual éxito
la crónica literaria, la crítica y los estudios políticos y sociales.

Entró muy joven a la carrera diplomática y fué ministro
plenipotenciario ante varios gobiernos americanos. De sus viajes ha
escrito impresiones interesantísimas. Siendo ministro en Estados Unidos
dejó el cargo para ocupar el Ministerio de Agricultura, durante la
segunda presidencia de Roca, pasando más tarde a ocupar la legación
argentina en Berlín, donde falleció.

Son sus obras principales: “Poesías” (1879-1885), “Impresiones” (1884),
“Estudios literarios” (1884), “Libros y Autores” (1886), “Perfiles
y miniaturas” (1889), “Juan Bautista Alberdi” (1890), “Recuerdos
Literarios” (1891), “Confidencias literarias” (1894), “Estudios
Americanos” (1900), “El Brasil intelectual” (1905), etc.

Sus obras de crónica y crítica literaria reflejan agudamente el
movimiento intelectual argentino de “la generación del 80”; su
obra, por su contenido y por su forma, es uno de los exponentes más
considerables de la mentalidad nacional. Además de su valor histórico o
representativo, vale por sus excelentes cualidades intrínsecas.

A los 43 años de edad falleció en Berlín, el 18 de Mayo de 1905.



                         “LA CULTURA ARGENTINA”

                          MARTÍN GARCÍA MÉROU

                                ESTUDIOS
                               AMERICANOS

                            (PRIMERA SERIE)

                        Con una introducción de
                          EUGENIO DÍAZ ROMERO

                                [Imagen]


                              BUENOS AIRES
              «La Cultura Argentina»--Avenida de Mayo 646
                                  1916



                          MARTÍN GARCÍA MÉROU


La gran República del Norte ha encontrado en este escritor un
intérprete a todas luces digno de su renombre.

Después de sus poesías, de sus libros de viajes, de sus ensayos sobre
Echeverría y Alberdi, de sus páginas de historia, el señor García Mérou
debía darnos una obra de observación personal, de sólida información,
de crítica penetrante y provechosa lectura. Felizmente ha realizado
dicha obra en el pleno desarrollo de su inteligencia, en el completo
dominio de sus facultades, de su madurez de criterio.

El autor de _Echeverría_ y poeta de los _Cuadros Epicos_ pertenece
a una generación de hombres de talento. El, con Benigno Lugones,
Joaquín Castellanos, Leopoldo Díaz y quizás algún otro, se iniciaron
bajo la buena influencia romántica. Los poetas del año 30 han sido en
esto afortunados. Los poetas argentinos de aquella época, y también
los de las otras repúblicas de Sud América, tenían por aquellos
hombres, Hugo, Lamartine, Byron, Alfredo de Musset, y Vigny, un culto
imponderado. Era, sin duda alguna, una pléyade entusiasta, amante como
ninguna otra de la belleza del arte.

Pero de lo que carecía era de voluntad, salvo, necesariamente,
sus excepciones. Ella no aceptó o no pudo aceptar las severas
responsabilidades del ideal. Se hubiese dicho que por sus venas corría
la floja sangre de Rolla, hacia el cual tendían instintivamente o al
que disculpaban por lo menos. El ideal era demasiado vasto, demasiado
difícil, y como se pedía todo a las fuerzas naturales, mucho al
corazón y nada absolutamente al cerebro, las energías faltaron. De esa
generación, inteligente y poética, poco o nada fundamental ha quedado.

Con excepción de dos o tres cantos de un sentimentalismo soñador,
impregnados de escepticismo amable, de melancólicos ayes, de
postrimeros adioses, la literatura pocas piezas nuevas pudo agregar a
su repertorio selecto. La forma escasas transformaciones obtuvo; la
imagen, el ritmo, la música, lo que constituye, en una palabra, el
verso, permaneció estacionario. Era el mismo metro usado por los poetas
españoles, la misma tendencia que con diferentes matices se reproducía
en los países de América.

La imitación era casi incondicional, sin limitaciones visibles. Siempre
que se imitara a Lamartine o a Hugo, estaba bien. Los recursos era
lo de menos. Y conste que yo soy partidario de la influencia en
literatura; pero, naturalmente, siempre que el influenciado proceda con
la prudencia y la cautela necesarias. Estoy con los que piensan que un
gran autor puede encaminar a un cerebro por un camino maravilloso. Pero
es indispensable también que la lectura de ese autor, que su influencia
pujante se vea discutida por otras influencias; de modo que alguien
pueda emitir al respecto una opinión personal y que lo que resulte sea
de su propia cosecha.

Martín García Mérou, que pertenece a aquella generación, fué tal vez el
único que se sintió capaz de realizar una obra buena, de trascendencia
y valor.

Durante su juventud escribió y dió a luz muchos versos, que más tarde,
allá por el año de 1885, se publicaron en libro. En esas poesías hay
algo más que el simple sentimiento traducido en una forma más o menos
feliz.

Pero es porque ya en aquella época García Mérou poseía un espíritu
cultivado por excelentes lecturas. Vese en ellas, al poeta que,
atraído por la grandeza y majestad de los modelos, hace lo posible por
sacudir su yugo, sirviéndose para ello de su inspiración propia y del
conocimiento que él mismo ha conseguido retener de las cosas que lo
rodean y de los fenómenos de su reino interior.

El poeta lucha también por que su idioma, plegándose a sus caprichos,
le dé el estilo con que sueña para encerrar bellas ideas, y por que a
más de la hermosura de la forma, la originalidad venga asimismo en su
ayuda; y si bien es cierto que no logra siempre su objeto, es preciso
reconocer que en muchas ocasiones el triunfo ha estado de su parte.

A sus _Poesías_ siguen sus estudios literarios, interesantes historias
acerca de nuestra vida intelectual, revelaciones curiosas de un
ambiente sahumado con los más puros óleos románticos, interpretaciones
amables de obras y caracteres estudiados con la mejor voluntad y la
mayor simpatía.

Hace varios años que leí _Recuerdos literarios_ y _Confidencias
literarias_; sin embargo, aun conservo la grata sensación que entonces
me produjeron. Naturalmente que para estudiar esas obras es necesario
ajustarse a los pocos años del autor y a las influencias que pudieron
pesar sobre él, solicitado como estaría, sin duda, por elementos
poderosos, cuales son el amor hacia aquellas personas que sienten como
nosotros y comparten las inquietudes que provienen de la aspiración
a un ideal común. Empero, García Mérou revela en esos libros buenas
cualidades de narrador fácil y ameno. Pocos son los que pueden jactarse
de una habilidad semejante. Ciertamente, el señor García Mérou profesa
el irrefutable principio de que para ser leído es indispensable hacerse
leer. Sus estudios, sea de la índole que fuesen, resultan de una
lectura en extremo agradable.

El espíritu del lector no se fatiga con descripciones sutiles, ni en
complicados meandros, ni en prodigiosas arquitecturas verbales, sino
que, por el contrario, entra de lleno en la amable glorieta, construída
con la más fina elegancia. Su estilo, fácil y pletórico, se adapta,
sin esfuerzo aparente, a las veleidades de su imaginación y sigue sin
tropiezos el rumbo que el pensamiento quiere imprimirle, revistiéndolo,
al pasar, con las formas que la fantasía, contenida a menudo, dejó
escapar como a su pesar. La frase es ancha, abundante en palabras
sonoras, acertada en la elección de los vocablos, poco trabajada,
declamatoria a veces y a veces también de una contextura de hierro.

En muchas ocasiones créese estar ante un enorme periodista, imbuído en
toda clase de asuntos. Su sorprendente facilidad para pasar de un punto
a otro totalmente diverso y tratar en un espacio reducido las materias
más opuestas, la copiosidad de datos con que ilustra sus estudios,
hacen efectivamente de este autor el más grande y completo de los
periodistas argentinos.

Pero García Mérou posee también en alto grado apreciables dotes de
escritor y de artista. Su obra, múltiple y conceptuosa, da a conocer
diferentes fases de su talento.

En los _Estudios Americanos_ el pensamiento se robustece; la
observación, el análisis de costumbres y tipos, la vida, en fin, de esa
gran nación que es Estados Unidos, tiene en el señor García Mérou un
crítico admirable.

Divulgador entusiasta de todo lo que constituye el progreso y la gloria
de aquel país, describe con precisión y verdad absolutamente sinceras
la complicada máquina del organismo gigantesco de ese pueblo joven
que posee una grande alma viril, espoleada por los más irresistibles
empujes de perfeccionamiento y torturada por las más desesperadas
bravuras de la energía, que es allí un síntoma de su fuerza y de su
voluntad, que se diría fabulosa si no supiéramos que es humana.

García Mérou no podía permanecer indiferente en medio de aquellas
poblaciones. Su espíritu culto y expansivo, tenía necesariamente
que sentir la palpitación del coloso. Observándolo, estudiándolo de
cerca, sin precipitación, es como ha obtenido los resultados que nos
es dado palpar. No se ha llevado de opiniones ajenas, ni ha escuchado
tampoco la voz de algunos escritores europeos reacios a la maravillosa
enseñanza que encarna una nación que en pocos años de vida propia y
de independencia política ha obtenido los beneficios que todo el
mundo puede admirar, sino que ha tomado el camino que le ha trazado
su criterio individual, el conocimiento de las instituciones y de
los hombres, la experiencia y el estudio adquiridos diariamente, en
el contacto con aquella sociedad, a quien conferencistas amables y
almibarados psicólogos hicieron vanamente, por cierto, blanco de sus
embestidas inútiles y de sus ironías inofensivas.

El autor de este libro, empero, no lleva su admiración hasta creer
que todo lo que se produce en el seno de aquel país es de una bondad
prodigiosa.

Su juicio es, antes que todo, sincero. Cuando halla algo impropio, o
de dudoso buen gusto, o de calculado propósito o de bajo interés o
sencillamente rastrero, lo dice claramente, de modo que todos puedan
oirlo; así como cuando se encuentra en presencia de un fenómeno que
suscita su entusiasmo, lo que no es difícil que suceda a menudo
tratándose de los Estados Unidos, su admiración es espontánea y sin
restricciones su elogio. Y no se piense que el lector permanece ajeno
a esas efusiones de su temperamento. Sea cuando alaba como cuando
critica, García Mérou se cuida de hacer resaltar con precisión el
objeto ensalzado o vituperado. Posee la excelente cualidad de presentar
tan claramente las cosas que lo preocupan, que uno no puede menos de
sentirse arrastrado y compartir con él la admiración y la censura.
Ahí es donde se reconoce su criterio imparcial y su juicio exento de
prejuicios anteriores a su propia observación.

En muchas ocasiones, ya se trate de instituciones, ya de hombres,
procura que el lector se ilustre con opiniones extrañas a las suyas.
Dicho método produce, naturalmente, una impresión favorable para quien
no está muy al corriente de lo que pasa en aquellos lugares, al mismo
tiempo que corrobora con nuevas ideas las que el lector pudo formarse
acerca de las materias que desenvuelve en su peroración elocuente y
fundada. El método informativo y ameno de su exposición hace que los
_Estudios Americanos_ se lean con facilidad y con interés ascendente.
Muchos y muy distintos son los asuntos que García Mérou trata de
interpretar en su obra. Sin temor a equivocarse, puede decirse que
quinientas páginas nutridas, abonan, si no completamente, por lo
menos en su mayor parte, la vida, las manifestaciones comerciales e
intelectuales de ese pueblo, el movimiento, en fin, de sus industrias,
la descripción de sus principales ciudades, el estudio de sus severas
instituciones educacionales, de sus más grandes progresos, de sus más
célebres acontecimientos políticos.

Todo está estudiado, todo está visto con amor, que yo diría americano,
pues está probado que los europeos no miran sino con cierto recelo el
desarrollo de los Estados Unidos que, joven aun y con los atropellos
inherentes a su corta vida política, se ha colocado a la vanguardia de
las naciones del mundo. Y es necesario consultar este libro para ver
cómo ha ido evolucionando hasta adquirir la forma que hoy ha adquirido
y para que su informe grandeza aparezca en su magnitud verdadera.

Injustamente se ha reprochado a los Estados Unidos el desdén con que ha
mirado siempre las manifestaciones superiores de la inteligencia. Para
refutar una inculpación semejante y destruirla totalmente, no habría
más que apoyarse en la urgencia en que todos los pueblos de formación
embrionaria atienden a su existencia económica.

Pero es que los Estados Unidos han dado pruebas de una intelectualidad
gigantesca en una cantidad de obras que, por desgracia, no han
alcanzado la popularidad que debían.

Con haber engendrado a Edgardo Poe habría hecho bastante. ¿Quién niega
que Poe fué uno de los más grandes hombres del siglo? Pero es que no es
sólo Poe, sino que son Emerson y Longfellow, Hanthurne y Lowell, Walt
Whitman y Wisthler, Sullivan, Holmes y Whittier, impuestos hoy a la
admiración universal.

¿Cómo se explica entonces el rencor europeo por todo lo que es
«americano», como si esta palabra «americano» envolviera todo un
pasado de obscurantismo y derrota? ¿Será necesario buscar en el
progreso excesivo, en la rara energía, en la grandeza acumuladora y
enorme, en el dominio exclusivo y desmesurado de la raza, la antipatía
de la vieja Europa por ese inmenso pueblo ciclópeo? ¿O es que la
altivez del pueblo yankee lo irrita? ¿O es que Europa ve en los Estados
Unidos su sepulcro futuro?...

El señor García Mérou roza estas cuestiones en algunos capítulos.

Una de las cosas que me han llamado más la atención es la independencia
de su juicio al penetrar en asuntos tan complicados y resbaladizos. En
esto se diría que procede como los noveladores realistas, es decir,
sin traducir sus emociones ni sus ideas ante el objeto observado,
como un simple espectador que ve y analiza, reservándose su opinión
o escondiendo su sentimiento. Así es como el escritor puede apreciar
mejor los fenómenos sociales y los hechos que caen bajo el dominio de
sus facultades.

Estados Unidos ofrecía un hermoso escenario al autor de las
_Confidencias literarias_ y un vasto campo de acción a sus notorias
cualidades de escritor y de hombre estudioso. Ignoro el tiempo que ha
empleado en terminar una obra de tan vastas proyecciones como la que
ha publicado, pero imagínome que no ha sido breve.

A García Mérou no lo intimidaba el trabajo: se formó trabajando y
concluyó como había comenzado, es decir, con la pluma en la mano.

De entre la mediocre cáfila de hombres sin pensamiento ni acción, este
espíritu noble y de esfuerzo surge como un rayo de sol de entre una
nube sombría. Esta gente que no leerá su libro, pero que irá a mentirle
elogios, podría inspirarse en su ejemplo. Si así sucede, se convencerá
que no es con falsas posturas, ni con adulaciones, ni con genuflexiones
adorables, que se conquistan distinciones y honores. García Mérou, por
ejemplo, se los ha conquistado a fuerza de puños, de una labor ruda y
continua, de un trabajo sano y persistente, de una honrada existencia.

Iba a penetrar en la estructura de su libro, pero noto que el espacio
me falta. Por otra parte, paréceme que no es de absoluta necesidad
entrar en la descripción de los distintos capítulos de que se compone.
Baste saber que los Estados Unidos, en lo que tienen de más grande,
han hallado en Martín García Mérou un propagador admirable y que los
_Estudios Americanos_ compendian y dan una idea exacta de su movimiento
económico y social, de sus instituciones e industrias, de muchas de
sus costumbres y de un crecido número de sus hombres ilustres.

Los que se interesan por esta nación deben apresurarse a leer el libro
que el señor García Mérou ha tenido a bien legarnos, que los instruirá
deleitándolos, como dicen los aficionados a la retórica.

Por mi parte, vuelvo a leer los capítulos sobre «John Hay» y ese triste
y doloroso que se llama «Un christmas sombrío» y los consagrados a
Henry Cabot Lodge, uno de los más interesantes, a «David James Wells»,
al «Génesis del imperialismo»; y al doblar la última hoja, recuerdo que
son pocos, muy pocos, los libros que como _Estudios Americanos_ se han
escrito sobre la gran República del Norte, a quien un poeta amigo mío
llamó el Calibán de América, en un día de locura.

                                                     EUGENIO DÍAZ ROMERO



                          Estudios Americanos



                                   I

                         IMPRESIONES DE BOSTON


De todas las ciudades americanas, tal vez la más interesante y
original, la menos nivelada y amoldada por el progreso vertiginoso que
ha uniformado la fisonomía de las capitales de este país, es Boston,
centro de cultura académica y de refinamiento intelectual, en que
viven tradiciones literarias y en que se conserva el culto celoso
del genio americano. Mientras el tren rápido me conducía desde Nueva
York hasta el corazón de la metrópoli de Massachussetts, después de
haber entrado íntegro en un colosal _ferry-boat_, recorriendo una gran
parte de la bahía de la gran capital y pasando bajo la red gigantesca
del puente de Brooklin, para entrar en Harlem River y volver a tomar
de nuevo las vías en que ahora volamos arrastrados por una de esas
gigantes locomotoras de carrera (_racers_) que devoran las distancias,
iba confirmando en silencio la exactitud de las observaciones de un
viajero humorístico respecto a la reputación de que goza Boston en
el resto de la Unión. Como a él, se me había dicho en tono de broma
que «tan pronto como el tren entrara en la Nueva Inglaterra, oiría muy
poco inglés, porque casi todo el mundo hablaba latín o griego; que los
teatros representaban sólo tragedias de Esquilo o Sófocles, y de cuando
en cuando una pieza de Ibsen; que no se permitía ni fumar ni jurar en
las calles; que las señoras llevaban velos azules y lentes; que los
hombres hablaban el inglés más británico posible, y en vez de pecheras
de camisa llevaban sus diplomas de pergamino de Harvard College; que
los niños iban en procesión por las calles a pedir al gobernador que se
aumentaran las horas de clase; que en los principales clubs tres veces
por semana se debatían cuestiones metafísicas; que en las tertulias,
después de la discusión de algún tema propuesto por un profesor de
Harvard, se servía Apollinaris y crema helada, mientras en las casas
muy chic (_very swell_), se convidaba a los invitados con «Club soda».

Sin tomar muy al pie de la letra estas bromas con que los habitantes
de Nueva York acostumbran satirizar a los «bostonianos», es lo cierto
que en la vieja capital se respira una atmósfera diferente que en el
resto de este inmenso país, y que el amor a la ciencia se ostenta en
ella en las formas más inesperadas. Así, al entrar en el magnífico
Hotel Touraine, recientemente edificado y servido a la francesa, con
todos los refinamientos de un lujo exquisito, lo primero que me llama
la atención es una soberbia biblioteca de autores escogidos y el aire
de recogimiento con que, en sus cómodos sillones y alrededor de sus
mesas, se entregan a la lectura una veintena de mujeres que, para decir
la verdad, no usan lentes ni velos azules. Esa biblioteca, realmente
admirable, es el orgullo del hotel y su rasgo característico. No pude
menos de expresar a una distinguida señora americana con quien la
recorríamos mi agradable sorpresa al encontrar ese centro de estudio en
medio de un establecimiento de carácter tan forzosamente prosaico, y
ella me respondió sonriendo, con una frase en que devolvió la pelota a
los neoyorquinos que me habían caricaturado a Boston: «_You know_, en
Nueva York la mejor pieza de los hoteles es el _bar_; entre nosotros la
biblioteca.»

Desde la llegada a la estación de Park Square, por otra parte, nos
asaltan recuerdos y reminiscencias literarias. Para dirigirme bien y
no perder tiempo en divagaciones y preguntas, en vez de una guía banal
como las de Appleton o Baedeker, llevaba en mi bolsillo el curioso
librito de Wolfe, _Tabernáculos Literarios_ (_Literary shrines_) e
iba haciendo mi peregrinación intelectual dirigido por ese silencioso
«cicerone» que desde que puse el pie en Park Street, me señaló la
amplia casa de George Ticknor, que durante muchos años fué uno de
los centros de cultura de Boston. Sucesivamente fuí recorriendo y
visitando la vetusta Old South Church, en cuyo campanario estaba el
estudio del historiador doctor Belknap; King’s Chapel, en que ofició
durante muchos años uno de los espíritus más finos y elevados de la
generación intelectual que hizo la gloria de New England, el doctor
Holmes; State-House en que Hawthorne ha puesto el _pillory_ de Hester
Prynne, uno de los héroes de _La letra escarlata_; Tremont House, en
que se reunía el «Club de los Jacobinos» con Ripley, Channing Parker
y otros reformadores radicales; mientras al recorrer las calles menos
bulliciosas, al separarme voluntariamente de las grandes arterias
comerciales donde se aglomera la multitud y los carros eléctricos se
suceden en fila interminable, con ruido ensordecedor y movimiento que
marea, repetía mentalmente la larga lista de nombres gloriosos que
forman el blasón de la ciudad universitaria y que constituyen la más
brillante constelación de talentos de la gran república. «Aquí Mathew
escribió su _Magnalia_, Paine moduló sus cantos, Allston compuso
sus cuentos, Buckminster escribió sus homilias, Bowditch tradujo
la _Mecánica celeste_ de Laplace. Aquí Emerson, Motley, Parkman y
Pol nacieron; aquí vivió Bancroft, escribió Combe, murió Spurzheim.
Aquí predicaron Maffit, Channing y Pierpont; dieron conferencias
Agassiz, Phillips y Lyell; Alcott, Elizabeth Peabody y Fuller
enseñaron. Aquí Sargent escribió _Dealings with the dead_, Sprague su
_Curiosity_, Prescott su _Fernando e Isabel_; aquí tuvo Isabel Fuller
sus «Conversaciones» que atrajeron y encantaron a los más brillantes
espíritus de su tiempo; aquí vivió Melville, pintado por Holmes en
_La última hoja_; aquí Emerson predicó el Unitarismo y aquí comenzó
su carrera como conferenciante y filósofo. Aquí, además de los ya
mencionados, Dwight, Brisbane, Quincy, Ripley, Graham, Thompson,
Hovey, Loring, Miller, Mrs. Folsom y otros de igual celo y habilidad
hablaron y escribieron abogando en pro de varias reformas e «ismos» que
estuvieron en boga hace más de medio siglo.

Toda la literatura de este país, o, por mejor decir, la crema de su
literatura, ha dejado aquí huellas indelebles, y es necesario confesar
que, a pesar del aparente desdén con que muchos se refieren al
«espíritu americano», al «arte americano», como si se tratara de una
mistificación o de una fantasía, los nombres de Holmes, de Lowell, de
Longfellow, de Whittier, de Hawthorne, de Poe, de Emerson, bastarían
para ilustrar la historia intelectual de cualquier nación menos joven
que los Estados Unidos. Las más puras cualidades brillan en las obras
de estos autores. La distinción de su talento les ha conquistado una
fama universal, y si bien no tienen por el momento reemplazantes que
los igualen, esa pléyade luminosa no será fácilmente olvidada, y ella
merece que se le consagre un homenaje reverente. En la esquina de
Washington Street y de School Street, en el antiguo Corner Book-Store,
o «librería de la Esquina», los miembros más prominentes de aquel
cenáculo se reunían habitualmente, siguiendo una tradición uniforme
en los hombres de letras de todos los países, y así como en París, en
la trastienda de la librería de Lemerre, conocí a Barbey d’Aurevilly,
a Sully-Prudhomme y a François Coppée; en el Corner Book-Store pude
cambiar algunas palabras con varios jóvenes herederos del grupo
glorioso a que antes me he referido, mientras regateaba interesantes
especímenes de las primeras ediciones de sus obras más afamadas.

Por lo demás, penetrando en el tohu-bohu de Washington Street y en el
centro comercial de State Street, donde se aglomeran los Bancos, las
Bolsas, los altos edificios que, como el Ames Building, pueden competir
ventajosamente con cualquiera de las enormes estructuras de Nueva York
o de Chicago, el perfume de la intelectualidad se evapora y caemos en
la fiebre de los negocios, en el estruendo abrumador de la colmena
humana alborotada, en la actividad enfermiza de una labor de todos los
minutos, en la lucha terrible por la fortuna con todos los desbordes
y peculiaridades excesivas de la tierra del omnipotente Dollar. Y esta
parte de la ciudad, ya modernizada, se parece a todos los barrios
análogos de Filadelfia, de Baltimore, de Chicago, de San Luis, tiene
las mismas casas, los mismos letreros, los mismos tranvías, la misma
platitud monótona y grandiosa.

En compensación, ninguna ciudad americana posee un sistema de parques
más completo y extenso, ni suburbios más pintorescos y poblados. El
Common, con sus juegos de _base-ball_, _hockey_, _foot-ball_, etc., es
una delicia de sombra y de frescura, de céspedes de un verde tan claro
y puro que recuerda el de las residencias señoriales de la campiña
inglesa. Los jardines públicos, que forman como una prolongación
del primero, están graciosamente dibujados y abundan en plantas de
una maravillosa frondosidad y de un cultivo irreprochable. Franklin
Park, finalmente, ofrece un campo casi ilimitado a los placeres de la
bicicleta, a los paseantes a caballo y a pie, y constituye uno de los
más hermosos adornos de que podría enorgullecerse una ciudad de varios
millones de habitantes, tan grande es su extensión y tan perfectos
sus detalles. Esta red de boscajes y de prados de yerba fina y menuda
está ligada entre sí por avenidas igualmente arboladas, y entre ellas
merece visitarse detenidamente la de la República (Commonwealth
Avenue) con su doble hilera de alamedas y sus palacios grandiosos a la
derecha y a la izquierda, una calle ideal, silenciosa y tranquila, en
que han levantado sus lares los favorecidos de la fortuna y que goza
la reputación merecida de ser la más hermosa tal vez que existe en los
Estados Unidos.

En las viejas calles de Cambridge se respira una atmósfera igualmente
tranquila, pero saturada de intelectualidad. Sin poseer la vetustez
ni el escenario incomparable de Oxford, la situación de Harvard
College es sencillamente admirable, y todo en los jardines de la
universidad y en sus alrededores invita al estudio, al trabajo sereno,
a la contemplación y la investigación de las verdades eternas. ¡Ah!
si fuera posible desandar el camino recorrido y volver a los días
de la adolescencia lejana--me decía a mí mismo--¡con qué placer
enterraría algunos años de mi vida en este rincón apacible y hermoso,
tan alejado del tumulto humano que bulle en el hirviente crisol de
la vasta democracia americana! Esos árboles centenarios que sombrean
calles solitarias con _cottages_ de madera a través de cuyas ventanas
se ven perfiles femeninos inclinados sobre el libro abierto o sobre
el bordado; la majestad severa de los edificios de la universidad,
los pasos juveniles de los estudiantes que cruzan las avenidas o
se extienden sobre el césped con su autor favorito en la mano, la
tradición de respeto moral y de pureza cristiana de la vieja academia,
las modestas viviendas de los profesores que consagran todas sus horas
al cultivo de la ciencia, de las letras o de las artes,--todo inspira
en Cambridge pensamientos elevados, todo parece desprendernos de las
preocupaciones de la vida diaria para hacernos meditar en más grandes
y puros ideales. «Con la calma favorable al estudio se tiene allí--ha
dicho un viajero distinguido--reunidos en un espació reducido todos los
elementos de trabajo, los más abundantes recursos intelectuales; cerca
está la ciudad con sus museos, sus galerías de arte, su Ateneo, sus
clubs literarios y científicos; en la universidad misma se encuentran
cursos de toda especie, profesores de hebreo, de sánscrito, de
filología romana, de arqueología, de etnología, de historia política;
museos de biología, de paleontología, de botánica, colecciones de
cristales y de piedras preciosas, de medallas, de bajorrelieves y
de estatuas antiguas, bibliotecas, salas de lectura, laboratorios,
todos inmensos y soberbiamente provistos; el Boylston Hall tiene 250
mesas para las manipulaciones; el laboratorio de física, de 250 pies
de largo, tiene una mesa construída sin hierro para los experimentos
magnéticos, mesas de piedra y una torre con cimientos especiales para
los trabajos que exigen el empleo de instrumentos de precisión; la
biblioteca, científicamente clasificada, de manera de simplificar las
investigaciones, contiene 300 mil folletos y 400.000 volúmenes».

Después de recorrer la universidad, no puede dejarse Cambridge sin
visitar la histórica casa de Longfellow, conservada como el tiempo en
que la habitó el poeta, y ennoblecida también por haber residido en
ella Washington. «La pintoresca mansión--dice Wolfe en una página que
prefiero reproducir por sus detalles minuciosos--tiene el aspecto de
una antigua conocida, y el interior con sus proporcionados cuartos
principescos, espaciosas chimeneas, amplios halls, y curiosos tallados,
tiene muchas cosas que Longfellow ha compartido con sus lectores. En la
puerta de entrada está el poderoso llamador; un descanso de la escalera
mantiene «el viejo reloj de la escalera»; a la derecha del hall está el
estudio, con sus recuerdos sin precio del tierno y simpático bardo que
pasó aquí lo mejor de su vida de trabajo, desde la temprana virilidad
hasta el suave crepúsculo de la edad dulce y benigna. Aquí está su
silla, desocupada por él sólo unos pocos días antes de su muerte; su
escritorio, su tintero, que antes fué de Coleridge; su pluma con «un
eslabón de la cadena de Bonnivard», la antigua jarra de su «Canto
a la bebida», la chimenea de «El viento en la chimenea», el sillón
tallado en la madera del «dilatado castaño» del herrero, que le fué
ofrecido por los niños de la aldea y celebrado en su poema «Desde mi
sillón». Alrededor nuestro, están sus libros preferidos, sus cuadros,
sus manuscritos, todas preciosas reliquias, y desde sus ventanas
vemos, a través del Parque Conmemorativo de Longfellow, el río cantado
tan a menudo en sus versos «resbalando como el curso de la vida». En
ese cuarto, Washington celebró sus consejos de guerra. De las muchas
sesiones intelectuales que sus muros han presenciado, contemplamos
con el mayor placer las reuniones de los miércoles por la tarde del
Club del Dante, en que Lowell, Howells, Fields, Norton, Greene y otros
amigos y discípulos se sentaron con Longfellow para revisar la nueva
traducción del _Dante_. El cuarto tapizado de libras que está sobre
el estudio--en un tiempo dormitorio de Washington y más tarde de
Talleyrand--fué ocupado por Longfellow cuando vivió, primero como un
huésped en la vieja casa. Fué allí que oyó las «Pisadas de los Angeles»
y las «Voces de la Noche»; aquí escribió «Hyperion» y los tempranos
poemas que le hicieron conocer y amar en todos los climas.»

Otro tributo indispensable al talento es la visita de Elmwood, el hogar
de Lowell, la tranquila residencia colonial de uno de los espíritus más
nítidos y brillantes de la intelectualidad americana, encerrada en un
cerco de árboles seculares como en un muro impenetrable. Finalmente,
antes de abandonar la pintoresca ciudad, contemplemos un instante los
restos del histórico olmo, a cuyo pie Washington asumió el mando del
ejército patriota. Así, a cada momento, en una evocación constante,
el pasado surge a nuestra vista, mezclando la gloria de las armas con
el brillo de las letras, y mientras nos alejamos de Brabble Street,
en dirección a la metrópoli, vamos repitiendo los versos que el poeta
dedicó al árbol histórico y que pueden aplicarse igualmente a los demás
momentos de la vieja Cambridge: «De nuestro rápido pasaje a través de
este escenario de vida y muerte, más duradero que nosotros, ¿qué mejor
piedra miliaria que un árbol que repite su verde leyenda cada primavera
y con un círculo anual mantiene el recuerdo de las hermosas estaciones
fugitivas, tipo de nuestra breve, pero siempre renovada mortalidad?...
Los monumentos humanos envejecidos olvidan los nombres que debieron
eternizar, pero los lugares en que almas luminosas han pasado se
embeben de una gracia más que terrestre; la dulzura de su fama deja en
el suelo una huella inextinguible, mordiente, patética, sombreada por
la tristeza de los más nobles fines, que penetra nuestras vidas y las
eleva o las avergüenza.»

  _Of our swift passage through this scenery
  Of life and death, more durable than we,
  What landmark so congenial as a tree
  Repeating its green legend every spring,
  And, with a yearly ring,
  Recording the fair seasons as they flee,
  Type of our brief but still renewed mortality._

       *       *       *       *       *

  _Men’s monuments, grown old, forget their names
  They should eternize, but the place
  Where shining souls have passed imbibes a grace
  Beyond mere earth; some sweetness of their fames
  Leaves in the soil its unextinguished trace
  Pungent, pathetic, sad with nobler aims,
  That penetrates our lives and heightens them or shames._

Los recuerdos históricos y la belleza natural del paisaje hacen también
sumamente interesante una excursión a la llamada _north shore_, la
ribera norte de Boston, que abarca muchas millas de extensión y en la
cual se agrupan numerosos pueblos de verano. El tren que recorre esos
diferentes _resorts_ pasa primero por Lynn, el centro de la manufactura
de zapatos de Nueva Inglaterra, una ciudad bulliciosa con alrededores
encantadores, situada a la orilla del mar y donde los comerciantes
pudientes de State Street han edificado preciosas villas de recreo.
Uno de sus ramales nos conduce a Marblehead, uno de los más viejos
pueblos de Massachusetts y de todo el país, con casas de madera que
remontan a 1646, con calles tortuosas, irregulares, que cortan la
roca viva, donde los edificios curiosos de la población se escalonan
como cabras silvestres. El otro conduce a Salem, famoso por el auto
de fe de unas brujas que tuvo lugar hace tres siglos, así como por
haber vivido en ella Hawthorne y escrito allí algunas de sus obras.
Luego, sucesivamente, se pasa por Beverly, Manchester, hasta llegar
a Rockport, después de haber recorrido las sinuosidades de una costa
imponente cuyas altas murallas graníticas están interrumpidas de trecho
en trecho por playas suaves y apacibles, como la de Clifton y Bay
Ridge, donde en los días caniculares pululan los bañistas y abundan las
enormes estructuras de madera de los hoteles veraniegos.

Por todas partes, la tierra fatigada rinde su tributo anual, merced
al trabajo del hombre y al aprovechamiento científico del abono. Las
aldeas de casitas de madera, limpias y alegres, se suceden a las aldeas
y hacen de la vía del tren una especie de calle interminable. El césped
brilla con una frescura de color desconocida en el sur. Los bosques que
corta la línea férrea empiezan a cubrirse de esas tintas amarillentas
y rojizas que hacen tan hermoso el paisaje otoñal en estas regiones.
La actividad y la inteligencia de un pueblo culto y moral se adivina
en todos los detalles de la campiña. Todos los hogares respiran el
bienestar y la alegría satisfecha del que ve su trabajo recompensado.
Y cuando se piensa en todo lo que aquí se ha hecho en el espacio de
la vida normal de un hombre, no puede menos de sentirse admiración y
cariño por esta nueva prueba de la energía y la voluntad americanas.



                                  II

                          DE PASO POR CHICAGO


La vida americana está hecha de contrastes. En las mismas grandes
ciudades de este país, al lado de los edificios majestuosos de veinte
pisos de altura, hay barrios enteros de casas de madera, con aceras
del mismo material, en que habitan millares de seres humanos en un
hacinamiento y promiscuidad que nada tiene que envidiar al de las
viejas capitales del antiguo continente. Hace quince días me encontraba
en Boston y ayer dejé a Chicago, sorprendido una vez más de la variedad
de aspectos y de fenómenos que presenta esta nación maravillosa. En
el espacio de cuarenta horas acababa de tocar los dos polos de este
mundo inmenso y cosmopolita. Después de haber transitado paso a paso,
en medio del silencio y el recogimiento del estudio, por las calles
frondosas del viejo Cambridge, la entrada en la tumultuosa «reina
de las praderas» me produjo un choque difícil de olvidar. Un día
gris, nublado, empapado en vapores gelatinosos en que el polvo del
carbón y el humo de las altas chimeneas trazaba pinceladas negruzcas,
disponía el espíritu a la impresión avasalladora de la metrópoli
colosal. Desde las ventanas del _Auditorium_, el lago encrespado se
esfumaba y desvanecía en una perspectiva crepuscular. Abajo, un desfile
incesante de coches que resbalaban con un redoble continuo sobre el
piso macadamizado de la Avenida de Michigan. A los lados, las alas de
la calle magnífica con sus soberbios edificios que parecen construidos
para ser habitados por una raza de cíclopes y en que el humo y el clima
han puesto una cáscara de moho, envejeciendo prematuramente el granito
y los mármoles de sus pórticos babilónicos. Más lejos, la sucesión
interminable de los trenes elevados que se precipitan los unos tras
de los otros, empeñados en una carrera fantástica, como ansiosos de
alcanzarse y de unir los trozos dispersos de su cuerpo fragmentado.
En las calles desigualmente pavimentadas, muchedumbres enteras
sucediéndose sin interrupción, en medio de un tumulto ensordecedor,
millares de vehículos cruzándose en todas direcciones y evitando a
cada instante de una manera milagrosa el golpe de ariete de los carros
eléctricos que en convoy de tres o cuatro se precipitan en medio de sus
filas con la ceguera de la fiera que ve delante de sus ojos el rojo
trapo del capeador.

Arrastrado por las olas de la multitud, llevado por la corriente
de aquel Niágara humano, me parecía encontrarme en el corazón de
Londres, pero un Londres magnificado y mirado a través de un vidrio
de aumento, en que las calles se hubieran ensanchado, en que los
edificios se hubieran subido sobre zancos, en que la uniformidad de
los _hansom-cabs_ y de los _omnibus_ hubiera sido substituida por una
feria rodante de toda clase de especímenes de los medios de locomoción
inventados por el hombre, en que el metropolitano, como un monstruo
de las edades prehistóricas, hubiera desarrollado sus anillos férreos
saliendo de su vivienda subterránea para lanzarse desbocado sobre una
red de acero a la altura de las casas, como una visión de ensueño, en
medio de la bruma espesa, pegajosa, desgarrada a cada instante por el
relámpago rojizo de sus ojos encendidos.

He visitado muchas veces a Chicago, y cada vez me he sentido más
impresionado por la grandeza y la vitalidad de aquella ciudad. Pero
nunca como ayer ha llegado esa impresión a lo más profundo de mi ser,
haciéndome entonar un himno sin palabras a la potencia de la raza capaz
de formar un centro de esa magnificencia. La extensión de Nueva York
está interrumpida y cortada por los brazos fluviales que rodean la
vieja isla de Manhattan. Sin duda, el espectáculo de Broadway en un
día de trabajo exalta la mente e impone su grandeza al más frívolo
espectador. Para tener una idea de la vida de la gran metrópoli
comercial conviene seguir la corriente interminable que a todas horas
se dirige al City Hall cruzando el puente de Brooklin. Jamás he hecho
esa excursión sin que mi corazón apresurara sus latidos: tan grandioso
es el cuadro que se desarrolla desde aquella estupenda filigrana de
acero, ante la cual las más grandes obras mecánicas del mundo parecen
tentativas de pigmeos. A pesar de todo, para tener una idea de la
magnitud de la ciudad, es necesario hacer un esfuerzo mental y pensar
en que ella absorbe en su seno la población de tres grandes capitales
unidas y separadas por los brazos del río.

En Chicago no se necesita este esfuerzo. El damero inmenso se
extiende a vuestra vista sin solución de continuidad, porque no puede
llamarse así el río que atraviesa una de sus secciones. Si entráis
en un elevado, recorreréis millas y millas de calles igualmente
espléndidas, igualmente bulliciosas, y después de mucho tiempo os
encontraréis todavía muy lejos de haber llegado cerca de sus límites.
Para la indispensable visita de todos los turistas a los corrales y
al establecimiento de Armour, es necesario hacer un verdadero viaje.
Y por más que el establecimiento en sí mismo os produzca una ligera
decepción por no encontrarlo ni tan limpio ni tan espléndido como lo
habías imaginado, el movimiento de trenes que convergen a él y a sus
congéneres, el área que ocupan los corrales, los miles de reses que se
aglomeran en ellos, el mecanismo admirable de la distribución de la
carne a todas las secciones de este inmenso país, todo ello es todavía
digno de Chicago, todo ello manifiesta la fuerza, la actividad, el
trabajo, la gloria, la opulencia de la Babilonia comercial americana.

Recorriendo los bulevares y los parques, resalta bajo un nuevo aspecto
esa impresión de grandeza, inherente a todas las manifestaciones de la
vida americana.

¿Cómo han podido llegar estos rudos «pioneers» que hace cincuenta años
encontraban aquí un erial despoblado, a los refinamientos de lujo, de
amor al arte y a la belleza de que son revelación las viviendas que se
suceden a lo largo de las magníficas avenidas o reflejan sus torreones
señoriales en las aguas del mar dulce que baña el Lake Shore Drive?
¿Cómo han tenido tiempo estos infatigables trabajadores para cultivar
su gusto y hacer de su ciudad natal, tan joven todavía, una de las más
hermosas de la tierra? ¡Qué perspectivas deliciosas las de las calles
de los parques de Lincoln, de Washington, de Humboldt, de Douglas, de
Garfield, para no citar sino los lugares prominentes de recreo de la
población! ¡Qué elevación de sentimientos y qué amplitud de ideas
revela el cuidado minucioso de esos jardines deliciosos, el orden y la
limpieza del pueblo que llena sus boscajes y sus prados en los días de
fiesta!

¿Qué talismán secreto posee la vida de esta democracia que así
transforma y funde en su crisol los más variados caracteres de la
raza humana y los eleva a la dignidad de ciudadanos, conscientes de
su valer y respetuosos del deber y del derecho? Por todas partes se
ve el espectáculo de la vida amplia, generosa y abierta del pueblo
americano. En los teatros rebosa una multitud tranquila y disciplinada.
Los hoteles majestuosos albergan diariamente a 80.000 viajeros que
entran y salen o se esparcen en sus vestíbulos de ónix y de pórfiro
con un diario en la mano. Las bibliotecas, los museos, las academias
de arte, las universidades, todas las instituciones benéficas de la
capital, se deben a la munificencia de sus hijos. Y cuando se piensa
en la generosidad de estos hombres que algunas veces han empezado la
vida desde los más bajos escalones de la escala social y han comido en
su niñez el pan negro de la pobreza; cuando se piensa en su valor y su
energía viril, en su adaptación fácil a condiciones tan diferentes,
en su orgullo patriótico y en su anhelo de facilitar para otros los
pasos que para ellos fueron tan árduos poniendo al alcance de sus
conciudadanos los elementos de la educación y los medios de elevarse
en la vida, uno no puede menos de sentirse atraído por las condiciones
de este pueblo y comprender cuan justo es en el fondo su rápido
engrandecimiento.

Nada más asombroso que las cifras reveladoras de este progreso
extraordinario. Ellas nos demuestran que Chicago, que se organizaba
en 1837 como ciudad con una población de 4.170 habitantes, es hoy la
sexta ciudad del mundo y tiene cerca de dos millones de almas. En
1833, el Congreso votó 25.000 pesos para establecer un puerto en el
lago Michigan, en el punto en que hoy se extiende la ciudad. Hoy este
puerto tiene siete millas de muelles y está iluminado por siete faros
mantenidos por el gobierno. En 1850 el comercio de la ciudad era de
unos veinte millones de dólares. El censo de 1890 eleva esa cantidad a
pesos 1.459 millones. En el mismo año el total de los salarios pagados
a los obreros en las fábricas de Chicago llegó a 104 millones, mientras
el capital empleado en las fábricas era de 210 millones. El desarrollo
de la educación ha seguido una marcha paralela y en 1894 se gastaba en
mantener las escuelas públicas de la ciudad seis millones de dólares,
mientras el valor de la propiedad de las mismas llegaba a 18 millones.
Más singulares aun son las cifras que se refieren al movimiento
marítimo de Chicago, situada al borde de un lago, en el corazón de este
vasto continente. En 1894 el número de navíos que entraron y salieron
del puerto de Nueva York fué de 14.121; mientras en el mismo año
entraron y salieron del puerto de Chicago 16.768 navíos. Del movimiento
de tráfico terrestre puede formarse una idea aproximada teniendo en
cuenta que Chicago es el centro de una red de caminos de hierro de
90.000 millas de extensión.

Al tomar el tren para Omaha la espléndida ciudad desarrolla una vez
más a nuestros ojos la inmensidad de sus proporciones. Las calles
suceden a las calles, la poderosa locomotora vuela sobre las cintas
de acero, y cuando creemos que por fin vamos a salir a campo abierto,
nos encontramos de nuevo en medio del dédalo gigantesco, en el vaivén
de la población interminable. En la rapidez de la marcha, todo el
panorama de su vida febriciente desarrolla sus cuadros pintorescos y
animados. Los obreros marchan a sus labores, con paso diligente y con
esa mirada franca y leal, característica del trabajador americano.
Los trenes elevados cruzan como una exhalación a derecha e izquierda,
mientras los carros eléctricos pasan con el chirrido peculiar de los
trolleys o el rumor sordo del cable subterráneo. Las altas chimeneas
de los establecimientos industriales lanzan al espacio bocanadas de
humo espeso y perezoso, que se extiende como un inmenso velo sobre
los edificios y se mezcla lentamente con la bruma impalpable de la
mañana nebulosa. Poco a poco el movimiento va decreciendo, la atmósfera
empieza a recuperar su diáfana transparencia y los primeros soplos
de la brisa campestre apaciguan los nervios irritados por la tensión
continua de aquel tumulto atronador. Al fin, la visión del Chicago
atormentado y dantesco acaba de desvanecerse como una pesadilla,
mientras el tren cruza la región de las llanuras del oeste, desiertas
hace medio siglo, o cruzadas tan sólo por el indio, y que hoy están
habitadas por una población próspera e industriosa.

La pradera americana, cantada por Bryan en un poema inolvidable,
recuerda las llanuras argentinas, aunque en general es más accidentada
que nuestra Pampa y más cultivada que ella. Después de pasar por
Fulton, última estación del estado de Illinois, el tren cruza el río
Mississippi sobre un puente soberbio de 1.500 metros de extensión
que nos introduce en Iowa. Más tarde se desciende el valle del río
de Des Moines, en medio de un escenario imponente. A la montaña
sucede nuevamente la pradera hermosa y cultivada sembrada de aldeas
que respiran prosperidad. Al fin empieza el descenso del valle del
Missouri, que nos conduce a Council Bluffs, ligada por dos puentes de
acero de cerca de un kilómetro de largo a la ciudad de Omaha, fundada
en una hermosa altiplanicie limitada por ásperas barrancas.

Ha llegado el presidente McKinley, acompañado de periodistas y
diplomáticos, el pueblo se aglomera en torno de ellos, aclamando al
presidente, al general Schafter, el héroe de Santiago, al general
Miles, el héroe de Puerto Rico, al viejo general _Joe_ Wheeler, a los
ministros de China y de Corea, el primero de los cuales, graduado de
Oxford, pronuncia _speeches_ en correcto inglés y a Gonzalo de Quesada,
el representante da la junta cubana en Washington, que toma una parte
activa en los torneos oratorios indispensables en las festividades
patrióticas americanas. Se trata de la celebración del jubileo de la
paz, y la ocasión da motivo al señor McKinley para pronunciar una de
sus arengas más elocuentes y felices.

La exposición en sí misma no ofrece un interés extraordinario. La
sobriedad y belleza de los edificios impone agradablemente; pero
fuera de la exhibición agrícola, que es realmente notable, las demás
secciones no tienen el desarrollo que sería de desear. Por la noche,
es de una belleza indescriptible, el espectáculo de la iluminación
eléctrica de los palacios, cuyas diez mil lámparas incandescentes se
reflejan en la laguna central, donde resbalan góndolas venecianas.
La exposición se encuentra situada a dos millas de la ciudad y posee
todo el _atrezzo_ común a los espectáculos de su especie. Hay allí la
montaña rusa y el _toboggan_ reglamentario, la calle de las Naciones
con chinos verdaderos, levantinos escamados y muestras más o menos
legítimas de las razas del Extremo Oriente. Los descendientes de las
tribus que en 1854 cedieron a los Estados Unidos el territorio en que
hoy se eleva la ciudad, hacen un simulacro de batalla _india_ lleno
de interés y de gran actualidad, pues precisamente en estos momentos
fuerzas americanas se baten _pour de bon_ con los salvajes en el estado
de Minnesotta. Los teatros y los panoramas; los cafés moriscos y la
posada bohemia; el túnel de una mina de oro californiana; la danza
subterránea de los demonios en la sección llamada _The Big Rock_; la
reproducción del peñasco de Plymouth, en que desembarcaron en 1621
los puritanos; la cámara obscura con sus cuadros cambiantes y sus
linternas mágicas, la enana de Cuba llamada _Chiquita_, de veinte años
de edad y veintiséis pulgadas de alto; el ciclorama en que se presenta
el combate naval entre el Merrimac y el Monitor en 1862; los perros y
los monos sabios; la aldea alemana; la menagerie con sus 500 especies
de animales; el laberinto; la reproducción de una plantación antigua,
y, finalmente, el ferrocarril en miniatura,--son las _novedades_ que
amenizan la feria y que recuerdan una de las páginas más coloridas de
Dickens, la pintura de los viajeros que con rumbo a las carreras se
reunen en la taberna de Jolly Sandboys.

Omaha es el centro geográfico de los Estados Unidos y su rápido
progreso representa de una manera digna, el crecimiento de la región
transmississippi, cuya población alcanza hoy a más de 20 millones de
habitantes establecidos en 2 millones y medio de millas cuadradas. La
designación de aquel punto ha sido feliz y aunque los miembros del
sindicato que proyectaron esta empresa no pudieron prever la guerra
con España, que absorbió por tanto tiempo la atención pública, más de
dos millones de visitantes han asegurado el éxito financiero de la
exposición, dejando ya una ganancia líquida de 150.000 dollars para
los promotores de la idea. Los recursos inagotables de este país son
la mejor garantía de tentativas de esta especie. Los Estados Unidos
constituyen un mundo aparte, y bastándose a sí solos, gozan de una
verdadera independencia política e industrial. Pero sin duda el
fenómeno más asombroso del desenvolvimiento de la joven democracia
es la conquista del Oeste, la invasión pacífica y civilizadora de la
región transmississippi.

El honorable J. W. Baldwin de Council Bluffs, en su oración inaugural
recordaba que en 1858 la _North American Review_ declaraba lo
siguiente: «El pueblo de los Estados Unidos ha alcanzado a su frontera
terrestre occidental, y los bancos del Missouri son las orillas en
que termina un vasto desierto de mil millas de ancho, que se propone
atravesar, si ello es posible, con caravanas de camellos y que
interpone una barrera final al establecimiento de grandes comunidades
agrícolas, comerciales o aun pastoriles.»

¿Dónde está hoy ese desierto?, se pregunta con orgullo Mr. Baldwin, al
hacer el balance de las conquistas realizadas por sus compatriotas.
«En lugar de él podemos mostrar una inmensa chacra de 67 millones de
acres bajo cultivo y cuyos productos alcanzan anualmente a un valor
de _mil millones_ de dólares. Las praderas que fueron consideradas
«impropias para el cultivo» producen anualmente 1.200 millones de
bushels de maíz, 350 millones de bushels de trigo, 30 millones de
toneladas de heno, cuyo valor total llega a 600 millones de dólares,
sin contar el valor de los otros cereales, frutas y legumbres. En vez
del «oso caparazonado y del búfalo», 9 millones de caballos y mulas
trabajan en los valles; 32 millones de animales pastan en las colinas;
51 millones de ovejas y de cerdos producen sus vellones y engordan, y
el valor de este ganado llega a 1.200 millones de dólares. Se pensó
en un tiempo que 15 millones de dólares, era un precio excesivo para
esta «región salvaje». Hoy su producción anual de oro y de plata es
de 100 millones de dólares, de cobre y otros minerales de otros 100
millones y de carbón 30 millones. Con el solo precio de los metales
preciosos, podríamos pagar el precio de compra en setenta días. La
«barrera para el establecimiento de empresas comerciales», ha caído
derribada por el hombre de la frontera y más allá de ella, giran
las ruedas de las fábricas produciendo anualmente un valor de 1.400
millones en artículos de la mejor y más barata manufactura del mundo.
Como las «caravanas de camellos» no venían del Egipto, el pueblo de
esta región, construyó 80.000 millas de caminos de hierro, como medio
de viaje y de transporte. En la tierra en que solamente hace cincuenta
años vagaban salvajes aborígenes y se abrigaban en wigwams y tiendas de
hojas de palma, ahora viven 22 millones de ciudadanos inteligentes, con
121 universidades y colegios; 62.000 escuelas, 5.700.000 niños, 6.000
periódicos y 45.000 organizaciones religiosas cuyos miembros alcanzan a
3.500.000 y que reverencian a su Dios en 44.000 iglesias destinadas al
culto. Finalmente, la riqueza agregada de esta región del país llega a
22 mil millones de dólares, o sea, más de la mitad del capital íntegro
de la Gran Bretaña.»

Próximamente, tendrá lugar aquí la exposición ganadera, y aunque ella
se abrirá sólo dentro de dos semanas, casi todos los estados de la
Unión están ya representados, mientras en las calles de la ciudad, se
cruzan los principales criadores de los Estados Unidos. La exposición
ganadera no se limitará a la región del oeste, habiendo llegado ya
animales finos de Illinois, Indiana y hasta de los estados de la Nueva
Inglaterra. Cincuenta mil dólares al contado, serán distribuidos, junto
con una cantidad mayor en medallas, certificados, y otros premios.
Refiriéndose a esta exposición, leo hoy en el carro eléctrico que
me conduce a la feria, un artículo de _The Country Gentleman_, muy
interesante: «La industria ganadera del oeste,--dice,--está en una
condición floreciente. Nebraska, es un ejemplo elocuente de lo que
pasa en los estados adyacentes, a este respecto. Los vacunos y otros
animales han alcanzado un precio muy elevado. Un detalle curioso de
la presente situación es el hecho de que el caballo, como artículo
de comercio, parece estar atrayendo mucha más atención ahora en los
estados occidentales que de diez años a esta parte. Este año un buen
caballo de campo vale de 40 a 50 pesos, mientras hace algunos meses
el mismo caballo no alcanzaba la mitad de ese precio. Muchos de estos
animales vienen de las chacras de Illinois, Michigan, Indiana, Ohío
e Iowa. Otro detalle interesante de la exhibición ganadera serán las
lecciones prácticas de lo que se conoce por campaña educadora del
«cerdo magro», que harán los empacadores del oeste. Esas lecciones
tienden a demostrar a los productores que es preferible producir
un animal que pese 200 libras, en vez de un animal más pesado. La
demostración se hará en forma de corrales de varios tamaños, con
cerdos de un peso de 195 a 300 libras. Habrá estadísticas preparadas
mostrando lo que cuesta producir el cerdo liviano, el precio que
obtiene el animal en la cotización del mercado diario y cuáles son las
probabilidades de pérdida, comparado con el cerdo más pesado. Después,
las mismas estadísticas serán aplicadas al cerdo de 300 libras. El
deseo de los empacadores en general, es fomentar la producción del
cerdo magro más pequeño, del cual se obtiene la más fina calidad de
tocino inglés de desayuno (English breakfast bacon). Esta clase de
cerdo, se cotiza siempre de uno a dos centavos más por libra, en
Chicago, Kansas City, Omaha, que el cerdo de 300 y 350 libras.»

Los resultados de la exhibición ganadera serán, indudablemente, muy
interesantes. Omaha, lo he dicho ya, es el tercer mercado de carnes
en América, y en ninguna parte mejor que aquí puede estudiarse
los adelantos de la ganadería de este país, así como admirarse la
pujanza de la raza que ha edificado esta hermosa ciudad, y que hoy se
regocija de su obra, recorriendo complacida y orgullosa los palacios
monumentales de la exposición y aclamando con entusiasmo a los héroes
de la guerra con España.



                                  III

                            EN SAINT-LOUIS


No he querido abandonar el oeste, sin arrojar una ojeada a esta
extraordinaria ciudad de Saint-Louis, que es, no solamente la metrópoli
del valle del Mississippi, sino como ha sido dicho con exactitud,
el corazón comercial de la inmensa región comprada a Francia en
1804. De aquí nace su abolengo de ciudad antigua. Después de Nueva
Orleans, Saint-Louis, era el centro más importante de aquella soberbia
adquisición territorial. Fundada nueve años antes que Filadelfia, doce
años antes de la declaración de la independencia, a fines del siglo
pasado, los franceses la habían convertido en una provechosa y próspera
factoría, donde se realizaba en grande escala el comercio de las pieles
con los indios, únicos habitantes de aquellas inmensas soledades
inexploradas.

Saint-Louis, está situada en la banda occidental del Mississippi, y
es la llave geográfica de esa magnífica cuenca que comprende un área
territorial mayor que las de Alemania, Francia, Austria-Hungría, Italia
y Turquía reunidas. Una avenida de 124 pies de ancho la divide de norte
a sur. Su situación, excepcionalmente favorable, como punto a que
convergen todas las grandes líneas férreas que cruzan el territorio
de los Estados Unidos, y las que se dirigen a México, le da aún las
ventajas de ser un puerto fluvial de enorme importancia, a donde se
detienen los vapores que navegan el Mississippi y el Missouri. Así,
su crecimiento ha sido tan estupendo como el de las más favorecidas
metrópolis modernas, y el último censo le da una población de 611.268
habitantes.

Por lo demás, la fisonomía general de la ciudad, tiene los mismos
caracteres que las de todas las capitales americanas, cortadas por el
mismo patrón, con su Broadway tumultuoso, copiado del de Nueva York, su
Washington Avenue, semejante a la de Boston, su Chestnut Street, igual
a la de Filadelfia, su espléndido sistema de parques, análogos a los
de todas las anteriores, sus cortes de justicia, monumentales, su City
Hall coronado de pináculos y torrecillas y su Union Station colosal,
con una superficie techada de cuatro millones de pies cuadrados.
Esa uniformidad de aspecto, de arquitectura, de «high buildings»,
en que sobresalen siempre un templo masónico y una «Equitativa», se
extiende en América, hasta a los nombres de los parques, las calles,
las avenidas y las estaciones Los carros eléctricos, igualmente
administrados y construídos, aumentan esa impresión de monotonía.

Para distinguir, pues, a Chicago de Saint-Louis, a Saint-Paul de
Cincinatti, a Pittsburgh de Providence, es necesario hacer desfilar
las cifras estadísticas, que muestran la importancia relativa y los
rasgos característicos, comerciales o industriales de cada agrupación.
Naturalmente, en este terreno, Chicago aplasta a todas, a pesar de
su juventud; pero Saint-Louis puede exhibir un _record_, que es por
sí mismo suficientemente recomendable. Por de pronto, Saint-Louis
es, por su rango, la quinta ciudad de la Unión. Sus calles ocupan
una superficie de 818 millas, pavimentadas con macadán y piedra, con
excepción de 53 millas en que se han empleado otros materiales. El
sistema de sus aguas corrientes, costó 13 millones de dólares, y ellas
tienen una capacidad de 132 millones de galones diarios.

La longitud total de sus caños de desagüe en 1890, era de 328
millas, y el costo total de su construcción de 7.206.780 pesos. Como
centro manufacturero, Saint-Louis, figura dignamente, con sus 6.148
establecimientos industriales, con un capital de 141.872.386 pesos.
Ellos emplean un término medio de 94.951 obreros, cuyos salarios suben
a 53.294.630 pesos.

Las materias primas empleadas en dichos establecimientos cuestan
122.216.570 pesos, y el valor de sus productos llega a 229.157.343
pesos. ¿Para qué seguir? Con lo dicho basta para comprender que
Saint-Louis no tiene motivos por qué humillarse, ni aún al lado de ese
fenómeno de crecimiento y riqueza que se llama Chicago.

Ciudad comercial por excelencia, como Cincinatti, como Chicago, como
Omaha, las glorias de Saint Louis consisten en amontonar muchos dólares
y en edificar muchas casas de grande altura, colmenas de actividad
industriosa. No aspira a los triunfos académicos ni a los lauros
universitarios. Lo que desea y lo que consigue, es que a sus elevadores
afluya mucho trigo, que su puerto sea visitado por muchos navíos, que
sus estaciones rebosen de productos de la agricultura, de la ganadería
y de la minería; y en su calidad de pueblo práctico, de pueblo
trabajador, curado de quimeras, como todo el joven oeste, Saint-Louis
es expansionista y conquistador, Saint-Louis quiere que «donde la
bandera americana ha flameado, ella permanezca por siempre»; y se
deleita de antemano pensando en la cantidad de máquinas y de géneros de
toda especie, que le comprarán los portorriqueños, los cubanos y los
filipinos.

He aquí la cuestión que por ahora absorbe a la inmensa región a que
está vinculada esta magnífica capital, cuestión puesta sobre el tapete
por el viaje presidencial a Omaha y a Chicago, con su acompañamiento
de héroes como Shafter, Wheeler, Greely y Miles. La visión de tanta
gloria encarnada ha trastornado la cabeza de los habitantes del oeste y
ha refluído de una manera inesperada sobre el espíritu del presidente
McKinley. El corresponsal del _Chicago Record_, que acompañaba la gira
presidencial, William E. Curtis, explica de una manera clara el efecto
de esta recíproca sugestión. Refiriéndose a la resolución tomada por el
presidente, de pedir a España el grupo entero de las Filipinas, dice el
distinguido publicista: «No creo que el presidente iría tan lejos en
el asunto de las Filipinas, si no hubiera realizado su gira reciente
por el oeste. Los iniciadores del jubileo de la paz de Chicago y de la
exposición de Omaha, tienen en consecuencia no poca responsabilidad
en la dirección de la política exterior del gobierno. El presidente
se impresionó tanto con el sentimiento público, manifestado por
todas partes en el oeste, que desde entonces no persistió más en sus
inclinaciones de evitar la responsabilidad que la adición de tanto
territorio le impondría. Los miembros del gabinete se han divertido
bastante con el desarrollo de esta cuestión. Mientras más se internaba
el presidente en el oeste más expansionista se mostraba, y uno de sus
consejeros declaró que si hubiera llegado hasta Denver también hubiera
pedido las islas Canarias.»

Ha existido en la Unión, hasta hace poco--y malos profetas dicen que
existe todavía--un oeste _platista_ en oposición a un este rebosante
de _gold-bugs_; y si la expresión de este nuevo sentimiento continúa,
tendremos ahora un oeste imperialista en contraposición a un este
enemigo de la expansión territorial. Mientras las muchedumbres de Omaha
aclamaban a los héroes de la campaña, y pedían nuevas posesiones,
_panes et circensis_, el senador Hoar, uno de los espíritus más
cultos y distinguidos de esta nación, y una de las lumbreras del
Massachussetts, universitario y apegado a la tradición de los padres,
señalaba a sus oyentes los peligros y los errores de la expansión, en
palabras tan sobrias como elocuentes.

«Este año--exclama--ha rebosado de historia y ha rebosado de gloria.
Pero, a mi juicio, también él ha estado lleno de peligros. La bandera
de España, en otro tiempo, y desde los días del imperio romano, el más
orgulloso de los poderes de la tierra, ha caído en la obscuridad y en
la sangre, ante la escuadra y el ejército victoriosos de los Estados
Unidos.

«El pendón americano se ha alzado en el firmamento oriental, como una
nueva constelación. Pero no aceptemos los deberes y responsabilidades
de esta victoria, con ningún sentimiento de vanagloria, y todavía
menos con ambición vulgar de poder o de ganancia. Los Estados Unidos
han ido a esos pueblos del este y del oeste, como un gran libertador.
Aprovechar esta ocasión para hablar de estaciones carboneras y de
ventajas comerciales, los degrada y empequeñece.

«No hemos derribado a España, no hemos puesto en peligro las vidas
preciosas de nuestros hijos para poder aumentar nuestras posesiones, o
para poder obtener ganancias de nuestras nuevas relaciones.

«El primer deber del pueblo americano es preocuparse de sí mismo, y
cuando digo esto no lo hago en un espíritu de egoísmo o de indiferencia
por el bienestar del género humano. Por el contrario, creo que el más
alto servicio que el pueblo americano puede prestar a la humanidad y
a la libertad, es reservar sin mancha y sin cambios, la república tal
como nos vino de nuestros padres. Es por medio del ejemplo y no por
medio de cañones o bayonetas que la gran obra de América, en beneficio
de la humanidad, deberá realizarse.

«Y en mi opinión, estamos hoy en frente de un gran peligro, un peligro
más grande que los que hemos encontrado, desde que los peregrinos
desembarcaron en Plymouth. El peligro es que vamos a transformarnos de
una república fundada sobre la declaración de la independencia, guiada
por los consejos de Washington, en un vulgar y ordinario imperio,
fundado sobre la fuerza material.

«Por mi parte, no estoy deslumbrado por el ejemplo de Inglaterra.
Las instituciones de Inglaterra, que le han permitido gobernar con
éxito colonias distantes y estados vasallos, están fundadas, como
Mr. Gladstone señaló, en la doctrina de la desigualdad. Si estamos
destinados a sobrepasar a Inglaterra en poder nacional, será siguiendo
nuestro propio camino y no sus huellas.

«Se ha dicho que Puerto Rico ya es nuestro. Puede ser que Puerto Rico
llegue a ser nuestro. Pero no existe autorización bajo la constitución
de los Estados Unidos para adquirir ningún territorio extranjero,
excepto por un tratado, aprobado por el senado, por dos tercios
de votos o por un acto legislativo, en el cual, el presidente, la
cámara de representantes y el senado estén unidos. Se dice que las
islas Filipinas son ya nuestras por derecho de conquista. Los seres
humanos--hombres, mujeres, niños, pueblos--no pueden ganarse como
despojos de la guerra o presas del combate. Puede ser que tal doctrina
encuentre un sitio en las antiguas y bárbaras leyes de la guerra. Pero
ella no es admisible bajo la constitución americana.

«Ella no cabe, tampoco, en el código moral del pueblo de los Estados
Unidos. He explicado, en otra parte, las consideraciones que a mi
juicio garantizaban la adquisición del Hauaii. Hauaii vino a nosotros
con el consentimiento de su propio gobierno, el único gobierno capaz
de mantenerse allí por un considerable espacio de tiempo. En el caso
de las Filipinas, se nos pide que avasallemos a una nación y que la
mantengamos en vasallaje. Las tomamos por conquista y las conservaremos
por la fuerza. En el caso de las islas Sandwich, las tomamos por
acuerdo celebrado con su gobierno legal.

«Algunos de nuestros buenos amigos han dicho, en su celo irreflexivo,
que donde va la bandera americana allí debe permanecer. Pero,
seguramente, ellos no pueden desear que el país se ligue a esta
doctrina. Plantamos nuestra bandera en la ciudad de México. Pero
nadie pidió que permaneciera allí. Si la guerra continúa, podremos
plantarla en la costa de España, aunque no deseamos mantener un dominio
permanente sobre ella.

«Si las islas Filipinas llegan a ser nuestras, según la última decisión
de la suprema corte, cada niño que en adelante nazca allí, llegará a
ser un ciudadano americano, libre de entrar, libre de salir. ¿Pensáis
conservarlos como vasallos? ¿Pensáis fundar una clase educada y
gobernante? ¿Váis a tener al colector de contribuciones como el más
frecuente y conocido visitante de toda casa americana? ¿Váis a aumentar
varias veces vuestra deuda nacional? Todas estas cosas están envueltas
en ese salvaje y apasionado grito a favor del imperio. Por mi parte,
rechazo y detesto la idea que el pueblo americano se decida a someterse
a semejante transformación.»

Entre las aclamaciones populares que piden la extensión del _imperium_
y la palabra sobria de los estadistas que se sublevan contra él, el
presidente parece dispuesto a seguir las indicaciones de las primeras
y ha impartido sus instrucciones en ese sentido, a los comisionados
que en París ejecutan sus mandatos. España tratará de alegar que en el
protocolo de suspensión de las hostilidades no se hablaba de la cesión
de las Filipinas, y que la entrega de Puerto Rico ha sido en calidad de
idemnización por los gastos de la guerra. Es demasiado tarde para ella
y al fin tendrá que aceptar las condiciones impuestas por el vencedor.



                                  IV

                         UNA VISITA A AMHERST


El colegio de Amherst, es una de las más interesantes y típicas
instituciones de enseñanza que existen en este país. Sin tener el
abolengo ilustre ni la antigüedad de Harvard o de Yale, su situación
especial le da un carácter peculiar que han ido perdiendo poco a
poco los anteriormente mencionados. Uno de sus encantos principales
es el escenario en que se encuentra situado. Amherst, es la ciudad
estudiantil por excelencia, un centro en que todo invita al trabajo
intelectual y al cultivo del espíritu. He pasado algunos días viviendo
la vida de la academia, y creo interesante registrar algunos datos
relacionados con aquella tebaida científica.

La existencia de Amherst data de 1821. El actual instituto sucedió
en aquella fecha a la academia de Amherst, fundada en 1814, época en
que los residentes de Hampshire suscribieron la cantidad necesaria
para su sostén. En los ejercicios inaugurales, la tradición recuerda
que tomó la palabra el famoso Noah Webster, como presidente del
consejo directivo. El colegio abrió sus puertas con tres profesores
y 49 estudiantes. El manejo del colegio corresponde al referido
consejo directivo, cuyo número de miembros no puede exceder de
17, de los cuales siete deben ser clérigos y el resto laicos. Sin
embargo, el colegio no es sectario y no existen restricciones
congregacionalistas en él. El control interno de aquel plantel está
en manos de la facultad, compuesta de un funcionario ejecutivo, que
es el presidente del colegio, y unos 30 profesores y conferenciantes.
En 1882 la facultad asoció a la dirección del instituto un cuerpo de
10 estudiantes, bajo el nombre de Senado colegial. Los miembros de
esta pequeña asamblea, son elegidos por sus respectivas clases, de
acuerdo con los reglamentos establecidos y en la siguiente proporción:
cuantro _seniors_, tres _juniors_, dos _sophomores_ y un _freshman_.
El presidente del colegio dirige las reuniones del senado y puede
vetar cualquiera de sus resoluciones. Los departamentos de instrucción
se dividen en filosofía, historia y arte, lengua y literatura, y
ciencia. El estudiante puede elegir entre un curso clásico o un curso
científico, lo que lo autoriza para recibir en el primer caso el
diploma de Bachiller en artes, y, en el segundo el de Bachiller en
ciencias. Todos los estudiantes están obligados a seguir las clases
del primer año. Después de él existe gran libertad de elección de
materias cursadas. Los estudios electivos consisten en griego, latín,
francés, alemán, italiano y sánscrito; cursos completos de retórica
y oratoria, lógica, literatura inglesa, biología, criptogámica y
fenográmica; zoología, fisiología y biología general, etc. Los
estudios de geología y mineralogía del colegio de Amherst, gozan
de una gran reputación en este país. Un amplio gabinete de física
facilita el cultivo de esta materia y tiene elementos especiales para
instruir a los alumnos en la parte relativa a la electricidad. También
existen cursos de astronomía, para los cuales el colegio cuenta con
instructores distinguidos, y como en todos los institutos análogos de
los Estados Unidos, en Amherst, se presta una atención preferente a la
cultura física de los alumnos.

El número actual de estudiantes de Amherst es de unos cuatrocientos
cincuenta. Muchos de ellos carecen de medios amplios, pero la ciudad, a
pesar de sus proporciones reducidas, les facilita ocasiones de ganarse
la vida y poder continuar sus estudios. El costo de la educación en
Amherst, es a menudo un motivo de seria preocupación para una familia.
Según una publicación reciente, fundada en investigaciones realizadas
entre los alumnos, el menor gasto anual de un joven estudiante alcanza
a 308 dólares, sin contar sus desembolsos durante el tiempo de
vacaciones. Un gran número de estudiantes gasta menos de 400 dólares
por año, pero la mayoría necesita de 475 a 675 dólares anuales. Se han
publicado cuadros en que los gastos están calculados en cuatro escalas
diferentes. He aquí los resultados obtenidos, que me parece vale la
pena de reproducirse:


                _Costo de vida y educación en Amherst_

                              Barata   Económ.   Liberal   Costosa
  Enseñanza                    110 »    110 »     110 »    110 »
  Libros                         8 »     15 »      20 »     35 »
  Alojamiento                   12 »     30 »      75 »    200 »
  Combustible y alumbrado       11 »     15 »      25 »     40 »
  Pensión                      111 »    129 50    148 »    222 »
  Mueblaje (promed. anual)      10 »     15 »      30 »     40 »
  Ropa                          50 »     70 »     150 »    200 »
  Lavado                        10 »     15 »      25 »     40 »
  Cuotas de sociedad            --       20 »      20 »     20 »
  Utiles de escritorio           5 »     10 »      15 »     20 »
  Subscripciones                --        5 »      20 »     40 »
  Varios                        30 »     35 »      50 »     60 »
                               -----    ------    -----   ------
                               357 »    469 50    688 »   1027 »

El departamento de educación física y de higiene de Amherst merece
una mención especial. Los estudiantes están obligados a hacer cierta
cantidad de ejercicios físicos diarios bajo la vigilancia y dirección
de un médico. Con ese objeto se fundó un gimnasio en que la condición
física personal de cada estudiante es examinada antes de prescribírsele
el ejercicio que la experiencia demuestra como más benéfico para su
salud. Anexo al gimnasio existe un departamento antropométrico, donde
los alumnos son examinados, medidos y sometidos a prueba en cada una
de las funciones esenciales de su cuerpo, tres veces durante el curso.
El estudiante a quien se encuentra defectuoso o mal desarrollado
es sometido a un régimen especial en beneficio de su salud y de su
desarrollo futuro.

Existen en Amherst numerosas sociedades fraternales de estudiantes,
designadas por letras griegas y entre las cuales merecen una mención
especial la Alpha, Delta, Phi, la Psi, Upsilon, etc. La formación de
aquellos clubs o centros estudiantiles ha sido muy discutida en los
Estados Unidos, especialmente por su carácter secreto. Sin embargo, las
autoridades del colegio los consideran benéficos y refiriéndose a ellos
el ex presidente de Amherst Mr. Julius H. Seelye, escribe lo siguiente:

«Otros podrán dar una opinión más exacta que yo, a propósito de las
fraternidades colegiales en otras partes; pero en cuanto concierne
a Amherst, sólo puede haber un juicio favorable respecto a ellas.
Sin lugar a duda, ofrecen aquí una benéfica energía, tanto sobre el
colegio como sus miembros individuales. La combinación es fuerza sea
entre jóvenes o viejos; y cuando los hombres se reúnen persiguiendo
buenos fines pueden esperarse mejores resultados que si aquellos
fines fueran perseguidos por individuos aislados. El propósito de
aquellas sociedades es ciertamente bueno. Ellas no están simplemente
constituidas para la diversión, aunque son una de las más fructíferas
fuentes de placer en la vida de colegio de un estudiante. Su principal
objeto es el mejoramiento de sus miembros, mejoramiento en cultura
literaria y en carácter varonil. Todas ellas son sociedades literarias.
No hace mucho, se trató de introducir entre nosotros una nueva
sociedad con fines prominentemente sociales más bien que literarios;
pero la tentativa no sólo dejó de recibir el asentimiento necesario
del presidente del colegio sino también encontró una gran oposición
de parte de la mayoría de los estudiantes. Uno de los más felices
caracteres de la vida social de Amherst está relacionado con las casas
de las sociedades. No existen mejores residencias en la aldea, ni mejor
mantenidas que ellas. No son lujosas sino limpias y de buen gusto.
Están rodeadas de jardines; el precio de sus habitaciones no es mayor
que el promedio del de las otras casas, y no solamente proporcionan
a los estudiantes que las ocupan un lugar agradable sino que el
cuidado de la casa y sus alrededores es por sí mismo una cultura. No
es necesario objetar a esas sociedades por ser secretas. Secretas son
principalmente en el nombre; en realidad su carácter secreto no es
más que esa reserva propia al más familiar contacto entre familias y
amigos. Tratadas como las sociedades lo son entre nosotros y ocupando
el lugar que ocupan su carácter secreto no produce mal alguno. En vez
de promover camarillas y cábalas en realidad, éstas han disminuído
en el colegio después de la organización de las fraternidades. La
rivalidad que existe entre ellas es sana, y conducida abiertamente y de
una manera viril. Las sociedades deben devolver al colegio el tono que
han recibido primero en él. Estoy convencido que en cualquier colegio
en que prevalezca una vida elevada y pura, las sociedades alimentadas
por su fuente producirán corrientes brillantes y vivificadoras.
Ciertamente ellas alegran y refrescan toda nuestra vida de colegio en
Amherst.»

El viaje a Amherst se efectúa por la línea del ferrocarril central de
Massachussetts. La pequeña aldea en que está situado el colegio se
encuentra a 90 millas de Boston y se llega a ella después de cuatro
horas de viaje. La ola de la inmigración inglesa que desembarcó en
las rocas de Plymouth y se estableció en las riberas de la bahía de
Massachussetts, tardó cien años en llegar hasta Amherst, lo que prueba
la lentitud del desenvolvimiento primitivo de la población en estos
parajes. En el trayecto se goza de los encantos de un paisaje siempre
variado y especialmente interesante en esta época del año, en que los
árboles empiezan a perder sus hojas y otros se revisten de colores
rojizos, bronceados y amarillos, que resaltan aún más sobre el fondo
verde obscuro de los pinos inalterables. La línea férrea cruza por
Waltham, el centro más importante de la manufactura de relojes. Poco
después se llega a Weston, dotado de todos los atractivos de la vida
rústica y de todas las bellezas de un paisaje accidentado en que se
alternan los campos esmeradamente cultivados con arroyos que susurran
sobre un lecho de pedregullo y pequeñas lagunas en cuyos bordes se
levantan árboles centenarios. Sucesivamente el tren atraviesa por el
municipio de Berlín situado sobre el río Assebet y rodeado de bosques
de robles, castaños, arces, pinos y nogales. Más tarde aparece Clinton,
ciudad manufacturera de reputación universal; Ware, situada junto a las
cascadas del río del mismo nombre, y finalmente, Amherst deja ver las
puntas de sus altos edificios góticos, entre el follaje de sus árboles
frondosos.

Al norte de la aldea se encuentra el colegio de Agricultura, objeto
principal de mi visita, y que es una de las primeras instituciones de
esta clase fundadas en los Estados Unidos. El Congreso americano, en
1862, concedió a cada Estado cierta porción de las tierras públicas
federales, el importe de cuya venta debería servir para la instalación
y manutención de un colegio en que, sin excluir otros estudios
científicos y comprendiendo la táctica militar, debían enseñarse todas
aquellas ramas de la ciencia relacionadas con la agricultura y las
artes mecánicas, a fin de promover la educación práctica y liberal
de las clases industriales de la República. La porción concedida a
Massachussetts, fué de 360.000 acres de tierra, que produjeron 219
mil pesos. La locación del Colegio fué objeto de grandes discusiones,
hasta que al fin el municipio de Amherst ofreció 50.000 pesos y la
suficiente cantidad de terreno a un precio moderado, con tal de
atraerlo a su seno. La propiedad del Colegio de Agricultura abarca
hoy unos 383 acres, o sea, aproximadamente, unas 150 hectáreas. El 2
de octubre de 1867 se abrieron los cursos con 33 discípulos y cuatro
profesores. La facultad comprende doce miembros y dirige al Colegio en
todo lo relativo a la enseñanza y la disciplina. Los estudios regulares
duran cuatro años, después de cuyo lapso de tiempo los graduados
reciben el diploma de bachiller en ciencias, firmado por el Gobernador
de Massachussetts. Por un arreglo especial el Colegio constituye el
Departamento Agrícola de la Universidad de Boston, lo que permite a los
alumnos del primero matricularse en la segunda, y al recibir su grado
poseer también un diploma de la Universidad.

Un oficial del ejército americano proporciona la instrucción militar y
está autorizado para otorgar diplomas militares a los estudiantes que
se distinguen en aquel ramo. Esto los recomienda para ocupar puestos en
la milicia del Estado o llegar a ser oficiales del ejército federal.
Durante la última guerra los colegios agrícolas de los Estados Unidos
proporcionaron un numeroso contingente de oficiales a las tropas
voluntarias de este país; y en la capilla del establecimiento acaba
de ser colocada una placa de bronce conmemorativa, en que se halla
inscripto el nombre de uno de los graduados de la institución, muerto
en los alrededores de Santiago.

El curso de estudios del Colegio de Agricultura obedece a un programa
regular y es de carácter esencialmente científico. Los estudiantes
que desean educarse sin sacrificio pecuniario de su parte, o que no
pueden afrontar ese sacrificio, encuentran una protección generosa de
parte del Estado. El colegio consagra 5.000 pesos anuales como sueldo
de estudiantes pobres que ejecutan algún trabajo en su seno. Fuera de
eso, anualmente se reparten algunas sumas en premios. Las becas son:
80 becas del Estado, establecidas por la Legislatura, 10 mil pesos; 14
becas congresionales, establecidas por los directores, 1.120 pesos;
legados de particulares, que suben a 150 pesos, interés de 3.000
pesos. Las becas del Estado se solicitan del senador del distrito en
que reside el discípulo, y las becas congresionales del diputado al
Congreso por el mismo distrito.

Los estudiantes están obligados a vivir en los edificios dormitorios
pertenecientes a la institución, lo que disminuye el costo de
manutención. Como en el caso de la Universidad de Amherst, se han
hecho cálculos minuciosos respecto al presupuesto de gastos de un
estudiante del Colegio de Agricultura y los resultados obtenidos son
los siguientes, que pueden, tal vez, inducir a alguno de nuestros
conciudadanos a enviar sus hijos a este instituto:


             _Presupuesto para el Colegio de Agricultura_

                                           Barato    Moderado    Amplio
 Enseñanza                                    80 »      80 »       80 »
 Libros y útiles de escritorio                 8 »      12 »       20 »
 Alojamiento                                  24 »      36 »       48 »
 Mueblaje (promedio anual)                     8 »      15 »       25 »
 Pensión                                      90 »     108 »      126 »
 Combustible y alumbrado                      11 »      15 »       25 »
 Lavado                                       10 »      15 »       25 »
 Ropa                                         30 »      60 »      100 »
 Traje militar                             (15 75)   (15 75)    (15 74)
 Matrículas y cuotas                           3 »       8 »       15 »
 Subscripciones                               --         5 »       10 »
 Varios                                       15 »      25 »       40 »
 Curso de estudies en la Universidad          --        10 »       10 »
    de Boston
 Derechos de Laboratorio                     (30 »)    (30 »)     (30 »)
                                            -------    ------    -------
                                             279 »     389 »      524 »

Los gastos puestos entre paréntesis no ocurren sino una vez durante
todo el curso de los cuatro años y no están incluidos en el total.

En conexión con el colegio, se encuentran la estación de Experimentos
Agrícolas del Estado de Massachussetts y la Estación de Experimentos
Hatch. La primera fué establecida en 1882, por acto de la legislatura,
y comprende 48 acres del terreno perteneciente a aquél. Para el
equipo de dicha Estación se votó primero la suma de 3.000 pesos y en
lo sucesivo se le ha dado anualmente 5.000 pesos para proseguir sus
trabajos. En los últimos años esta cantidad pareció demasiado pequeña
y anualmente la Estación Experimental goza de una subvención de 10.000
pesos. Los trabajos e investigaciones que realiza aquella institución
están comprendidos en las líneas generales siguientes: causas, medios
preventivos y remedios de las enfermedades de los animales domésticos,
plantas y árboles. Historia y hábitos de los insectos dañinos y medios
de destruirlos. Manufactura y composición de los abonos y fertilizantes
extranjeros y domésticos, su valor respectivo y su adaptabilidad
a diferentes cosechas y terrenos. Valor alimenticio bajo todas
condiciones y para todos los animales de chacra de los varios forrajes,
granos y raíces. Importancia comparativa del forraje verde y seco,
y costo de producirlo y conservarlo en la mejor condición posible.
Adulteración de artículos alimenticios destinados a los hombres o los
animales, etc., etc.

Los edificios de la Estación Experimental están valuados en la
siguiente suma: Laboratorio químico con instrumentos, 15.000 pesos;
Laboratorio agrícola y físico, 12.000 pesos; casa de chacra, 2.000
pesos; establo y graneros, 6.000 pesos. Recientemente la Estación de
Experimentos Hatch, también ha entrado a formar parte del colegio de
Agricultura, anexándose a él con todos sus edificios tasados en la
siguiente forma: granero, 4.000 pesos; invernáculos, 2.800 pesos;
departamento entomológico, 2.000 pesos; departamento meteorológico,
1.800 pesos: Nada más pintoresco que los terrenos de la localidad
en que se encuentran los edificios del Colegio de Agricultura,
graciosamente reclinados en las laderas occidentales de Mount Pleasant
y dominando desde la altura el verde valle de Connecticut. Los campos
que se extienden en torno del Instituto son modelos de labranza y en
ellos se alternan especímenes de diferentes culturas interrumpidos por
huertos y jardines, limitados al norte por una cortina de bosques que
contribuyen a aumentar la belleza de aquel paisaje seductor.

Uno de los edificios más antiguos, es el granero, en cuyo piso
inferior se encuentran espaciosos establos perfectamente ventilados y
mantenidos en un estado de absoluta limpieza. El estudiante examina
allí prácticamente representantes típicos de las crías de ganado más
populares. Un galpón especial está consagrado a las vacas lecheras,
y en otros adyacentes se encuentran caballos y yeguas, un pequeño
rebaño de ovejas y cierto número de cerdos. En otra de las divisiones
del mismo local se encuentran muestras de las más usuales máquinas
agrícolas, entre las cuales me fué señalada, como práctica y reciente,
una para recoger la cosecha de papas. El colegio posee, además, otro
granero y establo donde se llevan a cabo experimentos especiales
sobre la cantidad de alimentos que requieren los animales y el valor
nutritivo de los diferentes forrajes. A los establos se encuentra
anexa una cremería cuya instalación me pareció muy deficiente, lo que
tal vez explica por qué cerca del establecimiento existen otras de
propiedad particular y dotadas de todos los elementos necesarios en
que los alumnos pueden estudiar con mejor provecho los procedimientos
necesarios para la fabricación de la mantequilla. Aunque el trabajo
de chacra no es obligatorio la mayor parte de los estudiantes toman
parte en él con mayor o menor empeño, y, en todo caso, los experimentos
de las estaciones agrícolas anexas al Colegio les ofrecen amplias
oportunidades de observación y de estudio. En este año, se ha añadido
a las instalaciones de aquel importante plantel un departamento
de veterinaria dotado de todos los elementos necesarios para la
preparación de diversos serums y de un hospital para animales enfermos
que permitan a los estudiantes practicar y observar las enfermedades
más comunes del ganado. El departamento de veterinaria posee un Museo
incipiente de anatomía, entre cuyos objetos me fué especialmente
señalado el esqueleto del primer caballo de cría, Morgan, origen de esa
raza tan conocida entre nosotros. Las demás preparaciones del museo
carecen de importancia y se limitan a esqueletos de ovejas y de cerdos
y a modelos de _papier maché_, de fabricación francesa, para ilustrar
las diferencias que la edad produce en la dentadura de los animales.
Tratándose de un país como los Estados Unidos, la pobreza relativa de
aquel museo pronto será salvada por alguno de esos regalos de que los
ricos americanos son tan munificentes, sobre todo cuando se trata del
adelanto intelectual de las nuevas generaciones de su país.

La biblioteca del colegio de agricultura ocupa un edificio gótico
y cuenta con 26.000 volúmenes. En el piso superior del edificio se
encuentra la capilla que sirve al mismo tiempo de sala de conferencias
y de local en que se realizan las fiestas escolares. En aquel amplio
local caben con comodidad 500 personas y su interior está decorado con
esa sobriedad elegante y severa común a los templos protestantes de
este país.

Las principales investigaciones llevadas a cabo por la estación
experimental anexa al colegio de agricultura se refieren al uso de
los abonos o fertilizantes naturales y químicos. Una tablilla marca
en cada sección cultivada la substancia empleada para alimento de la
planta y la simple inspección de los resultados obtenidos basta para
mostrar cuáles son más ventajosas y cuáles se muestran defectivas en
su tarea vivificante. Pero la estación experimental no se limita a
este trabajo práctico, sino que una de sus labores más serias es la de
analizar todas las muestras de abonos que se ofrecen en el mercado para
poder responder de su eficacia y asegurar al chacarero de la bondad del
artículo que se le ofrece. Por una ley del Estado de Massachussetts
en el envase de todos esos abonos comerciales debe estar indicada
la fórmula de su composición, de manera de hacer posible el control
del departamento de Agricultura y aplicar a las falsificaciones o
adulteraciones un castigo severo. He visto no menos de 300 muestras en
el laboratorio químico, prontas para ser analizadas por los encargados
de aquel trabajo.

El Colegio de Agricultura de Amherst, en conjunto, es sin duda de los
más completos e importantes que existen en los Estados Unidos, y la
impresión que su visita me ha causado hace alto honor al distinguido
presidente de aquel establecimiento, Mr. Henry Hill Goodell, y a Mr. W.
P. Brooks, profesor de agricultura, que comparte sus tareas y dirige
los trabajos de la estación experimental.



                                   V

                        VIAJEROS EN SUD AMERICA


No conozco lectura en cierto modo más interesante que la de los libros
de viajeros que en diferentes épocas han cruzado nuestro territorio.
Desde el famoso Ascarate du Biscay, en cuyas páginas polvorosas se
encuentra el primer esbozo de nuestra Buenos Aires primitiva, las
observaciones que nuestro país ha merecido de los que lo han visitado
son dignas de conocerse y meditarse, por fantásticas o injustas que
nos parezcan algunas veces. Ese interés aumenta a medida que la obra
se refiere a un tiempo más lejano y evoca a nuestra mirada escenas
desvanecidas en las brumas del pasado, o se refiere a hechos de
nuestra historia. Es el encanto que tienen para nosotros las _Cartas
de Robertson_, reeditadas no hace mucho, el _Viaje de un naturalista_,
de Darwin, que he releído últimamente con inmenso placer y que tan
sabrosos párrafos dedica a nuestro país, los viajes de Basil Hall en
Chile y el Perú, donde tuvo ocasión de ver a San Martín. Sin necesidad
de referirse a obras tan conocidas como éstas, hay otras de autores
menos ilustres, en cada una de las cuales se encuentran detalles que
hoy tienen un sabor especial para nosotros y que arrojan una luz
curiosa sobre muchas particularidades de nuestra vida doméstica.

Naturalmente, los errores, las injusticias, las falsas apreciaciones
son frecuentes en obras de ese género. Es el mal común a todos los
viajeros, exagerar y desfigurar los cuadros que encuentran a su paso.
Muchas veces la falsedad de la pintura no obedece a malicia, sino a
diferencias de comprensión o de criterio. Otras veces, son intereses
materiales heridos, rozamientos de vanidad, los que originan el libelo
agresivo. Por ejemplo Mr. de Beaumont, que según él conoció íntimamente
a Rivadavia en Londres, se muestra irritado por el mal éxito de una
empresa que en 1826 lo trajo a nuestras playas. No escasea sus críticas
a nuestro gobierno, a la inseguridad de nuestra política y lentitud de
nuestra justicia. Su libro no hace sino repetir muchos de los datos
contenidos en las conocidas _Noticias históricas_, de _Don Núñez_,
como dice Beaumont... Ello importa muy poco: la obra entera es digna
de conservarse, aunque sólo sea por la descripción que contiene de una
entrevista personal en Buenos Aires con el presidente Rivadavia.

«A la hora citada--dice nuestro viajero, describiendo lo que llama
«audiencia con Don Rivadavia»--busqué puntualmente al presidente,
a quien había tenido la desgracia de ser presentado en Londres y
de conocer por sus actos en Buenos Aires. Al presentarme en la
residencia de su excelencia, en el Fuerte, me recibió un edecán
vestido de uniforme... El sonido de una campanilla de plata en el
cuarto vecino llamó mi atención, ¡cuando zás! la puerta se abrió con
solemne lentitud y descubrió al presidente de la República Argentina,
avanzando gravemente y con un aire tan digno, que era casi aplastador.
El estudiante de la pieza de mágica _El Diablo en dos palos_, no pudo
sorprenderse más al romper la redoma que yo con lo que ví. Cada detalle
relativo a un grande hombre en general, interesa al público; no estará
de más en consecuencia, dar una corta descripción de la persona y
aspecto de su excelencia. Don Bernardino Rivadavia parece de cuarenta
a cincuenta años de edad, tiene cerca de cinco pies de alto y casi
la misma medida de circunferencia; su apariencia es obscura, pero no
desagradable, denota agudeza, y con sus facciones parece pertenecer
a la antigua raza que primeramente habitó en Jerusalén; su levita es
verde, abotonada _a la Napoleón_; sus pantalones están sujetos a la
rodilla con hebillas de plata, y el corto resto de su persona ataviado
con medias de seda, zapatos de etiqueta y hebillas también de plata;
su aspecto general no se diferencia mucho de los retratos en caricatura
de Napoleón; hasta se dice que gusta mucho de imitar a aquél en un
tiempo gran personaje en las cosas que están a su alcance, tales como
el color de una levita o la inflación de una frase. Su excelencia
avanzó lentamente hacia mí con sus manos cruzadas en la espalda; si
esto era también hecho en imitación del gran conquistador, o por ganar
una especie de contrapeso por el volumen que llevaba por delante,
o para guardar su mano del tacto deprimente de la familiaridad,
es igualmente difícil de determinarlo; pero su excelencia avanzó
lentamente, y con un aire formalmente protector me hizo conocer al
instante que mister Rivadavia en Londres y Don Bernardino Rivadavia,
presidente de la República Argentina no debía ser considerado una misma
persona.» Descartad los rasgos grotescos de la _charge_, y esa corta
descripción expresa mejor que nada el fondo fundamental del carácter
del personaje, la solemnidad.

Más entretenidos que los viajes del caballero de Beaumont, son los
_Twenty four years in the Argentine Republic_, un volumen publicado
en Nueva York en 1846 por el Col. J. Anthony King, pero realmente
escrito por su amigo Thomas R. Whitney, a quien el primero narró
verbalmente los hechos de su fantástica odisea, para que éste les
diera forma literaria. El degüello de nombres, localidades y sucesos
históricos a que se asiste en el curso de la obra hace su lectura
algo difícil para el que no conoce a fondo el país y sus hombres
prominentes. Mr. Whitney probablemente no estaba en ese caso, y con
una tranquilidad pasmosa traduce de oído el nombre de los personajes
que desfilan en ella, sin tener en cuenta el _spelling_, rompecabezas
de los escolares americanos. Así, nuestro general Lavalle aparece
transformado en _Lavalia_, el gobernador Heredia, de Tucumán, es
bautizarlo _Aradia_, y surgen sucesivamente en la escena _Carrere_,
_Bustas_, _Arouz_, _Ramerez_, etc., etc. Mr. King, del mismo modo, nos
informa que «durante sus campañas era una cosa común para oficiales
y soldados hacer lo que llaman _bottes de patre_, especie de bota
hecha del cuero sacado de la pata de un potrillo». A pesar de estos
frecuentes lapsus, su libro se deja leer como una novela sensacional.
Su autor nos informa que en 1817 huyó de su hogar paterno en Boston y
se embarcó ocultamente en Norfolk, en un buque que salía con destino al
Río de la Plata, aparentemente cargado de mercaderías comunes, pero en
realidad provisto de elementos de guerra. Al llegar a nuestras playas,
el capitán del buque lo puso en tierra sin un centavo en el bolsillo,
sin conocer la lengua del país, y para mantenerse sentó plaza de
soldado. Enviado como emisario a _Ramerez_, que estaba en la _Rayada_,
el joven recluta cayó en el engranaje de la serie interminable de las
aventuras de la guerra civil. Todos los sucesos de ese período aparecen
_travestis_ en el libro de King, y me parece excusado advertir que el
que trate de estudiar en la narración de sus proezas, los accidentes de
nuestra historia, sacará el mismo resultado que el que quiera aprender
geografía en los viajes de Simbad el Marino.

Insensiblemente, la pluma ha resbalado sobre el papel, apartándome
de mi objeto que es dar una idea de las descripciones de nuestro
país que se encuentran en dos libros recientes de lengua inglesa,
así como tratar especialmente de las cartas sobre el Río de la Plata
de Mr. Frank G. Carpenter, que vienen apareciendo simultáneamente en
los siguientes diarios americanos: _Boston Globe_, _Chicago Herald_,
_Louisville Courier Journal_, _St. Louis Republic_, _Philadelphia
Press_ y _Washington Star_.

El título _Over the Andes_ debe tener un atractivo especial para los
viajeros, porque él ha sido empleado frecuentemente y acaba de serlo
de nuevo en las obras referidas, por una turista inglesa, Miss May
Crommelin y por el escritor americano Mr. Hezekiah Butterworth. El
libro de la primera es una narración incolora, una repetición insulsa
de todas las candideces de uso frecuente en los libros consagrados
a South America. La autora empieza por encontrar muy cómico que las
aguas turbias de nuestro gran río hayan dado origen a los primeros
exploradores para llamarlo _Silver River_! Sus impresiones más
agradables de Buenos Aires son las de su permanencia en casa de Mr.
Pakenham, el ministro inglés que la tuvo por huésped. Después insiste
de una manera deplorable sobre las _persianos_ de las casas, y otros
detalles por el estilo. La parte más interesante de ese libro,
generalmente mediocre, y también la más exacta, es la pintura de la
travesía de los Andes. Todo el que ha tenido que pasar una noche en
la inmunda pocilga de Punta de Vacas y cruzar por los barrancones de
Puente del Inca, de las Cuevas y del Juncal se imaginará el horror con
que una señorita inglesa debió contemplar esas posadas en su fatigosa
marcha por la cordillera. La absoluta falta de _confort_ y hasta
de limpieza, de aquellas ventas desamparadas, dan una triste idea
del grado de civilización de las dos grandes potencias americanas.
Verdad que esa incuria es un vicio de raza; son los últimos restos
del hidalguismo rancio que aún queda en nuestro continente y que hace
mirar con desdén a nuestros licurgos los detalles materiales de la
existencia. Miss May Crommelin y sus compatriotas no aceptan este
pliegue especial del carácter sudamericano y debemos confesar que en
este punto comprendemos y disculpamos su sorpresa.

El libro de Mr. Hezekiah Butterworth _Over the Andes or our boys in
new South America_, engloba en una narración novelesca de viajes y
aventuras en la nueva Sud América, como dice el autor, todos los
datos que éste ha recogido respecto a nuestros países. Parece que Mr.
Butterworth visitó a Buenos Aires en 1895, cruzó también la cordillera
por Uspallata y recorrió las principales ciudades del Pacífico. Es un
admirador entusiasta de Sarmiento, cuyas obras cita frecuentemente, y,
en general, se muestra simpático a nuestro país, aunque, dado el método
seguido en su obra, las nociones que respecto a éste se sacan de ella
son bastante confusas, y no pocas veces extravagantes. Así, al ocuparse
de nuestra literatura, después de hacer unos elogios merecidos de Guido
y Spano y otros escritores argentinos, salta hasta la cubana doña
Gertrudis Gómez de Avellaneda. El conocimiento que de nuestra lengua
posee Mr. Butterworth, no debe ser muy extenso, a juzgar por las citas
que intercala en su narración. «_¡Que sont Buenos Aires esos!_», según
él exclamó el primer aventurero español que llegó a nuestras playas.
En fin, estos son detalles y, mucho debe perdonarse a un escritor
que, a pesar de las deficiencias de su trabajo, muestra su simpatía
por el padre de nuestra patria, y encuentra acentos calurosos para
enaltecer su gloria en la oda que dedica _A la Tumba de San Martín_.
Llegué extranjero a esta tumba solitaria--dice,--en que el arte divino
ha pagado su tributo al noble, y hecho florecer el sólido mármol para
aquel que vivió para los hombres, pero que no fué de la tierra.

  _I came a stranger to that lonely tomb
  Where art divine had paid her dues to worth,
  And made for him the solid marbles bloom,
  Who lived for man, but was not of the earth..._

Las palabras que pone en boca de nuestro héroe en su sobriedad
y sencilla grandeza, tienen el mérito de la verdad y deben ser
agradecidas por todo el que siente en el fondo de su alma, las santas
palpitaciones del patriotismo: «Patriotas, parto para no regresar
jamás; no busco honores para la obra que he realizado; dejadme ver
arder el océano en el Poniente y ascender una vez más los Andes del
sol. Tres dorados imperios extienden sus manos hacia mí, con títulos,
ofrendas y pompas de los viejos reyes. Si las aceptara enajenaría mi
libertad. Combatí por la justicia, y no por el oro. Un soldado no debe
vivir donde supo triunfar. Su fama debe ser un haz de luz viviente
inmaculada y diáfana. ¡Adiós, cielo del Pacífico! ¡Adiós, Perú!
Voy a través de los mares, a vivir y morir con aquellos que no me
conocieron, pero con el alma libre, ahora que mi misión está cumplida».

  _Patriots, I go, and never to return:
  I seek no honors for the work I’ve done;
  Let me but see the sunset ocean burn
  And climb once more the Andes of the sun.
  Three golden empires lift their hands to me
  With titles, gifts, and pomps of kings of old!
  Did I accept them, I would not be free!
  I fought for right; I did no fought for gold!
  A soldier should not live where he has won;
  A shaft of living light his fame should be
  Unsullied and unthroned! Farewell, Pacific sky!
  Farewell, Perú! I go across the sea,
  With those who knew me not, to live and die,
  But free in soul, now that my work is done!..._

Las cartas de Carpenter tienen un carácter más serio y una información
mucho más exacta que la que campea en las producciones anteriores. Su
autor empezó su viaje sudamericano por el Pacífico, y, naturalmente, al
encontrarse en Chile, sintió cierto menosprecio por el país cosmopolita
que se le pintaba desorganizado y afeminado, del otro lado de los
Andes. Con la llegada a nuestra capital, sus prevenciones empezaron
a desvanecerse, y se advierte que a medida que tenía oportunidad
de estudiar más a fondo nuestra vida y nuestros recursos, hasta
los defectos más salientes de nuestro carácter, empieza a hallar
circunstancias atenuantes ante sus ojos. «La República Argentina me
asombra, dice al principio de una de sus cartas. Esperaba encontrar
aquí algo análogo a los Estados Unidos, pero ello es tan distinto como
los limones de las calabazas. A veces me parece que los Estados Unidos
son el limón y la Argentina la calabaza; pero más a menudo me sucede
lo contrario.» Desde luego, la diferencia de raza entre nuestro pueblo
y el del resto de Sud América le llama la atención: «Estos argentinos
no son como los sudamericanos de la costa occidental. No tienen gotas
de sangre india en sus venas. Son de pura extracción europea. No
son españoles, ni franceses, ni italianos, ni anglosajones. Están
desenvolviendo una combinación de todas estas sangres con un elemento
latino predominante. Como nosotros formamos en Norte América otra
combinación en que predomina el elemento anglosajón. Creo, sin embargo,
que nuestro tipo es muy superior al que se produce aquí.»

La influencia del elemento extranjero es señalada por Mr. Carpenter,
así como la importación de nuevas ideas que recibimos de todas partes y
que se manifiesta en adelantos materiales de diversas clases. Nuestra
capital, especialmente, llama profundamente su atención. «Buenos Aires
es el Londres, el Nueva York, el París de la República Argentina. Es
aún más. Puede casi llamarse la Argentina misma. Controla este país
como ninguna otra capital del mundo, la tierra que se supone dominar.
Es un viejo aforismo que París es la Francia. No lo es hasta el grado
que Buenos Aires es la Argentina. Hay en Francia una media docena de
ciudades que son centros comerciales independientes. París, de ningún
modo es toda Francia industrialmente. Lo es artística, social y tal
vez, intelectualmente. Buenos Aires es la capital política de la
Argentina, es su capital comercial, su capital industrial, su capital
financiera, social e intelectual. Políticamente, la mayor parte de los
congresales argentinos son ciudadanos de Buenos Aires. Muchos de ellos,
que representan distritos lejanos, practican aquí la abogacía. Viven
todo el año en la ciudad, aunque de cuando en cuando vayan a ver a sus
electores. La república se compone de suburbios suplidos por hombres
de Buenos Aires. El resultado es que cuando Buenos Aires toma rapé,
estornuda la Argentina entera.»

En medio de las observaciones de Mr. Carpenter, para no faltar a
la regla común de los viajeros, se deslizan monstruosidades como
la siguiente: «La República Argentina, es uno de los pocos países
que no tienen tratados de extradición.» Este hallazgo sorprendente
de Mr. Carpenter, es traído a colación para señalar el hecho,
desgraciadamente exacto, de que viven entre nosotros muchos ciudadanos
de la gran república que no podrían regresar impunemente a su propio
país, _without fear of the sheriff_, como dice nuestro autor. Otras
veces, sus juicios a nuestro respecto parecen por lo menos algo
exagerados, aunque tal vez esto sea un simple error de apreciación
nacido de la dificultad con que uno se juzga a sí mismo. Parece,
en efecto, según Mr. Carpenter, que somos los seres más fatuos
y pagados de sí mismos que habitan en la redondez de la tierra:
«Pensé siempre--escribe el viajero americano--que los neoyorkinos,
los bostonianos y los chicagoenses estaban tan orgullosos de sus
respectivas ciudades como el más pretensioso ciudadano encontrado en
mis viajes; pero estos argentinos llegan al _climax_. Háblese con
cualquier hombre en Buenos Aires, respecto a su ciudad, y su cabeza se
hincha al instante y toma las proporciones de una pelota de _football_.
Piensan que el sol y la luna se levantan y se acuestan sólo para la
Argentina. No se preocupan de los extranjeros, y los únicos héroes que
reverencian, son los que viven aquí. Hablaba noches pasadas con Mr.
William Bullfin de la _Southern Cross_. Es un periodista importante
de aquí. Me referí a la faz mencionada del carácter argentino. «Usted
tiene razón---me dijo--sobre la propia estimación que tienen los
argentinos. No creo que exista en Europa o en América un solo hombre
que pudiera interesar al común de las gentes viniendo a visitarnos.
Dudo si Li Hung Chang llamaría la atención en Buenos Aires de otros
que los vendedores de billetes de lotería, que como usted sabe, están
a la pesca de los recién llegados. Todo lo que deseamos saber es si
usted habla español y si está convencido de que Buenos Aires es la más
grande ciudad del mundo.» Pienso que Mr. Bullfin ha dado en la tecla,
pero, a pesar de todo, estos argentinos no son mala gente. Tienen un
carácter propio, y después de andar algún tiempo con ellos uno se
encuentra haciendo lo mismo que los demás. En mi hogar, yo tomaba mis
alimentos a la moda americana y atendía a mis negocios con regularidad
diaria. Aquí me basta el café con leche por la mañana, almuerzo a las
12, y a eso de las 5 de la tarde me sorprendo a mí mismo paseando a lo
largo de la calle Florida, como todos los demás habitantes, admirando
a las muchachas. He estado tentado varias veces de comprar un billete
de lotería y me he detenido tres veces en la escalinata de la Bolsa
inclinado a redondear algunos centavos apostando sobre el alza o la
baja del oro. Pienso que si permaneciera aquí acabaría por convertirme
en un _boomer_ argentino y llegaría--¡Dios no lo permita!--a absorber
algo del carácter nacional.»

Mr. Carpenter consagra una de sus cartas al cultivo del trigo en la
República Argentina, mostrando con bastante exactitud las perspectivas
que para la agricultura ofrece nuestro país y la capacidad productiva
que él tiene y cuyo desarrollo se encuentra apenas en la infancia.
Nuestra importancia como país agrícola, sin embargo, le parece trivial,
comparada con nuestra potencia ganadera. Reconoce con justicia que
tenemos los prados naturales más hermosos y dilatados de la tierra. El
negocio de la cría de ovejas y de la exportación de carnes le ha dado
tema para dos de sus cartas más interesantes. Los datos consignados por
Mr. Carpenter dan una idea clara del estado de aquella industria en
nuestra patria y han despertado un vivo interés en este país, donde tan
poco se conoce la vida y los recursos de las demás naciones de nuestro
continente. En este sentido, la publicación de las impresiones de viaje
de Mr. Carpenter son ventajosas para nosotros y contribuyen a disipar
muchos errores que, como artículos de fe, circulan a nuestro respecto.

El presidente de la república es descripto de la siguiente manera en
las cartas de Mr. Carpenter... «Es el general Grant de la República
Argentina, y ha sido comparado a aquél en carácter. Es todavía un
hombre fuerte, con nervio suficiente para llevar a cabo sus planes
sin mirar los obstáculos que se le pongan al frente. Es un hombre
tranquilo. Posee el don dorado del silencio y cree en el viejo
proverbio español que «en boca cerrada no entran moscas». La elección
de Roca significa que habrá estabilidad durante los seis años próximos
en la República Argentina... Fué siempre un luchador... Ha sido al
mismo tiempo un diplomático, y su gabinete responde a la idea de
armonizar todos los partidos. Goza de la confianza de los capitalistas
extranjeros, que creen que mantendrá la paz, y la paz en la Argentina
significa progreso. El presidente Roca tiene 55 años de edad. Pertenece
a una familia distinguida y nació en la provincia de Tucumán, al norte
de la república. Es un hombre de estatura erecta, bien constituído y
de anchas espaldas, y su rostro no parecería extranjero en Washington
o Londres, aunque no pasaría inadvertido en ninguna parte. Parece
más un inglés o un americano que un argentino. Lo creeriais más bien
descendiente de anglosajón que de latino. Su rostro es casi hermoso. Su
frente es alta y amplia, sus ojos brillantes y penetrantes, su nariz
pronunciada y su mandíbula fuerte. Es sencillo en su traje y maneras
y camina por las calles de Buenos Aires como cualquier ciudadano.
Nunca ha cultivado las artes del salón ni tiene gustos literarios
pronunciados, aunque es competente en historia e ilustrado en materias
políticas. Hay en él más del estadista y del soldado que del mundano,
y ha sido llamado el maestro de la ciencia política en la Argentina.»

Es inútil continuar paso a paso tras las huellas de Mr. Carpenter en
su excursión a nuestras playas, o reproducir todos sus juicios sobre
nuestros hombres y nuestras cosas. Algunos de ellos, además, hieren
la susceptibilidad del patriotismo, como los que se refieren a la
administración de nuestra justicia, o evocan recuerdos dolorosos de una
época funesta y vergonzosa, como los que pintan la bacanal financiera
en que estuvo a punto de naufragar para siempre el honor y el crédito
de la República. Es preferible detenerse aquí, aconsejando a los que
tengan interés por saber cómo se nos aprecia y se nos pesa en el
extranjero, que esperen la publicación en forma de libro de las cartas
de Mr. Carpenter, en la seguridad de que no perderán su tiempo al
recorrerlas.



                                  VI

                            TEMAS DE VERANO


La guerra, que todo lo perturba, ha quitado este año algo de su
animación habitual a la temporada de verano. Es uno de los privilegios
de este país extraordinario en que todo es grande, en que todo parece
transportado a la escala de aquellos habitantes de Saturno pintados
por Voltaire en la historia de la peregrinación de Micrómegas, poseer
uno de los veranos más abrasadores de la tierra. En julio y agosto
las ciudades de la Unión no tienen nada que envidiar al Senegal o al
Amazonas. En Chicago, situado algo al norte, en Filadelfia y en Nueva
York, todos los años hay verdaderas epidemias de calor, y los diarios
llenan columnas enteras con la lista de los que mueren de insolación o
de asfixia. La vida comercial sufre una paralización relativa en todas
partes. La vida administrativa cesa por completo. Desde el presidente
de la república hasta el último portero de los ministerios, todos
buscan en las riberas del mar o en las montañas un lenitivo a la
terrible temperatura de las grandes capitales. La vida de verano tiene
encantos especiales y rasgos característicos peculiares a esta nación.
Los «summer resort», estaciones de verano, son innumerables. Los hay
para los pobres y para los ricos, para los extranjeros y para los
nacionales, en la montaña y en la orilla del mar, en la proximidad de
los grandes centros de población y en las soledades del oeste, donde se
penetra todavía en algunas regiones con ayuda del machete de desmonte.
Cada una de esas innumerables agrupaciones transitorias tiene su
especialidad original y su maravilla propia, «the biggest in the world»
o «the most beautiful in the world». Algunas, como Saratoga Springs,
gozan de una reputación universal, aunque su popularidad empieza a
decaer de una manera visible. En otras, como Atlantic City, cuya
población normal es de 15.000 habitantes, durante la estación acuden de
150 a 170.000 turistas, que llenan un número considerable de magníficos
hoteles, palacios colosales de lujo y esplendor inusitado, montados
con todos los refinamientos que exige la amplia vida americana. La
burguesía dorada y repleta de dólares, se derrumba sobre este punto
y su vecino Cape May, como una avalancha fastuosa y deslumbrante. A
Narraganset Pier va la gente alegre, los que quieren mechar en el
viejo tronco puritano un fresco retoño de vivacidad parisiense, las
señoritas del demimonde, disfrazadas aquí con todas las exterioridades
de la más «fashionable» hipocresía, los que no desdeñan las atracciones
del tapete verde y las emociones divinas de la ruleta, los que quieren
ver, en fin, los momentos de abandono de una sociedad fundada en el
trabajo y en el espíritu religioso.

En New London, en Manchester, y en otros puntos frecuentados de la
costa de Nueva Inglaterra, se encuentran los representantes de la
verdadera aristocracia americana, los miembros de las viejas familias
patriarcales, todos más o menos emparentados con Washington, por
supuesto, y provenientes del sur, especialmente de Virginia, la antigua
«madre de presidentes», hoy desbancada por Ohío y otros estados de
origen más moderno. Aquí se entrega la gente a las delicias del
_golf_, se disputa el «championship» del _base-ball_ y otros juegos
semejantes, y finalmente, se goza de las facilidades que presta el
mar que baña esas costas para navegar a la vela en yates de todas
clases y dimensiones. Al oeste van los aficionados a la vida de campo,
sin afectaciones ni complacencias, los que llevan desde la tienda de
campaña que les ha de servir de vivienda hasta las provisiones que
sustituirán a la caza y a la pesca en bosques primitivos y en lagos
donde todavía no ha resonado el silbato del vapor. Esa pasión por
_camping_ es uno de los más curiosos rasgos del espíritu americano,
algo como un atavismo de raza, impulso hereditario de la sangre de los
descendientes del antiguo _pioneer_ que hace medio siglo construía su
cabaña donde hoy se elevan ciudades de medio millón de habitantes.
Finalmente, en Newport, el más conocido de los _summer resorts_
americanos en el extranjero, se aglomera la nueva aristocracia del
dinero, los _four hundred_ de Nueva York, de Chicago, de Filadelfia, de
Boston, los millonarios y archimillonarios cuyo nombre resuena en todas
partes con mezcla de admiración y de envidia, la señora Potter-Palmer,
la «reina de Chicago», los Vanderbilt, con su acompañante Chauncey M.
Depew, el más popular y cosmopolita de los políticos y hombres de mundo
americanos, los Ogden Goëlet, los Astor, los Bryce, los Belmont, y
otros muchos cuya mención sería fatigosa.

Todo este grupo _fin de siècle_ o _up-to-date_, como se dice aquí, se
encuentra ahora preocupado de «entretener» al conde de Turín, y lo
hace a la moda y con el padrón habitual de la hospitalidad americana,
hospitalidad estruendosa, infatigable, delirio de atenciones, de mimos,
de fiestas, de paseos, de comidas, de bailes, de _five o’clock teas_,
de _sailing parties_, de _bicycle parties_, de _parties_ a caballo,
en carruaje, a vapor, en automóvil, en todos los medios de locomoción
imaginados e imaginables. El héroe de estas manifestaciones sociales,
naturalmente se encuentra feliz, y sería un monstruo de ingratitud si
no conservara de su paso por este país un recuerdo adorable. No hace
mucho tiempo, el príncipe heredero de Bélgica agotó el mismo programa
de diversiones. Ahora le toca el turno al conde de Turín, en tanto no
lo sustituya algún otro personaje de sangre real.

La hospitalidad americana es realmente, y sin ironía, espléndida y
abrumadora. En ninguna parte del mundo el extranjero es recibido con
las manos más abiertas ni se le introduce tan pronto en el seno de la
sociedad más distinguida. Y esta condición es inherente al americano
rico como al de mediana fortuna, al de las grandes ciudades como al de
los pueblos en formación. Naturalmente, son las familias pudientes las
que principalmente hacen el gasto en las recepciones de los viajeros
de nota. Pero todos son iguales en este sentido y cada uno invita al
extranjero en la medida de sus recursos y de su posición. La mezquindad
de miras europeas es aquí desconocida. ¿Se trata solamente de gozar
de la sociedad de gentes de otras tierras o existe también el orgullo
ingenuo de deslumbrar al recién venido con las maravillas y grandezas
de la patria, cubierta por los _stars and stripes_, de imponerle la
admiración que no puede menos de sentir por la potencia y civilización
de esta raza, si tiene dos dedos de sentido común, de forzarlo
a alejarse con un sentimiento de gratitud cuando deje las playas
encantadas de la Unión? ¿Es esta generosidad universal, esta amabilidad
ilimitada un testimonio de nobleza de alma o un rasgo de rastacuerismo?
¿Es esta llaneza de aborde, esta facilidad de contacto, la suprema
manifestación de una cultura y una civilización características o
simplemente el apresuramiento del _parvenu_ que quiere hacer gozar a
los otros de las sorpresas de su lujo postizo?...

Los que penetran superficialmente en las cosas de este país, se
inclinan por la segunda teoría y encuentran de muy mal tono la
francachela y sencillez americana. A mi modo de ver, nada es más
injusto que esta apreciación de viajeros superficiales u observadores
prevenidos, si bien no dejo de reconocer que algunas veces las
manifestaciones de la hospitalidad y de la obsequiosidad yankee carecen
un poco de proporción y de aticismo. Tal sucede ahora con respecto al
recibimiento del almirante Cervera y sus compañeros de cautiverio.
Ayer no más, los marinos españoles, los soldados de aquélla nación,
eran presentados por la prensa y mirados por la sociedad como seres de
una raza inferior, monstruos de brutalidad y de infamia. La bizarra
conducta del infortunado marino, al arrojar el guante a una escuadra
más poderosa que la suya, sin otra perspectiva ni esperanza que la
de la pérdida de sus buques y quizá la de su vida, merece, sin duda
alguna, que se le dispensen las consideraciones personales, dignas y
serias, con que se debe acoger a un enemigo desgraciado y reducido
a la impotencia. Pero, ¿qué pensar del entusiasmo social que se ha
despertado en favor de Cervera y de los oficiales de su estado mayor?
Los pedidos de autógrafos les llueven de todas partes de la Unión; en
las calles de Annapolis donde se encuentran detenidos bajo su palabra
de honor, los jóvenes y las señoras se disputan el honor de tratar
a los prisioneros. Si entran a una tienda, los vendedores por poco
no se empeñan en hacerles aceptar gratis sus compras. Si van a la
iglesia, el capellán sale a recibirles, los instala en el mejor banco,
y en su sermón dirige alusiones veladas pero no menos halagadoras a
su conducta. Si los desgraciados marinos y su jefe repartieran todos
los botones de sus uniformes que les piden otras tantas entusiastas
muchachas americanas, se verían en serios aprietos para andar
decentemente vestidos. Y esta efusión inmoderada de cortesía, no se
limita al público.

El superintendente de la escuela de marina, el almirante McNair, ya
ha iniciado la serie de las fiestas sociales, dando un gran banquete
en su casa en honor del almirante Cervera, de su hijo, del capitán
Eulate del _Vizcaya_, todavía no del todo restablecido de su herida,
y otros sobrevivientes del combate del 3 de julio, y en torno de la
mesa destinada a agasajarles y adornada, como es de rigor, de rosas
american-beauties y la france (a 2 dólares por flor, entre paréntesis),
se sentaron numerosas señoritas y caballeros americanos. ¿No es
realmente extraordinario este modo de tratar a un alto oficial de una
nación con la que se está en guerra y a la que se piensa aliviar de
todas sus posesiones coloniales?

Suponemos que este exceso de atención y de amabilidad será una de las
peores torturas del desgraciado almirante español y que él habrá hecho
esfuerzos plausibles por esquivar el agasajo. Pero no lo condenemos
demasiado pronto, porque su caso es difícil, casi desesperado. ¿Cómo
evitar el apretón franco y vigoroso de dos brazos americanos, cómo
librarse de la efusión entusiasta de una raza que tiene, acabo de
decirlo, la manía generosa de la hospitalidad, sin herir profundamente
los sentimientos de personas dignas de toda simpatía y respeto,
culpables, en todo caso, de una inocente falta de tino y de medida? El
festivo Larra, algo olvidado ahora, trató de hacerlo en cierta ocasión,
pero todos sabemos que no tuvo éxito, y que nada es más difícil que
huir de las seducciones amables del «Castellano viejo», aunque este
personaje, traducido al inglés, se disfrace de Uncle Sam.

Uno de los atractivos más poderosos de los «summer resorts», es la
presencia en ellos de una raza especial femenina que prospera al
halago de las brisas marinas o a la sombra de las altas montañas. La
«summer girl», la «veraniega», como podríamos traducirlo libremente,
es un tipo esencialmente americano, y, por consiguiente, completamente
original. Este interesante espécimen de la raza, no pertenece al
grupo tan conocido y visto en todas partes, de las niñas que parecen
resucitar con los primeros rayos del sol estival y llenan los parques
y los paseos de todas las grandes ciudades, con la nota alegre de
sus toilettes ligeras, y bulliciosas, para desaparecer como tragadas
por la tierra con las primeras ráfagas del otoño. ¿Qué se hace esa
eclosión amable, dónde se oculta durante la estación fría, que no
vuelve a vérsele más y se busca en vano la huella de su paso juvenil?
Ese es un misterio que ningún observador ha resuelto de una numera
satisfactoria. La «summer girl» tampoco tiene ningún punto de contacto
con la semiaventurera alegre que llena las playas del viejo mundo y va
a tejer sus intrigas cosmopolitas en el campo neutral de los casinos y
los hoteles a la moda. No es una demimondaine ni una explotadora. Es
simplemente el producto típico de una civilización especial, de una
educación _sui géneris_, de la independencia femenina convertida en
dogma, de la vida grandiosa, toda de placer y de movimiento, que es
lote común de un número considerable de muchachas americanas.

La «summer girl» no puede existir sin la prosperidad general que reina
en todas las secciones de este país. Ella pertenece generalmente a
una familia que tiene amplios recursos, aunque no haya sido lanzada
todavía en la _fashionable set_ de Nueva York, ni haya asistido a
las recepciones diplomáticas de la Casa Blanca, es decir, aunque no
haya calzado las espuelas del caballero. Sale de todos los puntos
del horizonte, con especialidad de las ciudades colosales del joven
Oeste, de Cincinnati, de Saint Louis, de alguno de los centros
manufactureros donde se forman las grandes fortunas industriales,
Pittsburgh, Providence, etc. Tiene las espaldas cubiertas por un padre
que guarda el incógnito, y sigue imperturbable en su escritorio del
piso decimosexto de algún «Equitable Building» de su ciudad natal,
acumulando dólares, mientras los suyos disfrutan de la vida al aire
libre. Va «chaperoneada» por una madre pacífica o turbulenta, por una
tía que aún conserva bríos, por un hermano que desde la madrugada hasta
el anochecer pasa sucesivamente de la bicicleta al _base-ball_, al
_golf_, al _cricket_, al _polo_, al _yachting_, y se envejece inocente,
con una expresión infantil, aumentada por los largos cabellos lacios
de los profesionales de esos interesantes _sports_, y cuya única
misión en la vida parece ser la de obedecer y halagar a su hermana.
Por eso mismo no es indispensable y se la ve frecuentemente viajar
con una amiga o instalarse por una temporada como visita o «guest»
de una familia de su círculo. Su uniforme diario, como si dijéramos
su traje de trabajo, se compone de un elegante vestido de ciclista,
sabiamente cortado, que permite ver el nacimiento de la pantorrilla
encerrada en botas elegantes de piel de Rusia, un pequeño canotier y
una blusa o camisa semimasculina con cuello rígido y deslumbrante y
puños de una blancura inmaculada. Durante la noche, naturalmente, este
traje útil para todos los paseos y juegos imaginables, es sustituído
por las toilettes complicadas que hacen tan brillante el aspecto de la
sociedad de las estaciones de verano, trajes abiertos sin mezquindad
y sin falsos pudores, que muestran complacientes las redondeces de
bustos generalmente poco desarrollados, alhajas en profusión, numerosos
anillos de un gusto y una riqueza exquisitos, que hacen resaltar el
minucioso cuidado de una mano fina y el contorno perfecto y brillante
de uñas entregadas al sabio desvelo de la manicura; encajes y sedas
demasiado ricos, pero no por eso menos elegantes y reveladores de
un lujo nuevo y desmedido. Con estos elementos y armada de estos
requisitos la «summer girl» se lanza a cuerpo perdido en el movimiento
social, es un _boute-en-train_ de todas las horas, un _flirt_ intrépido
y convencido. Su única misión en la vida, su única preocupación es
el placer, el ruido, la alegría, la actividad de una coquetería
infatigable. No va en busca de un marido ni de una aventura, porque su
posición social es demasiado envidiable para cambiarla sin reflexión
madura y porque, como la mayoría de sus compatriotas, sabe reservarse
siempre, conoce demasiado la vida y sus asechanzas para ignorar dónde
está el peligro y cómo evitarlo. Pero si encuentra a su paso un noble
europeo, un título sonoro, un diplomático que le presente en el futuro
las posibilidades de un _drawing room_ en Buckingham Palace, con la
obligada reverencia a la reina Victoria, en traje de corte y bouquet
de orquídeas, su frialdad y su indiferencia real desaparecen de pronto
para dar lugar a admirables maniobras de secuestro, que hacen caer
infaliblemente en sus redes seductoras al objeto de sus anhelos. Cuando
este hallazgo no tiene lugar la alegre mariposa vuela a otras playas
después de un tiempo más o menos largo, dejando muchos corazones
heridos, que tienen tiempo de cicatrizar hasta la próxima estación,
para volver a ser víctimas de las torturas deliciosas de otros nuevos
representantes de la misma especie femenina.

La «summer girl», en suma, es una de las infinitas variedades de este
producto refinado, excepcional, interesante, anómalo, que se llama la
mujer americana y que desafía impávida las teorías de los observadores
y el análisis de los psicólogos. Presentar todas las facetas de este
Proteo es una tarea superior a las fuerzas humanas. Muchos han querido
hacerlo sin conseguir su objeto y acaban por caer en el terreno de la
caricatura. Bourget, con todo su talento fino y complicado, con todas
las sutilezas de su visión intelectual, lo he dicho antes, no ha tenido
más éxito que el autor anónimo de _America and the Americans_ «bajo un
punto de vista francés», un librito reciente, ingenioso y entretenido
pero superficial como la charla de un _boulevardier_. Un autor
americano europeanizado, un hombre de talento penetrante y de buen
gusto exquisito, un psicólogo forrado de artista, Henry James, es a mi
modo de ver, el único que ha penetrado a fondo muchos de los rasgos
del carácter independiente y peculiar de la americana. Los que quieran
tomar la punta del hilo de Ariadna que los guiará en ese delicioso
laberinto, deben leer cuidadosamente _Daisy Miller_, _An international
episode_, _Confidence_, y, sobre todo, _The Portrait of a Lady_, una
obra maestra de observación microscópica, y al cerrar sus páginas, tan
nutridas de análisis, encontrarán en Isabel Archer la heroína de la
novela, el tipo representativo de toda una clase social brotada como
una flor preciosa y rara en este inmenso invérnaculo de caracteres
humanos.



                                  VII

                     UN POCO DE FILOSOFIA POLITICA


Refiriéndose a la celebración del aniversario de la independencia de
los Estados Unidos, observa un escritor distinguido de esta nación, el
hecho de que cualquiera que sea la opinión que individualmente abriguen
los ciudadanos sobre la política contemporánea, es evidente que los
acontecimientos que se desarrollaron el año pasado han propendido
inmensamente a la formación del espíritu nacional. La conciencia de
ese espíritu ha crecido en esta república en los últimos años de una
manera visible. Jamás la historia de la vida política de este gran
estado despertó un interés tan intenso en todas las capas sociales.
Las órdenes patrióticas se han multiplicado y difundido por todos los
ámbitos del territorio de la Unión. Las prevenciones que pudieron
subsistir después del duelo heroico de la guerra de secesión, han
acabado de desaparecer al calor del entusiasmo que produjo la campaña
de Cuba. En medio de esta época de prosperidad sin tasa, en que todo
sonríe al pueblo americano, la confianza en lo futuro y la seguridad de
los gloriosos destinos que le reserva lo porvenir, son hoy universales,
y es necesario confesar que tienen una base sólida en que fundarse.
He tenido tan frecuentes ocasiones de estudiar las manifestaciones
materiales de la grandeza americana, que tal vez no estará de más
aprovechar esta fecha para hacer un poco de filosofía histórica y
política e investigar las raíces étnicas y las causas morales de
aquella grandeza. Al hacerlo me referiré a menudo a los estudios del
más completo de los escritores contemporáneos de la gran república, el
profesor John Fiske, y especialmente a su libro _American Political
Ideas_, que en el espacio de menos de doscientas páginas encierra más
substancia intelectual y más médula científica que muchas obras en diez
volúmenes.

Se habla de los Estados Unidos, generalmente, como de un país nuevo
en el sentido de la Australia o de la Nueva Zelandia; sin embargo,
como lo hace notar John Fiske, la historia de Nueva Inglaterra, por
lo menos, remonta hasta los tiempos de Jacobo I, y muchos de sus
centros rurales mantienen todavía un aire de respetable vetustez. Es
en estos centros apartados del tumulto de los negocios donde se ve
patente la base o, por mejor decir, la célula orgánica del cuerpo
político americano. En todos ellos la población respira el bienestar
y la alegría; no se ve allí ni mendigos ni vagos; la cultura de los
ciudadanos es extraordinaria; el vínculo de solidaridad y la franqueza
democrática que ligan al rico y al pobre mantiene entre todos los
habitantes un espíritu de cordial benevolencia. La tradición de los
primeros tripulantes de la _May Flower_ que desembarcaron en las rocas
de Plymouth en busca de libertad para su credo religioso, subsiste
en ellos del mismo modo que se conserva allí casi sin alteraciones
la primera forma de gobierno local ideada por sus abuelos, en la
institución del Town-meeting (asamblea del municipio). Los primitivos
pobladores, desde el momento de pisar el suelo de América, trataron
de establecer un gobierno democrático. Para precaverse de los ataques
de los indios y con propósitos de educación y de culto religioso, se
agruparon en pequeñas aldeas que, con el distrito rural circunvecino,
constituyeron municipios. Una vez por año la población de aquellos
distritos era convocada para discutir y resolver todos los problemas
que interesaran a la comunidad. Más tarde, para administrar los asuntos
en el intervalo de una asamblea a otra, se eligieron representantes de
la voluntad popular llamados «selectmen». En esta organización peculiar
a la Nueva Inglaterra y que ha sido estudiada en toda su trascendencia
y su significado por John Fiske radica toda la vida política de los
Estados Unidos. «Mantener la vitalidad en el centro sin sacrificarla
en las partes, se ha dicho con razón; perpetuar la tranquilidad en las
relaciones mutuas de cuarenta estados poderosos, teniendo al pueblo
en todas partes hasta donde sea posible en contacto directo con el
gobierno; tal es el problema político, para resolver el cual existe la
Unión Americana; y cada ciudadano americano posee, por lo menos, una
vislumbre de esta gran verdad.»

Los historiadores de la talla de Stubbs, Kemble, sir Henry Maine, etc.,
han estudiado los antecedentes del Town-meeting, encontrando sus raíces
en la primitiva y rudimentaria constitución teutónica descripta en la
_Germania_ de Tácito. Sin entrar en ese género de disquisiciones, es
curioso el hecho señalado por Fiske de la semejanza que existe entre
aquella forma de organización municipal y la que se encuentra en la
aldea rusa de nuestros días, cuyo gobierno es dirigido por una asamblea
a la que concurre todo jefe de familia para discutir y votar en asuntos
de interés común. Esta junta democrática elige al _mayor_ de la aldea
o jefe ejecutivo del municipio, al colector de impuestos, al guardián
y al zagal comunal; dirige la repartición de la tierra arable y se
ocupa de materias generales de legislación local. Con razón, dice el
autor citado, al hacer notar esta similitud curiosa, que ella no dejará
de sorprender a los que están acostumbrados a mirar a Rusia como un
país despóticamente gobernado; en tanto que en el _mir_ o comunidad
de aldea, conserva aquel país un elemento de vida política sana, cuya
importancia puede calcularse teniendo en cuenta que cinco sextas
partes de la población de la Rusia europea está comprendida en estas
comunidades.

Las formas representativas del gobierno autónomo de la comunidad
teutónica, representadas en la institución de la asamblea del municipio
(Town-meeting), son la fuente pura y cristalina de que emana todo
el sistema político que ha hecho la grandeza de la Inglaterra y que
se ha trasmitido a los Estados Unidos. El sistema político de la
Grecia antigua estaba basado en la idea de la independencia soberana
de la ciudad. La concepción romana era semejante a la griega, y
ambas ignoraron el principio representativo peculiar a la mente
teutónica. Se ha tratado de explicar estas diferencias en el hecho
de que la civilización teutónica nunca atravesó un período en que
el papel soberano estuviera representado por comunidades civiles.
«Por el contrario,--dice Fiske,--la civilización teutónica pasó del
estado de tribu al de organización nacional, antes de que ninguna
ciudad teutónica hubiera adquirido suficiente importancia para tener
derecho de reclamar su propia autonomía; y en el tiempo en que las
nacionalidades teutónicas se hallaban en vías de formación, todas las
ciudades de Europa habían estado tan largo tiempo acostumbradas a
reconocer un amo superior a ellas en la persona del emperador romano,
que hasta la misma tradición de la autonomía cívica tal como existía
en la antigua Grecia, había quedado extinguida. Esta diferencia entre
la base política de la civilización teutónica y la grecorromana es
un hecho de una importancia difícil de exagerar, y una vez penetrado
a fondo, él contribuye tal vez mejor que cualquier otro elemento a
explicar los fracasos sucesivos de los sistemas políticos griego y
romano y a inspirarnos confianza en la estabilidad futura del sistema
político creado por el genio de la raza inglesa.»

La expansión y coalescencia de municipios populosos y de la división
territorial llamada _hundred_, contribuyó a la formación de la ciudad
teutónica. En ningún caso figura ésta como equivalente al lugar de
residencia de una tribu o una comunidad de tribus. Las unidades
políticas agregadas, cuya aglomeración forma la nación en el sistema
teutónico, no se componían de ciudadanos, sino de _shires_, distritos
o departamentos rurales en que entran varias comunidades de aldea.
La ciudad era simplemente una porción del _shire_ caracterizada por
densidad mayor de población. El crecimiento de la sociedad política
grecorromana fué muy diferente. En aquélla la agregación de aldeas en
tribus y la confederación de las tribus constituyó la ciudad, grupo
político y religioso, completo y soberano. «El primer magistrado de la
ciudad no era el _ealdorman_ de la historia inglesa primitiva, dice
Fiske, sino el _rex_ o _básileus_ que combinaba las funciones de rey,
general y sacerdote. Así, políticamente, en el mundo grecorromano había
una separación entre la ciudad y el distrito rural, desconocida en el
mundo teutónico.» La diferencia fundamental entre el sistema basado en
el _shire_ y el basado en la ciudad, por eso, entraña consecuencias
que contienen la clave de toda la historia de la civilización europea
considerada bajo su aspecto político.

La primera consecuencia fluye del área diferente que ocupa el _shire_ y
la ciudad. En localidades pequeñas el pueblo encuentra fácil concurrir
a una asamblea comunal y tomar participación directa en los negocios
locales. Con el esparcimiento de la población esta asistencia se hace
difícil, y como los diferentes municipios no pueden estar representados
por todos sus habitantes, eligen de su seno cierto número de delegados
para que hablen en nombre de la respectiva localidad en el _shire-mote_
o asamblea del condado. Es en esta delegación de «hombres selectos»
u «hombres discretos», como se les llamaba en aquellas sociedades
primitivas, donde se encuentra el germen de las instituciones
democráticas y del sistema de representación, que hace posible el
mantenimiento de una agregación política tan colosal como los Estados
Unidos. En la Ciudad Antigua, por el contrario, debido a lo compacto de
la población, todos los miembros dirigentes de la comunidad se reunían
en la asamblea primaria y no representativa. Fiske señala como una
excepción que confirma la regla, el consejo anfictiónico en que estaban
representadas diferentes ciudades con fines religiosos relacionados con
el culto del Apolo Délfico.

La segunda consecuencia se deriva de esta falta de principio
representativo. La independencia y separación de los grupos que
constituyen la Ciudad Antigua no disminuye la tendencia a la guerra
sino que, por el contrario, hace muy frecuentes las ocasiones de
los conflictos armados. Los celos y rivalidades entre comunidades
políticas diversas, impulsan a éstas de una manera irresistible a
la agresión, si no existe un principio de unión que facilite el
arreglo de las cuestiones debatidas por medios pacíficos. En la
organización política grecorromana la formación de un gran estado no
podía efectuarse sino por medio de la «conquista con incorporación»
o por medio de la «federación». Ninguno de esos métodos fué adoptado
por la Grecia antigua. Cuando Esparta, por ejemplo, conquistaba otra
ciudad griega, la esclavizaba a su autoridad, por medio de un jefe con
poderes tiránicos. Atenas se inclinó más al federalismo, como se ve
por la Liga Delia, en que las ciudades egeas fueron tratadas más bien
como aliadas, aunque no poseían la facultad de manejar sus propias
fuerzas militares. Más tarde la idea federal aparece más clara y la
Liga Acaía y Etolia, según Fiske y Freeman, tienen algunos puntos de
semejanza con la organización de los Estados Unidos, pues ambas se
inclinaron más al gobierno federal que al de una mera confederación;
es decir, en ellas «el gobierno central actuaba directamente sobre
todos los ciudadanos y no solamente sobre los gobiernos locales».
El método de conquista con incorporación fué ensayado con éxito por
Roma, que tuvo la buena fortuna de emanciparse desde temprano de la
preocupación que en otras partes impedía a la Ciudad Antigua admitir
extranjeros a participar de sus franquicias. Este cambio, producido
después de la guerra social, encierra todo el secreto de la carrera
de Roma. La concentración del poder de la península en manos de una
ciudad soberana, en la lucha con organizaciones en que la desagregación
de los núcleos políticos predominaba, debía forzosamente conseguir la
victoria y hacer inevitable el dominio universal de Roma. La humanidad
debe a ese dominio no sólo el mantenimiento de la paz por un largo
período, sino la destrucción de un inmenso número de religiones de
tribu que preparó el camino para el advenimiento del Cristianismo.
Sin embargo, a pesar de la franquicia concedida dentro del recinto de
la ciudad imperial, el sistema de representación fué desconocido al
mundo romano y sus comicios constituyeron una asamblea primaria. «El
resultado fué, dice Fiske, que a medida que aumentó la burguesía la
asamblea se convirtió en una muchedumbre tumultuosa, tan poco aparente
para la transacción de los negocios públicos como lo sería una reunión
comunal de todos los habitantes de Nueva York. Las funciones que en
Atenas desempeñaba la asamblea eran ejercidas en gran parte en Roma
por el senado aristocrático; y en los conflictos que surgían entre los
partidos senatorial y popular era difícil encontrar ningún remedio
constitucional adecuado.» Esta falta de representación, produjo la
ruina de los dos sistemas fundados sobre la Ciudad Antigua.

La influencia de la centralización romana continuó haciéndose sentir
después de la caída del imperio carlovingio y a pesar del aislamiento
y la desagregación feudal, reviviendo en las manos poderosas del clero
y en las tradiciones jurídicas legadas por la antigua señora del mundo
a la sociedad medieval. Entre las grandes naciones modernas solamente
Inglaterra salió del crisol de la Edad Media con sus principios
teutónicos de «_self government_» intactos. En el continente dos
pequeñas comunidades participaron de la misma fortuna. Una de ellas
fué la comunidad holandesa, destinada a mantener una lucha tan heroica
por la libertad, y otra fué la comunidad suiza, formada de elementos
que parecen discordantes, pero que, sin embargo, se han armonizado
en una unión tan estrecha como la de cualquier organismo político
descentralizado.

Estaba reservado a nuestra época y a los Estados Unidos mostrar
las capacidades de la forma federal de gobierno y los resultados
maravillosos producidos por ella en el espacio de un siglo de
existencia. El ensayo debía producirse en una vasta extensión de
territorio despoblado y era indispensable para que él diera los frutos
anticipados que los primitivos ocupantes de la tierra poseyeran el
rico legado de educación política, sólo posible por la tradición de
largos años de gobierno autónomo. «La costa atlántica de Norte América,
escribe Fiske, fácilmente accesible a Europa y sin embargo, bastante
remota para estar libre de las complicaciones políticas del viejo
mundo, proporcionó la primera de aquellas condiciones; y la historia
del pueblo inglés a través de cincuenta generaciones proporcionó la
segunda». La preservación de la autonomía local hizo posible la
unión federal. La durabilidad de esta unión quedó garantida por su
flexibilidad. La independencia completa mantenida por cada estado, en
todos aquellos asuntos que no afectan directamente al principio federal
mismo, garantizó la permanencia de esta forma de gobierno, solamente
posible en una raza de hombres en quienes el uso de la representación
política se había convertido en una segunda naturaleza. Sin embargo,
este resultado maravilloso de todo un continente desenvolviéndose en
paz y en medio de la más grande prosperidad bajo un sistema político
en que, como se ha dicho, la permanencia de la acción concertada se
mantiene sin sacrificar la independencia de la acción, no fué alcanzado
sino después de ensayos y numerosos tanteos cuya historia encierra
fecundas enseñanzas para la humanidad.

Los Estados Unidos son por sí mismos un mundo y algunos de sus
estados, dentro de su área territorial, pueden contener a varias
naciones europeas. Entre los límites de Tejas, por ejemplo, caben
holgadamente Alemania, Holanda, Dinamarca, Bélgica y Suiza. Los
estados de Maine, de New Hampshire y Vermont tienen una superficie
superior a la Inglaterra; Minnesota, Iowa, Missouri, Indian Territory,
Oklahoma, Kansas, Nebraska, South Dakota, North Dakota, New Mexico,
Colorado, Wyoming, Utah, Idaho, Nevada y California, comprenden una
superficie territorial superior a la del vasto Imperio Chino. Conocida
es la energía de la raza, la riqueza nacional, el desarrollo de la
industria, el crecimiento de la población. En el desarrollo futuro
de estas condiciones extraordinarias se basa lo que se ha llamado el
«Destino Manifiesto» de la gran república y el papel histórico que
le corresponde desempeñar en la evolución humana. Ese destino está
íntimamente ligado con el de la raza inglesa, esparcida por todos los
ámbitos del orbe, y sus posibilidades inconmensurables merecen detener
profundamente la atención del pensador.

Por lo pronto, el crecimiento de la raza inglesa en América conduce
a conclusiones sorprendentes. A este respecto Fiske se pregunta si
los Estados Unidos podrían mantener una población tan densa como la
de Bélgica, y, poniéndolo en duda y admitiendo que sólo puedan dar
abrigo a un pueblo cuya densidad sea la mitad de la de aquel reino,
encuentra que según la ley de aumento actual, al fin del siglo XX
este país contará con 1.500.000.000 de habitantes. No puede preverse
tal resultado porque existen razones económicas que disminuirán la
proporción del crecimiento presente; pero en todo caso y deduciendo
todas las causas accidentales humanamente discernibles que puedan
entrabar la marcha de aquella progresión, resulta que los Estados
Unidos tendrán en aquel tiempo 600 o 700 millones. La gran república
constituirá entonces una agregación humana de poder y dimensiones
inconmensurablemente superiores a las de todos los imperios que
registra la historia. La carrera de la raza inglesa en otras partes del
mundo hará que prácticamente el imperio universal quede en sus manos
victoriosas. Dotada de un seguro instinto geográfico, ella posee ya
las llaves del comercio en todas las regiones del globo. El África,
en el siglo próximo, será el teatro de un desarrollo análogo al de
Norte América a comienzos del presente. Australia verá prosperar los
seis estados en que se divide su continente y convertirse en naciones
poderosas y opulentas. Todavía quedarán para la expansión futura los
fértiles territorios de la Nueva Zelandia y los archipiélagos del
Pacífico, donde hoy flamea la enseña de «Greater Britania».

El destino de la raza inglesa, señalado por publicistas que han
estudiado su pasado y analizan su presente, seguirá desenvolviéndose
hasta que todas las tierras donde todavía no existe una antigua
civilización queden sometidas a sus leyes y a sus costumbres y sean
colonizadas por vástagos de su tronco poderoso. Según Fiske, ya asoma
el día en que las cuatro quintas partes de la raza humana serán de
descendencia inglesa, como lo son las cuatro quintas partes de la
población americana actual. La soberanía del mar y la supremacía
comercial, que hoy ya le pertenecen, quedarán para siempre sujetas a su
dominio. Así como Holanda fué en un tiempo el rival naval y mercantil
de Inglaterra, Alemania y Francia y los demás países quedarán reducidos
a entidades políticas insignificantes. He aquí el cuadro gigantesco
de poderío y de grandeza supremos que exalta la imaginación de este
pueblo en esta hora de patrióticos regocijos. He ahí las maravillas de
un sistema político que alienta la expansión aislada de cada una de las
secciones de este vasto continente y concentra el haz disperso de sus
fuerzas en una potencia única, agresiva y conquistadora.



                                 VIII

                     GOBIERNO MUNICIPAL AMERICANO


El gobierno municipal americano, en todo el territorio de la
república, obedece a un mismo plan general, sujeto, sin embargo, a
muchas variaciones de detalle en las diversas secciones de este país.
Consta de un departamento ejecutivo con un _Mayor_ o _Intendente_
a su cabeza. El intendente es elegido por los habitantes de la
ciudad y ocupa el cargo por uno, dos, tres y cuatro años, según las
disposiciones de la ley respectiva. Bajo su dirección existen varios
jefes de departamento,--comisionados de limpieza pública, tasadores,
encargados de las instituciones de beneficencia, etc.,--y éstos
diversos funcionarios son unas veces elegidos por el pueblo y otras
nombrados por el intendente o el concejo de la ciudad. El concejo es
un cuerpo legislativo que comprende generalmente dos cámaras, la de
los _aldermen_ y el concejo común, elegido por los ciudadanos; pero
en muchas ciudades pequeñas y en otras de las grandes, como Chicago
y San Francisco, no hay sino una cámara. Además, existen jueces del
municipio (_city judges_) algunas veces nombrados por el gobernador del
Estado, para servir por el término de su vida o mientras dure su buena
conducta, pero comúnmente elegidos por el pueblo por un corto lapso de
tiempo.

Todos los gastos para objetos urbanos son votados por el concejo del
municipio (_city council_); y en regla general dicho concejo ejerce
cierto control sobre los jefes de los departamentos ejecutivos por
intermedio de comités constituidos de su seno. Así, puede haber un
comité de vías de comunicación, otro de edificios públicos, otro
de parques o establecimientos de beneficencia, etc. El jefe del
departamento depende, más o menos, del comité respectivo, lo que en
la práctica en lugar de ser una ventaja, se critica severamente, pues
este sistema reparte y debilita la responsabilidad. Los jefes de los
departamentos son autónomos en la esfera de sus funciones. Cuando el
_Mayor_ los nombra, generalmente lo hace con la venia del concejo
municipal o de una de sus ramas. El _Mayor_ no es un miembro de dicho
concejo, pero puede vetar sus resoluciones, que, sin embargo, pasan a
pesar de su veto por una mayoría de dos tercios.

Los gobiernos municipales constituídos en esa forma se asemejan a
gobiernos de Estado en pequeño. La relación del _Mayor_ al concejo
municipal es análoga a la del gobernador en relación a la legislatura
del Estado y a la del Presidente de la República en relación con el
Congreso Nacional. En teoría nada parece más republicano, aunque en
la práctica el sistema deja mucho que desear. Las grandes metrópolis
se quejan de contribuciones excesivas, de despilfarro de los dineros
públicos, de la corrupción administrativa, del mal pavimento y de
la falta de limpieza, de la policía deficiente y de otros males
semejantes. «El gobierno republicano que a pesar de sus inevitables
deficiencias parece funcionar admirablemente bien en los distritos
rurales, en los Estados y en la Nación, ha sido mucho menos feliz en
su aplicación a las ciudades, dice textualmente John Fiske, en un
libro reciente. Hace cincuenta años estábamos autorizados a hablar del
gobierno civil en los Estados Unidos, como si hubiera caído del cielo
o hubiera surgido por algún milagro en el suelo americano y teníamos
motivo para creer que en las meras formas republicanas existía una
especie de virtud mística que las convertía en una panacea para todos
los males políticos. Nuestra experiencia posterior con las ciudades
ha sacudido duramente esta disposición del ánimo. Ha proporcionado
hechos que no concuerdan con la teoría favorable hasta el punto de
que nuestros escritores y nuestros oradores parecen dispuestos a
derramar su _spleen_ sobre las desgraciadas ciudades, tal vez con
demasiada rudeza. Las oímos llamar «albañales de corrupción» y «llagas
de nuestro cuerpo político». Sin embargo, y con toda probabilidad
nuestras ciudades están destinadas a aumentar en número y a crecer día
por día; así tal vez es justo considerar con calma los problemas que
presentan y que no fueron previstos cuando se fraguó hace cien años
nuestra teoría de gobierno, problemas que a medida que la experiencia
nos haya instruído lo suficiente, podemos esperar serán resueltos
con éxito; como lo han sido otras cosas. Una discusión general de
este tema no cabe en los límites de un breve croquis histórico. No
obstante, nuestra exposición sería incompleta si nos abstuviéramos de
mencionar algunas de las tentativas que se han hecho, con el objeto
de reconstruír nuestras teorías sobre el gobierno municipal y mejorar
su funcionamiento. Y ante todo, señalemos algunas de las dificultades
peculiares del problema para poder comprender por qué debemos esperar
tener menos éxito en el manejo de nuestras ciudades que en el de
nuestras comunidades rurales, en el de los Estados o en el de la
Nación.»[1].

El distinguido publicista hace notar, apoyándose en cifras estadísticas
sorprendentes, el crecimiento de las ciudades americanas. Ese hecho
es tan conocido que considero inútil reproducir los datos aglomerados
por él en su interesante trabajo. El mismo fenómeno se nota en varias
ciudades argentinas, especialmente en Buenos Aires y el Rosario, lo
que hace particularmente aplicables a nosotros en cierto sentido
las reflexiones que le sugiere el cambio repentino de condiciones
urbanas que puede decirse sorprendía desprevenidos a los primitivos
legisladores de este país.

La rapidez del desarrollo de las ciudades, en efecto, y el hecho ha
sido señalado por todos los escritores americanos que han estudiado
este asunto, acarrea consecuencias importantes que es necesario
tener en cuenta. En primer lugar, obliga a la ciudad a efectuar
grandes desembolsos de dinero con el objeto de obtener resultados
inmediatos. Las obras públicas deben emprenderse con intención de
acabarlas pronto, antes que con el de hacerlas sólidas y completas.
Los pavimentos, los caños de desagüe y los depósitos de agua potable
deben ser usados al instante aun cuando se proyecten en una forma
inadecuada o se construyan de una manera imperfecta; y así, antes de
mucho tiempo, la obra tiene que hacerse de nuevo. Tales condiciones
de apuro imperioso aumentan las tentaciones deshonestas así como las
tendencias a incurrir en errores de juicio de parte de los hombres que
administran los fondos públicos. Además, el crecimiento rápido de una
ciudad, especialmente de una ciudad nueva, representa la construcción
inmediata de cierta cantidad de obras públicas para las cuales se
necesita apelar al crédito y la deuda exige contribuciones pesadas. Es
un caso semejante,--dice Mr. Fiske,--al del joven que, con el objeto
de asegurar un hogar para su familia, rápidamente aumentada, compra
una casa gravada con una fuerte hipoteca. Dos veces por año debe pagar
una gran cuenta de interés y para afrontarla debe economizar sobre
su mesa y de cuando en cuando negarse a sí mismo un traje nuevo. De
igual manera, si una ciudad tiene que imponer fuertes contribuciones
para pagar sus deudas, debe reducir sus gastos corrientes en alguna
parte y los resultados se transparentan en la relajación o ineficacia
del servicio afectado. Mr. Low declara que «muy pocas de las ciudades
americanas han acabado de satisfacer por completo el costo de sus
primeras obras para la provisión de agua corriente.» Finalmente, la
falta de previsión origina mucho derroche. No es fácil prever cómo
crecerá una ciudad o la naturaleza de las necesidades que dentro de
algunos años se harán sentir en ella[2]. Además, aun cuando se tenga
esa previsión no es fácil asegurar la previsión práctica de un concejo
municipal elegido por sólo un año. Sus miembros temen aumentar las
contribuciones ese año y la consideración de lo que sucederá diez años
después les parece «visionaria». El hábito de hacer las cosas a medias
es señalado a menudo como una especialidad americana. Este hábito ha
sido indudablemente fomentado por condiciones que en muchos casos han
hecho absolutamente necesario adoptar arreglos provisorios.

No puede seguirse el desarrollo de este análisis detallado sin que
resulte a primera vista la perfección con que él explica y hasta cierto
punto disculpa muchas de las deficiencias de los servicios municipales
en ciudades como las nuestras que tienen que luchar no sólo con los
inconvenientes señalados sino con otros que han sido evitados en las
capitales americanas y que radican entre nosotros en causas que están
al alcance del observador superficial y que es inútil mencionar. Basta
observar que,--como dice John Fiske,--a medida que una ciudad aumenta
en tamaño (y ninguna lo ha hecho más en cierto período que Buenos
Aires), la cantidad de gobierno que ella exige, aumenta en proporción,
su organización se complica, los resortes de su administración se
multiplican, así como el número de empleados que reclama su servicio y
de detalles que deben vigilarse. Para probar esto, John Fiske cita el
caso de Boston, enumerando su mecanismo comunal, apoyado en la obra de
Bugbee sobre el _Gobierno Municipal de Boston_.

En la metrópoli de Massachussetts, existen tres comisionados de
calles con el poder de hacer construir pavimentos y cobrar perjuicios
causados a los mismos. Los siguientes funcionarios son nombrados
por el _Mayor_ con venia de los _aldermen_: un superintendente de
vías públicas, un inspector de edificios, tres comisarios para cada
uno de los departamentos de incendio y de higiene, cuatro para los
indigentes, además de un consejo de nueve directores para el manejo
de los asilos, casas de corrección, hospitales de lunáticos, etc.; un
consejo de hospitales municipales compuesto de cinco miembros; cinco
directores de la biblioteca pública; tres comisarios, para cada uno
de los departamentos de parques y aguas corrientes; cinco avaluadores
jefes para estimar el valor de la propiedad y avaluar los impuestos
de la ciudad; un colector de rentas; un superintendente de edificios
públicos; cinco miembros del comité directivo de cementerios; seis
comisarios de fondos de amortización; dos comisarios de archivos;
dos de escrutinio; uno de registro civil; un tesorero municipal; un
auditor; un procurador; un consejero de corporación; un arquitecto
municipal; un agrimensor; un superintendente de mercados; otro de
alumbrado público; otro de cloacas; otro de impresiones; otro de
puentes; cinco directores de _ferries_; un jefe de la bahía y diez
ayudantes; un registrador de agua; un inspector de provisiones; un
inspector de leche y vinagre; un sellador y cuatro ayudantes selladores
de pesas y medidas; un inspector de cal; tres inspectores de petróleo;
quince inspectores de pasto aprensado; un escogedor de arcos y duelas;
tres inspectores de cercas; diez capataces de matadero; diez medidores
de mármoles; nueve superintendentes de balanzas de heno; cuatro
medidores de cueros; quince medidores de maderas y corteza; veinte
medidores de granos; tres pesadores de carne; treinta y ocho de carbón;
cinco de calderas y maquinaria pesada; cuatro pesadores de lastres y
lanchas; noventa y dos empleados de pompas fúnebres; ciento cincuenta
condestables; novecientos sesenta y ocho oficiales de elección
(_election officers_) y seis delegados. Algunos de esos funcionarios
sirven sin sueldo, otros reciben sueldo fijado por el concejo y
otros perciben derechos. Además de ellos existe un secretario del
concejo comunal, elegido por este cuerpo, y un secretario municipal,
un mensajero y un empleado de comisión en cuya elección concurren
ambas ramas del concejo. El comité escolar, de veinticuatro miembros,
elegidos por el pueblo, es independiente del gobierno de la ciudad,
como la comisión de policía compuesta de tres comisarios nombrados por
el Ejecutivo del Estado[3].

La larga lista anterior, según Fiske, basta para mostrar no sólo la
inmensa cantidad de trabajo administrativo que requiere una gran ciudad
(Boston tiene hoy día unos quinientos mil habitantes) sino también la
razón por la cual el gobierno municipal es más o menos un misterio para
la mayoría de los ciudadanos. Mucha de la labor que él exige, debe
realizarse en una forma para cuya crítica se requieren conocimientos
especiales de un carácter técnico que están fuera del alcance del común
de los electores. El contribuyente encuentra excesivamente difícil
comprender la vía que lleva su dinero o cómo pueden reducirse los
gastos urbanos, y esta dificultad facilita la corrupción municipal. El
gobierno de la ciudad, en efecto, por la complicación y variedad de
materias a que debe prestar atención es de mucho más difícil vigilancia
que el del Estado o el de la Nación. La ciudad moderna se ha convertido
en una enorme corporación encargada de manejar una colosal empresa
con numerosas ramificaciones que en su mayoría necesitan aptitudes y
preparación especial.

A medida que todos esos obstáculos para un buen gobierno municipal han
ido haciéndose visibles, se ha producido en este país un movimiento
tendiente a remodelar la organización comunal bajo nuevos principios.
La antigua disposición a evitar lo que se llamaba el «poder de un
solo hombre» (_one man power_) confiando la autoridad a comisiones de
varias personas en vez de ponerlas en manos de un solo individuo,--ha
sido sustituída por la tendencia a aumentar la autoridad del _Mayor_
o _Intendente_ para imponer sobre él al mismo tiempo una suma mayor
de responsabilidad. No se ha pasado todavía a este respecto, del
período de los experimentos, pero en realidad hasta ahora,--dice John
Fiske,--«la lección que se ha aprendido es que en materias ejecutivas,
demasiada limitación de poder importa destrucción de responsabilidad;
el «círculo» (_ring_) es más temido hoy que el «poder de uno solo»; y
por consiguiente, se nota una tendencia manifiesta a destruir el mal,
concentrando la autoridad y la responsabilidad en el _Mayor_.»

Uno de los más distinguidos publicistas americanos, el Hon. Seth Low,
presidente del Columbia College y antiguo _Mayor_ de la ciudad de
Brooklyn ha estudiado de una manera admirable los problemas de la vida
municipal americana en un capítulo firmado con su nombre e incorporado
al libro famoso de James Bryce[4]. Refiriéndose a esa tendencia de
aumentar el poder del Intendente, escribe lo siguiente Mr. Low:

«La carta municipal de la ciudad de Brooklin, es probablemente el tipo
más avanzado que puede encontrarse de los resultados de este modo
de pensar. En Brooklin el poder ejecutivo del gobierno de la ciudad
está representado por el Mayor y los varios jefes de departamentos.
La parte legislativa consiste en un concejo, comunal de diez y nueve
miembros, doce de los cuales son elegidos por tres distritos, cada uno
de los cuales tiene cuatro regidores (_aldermen_), siendo los siete
restantes elegidos como regidores por toda la ciudad. El pueblo elige
tres funcionarios municipales (_city officers_) además del cuerpo de
regidores; el _Mayor_ que es el jefe real como nominal de la ciudad;
el _controlador_ que es prácticamente el tenedor de libros de la
ciudad; el _auditor_ cuyo visto bueno es necesario para el pago de toda
cuenta municipal, grande o pequeña. El _Mayor_ nombra en absoluto, sin
confirmación por el concejo comunal, todos los jefes ejecutivos de
los departamentos. Nombra, por ejemplo, el comisionado de policía, el
comisionado de incendios, el comisionado de sanidad, el comisionado
de obras urbanas, el consejero de la corporación o asesor letrado, el
tesorero municipal, el recaudador de contribuciones y en general todos
los funcionarios encargados de deberes ejecutivos. Esos funcionarios
a su vez, nombran su personal subalterno, de manera que el principio
de la responsabilidad definida informa al gobierno de la ciudad desde
los altos puestos hasta los inferiores. El _Mayor_ también nombra el
consejo de educación y el consejo de elecciones. Los funcionarios
ejecutivos nombrados por el _Mayor_ lo son por el término de dos años,
es decir, por un espacio de tiempo igual al de la duración de su cargo.
El _Mayor_ es elegido en la elección general de noviembre, entra en
su cargo el primero de enero siguiente y durante un mes los grandes
departamentos de la ciudad funcionan bajo la dirección de los empleados
nombrados por su antecesor. El primero de febrero tiene el deber de
nombrar sus propios jefes de departamentos y como ellos sirven por el
mismo tiempo que él, cada nuevo _Mayor_ tiene así oportunidad de hacer
una administración en todos sentidos armónica con sus ideales. Cada uno
de esos grandes departamentos ejecutivos está a cargo de un solo jefe,
pues la carta orgánica municipal está hecha en conformidad absoluta,
salvo una excepción que aparece como anomalía, con la teoría que donde
quiera que exista trabajo ejecutivo, él debe confiarse al cuidado
de un solo hombre. Cuando existen consejos directivos en Brooklin,
es porque su labor es de carácter más discrecional que ejecutiva.
Esos consejos son también nombrados por el _Mayor_ sin solicitar el
consentimiento del concejo de _aldermen_, pero lo son por períodos
de tiempos diferentes del suyo propio; de manera que en muchos casos
ningún _Mayor_ puede nombrar en conjunto cualquiera de esas comisiones,
a menos de ser elegido dos veces por el pueblo. En otros términos, con
excepciones insignificantes, la carta orgánica municipal de Brooklin,
ciudad de 700.000 habitantes, hace al _Mayor_ enteramente responsable
por el gobierno de la ciudad en su parte ejecutiva y al mantener sobre
él dicha responsabilidad lo provee sin temor ni limitación del poder
necesario para el cumplimiento del cargo que se le confía[5].

«Esta carta orgánica entró en vigencia el primero de enero de 1882.
En la práctica se ha encontrado que ella tiene precisamente los
méritos y los defectos que uno podría esperar de un instrumento
de su especie. Un ejecutivo fuerte puede realizar satisfactorios
resultados; uno débil, acaba por desengañar a todos. La comunidad,
sin embargo, está tan convencida de que la carta es una mejora sobre
cualquier otro sistema ensayado antes, que ninguna voz se levanta
contra ella. Ha tenido un efecto notable y especialmente satisfactorio
en el sentido de que, por medio de ella, puede hacerse claro para el
más humilde ciudadano que el carácter entero del gobierno municipal,
durante dos años, depende del hombre elegido para desempeñar el cargo
de _Mayor_. Como una consecuencia, ha votado más gente en Brooklin
en la designación de Intendente que en la de Gobernador del Estado
o Presidente de la República. Esa es una gran ganancia en favor del
gobierno municipal porque crea y mantiene alerta un fuerte sentimiento
público y propende a aumentar el interés de todos los ciudadanos en
los asuntos comunales. En ausencia de un pasado histórico que origina
orgullo cívico y en presencia de muchos miles de recién llegados en
cada elección, este efecto es esencialmente valioso. Puede decirse,
también, que bajo las presentes condiciones el voto es más inteligente
que antes. La cuestión en debate es tan importante, al mismo tiempo
que simple, que puede ser explicada aun a personas que no han vivido
sino un tiempo muy corto en la ciudad. Las mismas influencias tienden a
asegurar para la ciudad los servicios en calidad de _Mayor_, de hombres
eminentes, porque bajo tal carta orgánica el _Mayor_ tiene el poder y
la oportunidad de realizar algo. Esta circunstancia hace un llamamiento
a las mejores condiciones que existen en un hombre, mientras lo expone
al fuego de la crítica si no se conduce bien.»

Como intendente municipal de Brooklin, tocó al señor Seth Low
administrar la ciudad bajo las previsiones de esta carta y él nos
declara que, para asegurar su éxito, ajustó su conducta a dos
principios: Primero, determinó que cada jefe de departamento sería
responsable de la marcha de éste; y segundo, resolvió mantenerse
extraño al ejercicio del favoritismo (_patronage_), en todos aquellos
casos en que la carta orgánica no lo obligaba a hacer nombramientos
por sí mismo. De esta manera, dejó a los altos empleados bajo su
dependencia, enteramente libres en la elección de sus subalternos. Esa
libertad les imponía la responsabilidad de su preferencia. Más aún,
sintiéndose libres de la presión del _Mayor_, adquirirían una fuerza
de resistencia más grande contra las exigencias de las influencias
exteriores. Finalmente, la actitud del Mayor a ese respecto, le ganó la
confianza de la comunidad sin distinción de partidos.

El uso acertado del poder para hacer nombramientos, y la elección
de jefes eficientes para los diversos departamentos municipales,
naturalmente aseguran el éxito de la administración de la ciudad en
su parte ejecutiva. Mr. Seth Low, después de establecer esta verdad,
refiere que mientras desempeñó el cargo de Intendente de Brooklin, tuvo
el hábito de reunir una vez por semana en su despacho a los jefes de
los departamentos. Las actas de la sesión anterior del concejo comunal,
eran comunicadas a los miembros de esa reunión y el _Mayor_ recibía
las observaciones del funcionario cuyo departamento sería afectado
por cualquier resolución u ordenanza propuesta, pudiendo prever su
efecto probable. Las cuestiones de interés general para la ciudad eran
discutidas por aquella asamblea íntima que daba al _Mayor_ el beneficio
de su juicio y de su experiencia. Además de las ventajas expresadas,
esas reuniones tenían la de poner en contacto personal a los diversos
funcionarios encargados de la administración de la ciudad, armonizando
sus labores, al mismo tiempo que permitía al intendente ejercer una
especie de vigilancia continua sobre el trabajo diario. Cada jefe de
departamento independientemente le sometía un informe trimestral sobre
los asuntos a su cargo. El intendente en las ciudades americanas, según
Seth Low, recibe diariamente una enorme cantidad de quejas de las que
se acusaba recibo al instante y eran trasmitidas inmediatamente al
departamento respectivo para que se tomaran las medidas del caso o
se dieran las explicaciones oportunas. Si los asuntos a que ellas se
referían tenían remedio, este método aseguraba su pronta aplicación. Si
no lo tenían, el ciudadano quedaba, por lo menos, con la satisfacción
de saber porqué.

El único problema orgánico relacionado con las cartas municipales de
las ciudades americanas que, según Seth Low, aparentemente permanece
sin solución en este país, es el que concierne a la rama legislativa
del gobierno comunal. En algunas ciudades, esa rama está compuesta de
dos cuerpos o cámaras conocidas bajo nombres diferentes y que presentan
los caracteres generales de la legislatura de un Estado, con su cámara
baja y alta. Sea que ese cuerpo se componga de una o dos cámaras, es
lo cierto que desde el momento en que una ciudad ha crecido, dichas
cámaras han dejado de dar buenos resultados. «Originalmente--, dice
Seth Low--las asambleas poseyeron amplios poderes a fin de realizar
hasta donde fuera posible la idea de la autonomía local (_self
government_).

«En regla general, ellas han abusado tanto de esos poderes que casi
en todas partes el límite de su autoridad ha sido restringido. En la
ciudad de Nueva York esa tendencia ha llegado hasta el extremo de
privar al consejo comunal de todas las funciones de importancia que
antes poseyera excepto el poder de conceder franquicias públicas.» Seth
Low sugiere la idea de que tal vez se haga algún día la tentativa de
gobernar las ciudades sin necesidad de una legislatura local.

Sin embargo, hay tantos asuntos respecto a los cuales tal cuerpo debe
tener autoridad, que no le parece probable se llegue pronto a una
resolución tan extrema. Entretanto, la cuestión permanece en pie y
ella ilustra la justicia del criterio americano, según el cual es muy
peligroso, en comunidades completamente democráticas hacer al cuerpo
legislativo supremo sobre el ejecutivo. Finalmente, reconociendo las
deficiencias del régimen municipal americano; Mr. Seth Low afirma que
la tendencia general de dicho régimen muestra signos de mejora.

Como el conocimiento perfecto de un mal facilita el medio de encontrar
su correctivo, creo que tal vez no será inoportuno insistir en la
crítica que se formula por los publicistas contemporáneos de más
autoridad al mecanismo municipal de las grandes ciudades de los Estados
Unidos. Uno de los más competentes en materia de gobierno urbano,
Mr. George E. Waring, que desempeñó un tiempo el cargo de jefe del
departamento de limpieza pública en Nueva York y que acaba de morir de
fiebre amarilla en Cuba, donde fué enviado por el presidente McKinley
para proyectar las obras necesarias al saneamiento de la Habana,
abundando en las consideraciones expuestas por Seth Low, escribe lo
siguiente en una obra reciente[6]:

«Hemos caído en el hábito tan generalizado de considerar al gobierno de
la ciudad aliado al gobierno del Estado y hasta al gobierno del país
en general, que, como es natural, el _control_ de éste ha venido a
parar a las mismas manos--es decir, a manos de personas pertenecientes
a partidos políticos--de manera que se hace prácticamente imposible
resolver una cuestión de vital interés que corresponda al _control_
municipal de acuerdo con las circunstancias que sean propias del caso.
Por lo general y casi invariablemente se decide en relación con el
efecto que el éxito o el fracaso del partido dominante en la ciudad
tendrá en el _control_ del partido sobre el gobierno del Estado y de
la Nación. La elección de un _Mayor_ es habitualmente determinada, no
teniendo en cuenta la influencia individual del candidato sobre los
intereses de la ciudad, sino teniendo en vista el efecto que tendrá
el resultado de la elección en el éxito del partido en el Estado o
en la Nación. Por ejemplo, en una reciente elección de Intendente en
Nueva York, gran número de personas votaron por el candidato que salió
triunfante a pesar de estar en desacuerdo con él y con la organización
local que lo nombraba, sólo por el temor de que el fracaso del partido
de los votantes en esa ocasión pudiera contribuir a llevarlos a la
derrota en las elecciones nacionales en que el partido defendía una
política que sus miembros conceptuaban de suprema importancia. Mientras
se consienta que continúe esta amalgama de los intereses municipales
con los del Estado y los nacionales, continuará también el gobierno
de las ciudades sujeto a consideraciones que, como ciudades, sólo las
afecta de una manera secundaria, subordinándose y relegándose su propio
y principal interés a consideraciones políticas.»

El mismo autor en el desarrollo de su tema añade más tarde lo
siguiente: «Cuando el público llegue a la sensata conclusión que el
gobierno de las ciudades nada tiene que ver con la política y que
es tan sólo un asunto local, lo probable será que cada departamento
del servicio público--incluyendo el del alumbrado y transporte,--se
considere como un elemento de la empresa de realizar el gobierno
urbano y se coloque bajo competente y sistemática dirección. El único
obstáculo serio que se opone al fin indicado se basa en el hecho de
que los cargos públicos se consideran no como puestos de confianza,
sino como premios individuales. Cuando se nombre a los empleados
subalternos de todas las categorías para beneficio del público, más
bien que para el suyo propio y cuando se les asegure su permanencia
en el puesto mientras cumplan con su deber; se les ascienda con
justicia y se les pase una pensión moderada después de cierto tiempo
de servicio, entonces la administración de nuestras ciudades grandes
y pequeñas será tan completa, eficaz y económica como la de Glasgow
y de Berlín. No obstante, se ha de llegar a las condiciones antes
indicadas por medio de un progreso lento y gradual. Lo que más nos
interesa ahora es tomar a las ciudades americanas como son, revisando
los métodos por medio de los cuales se realizan en ellas los detalles
de su gobierno. Es de oportunidad citar aquí el rasgo redentor de la
naturaleza humana que induce al promedio de los empleados públicos a
cumplir con su deber técnico lo mejor que pueden, y se los permite la
política que los coloca, a pesar del principio impulsor de esa política
que es hacer dinero por medio del empleo. Por ejemplo, el actual
gobierno de la ciudad de Nueva York, bajo el control sin restricciones
de los _politicians_, se supone probablemente con justicia, que está
completamente corrompido. En él los principales jefes administrativos
han sido nombrados no porque fuesen los hombres más aptos para el
puesto que ocupan, sino porque han merecido esa recompensa de los jefes
de su partido. A pesar de esto, no se puede dudar que, sobre todo los
altos empleados, los que se encuentran a la cabeza de departamentos
y oficinas de importancia, hacen su trabajo lo mejor que pueden. Lo
hacen con excesivo costo, valiéndose de elementos más útiles en las
urnas electorales que con la pala en la mano, a los cuales se paga
mucho dinero por poco trabajo. En estas condiciones, todo lo que se
hace, se hace con despilfarro. Sin embargo, es necesario confesar que
se hace bien y, excepto en lo que respecta a la limpieza pública y
prescindiendo del costo, hay poco que criticar. Pero puede asegurarse
que con sistema organizado y _control_ adecuado, podría obtenerse igual
resultado con la mitad del gasto.»

El distinguido historiador del siglo XVIII en Inglaterra, Mr. William
Hartpole Lecky, en su notable obra _Democracy and Liberty_, insiste
sobre esta faz deplorable de la organización política americana. «El
sistema que he descrito--escribe--ha probado ser más pernicioso en
el gobierno municipal que en la política federal o de los Estados».
Las elecciones de hombres obscuros para puestos obscuros, según él,
produjeron el dominio de un círculo de politiqueros profesionales.
La corrupción de Nueva York generalmente atribuída al voto irlandés,
remonta hasta el primer cuarto del presente siglo, en que la influencia
irlandesa era nula. En aquel tiempo, el Estado y la ciudad habían caído
en manos de una camarilla llamada «the Albany Regency», a cuyo respecto
cita Mr. Lecky algunos párrafos terribles del estadista Mr. Seward.
Desde 1842 hasta 1846, prevaleció un mal de otra índole en la metrópoli
americana: «era costumbre permitir a los ocupantes de los asilos
públicos (_public almshouses_) salir de su recinto en los días de
elección y concurrir a las urnas, y un escritor americano asegura que
en aquella época los asilos constituían un factor importante en la vida
política del Estado de Nueva York, pues los indigentes eran obligados a
votar por el partido en el poder, amenazándoseles con una pérdida del
apoyo que se les prestaba si no se sometían a esa exigencia y su número
bastaba para inclinar el platillo de la balanza en los distritos en que
votaban[7].

La historia del _Tweed Ring_ es demasiado conocida para que valga
la pena de detenerse en ella sino como uno de esos ejemplos que es
necesario no olvidar para execrar las prácticas políticas que hacen
posible en una comunidad una violación tan monstruosa de todas las
leyes y principios morales... «La corrupción--dice, refiriéndose a
este episodio único en la historia del desorden administrativo, Mr.
Lecky--nunca alcanzó un punto ni siquiera aproximado a la magnitud
a que llegó entre 1863 y 1871, cuando todos los poderes del Estado
y de la ciudad de Nueva York pasaron a manos de la camarilla de
Tammany (_Tammany Ring_). En aquel tiempo, cuatro novenas partes de la
población era de origen europeo. Una vasta proporción de ella consistía
en inmigrantes recientes y el voto católico irlandés apoyó en masa a
la camarilla. La mayoría de la legislatura del Estado, el intendente
municipal, el gobernador, varios jueces, casi todas las autoridades
municipales con poder para ordenar, vigilar y controlar la inversión
de los fondos públicos fueron sus hechuras, y supongo que ninguna
otra ciudad del mundo civilizado presenció jamás en tiempo de paz tal
sistema de despojo completo, continuo y organizado. Se calculó que
el sesenta y cinco por ciento de las sumas gastadas ostensiblemente
en obras públicas representaba aumentos fraudulentos. Entre 1860 y
1871 la deuda de Nueva York quintuplicó y durante los dos últimos años
del gobierno de la camarilla se aumentó en proporción de más de cinco
millones y medio de libras esterlinas por año. Un distinguido escritor
americano que es también un diplomático de nota, familiarizado con
las condiciones de las capitales europeas[8] ha trazado ocupándose de
ese asunto, el siguiente instructivo paralelo: «La ciudad de Berlín,
en tamaño y rapidez de crecimiento, puede ser comparada con Nueva
York. Contiene un millón doscientos mil habitantes y su población se
ha triplicado durante los últimos treinta años... Mientras Berlín
tiene una vida municipal al mismo tiempo digna y económica, con calles
bien pavimentadas y limpias, con un costoso sistema de drenaje, con
notables edificios públicos, con la vida, la libertad, la aspiración
a la felicidad mucho mejor garantizada que en nuestra metrópoli, todo
el gobierno municipal es sostenido con una insignificancia más que
el interés de la deuda pública de la ciudad de Nueva York». En otra
parte añade el mismo publicista: «Deseo establecer deliberadamente
un hecho de fácil verificación; que mientras, como regla general, en
otros países civilizados los gobiernos municipales han ído mejorando
continuamente hasta llegar a ser generalmente honestos y serviciales,
nuestros propios gobiernos, por regla general, son los peores del mundo
y empeoran a medida que transcurre el tiempo.»

Esta corrupción, según Mr. Lecky, es la inevitable consecuencia de
la aplicación de los métodos de la extrema democracia al gobierno
municipal. «En América como en Inglaterra--dice--las elecciones
municipales no consiguen atraer el mismo interés y atención que las
grandes elecciones políticas, y cuando todos los puestos inferiores
son llenados por medio de elección popular, y cuando esas elecciones
se reproducen continuamente, es imposible para hombres ocupados
penetrar en el pleno conocimiento de sus detalles o formar ningún
juicio sobre los muchos obscuros candidatos que desfilan ante ellos.
Las clasificaciones respecto a la propiedad del elector son juzgadas
demasiado aristocráticas para un pueblo democrático. La vieja y buena
cláusula que en otros tiempos pudo encontrarse en muchas cartas
orgánicas, según la cual nadie podía votar en proposiciones destinadas
a imponer una contribución o dar empleo a los productos de ella, sin
ser susceptible de quedar sometido al pago de dicha contribución, ha
desaparecido... Las elecciones son por sufragio universal. Solamente
un número reducido de electores tiene un interés apreciable en los
impuestos moderados y en la administración económica y una proporción
de votos que basta usualmente para sostener la balanza del poder, queda
en manos de los más nuevos e ignorantes inmigrantes. ¿Puede acaso
concebirse condiciones más favorables para servir los propósitos de
hombres sagaces y deshonestos, cuyo objeto es la ganancia personal,
cuyo método es la organización de los elementos ignorantes y viciosos
de la comunidad en combinaciones electorales que imponen contribuciones
y nombran administradores? Las camarillas se manejan con tanta
habilidad que pueden casi siempre excluir del puesto público a un
ciudadano conocido por serles hostil; aunque «un hombre bueno y fácil
que ni lucha ni protesta, un figurón (_figure head_), puede ser algunas
veces de gran ventaja». Pero en general, en tanto que el gobierno no es
absolutamente intolerable, las clases más industriosas y respetables se
mantienen separadas de la atmósfera repugnante de la política municipal
y renuncian a la larga, difícil y dudosa tarea de entrar en pugna con
la camarilla dominante. «Los asuntos de la ciudad--dice Mr. White--son
virtualmente manejados por un reducido número de hombres que hacen de
la llamada política un negocio»[9].

Para conseguir la reforma, el distinguido autor que vengo citando,
expresa que los pasos dados con más éxito hasta hoy han sido los que
limitan el poder de los cuerpos donde penetró la corrupción. En Nueva
York, y en varios otros Estados, desde 1874, las legislaturas sólo
pueden legislar sobre asuntos municipales por medio de una ley general,
habiéndose de esta manera retirado el derecho de votar leyes especiales
en favor de individuos o de corporaciones. En otros Estados se ha
restringido, con éxito, el hábito de distribuir fondos públicos, con
pretexto de caridad, a establecimientos religiosos. En unos pocos se
ha tratado de asegurar una representación de la minoría, y en otros se
han impuesto limitaciones al poder de contratar empréstitos e imponer
contribuciones.

«Está de moda,--escribe M. McMaster, en un artículo publicado en _The
Forum_,--limitar el poder de los gobernadores, de las legislaturas,
de los tribunales; mandarles que hagan ésto, prescribirles que
hagan aquéllo, hasta el punto de que la moderna constitución de un
Estado parece más un código de leyes que un instrumento de gobierno
legislativo. Por todas partes se manifiesta cierto disgusto por los
servidores y representantes del pueblo. Una larga y triste experiencia
ha convencido al público que los legisladores aumentarían sin cesar la
deuda del Estado, a menos que se les prohiba positivamente pasar de
cierto límite; que soportarían ferrocarriles paralelos, consolidación
de corporaciones, medios de transporte descriminatorios, ventas por
los concejos comunales de valiosas franquicias a compañías de tramways
y de teléfonos, a menos que la constitución del Estado declare
expresamente que tales cosas no son permitidas. Tan lejos ha sido
llevado este sistema de prohibiciones, que muchas legislaturas carecen
de la autorización necesaria para sancionar ninguna legislación privada
o especial, ni para cancelar obligaciones contraídas con el Estado
por individuos o corporaciones, ni pueden pasar leyes en que esté
interesado miembro alguno, ni prestar el crédito del Estado, ni tomar
en cuenta leyes disponiendo de fondos públicos en las últimas horas
del período». La tendencia actual, en efecto, como lo he establecido
al referirme a la carta orgánica de Brooklin, comentada por Mr. Seth
Low, tiende a la concentración del poder en manos de un funcionario
responsable, ya que no es posible establecer en todas partes el sistema
de Washington en que el gobierno municipal está puesto en manos de una
comisión bajo la superintendencia del congreso.

He aquí cómo uno de los historiadores más notables de la capital
federal, describe la organización de este gobierno[10]:

«El gobierno municipal de Washington es, en muchos conceptos, una
anomalía entre los gobiernos municipales y tanto en su mecanismo
como en sus resultados merece llamar la atención de los aficionados
al estudio de la ciencia política. Según el sistema que en él se
observa, tres comisionados nombrados por el congreso constituyen la
base y fuente de su poder. Washington se constituyó de una manera
oficial en 1802 con un gobierno municipal de acuerdo con el sistema
antiguo inglés, compuesta de un alcalde o mayor y un concejo común,
que permaneció en función hasta 1871, época en que fué sustituído por
un gobierno de forma territorial con un gobernador y un delegado en
el congreso. Después de algunos años de prueba, el resultado fué poco
satisfactorio, y por acuerdo del congreso, aprobado en 11 de junio de
1878, se creó el actual gobierno de la ciudad y del distrito. Este es
tan nuevo y sus resultados han sido tan satisfactorios, que merece
describirse detalladamente.

«La sección primera de la ley de organización determina que todo el
territorio cedido al congreso de los Estados Unidos por el Estado de
Maryland como sitio permanente del gobierno, deberá continuar siendo
reconocido con el nombre de Distrito de Columbia, y continuar también
siendo una corporación municipal, cuyos comisionados debían ser tres,
dos nombrados por el senado, y el tercero un oficial del cuerpo
de ingenieros del ejército de los Estados Unidos, cuyo grado sería
superior al grado de capitán y que designaría el presidente. Estos tres
comisionados que constituyen virtualmente el gobierno de la ciudad y
del distrito, ejercen funciones tanto ejecutivas como legislativas.
Su deber, según lo dispone la ley de creación, consiste en imponer
contribuciones, encargarse de archivos y dineros que al distrito
pertenezcan, hacer investigaciones anuales dando cuenta de ella, sobre
las instituciones de caridad; hacer reglamentos relativos a la policía,
edificios y provisión de carbón; dar cuenta del número de celadores e
inspectores; determinar o cambiar estaciones de carruajes públicos,
abolir o consolidar oficinas; nombrar y remover empleados; determinar
las épocas para pago de los impuestos, etc., y comprobación y saldo de
cuentas; firmar todos los contratos; aprobar bonos de los contratistas;
señalar los deberes a que están sujetas las juntas de policía, de
sanidad y de escuelas; cuidar de las instalaciones de los servicios de
agua, de gas y cloacas, antes de comenzar las mejoras de una calle;
determinar tarifas equitativas para el consumo de gas; proyectar las
leyes adicionales que se consideren necesarias y dar cuenta anual al
congreso de sus procedimientos.

«Uno de ellos, por virtud de su propio cargo es director o encargado
del Hospital de Columbia y de la Escuela Reformatoria. El producto
de todos los impuestos que por ellos se recaudan pasa a la tesorería
de los Estados Unidos, y sus cuentas, después de ser aprobadas por
su propio «auditor» pasan al auditor de la tesorería de los Estados
Unidos. Fuego, policía, escuelas, limpieza de calles, reglas sanitarias
y departamentos municipales dependen todos de esa jefatura responsable.
Como consecuencia, el habitante de Washington goza de calles mejor
trazadas y más limpias, de mayor inmunidad con respecto a crímenes, de
mejores escuelas (hasta donde alcanza el poder de los comisionados),
de mejores parques y jardines públicos, que ningún otro ciudadano de
ninguna otra ciudad de igual tamaño del país. Sus contribuciones son
relativamente bajas--uno y medio por ciento--; se ve libre de las
imposiciones de las compañías de gas; compra provisiones al por mayor
en cinco grandes, limpios y bien aereados mercados; puede trasladarse
de un lado a otro de la ciudad por sólo cinco centavos, teniendo la
seguridad de que las contribuciones que paga se dedican al beneficio
del público. No tiene el fastidio ni la obligación de las elecciones
anuales. Aquella agradable región, cuya excelencia se juzgaba sólo
posible en Utopía, en que la política y los políticos jamás incomodan
al ciudadano, se encuentra en la capital. La municipalidad está
dividida en ocho distritos escolares, seis de blancos y dos para gente
de color. Existen en ella tres departamentos: un departamento de
policía, con ocho comisarios; un departamento de bomberos, con nueve
compañías y un departamento de sanidad, todo bajo la dependencia de los
comisionados.

«El poder judicial del distrito es una organización distinta e
independiente. Su título oficial es: «Suprema Corte del distrito de
Columbia». Tiene seis jueces, un justicia mayor (_Chief Justice_) o
presidente de la Corte Suprema de Justicia y cinco jueces. La Corte
Suprema del distrito guarda términos especiales para cada uno de los
distintos procedimientos de prueba, cancillería, distrito y asuntos
criminales; también se reúne en término general para entender en
los casos de apelación a fallos de las cortes inferiores, y en esas
sesiones todos los jueces se encuentran presentes, excepto el juez que
ha oído el caso apelado.»

La carta orgánica del «Greater New York» abarca demasiados detalles
para tratar de hacer de ella un extracto reducido. Antes de terminar
este ligero esbozo, creo, sin embargo, que no estará de más dar una
simple idea de la organización municipal de otras ciudades modernas
americanas, como por ejemplo, Saint Louis cuya forma de gobierno ha
sido descripta en los términos siguientes, en la obra fundamental de
Bryce:

«Saint Louis está dividido en 28 distritos y 224 precintos electorales
(_voting precincts_). Las elecciones se rigen por leyes estrictas
que previenen por lo general el fraude y transcurren tranquilamente
cerrándose todos los despachos de bebidas hasta media noche.

«El Alcalde (_Mayor_) lo elige el pueblo por cuatro años; tiene cinco
mil pesos de sueldo y no forma parte de la Asamblea de la ciudad
(_City Assembly_) con la cual se comunica por medio de mensajes. Está
investido del poder de devolver a la asamblea cualquier acuerdo tomado
por ésta, para que lo considere de nuevo, cabiéndole a la asamblea,
entonces, el derecho de pasarlo de nuevo con dos tercios de mayoría.
El Alcalde recomienda medidas a la asamblea, le somete informes de los
jefes de los departamentos y tiene a su cargo gran variedad de deberes
ejecutivos menores. Nombra gran parte de los empleados de importancia,
pero esto lo hace de acuerdo con el Concejo, Cámara alta de la Asamblea
(_Upper house of the Assembly_). Con el fin de ponerle a cubierto de la
presión e influencia que sobre él pudieran ejercer aquellos a quienes
debe su elección, los nombramientos aludidos no los hace hasta el
tercer año de su propio término y son válidos por cuatro años.

«La Asamblea se compone de dos cámaras. El Concejo consta de trece
miembros elegidos por cuatro años por escrutinio de lista y un tercio
de ellos cesa en su mandato cada dos años. La cámara de delegados
(_House of delegates_) la componen 28 miembros, uno por cada distrito.
Carta miembro de la asamblea recibe trescientos dólares anuales
además del importe de los gastos razonables en que haya incurrido
mientras ha estado al servicio de la ciudad. La asamblea tiene poderes
legislativos generales y la superintendencia o inspección de todos los
departamentos, pero sin embargo, su autoridad para establecer impuestos
o contraer empréstitos es limitada.

«Los departamentos administrativos los constituyen: trece empleados
superiores elegidos por el pueblo, que son, contador o tesorero,
auditor, registrador, colector, oficial de justicia (_marshall_),
inspector de pesas y medidas, presidente de la junta de tasadores,
_coroner_, alguacil mayor (_sheriff_), archivero de títulos (_recorder
of deeds_), administrador público y presidente de la junta de mejoras
públicas.

«El Alcalde (_Mayor_) nombra con la aprobación del concejo veinte
empleados que son los que forman las distintas agrupaciones o juntas,
la mayoría de ellos por cuatro años, a saber: Junta de mejoras
públicas, compuesta del comisionado de calles, comisionado del agua,
comisionado del puerto, comisionado de parques, comisionado de cloacas,
el asesor y colector de rentas sobre el agua, comisionado de edificios
públicos, comisionado de abastecimientos, comisionado de higiene,
inspector de calderas, letrado consultor de la ciudad, comisionado de
jurados, registrador de votos, procurador de la ciudad, dos jueces de
paz, carcelero, superintendente de la casa de corrección (_workhouse_),
jefe del departamento de incendios, inspector del gas, asesores y
varios contratistas para la ciudad, y empleados de menor categoría.

«Los cuatro comisionados de policía que, junto con el _Mayor_ tienen
a su cargo la seguridad pública de Saint Louis, son nombrados por el
Gobernador de Missouri con el objeto de conservar este departamento,
apartado y ajeno a la «política local». En 1886 el cuerpo de policía lo
componían 593 hombres, además de 200 vigilantes particulares pagados
por las personalidades que los empleaban, pero vestidos con el uniforme
y juramentados ante la junta de policía.

«La junta de instrucción pública (_School Board_) constaba de 28
miembros, uno por cada distrito, elegidos por tres años y cesando
anualmente en sus cargos una tercera parte de ellos. No depende del
Alcalde ni de la Asamblea, escoge su personal y nombra todos los
maestros, tiene a su cargo el importante fondo de las escuelas y
determina la contribución escolar que, sin embargo, es cobrada por el
recaudador de la ciudad.

«Los puntos fuertes de esta organización se estima que son: el largo
tiempo de servicio de los empleados municipales, el honrado y atento
cuidado que se dedica al registro electoral y la legalidad que en
las elecciones se observa; las trabas puestas a la administración
financiera y límites señalados a las deudas y el hecho de que aquellos
puestos de importancia para los cuales el Alcalde nombra el ocupante,
sólo se proveen por él al tercer año de ocupar la alcaldía, de suerte
que como recompensa de trabajo político durante el calor de la campaña,
ellos están tan lejanos, que no perjudican seriamente al mérito de una
elección.»

Mucho más podría decirse sobre este tema tan fecundo, pero temo
abusar de la paciencia de mis lectores. Sólo me resta añadir que los
publicistas americanos que han estudiado más profundamente el problema
de la vida municipal y que señalan sin ambajes los vicios que perturban
el régimen comunal en su país, indican como modelos dignos de imitarse
los del gobierno municipal de Berlín y Glasgow en Alemania e Inglaterra.


NOTAS AL PIE:

[1] John Fiske, “Civil Government in the United States considered with
some reference to its origin.”

[2] A este respecto se cita el caso de Wáshington, cuyos fundadores
creyeron que se desarrollaría al sudeste a donde mira el pórtico del
Capitolio, y que ha crecido precisamente en la dirección contraria.

[3] En el conocido libro de James Bryce, “The American Commonwealth”,
figura completa la lista que he extractado, con los sueldos recibidos
por los principales funcionarios mencionados en ella.

[4] El gobierno municipal de los Estados Unidos, bajo el punto de
vista americano por el Hon. Seth Low, capítulo LII del “American
Commonwealth”.

[5] Cuando se escribió el estudio citado, Brooklyn era una ciudad
independiente. Hoy forma parte del “Greater New York” que, con la
incorporación de esta ciudad y los suburbios de “Queen” y “Bronx”, es
hoy la segunda ciudad del mundo. He aquí algunos datos estadísticos
cuyas cifras no necesitan comentarios, relativos al “Gran Nueva York”:
Área, 320 millas cuadradas. Población: 3.388.000 habitantes. (La
población de los Estados Unidos en la época de la independencia, era
de 2.750.000 habitantes). Nueva York tiene 6.587 acres (una hectárea
equivale a dos acres 471 milésimos) de parques y espacios libres,
contra 5.976 en Londres, 4.739 en París y 1.637 en Berlín. New York
tiene 1.200 millas de calles, de las cuales 1.002 pavimentadas; Londres
1.818 millas pavimentadas; París 604; Berlín 500. New York tiene 1.156
millas de cloacas, Londres 2.500, París 599, Berlín 465. New York
tiene 65 y media millas de ferrocarriles elevados y 466 millas de
ferrocarriles de superficie; Berlín tiene 225 de los últimos y París
24. New York tiene títulos de deuda por valor de 200.000.000 pesos.
Londres por otros 200 millones, Berlín por 70 millones y París por 521
millones. El gasto anual de New York, que se calculó sería de unos 75
millones de dollars anuales cuando se consolidó la ciudad, en 1898, ha
llegado a “138 millones de dollars”, cifra monstruosa cuando se piensa
que el presupuesto de Londres es de 65 millones, el de París de 72
millones y el de Berlín de 21 y medio millones. La provisión diaria de
agua en New York es de 330 millones de galones; la de Londres de 203
millones; la de París de 136 millones; la de Berlín de 30 millones.

[6] “Our Cities”. Capítulo V de “The United States of America”, edited
by N. S. Shaler, 2 tomos, 1897.--En la composición de este libro han
colaborado los más autorizados especialistas americanos.

[7] Ford’s, “American Citizen Manual”, 89-89.

[8] Mr. Lecky se refiere al Hon. Andrew D. White, actual embajador
de los Estados Unidos en Berlín, y a su obra “El mensaje del siglo
décimonono al vigésimo”, publicada en 1883.

[9] William Hartpole Lecky, “Democracy and Liberty”, 1, 95, 115.

[10] Charles Burr Todd. “The Story of Washington, the National
Capital”, 1889.



                                  IX

                              EL CONGRESO


Los grandes problemas relacionados con la expansión exterior de la
potencia americana que agitan en estos momentos a la opinión pública
de los Estados Unidos, y que serán debatidos con empeñoso interés en
la próxima reunión del cuerpo legislativo, van a concentrar durante
algunos meses la atención universal sobre los procedimientos, las
tendencias y los _leaders_ del congreso de la gran república. Ningún
momento más oportuno que éste para detenerse en el estudio de aquella
rama del gobierno federal, recorriendo las etapas más notables de su
historia, a la luz de publicaciones recientes. El distinguido escritor
Mr. Joseph West Moore, acaba de realizar esta importante labor, y su
libro _The American Congress_ ha aparecido casi al mismo tiempo que
el del ex presidente Harrison _This Country of Ours_, uno de cuyos
más interesantes capítulos está consagrado al mismo tema. Tal vez no
será del todo indiferente seguir en estas circunstancias los sucesos
relatados en aquellas obras y las impresiones que sugiere su lectura.

Los comentadores de la ley fundamental americana, al estudiar las
fuentes raciales de la constitución, encuentran el origen del cuerpo
legislativo de los Estados Unidos, en aquellas viejas asambleas
teutónicas descriptas por Tácito en su _Germania_, en que existía un
elemento conservador representado por la reunión de los jefes de tribu,
y un elemento popular representado por el conjunto de las huestes
armadas de los _freemen_. No es necesario detenerse en esa larga
genealogía que muestra en los _markmoot_, _shiremoot_, _folkmoot_ y
_witenagemmoot_ sajones, en el gran consejo normando, en el Parlamento,
y, finalmente, en la legislatura colonial, los antecesores históricos
del congreso americano, para reconocer el abolengo ilustre del vasto
cuerpo popular que influye hoy de una manera tan marcada en los
destinos de esta poderosa nación.

Sin salir del territorio de los Estados Unidos ni de los límites
comparativamente reducidos de su historia, el señor Moore, en _The
American Congress_, nos enseña que las primeras manifestaciones de este
cuerpo aparecen algunos años después de la llegada de los separatistas
o independientes, mal llamados puritanos, que en 1620 desembarcaron en
la roca de Plymouth. Desde 1643, en efecto, las colonias de la bahía
de Massachussetts, de Plymouth, de Connecticut y New-Haven, nombraron
representantes que, reunidos en Boston, firmaron los artículos de
la confederación de las colonias unidas de Nueva Inglaterra, en que
se halla el gérmen de la unión federal posterior; y en 1690 se hizo
la primera convocación de un congreso general de dichas colonias,
para adoptar medidas de salvación común contra las depredaciones de
las tribus indias llamadas de las Seis Naciones, ayudadas por los
pobladores franceses del Canadá. Desde aquella época en adelante, el
congreso se reunió cada vez que las colonias necesitaron efectuar
arreglos para la protección de su frontera interior.

La más notable de estas asambleas es la que se constituyó en Albany,
en la colonia de Nueva York, en 1754. Concurrieron 25 delegados y
entre ellos se encontraba Benjamín Franklin, que presentó la propuesta
de unión, conocida con el nombre de «plan de Albany», según la cual
las colonias debían formar un solo cuerpo, con un gobierno general
nombrado por la corona y un gran consejo de delegados elegidos por
las legislaturas coloniales, proyecto que más tarde fué rechazado por
éstas, así como por el parlamento británico.

La imposición del impuesto del timbre en las colonias británicas y en
las plantaciones de América, indujo a James Otis a presentar a la
legislatura de Massachussetts, el 6 de junio de 1765, un proyecto de
convocación de un congreso de representantes de todas las colonias,
que debía reunirse en la ciudad de Nueva York, con el objeto de
concertar su actitud enfrente de aquel acto del parlamento. De las
trece colonias, ocho respondieron al llamamiento, y el 7 de octubre del
mismo año aquella asamblea inauguró sus sesiones en la casa municipal
de Nueva York. Ese congreso denominado «de la ley del timbre»--dice
Mr. Moore--fué el primero convocado en América por el pueblo, pues los
otros se reunieron por autoridad real. Se componía de hombres hábiles,
patriotas e instruídos. Ellos eran enteramente leales a la corona,
pero creyentes firmes y abogados de los derechos coloniales, estaban
resueltos a hacer una enérgica protesta contra lo que consideraban una
audaz violación de aquellos derechos.

La primera chispa del espíritu de emancipación había sido encendida,
y sus efectos iban a propagarse desde entonces con la rapidez del
incendio. Los acontecimientos se precipitaban, ahondando cada vez
más las diferencias y antagonismos que existían entre las colonias y
la metrópoli. El «partido del te», en 1773 estaba llamado a romper
violentamente el frágil vínculo que ligaba a la madre patria y sus
hijos. El muelle de Griffin, en la bahía de Boston, fué el escenario
del primer acto de la tragedia. El partido británico, para castigar a
la colonia rebelde y vengar la afrenta recibida, cerró al comercio el
puerto en cuyas aguas había flotado el té de las cajas despedazadas por
la furia popular, trasladando a Salem la sede de gobierno.

Las colonias hermanas sintieron inmediatamente la ofensa: Virginia,
Nueva York y Rhode Island propusieron la reunión de un congreso
continental y su idea fué aceptada por las demás, que encargaron a
Massachussetts designar la fecha de la instalación de la asamblea. El
17 de junio de 1774, Samuel Adams introdujo secretamente una resolución
en la legislatura de Massachussetts, reunida todavía en Salem, y ella
fué votada antes que los empleados del rey pudieran disolver aquel
cuerpo. Esa resolución convocaba al congreso continental que debía
reunirse en Filadelfia el 10. de septiembre de 1774.

En aquella fecha, la mayor parte de los delegados al congreso había
llegado a Filadelfia, y se había alojado en la taberna de la City, una
posada famosa «por su trato de los hombres y los animales». La ciudad
elegida, fundada en 1682 por William Penn, ocupaba un puesto de gran
importancia en el territorio poblado americano y mantenía un extenso
comercio con Inglaterra. Su población llegaba a 20 mil habitantes,
cuáqueros en su mayoría.

Cuando se piensa en la soberbia metrópoli actual, la descripción que
de ella nos hace Mr. Moore, despierta un interés mayor: «La ciudad
tenía algunas casas buenas de ladrillo y piedra y numerosas de madera.
Había en ella 12 iglesias, cerca de 300 tiendas y almacenes, unas pocas
fábricas, un teatro donde la representación empezaba a las 6 de la
tarde y un diario, el _Pennsylvania Packet_, fundado por John Dunlap
en 1771. En su recinto vivían muchas familias de fortuna, y las que
no eran cuáqueros, daban bailes y comidas elaboradas y socialmente
eran muy alegres. Los cuáqueros se vestían con gran sencillez, pero
algunos daban fiestas generosas. La sociedad de Filadelfia era tal
vez más conservadora que la de Boston o la del Sur, pero tenía mucho
patriotismo y sostenía empeñosamente la causa de las colonias.»

Para la reunión del congreso se ofreció la State-House, en que se
congregaba la asamblea de Pennsylvania, pero para no interrumpir las
sesiones de ésta, se declinó la oferta y se aceptó el salón de la
Honorable Sociedad de los Carpinteros, una construcción anticuada,
edificada en 1770, que se conserva aún en Filadelfia como una reliquia
del tiempo colonial. «El 5 de septiembre de 1774, a las 10 de la
mañana, los delegados,--refiere Mr. Moore,--formaron en línea enfrente
de la City Tavern y en procesión solemne marcharon hasta el Carpenters
Hall, inaugurando las sesiones del congreso continental».

La historia de la famosa asamblea ha sido escrita tan frecuentemente,
que no parece oportuno repetirla en esta ocasión.--Ella ha sido
sintetizada por Mr. Moore de una manera clara y comprensiva, pero lo
que hace principalmente el interés de su narración no es la crónica
de los procedimientos de aquel augusto cuerpo, aquella «constelación
de dignidades» como se llamó en su tiempo, sino los retratos de sus
principales miembros. En aquella galería figuran el presidente Peyton
Randolph, de Virginia, de 53 años de edad, presencia fina y cortesana,
hombre prominente en asuntos coloniales, antiguo procurador general
del rey, y a quien se aplicó antes que a Washington el epíteto de
«Padre de su Patria», en un artículo del _Gentlemen’s Magazine_,
publicado en julio de 1775; luego, el secretario Charles Thompson, un
pobre muchacho irlandés, que, con once años de edad, llegó a América
en 1730, adquirió en ella una alta educación, tradujo el Testamento
griego, mereció ser llamado por los indios de Delaware, a causa de
su integridad de carácter y rectitud de principios, «Wehwola ent», o
«el hombre que dice la verdad», y de quien se cuenta, que «mientras
fué secretario del congreso, era costumbre de los miembros llamarlo
para verificar puntos debatidos, diciendo, «que venga la verdad o
Thompson», pues su palabra se consideraba equivalente al juramento de
cualquier otro. Y así desfilan sucesivamente Patrick Henry, el gran
orador colonial; John Adams y su primo Samuel Adams, prominentes como
oradores, pensadores y patriotas; Roger Sherman «the learned shoemaker»
de origen humilde, pero llegado a las funciones de juez en la corte
superior de Connecticut; John Dickinson, el autor de las celebradas
Cartas de un chacarero (_Letters from a Farmer_); Richard Henry Lee,
una de las lumbreras del debate; Benjamín Harrison, tatarabuelo del
ex presidente Harrison, otro virginiano de nota, rico, elegante y
distinguido; y _last but not least_, George Washington, que acababa
de cumplir 42 años, y era el más notable soldado de América, famoso
por sus galantes servicios en las guerras contra los franceses y los
indios. «Poseía--dice Mr. Moore--en no pequeño grado, las cualidades
del estadista afortunado. No era ni muy instruído ni elocuente, pero
como Patrick Henry dijo de él: Si os referís a la sólida información y
al juicio sano, el coronel Washington es indudablemente el hombre más
grande de este recinto». Como mandaba las tropas de Virginia, apareció
en su uniforme militar. Tenia seis pies y dos pulgadas de alto y un
cuerpo amplio, muscular, que en su vistoso traje le daba una apariencia
conspícua. El y Harrison eran los miembros más altos del congreso.
La historia no consigna sino de una manera imperfecta, la parte que
tomaron cada uno de estos ilustres próceres en las deliberaciones,
pues el congreso continental sesionó a puertas cerradas, todos sus
procedimientos fueron secretos, no se publicaron actas oficiales de sus
debates y todo lo que conocemos sobre ellas, es lo que se dice en forma
fragmentaria en las cartas y diarios de dos o tres de los principales
delegados.

El segundo congreso continental se reunió el 10 de mayo de 1775,
en la State-House, cuyo nombre, después de la declaración de la
independencia, fué cambiado por el de Independence Hall, que conserva
hasta el día. El 19 del mes anterior había tenido lugar la batalla
de Lexington, que empezó la larga serie de combates de la revolución
norteamericana. En aquellos momentos solemnes la asamblea asumió
en sí todas las funciones de un gobierno que se denominó «Gobierno
revolucionario» y que continuó hasta 1781, en que se adoptaron los
artículos de la confederación. John Hancock, miembro de la delegación
de Massachussetts, hijo de un clérigo prominente e ilustrado, fué
elegido presidente en reemplazo de Peyton Randolph y en contraposición
con Benjamín Harrison, elegido por la delegación de Virginia y que
declinó este cargo, votando por su rival. Desde entonces John Hancock
fué considerado el jefe ejecutivo de las colonias y respetado como
tal. «Se cuenta--dice Mr. Moore--que Mr. Harrison, que era un hombre
de gran fuerza y tamaño, viendo que el presidente Hancock vacilaba
modestamente en ocupar el sillón, lo levantó en sus brazos musculosos y
lo condujo al sitio de honor como si fuera un niño, con gran diversión
del congreso. Depositando en salvo su preciosa carga, Mr. Harrison,
dijo: Señores: mostremos a la madre Bretaña, cuán poco nos preocupamos
de ella, haciendo nuestro presidente a un hombre de Massachussetts,
que ella ha excluído de perdón por proclama pública». Desde el primer
momento aquella asamblea estuvo principalmente ocupada de medidas de
guerra. En las primeras sesiones se leyeron los partes de la batalla de
Lexington, de la captura del fuerte Ticonderoga y de Crown Point. John
Adams propuso que se adoptara el ejército reunido en las cercanías de
Boston, y Thomas Jefferson indicó la conveniencia de nombrar comandante
en jefe de dicho ejército al coronel Jorge Washington. La respuesta del
noble soldado, es una de las más sencillas y elocuentes que registran
los anales humanos.

Hasta entonces, Georgia no había enviado delegados. Al fin de
septiembre de 1775, se reparó aquella omisión, y como entonces todas
las colonias estaban representadas en el congreso, éste se llamó de
las «Trece Colonias Unidas». Mr. Moore se ocupa detenidamente de
las principales medidas adoptadas por la histórica asamblea, entre
ellas la organización de la escuadra y del ejército revolucionario.
La lógica de los acontecimientos conduce a la separación de la madre
patria, y el cuadro de las vacilaciones, del choque de las ideas
adversas de los representantes de las colonias, da tema al autor de
_The American Congress_ para trazar algunas páginas palpitantes. La
crónica de las memorables sesiones del 2, del 3 y del 4 de julio de
1776, en que se adoptó y proclamó la declaración de la independencia
redactada por Jefferson, es especialmente interesante. La declaración
se publicó en el _Evening Post_ de Filadelfia el 8 de julio y el mismo
día a las 12 fué leída desde una alta plataforma en el patio de la
State-House por John Nixon, después de cuya ceremonia la campana de
la torre del edificio dejó oír sus notas vibrantes, obediente al lema
grabado en el bronce sonoro: «Proclama la libertad a través de nuestra
tierra y a todos los que habitan en ella». En diciembre de 1776, el
congreso invistió a Washington de poderes extraordinarios en adición
de los que le fueron conferidos como comandante en jefe de las tropas
revolucionarias. En junio 14 de 1777, resolvió que «la bandera de los
trece Estados Unidos deberá componerse de trece fajas alternativamente
rojas y blancas; y la unión deberá estar indicada por trece estrellas
blancas, en campo azul, representando una nueva constelación». Después,
el congreso se trasladó sucesivamente a Baltimore, Lancaster y York,
regresando nuevamente a Filadelfia, para evitar ser capturado por las
tropas británicas. La obra patriótica de la asamblea fué coronada con
la proclamación ante el mundo de los artículos de la confederación, que
tuvo lugar en Filadelfia el 10. de marzo de 1781, y desde entonces ella
cambió su antiguo nombre por el de «Congreso de la Confederación».

La lucha revolucionaria termina virtualmente en el mismo año, con la
rendición de Cornwallis, en Yorktown. El tratado de paz entre las
colonias emancipadas y la madre patria se firmó en septiembre de
1783. «El general Washington,--dice Mr. Moore, se despidió de sus
oficiales en Nueva York, el 4 de diciembre de 1783 e inmediatamente
partió para Annapolis, donde el congreso celebraba sus sesiones en
la antigua casa del estado de Maryland, para dar cuenta de su misión
de comandante en jefe. Llegó a aquel punto el sábado 20, habiendo,
durante el camino, recibido ovaciones del pueblo que lo aclamaba como
salvador de la patria. El lunes siguiente se le ofreció un banquete
dado en su honor por el congreso; y el martes 23 de diciembre se le
acordó una audiencia en la cámara legislativa, que rebosaba con los
delegados y espectadores, entre los cuales se encontraba su esposa
Marta Washington, acompañada de sus dos nietos Nelly y Parke Custis.
Afuera el pueblo llenaba el aire con aclamaciones entusiastas al héroe
de la nación.»

Después de permanecer durante un año en Annapolis, el congreso se
trasladó a Trenton y luego a Nueva York, donde permaneció durante
cuatro años, hasta ser disuelto por el cambio de gobierno consiguiente
a la jura de la constitución en 1789.

El primer congreso reunido bajo el imperio de la nueva constitución
celebró sus sesiones en la misma ciudad, en Wall Street, hoy centro
del mundo financiero, y en el edificio que todavía se conserva y
que hoy está ocupado por la subtesorería de los Estados Unidos. «El
edificio,--nos informa Mr. Moore,--fué edificado con ladrillo y piedra
en 1700, costó 20.000 pesos y era considerado «una construcción
muy imponente». En él tenían sus oficinas el presidente de la
municipalidad, el concejo comunal, las cortes; y además servía de local
a la biblioteca pública y hasta a la cárcel del condado. El congreso
del timbre de 1765 se congregó en él, y allí tuvieron lugar muchas de
las sesiones del congreso continental. Cuando se determinó transformar
el viejo edificio en un «salón federal» para el nuevo congreso, los
comerciantes de Nueva York suscribieron pesos 32.500 con ese propósito
y la obra fué puesta en manos del mayor Pierre Charles L’Enfant, un
ingeniero y arquitecto parisiense que llegó a América en 1777 y sirvió
con honor en el contingente francés mandado por el conde d’Estaing.
Después de la guerra, L’Enfant se estableció en Nueva York, donde hizo
los planos de la iglesia de San Pablo y otros edificios, y finalmente,
ganó la inmortalidad trazando el de la hermosa ciudad de Washington.»

Nada más curioso y característico que la narración que hace Mr.
Moore del viaje de la comisión del congreso encargada de comunicar
a Washington su elección de presidente de los Estados Unidos y el
regreso de ella en compañía del héroe aclamado por las poblaciones del
tránsito. Al leer esas páginas se respira un perfume de pureza y de
sencillez republicana que conforta el espíritu y lo reanima. La altura
moral de aquel hombre admirable y su dignidad tranquila, resaltan en
cada una de las acciones de su vida; pero nada es más propio de su
carácter ni lo retrata mejor que las cortas líneas que escribió en su
diario, al despedirse de su mansión campestre para acudir al puesto de
honor que se le confiaba:--«A eso de las diez de la mañana, dí mi adiós
a Mount Vernon, a la vida privada y a la felicidad doméstica; y con una
mente oprimida con sensaciones más penosas que las que puedo expresar
por medio de palabras, salí para Nueva York con la mejor disposición
para servir a mi patria en obediencia a su llamado, pero con menos
seguridad de responder a sus esperanzas.»

La figura del estadista que trazó las líneas anteriores aparece hoy a
los ojos de la posteridad como una de esas organizaciones elevadas que
honran a nuestra especie y dignifican la humilde arcilla humana. Las
pasiones políticas de su tiempo, sin embargo, se ensañaron más tarde
en ella con ferocidad que en el día parece incomprensible. El pretexto
de la denigración, o, por mejor decir, uno de los pretextos, pues ya
había sido víctima de los tiros venenosos de Freneau en la _National
Gazette_, en que también colaboró Jefferson, no obstante pertenecer al
gabinete de Washington,--fué el tratado negociado por Jay con la Gran
Bretaña. «El padre de su patria--escribe Mr. Moore--fué asaltado con
una tormenta de vituperio, que en cuanto a malignidad, a indecencia
y a carácter ofensivo, no ha tenido igual en la historia política
americana. Los periódicos llenaban sus columnas con escandalosos
artículos sobre la conducta de Washington en los asuntos públicos, y
en las calles, en las reuniones públicas, donde quiera que se juntaban
los indignados opositores al tratado, se propalaban viles calumnias
sobre su carácter y su vida privada... Se le acusaba de violar la
constitución y hasta se le amenazó con el juicio político... Thomas
Paine tuvo la audacia de escribir a su respecto «que era traidor a la
amistad privada e hipócrita en público», y que «el mundo encontrará
difícil decidir si usted es un apóstata o un impostor; si usted ha
abandonado los buenos principios o si jamás ha tenido ninguno». Tan
malévolas y crueles fueron las acusaciones, que Washington exclamó
amargado: «Preferiría estar en la tumba a estar en la presidencia». En
una carta a Jefferson, añadió: «Soy acusado de enemigo de América, de
someterme a la influencia de un país extranjero, y para probarlo, cada
acto de mi administración es torturado... en términos tan exagerados
e indecentes, que podrían apenas aplicarse a un Nerón, a un notorio
desfalcador, o a un ratero vulgar (_a common pickpocket_)».

Continuar paso a paso, como lo hace Mr. Moore, esta crónica
legislativa, equivaldría a trazar la historia de la Unión americana
misma. Detengámonos solamente en algunos detalles interesantes
recordados en su libro y que se relacionan con el congreso.--Tales
son los que se refieren al Capitolio.--El 18 de septiembre de 1793,
se colocó en Washington la piedra fundamental del soberbio edificio,
después de una amarga controversia entre el arquitecto francés Hallate
y el inglés Thornton, que presentaron planos para su construcción, y el
primero de los cuales pretendía que el segundo le había sustraído la
idea de dichos planos. Al fin los comisionados del gobierno fallaron
la causa en favor de Thornton, a quien se concedió el primer premio,
mientras a Hallate se le dió el segundo premio de 250 pesos y fué
nombrado uno de los arquitectos del Capitolio con sueldo anual de 2.000
pesos. La ciudad de Washington, en aquel año, no era sino un vasto
desierto pantanoso, donde se alzaban unas cuantas casas dispersas en
la inmensa soledad poblada de arboledas. Hasta 1800 no fué posible
habilitar el edificio del congreso, y el 17 de noviembre de aquel año
las sesiones del de la sexta legislatura se celebraron en el ala norte
del Capitolio, que aún no estaba completa. Los que visitan hoy el
admirable monumento y sus alrededores, no pueden menos de admirar la
anticipación, genial que tuvieron de la grandeza futura de su patria,
sus promotores y constructores. Bajo la presidencia de Jefferson, que
acostumbraba pasear a caballo por las calles de Washington, visitando
a sus amigos e inspeccionando los trabajos urbanos, la obra recibió
un nuevo impulso con el nombramiento de Benjamín Henry Latrobe, que
completó sus dos alas ligándolas entre sí por un puente de madera.

En 1812 estalló la guerra con la Gran Bretaña, «la segunda guerra de la
independencia», como ha sido popularmente llamada. Después de varios
encuentros en que la fortuna de las armas traicionó en tierra a los
americanos, en agosto de 1814, una escuadra británica, mandada por el
almirante Cockburn, bajó de la bahía de Chesapeake al río Patuxent y
desembarcó un cuerpo de ejército, a las órdenes del general Ross, que
se dirigió a la capital por territorio de Maryland. La resistencia
opuesta por el general Winder, que mandaba las tropas americanas, fué
inefectiva. «El ejército invasor,--dice Mr. Moore,--entró en Washington
en la tarde del 24 de agosto y acampó en los jardines del Capitolio.
Los soldados hicieron algunas descargas a las ventanas del «abrigo de
la democracia yankee», como el almirante Cockburn llamó al edificio, y
luego penetraron al ala usada por la cámara de representantes. Cockburn
fué escoltado hasta la silla del presidente por el general Ross y
con un fino despliegue de dignidad legislativa, llamó a la asamblea
al orden en medio de aclamaciones y risas. Preguntó si el edificio
debía ser quemado. «Todos los que estén por la afirmativa, digan
sí»--vociferó. Hubo una respuesta unánime y se dió entonces la orden
de aplicar la antorcha. Los soldados despojaron a la biblioteca de sus
libros y sus cuadros y los amontonaron en el centro del recinto de la
cámara. El fuego se propagó rápidamente por el Capitolio, que en menos
de una hora quedó convertido en ruinas. La casa del presidente y otros
edificios públicos fueron incendiados. Después de destruir una buena
parte de la ciudad, los ingleses se retiraron silenciosamente la noche
siguiente, se embarcaron y se dieron a la vela».

Con el incendio del Capitolio, el congreso se vió obligado a celebrar
un período de sesiones en el Union Pacific Hotel, edificio erigido
en 1793, y llamado comúnmente el Gran Hotel por la amplitud de sus
proporciones. En ese tiempo se habló mucho de trasladar la sede del
gobierno a Nueva York o Filadelfia, pues las condiciones de Washington
como lugar de residencia eran muy deficientes y el partido que sostenía
la traslación fué llamado de los «capital movers». Sin embargo, los
partidarios de Washington prevalecieron y en 1815 se autorizó, por ley,
al secretario del tesoro para hacer un empréstito de medio millón de
dólares con el objeto de aplicar esa suma a la reconstrucción de los
edificios del gobierno. Una casa grande adyacente a la parte oriental
del Capitolio fué alquilada por el congreso, mientras se edificaba el
nuevo Capitolio, bajo los planos de Latrobe, a quien pertenecen todos
los honores de la nueva forma grandiosa que revistió más tarde el
soberbio palacio.

El congreso decimocuarto se distinguió principalmente por su sanción de
la tarifa promulgada en 1816. Ella fué la primera que intentó proteger
eficazmente lo que Madison llamó «_the infant industries_» de los
Estados Unidos. Hasta aquel tiempo--escribe Mr. Moore--las tarifas de
aduana habían tendido principalmente al propósito de asegurar renta,
quedando en segundo término el sistema de protección, poco favorecido
por los grandes partidos políticos. En 1790, Alejandro Hamilton,
en un informe sobre manufacturas, abogó en favor de la política
proteccionista de las industrias domésticas, pero nada se hizo en este
sentido hasta 1812. Las manufacturas del país habían adquirido cierta
importancia, particularmente durante el período del embargo de 1808 a
1811 y las ventajas de desarrollarlas por medio de la protección fiscal
se discutieron con empeño. Al empezar 1812 los derechos de importación
fueron doblados, como una medida de circunstancias.

Mientras la guerra progresó, la importación europea disminuía y
aumentaba la producción doméstica monopolizando el mercado americano...
Las condiciones cambiaron con la terminación de la lucha, y el
influjo del comercio exterior obligó a los manufactureros a clamar
por protección. Los armadores de Nueva Inglaterra, cuyos navíos
transportaban una buena porción de importaciones, se opusieron al
pedido. Temían perder el comercio exterior de transporte y denunciaban
la protección «como una simple prolongación de ese plan de restricción
comercial y de intervención oficial que ha envuelto al país en tantas
calamidades». El antagonismo de tendencias económicas a que se refiere
Mr. Moore subsiste hasta hoy y acaba de manifestarse nuevamente con
motivo de las negociaciones con Canadá. De todos modos, la tarifa de
1816 estableció derechos específicos moderados y derechos _ad valorem_
que fluctuaban entre 7 ¹⁄₂ y 30, y fueron los votos del Sur y del Oeste
los que la hicieron triunfar en las cámaras legislativas.

El congreso décimosexto se hizo memorable por la resolución del
problema político conocido en la historia parlamentaria de los Estados
Unidos por «Missouri Compromise», la transacción de Missouri. «Los
estados libres y los estados esclavócratas--dice el distinguido
profesor Goldwin Smith sintetizando este episodio--habían sido hasta
entonces admitidos por parejas en la Unión, un estado esclavócrata y
uno libre, de manera que se conservaba el balance político entre los
dos intereses, no en la cámara de diputados en que la representación
era por número de habitantes, sino en el senado, en que cada estado
grande o pequeño, tenía dos miembros. El pedido de Missouri, que
forma parte de la compra de la Louisiana y en el cual prevalecía la
esclavitud, para ser admitido como estado, amenazó desequilibrar la
balanza y despertó el latente pero mortal antagonismo reinante entre la
libertad y la esclavitud. La conciencia nacional, aunque entorpecida
por la política, nunca había estado enteramente dormida. Entre los
cuáqueros de Pennsylvania, ella permanecía despierta. Los enemigos de
la esclavitud pidieron su exclusión de Missouri como una condición
previa de su entrada en la Unión. Su lucha con los partidarios de
la esclavitud fué larga y enconada. Ella produjo una colisión entre
la cámara nacional y el senado federal. Cuando la cuestión estaba
aparentemente arreglada, la disidencia rompió en una nueva forma. Pero
al fin prevaleció el temor por la estabilidad de la Unión, que en aquel
tiempo había llegado a ser objeto de veneración general, y se llegó a
una transacción por la cual todo el territorio al norte del paralelo
36 grados 40 minutos, con excepción del incluído en Missouri, quedaba
asegurado en favor de la libertad y todo el territorio al sur de esta
línea era abandonado a la esclavitud. La balanza política al mismo
tiempo fué equilibrada por la admisión simultánea de Maine, y la tregua
obtenida de este modo duró por 20 años, probando por su duración la
importancia suprema que daba a su Unión el pueblo americano.»

En el primer cuarto de siglo, el congreso americano contó con _leaders_
que no han sido reemplazados hasta hoy. Las figuras de Henry Clay,
de Daniel Webster, de John C. Calhoun y de Thomas Hart Benton,--se
destacan de las páginas de Mr. Moore con un relieve extraordinario.
Nada más tentador que detenerse en la pintura de estos caracteres
eminentes, recordando algunos de los rasgos de su personalidad, como lo
ha hecho el autor de _The American Congress_ y como acaba de hacerlo
Mr. Oliver Dyer en su interesante estudio sobre el «Gran triunvirato»
publicado bajo el título de _Giants of the Past and fiery issues_. Es
necesario limitarse para no alargar demasiado este boceto, a dejar
constancia de algunas costumbres peculiares que menciona Mr. Moore y
que prevalecían en la cámara. Así, «los diputados se sentaban siempre
en la cámara con sus sombreros puestos, costumbre que venía desde
el congreso continental. Se consideraba una muestra de gran honor
por parte de la cámara el «descubrirse» por algo o por alguien. El
_speaker_ cuando se levantaba para llamar la atención de la asamblea,
se quitaba el sombrero. Hacia 1830 se establecieron cuartos de
perchas y gradualmente fué extinguiéndose el hábito de conservar el
sombrero durante la sesión. En ambas casas del congreso había grandes
urnas de plata llenas del más escogido y fragante rapé «Maccaboy» y
«Old Scotch», colocadas de manera que los miembros pudieran usarlo
libremente. El uso del rapé era entonces muy común y no era raro ver
a un orador desbordando de elocuencia en el recinto de la casa o del
senado, interrumpirse repentinamente, caminar hasta la urna del
rapé, llenarse la nariz, estornudar dos o tres veces, hacer flamear
un pañuelo a cuadros y después regresar a su puesto y reasumir su
arenga... Los representantes durante un número considerable de años
fueron muy aficionados a una bebida conocida por «switchel» y era
una parte del deber diario de cierto empleado fabricar una generosa
provisión de dicho refresco. El «switchel» se componía de melaza,
gengibre y agua pura de la celebrada fuente del Capitolio, todo
«perfumado» con el más fino ron de Jamaica. Se consumía muchos galones
diarios de la bebida y cuando el debate era apasionado, la provisión
era renovada varias veces. En cada casa había cortadores de plumas
especiales, que enmendaban las plumas de ganso usadas por los miembros,
así como selladores oficiales que se ocupaban solamente en sellar con
lacre rojo todas las cartas y paquetes. Era costumbre hacerlo todo de
una manera muy formal y los métodos simples estaban proscriptos del
recinto.»

La tarifa de 1828 produjo aquel gran debate que se recuerda todavía
como el más elocuente que registran los anales parlamentarios de la
gran república. El duelo oratorio entre Robert Y. Hayne, de South
Carolina, «el Aquiles del Sur», y Daniel Webster, el eminente campeón
de Nueva Inglaterra, es un episodio clásico de la leyenda legislativa
americana y él figura en todos los tratados políticos como un modelo
para las generaciones futuras. El triunfo obtenido por la soberbia
arenga de Webster desconcertó por un tiempo a sus adversarios, pero
las ideas de independencia absoluta o de separatismo permanecían
latentes, manifestadas en la famosa «Ordinance of Nullification», que
dió motivo a Calhoun para medir sus armas con el vencedor de Hayne. En
aquel torneo tomó también una parte prominente Thomas Hart Benton y sus
resultados, favorables a la integridad de la Unión, se sintetizaron
en la ley de aduana de transacción de Clay, promulgada en 1833.
«Cuando se preguntó al general Jackson, muchos años después,--dice
Mr. Moore--qué medida hubiera tomado con Mr. Calhoun y los otros
nulificadores si ellos hubieran persistido en su camino, él replicó
con su antiguo ardor: «Colgarlos, señor, colgarlos. Habrían servido
de escarmiento a los traidores de todos los tiempos y la posteridad
lo hubiera considerado la mejor acción de mi vida».--Otro debate
memorable tuvo lugar con motivo de la ley de concesión del Banco de los
Estados Unidos, vetada por el presidente Jackson en abierta oposición
con la mayoría de los legisladores. Los representantes de los whigs
o republicanos nacionales, en aquel tiempo, contaban con miembros
eminentes en el congreso, como sucedía también con los demócratas. En
el elenco de aquel alto cuerpo figuraban los nombres de siete futuros
presidentes de los Estados Unidos, Polk, Buchanan, Johnson, Pierce,
Tyler, Fillmore y Lincoln.

La anexión de Tejas y la guerra de México, que fué su consecuencia,
dió motivo a largas discusiones, relatadas por Mr. Moore de una manera
clara y comprensible. No está de más extractar la narración sucinta
que nos hace de este episodio histórico. La inmensa región de más
de 200.000 millas cuadradas que los Estados Unidos reclamaron como
una parte de la compra de la Louisiana, pero que fué entregada a
España en cambio de la cesión de Florida, llegó a ser una provincia o
departamento de México conocido por Tejas. En 1820, un residente de
Missouri, llamado Moses Austin, que conocía la fertilidad de la región,
obtuvo una concesión de las autoridades españolas para establecer en
Tejas una colonia americana... La colonia de Austin fué seguida por
otras y pocos años después hubo varios miles de americanos establecidos
en Tejas. Declarada la independencia de México, en 1834 el general
Santana, a la cabeza de un ejército de mercenarios, se alzó contra la
constitución mejicana, abolió la soberanía de los estados y con el
título de presidente, se hizo jefe de un despotismo militar. Todos los
estados, excepto Tejas, le rindieron sus armas, y en octubre de 1835 el
general Cos fué enviado a Tejas para forzarlo a la obediencia... Los
tejanos se organizaron en compañías y lograron desalojar al general Cos
de sus fortificaciones en San Antonio primero y luego del territorio
del estado. Entretanto, el pueblo declaró la independencia y adoptó
el nombre de República de Tejas... Tres meses después de la derrota
del general Cos, la República de Tejas fué invadida por Santana con un
ejército de 5.000 hombres, que fueron también derrotados en la batalla
de San Jacinto por una fuerza bajo el mando del general americano
Sam Houston. Santana reconoció la independencia de la república y
aceptó al Río Grande como límites entre México y el nuevo estado. El
congreso mejicano, sin embargo, desaprobó el acuerdo, pero como ninguna
tentativa se hizo por parte de México para restablecer su soberanía,
los Estados Unidos, a la par de Inglaterra, Francia y Bélgica,
reconocieron la nueva república. Poco tiempo después Tejas pidió ser
admitida en la Unión Americana. Rechazada dos veces su tentativa,
la cuestión de la anexión llegó a apasionar la opinión pública y a
convertirse en un asunto de primordial interés. El sur, que trataba de
extender el territorio esclavócrata, favorecía la anexión, mientras el
partido llamado del libre suelo se oponía fuertemente a ella. Al fin
triunfaron los primeros y Tejas fué admitido como estado, produciendo
la guerra con México, en que tan mala suerte cupo a la vecina
república, desmembrada por el vencedor.

La acción del congreso americano durante la rebelión que puso en
peligro la existencia de la Unión, llena un crecido número de páginas
de la obra interesante de Mr. Moore. Las agitaciones de aquellos
días tumultuosos, las diversas medidas financieras adoptadas para
proveer recursos con que llevar a cabo la lucha gigantesca, todos
los incidentes dramáticos de la época, desfilan a nuestros ojos en
una sucesión brillante, hasta concluir con la enmienda décimatercia
de la constitución que hizo al presidente Lincoln el emancipador de
cuatro millones de esclavos. No menos interesante que la historia de
aquellos acontecimientos, llenos de lecciones políticas y morales, es
la narración del juicio político del presidente Johnson.

Los demás detalles contenidos en la obra que me ha dado ocasión
para hacer esta rápida revista de una parte de la vida legislativa
americana, tales como la ley de compra de plata de Sherman, la tarifa
MacKinley, el arbitraje del mar Behring, y las terribles escenas que
presenció el senado cuando Mr. Blaine exhibió las cartas de Mulligan,
son demasiado conocidos y recientes para que sea necesario sino
mencionarlos de paso. Baste decir que en el curso de los años, el
prestigio del congreso americano ha crecido constantemente y, a pesar
de algunos pasajeros eclipses, el nivel de sus deliberaciones ha sido
siempre digno de la grandeza y altura moral de la gran república. Los
problemas que está llamado a afrontar ahora van a poner como nunca
a prueba las dotes de estadista de sus miembros y el sentimiento de
justicia de que ellos están animados. Las miradas del mundo entero
están fijas en la próxima asamblea y pronto veremos si ella amengua o
enaltece la gloriosa tradición de los padres de la república.



                                   X

                     MARAVILLAS DE LA PISCICULTURA


La Comisión de Pesquerías de los Estados Unidos se fundó por una ley
del Congreso de 9 de febrero de 1871 que autorizó el nombramiento de
un funcionario con el título de _Commissioner of Fish and Fisheries_.
Sus deberes fueron definidos de la siguiente manera: «Emprender
investigaciones a propósito de la diminución de peces valiosos,
con el objeto de averiguar en qué partes de las costas y lagos de
los Estados Unidos se había producido dicha diminución y en qué
proporción: las causas de la misma; las medidas de precaución, de
prohibición o protección de la pesca que debían adoptarse en dichas
circunstancias». Para desempeñar ese cargo, fué nombrado el profesor
Baird, eminente hombre de ciencia que se encontraba en la primera fila
de los investigadores biológicos y autor de centenares de memorias
que le habían conquistado una reputación universal. Bajo la dirección
acertada de aquella eminente persona,--se ha dicho con razón,--la
ciencia pura y aplicada empezaron a obrar juntas en la Comisión de
Pesquerías con sus representantes respectivos trabajando en los mismos
laboratorios, hasta el punto de que el éxito de la piscicultura en
los Estados Unidos valió a su iniciador, en 1880, el gran premio de
la Exposición Internacional de Berlín, por la cual fué designado «el
primer piscicultor del mundo».

Los trabajos de la comisión se dividieron en tres secciones:

1.ª Investigación sistemática de las aguas de los Estados Unidos y
problemas físicos y biológicos que ellas presentan. Los estudios
científicos de la comisión están basados sobre una interpretación
liberal y filosófica de la ley. Al trazar sus planes originales
el comisionado insistió en que el mero estudio de los pescados
alimenticios («_foodfishes_») carecería de importancia real y que para
llegar a conclusiones útiles sería necesario arrojar las bases de
investigaciones de carácter puramente científico. La historia biológica
de las especies de valor económico debe ser comprendida desde el
principio hasta el fin; pero no menos necesario es conocer la historia
de los animales y las plantas de que dichas especies se alimentan o a
las cuales sirven de nutrición; la historia de sus enemigos y amigos,
y de los amigos y enemigos de sus enemigos y amigos, así como todo lo
relativo a las corrientes, temperaturas y otros fenómenos físicos de
las aguas en relación con la migración, reproducción y crecimiento. Un
acompañamiento necesario de esta División es la recolección de material
para investigaciones futuras destinado al Museo Nacional y otras
instituciones análogas.

2.ª Investigación de los métodos de pesquerías del pasado y del
presente, estadísticas de la producción y comercio de los productos de
pesquería. Siendo el hombre uno de los principales destructores de los
peces, la influencia de éste sobre su abundancia debe ser estudiada. Se
examinarán los métodos y aparatos para la pesca usados en los Estados
Unidos comparándolos con los de otras naciones, con el objeto de
suprimir los que amenacen la destrucción de peces útiles y reemplazar
los ineficaces por otros más serviciales. Se reunirán estadísticas
de la industria y del comercio para el uso del Congreso, al ajustar
tratados o al imponer tarifas, así como para mostrar a los productores
los mejores mercados y a los consumidores dónde y cómo sus necesidades
pueden ser suplidas.

3.ª Introducción y multiplicación de peces alimenticios útiles a través
de todo el país, especialmente en aguas sometidas a la jurisdicción
del gobierno general o aquellas que sean comunes a varios estados,
ninguno de los cuales se manifieste dispuesto a incurrir en gastos
en beneficio de los otros. Esta parte de la obra de la comisión no
entraba en el programa primitivo de sus trabajos, pero fué incluída
en él a pedido de la Asociación de Piscicultura Americana, cuyos
representantes solicitaron al Congreso que votara fondos especiales
para este propósito. Dichos fondos han continuado votándose en aumento
todos los años y la propagación de los peces es al presente la rama más
importante de las labores de la comisión, tanto respecto al número de
hombres empleados como a la cantidad de dinero gastado.

Sobre estas líneas generales y con estos propósitos y métodos de
organización, se han emprendido y siguen llevándose a cabo los trabajos
de la Comisión de pesquerías. En muchos departamentos ella ha contado
con la ayuda desinteresada de hombres de ciencia americanos, pero la
mayor parte de los resultados obtenidos se deben al celo e inteligencia
de los miembros y funcionarios oficiales de la misma.

Como las más importantes pesquerías están localizadas a lo largo del
Atlántico Norte, las costas de este distrito han sido objeto de más
activas operaciones y en ellas se han establecido estaciones diversas,
provistas de laboratorios y todo lo necesario para el mejor resultado
de los estudios que se llevan a cabo. Durante la estación del verano,
en cada una de dichas estaciones se recogen peces de las riberas,
se colocan trampas para la caza de animales imposibles de obtener en
otra forma, y se rastrilla por medio de dragas y albanegas el fondo
del mar a distancias tan grandes como las que puede alcanzar un vapor
en tres días de viaje. Para realizar estos diversos trabajos, en 1880
se construyó un vapor especial de 450 toneladas y en 1883 se añadió a
él otro de 1.000 toneladas, bautizado el _Albatros_ y que es el más
perfecto que existe en su género.

Mr. Brown Goode en una interesante monografía consagrada a este
tema, sumariza de la manera siguiente los trabajos de la Comisión de
Pesquerías: «Uno de sus rasgos más importantes,--dice,--ha sido la
preparación de historias biológicas de los principales pescados y
la acumulación de gran cantidad de material relativo a cada una de
las diversas especies. Una parte de este material ha sido publicado,
debiendo mencionarse especialmente las monografías biográficas sobre el
_blue fish_, el _scup_, el _menhaden_, el _salmon_, el _white fish_,
la _alosa_, la _macarela_, el _pez espada_, etc., etc., En conexión
con los estudios de piscicultura se ha prestado una atención especial
a la embriología. Los tiempos de cría y hábitos de casi todos nuestros
peces han sido estudiados así como sus relaciones con las temperaturas
del agua. La historia embriológica de un cierto número de especies,
tales como el bacalao, la alosa, el salmón, la macarela española, la
lobina, la percha blanca, las almejas y las ostras han sido escritas
bajo los auspicios de la comisión. Muchos otros problemas han sido
estudiados por los especialistas que trabajan en ella. Uno de ellos,
por ejemplo, ha sido la determinación de la causa de las manchas
rojas del bacalao salado, tan perjudiciales para el comercio de este
artículo. El profesor Farlow descubrió que esta enfermedad se debía a
la presencia de una especie de alga parecida a la sal de uso ordinario
y dió instrucciones por medio de las cuales dicha plaga ha sido
considerablemente reducida. La temperatura del agua en su relación con
los movimientos del pescado ha sido objeto de una atención especial. Se
hacen observaciones regulares durante los trabajos del verano en las
varias estaciones de incubación y a dichas observaciones cooperan los
empleados de los Faros, y de las Estaciones de Salvataje situadas a lo
largo de las costas. Un resultado práctico de estas investigaciones
ha sido la demostración de la causa del fracaso de las pesquerías de
arenque en la costa del Maine en 1879 y un curso de estudios semejante,
recientemente llevado a cabo por el coronel Mac Donnell, parece
explicar las fluctuaciones recientes en la pesca de la alosa.

«Una serie de contribuciones verdaderamente notables ha sido recibida
por la Comisión de Pesquerías de parte de los pescadores de Cape Ann.
Cuando dicha Comisión estableció sus oficinas en Gloucester, en 1878,
se desarrolló un interés general por el trabajo zoológico que ella
realizaba en medio de las tripulaciones de los barcos de pesca y desde
aquella época todos ellos rivalizaban en su empeño por encontrar nuevos
animales. Su actividad era estimulada por la publicación de la lista
de sus donaciones en los periódicos locales; y el número de distintos
lotes de especímenes recibidos en poco tiempo, llegó a exceder todas
las previsiones. Muchos de esos lotes son grandes, consistiendo en
tarros de cristal en que los peces se conservan en alcohol. Casi todos
los botes de pesca llevaban consigo esos recipientes y los traían
llenos en cada viaje. De esta manera se adquirieron especímenes de
cerca de _sesenta mil_ clases de pescados, muchos de los cuales hubiera
sido imposible de obtener en otra forma».

Fuera de estos estudios, la Comisión de Pesquerías ha realizado
admirables investigaciones con motivo de las causas de la diminución
de los peces. En relación con este punto, existe una distinción
marcada entre lo que se llama la exterminación de una especie y la
destrucción de una pesquería. La primera es poco frecuente y parece
imposible tratándose de especies americanas, mientras que la segunda
es de ocurrencia diaria, especialmente en regiones limitadas. Así
los mamíferos acuáticos, como las focas, pueden ser exterminadas y su
destrucción, en efecto, ha dado origen a controversias y dificultades
internacionales de un carácter grave entre Inglaterra y los Estados
Unidos. En el caso de animales fijos como la esponja, la almeja y la
ostra, las colonias o lechos pueden ser exterminados, como se corta
una selva. La conservación de este último marisco especialmente es de
importancia vital para los Estados Unidos, pues su cultura y su pesca
emplea a miles de personas y alimenta a muchos millones en este país.
La Comisión de Pesquerías ha conseguido proteger el desarrollo de estas
culturas de una manera eficaz y su éxito en este sentido es uno de los
hechos más admirables de la historia científica de la gran república.

Haría sumamente extenso este estudio si continuara dando una idea
detallada de todos los terrenos en que se ejercita la actividad de la
Comisión de Pesquerías. Voy a limitarme a extractar rápidamente algunos
de los detalles de los trabajos realizados por ella en el año 1897.
Según Mr. John J. Brice, durante la estación de desove del _bacalao_,
en las estaciones de la costa del Atlántico, en el año referido, se
recogieron 180 millones de huevos de los cuales 98 millones produjeron
pescadilla que fué puesta en libertad en los criaderos establecidos a
lo largo de Massachussetts. De esta manera se aseguraron 40 millones de
peces más que el año anterior. Terminada la diseminación del bacalao,
se procedió a propagar el _rodaballo_ en una escala mayor de lo que se
había hecho hasta el presente, obteniéndose 64 millones de pescadilla
de una colección total de 80 millones de huevos. Para extender más la
propagación de la _langosta_, el más importante crustáceo que existe
en las aguas de los Estados Unidos y cuyo número decrece rápidamente,
se resolvió no sólo cubrir una gran región de la costa, sino hacer
recolecciones sistemáticas de manos de los pescadores que operan en
toda la región del Atlántico Norte. Como resultado, a pesar de la
insignificancia del desove, se recogieron 128 millones de huevos de
langosta que produjeron 115 millones de langostinos, o sea un aumento
de 20 millones sobre la producción del año anterior. Persiguiendo el
propósito de probar la facilidad que ofrecen ciertos ríos que desaguan
en la costa del Sur Atlántico, antes de establecerse los criaderos
auxiliares se hicieron observaciones cuidadosas sobre los movimientos,
alimentación y crecimiento de la _alosa_ en varias partes de los mismos
durante el invierno. Al llegar la primavera, el vapor de la Comisión,
_Fish Hawk_, entró en la boca de los mencionados ríos con el objeto de
recoger huevos y reunió 27 millones pertenecientes a aquella especie,
que unidos a los recolectados en el Potomac, en el Susquehanna y en el
Delaware, hacen un total de 203 millones recogidos durante la estación,
o sea 55 millones más que el año precedente. Para probar la posibilidad
de la introducción del _salmón de California_ en aguas del Este, se
transportaron 5 millones de huevos de una estación situada en la costa
de aquel Estado y de ellos se obtuvieron 4 millones de pescadilla
de salmón que fueron diseminados en el San Lorenzo, el Hudson y el
Delaware. El siguiente cuadro muestra el número de huevos, de nueve de
las más importantes especies, recogidos en los tres años últimos:

                                                                AUMENTO
       ESPECIES                      HUEVOS RECOGIDOS         SOBRE 1895
                       /-----------------/\----------------\
                         en 1897      en 1896      en 1895
 Bacalao               180.000.000  140.000.000  140.000.000  40.000.000
 Rodaballo              80.000.000   11.000.000    9.263.000  70.787.000
 Langosta              128.000.000  105.000.000   82.000.000  46.000.000
 Alosa                 203.000.000  148.000.000  118.000.000  85.000.000
 Trucha de Lago         16.000.000   16.000.000   16.000.000      --
 White Fish            200.000.000  125.000.000  234.000.000      --
 Salmón del Atlántico    2.000.000    2.800.000      983.000   1.817.000
   --   de agua dulce    1.000.000      324.000      100.000     900.000
   --   de California   75.000.000   37.000.000   10.000.000  65.000.000

Respecto a los resultados económicos obtenidos por el desarrollo
extraordinario de las pesquerías americanas, baste decir que esta
industria produce una renta anual de más de 45 millones de dólares, que
la introducción de la alosa en el Pacífico da un rendimiento anual
de 20.000 dólares y el mismo pez, en el Atlántico, rinde dos millones
de dólares anualmente, y eso debido principalmente a los trabajos de
la comisión de pesquerías. Añadiendo que más de un millón de hombres,
mujeres y niños dependen de esta industria y se mantienen merced a
ella, se tiene una idea aproximada de la magnitud a que ahora alcanza
en esta nación tan opulenta y progresiva.

Un distinguido escritor francés, que es al mismo tiempo un hombre de
ciencia bien conocido, M. Henry de Varigny, ha hecho plena justicia a
la organización admirable de la institución de que vengo ocupándome,
y como sus palabras sintetizan en una forma brillante los resultados
de sus observaciones sobre las labores que ella lleva a cabo, no puedo
hacer nada mejor que transcribirlas a continuación:

«Bajo el punto de vista de la piscicultura,--dice,--el nuevo Continente
ha marchado con pasos gigantescos. En la actualidad existen en los
Estados Unidos y en el Canadá 80 estaciones de incubación, de las
cuales 66 corresponden a los Estados Unidos y que producen una cantidad
de pescadilla de 15 a 20 especies diferentes que varía entre un
billón y medio a dos billones anuales. La Europa, que tiene más de
400 estaciones análogas, verdad que en su mayor parte pequeñas y mal
acondicionadas, no alcanza a producir 300 millones de pescadilla y
en ese total la parte de la Francia es muy reducida, pues la mayor
parte corresponde a la Alemania y a la _Deutsche Fischerel-Verein_.
La piscicultura, sin embargo, nació en Francia y tomó allí su primer
impulso. ¿Deberemos creer que las instituciones, como las especies
animales o vegetales, prosperan mejor en un medio nuevo que en el
de su origen? La comisión federal de pesquerías, en todo caso, ha
hecho maravillas. Dispone de un buen presupuesto, pero saca de él un
partido excelente. Su obra es muy variada y el programa de su trabajo
es muy amplio. Ha hecho mucho por repoblar los ríos y aclimatar en
ellos especies nuevas. El _cat-fish_, por ejemplo, ha sido objeto de
sus cuidados, pero ha hecho más todavía en favor de las especies que
son objeto de industrias importantes. Tal sucede con la alosa. Este
pez, muy bueno y muy apreciado en otro tiempo, abundó mucho en la
costa atlántica de los Estados Unidos; pero perseguido en la época
reproductora cuando deja el mar y a la manera de los otros anadromos
se introduce en los ríos para depositar allí sus huevos, esta especie
ha disminuido considerablemente. Uno de los primeros cuidados de la
_Fish-Commission_, desde su origen, fué tentar la piscicultura de esta
especie. No ha tenido mucho trabajo para realizarlo. La recolección
de los huevos es fácil: basta apretar suavemente el vientre de las
hembras y los huevos salen casi por persuasión; el germen prolífico
de los machos se obtiene del mismo modo y los huevos se fecundizan lo
mismo en un receptáculo que en el fondo de un río, o aún mejor, pues
los riesgos de pérdida disminuyen y el número de fecundaciones aumenta
en proporción. En consecuencia, se han instalado estaciones para la
recolección de los huevos y para la incubación de éstos.

«Para producir dicha incubación basta algunos receptáculos en que
el agua se renueva incesantemente: aparatos muy ingeniosos han sido
inventados por Mr. Marshall MacDonald en particular, y en 5 o 6 días,
si el tiempo es propicio, la pescadilla aparece bullente, delicada,
casi transparente. Se le lanza al agua para que cada uno se maneje como
pueda. Los resultados son tan buenos que para aumentar el número de la
pescadilla se ha inventado la construcción de un vapor acondicionado
para estación de Piscicultura. Dicho vapor se dirige a las proximidades
de los puntos de pesca; envía sus botes hacia las barcas en que un
empleado experto recoge los huevos y los gérmenes, que son conducidos
a bordo e instalados en aparatos de incubación algunos de los cuales
ocupan un laboratorio especial y otros cuelgan en el agua sobre los
bordes del navío, alternativamente sumergidos y sacados del «radical
húmedo» por medio de una excéntrica. Todo eso ha sido concebido muy
ingeniosamente, funciona a la perfección y a la labor de la comisión se
debe la repoblación gradual que beneficia a los pescadores.

«La alosa no existía en el Pacífico y se pensó que tal vez sería
posible aclimatarla en él. Con transporte de los huevos, de la
pescadilla o de vagones especialmente acondicionados para el transporte
de los huevos, de la pescadilla o de los pescados adultos, éstos
hicieron la travesía de los Estados Unidos en 1871 en número de 12
mil y fueron arrojados a las aguas del río Sacramento. Más tarde se
transportó cerca de un millón de partidas sucesivas. El resultado no
se hizo esperar: dos ó tres años después de la primera siembra se
encontraban alosas adolescentes en el Sacramento, que con el tiempo se
convirtieron en respetables matronas, madres Cigogne por la fecundidad,
como la mayor parte de los pescados, pues es sabido que un solo bacalao
encierra a veces hasta 10 millones de huevos. El medio les convenía a
las mil maravillas. La especie se multiplicó y se extendió. Del mar a
donde bajaba en el otoño remontó a la primavera a casi todos los ríos
de la costa del Pacífico, y en la actualidad desde San Francisco a
Vancouver, la alosa abunda en 3.200 kilómetros de costa. Una prueba
bien sencilla de su abundancia se encuentra en el hecho de que al
principio la alosa valía en California de 6 a 7 francos la libra:
actualmente se vende de 10 a 20 centavos. Esta pesquería produce
cerca de 150 mil francos por año y para establecerla se han gastado
25 mil. Ha sido un buen negocio y una buena acción. Es también un
experimento interesante. Se ve por él que la naturalización aún a
distancias considerables es perfectamente posible y este es un ejemplo
alentador. Podría suceder muy bien que la tentativa de que se trata
tuviera consecuencias imprevistas y no sería sorprendente que la alosa
franqueara la distancia relativamente corta que separa la América del
Asia y se instalara sobre la costa Oriental de la última.»



                                  XI

                               JOHN HAY


El telégrafo ha llevado a todos los ámbitos del orbe civilizado la
noticia de la suspensión de las hostilidades, como un preliminar
del tratado definitivo de paz entre los Estados Unidos y España,
que debe ser ajustado por una comisión mixta de representantes de
ambas naciones, que se reunirán en París, antes de octubre próximo.
Las negociaciones han sido rápidas, merced no tanto al deseo de la
península, como a la energía del embajador francés, M. Cambon, que
actuó como su representante y que explicó claramente al señor Sagasta
la inutilidad de pretender apelar a términos dilatorios. Así, hasta el
fin de esta deplorable cuestión, los políticos españoles han actuado
con una ignorancia incomprensible del carácter de este pueblo y de los
procedimientos de su diplomacia. Al recibir la respuesta del gobierno
de Washington, estableciendo las exigencias de los Estados Unidos
para terminar la campaña, ellos creyeron posible, por medio de notas
y argumentos jurídicos, obtener una modificación de las condiciones
impuestas. La pretensión de España fué considerada como un acto de
mala fe por los _leaders_ americanos, y por un momento todo estuvo
en peligro de malograrse. Felizmente, M. Cambon obtuvo aplazar el
rompimiento de las negociaciones, y el gobierno de Madrid tomó al fin
el camino único que le quedaba, y se sometió sin reserva a la ley del
vencedor.

Si los consejeros de la reina regente hubieran demostrado la misma
sensatez y cordura en su manejo de la cuestión de Cuba, desde
el principio de sus dificultades con la gran república, ¡cuánto
sufrimiento y cuántos sacrificios se habrían evitado! Desgraciadamente,
desde el primer momento reinó entre ambos adversarios un _mal entendu_
completo y permanente. Jamás podrá caber en la cabeza de un americano
que un gobierno que puede vender por una fuerte suma de dinero un
territorio que no está en condiciones de defender, y que infaliblemente
tendrá que perder por la fuerza, se obstine en no realizar una
operación comercial a todas luces ventajosa. Entre el castellano
y el _yankee_ hay un abismo insalvable de ideas, de educación, de
carácter, de instintos y modalidades que han llevado a ambos países a
la crisis terrible que termina con el desastre de España. Si hay algo
incomprensible, sin embargo, en la presente cuestión, es la ignorancia
absoluta de los políticos de la península, sobre el poder efectivo
y los recursos militares de esta nación. ¿Cómo pudieron imaginarse
un solo minuto los estadistas españoles, que estaban en condiciones
de ofrecer a este coloso la más mínima resistencia? Lo único que
disculpa esta ceguedad, es que ella era más general en Europa de lo que
cualquiera imaginaría.

El embajador francés M. Cambon ha sido durante una semana el hombre
más en evidencia en los Estados Unidos. Es un diplomático distinguido,
y sin duda un hombre de suerte. No ha permanecido seis meses en
los Estados Unidos y las circunstancias lo han puesto en el caso
de escribir su nombre al pie del protocolo que termina la campaña
hispanoamericana. Su antecesor, M. Patenôtre, que hace muchos años
estuvo en Buenos Aires como secretario de legación, está hoy en Madrid.
Casado con una americana, su posición aquí era excelente y debe sentir
sin duda su alejamiento de un país que conoce a fondo, y donde pudo
prestar servicios de importancia.

Con la firma del protocolo del día de hoy, el secretario de estado
Mr. Day abandona su cartera para tomar un descanso exigido por su
salud antes de empezar las nuevas tareas que se le han confiado, de
presidente de la comisión americana, destinada a ajustar los términos
del tratado de paz definitivo. El funcionario que sale, posee dotes
de circunspección y de carácter altamente apreciables. Es un hombre
silencioso y frío, de aspecto tímido y delicado. Durante el tiempo
en que Mr. Sherman figuró a la cabeza del departamento de estado, el
verdadero secretario fué Mr. Day. Un ministro extranjero, famoso por
sus _bons mots_, refiriéndose al estado mental de Mr. Sherman, al
mutismo de Mr. Day y a la sordera del segundo subsecretario, Mr. Adee,
decía en aquel tiempo: «Es imposible entenderse con un departamento
compuesto de un hombre que no piensa, un hombre que no habla y un
hombre que no oye». Las condiciones cambiaron pronto. El juez Day ha
estado acompañado por Mr. John B. Moore, internacionalista y profesor
de gran mérito, que también anuncia su intención de retirarse, y en
cuanto al señor Adee, que habla el español y el francés con rara
perfección, sus dotes son tan caballerescas y distinguidas que
solamente como una broma sin importancia puede repetirse el chiste en
que su nombre está envuelto.

Para sustituir al señor Day ha sido designado Mr. John Hay, actual
embajador americano en Londres. Como sucede con muchos hombres
superiores, él es más conocido por lo que menos importancia tiene
en su valiosa obra intelectual. Sully-Prudhomme se subleva ante el
calificativo exclusivista de «autor del _Vase Brisé_». John Hay,
para un buen número de sus compatriotas, no es el autor de la obra
monumental escrita en colaboración con Nicolay, sobre la vida de
Lincoln, ni de las seductoras inspiraciones de los _Wanderlieder_,
sino el cantor popular de _Jim Bludso_ y _Little Breeches_. Por
mi parte, confieso que tal vez no hubiera tenido la curiosidad de
estudiarlo detenidamente, si una circunstancia feliz no hubiera puesto
en mis manos, entre otras muchas producciones, uno de sus libros más
seductores: _Castilian Days_. El brillo del talento penetrante, que se
desprende de cada una de las páginas de aquella obra, la belleza de su
estilo, fluido y elocuente, la seguridad de criterio y delicadeza de
análisis que distingue su trama fina y consistente me bastaron desde el
primer momento para evaluar la importancia del escritor y el peso de
la autoridad legítima de que debe gozar en los centros intelectuales
de su patria. No existen sensaciones más gratas que la de estos
encuentros fortuitos con personalidades eminentes cuya existencia no
se sospechaba. Ellas sólo son posibles para los que estudian un país
con ansia de penetrarlo y comprenderlo, pero al mismo tiempo con esa
deficiencia de información natural del que sólo posee los grandes
rasgos distintivos de su nacionalidad, y esas figuras salientes,
clásicas y consagradas por el didacticismo de la crítica oficial que
se destacan de los manuales de literatura corriente y que, antes de
llegar a los Estados Unidos, se recogen en la obra de Stedman sobre
los poetas de América, y en los compendios de John Nichol y Charles
Richardson sobre literatura americana. Los largos desfiles de nombres
que llenan las páginas de aquellos trabajos están lejos de agotar el
catálogo de los escritores eminentes de esta nación.

Al lado, y codeándose con ellos, existen inteligencias superiores,
críticos penetrantes, oradores elocuentes, poetas delicados que esperan
la hora de la consagración definitiva y que están en el período de la
plena producción. Muchas veces es en ellos donde se encuentran los
elementos típicos del carácter intelectual de una nación. La lectura de
uno de sus versos citados incidentalmente en la página de un crítico,
despierta de pronto nuestro interés, y nos impulsa a procurar sus
obras. El estudio de uno de sus libros nos sugiere una invencible
curiosidad respecto a la vida y las condiciones personales del autor.
Inquirimos entonces los antecedentes y los detalles de su carrera, y el
vínculo intelectual que nos liga con el nuevo espíritu encontrado tiene
toda la seducción y el encanto de esas amistades de ocasión, de esos
lazos sólidos que por circunstancias mínimas se forman a veces en el
ocaso de la vida y que ayudan a hacer más ligero el viaje fatigoso.

John Hay nació en Salem (estado de Indiana), el 8 de octubre de 1838,
y desde los primeros años de su vida se distinguió por sus excelentes
aptitudes literarias. Estudió leyes en Springfield e ingresó al foro
en el estado de Illinois en 1861, interrumpiendo sus labores para
trasladarse a Washington, como secretario del presidente Lincoln, a
quien acompañó hasta el momento de su muerte, con una lealtad que no se
ha desmentido un minuto, y con una consagración que nada ha debilitado.
Durante el tiempo que permaneció a su lado lo acompañó también como
edecán y ayudante. Sirvió más tarde por varios meses bajo las órdenes
del general Hunter y del general Gilmore. Al final de la terrible
guerra de secesión entró en el servicio diplomático, como secretario de
legación y encargado de negocios en París, de 1865 a 67, y estuvo en
la última categoría en Viena, de 1867 a 68. Después fué trasladado a
Madrid como secretario de la misión confiada al general Sickles, de la
cual ha dicho el año pasado Emilio Castelar: «América envió uno de sus
más inquietos, pero también uno de sus más inteligentes y más audaces
políticos, Mr. Sickles. Cuantos desempeñaron la cartera de estado y
la presidencia del consejo y del gobierno, saben que diplomático tan
experto no nos dejó vivir, teniéndonos en un pie, desde el 29 de junio
de 1869 hasta enero de 1874, en que presentó su dimisión. He conocido
pocos estadistas más pertrechados de noticias políticas que Sickles. Al
dedillo sabía los comentarios clásicos de la constitución americana.
Respecto a tradiciones, alegaba todas las imaginables; y cuando a
mano para su litigio no las había, inventábalas con una fertilidad
envidiable de ingenio. Encarecíamos su amistad y presentábamos sus
buenos oficios. Mas luego se decía encargado: primero, de proponer la
independencia cubana; segundo, de imponer a Cuba el rescate a oro de
la unión histórica con España, hipotecando al pago el valor de todas
las propiedades públicas y los rendimientos arancelarios; tercero,
de agenciar una tregua o armisticio entre los beligerantes hasta la
terminación del conflicto.»

El año 1870, John Hay regresó a los Estados Unidos, y entró en la
redacción de _Tribuna_ de Nueva York, siendo más tarde redactor en jefe
de dicho diario, durante la ausencia de Mr. Whitelaw Reid. Durante
la administración del presidente Hayes, fué subsecretario de estado.
Tomó parte activa en muchas de las campañas presidenciales que desde
1876 han agitado a su país. Representó a éste en el congreso Sanitario
Internacional de Washington, de que fué elegido presidente. Luego fué
llevado a Londres, donde, como hemos dicho, desempeñó la embajada de
los Estados Unidos.

El bagaje literario de John Hay no es de los más pesados, si
exceptuamos su colaboración en la prensa, que daría probablemente
materia para muchos volúmenes, y los diez compactos tomos de _Abraham
Lincoln_, la mitad de los cuales, por lo menos, deben haber sido
escritos por él. Se ha dicho hace mucho tiempo que éste es el mejor
modo de llegar a la posteridad. No creemos sea éste el pensamiento
que ha limitado la producción intelectual del autor de los _Días
castellanos_. Nos parece más bien que su sobriedad relativa nace de la
circunstancia que se revela claramente en sus obras de que él no es
un literato «profesional». Las famosas _Pike County Ballads_ son la
_gageure_ humorística de un perfecto hombre de mundo, de un refinado y
de un artista exquisito, que se da el lujo de hacer hablar a sus héroes
en una jerga peculiar, _slang_ del bajo pueblo, dialecto pastoso y
fantástico de los negros americanos que torturan la prosodia y ponen
muecas simiescas en la gimnástica flexibilidad de la pronunciación
inglesa. Ninguna traducción puede dar una idea de la curiosa gracia de
esta poesía. Ella es tan imposible de trasladar a otra lengua como lo
sería verter al inglés o al alemán las décimas gauchescas de nuestro
Estanislao del Campo, o los productos similares de la musa popular
española escritos en el _caló_ gitano que tanto deleitaba a Mérimée. Se
necesita un conocimiento íntimo del idioma, una familiaridad relativa
con la curiosa psicología de la masa popular americana y del alma
primitiva del «hombre de color», para gozar con la belleza peculiar
de las _Baladas del condado de Pike_. Otros escritores de este país
han ensayado algo análogo con un éxito desigual. Bret Harte, quizá por
la mayor amplitud de su producción, ha sido citado como el maestro
del género. Pero, lo que en el autor de las escenas californianas es
un sistema, en John Hay, es un accidente. Y es en esto precisamente
que reside lo picante de la aventura, en este contraste enorme entre
el hombre de letras fino, espiritual, imbuído de arte y habituado a
la atmósfera de los más altos círculos aristocráticos, y el negro
maquinista de una de sus _Baladas_, el generoso y rústico Jim Bludso,
el patrón de la _Bella Pradera_, con manos ennegrecidas por el carbón
y el humo de la hornalla, con «una esposa en Natchez al pie de la
colina y otra en Pike», con su ingenua petulancia y su fondo de nativa
grandeza, empeñado en no dejar vencer en velocidad a su embarcación
y jurando que «si alguna vez la _Bella Pradera_ se incendiaba, él
la mantendría con la proa contra el banco, hasta que la última alma
saliera a la playa»:

  _And if ever the Prairie Belle took fire,--
      A thousand times he swore,
  He’d hold her nozzle agin the bank
      Till the last soul got ashore...._

El cumplimiento de la promesa del héroe anónimo, es el tema de la
balada; lo que es imposible expresar es la ligereza conmovida e
_insouciante_ al mismo tiempo con que el trágico suceso está tratado,
es el íntimo sentimiento que se desprende de sus estrofas ante el
sacrificio de Jim Bludso, víctima de su deber, y cuya «alma subió sola,
envuelta en el humo de la _Bella Pradera_». La simpatía que inspira al
poeta el humilde maquinista, se contagia al lector, y se siente pena
de no poder conocer al bravo negro, mientras en el fondo del corazón
despiertan un eco los últimos versos de la pieza encantadora: «No fué
un santo, pero en el día del Juicio final apostaría en favor de _Jim_,
contra algún piadoso caballero, que no se hubiera dignado cambiar
con él un apretón de mano. Vió su deber, una cosa tan segura como la
muerte; lo cumplió entonces sin vacilar; y Cristo no será demasiado
duro para un hombre que murió para salvar a otros hombres»:

  _He weren’t no saint,--but at jedgment
      I’d run my chance with Jim,
  Longside of some pious gentlemen
      That would not shook hands with him
  He seen his duty, a dead--sure thing,--
      And went for it thar and then;
  And Christ ain’t a going to be too hard
      On a man that died for men._

La misma emoción humana y sencilla, risueña y melancólica al propio
tiempo, se desprende de _Pantaloncillos_ (Little Breeches). Se trata en
esta ocasión de un padre que acude a la ciudad para vender legumbres
y acompañado de su pequeño _Gabe_ «a quien ninguno de los muchachos
de cuatro años del condado supera en hermosura y en fuerza, activo,
brillante y conservador, siempre dispuesto a jurar y a pelear». Su
padre ha querido hacer su educación perfecta «y lo ha enseñado a mascar
tabaco, para conservar la blancura de sus dientes de leche».

  _And I’d larnt him to chaw terbacke:
      Jest to keep his milk-teeth white..._

Little Breeches, a pesar de estas condiciones y de esta precocidad,
se pierde en medio de una tormenta de nieve y su padre lo busca en
vano desesperado y lleno de angustia. Al fin, cuando ya lo considera
muerto por el frío, el famoso _Pantaloncillos_ es hallado debajo de uno
de esos cobertizos donde se refugian los corderos durante la noche,
alegre y calentito, y su primera palabra es para pedir «una mascada».
¿Quién pudo llevarlo allí? se pregunta el padre de Pantaloncitos, y su
ingenua filosofía encuentra inmediatamente la solución del problema:
«Los ángeles. Nunca pudo haber marchado en medio de esa tormenta, si
ellos no lo hubieran acarreado y conducido hasta el punto en que se
encontraba sano y caliente. Y pienso que salvar a un muchachito de esa
manera, es un negocio mejor que estar haraganeando alrededor del Santo
Trono»:

  _¿How did he git thar? Angels.
      He could never have walked in that storm.
  They jest scooped down and toted him
      To whar it was safe and warm.
  And I think that saving a little child
      And fotching him to his own,
  Is a derned sight better business
      Than loafing around the Throne._

Las observaciones del sargento Tilmon delante de un comité de la punta
de Spunky, y que relata la acción heroica de _Banty Tim_, son aún más
difíciles de saborear para un paladar extranjero y lo mismo sucede con
el episodio del bizarro _Golier_, que cubre con su cuerpo el de un niño
y le sirve de escudo, recibiendo las balas que podían haber cortado el
hilo de aquella frágil existencia:

  _Said he, «When they fired, I kivered the kid.--
      Although I am’t pretty I’m middlin’ broad;
  ¡And look! he ant’t fazed by arrow nor ball,--
  ¡Tank God! my own carcase stopped them hall.»
  Then we seen his eye glaze, and his lower jaw fall--
      And he carried his thanks to God._

Pero no está de más repetirlo: la mención descarnada de los argumentos
de estas canciones no da siquiera un pálido reflejo de su gracia, de su
originalidad, de la perfección de sus versos repletos de _humour_ y de
color local. Ninguna crítica puede definir y reproducir estos matices,
a menos de comentar y explicar largamente, palabra por palabra, cada
una de estas curiosas producciones. Pero al leerlas se comprende la
justicia de la popularidad de que gozan y los elogios que su sola
mención provoca en cualquier grupo literario.

Ningún contraste más marcado que el que existe entre las cinco _Baladas
del Condado de Pike_, y el resto de los _Poems_ de John Hay. Las
peculiaridades de su estilo le dan un puesto aparte en la literatura
poética de su patria. Los temas que busca, el modo de tratarlos, su
preocupación de asuntos políticos de actualidad, el cosmopolitismo de
sus ideas, y de sus conocimientos literarios son otros tantos rasgos
que definen sus personalidad y caracterizan su talento. Al final del
volumen se encuentran algunas bellas traducciones de Henry Heine; y la
predilección que John Hay muestra por este poeta arroja una nueva luz
sobre su modalidad intelectual. Hay en muchas de sus composiciones,
en efecto, algo que recuerda la manera alternativamente humorística y
melancólica del autor del _Reisebilder_, una emoción contenida que se
disfraza en una sonrisa burlona, un fino sentimiento de la ironía y
un amor a la libertad que se manifiesta, por ejemplo, en _La esfinge
de las Tullerías_ o en la _Aurora en la plaza de la Concordia_. El
poeta alemán reclamaba como su mejor título a la gloria, el haber sido
«un bravo soldado en la guerra libertadora de la humanidad». Creo
que algo semejante puede decirse del distinguido autor americano,
del secretario de Lincoln, aquel protector de los humildes y los
esclavos, enemigo de todos los despotismos y de todos los lazos que
traban la independencia moral y política de las naciones. Recorramos
ligeramente la poesía últimamente citada. Es en el año 1865 y el poeta
se encuentra al despuntar el alba en los Campos Elíseos. Los últimos
girones de las sombras nocturnas cuelgan sus crespones en el techo de
las Tullerías, y cubren con una nube vaporosa la espiral del obelisco
de Luxor. A las dudosas claridades del alba «con sus crines de mármol
encendidas, se encabritan los blancos caballos de Marly». La plaza
de la Concordia «descansa en el silencio de la muerte debajo de los
cielos cenicientos». La leyenda del pasado se presenta a sus ojos en
una evocación solemne. «Ve la mística llanura en que el ejército de
espectros sacrificados en la larga vida de guerra del emperador marchan
con pasos sin resonancia al sonido de trompetas cuya voz ha muerto.
Su jefe espectral todavía los encabeza--el relámpago de ultratumba de
su acero, como un cometa, brilla distante a través de la bruma, y la
hueste silenciosa corre, invisible a los ojos del gendarme, a lo largo
de la ancha vía obscura y misteriosa donde tronó el ejército de Italia
cruzando al marchar por el grande y pálido Arco de la Estrella»:

  _I see the mistic plain
  Where the army of spectres slain
  In the Emperor’s life-long war
  March on with unsounding tread
  To trumpets whose voice is dead.
  Their spectral chief still leads them.
  The ghostly flash of his sword
  Like a comet through mist shines far.
  And the noiseless host is poured,
  For the gendarme never heeds them.
  Up the long dim road where thundered
  The army of Italy onward
  Through the great pale Arch of the Star._

La legión solemne se desvanece, para dar lugar a otro grupo de sombras
que desfilan y llenan el aire haciéndose más obscuras mientras el
día invade el silencio de la plaza. «Hay una que parece un rey,
y se diría que la forma aurea de una corona todavía sombreara su
cabello emblanquecido en la prisión; puedo oir el pesado sonido de la
guillotina, como su nota regicida resonó aquí, cuando aquél entregó su
vida cansada y creció valiente en su última desesperación. Y una mujer
hermosa y frágil que llora al dejar un mundo de amor, de alegría y de
pecado para ser violentamente arrojada al vasto desconocido (¡ay! ¡su
vida profana era tan dulce con reyes a sus pequeños y blancos pies!).
Y otra verdadera reina en toda su persona, reina en la vida y en la
muerte, cuya sangre bautizó la plaza en los días de la locura y del
terror,--y cuya sombra jamás ha tenido igual en su doble don de gracia
y majestad». El enjambre de los asesinos, de los sacrificadores, que
fueron a su turno sacrificados, repugna a la conciencia noble y varonil
del poeta. En las manos de la libertad él ve las manchas indelebles que
mostraba Macbeth, la sangre de aquel rey y de aquella reina mezclada
a la de tantos valientes anónimos y generosos que clama al cielo con
mayor justicia que la de los grandes de la tierra. ¿De qué ha servido
tanto sacrificio y tanto dolor? se pregunta con angustia. «Cuando la
Libertad, con los ojos resplandecientes, se mostraba contenta a través
del dolor de su alumbramiento, ¿qué madre hubiera conocido que su dolor
y su esfuerzo iban a ser vanos? Un amable servidor sonreía cuando ella
le confió el cuidado de su hijo: ¿conoció acaso que pensaba ahogar al
niño cuando descansara adormecido en sus brazos?».

  _As Freedom with eyes aglow
  Smiled glad through her childbirth pain,
  How was the mother to know
  That her woe and travail were vain?
  A smirking servant smiled
  When she gave him her child to keep.
  Did she know he would strangle the child
  As it lay in his arms asleep?_

La tristeza de los tiempos no nubla la esperanza del porvenir y del
triunfo inevitable de la buena doctrina: «Y cuando en la buena hora
de Dios, llegue el tiempo de los bravos y los sinceros, la Libertad
se levantará de nuevo con una llamarada en sus temibles ojos, que
fulminará a este asaltante del poder, como el sol seca al rocío. Que
esta plaza resuene con la voz del alegre pueblo triunfante, y los
cielos se regocijen con el repique de los bronces que saluden con
júbilo ruidoso desde lo alto de cada campanario, el anuncio de la
venida de los tiempos mejores. Que los primeros resplandores de la
Libertad que despierta esparzan sus rayos a lo lejos, como el día que
está rompiendo en el grande y pálido Arco de la Estrella, y vuelen a
través de la gran ciudad, mientras tocan las campanas de la alegría
turbulenta, para coronar la Gloria que brota de la Columna de Julio».

  _And when in God’s good hour
  Comes the time of the brave and true,
  Freedom again shall rise
  With a blaze in her awful eyes
  That shall wither this robber-power
  As the sun now dries the dew.
  This Place shall roar with the voice
  Of the glad triunfant people,
  And the heavens be gay with the chimes
  Ringing with jubilant noise
  From every clamorous steeple
  The coming of better times.
  And the dawn of Freedom waking
  Shall fling its splendors far
  Like the day which now is breaking
  On the great pale Arch of the Star,
  And back o’er the tonn shall fly,
  While the joy-bells wild are ringing
  To crown the Glory springing
  From the Colum of July._

Esta nota social y humanitaria se repite varias veces en el volumen de
los poemas. Hemos mencionado _La esfinge de las Tullerías_, destinada
a predecir el advenimiento de un Pueblo-Edipo que destruya el poder de
la fiera dinástica. En la _Oración de los romanos_ resalta el mismo
voto en favor de la libertad vencedora al fin del báculo y la corona.
Cuando la visión de una humanidad mejor no exalta la imaginación del
poeta e inspira himnos triunfales a su musa, él hace oir la elegía
dolorosa que llora la decadencia de una nación y su sometimiento al
yugo extranjero. Es necesario recorrer en el original inglés _La
rendición de España_, para ver hasta qué punto es en él elocuente la
expresión de estos sentimientos que ¡ay! tienen hoy una actualidad
dolorosa y palpitante. «Tierra del indomable Pelayo; tierra del Cid
Campeador!--¡madre de hombres ceñida por el mar! ¡España! nombre de
gloria y poder;--cuna de emperadores que han apresado el mundo, tumba
del descuidado invasor,--¡cómo has caído, España mía! ¡cómo te has
hundido en esta funesta hora! En otros tiempos tus magnánimos hijos
pisaban victoriosos los pórticos del Asia;--en otro tiempo las olas del
Pacífico se encrespaban gozosas para mirar tus banderas,--por tí fué
que Trajano condujo las águilas de la batalla a Dacia;--por tí fué que
Cortés plantó tu estandarte en los confines del mar.--¿Has olvidado
esos días iluminados de gloria y honor,--en que las lejanas islas del
mar se estremecieron bajo la pisada de Castilla?--¿en que cada tierra
bajo los cielos estaba cubierta por la sombra de tus pendones? ¿en
que cada rayo del sol fulguraba en tu conquistador acero?--Entonces,
a través de rojos campos de matanza, a través de muerte, desastres y
derrotas,--todavía flameaba enhiesta tu bandera hecha girones, pero
sin mancha,--y ahora al advenedizo Saboya te encorvas para pedir un
amo. ¡Cómo la roja llama de su vergüenza mancha la altiva belleza de
España! ¿Acaso se ha enfriado la enardecida sangre que hervía en el
Genil y en el Darro? ¿No son ya cantados a los hijos los altos hechos
de sus mayores? ¿En las sombrías colinas del norte no has oído hablar
de ningún labriego Pizarro? ¿No vaga ningún porquero Cortés oculto por
las silvestres orillas del Tajo? ¿Otra vez debe Hispania inclinarse
bajo el yugo de un extranjero? No, ella se erguirá de nuevo arrojando
sus grillos al mar. ¡Pequeño príncipe del Piamonte! inconsciente te
has desposado con la duda y con el peligro, Rey de hombres que han
aprendido todo lo que cuesta ser libres.»

Al lado de estos acentos vibrantes que resuenan como un toque de
clarín, los _Poemas_ de John Hay contienen numerosas composiciones
cortas, verdaderos _lieders_ a la manera de Heine y de Goethe, por la
artística belleza de su forma, tanto como por el sentimiento profundo
que las inspira. La índole tan peculiar de la lengua inglesa hace
sumamente difícil traducir en verso cualquiera de esas piezas delicadas
y elegantes. Su concisión terrible, el vigor de sus expresiones, la
exactitud de sus términos, desafían todo esfuerzo y hacen la empresa
casi insuperable. La única manera de dar una pálida idea de ellas,
algo semejante a lo que el gran poeta alemán llamaba _du clair de lune
empaillé_, es tal vez apelar a nuestra fácil rima asonante en los
octosílabos, para trasladar la medida de la séptima forma del verso
_yámbico_ inglés. Si alguien desea intentarlo, le recomendamos que lo
haga con la balada titulada _Ernst of Edelsheim_.

La influencia germánica que se nota en ella persiste en muchos de los
_lieders_ que llenan una de las secciones del libro _New and Old_. Y
aplicamos de nuevo este nombre a ese género de poesía, porque creemos
que ningún otro conviene mejor a estos cantos de dimensiones reducidas,
en que la idea se cristaliza en una forma diáfana y transparente que
concentra la emoción y la espiritualiza. ¿No os parece oír el eco
lejano de esos delicados suspiros poéticos de la musa alemana, al
leer poesías como la siguiente? «Cuando las violetas brotaban y la
claridad del sol llenaba el día, y las aves gozosas cantaban himnos al
mes de mayo,--una palabra que llegó a mi oído obscureció la belleza
de la escena y en mi corazón era invierno, aunque los árboles estaban
verdes. Ahora las ráfagas del vendaval arrebatan las hojas muertas,
amarillentas y secas; las selvas lamentan la agonía del año; me llega
una palabra que ilumina con éxtasis el espacio, y en mi corazón es
verano, aunque los árboles estén marchitos y desnudos.» Sin duda, no
hay en esta dulce canción, ningún arrebato lírico, ninguno de esos
grandes pensamientos que, en un relámpago genial, hacen penetrar sus
rayos hasta el fondo de las simas más obscuras. Pero la ingenua dulzura
de su ritmo, la sencillez tierna y melancólica de sus versos, dan a
esta clase de inspiraciones un encanto seductor, y es tal vez en ellas
donde se encuentra esa gota del néctar divino de la verdadera poesía,
que brota desde el fondo del alma y fluye sin esfuerzo como el agua de
un manantial cristalino.

Es necesario no tomar desde luego por rasgos definitivos y permanentes
lo que sólo son detalles pasajeros en la obra poética de John Hay.
Lo que predomina en ella, sobre todo, y lo que la caracteriza mejor,
es la variedad de los tonos de su paleta y de las notas de su lira.
Así, incurriría en un craso error el que juzgando sólo por _Ernst of
Edelsheim_ o el _lieder_ a que acabo de referirme, englobara a su autor
en el número de los imitadores más o menos felices de Goethe o Heine
que existen en la literatura actual de todas las naciones. La verdad
es que donde quiera que se abra el volumen de los _Poemas_ resalta
un cuadro original, una inspiración personal, el eco de una suave
sinfonía. Y al pasar de un poema a otro, admira esa condición que un
crítico francés llama la _permeabilidad_ del talento, don del artista
de organización sensible, apto para trasladarse con el pensamiento
a todas las regiones y a todas las épocas, y multiplicar su alma en
_avatares_ sucesivos.

Hemos hablado del cosmopolitismo de las inspiraciones de John Hay y
en las pocas poesías citadas hemos dado, sin pensarlo, un ejemplo
palpable de esta condición. Hemos visto, en efecto, cómo este ciudadano
eminente de la gran república que marcha hoy a la cabeza de los más
viejos pueblos de la tierra, ha pensado como un francés meditando en
la Plaza de la Concordia y refiriéndose a la esfinge de las Tullerías,
como un español sublevándose ante la dominación de Amadeo, como un
italiano cantando el advenimiento de la nueva Roma. Su amplia simpatía
liberal y humana, comprende todas las causas nobles y las apoya sin
esfuerzo. Y como si esto no satisficiera su sed insaciable de emociones
diversas y de espectáculos nuevos, también ha cultivado el exotismo, de
que es un espécimen curioso el poema titulado _Sueño de bric-à-brac_.
La escena de esta graciosa fantasía se desarrolla en la patria de
Mme. Chrisanthème, en el pintoresco Niphom, donde el poeta se imagina
«viajando entre campos de te, reclinado en su _jinrikisha_, y viendo
a través de las ondulosas llanuras levantarse y perderse entre los
cielos azules el alto cono del señorial Fusi-yama». Al fin ordena a
los portadores que se detengan delante de lo que parecía un almacén de
porcelana y penetra en él. «Una medrosa alegría, semejante a la de un
dulce pecado, atravesó mi pecho mientras observaba todo sorprendido,
transportado y maravillado. Porque toda la casa estaba compuesta de un
solo cuarto y en una transparente y agradable opacidad, llena de esos
aromas extraños y fuertes que pertenecen al maravilloso Oriente, ví,
arriba, alrededor, debajo, un espectáculo capaz de inflamar el corazón
ardiente, y colmar el alma más ansiosa,--una infinita riqueza de
bric-à-brac». Todo el que tiene algo de artista, comprende el encanto
del poeta ante aquellas estatuas de bronce viejas y raras, formadas con
destreza insuperable, con trajes que ondulaban en el aire, henchidas
por la eterna voluntad del arte; y delicados _netsukes_ de marfil, más
ricos en tono que el queso de Cheddar, de santos y de ermitaños, de
gatos y perros, torvos y disformes guerreros y estáticos batracios. Y
sigue así el catálogo brillante, fantástico de las riquezas acumuladas
en aquel recinto, dos páginas de exuberante colorido, cuya fraseología
exótica recuerda algunos capítulos de la descripción que de su casa
hicieron los Goncourt, y cuya riqueza descriptiva emula la del Gautier
de _Albertus_ al pintar el antro de Verónica. Sólo que en este cuadro
japonés las tintas son más dulces y risueñas, los colores más claros,
las imágenes más seductoras, y en vez de la vieja bruja, hermana de
Meg y de Circé, en el fondo de la tela aparece una delicada figurita
de _geisha_, infantil y pequeña, que parece resumir toda la belleza
del lugar, tan llena se mostraba de gracia oriental, desde sus
oblicuos ojos y rostro bruñido, hasta sus pequeños pies bronceados y
dorados. «Era una muchacha del viejo Japón; su diminuta mano sostenía
un abanico dorado, que esparcía fragancia por todo el cuarto; sus
mejillas ostentaban la pálida frescura de los pimpollos; en sus ojos
obscuros brillaba un lánguido fuego, y sus labios rojos respiraban un
vago deseo; sus dientes, de perla inmaculada, dulcemente proclamaban
su estado de doncella. Su traje estaba tieso con el oro bordado, sus
misteriosos pliegues se enroscaban alrededor del cuerpo sin permitir
sospechar en dónde sus exquisitas formas abrigadas, podían reposar
perfectamente escondidas, semejante a una perla encerrada en una concha
demasiado grande. ¡Era tan acicalada, tan pequeña, tan suave, que se
hubiera dicho que algún dios jocoso, con un festivo gesto, hubiera
tomado una larga y flexible muchacha y hecho con ella un gracioso nudo.
Traté de hablar y encontré ¡oh felicidad! que no necesitaba intérprete;
conocía suficiente japonés para besar--no tenía otro pensamiento sino
éste; y ella con sonrisa y sonrojo divino pareció propicia a mi
balbuceante plegaria; mi pensamiento era suyo, el de ella era mío en
la suave lógica de mi sueño. Mis brazos colgaban alrededor de su talle
sutil, cuya forma trazaban a través del oro y la seda, y alegre cual
la lluvia que sigue la sequía, besé y besé sus brillantes labios de
carmín.»

  _So quaint, so short, so lissome, she,
  It seemed as if it well might be
  Some jocose god, with sportive whirl.
  Had taken up a long lithe girl
  And tied a graceful knot in her.
  I tried to speak, and found, oh, bliss
  I needed no interpreter:
  I knew the Japanese for kiss,--
  I had no other thought but this:
  And she, with smile and blush divine,
  Kind to my stammering prayer did seem,
  My thought was hers, and hers was mine,
  In the swift logic of my dream.
  My arms clung round her slender waist,
  Through gold and silk the form I traced,
  And glad as rain that follows drouth,
  I kissed and kissed her bright red mouth._

Todos estos brillantes arabescos, estos juegos malabares de la rima
y del pensamiento, no muestran sino una de las formas más fugitivas
de la poesía de John Hay. Para penetrar hasta el fondo del alma y
del sentimiento de este autor es necesario leer varias veces las
poesías de argumento místico que contiene el volumen de los _Poemas_.
Es en ellas donde aparece de cuerpo entero el hombre de su raza, y
de su pueblo, el filósofo y el moralista cristiano, imbuído en ese
profundo espíritu de religiosidad que es el distintivo más marcado
de la civilización a que pertenece. La unción de esos cantos que se
llaman _Mount Tabor_, _Religion and Doctrine_, _Sinai and Calvary_,
_Israel Guy of the Temple_, etc., es la manifestación más franca del
talento simpático que se muestra en todas las páginas de los _Poemas_.
En ellos todo es solemne y elevado, todo tiene la pureza de la palabra
evangélica que ilumina el corazón y lo redime. Al abordar estos temas,
parece que la misma forma del verso se purifica y depura. Las baladas
populares con su _slang_ humorístico y sus proezas de negros se olvidan
por completo; las _chinoiseries_ curiosas y las leyendas germánicas
desaparecen para dar lugar al acento de la verdadera inspiración que
dilata en el verso sus vibraciones sonoras corno resuenan bajo las
bóvedas de un templo las notas del órgano majestuoso.

_Castilian Days_ es un libro de juventud, de impresiones vibrantes,
de cuadros rápidos trazados con empuje entusiasta y ardorosa
independencia, de fallos y condenaciones apasionadas, mezclados
con elogios justicieros y algunas veces exagerados. Su autor, al
publicarlo muchos años después de escrito, se vió ante la disyuntiva
de rehacerlo de nuevo o dejarlo intacto en su forma primitiva, y optó
con acierto por el segundo término del dilema. El conjunto de ese
curioso panorama en que desfilan las costumbres, la política, el arte,
la historia contemporánea y el recuerdo persistente del pasado, es
excelente e interesante. Las páginas de la obra palpitan, sacudidas
por una ráfaga de inspiración que no decae. Las agitaciones de los
acontecimientos de aquellos días revolucionarios, que preceden y siguen
el efímero reinado de Amadeo y a la frágil república de retóricos
encabezada por Castelar, trasmiten a los _Días Castellanos_ un carácter
de actualidad palpitante y le dan una importancia histórica que aumenta
y hace resaltar la belleza literaria. Porque es necesario decirlo
claramente: este libro es uno de los más interesantes que ha inspirado
la tierra legendaria y seductora, amada de los artistas y de los
poetas, que vió nacer a Cervantes, y cuya historia ha llenado el mundo
con el prestigio de su grandeza y el brillo de sus hazañas. No pocos
de los episodios que relata el autor, y que en su tiempo conmovieron
al mundo entero, hoy tienen una poderosa seducción retrospectiva en
su dramática sencillez. Tal sucede con el famoso duelo del duque
de Montpensier y el príncipe Enrique de Borbón, de resonancia tan
universal y de resultados tan trágicos y que está narrado en los _Días
Castellanos_ con un arte admirable que despierta la emoción del lector
y la mantiene en una tensión incesante. La rápida sucesión de los
acontecimientos de nuestra época envuelve aquel suceso en las brumas
de un pasado ya muy distante. La transformación que, a partir del año
70, ha experimentado la Europa, hace que las luchas de aquellos días
nos parezcan más lejanas de lo que en realidad lo están por el cómputo
del tiempo. El adversario feliz en el desgraciado encuentro, después
de una larga vida de retiro y soledad, descansa también en el eterno
sueño. Y al recorrer hoy la crónica narrada por el señor Hay, de los
antecedentes y de los detalles de aquel combate singular que por sus
proporciones y por sus circunstancias se diría una página arrancada
de la historia medieval, se desprende un sentimiento de melancólica
filosofía ante la fugacidad de las pasiones y de los odios sangrientos,
que pasan y se desvanecen con el tiempo, y la eterna verdad que nos
enseña la infinita vanidad de todas las ambiciones y lo efímero de las
glorias y los triunfos de la tierra.

_Castilian Days_ no es tan sólo un libro hermoso, sino también un libro
original. Pocas naciones como España han tenido el privilegio, no diré
si feliz o desgraciado, de tentar la pluma de los escritores amantes
de lo pintoresco y del color local. Es difícil, por eso, al ocuparse
nuevamente de la descripción de sus costumbres y sus monumentos, no
repetir algo de lo que otros han dicho con mayor o menor elegancia y
exactitud. Así, a pesar del indudable talento descriptivo de D’Amicis,
su _Spagna_ trae involuntariamente a la memoria, a cada instante, esa
maravilla de estilo que Gautier llamó _Tras los montes_ y que como
todas las obras del mismo género de su autor, es un libro difícil de
superar. Gautier y D’Amicis, por otra parte, son talentos de la misma
índole, de la misma escuela y de la misma sangre: Las originalidades de
la tierra del Cid, lo realmente característico de las modalidades del
carácter castellano, no puede ser apercibido en sus matices más finos,
en sus gradaciones más ínfimas por un escritor de la raza y de la
escuela de aquéllos. Hay todo un orden de sentimientos y de sensaciones
que, naturales en mayor o menor grado a todos los hombres de nuestra
sangre, despiertan profundamente el interés de un descendiente de
anglosajón. Las ceremonias del culto católico, tan curiosas en España,
por ejemplo, tan llenas de colorido y tan dignas de llamar la atención
del filósofo y del artista, no pueden herir el espíritu de un italiano
o de un francés con la misma violencia que el de un alemán o un
norteamericano. Y esta misma observación se aplica a todo un orden
de ideas que se relaciona con la política, con la literatura, con el
arte. Así, el duelo de los Borbones, descripto por un D’Amicis o un
Dumas, daría lugar a un cuadro palpitante de realidad y de vigor,
notable sobre todo por su faz plástica y pictórica. Bajo la pluma del
señor Hay, él adquiere proyecciones considerables y de su narración
se desprende un sentimiento nuevo que no hubiera tenido cabida ni
ocasión de manifestarse en la obra de un escritor menos preocupado por
su origen y sus sentimientos religiosos, de la lección moral a que
se presta el encarnizamiento sanguinario de aquel combate. Leed la
página siguiente relativa al Corpus Christi y veréis resaltar la forma
especial en que en esta obra interesante, se mezcla la descripción y el
comentario de las escenas que hieren la imaginación del autor. «El gran
día de fiesta de la iglesia durante el año, es el de Corpus Christi.
En este día la hostia es conducida, en solemne procesión, a través
de las calles principales, acompañada por los altos funcionarios del
estado, por varios batallones de cada arma del ejército, en uniforme de
gala, y un vasto séquito de eclesiásticos en las más suntuosas estolas
y casullas que contiene su grandeza. Las ventanas, a lo largo de la
línea de marcha, están alegremente decoradas con estandartes y tapices.
El trabajo se suspende en absoluto y la población entera se viste
de fiesta. La Puerta del Sol,--que en esta estación fulgura con luz
deslumbrante,--rebosa de pacientes madrileños cubiertos con sus mejores
trajes, las doncellas de mejillas morenas con sedas flotantes como en
un salón de baile y sin protección contra el cielo ardiente a no ser el
abanico, que sostienen con sus manos sin guantes. Como todo es tardío
en esa bendita tierra, hay dos o tres horas de charla callejera, antes
que la sagrada presencia se anuncie por el sonido de campanillas de
plata. Mientras la soberbia estructura de filigrana de oro adelanta,
un movimiento de reverente homenaje vibra a través de la multitud.
Olvidados de las sedas y de los bordados y de la conversación, todos
caen de rodillas en una masa colorida, e inclinando sus cabezas y
golpeándose el pecho, murmuran sus mecánicas plegarias. Hay pensadores
que dicen que estas exhibiciones son necesarias; que la mente latina
necesita ver con ojos absortos las cosas que reverencia, so pena de
que el objeto adorado se marchite en su corazón. Si no existieran
catedrales y misas, dicen, no existiría religión; si no hubiera rey,
no habría ley. Pero no podemos aceptar con demasiada prisa esta teoría
etnológica de la necesidad que rechazaría todos los principios del
progreso y del bien positivo y condenaría a la mitad del género humano
a niñez perpetua».

John Hay es un hombre de gran fortuna y personalmente un caballero
de prendas distinguidas y de trato muy agradable. Su residencia en
Washington es una de las más espléndidas y elegantes de la capital,
edificada en estilo romanesco, con un amplio _hall_ ricamente
amueblado, un hermoso comedor en que durante su permanencia en la
ciudad se dan espléndidas fiestas semanales y una biblioteca magnífica
tapizada de obras de arte. Mr. Hay tiene ahora 60 años y es en todos
respectos uno de los tipos representativos más interesantes de esta
democracia pujante y dominadora.



                                  XII

                           «AMERICAN IDEALS»


La terminación de las hostilidades con España pone a los hombres
públicos de esta nación en el caso de encarar los problemas de la
guerra. A la verdad, ellos son complejos y numerosos; pero nadie
los contempla con desconfianza, sabiendo que después de todo, serán
resueltos de una manera _tranchante_ y de conformidad con los intereses
de la gran república. A medida que pasan los días y que van llegando
informes del campo de las operaciones militares, salen al mismo tiempo
a lucir muchos detalles que no parecen calculados para mantener el
prestigio administrativo de este país. Sin duda, las críticas son
todavía veladas y reticentes, porque entre las virtudes americanas
figura más de lo que se cree, una que desgraciadamente no poseen los
argentinos y que forma en cambio uno de los rasgos más característicos
de la modalidad de nuestros amigos los chilenos. Me refiero a esa
cordura nacional, a ese excesivo pudor patriótico que trata de ocultar
hasta donde es posible todas las faltas al extranjero. De esta manera
se mantiene más fácilmente el prestigio exterior que proclamando _urbi
et orbe_ los defectos y vicios del propio temperamento, exagerando
las faltas y deficiencias más pequeñas e ilustrando con deplorable
sagacidad todas las debilidades y defectos de la raza.

No obstante esa prudente práctica americana, la prensa, aun de tintes
menos amarillos, tiene tal potencia inquisitiva en este país, que poco
a poco veremos salir a luz detalles inesperados de la campaña. Por lo
pronto, es un hecho ya conocido y admitido públicamente que el servicio
de transportes del ejército ha sido deficiente, que el servicio de
sanidad no le ha ido en zaga, que lo que aquí se llama «comisariado»,
se ha mostrado de una incompetencia digna de nuestras repúblicas. Los
oficiales y soldados, enfrente de Santiago, han pasado las mayores
penurias, mientras a pocas millas de distancia se amontonaban montañas
de suplementos y provisiones, sólo por falta de orden y de organización
adecuada.

Pero, en fin, todo esto pertenece al pasado, constituye ya la historia
de esta campaña, que será seguramente escrita muy pronto y puesta a
luz plena en todos sus detalles y complicaciones; lo que nos interesa
por el momento. es el futuro de esta gran nación y ese es el problema
que hoy preocupa principalmente a sus personajes dirigentes. Las
deficiencias señaladas podrían tener importancia en uno de esos países
que conocemos demasiado bien y en el que el mal no produce la reacción
inmediata que lo corrige y lo evita para el futuro. Aquí podemos estar
tranquilos. Si el comisariado ha mostrado defectos de organización,
ellos serán salvados al instante. Cada cual recibirá su merecido y
las lecciones del presente no caerán en saco roto. ¡Quién pudiera
decir lo mismo de nuestras pobres repúblicas latinas, tan españolas
todavía, en el sentido doloroso de desorden y de incuria que ha puesto
nuevamente de manifiesto la palabra, envidiables nidos de politiqueros
que nada aprenden y de generales que se preparan por la guerra civil
y la aventura política a la defensa de la bandera, generales que se
sublevan y pelean en las calles como ese Esteban del Uruguay, de que
hace pocas semanas habló el telégrafo, o coroneles no menos _guapos_
como ese Morales de Guatemala que acaba de morir como un perro rabioso,
acorralado en el fondo de una cueva, donde se había guarecido después
del desbande y derrota de sus genízaros libertadores.

¿Será entre tanto exacto, como lo pretende Mr. Books Adams, en el
_Forum_, que la guerra española-americana constituye un eslabón en una
larga cadena de acontecimientos, que una vez completa representará una
de esas memorables revoluciones en que las civilizaciones pasan de
una vieja a una nueva forma de equilibrio? ¿Será verdad que así como
Waterloo señaló el fin de un régimen histórico, la campaña actual marca
el principio de una evolución igualmente importante? ¿Deberemos creer
con el mencionado escritor, que así como en 1760 Holanda contenía el
centro económico del mundo civilizado, así como ese centro se movió
hacia 1815 al noroeste de la boca del Támesis, las consecuencias de la
última guerra y la coalición anglosajona que parece su consecuencia
inmediata, lo dislocarán más hacia el occidente, y la «sociedad humana
será absolutamente dominada por una vasta combinación de pueblos, cuya
ala derecha descansará en las islas Británicas, cuya ala izquierda se
cernirá sobre las provincias centrales de la China, cuyo centro se
acercará al Pacífico, y que circundará al océano Indico como si fuera
un lago, a la manera que los romanos circundaron el Mediterráneo?».

Ese sueño de supremacía y dominio universal, de hegemonía política y
económica deslumbra hoy a una gran parte de los hombres intelectuales
de este país. Un grupo de ellos, de todos los partidos, encabezados por
la Federación Cívica de Chicago, acaba de asistir a la conferencia
de Saratoga, convocada para responder a esta pregunta: ¿cuál debe ser
la futura política exterior de este país? Ningún momento más propicio
para estudiar este tema. Hace seis meses nadie hubiera pensado que la
gran república se vería inclinada a apartarse de las tradiciones de los
padres, que aconsejaron no estrechar alianzas aventuradas y mantenerse
fuera de las contiendas del viejo continente. Ahora, una gran parte
de la opinión aconseja abandonar de una vez por todas el sistema del
aislamiento histórico y tomar un puesto prominente en el concierto de
las naciones que dominan el mundo. Las deliberaciones de la conferencia
han durado varios días y los miembros de la asamblea, antes de
separarse, han adoptado por unanimidad una serie de declaraciones que,
sin pronunciarse abiertamente por la retención de todas las colonias
españolas, aconseja que no se abandone a los pueblos redimidos y que
éstos se deben considerar como los «pupilos» (_wards_) del poderoso
tutor americano. Los argumentos en contra del imperialismo romano o
inglés que apasiona a tantos espíritus, no han escaseado, sin embargo,
ni han carecido de fuerza y de elocuencia. Entre éstos, los más
notables sin discusión, han sido desarrollados en un discurso de Carl
Schurtz.

El conocido publicista germanoamericano, examina la cuestión de la
anexión definitiva de las islas tomadas a la España bajo el aspecto
moral, bajo la política institucional y bajo el de los intereses
comerciales. Sobre el primer punto, Carl Schurtz recuerda que el
presidente en su mensaje de diciembre último, estampó esta frase:
«No hablo de la anexión por la fuerza, porque no puede pensarse en
esto. Ella, ante nuestro código de moralidad, sería una agresión
criminal». Más lejos insiste que la guerra con España, por resolución
del congreso de abril 19, fué iniciada con el objeto de «hacer al
pueblo de Cuba libre e independiente» y que movido de ese interés,
el presidente pidió el retiro de las fuerzas españolas de Cuba,
habiendo sido autorizado por las cámaras para usar las fuerzas de
mar y tierra «hasta el punto que sea necesario, para llevar a efecto
estas resoluciones», o sea sólo para libertar a Cuba. «Esta resolución
fué adoptada para justificar nuestra guerra con España ante la
opinión pública del género humano. Todo el mundo debía entender que
solamente el sentimiento del deber ponía las armas en nuestras manos;
que estábamos impulsados por un alto propósito de noble desinterés;
que éste iba a ser una guerra de liberación y de humanidad, no de
conquista y de propio engrandecimiento. Proclamamos esto altamente. Al
proclamarlo pedimos al mundo que creyera nuestra palabra. Es evidente
que si esta proclamación debe interpretarse en el sentido que,
mientras no anexemos a Cuba, podemos anexar cualquier otro territorio
que se cruce en nuestro camino, ella hubiera sido recibida con ironía
y desprecio general. Nuestro propio pueblo hubiera protestado con
indignación contra la burla, y cuando algunos periódicos extranjeros
nos acusaron de hipocresía y predijeron que esta guerra de liberación y
de humanidad terminaría en un plan de asalto territorial, nos ofendimos
profundamente y rechazamos en alta voz la vil imputación. Puedo ser
anticuado, pero creo todavía que una nación, como un individuo, está
obligada por el honor a mantener su palabra; que ella no puede ni
preservar su respeto propio ni salvar los principios de la moralidad
entre su propio pueblo, ni la estimación y confianza del género
humano--a menos que sea fiel a su palabra, y que el mantenimiento de
la perfecta buena fe acabará por ser finalmente la mejor inversión de
fondos--que la honradez es siempre y seguirá siendo la mejor política.
Y ahora pregunto a los abogados de la anexión entre nosotros, si esta
república, bajo cualquier pretexto, anexa cualquiera de las posesiones
españolas,--¿no convierte acaso esta guerra solemnemente proclamada de
liberación y de humanidad, en una guerra de engrandecimiento propio?
Les pregunto ¿quién nos creerá de nuevo, cuando aparezcamos una vez más
delante del mundo con finas palabras sobre nuestra devoción abnegada
y altruista por la emancipación de los pueblos y la humanidad? ¿Les
pregunto si, como hombres patrióticos, realmente piensan que convenga
a esta república americana presentarse ante las demás naciones de
la tierra como una nación cuyas más solemnes promesas no pueden ser
creídas?...».

Las objeciones institucionales no son menos irrefutables, según el
criterio de Carl Schurtz. Las instituciones democráticas le parecen
dignas de ser conservadas en toda su pureza, a pesar del gran número
de los que se cansan de oir mencionar este tema y sólo desean mirar
estas cuestiones bajo el aspecto comercial. «Si esas colonias son
anexadas, ellas deberán llegar a ser estados de la Unión o tendrán
que ser gobernadas como provincias sujetas. ¿Y son acaso esas
colonias susceptibles de ser convertidas en estados, no solamente
para gobernarse a sí mismas en sus asuntos domésticos, sino también
para ayudar a gobernar a la Unión participando en la formación de
las leyes y en la elección de los presidentes?». «Todas ellas--dice
Schurtz--están situadas en los trópicos; están más o menos densamente
pobladas. En Cuba y en Puerto Rico su población consta de criollos
españoles y de gente de piel negra, con algunos españoles nativos
y una ligera adición de norteamericanos, ingleses, alemanes y
franceses; en las Filipinas, en medio de una gran masa de asiáticos
más o menos bárbaros, se ven descendientes de españoles, mezclas de
sangre asiática y española, un cierto número de nativos de España y
un número reducido de gente del norte». Con estos elementos, Carl
Schurtz desafía a cualquiera a que establezca gobierno democrático. El
afirma que no existe democracia en los trópicos. Cita el gobierno de
México como un ejemplo de habilidad de Porfirio Díaz, aunque sea sólo
una dictadura militar, pero a la muerte del dictador se pregunta con
alarma cuál va a ser el destino de aquel pueblo. A los que sostienen
que las condiciones de los territorios anexados cambiarán con una
corriente de inmigración anglosajona, les contesta que esa corriente
nunca se precipitará a un país tropical hasta el grado de imprimir en
una raza el carácter germánico o anglosajón. La India con 300 millones
de habitantes, no tiene más de 200.000 ingleses, la mayor parte en el
empleo del gobierno. Las islas de Hauaii con más de 100.000 habitantes
no tienen 3.000 americanos. Además, es un hecho reconocido por todos,
que el pueblo de las islas que se piensa anexar, no está en aptitud de
fundar un gobierno libre e independiente. «No hace mucho tiempo leí en
un periódico--y todos ustedes pueden oir lo mismo de labios de muchas
personas--que si los cubanos, habiendo tenido ocasión de gobernarse,
se muestran incapaces de hacerlo, deberemos anexar la isla y dividirla
en dos estados. En otros términos ¿si los cubanos son irremisiblemente
incapaces de gobierno propio, debemos permitirles que ayuden a gobernar
a nuestro propio pueblo?».

En el curso del elocuente alegato de Carl Schurtz, ocurren frecuentes
menciones a la política y a las condiciones institucionales de nuestras
repúblicas hispanoamericanas, y con humillación confieso que ellas
hieren profunda, aunque merecidamente, el sentimiento de nuestro
patriotismo. La verdad es que el desgobierno sudamericano es ya tan
general y proverbial, que su mención ocurre como un lugar común en el
texto de cualquier escrito o discurso en que se desea sentar un caso
típico de desorganización política o administrativa. Con la anexión
de Cuba y Puerto Rico, Carl Schurtz mira con horror la perspectiva
de una «inundación de políticos hispanoamericanos, notoriamente los
más desordenados, arteros y corrompidos políticos sobre la faz de
la tierra» (_notoriously the most disorderly, tricky, and corrupt
politicians on the face of the earth_). Este juicio perentorio no
dejará de indignar a los que creen todavía que en el estado actual del
mundo es lícito hacer del nepotismo, del desorden administrativo, de
la incapacidad intelectual, la regla común de un ciclo de inmoralidad
crónica. ¡Qué diablo! dirán, si estos males existen como una condición
_sine qua non_ del gobierno sudamericano, también tenemos la panacea
que todo lo cura, la revolución, el pronunciamiento, el motín de
cuartel, el «Sánalotodo» de nuestros Dulcamaras demagogos, el _sic
semper tirannis_ de los Estevan y los Morales, los Barrios, los Saravia
o los Alfaros, guatemaltecos, uruguayos, ecuatorianos, etc., porque la
raza es numerosa y sus ramificaciones se extienden a través de todo
un continente convertido en ludibrio y en ejemplo característico de
barbarie y falta de integridad. Cuando se vive en países como éste y se
escuchan los comentarios que provocan los síntomas de descomposición
y de incurable enviciamiento político que revelan las incursiones
saraviescas de Río Grande, la patriada de los generales que hace poco
pelearon en las calles de Montevideo, que ha inspirado comentarios
tan dolorosos para el que tiene un átomo de dignidad nacional en la
prensa europea y de este país,--se comprende el odio invencible de un
Sarmiento por las personificaciones y los frutos del caudillaje y se
suspira con angustia por el día en que esa lepra vergonzosa desaparezca
del organismo de nuestras pobres repúblicas hispanoamericanas. Por lo
tanto, Carl Schurtz y los hombres de su altura moral, tratan de evitar
la introducción de ese mal en cualquiera de sus formas. «Hemos librado
a esas islas de la desorganización española y dádoles una oportunidad
de gobernarse a sí mismas--dice. Los gobiernos que reciban no serán
gobiernos ideales. Serán gobiernos hispanoamericanos, algo temperados
y mitigados, tal vez, por la influencia que las empresas americanas
les harán sentir. Pero en todo caso, esos gobiernos serán suyos y si
degeneran en corrompidos y desordenados, por lo menos no inficionarán
con su desorden y corrupción nuestra república». Ese peligro es
temible para los pensadores de esta nación que no están perturbados
por el sueño imperialista y que quieren salvar a su patria de «la
contaminación de los políticos hispanoamericanos o hispanoasiáticos»,
puestos al mismo nivel, lo que tampoco es muy halagador para nosotros.

En naciones como los Estados Unidos, en que el pueblo gobierna y los
mandatarios ejecutan sus mandatos, no se concibe el tipo del gobierno
común a una parte de nuestro continente, y eso explica la franqueza de
las frases de Carl Schurtz. Aquí son todavía una fuerza las cualidades
morales, la inteligencia, la energía del carácter y la integridad de
la conducta. No se comprende la rotación de los puestos públicos entre
parientes y allegados, ni la imposición de la voluntad de un solo
hombre que se encarga de pensar y obrar por toda una nación. Así se
levantan sobre el escenario político por su propio mérito y sin que
tengan que arrimarse a pedir su calor a las esferas oficiales, hombres
como ese Teodoro Roosevelt, el tipo más pintoresco de la campaña, un
escritor elocuente y sincero, altivo y honrado, que dejó su puesto
de subsecretario del departamento de marina, para formar el famoso
regimiento de los Rough-Riders, que se distinguió y sufrió fuertes
pérdidas en la acción de la Guásima; un carácter y una inteligencia
puestas siempre al servicio de la patria; un político de segunda
fila que hoy se encuentra llevado por el pueblo de Nueva York a la
primera, que hoy se impone a la voluntad de los caciques o _bosses_ más
refractarios a sus dotes como Platt, y que será elegido gobernador de
ese estado si alguna combinación improbable de última hora no lo hace
abandonar la contienda en que hoy figura como favorito merced a sus
propias obras y al influjo de la ola popular.

El carácter de Roosevelt está impreso en sus obras y es digno de la
distinción que sus compatriotas le preparan. En las _Cacerías de un
ganadero_ (_Hunting trips of a ranchman_), él ha trazado esbozos
pintorescos del sport cinegenético en las grandes llanuras pastoriles
del norte. En la _Guerra naval de 1812_ (_Naval war of 1812_) ha dejado
una historia elocuente e interesante de los hechos gloriosos de la
escuadra americana en la última guerra con los «primos de la Gran
Bretaña», que hoy se quiere elevar a la categoría de hermanos. Estas
obras le han dado una reputación merecida de escritor fácil y patriota
sincero. Pero ninguna representa con tanta fidelidad las diversas
facetas de su espíritu como su último libro de artículos sueltos,
_American ideals and other essays_.

En los _Ideales americanos_, Roosevelt empieza por exaltar esa
tradición de gloria y moralidad que deben los americanos a los
fundadores de su nación, y especialmente al padre de la gran república,
de quien ha dicho con justicia Goldwin Smith que la historia _has
hardly a stronger case of an indispensable man_ para su patria. «Cada
gran nación--dice Roosevelt debe a los hombres cuyas vidas han formado
parte de su grandeza, no solamente el efecto material de lo que
hicieron, no solamente las leyes que sostuvieron o las victorias que
alcanzaron contra enemigos en armas,--sino también la inmensa aunque
indefinida influencia moral producida por sus hechos y palabras. Sin
Washington jamás probablemente habríamos ganado nuestra independencia
de la corona británica, y casi seguramente hubiéramos dejado de ser
una gran nación, permaneciendo más bien como un conjunto de pequeñas
comunidades y derivando hacia el tipo de gobierno que prevalece en la
América española. Sin Lincoln tal vez no hubiéramos podido conseguir
la unidad política que hemos ganado; y aunque ella hubiera sido
lograda, la lucha que debimos mantener y los resultados de esa lucha,
hubieran sido tan diferentes que su efecto sobre nuestra historia
nacional habría sido profundo. Sin embargo, la deuda de la nación hacia
esos hombres no se limita a lo que ella les debe por su bienestar
material, por más incalculable que sea. Arriba del hecho de que
somos hoy una nación independiente y unida, con medio continente por
herencia,--descansa el hecho de que cada americano es más rico por la
herencia de nobles hechos y nobles palabras de Washington y de Lincoln.
El que lee la proclama de Gettysburg o el segundo discurso inaugural
del más grande de los americanos del siglo diez y nueve, o el que
estudia las largas campañas y nobles dotes de estadista de aquel otro
americano que fué aún más grande, no puede dejar de sentir dentro de sí
mismo una tendencia hacia cosas más altas y más nobles que las que se
obtienen por el goce de la mera posteridad material.»

Este culto platónico por las lecciones de las grandes personalidades
morales de la nación, es un buen sentimiento para un futuro gobernante
y es prenda segura de que él tratará de ajustar su conducta pública a
los modelos que admira. Pero no sólo en las frases anteriores se nota
la elevación de miras y de propósitos de Roosevelt. En su espíritu
la admiración por los grandes hechos de los buenos se une al odio y
el desprecio por los vicios de los malvados. «Del mismo modo--añade
más lejos--que nos sentimos mejores por los actos de los hombres
dignos que han servido bien a la nación, así nos sentimos peores por
los actos y las palabras de los que han tratado de causar males a
nuestra tierra. Afortunadamente, nos hemos librado del peligro del
más temible de todos los ejemplos. No hemos tenido que luchar contra
la influencia ejercida sobre la mente de hombres ávidos y ambiciosos
por la carrera del aventurero militar que encabeza con éxito algún
movimiento revolucionario o separatista. Ningún hombre causa un mal
tan incalculable a un país libre, como el que enseña a los jóvenes
que uno de los senderos que conducen a la gloria, a la fama y al
éxito temporal, se encuentra en la línea de la resistencia armada
al gobierno, en la tentativa de derrocarlo.» Son frases como las
anteriores las que debían ser inculcadas en las generaciones nuevas
de nuestro continente, y los principios morales que ellas enseñan son
tan aplicables a los hombres de nuestra raza, que si el espacio me lo
permitiera, continuaría transcribiendo _in extenso_ la prosa fuerte y
colorida de Roosevelt.

A pesar de esta limitación forzada, creo interesante reproducir el
siguiente párrafo que pinta una clase social que, no obstante nuestra
reducida población, ya tiene más de un representante entre nosotros.
«Existen,--dice Roosevelt--culpables más numerosos que los que cometen
abiertamente el acto injurioso. No se puede increpar bastante a los
ricos que todo lo sacrifican a la acumulación de su riqueza. No
hay en el mundo un carácter más innoble que el del mero acaparador
de fortuna (_money getting_) americano, insensible a todo deber,
indiferente a todo principio, preocupado solamente de acumular una
fortuna y confinando esa fortuna a los usos más bajos--ya sea que la
emplee en especular en títulos o permita a sus hijos llevar una vida
de loca y derrochadora ociosidad y libertinaje, o ya sea que compre
algún aventurero de alta posición social, extranjero o nativo para su
hija. Ese tipo de hombre se hace tanto más peligroso si ocasionalmente
ejecuta actos como el de la fundación de un colegio o dotación de
una iglesia, que obliga a una parte del buen público a olvidar su
iniquidad. Esos hombres son igualmente malvados con el obrero a quien
oprimen y con el estado cuya existencia ponen en peligro. No hay muchos
de ellos, pero son numerosos los que se acercan más o menos al tipo,
y mientras más próximos a él se encuentran, más funestos son para la
nación. El hombre que se contenta con dejar que la política vaya de mal
en peor, chanceándose con la corrupción de los politiqueros, el hombre
que se contenta con la mala administración de la justicia sin hacer
un esfuerzo resuelto e inmediato para reformarla, falta a su deber y
prepara el camino para males infinitos en el futuro. La dura, la brutal
indiferencia hacia el derecho y la miopía igualmente brutal respecto
a los resultados inevitables de la corrupción y de la injusticia, son
deplorables en extremo, y sin embargo son rasgos característicos de un
gran número de americanos que se consideran a sí mismos perfectamente
respetables y que son considerados así por una gran parte de sus poco
descontentadizos conciudadanos... Otra clase que se confunde con ésta,
aunque se distingue de ella por ser menos peligrosa, es la de los
hombres cuyo ideal es puramente material, que lucharían por el buen
gobierno si estuvieran seguros de ser pagados, que todo lo someten a
la vara de medir, que son incapaces de apreciar ninguna cualidad que
no sea un objeto mercantil; no entienden que un poeta puede hacer más
por su país que el propietario de una fábrica de clavos, y no conciben
que ningún grado de prosperidad comercial puede suplir la falla de
las virtudes heroicas o resolver por sí misma los terribles problemas
sociales que todo el mundo civilizado debe afrontar... El hombre de
esta clase representa individualmente un elemento casi imponderable
en la obra y el pensamiento de la comunidad; pero en medio de la masa
permanece como un real peligro, porque encarna un sentimiento visible
en los últimos tiempos entre mucha gente respetable. Las personas que
se jactan de tener un ideal puramente comercial, ignoran aparentemente
que ese ideal es el más sórdido y mezquino que puede haber en el mundo
y que ninguna comunidad de bandoleros de la Edad Media puede haber
llevado una vida más ingrata que la que sería la de hombres para
quienes el comercio y las manufacturas fueran todo y para quienes las
palabras como el honor y la gloria nacional, el valor y la intrepidez,
la lealtad y la abnegación, hubieran perdido su sentido. El ideal
puramente material, puramente comercial, el ideal de aquellos «cuya
patria es la gaveta», es en su esencia degradante e inferior. Hoy es
más cierto que nunca que ni el hombre ni la nación viven solamente de
pan. El ahorro y la industria son virtudes indispensables; pero ellas
no bastan. Debemos basar nuestras aspiraciones a un mejoramiento cívico
y nacional en condiciones más nobles que las de la simple habilidad
para los negocios».

Si el coronel Roosevelt es elegido gobernador del estado de Nueva York,
en su alta posición política tendrá oportunidad de luchar por esos
«ideales americanos» cuya defensa y comentario forma la materia de
su último libro. ¿Realizará la obra de purificación y del desarrollo
del _bossismo_, que pervierte la vida municipal de la gran comunidad
que deberá dirigir, se librará de la contaminación de los Platt y los
Crocker, que hoy dominan omnipotentes en aquel estado? El problema
es de difícil solución para un hombre de partido, por aquella razón
dada a Hamilton en una forma incisiva hace muchos años por el espíritu
volteriano del _gouverneur_ Morris, una de las figuras más interesantes
de la intelectualidad americana: «Es peligroso ser imparcial en
política. Usted que es templado en la bebida, habrá notado tal vez
la torpe situación del hombre que continúa sobrio después que sus
compañeros se han embriagado.» «_You who are temperate in drinking have
perhaps noticed the awkward situation of a man who continues sober
after the company are drunk._»



                                 XIII

                           DAVID AMES WELLS


David Ames Wells, muerto hace pocos días en Norwich (Connecticut),
era un hombre de reputación universal, y su desaparición enluta al
mundo científico americano. Como casi todos los estadistas eminentes
de la gran república, sus comienzos fueron arduos y modestos. Después
de haber intentado diferente ocupaciones, entró en el periodismo, y
mientras permanecía en él tuvo la suerte de inventar la primera máquina
de doblar mecánicamente los periódicos y los pliegos de los libros, que
le proporcionó medios con que continuar sus estudios científicos en una
escala superior. Observador infatigable y dotado de una inteligencia
brillante, más que en los libros recogió su enseñanza en la vida y
en la práctica diaria de los negocios, y más tarde controló con las
lecciones teóricas de los maestros las ideas y principios originales
que había descubierto por sí solo en su incesante labor.

Sus primeros escritos lograron despertar la atención del público; pero
sólo después de la guerra civil su nombre adquirió una notoriedad
envidiable. La gran república salía de la lucha fatigada y desconfiando
de sí misma, bajo el peso abrumador de una deuda colosal. Se dudaba
por los más patriotas que ella pudiera levantarse ni ser fiel a sus
compromisos. Fué entonces que David Wells encaró el problema con su
fino análisis y su amplitud admirable de información, publicando un
libro que tuvo enorme resonancia, bajo el título de «Nuestra carga y
nuestra fuerza» (_Our Burden and our Strength_). Lo que nadie había
visto, aparecía de bulto a los ojos del economista eminente; la
potencia y vitalidad enorme de esta nación; la inagotable fuente de
sus recursos naturales, la promesa segura de su destino. Esta obra le
abrió las puertas de la vida pública. El presidente Lincoln lo llamó a
colaborar en el gobierno como presidente de la comisión de impuestos,
en cuyas funciones mostró sus dotes admirables de estadista y la
solidez de sus principios económicos.

Cuando el término de los trabajos de la comisión de impuestos hubo
concluido, el presidente Lincoln nombró al señor Wells comisario
especial de impuestos por el período de cuatro años. «La gran obra
de reconstruir, abrogar y modificar leyes relativas a los impuestos
internos,--dice uno de sus biógrafos,--fué desde entonces confiada
a su criterio, y la realizó en una forma que le dio títulos a la
gratitud permanente de su país. Puede decirse que él originó todas
las grandes reformas que en el sistema de impuestos se adoptaron por
el Congreso hasta 1870 y que llevó a cabo muchas de ellas en medio de
una fuerte oposición, por el poder convincente de su raciocinio. Entre
estas reformas se cuentan el nuevo plan de todo el sistema de leyes
de impuesto interno, diminución y abolición final del impuesto al
algodón, a las manufacturas y petróleo crudo, la creación de distritos
de inspección y la aplicación de estampillas para la recaudación de
impuestos al tabaco, a los licores fermentados y a los espíritus
destilados. La corrupción había llegado entonces en Washington a su
mayor altura y los mismos absurdos e iniquidades del impuesto contaban
con fuerzas poderosas interesadas en su mantenimiento. En el libro de
Mr. Wells, titulado _Economía práctica_, publicado en 1885, se conserva
la más instructiva colección de ensayos sugeridos por la experiencia de
aquel período. Allí se ve cómo los destiladores de _Whiskey_ más de una
vez prevalecieron en el Congreso haciendo elevar el impuesto sobre su
propio producto, exceptuando el que ya estaba en depósito, y obteniendo
de esta manera ganancias de más de cien millones de dólares.»

El mismo publicista a quien pertenece este juicio, recuerda el éxito
alcanzado por Mr. Wells, demostrando la locura de imponer dos pesos
a cada galón de licores destilados, o sea un 7.000 por ciento del
costo original de dicho producto. Cediendo a sus instancias y a sus
seguridades que la renta de ese renglón sería mucho más considerable
si se rebajara el impuesto, éste fué disminuído hasta medio dólar por
galón; y bajo la influencia de esa reducción, la renta de aquella
fuente se triplicó en corto tiempo, subiendo de 18.655.000 pesos en
1868 a 55.606.000 pesos en 1870.

En 1867, el ministro de hacienda fué autorizado por el Congreso para
presentar un proyecto de tarifa de aduana que redujera los altos
derechos establecidos durante la guerra civil. El señor Wells fué
encargado de ese trabajo y antes de desempeñarlo quiso estudiar de
_visu_ las condiciones económicas, fiscales e industriales de los
países europeos y realizó un viaje al viejo continente. Hasta entonces
el distinguido economista había sido un partidario convencido de los
aranceles de aduana proteccionistas. Los estudios que efectuó durante
su investigación europea, lo convirtieron en un libre cambista. Vió
que al adoptar la política de estimular la industria interna otras
naciones habían evitado caer en el extremo de gravar las materias
primas necesarias para esa industria, y que los países que, como
Austria o Rusia, claman por derechos proteccionistas, eran aquellos en
que precisamente se pagaban salarios más bajos, y en consecuencia se
convenció de que el pago de salarios altos en conexión con el uso de
la más adelantada maquinaria era un síntoma, no de debilidad, sino de
fuerza industrial.

Las obras de Mr. Wells son numerosas, y le valieron distinciones tan
grandes como la de ser nombrado miembro de la Sociedad de Estadística
de Inglaterra y de la Academia de Ciencias Políticas de Francia.
Su último libro publicado _Recent economic changes_, es uno de los
volúmenes más interesantes y nutridos de experiencia publicado aquí
y en Europa en materia económica. El señor Wells examina en él el
problema de la «depresión del comercio»; muestra los cambios producidos
en las condiciones industriales del mundo por los adelantos de la
producción y del transporte, e indica que esos cambios exigen la
aplicación de métodos que estén en relación con el progreso moderno.
Es aquél el libro de un sabio y de un pensador. En cualquiera de sus
páginas el lector tropieza con una observación exacta, con un dato
precioso, con un análisis que penetra al fondo de los hechos y extrae
de ellos una lección o un ejemplo provechoso.

No puede darse una idea mejor del método y estilo del señor Wells que
transcribiendo algunas páginas de su interesante obra. Refiriéndose a
la «depresión del comercio», por ejemplo, él describe lo siguiente:

«En todas esas investigaciones y discusiones, el objetivo principal
ha sido el reconocimiento o determinación de causas; deseo tanto más
natural y legítimo, cuanto que es claro que sólo por medio de aquel
reconocimiento y determinación puede disiparse la atmósfera de misterio
que hasta cierto punto envuelve los fenómenos examinados, así como
abrir el camino para una discusión inteligente de sus remedios. Y en
este punto las conclusiones expresadas han sido amplia y curiosamente
diferentes. Casi todos los investigadores concuerdan en que la
universal y continua «depresión de los negocios» es atribuíble, no a
una sino a varias causas, que han tenido sobre ella una influencia más
o menos grande; y entre esas causas las siguientes son generalmente
miradas como particularmente potenciales: «el exceso de producción»,
«la escasez y apreciación del oro», o «la depreciación de la plata,
por su desmonetización»; «las restricciones del libre curso del
comercio» por medio de tarifas proteccionistas por una parte y de
excesiva y extraordinaria competencia originada por un exceso de
importaciones extranjeras consiguiente a la ausencia de comercio
libre o a la protección; fuertes pérdidas nacionales, ocasionadas
por guerras destructoras como la franco-alemana; continuación de
gastos militares exagerados; pérdida de cosechas; improductividad de
empréstitos extranjeros e inversiones de fondos; excesiva especulación
y reacción después de grandes inflaciones; huelgas e interrupción de la
producción a consecuencia de los «trade-unions» y otras organizaciones
del trabajo; concentración del capital en pocas manos y consecuente
influencia contraria a la equitativa difusión de la riqueza; «gastos
excesivos en bebidas alcohólicas e imprevisión general de las clases
obreras». Un comité holandés, en 1868, encontró una causa importante
en «el bajo precio del vinagre alemán». En Alemania, en 1886-88, la
continuación de la depresión del comercio ha sido atribuida en una gran
medida, «a la inflamable condición de los asuntos internacionales», y
al «miraje de la guerra»; aunque la gran baja en el precio del azúcar
de remolacha y la «inmigración de los judíos polacos», también han sido
citados como factores influyentes de la situación.»

Todas estas causas son examinadas y analizadas por el señor Wells en
el curso de las páginas subsiguientes de su libro, con una firmeza de
criterio y amplitud de erudición que admiran. Como repertorio de hechos
y recopilación de datos metódicamente organizados y armónicamente
engarzados en su exposición,--su estudio nada deja que desear. La parte
de ese estudio que se refiere a la pretendida desmonetización de la
plata y a la apreciación paralela, de la moneda de oro, así como sus
consecuencias, es completa y agota la materia. Sería imposible en el
corto espacio de un artículo, seguir paso a paso el desarrollo de las
ideas y opiniones de Mr. Wells. Pero no lo es extractar algunas de
las conclusiones a que lo conduce la lógica de su trabajo y que son
altamente interesantes para países de moneda momentáneamente depreciada
como la República Argentina.

«El tema de la influencia perturbadora de la declinación del valor de
la plata en el comercio entre naciones que usan oro o plata,--dice,--es
muy complicado y difícil de analizar, y las opiniones de personas
prácticamente interesadas en tal comercio no se armonizan; pero es
difícil ver cómo puede uno investigar esta materia, a la luz de la
experiencia proporcionada por los años transcurridos desde 1873, sin
arribar a la conclusión de que la gravedad de las perturbaciones ha
sido grandemente exagerada y que el expediente de tratar de proveer
remedios por medio de la legislación--si la legislación fuera
práctica--es muy dudoso.

«Al formarse un juicio respecto de este problema, conviene tener
siempre presente en el espíritu el hecho de que el comercio
internacional es comercio de producción y no de moneda; y que los
metales preciosos entran en él solamente para el arreglo de saldos. En
realidad, todos esos cambios son--excepto de una fracción mínima--el
resultado de un elaborado y organizado sistema de trueque, y el
principio del trueque prevalece en ellos y determina en una gran
extensión los métodos empleados. El comercio entre Inglaterra e India
es un cambio de servicio por servicio. Su carácter no se alteraría si
la India adoptase el patrón de oro mañana, o si, como Rusia, adoptara
un papel inconvertible, o como China comprara y vendiera por peso en
vez de hacerlo por cuenta. ¿Dará la India más trigo por una cantidad
dada de paño, porque use plata en vez de oro en su comercio interno?
¿Dará Inglaterra menos paño por una cantidad dada de trigo porque ella
lleve sus cuentas en libras, chelines y peniques en vez de rupias? A
menos que todos los postulados de la economía política sean falsos--a
menos que estemos enteramente equivocados al suponer que los hombres
en su capacidad individual, y por consiguiente, en su capacidad
conjunta como naciones, buscan la mayor satisfacción con el menor
trabajo--debemos reconocer que la India, Inglaterra y América producen
y venden sus artículos unas a otras, por lo más que pueden obtener en
otros productos, sin tomar en cuenta la clase de moneda que usan sus
vecinos o que es empleada por ellas mismas. Un medio circulante de
plata no da ninguna fuerza adicional al _ryot_ hindú, ni aumenta la
fertilidad de su terreno, ni añade el número de pulgadas de su lluvia;
ni una circulación en oro disminuye la capacidad y recursos do su
rival el chacarero americano. Tampoco la diferencia de sus respectivos
sistemas monetarios, afecta el juicio del comprador de trigo de
Liverpool. ¿Hay un simple factor en los elementos de la producción y
del transporte por sólo el cual los términos de la competencia sean
equilibrados, modificados por el medio circulante local o por las
fluctuaciones del mismo? Seguramente no ha habido fluctuaciones más
repentinas y violentas que las de la moneda americana durante la guerra
civil. No dejaron ellas de producir efectos; pero estos efectos no
fueron susceptibles de cambiar los términos de la competencia en el
comercio internacional.»

Otros capítulos notables del libro del señor Wells son los que se
refieren a las restricciones opuestas al comercio por la política
fiscal proteccionista, triunfante en la mayor parte de los países
europeos y en los Estados Unidos. Todos los hombres públicos argentinos
deberían leer esas páginas con atención y encontrarían en ellas útiles
enseñanzas. La revista que hace el señor Wells de las condiciones
comerciales de los países proteccionistas--muestra claramente el
fracaso irremediable y los males de un estímulo artificial a las
industrias. Pero fuera de la lección económica que se desprende de esta
parte de su estudio, él encierra una lección moral digna de recordarse,
mostrando cómo esa política errónea tiende a dividir más profundamente
la familia humana y a enconar los odios y las prevenciones de pueblo
a pueblo, manteniendo una tensión que prepara la atmósfera para el
estallido de guerras destructoras.

«Concurriendo con el aumento de las restricciones recientes de las
relaciones comerciales, dice el señor Wells, y como una consecuencia
indudable o una faz lógica de esa política, ha revivido la idea que
desde la rebelión feliz de las colonias angloamericanas y el abandono
de la anticuada política colonial europea, llegó a ser considerada
como igualmente contraria a la civilización y al precepto cristiano de
la fraternidad nacional y de la independencia del género humano,--a
saber, que es ventajoso para el pueblo de diversas nacionalidades
prohibir la inmigración y residencia de hombres de otros pueblos que
tratan de participar de sus industrias y desarrollar sus recursos
naturales. En la iniciativa de esta regresión del pasado, Rusia abrió
el paso con la adopción de medidas tendientes primero a la expulsión
de sus súbditos israelitas, luego de todos los extranjeros residentes
ocupados en la industria fabril o en la minería; hasta que, finalmente,
prohibió que los extranjeros llegaran a ser o continuaran siendo
propietarios territoriales dentro de su imperio. Alemania la siguió,
expulsando gran número de polacos de sus provincias del noroeste bajo
el pretexto de que eran católicos y eslavos, pero en realidad, porque
los más civilizados y más cristianos labradores alemanes temían su
competencia industrial. Los Estados Unidos, de igual manera, han
prohibido la inmigración y residencia dentro de su territorio de los
chinos, ostensiblemente porque son infieles, inmorales e incapaces
de asimilación política, pero en realidad porque tienen trabajo que
vender en competencia con otros vendedores análogos... Australia
también está expulsando a los chinos de sus colonias. Francia, por un
decreto de 1888, ordena que todos los extranjeros que se establezcan
permanentemente en ella deben registrarse y obtener permiso para
hacerlo; siendo el principal y declarado objeto del mismo impedir
la inmigración de los belgas y los italianos, que son los únicos
extranjeros que participan en cierto grado del comercio doméstico y
de la industria del país; y está sobreentendido que este registro es
solamente un paso preliminar para la imposición de fuertes impuestos
diferenciales sobre todos los inmigrantes extranjeros que reciben
salarios en Francia. No se alega que ellos desobedezcan las leyes o
resistan a sus funcionarios; sino, por el contrario, se concede que
pagan sus impuestos con tanta regularidad como los franceses y no bajan
perceptiblemente el nivel de la civilización general, como los chinos
en los Estados Unidos o los judíos en la parte sudeste de Europa...
En verdad, se diría, que los pueblos de las diferentes nacionalidades
están empezando a odiarse los unos a los otros como en la Edad Media,
aunque por razones enteramente diferentes; pues el antiguo sentimiento
de antagonismo nacía de la ignorancia mutua, mientras el actual tiene
origen en un conocimiento mayor debido a las grandes facilidades de
intercomunicación personal. La fraternidad nacional en el futuro parece
que se afirmara por la supresión de las relaciones. Una consecuencia
segura de esta condición--fuera de las perturbaciones económicas y
las pérdidas consiguientes que ocasiona--es que la amistad entre las
naciones, que tanto había crecido durante el último medio siglo y que
se esperó con fundamento pondría un término a la guerra y a sus enormes
gastos preparatorios, ha experimentado una declinación marcada en un
período reciente.»

La gran república cuenta entre sus hijos muchos publicistas
distinguidos que hacen una especialidad de los estudios económicos.
Ninguno de ellos, sin embargo, posee la autoridad legítima que en una
larga vida de trabajo fructífero logró conquistar David Ames Wells.
Los que se interesan en el porvenir y el perfeccionamiento moral de
sus instituciones, deploran con razón la muerte de un estadista que
podía aún prestarles valiosos servicios, y su falta es más dolorosa en
estos momentos en que tantos problemas deben ser resueltos y en que él
pudo haber guiado a sus compatriotas con el brillo de su talento y la
sabia austeridad de su experiencia.



                                  XIV

                         UN CHRISTMAS SOMBRIO


La vida política y financiera de este país ha sufrido su periódica
interrupción anual con las fiestas de Navidad. El espectáculo
presentado por las ciudades americanas en esta época del año es
indescriptible en su pintoresca uniformidad. Por todas partes la
multitud alegre ocupa las calles y las avenidas y se precipita en
masas compactas a los grandes almacenes que agotan el repertorio de su
inventiva para anunciar el despliegue de las novedades de Christmas.
En las anchas aceras una selva artificial de pinos de Navidad con
el verde empañado de sus ramas puntiagudas, hace una competencia
ruinosa al tronco desnudo y seco de los árboles de los parques y de
las calles, que muestran la herrumbre del invierno y cuyas últimas
hojas siguieron hace tiempo el rumbo de los vientos otoñales. Los
teatros rebosan de un público _sui géneris_ de pequeños empleados y
familias patriarcales, para quienes la asistencia al parterre es un
acontecimiento que no se repetirá hasta el próximo Christmas y que se
saborea, por consiguiente con una especie de religiosa solemnidad. Los
mensajeros cortan el aire como flechas, corriendo en sus bicicletas de
casa en casa para dejar los regalos de los amigos y los parientes. Los
carteros pasan encorvados por el peso de los sacos de tarjetas y cartas
congratulatorias. Todo el mundo tiene un aire de satisfacción y de
alegría que encanta. Hasta en la mesa más pobre figura ese día el pavo
tradicional y los hijos del millonario como los del obrero, se acuestan
sonrientes, soñando con ángeles rosados y con la grave figura de barba
blanca de Santa Claus, que llenará de juguetes las medias colgadas
alrededor de la chimenea, mientras cae la nieve en el exterior y las
ráfagas heladas del viento nocturno, cantan la fúnebre melopea de los
que parten.

_¡Christmas! ¡Christmas! ¡Merry Christmas!_ Se diría que estas palabras
tienen una virtud secreta para adormecer las penas y las inquietudes
del futuro y que el pobre viajero fatigado de su peregrinación
terrestre, recobrara las fuerzas a su influjo, con la esperanza de
nuevos días de ventura. El círculo de la familia se estrecha más este
día, como si los viejos buscaran un apoyo en el calor de los niños y
los niños quisieran reanimar con su alegría la llama vacilante que
dormita bajo la ceniza de los años. Se comprime en el fondo del pecho
un suspiro por los que han partido, pero se trata de olvidarlos por
algunos momentos y de derramar el exceso de la ternura sobre los que
aún responden a la presión de nuestros brazos. El espíritu fatigado
de la labor diaria, se retempla en esa semana de reposo, como en un
baño fortificante y sale de ella más dispuesto que nunca a la lucha y
al sacrificio. _¡Christmas!--¡Merry Christmas!_--el árbol de Navidad
fulgura alumbrado con mil luciérnagas de colores. Como telarañas de
oro en sus ramas se entretejen hilos deslumbrantes y en medio de
ellos brotan esas pomas bruñidas de reflejos metálicos, esas frutas
maravillosas y frágiles que parecen trasplantadas de los jardines de
Aladino. El toque estridente de las trompetas, empuñadas por manos
infantiles, y el repiqueteo cristalino de las campanillas que cuelgan
de las ramas temblorosas, se une a las aclamaciones de los que saludan
a Santa Claus, dispensador de bienes, con su barba cana, sus cabellos
escarchados y su bonete de fieltro que desafía los rigores del invierno.

_¡Christmas!--¡Merry Christmas!_--Los que viven en otros climas y
buscan en estos días en el campo un alivio a las brisas sofocantes de
las grandes capitales, no pueden comprender fácilmente la poesía de
estas noches nevadas, la suprema belleza de esta Navidad _poudrée à
blanc_ como una marquesa del antiguo régimen. Pero también, y felices
ellos, no están tan expuestos como nosotros a que se nos oprima el
corazón ante el espectáculo de los dramas que sombrean estos días de
alegría íntima y la felicidad doméstica. Las cuatro líneas banales de
un diario cuyas páginas ilustradas cantan en todos los tonos la gloria
de la Navidad y el esplendor de las fiestas sociales de este tiempo,
revelan uno de esos dramas, y al leerlas, he sentido como nunca la
injusticia y las durezas de la suerte para los desheredados de la
fortuna, para los que ganan el pan con el sudor de su frente.

La historia es banal y puede relatarse en cuatro líneas. Un obrero
honrado, un padre de familia ejemplar en cuyo hogar miserable brillaba
la cabecita rubia de una única hija, esperaba la llegada de Christmas
para sustituírse a Santa Claus y hacer la felicidad de aquel pobre
ángel, depositando en sus mediecitas remendadas los regalos prometidos
en largas veladas de conversación animada. La carta tradicional a
la generosa deidad había sido escrita con esa letrita arrevesada de
los cinco años, y en ella había ido la larga y complida lista de los
pedidos. Y aquel hombre ingenuo, avezado al trabajo manual diario,
doblegado por doce horas continuas de taller de enero a enero,
acariciaba la idea de los regalos para su hija con una pasión más
intensa aún que la de ésta. Con una confianza ciega en su destino,
él, tan habituado al sufrimiento, tan sumiso ante las durezas de su
suerte, exaltaba la imaginación infantil con cuentos maravillosos en
que fulguraban los juguetes de Christmas y la visita de Santa Claus,
mientras la mujer preparaba la cena diaria con esa pasividad resignada
y fatalista de los seres para quienes la vida no tiene una sonrisa. El
desgraciado artesano no contaba con la sorda guerra industrial y la
competencia de las empresas rivales. Dos semanas antes de Christmas su
fábrica cerraba la puerta, su patrón rendía las armas aplastado por
los recursos de algún poderoso sindicato. Aquel hombre arrojado así
de golpe a la miseria, vaga de casa en casa sin encontrar trabajo.
Su miserable salario le ha impedido hacer ahorros y pronto el hogar
carece de lumbre y el pan empieza a escasear, y los padres famélicos
disminuyen su ración diaria para saciar las necesidades de su pequeña
hija. El derrumbe de todos sus sueños, la espantosa realidad de su
miseria, tortura el corazón del desgraciado. La visión del Christmas
helado, del Christmas sin fuego y sin luz, golpea las paredes de su
cerebro con el martilleo tenaz de la monomanía. Las preguntas inocentes
de su hija son paladeadas por aquel mártir como gotas de veneno. Al
fin, busca un refugio en la taberna y cuando también se le arroja
de allí, busca el supremo refugio en el suicidio y las mediecitas
remendadas cuelgan en vano en el cuarto solitario donde solloza la
madre, calentando entre sus brazos el cuerpo endeble de la criatura.
¡Ay!--esas medias vacías, ese llamamiento a Santa Claus que no será
respondido, ese cuadro de miseria, ese Christmas de sombra y de muerte,
ha nublado para mí las luces del árbol maravilloso y ha puesto notas
lúgubres en el alegre repiqueteo de las campanas de Navidad!...

Cuando aún no se había apagado el eco de las fiestas, una pérdida
que afecta a todo nuestro continente, congregaba a la sociedad de
Washington en la legación de Méjico. La muerte de don Matías Romero
ha sido universalmente sentida, pues el extinto gozaba de generales
simpatías y por su larga residencia en los Estados Unidos estaba
íntimamente vinculado a los hombres políticos más distinguidos de la
nación. Hace pocos días el gobierno de Méjico, deseando probar de
una manera elocuente el aprecio que le merecía su representante en
Washington, elevó la legación al rango de embajada, para investir al
señor Romero con los privilegios e inmunidades de la más alta jerarquía
diplomática. Desgraciadamente, la muerte llegó más pronto que el
galardón y el distinguido estadista mejicano rindió su vida antes de
recibir su nueva investidura oficial.

El señor Romero, según los datos de una corta biografía que él tuvo
tiempo de corregir pocos días antes de su última enfermedad para darla
a la prensa con motivo del nuevo nombramiento recaído en su persona,
nació en la ciudad de Oaxaca el 24 de febrero de 1837, principió su
educación en el lugar de su nacimiento y la terminó en la capital de
la república, donde se recibió de abogado. En 1855 entró por primera
vez en la secretaría de relaciones exteriores, pero siguió dedicado
a sus estudios jurídicos. Cuando en 1857 el presidente Comonfort dio
el golpe de estado y el señor Juárez se vio precisado a salir de la
capital, el señor Romero le acompañó hasta que llegó al puerto de Vera
Cruz. Allí prestó sus servicios como oficial de la misma secretaría
de relaciones exteriores. En diciembre de 1859 vino a Washington
como primer secretario de la legación mejicana y permaneció en esta
capital con ese carácter hasta agosto de 1860, cuando por ausencia del
ministro, quedó de encargado de negocios. Regresó a Méjico en 1863
para tomar parte en la guerra contra los franceses y nombrado coronel
por el presidente Juárez, el general Porfirio Díaz le designó como
su jefe de estado mayor. Poco después el presidente Juárez le nombró
enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Washington, cargo
que desempeñó hasta enero de 1868 y en el cual prestó importantes
servicios a su país. De regreso a Méjico fué nombrado ministro de
hacienda, pero se vió obligado, debido a su quebrantada salud, a
separarse de ese empleo en 1872. Vivió por tres años en Soconusco,
dedicado a trabajos agrícolas, y después volvió a desempeñar la
cartera de hacienda en 1877 y 1878 y fué también administrador general
de correos en 1880. En marzo de 1882 regresó a Washington con el
carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, y desde
entonces hasta su muerte ha seguido desempeñando ese cargo, con sólo la
interrupción de unos diez meses en 1892, cuando por tercera vez estuvo
al frente de la secretaría de hacienda.

Durante su permanencia en los Estados Unidos, el señor Romero dió
pruebas continuas de acierto y de habilidad diplomática. No era un
hombre de brillante apariencia ni de dotes sociales extraordinarias. Su
persona reflejaba la modestia de su carácter. Invariablemente grave,
era uno de esos espíritus que toman a lo serio las cosas de la vida y
para quienes la existencia es una milicia según la palabra bíblica.
Conocía a los Estados Unidos como pocos americanos conocen a su propia
patria, y tenía una simpatía respetuosa y elevada por las condiciones
de este pueblo. Alguna vez, estos sentimientos le fueron reprochados en
su país, donde se suponía que su patriotismo había sufrido un eclipse
por su larga convivencia con el pueblo americano. Nada más injusto y
erróneo que esta opinión. He conocido al señor Romero íntimamente y
todos los que como yo han tenido esa fortuna, saben que él era ante
todo un hombre de su país y de su raza y que todos los actos de su vida
pública y privada se ajustaban a principios morales elevados y a un
culto inteligente y celoso por la tierra de su nacimiento.

Hace pocos meses el señor Romero dió a luz una obra titulada _Mexico
and the United States_. En el primer tomo de ese libro, único publicado
por el autor, se registran trabajos de diferente índole y extensión.
El primero de dichos estudios contiene un esbozo estadístico y
geográfico de Méjico en nuestros días, recopilación de datos sumamente
interesantes agrupados en un orden lógico y que dan una idea clara de
los progresos realizados por la patria del señor Romero, al amparo
de la paz mantenida en ella por el presidente Díaz. Los ensayos que
siguen a este extenso trabajo son de carácter histórico y político y
versan sobre el Génesis de la Independencia Mejicana, la Filosofía de
las Revoluciones mejicanas, la Conferencia Pan-Americana y diversos
estudios económicos relacionados con el patrón monetario de plata
y los salarios en Méjico. Tuve ocasión de ayudar al señor Romero
proporcionándole datos históricos relacionados con la independencia
argentina y facilitándole la consulta de las obras del general Mitre
en la época en que por primera vez dió a luz en la _North American
Review_ los artículos que reunió luego bajo el título de «Génesis de
la Independencia Mejicana» aunque en ellos se refiere a la guerra de
la emancipación sudamericana en general y aunque su principal objeto
al escribirlos fué probar que nuestras repúblicas no recibieron ayuda
ni socorro de ninguna especie de los Estados Unidos en la época de
su separación de la Corona de España, y que la libertad de Cuba se
hubiera efectuado al principio del siglo a no ser por el veto opuesto
por los Estados Unidos a los planes de Bolívar. Las aseveraciones del
señor Romero fueron rebatidas por el senador Money, y esta polémica dió
origen al extenso y bien pensado estudio a que vengo refiriéndome.

El señor Romero fué uno de los miembros más prominentes del Congreso
Panamericano que se reunió en Washington en 1889, y su artículo
consagrado a la histórica conferencia es uno de los más interesantes
de la colección. En él se estudia especialmente la actitud de los
delegados de la República Argentina, cuyas vistas generales sobre los
fines y los objetivos reales del congreso diferían radicalmente de
las del ministro de Méjico. El señor Romero, en términos correctos y
serios, deja entender que la susceptibilidad de los señores Quintana
y Sáenz Peña más de una vez fué un obstáculo al éxito de los trabajos
de aquella reunión diplomática. Sin embargo, él paga un alto tributo a
la corrección de procedimientos, a la inteligencia y dotes personales
distinguidas de los delegados argentinos.

«Teniendo el señor Quintana--dice--la conciencia de su mérito y de
su valer, y obrando siempre en virtud de convicciones firmes, no se
prestaba fácilmente a ceder ni aún en aquellos puntos que pudieran
considerarse secundarios, y en los cuales muchas veces es necesario
transigir para obtener el acuerdo espontáneo y cordial de una asamblea
en la que necesariamente están representadas varias opiniones. El tacto
que en casos como éste consiste en ceder en lo secundario para asegurar
lo principal,--aunque frecuentemente hay divergencias de opiniones
entre lo que es principal y lo que es secundario--es acaso condición de
espíritus menos privilegiados.

«Mr. Henderson, presidente de la delegación de los Estados Unidos,
participaba en parte de esas condiciones y por ese motivo las
discusiones que asumieron un carácter más vivo, que algunas veces llegó
a ser personal, fueron las sostenidas entre este caballero y el doctor
Quintana. Los delegados argentinos, inspirados por el gran progreso
de su país y sin intereses, relaciones políticas, ni negocios con los
Estados Unidos, no solamente tenían una independencia muy loable en
todos los casos, sino que a veces y debido tal vez a sus condiciones
personales, mostraron una exquisita susceptibilidad. Lo que pudo haber
habido de desagradable en los discursos de la conferencia, terminó,
sin embargo, de una manera satisfactoria con la explicación que al
cerrarla dió Mr. Henderson en estos términos: «Si en la libertad de la
discusión se ha escapado una palabra acre y malsonante, unámonos ahora
para considerarla borrada de nuestras actas y decidamos olvidarla para
siempre.»

«A poco de reunida la conferencia, empezaron algunos periódicos de
este país a atacar con dureza, tan extraordinaria como injustificable,
a los delegados argentinos, llegando hasta el grado de acusarlos de
ser agentes de Inglaterra, para lograr que fracasaran los objetos de
la asamblea. Ataques tan inconvenientes como infundados provocaron,
como era natural, una fuerte reacción, que vino a hacer resaltar el
mérito de aquellos caballeros y a refutar de una manera tan completa
las inculpaciones que se les hacían, que sus acusadores tuvieron
que abandonar el campo por completo. El desagrado que esos ataques
les causara, fué abundantemente compensado por la satisfacción que
debieron sentir al verse defendidos tan decidida como victoriosamente.»

El distinguido diplomático que trazó los párrafos anteriores será
irremplazable para su país en el puesto que desempeñaba. El se inició
en la vida americana en una época ya distante, en que los agentes
extranjeros tenían más oportunidades que hoy de tratar a los estadistas
de la gran república, y el vasto número de sus amigos personales le
facilitaba el fácil cumplimiento de la misión política confiada a su
celo y competencia. Hoy los horizontes de este país se han extendido
demasiado y sus hombres dirigentes como los de Europa, tienen la mirada
fija en el Extremo Oriente donde encuentran o creen encontrar un campo
más favorable a la expansión del comercio que el que a su juicio podría
hallarse vinculando íntimamente a las naciones de nuestro hemisferio.

Con el año que termina, puede decirse que se cierra todo un ciclo de
historia americana y que se abre para la gran república el camino
de la conquista gloriosa pero aventurada, el período de la espada
subyugadora de pueblos. El señor Romero veía con aprensión la alborada
de la nueva época. El, que asistió al desenvolvimiento poderoso de esta
nación y acompañó sus triunfos pacíficos, comerciales e industriales,
ha abandonado la escena terrestre en un momento de transición, y
su nombre será recordado como el de uno de los más fieles adeptos y
creyentes en los viejos ideales de la democracia que a muchos parecen
hoy envejecidos y marchitos.



                                  XV

                           HENRY CABOT LODGE


En una alocución dirigida a los estudiantes de Harvard por el actual
senador Henry Cabot Lodge a propósito de los usos y responsabilidades
de la independencia de los hombres de fortuna, el distinguido orador
aconseja a los que se encuentran en condiciones de no tener que luchar
para ganar el pan «emplear su actividad en aquellos terrenos en que
se necesitan hombres que puedan trabajar, sin provecho pecuniario,
en beneficio público». No son pocos los medios que se ofrecen a los
que quieran pagar en esta forma la deuda que cada ciudadano contrae
para con su patria. Uno de ellos es la literatura, tomada en su
aspecto serio y profesional, otro es dedicarse al estudio de grandes
cuestiones sociales como la educación popular, la administración de la
beneficencia pública, etc. Finalmente, la política les ofrece un campo
ventajoso para ensayar sus aptitudes y combatir por la felicidad y la
gloria de su pueblo. Pero cualquiera que sea la senda elegida, según
Cabot Lodge, lo esencial para un hombre útil, para un espíritu bien
intencionado es «simpatizar con su país, pues es más fácil de lo que
parece divorciarse de los movimientos de la época en que uno vive».
Otro escollo que es necesario evitar «es hacerse meramente negativo y
crítico...». «El que se contenta con la crítica y la negación, no sólo
está expuesto a llegar a ser estrecho y arrogante, sino ineficaz. Para
mantener el equilibrio y ser útil es necesario ver lo bueno al mismo
tiempo que lo malo de los hombres y de las cosas. Es comparativamente
fácil detenerse y atacar a los que están luchando en la corriente
de la vida política, pero es mejor entrar en ella y tratar de hacer
algo y contribuir a la realización de algún plan definido». Solamente
lanzándose al terreno de la acción desinteresada y fecunda, consagrando
los ocios del bienestar al servicio público, el hombre de fortuna se
convierte en el más útil y el más ocupado de los ciudadanos.

Se diría que al pronunciar las palabras citadas, el senador Cabot Lodge
estaba trazando el programa de su propia vida. El pertenece, en efecto,
a esa clase feliz de los que poseen suficientes medios para emanciparse
de la terrible preocupación de la vida material. Nacido en 1850, se
encuentra hoy en pleno vigor físico y mental. Desde los primeros
años de su vida, sus tendencias lo impulsaron a la literatura, donde
ha obtenido éxitos duraderos. Más tarde, entró en la vida política y
representó en el congreso a su estado natal. Hoy es uno de los más
jóvenes miembros del senado y uno de los publicistas más brillantes de
los Estados Unidos.

Editor un tiempo de la _North American Review_, y de la _International
Review_, sus estudios abarcan un vasto campo intelectual. Graduado de
Harvard y de la escuela de derecho, su tesis sobre la «Ley de tierras
de los anglosajones» le valió el título de doctor en filosofía. En
1885 dirigió la publicación de las obras de Alejandro Hamilton, cuya
biografía había escrito poco tiempo antes, así como la del eminente
orador y estadista Daniel Webster. Poeta correcto y tierno, orador
vibrante y nervioso, crítico y ensayista penetrante, historiador ameno,
a pesar de su relativa juventud, el señor Cabot Lodge, como Roosevelt,
de quien es grande amigo, ha demostrado prácticamente cuánto puede
esperarse de los hombres independientes que consagran su tiempo al
trabajo intelectual y al servicio de su patria, con aspiraciones nobles
y estímulos elevados.

Una rápida revista de sus obras va a mostrarnos las diversas facetas
de este espíritu brillante y distinguido. Entre las de carácter
biográfico, es necesario señalar desde luego las consagradas a la
vida de Washington, de Hamilton y de Webster, publicadas en la serie
de los _American Statesmen_. En todas ellas resalta un método crítico
excelente, un estudio profundo de los orígenes históricos del pueblo
americano, un vivo sentimiento de patriotismo y una familiaridad
perfecta con los más serios problemas resueltos en la crisis de la
vida de esta nación. La figura noble y luminosa del guerrero y del
estadista que arrojó los cimientos de la gran república, se destaca
en las páginas del libro de Cabot Lodge con esa majestad dignificada
y tranquila que realza el carácter del héroe y que está impresa, como
un sello indeleble, en las menores acciones de su vida. Su carrera
benéfica es seguida paso a paso por el escritor, desde el comienzo de
su educación, hasta que el llamado en su juventud _the rising hope of
Virginia_ terminó su vida cargado de años y de gloria. Pagado este
tributo respetuoso al padre de la patria, el señor Cabot Lodge ha
mostrado en su estudio sobre Hamilton las dotes eminentes de uno de sus
grandes colaboradores. Hamilton, en efecto, según el juicio unánime de
los más distinguidos publicistas de este país, figura por su talento
y dotes extraordinarias a la cabeza de los estadistas de la que llama
Goldwin Smith, la vieja escuela política americana. Como nuestro
general Belgrano, que siendo un hombre de carácter esencialmente civil
se vió arrastrado al servicio de las armas, cediendo a las exigencias
de los tiempos, el famoso jefe de los federalistas también prestó en
el ejército servicios apreciables, pero su gloria imperecedera está
basada en sus trabajos constitucionales, en su genio creativo, en su
administración celosa y acertada del tesoro público.

En una época de confusión y de caos financiero, Hamilton supo arrojar
los cimientos del sistema rentístico que con pequeñas modificaciones
se prolonga en este país hasta nuestros días. La disrupción de la
confederación primitiva, había obedecido a causas económicas. La
enfermedad que había consumido aquel organismo podría caracterizarse de
anemia fiscal. Era, pues, entonces, como ahora y siempre, el régimen
financiero del estado, el más importante problema planteado ante el
genio de los hombres de gobierno. Hamilton lo afrontó con maestría y lo
resolvió con éxito. Su programa era vasto y lleno de responsabilidades.
Según sus propias palabras citadas por Cabot Lodge, «justificar y
mantener la confianza de los más ilustrados amigos del buen gobierno;
promover la creciente respetabilidad del nombre americano; responder a
los llamados de la justicia; restaurar la propiedad territorial a su
justo valor; dotar de nuevos recursos a la agricultura y al comercio;
_cimentar más estrechamente la unión de los estados_; fortalecer su
seguridad contra el ataque externo; _establecer el orden público sobre
la base de una política recta y liberal_; he aquí los grandes fines
que debemos alcanzar, proveyendo en el período presente de una manera
adecuada y propia, al sostén del crédito público.»

Asumiendo la deuda de los estados, consolidando las obligaciones
diversas que pesaban sobre la nación y, finalmente, estableciendo un
sistema de contribuciones internas, Hamilton realizó el plan que se
había trazado, restauró de una manera brillante el crédito perdido,
saneó la moneda depreciada, e inauguró por esos medios una era de
prosperidad comercial. Sus memorables informes sobre materias fiscales
son hoy clásicos en la literatura económica de los Estados Unidos y
objeto permanente de análisis y de estudio por parte de la juventud
americana. Ellos figuran con razón, después de la declaración de la
independencia y de la constitución, en ese _vade-mecum_ del ciudadano,
publicado bajo el título de _Select Documents of United States
History_. En su segundo informe sobre el crédito público, Hamilton
proyectó el establecimiento del _excise_ o la contribución interna.
«Mostró,--dice Cabot Lodge,--que podían hacerse algunas adiciones a
los impuestos, pero ellas eran insuficientes y fué necesario obtener
rentas en otra parte. La teoría general de Hamilton era recurrir lo
menos que fuera posible al impuesto directo y levantar toda la renta
compatible con una percepción segura, gravando los artículos de lujo.
Habiendo llevado los derechos de importación hasta un límite que
consideró prudente, se fijó naturalmente en la fabricación doméstica
de alcoholes como el recurso mejor y más apropiado. Nadie pone en duda
hoy que, de acuerdo con los mejores principios de economía política,
Hamilton había acertado en su elección y que escogió el artículo más
conveniente para la contribución. Siendo esencial la renta, aquella
era la menos onerosa para colectar, y el artículo era uno de aquellos
que por su naturaleza debería siempre ser gravado primero que todos
y hasta el límite que pudiera soportarlo. A la luz de los principios
económicos, el impuesto sobre alcoholes, sugerido por Hamilton, no
requiere ni explicación ni defensa. La real dificultad era política
y no económica». Es inútil detenerse más sobre este asunto. Digamos,
sin embargo, antes de terminar, que Hamilton logró vencer todas las
resistencias y que su organización, o por mejor decir, fundación del
sistema rentístico americano, se completó con la creación de un banco
nacional y una casa de moneda.

Penetrando en el terreno de la política el señor Cabot Lodge estudia
con sagacidad y noble ecuanimidad de criterio las discusiones que
surgieron en el seno del gabinete de Washington y en que tomaron una
parte tan prominente Hamilton como _leader_ de los federalistas por un
lado y Jefferson como _leader_ de los demócratas por otro. Aquellas
organizaciones tan diferentes estaban destinadas fatalmente a chocar.
Hamilton nunca fué popular ni simpatizaba con la multitud. Su misma
superioridad intelectual lo impulsaba al aislamiento. Bajo el ataque
solapado y tortuoso de su adversario, encontró frases hirientes
y ofensivas que detuvieron su avance. Por un tiempo, mediante la
intervención amistosa de Washington, pareció renacer entre ambos la
armonía. Más tarde, la derrota final de su partido y el triunfo de
su rival lo hicieron volver a la vida privada y a la práctica de la
jurisprudencia. El choque entre el estadista eminente y Aaron Burr,
«político bajo, de superficialidad brillante y dotado del talento del
conspirador para fraguar intrigas de toda clase», según lo define
Cabot Lodge, ilumina el fin de Hamilton con el resplandor rojizo de la
tragedia. «Cada uno de los adversarios se preparó para el encuentro a
su manera: Burr practicando la pistola en su jardín, Hamilton poniendo
en orden los asuntos de sus clientes. A medida que el día fatal se
acercaba, Hamilton desplegaba una alegre tranquilidad, digna de un
hombre valiente, de carácter firme, y escribió cartas de adiós a
su esposa, llenas del más intenso sentimiento y la elocuencia más
conmovedora. Burr tomó las precauciones necesarias para la destrucción
de cartas comprometedoras de mujeres que había seducido. Se encontraron
al fin, en una hermosa mañana de julio, cerca de los bancos del Hudson.
Hamilton cayó al primer tiro, mortalmente herido, descargando en el
aire su propia pistola. Conducido a su hogar, sobrevivió algunas horas
en medio de sufrimientos terribles y murió rodeado de su familia
desesperada. Burr se alejó impune, para comprometerse en una traición
abortiva, y convertirse en un errante y un proscrito sobre la faz de la
tierra.»

Las mismas condiciones que hacen de la biografía de Hamilton una
lectura agradable e instructiva, predominan en la de Daniel Webster.
Las figuras intelectuales del carácter de la de este eminente estadista
y orador, ejercen una atracción irresistible sobre el escritor y
el político, que en su propia esfera sigue las huellas de aquellos
grandes representantes del genio americano. Entre las cualidades tan
distinguidas de Daniel Webster, ninguna tan digna de estudio sincero
y respetuoso como su talento envidiable de orador. Es en la arena del
parlamento, en medio del choque vibrante del debate político, en los
duelos memorables de la palabra, que la figura del tribuno alcanza
proporciones gigantescas. El señor Cabot Lodge analiza con especial
simpatía esta faz de su héroe. Se ve a través de sus páginas que el
crítico está preparado como pocos para comprender y apreciar las
excelencias de la figura que modela. Aquel cuadro famoso de la réplica
a Hayne, revive en las páginas de Cabot Lodge con todo el colorido y la
solemnidad de la histórica escena.

«En medio del silencio de la espera,--dice el crítico,--en aquel
silencio muerto que es tan peculiarmente opresivo por ser sólo posible
cuando muchos seres humanos se encuentran reunidos juntos, Mr. Webster
se levantó. Había permanecido sentado, impaciente e inmóvil, durante
todos los días precedentes, mientras la tormenta de la argumentación
y de la invectiva batía sobre su frente. Al fin había llegado su
hora; y al levantarse y permanecer en pie erguido en todo su tamaño,
su grandeza personal y su calma majestuosa impresionaron a todos los
que lo miraron. Con perfecto reposo, sin emoción aparente por la
atmósfera del sentimiento intenso que lo rodeaba, dijo en un tono
bajo e igual: «Señor presidente: Cuando el marino ha sido batido por
las olas durante muchos días, en medio de la cerrazón y de un mar
desconocido, se aprovecha naturalmente de la primera pausa en la
borrasca, de la primera aparición de un rayo de sol, para tomar la
latitud y asegurarse hasta dónde los elementos lo han apartado de su
derrotero. Imitemos esa prudencia; y antes de flotar más lejos en las
ondas de este debate, recordemos el punto de la partida para poder
conjeturar por lo menos en dónde nos encontramos. Solicito la lectura
de la resolución pendiente ante el senado.»--Aquella frase de entrada
era un trozo de arte consumado. La imagen simple y apropiada, la voz
apagada, el continente tranquilo, calmaban la excitación tirante de la
audiencia que hubiera podido concluir por desconcertar al orador si se
hubiera prolongado. Todos sintieron un alivio; y cuando cesó la lectura
monótona de la resolución, Mr. Webster era dueño de la situación
y tenía bajo su control al auditorio. Sus oyentes lo siguieron
conteniendo el aliento a medida que prosiguió. Las fuertes sentencias
viriles, el sarcasmo, la elocuencia, el raciocinio, los ardientes
llamamientos al amor del estado y del país, fluyeron sin interrupción.
A medida que sus sentimientos se caldeaban, la llama brillaba en
sus ojos; sus atezadas mejillas estaban ligeramente encendidas; su
fuerte brazo derecho parecía barrer delante de sí la falange entera
de sus opositores, y las profundas y melodiosas cadencias de su voz,
resonaban como notas armoniosas de un órgano al llenar la cámara con su
música. Las últimas palabras expiraron en el silencio; los que habían
escuchado se miraron maravillados los unos a los otros, conscientes
de que acababan de escuchar una de esas grandes oraciones que son
como piedras miliarias en la historia de la elocuencia; y los hombres
del norte y de Nueva Inglaterra se separaron llenos del orgullo de la
victoria, pues su campeón había triunfado y abrigaban la seguridad de
que el mundo entero comprendía que sus palabras no tenían respuesta.»

Penetrando en el análisis frío de las condiciones que hicieron de
Webster el primer orador americano de su época y uno de los más
grandes de la humanidad, exhibe el señor Cabot Lodge su sagacidad
crítica y el estudio especial consagrado a esta faz de su asunto. Sus
reflexiones en esta parte de la biografía de Webster son excelentes.
Ellas encierran en una forma concisa, una definición de la oratoria
moderna y en este sentido merecen transcribirse porque dan una idea
clara del método y estilo de su autor. «Un análisis de la réplica a
Hayne,--dice el señor Cabot Lodge,--nos facilita todas las condiciones
necesarias para tener idea correcta de la elocuencia de Mr. Webster,
de sus rasgos característicos y de su valor. La escuela ática de la
oratoria subordinó la forma al pensamiento, para evitar el derroche
de la ornamentación, y triunfó sobre la práctica más florida de los
llamados «asiáticos». Roma dió la palma al aticismo y la oratoria
moderna ha ido aún más lejos de la misma dirección, hasta que su
cualidad predominante ha sido la de hacer llamamientos sostenidos
al entendimiento. Las condiciones esenciales de la oratoria moderna
son la vigilancia lógica y la larga cadena del raciocinio, desdeñada
por los antiguos. Muchos hombres distinguidos han obtenido éxito por
esas condiciones como oradores fuertes y convincentes. Pero la gran
elocuencia de los tiempos modernos se distingue por explosiones de
sentimiento, de imágenes o de invectivas unidas a la argumentación
perfecta. Esta combinación es rara y cuando encontramos un hombre
que la posee, podemos estar seguros que en grado mayor o menor él
es uno de los grandes maestros de la elocuencia, tal como nosotros
la entendemos. Los nombres de los que en medio del debate, o en las
luchas del jurado o en la práctica diaria, se han mostrado fuertes y
eficaces, estremeciendo y haciendo vibrar a grandes masas de hombres,
fácilmente ocurren a nuestra memoria. A esta clase pertenecen Chatham
y Burke, Fox, Sheridan y Erskine, Mirabeau y Vergniaud, Patrick Henry
y Daniel Webster. Mr. Webster, naturalmente, era esencialmente moderno
en su oratoria. Confiaba principalmente en el llamamiento sostenido
al entendimiento y fué un ejemplo conspicuo del carácter profético
que el cristianismo, y con especialidad el protestantismo, ha dado a
la elocuencia moderna. Al mismo tiempo, Mr. Webster era en ciertos
respectos más clásico y se acercaba más a los modelos de la antigüedad
que cualquiera de los que hemos mencionado como pertenecientes a
la misma clase elevada. Estaba acostumbrado a derramar la copiosa
corriente de observaciones sencillas e inteligibles, y cedía con agrado
a esa inclinación a herir el sentimiento, la memoria y el interés que
lord Brougham considera característica de la oratoria antigua. Se ha
dicho que mientras Demóstenes era un escultor, Burke era un pintor,
Mr. Webster participaba distintamente del primero más que del último.
Raras veces amplificaba o modificaba una imagen, una descripción y en
esto seguía al griego más que al inglés. El doctor Francis Lieber,
escribe: «Para probar la oratoria de Webster, que ha tenido siempre
grandes atracciones para mí, leo una parte de mis discursos favoritos
de Demóstenes, y luego, siempre en voz alta, trozos de Webster; luego
vuelvo al ateniense, y Webster resiste la prueba.» Fuera del gran
cumplimiento que esto encierra, aquella comparación es muy interesante,
pues muestra la semejanza que existe entre Mr. Webster y el orador
griego, e indica que entre él y el ateniense son más los puntos de
contacto que las diferencias inevitables nacidas de la raza y de la
época. Sin embargo, no hay indicaciones de que Webster estudiara jamás
los antiguos modelos o tratara de imitarlos.»

Los ensayos literarios y políticos de Mr. Cabot Lodge, ocupan varios
volúmenes de una lectura tan interesante como variada. Uno de ellos,
publicado en 1885, se titula _Studies in History_. Los _Historical and
Political Essays_, pertenecen al mismo género de trabajos; y finalmente
_Certain accepted Heroes and other essays_ completan la serie de
artículos consagrados a diversos temas, cada uno de los cuales atrae
por algún motivo la atención del lector y muestra la fecundidad de
ingenio del publicista americano. No hay tal vez lectura más atrayente
que la de este género, especialmente inglés, que ha hecho la reputación
de Macaulay en Inglaterra y que en Francia fué cultivado con tanto
éxito por Sainte Beuve. El escritor de quien nos ocupamos carece del
brillo imaginativo, de la rapidez y de la profusión del primero y está
lejos de la pureza de líneas y delicadeza de matices que caracteriza
la prosa labrada y pulida del segundo. Sus rasgos distintivos son la
independencia de juicio y la firmeza de las convicciones. Huye de las
medias tintas y de las vaguedades y todas sus opiniones son expresadas
en una forma enérgica y cortante. En realidad, parece que el señor
Cabot Lodge en algunos asuntos duda demasiado poco. El peligro de los
entusiastas y de los hombres de partido es caer en el fanatismo o en
el dogmatismo, igualmente peligrosos para la salud mental. Por otra
parte, para los hombres que unen el pensamiento a la acción y que
figuran en las filas de un partido político, herederos forzosos de
una larga tradición histórica y defensores obligados de ella, es muy
difícil emanciparse de las influencias que actúan sobre su espíritu y
dejar de teñir sus juicios con las preocupaciones de la actualidad.
Las obras de estos escritores militantes, en cambio, tienen un encanto
especial para el que busca en ellas las palpitaciones de la vida y
trata de desentrañar de su lectura la filosofía de una época y las
peculiaridades de un escritor. El señor Cabot Lodge ha llegado a la
madurez en momentos en que una gran parte de los hombres políticos
americanos sentían una recrudescencia de nativismo o nacionalismo
y en que la antigua madre patria era convertida en macho cabrío
propiciatorio destinado a cargar en sus anchas espaldas todos los
pecados y recriminaciones de su raza.

No es extraño que en estas circunstancias, en todos los escritos
del distinguido publicista, se note una reacción vigorosa contra lo
que él llama «Colonialismo», refiriéndose a la influencia moral y
política ejercida por la Inglaterra sobre el genio de América. El
señor Cabot Lodge quiere borrar esa influencia, no solamente en la
política interna y externa, sino en la administración fiscal, en el
desarrollo económico del país, en el terreno científico y en el terreno
literario. La dependencia intelectual de América en relación con
Inglaterra señalada por el profesor Lounsbury en su _Vida de Cooper_,
le parece una desgracia y una humillación. Sus ideales son puramente
americanos; sus aspiraciones, hacer de la tierra de su nacimiento la
más grande y poderosa de las naciones del globo; infundirle un carácter
propio; dotarla de un arte propio; no deber nada al extranjero ni
imitar nada del extranjero y especialmente nada de Inglaterra. Hasta
la sensibilidad ante el juicio extraño le parece deprimente y se
subleva contra ella. «La sensibilidad por la opinión extranjera--dice
en los _Studies in History_,--que ha sido uno de los rasgos marcados
de nuestra condición mental antes de la guerra de secesión, ha
desaparecido. Se ha desvanecido en el humo de la batalla, como el
espíritu colonial desapareció de nuestra política en la guerra de 1812.
Ingleses y franceses han entrado y salido, han escrito sus impresiones
a nuestro respecto y hecho pequeños salpicones en la corriente de los
tópicos diarios, siendo olvidados después. Precisamente ahora es la
moda de todo inglés que visita este país, particularmente si es hombre
de importancia, al volver a su tierra decir al mundo lo que piensa de
nosotros. Alguno de esos escritores lo hacen sin tomarse siquiera el
trabajo de venir aquí primero. Algunas veces leemos por curiosidad lo
que dicen. Aceptamos lo verídico, desagradable o no, filosóficamente,
y sonreímos de lo que es falso. El sentimiento general es de absoluta
indiferencia. No encontramos la salvación y la felicidad en la opinión
extranjera favorable, ni nos entristece la adversa. El espíritu
colonial en esta dirección está también prácticamente extinguido.»

Con un criterio conformado de esa manera, no es de extrañar que los
temas tratados en los ensayos del señor Cabot Lodge se refieran, casi
siempre, a hombres, instituciones y episodios históricos americanos.
Esto mismo hace la lectura de sus escritos sumamente agradable para un
extranjero que quiera ver cuáles son los principios e ideas dominantes
en los hombres de la generación actual americana que más directamente
influyen en el destino de la nación. Por sus vinculaciones partidistas
y por su figuración especial, aparte de su propio mérito intelectual,
el señor Cabot Lodge está en mejores condiciones que nadie para
facilitar este estudio al observador imparcial. En realidad, él sigue
tan fielmente los consejos a que nos referimos al principio de estas
páginas, él es un hombre que está en armonía tan perfecta con su época,
que sus escritos derivan como pocos en la corriente de la actualidad
y reflejan como ninguno los cambios producidos en las opiniones del
pueblo americano.

Nada más característico a este respecto que lo que pasa en referencia
con la política exterior. El señor Cabot Lodge consagra a este tema
uno de los estudios más vigorosos de _Certain accepted Heroes and
other essays_. Escrito ese ensayo en momentos en que las relaciones
con Inglaterra pasaban por un momento difícil, él está imbuido en
un espíritu poco cordial hacia aquella nación. El señor Cabot Lodge
señala la avidez con que impulsadas por condiciones económicas en
cuyos detalles es inútil entrar, las naciones del viejo mundo se han
lanzado a apoderarse y dividirse el Africa y las islas de Oceanía.
Mientras estas adquisiciones no cruzaban los planes o intereses
americanos, el señor Cabot Lodge no veía razón para oponerse a ellas.
Cuando aquel apetito territorial se aproximó a las fronteras de este
país y a la esfera de influencia que legítimamente le corresponde, la
cuestión varió de aspecto. La política de expansión europea obligó a
los Estados Unidos a garantizar el futuro, salvando por lo menos una
parte de los territorios sobre los cuales no se había extendido aún la
mano codiciosa de las grandes potencias. Así explica el distinguido
publicista la ocupación de una parte de Samoa y la anexión del Hauaii.
Como aquellas páginas fueron escritas antes de la última guerra,
naturalmente ellas no se refieren al dominio colonial recientemente
adquirido, obedeciendo tal vez a los mismos principios de propia
defensa.

Al ocuparse especialmente del incidente de Venezuela, el señor Cabot
Lodge señala los peligros que entrañaba para el futuro de este
país permitir que una nación europea se apoderara por la fuerza de
cualquier parte del territorio sudamericano, destruyendo por su base
la doctrina de Monroe, y en este sentido aplaude sin vacilaciones
el famoso mensaje de Mr. Cleveland. «Inglaterra se sorprendió de
él,--dice,--en parte con razón y en parte sin ella. Se sorprendió con
razón, porque el embajador americano y los corresponsales americanos
de diarios de Londres, en aquel tiempo, la habían engañado respecto
a los sentimientos e intenciones de nuestro pueblo. Se sorprendió
sin razón, porque había interpretado torcidamente nuestras corteses
observaciones hechas durante veinte años sobre el asunto. Los ingleses
son inclinados a confundir la civilidad con la servilidad. Estas
palabras tienen un sentido análogo, pero existe gran diferencia
entre ellas, y fué justamente en eso en lo que consistió el error de
Inglaterra. Se expresaron quejas en aquel país y en éste, de que el
mensaje de Mr. Cleveland, y especialmente la última cláusula, era
áspero y poco diplomático. Era duro, en verdad, pero donde la suavidad
fracasó, la aspereza tuvo éxito. Donde las observaciones corteses
probaron ineficaces, unas pocas palabras claras arreglaron la materia.
Thackeray dice en alguna parte: «Si el pie de un hombre está en su
camino y no quiere sacarlo, déle usted un pisotón. Seguramente usted no
le será simpático, pero sacará su pie del camino.» Es muy desagradable
hacer esas cosas, pero algunas veces es absolutamente necesario.
Mr. Cleveland fué duro; el congreso y el pueblo lo sostuvieron y
hemos arreglado la cuestión de Venezuela. La doctrina Monroe ha sido
vindicada y Sud América no será tratada como África.»

La última obra del señor Cabot Lodge, _The Story of the Revolution_,
fué escrita en ese estado de espíritu y la nota patriótica predomina en
el curso de aquella narración lírica y entusiasta. Más que el relato
de la revolución, podría llamarse aquel libro el poema de la guerra
revolucionaria que empieza en Lexington y termina en Yorktown. El
estilo fácil, pintoresco y brillante del señor Cabot Lodge se presta
como pocos para una obra de aquel género, que en ciertos momentos
recuerda las páginas coloridas de Motley y en otros los apóstrofes
deslumbrantes de Burke. Las batallas de la independencia están pintadas
en grandes pinceladas, a la manera de los cuadros de Vernet, y
producen en el espíritu del lector una impresión intensa que despierta
la atención y la mantiene durante el curso de la leyenda emancipadora.
Al lado de esas grandes telas, abundan las pinturas de género tales
como la descripción de los delegados que en «Carpenter’s Hall» formaron
el congreso de Filadelfia. Un soplo guerrero circula por los capítulos
de ese libro candente que se diría escrito para inflamar a los soldados
que en los momentos de su aparición se disponían a recoger laureles
para su bandera en Cuba y en las Filipinas.

Las enseñanzas filosóficas que se desprenden de la guerra de la
revolución americana han sido sumariadas por el señor Cabot Lodge en
el último capítulo. La ayuda prestada por Inglaterra a los Estados
Unidos con motivo de la última campaña, pone pedales en ella al tono
ditirámbico de la narración. La antigua enemiga pasa a ser su aliada,
aliada complaciente y fácilmente contentable, pues en esta inesperada
explosión de fraternidad todas las complacencias hasta hoy pertenecen a
la madre patria y ninguna a la hija pródiga, que encuentra muy cómodo
y satisfactorio recibir sus caricias maternales. «Menos de hace un
año,--dice el señor Cabot Lodge,--debiera haberme detenido aquí, con
palabras de sentimiento por no haber aprendido Inglaterra la lección
de la revolución americana, en la parte que a los Estados Unidos
concierne, y con la expresión de la más sincera esperanza de que el
aprendizaje de su significado no habría de demorarse mucho más. Ahora
ya no es posible detenerse aquí. Los acontecimientos han demostrado que
la lección de la revolución ha sido por fin comprendida, y que todo
lo que se ha dicho sobre la facilidad con la cual los Estados Unidos
pueden obtener la amistad de Inglaterra, está más que justificado. No
podía ser de otro modo, toda vez que se empleaban razonables métodos;
la amistad entre las dos naciones es natural, no sólo por la lengua
común, esperanzas, creencias o ideales, sino por los lazos mucho más
fuertes de intereses positivos, mientras que la enemistad, lejos de ser
natural, sólo hubiera podido crearse con esfuerzo.

«Los Estados Unidos se lanzaron a la guerra con España. Ahora se ve
fácilmente que el conflicto era inevitable... El despotismo colonial
español y el gobierno libre de los Estados Unidos no podían existir por
más tiempo uno al lado del otro. El conflicto que se ha evitado durante
un siglo era tan inexorable como entre la esclavitud y la libertad.
La guerra vino ahora en lugar de venir más tarde, eso es todo. Una
vez envueltos en ella, los Estados Unidos ni necesitaron ni desearon
la ayuda de nadie. Pero las naciones como los individuos, aprecian la
simpatía. En los pueblos del continente encontramos neutralidad, pero
también críticas, ataques y toda clase de manifestaciones de disgusto
en grado mayor o menor... De parte de Alemania notamos una hostilidad
apenas velada... Pero del pueblo inglés vino, por otra parte, una
simpatía espontánea y el gobierno mostró que aquellos sentimientos
populares eran compartidos por sus _leaders_. Eso fué todo lo que
necesitaba, todo lo que antes necesitó. No importa la causa, el hecho
estaba allí. La lección de la revolución americana era clara al fin
y la actitud de simpatía, la política que pudo haber prevenido la
revolución, al fin se daba a la gran nación brotada de las colonias
que Washington condujo a la independencia. Cómo América ha respondido
a la simpatía de la Inglaterra, todos lo sabemos, tal vez mejor en los
Estados Unidos que en cualquier otra parte. La comunidad de simpatía e
interés hará más fuerte la amistad de los dos países que la que todos
los tratados podrían conseguirlo. Las barreras artificiales han caído
y los hombres de buena voluntad a ambos lados del Atlántico, deben
esforzarse en probar que no es un fácil optimismo el que cree ahora que
la amistad propuesta tan largo tiempo y tan llena de promesas para la
humanidad y la civilización, será duradera. Los millones de hombres que
hablan la lengua inglesa en todas partes del globo, verán seguramente
ahora que una vez unidos, podrá decirse, como Shakespeare dijo hace
trescientos años: «Acudan los tres extremos del mundo en armas, y los
rechazaremos.»

Con este abrazo de reconciliación y este grito de legítimo orgullo
termina el relato de la epopeya revolucionaria nacional americana,
escrita por el señor Cabot Lodge. Su situación política y la justa
autoridad intelectual de que goza, dan a sus palabras un significado de
que carecerían las de un simple literato profesional. Ellas han sido
acogidas por eso como una revelación elocuente del cambio producido en
gran parte de la opinión pública de este país y que tiende a la unión
íntima de las dos grandes ramas de la familia anglosajona.



                                ÍNDICE


                                                                   Págs.

  Martín García Mérou.                                                 4

  Martín García Mérou, por Eugenio Díaz Romero.                        7


  I.--Impresiones de Boston.                                          21

  II.--De paso por Chicago.                                           37

  III.--En Saint-Louis.                                               53

  IV.--Una visita a Amherst.                                          63

  V.--Viajeros en Sud América.                                        81

  VI.--Temas de verano.                                               99

  VII.--Un poco de filosofía política.                               113

  VIII.--Gobierno municipal americano.                               129

  IX.--El Congreso.                                                  167

  X.--Maravillas de la piscicultura.                                 197

  XI.--John Hay.                                                     213

  XII.--“American ideals”.                                           247

  XIII.--David Ames Wells.                                           267

  XIV.--Un Christmas sombrío.                                        281

  XV.--Henry Cabot Lodge.                                            295



                   TALLERES GRÁF. L. J. ROSSO Y CÍA.
                    ==== BELGRANO 475, BUENOS AIRES



                                 Nota

Se han corregido los errores evidentes de ortografía y puntuación.



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