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Title: Estudios americanos Author: Mérou, Martín García Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Estudios americanos" *** ESTUDIOS AMERICANOS MARTÍN GARCÍA MÉROU Nació en Buenos Aires el 14 de Octubre de 1862. Estudió en el Colegio Nacional y se graduó en derecho en la Universidad de Buenos Aires. Desde la adolescencia mostró inclinación por las letras, publicando sus “poesías” (1880), “nuevas poesías” (1881) y “varias poesías” (1882), reunidas más tarde en un solo volumen. Su reputación fué rápida en todo el continente, como poeta y prosista; más tarde cultivó con igual éxito la crónica literaria, la crítica y los estudios políticos y sociales. Entró muy joven a la carrera diplomática y fué ministro plenipotenciario ante varios gobiernos americanos. De sus viajes ha escrito impresiones interesantísimas. Siendo ministro en Estados Unidos dejó el cargo para ocupar el Ministerio de Agricultura, durante la segunda presidencia de Roca, pasando más tarde a ocupar la legación argentina en Berlín, donde falleció. Son sus obras principales: “Poesías” (1879-1885), “Impresiones” (1884), “Estudios literarios” (1884), “Libros y Autores” (1886), “Perfiles y miniaturas” (1889), “Juan Bautista Alberdi” (1890), “Recuerdos Literarios” (1891), “Confidencias literarias” (1894), “Estudios Americanos” (1900), “El Brasil intelectual” (1905), etc. Sus obras de crónica y crítica literaria reflejan agudamente el movimiento intelectual argentino de “la generación del 80”; su obra, por su contenido y por su forma, es uno de los exponentes más considerables de la mentalidad nacional. Además de su valor histórico o representativo, vale por sus excelentes cualidades intrínsecas. A los 43 años de edad falleció en Berlín, el 18 de Mayo de 1905. “LA CULTURA ARGENTINA” MARTÍN GARCÍA MÉROU ESTUDIOS AMERICANOS (PRIMERA SERIE) Con una introducción de EUGENIO DÍAZ ROMERO [Imagen] BUENOS AIRES «La Cultura Argentina»--Avenida de Mayo 646 1916 MARTÍN GARCÍA MÉROU La gran República del Norte ha encontrado en este escritor un intérprete a todas luces digno de su renombre. Después de sus poesías, de sus libros de viajes, de sus ensayos sobre Echeverría y Alberdi, de sus páginas de historia, el señor García Mérou debía darnos una obra de observación personal, de sólida información, de crítica penetrante y provechosa lectura. Felizmente ha realizado dicha obra en el pleno desarrollo de su inteligencia, en el completo dominio de sus facultades, de su madurez de criterio. El autor de _Echeverría_ y poeta de los _Cuadros Epicos_ pertenece a una generación de hombres de talento. El, con Benigno Lugones, Joaquín Castellanos, Leopoldo Díaz y quizás algún otro, se iniciaron bajo la buena influencia romántica. Los poetas del año 30 han sido en esto afortunados. Los poetas argentinos de aquella época, y también los de las otras repúblicas de Sud América, tenían por aquellos hombres, Hugo, Lamartine, Byron, Alfredo de Musset, y Vigny, un culto imponderado. Era, sin duda alguna, una pléyade entusiasta, amante como ninguna otra de la belleza del arte. Pero de lo que carecía era de voluntad, salvo, necesariamente, sus excepciones. Ella no aceptó o no pudo aceptar las severas responsabilidades del ideal. Se hubiese dicho que por sus venas corría la floja sangre de Rolla, hacia el cual tendían instintivamente o al que disculpaban por lo menos. El ideal era demasiado vasto, demasiado difícil, y como se pedía todo a las fuerzas naturales, mucho al corazón y nada absolutamente al cerebro, las energías faltaron. De esa generación, inteligente y poética, poco o nada fundamental ha quedado. Con excepción de dos o tres cantos de un sentimentalismo soñador, impregnados de escepticismo amable, de melancólicos ayes, de postrimeros adioses, la literatura pocas piezas nuevas pudo agregar a su repertorio selecto. La forma escasas transformaciones obtuvo; la imagen, el ritmo, la música, lo que constituye, en una palabra, el verso, permaneció estacionario. Era el mismo metro usado por los poetas españoles, la misma tendencia que con diferentes matices se reproducía en los países de América. La imitación era casi incondicional, sin limitaciones visibles. Siempre que se imitara a Lamartine o a Hugo, estaba bien. Los recursos era lo de menos. Y conste que yo soy partidario de la influencia en literatura; pero, naturalmente, siempre que el influenciado proceda con la prudencia y la cautela necesarias. Estoy con los que piensan que un gran autor puede encaminar a un cerebro por un camino maravilloso. Pero es indispensable también que la lectura de ese autor, que su influencia pujante se vea discutida por otras influencias; de modo que alguien pueda emitir al respecto una opinión personal y que lo que resulte sea de su propia cosecha. Martín García Mérou, que pertenece a aquella generación, fué tal vez el único que se sintió capaz de realizar una obra buena, de trascendencia y valor. Durante su juventud escribió y dió a luz muchos versos, que más tarde, allá por el año de 1885, se publicaron en libro. En esas poesías hay algo más que el simple sentimiento traducido en una forma más o menos feliz. Pero es porque ya en aquella época García Mérou poseía un espíritu cultivado por excelentes lecturas. Vese en ellas, al poeta que, atraído por la grandeza y majestad de los modelos, hace lo posible por sacudir su yugo, sirviéndose para ello de su inspiración propia y del conocimiento que él mismo ha conseguido retener de las cosas que lo rodean y de los fenómenos de su reino interior. El poeta lucha también por que su idioma, plegándose a sus caprichos, le dé el estilo con que sueña para encerrar bellas ideas, y por que a más de la hermosura de la forma, la originalidad venga asimismo en su ayuda; y si bien es cierto que no logra siempre su objeto, es preciso reconocer que en muchas ocasiones el triunfo ha estado de su parte. A sus _Poesías_ siguen sus estudios literarios, interesantes historias acerca de nuestra vida intelectual, revelaciones curiosas de un ambiente sahumado con los más puros óleos románticos, interpretaciones amables de obras y caracteres estudiados con la mejor voluntad y la mayor simpatía. Hace varios años que leí _Recuerdos literarios_ y _Confidencias literarias_; sin embargo, aun conservo la grata sensación que entonces me produjeron. Naturalmente que para estudiar esas obras es necesario ajustarse a los pocos años del autor y a las influencias que pudieron pesar sobre él, solicitado como estaría, sin duda, por elementos poderosos, cuales son el amor hacia aquellas personas que sienten como nosotros y comparten las inquietudes que provienen de la aspiración a un ideal común. Empero, García Mérou revela en esos libros buenas cualidades de narrador fácil y ameno. Pocos son los que pueden jactarse de una habilidad semejante. Ciertamente, el señor García Mérou profesa el irrefutable principio de que para ser leído es indispensable hacerse leer. Sus estudios, sea de la índole que fuesen, resultan de una lectura en extremo agradable. El espíritu del lector no se fatiga con descripciones sutiles, ni en complicados meandros, ni en prodigiosas arquitecturas verbales, sino que, por el contrario, entra de lleno en la amable glorieta, construída con la más fina elegancia. Su estilo, fácil y pletórico, se adapta, sin esfuerzo aparente, a las veleidades de su imaginación y sigue sin tropiezos el rumbo que el pensamiento quiere imprimirle, revistiéndolo, al pasar, con las formas que la fantasía, contenida a menudo, dejó escapar como a su pesar. La frase es ancha, abundante en palabras sonoras, acertada en la elección de los vocablos, poco trabajada, declamatoria a veces y a veces también de una contextura de hierro. En muchas ocasiones créese estar ante un enorme periodista, imbuído en toda clase de asuntos. Su sorprendente facilidad para pasar de un punto a otro totalmente diverso y tratar en un espacio reducido las materias más opuestas, la copiosidad de datos con que ilustra sus estudios, hacen efectivamente de este autor el más grande y completo de los periodistas argentinos. Pero García Mérou posee también en alto grado apreciables dotes de escritor y de artista. Su obra, múltiple y conceptuosa, da a conocer diferentes fases de su talento. En los _Estudios Americanos_ el pensamiento se robustece; la observación, el análisis de costumbres y tipos, la vida, en fin, de esa gran nación que es Estados Unidos, tiene en el señor García Mérou un crítico admirable. Divulgador entusiasta de todo lo que constituye el progreso y la gloria de aquel país, describe con precisión y verdad absolutamente sinceras la complicada máquina del organismo gigantesco de ese pueblo joven que posee una grande alma viril, espoleada por los más irresistibles empujes de perfeccionamiento y torturada por las más desesperadas bravuras de la energía, que es allí un síntoma de su fuerza y de su voluntad, que se diría fabulosa si no supiéramos que es humana. García Mérou no podía permanecer indiferente en medio de aquellas poblaciones. Su espíritu culto y expansivo, tenía necesariamente que sentir la palpitación del coloso. Observándolo, estudiándolo de cerca, sin precipitación, es como ha obtenido los resultados que nos es dado palpar. No se ha llevado de opiniones ajenas, ni ha escuchado tampoco la voz de algunos escritores europeos reacios a la maravillosa enseñanza que encarna una nación que en pocos años de vida propia y de independencia política ha obtenido los beneficios que todo el mundo puede admirar, sino que ha tomado el camino que le ha trazado su criterio individual, el conocimiento de las instituciones y de los hombres, la experiencia y el estudio adquiridos diariamente, en el contacto con aquella sociedad, a quien conferencistas amables y almibarados psicólogos hicieron vanamente, por cierto, blanco de sus embestidas inútiles y de sus ironías inofensivas. El autor de este libro, empero, no lleva su admiración hasta creer que todo lo que se produce en el seno de aquel país es de una bondad prodigiosa. Su juicio es, antes que todo, sincero. Cuando halla algo impropio, o de dudoso buen gusto, o de calculado propósito o de bajo interés o sencillamente rastrero, lo dice claramente, de modo que todos puedan oirlo; así como cuando se encuentra en presencia de un fenómeno que suscita su entusiasmo, lo que no es difícil que suceda a menudo tratándose de los Estados Unidos, su admiración es espontánea y sin restricciones su elogio. Y no se piense que el lector permanece ajeno a esas efusiones de su temperamento. Sea cuando alaba como cuando critica, García Mérou se cuida de hacer resaltar con precisión el objeto ensalzado o vituperado. Posee la excelente cualidad de presentar tan claramente las cosas que lo preocupan, que uno no puede menos de sentirse arrastrado y compartir con él la admiración y la censura. Ahí es donde se reconoce su criterio imparcial y su juicio exento de prejuicios anteriores a su propia observación. En muchas ocasiones, ya se trate de instituciones, ya de hombres, procura que el lector se ilustre con opiniones extrañas a las suyas. Dicho método produce, naturalmente, una impresión favorable para quien no está muy al corriente de lo que pasa en aquellos lugares, al mismo tiempo que corrobora con nuevas ideas las que el lector pudo formarse acerca de las materias que desenvuelve en su peroración elocuente y fundada. El método informativo y ameno de su exposición hace que los _Estudios Americanos_ se lean con facilidad y con interés ascendente. Muchos y muy distintos son los asuntos que García Mérou trata de interpretar en su obra. Sin temor a equivocarse, puede decirse que quinientas páginas nutridas, abonan, si no completamente, por lo menos en su mayor parte, la vida, las manifestaciones comerciales e intelectuales de ese pueblo, el movimiento, en fin, de sus industrias, la descripción de sus principales ciudades, el estudio de sus severas instituciones educacionales, de sus más grandes progresos, de sus más célebres acontecimientos políticos. Todo está estudiado, todo está visto con amor, que yo diría americano, pues está probado que los europeos no miran sino con cierto recelo el desarrollo de los Estados Unidos que, joven aun y con los atropellos inherentes a su corta vida política, se ha colocado a la vanguardia de las naciones del mundo. Y es necesario consultar este libro para ver cómo ha ido evolucionando hasta adquirir la forma que hoy ha adquirido y para que su informe grandeza aparezca en su magnitud verdadera. Injustamente se ha reprochado a los Estados Unidos el desdén con que ha mirado siempre las manifestaciones superiores de la inteligencia. Para refutar una inculpación semejante y destruirla totalmente, no habría más que apoyarse en la urgencia en que todos los pueblos de formación embrionaria atienden a su existencia económica. Pero es que los Estados Unidos han dado pruebas de una intelectualidad gigantesca en una cantidad de obras que, por desgracia, no han alcanzado la popularidad que debían. Con haber engendrado a Edgardo Poe habría hecho bastante. ¿Quién niega que Poe fué uno de los más grandes hombres del siglo? Pero es que no es sólo Poe, sino que son Emerson y Longfellow, Hanthurne y Lowell, Walt Whitman y Wisthler, Sullivan, Holmes y Whittier, impuestos hoy a la admiración universal. ¿Cómo se explica entonces el rencor europeo por todo lo que es «americano», como si esta palabra «americano» envolviera todo un pasado de obscurantismo y derrota? ¿Será necesario buscar en el progreso excesivo, en la rara energía, en la grandeza acumuladora y enorme, en el dominio exclusivo y desmesurado de la raza, la antipatía de la vieja Europa por ese inmenso pueblo ciclópeo? ¿O es que la altivez del pueblo yankee lo irrita? ¿O es que Europa ve en los Estados Unidos su sepulcro futuro?... El señor García Mérou roza estas cuestiones en algunos capítulos. Una de las cosas que me han llamado más la atención es la independencia de su juicio al penetrar en asuntos tan complicados y resbaladizos. En esto se diría que procede como los noveladores realistas, es decir, sin traducir sus emociones ni sus ideas ante el objeto observado, como un simple espectador que ve y analiza, reservándose su opinión o escondiendo su sentimiento. Así es como el escritor puede apreciar mejor los fenómenos sociales y los hechos que caen bajo el dominio de sus facultades. Estados Unidos ofrecía un hermoso escenario al autor de las _Confidencias literarias_ y un vasto campo de acción a sus notorias cualidades de escritor y de hombre estudioso. Ignoro el tiempo que ha empleado en terminar una obra de tan vastas proyecciones como la que ha publicado, pero imagínome que no ha sido breve. A García Mérou no lo intimidaba el trabajo: se formó trabajando y concluyó como había comenzado, es decir, con la pluma en la mano. De entre la mediocre cáfila de hombres sin pensamiento ni acción, este espíritu noble y de esfuerzo surge como un rayo de sol de entre una nube sombría. Esta gente que no leerá su libro, pero que irá a mentirle elogios, podría inspirarse en su ejemplo. Si así sucede, se convencerá que no es con falsas posturas, ni con adulaciones, ni con genuflexiones adorables, que se conquistan distinciones y honores. García Mérou, por ejemplo, se los ha conquistado a fuerza de puños, de una labor ruda y continua, de un trabajo sano y persistente, de una honrada existencia. Iba a penetrar en la estructura de su libro, pero noto que el espacio me falta. Por otra parte, paréceme que no es de absoluta necesidad entrar en la descripción de los distintos capítulos de que se compone. Baste saber que los Estados Unidos, en lo que tienen de más grande, han hallado en Martín García Mérou un propagador admirable y que los _Estudios Americanos_ compendian y dan una idea exacta de su movimiento económico y social, de sus instituciones e industrias, de muchas de sus costumbres y de un crecido número de sus hombres ilustres. Los que se interesan por esta nación deben apresurarse a leer el libro que el señor García Mérou ha tenido a bien legarnos, que los instruirá deleitándolos, como dicen los aficionados a la retórica. Por mi parte, vuelvo a leer los capítulos sobre «John Hay» y ese triste y doloroso que se llama «Un christmas sombrío» y los consagrados a Henry Cabot Lodge, uno de los más interesantes, a «David James Wells», al «Génesis del imperialismo»; y al doblar la última hoja, recuerdo que son pocos, muy pocos, los libros que como _Estudios Americanos_ se han escrito sobre la gran República del Norte, a quien un poeta amigo mío llamó el Calibán de América, en un día de locura. EUGENIO DÍAZ ROMERO Estudios Americanos I IMPRESIONES DE BOSTON De todas las ciudades americanas, tal vez la más interesante y original, la menos nivelada y amoldada por el progreso vertiginoso que ha uniformado la fisonomía de las capitales de este país, es Boston, centro de cultura académica y de refinamiento intelectual, en que viven tradiciones literarias y en que se conserva el culto celoso del genio americano. Mientras el tren rápido me conducía desde Nueva York hasta el corazón de la metrópoli de Massachussetts, después de haber entrado íntegro en un colosal _ferry-boat_, recorriendo una gran parte de la bahía de la gran capital y pasando bajo la red gigantesca del puente de Brooklin, para entrar en Harlem River y volver a tomar de nuevo las vías en que ahora volamos arrastrados por una de esas gigantes locomotoras de carrera (_racers_) que devoran las distancias, iba confirmando en silencio la exactitud de las observaciones de un viajero humorístico respecto a la reputación de que goza Boston en el resto de la Unión. Como a él, se me había dicho en tono de broma que «tan pronto como el tren entrara en la Nueva Inglaterra, oiría muy poco inglés, porque casi todo el mundo hablaba latín o griego; que los teatros representaban sólo tragedias de Esquilo o Sófocles, y de cuando en cuando una pieza de Ibsen; que no se permitía ni fumar ni jurar en las calles; que las señoras llevaban velos azules y lentes; que los hombres hablaban el inglés más británico posible, y en vez de pecheras de camisa llevaban sus diplomas de pergamino de Harvard College; que los niños iban en procesión por las calles a pedir al gobernador que se aumentaran las horas de clase; que en los principales clubs tres veces por semana se debatían cuestiones metafísicas; que en las tertulias, después de la discusión de algún tema propuesto por un profesor de Harvard, se servía Apollinaris y crema helada, mientras en las casas muy chic (_very swell_), se convidaba a los invitados con «Club soda». Sin tomar muy al pie de la letra estas bromas con que los habitantes de Nueva York acostumbran satirizar a los «bostonianos», es lo cierto que en la vieja capital se respira una atmósfera diferente que en el resto de este inmenso país, y que el amor a la ciencia se ostenta en ella en las formas más inesperadas. Así, al entrar en el magnífico Hotel Touraine, recientemente edificado y servido a la francesa, con todos los refinamientos de un lujo exquisito, lo primero que me llama la atención es una soberbia biblioteca de autores escogidos y el aire de recogimiento con que, en sus cómodos sillones y alrededor de sus mesas, se entregan a la lectura una veintena de mujeres que, para decir la verdad, no usan lentes ni velos azules. Esa biblioteca, realmente admirable, es el orgullo del hotel y su rasgo característico. No pude menos de expresar a una distinguida señora americana con quien la recorríamos mi agradable sorpresa al encontrar ese centro de estudio en medio de un establecimiento de carácter tan forzosamente prosaico, y ella me respondió sonriendo, con una frase en que devolvió la pelota a los neoyorquinos que me habían caricaturado a Boston: «_You know_, en Nueva York la mejor pieza de los hoteles es el _bar_; entre nosotros la biblioteca.» Desde la llegada a la estación de Park Square, por otra parte, nos asaltan recuerdos y reminiscencias literarias. Para dirigirme bien y no perder tiempo en divagaciones y preguntas, en vez de una guía banal como las de Appleton o Baedeker, llevaba en mi bolsillo el curioso librito de Wolfe, _Tabernáculos Literarios_ (_Literary shrines_) e iba haciendo mi peregrinación intelectual dirigido por ese silencioso «cicerone» que desde que puse el pie en Park Street, me señaló la amplia casa de George Ticknor, que durante muchos años fué uno de los centros de cultura de Boston. Sucesivamente fuí recorriendo y visitando la vetusta Old South Church, en cuyo campanario estaba el estudio del historiador doctor Belknap; King’s Chapel, en que ofició durante muchos años uno de los espíritus más finos y elevados de la generación intelectual que hizo la gloria de New England, el doctor Holmes; State-House en que Hawthorne ha puesto el _pillory_ de Hester Prynne, uno de los héroes de _La letra escarlata_; Tremont House, en que se reunía el «Club de los Jacobinos» con Ripley, Channing Parker y otros reformadores radicales; mientras al recorrer las calles menos bulliciosas, al separarme voluntariamente de las grandes arterias comerciales donde se aglomera la multitud y los carros eléctricos se suceden en fila interminable, con ruido ensordecedor y movimiento que marea, repetía mentalmente la larga lista de nombres gloriosos que forman el blasón de la ciudad universitaria y que constituyen la más brillante constelación de talentos de la gran república. «Aquí Mathew escribió su _Magnalia_, Paine moduló sus cantos, Allston compuso sus cuentos, Buckminster escribió sus homilias, Bowditch tradujo la _Mecánica celeste_ de Laplace. Aquí Emerson, Motley, Parkman y Pol nacieron; aquí vivió Bancroft, escribió Combe, murió Spurzheim. Aquí predicaron Maffit, Channing y Pierpont; dieron conferencias Agassiz, Phillips y Lyell; Alcott, Elizabeth Peabody y Fuller enseñaron. Aquí Sargent escribió _Dealings with the dead_, Sprague su _Curiosity_, Prescott su _Fernando e Isabel_; aquí tuvo Isabel Fuller sus «Conversaciones» que atrajeron y encantaron a los más brillantes espíritus de su tiempo; aquí vivió Melville, pintado por Holmes en _La última hoja_; aquí Emerson predicó el Unitarismo y aquí comenzó su carrera como conferenciante y filósofo. Aquí, además de los ya mencionados, Dwight, Brisbane, Quincy, Ripley, Graham, Thompson, Hovey, Loring, Miller, Mrs. Folsom y otros de igual celo y habilidad hablaron y escribieron abogando en pro de varias reformas e «ismos» que estuvieron en boga hace más de medio siglo. Toda la literatura de este país, o, por mejor decir, la crema de su literatura, ha dejado aquí huellas indelebles, y es necesario confesar que, a pesar del aparente desdén con que muchos se refieren al «espíritu americano», al «arte americano», como si se tratara de una mistificación o de una fantasía, los nombres de Holmes, de Lowell, de Longfellow, de Whittier, de Hawthorne, de Poe, de Emerson, bastarían para ilustrar la historia intelectual de cualquier nación menos joven que los Estados Unidos. Las más puras cualidades brillan en las obras de estos autores. La distinción de su talento les ha conquistado una fama universal, y si bien no tienen por el momento reemplazantes que los igualen, esa pléyade luminosa no será fácilmente olvidada, y ella merece que se le consagre un homenaje reverente. En la esquina de Washington Street y de School Street, en el antiguo Corner Book-Store, o «librería de la Esquina», los miembros más prominentes de aquel cenáculo se reunían habitualmente, siguiendo una tradición uniforme en los hombres de letras de todos los países, y así como en París, en la trastienda de la librería de Lemerre, conocí a Barbey d’Aurevilly, a Sully-Prudhomme y a François Coppée; en el Corner Book-Store pude cambiar algunas palabras con varios jóvenes herederos del grupo glorioso a que antes me he referido, mientras regateaba interesantes especímenes de las primeras ediciones de sus obras más afamadas. Por lo demás, penetrando en el tohu-bohu de Washington Street y en el centro comercial de State Street, donde se aglomeran los Bancos, las Bolsas, los altos edificios que, como el Ames Building, pueden competir ventajosamente con cualquiera de las enormes estructuras de Nueva York o de Chicago, el perfume de la intelectualidad se evapora y caemos en la fiebre de los negocios, en el estruendo abrumador de la colmena humana alborotada, en la actividad enfermiza de una labor de todos los minutos, en la lucha terrible por la fortuna con todos los desbordes y peculiaridades excesivas de la tierra del omnipotente Dollar. Y esta parte de la ciudad, ya modernizada, se parece a todos los barrios análogos de Filadelfia, de Baltimore, de Chicago, de San Luis, tiene las mismas casas, los mismos letreros, los mismos tranvías, la misma platitud monótona y grandiosa. En compensación, ninguna ciudad americana posee un sistema de parques más completo y extenso, ni suburbios más pintorescos y poblados. El Common, con sus juegos de _base-ball_, _hockey_, _foot-ball_, etc., es una delicia de sombra y de frescura, de céspedes de un verde tan claro y puro que recuerda el de las residencias señoriales de la campiña inglesa. Los jardines públicos, que forman como una prolongación del primero, están graciosamente dibujados y abundan en plantas de una maravillosa frondosidad y de un cultivo irreprochable. Franklin Park, finalmente, ofrece un campo casi ilimitado a los placeres de la bicicleta, a los paseantes a caballo y a pie, y constituye uno de los más hermosos adornos de que podría enorgullecerse una ciudad de varios millones de habitantes, tan grande es su extensión y tan perfectos sus detalles. Esta red de boscajes y de prados de yerba fina y menuda está ligada entre sí por avenidas igualmente arboladas, y entre ellas merece visitarse detenidamente la de la República (Commonwealth Avenue) con su doble hilera de alamedas y sus palacios grandiosos a la derecha y a la izquierda, una calle ideal, silenciosa y tranquila, en que han levantado sus lares los favorecidos de la fortuna y que goza la reputación merecida de ser la más hermosa tal vez que existe en los Estados Unidos. En las viejas calles de Cambridge se respira una atmósfera igualmente tranquila, pero saturada de intelectualidad. Sin poseer la vetustez ni el escenario incomparable de Oxford, la situación de Harvard College es sencillamente admirable, y todo en los jardines de la universidad y en sus alrededores invita al estudio, al trabajo sereno, a la contemplación y la investigación de las verdades eternas. ¡Ah! si fuera posible desandar el camino recorrido y volver a los días de la adolescencia lejana--me decía a mí mismo--¡con qué placer enterraría algunos años de mi vida en este rincón apacible y hermoso, tan alejado del tumulto humano que bulle en el hirviente crisol de la vasta democracia americana! Esos árboles centenarios que sombrean calles solitarias con _cottages_ de madera a través de cuyas ventanas se ven perfiles femeninos inclinados sobre el libro abierto o sobre el bordado; la majestad severa de los edificios de la universidad, los pasos juveniles de los estudiantes que cruzan las avenidas o se extienden sobre el césped con su autor favorito en la mano, la tradición de respeto moral y de pureza cristiana de la vieja academia, las modestas viviendas de los profesores que consagran todas sus horas al cultivo de la ciencia, de las letras o de las artes,--todo inspira en Cambridge pensamientos elevados, todo parece desprendernos de las preocupaciones de la vida diaria para hacernos meditar en más grandes y puros ideales. «Con la calma favorable al estudio se tiene allí--ha dicho un viajero distinguido--reunidos en un espació reducido todos los elementos de trabajo, los más abundantes recursos intelectuales; cerca está la ciudad con sus museos, sus galerías de arte, su Ateneo, sus clubs literarios y científicos; en la universidad misma se encuentran cursos de toda especie, profesores de hebreo, de sánscrito, de filología romana, de arqueología, de etnología, de historia política; museos de biología, de paleontología, de botánica, colecciones de cristales y de piedras preciosas, de medallas, de bajorrelieves y de estatuas antiguas, bibliotecas, salas de lectura, laboratorios, todos inmensos y soberbiamente provistos; el Boylston Hall tiene 250 mesas para las manipulaciones; el laboratorio de física, de 250 pies de largo, tiene una mesa construída sin hierro para los experimentos magnéticos, mesas de piedra y una torre con cimientos especiales para los trabajos que exigen el empleo de instrumentos de precisión; la biblioteca, científicamente clasificada, de manera de simplificar las investigaciones, contiene 300 mil folletos y 400.000 volúmenes». Después de recorrer la universidad, no puede dejarse Cambridge sin visitar la histórica casa de Longfellow, conservada como el tiempo en que la habitó el poeta, y ennoblecida también por haber residido en ella Washington. «La pintoresca mansión--dice Wolfe en una página que prefiero reproducir por sus detalles minuciosos--tiene el aspecto de una antigua conocida, y el interior con sus proporcionados cuartos principescos, espaciosas chimeneas, amplios halls, y curiosos tallados, tiene muchas cosas que Longfellow ha compartido con sus lectores. En la puerta de entrada está el poderoso llamador; un descanso de la escalera mantiene «el viejo reloj de la escalera»; a la derecha del hall está el estudio, con sus recuerdos sin precio del tierno y simpático bardo que pasó aquí lo mejor de su vida de trabajo, desde la temprana virilidad hasta el suave crepúsculo de la edad dulce y benigna. Aquí está su silla, desocupada por él sólo unos pocos días antes de su muerte; su escritorio, su tintero, que antes fué de Coleridge; su pluma con «un eslabón de la cadena de Bonnivard», la antigua jarra de su «Canto a la bebida», la chimenea de «El viento en la chimenea», el sillón tallado en la madera del «dilatado castaño» del herrero, que le fué ofrecido por los niños de la aldea y celebrado en su poema «Desde mi sillón». Alrededor nuestro, están sus libros preferidos, sus cuadros, sus manuscritos, todas preciosas reliquias, y desde sus ventanas vemos, a través del Parque Conmemorativo de Longfellow, el río cantado tan a menudo en sus versos «resbalando como el curso de la vida». En ese cuarto, Washington celebró sus consejos de guerra. De las muchas sesiones intelectuales que sus muros han presenciado, contemplamos con el mayor placer las reuniones de los miércoles por la tarde del Club del Dante, en que Lowell, Howells, Fields, Norton, Greene y otros amigos y discípulos se sentaron con Longfellow para revisar la nueva traducción del _Dante_. El cuarto tapizado de libras que está sobre el estudio--en un tiempo dormitorio de Washington y más tarde de Talleyrand--fué ocupado por Longfellow cuando vivió, primero como un huésped en la vieja casa. Fué allí que oyó las «Pisadas de los Angeles» y las «Voces de la Noche»; aquí escribió «Hyperion» y los tempranos poemas que le hicieron conocer y amar en todos los climas.» Otro tributo indispensable al talento es la visita de Elmwood, el hogar de Lowell, la tranquila residencia colonial de uno de los espíritus más nítidos y brillantes de la intelectualidad americana, encerrada en un cerco de árboles seculares como en un muro impenetrable. Finalmente, antes de abandonar la pintoresca ciudad, contemplemos un instante los restos del histórico olmo, a cuyo pie Washington asumió el mando del ejército patriota. Así, a cada momento, en una evocación constante, el pasado surge a nuestra vista, mezclando la gloria de las armas con el brillo de las letras, y mientras nos alejamos de Brabble Street, en dirección a la metrópoli, vamos repitiendo los versos que el poeta dedicó al árbol histórico y que pueden aplicarse igualmente a los demás momentos de la vieja Cambridge: «De nuestro rápido pasaje a través de este escenario de vida y muerte, más duradero que nosotros, ¿qué mejor piedra miliaria que un árbol que repite su verde leyenda cada primavera y con un círculo anual mantiene el recuerdo de las hermosas estaciones fugitivas, tipo de nuestra breve, pero siempre renovada mortalidad?... Los monumentos humanos envejecidos olvidan los nombres que debieron eternizar, pero los lugares en que almas luminosas han pasado se embeben de una gracia más que terrestre; la dulzura de su fama deja en el suelo una huella inextinguible, mordiente, patética, sombreada por la tristeza de los más nobles fines, que penetra nuestras vidas y las eleva o las avergüenza.» _Of our swift passage through this scenery Of life and death, more durable than we, What landmark so congenial as a tree Repeating its green legend every spring, And, with a yearly ring, Recording the fair seasons as they flee, Type of our brief but still renewed mortality._ * * * * * _Men’s monuments, grown old, forget their names They should eternize, but the place Where shining souls have passed imbibes a grace Beyond mere earth; some sweetness of their fames Leaves in the soil its unextinguished trace Pungent, pathetic, sad with nobler aims, That penetrates our lives and heightens them or shames._ Los recuerdos históricos y la belleza natural del paisaje hacen también sumamente interesante una excursión a la llamada _north shore_, la ribera norte de Boston, que abarca muchas millas de extensión y en la cual se agrupan numerosos pueblos de verano. El tren que recorre esos diferentes _resorts_ pasa primero por Lynn, el centro de la manufactura de zapatos de Nueva Inglaterra, una ciudad bulliciosa con alrededores encantadores, situada a la orilla del mar y donde los comerciantes pudientes de State Street han edificado preciosas villas de recreo. Uno de sus ramales nos conduce a Marblehead, uno de los más viejos pueblos de Massachusetts y de todo el país, con casas de madera que remontan a 1646, con calles tortuosas, irregulares, que cortan la roca viva, donde los edificios curiosos de la población se escalonan como cabras silvestres. El otro conduce a Salem, famoso por el auto de fe de unas brujas que tuvo lugar hace tres siglos, así como por haber vivido en ella Hawthorne y escrito allí algunas de sus obras. Luego, sucesivamente, se pasa por Beverly, Manchester, hasta llegar a Rockport, después de haber recorrido las sinuosidades de una costa imponente cuyas altas murallas graníticas están interrumpidas de trecho en trecho por playas suaves y apacibles, como la de Clifton y Bay Ridge, donde en los días caniculares pululan los bañistas y abundan las enormes estructuras de madera de los hoteles veraniegos. Por todas partes, la tierra fatigada rinde su tributo anual, merced al trabajo del hombre y al aprovechamiento científico del abono. Las aldeas de casitas de madera, limpias y alegres, se suceden a las aldeas y hacen de la vía del tren una especie de calle interminable. El césped brilla con una frescura de color desconocida en el sur. Los bosques que corta la línea férrea empiezan a cubrirse de esas tintas amarillentas y rojizas que hacen tan hermoso el paisaje otoñal en estas regiones. La actividad y la inteligencia de un pueblo culto y moral se adivina en todos los detalles de la campiña. Todos los hogares respiran el bienestar y la alegría satisfecha del que ve su trabajo recompensado. Y cuando se piensa en todo lo que aquí se ha hecho en el espacio de la vida normal de un hombre, no puede menos de sentirse admiración y cariño por esta nueva prueba de la energía y la voluntad americanas. II DE PASO POR CHICAGO La vida americana está hecha de contrastes. En las mismas grandes ciudades de este país, al lado de los edificios majestuosos de veinte pisos de altura, hay barrios enteros de casas de madera, con aceras del mismo material, en que habitan millares de seres humanos en un hacinamiento y promiscuidad que nada tiene que envidiar al de las viejas capitales del antiguo continente. Hace quince días me encontraba en Boston y ayer dejé a Chicago, sorprendido una vez más de la variedad de aspectos y de fenómenos que presenta esta nación maravillosa. En el espacio de cuarenta horas acababa de tocar los dos polos de este mundo inmenso y cosmopolita. Después de haber transitado paso a paso, en medio del silencio y el recogimiento del estudio, por las calles frondosas del viejo Cambridge, la entrada en la tumultuosa «reina de las praderas» me produjo un choque difícil de olvidar. Un día gris, nublado, empapado en vapores gelatinosos en que el polvo del carbón y el humo de las altas chimeneas trazaba pinceladas negruzcas, disponía el espíritu a la impresión avasalladora de la metrópoli colosal. Desde las ventanas del _Auditorium_, el lago encrespado se esfumaba y desvanecía en una perspectiva crepuscular. Abajo, un desfile incesante de coches que resbalaban con un redoble continuo sobre el piso macadamizado de la Avenida de Michigan. A los lados, las alas de la calle magnífica con sus soberbios edificios que parecen construidos para ser habitados por una raza de cíclopes y en que el humo y el clima han puesto una cáscara de moho, envejeciendo prematuramente el granito y los mármoles de sus pórticos babilónicos. Más lejos, la sucesión interminable de los trenes elevados que se precipitan los unos tras de los otros, empeñados en una carrera fantástica, como ansiosos de alcanzarse y de unir los trozos dispersos de su cuerpo fragmentado. En las calles desigualmente pavimentadas, muchedumbres enteras sucediéndose sin interrupción, en medio de un tumulto ensordecedor, millares de vehículos cruzándose en todas direcciones y evitando a cada instante de una manera milagrosa el golpe de ariete de los carros eléctricos que en convoy de tres o cuatro se precipitan en medio de sus filas con la ceguera de la fiera que ve delante de sus ojos el rojo trapo del capeador. Arrastrado por las olas de la multitud, llevado por la corriente de aquel Niágara humano, me parecía encontrarme en el corazón de Londres, pero un Londres magnificado y mirado a través de un vidrio de aumento, en que las calles se hubieran ensanchado, en que los edificios se hubieran subido sobre zancos, en que la uniformidad de los _hansom-cabs_ y de los _omnibus_ hubiera sido substituida por una feria rodante de toda clase de especímenes de los medios de locomoción inventados por el hombre, en que el metropolitano, como un monstruo de las edades prehistóricas, hubiera desarrollado sus anillos férreos saliendo de su vivienda subterránea para lanzarse desbocado sobre una red de acero a la altura de las casas, como una visión de ensueño, en medio de la bruma espesa, pegajosa, desgarrada a cada instante por el relámpago rojizo de sus ojos encendidos. He visitado muchas veces a Chicago, y cada vez me he sentido más impresionado por la grandeza y la vitalidad de aquella ciudad. Pero nunca como ayer ha llegado esa impresión a lo más profundo de mi ser, haciéndome entonar un himno sin palabras a la potencia de la raza capaz de formar un centro de esa magnificencia. La extensión de Nueva York está interrumpida y cortada por los brazos fluviales que rodean la vieja isla de Manhattan. Sin duda, el espectáculo de Broadway en un día de trabajo exalta la mente e impone su grandeza al más frívolo espectador. Para tener una idea de la vida de la gran metrópoli comercial conviene seguir la corriente interminable que a todas horas se dirige al City Hall cruzando el puente de Brooklin. Jamás he hecho esa excursión sin que mi corazón apresurara sus latidos: tan grandioso es el cuadro que se desarrolla desde aquella estupenda filigrana de acero, ante la cual las más grandes obras mecánicas del mundo parecen tentativas de pigmeos. A pesar de todo, para tener una idea de la magnitud de la ciudad, es necesario hacer un esfuerzo mental y pensar en que ella absorbe en su seno la población de tres grandes capitales unidas y separadas por los brazos del río. En Chicago no se necesita este esfuerzo. El damero inmenso se extiende a vuestra vista sin solución de continuidad, porque no puede llamarse así el río que atraviesa una de sus secciones. Si entráis en un elevado, recorreréis millas y millas de calles igualmente espléndidas, igualmente bulliciosas, y después de mucho tiempo os encontraréis todavía muy lejos de haber llegado cerca de sus límites. Para la indispensable visita de todos los turistas a los corrales y al establecimiento de Armour, es necesario hacer un verdadero viaje. Y por más que el establecimiento en sí mismo os produzca una ligera decepción por no encontrarlo ni tan limpio ni tan espléndido como lo habías imaginado, el movimiento de trenes que convergen a él y a sus congéneres, el área que ocupan los corrales, los miles de reses que se aglomeran en ellos, el mecanismo admirable de la distribución de la carne a todas las secciones de este inmenso país, todo ello es todavía digno de Chicago, todo ello manifiesta la fuerza, la actividad, el trabajo, la gloria, la opulencia de la Babilonia comercial americana. Recorriendo los bulevares y los parques, resalta bajo un nuevo aspecto esa impresión de grandeza, inherente a todas las manifestaciones de la vida americana. ¿Cómo han podido llegar estos rudos «pioneers» que hace cincuenta años encontraban aquí un erial despoblado, a los refinamientos de lujo, de amor al arte y a la belleza de que son revelación las viviendas que se suceden a lo largo de las magníficas avenidas o reflejan sus torreones señoriales en las aguas del mar dulce que baña el Lake Shore Drive? ¿Cómo han tenido tiempo estos infatigables trabajadores para cultivar su gusto y hacer de su ciudad natal, tan joven todavía, una de las más hermosas de la tierra? ¡Qué perspectivas deliciosas las de las calles de los parques de Lincoln, de Washington, de Humboldt, de Douglas, de Garfield, para no citar sino los lugares prominentes de recreo de la población! ¡Qué elevación de sentimientos y qué amplitud de ideas revela el cuidado minucioso de esos jardines deliciosos, el orden y la limpieza del pueblo que llena sus boscajes y sus prados en los días de fiesta! ¿Qué talismán secreto posee la vida de esta democracia que así transforma y funde en su crisol los más variados caracteres de la raza humana y los eleva a la dignidad de ciudadanos, conscientes de su valer y respetuosos del deber y del derecho? Por todas partes se ve el espectáculo de la vida amplia, generosa y abierta del pueblo americano. En los teatros rebosa una multitud tranquila y disciplinada. Los hoteles majestuosos albergan diariamente a 80.000 viajeros que entran y salen o se esparcen en sus vestíbulos de ónix y de pórfiro con un diario en la mano. Las bibliotecas, los museos, las academias de arte, las universidades, todas las instituciones benéficas de la capital, se deben a la munificencia de sus hijos. Y cuando se piensa en la generosidad de estos hombres que algunas veces han empezado la vida desde los más bajos escalones de la escala social y han comido en su niñez el pan negro de la pobreza; cuando se piensa en su valor y su energía viril, en su adaptación fácil a condiciones tan diferentes, en su orgullo patriótico y en su anhelo de facilitar para otros los pasos que para ellos fueron tan árduos poniendo al alcance de sus conciudadanos los elementos de la educación y los medios de elevarse en la vida, uno no puede menos de sentirse atraído por las condiciones de este pueblo y comprender cuan justo es en el fondo su rápido engrandecimiento. Nada más asombroso que las cifras reveladoras de este progreso extraordinario. Ellas nos demuestran que Chicago, que se organizaba en 1837 como ciudad con una población de 4.170 habitantes, es hoy la sexta ciudad del mundo y tiene cerca de dos millones de almas. En 1833, el Congreso votó 25.000 pesos para establecer un puerto en el lago Michigan, en el punto en que hoy se extiende la ciudad. Hoy este puerto tiene siete millas de muelles y está iluminado por siete faros mantenidos por el gobierno. En 1850 el comercio de la ciudad era de unos veinte millones de dólares. El censo de 1890 eleva esa cantidad a pesos 1.459 millones. En el mismo año el total de los salarios pagados a los obreros en las fábricas de Chicago llegó a 104 millones, mientras el capital empleado en las fábricas era de 210 millones. El desarrollo de la educación ha seguido una marcha paralela y en 1894 se gastaba en mantener las escuelas públicas de la ciudad seis millones de dólares, mientras el valor de la propiedad de las mismas llegaba a 18 millones. Más singulares aun son las cifras que se refieren al movimiento marítimo de Chicago, situada al borde de un lago, en el corazón de este vasto continente. En 1894 el número de navíos que entraron y salieron del puerto de Nueva York fué de 14.121; mientras en el mismo año entraron y salieron del puerto de Chicago 16.768 navíos. Del movimiento de tráfico terrestre puede formarse una idea aproximada teniendo en cuenta que Chicago es el centro de una red de caminos de hierro de 90.000 millas de extensión. Al tomar el tren para Omaha la espléndida ciudad desarrolla una vez más a nuestros ojos la inmensidad de sus proporciones. Las calles suceden a las calles, la poderosa locomotora vuela sobre las cintas de acero, y cuando creemos que por fin vamos a salir a campo abierto, nos encontramos de nuevo en medio del dédalo gigantesco, en el vaivén de la población interminable. En la rapidez de la marcha, todo el panorama de su vida febriciente desarrolla sus cuadros pintorescos y animados. Los obreros marchan a sus labores, con paso diligente y con esa mirada franca y leal, característica del trabajador americano. Los trenes elevados cruzan como una exhalación a derecha e izquierda, mientras los carros eléctricos pasan con el chirrido peculiar de los trolleys o el rumor sordo del cable subterráneo. Las altas chimeneas de los establecimientos industriales lanzan al espacio bocanadas de humo espeso y perezoso, que se extiende como un inmenso velo sobre los edificios y se mezcla lentamente con la bruma impalpable de la mañana nebulosa. Poco a poco el movimiento va decreciendo, la atmósfera empieza a recuperar su diáfana transparencia y los primeros soplos de la brisa campestre apaciguan los nervios irritados por la tensión continua de aquel tumulto atronador. Al fin, la visión del Chicago atormentado y dantesco acaba de desvanecerse como una pesadilla, mientras el tren cruza la región de las llanuras del oeste, desiertas hace medio siglo, o cruzadas tan sólo por el indio, y que hoy están habitadas por una población próspera e industriosa. La pradera americana, cantada por Bryan en un poema inolvidable, recuerda las llanuras argentinas, aunque en general es más accidentada que nuestra Pampa y más cultivada que ella. Después de pasar por Fulton, última estación del estado de Illinois, el tren cruza el río Mississippi sobre un puente soberbio de 1.500 metros de extensión que nos introduce en Iowa. Más tarde se desciende el valle del río de Des Moines, en medio de un escenario imponente. A la montaña sucede nuevamente la pradera hermosa y cultivada sembrada de aldeas que respiran prosperidad. Al fin empieza el descenso del valle del Missouri, que nos conduce a Council Bluffs, ligada por dos puentes de acero de cerca de un kilómetro de largo a la ciudad de Omaha, fundada en una hermosa altiplanicie limitada por ásperas barrancas. Ha llegado el presidente McKinley, acompañado de periodistas y diplomáticos, el pueblo se aglomera en torno de ellos, aclamando al presidente, al general Schafter, el héroe de Santiago, al general Miles, el héroe de Puerto Rico, al viejo general _Joe_ Wheeler, a los ministros de China y de Corea, el primero de los cuales, graduado de Oxford, pronuncia _speeches_ en correcto inglés y a Gonzalo de Quesada, el representante da la junta cubana en Washington, que toma una parte activa en los torneos oratorios indispensables en las festividades patrióticas americanas. Se trata de la celebración del jubileo de la paz, y la ocasión da motivo al señor McKinley para pronunciar una de sus arengas más elocuentes y felices. La exposición en sí misma no ofrece un interés extraordinario. La sobriedad y belleza de los edificios impone agradablemente; pero fuera de la exhibición agrícola, que es realmente notable, las demás secciones no tienen el desarrollo que sería de desear. Por la noche, es de una belleza indescriptible, el espectáculo de la iluminación eléctrica de los palacios, cuyas diez mil lámparas incandescentes se reflejan en la laguna central, donde resbalan góndolas venecianas. La exposición se encuentra situada a dos millas de la ciudad y posee todo el _atrezzo_ común a los espectáculos de su especie. Hay allí la montaña rusa y el _toboggan_ reglamentario, la calle de las Naciones con chinos verdaderos, levantinos escamados y muestras más o menos legítimas de las razas del Extremo Oriente. Los descendientes de las tribus que en 1854 cedieron a los Estados Unidos el territorio en que hoy se eleva la ciudad, hacen un simulacro de batalla _india_ lleno de interés y de gran actualidad, pues precisamente en estos momentos fuerzas americanas se baten _pour de bon_ con los salvajes en el estado de Minnesotta. Los teatros y los panoramas; los cafés moriscos y la posada bohemia; el túnel de una mina de oro californiana; la danza subterránea de los demonios en la sección llamada _The Big Rock_; la reproducción del peñasco de Plymouth, en que desembarcaron en 1621 los puritanos; la cámara obscura con sus cuadros cambiantes y sus linternas mágicas, la enana de Cuba llamada _Chiquita_, de veinte años de edad y veintiséis pulgadas de alto; el ciclorama en que se presenta el combate naval entre el Merrimac y el Monitor en 1862; los perros y los monos sabios; la aldea alemana; la menagerie con sus 500 especies de animales; el laberinto; la reproducción de una plantación antigua, y, finalmente, el ferrocarril en miniatura,--son las _novedades_ que amenizan la feria y que recuerdan una de las páginas más coloridas de Dickens, la pintura de los viajeros que con rumbo a las carreras se reunen en la taberna de Jolly Sandboys. Omaha es el centro geográfico de los Estados Unidos y su rápido progreso representa de una manera digna, el crecimiento de la región transmississippi, cuya población alcanza hoy a más de 20 millones de habitantes establecidos en 2 millones y medio de millas cuadradas. La designación de aquel punto ha sido feliz y aunque los miembros del sindicato que proyectaron esta empresa no pudieron prever la guerra con España, que absorbió por tanto tiempo la atención pública, más de dos millones de visitantes han asegurado el éxito financiero de la exposición, dejando ya una ganancia líquida de 150.000 dollars para los promotores de la idea. Los recursos inagotables de este país son la mejor garantía de tentativas de esta especie. Los Estados Unidos constituyen un mundo aparte, y bastándose a sí solos, gozan de una verdadera independencia política e industrial. Pero sin duda el fenómeno más asombroso del desenvolvimiento de la joven democracia es la conquista del Oeste, la invasión pacífica y civilizadora de la región transmississippi. El honorable J. W. Baldwin de Council Bluffs, en su oración inaugural recordaba que en 1858 la _North American Review_ declaraba lo siguiente: «El pueblo de los Estados Unidos ha alcanzado a su frontera terrestre occidental, y los bancos del Missouri son las orillas en que termina un vasto desierto de mil millas de ancho, que se propone atravesar, si ello es posible, con caravanas de camellos y que interpone una barrera final al establecimiento de grandes comunidades agrícolas, comerciales o aun pastoriles.» ¿Dónde está hoy ese desierto?, se pregunta con orgullo Mr. Baldwin, al hacer el balance de las conquistas realizadas por sus compatriotas. «En lugar de él podemos mostrar una inmensa chacra de 67 millones de acres bajo cultivo y cuyos productos alcanzan anualmente a un valor de _mil millones_ de dólares. Las praderas que fueron consideradas «impropias para el cultivo» producen anualmente 1.200 millones de bushels de maíz, 350 millones de bushels de trigo, 30 millones de toneladas de heno, cuyo valor total llega a 600 millones de dólares, sin contar el valor de los otros cereales, frutas y legumbres. En vez del «oso caparazonado y del búfalo», 9 millones de caballos y mulas trabajan en los valles; 32 millones de animales pastan en las colinas; 51 millones de ovejas y de cerdos producen sus vellones y engordan, y el valor de este ganado llega a 1.200 millones de dólares. Se pensó en un tiempo que 15 millones de dólares, era un precio excesivo para esta «región salvaje». Hoy su producción anual de oro y de plata es de 100 millones de dólares, de cobre y otros minerales de otros 100 millones y de carbón 30 millones. Con el solo precio de los metales preciosos, podríamos pagar el precio de compra en setenta días. La «barrera para el establecimiento de empresas comerciales», ha caído derribada por el hombre de la frontera y más allá de ella, giran las ruedas de las fábricas produciendo anualmente un valor de 1.400 millones en artículos de la mejor y más barata manufactura del mundo. Como las «caravanas de camellos» no venían del Egipto, el pueblo de esta región, construyó 80.000 millas de caminos de hierro, como medio de viaje y de transporte. En la tierra en que solamente hace cincuenta años vagaban salvajes aborígenes y se abrigaban en wigwams y tiendas de hojas de palma, ahora viven 22 millones de ciudadanos inteligentes, con 121 universidades y colegios; 62.000 escuelas, 5.700.000 niños, 6.000 periódicos y 45.000 organizaciones religiosas cuyos miembros alcanzan a 3.500.000 y que reverencian a su Dios en 44.000 iglesias destinadas al culto. Finalmente, la riqueza agregada de esta región del país llega a 22 mil millones de dólares, o sea, más de la mitad del capital íntegro de la Gran Bretaña.» Próximamente, tendrá lugar aquí la exposición ganadera, y aunque ella se abrirá sólo dentro de dos semanas, casi todos los estados de la Unión están ya representados, mientras en las calles de la ciudad, se cruzan los principales criadores de los Estados Unidos. La exposición ganadera no se limitará a la región del oeste, habiendo llegado ya animales finos de Illinois, Indiana y hasta de los estados de la Nueva Inglaterra. Cincuenta mil dólares al contado, serán distribuidos, junto con una cantidad mayor en medallas, certificados, y otros premios. Refiriéndose a esta exposición, leo hoy en el carro eléctrico que me conduce a la feria, un artículo de _The Country Gentleman_, muy interesante: «La industria ganadera del oeste,--dice,--está en una condición floreciente. Nebraska, es un ejemplo elocuente de lo que pasa en los estados adyacentes, a este respecto. Los vacunos y otros animales han alcanzado un precio muy elevado. Un detalle curioso de la presente situación es el hecho de que el caballo, como artículo de comercio, parece estar atrayendo mucha más atención ahora en los estados occidentales que de diez años a esta parte. Este año un buen caballo de campo vale de 40 a 50 pesos, mientras hace algunos meses el mismo caballo no alcanzaba la mitad de ese precio. Muchos de estos animales vienen de las chacras de Illinois, Michigan, Indiana, Ohío e Iowa. Otro detalle interesante de la exhibición ganadera serán las lecciones prácticas de lo que se conoce por campaña educadora del «cerdo magro», que harán los empacadores del oeste. Esas lecciones tienden a demostrar a los productores que es preferible producir un animal que pese 200 libras, en vez de un animal más pesado. La demostración se hará en forma de corrales de varios tamaños, con cerdos de un peso de 195 a 300 libras. Habrá estadísticas preparadas mostrando lo que cuesta producir el cerdo liviano, el precio que obtiene el animal en la cotización del mercado diario y cuáles son las probabilidades de pérdida, comparado con el cerdo más pesado. Después, las mismas estadísticas serán aplicadas al cerdo de 300 libras. El deseo de los empacadores en general, es fomentar la producción del cerdo magro más pequeño, del cual se obtiene la más fina calidad de tocino inglés de desayuno (English breakfast bacon). Esta clase de cerdo, se cotiza siempre de uno a dos centavos más por libra, en Chicago, Kansas City, Omaha, que el cerdo de 300 y 350 libras.» Los resultados de la exhibición ganadera serán, indudablemente, muy interesantes. Omaha, lo he dicho ya, es el tercer mercado de carnes en América, y en ninguna parte mejor que aquí puede estudiarse los adelantos de la ganadería de este país, así como admirarse la pujanza de la raza que ha edificado esta hermosa ciudad, y que hoy se regocija de su obra, recorriendo complacida y orgullosa los palacios monumentales de la exposición y aclamando con entusiasmo a los héroes de la guerra con España. III EN SAINT-LOUIS No he querido abandonar el oeste, sin arrojar una ojeada a esta extraordinaria ciudad de Saint-Louis, que es, no solamente la metrópoli del valle del Mississippi, sino como ha sido dicho con exactitud, el corazón comercial de la inmensa región comprada a Francia en 1804. De aquí nace su abolengo de ciudad antigua. Después de Nueva Orleans, Saint-Louis, era el centro más importante de aquella soberbia adquisición territorial. Fundada nueve años antes que Filadelfia, doce años antes de la declaración de la independencia, a fines del siglo pasado, los franceses la habían convertido en una provechosa y próspera factoría, donde se realizaba en grande escala el comercio de las pieles con los indios, únicos habitantes de aquellas inmensas soledades inexploradas. Saint-Louis, está situada en la banda occidental del Mississippi, y es la llave geográfica de esa magnífica cuenca que comprende un área territorial mayor que las de Alemania, Francia, Austria-Hungría, Italia y Turquía reunidas. Una avenida de 124 pies de ancho la divide de norte a sur. Su situación, excepcionalmente favorable, como punto a que convergen todas las grandes líneas férreas que cruzan el territorio de los Estados Unidos, y las que se dirigen a México, le da aún las ventajas de ser un puerto fluvial de enorme importancia, a donde se detienen los vapores que navegan el Mississippi y el Missouri. Así, su crecimiento ha sido tan estupendo como el de las más favorecidas metrópolis modernas, y el último censo le da una población de 611.268 habitantes. Por lo demás, la fisonomía general de la ciudad, tiene los mismos caracteres que las de todas las capitales americanas, cortadas por el mismo patrón, con su Broadway tumultuoso, copiado del de Nueva York, su Washington Avenue, semejante a la de Boston, su Chestnut Street, igual a la de Filadelfia, su espléndido sistema de parques, análogos a los de todas las anteriores, sus cortes de justicia, monumentales, su City Hall coronado de pináculos y torrecillas y su Union Station colosal, con una superficie techada de cuatro millones de pies cuadrados. Esa uniformidad de aspecto, de arquitectura, de «high buildings», en que sobresalen siempre un templo masónico y una «Equitativa», se extiende en América, hasta a los nombres de los parques, las calles, las avenidas y las estaciones Los carros eléctricos, igualmente administrados y construídos, aumentan esa impresión de monotonía. Para distinguir, pues, a Chicago de Saint-Louis, a Saint-Paul de Cincinatti, a Pittsburgh de Providence, es necesario hacer desfilar las cifras estadísticas, que muestran la importancia relativa y los rasgos característicos, comerciales o industriales de cada agrupación. Naturalmente, en este terreno, Chicago aplasta a todas, a pesar de su juventud; pero Saint-Louis puede exhibir un _record_, que es por sí mismo suficientemente recomendable. Por de pronto, Saint-Louis es, por su rango, la quinta ciudad de la Unión. Sus calles ocupan una superficie de 818 millas, pavimentadas con macadán y piedra, con excepción de 53 millas en que se han empleado otros materiales. El sistema de sus aguas corrientes, costó 13 millones de dólares, y ellas tienen una capacidad de 132 millones de galones diarios. La longitud total de sus caños de desagüe en 1890, era de 328 millas, y el costo total de su construcción de 7.206.780 pesos. Como centro manufacturero, Saint-Louis, figura dignamente, con sus 6.148 establecimientos industriales, con un capital de 141.872.386 pesos. Ellos emplean un término medio de 94.951 obreros, cuyos salarios suben a 53.294.630 pesos. Las materias primas empleadas en dichos establecimientos cuestan 122.216.570 pesos, y el valor de sus productos llega a 229.157.343 pesos. ¿Para qué seguir? Con lo dicho basta para comprender que Saint-Louis no tiene motivos por qué humillarse, ni aún al lado de ese fenómeno de crecimiento y riqueza que se llama Chicago. Ciudad comercial por excelencia, como Cincinatti, como Chicago, como Omaha, las glorias de Saint Louis consisten en amontonar muchos dólares y en edificar muchas casas de grande altura, colmenas de actividad industriosa. No aspira a los triunfos académicos ni a los lauros universitarios. Lo que desea y lo que consigue, es que a sus elevadores afluya mucho trigo, que su puerto sea visitado por muchos navíos, que sus estaciones rebosen de productos de la agricultura, de la ganadería y de la minería; y en su calidad de pueblo práctico, de pueblo trabajador, curado de quimeras, como todo el joven oeste, Saint-Louis es expansionista y conquistador, Saint-Louis quiere que «donde la bandera americana ha flameado, ella permanezca por siempre»; y se deleita de antemano pensando en la cantidad de máquinas y de géneros de toda especie, que le comprarán los portorriqueños, los cubanos y los filipinos. He aquí la cuestión que por ahora absorbe a la inmensa región a que está vinculada esta magnífica capital, cuestión puesta sobre el tapete por el viaje presidencial a Omaha y a Chicago, con su acompañamiento de héroes como Shafter, Wheeler, Greely y Miles. La visión de tanta gloria encarnada ha trastornado la cabeza de los habitantes del oeste y ha refluído de una manera inesperada sobre el espíritu del presidente McKinley. El corresponsal del _Chicago Record_, que acompañaba la gira presidencial, William E. Curtis, explica de una manera clara el efecto de esta recíproca sugestión. Refiriéndose a la resolución tomada por el presidente, de pedir a España el grupo entero de las Filipinas, dice el distinguido publicista: «No creo que el presidente iría tan lejos en el asunto de las Filipinas, si no hubiera realizado su gira reciente por el oeste. Los iniciadores del jubileo de la paz de Chicago y de la exposición de Omaha, tienen en consecuencia no poca responsabilidad en la dirección de la política exterior del gobierno. El presidente se impresionó tanto con el sentimiento público, manifestado por todas partes en el oeste, que desde entonces no persistió más en sus inclinaciones de evitar la responsabilidad que la adición de tanto territorio le impondría. Los miembros del gabinete se han divertido bastante con el desarrollo de esta cuestión. Mientras más se internaba el presidente en el oeste más expansionista se mostraba, y uno de sus consejeros declaró que si hubiera llegado hasta Denver también hubiera pedido las islas Canarias.» Ha existido en la Unión, hasta hace poco--y malos profetas dicen que existe todavía--un oeste _platista_ en oposición a un este rebosante de _gold-bugs_; y si la expresión de este nuevo sentimiento continúa, tendremos ahora un oeste imperialista en contraposición a un este enemigo de la expansión territorial. Mientras las muchedumbres de Omaha aclamaban a los héroes de la campaña, y pedían nuevas posesiones, _panes et circensis_, el senador Hoar, uno de los espíritus más cultos y distinguidos de esta nación, y una de las lumbreras del Massachussetts, universitario y apegado a la tradición de los padres, señalaba a sus oyentes los peligros y los errores de la expansión, en palabras tan sobrias como elocuentes. «Este año--exclama--ha rebosado de historia y ha rebosado de gloria. Pero, a mi juicio, también él ha estado lleno de peligros. La bandera de España, en otro tiempo, y desde los días del imperio romano, el más orgulloso de los poderes de la tierra, ha caído en la obscuridad y en la sangre, ante la escuadra y el ejército victoriosos de los Estados Unidos. «El pendón americano se ha alzado en el firmamento oriental, como una nueva constelación. Pero no aceptemos los deberes y responsabilidades de esta victoria, con ningún sentimiento de vanagloria, y todavía menos con ambición vulgar de poder o de ganancia. Los Estados Unidos han ido a esos pueblos del este y del oeste, como un gran libertador. Aprovechar esta ocasión para hablar de estaciones carboneras y de ventajas comerciales, los degrada y empequeñece. «No hemos derribado a España, no hemos puesto en peligro las vidas preciosas de nuestros hijos para poder aumentar nuestras posesiones, o para poder obtener ganancias de nuestras nuevas relaciones. «El primer deber del pueblo americano es preocuparse de sí mismo, y cuando digo esto no lo hago en un espíritu de egoísmo o de indiferencia por el bienestar del género humano. Por el contrario, creo que el más alto servicio que el pueblo americano puede prestar a la humanidad y a la libertad, es reservar sin mancha y sin cambios, la república tal como nos vino de nuestros padres. Es por medio del ejemplo y no por medio de cañones o bayonetas que la gran obra de América, en beneficio de la humanidad, deberá realizarse. «Y en mi opinión, estamos hoy en frente de un gran peligro, un peligro más grande que los que hemos encontrado, desde que los peregrinos desembarcaron en Plymouth. El peligro es que vamos a transformarnos de una república fundada sobre la declaración de la independencia, guiada por los consejos de Washington, en un vulgar y ordinario imperio, fundado sobre la fuerza material. «Por mi parte, no estoy deslumbrado por el ejemplo de Inglaterra. Las instituciones de Inglaterra, que le han permitido gobernar con éxito colonias distantes y estados vasallos, están fundadas, como Mr. Gladstone señaló, en la doctrina de la desigualdad. Si estamos destinados a sobrepasar a Inglaterra en poder nacional, será siguiendo nuestro propio camino y no sus huellas. «Se ha dicho que Puerto Rico ya es nuestro. Puede ser que Puerto Rico llegue a ser nuestro. Pero no existe autorización bajo la constitución de los Estados Unidos para adquirir ningún territorio extranjero, excepto por un tratado, aprobado por el senado, por dos tercios de votos o por un acto legislativo, en el cual, el presidente, la cámara de representantes y el senado estén unidos. Se dice que las islas Filipinas son ya nuestras por derecho de conquista. Los seres humanos--hombres, mujeres, niños, pueblos--no pueden ganarse como despojos de la guerra o presas del combate. Puede ser que tal doctrina encuentre un sitio en las antiguas y bárbaras leyes de la guerra. Pero ella no es admisible bajo la constitución americana. «Ella no cabe, tampoco, en el código moral del pueblo de los Estados Unidos. He explicado, en otra parte, las consideraciones que a mi juicio garantizaban la adquisición del Hauaii. Hauaii vino a nosotros con el consentimiento de su propio gobierno, el único gobierno capaz de mantenerse allí por un considerable espacio de tiempo. En el caso de las Filipinas, se nos pide que avasallemos a una nación y que la mantengamos en vasallaje. Las tomamos por conquista y las conservaremos por la fuerza. En el caso de las islas Sandwich, las tomamos por acuerdo celebrado con su gobierno legal. «Algunos de nuestros buenos amigos han dicho, en su celo irreflexivo, que donde va la bandera americana allí debe permanecer. Pero, seguramente, ellos no pueden desear que el país se ligue a esta doctrina. Plantamos nuestra bandera en la ciudad de México. Pero nadie pidió que permaneciera allí. Si la guerra continúa, podremos plantarla en la costa de España, aunque no deseamos mantener un dominio permanente sobre ella. «Si las islas Filipinas llegan a ser nuestras, según la última decisión de la suprema corte, cada niño que en adelante nazca allí, llegará a ser un ciudadano americano, libre de entrar, libre de salir. ¿Pensáis conservarlos como vasallos? ¿Pensáis fundar una clase educada y gobernante? ¿Váis a tener al colector de contribuciones como el más frecuente y conocido visitante de toda casa americana? ¿Váis a aumentar varias veces vuestra deuda nacional? Todas estas cosas están envueltas en ese salvaje y apasionado grito a favor del imperio. Por mi parte, rechazo y detesto la idea que el pueblo americano se decida a someterse a semejante transformación.» Entre las aclamaciones populares que piden la extensión del _imperium_ y la palabra sobria de los estadistas que se sublevan contra él, el presidente parece dispuesto a seguir las indicaciones de las primeras y ha impartido sus instrucciones en ese sentido, a los comisionados que en París ejecutan sus mandatos. España tratará de alegar que en el protocolo de suspensión de las hostilidades no se hablaba de la cesión de las Filipinas, y que la entrega de Puerto Rico ha sido en calidad de idemnización por los gastos de la guerra. Es demasiado tarde para ella y al fin tendrá que aceptar las condiciones impuestas por el vencedor. IV UNA VISITA A AMHERST El colegio de Amherst, es una de las más interesantes y típicas instituciones de enseñanza que existen en este país. Sin tener el abolengo ilustre ni la antigüedad de Harvard o de Yale, su situación especial le da un carácter peculiar que han ido perdiendo poco a poco los anteriormente mencionados. Uno de sus encantos principales es el escenario en que se encuentra situado. Amherst, es la ciudad estudiantil por excelencia, un centro en que todo invita al trabajo intelectual y al cultivo del espíritu. He pasado algunos días viviendo la vida de la academia, y creo interesante registrar algunos datos relacionados con aquella tebaida científica. La existencia de Amherst data de 1821. El actual instituto sucedió en aquella fecha a la academia de Amherst, fundada en 1814, época en que los residentes de Hampshire suscribieron la cantidad necesaria para su sostén. En los ejercicios inaugurales, la tradición recuerda que tomó la palabra el famoso Noah Webster, como presidente del consejo directivo. El colegio abrió sus puertas con tres profesores y 49 estudiantes. El manejo del colegio corresponde al referido consejo directivo, cuyo número de miembros no puede exceder de 17, de los cuales siete deben ser clérigos y el resto laicos. Sin embargo, el colegio no es sectario y no existen restricciones congregacionalistas en él. El control interno de aquel plantel está en manos de la facultad, compuesta de un funcionario ejecutivo, que es el presidente del colegio, y unos 30 profesores y conferenciantes. En 1882 la facultad asoció a la dirección del instituto un cuerpo de 10 estudiantes, bajo el nombre de Senado colegial. Los miembros de esta pequeña asamblea, son elegidos por sus respectivas clases, de acuerdo con los reglamentos establecidos y en la siguiente proporción: cuantro _seniors_, tres _juniors_, dos _sophomores_ y un _freshman_. El presidente del colegio dirige las reuniones del senado y puede vetar cualquiera de sus resoluciones. Los departamentos de instrucción se dividen en filosofía, historia y arte, lengua y literatura, y ciencia. El estudiante puede elegir entre un curso clásico o un curso científico, lo que lo autoriza para recibir en el primer caso el diploma de Bachiller en artes, y, en el segundo el de Bachiller en ciencias. Todos los estudiantes están obligados a seguir las clases del primer año. Después de él existe gran libertad de elección de materias cursadas. Los estudios electivos consisten en griego, latín, francés, alemán, italiano y sánscrito; cursos completos de retórica y oratoria, lógica, literatura inglesa, biología, criptogámica y fenográmica; zoología, fisiología y biología general, etc. Los estudios de geología y mineralogía del colegio de Amherst, gozan de una gran reputación en este país. Un amplio gabinete de física facilita el cultivo de esta materia y tiene elementos especiales para instruir a los alumnos en la parte relativa a la electricidad. También existen cursos de astronomía, para los cuales el colegio cuenta con instructores distinguidos, y como en todos los institutos análogos de los Estados Unidos, en Amherst, se presta una atención preferente a la cultura física de los alumnos. El número actual de estudiantes de Amherst es de unos cuatrocientos cincuenta. Muchos de ellos carecen de medios amplios, pero la ciudad, a pesar de sus proporciones reducidas, les facilita ocasiones de ganarse la vida y poder continuar sus estudios. El costo de la educación en Amherst, es a menudo un motivo de seria preocupación para una familia. Según una publicación reciente, fundada en investigaciones realizadas entre los alumnos, el menor gasto anual de un joven estudiante alcanza a 308 dólares, sin contar sus desembolsos durante el tiempo de vacaciones. Un gran número de estudiantes gasta menos de 400 dólares por año, pero la mayoría necesita de 475 a 675 dólares anuales. Se han publicado cuadros en que los gastos están calculados en cuatro escalas diferentes. He aquí los resultados obtenidos, que me parece vale la pena de reproducirse: _Costo de vida y educación en Amherst_ Barata Económ. Liberal Costosa Enseñanza 110 » 110 » 110 » 110 » Libros 8 » 15 » 20 » 35 » Alojamiento 12 » 30 » 75 » 200 » Combustible y alumbrado 11 » 15 » 25 » 40 » Pensión 111 » 129 50 148 » 222 » Mueblaje (promed. anual) 10 » 15 » 30 » 40 » Ropa 50 » 70 » 150 » 200 » Lavado 10 » 15 » 25 » 40 » Cuotas de sociedad -- 20 » 20 » 20 » Utiles de escritorio 5 » 10 » 15 » 20 » Subscripciones -- 5 » 20 » 40 » Varios 30 » 35 » 50 » 60 » ----- ------ ----- ------ 357 » 469 50 688 » 1027 » El departamento de educación física y de higiene de Amherst merece una mención especial. Los estudiantes están obligados a hacer cierta cantidad de ejercicios físicos diarios bajo la vigilancia y dirección de un médico. Con ese objeto se fundó un gimnasio en que la condición física personal de cada estudiante es examinada antes de prescribírsele el ejercicio que la experiencia demuestra como más benéfico para su salud. Anexo al gimnasio existe un departamento antropométrico, donde los alumnos son examinados, medidos y sometidos a prueba en cada una de las funciones esenciales de su cuerpo, tres veces durante el curso. El estudiante a quien se encuentra defectuoso o mal desarrollado es sometido a un régimen especial en beneficio de su salud y de su desarrollo futuro. Existen en Amherst numerosas sociedades fraternales de estudiantes, designadas por letras griegas y entre las cuales merecen una mención especial la Alpha, Delta, Phi, la Psi, Upsilon, etc. La formación de aquellos clubs o centros estudiantiles ha sido muy discutida en los Estados Unidos, especialmente por su carácter secreto. Sin embargo, las autoridades del colegio los consideran benéficos y refiriéndose a ellos el ex presidente de Amherst Mr. Julius H. Seelye, escribe lo siguiente: «Otros podrán dar una opinión más exacta que yo, a propósito de las fraternidades colegiales en otras partes; pero en cuanto concierne a Amherst, sólo puede haber un juicio favorable respecto a ellas. Sin lugar a duda, ofrecen aquí una benéfica energía, tanto sobre el colegio como sus miembros individuales. La combinación es fuerza sea entre jóvenes o viejos; y cuando los hombres se reúnen persiguiendo buenos fines pueden esperarse mejores resultados que si aquellos fines fueran perseguidos por individuos aislados. El propósito de aquellas sociedades es ciertamente bueno. Ellas no están simplemente constituidas para la diversión, aunque son una de las más fructíferas fuentes de placer en la vida de colegio de un estudiante. Su principal objeto es el mejoramiento de sus miembros, mejoramiento en cultura literaria y en carácter varonil. Todas ellas son sociedades literarias. No hace mucho, se trató de introducir entre nosotros una nueva sociedad con fines prominentemente sociales más bien que literarios; pero la tentativa no sólo dejó de recibir el asentimiento necesario del presidente del colegio sino también encontró una gran oposición de parte de la mayoría de los estudiantes. Uno de los más felices caracteres de la vida social de Amherst está relacionado con las casas de las sociedades. No existen mejores residencias en la aldea, ni mejor mantenidas que ellas. No son lujosas sino limpias y de buen gusto. Están rodeadas de jardines; el precio de sus habitaciones no es mayor que el promedio del de las otras casas, y no solamente proporcionan a los estudiantes que las ocupan un lugar agradable sino que el cuidado de la casa y sus alrededores es por sí mismo una cultura. No es necesario objetar a esas sociedades por ser secretas. Secretas son principalmente en el nombre; en realidad su carácter secreto no es más que esa reserva propia al más familiar contacto entre familias y amigos. Tratadas como las sociedades lo son entre nosotros y ocupando el lugar que ocupan su carácter secreto no produce mal alguno. En vez de promover camarillas y cábalas en realidad, éstas han disminuído en el colegio después de la organización de las fraternidades. La rivalidad que existe entre ellas es sana, y conducida abiertamente y de una manera viril. Las sociedades deben devolver al colegio el tono que han recibido primero en él. Estoy convencido que en cualquier colegio en que prevalezca una vida elevada y pura, las sociedades alimentadas por su fuente producirán corrientes brillantes y vivificadoras. Ciertamente ellas alegran y refrescan toda nuestra vida de colegio en Amherst.» El viaje a Amherst se efectúa por la línea del ferrocarril central de Massachussetts. La pequeña aldea en que está situado el colegio se encuentra a 90 millas de Boston y se llega a ella después de cuatro horas de viaje. La ola de la inmigración inglesa que desembarcó en las rocas de Plymouth y se estableció en las riberas de la bahía de Massachussetts, tardó cien años en llegar hasta Amherst, lo que prueba la lentitud del desenvolvimiento primitivo de la población en estos parajes. En el trayecto se goza de los encantos de un paisaje siempre variado y especialmente interesante en esta época del año, en que los árboles empiezan a perder sus hojas y otros se revisten de colores rojizos, bronceados y amarillos, que resaltan aún más sobre el fondo verde obscuro de los pinos inalterables. La línea férrea cruza por Waltham, el centro más importante de la manufactura de relojes. Poco después se llega a Weston, dotado de todos los atractivos de la vida rústica y de todas las bellezas de un paisaje accidentado en que se alternan los campos esmeradamente cultivados con arroyos que susurran sobre un lecho de pedregullo y pequeñas lagunas en cuyos bordes se levantan árboles centenarios. Sucesivamente el tren atraviesa por el municipio de Berlín situado sobre el río Assebet y rodeado de bosques de robles, castaños, arces, pinos y nogales. Más tarde aparece Clinton, ciudad manufacturera de reputación universal; Ware, situada junto a las cascadas del río del mismo nombre, y finalmente, Amherst deja ver las puntas de sus altos edificios góticos, entre el follaje de sus árboles frondosos. Al norte de la aldea se encuentra el colegio de Agricultura, objeto principal de mi visita, y que es una de las primeras instituciones de esta clase fundadas en los Estados Unidos. El Congreso americano, en 1862, concedió a cada Estado cierta porción de las tierras públicas federales, el importe de cuya venta debería servir para la instalación y manutención de un colegio en que, sin excluir otros estudios científicos y comprendiendo la táctica militar, debían enseñarse todas aquellas ramas de la ciencia relacionadas con la agricultura y las artes mecánicas, a fin de promover la educación práctica y liberal de las clases industriales de la República. La porción concedida a Massachussetts, fué de 360.000 acres de tierra, que produjeron 219 mil pesos. La locación del Colegio fué objeto de grandes discusiones, hasta que al fin el municipio de Amherst ofreció 50.000 pesos y la suficiente cantidad de terreno a un precio moderado, con tal de atraerlo a su seno. La propiedad del Colegio de Agricultura abarca hoy unos 383 acres, o sea, aproximadamente, unas 150 hectáreas. El 2 de octubre de 1867 se abrieron los cursos con 33 discípulos y cuatro profesores. La facultad comprende doce miembros y dirige al Colegio en todo lo relativo a la enseñanza y la disciplina. Los estudios regulares duran cuatro años, después de cuyo lapso de tiempo los graduados reciben el diploma de bachiller en ciencias, firmado por el Gobernador de Massachussetts. Por un arreglo especial el Colegio constituye el Departamento Agrícola de la Universidad de Boston, lo que permite a los alumnos del primero matricularse en la segunda, y al recibir su grado poseer también un diploma de la Universidad. Un oficial del ejército americano proporciona la instrucción militar y está autorizado para otorgar diplomas militares a los estudiantes que se distinguen en aquel ramo. Esto los recomienda para ocupar puestos en la milicia del Estado o llegar a ser oficiales del ejército federal. Durante la última guerra los colegios agrícolas de los Estados Unidos proporcionaron un numeroso contingente de oficiales a las tropas voluntarias de este país; y en la capilla del establecimiento acaba de ser colocada una placa de bronce conmemorativa, en que se halla inscripto el nombre de uno de los graduados de la institución, muerto en los alrededores de Santiago. El curso de estudios del Colegio de Agricultura obedece a un programa regular y es de carácter esencialmente científico. Los estudiantes que desean educarse sin sacrificio pecuniario de su parte, o que no pueden afrontar ese sacrificio, encuentran una protección generosa de parte del Estado. El colegio consagra 5.000 pesos anuales como sueldo de estudiantes pobres que ejecutan algún trabajo en su seno. Fuera de eso, anualmente se reparten algunas sumas en premios. Las becas son: 80 becas del Estado, establecidas por la Legislatura, 10 mil pesos; 14 becas congresionales, establecidas por los directores, 1.120 pesos; legados de particulares, que suben a 150 pesos, interés de 3.000 pesos. Las becas del Estado se solicitan del senador del distrito en que reside el discípulo, y las becas congresionales del diputado al Congreso por el mismo distrito. Los estudiantes están obligados a vivir en los edificios dormitorios pertenecientes a la institución, lo que disminuye el costo de manutención. Como en el caso de la Universidad de Amherst, se han hecho cálculos minuciosos respecto al presupuesto de gastos de un estudiante del Colegio de Agricultura y los resultados obtenidos son los siguientes, que pueden, tal vez, inducir a alguno de nuestros conciudadanos a enviar sus hijos a este instituto: _Presupuesto para el Colegio de Agricultura_ Barato Moderado Amplio Enseñanza 80 » 80 » 80 » Libros y útiles de escritorio 8 » 12 » 20 » Alojamiento 24 » 36 » 48 » Mueblaje (promedio anual) 8 » 15 » 25 » Pensión 90 » 108 » 126 » Combustible y alumbrado 11 » 15 » 25 » Lavado 10 » 15 » 25 » Ropa 30 » 60 » 100 » Traje militar (15 75) (15 75) (15 74) Matrículas y cuotas 3 » 8 » 15 » Subscripciones -- 5 » 10 » Varios 15 » 25 » 40 » Curso de estudies en la Universidad -- 10 » 10 » de Boston Derechos de Laboratorio (30 ») (30 ») (30 ») ------- ------ ------- 279 » 389 » 524 » Los gastos puestos entre paréntesis no ocurren sino una vez durante todo el curso de los cuatro años y no están incluidos en el total. En conexión con el colegio, se encuentran la estación de Experimentos Agrícolas del Estado de Massachussetts y la Estación de Experimentos Hatch. La primera fué establecida en 1882, por acto de la legislatura, y comprende 48 acres del terreno perteneciente a aquél. Para el equipo de dicha Estación se votó primero la suma de 3.000 pesos y en lo sucesivo se le ha dado anualmente 5.000 pesos para proseguir sus trabajos. En los últimos años esta cantidad pareció demasiado pequeña y anualmente la Estación Experimental goza de una subvención de 10.000 pesos. Los trabajos e investigaciones que realiza aquella institución están comprendidos en las líneas generales siguientes: causas, medios preventivos y remedios de las enfermedades de los animales domésticos, plantas y árboles. Historia y hábitos de los insectos dañinos y medios de destruirlos. Manufactura y composición de los abonos y fertilizantes extranjeros y domésticos, su valor respectivo y su adaptabilidad a diferentes cosechas y terrenos. Valor alimenticio bajo todas condiciones y para todos los animales de chacra de los varios forrajes, granos y raíces. Importancia comparativa del forraje verde y seco, y costo de producirlo y conservarlo en la mejor condición posible. Adulteración de artículos alimenticios destinados a los hombres o los animales, etc., etc. Los edificios de la Estación Experimental están valuados en la siguiente suma: Laboratorio químico con instrumentos, 15.000 pesos; Laboratorio agrícola y físico, 12.000 pesos; casa de chacra, 2.000 pesos; establo y graneros, 6.000 pesos. Recientemente la Estación de Experimentos Hatch, también ha entrado a formar parte del colegio de Agricultura, anexándose a él con todos sus edificios tasados en la siguiente forma: granero, 4.000 pesos; invernáculos, 2.800 pesos; departamento entomológico, 2.000 pesos; departamento meteorológico, 1.800 pesos: Nada más pintoresco que los terrenos de la localidad en que se encuentran los edificios del Colegio de Agricultura, graciosamente reclinados en las laderas occidentales de Mount Pleasant y dominando desde la altura el verde valle de Connecticut. Los campos que se extienden en torno del Instituto son modelos de labranza y en ellos se alternan especímenes de diferentes culturas interrumpidos por huertos y jardines, limitados al norte por una cortina de bosques que contribuyen a aumentar la belleza de aquel paisaje seductor. Uno de los edificios más antiguos, es el granero, en cuyo piso inferior se encuentran espaciosos establos perfectamente ventilados y mantenidos en un estado de absoluta limpieza. El estudiante examina allí prácticamente representantes típicos de las crías de ganado más populares. Un galpón especial está consagrado a las vacas lecheras, y en otros adyacentes se encuentran caballos y yeguas, un pequeño rebaño de ovejas y cierto número de cerdos. En otra de las divisiones del mismo local se encuentran muestras de las más usuales máquinas agrícolas, entre las cuales me fué señalada, como práctica y reciente, una para recoger la cosecha de papas. El colegio posee, además, otro granero y establo donde se llevan a cabo experimentos especiales sobre la cantidad de alimentos que requieren los animales y el valor nutritivo de los diferentes forrajes. A los establos se encuentra anexa una cremería cuya instalación me pareció muy deficiente, lo que tal vez explica por qué cerca del establecimiento existen otras de propiedad particular y dotadas de todos los elementos necesarios en que los alumnos pueden estudiar con mejor provecho los procedimientos necesarios para la fabricación de la mantequilla. Aunque el trabajo de chacra no es obligatorio la mayor parte de los estudiantes toman parte en él con mayor o menor empeño, y, en todo caso, los experimentos de las estaciones agrícolas anexas al Colegio les ofrecen amplias oportunidades de observación y de estudio. En este año, se ha añadido a las instalaciones de aquel importante plantel un departamento de veterinaria dotado de todos los elementos necesarios para la preparación de diversos serums y de un hospital para animales enfermos que permitan a los estudiantes practicar y observar las enfermedades más comunes del ganado. El departamento de veterinaria posee un Museo incipiente de anatomía, entre cuyos objetos me fué especialmente señalado el esqueleto del primer caballo de cría, Morgan, origen de esa raza tan conocida entre nosotros. Las demás preparaciones del museo carecen de importancia y se limitan a esqueletos de ovejas y de cerdos y a modelos de _papier maché_, de fabricación francesa, para ilustrar las diferencias que la edad produce en la dentadura de los animales. Tratándose de un país como los Estados Unidos, la pobreza relativa de aquel museo pronto será salvada por alguno de esos regalos de que los ricos americanos son tan munificentes, sobre todo cuando se trata del adelanto intelectual de las nuevas generaciones de su país. La biblioteca del colegio de agricultura ocupa un edificio gótico y cuenta con 26.000 volúmenes. En el piso superior del edificio se encuentra la capilla que sirve al mismo tiempo de sala de conferencias y de local en que se realizan las fiestas escolares. En aquel amplio local caben con comodidad 500 personas y su interior está decorado con esa sobriedad elegante y severa común a los templos protestantes de este país. Las principales investigaciones llevadas a cabo por la estación experimental anexa al colegio de agricultura se refieren al uso de los abonos o fertilizantes naturales y químicos. Una tablilla marca en cada sección cultivada la substancia empleada para alimento de la planta y la simple inspección de los resultados obtenidos basta para mostrar cuáles son más ventajosas y cuáles se muestran defectivas en su tarea vivificante. Pero la estación experimental no se limita a este trabajo práctico, sino que una de sus labores más serias es la de analizar todas las muestras de abonos que se ofrecen en el mercado para poder responder de su eficacia y asegurar al chacarero de la bondad del artículo que se le ofrece. Por una ley del Estado de Massachussetts en el envase de todos esos abonos comerciales debe estar indicada la fórmula de su composición, de manera de hacer posible el control del departamento de Agricultura y aplicar a las falsificaciones o adulteraciones un castigo severo. He visto no menos de 300 muestras en el laboratorio químico, prontas para ser analizadas por los encargados de aquel trabajo. El Colegio de Agricultura de Amherst, en conjunto, es sin duda de los más completos e importantes que existen en los Estados Unidos, y la impresión que su visita me ha causado hace alto honor al distinguido presidente de aquel establecimiento, Mr. Henry Hill Goodell, y a Mr. W. P. Brooks, profesor de agricultura, que comparte sus tareas y dirige los trabajos de la estación experimental. V VIAJEROS EN SUD AMERICA No conozco lectura en cierto modo más interesante que la de los libros de viajeros que en diferentes épocas han cruzado nuestro territorio. Desde el famoso Ascarate du Biscay, en cuyas páginas polvorosas se encuentra el primer esbozo de nuestra Buenos Aires primitiva, las observaciones que nuestro país ha merecido de los que lo han visitado son dignas de conocerse y meditarse, por fantásticas o injustas que nos parezcan algunas veces. Ese interés aumenta a medida que la obra se refiere a un tiempo más lejano y evoca a nuestra mirada escenas desvanecidas en las brumas del pasado, o se refiere a hechos de nuestra historia. Es el encanto que tienen para nosotros las _Cartas de Robertson_, reeditadas no hace mucho, el _Viaje de un naturalista_, de Darwin, que he releído últimamente con inmenso placer y que tan sabrosos párrafos dedica a nuestro país, los viajes de Basil Hall en Chile y el Perú, donde tuvo ocasión de ver a San Martín. Sin necesidad de referirse a obras tan conocidas como éstas, hay otras de autores menos ilustres, en cada una de las cuales se encuentran detalles que hoy tienen un sabor especial para nosotros y que arrojan una luz curiosa sobre muchas particularidades de nuestra vida doméstica. Naturalmente, los errores, las injusticias, las falsas apreciaciones son frecuentes en obras de ese género. Es el mal común a todos los viajeros, exagerar y desfigurar los cuadros que encuentran a su paso. Muchas veces la falsedad de la pintura no obedece a malicia, sino a diferencias de comprensión o de criterio. Otras veces, son intereses materiales heridos, rozamientos de vanidad, los que originan el libelo agresivo. Por ejemplo Mr. de Beaumont, que según él conoció íntimamente a Rivadavia en Londres, se muestra irritado por el mal éxito de una empresa que en 1826 lo trajo a nuestras playas. No escasea sus críticas a nuestro gobierno, a la inseguridad de nuestra política y lentitud de nuestra justicia. Su libro no hace sino repetir muchos de los datos contenidos en las conocidas _Noticias históricas_, de _Don Núñez_, como dice Beaumont... Ello importa muy poco: la obra entera es digna de conservarse, aunque sólo sea por la descripción que contiene de una entrevista personal en Buenos Aires con el presidente Rivadavia. «A la hora citada--dice nuestro viajero, describiendo lo que llama «audiencia con Don Rivadavia»--busqué puntualmente al presidente, a quien había tenido la desgracia de ser presentado en Londres y de conocer por sus actos en Buenos Aires. Al presentarme en la residencia de su excelencia, en el Fuerte, me recibió un edecán vestido de uniforme... El sonido de una campanilla de plata en el cuarto vecino llamó mi atención, ¡cuando zás! la puerta se abrió con solemne lentitud y descubrió al presidente de la República Argentina, avanzando gravemente y con un aire tan digno, que era casi aplastador. El estudiante de la pieza de mágica _El Diablo en dos palos_, no pudo sorprenderse más al romper la redoma que yo con lo que ví. Cada detalle relativo a un grande hombre en general, interesa al público; no estará de más en consecuencia, dar una corta descripción de la persona y aspecto de su excelencia. Don Bernardino Rivadavia parece de cuarenta a cincuenta años de edad, tiene cerca de cinco pies de alto y casi la misma medida de circunferencia; su apariencia es obscura, pero no desagradable, denota agudeza, y con sus facciones parece pertenecer a la antigua raza que primeramente habitó en Jerusalén; su levita es verde, abotonada _a la Napoleón_; sus pantalones están sujetos a la rodilla con hebillas de plata, y el corto resto de su persona ataviado con medias de seda, zapatos de etiqueta y hebillas también de plata; su aspecto general no se diferencia mucho de los retratos en caricatura de Napoleón; hasta se dice que gusta mucho de imitar a aquél en un tiempo gran personaje en las cosas que están a su alcance, tales como el color de una levita o la inflación de una frase. Su excelencia avanzó lentamente hacia mí con sus manos cruzadas en la espalda; si esto era también hecho en imitación del gran conquistador, o por ganar una especie de contrapeso por el volumen que llevaba por delante, o para guardar su mano del tacto deprimente de la familiaridad, es igualmente difícil de determinarlo; pero su excelencia avanzó lentamente, y con un aire formalmente protector me hizo conocer al instante que mister Rivadavia en Londres y Don Bernardino Rivadavia, presidente de la República Argentina no debía ser considerado una misma persona.» Descartad los rasgos grotescos de la _charge_, y esa corta descripción expresa mejor que nada el fondo fundamental del carácter del personaje, la solemnidad. Más entretenidos que los viajes del caballero de Beaumont, son los _Twenty four years in the Argentine Republic_, un volumen publicado en Nueva York en 1846 por el Col. J. Anthony King, pero realmente escrito por su amigo Thomas R. Whitney, a quien el primero narró verbalmente los hechos de su fantástica odisea, para que éste les diera forma literaria. El degüello de nombres, localidades y sucesos históricos a que se asiste en el curso de la obra hace su lectura algo difícil para el que no conoce a fondo el país y sus hombres prominentes. Mr. Whitney probablemente no estaba en ese caso, y con una tranquilidad pasmosa traduce de oído el nombre de los personajes que desfilan en ella, sin tener en cuenta el _spelling_, rompecabezas de los escolares americanos. Así, nuestro general Lavalle aparece transformado en _Lavalia_, el gobernador Heredia, de Tucumán, es bautizarlo _Aradia_, y surgen sucesivamente en la escena _Carrere_, _Bustas_, _Arouz_, _Ramerez_, etc., etc. Mr. King, del mismo modo, nos informa que «durante sus campañas era una cosa común para oficiales y soldados hacer lo que llaman _bottes de patre_, especie de bota hecha del cuero sacado de la pata de un potrillo». A pesar de estos frecuentes lapsus, su libro se deja leer como una novela sensacional. Su autor nos informa que en 1817 huyó de su hogar paterno en Boston y se embarcó ocultamente en Norfolk, en un buque que salía con destino al Río de la Plata, aparentemente cargado de mercaderías comunes, pero en realidad provisto de elementos de guerra. Al llegar a nuestras playas, el capitán del buque lo puso en tierra sin un centavo en el bolsillo, sin conocer la lengua del país, y para mantenerse sentó plaza de soldado. Enviado como emisario a _Ramerez_, que estaba en la _Rayada_, el joven recluta cayó en el engranaje de la serie interminable de las aventuras de la guerra civil. Todos los sucesos de ese período aparecen _travestis_ en el libro de King, y me parece excusado advertir que el que trate de estudiar en la narración de sus proezas, los accidentes de nuestra historia, sacará el mismo resultado que el que quiera aprender geografía en los viajes de Simbad el Marino. Insensiblemente, la pluma ha resbalado sobre el papel, apartándome de mi objeto que es dar una idea de las descripciones de nuestro país que se encuentran en dos libros recientes de lengua inglesa, así como tratar especialmente de las cartas sobre el Río de la Plata de Mr. Frank G. Carpenter, que vienen apareciendo simultáneamente en los siguientes diarios americanos: _Boston Globe_, _Chicago Herald_, _Louisville Courier Journal_, _St. Louis Republic_, _Philadelphia Press_ y _Washington Star_. El título _Over the Andes_ debe tener un atractivo especial para los viajeros, porque él ha sido empleado frecuentemente y acaba de serlo de nuevo en las obras referidas, por una turista inglesa, Miss May Crommelin y por el escritor americano Mr. Hezekiah Butterworth. El libro de la primera es una narración incolora, una repetición insulsa de todas las candideces de uso frecuente en los libros consagrados a South America. La autora empieza por encontrar muy cómico que las aguas turbias de nuestro gran río hayan dado origen a los primeros exploradores para llamarlo _Silver River_! Sus impresiones más agradables de Buenos Aires son las de su permanencia en casa de Mr. Pakenham, el ministro inglés que la tuvo por huésped. Después insiste de una manera deplorable sobre las _persianos_ de las casas, y otros detalles por el estilo. La parte más interesante de ese libro, generalmente mediocre, y también la más exacta, es la pintura de la travesía de los Andes. Todo el que ha tenido que pasar una noche en la inmunda pocilga de Punta de Vacas y cruzar por los barrancones de Puente del Inca, de las Cuevas y del Juncal se imaginará el horror con que una señorita inglesa debió contemplar esas posadas en su fatigosa marcha por la cordillera. La absoluta falta de _confort_ y hasta de limpieza, de aquellas ventas desamparadas, dan una triste idea del grado de civilización de las dos grandes potencias americanas. Verdad que esa incuria es un vicio de raza; son los últimos restos del hidalguismo rancio que aún queda en nuestro continente y que hace mirar con desdén a nuestros licurgos los detalles materiales de la existencia. Miss May Crommelin y sus compatriotas no aceptan este pliegue especial del carácter sudamericano y debemos confesar que en este punto comprendemos y disculpamos su sorpresa. El libro de Mr. Hezekiah Butterworth _Over the Andes or our boys in new South America_, engloba en una narración novelesca de viajes y aventuras en la nueva Sud América, como dice el autor, todos los datos que éste ha recogido respecto a nuestros países. Parece que Mr. Butterworth visitó a Buenos Aires en 1895, cruzó también la cordillera por Uspallata y recorrió las principales ciudades del Pacífico. Es un admirador entusiasta de Sarmiento, cuyas obras cita frecuentemente, y, en general, se muestra simpático a nuestro país, aunque, dado el método seguido en su obra, las nociones que respecto a éste se sacan de ella son bastante confusas, y no pocas veces extravagantes. Así, al ocuparse de nuestra literatura, después de hacer unos elogios merecidos de Guido y Spano y otros escritores argentinos, salta hasta la cubana doña Gertrudis Gómez de Avellaneda. El conocimiento que de nuestra lengua posee Mr. Butterworth, no debe ser muy extenso, a juzgar por las citas que intercala en su narración. «_¡Que sont Buenos Aires esos!_», según él exclamó el primer aventurero español que llegó a nuestras playas. En fin, estos son detalles y, mucho debe perdonarse a un escritor que, a pesar de las deficiencias de su trabajo, muestra su simpatía por el padre de nuestra patria, y encuentra acentos calurosos para enaltecer su gloria en la oda que dedica _A la Tumba de San Martín_. Llegué extranjero a esta tumba solitaria--dice,--en que el arte divino ha pagado su tributo al noble, y hecho florecer el sólido mármol para aquel que vivió para los hombres, pero que no fué de la tierra. _I came a stranger to that lonely tomb Where art divine had paid her dues to worth, And made for him the solid marbles bloom, Who lived for man, but was not of the earth..._ Las palabras que pone en boca de nuestro héroe en su sobriedad y sencilla grandeza, tienen el mérito de la verdad y deben ser agradecidas por todo el que siente en el fondo de su alma, las santas palpitaciones del patriotismo: «Patriotas, parto para no regresar jamás; no busco honores para la obra que he realizado; dejadme ver arder el océano en el Poniente y ascender una vez más los Andes del sol. Tres dorados imperios extienden sus manos hacia mí, con títulos, ofrendas y pompas de los viejos reyes. Si las aceptara enajenaría mi libertad. Combatí por la justicia, y no por el oro. Un soldado no debe vivir donde supo triunfar. Su fama debe ser un haz de luz viviente inmaculada y diáfana. ¡Adiós, cielo del Pacífico! ¡Adiós, Perú! Voy a través de los mares, a vivir y morir con aquellos que no me conocieron, pero con el alma libre, ahora que mi misión está cumplida». _Patriots, I go, and never to return: I seek no honors for the work I’ve done; Let me but see the sunset ocean burn And climb once more the Andes of the sun. Three golden empires lift their hands to me With titles, gifts, and pomps of kings of old! Did I accept them, I would not be free! I fought for right; I did no fought for gold! A soldier should not live where he has won; A shaft of living light his fame should be Unsullied and unthroned! Farewell, Pacific sky! Farewell, Perú! I go across the sea, With those who knew me not, to live and die, But free in soul, now that my work is done!..._ Las cartas de Carpenter tienen un carácter más serio y una información mucho más exacta que la que campea en las producciones anteriores. Su autor empezó su viaje sudamericano por el Pacífico, y, naturalmente, al encontrarse en Chile, sintió cierto menosprecio por el país cosmopolita que se le pintaba desorganizado y afeminado, del otro lado de los Andes. Con la llegada a nuestra capital, sus prevenciones empezaron a desvanecerse, y se advierte que a medida que tenía oportunidad de estudiar más a fondo nuestra vida y nuestros recursos, hasta los defectos más salientes de nuestro carácter, empieza a hallar circunstancias atenuantes ante sus ojos. «La República Argentina me asombra, dice al principio de una de sus cartas. Esperaba encontrar aquí algo análogo a los Estados Unidos, pero ello es tan distinto como los limones de las calabazas. A veces me parece que los Estados Unidos son el limón y la Argentina la calabaza; pero más a menudo me sucede lo contrario.» Desde luego, la diferencia de raza entre nuestro pueblo y el del resto de Sud América le llama la atención: «Estos argentinos no son como los sudamericanos de la costa occidental. No tienen gotas de sangre india en sus venas. Son de pura extracción europea. No son españoles, ni franceses, ni italianos, ni anglosajones. Están desenvolviendo una combinación de todas estas sangres con un elemento latino predominante. Como nosotros formamos en Norte América otra combinación en que predomina el elemento anglosajón. Creo, sin embargo, que nuestro tipo es muy superior al que se produce aquí.» La influencia del elemento extranjero es señalada por Mr. Carpenter, así como la importación de nuevas ideas que recibimos de todas partes y que se manifiesta en adelantos materiales de diversas clases. Nuestra capital, especialmente, llama profundamente su atención. «Buenos Aires es el Londres, el Nueva York, el París de la República Argentina. Es aún más. Puede casi llamarse la Argentina misma. Controla este país como ninguna otra capital del mundo, la tierra que se supone dominar. Es un viejo aforismo que París es la Francia. No lo es hasta el grado que Buenos Aires es la Argentina. Hay en Francia una media docena de ciudades que son centros comerciales independientes. París, de ningún modo es toda Francia industrialmente. Lo es artística, social y tal vez, intelectualmente. Buenos Aires es la capital política de la Argentina, es su capital comercial, su capital industrial, su capital financiera, social e intelectual. Políticamente, la mayor parte de los congresales argentinos son ciudadanos de Buenos Aires. Muchos de ellos, que representan distritos lejanos, practican aquí la abogacía. Viven todo el año en la ciudad, aunque de cuando en cuando vayan a ver a sus electores. La república se compone de suburbios suplidos por hombres de Buenos Aires. El resultado es que cuando Buenos Aires toma rapé, estornuda la Argentina entera.» En medio de las observaciones de Mr. Carpenter, para no faltar a la regla común de los viajeros, se deslizan monstruosidades como la siguiente: «La República Argentina, es uno de los pocos países que no tienen tratados de extradición.» Este hallazgo sorprendente de Mr. Carpenter, es traído a colación para señalar el hecho, desgraciadamente exacto, de que viven entre nosotros muchos ciudadanos de la gran república que no podrían regresar impunemente a su propio país, _without fear of the sheriff_, como dice nuestro autor. Otras veces, sus juicios a nuestro respecto parecen por lo menos algo exagerados, aunque tal vez esto sea un simple error de apreciación nacido de la dificultad con que uno se juzga a sí mismo. Parece, en efecto, según Mr. Carpenter, que somos los seres más fatuos y pagados de sí mismos que habitan en la redondez de la tierra: «Pensé siempre--escribe el viajero americano--que los neoyorkinos, los bostonianos y los chicagoenses estaban tan orgullosos de sus respectivas ciudades como el más pretensioso ciudadano encontrado en mis viajes; pero estos argentinos llegan al _climax_. Háblese con cualquier hombre en Buenos Aires, respecto a su ciudad, y su cabeza se hincha al instante y toma las proporciones de una pelota de _football_. Piensan que el sol y la luna se levantan y se acuestan sólo para la Argentina. No se preocupan de los extranjeros, y los únicos héroes que reverencian, son los que viven aquí. Hablaba noches pasadas con Mr. William Bullfin de la _Southern Cross_. Es un periodista importante de aquí. Me referí a la faz mencionada del carácter argentino. «Usted tiene razón---me dijo--sobre la propia estimación que tienen los argentinos. No creo que exista en Europa o en América un solo hombre que pudiera interesar al común de las gentes viniendo a visitarnos. Dudo si Li Hung Chang llamaría la atención en Buenos Aires de otros que los vendedores de billetes de lotería, que como usted sabe, están a la pesca de los recién llegados. Todo lo que deseamos saber es si usted habla español y si está convencido de que Buenos Aires es la más grande ciudad del mundo.» Pienso que Mr. Bullfin ha dado en la tecla, pero, a pesar de todo, estos argentinos no son mala gente. Tienen un carácter propio, y después de andar algún tiempo con ellos uno se encuentra haciendo lo mismo que los demás. En mi hogar, yo tomaba mis alimentos a la moda americana y atendía a mis negocios con regularidad diaria. Aquí me basta el café con leche por la mañana, almuerzo a las 12, y a eso de las 5 de la tarde me sorprendo a mí mismo paseando a lo largo de la calle Florida, como todos los demás habitantes, admirando a las muchachas. He estado tentado varias veces de comprar un billete de lotería y me he detenido tres veces en la escalinata de la Bolsa inclinado a redondear algunos centavos apostando sobre el alza o la baja del oro. Pienso que si permaneciera aquí acabaría por convertirme en un _boomer_ argentino y llegaría--¡Dios no lo permita!--a absorber algo del carácter nacional.» Mr. Carpenter consagra una de sus cartas al cultivo del trigo en la República Argentina, mostrando con bastante exactitud las perspectivas que para la agricultura ofrece nuestro país y la capacidad productiva que él tiene y cuyo desarrollo se encuentra apenas en la infancia. Nuestra importancia como país agrícola, sin embargo, le parece trivial, comparada con nuestra potencia ganadera. Reconoce con justicia que tenemos los prados naturales más hermosos y dilatados de la tierra. El negocio de la cría de ovejas y de la exportación de carnes le ha dado tema para dos de sus cartas más interesantes. Los datos consignados por Mr. Carpenter dan una idea clara del estado de aquella industria en nuestra patria y han despertado un vivo interés en este país, donde tan poco se conoce la vida y los recursos de las demás naciones de nuestro continente. En este sentido, la publicación de las impresiones de viaje de Mr. Carpenter son ventajosas para nosotros y contribuyen a disipar muchos errores que, como artículos de fe, circulan a nuestro respecto. El presidente de la república es descripto de la siguiente manera en las cartas de Mr. Carpenter... «Es el general Grant de la República Argentina, y ha sido comparado a aquél en carácter. Es todavía un hombre fuerte, con nervio suficiente para llevar a cabo sus planes sin mirar los obstáculos que se le pongan al frente. Es un hombre tranquilo. Posee el don dorado del silencio y cree en el viejo proverbio español que «en boca cerrada no entran moscas». La elección de Roca significa que habrá estabilidad durante los seis años próximos en la República Argentina... Fué siempre un luchador... Ha sido al mismo tiempo un diplomático, y su gabinete responde a la idea de armonizar todos los partidos. Goza de la confianza de los capitalistas extranjeros, que creen que mantendrá la paz, y la paz en la Argentina significa progreso. El presidente Roca tiene 55 años de edad. Pertenece a una familia distinguida y nació en la provincia de Tucumán, al norte de la república. Es un hombre de estatura erecta, bien constituído y de anchas espaldas, y su rostro no parecería extranjero en Washington o Londres, aunque no pasaría inadvertido en ninguna parte. Parece más un inglés o un americano que un argentino. Lo creeriais más bien descendiente de anglosajón que de latino. Su rostro es casi hermoso. Su frente es alta y amplia, sus ojos brillantes y penetrantes, su nariz pronunciada y su mandíbula fuerte. Es sencillo en su traje y maneras y camina por las calles de Buenos Aires como cualquier ciudadano. Nunca ha cultivado las artes del salón ni tiene gustos literarios pronunciados, aunque es competente en historia e ilustrado en materias políticas. Hay en él más del estadista y del soldado que del mundano, y ha sido llamado el maestro de la ciencia política en la Argentina.» Es inútil continuar paso a paso tras las huellas de Mr. Carpenter en su excursión a nuestras playas, o reproducir todos sus juicios sobre nuestros hombres y nuestras cosas. Algunos de ellos, además, hieren la susceptibilidad del patriotismo, como los que se refieren a la administración de nuestra justicia, o evocan recuerdos dolorosos de una época funesta y vergonzosa, como los que pintan la bacanal financiera en que estuvo a punto de naufragar para siempre el honor y el crédito de la República. Es preferible detenerse aquí, aconsejando a los que tengan interés por saber cómo se nos aprecia y se nos pesa en el extranjero, que esperen la publicación en forma de libro de las cartas de Mr. Carpenter, en la seguridad de que no perderán su tiempo al recorrerlas. VI TEMAS DE VERANO La guerra, que todo lo perturba, ha quitado este año algo de su animación habitual a la temporada de verano. Es uno de los privilegios de este país extraordinario en que todo es grande, en que todo parece transportado a la escala de aquellos habitantes de Saturno pintados por Voltaire en la historia de la peregrinación de Micrómegas, poseer uno de los veranos más abrasadores de la tierra. En julio y agosto las ciudades de la Unión no tienen nada que envidiar al Senegal o al Amazonas. En Chicago, situado algo al norte, en Filadelfia y en Nueva York, todos los años hay verdaderas epidemias de calor, y los diarios llenan columnas enteras con la lista de los que mueren de insolación o de asfixia. La vida comercial sufre una paralización relativa en todas partes. La vida administrativa cesa por completo. Desde el presidente de la república hasta el último portero de los ministerios, todos buscan en las riberas del mar o en las montañas un lenitivo a la terrible temperatura de las grandes capitales. La vida de verano tiene encantos especiales y rasgos característicos peculiares a esta nación. Los «summer resort», estaciones de verano, son innumerables. Los hay para los pobres y para los ricos, para los extranjeros y para los nacionales, en la montaña y en la orilla del mar, en la proximidad de los grandes centros de población y en las soledades del oeste, donde se penetra todavía en algunas regiones con ayuda del machete de desmonte. Cada una de esas innumerables agrupaciones transitorias tiene su especialidad original y su maravilla propia, «the biggest in the world» o «the most beautiful in the world». Algunas, como Saratoga Springs, gozan de una reputación universal, aunque su popularidad empieza a decaer de una manera visible. En otras, como Atlantic City, cuya población normal es de 15.000 habitantes, durante la estación acuden de 150 a 170.000 turistas, que llenan un número considerable de magníficos hoteles, palacios colosales de lujo y esplendor inusitado, montados con todos los refinamientos que exige la amplia vida americana. La burguesía dorada y repleta de dólares, se derrumba sobre este punto y su vecino Cape May, como una avalancha fastuosa y deslumbrante. A Narraganset Pier va la gente alegre, los que quieren mechar en el viejo tronco puritano un fresco retoño de vivacidad parisiense, las señoritas del demimonde, disfrazadas aquí con todas las exterioridades de la más «fashionable» hipocresía, los que no desdeñan las atracciones del tapete verde y las emociones divinas de la ruleta, los que quieren ver, en fin, los momentos de abandono de una sociedad fundada en el trabajo y en el espíritu religioso. En New London, en Manchester, y en otros puntos frecuentados de la costa de Nueva Inglaterra, se encuentran los representantes de la verdadera aristocracia americana, los miembros de las viejas familias patriarcales, todos más o menos emparentados con Washington, por supuesto, y provenientes del sur, especialmente de Virginia, la antigua «madre de presidentes», hoy desbancada por Ohío y otros estados de origen más moderno. Aquí se entrega la gente a las delicias del _golf_, se disputa el «championship» del _base-ball_ y otros juegos semejantes, y finalmente, se goza de las facilidades que presta el mar que baña esas costas para navegar a la vela en yates de todas clases y dimensiones. Al oeste van los aficionados a la vida de campo, sin afectaciones ni complacencias, los que llevan desde la tienda de campaña que les ha de servir de vivienda hasta las provisiones que sustituirán a la caza y a la pesca en bosques primitivos y en lagos donde todavía no ha resonado el silbato del vapor. Esa pasión por _camping_ es uno de los más curiosos rasgos del espíritu americano, algo como un atavismo de raza, impulso hereditario de la sangre de los descendientes del antiguo _pioneer_ que hace medio siglo construía su cabaña donde hoy se elevan ciudades de medio millón de habitantes. Finalmente, en Newport, el más conocido de los _summer resorts_ americanos en el extranjero, se aglomera la nueva aristocracia del dinero, los _four hundred_ de Nueva York, de Chicago, de Filadelfia, de Boston, los millonarios y archimillonarios cuyo nombre resuena en todas partes con mezcla de admiración y de envidia, la señora Potter-Palmer, la «reina de Chicago», los Vanderbilt, con su acompañante Chauncey M. Depew, el más popular y cosmopolita de los políticos y hombres de mundo americanos, los Ogden Goëlet, los Astor, los Bryce, los Belmont, y otros muchos cuya mención sería fatigosa. Todo este grupo _fin de siècle_ o _up-to-date_, como se dice aquí, se encuentra ahora preocupado de «entretener» al conde de Turín, y lo hace a la moda y con el padrón habitual de la hospitalidad americana, hospitalidad estruendosa, infatigable, delirio de atenciones, de mimos, de fiestas, de paseos, de comidas, de bailes, de _five o’clock teas_, de _sailing parties_, de _bicycle parties_, de _parties_ a caballo, en carruaje, a vapor, en automóvil, en todos los medios de locomoción imaginados e imaginables. El héroe de estas manifestaciones sociales, naturalmente se encuentra feliz, y sería un monstruo de ingratitud si no conservara de su paso por este país un recuerdo adorable. No hace mucho tiempo, el príncipe heredero de Bélgica agotó el mismo programa de diversiones. Ahora le toca el turno al conde de Turín, en tanto no lo sustituya algún otro personaje de sangre real. La hospitalidad americana es realmente, y sin ironía, espléndida y abrumadora. En ninguna parte del mundo el extranjero es recibido con las manos más abiertas ni se le introduce tan pronto en el seno de la sociedad más distinguida. Y esta condición es inherente al americano rico como al de mediana fortuna, al de las grandes ciudades como al de los pueblos en formación. Naturalmente, son las familias pudientes las que principalmente hacen el gasto en las recepciones de los viajeros de nota. Pero todos son iguales en este sentido y cada uno invita al extranjero en la medida de sus recursos y de su posición. La mezquindad de miras europeas es aquí desconocida. ¿Se trata solamente de gozar de la sociedad de gentes de otras tierras o existe también el orgullo ingenuo de deslumbrar al recién venido con las maravillas y grandezas de la patria, cubierta por los _stars and stripes_, de imponerle la admiración que no puede menos de sentir por la potencia y civilización de esta raza, si tiene dos dedos de sentido común, de forzarlo a alejarse con un sentimiento de gratitud cuando deje las playas encantadas de la Unión? ¿Es esta generosidad universal, esta amabilidad ilimitada un testimonio de nobleza de alma o un rasgo de rastacuerismo? ¿Es esta llaneza de aborde, esta facilidad de contacto, la suprema manifestación de una cultura y una civilización características o simplemente el apresuramiento del _parvenu_ que quiere hacer gozar a los otros de las sorpresas de su lujo postizo?... Los que penetran superficialmente en las cosas de este país, se inclinan por la segunda teoría y encuentran de muy mal tono la francachela y sencillez americana. A mi modo de ver, nada es más injusto que esta apreciación de viajeros superficiales u observadores prevenidos, si bien no dejo de reconocer que algunas veces las manifestaciones de la hospitalidad y de la obsequiosidad yankee carecen un poco de proporción y de aticismo. Tal sucede ahora con respecto al recibimiento del almirante Cervera y sus compañeros de cautiverio. Ayer no más, los marinos españoles, los soldados de aquélla nación, eran presentados por la prensa y mirados por la sociedad como seres de una raza inferior, monstruos de brutalidad y de infamia. La bizarra conducta del infortunado marino, al arrojar el guante a una escuadra más poderosa que la suya, sin otra perspectiva ni esperanza que la de la pérdida de sus buques y quizá la de su vida, merece, sin duda alguna, que se le dispensen las consideraciones personales, dignas y serias, con que se debe acoger a un enemigo desgraciado y reducido a la impotencia. Pero, ¿qué pensar del entusiasmo social que se ha despertado en favor de Cervera y de los oficiales de su estado mayor? Los pedidos de autógrafos les llueven de todas partes de la Unión; en las calles de Annapolis donde se encuentran detenidos bajo su palabra de honor, los jóvenes y las señoras se disputan el honor de tratar a los prisioneros. Si entran a una tienda, los vendedores por poco no se empeñan en hacerles aceptar gratis sus compras. Si van a la iglesia, el capellán sale a recibirles, los instala en el mejor banco, y en su sermón dirige alusiones veladas pero no menos halagadoras a su conducta. Si los desgraciados marinos y su jefe repartieran todos los botones de sus uniformes que les piden otras tantas entusiastas muchachas americanas, se verían en serios aprietos para andar decentemente vestidos. Y esta efusión inmoderada de cortesía, no se limita al público. El superintendente de la escuela de marina, el almirante McNair, ya ha iniciado la serie de las fiestas sociales, dando un gran banquete en su casa en honor del almirante Cervera, de su hijo, del capitán Eulate del _Vizcaya_, todavía no del todo restablecido de su herida, y otros sobrevivientes del combate del 3 de julio, y en torno de la mesa destinada a agasajarles y adornada, como es de rigor, de rosas american-beauties y la france (a 2 dólares por flor, entre paréntesis), se sentaron numerosas señoritas y caballeros americanos. ¿No es realmente extraordinario este modo de tratar a un alto oficial de una nación con la que se está en guerra y a la que se piensa aliviar de todas sus posesiones coloniales? Suponemos que este exceso de atención y de amabilidad será una de las peores torturas del desgraciado almirante español y que él habrá hecho esfuerzos plausibles por esquivar el agasajo. Pero no lo condenemos demasiado pronto, porque su caso es difícil, casi desesperado. ¿Cómo evitar el apretón franco y vigoroso de dos brazos americanos, cómo librarse de la efusión entusiasta de una raza que tiene, acabo de decirlo, la manía generosa de la hospitalidad, sin herir profundamente los sentimientos de personas dignas de toda simpatía y respeto, culpables, en todo caso, de una inocente falta de tino y de medida? El festivo Larra, algo olvidado ahora, trató de hacerlo en cierta ocasión, pero todos sabemos que no tuvo éxito, y que nada es más difícil que huir de las seducciones amables del «Castellano viejo», aunque este personaje, traducido al inglés, se disfrace de Uncle Sam. Uno de los atractivos más poderosos de los «summer resorts», es la presencia en ellos de una raza especial femenina que prospera al halago de las brisas marinas o a la sombra de las altas montañas. La «summer girl», la «veraniega», como podríamos traducirlo libremente, es un tipo esencialmente americano, y, por consiguiente, completamente original. Este interesante espécimen de la raza, no pertenece al grupo tan conocido y visto en todas partes, de las niñas que parecen resucitar con los primeros rayos del sol estival y llenan los parques y los paseos de todas las grandes ciudades, con la nota alegre de sus toilettes ligeras, y bulliciosas, para desaparecer como tragadas por la tierra con las primeras ráfagas del otoño. ¿Qué se hace esa eclosión amable, dónde se oculta durante la estación fría, que no vuelve a vérsele más y se busca en vano la huella de su paso juvenil? Ese es un misterio que ningún observador ha resuelto de una numera satisfactoria. La «summer girl» tampoco tiene ningún punto de contacto con la semiaventurera alegre que llena las playas del viejo mundo y va a tejer sus intrigas cosmopolitas en el campo neutral de los casinos y los hoteles a la moda. No es una demimondaine ni una explotadora. Es simplemente el producto típico de una civilización especial, de una educación _sui géneris_, de la independencia femenina convertida en dogma, de la vida grandiosa, toda de placer y de movimiento, que es lote común de un número considerable de muchachas americanas. La «summer girl» no puede existir sin la prosperidad general que reina en todas las secciones de este país. Ella pertenece generalmente a una familia que tiene amplios recursos, aunque no haya sido lanzada todavía en la _fashionable set_ de Nueva York, ni haya asistido a las recepciones diplomáticas de la Casa Blanca, es decir, aunque no haya calzado las espuelas del caballero. Sale de todos los puntos del horizonte, con especialidad de las ciudades colosales del joven Oeste, de Cincinnati, de Saint Louis, de alguno de los centros manufactureros donde se forman las grandes fortunas industriales, Pittsburgh, Providence, etc. Tiene las espaldas cubiertas por un padre que guarda el incógnito, y sigue imperturbable en su escritorio del piso decimosexto de algún «Equitable Building» de su ciudad natal, acumulando dólares, mientras los suyos disfrutan de la vida al aire libre. Va «chaperoneada» por una madre pacífica o turbulenta, por una tía que aún conserva bríos, por un hermano que desde la madrugada hasta el anochecer pasa sucesivamente de la bicicleta al _base-ball_, al _golf_, al _cricket_, al _polo_, al _yachting_, y se envejece inocente, con una expresión infantil, aumentada por los largos cabellos lacios de los profesionales de esos interesantes _sports_, y cuya única misión en la vida parece ser la de obedecer y halagar a su hermana. Por eso mismo no es indispensable y se la ve frecuentemente viajar con una amiga o instalarse por una temporada como visita o «guest» de una familia de su círculo. Su uniforme diario, como si dijéramos su traje de trabajo, se compone de un elegante vestido de ciclista, sabiamente cortado, que permite ver el nacimiento de la pantorrilla encerrada en botas elegantes de piel de Rusia, un pequeño canotier y una blusa o camisa semimasculina con cuello rígido y deslumbrante y puños de una blancura inmaculada. Durante la noche, naturalmente, este traje útil para todos los paseos y juegos imaginables, es sustituído por las toilettes complicadas que hacen tan brillante el aspecto de la sociedad de las estaciones de verano, trajes abiertos sin mezquindad y sin falsos pudores, que muestran complacientes las redondeces de bustos generalmente poco desarrollados, alhajas en profusión, numerosos anillos de un gusto y una riqueza exquisitos, que hacen resaltar el minucioso cuidado de una mano fina y el contorno perfecto y brillante de uñas entregadas al sabio desvelo de la manicura; encajes y sedas demasiado ricos, pero no por eso menos elegantes y reveladores de un lujo nuevo y desmedido. Con estos elementos y armada de estos requisitos la «summer girl» se lanza a cuerpo perdido en el movimiento social, es un _boute-en-train_ de todas las horas, un _flirt_ intrépido y convencido. Su única misión en la vida, su única preocupación es el placer, el ruido, la alegría, la actividad de una coquetería infatigable. No va en busca de un marido ni de una aventura, porque su posición social es demasiado envidiable para cambiarla sin reflexión madura y porque, como la mayoría de sus compatriotas, sabe reservarse siempre, conoce demasiado la vida y sus asechanzas para ignorar dónde está el peligro y cómo evitarlo. Pero si encuentra a su paso un noble europeo, un título sonoro, un diplomático que le presente en el futuro las posibilidades de un _drawing room_ en Buckingham Palace, con la obligada reverencia a la reina Victoria, en traje de corte y bouquet de orquídeas, su frialdad y su indiferencia real desaparecen de pronto para dar lugar a admirables maniobras de secuestro, que hacen caer infaliblemente en sus redes seductoras al objeto de sus anhelos. Cuando este hallazgo no tiene lugar la alegre mariposa vuela a otras playas después de un tiempo más o menos largo, dejando muchos corazones heridos, que tienen tiempo de cicatrizar hasta la próxima estación, para volver a ser víctimas de las torturas deliciosas de otros nuevos representantes de la misma especie femenina. La «summer girl», en suma, es una de las infinitas variedades de este producto refinado, excepcional, interesante, anómalo, que se llama la mujer americana y que desafía impávida las teorías de los observadores y el análisis de los psicólogos. Presentar todas las facetas de este Proteo es una tarea superior a las fuerzas humanas. Muchos han querido hacerlo sin conseguir su objeto y acaban por caer en el terreno de la caricatura. Bourget, con todo su talento fino y complicado, con todas las sutilezas de su visión intelectual, lo he dicho antes, no ha tenido más éxito que el autor anónimo de _America and the Americans_ «bajo un punto de vista francés», un librito reciente, ingenioso y entretenido pero superficial como la charla de un _boulevardier_. Un autor americano europeanizado, un hombre de talento penetrante y de buen gusto exquisito, un psicólogo forrado de artista, Henry James, es a mi modo de ver, el único que ha penetrado a fondo muchos de los rasgos del carácter independiente y peculiar de la americana. Los que quieran tomar la punta del hilo de Ariadna que los guiará en ese delicioso laberinto, deben leer cuidadosamente _Daisy Miller_, _An international episode_, _Confidence_, y, sobre todo, _The Portrait of a Lady_, una obra maestra de observación microscópica, y al cerrar sus páginas, tan nutridas de análisis, encontrarán en Isabel Archer la heroína de la novela, el tipo representativo de toda una clase social brotada como una flor preciosa y rara en este inmenso invérnaculo de caracteres humanos. VII UN POCO DE FILOSOFIA POLITICA Refiriéndose a la celebración del aniversario de la independencia de los Estados Unidos, observa un escritor distinguido de esta nación, el hecho de que cualquiera que sea la opinión que individualmente abriguen los ciudadanos sobre la política contemporánea, es evidente que los acontecimientos que se desarrollaron el año pasado han propendido inmensamente a la formación del espíritu nacional. La conciencia de ese espíritu ha crecido en esta república en los últimos años de una manera visible. Jamás la historia de la vida política de este gran estado despertó un interés tan intenso en todas las capas sociales. Las órdenes patrióticas se han multiplicado y difundido por todos los ámbitos del territorio de la Unión. Las prevenciones que pudieron subsistir después del duelo heroico de la guerra de secesión, han acabado de desaparecer al calor del entusiasmo que produjo la campaña de Cuba. En medio de esta época de prosperidad sin tasa, en que todo sonríe al pueblo americano, la confianza en lo futuro y la seguridad de los gloriosos destinos que le reserva lo porvenir, son hoy universales, y es necesario confesar que tienen una base sólida en que fundarse. He tenido tan frecuentes ocasiones de estudiar las manifestaciones materiales de la grandeza americana, que tal vez no estará de más aprovechar esta fecha para hacer un poco de filosofía histórica y política e investigar las raíces étnicas y las causas morales de aquella grandeza. Al hacerlo me referiré a menudo a los estudios del más completo de los escritores contemporáneos de la gran república, el profesor John Fiske, y especialmente a su libro _American Political Ideas_, que en el espacio de menos de doscientas páginas encierra más substancia intelectual y más médula científica que muchas obras en diez volúmenes. Se habla de los Estados Unidos, generalmente, como de un país nuevo en el sentido de la Australia o de la Nueva Zelandia; sin embargo, como lo hace notar John Fiske, la historia de Nueva Inglaterra, por lo menos, remonta hasta los tiempos de Jacobo I, y muchos de sus centros rurales mantienen todavía un aire de respetable vetustez. Es en estos centros apartados del tumulto de los negocios donde se ve patente la base o, por mejor decir, la célula orgánica del cuerpo político americano. En todos ellos la población respira el bienestar y la alegría; no se ve allí ni mendigos ni vagos; la cultura de los ciudadanos es extraordinaria; el vínculo de solidaridad y la franqueza democrática que ligan al rico y al pobre mantiene entre todos los habitantes un espíritu de cordial benevolencia. La tradición de los primeros tripulantes de la _May Flower_ que desembarcaron en las rocas de Plymouth en busca de libertad para su credo religioso, subsiste en ellos del mismo modo que se conserva allí casi sin alteraciones la primera forma de gobierno local ideada por sus abuelos, en la institución del Town-meeting (asamblea del municipio). Los primitivos pobladores, desde el momento de pisar el suelo de América, trataron de establecer un gobierno democrático. Para precaverse de los ataques de los indios y con propósitos de educación y de culto religioso, se agruparon en pequeñas aldeas que, con el distrito rural circunvecino, constituyeron municipios. Una vez por año la población de aquellos distritos era convocada para discutir y resolver todos los problemas que interesaran a la comunidad. Más tarde, para administrar los asuntos en el intervalo de una asamblea a otra, se eligieron representantes de la voluntad popular llamados «selectmen». En esta organización peculiar a la Nueva Inglaterra y que ha sido estudiada en toda su trascendencia y su significado por John Fiske radica toda la vida política de los Estados Unidos. «Mantener la vitalidad en el centro sin sacrificarla en las partes, se ha dicho con razón; perpetuar la tranquilidad en las relaciones mutuas de cuarenta estados poderosos, teniendo al pueblo en todas partes hasta donde sea posible en contacto directo con el gobierno; tal es el problema político, para resolver el cual existe la Unión Americana; y cada ciudadano americano posee, por lo menos, una vislumbre de esta gran verdad.» Los historiadores de la talla de Stubbs, Kemble, sir Henry Maine, etc., han estudiado los antecedentes del Town-meeting, encontrando sus raíces en la primitiva y rudimentaria constitución teutónica descripta en la _Germania_ de Tácito. Sin entrar en ese género de disquisiciones, es curioso el hecho señalado por Fiske de la semejanza que existe entre aquella forma de organización municipal y la que se encuentra en la aldea rusa de nuestros días, cuyo gobierno es dirigido por una asamblea a la que concurre todo jefe de familia para discutir y votar en asuntos de interés común. Esta junta democrática elige al _mayor_ de la aldea o jefe ejecutivo del municipio, al colector de impuestos, al guardián y al zagal comunal; dirige la repartición de la tierra arable y se ocupa de materias generales de legislación local. Con razón, dice el autor citado, al hacer notar esta similitud curiosa, que ella no dejará de sorprender a los que están acostumbrados a mirar a Rusia como un país despóticamente gobernado; en tanto que en el _mir_ o comunidad de aldea, conserva aquel país un elemento de vida política sana, cuya importancia puede calcularse teniendo en cuenta que cinco sextas partes de la población de la Rusia europea está comprendida en estas comunidades. Las formas representativas del gobierno autónomo de la comunidad teutónica, representadas en la institución de la asamblea del municipio (Town-meeting), son la fuente pura y cristalina de que emana todo el sistema político que ha hecho la grandeza de la Inglaterra y que se ha trasmitido a los Estados Unidos. El sistema político de la Grecia antigua estaba basado en la idea de la independencia soberana de la ciudad. La concepción romana era semejante a la griega, y ambas ignoraron el principio representativo peculiar a la mente teutónica. Se ha tratado de explicar estas diferencias en el hecho de que la civilización teutónica nunca atravesó un período en que el papel soberano estuviera representado por comunidades civiles. «Por el contrario,--dice Fiske,--la civilización teutónica pasó del estado de tribu al de organización nacional, antes de que ninguna ciudad teutónica hubiera adquirido suficiente importancia para tener derecho de reclamar su propia autonomía; y en el tiempo en que las nacionalidades teutónicas se hallaban en vías de formación, todas las ciudades de Europa habían estado tan largo tiempo acostumbradas a reconocer un amo superior a ellas en la persona del emperador romano, que hasta la misma tradición de la autonomía cívica tal como existía en la antigua Grecia, había quedado extinguida. Esta diferencia entre la base política de la civilización teutónica y la grecorromana es un hecho de una importancia difícil de exagerar, y una vez penetrado a fondo, él contribuye tal vez mejor que cualquier otro elemento a explicar los fracasos sucesivos de los sistemas políticos griego y romano y a inspirarnos confianza en la estabilidad futura del sistema político creado por el genio de la raza inglesa.» La expansión y coalescencia de municipios populosos y de la división territorial llamada _hundred_, contribuyó a la formación de la ciudad teutónica. En ningún caso figura ésta como equivalente al lugar de residencia de una tribu o una comunidad de tribus. Las unidades políticas agregadas, cuya aglomeración forma la nación en el sistema teutónico, no se componían de ciudadanos, sino de _shires_, distritos o departamentos rurales en que entran varias comunidades de aldea. La ciudad era simplemente una porción del _shire_ caracterizada por densidad mayor de población. El crecimiento de la sociedad política grecorromana fué muy diferente. En aquélla la agregación de aldeas en tribus y la confederación de las tribus constituyó la ciudad, grupo político y religioso, completo y soberano. «El primer magistrado de la ciudad no era el _ealdorman_ de la historia inglesa primitiva, dice Fiske, sino el _rex_ o _básileus_ que combinaba las funciones de rey, general y sacerdote. Así, políticamente, en el mundo grecorromano había una separación entre la ciudad y el distrito rural, desconocida en el mundo teutónico.» La diferencia fundamental entre el sistema basado en el _shire_ y el basado en la ciudad, por eso, entraña consecuencias que contienen la clave de toda la historia de la civilización europea considerada bajo su aspecto político. La primera consecuencia fluye del área diferente que ocupa el _shire_ y la ciudad. En localidades pequeñas el pueblo encuentra fácil concurrir a una asamblea comunal y tomar participación directa en los negocios locales. Con el esparcimiento de la población esta asistencia se hace difícil, y como los diferentes municipios no pueden estar representados por todos sus habitantes, eligen de su seno cierto número de delegados para que hablen en nombre de la respectiva localidad en el _shire-mote_ o asamblea del condado. Es en esta delegación de «hombres selectos» u «hombres discretos», como se les llamaba en aquellas sociedades primitivas, donde se encuentra el germen de las instituciones democráticas y del sistema de representación, que hace posible el mantenimiento de una agregación política tan colosal como los Estados Unidos. En la Ciudad Antigua, por el contrario, debido a lo compacto de la población, todos los miembros dirigentes de la comunidad se reunían en la asamblea primaria y no representativa. Fiske señala como una excepción que confirma la regla, el consejo anfictiónico en que estaban representadas diferentes ciudades con fines religiosos relacionados con el culto del Apolo Délfico. La segunda consecuencia se deriva de esta falta de principio representativo. La independencia y separación de los grupos que constituyen la Ciudad Antigua no disminuye la tendencia a la guerra sino que, por el contrario, hace muy frecuentes las ocasiones de los conflictos armados. Los celos y rivalidades entre comunidades políticas diversas, impulsan a éstas de una manera irresistible a la agresión, si no existe un principio de unión que facilite el arreglo de las cuestiones debatidas por medios pacíficos. En la organización política grecorromana la formación de un gran estado no podía efectuarse sino por medio de la «conquista con incorporación» o por medio de la «federación». Ninguno de esos métodos fué adoptado por la Grecia antigua. Cuando Esparta, por ejemplo, conquistaba otra ciudad griega, la esclavizaba a su autoridad, por medio de un jefe con poderes tiránicos. Atenas se inclinó más al federalismo, como se ve por la Liga Delia, en que las ciudades egeas fueron tratadas más bien como aliadas, aunque no poseían la facultad de manejar sus propias fuerzas militares. Más tarde la idea federal aparece más clara y la Liga Acaía y Etolia, según Fiske y Freeman, tienen algunos puntos de semejanza con la organización de los Estados Unidos, pues ambas se inclinaron más al gobierno federal que al de una mera confederación; es decir, en ellas «el gobierno central actuaba directamente sobre todos los ciudadanos y no solamente sobre los gobiernos locales». El método de conquista con incorporación fué ensayado con éxito por Roma, que tuvo la buena fortuna de emanciparse desde temprano de la preocupación que en otras partes impedía a la Ciudad Antigua admitir extranjeros a participar de sus franquicias. Este cambio, producido después de la guerra social, encierra todo el secreto de la carrera de Roma. La concentración del poder de la península en manos de una ciudad soberana, en la lucha con organizaciones en que la desagregación de los núcleos políticos predominaba, debía forzosamente conseguir la victoria y hacer inevitable el dominio universal de Roma. La humanidad debe a ese dominio no sólo el mantenimiento de la paz por un largo período, sino la destrucción de un inmenso número de religiones de tribu que preparó el camino para el advenimiento del Cristianismo. Sin embargo, a pesar de la franquicia concedida dentro del recinto de la ciudad imperial, el sistema de representación fué desconocido al mundo romano y sus comicios constituyeron una asamblea primaria. «El resultado fué, dice Fiske, que a medida que aumentó la burguesía la asamblea se convirtió en una muchedumbre tumultuosa, tan poco aparente para la transacción de los negocios públicos como lo sería una reunión comunal de todos los habitantes de Nueva York. Las funciones que en Atenas desempeñaba la asamblea eran ejercidas en gran parte en Roma por el senado aristocrático; y en los conflictos que surgían entre los partidos senatorial y popular era difícil encontrar ningún remedio constitucional adecuado.» Esta falta de representación, produjo la ruina de los dos sistemas fundados sobre la Ciudad Antigua. La influencia de la centralización romana continuó haciéndose sentir después de la caída del imperio carlovingio y a pesar del aislamiento y la desagregación feudal, reviviendo en las manos poderosas del clero y en las tradiciones jurídicas legadas por la antigua señora del mundo a la sociedad medieval. Entre las grandes naciones modernas solamente Inglaterra salió del crisol de la Edad Media con sus principios teutónicos de «_self government_» intactos. En el continente dos pequeñas comunidades participaron de la misma fortuna. Una de ellas fué la comunidad holandesa, destinada a mantener una lucha tan heroica por la libertad, y otra fué la comunidad suiza, formada de elementos que parecen discordantes, pero que, sin embargo, se han armonizado en una unión tan estrecha como la de cualquier organismo político descentralizado. Estaba reservado a nuestra época y a los Estados Unidos mostrar las capacidades de la forma federal de gobierno y los resultados maravillosos producidos por ella en el espacio de un siglo de existencia. El ensayo debía producirse en una vasta extensión de territorio despoblado y era indispensable para que él diera los frutos anticipados que los primitivos ocupantes de la tierra poseyeran el rico legado de educación política, sólo posible por la tradición de largos años de gobierno autónomo. «La costa atlántica de Norte América, escribe Fiske, fácilmente accesible a Europa y sin embargo, bastante remota para estar libre de las complicaciones políticas del viejo mundo, proporcionó la primera de aquellas condiciones; y la historia del pueblo inglés a través de cincuenta generaciones proporcionó la segunda». La preservación de la autonomía local hizo posible la unión federal. La durabilidad de esta unión quedó garantida por su flexibilidad. La independencia completa mantenida por cada estado, en todos aquellos asuntos que no afectan directamente al principio federal mismo, garantizó la permanencia de esta forma de gobierno, solamente posible en una raza de hombres en quienes el uso de la representación política se había convertido en una segunda naturaleza. Sin embargo, este resultado maravilloso de todo un continente desenvolviéndose en paz y en medio de la más grande prosperidad bajo un sistema político en que, como se ha dicho, la permanencia de la acción concertada se mantiene sin sacrificar la independencia de la acción, no fué alcanzado sino después de ensayos y numerosos tanteos cuya historia encierra fecundas enseñanzas para la humanidad. Los Estados Unidos son por sí mismos un mundo y algunos de sus estados, dentro de su área territorial, pueden contener a varias naciones europeas. Entre los límites de Tejas, por ejemplo, caben holgadamente Alemania, Holanda, Dinamarca, Bélgica y Suiza. Los estados de Maine, de New Hampshire y Vermont tienen una superficie superior a la Inglaterra; Minnesota, Iowa, Missouri, Indian Territory, Oklahoma, Kansas, Nebraska, South Dakota, North Dakota, New Mexico, Colorado, Wyoming, Utah, Idaho, Nevada y California, comprenden una superficie territorial superior a la del vasto Imperio Chino. Conocida es la energía de la raza, la riqueza nacional, el desarrollo de la industria, el crecimiento de la población. En el desarrollo futuro de estas condiciones extraordinarias se basa lo que se ha llamado el «Destino Manifiesto» de la gran república y el papel histórico que le corresponde desempeñar en la evolución humana. Ese destino está íntimamente ligado con el de la raza inglesa, esparcida por todos los ámbitos del orbe, y sus posibilidades inconmensurables merecen detener profundamente la atención del pensador. Por lo pronto, el crecimiento de la raza inglesa en América conduce a conclusiones sorprendentes. A este respecto Fiske se pregunta si los Estados Unidos podrían mantener una población tan densa como la de Bélgica, y, poniéndolo en duda y admitiendo que sólo puedan dar abrigo a un pueblo cuya densidad sea la mitad de la de aquel reino, encuentra que según la ley de aumento actual, al fin del siglo XX este país contará con 1.500.000.000 de habitantes. No puede preverse tal resultado porque existen razones económicas que disminuirán la proporción del crecimiento presente; pero en todo caso y deduciendo todas las causas accidentales humanamente discernibles que puedan entrabar la marcha de aquella progresión, resulta que los Estados Unidos tendrán en aquel tiempo 600 o 700 millones. La gran república constituirá entonces una agregación humana de poder y dimensiones inconmensurablemente superiores a las de todos los imperios que registra la historia. La carrera de la raza inglesa en otras partes del mundo hará que prácticamente el imperio universal quede en sus manos victoriosas. Dotada de un seguro instinto geográfico, ella posee ya las llaves del comercio en todas las regiones del globo. El África, en el siglo próximo, será el teatro de un desarrollo análogo al de Norte América a comienzos del presente. Australia verá prosperar los seis estados en que se divide su continente y convertirse en naciones poderosas y opulentas. Todavía quedarán para la expansión futura los fértiles territorios de la Nueva Zelandia y los archipiélagos del Pacífico, donde hoy flamea la enseña de «Greater Britania». El destino de la raza inglesa, señalado por publicistas que han estudiado su pasado y analizan su presente, seguirá desenvolviéndose hasta que todas las tierras donde todavía no existe una antigua civilización queden sometidas a sus leyes y a sus costumbres y sean colonizadas por vástagos de su tronco poderoso. Según Fiske, ya asoma el día en que las cuatro quintas partes de la raza humana serán de descendencia inglesa, como lo son las cuatro quintas partes de la población americana actual. La soberanía del mar y la supremacía comercial, que hoy ya le pertenecen, quedarán para siempre sujetas a su dominio. Así como Holanda fué en un tiempo el rival naval y mercantil de Inglaterra, Alemania y Francia y los demás países quedarán reducidos a entidades políticas insignificantes. He aquí el cuadro gigantesco de poderío y de grandeza supremos que exalta la imaginación de este pueblo en esta hora de patrióticos regocijos. He ahí las maravillas de un sistema político que alienta la expansión aislada de cada una de las secciones de este vasto continente y concentra el haz disperso de sus fuerzas en una potencia única, agresiva y conquistadora. VIII GOBIERNO MUNICIPAL AMERICANO El gobierno municipal americano, en todo el territorio de la república, obedece a un mismo plan general, sujeto, sin embargo, a muchas variaciones de detalle en las diversas secciones de este país. Consta de un departamento ejecutivo con un _Mayor_ o _Intendente_ a su cabeza. El intendente es elegido por los habitantes de la ciudad y ocupa el cargo por uno, dos, tres y cuatro años, según las disposiciones de la ley respectiva. Bajo su dirección existen varios jefes de departamento,--comisionados de limpieza pública, tasadores, encargados de las instituciones de beneficencia, etc.,--y éstos diversos funcionarios son unas veces elegidos por el pueblo y otras nombrados por el intendente o el concejo de la ciudad. El concejo es un cuerpo legislativo que comprende generalmente dos cámaras, la de los _aldermen_ y el concejo común, elegido por los ciudadanos; pero en muchas ciudades pequeñas y en otras de las grandes, como Chicago y San Francisco, no hay sino una cámara. Además, existen jueces del municipio (_city judges_) algunas veces nombrados por el gobernador del Estado, para servir por el término de su vida o mientras dure su buena conducta, pero comúnmente elegidos por el pueblo por un corto lapso de tiempo. Todos los gastos para objetos urbanos son votados por el concejo del municipio (_city council_); y en regla general dicho concejo ejerce cierto control sobre los jefes de los departamentos ejecutivos por intermedio de comités constituidos de su seno. Así, puede haber un comité de vías de comunicación, otro de edificios públicos, otro de parques o establecimientos de beneficencia, etc. El jefe del departamento depende, más o menos, del comité respectivo, lo que en la práctica en lugar de ser una ventaja, se critica severamente, pues este sistema reparte y debilita la responsabilidad. Los jefes de los departamentos son autónomos en la esfera de sus funciones. Cuando el _Mayor_ los nombra, generalmente lo hace con la venia del concejo municipal o de una de sus ramas. El _Mayor_ no es un miembro de dicho concejo, pero puede vetar sus resoluciones, que, sin embargo, pasan a pesar de su veto por una mayoría de dos tercios. Los gobiernos municipales constituídos en esa forma se asemejan a gobiernos de Estado en pequeño. La relación del _Mayor_ al concejo municipal es análoga a la del gobernador en relación a la legislatura del Estado y a la del Presidente de la República en relación con el Congreso Nacional. En teoría nada parece más republicano, aunque en la práctica el sistema deja mucho que desear. Las grandes metrópolis se quejan de contribuciones excesivas, de despilfarro de los dineros públicos, de la corrupción administrativa, del mal pavimento y de la falta de limpieza, de la policía deficiente y de otros males semejantes. «El gobierno republicano que a pesar de sus inevitables deficiencias parece funcionar admirablemente bien en los distritos rurales, en los Estados y en la Nación, ha sido mucho menos feliz en su aplicación a las ciudades, dice textualmente John Fiske, en un libro reciente. Hace cincuenta años estábamos autorizados a hablar del gobierno civil en los Estados Unidos, como si hubiera caído del cielo o hubiera surgido por algún milagro en el suelo americano y teníamos motivo para creer que en las meras formas republicanas existía una especie de virtud mística que las convertía en una panacea para todos los males políticos. Nuestra experiencia posterior con las ciudades ha sacudido duramente esta disposición del ánimo. Ha proporcionado hechos que no concuerdan con la teoría favorable hasta el punto de que nuestros escritores y nuestros oradores parecen dispuestos a derramar su _spleen_ sobre las desgraciadas ciudades, tal vez con demasiada rudeza. Las oímos llamar «albañales de corrupción» y «llagas de nuestro cuerpo político». Sin embargo, y con toda probabilidad nuestras ciudades están destinadas a aumentar en número y a crecer día por día; así tal vez es justo considerar con calma los problemas que presentan y que no fueron previstos cuando se fraguó hace cien años nuestra teoría de gobierno, problemas que a medida que la experiencia nos haya instruído lo suficiente, podemos esperar serán resueltos con éxito; como lo han sido otras cosas. Una discusión general de este tema no cabe en los límites de un breve croquis histórico. No obstante, nuestra exposición sería incompleta si nos abstuviéramos de mencionar algunas de las tentativas que se han hecho, con el objeto de reconstruír nuestras teorías sobre el gobierno municipal y mejorar su funcionamiento. Y ante todo, señalemos algunas de las dificultades peculiares del problema para poder comprender por qué debemos esperar tener menos éxito en el manejo de nuestras ciudades que en el de nuestras comunidades rurales, en el de los Estados o en el de la Nación.»[1]. El distinguido publicista hace notar, apoyándose en cifras estadísticas sorprendentes, el crecimiento de las ciudades americanas. Ese hecho es tan conocido que considero inútil reproducir los datos aglomerados por él en su interesante trabajo. El mismo fenómeno se nota en varias ciudades argentinas, especialmente en Buenos Aires y el Rosario, lo que hace particularmente aplicables a nosotros en cierto sentido las reflexiones que le sugiere el cambio repentino de condiciones urbanas que puede decirse sorprendía desprevenidos a los primitivos legisladores de este país. La rapidez del desarrollo de las ciudades, en efecto, y el hecho ha sido señalado por todos los escritores americanos que han estudiado este asunto, acarrea consecuencias importantes que es necesario tener en cuenta. En primer lugar, obliga a la ciudad a efectuar grandes desembolsos de dinero con el objeto de obtener resultados inmediatos. Las obras públicas deben emprenderse con intención de acabarlas pronto, antes que con el de hacerlas sólidas y completas. Los pavimentos, los caños de desagüe y los depósitos de agua potable deben ser usados al instante aun cuando se proyecten en una forma inadecuada o se construyan de una manera imperfecta; y así, antes de mucho tiempo, la obra tiene que hacerse de nuevo. Tales condiciones de apuro imperioso aumentan las tentaciones deshonestas así como las tendencias a incurrir en errores de juicio de parte de los hombres que administran los fondos públicos. Además, el crecimiento rápido de una ciudad, especialmente de una ciudad nueva, representa la construcción inmediata de cierta cantidad de obras públicas para las cuales se necesita apelar al crédito y la deuda exige contribuciones pesadas. Es un caso semejante,--dice Mr. Fiske,--al del joven que, con el objeto de asegurar un hogar para su familia, rápidamente aumentada, compra una casa gravada con una fuerte hipoteca. Dos veces por año debe pagar una gran cuenta de interés y para afrontarla debe economizar sobre su mesa y de cuando en cuando negarse a sí mismo un traje nuevo. De igual manera, si una ciudad tiene que imponer fuertes contribuciones para pagar sus deudas, debe reducir sus gastos corrientes en alguna parte y los resultados se transparentan en la relajación o ineficacia del servicio afectado. Mr. Low declara que «muy pocas de las ciudades americanas han acabado de satisfacer por completo el costo de sus primeras obras para la provisión de agua corriente.» Finalmente, la falta de previsión origina mucho derroche. No es fácil prever cómo crecerá una ciudad o la naturaleza de las necesidades que dentro de algunos años se harán sentir en ella[2]. Además, aun cuando se tenga esa previsión no es fácil asegurar la previsión práctica de un concejo municipal elegido por sólo un año. Sus miembros temen aumentar las contribuciones ese año y la consideración de lo que sucederá diez años después les parece «visionaria». El hábito de hacer las cosas a medias es señalado a menudo como una especialidad americana. Este hábito ha sido indudablemente fomentado por condiciones que en muchos casos han hecho absolutamente necesario adoptar arreglos provisorios. No puede seguirse el desarrollo de este análisis detallado sin que resulte a primera vista la perfección con que él explica y hasta cierto punto disculpa muchas de las deficiencias de los servicios municipales en ciudades como las nuestras que tienen que luchar no sólo con los inconvenientes señalados sino con otros que han sido evitados en las capitales americanas y que radican entre nosotros en causas que están al alcance del observador superficial y que es inútil mencionar. Basta observar que,--como dice John Fiske,--a medida que una ciudad aumenta en tamaño (y ninguna lo ha hecho más en cierto período que Buenos Aires), la cantidad de gobierno que ella exige, aumenta en proporción, su organización se complica, los resortes de su administración se multiplican, así como el número de empleados que reclama su servicio y de detalles que deben vigilarse. Para probar esto, John Fiske cita el caso de Boston, enumerando su mecanismo comunal, apoyado en la obra de Bugbee sobre el _Gobierno Municipal de Boston_. En la metrópoli de Massachussetts, existen tres comisionados de calles con el poder de hacer construir pavimentos y cobrar perjuicios causados a los mismos. Los siguientes funcionarios son nombrados por el _Mayor_ con venia de los _aldermen_: un superintendente de vías públicas, un inspector de edificios, tres comisarios para cada uno de los departamentos de incendio y de higiene, cuatro para los indigentes, además de un consejo de nueve directores para el manejo de los asilos, casas de corrección, hospitales de lunáticos, etc.; un consejo de hospitales municipales compuesto de cinco miembros; cinco directores de la biblioteca pública; tres comisarios, para cada uno de los departamentos de parques y aguas corrientes; cinco avaluadores jefes para estimar el valor de la propiedad y avaluar los impuestos de la ciudad; un colector de rentas; un superintendente de edificios públicos; cinco miembros del comité directivo de cementerios; seis comisarios de fondos de amortización; dos comisarios de archivos; dos de escrutinio; uno de registro civil; un tesorero municipal; un auditor; un procurador; un consejero de corporación; un arquitecto municipal; un agrimensor; un superintendente de mercados; otro de alumbrado público; otro de cloacas; otro de impresiones; otro de puentes; cinco directores de _ferries_; un jefe de la bahía y diez ayudantes; un registrador de agua; un inspector de provisiones; un inspector de leche y vinagre; un sellador y cuatro ayudantes selladores de pesas y medidas; un inspector de cal; tres inspectores de petróleo; quince inspectores de pasto aprensado; un escogedor de arcos y duelas; tres inspectores de cercas; diez capataces de matadero; diez medidores de mármoles; nueve superintendentes de balanzas de heno; cuatro medidores de cueros; quince medidores de maderas y corteza; veinte medidores de granos; tres pesadores de carne; treinta y ocho de carbón; cinco de calderas y maquinaria pesada; cuatro pesadores de lastres y lanchas; noventa y dos empleados de pompas fúnebres; ciento cincuenta condestables; novecientos sesenta y ocho oficiales de elección (_election officers_) y seis delegados. Algunos de esos funcionarios sirven sin sueldo, otros reciben sueldo fijado por el concejo y otros perciben derechos. Además de ellos existe un secretario del concejo comunal, elegido por este cuerpo, y un secretario municipal, un mensajero y un empleado de comisión en cuya elección concurren ambas ramas del concejo. El comité escolar, de veinticuatro miembros, elegidos por el pueblo, es independiente del gobierno de la ciudad, como la comisión de policía compuesta de tres comisarios nombrados por el Ejecutivo del Estado[3]. La larga lista anterior, según Fiske, basta para mostrar no sólo la inmensa cantidad de trabajo administrativo que requiere una gran ciudad (Boston tiene hoy día unos quinientos mil habitantes) sino también la razón por la cual el gobierno municipal es más o menos un misterio para la mayoría de los ciudadanos. Mucha de la labor que él exige, debe realizarse en una forma para cuya crítica se requieren conocimientos especiales de un carácter técnico que están fuera del alcance del común de los electores. El contribuyente encuentra excesivamente difícil comprender la vía que lleva su dinero o cómo pueden reducirse los gastos urbanos, y esta dificultad facilita la corrupción municipal. El gobierno de la ciudad, en efecto, por la complicación y variedad de materias a que debe prestar atención es de mucho más difícil vigilancia que el del Estado o el de la Nación. La ciudad moderna se ha convertido en una enorme corporación encargada de manejar una colosal empresa con numerosas ramificaciones que en su mayoría necesitan aptitudes y preparación especial. A medida que todos esos obstáculos para un buen gobierno municipal han ido haciéndose visibles, se ha producido en este país un movimiento tendiente a remodelar la organización comunal bajo nuevos principios. La antigua disposición a evitar lo que se llamaba el «poder de un solo hombre» (_one man power_) confiando la autoridad a comisiones de varias personas en vez de ponerlas en manos de un solo individuo,--ha sido sustituída por la tendencia a aumentar la autoridad del _Mayor_ o _Intendente_ para imponer sobre él al mismo tiempo una suma mayor de responsabilidad. No se ha pasado todavía a este respecto, del período de los experimentos, pero en realidad hasta ahora,--dice John Fiske,--«la lección que se ha aprendido es que en materias ejecutivas, demasiada limitación de poder importa destrucción de responsabilidad; el «círculo» (_ring_) es más temido hoy que el «poder de uno solo»; y por consiguiente, se nota una tendencia manifiesta a destruir el mal, concentrando la autoridad y la responsabilidad en el _Mayor_.» Uno de los más distinguidos publicistas americanos, el Hon. Seth Low, presidente del Columbia College y antiguo _Mayor_ de la ciudad de Brooklyn ha estudiado de una manera admirable los problemas de la vida municipal americana en un capítulo firmado con su nombre e incorporado al libro famoso de James Bryce[4]. Refiriéndose a esa tendencia de aumentar el poder del Intendente, escribe lo siguiente Mr. Low: «La carta municipal de la ciudad de Brooklin, es probablemente el tipo más avanzado que puede encontrarse de los resultados de este modo de pensar. En Brooklin el poder ejecutivo del gobierno de la ciudad está representado por el Mayor y los varios jefes de departamentos. La parte legislativa consiste en un concejo, comunal de diez y nueve miembros, doce de los cuales son elegidos por tres distritos, cada uno de los cuales tiene cuatro regidores (_aldermen_), siendo los siete restantes elegidos como regidores por toda la ciudad. El pueblo elige tres funcionarios municipales (_city officers_) además del cuerpo de regidores; el _Mayor_ que es el jefe real como nominal de la ciudad; el _controlador_ que es prácticamente el tenedor de libros de la ciudad; el _auditor_ cuyo visto bueno es necesario para el pago de toda cuenta municipal, grande o pequeña. El _Mayor_ nombra en absoluto, sin confirmación por el concejo comunal, todos los jefes ejecutivos de los departamentos. Nombra, por ejemplo, el comisionado de policía, el comisionado de incendios, el comisionado de sanidad, el comisionado de obras urbanas, el consejero de la corporación o asesor letrado, el tesorero municipal, el recaudador de contribuciones y en general todos los funcionarios encargados de deberes ejecutivos. Esos funcionarios a su vez, nombran su personal subalterno, de manera que el principio de la responsabilidad definida informa al gobierno de la ciudad desde los altos puestos hasta los inferiores. El _Mayor_ también nombra el consejo de educación y el consejo de elecciones. Los funcionarios ejecutivos nombrados por el _Mayor_ lo son por el término de dos años, es decir, por un espacio de tiempo igual al de la duración de su cargo. El _Mayor_ es elegido en la elección general de noviembre, entra en su cargo el primero de enero siguiente y durante un mes los grandes departamentos de la ciudad funcionan bajo la dirección de los empleados nombrados por su antecesor. El primero de febrero tiene el deber de nombrar sus propios jefes de departamentos y como ellos sirven por el mismo tiempo que él, cada nuevo _Mayor_ tiene así oportunidad de hacer una administración en todos sentidos armónica con sus ideales. Cada uno de esos grandes departamentos ejecutivos está a cargo de un solo jefe, pues la carta orgánica municipal está hecha en conformidad absoluta, salvo una excepción que aparece como anomalía, con la teoría que donde quiera que exista trabajo ejecutivo, él debe confiarse al cuidado de un solo hombre. Cuando existen consejos directivos en Brooklin, es porque su labor es de carácter más discrecional que ejecutiva. Esos consejos son también nombrados por el _Mayor_ sin solicitar el consentimiento del concejo de _aldermen_, pero lo son por períodos de tiempos diferentes del suyo propio; de manera que en muchos casos ningún _Mayor_ puede nombrar en conjunto cualquiera de esas comisiones, a menos de ser elegido dos veces por el pueblo. En otros términos, con excepciones insignificantes, la carta orgánica municipal de Brooklin, ciudad de 700.000 habitantes, hace al _Mayor_ enteramente responsable por el gobierno de la ciudad en su parte ejecutiva y al mantener sobre él dicha responsabilidad lo provee sin temor ni limitación del poder necesario para el cumplimiento del cargo que se le confía[5]. «Esta carta orgánica entró en vigencia el primero de enero de 1882. En la práctica se ha encontrado que ella tiene precisamente los méritos y los defectos que uno podría esperar de un instrumento de su especie. Un ejecutivo fuerte puede realizar satisfactorios resultados; uno débil, acaba por desengañar a todos. La comunidad, sin embargo, está tan convencida de que la carta es una mejora sobre cualquier otro sistema ensayado antes, que ninguna voz se levanta contra ella. Ha tenido un efecto notable y especialmente satisfactorio en el sentido de que, por medio de ella, puede hacerse claro para el más humilde ciudadano que el carácter entero del gobierno municipal, durante dos años, depende del hombre elegido para desempeñar el cargo de _Mayor_. Como una consecuencia, ha votado más gente en Brooklin en la designación de Intendente que en la de Gobernador del Estado o Presidente de la República. Esa es una gran ganancia en favor del gobierno municipal porque crea y mantiene alerta un fuerte sentimiento público y propende a aumentar el interés de todos los ciudadanos en los asuntos comunales. En ausencia de un pasado histórico que origina orgullo cívico y en presencia de muchos miles de recién llegados en cada elección, este efecto es esencialmente valioso. Puede decirse, también, que bajo las presentes condiciones el voto es más inteligente que antes. La cuestión en debate es tan importante, al mismo tiempo que simple, que puede ser explicada aun a personas que no han vivido sino un tiempo muy corto en la ciudad. Las mismas influencias tienden a asegurar para la ciudad los servicios en calidad de _Mayor_, de hombres eminentes, porque bajo tal carta orgánica el _Mayor_ tiene el poder y la oportunidad de realizar algo. Esta circunstancia hace un llamamiento a las mejores condiciones que existen en un hombre, mientras lo expone al fuego de la crítica si no se conduce bien.» Como intendente municipal de Brooklin, tocó al señor Seth Low administrar la ciudad bajo las previsiones de esta carta y él nos declara que, para asegurar su éxito, ajustó su conducta a dos principios: Primero, determinó que cada jefe de departamento sería responsable de la marcha de éste; y segundo, resolvió mantenerse extraño al ejercicio del favoritismo (_patronage_), en todos aquellos casos en que la carta orgánica no lo obligaba a hacer nombramientos por sí mismo. De esta manera, dejó a los altos empleados bajo su dependencia, enteramente libres en la elección de sus subalternos. Esa libertad les imponía la responsabilidad de su preferencia. Más aún, sintiéndose libres de la presión del _Mayor_, adquirirían una fuerza de resistencia más grande contra las exigencias de las influencias exteriores. Finalmente, la actitud del Mayor a ese respecto, le ganó la confianza de la comunidad sin distinción de partidos. El uso acertado del poder para hacer nombramientos, y la elección de jefes eficientes para los diversos departamentos municipales, naturalmente aseguran el éxito de la administración de la ciudad en su parte ejecutiva. Mr. Seth Low, después de establecer esta verdad, refiere que mientras desempeñó el cargo de Intendente de Brooklin, tuvo el hábito de reunir una vez por semana en su despacho a los jefes de los departamentos. Las actas de la sesión anterior del concejo comunal, eran comunicadas a los miembros de esa reunión y el _Mayor_ recibía las observaciones del funcionario cuyo departamento sería afectado por cualquier resolución u ordenanza propuesta, pudiendo prever su efecto probable. Las cuestiones de interés general para la ciudad eran discutidas por aquella asamblea íntima que daba al _Mayor_ el beneficio de su juicio y de su experiencia. Además de las ventajas expresadas, esas reuniones tenían la de poner en contacto personal a los diversos funcionarios encargados de la administración de la ciudad, armonizando sus labores, al mismo tiempo que permitía al intendente ejercer una especie de vigilancia continua sobre el trabajo diario. Cada jefe de departamento independientemente le sometía un informe trimestral sobre los asuntos a su cargo. El intendente en las ciudades americanas, según Seth Low, recibe diariamente una enorme cantidad de quejas de las que se acusaba recibo al instante y eran trasmitidas inmediatamente al departamento respectivo para que se tomaran las medidas del caso o se dieran las explicaciones oportunas. Si los asuntos a que ellas se referían tenían remedio, este método aseguraba su pronta aplicación. Si no lo tenían, el ciudadano quedaba, por lo menos, con la satisfacción de saber porqué. El único problema orgánico relacionado con las cartas municipales de las ciudades americanas que, según Seth Low, aparentemente permanece sin solución en este país, es el que concierne a la rama legislativa del gobierno comunal. En algunas ciudades, esa rama está compuesta de dos cuerpos o cámaras conocidas bajo nombres diferentes y que presentan los caracteres generales de la legislatura de un Estado, con su cámara baja y alta. Sea que ese cuerpo se componga de una o dos cámaras, es lo cierto que desde el momento en que una ciudad ha crecido, dichas cámaras han dejado de dar buenos resultados. «Originalmente--, dice Seth Low--las asambleas poseyeron amplios poderes a fin de realizar hasta donde fuera posible la idea de la autonomía local (_self government_). «En regla general, ellas han abusado tanto de esos poderes que casi en todas partes el límite de su autoridad ha sido restringido. En la ciudad de Nueva York esa tendencia ha llegado hasta el extremo de privar al consejo comunal de todas las funciones de importancia que antes poseyera excepto el poder de conceder franquicias públicas.» Seth Low sugiere la idea de que tal vez se haga algún día la tentativa de gobernar las ciudades sin necesidad de una legislatura local. Sin embargo, hay tantos asuntos respecto a los cuales tal cuerpo debe tener autoridad, que no le parece probable se llegue pronto a una resolución tan extrema. Entretanto, la cuestión permanece en pie y ella ilustra la justicia del criterio americano, según el cual es muy peligroso, en comunidades completamente democráticas hacer al cuerpo legislativo supremo sobre el ejecutivo. Finalmente, reconociendo las deficiencias del régimen municipal americano; Mr. Seth Low afirma que la tendencia general de dicho régimen muestra signos de mejora. Como el conocimiento perfecto de un mal facilita el medio de encontrar su correctivo, creo que tal vez no será inoportuno insistir en la crítica que se formula por los publicistas contemporáneos de más autoridad al mecanismo municipal de las grandes ciudades de los Estados Unidos. Uno de los más competentes en materia de gobierno urbano, Mr. George E. Waring, que desempeñó un tiempo el cargo de jefe del departamento de limpieza pública en Nueva York y que acaba de morir de fiebre amarilla en Cuba, donde fué enviado por el presidente McKinley para proyectar las obras necesarias al saneamiento de la Habana, abundando en las consideraciones expuestas por Seth Low, escribe lo siguiente en una obra reciente[6]: «Hemos caído en el hábito tan generalizado de considerar al gobierno de la ciudad aliado al gobierno del Estado y hasta al gobierno del país en general, que, como es natural, el _control_ de éste ha venido a parar a las mismas manos--es decir, a manos de personas pertenecientes a partidos políticos--de manera que se hace prácticamente imposible resolver una cuestión de vital interés que corresponda al _control_ municipal de acuerdo con las circunstancias que sean propias del caso. Por lo general y casi invariablemente se decide en relación con el efecto que el éxito o el fracaso del partido dominante en la ciudad tendrá en el _control_ del partido sobre el gobierno del Estado y de la Nación. La elección de un _Mayor_ es habitualmente determinada, no teniendo en cuenta la influencia individual del candidato sobre los intereses de la ciudad, sino teniendo en vista el efecto que tendrá el resultado de la elección en el éxito del partido en el Estado o en la Nación. Por ejemplo, en una reciente elección de Intendente en Nueva York, gran número de personas votaron por el candidato que salió triunfante a pesar de estar en desacuerdo con él y con la organización local que lo nombraba, sólo por el temor de que el fracaso del partido de los votantes en esa ocasión pudiera contribuir a llevarlos a la derrota en las elecciones nacionales en que el partido defendía una política que sus miembros conceptuaban de suprema importancia. Mientras se consienta que continúe esta amalgama de los intereses municipales con los del Estado y los nacionales, continuará también el gobierno de las ciudades sujeto a consideraciones que, como ciudades, sólo las afecta de una manera secundaria, subordinándose y relegándose su propio y principal interés a consideraciones políticas.» El mismo autor en el desarrollo de su tema añade más tarde lo siguiente: «Cuando el público llegue a la sensata conclusión que el gobierno de las ciudades nada tiene que ver con la política y que es tan sólo un asunto local, lo probable será que cada departamento del servicio público--incluyendo el del alumbrado y transporte,--se considere como un elemento de la empresa de realizar el gobierno urbano y se coloque bajo competente y sistemática dirección. El único obstáculo serio que se opone al fin indicado se basa en el hecho de que los cargos públicos se consideran no como puestos de confianza, sino como premios individuales. Cuando se nombre a los empleados subalternos de todas las categorías para beneficio del público, más bien que para el suyo propio y cuando se les asegure su permanencia en el puesto mientras cumplan con su deber; se les ascienda con justicia y se les pase una pensión moderada después de cierto tiempo de servicio, entonces la administración de nuestras ciudades grandes y pequeñas será tan completa, eficaz y económica como la de Glasgow y de Berlín. No obstante, se ha de llegar a las condiciones antes indicadas por medio de un progreso lento y gradual. Lo que más nos interesa ahora es tomar a las ciudades americanas como son, revisando los métodos por medio de los cuales se realizan en ellas los detalles de su gobierno. Es de oportunidad citar aquí el rasgo redentor de la naturaleza humana que induce al promedio de los empleados públicos a cumplir con su deber técnico lo mejor que pueden, y se los permite la política que los coloca, a pesar del principio impulsor de esa política que es hacer dinero por medio del empleo. Por ejemplo, el actual gobierno de la ciudad de Nueva York, bajo el control sin restricciones de los _politicians_, se supone probablemente con justicia, que está completamente corrompido. En él los principales jefes administrativos han sido nombrados no porque fuesen los hombres más aptos para el puesto que ocupan, sino porque han merecido esa recompensa de los jefes de su partido. A pesar de esto, no se puede dudar que, sobre todo los altos empleados, los que se encuentran a la cabeza de departamentos y oficinas de importancia, hacen su trabajo lo mejor que pueden. Lo hacen con excesivo costo, valiéndose de elementos más útiles en las urnas electorales que con la pala en la mano, a los cuales se paga mucho dinero por poco trabajo. En estas condiciones, todo lo que se hace, se hace con despilfarro. Sin embargo, es necesario confesar que se hace bien y, excepto en lo que respecta a la limpieza pública y prescindiendo del costo, hay poco que criticar. Pero puede asegurarse que con sistema organizado y _control_ adecuado, podría obtenerse igual resultado con la mitad del gasto.» El distinguido historiador del siglo XVIII en Inglaterra, Mr. William Hartpole Lecky, en su notable obra _Democracy and Liberty_, insiste sobre esta faz deplorable de la organización política americana. «El sistema que he descrito--escribe--ha probado ser más pernicioso en el gobierno municipal que en la política federal o de los Estados». Las elecciones de hombres obscuros para puestos obscuros, según él, produjeron el dominio de un círculo de politiqueros profesionales. La corrupción de Nueva York generalmente atribuída al voto irlandés, remonta hasta el primer cuarto del presente siglo, en que la influencia irlandesa era nula. En aquel tiempo, el Estado y la ciudad habían caído en manos de una camarilla llamada «the Albany Regency», a cuyo respecto cita Mr. Lecky algunos párrafos terribles del estadista Mr. Seward. Desde 1842 hasta 1846, prevaleció un mal de otra índole en la metrópoli americana: «era costumbre permitir a los ocupantes de los asilos públicos (_public almshouses_) salir de su recinto en los días de elección y concurrir a las urnas, y un escritor americano asegura que en aquella época los asilos constituían un factor importante en la vida política del Estado de Nueva York, pues los indigentes eran obligados a votar por el partido en el poder, amenazándoseles con una pérdida del apoyo que se les prestaba si no se sometían a esa exigencia y su número bastaba para inclinar el platillo de la balanza en los distritos en que votaban[7]. La historia del _Tweed Ring_ es demasiado conocida para que valga la pena de detenerse en ella sino como uno de esos ejemplos que es necesario no olvidar para execrar las prácticas políticas que hacen posible en una comunidad una violación tan monstruosa de todas las leyes y principios morales... «La corrupción--dice, refiriéndose a este episodio único en la historia del desorden administrativo, Mr. Lecky--nunca alcanzó un punto ni siquiera aproximado a la magnitud a que llegó entre 1863 y 1871, cuando todos los poderes del Estado y de la ciudad de Nueva York pasaron a manos de la camarilla de Tammany (_Tammany Ring_). En aquel tiempo, cuatro novenas partes de la población era de origen europeo. Una vasta proporción de ella consistía en inmigrantes recientes y el voto católico irlandés apoyó en masa a la camarilla. La mayoría de la legislatura del Estado, el intendente municipal, el gobernador, varios jueces, casi todas las autoridades municipales con poder para ordenar, vigilar y controlar la inversión de los fondos públicos fueron sus hechuras, y supongo que ninguna otra ciudad del mundo civilizado presenció jamás en tiempo de paz tal sistema de despojo completo, continuo y organizado. Se calculó que el sesenta y cinco por ciento de las sumas gastadas ostensiblemente en obras públicas representaba aumentos fraudulentos. Entre 1860 y 1871 la deuda de Nueva York quintuplicó y durante los dos últimos años del gobierno de la camarilla se aumentó en proporción de más de cinco millones y medio de libras esterlinas por año. Un distinguido escritor americano que es también un diplomático de nota, familiarizado con las condiciones de las capitales europeas[8] ha trazado ocupándose de ese asunto, el siguiente instructivo paralelo: «La ciudad de Berlín, en tamaño y rapidez de crecimiento, puede ser comparada con Nueva York. Contiene un millón doscientos mil habitantes y su población se ha triplicado durante los últimos treinta años... Mientras Berlín tiene una vida municipal al mismo tiempo digna y económica, con calles bien pavimentadas y limpias, con un costoso sistema de drenaje, con notables edificios públicos, con la vida, la libertad, la aspiración a la felicidad mucho mejor garantizada que en nuestra metrópoli, todo el gobierno municipal es sostenido con una insignificancia más que el interés de la deuda pública de la ciudad de Nueva York». En otra parte añade el mismo publicista: «Deseo establecer deliberadamente un hecho de fácil verificación; que mientras, como regla general, en otros países civilizados los gobiernos municipales han ído mejorando continuamente hasta llegar a ser generalmente honestos y serviciales, nuestros propios gobiernos, por regla general, son los peores del mundo y empeoran a medida que transcurre el tiempo.» Esta corrupción, según Mr. Lecky, es la inevitable consecuencia de la aplicación de los métodos de la extrema democracia al gobierno municipal. «En América como en Inglaterra--dice--las elecciones municipales no consiguen atraer el mismo interés y atención que las grandes elecciones políticas, y cuando todos los puestos inferiores son llenados por medio de elección popular, y cuando esas elecciones se reproducen continuamente, es imposible para hombres ocupados penetrar en el pleno conocimiento de sus detalles o formar ningún juicio sobre los muchos obscuros candidatos que desfilan ante ellos. Las clasificaciones respecto a la propiedad del elector son juzgadas demasiado aristocráticas para un pueblo democrático. La vieja y buena cláusula que en otros tiempos pudo encontrarse en muchas cartas orgánicas, según la cual nadie podía votar en proposiciones destinadas a imponer una contribución o dar empleo a los productos de ella, sin ser susceptible de quedar sometido al pago de dicha contribución, ha desaparecido... Las elecciones son por sufragio universal. Solamente un número reducido de electores tiene un interés apreciable en los impuestos moderados y en la administración económica y una proporción de votos que basta usualmente para sostener la balanza del poder, queda en manos de los más nuevos e ignorantes inmigrantes. ¿Puede acaso concebirse condiciones más favorables para servir los propósitos de hombres sagaces y deshonestos, cuyo objeto es la ganancia personal, cuyo método es la organización de los elementos ignorantes y viciosos de la comunidad en combinaciones electorales que imponen contribuciones y nombran administradores? Las camarillas se manejan con tanta habilidad que pueden casi siempre excluir del puesto público a un ciudadano conocido por serles hostil; aunque «un hombre bueno y fácil que ni lucha ni protesta, un figurón (_figure head_), puede ser algunas veces de gran ventaja». Pero en general, en tanto que el gobierno no es absolutamente intolerable, las clases más industriosas y respetables se mantienen separadas de la atmósfera repugnante de la política municipal y renuncian a la larga, difícil y dudosa tarea de entrar en pugna con la camarilla dominante. «Los asuntos de la ciudad--dice Mr. White--son virtualmente manejados por un reducido número de hombres que hacen de la llamada política un negocio»[9]. Para conseguir la reforma, el distinguido autor que vengo citando, expresa que los pasos dados con más éxito hasta hoy han sido los que limitan el poder de los cuerpos donde penetró la corrupción. En Nueva York, y en varios otros Estados, desde 1874, las legislaturas sólo pueden legislar sobre asuntos municipales por medio de una ley general, habiéndose de esta manera retirado el derecho de votar leyes especiales en favor de individuos o de corporaciones. En otros Estados se ha restringido, con éxito, el hábito de distribuir fondos públicos, con pretexto de caridad, a establecimientos religiosos. En unos pocos se ha tratado de asegurar una representación de la minoría, y en otros se han impuesto limitaciones al poder de contratar empréstitos e imponer contribuciones. «Está de moda,--escribe M. McMaster, en un artículo publicado en _The Forum_,--limitar el poder de los gobernadores, de las legislaturas, de los tribunales; mandarles que hagan ésto, prescribirles que hagan aquéllo, hasta el punto de que la moderna constitución de un Estado parece más un código de leyes que un instrumento de gobierno legislativo. Por todas partes se manifiesta cierto disgusto por los servidores y representantes del pueblo. Una larga y triste experiencia ha convencido al público que los legisladores aumentarían sin cesar la deuda del Estado, a menos que se les prohiba positivamente pasar de cierto límite; que soportarían ferrocarriles paralelos, consolidación de corporaciones, medios de transporte descriminatorios, ventas por los concejos comunales de valiosas franquicias a compañías de tramways y de teléfonos, a menos que la constitución del Estado declare expresamente que tales cosas no son permitidas. Tan lejos ha sido llevado este sistema de prohibiciones, que muchas legislaturas carecen de la autorización necesaria para sancionar ninguna legislación privada o especial, ni para cancelar obligaciones contraídas con el Estado por individuos o corporaciones, ni pueden pasar leyes en que esté interesado miembro alguno, ni prestar el crédito del Estado, ni tomar en cuenta leyes disponiendo de fondos públicos en las últimas horas del período». La tendencia actual, en efecto, como lo he establecido al referirme a la carta orgánica de Brooklin, comentada por Mr. Seth Low, tiende a la concentración del poder en manos de un funcionario responsable, ya que no es posible establecer en todas partes el sistema de Washington en que el gobierno municipal está puesto en manos de una comisión bajo la superintendencia del congreso. He aquí cómo uno de los historiadores más notables de la capital federal, describe la organización de este gobierno[10]: «El gobierno municipal de Washington es, en muchos conceptos, una anomalía entre los gobiernos municipales y tanto en su mecanismo como en sus resultados merece llamar la atención de los aficionados al estudio de la ciencia política. Según el sistema que en él se observa, tres comisionados nombrados por el congreso constituyen la base y fuente de su poder. Washington se constituyó de una manera oficial en 1802 con un gobierno municipal de acuerdo con el sistema antiguo inglés, compuesta de un alcalde o mayor y un concejo común, que permaneció en función hasta 1871, época en que fué sustituído por un gobierno de forma territorial con un gobernador y un delegado en el congreso. Después de algunos años de prueba, el resultado fué poco satisfactorio, y por acuerdo del congreso, aprobado en 11 de junio de 1878, se creó el actual gobierno de la ciudad y del distrito. Este es tan nuevo y sus resultados han sido tan satisfactorios, que merece describirse detalladamente. «La sección primera de la ley de organización determina que todo el territorio cedido al congreso de los Estados Unidos por el Estado de Maryland como sitio permanente del gobierno, deberá continuar siendo reconocido con el nombre de Distrito de Columbia, y continuar también siendo una corporación municipal, cuyos comisionados debían ser tres, dos nombrados por el senado, y el tercero un oficial del cuerpo de ingenieros del ejército de los Estados Unidos, cuyo grado sería superior al grado de capitán y que designaría el presidente. Estos tres comisionados que constituyen virtualmente el gobierno de la ciudad y del distrito, ejercen funciones tanto ejecutivas como legislativas. Su deber, según lo dispone la ley de creación, consiste en imponer contribuciones, encargarse de archivos y dineros que al distrito pertenezcan, hacer investigaciones anuales dando cuenta de ella, sobre las instituciones de caridad; hacer reglamentos relativos a la policía, edificios y provisión de carbón; dar cuenta del número de celadores e inspectores; determinar o cambiar estaciones de carruajes públicos, abolir o consolidar oficinas; nombrar y remover empleados; determinar las épocas para pago de los impuestos, etc., y comprobación y saldo de cuentas; firmar todos los contratos; aprobar bonos de los contratistas; señalar los deberes a que están sujetas las juntas de policía, de sanidad y de escuelas; cuidar de las instalaciones de los servicios de agua, de gas y cloacas, antes de comenzar las mejoras de una calle; determinar tarifas equitativas para el consumo de gas; proyectar las leyes adicionales que se consideren necesarias y dar cuenta anual al congreso de sus procedimientos. «Uno de ellos, por virtud de su propio cargo es director o encargado del Hospital de Columbia y de la Escuela Reformatoria. El producto de todos los impuestos que por ellos se recaudan pasa a la tesorería de los Estados Unidos, y sus cuentas, después de ser aprobadas por su propio «auditor» pasan al auditor de la tesorería de los Estados Unidos. Fuego, policía, escuelas, limpieza de calles, reglas sanitarias y departamentos municipales dependen todos de esa jefatura responsable. Como consecuencia, el habitante de Washington goza de calles mejor trazadas y más limpias, de mayor inmunidad con respecto a crímenes, de mejores escuelas (hasta donde alcanza el poder de los comisionados), de mejores parques y jardines públicos, que ningún otro ciudadano de ninguna otra ciudad de igual tamaño del país. Sus contribuciones son relativamente bajas--uno y medio por ciento--; se ve libre de las imposiciones de las compañías de gas; compra provisiones al por mayor en cinco grandes, limpios y bien aereados mercados; puede trasladarse de un lado a otro de la ciudad por sólo cinco centavos, teniendo la seguridad de que las contribuciones que paga se dedican al beneficio del público. No tiene el fastidio ni la obligación de las elecciones anuales. Aquella agradable región, cuya excelencia se juzgaba sólo posible en Utopía, en que la política y los políticos jamás incomodan al ciudadano, se encuentra en la capital. La municipalidad está dividida en ocho distritos escolares, seis de blancos y dos para gente de color. Existen en ella tres departamentos: un departamento de policía, con ocho comisarios; un departamento de bomberos, con nueve compañías y un departamento de sanidad, todo bajo la dependencia de los comisionados. «El poder judicial del distrito es una organización distinta e independiente. Su título oficial es: «Suprema Corte del distrito de Columbia». Tiene seis jueces, un justicia mayor (_Chief Justice_) o presidente de la Corte Suprema de Justicia y cinco jueces. La Corte Suprema del distrito guarda términos especiales para cada uno de los distintos procedimientos de prueba, cancillería, distrito y asuntos criminales; también se reúne en término general para entender en los casos de apelación a fallos de las cortes inferiores, y en esas sesiones todos los jueces se encuentran presentes, excepto el juez que ha oído el caso apelado.» La carta orgánica del «Greater New York» abarca demasiados detalles para tratar de hacer de ella un extracto reducido. Antes de terminar este ligero esbozo, creo, sin embargo, que no estará de más dar una simple idea de la organización municipal de otras ciudades modernas americanas, como por ejemplo, Saint Louis cuya forma de gobierno ha sido descripta en los términos siguientes, en la obra fundamental de Bryce: «Saint Louis está dividido en 28 distritos y 224 precintos electorales (_voting precincts_). Las elecciones se rigen por leyes estrictas que previenen por lo general el fraude y transcurren tranquilamente cerrándose todos los despachos de bebidas hasta media noche. «El Alcalde (_Mayor_) lo elige el pueblo por cuatro años; tiene cinco mil pesos de sueldo y no forma parte de la Asamblea de la ciudad (_City Assembly_) con la cual se comunica por medio de mensajes. Está investido del poder de devolver a la asamblea cualquier acuerdo tomado por ésta, para que lo considere de nuevo, cabiéndole a la asamblea, entonces, el derecho de pasarlo de nuevo con dos tercios de mayoría. El Alcalde recomienda medidas a la asamblea, le somete informes de los jefes de los departamentos y tiene a su cargo gran variedad de deberes ejecutivos menores. Nombra gran parte de los empleados de importancia, pero esto lo hace de acuerdo con el Concejo, Cámara alta de la Asamblea (_Upper house of the Assembly_). Con el fin de ponerle a cubierto de la presión e influencia que sobre él pudieran ejercer aquellos a quienes debe su elección, los nombramientos aludidos no los hace hasta el tercer año de su propio término y son válidos por cuatro años. «La Asamblea se compone de dos cámaras. El Concejo consta de trece miembros elegidos por cuatro años por escrutinio de lista y un tercio de ellos cesa en su mandato cada dos años. La cámara de delegados (_House of delegates_) la componen 28 miembros, uno por cada distrito. Carta miembro de la asamblea recibe trescientos dólares anuales además del importe de los gastos razonables en que haya incurrido mientras ha estado al servicio de la ciudad. La asamblea tiene poderes legislativos generales y la superintendencia o inspección de todos los departamentos, pero sin embargo, su autoridad para establecer impuestos o contraer empréstitos es limitada. «Los departamentos administrativos los constituyen: trece empleados superiores elegidos por el pueblo, que son, contador o tesorero, auditor, registrador, colector, oficial de justicia (_marshall_), inspector de pesas y medidas, presidente de la junta de tasadores, _coroner_, alguacil mayor (_sheriff_), archivero de títulos (_recorder of deeds_), administrador público y presidente de la junta de mejoras públicas. «El Alcalde (_Mayor_) nombra con la aprobación del concejo veinte empleados que son los que forman las distintas agrupaciones o juntas, la mayoría de ellos por cuatro años, a saber: Junta de mejoras públicas, compuesta del comisionado de calles, comisionado del agua, comisionado del puerto, comisionado de parques, comisionado de cloacas, el asesor y colector de rentas sobre el agua, comisionado de edificios públicos, comisionado de abastecimientos, comisionado de higiene, inspector de calderas, letrado consultor de la ciudad, comisionado de jurados, registrador de votos, procurador de la ciudad, dos jueces de paz, carcelero, superintendente de la casa de corrección (_workhouse_), jefe del departamento de incendios, inspector del gas, asesores y varios contratistas para la ciudad, y empleados de menor categoría. «Los cuatro comisionados de policía que, junto con el _Mayor_ tienen a su cargo la seguridad pública de Saint Louis, son nombrados por el Gobernador de Missouri con el objeto de conservar este departamento, apartado y ajeno a la «política local». En 1886 el cuerpo de policía lo componían 593 hombres, además de 200 vigilantes particulares pagados por las personalidades que los empleaban, pero vestidos con el uniforme y juramentados ante la junta de policía. «La junta de instrucción pública (_School Board_) constaba de 28 miembros, uno por cada distrito, elegidos por tres años y cesando anualmente en sus cargos una tercera parte de ellos. No depende del Alcalde ni de la Asamblea, escoge su personal y nombra todos los maestros, tiene a su cargo el importante fondo de las escuelas y determina la contribución escolar que, sin embargo, es cobrada por el recaudador de la ciudad. «Los puntos fuertes de esta organización se estima que son: el largo tiempo de servicio de los empleados municipales, el honrado y atento cuidado que se dedica al registro electoral y la legalidad que en las elecciones se observa; las trabas puestas a la administración financiera y límites señalados a las deudas y el hecho de que aquellos puestos de importancia para los cuales el Alcalde nombra el ocupante, sólo se proveen por él al tercer año de ocupar la alcaldía, de suerte que como recompensa de trabajo político durante el calor de la campaña, ellos están tan lejanos, que no perjudican seriamente al mérito de una elección.» Mucho más podría decirse sobre este tema tan fecundo, pero temo abusar de la paciencia de mis lectores. Sólo me resta añadir que los publicistas americanos que han estudiado más profundamente el problema de la vida municipal y que señalan sin ambajes los vicios que perturban el régimen comunal en su país, indican como modelos dignos de imitarse los del gobierno municipal de Berlín y Glasgow en Alemania e Inglaterra. NOTAS AL PIE: [1] John Fiske, “Civil Government in the United States considered with some reference to its origin.” [2] A este respecto se cita el caso de Wáshington, cuyos fundadores creyeron que se desarrollaría al sudeste a donde mira el pórtico del Capitolio, y que ha crecido precisamente en la dirección contraria. [3] En el conocido libro de James Bryce, “The American Commonwealth”, figura completa la lista que he extractado, con los sueldos recibidos por los principales funcionarios mencionados en ella. [4] El gobierno municipal de los Estados Unidos, bajo el punto de vista americano por el Hon. Seth Low, capítulo LII del “American Commonwealth”. [5] Cuando se escribió el estudio citado, Brooklyn era una ciudad independiente. Hoy forma parte del “Greater New York” que, con la incorporación de esta ciudad y los suburbios de “Queen” y “Bronx”, es hoy la segunda ciudad del mundo. He aquí algunos datos estadísticos cuyas cifras no necesitan comentarios, relativos al “Gran Nueva York”: Área, 320 millas cuadradas. Población: 3.388.000 habitantes. (La población de los Estados Unidos en la época de la independencia, era de 2.750.000 habitantes). Nueva York tiene 6.587 acres (una hectárea equivale a dos acres 471 milésimos) de parques y espacios libres, contra 5.976 en Londres, 4.739 en París y 1.637 en Berlín. New York tiene 1.200 millas de calles, de las cuales 1.002 pavimentadas; Londres 1.818 millas pavimentadas; París 604; Berlín 500. New York tiene 1.156 millas de cloacas, Londres 2.500, París 599, Berlín 465. New York tiene 65 y media millas de ferrocarriles elevados y 466 millas de ferrocarriles de superficie; Berlín tiene 225 de los últimos y París 24. New York tiene títulos de deuda por valor de 200.000.000 pesos. Londres por otros 200 millones, Berlín por 70 millones y París por 521 millones. El gasto anual de New York, que se calculó sería de unos 75 millones de dollars anuales cuando se consolidó la ciudad, en 1898, ha llegado a “138 millones de dollars”, cifra monstruosa cuando se piensa que el presupuesto de Londres es de 65 millones, el de París de 72 millones y el de Berlín de 21 y medio millones. La provisión diaria de agua en New York es de 330 millones de galones; la de Londres de 203 millones; la de París de 136 millones; la de Berlín de 30 millones. [6] “Our Cities”. Capítulo V de “The United States of America”, edited by N. S. Shaler, 2 tomos, 1897.--En la composición de este libro han colaborado los más autorizados especialistas americanos. [7] Ford’s, “American Citizen Manual”, 89-89. [8] Mr. Lecky se refiere al Hon. Andrew D. White, actual embajador de los Estados Unidos en Berlín, y a su obra “El mensaje del siglo décimonono al vigésimo”, publicada en 1883. [9] William Hartpole Lecky, “Democracy and Liberty”, 1, 95, 115. [10] Charles Burr Todd. “The Story of Washington, the National Capital”, 1889. IX EL CONGRESO Los grandes problemas relacionados con la expansión exterior de la potencia americana que agitan en estos momentos a la opinión pública de los Estados Unidos, y que serán debatidos con empeñoso interés en la próxima reunión del cuerpo legislativo, van a concentrar durante algunos meses la atención universal sobre los procedimientos, las tendencias y los _leaders_ del congreso de la gran república. Ningún momento más oportuno que éste para detenerse en el estudio de aquella rama del gobierno federal, recorriendo las etapas más notables de su historia, a la luz de publicaciones recientes. El distinguido escritor Mr. Joseph West Moore, acaba de realizar esta importante labor, y su libro _The American Congress_ ha aparecido casi al mismo tiempo que el del ex presidente Harrison _This Country of Ours_, uno de cuyos más interesantes capítulos está consagrado al mismo tema. Tal vez no será del todo indiferente seguir en estas circunstancias los sucesos relatados en aquellas obras y las impresiones que sugiere su lectura. Los comentadores de la ley fundamental americana, al estudiar las fuentes raciales de la constitución, encuentran el origen del cuerpo legislativo de los Estados Unidos, en aquellas viejas asambleas teutónicas descriptas por Tácito en su _Germania_, en que existía un elemento conservador representado por la reunión de los jefes de tribu, y un elemento popular representado por el conjunto de las huestes armadas de los _freemen_. No es necesario detenerse en esa larga genealogía que muestra en los _markmoot_, _shiremoot_, _folkmoot_ y _witenagemmoot_ sajones, en el gran consejo normando, en el Parlamento, y, finalmente, en la legislatura colonial, los antecesores históricos del congreso americano, para reconocer el abolengo ilustre del vasto cuerpo popular que influye hoy de una manera tan marcada en los destinos de esta poderosa nación. Sin salir del territorio de los Estados Unidos ni de los límites comparativamente reducidos de su historia, el señor Moore, en _The American Congress_, nos enseña que las primeras manifestaciones de este cuerpo aparecen algunos años después de la llegada de los separatistas o independientes, mal llamados puritanos, que en 1620 desembarcaron en la roca de Plymouth. Desde 1643, en efecto, las colonias de la bahía de Massachussetts, de Plymouth, de Connecticut y New-Haven, nombraron representantes que, reunidos en Boston, firmaron los artículos de la confederación de las colonias unidas de Nueva Inglaterra, en que se halla el gérmen de la unión federal posterior; y en 1690 se hizo la primera convocación de un congreso general de dichas colonias, para adoptar medidas de salvación común contra las depredaciones de las tribus indias llamadas de las Seis Naciones, ayudadas por los pobladores franceses del Canadá. Desde aquella época en adelante, el congreso se reunió cada vez que las colonias necesitaron efectuar arreglos para la protección de su frontera interior. La más notable de estas asambleas es la que se constituyó en Albany, en la colonia de Nueva York, en 1754. Concurrieron 25 delegados y entre ellos se encontraba Benjamín Franklin, que presentó la propuesta de unión, conocida con el nombre de «plan de Albany», según la cual las colonias debían formar un solo cuerpo, con un gobierno general nombrado por la corona y un gran consejo de delegados elegidos por las legislaturas coloniales, proyecto que más tarde fué rechazado por éstas, así como por el parlamento británico. La imposición del impuesto del timbre en las colonias británicas y en las plantaciones de América, indujo a James Otis a presentar a la legislatura de Massachussetts, el 6 de junio de 1765, un proyecto de convocación de un congreso de representantes de todas las colonias, que debía reunirse en la ciudad de Nueva York, con el objeto de concertar su actitud enfrente de aquel acto del parlamento. De las trece colonias, ocho respondieron al llamamiento, y el 7 de octubre del mismo año aquella asamblea inauguró sus sesiones en la casa municipal de Nueva York. Ese congreso denominado «de la ley del timbre»--dice Mr. Moore--fué el primero convocado en América por el pueblo, pues los otros se reunieron por autoridad real. Se componía de hombres hábiles, patriotas e instruídos. Ellos eran enteramente leales a la corona, pero creyentes firmes y abogados de los derechos coloniales, estaban resueltos a hacer una enérgica protesta contra lo que consideraban una audaz violación de aquellos derechos. La primera chispa del espíritu de emancipación había sido encendida, y sus efectos iban a propagarse desde entonces con la rapidez del incendio. Los acontecimientos se precipitaban, ahondando cada vez más las diferencias y antagonismos que existían entre las colonias y la metrópoli. El «partido del te», en 1773 estaba llamado a romper violentamente el frágil vínculo que ligaba a la madre patria y sus hijos. El muelle de Griffin, en la bahía de Boston, fué el escenario del primer acto de la tragedia. El partido británico, para castigar a la colonia rebelde y vengar la afrenta recibida, cerró al comercio el puerto en cuyas aguas había flotado el té de las cajas despedazadas por la furia popular, trasladando a Salem la sede de gobierno. Las colonias hermanas sintieron inmediatamente la ofensa: Virginia, Nueva York y Rhode Island propusieron la reunión de un congreso continental y su idea fué aceptada por las demás, que encargaron a Massachussetts designar la fecha de la instalación de la asamblea. El 17 de junio de 1774, Samuel Adams introdujo secretamente una resolución en la legislatura de Massachussetts, reunida todavía en Salem, y ella fué votada antes que los empleados del rey pudieran disolver aquel cuerpo. Esa resolución convocaba al congreso continental que debía reunirse en Filadelfia el 10. de septiembre de 1774. En aquella fecha, la mayor parte de los delegados al congreso había llegado a Filadelfia, y se había alojado en la taberna de la City, una posada famosa «por su trato de los hombres y los animales». La ciudad elegida, fundada en 1682 por William Penn, ocupaba un puesto de gran importancia en el territorio poblado americano y mantenía un extenso comercio con Inglaterra. Su población llegaba a 20 mil habitantes, cuáqueros en su mayoría. Cuando se piensa en la soberbia metrópoli actual, la descripción que de ella nos hace Mr. Moore, despierta un interés mayor: «La ciudad tenía algunas casas buenas de ladrillo y piedra y numerosas de madera. Había en ella 12 iglesias, cerca de 300 tiendas y almacenes, unas pocas fábricas, un teatro donde la representación empezaba a las 6 de la tarde y un diario, el _Pennsylvania Packet_, fundado por John Dunlap en 1771. En su recinto vivían muchas familias de fortuna, y las que no eran cuáqueros, daban bailes y comidas elaboradas y socialmente eran muy alegres. Los cuáqueros se vestían con gran sencillez, pero algunos daban fiestas generosas. La sociedad de Filadelfia era tal vez más conservadora que la de Boston o la del Sur, pero tenía mucho patriotismo y sostenía empeñosamente la causa de las colonias.» Para la reunión del congreso se ofreció la State-House, en que se congregaba la asamblea de Pennsylvania, pero para no interrumpir las sesiones de ésta, se declinó la oferta y se aceptó el salón de la Honorable Sociedad de los Carpinteros, una construcción anticuada, edificada en 1770, que se conserva aún en Filadelfia como una reliquia del tiempo colonial. «El 5 de septiembre de 1774, a las 10 de la mañana, los delegados,--refiere Mr. Moore,--formaron en línea enfrente de la City Tavern y en procesión solemne marcharon hasta el Carpenters Hall, inaugurando las sesiones del congreso continental». La historia de la famosa asamblea ha sido escrita tan frecuentemente, que no parece oportuno repetirla en esta ocasión.--Ella ha sido sintetizada por Mr. Moore de una manera clara y comprensiva, pero lo que hace principalmente el interés de su narración no es la crónica de los procedimientos de aquel augusto cuerpo, aquella «constelación de dignidades» como se llamó en su tiempo, sino los retratos de sus principales miembros. En aquella galería figuran el presidente Peyton Randolph, de Virginia, de 53 años de edad, presencia fina y cortesana, hombre prominente en asuntos coloniales, antiguo procurador general del rey, y a quien se aplicó antes que a Washington el epíteto de «Padre de su Patria», en un artículo del _Gentlemen’s Magazine_, publicado en julio de 1775; luego, el secretario Charles Thompson, un pobre muchacho irlandés, que, con once años de edad, llegó a América en 1730, adquirió en ella una alta educación, tradujo el Testamento griego, mereció ser llamado por los indios de Delaware, a causa de su integridad de carácter y rectitud de principios, «Wehwola ent», o «el hombre que dice la verdad», y de quien se cuenta, que «mientras fué secretario del congreso, era costumbre de los miembros llamarlo para verificar puntos debatidos, diciendo, «que venga la verdad o Thompson», pues su palabra se consideraba equivalente al juramento de cualquier otro. Y así desfilan sucesivamente Patrick Henry, el gran orador colonial; John Adams y su primo Samuel Adams, prominentes como oradores, pensadores y patriotas; Roger Sherman «the learned shoemaker» de origen humilde, pero llegado a las funciones de juez en la corte superior de Connecticut; John Dickinson, el autor de las celebradas Cartas de un chacarero (_Letters from a Farmer_); Richard Henry Lee, una de las lumbreras del debate; Benjamín Harrison, tatarabuelo del ex presidente Harrison, otro virginiano de nota, rico, elegante y distinguido; y _last but not least_, George Washington, que acababa de cumplir 42 años, y era el más notable soldado de América, famoso por sus galantes servicios en las guerras contra los franceses y los indios. «Poseía--dice Mr. Moore--en no pequeño grado, las cualidades del estadista afortunado. No era ni muy instruído ni elocuente, pero como Patrick Henry dijo de él: Si os referís a la sólida información y al juicio sano, el coronel Washington es indudablemente el hombre más grande de este recinto». Como mandaba las tropas de Virginia, apareció en su uniforme militar. Tenia seis pies y dos pulgadas de alto y un cuerpo amplio, muscular, que en su vistoso traje le daba una apariencia conspícua. El y Harrison eran los miembros más altos del congreso. La historia no consigna sino de una manera imperfecta, la parte que tomaron cada uno de estos ilustres próceres en las deliberaciones, pues el congreso continental sesionó a puertas cerradas, todos sus procedimientos fueron secretos, no se publicaron actas oficiales de sus debates y todo lo que conocemos sobre ellas, es lo que se dice en forma fragmentaria en las cartas y diarios de dos o tres de los principales delegados. El segundo congreso continental se reunió el 10 de mayo de 1775, en la State-House, cuyo nombre, después de la declaración de la independencia, fué cambiado por el de Independence Hall, que conserva hasta el día. El 19 del mes anterior había tenido lugar la batalla de Lexington, que empezó la larga serie de combates de la revolución norteamericana. En aquellos momentos solemnes la asamblea asumió en sí todas las funciones de un gobierno que se denominó «Gobierno revolucionario» y que continuó hasta 1781, en que se adoptaron los artículos de la confederación. John Hancock, miembro de la delegación de Massachussetts, hijo de un clérigo prominente e ilustrado, fué elegido presidente en reemplazo de Peyton Randolph y en contraposición con Benjamín Harrison, elegido por la delegación de Virginia y que declinó este cargo, votando por su rival. Desde entonces John Hancock fué considerado el jefe ejecutivo de las colonias y respetado como tal. «Se cuenta--dice Mr. Moore--que Mr. Harrison, que era un hombre de gran fuerza y tamaño, viendo que el presidente Hancock vacilaba modestamente en ocupar el sillón, lo levantó en sus brazos musculosos y lo condujo al sitio de honor como si fuera un niño, con gran diversión del congreso. Depositando en salvo su preciosa carga, Mr. Harrison, dijo: Señores: mostremos a la madre Bretaña, cuán poco nos preocupamos de ella, haciendo nuestro presidente a un hombre de Massachussetts, que ella ha excluído de perdón por proclama pública». Desde el primer momento aquella asamblea estuvo principalmente ocupada de medidas de guerra. En las primeras sesiones se leyeron los partes de la batalla de Lexington, de la captura del fuerte Ticonderoga y de Crown Point. John Adams propuso que se adoptara el ejército reunido en las cercanías de Boston, y Thomas Jefferson indicó la conveniencia de nombrar comandante en jefe de dicho ejército al coronel Jorge Washington. La respuesta del noble soldado, es una de las más sencillas y elocuentes que registran los anales humanos. Hasta entonces, Georgia no había enviado delegados. Al fin de septiembre de 1775, se reparó aquella omisión, y como entonces todas las colonias estaban representadas en el congreso, éste se llamó de las «Trece Colonias Unidas». Mr. Moore se ocupa detenidamente de las principales medidas adoptadas por la histórica asamblea, entre ellas la organización de la escuadra y del ejército revolucionario. La lógica de los acontecimientos conduce a la separación de la madre patria, y el cuadro de las vacilaciones, del choque de las ideas adversas de los representantes de las colonias, da tema al autor de _The American Congress_ para trazar algunas páginas palpitantes. La crónica de las memorables sesiones del 2, del 3 y del 4 de julio de 1776, en que se adoptó y proclamó la declaración de la independencia redactada por Jefferson, es especialmente interesante. La declaración se publicó en el _Evening Post_ de Filadelfia el 8 de julio y el mismo día a las 12 fué leída desde una alta plataforma en el patio de la State-House por John Nixon, después de cuya ceremonia la campana de la torre del edificio dejó oír sus notas vibrantes, obediente al lema grabado en el bronce sonoro: «Proclama la libertad a través de nuestra tierra y a todos los que habitan en ella». En diciembre de 1776, el congreso invistió a Washington de poderes extraordinarios en adición de los que le fueron conferidos como comandante en jefe de las tropas revolucionarias. En junio 14 de 1777, resolvió que «la bandera de los trece Estados Unidos deberá componerse de trece fajas alternativamente rojas y blancas; y la unión deberá estar indicada por trece estrellas blancas, en campo azul, representando una nueva constelación». Después, el congreso se trasladó sucesivamente a Baltimore, Lancaster y York, regresando nuevamente a Filadelfia, para evitar ser capturado por las tropas británicas. La obra patriótica de la asamblea fué coronada con la proclamación ante el mundo de los artículos de la confederación, que tuvo lugar en Filadelfia el 10. de marzo de 1781, y desde entonces ella cambió su antiguo nombre por el de «Congreso de la Confederación». La lucha revolucionaria termina virtualmente en el mismo año, con la rendición de Cornwallis, en Yorktown. El tratado de paz entre las colonias emancipadas y la madre patria se firmó en septiembre de 1783. «El general Washington,--dice Mr. Moore, se despidió de sus oficiales en Nueva York, el 4 de diciembre de 1783 e inmediatamente partió para Annapolis, donde el congreso celebraba sus sesiones en la antigua casa del estado de Maryland, para dar cuenta de su misión de comandante en jefe. Llegó a aquel punto el sábado 20, habiendo, durante el camino, recibido ovaciones del pueblo que lo aclamaba como salvador de la patria. El lunes siguiente se le ofreció un banquete dado en su honor por el congreso; y el martes 23 de diciembre se le acordó una audiencia en la cámara legislativa, que rebosaba con los delegados y espectadores, entre los cuales se encontraba su esposa Marta Washington, acompañada de sus dos nietos Nelly y Parke Custis. Afuera el pueblo llenaba el aire con aclamaciones entusiastas al héroe de la nación.» Después de permanecer durante un año en Annapolis, el congreso se trasladó a Trenton y luego a Nueva York, donde permaneció durante cuatro años, hasta ser disuelto por el cambio de gobierno consiguiente a la jura de la constitución en 1789. El primer congreso reunido bajo el imperio de la nueva constitución celebró sus sesiones en la misma ciudad, en Wall Street, hoy centro del mundo financiero, y en el edificio que todavía se conserva y que hoy está ocupado por la subtesorería de los Estados Unidos. «El edificio,--nos informa Mr. Moore,--fué edificado con ladrillo y piedra en 1700, costó 20.000 pesos y era considerado «una construcción muy imponente». En él tenían sus oficinas el presidente de la municipalidad, el concejo comunal, las cortes; y además servía de local a la biblioteca pública y hasta a la cárcel del condado. El congreso del timbre de 1765 se congregó en él, y allí tuvieron lugar muchas de las sesiones del congreso continental. Cuando se determinó transformar el viejo edificio en un «salón federal» para el nuevo congreso, los comerciantes de Nueva York suscribieron pesos 32.500 con ese propósito y la obra fué puesta en manos del mayor Pierre Charles L’Enfant, un ingeniero y arquitecto parisiense que llegó a América en 1777 y sirvió con honor en el contingente francés mandado por el conde d’Estaing. Después de la guerra, L’Enfant se estableció en Nueva York, donde hizo los planos de la iglesia de San Pablo y otros edificios, y finalmente, ganó la inmortalidad trazando el de la hermosa ciudad de Washington.» Nada más curioso y característico que la narración que hace Mr. Moore del viaje de la comisión del congreso encargada de comunicar a Washington su elección de presidente de los Estados Unidos y el regreso de ella en compañía del héroe aclamado por las poblaciones del tránsito. Al leer esas páginas se respira un perfume de pureza y de sencillez republicana que conforta el espíritu y lo reanima. La altura moral de aquel hombre admirable y su dignidad tranquila, resaltan en cada una de las acciones de su vida; pero nada es más propio de su carácter ni lo retrata mejor que las cortas líneas que escribió en su diario, al despedirse de su mansión campestre para acudir al puesto de honor que se le confiaba:--«A eso de las diez de la mañana, dí mi adiós a Mount Vernon, a la vida privada y a la felicidad doméstica; y con una mente oprimida con sensaciones más penosas que las que puedo expresar por medio de palabras, salí para Nueva York con la mejor disposición para servir a mi patria en obediencia a su llamado, pero con menos seguridad de responder a sus esperanzas.» La figura del estadista que trazó las líneas anteriores aparece hoy a los ojos de la posteridad como una de esas organizaciones elevadas que honran a nuestra especie y dignifican la humilde arcilla humana. Las pasiones políticas de su tiempo, sin embargo, se ensañaron más tarde en ella con ferocidad que en el día parece incomprensible. El pretexto de la denigración, o, por mejor decir, uno de los pretextos, pues ya había sido víctima de los tiros venenosos de Freneau en la _National Gazette_, en que también colaboró Jefferson, no obstante pertenecer al gabinete de Washington,--fué el tratado negociado por Jay con la Gran Bretaña. «El padre de su patria--escribe Mr. Moore--fué asaltado con una tormenta de vituperio, que en cuanto a malignidad, a indecencia y a carácter ofensivo, no ha tenido igual en la historia política americana. Los periódicos llenaban sus columnas con escandalosos artículos sobre la conducta de Washington en los asuntos públicos, y en las calles, en las reuniones públicas, donde quiera que se juntaban los indignados opositores al tratado, se propalaban viles calumnias sobre su carácter y su vida privada... Se le acusaba de violar la constitución y hasta se le amenazó con el juicio político... Thomas Paine tuvo la audacia de escribir a su respecto «que era traidor a la amistad privada e hipócrita en público», y que «el mundo encontrará difícil decidir si usted es un apóstata o un impostor; si usted ha abandonado los buenos principios o si jamás ha tenido ninguno». Tan malévolas y crueles fueron las acusaciones, que Washington exclamó amargado: «Preferiría estar en la tumba a estar en la presidencia». En una carta a Jefferson, añadió: «Soy acusado de enemigo de América, de someterme a la influencia de un país extranjero, y para probarlo, cada acto de mi administración es torturado... en términos tan exagerados e indecentes, que podrían apenas aplicarse a un Nerón, a un notorio desfalcador, o a un ratero vulgar (_a common pickpocket_)». Continuar paso a paso, como lo hace Mr. Moore, esta crónica legislativa, equivaldría a trazar la historia de la Unión americana misma. Detengámonos solamente en algunos detalles interesantes recordados en su libro y que se relacionan con el congreso.--Tales son los que se refieren al Capitolio.--El 18 de septiembre de 1793, se colocó en Washington la piedra fundamental del soberbio edificio, después de una amarga controversia entre el arquitecto francés Hallate y el inglés Thornton, que presentaron planos para su construcción, y el primero de los cuales pretendía que el segundo le había sustraído la idea de dichos planos. Al fin los comisionados del gobierno fallaron la causa en favor de Thornton, a quien se concedió el primer premio, mientras a Hallate se le dió el segundo premio de 250 pesos y fué nombrado uno de los arquitectos del Capitolio con sueldo anual de 2.000 pesos. La ciudad de Washington, en aquel año, no era sino un vasto desierto pantanoso, donde se alzaban unas cuantas casas dispersas en la inmensa soledad poblada de arboledas. Hasta 1800 no fué posible habilitar el edificio del congreso, y el 17 de noviembre de aquel año las sesiones del de la sexta legislatura se celebraron en el ala norte del Capitolio, que aún no estaba completa. Los que visitan hoy el admirable monumento y sus alrededores, no pueden menos de admirar la anticipación, genial que tuvieron de la grandeza futura de su patria, sus promotores y constructores. Bajo la presidencia de Jefferson, que acostumbraba pasear a caballo por las calles de Washington, visitando a sus amigos e inspeccionando los trabajos urbanos, la obra recibió un nuevo impulso con el nombramiento de Benjamín Henry Latrobe, que completó sus dos alas ligándolas entre sí por un puente de madera. En 1812 estalló la guerra con la Gran Bretaña, «la segunda guerra de la independencia», como ha sido popularmente llamada. Después de varios encuentros en que la fortuna de las armas traicionó en tierra a los americanos, en agosto de 1814, una escuadra británica, mandada por el almirante Cockburn, bajó de la bahía de Chesapeake al río Patuxent y desembarcó un cuerpo de ejército, a las órdenes del general Ross, que se dirigió a la capital por territorio de Maryland. La resistencia opuesta por el general Winder, que mandaba las tropas americanas, fué inefectiva. «El ejército invasor,--dice Mr. Moore,--entró en Washington en la tarde del 24 de agosto y acampó en los jardines del Capitolio. Los soldados hicieron algunas descargas a las ventanas del «abrigo de la democracia yankee», como el almirante Cockburn llamó al edificio, y luego penetraron al ala usada por la cámara de representantes. Cockburn fué escoltado hasta la silla del presidente por el general Ross y con un fino despliegue de dignidad legislativa, llamó a la asamblea al orden en medio de aclamaciones y risas. Preguntó si el edificio debía ser quemado. «Todos los que estén por la afirmativa, digan sí»--vociferó. Hubo una respuesta unánime y se dió entonces la orden de aplicar la antorcha. Los soldados despojaron a la biblioteca de sus libros y sus cuadros y los amontonaron en el centro del recinto de la cámara. El fuego se propagó rápidamente por el Capitolio, que en menos de una hora quedó convertido en ruinas. La casa del presidente y otros edificios públicos fueron incendiados. Después de destruir una buena parte de la ciudad, los ingleses se retiraron silenciosamente la noche siguiente, se embarcaron y se dieron a la vela». Con el incendio del Capitolio, el congreso se vió obligado a celebrar un período de sesiones en el Union Pacific Hotel, edificio erigido en 1793, y llamado comúnmente el Gran Hotel por la amplitud de sus proporciones. En ese tiempo se habló mucho de trasladar la sede del gobierno a Nueva York o Filadelfia, pues las condiciones de Washington como lugar de residencia eran muy deficientes y el partido que sostenía la traslación fué llamado de los «capital movers». Sin embargo, los partidarios de Washington prevalecieron y en 1815 se autorizó, por ley, al secretario del tesoro para hacer un empréstito de medio millón de dólares con el objeto de aplicar esa suma a la reconstrucción de los edificios del gobierno. Una casa grande adyacente a la parte oriental del Capitolio fué alquilada por el congreso, mientras se edificaba el nuevo Capitolio, bajo los planos de Latrobe, a quien pertenecen todos los honores de la nueva forma grandiosa que revistió más tarde el soberbio palacio. El congreso decimocuarto se distinguió principalmente por su sanción de la tarifa promulgada en 1816. Ella fué la primera que intentó proteger eficazmente lo que Madison llamó «_the infant industries_» de los Estados Unidos. Hasta aquel tiempo--escribe Mr. Moore--las tarifas de aduana habían tendido principalmente al propósito de asegurar renta, quedando en segundo término el sistema de protección, poco favorecido por los grandes partidos políticos. En 1790, Alejandro Hamilton, en un informe sobre manufacturas, abogó en favor de la política proteccionista de las industrias domésticas, pero nada se hizo en este sentido hasta 1812. Las manufacturas del país habían adquirido cierta importancia, particularmente durante el período del embargo de 1808 a 1811 y las ventajas de desarrollarlas por medio de la protección fiscal se discutieron con empeño. Al empezar 1812 los derechos de importación fueron doblados, como una medida de circunstancias. Mientras la guerra progresó, la importación europea disminuía y aumentaba la producción doméstica monopolizando el mercado americano... Las condiciones cambiaron con la terminación de la lucha, y el influjo del comercio exterior obligó a los manufactureros a clamar por protección. Los armadores de Nueva Inglaterra, cuyos navíos transportaban una buena porción de importaciones, se opusieron al pedido. Temían perder el comercio exterior de transporte y denunciaban la protección «como una simple prolongación de ese plan de restricción comercial y de intervención oficial que ha envuelto al país en tantas calamidades». El antagonismo de tendencias económicas a que se refiere Mr. Moore subsiste hasta hoy y acaba de manifestarse nuevamente con motivo de las negociaciones con Canadá. De todos modos, la tarifa de 1816 estableció derechos específicos moderados y derechos _ad valorem_ que fluctuaban entre 7 ¹⁄₂ y 30, y fueron los votos del Sur y del Oeste los que la hicieron triunfar en las cámaras legislativas. El congreso décimosexto se hizo memorable por la resolución del problema político conocido en la historia parlamentaria de los Estados Unidos por «Missouri Compromise», la transacción de Missouri. «Los estados libres y los estados esclavócratas--dice el distinguido profesor Goldwin Smith sintetizando este episodio--habían sido hasta entonces admitidos por parejas en la Unión, un estado esclavócrata y uno libre, de manera que se conservaba el balance político entre los dos intereses, no en la cámara de diputados en que la representación era por número de habitantes, sino en el senado, en que cada estado grande o pequeño, tenía dos miembros. El pedido de Missouri, que forma parte de la compra de la Louisiana y en el cual prevalecía la esclavitud, para ser admitido como estado, amenazó desequilibrar la balanza y despertó el latente pero mortal antagonismo reinante entre la libertad y la esclavitud. La conciencia nacional, aunque entorpecida por la política, nunca había estado enteramente dormida. Entre los cuáqueros de Pennsylvania, ella permanecía despierta. Los enemigos de la esclavitud pidieron su exclusión de Missouri como una condición previa de su entrada en la Unión. Su lucha con los partidarios de la esclavitud fué larga y enconada. Ella produjo una colisión entre la cámara nacional y el senado federal. Cuando la cuestión estaba aparentemente arreglada, la disidencia rompió en una nueva forma. Pero al fin prevaleció el temor por la estabilidad de la Unión, que en aquel tiempo había llegado a ser objeto de veneración general, y se llegó a una transacción por la cual todo el territorio al norte del paralelo 36 grados 40 minutos, con excepción del incluído en Missouri, quedaba asegurado en favor de la libertad y todo el territorio al sur de esta línea era abandonado a la esclavitud. La balanza política al mismo tiempo fué equilibrada por la admisión simultánea de Maine, y la tregua obtenida de este modo duró por 20 años, probando por su duración la importancia suprema que daba a su Unión el pueblo americano.» En el primer cuarto de siglo, el congreso americano contó con _leaders_ que no han sido reemplazados hasta hoy. Las figuras de Henry Clay, de Daniel Webster, de John C. Calhoun y de Thomas Hart Benton,--se destacan de las páginas de Mr. Moore con un relieve extraordinario. Nada más tentador que detenerse en la pintura de estos caracteres eminentes, recordando algunos de los rasgos de su personalidad, como lo ha hecho el autor de _The American Congress_ y como acaba de hacerlo Mr. Oliver Dyer en su interesante estudio sobre el «Gran triunvirato» publicado bajo el título de _Giants of the Past and fiery issues_. Es necesario limitarse para no alargar demasiado este boceto, a dejar constancia de algunas costumbres peculiares que menciona Mr. Moore y que prevalecían en la cámara. Así, «los diputados se sentaban siempre en la cámara con sus sombreros puestos, costumbre que venía desde el congreso continental. Se consideraba una muestra de gran honor por parte de la cámara el «descubrirse» por algo o por alguien. El _speaker_ cuando se levantaba para llamar la atención de la asamblea, se quitaba el sombrero. Hacia 1830 se establecieron cuartos de perchas y gradualmente fué extinguiéndose el hábito de conservar el sombrero durante la sesión. En ambas casas del congreso había grandes urnas de plata llenas del más escogido y fragante rapé «Maccaboy» y «Old Scotch», colocadas de manera que los miembros pudieran usarlo libremente. El uso del rapé era entonces muy común y no era raro ver a un orador desbordando de elocuencia en el recinto de la casa o del senado, interrumpirse repentinamente, caminar hasta la urna del rapé, llenarse la nariz, estornudar dos o tres veces, hacer flamear un pañuelo a cuadros y después regresar a su puesto y reasumir su arenga... Los representantes durante un número considerable de años fueron muy aficionados a una bebida conocida por «switchel» y era una parte del deber diario de cierto empleado fabricar una generosa provisión de dicho refresco. El «switchel» se componía de melaza, gengibre y agua pura de la celebrada fuente del Capitolio, todo «perfumado» con el más fino ron de Jamaica. Se consumía muchos galones diarios de la bebida y cuando el debate era apasionado, la provisión era renovada varias veces. En cada casa había cortadores de plumas especiales, que enmendaban las plumas de ganso usadas por los miembros, así como selladores oficiales que se ocupaban solamente en sellar con lacre rojo todas las cartas y paquetes. Era costumbre hacerlo todo de una manera muy formal y los métodos simples estaban proscriptos del recinto.» La tarifa de 1828 produjo aquel gran debate que se recuerda todavía como el más elocuente que registran los anales parlamentarios de la gran república. El duelo oratorio entre Robert Y. Hayne, de South Carolina, «el Aquiles del Sur», y Daniel Webster, el eminente campeón de Nueva Inglaterra, es un episodio clásico de la leyenda legislativa americana y él figura en todos los tratados políticos como un modelo para las generaciones futuras. El triunfo obtenido por la soberbia arenga de Webster desconcertó por un tiempo a sus adversarios, pero las ideas de independencia absoluta o de separatismo permanecían latentes, manifestadas en la famosa «Ordinance of Nullification», que dió motivo a Calhoun para medir sus armas con el vencedor de Hayne. En aquel torneo tomó también una parte prominente Thomas Hart Benton y sus resultados, favorables a la integridad de la Unión, se sintetizaron en la ley de aduana de transacción de Clay, promulgada en 1833. «Cuando se preguntó al general Jackson, muchos años después,--dice Mr. Moore--qué medida hubiera tomado con Mr. Calhoun y los otros nulificadores si ellos hubieran persistido en su camino, él replicó con su antiguo ardor: «Colgarlos, señor, colgarlos. Habrían servido de escarmiento a los traidores de todos los tiempos y la posteridad lo hubiera considerado la mejor acción de mi vida».--Otro debate memorable tuvo lugar con motivo de la ley de concesión del Banco de los Estados Unidos, vetada por el presidente Jackson en abierta oposición con la mayoría de los legisladores. Los representantes de los whigs o republicanos nacionales, en aquel tiempo, contaban con miembros eminentes en el congreso, como sucedía también con los demócratas. En el elenco de aquel alto cuerpo figuraban los nombres de siete futuros presidentes de los Estados Unidos, Polk, Buchanan, Johnson, Pierce, Tyler, Fillmore y Lincoln. La anexión de Tejas y la guerra de México, que fué su consecuencia, dió motivo a largas discusiones, relatadas por Mr. Moore de una manera clara y comprensible. No está de más extractar la narración sucinta que nos hace de este episodio histórico. La inmensa región de más de 200.000 millas cuadradas que los Estados Unidos reclamaron como una parte de la compra de la Louisiana, pero que fué entregada a España en cambio de la cesión de Florida, llegó a ser una provincia o departamento de México conocido por Tejas. En 1820, un residente de Missouri, llamado Moses Austin, que conocía la fertilidad de la región, obtuvo una concesión de las autoridades españolas para establecer en Tejas una colonia americana... La colonia de Austin fué seguida por otras y pocos años después hubo varios miles de americanos establecidos en Tejas. Declarada la independencia de México, en 1834 el general Santana, a la cabeza de un ejército de mercenarios, se alzó contra la constitución mejicana, abolió la soberanía de los estados y con el título de presidente, se hizo jefe de un despotismo militar. Todos los estados, excepto Tejas, le rindieron sus armas, y en octubre de 1835 el general Cos fué enviado a Tejas para forzarlo a la obediencia... Los tejanos se organizaron en compañías y lograron desalojar al general Cos de sus fortificaciones en San Antonio primero y luego del territorio del estado. Entretanto, el pueblo declaró la independencia y adoptó el nombre de República de Tejas... Tres meses después de la derrota del general Cos, la República de Tejas fué invadida por Santana con un ejército de 5.000 hombres, que fueron también derrotados en la batalla de San Jacinto por una fuerza bajo el mando del general americano Sam Houston. Santana reconoció la independencia de la república y aceptó al Río Grande como límites entre México y el nuevo estado. El congreso mejicano, sin embargo, desaprobó el acuerdo, pero como ninguna tentativa se hizo por parte de México para restablecer su soberanía, los Estados Unidos, a la par de Inglaterra, Francia y Bélgica, reconocieron la nueva república. Poco tiempo después Tejas pidió ser admitida en la Unión Americana. Rechazada dos veces su tentativa, la cuestión de la anexión llegó a apasionar la opinión pública y a convertirse en un asunto de primordial interés. El sur, que trataba de extender el territorio esclavócrata, favorecía la anexión, mientras el partido llamado del libre suelo se oponía fuertemente a ella. Al fin triunfaron los primeros y Tejas fué admitido como estado, produciendo la guerra con México, en que tan mala suerte cupo a la vecina república, desmembrada por el vencedor. La acción del congreso americano durante la rebelión que puso en peligro la existencia de la Unión, llena un crecido número de páginas de la obra interesante de Mr. Moore. Las agitaciones de aquellos días tumultuosos, las diversas medidas financieras adoptadas para proveer recursos con que llevar a cabo la lucha gigantesca, todos los incidentes dramáticos de la época, desfilan a nuestros ojos en una sucesión brillante, hasta concluir con la enmienda décimatercia de la constitución que hizo al presidente Lincoln el emancipador de cuatro millones de esclavos. No menos interesante que la historia de aquellos acontecimientos, llenos de lecciones políticas y morales, es la narración del juicio político del presidente Johnson. Los demás detalles contenidos en la obra que me ha dado ocasión para hacer esta rápida revista de una parte de la vida legislativa americana, tales como la ley de compra de plata de Sherman, la tarifa MacKinley, el arbitraje del mar Behring, y las terribles escenas que presenció el senado cuando Mr. Blaine exhibió las cartas de Mulligan, son demasiado conocidos y recientes para que sea necesario sino mencionarlos de paso. Baste decir que en el curso de los años, el prestigio del congreso americano ha crecido constantemente y, a pesar de algunos pasajeros eclipses, el nivel de sus deliberaciones ha sido siempre digno de la grandeza y altura moral de la gran república. Los problemas que está llamado a afrontar ahora van a poner como nunca a prueba las dotes de estadista de sus miembros y el sentimiento de justicia de que ellos están animados. Las miradas del mundo entero están fijas en la próxima asamblea y pronto veremos si ella amengua o enaltece la gloriosa tradición de los padres de la república. X MARAVILLAS DE LA PISCICULTURA La Comisión de Pesquerías de los Estados Unidos se fundó por una ley del Congreso de 9 de febrero de 1871 que autorizó el nombramiento de un funcionario con el título de _Commissioner of Fish and Fisheries_. Sus deberes fueron definidos de la siguiente manera: «Emprender investigaciones a propósito de la diminución de peces valiosos, con el objeto de averiguar en qué partes de las costas y lagos de los Estados Unidos se había producido dicha diminución y en qué proporción: las causas de la misma; las medidas de precaución, de prohibición o protección de la pesca que debían adoptarse en dichas circunstancias». Para desempeñar ese cargo, fué nombrado el profesor Baird, eminente hombre de ciencia que se encontraba en la primera fila de los investigadores biológicos y autor de centenares de memorias que le habían conquistado una reputación universal. Bajo la dirección acertada de aquella eminente persona,--se ha dicho con razón,--la ciencia pura y aplicada empezaron a obrar juntas en la Comisión de Pesquerías con sus representantes respectivos trabajando en los mismos laboratorios, hasta el punto de que el éxito de la piscicultura en los Estados Unidos valió a su iniciador, en 1880, el gran premio de la Exposición Internacional de Berlín, por la cual fué designado «el primer piscicultor del mundo». Los trabajos de la comisión se dividieron en tres secciones: 1.ª Investigación sistemática de las aguas de los Estados Unidos y problemas físicos y biológicos que ellas presentan. Los estudios científicos de la comisión están basados sobre una interpretación liberal y filosófica de la ley. Al trazar sus planes originales el comisionado insistió en que el mero estudio de los pescados alimenticios («_foodfishes_») carecería de importancia real y que para llegar a conclusiones útiles sería necesario arrojar las bases de investigaciones de carácter puramente científico. La historia biológica de las especies de valor económico debe ser comprendida desde el principio hasta el fin; pero no menos necesario es conocer la historia de los animales y las plantas de que dichas especies se alimentan o a las cuales sirven de nutrición; la historia de sus enemigos y amigos, y de los amigos y enemigos de sus enemigos y amigos, así como todo lo relativo a las corrientes, temperaturas y otros fenómenos físicos de las aguas en relación con la migración, reproducción y crecimiento. Un acompañamiento necesario de esta División es la recolección de material para investigaciones futuras destinado al Museo Nacional y otras instituciones análogas. 2.ª Investigación de los métodos de pesquerías del pasado y del presente, estadísticas de la producción y comercio de los productos de pesquería. Siendo el hombre uno de los principales destructores de los peces, la influencia de éste sobre su abundancia debe ser estudiada. Se examinarán los métodos y aparatos para la pesca usados en los Estados Unidos comparándolos con los de otras naciones, con el objeto de suprimir los que amenacen la destrucción de peces útiles y reemplazar los ineficaces por otros más serviciales. Se reunirán estadísticas de la industria y del comercio para el uso del Congreso, al ajustar tratados o al imponer tarifas, así como para mostrar a los productores los mejores mercados y a los consumidores dónde y cómo sus necesidades pueden ser suplidas. 3.ª Introducción y multiplicación de peces alimenticios útiles a través de todo el país, especialmente en aguas sometidas a la jurisdicción del gobierno general o aquellas que sean comunes a varios estados, ninguno de los cuales se manifieste dispuesto a incurrir en gastos en beneficio de los otros. Esta parte de la obra de la comisión no entraba en el programa primitivo de sus trabajos, pero fué incluída en él a pedido de la Asociación de Piscicultura Americana, cuyos representantes solicitaron al Congreso que votara fondos especiales para este propósito. Dichos fondos han continuado votándose en aumento todos los años y la propagación de los peces es al presente la rama más importante de las labores de la comisión, tanto respecto al número de hombres empleados como a la cantidad de dinero gastado. Sobre estas líneas generales y con estos propósitos y métodos de organización, se han emprendido y siguen llevándose a cabo los trabajos de la Comisión de pesquerías. En muchos departamentos ella ha contado con la ayuda desinteresada de hombres de ciencia americanos, pero la mayor parte de los resultados obtenidos se deben al celo e inteligencia de los miembros y funcionarios oficiales de la misma. Como las más importantes pesquerías están localizadas a lo largo del Atlántico Norte, las costas de este distrito han sido objeto de más activas operaciones y en ellas se han establecido estaciones diversas, provistas de laboratorios y todo lo necesario para el mejor resultado de los estudios que se llevan a cabo. Durante la estación del verano, en cada una de dichas estaciones se recogen peces de las riberas, se colocan trampas para la caza de animales imposibles de obtener en otra forma, y se rastrilla por medio de dragas y albanegas el fondo del mar a distancias tan grandes como las que puede alcanzar un vapor en tres días de viaje. Para realizar estos diversos trabajos, en 1880 se construyó un vapor especial de 450 toneladas y en 1883 se añadió a él otro de 1.000 toneladas, bautizado el _Albatros_ y que es el más perfecto que existe en su género. Mr. Brown Goode en una interesante monografía consagrada a este tema, sumariza de la manera siguiente los trabajos de la Comisión de Pesquerías: «Uno de sus rasgos más importantes,--dice,--ha sido la preparación de historias biológicas de los principales pescados y la acumulación de gran cantidad de material relativo a cada una de las diversas especies. Una parte de este material ha sido publicado, debiendo mencionarse especialmente las monografías biográficas sobre el _blue fish_, el _scup_, el _menhaden_, el _salmon_, el _white fish_, la _alosa_, la _macarela_, el _pez espada_, etc., etc., En conexión con los estudios de piscicultura se ha prestado una atención especial a la embriología. Los tiempos de cría y hábitos de casi todos nuestros peces han sido estudiados así como sus relaciones con las temperaturas del agua. La historia embriológica de un cierto número de especies, tales como el bacalao, la alosa, el salmón, la macarela española, la lobina, la percha blanca, las almejas y las ostras han sido escritas bajo los auspicios de la comisión. Muchos otros problemas han sido estudiados por los especialistas que trabajan en ella. Uno de ellos, por ejemplo, ha sido la determinación de la causa de las manchas rojas del bacalao salado, tan perjudiciales para el comercio de este artículo. El profesor Farlow descubrió que esta enfermedad se debía a la presencia de una especie de alga parecida a la sal de uso ordinario y dió instrucciones por medio de las cuales dicha plaga ha sido considerablemente reducida. La temperatura del agua en su relación con los movimientos del pescado ha sido objeto de una atención especial. Se hacen observaciones regulares durante los trabajos del verano en las varias estaciones de incubación y a dichas observaciones cooperan los empleados de los Faros, y de las Estaciones de Salvataje situadas a lo largo de las costas. Un resultado práctico de estas investigaciones ha sido la demostración de la causa del fracaso de las pesquerías de arenque en la costa del Maine en 1879 y un curso de estudios semejante, recientemente llevado a cabo por el coronel Mac Donnell, parece explicar las fluctuaciones recientes en la pesca de la alosa. «Una serie de contribuciones verdaderamente notables ha sido recibida por la Comisión de Pesquerías de parte de los pescadores de Cape Ann. Cuando dicha Comisión estableció sus oficinas en Gloucester, en 1878, se desarrolló un interés general por el trabajo zoológico que ella realizaba en medio de las tripulaciones de los barcos de pesca y desde aquella época todos ellos rivalizaban en su empeño por encontrar nuevos animales. Su actividad era estimulada por la publicación de la lista de sus donaciones en los periódicos locales; y el número de distintos lotes de especímenes recibidos en poco tiempo, llegó a exceder todas las previsiones. Muchos de esos lotes son grandes, consistiendo en tarros de cristal en que los peces se conservan en alcohol. Casi todos los botes de pesca llevaban consigo esos recipientes y los traían llenos en cada viaje. De esta manera se adquirieron especímenes de cerca de _sesenta mil_ clases de pescados, muchos de los cuales hubiera sido imposible de obtener en otra forma». Fuera de estos estudios, la Comisión de Pesquerías ha realizado admirables investigaciones con motivo de las causas de la diminución de los peces. En relación con este punto, existe una distinción marcada entre lo que se llama la exterminación de una especie y la destrucción de una pesquería. La primera es poco frecuente y parece imposible tratándose de especies americanas, mientras que la segunda es de ocurrencia diaria, especialmente en regiones limitadas. Así los mamíferos acuáticos, como las focas, pueden ser exterminadas y su destrucción, en efecto, ha dado origen a controversias y dificultades internacionales de un carácter grave entre Inglaterra y los Estados Unidos. En el caso de animales fijos como la esponja, la almeja y la ostra, las colonias o lechos pueden ser exterminados, como se corta una selva. La conservación de este último marisco especialmente es de importancia vital para los Estados Unidos, pues su cultura y su pesca emplea a miles de personas y alimenta a muchos millones en este país. La Comisión de Pesquerías ha conseguido proteger el desarrollo de estas culturas de una manera eficaz y su éxito en este sentido es uno de los hechos más admirables de la historia científica de la gran república. Haría sumamente extenso este estudio si continuara dando una idea detallada de todos los terrenos en que se ejercita la actividad de la Comisión de Pesquerías. Voy a limitarme a extractar rápidamente algunos de los detalles de los trabajos realizados por ella en el año 1897. Según Mr. John J. Brice, durante la estación de desove del _bacalao_, en las estaciones de la costa del Atlántico, en el año referido, se recogieron 180 millones de huevos de los cuales 98 millones produjeron pescadilla que fué puesta en libertad en los criaderos establecidos a lo largo de Massachussetts. De esta manera se aseguraron 40 millones de peces más que el año anterior. Terminada la diseminación del bacalao, se procedió a propagar el _rodaballo_ en una escala mayor de lo que se había hecho hasta el presente, obteniéndose 64 millones de pescadilla de una colección total de 80 millones de huevos. Para extender más la propagación de la _langosta_, el más importante crustáceo que existe en las aguas de los Estados Unidos y cuyo número decrece rápidamente, se resolvió no sólo cubrir una gran región de la costa, sino hacer recolecciones sistemáticas de manos de los pescadores que operan en toda la región del Atlántico Norte. Como resultado, a pesar de la insignificancia del desove, se recogieron 128 millones de huevos de langosta que produjeron 115 millones de langostinos, o sea un aumento de 20 millones sobre la producción del año anterior. Persiguiendo el propósito de probar la facilidad que ofrecen ciertos ríos que desaguan en la costa del Sur Atlántico, antes de establecerse los criaderos auxiliares se hicieron observaciones cuidadosas sobre los movimientos, alimentación y crecimiento de la _alosa_ en varias partes de los mismos durante el invierno. Al llegar la primavera, el vapor de la Comisión, _Fish Hawk_, entró en la boca de los mencionados ríos con el objeto de recoger huevos y reunió 27 millones pertenecientes a aquella especie, que unidos a los recolectados en el Potomac, en el Susquehanna y en el Delaware, hacen un total de 203 millones recogidos durante la estación, o sea 55 millones más que el año precedente. Para probar la posibilidad de la introducción del _salmón de California_ en aguas del Este, se transportaron 5 millones de huevos de una estación situada en la costa de aquel Estado y de ellos se obtuvieron 4 millones de pescadilla de salmón que fueron diseminados en el San Lorenzo, el Hudson y el Delaware. El siguiente cuadro muestra el número de huevos, de nueve de las más importantes especies, recogidos en los tres años últimos: AUMENTO ESPECIES HUEVOS RECOGIDOS SOBRE 1895 /-----------------/\----------------\ en 1897 en 1896 en 1895 Bacalao 180.000.000 140.000.000 140.000.000 40.000.000 Rodaballo 80.000.000 11.000.000 9.263.000 70.787.000 Langosta 128.000.000 105.000.000 82.000.000 46.000.000 Alosa 203.000.000 148.000.000 118.000.000 85.000.000 Trucha de Lago 16.000.000 16.000.000 16.000.000 -- White Fish 200.000.000 125.000.000 234.000.000 -- Salmón del Atlántico 2.000.000 2.800.000 983.000 1.817.000 -- de agua dulce 1.000.000 324.000 100.000 900.000 -- de California 75.000.000 37.000.000 10.000.000 65.000.000 Respecto a los resultados económicos obtenidos por el desarrollo extraordinario de las pesquerías americanas, baste decir que esta industria produce una renta anual de más de 45 millones de dólares, que la introducción de la alosa en el Pacífico da un rendimiento anual de 20.000 dólares y el mismo pez, en el Atlántico, rinde dos millones de dólares anualmente, y eso debido principalmente a los trabajos de la comisión de pesquerías. Añadiendo que más de un millón de hombres, mujeres y niños dependen de esta industria y se mantienen merced a ella, se tiene una idea aproximada de la magnitud a que ahora alcanza en esta nación tan opulenta y progresiva. Un distinguido escritor francés, que es al mismo tiempo un hombre de ciencia bien conocido, M. Henry de Varigny, ha hecho plena justicia a la organización admirable de la institución de que vengo ocupándome, y como sus palabras sintetizan en una forma brillante los resultados de sus observaciones sobre las labores que ella lleva a cabo, no puedo hacer nada mejor que transcribirlas a continuación: «Bajo el punto de vista de la piscicultura,--dice,--el nuevo Continente ha marchado con pasos gigantescos. En la actualidad existen en los Estados Unidos y en el Canadá 80 estaciones de incubación, de las cuales 66 corresponden a los Estados Unidos y que producen una cantidad de pescadilla de 15 a 20 especies diferentes que varía entre un billón y medio a dos billones anuales. La Europa, que tiene más de 400 estaciones análogas, verdad que en su mayor parte pequeñas y mal acondicionadas, no alcanza a producir 300 millones de pescadilla y en ese total la parte de la Francia es muy reducida, pues la mayor parte corresponde a la Alemania y a la _Deutsche Fischerel-Verein_. La piscicultura, sin embargo, nació en Francia y tomó allí su primer impulso. ¿Deberemos creer que las instituciones, como las especies animales o vegetales, prosperan mejor en un medio nuevo que en el de su origen? La comisión federal de pesquerías, en todo caso, ha hecho maravillas. Dispone de un buen presupuesto, pero saca de él un partido excelente. Su obra es muy variada y el programa de su trabajo es muy amplio. Ha hecho mucho por repoblar los ríos y aclimatar en ellos especies nuevas. El _cat-fish_, por ejemplo, ha sido objeto de sus cuidados, pero ha hecho más todavía en favor de las especies que son objeto de industrias importantes. Tal sucede con la alosa. Este pez, muy bueno y muy apreciado en otro tiempo, abundó mucho en la costa atlántica de los Estados Unidos; pero perseguido en la época reproductora cuando deja el mar y a la manera de los otros anadromos se introduce en los ríos para depositar allí sus huevos, esta especie ha disminuido considerablemente. Uno de los primeros cuidados de la _Fish-Commission_, desde su origen, fué tentar la piscicultura de esta especie. No ha tenido mucho trabajo para realizarlo. La recolección de los huevos es fácil: basta apretar suavemente el vientre de las hembras y los huevos salen casi por persuasión; el germen prolífico de los machos se obtiene del mismo modo y los huevos se fecundizan lo mismo en un receptáculo que en el fondo de un río, o aún mejor, pues los riesgos de pérdida disminuyen y el número de fecundaciones aumenta en proporción. En consecuencia, se han instalado estaciones para la recolección de los huevos y para la incubación de éstos. «Para producir dicha incubación basta algunos receptáculos en que el agua se renueva incesantemente: aparatos muy ingeniosos han sido inventados por Mr. Marshall MacDonald en particular, y en 5 o 6 días, si el tiempo es propicio, la pescadilla aparece bullente, delicada, casi transparente. Se le lanza al agua para que cada uno se maneje como pueda. Los resultados son tan buenos que para aumentar el número de la pescadilla se ha inventado la construcción de un vapor acondicionado para estación de Piscicultura. Dicho vapor se dirige a las proximidades de los puntos de pesca; envía sus botes hacia las barcas en que un empleado experto recoge los huevos y los gérmenes, que son conducidos a bordo e instalados en aparatos de incubación algunos de los cuales ocupan un laboratorio especial y otros cuelgan en el agua sobre los bordes del navío, alternativamente sumergidos y sacados del «radical húmedo» por medio de una excéntrica. Todo eso ha sido concebido muy ingeniosamente, funciona a la perfección y a la labor de la comisión se debe la repoblación gradual que beneficia a los pescadores. «La alosa no existía en el Pacífico y se pensó que tal vez sería posible aclimatarla en él. Con transporte de los huevos, de la pescadilla o de vagones especialmente acondicionados para el transporte de los huevos, de la pescadilla o de los pescados adultos, éstos hicieron la travesía de los Estados Unidos en 1871 en número de 12 mil y fueron arrojados a las aguas del río Sacramento. Más tarde se transportó cerca de un millón de partidas sucesivas. El resultado no se hizo esperar: dos ó tres años después de la primera siembra se encontraban alosas adolescentes en el Sacramento, que con el tiempo se convirtieron en respetables matronas, madres Cigogne por la fecundidad, como la mayor parte de los pescados, pues es sabido que un solo bacalao encierra a veces hasta 10 millones de huevos. El medio les convenía a las mil maravillas. La especie se multiplicó y se extendió. Del mar a donde bajaba en el otoño remontó a la primavera a casi todos los ríos de la costa del Pacífico, y en la actualidad desde San Francisco a Vancouver, la alosa abunda en 3.200 kilómetros de costa. Una prueba bien sencilla de su abundancia se encuentra en el hecho de que al principio la alosa valía en California de 6 a 7 francos la libra: actualmente se vende de 10 a 20 centavos. Esta pesquería produce cerca de 150 mil francos por año y para establecerla se han gastado 25 mil. Ha sido un buen negocio y una buena acción. Es también un experimento interesante. Se ve por él que la naturalización aún a distancias considerables es perfectamente posible y este es un ejemplo alentador. Podría suceder muy bien que la tentativa de que se trata tuviera consecuencias imprevistas y no sería sorprendente que la alosa franqueara la distancia relativamente corta que separa la América del Asia y se instalara sobre la costa Oriental de la última.» XI JOHN HAY El telégrafo ha llevado a todos los ámbitos del orbe civilizado la noticia de la suspensión de las hostilidades, como un preliminar del tratado definitivo de paz entre los Estados Unidos y España, que debe ser ajustado por una comisión mixta de representantes de ambas naciones, que se reunirán en París, antes de octubre próximo. Las negociaciones han sido rápidas, merced no tanto al deseo de la península, como a la energía del embajador francés, M. Cambon, que actuó como su representante y que explicó claramente al señor Sagasta la inutilidad de pretender apelar a términos dilatorios. Así, hasta el fin de esta deplorable cuestión, los políticos españoles han actuado con una ignorancia incomprensible del carácter de este pueblo y de los procedimientos de su diplomacia. Al recibir la respuesta del gobierno de Washington, estableciendo las exigencias de los Estados Unidos para terminar la campaña, ellos creyeron posible, por medio de notas y argumentos jurídicos, obtener una modificación de las condiciones impuestas. La pretensión de España fué considerada como un acto de mala fe por los _leaders_ americanos, y por un momento todo estuvo en peligro de malograrse. Felizmente, M. Cambon obtuvo aplazar el rompimiento de las negociaciones, y el gobierno de Madrid tomó al fin el camino único que le quedaba, y se sometió sin reserva a la ley del vencedor. Si los consejeros de la reina regente hubieran demostrado la misma sensatez y cordura en su manejo de la cuestión de Cuba, desde el principio de sus dificultades con la gran república, ¡cuánto sufrimiento y cuántos sacrificios se habrían evitado! Desgraciadamente, desde el primer momento reinó entre ambos adversarios un _mal entendu_ completo y permanente. Jamás podrá caber en la cabeza de un americano que un gobierno que puede vender por una fuerte suma de dinero un territorio que no está en condiciones de defender, y que infaliblemente tendrá que perder por la fuerza, se obstine en no realizar una operación comercial a todas luces ventajosa. Entre el castellano y el _yankee_ hay un abismo insalvable de ideas, de educación, de carácter, de instintos y modalidades que han llevado a ambos países a la crisis terrible que termina con el desastre de España. Si hay algo incomprensible, sin embargo, en la presente cuestión, es la ignorancia absoluta de los políticos de la península, sobre el poder efectivo y los recursos militares de esta nación. ¿Cómo pudieron imaginarse un solo minuto los estadistas españoles, que estaban en condiciones de ofrecer a este coloso la más mínima resistencia? Lo único que disculpa esta ceguedad, es que ella era más general en Europa de lo que cualquiera imaginaría. El embajador francés M. Cambon ha sido durante una semana el hombre más en evidencia en los Estados Unidos. Es un diplomático distinguido, y sin duda un hombre de suerte. No ha permanecido seis meses en los Estados Unidos y las circunstancias lo han puesto en el caso de escribir su nombre al pie del protocolo que termina la campaña hispanoamericana. Su antecesor, M. Patenôtre, que hace muchos años estuvo en Buenos Aires como secretario de legación, está hoy en Madrid. Casado con una americana, su posición aquí era excelente y debe sentir sin duda su alejamiento de un país que conoce a fondo, y donde pudo prestar servicios de importancia. Con la firma del protocolo del día de hoy, el secretario de estado Mr. Day abandona su cartera para tomar un descanso exigido por su salud antes de empezar las nuevas tareas que se le han confiado, de presidente de la comisión americana, destinada a ajustar los términos del tratado de paz definitivo. El funcionario que sale, posee dotes de circunspección y de carácter altamente apreciables. Es un hombre silencioso y frío, de aspecto tímido y delicado. Durante el tiempo en que Mr. Sherman figuró a la cabeza del departamento de estado, el verdadero secretario fué Mr. Day. Un ministro extranjero, famoso por sus _bons mots_, refiriéndose al estado mental de Mr. Sherman, al mutismo de Mr. Day y a la sordera del segundo subsecretario, Mr. Adee, decía en aquel tiempo: «Es imposible entenderse con un departamento compuesto de un hombre que no piensa, un hombre que no habla y un hombre que no oye». Las condiciones cambiaron pronto. El juez Day ha estado acompañado por Mr. John B. Moore, internacionalista y profesor de gran mérito, que también anuncia su intención de retirarse, y en cuanto al señor Adee, que habla el español y el francés con rara perfección, sus dotes son tan caballerescas y distinguidas que solamente como una broma sin importancia puede repetirse el chiste en que su nombre está envuelto. Para sustituir al señor Day ha sido designado Mr. John Hay, actual embajador americano en Londres. Como sucede con muchos hombres superiores, él es más conocido por lo que menos importancia tiene en su valiosa obra intelectual. Sully-Prudhomme se subleva ante el calificativo exclusivista de «autor del _Vase Brisé_». John Hay, para un buen número de sus compatriotas, no es el autor de la obra monumental escrita en colaboración con Nicolay, sobre la vida de Lincoln, ni de las seductoras inspiraciones de los _Wanderlieder_, sino el cantor popular de _Jim Bludso_ y _Little Breeches_. Por mi parte, confieso que tal vez no hubiera tenido la curiosidad de estudiarlo detenidamente, si una circunstancia feliz no hubiera puesto en mis manos, entre otras muchas producciones, uno de sus libros más seductores: _Castilian Days_. El brillo del talento penetrante, que se desprende de cada una de las páginas de aquella obra, la belleza de su estilo, fluido y elocuente, la seguridad de criterio y delicadeza de análisis que distingue su trama fina y consistente me bastaron desde el primer momento para evaluar la importancia del escritor y el peso de la autoridad legítima de que debe gozar en los centros intelectuales de su patria. No existen sensaciones más gratas que la de estos encuentros fortuitos con personalidades eminentes cuya existencia no se sospechaba. Ellas sólo son posibles para los que estudian un país con ansia de penetrarlo y comprenderlo, pero al mismo tiempo con esa deficiencia de información natural del que sólo posee los grandes rasgos distintivos de su nacionalidad, y esas figuras salientes, clásicas y consagradas por el didacticismo de la crítica oficial que se destacan de los manuales de literatura corriente y que, antes de llegar a los Estados Unidos, se recogen en la obra de Stedman sobre los poetas de América, y en los compendios de John Nichol y Charles Richardson sobre literatura americana. Los largos desfiles de nombres que llenan las páginas de aquellos trabajos están lejos de agotar el catálogo de los escritores eminentes de esta nación. Al lado, y codeándose con ellos, existen inteligencias superiores, críticos penetrantes, oradores elocuentes, poetas delicados que esperan la hora de la consagración definitiva y que están en el período de la plena producción. Muchas veces es en ellos donde se encuentran los elementos típicos del carácter intelectual de una nación. La lectura de uno de sus versos citados incidentalmente en la página de un crítico, despierta de pronto nuestro interés, y nos impulsa a procurar sus obras. El estudio de uno de sus libros nos sugiere una invencible curiosidad respecto a la vida y las condiciones personales del autor. Inquirimos entonces los antecedentes y los detalles de su carrera, y el vínculo intelectual que nos liga con el nuevo espíritu encontrado tiene toda la seducción y el encanto de esas amistades de ocasión, de esos lazos sólidos que por circunstancias mínimas se forman a veces en el ocaso de la vida y que ayudan a hacer más ligero el viaje fatigoso. John Hay nació en Salem (estado de Indiana), el 8 de octubre de 1838, y desde los primeros años de su vida se distinguió por sus excelentes aptitudes literarias. Estudió leyes en Springfield e ingresó al foro en el estado de Illinois en 1861, interrumpiendo sus labores para trasladarse a Washington, como secretario del presidente Lincoln, a quien acompañó hasta el momento de su muerte, con una lealtad que no se ha desmentido un minuto, y con una consagración que nada ha debilitado. Durante el tiempo que permaneció a su lado lo acompañó también como edecán y ayudante. Sirvió más tarde por varios meses bajo las órdenes del general Hunter y del general Gilmore. Al final de la terrible guerra de secesión entró en el servicio diplomático, como secretario de legación y encargado de negocios en París, de 1865 a 67, y estuvo en la última categoría en Viena, de 1867 a 68. Después fué trasladado a Madrid como secretario de la misión confiada al general Sickles, de la cual ha dicho el año pasado Emilio Castelar: «América envió uno de sus más inquietos, pero también uno de sus más inteligentes y más audaces políticos, Mr. Sickles. Cuantos desempeñaron la cartera de estado y la presidencia del consejo y del gobierno, saben que diplomático tan experto no nos dejó vivir, teniéndonos en un pie, desde el 29 de junio de 1869 hasta enero de 1874, en que presentó su dimisión. He conocido pocos estadistas más pertrechados de noticias políticas que Sickles. Al dedillo sabía los comentarios clásicos de la constitución americana. Respecto a tradiciones, alegaba todas las imaginables; y cuando a mano para su litigio no las había, inventábalas con una fertilidad envidiable de ingenio. Encarecíamos su amistad y presentábamos sus buenos oficios. Mas luego se decía encargado: primero, de proponer la independencia cubana; segundo, de imponer a Cuba el rescate a oro de la unión histórica con España, hipotecando al pago el valor de todas las propiedades públicas y los rendimientos arancelarios; tercero, de agenciar una tregua o armisticio entre los beligerantes hasta la terminación del conflicto.» El año 1870, John Hay regresó a los Estados Unidos, y entró en la redacción de _Tribuna_ de Nueva York, siendo más tarde redactor en jefe de dicho diario, durante la ausencia de Mr. Whitelaw Reid. Durante la administración del presidente Hayes, fué subsecretario de estado. Tomó parte activa en muchas de las campañas presidenciales que desde 1876 han agitado a su país. Representó a éste en el congreso Sanitario Internacional de Washington, de que fué elegido presidente. Luego fué llevado a Londres, donde, como hemos dicho, desempeñó la embajada de los Estados Unidos. El bagaje literario de John Hay no es de los más pesados, si exceptuamos su colaboración en la prensa, que daría probablemente materia para muchos volúmenes, y los diez compactos tomos de _Abraham Lincoln_, la mitad de los cuales, por lo menos, deben haber sido escritos por él. Se ha dicho hace mucho tiempo que éste es el mejor modo de llegar a la posteridad. No creemos sea éste el pensamiento que ha limitado la producción intelectual del autor de los _Días castellanos_. Nos parece más bien que su sobriedad relativa nace de la circunstancia que se revela claramente en sus obras de que él no es un literato «profesional». Las famosas _Pike County Ballads_ son la _gageure_ humorística de un perfecto hombre de mundo, de un refinado y de un artista exquisito, que se da el lujo de hacer hablar a sus héroes en una jerga peculiar, _slang_ del bajo pueblo, dialecto pastoso y fantástico de los negros americanos que torturan la prosodia y ponen muecas simiescas en la gimnástica flexibilidad de la pronunciación inglesa. Ninguna traducción puede dar una idea de la curiosa gracia de esta poesía. Ella es tan imposible de trasladar a otra lengua como lo sería verter al inglés o al alemán las décimas gauchescas de nuestro Estanislao del Campo, o los productos similares de la musa popular española escritos en el _caló_ gitano que tanto deleitaba a Mérimée. Se necesita un conocimiento íntimo del idioma, una familiaridad relativa con la curiosa psicología de la masa popular americana y del alma primitiva del «hombre de color», para gozar con la belleza peculiar de las _Baladas del condado de Pike_. Otros escritores de este país han ensayado algo análogo con un éxito desigual. Bret Harte, quizá por la mayor amplitud de su producción, ha sido citado como el maestro del género. Pero, lo que en el autor de las escenas californianas es un sistema, en John Hay, es un accidente. Y es en esto precisamente que reside lo picante de la aventura, en este contraste enorme entre el hombre de letras fino, espiritual, imbuído de arte y habituado a la atmósfera de los más altos círculos aristocráticos, y el negro maquinista de una de sus _Baladas_, el generoso y rústico Jim Bludso, el patrón de la _Bella Pradera_, con manos ennegrecidas por el carbón y el humo de la hornalla, con «una esposa en Natchez al pie de la colina y otra en Pike», con su ingenua petulancia y su fondo de nativa grandeza, empeñado en no dejar vencer en velocidad a su embarcación y jurando que «si alguna vez la _Bella Pradera_ se incendiaba, él la mantendría con la proa contra el banco, hasta que la última alma saliera a la playa»: _And if ever the Prairie Belle took fire,-- A thousand times he swore, He’d hold her nozzle agin the bank Till the last soul got ashore...._ El cumplimiento de la promesa del héroe anónimo, es el tema de la balada; lo que es imposible expresar es la ligereza conmovida e _insouciante_ al mismo tiempo con que el trágico suceso está tratado, es el íntimo sentimiento que se desprende de sus estrofas ante el sacrificio de Jim Bludso, víctima de su deber, y cuya «alma subió sola, envuelta en el humo de la _Bella Pradera_». La simpatía que inspira al poeta el humilde maquinista, se contagia al lector, y se siente pena de no poder conocer al bravo negro, mientras en el fondo del corazón despiertan un eco los últimos versos de la pieza encantadora: «No fué un santo, pero en el día del Juicio final apostaría en favor de _Jim_, contra algún piadoso caballero, que no se hubiera dignado cambiar con él un apretón de mano. Vió su deber, una cosa tan segura como la muerte; lo cumplió entonces sin vacilar; y Cristo no será demasiado duro para un hombre que murió para salvar a otros hombres»: _He weren’t no saint,--but at jedgment I’d run my chance with Jim, Longside of some pious gentlemen That would not shook hands with him He seen his duty, a dead--sure thing,-- And went for it thar and then; And Christ ain’t a going to be too hard On a man that died for men._ La misma emoción humana y sencilla, risueña y melancólica al propio tiempo, se desprende de _Pantaloncillos_ (Little Breeches). Se trata en esta ocasión de un padre que acude a la ciudad para vender legumbres y acompañado de su pequeño _Gabe_ «a quien ninguno de los muchachos de cuatro años del condado supera en hermosura y en fuerza, activo, brillante y conservador, siempre dispuesto a jurar y a pelear». Su padre ha querido hacer su educación perfecta «y lo ha enseñado a mascar tabaco, para conservar la blancura de sus dientes de leche». _And I’d larnt him to chaw terbacke: Jest to keep his milk-teeth white..._ Little Breeches, a pesar de estas condiciones y de esta precocidad, se pierde en medio de una tormenta de nieve y su padre lo busca en vano desesperado y lleno de angustia. Al fin, cuando ya lo considera muerto por el frío, el famoso _Pantaloncillos_ es hallado debajo de uno de esos cobertizos donde se refugian los corderos durante la noche, alegre y calentito, y su primera palabra es para pedir «una mascada». ¿Quién pudo llevarlo allí? se pregunta el padre de Pantaloncitos, y su ingenua filosofía encuentra inmediatamente la solución del problema: «Los ángeles. Nunca pudo haber marchado en medio de esa tormenta, si ellos no lo hubieran acarreado y conducido hasta el punto en que se encontraba sano y caliente. Y pienso que salvar a un muchachito de esa manera, es un negocio mejor que estar haraganeando alrededor del Santo Trono»: _¿How did he git thar? Angels. He could never have walked in that storm. They jest scooped down and toted him To whar it was safe and warm. And I think that saving a little child And fotching him to his own, Is a derned sight better business Than loafing around the Throne._ Las observaciones del sargento Tilmon delante de un comité de la punta de Spunky, y que relata la acción heroica de _Banty Tim_, son aún más difíciles de saborear para un paladar extranjero y lo mismo sucede con el episodio del bizarro _Golier_, que cubre con su cuerpo el de un niño y le sirve de escudo, recibiendo las balas que podían haber cortado el hilo de aquella frágil existencia: _Said he, «When they fired, I kivered the kid.-- Although I am’t pretty I’m middlin’ broad; ¡And look! he ant’t fazed by arrow nor ball,-- ¡Tank God! my own carcase stopped them hall.» Then we seen his eye glaze, and his lower jaw fall-- And he carried his thanks to God._ Pero no está de más repetirlo: la mención descarnada de los argumentos de estas canciones no da siquiera un pálido reflejo de su gracia, de su originalidad, de la perfección de sus versos repletos de _humour_ y de color local. Ninguna crítica puede definir y reproducir estos matices, a menos de comentar y explicar largamente, palabra por palabra, cada una de estas curiosas producciones. Pero al leerlas se comprende la justicia de la popularidad de que gozan y los elogios que su sola mención provoca en cualquier grupo literario. Ningún contraste más marcado que el que existe entre las cinco _Baladas del Condado de Pike_, y el resto de los _Poems_ de John Hay. Las peculiaridades de su estilo le dan un puesto aparte en la literatura poética de su patria. Los temas que busca, el modo de tratarlos, su preocupación de asuntos políticos de actualidad, el cosmopolitismo de sus ideas, y de sus conocimientos literarios son otros tantos rasgos que definen sus personalidad y caracterizan su talento. Al final del volumen se encuentran algunas bellas traducciones de Henry Heine; y la predilección que John Hay muestra por este poeta arroja una nueva luz sobre su modalidad intelectual. Hay en muchas de sus composiciones, en efecto, algo que recuerda la manera alternativamente humorística y melancólica del autor del _Reisebilder_, una emoción contenida que se disfraza en una sonrisa burlona, un fino sentimiento de la ironía y un amor a la libertad que se manifiesta, por ejemplo, en _La esfinge de las Tullerías_ o en la _Aurora en la plaza de la Concordia_. El poeta alemán reclamaba como su mejor título a la gloria, el haber sido «un bravo soldado en la guerra libertadora de la humanidad». Creo que algo semejante puede decirse del distinguido autor americano, del secretario de Lincoln, aquel protector de los humildes y los esclavos, enemigo de todos los despotismos y de todos los lazos que traban la independencia moral y política de las naciones. Recorramos ligeramente la poesía últimamente citada. Es en el año 1865 y el poeta se encuentra al despuntar el alba en los Campos Elíseos. Los últimos girones de las sombras nocturnas cuelgan sus crespones en el techo de las Tullerías, y cubren con una nube vaporosa la espiral del obelisco de Luxor. A las dudosas claridades del alba «con sus crines de mármol encendidas, se encabritan los blancos caballos de Marly». La plaza de la Concordia «descansa en el silencio de la muerte debajo de los cielos cenicientos». La leyenda del pasado se presenta a sus ojos en una evocación solemne. «Ve la mística llanura en que el ejército de espectros sacrificados en la larga vida de guerra del emperador marchan con pasos sin resonancia al sonido de trompetas cuya voz ha muerto. Su jefe espectral todavía los encabeza--el relámpago de ultratumba de su acero, como un cometa, brilla distante a través de la bruma, y la hueste silenciosa corre, invisible a los ojos del gendarme, a lo largo de la ancha vía obscura y misteriosa donde tronó el ejército de Italia cruzando al marchar por el grande y pálido Arco de la Estrella»: _I see the mistic plain Where the army of spectres slain In the Emperor’s life-long war March on with unsounding tread To trumpets whose voice is dead. Their spectral chief still leads them. The ghostly flash of his sword Like a comet through mist shines far. And the noiseless host is poured, For the gendarme never heeds them. Up the long dim road where thundered The army of Italy onward Through the great pale Arch of the Star._ La legión solemne se desvanece, para dar lugar a otro grupo de sombras que desfilan y llenan el aire haciéndose más obscuras mientras el día invade el silencio de la plaza. «Hay una que parece un rey, y se diría que la forma aurea de una corona todavía sombreara su cabello emblanquecido en la prisión; puedo oir el pesado sonido de la guillotina, como su nota regicida resonó aquí, cuando aquél entregó su vida cansada y creció valiente en su última desesperación. Y una mujer hermosa y frágil que llora al dejar un mundo de amor, de alegría y de pecado para ser violentamente arrojada al vasto desconocido (¡ay! ¡su vida profana era tan dulce con reyes a sus pequeños y blancos pies!). Y otra verdadera reina en toda su persona, reina en la vida y en la muerte, cuya sangre bautizó la plaza en los días de la locura y del terror,--y cuya sombra jamás ha tenido igual en su doble don de gracia y majestad». El enjambre de los asesinos, de los sacrificadores, que fueron a su turno sacrificados, repugna a la conciencia noble y varonil del poeta. En las manos de la libertad él ve las manchas indelebles que mostraba Macbeth, la sangre de aquel rey y de aquella reina mezclada a la de tantos valientes anónimos y generosos que clama al cielo con mayor justicia que la de los grandes de la tierra. ¿De qué ha servido tanto sacrificio y tanto dolor? se pregunta con angustia. «Cuando la Libertad, con los ojos resplandecientes, se mostraba contenta a través del dolor de su alumbramiento, ¿qué madre hubiera conocido que su dolor y su esfuerzo iban a ser vanos? Un amable servidor sonreía cuando ella le confió el cuidado de su hijo: ¿conoció acaso que pensaba ahogar al niño cuando descansara adormecido en sus brazos?». _As Freedom with eyes aglow Smiled glad through her childbirth pain, How was the mother to know That her woe and travail were vain? A smirking servant smiled When she gave him her child to keep. Did she know he would strangle the child As it lay in his arms asleep?_ La tristeza de los tiempos no nubla la esperanza del porvenir y del triunfo inevitable de la buena doctrina: «Y cuando en la buena hora de Dios, llegue el tiempo de los bravos y los sinceros, la Libertad se levantará de nuevo con una llamarada en sus temibles ojos, que fulminará a este asaltante del poder, como el sol seca al rocío. Que esta plaza resuene con la voz del alegre pueblo triunfante, y los cielos se regocijen con el repique de los bronces que saluden con júbilo ruidoso desde lo alto de cada campanario, el anuncio de la venida de los tiempos mejores. Que los primeros resplandores de la Libertad que despierta esparzan sus rayos a lo lejos, como el día que está rompiendo en el grande y pálido Arco de la Estrella, y vuelen a través de la gran ciudad, mientras tocan las campanas de la alegría turbulenta, para coronar la Gloria que brota de la Columna de Julio». _And when in God’s good hour Comes the time of the brave and true, Freedom again shall rise With a blaze in her awful eyes That shall wither this robber-power As the sun now dries the dew. This Place shall roar with the voice Of the glad triunfant people, And the heavens be gay with the chimes Ringing with jubilant noise From every clamorous steeple The coming of better times. And the dawn of Freedom waking Shall fling its splendors far Like the day which now is breaking On the great pale Arch of the Star, And back o’er the tonn shall fly, While the joy-bells wild are ringing To crown the Glory springing From the Colum of July._ Esta nota social y humanitaria se repite varias veces en el volumen de los poemas. Hemos mencionado _La esfinge de las Tullerías_, destinada a predecir el advenimiento de un Pueblo-Edipo que destruya el poder de la fiera dinástica. En la _Oración de los romanos_ resalta el mismo voto en favor de la libertad vencedora al fin del báculo y la corona. Cuando la visión de una humanidad mejor no exalta la imaginación del poeta e inspira himnos triunfales a su musa, él hace oir la elegía dolorosa que llora la decadencia de una nación y su sometimiento al yugo extranjero. Es necesario recorrer en el original inglés _La rendición de España_, para ver hasta qué punto es en él elocuente la expresión de estos sentimientos que ¡ay! tienen hoy una actualidad dolorosa y palpitante. «Tierra del indomable Pelayo; tierra del Cid Campeador!--¡madre de hombres ceñida por el mar! ¡España! nombre de gloria y poder;--cuna de emperadores que han apresado el mundo, tumba del descuidado invasor,--¡cómo has caído, España mía! ¡cómo te has hundido en esta funesta hora! En otros tiempos tus magnánimos hijos pisaban victoriosos los pórticos del Asia;--en otro tiempo las olas del Pacífico se encrespaban gozosas para mirar tus banderas,--por tí fué que Trajano condujo las águilas de la batalla a Dacia;--por tí fué que Cortés plantó tu estandarte en los confines del mar.--¿Has olvidado esos días iluminados de gloria y honor,--en que las lejanas islas del mar se estremecieron bajo la pisada de Castilla?--¿en que cada tierra bajo los cielos estaba cubierta por la sombra de tus pendones? ¿en que cada rayo del sol fulguraba en tu conquistador acero?--Entonces, a través de rojos campos de matanza, a través de muerte, desastres y derrotas,--todavía flameaba enhiesta tu bandera hecha girones, pero sin mancha,--y ahora al advenedizo Saboya te encorvas para pedir un amo. ¡Cómo la roja llama de su vergüenza mancha la altiva belleza de España! ¿Acaso se ha enfriado la enardecida sangre que hervía en el Genil y en el Darro? ¿No son ya cantados a los hijos los altos hechos de sus mayores? ¿En las sombrías colinas del norte no has oído hablar de ningún labriego Pizarro? ¿No vaga ningún porquero Cortés oculto por las silvestres orillas del Tajo? ¿Otra vez debe Hispania inclinarse bajo el yugo de un extranjero? No, ella se erguirá de nuevo arrojando sus grillos al mar. ¡Pequeño príncipe del Piamonte! inconsciente te has desposado con la duda y con el peligro, Rey de hombres que han aprendido todo lo que cuesta ser libres.» Al lado de estos acentos vibrantes que resuenan como un toque de clarín, los _Poemas_ de John Hay contienen numerosas composiciones cortas, verdaderos _lieders_ a la manera de Heine y de Goethe, por la artística belleza de su forma, tanto como por el sentimiento profundo que las inspira. La índole tan peculiar de la lengua inglesa hace sumamente difícil traducir en verso cualquiera de esas piezas delicadas y elegantes. Su concisión terrible, el vigor de sus expresiones, la exactitud de sus términos, desafían todo esfuerzo y hacen la empresa casi insuperable. La única manera de dar una pálida idea de ellas, algo semejante a lo que el gran poeta alemán llamaba _du clair de lune empaillé_, es tal vez apelar a nuestra fácil rima asonante en los octosílabos, para trasladar la medida de la séptima forma del verso _yámbico_ inglés. Si alguien desea intentarlo, le recomendamos que lo haga con la balada titulada _Ernst of Edelsheim_. La influencia germánica que se nota en ella persiste en muchos de los _lieders_ que llenan una de las secciones del libro _New and Old_. Y aplicamos de nuevo este nombre a ese género de poesía, porque creemos que ningún otro conviene mejor a estos cantos de dimensiones reducidas, en que la idea se cristaliza en una forma diáfana y transparente que concentra la emoción y la espiritualiza. ¿No os parece oír el eco lejano de esos delicados suspiros poéticos de la musa alemana, al leer poesías como la siguiente? «Cuando las violetas brotaban y la claridad del sol llenaba el día, y las aves gozosas cantaban himnos al mes de mayo,--una palabra que llegó a mi oído obscureció la belleza de la escena y en mi corazón era invierno, aunque los árboles estaban verdes. Ahora las ráfagas del vendaval arrebatan las hojas muertas, amarillentas y secas; las selvas lamentan la agonía del año; me llega una palabra que ilumina con éxtasis el espacio, y en mi corazón es verano, aunque los árboles estén marchitos y desnudos.» Sin duda, no hay en esta dulce canción, ningún arrebato lírico, ninguno de esos grandes pensamientos que, en un relámpago genial, hacen penetrar sus rayos hasta el fondo de las simas más obscuras. Pero la ingenua dulzura de su ritmo, la sencillez tierna y melancólica de sus versos, dan a esta clase de inspiraciones un encanto seductor, y es tal vez en ellas donde se encuentra esa gota del néctar divino de la verdadera poesía, que brota desde el fondo del alma y fluye sin esfuerzo como el agua de un manantial cristalino. Es necesario no tomar desde luego por rasgos definitivos y permanentes lo que sólo son detalles pasajeros en la obra poética de John Hay. Lo que predomina en ella, sobre todo, y lo que la caracteriza mejor, es la variedad de los tonos de su paleta y de las notas de su lira. Así, incurriría en un craso error el que juzgando sólo por _Ernst of Edelsheim_ o el _lieder_ a que acabo de referirme, englobara a su autor en el número de los imitadores más o menos felices de Goethe o Heine que existen en la literatura actual de todas las naciones. La verdad es que donde quiera que se abra el volumen de los _Poemas_ resalta un cuadro original, una inspiración personal, el eco de una suave sinfonía. Y al pasar de un poema a otro, admira esa condición que un crítico francés llama la _permeabilidad_ del talento, don del artista de organización sensible, apto para trasladarse con el pensamiento a todas las regiones y a todas las épocas, y multiplicar su alma en _avatares_ sucesivos. Hemos hablado del cosmopolitismo de las inspiraciones de John Hay y en las pocas poesías citadas hemos dado, sin pensarlo, un ejemplo palpable de esta condición. Hemos visto, en efecto, cómo este ciudadano eminente de la gran república que marcha hoy a la cabeza de los más viejos pueblos de la tierra, ha pensado como un francés meditando en la Plaza de la Concordia y refiriéndose a la esfinge de las Tullerías, como un español sublevándose ante la dominación de Amadeo, como un italiano cantando el advenimiento de la nueva Roma. Su amplia simpatía liberal y humana, comprende todas las causas nobles y las apoya sin esfuerzo. Y como si esto no satisficiera su sed insaciable de emociones diversas y de espectáculos nuevos, también ha cultivado el exotismo, de que es un espécimen curioso el poema titulado _Sueño de bric-à-brac_. La escena de esta graciosa fantasía se desarrolla en la patria de Mme. Chrisanthème, en el pintoresco Niphom, donde el poeta se imagina «viajando entre campos de te, reclinado en su _jinrikisha_, y viendo a través de las ondulosas llanuras levantarse y perderse entre los cielos azules el alto cono del señorial Fusi-yama». Al fin ordena a los portadores que se detengan delante de lo que parecía un almacén de porcelana y penetra en él. «Una medrosa alegría, semejante a la de un dulce pecado, atravesó mi pecho mientras observaba todo sorprendido, transportado y maravillado. Porque toda la casa estaba compuesta de un solo cuarto y en una transparente y agradable opacidad, llena de esos aromas extraños y fuertes que pertenecen al maravilloso Oriente, ví, arriba, alrededor, debajo, un espectáculo capaz de inflamar el corazón ardiente, y colmar el alma más ansiosa,--una infinita riqueza de bric-à-brac». Todo el que tiene algo de artista, comprende el encanto del poeta ante aquellas estatuas de bronce viejas y raras, formadas con destreza insuperable, con trajes que ondulaban en el aire, henchidas por la eterna voluntad del arte; y delicados _netsukes_ de marfil, más ricos en tono que el queso de Cheddar, de santos y de ermitaños, de gatos y perros, torvos y disformes guerreros y estáticos batracios. Y sigue así el catálogo brillante, fantástico de las riquezas acumuladas en aquel recinto, dos páginas de exuberante colorido, cuya fraseología exótica recuerda algunos capítulos de la descripción que de su casa hicieron los Goncourt, y cuya riqueza descriptiva emula la del Gautier de _Albertus_ al pintar el antro de Verónica. Sólo que en este cuadro japonés las tintas son más dulces y risueñas, los colores más claros, las imágenes más seductoras, y en vez de la vieja bruja, hermana de Meg y de Circé, en el fondo de la tela aparece una delicada figurita de _geisha_, infantil y pequeña, que parece resumir toda la belleza del lugar, tan llena se mostraba de gracia oriental, desde sus oblicuos ojos y rostro bruñido, hasta sus pequeños pies bronceados y dorados. «Era una muchacha del viejo Japón; su diminuta mano sostenía un abanico dorado, que esparcía fragancia por todo el cuarto; sus mejillas ostentaban la pálida frescura de los pimpollos; en sus ojos obscuros brillaba un lánguido fuego, y sus labios rojos respiraban un vago deseo; sus dientes, de perla inmaculada, dulcemente proclamaban su estado de doncella. Su traje estaba tieso con el oro bordado, sus misteriosos pliegues se enroscaban alrededor del cuerpo sin permitir sospechar en dónde sus exquisitas formas abrigadas, podían reposar perfectamente escondidas, semejante a una perla encerrada en una concha demasiado grande. ¡Era tan acicalada, tan pequeña, tan suave, que se hubiera dicho que algún dios jocoso, con un festivo gesto, hubiera tomado una larga y flexible muchacha y hecho con ella un gracioso nudo. Traté de hablar y encontré ¡oh felicidad! que no necesitaba intérprete; conocía suficiente japonés para besar--no tenía otro pensamiento sino éste; y ella con sonrisa y sonrojo divino pareció propicia a mi balbuceante plegaria; mi pensamiento era suyo, el de ella era mío en la suave lógica de mi sueño. Mis brazos colgaban alrededor de su talle sutil, cuya forma trazaban a través del oro y la seda, y alegre cual la lluvia que sigue la sequía, besé y besé sus brillantes labios de carmín.» _So quaint, so short, so lissome, she, It seemed as if it well might be Some jocose god, with sportive whirl. Had taken up a long lithe girl And tied a graceful knot in her. I tried to speak, and found, oh, bliss I needed no interpreter: I knew the Japanese for kiss,-- I had no other thought but this: And she, with smile and blush divine, Kind to my stammering prayer did seem, My thought was hers, and hers was mine, In the swift logic of my dream. My arms clung round her slender waist, Through gold and silk the form I traced, And glad as rain that follows drouth, I kissed and kissed her bright red mouth._ Todos estos brillantes arabescos, estos juegos malabares de la rima y del pensamiento, no muestran sino una de las formas más fugitivas de la poesía de John Hay. Para penetrar hasta el fondo del alma y del sentimiento de este autor es necesario leer varias veces las poesías de argumento místico que contiene el volumen de los _Poemas_. Es en ellas donde aparece de cuerpo entero el hombre de su raza, y de su pueblo, el filósofo y el moralista cristiano, imbuído en ese profundo espíritu de religiosidad que es el distintivo más marcado de la civilización a que pertenece. La unción de esos cantos que se llaman _Mount Tabor_, _Religion and Doctrine_, _Sinai and Calvary_, _Israel Guy of the Temple_, etc., es la manifestación más franca del talento simpático que se muestra en todas las páginas de los _Poemas_. En ellos todo es solemne y elevado, todo tiene la pureza de la palabra evangélica que ilumina el corazón y lo redime. Al abordar estos temas, parece que la misma forma del verso se purifica y depura. Las baladas populares con su _slang_ humorístico y sus proezas de negros se olvidan por completo; las _chinoiseries_ curiosas y las leyendas germánicas desaparecen para dar lugar al acento de la verdadera inspiración que dilata en el verso sus vibraciones sonoras corno resuenan bajo las bóvedas de un templo las notas del órgano majestuoso. _Castilian Days_ es un libro de juventud, de impresiones vibrantes, de cuadros rápidos trazados con empuje entusiasta y ardorosa independencia, de fallos y condenaciones apasionadas, mezclados con elogios justicieros y algunas veces exagerados. Su autor, al publicarlo muchos años después de escrito, se vió ante la disyuntiva de rehacerlo de nuevo o dejarlo intacto en su forma primitiva, y optó con acierto por el segundo término del dilema. El conjunto de ese curioso panorama en que desfilan las costumbres, la política, el arte, la historia contemporánea y el recuerdo persistente del pasado, es excelente e interesante. Las páginas de la obra palpitan, sacudidas por una ráfaga de inspiración que no decae. Las agitaciones de los acontecimientos de aquellos días revolucionarios, que preceden y siguen el efímero reinado de Amadeo y a la frágil república de retóricos encabezada por Castelar, trasmiten a los _Días Castellanos_ un carácter de actualidad palpitante y le dan una importancia histórica que aumenta y hace resaltar la belleza literaria. Porque es necesario decirlo claramente: este libro es uno de los más interesantes que ha inspirado la tierra legendaria y seductora, amada de los artistas y de los poetas, que vió nacer a Cervantes, y cuya historia ha llenado el mundo con el prestigio de su grandeza y el brillo de sus hazañas. No pocos de los episodios que relata el autor, y que en su tiempo conmovieron al mundo entero, hoy tienen una poderosa seducción retrospectiva en su dramática sencillez. Tal sucede con el famoso duelo del duque de Montpensier y el príncipe Enrique de Borbón, de resonancia tan universal y de resultados tan trágicos y que está narrado en los _Días Castellanos_ con un arte admirable que despierta la emoción del lector y la mantiene en una tensión incesante. La rápida sucesión de los acontecimientos de nuestra época envuelve aquel suceso en las brumas de un pasado ya muy distante. La transformación que, a partir del año 70, ha experimentado la Europa, hace que las luchas de aquellos días nos parezcan más lejanas de lo que en realidad lo están por el cómputo del tiempo. El adversario feliz en el desgraciado encuentro, después de una larga vida de retiro y soledad, descansa también en el eterno sueño. Y al recorrer hoy la crónica narrada por el señor Hay, de los antecedentes y de los detalles de aquel combate singular que por sus proporciones y por sus circunstancias se diría una página arrancada de la historia medieval, se desprende un sentimiento de melancólica filosofía ante la fugacidad de las pasiones y de los odios sangrientos, que pasan y se desvanecen con el tiempo, y la eterna verdad que nos enseña la infinita vanidad de todas las ambiciones y lo efímero de las glorias y los triunfos de la tierra. _Castilian Days_ no es tan sólo un libro hermoso, sino también un libro original. Pocas naciones como España han tenido el privilegio, no diré si feliz o desgraciado, de tentar la pluma de los escritores amantes de lo pintoresco y del color local. Es difícil, por eso, al ocuparse nuevamente de la descripción de sus costumbres y sus monumentos, no repetir algo de lo que otros han dicho con mayor o menor elegancia y exactitud. Así, a pesar del indudable talento descriptivo de D’Amicis, su _Spagna_ trae involuntariamente a la memoria, a cada instante, esa maravilla de estilo que Gautier llamó _Tras los montes_ y que como todas las obras del mismo género de su autor, es un libro difícil de superar. Gautier y D’Amicis, por otra parte, son talentos de la misma índole, de la misma escuela y de la misma sangre: Las originalidades de la tierra del Cid, lo realmente característico de las modalidades del carácter castellano, no puede ser apercibido en sus matices más finos, en sus gradaciones más ínfimas por un escritor de la raza y de la escuela de aquéllos. Hay todo un orden de sentimientos y de sensaciones que, naturales en mayor o menor grado a todos los hombres de nuestra sangre, despiertan profundamente el interés de un descendiente de anglosajón. Las ceremonias del culto católico, tan curiosas en España, por ejemplo, tan llenas de colorido y tan dignas de llamar la atención del filósofo y del artista, no pueden herir el espíritu de un italiano o de un francés con la misma violencia que el de un alemán o un norteamericano. Y esta misma observación se aplica a todo un orden de ideas que se relaciona con la política, con la literatura, con el arte. Así, el duelo de los Borbones, descripto por un D’Amicis o un Dumas, daría lugar a un cuadro palpitante de realidad y de vigor, notable sobre todo por su faz plástica y pictórica. Bajo la pluma del señor Hay, él adquiere proyecciones considerables y de su narración se desprende un sentimiento nuevo que no hubiera tenido cabida ni ocasión de manifestarse en la obra de un escritor menos preocupado por su origen y sus sentimientos religiosos, de la lección moral a que se presta el encarnizamiento sanguinario de aquel combate. Leed la página siguiente relativa al Corpus Christi y veréis resaltar la forma especial en que en esta obra interesante, se mezcla la descripción y el comentario de las escenas que hieren la imaginación del autor. «El gran día de fiesta de la iglesia durante el año, es el de Corpus Christi. En este día la hostia es conducida, en solemne procesión, a través de las calles principales, acompañada por los altos funcionarios del estado, por varios batallones de cada arma del ejército, en uniforme de gala, y un vasto séquito de eclesiásticos en las más suntuosas estolas y casullas que contiene su grandeza. Las ventanas, a lo largo de la línea de marcha, están alegremente decoradas con estandartes y tapices. El trabajo se suspende en absoluto y la población entera se viste de fiesta. La Puerta del Sol,--que en esta estación fulgura con luz deslumbrante,--rebosa de pacientes madrileños cubiertos con sus mejores trajes, las doncellas de mejillas morenas con sedas flotantes como en un salón de baile y sin protección contra el cielo ardiente a no ser el abanico, que sostienen con sus manos sin guantes. Como todo es tardío en esa bendita tierra, hay dos o tres horas de charla callejera, antes que la sagrada presencia se anuncie por el sonido de campanillas de plata. Mientras la soberbia estructura de filigrana de oro adelanta, un movimiento de reverente homenaje vibra a través de la multitud. Olvidados de las sedas y de los bordados y de la conversación, todos caen de rodillas en una masa colorida, e inclinando sus cabezas y golpeándose el pecho, murmuran sus mecánicas plegarias. Hay pensadores que dicen que estas exhibiciones son necesarias; que la mente latina necesita ver con ojos absortos las cosas que reverencia, so pena de que el objeto adorado se marchite en su corazón. Si no existieran catedrales y misas, dicen, no existiría religión; si no hubiera rey, no habría ley. Pero no podemos aceptar con demasiada prisa esta teoría etnológica de la necesidad que rechazaría todos los principios del progreso y del bien positivo y condenaría a la mitad del género humano a niñez perpetua». John Hay es un hombre de gran fortuna y personalmente un caballero de prendas distinguidas y de trato muy agradable. Su residencia en Washington es una de las más espléndidas y elegantes de la capital, edificada en estilo romanesco, con un amplio _hall_ ricamente amueblado, un hermoso comedor en que durante su permanencia en la ciudad se dan espléndidas fiestas semanales y una biblioteca magnífica tapizada de obras de arte. Mr. Hay tiene ahora 60 años y es en todos respectos uno de los tipos representativos más interesantes de esta democracia pujante y dominadora. XII «AMERICAN IDEALS» La terminación de las hostilidades con España pone a los hombres públicos de esta nación en el caso de encarar los problemas de la guerra. A la verdad, ellos son complejos y numerosos; pero nadie los contempla con desconfianza, sabiendo que después de todo, serán resueltos de una manera _tranchante_ y de conformidad con los intereses de la gran república. A medida que pasan los días y que van llegando informes del campo de las operaciones militares, salen al mismo tiempo a lucir muchos detalles que no parecen calculados para mantener el prestigio administrativo de este país. Sin duda, las críticas son todavía veladas y reticentes, porque entre las virtudes americanas figura más de lo que se cree, una que desgraciadamente no poseen los argentinos y que forma en cambio uno de los rasgos más característicos de la modalidad de nuestros amigos los chilenos. Me refiero a esa cordura nacional, a ese excesivo pudor patriótico que trata de ocultar hasta donde es posible todas las faltas al extranjero. De esta manera se mantiene más fácilmente el prestigio exterior que proclamando _urbi et orbe_ los defectos y vicios del propio temperamento, exagerando las faltas y deficiencias más pequeñas e ilustrando con deplorable sagacidad todas las debilidades y defectos de la raza. No obstante esa prudente práctica americana, la prensa, aun de tintes menos amarillos, tiene tal potencia inquisitiva en este país, que poco a poco veremos salir a luz detalles inesperados de la campaña. Por lo pronto, es un hecho ya conocido y admitido públicamente que el servicio de transportes del ejército ha sido deficiente, que el servicio de sanidad no le ha ido en zaga, que lo que aquí se llama «comisariado», se ha mostrado de una incompetencia digna de nuestras repúblicas. Los oficiales y soldados, enfrente de Santiago, han pasado las mayores penurias, mientras a pocas millas de distancia se amontonaban montañas de suplementos y provisiones, sólo por falta de orden y de organización adecuada. Pero, en fin, todo esto pertenece al pasado, constituye ya la historia de esta campaña, que será seguramente escrita muy pronto y puesta a luz plena en todos sus detalles y complicaciones; lo que nos interesa por el momento. es el futuro de esta gran nación y ese es el problema que hoy preocupa principalmente a sus personajes dirigentes. Las deficiencias señaladas podrían tener importancia en uno de esos países que conocemos demasiado bien y en el que el mal no produce la reacción inmediata que lo corrige y lo evita para el futuro. Aquí podemos estar tranquilos. Si el comisariado ha mostrado defectos de organización, ellos serán salvados al instante. Cada cual recibirá su merecido y las lecciones del presente no caerán en saco roto. ¡Quién pudiera decir lo mismo de nuestras pobres repúblicas latinas, tan españolas todavía, en el sentido doloroso de desorden y de incuria que ha puesto nuevamente de manifiesto la palabra, envidiables nidos de politiqueros que nada aprenden y de generales que se preparan por la guerra civil y la aventura política a la defensa de la bandera, generales que se sublevan y pelean en las calles como ese Esteban del Uruguay, de que hace pocas semanas habló el telégrafo, o coroneles no menos _guapos_ como ese Morales de Guatemala que acaba de morir como un perro rabioso, acorralado en el fondo de una cueva, donde se había guarecido después del desbande y derrota de sus genízaros libertadores. ¿Será entre tanto exacto, como lo pretende Mr. Books Adams, en el _Forum_, que la guerra española-americana constituye un eslabón en una larga cadena de acontecimientos, que una vez completa representará una de esas memorables revoluciones en que las civilizaciones pasan de una vieja a una nueva forma de equilibrio? ¿Será verdad que así como Waterloo señaló el fin de un régimen histórico, la campaña actual marca el principio de una evolución igualmente importante? ¿Deberemos creer con el mencionado escritor, que así como en 1760 Holanda contenía el centro económico del mundo civilizado, así como ese centro se movió hacia 1815 al noroeste de la boca del Támesis, las consecuencias de la última guerra y la coalición anglosajona que parece su consecuencia inmediata, lo dislocarán más hacia el occidente, y la «sociedad humana será absolutamente dominada por una vasta combinación de pueblos, cuya ala derecha descansará en las islas Británicas, cuya ala izquierda se cernirá sobre las provincias centrales de la China, cuyo centro se acercará al Pacífico, y que circundará al océano Indico como si fuera un lago, a la manera que los romanos circundaron el Mediterráneo?». Ese sueño de supremacía y dominio universal, de hegemonía política y económica deslumbra hoy a una gran parte de los hombres intelectuales de este país. Un grupo de ellos, de todos los partidos, encabezados por la Federación Cívica de Chicago, acaba de asistir a la conferencia de Saratoga, convocada para responder a esta pregunta: ¿cuál debe ser la futura política exterior de este país? Ningún momento más propicio para estudiar este tema. Hace seis meses nadie hubiera pensado que la gran república se vería inclinada a apartarse de las tradiciones de los padres, que aconsejaron no estrechar alianzas aventuradas y mantenerse fuera de las contiendas del viejo continente. Ahora, una gran parte de la opinión aconseja abandonar de una vez por todas el sistema del aislamiento histórico y tomar un puesto prominente en el concierto de las naciones que dominan el mundo. Las deliberaciones de la conferencia han durado varios días y los miembros de la asamblea, antes de separarse, han adoptado por unanimidad una serie de declaraciones que, sin pronunciarse abiertamente por la retención de todas las colonias españolas, aconseja que no se abandone a los pueblos redimidos y que éstos se deben considerar como los «pupilos» (_wards_) del poderoso tutor americano. Los argumentos en contra del imperialismo romano o inglés que apasiona a tantos espíritus, no han escaseado, sin embargo, ni han carecido de fuerza y de elocuencia. Entre éstos, los más notables sin discusión, han sido desarrollados en un discurso de Carl Schurtz. El conocido publicista germanoamericano, examina la cuestión de la anexión definitiva de las islas tomadas a la España bajo el aspecto moral, bajo la política institucional y bajo el de los intereses comerciales. Sobre el primer punto, Carl Schurtz recuerda que el presidente en su mensaje de diciembre último, estampó esta frase: «No hablo de la anexión por la fuerza, porque no puede pensarse en esto. Ella, ante nuestro código de moralidad, sería una agresión criminal». Más lejos insiste que la guerra con España, por resolución del congreso de abril 19, fué iniciada con el objeto de «hacer al pueblo de Cuba libre e independiente» y que movido de ese interés, el presidente pidió el retiro de las fuerzas españolas de Cuba, habiendo sido autorizado por las cámaras para usar las fuerzas de mar y tierra «hasta el punto que sea necesario, para llevar a efecto estas resoluciones», o sea sólo para libertar a Cuba. «Esta resolución fué adoptada para justificar nuestra guerra con España ante la opinión pública del género humano. Todo el mundo debía entender que solamente el sentimiento del deber ponía las armas en nuestras manos; que estábamos impulsados por un alto propósito de noble desinterés; que éste iba a ser una guerra de liberación y de humanidad, no de conquista y de propio engrandecimiento. Proclamamos esto altamente. Al proclamarlo pedimos al mundo que creyera nuestra palabra. Es evidente que si esta proclamación debe interpretarse en el sentido que, mientras no anexemos a Cuba, podemos anexar cualquier otro territorio que se cruce en nuestro camino, ella hubiera sido recibida con ironía y desprecio general. Nuestro propio pueblo hubiera protestado con indignación contra la burla, y cuando algunos periódicos extranjeros nos acusaron de hipocresía y predijeron que esta guerra de liberación y de humanidad terminaría en un plan de asalto territorial, nos ofendimos profundamente y rechazamos en alta voz la vil imputación. Puedo ser anticuado, pero creo todavía que una nación, como un individuo, está obligada por el honor a mantener su palabra; que ella no puede ni preservar su respeto propio ni salvar los principios de la moralidad entre su propio pueblo, ni la estimación y confianza del género humano--a menos que sea fiel a su palabra, y que el mantenimiento de la perfecta buena fe acabará por ser finalmente la mejor inversión de fondos--que la honradez es siempre y seguirá siendo la mejor política. Y ahora pregunto a los abogados de la anexión entre nosotros, si esta república, bajo cualquier pretexto, anexa cualquiera de las posesiones españolas,--¿no convierte acaso esta guerra solemnemente proclamada de liberación y de humanidad, en una guerra de engrandecimiento propio? Les pregunto ¿quién nos creerá de nuevo, cuando aparezcamos una vez más delante del mundo con finas palabras sobre nuestra devoción abnegada y altruista por la emancipación de los pueblos y la humanidad? ¿Les pregunto si, como hombres patrióticos, realmente piensan que convenga a esta república americana presentarse ante las demás naciones de la tierra como una nación cuyas más solemnes promesas no pueden ser creídas?...». Las objeciones institucionales no son menos irrefutables, según el criterio de Carl Schurtz. Las instituciones democráticas le parecen dignas de ser conservadas en toda su pureza, a pesar del gran número de los que se cansan de oir mencionar este tema y sólo desean mirar estas cuestiones bajo el aspecto comercial. «Si esas colonias son anexadas, ellas deberán llegar a ser estados de la Unión o tendrán que ser gobernadas como provincias sujetas. ¿Y son acaso esas colonias susceptibles de ser convertidas en estados, no solamente para gobernarse a sí mismas en sus asuntos domésticos, sino también para ayudar a gobernar a la Unión participando en la formación de las leyes y en la elección de los presidentes?». «Todas ellas--dice Schurtz--están situadas en los trópicos; están más o menos densamente pobladas. En Cuba y en Puerto Rico su población consta de criollos españoles y de gente de piel negra, con algunos españoles nativos y una ligera adición de norteamericanos, ingleses, alemanes y franceses; en las Filipinas, en medio de una gran masa de asiáticos más o menos bárbaros, se ven descendientes de españoles, mezclas de sangre asiática y española, un cierto número de nativos de España y un número reducido de gente del norte». Con estos elementos, Carl Schurtz desafía a cualquiera a que establezca gobierno democrático. El afirma que no existe democracia en los trópicos. Cita el gobierno de México como un ejemplo de habilidad de Porfirio Díaz, aunque sea sólo una dictadura militar, pero a la muerte del dictador se pregunta con alarma cuál va a ser el destino de aquel pueblo. A los que sostienen que las condiciones de los territorios anexados cambiarán con una corriente de inmigración anglosajona, les contesta que esa corriente nunca se precipitará a un país tropical hasta el grado de imprimir en una raza el carácter germánico o anglosajón. La India con 300 millones de habitantes, no tiene más de 200.000 ingleses, la mayor parte en el empleo del gobierno. Las islas de Hauaii con más de 100.000 habitantes no tienen 3.000 americanos. Además, es un hecho reconocido por todos, que el pueblo de las islas que se piensa anexar, no está en aptitud de fundar un gobierno libre e independiente. «No hace mucho tiempo leí en un periódico--y todos ustedes pueden oir lo mismo de labios de muchas personas--que si los cubanos, habiendo tenido ocasión de gobernarse, se muestran incapaces de hacerlo, deberemos anexar la isla y dividirla en dos estados. En otros términos ¿si los cubanos son irremisiblemente incapaces de gobierno propio, debemos permitirles que ayuden a gobernar a nuestro propio pueblo?». En el curso del elocuente alegato de Carl Schurtz, ocurren frecuentes menciones a la política y a las condiciones institucionales de nuestras repúblicas hispanoamericanas, y con humillación confieso que ellas hieren profunda, aunque merecidamente, el sentimiento de nuestro patriotismo. La verdad es que el desgobierno sudamericano es ya tan general y proverbial, que su mención ocurre como un lugar común en el texto de cualquier escrito o discurso en que se desea sentar un caso típico de desorganización política o administrativa. Con la anexión de Cuba y Puerto Rico, Carl Schurtz mira con horror la perspectiva de una «inundación de políticos hispanoamericanos, notoriamente los más desordenados, arteros y corrompidos políticos sobre la faz de la tierra» (_notoriously the most disorderly, tricky, and corrupt politicians on the face of the earth_). Este juicio perentorio no dejará de indignar a los que creen todavía que en el estado actual del mundo es lícito hacer del nepotismo, del desorden administrativo, de la incapacidad intelectual, la regla común de un ciclo de inmoralidad crónica. ¡Qué diablo! dirán, si estos males existen como una condición _sine qua non_ del gobierno sudamericano, también tenemos la panacea que todo lo cura, la revolución, el pronunciamiento, el motín de cuartel, el «Sánalotodo» de nuestros Dulcamaras demagogos, el _sic semper tirannis_ de los Estevan y los Morales, los Barrios, los Saravia o los Alfaros, guatemaltecos, uruguayos, ecuatorianos, etc., porque la raza es numerosa y sus ramificaciones se extienden a través de todo un continente convertido en ludibrio y en ejemplo característico de barbarie y falta de integridad. Cuando se vive en países como éste y se escuchan los comentarios que provocan los síntomas de descomposición y de incurable enviciamiento político que revelan las incursiones saraviescas de Río Grande, la patriada de los generales que hace poco pelearon en las calles de Montevideo, que ha inspirado comentarios tan dolorosos para el que tiene un átomo de dignidad nacional en la prensa europea y de este país,--se comprende el odio invencible de un Sarmiento por las personificaciones y los frutos del caudillaje y se suspira con angustia por el día en que esa lepra vergonzosa desaparezca del organismo de nuestras pobres repúblicas hispanoamericanas. Por lo tanto, Carl Schurtz y los hombres de su altura moral, tratan de evitar la introducción de ese mal en cualquiera de sus formas. «Hemos librado a esas islas de la desorganización española y dádoles una oportunidad de gobernarse a sí mismas--dice. Los gobiernos que reciban no serán gobiernos ideales. Serán gobiernos hispanoamericanos, algo temperados y mitigados, tal vez, por la influencia que las empresas americanas les harán sentir. Pero en todo caso, esos gobiernos serán suyos y si degeneran en corrompidos y desordenados, por lo menos no inficionarán con su desorden y corrupción nuestra república». Ese peligro es temible para los pensadores de esta nación que no están perturbados por el sueño imperialista y que quieren salvar a su patria de «la contaminación de los políticos hispanoamericanos o hispanoasiáticos», puestos al mismo nivel, lo que tampoco es muy halagador para nosotros. En naciones como los Estados Unidos, en que el pueblo gobierna y los mandatarios ejecutan sus mandatos, no se concibe el tipo del gobierno común a una parte de nuestro continente, y eso explica la franqueza de las frases de Carl Schurtz. Aquí son todavía una fuerza las cualidades morales, la inteligencia, la energía del carácter y la integridad de la conducta. No se comprende la rotación de los puestos públicos entre parientes y allegados, ni la imposición de la voluntad de un solo hombre que se encarga de pensar y obrar por toda una nación. Así se levantan sobre el escenario político por su propio mérito y sin que tengan que arrimarse a pedir su calor a las esferas oficiales, hombres como ese Teodoro Roosevelt, el tipo más pintoresco de la campaña, un escritor elocuente y sincero, altivo y honrado, que dejó su puesto de subsecretario del departamento de marina, para formar el famoso regimiento de los Rough-Riders, que se distinguió y sufrió fuertes pérdidas en la acción de la Guásima; un carácter y una inteligencia puestas siempre al servicio de la patria; un político de segunda fila que hoy se encuentra llevado por el pueblo de Nueva York a la primera, que hoy se impone a la voluntad de los caciques o _bosses_ más refractarios a sus dotes como Platt, y que será elegido gobernador de ese estado si alguna combinación improbable de última hora no lo hace abandonar la contienda en que hoy figura como favorito merced a sus propias obras y al influjo de la ola popular. El carácter de Roosevelt está impreso en sus obras y es digno de la distinción que sus compatriotas le preparan. En las _Cacerías de un ganadero_ (_Hunting trips of a ranchman_), él ha trazado esbozos pintorescos del sport cinegenético en las grandes llanuras pastoriles del norte. En la _Guerra naval de 1812_ (_Naval war of 1812_) ha dejado una historia elocuente e interesante de los hechos gloriosos de la escuadra americana en la última guerra con los «primos de la Gran Bretaña», que hoy se quiere elevar a la categoría de hermanos. Estas obras le han dado una reputación merecida de escritor fácil y patriota sincero. Pero ninguna representa con tanta fidelidad las diversas facetas de su espíritu como su último libro de artículos sueltos, _American ideals and other essays_. En los _Ideales americanos_, Roosevelt empieza por exaltar esa tradición de gloria y moralidad que deben los americanos a los fundadores de su nación, y especialmente al padre de la gran república, de quien ha dicho con justicia Goldwin Smith que la historia _has hardly a stronger case of an indispensable man_ para su patria. «Cada gran nación--dice Roosevelt debe a los hombres cuyas vidas han formado parte de su grandeza, no solamente el efecto material de lo que hicieron, no solamente las leyes que sostuvieron o las victorias que alcanzaron contra enemigos en armas,--sino también la inmensa aunque indefinida influencia moral producida por sus hechos y palabras. Sin Washington jamás probablemente habríamos ganado nuestra independencia de la corona británica, y casi seguramente hubiéramos dejado de ser una gran nación, permaneciendo más bien como un conjunto de pequeñas comunidades y derivando hacia el tipo de gobierno que prevalece en la América española. Sin Lincoln tal vez no hubiéramos podido conseguir la unidad política que hemos ganado; y aunque ella hubiera sido lograda, la lucha que debimos mantener y los resultados de esa lucha, hubieran sido tan diferentes que su efecto sobre nuestra historia nacional habría sido profundo. Sin embargo, la deuda de la nación hacia esos hombres no se limita a lo que ella les debe por su bienestar material, por más incalculable que sea. Arriba del hecho de que somos hoy una nación independiente y unida, con medio continente por herencia,--descansa el hecho de que cada americano es más rico por la herencia de nobles hechos y nobles palabras de Washington y de Lincoln. El que lee la proclama de Gettysburg o el segundo discurso inaugural del más grande de los americanos del siglo diez y nueve, o el que estudia las largas campañas y nobles dotes de estadista de aquel otro americano que fué aún más grande, no puede dejar de sentir dentro de sí mismo una tendencia hacia cosas más altas y más nobles que las que se obtienen por el goce de la mera posteridad material.» Este culto platónico por las lecciones de las grandes personalidades morales de la nación, es un buen sentimiento para un futuro gobernante y es prenda segura de que él tratará de ajustar su conducta pública a los modelos que admira. Pero no sólo en las frases anteriores se nota la elevación de miras y de propósitos de Roosevelt. En su espíritu la admiración por los grandes hechos de los buenos se une al odio y el desprecio por los vicios de los malvados. «Del mismo modo--añade más lejos--que nos sentimos mejores por los actos de los hombres dignos que han servido bien a la nación, así nos sentimos peores por los actos y las palabras de los que han tratado de causar males a nuestra tierra. Afortunadamente, nos hemos librado del peligro del más temible de todos los ejemplos. No hemos tenido que luchar contra la influencia ejercida sobre la mente de hombres ávidos y ambiciosos por la carrera del aventurero militar que encabeza con éxito algún movimiento revolucionario o separatista. Ningún hombre causa un mal tan incalculable a un país libre, como el que enseña a los jóvenes que uno de los senderos que conducen a la gloria, a la fama y al éxito temporal, se encuentra en la línea de la resistencia armada al gobierno, en la tentativa de derrocarlo.» Son frases como las anteriores las que debían ser inculcadas en las generaciones nuevas de nuestro continente, y los principios morales que ellas enseñan son tan aplicables a los hombres de nuestra raza, que si el espacio me lo permitiera, continuaría transcribiendo _in extenso_ la prosa fuerte y colorida de Roosevelt. A pesar de esta limitación forzada, creo interesante reproducir el siguiente párrafo que pinta una clase social que, no obstante nuestra reducida población, ya tiene más de un representante entre nosotros. «Existen,--dice Roosevelt--culpables más numerosos que los que cometen abiertamente el acto injurioso. No se puede increpar bastante a los ricos que todo lo sacrifican a la acumulación de su riqueza. No hay en el mundo un carácter más innoble que el del mero acaparador de fortuna (_money getting_) americano, insensible a todo deber, indiferente a todo principio, preocupado solamente de acumular una fortuna y confinando esa fortuna a los usos más bajos--ya sea que la emplee en especular en títulos o permita a sus hijos llevar una vida de loca y derrochadora ociosidad y libertinaje, o ya sea que compre algún aventurero de alta posición social, extranjero o nativo para su hija. Ese tipo de hombre se hace tanto más peligroso si ocasionalmente ejecuta actos como el de la fundación de un colegio o dotación de una iglesia, que obliga a una parte del buen público a olvidar su iniquidad. Esos hombres son igualmente malvados con el obrero a quien oprimen y con el estado cuya existencia ponen en peligro. No hay muchos de ellos, pero son numerosos los que se acercan más o menos al tipo, y mientras más próximos a él se encuentran, más funestos son para la nación. El hombre que se contenta con dejar que la política vaya de mal en peor, chanceándose con la corrupción de los politiqueros, el hombre que se contenta con la mala administración de la justicia sin hacer un esfuerzo resuelto e inmediato para reformarla, falta a su deber y prepara el camino para males infinitos en el futuro. La dura, la brutal indiferencia hacia el derecho y la miopía igualmente brutal respecto a los resultados inevitables de la corrupción y de la injusticia, son deplorables en extremo, y sin embargo son rasgos característicos de un gran número de americanos que se consideran a sí mismos perfectamente respetables y que son considerados así por una gran parte de sus poco descontentadizos conciudadanos... Otra clase que se confunde con ésta, aunque se distingue de ella por ser menos peligrosa, es la de los hombres cuyo ideal es puramente material, que lucharían por el buen gobierno si estuvieran seguros de ser pagados, que todo lo someten a la vara de medir, que son incapaces de apreciar ninguna cualidad que no sea un objeto mercantil; no entienden que un poeta puede hacer más por su país que el propietario de una fábrica de clavos, y no conciben que ningún grado de prosperidad comercial puede suplir la falla de las virtudes heroicas o resolver por sí misma los terribles problemas sociales que todo el mundo civilizado debe afrontar... El hombre de esta clase representa individualmente un elemento casi imponderable en la obra y el pensamiento de la comunidad; pero en medio de la masa permanece como un real peligro, porque encarna un sentimiento visible en los últimos tiempos entre mucha gente respetable. Las personas que se jactan de tener un ideal puramente comercial, ignoran aparentemente que ese ideal es el más sórdido y mezquino que puede haber en el mundo y que ninguna comunidad de bandoleros de la Edad Media puede haber llevado una vida más ingrata que la que sería la de hombres para quienes el comercio y las manufacturas fueran todo y para quienes las palabras como el honor y la gloria nacional, el valor y la intrepidez, la lealtad y la abnegación, hubieran perdido su sentido. El ideal puramente material, puramente comercial, el ideal de aquellos «cuya patria es la gaveta», es en su esencia degradante e inferior. Hoy es más cierto que nunca que ni el hombre ni la nación viven solamente de pan. El ahorro y la industria son virtudes indispensables; pero ellas no bastan. Debemos basar nuestras aspiraciones a un mejoramiento cívico y nacional en condiciones más nobles que las de la simple habilidad para los negocios». Si el coronel Roosevelt es elegido gobernador del estado de Nueva York, en su alta posición política tendrá oportunidad de luchar por esos «ideales americanos» cuya defensa y comentario forma la materia de su último libro. ¿Realizará la obra de purificación y del desarrollo del _bossismo_, que pervierte la vida municipal de la gran comunidad que deberá dirigir, se librará de la contaminación de los Platt y los Crocker, que hoy dominan omnipotentes en aquel estado? El problema es de difícil solución para un hombre de partido, por aquella razón dada a Hamilton en una forma incisiva hace muchos años por el espíritu volteriano del _gouverneur_ Morris, una de las figuras más interesantes de la intelectualidad americana: «Es peligroso ser imparcial en política. Usted que es templado en la bebida, habrá notado tal vez la torpe situación del hombre que continúa sobrio después que sus compañeros se han embriagado.» «_You who are temperate in drinking have perhaps noticed the awkward situation of a man who continues sober after the company are drunk._» XIII DAVID AMES WELLS David Ames Wells, muerto hace pocos días en Norwich (Connecticut), era un hombre de reputación universal, y su desaparición enluta al mundo científico americano. Como casi todos los estadistas eminentes de la gran república, sus comienzos fueron arduos y modestos. Después de haber intentado diferente ocupaciones, entró en el periodismo, y mientras permanecía en él tuvo la suerte de inventar la primera máquina de doblar mecánicamente los periódicos y los pliegos de los libros, que le proporcionó medios con que continuar sus estudios científicos en una escala superior. Observador infatigable y dotado de una inteligencia brillante, más que en los libros recogió su enseñanza en la vida y en la práctica diaria de los negocios, y más tarde controló con las lecciones teóricas de los maestros las ideas y principios originales que había descubierto por sí solo en su incesante labor. Sus primeros escritos lograron despertar la atención del público; pero sólo después de la guerra civil su nombre adquirió una notoriedad envidiable. La gran república salía de la lucha fatigada y desconfiando de sí misma, bajo el peso abrumador de una deuda colosal. Se dudaba por los más patriotas que ella pudiera levantarse ni ser fiel a sus compromisos. Fué entonces que David Wells encaró el problema con su fino análisis y su amplitud admirable de información, publicando un libro que tuvo enorme resonancia, bajo el título de «Nuestra carga y nuestra fuerza» (_Our Burden and our Strength_). Lo que nadie había visto, aparecía de bulto a los ojos del economista eminente; la potencia y vitalidad enorme de esta nación; la inagotable fuente de sus recursos naturales, la promesa segura de su destino. Esta obra le abrió las puertas de la vida pública. El presidente Lincoln lo llamó a colaborar en el gobierno como presidente de la comisión de impuestos, en cuyas funciones mostró sus dotes admirables de estadista y la solidez de sus principios económicos. Cuando el término de los trabajos de la comisión de impuestos hubo concluido, el presidente Lincoln nombró al señor Wells comisario especial de impuestos por el período de cuatro años. «La gran obra de reconstruir, abrogar y modificar leyes relativas a los impuestos internos,--dice uno de sus biógrafos,--fué desde entonces confiada a su criterio, y la realizó en una forma que le dio títulos a la gratitud permanente de su país. Puede decirse que él originó todas las grandes reformas que en el sistema de impuestos se adoptaron por el Congreso hasta 1870 y que llevó a cabo muchas de ellas en medio de una fuerte oposición, por el poder convincente de su raciocinio. Entre estas reformas se cuentan el nuevo plan de todo el sistema de leyes de impuesto interno, diminución y abolición final del impuesto al algodón, a las manufacturas y petróleo crudo, la creación de distritos de inspección y la aplicación de estampillas para la recaudación de impuestos al tabaco, a los licores fermentados y a los espíritus destilados. La corrupción había llegado entonces en Washington a su mayor altura y los mismos absurdos e iniquidades del impuesto contaban con fuerzas poderosas interesadas en su mantenimiento. En el libro de Mr. Wells, titulado _Economía práctica_, publicado en 1885, se conserva la más instructiva colección de ensayos sugeridos por la experiencia de aquel período. Allí se ve cómo los destiladores de _Whiskey_ más de una vez prevalecieron en el Congreso haciendo elevar el impuesto sobre su propio producto, exceptuando el que ya estaba en depósito, y obteniendo de esta manera ganancias de más de cien millones de dólares.» El mismo publicista a quien pertenece este juicio, recuerda el éxito alcanzado por Mr. Wells, demostrando la locura de imponer dos pesos a cada galón de licores destilados, o sea un 7.000 por ciento del costo original de dicho producto. Cediendo a sus instancias y a sus seguridades que la renta de ese renglón sería mucho más considerable si se rebajara el impuesto, éste fué disminuído hasta medio dólar por galón; y bajo la influencia de esa reducción, la renta de aquella fuente se triplicó en corto tiempo, subiendo de 18.655.000 pesos en 1868 a 55.606.000 pesos en 1870. En 1867, el ministro de hacienda fué autorizado por el Congreso para presentar un proyecto de tarifa de aduana que redujera los altos derechos establecidos durante la guerra civil. El señor Wells fué encargado de ese trabajo y antes de desempeñarlo quiso estudiar de _visu_ las condiciones económicas, fiscales e industriales de los países europeos y realizó un viaje al viejo continente. Hasta entonces el distinguido economista había sido un partidario convencido de los aranceles de aduana proteccionistas. Los estudios que efectuó durante su investigación europea, lo convirtieron en un libre cambista. Vió que al adoptar la política de estimular la industria interna otras naciones habían evitado caer en el extremo de gravar las materias primas necesarias para esa industria, y que los países que, como Austria o Rusia, claman por derechos proteccionistas, eran aquellos en que precisamente se pagaban salarios más bajos, y en consecuencia se convenció de que el pago de salarios altos en conexión con el uso de la más adelantada maquinaria era un síntoma, no de debilidad, sino de fuerza industrial. Las obras de Mr. Wells son numerosas, y le valieron distinciones tan grandes como la de ser nombrado miembro de la Sociedad de Estadística de Inglaterra y de la Academia de Ciencias Políticas de Francia. Su último libro publicado _Recent economic changes_, es uno de los volúmenes más interesantes y nutridos de experiencia publicado aquí y en Europa en materia económica. El señor Wells examina en él el problema de la «depresión del comercio»; muestra los cambios producidos en las condiciones industriales del mundo por los adelantos de la producción y del transporte, e indica que esos cambios exigen la aplicación de métodos que estén en relación con el progreso moderno. Es aquél el libro de un sabio y de un pensador. En cualquiera de sus páginas el lector tropieza con una observación exacta, con un dato precioso, con un análisis que penetra al fondo de los hechos y extrae de ellos una lección o un ejemplo provechoso. No puede darse una idea mejor del método y estilo del señor Wells que transcribiendo algunas páginas de su interesante obra. Refiriéndose a la «depresión del comercio», por ejemplo, él describe lo siguiente: «En todas esas investigaciones y discusiones, el objetivo principal ha sido el reconocimiento o determinación de causas; deseo tanto más natural y legítimo, cuanto que es claro que sólo por medio de aquel reconocimiento y determinación puede disiparse la atmósfera de misterio que hasta cierto punto envuelve los fenómenos examinados, así como abrir el camino para una discusión inteligente de sus remedios. Y en este punto las conclusiones expresadas han sido amplia y curiosamente diferentes. Casi todos los investigadores concuerdan en que la universal y continua «depresión de los negocios» es atribuíble, no a una sino a varias causas, que han tenido sobre ella una influencia más o menos grande; y entre esas causas las siguientes son generalmente miradas como particularmente potenciales: «el exceso de producción», «la escasez y apreciación del oro», o «la depreciación de la plata, por su desmonetización»; «las restricciones del libre curso del comercio» por medio de tarifas proteccionistas por una parte y de excesiva y extraordinaria competencia originada por un exceso de importaciones extranjeras consiguiente a la ausencia de comercio libre o a la protección; fuertes pérdidas nacionales, ocasionadas por guerras destructoras como la franco-alemana; continuación de gastos militares exagerados; pérdida de cosechas; improductividad de empréstitos extranjeros e inversiones de fondos; excesiva especulación y reacción después de grandes inflaciones; huelgas e interrupción de la producción a consecuencia de los «trade-unions» y otras organizaciones del trabajo; concentración del capital en pocas manos y consecuente influencia contraria a la equitativa difusión de la riqueza; «gastos excesivos en bebidas alcohólicas e imprevisión general de las clases obreras». Un comité holandés, en 1868, encontró una causa importante en «el bajo precio del vinagre alemán». En Alemania, en 1886-88, la continuación de la depresión del comercio ha sido atribuida en una gran medida, «a la inflamable condición de los asuntos internacionales», y al «miraje de la guerra»; aunque la gran baja en el precio del azúcar de remolacha y la «inmigración de los judíos polacos», también han sido citados como factores influyentes de la situación.» Todas estas causas son examinadas y analizadas por el señor Wells en el curso de las páginas subsiguientes de su libro, con una firmeza de criterio y amplitud de erudición que admiran. Como repertorio de hechos y recopilación de datos metódicamente organizados y armónicamente engarzados en su exposición,--su estudio nada deja que desear. La parte de ese estudio que se refiere a la pretendida desmonetización de la plata y a la apreciación paralela, de la moneda de oro, así como sus consecuencias, es completa y agota la materia. Sería imposible en el corto espacio de un artículo, seguir paso a paso el desarrollo de las ideas y opiniones de Mr. Wells. Pero no lo es extractar algunas de las conclusiones a que lo conduce la lógica de su trabajo y que son altamente interesantes para países de moneda momentáneamente depreciada como la República Argentina. «El tema de la influencia perturbadora de la declinación del valor de la plata en el comercio entre naciones que usan oro o plata,--dice,--es muy complicado y difícil de analizar, y las opiniones de personas prácticamente interesadas en tal comercio no se armonizan; pero es difícil ver cómo puede uno investigar esta materia, a la luz de la experiencia proporcionada por los años transcurridos desde 1873, sin arribar a la conclusión de que la gravedad de las perturbaciones ha sido grandemente exagerada y que el expediente de tratar de proveer remedios por medio de la legislación--si la legislación fuera práctica--es muy dudoso. «Al formarse un juicio respecto de este problema, conviene tener siempre presente en el espíritu el hecho de que el comercio internacional es comercio de producción y no de moneda; y que los metales preciosos entran en él solamente para el arreglo de saldos. En realidad, todos esos cambios son--excepto de una fracción mínima--el resultado de un elaborado y organizado sistema de trueque, y el principio del trueque prevalece en ellos y determina en una gran extensión los métodos empleados. El comercio entre Inglaterra e India es un cambio de servicio por servicio. Su carácter no se alteraría si la India adoptase el patrón de oro mañana, o si, como Rusia, adoptara un papel inconvertible, o como China comprara y vendiera por peso en vez de hacerlo por cuenta. ¿Dará la India más trigo por una cantidad dada de paño, porque use plata en vez de oro en su comercio interno? ¿Dará Inglaterra menos paño por una cantidad dada de trigo porque ella lleve sus cuentas en libras, chelines y peniques en vez de rupias? A menos que todos los postulados de la economía política sean falsos--a menos que estemos enteramente equivocados al suponer que los hombres en su capacidad individual, y por consiguiente, en su capacidad conjunta como naciones, buscan la mayor satisfacción con el menor trabajo--debemos reconocer que la India, Inglaterra y América producen y venden sus artículos unas a otras, por lo más que pueden obtener en otros productos, sin tomar en cuenta la clase de moneda que usan sus vecinos o que es empleada por ellas mismas. Un medio circulante de plata no da ninguna fuerza adicional al _ryot_ hindú, ni aumenta la fertilidad de su terreno, ni añade el número de pulgadas de su lluvia; ni una circulación en oro disminuye la capacidad y recursos do su rival el chacarero americano. Tampoco la diferencia de sus respectivos sistemas monetarios, afecta el juicio del comprador de trigo de Liverpool. ¿Hay un simple factor en los elementos de la producción y del transporte por sólo el cual los términos de la competencia sean equilibrados, modificados por el medio circulante local o por las fluctuaciones del mismo? Seguramente no ha habido fluctuaciones más repentinas y violentas que las de la moneda americana durante la guerra civil. No dejaron ellas de producir efectos; pero estos efectos no fueron susceptibles de cambiar los términos de la competencia en el comercio internacional.» Otros capítulos notables del libro del señor Wells son los que se refieren a las restricciones opuestas al comercio por la política fiscal proteccionista, triunfante en la mayor parte de los países europeos y en los Estados Unidos. Todos los hombres públicos argentinos deberían leer esas páginas con atención y encontrarían en ellas útiles enseñanzas. La revista que hace el señor Wells de las condiciones comerciales de los países proteccionistas--muestra claramente el fracaso irremediable y los males de un estímulo artificial a las industrias. Pero fuera de la lección económica que se desprende de esta parte de su estudio, él encierra una lección moral digna de recordarse, mostrando cómo esa política errónea tiende a dividir más profundamente la familia humana y a enconar los odios y las prevenciones de pueblo a pueblo, manteniendo una tensión que prepara la atmósfera para el estallido de guerras destructoras. «Concurriendo con el aumento de las restricciones recientes de las relaciones comerciales, dice el señor Wells, y como una consecuencia indudable o una faz lógica de esa política, ha revivido la idea que desde la rebelión feliz de las colonias angloamericanas y el abandono de la anticuada política colonial europea, llegó a ser considerada como igualmente contraria a la civilización y al precepto cristiano de la fraternidad nacional y de la independencia del género humano,--a saber, que es ventajoso para el pueblo de diversas nacionalidades prohibir la inmigración y residencia de hombres de otros pueblos que tratan de participar de sus industrias y desarrollar sus recursos naturales. En la iniciativa de esta regresión del pasado, Rusia abrió el paso con la adopción de medidas tendientes primero a la expulsión de sus súbditos israelitas, luego de todos los extranjeros residentes ocupados en la industria fabril o en la minería; hasta que, finalmente, prohibió que los extranjeros llegaran a ser o continuaran siendo propietarios territoriales dentro de su imperio. Alemania la siguió, expulsando gran número de polacos de sus provincias del noroeste bajo el pretexto de que eran católicos y eslavos, pero en realidad, porque los más civilizados y más cristianos labradores alemanes temían su competencia industrial. Los Estados Unidos, de igual manera, han prohibido la inmigración y residencia dentro de su territorio de los chinos, ostensiblemente porque son infieles, inmorales e incapaces de asimilación política, pero en realidad porque tienen trabajo que vender en competencia con otros vendedores análogos... Australia también está expulsando a los chinos de sus colonias. Francia, por un decreto de 1888, ordena que todos los extranjeros que se establezcan permanentemente en ella deben registrarse y obtener permiso para hacerlo; siendo el principal y declarado objeto del mismo impedir la inmigración de los belgas y los italianos, que son los únicos extranjeros que participan en cierto grado del comercio doméstico y de la industria del país; y está sobreentendido que este registro es solamente un paso preliminar para la imposición de fuertes impuestos diferenciales sobre todos los inmigrantes extranjeros que reciben salarios en Francia. No se alega que ellos desobedezcan las leyes o resistan a sus funcionarios; sino, por el contrario, se concede que pagan sus impuestos con tanta regularidad como los franceses y no bajan perceptiblemente el nivel de la civilización general, como los chinos en los Estados Unidos o los judíos en la parte sudeste de Europa... En verdad, se diría, que los pueblos de las diferentes nacionalidades están empezando a odiarse los unos a los otros como en la Edad Media, aunque por razones enteramente diferentes; pues el antiguo sentimiento de antagonismo nacía de la ignorancia mutua, mientras el actual tiene origen en un conocimiento mayor debido a las grandes facilidades de intercomunicación personal. La fraternidad nacional en el futuro parece que se afirmara por la supresión de las relaciones. Una consecuencia segura de esta condición--fuera de las perturbaciones económicas y las pérdidas consiguientes que ocasiona--es que la amistad entre las naciones, que tanto había crecido durante el último medio siglo y que se esperó con fundamento pondría un término a la guerra y a sus enormes gastos preparatorios, ha experimentado una declinación marcada en un período reciente.» La gran república cuenta entre sus hijos muchos publicistas distinguidos que hacen una especialidad de los estudios económicos. Ninguno de ellos, sin embargo, posee la autoridad legítima que en una larga vida de trabajo fructífero logró conquistar David Ames Wells. Los que se interesan en el porvenir y el perfeccionamiento moral de sus instituciones, deploran con razón la muerte de un estadista que podía aún prestarles valiosos servicios, y su falta es más dolorosa en estos momentos en que tantos problemas deben ser resueltos y en que él pudo haber guiado a sus compatriotas con el brillo de su talento y la sabia austeridad de su experiencia. XIV UN CHRISTMAS SOMBRIO La vida política y financiera de este país ha sufrido su periódica interrupción anual con las fiestas de Navidad. El espectáculo presentado por las ciudades americanas en esta época del año es indescriptible en su pintoresca uniformidad. Por todas partes la multitud alegre ocupa las calles y las avenidas y se precipita en masas compactas a los grandes almacenes que agotan el repertorio de su inventiva para anunciar el despliegue de las novedades de Christmas. En las anchas aceras una selva artificial de pinos de Navidad con el verde empañado de sus ramas puntiagudas, hace una competencia ruinosa al tronco desnudo y seco de los árboles de los parques y de las calles, que muestran la herrumbre del invierno y cuyas últimas hojas siguieron hace tiempo el rumbo de los vientos otoñales. Los teatros rebosan de un público _sui géneris_ de pequeños empleados y familias patriarcales, para quienes la asistencia al parterre es un acontecimiento que no se repetirá hasta el próximo Christmas y que se saborea, por consiguiente con una especie de religiosa solemnidad. Los mensajeros cortan el aire como flechas, corriendo en sus bicicletas de casa en casa para dejar los regalos de los amigos y los parientes. Los carteros pasan encorvados por el peso de los sacos de tarjetas y cartas congratulatorias. Todo el mundo tiene un aire de satisfacción y de alegría que encanta. Hasta en la mesa más pobre figura ese día el pavo tradicional y los hijos del millonario como los del obrero, se acuestan sonrientes, soñando con ángeles rosados y con la grave figura de barba blanca de Santa Claus, que llenará de juguetes las medias colgadas alrededor de la chimenea, mientras cae la nieve en el exterior y las ráfagas heladas del viento nocturno, cantan la fúnebre melopea de los que parten. _¡Christmas! ¡Christmas! ¡Merry Christmas!_ Se diría que estas palabras tienen una virtud secreta para adormecer las penas y las inquietudes del futuro y que el pobre viajero fatigado de su peregrinación terrestre, recobrara las fuerzas a su influjo, con la esperanza de nuevos días de ventura. El círculo de la familia se estrecha más este día, como si los viejos buscaran un apoyo en el calor de los niños y los niños quisieran reanimar con su alegría la llama vacilante que dormita bajo la ceniza de los años. Se comprime en el fondo del pecho un suspiro por los que han partido, pero se trata de olvidarlos por algunos momentos y de derramar el exceso de la ternura sobre los que aún responden a la presión de nuestros brazos. El espíritu fatigado de la labor diaria, se retempla en esa semana de reposo, como en un baño fortificante y sale de ella más dispuesto que nunca a la lucha y al sacrificio. _¡Christmas!--¡Merry Christmas!_--el árbol de Navidad fulgura alumbrado con mil luciérnagas de colores. Como telarañas de oro en sus ramas se entretejen hilos deslumbrantes y en medio de ellos brotan esas pomas bruñidas de reflejos metálicos, esas frutas maravillosas y frágiles que parecen trasplantadas de los jardines de Aladino. El toque estridente de las trompetas, empuñadas por manos infantiles, y el repiqueteo cristalino de las campanillas que cuelgan de las ramas temblorosas, se une a las aclamaciones de los que saludan a Santa Claus, dispensador de bienes, con su barba cana, sus cabellos escarchados y su bonete de fieltro que desafía los rigores del invierno. _¡Christmas!--¡Merry Christmas!_--Los que viven en otros climas y buscan en estos días en el campo un alivio a las brisas sofocantes de las grandes capitales, no pueden comprender fácilmente la poesía de estas noches nevadas, la suprema belleza de esta Navidad _poudrée à blanc_ como una marquesa del antiguo régimen. Pero también, y felices ellos, no están tan expuestos como nosotros a que se nos oprima el corazón ante el espectáculo de los dramas que sombrean estos días de alegría íntima y la felicidad doméstica. Las cuatro líneas banales de un diario cuyas páginas ilustradas cantan en todos los tonos la gloria de la Navidad y el esplendor de las fiestas sociales de este tiempo, revelan uno de esos dramas, y al leerlas, he sentido como nunca la injusticia y las durezas de la suerte para los desheredados de la fortuna, para los que ganan el pan con el sudor de su frente. La historia es banal y puede relatarse en cuatro líneas. Un obrero honrado, un padre de familia ejemplar en cuyo hogar miserable brillaba la cabecita rubia de una única hija, esperaba la llegada de Christmas para sustituírse a Santa Claus y hacer la felicidad de aquel pobre ángel, depositando en sus mediecitas remendadas los regalos prometidos en largas veladas de conversación animada. La carta tradicional a la generosa deidad había sido escrita con esa letrita arrevesada de los cinco años, y en ella había ido la larga y complida lista de los pedidos. Y aquel hombre ingenuo, avezado al trabajo manual diario, doblegado por doce horas continuas de taller de enero a enero, acariciaba la idea de los regalos para su hija con una pasión más intensa aún que la de ésta. Con una confianza ciega en su destino, él, tan habituado al sufrimiento, tan sumiso ante las durezas de su suerte, exaltaba la imaginación infantil con cuentos maravillosos en que fulguraban los juguetes de Christmas y la visita de Santa Claus, mientras la mujer preparaba la cena diaria con esa pasividad resignada y fatalista de los seres para quienes la vida no tiene una sonrisa. El desgraciado artesano no contaba con la sorda guerra industrial y la competencia de las empresas rivales. Dos semanas antes de Christmas su fábrica cerraba la puerta, su patrón rendía las armas aplastado por los recursos de algún poderoso sindicato. Aquel hombre arrojado así de golpe a la miseria, vaga de casa en casa sin encontrar trabajo. Su miserable salario le ha impedido hacer ahorros y pronto el hogar carece de lumbre y el pan empieza a escasear, y los padres famélicos disminuyen su ración diaria para saciar las necesidades de su pequeña hija. El derrumbe de todos sus sueños, la espantosa realidad de su miseria, tortura el corazón del desgraciado. La visión del Christmas helado, del Christmas sin fuego y sin luz, golpea las paredes de su cerebro con el martilleo tenaz de la monomanía. Las preguntas inocentes de su hija son paladeadas por aquel mártir como gotas de veneno. Al fin, busca un refugio en la taberna y cuando también se le arroja de allí, busca el supremo refugio en el suicidio y las mediecitas remendadas cuelgan en vano en el cuarto solitario donde solloza la madre, calentando entre sus brazos el cuerpo endeble de la criatura. ¡Ay!--esas medias vacías, ese llamamiento a Santa Claus que no será respondido, ese cuadro de miseria, ese Christmas de sombra y de muerte, ha nublado para mí las luces del árbol maravilloso y ha puesto notas lúgubres en el alegre repiqueteo de las campanas de Navidad!... Cuando aún no se había apagado el eco de las fiestas, una pérdida que afecta a todo nuestro continente, congregaba a la sociedad de Washington en la legación de Méjico. La muerte de don Matías Romero ha sido universalmente sentida, pues el extinto gozaba de generales simpatías y por su larga residencia en los Estados Unidos estaba íntimamente vinculado a los hombres políticos más distinguidos de la nación. Hace pocos días el gobierno de Méjico, deseando probar de una manera elocuente el aprecio que le merecía su representante en Washington, elevó la legación al rango de embajada, para investir al señor Romero con los privilegios e inmunidades de la más alta jerarquía diplomática. Desgraciadamente, la muerte llegó más pronto que el galardón y el distinguido estadista mejicano rindió su vida antes de recibir su nueva investidura oficial. El señor Romero, según los datos de una corta biografía que él tuvo tiempo de corregir pocos días antes de su última enfermedad para darla a la prensa con motivo del nuevo nombramiento recaído en su persona, nació en la ciudad de Oaxaca el 24 de febrero de 1837, principió su educación en el lugar de su nacimiento y la terminó en la capital de la república, donde se recibió de abogado. En 1855 entró por primera vez en la secretaría de relaciones exteriores, pero siguió dedicado a sus estudios jurídicos. Cuando en 1857 el presidente Comonfort dio el golpe de estado y el señor Juárez se vio precisado a salir de la capital, el señor Romero le acompañó hasta que llegó al puerto de Vera Cruz. Allí prestó sus servicios como oficial de la misma secretaría de relaciones exteriores. En diciembre de 1859 vino a Washington como primer secretario de la legación mejicana y permaneció en esta capital con ese carácter hasta agosto de 1860, cuando por ausencia del ministro, quedó de encargado de negocios. Regresó a Méjico en 1863 para tomar parte en la guerra contra los franceses y nombrado coronel por el presidente Juárez, el general Porfirio Díaz le designó como su jefe de estado mayor. Poco después el presidente Juárez le nombró enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Washington, cargo que desempeñó hasta enero de 1868 y en el cual prestó importantes servicios a su país. De regreso a Méjico fué nombrado ministro de hacienda, pero se vió obligado, debido a su quebrantada salud, a separarse de ese empleo en 1872. Vivió por tres años en Soconusco, dedicado a trabajos agrícolas, y después volvió a desempeñar la cartera de hacienda en 1877 y 1878 y fué también administrador general de correos en 1880. En marzo de 1882 regresó a Washington con el carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, y desde entonces hasta su muerte ha seguido desempeñando ese cargo, con sólo la interrupción de unos diez meses en 1892, cuando por tercera vez estuvo al frente de la secretaría de hacienda. Durante su permanencia en los Estados Unidos, el señor Romero dió pruebas continuas de acierto y de habilidad diplomática. No era un hombre de brillante apariencia ni de dotes sociales extraordinarias. Su persona reflejaba la modestia de su carácter. Invariablemente grave, era uno de esos espíritus que toman a lo serio las cosas de la vida y para quienes la existencia es una milicia según la palabra bíblica. Conocía a los Estados Unidos como pocos americanos conocen a su propia patria, y tenía una simpatía respetuosa y elevada por las condiciones de este pueblo. Alguna vez, estos sentimientos le fueron reprochados en su país, donde se suponía que su patriotismo había sufrido un eclipse por su larga convivencia con el pueblo americano. Nada más injusto y erróneo que esta opinión. He conocido al señor Romero íntimamente y todos los que como yo han tenido esa fortuna, saben que él era ante todo un hombre de su país y de su raza y que todos los actos de su vida pública y privada se ajustaban a principios morales elevados y a un culto inteligente y celoso por la tierra de su nacimiento. Hace pocos meses el señor Romero dió a luz una obra titulada _Mexico and the United States_. En el primer tomo de ese libro, único publicado por el autor, se registran trabajos de diferente índole y extensión. El primero de dichos estudios contiene un esbozo estadístico y geográfico de Méjico en nuestros días, recopilación de datos sumamente interesantes agrupados en un orden lógico y que dan una idea clara de los progresos realizados por la patria del señor Romero, al amparo de la paz mantenida en ella por el presidente Díaz. Los ensayos que siguen a este extenso trabajo son de carácter histórico y político y versan sobre el Génesis de la Independencia Mejicana, la Filosofía de las Revoluciones mejicanas, la Conferencia Pan-Americana y diversos estudios económicos relacionados con el patrón monetario de plata y los salarios en Méjico. Tuve ocasión de ayudar al señor Romero proporcionándole datos históricos relacionados con la independencia argentina y facilitándole la consulta de las obras del general Mitre en la época en que por primera vez dió a luz en la _North American Review_ los artículos que reunió luego bajo el título de «Génesis de la Independencia Mejicana» aunque en ellos se refiere a la guerra de la emancipación sudamericana en general y aunque su principal objeto al escribirlos fué probar que nuestras repúblicas no recibieron ayuda ni socorro de ninguna especie de los Estados Unidos en la época de su separación de la Corona de España, y que la libertad de Cuba se hubiera efectuado al principio del siglo a no ser por el veto opuesto por los Estados Unidos a los planes de Bolívar. Las aseveraciones del señor Romero fueron rebatidas por el senador Money, y esta polémica dió origen al extenso y bien pensado estudio a que vengo refiriéndome. El señor Romero fué uno de los miembros más prominentes del Congreso Panamericano que se reunió en Washington en 1889, y su artículo consagrado a la histórica conferencia es uno de los más interesantes de la colección. En él se estudia especialmente la actitud de los delegados de la República Argentina, cuyas vistas generales sobre los fines y los objetivos reales del congreso diferían radicalmente de las del ministro de Méjico. El señor Romero, en términos correctos y serios, deja entender que la susceptibilidad de los señores Quintana y Sáenz Peña más de una vez fué un obstáculo al éxito de los trabajos de aquella reunión diplomática. Sin embargo, él paga un alto tributo a la corrección de procedimientos, a la inteligencia y dotes personales distinguidas de los delegados argentinos. «Teniendo el señor Quintana--dice--la conciencia de su mérito y de su valer, y obrando siempre en virtud de convicciones firmes, no se prestaba fácilmente a ceder ni aún en aquellos puntos que pudieran considerarse secundarios, y en los cuales muchas veces es necesario transigir para obtener el acuerdo espontáneo y cordial de una asamblea en la que necesariamente están representadas varias opiniones. El tacto que en casos como éste consiste en ceder en lo secundario para asegurar lo principal,--aunque frecuentemente hay divergencias de opiniones entre lo que es principal y lo que es secundario--es acaso condición de espíritus menos privilegiados. «Mr. Henderson, presidente de la delegación de los Estados Unidos, participaba en parte de esas condiciones y por ese motivo las discusiones que asumieron un carácter más vivo, que algunas veces llegó a ser personal, fueron las sostenidas entre este caballero y el doctor Quintana. Los delegados argentinos, inspirados por el gran progreso de su país y sin intereses, relaciones políticas, ni negocios con los Estados Unidos, no solamente tenían una independencia muy loable en todos los casos, sino que a veces y debido tal vez a sus condiciones personales, mostraron una exquisita susceptibilidad. Lo que pudo haber habido de desagradable en los discursos de la conferencia, terminó, sin embargo, de una manera satisfactoria con la explicación que al cerrarla dió Mr. Henderson en estos términos: «Si en la libertad de la discusión se ha escapado una palabra acre y malsonante, unámonos ahora para considerarla borrada de nuestras actas y decidamos olvidarla para siempre.» «A poco de reunida la conferencia, empezaron algunos periódicos de este país a atacar con dureza, tan extraordinaria como injustificable, a los delegados argentinos, llegando hasta el grado de acusarlos de ser agentes de Inglaterra, para lograr que fracasaran los objetos de la asamblea. Ataques tan inconvenientes como infundados provocaron, como era natural, una fuerte reacción, que vino a hacer resaltar el mérito de aquellos caballeros y a refutar de una manera tan completa las inculpaciones que se les hacían, que sus acusadores tuvieron que abandonar el campo por completo. El desagrado que esos ataques les causara, fué abundantemente compensado por la satisfacción que debieron sentir al verse defendidos tan decidida como victoriosamente.» El distinguido diplomático que trazó los párrafos anteriores será irremplazable para su país en el puesto que desempeñaba. El se inició en la vida americana en una época ya distante, en que los agentes extranjeros tenían más oportunidades que hoy de tratar a los estadistas de la gran república, y el vasto número de sus amigos personales le facilitaba el fácil cumplimiento de la misión política confiada a su celo y competencia. Hoy los horizontes de este país se han extendido demasiado y sus hombres dirigentes como los de Europa, tienen la mirada fija en el Extremo Oriente donde encuentran o creen encontrar un campo más favorable a la expansión del comercio que el que a su juicio podría hallarse vinculando íntimamente a las naciones de nuestro hemisferio. Con el año que termina, puede decirse que se cierra todo un ciclo de historia americana y que se abre para la gran república el camino de la conquista gloriosa pero aventurada, el período de la espada subyugadora de pueblos. El señor Romero veía con aprensión la alborada de la nueva época. El, que asistió al desenvolvimiento poderoso de esta nación y acompañó sus triunfos pacíficos, comerciales e industriales, ha abandonado la escena terrestre en un momento de transición, y su nombre será recordado como el de uno de los más fieles adeptos y creyentes en los viejos ideales de la democracia que a muchos parecen hoy envejecidos y marchitos. XV HENRY CABOT LODGE En una alocución dirigida a los estudiantes de Harvard por el actual senador Henry Cabot Lodge a propósito de los usos y responsabilidades de la independencia de los hombres de fortuna, el distinguido orador aconseja a los que se encuentran en condiciones de no tener que luchar para ganar el pan «emplear su actividad en aquellos terrenos en que se necesitan hombres que puedan trabajar, sin provecho pecuniario, en beneficio público». No son pocos los medios que se ofrecen a los que quieran pagar en esta forma la deuda que cada ciudadano contrae para con su patria. Uno de ellos es la literatura, tomada en su aspecto serio y profesional, otro es dedicarse al estudio de grandes cuestiones sociales como la educación popular, la administración de la beneficencia pública, etc. Finalmente, la política les ofrece un campo ventajoso para ensayar sus aptitudes y combatir por la felicidad y la gloria de su pueblo. Pero cualquiera que sea la senda elegida, según Cabot Lodge, lo esencial para un hombre útil, para un espíritu bien intencionado es «simpatizar con su país, pues es más fácil de lo que parece divorciarse de los movimientos de la época en que uno vive». Otro escollo que es necesario evitar «es hacerse meramente negativo y crítico...». «El que se contenta con la crítica y la negación, no sólo está expuesto a llegar a ser estrecho y arrogante, sino ineficaz. Para mantener el equilibrio y ser útil es necesario ver lo bueno al mismo tiempo que lo malo de los hombres y de las cosas. Es comparativamente fácil detenerse y atacar a los que están luchando en la corriente de la vida política, pero es mejor entrar en ella y tratar de hacer algo y contribuir a la realización de algún plan definido». Solamente lanzándose al terreno de la acción desinteresada y fecunda, consagrando los ocios del bienestar al servicio público, el hombre de fortuna se convierte en el más útil y el más ocupado de los ciudadanos. Se diría que al pronunciar las palabras citadas, el senador Cabot Lodge estaba trazando el programa de su propia vida. El pertenece, en efecto, a esa clase feliz de los que poseen suficientes medios para emanciparse de la terrible preocupación de la vida material. Nacido en 1850, se encuentra hoy en pleno vigor físico y mental. Desde los primeros años de su vida, sus tendencias lo impulsaron a la literatura, donde ha obtenido éxitos duraderos. Más tarde, entró en la vida política y representó en el congreso a su estado natal. Hoy es uno de los más jóvenes miembros del senado y uno de los publicistas más brillantes de los Estados Unidos. Editor un tiempo de la _North American Review_, y de la _International Review_, sus estudios abarcan un vasto campo intelectual. Graduado de Harvard y de la escuela de derecho, su tesis sobre la «Ley de tierras de los anglosajones» le valió el título de doctor en filosofía. En 1885 dirigió la publicación de las obras de Alejandro Hamilton, cuya biografía había escrito poco tiempo antes, así como la del eminente orador y estadista Daniel Webster. Poeta correcto y tierno, orador vibrante y nervioso, crítico y ensayista penetrante, historiador ameno, a pesar de su relativa juventud, el señor Cabot Lodge, como Roosevelt, de quien es grande amigo, ha demostrado prácticamente cuánto puede esperarse de los hombres independientes que consagran su tiempo al trabajo intelectual y al servicio de su patria, con aspiraciones nobles y estímulos elevados. Una rápida revista de sus obras va a mostrarnos las diversas facetas de este espíritu brillante y distinguido. Entre las de carácter biográfico, es necesario señalar desde luego las consagradas a la vida de Washington, de Hamilton y de Webster, publicadas en la serie de los _American Statesmen_. En todas ellas resalta un método crítico excelente, un estudio profundo de los orígenes históricos del pueblo americano, un vivo sentimiento de patriotismo y una familiaridad perfecta con los más serios problemas resueltos en la crisis de la vida de esta nación. La figura noble y luminosa del guerrero y del estadista que arrojó los cimientos de la gran república, se destaca en las páginas del libro de Cabot Lodge con esa majestad dignificada y tranquila que realza el carácter del héroe y que está impresa, como un sello indeleble, en las menores acciones de su vida. Su carrera benéfica es seguida paso a paso por el escritor, desde el comienzo de su educación, hasta que el llamado en su juventud _the rising hope of Virginia_ terminó su vida cargado de años y de gloria. Pagado este tributo respetuoso al padre de la patria, el señor Cabot Lodge ha mostrado en su estudio sobre Hamilton las dotes eminentes de uno de sus grandes colaboradores. Hamilton, en efecto, según el juicio unánime de los más distinguidos publicistas de este país, figura por su talento y dotes extraordinarias a la cabeza de los estadistas de la que llama Goldwin Smith, la vieja escuela política americana. Como nuestro general Belgrano, que siendo un hombre de carácter esencialmente civil se vió arrastrado al servicio de las armas, cediendo a las exigencias de los tiempos, el famoso jefe de los federalistas también prestó en el ejército servicios apreciables, pero su gloria imperecedera está basada en sus trabajos constitucionales, en su genio creativo, en su administración celosa y acertada del tesoro público. En una época de confusión y de caos financiero, Hamilton supo arrojar los cimientos del sistema rentístico que con pequeñas modificaciones se prolonga en este país hasta nuestros días. La disrupción de la confederación primitiva, había obedecido a causas económicas. La enfermedad que había consumido aquel organismo podría caracterizarse de anemia fiscal. Era, pues, entonces, como ahora y siempre, el régimen financiero del estado, el más importante problema planteado ante el genio de los hombres de gobierno. Hamilton lo afrontó con maestría y lo resolvió con éxito. Su programa era vasto y lleno de responsabilidades. Según sus propias palabras citadas por Cabot Lodge, «justificar y mantener la confianza de los más ilustrados amigos del buen gobierno; promover la creciente respetabilidad del nombre americano; responder a los llamados de la justicia; restaurar la propiedad territorial a su justo valor; dotar de nuevos recursos a la agricultura y al comercio; _cimentar más estrechamente la unión de los estados_; fortalecer su seguridad contra el ataque externo; _establecer el orden público sobre la base de una política recta y liberal_; he aquí los grandes fines que debemos alcanzar, proveyendo en el período presente de una manera adecuada y propia, al sostén del crédito público.» Asumiendo la deuda de los estados, consolidando las obligaciones diversas que pesaban sobre la nación y, finalmente, estableciendo un sistema de contribuciones internas, Hamilton realizó el plan que se había trazado, restauró de una manera brillante el crédito perdido, saneó la moneda depreciada, e inauguró por esos medios una era de prosperidad comercial. Sus memorables informes sobre materias fiscales son hoy clásicos en la literatura económica de los Estados Unidos y objeto permanente de análisis y de estudio por parte de la juventud americana. Ellos figuran con razón, después de la declaración de la independencia y de la constitución, en ese _vade-mecum_ del ciudadano, publicado bajo el título de _Select Documents of United States History_. En su segundo informe sobre el crédito público, Hamilton proyectó el establecimiento del _excise_ o la contribución interna. «Mostró,--dice Cabot Lodge,--que podían hacerse algunas adiciones a los impuestos, pero ellas eran insuficientes y fué necesario obtener rentas en otra parte. La teoría general de Hamilton era recurrir lo menos que fuera posible al impuesto directo y levantar toda la renta compatible con una percepción segura, gravando los artículos de lujo. Habiendo llevado los derechos de importación hasta un límite que consideró prudente, se fijó naturalmente en la fabricación doméstica de alcoholes como el recurso mejor y más apropiado. Nadie pone en duda hoy que, de acuerdo con los mejores principios de economía política, Hamilton había acertado en su elección y que escogió el artículo más conveniente para la contribución. Siendo esencial la renta, aquella era la menos onerosa para colectar, y el artículo era uno de aquellos que por su naturaleza debería siempre ser gravado primero que todos y hasta el límite que pudiera soportarlo. A la luz de los principios económicos, el impuesto sobre alcoholes, sugerido por Hamilton, no requiere ni explicación ni defensa. La real dificultad era política y no económica». Es inútil detenerse más sobre este asunto. Digamos, sin embargo, antes de terminar, que Hamilton logró vencer todas las resistencias y que su organización, o por mejor decir, fundación del sistema rentístico americano, se completó con la creación de un banco nacional y una casa de moneda. Penetrando en el terreno de la política el señor Cabot Lodge estudia con sagacidad y noble ecuanimidad de criterio las discusiones que surgieron en el seno del gabinete de Washington y en que tomaron una parte tan prominente Hamilton como _leader_ de los federalistas por un lado y Jefferson como _leader_ de los demócratas por otro. Aquellas organizaciones tan diferentes estaban destinadas fatalmente a chocar. Hamilton nunca fué popular ni simpatizaba con la multitud. Su misma superioridad intelectual lo impulsaba al aislamiento. Bajo el ataque solapado y tortuoso de su adversario, encontró frases hirientes y ofensivas que detuvieron su avance. Por un tiempo, mediante la intervención amistosa de Washington, pareció renacer entre ambos la armonía. Más tarde, la derrota final de su partido y el triunfo de su rival lo hicieron volver a la vida privada y a la práctica de la jurisprudencia. El choque entre el estadista eminente y Aaron Burr, «político bajo, de superficialidad brillante y dotado del talento del conspirador para fraguar intrigas de toda clase», según lo define Cabot Lodge, ilumina el fin de Hamilton con el resplandor rojizo de la tragedia. «Cada uno de los adversarios se preparó para el encuentro a su manera: Burr practicando la pistola en su jardín, Hamilton poniendo en orden los asuntos de sus clientes. A medida que el día fatal se acercaba, Hamilton desplegaba una alegre tranquilidad, digna de un hombre valiente, de carácter firme, y escribió cartas de adiós a su esposa, llenas del más intenso sentimiento y la elocuencia más conmovedora. Burr tomó las precauciones necesarias para la destrucción de cartas comprometedoras de mujeres que había seducido. Se encontraron al fin, en una hermosa mañana de julio, cerca de los bancos del Hudson. Hamilton cayó al primer tiro, mortalmente herido, descargando en el aire su propia pistola. Conducido a su hogar, sobrevivió algunas horas en medio de sufrimientos terribles y murió rodeado de su familia desesperada. Burr se alejó impune, para comprometerse en una traición abortiva, y convertirse en un errante y un proscrito sobre la faz de la tierra.» Las mismas condiciones que hacen de la biografía de Hamilton una lectura agradable e instructiva, predominan en la de Daniel Webster. Las figuras intelectuales del carácter de la de este eminente estadista y orador, ejercen una atracción irresistible sobre el escritor y el político, que en su propia esfera sigue las huellas de aquellos grandes representantes del genio americano. Entre las cualidades tan distinguidas de Daniel Webster, ninguna tan digna de estudio sincero y respetuoso como su talento envidiable de orador. Es en la arena del parlamento, en medio del choque vibrante del debate político, en los duelos memorables de la palabra, que la figura del tribuno alcanza proporciones gigantescas. El señor Cabot Lodge analiza con especial simpatía esta faz de su héroe. Se ve a través de sus páginas que el crítico está preparado como pocos para comprender y apreciar las excelencias de la figura que modela. Aquel cuadro famoso de la réplica a Hayne, revive en las páginas de Cabot Lodge con todo el colorido y la solemnidad de la histórica escena. «En medio del silencio de la espera,--dice el crítico,--en aquel silencio muerto que es tan peculiarmente opresivo por ser sólo posible cuando muchos seres humanos se encuentran reunidos juntos, Mr. Webster se levantó. Había permanecido sentado, impaciente e inmóvil, durante todos los días precedentes, mientras la tormenta de la argumentación y de la invectiva batía sobre su frente. Al fin había llegado su hora; y al levantarse y permanecer en pie erguido en todo su tamaño, su grandeza personal y su calma majestuosa impresionaron a todos los que lo miraron. Con perfecto reposo, sin emoción aparente por la atmósfera del sentimiento intenso que lo rodeaba, dijo en un tono bajo e igual: «Señor presidente: Cuando el marino ha sido batido por las olas durante muchos días, en medio de la cerrazón y de un mar desconocido, se aprovecha naturalmente de la primera pausa en la borrasca, de la primera aparición de un rayo de sol, para tomar la latitud y asegurarse hasta dónde los elementos lo han apartado de su derrotero. Imitemos esa prudencia; y antes de flotar más lejos en las ondas de este debate, recordemos el punto de la partida para poder conjeturar por lo menos en dónde nos encontramos. Solicito la lectura de la resolución pendiente ante el senado.»--Aquella frase de entrada era un trozo de arte consumado. La imagen simple y apropiada, la voz apagada, el continente tranquilo, calmaban la excitación tirante de la audiencia que hubiera podido concluir por desconcertar al orador si se hubiera prolongado. Todos sintieron un alivio; y cuando cesó la lectura monótona de la resolución, Mr. Webster era dueño de la situación y tenía bajo su control al auditorio. Sus oyentes lo siguieron conteniendo el aliento a medida que prosiguió. Las fuertes sentencias viriles, el sarcasmo, la elocuencia, el raciocinio, los ardientes llamamientos al amor del estado y del país, fluyeron sin interrupción. A medida que sus sentimientos se caldeaban, la llama brillaba en sus ojos; sus atezadas mejillas estaban ligeramente encendidas; su fuerte brazo derecho parecía barrer delante de sí la falange entera de sus opositores, y las profundas y melodiosas cadencias de su voz, resonaban como notas armoniosas de un órgano al llenar la cámara con su música. Las últimas palabras expiraron en el silencio; los que habían escuchado se miraron maravillados los unos a los otros, conscientes de que acababan de escuchar una de esas grandes oraciones que son como piedras miliarias en la historia de la elocuencia; y los hombres del norte y de Nueva Inglaterra se separaron llenos del orgullo de la victoria, pues su campeón había triunfado y abrigaban la seguridad de que el mundo entero comprendía que sus palabras no tenían respuesta.» Penetrando en el análisis frío de las condiciones que hicieron de Webster el primer orador americano de su época y uno de los más grandes de la humanidad, exhibe el señor Cabot Lodge su sagacidad crítica y el estudio especial consagrado a esta faz de su asunto. Sus reflexiones en esta parte de la biografía de Webster son excelentes. Ellas encierran en una forma concisa, una definición de la oratoria moderna y en este sentido merecen transcribirse porque dan una idea clara del método y estilo de su autor. «Un análisis de la réplica a Hayne,--dice el señor Cabot Lodge,--nos facilita todas las condiciones necesarias para tener idea correcta de la elocuencia de Mr. Webster, de sus rasgos característicos y de su valor. La escuela ática de la oratoria subordinó la forma al pensamiento, para evitar el derroche de la ornamentación, y triunfó sobre la práctica más florida de los llamados «asiáticos». Roma dió la palma al aticismo y la oratoria moderna ha ido aún más lejos de la misma dirección, hasta que su cualidad predominante ha sido la de hacer llamamientos sostenidos al entendimiento. Las condiciones esenciales de la oratoria moderna son la vigilancia lógica y la larga cadena del raciocinio, desdeñada por los antiguos. Muchos hombres distinguidos han obtenido éxito por esas condiciones como oradores fuertes y convincentes. Pero la gran elocuencia de los tiempos modernos se distingue por explosiones de sentimiento, de imágenes o de invectivas unidas a la argumentación perfecta. Esta combinación es rara y cuando encontramos un hombre que la posee, podemos estar seguros que en grado mayor o menor él es uno de los grandes maestros de la elocuencia, tal como nosotros la entendemos. Los nombres de los que en medio del debate, o en las luchas del jurado o en la práctica diaria, se han mostrado fuertes y eficaces, estremeciendo y haciendo vibrar a grandes masas de hombres, fácilmente ocurren a nuestra memoria. A esta clase pertenecen Chatham y Burke, Fox, Sheridan y Erskine, Mirabeau y Vergniaud, Patrick Henry y Daniel Webster. Mr. Webster, naturalmente, era esencialmente moderno en su oratoria. Confiaba principalmente en el llamamiento sostenido al entendimiento y fué un ejemplo conspicuo del carácter profético que el cristianismo, y con especialidad el protestantismo, ha dado a la elocuencia moderna. Al mismo tiempo, Mr. Webster era en ciertos respectos más clásico y se acercaba más a los modelos de la antigüedad que cualquiera de los que hemos mencionado como pertenecientes a la misma clase elevada. Estaba acostumbrado a derramar la copiosa corriente de observaciones sencillas e inteligibles, y cedía con agrado a esa inclinación a herir el sentimiento, la memoria y el interés que lord Brougham considera característica de la oratoria antigua. Se ha dicho que mientras Demóstenes era un escultor, Burke era un pintor, Mr. Webster participaba distintamente del primero más que del último. Raras veces amplificaba o modificaba una imagen, una descripción y en esto seguía al griego más que al inglés. El doctor Francis Lieber, escribe: «Para probar la oratoria de Webster, que ha tenido siempre grandes atracciones para mí, leo una parte de mis discursos favoritos de Demóstenes, y luego, siempre en voz alta, trozos de Webster; luego vuelvo al ateniense, y Webster resiste la prueba.» Fuera del gran cumplimiento que esto encierra, aquella comparación es muy interesante, pues muestra la semejanza que existe entre Mr. Webster y el orador griego, e indica que entre él y el ateniense son más los puntos de contacto que las diferencias inevitables nacidas de la raza y de la época. Sin embargo, no hay indicaciones de que Webster estudiara jamás los antiguos modelos o tratara de imitarlos.» Los ensayos literarios y políticos de Mr. Cabot Lodge, ocupan varios volúmenes de una lectura tan interesante como variada. Uno de ellos, publicado en 1885, se titula _Studies in History_. Los _Historical and Political Essays_, pertenecen al mismo género de trabajos; y finalmente _Certain accepted Heroes and other essays_ completan la serie de artículos consagrados a diversos temas, cada uno de los cuales atrae por algún motivo la atención del lector y muestra la fecundidad de ingenio del publicista americano. No hay tal vez lectura más atrayente que la de este género, especialmente inglés, que ha hecho la reputación de Macaulay en Inglaterra y que en Francia fué cultivado con tanto éxito por Sainte Beuve. El escritor de quien nos ocupamos carece del brillo imaginativo, de la rapidez y de la profusión del primero y está lejos de la pureza de líneas y delicadeza de matices que caracteriza la prosa labrada y pulida del segundo. Sus rasgos distintivos son la independencia de juicio y la firmeza de las convicciones. Huye de las medias tintas y de las vaguedades y todas sus opiniones son expresadas en una forma enérgica y cortante. En realidad, parece que el señor Cabot Lodge en algunos asuntos duda demasiado poco. El peligro de los entusiastas y de los hombres de partido es caer en el fanatismo o en el dogmatismo, igualmente peligrosos para la salud mental. Por otra parte, para los hombres que unen el pensamiento a la acción y que figuran en las filas de un partido político, herederos forzosos de una larga tradición histórica y defensores obligados de ella, es muy difícil emanciparse de las influencias que actúan sobre su espíritu y dejar de teñir sus juicios con las preocupaciones de la actualidad. Las obras de estos escritores militantes, en cambio, tienen un encanto especial para el que busca en ellas las palpitaciones de la vida y trata de desentrañar de su lectura la filosofía de una época y las peculiaridades de un escritor. El señor Cabot Lodge ha llegado a la madurez en momentos en que una gran parte de los hombres políticos americanos sentían una recrudescencia de nativismo o nacionalismo y en que la antigua madre patria era convertida en macho cabrío propiciatorio destinado a cargar en sus anchas espaldas todos los pecados y recriminaciones de su raza. No es extraño que en estas circunstancias, en todos los escritos del distinguido publicista, se note una reacción vigorosa contra lo que él llama «Colonialismo», refiriéndose a la influencia moral y política ejercida por la Inglaterra sobre el genio de América. El señor Cabot Lodge quiere borrar esa influencia, no solamente en la política interna y externa, sino en la administración fiscal, en el desarrollo económico del país, en el terreno científico y en el terreno literario. La dependencia intelectual de América en relación con Inglaterra señalada por el profesor Lounsbury en su _Vida de Cooper_, le parece una desgracia y una humillación. Sus ideales son puramente americanos; sus aspiraciones, hacer de la tierra de su nacimiento la más grande y poderosa de las naciones del globo; infundirle un carácter propio; dotarla de un arte propio; no deber nada al extranjero ni imitar nada del extranjero y especialmente nada de Inglaterra. Hasta la sensibilidad ante el juicio extraño le parece deprimente y se subleva contra ella. «La sensibilidad por la opinión extranjera--dice en los _Studies in History_,--que ha sido uno de los rasgos marcados de nuestra condición mental antes de la guerra de secesión, ha desaparecido. Se ha desvanecido en el humo de la batalla, como el espíritu colonial desapareció de nuestra política en la guerra de 1812. Ingleses y franceses han entrado y salido, han escrito sus impresiones a nuestro respecto y hecho pequeños salpicones en la corriente de los tópicos diarios, siendo olvidados después. Precisamente ahora es la moda de todo inglés que visita este país, particularmente si es hombre de importancia, al volver a su tierra decir al mundo lo que piensa de nosotros. Alguno de esos escritores lo hacen sin tomarse siquiera el trabajo de venir aquí primero. Algunas veces leemos por curiosidad lo que dicen. Aceptamos lo verídico, desagradable o no, filosóficamente, y sonreímos de lo que es falso. El sentimiento general es de absoluta indiferencia. No encontramos la salvación y la felicidad en la opinión extranjera favorable, ni nos entristece la adversa. El espíritu colonial en esta dirección está también prácticamente extinguido.» Con un criterio conformado de esa manera, no es de extrañar que los temas tratados en los ensayos del señor Cabot Lodge se refieran, casi siempre, a hombres, instituciones y episodios históricos americanos. Esto mismo hace la lectura de sus escritos sumamente agradable para un extranjero que quiera ver cuáles son los principios e ideas dominantes en los hombres de la generación actual americana que más directamente influyen en el destino de la nación. Por sus vinculaciones partidistas y por su figuración especial, aparte de su propio mérito intelectual, el señor Cabot Lodge está en mejores condiciones que nadie para facilitar este estudio al observador imparcial. En realidad, él sigue tan fielmente los consejos a que nos referimos al principio de estas páginas, él es un hombre que está en armonía tan perfecta con su época, que sus escritos derivan como pocos en la corriente de la actualidad y reflejan como ninguno los cambios producidos en las opiniones del pueblo americano. Nada más característico a este respecto que lo que pasa en referencia con la política exterior. El señor Cabot Lodge consagra a este tema uno de los estudios más vigorosos de _Certain accepted Heroes and other essays_. Escrito ese ensayo en momentos en que las relaciones con Inglaterra pasaban por un momento difícil, él está imbuido en un espíritu poco cordial hacia aquella nación. El señor Cabot Lodge señala la avidez con que impulsadas por condiciones económicas en cuyos detalles es inútil entrar, las naciones del viejo mundo se han lanzado a apoderarse y dividirse el Africa y las islas de Oceanía. Mientras estas adquisiciones no cruzaban los planes o intereses americanos, el señor Cabot Lodge no veía razón para oponerse a ellas. Cuando aquel apetito territorial se aproximó a las fronteras de este país y a la esfera de influencia que legítimamente le corresponde, la cuestión varió de aspecto. La política de expansión europea obligó a los Estados Unidos a garantizar el futuro, salvando por lo menos una parte de los territorios sobre los cuales no se había extendido aún la mano codiciosa de las grandes potencias. Así explica el distinguido publicista la ocupación de una parte de Samoa y la anexión del Hauaii. Como aquellas páginas fueron escritas antes de la última guerra, naturalmente ellas no se refieren al dominio colonial recientemente adquirido, obedeciendo tal vez a los mismos principios de propia defensa. Al ocuparse especialmente del incidente de Venezuela, el señor Cabot Lodge señala los peligros que entrañaba para el futuro de este país permitir que una nación europea se apoderara por la fuerza de cualquier parte del territorio sudamericano, destruyendo por su base la doctrina de Monroe, y en este sentido aplaude sin vacilaciones el famoso mensaje de Mr. Cleveland. «Inglaterra se sorprendió de él,--dice,--en parte con razón y en parte sin ella. Se sorprendió con razón, porque el embajador americano y los corresponsales americanos de diarios de Londres, en aquel tiempo, la habían engañado respecto a los sentimientos e intenciones de nuestro pueblo. Se sorprendió sin razón, porque había interpretado torcidamente nuestras corteses observaciones hechas durante veinte años sobre el asunto. Los ingleses son inclinados a confundir la civilidad con la servilidad. Estas palabras tienen un sentido análogo, pero existe gran diferencia entre ellas, y fué justamente en eso en lo que consistió el error de Inglaterra. Se expresaron quejas en aquel país y en éste, de que el mensaje de Mr. Cleveland, y especialmente la última cláusula, era áspero y poco diplomático. Era duro, en verdad, pero donde la suavidad fracasó, la aspereza tuvo éxito. Donde las observaciones corteses probaron ineficaces, unas pocas palabras claras arreglaron la materia. Thackeray dice en alguna parte: «Si el pie de un hombre está en su camino y no quiere sacarlo, déle usted un pisotón. Seguramente usted no le será simpático, pero sacará su pie del camino.» Es muy desagradable hacer esas cosas, pero algunas veces es absolutamente necesario. Mr. Cleveland fué duro; el congreso y el pueblo lo sostuvieron y hemos arreglado la cuestión de Venezuela. La doctrina Monroe ha sido vindicada y Sud América no será tratada como África.» La última obra del señor Cabot Lodge, _The Story of the Revolution_, fué escrita en ese estado de espíritu y la nota patriótica predomina en el curso de aquella narración lírica y entusiasta. Más que el relato de la revolución, podría llamarse aquel libro el poema de la guerra revolucionaria que empieza en Lexington y termina en Yorktown. El estilo fácil, pintoresco y brillante del señor Cabot Lodge se presta como pocos para una obra de aquel género, que en ciertos momentos recuerda las páginas coloridas de Motley y en otros los apóstrofes deslumbrantes de Burke. Las batallas de la independencia están pintadas en grandes pinceladas, a la manera de los cuadros de Vernet, y producen en el espíritu del lector una impresión intensa que despierta la atención y la mantiene durante el curso de la leyenda emancipadora. Al lado de esas grandes telas, abundan las pinturas de género tales como la descripción de los delegados que en «Carpenter’s Hall» formaron el congreso de Filadelfia. Un soplo guerrero circula por los capítulos de ese libro candente que se diría escrito para inflamar a los soldados que en los momentos de su aparición se disponían a recoger laureles para su bandera en Cuba y en las Filipinas. Las enseñanzas filosóficas que se desprenden de la guerra de la revolución americana han sido sumariadas por el señor Cabot Lodge en el último capítulo. La ayuda prestada por Inglaterra a los Estados Unidos con motivo de la última campaña, pone pedales en ella al tono ditirámbico de la narración. La antigua enemiga pasa a ser su aliada, aliada complaciente y fácilmente contentable, pues en esta inesperada explosión de fraternidad todas las complacencias hasta hoy pertenecen a la madre patria y ninguna a la hija pródiga, que encuentra muy cómodo y satisfactorio recibir sus caricias maternales. «Menos de hace un año,--dice el señor Cabot Lodge,--debiera haberme detenido aquí, con palabras de sentimiento por no haber aprendido Inglaterra la lección de la revolución americana, en la parte que a los Estados Unidos concierne, y con la expresión de la más sincera esperanza de que el aprendizaje de su significado no habría de demorarse mucho más. Ahora ya no es posible detenerse aquí. Los acontecimientos han demostrado que la lección de la revolución ha sido por fin comprendida, y que todo lo que se ha dicho sobre la facilidad con la cual los Estados Unidos pueden obtener la amistad de Inglaterra, está más que justificado. No podía ser de otro modo, toda vez que se empleaban razonables métodos; la amistad entre las dos naciones es natural, no sólo por la lengua común, esperanzas, creencias o ideales, sino por los lazos mucho más fuertes de intereses positivos, mientras que la enemistad, lejos de ser natural, sólo hubiera podido crearse con esfuerzo. «Los Estados Unidos se lanzaron a la guerra con España. Ahora se ve fácilmente que el conflicto era inevitable... El despotismo colonial español y el gobierno libre de los Estados Unidos no podían existir por más tiempo uno al lado del otro. El conflicto que se ha evitado durante un siglo era tan inexorable como entre la esclavitud y la libertad. La guerra vino ahora en lugar de venir más tarde, eso es todo. Una vez envueltos en ella, los Estados Unidos ni necesitaron ni desearon la ayuda de nadie. Pero las naciones como los individuos, aprecian la simpatía. En los pueblos del continente encontramos neutralidad, pero también críticas, ataques y toda clase de manifestaciones de disgusto en grado mayor o menor... De parte de Alemania notamos una hostilidad apenas velada... Pero del pueblo inglés vino, por otra parte, una simpatía espontánea y el gobierno mostró que aquellos sentimientos populares eran compartidos por sus _leaders_. Eso fué todo lo que necesitaba, todo lo que antes necesitó. No importa la causa, el hecho estaba allí. La lección de la revolución americana era clara al fin y la actitud de simpatía, la política que pudo haber prevenido la revolución, al fin se daba a la gran nación brotada de las colonias que Washington condujo a la independencia. Cómo América ha respondido a la simpatía de la Inglaterra, todos lo sabemos, tal vez mejor en los Estados Unidos que en cualquier otra parte. La comunidad de simpatía e interés hará más fuerte la amistad de los dos países que la que todos los tratados podrían conseguirlo. Las barreras artificiales han caído y los hombres de buena voluntad a ambos lados del Atlántico, deben esforzarse en probar que no es un fácil optimismo el que cree ahora que la amistad propuesta tan largo tiempo y tan llena de promesas para la humanidad y la civilización, será duradera. Los millones de hombres que hablan la lengua inglesa en todas partes del globo, verán seguramente ahora que una vez unidos, podrá decirse, como Shakespeare dijo hace trescientos años: «Acudan los tres extremos del mundo en armas, y los rechazaremos.» Con este abrazo de reconciliación y este grito de legítimo orgullo termina el relato de la epopeya revolucionaria nacional americana, escrita por el señor Cabot Lodge. Su situación política y la justa autoridad intelectual de que goza, dan a sus palabras un significado de que carecerían las de un simple literato profesional. Ellas han sido acogidas por eso como una revelación elocuente del cambio producido en gran parte de la opinión pública de este país y que tiende a la unión íntima de las dos grandes ramas de la familia anglosajona. ÍNDICE Págs. Martín García Mérou. 4 Martín García Mérou, por Eugenio Díaz Romero. 7 I.--Impresiones de Boston. 21 II.--De paso por Chicago. 37 III.--En Saint-Louis. 53 IV.--Una visita a Amherst. 63 V.--Viajeros en Sud América. 81 VI.--Temas de verano. 99 VII.--Un poco de filosofía política. 113 VIII.--Gobierno municipal americano. 129 IX.--El Congreso. 167 X.--Maravillas de la piscicultura. 197 XI.--John Hay. 213 XII.--“American ideals”. 247 XIII.--David Ames Wells. 267 XIV.--Un Christmas sombrío. 281 XV.--Henry Cabot Lodge. 295 TALLERES GRÁF. L. J. ROSSO Y CÍA. ==== BELGRANO 475, BUENOS AIRES Nota Se han corregido los errores evidentes de ortografía y puntuación. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Estudios americanos" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.