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Title: Memorias de un cortesano de 1815
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Memorias de un cortesano de 1815" ***
1815 ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del párrafo en que se las llama.



EPISODIOS NACIONALES

MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.



  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  SEGUNDA SERIE

  MEMORIAS
  DE
  UN CORTESANO
  DE 1815

  SÉPTIMA EDICIÓN
  —
  37.000

  [Ilustración]

  MADRID
  OBRAS DE PÉREZ GALDÓS
  132, Hortaleza
  1903



  EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  C. de San Francisco, 4.



MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815

I


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, doy principio
a la historia de una parte muy principal de mi vida; quiero decir que
empiezo a narrar la serie de trabajos, servicios, proezas y afanes,
por los cuales pasó, en poco tiempo, desde el más oscuro antro de las
regias covachuelas, a calentar un sillón en el Real Consejo y Cámara de
Castilla.

Abran los oídos, y escuchen, y entiendan cómo un varón listo y honrado
podía medrar y sublimarse por la sola virtud de sus merecimientos,
sin sentar el pie en los tortuosos caminos de la intriga, ni halagar
lisonjero las orejas de los grandes con la música de la adulación, ni
poner tarifa a su conciencia, o vil tasa a su honor, cual suelen hacer
los menguados ambiciosillos del día, después que las sanas costumbres,
la modestia, la sobriedad y la cristiana mansedumbre han huido
avergonzadas del mundo, y son tan míseros de virtud los tiempos, que
no se encuentra un hombre de bien aunque den por él medio millón de
pícaros vividores.

¡Bendito sea Dios, padre de los menesterosos, sustento de los débiles,
proveedor de los hambrientos, aposentador de los desamparados, amparo
de los desnudos, alivio de todos los pobrecitos que quieren ganarse
la vida, y despensero de las hormigas, de los pájaros y de los
pretendientes!... ¡Bendito sea Dios, digo, que me ha conservado mis
sueldos, gajes, pensiones, viáticos, emolumentos y obvenciones, para
que desahogadamente y sin importunos cuidados pueda contar todos los
pasos de mi fabulosa carrera! ¡Oh! ¿Por qué he de ocultarlo? Carrera
como la mía no la hicieron más de cuatro, desde que brotó en la fecunda
tierra el tallo de los empleos públicos, y abrieron sus polvorientas
corolas de papel los expedientes de Arbitrios, Propios, Tercias reales,
Noveno, Pósitos, Paja y Utensilios, Frutos civiles, Mandas, Renta de la
Abuela, Chapín de la Reina, y demás hierbas que componían el placentero
jardín de la Administración.

Verdad es que, si a grandes altitudes llegué, buenos porrazos recibí
en aquella bendita escala, luchando y desgreñándome a machacaliendres
con los que querían subir antes que yo. Si mucho y rápidamente subí,
agarreme también a buenos faldones. Y no se diga que manchan mi
vida, como la de otros muy lucidos en sus carreras, acciones feas
y vergonzosas. Eso no; que antes que nada es la inmaculada blancura
de mi alma cristiana. Dios es testigo de que jamás metí la mano en
bolsillo ajeno... ¡Jesús, qué horror! Antes me habría dejado tostar
en parrillas que tomar de las arcas del Tesoro un ochavo de los que
allí estaban, conforme a los libros de cuenta y razón... ¡Huye, Luzbel
maldito! ¡_Vade retro_!... Detesto las violentas acciones, mayormente
cuando al varón allegador y celoso de su propio bien, no faltan mil
ingeniosos arbitrios, sutilezas prudentes y habilísimas industrias para
remediar sus escaseces. No fui yo el inventor de tales alivios; que
los aprendí de maestros muy doctos, cargados de emolumentos, veneras,
excelencias, y que pasaban por las más firmes columnas del estado y de
la Iglesia, de lo cual colijo que las trazas antedichas no debían de
ser pecaminosas. Y no digo más por ahora, que a su tiempo y sazón se
verán palmariamente las agudezas de mi ingenio, y el filósofo, así como
el moralista, no podrán menos de aprobarlas.

«¿Y quién es usted?...» —preguntarán seguramente los que me leen—. Yo
soy aquel —respondo— que en los primeros años de su vida administrativa
se llamaba Juan Bragas, nombre que a decir verdad no se distingue por
su música, ni tiene saborcillo de elegancia, ni sonsonete o cancamurria
de nobleza; así es que, no bien comencé a sacar el pie del lodo, añadí
al apellido de mis padres el lugar de mi nacimiento, por lo cual,
siendo este Pipaón en Rioja de Álava, vine a llamarme don Juan Bragas
de Pipaón. Sonaba esto pomposamente en mis orejas, y yo repetía en
voz alta mi propio nombre para engreírme con su grandiosidad, la cual
anunciaba por el solo efecto del silabeo la persona de un embajador,
consejero de Indias, fiscal de la Rota o asistente de Sevilla. Más
adelante, como el Bragas no me pareciese del mejor gusto, lo suprimí
completamente, quedándome para el mundo presente y para la posteridad
en don Juan de Pipaón, nombre breve y rotundo, que va dejando ecos
armoniosos doquiera que se pronuncia, y al cual no le vendría mal la
conterilla del marquesado o condado que tengo entre ceja y ceja.

Bendito sea Dios, vuelvo a decir, que no abandona jamás a los
menesterosos; bendita sea la pródiga mano que a cada cual le da su
remedio, ora un pedazo de pan, si padece hambre, ora un buen amigo que
le ayude, si tiene ambicioncillas de medro. ¿Qué habría sido de mí, si
no hubiera tropezado de manos a boca con aquel nobilísimo, con aquel
sin par sujeto, que echó de ver mis disposiciones, y me llevó desde el
Purgatorio de la oscuridad y miseria, al Paraíso del favor, de la fama
y de la hartura? Hombre mejor no nació del vientre de mujer, ni se ha
visto un talentazo igual para todo aquello que fuera de la jurisdicción
de la suprema intriga, por cuyas prendas era la gran cabeza de aquellos
tiempos; y un maravilloso regalo hecho por Dios a la afortunada nación
española, para que la sacara del mal traer en que se encontraba.

No estamparé aquí su nombre, porque los de personajes insignes no
deben ser puestos a la vergüenza de las letras de molde, donde corren
riesgo de que la Historia y la Posteridad (ambas señoras muy amigas de
meterse en vidas ajenas) los tomen por su cuenta, atribuyéndoles esta
o la otra picardía, y desfigurando con pérfido criterio sus honrados
manejos. Pero sin nombrar al santo, puedo referir los milagros. Era mi
protector diputado en las Cortes del año 14, donde brilló por su buen
ojo y mejor mano para meter en un laberinto de enredos y compromisos al
bando reformador. Acaudilló con singular tino a los que poco después
se llamaron _Persas_, y fue uno de los que prepararon el paso dado por
Fernando (a quien todos llamaban entonces el _suspirado_) contra la
Constitución. Gozaba mi protector fama de hombre ignorantísimo, opinión
que hubo de ser efecto de la ruin envidia, pues de su excelso ingenio
fueron muestras la zancadilla que echó a todos los reformistas, y aquel
celo y consumada destreza suya para ponerse en primer lugar, luego que
el _rey recobró sus legítimos derechos_, así como la prontitud con
que se proporcionó tres o cuatro sueldos por Obra Pía, Pósitos, Penas
de Cámara, etc., de los cuales el menor habría contentado a un triste
pedigüeño de otros tiempos.

Dios Todopoderoso, a quien no cesa de invocar mi gratitud, hizo que
el cuitado narrador de estos sucesos topara con Su Excelencia en
enero de 1814, y que le cautivase principalmente por su buena letra y
singularísima habilidad para remedar la ajena, especialmente en toda
suerte de firmas y rúbricas. ¡Oh, qué elogios hacía aquel buen hombre
de mis talentos caligráficos! ¡Y cómo ponderaba mi pulso, mi excelente
ojo, y aquella soltura con que despachaba en cuatro rasgos las más
difíciles y para él inverosímiles imitaciones! Así es que me traía en
palmitas, regalábame copiosamente, y aunque a veces solía decirme las
cosas entre una sofocante llovizna de bofetones, mi humildad, y la
mansedumbre cristiana que Dios me dio, le volvían a su pacífico ser, y
a sus bondades y deferencias conmigo.

El primer asunto importante en que su merced me ocupara fue aquel que
la historia llama _el asunto Oudinot_, y que fue saladísimo, como obra
de tales ingenios, aunque de escaso efecto por torpeza de algunos.
Con su poderosa inventiva fantaseó mi protector una conspiración
que se suponía fraguada por los liberales, de acuerdo con Napoleón,
para establecer en España la república _Iberiana_. ¡Diantre con la
república, y cuánto nos dio que reír, y cuántas cuchufletas y bufonadas
entretuvieron las nocturnas horas en que a solas nos dedicábamos a
inventar cartas, a remedar tipos de letra, a confeccionar programas y
comunicaciones en cifra! Lo cierto es que la conspiración salió que ni
pintada, y daba gusto ver aquella sutil trama, en la cual don Agustín
Argüelles aparecía carteándose con un pinche francés, a quien nosotros
por ensalmo hicimos _general Oudinot_, con otras muchas imaginarias
picardías, puestas tan al vivo, que aun los autores de todo llegamos
a creerlo, y nos indignábamos contra los _republicanos iberianos
napoleónicos_.

Todo se lo llevó la trampa, a pesar de estar hecho con tanto esmero en
largas vigilias... ¡Lástima de trabajo! La torpeza del necio Berteau,
criado de la duquesa de Osuna, y de cierto cura de Granada (a quien
después hicieron arzobispo), echó por tierra el más grandioso edificio
que levantaran humanos entendimientos. Descubriose que todo era
invención; formose causa, y aunque nadie se metió con nosotros, tuvimos
el pesar de que los mismos jueces se escandalizaran de tan _atrevida y
necia calumnia_.

Pero desde entonces se redobló la buena amistad y estimación de mi
generoso protector, quien me puso en el secreto de graves planes,
convidándome a cooperar en su realización con todas las fuerzas de mi
talento y travesura. Véase, pues, qué pronto me había destinado la
divina Providencia a tomar parte en sucesos culminantes, de esos que
mudan y trastornan las naciones. Sí, señores: delante de mí, en una
sala del convento de Atocha, mi buen amigo, asistido de algunos padres
graves de dicha casa, redactó el famoso manifiesto de los _Persas_, que
quedó perfilado y puesto en limpio por mí, en 12 de abril. Firmáronlo
sesenta y nueve individuos de lo más aprovechado que había en el reino
y en las Cortes, hombres estimadísimos del soberano, que entre ellos
repartió mitras y togas, para que no quedara sin premio su lealtad.

En cuanto a la mía acrisolada, continuó sin más premio por entonces
que el antiguo destinillo en la covachuela, y hasta después del 10 de
mayo, y de la caída de la _Mamancia_, y de la entrada en Madrid del
_encantador_ Fernando, no di señales de adelanto en mi carrera. ¡Oh,
qué días aquellos! ¡Cuánta ansiedad sentíamos los buenos patricios,
esclavos de la libertad, suspensos entre la vida y la muerte, sin
saber cuándo veríamos el fin de la horrible tiranía de los _mamones,
caparrotas, cuácaros, lameplatos_ y _ceposquedos_, pues estos y otros
graciosos nombres daba a los liberales en su _Atalaya de la Mancha_
el reverendo padre Castro! ¡Y qué trasudores y congojas hubimos de
pasar en todo abril, ora creyendo segura la llegada del rey con el
desquiciamiento de todo el catafalco constitucional, ora sospechando
que los infames francmasones nos secuestrarían al _suspirado_ rey,
haciéndole perdidizo en cualquier desfiladero, para encajarnos la
república Iberiana, que tanto daba que hablar en los barrios bajos, y
en los claustros de mendicantes!

Pero la aproximación de las tropas de Wittingham nos dio aliento, y
la llegada del general Eguía, completa tranquilidad acerca del buen
resultado de lo que entre manos traían los _Persas_. ¡Qué hombre
aquel! Era de los pocos, y es lástima que nuestra nación, agradecida
a su destreza y heroísmo, no le elevase una estatua ecuestre,
representándole con su peluca de coleta, su gran joroba y aquel aire
chusco y altanero que le hacía tan temible. General más valiente no
le han conocido los siglos. Los historiadores, que todo lo enredan,
han dado en decir que don Francisco Eguía no hizo más que majaderías
y desaciertos, cuando mandó el ejército del Centro en la Mancha,
antes de la batalla de Ocaña; pero aún falta probar que nuestro
general no fue un Gran Federico en aquella guerra. Han dicho que no
quería combatir; que apremiado por la Regencia para que atacase a los
franceses, contestó que _él solo anhelaba sucesos grandes que salvaran
a la nación_, dando a entender el noble deseo de no gastar su ingenio
estratégico en batallejas de tres por un cuarto.

Pero sea de esto lo que quiera, y aun considerando que la Regencia
tuvo razón al separarle del mando en 1809, no se le puede negar su
heroísmo y militar ciencia en 1814. Como que él solo, ayudado de una
división del ejército del Centro, dio al traste con la inmensa balumba
de las Cortes, poniendo en vergonzosa fuga a más de cien diputados
liberales, que se escondieron en sus casas sin atreverse a asomar las
narices... ¿Qué tal? Hombres como aquel bravísimo Eguía son el mayor
galardón que Dios Omnipotente puede dar a las atribuladas y huérfanas
naciones. Admirablemente lo hizo, y allí era de ver cómo se presentó
con su tropa en casa del Presidente de las Cortes, notificándole, con
serenidad sublime, la ruina de la Constitución, y cómo ocupó después
resueltamente y sin asomos de miedo, casi sin pestañear, el Palacio de
las Sesiones, declarando con voz entera y firme que todo estaba por los
suelos.

¡Qué noche la del 10 de mayo de 1814! ¡Oh sin igual ventura! ¡Oh
inolvidable regocijo del alma después de tan larga opresión! Yo
había pasado todo el día escribiendo un articulito, que remití a _La
Atalaya_, por encargo de mi excelente patrono. Estoy tan orgulloso
de aquella pieza, fruto precioso del frenético entusiasmo mío y de
los ardores fernandistas de mi exaltado corazón, que no quiero que
estas fieles memorias vayan a los confines de la posteridad sin llevar
siquiera un par de párrafos, muestra de mi caliente estilo y de las
gallardías de mi pluma. Decía así:

«¡Adónde estáis, potencias de mi alma! ¡Os busco, y por ninguna parte
os encuentro! ¿Habéis volado en busca de aquel imán de nuestros
corazones? ¿Adónde está FERNANDO? Hechizo de mi corazón, ¿adónde
te encontraré? ¡Mi alma no acierta, en la efusión de su placer, a
expresar de ningún modo los sentimientos de que se halla inundada! ¡Mi
memoria... mi voluntad... mi entendimiento, sí!... Todo es vuestro,
¡Dios eterno! Pero si FERNANDO está en vos, y vos en FERNANDO, en vos
mismo gozaré de su amorosa presencia; sí, Dios Omnipotente, permitid
que me regocije en vos, pues que vos le elegisteis desde vuestros
eternos alcázares para nuestro digno REY; vos le perseverasteis con
vuestra providencia en el principio; vos le guardasteis bajo la sombra
de vuestras divinas alas... vos le quitasteis de un suelo manchado
con tantos crímenes, para que no presenciase el espantoso castigo
con que ibais, aunque tan lleno de misericordia, a castigar a tus
hijos... sí, amado FERNANDO... sí, apetecido consuelo de todas nuestras
aflicciones... sí, hermoso y deseado iris en todas nuestras horribles
borrascas... tus fieles y huérfanos hijos te lloraron como miserables
pupilos, y no hubo un placer verdadero en sus amantes corazones,
considerándote cautivo...»



II


Y así seguía, soltando la abundosa vena de mi inspiración, para que
sin tasa corriese, con lo cual se embobaba el vulgo, llegando mi fama
como escritor hasta el punto de que un padre de la Merced, el venerable
Salmón, dijese de mí que allá me iba con Cervantes en el manejo de la
pluma. Pero la verdad es que mi genio me llamaba por caminos distintos
de los de la literatura. ¿Se creerá que en aquella felicísima noche del
10 de mayo, no pudiendo contener mi exaltación en pro de Fernando, ni
menos mi enojo contra los llamados _mamones_, me uní a los esbirros y
jueces que iban de calle en calle prendiendo en sus casas a los famosos
corifeos de las Cortes?

Uno de los jueces de policía era amigo mío, y también un oficial
de los que mandaban la tropa encargada de proteger a los jueces.
Fui, pues, de casa en casa, y no puedo dar idea de la indignación
que ardía en mi alma contra aquellos bribones, a quienes era preciso
buscar dentro de sus propias guaridas para prenderles. Era en realidad
vergonzoso que varones tan eminentes como aquellos intachables jueces
de policía, anduviesen, cual cuadrilleros de la Santa Hermandad,
corriendo a caza de un Argüelles, de un Martínez de la Rosa, de un
Calatrava... ¡Tunantes! ¡Cuándo recibieron ellos mayor honra que la
de ser huroneados por individuos de toga, los cuales, en su desmedido
ardor por la causa del rey, iban sudando gotas como puños; que tales
angustias trae el oficio de polizonte!

La pesquería no fue mala, y si bien se nos escaparon Toreno, Antillón,
Gallego y otros, cogimos a Argüelles (a quien no le valió su
_divinidad_) en la calle de la Reina; a Gallardo, en la del Príncipe;
a Canga Argüelles, en la misma calle y casa de San Ignacio; a Page, en
la de Hita; a Cepero y a Martínez de la Rosa, en la calle de San José;
a Larrazábal, en la de Jacometrezo; a García Herreros, en la plazuela
de Celenque, y en diversos sitios que no recuerdo, a Quintana _el
Seminarista_, a Feliú, Villanueva, Muñoz Torrero, Cano Manuel, Álvarez
Guerra, O’Donojú, Capaz, Cuartero, a los cómicos Máiquez y Bernardo
Gil, sin omitir al célebre _Cojo de Málaga_.

¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San
Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras
malas artes, y destruidos vuestros planes diabólicos! Mala peste os
consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra tanta
perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo
vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa endiablada
Constitución... ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo,
viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido
el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y
masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía
desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una
madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables
delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el
cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en
tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.

A medida que iban cayendo les llevábamos a la cárcel de la Corona y al
cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados.
No hubo papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que
se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las
picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los
autos, para que a nadie quedara duda de sus maldades. Pues digo... si
no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia
habría tenido que romperse los cascos par inventarlos después, lo
cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los
señores de la Comisión de Estado.

Siempre me acordaré de la insolencia de les diputadillos, que en vez de
echarse a llorar y pedirnos perdón cuando les prendíamos, nos miraban
con altaneros ojos, afectando una serenidad tranquila, propia de
justos o inocentes, y expresándose en tales términos, que al oírles,
¡mal pecado!, pudiéramos creer que no habían roto plato ni escudilla.
Quien los viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en
cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en
ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza no me pude contener,
y a varios de ellos les dije cuatro frescas bien dichas y dos docenas
de verdades como puños, siendo tal su cobardía que no se atrevieron a
contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.

Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían
pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaran para que
fuese más grande el esplendor de la fazaña que estábamos consumando.
¡Oh! ¡Ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas,
de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de
masones...! ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!

Llegaste al fin, ¡oh día 11 de mayo!, y tus primeras luces vieron
al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso
río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de
su gozo. ¡Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento
de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y
a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes,
y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de
la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando
la lápida de la Constitución y cuantos letreros, signos y figuras
recordasen la conjurada borrasca!... De seguro lo pasaran mal los
señores encarcelados si por acaso les echara la zarpa el discreto y
sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera
al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los
orgullosos caídos; pero la cosa no pasó de aquí.

Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi
vida. ¡Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué
ansiedad!... Solo por causa tan santa y por el inextinguible amor del
inocente Fernando puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo
hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar
paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando
a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a
la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en
el negocio.

¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios... Al
más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada
desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y
garganta de bronce. Ahí es nada... teníamos que repartir dinero
por los barrios bajos, y convocar a determinados individuos de la
majería, cuidando de andar con pulso en lo del distribuir, porque a
mucho que se abriera la mano, no quedaba nada para el repuesto del
comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y
de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de
Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles
delicadas comisiones, de esas que solo a delicadísimos entendimientos
pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscos y
agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la
muchedumbre; propalar noticias falsas de conspiraciones fraguadas por
los revolucionarios, con otros muchos menesteres y ocupaciones que
habrían rendido el organismo más fuerte, y desquiciado el más sólido
entendimiento y la más firme voluntad. ¿Pero de qué sirve la fe si no
es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día;
por la fe tuve cuerpo y alma, sentidos e ideas para tantas cosas; por
la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales
trapisondas.

Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético
gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de
deslenguados charlatanes; les habíamos destruido sin más auxilio que un
ejército y la autoridad del rey, acompañada de la grandeza, del clero,
de las clases poderosas; habíamos triunfado en sin igual victoria,
y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pictórica felicidad
nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos
pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda
filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero, y a la autoridad
real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad,
sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que
yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de
Cristo; sentíamos en nuestro pecho el divino aliento, y el regocijo de
la bienaventuranza enardecía nuestras almas.

«¡Noche del 10 de mayo! —decía el padre Castro en su inolvidable
Atalaya—. ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el
mundo!... Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor; que nuestra lengua
no cese de cantar sus misericordias.

»Sí, españoles: _Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in sæculum
misericordia ejus_. Los principales cabezas de esta rebelión están
ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro
idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de
nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él.
En un mismo día y en una misma hora han sido sorprendidos todos estos
verdugos de nuestra patria, y su ejemplar castigo será la garantía más
segura de nuestra perpetua felicidad. _Confitemini Domino, quoniam
bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus_. Españoles, alabad y
bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz; ya reina FERNANDO.»

¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!



III


¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar!... Señor, ¿con qué
lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y
frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de
mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados
alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas
divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por
la dorada senda.

Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del
rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su majestuosa
cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y
Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando don Buenaventura
(algún nombre he de dar a mi buen protector para que se le distinga
entre los individuos de que haré mención) me llamó a su despacho, y
melifluamente me habló así:

—Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he
dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para
satisfacerlo al punto.

—Señor —repuse—, como vayan por delante los veinte mil reales que
Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin
embargo, mis aficiones...

—Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo.
¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de
juros?...

—Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.

—Corriente... Mañana mismo tendrás tu nombramiento... Dime, ¿has
llevado la carta a las monjas bernardas?

—Esta mañana.

—¿Me has limpiado las botas?

—Están como espejos.

—Bueno: antes de marcharte pídele a doña Nicanora los calzones y la
casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas
como nuevas... Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso
que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja
y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar gracias al señor
ministro...

—¿Las gracias?

—Seguramente. Ganabas cinco mil reales en las covachuelas de la
secretaría de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con veinte
mil a Paja y Utensilios...

Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio;
pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su
seguro tino, y me dijo:

—¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos
del día... Ya se ve... ¡los tiempos que corren y los escándalos de
estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo!... En mis
tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor
renta.

—No me quejaré —repuse humildemente—, porque es propio de mi condición
no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero... si han de acomodarse las
recompensas a los merecimientos...

—¡Tus merecimientos! —exclamó su señoría con desdén—. ¿Cuáles son?
¿Qué letras has cursado, perillán? ¿Qué tratados de materia jurídica o
teológica has escrito? ¿Qué servicios has prestado a la Administración,
bergante? ¿Qué ejércitos acaudillaste, zopenco, ni qué rey te debió la
corona?

—Sobre eso hay mucho que hablar, señor don Buenaventura de mi alma
—respondí con brío—. Si a todos se repartiera por igual, no me
quejaría; pero se están viendo improvisaciones escandalosas. Ahí tiene
usted a Antonio Moreno. ¿Qué era hace un mes? Ayuda de peluquero, pues
ni siquiera podía llamarse maestro peluquero. ¿Qué es hoy?... Consejero
de Hacienda.

Don Buenaventura calló. Le dejé suspenso y absorto.

—Es verdad —dijo al fin—. Ya lo sabía... pero eso no tiene nada de
particular. Antonio Moreno era... un excelente profesor de cabezas...
No debe olvidarse que en Valencia sirvió de amanuense cuando se redactó
el célebre decreto del 4.

—¡Consejero de Hacienda! —exclamé yo alzando los brazos—. ¡Consejero de
Hacienda un vil peluquero!

—Pero a nosotros, ¿qué nos importa? Allá se las compongan... Dime tú,
¿qué pedazo de pan nos quitan de la boca, haciendo a Moreno consejero?
Además, el honor de haber redactado tan sublime documento, merece
perpetuarse con una posición decente... ¿Qué piensas? ¿Qué opinas? ¿Por
qué has hecho ese gesto de monja escandalizada, cuando he nombrado el
decreto del 4 de mayo? ¿No te gusta? ¿No te parece categórico? ¿No lo
crees una obra admirable y que nada deja que desear?

Yo callaba, porque mil dudas y desconfianzas ocupaban mi espíritu.

—No puede escribirse nada más contundente —continuó don Buenaventura
leyendo un papel— que el párrafo en el cual se declara «aquella
Constitución y decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni
en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y _se
quitaran de en medio del tiempo..._» Está dicho todo, y con tales
palabras bastaba.

—Esa es mi opinión. Con eso bastaba. Pero más arriba, el rey,
obedeciendo a pérfidas inspiraciones, ha dicho que aborrece el
despotismo, que convocará Cortes, que establecerá la seguridad
individual, con otras zarandajas que, o mucho me engaño, o son el
primer paso para volver a las andadas, mi señor don Buenaventura.

—Pero ven acá, majadero impenitente, ¿cuándo has visto que tales
fórmulas sean otra cosa que una satisfacción dada a esas entrometidas
naciones de Europa, que quieren ver las cosas de España marchando
al compás y medida de lo que pasa más allá de los Pirineos? Ríete
de fórmulas. No se pueden hacer, ni menos decir, las cosas tan en
crudo que los afeminados cortesanos de Francia, Inglaterra y Prusia
se escandalicen. ¡Reunir Cortes! Primero se hundirá el cielo que
verse tal plaga en España, mientras alumbre el sol... ¡Seguridad
individual! ¡Bonito andaría el reino, si se diesen leyes para que los
vasallos obraran libremente dentro de ellas, y se dictaran reglas
para enjuiciar, y se concedieran garantías a la acción de gente tan
ingobernable, díscola y revoltosa! El rey, sus ministros y esos
sapientísimos y útiles Consejos y Salas, sin cuyo dictamen no saben
los españoles dónde tienen el brazo derecho, bastan para consolidar
el más admirable gobierno que han visto humanos ojos. Así es y así
seguirá por los siglos de los siglos... ¿Eres tan tonto que crees en
manifiestos de reyes? Como los de los revolucionarios, dicen lo que no
se ha de cumplir y lo que exigen las circunstancias. Bajo las fugaces
palabras están las inmóviles ideas, como bajo las vagas nubes las
montañas ingentes, que no dan un paso adelante ni atrás. Las nubes
pasan y los montes se quedan como estaban. Así es el absolutismo, hijo
mío: sus palabras podrán ser bonitas, rosadas, luminosas y movibles;
pero sus ideas son fijas, inmutables, pesadas. No mires lo de fuera,
sino lo de dentro. Estudia el corazón de los hombres y no atiendas a
lo que articulan los labios, que siempre han de pagar tributo a las
conveniencias, a la moda, a las preocupaciones...

Don Buenaventura se expresaba con calor. No me atreví a contestarle, y
mis pensamientos se acomodaron a los suyos, como sucedía casi siempre
que hablábamos de política.

—¡Ah! Se me olvidaba una cosa —exclamó después de breve pausa—: ya he
dicho al ministro que te exima durante algunos días de ir a la oficina.
Es preciso que me ayudes en este delicado negocio que tengo entre
manos... Ya sabes que Su Majestad me ha nombrado fiscal de la Comisión
de Estado que ha de sentenciar a los presos de la noche del 10.

—Tarea fácil, a mi modo de ver, mientras no desaparezcan del mapa
Melilla, Ceuta y el Peñón.

—Eres excesivamente ejecutivo. No puede hacerse la distribución, sin
fundar en algo los castigos. Es preciso buscarle el pelo al huevo, como
suele decirse; registrar papeles, sacar de ellos la quintaesencia de
la maldad, allegar testigos aunque sea en las entrañas de la tierra,
estrujar los autos hasta que destilen la amarga hiel de la evidencia,
cumplir en todas sus partes la larga serie de procedimientos que son
gloria de nuestra jurisprudencia, y, en fin, _hacer_ los procesos
de tal modo que no les falte ni una tilde, y aparezcan en toda su
horrible desnudez las necesarias maldades de esos hombres.

—Con el plan de república (algo más verosímil que el de la Iberiana),
revelado por el padre Castro en su _Atalaya_ —repuse—, bastará para
hacer las más lindas causas que se han visto en tribunales españoles.

—A eso vamos. La _Confederación_ descubierta por el Atalayero es
ingeniosa. Además, algunos testigos han hecho declaraciones de perlas.

—El conde del Montijo...

—Asegura que los liberales formaron causa al rey en un café de Cádiz y
le condenaron a muerte.

—Ostolaza...

—Ha delatado los _pensamientos_ de sus compañeros de Cortes, asegurando
que querían deshonrar al rey, con otras preciosísimas afirmaciones que
constituyen un verdadero tesoro.

—La persecución del obispo de Orense y del marqués del Palacio, así
como el destierro del nuncio señor Gravina, son materia abundante.

—Abundantísima.

—Bien sabemos todos que Mejía dijo en las Cortes _que no existe Dios_;
Argüelles, _que no debían obedecerse los preceptos de la Iglesia_.

—Feliú sostuvo _que la religión era una farsa_...

—Y Arispe afirmó que la grandeza española _tenía sangre de perro_. Bien
mirado, el testigo más explícito, más claro, es el archivo, las actas
de las Cortes.

—Sin duda. ¿No está allí escrito que el danzante de Martínez de la Rosa
propuso fuera condenado a muerte el que propusiese adición o reforma en
la Constitución de Cádiz?

—Recuerdo perfectamente su pedantesco discurso del 21 de abril
en que decía que _los pueblos deben darse ellos mismos las leyes
fundamentales_.

—También yo tengo buena memoria —añadió don Buenaventura—. Habló mucho
de _derechos imprescriptibles_, y concluyó así: _Se acabaron nuestras
desgracias. Ya reinan las leyes_.

—Que es como decir _que no reinará el rey_ —afirmé, tomando un polvo
que don Buenaventura me ofreció.

—¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta en el libro de las sesiones
la abominable expresión de Canga Argüelles?

—_Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa
de la Constitución_.

—Así mismo lo dijo.

—No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que _destruidos los conventos,
se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de
viejas_.

—Page, el mismo que expresó la opinión de que _es delito de lesa
majestad llamar_ SOBERANO _al rey_... ¿No fue Istúriz quien dijo
aquellas palabrotas...?

—Sí, ya recuerdo. _Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque
bajo las formas características de la monarquía; el rey no es nuestro
señor, es nuestro jefe, porque queremos, y de la manera que queremos
que lo sea, y nada más_.

—Admirable memoria tienes —dijo don Buenaventura, tomando la pluma—.
Voy a apuntar eso. Se confrontarán las _Sesiones_.

—No olvidará usted los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que
estampó en letras de molde _que los obispos debían echar bendiciones
con los pies, colgados de una cuerda_. Ahora recuerdo también que
Ramajo, redactor de _El Conciso_, amenazó al rey con la venida de
Carlos IV, si no juraba la Constitución.

—Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros,
viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también
poner como nuevos. Ahí tienes, por ejemplo, a Sánchez Barbero.

—El autor de aquellos versitos:

      Aquí nosotros los sagrados dones
    De independencia y libertad gozamos,
    Y monarca, no déspota, juramos.

—Yo también me acuerdo, yo también —exclamó con júbilo mi amigo—. El
infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas
endechas:

      El fanático error vencido cede,
    Y la sin par _Constitución_ sucede;
    _Constitución_ resuena
    Doquiera ya; _Constitución_ inflama...

¡Ya te inflamarán a ti!... ¡Miserables poetas, se os ha acabado el
_doquiera_! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la _soberana_.

—Muñoz Torrero —añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del
estado— fue el que dijo que _la soberanía de la nación estaba en las
Cortes_, lo cual es como poner a la burra las arracadas.

—Justamente. _Y que las personas de los diputados eran inviolables_.
¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!

—Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar
que _los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación_.

—Y _que la ley es superior al rey_, lo cual es como decir que la
espuela gobierna al jinete.

—Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de febrero, en el cual se
dijo que _no se conocería por libre al rey, ni menos se le prestaría
obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución_.

—Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de
febrero, que era la segunda parte del tal decreto.

—Y Martínez de la Rosa, o sea el señor _Bello Rosal_, como le llama _La
Abeja_, lo escribió.

—Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.

—A donde iban a emborracharse.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Don Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición
cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus
deberes y en el servicio del rey y del estado ponía su alma toda
entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, allegaba
cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua,
y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía
precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y
no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que
aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes!
¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario
y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a
los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del
derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con
unos cuantos años de presidio en vez de la horca que merecían!

Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del
trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente
los sucesos que se verán a continuación.



IV


Siempre fui hombre que lo mismo servía para un fregado que para un
barrido, y de tanta actividad que solapadamente me multiplicaba,
esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al
servicio del estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante
y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión
de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de
los acontecimientos para sacar de ellos provecho. Así es que ayudaba
a don Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la Comisión
de Estado, y servía mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo plácemes
sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compañeros. En poco tiempo
supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella
era feliz, tales como don Blas Ostolaza, espejo de los predicadores,
confesor del infante don Carlos y hombre de muchísimo influjo; don
Pedro Ceballos; don Juan Lozano de Torres; don Juan Pérez Villamil,
célebre por lo de Móstoles; don Pedro Labrador, el incomparable
diplomático que en el Consejo de Viena dejó pasmados a todos los
embajadores de las grandes potencias; don Miguel de Lardizábal,
ministro de Indias; el gran magistrado don Ignacio Villela; el señor
Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan
insignes, tan eminentes, que bien podía decirse de ellos que tenían las
cabezas podridas de talento.

Como yo era tan entrometido, fácilmente ensanchaba el círculo de mis
amistades, unas veces solicitando favores con tal empeño que me los
concedían porque me quitase de encima; otras prestando los pequeños
servicios que de mi reducido poder dependían... Pues digo... cuando
alguno de aquellos señorones venía a mi oficina, a la inmediata de
Rentas Decimales (donde yo tenía tantos amigos), o a otra cualquiera
de las del ramo, a solicitar reservadamente que se hiciera perdidizo
un miserable expedientillo de Propios o de Arrendamiento de oficios...
vamos... aquello era una bendición. Viendo que yo abría la mano y no
me hacía de rogar, siempre que se trataba de poner mi firma en un
_Cargo_ y _Data_, enviado por el alcalde, por el contratista o por el
recaudador, me traían en volandas. ¿Qué le importaba a la nación que
se escurrieran entre los papeles algunos disimulados sapos y culebras,
o que se variara con caligráfico ingenio un par de números, siempre
que quedase contento aquel o el otro empingorotado repúblico, cuyo
bienestar importaba tanto al estado? ¡Pues no faltaba más, sino que,
por no hacer el gusto a un regidor amigo o a un alcabalero pariente, se
sofocara un esclarecido varón, y revolviéndosele los humores, perdiera
la salud, tan necesaria al buen servicio y esplendor de la monarquía!

Unas veces era preciso conseguir moratoria de diez años para que
tal o cual duque no se viese importunado por los estúpidos de sus
acreedores... Otras veces había que beber los vientos para conseguir
que el fuero del Honrado Concejo amparase a Fulanito, en cuyo caso, y
mientras aquel decidiera, este no tenía que apurarse por la fruslería
del pago de sus arrendamientos... Pues ¿y cuándo había que conseguir
de la sala de Alcaldes una provisioncita para que en tal o cual pueblo
se repartieran los oficios dos o tres individuos de una familia, de
modo que por ser hermanos el alcalde, el secretario, el escribano y
el procurador síndico, no había la más mínima disputa en el arreglo
del común? Existiendo estos asuntillos, era necesario entonces tener
en Madrid un amigo listo y de mucha mano en las oficinas, para que
volviese lo blanco negro y lo verde encarnado en las cuentas, para que
visitase a algún señor del Consejo y con él se entendiese; que si no,
capaz era el tal Consejo de darse de calabazadas por averiguar dónde
se había escurrido algún terreno baldío rematado en tiempo de los
franceses...

También solían ocuparme los señores de Madrid y muchos de provincias en
diversos negocios referentes a Tercias Reales, o ciertos atrasillos de
Alcabalas, a compaginar las cuentas del receptor de bulas de tal pueblo
para que no apareciesen distintas de las del alcalde, a resucitar cuál
expediente de Manda Pía forzosa, añadiéndole un par de planas a la
antigua, tan diestramente imitadas que ni aun les faltaba la polilla,
y... ¿para qué cansar más?... ocupábanme en todo lo que fuese del
mangoneo subterráneo de las oficinas, pues yo, por mi índole rebuscona,
mi carácter dulce, y la prodigiosa facultad de insinuación que me
otorgó Natura, había establecido una red oculta, hilos de connivencia
tendidos de covachuela en covachuela y de despacho en despacho, con tal
arte que nada me era difícil.

Verdad es que algunos envidiosos dieron en decir que se deshonraban
teniéndome a su lado, y hasta se susurró que Su Excelencia quería
echarme a la calle... (ya se hubiera tentado la ropa antes de hacerlo);
pero yo tenía muy buenos asideros en la administración y de todo me
burlaba. Antes hubieran movido de sus graníticos cimientos el Escorial,
que moverme a mí de mi silla en Paja y Utensilios. Como que mis
calumniadores eran unos pobres papanatas que apenas sabían hacer otra
cosa que el trabajo material de su oficina, y así era de ver el mal
trato de sus casas, pues muchos de ellos no tenían camisa que poner a
sus chiquillos. En cuanto al aspecto de sus rostros y personas, daba
grima verles, según estaban de rotos, descomidos y trasijados, y no
podía uno menos de avergonzarse al pensar qué idea formarían de la
administración española los extranjeros que acertaran a conocerles.

Mi casa, por el contrario, era una tierra de promisión. ¡Bendito sea
Dios que a nadie desampara! Tan pronto venía la caja de dulce como la
tarea de chocolate macho, ora las sartas de chorizos, ora un par de
jamones: el plato de leche no faltaba nunca en las solemnidades, ni el
par de capones en 24 de julio... en fin, aquello parecía una colmena.
Tanto iban creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurrió poner
una agencia de negocios. Había que ver cómo me solicitaban damas,
oficiales, canónigos, marquesitos, ¿qué digo?... ¡hasta un señor obispo
me honró con su confianza! Mi nombre fue bien pronto conocido en todo
Madrid, quizás en todo el reino y sus Indias; transformose mi persona;
me sentí crecer, ¡oh!, crecer hasta sobresalir por encima de las
eminencias cortesanas; vi bajo mis pies a muchos de carroza y venera;
miré cara a cara el sol de la grandeza y del poder, y la ambición
empezó a morderme las entrañas; ¡pero qué ambición y qué entrañas las
mías!

Entre tanto, mi don Buenaventura seguía enredado con los procesos,
sin acertar a despacharlos. Las causas eran un embrollo estúpido, y
en ellas no constaba nada positivo ni terminante, por lo cual los
tontainas de la Comisión de Estado no acertaban a condenar a muerte
a ningún diputadillo. Lleno de ansiedad el rey porque se hiciera
pronta justicia, nombró una segunda Comisión de Estado, y como esta
se atascara también, fue preciso designar la tercera, hasta que el
gobierno se cansó de Comisiones que nada hacían, y supo dictar por sí
aquella saludable medida que cortó de plano la cuestión. Hízolo, si se
quiere, por humanidad, pues a los infelices diputados que se estaban
pudriendo en las fétidas mazmorras de Madrid les venía bien tomar los
salutíferos aires de Melilla y el Peñón por ocho o diez años.

Y no se crea que un rey tan recto y tan celoso por el buen gobierno
se dormía en las pajas. Él mismo extendió de su real puño una orden
disponiendo que el señor Argüelles no se moviese de Ceuta durante ocho
años, sin duda porque así convenía a la quebrantada salud del divino
asturiano.

Este decreto contra los diputados y el que en 30 de mayo de 1814 se
dio contra los afrancesados que estaban en la emigración, además de
sus ventajas como contraveneno del constitucionalismo, ofreció el
inestimable beneficio de librarnos de toda la plaga de literatos,
poetas y prosadores que desde años atrás habían empezado a infestar al
país. Pues no sé... ¡Si no andan listos nuestros gobernantes, buenas se
hubieran puesto las cosas! De seguro que Moratín nos habría aturdido
con sus comedias y Meléndez con su pastoril caramillo, y Gallego con
su retumbante trompa. De fijo que Quintana y Sánchez Barbero, Burgos y
Lista, Tapia y Martínez de la Rosa habrían lanzado sobre la afligida
nación un diluvio de obras poéticas de diversos géneros, teniendo
después el descaro de pretender que el público se las pagara en época
de tan poco dinero. También Conde y Toreno nos hubieran mareado con
sus historietas, y Antillón y Ciscar con sus obras científicas,
soliviantando a la nación y metiendo ruido, para que los españoles
despertaran del plácido letargo sabroso en que por fortuna vivían
entonces.

A fin de establecer en todo el país aquella calma perfecta y
absoluta que es condición precisa para que puedan lucirse los buenos
gobernantes, fue preciso encausar a muchos que no habían sido
diputados, ni literatos, ni siquiera poetas, sino simples particulares
oscuros, aunque cargados de crímenes nefandos. ¡Si era cosa que
daba horror oír contar las maldades de aquella gente!... Hubo
quien conversando en los cafés, en círculo de amigos, habló mal del
despotismo. Me acuerdo de la causa formada al brigadier Moscoso _por
no haber desplegado los labios_, mientras otros oficiales elogiaban la
Constitución... Vamos, si no se puede uno contener tratando de esto.
Bien hizo el fiscal en pedir para Moscoso la pena de muerte, porque
el deber de este era reprender a los desvergonzados oficiales... Pues
¿y los muchos a quienes se formó sumaria y fueron a Ceuta por haber
escrito en los papeles públicos en tiempo de la Constitución, o por
haber sido partidarios de ella, a pesar de que nunca dijeron «esta boca
es mía»?... Nada, nada se les escapaba a aquellos benditos señores de
la Comisión de Estado, y de ellos puede decirse que se excedían a sí
mismos y hacían los imposibles por la rápida y eficaz administración de
justicia.

Verdad es que tenían en su auxilio a multitud de patricios vehementes
que delataban sin cesar a los pícaros, refiriendo lo que oyeron tres
años antes y descifrando minuciosa y hábilmente el pensamiento de tal o
cual persona. La delación, ¡ay!, no era cosa fácil, sino muy trabajosa
y comprometida, porque había que meterse en las casas fingiéndose
amigo, interceptar cartas en el correo, seducir a los criados, engañar
a los tontos y llevarles a los cafés, excitándoles a hablar; en fin,
era obra difícil, a la cual solo podían hacer frente la mucha fe y el
desmedido amor al monarca.

No se crea que este dejó sin premio tan grandes virtudes y la
abnegación de aquellos leales sujetos que olvidaban los menesteres de
sus casas para meterse en las ajenas; no, aquel sabio gobierno premió
largamente a los delatores, dando a unos el privilegio de abastos
de tal villa; a otros una plaza de fiel de matanza; a Fulano una
procuraduría; a Zutano un oficio enajenable, etc., etc.

Lo más notable es que no se vio en aquellos días ninguna ejecución
de pena capital, pues ni el mismo _Cojo de Málaga_ llegó a bailar en
la cuerda, como lo tenía dispuesto el gobierno, en castigo de haber
alborotado y aplaudido en las tribunas públicas de las Cortes. Delito
tan feo, tan contrario a los fueros de la Nación, a la dignidad del
rey y a la fe católica, exigía expiación durísima, y un ejemplar que
sonase en todos los ámbitos de la feliz España. Furioso estaba el
pueblo contra el _Cojo_, el clero escandalizado, los patricios muertos
de impaciencia porque de una vez y sin pérdida de tiempo desapareciese
de entre los vivos el inmundo reo; pero ved aquí que el embajador
de Inglaterra (son los extranjeros muy amigos de farandulear) se
interpuso, rogó, suspiró, aun dicen que amenazó, hasta que nuestro
rey, no queriendo malquistarse con la Gran Bretaña por un cojo de más
o de menos, le conmutó la pena capital por la de presidio indefinido.
La suerte fue que cuando llegó la orden, ya estaba Pablo Rodríguez con
un pie en el cadalso y había tragado lo más amargo de la alcuza. Quien
más perdió fue el pueblo, que ya contaba por segura la ejecución y se
quedó a media miel.

Tampoco subió al cadalso doña María Villalba, señora de mucha bondad y
hermosura, según decían. Sí, ¡buena sería ella!... ¿Qué puede pensarse
de una dama que cometió la felonía de escribir en confianza a cierta
amiga, contándole algunos lances amorosos del rey?... Afortunadamente
el gobierno de entonces tenía la gracia de que no se escapaba en
correos una pícara carta que contuviese algo importante... ¡Y la doña
María se quedaría tan fresca, creyendo que su gran crimen no iba
a ser descubierto! ¡Véase si vale de mucho el ojo diligente de la
Administración; véanse las ventajas de una estafeta celosa del bien
público! Los buenos gobiernos han de estar en todo, y meter la cabeza
hasta dentro de las faltriqueras de los gobernados, porque si no...
¡No faltaba más sino que cada uno pudiera escribir lo que le diese la
gana, y después encargar al gobierno la comisión de llevarlo!... En
fin, doña María Villalba fue puesta a la sombra, y si conservó la vida,
fue porque se movieron en su pro muchas personas de influencia y todo
Madrid se puso sobre un pie.

Pero todo no había de ser blanduras, porque en aquellos días
restablecimos la Inquisición.



V


_Restablecimos_: permitidme que hable en plural. Yo tenía derecho a
ello desde que logré meter mi cucharada en la tertulia del infante don
Antonio. ¡Quién me había de decir que me vería en tales excelsitudes,
mano a mano con gente nacida de vientre de reinas! Parecíame mentira,
y me causaban admiración mi propia persona, mis propias palabras.
Sin quererlo me hacía cortesías a mí mismo. Aprendí a vestirme con
elegancia, y los que me habían conocido meses antes, se asombraban de
mi transformación.

Antes de dar a conocer la tertulia del infante, enumeraré la serie de
relaciones que me condujeron a Palacio.

Desde que comencé a hacerme hombre de pro solía visitar a las señoras
de Porreño, una de ellas hermana del señor marqués de Porreño, que
había muerto poco antes; hija del mismo la otra, y sobrina la tercera.
Aquella casa, que ya venía muy agrietada desde el siglo anterior,
estaba a punto de hundirse completamente, por cuya razón las tres
excelentes señoras necesitaban buenos amigos que les ayudaran con amena
tertulia y delicado trato a conllevar las pesadumbres de su lamentable
decadencia.

En casa de estas señoras conocí a don Blas Ostolaza, confesor del
infante don Carlos y predicador de Palacio, hombre de los más eminentes
que han vivido en España. Eclesiásticos como aquel debieran nacer
aquí todos los días, y aunque saliera uno detrás de cada piedra, no
estaría de más. Él fue quien felicitó a Fernando desde el púlpito
por el restablecimiento de la Inquisición, diciéndole: «Apenas ha
vuelto Vuestra Majestad de su cautiverio y ya se han borrado todos los
infortunios de su pueblo. La sabiduría y el talento han salido a la
pública luz del día, y se ven recompensados con los grandes honores, y
la religión, sobre todo, protegida por Vuestra Majestad, ha disipado
las tinieblas como el astro luminoso del día.»

Él fue quien escandalizó en las Cortes de Cádiz por su frescura
olímpica, que hacía reír a la gente de las tribunas; y como mi hombre,
tanto a los _galerios_ como a los diputados, les aporreaba a verdades,
cada vez que hablaba todo Cádiz se ponía en movimiento. La fama de
estas hazañas, así como la de sus mortíferos discursos, corrió por todo
el reino de tal suerte que, cuando Su Majestad volvió de Valencey,
estuvo en un tris que me le hiciera obispo.

Él fue quien, durante las causas de que antes hablé, reveló los
_pensamientos_ de sus compañeros de Congreso en las sesiones secretas.
Eso sí, tenía mi don Blas una memoria asombrosa, y no dijeron los
charlatanes palabrilla pecaminosa ni herética argucia que él no
recordase, por lo cual su boca fue una mina de oro en aquellos
benditos autos.

Era tan celoso por la causa del rey y del buen régimen de la monarquía,
que si le dejaran, ¡Dios poderoso!, habría suprimido por innecesaria
la mitad de los españoles, para que pudiera vivir en paz y disfrutar
mansamente de los bienes del reino la otra mitad. Fue de ver cómo
se puso aquel hombre cuando se restableció la Inquisición. Parecía
no caber en su pellejo de puro gozoso. Una sola pena entristecía su
alma cristiana, y era que no le hubieran nombrado Inquisidor general.
¡Oh!, entonces no se habría dado el escándalo de que se pasearan
tranquilamente por Madrid muchos tunantes que tenían sus casas
atestadas de libros y que recibían gacetas extranjeras sin que nadie se
metiese con ellos.

No solo era predicador insigne, sino que como escritor religioso
bien puede decirse que Melchor Cano, Sánchez y el padre Rivadeneyra,
comparados con él, ignoraban dónde tenían las narices. ¿A qué rincón
de la Europa culta no llegaron sus célebres novelas, impresas con
las armas reales, amén del retrato del monarca, y en las cuales, ora
en prosa, ora en verso, aparecían charlando barba con barba Dios y
Fernando VII? ¡Válganme los cielos! Aquello era escribir, y quien no ha
visto tales cosas no sabe lo que es literatura.

En tratándose de púlpito no había otro. Era cosa de oírle con la boca
abierta, sin perder ni una sílaba de su pasmosa elocuencia. No le
habían de pedir que hablase de los santos ni de religión, que eso era
para predicadorcillos de tumba y hachero. Él, desde que ponía el pie
en la grada, la emprendía con las Cortes, con los diputados, con las
ideas liberales, y mientras más hablaba, aún parecía que se le quedaban
dentro más vituperios por decir. En tocando este punto, llevaba hilo
de no acabar en tres días. La gente se aporreaba en las puertas de los
templos para entrar a oírle, y... no hay que darle vueltas... ni don
Ramón de la Cruz con sus sainetes populares atrajo más gente. ¡Y cómo
entusiasmaba a la multitud! Oíanse gritos dentro de la iglesia, y si al
salir de ella hubieran topado los fieles con algún liberal, ya habría
podido este encomendarse al diablo.

Fue en verdad grandísimo error que no le dieran la mitra que pretendió
y por la cual bebió vientos y tempestades en las antecámaras de
Palacio. El señor Creux, a quien prefirieron, no había revelado
tan fielmente como Ostolaza los pensamientos de sus compañeros los
diputados. Pero no era hombre mi don Blas de los que se quedan callados
ante el desaire, y volviendo por los fueros de su dignidad ofendida,
habló más que siete procuradores, aderezando su charla con cierta
intriga un poco subida de punto. Pero ni por esas: en vez de hacerle
caso, le mortificaron más. No puede darse mayor injusticia. Llegó la
crueldad hasta el extremo de alejarle de la Corte, nombrándole director
de la Casa de niñas huérfanas de Murcia. Y lo peor es que no paró
aquí la persecución del inimitable don Blas, pues, ¡mentira parece!,
se dijo que su conducta en el referido colegio no era un modelo de
honestidad; y lo aseguraba todo el mundo, siendo tales y tan feos
los casos que se contaban, que parecían pura verdad. Lo que más me
confirmaba a mí, conocedor de nuestra Justicia, en que don Blas era
inocente, fue el ver que le formaron causa. ¡Desgraciado sujeto! Preso
estuvo en la Cartuja de Sevilla, y después confinado en las Batuecas,
consumiéndose de tristeza. ¡Quién se lo había de decir a él y a todos
sus amigos! ¡Triste era en verdad considerar incapacitados aquellos
grandes bríos que tenía para todo, oscurecida aquella luminosa facundia
para el púlpito, imposibilitadas aquellas manos de ángel para enredar
los hilos de la conspiración menuda!

De su piedad y devoción, ¿qué puedo decir sino que edificaba a todos,
y especialmente al infante, de quien era director espiritual? Pues ¿a
quién sino a mi amigo debió don Carlos el haber salido tan temeroso
de Dios, tan fiel esclavo de los preceptos religiosos, que más que
príncipe y futuro candidato al trono, parecía un santo, según era de
compungido dentro de la iglesia, y ejemplar fuera de ella en todos sus
actos y palabras? Amaba tan entrañablemente don Carlos a su confesor
que no podía vivir sin él. Rezaban juntos por las noches, y cuando el
príncipe se acostaba, Ostolaza, después de decir las últimas oraciones,
fervorosamente prosternado ante la imagen de Nuestra Señora, rociaba el
lecho de Su Alteza con agua bendita para alejar los sueños pecaminosos.

No se crea por esto que mi amigo era gazmoño ni melindroso, que esto
habría sido grave falta en un hombre llamado a las luchas del mundo.
Sabía perfectamente dar a cada hora su propio afán, concediendo parte
del tiempo a las buenas relaciones sociales, porque igualmente se ha
de cumplir con Dios y con los hombres. Por tal ley, Ostolaza, luego
que dejaba a su hijo espiritual dentro de las purificadas sábanas,
bien santiguado y bien rociado por banda y banda, de tal modo que en
la alcoba regia se podrían pasear los serafines; luego que don Blas,
repito, desempeñaba así su difícil cargo, se embozaba en su capa,
ya avanzada la noche, y corría a la calle, apretado por el deseo de
compensar los muchos afanes con un poco de libre holganza. Yo no sé a
dónde iba, porque se recataba mucho de los amigos; pero es indudable
que no pasaba la noche al raso, ni buscando hierbas a lo anacoreta,
ni mirando al cielo como astrólogo. Lo de no querer que sus amigos le
vieran a tales horas, y el esconderse de ellos, se explican en varón
tan meticuloso por su deseo de apartarse de los peligros que siempre
traen consigo las malas compañías.

Cara redonda y arrebolada; gestos muy vivos, y un modo de mirar que
daba a conocer a tiro de ballesta su superioridad; cuerpo sólido; voz
campanuda y gruesa, como toda voz creada para decir grandes cosas,
formaban el físico de aquel mi nuevo amigo, a quien tanto debí, y a
quien hoy pago un piquillo nada más de la inmensa deuda de gratitud que
con él tengo, sacándole a relucir en estas mis _Memorias_, aunque su
fama no necesita tardías trompetas para sonar por todo el orbe.

¡Ay!, ya no nacen hombres como aquel. No sé qué se ha hecho del jugo
poderoso de esta tierra fecunda. Generación de enanos, mira aquí los
gigantes de que has nacido.



VI


Nos tratamos, como he dicho, en casa de las señoras de Porreño. Él
había oído hablar de mí, y deseaba conocerme. Pidiome el primer día de
nuestro trato algunos favores, y se los hice con el mayor gozo. No era
más que emparedar ciertos expedientes de un hermano suyo, teniente de
resguardo, a quien la Real Hacienda se había empeñado en mortificar
impíamente por unas cuentas... ¿Pues no se le había antojado al
badulaque del ministro oprimir y vejar instituciones tan honradas como
las tenencias de resguardo? En fin, todo se arregló a maravilla, y se
acabaron los disgustos. Por mi parte, nada pedí a don Blas sino que me
tuviera presente en sus oraciones; pero un día, sin previa solicitud,
ni esperanza, ni aun sospecha, encontreme ascendido a una plaza de
cuarenta mil reales en Tercias Reales.

Es que el gobierno buscaba empleados celosos, y cuando alguno llegaba
a hacerse nombre en la Administración, no necesitaba empeños. Llegó a
mis oídos que el ministro, al ver mi nombramiento, se puso furioso,
diciendo de mí cuanto la envidia y mala voluntad pueden inspirar a un
ministro regañón, y no solo me puso cual no digan dueñas, sino que se
negó a darme posesión del nuevo destino; pero la orden venía de arriba,
es decir, venía de la cámara real, en forma de minuta, extendida por
el ayuda de cámara y firmada por ÉL... Don Cristóbal Góngora, ministro
de Hacienda, bajó la cabeza y yo alcé la mía. No está de más decir que
los ministros eran entonces ceros a la izquierda, secretarillos del
despacho que a veces daban compasión. No servían para maldita la cosa,
y fuera del _coram vobis_, allá se iban con cualquier escribiente.
Todos saben que a un célebre ministro y hombre de estado y gran
repúblico le destituyó el rey entonces _por su cortedad de vista_.

Llevome Ostolaza, como he dicho, a la tertulia del infante don Antonio,
hijo de Carlos III y famoso por su despedida _al señor Gil_ en 2 de
mayo de 1808. Aquella epopeya tuvo también su bufonada. El infante era
viejo y no tenía pretensiones de buen decir, siendo su lenguaje, así
como sus ideas, de hombre campechano y rudo. Hacía gala de ignorancia.
Carlos III, ante quien los ayos de don Antonio se alzaron en queja,
lamentando la desaplicación del niño, dijo: «_Si el infante no quiere
estudiar, que no estudie_», y el chico lo hizo al pie de la letra.
Cuando fue grande, se dedicó a los libros... quiero decir que era
encuadernador.

Sí; encuadernaba primorosamente, hacía jaulas y tocaba la zampoña,
artes de gran utilidad y nobleza en un hijo de reyes. Su fisonomía
era inocentona, y cuantos le veían juzgábanle bueno. En su edad
madura aprendió a conspirar. Conspiró en Aranjuez para echar a Godoy
y destronar a su hermano. Conspiró en Valencia y en todo el camino de
Valencey a Madrid para dar el golpe a la Constitución. Últimamente
había descuidado la zampoña y las jaulas, y metídose a repúblico,
mostrándose tan entusiasta que su cuarto era, como si dijéramos, el
gabinete de las piadosas delaciones o la primera instancia de las
Comisiones de Estado. La Inquisición restablecida, el decreto contra
los afrancesados, el que dispuso la devolución a los frailes de los
bienes vendidos, fueron primero, ¡oh Providencia!, huevecillos que,
al calor de aquella reunión y bajo las alas del infante, se abrieron
para echar al mundo arrogantes polluelos. ¡Cuántas medidas benéficas
salieron de allí! ¡Cuántos hombres modestos y oscuros se dieron a
conocer por tal medio! ¡Cuántas grandezas dio a luz la famosa tertulia,
en que resplandecían astros tan brillantes como don Pedro Gravina, el
célebre nuncio a quien dio los pasaportes la Regencia de Cádiz; el
duque del Infantado, general que tenía la mejor mano del mundo para
perder todas las batallas en que se encontraba; el famoso canónigo
Escóiquiz, a quien Napoleón tiraba de las orejas, y mi buen Ostolaza,
del cual ya he dicho todo cuanto hay que decir!

¡Qué hombres tan eminentes! ¡Cuán agradable era su conversación, cuán
ameno su trato, sin dejar de ser provechoso, por las muchas enseñanzas
útiles que a cada instante caían como celestial maná de aquellas
insignes bocas! No se crea que el nuncio don Pedro Gravina nos aburría
con teologías ni palabrotas de moral cristiana; por el contrario, era
el hombre más salado del mundo para idear persecuciones, y su agudo
ingenio nos tenía siempre con la felicitación en los labios.

El duque del I... era otro que tal. ¡Cuántas grandezas podrían contarse
de aquel insigne prócer y guerrero! Acaudillando nuestras tropas en la
guerra de la Independencia, tuvo la amargura de verlas derrotadas. Como
político, aunque en Cádiz le calumniaron, suponiéndole algo liberal,
bien puede asegurarse que era más realista que el rey. En 1815 ocupaba
uno de los primeros puestos de la nación: la presidencia del Real
Consejo de Castilla. Había que ver su llaneza en todo lo que no fuera
de oficio. ¡Excelente señor! ¡Cuántas veces le vi en un palco del
teatro del Príncipe, acompañado de _Pepa la Malagueña_!

En la tertulia del infante era el noticiero mayor, por lo cual,
siempre que entraba, decíamos: «Ahí viene la _Gaceta de Holanda_.» No
faltaban nunca nuevas de importancia que nos sirvieran de placentera
distracción, tales como un buen cargamento de presos para Filipinas,
el feliz éxito de las comisiones militares en provincias, y el
inimitable celo con que Negrete sentaba la mano a los liberalotes de
Andalucía.

Escóiquiz criticaba mucho al gobierno porque no era bastante enérgico
y consentía que un Macanaz soñase con resucitar las Cortes, aunque
vestidas a la antigua. Ostolaza y yo hacíamos un expurgo de todos,
absolutamente de todos los individuos que figuraban por aquellos días.
Señalábamos los que nos parecían buenos a carta cabal, los tibios o
fililíes, y los sospechosos a quienes precisaba quitar de en medio lo
más pronto posible. Aquí era donde yo me lucía, porque se me ocurrían
invenciones tan peregrinas para echar por tierra a cualquier señorón de
los más trompeteados, sin hacer ruido ni ofenderle descubiertamente,
que se embobaban oyéndome. Bien pronto gané tal ascendiente en la
pequeña corte del infante, que este mismo, siempre que se hablaba
de zancadillas en proyecto o de quiebros por realizar, me miraba
atentamente para conocer mi opinión antes de emitir la suya.

¡Y cuidado si era sabio el príncipe! Como que la Universidad de Alcalá
le hizo doctor de golpe y porrazo, dándole patente de Aristóteles.
Nombrole el rey poco después gran almirante de sus escuadras, por
cuyo motivo, aunque nunca había visto el mar, diose al estudio de la
náutica, y en la conversación corriente encajaba términos de marina,
diciendo con mucho énfasis: «_Las cosas van viento en popa_», o bien:
«_echaremos a pique a los liberales_.»

Yo crecía en favor, en importancia, en poder de día en día. Eran tantos
los asuntos delicados, espinosos y resbaladizos que se me confiaban,
que me vi obligado a valerme de agentes. ¡Y cómo me festejaban y
mimaban los grandes señores, sin dejarme nunca de la mano! Todo era
«Pipaón acá, Pipaón allá», y a cualquier hora, Pipaón para todo.

Pues ¿y las peticiones de destinos? Como las minutas que yo extendía en
la tertulia del infante pasaban muy bien recomendadas a manos de quien
sabía despacharlas con gran primor, no había candidato que no cuajase,
ni ahijado mío que no se viese en camino de papa o senescal desde que
yo le tornaba por mi cuenta. Así es que llovían las peticiones. Las
cartas entraban en mi casa por almudes, no siempre solas, en verdad,
sino a menudo acompañadas del bocadito, de la caja de cigarros, del
tarro de dulce. Siempre que iba a mi vivienda encontrábala atestada de
hambrones menudos, como portería de convento en tiempo de miserias.

Yo procuraba quitarme de encima tanto gorrón holgazán que, cual
enjambre de langosta, caía o anhelaba caer sobre la Real Hacienda; pero
son los pretendientes como las moscas, que cuanto más las sacuden,
más se pegan. A muchos coloqué; pero como el frecuente ir y venir
de oficina en oficina me obligaba a gastar mucho tiempo y no pocos
zapatos, discurrí el arbitrio de que los interesados me indemnizaran
módicamente de aquellas pérdidas.

Cuando se me presentaba alguno en cuya facha conocía yo que era hombre
de posibles, mayormente si venía de provincias con cierto cascarón de
inocencia, lo recibía cordialmente, nos encerrábamos, conferenciábamos
a solas, le persuadía de la necesidad de tapar la boca a la gente
menuda de las oficinas, conveníamos en la cantidad que me había de dar,
y si se brindaba rumbosamente a ello, cogía su destino. Siempre era
una friolera, obra de diez, doce o veinte mil reales, lo que cerraba
el contrato, menos cuando se trataba de una canonjía, pensión sobre
encomienda, u otro terrón apetitoso, en cuyo caso había que remontarse
a cifras más altas. Si nos arreglábamos, se depositaba la cantidad en
casa de un comerciante que estaba en el ajo, y después yo me entendía
con los superiores.

Asunto era este delicadísimo y que exigía grandes precauciones. Por no
tomarlas y fiarse de personas indiscretas, no dotadas de aquella fina
agudeza a pocos concedida, cayó desde la altura de su poltrona a la
ignominia de un calabozo un célebre ministro de Gracia y Justicia.[1]

  [1] Macanaz.



VII


Con estas y otras artimañas iba yo _viento en popa_, como diría el
infante. Era tan considerable el número de mis amigos, que no acertaba
a contarlos.

Seguía en buenas relaciones con mi antiguo protector don Buenaventura;
pero ni este se atrevía a ocuparme en viles menesteres, ni yo lo
habría consentido. Despachábamos juntos y mano a mano algunos asuntos
delicados, tocantes al Real Consejo, porque ha de saberse que el don
Ventura, desde que cuajara el despotismo y se restableciera el régimen
antiguo, alcanzó la plaza de camarista, por la cual tenía antojos el
pobrecito señor desde su mocedad, o casi desde el vientre materno.
¡Oh! ¡Ningún arrimo se puede comparar al arrimo del Real Consejo
y Cámara! Daba gana de dormir en aquellos sillones, bajo aquellos
techos eminentes, en medio de aquella paz, de aquel reposo, de aquella
estabilidad inalterable, de aquella majestuosa petrificación de los
siglos, de aquel silencio, solo turbado por los estornudos de algún
camarista y el ruido de los viejos, polvorosos y amarillos folios,
cuando la flaca, la rapante mano del escribano los volvía. Era una
tumba para el mundo, y un paraíso para los que estaban dentro... Para
el reino la muerte; para los privilegiados dulce y reposada vida.

—No hay institución más sabia que esta del Consejo —me decía don
Buenaventura, con aquel entusiasmo que ponía siempre en sus palabras,
al hablar de las cosas venerandas, sublimadas por los siglos—. Eso
de que no pueda moverse un dedo en todo el reino sin que nosotros
entendamos de ello, es admirable para el buen concierto de las Españas
y sus Indias. Nuestra sala de Alcaldes vale un imperio. Con ser tan
pequeña todo lo abraza: sin que ella lo autorice no puede el español
sacar un pececillo de las aguas de un río, ni vender una libra de
uvas, ni echar la sal al puchero. Todo lo pequeño está en nuestras
manos, lo mismo que lo grande; sin nuestro permiso el reino no puede
sublevarse ni tampoco rascarse. No puede hacer revoluciones, ni cambiar
de dinastía, ni reunir Cortes, ni establecer formas de gobierno, ni
tampoco ir a los toros, ni cazar con hurón, ni tener un desahoguillo
mujeril, ni escupir, ni toser.

»Somos una máquina admirable que con sus grandes palancas aporrea
el mundo, y con sus dientecillos roe lo que encuentra. Aquí todo se
convierte en polilla. Nada se nos escapa, y el vasallo de Fernando VII
tiene que venir aquí para que le digamos dónde tiene las manos. ¡Ay de
aquel que se atreva a alterar la dulce armonía en que vive la Nación,
regocijándose en sí misma y mirándose en el espejo de su estabilidad
secular, como Narciso en la fuente! Si alguna cabeza hueca concibe
proyectos de aparente utilidad para desviar el suave curso de la
española vida, bien alterando las leyes del comercio, bien las de la
fabricación, ora los impuestos, ora la agricultura, nosotros acudimos
solícitos allí donde prendió el incendio de la reforma y procuramos
apagarlo, apoderándonos del proyecto, solicitud o requisitoria, informe
o memorándum, para ponerle encima una losa de papel, bajo la cual se
queda criando musgo, si no gusanos, ¡por los siglos de los siglos!

»En suma, es nuestra misión sostener en las esferas todas del país
el estado de sabrosísimo sueño que constituye su felicidad desde que
renunció a las conquistas. Nosotros arrullamos esta inmensa cuna,
cantando el _ro-ro_; y si por acaso en la agitación de su placentero
dormir saca la criatura una mano, se la metemos entre las sábanas; si
pronuncia alguna palabra, le tapamos la boca; si suspira, la rociamos
con agua bendita; si se mueve, ¡ay!, si se mueve nos asustamos mucho,
porque creemos que va a despertar... Pero ahora tenemos tranquilidad
para un rato, amigo mío: el turbulento niño duerme; todo es calma, todo
es silencio, todo es paz, y apenas oímos un murmullo de inquietud en el
fondo de este gran pecho, que suavemente se alza y se deprime con el
reposado aliento de la satisfacción.»

Así dijo. Concluía de comer, y levantándose, añadió:

—Adiós, Pipaón; me voy al Consejo a dormir la siesta.

La pintura de aquella alta institución narcótico-nacional
despertaba más en mí el deseo de afincarme en ella, como quien dice,
proporcionándome una plaza de camarista, que era la mejor almohada
del mundo para reposar una cabeza cargada de años y de trabajos.
Contrariábame mi juventud, y la poca duración de mis servicios; si bien
es verdad que para cubrir una vacante en aquellos tiempos no había los
ridículos escrúpulos y reparos de antaño. Ya no se buscaba con candil,
como en los días de Jovellanos y Campomanes, un vejete sabihondo para
endilgarle la cédula de nombramiento, sin más méritos que haber escrito
mil indigestos informes. Godoy echó por tierra estos abusos, llevando
a la Cámara a quien le dio la gana, sin distinción de talentos reales
o postizos; y en mi época esta tolerancia había llegado a su colmo,
siendo evidente que, desde la entrada de don Antonio Moreno en el
Consejo de Hacienda, todos los peluqueros de Madrid se vieron ya con un
pie dentro de la Sala.

Esto me daba alientos, y no me acostaba ninguna noche sin pensar, al
persignarme, en las dulzuras de la anhelada canonjía del Consejo.
Crecía mi favor como la espuma, y a los comienzos de 1815 pude pasar
del cuarto del príncipe al del rey, que era el Olimpo de la cortesanía,
y trabar comercio más íntimo con personajes del mayor prestigio, y que,
al decir de las gentes, traían en los cinco dedos de su mano toda la
grandeza del reino, del cual eran árbitros, sin dar de ello cuenta al
diablo ni a Dios.

Impulsome por estos excelsos caminos la amistad que en octubre de 1814
contraje con un hombre que en aquella época comenzaba a ser poderoso,
y después lo fue en tan alto grado, que, siendo su nombre don Antonio
Ugarte, el vulgo le llamaba _Antonio I_ para significar un poder,
grandeza y predominio que al del mismo monarca se igualaba.

¿Y quién era ese Ugarte, quién era ese hombre poderoso que por algún
tiempo dispuso del tesoro de la nación, y tuvo a sus pies a todas las
eminencias civiles y militares, y dio que hablar dentro y fuera de
España casi tanto como Godoy en el reinado de Carlos IV? Pues era,
simplemente, un maestro de baile.

Hombre tan insigne merece capítulo aparte.



VIII


En los últimos años del siglo anterior, Ugarte había venido de Vizcaya
a los quince de su edad. Menos afortunado que yo y con menos recursos,
tuvo que ponerse a servir de mozo de esportilla en casa del señor
Consejero de Hacienda don Juan José Eulate y Santa, donde se dio tan
buena maña y mostró tanto ingenio, que bien pronto, ayudado de su
buena letra y de sus conocimientos aritméticos, logró ser amanuense
de la casa. Habiendo nacido Antoñuelo para grandes empresas, no
quiso su destino que se prolongase por mucho tiempo la oscuridad de
aquella vida, y ved aquí que una aventurilla doméstica, en la cual
apareció demasiado listo, le obligó a separarse del señor Eulate. El
mancebo vizcaíno, viéndose sin arrimo, pasó revista a todas las artes
y ciencias, y discurriendo cuál de ellas tomaría por instrumento de la
gran ambición que en su noble pecho abrigaba, adoptó la coreografía.
Ya le tenemos de maestro de baile, o como si dijéramos, con ambos
pies dentro de la esfera de la fortuna, que en aquellos tiempos solía
favorecer a la gente danzante.

Era Ugarte de hermosa presencia, agraciado, vivaracho, ingeniosísimo
en las frases, saludos y cumplidos, y extremadamente listo, con el más
claro ojo del mundo para conocer a las personas y captarse su simpatía
y buena voluntad. Vestía con toda la elegancia que sus mermados
emolumentos le permitían; conocía a fondo el _ars umbelaria_, que era
el modo de ponerse el sombrero, y el _ars ingrediaria_, que era lo que
modernamente y con más llaneza llamamos el _modo de andar_. No solo
daba lecciones de baile, sino que las daba también de _zorongo_, es
decir, enseñaba a los jóvenes a hacer con la mayor elegancia posible el
gesto de afectadísima urbanidad conocido con este nombre.

A pesar de tan supinos talentos, Ugarte no salía de su pobreza, que
entonces acompañaba, como el lazarillo al ciego, a las más nobles artes
de la cabeza o de los pies. Pero quiso el cielo que se prendase del
bailante vizcaíno una dama burgalesa (cuyo nombre no hace al caso),
la cual vivía en la Costanilla de Capuchinos de la Paciencia. Desde
entonces todo cambió. Baste decir que Godoy gobernaba a España y sus
Indias. Para medrar, Antoñuelo, que tanto había movido los pies, no
necesitó más que el apoyo de una blanca mano. Sintiéndose con un gran
caudal de iniciativa y de recursos de ingenio, resolvió no meterse
entre las telarañas de las covachuelas, y se hizo agente de negocios
de Indias, de los Cinco Gremios y de la Dirección de Rentas. ¡Colosal
mina! Antoñuelo tenía talento en la cabeza, y dedos en las manos.

Por lo que yo hice con mediana ciencia en tiempos posteriores, y ya
muy explotados, júzguese lo que haría Ugarte con más genio para los
negocios que Nelson para la Marina, y en tiempos tan primitivos y
virginales que bastaba alargar la mano para coger el sustento de hoy...
y el de mañana. La Providencia divina, que en lo de mimar a Ugarte era
una madre débil y complaciente, le puso entonces en relaciones con
el barón Strogonoff, embajador de Rusia, el cual encargó a nuestro
exbailarín el desempeño de diversos asuntillos. Hízolo a pedir de boca,
quedando el moscovita tan complacido, que se fue para las Rusias en
1808, y dejó a cargo de Ugarte todos sus intereses.

Durante la guerra, don Antonio no se movió de Madrid. Firme en su
agencia, servía a españoles y franceses, sin malquistarse jamás
con unos ni con otros, que este es privilegio de ciertos hombres
sutilísimos. Ni los franceses le molestaron en 1812, aunque
encubiertamente favorecía a los nacionales, ni en 1814 le persiguieron
por afrancesado los españoles de la restauración. Con todo el mundo
tenía buenas relaciones; para todo se echaba mano de Ugarte. Murat y
José lo mismo que los regentes de Cádiz, el cardenal de la Scala lo
mismo que Fernando, el _botellesco_ Cabarrús igualmente que el leal
Eguía, le consideraban y atendían. Hízose superior a los partidos, y
a todos servía. Había tenido hasta entonces el singular talento de
no funcionar dentro de la jurisdicción de las pasiones políticas,
reservándose la esfera interior de los negocios. Mientras arriba los
bobos andaban al pelo por la soberanía del pueblo y los derechos del
trono, él resbalaba abajo ingiriéndose en los intereses públicos y
particulares... No era nada; no era más que agente.

Aquí hemos visto muchos hombres de esta clase; pero el maestro, el
patriarca, el Adán de estos bienaventurados camaleones, fue, sin duda
alguna, Antonio I, agente de todo lo agenciable.

Por entonces empezó la gran influencia de los rusos en la corte de
España, aunque todavía no habían aparecido por las Ventas de Alcorcón.
Concluida la guerra, vino acá el célebre Tattischief (a quien daré a
conocer más adelante), el cual, por su antecesor, tenía ya noticia de
las sutilezas de nuestro agente. Se hicieron tan amigos, que ambos
salían de paseo, dándose el brazo, confundiéndose los bailarinescos
antecedentes del uno con la noble prosapia del otro, para regocijo
de la democracia, que ya empezaba a invadirlo todo. El ruso, que era
emprendedorcillo, como se verá en lo sucesivo, y no había venido a
Madrid a coger moscas, encontró su mano derecha en Ugarte, y este halló
en el ruso un admirable espantajo que le sirviese de pantalla en la
corte. Llevó Tattischief a Antonio I a la tertulia de Fernando, hízole
conocer a este las altas dotes del antiguo maestro de _zorongo_, y no
fue preciso más. La agencia de Ugarte se extendió; puso una mano en el
corazón de la monarquía, y extendió la otra a los últimos confines de
ella en Europa y en América. Un solo mundo no le bastaba.

Por aquella época (repito que al concluir 1814) nos hicimos
amigos. Habíame ocupado don Antonio en diversos menesteres de mi
incumbencia, los cuales desempeñé tan bien que se me confirieron
secretos importantes y fui asociado a empresas de mayor cuantía. Nos
comprendimos; encajamos el uno en el otro como el pie en el zapato: él
conociéndome y yo conociéndole, habíamos hecho la principal conquista
de nuestra vida.

Y aquí levanto la mano del bosquejo de este hombre, porque sus hechos
principales no han ocurrido aún en los días a que me refiero. Ellos
irán saliendo poco a poco, y le pintarán por completo en todas sus
fases, siendo tan solo mi propósito ahora trazar una breve figura
lineal, que por sí irá vistiéndose de colorido con la misma luz de
los próximos sucesos. Cuando yo conocí a don Antonio, empezaba el gran
poder de aquel hombre, arbitrista, asentista, _factotum_; de aquel
agente universal, que resolvió, en connivencia secreta con el rey,
graves negocios de estado; que tramó revoluciones y mudanzas, celebró
tratados y manejó la Hacienda publica sin responsabilidad; organizó
ejércitos y compró buques, todo esto sin intervención ninguna de los
vanos ministros, y obrando casi siempre a espaldas del llamado gobierno.

La figura de mi don Antonio no revelaba entonces su antiguo oficio
de maestro danzante, ni tenía la ligereza que arte de tantos vuelos
exigía: era bastante obeso y de procerosa estatura, rostro de
satisfacción, doble barba con mucha enjundia, ojos muy movibles y una
sonrisa más bien esculpida que pintada en su rostro por la fijeza
de ella, y por la feliz concordancia con todas sus palabras. Ponía
semblante afectuoso a chicos y grandes, y con todos aparecía obsequioso
y servicial, aunque después no lo fuese. Tenía suma destreza para
resolver en todo; respondía siempre a medida, sin decir más ni menos de
lo necesario; disimulaba sus proyectos con discreción excelsa, a prueba
de ajena perspicacia; jamás emitía ideas exageradas; por el contrario,
era juicioso, y en sus conversaciones sobre fútil política siempre daba
la razón a su interlocutor; hablaba con veneración del rey, guardando
prudente silencio sobre la dominación francesa, y no insultaba jamás
a los vencidos, sin duda por la consideración de que pudieran ser
vencedores. Cuando nombraba a alguno de los personajes desterrados
o presos, decía _mi desgraciado amigo Fulano de Tal_, y a todos los
hombres de viso que entonces privaron, les sahumaba con vanos elogios
en presencia y ausencia.

Delante de los tontos decía afectadamente tonterías, y sabidurías
delante de los sabios, y jamás habló mal de ninguna persona, aunque
esta estuviese en Melilla o Ceuta. Era religioso y cuchicheaba
con frailes y monjas; pero nunca le vi abogar celosamente por la
Inquisición, ni dio al fuego sus libros filosóficos y enciclopedistas,
pues los tenía buenos. Se lamentaba de que los revolucionarios fueran
tan malos; pero en más de una ocasión le sorprendí en secreto con
ciertos pajarracos que a cien leguas me olían al musguillo húmedo de
las logias y a sociedad secreta; en fin, era hombre tan completo que
difícilmente se encontraría otro ejemplar, ni quien, como él, estuviese
siempre en la justa medida, atento a su beneficio, y realizando las
supremas leyes de la vida con tal arte que el Criador del mundo debía
de estar muy satisfecho por haber criado a Ugarte. Sin duda después que
lo echó al mundo vio que era bueno.

Este y Ostolaza fueron los dos arcángeles que tiraron (permítaseme la
figura) del carro celestial de mi encumbramiento. Si uno me introdujo
en el cuarto del infante, llevome el otro al del rey. Muchas y no
despreciables cosas tengo que contar de mis conexiones con los primeros
cortesanos de la época; pero antes de llegar al lugar sagrado, se me
permitirá que me ocupe de otras menudencias que, no por serlo, dejan
de ser indispensables para el conocimiento de lo que vendrá después, y
de cierto asunto que por mi propia cuenta emprendí. Como aquí entran
personas de menos copete y algunas madamitas, también abro capítulo
aparte.



IX


A casa de las de Porreño iba yo a menudo, y constantemente desde que
se apareció en aquellos tristes salones cierta condesa de Rumblar,
acompañada de un lindo femenil pimpollo, nombrado Presentacioncita, la
cual era un conjunto de gracias, seducciones y monerías de imposible
descripción. Tenía tal garabato para burlarse de Ostolaza y de mí,
elogiándonos en apariencia, que ni él ni yo sabíamos enfadarnos para
salvar la dignidad. Nos zahería muy sandungueramente, y por mi parte me
moría de gusto. La luz chispeante de sus ojitos, negros como la noche,
deslumbraba los míos y se me entraba y esparcía por todo el cuerpo,
escarbándome el corazón. Cuando reía, figurábasele a uno tener delante
un coro de angelitos insolentes, jugueteando de nube en nube; cuando
se ponía seria, era preciso estar en guardia, porque de fijo tramaba
alguna ingeniosa picardía. Su gravedad era una máscara, detrás de la
cual se fraguaban hipócritamente todas las aleves conspiraciones contra
nuestras casacas, contra nuestras chupas, y también contra nuestras
pobres carnes.

Temblábamos ante ella, y por mi parte me derretía de gozo cuando
mi cara se bañaba en su aliento durante una partida de mediator.
Moralmente hablando, nos pellizcaba sin cesar, pues no podían ser otra
cosa sus punzantes burlas. Digo punzantes, porque en cierta ocasión
clavó en los sillones donde Ostolaza y yo nos sentábamos, algunos
alfileres tan soberanamente dispuestos, que mi buen amigo y yo vimos,
sin ser astrólogos, todo el sistema planetario. Otra vez cosió mis
faldones a un infame aparato, que moviéndose echó por tierra la cesta
de la costura donde doña Paz tenía distintas suertes de labores,
ovillos, canutillos y lienzos, de tal modo que levantarme yo y venir
el mujeril aparato al suelo fue todo uno. A veces inventaba un juego
de acertijo, en el cual había un plato artificiosamente ahumado, que
nos aplicábamos a la cara para saber el secreto, y puesta la sala a
oscuras, resultaba después que aparecíamos Ostolaza y yo con la cara
tiznada, de lo cual se holgaban y reían mucho los concurrentes. A
menudo recibía yo cartitas y recados de monjas mandándome llamar,
y luego salíamos con que era mentira. Y no digo nada de aquella
graciosísima invención que consistía en darme un dulce, y cuando yo
todo almibarado de gozo me lo metía en la boca, resultaba más amargo
que la misma hiel.

¡Ay! En aquellas tertulias había verdadero entretenimiento; se divertía
uno con la más rigurosa honestidad, sin propasarse jamás a cosas
mayores, y aunque se padecía un poco del mal de Tántalo, el lindo
juego de la gallina ciega nos proporcionaba algún yo y tú casual entre
tapices, y se podía coger al vuelo un par de blancas manos, algún
torneado brazo, u otra cualquier obra admirable del Criador. Daba la
maldita casualidad de que, siempre que estábamos rezando el rosario,
sonaba adentro descomunal y pavoroso ruido, y a oscuras o con un
candilejo era preciso ir a ver lo que era, no faltando damas valerosas
que le acompañasen a uno por los solitarios corredores. Por supuesto,
al fin venía a resultar que aquellos espantables ruidos eran obra del
gato, haciendo de las suyas en la cocina.

Con estos y otros inocentes placeres, se pasaban dos o tres horas de la
noche sin sentirlo.

Una noche noté que Presentacioncita no nos dio bromas ni a Ostolaza
ni a mí. No di importancia al suceso. A la noche siguiente no fue a
la tertulia y se dijo que estaba enferma; pero apareció tres noches
después bastante desmejorada y muy triste, lo cual me sorprendió
mucho, y observé. Observé su semblante, su mirar, qué conversaciones
prefería, a cuáles palabras prestaba más atención. Atisbé sus suspiros
y la distracción honda en que comúnmente estaba, deduciendo de todo
que Presentacioncita tenía un gran pesar sobre su alma. Pero lo más
extraño fue que la graciosa niña no solo se abstenía por completo
de toda burla mordaz conmigo, sino que me trataba con inusitadas
consideraciones, fijando en mí su mirada, cual si quisiese leer mis
pensamientos, y por ellos adivinar mi voluntad para satisfacerla.

Atendía al juego, alegrándose mucho cuando yo ganaba, y demostrándome
en sus ojos profunda pena si la suerte no me era propicia. Al
retirarme, me preguntó con vivísimo interés si faltaría a la tertulia
de la noche siguiente.

Acosteme y no dormí. Los dos ojos de Presentación fulguraban en la
oscuridad de mi alcoba como estrellas en el negro cielo. Pero yo no soy
hombre que pierde el tino por afán de ideales amores, ni en mi vida he
sentido el embrutecimiento de que hablan los poetas, dolencia común a
cabezas hueras y a gente vagabunda. Reíme, pues, de aquello, y vino
el día y tras él la noche. Pareciome, al entrar en la tertulia, que
con mi vista se disipaba la tristeza de la preciosa niña, como con la
presencia del sol huyen las nieblas que oscurecen y enfrían la tierra.
¿A qué negarlo? Yo estaba inflado de orgullo.

Conocí que deseaba hablarme, y por mi parte sentía ardiente anhelo de
decirle un par de palabritas al oído, sin que lo viera mi señora la
condesa. Ofreciósenos a entrambos ocasión propicia cuando los demás
hablaban ardientemente de la caída de Macanaz. Presentacioncita me dijo
con la mayor zozobra:

—Señor de Pipaón, tengo que hablar con usted.

—Y yo también, señora doña Presentacioncita, tengo que... —repuse, sin
poder encontrar una fórmula de madrigal.

—Pero mucho, mucho —añadió ella, poniéndose más encarnada que un
cardenal.

—¿Mucho?

—Tengo... tengo que confiar a usted...

—Sí, yo también...

—Un gran pesar.

—¿Pesar?

—Sí, una gran pesadumbre, y espero...

—Yo también espero...

—Espero que usted me hará el favor que he de pedirle... Usted, sí, me
han dicho que solo usted...

Yo estaba confundido y nada contesté.

—Mañana, señor de Pipaón... —dijo disimulando todo lo posible su
inquietud—; mañana...

—Mañana, o cuando usted quiera...

—Venga usted aquí. Estaremos solas doña Salomé y yo. Mi madre, doña Paz
y doña Paulita van a visitar a las monjas de Chamartín. Yo he dicho que
vendré a ayudar a doña Salomé en una labor que trae entre manos.

Al siguiente día, a la hora marcada, acudí presuroso a la cita,
poniéndome de veinticinco alfileres. Retirose la de Porreño cuando yo
entré, y Presentacioncita no esperó a que me sentara para decir:

—Señor de Pipaón, en usted confío, en su mucha bondad y cortesanía. Se
trata de una obra de caridad.

—¡Una obra de caridad!... ¡y para eso...! —murmuré desconcertado.

—Se lo agradeceré a usted toda mi vida, toda mi vida —afirmó ella
cruzando las manos y clavando en mí hechiceras miradas.

Empecé a sospechar si sería yo víctima de una refinada ingeniosa burla.

—Veamos: ¿qué obra de caridad es esa? —pregunté tan inquieto y
sobrecogido cual si sintiera en el asiento de la silla los alfileres de
marras.

Presentacioncita fijó los ojos en el suelo, y doblando y desdoblando la
punta del pañuelo, dijo:

—Yo tengo...

—Vamos, acabe usted.

—Me cuesta mucho trabajo, señor de Pipaón; pero no me queda otro
remedio que decírselo a usted.

—Pues oigo. ¿Tiene usted...?

—Vergüenza.

—¿Es algún pecado?

—Pecado, no.

—Entonces, amor.

Presentación respiró cual si la quitaran de encima un gran peso.

—Eso es. Cuesta mucho decirlo... Gracias, señor don Juan. Me ha
adivinado usted. Bien dicen que otro de más pesquis no le hay bajo el
sol.

—¿Y quién es ese dichoso joven? —pregunté de muy mal talante,
esforzándome en poner cara indiferente.

—Ese joven... es... vamos, un joven... muy desgraciado por cierto, si
usted no lo remedia.

—¿Yo?... ¿Y en qué puedo servirle?

—¡Ay! Para un hombre como usted no hay nada imposible. Por su mucho
talento ha logrado ganarse una buena posición; es amigo de Antonio
I, del infante, y tiene gran poder en la Corte... —añadió con mucha
zalamería.

—¡Yo!

—O en el gobierno. ¡Qué gusto para la madre que tal hijo crió! Verle
encumbrado por sus méritos nada más, por su entendimiento; verle
solicitado de los grandes señores y hasta de los obispos... No sabemos
a dónde va a llegar usted, señor de Pipaón, y si no para de subir, le
veremos ministro o gobernador del Consejo, o embajador el día menos
pensado.

—Gracias, señora doña Presentacioncita. Pero...

—Pero... déjeme usted seguir —repuso impaciente, porque la revelación
del principal secreto le había devuelto su normal viveza y desenvoltura.

—Ya oigo.

—Decía que si usted me libra de la profunda aflicción que tengo,
rezaré todas las noches un padrenuestro para que Dios le haga a usted
embajador o ministro.

—Hecho el trato —respondí riendo—. Su novio de usted...

—¡Por Dios y todos los santos, sea usted reservado! Hago a usted esta
confianza porque conozco su prudencia, su bondad, su discreción. Antes
moriría que fiarme de Ostolaza.

—Lo creo.

—Si usted dice una palabra por la cual mi señora madre pueda
sospechar...

—¡Oh! Lo que es eso...

—Entonces tomaré venganza tan horrenda, tan espantosa...

—Lo creo, sí, lo creo sin juramento.

—Tan espantosa, que... vamos: ya estoy teniendo compasión de usted.
¡Oh! de veras... será usted el más desgraciado de los hombres.

—El más feliz seré si consigo sacar a usted de ese mal paso.

—A mí no, a él —declaró con viveza.

—¿Quién es? ¿No se puede saber?

—Usted le conoce —dijo fiando a mi penetración lo que solo correspondía
a su franqueza.

Avergonzábase de pronunciar el nombre de su adorado; y todo era medias
palabritas, reticencias, adivinanzas, mucho de _que se quema usted_,
hasta que al fin, con más trabajo que para sacar alma del Purgatorio,
le saqué del cuerpo el dichoso vocablo, resultando que aquella Tisbe
tenía por Píramo a un mozalbete de buena familia llamado Gasparito
Grijalva, hijo de don Alonso de Grijalva, propietario muy adinerado.

—¿Y en qué apreturas se encuentra ese joven, que tanto necesita de mí?

Presentacioncita se sintió conmovida, y llevándose el pañuelo a los
ojos, dijo:

—Está preso.

—Vamos, madamita, no llorar. Eso no conduce a nada —repuse dándole
algunas palmadas en el hombro—. ¿Y qué diabluras ha hecho el mozo?...
¿Alguna pendencia, alguna disputa quizás por esos lindos ojos?...

—No es nada de eso —añadió sollozando—. Le prendieron porque en el café
dijo que Su Majestad era narigudo.

No pude contener la risa.

—¿Por eso, nada más que por eso?

—Y por haber dicho que Su Majestad escribía cartas a Napoleón desde
Valencey, felicitándole y pidiéndole una princesa para casarse.

—¡Oh! grave desacato es ese...

—¡Ay! Señor don Juan —exclamó cubriéndose el rostro y llorando sin
freno—, yo me muero de aflicción, yo no puedo vivir...

—Calma, mucha calma, señora mía, y discurramos lo que se ha de hacer.

—¡Y dicen que le van a ahorcar, señor de Pipaón! —agregó, volviendo
a mostrar los ojos, más bellos entre la humedad del llanto, como es
más bello el sol después de la lluvia—. Eso sería una iniquidad, un
crimen... ¡Ahorcarle por una tontería!...

—Por eso se ahorca hoy... Discurramos. El delito es horrendo...

—¿Horrendo?

—Sí: ¡calumniar a Su Majestad, diciendo que anduvo en tratos con el
infame monstruo!

—¡Cosas de muchachos! Como su padre es algo liberal, según dicen, y
parece que no quiere toda la Inquisición, sino una parte de ella,
desean castigarle en la persona del pobre, del inocente Gaspar... ¡Ah!
¡Si viera usted qué carta me escribió ayer!... Yo no sé cómo se las
compuso para escribirla en la cárcel y enviármela; pero ello es que la
recibí. Me suplica que le mande secretamente un cordel o un puñal para
darse la muerte, antes que el verdugo ponga sus manos sobre él. ¡Esto
parte el corazón! Parece que siento ya el puñal clavado en mi pecho, y
la cuerda alrededor de mi cuello... Y gracias a que Dios me ha deparado
un amigo tan bueno y generoso como usted; pues ¿quién duda que beberá
los vientos para que pongan a Gasparito en libertad?

—Falta que lo consiga, porque la justicia de estos tiempos no se anda
con bromas; y si bien es posible que el niño no lleve corbata de cáñamo
por ahora, casi casi se le puede dar una carta de recomendación para
los huéspedes de Ceuta o de Melilla.

—¡En África, en presidio!... Para usted, según dicen, no hay nada
difícil; todo lo allana, y es el más activo correveidile, el más
bullidor y hormiguilla de los empleados públicos de hoy.

—Gracias.

—De modo que si usted no quiere verme morir de pena; si no quiere que
le maldiga en mi última hora, y que desde este momento le aborrezca
como a mi más cruel enemigo, prométame que dentro de unos pocos días
estará Gaspar en libertad.

—Mucho pedir es, señora doña Presentacioncita. Yo no tengo poder en la
Corte ni en la camarilla, que es donde se prende y se suelta a todo el
mundo. ¿Por qué no se franquea usted con Ostolaza?

—¡Jesús, ni pensarlo! —exclamó con terror—. Se lo contaría todo a mamá.

—En fin, yo haré lo que pueda —dije, prometiéndome interiormente no
volver a ocuparme de tal asunto.

—¡Lo que pueda!... eso es bien poco. Ha de hacer usted lo que no pueda,
lo imposible, señor de Pipaón. Por ahí le llaman a usted Santa Rita.

—Mucho se me pide —indiqué dulcemente, discurriendo que bien podían
darse algunos pasos, con tal que fueran remunerados de alguna manera—,
y nada se me ofrece.

—¿Y mi agradecimiento eterno, mi amistad, lo mucho que rezaré por
usted para que siempre goce buena salud y llegue a ser, cuando menos,
ministro, y pueda repartir beneficios a los necesitados? —observó con
hechicera sonrisa, que valía más que todas las razones, y podía más que
todos los ruegos.

—Presentacioncita —le dije, acercándome más a ella—, nunca creí que una
niña tan linda, tan discreta, tan bondadosa, de tantísimo mérito como
usted, fuese a caer en las redes de un...

—Menos incienso, señor don Juan —replicó con malicia—: hoy no estoy
para zalamerías.

—Pues qué, ¿esos ojos celestiales, esos...?

Alargué una mano para tocar la suya, cuando rechinaron los goznes de
la puerta y yo salté en mi silla. La puerta se abrió, dando entrada a
una figura pomposa, que desde su primer paso y desde su primera mirada
empezó a irradiar magnificencia dentro de la habitación. Era doña
María de la Paz Jesús, hermana del señor marqués de Porreño, y desde
la muerte de este, jefe de la ilustre cuanto desgraciada familia[2].
Venía de la calle, y como era mujer de corpulencia, con el cansancio
y la pesadez de sus carnes traía muy sofocado el rostro y fatigosa la
respiración. Sentose al punto, sin despojarse del mantón ni soltar el
ridículo, el abanico, sombrilla y manojo de papeles que en la mano
traía, como Minerva sus atributos, y lejos de enojarse por verme allí a
hora tan impropia, pareció alegrarse mucho de mi presencia.

  [2] Véase _La Fontana de Oro_.

Aquella señora tan grave, tan rigurosa, tan ceñuda, enemiga feroz de
toda clase de libertades, sonreía ante mí, dignándose echar el velo de
su delicadísimo disimulo sobre aquel coloquio a solas, que en época
posterior habría sido inocente, pero que en tiempos tan honestos era
poco menos que escandaloso, casi nefando. Yo esperaba una tempestad, y
me encontré con un arco iris.

Oigámosla ahora.



X


Antes de responder a mi saludo, me dijo:

—Espero que usted, señor de Pipaón, como hombre de gran influencia,
amigo de Ugarte, Alagón y Pedro Collado, nos apoyará en nuestra justa
pretensión, haciendo cuanto esté en su mano para que salgamos adelante.

—¿Y cuál es el asunto?... —pregunté confundido.

—¿Pues no lo sabe usted? ¿No estuvimos hablando de eso más de dos horas
anteanoche?

—¡Oh! sí, señora mía, ya recuerdo: es...

—La moratoria que pretendemos... Ya hemos hecho la solicitud a Su
Majestad, y se nos ha prometido que pronto se dará cuenta de ella en la
regia Cámara, y que la apoyarán los más cariñosos amigos del soberano.

—¿Una moratoria? ¿Conque una moratoria?...

—Nada más justo —dijo doña María de la Paz, con acento de convicción
profundísima—. Ni se me alcanza por qué han de ser tan lentas y
fastidiosas las formalidades para concederla; debiera ser cuestión de
un par de días, y de una esquelita de Su Majestad al Real Consejo.

—Señora, una moratoria siempre es asunto de gravedad.

—Pero no en el caso presente, señor de Pipaón —declaró con viveza,
arrojando de sí una llamarada de orgullo que se extinguió bien pronto,
como las chispas brotadas del pedernal—. Nosotros reclamamos una cosa
muy justa. Mi padre y mi hermano contrajeron algunas deudas... la
cantidad no hace al caso. Hiciéronlo así, porque el lustre de nuestra
casa lo exigía, pues solo en una comida y fiesta de caza y pesca que se
dio al rey, al pasar por Montoro, cuando la batalla de las Naranjas,
se gastaron treinta mil ducados. Ahora los acreedores, de los cuales
el principal es don Alonso de Grijalva, han dado en reclamar su dinero
y quieren apropiarse las fincas libres que nos quedan, pues bien sabe
usted que el mayorazgo, conforme a la ley de su principal instituto, se
ha extinguido en nuestra línea por falta de varón.

—Ya, ya sé. ¿Ustedes, por falta de varón...? Comprendido.

—¿Cómo es posible, pues, que un rey justiciero, que ha venido a
restablecer en España las buenas doctrinas y a limpiar el reino de toda
impiedad y bajeza, consienta en este despojo, en este embargo inicuo,
insólito, con que se nos amenaza?

—Señora, los acreedores... dieron, mejor dicho, colocaron su dinero...
—indiqué respetuosamente.

—Sí, señor —añadió, despidiendo otro chispazo de soberbia que iluminó
velozmente su rostro—. ¿Pero qué vale su dinero?... ¡Miserable metal!
Como si no hubiera en el mundo más que dinero... ¿Pues y las virtudes,
pues y las glorias y grandezas del reino, pues y el lustre, fíjese
usted bien, el lustre de las familias?

—El lustre. Sí, convengo en que el lustre...

—No, no es posible que un gobierno justo nos quite la hacienda que
honrosamente poseyeron nuestros antepasados. ¡A dónde vamos a parar!
Estaría bueno que un don Alonso de Grijalva, un hombre que ha salido de
la nada, pues público es y notorio que vino a Madrid de la Maragatería,
arreando un par de mulas; estaría bueno, repito, que un don Alonso de
Grijalva, fíjese usted bien, un don Alonso de Grijalva, se calzase
nuestros estados de Galicia y Aragón. ¡Oh! Es zapato muy grande para
tal pie. Esos hombrecillos, nacidos de los romeros y mastranzos,
tienen una osadía que espanta. Tanto alzaron el vuelo en tiempos de
la Constitución, que se creían dueños del mundo, y por lo que veo,
aun después de vueltas las cosas a su ser y estado primero, continúan
alzando la cabeza y amenazando con sus viles usurpaciones.

—En suma, ustedes solicitan que se ponga coto al inconcebible
atrevimiento de los que han dado en la flor de llamarse acreedores.

—¡Oh! Nosotras no negamos la deuda, ni tampoco el propósito firmísimo
de pagar algún día —repuso con voz firme—. Pero deseamos que esos
señores confíen en nuestra probidad, y esperen tranquilos la hora
oportuna de recoger lo suyo. ¿Pues quién duda que es suyo? Nuestra
pretensión no puede ser más natural. Solo pedimos a Su Majestad que nos
conceda una moratoria nada más que de diez años, fíjese usted bien, de
diez años...

—Ya estoy fijo, sí. Me parece muy justo. Dentro de diez años...

—No creo que Su Majestad, tan piadoso, tan buen cristiano, tan
justiciero, tan cariñoso para todos los que no nos hemos contaminado
de la constitucional pestilencia, niegue una pretensión tan razonable,
mayormente si considera que el fiero enemigo, de cuyas garras queremos
librarnos, es un hombre a quien suponen un poco desafecto al régimen
actual.

—El señor de Grijalva no se mezcla en política. Es hombre modestísimo,
que solo se ocupa en gobernar su casa y sus intereses.

—¡Oh, qué mal le conoce usted! —repuso con súbito arranque—. Si yo
dijera que no hay lengua más cortante contra el gobierno ni tijera más
diestra que la suya para cortar vestidos a los amigos de Su Majestad...
En fin, ¡qué tal hombre será y qué tal educación dará a sus hijos,
cuando ha sido preso Gasparito por desacatos al rey y no sé qué
abominables dichos y hechos!

—Parece que el niño dijo en un café que Su Majestad es un tanto
narigudo.

—Algo más sería —afirmó doña María de la Paz, con verdadera saña—.
Descubriose que andaba en logias, escribiendo papeles, y reclutando
gente de mal vivir.

Presentación parecía de cera.

—¡Oh, si es cierto —afirmé—, el hijo y el padre lo pasarán mal!

Presentación parecía de mármol.

—No, tales infamias no pueden quedar sin castigo. Veo que Su Majestad,
llevado de su buen corazón, está por las blanduras, y perdona a todo
el mundo. ¡Escarmiento!... duro en ellos, señor de Pipaón. ¡Si no se
castiga a nadie!

Presentación había enrojecido, y parecía de fuego.

—Pero cualquiera que sea el fin de estas abominables conspiraciones
y disturbios, usted tomará a pechos nuestro negocio, nos prestará su
poderoso auxilio, y arrimará su hombro al sagrado muro, fíjese usted
bien, al sagrado muro de nuestra moratoria. ¿No es verdad, amigo mío?
—dijo doña María de la Paz, levantándose para retirarse.

—Yo...

No pude decir más, porque en aquel instante concebí una idea grandiosa,
colosal; una de esas ideas que de tarde en tarde fulguran en el cerebro
del hombre, abriendo ante sus ojos inmenso horizonte en los espacios de
la vida; una idea que absorbió mis potencias todas por breve rato, no
permitiéndome ver cosa alguna, ni pensar en nada que estuviese fuera
de la esfera de mí mismo. Tras de la idea vino un propósito firme,
poderoso, y después un plan, cuyo sencillo organismo se me representó
clarísimo en todas sus partes.

—Señora, no necesito decir que haré los imposibles porque se consiga
esa moratoria —manifesté con artificioso interés a la dama, cuando se
retiraba.

Después volví al lado de Presentacioncita. Su cólera mal contenida se
desahogaba en amargo llanto.

—Adorada y adorable niña —le dije con acento de profundísima verdad—.
No llore usted: todo se arreglará.

—Usted es muy bueno, ¿usted será capaz...? —dijo levantándose y
poniéndose ante mí con las manos cruzadas, como se pone la gente
piadosa y afligida delante de una imagen.

—Tranquilícese usted: Gasparito será puesto en libertad —afirmé con el
mayor aplomo.

—¿Cuándo?

—Cuando se pueda. No hay que impacientarse. El muchacho no irá a
presidio.

—¡Oh! ¡Qué hermosas palabras! —dijo saltando de alegría y secando sus
lágrimas—. ¿De modo que no...?

—No le condenarán.

—¿Usted lo promete?

— Solemnemente.

—¡Qué bueno es usted... pero qué bueno! ¡Ay, qué guapo es usted! Sí,
¡qué guapo y buen mozo me parece! ¿Por qué no lo he de decir? ¿Conque
usted promete que no le harán daño?

—Lo juro. Oígalo usted bien. Lo juro.

—¡Oh, gracias, gracias, señor de Pipaón! Que Dios le dé a usted la
gloria eterna, y en este mundo mucha salud, toda la felicidad, todos
los destinos de la nación, todos los sueldos, todas las encomiendas,
todas las grandes cruces del mundo, y aún me parece poco para lo mucho
que usted se merece.

Diciéndolo así, y desahogando en tiernos votos la loca alegría de su
corazón, alargaba hacia mí sus cruzadas manos con ademán patético.

Salí de la casa. ¿Cuál era mi idea, mi propósito, mi plan? Se verá más
adelante.



XI


Era Ugarte muy amigo del duque de Alagón, capitán de Guardias de la
Real persona, inseparable acompañante del monarca dentro y fuera de
Palacio. Yo también tuve relaciones estrechas con el duque, a quien
visitaba frecuentemente por encargo de don Antonio, para tratar de
asuntos reservados, en los cuales no era posible otra tercería que la
del nieto de mi abuela.

Por cuenta, pues, de Ugarte y por la mía propia (llevado del luminoso
plan que mencioné más arriba), fui a ver cierto día al señor duque
de Alagón, que vivía en Palacio. Cuando entré en su despacho, Su
Excelencia no estaba solo. Acompañábale un hombre de mediana edad, de
aspecto no desagradable, aunque tenía muy poco de fino, de semblante
fresco, rudo, como de quien en su crianza vivió más bien al desamparo
de los montes que en la regalada comodidad de los regios estrados;
vestido lujosamente, aunque sin ninguna elegancia, con librea de
flamantes galones; personaje, en fin, del cual se podía decir que era
un palaciego que parecía lacayo, y un lacayo que cortesano parecía.
Recostado en muelle sillón, fumaba un habano, y su coloquio con el
duque era tan corriente y por igual que dos duques no se hubieran
hablado de otro modo... ni tampoco dos lacayos.

Cuando entré, dijo el duque:

—Podemos seguir hablando, señor Collado. Pipaón es de confianza y no
importa que nos oiga.

—Es que Su Majestad se despertará pronto; llamará y tengo que llevar el
agua —repuso Collado mirando el reloj.

—Aún hay tiempo —dijo el duque vivamente—. Para concluir, señor
Collado...

—Para concluir, señor duque...

—Concedo las dos bandoleras, a cambio de la canonjía.

—Que no puede ser, que no puede ser...

—Pues vaya... tres bandoleras.

—¡Qué pesadez de hombre! —exclamó el de la librea, que no era otro que
el eminente Chamorro, ayuda de cámara de un alto personaje—. He dicho
a Su Excelencia que me pida el arzobispado de Toledo, o media docena
de mitras sufragáneas; pero que me deje en paz esa canonjía de Murcia,
plaza de gran empeño para mí, porque la tengo prometida al sobrino de
mi cuñada.

—Pues precisamente esa canonjía de Murcia y no otra es la que yo quiero
con preferencia al arzobispado metropolitano —afirmó el duque agitando
los brazos—. Se la prometí a la condesa, se la prometí, le di mi
palabra de honor... Señor Collado, por amor de Dios... Disponga usted
de dos plazas de guardia... vamos, de tres.

—Ni de cuatro. ¿Para qué quiero yo eso? —repuso Collado con desdén,
contemplando el humo que desde su boca subía hasta el techo en blancas
espirales—. Traigo entre manos la comandancia general de la plaza de
Santoña...

—Ya sé para quién es eso —dijo el duque con presteza—. Ya se convino en
darla al marido de la Pepita.

—De doña Rafaela, dirá usted, de doña Rafaela.

—¡Doña Rafaela! Esa mujer es insaciable. Se ha llevado ya todas las
plazas fuertes, y quiere también echar mano al Consejo Supremo de la
Guerra. No he visto mujer que tenga más parientes. Es prima, hermana y
sobrina de medio ejército... ¡Y la pobre Pepita a quien yo prometí...!

—No faltará para ella —repuso Collado—. En esa lista de vacantes que
tiene Su Excelencia, ¿no se le había señalado a Pepita (para su tío el
clérigo, se entiende) la Colecturía general de Expolios y Vacantes,
Medias Annatas y Fondo Pío beneficial?

—Si no hay tales vacantes —observó el duque con mal humor—; las he
provisto todas. Veamos otra cosa: ¿quién cae?

—Ya recordará Vuecencia los que perecieron anoche —manifestó Collado,
sonriendo con malicia—. Está abierto el hoyo para dos consejeros de
Órdenes, por _tibios_ y amigos de Macanaz.

—Y para el director de Tercias Reales, si mal no recuerdo.

—Y para dos beneficiados del _Venerable e inmemorial Cabildo de
Guadalajara_.

—También tiene la marca en la frente —añadió el duque, con satisfacción
parecida a la de los labradores cuando hablan de buena cosecha— el
superintendente de Correos, por haberse negado a dar cuenta de aquellas
cartas sobre el baile de máscaras.

—Muchos puestos hay —afirmó Chamorro con enfáticas pretensiones de
gracejo—; pero hoy han venido tres obispos con trescientas solicitudes
de Guerra o Marina. Esto es mezclar berzas con capachos.

—¡Qué demonio!... Y destierros, ¿hay algunos?

—Tal cual... así andamos. Pero ¿no se le concedieron a Vuecencia unos
trece o catorce la semana pasada?

—Es verdad; pero los he gastado todos. Quisiera más —dijo Alagón
con disgusto—. ¿No ve usted que necesito muchos puestos vacíos? ¡La
condesa, Juanita, doña Romualda! ¡Si no me dejan respirar!... Esa gente
con nada se satisface. Creen que la nación se ha hecho para ellas. Ya
se ve: como ellas parecen hechas para la nación...

—Pues Su Majestad hace días que anda muy reacio, señor duque —afirmó
Pedro con burda socarronería.—. Dice que abusamos.

—¡Que abusamos!

—Y que es preciso, en la provisión de destinos, dejar algo a los
ministros, porque estos se quejan de la nulidad a que están reducidos y
del tristísimo papel que hacen.

—Aquí hay alguna mano oculta, señor Collado —exclamó con rabia el
duque—. Aquí hay intriga. A usted y a mí nos están engañando, y con
vivir tan cerca de Su Majestad, no sabemos lo que pasa.

Chamorro se encogió de hombros. El duque mirome con atención, y sus
ojos parecían decirme: «¿Qué piensa usted?»

—Todo depende —dije yo, rompiendo el silencio que, por darme mayor
importancia, había guardado hasta entonces—, todo depende de los humos
que han echado algunos ministros, como el fatuo, el insolente don Pedro
Ceballos, como don Juan Pérez Villamil y otros.

—Bien, muy bien dicho —exclamó el antiguo aguador de la fuente
del Berro, dándome una palmada en la rodilla para demostrarme su
conformidad absoluta con mi parecer.

—Observen ustedes bien cuál es el plan de los ministros —proseguí
enfáticamente—. El plan de esos señores bien claro se ve... es
apoderarse del ánimo de Su Majestad, inclinarle a aceptar cuantas
medidas ellos propongan, ordenar las cosas de modo que todos los
asuntos públicos sean resueltos por ellos, y todos los destinos dados y
quitados por ellos.

—Justo, eso, eso es —afirmó el duque—. Pipaón ha puesto el dedo en la
llaga.

—Bien claro lo demuestran las providencias que se están tomando —dijo
Chamorro con ademán meditabundo—. Para imponer su voluntad, han
empezado por aconsejar al rey que vaya dejando a un lado las medidas
de rigor. ¡Oh, aquí hay algo! En el aldehuela, más mal hay del que se
suena.

—Como que ya han acordado suprimir las Comisiones de Estado, y se han
prohibido las denominaciones de _serviles_ y _liberales_ —indiqué
yo—. En suma, señores, hay en el ministerio algunos individuos que se
manifiestan deferentes ante el Monarca; pero ¿qué pensaremos de un
Ceballos, de un Villamil? ¿Qué pensaremos, repito, al verles empeñados
en llevar el gobierno por los torcidos caminos de una tibieza hipócrita?

—Una tibieza que no es más que constitucionalismo disfrazado —dijo
Alagón, dándoselas de muy perspicuo.

—¡Constitucionalismo! —repitió Collado—. Así se lo he dicho esta
mañana. Debajo del sayal hay al...

—¿Y qué dijo? ¿No hizo alguna observación chusca? —preguntó con interés
vivísimo el duque.

—Siempre que le hablo de esto calla como un cartujo —repuso con
descorazonamiento Collado—. Al buen callar llaman Fernando.

Los dos palaciegos permanecieron meditabundos por breve rato.

—Yo no sé qué raíces echa el tal don Pedro dondequiera que pone los
pies —dije yo—; pero es lo cierto que, cuando se instala, no se deja
echar a dos tirones.

—Es hombre listo y que sabe manejarse —añadió el duque—. ¡Cuando ha
sabido hacer olvidar sus servicios a Bonaparte en Bayona, y a las
Cortes en Cádiz...!

—Pues si he de ser franco, señores —observé yo con hinchazón y
petulancia—, manifestaré a ustedes una cosa, y es que... Vamos, lo diré
en dos palabras. Si yo viviera en esta casa, don Pedro Ceballos no
duraría una semana en el ministerio.

—¡Ay, amigo! —me dijo el duque, poniéndome familiarmente su noble mano
en el hombro—. ¡Usted no sabe qué clase de casa es esta!

—Se intentará, señores, se intentará —dijo Collado, rascándose la
frente—. Otras cosas ha habido más difíciles.

—Mucho más fácil sería dar en tierra con Villamil; ¿no es verdad, señor
Pedro?

—Ese tiene su pasaporte colgado de un pelo, como la espada de
Demóstenes —afirmó socarronamente el aguador.

—De Damocles, querrá usted decir —indicó Alagón—. Pues es preciso
romper ese cabello; ¿me entiende usted, señor Collado?

—Ya, ya se hará —murmuró el exaguador, dándose importancia—. Yo creo
que Su Majestad tiene razón, señor duque. Estamos abusando, estamos
abusando de su mucha bondad. Verdad es que, si algo hacemos, muévenos
el gran cariño que le tenemos todos.

—¡Abusar! —exclamó el duque con desabrimiento—. Por mi parte hace
tiempo que estoy casi en desgracia. Recibo muy pocos favores.

—¡Hombre de Dios, y todavía se queja! —gruñó Collado, con cierto
enojo—. ¡Después que, a cambio de las condenadas bandoleras, se ha
llevado la mitad de los beneficios, de las prebendas, de las raciones,
de las abadías, de las capellanías, de las colecturías, de las
examinadurías sinodales, de las difinidurías de la Santa Iglesia! Y
todavía pide más. ¿Qué es lo que pide la mona? Piñones mondados.

—Ya ve usted... —dijo el prócer con mal humor—. No he podido conseguir
la canonjía de Murcia, que es para mí de gran empeño... Pero no cedo:
esta noche misma hablaré de ello a Su Majestad... Veremos si cuento con
Artieda, hombre de gran poder en la provisión de piezas eclesiásticas.

—Artieda —repuso Chamorro— trae entre manos una moratoria que solicitan
las señoras de Porreño.

—¿Y se la concederán? —pregunté sin mostrar interés.

—Creo que sí. Viene recomendada por una cáfila de reverendos.

—Si es cosa de Artieda —añadió el duque—, la doy por ganada. Ese
endiablado guardarropas, con su aire mortecino y su cabeza caída como
higo maduro, vale más que pesa.

—Fue criado de la casa de Porreño —observó Collado con distracción,
arrojando la cola del cigarro.

—¡Pobre señor de Grijalva! —exclamó Alagón—. Buen chasco se lleva si
las de Porreño consiguen la moratoria.

—Por cierto que soy amigo de Grijalva —manifestó Chamorro—, y ha venido
esta mañana a solicitar mi favor para que pongan en libertad a su hijo.

—Un mal criado niño que en los cafés ha calumniado al mejor de los
reyes, y al más generoso de los hombres —dije.

—¡Calaveradas! —balbució el duque—. Y usted, señor Collado, ¿aboga por
Gasparito?

—Sí, señor —repuso el ayuda de cámara—. Tengo empeño en ello, y creo
que no me será difícil...

—Si es usted omnipotente...

Collado se levantó.

—Repito mi proposición —le dijo el duque, agarrándole por la solapa de
la librea—. Doy dos bandoleras.

—No.

—Tres.

—No... he dicho que no.

—¿Pero se va usted?

De repente callaron ambos porque se abrió la puerta, y apareciendo en
ella un lacayo, gritó:

—¡Señor Collado, la campanilla!

Chamorro corrió fuera de la habitación con la rapidez de un gato.

—Ha llamado —dijo el duque sentándose—. Señor de Pipaón, hablemos.



XII


¡El duque!... ¡Oh!, no puedo escribir una palabra más sin hablar del
duque largamente, para que se conozca a uno de los personajes más
extraordinarios de aquella eminente y nunca bien ponderada Corte.

¿Quién no hablaba entonces del duque, aunque solo fuera para referir
sus antecedentes, y contar los pasos todos de su rápido encumbramiento,
pues fue hombre que en cuatro años pasó de la nada de _Paquito Córdoba_
al ducado de Alagón con grandeza de España, toisón de oro, grandes
cruces, y el mando de la Guardia de la Real persona? Era espejo de los
libertinos de buena cepa, cabeza de los cortesanos, y hombre de sutiles
trazas para zurcir y descoser voluntades palaciegas.

Gozaba el privilegio de una buena presencia, aunque se le iba gastando,
porque nada es menos duradero que la hermosura, y el duque, con sus
cuarenta y cinco años a la espalda, principiaba a ser una muestra
gloriosa, una sombra de grandezas pasadas. Su trato y sus modales eran
finos; su conversación poco agradable en lo que no fuese del dominio
de la intriga, porque no eran muchas sus humanidades. Verdad es que
maldita la falta que esto hacía a un señorón de sus condiciones, y
que no había de ponerse a maestro de escuela. Bastábale, y aun le
sobraba para realzar su nobleza nativa y la posición conquistada, un
conocimiento profundo de todas las suertes del toreo, desde las más
antiguas hasta las más modernas, picando en esto casi tan alto como
Pedro Romero, a quien por entonces le empezaba a despuntar sobre
el coleto la borla de doctor y el birrete de maestro en las aulas
de Sevilla. Paquito Córdoba era además en cuestión de caballos un
centauro, es decir, tan buen caballero que con el caballo se confundía.
¡Qué ojo el suyo para adivinar las buenas y malas prendas de sangre sin
más que ver el pelaje de aquellos nobles brutos! ¡Qué mano la suya para
entrar en razón al más díscolo, para quitar resabios y dar aplomo al
ligero, gracia y desenvoltura al pesado, formalidad al querencioso!

No se crea por esto que el duque era aficionado a la guerra. El ruido
le daba dolor de cabeza, y además, ¿para qué se había de molestar,
cuando había tantos que por un sueldo mezquino peleaban y morían por
la patria? Militar era el personaje que describo, y bien lo probaba su
noble pecho, lleno de cuanto Dios crió en materia de cruces, galones
y cintas... Y no se hable de improvisaciones y ascensos de golpe y
porrazo, que hasta los nueve años no tuvo mi niño su real despacho,
merced a los _méritos contraídos por su madre como dama de honor_.
A los once ya le lucían sobre los hombros dos charreteras como dos
soles, sin omitir el sueldo, que no era mucho para el trabajo ímprobo
de ir todos los meses a presentarse a la revista. A los veinte pescó
una encomienda de Santiago, y luego fueron cayéndole los grados, no
atropelladamente y sin motivo, como los cazan estos que se elevan
por el favor y la torpe intriga, sino despacito y en solemnidades
nacionales como un besamanos, el parto de la reina, los días del rey y
otras fiestas de gran regocijo privado y público. Bien ganados se los
tenía, pues reinando Godoy, no costaba pocas cortesías, morisquetas
y genuflexiones el coger un grado en aquella inmensa Babel de los
salones de la casa de ministerios, donde se chocaban unas contra otras,
produciendo mareo y rumor indefinible, grandes oleadas de pretendientes
de ambos sexos.

Nombrole Fernando capitán de su Guardia en 1814, cargo que desempeñaba
a pedir de boca. Daba gusto ver aquella Guardia. Paquito la puso en tan
buen pie, que no parecía sino cosa de teatro. Verdad es que se gastaban
en su equipo sumas colosales, de las cuales nunca se dio al Tesoro, ni
había para qué, la correspondiente cuenta y razón. Carecían de límite
los dineros asignados a tan importante fin, y en ley de tal, el duque
iba pidiendo, pidiendo, y el Tesoro dando, dando; pero como era para
mayor esplendor de la Corona, los ministros no chistaban. Acontecía
que muchas veces los oficiales del ejército de línea no veían una paga
en diez meses; pero, ¡qué demonio!, no se podía atender a todo, y eso
de que cualquier oficialete en activo servicio dé en la manía de estar
siempre piando, piando por dinero, es cosa que aburre y mortifica a los
más sabios gobernantes.

No sé cómo les aguantaban. Especialmente los marinos, a quienes se
debía la bicoca de _setenta_ pagas, no dejaban pasar un año sin
importunar al gobierno con ridículos memoriales que destilaban
lágrimas. Harto hizo Su Majestad permitiéndoles consagrarse a la
pesca, oficio denigrante para tan noble instituto, y no lo tolerara
ciertamente el sabio poder absoluto, si no aconteciera que un oficial
que había estado en Trafalgar muriese de hambre en el Ferrol, y que
otros cometieran la villanía de ponerse a servir de criados para poder
subsistir.

De seguro que los guardias de la real persona y su capitán el duque
de Alagón no se quejaban de falta de pagas, pues este las recibía
puntualmente, con la añadidura de mil valiosas regalillos que el
rey por cualquier motivo le hacía. Los hombres que logran subir a
posición tan alta, no deben sufrir denigrantes escaseces; que eso
sería deslustrar el brillo del absolutismo, y rebajar la dignidad de
todo el reino; y como Paquito Córdoba no había heredado de sus padres
cosa mayor, Su Majestad le hizo cesión, a él y a otros individuos, de
una parte del territorio de las Floridas, que no era ningún erial. No
bastando esto, concediósele también el privilegio de introducir harinas
en la isla de Cuba con bandera extranjera, el cual derecho valía por
una minita de oro. Para explotarla, Alagón tenía por socio a un barón
de Colly, de quien no se sabía si era irlandés o francés; aventurero,
arbitrista, proyectista, hombre incalificable que años atrás había
intentado sacar de Valencey al príncipe cautivo y traerle a España.

Murmuraban muchos del privilegio de las harinas... que es muy común eso
de no ver con buenos ojos al prójimo que saca el pie de la miseria.
¡Válgame Dios! ¿Por qué no se había de permitir al duque que se
redondeara? Pues qué, ¿no es muy conveniente para la república que
abunden en ella los hombres ricos? ¿Y por qué no había de serlo el
duque, cuando con ello no perjudicaba más que a los tunantes labradores
de toda Castilla, hombres ambiciosos, tan comidos de envidia como de
miseria, y que todo lo quieren para sí?

Íntima amistad enlazaba al duque con su soberano. Algunos decían que
Alagón era un hombre _asiático_. ¡Qué vil calumnia! ¡Llamarle así
porque gustaba de servir dignamente a su amigo! Buen tonto habría sido
el duque si hubiera permitido que otro se encargara de las comisiones
que él sabía desempeñar a maravilla. Sobre que el resultado habría
sido el mismo, llevábase el provecho cualquier hidalguete de gotera o
capigorrón entrometido.

Público es y notorio que ni uno ni otro gustaban de escándalos: nada de
eso. En las recepciones públicas y audiencias privadas, amo y siervo
tenían un sistema de señales mímicas, por las cuales se telegrafiaban
cuanto había que comunicar respecto a las damas postulantes. Como
aficionado a estudiar por sí las costumbres del pueblo para aliviar
sus necesidades y ver prácticamente los beneficios de su gobierno
absolutísimo, Fernando salía por las noches del regio alcázar, para lo
cual, puesto de acuerdo el duque con el oficial de la guardia, eran
alejados del paso todos los soldados. ¡Qué llaneza y familiaridad en
un príncipe autócrata! ¡Que elevación en su humildad, y cuánto se
sublimaba abatiéndose hasta tocar con sus augustos codos los harapos
del pueblo!... Porque rey y favorito no salían para visitar los
palacios de los grandes, ni darse tono en las principales calles y
sitios públicos, entre galas y boato, sino que callandito y sin pompa
se iban muy a menudo, en la oscuridad de la noche, a visitar a los
pobres.

Y daban muy buenas limosnas; vaya... Me lo contó Juana la Naranjera.



XIII


—¿Conque le conviene a usted —me dijo el duque afectuosamente— la Real
Caja de Amortización?

—Si el mejor servicio del rey me lleva a esa Dirección —repliqué—, ¿por
qué no?

—Ya convine con don Antonio Ugarte, que es usted el único hombre a
propósito para tal puesto.

—Gracias, muchísimas gracias, señor duque. ¡Es usted tan bondadoso...!
Sí, don Antonio tiene mucho empeño en que yo dirija la Caja de
Amortización. Esa serie de juros de 1803, que andan por ahí, sin que
nadie los quiera, necesitan una mano cariñosa que les dé colocación,
con preferencia a los que ahora tienen el turno.

—Perfectamente —dijo satisfecho de mi perspicacia—. Esos pobres juros
no valen dos reales hoy; pero para todo hay remedio...

—Para todo, señor duque.

—Los únicos poseedores de ese papel somos Ugarte, yo... y otra persona.

—Comprendido.

—Hicimos la tontería de adquirirlos al dos...

—¡Oh!, no me cuente Vuecencia la historia. Si fui yo el encargado de
comprarlos. Se adquirieron con intención de asimilarlos a los demás
juros. Don Antonio y yo hemos hablado largamente del asunto y es cosa
arreglada, siempre que haya una mano enérgica en la administración.

—Muy bien —dijo Su Excelencia regocijado de mis procedimientos
ejecutivos—. Pero harto sabe usted, Pipaón, que esa mano enérgica
(ya hemos convenido en que será la de usted), que esa mano enérgica,
repito, no podrá extender sus dedos de hierro mientras sea ministro de
Hacienda el señor don Juan Pérez Villamil.

—Por de contado, en Madrid todos dan por muerto a Villamil.

—De eso se trata —afirmó cejijunto—. Pero no es tan fácil como parece,
por más que diga el señor Collado... ya usted le oyó... Villamil está
apoyado por Ceballos, el cual tiene muy buenos asideros.

—Mas es tan deplorable la política de este señor, que no sería difícil
dar con él en tierra... digo, me parece a mí.

—Vaya si es deplorable. Todo el reino está alarmado ante las amenazas
de los liberales —afirmó el duque, mostrando su desmedido celo por el
bien público—. Las conspiraciones crecen.

—¿Y cómo no han de crecer, si ha desaparecido el coco de las Comisiones
de Estado; si hasta se han prohibido las denominaciones de _liberales_
y _serviles_; si se ha mandado que en el término de seis meses queden
falladas todas las causas por opiniones políticas?

—Así no hay gobierno posible: es lo que yo digo. Así volvemos a los
tumultos de la Constitución, al democratismo, al desorden de los
papeles periódicos, de los clubs y de los cafés discursantes.

—Y se conspira, se conspira. Ya se lo demostraremos a Su Majestad.

—Si es inconcebible que no lo comprenda. ¡Qué falta nos hace ahora el
bailío Tattischief! Ya podía haber dejado su viaje a París para mejor
ocasión. Y el señor de Ugarte ¿cuándo viene de Guadalajara?

—De mañana a pasado. Por no poder hacerlo hoy, me escribió para que, de
acuerdo con Vuecencia, estuviese a la mira del sucesor de Villamil en
caso de que este caiga.

—¡Oh!, no hay duda en eso —afirmó el duque con resolución—. El nuevo
ministro de Hacienda será don Felipe González Vallejo.

—Así lo espera don Antonio.

—Y así será. ¡Si es el candidato del infante don Antonio, que hace
tiempo bebe los vientos por darle la cartera!

—Y en verdad, no hay hombre más para el caso —indiqué yo—. Vallejo no
será tan reglamentario como ese testarudo _alcalde de Móstoles_, que
no perdona un número ni una letra, y abruma a todos los empleados con
su nimiedad escrupulosa. De todo quiere enterarse, y ha de meter su
hocico en los asuntos más insignificantes.

—¡Qué calamidad! —exclamó Alagón con cierta somnolencia, arrellenándose
en su sillón—. Dicen por ahí que Vallejo no sirve para el ministerio de
Hacienda, porque ha derrochado su fortuna y la de su mujer.

—Y que administró detestablemente la fábrica de paños de Guadalajara.

—Y que es un ignorante aturdido. Digan lo que quieran, para ser
ministro de Hacienda no se necesita ser una lumbrera, ¿no es verdad,
Pipaón? Cobrar lo que le dan, entregar lo que le piden... Cuando no lo
hay, ellos no lo han de sacar de las piedras...

—Y para echar contribuciones no se necesita ser un Séneca; ¿no es
verdad, señor duque?...

—Si al menos lograran satisfacer las atenciones más sagradas... pero
es calamitoso lo que pasa. El tesoro privativo del rey, aquel de que
libremente y a su antojo dispone Su Majestad, no toma del Tesoro
público todo lo que debiera tomar, porque las arcas están casi siempre
vacías. Verdad es que los directores de Loterías y otros empleados de
Hacienda regalan a Su Majestad, bajo el pretexto de ahorros, grandes
sumas, que si no...

—Aun así, este año van depositados en el Banco de Londres algunos
milloncejos —apunté con malicia.

—Poca cosa... —repuso con desdén el duque—. Gracias a que Su Majestad
vive hoy con mucha economía... Ya sabe usted que ha dispuesto suprimir
el regalo que antes se hacía a la servidumbre a fin de año.

—Sí, toda la ropa blanca usada por las Reales personas.

—Además ha suprimido mil inútiles despilfarros, porque el reino está
agobiado de contribuciones, el Tesoro público vacío... Yo calculo
que Su Majestad, arreglándose a la mayor sobriedad posible, no habrá
gastado en el año que acaba de transcurrir arriba de ciento veinte
millones.

—El año que viene será más. ¿No ha oído Vuecencia hablar de boda?

—No conozco más que los proyectos de Ugarte y de Tattischief...
¡Una princesa rusa!... —indicó meditabundo—. Dudo mucho que eso se
realice... ¿Ha dicho usted que don Antonio viene?...

—Mañana o pasado.

—Si lográsemos despachar el asunto de Villamil, ya podría pensarse
después en lo de la princesa rusa.

—El asunto de Villamil —afirmé yo en el tono más lisonjero que me fue
posible— me parece resuelto, desde que hombres tan poderosos han puesto
su mano en él. Por mi parte, en la Real Caja de Amortización estaré a
las órdenes de Vuecencia.

—Gracias, Pipaón —me dijo con bondad suma—. Ya sabe usted que si el
asunto fuera de interés mío exclusivamente, no lo tomaría tan a
pechos; pero alguna persona muy superior a nosotros desea que esto se
arregle.

—Comprendo... La monarquía absoluta tiene inmensos gastos... Todo es
poco para ella.

—También necesita atender a todo, señor mío —afirmó sentenciosamente.

—Por eso me congratulo en extremo —añadí humillando la frente— de
contribuir con mis cortas fuerzas a este concierto admirable, sin que
en la humilde sumisión mía haya el menor asomo de interés... pero ni el
menor asomo de interés. Nada pido, señor duque.

Diciendo esto me levanté para marcharme.

—Usted no necesita pedir para obtener —añadió—. Tan grande es su
mérito y la solicitud que manifiesta en el buen servicio del rey y del
reino... ¿No se le antoja a usted nada en estos días?...

—No, nada... lo que es por ahora... —dije vagamente, como quien
recuerda.

—¿Nada en que yo pueda servirle? —repitió levantándose también.

—Ahora recuerdo, señor duque... una bicoca... Tenía empeño en...
Puesto que Vuecencia es tan bondadoso, voy a pedir dos favores, dos
favorcillos nada más.

—¿Dos nada más?

—Dos. He oído hablar hace poco de una moratoria...

—Solicitada por la hermana del difunto marqués de Porreño. ¿Desea usted
que se conceda?

—Al contrario: deseo, mejor dicho, tengo mucho interés en que no se
conceda.

—Ese asunto lo trae en su cartera Artieda, guardarropa de Su Majestad.
Es muchacho hipócrita, pedigüeño, y que, como tal, sabe sacar mendrugo.
Es muy posible, muy posible, señor de Pipaón, que obtenga la moratoria.
En fin, yo veré...

—Haga Vuecencia lo que pueda, que yo por mi parte, si voy estas noches
a la tertulia, veré cómo me las compongo con el señor Artieda.

—¿Y el otro favor?

—Es relativo al hijo de don Alonso de Grijalva.

—Ya... es usted su amigo. ¡Hombre generoso! ¿Quiere usted que se deje
en paz al muchacho y se le ponga en libertad?

—Al contrario: deseo que siga en la prisión.

—¡Hola, hola!... Por lo visto usted protege el bolsillo de Grijalva,
pero no apadrina las calaveradas de Gasparito... Buen propósito; me
parece un excelente sistema. Aquí vislumbro todo un plan de moralidad.

—Me desvivo por arreglar a una familia perturbada. ¿Me ayudará
Vuecencia en mi noble tarea?

—Eso es más fácil. Un preso más, un viajero más a tomar los aires de
Ceuta.

—No, es que no quiero enviarle tan lejos. ¿A qué esa crueldad?
Tengámosle en la cárcel de la Corona hasta que madure.

—¿Hasta que el joven madure?... Bien: por mi parte haré lo que pueda.

—Señor duque, las promesas vagas de Vuecencia son para mí concesiones,
y sus esperanzas realidades. Cuento con Vuecencia. Adiós.

—Adiós, Pipaón; que no deje usted de venir una de estas noches...
Agrada usted, agrada usted mucho... Se celebran sus chascarrillos, y su
gracejo para contar las cosas.

—Vendré, vendré. Hasta luego, señor duque.

—Abur.



XIV


Dirigime a casa de las señoras de Porreño, y hallé a doña María de la
Paz muy gozosa por el buen giro y excelente aspecto que iba tomando
su asunto. Acababa de salir de la casa el señor de Artieda, quien dio
tales esperanzas y presentó la cuestión en tan buen pie para marchar a
un feliz éxito, que ya se consideraba ganada la partida. Artieda y dos
o tres señores de la clerecía, con el gobernador del Consejo, habían
tomado a su cargo el negocio, siendo evidente que con tales pilotos
(frase de doña María) el barco de la moratoria, combatido por los
aquilones de la envidia, no podía menos de llegar a puerto seguro.

Yo dije a la señora que acababa de hablar en pro de su pretensión a
varias personas de mucha raíz en la corte, lo cual me agradeció mucho.
Añadí que estuviera tranquila, pues yo tomaba el negocio como mío, y
no pararía hasta conseguirlo; empresa no difícil para un hombre que, a
más de tener tantas relaciones, escupía en corro con los señores del
Consejo. Después hícele una explicación detallada de lo que eran las
moratorias, enumerando las cuatro clases de ellas, a saber: _cesión
de bienes, pleito u ocurrencia, espera o moratoria_ y _quita de
acreedores_, asentando que la que nos ocupaba pertenecía a la tercera
categoría, por ser concesión graciosa del príncipe. Y aunque el Consejo
—añadí con minuciosidad curialesca— rinda tributo a la majestad de las
leyes, dictando el auto de _traslado al acreedor_, y luego el de _pase
a justicia_, todo será cuestión de fórmula, resultando al cabo que el
señor de Grijalva no tendrá más remedio que conformarse, y tragar el
auto final de _no se moleste a la parte por tantos o cuantos años_.

Esta explicación y los pomposos encarecimientos de mi poderío, fueron
causa de que las tres damas me obsequiaran con inusitado esplendor,
brindándome dulces de los mejores y vino de las tierras de Porreño.
Gustome el licor, y tomando pie de él y de su aromática finura,
conferenciamos acerca de aquellas tierras, yo pidiéndoles informes, y
dándomelos las señoras con tanta ufanía como verbosidad.

A este punto entró la señora condesa de Rumblar con su linda hija, y
retirándose adentro después las señoras mayores y doña Paulita, que
iba a la tarea de sus devociones, nos quedamos solos Presentacioncita,
doña Salomé y yo.

—¿No repara usted que estoy muy alegre, Pipaón? —dijo la graciosa
muchacha.

—Sí, señora, lo había notado —respondí dando el último adiós al vino
y dulces con que acababan de obsequiarme—. Eso prueba que el tiempo
es la gran medicina de las enfermedades del corazón y del espíritu.
Dígolo porque hace ya algunos días que mi señor don Gasparito está a la
sombra (sin que hayan valido mis generosos esfuerzos por sacarle), y
el sustillo ha ido pasando, y con el sustillo la congojilla, y con la
congojilla ansiosa las lágrimas dulces... ¡Oh! ¡Dichoso el prisionero
cuyas rejas son regadas por el divino licor de esos ojos!

—Don Juan, don Juan... que se pone usted feo diciendo esas cosas...
¡Si no lloro, si no estoy triste, si no hay ya nada de congojas ni
suspirillos! —manifestó con tan franco y seductor arranque de alegría,
que me desconcerté completamente.

—¿Pues qué, señora doña Presentacioncita?...

—¡Si se ha escapado!

—¡Se ha escapado! —exclamé con súbita ira, dando un salto en la silla—.
¡Se ha escapado ese tunante! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Qué carceleros, santo
Dios, qué carceleros!... ¡Luego quieren que haya justicia en España!

—¿Pero lo siente usted?

—¡Escaparse! Después de haber hablado en público de las cartas de Su
Majestad a Napoleón...

—Más vale así. Se ahorra usted el trabajo...

—No, no señora —dije procurando dominarme—. No; yo quería que fuese
puesto en libertad en toda regla, después de un _sobreséase_ como un
templo. De este modo estaría más seguro, y podría vivir tranquilamente
donde mejor le conviniera, mientras que habiéndose fugado de la cárcel,
le perseguirán, le cogerán de nuevo, y entonces sí que será ahorcado.

—¡Ahorcado! —gritó con ira—. ¡Ay! Me asusto. Yo estaba contenta y usted
ha venido a afligirme otra vez.

—¿Sabe usted dónde está?

—Lo sé, sí señor. De eso iba a tratar cuando usted me ha puesto en
ascuas.

—¿Dónde, dónde?

—Despacio. No está en casa de su padre, al cual ha desagradado con su
escapatoria, por el temor de que se le persiga más.

—Es claro.

—Gasparito se ha refugiado en una casa humilde, muy humilde, desde la
cual me ha escrito, contándome todo. ¡Ay!, qué dolor tan grande —añadió
dando un suspiro—. Está muerto de hambre y lleno de inquietudes, por
miedo a que le denuncien los amos de la casa.

—Y harán perfectamente. Bien merecido le estará a ese jovenzuelo
imprudente su última calaverada, y el no aguardar, quietecito en la
cárcel, a que yo le salvara.

—Sea lo que quiera —dijo la niña en tono de mujer seria—, es preciso
sacarle de la terrible situación en que está.

—¡Sacarle! y ¿cómo?

—Yo tenía un proyecto —indicó sonriendo con toda su gracia exquisita—,
un proyectillo... y contaba con usted, sí señor, con usted, para que me
ayudara.

—¡Conmigo!

—Con el hombre generoso y bueno, con el corazón de oro, con la
inteligencia sublime, con la voluntad firme, con Pipaón en fin.

—Eso es: Pipaón sirve para los apuros, para los peligros; pero en
tiempo de bonanza, Pipaón es un pobre hombre que no sirve sino para
burlas.

—Si vamos ahora a disputar sobre esto, no tendremos tiempo de ocuparnos
de lo otro —dijo con impaciencia.

—Veamos lo otro: siempre será otra... bromita.

—Pipaón —añadió con voz meliflua, y poniendo en sus ojos un abreviado
paraíso de dulzura, de hechizo y seducción—. Yo tengo un proyecto, en
el cual me ha de ayudar usted... Yo quiero ir esta noche a llevar algún
socorro a Gaspar, y cuento con que me acompañe, con que me lleve usted.

—¡Esta noche!... ¡Los dos! —exclamé absorto, sin saber si negarme o
aceptar.

—¡Esta noche!... ¡solitos!... mejor dicho, con doña Salomé, que irá
conmigo, porque también quiere dar ella algún auxilio al pobre muchacho.

La ilustre y ya marchita dama, que hasta entonces no había desplegado
sus labios, me miró con cierto vislumbrillo de enojo, y dijo:

—Si el señor don Juan no gusta de ir con nosotras, no faltará un galán
cortés y fino que nos acompañe.

—¿Acaso he dicho yo algo, señoras? —repuse con humildad, considerando
que la expedición era muy conveniente para mí por todos conceptos—.
Vamos a donde ustedes quieran, aunque sea al fin del mundo.

—No es tan lejos —indicó Presentación—, aunque por ahora no se le
revelará a usted la calle ni la casa.

—Yendo conmigo, la condesa dejará salir a Presentación. Salimos al
oscurecer —dijo doña Salomé, revelando en su rostro de tafetán el
deleite que aquellos livianos pensamientos de escapatoria le causaban—.
Decimos que vamos a la novena del Ángel de la Guarda, y que a la vuelta
subimos un ratito a casa de la marquesa, que ha dado a luz dos niñas de
un parto.

—Y luego que veamos al pobre Gasparito, y le consolemos y le demos
algún socorro —añadió la muchacha—, le sacaremos de allí; y como no hay
lugar más seguro que la vivienda de un cortesano del despotismo, don
Juan se le llevará a su casa.

—¡A mi casa! ¡Llevar a mi casa a un prófugo, a un reo de lesa
majestad!...

—Vamos, amigo —dijo la niña con donaire, plantándome su divina manecita
en el hombro—, no nos venga usted aquí con palabrotas. Aquí no hay
delito ni majestades. Si usted no le lleva a su casa, si usted no le
esconde, reñiremos para siempre. No me mire usted, no me hable, no se
ponga donde yo le vea.

Como prometer no era cumplir, ni la aquiescencia verbal equivalía
a positivas concesiones de mi parte, prometí cuanto me pidieron, y
convine en todo lo que tuvieron a bien proponerme, con reserva de hacer
después lo que me pareciera más conforme a la justicia, al bien del
estado, y a mi propio sagrado interés.

       *       *       *       *       *

Y para no cansar, aquí me tienen ustedes embozado en mi pañosa, con
el sombrero hasta las cejas (si bien la oscuridad de la noche y el
macilento alumbrado de la villa ahorraban precauciones), llevando
una madama pendiente de cada brazo, como en los buenos tiempos de
cuchilladas y amoríos, pasando de calle a callejón y de callejón a
plazuela, ora de prisa para huir de un grupo de curiosos, ora despacito
para recrearnos con el majo cantar que por las rejas de una casa
humilde salía, a veces callados los tres, a ratos hablando y riendo,
regocijadas ellas de la libertad que gozaban, mientras las severas
matronas nos suponían carcomidos de devoción en la novena del bendito
Arcángel.

A mí me gustaba también el paseo, porque eso de llevar dos damas, una a
cada costado, en la oscuridad de la noche y en un pueblo como Madrid,
donde se abren tantas puertas al aventurero amor y a los locos deseos,
no es cosa de despreciar. Yo oprimía con suave delectación el brazo de
la de Rumblar, dejando el de la otra en libertad de que juntara o no su
flaqueza con la del mío.

—¿Pero llegamos o no? —pregunté a la muchacha.

—Ya pronto. ¿Es esta la calle del Águila?

—La del Águila es.

—Bueno... ahora a la del Rosario.

—Pues a la del Rosario. Supongo que no será para rezarlo. Parece
mentira que en una casa que lleva ese nombre tan devoto se esconda un
reo de lesa majestad.

Presentacioncita me clavó sus dedos en el brazo con tanta fuerza, que
lancé un grito.

—Por infame y deslenguado —dijo ella.

Al entrar en la mencionada calle, doña Salomé preguntó, señalando una
casa:

—¿No es por aquí?

—Aquí —dijo Presentación, señalando la inmediata, y acompañando su
ademán de amoroso suspiro—. Creo que es núm. 4...

—El 4 es. ¿Llamamos?

Llamé a la puerta, no sin cierta zozobra de que algún bárbaro malsín
apareciera y me solfease de lo lindo. Según habíamos convenido,
pregunté a la mujer que franqueó la puerta si vivía en aquellos
aposentos un joven llamado don Federico, el cual había venido poco
ha de Toledo. Díjonos la mujer con muy malos modos que el joven se
había marchado de aquella honrada casa para ir a otra de la calle del
Bastero, núm. 6, donde de seguro le encontraríamos, porque andaba muy
tapujado y no salía a la calle.

Fuimos a la del Bastero, y en su núm. 6 nos detuvimos para decidir qué
resolución se tomaría, porque no era prudente arriesgarse en aventuras
por tales sitios. Yo estaba ya arrepentido de haber metido mis manos en
aquel fregado, mayormente cuando oí rumor de pendencias en la inmediata
calle del Carnero.

—¿Qué hacemos? —pregunté a la decidida Presentación.

—Llamar.

Doña Salomé, que participaba de mis temores, dijo:

—Es demasiado tarde y esto está muy lejos. Me arrepiento de haber
venido aquí. Opino que debemos retirarnos.

—Llame usted, Pipaón, y pregunte —ordenó la joven.

En el piso bajo había una taberna, lo que me pareció de malísimo
augurio, y las voces y juramentos que de ella como de un antro infernal
brotaban, ponían miedo en el más esforzado corazón. Pero no hubo más
remedio: llamé, y hecha mi pregunta salió un portero rufián, el cual
con muchísima sandunga nos dijo que entrásemos, y que si no el doncel
buscado (de quien no podía asegurar estuviese en la casa), había otros
muchos que recibirían bien a las madamas.

A regañadientes entré yo, empujado más que conducido por la amante
doncella, y bien pronto nos hallamos en un patio de esos que sirven de
centro a una casa de Tócame-Roque.

—¿En dónde nos hemos metido? —preguntó con zozobra doña Salomé.

—Eso digo yo. ¿En dónde nos hemos metido?

—¿Conque por quién preguntan ustedes? —dijo el vejete portero con
una sonrisa truhanesca que me heló la sangre en las venas—. ¿Por el
oficialito, por el abate, por...?

—Por ninguno de esos, camarada —repuse—, porque ahora mismo nos
volvemos a la calle.

—No hagamos caso de este buen hombre —dijo con afán la muchacha—.
Subamos, e iremos preguntando de puerta en puerta.

—¡Está usted loca! ¿Sabe usted qué clase de gente es la que vive en
estas casas?

—Gente muy honrada y cabal —afirmó el portero—. Una señora que fue
doncella de Su Alteza la infanta doña María Josefa... un autor de
diccionarios, siete poetas, dos grabadores de retratos, un torero, uno
que fue magistrado del Crimen...

Oíase rumor de disputas en los pisos altos de aquella colmena, el
cual convidaba a salir cuanto antes en busca del silencio de la
calle. Cerrábanse y se abrían con estrépito las puertas, dando paso
a la claridad de las luces y al rumor de las voces, y un enjambre
de chicuelos corría por los pasillos jugando a la caballería ligera
y pesada. Dos traperos amontonaban no sé qué inmundos despojos en
medio del patio, y tres mujeres se ponían como ropa de pascuas por la
precedencia en sacar agua del pozo.

—Ábranos usted la puerta —dije resueltamente al Cancerbero, sacando
una moneda, con la cual pensaba ponerle de parte nuestra si ocurría
cualquier accidente desgraciado.

Diciendo y haciendo, di algunos pasos hacia la puerta, cuando en esta
sonaron fuertes y repetidos golpes, acompañados de gran gritería y
algazara de fuera, a la que respondió al punto otra no menos discorde
en los corredores.

—¿Qué es esto, portero?

—Nada, señor —respondió con socarronería—: es la policía que viene en
busca de un señoritico lameplatos, mamón y liberal, que se nos refugió
aquí esta mañana. Yo di parte...

—¡Él! ¡Dios mío! ¿Dónde está? —gritó Presentación con angustia.

—Se descubrió que se había escapado de la cárcel, donde estaba por
injurias a nuestro querido rey —añadió el portero, corriendo a abrir.

—Escondámonos... salgamos de aquí —dijo doña Salomé, agarrándome el
brazo y tirando de mí.

—¿Pero por dónde? Vamos a tropezar con la policía.

—Escondámonos.

—Adelante.

—Subamos.

—Bajemos.

—Busquemos otra salida. Si nos ven...

—Señoras, no somos criminales —dije procurando sosegarlas—. Si la
policía nos ve, nos verá. ¿Qué importa?

Diciéndolo, vi que entraban hasta media docena de alguaciles,
asistidos de otros tantos soldados, y tras ellos una multitud de
personas del bajo pueblo, todos los que a la sazón bullían en la
taberna, muchas mujeres de la vecindad, y el contingente completo de la
chiquillería de la calle. Vociferaban, gruñían, chillaban y reían en
bestial coro.

Una aprehensión en aquellos tiempos no era gran novedad; pero por viejo
y gastado que el asunto fuese, siempre tenía irresistibles encantos
para el pueblo, muy soliviantado entonces, y enfurecido contra todo lo
que a liberal o afrancesado transcendiera.

—¡Le van a matar! —murmuró entre sollozos Presentación, llorando sin
consuelo.

—Veamos si podemos escabullimos —dije yo.

—No... no —gritó la afligida señorita—. Veamos si le podemos salvar.
Pipaón, diga usted que es un consejero de Castilla, un ministro; que es
amigo de los señores obispos, del nuncio, del rey.

—Chitón... no se gastan bromas con esta gente.

—¡Yo quiero subir, yo quiero hablar a la policía! —exclamó, alzando
la voz con desesperación—. Ustedes no tienen alma... yo estoy loca.
¡Socorro!

Maldita la gracia que me hacía aquella situación, que empezó a ser
apuradísima desde que la dolorida muchacha puso el grito en el cielo,
atenta solo a su amorosa aflicción, y sin hacer caso de lo demás. No
sé en qué hubiera parado trance tan amargo, si el agudísimo y tunante
portero, conociendo al vuelo el apuro en que yo estaba, no viniera en
nuestro auxilio, cuando ya la gente de la vecindad nos rodeaba, nos
observaba, señalándonos como a tres entes extrañísimos en aquel sitio.

—Vengan usías por aquí —dijo el vejete, llevándonos al fondo del
patio—. Pues no se puede salir, entren en mi cuarto, y aguarden a que
pase esta batahola.

Mucho trabajo costó llevar a Presentacioncita al oscuro albergue del
señor portero; mas a fuerza de ruegos y prometiéndole yo que al día
siguiente haría poner al preso en libertad, se aplacó un tanto. El
portero, luego que nos puso en seguridad dentro de su aposento, nos
dijo:

—Aquí no les molestará nadie. Cerraré la puerta. Cuando la policía
se lleve al barbilindo, y se despeje el patio, y se tranquilice la
vecindad, saldrán ustedes. Esto no es un palacio; pero aquí estarán las
señoras como en su casa... Pueden sentarse... hay silla y media... Mi
cama es blanda, y sobre este trombón (porque soy músico)... sobre este
trombón, digo, puede sentarse el caballero.

—Gracias, gracias.

El miserable hablaba con diabólica truhanería. Después de ponderar las
comodidades de su alojamiento, salió, y cerrando por fuera la puerta,
nos dejó dentro de aquel sepulcro.



XV


Situación era aquella más crítica que la primera. Encerrados allí, nos
vimos a merced de un tunante, que, a juzgar por su facha y lenguaje,
no debía de ser modelo de virtudes porteriles. Los tres sentíamos
gran congoja, y ya nos creíamos cercados de ladrones y asesinos,
aumentándose nuestro pavor con el cercano rugido del pueblo que llenaba
el patio y corredores. Presentacioncita era la menos afectada de
nuestra desdicha, porque tenía alma, corazón y sentidos fijos en los
pasos de la policía, y en el subir y bajar de la inquieta gente.

Transcurrió bastante tiempo sin que cesase nuestro apuro. Yo me
desesperaba, y maldecía el instante en que neciamente consentí en la
descabellada expedición; doña Salomé rezaba para que algún santo del
cielo viniese en amparo nuestro, y Presentacioncita gemía sin hallar en
nada consuelo. Lo peor de todo era que iba siendo ya muy tarde; había
pasado la hora de la novena del Santo Ángel; habían dado las ocho, las
nueve, iban a dar las diez... ¡horrible trance! darían también las
once, las doce sin poder salir de allí.

Por fin, Dios quiso que los alguaciles encontraran al prófugo y lo
sacasen fuera y se lo llevasen con dos mil demonios. Iba desocupándose
el patio, se extinguían las voces poco a poco, y al fin, ¡San Antonio
bendito!, el endiablado portero nos sacó de nuestro calabozo.

—¡Vámonos a la calle pronto! —exclamó doña Salomé, ardiendo en
impaciencia.

—¡A la calle, a la calle! ¿Por dónde se sale, buen hombre? —dije,
sosteniendo a Presentacioncita, que por su mucha aflicción apenas podía
con su lindo cuerpo.

—Si no quieren ustedes salir por la calle del Bastero, donde hay muchos
tunantes y borrachos —repuso el portero—, por este pasillo que hay a la
derecha saldrán a la casa inmediata y a la calle de Mira el Río.

Yo temblaba de susto: por todas partes, en todos los rincones veía
ladrones y asesinos alzando horrorosos puñales sobre mi pecho. El
viejecillo nos llevó del patio grande a otro más pequeño, y de este a
un largo y húmedo zaguán, en cuyo extremo se veía la claridad de la
calle. Cuando le di la propina me pareció sentir ruido de pasos detrás
de nosotros; pero aunque atentamente miré, nada vi.

—Por aquí, derechos a la calle —dijo nuestro amparador, retirándose
repentinamente.

Dejonos solos, y a la verdad fue como si nos dejara de su santa mano
el ángel de nuestra guarda; porque no habíamos dado cuatro pasos hacia
la claridad que al extremo del zaguán se veía, cuando una voz bronca y
temerosa, que en su clueco graznido indicaba ser producto del hombre y
del aguardiente, resonó como un trueno en aquellos ámbitos oscuros,
diciendo:

—¡Alto allá... alto!, señoritos zampatortas, ¡alto, alto!...

El reventar de un cráter no me hubiera causado más espanto. Quedeme
frío, y sobre frío, absorto y petrificado, cual si en estatua de hielo
me convirtiese. Y al mismo tiempo se sentían unos pasos, unos saltos
como de gigante borracho que venía dando traspiés por la cercana
escalera.

Lanzaron agudísimos gritos las damas, colgándose de mis brazos para que
yo las amparase; pero más que nadie necesitaba yo amparo y protección,
porque me quedé sin habla, sin fuerzas para correr, sin ojos para
mirar, ni orejas más que para oír la voz, ¿qué digo?, las voces de
los que se acercaban, pues quitando lo que multiplicase mi espantada
imaginación, bien podía asegurarse que eran media docena.

No se me oculta que mi deber en tan crítico momento era tirar de la
espada o sacar las pistolas para esperar a pie firme a los ladrones
y acabar con ellos, o morir antes que mis dos compañeras fueran
atropelladas; pero yo no tenía espada, y ni remotamente me acordé de
que llevaba una pistola en el cinto. Temblando como alma que llevan
los demonios, recordé aquello de que una retirada a tiempo es una gran
victoria, y apreté a correr hacia la calle. Las dos damas eran dos alas
que me impulsaban con rapidez suma. ¡Ah!, cómo corrimos, cómo corrimos,
gritando: «¡Favor, socorro, ladrones!»

Tras nosotros corría alguien. No le mirábamos. Sentimos carcajadas,
blasfemias, un juramento horrible, qué sé yo... Corríamos siempre; las
dos damas se separaron de mí, y se quedaron detrás. ¡Ay!, yo era el
viento mismo.

Vi dos hombres que andaban en dirección contraria a la mía, y su
presencia me dio aliento... ¡dos hombres que no eran, o al menos no
parecían, ladrones ni asesinos!

—¡Socorro, favor! —repetí con ahogado aliento.

Detuviéronse ellos. Me pareció ver una cara conocida; pero en mi
azoramiento no llegué a formar juicio alguno... Detúveme yo también.
En el mismo momento sentí un ¡ay! agudísimo. Era Presentacioncita que
había caído al suelo. Doña Salomé se había parado en el mismo sitio.
Retrocedí, porque la presencia de los dos desconocidos me infundió
algún valor, y porque mirando hacia atrás observé que nuestros
perseguidores se habían quedado muy lejos.

Uno de los dos desconocidos se adelantó corriendo a levantar del suelo
a Presentacioncita, mientras el otro soltó la risa diciendo:

—¡Si es Pipaón!

—¡Ah! ¿Es usted, señor duque? Hemos sido atacados por unos tunantes...
Vamos a ver si se ha hecho daño esa niña.

El hombre que estaba junto a mí era el duque de Alagón; el otro...



XVI


Detente, pluma... El otro alzaba del suelo a la pobre Presentacioncita,
que al perder el equilibrio, y dar con su cuerpo en tierra, perdió
también el conocimiento. Nos acercamos, y el duque me miró con fijeza y
malicia, poniendo sobre los labios su dedo índice.

—¡Jesús... se ha desmayado! —balbució doña Salomé, examinando a su
amiga que aún estaba en brazos del otro.

—Esto no será nada, señora... —exclamó el desconocido—. Señorita...

—El susto ha sido grande... —dije yo.

—Y gracias a que no se atrevieron a seguirnos. ¡Pobres señoras, si
hubieran venido solas!

—¿A dónde llevamos esto? —preguntó el compañero del duque, dando
algunos pasos con la desmayada en brazos, tan sin trabajo cual si fuese
una pluma.

Pareció perplejo el duque, y como no acertara a indicar una resolución
conveniente, el compañero dijo:

—Vamos allá. Adelántate y llama.

Hízolo así Alagón, y no habíamos andado veinte pasos siguiendo todos
al generoso caballero, cuando se abrió una puerta, y Alagón primero,
después su compañero con la niña en brazos, y detrás doña Salomé y yo,
penetramos en una hermosa pieza iluminada por dos luces. Un hombre y
una mujer encontrábanse allí, ambos en pie y tan respetuosos, que por
lo callados y circunspectos parecían estatuas. Veíase en el fondo una
puerta entreabierta, por la cual apareció el rostro de una mujer de tan
acabada hermosura, que a pesar de lo apurado del lance, no pude menos
de fijar en ella mis ojos. De la pared pendía una guitarra.

El compañero del duque dejó su preciosa carga en una silla. Callaban
todos: el desconocido pidió un vaso de agua, mientras doña Salomé,
observando que la madamita empezaba a dar señales de vida, hacía
esfuerzos por reanimarla, diciéndole:

—Presentación, vuelve en ti. Eso no es nada... ¿A ver? ¿Te has hecho
daño?...

—Vamos, beba usted un poco de agua —dijo el desconocido, acercando
el vaso a los labios de la joven, que recobraban poco a poco su vivo
carmín, así como las descoloridas mejillas.

Cuando la muchacha bebía, observé al generoso galán, que solícitamente
sostenía con su mano izquierda la cabeza de la joven, mientras le
daba de beber con la otra. Era un hombre admirablemente formado, de
cuerpo estatuario y arrogante. Su edad no pasaría de los treinta y
dos años, hallándose, según la apariencia, en aquella plenitud de la
fuerza, del vigor y del desarrollo físico que marcan el apogeo de
la vida. Vestía sencillo y elegante traje negro, y ancha capa, que
habiéndosele caído en los primeros momentos del lance, fue recogida
por el duque. Sus ojos eran negros, grandes y hermosos, llenos de
fuego, de no sé qué intención terrible, flechadores y relampagueantes.
Bajo sus cejas, semejantes a pequeñas alas de cuervo, centelleaba,
deshecho en ascuas mil por las movibles pupilas, el fuego de todas
las pasiones violentas. Su nariz era desaforadamente grande, corva y
caída; una especie de voluptuosidad, una crápula de nariz. La carne
superabundante había crecido, representando con fértil desarrollo su
preponderancia en aquella naturaleza. El labio inferior, que avanzaba
hacia afuera, parecía indicar no sé qué insaciabilidad mortificante. La
personificación de la sed habría tenido una boca así. Una línea más de
desarrollo, y aquel belfo hubiera tocado en la caricatura. Observándole
bien, se veía en la tal fisonomía, peregrina mezcla de majestad y de
innobleza, de hermosura y de ridiculez. Tenía de todo, y era difícil
deslindar, en aquel rostro híbrido, las líneas pertenecientes a las
grandes razas de las que pertenecían a la degeneración propia de todo
lo humano. Por su mandíbula inferior se filiaba remotamente con Carlos
V; mas por sus ojos truhanescos y las patillas cortas, se iba derecho a
la majería. El cráneo era bien conformado; el pelo negro y corto, con
mechoncillos vagabundos sobre la frente y sienes. En suma, el perfil de
aquel hombre solía verse en las onzas de oro.

Presentacioncita, abriendo los ojos, demostró tal asombro al verse en
aquel desconocido sitio y ante personas extrañas, que creímos se iba a
desmayar de nuevo.

—Ánimo —le dijo el belfo—, ánimo, señora mía, eso no es nada.

—¡Ah!... ¿quién es usted? Gracias, caballero... ¿En dónde estoy?
—balbució la damisela—. ¡Ah! Doña Salomé... señor de Pipaón... Están
aquí... creí que me habían abandonado.

—Aquí estamos, sí, niña querida...

—Pero al instante nos vamos a marchar —afirmó con febril impaciencia la
de Porreño—. Presentación, prueba a levantarte.

—Señora doña Presentacioncita —dijo el belfo sonriendo—, no hay prisa.
Descanse usted un poco.

—Vámonos, vámonos —añadió doña Salomé—. Hija, haz un esfuerzo y
levántate. ¿Puedes andar?

Presentación dio algunos pasos: cojeaba un poco, a causa de una leve
torcedura en el pie derecho al caer; pero andaba. Volviose para dar
las gracias al incógnito caballero; yo también quise decirle algo por
pura fórmula, pero nos miramos unos a otros con sorpresa. El caballero,
volviéndonos la espalda, desapareció por la puerta que había en el
fondo.

—Gracias, muchas gracias, señores —dijo Presentación, dirigiéndose al
duque.

—Por aquí —indicó este, que sin duda deseaba que nos marcháramos—. Yo
acompañaré a ustedes hasta la calle de Toledo.

—Por aquí... a la calle... gracias, mil gracias, señor duque.

El prócer, mientras las dos mujeres salían, se me puso delante, y
abriendo mucho los ojos, aplicó de nuevo el índice a los labios.

Salimos, y los minutos nos parecían siglos, porque Presentacioncita
andaba muy despacio. Era ya tarde, por cuya razón a las contrariedades
expuestas se unía la pavorosa contrariedad del sermón que nos esperaba,
cuando nuestras pecadoras frentes se pusieran al alcance de los ojos de
la señora condesa, y nuestros oídos al blanco de la grave voz de doña
María de la Paz. Al pensar en esto, los tres no teníamos más que un
deseo: que la tierra se abriese haciéndonos el favor de tragarnos.

Pero la Providencia, que nunca abandona a los débiles, nos sugirió
ingeniosas trazas para salir del paso, y fue que discurrimos sacar del
propio mal el remedio, achacando la tardanza a la misma torcedura del
pie de Presentacioncita, la cual invención, llevada a feliz término
por mi elocuencia ante las dos irritadas matronas, tuvo el éxito más
completo que puede imaginarse.

—Es claro... ¡cómo habíamos de venir a tiempo!... Bajamos la
escalera... Presentacioncita dio un paso en falso. Subimos otra vez...
La marquesa no quería dejarla salir... Se buscó un simón: el simón no
parecía... Se sacó la litera de mano: estaba rota... Discurre por aquí,
discurre por allá... Yo estaba en ascuas y quise venir a avisar para
que no se asustaran ustedes... En fin, demos gracias a Dios de que no
se rompiera un pie.

—¿No puedes andar? —preguntó la condesa a su hija con desabrimiento—.
Esta sí que es fiesta. Estamos convidadas para la función de mañana en
la Trinidad.

—Con manifiesto y asistencia de Su Majestad —repitió doña María de la
Paz—. Y es preciso ir sin remedio. Yo al menos no puedo faltar, porque
el prior nos ha prometido que podremos hablar al rey y entregarle
nuestros memoriales.

—Mañana —repetí—. También yo he recibido invitación de los padres.
¿Conque van ustedes a la Trinidad?

—¿Puedes andar, Presentación? ¿Puedes andar, sí o no? —preguntó con
afán indescriptible doña Paulita.

La niña se levantó resueltamente, y dio algunos pasos por la habitación
con pie seguro.



XVII


¿Cómo había yo de faltar a la función de los trinitarios, si era
hombre que a ninguno cedía en religiosidad, ni perdonaba medio de que
se me tuviese por escrupuloso guardador de los preceptos y prácticas
de la Iglesia? Además, poco antes había sido nombrado prioste de la
archicofradía de _Luz y Vela_, y como tal me correspondía asistir a
la función, y acudir al pórtico del templo, donde habíamos puesto el
mostradorcito con varios objetos devotos y otros profanos, que al son
de trompeta y tamboril se vendían o rifaban para atender a los gastos
de la corporación.

Desde muy temprano estaba yo con mi cinta al cuello, espetado en el
pórtico, en compañía de mis colegas el señor licenciado Moñino, de la
Suprema Inquisición; don Felipe Rojo, racionero medio de Toledo, y el
subcolector de espolios, don Vicente Barbajosa. El gentío era inmenso,
y se agolpaba en las distintas puertas del edificio, estorbando el paso
de los fieles, lo que perjudicaba mucho la venta.

En el atrio del convento estaba el zaguanete de la Guardia de la Real
persona. No tardó en aparecer Su Majestad, desplegando en su persona
y comitiva tanta pompa y aparato, que se sentía uno orgulloso de ser
español, y llamarse vasallo de quien por tal modo y con tal grandeza
representaba en la tierra la autoridad emanada de Dios. Daba gusto
ver aquella fila de coches, tirados por sendos pares de caballos,
a tres pares cada uno. Cada individuo de la familia real iba en el
suyo, resultando una procesión que cogía medio Madrid, con la caterva
de batidores, correos, lacayos, escoltas, carruajes de respeto,
palafreneros, caballerizos y demás figuras admirables que recreaban la
vista y el alma. ¡Qué profusión de uniformes, cuánto plumacho y galón,
qué diferentes clases de sombreros, de uniformes, de caras, de arreos!
Diríase que le transportaban a uno al oriente, o a las pomposas fiestas
de la India. ¡Feliz nación la nuestra, que tal magnificencia podía
ofrecer a los aburridos ojos de los súbditos, para que se alegraran
y diesen gracias a la Divina Providencia por haber hecho de nuestros
reyes los más rumbosos y magníficos de la tierra! Allí se veía la
grandeza de nuestra nación, allí sus inmensos tesoros, allí su dignidad
excelsa, allí la representación más admirable de su poderío. ¡Viva
España!

Formaron los guardias (a quien entonces llamaba el vulgo
_chocolateros_, no sé por qué), y el estrépito de tambores y clarines
llenaba los aires. Tales sones, y el limpio sol que inundara aquel día
las calles, daban a la regia comitiva esplendor y armonía celestes.
Los gritos de ¡viva el rey absoluto! resonaban por doquiera. ¡Oh,
feliz consorcio de la monarquía absoluta y la religión santísima!
¡Quiera el cielo que existas luengos siglos, y que ambas instituciones,
hijas de Dios, vayan siempre de la mano y partiendo un piñón, para
que los fieles cristianos, súbditos del encantador Fernando, vivamos
pacíficamente en la tierra, libres de revoluciones impías y de locas
mudanzas!

Salió la comunidad con palio a recibir al Monarca, y llevándole
en procesión a un camarín riquísimo que le habían preparado en el
claustro, rogáronle que se adornase el pecho con media docena de
escapularios, y alguna reliquia milagrosa de huesecillos de santo, lo
cual, como hombre piadosísimo y temeroso de Dios, hizo de buena gana.
El infante don Carlos y don Antonio Pascual imitáronle, dirigiéndose
después todos, cirio en mano, a la vecina iglesia, donde ocuparon sus
asientos en medio del respeto y la admiración de los fieles.

Todavía me parece que le estoy mirando. No puedo olvidar su majestuosa
figura arrodillada, con los ojos fijos en el Santísimo Sacramento en
actitud tan edificante, que la misma impiedad se habría desarmado y
convertido contemplándole. ¡Con cuánta devoción atendía a las sonoras
preces, y con cuánta fe al sermón que predicó el padre Vargas, y en el
cual no faltó aquello de llamarle Trajano y Constantino, y de elogiar
_sus sabios dictamentos para dirigir sabiamente la nave del estado_!
¡Con cuánta unción y evangélica mansedumbre besó las reliquias que el
padre Ximénez de Azofra le presentara, y dijo después las oraciones
finales para implorar de Su Divina Majestad la gracia y el buen
consejo! Todos los presentes estábamos conmovidos, y parecía que se nos
comunicaba algo de la celestial hermosura de aquel varón insigne, ante
cuya preciosa cabeza se postraba mudo y sumiso el pueblo escogido de
Dios. ¡Oh, qué gusto ser español!

Concluida la ceremonia, pasó Su Majestad al camarín, donde ya se había
dispuesto una lujosísima mesa, como destinada a boca y paladar de
tal príncipe, y en la cual las viandas más apetitosas reclamaban la
vista y olfato, recreando y extasiando el alma. No sé qué angelicales
reposteros pusieron en ello sus manos; pero lo cierto es que la tal
mesa parecía destinada a ser servida en los altos comedores del
Paraíso, para regalo de las excelsas potestades. Aunque allí como en
los claustros no tenían entrada sino las personas convidadas, damas de
lo más granadito de Madrid, consejeros, generales, oficiales, marinos,
presidentes y priostes de las cofradías, capellanes de Palacio,
alguaciles y familiares de la Inquisición, canónigos de San Isidro y
demás sujetos de viso, el gentío era grande, porque los trinitarios,
deseosos de dar lucimiento a la fiesta, habían abierto mucho la mano
en las invitaciones. No nos podíamos rebullir; todos querían ver los
augustos semblantes de Su Majestad y Altezas. Los frailes no cabían en
su pellejo de puro satisfechos, y trataban de atender a todo.

Su Majestad no hizo más que probar algunos platos; obsequió con dulces
a las damas, dando muestras, allí como en todas partes, de su exquisita
galantería, y se retiró a la sala capitular para despedirse de los
bondadosos y humildes padres. Pugnaban los convidados por penetrar en
la sala, llevados unos del deseo de saciar sus ojos en la contemplación
del rostro de nuestro soberano, otros aguijoneados por el afán de
presentarle memoriales. Gracias al padre Salmón, que se me apareció
como emisario del cielo, pude penetrar en la sala, llevando conmigo a
la señora condesa de Rumblar con su hija, y a las señoras de Porreño.
Las cinco damas estuvieron a punto de quedarse fuera. Sensible sobre
toda ponderación hubiera sido este accidente, porque la condesa iba a
presentar al rey un memorial pidiendo una bandolera para su hijo, y
doña María otro en pro de la tan deseada moratoria.

¡Oh, espectáculo sublime, y qué hermoso es ver a un rey atendiendo
con paternal solicitud al socorro de sus hijos, recibiendo las
peticiones de estos, y prometiendo satisfacerlas con generosidad, con
esa generosidad regia que es un reflejo de la misericordia divina!
Puesto Su Majestad en un estrado que a propósito se había construido,
el prior Ximénez de Azofra le presentó un memorial solicitando no sé
qué mercedes para dos sobrinos suyos y dos cuñaditos de su hermana;
y después que el bendito trinitario cumplió los deberes domésticos,
mirando por el bien de su venerable parentela, fue presentando al rey
uno por uno a todos los demás postulantes, que ya habían convenido con
él en los pormenores de esta ceremonia. Recogió Fernando las peticiones
con tanta bondad, que era imposible contener las lágrimas viéndole. A
todos prometía villas y castillos, dirigía algunas preguntitas, hacía
el obsequio de una sonrisa, cuando no de palabras, y daba a besar
su real mano con una llaneza que no desmentía la dignidad. ¡Oh, qué
inefable delicia ser español y súbdito de tal monarca!

Cuando Ximénez de Azofra indicó a la señora de Rumblar que se acercase,
y vio Su Majestad a la grave madre y al lindo retoño, se rio de una
manera tan franca que todos nos quedamos pasmados; y al recibir el
memorial fijó los negros ojos de fuego en Presentacioncita, la cual,
turbada, azorada, trémula, vaciló, y hubiera caído en tierra si no la
sostuviéramos. Púsose la niña más roja que una cereza. Dirigiole el
paternal y bondadoso monarca la palabra, preguntándole si tenía padre,
a lo cual doña María, hecha un mar de lágrimas, contestó que no.

Todos nos asombramos de la inmensa bondad del rey, que en aquella
pregunta pareció como que quería constituirse en padre de todos los
huérfanos del reino.

Cuando nos retirábamos, Presentacioncita estaba pálida como el mármol.

—¿Le vio usted bien? —me dijo en voz baja—. ¡Ay!, señor de Pipaón,
estoy asombrada, aterrada.

No pude oírla más, porque sentí que entre el gentío me ponían una mano
en la espalda.

Era el duque de Alagón que quería hablarme a solas... pues no podía
pasar mucho tiempo sin que él y yo tratásemos algo importante para el
bien del estado.



XVIII


A las dos del siguiente día estaba yo en Palacio. Enviome don Antonio
Ugarte, recién llegado a Madrid, para que diestramente y con amañados
pretextos observase lo que allí pasaba. Después de hablar con varios
gentileshombres y mayordomos, llevome uno de estos al salón que precede
a las regias estancias, y en el cual suele verse en días de audiencia
gran marejada de pretendientes que entran o salen. Presentóseme allí el
duque de Alagón, que, llevándome aparte, me señaló un anciano que en el
mismo instante salía de la Cámara Real.

—¿Conoce usted a ese? —me dijo.

—Es don Alonso de Grijalva —contesté sin disimular mi disgusto—.
¡Maldito vejete! No puede dudarse que ha venido a implorar el perdón de
su hijo.

—Y lo ha conseguido: yo puedo asegurarlo porque estaba presente durante
la audiencia. ¿Creerá usted que el buen señor se ha echado a llorar
delante del rey?

—¡Qué falta de cortesía!

—Su Majestad le ha recibido bien. Grijalva goza de muy buena opinión:
es realista vehemente.

—Vamos, que se ha salido con la suya.

—De una manera absoluta. Por esta vez, amigo Pipaón... Además vino
presentado por dos personas de la primera nobleza, y por el patriarca,
y precedido por una carta del nuncio.

—¿De modo que se nos escapó Gasparito? —pregunté yo, tomándolo a broma.

—Sin remedio ninguno. Su Majestad se ha mostrado tan decidido, tan
categórico... Al despedirse, le dijo: «Puedes marcharte tranquilo a tu
casa, que mañana sin falta estará tu hijo en libertad, y se sobreseerá
esa causa. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo.» Lo repitió
tres veces.

—¡Cómo ha de ser!... A lo hecho, pecho —dije, calculando sin pérdida de
tiempo qué nuevos medios emplearía para llevar adelante mi plan.

Pero sacome de mis meditaciones el duque mismo, llevándome de sala
en sala hasta una en que acostumbraban reunirse los cortesanos para
arreglar sus cuentas de favoritismo unos con otros, sopesar su
respectiva influencia, y regodearse en común de ver la buena marcha de
los asuntos del gobierno.

Cuando entramos el duque y yo había en el salón cuatro personas;
paseábanse juntos de un ángulo a otro en la diagonal de la estancia
Pedro Collado y don Francisco Eguía, teniente general, ministro de
la Guerra, anciano casi decrépito, aunque no privado aún de cierta
agilidad, y con una singular comezón de hablar y moverse, que era el
rasgo distintivo de su espíritu, así como la coleta y corcovilla
lo eran de su cuerpo. Formando grupo aparte, hablaban por lo bajo,
sentados en un diván, don Pedro Ceballos, ministro de Estado, y don
Baltasar Hidalgo de Cisneros, ministro de Marina.

Detuviéronse Eguía y Collado al vernos, y el primero, que no por ser de
carácter inflexible y duro en los negocios públicos dejaba de mostrar
llaneza en la conversación familiar, me dijo:

—¡Cuánto bueno por aquí! Me han dicho que va usted a la Caja de
Amortización... Sea enhorabuena.

—Gracias, muchas gracias —repuse con modestia—. Bien saben todos que no
lo he solicitado.

—Bien hayan los hombres de mérito —dijo Collado—. Ellos no necesitan de
recomendaciones para subir como la espuma.

—Nos hemos propuesto darle su merecido a este tunante de Pipaón
—declaró el duque con cortesanía—, y poco a poco lo vamos consiguiendo.
Este va para ministro, señor don Francisco.

—Lo creo, lo creo —repuso el anciano alzando la abatida cabeza, y
guiñando el ojo para mirarme—. Pero no le arriendo la ganancia...
¡Santo Dios, qué laberinto, qué torre de Babel es un ministerio!

—Lo creo, señor don Francisco —dije con oficiosidad—. Pero sin su
poquito de abnegación, no se concibe al buen súbdito de Su Majestad.

—¡Oh, es claro! Nos debemos a Su Majestad... Pero a mis años, la
enorme carga de un ministerio es insoportable... Precisamente en estos
días la balumba de asuntos puestos al despacho me ha rendido más que
una batalla.

—Pues es preciso cuidarse, señor don Francisco.

—¿Querrá usted creer, señor Collado —dijo el guerrero gesticulando con
desenvoltura—, que ya están despachados todos los nombramientos que
usted me recomendó en aquella minuta?...

—¿Las doce comandancias de provincias, seis plazas fuertes, y no sé
cuántas tenencias de resguardos?... Pues la mitad de esas limosnas son
para el señor duque, que nos está oyendo.

—Vamos —continuó don Francisco con socarronería—, que por falta de
pedir no se les pondrá mohosa la lengua. Yo, que soy ministro, no
he podido satisfacer el deseo que ha tiempo tengo de regalar un
arciprestazgo al sobrino de mi cuñada. ¿Y por qué? Porque no me ocupo
de pedir, ni gusto de importunar por un miserable destino.

—Se tendrá en cuenta —afirmó gravemente Collado.

—Hace pocos días —continuó el general—, hablé de esto a Moyano, y me
dijo que Su Majestad se había reservado la provisión de todas las
plazas.

—No es cierto, ¡qué enredo! —expresó el ayuda de cámara—. ¡Reservarse
Su Majestad todas las plazas!

—Quien se las ha reservado —afirmó el duque con enojo—, es el mismo
ministro, el insaciable don Tomás Moyano, que tiene media nación por
parentela.

—¡Es gracioso! —dijo Eguía riendo—. Cuentan que ha despoblado a
Castilla; que ya no hay en Valladolid quien tome el arado, porque los
labradores todos han pasado a la secretaría de Gracia y Justicia.

¡Cuánto nos reímos a costa del ministro ausente! Yo, que no quería
perder la coyuntura de demostrar a don Francisco Eguía la admiración
que me causaba su desmedida aptitud para los asuntos militares, dije
con gravedad:

—No me nombren a mí esos ministros que no se ocupan más que de la
provisión de destinos, de colocar parientes, y despoblar aldeas para
rellenar secretarías. Tales hombres no hacen la felicidad del reino...
Señores, no todos los ministros cumplen con su deber. Casi puede
decirse que la mayor parte van por mal camino; casi, casi se puede
afirmar que uno solo... y no lo digo porque esté delante don Francisco
Eguía... Cuantos me conocen estarán hartos de oírme asegurar que de
todos los secretarios del despacho, el que con más celo se consagra a
asuntos beneficiosos y de interés general, es el que nos está oyendo.

—Gracias, gracias —exclamó el anciano, poniendo su guerrera mano en mi
hombro—. He hecho lo que me ordenaban mis antecedentes militares.

—La verdad es que solo el trabajo de las nuevas ordenanzas basta a
asegurar la reputación de un ministro.

—¡Y cuánto me han dado que hacer las tales ordenanzas! —dijo don
Francisco, con voz hueca y ponderativos ademanes—. Como que abrazaban
multitud de puntos delicados, y que no era posible resolver a dos
tirones. Ha sido preciso dictar disposiciones nuevas, que no figuraban
en nuestros antiguos códigos militares. ¿Creen ustedes que es un grano
de anís? Fácil era prohibir a los soldados que cantasen las estrofas
que les guiaron al combate durante la guerra; pero ¿y la orden de rezar
el rosario en cuerpo todos los días?... ¿y la serie de minuciosas
instrucciones sobre el modo de tomar agua bendita al entrar formados en
la iglesia? Luchábamos con el vacío que la legislación militar ofrece
hasta hoy en este punto, y hemos tenido que hacerlo todo nuevo.

—¡Admirable, admirable! —exclamé—. Pero sírvale a usted de consuelo por
su trabajo la gratitud del ejército.

—¿Qué deseo yo sino su bien? —prosiguió el venerable militar—. Sabe
Dios que me contrista en extremo el que se deban tantas pagas; pero eso
no está en mi mano remediarlo.

—Ni en la de nadie —afirmó el duque.

—Pero váyase lo uno por lo otro —dije yo—. Si no cobran, en cambio el
señor don Francisco ha decretado la construcción de un hospital de
inválidos.

—Es verdad, también tengo esa gloria. Yo he dado ese decreto, y si el
hospital no se construye, no es culpa mía.

—Ni mía —repitió maquinalmente Collado.

—A falta de pagas —añadió Eguía con juvenil complacencia—, preparo
una disposición, en virtud de la cual cada año de campaña se cuenta
como dos de servicio, lo cual tiene la ventaja de que muchos militares
noveles y que ahora empiezan su carrera, puedan retirarse a sus casas
con una pingüe cesantía... Vamos, no se quejarán.

—Sobre eso écheles usted las cruces recientemente creadas.

—Justamente —dijo don Francisco—. Miren ustedes: no paré hasta no
conseguir el establecimiento de la _Cruz de Lealtad de Valencey_, con
la cual se ha premiado a los que acompañaron a Su Majestad, mientras
aquí ardía la más feroz de las guerras... En fin, en mi ministerio
se ha trabajado. Solo siento que mis años y achaques no me permitan
desplegar mayor actividad, y me alegraré de tener un sucesor que no
levante mano hasta poner a nuestro ejército en el pie de magnificencia
que le corresponde.

A este punto llegaba, cuando se acercaron a nosotros el ministro de
Marina y don Pedro Ceballos.

—¿Quién va al cuarto del infante don Antonio? —preguntó don Baltasar
Hidalgo de Cisneros, disponiéndose a salir.

—Corra usted, corra usted... —repuso el duque con sandunga—. Su Alteza
está muy impaciente por saber el estado de la mar.

—Barcos no tenemos —indicó maliciosamente Ceballos—; pero almirante...

—El Almirantazgo ha quedado constituido al fin —dijo Cisneros—, gracias
a mis esfuerzos. Por algo se empieza. Hay que tener paciencia.

—Es claro: los barcos se harán después —apunté yo.

—Gracias a Dios —indicó Cisneros—, ya tenemos Almirantazgo.
Precisamente acaba este de tomar una determinación importante.

—¿Cuál?

—Ceder al infante los derechos que la corporación percibe. Es una
bonita renta.

—Lo que dice Pipaón —manifestó Ceballos—. Tiempo hay de hacer los
barcos. La cosa no urge.

Cisneros no habló más, y se retiró. Era un viejo caduco y tristón que
no infundía ya sentimientos de afecto ni de antipatía. Había estado en
el combate de Trafalgar, mandando en la _Trinidad_, como mayor general
de Uriarte. En 1810, hallándose de virrey en Buenos Aires, fue débil,
tan débil que permitió a los rebeldes formar una junta de gobierno, con
tal que le diesen un puesto en ella. Pero los insurgentes americanos,
después que se apoderaron del gobierno y de las fuerzas navales,
despidieron ignominiosamente al virrey. Vuelto a España, no encontró
un patíbulo, sino la capitanía general del departamento de Cádiz, que
era un buen momio, y después el ministerio de Marina. Cisneros tenía
pocos amigos. Apenas le traté, porque su lúgubre tristeza me aburría en
extremo.

—Si Cisneros y yo seguimos en Marina y Guerra —afirmó Eguía con
petulancia—, hemos de poner a marineros y soldados, como antes dije,
en el pie de magnificencia que les corresponde.

—Mientras no se encargue de calzar ese pie de magnificencia el señor
duque que está presente... —dijo Ceballos mirando con maliciosa
intención a Paquito Córdoba—; mientras todo el ejército de mar y tierra
no vista y coma al compás de los rollizos galanes de la Guardia, no
haremos nada. El señor duque puede comunicar al señor ministro de la
Guerra su receta para engordar soldados.

Con estas frases malignas, zahería el astuto ministro de Estado al
señor duque de Alagón. Hacía tiempo que no se miraban con buenos ojos.

—La Guardia de la Real persona —dijo Paquito Córdoba— come lo que Su
Majestad se digna darle. En ella no hay un solo individuo que haya
metido su mano en la olla del rey José, ni en el puchero de las Cortes
de Cádiz.

Esta saeta era muy punzante para Ceballos, que desde 1808 se había
sentado a todas las mesas. No contestó el ladino cortesano a la
insinuación del duque y varió de conversación. Era Ceballos hombre
instruidísimo en diplomacia máxima y mínima; muy conocedor de las
grandes vías, así como de los callejones de la política. Reservándome
para más adelante el trazar su historia, diré aquí tan solo que era el
más instruido de los presentes, sumamente listo, de semblante simpático
y modales muy finos, como de quien había cursado en diferentes cortes
europeas, distinguiéndose además por su aparente dignidad y cordura al
tratar las cuestiones de estado. Detestaba cordialmente la camarilla,
a la cual llamaba _vil chusma_, aunque nunca se atrevió a combatirla
abiertamente, ni tampoco renunció a su apoyo cuando lo necesitaba. Más
que odio inspirábale envidia, porque podía más que él. En cuanto a mi
persona, en aquella sazón Ceballos me consideraba mucho, por el afán
de congraciarse con Ugarte, a quien envidiaba y temía. Así es que no
bien disparole el duque la alusioncilla picante de su afrancesamiento,
entabló coloquio conmigo, mientras los demás charlaban de otro negocio.

—¿Conque va usted a la Caja de Amortización? —me dijo.

—Por mi parte nada sé —repuse con modestia—. Algunos me lo han
indicado; pero puedo asegurar que no lo solicité, ni hasta ahora me lo
han propuesto.

—Dígolo, señor de Pipaón —añadió disimulando con una sonrisita forzada
y modales respetuosos el desprecio que aquel fatuo sentía hacia mí—;
dígolo porque me parece una de las mercedes más justas que se han
dado en estos tiempos... Vamos a ver, ¿por qué no se viene usted con
nosotros?

—¿Al ministerio de Estado?

—Justo. Hombre, se lo he de decir a Ugarte, a mi querido amigo el
señor don Antonio... Allí necesitamos hombres de actividad, hombres de
ingenio despierto...

—Gracias, señor don Pedro. Yo no sirvo para la diplomacia.

Firme en mi propósito de no desperdiciar ripio para ganar la estimación
de cuantos hombres figuraban, hubiesen figurado o estuviesen en vías de
figurar por aquellos días, dije al don Pedro:

—En el ministerio de Estado no pueden servir hombres legos y sin
ninguna ciencia diplomática. Desgraciadamente en España tenemos tan
pocas personas idóneas para este ramo...

—Es verdad.

—Tan pocas, que se pueden contar —repetí—; y si nos concretamos al
desempeño de la primer secretaría, no sé, no sé que haya más de uno...
No lo digo porque me esté usted oyendo. Cuantas veces he hablado de
esto con mis amigos les he dicho: «Cítenme ustedes un hombre, uno solo
que pueda reemplazar a don Pedro Ceballos, si por desgracia dejara la
cartera de Estado.»

—¡Oh! Es usted muy benévolo, Pipaón —me dijo, no muy sensible a mis
lisonjas.

—Es la verdad —proseguí con calor—. Yo me asombro de la delicadeza
y dificultad de los negocios diplomáticos en que hay que tratar con
naciones extrañas, y procurar engañarlas a todas si es posible...
Cualquier ministerio puede desempeñarse fácilmente; pero el de usted...
Bien lo conoce Su Majestad, que, al tolerar en las demás secretarías
a personajes tan nulos como don Francisco Eguía —bajé la voz, aunque
estaba lejos—, pone en las de Estado al único hombre de talento y
saber que frecuenta estas salas...

—¡Qué lisonjero!

—¡La verdad! Vamos a ver. ¿No da risa ver al frente del ramo de Guerra
a ese grotesco señor de la coleta, que poco ha ponderaba las ridículas
ordenanzas que ha dado al ejército?

Don Pedro Ceballos no pudo contener la risa.

—Calle usted, calle usted —me dijo, haciendo alarde de prudencia y
compañerismo.

Luego, bajando la voz y tomándome el brazo para alejarnos más de los
demás palaciegos, añadió:

—Sea usted franco. Esa _vil chusma_, con la cual usted anda a brazo
partido, ¿ha dicho hoy algo de la caída de Villamil?

—No ha dicho una sola palabra, señor don Pedro: ellos no se franquean
conmigo —respondí—. Saben que les desprecio altamente...

—Se murmura que Villamil no durará dos días. ¡Qué desventurado reino!
Aquí no hay nada seguro; vivimos a merced de esa gentuza...

—Si yo no sé cómo Su Majestad tolera que ese vil criado, ese libertino
duque...

—Más bajo...

—Y no dudo que lo consigan —añadí con magistral oficiosidad—. Será
lástima que un ministro tan probo, tan entendido, tan decente como el
señor don Juan Pérez...

—¡Oh! Yo pienso hablar al rey hoy mismo con energía —afirmó aquel
hombre que no había sido nunca enérgico más que para pasarse de un
partido a otro—. Esta detestable servidumbre, autora de la bárbara
política que se hace hoy, así como de las crueldades de los comisarios
enviados a provincias por privada disposición del rey, sin contar con
nosotros; esa vil servidumbre, esa desastrosa política, repito...

No dijo más porque se acercó a nosotros un nuevo personaje. Era el
obispo de Almería, inquisidor general.

—Bien venido sea el señor obispo —dijo don Pedro ceremoniosamente.

—Felices, hijo mío —repuso el prelado sonriendo—; ¿esa salud cómo va?
¿Pero no anda por aquí el señor Collado?... ¡Señor Collado!

Y dirigió sus miradas a un lado y otro sin dejar la sonrisita.

El lacayo acudió presuroso mientras los presentes besábamos el anillo a
Su Ilustrísima. Tenía el de Almería un semblante de angelical bondad,
que al punto le ganaba las simpatías de cuantos tenían la inefable
dicha de tratarle. Hombre menudillo y achacoso, no dejaba por eso de
ofrecer un aspecto patriarcal. Viéndole, se sentía uno inclinado a las
buenas acciones, a la mansedumbre evangélica, a la exaltación mística y
a la piedad. No salía de su boca palabra alguna que no fuese la misma
devoción y un compendio del Evangelio.

—No he querido retirarme sin hablar con usted —dijo a Chamorro—. Vengo
de ver a Su Majestad, y le he recomendado el asunto de las señoras de
Porreño. Se presenta muy favorable; pero es preciso que me lo apoye
usted, pero que me lo apoye en forma, ¿estamos?

—Descuide Su Ilustrísima —repuso el exaguador—. Se atenderá con mucho
gusto.

—También el señor Artieda lo toma con gran calor —prosiguió el príncipe
de la Iglesia con benévola sonrisa—; pero no me fío de Artieda, que es
un poco falso. Usted es más formal, señor Collado... ¡Ay, como usted
me descuide este asunto...! Son infinitas las personas de viso que se
interesan por esas pobres señoras. Aquí precisamente tenemos una.

El obispo me señaló. Inclineme respetuosamente.

—En efecto —dije—. Conozco mucho a esas señoras y ya he dado algunos
pasos... Es indudable que alcanzarán lo que solicitan... O hemos de
poder poco, Ilustrísimo Señor, o lo conseguiremos.

—Es preciso hacer algo por los desgraciados —afirmó el inquisidor dando
un suspiro y poniendo los ojos en blanco—. Esto es más que un favor,
señor Collado; es una obra de caridad... No me descuide tampoco aquel
asuntillo de mis primas, ¿eh?

—Puede Su Ilustrísima ir sin cuidado —replicó el exaguador—. Todo se
hará.

—Si no se tratara de obras de caridad, no molestaría... —dijo el
prelado en tono de protesta—. Pero, ¡ay!, amados hijos míos, no se ven
más que lástimas y miserias... Yo quisiera atender a todo; pero soy
un pobre pastor viejo que apenas puede ya con el cayado... Conque,
¿quedamos en ello? —añadió con apresuramiento y afán de marcharse,
porque había llegado la hora de la comida—. No necesitaré dar a usted
nota escrita, ¿verdad?

—Tengo buena memoria —repuso el aguador, besando de nuevo el anillo
al noble prelado—. Téngala Usía Ilustrísima también para mí en sus
oraciones.

Nos disponíamos a acompañarle hasta la sala inmediata, donde le
aguardaban sus familiares, cuando a él y a nosotros nos detuvo otro
sujeto, también anciano simpático y venerable, que de improviso entró.
Era don Tomás Moyano, ministro de Gracia y Justicia, célebre por sus
muchos parientes, que iban viniendo en tribus invasoras de los pueblos
de Rueda, Medina y La Seca, para acomodarse en la administración. Había
sustituido a Macanaz. Si he de decir verdad, era hombre altamente
insignificante, que por nada se distinguía como no fuera por su
obesidad. Al entrar hizo algunos gestos, como mandando a todos que nos
detuviéramos para comunicarnos algo de mucha importancia, y antes que
le preguntáramos, dijo a voces:

—Aquí llevo el decreto para que lo firme Su Majestad.

—¿Qué decreto? —preguntaron varios con curiosidad suma.

—Señores —exclamó declamatoriamente—, felicitemos todos al señor
Inquisidor general por la merecida distinción con que acaba de
agraciarle Su Majestad.

—Nada más justo —dijo Ceballos, descifrando el enigma, y haciendo una
cortesía al digno prelado—. Su Majestad ha concedido a Su Ilustrísima
la Gran Cruz de Carlos III.

—¿Y eso era?... —balbució el pastor—. Pero ¿en qué están ustedes
pensando?... ¡Darme a mí la Gran Cruz, a mí, que estoy muy lejos de
merecerla, cuando hay tantos otros...!

—Fue idea mía, señores —dijo Moyano con vanidad indescriptible—. Anoche
lo propuse a Su Majestad, y al punto... Hoy he extendido el decreto
—añadió pasando la vista por un papel escrito—, y no le falta más que
la firma... «En atención a los méritos del muy reverendo, etc... y en
_premio de su humildad apostólica..._»

—_En premio de su humildad apostólica_ —repitió Ceballos—. Me parece
admirable. Señor prelado, felicito a Usía Ilustrísima.

—¡Todo sea por amor de Dios! —murmuró el obispo juntando las manos.

Nos inclinamos todos, y aquello fue un coro de felicitaciones y
plácemes. Al santo y humilde pastor casi se le saltaban las lágrimas de
puro enternecimiento. Yo estaba también muy conmovido.

—En vez de ocuparse en repartir cruces a los pobres viejos achacosos
—dijo el inquisidor, con ese tono de represión benévola y delicada que
se emplea para condenar aparentemente las cosas que más nos agradan—,
debiera usted ocuparse, señor Moyano, en expedir de una vez ese decreto
en que Su Majestad nos concede el uso diario y constante de nuestra
venera.

—Es verdad —repuso Ceballos—; pero ya hemos tratado en Consejo este
asunto. No se puede hacer todo de una vez.

—Se ha despachado primero la creación de la _Cruz de Valencey_ —indicó
Eguía.

—La _Cruz de los Persas_ nos ha dado también mucho que hacer, —añadió
Moyano.

—Y la _Cruz del Escorial_.

—Pero la de los señores inquisidores quedará despachada bien pronto, y
podrán usar su distintivo diariamente, como los caballeros de Calatrava
y Santiago, a fin de que sean conocidos del pueblo, y respetados y
considerados como merece ese alto instituto.

—La visita que Su Majestad nos hizo el otro día —dijo con dulzura
el prelado—, dignándose ver y fallar varias causas, sentado al lado
nuestro y compartiendo nuestras fatigas, debía señalarse con una
distinción solemne hecha al Supremo Consejo. Así entiendo yo la cruz
que se me ha dado, señores: se ha querido honrar a toda la corporación,
honrando a este indigno soldado de la fe. Doy las gracias a los
generosos amigos de Su Majestad que se han acordado de este humilde
siervo de Dios; y pues nobleza obliga, suplico a los señores ministros
presentes que me acompañen hoy a la mesa.

—Yo acepto —dijo don Pedro Ceballos, con cortesana desenvoltura—. Desde
el banquete que Su Ilustrísima dio al rey el día de la célebre visita,
corre por estos barrios la noticia de que el cocinero del Inquisidor
general es uno de los mejores de Madrid.

—Un pasar decoroso y nada más —repuso el Prelado—. Conque, señores, ¿no
hay otro de ustedes que quiera hacer penitencia?

—Harela yo también, señor obispo —dijo don Francisco Eguía, estrechando
fervorosamente la mano que el reverendo le alargaba.

—Por mi parte, no desairaré a Su Ilustrísima —manifestó Moyano, lleno
de piedad cristiana—. El despacho con Su Majestad será breve.

—Señor duque —dijo Su Ilustrísima, despidiéndose—. Señor Collado, señor
Pipaón, mil bendiciones para todos, y mil millones de gracias por sus
bondades.

Salieron.

—¡Id con Dios!... ¡Fuera, fuera, _vil chusma_! —exclamó el duque,
moviendo los brazos como cuando se espanta una turba de insectos
importunos—. Esta sí que es _vil chusma_.

—Los pobrecitos se contentan con lo que les dan —indicó Chamorro
sonriendo—. La verdad es que no molestan demasiado.

—Ya Ceballos da por muerto a su compañero y amigo Villamil —afirmé yo—.
Ese fatuo insoportable me ha pedido noticias, y dice que esta noche
piensa echar a Su Majestad un discursito acerca de la _vil chusma_.

—Ya veremos —indicó Alagón, haciendo ademán de pegar.

—Después lo veremos —repitió el exaguador.

—Y qué tal, señor Collado —preguntó Paquito—, ¿ha podido usted
conseguir algo esta mañana?

—Así, así —repuso el lacayo, rascándose la sien—.Todavía no acaba de
convencerse.

—Se le ha puesto entre ceja y ceja que Villamil es un hombre
necesario, y apéele usted de esa burra —dijo el duque.

—Creo que esta noche le convenceremos —indicó el aguador—. Ya esta
tarde, cuando le vestimos, parecía más inclinado...

—¿Ha habido piano esta tarde? —preguntó con afán el capitán de la
guardia.

—Un poquitín de _forte piano_ —replicó el lacayo maliciosamente.

—¿Y esta mañana?

—Rasca y más rasca... No se le podía meter el diente. Artieda, por
importuno, se llevó una rociada de vocablos, que si fuera de palos, no
le quedara un hueso en su lugar.

Esto necesita una explicación. Les favoritos habían observado que
cuando Su Majestad, al sentarse junto a la mesa de su despacho, movía
volublemente los dedos sobre ella, como quien toca el piano, modulando
al par entre dientes un sordo musiqueo, se hallaba en excelente
disposición para conceder lo que se le pedía. Por el contrario, cuando
se rascaba la oreja o se pasaba la palma de la mano por la frente, era
casi seguro que negaría la petición. Ajustaban todos hábilmente su
conducta a estos externos signos del humor del príncipe, y por tal ley
se regían los sucesos. Un gran movimiento en Palacio, excesivo flujo
y reflujo de intrigas, febril actividad en los excelsos camarilleros,
indicaban que era día de piano.

—Esta tarde vamos a paseo —dijo el duque—, y daré otro ataque. ¿Qué
órdenes hay para esta noche?

—Come solo.

—Mejor. Ya me ha dicho que no irá al teatro en toda la semana. Habrá
tertulia —murmuró el duque reflexionando—. No falte usted a la
tertulia, Pipaón.

—Ni tampoco el señor don Antonio —dijo Chamorro levantándose.

—No faltará —aseguré yo.

—Voy adentro antes que me llame —añadió el aguador—. Hasta la noche,
señores.

—Hasta la noche.

Luego que nos quedamos solos, el duque me dijo:

—Que no deje de venir esta noche don Antonio. Es hombre a quien cada
vez estima más Su Majestad. Personas de tales prendas debieran poseer
por entero la confianza de los reyes, no ese estúpido Chamorro...

—¡Ah! Usted piensa como yo, que... —dije adaptándome rapidísimamente,
según mi costumbre, a las ideas de mi interlocutor.

—¿Qué?

—Que ese Chamorro es un bestia.

—Un dromedario, en cuya joroba no vendrían mal todos los palos que él
daba a su pollino cuando traía agua de la fuente del Berro.

—¡Quién sabe!... Puede que el palo esté ya cortado de la rama y alguien
esté afilándole los nudos.

El duque se echó a reír, marchando ya hacia la puerta, para ir a la
regia cámara.

—Si de mí dependiera... Cuidado, amiguito Pipaón —añadió
cautelosamente—, con dejar entrever a ese avestruz el asuntillo de que
hablamos ayer en la Trinidad.

—¡Oh, el asuntillo! ¡Y qué asuntillo, señor duque! —exclamé
restregándome las palmas de las manos una con otra, y alzando los
hombros.

El duque se puso el índice en la boca, y cordialmente se separó de mí.
Poco después estaba yo en casa de don Antonio Ugarte, contándole todo
lo que había visto y oído.



XIX


A las nueve de la noche pisaba yo la cámara real, aquella deslumbradora
cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos
productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado)
recibían diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores
cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos
sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas.
Las miradas de sus ojos de mármol parece que confluían al centro,
y se contemplaban unos a otros, a veces risueños, ceñudos a veces,
según era festiva o lúgubre la tertulia. Casi en el centro de uno de
los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi
desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes
incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos
por el vino. Eran _Los Borrachos_, de Velázquez. A veces aquellos
hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con
su mirar insolente toda la sala, parecían una especie de tribunal de
locos. En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la
sombra y casi invisible, veíase un hombre lívido, exangüe, cuya mirada
oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro, y
en una de sus manos llevaba un rosario. Era _Felipe II_, pintado por
Pantoja. En aquel retrato se detuvo en pie Napoleón, contemplándolo con
atención profunda un día de diciembre de 1808.

Cuando yo entré en la cámara real, Su Majestad estaba sentado en un
sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza
echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo hacia él
el humo de su cigarro. A espaldas de su señor estaba Pedro Collado,
y no lejos Artieda, menudillo y algo compungido, de semblante un
poco aclerigado, ya viejo, tardo en hablar y moverse, pero de ojos
muy observadores. El duque había entrado conmigo. Saludamos al rey,
distinguiéndome yo por mis exageradas muestras de veneración y amor,
a estilo Lozano de Torres (aún no es ocasión de hablar de este
personaje). Fernando me recibió con aquella placentera bondad que le
reconocen amigos y enemigos, y luego en el tono más campechano del
mundo nos dijo:

—Duque, siéntate... Siéntate, Pipaón.

Volviendo la cabeza a un lado y otro, añadió:

—Collado y Artieda, sentaos.

Los dos venerables criados, el prócer ilustre y yo, humilde hijo de
labradores, nos sentamos frente al poderoso, en los divanes que había a
un lado y otro de la chimenea.

Puso Fernando una pierna sobre la otra (¡cuán presentes tengo estos
detalles!), y retorciendo el cigarro en la boca, dejó caer de sus
augustos labios estas palabras:

—¿Qué se dice por ahí?

—Esta tarde —replicó Collado— han ido a comer con el inquisidor
general, don Pedro Ceballos, Eguía y el señor Majaderano.

—¿Quién es Majaderano? —preguntó con indiferencia Fernando.

—El ministro de Gracia y Justicia —repuso Alagón—. Así le llamaba
_Gallardo_ en su graciosa _Abeja_.

No nos reímos, porque el Monarca permaneció impasible. Al fin,
sonriendo, dijo:

—¡Ceballos sentado a la mesa con el inquisidor!

La señal fue dada. Todos soltamos la risa.

—¿Si querrá don Pedro participar al prelado cómo va la secta masónica
de que es jefe? —dijo el duque.

—Yo había oído que era masón —afirmé con malicia—; pero hasta ahora no
sabía que era el Papa de los Hermanos.

—Tan cierto como es noche —afirmó Alagón, observando el semblante de Su
Majestad, que demostraba poco interés en la conversación.

—Lo que asombrará más al mundo —indicó Collado— es saber que los
masones tienen su logia en la casa misma de la Inquisición.

—¡Hombre, tanto como eso...! —murmuró el rey con indolencia.

Todos fijamos en él la vista.

—Quizás se trate hoy de eso en la comida del inquisidor —añadió Paquito.

—Artieda —ordenó Fernando bruscamente—, trae cigarros.

El lacayo dio al rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos
los presentes, fumamos. El humo de los cuatro cortesanos juntábase con
el del rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían cabriolas
media docena de dioses y ninfas pintadas por Bayeu.

—¿Qué habláis ahí de francmasonería? —preguntó Fernando, después de una
larga pausa en que no se oía más ruido que el del enorme reloj, cuya
ancha esfera y pagana figura de bronce ornaban la chimenea.

—El señor ministro de Estado de Vuestra Majestad lo podrá decir —repuso
Collado.

—¿Qué hablas ahí, estúpido? —dijo Fernando, sacudiendo un poco su
somnolencia.

—Señor —repuso el criado, apoyando los codos en las rodillas y
observando el cigarro mientras lo volteaba entre los dedos, liando y
desliando la ensalivada capa—. Los tontos y estúpidos son los que
dicen las verdades. Vaya por las que he dicho a Vuestra Majestad en
ocho años.

—¿Hablabas de Ceballos?

—Sí, señor.

—Decías que era francmasón. ¿Acaso hay ahora francmasones? —preguntó el
hijo de Carlos IV con viveza.

—Los hay, los hay —aseguró Collado—. Esta mañana hablábamos el señor
Pipaón y yo de la taifa de masones que va saliendo por todos lados,
como mosquitos en verano, y... que cuente el señor Pipaón lo que sabe.

—Pipaón —dijo el rey con evidente deseo de variar la conversación, y
sonriendo picarescamente— no entiende más que de cortejar muchachas
bonitas.

Hice una reverencia a la bondadosa Majestad, única contestación que dar
podía a broma tan impropia de la gravedad de mi carácter.

—Sí —añadió el señor de dos mundos, juntando la nariz con la barba—:
con esa cara de Pascua florida y esa hinchazón de consejero de
Castilla, es el mayor amparador de doncellas que hay en Madrid. Se mete
en las casas más honestas, saca los tiernos pimpollos, los conduce,
socolor de música y fiestas, a los barrios bajos, los lleva también a
las procesiones, a las fiestas de los conventos...

—Señor, señor...

Yo no podía decir otra cosa, humillando mi frente de vasallo, ante la
sonrisa de quien me honraba dejando caer sobre mí las relucientes
ascuas de sus burlas reales. De repente, aquellos cortesanos tan
diestros, tan hábiles en el conocimiento de las conveniencias de la
cámara, así como de la caprichosa voluntad de su señor en la marcha de
los diálogos que allí se sostenían, dejáronme solo en presencia de Su
Majestad. El duque llevó a los dos criados al otro lado de la estancia.

Pausa. Fernando contemplaba el techo, y al fin, como quien sale de
honda distracción, mirome fijamente y preguntó:

—¿Qué decías?

—Señor, Collado ha apelado a mi testimonio en apoyo de sus opiniones
sobre la francmasonería, y yo debo decir...

—Que todos son masones, y yo el jefe de ellos... ¿Te ríes? Pues no
falta quien lo asegura así.

—¡Oh!, señor, antes que pronunciar tal desacato, mis labios callarían
para siempre.

—La verdad es que hay un Oriente en Granada, que preside el conde del
Montijo... —continuó el rey.

—Justamente, señor, y...

—Y en el cual parece andan también muchos hombres graves que no
debieran ponerse en ridículo... pues tengo para mí que eso de la
masonería es una farsa grotesca, que no conduce a nada bueno ni a nada
malo. Muchos son masones para ocultar sus amores nocturnos —añadió con
viveza—: por ejemplo, tú... Dime, ¿a qué logia ibas anoche con aquellas
dos damas?

—Señor... —repetí confundido.

Indudablemente me puse como una cereza. Él me dijo con mucha gracia:

—La desmayada se me presentó otra vez al día siguiente en la Trinidad.
Cojeaba un poco, y estuvo a punto de caer segunda vez. Muchos tropiezos
son en tan poco tiempo.

—¡Oh!, sí, muchos tropiezos. Vuestra Majestad sabe ya quién es la
madre, la hija, el hermano, etc... En cuanto a la niña, no hay otra en
Madrid ni más linda ni más graciosa.

—En verdad —indicó el rey, dando a aquel asunto un interés inmenso—,
sus facciones no son perfectas; pero la expresión de su cara es
encantadora, y el conjunto de sus facciones...

—¡Oh, seductor! ¿Pues y aquellos torneados brazos, y aquel cuello de
alabastro?...

—¡Y qué pie tan bonito! ¿No es verdad? —preguntó Fernando con sencillez
suma, no menos engolfado que un mozalbete en la contemplación
imaginaria de la beldad soñada—. Paco no ha podido decirme los motivos
de aquel brusco encuentro: ¿a dónde ibais? ¿de dónde veníais?

Comprendiendo que marchaba por buen camino, expuse a mi interlocutor
los verídicos hechos de mi paseo nocturno, sin omitir nada, ni
alterarlos, ni olvidar antecedente ni móvil alguno; y en el momento en
que pronuncié el nombre de Gasparito Grijalva, sorprendiose mucho, y
alzando la voz, me dijo:

—Hoy ha estado aquí su padre a pedirme que ponga en libertad a ese
niño. Es una buena obra... lo he concedido al momento. ¿No crees tú
que es una buena acción? La pobre muchacha merece esta recompensa por
su puro y noble amor.

Yo callé.

—¿No crees tú que es una buena obra ponerle en libertad?... ¿No crees
que mañana mismo...?

Seguí callando y moví la cabeza en ademán dubitativo.

—¡Cuán dulce prerrogativa es la del perdón en los reyes! —exclamé—.
Dios se la concede para que sean superiores a las mismas leyes, que no
tienen más que la de la justicia.

Fernando pareció fastidiado de mi pedantería, y bruscamente me dijo:

—¿Qué crees tú? Dilo con franqueza.

—Mi opinión, señor —repuse con humildad—, no debe ser de ningún peso
en las resoluciones de Vuestra Majestad; pero si me viera precisado a
darla...

—Ya la espero —afirmó con impaciencia aquel hombre prudentísimo que no
quería nunca proceder de ligero en sus resoluciones.

—¿No hay tiempo de poner en libertad a ese loco? —dije con la mayor
osadía—. ¿Por fuerza ha de ser mañana, señor?

—Verdaderamente es así. Pero yo prometí a ese anciano la libertad de su
hijo...

—¡Qué dulce prerrogativa es la del perdón! —repetí compungidamente—.
¡Y qué placer tan grande debe de experimentar el corazón de un Monarca
al conceder mercedes a sus súbditos, sin omitir a los más grandes
criminales! Las alegrías que con una sola palabra produce, ¡cuán
benditas son! ¡Cuántas lágrimas se enjugan! ¡Cuántos corazones palpitan
gozosos! El de Presentacioncita, en este caso, saltará dentro del
blanco seno, más por ver logrado su empeño que por amor al mancebo.

—Pues qué, ¿no está enamorada de ese calaverón?... —preguntó con mucha
viveza, hondamente interesado en todo aquello que pudiera contribuir al
bien de sus súbditos.

—No lo creo... Le tiene afecto, un afecto caprichoso y nada más. Es
niña de mucha ambición... Ha de saber Vuestra Majestad que tiene
aspiraciones locas, insensatas...

—Aspiraciones locas —repitió—. ¡Vaya con la niña!

—Si Vuestra Majestad la tratase; si pudiera apreciar por sí mismo los
vuelos de aquella imaginación ardiente...

—La cojita no puede ser más mona —dijo el rey, dando a sus ojos
expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los
individuos del lienzo de Velázquez—. ¡Y qué cuerpo tan bien formado!...
Es una preciosidad... una joyita de carne y hueso.

Hablome en este tono largo rato, demostrándome su mucha afición a las
artes, y principalmente a la escultura, de la que era especial devoto.

—¡Y pensar que tales tesoros van a ser para ese tronera de Gasparito
Grijalva! —exclamé yo—. ¡Vamos, quién se lo había de decir a ese
calumniador de Vuestra Majestad, a ese charlatán irreverente y
desvergonzado que mañana mismo va a recibir de Vuestra Majestad
generosísima el perdón de sus culpas, y que con el perdón va a entrar
en el pleno goce de sus derechos amatorios!...

—¡Es su novio, su pretendiente!... ¡Cómo se divierten esos chicos...
que no son reyes!

—Y no la deja a sol ni sombra. ¡Qué pesado es! Como la condesa le
permite entrar en la casa, allí está a todas horas el barbilindo,
cosido a las faldas de su Filis. No puede la niña pestañear sin que el
moscón se entere...

—¡Hombre! —exclamó el rey, dándose una palmada en la rodilla—, me carga
ese niño.

—¡Y qué lengua!... ¡Qué lengua! Es capaz de revolver a todo Madrid.

—En verdad, Pipaón, que si no fuese porque prometí a Grijalva ponerle
en libertad...

—¿Pero por fuerza ha de ser mañana? —me atreví a decir—. ¡Ah!, Vuestra
Majestad no sabe ser generoso a medias, y por hacer bien no repara que
favorece a sus enemigos.

—No estaría de más que ese don Gasparito, o don Moscón, durmiese unas
noches más en la cárcel. ¿Qué te parece, Pipaón?

—Admirable: unos días más de encierro, y después se le pone en la
calle... ¡Generosidad y previsión! ¡Ejemplares virtudes que no deben
separarse jamás!

—Dices bien; pero yo... —objetó Su Majestad, sacudiendo el cigarro y
pidiéndome fuego para encenderlo—, pero yo quisiera servir a ese pobre
y leal don Alonso... Cuando yo estaba en Francia, me prestó varias
cantidades sin interés ninguno.

—Si Vuestra Majestad aprecia en algo mi parecer, me tomaré la libertad
de decirle que Grijalva tiene asuntos de más interés que el de su hijo,
y en los cuales puede recibir inmensos favores de su soberano.

—¿Cuáles? Dímelo pronto.

—El de la moratoria que solicitan las señoras de Porreño... Conceder
esa merced y dar golpe terrible a Grijalva es todo uno.

—¿Grijalva es el acreedor? —preguntó con anhelo.

—El mismo. Suponga Vuestra Majestad qué gracia le hará esperar diez o
doce años para poder embargar los bienes de esas señoras...

—Porreño se comió su fortuna y la ajena, diose buena vida, y ahora sus
herederos no quieren pagar... ¡Qué excelente sistema! Veo que esas
señoras tienen talento, Pipaón —dijo Su Majestad con expresión festiva.

—¡Excelente sistema! —repetí yo.

—¡Y sobre todo muy español! —añadió el rey de las Españas con un aplomo
humorístico que a pesar mío me hizo reír—. Gastar lo propio y lo ajeno,
vivir a lo príncipe, y después encastillarse en la grandeza y dignidad
de los títulos nobiliarios para rechazar el pago de las deudas como una
ignominia... ¡Oh, qué delicioso país y qué incomparable gente!

—Sin embargo, se dice que Grijalva no cobrará...

—Que sí cobrará... pues no faltaba otra cosa —afirmó Fernando con
firmeza—. Se me presenta la ocasión más bonita que pudiera apetecer
para contentar al buen don Alonso sin ponerle en libertad al niño.

—Con lo cual se le hacen dos favores.

—¡Collado! —gritó el rey volviendo el rostro.

Acudió el cortesano, y Su Majestad, sin mirarle, le dijo:

—¿Apuntaste para mañana el _sobreséase_ del hijo de Grijalva?

—Sí, señor, aquí está —repuso Chamorro, sacando un papel—. Esta noche
pienso que pase al señor Echevarri.

—No, no hay nada de lo dicho... ¡Artieda!

El ayuda de cámara se acercó.

—¿No fuiste tú quien tomó nota de la moratoria?...

—Para pasarla al Consejo Real... Ya le he dicho al señor obispo de
Menorca y al señor Escóiquiz que estaba concedida.

—Estúpido, ¿quién te mandó prometer...?

—El señor Inquisidor general —dijo Collado— me la recomendó también con
vivo interés...

—Perdone Vuestra Majestad —repuso Artieda humildemente—. Sin duda yo
entendí mal, cuando Vuestra Majestad se dignó acceder a la petición que
le hicieron el reverendísimo señor obispo de Menorca, el reverendísimo
señor obispo de Astorga, y el reverendísimo Inquisidor general.

—¡Vete al diablo tú y tus reverendísimos!... —exclamó Fernando, con
el rostro encendido por la ira, lo cual le acontecía a la menor
incomodidad.

—Entonces... —balbució el ayuda de cámara.

—Entonces... —repitió el rey, remedando, no sin gracejo, el aire
contrito y el sonsonete quejumbrón de Artieda—, entonces quiero decir
que no concedo la moratoria... ¿Lo entiendes? ¿Todavía quieren más los
reverendos? Ya no queda nada que pedir para sí, y piden moratorias para
sus tramposos amigos, tenencias de resguardo para los cortejos de sus
sobrinas y beneficios simples para los niños de teta de sus señoras
amas...

—El señor obispo de Almería —dijo Collado con timidez— me dijo
que tenía tanto, tantísimo interés en que esas señoras... Y Su
Ilustrísima...

—Basta de Ilustrísimas y de sobrinos de Ilustrísimas —agregó Fernando
con hastío—. Collado, quedamos en que no hay _sobreséase_ para el hijo
de Grijalva. Artieda, quedamos en que no hay moratoria para las señoras
de Porreño... Ambas cosas negadas.

Hubo una pausa. Los criados se retiraron taciturnos. Observé que desde
el rincón de Felipe II, cuatro ojos me miraban con enojo.

Un instante después entró en la tertulia mi maestro y señor don Antonio
Ugarte.



XX


Entró risueño, rebosando alegría, repartiendo sonrisas, cautivando con
su amabilidad de tal suerte, que la tertulia, solo con su presencia,
adquirió la animación de que antes carecía. Recibiole Fernando con
mucho gozo, y después que cambiaron algunas palabras, mitad en broma,
mitad en veras, diole el rey las quejas por su ausencia, a lo cual
contestó Ugarte:

—Pues qué, ¿este tunante de Pipaón no dijo a Vuestra Majestad que salí
de Madrid a desempeñar un encargo del señor ministro de Rusia?... Y a
propósito, señor, ¿conque ya no tenemos ministro de Hacienda?

—¡Ya no tenemos ministro de Hacienda! —replicó Fernando con afectación
de pesadumbre festiva—. Estamos sin ministro de Hacienda. ¡Qué
desventura! Di, Ugarte, ¿tenemos aire que respirar y sol que nos
alumbre?

Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas, fórmula entonces la más
gráfica de la adulación.

—¡Oh!, señor —dijo Ugarte con irónico acento dramático—, estamos muy
mal. ¡El mundo se desquicia!... ¿Qué va a ser del reino sin ministro de
Hacienda?

—Como que no sabemos que dos y dos son cuatro si el ministro de
Hacienda no nos lo dice... —añadió el rey, produciendo nueva explosión
de risas—. Pero recobra el aliento, querido Ugarte, que hay ministro.

—¿Quién, señor? ¿Se puede saber?

—El mismo, el _señor alcalde de Móstoles_.

—¡Oh! —exclamó Ugarte con cierta confusión—. Me habían dicho que el
señor don Juan Pérez se había ido esta tarde a tocar el órgano del
pueblo a que debe su celebridad.

—No hagas caso —indicó el rey—: no tengo motivos para despedir a
Villamil. Solo que esta _vil chusma_, como dice Ceballos, es capaz con
sus chismes y enredos de trastornarme los ministerios todos los días.

—Pues por Madrid ha corrido la noticia —añadió Antonio I—. Por cierto
que se daba a don Felipe González Vallejo como sucesor de don Juan
Pérez.

—Eso quieren estos —dijo Fernando, señalando con desdén a Alagón y a
los dos criados—. En caso de vacante, tal vez...

—Pues el consejo del duque me parece acertado —dijo Ugarte—. Vallejo es
hombre que lo entiende, aunque no lo parece. Es de esos cuya apariencia
engaña.

—¡Y tanto que engaña! —repitió Fernando con malicia—. Cualquiera
creería, oyendo a Vallejo, que es tonto solemne de siete capas. Se
lleva uno cada chasco...

—Casi siempre engaña la apariencia en los hombres de estado —repuso
Ugarte.

—Vamos, ya cogió don Antonio su tema favorito —dijo el duque riendo—.
Hablará pestes de Ceballos.

—No, nada de eso... Acabo de separarme de él en casa de unos amigos
—replicó don Antonio—. Tan guapote como siempre...

—Aquí —apuntó el rey sonriendo— se ha dicho esta noche que es el jefe
de los masones.

—Como don Pedro ha de estar en todo —repuso Ugarte con mucho gracejo—,
nada tiene de particular que esté también en la masonería. ¿No le
llaman por ahí _el indispensable_?

—Y _el cambiacolores_.

—¿No ha figurado en todos los partidos desde 1808?

—Vamos, no murmurar —dijo Fernando—. Se miente mucho, y se dicen muchas
falsedades.

—Ciertamente —añadió Alagón con punzante ironía—. Que don Pedro
Ceballos, después de ser ministro de Carlos IV y del señor don Fernando
VII, fue a Bayona y se vendió a Bonaparte... ¡falsedad! Que el señor
don Pedro Ceballos, acompañado del masón Urquijo y del inquisidor
Llorente, redactó la Constitución de Bayona... ¡falsedad! Que el mismo
señor firmó la circular de 8 de julio a los agentes diplomáticos,
mandándoles reconocer al rey Botellas... ¡falsedad! Que el susodicho,
volviéndose del revés, publicó un célebre manifiesto en que ponía como
ropa de pascuas a Napoleón, a José y a Godoy... ¡falsedad! Que después
ofreció sus servicios a las Cortes de Cádiz, las cuales le hicieron
consejero de Estado... también falsedad y calumnia... En fin, que mi
hombre, cansado de tantos naufragios, arribó al puerto del gobierno
absoluto, donde echó el ancla e izó bandera de...

—¡Alto, alto!... —exclamó con mucha zunga Fernando VII—; alto, querido
Alagón, que te metes en terreno de mi tío el Almirante.

Todos prorrumpimos en alegres risotadas.

Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo:

—Don Pedro Ceballos, don Juan Pérez Villamil.

       *       *       *       *       *

Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo junto a
la chimenea y alrededor de nuestro rey, nos reuníamos siete; ocho,
contando con el astro hispano de que éramos satélites.

Villamil hablaba poco, y era hombre muy serio. Ceballos, por el
contrario, gustaba de recrearse en sus propias palabras, y era festivo,
grave, frívolo o sesudo, según el humor de sus interlocutores. El
primero que rompió la palabra, sin embargo, fue el ministro de
Hacienda, sin duda porque traía dentro del cuerpo algo que anhelaba
echar fuera.

—Señor —dijo respetuosamente—, por ahí se dice que he dejado de ser
ministro de Hacienda. Como Vuestra Majestad no se dignó decirme nada
esta mañana, vengo a saber si es cierto, para retirarme al sosiego de
mi casa, de donde no me gusta salir sino para el servicio de Vuestra
Majestad.

—¿Qué estás hablando? ¡Que dejas de ser ministro! —exclamó Fernando con
afectado asombro.

—Así se dice, señor.

—¿Habéis oído algo? —preguntó Su Majestad, recorriendo con sus ojos el
círculo de semblantes que ante sí tenía.

—Yo no he oído nada...

—Ni yo...

Todos dijimos que no, haciéndonos los pasmados.

—Ya estoy cansado de recomendar que no se haga caso de paparruchas
—dijo gravemente y con mucha energía nuestro soberano—. Pues qué,
¿dejarías tú de saberlo, si no estuviese contento de tu ministerio?
¿Por qué había de ocultarlo hasta el momento de sustituirte?

—Eso mismo digo yo. Si Vuestra Majestad...

—¿Y qué tenemos de negocios? —dijo bruscamente Fernando, interrumpiendo
a su ministro.

—Los decretos que pasaron a informe del Consejo, están ya despachados
—repuso Ceballos.

—¿Cuándo quiere Vuestra Majestad que se publiquen? —preguntó Villamil.

—Cuanto antes, hombre. Ya debieran estar publicados.

—No se dirá que no se trabaja en las oficinas —manifestó Ugarte,
dirigiendo principalmente sus miradas al secretario de Estado—. Ahí es
nada la balumba de disposiciones que van a promulgarse estos días.

—Decreto prohibiendo las máscaras —dijo Ceballos—; decreto prohibiendo
los periódicos; decreto encargando la educación de los niños y niñas
a los frailes y a las monjas; decreto recomendando que se respete y
venere a los ministros del altar; circular mandando a los españoles que
guarden la mayor compostura dentro de la iglesia; circular disponiendo
que las señoras se vistan con modestia para asistir a las funciones
religiosas... En fin, la perturbación en que el reino quedó después
de las Cortes, exige que se trate de poner algún arreglo en esta
sociedad... He enumerado las disposiciones que Vuestra Majestad se
ha dignado proponer, y que se me entregaron en minuta escrita de su
puño y letra... La previsión y tino de Vuestra Majestad son dignos del
mayor elogio. Los citados decretos son convenientísimos y de grande
aplicación en el estado del reino... Queda, sin embargo, mucho por
hacer todavía. Nosotros, como más en contacto que Vuestra Majestad con
los negocios públicos y las necesidades del reino, hemos observado
irregularidades y asperezas, situaciones anómalas y tirantes que deben
desaparecer.

Fernando oía con profunda atención a su ministro de Estado, y los demás
también.

—Explícate mejor —dijo el rey—. Ya sabes que siempre te oigo con gusto.

Inclinándose agradecido Ceballos, prosiguió así:

—Aquello en que principalmente hay que poner mano es la irregularidad
del gobierno de las provincias de Andalucía. Hay en Sevilla un hombre
llamado Negrete, a quien todos conocemos, el cual domina allí como
dictador, sin documento alguno que acredite su autoridad, diciéndose
emisario del gobierno, y atropellando a todo el mundo del modo más
inicuo. La exageración y la saña son tan perjudiciales al estado, como
la tibieza y blandura excesivas. Las provincias de Andalucía están
aterradas, señor, con la presencia de tal monstruo. No sabemos qué
magia terrible lleva ese hombre en sus palabras; pero es lo cierto que
los mismos jueces tiemblan ante él. Llena ese vil los calabozos sin
más ley que su capricho, y socolor de perseguir y exterminar a los
liberales, comete los más infames atropellos. Él mismo forma brevemente
las causas, asistido de viles sicarios, y las falla en el Tribunal de
la Inquisición, donde se ha constituido en juez supremo... Ahora digo
yo, señor, ¿puede esto tolerarse?... ¿Es posible gobernar a una nación
de esta manera? Vuestra Majestad no ha dado poderes a ese hombre...

—¡Oh, no; seguramente no! —dijo Fernando con aplomo imperturbable.

—Nosotros los ministros tampoco; el Consejo tampoco: luego ese hombre
es un falsario; ese hombre es instrumento de algunos pérfidos que
subterráneamente, o quizás de un modo hipócrita, fingiendo interés por
Vuestra Majestad, se complacen en sostener esta sangrienta intriga, que
perturba el reino todo, y hace odioso el paternal gobierno establecido
a costa de tantos sacrificios.

Pausa. El soberano meditaba.

—Cosas de la masonería —indicó Ugarte.

Y repitieron todos:

—Cosas de la masonería.

En aquel tiempo, la culpa de todo se echaba al gato, es decir, a los
masones.

—Yo encargaré a Echevarri —dijo al fin Fernando muy seriamente— que se
ocupe con empeño en descubrir a los autores de tales atentados, y en
ponerles remedio.

Echevarri era el ministro de Seguridad pública.

Todos fijamos la vista en Su Majestad, que, contemplando el fuego,
movía dulcemente los labios, tarareando y sonriendo.

—Ceballos, ¿has visto hoy a Pepita? —preguntó de súbito.

—¡Oh, si! —repuso el cortesano, cambiando repentinamente de semblante y
tono, y poniendo en olvido como por encanto a Negrete y sus tropelías—.
La he visto. Está muy incomodada con el duque por cierta canonjía.

—¿De veras? —preguntó Su Majestad riendo.

—Traslado la incomodidad al señor Collado —dijo el duque—, que en su
afán ambicioso ha dejado a esa señora sin la prebenda que le prometí.

—¡Qué demonio! —exclamó perezosamente Fernando—. Dádsela, dadle
cualquier cosa... Por no oírla se le podrían regalar dos mitras.

—¡Dos mitras! —dije yo—. Las tiene todas la negra del señor Villela.

Más adelante hablaré del señor Villela, de su negra, y de las mitras de
la negra del señor Villela.

—Como esa canonjía estaba ya concedida —manifestó Collado—, pensé que
le vendría bien a doña Pepita una superintendencia de Arbitrios, y esta
mañana le di la nota al señor Villamil.

—Se hará inmediatamente —afirmó el hacendista.

—O se le dará la bandolera vacante —propuso Alagón.

—¿Pero hay todavía superintendencias de Arbitrios? —preguntó
humorísticamente el Monarca—. Mejor dicho, ¿hay arbitrios todavía? Yo
pensé que todo eso pertenecía a la historia, según están las cajas del
Tesoro de lisas y mondas.

—Señor —dijo Villamil—, el estado del erario no se oculta a Vuestra
Majestad. El escaso producto de los impuestos no basta ni con mucho
a cubrir los enormes gastos, aumentados cada día con la creación de
nuevos destinos. El reino no tiene recursos para costearse su ejército
ni su marina, ni para dotar dignamente la Casa Real ni su regia
Guardia; España es pobre, pobrísima: necesita los caudales de América
para vivir con algún decoro entre las naciones de Europa.

—Y esos caudales de América, ¿dónde están?

—¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la
Hacienda, si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta.
Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera.
Reflexione Vuestra Majestad, como rey previsor, sobre la gravedad de
esta situación. La América está toda sublevada, y las juntas rebeldes
funcionan en Buenos Aires, en Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en
Montevideo. Si Méjico está aún libre del contagio, los americanos de
Washington se encargan de trastornar también aquel país, del mismo
modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve
a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo, un colosal
esfuerzo. Es preciso mandar allá un ejército; pero para esto, señor, se
necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos.

—¡Hombres, dinero, barcos!

—Lo primero no falta; pero ¿cómo los equiparemos, y, sobre todo, en qué
buques les lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un
solo navío que valga dos cuartos, y los arsenales carecen de elementos
para la construcción.

—¡Risueño cuadro acabas de trazar! —dijo Fernando hundiendo la barba en
el pecho.

—Risueño no, pero sí verdadero —afirmó don Juan Pérez—. Si ocultase
a mi rey la verdad, sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me
profesa.

—Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de
fantasías ni de palabras bonitas. Así me gusta a mí... Pues es preciso
buscar dinero, y buscar hombres, y buscar barcos.

—Señor, no olvide Vuestra Majestad —dijo Ceballos—, que si se lleva
adelante la negociación con Inglaterra sobre la abolición de la trata
de negros, o hemos de poder poco, o nos han de dar una indemnización de
muchos miles de libras.

—Es verdad: para resarcir los perjuicios de los tratantes de
esclavos... A ver, Ceballos, Villamil —añadió Fernando con dulzura—,
estudiad un plan, un plan cualquiera que mejore la situación en que
nos hallamos. A uno y otro les sobra talento para eso y para mucho
más... ¿Me entendéis? Discurrid un plan vasto, que nos proporcione
los recursos necesarios para sofocar la insurrección americana, bien
sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los
judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación
poderosa... en fin, ya me entendéis.

—Ya manifestaré más adelante a Vuestra Majestad algo de lo mucho que he
meditado sobre el particular —dijo Ceballos.

—Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo —prosiguió Fernando—.
Por supuesto, no puedes figurarte lo que me mortifica que hayas creído
en esas ridículas hablillas acerca de tu destitución.

—Señor...

—Hablaremos más despacio mañana... Puedes irte tranquilo y seguro de
que sé apreciar tu lealtad... ¡Oh, Villamil!... No abundan los hombres
como tú... Vamos, otro cigarrito.

Diciendo esto Su Majestad, con aquella bondad peculiar, que indicaba
tanta honradez y nobleza en su carácter, ofreció un cigarro a don Juan
Pérez Villamil.

—Gracias, señor, acabo de fumar.

—Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos... Mira, puedes
llevarte todo el mazo —añadió ofreciéndoselo galantemente.

—Señor...

—Nada, que te lo lleves. Tengo gusto en ello.

Cuando don Juan Pérez, apremiado por la gallarda fineza del príncipe,
tomaba los cigarros, yo sentía que un cuerpo duro tocaba mi codo. Era
el codo del señor duque de Alagón.

Villamil y Ceballos se levantaron para marcharse.

—Que vengas mañana temprano —repitió el rey—. Y tú, Ceballos, si ves
a Pepita... en fin, ya sabes: una superintendencia de provincia o la
bandolera vacante... lo que ella prefiera.

—En el despacho de mañana —dijo Ceballos, que se había quedado muy
pensativo—, tendré el honor de leer a Vuestra Majestad la contestación
que he dado a la nota de don Pedro Gómez Labrador.

—Sí, bueno, todo lo que quieras... mañana... adiós, ¡pero qué tarde
es!... Podéis retiraros... Yo también me voy a recoger —dijo el
soberano con impaciencia.

Salieron los ministros, y quedamos solos los camarilleros.



XXI


Apenas se cerró la puerta tras los dos repúblicos, Fernando se levantó,
y con las manos en los bolsillos, dio algunos pasos por la habitación.
Ugarte le miraba sonriendo. Ninguno de los demás nos atrevíamos a
desplegar los labios, y el silencio se prolongó hasta que el mismo
soberano se dignara romperlo, preguntando:

—¿Qué dices a esto, Ugarte?

—Que admiro la paciencia de Vuestra Majestad —repuso el exbailarín—.
Según el señor Juan Pérez, ya no hay colonias, ya no hay soldados,
ya no hay barcos, ya los españoles no tienen alma para vencer las
dificultades. Sostendrá también el vejete que ya no hay aire que
respirar, ni sol en el cielo.

—La verdad es —dijo Fernando deteniéndose meditabundo ante la chimenea—
que no estamos en Jauja.

Y luego, dando un suspiro, añadió:

—Despidámonos de las Américas.

—¿Por qué, señor? —dijo bruscamente Ugarte—. Se exagera mucho. Persona
venida hace poco de allá me ha dicho que toda la insurrección americana
se reduce a cuatro perdidos que gritan en las plazuelas.

—Lo mismo me ha escrito a mí un amigo —añadí yo, forzando los
argumentos de mi patrono—. Unos cuantos presidiarios, con cuatro
decenas de ingleses y norteamericanos, echados por tramposos de sus
respectivos países, sostienen la alarma en aquellos lejanos reinos de
Vuestra Majestad.

—Pues id vosotros a reducir a la obediencia a esas manadas de facciosos
—dijo el rey.

—Señor, en resumen —manifestó Ugarte—, mande Vuestra Majestad a América
un ejército, un verdadero ejército, con una escuadra, en vez de medias
compañías dentro de una goleta, como se ha hecho hasta aquí, y a los
cuatro meses se verán los resultados.

—¿Y ese ejército, dónde está? —preguntó fríamente.

—¿Dónde están los vencedores de Napoleón? Parece mentira que Vuestra
Majestad haga tales preguntas.

—Hombres valerosos no faltan; pero ¿cómo se les organiza, cómo se les
viste, cómo se les mantiene?

—Muy sencillamente —repuso Ugarte alzando los hombros—: organizándolos,
vistiéndolos, manteniéndolos.

—Tú tendrás alguna mina. ¿Quieres decirme dónde está?

—Dos palabras, señor —dijo Ugarte echando el cuerpo hacia adelante en
su sillón y apoyando el codo en la rodilla, mientras el rey se sentaba
junto a él—. He dicho a Vuestra Majestad la otra noche que me atrevía a
organizar un ejército expedicionario, siempre que tuviera para ello la
competente autorización.

—Yo te la doy —replicó Fernando—. A ver de dónde vas a sacar ese
ejército, y cómo lo vas a sostener.

—Vuestra Majestad me dijo también la otra noche que consagraría a tal
objeto, y pondría a mi disposición, una parte mínima de las rentas
reales.

—Es verdad.

—Pues el alistamiento se hará, señor —afirmó don Antonio con resolución
admirable—. No tiene que pensar más en ello Vuestra Majestad.

—Bueno, ya está el alistamiento. Ahora hazme el favor de decirme si vas
a mandar a América esos soldados en cáscaras de nuez.

—No, señor; que los mandaré en magníficos navíos y barcos de transporte
—repuso el arbitrista con una placentera y llana confianza que a todos
nos dejó pasmados.

—Pero ya sabes que no los tenemos.

—Se compran.

—¡Se compran!... Y dice «se compran» como si costaran dos pesetas.

La naturalidad admirable con que Ugarte hacía frente a los mayores
obstáculos; la frescura, digámoslo así, con que todo lo resolvía y
allanaba, no podían menos de cautivar el ánimo del soberano, agobiado
por el continuo clamoreo de sus ministros. Todos los demás contertulios
observábamos con verdadero asombro la prodigiosa iniciativa de Ugarte,
y ante tanto ingenio, ante tan firme voluntad, callábamos confundidos.

—Pues es claro que se compran —añadió el proyectista—. Sin duda
Vuestra Majestad va a preguntarme que con qué dinero.

—Justo.

—Pues yo respondo que, si poseo la confianza de mi soberano, me
sobrarán fondos.

—Quizás cuentas con la indemnización que nos va a dar Inglaterra.

—¿Por qué no?

—Pero es para resarcir a los negreros.

—Eso es, pagar a los negreros y que se pierdan las Américas. ¿No vale
más dejarles sin indemnización, y conservarles los esclavos y las
tierras?

—Está dicho todo —afirmó resueltamente Fernando, cediendo por completo
a la seductora sugestión de aquel brujo que prometía los imposibles, y
teñía con frescos y brillantes colores el entenebrecido horizonte de
nuestra política—. Está dicho todo. Tienes mi autorización para hacer
el alistamiento, para tomar de la Real Hacienda los fondos necesarios
para tratar de la compra de buques, vestuario y demás.

De aquella conversación brotó el poder oculto que don Antonio Ugarte
tuvo durante algún tiempo, y en virtud del cual, hasta llegó a celebrar
tratados con potencias extranjeras en calidad de _secretario íntimo_
del rey de España. Más adelante veremos cómo alistaba tropas, y qué tal
mano para comprar buques tenía don Antonio. Sus proyectos forman una
página curiosa en la historia del absolutismo.

—Ya se ve —dijo después de una pausa, durante la cual observaba los
dibujos de la alfombra—, con hombres como Villamil las dificultades se
multiplican. Al buen alcalde se le antojan sus dedos huéspedes, y como
en todas las ocasiones difíciles se asesora de Ceballos...

—El pobre Ceballos —indicó Fernando— ha trabajado como un negro en ese
fastidioso asunto del Congreso de Viena. No se le debe criticar, y si
no se ha conseguido más, no ha sido por culpa suya.

—Entre Labrador y Ceballos, como si dijéramos, entre Herodes y Pilatos,
España está haciendo un papel ridículo en Viena.

—¿Pero qué puede esperarse de un plenipotenciario que ya ha mostrado
no tener ni dignidad ni carácter? —dijo el duque de Alagón—. ¿No fue
Labrador ministro de Estado en las Cortes de Cádiz, y después realista
furibundo?

—Y al presentarse en Cádiz felicitó a las Cortes por el _sabio Código_
que habían hecho —añadí yo.

—En manos de estos hombres que ayer eran liberales locos, y hoy
rabiosos absolutistas —dijo Ugarte—, nuestra política exterior no puede
menos de ser desastrosa. ¡Rutina incurable! Nuestra nación, señor, ha
de vivir siempre bajo la vigilancia interesada, mejor dicho, bajo la
tutela de Inglaterra o de Francia. La primera trabaja porque perdamos
las Américas y porque se arruine nuestro comercio; la segunda no nos
perdonará nunca el haber vencido a sus soldados, aunque fueran mandados
por el general Bonaparte.

—En eso creo que tienes razón —dijo fríamente Fernando.

—Pues si tengo razón, ¿por qué no intenta Vuestra Majestad estrechar
sus relaciones con un poderoso imperio, bastante fuerte para ser buen
aliado, bastante remoto para no disputarnos nuestro territorio?

—Soy muy amigo de Alejandro —repuso el autócrata secamente.

—Pero esa amistad sería unión indestructible si Vuestra Majestad, que
seguramente no puede permanecer soltero más tiempo, se enlazara con una
princesa rusa.

Al decir esto, Ugarte había pronunciado la última palabra del
atrevimiento. Siguió a ella una larga pausa. Observamos todos el
semblante del rey, que con las piernas estiradas, las manos en los
bolsillos del pantalón y la barba sobre el pecho, indolentemente
tendido más bien que sentado en el sillón, no se dignaba contestar con
palabras, ni gesto, ni mirada, ni sonrisa, a las palabras de Ugarte.
Por último, le vimos mover los brazos, luego alzar la cabeza, y
aguardamos con ansiedad vivísima el sonido de su voz.

—¿Te parece —dijo— que debo refrenar un poco a Negrete?

—Las atrocidades del comisario secreto son tan grandes —repuso Ugarte—
que convendría ponerle a un lado y prescindir de sus servicios.
Ceballos tiene razón. Están tan irritados los andaluces, que son
capaces de volverse todos liberales, si ese verdugo sigue haciendo de
las suyas.

—La cuestión es delicada. Negrete tiene órdenes mías, y si intentamos
sujetarle por la vía de las autoridades legítimas, no es fácil que
ceda.

—Para eso se manda un nuevo comisionado a Andalucía; un hombre hábil,
enérgico, ingenioso y muy discreto: Pipaón, por ejemplo, —dijo don
Antonio mirándome.

—No —replicó vivamente Fernando, mirándome también—. Yo no quiero que
Pipaón salga de Madrid por ahora. Ya se buscará otro comisionado.
Después de todo, nada se pierde con que Negrete continúe sentando la
mano algunos días más. Andalucía está infestada de jacobinismo.

—Y Madrid también —afirmó el duque.

—Las sociedades secretas rebullen por todos lados.

—No será por falta de ministerio de Seguridad pública —dijo con ironía
el rey.

—Echevarri encarcela a los mentecatos y deja en libertad a los pillos.
Los calabozos están repletos de tontos. Pero ¿qué ha de suceder si los
principales personajes del gobierno están inficionados de liberalismo?
Ceballos es masón; Villamil y Moyano no ocultan sus ideas favorables
a un sistema templado como el de Macanaz; Escóiquiz augura desastres;
Ballesteros quiere que se dé una especie de amnistía; en toda España se
conspira. Ábrase un poco la mano, y las revoluciones brotarán por todas
partes como pinos en almáciga.

—Pues se cerrará la mano, se cerrará la mano —afirmó Fernando,
incorporándose en su asiento—. Duque, pon algunas líneas mandando a
Negrete que siga aplastando el jacobinismo; pero con la condición
de que no sea bárbaro... No se puede confiar a nadie una comisión
delicada...

Artieda acercó un velador con recado de escribir, y bien pronto la
tertulia se trocó en oficina. El duque tomó una pluma.

—Ugarte —añadió el rey—, puedes redactar las bases de la autorización
que te doy para alistar el ejército expedicionario y demás. Me quedaré
con tu borrador para meditarlo, y después te daré la copia firmada.

Don Antonio tomó otra pluma. Acariciándose la boca con las barbas de
esta, miró al rey.

—Permítame Vuestra Majestad —dijo— que decline el grande, el insigne
honor que quiere hacerme, depositando en mí toda su confianza.

Fernando le miró con asombro, y los demás también.

—De nada servirían mi abnegación, mi trabajo, mis grandes cavilaciones
y proyectos —continuó el arbitrista— si desde el principio tropezara
con obstáculos insuperables. Yo he prometido a Vuestra Majestad reunir
tropas y equiparlas, y comprar los buques necesarios para que vayan a
América...

—Pero una cosa es prometer, y otra...

—Es que no puedo pensar en el desarrollo de mis proyectos mientras sea
ministro de Hacienda el señor Villamil.

—¡Bah, bah! —murmuró Fernando con tono de indolencia y fastidio.

Otra pausa. Todos contemplábamos al rey, el cual, arqueando las cejas,
se pasaba la mano por la cabeza, cual si se cepillara el pelo hacia
adelante.

—Pipaón —dijo al fin—, extiende la destitución de Villamil... que se le
lleve esta misma noche.

Yo tomé otra pluma.

Así cayó don Juan Pérez Villamil; así cayeron también Echevarri,
Ballesteros, Macanaz, Escóiquiz, el mismo Vallejo (nombrado aquella
noche), Moyano, León Pizarro, Lozano de Torres y otros muchos.

—Ahora, extiende el nombramiento de don Felipe González Vallejo,
ministro de Hacienda.

Así subió Vallejo.

—¿Qué más hay? —preguntó Fernando con cierta somnolencia.

—Vuestra Majestad me concedió una bandolera —dijo tímidamente Artieda—
para el sobrino del señor Arcipreste de Alcaraz...

—Es que hay una sola vacante —añadió Collado avariciosamente—, y Su
Majestad me la tiene prometida.

—Es verdad —dijo el rey.

Artieda miró a Chamorro con enojo.

—Esa vacante me la había reservado yo para mí —objetó con sequedad
Paquito Córdoba—. Es mucha la ambición del señor Collado... después
que me ha disputado esa miserable canonjía de Murcia como si fuese un
imperio.

—Tienes razón —murmuró Fernando.

El aguador clavó sus ojos en el duque con expresión de envidia.

—Señor —dijo con suavidad sonriente don Antonio Ugarte—. Pocas veces
pido mercedes de esta clase a Vuestra Majestad. Ya dije el otro día que
deseaba una bandolera para un joven pariente mío.

—Nada más justo —repuso el rey, cerrando los ojos perezosamente—.
Ugarte, todo lo que quieras.

El duque dirigió a Antonio I una mirada rencorosa.

—Señor —dije yo, sin encomendarme a Dios ni al diablo—, no olvide
Vuestra Majestad que prometió una bandolera al señor conde de Rumblar,
mi querido amigo.

El rey abrió los ojos, sacudiendo la pereza, y exclamó enérgicamente,
con aquella resolución a que ningún cortesano podía oponerse:

—La bandolera para el señor conde de Rumblar... lo mando... Alagón,
extiende el nombramiento ahora mismo.

Ugarte me miró, frunciendo el ceño.

Y se levantó la sesión, como dicen los liberales.

       *       *       *       *       *

Como se ha visto, en las tertulias de Su Majestad nadie podía
vanagloriarse de tener ascendiente absoluto y constante. Unos días
privaba este, otros aquel, según las voluntades recónditas y jamás
adivinadas de un monarca que debiera haberse llamado Disimulo I.
Además, aquel discreto príncipe, que así delegaba su autoridad y
democráticamente compartía el manto regio con sus buenos amigos, como
compartió san Martín su capa con el pobre, no tuvo realmente favorito,
no dio su confianza a uno solo, elevándole sobre los demás; jugaba
con todos, suscitando entre ellos hábilmente rivalidades y salutífera
emulación, con lo cual estaba mejor servido, y los destinos y prebendas
más equitativamente repartidos.

De lo que anteriormente he contado puede dar fe un ministro de Su
Majestad por aquellos años,[3] el cual, en papel impreso muy conocido,
dice, blasonando de rigorista y de censor: «... pero lo peor es que
por la noche da entrada y escucha a las gentes de peor nota y más
malignas, que desacreditan y ponen más negros que la pez, en concepto
de Su Majestad, a los que le han sido y le son más leales... y de
aquí resulta que, dando crédito a tales sujetos, Su Majestad, sin
más consejo, pone de su propio puño decretos y toma providencias, no
solo sin consultar con los ministros, sino contra lo que ellos le
informan... Esto me sucedió a mí muchas veces y a los demás ministros
de mi tiempo... Ministros hubo de veinte días o pocos más, y dos hubo
de 48 horas; ¡pero qué ministros!»

  [3] Lardizábal, ministro de Indias (absolutista).

Por las declamaciones de este escrupuloso descontentadizo no vayamos a
condenar la camarilla como cosa mala. Era, por el contrario, lo mejor
del mundo, sobre todo para nosotros, que traíamos los negocios del
reino de mano en mano y de boca en boca, despachándolos tan a gusto
del país, que aquello era una bendición de Dios. Ninguno, sin embargo,
pudo jactarse de ser el primero en la voluntad y paternal cariño de
aquel bondadoso soberano absoluto; y en prueba de ello, referiré lo
que sucedió al día siguiente de la reunión que con todos sus puntos y
señales he descrito, no apartándome en todo el discurso de ella ni un
ápice de la verdad.

Al día siguiente, como dije, volví a Palacio y encontré al señor
Collado, al señor Artieda y al señor duque muy alarmados. ¿Por qué?
Porque el rey estaba conferenciando a solas con un sujeto que hasta
entonces no había sido recomendado ni introducido por ninguno de los
sobredichos palaciegos. Creyose que sería emisario de Ugarte; pero
entró en seguida don Antonio y negó el caso.

Reunímonos todos en la antesala, y a poco vimos salir a un fraile
francisco, joven, bien parecido, excelente mozo, que más parecía
guerrero que fraile; de aspecto y ademanes resueltos, mirada viva, y
revelando en todo su continente y facciones una disposición no común
para cualquier difícil cosa que se le encomendara.

—¿Quién es este pájaro? —preguntó Ugarte, demostrando en su tono que
estaba completamente desconcertado.

—Se llama Fr. Cirilo de Alameda y Brea —dijo Artieda, muy fuerte en
todo lo referente al personal eclesiástico de la monarquía.

—Y ¿qué es este hombre?

—Fue maestro de escuela en Pinto.

—Y después marchó a Montevideo, donde se ocupaba... No sería en cosa
buena.

—En redactar _Gacetas_.

—Es hombre que pone bien la pluma, según parece.

—Vino por vez primera con el general Vigodet —añadió Paquito Córdoba—.
Su Majestad le ha recibido después en varias ocasiones, y nunca he
podido averiguar...

—¿No ha dejado traslucir nada?

—Absolutamente nada.

—Hoy ha durado la conferencia dos horas.

—¿Y ninguno de ustedes sabe nada? —repitió Ugarte, interrogando todos
los semblantes—. Yo estoy confundido.

—No sabemos una palabra.

—Pues estamos bien... ¿Apostamos a que este tunante de Pipaón lo sabe
todo?

—Ni una palabra —respondí tan confuso como los demás.

Y era la verdad que nada sabía. Más adelante, todos desciframos el
enigma, que me hizo decir _no hay función sin fraile_; pero no ha
llegado aún la ocasión de revelarlo.



XXII


Antes de seguir, quiero indicar las observaciones que sugirió el
manuscrito de estas Memorias a una persona de aquellos tiempos y de
estos. Don Gabriel Araceli,[4] a quien lo mostré (no es preciso decir
cuándo ni cómo), me dijo que los lectores de él, si por acaso lograba
tener algunos, no podrían menos de ver en mí un personaje de las mismas
mañas y estofa que Guzmán de Alfarache, don Gregorio de Guadaña o el
Pobrecito Holgazán; a lo cual le contesté que sí, y que de ello me
holgaba, por ser aquellos célebres pícaros de distintas edades los más
eminentes hombres de su tiempo, y caballeros de una caballería que
yo quería resucitar para que se perpetuase en la edad moderna. Dijo
también el sobredicho señor que nada de lo que pinté o describí con
burdo o sutil estilo se diferenciaba un punto de la verdad.

  [4] Protagonista de la _Primera serie_.

—La comparsa en que usted figuró, señor don Juan —dijo al fin,
echándoselas de dómine sermonista—, fue de las más abominables y al
mismo tiempo de las más grotescas que han gastado tacones en nuestro
escenario político. Cuanto puede denigrar a los hombres la bajeza,
la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la
crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que
ni siquiera supo hacer el mal con talento. El alma se abate, el corazón
se oprime al considerar aquel vacío inmenso, aquella ruin y enfermiza
vida, que no tuvo más síntomas visibles en la exterioridad de la
nación, que los execrables vicios y las mezquinas pasiones de una corte
corrompida. No hay ejemplo de una esterilidad más espantosa, ni jamás
ha sido el genio español tan eunuco.

»Los junteros de 1808, los regentes de 1810, los constitucionalistas de
1812, cometieron grandes errores. Iban de equivocación en equivocación,
cayendo y levantándose, acometiendo lo imposible, deslumbrados por
un ideal, ciegos, sí, pero ciegos de tanto mirar al sol. Cometieron
errores, fueron apasionados, intemperantes, imprudentes, desatentados;
pero les movía una idea: llevaban en su bandera la creación; fueron
valientes al afrontar la empresa de reconstruir una desmoronada
sociedad entre el fragor de cien batallas; y rodeados de escombros,
soñaron la grandeza y hermosura del más acabado edificio. Hasta se
puede asegurar que se equivocaron en todo lo que era procedimiento,
porque lo que discurrían como sabios lo hacían como niños. La especie
de tutela a que quisieron sujetar en 1814 al rey, viajero desde
Valencey a Madrid, y el pueril formulismo ideado para hacerle jurar a
él, vástago postrero del absolutismo, la precoz constitución de Cádiz,
fueron yerros que debían producir el golpe de estado del 10 de mayo.
Hasta se puede sostener que Fernando estaba en su derecho al hacer lo
que hizo; pero nada de esto atenúa las grandes, las inmensas faltas de
la monarquía del 14. Fue la ceguera de las cegueras. La crueldad, la
gárrula ignorancia de aquella política no tienen ejemplo en Europa.
Para buscarle pareja hay que acudir a las atrocidades grotescas del
Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos, y
han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso.

»No existe nada más fuera de razón, más inútil, más absurdo, que la
reacción de 1814; no sucedió a ningún desenfreno demagógico, no sucedió
a la guillotina, porque los doceañistas no la establecieron; ni a la
irreligión, porque los doceañistas proclamaron la unidad católica; ni a
la persecución de la nobleza, porque los nobles no fueron perseguidos:
fue, pues, una brutalidad semejante a los golpes del hado antiguo, sin
lógica, sin sentido común. Nada de aquello venía al caso. Si Fernando
hubiera cumplido la promesa hecha en el manifiesto del 4 de mayo; si
hubiera imitado la sabia conducta de Luis XVIII, que desde la altura
de su derecho saludaba el derecho de las naciones, ¡cuán distinta
sería hoy nuestra suerte! Sin necesidad de aceptar la constitución
de Cádiz, que era un traje demasiado ancho para nuestra flaqueza,
Fernando hubiera podido admitir el principio liberal, inaugurando un
gobierno templado y pacífico para la nación y por la nación. Pero nada
de esto hizo, sino lo que usted ha descrito, y aquellos seis años
fueron nido de revoluciones. El desorden germinó en ellos, como los
gusanos en el cuerpo insepulto. Desde 1814 a 1820, hubo en España trece
conspiraciones, todas para derrocar el gobierno absoluto, una para
esto y para asesinar al rey. Abortaron las trece, pero la decimocuarta
parió... Los liberales se presentaron con la rabia del vencedor y la
hiel criada en el destierro. ¿Qué les impulsaba en 1812? La ley. ¿Y en
1820? La venganza. Continuaba el vicio, la corrupción, la crueldad;
pero el absolutismo de ustedes había sido tan rematadamente malo, que
en los liberales del trienio famoso podía haber crueldad, ambición,
rapacidad, venganza, imprudencia, y aun dosis no pequeña de tontería...
podían aquellos benditos avanzar hasta un grado extremo en la escala de
estos defectos, sin temor de llegar nunca, no digo a superar, pero ni
siquiera a igualar a sus antecesores.»

Así mismo me lo dijo, y se quedó tan fresco.



XXIII


Pero vamos adelante con mi cuento.

¿Se ha comprendido ya cuál era mi plan en el asunto, o si se quiere,
en la hábil intriga cuyo hilo se extendía desde los intereses de la
familia de Porreño hasta la paternidad de don Alonso de Grijalva? Creo
que no serán necesarias explicaciones prolijas de aquella _operación_,
como hoy se dice, hecha sin dificultades mayores y con éxito mejor del
que podía esperarse, considerada su delicadeza. Aburrido Grijalva de
ver que a pesar de la palabra real no echaban de las cárceles al tuno
de su hijo, admitió las propuestas que mañosamente y por conducto de
varones esclarecidísimos y muy discretos le hice, resultando de ellas
que me vendió los créditos contra las señoras de Porreño por la mitad
de su valor. Anduvo en aquestos tratos el licenciado Lobo, con tan buen
pie y mano, que don Alonso, muy rebelde al principio, llenose de miedo,
y a todo lo que quisimos asintió al fin.

Después me quedaba lo peor y más amargo del caso, cual fue apretar a
las señoras de Porreño para que pagasen, y, quitándoles toda esperanza
de moratoria (por la rotunda negativa del sabio y justiciero Consejo),
proceder al embargo de bienes. Aquí sí que no fue posible disimular,
porque don Gil Carrascosa vendió a las venerandas señoras mi secreto,
y un día en que tuve el mal acuerdo de presentarme en la casa,
recibiéronme como es de suponer. Desde entonces, quitado el último
puntal de aquella histórica familia, todo vino con estrépito al suelo,
entre alaridos de rabia y sollozos de aflicción. Las señoras de Porreño
pasaron a la región de las sombras. Su última época solitaria y lúgubre
está escrita en otro libro.[5]

  [5] En _La Fontana de Oro_.

Renuncié, como es consiguiente, a su amistad, y me ocupé de aquellas
excelentes tierras de Hiendelaencina, de Porreño y Torredonjimeno, tan
diestramente ganadas con mi travesura, con mis ahorros y con el dinero
que don Antonio Ugarte me prestó para reunir la cantidad necesaria.
Mucho tardé en adjudicármelas, a causa de las dilaciones de la curia;
pero al fin constituime en terrateniente, soñando con establecer un
mayorazgo.

Pero retrocedamos a los días de mi anterior relación, que eran los
últimos de febrero y primeros de marzo de 1815. La Real Caja de
Amortización tuvo el honor, nunca por ella soñado, de caer en mis
manos. ¡Bendito sea Dios Todopoderoso y Misericordioso, que arregla
las cosas de modo que ningún desvalido quede sin amparo! Dígolo por
aquellos miserables y huérfanos juros que hasta mi elevación no
tuvieron arte ni parte en ninguna operación rentística. Los pobrecitos
no soñaban sin duda que toparían conmigo, ni con la destreza de estas
limpias manos, y a poco de mi entrada en la Caja engordaron hasta el
punto de que no los conocía el pícaro secretario de Hacienda que los
inventó.

¡Qué satisfechos quedaron de mis servicios el noble duque y don
Antonio Ugarte! ¡Qué elogios hacían de mi impetuosa voluntad, la cual
derechamente se iba al asunto sin reparar en pelillos! Yo también
estaba envanecido de mí mismo, y entonces empecé a conocer lo mucho
que para tales asuntos valía. Yo era una firme columna del estado; yo
desplegaba en servicio de mi soberano absoluto y del sumiso reino,
tendido a sus pies como un perro enfermo y calenturiento, que no
puede moverse de pura miseria, las más altas dotes intelectuales.
Indudablemente Dios debía de estar satisfecho de haberme criado,
viéndome tan hormiguilla, tan allegador, tan mete-y-saca, tan buen
amparador de los poderosos para que los poderosos me amparasen a
mí. ¡Qué minita era aquella sacrosanta Amortización! ¡Qué terrenos
inexplorados! En tal materia, yo era más que Colón, porque este
descubrió solo un mundo, y yo descubría todos los días uno nuevo.

No hay que decir que yo navegaba con viento fresco, como diría mi amigo
el infante, hacia el Real Consejo. Todo marchaba a pedir de boca en
derredor mío. ¿Y qué diré de aquel seráfico ministro de Hacienda, don
Felipe González Vallejo? Hombre de mejor pasta no se ha sentado en
poltrona. El pobrecito era tan buenazo, tan sano de corazón, tan amable
y complaciente, que todos los negocios pequeños, como nombramientos y
demás menudencias, estaban en manos de Artieda y del señor Chamorro. De
los grandes se encargaba don Antonio Ugarte. Dios se lo pague a aquel
bendito ministro, que no tenía gota de hiel en su corazón, ni humos de
vanidad en su cabeza. Parecía que no había tal ministro. Si todos los
que han ocupado el sillón hubieran sido como él, otra sería la suerte
de este desamparado y caído reino.

En asuntos que no eran administrativos, iban mis cosas con mediano
andar. Antes de lo referido últimamente, yo veía a Presentacioncita
todos los días en casa de las señoras de Porreño; pero cuando estas
descubrieron la sutil urdimbre que mi travesura les preparara,
concluyeron para mí las entradas en la casa de la calle del Sacramento.
Asistió Presentacioncita a la ruidosa escena en que doña Paz y doña
Salomé me notificaron con encrespadas razones, no menos sonantes que
las olas del mar, su soberano desprecio, lo cual me causó pena, porque
no era muy de mi gusto pasar por un intrigante de mal género a los ojos
de la dulce niña de la condesa. Pocos días habían pasado después de la
escena en la Cámara regia que antes describí. Robáronme algún tiempo
los amigos que de Vitoria y la Puebla de Arganzón vinieron a solicitar
mi ayuda para distintas pretensiones, entre ellos el venerable
patriarca don Miguel de Baraona, con su encantadora nieta (próxima
a ser esposa de un joven guerrillero); don Blas Arriaga, capellán de
las monjas de Santa Brígida de Vitoria, y otros que más adelante serán
conocidos. Pero luego que me dieron algún respiro, consagreme en cuerpo
y alma a la adorable Presentación, acariciando proyectos más o menos
dulces, recientemente concebidos; que en materia de proyectos mi cabeza
no conocía el descanso, ni mi impetuosa voluntad el hastío.

Contra lo que yo esperaba, la señora condesa de Rumblar no me cerró
las puertas de su casa, ni aun decoró su estatuario semblante, cual
solía, con el grandioso ceño, y los agridulces mohines propios de
tan alta señora. Verdad es que yo, además de entregarle la bandolera
para su hijo, haciéndole comprender que sin mí nada le habría valido
la recomendación de Ximénez de Azofra, le prometí mi eficaz amparo
en el pleito que desde 1811 sostenía contra los Leivas. Tampoco
Presentacioncita se mostró ceñuda, a pesar de su adhesión a la familia
de Porreño; pero no lo extrañé, porque siendo yo el libertador de
Gasparito, bien merecía perdón; y el novio suelto no debía valer menos
que las amigas arruinadas.

Todo mi afán consistía en disponer de ocasión propicia para hablarle
largamente a solas, apretándome a ello el deseo de comunicarle cosas de
la mayor importancia. Sin esperanza de que me concediera tal gracia,
pero decidido a todo, propúsele la conferencia, y ¿cuál sería mi
sorpresa al ver que bondadosamente prometía señalar sitio y momento
oportunos, de tal suerte que la vigilancia materna no nos estorbase?
Yo estaba absorto; indudablemente habíase verificado en su carácter
cierta mudanza radical, porque la dichosa niña ponía en todos sus actos
y palabras mucha seriedad, cesando de mortificarme con las burlas y
epigramas de marras.

Discurrió ella el modo de que a solas la hablase, y fue por un arte
ingenioso, tomando el traje de cierta muchacha que entonces la servía,
y poniéndose de noche a una reja donde la doncella acostumbraba
conferenciar con cierto dragón de Farnesio.

No se me olvidará jamás aquella noche en que tuve la dicha de respirar
el dulce aliento de la adorable niña, tan de cerca, que el calor de su
rostro aumentaba el del mío, mareándome. ¡Y cómo brillaban sus negras
pupilas en la oscuridad! Cada vez que aquel vivo rayo diminuto surcaba
el espacio comprendido entre nuestros semblantes, yo me ponía trémulo.
¡Qué linda, qué seductora estaba aquella noche! Su agraciado rostro
se espiritualizaba con la melancólica seriedad que le envolvía como
un velo misterioso. Estaba descolorida, y así como no había frescas
tintas en su rostro, tampoco había en su alma aquella plácida felicidad
risueña que en época anterior irradiaba de ella, como del astro la luz,
haciendo felices también a cuantos la rodeaban. Pálida y meditabunda
ahora, parecía perseguida de extraños pensamientos.

Yo también lo estaba... ¡Ay!, yo vivía intranquilo, demente; yo no
dormía, yo no tenía paz en el corazón, porque me agitaba un ansioso
afán, un proyecto de gravedad inmensa que absorbía las potencias todas
de mi alma incansable o insaciable.



XXIV


Llegó al fin la hora de la cita.

—¡Qué miedo tengo, señor de Pipaón! —dijo cuando cambiamos los primeros
saludos—, ¡qué miedo tengo, a pesar de las precauciones tomadas! No
es fácil que mamá me descubra; pero sí mi hermano Gaspar, que por las
noches ronda la casa, no contento con vigilarme de día, imponiéndome su
voluntad hasta en los actos más insignificantes.

Después de tranquilizarla sobre este particular, le dije:

—Encantadora niña, ¡cuán mal sienta a esa incomparable persona, digna
de un emperador, afanarse por un mozalbete sin fundamento, como
Gasparito Grijalva! Mal empleados ojos puestos en él, mal empleada boca
hablándole, y mal empleado corazón amándole. Presentacioncita, usted no
se ha mirado al espejo, usted no conoce su mérito, usted no ha sabido
apreciar el inmenso tesoro de su propia persona, la cual es de tanta
valía, que casi casi no conozco ningún hombre digno de poseerla.

—¡Qué adulador es usted! —replicó sonriendo vagamente—. ¿Es eso lo que
tenía que decirme?

—Por ahí empiezo, niña mía; empiezo por pasmarme de que quiera usted al
hijo de don Alonso, habiendo en el mundo tanto bueno...

—Puesto que he venido aquí a hablar a usted con franqueza —dijo
interrumpiéndome—, no le ocultaré que Gasparito no me interesa ya gran
cosa.

—¡Oh, confesión admirable! —exclamé con gozo—. Mire usted... me lo
figuraba. ¡Si no podía ser de otra manera! Si esos ojos fueran nacidos
para mirar a Gasparito, merecerían cegar. Digan lo que quieran, no se
hizo el sol para los insectos.

—Yo no sé lo que ha pasado en mí —prosiguió—; pero de la mañana a la
noche se me ha concluido la afición que a Gasparito tenía. Esto parece
raro; pero no lo es, porque a muchas ha ocurrido lo mismo.

—Es que algunas chiquillas toman por amor lo que no lo es; y cuando
viene la pasión verdadera, se asombran de haber derramado aquellas
primeras lagrimitas por un objeto indigno.

—Yo creía estar apasionada de Gaspar: ¡cosas de chiquillas! Cuando una
juega con sus muñecas cree amarlas mucho, y después se ríe de ellas.

—¡Admirable idea!... Gasparito es una muñeca, y para usted acabó de
repente la época de los juegos.

—Confieso que en un tiempo le quise...

—¡Ah, en un tiempo!... Luego...

—Gaspar es un muchachuelo vulgar, un joven adocenado —afirmó
expresándose con cierto desdén—. ¡Parece mentira que yo le amara!...
¡Qué grande error!

—¡Enorme error!... Pero, en fin, nada se ha perdido. Ahora bien: ¿puedo
saber desde cuándo...?

—¿Desde cuándo? —repitió en un tono que revelaba sin género de duda
cortedad de genio.

—Pero no me lo confiese usted, niña —dije con viveza—. A ver si lo
adivino yo. ¿Apostamos a que lo adivino?

—¿Apostamos a que no?

—¡Ay!, Presentacioncita, yo no carezco de perspicacia. Desde aquella
noche en que salimos de casa y tuvimos la malhadada aventura de la
calle del Bastero, y aquel descomunal susto, cuando me vi precisado a
hacer uso de las armas.

—Que se quema, que se quema usted.

—Sí; desde aquella noche, desde aquel encuentro con dos caballeros
desconocidos, cuando usted perdió el sentido y... ¿Acierto, mi señora
doña Presentacioncita? ¿Sí o no?

—Sí —repuso con voz que apenas se oía, más semejante a un suspiro que a
una voz.

Alzando los ojos, contemplaba el cielo con tristeza.

—Pues bien —añadí lleno de entusiasmo—, los pensamientos de usted se
avienen perfectamente con lo que yo tenía que decirla. Nos entendemos.
¡Benditos corazones los nuestros que así concuerdan, respondiendo el
uno a los afanes del otro!

—Yo soy muy desgraciada, don Juan —me dijo—. ¿No conviene usted en que
soy muy desgraciada?

—Según y cómo —respondí—, según y cómo. Puede usted ser muy
desgraciada, pero muy desgraciada, y puede ser feliz, muy feliz,
felicísima.

—Lo primero es lo cierto.

—¡Ah, si usted supiera, si yo dijera aquí todo lo que sé! ¡Oh, arcángel
enviado por Dios a la tierra para consuelo de los tristes mortales!...
Pero vamos por partes. ¿Se acuerda usted de la función de los
trinitarios, y de la recepción de Su Majestad en la sala capitular del
convento?

—¡Que si me acuerdo! —exclamó, cubriendo el rostro con sus manos y
descubriéndolo después más pálido, más bello, más interesante—. Ya que
se ha establecido entre nosotros cierta confianza; ya que he hecho
ciertas revelaciones que me han costado mucho, no ocultaré nada,
respetable amigo mío... Aquel día, la presencia de Su Majestad y el
reconocer en sus nobles facciones las mismas del generoso caballero que
me había amparado la noche anterior, produjeron general trastorno en
mi alma. Sentí primero una especie de terror. Yo no había visto nunca
a Su Majestad. La idea de haber estado tan cerca, de haber estado en
los mismos augustos brazos del rey, de aquel gloriosísimo monarca, de
aquel hombre que casi no lo es, por su superioridad sobre los demás,
me conturbaba y confundía de tal manera, que no era dueña de mí misma.
Durante todo el día estuve atónita, paralizada, estupefacta. Parecíame
que resonaba su voz en mis oídos constantemente, y que no se apartaban
de mí aquellos negros ojos majestuosos, a los de ningún hombre
parecidos.

—¡Admirable concordia de sentimientos! —exclamé interrumpiéndola—.
¿Pero es usted una mujer, o un serafín?

—Aquella noche no pude dormir. Estaba fascinada, y no sabía apartarme
del retrato del rey que mamá tiene en su cuarto haciendo juego con la
estampa del señor san José. En los siguientes días, traté de vencer
la irresistible atracción que me llevaba violentísimamente a recrear
mi espíritu con los recuerdos de aquella noche y aquel día. Pero,
¡ay!, mi señor don Juan. La noble, la gallarda, la incomparable imagen
no se podía apartar de mi imaginación. Cuando oía leer la _Gaceta_
y pronunciaban delante de mí el nombre del rey; cuando Ostolaza le
nombraba en la tertulia para encomiarle hasta las nubes por sus buenas
acciones, mi rostro se encendía, parecía que iban a estallar mis venas
todas, y a romperse en mil pedazos mi corazón.

—¡Oh!, lo creo, lo creo —dije con calor—. Su Majestad cautiva de ese
modo el ánimo de cuantos le miran. ¡Qué gallardía en su persona!
¡Qué nobleza y grave hermosura en su semblante! ¡Qué caballerosidad
e hidalguía en sus modales! ¡Qué dulce música en su voz! No existe
otro más seductor en el conjunto de los hombres... ¿Pues qué diré de
sus elevados pensamientos, de aquella bondad de corazón, de aquella
inteligencia suprema, para la cual no hay en el arte del gobierno
oscuridades ni enigmas? ¿Qué diré de su espíritu de justicia, del gran
amor que profesa a sus vasallos, de su religiosidad supina, de todas
las admirables prendas de su alma, las cuales son tantas, que parece
mentira haya puesto Dios en una sola pieza tal número de perfecciones?
Usted le tratará más de cerca, usted le oirá, usted podrá conocer
por sí misma que las cualidades de ese angélico ser, a quien Dios ha
puesto al frente de la infeliz España, exceden con mucho a sus altas
perfecciones físicas.

—La nariz es un poco grande —dijo Presentacioncita con una salida de
tono que me hizo estremecer—; pero no por eso deja de ser admirable el
conjunto del rostro.

—¡La nariz grande! Así la tuvieron Trajano, Federico de Prusia; así
eran también la de Cicerón, la de Ovidio y tantos otros hombres
eminentes... Pero esto no hace al caso. Lo que importa es que sepa
usted los sentimientos que ha despertado en aquel noble y generoso
corazón, no ocupado enteramente del amor a la patria y al sabio
gobierno absoluto. ¡Oh, mujer feliz entre las mujeres felices! —añadí
con mucho calor—. ¡Oh, flor escogida entre las flores escogidas! ¡Oh,
virgen superior a todas las vírgenes! puede usted vanagloriarse de ser
la primera que ha encendido una llama ardiente, pura; una llama...

Presentacioncita se cubrió de nuevo el rostro con las manos. Entonces
pasó por mi mente la sospecha de que fuese yo en aquel instante víctima
de un bromazo tremendo. ¿Pero cómo era posible que el fingimiento de
la muchacha fuese tan magistral? No; ninguna actriz de la tierra,
aunque se llamase María Ladvenant o Rita Luna, era capaz de simular los
sentimientos con tal perfección, desfigurando el rostro, estudiando
las palabras, midiendo las actitudes, sin que ni un solo momento se
descuidase y revelara el pérfido artificio.

Observé a Presentacioncita con atención profunda, y cuanto más la
miraba más me confirmaba en mi creencia de que lo que veía y oía era la
realidad de una pasión verdadera. Mis últimas zozobras se disiparon,
cuando la vi alzar la frente y me mostró su rostro bañado en lágrimas,
en verdaderas lágrimas de ternura y dolor. ¡Oh, estaba preciosa! Entre
ahogados sollozos, exclamó:

—Señor don Juan, ¡por amor de Dios!, no me diga usted eso, no me lo
diga usted. Es una falta de caridad jugar así con el corazón de esta
desgraciada.

Sus dulces lágrimas humedecieron mi mano. ¡Qué lástima que aquel rocío
celeste no fuera para mí! Me avergoncé de haber dudado un solo instante.

—¿No me cree usted? —dije—. Pues muy fácilmente puede convencerse de mi
veracidad. Yo le proporcionaré ocasión de que oiga usted misma de los
labios...

—¡Oh!, eso no puede ser... —replicó con dignidad.

—No propongo nada contrario al honor —añadí—. Su Majestad creo que
daría la mitad de su corona por poder manifestarle a usted los
sentimientos que le ha inspirado. Yo tengo el honor de ser amigo de Su
Majestad, y me ha confiado este deseo de su corazón. ¿A qué conduce
el negarle tan dulce y legítimo consuelo, cuando él, por la misma
sublimidad de su amor, no aspira a nada que arroje sombra de mancilla
sobre la adorada persona de usted?

—¡Oh, qué disparates! —dijo con miedo—. No, esto no puede pasar de
aquí. Ni mi humilde condición con respecto a la suya me permite
acercarme a él con legítimo fin, ni mi honra me lo consiente de otro
modo. Es este un problema que no puede resolverse. No lo resolverá Su
Majestad con todo su poder, ni me deslumbrará el esplendor de su corona
hasta cegarme los ojos con que miro mi deber, la reputación de mi
nombre y mi casa. ¡Jamás! Oiga usted bien lo que digo. Jamás consentiré
en ver ni hablar a esa alta persona. Si he confesado lo que usted acaba
de oír, lo he hecho porque mi corazón necesitaba esta noble, esta leal
expansión con un cariñoso amigo que no puede venderme.

—Pero él...

—Ni una sola palabra más sobre este asunto. ¡Qué necia he sido! ¿Por
qué no se me abrasó la lengua? Antes moriré cien veces que consentir
en ser recibida por su amigo de usted, o en aceptar su visita.
¡Miserable de mí! Me daría yo misma con mis propias manos la muerte, si
me viese cogida en una inicua celada por los cortesanos y aduladores de
Su Majestad.

—¿Usted ha podido creer que yo...? —dije muy confundido.

—¿Por qué lo he de negar? Creo que, a pesar de su honradez, el deseo de
servir a su señor le impulsa a abusar de mi confianza, de mi debilidad,
de esta franqueza quizás culpable con que le he hablado... ¡Oh, Dios
mío! ¡cuán desgraciada soy, cuán desgraciada!

—Señora, yo juro que nada he pensado contrario al honor de usted y
de su hidalga familia. Pero no negaré que he creído posible y hasta
conveniente para la tranquilidad del mejor de los hombres y del más
virtuoso de los reyes, el preparar una entrevista amistosa...

—¡Por Dios! ¡Por todos los santos! —exclamó con acento dolorido—. Usted
ha tramado perderme; usted no es ni puede ser un hombre leal. Pipaón,
se acabó; ni una palabra más: retírese usted. ¡Al momento, al momento!

—Calma, calma. Lo decidiremos despacio y sin reñir, ni llamarme desleal.

—¿Qué quiere usted decir con entrevistas amistosas?

—Una conferencia de amigos, una explicación...

Quedose meditabunda largo rato, y yo pendiente de su contestación, con
el alma en los oídos.

—Bien, lo pensaré. Deme usted esta noche para pensarlo.

—¿Y mañana recibiré la contestación?

—Sí, mañana en este mismo sitio y a la misma hora.

Cuando esto decía, sentí un rumor extraño en lo interior de la casa.

—Mi hermano viene —dijo con zozobra—. Retírese usted al momento, al
momento, y apriete el paso. ¡Oh! Ha sido una suerte que Gasparito esté
malo y no pueda salir de noche.

—Dios le conserve el mal... Conque hasta mañana, ¿eh? Adiós, niña mía.

Cerró la reja, y me retiré a mi casa. Yo también necesitaba meditar.



XXV


Al día siguiente oí a doña María quejarse de la profunda distracción de
Presentacioncita, de sus nerviosidades y palideces, del trastorno muy
visible que en sus maneras y lenguaje se había verificado, lo que acabó
de confirmar mi creencia respecto a la veracidad de la niña en las
confianzas que me hiciera. Llegada la noche, acudí a la segunda cita, y
pareciome que se habían agravado en la hermosa muchacha los síntomas
de exaltada y febril pasión.

—¡Cuánto ha tardado usted, don Juan! —me dijo reconviniéndome.

—He venido a la hora marcada, incomparable niña —repuse—. Si usted
se ha anticipado, no me acuse de tardío. Y ¿qué tal? ¿Se ha meditado
mucho? ¿Cómo está esa preciosa cabeza? ¿Se ha serenado, se ha aclarado
ese entendimiento?

—He pensado mucho en ello, señor don Juan —me dijo con abatimiento—, y
mi mal no tiene remedio.

—¡Que no tiene remedio! Eso lo veremos más adelante. Pero, por de
pronto, dígame usted su parecer acerca de la entrevista amistosa.

Contestome con hondo suspiro.

—La entrevista amistosa serviría tan solo para aumentar mi desgracia.
Déjeme usted, Pipaón, déjeme usted. Ni su amistad me sirve de nada, ni
quizás la merezco tampoco... Me moriré sola.

—Seamos razonables, adorada niña —dije alargando una mano por entre
los hierros de la reja—. Aquella persona a quien he dado esperanzas de
obtener algunos castos favores, está loca de alegría. Hoy no ha habido
despacho, y España y sus Indias andarán desgobernadas, mientras aquel
desatentado corazón no se tranquilice.

—¿Y si yo consintiera en la entrevista? —preguntó con afán.

—Entonces pronto se conocería en el risueño aspecto del reino, y en
la marcha rapidísima de los asuntos, que el trono había recobrado su
asiento.

—¿Pues qué —preguntó con incertidumbre—, el trono es capaz de
desquiciarse por mí?

—Presentacioncita, es máxima de la antigüedad que los reyes
contrariados en sus amores no gobiernan bien a los pueblos.

—¡Ay!, Pipaón, cada vez me inspira usted menos confianza —dijo ella—.
Se me figura que mientras yo manifiesto mis sentimientos más escondidos
con tanta sinceridad y tanta nobleza, usted, fingiendo interés por
mí, trata de engañarme, de perderme alevosamente, por servir a un
caprichoso amigo.

—¡Yo falso, yo alevoso, yo traidor! —exclamé con mucho brío—. ¡Aplicar
tales nombres a quien es la lealtad en persona... a quien daría gustoso
su vida por el prójimo, por usted, Presentacioncita de mi alma! Por
Dios, no me estime usted en menos de lo que valgo.

—No, usted no es sincero; usted oculta sus pensamientos —dijo en
tonillo quejumbroso—. Lo que ha hecho usted con las señoras de Porreño,
mis queridas amigas, prueba su mucho arte para el disimulo.

—¿Pues qué he hecho yo con esas dignas señoras? —interrogué,
maldiciendo interiormente aquel pícaro sesgo que había tomado nuestro
coloquio.

—¡Y lo pregunta!... Usted las entretuvo con promesas, mientras
consumaba su ruina; usted compró los créditos de don Alonso de Grijalva
con la libertad de Gasparito, y después...

—Basta, basta —exclamé con indignación—. Esos hechos no pueden juzgarse
en dos palabras. Si yo diera a usted explicaciones, ¡cuán distinta
sería su opinión acerca de esas supuestas maldades!

—No, si no digo yo que sean maldades. El hombre debe mirar por sí antes
que por los demás. Nada malo hay en procurar uno su propio bien, aunque
sea a costa ajena. Lo que digo es que usted sabe fingir muy bien; lo
que digo es que usted me está engañando.

—¡Oh!, santa Virgen de los Dolores, señora y patrona mía. ¿Cómo
convenceré a esta pícara de mi sinceridad, de mi buena fe? —dije con
vehemencia—. Yo juro que nada he pensado que pueda ser contrario a la
perfecta felicidad de usted, a su virtud esclarecida, al interés de su
noble familia.

Y era verdad lo que pensaba. ¿Qué hacía yo sino proporcionar a la
abatida familia de Rumblar fabulosos adelantamientos y repentina
prosperidad? Interesado vivamente por el bien del reino en general y
de cada español en particular, yo me constituía en protector de una
familia, harto necesitada de una buena mano que la ayudase a salir del
atolladero de sus deudas, y del pantano de sus inacabables pleitos.

—Y si no cree usted mis palabras —le dije resueltamente—, a los hechos
me atengo. Ya he ofrecido a usted el medio de cerciorarse por sí misma,
y no digo más.

—Acepto —dijo con viva energía, golpeando con el puño el antepecho de
la ventanilla—. Acepto la entrevista amistosa. ¡Que Dios tenga piedad
de mí!

—¡Oh, mujer feliz entre todas las mujeres felices de la tierra! En
vuestra grandeza, señora mía, no olvidéis de hacer algo por este
humilde servidor de Vuestra Majestad.

Al decir esto, me descubrí respetuosamente ante ella. Presentacioncita
rompió a reír con vanidosa expresión.

—¡Yo Majestad! —exclamó—. Vamos, que pierdo el tino; ¡que lo pierdo sin
remedio!

—Otras cosas hay más imposibles.

—No desvariemos, Pipaón. Sería locura pensar que he de salir de mi
estado y condición actual. ¡Jesús!

—Monaguillo te vean mis ojos, que obispo...

—No, no hay que pensar en tales imposibilidades... posibles, pero que
yo rechazo desde ahora. Lo que digo es que si por acaso me levantase yo
dos dedos más arriba de donde estoy ahora, emplearía mi valimiento en
hacer todo el bien posible.

—¡Admirable corazón!... —exclamé con fingido entusiasmo—. Permitidme,
señora, que salude en vos al iris de paz de la hispana monarquía. ¡Oh,
señora! ¡Oh, excelsa joven! ¡Cuánto siento no estar en sitio donde
pueda prosternarme!...

—¡Se va usted a poner de rodillas! —dijo riendo—. No tanto, señor don
Juan. Solo decía que en caso de tener algún poder...

—¡Algún poder!... Inmenso poderío tendrá usted... ¡Oh, señora, no
se olvide usted de los desgraciados, de los menesterosos, de los
pobrecitos, ¡ay!, de los pobrecitos huérfanos sobre todo!

—Sobre todo de los infelices que gimen en las cárceles y en los
presidios por opiniones políticas.

—También, también: ¿por qué no? Apiádese usted de todo bicho viviente.

—Nada me contrista tanto —añadió con gravedad— como oír hablar de esas
crueles comisiones militares, de esas persecuciones horrendas. ¡Oh!
¡Qué dulce será conseguir el perdón de los desgraciados para quienes
se ha levantado la horca! ¡Qué inefable dicha correr en busca de la
afligida madre, de la esposa, de la inocente hija, para decirles: «por
intercesión mía tenéis padre, tenéis marido, tenéis hijo»! ¡Abrir las
puertas de la patria a los proscritos, arrancar la vil soga de manos
del verdugo, aplacar la ira de los furibundos jueces, derramar el
bálsamo de la caridad en el irritado y endurecido corazón del mejor de
los reyes!... ¡Oh, qué hermoso papel! ¡Dios mío, mátame, o déjame hacer
ese papel!

A esta exaltación sublime siguió en la sensible muchacha un abatimiento
profundo. Yo la contemplaba, diciendo para mí:

—Tan atroz es su pasión, que poco le falta para estar rematadamente
loca.

—¡Qué sueños! —murmuró en tono patético pasando la mano por su abrasada
frente—. ¡Qué disparates he dicho, Pipaón!... Pero mi desvarío es
disculpable, ¿no es verdad? ¿Quién no pierde la vista hallándose tan
cerca del sol? ¿Quién al sentir en su rostro el calor que irradia
aquel centro de luz y de poder, de grandeza y munificencia, no se
trastorna y marea?... Yo no sé lo que pienso, yo estoy absorta. Me
parece que estoy amando a una sombra regia, a una figura magnífica
y arrebatadora que para seducirme ha brotado de las estampas de un
libro de historia. ¡Son tan altos los reyes! Feliz el gusano miserable
que cae bajo su augusto pie. Honran hasta aquello que aplastan...
Mi destino está ya decidido. No puedo contenerme —añadió con brío—.
Adelante: Dios estará conmigo, puesto que está con él, como decía _La
Atalaya_. ¿No es el hijo predilecto de Dios? ¿No le ha puesto Dios
en el trono? ¿No emanan sus acciones todas de inspiración divina?
¿No están de antemano aprobados todos sus actos por el Eterno Padre?
Adelante. Cúmplase mi destino y la voluntad de Dios.

No era ocasión de perder el tiempo en vanas retóricas. Deseando
concluir le dije:

—Su Majestad va casi todas las tardes a la Casa de Campo.

—¿Al otro lado del Manzanares?... No he estado nunca allí —repuso en
tono pueril—. Dicen que es muy bonito. Hay jardines preciosos, y un
lago... todo de agua.

—Todo de agua, exactamente. Es un lugar delicioso. Iremos allá los dos.

—Bueno. Pasearemos primero por entre los árboles.

—Y nos embarcaremos en los botes del lago.

—¡Oh! ¡En los botes del lago! ¡Qué delicia! Pero, ¡ay! —exclamó con
pena—, ocurre una dificultad grande.

—¿Cuál?

—Gasparito...

—Al diantre con Gasparito.

—No es esa la principal dificultad. Por la mañana le encargaré una
comisión cualquiera, y cuando venga a darme la respuesta, ya habré
salido yo.

—¡Admirable idea!

—Pero mamá no me dejará salir sola de casa. Forzosamente me ha de
acompañar mi hermano.

—¡El señor don Diego! —exclamé meditabundo, considerando que el
heredero de aquella noble casa no pecaba de sabio.

—No puede ser de otra manera. Mi hermano ha de ir conmigo; pero bien
sabe usted que, aunque se ha corregido mucho, es bastante aturdido.

—Me ocurre una idea —repuse, encontrando solución a aquella
contrariedad—. No importa que el señor don Diego nos acompañe hasta la
posesión regia. Entraremos los tres: nos pasearemos por espacio de una
hora, u hora y media; luego se le hace salir con cualquier pretexto...

—Y volverá a entrar.

—No: de que no vuelva a entrar me encargo yo.

—¡Cómo resuelve usted todas las dificultades!... Por mi parte yo
procuraré catequizar desde esta noche a mi señor hermano, que ahora
está muy fino y complaciente conmigo. Le diré que usted nos ha
convidado para pasear por la Casa de Campo sin que lo sepa mamá; que
usted conoce al administrador, el cual nos permitirá divertirnos mucho,
correr por todos lados, hacer lo que queramos, como si la posesión
fuera nuestra.

—Y cazar y pescar. Prométale usted lo que quiera. Haremos locuras para
que nadie sospeche. Cuando llegue la ocasión en que su presencia nos
estorbe, usted dirá que se le ha olvidado cualquier cosa, que desea una
fruslería; por ejemplo...

—Caramelos.

—No hay tal cosa por aquellos alrededores; pero se pueden pedir...

—Anises.

—En los puestos del río los hay. Usted manda a su hermano que le traiga
anises, ¿eh? Él sale...

—Y no vuelve a entrar... Es usted el mismo demonio. En fin, estoy
decidida. Que no me abandone Dios es lo que deseo.

Después, estremeciéndose de súbito, lanzó un suspiro, y con voz
conmovida me dijo:

—¡Qué paso tan arriesgado voy a dar, y qué falta tan enorme voy a
cometer!... Aunque ningún pensamiento impuro me arrastra, yo sé que
esto es una falta, una culpa que Dios no me perdonará... ¡no, Pipaón,
no me la perdonará Dios!

—¡Oh!, siempre fue escrupulosa la inocencia —exclamé con zalamería—.
¡Angelical criatura! Si a mí me fuera concedida una mínima parte de la
celestial gracia de usted... ¡Pecado, culpabilidad, impureza! ¿A qué
pronunciar estas palabras quien por su condición seráfica está libre
del contacto del mal?... Écheme usted la bendición y me creeré bueno.

Lejos de calmarse con mis afectadas razones, afligiose más, Vi que
rodaban por sus mejillas abundantes lágrimas y que, cruzando las manos,
alzaba al cielo los ojos.

—¡Dios mío, perdóname!... ¡Madre mía, familia mía, abuelos y
ascendientes míos, perdonadme! —murmuró sordamente.

Satisfecho yo también de la madurez de su pasión, le dije mil cosillas
consoladoras, estrechando sus manos entre las mías. Ella inclinó la
frente, y sentí el vivo calor de ella, así como la humedad de su llanto
en mi mano.

—Pipaón —dijo con ansiedad—, júreme usted que no dirá esto a nadie; que
todo quedará en profundo misterio; júreme usted que no me despreciará
si por acaso... júreme usted que sus propósitos son buenos, sus
intenciones leales...

Yo juré cuanto ella quiso que jurase.

—Es tarde —dijo al fin—. Retirémonos. Júreme usted que no faltará
mañana a la cita.

—¿Lo duda usted? A las dos, ¿no es eso?

—A las dos. ¡Ay, qué doloroso, qué horrible es desear y temer al mismo
tiempo!

—Esperaré en la cuesta de la Vega con un coche simón; téngalo usted
presente: con un coche simón.

—Iré con mi hermano.

—Solo con su hermano.

—No hay que hablar más. Adiós. Hasta mañana.



XXVI


En la mañana del día siguiente no dejé de visitar a don S... S..., uno
de los funcionarios más respetables, más insignes de aquella monarquía.
Desempeñaba el cargo dificilísimo de administrador de la Casa de
Campo tan a gusto de Su Majestad, que no le cambiara este por uno de
sus mejores ministros. No le nombraré más que por sus iniciales, con
cuya delicada reserva evitaré que salgan ahora a reclamar la gloria
de su descendencia algunos de esos holgazanes que, faltos de virtudes
propias, se gallardean y ufanan con las de sus mayores. Don S... S...
no había salido de ninguna universidad, sino de las cocinas de Palacio,
en cuyas humildes aulas consiguió prestar al entonces príncipe de
Asturias repetidos servicios, denunciándole supuestos envenenamientos
en algunos platos. Por estos escalones llegó don S... S... a subir tan
alto, que después de 1814 era hombre que no se cambiaría por Pedro
Collado, ni por el duque de Alagón.

Desempeñaba sus funciones este sujeto con solicitud admirable. Se le
veía en todos los sitios públicos, y con frecuencia en el interior
de los teatros, donde nunca faltaba alguna cómica o bailarina a quien
tuviese que dar un recadillo. Había que verle en la Casa de Campo
a ciertas horas y en ciertos días, dando pruebas de tan consumada
prudencia, discreción y talento, que no se podía pedir más. Yo me
honraba con su amistad, y cuando le anuncié mi visita a la real
posesión acompañado de una madamita, alegrose en extremo, y se extendió
en largas disertaciones acerca de las dificultades de su cargo,
prometiéndome al fin que nos recibiría espléndidamente. Eso sí: a
obsequioso y amable le ganaban pocos.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

A las dos de la tarde estaba ya en la cuesta de la Vega, muy acicalado
y vestido con las finísimas ropas que por aquellos días me había hecho,
y a poco se me apareció Presentacioncita. ¡Válgame Dios, qué linda
estaba! A sus encantos naturales, duplicados por la dulce emoción que
teñía de suave rosicler su rostro, unía el más elegante y gracioso
atavío que la fecunda inventiva de una mujer enamorada puede idear.
¡Cómo lucían aquellos incendiarios ojos, que a cada movimiento de
sus pupilas dejaban entrever llamaradas del cielo! ¡Qué sonrisa tan
deliciosa la de sus rojos labios! ¡Qué gracia en el abanico! ¡Qué
caídas las de la mantilla! ¡Qué deslumbradora claridad, qué irradiación
de hermosura desde la peineta hasta las puntas de los diminutos pies!
Yo estaba trastornado de admiración.

Acompañábala don Diego, no tan risueño y aturdido como de costumbre,
sino, por el contrario, con ciertas pretensiones de gravedad que no me
hicieron gracia... ¿Sospecharía?... Yo le hablé de la gira campestre
que íbamos a emprender, de lo mucho que nos divertiríamos en la regia
posesión, y añadí que lo mejor hubiera sido decir claramente a la
señora condesa el empleo higiénico que íbamos a dar al día.

—Entonces no nos hubiera dejado venir —repuso, entrando en el simón—.
Más vale así.

—A prisa, a prisa —dijo Presentación con impaciencia—. Ese cochero que
eche a andar, y que no pare hasta la Casa de Campo. Temo que Gasparito
descubra a dónde vamos. Desde esta mañana anda rondando la casa.

El coche partió. Don Diego recobraba poco a poco su habitual
volubilidad, y me hacía mil preguntas diversas relativas a la pesca del
lago, a la caza de cantarranas, a las embarcaciones de los infantes y
otras menudencias. Doña Presentacioncita no hablaba nada. Yo no cesaba
de contemplarla. ¡Qué expresión tan bonita en su rostro y en sus ojos,
no menos picarescos que apasionados! Sin duda había en toda ella la
dulce tristeza indefinible del justo que se dispone a ser pecador.

En medio de la confianza que me inspiraba la niña, tenía yo cierta
sospecha vaga, que, aun después de verme en el camino del triunfo, se
removía vagamente en el fondo de mi espíritu. A cada instante creía
que la encantadora muchacha iba a escaparse de mis manos, dejándome
burlado... Pero cuando entramos en los jardines disipáronse mis últimas
inquietudes.

—Aquí dentro —dije para mí, inundado de secreto gozo—, no te me
escapas. ¡Victoria completa! Ahora, ángel celeste, aunque te
arrepintieras no tendrías salvación.

Sentíame yo como el general que acaba de ganar una batalla.

Abandonando el coche, avanzamos por las hermosas alamedas de aquel
ameno sitio. Don Diego, despabilándose con la hermosura de lo que
veía, charlaba por tres. No había acabado de entrar, y ya quería cazar
todas las aves, pescar todos los peces, y modificar a su antojo la
posesión. Tal alameda no debía estar como la plantaron sus fundadores,
sino de otra manera; tales árboles debían ser arrancados y sustituidos
por otros; en determinado sitio debía construirse un edificio, un
pabellón... en fin, para aquel impetuoso joven nada debía ser como era.

Presentacioncita se extasiaba en la contemplación del hermoso lago, que
es principal adorno y riqueza de la hermosa finca. Después de observar
largo rato el risueño espectáculo que ofrece la enorme masa de agua
rodeada de amena verdura y corpulentos árboles, me dijo:

—Paseemos un poquito por el charco.

—Voy un instante a ver al administrador —le dije en voz baja, mientras
don Diego se dirigía a los botes—. Pronto vuelvo: no se olvide usted de
los anises.

—¿Nos dejarán embarcar, Pipaón? —me preguntó el conde.

—Voy a pedir licencia.

En cuatro palabras me puse de acuerdo con el respetable don S...
S... acerca de los medios de plantar en la calle el estorbo que por
necesidad habíamos traído. El conde saldría; pero antes que a entrar
volviera se convertirían en anises todas las piedras del río cercano.

Un momento después, era desamarrado uno de los botes. Ocupole don Diego
empuñando resueltamente los remos, y después de describir varias curvas
se acercó mansamente a la orilla.

—Entren ustedes... Presentación, adentro. Señor don Juan, salte usted.

Saltamos adentro, y tomamos asiento en los bancos del bote. Era la
primera vez en mi vida que yo me embarcaba.

—¿Saben ustedes —dije a los dos jóvenes cuando habíamos avanzado como
cinco varas por el agua— que este suave movimiento no me agrada? Se me
va la cabeza.

—¡Se le va la cabeza! —dijo Presentación—. ¡Qué será de la monarquía,
si se le va una de sus principales cabezas!...

La miré, por ver si reía; pero estaba seria.

—¡Una de sus principales cabezas! —repitió don Diego remando cada
vez con más fuerza—. Ahora me acuerdo de que no he dado a usted las
gracias... ¡qué distraído soy!... por la bandolera que me ha conseguido.

—Eso no vale nada, amiguito. Usted se merece más —dije con mucha
inquietud—. Hágame el favor de poner la proa a tierra... Por mi amigo
el infante don Antonio juro que el navegar es cosa imponente.

—¿Pero se marea usted aquí?... ¡hombre de Dios! ¿Y no se avergüenza
usted?

—¡Un hombre de estado, una eminencia —dijo Presentación—, una lumbrera
de España y del siglo, perder su aplomo tan fácilmente!

—No me mareo; pero la verdad, esto no me gusta... A la otra orilla, que
es tarde y tenemos que ver la pajarera.

—Otro poquito más —dijo la niña—. Me encanta este suave movimiento.
¡Qué hermosa es el agua!... Mire usted, mire usted los pescaditos.
¿Pues y esas hierbas verdes y negras que se ven debajo?... Aquí tienen
ellos sus nidos, sus casas, sus alcobas, sus camas, sus despensas...
Mire usted cómo van en bandadas por el agua, cómo se juntan y se
separan. Parece que se dicen un secreto, que se hacen preguntas,
que disputan y se reconcilian después. Y ¡cómo se ve el cielo en el
fondo! Parece otro cielo, ¿no es verdad, Pipaón? ¡Qué bien se ven de
aquí los árboles de la orilla: se ven dos veces, unos vueltos hacia
arriba y otros hacia abajo! ¡Oh!, por allí vienen los cisnes. De lejos
parecen una escuadra navegando a toda vela. ¡Ay, Pipaón, qué hermoso es
esto!... A ver si sé yo remar.

—¡Tonta! Tú no tienes fuerza —dijo don Diego, defendiendo los remos.

—Señor conde, diríjase usted a la otra orilla —dije yo, empuñando el
timón, con no menos brío que un Sebastián Elcano—. La verdad es que
estas cáscaras de nuez no me inspiran gran confianza. Puede romperse
una tabla con la mayor facilidad, y aquí se ahoga uno sin remedio.

—Yo no, porque nado como un pez —dijo don Diego.

—A tierra, a tierra.

—¿Que se ahoga uno? ¡Dios mío! —exclamó con espanto la madamita—. ¿Si
uno se cae aquí, se ahoga?

—Sin remedio.

Por más que ordenábamos al remero que nos llevara a tierra, se empeñaba
el tunante en dar vueltas y más vueltas alrededor del lago. Corría
velozmente la frágil embarcación, y la niña de la condesa parecía
muy complacida de aquel extraño modo de pasear, porque aspiraba con
delicia el aire que en nuestra carrera nos azotaba el rostro, y con sus
manecitas agitaba el agua, salpicándola, cual si también remase.

—Basta, basta ya. ¡A tierra!

—Está usted pálido, Pipaón —me dijo la niña, acercándose a mí con mucho
interés.

—Pálido no —repliqué—; pero nos hemos paseado ya bastante por los mares.

—¿Quiere usted un caramelo? —añadió, registrándose los bolsillos—. ¡Qué
diablura! Se me han olvidado.

—Habrá usted traído anises.

—Tampoco —añadió con mucho desconsuelo—. Mira, Diego, en cuanto
volvamos a la orilla, saldrás a comprarme unos anises. Verdaderamente,
no me puedo pasar sin anises.

—En los puestos del río los hay —indiqué yo.

Daba el bote una vuelta, cuando vi que un guarda, con descompuestos
ademanes de ira, nos hacía señas para que fuésemos a la orilla. Era un
ardid convenido con don S... S... para poner término a la excursión
naval si se prolongaba demasiado.

—¿Ven ustedes? El guarda nos hace señas de que salgamos del bote
—grité, fingiendo el mayor enfado—. ¡Qué desacato hemos cometido! Nos
van a echar de la posesión.

—Vamos, vamos —dijo la niña—. Aquel buen hombre está muy enojado.

Pero el conde seguía remando, y la nave su suave curso alrededor del
charco. Disponíame yo a arrancar los remos de las manos del joven,
cuando divisé en la orilla de enfrente muchedumbre de hombres y
caballos.

Presentación palideció.

—¡Buena la hemos hecho! —exclamé, reconociendo los coches de la Casa
Real—. Ahí está Su Majestad... Cuando menos, nos mandan a la cárcel.

—¡Jesús, qué miedo! —dijo la niña—. ¿Dónde nos esconderemos? Diego, tú
tienes la culpa. Vamos a tierra pronto, hijito, o échanos a pique para
que ocultemos nuestra vergüenza.

El muchacho reía con un desparpajo que me arrebató de cólera.

El guarda seguía haciendo señas. Tras el coche del rey entraron otros,
y bien pronto vimos paseando por la orilla a Su Majestad en persona,
acompañado del duque y seguido de distintos individuos de su alta
servidumbre. Poco después aparecieron algunas damas. Don Dieguito
remaba suavemente hacia tierra.

De pronto observamos que el rey y todos los que le acompañaban se
detenían a mirarnos. Estábamos sirviendo de espectáculo a la corte.

—¡Qué vergüenza! —dijo Presentacioncita—. ¡Cómo nos miran!... Su
Majestad se ha fijado en usted, Pipaón. Parece que se sonríe.

En efecto: sonreía mirando el bote.

—Salude usted a Su Majestad, Pipaón; salude usted, hombre —gritó con
afán la niña—. ¡Por Dios, no sea usted grosero!... ¡Qué poste!... Pero,
hombre, levántese usted.

Púseme en pie, sombrero en mano... y en el mismo instante ¡Dios
todopoderoso y misericordioso!... sentí unas pequeñas pero enérgicas
manos que empujaron mi espalda... recibí un impulso terrible, del cual
no pude defenderme por estar desprevenido, y caí como una piedra en el
agua... ¡Horror incomparable!

Cuando mi cuerpo chocó en la superficie del agua, y esta salpicó con
estruendo y chasquido horribles, y sumergime repentinamente, sentí un
rumor espantoso de carcajadas, y sobre mí la voz de Presentacioncita,
que con el ardor de la venganza, gritaba:

—¡Por tunante! ¡Por cobarde! ¡Por pillo! ¡Por traidor! ¡Por al...!

La última palabra no la copio por respeto a mí mismo.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Yo nadaba como una peña. Fui derecho al fondo. Agua por todas partes:
agua en mis ojos, en mi boca, dentro de mi cuerpo; agua en mi aliento,
que ya no era aliento, sino el angustioso hálito de la asfixia. Tragaba
la muerte... me moría por dentro y por fuera... ¡me ahogaba!...

       *       *       *       *       *

¡Ay! Cuando me sacaron, no sin trabajo, los guardas, ayudándose
de ganchos, mi persona inspiraba horror, según me han dicho. Yo
era una masa de fango pestilente. Los cortesanos huyeron de mí con
asco, mientras los guardas me envolvían en mantas, prodigándome los
tratamientos necesarios para volverme a la vida. Dentro de mi estómago
tenía todo el estanque, todo el océano... y hasta el bote.

Cuando adquirí la certeza de que aún vivía para bien de la humanidad y
amparo de los desvalidos, era ya de noche. Todo era silencio. Yacía en
una desnuda sala, y a mi lado no vi ni rey ni cortesanos. Los guardas
me miraban, y recordando el chasco se reían.

Entonces, trayendo a la torpe memoria accidentes y pormenores, empecé
a caer en la cuenta de que Presentacioncita se había burlado de mí.
¡Qué obra maestra de estudiada farsa, de disimulo, de pérfido engaño!
¡Maldita sea mil veces! Recordando su comedia, su bien fingido
enamoramiento, sus coloquios conmigo, la habilidad suprema con que
me fue conduciendo poco a poco a la catástrofe, de acuerdo con su
hermanito, con su novio y sus criados, me parecía mentira que todo
fuese una burla. Después he sabido que mi conducta con las señoras de
Porreño y el señor de Grijalva le inspiraron aquel plan de venganza,
que llevó adelante con su incontrastable voluntad y su agudísimo
entendimiento. Me aborrecía apasionadamente; me odiaba con exaltación;
soñaba con la venganza, y ningún ideal amoroso, ninguna fantasía de
mujer hubiera enloquecido su mente, como aquella ansia de burlarme
de un modo cruel, inaudito, no contentándose con el martirio de la
ridiculez, sino aspirando a daños mayores, a la muerte quizás...
Confesó la pícara que nada se le importaba que me ahogase, pues un ser
tan vil y despreciable como Pipaón (así mismo lo afirmó) debía morir
donde vivía, es decir, en el lodo.

¡_Hórrida, bella_! Desde entonces, Presentación me causó espanto. No me
parecía yo a Marat; pero ella tenía no poco de Carlota Corday.

       *       *       *       *       *

—Pero después de tal infamia, ¿les dejaron marchar tranquilos?
—pregunté a don S... S... que se me acercó para informarse de mi estado.

—La muchacha reía —me dijo—; el joven remaba con fuerza para llegar a
la otra orilla; pero por mucha prisa que se dio, ya les aguardaban allá
los guardas, dispuestos a hacer presa en ellos... Fueron, pues, cogidos
ambos hermanos, ¿porque son hermanos, no es verdad? La muchacha
estaba serena, tan serena que parecía un ángel; y cuando le afeamos su
conducta, respondió que usted, por trapisondista y farsante... (no sé
cuántas insolencias salieron de aquella linda boca), bien merecía el
remojón delante de la Corte, y aun la muerte.

—¿Y el rey no dispuso...?

—Su Majestad, cuando vio que mi señor don Juan salía lleno de fango,
dijo sonriendo: «¿Está vivo ese tunante?»

—¿_Ese tunante_?

—Así mismo. Luego añadió: «Hierba ruin nunca muere», y fue hacia donde
estaban los dos criminales detenidos por los guardas.

—Sin duda iba a disponer un castigo tremendo...

—Fernando VII reía de tan buena gane que daba gusto verle. Todos nos
reíamos. De repente, algunos señores de la corte que acababan de entrar
en la posesión se encontraron con Su Majestad en la senda que da vuelta
al lago. Detuviéronse todos: aquellos señores traían una grave noticia,
venida hoy por el correo de Francia; una noticia estupenda, horrible,
que dejó absorto y frío y pálido a nuestro rey, y mudos de espanto a
todos los que le rodeamos.

—¿Y esos dos muñecos?...

—Su Majestad permaneció un rato mudo y quieto, como si se convirtiera
en estatua. Después dijo: «Vamos al instante a Palacio»; y pusiéronse
todos en marcha.

—¿Y esos dos muñecos?...

—Yo interrogué al monarca para saber lo que hacíamos con ellos, y
entonces volvió a reír...

—¡A reír!

—Y con mucha complacencia nos dijo: «Que se les deje en libertad, y no
se les moleste por su travesura.»

—¡Travesura! ¡Se escaparon! ¡La impunidad! ¿Y qué noticia es esa...?

—Que Napoleón ha vuelto de la isla de Elba.


Madrid.—Octubre de 1865.


FIN DE «LAS MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815»




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