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Title: El Grande Oriente
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del párrafo en que se las llama.



EPISODIOS NACIONALES

EL GRANDE ORIENTE



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.


Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.



  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  SEGUNDA SERIE

  EL
  GRANDE ORIENTE

  35.000

  [Ilustración]

  MADRID
  LIBRERÍA DE LOS SUCESORES DE HERNANDO
  Calle del Arenal, núm. 11.
  —
  1908



EL GRANDE ORIENTE

I


Sí; era en la calle de Coloreros, en esa oscura vía que abre paso desde
la calle Mayor hasta la plazuela y arco de San Ginés. Allí era sin duda
alguna, y hasta se puede asegurar que en la misma casa donde hoy admira
el atónito público fabulosa cantidad de pececillos de colores dentro
de estanques de madera, y muestras preciosas de una importantísima
industria: las jaulas de grillo. Allí era, sí, y no es fácil que ningún
contemporáneo lo niegue, como han negado que Francisco I estuviese
en la torre de los Lujanes, y que Sertorio fundara la Universidad
de Huesca (que es achaque de los modernos meterse a desmentir la
tradición). Allí era, sí, en la calle de Coloreros y en la casa de
los rojos peces y de las jaulas de grillos, donde vivía el gran don
Patricio Sarmiento.

En lugar de los estanques de madera, vierais, corriendo el año 1821,
una ventana baja con rejas verdes a la derecha del portal. Aplicad el
oído, ya que la cortineja de indiana rameada no permite dirigir hacia
dentro la vista, y oiréis una voz sonora y grandilocuente, ante cuya
majestad las de Demóstenes y Mirabeau serían un pregón desacorde. Oíd
sin cuidado. Es de día. Detiénense los curiosos y atienden todos sin
que nadie les estorbe.

—Cayo Graco, hijo de Tiberio Sempronio Graco y de Cornelia, era
liberal, señores; tan liberal, que se rebeló contra el Senado. Decid,
niño, ¿qué era el Senado en aquella época?

Una voz infantil contesta:

—El Senado era una camarilla de serviles y absolutistas que no iban más
que a su negocio.

Y la voz grave prosigue así:

—Muy bien... Porque habéis de saber que Cayo Graco fijó el precio del
trigo para que los pobres tuvieran el pan barato. Como que era un
hombre que no vivía sino para el pueblo y por el pueblo. Luego les
probó a los senadores que estaban robando el tesoro del reino... digo,
de la república. Así es que aquellos tunantes no querían que Cayo Graco
fuese elegido diputado... Decid, niño, ¿cómo llamaban entonces a los
diputados de la nación?

—Les llamaban Aglaé, Pasitea y Eufrósina.

—Zopenco, esos son los nombres de las tres Gracias... De rodillas,
pronto de rodillas... ¡Valiente borriquito tenemos aquí!... Tú,
Gallipans, responde.

—Les llamaban _tribunos de la plebe_, y había cuatro órdenes de ellos,
a saber: el toscano, el jónico, el dórico y el corintio.

—Has empezado como un sabio y concluyes como una mula. ¿Qué berenjenal
es ese que haces mezclando a los diputados de Roma con los órdenes de
arquitectura?... Pues bien, les llamaban _tribunos de la plebe_. El
Senado, aquella pandillita de hombres ambiciosos, que acaparaban los
destinos gordos, las superintendencias, las secretarías y, ¿por qué
no decirlo?, los ministerios, no querían que Cayo Graco fuese tribuno
y estorbaban su elección por medio de intriguillas. ¿Qué habían de
querer, si en todas las sesiones de Cortes les ponía de hoja de
perejil? No se mordía la lengua el gran patriota, y en plazas y cafés,
en el foro y en los pórticos de las iglesias, por doquiera, señores,
convocaba al pueblo para enseñarle las doctrinas constitucionales, y
condenar la tiranía y los tiranos... Decidme ahora, niño, ¿quién era el
cónsul Opimio?

—El cónsul Opimio.

—Muy bien dicho. Un fatuo, un pedante, un cobarde, un servilón,
una especie de _persa_ que salía siempre a la calle escoltado por
una cohorte de candiotas, o idiotas que es lo mismo, para que los
partidarios de Graco no pudieran zurrarle la badana. Decid, niño, ¿cómo
se llamaba el amigo de Cayo?

Todas las voces infantiles responden a un tiempo.

—Flaco.

—Ese nombre no se os olvida, picarones, porque os hace reír. Muy
bien. Pues sabed que un día los partidarios de Opimio, después del
sacrificio, que es, como si dijéramos, al salir de misa de doce,
insultaron a los de Graco, los cuales asesinaron a un alguacil,
macero, lictor o como quiera llamársele. Viérais allí, cual encrespadas
olas de un mar borrascoso, chocar unos y otros, pueblo y tropa,
democracia y tiranía, patriotismo y servilismo. La sangre corría por
las calles de Roma como corre en la de Coloreros el agua cuando llueve.
Se degollaban unos a otros e iban arrojando cabezas al río. Quién
gritaba _viva la Constitución_, quién aclamaba a los cónsules diciendo
_vivan los verdugos_, y hasta los niños pequeñitos tomaban parte en la
encarnizada refriega, no de otra manera que los tiernos cachorros del
león, cuando se disputan un huesecillo para jugar. Retíranse Graco y
Flaco... (_Risas en el menudo auditorio._)

—¡Silencio!... ¿Qué importuno y discorde reír es ese? Retíranse Graco y
Flaco; van en busca de Rufo... (_Nuevas risas._)

—Silencio, digo... o ninguno sale hoy de aquí. ¿Qué risas son esas?
Periquito, Chatillo, Roque... ¿no os da vergüenza de profanar este
augusto recinto con vuestras ridículas bufonadas?... Orden, compostura,
atención, silencio... Pues decía que se retiraron todos al monte
Aventino, que era un monte, pues... un monte que se llamaba Aventino.
Pero, ¡ay!, los cónsules los cercan; envían numerosa y aguerrida tropa
para que a cañonazos los destruyan allí, y tienen que marcharse,
señores, al otro lado del Manzanares, o sea el Tíber, que todo viene
a ser lo mismo; a un sitio que bien podría nominarse la Fuente de la
Teja, y que estaba consagrado a las Furias, o si se quiere con más
propiedad, a los demonios. Los partidarios de Graco empiezan a desertar
porque el gobierno les ofrece destinos y dinero. ¡Perfidia inaudita,
escandalosa traición que no volverá a pasar, yo os lo juro!... Al
mismo tiempo, Opimio y sus infames cómplices ofrecen pagar a peso de
oro la cabeza del gran tribuno. Este se ve perdido. Dice a su esclavo
Filócrates que lo mate. Filócrates vacila... ¡momento de angustia y
dolor supremo! Los sicarios llegan; los serviles se acercan rugiendo,
cual manada de famélicos lobos. Consérvase sereno y tranquilo Cayo. La
fuga le es imposible. Suplica a su esclavo por segunda vez que le dé
muerte. Este obedece. Hiérese él mismo con el estilete, que era una
pluma de las que empleaba aquella gente para escribir sobre papel de
cera, y cae, bañando el suelo con su sangre preciosa. Los del cónsul
llegan, córtanle la cabeza y van con ella a pedir el vil premio de su
hazaña. Decidme, niño, ¿de qué materia llenaron la cavidad cerebral de
la patriótica cabeza para que pesara más y aumentase el valor de tan
cruento trofeo?

Todas las voces a un tiempo:

—De plomo.

—Perfectamente. Y pesó diecisiete libras. Ahora... basta de historia
romana, y pasemos a la retórica. Ea, niños: divídanse los dos bandos.
Roma a la izquierda, Cartago a la derecha. Veremos quién ciñe el lauro
de la victoria, y quién muerde el polvo en esta honrosa lid de la
retórica.

Gran tumulto. Corren unos a este lado, otros al contrario, y
agrúpanse en dos bandos al pie de los estandartes españoles con sendos
cartelillos, en uno de los cuales se lee _Roma_ y en otro _Cartago_.
Susurro murmurante, parecido al de las colmenas, precede a las primeras
preguntas. Los combatientes esperan con ansia el encuentro inicial, y
los juveniles corazones palpitan, vacilando entre el miedo y un honroso
tesón.

—Veamos... Comience este pindárico certamen por una proposición máxima.
Decid, niño, ¿de cuántas clases son los pensamientos?

—De dos: claros y oscuros.

—Bien por Cartago. A ver, responda ahora la gran Roma. ¿Qué son
pensamientos claros?

No se había pronunciado aún la respuesta, cuando oyose gran tumulto en
la calle, y una voz gritó en la reja:

—¡Hoy no hay escuela!

Y esta voz se confundió con alaridos de la bulliciosa turba, que
corriendo decía:

—¡A Palacio, a Palacio!



II


La escuela quedó en un instante vacía, y don Patricio Sarmiento salió
a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy
gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de
color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de
fuelle; pero blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno
de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja
izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues
que dientes, y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana
en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan
huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos, y que tenía
por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancio, donde
se encajaba aquella como la flor en el pedúnculo; un gorrete, de quien
no se podía decir que fue encarnado, si bien conservaba históricos
vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la
cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la
creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo
color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él, como
en un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el
imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de
unos zapatos con más golfos y promontorios que puntadas, y más puntadas
que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban
crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra
de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo
del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la
faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo... tal era la
personalidad física del buen Sarmiento.

—¡A Palacio! —exclamó viendo la mucha gente que bajaba hacia San Ginés
por delante de su casa y la muchísima que seguía la calle Mayor hacia
Platerías—. Hoy tendremos otra gresca. ¿A cuántos estamos?

—A 5 de febrero —repuso un joven que junto a don Patricio apareció con
mandil de sastre, sosteniendo en la izquierda mano dos pedazos de tela
y en la diestra una aguja—. Parece ser que _Narices_ ha escrito un
papel al Ayuntamiento quejándose de los insultos, y para que rabie más,
hoy le van a dar más música.

—Aparte de que no me gusta que se hable del soberano con tan poco
respeto —dijo el maestro—, lo que has dicho, querido Lucas, me parece
muy bien. Pues que no quiere música, désele más música. Si no, que
cumpla sus deberes de rey constitucional y marche francamente por la
senda aquella de que nos habló el 10 de marzo del año pasado... Va
mucha gente. ¿Por qué no dejas la obra y corres allá? Tal vez ocurra
algún acontecimiento digno de ser transmitido a la posteridad. Yo iré
después a _La Cruz de Malta_, a ver qué se decide esta noche respecto
a la exposición que se proyecta dirigir al rey contra el ministerio.
Me parece admirable idea, querido Lucas, porque has de saber que yo
combato a Argüelles.

—Y yo también —replicó el sastre—. O nos dan un ministerio
liberalísimo, que de una vez acabe con todos los tunantes, o el pueblo
soberano decidirá en su sabiduría... ¿Dejo el trabajo? ¿Cierro el
puesto?

—Deja el trabajo, _dimitte laborem_, y cierra el puesto, que tiempo
hay de mover el paño. Día llegará en que la patria más necesite de
bayonetas que de agujas. Si no tuviera que copiar esos pliegos, también
husmearía un poco. Ponte el uniforme, hijo, que en estos sucesos
públicos bueno es que cada cual se presente con los arreos de su
jerarquía. Los uniformes dan respetabilidad. Procura que la muchedumbre
no se desborde; amonéstala, que al verte ella respetará la gloriosa
institución a que perteneces. No grites, no vociferes, que eso no
es propio de quien representa la autoridad, la fuerza pública y la
soberanía armada. Consérvate sereno en medio del tumulto, y si tocan a
formar y hay lucha con los guardias y demás cohortes del absolutismo,
despliega, querido hijo, todo el valor de tu pecho, todo el brío de tu
raza, y sé cual indomable león, que no conoce riesgo y hace estremecer
al cobarde lobo solo con el rugido de su cólera.

El joven sastre, mientras esto decía su venerable padre, vestíase a
toda prisa en el mismo portal que era albergue de la sastrería. En el
momento de abandonar la tienda para mezclarse al popular tumulto, un
hombre llegó a la puerta y se detuvo en ella, saludando cariñosamente
al señor Sarmiento.

—Hola, hola... señor Monsalud —dijo este—. ¿Tan pronto de vuelta? ¿No
va usted a Palacio? Dicen que habrá tocata de _trágalas_, y sinfonía de
_mueras_ y _vivas_.

—¿Ha salido mi madre? —preguntó el joven sin hacer caso de las
observaciones de su amigo.

—No he visto salir a la señora doña Fermina —replicó Sarmiento—. Debe
de estar arriba, acompañando a doña Solita y al Taciturno.

—Subiré a decirle que no salga esta tarde.

—Aguarde usted, don Salvador. Si no va usted más que a eso, le mandaré
un recado con Lucas. Quédese usted aquí. Vámonos a la esquina a ver
pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Qué me dice usted de estas cosas?

—¿Pero no tiene usted escuela?

—He soltado al infantil rebaño. Si no lo hiciera me alborotaría la
escuela, y mis lecciones se perderían en la algazara como semilla que
se arroja al viento. Es preciso transigir un poco con la inquietud
bulliciosa y la precocidad patriótica de estos chiquillos que han
de ser ciudadanos. De esta manera les voy educando sin tiranías, y
mansamente les inculco sus deberes, y les preparo para que ejerzan
la soberanía en los venideros años venturosos, en los cuales nuestra
nación se ha de empingorotar por encima de todas las naciones.

El amigo y vecino de nuestro excelente don Patricio sonrió.

—No crea usted —continuó el maestro— que imitaré la conducta de ese
pedante insoportable, émulo y antagonista mío, el maestro Naranjo, de
la calle de las Veneras, el cual, cada vez que hay bullanga, revista de
milicianos, otra cualquier función vistosa, encierra a los chicos y no
les permite ver, ni que regocijen sus tiernas almas con las emociones
de la cosa pública. Pero bien sabe usted que Naranjo es un poco y un
mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en
intolerancia, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente
en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de _persa_
vergonzante y amagos de realista monacal. ¿Qué ha de hacer con los
pobres chicos un hombre de estas cualidades? Tiranizarles, ennegrecer
su espíritu, imbuirles ideas despóticas, educarles en el desprecio de
la Constitución y en el amor al servilismo. ¡Desgraciada nación la
nuestra, si prevalecieran en ella los alumnos de Naranjo! Vea usted,
señor don Salvador, una cosa de que el ministerio debiera ocuparse sin
levantar mano: extirpar esas infames cátedras, suprimiendo todos los
maestros de escuela que con su conducta están sembrando la cizaña del
servilismo, para que en lo venidero estorbe y ahogue la frondosa planta
de la Constitución.

—Sí, es preciso poner mano en eso —respondió distraídamente Monsalud—.
Me parece que ya no pasa tanta gente.

—Si no tuviera que barrer la escuela y copiar unos pliegos, señor don
Salvador, nos iríamos usted y yo a meter nuestro hocico en la plaza de
Palacio y oír algo de la rechifla... pero, ¡como ha de ser!..., primero
es la obligación que la devoción.

Diciendo esto, don Patricio entró en el aula, y tomando la escoba que
detrás de la puerta estaba, empezó su tarea.

—Si usted me lo permite —dijo Salvador siguiéndole también adentro—,
escribiré una carta aquí, en la mesa de usted.

—Gran honor es para mí... Aquí tiene usted la pluma que he cortado
hace poco; aquí la tinta; aquí el papel. Me callaré para que usted
pueda escribir tranquilo... Pues como iba diciendo, yo me alegro de que
a Su Majestad, de quien siempre hablaré con mucho respeto, le den estas
lecciones de constitucionalismo. Los reyes, amigo mío, no aprenden de
otra manera. Les dice uno las cosas, y nada; se las repite, se las
vuelve a repetir, y ni por esas: es preciso gritar y manotear para que
fijen la atención... ¡Ah!... ¡perdone usted! estoy levantando mucho
polvo. Regaré un poquito.

Salvador Monsalud escribió lo siguiente:

  «A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·. Pod.·. Sob.·. Gr.·. Com.·. y
  Secr.·. Gran Maest.·. del Gran Oriente de España.

  S.·. F.·. U.·.

  Aristogitón.·. gr.·. 18.

    (SALVADOR MONSALUD.)»

Después se quedó un rato pensativo mordiendo las barbas de la pluma.

—Cuidadito, retire usted un poco los pies, que mojo —dijo don Patricio,
agitando la regadera junto a la mesa—. Ahora se puede barrer sin
cuidado... No de otra manera la benéfica lluvia de la libertad impide
que se levante el sucio polvo de la tiranía... Vea usted, señor don
Salvador, qué poco aprenden los reyes. Como los chicos, no entienden
sino a palos. Yo digo que la Constitución con sangre entra. En octubre
del año pasado, cuando Su Majestad no quería sancionar la reforma de
monacales, por instigación de don Víctor Sáez y del embajadorcillo de
Su Santidad, el pueblo amenazó con una revolución y Fernando no tuvo
otro remedio que sancionar. ¿Pero sirviole de enseñanza este suceso?
No, señor, porque en el Escorial conspiraba contra el gobierno, y
el nombramiento de Carvajal en decreto autógrafo era un proyecto de
golpe de Estado. ¡Iniquidad funesta! Pero el pueblo no se duerme.
Cuando Fernando entró en Madrid... ¡Qué día, qué solemne día! ¡Qué 21
de noviembre! En vez de vítores y palmadas, galardón propio de los
sabios monarcas, Fernando oyó gritos rencorosos, mueras furibundos,
amenazas, dicterios; oyó ternos como puños y vio puños como ternos.
No ha presenciado Madrid una escena tan imponente. Allí era de ver el
pueblo ejerciendo el soberano atributo de amonestación; allí era de
oír el trágala cantado por las elegantes mozas del Rastro. Miles de
brazos se agitaban amenazando, y todas las bocas espumarajeaban de
rabia. Los que llevábamos en la mano el libro de la Constitución, lo
besábamos en presencia del rey. Un fraile pronunció varios discursos
que encendían más los ánimos. De repente por entre apiñadas cabezas se
alzan multitud de manos que sostienen un niño. Es el hijo de Lacy. La
multitud soberana grita: «¡Es el vengador de su padre! ¡Es el hijo del
gran patriota! ¡Mueran los tiranos! ¡Viva la Constitución!» El rey oía
todo, y su semblante echaba fuego... Pues bien: ¿cree usted que esta
lección fue provechosa? Nada de eso. La camarilla sigue conspirando;
la corte desafía a la nación, al mundo, al linaje humano con la infame
conspiración y plan de don Matías Vinuesa, que ha escandalizado a
Madrid días pasados.

Salvador, prestando escasa atención a las palabras del maestro,
escribió despacio y con largos descansos lo siguiente:

  «Dispensad, H.·. y M.·. Q.·. H.·., la libertad con que os manifiesto
  mi pensamiento después de saludaros con los s.·. y b.·. c.·. en este
  Or.·. de Madrid.

  »Faltaría a los más altos deberes si no me negara a aceptar vuestros
  ofrecimientos y la misión que me encomendasteis, porque estando
  convencido de que ese Or.·. es un centro de libertinaje y de
  anarquía, y tal como está organizado produce efectos contrarios a los
  verdaderos principios liberales, deseo que se me considere como H.·.
  D.·. y se aparte mi humilde persona de todos los trabajos de la O.·.
  Quizás sea mío el error y no de los de V.·. H.·. pero...»

Al llegar a este punto, se detuvo, recorrió con la vista lo escrito,
hizo un gesto de disgusto, y rompiendo el papel empezó a escribir otro.

—¿No sale, no sale la cartita? —dijo D. Patricio sonriendo—. Se
conoce que es de amores. No a todos los mortales es dado manifestar
elegantemente sus pensamientos en forma literaria. ¿Quiere usted que
vea si puedo yo sacarle del paso?

—Gracias; no es preciso... ¿Conque decía usted, señor don Patricio, que
el rey...?

—No aprende nunca. Veremos qué tal efecto produce la amonestación de
esta tarde. Observe puntualmente la Constitución; sea amigo del pueblo;
ame la libertad como la amamos todos, y entonces no habrá más que
aclamaciones y flores... ¿Pero estuvo usted anoche en _Malta_?

—Yo no voy a ese manicomio.

—¿Y en _La Fontana_? Dicen que van a cerrar los cafés patrióticos.

—Harán bien.

—Bien sé que usted, al hablar de este modo, lo hace por espíritu de
oposición, y que dice lo contrario de lo que piensa. Es particular
que le parezcan a usted detestables esas sociedades tan propias de un
pueblo libre, y que se le antojen majaderos y charlatanes los hombres
eminentes que en ellas derraman el fructífero rocío de la palabra
constitucional. Si no conociese el gran entendimiento de usted...

El joven siguió escribiendo sin atender a las palabras del dómine. Pasó
un rato, durante el cual uno y otro callaron. Después, Monsalud rompió
por segunda vez el papel escrito y empezó otro.

—Vamos, que está durilla esa oración primera de activa. Ya van dos
pliegos rotos.

—Antes me dejaré matar —dijo Monsalud en un arranque espontáneo—
que contribuir a este desorden y figurar en una Sociedad que es un
hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de
corrupción o infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños...

—¡Ah, ya veo, ya comprendo de quién habla usted! —exclamó Sarmiento,
soltando rápidamente la escoba y sentándose frente a su amigo—. Esos
intrigantes, esos compadres, esos pedigüeños, esos hermanos son los
masones. Bien, muy bien dicho: todas esas picardías las he dicho yo
antes que usted y las repito a quien quiera oírlas. El Grande Oriente
perderá a España, perderá a la libertad, por su poco democratismo, sus
transacciones con la corte, su repugnancia a las reformas violentas
y prontas, su templanza ridícula, su orgullo, su justo medio, su
doceañismo fanático, su estancamiento en las pestíferas lagunas de lo
pasado, su repulsión a todo lo que sea marchar hacia adelante, siempre
adelante por la senda constitucional. O hay progreso, o no lo hay.
Si lo hay, si se admite, fuerza es que demos un paso cada día, que a
cada hora desbaratemos una antigualla para construir una novedad, que
a cada instante discurramos el modo de dar al pueblo una nueva dosis
de principios, y que no se aparte de nuestra mente la idea de que hoy
hemos de ser más liberales que ayer, y mañana más que hoy... Pero ¿se
ríe usted?

—No, no me río. Oigo al señor don Patricio con muchísimo gusto.

—Adelante, siempre adelante —añadió Sarmiento con calor—. En virtud de
este criterio, yo y todos los verdaderos patriotas hemos dado de lado a
la masonería para fundar la grande y altísima, por mil títulos eminente
y siempre española Sociedad de _Los Comuneros_.

—He estado mucho tiempo fuera de Madrid —dijo Salvador—, y al regresar
he oído hablar mucho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el señor
Sarmiento pertenece a ella. Sírvase usted explicarme en qué consiste.

—¡Explicar! ¿A qué vienen esas explicaciones? ¿Por qué no ha de conocer
usted de _visu_ lo que difícilmente podrá comprender _ex auditu_?
Véngase usted conmigo. Le presentaremos en la Sociedad, le haremos
caballero de Padilla, y para mí será tan grande honor presentarle como
para la Confederación recibirle.

—¡Confederación! ¡Padilla! ¿Qué ensalada es esa?

—En el primer artículo de los Estatutos, se dice que nos _reunimos_ y
nos _esparcimos_ por el territorio de las Españas, con el propósito _de
imitar las virtudes de los héroes que, como Padilla y Lanuza, perdieron
sus vidas por las libertades patrias_.

—¿Y la Confederación se divide en talleres?

—¿Qué talleres? Eso es cosa de artesanos. Aquí todos somos caballeros.
Llámase nuestro jefe el _Gran castellano_; la Confederación se
divide en _Comunidades_, estas en _Merindades_, estas en _Torres_, y
las _Torres_ en _Casas fuertes_. Todo es caballeresco, romancesco,
altisonante. Si la masonería tiene por objeto auxiliarse mutuamente en
las pequeñeces de la vida, nosotros nos _reunimos_ y nos _esparcimos_,
así mismo se dice... para _sostener a toda costa los derechos
y libertades del pueblo español, según están consignados en la
Constitución política, reconociendo por base inalterable su artículo
tercero_. Nada de empeñitos; nada de lloriqueo de destinos, ni de
asidero de faldones. El artículo 17 del capítulo 2.º, dice que ningún
caballero _interesará el favor de la Confederación para pretender
empleos del gobierno_. ¿Qué tal? Esto se llama catonismo. ¡Hombres
incorruptibles! ¡Pléyade ilustre! Tenemos Código penal, alcaides,
tesoreros, secretarios. Nuestras logias se llaman _Fortalezas_, a
las cuales se entra por puente levadizo nada menos. La admisión es
peliaguda. Está mandado que al iniciar a alguno, no se revele nada
del objeto y modo de la Confederación; pero yo le digo a usted todo,
todito, porque confío en su discreción y prudencia.

—¿Y se puede ver eso? ¿Se puede ir allá? —dijo Salvador demostrando
curiosidad—. Supongo que habrá juramentos y pruebas...

—Le presentaré, señor don Salvador. Nuestra Confederación se honrará
mucho con que usted entre en ella.

—No; preguntaba si se puede ir a las _Fortalezas_ como se va al teatro,
para ver, para reírse un rato.

—Amigo mío —dijo Sarmiento con gravedad—. No es cosa de risa una
sociedad donde se jura morir defendiendo a la patria, y donde se cumple
lo que se jura.

—Eso es lo que no se ha probado todavía.

—Yo se lo probaré a usted; se lo probaré —exclamó vivamente don
Patricio, apoyándose en la escoba como un centinela en el fusil.

—Si usted me hiciera el favor... —indicó sonriendo Monsalud.

—¿De probárselo?

—No; de callarse. Un momento nada más, queridísimo amigo mío.

—Si no digo una palabra... Escriba usted —indicó el maestro
recomenzando su interrumpida tarea—. Voy a purificar mi escuela, a
barrer, digámoslo así, mientras usted escribe la carta. ¿Quiere usted
que se la dicte?

—No, gracias. El asunto es delicado; pero a la tercera ha de salir.

Y, en efecto, salió.



III


Es indispensable el conocimiento de todas las familias que vivían en
aquella casa. Ocupaba el principal Salvador Monsalud con su madre, y
el segundo un señor taciturno y reservado, del cual los vecinos, a
excepción de Salvador, no conocían más que el nombre, ignorando sus
antecedentes y sus ideas políticas, a pesar de las importunas pesquisas
que por averiguarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento. Este y su
hijo Lucas, sastre de oficio, ocupaban una de las habitaciones del piso
tercero, sirviendo la otra de morada a Pujitos, gran maestro de obra
prima, miliciano nacional, patriota, cuasi orador, cuasi héroe, y un si
es no es redactor de diarios políticos, que para todo había en aquel
desmesurado entendimiento.

El habitante del cuarto segundo era un hombre decente, con indicios en
toda su persona de pobreza decorosamente combatida y disimulada por
el aseo, la economía, las cepilladuras de la ropa y otros artificios
que no siempre realizaban el fin deseado. Tenía más de cincuenta
años, aspecto débil y enfermizo, rostro muy melancólico, apagados
ojos, ademanes corteses y fríos, escasísima propensión comunicativa
y costumbres tan tranquilas como metódicas. Jamás anochecía sin
que estuviese dentro de su casa. A horas fijas salía, y a horas
inalterables entraba. Era rarísimo acontecimiento que alguien le
visitase, y su morada era silenciosa y triste, como vivienda de
cartujos.

Antes de que penetrara en ella cualquier extraño, tomábanse minuciosas
precauciones, y dos ojos negros miraban por la cruz del ventanillo
examinando atentamente al inoportuno. Estos ojos negros eran los de
una señorita, hija del señor Gil de la Cuadra (que así llamaban al
taciturno), y única compañera suya, a más de una criada, en la triste
mansión. Todo lo que tenía de antipático el padre entre los habitantes
de la casa, lo compensaba en simpatías la hija. A todos agradaba; solía
conversar con don Patricio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba
a la habitación de doña Fermina Monsalud, charlando con ella largas
horas. Tenía por nombre Soledad; pero como su padre la llamaba Solita,
así la decían todos, y más comúnmente doña Solita; que entonces las
señoritas cargaban todavía con un _doña_ no menos grande que el de
cualquiera quintañona.

Como cronistas sentimos tener que decir que Solita era fea. Fuera de
los ojos negros, que aunque chicos eran bonitos y llenos de luz, no
había en su rostro facción ni parte alguna que aisladamente no fuese
imperfectísima. Verdad es que hermoseaban la incorrecta boca finísimos
dientes; mas la nariz redonda y pequeña desfiguraba todo el rostro.
Su cuerpo habría sido esbelto si tuviera más carne; pero su delgadez
exagerada no carecía de gracia y abandono. Mal color, aunque fino y
puro, y un metal de voz delicioso, apacible, que no podía oírse sin
sentir dulce simpatía, completaban su insignificante persona. Es
sensible para el narrador que su dama no tenga siquiera un par de
maravillas entre la raíz del cabello y la punta de la barba; pero
así la encontramos y así sale, tal como Dios la crió, y tal como la
conocieron los españoles del año 21.

El gran misterio de don Urbano Gil de la Cuadra, lo que traía en gran
inquietud a los vecinos, y principalmente a don Patricio, era la
ignorancia en que todos estaban acerca de sus ideas políticas. ¿Era
liberal? ¿Era servil? Enigma terrible que daba vueltas como una rueda
pirotécnica dentro del febril cerebro de Sarmiento, sin ser descifrado
jamás. A veces, fundándose en conjeturas, en palabras sueltas, en la
letra _sui generis_ del sobre de una carta recibida por Gil, Sarmiento
le declaraba absolutista. Otras veces, fundándose en iguales datos,
diputábale revolucionario. Causaba desesperación al buen preceptor que
Monsalud supiese la verdad, y no la revelase a los vecinos.

—O este hombre es un emisario de la Santa Alianza —solía decir
Sarmiento— o un apoderado de los republicanos franceses. A estos viejos
ojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

Al anochecer de aquel día en que nuestra relación comienza, entró,
como de costumbre, en su casa el padre de Solita. Esta, que se hallaba
acompañando a doña Fermina, subió a su habitación cuando sintió los
pasos de Gil. Al poco rato subieron también Sarmiento y Monsalud,
acompañados de Lucas, que a la sazón volvía de la plaza de Palacio, y
los tres entraron en el principal, porque el maestro de escuela gustaba
de platicar con doña Fermina sobre la cosa pública en que él era, como
el lector sabe, tan experto.

Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesos de aquella tarde, que
consistían en dos piedras arrojadas al coche de Su Majestad, en
diversos gritos patrióticos, en un miliciano herido por un guardia, y
algunas contusiones y corridas de escasa importancia.

—A pesar de eso —dijo Sarmiento gravemente—, no aprenderá. Seguirá
oponiéndose a la plantificación lógica del sistema constitucional;
fomentará la superstición y el fanatismo. Si yo fuera llamado a regir
los destinos de la nación; supongan ustedes que lo fuera..., ¿eh?, pues
bien: mi primer decreto sería para suprimir el cuerpo de Guardias.
Mientras la camarilla tenga la probabilidad de ese apoyo, la libertad
no echará profundas raíces en el hispano suelo.

—Esta tarde se ha dicho —indicó Lucas— que el gobierno va a disolver la
Guardia.

—¿Lo ven ustedes? Mi idea... es idea mía.

—Y a cerrar las sociedades patrióticas.

—Esa no es idea mía. La rechazo. Por el contrario, señor don Salvador,
doña Fermina, yo abriría en cada calle dos por lo menos, dos cafés
patrióticos, y los subvencionaría con fondos del estado, para que se
propagase la idea constitucional. ¿Qué le parece al señor don Salvador
mi idea?

—Excelente —respondió el joven, ocupado a la sazón en hojear varios
libros que sobre la mesa de la habitación había.

—Ya que está aquí el señor don Patricio —dijo doña Fermina después de
hablar un rato con la criada— no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismo
digo a usted, Lucas.

Sarmiento, que, dicho sea en honor de la verdad histórica, no había ido
a otra cosa, respondió de este modo:

—No se moleste la señora... Siento haber venido; pero si se ha de
enojar usted con nuestra negativa, aceptamos... Madre e hijos son tan
amables, que, la verdad, cuando uno entra en esta casa, no encuentra la
puerta para salir.

—Gracias, señor don Patricio.

—¿Saben ustedes —dijo con aire misterioso Lucas— que esta tarde vi en
la plaza de Palacio al vecino del cuarto segundo? Estaba hablando con
un guardia.

—¿Pero no saben ustedes lo mejor? —indicó Sarmiento, padre—. Pues ya
me olvidaba... Que tengo nuevos datos para juzgar de las opiniones
políticas del señor Gil de la Cuadra.

Monsalud miró fijamente al preceptor.

—Un precioso dato. Tengo por seguro que es _despótico_.

—Vamos, no hable usted mal de los vecinos, y menos de ese buen sujeto
—dijo doña Fermina—. Él y su niña son personas muy decentes que merecen
respeto.

—¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el dato, señor don Salvador. Ayer
tarde entró en mi academia para que le cortase una pluma. Ya sabe usted
que en la pared de enfrente tengo un buen retrato de Riego. Como el
señor Gil le mirase atentamente, yo dije: «Ese es el grande hombre.»
Advertí en el semblante de nuestro vecino una sonrisilla picaresca.
Mirome, y con mucha suficiencia y pedantería, exclamó: «Es un majadero.»

—Lo mismo dice mi hijo —manifestó la Monsalud, ofreciendo el chocolate
a sus dos vecinos.

—¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, don Rafael del Riego! ¡Inmensa
figura que se alza sobre el suelo de la patria, y con su majestuosa
cabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente que todo lo inunda con su
luz! ¿A quién sino a él se debe la libertad que gozamos? ¿A quién sino
a él debe España el haberse puesto por montera del mundo y el estar por
encima de toditas las naciones?

—Pues Salvador dice que es una cabeza llena de viento —dijo doña
Fermina, gozando en mortificar al maestro.

—Bromas; son bromas, señor Sarmiento —dijo el joven con benevolencia.

Monsalud había encendido una luz y examinaba cartas y papeles.

—Como bromas pueden pasar; pero son de mal género. Esas bromas
puede oírlas cualquiera que no sepa discurrir... Yo no me tengo por
ignorante; yo creo haber leído algo; creo poseer alguna ciencia...
digo, me parece a mí...

—Por de contado.

—Algo sabe uno de lo que ha pasado en el mundo: memorables hechos y
preclaras acciones, o sea lo que los eruditos llamamos Historia. Y si
no, que lo diga el señor don Salvador.

Monsalud no dijo nada.

—Pues bien —añadió Sarmiento sorbiendo la mitad de lo que contenía la
jícara—, yo declaro que conozco pocos varones de la antigüedad (y ahí
está Plutarco que lo certifique)... sí, conozco pocos que se igualen a
este atrevido comandante, que desafió al absolutismo, a toda la Europa,
señores, a la Santa Alianza, a los Borbones todos, a los serviles
todos. Y tan gran fin realizó sin derramamiento de sangre, porque...
vean ustedes la historia: Harmodio y Aristogitón derramaron mucha
sangre; las sediciones de los Gracos también fueron cruentas; Bruto
mató a César; Robespierre y Danton ya sabemos que cortaban cabezas como
yo plumas; Cromwell degolló a Carlos I, _etcétera_. Pero nuestro hombre
ha dicho _sea la libertad_, y la libertad ha sido. Su espada no ha
necesitado herir para vencer. Con su vívido fulgor deslumbráronse los
tiranos, y despavoridos huyeron cual asustadas liebres. ¿No es verdad,
señor don Salvador? ¿No es verdad esto?

Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía caso de la disertación sarmentil.

—¡Y a hombre tan insigne, a este campeón que le dijo a España, como el
ángel a María: _el Señor_, o _la Libertad es contigo_; a ese apóstol,
señores, se le tiene alejado de la corte, como si fuera una plaga,
un pedrisco u otra calamidad aterradora! Se le desterró primero a
Asturias; se le desterró después, porque destierro es, a la Capitanía
general de Aragón... ¡Oh!, si yo llegase a regir los destinos de la
España; si yo... pongamos por caso que llegase a ser ministro... mi
primera disposición sería para recompensar dignamente a ese héroe
inaudito...

—¿Más todavía?... —indicó festivamente Monsalud.

—¿Pues qué? —dijo Sarmiento con ciceroniano ademán, poniendo sobre
la mesa la jícara vacía—, ¿acaso se le han tributado honores
correspondientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquía militar ha
tenido la elevación a que es acreedor. Él era comandante: le plantaron
en mariscal de campo... Bueno: pues eso, digan lo que quieran, es bien
poco, es poquísimo; y aún me parecían una bicoca los tres entorchados.
Usted tenga presente cómo recompensó Inglaterra a Lord _Vellintón_
después de la campañita aquella en que derrotó a Bonaparte. Así se
premian los grandes servicios, no con estas mezquindades de aquí.

—Tiene razón el señor Sarmiento —dijo doña Fermina—. Si por lo de
militar merece los tres entorchados, por lo que tiene de orador y de
hombre discreto se le puede señalar una renta. Vaya, que la escena y
los discursos aquellos del teatro fueron cosa bonita.

—Extraordinariamente bonita, aunque usted, señora mía, lo diga con
cierto tonillo zumbón. Lucas, ¿te acuerdas?... Nosotros fuimos desde
muy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, qué palmadas, qué entusiasmo!
Yo me puse tan ronco, que en ocho días no pude dar lección a los
chicos. Aún me parece que veo a nuestro querido general levantarse del
asiento con aquella majestad que él solo tiene, y echarnos un discurso
que me pareció de perlas, si bien con el mucho alboroto no se oía una
palabra desde arriba. Aún me parece que estoy oyendo la pomposa música
del himno que entonó el público. Riego, con aquella gracia suma que
Dios le ha dado, levantose y dijo: «La música del himno no es así, sino
de esta otra manera.» Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban el
compás.

—¡Estaría bonito!...

—Después uno de los ayudantes cantó el _trágala, perro_, y aquí fue
Troya. Yo creo que hasta las figuras pintadas en el techo cantaron en
aquel instante. ¡Sublime momento, señora!... Pero los envidiosos no
faltan en ninguna parte. Empéñase el jefe político en decir que aquello
era un desorden. Quiere hacernos callar; encréspase el público como
el océano agitado por rabioso Noto; empiezan las puñadas, los dimes,
los diretes, los ternos de pimentón, las cantáridas gramaticales. Riego
mira con desdén al jefe político. Algunos de sus ayudantes, mostrando
una impavidez pasmosa, le insultan. Aporréanle dos o tres paisanos,
Paco Rincón y Blas Cortada, si no me engaño; el teatro parecía una
caldera hirviendo; el general se retira al fin, y, ¡oh, pavor!, las
calles están llenas de gente, la tropa se encierra en los cuarteles,
y todo es zozobra y miedo de trifulcas. Sin la imprudencia del jefe
político, nada habría pasado. Pero el despotismo es así: no le gusta
oír el himno ni el _trágala_; no quiere ver la faz del libertador
del hesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resultado: _guerras,
asolamientos, fieros males_, como dijo el poeta. Nada, nada: según esa
gente estólida, a la Libertad debe ponérsele bozal para que no muerda.

—Bozal para que no muerda —repitió taciturnamente Monsalud.

—De la cosa más sencilla, del desahogo más ingenuo —continuó el
vehemente preceptor—, toma pie el despotismo para extender su férreo
dominio... Volvamos a nuestro invicto don Rafael. De nada vale el
popular deseo. Se empeñan en que ha de salir de aquí, y le echan como
se echa un perro que incomoda. Las sociedades patrióticas dejan oír
su autorizada voz en contra de tal vilipendio; pero no son oídas.
Manifiesta el pueblo su voluntad de mil maneras; fíjanse pasquines;
gritamos, pedimos, suplicamos, amenazamos. Yo pongo a todos los niños
de mi academia la cinta verde con el lema _Constitución o muerte_. Ni
por esas. ¿Cómo contestan a nuestras honradas exhortaciones? Echando
los cañones a la calle; lanzando de los cuarteles la caballería para
que pisotee al pueblo; acuchillando sin piedad a gente indefensa.
En tanto Argüelles habla en las Cortes de las célebres _páginas_, y
Feliú habla de los _hilos_; se alborotan también los diputados, y
cuando un gran patriota como Romero Alpuente se dispone a defender al
pueblo, ahogan su generosa voz los chillidos de los serviles. Riego
es desterrado, y, ¡qué ignominia!, disuelven el ejército de la Isla,
que había proclamado la Constitución; y por este camino volveremos a
la tiranía y oscurantismo del año 14, y al despotismo puro, el cual,
después de todo, es mejor que el mixto, vergonzante, tibio o moderado
que ahora tenemos. ¿No es verdad, señor don Salvador?

—Sí, amigo don Patricio: todo lo que usted quiera. ¡Y pensar que tantas
cosas malas se remediarían con que el señor don Patricio fuese ministro
media docena de días...!

—No se burle usted —dijo el preceptor algo picado—. Yo no seré
ministro; yo no puedo ser ministro, porque soy muy honrado, porque no
soy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tuviera un duro por cada
vez que me he negado a aceptar este o el otro destinillo, sería un
Fúcar... Pero supongamos que fuera ministro, y sentemos esa atrevida
hipótesis...

—Silencio —dijo Monsalud—. Llaman a la puerta.

Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpes en la puerta de la casa.

—¿Quién será? —murmuró con temor doña Fermina—. Aquí no viene nadie
después de anochecido.

—Iré a ver —dijo Lucas, a quien los golpes sorprendieron descabezando
un sueño.

Pocos momentos después entraba Solita, con semblante pálido y
consternado, sin aliento, encendidos de llorar los ojos.

—¡Mi padre está enfermo! —exclamó dirigiendo a todos una mirada
suplicante.

—Iremos a buscar un médico —dijo don Patricio con oficiosidad—.
¡Lucas!... Corre al momento.

—No es preciso médico —dijo Solita, deteniendo a los Sarmientos con un
expresivo ademán.

—Yo entiendo algo de medicina...

—No necesitamos cosa alguna —añadió la joven mirando a doña Fermina—.
Lo que tiene mi padre es muy singular.

—¿Congestión cerebral, ataque de gota, síncope, jaqueca?...

—Mi padre está enfermo del ánimo —dijo tristemente Soledad—. No quiere
médicos ni medicinas: lo que quiere es hablar con el señor Monsalud, y
por eso vengo a rogarle que pase ahora mismo a casa.

Asombráronse todos de ver enfermedad que se aliviaba hablando.

—También puede que tenga algo que revelarme a mí —dijo Sarmiento dando
algunos pasos—. Voy allá corriendo.

—No, usted no —replicó la joven deteniéndole—. Salvador solo. Mi padre
desea verle y hablarle ahora mismo, ahora mismo.

Salvador subió sin tardanza al segundo piso.

Malísimo humor tenía Sarmiento cuando se retiró a su casa. No pudiendo
refrenar la abrasadora curiosidad que le consumía, detúvose junto a
la puerta del misterioso vecino, y aplicó el oído, anhelando percibir
algo de la conversación o confidencia que dentro se efectuaba; pero ni
una sílaba llegó a sus grandes orejas. Resignose a no saber nada, y al
entrar en su casa, dijo a Lucas:

—Insisto en que es _servil_, hijo; un infame _persa_ que nos ahorcaría
a todos si le dejáramos.



IV


Halló Monsalud al señor Gil de la Cuadra en un gabinete estrecho,
donde tenía cama y mesa de escribir. Estaba el taciturno sentado en un
viejo sillón, donde se hundía su flaco y miserable cuerpo, y todo en
él revelaba perniciosa mezcla de abatimiento y exaltación, cual si su
espíritu aumentase en actividad y la perdiera a toda prisa el cuerpo,
reclamando el final descanso de la sepultura. Sus ojos brillaban,
moviéndose en los irritados huecos, y con vaguedad calenturienta y
voluble fijábase en todos los objetos. Movía la cabeza y los brazos
sin descanso, asemejándose su inquietud a tentativas de acciones
concebidas rápidamente y desechadas antes de la realización. Cada
segundo determinaba en aquella alma llena de zozobra un nuevo proyecto,
un nuevo plan, un deseo nuevo. Las luchas del insomnio le conmovían,
pugilato horrendo que el alma sostiene consigo misma creyéndose otra,
y en el cual hay formidables encuentros, caídas y elevaciones, un
espantoso temblor de congojas, contra las cuales no hay voluntad ni
razón que prevalezcan.

El personaje que ahora nos ocupa no es desconocido para los lectores de
estos libros.[1] Apareció brevemente cuando describimos la retirada de
los franceses en 1813. Entonces abandonaba el suelo patrio como adicto
al Intruso, a quien había servido, desempeñando una plaza de oidor en
la Chancillería de Valladolid. Estableciose con su esposa doña Pepita
Sanahuja en un pueblecillo del Poitou, y poco después de estar allí,
hizo que le llevaran su hija única, Soledad, a quien, por no exponerla
a los peligros de la retirada, dejó en el pueblo natal confiada a los
parientes de su primera esposa. Gil de la Cuadra había sido casado dos
veces, y Solita era hija del primer matrimonio, pues la señora que el
lector conoció en los campos de Álava, no tuvo prole. La emigración
fue tristísima para el oidor de la Chancillería de Valladolid, a pesar
de la dulce compañía de su adorada hija, porque después de haber
perdido casi toda su fortuna en el gran conflicto de la monarquía
extranjera, tuvo el dolor de ver expirar a su segunda mujer en el
invierno del año 18.

      [1] Véase _El equipaje del rey José_.

De regreso a España, cuyas puertas abrió para los infelices renegados
la revolución de 1820, se estableció con su hija en La Bañeza; pero
circunstancias funestas que él mismo nos dará a conocer le obligaron
a trasladarse a Madrid, donde la casualidad le llevó a la misma casa
que habitaba Salvador Monsalud, cuya suerte tan unida estuvo, después
de la batalla de Vitoria, a la del fugitivo matrimonio. A pesar de la
amistad contraída en la fatal jornada del 21 de junio y de las buenas
relaciones que sostuvieron en la emigración, pues Salvador vivió
también algunos meses en Poitiers, Gil de la Cuadra se mostraba en
Madrid muy poco comunicativo y afectuoso con su vecino. Era su carácter
en verdad inclinado a la reserva, a cierta aspereza misantrópica que
entibiaba las amistades. Visitábanse, sí, con frecuencia, y Soledad
pasaba algunos ratos acompañando a doña Fermina; pero Gil de la Cuadra,
en sus entrevistas con el antiguo jurado, mostraba el singular recato
y la estudiada sobriedad de palabras que indican empeño de ocultar
ocupaciones o designios. Por esta misma razón causó sorpresa al joven
verse llamado tan a deshora y con tanto anhelo.

Indicándole con una seña que se sentara a su lado, Gil de la Cuadra le
habló de este modo:

—Dispénseme usted si me he tomado la libertad de hacerle subir, para
confiarle un asunto grave. Sepa usted que yo soy muy desgraciado,
el más desgraciado de los hombres... Necesito el amparo de un ser
generoso, de un buen amigo, de una persona discreta y al mismo tiempo
poderosa.

—Yo no puedo ni valgo nada —replicó Salvador—; pero lo que de mis
escasas facultades dependa, está a disposición de usted.

—Revelaré todo y decidiremos —dijo Gil de la Cuadra con esforzada voz—.
Mi estado nervioso, la furia y exaltación de mi cerebro son tales
esta noche, que creo moriré si no tomo una determinación salvadora...
¿Quiere usted que le hable con toda franqueza? Pues, amigo mío, yo soy
muy cobarde.

Después de esta declaración, Monsalud creyó que el señor Gil iba a
poner en su conocimiento cualquier contrariedad insignificante.

—Muy cobarde —añadió el extraño enfermo—. Verdad es que lo que me pasa
es gravísimo. Si no tuviera una hija a quien adoro, a estas horas,
señor Monsalud, ya me habría dado muerte. En un momento de exaltación,
casi llegué a olvidarme de mi pobre Solita, y abrí esa ventana para
arrojarme a la calle. Vivir así, no es vivir.

—Dígame usted con calma lo que tanto le mortifica, y resolveremos.

—Ante todo, debo recordarle a usted una deuda que conmigo tiene —indicó
el taciturno fijando en su amigo los ojos con expresión patética—.
Mi esposa, que en gloria esté, y yo le salvamos a usted la vida en
aquellos aciagos días de junio de 1813, que no puedo recordar sin
espanto.

—Tampoco yo —dijo Monsalud palideciendo.

—Le salvamos a usted la vida —añadió Gil de la Cuadra complaciéndose en
esta idea fundamental de su argumentación—. Después de ocultar a usted
diferentes veces, yo autoricé a mi esposa para que, cediendo todas sus
alhajas, que eran gran parte de nuestra fortuna, le rescatara a usted
del poder de aquellos malvados guerrilleros que querían sacrificarle.

—¡Es cierto! —murmuró Salvador con voz grave.

—¿Cabe mayor abnegación tratándose de un desconocido?

—No, no cabe más. Cien vidas de agradecimiento no bastarían para pagar
eso que usted llama deuda, y como tal con todo mi corazón la reconozco.

—¿De modo que usted, amigo mío, se halla dispuesto a hacer por mí, si
me veo en un conflicto supremo, lo que mi esposa y yo hicimos por usted
cuando peligraba su vida?

—Dispuesto con toda mi alma —afirmó el joven lleno de piedad y
efusión—. Ordene usted lo que debo hacer. Cuanto tengo, cuanto valgo,
mi vida y mi nombre están a disposición de usted. No es un sacrificio,
es un deber; y si no recuerdo mal, no ha sido preciso que llegaran
ocasiones supremas para hacer este ofrecimiento, porque desde nuestra
primera entrevista en Madrid me declaré deudor eterno de usted.

—Es verdad: gracias, gracias —dijo el enfermo, estrechando con sus
flacas y amarillas manos las de Monsalud—. Mucha atención a lo que voy
a referir. Creo haber indicado a usted, cuando estábamos en Francia,
que mis ideas han sido siempre favorables a los derechos absolutos de
la corona y a la monarquía pura, tal como durante siglos la disfrutaron
las más gloriosas naciones de la tierra. La ambición de mi segunda
esposa, y debilidades mías, que deploro amargamente, me indujeron
a reconocer y servir al intruso Bonaparte. No necesito recordar la
ignominiosa caída del partido afrancesado. Yo, que no pertenecí a él
de corazón, sino por las sugestiones de mi mujer, tengo más derecho
que los demás a quejarme de mi detestable suerte. Volví del destierro
sin que mis ideas sufriesen mudanza alguna, y es singularísimo, y a la
par muy triste, que los absolutistas del 14, con quienes mi corazón
simpatizaba, me cerraran las puertas de la patria, y que me las
abriesen los liberales, a quienes tengo la desgracia de aborrecer. Esta
contradicción real y molesta entre mi modo de pensar y mi gratitud,
obligome el año pasado a huir prudentemente de las cosas políticas.

Retireme a mi pueblo natal, La Bañeza. Como allí conocían todos mis
ideas, un día los liberales me acometieron con palos ordenándome que
diese vivas a la Constitución; negueme a tal vilipendio, y aquella
deuda que para con ellos contrajeron mis honrados labios, pagáronla
mis costillas con buenos cardenales. No obstante, tuve paciencia, señor
y amigo mío, y seguí pacíficamente en mi casa, pidiéndole a Dios que
ponga fin a esta insoportable tiranía del populacho, mas sin buscar
venganza, resistiéndome a tomar parte en los trabajos que algunos
realistas traían entre manos para levantar partidas. En estas andadas,
organizose en La Bañeza la llamada Milicia nacional, que yo llamaría
infernal, hablando propiamente, y para dar pruebas de su existencia y
hacer el estreno de su bárbaro poder, emprendiendo con brillo el camino
de la gloria, creyó que lo mejor era adjudicarme una nueva paliza,
como lo hizo el 3 de septiembre del año pasado, pretextando que yo
conspiraba.

—Ya van dos, señor Gil. En verdad que admiro la resignación y
sufrimiento de usted.

—Mes y medio de cama me costó la hazaña de los milicianos de mi pueblo.
¿Creerá usted que ni tales razones pudieron persuadirme a que dejara mi
pacífico y santo retiro? Aguanté, callé y esperé. Mi actitud digna y
cristiana debió ponerme a cubierto de nuevos ataques, ¿verdad?

—Seguramente.

—Pues no fue así. Precisamente por la razón de que yo sufría y callaba,
debieron aplacarse en ellos la feroz intolerancia y salvajismo; pero no
fue así, sino que mi humildad les hacía más bravos cada vez, y alegando
conspiraciones que solo en su obtusa mente existían, me atacaron de
nuevo...

—¿Otra vez?

—Sí, señor, y se lo digo a usted francamente. A la tercera paliza ya
no pude aguantar más, y lo que no había hecho hasta entonces, lo hice
desde aquel día.

—¿Conspirar?

—Justamente. Ellos se empeñaron en que conspirara, y conspiré. Aquí
tiene usted la sabiduría de los liberales. Con su imbécil sistema de
apalear a los que no piensan como ellos, van poco a poco convirtiendo
en enemigos a todos los españoles. Yo, que había hecho propósito firme
de no mezclarme en la política activa, ni contribuir al levantamiento
de partidas, ni conspirar, salí de mi casa decidido a todo, a todo
absolutamente; vine a Madrid, y mi mala suerte deparome aquí el
encuentro con un amigo de mi juventud, don Matías Vinuesa, cura que
fue de Tamajón, y a quien Su Majestad, en premio de los méritos que
contrajo durante la guerra, hizo capellán de honor y arcediano de
Tarazona.

—Ya sé a dónde va usted a parar —dijo Monsalud con benevolencia—.
Vinuesa le indujo a usted a intervenir en esa descabellada conspiración
que le ha llevado a la cárcel, y que probablemente le llevará también
al patíbulo.

Al oír esto, el enfermo palideció y sus labios pronunciaron algunas
palabras a guisa de oración.

—Puesto que todo se lo he de confesar a usted —añadió exhalando un
suspiro—, diré que, en efecto, he sido confidente y amigo de don Matías
Vinuesa. Obra de muchos es el célebre plan, cuyo descubrimiento ha
ocasionado la prisión de ese bendito, y que, con perdón de usted, no
es descabellado ni mucho menos, y nos habría conducido al glorioso
objeto que anhelamos los buenos españoles, si la imprudencia, el
soborno o la traición no lo hubieran descubierto. Presumo yo que
alrededor del trono, donde tanto se trabaja por derrotar al gobierno y
a los liberales, existen la venalidad y la corrupción más que en parte
alguna, y que de los mismos que nos han incitado a conspirar, partió
la infame denuncia, fundada en móviles que no comprendo. Ya estoy
aburrido, desengañado de la mala fe de todos, convencido de que tan
pícaro es Juan como Pedro, y de que no es posible tomar parte activa en
la cosa pública sin meterse en fango hasta la coronilla.

—¡Lástima que no lo conociera usted antes de pringarse en la desdichada
conjuración palaciega de Vinuesa, que es, según he oído, una de las
mayores aberraciones que puede concebir la imaginación!

—Siento que usted califique tan duramente un plan que no conoce —repuso
Gil de la Cuadra en el tono del amor propio herido—. Y como no puede
conocerlo si yo no se lo revelo, lo haré, porque después de la prisión
de mi amigo, no hay en ello inconveniente. La primera condición de
nuestro plan era el secreto. Solo debían tener noticia de él Su
Majestad, el infante don Carlos, el duque del Infantado y el marqués
de Castelar, como los únicos encargados de ponerlo en ejecución.
Llegado el momento del golpe, Su Majestad debía llamar a los ministros,
al capitán general y al Consejo de estado, y una vez que los tuviera
a todos bien agazapados en la real cámara, debía entrar una partida
de guardias de Corps, mandada por el serenísimo señor infante, y
prenderlos a todos, luego qué el rey saliese de la estancia. Vea usted
qué ardid tan sencillo y al mismo tiempo tan fácil.

—Sí; todo es fácil y sencillo en las cabezas de los conspiradores.
Prosiga usted.

—Inmediatamente después el mismo señor infante don Carlos debía pasar
al cuartel de guardias y mandar arrestar a todos los individuos poco
afectos a Su Majestad y a nuestras ideas.

—¿También eso es fácil y sencillo?

—Déjeme usted seguir. Al mismo tiempo el señor duque del Infantado...
bien le conoce usted: ¡qué imponente figura, qué aire marcial! Solo
con presentarse inclina los ánimos a la obediencia... pues digo que el
señor duque debía marchar en el mismo momento a Leganés a ponerse al
frente del batallón de guardias que hay allí.

—Suponga usted que los guardias de Leganés le recibieran a tiros, que
también puede ser...

—No es probable que a tan grande prócer y cumplido caballero le
faltaran de ese modo... Pero aún resta algo... Excuso decirle a usted
que todo debía hacerse en un momento dado.

—Es natural, y en un mismo momento dado también debía hundirse todo.
Adelante.

—Se sobrentiende que ese momento había de ser nocturno —contestó el
anciano—. Dado el primer golpe, veamos ahora su desarrollo. A las doce
en punto, ni minuto más ni minuto menos, debía ponerse en camino para
Madrid el batallón de Leganés, entrando en esta corte a las dos. A las
tres en punto el regimiento del Príncipe, con cuyo coronel se contaba,
debía ocupar todas las puertas de la villa, y a las cinco y media,
ni minuto más ni minuto menos, debían las tropas y el pueblo empezar
a dar _vivas_ a la religión, al rey, a la patria, y _mueras_ a la
Constitución y a los ministros... Luego el plan contenía una multitud
de determinaciones, consecuencia natural del triunfo. Debían ordenarse
varias cosas, verbigracia: que se celebrase un Concilio nacional...
que los cabildos se encargaran otra vez de la administración del
_Noveno_... que hubiese tres días de rogativas... que se rebajase la
tercera parte de la contribución... que los gastos de iluminaciones y
festejos fueran muy moderados... que los milicianos sirvieran en el
ejército ocho años o pagaran veinte mil reales de redención... que se
trasladara al obispo de Mallorca... que se imprimieran por cuenta del
Estado las cartas del padre Rancio... que el obispo auxiliar, portador
del libro de la Constitución del año 20, lo llevase también ahora y con
su propia mano se lo diese al verdugo para quemarlo... en fin, ya ve
usted que nada faltaba.

—Nada faltaba, a no ser sentido común. ¿Son también obra de usted los
papeles _El grito de un Español_ y _La papeleta de León_?

—En esta misma mesa he escrito parte de ellos —repuso el enfermo con
disgusto—. Pero no disputemos ahora sobre la ruindad o excelencia
del plan. Yo sigo creyendo que sin los infames sobornos y traiciones
que han mediado, nuestra obra nos habría proporcionado un verdadero
triunfo. No es posible formar juicio de lo que no ha podido pasar
del pensamiento a la irrecusable prueba de los hechos. Lo real, lo
positivo, lo que vemos y tocamos, amigo mío, es que yo me encuentro
comprometido, expuesto a perder la libertad y quizás la vida, si no
hallo un hombre discreto, astuto, hábil y poderoso que me ampare en
trance tan aflictivo.

—Pero la corte, esa corte que es la que alienta, paga y sostiene las
conspiraciones realistas, no le abandonará a usted...

—¡Ah, señor Monsalud de mis pecados! —exclamó Gil de la Cuadra con
amarga tristeza—, la corte, o no puede nada, o teme comprometerse
dándome el amparo que de ella he solicitado. Preso don Matías, sin que
ni rey ni Roque hayan podido evitarlo; hecha pública la conjuración,
no hay ningún prócer ni potentado de Palacio que no proteste de su
adhesión al liberalismo. ¡Pecador de mí! ¡Mil veces pecador! La
circunstancia de haber sido afrancesado me hace sospechoso a los
absolutistas. Esa es mi fatalidad; esa es mi estrella negra; esa es la
funesta herencia que me dejó mi esposa. ¡Si viera usted cuántas puertas
se han cerrado hoy ante mí! Es particular: de la noche a la mañana ya
nadie me conoce. Soy un extraño, un importuno; creen sin duda que les
voy a pedir un socorro pecuniario, y me reciben de malísimo talante.
La única muestra de benevolencia que he recibido es muy triste, señor
Monsalud. Diómela un caballero de Palacio, avisándome hoy el peligro
que corro, porque halladas varias cartas y notas mías entre los papeles
de Vinuesa, no han de tardar en venir por mí para embaularme en la
cárcel, donde, si Dios no lo remedia, nos pudriremos el cura y yo, a no
ser que nos cuelguen en la plazuela de la Cebada. ¿No es verdad, señor
Monsalud, que debí preferir el tratamiento de los milicianos de La
Bañeza?

—¿Espera usted que le prendan? ¿Lo sabe?

—Lo sé.

—Pues en tal caso —dijo Salvador con asombro—, ¿por qué no huye usted?
¿Por qué no se oculta al menos?

—Precisamente de eso quiero hablarle —manifestó Gil de la Cuadra,
cayendo de nuevo en el lúgubre abatimiento en que Salvador le
encontrara—. ¡Huir!... creo que no habrá otro remedio.

—Es el más seguro por ahora.

—Mis achaques me hacen de tal modo cobarde, que no acertaré a dar un
paso... ¡Si parece que me convierto en un niño!... ¡Cómo se me oprime
el corazón!... Luego doy en pensar en la desdichada suerte y desamparo
de mi pobre hija... ¿qué será de ella si muero? De tal manera se
perturba mi alma y se enflaquece mi razón pensando en esto, que no
puedo discurrir los medios de mi fuga o escondite. Piense usted por
mí, pues no con otro objeto he solicitado su protección; dígame usted
lo que debo hacer... tráceme un plan.

—No solo indicaré lo conveniente, sino que haré cuanto pueda para que
usted quede en salvo esta misma noche. Es preciso tomar una resolución
pronta. Ánimo, señor Gil; no acobardarse, y triunfaremos.

—¡Oh!, gracias, gracias mil —exclamó el enfermo estrechando las manos
de Salvador.

El infeliz conspirador lloraba.

—No perdamos tiempo... Saldremos juntos para que vaya usted más
tranquilo —dijo Monsalud, restaurando más a cada palabra la energía
moral y física de su vecino—. No carecerá usted de nada.

—¡De nada!... ¡qué bendición de Dios! Usted me devuelve la vida... Yo,
que empezaba a carecer de todo, hasta de lo más preciso...

—Este conflicto, amigo don Urbano, es poca cosa. Creo que nadie nos
estorbará la fuga. Le llevaré a usted a paraje seguro, donde vivirá
tranquilo y oculto hasta que podamos conseguir un sobreseimiento, una
absolución... allá lo veremos.

—¡Benditas mil veces sean esa boca y esas manos! —dijo Gil de la Cuadra
con emoción profunda—. Usted me salva; yo me arrojo en sus brazos
como en una playa hospitalaria, después de ser juguete de las olas...
¿Conque usted, después que me ponga en lugar seguro, conseguirá un
sobreseimiento, una absolución?... ¡Cuánto lo agradeceremos mi hija
y yo!... Sola, Solita, ¿dónde estás? Ven, corre a abrazar a este
caballero.

—Vale más que nos dediquemos sin perder un instante a preparar todo lo
necesario... ¿Qué hora es?

—Las once —dijo el anciano levantándose con dificultad—. Me siento
mejor; me siento más ligero; se me ha despejado la cabeza; muevo las
piernas con flexibilidad; en fin, soy otro... ¿Conque a disponer...?

—Sí, a disponerlo todo. Arregle usted lo que ha de llevar de su casa.
Yo me encargo de todo lo demás.

—¡Oh idolatrada hija mía, ya tienes padre otra vez; viviremos tú y yo!
—exclamó Gil de la Cuadra con viva excitación de espíritu—. Lo que
va a hacer por mí, señor Monsalud, supera a cuanto hicimos por usted
en aquel horrendo día. Si consigue ponerme en salvo esta noche, me
parecerá que resucito, y el horroroso aspecto de la cárcel dejará de
atormentar mi imaginación... Conque apresurémonos. Soledad, hija mía,
ven... Una vez que esté libre de las garras de esos infames, fácil
le será a usted sacarme del atolladero de la causa. Las sociedades
secretas a que usted pertenece lo hacen y deshacen todo. Además, el
señor duque del Parque, de quien es usted secretario, administrador o
no sé qué, pasa por uno de los hombres de más valimiento que existen en
España.

—Antes de media noche estaremos fuera de Madrid —dijo Monsalud haciendo
sus cálculos—. No conviene perder tiempo.

—Ese ánimo y decisión me regeneran —dijo Cuadra dando algunos pasos
vacilantes por la habitación—. Déjeme usted que antes de ocuparme en
los preparativos de la fuga, le dé a usted un abrazo, un estrecho
abrazo de amigo... así... Ahora veamos lo que se lleva... ¡Soledad,
Solita!

La muchacha apareció de repente, pálida, desconcertada. Su semblante
expresaba el terror más vivo, y sus descoloridos labios no acertaban
a pronunciar palabra alguna. El padre participó al punto por simpatía
natural del pavor de su hija; miró a Monsalud; este formuló con
ansiedad una pregunta.

No pudo dar contestación la atribulada niña. Oyéronse terribles golpes
que resonaban en la puerta de la casa, haciendo retemblar a esta de
los cimientos al tejado... Oyéronse al mismo tiempo pasos de mucha
gente, palabras, un rumor soez que llenó de espanto el alma de los tres
personajes.

—¡Ahí están! —murmuró con voz tétrica Gil de la Cuadra.

—¡Ahí están! —replicó Monsalud, golpeando el suelo con tanta fuerza que
la casa redobló su temblor convulsivo y profundo, como contestando a
las llamadas de los polizontes.



V


El amigo de Vinuesa, cayendo en el sillón se oprimió con ambas manos la
desnuda calva.

—Se me ha partido el alma... —exclamó sordamente—. Parece que me han
arrancado la última raíz de la vida... ¡yo me muero!... ¡Pobre hija
mía!...

Solita corrió hacia él. Hija y padre se unieron en estrecho abrazo.

—Ya no hay remedio —dijo el segundo con amargura.

Los golpes se repetían con más fuerza. Salvador, agitado por violenta
cólera y despecho, se golpeaba la frente con el puño. En algunos
momentos se sentía impulsado a una resolución desesperada; pero tenía
demasiado buen sentido para no refrenarse al punto.

—No hay remedio —dijo Cuadra con acento solemne—. Hija mía, oye lo que
voy a decirte. ¿Ves este hombre?...

Solita fijó en Monsalud sus ojos llenos de lágrimas.

—Salve usted a mi padre —gritó—. Discurra usted algún medio para
ocultarle, para sacarle de la casa sin que esos malditos le vean.

El tétrico silencio del joven indicó claramente que no podía discurrir
medio alguno que no fuese una locura.

—No puede ser, no puede ser —dijo el anciano—. ¿Ves este señor? Es
el único que puede hacer algo por mí, por nosotros. Mientras vivamos
separados, recuérdale un día y otro que tu padre está en la cárcel. Se
me figura... se me figura que será un buen hermano para ti.

Los golpes redoblaron. Parecía que cien puños de hierro martillaban la
puerta; la campanilla, sin cesar movida, cayó de su sitio.

—Es preciso abrir al instante —manifestó con vivísima agitación Gil
de la Cuadra—. Una palabra más, amigo mío, hija de mi alma. Mientras
viene de Asturias tu primo Anatolio, que ha de ser, amén de tu marido,
tu único amparo después que yo falte, te dejo encomendada a este buen
amigo. Él será tu padre y tu hermano. Señor Monsalud, si acepta usted
el encargo, me voy más tranquilo a la cárcel, y de allí...

—Acepto —dijo con grave acento el joven—. Solita será mi hermana.
Además, juro por todos los santos y por Dios, que es mi padre, que le
he de sacar a usted de la cárcel a donde va esta noche.

Los tres se abrazaron sin añadir una palabra más. En el mismo instante,
despedazada la puerta de la casa, entró en la estancia un hombre brutal
y grosero, uno de estos que no creen representar bien a la autoridad si
no la hacen antipática y aborrecible.

—¿Quién es aquí el bribón de Gil de la Cuadra? —dijo mirando
alternativamente al joven y al anciano... ¡Ah!, conozco al mozo, que es
Monsalud... supongo que Cuadra será el vejete... Véngase usted conmigo
a la cárcel de Villa... no, a la de la Corona, porque en aquella no
cabe más gente.

—El señor es Gil de la Cuadra —dijo Salvador—. Por el bribón no
preguntes, que aquí no hay otro que tú.

Dos, tres, cuatro individuos no menos simpáticos que su lindo jefe,
penetraron en la estancia.

—¿Y a esta tortolilla, la llevamos también? —preguntó uno, atreviéndose
a poner la mano en el hombro de la joven.

—Para preguntar una estupidez —repuso Monsalud rechazándole
violentamente— no se necesita dar coces.

—Juan Violín, no seas bruto —gruñó el jefe—. Deja a esa señorita y
alcánzame las esposas.

Gil de la Cuadra, al ver que le iban a atar las manos, huyó despavorido
a la pieza inmediata. Siguiéronle todos. Rogole Salvador que se
sosegase, no haciendo resistencia a sus bárbaros aprehensores; cedió al
fin el anciano, y ofreció sus manos a las argollas de hierro. Abrazole
estrechamente Solita, diciendo con lastimeros ayes y lamentos que no
se apartaría de él, y fue necesario separarla. En la sala, Gil de la
Cuadra, agobiado por la amarga pena, exánime y aturdido, cayó al suelo.
Los polizontes tiraron de él como se tira de un perro que se detiene a
hociquear en el suelo. Ayudole Salvador a levantarse, y salieron de la
casa.

Cuando bajaban la escalera, don Patricio y su hijo salieron a ver la
tristísima comitiva, y Fermina Monsalud quiso que Soledad entrase
desde luego en su casa. Detuviéronla todos, procurando consolarla; pero
ella insistió en bajar, y luchando con todas sus fuerzas, que no eran
muchas, procuraba desasirse de los brazos de Sarmiento y doña Fermina.

—Le soltarán pronto... no llore usted, niña —le decía el preceptor—.
Este gobierno es como Dios lo ha hecho... no persigue más que a los
liberales... ¿Conque el señor Gil de la Cuadra era la mano derecha de
don Matías Vinuesa?...

Soledad bajó rápidamente, y tras ella Sarmiento. En la calle arrojose
otra vez la joven en brazos de su padre, manifestando inquebrantable
resolución de seguirle; pero las fuertes manos de los corchetes la
separaron. Gil de la Cuadra, negándose a dar un paso en compañía de
la soez cuadrilla, dejose caer en el suelo, y otra vez el egregio
polizonte tiró de la soga.

—Tengo sed —dijo el anciano, respirando con ansia.

Delante de él estaba don Patricio, con las manos a la espalda, fijando
en el reo una mirada maliciosa y nada compasiva.

—Tengo sed —repitió Gil de la Cuadra.

—Señor Sarmiento—dijo Monsalud vivamente—, en la escuela de usted hay
una alcarraza con agua...

—¡Mire usted qué demonches de casualidad! —repuso Sarmiento sin moverse
del sitio en que al anciano contemplaba—: se me ha olvidado dónde puse
esta tarde la dichosa alcarraza.

—Subiré yo —dijo Soledad procurando sobreponerse a su pena.

—Subiré yo —dijo Monsalud tomándole la delantera con rapidez suma—.
Aguarde usted abajo y procure calmar al pobre viejo.

Pocos instantes después, Salvador daba de beber a su amigo.

—La noche está fría —manifestó imperturbable y sin dejar su sonrisa
picaresca el gran Sarmiento—; y cuando la noche está fría... y el
tiempo fresco... pues... no se tiene sed.

Los polizontes tiraron de la soga, acompañando su movimiento de ese
chasquido de lengua que tan bien entienden los animales.

—Ánimo, amigo —le dijo Monsalud—. No olvide usted mi promesa.

Pareció que el infeliz colega de Vinuesa recibía ánimo y vida al oír
estas palabras.

—¡Pobre hija mía! —exclamó bebiéndose las lágrimas que copiosamente
corrían por sus mejillas.

—Solita es mi hermana —dijo Salvador abrazándola—. Vamos, esto debe
acabarse. Se reúne gente.

Cuadra se levantó con dificultad. En su espíritu había seguramente
poderoso anhelo de colocarse a la altura de su situación, sofocando la
ruin pusilanimidad que le abatía.

—¡Mi hija!... ¡mi pobre hija! —gritó clavando los tristes ojos en el
semblante del joven, su vecino.

Con aquella mirada su afligido corazón de padre dijo cuanto las
circunstancias exigían que dijera.

Solita perdió el conocimiento. Don Patricio, que estaba a dos pasos de
ella, la sostuvo en sus brazos.

—¿En dónde pongo esto? —murmuró festivamente.

—Subiré a Soledad a mi casa —dijo Salvador tomando en brazos a la joven
como si fuese un niño—, y después, señor Gil, le acompañaré a usted a
la prisión.

Como lo dijo lo hizo, y poco después de media noche todo estaba
terminado.



VI


Todavía no se había _descubierto_ el templo. No era aún la hora de
la _tenida_, y los _Hijos de la Viuda_, descansando de las fatigas
políticas en sus casas o en los cafés, esperaban que la luz astral de
la noche marcase la hora propia para los trabajos del _Arte-Real_. Los
_Maestros sublimes perfectos_, los _Valientes Príncipes del Líbano_ o
_de Jerusalén_, los _Caballeros Kadossch_, los que antaño se llamaban
_Gerográmatas_, los _Hierorices_, los _Epivames_, los _Dadouques_,
los _Rosa-Cruz_ de hogaño, los hermanos todos, desde el _terrible_
hasta el _sirviente_; los aprendices, compañeros y maestros, desde
los de mallete hasta los de cuchara, estaban ocupados en el _ágape_
doméstico, o bien conversando con sus _mopsses_, jugando con sus
_lovatone_ o matando el tiempo en las reuniones profanas, lejos de
la _verdadera luz_. Las _estrellas_ no se habían encendido todavía,
ni el _mirto eleusiaco_ exhalaba su aroma. Imperaba la rosa, emblema
del silencio, y la imponente exclamación _Ossé_ no había resonado aún
bajo las _bóvedas_ orientales. En una palabra (y hablando con claridad
para inteligencia de los ignorantes), la sesión de la logia no había
empezado todavía.

En la _Caverna del Mithra_, o sea el universo, hay un punto que se
llama _Mantua_, o Madrid, en cuyo punto es evidente la existencia de
una calle llamada de las Tres Cruces. En esa calle cualquier curioso,
aunque no tenga sus oídos abiertos a la _verdadera luz_, podrá ver una
tienda de sastre; y si penetra en ella para que el supremo arquitecto
de las levitas le tome medida de una; si durante esta fastidiosa
operación alza los ojos a la _bóveda del firmamento_, vulgo cielo raso,
verá sin duda que por aquellos descoloridos y descascarados yesos se
pasean soles, lunas, rayos que fueron de oro, cordones, triángulos,
estrellas pitagóricas, y otros signos. Al ver esto, sentirá en su alma
profundísima emoción de respeto, y dirá: «Aquí estuvo el gran templo
masónico en los tres _llamados_ años, del 20 al 23.»

Siguiendo nuestra relación (y dejando que pasen algunos días después
de las escenas últimamente referidas, lo cual nos lleva a los últimos
de febrero de 1821), nos dirigimos allá. Es temprano: es la hora en
que hierven los clubs; la hora en que _Lorencini_, _La Cruz de Malta_
y _La Fontana_ son otras tantas ollas donde burbujean con rumoroso
y mareante zumbido las pasiones políticas, entre el chisporroteo de
las envidias y el resoplido de las ambiciones. Todavía es temprano,
porque los trabajos masónicos _se abren_ (este tecnicismo obliga
frecuentemente a no hablar en castellano) a hora más avanzada.

Aún está a oscuras el edificio de la calle de las Tres Cruces.
Reconocemos el _vestíbulo_; la sala de _Pasos perdidos_, donde campean
los _Cuadros lógicos_, y no hallamos persona viva. Óyense tan solo los
pasos de un _hermano sirviente_ que va y viene, poniendo en su sitio
las lámparas de aceite que bien pronto se han de llamar _estrellas
polares_, _astros_ o _nebulosas_. Por último, vemos que entra un hombre
con ademán resuelto, como persona muy hecha a semejantes lugares, y
observando que adelanta sin recelo alguno, nos apresuramos a seguirle
tomándole por guía en el laberinto de galerías y salas. El desconocido
se acerca al _sirviente_, y después de saludarle con signos que no nos
es posible determinar, pronunciando una especie de santo y seña, le
hace esta pregunta:

—¿Está el señor Canencia?

—En la _Cámara de meditaciones_ le hallará usted, señor Monsalud.

Le seguimos denodadamente, aunque el nombre de _Cámara de meditaciones_
nos da cierta comezoncilla de miedo, por haber oído que es un recinto
pavoroso que hace enflaquecer el ánimo más esforzado. A pesar de
esto, penetramos detrás del gallardo joven, y desde el mismo instante
sentimos temblores y escalofríos al ver una habitación toda colgada de
negro, no puede decirse que alumbrada, sino entristecida por macilenta
luz. Damos diente con diente y el cabello se nos eriza, al observar
que en diversas partes de la triste estancia, cuelgan, cual objetos
en testero de tienda, cantidad de huesos y calaveras, y que medio
esqueleto se apoya contra la pared mirando con desconsuelo al otro
medio, o sea los fémures y tibias que fueron de su pertenencia y ora
yacen en el suelo.

En la sepulcral pieza hay una mesa, y junto a esta mesa se ocupa
en _burilar una plancha_, o sea extender un acta (hablando a lo
cristiano), un viejo de cabellos blancos. No atendemos a las
demostraciones amistosas que hace a nuestro introductor, ni a las
palabras de este: por ahora, atentos solo al conocimiento del local,
fijamos los atónitos ojos en algunos letreros que entre hueco y
hueco adornan las paredes, y leemos: «_Si vienes impulsado por una
mera curiosidad o por otro móvil aún peor, retírate: no trates de
descubrirla, porque penetraremos tus intenciones._» Volvemos la
cabeza y nos sale al encuentro otro parrafillo: «_Si tu conciencia
está tranquila, ¿por qué sientes disgusto ante estos despojos que te
recuerdan el fin de tu vida?_» Otro letrero dice: «_¿Siente tu alma
temor? Pues retírate, porque solo un espíritu fuerte puede soportar
las pruebas a que has de ser sometido._» «_¿Te hallas dispuesto a
sacrificar tu vida en aras del progreso humano?_»

Poco a poco nos vamos familiarizando con el fúnebre y medroso
espectáculo, y echamos de ver que la Cámara, lo mismo que su extraño
mueblaje, tienen cierto sello de arrinconados cachivaches de teatro,
dicho sea con perdón de las humanas calaveras. El polvo que los cubre,
el desorden y abandono con que están colocados los huesos y las
inscripciones, indican que todo aquello está en lamentable desuso.
Era la _Cámara de las meditaciones_ un recinto donde encerraban al
catecúmeno para que preparara su ánimo antes de ser recibido como
aprendiz por la congregación masónica. Lo primero que tenía que hacer
el pobre profano una vez que lo metían bonitamente allí, era otorgar
su testamento y contestar por escrito a varias preguntas, con objeto
de mostrar su manera de discurrir y los gramos de sal que tenía en
la mollera. Formuladas las respuestas, un hermano entraba con el
rostro cubierto en la Cámara, y recogiendo aquellas, las entregaba
al _Venerable_, que ya estaba presidiendo la sesión o _tenida_.
Leíanse las pruebas del talento del neófito, y si no resultaba alguna
barbaridad estupenda, concedíanle el goce de la verdadera luz. Aquí
empezaba una serie de ceremonias de que la gente de todos tiempos se ha
reído mucho; pero dicen los masones que hasta sus más insignificantes
gestos y signos tienen un sentido no menos profundo que los ritos de
las religiones india, judaica y cristiana. Digan lo que quieran, las
ceremonias de estas religiones, aun consideradas tan solo bajo el punto
de vista artístico, tienen un sello especial de grandeza e idealidad;
las masónicas, que solo vagamente responden a una idea filosófica,
parecen, por lo general, un juego de chiquillos, dicho sea con perdón
de los _Valerosos y soberanos Príncipes_.

Cuando se acordaba que el profano tenía bastante entendimiento para
ser masón (y no debían de ser grandes las exigencias del tribunal),
vendábanle a mi hombre los ojos para conducirle a la logia, que
estaba comúnmente a dos pasos de la _Cámara de meditaciones_. Daba
él un golpecito en la puerta, y un masón, a cuyo cargo corrían las
funciones de _primer celador_, decía con la voz más campanuda posible:
«Venerable, llaman profanamente a la puerta del templo.»

El _Venerable_, aunque sabía bien quién llamaba y por qué llamaba, se
hacía el sorprendido, diciendo con acento solemne: «Ved quién es.»

Intervenía entonces otro funcionario que se llamaba el _guarda
interino_. Este salía en averiguación del profano forastero que a
deshora turbaba la tranquilidad augusta de la logia, y entonces el
hermano que acompañaba al neófito decía: «Es un profano que desea ser
iniciado en nuestros secretos.»

Por fin, después que habían mareado bastante al pobre lego, le dejaban
entrar, no sin que dijera antes su nombre, edad, naturaleza, estado,
religión, profesión y domicilio. El hermano que le presentaba ponía fin
a su alta misión con estas palabras: «Ahí os lo entrego; ya no respondo
de él.»

Sería molesto y ocioso referir la serie de preguntas que el
_Venerable_, desde la celeste luminosa altura del Oriente, dirigía
al neófito. Después de las preguntas empezaban las pruebas, a fin
de ver, según el código masónico, _hasta qué punto la tortura física
influye en la lucidez de las ideas del neófito, y conocer su energía,
su carácter_, etc. Aquí venían las figuradas copas de sangre; los
homicidios de mentirijillas; los testarazos que no pasaban de broma;
los _cálices de amargura_, cuyo licor ha sido siempre muy conocido en
la Fuente del Berro; las abluciones en un pilón denominado _Mar de
bronce_, y otros sainetes, algunos de los cuales recibían el nombre de
_viajes_, y lo eran, en efecto, por los imaginarios países de Babia. Al
_recién nacido_ le asistía en tales actos un individuo a quien llamaban
el _hermano terrible_, siendo común que desempeñara tal comisión y
llevase el atroz mote, algún bonachón tendero de la Plaza Mayor, o
manso escribientillo de cualquier oficina.

En seguida juraba el recipiendario, prometiendo realizar cosas muy
buenas, para las cuales no es preciso seguramente hacer el payaso,
pues multitud de personas socorren a sus hermanos en la _Caverna del
Mithra_, vulgo mundo, sin necesidad de que se lo mande un _Venerable_,
ni de que le mareen con preguntas vanas después de bailar el _minuetto_
entre un _Caballero Kadossch_ y un _Príncipe del Líbano_. El juramento
no era la última ceremonia, pues ningún profano podía dejar de serlo
hasta que no le sobaban de lo lindo. Al golpe de los _malletes_, o
sea martillos de palo, caía la venda de los ojos del neófito y se
encontraba rodeado de llamas y espadas.

¡Tremendo, crítico instante para aquel que creyera iba a ser mechado y
asado culinariamente!... pero las llamas eran pintadas y las espadas
de hoja de lata. El _Venerable_, compadecido entonces sin duda de
la situación de aquel pobre hermano metido dentro de una hoguera y
entre punzantes aceros, procuraba tranquilizarle diciéndole que las
llamas y espadas no eran otra cosa que una imagen del remordimiento
que _desgarraría el alma del recién nacido_ si llegaba a vender los
secretos de la Sociedad. Con esto quedaban terminadas las fórmulas, y
respiraba con libertad el iniciado viendo concluidas las pesadeces del
rito. Pero a lo mejor tomaba la palabra el _Venerable_, que era por
lo común un hombre, si no digno de veneración, muy convencido de la
importancia de aquellas comedias, y le espetaba un discursazo, llamado
entre ellos _pieza de arquitectura_, encareciendo la sublimidad de la
masonería, y revelándole algo de lo concerniente al grado primero o de
aprendiz. Este dejaba de llamarse Juan o Pedro, y tomaba con singular
modestia el nombre de Catón, Horacio Cocles, Leibniz u otro cualquier
personaje célebre.

No puede formarse juicio exacto de la masonería por lo que esta
institución ha sido en España. Los masones de todos los países
declaran que la Sociedad del compás y la escuadra existe tan solo para
fines filantrópicos, independientes en absoluto de toda intención y
propaganda políticas. En España, por más que digan los sectarios de
esta Orden, cuyos misterios han pasado al dominio de las gacetillas,
los masones han sido en las épocas de su mayor auge, propagandistas
y compadres políticos. Tampoco puede formarse juicio de la masonería
española de antaño por los restos de ella que existen hoy, y que,
al decir de los devotos, se reducen a unas juntillas diseminadas
e irregulares, sin orden, sin ley, sin unidad, aunque cumplen
medianamente su objeto de dar de comer a tres o cuatro hierofantes.
Esta antigualla oscura que algunos sostienen como una confabulación
caritativa para fines positivos o menudencias individuales, y para
protegerse en uno y otro continente (por lo cual son masones casi todos
los marineros que hacen la carrera de América), no tiene nada de común
con la asociación de 1820.

Era esta una poderosa cuadrilla política, que iba derecha a su objeto;
una hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de
religión (hecho que parcialmente subsiste en la desmayada y moribunda
masonería moderna), y no se ocupaba más que de política a la menuda,
de levantar y hundir adeptos, de impulsar la desgobernación del reino;
era un centro colosal de intrigas, pues allí se urdían de todas clases
y dimensiones; una máquina potente que movía tres cosas: gobierno,
Cortes y clubs, y a su vez dejábase mover a menudo por las influencias
de Palacio; un noviciado de la vida pública, o más bien ensayo de ella,
pues por las logias se entraba a _La Fontana_ y _La Cruz de Malta_,
y de aprendices se hacían diputados, así como de _Venerables_ los
ministros. Era, en fin, la corrupción de la masonería extranjera, que
al entrar en España había de parecerse necesariamente a los españoles.

Durante la época de persecución, es notorio que conservó cierta
pureza a estilo de catacumbas; pero el triunfo desató tempestades de
ambición y codicia en el seno de la hermandad, donde al lado de hombres
inocentes y honrados, había tanto pobre aprendiz holgazán que deseaba
medrar y redondearse. Apareció formidable el compadrazgo, y desde la
simonía, el cohecho, la desenfrenada concupiscencia de lucro y poder,
asemejándose a las asociaciones religiosas en estado de desprestigio,
con la diferencia de que estas conservan siempre algo del simpático
idealismo de su instinto original, mientras aquella solo conservaba,
con su embrollada y empalagosa liturgia, el grotesco aparato mímico y
el empolvado _atrezzo_ de las llamas pintadas y las espadas de latón.

A medida que iba avanzando el triunfo, iba decayendo el ritual
masónico, simplificándose los símbolos, ralajándose la disciplina en
lo relativo a juramentos, pruebas, iniciación. Por eso hemos visto
tan empolvados y rotos los tarjetones y huesos de la _Cámara de
meditaciones_, cuya inutilidad empezaba a ser reconocida. Es propio de
gente tocada del afán de codicia el no preocuparse de detalles tontos,
y bien se sabe que hambre o ambición no tienen espera.



VII


—Gracias a Dios que se te ve por aquí —dijo Canencia dando un apretado
abrazo al joven—. Sé que has venido de Francia hace más de veinte
días..., ¡tunante!, y no te has dignado dar una vuelta por la logia...
¡Cuando sabes que te queremos tanto; cuando sabes que los señores te
estiman mucho y desean hacerte hombre de pro...!

—Por tener ocupaciones graves no he podido venir —repuso Monsalud
sentándose—. Me han dicho que esto anda muy revuelto, papá Canencia.

—No es esto un modelo de paz y concierto —dijo el anciano con cierto
desconsuelo—. Las diversiones crecen, y la reciente fundación de los
comuneros ha hecho mucho daño a la Sociedad... ¿Y tú en qué piensas? Me
han dicho que los negocios del duque del Parque te dan de comer... Lo
celebro.

—Vivo regularmente; no como ustedes, los hombres mimados de la
situación, que están hechos unos bajás.

—¿Lo dices por mí? ¡Pobre Aristogitón! —exclamó Canencia con filosófica
humildad—. Yo no disfruto otras delicias de Capua que las emanadas de
un miserable destino en Correos. Pero estoy contento, contentísimo. Ya
sabes que no soy ambicioso, que me precio de filósofo en la verdadera
acepción de la palabra... Hijo mío, un pedazo de pan, un vaso de agua
clara, un buen libro, un tiesto de flores: he aquí mis tesoros, he aquí
mis necesidades, he aquí mi sibaritismo. Recordarás lo que dice el gran
Juan Jacobo acerca de...

—Yo no recuerdo nada.

—Pues el filósofo de los filósofos dice que no hay verdadera felicidad
sin sabiduría... ¡Oh!, ¿de qué sirven las grandezas humanas? Hasta
el heroísmo es cosa que no tiene simpatías, porque, como dice el
ginebrino: «la continuidad de pequeños deberes bien cumplidos no
exige menos fuerza moral que las acciones heroicas.» Mira tú cómo un
hombre humilde que no va más que de su casa a la de Correos, y de
la casa de Correos a la suya o a la logia, y carece de esposa y de
prole, puede ser un grande hombre, es decir, un sabio, o si lo quieres
más claro, un hombre feliz... Que suban los comuneros; que bajen o
suban o se estén quedos los masones... es cuestión que no me importa
mucho. El zoquete de pan, la cántara de agua, el tiesto de flores y
el buen libro no han de faltar. Convéncete, ¡oh joven inexperto!, de
que la ambición no ocasiona más que disgustos y enfermedades en el
hépate..., en el hígado, para hablar claramente... Se me figura que tú
estás carcomido por la ambición, ¿eh? Tú traes algo entre manos. Dime
—añadió poniéndole la mano en el hombro con patriarcal cariño—, ¿por
qué has escrito aquella carta a Campos, diciéndole que te retiras de la
masonería, y poniéndonos de oro y azul?... ¿Tratas de pasarte a los
comuneros? Ahí tienes una apostasía que me parece tonta. Pareces un
chiquillo. El creer que esto es una casa de locos, no es motivo para
querer salir de ella, señorito Aristogitón. Quédate aquí, quédate, sin
perjuicio de que _in foro conscienciæ_ te rías un poquillo de la parte
externa, ¿entiendes? Yo también, si he de decirte la verdad, me río
algunas veces.

—Pues si usted se ríe, amigo don Bartolo —dijo Monsalud siguiendo el
consejo del anciano—, es un hipócrita; porque usted es el hermano
secretario y orador de la Sociedad; usted es el erudito, el que explica
las leyes de la masonería, el consultor general, el que lo sabe todo
dentro de esta casa, el que ordena los ritos, el que explica lo que los
demás no entienden; usted es el sacerdote, el mago, el patriarca, el
senescal, el archimandrita, el santón, el hierofante o no sé qué nombre
darle, porque no sé todavía qué especie de religión, secta o jerigonza
es esta. Usted es el que predica cosas enrevesadas y enigmáticas que no
entendemos; usted es el que dibuja garabatos en los diplomas; usted,
asistido de su ayudante el señor Regato, fue quien puso aquí esos
huesos y esas calaveras que están abriendo la boca para decir que las
vuelvan a la tierra; usted escribió estos tarjetoncillos y puso las
granadas abiertas, las columnas, los triángulos y la soga, y lo que
llaman el _Delta_, el sol, la luna, el dosel, la J y la B, el cirio y
demás signos y majaderías. Si después de hacer esto se ríe usted de los
masones... vamos, se comprende en qué consiste el ser sabio y filósofo.

Durante el discursillo, el anciano Canencia sonreía socarronamente
acariciándose la barba. Cuando le tocó hablar volvió a poner su mano en
el hombro del amigo, y bondadosamente le dijo:

—¿Tú no sabes que al pueblo, al vulgo, al común de las gentes, o como
quiera llamarse a esa turbamulta ignorante e impresionable, es preciso
meterle las ideas por los ojos? Ya es un gran adelanto que hayamos
desterrado los símbolos y fórmulas absurdas de las religiones. Para
inculcar en esas cabezas de estuco el culto y veneración del ser
supremo, hay que proceder con paciencia. ¿Hemos de decirles que lo
mejor es adorar a Dios bajo la bóveda de los cielos? No, mil veces no:
mientras haya hombres, es preciso que haya templos, y mientras haya
templos, es preciso que haya simbolismo, y mientras haya simbolismo es
preciso que haya imágenes, o a falta de imágenes, garabatos, cositas
raras y de difícil inteligencia... Vaya, amiguito, no repitas la
vulgaridad de que soy un farsante. Equivaldría esta calumniosa especie
a llamar farsantes al Papa y demás gigantones del catolicismo, y no
lo son: dentro de su esfera, bajo su punto de vista, no lo son... Lo
que yo siento es que la gente va perdiendo el respeto al ritual, y
llegará día en que miren todo esto como miran los curas dentro de la
sacristía los objetos de su oficio. ¡Pícara humanidad! Verdaderamente
es una bestia. No se la puede tratar sino a palos. Acá para entre los
dos, Aristogitoncillo de mil demonios, desde que se planteó aquí la
libertad, voy creyendo que Atila, Omar, Felipe II y Bonaparte han
tratado a los hombres como se merecen. Mientras todo no vuelva al
estado primitivo... ¡Oh! Pero tú no entiendes de esto, ¿no es verdad?
¡El estado primitivo! ¡Ah! ¡Imagínate el estado anterior a este
funesto pacto que hemos hecho para destrozarnos los unos a los otros,
y hacernos todo el daño posible!... No hay nada comparable al pacto.
La verdadera sabiduría debe dirigirse a ese fin; un fin, muchacho, que
consiste en volver al principio. Mas no puede formar idea de esto quien
está devorado por la ambición, y tiene lleno el espíritu de ansiedades
mundanas, en vez de conformarse a vivir modesta y primitivamente con un
pedazo de pan y un vaso de agua cristalina, un tiesto de flores y un
buen libro...

Monsalud no podía tener la risa. Durante un rato, Canencia, poniéndose
las antiparras, siguió _burilando_, o sea escribiendo, _la plancha_, o
mejor, el acta.

—Tú te ríes —dijo en el momento en que echaba polvos para volver la
hoja— porque crees que ganarse la vida de esta manera, no cuesta
trabajo. Niño mimado de la fortuna, yo quisiera saber qué sería de ti
sin la prebenda que tienes en casa del duque del Parque.

—Las prebendas —repuso Salvador— no existen hoy sino en este manejo de
la J. y la B., y en este cepillo o tronco masónico, que es el mejor del
mundo después del de las Ánimas. ¡Ah, papá Canencia, ya podía usted
echar un remiendo a estas pobres calaveras, que están diciendo con sus
bocas sin lengua la inmensa tacañería del sacristán mayor de este
templo!

—Así como no tienen lengua para pedir —dijo don Bartolomé con malicia—,
tampoco tienen paladar, y puesto que no comen más que polvo, no puede
haber cocina más económica, y limpiarlas sería ponerlas a dieta. Bien
dijo el otro, que en polvo nos hemos de convertir.

—No lo dije por usted, que se está convirtiendo en momia de Egipto
forrada en oro y plata, por obra y gracia de los misterios de Isis, de
Eleusis o de Patillas.

—Esa es la opinión de esos bobos de comuneros —dijo Canencia algo
amostazado—. ¿Por ventura este granuja se nos ha hecho comunero?

—Tal vez —replicó Salvador—. Allá parece que están por la formalidad.
¿Hay también cepillo y colectas?

—Más que aquí. Pregúntaselo al señor Regato, que ha contribuido a
fundar aquella Sociedad, después de haber comido a dos carrillos en
nuestro plato, y hecho _salvas_ con nuestra _pólvora_.

Los masones llamaban al vino _pólvora roja_, al vaso, _cañón_, y a
los brindis, _salvas_. No es fácil comprender la misteriosa relación
simbólica entre la embriaguez y la artillería.

—Pero te advierto —continuó Canencia—, por si es tu intención pasarte a
los comuneros, que aquí no tienes más que boquear para obtener lo que
mejor te cuadre. Campos te quiere mucho... anoche mismo habló mucho de
ti, y aun se me figura que te va a sorprender con un buen regalito.
Has hecho bien en venir esta noche.

—Lo celebro, porque vengo a pedir.

—¿A pedir?... Gracias a Dios, hombre. Eres de los nuestros. Veo que
entras en el buen camino —dijo Canencia mirando su reloj—. El acta está
lista. Ya es hora de empezar la _tenida_. ¿Y qué pides?

—Dígame, señor Canencia —preguntó Monsalud con gran interés—, cuál es
el criterio del Orden respecto a la suerte de los que están presos por
conspiraciones absolutistas.

—¿Cuál ha de ser? Que los ahorquen. ¿Te has echado a filántropo? ¿Hay
algún pariente tuyo en la cárcel de Villa?

—Sí, señor: hay un pariente mío en la cárcel de la Corona —repuso
Salvador con firmeza—, y es preciso sacarlo de allí.

—¿Es rico?

—Es pobre.

—Pues veo muy difícil que tu pariente coma los buñuelos del San Isidro
de este año... Sin embargo, puedes trabajar. Campos te quiere mucho. El
duque pertenece al Supremo Consejo. Ya sabes que lo que aquí se ata,
atado será en el gobierno, y lo que allá dentro desatemos, desatado
será... allá arriba. Esta noche, después de la _tenida_ ordinaria, hay
_tenida de Príncipes del grado 31_. Creo que se tratará de cosas muy
altas. Si consigues tener de tu parte a Campos...

—En la _tenida_ ordinaria, ¿quién preside esta noche?

—El mismo Campos... Ya comienza a venir gente. Señor Aristogitón,
orden y compostura.

Ambos personajes se trasladaron a la sala de _Pasos perdidos_, donde
encontraron a varias personas. La concurrencia aumentaba cada instante
con la entrada de nuevos hermanos, entre los cuales los había de todas
clases, edades y figuras; muchos militares, aunque sin uniforme, y
no pocos clérigos, aunque sin hábitos. El hermano Aristogitón, que
por espacio de algunos meses había estado _dormido_, saludó a sus
compañeros de taller. Pasó algún tiempo en animadas conversaciones
particulares, hasta que el templo _fue descubierto_, mejor dicho, se
abrió una puertecilla que daba entrada a la logia.



VIII


La logia era un salón cuadrangular, muy mal alumbrado y peor ventilado,
de techo plano y no muy alto, de paredes sucias y más parecido a cuadra
o almacén que a templo de una religión que dicen tenía entonces en
todo el mundo ocho o diez mil logias. En los cuatro testeros, otras
tantas palabras de doradas letras indicaban los puntos cardinales,
correspondiendo el _Oriente_ a la presidencia, presbiterio, _sancta
sanctorum_, altar mayor o como quiera llamársele, a cuyo sitio, más
elevado que el resto del local, se subía por tres escalones. Para que
todo se pareciera a un recinto religioso serio, había un doselete de
terciopelo, en cuyo centro resplandecía un triangulillo, al cual, para
hablar con la menor claridad posible, llamaban ellos _Delta_. Dentro de
él se veían unos garabatos que indicaban el nombre de Dios puesto en
hebreo, también para mayor claridad; pero ya es sabido que ningún signo
masónico ha de estar al alcance de los tontos. Lo que sí se entendía
perfectamente era el sol y la luna, dos caricaturas de aquellos astros
pintadas a derecha e izquierda del Delta, o como si dijéramos, al lado
del evangelio y al de la epístola.

En igual disposición respecto al presidente estaban los sitios del
hermano orador y del secretario. Cierto es que las mesillas de que
se servían fueran más útiles teniendo la forma cuadrada; mas era
indispensable no abandonar el triangulillo siempre que se pudiera,
y por esto las mesas eran de tres picos. También tenían un poco más
abajo bufetes tripicos el tesorero y el hospitalario. En el remoto
_occidente_, es decir, junto a la puerta, se elevaban dos columnas
rematando en granadas entreabiertas. Una columna tenía la J. y otra la
B., letras que al parecer querían decir Juan Bautista, pues también al
precursor del Mesías le metieron de cabeza en la heterogénea liturgia
masónica, donde los misterios egipcios y mil desabridas fábulas se
mezclan gárrulamente con el mosaísmo, el paganismo, la religión
cristiana, la revolución inglesa y la filosofía del siglo de Federico.
Junto a las columnas se repetían las mesillas triangulares, una para
el primer vigilante y otra para el segundo.

El techo no carecía de interés. Por encima del doselete destinado
a guarecer la calva del presidente, asomaban unas listas doradas
representando los rayos del sol con dudosa fidelidad. En el friso había
varios garabatos, obra de indocto pincel, a los cuales se atribuían
intenciones de querer expresar los signos del zodiaco; y por debajo de
ellos corría, también pintada, una soga, símbolo de unión y fuerza. La
estrella pitagórica andaba también de paseo por aquellos altos cielos,
testimonio de grandeza del supremo _Demiurgos_ (Dios), y en su centro
llevaba la letra G., significando _gnos_, palabreja que hasta los niños
entienden, sin necesidad de aprender, que significa _generación_.
Completaban el sublime ajuar cuatro candelabros con sendas _estrellas_
que en el mundo ordinario llamamos velas, y, por último, la consabida
batería de trastos, espada ondulante, compás, escuadra y el ejemplar
de los estatutos. No había ventanas, ni más puertas que la de entrada,
porque era de rito el ahogarse.

El _Venerable_ o presidente era un hombre como de sesenta años,
de agradable y aun hermosa presencia, fisonomía simpática,
sonrisa esculpida, más bien de cortesía que de burla. En todo él
había marcadísima expresión de contento de la vida, un singular
convencimiento de que el mundo era bueno, y si se quiere, de que el
_Arte-Real_ era óptimo. Vestía con elegancia, y los atributos y arreos
de la masonería, que no tienen comúnmente nada de airosos, le sentaban
a maravilla. Había en su bizarra apostura corpulenta cierto aire de
obispo, y también algo de hombre de mundo, sin que pudiera adivinarse
cómo se verificaba la síntesis de estos dos términos tan diversos.

Aquel personaje, que a pesar de su indudable influjo en los sucesos
de su época, ha escapado, por extraño fenómeno, a las fiscalizaciones
entrometidas de la Historia, se llamaba don José Campos. Este era su
verdadero nombre, y no anagrama impuesto por el novelador para tapar
una celebridad; mas no lo busquéis en la Historia, como no sea en
algún olvidado y oscuro libro de masones; buscadlo en la _Guía de
forasteros_, porque era director general de Correos.

A pesar de la poca resonancia de su nombre, y de no estar asociado
este a ningún mérito político ni oratorio, ni menos a batallas o
sediciones, es indudable que el portador de él fue uno de los hombres
más importantes del célebre trienio. A él se debió la organización de
la masonería en aquel pie de ejército poderoso. Lo que no se comprende
fácilmente es la razón de su modestia. Campos no quiso nunca salir
de la dirección de Correos, aunque su familiaridad con ministros,
generales y consejeros, le ponía en la mejor situación del mundo para
satisfacer su vanidad si la hubiera tenido. De las más verosímiles
tradiciones masónicas se desprende que el _Venerable_ en cuestión era
de los que se agachan para dejar pasar las turbonadas y los pedriscos,
conservando siempre el mismo sitio y no dejándose arrastrar por la
furia de las pasiones, con lo cual si aparentemente adelantan poco,
en realidad salen siempre ganando, y no están sujetos a las caídas y
vaivenes de la gente muy visible y talluda. Más hábil vividor no le
conocieron los pasados ni conocerán los venideros siglos.

Los anales masónicos están conformes con asegurar que Campos tenía en
las logias el nombre de _Cicerón_.

Tomaron todos asiento, siendo de notar que algunos tenían mandil y
banda, y otros no. Hubo no pocos pasos de baile francés, tocamientos y
signos que no describiremos por ser demasiado conocidos. La patriarcal
fisonomía y espesa cabellera blanca de Canencia se destacaban al
lado de la epístola, y al verle tan circunspecto y hasta con cierta
expresión beatífica, se creería que los templos elevados a la gloria
del Gran Arquitecto _Iod_ también tenían sus santos. El Venerable,
usando las fórmulas rituales, mandó al primer vigilante que _se
asegurase si el templo estaba a cubierto_, y el primer vigilante,
después de hacer la pantomima de salir y volver a entrar, declaró que
no _llovía_, es decir, que el templo estaba libre de entrometidos y que
podían empezar los trabajos. Un martillazo presidencial abrió estos en
el grado convenido.

El _Maestro de ceremonias_, que era uno de los oficiales dignatarios,
recorrió los asientos presentando el _saco_ de las proposiciones.
Algunos masones depositaron un papelillo como los que se usan en las
rifas domésticas. El Venerable extrajo todas las proposiciones, y
escogiendo la que le pareció más grave, leyó lo siguiente:

  «_Proposición de Aristogitón. — G.·. 18: Salvador Monsalud._ — Pido
  a este Grande Oriente de Madrid se sirva declarar que reprueba
  las prisiones ordenadas por el gobierno con motivo de inofensivas
  conspiraciones absolutistas, y que se apresure a interponer su
  mediación benéfica para que don Matías Vinuesa y los demás infelices
  encarcelados por causa del ridículo plan descubierto el 21 de enero,
  se libren no solo de ejecución capital, sino del largo cautiverio a
  que los condenará la pasión política.»

Cuando el Venerable concluyó de leer, rumores de desaprobación sonaron
en la logia; pero el martillo del Venerable impuso silencio, y algunos
instantes después, Aristogitón se expresaba en estos términos:

—He presentado esa proposición por pura fórmula y para cumplir con
los Estatutos del Orden, que disponen sean tratados todos los asuntos
en sesión reglamentaria, y no en conciliábulos reservados entre dos o
tres hermanos bullidores que arreglan el mundo y la nación para su uso
particular.

Nuevos rumores interrumpieron al orador, y Cicerón, después de
acallarlos a golpes, recomendó a todos moderación.

—Temprano empiezan las interrupciones —prosiguió el masón del gr.·.
18—, y lo siento, no por mí, que estoy dispuesto a decir todo lo que
sea preciso, sino por mis queridos hermanos, que van a perder la
paciencia y la voz, si continúan haciéndome coro hasta el fin de mi
discurso... Decía que desconfío de que mi proposición tenga éxito aquí,
a pesar de ser la expresión más leal y clara del espíritu y de las
prácticas constantes de este respetable Orden en todos los países del
mundo; y no tendrá éxito, porque este Gran Oriente y los individuos que
en diversos grados dependen de él, han olvidado completamente los fines
benéficos, desinteresados y filantrópicos de tan antiguo instituto,
para desvirtuarlo y corromperlo, haciéndole instrumento de intereses
políticos y de la codicia...

El martillo del Venerable, interpretando el descontento de la asamblea,
advirtió al orador que hablaba con la pasión y vivacidad propias de un
Congreso. Cicerón rogó en breves palabras al orador tuviese presente
que aquello era un templo y no un club.

—Hermano Venerable —indicó Aristogitón—: si la condición de templo
impide a este local oír la verdad, me callaré. Cuantos me escuchan
saben ya por su conciencia lo que yo estoy diciendo. ¿Por qué no me
lo han de oír a mí, si ya lo saben, y no les digo nada nuevo?...
Continuaré, pues, procurando ser breve y herir lo menos posible la
susceptibilidad de mis hermanos, a quienes ofende más lo dicho que lo
sentido; más las palabras que los hechos... Al proponer al Oriente
que temple en lo posible el ardor de las luchas políticas, he querido
protestar contra la tendencia a fomentarlas y exacerbarlas. El
instituto masónico debe ser extraño a la política, debe ser puramente
humanitario, debe proteger a los desvalidos sin pedirles cuenta de sus
ideas, y aun sin conocer sus nombres. Está fundado en la abnegación
y en la filantropía. Lo dicen así su historia, sus antecedentes, sus
símbolos, que o no representan nada, o representan una asociación de
caridad y protección mutua. Lejos de practicarse estos principios en
España, el Orden se ha olvidado de los menesterosos, constituyéndose en
agencia clandestina de ambiciones locas, en correduría de destinos y
en...

Protestas, amenazas, y tal cual palabreja puramente española, que no
fue conocida de Salomón ni de Hiram-Abí, ahogaron la voz del orador. El
tumulto fue tan grande como cuando en el templo de Salomón se dispuso
que la multitud prorrumpiese en gritos para que la palabra Jehová,
pronunciada por el Gran Maestro, no llegase a oídos profanos. Del mismo
modo los martillazos de Campos-Cicerón no llegaban a profanas orejas.
Por último, entre Canencia y el Venerable lograron restablecer el orden.

—Esto no se puede tolerar —gritó un compañero—. Si el hermano
Aristogitón quiere abogar por los absolutistas, que tanto nos han
perseguido; si es absolutista él mismo, dígalo de una vez, sin
necesidad de insultarnos, ni de manchar tan audazmente la honra
inmaculada de esta santa Sociedad.

—Hermano Arístides, o mejor Pipaón, pues no puedo acostumbrarme a
prescindir de los nombres verdaderos —dijo Salvador, sin perder ni un
instante su serenidad—: tú que has cantado en todos los corrales y
has venido aquí mandado por los absolutistas, para referirles lo que
hacemos, debes callar para no exponerte a que se descubra bajo la piel
de ese ridículo celo, la verdadera oreja asnal de tu conciencia negra.

—Que se _burilen_, que se escriban ahora mismo esos insultos —gritó
Pipaón fuera de sí—. Hermano Venerable, pido que el Oriente formule
ahora mismo el acta de acusación contra el hermano Aristogitón, y que
pase a la Cámara de Justicia.

—¿Para qué se ha de escribir lo que he dicho? —añadió Monsalud—. Mejor
es que lo repita, y lo repetiré cuantas veces queráis.

—¡Orden, orden!

Cicerón rompía la mesa a martillazos.

—¡Fuera, fuera!

—Hermanos queridos —dijo el Venerable haciendo un esfuerzo para que su
sonora voz fuese oída—. Tengamos calma. Ruego al orador tenga presente
que estamos en un templo, en el santo templo abierto a las luces,
a la honradez pura, a la filosofía pura, a los nobles sentimientos
filantrópicos de la humanidad toda, sin distinción de clases, iglesias,
castas ni estados...

—¡Bien, muy bien!

—Pues digo al orador que estamos en un templo y no en un Congreso, y
menos en un club.

—¡Muy bien!

—Hecha esta advertencia, y rogando a los hermanos de las columnas
septentrional y meridional que se calmen y tengan prudencia, oigamos
a nuestro hermano; que después el Oriente tomará las medidas que crea
necesarias. Adelante, hermano Aristogitón.

—Es el colmo de la insolencia —gritó un hermano sin hacer caso del
martillo o cachiporra ciceroniana— que dentro se levante una voz a
defender al cura Vinuesa y a los demás conspiradores absolutistas.

—Yo no defiendo a los conspiradores —prosiguió el orador—. Lo que pido
al Oriente es protección para los que padecen, martirizados por una
populachería indigna que no sabe oponerse a las conspiraciones de la
corona sino insultando al rey; que no sabe sofocar las conspiraciones
realistas, porque perdona, tolera y agasaja a los hombres
verdaderamente temibles, mientras encarcela y atormenta y ahorca a
infelices clérigos y ancianos ineptos, incapaces de hacer cosa alguna
de provecho contra el régimen establecido. El populacho a cuyo servicio
se ha puesto este Orden, no ve los enemigos reales y poderosos que se
unen astutamente al pueblo y se meten aquí minando el terreno en que
la libertad, trata de fundar, sin poderlo conseguir, un edificio más o
menos perfecto. La pleble, mientras deja trabajar en silencio a los que
odian la libertad, se entretiene en dar tormento a la gente menuda.

»Señores masones, o señores liberales templados, que ahora todo viene
a ser lo mismo, sois como aquel emperador romano que se ocupaba en
cazar moscas, y mientras mortificaba a estos pobres insectos, no veía
a los pretorianos que se conjuraban para echarle del trono. Este era
Domiciano. Así sois vosotros. Yo quiero que variéis de conducta, y
principio por pedir que se deje en paz a las moscas... No conozco a
Vinuesa; pero sí a compañeros y amigos suyos, que comparten su suerte
en la cárcel de la Villa o de la Corona. He visto la feroz excitación
que existe en el pueblo contra ellos, y esta excitación, creada y
fomentada por este Orden, y más aún por la asamblea de los comuneros,
es una barbarie y al mismo tiempo una imprudencia política. El vil
populacho a quien instruís en el inicuo arte de hacerse justicia por
sí mismo, aprenderá al cabo, y una vez maestro, querrá dar todos
los días una prueba de esa atroz soberanía que le habéis enseñado.
Tengo la seguridad de que si el tribunal que va a juzgar a Vinuesa
se mostrase benigno, la canalla destrozaría a Vinuesa, al tribunal y
luego a vosotros, que habéis hecho creer a la bestia en la necesidad
de los sacrificios humanos. Mientras la corte juega con vosotros y os
lanza de desacierto en desacierto para desacreditaros, para que os
devoréis los unos a los otros, os entretenéis en menudencias ridículas,
os debilitáis en rivalidades indignas y aduláis las pasiones de la
canalla, que si hoy ladra libertad, ladrará mañana absolutismo. Todo
depende de la mano que arroje el pedazo de pan.

»Poniéndome, pues, en el terreno político, a pesar de creerlo
impropio de esta Sociedad; hablando el único lenguaje que entienden
aquí, declaro que la persecución de Vinuesa, y mucho más la sañuda
irritación del pueblo contra ese hombre infeliz, me parecen una
desgracia casi irreparable para la libertad, un mal gravísimo que
este Orden debe evitar a toda costa, principiando por propagar la
tolerancia, la benignidad, la cordura, y concluyendo por emplear toda
su influencia en pro de los procesados. Si no se hace así, esto que
llamamos templo merece que el mejor día entren en él cuatro soldados
y un cabo, y que después de entregar todos los trastos del rito a los
chicos de las calles para que jueguen, recojan a los hermanos todos
para llenar otras tantas jaulas en el Nuncio de Toledo.

Las últimas palabras del orador apenas fueron entendidas, a causa
del gran alboroto que se armó dentro del templo, que representaba la
grandeza y maravillosa arquitectura del mundo.

—¡Fuera, fuera!... Él mismo se ha desenmascarado, y ya sabemos lo que
quiere.

—A votar... que se vote la proposición en escrutinio secreto.

—Ahora mismo se va a redactar el acta de acusación.

—¡Fuera!

—¡El acta de acusación!...

—Pedimos que pierda en absoluto los derechos masónicos. Tanta
insolencia, esas brutales amenazas, la defensa de nuestros enemigos no
pueden quedar sin castigo...

Estas y otras frases pronunciadas en indescriptible tumulto, indicaban
la efervescencia que en el templo reinaba, y por largo rato Cicerón se
rompía las manos dando martillazos sin poder calmar las olas de aquel
mar embravecido. Al fin, auxiliado de Canencia y de otros, lograron
serenar un tanto los irritados ánimos, librando asimismo al insolente
orador de las manifestaciones un poco brutales que el grupo más
entusiasta, la columna del septentrión, si no estamos equivocados, se
dispuso a emplear contra él.

—Después de ver lo que veo, me preocupa poco que se vote o no lo que
he propuesto —dijo Salvador—. Y en cuanto al acta de acusación, no se
tomen mis hermanos el trabajo de redactarla, porque no es preciso que
me expulsen. Me expulsaré yo mismo, abandonando para siempre este Orden
inútil, enfermo, podrido, que si aún respira y habla como los vivos, ya
infesta como los cadáveres.

¡Escándalo inaudito! Aunque lo normal en las _tenidas_ era que se
discutiera con tranquilidad, cuando la congregación salomónica se
alborotaba parecía un club de los más fogosos. Unos rugían tan
cerca del atrevido Aristogitón, que fue necesario que interviniera
personalmente el Venerable para impedir cosas mayores entre hermanos,
olvidados de la santidad que infunde un mandil de cocinero. De las
columnas septentrionales partía el más atroz nublado de amenazas y
recriminaciones. Las columnas del mediodía estaban más tranquilas.
Indudablemente había allí no pocos compañeros que opinaban lo mismo
que el orador, hallando tan solo reprensible la forma violenta del
discurso.

—¡_Radiación, radiación_! —gritaron algunos—. Sin alborotar se puede
imponer castigo al delincuente.

_Radiar_ significaba dar de baja.

—Que se le inscriba en el _Libro rojo_.

Era un librote donde se inscribían los hermanos _radiados_ por
sentencia masónica.

—Que se vote antes por _esferas_ esa absurda proposición.

_Esferas_ llamaban a las bolas.

—Queridos hermanos —repetía el Venerable con mansedumbre—. Estamos en
un templo, no en un club. Orden.

El orador se hubiera marchado de la logia sin esperar las resoluciones
del templo; pero un resto de consideración hacia los que aún le
llamaban hermano, detúvole allí. Vio que Canencia desde su tripódica
mesilla le hacía señas de reprobación y pesadumbre; vio que el
Venerable le miraba con expresión de lástima; oyó algunas palabras
rencorosas de tal cual hermano que no lejos de él tenía su asiento;
observó que muchos, mayormente los del mediodía, guardaban una actitud
reservada, como hombres demasiado prudentes que no se atreven a poner
su opinión frente a la opinión de la mayoría; vio después que votaban
su proposición, y por unanimidad la desechaban; pero lo que más
sorpresa le causó fue que en la sala de _Pasos perdidos_, concluida la
sesión, le dijera al oído algún hermano de los más callados bajo la
_bóveda del universo_:

—Hermano Aristogitón, yo pienso como usted en lo de dejar en paz a las
moscas y hacer puntería a los pajarracos; pero esto no se puede decir
aquí. Conviene seguir la corriente y no chocar con la mayoría. A donde
nos lleven iremos.

Y otro le dijo, también en secreto:

—Lo mismo que usted hubiera dicho yo, aunque en tono menos agresivo. No
conviene ensoberbecer al pueblo, ni adular sus instintos sanguinarios;
pero, amigo, la consigna de estos días es sacrificar algún absolutista
a la implacable furia populachera, y como no ha caído en nuestras
redes, ni caerá, ningún tiburón, fuerza es echar en la sartén los
pececillos de redoma. Vinuesa morirá.

Y un tercero le dijo, también en secreto:

—Le hubiera aplaudido a usted con toda mi alma; pero, amigo, estas
cosas se sienten y no se dicen. Ni vale la pena de que pierda uno
su destino y el pan de sus _lobatones_ (hijos) por una apreciación
política. Yo creo que esto se lo lleva la trampa. Estamos dentro de un
torbellino que nos arrastra, nos hace dar mil vueltas, nos marea, que
no para nunca, y nos llevará a donde quiera el gran _Demiurgos_. Creo
que hace usted mal en manifestar tan crudamente sus ideas. La masa
popular tiene ya a Vinuesa entre los dientes, y no seré yo el guapo que
pretenda quitárselo. Ese clérigo es bastante criminal, es un disoluto,
un perdido. ¿Por qué le defiende usted?

Y un cuarto le dijo, en secreto también:

—Siento mucho que le tengamos que _radiar_ a usted y apuntarlo en el
Libro rojo; pero no hay más remedio. No se puede tratar al Orden como
usted lo ha tratado... Por mi parte, acepto esa idea de no hacer caso
del bajo pueblo; pero ¿quién le pone el cascabel al gato? Soltamos los
mastines, y ahora tenemos que andar brincando y corriendo y huyéndoles
el bulto, para que no nos muerdan. Si he de hablarle a usted con
franqueza, creo que nada se pierde con quitar de en medio a los autores
de ese monstruoso plan; pero al mismo tiempo opino como usted que hay
otros peores, sí, señor; otros que trabajan en obra fina, y no digo
más... Dios nos tenga de su mano, Aristogitón, y lo que fuere sonará...
Allí veo a Argüelles, a Calatrava y a Feliú que acaban de entrar.
Esta noche hay _tenida de Maestros sublimes perfectos_... Parece que
en Palacio anda la cosa mal, y que las Cortes nuevas no serán muy
sumisas... Yo me voy, porque según me ha dicho Campos, debo perder la
esperanza de un ascenso, por ahora.

Y un quinto le dijo en voz alta:

—¡Buena la has hecho...! Yo que pensaba decirte que te empeñaras con
Campos para que me trasladasen a la vacante de la secretaría...

—El duque del Parque acaba de entrar —le dijo un sexto—. Hay _tenida
de Valientes y soberanos Príncipes_. Sentiré que te _radien_, hermano
Aristogitón. Aunque grité contra ti, y te llamé insolente y procaz,
no hagas caso. Somos amigos. Algo de lo que dijiste, me gusta;
principalmente el apóstrofe a Pipaón. Ese canalla va a ser presentado
esta noche en un grado superior. No hay quien pueda con él. ¿Creerás
que la plaza que estaba destinada para mí, la pescó Pipaón para su
criado?

Otros pasaban sin mirarle, o mirándole con provocativo enojo.

Mientras entraban diversos hermanos, que en el siglo respondían a los
nombres de Quintana, Argüelles, Valdés, San Miguel, etc., salieron
otros, entre los cuales también había nombres que después fueron
ilustres, pero que callamos por varias razones.

Quedose Monsalud en la sala de _Pasos perdidos_, esperando el resultado
de la _tenida de Maestros sublimes perfectos_.

La logia se iba a abrir en uno de los grados superiores.



IX


Duró la reunión de los padres graves bastante tiempo, porque además
de que en ella trataron diversos asuntos de política elevada, hubo
admisión de un hermano que había recibido _aumento de salario_, es
decir, ascenso en la escala masónica. La ceremonia de recepción en
los grados superiores no era más seria que en el grado de aprendiz, y
se hablaba mucho de la _Acacia_, de la _Sala de en medio_, de la _Luz
opaca_ y otras lindezas. Para explicarlas sería preciso entrar con
brío en la leyenda del _Arte-Real_; pero como esta y cuanto a ella
se refiere es fastidioso en grado sumo, nos limitamos a recomendar
al lector se abstenga de perder el tiempo averiguando el significado
de los millares de emblemas diversos usados por las doscientas o
trescientas disidencias o cisma del primitivo francmasonismo, entre
los cuales el rito _escocés y aceptado_, que parece predominante
en nuestros tiempos, tiene por liturgia un enredado berenjenal de
alegorías, entre místicas y filosóficas, donde fracasa la más segura y
sólida cabeza.

Los _Maestros sublimes perfectos_ se retiraron muy tarde, y a la
madrugada no quedaban en el local más que cuatro individuos, reunidos
en torno a la mesa en la _Cámara de meditaciones_. Eran _Cicerón_,
Monsalud, don Bartolomé Canencia, y otro cuyo nombre y persona serán
conocidos en el transcurso del diálogo. Este (que acababa de entrar
concluidas las sesiones) y Canencia fijaban su atención en unos papeles
llenos de guarismos y en un saquillo de monedas, contando a ratos, y a
ratos apuntando cifras. Los otros dos hablaban.

—La _Cámara de perfección_ —dijo Campos—, no ha querido mostrarse
severa contigo. Ha decidido que no seas _radiado_ por ahora, y que, en
vez de _dormir_, pidas una licencia ilimitada, que se te dará.

—Tonterías y debilidades —respondió Salvador riendo—. Ni yo quiero
licencia, ni la necesito, ni la pediré, ni me importa que me _radien_ o
me escriban en todos los libros rojos o amarillos.

—Hazme el favor —indicó Campos con socarronería— de no echártela de
hombre superior. No valemos tan poco como crees. El discursillo
de esta noche que tan justamente alborotó la logia, y la carta que
me escribiste renunciando las comisiones que yo quería encargarte
en provincias, me prueban que estás en un período de hipocondría o
satánico orgullo. Señor Aristogitón, hay que civilizarse; hay que
aceptar las cosas como son; hay que renunciar a esos humos de hombre
puro, so pena de anularse y caer en triste olvido... Es particular: yo
te alargo la mano para sostenerte y elevarte, y me la rasguñas. ¡Pobre
gatillo inocente! El discurso de esta noche bastaría para expulsarte
definitivamente de entre nosotros, y, sin embargo, gracias a mí te
quedarás; gracias a mí...

—Para nada quiero seguir.

—Seguirás —repitió Campos con benévola insistencia—, y no solo
seguirás, sino que nos serás útil. ¡Tunante! Más de cuatro quisieran
verse en tu lugar. Has de saber que tus salidas de tono y tus desaires,
en vez de ocasionarte disgustos, te proporcionan gangas. Ya verás qué
pedrada te voy a dar esta noche.

—A nada conduce tanto hablar, señor Campos —repuso Aristogitón con
impaciencia—. Es tarde: de una vez dígame usted si han tratado esos
señores algo referente a Vinuesa y su conspiración.

—Eres en verdad sospechoso. ¿En qué se funda tu interés por ese Gil de
la Cochera, de la Cuadra o no sé de qué?

—Es pariente mío.

—¿Cercano?

—Muy cercano.

«Quizás sea su padre —dijo para sí—. Estos hijos de nadie se exponen a
que de buenas a primeras les salga un padre en cualquier calabozo.»

—¿Se ocupan de esto? ¿Sí o no?

—Nos ocupamos, sí. El castigo de Vinuesa y sus cómplices es una de las
cosas que más preocupan a la gente política. No han sido olvidados
otros asuntos graves, como la disolución del cuerpo de Guardias; los
insultos al rey; las nuevas Cortes, que se abrirán dentro de unos días;
la Sociedad de los comuneros, que está metiendo demasiado ruido, y las
partidas de guerrilleros que comienzan a aparecer. Es un hormiguero de
asuntos graves, que hacen de España un país de delicias.

—Por supuesto, no habrán resuelto nada. Los _Maestros sublimes
perfectos_ se parecen al gobierno como una calabaza a otra. Aquí como
allí se procede de la misma manera. Habrán decidido que no conviene
absolver a Vinuesa, ni tampoco condenarlo; que no conviene castigar
a los insultadores del rey, ni tampoco alentarles; que el cuerpo de
Guardias está bien disuelto, pero que se debe crear otro; que la mejor
manera de acallar el ruido que hacen los comuneros, es alborotar mucho
aquí; que las nuevas Cortes no son buenas, pero tampoco malas, y que
la política debe ser exaltada para contentar al populacho, y al mismo
tiempo despótica para contentar a la corte.

—Atacas el justo medio, que es el arte político por excelencia, bribón
—dijo Campos riendo—. ¿Tú qué entiendes de eso? Sin este tira y
afloja; sin esta gracia de Dios que consiste en no hacer las cosas
por temor de hacerlas a disgusto de Juan o de Pedro, no hay gobierno
posible.

—En una palabra, los _sublimes_ no han decidido nada. Ya dijo Voltaire
hace muchos años: _La masonería no ha hecho nunca nada, ni lo hará_.
Tenía razón.

—Protesto —gritó Canencia, apartando por un momento su atención de las
monedas, de los guarismos y del amigo que con él contaba y escribía—.
El buen Arouet no ha dicho semejante cosa. No calumniemos al gran
filósofo, señores.

—Quienes le calumnian, querido Sócrates —dijo Campos en un momento de
ira—, son los volterianos, que fuera de aquí se fingen beatos para
halagar a los curas.

—Pero si halagan a los curas honrados —repuso Canencia volviendo a
contar—, no trabajan por la impunidad de los curas absolutistas que
escandalizan al país con sus conspiraciones... Cuarenta y cinco reales
en medias pesetas.

—Usted, papá Sócrates —dijo Monsalud con mal humor—, reparta el _dinero
de la Viuda_ y deje lo demás.

—Volviendo a nuestro asunto, hermano Aristogitón —manifestó Campos—, te
conviene mucho no meterte a redentor de cautivos. El Grande Oriente no
puede aplacar la efervescencia del pueblo contra Vinuesa, ni absolver
a este, aunque hará todo lo posible porque no se le condene a muerte,
ni tampoco pondrá en libertad al de Tamajón, ni a tu Gil de la Cuadra,
porque si lo hiciera se supondrían complicidades absurdas. Ya sabes lo
que es el vulgo... y por más que digan, los gobiernos deben dar algo al
señor vulgo en compensación de lo mucho que a todas horas le piden.

—Pues yo me retiro —dijo Monsalud resueltamente.

—Aguarda, torpe, ingrato. Te he dicho que iba a darte una pedrada esta
noche.

—No estoy para bromas.

—Vamos, será preciso cogerte con lazo, y luego atarte las manos para
que no des bofetadas a tus favorecedores.

Campos sacó del bolsillo un pliego doblado en cuatro.

—Aquí tienes tu destino.

—¿Qué destino? —preguntó el joven con asombro.

—No te hagas el tonto, Salvador, ni vengas acá con ridículas y
mentirosas modestias. Con esta clase de latigazos se domestica a las
fieras catonianas. Ya se que no te gusta pedir nada; ya sé que te falta
boca para proclamar tu horror a los destinos públicos, y censurar la
ambición y a los ambiciosos. Todos hacemos lo mismo; pero cuando nos
dan algo... lo tomamos.

—Yo no entiendo una palabra de lo que usted me dice.

—Vamos, que no te falta ya más que hacerte anacoreta, y excomulgarme
por favorecerte. No tanto, joven modesto. Aquí tengo una credencial de
treinta mil reales, una canonjía admirable en la secretaría del Consejo
de Indias. Poco trabajo, ninguna responsabilidad. Con los suspiros que
otros han exhalado por esta plaza, se podría dar a la vela un navío. El
ministro, al dármela esta noche en el capítulo, me dijo que desde que
vacó ese puesto, lo han solicitado unos cien o doscientos _adictos_.
Pero yo la había pedido para ti con muchísimo empeño, y el ministro
no podía desairarme; el ministro me ha dado la plaza, a pesar de tu
irreverente y sacrílego discurso de esta noche.

—Estoy muy agradecido a usted, pero no acepto.

—Es el primer caso que veo en España, querido Salvador —dijo Cicerón
con la malicia escéptica que le era habitual—; es el primer caso que
veo de un hombre a quien le dan esta bendición de Dios que yo tengo
en la mano, y se queda sereno y frío como tú estás ahora. Tú no eres
hombre, tú no eres español.

—¿Pero usted por su propia iniciativa ha pedido para mí ese destino, no
habiéndolo solicitado yo? —preguntó el joven tratando de averiguar el
motivo de aquella protección sospechosa.

—Hombre, la verdad... a mí no se me ocurría tal cosa; pero mi
sobrina Andrea, que a todo atiende, que todo lo prevé, que sabe tan
bien adivinar las necesidades, me dijo no hace muchos días: «Es una
vergüenza que hayan colocado tanta gente inepta, y esté sin destino
Salvador Monsalud.» Comprendí que tenía razón, y le contesté que tú
nunca habías pedido nada, y que en la casa del señor duque del Parque
estabas muy bien... Ella me dio a entender que deseas la plaza.

—¡Yo!

—Tú. Andrea es excelente, es caritativa como ninguna, y estima mucho
a todos mis amigos. Me ha dicho que habías estado en casa a verme;
que no hallándome, esperaste largo rato; que estabas meditabundo y
cariacontecido; que te dio conversación para distraerte; que hablando
de cosas de la vida, le diste a entender con frases delicadas y
parabólicas que deseabas un buen empleo; en suma, según mi sobrina, tú
le rogaste con buenos modos que influyera conmigo para que el Grande
Oriente te proporcionara una pingüe colocación.

—¡Qué falsedad!... Pero, ¿lo dice usted seriamente? —preguntó Monsalud
con ira.

—¿Desmentirás a mi sobrina?

—Yo no desmiento a nadie. Simplemente digo que muchas gracias, y que
guarde usted su credencial para otro.

Diciendo esto, Salvador clavó tenazmente los ojos en el semblante de
Cicerón, tratando de leer en él los móviles de conducta tan extraña.
Aquella extemporánea protección del _Maestro sublime perfecto_,
otorgada precisamente a quien acababa de hacer a la congregación una
ofensa grave, encerraba sin duda algún misterio. Conocía bastante
Monsalud el carácter de Campos para creer en su benevolencia, y
conocía bastante el Orden para suponerle capaz de dar a los que no
pedían. Ni consideraba tampoco verosímil la intervención de Andrea en
aquel asunto. Hizo diversos juicios y sentó varias hipótesis; pero
ni de aquellos ni de estas resultó nada concreto. También fue inútil
la observación analítica del plácido rostro de Campos, pues el gran
masón no era hombre que a su cara permitía vender los secretos del
entendimiento.

—Yo lo agradezco mucho —repitió el joven—; pero de ningún modo puedo
aceptar.

—Basta: para fórmula modesta, para vergüencilla de niño bien educado,
basta ya —dijo Campos burlonamente—. Pues esto que ahora te doy, no
es más que para hacer boca. Ya he hablado al ministro de enviarte a
desempeñar una de las superintendencias de Indias, con la cual puedes
ser hombre rico en diez años.

Aquel proyecto de envío a Ultramar, aumentando al principio la
confusión del joven, confirmó sospechas dolorosas que en su alma
empezaban a nacer.

—¡Repito que no y que no! —dijo con la mayor energía—. Muchas gracias
por todo; pero celebraré que no me vuelva usted a hablar de eso.

—Entonces —indicó Campos, cruzando los brazos en señal de perplejidad—,
pide por esa boca. Imagina algún imposible; pide la luna, a ver si te
la podemos dar.

—Lo que deseo, ya lo pedí en la _tenida_.

—Pues eso es un disparate. Ya te he dicho que no podemos decidir nada.
Hay cuestiones que no se resuelven sino dejándolas sin resolución. ¿Te
ríes...? ¡Maldita sea tu filantropía! Yo quisiera comprender en qué
consiste tu interés por Gil de la Cuadra.

—En que le debo la vida.

—¿Y qué es eso de deber la vida?

—Una cosa que no entienden los egoístas.

—Tú estás loco —dijo Cicerón haciendo gestos de desdén—. Señor Regato,
¿qué le parece a usted la pretensión de nuestro joven filántropo?

El señor don José Manuel Regato alzó los ojos del montón de dinero para
fijarlos en el cercano grupo. Hombre tan célebre merece algunas líneas.



X


Era de mediana edad y fisonomía harto común: ni alto ni bajo, moreno y
curtido de rostro, a excepción de la frente, que era muy blanca. Sus
pobladas cejas negras y el pelo espeso y cerdoso indicaban fortaleza.
Había en sus ojos la vaguedad singular propia de los tontos o de
los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este
modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía
completamente de negro, asemejándose, por esta circunstancia, a una
persona de estado eclesiástico; afectaba la más refinada compostura,
y al mirar contraía los párpados a manera de los miopes. Si los abría
en momentos de sorpresa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdosos
y dorados reflejos de su iris, muy parecido al de los gatos. Cuando
quería hablar algo de interés, iba acercándose poco a poco al asiento
de su interlocutor, y su manera de acercarse, su especialísima postura
al sentarse, arrimando el codo o el hombro a la persona, eran fiel
copia de los zalameros arrumacos del gato. Muchos habían observado esta
semejanza, y hasta en el apellido de Regato, es decir, reiteración en
las cualidades gatunas, hallaban motivo de burla los maliciosos.

—Antes de pedir con tanto empeño la impunidad de Vinuesa y compañeros
—dijo don José Manuel—, yo me pondría en paz con Dios por lo que
pudiera tronar. Defendiendo a tales víctimas, se corre el peligro de
ser una de ellas. Gil de la Cuadra es uno de los peores. ¡Valiente
pajarraco defiende usted, amiguito Monsalud! Con la mitad de lo que él
ha hecho se va de bureo a la plazuela de la Cebada. No es crueldad,
señores; pero si a este candoroso anciano no le ponen la corbata de
cáñamo, no hay justicia en el mundo.

—A quien hay que poner la corbata de cáñamo —dijo Salvador con súbita
ira— es a los serviles que impulsaron a Vinuesa y compañeros mártires,
para abandonarles en el momento del peligro. Quizás celebran hoy que
la muerte de esos infelices borre la huella de trabajos más formales;
quizás se mezclan hipócritamente a la canalla soez que pide horca y
hogueras... para distraer de sí la atención del pueblo honrado y del
gobierno.

—Quizás... —repitió serenamente Regato.

—Si sigues por esa senda de sentimentalismo —afirmó Campos, dando a
Monsalud familiar espaldarazo—, es muy posible, ¡oh joven!, que te
pongan entre los sospechosos o poco adictos al sistema.

—Pónganme donde quieran —manifestó Salvador—. Yo sé dónde estoy y
conozco bien los sitios y las personas. Desprecio los juicios malignos
que aquí o fuera de aquí puedan hacerse de mi conducta.

—Enérgico estás —dijo Cicerón con jovialidad—. Verdad es que quien se
ha extralimitado en el templo, bien puede salir de sus casillas en la
sacristía.

—¿Qué es eso de sacristía? —indicó Canencia, desperezándose, después de
contado el dinero, como hombre que ha terminado un gran trabajo—. No se
pongan motes de clerigalla a estos venerables lugares. Esto se llama
la _Cámara de meditaciones_... Cuente usted otra vez lo suyo, señor
Regato. Son 836 reales y tres maravedises.

—No vuelvo a ensuciar mis manos en esta inmundicia —dijo Regato—.
¡Válgame Santa Mónica, cuánta calderilla! Parece mentira que una
hermandad tan ilustre y a la cual pertenece tanta gente adinerada, no
ponga más que estos miserables huevecillos.

—Los gordos son para el hermano Sócrates —dijo Monsalud—. Mire usted,
señor Regato, cómo va echando carrillos y rejuveneciéndose el buen
masón de Salamanca.

—Cállate, picarillo —repuso Canencia—. Ya sabes que puedo sacarte los
colores a la cara siempre que quiera.

—Señal de que tengo vergüenza.

—O de que la tuviste... Pero basta de boberías. Cobre usted, señor
Regato, y venga recibo.

—Las cuentas de estos señores —dijo Salvador— son tan embrolladas como
las leyes masónicas.

—Es sencillísimo —contestó Regato—. Se me deben 1233 reales. Aquí
está mi cuenta... «Por dos calaveras que mandó traer de la bóveda de
San Ginés en 6 de noviembre, 42 reales... Por el bordado de cuatro
mandiles, 268... Por echar una pieza al sol, 12... Por pintar las
llamas, 30... Por una escuadra nueva y siete malletes, 58... Por
aguardiente que se dio a los de policía el 5 de enero, 14... Por lo que
se repartió cuando tiraron la pedrada al coche de _Narices_, 410...
Por papel de circulares, 60... Por saldo del piquillo que se le debía
a Grippini, el cafetero de _La Fontana_, 140... y así sucesivamente,
señores. Total, 1233 reales.» Ahora papá Sócrates ajusta las cuentas
de otro modo, y no quiere darme más que 836 reales. Estas mermas son
las recompensas de un hombre de bien que consagró su tiempo a ser
secretario de la masonería durante cinco meses... ¡Vean ustedes qué
pago! Adelanta uno su dinero para que el Orden no carezca de nada, y al
pagar... ¡Luego se espantan de que me haya hecho comunero!...

—Bendito don José —dijo vivamente Cicerón—, poco a poco. No nos
espantamos de que usted se haya hecho comunero: nos espantamos y
nos enojamos de que usted, tan favorecido por este Gran Oriente,
prescindiendo de piquillos, alcances y descuentos, fomentara la
escisión funesta que acaba de realizarse en la Sociedad; que arrastrara
fuera del Orden a esos desgraciados fundadores de la gárrula Comunería,
y que ahora, después que forman iglesia aparte, les incite contra
nosotros, les predique la anarquía y el desorden, convirtiéndoles en
desalmados jacobinos.

—Yo me marché de la masonería —dijo Regato con firmeza—; yo fomenté
el cisma; yo contribuí a fundar la Sociedad de los Hijos de Padilla,
porque la masonería vino a ser rápidamente una sociedad ñoña y que no
sirve para nada, como dijo Voltaire. Yo no oí las verdades amargas que
dijo el señor Monsalud esta noche, porque como hermano _durmiente_ a
perpetuidad, no puedo pasar de la sacristía ni aun entrar aquí sino
recatadamente y a ciertas horas; pero por lo que me contó el señor
Canencia, sé que este joven puso el dedo en la llaga. Señores, esto
es una farsa; esto no conduce más que a un servilismo no menos infame
que el servilismo del año 14. Aquí se hacen los decretos a gusto de
dos o tres maestros del grado sublime; aquí se eligen los diputados;
aquí no hay otra cosa que los manejos de cuatro fatuos que mandan
y a su gusto disponen de todo. No les quiero citar, porque no hay
para qué. Pero ellos quieren establecer el gobierno perpetuo de los
tibios, y adjudicarse todos los destinos. Esto no puede ser, y no será.
Hemos fundado la Comunería para establecer la verdadera libertad,
sin boberías de orden y servilismo encubierto; para darle al pueblo
su total soberanía, y que se hagan todas las cosas como al santo
pueblo le dé la gana; para desenmascarar a tanto pillo farsante, y
hacer que obtengan destinos los verdaderos hombres de bien, adictos
al sistema. Basta de papeles y comedias bufonas. Nosotros vamos a
la verdad, a la realidad. Odio eterno, señores, entre unos y otros;
queremos separación eterna, irreconciliable de los que desterraron
a nuestro querido héroe, de los que contemporizan con la corte y la
Santa Alianza, de los que disuelven el ejército libertador, de los que
persiguen a las sociedades patrióticas de _La Fontana_ y _La Cruz de
Malta_, de los que hacen la mamola a los obispos y al Papa, de los que
ponen dificultades a la organización de la Milicia nacional; separación
eterna de los que en una mano tienen el libro de la Constitución y en
otra el cetro de hierro del _Rey neto_. Este es el Orden de Padilla;
esta es la Confederación de Padilla, que hará en España la revolución
verdadera, que establecerá el sistema constitucional en toda su pureza,
y pondrá fin al reinado de los pillos e hipócritas. El Orden de Padilla
derribará al infame ministerio de las _páginas_ y de los _hilos_ antes
de ocho días, señores; óiganlo bien, antes de ocho días.

Nadie contestó en los primeros momentos. Cicerón meditaba apoyando su
sien en el dedo índice. Canencia sonreía. Monsalud, indiferente a la
perorata, se levantó para retirarse.

—¡Gran suerte será para nosotros —dijo al fin Campos— que el señor
Regato nos perdone la vida!

—Yo no amenazo. Al contrario, invito a todos los buenos amigos a que se
vengan conmigo.

—Es muy cómodo eso —indicó Cicerón—. Vivir con la masonería, cobrar 800
reales por calaveras, remiendos echados al sol y aguardiente dado a la
policía, y marcharse después con los comuneros para hacernos la guerra.

—No pueden ustedes acusarme de interesado —dijo Regato, levantándose
también para marcharse—. La Comunería es pobre; no da destinos.

—Pero los dará tal vez dentro de ocho días. Ya se puede esperar.

—Antes que se me olvide, señor don José Manuel —dijo el filósofo
Canencia, que no se apartaba de lo positivo—. Me han dicho que allá
tienen falta de espadas y broqueles. Aquí tenemos algunas piezas de
sobra.

—Veo que esto acabará en Rastro —repuso el comunero guardando sus
cuartos—. Nosotros usamos espadas de acero, no de latón.

—Pues buen provecho, hombre, buen provecho.

—Para mis amigos soy el mismo de siempre —dijo Regato echándose la capa
sobre los hombros—. ¡Quién sabe si...!

—El hermano Sócrates y yo tenemos que ajustar ahora otra especie de
cuentas. Buenas noches, señor Regato.

—Yo me retiro también —dijo Monsalud—. Repito lo del destino, señor
Marco Tulio. Muchas gracias, muchas gracias por la secretaría; pero que
sea para otro.

—Adiós, puerco-espín... Señor Regato, mucho cuidado con ese granuja que
sale con usted... Es capaz de hacerse comunero si usted se lo dice tres
veces.

Cuando ambos salieron a la calle, el más joven dijo:

—Señor don José Manuel Regato, yo quiero ser comunero.

Uno y otro hablaron breve rato, separándose después.



XI


Seguía viviendo Solita en casa de doña Fermina Monsalud, a donde
trasladó el pequeño mueblaje patrimonial; y su bondad y sencillez
nativas, así como la gran desgracia que padecía, abriéronle pronto el
corazón de la madre y el hijo. Otras personas necesitan largo tiempo y
trato para ganarse una amistad profunda; pero Solita a los ocho días
ya era de la familia. Durante las largas ausencias de Salvador, que
estaba fuera casi todo el día y parte de la noche, la señora mayor
y la señorita, sin dejar de la mano una y otra labor de utilidad o
entretenimiento, no cesaban de discurrir sobre las probabilidades de
que el señor Gil de la Cuadra fuese puesto en libertad; y como el
tema las llevaba al áspero terreno de la política, concluían siempre
diciendo mil desatinos, que en su buena fe y candor les parecían
discretas observaciones o grandiosos descubrimientos.

—Dicen que va a caer el gobierno —indicaba doña Fermina—. Si entran
después los que quieren que todo sea libertad y más libertad, no habrá
presos.

—Lo que yo creo más probable —respondía Soledad— es que el rey se
levante de mal humor cualquier mañanita, y mande a su caballerizo mayor
a las Cortes. Desengáñese usted, de ahí viene todo el mal.

Algunos días veían los sucesos con alegres ojos; otros sombríamente y
con tristeza.

—Tengo el corazón traspasado —decía Solita dejando caer sus lágrimas
sobre la costura—. He cerrado un momento los ojos para rezar, y he
visto a mi padre expirando en el calabozo.

—No pienses tonterías —contestaba la Monsalud—. Yo he cerrado también
los ojos para rezar, y he visto al señor Gil poniéndose la capa para
salir de la cárcel. El mejor día le ves entrar por esa puerta... Mi
buen hijo ha tomado con empeño este negocio.

Entraba entonces Salvador fatigado y sombrío, y al punto las dos
mujeres clavaban en él la vista para adivinarle los pensamientos antes
que los manifestase. Solita se lo comía con los ojos, y había adquirido
tal arte para leer en la expresiva fisonomía del joven, que al verle
entrar decía para sí: «hoy tenemos malas noticias», o: «hay esperanzas.»

Soledad creía deber suyo pagar con pequeños trabajos y servicios los
favores sin cuento que en aquella casa recibía. En un par de días
enterose minuciosamente de los hábitos de la familia, y procuraba que
su presencia en la humilde vivienda fuera de lo más útil posible.
Aguzaba su ingenio para introducir en el cuarto de Salvador refinadas
comodidades, previendo cuanto el buen muchacho necesitar pudiera; se le
conocía en la cara y en el modo de mirar que no abandonaba un punto la
observación cariñosa y vigilante de todo cuanto a su hermano postizo se
refiriese.

Separada de su padre y de los parientes maternos, la persona a
quien tenía mayor respeto era aquel protector advenedizo en cuyos
brazos había caído. Con la madre tenía confianza, con el hijo no.
Además de que no osaba entablar conversación con él, fuera de las
preguntas propias de las circunstancias, manteníase siempre distante y
respetuosa. Salvador, a los pocos días de vida común, la tuteaba. Como
pasasen muchos días sin que ella correspondiese a esta familiaridad, él
le dijo:

—Cuando el pobre Gil se separó de nosotros, quiso que fuéramos
hermanos. Trátame como se tratan los hermanos, y llámame _Salvador_ a
secas y _tú_.

—Me parece que no podré acostumbrarme a eso —respondió la niña
ruborizándose.

Contradiciendo su propia opinión, se acostumbró muy pronto.

Cuando el joven dormía, avanzada la mañana, una como divinidad del
silencio cuidaba de evitar los más ligeros ruidos de la casa. Cuando
volvía muy tarde, las más veces en el último confín de la noche, Solita
velaba sin fatiga ni sueño para que no esperase ni un minuto en la
puerta, ni le faltara nada al entrar. Nunca se había permitido la más
ligera broma con él, ni dejó de emplear, para decirle algo, el tono más
comedido y serio. Una noche, sin embargo, le salieron las palabras a la
boca con tal ímpetu, que se extralimitó a hablarle así:

—¡Qué tarde has venido esta noche, hermano! Se conoce que tú y tu novia
habéis tenido muchas cosas que deciros.

Soledad no comprendía que un hombre trasnochase por otra razón que por
estar hablando con su novia.

Acogió Salvador la observación con amable sonrisa. Arrojándose en
una silla con muestras de gran cansancio, contempló a su improvisada
hermana que estaba ante él sosteniendo una luz, y se fijó más que nunca
en las graves imperfecciones de su rostro, no tantas, sin embargo,
que disminuyesen el fuerte atractivo simpático que existía en ella, a
manera de reflejo o anuncio del alma.

—Solita —le dijo Monsalud riendo—, con esa luz en la mano te me pareces
a la Fe iluminando al mundo. Yo he visto en alguna parte una estatua,
cuadro o estampita igual a ti en este momento... Dime, hermana, y
perdona mi curiosidad: y tú, ¿no tienes novio?

Solita volvió rápidamente la espalda para retirarse; pero arrepentida
sin duda, tornó a mirar a su hermano.

—Bien sabes que lo tengo. Mi primo Anatolio...

—¡Ah, ya recuerdo! Tu papá me habló de un primo tuyo, que también será
ahora primo mío... Ya recuerdo, sí; el primo Anatolio, que va a ser mi
cuñado.

—Justamente. ¿Quieres algo?

—Aguárdate y respóndeme. ¿Quieres mucho a nuestro primo?

—Ya sabes que mi padre ha dispuesto que sea mi marido.

—¿Le has visto alguna vez?

—Cuando éramos niños. Yo no me acuerdo bien cómo es. Mi padre hace poco
me solía decir: «Tu primo Anatolio ha de ser a esta fecha un arrogante
hombrazo como Salvador el de doña Fermina.»

—Pero no me has dicho si quieres mucho a tu Anatolio.

—Eso no se pregunta. ¿No he de quererle si mi padre me ha mandado que
le quiera y me case con él?

—A eso no hay nada que decir, hermana. Cuando te cases y vayas a
Asturias, te prometo hacerte una visita: ¿qué te parece?

—Me parece muy bien.

—Y seré padrino de tu boda... y seré padrino de tus niños, de mis
sobrinillos.

—Buenas noches, compadre.

Pero esta clase de diálogos eran una excepción. Generalmente, cuando
Salvador entraba, Soledad le decía preguntas referentes a la deseada
libertad de su padre.

—Hermano —le dijo una noche—, tu cara me anuncia malas noticias: ¿qué
hay?

—¿Malas noticias? —repuso el joven dando un suspiro y meditando breve
rato—. La verdad, este asunto es difícil. Se sacan piedras del fondo
del mar; pero ¿quién saca la pobre víctima que cae en el inmenso fondo
de barbarie del populacho?

Solita dio un suspiro y elevó sus expresivos ojos al cielo.

—Pero no hay que desesperar, hermanita —añadió Salvador consolándola—.
Cuando yo llegue al último extremo en mis fatigas y empeños por salvar
la vida al pobre reo; cuando yo no pueda más, vendrá lo imprevisto,
vendrá Dios y lo salvará.

—Según eso, traes malas noticias —dijo Soledad con abatimiento.

—Malas no, regulares. He adelantado algo. Mañana veremos. Conque buenas
noches, comadre.

Solita dio otro suspiro y se alejó; pero retrocediendo al instante,
hizo esta pregunta:

—¿Y le has visto?

—Todavía no he podido verle. Ponen mil dificultades; pero pienso
hacerme amigo de los comuneros, a ver si por este medio...

—Los comuneros... es decir, don Patricio. Dime, hermano, ¿son todos tan
tontos y tan crueles como nuestro vecino?

—Allá se le van... Creo que me será fácil ver a tu padre. Descuida,
que si no podemos conseguir su absolución, trataremos de arreglarle la
escapatoria.

—¡Qué bueno eres, pero qué bueno! —exclamó Sola—. Siempre que te oigo
hablar, se me llena el corazón de esperanza, y veo a mi pobre padre
libre y feliz. Lo que haces por nosotros, Salvador, es más que cuanto
pueden hacer los hombree más generosos. Mucho ha de darte Dios en esta
vida o en la otra para poder premiarte.

—Dios no tiene que darme nada, tonta. Esto es una deuda, mejor dicho,
aquí hay varias deudas que pesan sobre mi alma. Si salvo a tu padre de
la muerte primero, de la cárcel después, sentiré un alivio...

—Ya sé... cuando mis padres marcharon a Francia hace ocho años,
ocurrieron cosas terribles.

—Sí, muy terribles. Algunas de ellas no las puedes comprender. Por
fortuna tú no estabas allí: te dejaron en La Bañeza.

—Pero todo me lo contó mi madrastra —manifestó Solita con emoción—. La
pobre te estimaba mucho, y constantemente hablaba de ti. Hasta en el
día de su muerte te nombró varias veces...

Salvador callaba, fijando la vista en el suelo.

—No digas que soy generoso si saco a tu padre de este mal paso
—manifestó después de una pausa—. Di más bien que soy un malvado si no
le salvo.

—¿Y si es imposible?

—Nada hay imposible —repuso el joven con brío—. Soledad, tendrás padre,
tendrás marido... ¿Sabes que conviene escribir a tu primo Anatolio,
refiriéndole la situación en que te hallas?

—Como tú quieras —respondió la joven con indiferencia.

—Le escribiré, vendrá, te casarás. Para entonces, vive Dios, o soy
digno del desprecio de todos, o estará tu padre libre. Viviréis felices
y tranquilos... ¡Oh, qué hermosa familia vamos a tener aquí!... porque
supongo que el señor Gil se verá rodeado de nietos dentro de algunos
años... ¡Pobre anciano, cómo gozará jugando con los pequeñuelos!...
Y ese Anatolio será un buenazo, un corazón de oro... Lo dicho, seré
padrino de tus muñecos.

—Buenas noches, compadre. Que duermas bien.

—Buenas noches.

Y al acostarse, a sí mismo se decía:

—¿La ves tan desgraciada, tan pobre, tan sola? Pues con su sencillez,
su ignorancia y su Anatolio, será más feliz que tú.



XII


El personaje a quien los de la _Acacia_ daban el nombre de _Cicerón_,
vivía en una hermosa casa a la extremidad de la calle de Don Pedro,
junto a las Vistillas. La dirección de Correos, que hoy constituye
una posición decente, era en aquellas calendas una verdadera mina,
y ahondando en ella, el señor Campos, a pesar de su oscuridad
política, había conseguido, manejando cartas, y no de baraja, allegar
un capitalejo que en lo sucesivo sirvió de tema de maledicencia
al envidioso vulgo. Entró con pie derecho este insigne personaje
en la burocracia revolucionaria, por reunir los tres requisitos
indispensables para medrar durante aquel período, los cuales eran:
haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la
mudanza del 20, y estar afiliado en las sociedades secretas.

Vivía, pues, pacífica y cómodamente con su familia, no por cierto muy
numerosa; pues constaba tan solo de dos personas: su hermana doña
Romualda (señora de muy poco seso en su juventud, al decir de la gente;
pero que en la época de nuestra historia parecía querer apaciguar su
conciencia dándose a la devoción con ardiente celo), y su sobrina
Andrea, hija de Mauricio Campos, que volvió de Indias el año 12 con
una regular fortuna de que no pudo disfrutar porque le sobrevino la
muerte. Huérfana de padre y madre a los once años de edad, la hermosa
niña quedó bajo la tutela de su tío, que no tuvo reparo en empezar su
administración disipando en conspiraciones una parte de la fortuna de
la pobre indianilla; y para mayor perjuicio de esta, los frecuentes
viajes de Campos la ponían bajo la inmediata protección de doña
Romualda, que por aquellos días no había salido aún de la etapa de las
calaveradas amorosas.

Andrea, cuya crianza en América no había sido ejemplar, a causa de
la temprana muerte de su madre, tuvo una escuela lamentable en la
peligrosa edad del cambio de juguetes, es decir, cuando se decreta la
jubilación definitiva de las muñecas y el planteamiento de los novios.
Mal atendida por su tío y peor tratada por doña Romualda, a quien
aborrecía cordialmente, la joven vivía ensimismada, cultivando con
ardor su propia imaginación. Contrajo amistades que una madre prudente
hubiera prohibido; intimó excesivamente con las criadas; paseaba en
compañía de estas más de lo conveniente, y en cambio del cariño y
agasajo que le negaran dentro de casa, disfrutaba de una libertad que
no conocían las señoritas de aquella época y rara vez las de esta. Por
esto Andrea se parecía tan poco a las niñas españolas de su tiempo.
Era una criolla voluntariosa, una extranjera intrusa que habrían
repudiado Moratín y Cruz. Su familia favorecía más cada vez aquella
libertad. Doña Romualda, que empezaba a sufrir la transformación de la
edad paleolítica de los amores a la edad neolítica de las devociones,
tenía mucho que hacer: estaba en la iglesia. El buen Campos también era
hombre ocupadísimo por aquellos días: estaba conspirando.

Era la indiana buena y sensible. Fácilmente comprendía la verdad, por
poco que se la mostraran. Fácilmente acertaba con lo justo y honrado,
por simple iniciativa de su conciencia. Pero tenía ansia de afectos
ardientes, y miraba sin cesar a todos lados buscándolos. Su desgracia
consistía en que le era forzoso abrirse sola y sin ayuda de nadie
el áspero camino de la juventud. Habría necesitado para esto tener
un caudal de energía y de entereza moral que rara vez da Dios a las
criaturas; pero que suplen, en el admirable orden de la sociedad,
las personas allegadas y mayores de la familia. Careciendo de fuerza
propia y de sostén extraño, hubiera sido prodigio que la gallarda flor
se mantuviera derecha. Los prodigios son muy raros en el mundo. Bueno
es hacer constar que la pobre Andrea, avisada del peligro por una
intuición potente, hizo esfuerzos instintivos para sostenerse erguida y
pomposa, vuelta hacia el sol la virginal corola; pero el viento soplaba
con demasiada fuerza y se dobló.

Era tan guapa que su vanidad (otra desgracia no pequeña) resultaba cada
vez más lógica. Habría sido conveniente que ignorara durante algún
tiempo la riqueza de seducciones que atesoraba en sus ojos, en su boca,
en todas las partes de su cara morena y alegre, llena de inexplicables
gracejos y atractivos; en su cuerpo delgado y flexible, de esos que no
tienen clasificación fácil en el cuadro ginecológico, y son tales, que
para buscarles semejante necesita el observador descender en busca de
un ser antipático y que se arrastra: la culebra.

Pero Andrea no tuvo a nadie que le hiciera el sumo bien de engañarla
durante algún tiempo respecto a su belleza, y entregose desde muy niña
al fascinador deleite de los espejos. Las criadas cantaban a su oído un
coro de lisonjas. En la sala de su casa había una hermosa estampa que
representaba la famosa escena de Friné entre los jueces de Atenas, y
Andrea, de tanto leerla, se sabía de memoria la leyenda grabada al pie
con resplandecientes letras de oro. Aunque parezca extraño, conocidos
los tiempos y el lugar, no puede menos de suponerse que en aquella
cabeza hervían ideas gentílicas; pero el paganismo es de todas las
edades; y buscando sin cesar dónde establecerse, se mete y se acomoda
allí donde no hay otra religión que haya echado raíces.

Andrea fomentó su vanidad y la adoración de sí misma, consagrando al
adorno de la persona mucho tiempo, mucha atención y todo el dinero de
que podía disponer. Si este no abundó durante los ominosos tiempos en
que Campos conspiraba, luego que vino la era feliz y fue restablecido
en parte el patrimonio de la huérfana, el buen tío, que no era tacaño
y gustaba de que su pupila se presentase bien, abrió bastante la mano
en lo relativo al lujo. Esta era la fórmula de su cariño, porque sin
duda hay distintas maneras de amar a las sobrinas. Además, Campos, por
razones de egoísmo, tenía empeño en no contrariarla, deseando alcanzar
de ella consentimiento para un proyecto nupcial que entre manos traía
después de la revolución.

No se crea que el _Venerable_ se parecía a los grotescos tutores que
son el elemento bufón de las comedias italianas del siglo XVIII, y
que también abundan en el repertorio de las óperas. Campos no quería
que su sobrina se casase con él. Era viejo; habíase entregado al
volterianismo, que en aquellos tiempos empezaba a propagar tanto las
cómodas prácticas del celibato; era además un epicúreo refinado, de
esos que nos legó el siglo XVIII, y que ya comenzaba a desbancar a los
rancios egoístas de chocolate y bollos de monjas. Otrosí, tenía Campos
sus entretenimientos fuera de casa, con los cuales le iba muy bien al
parecer. Su claro talento, además, no le decía nada favorable a su
enlace con muchacha primaveral. Su amigo don Leandro no escribió para
él _El viejo y la niña_ ni _El sí_.

El proyecto consistía en casarla con un señor de edad algo avanzada,
pero entero, arrogante, fino, discreto, y que sabía ocultar sus años y
aun hacerse amable, pues a tanto llega en privilegiados individuos el
arte social. El marqués de Falfán de los Godos era un medio siglo bien
conservado, gracias a reparaciones hábiles y a un cuidado continuo.
Había sido exento de Guardias, compañero de Palafox y de Godoy, y en
aquellos tiempos en que los mozos guapos desempeñaban grandes papeles
en la corte, y en que se hablaba, como lo prueba el desvergonzado libro
de un fraile, de serrallos a la turca, de envenenamientos proyectados,
de matrimonios dobles y otras barbaridades, ante las cuales la discreta
historia se complace en cerrar los ojos. Así como el duque de Zaragoza
fue célebre y simpático por sus hurañas resistencias, Falfán de los
Godos tuvo fama por lo contrario. En 1821 era general; tenía fama, no
solo de honrado y decente, sino también de gastrónomo y mujeriego, cosa
natural en un solterón riquísimo y bien parecido, de ancha conciencia
formada en la escuela enciclopedista del siglo pasado.

Hacia 1820 comenzó a pesarle el celibato; echó de menos algo amante,
tierno y cariñoso, es decir, los hijos que debía tener y no tenía,
la esposa que siempre había rechazado como una fastidiosa carga de la
vida. Falfán de los Godos pensó en casarse, y supuso que sus cincuenta
años, a pesar de la madurez consiguiente, podían dar aún mucho de sí.
Acontece o menudo que estos hombres listos y conocedores del mundo,
pierden la chaveta cuando tratan de poner algún orden en su vida, y
bastardean completamente la meritoria idea de ser padres, que tan a
deshora les ocurre. Falfán de los Godos, maestro en el arte de vivir,
perdió el tino, como todos los de su clase, y en vez de buscar para
esposa un tipo de bondad reposada, una madura belleza asegurada de
peligros, y que se acomodase fácilmente a los gustos o ideas del
trasnochado esposo, fue a incurrir en el maldito antojo de la niña
fresca y tiernecita que apenas ha empezado a vivir, y tiene un porvenir
ignoto delante de sus ojos chispeantes. Él no dejaba de comprender
en ratos lúcidos su error; pero se engañó a sí mismo vanidosamente
trayendo a la memoria su buena presencia, su gran fortuna, su fama, sus
gustos artísticos, su finura, rica herencia del antiguo régimen que
contrastaba con la grosería de los revolucionarios.

Si todo hubiera de resolverse entre el acartonado marqués y Campos,
la cuestión habría estado concluida en un par de semanas; pero Andrea
no quería casarse con Falfán de los Godos, porque amaba a otro. Esto
sí que se parece a todas las comedias italianas del siglo XVIII, a
las óperas del primer repertorio y a muchas novelas de aquel tiempo,
principalmente a las de d’Arlincourt, madame Cottin, Florián y mistress
Bennet; pero no es culpa nuestra que esta vieja historia se nos venga
a las manos. Acontece alguna vez que las cosas vulgares son las más
dignas de ser contadas.

En los días que van corriendo para nuestra relación, hacía tres años
que Andrea había entablado amistades íntimas con un hombre que cierto
día se metió en su casa buscando refugio contra los corchetes que
le perseguían. Cómo nacieron y rápidamente tomaron vuelo a manera
de incendio estos amores, es cosa que ahora no nos importa; pero la
libertad de que disfrutaba Andrea explicaría muchas cosas. Pasaron
días, muchos días, y con ellos sucesos buenos y malos que no merecen
ser referidos. En 1821, la casualidad, o mejor dicho, la política,
juntó en un círculo al amante de Andrea y a Campos: hiciéronse amigos,
y cuando este le llevó a su casa no tenía ni vagas sospechas del
interés que aquella amistad inspiraba a su sobrina. De este modo,
Píramo y Tisbe no tuvieron que horadar paredes para hablarse, y aunque
la presencia casi constante del tío les estorbaba, viéndose a menudo
aun delante de testigos, tenían medios para preparar sus conferencias
reservadas, las cuales no eran ya frecuentes, porque la libertad de
Andrea empezaba a disminuir.

El favorecido conocía perfectamente las horas que doña Romualda
consagraba a la grave faena diaria de sus devociones, las de oficina
y logia para Campos. Aplicando bien la sentencia profundísima de uno
de los siete sabios de Grecia, que dijo _aprovecha la ocasión_, aquel
hombre enamorado hasta la ceguera y el aturdimiento entraba en la casa.
Estas atrevidas invasiones del templo de un exaltado amor no eran ni
podían ser frecuentes, y exigían gran cautela con criados y gente
menuda; pero los amantes habían discurrido mil triquiñuelas y contaban
con la fiel complicidad de una criada antigua. Su ceguera, con todo, no
era tanta, que se ocultase a entrambos la necesidad de poner término a
tal género de vida.



XIII


Una mañana, Salvador entró. Como no había temor de sorpresas, Andrea,
después de poner en escucha a su criada, según costumbre, abrió al
amante las puertas de su habitación.

—Ven aquí —le dijo asomando la linda cara y la mano tras la cortina de
la sala donde él esperaba—. Estaremos solos hasta que venga mi tía.

Sentose el tal sin decir nada en un canapé, y Andrea volvió al espejo
de donde poco antes se había apartado. Con su preciosa mano se tocaba
aquí y allí el recién peinado cabello, dándole la última forma, como
artista que remata su obra. Después se puso una flor. Sin retirarse
del espejo, porque en él veía la figura del hombre, le habló así:

—¿Qué tienes hoy que estás tan callado?

—Hace pocas noches vi a tu tío. ¿Te lo ha dicho? —contestó Salvador.

—Sí, me contó que te había ofrecido un destino y no lo quisiste.
¡Bonito modo de ser agradecido! —dijo Andrea, moviendo su cabeza ante
el espejo—. ¡Qué orgullo!... porque no es más que orgullo.

—Gracias por tu protección.

—¿Qué protección?

—¿No fuiste tú quien dijo a Campos que me proporcionara una posición
decente?

—¡Yo! ¿Estás loco? —exclamó Andrea con sorpresa, volviéndose, porque
para manifestar cosas importantes no satisface ver la figura del
interlocutor reflejada en un espejo.

—No te esfuerces en convencerme de que no fuiste tú —dijo Salvador—.
Desde luego comprendí que tu tío me engañaba.

—Seguramente te engañaba. Bien sabes que nunca me atrevo a hablarle de
ti; y cuando lo hago, es de la manera más indiferente.

—Extraño que Campos, hombre muy listo, urdiera tan mal su farsa —dijo
Salvador—. ¿En qué se funda ese oficioso empeño de favorecerme? No
creas, quiere mandarme a América nada menos. Seguramente le estorbo.

—No lo comprendo así. Si quiere favorecerte, es porque te estima
—repuso Andrea, volviéndose hacia el espejo.

—¿Tú también? —dijo Monsalud con impaciencia y desasosiego.

—¿Qué es eso de yo también? —indicó la indiana jovialmente.

—Quizás tú puedas explicarme lo que la astucia de Campos no ha dejado
entrever.

—Querido, yo no puedo explicarte nada, ¿estamos?... Hoy has pisado mala
yerba. Ya veo que no me libraré hoy de un poquillo de mareo. ¿Y por
qué? Por la cosa más natural del mundo: porque mi tío ha querido darte
una prueba de lo mucho que te aprecia.

—Sería, no muy natural, sino algo natural, esa prueba de estimación, si
tu tío, después de ofrecerme el destino, no me hubiera dicho una cosa
grave.

—¿Qué cosa?

Salvador la miró con fijeza.

—Me dijo que pensaba casarte.

Como el lector recordará, Campos no había dicho tal cosa; pero el
inquieto joven practicaba el aforismo vulgar que ordena decir mentira
para sacar verdad.

—¡Ah! —exclamó Andrea riendo—. Eso es lo que traes hoy. Te conozco,
tunante. Vienes mascullando esa idea.

Diciendo esto tomó un abanico, y con expresión de graciosísima burla,
sonriente la boca, húmedos los ojos, acercose al joven y empezó a darle
aire rápidamente.

—¿Estás sofocado?... Aire, aire, no sea que te dé un síncope.
Refréscate, hombre... que se te quite eso de la cabeza.

Monsalud le arrebató violentamente el abanico, lanzándolo al aire. El
abanico atravesó el recinto de un extremo a otro, abriéndose como un
pájaro que extiende las alas.

—¡Qué modo de tratar mis joyas!... Pues me gusta —dijo Andrea corriendo
tras el abanico.

Arrodillose para cogerlo del suelo, cerrolo, y empuñándolo a manera de
puñal, amenazó a su amante diciéndole:

—Te voy a matar.

Monsalud contemplaba, primero sin enojo, después con gozo, la hermosa
figura juguetona y ligera que tenía delante. De súbito Andrea corrió
hacia él con los brazos abiertos, y abrazándole el cuello, le apretó
fuertemente diciendo:

—Ya me casé, ya me casé, ya me casé.

Repitió esto unas cuarenta veces.

Salvador la obligó a sentarse a su lado.

—A mí se me está preparando una desgracia —le dijo cariñosamente—.
Andrea, tengo desde hace muchos días el presentimiento de que esta
preciosa cabeza me hará traición. ¿No recuerdas lo que te he dicho
tantas veces? Desde que tengo uso de razón no he intentado cosa alguna
que haya tenido un desenlace lisonjero para mí. Si alguna vez he
conseguido el objeto por mucho tiempo deseado, mi dicha ha sido corta.
Siempre que cavilo acerca del resultado de un asunto cualquiera que me
intranquiliza, no puedo apartar de mi pensamiento la idea de un éxito
desgraciado, y siempre acierto... Tengo la desdicha de no haberme
equivocado una sola vez. Yo no sé qué pensar de mí. Si se castigan en
la tierra las faltas, las que yo he cometido no corresponden a los
golpes que en diversas ocasiones me han venido de arriba. Fui jurado,
y cayó José I; tuve amores, y por poco muero en ellos; conspiré, y la
conspiración salió mal; dejé de conspirar, y salió bien... en fin, tú
sabes mi vida toda y podrás juzgarlo. Si es verdad que los hombres
nacen con buena o mala estrella, la que andaba por los cielos el día
que yo vine al mundo era la más mala, la más perra de todas.

—Eso que dices, ¿tiene algo que ver con mi casamiento? —preguntole
Andrea con malicia.

—Tiene que ver, sí. Te quise y te quiero. Si tú me correspondieras con
la fidelidad constante que yo merezco y que me debes... esto sería una
suerte, una felicidad, y yo no puedo tener suerte alguna, ni felicidad.

—¡Qué majadero! —dijo la sobrina de Cicerón con desdén humorístico.

—Cuando pienso en esto, Andrea —prosiguió el joven enlazando con su
brazo el cuerpo de ella—, me asombro de que tal absurdo haya durado
dos años sin desvanecerse, y hace tiempo estoy pensando que concluirá
pronto, y que tú, como todo lo que interesa a mi corazón, te vas a
desvanecer, a alejarte de mí, dejándome solo con mi desgracia.

—¡Caviloso!...

—¡Veo que no te defiendes con ardor; veo que no protestas como yo
protestaría en tu caso! —exclamó Monsalud con la impertinente comezón
de los celosos—. Andrea, tú meditas algo, tú me ocultas algo.

—Medito que te quiero más que a mi vida —repuso ella cerrando los ojos
y apoyando la cabeza en el hombro de Salvador, mientras le deshacía el
nudo de la corbata.

—Ya sabes, querida mía —repuso él moviendo la cabeza negativamente—,
que tengo motivos para no creer en palabras de mujeres. Déjame que te
diga una cosa. Yo creo que tu tío tiene razón al querer casarte; pero
el pobre señor ignora que no puedes casarte sino conmigo. Eres tal para
mí, que sin poseerte no comprendo la vida. Si me amas del mismo modo,
demos fin a estas relaciones peligrosas. Casémonos, cielo.

—Casémonos, tierra —repitió maquinalmente Andrea—. Cuando quise, no
quisiste... Está bien. Es verdad que así no podemos seguir... Pero si
le dices a mi tío que seré tu mujer, te arrojará por el balcón.

—Me arrojará por la puerta. Verdaderamente no me importa gran cosa,
llevándote conmigo.

—¡Huir! —exclamó la joven con terror.

—¡Huir! —dijo Monsalud remedándola—. Siempre eres tímida para todo
lo que me favorece. ¡Huir! No te llevaré a ningún desierto... Nos
quedaremos aquí.

—Tú estás loco —dijo Andrea levantándose pensativa.

—Pues entonces, hoy mismo le diré al gran Cicerón que te adoro...

—Si haces eso, si haces eso... —dijo vivamente Andrea poniéndose
pálida—. Pero tú estás loco, Salvador. Mi tío te aprecia mucho, te
aprecia muchísimo; pero, ¡ay!, tú no le conoces. Temo cualquier
atrocidad si le dices eso.

—Pues no te comprendo. ¿Creerá tu tío que te morirás de hambre en mi
casa? ¿Creerá que no vas a tener una posición decorosa?

—No... —dijo Andrea con los ojos fijos en el suelo—; pero mi tío es
ambicioso... tú no sabes quién es mi tío... tiene la cabeza llena de
vanidades, y yo no sé... Se le figura que yo valgo mucho, que merezco
la mano de reyes y emperadores... tonterías.

—Si tú le ayudas, si tú favoreces en él esas ideas, entonces todo se
acabó... Yo me voy —dijo Monsalud con repentina cólera.

—Te enfadas contigo mismo —dijo Andrea mirándole con dulces ojos—.
Hazme el favor de no ser terrible. Por ahora no le digas nada a mi tío.
Ya veremos.

—Campos quiere casarte; piensa en ello, y sin duda ha formado ya su
plan. Andrea, tú no quieres decirme la verdad.

—La verdad es que te quiero con toda mi vida —repitió amorosamente la
indiana, repitiendo también el abrazo—. Cállate. Haz lo que te mando, y
espera.

—¿Crees tú que se puede vivir mucho tiempo de esta manera, a
escondidas, ideando mentiras, y con absoluta ignorancia del porvenir?

—Es verdad, no se puede vivir así —repuso Andrea con tristeza.

—No puedes ocultar que te agrada este sistema de vida; que no deseas
como yo una paz dichosa al lado de la persona amada. Andrea, en ti
ocurre algo. Tú no eres lo que eras; tú has variado mucho; en tu cabeza
hay una idea nueva. Recuerdo que hace tiempo deseabas lo que yo te
propongo ahora. ¿Crees que podrás engañarme muchos días? O te sacaré la
verdad, o te venderás tú misma.

—¿Qué sospechas de mí?

—No lo sé —dijo Monsalud lleno de confusión—. Los que aman no sospechan
poco ni mucho: lo sospechan todo de una vez. Cualquier indicio es
traición. Andrea, tú no eres la misma; repito que no eres la misma.

La estrechó entre sus brazos, apretándola con una fuerza que más que
frenesí de amante parecía el fatal abrazo de Otelo.

—Que me ahogas, tigre —gritó Andrea.

Y entre festivas risas le mordió el brazo. En el mismo instante, de las
ropas de la joven cayó una llave, que escurriéndose por la alfombra
brilló, al detenerse, sobre el pétalo de una flor pintada.

—¿Qué llave es esta? —preguntó Monsalud, cuya excitación suspicaz le
obligaba a fijarse en el más ligero incidente.

—Es la llave de mis secretos.

Salvador, con su perspicacia sutil, creyó ver en el semblante de Andrea
ligerísimo indicio de contrariedad.

—¿La llave de tus secretos?

—Sí: dámela —dijo ella apresurándose a recogerla.

—Es la llave de la cajita negra. Se me ha antojado abrirla. ¿Dónde está?

Andrea vaciló un instante. Pareció que meditaba, y que con el
pensamiento exploraba todo el interior de la cajita negra antes de
entregarla a las pesquisas del receloso amante.

—Ábrela —dijo al fin—. Allí están tus cartas y tu retrato.

—¿Dónde está?

Andrea vaciló otra vez. Al fin, sacando de la cómoda una caja de
finísima madera negra, la puso en manos de su cortejo.

—Si encuentras en ella cartas que no sean las tuyas, y un retrato que
no sea el tuyo —dijo con gravedad—, puedes matarme. ¿Crees que no hay
armas aquí? Mira esto.

Conservando la caja en la mano izquierda, metió la derecha en otro
cajón de la cómoda y sacó un puñal. Era un arma preciosa, damasquinada
y nielada, con puño berberisco adornado de turquesas.

—Este era de mi padre... ya lo has visto —dijo la indiana riendo—. Está
destinado a mi esposo, para que me mate el día que le sea infiel.

Monsalud, poniendo a su lado el arma, tomó la caja y la abrió.

—Mi retrato —dijo sacándolo.

Andrea se apoderó del medallón y lo cubrió de besos.

—Tú sí que no me riñes, tú sí que no dudas de mí —le dijo a la
pintura—. Tú sí que eres bueno y cariñoso y pacífico.

—Un paquete de cartas —dijo Salvador Monsalud—. Son las mías.

—Dámelas. Valen más que tú.

Andrea desató el paquete. Varias cartas cayeron al suelo. Al inclinarse
para recogerlas, se sentó en una preciosa piel de tigre que cubría en
parte la alfombra. Un rayo de sol que por la ventana entraba inundó de
luz el pellejo muerto del animal y el cuerpo extraordinariamente vivo
de la hermosa americana.

—Venid acá, prendas de mi corazón —exclamó recogiendo los papeles
diseminados a su lado y poniéndolos sobre su lindo pecho—. Vosotras sí
que sois amables y cariñosas; vosotras no reñís ni amenazáis.

Monsalud, que en el canapé inmediato registraba la cajita, alargó la
mano mostrando a Andrea un estuchito abierto.

—¿Quién te ha dado esta joya? —preguntó con calma.

En el estuche brillaba un diamante de gran tamaño. Como al extender
la mano entrase en la esfera de rayo del sol, Monsalud parecía estar
enseñando una estrella.

—La he comprado yo —repuso Andrea.

—¿Tú? —manifestó Salvador en tono de amarga duda—. Ya sé que tu tío te
da de algún tiempo a esta parte bastante dinero para tus vanidades;
pero esto es joya cara. ¿Cómo es que siendo tu costumbre consultarme
hasta cuando compras una vara de cinta, no me has dicho nada de este
despilfarro?

—Pensaba decírtelo hoy —repuso Andrea soportando con heroísmo la mirada
penetrante del hombre.

—Entonces lo has comprado ayer.

—Ayer, sí. ¿Eso te sorprende? Ya sabes que me gustan las joyas
bonitas... ¿Pero por qué pones esa cara? ¿Qué piensas?

—Pienso que lo que me dices no será tal vez la verdad —afirmó Monsalud
severamente.

—¿De modo que yo no puedo comprar un diamante?

—Pero este diamante es muy caro.

—No tanto como crees, niñito —dijo Andrea tomando la sortija y
poniéndosela en el dedo—. No es muy fino. ¡Pero qué bonito!

Movía su mano al sol, y los reflejos que partían de ella semejaban
hilos de luz, enredándosele en los dedos.

—¿Y este collar de perlas? —preguntó el amante sacando de la caja una
magnífica madeja de diez hilos con perlas pequeñas, pero muy iguales—.
No dirás que no es fino. Entiendo algo de perlas, y estas son de las
mejores.

—Ya lo creo —dijo Andrea, sin dejar su cómodo asiento sobre la piel de
tigre, entre cuyos pelos habían vuelto a desparramarse aquí y allí las
amorosas cartas—. Buen dinero me ha costado.

Salvador la miró de tal modo, que la indiana no pudo permanecer en
silencio. Necesitaba hablar con cháchara festiva para borrar de su
rostro todo rasgo que, indicando la presencia de ciertas ideas en su
mente, confirmara las sospechas del hombre.

—Veo que estás muy fastidioso —dijo—. Dame acá.

Tomando vivamente el collar, se lo puso.

—¿No es verdad que es precioso? —añadió inclinando la cabeza hasta
unir la barba con la garganta, y bajando todo lo posible los ojos para
recrearse en la voluptuosa hermosura de su propio seno—. Sostén que no
es bonito.

—¿Lo has comprado tú?

—No, que me cayó del cielo. ¿Pues cómo lo tendría si no lo hubiera
comprado?...

Monsalud movió la cabeza con triste expresión.

—Vamos, que no se puede tener nada sin tu permiso... Precisamente hoy
pensaba hablarte de esas magníficas compras. Mi tío me dio anteayer
una gran cantidad: no sé cuánto; mucho, muchísimo dinero. Compré estas
joyas a una señora viuda de un intendente... ¡Qué ojos pones! Parece
que eres tonto... Sí, señor, las compré con mi dinerito. Me gustan las
cosas buenas. También compré en casa del francés de los portales de
Bringas una _citoyenne_ preciosísima, y un chal muy rico. ¿Qué tiene
usted que decir a eso, señor Majaderito?

Como un pájaro que vuela, corrió a la cómoda y sacó las dos prendas
mencionadas. La _citoyenne_, guarnecida de pieles de armiño, con
forro de seda azul y recamada con cordonadura de oro, presentaba rico
y lujoso aspecto. El chal era de color de rosa con listas blancas
que brillaban como deslumbradora plata. Con esa rapidez de manos que
acompaña siempre al instinto del bien parecer, Andrea se puso la
_citoyenne_; después arrojó la _citoyenne_ para ponerse el chal.

—¿Estoy bien?

—Demasiado bien —repuso Monsalud contemplando con arrobamiento la
hermosísima figura de la indiana, que volvía la cabeza ante el espejo
para verse la espalda.

—Si me lo permite el señor Majaderito —dijo andando hacia él con ademán
ceremonioso—, usaré estas prendas que me han costado mi dinero.

Salvador no contestó. Hallábase en un estado de estupor, cercano al
embrutecimiento. Andrea se quitó el chal y lo envolvió rápidamente en
el cuello de su amante, diciendo:

—¡Te ahorcaré!

Había puesto la rodilla en el canapé, y su cuerpo gravitaba con dulce
pesadumbre sobre el pecho y los hombros de Monsalud.

—Andrea —dijo este rechazándola suavemente—, si mintieras, si me
engañaras, si estuvieras jugando conmigo, no tendrías perdón de Dios.
Quiero creer que no es así. Casi prefiero una ceguera estúpida a perder
la idea que tengo de ti.

—Pues si te enfadas —declaró ella con vehemencia—, no quiero el
diamante, no quiero el collar, no quiero el chal.

Quitose rápidamente las tres cosas y las arrojó lejos de sí, dando al
mismo tiempo con el pie a la _citoyenne_ que estaba en el suelo. Las
perlas chocaron contra el cristal de una lámina, y el diamante cayó
detrás de la cortina de uno de los balcones, sin producir ruido alguno.
Monsalud fue allá.

—Ha caído sobre un ramo de flores —dijo con asombro—. Andrea, ¿quién te
ha dado este ramillete?

Señaló el objeto mencionado, que estaba en el suelo junto a los
cristales del balcón, dentro de un hermoso búcaro de la Moncloa.

Andrea permaneció breve rato sin contestar.

—¿No te dije que me lo trajo mi tío esta mañana?

—Nada me has dicho. ¡Hermoso ramo! Violetas, pensamientos y rosas
tempranas. ¡Qué galante es tu tío!

—¡Si creerás que me pretende por esposa!

—¿Por qué no? —dijo Salvador tomando el ramo y aspirando su delicado
aroma—. El señor Campos está todavía en buena edad.

—Pero no quiere hacer el papel de don Bartolo. Dame el ramo. Quisiera
que la belleza de tantas flores estuviese en una sola para dártela,
y que el olor de todas también en una sola estuviese para que,
guardándola siempre, te sirviera de memoria mía.

Dicho esto con voz tierna que sorprendió mucho a su interlocutor, sacó
del ramo una rosa para ofrecerla a Monsalud.

—¿Es la primera vez que tu tío te regala flores? —dijo este meditabundo.

—¿No la quieres? ¿No quieres una flor que te doy? Pues toma, toma, toma.

Andrea se había sentado otra vez sobre la piel de tigre, y desbaratando
el ramo, cada vez que decía _toma_, arrojaba una flor a su cortejo,
apedreándole de este modo lindamente. Él se las devolvía.

Concluido esto, extendió sus brazos sobre la piel ocultando el rostro
entre ellos. Yacía dulcemente contorneada en el suelo, y en ella se
enroscaba como una culebra de rosa y plata. El desorden de tal escena
era encantador. Las pieles de armiño de la _citoyenne_, semejantes a
copos de nieve, eran hollados por los pies de la preciosa indiana, y
las ricas telas y la cordonadura de oro se revolvían entre los pliegues
de sus vestidos; las flores aparecían diseminadas en distintos puntos;
algunas cayeron sobre las sillas, otras sobre la misma piel de tigre;
violetas y jacintos veíanse deshojados y rotos, ya sobre las mismas
piernas de Monsalud, ya en los propios rizos del negro pelo de ella.
Las perlas extendían diversos circuitos irregulares sobre la alfombra,
y el diamante fulguraba sobre el velador como una mirada satisfecha,
recreándose en aquel pintoresco y brillante desconcierto.

Uno y otro callaban. Únicamente se oía el ruido que hacía un jilguero
en el balcón, escarbando su alpiste y limpiándose después el pico
contra los alambres de la jaula. Monsalud, con el codo puesto en uno de
los cojines de la cabecera del canapé y la barba en la mano, hallábase
en el estado de atonía y silencio que anuncia miradas interiores,
u observación de fenómenos propios que impresionan profundamente.
Andrea no chistaba. Las elegantes ondulaciones de su cuerpo yacente
alterábanse un poco con los movimientos propios de la impaciencia
contenida o con los de la respiración. De pronto movió la cabeza:
Monsalud se estremeció todo al ver aquel movimiento que le mostró la
hermosa fisonomía de la indiana, y sus ojos arrasados en llanto.

—¡Andrea! —exclamó movido de sorpresa y pasión.

La indiana saltó como una ondina, y corriendo a abrazarle, secó sus
lágrimas junto a él.



XIV


Cuando la criada les avisó que había peligro, Monsalud pasó a la sala.
No era doña Romualda quien venía, sino el mismísimo Campos, acompañado
del marqués de Falfán de los Godos.

—¿Has esperado mucho? —preguntole Cicerón—. ¿Y Andreílla, no ha salido
a acompañarte?

Salvador, contestando lo que le pareció, estrechaba fríamente la mano
del señor Campos y la del marqués.

—Ya sé a lo que vienes —dijo el _Sublime perfecto_—. Siempre con el
tema de ese bribón de Gil de la Cuadra... Ahora quizás sea más fácil.
Ya sabes que cae el ministerio.

—¿Es positivo?

—Figúrate que hoy, en la apertura de las Cortes, Su Majestad ha añadido
por cuenta propia un parrafillo al discurso de la Corona, en el cual
con buenas palabras pone cual no digan dueñas a sus ministros.

—Y en cuanto ha llegado a Palacio le ha faltado tiempo para
exonerarles... —dijo Falfán—. Yo me río de las singulares prácticas
constitucionales de nuestro soberano.

—Mientras no se sepa quién nos gobernará mañana —añadió Campos—, hay
que dejar a un lado todos los negocios pendientes. ¡Oh!, mi buen
Aristogitón, no pienses que te olvido. Aunque tú pagas con desaires y
un hocico de tres varas los beneficios que se te hacen, ¡qué demonios!,
me he propuesto complacerte y lo conseguiré. Encuentro muy meritorio
ese interés que tomas por un pobre anciano desvalido. Hay que trabajar,
hay que trabajar, granujilla, porque satisfagas tus sentimientos
caritativos. Eres todo un hombre de bien...

—Gracias —repuso Salvador caviloso.

—Ya hablaremos, ya hablaremos —dijo Campos—. Ahora tenemos el marqués
y yo muchas cosas en qué pensar. Y puesto que te hallamos aquí tan a
punto, querido Monsalud, vamos a darte una buena noticia. ¿Se lo digo,
señor marqués?

—¿Por qué no? —indicó Falfán de los Godos promulgando el gozo de su
alma por medio de sonrisillas y gestos.

—El señor marqués se nos casa —dijo Campos acariciando la espaldas del
exento—. Ya supondrás con quién. Con mi sobrina.

Monsalud se quedó blanco y frío. Punzada agudísima hizo estremecer de
dolor su corazón. Afortunadamente, la sala estaba oscura, y la emoción
del joven, que se esforzaba en disimular, no fue advertida.

—Es un proyecto improvisado sin duda —dijo pasándose la mano por la
frente para apartar la negrura que le caía sobre los ojos.

—Ya venimos pensando en esto hace algún tiempo. Pero el señor marqués
no ha necesitado hacer grandes esfuerzos para cautivar a la hermosa
americanilla.

—Pongamos las cosas en su verdadero lugar —dijo Falfán de los Godos
haciendo alarde de buen sentido—. No soy un vejete de comedia, bien
lo sabe el amigo Monsalud. Conozco la fecha de mi nacimiento y la
desproporción que existe entre mi edad y la de Andrea. Por eso no
he caído en la ridiculez de pretender inspirar a la niña una pasión
formidable... Verdad es que no soy un mamarracho, y mis cincuenta
ofrecen un aspecto tolerable... pero no: nada de pasiones exaltadas. Yo
me contento, amigos míos, con haber logrado, como es evidente, inspirar
a Andreíta un amor tranquilo y sesudo... pues, sesudo; un amor que a
las dulzuras propias de este sentimiento reúna las sabrosas insulseces
de la amistad. Me satisface además, completamente, el saber que las
primicias sentimentales del corazón de esa tierna criatura van a ser
para este goloso, que indudablemente no las merece.

—Eso sí, amigo Falfán —manifestó Campos—: la prenda que se lleva
usted excede a todos los elogios. No es porque sea hija de mi querido
hermano, ni me ciega el amor de tío que le profeso; pero la verdad por
delante: existen pocas muchachas como Andrea. Nada hay que decir de
su belleza, que está a la vista de todos; pero, ¿y su talento, y sus
virtudes, y su piedad, y su genio manso y apacible, y aquella bondad
deliciosa que convida a entregarle el corazón? Un defecto tiene, y
por lo mismo que está delante el que va a ser su marido, lo digo...
ya hemos hablado de esto el marqués y yo; pero este defecto es de los
que dejan de serlo cuando se está en posición holgada y opulenta como
la que tendrá la marquesa de Falfán de los Godos... la marquesa, sí,
sí: ¿por qué no se ha de decir? He encargado hoy mismo una magnífica
palangana de plata con las armas y el hermoso lema _Vallifanius
Gothorum_... pues volviendo al defectillo...

—No hay que fijarse en una inclinación propia del bello sexo, y que
frecuentemente adorna a las que han nacido hermosas —dijo el marqués—.
¿No es verdad, querido Aristogitón?

—Seguramente. El señor Campos se refiere a la pasión del lujo, al
delirio de las galas y atavíos para realzar la hermosura.

—Andrea se ocupa excesivamente de engalanar su persona —dijo Cicerón—;
pero esto, que sería imperdonable en la esposa de un menestral, ¿puede
vituperarse en la mujer de un prócer millonario? De ninguna manera.

—Al contrario —indicó Monsalud—, la alta posición exige un esmero
constante en la persona, cultivar el lujo, favorecer las artes; con lo
cual, una dama elegante da lustre a su marido y a la casa cuyo nombre
lleva.

—¡Oh! Ha hablado usted acertadamente —dijo el marqués echándose atrás y
dándose golpecitos en la boca con el puño de su bastón.

—¿Pero qué hace esa chiquilla que no viene? —exclamó con impaciencia
Campos—. ¡Andrea, Andrea!

Monsalud, ante la anunciada presencia de Andrea, sintió una llama en su
pecho. Resolvió esperar.

—Voy a buscarla —dijo Campos—. ¡Vaya, que nos obliga a hacer unas
antesalas...!

Cuando el marqués y Salvador se quedaron solos, aquel pegó la hebra,
como suele decirse, en la política, espetando a nuestro amigo un
trozo literario que bien podría haber pasado por artículo de fondo
en las graves columnas de _El Universal_, órgano entonces de la
gente templada. Poca o ninguna atención ponía el angustiado joven a
los atildados párrafos y discretas observaciones del marqués, que
supo hacer un resumen de la famosa _coletilla_ añadida por el rey
a su discurso de apertura en la solemnidad constitucional de aquel
día 1.º de marzo de 1821. Emitió después varios juicios, todos muy
templados y sesudos, acerca del estado general de la cosa pública, de
la caída del ministerio, del conflicto parlamentario que debía suceder
al acto imprudente de la Corona; dirigió una ojeada en redondo al
inmenso círculo de los sucesos y de las personas, señalando fenómenos
desconsoladores, previendo desastres, anunciando terribles hundimientos
y naufragios de esa viejísima _nave del Estado_, en la cual la
literatura política de todos los tiempos y lugares ha hecho tantas
travesías.

Como se atiende a la lluvia cuando no se piensa salir a la calle, así
atendió Monsalud al chubasco verbal del marqués. Dejábale hablar. Al
través de aquel nublado, el desairado amante no veía más que el cielo
que había perdido. Estaba anonadado cuando regresó Campos. El semblante
de este revelaba tristeza y contrariedad.

—¿Qué hay? —le preguntó Falfán.

—Nada, que esa mocosilla se nos ha puesto mala.

—Que vayan a buscar un médico... ¡pronto, un médico! —exclamó con
agitación el exento, levantándose y dirigiendo brazo y bastón a oriente
y occidente, como general que da órdenes en una batalla.

—No es para tanto.

—¿Puedo pasar a verla?

—Creo que sí —dijo Campos con oficiosa complacencia—. Pero ahora...
querrá dormir un rato... Puede usted pasar si gusta al cuarto de
Romualda, que acaba de llegar.

Falfán salió.

Al verse solo con Campos, sintió Monsalud que en su pecho nacía uno de
esos accesos de coraje que al varón más prudente le impulsan a acciones
violentas y brutales. Levantose con los dientes apretados, las manos
crispadas...

Campos vio que sobre él caía una tempestad. Cruzando las manos en
ademán de súplica, detuvo al joven, diciéndole:

—Monsalud, por tu honor, por tu vida, cálmate... Soy tuyo, soy todo
tuyo; te pertenezco. Pídeme lo que quieras. Da por conseguido lo que
pretendes. Tu pariente, tu padre o lo que sea, saldrá de la cárcel...
pero no hagas escándalos, no me comprometas... por Dios y por la Virgen
Santísima, no alces la voz.

Monsalud vaciló un instante, hizo un esfuerzo para dominar su cólera, y
después dijo:

—¿A qué tanta farsa? Hablemos con claridad.

—Sí, con claridad —repuso Campos muy agitado—. He descubierto todo. Yo
soy aquí el engañado, yo soy aquí el ofendido, porque has infamado mi
casa; pero te perdono, te lo perdono todo con tal que te vayas y no
vuelvas, con tal que desaparezcas y no existas para mi sobrina... Yo
tengo derecho a ello: tendría derecho a quitarte hasta la vida; pero
lo pasado, pasado. Vete. Ya sabes que he querido favorecerte: no te
quejarás de mí. En cambio te pido que huyas, que desaparezcas, que no
existas más para mi sobrina. Si quieres, te lo pediré de rodillas, y
será gracioso ver a un _Valeroso Príncipe del real secreto_ de hinojos
ante un triste _Caballero Kadossch_. Vete y búscame lejos de aquí para
ponerme a tus órdenes. ¿Quieres que se suelte a todos los reos que hay
en Madrid? Se soltarán, se soltarán, con tal que no existas más para
Andrea.

—¡Andrea! —exclamó Monsalud procurando traducir en expresiones de
desprecio la furia de su alma—. ¡Yo la desprecio como te desprecio a
ti, farsante!

Sin oír las palabras que Campos balbucía, el amante engañado salió de
la casa.



XV


Durante gran parte del día, se ocupó Salvador en diversos asuntos que
no podía abandonar, por muy perturbado que su ánimo estuviese. Cuando
fue a su casa, mucho más temprano que de costumbre, Solita con toda la
inocencia de su alma le dijo estas palabras:

—Hermano, hoy sí que te ha soltado pronto tu novia.

Quedose la muchacha muda de asombro y terror al ver que su broma no era
recibida, como de costumbre, con simpatía y buen humor. El semblante de
su hermano indicaba una agitación extrema, y sus labios descoloridos
articulaban sílabas silenciosas.

—Déjame en paz —le dijo con bruscos modos—. No seas impertinente.

Solita temblaba como un criminal arrepentido. Su impertinencia se
le representaba en la imaginación cual horrendo delito. Después de
meditar breve rato, creyó que el mejor medio para lavar su falta, era
pronunciar algunas palabras que destruyeran el deplorable efecto de las
anteriores.

—¿Te pasa algo? —preguntó con mucho interés—. ¿Estás enfermo?

Monsalud alzó la cabeza, mostrando a los atónitos ojos de Solita los
suyos llenos de extraño fuego.

—No me pasa nada. Ya hace media hora que estás plantada en la puerta
—dijo el hermano en tono durísimo—. ¿Me dejarás al fin en paz? Sola,
Sola, ¿por qué eres tan pesada?

Esta reprensión era demasiado fuerte para el alma asustadiza de la hija
del señor Gil. Sintió una congoja que le desgarraba el corazón, y casi
casi estuvo dispuesta a arrojarse de rodillas delante de su hermano,
pidiéndole que la perdonase. Pero el temor de enojarle más la contuvo.
Tal era su sobresalto, que hasta temía molestarle con el ruido de sus
pasos al retirarse. Hubiera deseado poder huir sin moverse, sin correr,
sin andar, desapareciendo como sombra, o apagándose como una luz.

—Te he dicho que no necesito nada —repitió Salvador deteniéndose ante
ella, después de dar varios pasos por la habitación.

Un instante después Monsalud se hallaba solo consigo mismo. Midió la
pieza de largo a largo varias veces con agitado paseo; sentose luego, y
apoyando los codos en la mesa, puso la cabeza entre las manos, como si
necesitara aquella de estos dos puntales para no caerse del busto. Al
cabo de un rato de dolorosa meditación sobre su desaire, la voluntad,
o mejor dicho, la misteriosa fuerza reparadora que en el orden físico
poseemos, empezó a trabajar dentro de él. Trataba de consolarse,
imaginando razones positivistas que atenuaran el desconsuelo total de
su alma, curando además la profunda herida abierta en su amor propio.
Pero en estos casos de sensibilidad hondamente excitada, las razones
positivistas, por ingeniosas que sean y aunque emanen de la dialéctica
más segura, son como los medicamentos que el criterio vulgar llama
paños calientes, que o no hacen nada o exacerban el mal.

El dolorido razonaba admirablemente, y mientras mejor razonaba,
argumentando contra su propio dolor, más crecía este, con más fuerza
hincaba su agudo diente, más avivaba sus inextinguibles ascuas. Una
lógica incontrovertible demostraba que habría sido gran error contraer
matrimonio con Andrea: en el carácter de la americana había un germen
maléfico cuyas consecuencias érale fácil prever a la razón fría. Pero
armas tan sutiles no eran poderosas contra la sensibilidad inflamada.
Calmada esta, consideraba Monsalud con elevación el mal que padecía,
generalizando sus desgracias y sometiendo todas las ocurrencias
desdichadas de su vida a una ley fatal, que presidía sus tristes
destinos, como las estrellas de la antigua nigromancia.

—Otra equivocación —decía—, otra caída, otro desengaño. Todo aquello en
que pongo los ojos se vuelve negro. Si mi corazón se apasiona por algo,
persona o idea, la persona se corrompe y la idea se envilece. Conspiro
y todo sale mal. Deseo la guerra y hay paz. Deseo la paz y hay guerra.
Trabajo por la libertad y mis manos contribuyen a modelar este horrible
monstruo. Quiero ser como los demás y no puedo. En todas partes soy una
excepción. Otros viven y son amados; yo no vivo ni soy amado, ni hallo
fuente alguna donde saciar la sed que me devora. ¿Amigos? Ninguno
me satisface. ¿Artes? Las siento en mí; pero no tengo educación para
practicarlas. ¿Amor? Siempre que me acerco a él y lo toco, me quemo.
¿Religión? Los volterianos me la han quitado sin ponerme en su lugar
más que ideas vagas... Dios mío, ¿por qué estoy yo tan lleno, y todo
tan vacío en derredor de mí? ¿En dónde arrojaré este gran peso que
llevo encima y dentro de mi alma? Voy tocando a todas las puertas, y
en todas me dicen: «Aquí no es, hermano; siga usted adelante.» Voy
siempre adelante. Algún ser existe, sin duda, que está sentado junto
a su casa, esperándome con ansiedad; pero yo paso y vuelvo a pasar,
subo y bajo, entro y salgo con mi carga a cuestas, y no doy jamás con
la puerta de mi semejante. Voy aburrido y desesperado; ando sin cesar.
«¿Será aquel?», me pregunto. Creo haber acertado, y una brutal mano me
lanza al camino diciendo: «Sigue adelante, que aquí no es...» «Aquí
no es, aquí no es, aquí no es.» En toda mi vida no oiré sino estas
desesperantes palabras. «Aquí no es», me dijo Jenara. «Aquí no es», me
dijo el partido jurado. «Aquí no es», me dijo la emigración. «Aquí no
es», me dijo la patria. «Aquí no es», me dijeron las logias del año 19.
«Aquí no es», me han dicho los liberales de ahora. «Aquí no es», me
acaba de decir Andrea. No es en ninguna parte, y yo moriré de cansancio
y fastidio en medio del camino. ¡Maldita sea la hora en que nací! Hijo
soy del crimen, y la expiación de él tomó carne y vida en mi persona
miserable... ¿Por qué soy tan distinto de los demás, que en ninguna
parte encajo? ¿Por qué ningún hueco social cuadra a mi forma? Mejor es
desbaratarse y morir, ¡Dios mío!, que estar siempre de más...

Al concluir esta serie de razonamientos que brotaban en su cerebro como
chispas de un hierro candente herido en la fragua por el martillo, dio
repetidos golpes con la frente en la dura tabla de la mesa.

¡Pobre hombre! La verdad es que teniendo los medios vulgares para
ser feliz, no podía serlo, sin duda por repugnar a su naturaleza
los vulgares medios. Pero se equivocaba al echar la culpa de sus
contrariedades al destino, a las estrellas, a una crueldad sistemática
de la Providencia, como es frecuente en los que razonan poco: las
causas de su constante desaliento y de sus caídas teníalas dentro de
sí mismo, y se atormentaba constantemente, en virtud de una poderosa
fuerza crítica, compañera de todos sus actos. Sin quererlo, su mente le
presentaba con claridad suma todas las abominaciones y fealdades de los
hombres y de la vida, exagerándolas quizás, pero sin perder ninguna.
Por eso cuando el natural orden de compensaciones que preside a la
existencia le conducía a una situación lisonjera y optimista, el amor,
por ejemplo, se abrazaba a ella con la desesperación del náufrago;
y despertando todas las fuerzas de su ser, las dirigía al caro
objeto; se apasionaba y exaltaba tanto, como si toda la vida debiera
condensarse en una semana, y el universo entero en las sensaciones
y los espectáculos de un día. Cuando el desengaño llegaba, natural
invierno que con orden incontrovertible sigue al verano de la pasión
y del entusiasmo, le sorprendía a tanta altura que sus caídas eran
desastrosas. Otros caen de una silla y apenas se hacen daño. Él, que
siempre se encaramaba a las más altas torres, quedaba como muerto.

Otra causa le hacía infeliz: la desproporción inmensa entre sus
condiciones sociales o de nacimiento, y la superioridad ingénita de su
inteligencia y de su fantasía. La fantasía le incitaba a todas horas
con vivaces estímulos: era como un aguijón constante que intentara
hacer correr a quien carece de pies. Considerad una inspiración
ardiente sin medios de manifestarse, semejante a la curiosidad óptica
del ciego; una inspiración que daba el fuego sin combustible, el agua
sin vaso, la idea sin la palabra, sin la línea, sin la nota; considerad
un alto ingenio que no sabe más que leer y escribir en una época en
que el arte tiene que ser letrado, porque han desaparecido los bardos
y los trovadores de camino, y comprenderéis cómo pesa sobre un alma la
fantasía cuando la falta de educación la ha privado de sus sentidos
propios. Es verbo inencarnado que lucha en las tinieblas con horrendo
torbellino, queriendo ser forma y sin satisfacer jamás su anhelo
doloroso.

Salvador tenía pasión por la música. Al establecerse en Madrid el año
18, creía en su candor (pues su alma era en el fondo excesivamente
candorosa) que aquel arte estaba al alcance de todo el mundo. Ignoraba
las inmensas dificultades técnicas, jamás vencidas después de la
infancia, que caracterizan el arte más amable y más profundamente
patético en la vaguedad soñadora de su expresión. Con estas ideas,
Monsalud compró un piano. Creía que en el clave todo es, como
vulgarmente se dice, coser y cantar. El desengaño vino al instante,
y el pobre joven se encorvaba con desesperación sobre el ingrato
instrumento, y sus dedos de hierro herían las teclas sin poder hacerles
hablar más que un lenguaje discorde y estrepitoso. Al mismo tiempo
trataba de explorar el mundo de aritmética y de armonía comprendido
en las cinco rayas de la cábala musical, y su mente caía rendida
ante un trabajo que exige paciencia sin fin y árida práctica. Un día
le sobrevino un arranque de ira durante los estudios musicales, que
asemejaban su casa a un conservatorio de locos, y tomando un martillo,
dijo a las teclas:

—¿No queréis responderme? Pues tocad ahora.

Y las despedazó. La caja no tuvo mejor suerte, y una vez vacía, la
llenó de legajos. El clave sufrió la suerte de los hombres que a cierta
edad se vacían de ilusiones y se llenan de positivismo.

La poesía escrita le cautivaba sobremanera. También se le antojó ser
poeta escrito, lo cual es muy distinto de poeta sentido; pero tropezó
con el inconveniente de no saber de nada, grave contrariedad que
estorba mucho, aunque no tanto como al músico la ignorancia técnica de
su arte. El poeta puede salir de su atolladero con libros, y en aquel
tiempo, aunque pocos, había libros. Lo que principalmente faltaba era
espíritu literario, que es la atmósfera del artista; faltaban público
y amigos tocados de la misma debilidad versificante, porque cuanto
respiraba, respiraba entonces con los pulmones de la política. Salvador
creyó, sin embargo, que en sí mismo encontraría todo lo necesario, es
decir, poeta, espíritu poético, público y hasta el aplauso, que también
es musa. Compró libros, empezó a desflorar aquí y allí; pero, ¡ay!, a
las primeras tentativas vio que le faltaba una musa imprescindible,
una musa sin cuya condescendencia no es posible hacer absolutamente
nada: le faltaba tiempo. No sabemos lo que habrían hecho Homero y el
Dante con su inmensa inspiración, si no hubieran podido consagrar a
los versos ni aun medio minuto; si hubieran tenido que ganarse la vida
trabajando dieciséis horas en áridas cuentas y fatigosos menesteres; si
la obligación sagrada de mantener a su madre les hubiera quitado toda
ocasión de renunciar al trabajo lucrativo para emprender la gloriosa,
agitada y vagabunda vida de la imaginación.

Un día Salvador se sintió muy malhumorado. Cogió los poetas, y
acordándose de Felipe II, les trató como a herejes.

Aún le quedaba un respiradero, un escape, una vía libre, aunque muy
estrecha para salirse a sí mismo y quebrantar la ley de concentración y
encierro que le estaba emparedando el alma, digámoslo así; le quedaba
el periodismo, y entonces había una prensa no despreciable, donde la
juventud podía hacer sus juegos. _El Espectador_ y _El Universal_, que
hoy nos hacen reír, eran órganos hasta cierto punto afinados y sonoros.
Salvador no dejó de hacer la prueba; pero bien pronto aquel displicente
espíritu crítico de que antes hablamos le hizo aborrecibles las
redacciones, como le hizo aborrecibles más tarde las logias, los clubs
y la política.

De repente descendió para él de ignorado cielo la hermosa figura de
Andrea. Entonces las artes todas, que antes no habían tenido nota ni
palabra, se realizaron. Andrea era la música, la poesía, la pintura,
la estatuaria, hasta la arquitectura y la danza; era también, si se
quiere, el periodismo, la gran política, la vida toda, en fin. El arte
tiene distintos caminos para satisfacer el alma: unas veces va por el
camino de los lienzos y de las notas; otras por los derrumbaderos de
la pasión entre tormentos y goces infinitos. Como quien lo tiene todo,
como quien recoge a manos llenas abundantes frutos y flores en todas
las ramas del gran árbol del espíritu, Salvador estaba satisfecho: las
teclas habían respondido, y sin notas ni versos, poesía y música habían
saciado su sediento afán.

Corrieron días felices. Él, sin embargo, se proporcionaba el placer
de atormentarse pensando en la probabilidad de perder a su amada;
y su cavilación, despertando otros recuerdos y estableciendo los
términos sistemáticos de su desgracia, llegó a darle la seguridad
completa de un conflicto. El alma se defendía rabiosamente contra
aquella alevosa guerra de distingos y sutilezas. Por adorar, hasta
adoraba los defectos de Andrea, mejor dicho, veía en ellos gracias
nuevas y donaires desconocidos, por cuyo motivo, en el momento de la
catástrofe, le hemos visto rechazando las razones positivistas con
que el pérfido _intellectus_ trataba de arrancarle su hermoso sueño.
Andrea era para él la totalidad de las satisfacciones humanas y el
ideal de la vida. La amaba en globo, con sus defectos, conociéndolos y
aceptándolos como se aceptan sin la más leve protesta de los ojos las
manchas del sol. Ni por un momento pensó en apartarse de ella por causa
de tales lunares, accidentes encantadores que se confundían con las
perfecciones, sin que el ciego amor pudiera decir dónde acababa Dios
y empezaba Satán. El egoísmo estupendo del amor ahogaba entonces en
Monsalud la potencia crítica que en él hemos reconocido. Para que uno y
otro se separaran, era preciso, pues, que mediase una gran violencia o
una traición de ella. Esta vino, como hemos visto, y el pobre hombre,
dolorido y desesperado por la conmoción de la caída, meditaba en la
noche que siguió al día del desengaño, buscando una especie de recreo
en su propia pena, y golpeaba en la tabla del bufete con su cabeza,
cual si esta fuera un caldero lleno de absurdos, que merecía ser roto y
desocupado.

Entre tanto, Solita, llena de consternación por lo que había visto y
oído, se retiró. No se apartaba de su mente la idea de que Salvador
sufría algún mal muy grande. ¿Cómo consolarle, cómo aliviarle al menos?
Por último, cavilando durante largo rato, sus ideas variaron.

—Ya adivino lo que es —dijo—. Salvador está triste y enojado porque
tiene malas noticias de la causa de mi padre.

Al instante corrió en busca de doña Fermina. Manifestole lo que había
pasado, y las dos deliberaron si debían esperar a que él revelase la
causa de su malestar o interpelarle desde luego sin miedo.

—Esperemos —dijo la madre—. Si da en callar, no le sacaremos una
palabra.

No había concluido de decirlo, cuando sintieron la voz de Monsalud.

—¡Madre, madre... Soledad!

Corrieron allá.

—Madre... Soledad... —repitió Salvador viéndolas entrar—. Aquí no
tiene uno quien le acompañe... le dejan a uno morirse de tristeza. Ni
siquiera vienen a preguntar si se me ofrece algo.

El semblante del joven expresaba una reacción viva en sentido
consolador. En lo más extremado de su pena, sintió que esta se
agrandaba con el aislamiento, y un poderoso instinto de restauración le
impulsaba a rodearse de personas queridas.

—¡Hijo, si estamos aquí!... Sola me ha dicho que la has despedido con
dos piedras en la mano —dijo doña Fermina.

—Ha sido una broma —indicó Monsalud, sintiendo remordimiento por haber
tratado mal a su protegida—. Solilla, siéntate aquí y trabaja en mi
cuarto. Necesito que me acompañes.

—¿Tienes que decirnos algo desfavorable del pobre don Urbano?

—Nada, nada; todo lo contrario. Espero sacarle pronto de la cárcel. Hoy
precisamente han variado las cosas.

Solita miró con expresión de incredulidad a su hermano.

—¿No lo crees?... Pronto verás que no te engaño... Una circunstancia
imprevista lo arreglará todo. ¿Estás enfadada conmigo porque te llamé
impertinente?

—¡Qué tonto eres! —respondió la de Gil de la Cuadra toda ruborosa
y turbada—. Nada de lo que tú hagas o digas me puede enfadar. ¿Qué
importa una palabra de más o de menos? Bien sé que eres muy bueno para
mí.

—Gracias, hijita. Haces bien en tener esa confianza en el hombre que va
a ser...

—¿Qué?

—Padrino de tus muñecos. Tengo ganas de ser padrino de algo. Sin
embargo, más vale que no sea yo padrino de ellos.

—¿Por qué?

—Porque se morirían.

—¿Pero es verdad que no nos engañas? ¿Hay esperanzas de que el señor
don Urbano?... —volvió a preguntar doña Fermina.

—Sí, empiezo a creer que lograré mi objeto. ¡De qué caminos tan
extraños se vale la Providencia!

—¿Pero es cierto, es verdad lo que dices? — exclamó Sola derramando
lágrimas de ternura—. ¡Mi padre libre!

—El corazón —dijo doña Fermina— me ha estado diciendo todo el día que
se nos preparaba un acontecimiento feliz.

—¡Y yo —añadió Solita con emoción profunda— también he tenido hoy unas
corazonadas!... Anoche soñé que me asomaba al balcón y que veía a mi
padre entrando en la calle. El pobrecito me saludaba con la mano,
dándose tanta prisa a entrar y subir la escalera, que tropezaba a cada
momento.

—Es particular —dijo la madre—. Yo también soñé anoche una cosa
parecida.

—Es particular —dijo Monsalud—. Sin duda es esta la casa del sueño.
Hace poco me quedé aletargado y soñé...

—¿Que mi padre estaba libre?

—Sí; pero mira de qué modo tan extraño: Yo me dirigía por la calle de
la Cabeza a la cárcel de la Corona. Llegué a la puerta y me salió al
encuentro, ¿quién creerás que me salió al encuentro?

—¿Un centinela?

—¿Un carcelero?

—Un perro.

—Lo mismo da.

—Un perro, no de tres cabezas, como el del infierno, sino de una sola;
pero tan horrible, que su vista me hacía temblar de sobresalto y pavor.
Sus ojos despedían fuego, y su espantosa boca, llena de cuajarones
de sangre, se abría hasta las orejas dejando ver feroces dientes
agudísimos y una lengua que vibraba como hoja de metal. Era la bestia
más repugnante y fea que imaginarse puede. Pero lo más raro era que
aquel horrendo animal hablaba.

—¿Hablaba?...

—Yo le dije que iba a buscar a un infeliz encerrado en la cárcel. El
perro fijó en mí sus ojos de fuego, cuya claridad me llegaba al alma,
estremeciéndome todo.

Las dos mujeres se estremecían también, y los ojos de Solita no estaban
menos espantados que si tuvieran enfrente al temible can.

—El perro dio un gruñido —continuó Monsalud—, y con su voz, que
resonaba como si saliera de honda caverna, me dijo: «Está bien, amigo
mío...»

—¡Amigo mío!... Pues no dejaba de ser cortés.

—Está bien, amigo mío —me dijo—; puedes llevarte al preso, con una
condición. Ya sabes que yo me alimento de corazones. Dame el tuyo, y
hemos concluido...

—¿Y se lo diste?... pero hombre... pero hijo... —gritó doña Fermina con
impaciencia.

—Me clavé las uñas en el pecho, apreté fuertemente, metí la mano....

—¡Jesús! —exclamó Solita apartando el rostro.

—Metí la mano, me saqué el corazón y se lo arrojé a la bestia, que con
su feroz boca lo cogió en el aire. Entré, y cuando salía, sacando al
señor Gil, vi que el perro mascullaba el pedazo de carne, saciándose en
él. ¡Ay, cuánto me dolía!



XVI


Salvador se inquietaba bien poco de un acontecimiento que por
aquellos días, los primeros de marzo, agitaba hondamente el mar de la
política, produciendo borrascas, zozobras y naufragios. ¿Necesitaremos
recordarlo, a pesar de haber hablado de él, por cierto con mucha
discreción, el marqués de Falfán de los Godos? Olvidando las prácticas
constitucionales o haciéndose el tonto, que es la opinión más
autorizada, añadió el rey al discurso de la Corona un parrafillo de
su invención, en el cual se quejaba de los insultos que diariamente
recibía, y acusaba con este motivo a los ministros y a las autoridades
de Madrid. Alborotose el congreso, alborotáronse más los clubs, los
ministros estaban con medio palmo de boca abierta, sin saber lo que les
pasaba, y mientras el rey les destituía arrebatadamente, dábales el
Congreso un voto de confianza y una pensioncita de sesenta mil reales;
admirable almohada para reclinar la gloriosa cabeza después de una
caída.

Su Majestad, firme en el propósito de hacerse el tonto (y quien
crea otra cosa no sabe hasta dónde llegaba la malicia del astuto
_Rey neto_), pidió consejo a las Cortes para la formación del nuevo
ministerio, inaudita aberración constitucional, pues el gabinete caído
tenía mayoría. Los diputados contestaron al mensaje del rey con un
refunfuño de desconfianza, achacaron a la _mano oculta_ los insultos
consabidos, y negáronse a proponer los nuevos ministros, dando a
entender al soberano que el ministerio Argüelles era el mejor de los
ministerios posibles. Fernando consultó entonces al consejo de Estado,
y de esta consulta salió el ministerio del 4 de marzo.

Era natural que el nuevo Gabinete no gustase a nadie. Los tibios le
tenían por exaltado, y los exaltados por tibio. Procedente como el
anterior de la mayoría, el gabinete Valdemoro-Feliú representaba las
mismas ideas, la propia indecisión, idéntica dependencia de manejos
secretos; representaba también la debilidad frente a los alborotadores,
las pedradas al coche del rey, la tolerancia de las grandes
conspiraciones y la persecución sañuda de las pequeñas. De entonces
data, si no estamos equivocados, la célebre frase de _los mismos perros
con distintos collares_. Más adelante, cuando Feliú pasó de Ultramar
a Gobernación, el gabinete se enderezó como una planta cuya savia se
regenera, y supo desplegar contra los alborotadores y los clubs una
energía que hasta entonces no se había visto en el gobierno después de
la revolución.

Tal era la situación política a principios de marzo. En el gobierno,
debilidad; en el congreso, confusión; en Palacio, solapadas intrigas,
cuyas resultas se verán más adelante. El pueblo desbordado y sin
reconocer ley ni freno alguno, expresaba su voluntad ruidosa y
groseramente en los clubs. A fuerza de oír hablar de su soberanía,
empezaba a creer que consistía esta en el uso constante de la
iniciativa revolucionaria y en el ejercicio atropellado de la sanción
popular en asonadas, violencias y atrocidades sin cuento. Romero
Alpuente, un vejete furibundo a quien después conoceremos, había dicho
que _la guerra civil era un don del cielo_. Istúriz, joven y exaltado,
había dicho que _la palabra rey era anticonstitucional_. Moreno Guerra,
que _el pueblo tiene derecho a hacerse justicia y vengarse a sí
propio_. Golfín, que _la anarquía purgaba la tierra de tiranos_. Otro
llamaba al trono _cadalso de la libertad_.

Entre tanto las sociedades secretas estaban desconcertadas; porque si
bien el nuevo ministerio saliera de ellas como el anterior, no había
gran seguridad de que se dejase gobernar por los _Valerosos príncipes_.

—Estamos —decía Campos— en la situación más oscura que puede
imaginarse. Yo no he tenido nunca a Feliú por muy afecto a nuestro
Orden, y temo mucho que se nos vuelva en contra. Sin embargo, anoche
nos ha echado un discursejo con muchos ofrecimientos y palabrotas; pero
no me fío, no me fío.

Esto lo decía el gran Cicerón sentado junto a una mesa del café
de _La Fontana_, teniendo enfrente a Salvador Monsalud, que entre
sorbo y sorbo de café leía _El Espectador_. Cómo se habían juntado
después de su violenta separación, cómo habían ido allí, apareciendo
amistosamente reconciliados, merced a un par de tazas y otras tantas
copas, es cosa que se explica fácilmente. Campos fue a casa de Monsalud
una mañana, anunciole que tenía que hablar de asuntos igualmente graves
para los dos, y aunque el joven le recibió con los peores y más ásperos
modos, como Cicerón no se daba por ofendido y era hombre que respondía
con risas a las palabras duras, bien pronto uno y otro, a pesar de
su desacuerdo, hallaron un término común de reconciliación pasajera.
Campos convidó a Aristogitón a pasar un par de horas en _La Fontana_, y
una vez allí, sentáronse en el más apartado y oscuro rincón del local,
tras la tribuna y no lejos del mostrador. Casi estaban solos, porque en
tal hora, el célebre club _de los amigos del orden_ descansaba de sus
fatigas.

—Pero a pesar de todo, nosotros no hemos perdido nada todavía —añadió
Campos—, y yo quiero ver quién es el guapo que se atreve a dar un golpe
a las sociedades secretas, autoras, no solo de la revolución de España,
sino de las de Portugal y Nápoles. Este poder inmenso no se pierde
por una veleidad ministerial... Conque, amado Aristogitón, yo planteo
nuestra cuestión en los mismos términos en que la planteé en mi casa
hace ocho días, cuando te pusiste como un basilisco, y aun creo que
intentaste pegar a tu maestro... pero hombre de Dios, ¿no me haces caso
de lo que te digo? Mientras hablo, tú lees.

—Oigo perfectamente —dijo Monsalud dejando el periódico y tomando la
taza—. La cuestión planteada en los mismos términos de aquel día...

—Cuando me quisiste pegar —repitió Campos con burla—. Después me estuve
riendo de ti dos horas. Si yo fuera un hombre terrible, te hubiera
echado por el balcón; estaba en mi derecho.

—No lo niego. Si yo hubiera sido un hombre imprudente le hubiera roto a
usted la cabeza; también estaba en mi derecho por haber sido engañado.
Usted intentó comprarme con viles ofertas de destinos y menudencias.

—Y ahora te compro por el precio que tú te has puesto: por la concesión
de una gracia a que das suma importancia. La cosa en sí es la misma, no
varía más que el precio y la clase de moneda. Tú me dejas en paz a mi
sobrina...

—Y usted me pone en la calle a un pobre preso, que será ahorcado si las
cosas siguen por el camino que llevan.

—Perfectamente. Trato clarísimo y que no da lugar a engaños ni malas
interpretaciones. _Do ut des_.

Campos, como hombre que ve adelantar satisfactoriamente una negociación
de importancia, respiró con fuerza, embaulando después media taza.
_Robespierre_[2] subió a sus rodillas. Uno y otro se acariciaron.

      [2] Un gato. Véase _La Fontana de Oro_.

—No debieras extrañar —añadió— que yo quisiera favorecerte con un buen
destino y aun alejarte. A mí me gusta hacer las cosas con delicadeza.
De este modo se llega al objeto sin ofender a nadie, sin ruido y sin
dimes ni diretes. Creí que tú, hombre listo, me entenderías después
del primer avance, y tomando lo que te daba, te dispondrías a callar
y obedecer, dejándome el campo libre. Pero no entendiste. Tienes un
candor honradillo que exige se te digan las cosas claras, y en verdad,
a mí me repugnaba hablarte con claridad en asunto tan espinoso.

—Algo creí entender; pero como no contaba con la traición de Andrea, no
pasé de sospechas vagas.

—¡La traición! —dijo Campos con gravedad irónica—. Pero hombre... ¡qué
palabrotas se estilan ahora! Di más bien que mi sobrina comprendió lo
que sacaba del noviazgo contigo. Por mi parte, de algún tiempo acá me
desvelo porque disfrute una posición tónica y como corresponde a sus
méritos. Es tiempo ya de que tenga un padre vigilante y cariñoso. Te
confieso, amigo Aristogitón, que cuando sospeché tus niñadas con ella,
y más aún, cuando las sospechas se trocaron en certidumbre..., ¡ay!,
sentía impulsos de despedazarte. Pero meditando bien, resolví tener
mucha calma, abordar la cuestión con astucia, evitar un escándalo que
pudiera turbar la paz espiritual del buen Falfán de los Godos. De esta
manera todos quedan contentos. No creas que me ha costado poco cautivar
a Andreílla. La pícara se nos escapaba como una mariposa, cuando
creíamos tenerla segura; pero conquistado tú, que eres el Montjuich, la
rendición de la ciudadela es inevitable... ¿Te das por conquistado?

—Me doy por conquistado.

—¿Renuncias por completo y en absoluto a ella? ¿Huirás de su trato y de
su vista, y en caso de que la casualidad te la ponga delante, harás con
ella como si nunca la hubieras conocido?

—Lo haré.

—¿La despreciarás, la arrojarás de tu lado, le harás ver de una manera
indudable que tú y ella sois como el agua y el fuego que no pueden
juntarse?

—Como el agua y el fuego.

—Y si la tempestad arrecia, ¿serás capaz hasta de hacerle creer que
estás enamorado de otra?

—También.

—Vamos, eres un hombre. Tus declaraciones merecen una _salva_. Echemos
_pólvora fulminante_ en el _cañón_ y disparemos.

Los masones llamaban pólvora fulminante al _ron_. El _cañón_ y la
_salva_ ya sabemos lo que eran.

—¡_Fuego_! —dijo Monsalud llevando la copa a sus labios.

—¡_Fuego_! —repitió Campos.

Los del _Arte-Real_, en sus _tenidas_ de banquetes, pronunciaban esta
voz de mando para indicar los brindis.

—¿Pero a qué vienen tantas exigencias, que parecen pruebas masónicas
—dijo Salvador—, si Andrea no necesita de mis desdenes para obedecerle
a usted? ¿No ha dado su consentimiento?

¡Ah, ah!..., fíate de consentimientos. Dicen que la palabra _veleidad_
es femenina en todas las lenguas. Prueba de que todas las mujeres son
veleidosas. Es verdad que Andrea, a fuerza de ruegos, de razones, de
regalos, de mimos, de promesas, me prometió ser marquesa... ¡Marquesa,
ya ves qué pedrada!..., y la muy tonta... Por algo se ha dicho que
_entre el sí y el no de una mujer no se puede poner la cabeza de un
alfiler_.

—Ella apetece más. La ambición, una vez desarrollada, no se satisface
fácilmente. Creerá que Falfán de los Godos no es bastante rico.

—¡Si es millonario! No va por ahí la corriente —dijo Campos con
desaliento—. Es que Andrea vuelve los ojos a este tunante y se
arrepiente, se arrepiente la muy pícara de la promesa que me dio. Desde
el otro día... Pero yo quisiera saber qué tienes tú para trastornar de
este modo un cerebro, que después de todo es un cerebro de la raza de
Campos, fecundo en gente sesuda.

—Andrea tiene conciencia: no es una muchacha corrompida —afirmó
Monsalud, disimulando el interés que aquella parte de la conversación
le producía.

—Qué conciencia ni conciencia... Resabios tontos de su enamoramiento
infantil. Yo sé que eso desaparecerá; pero por de pronto me tiene
inquieto. Desde aquel día que tú y yo estuvimos a punto de machacarnos
las liendres, no sabes cómo se ha puesto esa muñeca. Está loca,
rematadamente loca, y anoche tuve que encerrarla, porque quería salir.

—¿Salir?

—A buscarte; y se nos escapará, porque la niña es sutil. Por eso quiero
estar seguro de ti. Querido Aristogitón, si tú no me ayudas, todo se
pierde. No puedes tener idea de cómo está esa criatura. En mi casa no
se oyen más que suspiros, y con las lágrimas que unos ojitos negros han
derramado estos días se podía haber hecho otro estanque del Retiro.
Sorprendila ayer desenvainando el puñal que conserva como recuerdo de
su padre. ¡Ay, qué susto! Te aseguro que si no llego a tiempo, tenemos
en casa una degollina, un suicidio, una de esas gracias que mi sobrina
ha leído en las historias de griegos y romanos, y que ahora las novelas
sentimentales tratan de poner en moda. ¿Has leído el _Werther_? Es un
Dido macho que se mata por amor.

Salvador estaba pálido y no acertaba a decir nada.

—Por esta causa he querido prevenirte, asegurarme de tu formal
renuncia, que espero cumplirás con honradez. Es posible que recibas
alguna esquelita, aunque la hemos privado de tinta y papel; es también
muy probable que la mariposa tienda sus alas y se eche a volar
poéticamente por las calles de Madrid, y te busque y te encuentre...
Veo que suspiras... mira, no vengas tú también con suspiros. En una
mujer pase, pero un hombre es un hombre, Salvador, y sobre todo, un
hombre que tiene a su padre en la cárcel a punto de ser ahorcado,
debe tener corazón de bronce, portarse caballerosamente y cumplir su
palabra.

—Yo la cumpliré —murmuró Salvador.

—Bueno, señor _Caballero Kadossch_. ¿Repites las ofertas que hace poco
me has hecho?

—Las repito.

¿Acabaste para mi sobrina? —preguntó Cicerón en un tono que indicaba la
idea de las resoluciones categóricas.

—Acabé —respondió Salvador en el propio tono del suicida que dice adiós
a la vida.

—¿De modo que no harás caso de esquelitas, ni de recados, ni de visitas?

—No.

Se frotó los ojos con la mano derecha, cual si quisiera reducírselos a
polvo.

En aquel momento arrojaba su corazón al perro.



XVII


—Pues lo pasado, pasado —dijo Campos—. Amigos otra vez. Olvidemos las
ofensas que mutuamente nos hayamos hecho.

—_Pasemos la trulla_.

_Trulla_ era la cuchara de albañil, y la idea de _pasarla_ indicaba
olvido y perdón de las injurias, idea que bien podía expresarse
hablando como la gente.

—Ahora me toca a mí —dijo Salvador.

—Ahora te toca a ti —añadió Campos sacando dos cigarros habanos y
ofreciendo uno a su amigo—. Ahí va esa _pólvora del Líbano_. Fumemos.

—¿Usted me promete que Gil de la Cuadra no será condenado a muerte?

—Eso no.

—¿Me promete usted que se sobreseerá su causa?

—Tampoco.

—Entonces...

—Lo que prometo es que tu padre, tu tío, tu pariente o lo que sea,
saldrá de la cárcel.

—¿Cómo?

—Escapándose de ella, lo cual no es fácil; pero sí posible, sobre
todo si tú y yo nos proponemos hacerlo. No hay que pensar en que el
gobierno suelte la presa absolutista que tiene entre las garras. Es
preciso ofrecer un par de víctimas al pueblo, y como no se le puede dar
un león, se le da un conejo. Ya sabes que el cura Merino ha hecho la
gracia de aparecer en Castilla; el _Abuelo_ ha levantado también una
partida cerca de Aranjuez, y Aizquibil recorre con su gente el país de
Álava. El _Pastor_ entra también en campaña, y a varios de su partida,
que han sido cazados, se les encontraron muchos ochentines de los que
acuñó el gobierno hace poco. Estos ochentines se dieron todos a la
Casa Real, de modo que no hay duda alguna respecto a la mano que está
moviendo esta vil máquina de las partidas.

—El rey.

—Sí, y cuando los ministros le hicieron notar la coincidencia,
respondió tranquilamente: «Es muy extraño eso», y no dijo más. La
corte trabaja con desesperación por encender la guerra civil,
y los curas y los guerrilleros amparados por ella y por las
juntas extranjeras, harán un esfuerzo terrible para restablecer
el absolutismo. Nos aguarda un porvenir de rosas. Ya sabes lo
que significan en nuestro amado país estas dos fuerzas: _curas,
guerrilleros_.

—No tengo ilusiones en ese particular. La estupidez de los liberales,
su corrupción y falta de sentido, anuncian a voces que volverá el
absolutismo.

—Pues bien: cuando por todas partes no se ven más que peligros; cuando
el gobierno se mira amenazado y provocado por los absolutistas, ¿no es
natural que si logra poner la mano encima de alguno, apriete y apriete
firme hasta ahogarle?

—Es natural. Los pobres gazapos que se han dejado coger pagarán las
culpas de los lobos y de la corte, que los azuza.

—Evidentísimo. Por consiguiente, amigo Monsalud, no hay que pensar
en que el gobierno perdone a ninguno de los que hoy están presos por
conspiraciones realistas.

—Serán condenados...

—A muerte. El juez, señor Arias, confiesa privadamente que no halla
motivo para tanto; pero la presión popular y la necesidad de hacer un
escarmiento, la conveniencia de amedrentar a la corte, levantará el
cadalso. Aquí tienes a la señora Libertad en tales trances que no puede
pasarse sin el verdugo.

—¿De modo que no hay que soñar con un sobreseimiento?

—Locura. Vinuesa no se escapa de la horca. Los demás serán condenados a
presidio... Puesto que no podemos evitar la sentencia, tratemos ahora
de salvar a tu hombre. Yo estoy tan comprometido a ello moralmente como
tú. Planteemos la cuestión. Primer punto. Todo el personal de la cárcel
está en poder de gentuza comunera o milicianos nacionales de los más
majaderos.

—Lo sé, y he resuelto hacerme comunero.

—Admirable idea —dijo Campos en tono de lisonja—. Y si procuras retener
en la memoria todos los disparates y gansadas de los hijos de Padilla
para contármelos, tu idea será sublime.

—Yo iré allá tan solo con el fin de contraer amistades que me sirvan
para nuestro objeto.

—Excelente plan. En tanto el Grande Oriente se encarga de hacer en el
personal de cárceles alguna variación.

—Cosa facilísima.

—No tanto, joven, no tanto. Tú no sabes cuánto se ha alambicado ya en
la cuestión de destinos. No se puede estar trasegando la gente todos
los días. Lo peor de todo es que hacemos una variación, y al punto nos
conquistan los comuneros el nuevo personal. Se varía otra vez, y la
defección se repite. Hacemos tercera hornada; pero llega un momento
en que no se puede más, porque se acaban los carniceros, panaderos y
pasteleros que quieren ser empleados públicos, en las porterías de los
ministerios, en cárceles, en correos... Por este camino desaparecerá en
Madrid toda la clase menestral.

—Pero los cambios traen numerosas cesantías.

—Pero los cesantes, esos insignes patricios desairados, no quieren
volver a las panaderías, carnicerías y molinos de chocolate de donde
salieron. Encuentran más fácil encastillarse en las _Fortalezas_ de
Padilla, donde, haciendo comedias, se van adiestrando en la oratoria y
en el arte de conspirar.

—¿Y cómo viven?

—Ese es el misterio. Lo evidente es que tienen dinero. ¿Ves esa
turbamulta de vagos que aúllan en los cafés, que alborotan en la plaza
de Palacio, que apedrean las casas de los ministros, que van a cantar
coplas indecentes junto a la reja de la prisión de Vinuesa?... Pues
todos ellos viven, y viven bien.

—Los ochentines del _Pastor_ harán ese milagro.

—Eso creo yo. Los ochentines...

—Pero contra los ochentines, el gobierno tiene los empleos públicos.
Póngame usted en la cárcel de la Corona a un empleado que se preste a
favorecer nuestro plan.

—Precisamente hay una vacante. Me he informado hoy.

—Mejor que mejor.

—Bueno; pues elige tú el candidato.

Salvador meditó breves instantes.

—Lo mejor será un hombre de bien, pues no se trata de salvar a
ladrones y asesinos; se trata de hacer una buena obra, librando a un
pobre anciano inocente, inocente, sí... porque Gil de la Cuadra, aun
conspirando con todas sus fuerzas, no es capaz de hacer daño a un
semejante ni a la sociedad.

—Pues mi opinión es que elijamos un tonto. Es fácil de encontrar.

—Ya tengo mi hombre —dijo vivamente y con alegría Monsalud.

—¿Has hallado el tonto?

—Un maestro de escuela.

—Viene a ser lo mismo. Apuesto a que has pensado en Sarmiento.

—No: lo echaríamos todo a perder —dijo Salvador arrepintiéndose—.
Sarmiento es sencillo, pero su fanatismo rabioso le transfigura,
haciéndole cruel. Me parece que debemos elegir un discreto.

—Bien puedes coger la linterna de Diógenes. Échate a buscar el discreto.

—Ya lo hallé —exclamó Monsalud, dándose una palmada en la frente.

—¿Quién?

—Yo mismo.

—Hombre... la idea no es mala —repuso Campos sonriendo—. Pero la
verdad... ese destino no es propio para ti. Vales tú mucho más.

—¿Y qué me importa?

—El duque del Parque no querrá tener a su servicio a un sota-alcaide.

—Dejaré el servicio del duque del Parque

—¿Pero no se te ocurre otra persona?

—No me fío de nadie. Estoy decidido. Seré sota-alcaide.

—Vas a bregar con la gente más cruel, más perdida y más infame de la
sociedad. El personal de cárceles allá se va con el de encarcelados.

—No me importa. He tenido una idea feliz.

—Pues adelante, y realicemos la idea feliz. Serás sota-alcaide. En
tanto que te nombro... pues no creas que es cosa de un momento: lo
menos hay treinta candidatos... hablaré a Copóns.

—¿El jefe político?

—¡Ah! —exclamó Campos con gozo—. Le tengo cogido, le tengo preso en mis
redes. Precisamente anda tras de mí para que le favorezca en ciertas
pretensiones que trae en Gracia y Justicia. Una bicoca: tres primos
que fueron beneficiados y ahora se les antoja ser deanes. Son de la
pacotilla de los que llaman modestos... ¡pobrecitos! Copóns es muy
exaltado; el gobierno, que le puso en lugar de Palarea, no está muy
contento con él. Necesita todo el arrimo del Grande Oriente para no
venir a tierra. Muy bien: esto va a pedir de boca. Tu padre, tu abuelo,
o lo que sea, se ha salvado.

Hablaron algo más, determinando algunos detalles del plan, y se
separaron. Campos tenía que revisar unas cartas detenidas por orden
superior. Salvador debía consagrarse a sus ocupaciones. Cuando volvió a
su casa, entregáronle un billete que acababa de llegar. Conociendo en
el sobre la letra de Andrea, sintió tanta ansiedad como pavor. La carta
estaba trazada con indecisos rasgos, a prisa, y decía:

  «Arrepentida, arrepentida, arrepentida de lo que he hecho.

  »Ven al instante. Estoy esperándote en el Retiro, junto al
  Observatorio. Me he escapado de mi casa. Querido mío, mi vida y mi
  muerte: si no me perdonas, si no vienes al instante a mi lado, me
  moriré de desesperación.

  »Lo que he hecho contigo es una villanía, una ofuscación.

  »Un poco tarde lo he conocido; pero lo conozco al fin, lo confieso y
  te pido perdón.

  »Te adoro, y ni Dios podrá hacer que yo pertenezca a otro. Eres mi
  dueño y puedes abofetearme, puedes matarme si me porto mal.

  »Salvador, sácame del infierno en que estoy. Ven, no tardes ni un
  segundo. No vuelvo más a mi casa. Iré contigo a donde quieras:
  seré tu esposa, tu criada o lo que tú quieras... Sácame los ojos y
  dentro de ellos verás tu cara. Ya me parece que te siento venir...
  ¿Vendrás?... En el Retiro junto al Observatorio. Voy corriendo, no
  sea que llegues antes que yo. Adorado mío, te quiere con toda su alma
  y te ofrece el corazón y la vida,

    ANDREA.»

Soledad, que entraba cuando Salvador concluía de leer la carta, notó su
palidez y agitación.

—¿Qué tienes, hermano? —dijo llena de pesadumbre—. ¿Ese papel te dice
algo desfavorable a mi pobre padre?

—No, no —replicó el hermano con desesperación—. Es todo lo contrario.
Sola, abrázame, abraza a tu hermano.

La muchacha se arrojó llorando en brazos de Salvador.

—¿Pero te causan pena las buenas noticias?

—¡No, no!... la carta no dice nada —afirmó él sofocando la tempestad
que bramaba en su alma—. Estoy alegre, hermana, hermana querida,
abrázame otra vez. Tu padre se ha salvado.

       *       *       *       *       *

Pasó Monsalud todo el día y toda la noche en un estado de agitación muy
viva. A la mañana siguiente, cuando entró en casa del duque del Parque,
un criado le dijo: «Han estado aquí dos mujeres buscándole a usted.
Parecían ama y criada.»

—Si vuelven —repuso— dígales que he salido de Madrid.

Para evitar un encuentro que temía, salió del palacio por una puerta de
servicio que daba a otra calle. Pero más tarde, al entrar en su casa,
don Patricio Sarmiento repitió la noticia.

—Aquí han estado dos damiselas a preguntarme cuándo volvía usted.
Parecen ama y criada... ¡Oh, edad dichosa esta en que nos vienen a
buscar dos y tres veces en el breve espacio de unas horas!... Yo
también, en mis juveniles años...

Sarmiento exhaló un suspiro.

—Si vuelven, dígales usted que he salido de Madrid, y que no volveré
hasta dentro de un mes.

—¡Cuánta esquivez!... Pero en esa edad feliz... También uno ha tenido
sus dulzuras ¿eh? No crea usted: este arrugado semblante y este flaco
y débil cuerpo no han sido siempre así. Aquí, amiguito Salvador,
aquí se sabe lo que es afán de amores; aquí se comprende bien eso de
despreciar a una por apasionarse de la otra, volando de flor en flor
cual inconstante mariposa... Pues, ¿y estar penando días y días por una
mirada, solo por una mirada?... ¡ay!... ¿y aquello de estar cavilando
por qué me miró así o dejó de mirarme?... Todos hemos tenido nuestro
abril; todos hemos revoloteado y sacado la miel hiblea del cáliz de las
frescas flores, señor Monsalud.

Cuando este se dirigió después de medio día a una tienda de la calle
Mayor, donde solía hacer tertulia, un mancebo le dijo la muletilla:

—Han estado dos hembras a ver si había usted venido.

Más tarde pasó por la parte baja de la calle de Atocha. Detúvose de
repente porque un objeto lejano llamó su atención: era el Observatorio
astronómico. Singular trastorno debió producir en las ideas del joven
la vista del hermoso edificio, porque apresuró el paso como quien huye
de un fantasma temible.

¡Cosa extraña! Al anochecer, cuando fue al local ocupado por la
masonería, en la calle de las Tres Cruces, con objeto de hacer unas
preguntas a Sócrates, o como si dijéramos, a Canencia, un portero le
cantó el atormentador estribillo de todo el día:

—Aquí han estado dos damas a preguntar si vendría usted esta noche.

Después marchó a _La Cruz de Malta_, café situado en la calle del
Caballero de Gracia. Aguardábale allí don José Manuel Regato.



XVIII


En la calle que hoy se llama de Isabel la Católica, y antes de la
Inquisición, pasando así bruscamente del nombre más horrible al más
hermoso, hay una casa que hoy lleva el número 25 y antes tenía el
2, edificio perteneciente en su juventud al conde de Revillagigedo
y que después fue Conservatorio de Música y Declamación. Diversas
oficinas se han sucedido en dicha casa, y hoy sirve de albergue, si no
estamos equivocados, a una dirección del ramo de Fomento. Pero lo más
importante de este caserón en su variada y larga historia es que dentro
de él estuvo la _Asamblea de los Comuneros_ durante los tres _llamados
años_. Ya se habrá comprendido quiénes eran estos bravos hijos de
Padilla. Cualquiera que haya vivido en España y prestado atención a
sus cosas políticas, comprenderá que en aquella época, como en todas,
los descontentos y los cesantes, los atrevidos, los pretendientes y
los envidiosos, que son siempre el mayor número, no podían tolerar que
determinada pandilla gobernase siempre el país y las Cortes. Este afán
de renovación periódica del personal político, que en otras partes se
hace por razón de ideas y de aspiraciones elevadas, se suele hacer
aquí, y más entonces que hoy, por el turno tumultuoso de las nóminas.
Esto es una vulgaridad tan manoseada, y ha trascendido de tal modo
hasta llegar a las inteligencias más oscuras, que casi es de mal gusto
ponerlo en un libro.

Los comuneros querían reformar la Constitución, porque no era bastante
liberal todavía. Los ministeriales (nos referimos a la primera mitad
de 1821) o doceañistas, o si se quiere los _masones_, convencidos
de que su Constitución era la mejor de las obras posibles, y que la
mente no concebía nada más perfecto, querían que se conservase intacta
y sin corrección ni reforma como la naturaleza. De repente apareció
un tercer partido, llamado de los _anilleros_, que quiso modificar
la Constitución en sentido restrictivo, aspirando a una especie
de transacción con la corte y la Santa Alianza. Sobre estas tres
voluntades giraba aquel torbellino, que empezó con una sedición militar
y terminó con una intervención extranjera.

Los comuneros, que nacieron del odio a los masones, como los hongos
nacen del estiércol, creyendo que los ritos y prácticas de la masonería
eran una antigualla desabrida, antiespañola, prosaica y árida,
imaginaron que les convenía establecer un simbolismo caballeresco
y nacional, propio para exaltar la imaginación del pueblo y aun de
las mujeres, que por entonces tenían parte muy principal en estos
líos. Siendo la representación primaria de los masones un templo
en fábrica y los hermanos, arquitectos o albañiles, formaron los
comuneros su partido de Comunidades, divididas en Merindades, Torres y
Casas-Fuertes, y a sus logias llamaron _Castillos_ y a sus Venerables,
_Castellanos_, _Alcaides_ a sus Vigilantes, y así sucesivamente. En
los ritos y ceremonias modificaron todo lo que hay de teatral en la
masonería, dándole forma caballeresca, o ideando ilusorias fortalezas,
puentes levadizos, barbacanas, recintos, salas de armas, cuerpos de
guardia, almacenes de enseres y demás mojigangas, todo creado por sus
exaltadas fantasías, de tal modo, que más que militantes caballeros
parecían rematados locos.

Su color distintivo era el morado, así como los masones adoptaron
el verde. La asamblea general recibía el nombre de _Alcázar de la
libertad_, y el recinto donde se reunía, llamado _Plaza de armas_,
estaba adornado con embadurnados lienzos y telones, representando
torreoncillos con banderolas, lanzas y las indispensables inscripciones
patrioteras. El presidente llamaba a los socios la _guarnición_,
y a los neófitos, _reclutas_. Abríanse y cerrábanse las sesiones
con fórmulas que harían reír a la misma seriedad, siendo de notar
principalmente el parrafillo con que se despedían después de discutir
largamente sobre mil innobles temas sugeridos por el egoísmo, el hambre
o la envidia: «Retirémonos, compañeros, a dar descanso a nuestro
espíritu y a nuestros cuerpos, para restablecer las fuerzas y volver
con nuevo vigor a la defensa de las libertades patrias.»

Poco después de las diez de la noche Salvador Monsalud, acompañado del
señor Regato, penetró en el _Alcázar de la libertad_ de la calle de
la Inquisición. Era el local grande y espacioso, consistente en una
serie de salas abovedadas a las cuales se descendía por media docena
de escalones. Pobres farolillos que aquí no cometían la fatuidad
de llamarse _estrellas_ las alumbraban, y un sordo rumor de gente
anunciaba desde el vestíbulo que la colmena se había llenado ya de
zánganos.

—El ceremonial nos manda esperar aquí —dijo Regato a su recluta,
deteniéndose en la primera sala—. Voy a llamar al Alcaide.

Durante el breve rato de espera, Monsalud tuvo que resignarse a oír
las felicitaciones de don Patricio Sarmiento, que a la sazón entraba,
y que atronó la estancia con sus gritos y encarecimientos por el feliz
suceso de aquella iniciación. Todo su porvenir caballeresco comunero
diera el joven por sacudírsele de encima; pero al fin sacole de tan mal
paso el Alcaide, apareciendo con Regato, y en seguida vendaron los ojos
del recluta, mandándole que marchase apoyado en el brazo del comunero
proponente.

—¿Quién es? —preguntó una voz.

—Un ciudadano —respondió Regato con toda la seriedad posible— que se ha
presentado en las obras exteriores con bandera de parlamento a fin de
ser alistado.

La misma voz gritó:

—Echad el puente levadizo.

Oyó entonces el neófito un espantable ruido que en derredor suyo
sonaba, con tal estrépito, que no parecía sino que todos los alcázares
y torres de España caían en ruinas; mas no se turbó por esto su
esforzado corazón, ni aun se le mudó la color del rostro, que para
mayores trances tenía coraje y alientos el bravo recluta. Además, bien
sabía él, como todos, que aquel rumor provenía de una plancha de hierro
semejante a las que usan en los teatros para imitar los fragorosos
ecos del trueno, y que el ruido de hierros y cadenas era producido por
una sarta de cacharros que tras de la puerta agitaba bestial paleto,
simulando de este modo con notoria perfección el acto de bajar el
puente levadizo.

Quitáronle la venda; retiráronse Alcaide y proponente, y quedó solo
con el centinela, que estaba enmascarado. Estaba en el _Cuerpo de
guardia_, y allí, como en la _Cámara de meditaciones_, debía el
candidato reflexionar sobre su situación y contestar por escrito a
varias preguntas referentes a las obligaciones y derechos del comunero.
Monsalud observó el local, de cuyas paredes pendían varias armaduras
mohosas y algunas espadas mojadas en sangre de cabrito, que para tan
terrorífico uso suministraba un día sí y otro no el conserje de la
Sociedad. Leyó los letreros conteniendo sentencias vulgares de la
religión del honor, y se dispuso a tomar asiento junto a la mesa donde
debía extender sus respuestas.

El centinela, que había permanecido tieso y grave, desempeñando su
imponente papel, soltó de repente la risa y dijo al neófito:

—¿También tenemos por aquí al señor Monsalud?

Monsalud miraba a su interlocutor y no veía más que una máscara
horrible, una figura espantosa con casco empenachado de gallináceas
plumas, y un babero a guisa de celada de encaje.

—¡Qué!, ¿no me conoce usted? Soy Pujitos —dijo el centinela quitándose
la máscara.

—Cómo te había de conocer, vecino, si parecías un valiente. ¿También tú
te diviertes con estas mojigangas?

—Vaya un modo de prepararse... ¡Llamar mojigangas a una cosa tan seria,
que va a derribar el ministerio y a poner un gobierno republicano!
Señor don Salvador, ¿usted viene aquí a burlarse? Le aviso que los que
se han burlado de esto no lo han hecho dos veces. Conque escriba el
papelito y me volveré a poner la careta. Acabe usted pronto, que me
sofoco y este demonche de cartón huele muy mal.

—¿No te fatiga esta tarea? ¿No es mejor que descanses en tu casa toda
la noche después de haber trabajado todo el día?

—¡Quia! Si ya no hago más zapatos —dijo el gran patriota con expresión
de hombre perspicuo—. El señor Regato me ha prometido darme un destino
en la Contaduría de Propios. Don Patricio me enseña a echar la firma,
que es lo que necesito, y salga el sol por Antequera.

—Ya sabía que eres de los que vocean en los motines, patean en _La Cruz
de Malta_, y apedrean el coche del rey. ¿A cómo pagan esto?

Pujitos se puso serio al oír tamaña injuria.

—Vamos —dijo—. Está visto que usted viene aquí a mofarse. Pero siempre
seremos amigos, o mejor dicho, compañeros de armas. Escriba el papelito
y despache pronto. Me pongo la careta porque el Alcaide va a venir.

—No hay prisa. Dime, Pujitos, ¿vienes aquí todas las noches?

—Todas, desde el primer día. Soy caballero fundador, y el día lo paso
en las cosas de la Milicia. Soy teniente, ¡uf, usted no sabe el trabajo
que da esto! A la parada, a pasar lista, a revisar los uniformes, a
hacer ejercicio de tiro, a aprender los reglamentos, a echar unas
copas con los oficiales para discutir lo que ha de hacerse el día
siguiente... y luego guardias y más guardias.

—¿Haces guardias de noche?

—Pues no. Anoche me tocó en el Principal, y mañana me toca en la cárcel
de la Corona.

—¡En la cárcel de la Corona... mañana! —dijo Monsalud con interés—.
Ya sé... es donde están presos esos cleriguchos que han hecho planes
horribles para quitar la libertad.

—Y algunos que no son clérigos. Pero esos tunantes morirán, o no hay
justicia en España. Dicen que el gobierno quiere condenarles a presidio
nada más: esto se llama protección, ¿no es verdad?

—¿Y me has dicho que eres teniente?

—Nada menos; y si no fuera por las intrigas que hay en el batallón...

—Yo también seré miliciano y me afiliaré en tu batallón, gran Pujos
—dijo Monsalud riendo—. Se me figura que entre tú y yo hemos de hacer
algo extraordinario.

—Me alegraría de ello.

—Nos veremos pronto, y hablaremos... quizás mañana... Pero el tiempo
pasa y hay que contestar a estas endiabladas preguntas.

—Escriba usted... Me parece que vienen ya.

Salvador escribió sus respuestas, que fueron llevadas a la _Plaza de
armas_ para que las examinara la guarnición. No tardaron el Alcaide y
el proponente en conducirle, vendado otra vez, a la puerta del salón de
sesiones, que estaba cerrada. Por dentro una voz gritó:

—¿Quién es?

«Esta voz áspera y hueca, como una campana rajada —dijo Monsalud para
sí—, es la de Romero Alpuente.»

Entre tanto el Alcaide respondía:

—Soy el Alcaide de este castillo, que acompaño a un ciudadano que se ha
presentado a las avanzadas pidiendo parlamento.

—Por Dios, amigo Monsalud —indicó en voz baja Regato—, no se ría usted,
le suplico encarecidamente que sofoque toda manifestación de burlas.
Usted no quiere creerme, y yo repito que esto es serio, pero muy serio.

Abrieron la puerta de la _Plaza de armas_, que más parecía bodega que
plaza, con diversas series de asientos ocupados por los caballeros, y
un estradillo donde estaba el presidente, teniendo detrás fementido
torreón de lienzo embadurnado, y un harapo que llamaban estandarte de
Padilla, y una urna donde _se debían colocar todas las cenizas de los
comuneros que se pudieran haber_.

El presidente le preguntó su nombre, edad, pueblo natal, empleo,
profesión; luego le habló de las obligaciones que contraía, y del valor
y constancia que había de mostrar para desempeñarlas. Levantáronse en
seguida los caballeros, y Monsalud vio que todos ellos tenían una banda
morada en el pecho, y una como espada o asador en la mano.

—Ya estáis alistado —le dijo el presidente—. Vuestra vida depende del
cumplimiento de las obligaciones que habéis contraído, y vais a jurar.
Acercaos y poned la mano sobre este escudo de nuestro jefe Padilla,
y con todo el ardor patrio de que seáis capaz, pronunciad conmigo el
juramento que debe quedar grabado en vuestro corazón.

Hecho lo que al neófito se le mandara, empezó este la retahíla del
juramento, que abrazaba diversos puntos, y que concluía con la
consabida conterilla que tanto ha hecho reír a la generación siguiente:

  «Juro que si algún cab. com. faltase en todo o en parte a estos
  juramentos, le mataré luego que la Confederación le declare traidor;
  y si faltase yo, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser
  muerto con infamia por disposición de la Confederación de cab. com.;
  y para que ni memoria quede de mí después de muerto, se me queme, y
  las cenizas se arrojen a los vientos.»

—Cubríos —le dijo el presidente— con el escudo de nuestro jefe Padilla.

Tomó entonces el joven un mohoso broquel que le presentaron, y
cubierto pecho y cara con tal defensa, pusieron en él los demás
comuneros la punta de sus espadas, mientras el presidente dijo entre
otras majaderías:

—Si no lo cumplís, todas estas espadas no solo os abandonarán, sino
que os quitarán el escudo para que quedéis al descubierto, y os harán
pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.

Poseídos algunos caballeros, como gente candorosa, del papel que
estaban desempeñando, hincaban con excesiva fuerza la punta de sus
asadores o espadas en el escudo o sartén que resguardaba la cara y
busto del joven. El señor Regato, temeroso de que por desmedido celo de
los caballeros se agujerease el escudo y perdiera un ojo su ahijado,
creyó necesario interrumpir por un momento la majestad del ceremonial,
diciendo:

—Cuidado, señores, que es de hojalata.[3]

      [3] Todavía vive un comunero que corrió igual peligro.

La farándula no había terminado aún, porque tras la ceremonia del
escudo, el Alcaide calzó la espuela al caballero, dándole espada y
banda, con lo cual, y con acompañarle a recorrer las filas para que
fuera dando la mano uno por uno a todos los confederados, el novel
comunero descansó a la postre de tantas fatigas.



XIX


Salvador observó la diversidad de fisonomías que presentaba en su
innoble recinto la _Plaza de armas_, y halló entre sus compañeros de
caballería muchas caras conocidas. Algunos, pocos, eran diputados
en el Congreso; allí estaba también el célebre Mejía, que algunos
meses después fundó _El Zurriago_. Aunque el elemento principal de
la Sociedad era la juventud, había bastantes viejos, no todos tan
inocentes como don Patricio Sarmiento. Milicianos nacionales los
había por docenas; la gente de poca instrucción y de locos apetitos
burocráticos imperaba, y en todos los incidentes de la sesión salía
a la superficie un espumarajo de patriotería gárrula, que era la
fermentación de aquel elemento. No habrían transcurrido veinte minutos
después de la admisión del nuevo caballero comunero, cuando un hombre
desenfrenado que se ocupaba del asunto puesto a discusión, pronunció
estas palabras:

—Yo propongo a nuestra asamblea que cesen las contemplaciones con la
corte y que se dé el grito de ¡_Viva la República_!

Alborotose la guarnición con tales palabras, que algunos calificaron
de admirable ocurrencia, otros de desatino mayúsculo; y si bien el
presidente trató de volver la discusión al terreno que marcaba el tema,
no fue posible conseguirlo. Entonces el señor Regato, manifestando
ruidosamente que deseaba exponer algunas ideas que agradarían a la
reunión, usó de la palabra en estos términos:

—«Señores: lo que ha dicho nuestro ilustre y valerosísimo compañero
de armas, el caballero X..., ha asombrado a muchos; pero a mí no me
asombra, porque yo soy más liberal hoy que ayer, y mañana más que
hoy, porque mi lema, señores, es adelante y siempre adelante. Estamos
cansados de sufrir, estamos causados de esperar. ¿Os aterra la palabra
_república_? Pues yo digo que a mí no me ha causado nunca terror
esa palabra, ni me aterra hoy. Perdamos el miedo y seremos fuertes.
Amenacemos y nos temerán. Somos los más, somos lo más granado de la
España liberal. La Europa nos contempla, el Piamonte nos imita, Nápoles
nos copia, Portugal se llama nuestro _discípulo_. Señores, seamos
dignos de la Europa liberal, y ante nosotros temblarán el trono y los
masones.»

Después de dar las gracias por los aplausos y de limpiarse el sudor, el
orador prosiguió así:

—«No creáis que la idea republicana es nueva en España. Padilla y
Lanuza, nuestros maestros, fueron republicanos. Viniendo a los tiempos
modernos, en la proclamación de los derechos del hombre hecha por Muñoz
Torrero en las Cortes del año 10, veo yo también la idea republicana.
Leed las obras de Mariana y de Sempere, y veréis que en ellas palpita
la república. (_Gran estupor._) Ahora, señores, volved los ojos a
todos los ámbitos de la hispana península —el orador, excitado por
la admiración general, se cree en el caso de tener estilo—; volved
los ojos por doquiera: ¿qué veis? (_Gran silencio: indicio cierto de
que nadie veía nada._) Pues veréis allá en las Andalucías, allá en
la populosa ciudad de Málaga, bañada por las ondas del Mediterráneo,
a Lucas Francisco Mendialdúa que concibió el plan de establecer la
República, como consta en la proclama que imprimió, encabezada con las
mágicas palabras _República española_ y firmada por _Un tribunal del
pueblo_. Como acontece a los grandes genios innovadores, como aconteció
a Colón, Galileo, Savonarola, etc., etc... Mendialdúa fue preso.[4]
Pero así como de la noche sale el claro día, de las cárceles sale la
libertad. (_Atronadores aplausos._)

      [4] En enero del 24.

»Volved ahora los ojos al llamado reino de Aragón, y veréis allí a
nuestro insigne jefe, al valiente entre los valientes, al político
entre los políticos, al altísimo Riego, que desempeña el cargo de
capitán general en aquella extensa y rica provincia. ¿Creéis que no
hace nada? Indigno sería esto de su perspicua mirada, que cual la
del águila penetra en lo más alto del cielo. No creáis que nuestro
jefe está mano sobre mano, no; nuestro jefe trabaja por la República.
(_Asombro general e innumerables bocas abiertas._) En Zaragoza están
a la sazón algunos beneméritos patriotas franceses, cuyos nombres no
pronunciaré.[5] Esos patriotas, pertenecientes a la gran Confederación
francesa, están de acuerdo con nuestro jefe; no lo dudéis, están de
acuerdo. Unidos todos, discurren cuál será el mejor medio de ponernos
la República en España... ¡Guay de nosotros si no les ayudamos!...
¡Guay de nosotros si nos dormimos mientras ellos velan!... ¡Guay,
guay!... Lo que puedo aseguraros es que si no nos ven dispuestos y
valientes, irán con su proyectillo a Francia. Aquel país no se anda con
chiquitas ni repara en niñerías. Estad seguros de que si nuestro jefe
se presenta en el Pirineo enarbolando la bandera tricolor y gritando:
¡_Viva la República_!, todo el ejército francés se le unirá en seguida,
y llegará a París en triunfal paseo, como Napoleón cuando volvió de la
isla de Elba. (_Los comuneros acogen esta bola con grande algazara,
señal cierta de que se la han tragado._)

      [5] Llamábanse Uxón y Cugnet de Montarlot.

»Ahora volved los ojos a Galicia, donde está el general Mina; volvedlos
luego a Barcelona, donde está el gran patriota Jorge Bessieres y veréis
que estos campeones de la libertad tampoco están mano sobre mano.
¿Seremos menos aquí? ¿Nos espantaremos de la libertad? No, señores.
Adelante, siempre adelante. ¡Viva la libertad! Yo, el más humilde de
esta asamblea; yo, que he venido aquí porque me repugnaban los infames
manejos de los de allá; yo, que estoy pronto a derramar hasta la última
gota de mi sangre, hasta la última, señores, por el triunfo de la
causa; yo, que jamás recibí destino de los tibios ni lo solicité; yo,
que soy hombre puro, si hay hombres puros en España, os propongo con
el corazón henchido de patriotismo que aceptéis desde luego la idea
republicana, como ha propuesto mi esclarecido amigo el ciudadano X...»

Varios oradores pidieron la palabra. Después de una breve disputa sobre
quién había de usarla, don Patricio Sarmiento se levantó y habló de
este modo:

—Después del elocuentísimo discurso del fénix de los ingenios
comuneros, don José Manuel Regato, ¿qué puedo decir yo, que soy un
triste maestro de escuela, un oscuro preceptor de la tierna juventud?
Pero si de algo sirven los consejos de un viejo que se ha quemado las
cejas estudiando la historia del pueblo romano, quiero alzar esta noche
mi humilde voz en este augusto recinto para enseñaros lo que no sabéis.
Vuelvo los ojos en torno mío y veo zapateros, sastres, talabarteros,
comerciantes, taberneros, colchoneros y otros artífices, gente toda
muy honrada, muy patriota, muy digna, pero que no está versada en la
historia romana. (_Rumores de disgusto._) No trato de ofender a nadie:
afirmo un hecho y nada más, y como yo creo que para tratar ciertos
asuntos, es necesario haberse quemado las cejas... (_Interrupciones
donosas_), haberse quemado las cejas, como me las he quemado yo, de
aquí infiero... Esas interrupciones y cuchicheos no hacen mella en mi
ruda entereza, no señor; (_El orador se amostaza_) y así digo como el
gran Temístocles: «pega, pero escucha.» ¿De qué se trata? De adoptar
la idea republicana. Bien, yo pregunto a la docta asamblea: ¿Cuándo se
estableció la República en Roma? Y la docta asamblea me contestará que
el año 509 antes de Jesucristo. Muy bien contestado. ¿Y cuándo concluyó
la República de Roma? El año 29. Total de tiempo en que existió la
forma republicana: 480 años. Está muy bien. (_Más fuertes rumores._)
Ahora pregunto: ¿cuáles fueron las causas que determinaron a los
romanos a cambiar de forma de gobierno?

Los rumores se trocaban en tumulto y una voz gritó:

—¡Que se calle ese pedante!

—¡Que se vaya a la escuela!

—Al indocto grosero que de este modo me interrumpe —gritó don Patricio
agitando los brazos y poniéndose muy encendido—, le contestaré que él
es quien debe ir a la escuela a aprender lo que ignora.

—¡Aquí no se quieren estafermos! —aulló una voz, de la cual no se
tendrá idea sino considerando de qué modo puede hablar el aguardiente.

—Señores —dijo el presidente con aquel formulismo parlamentario que
algunos hombres quieren llevar a donde quiera que se oiga el sonsonete
de un discurso—, no demos a España y a Europa el triste espectáculo de
una discordia entre individuos de esta nobilísima asamblea. No se diga
que andamos a la greña como los masones, a quienes yo aplico aquello
de _riñen los pastores y se descubren los hurtos_. (_Prolongadas
risas._)

—¡Que se calle don Patricio!

—¡Que se calle Pelumbres!

—Pues a mí no me da la gana de callarme... ¡a ver! —exclamó una voz que
salía del formidable pecho de un hombre tiznado, fiero, corpulento, que
parecía personificación de una fragua—. Y si a mi no me da la gana de
callarme, a ver quién es el guapo que me cierra el pico... ¡A ver!

Diciendo esto, se levantaba el señor Pelumbres entre la multitud
apiñada en los bancos. Su figura, así como su voz, pondrían miedo en
toda asamblea que no fuera la de los Comuneros.

—Ciudadano Pelumbres —dijo el presidente—, ¿qué dirá la Europa si no
guardamos la compostura propia de hombres de gobierno?... ¿Qué dirá?

—Eso es, ¿qué dirá? —repitieron don Patricio y los que deseaban que
hablase.

—Es preciso tener moderación —continuó el presidente—. Puesto que el
ciudadano Sarmiento estaba en el uso de la palabra, continúe su erudito
discurso, que tiempo tiene de hablar el ciudadano Pelumbres. Yo le
concederé la palabra, esperando en tanto de su finura y buen sentido
que no interrumpa al orador en este importantísimo debate.

Ya entonces empezaba a ser costumbre el llamar _importantísimo debate_
a cualquier inútil disputa suscitada por la envidia o la vanidad.

—Señor presidente —gruñó Pelumbres, tambaleándose como un yunque sin
equilibrio—, lo que digo es que el ciudadano Sarmiento es un animal...
y a mí no me soba nadie.

Cayó en el asiento como quien se echa a dormir.

—Señor presidente —dijo con trémula voz Sarmiento—. La asamblea conoce
bien mi carácter y mis servicios... no necesito responder a los cargos
que me ha dirigido el ciudadano Pelumbres, porque la asamblea sabe muy
bien que yo...

—Sí, sí —gruñó la asamblea.

Estaba el buen Sarmiento en pie, con el cuerpo doblado por la cintura,
recogiéndose a un lado y otro los faldones de la levita, como quien se
va a sentar y no se sienta.

—Agradezco las manifestaciones de simpatía de este ilustre areópago
—dijo el orador—, y me parece que no debo molestar más al ilustre
areópago, y que los injustos cargos que el ciudadano Pelumbres me ha
dirigido, no deben contestarse sino con un magnánimo silencio.

—Bien, muy bien.

—Por lo cual me siento, dejando a nuestro esclarecido presidente la
alta honra de continuar este _importantísimo debate_, para que nos diga
su opinión, que es lo que más nos importa.

Rumores diversos manifestaban el deseo de que hablase el Castellano.
Romero Alpuente se dispuso a hacer el gusto a sus presididos. Antes de
copiar aquí su discurso, convendrá decir que el célebre demagogo de
los tres años no era un jovenzuelo fogoso, como algunos creen, sino un
vejete atrabiliario y furibundo, alto, flaco, descuadernado, anguloso,
de gárrula elocuencia, de vulgares modos. Era tanta su fealdad, debida
en primer término a la longitud de sus narices, que no es fácil se
encontrara entonces ni se haya encontrado después su pareja. Alcalá
Galiano, al lado suyo, se tenía por un Adonis.

Había sido magistrado de la Audiencia de Madrid, y en su vida privada
era el hombre más inofensivo, más manso y para poco que imaginarse
puede. El mismo que en público encarecía la necesidad de cortar
no sé cuántos miles de cabezas, era incapaz de matar un mosquito.
¡Pobre carnero viejo que, habiendo leído algo de Robespierre y de
Marat, quería parecerse a ellos! Pero solo los tontos confundían su
clueco balido con el rugir de leones y panteras. Sus discursos, que
alborotaban las Cortes y los clubs, eran un conjunto de garrulidades
terroríficas, de chascarrillos y vulgares idiotismos. Carecía de formas
literarias, y su lenguaje familiar era a veces tan divertido como
sus amenazas demagógicas, que aquella bendita generación no tomaba
siempre en serio. Algunos le llamaban el _Guzmán_ (el gracioso) de las
Cortes. Tuvo además el pobre don Juan Romero Alpuente la desgracia de
que en lo mejor de sus triunfos parlamentarios le saliera un enemigo
folletinista, que usando el nombre de _don Pedro Tomillo Alvado_, le
puso de hoja de perejil.

—«Caballeros comuneros —dijo Alpuente con voz que no tenía nada de
temerosa—, o hay confianza en los hombres del partido, o no hay
confianza en los hombres del partido. Si hay confianza en los hombres
del partido, no se planteen cuestiones prematuras. Si algo debe hacerse
se hará. No conviene precipitarse, no conviene comprometerse. Las cosas
vendrán por sus propios pasos. El partido es el partido, y el que no
crea que el partido es como debe ser, espere a ver en qué para el
partido y se convencerá. (_Rumores. Asentimiento general._)

»Por consiguiente —prosiguió, satisfecho del éxito de su exordio—,
esperemos, llenos de patriotismo, y no hablemos por ahora de
republicanismo. El partido es un partido que debe estar preparado para
empuñar el timón de la nave del Estado si se le llama con este fin.
(_Muestras de regocijo._) Y se le llamará, ciudadanos caballeros, pues
¿quién lo duda? El segundo gobierno constitucional sigue la misma
desatentada senda que el primero. El país está lo mismo hoy que ayer.
El pueblo soporta las mismas cadenas; los tiranos no han cambiado,
los mandarines siguen, los peligros crecen. El gobierno cree que va
a durar mucho, ¿pues no lo ha de creer? Pero yo quiero ver cómo se
las compone con las tramas de la Junta Apostólica en Galicia, con los
guardias destituidos, con los obispos rebeldes, con la conspiración de
Vinuesa, con la del Abuelo, con los tumultos de Zamora, con el motín de
Alcoy, donde han sido destrozadas todas las máquinas, con el robo de la
valija de Aragón, con los sucesos de Valladolid... Me parece que les
cayó quehacer, ¿eh? (_Risas._) Yo pregunto: ¿cuál es el medio de que se
acaben los trastornos? Establecer la libertad en toda su integridad.
Esto es axiomático. Que los absolutistas vean una mano terrible
dispuesta a caerles encima en cuanto chisten, y entonces se meterán
bajo una silla. Y no me hablen a mí de conspiraciones demagógicas y
republicanas. Aquí no hay nada de eso, y si lo hay es amaño de los
constitucionales masones para desacreditar a nuestro partido. Ellos
tienen el lema de _dar palos y gritar “que nos pegan”_, lo cual ya
no hace efecto porque se va descubriendo la picardía. (_Carcajadas y
bravos._)

»Seamos prudentes, seamos cuerdos. Sigamos defendiendo nuestros
sacrosantos principios... hoy más libertad que ayer y mañana más que
hoy... No nos arredremos, no volvamos la cara atrás. Adelante, siempre
adelante. Pero vayamos con pie seguro. A su tiempo se enseñarán los
dientes. Pues, ¡qué!, ¿creen que si logramos empuñar el timón de la
nave del estado (esta figura de la _nave_ era la única que se había
asimilado en su carrera parlamentaria el orador comunero), estaremos
mano sobre mano, sin hacer nada, como el gobierno de la _coletilla_? Y
ahora viene el repetir lo que ya se dijo en 1811:

      ¡Mirad qué gobernación!
    ¡Ser gobernados los buenos
    por los que tales no son!

»No, señores, es preciso que no se pueda decir de nosotros lo que
de estos mandarines chinos. No seguirá el tole-tole de oprimir al
patriota y ensalzar al que no lo es. Se encomendarán los destinos
de la nación a los comprometidos por el sistema, no a los que no lo
están. Se harán castigos ejemplares, se volverá todo del revés para
que los pillos bajen y los patriotas suban. (_Muy bien._) No se dará
el caso de que de los veinte millones de españoles, suden y trabajen
los dieciocho, y apenas puedan llevar a la boca un pedazo de pan
moreno, para que los otros dos millones se abaniquen y vivan rodeados
de placeres. Entonces se permitirá que eso que llaman los infames
_populacho_, se reúna donde le dé la gana, y grite y diga todos los
defectos del ministerio. La suspirada libertad será un hecho y no
llevarán _albarda_ más que los que quieran llevarla.[6] (_Grandes
aplausos._)

      [6] Casi todos los párrafos de este discurso son auténticos.

»En suma, señores, el partido declara por mi conducto que no quiere
ser _vasayo_; que planteará el sistema en toda su pureza. Si para esto
es preciso la violencia, venga la violencia. Si es preciso la guerra
civil, venga la guerra. La Providencia salvará al partido. No olvidéis,
señores, que _el Criador del Universo bendijo también los esfuerzos que
hicieron Matatías y sus hijos para evadirse de la justa dominación del
impío Antioco Epifáneo_. Entre tanto desechemos la idea de República.
La Constitución establece la monarquía y nosotros respetamos al rey
constitucional. No se diga que el partido ha sido el primero en alterar
la augusta ley. Dejémosles que ellos se caigan solos; y si nos
hicieren ascos y no quisieren nuestra ayuda para mantenerse derechos,
¿me entiende usted?, si prefieren apoyarse en la Santa Alianza y en
sus diplomáticos, enviados, farsantes, zascandiles, espías y soplones,
en los que fueron pajes de escoba del rey Pepillo, en los serviles
españoles de todas clases y ropajes, con bandas, cruces y calvarios,
en los de mitra, bonete e hisopo, en los seráficos, angélicos, en los
tostadores y sus familiares, plumistas, guardas, alfileres, corchetes
y agarrantes, en los que dicen _el rey mi amo_... entonces nos
retiraremos, dejándoles que vayan a donde quieran, pues como dicen en
mi tierra, _cuanto más se desvía el borrego, mayor topetazo pega_.»

Atronadoras exclamaciones de entusiasmo acogieron la frase final del
discurso de Romero Alpuente, orador que, como se ha visto, no ha dejado
de tener herederos en la política española.

Una voz que parecía cien voces, gritó:

—¡Viva Riego!

Contestó un alarido, y desde entonces el _importantísimo debate_ se
convirtió en un importantísimo aquelarre. Romero Alpuente se fue, y
en su lugar el señor Regato se dispuso a presidir (no hay otro verbo
que pueda emplearse propiamente) el resto de lo que es forzoso llamar
sesión.

Un orador pidió que se hiciesen manifestaciones contra la Santa Alianza
en la persona de sus plenipotenciarios, idea que fue acogida con
satisfactorio y general asentimiento por la asamblea, y procediose al
nombramiento de una comisión que se encargase de rociar con peladillas
los cristales de las casas donde vivían los embajadores de Austria y
Rusia. No se había calmado la efervescencia causada por este suceso
cuando un joven de buen porte, tan correcto de traje como de estilo
y hasta afeminado, pronunció un discurso de energúmeno sobre el plan
de Vinuesa y el escarmiento que debía hacerse en la persona de aquel
malvado _aborto del infierno, compendio de todos los crímenes_.

Aseguró también que Vinuesa estaba conspirando dentro de la cárcel,
y que si no se ponía remedio en ello, imaginaría un nuevo plan
absolutista para matar la libertad. Acusó al infante don Carlos de
complicidad con el cura de Tamajón, y afirmó que todo porrazo dado
a Vinuesa sería porrazo dado a la corte. Aumentando en fogosidad a
cada instante, llegó a sostener que el gobierno se estaba _portando
traidoramente_ en este negocio, y que a él (al orador) le constaba que
había intenciones de absolver al de Tamajón y aun darle una mitra, si
era menester. Aseguró que el pueblo no debía consentir tal iniquidad,
porque si la consentía no era digno de la fama que había adquirido
en Portugal, Nápoles y el Piamonte, países que nos habían tomado por
modelo, estableciendo la libertad al mágico grito de «¡_Vivan los
discípulos de España_!»

Al discurso del joven, contestó otro mozalbete de muy distinta figura,
educación y modales (pues en aquella asamblea había locos de todas
clases), diciendo que la culpa de todo la tenían los masones, que
dando a la nación el nombre de populacho y haciendo el bu con la
anarquía, estaban poniendo las cosas como en los tiempos ominosos. Hizo
reír al auditorio, afirmando que bien pronto se prohibiría _con pena de
pecado mortal_ pronunciar el nombre de Riego; pero que él (el orador)
estaba resuelto a exhalar el último suspiro diciendo ¡_Viva Riego_!,
en atención a que Riego _había enjugado el llanto del pueblo español_.
Esta figura, tan original como patética, produjo gran entusiasmo, con
el cual, excitándose el espíritu del orador, dijo que él sabía el modo
de resolver el asunto de Vinuesa; que el pueblo, como soberano que era,
podía hacer su real gana, porque el gobierno recibía dinero de la Santa
Alianza para ir arreglando la cama al despotismo, y esto no se debía
consentir.

Mezclando berzas con capachos, aseguró que él había entrado en la
prisión de Vinuesa y le había visto escribiendo planes y más planes;
que corría mucho dinero absolutista para sacarle de la prisión
y ponerle al frente de un gobierno despótico, y que el orador y
Pelumbres, al salir una mañana de la taberna, habían oído una
conversación sospechosa entre dos clérigos, de la cual dedujeron que
Vinuesa se comunicaba constantemente con sus cómplices. Concluyó
diciendo que él (el orador) no se pararía en barras, y que si los
conspiradores vieran media docena de cabezas clavadas en otras tantas
pértigas junto a la Mariblanca de la Puerta del Sol, doblarían la
_cerviz_ (única palabra pedantesca que se permitió el orador en su
largo discurso) ante el pueblo _re-soberano_.

Después de este joven plebeyo, otro joven decente habló de los que
_clavaban constantemente el puñal en las entrañas de la madre patria_,
y anunció su resolución de ocupar el primer puesto el día del peligro,
sacrificando su existencia al triunfo de la libertad. Puso cual no
digan dueñas a los masones, acusándoles de afrancesados e impostores,
pues muchos, dijo, profanaban el nombre de Riego, tomándole en sus
_asquerosas bocas_, siendo así que para pronunciar palabra tan
angélica, _debían enjuagarse un mes antes con miel rosada_. Afirmó que
Calatrava era un bajo adulador, Feliú un traidorzuelo, Martínez de la
Rosa un mandria, Cano Manuel un bobo, Toreno un pedante, Argüelles
un embustero. Después de mucho divagar, propuso a la asamblea que se
diese un voto de gracias a don José Manuel Regato por lo bien que
había conducido los diversos asuntos de la Comunería desde su origen.
Regato estuvo a punto de llorar de emoción, y para demostrar de un
modo incompleto su agradecimiento, convidó a cenar a varios de los más
granaditos. La sesión terminó alegremente entre las alegres endechas
del himno, que sonaban bajo las bóvedas de la fortaleza:

      Es en vano calumnie la envidia
    al caudillo que adora el ibero;
    hasta el borde del hondo sepulcro
    nuestro grito será: ¡viva Riego!

El lector no será español si no recuerda al punto la música.



XX


En lo restante de la noche oíase por aquellos barrios el aullido de
la Orden de Padilla, suelta por las calles. El himno, el _lairón_,
cántico que por aquellos días había sustituido al feroz _trágala_,
sonaba de calle en calle, como el ronquido de vinoso trasnochador.
Íbanse perdiendo en el silencio de la noche, a medida que los
grupos desaparecían, entrando en las tabernas, botillerías y cafés
patrióticos. En uno de estos se vio que a deshora penetraba el señor
Regato, acompañado de Pelambres, Pujitos, dos de los jóvenes que
pronunciaron discursos aquella noche, Salvador Monsalud y otros.
Cenaron alegremente, sin dejar de la boca los negocios políticos,
y sus proyectos eran atrevidos y grandiosos como concepciones del
genio. No pagó Regato todo el gasto, sino que ofreció dinero a
los más necesitados, los cuales no tuvieron escrúpulo en tomarlo
patrióticamente, por aquello de que tripas llevan pies, que no pies
tripas.

Si Salvador Monsalud no se separara antes de tiempo de tan escogida
sociedad, pretextando una enfermedad que no tenía, hubiera visto que
el señor Regato, hombre opulentísimo aunque nadie le conocía rentas,
ni sueldo, ni industria, recompensó largamente a todos, dándoles lo
necesario para la existencia y sostén de sus respectivas familias.
Cuando esto pasaba, habíanse retirado también los dos oradores con
el gran Pujitos, y solo quedaban en compañía del generoso comunero,
Pelumbres, don Bruno, _Chaleco_, y otros padres de la patria, de
cuyas hazañas no puede tenerse idea sino presenciándolas, como las
presenciará el lector en lo restante de este libro.

Cerca del día fue Salvador Monsalud a su casa. Su cabeza era un volcán.
Los discursos que había oído, las caras de los oradores, la fisonomía
astuta de Regato, la candidez estúpida de otros, el ramplón jacobinismo
de Romero Alpuente, hervían dentro de ella. Trató de dormir; pero la
asamblea, sin apartarse de sus excitados sentidos, continuaba zumbando
y gesticulando con sus cien voces roncas y sus doscientas manos
amenazadoras. Al punto comprendió que era producto infame de candidez y
de perversidad, gárrula bastardía del entendimiento, explotada por una
diplomacia diabólica. Comprendió que se había metido entre hombres, la
mitad tontos, la mitad feroces, que marchaban juntos a un fin claro,
con alianza parecida a la del asno y el lobo en más de una fábula. Del
esfuerzo que necesitaba hacer su espíritu para descender al trato con
tales gentes no hay que hablar, porque se comprenderá fácilmente.

Avanzado había la mañana, sin que el novel hijo de Padilla hubiera
podido conciliar el sueño, cuando entró Campos lleno de zozobra y
agitación.

—Esto ya pasa de broma —le dijo—. La niña no parece. Hemos ido al
Retiro, y no está en el sitio que me indicaste. Valiente bromazo nos
está dando la tonta... ¡Por los clavos de Cristo!, si casualmente no
se hallara Falfán de los Godos fuera de Madrid, no sé como podríamos
ocultarle que su novia se ha escapado de mi casa anteayer, y a estas
horas no sabemos donde está.

—En la carta que enseñé a usted me decía que no volvería a su casa.

—Temo cualquiera necedad... Salvador, estoy muy inquieto —dijo Campos
perdiendo aquella serenidad que indicaba en él un gran contento de la
vida—. Sin duda esa loca está vagando por Madrid, y te busca de casa en
casa, de café en café, como una perdida. ¡Qué deshonra!

—Creo lo mismo. Pero esto tiene que concluir.

—¿Estuvo ayer aquí?

—Dos o tres veces. Como no me ha encontrado en ninguna parte presumo
que volverá. Si vuelve, señor Campos, ofrezco remitírsela a usted sin
pérdida de tiempo.

—Es que debes hacerlo —dijo Cicerón con energía—. Es que si no lo
haces, faltas a la solemne palabra que me diste, y entonces, amiguito,
no hay nada de lo dicho. Ya tengo en mi casa tu nombramiento para
la cárcel de la Corona; pero como yo no recoja hoy mismo esa oveja
descarriada, creeré que me estás engañando, creeré que estás de acuerdo
con ella, que la escondes en alguna parte, y...

El plácido semblante de Campos se enrojeció todo por la congestión que
determinaba la ira.

—Mi determinación es irrevocable —contestó el joven—. Supongo..., casi
estoy seguro de que volverá hoy. Avisaré a Lucas para que la deje subir.

—¿Convendrá traer acá dos individuos de la policía y un coche, que debe
esperar en la calle de Bordadores? Conozco a Andrea y sé que no cederá
por buenas.

—Nada de eso me corresponde a mí. Usted puede emplear los medios que
quiera para llevársela. Yo no tengo que hacer sino poner fin a sus
correrías y convencerla de que por más que me busque, no me encontrará
en ninguna parte.

—Te comprendo —dijo Campos con viveza y señales de contento—. Tomaré
mis medidas. No me moveré en todo el día de la tienda de Requejo.
Sarmiento y yo nos pondremos de acuerdo para que, si la oveja viene a
este aprisco, no se nos escape.

Después de este diálogo, que se prolongó un poco más, aunque sin
ofrecer en el resto de él nada digno de contarse, Campos se retiró.
Monsalud, contra su costumbre, hizo propósito de permanecer en su casa
todo el día. Sin hacer nada en ella, tenía la inquietud y la movilidad
exaltada de quien trae entre manos una ocupación grave. Iba y venía de
una pieza a otra; hacía a su madre y a su hermana preguntas que ninguna
de ellas entendía; se asomaba al balcón; hacía subir a don Patricio
para darle órdenes; censuraba a veces que la casa no estuviese mejor
dispuesta, y reprendía luego a las dos mujeres porque se agitaban
arreglando las habitaciones.

Cerca del medio día se retiró a su cuarto. Solita entró en él. Llevaba
un pañuelo atado alrededor de la cabeza para resguardarse del sutil
polvo que zorros y escobas levantaban, y cubría su cuerpo con una falda
bastante antigua, pieza de desecho cuyas funciones se concretaban a los
días de limpieza. La figura de la joven no era con tal atavío un modelo
de elegancia.

—Hermana, estás que no se te puede mirar —dijo Salvador observándola
con cierta pena—. Es preciso que te pongas guapa.

—¿Yo?... ¿Cuándo? —repuso la joven con la mayor turbación—. ¿Y a qué
vienen ahora esas guapezas?

—Me gustaría verte hoy arregladita y linda, como tú sabes ponerte
cuando quieres. No es esto decir que me disguste verte así. Acá para
entre los dos, siempre estás bien; pero...

—¿Vamos a algún baile? —preguntó Sola con malicia.

—No vamos a ningún baile —dijo Salvador con la torpeza que acompaña
a las ideas de difícil explicación—; pero quisiera verte hoy como
realmente eres; quisiera que cuantos entraran aquí te admirasen y
reconocieran en ti...

—Bien te burlas de mí —dijo Solita llena de rubor—. Yo siempre estaré
mal.

—¡Oh!, te equivocas —manifestó Salvador con un tono que antes era de
benevolencia que de convicción—. Vamos, ¿también querrás sostener que
no eres guapa? Más de cuatro quisieran...

—No sé por qué me dices esas tonterías.

—Mira, hermana, te agradeceré mucho que te pongas tu mejor vestido, que
te arregles bien; pero muy bien.

—Ya sabes que estando mi padre en la cárcel no puedo ir a paseo ni al
teatro.

—Si no pretendo llevarte a ninguna parte —dijo Salvador con
impaciencia—. En fin, ¿te compones o no?

—Me compondré.

—Hazme ese gusto, hermana. Así no estás bien, y tú vales mucho. Yo
quiero que se vea que tengo una hermana simpática, bonita... ¿me
entiendes?

—Como si hablaras en griego.

—Pues vístete: ponte tu mejor vestido, ya sabes. Figúrate por un
momento que soy tu novio. Vaya, ¿no tendrías interés en agradar a tu
novio; no tendrías interés en que él te encontrara siempre linda?

—Si dijera que no, sería una melindrosa —respondió Soledad fingiendo
que ponía en orden las sillas para que, vuelto el rostro, no se le
conociera la emoción—. Pero como no eres mi novio ni lo serás...

—¿Te vistes, sí o no?

—Al momento, hombre, al momento.

Voló fuera del cuarto. Algún tiempo después regresaba vestida y
ataviada con lo mejor que tenía.

—¡Oh, qué bien! —dijo Monsalud con sincera admiración—. Hermosa prenda
se va a llevar ese bruto de Anatolio. Hermanita, estás preciosísima: te
lo digo sinceramente.

El rostro de Soledad se encendió más, y viose en aquel puro cielo de
modestia una chispa de vanidad que lo iluminó momentáneamente. Salvador
no mentía, porque de muy distintas maneras está preciosa una mujer. En
las incorrectas facciones de la hija del absolutista, en su descolorido
semblante que a intervalos se inflamaba, en sus ojos, donde jugueteaba
el alma, escondiéndose en la penumbra del pudor, o mostrándose en la
claridad del cariño, había lo bastante para turbar la paz de cualquiera.

—Siéntate a mi lado —le dijo Salvador—; parece que estás asustada.

—¿Yo?... no.

—Dame acá esa mano. Tienes las manos más bonitas que he visto. ¿Por qué
están tan frías y temblorosas?

—Es que las tuyas echan fuego y cuanto tocan lo encuentran helado.

—Ahora te has puesto como el papel... ¡qué palidez! Pues mira... así
descoloridita es como estás mejor. En tu cara se ve tu alma bondadosa.
Me consuela mucho verte a mi lado. Necesita uno personas así, que le
compadezcan mucho, que le tengan lástima, que le mimen.

—Y por qué te he de compadecer, si tienes todo lo que deseas; si estás
como nadie. Yo sí que soy digna de lástima.

—Pero tú tendrás a tu padre, y yo jamás, jamás recobraré lo que he
perdido.

Ambos callaron, inclinando cada cual su cabeza cargada de pesos enormes.

—Me parece que siento ruido —dijo Solita vivamente—. Bueno será
prevenir a Rosa, para que si llega esa mujer que ayer estuvo tres veces
y que tanto te molesta, no la deje entrar.

—No; ya he advertido a Rosa que la deje pasar —dijo Salvador con
turbación—. Quizás no venga más.

El ruido cesó; la casa continuaba en silencio.

—Me alegro de que mi madre haya salido hoy —indicó Salvador.

—Me parece que está ahí —repuso Solita poniendo atención—. Siento pasos
en la escalera.

—No, no es mi madre —indicó Monsalud con ansiedad vivísima.

—Los pasos son precipitados... Se oye una voz de mujer... ¿Voy a ver?

—No; estate aquí, y no te muevas de mi lado.

Callaron los dos. Solita miró a su hermano como asombrada. Salvador
clavaba sus ojos en la puerta, donde no había nada todavía; pero de
antemano su alma, llena de ansiedad, observaba lo que había de venir.

Andrea apareció en la puerta. Estaba desfigurada por enfermiza palidez;
sus ojos miraban todo con febril extravío, y el desmelenado cabello,
así como el vestido en desorden, indicaban largas horas de insomnio, de
lucha y de amargura.

Su primer movimiento fue un impulso poderoso hacia el hombre que
buscaba y que había encontrado. Viose en su semblante la contracción
que acompaña a un repentino desbordamiento de lágrimas. Pero dio tres
pasos, y viendo que no estaba solo se detuvo. ¡Qué choque de ideas
en aquella cabeza! El impulso, el tierno avance expansivo habían
encontrado un obstáculo, un muro frío, y contra este la exaltada
mujer se estrellaba palpitando y llena de congoja. Sus ojos atónitos,
enrojecidos por el llanto, preguntaban sin pestañear: «¿Qué chiquilla
es esta?»

Salvador se levantó. Estaba lívido.

—Tengo que hablarte —balbució Andrea, viendo que daba un paso hacia
ella.

Después dirigió a Soledad miradas recelosas e impacientes, como
diciendo: «¿Qué hace aquí esta mujer extraña? Que se vaya.»

—Es un error —dijo Salvador—. Usted no tiene nada que decirme, y se ha
equivocado sin duda. Yo no sé quién es usted.

—¿No sabes quién soy?... Yo te lo diré —exclamó Andrea, cruzando las
manos—. ¡Que se marche esa mujer!

Con imperioso gesto señaló la puerta.

Soledad, tan aterrada como curiosa, pero sumisa siempre, se levantó.
Salvador le dijo severamente:

—Quédate.

—¡Conque, es decir...! —gritó Andrea con espantosa alteración de voz y
de semblante.

—Que usted es quien no está en su sitio aquí y debe retirarse
—respondió Monsalud—. Sin duda ha padecido una equivocación.

—¡Perverso!... ¿dices eso de veras?

Andrea, al pronunciar estas palabras, que salían de su pecho como
bramidos, adelantó con los brazos abiertos hacia su amante. Los brazos
tropezaron con dos manos de acero que los retorcieron, rechazando el
hermoso cuerpo a que pertenecían.

—¡Oh, qué vil soy!... —gritó la indiana cayendo al suelo de rodillas—.
¡Rebajarme así!...

—¡Rebajarse así una marquesa!... —murmuró Salvador con sorda voz—.
Señora, sentiré mucho que se ponga usted mala. ¿Quiere usted que mande
traer un coche para llevarla a su casa?

Andrea se levantó de un salto. La mirada que arrojó a su amante, como
una saeta furibunda, turbó tanto a Monsalud que este en breve rato no
supo qué decir.

—Yo creí que eras un caballero —dijo la americana.

Se le conocía que estaba haciendo esfuerzos terribles para conservar
una actitud digna. Los impulsos naturales la incitaban a gritar, a
arrancarse el cabello, a coger entre las manos al hombre, como se coge
un abanico, un juguete cualquiera, y destrozarle haciéndole pedazos
pequeñitos.

Monsalud se dirigió hacia la puerta. Sus ojos y su gesto decían:
«Váyase usted.»

—¡Pero si tú me oyeras...! —murmuró Andrea, pasando súbitamente de la
ira a una aflicción profunda.

—No, no puedo oír a quien no conozco —repuso el hombre volviendo el
rostro.

—¿No me conoce usted? —gritó Andrea con voz semejante a un rugido.

Diríase que se alzaba sobre las puntas de los pies. La mujer crecía.
Sus brazos tiesos hacia atrás; sus puños cerrados; sus labios
descoloridos, que temblaban; su fina nariz, que con nerviosas
contracciones también expresaba la pasión desbordada; los músculos de
su hermoso cuello, tirantes; sus ojos, que amenazaban entre llamaradas
de despecho; el golpe violento de su pie en el suelo, como buscando
apoyo para levantarse más... todos estos accidentes hubieran puesto
miedo en el corazón más acostumbrado a tales embates.

—¿No me conoce usted? —repitió.

—No —repuso Monsalud.

—¿No me conoció usted?

—Tal vez, pero... ya no me acuerdo.

—Pues me conocerá usted —dijo Andrea con sofocada voz.

Dio algunos pasos fuera de la habitación; pero de súbito, con brusco
movimiento se volvió y entró resueltamente. Detúvose; miró a Solita.
Hubo un momento de esos en que se ve inminente e inevitable el peligro
de un choque material, aun contando con la reconocida dignidad de las
personas.

Con la voz más áspera, más impertinente, más insolente y procaz que
puede imaginarse, Andrea hizo esta pregunta:

—¿Y tú quién eres?

Solita quedose muerta de espanto. Su propia turbación le impidió
correr hacia su hermano y abrazarse a él buscando un refugio.

—Eso no se pregunta a los que están en su casa, sino a los que vienen
de fuera.

Al oír esto Solita se reanimó. En aquel momento pensaba una cosa.
Pensaba que si ella fuera mujer valerosa, echaría a escobazos de la
casa a la insolente dama.

—¡Oh, qué vil soy! —repitió Andrea corriendo otra vez hacia la puerta—.
¡Rebajarme así...!

Apartando el rostro para no ver el de su amante, salió precipitada y
atropellándose de la casa. Habiéndosele unido su criada en la escalera,
ambas bajaron.

Salvador se dejó caer en una silla, y apretando su cabeza entre las
manos, se clavaba en el cráneo las uñas.

—¡Oh, Dios mío, qué infeliz soy!... Sola, Sola, ¿has visto...? ¡Maldito
sea yo mil veces! ¡Maldito sea el día en que nací!

—Pero esa mujer —balbució la muchacha saliendo de su estupefacción—,
¿es un demonio...? Comprendo que te cause tanto furor...

—¡No es demonio, es un ángel; y no me causa furor, sino que la
adoro!... ¿No la viste? ¿Has visto mujer más hermosa?

—¿Tú...?

—¡La adoro, me muero por ella!... Pero tú eres una tonta y no puedes
comprender esto. Sola, hermana mía, lloro porque... no puedo... Ten
compasión, ten lástima, mucha lástima de mí.

Solita tuvo tanta lástima, que se echó a llorar.



XXI


La calle de la Cabeza es una de las más tristes de Madrid. Compónese
toda ella de casas viejas y feas, entre las cuales descuellan la enorme
fachada meridional de la del marqués de Perales, y otra que tiene
grabada sobre la puerta esta inscripción: _Aparta, Señor, de mí lo que
me apartó de ti_. Contrastando con las vías cercanas, aquella no tiene
tiendas, y la mayor parte de las puertas están cerradas, a excepción de
las cocheras y cuadras que por allí mucho abundan. Hacia el Ave María
la calle se eleva, como si quisiera subir a los balcones de las casas.
Hacia la Comadre se hunde, buscando los sótanos. Algunas acacias, que
se asoman por encima de altos muros junto a San Pedro Mártir, están
mirando con tristeza al escaso número de transeúntes. Se oyen tan pocos
ruidos allí, que la calle no parece estar en Madrid y a dos pasos
del Lavapiés. Toda ella tiene un aspecto sombrío, un tinte lúgubre,
una mala sombra que no puede definirse, una atmósfera que abruma, un
silencio que hiela. Las calles, como las personas, tienen cara, y
cuando esta es antipática y anuncia siniestros designios, una fuerza
instintiva nos aleja de ella.

Vulgarmente se cree que en la calle de la Cabeza no ha pasado nunca
nada digno de contarse. Por el contrario, es una calle trágica, quizás
la más trágica de Madrid. La tradición que le da nombre y que no carece
de mérito en lo que tiene de fantástica, es como sigue. Vivía por
aquellos barrios un cura medianamente rico. Su criado, por robarle,
le asesinó, cortándole ferozmente la cabeza, y con todo el dinero que
pudo encontrar huyó a Portugal. No fue posible descubrir al autor del
crimen, y enterrado el clérigo, bien pronto su desastroso fin quedó
olvidado. Pero el asesino, después de haberse dado muy buena vida en
Portugal durante muchos años, volvió a Madrid hecho un caballero,
aunque no tanto que olvidase su primitiva condición de criado. Solía
ir él mismo al Rastro todas las mañanas a hacer su compra, y un
día adquirió una cabeza de carnero. Llevábala bajo la capa, y como
chorreaba mucha sangre, que iba dejando rastro en el suelo, fue
detenido por un alguacil, que le mandó mostrar lo que oculto llevaba.
¡Horrible espectáculo! Al echar a un lado el embozo, el criado alargó
en la derecha mano la cabeza del sacerdote a quien había dado muerte.

¡Milagro, milagro! Este fue el grito general. Confesó todo el asesino
y le llevaron a la horca, acompañado de la cabeza del sacerdote,
que había sido de carnero, y cuya vista horrorizaba y edificaba
juntamente al pueblo. Murió, según dicen, con grandísima devoción y
arrepentimiento, y hasta que no entregó su alma a Dios, no recobró la
testa del cura su primitiva forma carneril. Felipe III, que a la sazón
nos gobernaba, mandó labrar en piedra una cabeza que se puso en la casa
del crimen para memoria de aquel estupendo caso.

En este siglo, la calle de la Cabeza presenció muy cerca el horrible
asesinato del marqués de Perales el 1.º de diciembre de 1808.[7] Cuando
las revueltas políticas del 14, vio encarcelar a los diputados y
ministros, y aquel silencio tétrico fue turbado en más de una ocasión
por los rugidos de la plebe furiosa embriagada. Nuestra narración nos
lleva ahora a la citada calle y a uno de sus edificios más antipáticos
y más feos: la cárcel eclesiástica o de la Corona, que estaba en la
esquina de la calle Real de Lavapiés, y que todavía existe, aunque
destinada a cuadras o cocheras.

      [7] Véase _Napoleón en Chamartín_.

Un portalón daba entrada al patio, que no había sufrido variaciones
esenciales, y tenía en dos de sus lados columnas de piedra para
sostener la crujía alta. Las prisiones estaban en el piso bajo y en los
sótanos, y consistían en calabozos inmundos, algunos con rejas a la
calle. Dos puertecillas abiertas a un lado y otro del zaguán indicaban
el cuerpo de guardia y las habitaciones de algunos empleados de la
cárcel. Todas y cada una de las partes del edificio, dentro y fuera,
arriba y abajo, ofrecían repugnante aspecto de incuria, descuido y
degradación.

La ignominia de la cárcel empezaba desde la puerta. En la esquina del
edificio se veían multitud de inscripciones terroríficas e indecentes.
A conveniente altura, una de esas manos de artista que tanto abundan
en España, había pintado una horca de la cual pendía un cura, y debajo
se leía _Tamajón_. En la misma puerta otro artista había trazado una
especie de cuadro de ánimas donde varios curas recibían tizonazos de
los demonios, y más lejos varios milicianos nacionales, caracterizados
en la pintura tan solo por el morrión, asaban un cerdo que llevaba el
nombre de _Vinuesa_. En el portal repetíanse las horcas, y además otra
ingeniosa pintura. Un grotesco y ventrudo muñeco, que tenía en la panza
el consabido letrero, abría la boca. Como si esta fuera la de un horno,
varios milicianos o figurillas de morrioncete metían por ella con
sendas palas un objeto en que se leía _Constitución_. Por debajo una
escritura infernal rezaba el _Trágala, perro, tú servilón_.

Vinuesa estaba en un calabozo del piso bajo. En la puerta negra habían
trazado con tiza la horca y el ahorcado; repetidas formulillas, como
_Muera el traidor_, y una cuarteta que decía:

      ¡Considera, alma piadosa,
    en esta nona estación
    el árbol de que colgaron
    al cura de Tamajón!

Dentro del calabozo no reinaba oscuridad profunda. Veíase al infeliz
reo arrojado en el suelo sobre un jergón inmundo. Era un hombre viejo,
aunque entero, de cuerpo pequeño que debió ser fornido; pero la larga
prisión habíale extenuado considerablemente. Su pelo entrecano; su
barba blanca, muy crecida por no haberse afeitado durante el encierro;
su rostro en que se pintaban resignación y amargura, dábanle aspecto
venerable que sin duda no tenía cuando andaba suelto por la villa, o
haciendo planes en su casa de la inmediata calle de San Pedro Mártir.
Vestía sotana suelta, raída y llena de jirones; un gorro negro de
punto, calado hasta más abajo de las orejas, le cubría la cabeza.
Cuando no estaba echado sobre el miserable jergón, se paseaba de un
ángulo a otro, o se sentaba en la única silla, apoyando los brazos
sobre una mesa negra, y la cabeza en los brazos para dormir un poco. En
la mesa negra estaba pintada también con tiza la horca y un diablillo
que tiraba de los pies del ahorcado. En las paredes se leían varias
estrofas de las más indecentes del _lairón_. Pero al desgraciado preso
no le mortificaba tanto leerlas como oírlas, y este era su principal
tormento.

Todos los chulillos que pasaban de vuelta para el Lavapiés a la
madrugada; todos los rondadores guitarristas que iban a recorrer las
calles; todos los grupos de vagos que regresaban de los clubs o de las
logias; todos los patriotas que salían de las tabernas a hora avanzada,
y los chiquillos al salir de la escuela por las tardes o al ausentarse
de ella para ir de huelga o pedrea al Mundo Nuevo, hacían escala al pie
de la reja del calabozo de Vinuesa; así es que este oía constantemente
durante dieciocho horas de las veinticuatro del día, los famosos
versos:

      Dicen que vienen los rusos
    por las ventas de Alcorcón.
        _Lairón, lairón._
    Y los rusos que venían
    eran seras de carbón.
        _Lairón, lairón._

Estas eran las estrofas comunes; pues las picarescas o indecentes
en que se atribuían al _cura de Tamajón_ las mayores atrocidades y
desvergüenzas, no pueden copiarse. El populacho veía en Vinuesa un
galanteador de muchachas, corruptor de doncellas, tercero, mancebista y
cuanto abominable y ruin puede imaginarse. Nada de esto es verdad. Su
único delito había sido el plan que conocemos; pero si hubiera faltado
a las leyes morales con perversidad o indecencia, habría purgado sus
culpas con el infierno expiatorio que tenía en la prisión. Era este
un lúgubre ventanillo cuadrado y pequeño, con una cruz de hierro en
el vano. Por allí entraba la voz del terrible populacho cantando
infames coplas, amenazando e insultando sin cesar al pobre reo. Vinuesa
aborrecía el nefando agujero por donde le entraban la luz y la ira de
la nación vengativa; y por verle tapado, aunque le dejase a oscuras,
diera lo restante de su vida y la esperanza de libertad. Si lograba
conciliar el sueño, no dejaba de ver aquel boquete horrible, que en
su mente febril se representaba como el ojo y la boca de la inmunda
canalla, que sin cesar le vigilaba y le escupía.

Gil de la Cuadra estaba encerrado en un calabozo de otra crujía, y no
gozaba de la preeminencia de vistas a la calle. En su encierro había
bastante claridad, y tenía mejores muebles que Vinuesa, entre ellos
una cama en alto. También su puerta se ornaba con inscripciones; pero
en el interior no las había. Mortificábanle principalmente los gritos,
cantos y disputas de los milicianos nacionales, que tenían su cuerpo
de guardia en el zaguán, y que alborotaban en el patio mucho más de lo
conveniente.

Bastante después del encierro sintiose atacado de dolores en
las articulaciones de las piernas, y no dudó que su reumatismo
constitucional le iba a hacer una nueva visita. Guardó cama,
resignándose al suplicio de sus dolores con paciencia cristiana, y tuvo
varias alternativas de alivio o recrudescencia. A falta de auxilios
médicos, disfrutó de los cuidados de un calabocero algo piadoso, que
por haber padecido del mismo mal, no solo poseía recetas y cierta
ciencia práctica, sino también una compasión hacia todos los reumáticos.

De esta manera transcurrieron muchos días. Lo que más hondamente
perturbaba la naturaleza moral y física del exoidor, era la
incomunicación, y con esta la negra tristeza en que vivía, si aquello
era vivir. Solo, febril, contemplando perpetuamente su situación,
midiendo sin cesar la considerable distancia que le separaba de su
hija, pasaba las largas horas del encierro, y veía la lenta serie de
noches y días, marchando como las ruedas de una máquina de tormento.
A ratos oraba, a ratos derramaba amargo llanto; por breves momentos
recibía consuelo de su propia imaginación, representándose la libertad
y la paz de su casa; pero estas bellas sombras pasaban pronto, y el
calabozo le ponía delante sus cuatro paredes inalterables. Conocido el
estado de su ánimo, lleno de amargura, se comprenderá cuáles serían su
asombro y emoción al ver que un día se abrió la puerta del calabozo,
que entró un hombre, y que en aquel hombre reconoció, después de
congojosas dudas, la persona auténtica de Salvador Monsalud.

Este corrió a abrazarle; Gil de la Cuadra se desmayó de alegría.

—¡Mi hija, mi hija!... —murmuró cuando recobraba el uso de la palabra—.
¿Ha muerto? ¿Vive?

—Ánimo, señor Gil —gritó Monsalud—. Pronto verá usted a su hija, que
está buena como nunca, y muy contenta al saber que pronto estará usted
libre.

—¡Yo libre! —exclamó el anciano abrazando a su amigo.

—Todavía no; pero pronto será.

—¿Y Anatolio?

—No ha venido aún.

Siguió haciendo preguntas, menudeándolas con tanta prisa, que casi no
daba tiempo a la contestación, y al fin se ocupó de su causa, que había
dejado para lo último. Monsalud en breves términos le explicó, si no
todo, gran parte de lo que había hecho, así como las circunstancias de
su presencia en la cárcel y el destino que desempeñaba.

—Tengo la seguridad —dijo— de que conseguiré un objeto en el cual he
empleado tanta actividad, tanta fuerza, tanta paciencia. La santidad de
la obra emprendida, que es el cumplimiento de una de las primeras leyes
cristianas, me hace creer que esta vez, como otras, mi trabajo no será
estéril. He sufrido contrariedades, amigo mío, contrariedades graves;
pero al mismo tiempo he llegado a conocer uno de los mayores goces que
puede sentir el hombre y que hasta ahora...

—No había usted conocido.

—Al menos en tan alto grado.

—El goce incomparable de hacer bien a un semejante —dijo Cuadra con voz
balbuciente por la emoción.

—Ese, sí, y el de poder dar forma al agradecimiento expresándolo en
hechos.

—¡Oh, sí! También eso es un goce inaudito.

—Y tranquilizar la conciencia...

—Es verdad.

—Porque el recuerdo de las grandes faltas —añadió Monsalud— no se
atenúa sino con la práctica constante de buenas acciones.

—También, también.

—Todo me anuncia que esta vez mi afán no tendrá, como otras veces, un
éxito desdichado. El corazón mío, que es la desconfianza misma, me está
diciendo ahora: «Triunfamos, triunfamos de seguro.» Será usted libre,
amigo mío, y lo será pronto. Solo le recomiendo a usted un poco de
paciencia. Consuélese usted con saber que me tiene muy cerca, y que
estoy discurriendo los medios de rematar nuestra obra.

Gil de la Cuadra, arrojándose en brazos de su protector, lloró como un
niño.



XXII


Mientras esto ocurría, todo Madrid se alarmaba con una estupenda
novedad. Por todos los barrios, por todos los clubs, por todos los
círculos corría una noticia que muchos suponían increíble, por lo
disparatada, y otros aceptaban con resignación como una nueva prueba
de los desaciertos y traiciones del ministerio. El fiscal de la
causa formada contra Vinuesa no pedía para este más que diez años de
presidio. El irritado pueblo, a quien habían hecho creer que la muerte
del arcediano no era bastante castigo para las culpas de este, vio
en los diez años de presidio una pena tan suave, que más que pena le
parecía recompensa. De los demás conspiradores absolutistas nada se
decía aún; mas era probable que recibirían en pago de sus infamias
algunos años de encierro, es decir, confites.

No es preciso indicar que en todo Madrid, y principalmente en los
barrios bajos, era un evangelio la opinión de que _había corrido mucho
dinero_ para absolver a los malhechores; los más listos decían:

—¿Pues qué? El rey no podía dejar perecer a sus amigos.

En esto se equivocaban, porque Fernando se distinguía de todos los
malvados por un funesto sistema de abandonar cobardemente a cuantos le
habían servido, y aun gozarse de un modo incalificable en la desgracia
de ellos, como lo prueban, entre otros hechos, las célebres palabras
que pronunció ante los guardias fugitivos y vencidos el 7 de julio.
La verdadera causa de la lenidad relativa del fiscal, y más tarde del
juez, fue que el ministerio y los masones habían llegado a comprender
cuán bárbara y soez era la excitación vengativa del populacho, a pesar
de haberla excitado ellos mismos en febrero y marzo, y quisieron rendir
homenaje a la humanidad y la justicia, evitando un sacrificio inútil.
Hemos llamado lenidad a la pena anunciada, porque con respecto al
furioso ardor de la canalla lo parecía; pero en rigor de justicia era
una atrocidad, que solo tiene disculpa en las infames transacciones a
que obligan los yerros políticos.

En _Comuneros_ la noticia fue chispa arrojada a la mina. La fortaleza
reventó, y una explosión de salvajismo, de barbarie, de odio y necedad
atronó la _Plaza de armas_. Los honrados y los inocentes, que no eran
los menos bajo el estandarte de Padilla, hacían coro a los malvados,
por la solidaridad que entre todos reinaba. Eran los primeros envueltos
en el torbellino, y sin saberlo, estaban tan locos como los demás;
mejor dicho, los honrados y los inocentes eran los verdaderos locos,
porque los perversos conservaban bajo la borrachera de venganza su
nefanda razón. Pero, en realidad, la noticia de la blandura del juez
más les agradaba que les afligía. Servíales de pretexto para poner en
ejercicio su ideal de barbaridades, desafueros, y de admirable tema
para gritar contra los ministros, llenándoles de befa y escarnio.
Acogieron, pues, el suceso con el frenesí del beodo a quien dan
aguardiente, y se hartaron de furia, de exaltación política, poniéndose
como demonios en la sesión que celebraron la noche de la noticia.

Romero Alpuente, a quien respetaban, no pudo presidir la sesión, porque
le fue imposible sofocar el tumulto. Regato emitía con su habitual
tono de importancia opiniones furibundas. Mejía sudaba gritando, y con
el rostro encendido, gesticulaba sin poder conseguir que le oyeran.
Pelumbres daba golpes en los bancos con un bastón semejante a la clava
de Hércules. Don Patricio, renunciando a ser oído por toda la asamblea,
pronunciaba, ora frases áticas, ora apóstrofes demostenianos en un
pequeño grupo que se formó a su lado. En suma, la _Plaza de armas_,
más que guarnición regular, parecía un ejército indisciplinado, un
manicomio insurrecto, o un infierno en que fuese ley la libertad
individual para hacer diabluras. Cada cual pedía una cosa distinta, y
es incomprensible que no se rompieran las cabezas unos a otros, único
medio y fórmula de conciliar todas las opiniones.

Era que comúnmente la asamblea en pleno no resolvía nada nunca, siendo
más bien doctrinales, digámoslo así, sus sesiones, que ejecutivas.
La alta dirección de la _Comunería_ estaba, como la de los masones,
en un pequeño consejo, en cuyo seno ha llegado la hora de que nos
introduzcamos osadamente. Hemos presentado en otro libro la camarilla
de Palacio.[8] Tócales ahora su vez a las camarillas populares, poderes
igualmente misteriosos y perturbadores; y la dificultad de nuestro
trabajo aumenta, porque las camarillas eran dos: la del populacho o de
los patriotas, y la de los constitucionales o moderados. Procedamos con
método.

      [8] Véanse las _Memorias de un cortesano de 1815_.

_Camarilla del populacho._ — No tenía local fijo. Reuníase algunas
veces en un departamento reservado del café de Lorencini; otras en el
mismo local de la asamblea, o en casa de Regato. La reunión de ella
que nosotros vamos a presenciar, no fue celebrada en ninguno de estos
parajes, sino en una taberna de la calle de la Estrella. De los veinte
diputados comuneros no asistió ninguno; de los periodistas, solo Mejía;
de los que tenían cargos oficiales en la asamblea de Padilla, solo
Regato; de los viejos, solo don Patricio Sarmiento; pero no faltaba ni
uno siquiera de los amigos de Timoteo Pelumbres, ni tampoco la pandilla
de milicianos nacionales, en la cual alzaba el gallo con altanera
superioridad Pujitos. Sumaban entre todos once personas, y para poder
discutir con más libertad, Regato mandó al tabernero que cerrase, luego
que todos estuvieron dentro, y cuando el vino empezó a hacer su oficio
para que las lenguas pudiesen desempeñar mejor el suyo.

—Queridos compañeros —dijo Regato—, estamos perdidos.

Esta frase hábil produjo la sensación apetecida.

—Perdidos, porque el gobierno nos va a meter el diente, y los hombres
gordos de nuestro partido se esconden en su casa llenos de miedo.

—Romero Alpuente —dijo uno— tiembla como una gallina mojada.

—Desde que se ha dicho que el gobierno va a pegar, nuestros diputados
ya están buscando vendas.

—Está visto que, para reclutar gente valerosa —dijo Regato, a quien
agradaba mucho la veneración con que era oído—, no hay que contar
con la gente de lengua y pluma. ¡Pobre pueblo, siempre sudando por
gobernar, como manda la ley de Dios, y siempre engañado por tanto
pillo! Está visto que mientras el pueblo no diga: «Pues quiero y esto
ha de ser», y lo haga como lo dice, no tendremos libertad.

—Pero cuando el pueblo quiere portarse como quien es —manifestó
Pelumbres—, vienen los _futraques_, llenos de jabón y pomada, y sacan
los catecismos de la política para decirnos cosas lelas y de mil
flores... con lo cual se acaba todo, y en buenas palabras resulta que
somos unos zopencos y ellos unos Salomones. Nosotros trabajamos y ellos
comen.

—Señores —repitió Regato dando un suspiro—, estamos perdidos. El
gobierno, viendo que no servimos para nada (y no me vuelvo atrás...),
que no servimos para nada, va a pegar, pero a pegar muy fuerte.

Breve silencio siguió a estas palabras.

—Los palos serán para el que los aguante; que yo...

—Los palos serán para todos —afirmó Regato en el tono de la mayor
competencia—. Yo sé de buena tinta lo que trama el gobierno; lo sé
todo, y pues venimos aquí para ver cómo nos defendemos, lo voy a decir.

—El gobierno va a cerrar los cafés.

—Y a reformar la Milicia nacional de modo que no entren sino los que él
quiera.

—Y a corregir la Constitución.

—Y a poner dos Congresos: uno como el que está, y otro de clérigos,
obispos, generales, marqueses, camaristas, y toda la recua de
alabarderos, _persas_ y serviles.

—Y a suprimir todos los periódicos —indicó Pujitos, dando a entender de
este modo sus aficiones literarias.

—Y a mandar a Riego a Filipinas.

—Todo eso y mucho más hará el gobierno —dijo Regato—; pero como a quien
más aborrece es a los buenos patriotas, empezará su obra acogotando a
los buenos patriotas, que somos nosotros.

—Nosotros —repitieron algunos.

—Y pasando la mano por el lomo a los serviles, que serán los mandarines
de mañana. ¿Qué significa la libertad de Vinuesa?

—¿La libertad?

—La libertad, sí. Para los bobos, eso de los diez años de presidio
significa... diez años de presidio; pero para nosotros, que somos tan
listos y vemos un mosquito en la punta de una torre, esa pena no es más
que la absolución del cura.

—Es lo mismo que yo pensaba.

—Le sacan de la cárcel; hacen la pamema de llevarle a Ceuta; métenle en
cualquier convento donde habrá abundancia de buenas magras, pollos con
tomate, gran trago de vino y muchachas bonitas; dicen luego que se ha
escapado, y al poco tiempo, indulto. Tras el indulto viene la canonjía,
y tras la canonjía, la mitra.

—Pues estamos bien —dijo uno con impaciencia, golpeando el suelo con su
bastón—. Protesto.

—Protesto yo también —bramó Pelumbres.

—Si la Sociedad de los _Comuneros_, que empezó con tan buen pie, no
saca ahora la cabeza, ¿para qué sirve?

—Para nada, Sánchez, para nada —repuso un hombre que era tratante en
cueros—. Dende que oí discursos y vi papeles y _toma la palabra, daca
la palabra_, se me cayeron las alas del corazón... ¡Botijos!, yo no
sirvo para esto.

—Es muy posible que el gobierno tenga la alevosa intención de indultar
a Vinuesa y aun darle una mitra —apuntó con gravedad un individuo de
aspecto decente, furibundo patriota cándido que tenía dos tiendas y un
buen nombre que no hace al caso—. Yo creo cuanto ha dicho el amigo
Regato, porque el gobierno es en la superficie liberal, y en el fondo,
absolutista.

—Si Riego estuviera en Madrid, otro gallo nos cantara, amigos —indicó
Regato—. Yo de mí sé decir que si tuviera dos docenas, dos docenas nada
más de buenos patriotas, intentaría cualquiera sublimidad.

—Cualquier hazaña épica, digna de perpetuarse en mármoles —dijo don
Patricio—. Señor Regato, manifieste usted con claridad su pensamiento.
¿Se trata de que Madrid se levante en masa, y arroje del gobierno a ese
ministerio, y convoque otras Cortes, y le caliente las orejas al _Rey
neto_?

—Eso es difícil hoy; pero no lo será dentro de seis meses, cuando
estemos mejor organizados, y se multipliquen las _Casas fuertes_ de los
regimientos, y se reciba el dinero que nos han prometido de América.
Contentémonos ahora con dar una prueba de nuestro mucho poder, de lo
que somos y lo que valemos, para que tiemble el cobarde tirano, y nos
tengan miedo los mandarines.

—Ved aquí, amigos míos —dijo Sarmiento—, cómo admirablemente concuerda
con mi opinión la del señor Regato. Siempre he sostenido la necesidad
de elevar la voz para que nos oigan, de alzarnos sobre las puntas de
los pies para que nos vean, de presentarnos en todas partes para que
nos toquen, mientras llega la hora sublime de los bofetones.

—Yo no entiendo de estas máquinas sutiles —manifestó, con la ingenuidad
de la barbarie, el llamado Sánchez, que era miliciano y había sido
primero cortador de carne y después empleado en cárceles—. Yo lo que
sé es que si conviene dar porrazo, se dé porrazo. No hay más que dos
políticas: dar y recibir.

—En lenguaje sencillo —dijo Mejía—, ha expresado Sánchez la idea de que
mientras no se puede realizar una insurrección que dé la victoria al
pueblo, se hagan manifestaciones patrióticas con objeto de que se nos
considere como un elemento importante, capaz de cualquier cosa en el
gobierno o en la oposición.

—A eso iba —indicó Regato con acento magistral—. En pocas palabras,
señores: el gobierno dice blanco, pues nosotros decimos negro; el
gobierno quiere coles, nosotros lechugas; el gobierno dice _por aquí no
se va_, nosotros decimos _por ahí iremos_.

—El gobierno dice _no más clubs_, nosotros respondemos _vengan clubs_.

—El gobierno quiere poca Milicia, nosotros mucha Milicia.

—El gobierno perdona a los absolutistas, pues condenémosles nosotros.

—Condenémosles, caballeros —gritó el tratante en corambres—. ¡Botijos!
Si nosotros no hacemos la justicia, ¿quién la va a hacer?

Dando golpecitos en la mesa con el fondo del vaso, después de beberse
el contenido, entonó esta canción:

      Ay le-lé, que toma que toma,
    ay le-lé, que daca que daca,
    ya no bastan las razones,
    apelemos a la estaca.

—El ciudadano don Bruno ha tocado el punto más delicado de la política
actual —dijo Regato—. El pueblo, señores, no debe consentir la
impunidad de quien ha trabajado y trabaja aún en contra del pueblo.

—¡Botijos!... No.

—De ninguna manera.

—Consentirlo sería gravísimo desacierto —afirmó Sarmiento.

—Como me llamo Pelumbres, tan cierto es que todo el día he estado
pensando en que debíamos hacer justicia, porque podemos y debemos
hacerla. Y si el pueblo no es soberano para esto, ¿para qué lo es?

—A fe de Mejía, sostengo que cuando los jueces son inmorales y
corrompidos, el pueblo no tiene más remedio que echársela de juez.

—Pues con una palabra basta —afirmó el tratante en pellejos.

—Es preciso sacar a Vinuesa de la cárcel antes que le indulten.

—Y ahorcarle —dijo Sánchez, apretándose su propia garganta.

—En la plazuela de la Cebada.

—En la plaza de Palacio, delante del balcón de Su Majestad —gruñó
Pelumbres.

—Admirable y sensata idea —dijo Regato—; pero me parece irrealizable.
No es preciso que se lleven las cosas a ese extremo de perfección.

—No puedo aconsejar tranquilo la muerte de un hombre —afirmó Sarmiento
con gravedad—; pero hay sacrificios necesarios, indispensables, y el
cura de Tamajón debe morir. También hay en la cárcel de la Corona un
dichoso Gil de la Cuadra, exvecino mío, que es uno de los servilones
más furibundos, y un conspirador terrible.

—Gil de la Cuadra —dijo Regato haciendo memoria—. ¡Ah!, ya: le protege
Salvador Monsalud, después de haberle enamorado a su mujer, como me
consta. Váyase lo uno por lo otro.

—_El traidor_ Monsalud se dirá de aquí en adelante —indicó Pelumbres—.
Ese canalla, después de entrar en nuestra Sociedad, ha admitido un
destino del gobierno.

—En la cárcel de la Corona precisamente —indicó Mejía—. No lo hubiera
creído. Puesto de confianza, señores. Aquí hay gato encerrado.

—Tengo a Monsalud por una persona decente —dijo don Patricio—. Es amigo
mío y no le creo capaz de servir a los masones. Le he oído hablar
pestes de esos señores.

—Sea lo que fuere —dijo Sánchez—, ello es que antes de meter semejantes
tipos en nuestra Sociedad, debiéramos pensarlo mucho.

—Es justa la censura, aunque confieso que yo le presenté —dijo Regato—;
pero no hay motivo para desconfiar de tal joven. Tengo motivos para
creer que puedo dominarle en un momento dado. Ese hombre será mío
cuando yo quiera. En vez de importarnos que esté empleado en la cárcel,
debemos felicitarnos de ello. Sacaremos partido de esta circunstancia.

—¡Rebotijos!... ¡Si está en mi lugar y en el puesto de que me echaron
hace dos meses esos mamones!... ¿Pues no ha de importarme? Es un
caballerito a quien tengo atravesado aquí.

—Dejemos esta cuestión mezquina, señores, y volvamos a lo principal
—dijo Regato—. ¿Hay aquí gente de valor?

—Basta y sobra; pero si se quiere cosa mayor, con dar la voz en ciertos
barrios, se tendrá toda la gente que se quiera.

—Señor don Bruno, ¿se puede ir a donde se quiera?

—Al cabo del mundo. Digan hora y lugar, y allá estaremos todos. No
saldrá tan mal como la noche de los embajadores del Ruso y el Turco.

—Mañana... mañana... —dijo Regato meditando—. ¿Cuál será la mejor hora?

—Por la noche.

—No, por el día.

—A las doce del día —gritó el más decente de todos—. No se trata de
ninguna traición, sino de una obra de justicia.

—¡Excelente idea! A las doce del día.

—_Coram populo_ —murmuró Sarmiento.

—¡Botijos! A las doce en punto.

—Y ahora —dijo Regato levantándose—, a prepararse. La cosa puede ser
sencilla si el gobierno deja a la Milicia en la guardia de la cárcel.
Pero si pone tropa...

—¡Si se atreve a poner tropa, entonces...!

—Que ponga tropa —gritó Pelumbres dando un puñetazo—, y se hará
justicia a la tropa.

—Eso es, justicia a la tropa.

—Porque no es más que justicia.

—Esta noche hay otra vez asamblea, señores —dijo Regato con misterio—.
Mucho cuidado con los caballeros comuneros de corbatín almidonado y
palabrejas finas. Dirán, como esta noche, que estamos locos.

—¿Se guardará secreto?

—Hasta donde se pueda; pero hay que reclutar gente, mucha gente.

—¡A la _Fortaleza_, a la _Fortaleza_!

—En la _Fortaleza_ hay espías y traidores que todo se lo cuentan al
gobierno.

—Si el gobierno lo sabe, mejor —vociferó Pelumbres—. ¿Qué apostamos a
que voy a Palacio y se lo digo yo mesmo al rey?

Una carcajada general acogió estas palabras.

—Las cosas claras. Hacemos justicia. Yo lo digo a todo el que me quiera
oír. ¡Muera Tamajón!

—¡Muera Tamajón! —repitieron todos menos Regato.

Este, con apagada voz y razones conciliatorias, quiso aplacar a sus
amigos; pero estaban muy encariñados con la idea sugerida por el
dos veces gato, para dejársela quitar. Hay que pensarlo mucho antes
de arrojar la piltrafa a esta especie de carnívoros, porque una vez
arrojada, el que pretenda quitársela se expone a recibir un mordisco
o arañazo. Así lo comprendió el fundador de la Comunería. Cuando
los individuos de su alto consejo salieron a la calle masticando el
sangriento manjar que les había puesto en la boca, el cobarde Regato
se asustó un poco; pero aún tenía seguridades de no ser sospechoso, y
entre Pelumbres y don Bruno marchó resueltamente a la asamblea, que aún
estaba abierta.



XXIII


Poco después de este suceso, las _Plazas fuertes_ y _Salas de armas_
encerraban un partido en ebullición. Pasada la media noche, la mayor
parte de los comuneros sabían que estaba acordada para el día siguiente
la muerte de Vinuesa. A la madrugada sabíanlo también los masones por
su bien servido espionaje, y conmovido el _Grande Oriente_ ante la
audaz amenaza, deliberó con calor y afán tan importante asunto. Lo que
allí se dijo verase a continuación.

_Camarilla constitucional._ — Reuníase casi siempre en el Grande
Oriente, con asistencia de muchos hombres que se tenían por lumbreras
de otros que realmente lo eran, y de muchos que si carecían de orgullo
o de mérito, cobraban buenos sueldos en las oficinas nacionales. En
la masonería había, según los datos más verosímiles, cincuenta y dos
diputados. De los ministros, la mitad por lo menos cargaban el mandil.
Pocos eran entonces los hombres notables por su talento oratorio o
por su pluma, que no doblasen la cerviz ante el misterio eleusiaco, y
muchos que después han figurado en los partidos reaccionarios adoraron
la _Acacia_. Tal fue el atractivo del Orden masónico, que aun se dice
trataron con él clérigos no apóstatas y un general de franciscos que
después fue arzobispo.[9] Para que nada faltase, los del _Arte-Real_
vieron en las logias a un infante, que recibió el nombre de _Dracón_,
con la risible particularidad de que le llamaban _Bracón_. Un general
muy célebre era designado _Bruto II_. Puede dudarse que el mismo
Fernando VII _recibiese salario_ masónico; pero no que los nombres más
ilustres y respetables del presente siglo, los nombres de Argüelles,
Calatrava, Quintana, San Miguel, Flores Estrada, Galiano y otros
figuraron en las listas de Maestros, siendo probable que todos ellos
fueran _Sublimes perfectos_.

      [9] Fr. Cirilo de Alameda desmintió de un modo enérgico la
      aseveración de Galiano.

La camarilla, en la hora que nos es permitido asistir a ella, estaba
formada por seis individuos nada más, cuyos nombres, a excepción del
de Campos, deben mantenerse en secreto. Si en el transcurso de la
relación son conocidos, enhorabuena; pero no se culpe al novelador de
haber manoseado nombres pertenecientes a personas de distinto valor,
pero todas respetables, algunas de las cuales han respirado hasta hace
poco... y quizás haya alguna que respire todavía.

Los de la camarilla reuníanse en la logia, pero familiarmente y sin
ceremonia de rito, como clérigos en la sacristía. De los seis, cuatro
eran diputados; y de estos, dos habían sido ministros, y uno lo fue en
aquellos días. De los dos restantes, uno casi no era masón, hallándose
en la categoría de _durmiente_, y el otro era Campos. Atención.

Tiene la palabra un joven de treinta y tres años, alto, elegante, fino,
airoso. Sus modales y su vestido eran, como su estilo, la corrección
misma. Su rostro morenísimo y su gran boca dábanle aspecto de fealdad;
pero tenía la belleza de la expresión y un claro sello de hidalguía y
caballerosidad que cautivaba. Sus ojos eran negros y vivísimos, llenos
de esa luz particular que indica poderosa erección de la fantasía; sus
cabellos alborotados y fuertes, algo parecidos a los de Chateaubriand,
rodeaban una espaciosa y limpia y celeste frente, emblema del
privilegiado artista. Era su voz grave y persuasiva, y si su estilo
carecía de arrebato, tenía en cambio la serenidad más simpática y un
acento que subyugaba oídos y corazones.

—Nosotros —dijo señalando a su amigo que junto a él se sentaba—
estamos decididos a no asociar nuestro nombre a los errores que se
están cometiendo. Amamos la libertad con delirio; pero aborrecemos los
excesos del populacho y la ignominiosa licencia. Antes que empujar a la
nación por este carril que la precipitará en el abismo, nos retiraremos
de la política, perderemos toda influencia, perderemos nuestro propio
prestigio, y entonces la vergüenza de haber contribuido a este desorden
nos servirá de expiación. No se nos oculta que el absolutismo volverá y
quizás pronto, si a tiempo no se pone mano en reparar el reino que se
desquicia; y el absolutismo vendrá, porque las instituciones vigentes
no ofrecen condiciones de vida saludable y duradera, porque carecen de
fuerza para contener en límites razonables la iniciativa popular y son
incapaces de fundar nada sólido. Que el gobierno, sabedor de la inicua
amenaza de los exaltados, evite que se consume un horrendo delito; haga
entender a esa gente que su destino y misión no es todavía ni será
en mucho tiempo dirigir la cosa pública; establezca el imperio de la
razón, de la calma, del buen sentido, y entonces variaremos de opinión.
Mientras esto no suceda, la división será completa, y si hoy permanece
oculta por nuestra prudencia, mañana transcenderá a las Cortes, y de
las Cortes a todo el país.

—Y se formará el partido _anillero_ o de los _amigos de la
Constitución_ —dijo un viejo alto y flaco, nervioso y lleno de
vivacidad, que respondía entre masones al nombre de _Coriolano_, y
era célebre por un folleto contra los absolutistas y varios escritos
de Economía política—. Esta nueva escuela será funesta. Tendremos al
fin tantos partidos como hombres, y no habrá un solo individuo que se
resigne a pensar como los demás.

—_La Sociedad de los amigos de la Constitución_ —dijo el compañero
del primer orador que junto a él se sentaba— responde a la necesidad
imperiosa de establecer un término medio entre las antiguas leyes,
que viven encarnadas en el país, y los principios liberales. ¿Por qué
no hemos de decirlo? Yo, por lo menos, tengo mi ideal en la _Carta_
francesa, con las dos Cámaras y el voto absoluto.

Oyose un murmullo de desaprobación.

—Condenemos igualmente —dijo con gravedad el de los cabellos
alborotados y la boca grande— toda clase de reuniones como esta, que o
sirven para fomentar el jacobinismo y ofrecer un secreto peligroso a
las intrigas y a las ambiciones, o no sirven para nada.

—Estamos disputando sobre si nos hemos de dividir más todavía, mientras
una cuestión palpitante, fundada en una alarma falsa quizás, reclama
nuestra atención. Este asunto no tiene espera. Nos está llamando, y
nosotros le volvemos la espalda para discutir sobre si debemos ponernos
un anillo en el dedo o un triangulillo en el ojal.

El que esto dijo era un hombre de más de cuarenta años, moreno como el
anterior, de facciones bastas y gruesos labios. Fuerte y algo pesado
era su cuerpo; carecía de soltura, gracia y flexibilidad; pero en
cambio parecía poseedor de una gran energía. ¡Lástima que esta energía,
circunscrita al entendimiento y al astro poético, no transcendiese a la
voluntad!

Completaban su persona cabeza admirable, abultada y lobulosa; ojos
grandes y hermosos; una frente a la cual no faltaba sino el laurel
para ser olímpica; expresión grave, y tono sentencioso en la voz. Allí
dentro le llamaban _Pelayo_.

—Es verdad, es verdad —dijeron los demás—. A la cuestión.

—Los comuneros han decidido sacrificar a don Matías Vinuesa —manifestó
Campos, que parecía secretario de la Junta.

—Causa horror el ver que estas atrocidades se cometan; pero causa más
horror aún que se anuncien —afirmó el que oímos al principio de la
sesión.

—Yo no lo creo —dijo el poeta—. Los que se ocupan en propagar alarmas
han escogido esta para el día de mañana. Reconozco que el pueblo está
irritado...

—Con razón —manifestó _Coriolano_—. La sentencia del juez es capaz de
sublevar al pueblo más generoso. ¿Por qué se vocifera tanto contra el
populacho, cuando sus excesos no son más que el rechazo, digámoslo así,
de las osadías de los absolutistas? No, no está el mal en la canalla,
que es honrada y generosa; no morirá la libertad en manos del pueblo,
sino en manos de los que quieren establecer una transacción imposible
con el despotismo.

_Coriolano_, que se había expresado con energía, miró a los dos
_anilleros_. Estos callaban, aunque uno de ellos era gran retórico.

—No disculpo ni disculparé a los exaltados que protestan contra la
sentencia del juez —dijo _Pelayo_ con calor—; pero téngase presente
que ha tiempo quedan impunes los mayores atentados y crímenes de los
absolutistas. Dicen que Vinuesa es tonto: yo no lo creo. Su plan
indica maquiavelismo, y por lo menos las intenciones de este clérigo
han sido perversas. Ganar y corromper la tropa, sublevar al pueblo,
sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades,
sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido
conspirador y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de
la tiranía y de la intolerancia: estos son los proyectos contenidos en
los atroces papeles de Vinuesa. Convicto y aun confeso el miserable
preso, no debe librarse de la suerte rigurosa a que se exponen siempre
los que traman semejantes atentados contra la existencia de un gobierno
establecido. El juez que ha despachado esta causa ha dicho públicamente
que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era capital,
y que, por consecuencia, era imposible salvarle. ¿A qué este cambio
tan repentino? ¿Por qué, con tales antecedentes, Vinuesa no ha sido
condenado más que a diez años de presidio? Semejante condescendencia
ha llamado justamente la atención pública. Hasta se asegura que la
Audiencia, en vez de agravar la pena, la suavizará más. Dícese que han
mediado presentes a los cuales la integridad del juez ha resistido con
nobleza y con honor; pero que después han intervenido ciertos recados
imperiosos de Palacio, a cuyas fulminantes amenazas no ha podido
sustraerse el magistrado, haciéndole blandear desgraciadamente en su
fallo.[10]

      [10] Este párrafo no es del narrador: es de las _Cartas a
      Lord Holland_.

—Siempre han de achacarse todos los yerros a la incorregible _mano
oculta_ —dijo con desabrimiento el retórico.

—¡Siempre se han de achacar al populacho! —exclamó colérico el que
respondía al nombre de _Coriolano_—. La plebe es causa de todo. La
corte y el rey no hacen más que rezar. Con tan admirable sistema de
crítica, resulta infaliblemente que la Constitución es detestable, y
que debe convertirse en Carta.

—El populacho y la corte —afirmó el retórico— son igualmente culpables.
Pero si se encomienda al primero el castigo de la última, esta vencerá.

—Eso es lo que no sabemos —repuso con inquietud y cierta excitación el
economista—. Por de pronto tenemos que, según lo que acaba de decir
nuestro discreto amigo, la irritación del pueblo contra Vinuesa y
contra el juez Arias, está justificada.

—Braman de cólera los genios impacientes —sostuvo _Pelayo_— al
contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados prevén y
lloran las tristes consecuencias que necesariamente ha de producir...
Pero no puedo creer que un partido popular haya acordado fría y
villanamente el sacrificio del reo. Tanta bajeza es inverosímil.

—Es cierta —dijo Campos, que hasta entonces, reconociendo su
inferioridad, había permanecido mudo—. La asamblea comunera es un
volcán que vomita sangre.

—¿Pero no queda duda de que han acordado eso?

—No queda duda. Lo sé por los espías que tengo allí.

—Si el gobierno se hace cómplice de iniquidad tan grande —dijo
con honrada convicción el de los alborotados cabellos—, merece la
execración del género humano.

Uno que hasta entonces no había pronunciado palabra, adelantó su cuerpo
hacia la mesa, tirando de la silla, y habló de este modo:

—No puedo callar después de lo que he oído. Se quiere que el ministerio
lo haga todo, y nadie le ayuda, nadie, señores, cuando tiene que
defenderse contra la oposición de moderados y exaltados, y contra las
conspiraciones de absolutistas y comuneros, que se dan la mano para
trastornar al país. Pero el gobierno no merecerá la execración del
género humano. ¿Acaso es él quien ha alentado las conspiraciones de los
serviles? Si ha habido cohecho en el asunto de la causa de Vinuesa,
la venalidad estaba consumada antes del 4 de marzo en que entramos
nosotros. No podemos mudar jueces todos los días.

—No se trata de mudar jueces; se trata de impedir que una gavilla de
asesinos deshonre la revolución.

—¡Patrañas! Señores, es preciso acostumbrarse a no ver asesinos en
todas partes.

El que esto decía era un hombre casi anciano, masón, bastante listo y
de mucha práctica en los negocios administrativos. ¿Por qué ocultar su
nombre, que por sí se vela bastante con su propia oscuridad? Era don
Mateo Valdemoro, ministro de la Gobernación. En la hora de la madrugada
en que le vemos, quedábale solo un día de poltrona.

—Yo creo que hay por lo menos exageración —dijo _Pelayo_.

—Aunque sea exageración, deben tomarse precauciones —indicó Campos.

—Pero, señores, es ridículo que por una alarma necia, llenemos las
calles de artillería —indicó el ministro, creyendo que expresaba una
idea feliz—. Parecería una provocación, y lo que no es más que una
alarma insignificante, podría trocarse en formidable motín. Nada me
mortifica tanto como la idea, muy generalizada, de que el gobierno
simpatiza con Vinuesa, con el _Abuelo_ y con los demás absolutistas
presos.

—¿Entonces el plan del gobierno es cruzarse de brazos y dejar hacer?
—preguntó con severidad el literato.

—El gobierno castigará los desmanes.

—¿Qué desmanes?

—Los que se cometan; pero no hará alarde de despotismo, no provocará al
pueblo.

—Porque le tiene miedo.

—No es miedo, sino prudencia. Nada más natural y lógico que la
excitación que existe contra Vinuesa. Si acuchillamos al pueblo, porque
no simpatiza con los absolutistas, pasaremos por servirles, y nuestro
lema es Constitución.

—Yo sigo creyendo que no habrá nada —dijo _Pelayo_, el cual, en su gran
talento, tenía la más patriarcal buena fe—. Repito que el pueblo es
bueno.

—Si no le instigaran los tunantes...

—Es más —añadió el ministro—. Si acuchillamos al pueblo, daremos un
gustazo a la corte, Vinuesa estará libre dentro de dos meses, y las
cárceles llenas de liberales.

—Pues ahorquen ustedes a Vinuesa —dijo con la mayor viveza el
retórico—. Esto sería lógico. Lo absurdo es absolverle y permitir las
horribles venganzas del populacho.

—Siempre el populacho... es decir, el gato —indicó _Coriolano_.

—Si ahorcamos a Vinuesa, exacerbaremos a los serviles y a la corte
—dijo el ministro en tono de perspicacia—. Prudencia por un lado y por
otro, es lo que conviene. ¿No es el sistema de ustedes contemporizar
con todos?

El de los erizados pelos, es decir, el retórico o el literato, a quien
esta pregunta se dirigía, estuvo un momento sin saber qué contestar.

—Sí; contemporizar —repuso al fin—, establecer un equilibrio perfecto
dando la mano a unos y a otros; pero no a los infames, no a los
asesinos.

—Estamos juzgando un suceso que no ha pasado todavía ni pasará
probablemente —dijo _Pelayo_—. ¿A qué hablar de asesinos? Yo defiendo y
defenderé siempre al pueblo. Si alguna vez asesina, hácelo con el puñal
que le entregan los de arriba.

—Sea de oro, sea de hierro, lo que importa es que no haya puñal —objetó
el retórico—. En una palabra, señores, estamos reunidos para acordar si
se debe impulsar al gobierno a tomar una medida enérgica.

—¡Una provocación!... Yo opino como el ministro —manifestó _Pelayo_—.
El pueblo es bueno, es generoso; pero no debe ser provocado.

—Pues preparémonos a que sea nuestro dueño —dijo el que había
demostrado más seso—. Señores —añadió levantándose—, mi compañero y yo
nos retiramos para no volver más aquí.

El viejo economista tiró al retórico de los faldones de su levita,
diciéndole con buen humor:

—Señor cartista, no nos deje usted tan despiadadamente. Somos amigos y
zanjaremos nuestras diferencias de familia. Discutamos.

—Me parece que se ha discutido bastante. ¿No ha llegado aún la ocasión
de hacer algo?

Aquel hombre que tan bien se expresaba, demostrando tener en su
espíritu el instinto de la eficacia política, era de voluntad flaca,
como los demás. La sensatez de sus ideas hallábase circunscrita a la
serena esfera de las aptitudes literarias, y al expresarse con tanta
cordura, hablaba su talento, no esa facultad prodigiosa en que se
confunden perspicacia y acción, conformando al hombre político. La
misma perplejidad que tanto combatía le contaminó cuando fue ministro.
Amaba la _Carta_, pero cuando pudo ocuparse de ella con éxito, pensaba
demasiado en la de Horacio a los Pisones.

—Todo puede arreglarse —dijo Pelayo—. Por sí o por no, y aunque hay
en esto mucho de ponderación, creo que se debe quitar la guardia de
milicianos que está en la cárcel de la Corona, y reemplazarla con tropa
de línea.

—Eso me parece una necesidad imperiosa —añadió Campos, atreviéndose,
contra su costumbre, a algo más que callar y tomar lo que le dieran.

—Al menos eso probaría cierta prudencia en el gobierno —dijo el de la
Carta deteniéndose, mas sin volver a sentarse.

—No; la verdadera prudencia —objetó Valdemoro— consiste en no poner
ni quitar ninguna guardia, porque eso sería origen de sospechas,
hablillas, escándalos y seguramente de disturbios graves.

—Adiós, señores —dijo el simpático y cortés joven de treinta y tres
años.

—Mudar la guardia me parece una provocación —repitió el ministro
consultando fríamente el rostro de los tres que a su lado quedaban.

Ninguno dijo nada.

—Si se hace con maña y habilidad —dijo Pelayo—, quizás no.

—Señores —manifestó el ministro con la inquietud propia del que se
ve abrumado de responsabilidad—. Es muy fácil resolver todas esas
cuestiones fuera del gobierno, y cuando uno se mete tranquilamente en
su casa sin dar cuenta a Dios ni al diablo de lo que hace. Ustedes
hablan, como los libros, un lenguaje discreto; pero la práctica,
señores, la práctica es cosa muy distinta. ¡Mudar una guardia! Parece
la cosa más sencilla del mundo dicho así, como si se tratara de mudarse
una camisa; pero los que estamos dentro del gobierno vemos las cosas
de su tamaño. Repito que mudar mañana la guardia es pegar fuego a una
hoguera. El gobierno trabajará; el gobierno tiene alguna influencia en
las clases populares; aún puede contar con algunos comuneros que le
sirven... No pasará nada; respondo de que no pasará nada.

—Mi compañero y yo —dijo el retórico, dispuesto a retirarse
definitivamente— apreciamos la buena voluntad del gobierno; creemos
que sus intenciones no pueden ser mejores; pero no podemos seguir
asintiendo, en esta junta secreta, a los actos de debilidad y a la
indeterminación que caracteriza a la política presente. En las Cortes
evitaremos todo lo posible la escisión; pero nuestra conciencia nos
impide continuar aquí. Está probado que la Sociedad a que hemos
pertenecido estorba toda política formal, y es un aliciente para las
ambiciones, para los disturbios populares, y aun para las sediciones
del ejército. Hace tiempo que deseamos la ruptura; hoy se nos presenta
una ocasión y la aprovechamos. Gobiernen ustedes en armonía misteriosa
con los manejos de la corte, porque las dos políticas contrarias
que bajo tierra y en la oscuridad funcionan luchando, concuerdan en
una cosa: en hacer polvo y ruinas la grandeza y poderío del reino.
Inspiren ustedes al gobierno y a las Cortes, dominándoles por medio
de la amenazadora extensión de estas sociedades, y haciéndose pagar
su protección con los destinos, las fajas, las mitras, las cruces que
aquí se reparten. Yo renuncio a los beneficios y a la responsabilidad
de esta labor oscura y funesta. Adiós, amigos míos; la diferencia de
opiniones no entibia la amistad de toda la vida, la amistad de Cádiz
en los días de gloria, la amistad del Peñón de la Gomera en los días
terribles. ¡Quiera Dios que no volvamos a abrazarnos en los presidios
de África!

Dicho esto se retiraron. ¡Ay! Desgraciadamente para España, en
aquellos hombres no había más que talento y honradez, el talento
de pensar discretamente y la honradez que consiste en no engañar a
nadie. Faltábales esa inspiración vigorosa de la voluntad, que es la
potente fuerza creadora de los grandes actos. Los que salían, a pesar
de su sensato hablar, era tan niños como los que se quedaban en el
_Grande Oriente_. Entre todos juntos, o fundiéndolos a todos, a pesar
de la aptitud versificante y poética de algunos, no se habría podido
obtener el brazo izquierdo de un Bonaparte, ni de un Cisneros, ni un
Washington, ni siquiera de un Cromwell o un Robespierre. ¡Extraña
ineptitud ocasionada por la servidumbre! En la uña del dedo meñique de
una mujer, Isabel la Católica, había más energía política, más potencia
gobernante que en todos los poetas, economistas, oradores, periodistas,
abogados y retóricos españoles del siglo XIX.

¿Qué resolvió el _Grande Oriente_ después de la escisión? Cosas graves.
Mudar algunos mandos militares, negar dos canonjías, recomendar a
los pueblos la elección de dos diputados masones, adjudicar tres
subastas, escribir las bases de una transacción contra los Comuneros,
leer algunas cartas que hablaban de conspiración, enterarse de
las confidencias hechas por empleados de Palacio, subvencionar un
periódico, adjudicar trece destinos a otros tantos masones, dar una
pensión a la viuda de un perseguido _por defender el Sistema_, echar
tierra sobre un expediente de contrabando, etc.

¿Cuál de las dos camarillas es más responsable ante la historia: la
del populacho o la de los hombres leídos? No es fácil contestar. La
primera, en medio de su barbarie, había resuelto algo en el asunto del
día; la segunda, con toda su ilustración, no había resuelto nada.



XXIV


Desde la noche del 3 al 4 conocía Salvador el infame proyecto de sus
compañeros de caballería. Si no pudo injerirse en la camarilla, asistió
a la fortaleza. Oía y callaba, esperando utilizar las circunstancias;
y como había adquirido y fomentado buenas relaciones con comuneros
de todas clases, creía seguro salir adelante con su buen propósito.
El plan de hacer justicia en la persona de Vinuesa le pareció
irrealizable, porque contaba con la energía de las autoridades. Sintió
impulsos de poner en conocimiento de Campos algunas preciosas noticias
y datos adquiridos en la asamblea, para que aquel las comunicase
al gobierno; pero su natural honrado y leal se sublevaba contra la
delación.

En la mañana del 4 entró en la celda de Gil de la Cuadra, y le dijo:

—Ánimo, señor reo: esta noche saldremos de aquí. Tengo todo preparado.

El anciano, de rodillas, apoyando su cuerpo en el lecho, cruzó las
manos y se puso a rezar fervorosamente.

Poco después, Salvador atravesaba el patio de la cárcel, cuando se
sintió llamar. A su lado vio una cara entre burlona y suspicaz, unos
taimados ojos verdosos que gatunamente le miraban, una mano blanca
que con suavidad le agarraba el brazo. Era el señor Regato. Vestía el
uniforme de capitán de la Milicia.

—Amiguito —le dijo—, tenemos que echar un párrafo. Subamos.

Instaláronse solos en una pieza del piso alto, y don José Manuel habló
de este modo.

—Tengo el corazón oprimido, amigo Salvador. Ya sabe usted que el pueblo
está furioso... y con razón, con muchísima razón. El gobierno se empeña
en perdonar a Vinuesa, regalándole más tarde una mitra, y el pueblo,
que después de todo es soberano, se empeña en que _Tamajón_ debe ser
ahorcado. ¿Qué tal? Aquí tiene usted dos reyes que se desafían sobre el
cuerpo de un pobre sacerdote.

—No creo posible que esos hombres feroces consigan su objeto... Tal
ignominia no pasará en España. Lo espero así para honor de esta nación.

—¡Oh!, no conoce usted los arranques del pueblo español. La resolución
de los Comuneros, nuestros amigos, es definitiva. Ya he tratado de
contenerles, porque no me gusta el derramamiento de sangre; pero me ha
sido imposible. Intentarán hacer justicia.

—Pero no lo conseguirán. El gobierno es malo; pero está compuesto de
hombres honrados.

—El gobierno se cruzará de brazos, amigo mío —dijo Regato poniendo gran
interés en aquel diálogo—. He visto a Campos al amanecer y me ha dicho
que el _Grande Oriente_ reprueba la justiciada del pueblo, pero que no
hace nada.

—Dicen que se quitará la guardia de milicianos.

—Error; no se quitará guardia ninguna. El gobierno arde en sentimientos
humanitarios; pero no quiere hacer frente al oleaje popular, por
temor de ser arrastrado. Teme que se le acuse de servil; teme las
murmuraciones, y se ruboriza si le dicen que protege al absolutismo.

El asombro no dejó hablar a Monsalud durante breve rato.

—Eso no puede ser —exclamó al fin pálido de ira—. ¡Tal infamia no cabe
en corazones españoles!

—El gobierno no hará nada. Quizás algunos de sus individuos se
aprestarían a la resistencia si supieran lo que va a pasar; pero no lo
saben. Los masones se lavan las manos como Pilatos; han cogido miedo a
la Comunería. En verdad que somos temibles.

—Lo que usted me cuenta, señor Regato —dijo Salvador levantándose con
inquietud—, parece una pesadilla horrible. Según usted, es muy posible
que esa canalla abominable trate hoy de invadir este edificio, sin que
el gobierno se lo impida.

—¡Es verdaderamente espantoso! —declaró Regato afectando sensibilidad—;
pero me parece que podrá evitarse una desgracia... Compadezco con toda
mi alma a ese pobre don Matías. ¿Verdad que es una lástima que le maten
así, tan brutalmente?

—No; no puede ser. Esto se quedará en amenaza ridícula.

—Que no es amenaza ridícula, digo... —afirmó Regato acercando más su
asiento al de Monsalud y pasándole la mano por el hombro—. Mire usted;
a mí se me ha ocurrido que podríamos salvar al pobre arcediano.

—¿Cómo?... —preguntó vivamente Monsalud con el interés que le
inspiraban siempre las buenas obras.

—Le asombrará a usted que me inspire lástima ese desgraciado. Yo soy
así: más liberal hoy que ayer, y mañana más que hoy; pero bien está la
sangre en las venas donde Dios la ha puesto, ¿eh?

Monsalud, recordando lo que había oído a Campos respecto al sospechoso
liberalismo de Regato y algunas noticias que él mismo había adquirido,
se explicó fácilmente la compasión del comunero.

—Yo no soy amigo suyo, ni lo fui nunca —prosiguió D. José Manuel
recogiéndose dentro de su reserva como el caracol en su casa—. Los
demonios le lleven. Lo que quiero decir es que pudiéndose evitar la
muerte de un semejante, debe evitarse.

—Parece difícil y, sin embargo, es sencillo. Cálmese el furor de
la canalla; póngase una buena guardia en el edificio, y todo está
concluido.

—Ninguna de esas dos cosas puede hacerse.

—Pues entonces...

—Usted no carece de talento —dijo Regato sonriendo—, y, sin embargo, no
comprende mi idea. Siga aquí la guardia de milicianos... Supongamos que
viene eso que usted llama populacho...

—Y que los milicianos, recordando que son hombres de honor, españoles y
cristianos, defienden la entrada.

—No... supongamos que no la defienden.

—Entonces entra la canalla.

—Eso es, entra...

—Abre el calabozo.

—Abre el calabozo... y no encuentra a Vinuesa.

—¡Ah! ya... Que se escape.

—O que se esconda.

—Pero sus enemigos le buscarán.

—Que le busquen. Con tal que no le encuentren...

—Pero ya sabe usted que cuando la ferocidad popular pide una víctima,
si no se le da...

—Sacrifica al primero que encuentra.

—Es posible que la falta de Vinuesa la pague otro preso, quizás más
inocente que él... No, no me conviene ese plan.

—¿Y qué nos importa que la falta de Vinuesa la pague otro?

Monsalud miró a Regato con tanta severidad, que el dos veces gato
entornó sus párpados para mirar al suelo.

—¡Ah!, ya comprendo —dijo afectando buen humor—. Usted no quiere que le
toquen a su Gil de la Cuadra, que es, entre paréntesis, el más malo de
todos y el que merecería cualquier castigo.

—Es verdad que le protejo —dijo Salvador.

—Como que se ha metido usted en esta inmundicia solo por salvarle.

—También es verdad.

—Como que fue usted conmigo a los comuneros solo con el fin de hacerse
amigo entre la gente exaltada.

—También es cierto. Ese conocimiento tan hábil de mi conducta y de mis
intenciones me mueve a declarar que poseo, del mismo modo, parte de los
secretos de una persona a quien yo conozco.

—Con tal que no se refiera usted a las infames calumnias que dicen
contra mí los masones...

—Yo no me refiero a calumnias. Usted ha desempeñado su misión incitando
al pueblo a lanzarse en una vía de atrocidades sangrientas.

—Calumnia.

—Usted cumple también su misión, procurando que después del atentado
quede vivo el arcediano; y con tal que el pueblo consume su bestial
proyecto y tenga una víctima... poco le importa lo demás.

—Yo no quiero que haya víctimas —dijo Regato comprendiendo que era
mejor hablar con franqueza—. Lo que quiero es que Vinuesa no corra
peligro, y que si ha de haber sacrificio recaiga en la cabeza de alguno
de tantos pillos como llenan esta cárcel y la de Villa. Contaba con eso
y cuento todavía.

—¿Y qué papel debo yo desempeñar en esto? —preguntó Monsalud con cierta
perplejidad—. Porque usted me habla en el tono del que solicita ayuda.

—Exactamente. El alcaide de la cárcel es hombre con quien no se puede
contar. Usted, que ha venido aquí por una intriga; usted, que ha venido
aquí con el exclusivo objeto de salvar a un hombre, es quien puede
hacer esta buena obra.

—¿Cómo? —preguntó Salvador deseando saber hasta dónde iba el diabólico
entendimiento del agente secreto de Su Majestad.

—Aprovechando la borrachera que tomará hoy al mediodía, según su santa
costumbre, el señor Alcaide...

—¿Para poner en libertad a Vinuesa?

—Eso no puede ser, porque los milicianos no lo permitirían. Soy listo y
comprendo que si fuera posible este modo de escapar, ya lo habría usted
intentado en favor de Gil.

—Seguramente.

—Lo que yo quiero es que mude usted a Vinuesa de calabozo.

—Le buscarán.

—No le buscarán, si se pone otro en su lugar.

—Eso es entregar un hombre a los asesinos.

Regato no supo qué contestar. Estaba impaciente y nervioso, y
agitábase en su silla, tomando diferentes posiciones a cada minuto.

—¡Hombre de Dios! —gritó al fin—. Me sorprenden esos escrúpulos. ¿No
habrá en la cárcel un Barrabás? Pues muera Barrabás y que se salve
Jesús. Concedo con muchísimo gusto que Gil de la Cuadra no sea el
sustituto.

—Esa farsa infame no es propia de mí —contestó el joven—. Si el
populacho quiere una víctima, no seré yo quien fríamente se la
entregue, como el leonero que escoge la res más gorda para darla a las
fieras con que se gana la vida.

—Señor don Rígido —dijo Regato sin poder disimular su enfado—, maldito
si le sientan a usted esos humos de juez severo. ¿A qué tanta nimiedad
y sutileza de abogado para un asunto sencillísimo? Usted ha empleado
toda clase de recursos para sacar de aquí al que con más justicia está
preso.

—Usted juzga mal a mi amigo —repuso Monsalud con serenidad—, y es
extraño porque le conoce bien. No aparece complicado más que por unas
cartas que se hallaron entre los papeles de Vinuesa, y el juez debe de
haber comprendido que apenas merece castigo, pues solo le condena a
cuatro años de presidio, pena relativamente leve en estos tiempos.

—Nada de eso hace al caso —dijo Regato, como hombre afanado que se
decide a marchar derechamente hacia su objeto—. Usted creerá tal vez
que yo no correspondería a su buena voluntad con otra buena voluntad,
a su beneficio con otro beneficio.

Diciendo esto, el dos veces gato se llevó la mano a un cinto, y
desliándolo hizo sonar su contenido: un metal precioso que hace
enloquecer a los hombres. Monsalud sintió un impulso de ira, y
crispando los dedos miró el cuello del agente de Su Majestad. Pero la
razón no le abandonaba, y calculó que era muy prudente contenerse para
imaginar algún ardid que sin comprometerle, le librara de las enfadosas
sugestiones de aquel hombre.

—Guarde usted su dinero, señor Regato —dijo con serenidad—. Yo no soy
Pelumbres.

Regato no dijo nada y puso el cinto sobre la mesa.

«Este soberbio no cede con cualquier bicoca —pensó—. Será preciso hacer
un sacrificio, un verdadero sacrificio.»

—Yo creí —indicó Salvador disimulando su ira con una apariencia
festiva— que ya no le quedaban a usted más ochentines de los que el
gobierno dio a la Casa Real.

—Son onzas de oro —dijo Regato con naturalidad—. Ya sé que usted me
dirá mil lindezas y pedanterías. No parece sino que es un crimen
aceptar obsequios en pago de un servicio leal. Bueno, señor mío, usted
se lo pierde. Viva usted de sus rentas, viva de sus fincas, ya que
donosamente rechaza lo que le cae...

Levantose, y dando varios pasos en diferente sentido, se detuvo ante
Monsalud, le puso la mano en la cabeza y se la movió con gesto entre
cariñoso y amonestador.

—Y si no —añadió—, no hay nada de lo dicho. Por eso no hemos de reñir.
Cada uno tiene su conciencia como se la hizo Dios. Hay escrúpulos
respetables. Yo no censuro que haya personas así... tan atiesadas. Lo
que siento es que se va usted a ver en un mal paso, caballerito. Si
yo le he propuesto lo que sabe, es por encargo de varios amigos, y
ellos no son como yo, mansos y pacíficos y que con todo se conforman,
sino muy fieros y vengativos. Capaces son de darle un disgusto a mi
señor don Rígido... ¿Qué cree usted? —prosiguió poniéndosele delante
y clavando en él sus ojos, cuya pupila brillaba con dorados y verdes
reflejos—. Anoche ya estaban mis amigos muy incomodados con usted:
llamábanle traidor por haber aceptado un destino de esa canalla
masónica.

Monsalud seguía meditando.

—Y en rigor... —añadió el agente de Su Majestad—, la conducta de usted
es algo sospechosa. Anoche tuve que platicar mucho para defenderle a
usted... «Es un traidor», decían. «Pues si no nos sirve en su destino
de carcelero, haciendo lo que le mandemos, lo pasará mal...» En fin,
como son unos bárbaros, no es de extrañar que digan barbaridades. Yo me
miraría muy bien antes de enemistarme con ellos.

El otro seguía meditando.

—Yo se lo digo a usted con franqueza —continuó Regato animándose
ante la perplejidad del joven—, porque somos amigos, porque tengo
particulares simpatías con usted, conociendo como conozco sus méritos,
su buen corazón y mucho entendimiento. Tenga, pues, muy presente mi
advertencia, pero muy presente. Si se resiste a ayudarme, no salga
usted solo por las noches, ni vuelva a poner los pies en la asamblea ni
en sitio alguno donde nos reunamos. Además, los antecedentes políticos
del caballerito no son tales que pueda estar tranquilo, si alguien se
propone hacerle daño.

—No creo tener enemigos —dijo casi maquinalmente Salvador.

—Téngalos o no, usted es un hombre que no ha dejado de cometer errores
en su vida.

Salvador le miró con tristeza.

—Y entre ellos se cuenta —continuó Regato— el haber tenido relaciones
con Amézaga, el poseedor de los secretos del rey en Valencey.

—¡Yo!... —dijo Monsalud lleno de estupor.

—No me lo negará usted a mí. Amézaga, que se cortó el pescuezo con una
navaja de afeitar, antes que pudiera retorcérselo el verdugo, concluyó
como debía concluir. Usted, que le ayudó en la publicidad de los
célebres secretos, no fue objeto de persecuciones ni aun de sospechas,
porque supo esconderse; pero ¡ay, insigne joven!, usted no podrá
librarse de una causa el día en que cualquier mal intencionado quiera
hacerle daño... Usted tuvo correspondencia con Amézaga...

La cara atónita de Monsalud estaba diciendo: «Es verdad.»

—Amézaga le escribió a usted varias cartas que le comprometen, pero de
una manera... La causa está abierta. Ya sabemos que este es uno de los
asuntos en que Su Majestad no perdona. Se trata de sus chicoleos en
Valencey, de sus diabluras con los Bonapartes... en fin, ello es grave,
y no hay gobierno, por patriotero que sea, que no apoye a nuestro rey.

—Eso es historia antigua —dijo Salvador con desdén.

—Antigua, sí: yo no he visto las cartas de Amézaga dándole
instrucciones a usted y a otros conspiradores para publicar las
aventurillas de Su Majestad; pero el amigo mío que las posee, me ha
dicho que son terribles. Con la mitad de aquello se sube al cadalso en
todos tiempos.

Salvador sentía viva agitación.

—El año 19, usted conspiraba; usted se vio obligado a esconderse hoy
aquí, mañana allí, para burlar a la policía. En una de estas mudanzas
un amigo mío se apoderó de un paquete de cartas que tenía mi señor
don Salvador en la gaveta de su mesa. Según me ha dicho, las había
políticas, amorosas, familiares, de todas clases.

—Es verdad que perdí unas cartas; ¿pero qué...?

—Que el poseedor de ellas las guarda como oro en paño. Ni siquiera a mí
me las ha querido mostrar. ¿Sabe usted quién es? Alonso Sánchez, que
fue de la policía, y ahora está cesante, y como cesante, desesperado.
Posee una admirable colección de papeles curiosos... Es amigo mío, muy
amigo mío.

Monsalud no contestó. Regato, al decir lo que antecede, apretó el
brazo contra su cuerpo, complaciéndose en sentir bajo el uniforme
el contacto de un objeto semejante en tamaño y dureza a un paquete
de papeles. Había mentido como un bellaco. Las cartas firmadas por
Amézaga y dirigidas a Monsalud en julio del 14 las tenía él, juntamente
con otras de dudoso valor político, por ser esquelas de amores o de
familia. Habíalas recibido del agente de policía, y las guardaba, como
otros muchos tesoros epistolares, esperando que llegase la ocasión de
utilizarlas. El astuto intrigante daba gran importancia a todo papel
que en su mano por cualquier evento caía, y los tenía clasificados
por autores con una escrupulosidad cariñosa, semejante al celo de los
anticuarios y bibliófilos.

Aquella mañana, antes de dirigirse a la cárcel de la Corona, abrió una
arqueta que encerraba numerosos legajos, parecidos a expedientes, y
después de recorrerlos brevemente con la vista, sacó uno que decía:
_Amézaga, Salvador Monsalud_. Guardolo en un profundo bolsillo interior
con que había dotado a su casaca de miliciano, para que el uniforme,
según decía festivamente, no fuera prenda inútil.

—Señor Regato —dijo Monsalud—, todo eso de los papeles de Amézaga me
tiene sin cuidado en lo referente a lo que usted me propone hoy. Pero
me gustaría recobrarlos, ¿por qué he de decir otra cosa?

«¡Bribón! —dijo Regato para sí, oprimiendo dulcemente el bulto de
papel—. Como no cedas ni a las onzas ni a las amenazas, te venceré con
esto.»



XXV


Ninguna importancia dio Monsalud a tal incidente. Fijábase ante todo en
la amenaza de concitar contra él el odio de los Pelumbres y comparsa.
Esto le pareció un verdadero percance, por ser Regato omnipotente en
tal especie de guerra. Considerando la maldad de aquel hombre, vio un
peligro real y cercano, y comprendió que no eran palabras vanas las
referentes a la brutalidad vengativa de los amigos del agente de Su
Majestad. Su mente se llenó de las ideas evocadas por el peligro, y
pensó en los medios de librarse del que con una mano ofrecía oro y con
otra porrazos.

«Este tunante —pensó Monsalud— no me perdonará. No soy quien soy, si
dejo a este reptil en disposición de morderme.»

Cuando esta idea cruzó por su mente, tuvo otra felicísima: seguir
aparentando perplejidad para que Regato le creyese inclinado a una
inteligencia.

«Mucho lo piensa —dijo para sí don José Manuel—. Su indecisión es buena
señal. No se enfurece, no grita, no dice una palabra de su honor.
Sacaré el dinero para que viéndole... pues...»

—Déjeme usted pensar un rato lo que debo hacer —indicó Monsalud.

Conservando una seriedad ficticia, Regato empezó a contar dinero sobre
la mesa.

—No se trata de ningún desafuero —dijo—, sino de un servicio. Mi objeto
solo es que Vinuesa no muera, y que la irritación del pueblo pase sobre
él como pasan las olas por encima de una roca sin conmoverla. Si el
pueblo registra demasiado los calabozos y quiere hacer alguna atrocidad
en cabeza absolutista, lo más acertado me parece sacar a Vinuesa de su
encierro, esconderle en las buhardillas... y nada más. El Alcaide es un
borracho y un fanático. No me atrevo a hablarle, porque estamos reñidos
desde hace tiempo. Ni él me traga a mí ni yo a él, ¿entiende usted?
Va para un año que no pongo los pies en esta casa y a nadie conozco
en ella. Pero usted puede hacerlo todo. Los milicianos que están de
guardia no es fácil que se enteren.

—¡Oh!, sí, es muy fácil —dijo Monsalud.

«Pide mucho —pensó Regato—, habrá que hacer un sacrificio mayor.»

«¡Ah!, tunante —pensó Monsalud mirándole fijamente, pero sin dejar
conocer su idea—: tú has creído jugar conmigo, y yo, aunque no soy
agente de Su Majestad, ni dispongo de fuerza alguna, ni de grandes
caudales, te voy a sentar la mano de tal modo que has de acordarte de
mí toda tu vida.»

La sonrisa del triunfo presente o anunciado por el corazón, alteró el
semblante pálido y serio de Salvador; pero Regato, sin advertir nada,
continuaba manoseando las peluconas.

«Te juro, miserable —prosiguió Monsalud, pensándolo—, que el lazo que
voy a armarte y en el cual vas a caer como un pajarillo inocente, se
deja atrás a tus diabólicos ardides. Cuenta, cuenta dinerito.»

—¿Lo ha pensado usted? —preguntó Regato.

—Hombre, sí que lo he pensado... ¡Qué demonios! Este es un país donde
las personas honradas no pueden conservar su honradez. No hay medio de
vivir: todo cuesta un ojo de la cara.

«Tiene apuros... —pensó Regato—. Cayó. La historia de siempre.»

—Por el momento —dijo Salvador—, guarde usted ese dinero. Puede pasar
alguien, oír su sonido seductor, y entonces... las sospechas...

—Está bien, muy bien —manifestó el comunero miliciano encerrando las
onzas en el cinto.

—Y ahora discurramos lo que se ha de hacer.

—Es muy sencillo: sacarle del calabozo sin que lo vea nadie, y subirle
a las buhardillas. Salga usted a ver si ya el señor Alcaide está
durmiendo la mona. A los demás empleados de la cárcel se les puede dar
algo... Eso a juicio de usted.

Monsalud empezó a dar pasos por la habitación. El plan que rápidamente
había concebido para dar una severa lección y un castigo muy duro al
agente, presentósele muy difícil de realizar.

«Atarle aquí, ponerle una mordaza y subirle a las buhardillas —pensó—
es muy aventurado. Gritará... Da la maldita casualidad de que no hay un
solo calabozo vacío. ¿Pero no habrá algún calabozo vacío?... El 17 se
ocupó ayer... el 14 no se desocupará hasta mañana.»

Siguió meditando.

—No debemos perder tiempo —dijo súbitamente Regato—. Entremos ambos
en el encierro de Vinuesa. Son las tres y media. El Alcaide duerme
la siesta. Hable usted con los calaboceros que puedan estorbar. Los
milicianos están en el cuerpo de guardia, y si hay algunos en el patio,
les convidaremos a café. Mande usted traer copas y café, diciéndoles
que es hoy su cumpleaños.

Monsalud se echó a reír.

«No está mal cumpleaños el que a ti te espera», pensó.

Ya tenía un nuevo plan.

—Espéreme usted aquí —dijo—. Voy a dar una vuelta por la cárcel. Veré
si duerme el Alcaide; diré dos palabras a los calaboceros, aunque se
me figura que no serán necesarias tantas precauciones. La prisión de
Vinuesa está bajo la escalera, y no será preciso pasarle por el patio,
¿entiende usted?

—Entiendo... ¡Oh, las cosas se presentan bien! —dijo Regato—. En fin,
vaya usted... No olvidarse de las copas. Con los milicianos no se puede
contar sino engañándoles, lo cual es facilísimo. Dígales usted que se
han recibido noticias de que viene Riego con su ejército, con veinte
ejércitos como los de Jerjes a conquistar a Madrid. Yo no bajo, porque
se me pegarían, no me dejarían respirar.

Monsalud salió de la pieza, recorrió la cárcel, habló brevemente con el
Alcaide, que en aquel momento se disponía a dormir la siesta. Este,
recomendándole mucha vigilancia, le dijo:

—Me parece que no tendremos la jarana que se anunció. Alarmas,
invenciones de los desocupados. No se ha visto hasta ahora un solo
grupo sospechoso en toda la calle, y me parece que tendremos un día
tranquilo. Además, la Milicia no toleraría ningún desmán. Está decidida
a que nadie traspase el umbral de la cárcel.

Pasado algún tiempo desde que el Alcaide se encerró en su cuarto,
convidó Salvador a los milicianos, siguiendo las advertencias de
su sobornador, y dio luego varias órdenes a los dos calaboceros
que estaban a la sazón en la casa, enviándoles a puntos de donde
no pudiesen volver antes de un cuarto de hora. Con estas ligeras
precauciones había seguridad completa, como ahora mismo se verá.

Bajo la escalera de la cárcel, en el oscuro hueco que formaba el
primer tramo, había una puertecilla poco visible. Era la puerta del
calabozo en que estaba Gil de la Cuadra, la única prisión en la cual se
podía entrar sin atravesar el patio y las crujías bajas del edificio.
Monsalud tomó un pedazo de tiza y en la puertecilla dibujó groseramente
una horca con su correspondiente ahorcado, cuidando de poner debajo:
_Tamajón_. En seguida subió: de un cuarto oscuro destinado a trastos
sacó dos objetos que guardó cuidadosamente, dirigiéndose al punto en
busca de Regato. Momentos después ambos se aproximaban a la puerta del
calabozo.

—¿Conque aquí está ese desgraciado? —dijo el agente de Su Majestad—.

—Sí, ya veo la célebre horca y los letreros.

Monsalud abrió y entraron. Al principio la oscuridad no les permitió
ver objeto alguno.

—Señor don Matías —dijo Regato adelantando en las tinieblas.

—¿Quién es? —murmuró Gil de la Cuadra.

—Señor Vinuesa...

Monsalud cerró por dentro.

Pasó un rato antes de que el agente conociese el engaño.

—¿Qué es esto? —gritó—. Engaño, traición... ¡Salvador!

—Engaño, traición —repitió este.

—¡Infame, abre pronto, o te ahogo! —exclamó el gato, ciego de ira y
amenazando con la crispada zarpa el cuello del joven. Con movimiento
rápido echó mano a la espada.

Monsalud levantó el brazo derecho y descargó sobre el agente un bofetón
olímpico, una de esas bofetadas supremas y decisivas, que recuerdan la
quijada de asno de que Sansón se servía. Regato cayó al suelo. En pocos
segundos Monsalud le amordazó.

—Ahora —le dijo—, desnúdate..., ¡pronto!

Nunca el agente se había parecido tanto a un gato. Arañó a su enemigo,
y falto de habla, bufaba sordamente.

—Desnúdate pronto, o te aplasto, reptil. Necesito tu uniforme de
miliciano.

Gil de la Cuadra miraba con estupor la singular escena.

—Necesito tu uniforme.

Monsalud tiraba de las mangas, desabrochaba los botones. En poco tiempo
el morrión, los pantalones, la casaca y la espada de Regato, fueron
arrojadas al rincón opuesto. Inmediatamente el joven sacó una larga
cuerda, y con mucho trabajo, porque el gato se defendía rabiosamente,
le ató con tal fuerza que no podía moverse. Las argollas que había en
la pared de la prisión le sirvieron para sujetar al nuevo preso, que
hubo de quedar adherido, clavado al muro como un murciélago.

—Señor Gil —dijo Monsalud imperiosamente—, póngase usted ese vestido de
miliciano. Pronto será de noche. ¡A la calle!

Gil de la Cuadra no apartaba los ojos del triste espectáculo que tenía
delante.

—Pronto... ¡el uniforme! —repitió Monsalud—. Saldrá usted ahora y le
ocultaré en mi cuarto hasta que sea de noche. ¡Pronto!

Gil de la Cuadra obedeció, y en silencio empezó a vestirse.

Pausa; silencio profundo. Sintiose luego un rumor que crecía, crecía, y
de rumor se trocó en mugido sordo, confusas palabras de gente, gritos,
pasos, puertas que se cerraban. Sonaron varios tiros.

Monsalud, después de asegurar con toda su fuerza la cuerda que ataba a
Regato, salió lleno de zozobra del encierro.



XXVI


Casi al filo de mediodía, una horda de caníbales se reunía en la Puerta
del Sol, mejor dicho, se diseminaba, marchándose cada animal por su
lado, después de acordar juntarse por la tarde en el mismo sitio.
Así lo hicieron, y las autoridades miraban aquello como se mira una
fiesta. Pasadas las cuatro, los grupos volvieron a invadir la Puerta
del Sol. Había en ellos una frialdad solemne y lúgubre, como de quien
no fía nada al acaso ni a la pasión, sino al cálculo y a la consigna.
La autoridad seguía no viendo nada, o negligente o cómplice o imbécil,
que las tres cosas pueden ser. Los grupos susurraban, y por un momento
vacilaron; al cabo de cierto tiempo dirigiéronse por la calle de
Carretas, y las de Barrionuevo y la Merced, a la cárcel de la Corona.
Llenose la calle de la Cabeza en su mayor parte. Destacábase al frente
de uno de los grupos el ciudadano Pelumbres, arengando como una bestia
que hubiese aprendido, durante corto tiempo y por arte milagroso, el
lenguaje de los hombres. Casi todos llevaban armas, menos él.

Considerando que su persona no estaba completa, pidió una navaja; mas
como nadie se hallase dispuesto a tal generosidad, dirigió su mirada
de buitre a todas partes. Hacia la calle de San Pedro Mártir construían
una casa. Pelumbres se acercó a la empalizada: vio algunas piedras de
granito a medio labrar, y encima de ellas un gran martillo.

—Para el sastre la aguja —dijo—, la lezna para el zapatero, el cuerno
para el toro, y para el herrero el martillo.

Cuando se dirigió con su arma al hombro a la esquina de la calle de
Lavapiés, sus compañeros rompían a hachazos la puerta de la cárcel.
Los milicianos, no queriendo sostener una lucha contraria al progreso,
según su criterio, ni tampoco entregarse sin resistencia, habían
asegurado la puerta con un solo cerrojo, y en el zaguán se disponían
intrépidos a descargar sus armas... al aire.

La puerta no se resistió mucho. Lo que empezaron los hachazos, dos
docenas de coces lo concluyeron. Disparáronse al aire varios fusiles
de milicianos; la turba penetró en el patio de la cárcel, rápida como
un brazo de agua, rugiente y soez. Hay un grado de ferocidad que la
Naturaleza no presenta en ninguna especie de animales: solo se ve
en el hombre, único ser capaz de reunir a la barbarie del hecho las
ignominias y brutalidades de la palabra. Viendo a los hombres en
ciertas ocasiones de delirio, no se puede menos de considerar a la
hiena como un noble animal.

El calabozo de Vinuesa era bastante conocido de casi todos los que
entraron. Cómo lo abrieron no se sabe. La turba que en la calle era
gruesa, se afiló para entrar en la cárcel. Para penetrar por una
puertecilla estrecha tuvo que aguzarse más. Parecía una serpiente
de largo cuerpo y cabeza estrecha, introduciendo su boca por una
hendidura. El cuerpo se agrandaba en el patio; enroscándose, salía a
la calle, daba varias vueltas por las inmediatas, y la cola, parte en
extremo sensible y movible, culebreaba en la plazoleta de Relatores.
La cola se componía de mujeres. Cuando Vinuesa vio que entraban en
su calabozo aquellos hombres terribles, comprendió que su fin era
inminente. Poniéndose de rodillas y cruzando las manos, gritó:

—¡Perdón, perdón!

El calabozo retumbaba con las imprecaciones. Viose en el aire un
círculo rápido, espantoso, trazado por un pedazo de hierro adherido al
extremo de un palo, que blandían manos vigorosas. El martillo describió
primero un círculo en vano, después otro... y la cabeza del infeliz reo
recibió el mortal golpe. Siguiole otro no menos fuerte, y después diez
navajas se cebaron en el cuerpo palpitante.

       *       *       *       *       *

Lavaban los asesinos el martillo en la fuente de la calle de Relatores,
cuando el gobierno resolvió desplegar la mayor energía. ¡Qué sería de
esta nación si la Providencia no le deparase en ocasiones críticas el
tulelar beneficio de un gobierno! La noticia del crimen corrió por
Madrid, y la Villa, que es y ha sido siempre una villa honrada, se
estremeció de espanto y piedad. El gobierno se estremecía también, y
declaraba con patriótico celo que no descansaría hasta castigar a
los culpables. Para que nadie tuviera duda de su gran entendimiento y
perspicacia política, mandó que inmediatamente se pusiera fuerza del
Ejército en el edificio, y por si alguien tenía dudas todavía de su
diligente y paternal actividad, ordenó que al instante y sin pérdida
de momento, _se instruyesen las oportunas diligencias_. Quejarse de un
gobierno así es quejarse de vicio.



XXVII


Cuando Gil de la Cuadra y Regato se quedaron solos, siguieron oyendo
aquel rumor de voces que resonaba en el patio de la cárcel. Durante
más de un cuarto de hora el estrépito fue grande. Gil de la Cuadra,
comprendiendo que el populacho había invadido el edificio, se puso de
rodillas y, cruzando las manos, rezó en voz alta.

El otro desgraciado se hinchaba y gruñía. De su rostro congestionado
afluía copioso sudor. Trataba de romper sus ligaduras y de escupir
su mordaza; pero unas y otra habían sido puestas por buena mano. Por
último, tras repetidos esfuerzos, de su boca pudo salir una voz, más
que voz, silbido, que decía:

—¡Piedad, piedad!

Gil de la Cuadra se acercó a él y limpiole el sudor de la frente.
Las miradas de Regato eran tan expresivas pidiendo compasión; las
contracciones de su cara tan violentas, que el primer preso no pudo
resistir el estímulo de sus sentimientos compasivos, y le quitó la
mordaza.

—¡Ah... gracias, gracias! —exclamó el agente de Su Majestad aspirando
con delicia el aire fétido de la prisión—. Aire, aire... me ahogo aquí.

—Pero con esto concluyen mis complacencias —dijo Cuadra—. No le quitaré
a usted la cuerda, eso no.

—Toque usted mi cintura —murmuró Regato—. ¿Qué suena en ese cinto?
Dinero. Todo eso por la libertad... pero suélteme usted.

—No puedo.

—¡Y el populacho ha entrado en la cárcel! ¿Ha sentido usted, señor Gil?

—Sí; me pareció que entraba en el patio una ola del mar... Ahora parece
que ha cesado el rumor. Se alejan.

—Se alejan, sí. Pero aún se sienten voces. Ese malvado volverá a entrar
aquí... ¡Favor, pueblo!... ¡Pueblo mío, favor!

Los gritos de Regato no traspasaban los muros de la prisión.

—Señor Gil —gritó con acento de desesperación—: saque usted mi espada y
máteme. Un hombre de mi temple no puede soportar este suplicio.

—Calma, calma, señor don José Manuel —dijo Cuadra poniendo la mano
sobre la cabeza del agente—. Yo suplicaré a mi amigo que no le haga a
usted daño alguno... Pero, tarda, tarda.

—¡Su amigo! ¿Pues no tiene la vileza de llamarle su amigo? —dijo Regato
poniéndose tan encendido como cuando tenía la mordaza.

—Mi amigo, mi protector, mi salvador..., pues si él no existiera, ¿qué
sería de mí?... Pero tarda, ¿no es verdad que tarda?

—¡Estúpido viejo! —gritó Regato fuera de sí—, ten vergüenza, y córtate
la mano antes que estrechar con ella la de ese hombre...

—¡Yo!... En mi corazón no existe ya ni puede existir el odio. Y si
existiera, para ese hombre no tendría sino amor, una admiración
respetuosa, un afecto paternal.

—Es verdad que hay cariños muy singulares —dijo Regato sonriendo con
infernal malicia—. Yo conocí a un sujeto que sacaba a paseo, llevándole
a cuestas, al cortejo de su mujer.

Gil de la Cuadra creyó que Regato sufría enajenación mental. Compasivo
se acercó a él.

—Vendrá pronto —le dijo—. Yo intercederé por usted... pero tarda, ¿no
es verdad que tarda? Ahora apenas se oye ruido.

—Intercederá usted —añadió Regato con afán de perversidad—. Y si él le
pide algo en cambio, le dará usted su mujer... no, porque murió; pero
aún tiene usted una hija. Sin embargo, como él la tiene en su casa, se
habrá cobrado por adelantado.

—Señor Regato —dijo Cuadra con severidad—, el lenguaje de usted es
propio de un loco.

—¡Imbécil, imbécil! El de usted es propio de un ciego... ¡Pobre doña
Pepita! Era una excelente señora, y tan guapa... Seguramente, si no
hubiera dado con un esposo tan crédulo como usted...

—Señor Regato —ordenó Cuadra con enojo—, le digo a usted que se calle.

—No digo más sino que aquella señora era una buena pieza.

—La desastrosa situación de usted me impide contestar a esa insolencia
como se merece.

—¿De veras cree usted que la hermosa dama era un modelo de virtudes?

—Sí, canalla: sí lo creo —gritó trémulo de ira Gil de la Cuadra,
buscando con vacilante mano la espada.

—Pues mis noticias son que pecó varias veces. Dígalo Salvador Monsalud
que fue su cortejo... ¡Oh, Dios mío! Estoy preso, estoy atado... Pero
en mi horrible situación me das armas; me das este veneno que escupo y
con el cual mato.

—¡Miserable!...

Gil de la Cuadra corrió hacia él y le oprimió el cuello.

—Ahógame, necio —gruñó Regato—, ahógame. Mi último suspiro será para
echarte en cara tu vilipendio. Ese hombre, ese amigo mío...

—¡Qué dices!...

—Te burló, te burló. En Francia, todos los españoles lo sabían menos
tú...

Gil de la Cuadra vacilaba. Una idea cruzó como un relámpago por su
cerebro; una idea confusamente mezclada con recuerdos, palabras,
coincidencias, detalles.

—El majadero no lo cree —dijo Regato, ya libre de las manos que le
apretaban el cuello—. Voy a darle pruebas para que calle.

—¡Pruebas! Está loco. Cállese usted. Esto es una farsa... ¡Pero ese
hombre no viene, Santo Dios!

—Pruebas, sí. Ponga usted la mano sobre el costado derecho, en la
pechera del uniforme mío que tiene puesto. ¿Qué hay en ese bolsillo?

—Un bulto, una cartera.

—Un paquete. Sáquelo usted.

—Ya está. Cartas...

—Lea usted...

—¿Qué es esto? Una carta firmada _Amézaga_.

—Siga, hojee usted ese precioso libro. Tras esa joya vendrá otra.

Gil de la Cuadra, acercándose al ventanillo por donde entraba una débil
luz, recorría una tras otra con ardiente curiosidad las cartas.

—A prisa, a prisa. Pase usted todas las primeras. ¿Qué viene ahora?

—Una lista con varios nombres.

—Adelante... ¿Y ahora?

—Una...

Gil de la Cuadra calló de improviso. El corazón saltole en el pecho.
Quedose frío, mudo, atónito, lleno de espanto, como el que se ve en el
borde del abismo y comprende con veloz juicio que no hay más remedio
que caer.

—¡Ah! —dijo Regato—. El imbécil ha puesto al fin la mano sobre
el delito de su esposa. Es tan bruto que necesita tocarlo para
comprenderlo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo.

—¿Qué dice la carta? —añadió el agente—. Tras esa vienen otras muchas.
Yo he pasado buenos ratos leyéndolas. ¡Cómo palpita en ellas la pasión!
¡Qué ardor, qué ternura! Y los dos amantes disimulaban bien... ¡Cuántas
precauciones para engañar al bobillo! Se encuentran en esas cartas
traiciones inauditas, alevosías de él y de ella. La señora parecía más
apasionada que... nuestro amigo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo. De repente se desplomó. Un ay de
dolor, exclamación aguda y penetrante, parecida a las que exhalan los
que sufren repentina muerte, salió de sus labios. Cayó al suelo. Su
mano estrujaba un papel.

—El incrédulo parece convencido... ¡Menguado viejo, ahí tienes a
tu Providencia, ahí tienes a tu Salvador, ahí tienes a tu amigo
querido!... ¡Le has entregado a tu hija!

Cuando esta última palabra resonó en la prisión, estremeciose el cuerpo
del anciano herido en su alma. Irguiendo la cabeza, abrió los ojos,
diose furibundo golpe en la frente con la palma de la mano, y repitió:

—¡Mi hija!

Un instante después Gil de la Cuadra estaba sentado en el suelo, los
ojos fijos, el cuerpo encorvado, los labios entreabiertos, atónito,
lelo...

Abriose la puerta. Monsalud entró.



XXVIII


—Vamos, señor Gil —dijo—. Vamos al punto.

Nadie contestó. Monsalud aguardó un instante. Traía una luz.

—¡Ah! —exclamó viendo que Regato continuaba en su sitio—. ¡Tunante!
Pasarás aquí la noche, hasta que haya un alma compasiva que te saque.
Han asesinado a Vinuesa. Dicen que habrá esta noche nueva visita a los
calabozos.

Regato no contestó nada. Salvador se dirigió a Gil de la Cuadra.

—Vamos —le dijo—. ¿Por qué se arroja usted al suelo en el momento de
salir?

Extendió el brazo para alzarle; pero el anciano, rechazándolo con
fuerza, se levantó solo.

—Vamos fuera —repitió Monsalud—. Llegó el momento... ¡Libertad!...

—De ti, de tu mano —exclamó Gil de la Cuadra con profunda ira—, no la
quiero.

Salvador, estupefacto y espantado, no supo qué decir.

—Vamos...

—No quiero.

—Salgamos.

—¡Contigo, jamás!

—¿Qué dice usted?... ¡Amigo..., por favor!

—Miserable, apártate de mí —gritó Cuadra dirigiendo a su libertador una
mirada de profundo desprecio—. Me manchas, me ofendes, me repugnas.

—¡Qué locura! Vamos pronto —dijo Salvador tomándole por un brazo—.
Piense usted en su hija, que espera.

—¡Mi hija, mi pobre Sola! —exclamó el anciano cubriendo con ambas manos
su rostro.

Este recuerdo y las ideas que evocó, produjeron conmoción profunda en
su ánimo. De súbito el instinto de libertad surgió poderoso en su alma.
Corriendo hacia la puerta, salió. Monsalud fue tras él.

—Déjame, no me toques... ¡Te desprecio, te aborrezco, me causas horror!

Salvador se detuvo. Su conciencia había dado un grito espantoso.

—No me has salvado, no me has salvado, no; es mentira —añadió Gil de la
Cuadra—. Tuya no puede ser esta buena acción. Déjame, déjame. No quiero
verte más.

Hallábanse en el patio de la cárcel. Era el momento en que los soldados
enviados por el gobierno ocupaban el edificio, arrojando de allí a los
milicianos.

Gil de la Cuadra, huyendo de Monsalud que corría tras él, cayó al
suelo. Acercose un soldado, y golpeando con el pie a Gil de la Cuadra,
dijo:

—Un miliciano borracho. A la calle pronto.

El anciano no podía moverse. Monsalud, tomándolo en brazos, le sacó
fuera de la cárcel.

—¡Déjame, déjame, maldito!

Quiso andar, quiso huir; pero le faltaban las fuerzas. Monsalud le
sostenía, y así llegaron hasta la plazuela de Lavapiés, donde aguardaba
un coche. Cargando de nuevo al anciano, Salvador lo entró en él. Solita
le recibió en sus brazos.

—Entra tú también, hermano.

Gil de la Cuadra había perdido el conocimiento; pero seguía diciendo:

—¡Maldito, maldito...!

—Yo no —repuso Salvador—. Adiós, hermana. Ya sabes dónde has de ir.

—Pero tú...

—Te digo que no; adiós. Jamás volveremos a vernos... Adiós.

Cuando el coche partió hacia las afueras de Madrid, Monsalud dirigiose
hacia el interior de la villa. Más de una vez se detuvo ante cualquier
esquina en la actitud desesperada de un hombre que ha decidido
estrellarse la cabeza contra las paredes. Andaba sin dirección fija y
pasaba de una calle a otra. En una de las vueltas estuvo a punto de
ser atropellado por una carroza que entraba en el ancho pórtico de
histórico palacio. Era la carroza del marqués de Falfán de los Godos, y
conducía a los que ya eran marido y mujer. En la frente de esta no se
había secado aún el agua bendita que tomó al salir de la parroquia.

  Madrid, junio de 1876.


FIN DE «EL GRANDE ORIENTE»




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