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Title: El terror de 1824
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del párrafo en que se las llama.



EPISODIOS NACIONALES

EL TERROR DE 1824



  Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
  furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.



  B. PÉREZ GALDÓS
  EPISODIOS NACIONALES
  SEGUNDA SERIE

  EL TERROR DE 1824

  32.000

  [Ilustración]

  MADRID
  OBRAS DE PÉREZ GALDÓS
  132, Hortaleza
  1904



  EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO
  IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
  C. de San Francisco, 4.



EL TERROR DE 1824

I


En la tarde del 2 de octubre de 1823 un anciano bajaba con paso tan
precipitado como inseguro por las afueras de la Puerta de Toledo en
dirección al puente del mismo nombre. Llovía menudamente, sin cesar,
según la usanza del hermoso cielo cuando se enturbia, y la ronda podía
competir en lodos con su vecino Manzanares, el cual, hinchándose como
la madera cuando se moja, extendía su saliva fangosa por gran parte del
cauce que le permiten los inviernos. El anciano transeúnte marchaba con
pie resuelto, sin que le causara estorbo la lluvia, con el pantalón
recogido hasta la pantorrilla, chapoteando sin embarazo en el lodo con
las destrozadas botas. Iba estrechamente forrado, como tizona en vaina,
en añoso gabán oscuro, cuyo borde y solapa se sujetaba con alfileres
allí donde no había botones, y con los agarrotados dedos en la parte
del pecho, como la más necesitada de defensa contra la humedad y el
frío. Hundía la barba y media cara en el alzacuello, tieso como una
pared, cubriéndose con él las orejas y el ala posterior del sombrero,
que destilaba agua como cabeza de tritón en fuente de Reales Sitios.
No llevaba paraguas ni bastón. Mirando sin cesar al suelo, daba unos
suspiros que competían con las ráfagas de aire. ¡Infelicísimo varón!
¡Cuán claramente pregonaban su desdichada suerte el roto vestido,
las horadadas botas, el casquete húmedo, la aterida cabeza, y aquel
continuo suspirar casi al compás de los pasos! Parecía un desesperado
que iba derecho a descargar sobre el río el fardo de una vida harto
enojosa para llevarla más tiempo. No obstante, pasó por el puente sin
mirar al agua, y no se detuvo hasta el parador situado en la divisoria
de los caminos de Toledo y Andalucía.

Bajo el cobertizo destinado a los alcabaleros y gente del fisco, había
hasta dos docenas de hombres de tropa, entre ellos algunos oficiales
de línea y voluntarios realistas de nuevo cuño en tales días. Los
paradores cercanos albergaban una fuerza considerable, cuya misión era
guardar aquella principalísima entrada de la corte, ignorante aún de
los sucesos que en el último confín de la Península habían cambiado el
gobierno de constitucional dudoso en absoluto verídico y puro, poniendo
fin entre bombas certeras y falaces manifiestos a los _tres llamados
años_. En aquel cuerpo de guardia eran examinados los pasaportes,
vigilando con exquisito esmero las entradas y las salidas, mayormente
estas últimas, a fin de que no escurriesen el bulto los sospechosos
ni se pusieran en cobro los revolucionarios, cuya última cuenta se
ajustaría pronto en el tremendo Josafat del despotismo.

Acercose el vejete al grupo de oficiales, y reconociendo prontamente
al que sin duda buscaba, que era joven, adusto y morenote, bastante
adelantado en su marcial carrera como proclamaban las insignias, díjole
con mucho respeto:

—Aquí estoy otra vez, señor coronel Garrote. ¿Tiene vuecencia alguna
buena noticia para mí?

—Ni buena ni mala, señor... ¿cómo se llama usted? —repuso el militar.

—Patricio Sarmiento, para servir a vuecencia y la compañía; Patricio
Sarmiento, el mismo que viste y calza, si esto se puede decir de mi
traje y de mis botas. Patricio Sarmiento, el...

—Pase usted adentro —díjole bruscamente el militar, tomándole por un
brazo y llevándole bajo el cobertizo—. Está usted como una sopa.

Un rumor, del cual podía dudarse si era de burla o de lástima, y quizás
provenía de las dos cosas juntamente, acogió la entrada del infeliz
preceptor en la compañía de los militares.

—Sí, señor Garrote —añadió Sarmiento—; soy, como decía, el hombre más
desgraciado de todo el globo terráqueo. Ese cielo que nos moja no
llora más que lloro en estos días, desde que me han anunciado como
probable, como casi cierta, la muerte de mi querido hijo Lucas, de
mi niño adorado, de aquel que era manso cordero en el hogar paterno
y león indómito en los combates... ¡Ah, señores! ¡Ustedes no saben
lo que es tener un hijo único, y perderlo en una escaramuza de
Andalucía, por descuidos de un general, o por intrepidez imprudente
de un oficialete!... ¿Pero hay esperanzas todavía de que tan horrible
noticia resulte incierta? ¿Se ha sabido algo? Por Dios, señor Garrote,
¿ha sabido vuecencia si mi idolatrado unigénito vive aún, o si feneció
en esas tremendas batallas?... ¿Hay algún parte que lo mencione?...,
porque Lucas no podía morir como cualquiera, no: había de morir ruidosa
y gloriosísimamente, de una manera tal, que dé gusto y juego a los
historiadores... ¿Ha sabido algo vuecencia de ayer acá?

—Nada —repuso Garrote fríamente.

—Ha seis días que vengo todas las tardes, y siempre me dice vuecencia
lo mismo —murmuró Sarmiento con angustia—. ¡Nada!

—Desde el primer día manifesté a usted qué nada podía saber.

—Pero a todas horas entran heridos, soldados dispersos, paisanos,
correos que vienen de las Andalucías. ¿Se ha olvidado usted de
preguntar?

—No me he olvidado —indicó el coronel con semblante y tono más
compasivos—; pero nadie, absolutamente nadie, tiene noticia del
miliciano Lucas Sarmiento.

—¡Todo sea por Dios! —exclamó el preceptor mirando al cielo—. ¡Qué
agonía! Unos me dicen que sucumbió, otros que está herido gravemente...
¿Han entrado hoy muchos milicianos prisioneros?

—Algunos.

—¿No venía Pujitos?

—¿Y quién es Pujitos?

—¡Oh! Vuecencia no conoce a nuestra gente.

—Soy forastero en Madrid.

—¡Oh! Pasaron aquellos tiempos de gloria —exclamó don Patricio con
lágrimas en los ojos, y declamando con cierto énfasis que no cuadraba
mal a su hueca voz y alta figura—. ¡Todo ha caído, todo es desolación,
muerte y ruinas! Aquellos adalides de la libertad, que arrancaron
a la madre España de las garras del despotismo; aquellos fieros
leones matritenses, que con solo un resoplido de su augusta cólera
desbarataron a la Guardia real, ¿qué se hicieron? ¿Qué se hizo de la
elocuencia que relampagueaba tronando en los cafés, con luz y estruendo
sorprendentes? ¿Qué se hizo de aquellas ideas de emancipación que
inundaban de gozo nuestras corazones? Todo cayó, todo se desvaneció
en tinieblas, como lumbre extinguida por la corriente de las aguas.
La oleada de fango frailesco ha venido arrasándolo todo. ¿Quién la
detendrá volviéndola a su inmundo cauce? ¡Estamos perdidos! La patria
muere ahogada en lodazal repugnante y fétido. Los que vimos sus días
gloriosos, cuando al son de patrióticos himnos eran consagradas
públicamente las ideas de libertad y nos hacíamos todos libres, todos
igualmente soberanos, los recordamos como un sueño placentero que
no volverá. Despertamos en la abyección, y el peso y el rechinar de
nuestras cadenas nos indican que vivimos aún. Las iracundas patas del
déspota nos pisotean, y los frailes nos...

—Basta —gritó una formidable voz interrumpiendo bruscamente al infeliz
dómine—. Para sainete basta ya, señor Sarmiento. Si abusa usted de la
benignidad con que se le toleran sus peroratas en atención al estado
de su cabeza, nos veremos obligados a retirarle las licencias. Esto no
se puede resistir. Si los desocupados de Madrid le consienten a usted
que vaya de esquina en esquina y de grupo en grupo divirtiéndoles con
sus necedades y reuniendo tras de sí a los chicos, yo no permito que
con pretexto de locura o idiotismo se insulte al orden político que
felizmente nos rige...

—¡Ah, señor Garrote, señor Garrote! —dijo Sarmiento moviendo
tristemente la cabeza y sacudiendo menudas gotas de agua sobre los
circunstantes—. Vuecencia me tapa la boca, que es el único desahogo de
mi alma abrasada... Callaré; pero deme vuecencia nuevas de mi hijo,
aunque sean nuevas de su muerte.

Garrote encogió los hombros y ofreció una silla al pobre hombre, que,
despreciando el asiento, juzgó más eficaz contra la humedad y el fresco
pasearse de un rincón a otro del cobertizo, dando fuertes patadas
y girando rápidamente, como veleta, al dar las vueltas. Los demás
militares y paisanos armados no ocultaban su regocijo ante la grotesca
figura y ditirámbico estilo del anciano, y cada cual imaginaba un tema
de burla con que zaherirle, mortificándole también en su persona. Este
le decía que Su Majestad pensaba nombrarle ministro de Estado y llavero
del reino; aquel que un ejército de carbonarios venía por la frontera
derecho a restablecer la Constitución; uno le ponía una banqueta
delante para que al pasar tropezase y cayese; otro le disparaba con
cerbatana un garbanzo haciendo blanco en el cogote o la nariz. Pero
Sarmiento, atento a cosas más graves que aquel juego importuno, hijo de
un sentimiento grosero y vil, no hacía caso de nada, y solo contestaba
con monosílabos, o llevándose la mano a la parte dolorida.

Había pasado más de un cuarto de hora en este indigno ejercicio, cuando
de la venta salió un hombre pequeño, doblado, de mezquina arquitectura,
semejante a la de esos edificios bajos y sólidos que no tienen por
objeto la gallarda expresión de un ideal, sino simplemente servir para
cualquier objeto terrestre y positivo. Siendo posible la comparación de
las personas con las obras de arquitectura, y habiendo quien se asemeja
a una torre gótica, a un palacio señorial, a un minarete árabe, puede
decirse de aquel hombre que parecía una cárcel. Con su musculatura de
cal y canto se avenía maravillosamente una como falta de luces, rasgo
misterioso o inexplicable de su semblante, que a pesar de tener cuanto
corresponde al humano frontispicio, parecía una fachada sin ventanas. Y
no eran pequeños sus ojos ciertamente, ni dejaban de ver con claridad
cuanto enfrente tenían; pero ello es que mirándole no se podía menos de
decir: «¡Qué cara tan oscura!».

Su fisonomía no expresaba cosa alguna, como no fuera una calma torva,
una especie de acecho pacienzudo. Y a pesar de esto no era feo, ni sus
correctas facciones habrían formado mal conjunto si estuvieran de otra
manera combinadas. Tales o cuales cejas, boca o narices más o menos
distantes de la perfección, pueden ser de agradable visualidad o de
horrible aspecto, según cual sea la misteriosa conexión que forma con
ellas una cara. La de aquel hombre que allí se apareció era ferozmente
antipática. Siempre que vemos por primera vez a una persona, tratamos,
sin darnos cuenta de nuestra investigación, de escudriñar su espíritu
y conocer por el mirar, por la actitud, por la palabra, lo que piensa
y desea. Rara vez dejamos de enriquecer nuestro archivo psicológico
con una averiguación preciosa. Pero enfrente de aquel sótano humano el
observador se aturdía diciendo: «Está tan lóbrego que no veo nada».

Vestía de paisano con cierto esmero, y todas cuantas armas portátiles
se conocen llevábalas él sobre sí, lo cual indicaba que era voluntario
realista. Fusil sostenido a la espalda con tirante, sable, machete,
bayoneta, pistolas en el cinto, hacían de él una armería en toda
regla. Calzaba botas marciales con espuelas, a pesar de no ser de a
caballo; mas este accesorio solían adoptarlo cariñosamente todos los
militares improvisados de uno y otro bando. Chupaba un cigarrillo, y
a ratos se pasaba la mano por la cara, afeitada como la de un fraile;
pero su habitual resabio nervioso (estos resabios son muy comunes en
el organismo humano) consistía en estar casi siempre moviendo las
mandíbulas como si rumiara o mascullase alguna cosa. Su nombre de pila
era Francisco Romo.

Don Patricio, luego que le vio, llegose a él y le dijo:

—¡Ah, señor Romo! ¡Cuánto me alegro de verlo! Aquí estoy por sexta vez
buscando noticias de mi hijo.

—¿Qué sabemos nosotros de tu hijo ni del hijo del Zancarrón? Papá
Sarmiento, tú estás en Babia... No tardarás mucho en ir al Nuncio de
Toledo... Ven acá, estafermo —al decir esto le tomaba por un brazo y le
llevaba al interior de la venta que servía de cuerpo de guardia—, ven
acá y sirve de algo.

—¿En qué puedo servir al señor Romo? Diga lo que quiera con tal que no
me pida nada de que resulte un bien al absolutismo.

—Es cosa mía —dijo Romo hablando en voz baja y retirándose con
Sarmiento a un rincón donde no pudieran ser oídos—. Tú, aunque loco,
eres hombre capaz de llevar un recado y ser discreto.

—Un recado... ¿a quién?

—A Elenita, la hija de don Benigno Cordero, que vive en tu misma casa,
¿eh? Me parece que no te vendrán mal tres o cuatro reales... Este saco
de huesos está pidiendo carne. ¿Cuántas horas hace que no has comido?

—Ya he perdido la cuenta —repuso el preceptor con afligidísimo
semblante, mientras un lagrimón como garbanzo corría por su mejilla.

—Pues bien, carcamal: aquí tienes una peseta. Es para ti si llevas a la
señorita doña Elena...

—¿Qué?

—Esta carta —dijo Romo mostrando una esquela doblada en pico.

—¡Una carta amorosa! —exclamó Sarmiento ruborizándose—. Señor Romo de
mis pecados, ¿por quién me toma usted?

El tono de dignidad ofendida con que hablara Sarmiento, irritó de tal
modo al voluntario realista que, empujando brutalmente al anciano, le
vituperó de este modo:

—¡Dromedario! ¿Qué tienes que decir?... Sí, una carta amorosa. ¿Y qué?

—Que usted es un simple si me toma por alcahuete —dijo don Patricio con
severo acento—. Guarde usted su peseta, y yo me guardaré mi gana de
comer. ¡Por vida de la chilindraina! No faltan almas caritativas que
hagan limosnas sin humillarnos...

Inflamado en vivísima cólera el voluntario, y sin hallar otras razones
para expresarla que un furibundo terno, descargó sobre el pobre maestro
aburrido uno de esos pescozones de catapulta que abaten de un golpe las
más poderosas naturalezas, y dejándole tendido en tierra, magullados y
acardenalados el hocico y la frente, salió del cuerpo de guardia.

A don Patricio le levantaron casi exánime, y su destartalado cuerpo
se fue estirando poco a poco en la postura vertical, restallándole las
coyunturas como clavijas mohosas. Se pasó la mano por la cara, y dando
un gran suspiro y elevando al cielo los ojos llorosos, exclamó así con
dolorido acento:

—¡Indigno abuso de la fuerza bruta, y de la impunidad que protege a
estos capigorrones!... Si otros fueran los tiempos, otras serían las
nueces... Pero los yunques se han vuelto martillos, y los martillos de
ayer son yunques ahora. ¡Rechilindrona! ¡Malditos sean los instantes
que he vivido después que murió aquella preciosa libertad!...

Y sucediendo la rabia al dolor, se aporreó la cabeza y se mordió los
puños. Habíanle abandonado los que antes le prestaran socorro, porque
fuera se sentía gran ruido y salieron todos corriendo al camino. Don
Patricio, coronándose dignamente con su sombrero, al cual se empeñó en
devolver su primitiva forma, salió también arrastrado por la curiosidad.



II


Era que venían por el camino de Andalucía varias carretas precedidas
y seguidas de gente de armas a pie y a caballo, y aunque no se veían
sino confusos bultos a lo lejos, oíase un son a manera de quejido, el
cual, si al principió pareció lamentaciones de seres humanos, luego se
comprendió provenía del eje de un carro que chillaba por falta de unto.
Aquel áspero lamento, unido a la algazara que hizo de súbito la mucha
gente salida de los paradores y ventas, formaba lúgubre concierto,
más lúgubre aún a causa de la tristeza de la noche. Cuando los carros
estuvieron cerca, una voz acatarrada y becerril gritó: «¡Vivan las
_caenas_! ¡Viva el rey absoluto y muera la nación!». Respondiole un
bramido infernal, como si a una rompieran a gritar todas las cóleras
del averno, y al mismo tiempo la luz de las hachas, prontamente
encendidas, permitió ver las terribles figuras que formaban procesión
tan espantosa. Don Patricio, quizás el único espectador enemigo de
semejante espectáculo, sintió los escalofríos del terror y una angustia
mortal que le retuvo inmóvil y casi sin respiración por algún tiempo.

Los que custodiaban el convoy y los paisanos que le seguían por
entusiasmo absolutista, estaban manchados de fango hasta los ojos.
Algunos traían pañizuelo en la cabeza, otros sombrero ancho; muchos,
con el desgreñado cabello al aire, roncos, mojados de pies a cabeza,
frenéticos, tocados de una borrachera singular que no se sabe si
era de vino o de venganza, brincaban sobre los baches, agitando un
girón con letras, una bota escuálida o un guitarrillo sin cuerdas.
Era una horrenda mezcla de bacanal, entierro y marcha de triunfo.
Oíanse bandurrias desacordes, carcajadas, panderetazos, votos, ternos,
_kirieleisones_, vivas y mueras, todo mezclado con el lenguaje
carreteril, con patadas de animales (no todos cuadrúpedos) y con el
cascabeleo de las colleras. Cuando la caravana se detuvo ante el cuerpo
de guardia, aumentó el ruido. La tropa formó al punto, y una nueva
aclamación al rey neto alborotó los caseríos. Salieron mujeres a las
ventanas, candil en mano, y la multitud se precipitó sobre los carros.

Eran estos galeras comunes con cobertizo de cañas y cama hecha de
pellejos y sacos vacíos. En el delantero venían tres hombres, dos de
ellos armados, sanos y alegres, el tercero enfermo y herido, reclinado
doloridamente sobre el camastrón, con grillos en los pies y una
larga cadena que, prendida en la cintura y en una de las muñecas, se
enroscaba junto al cuerpo como una culebra. Tenía vendada la cabeza
con un lienzo teñido de sangre, y era su rostro amarillo como vela de
entierro. Le temblaban las carnes, a pesar de disfrutar del abrigo de
una manta, y sus ojos extraviados, así como su anhelante respiración,
anunciaban un estado febril y congojoso. Cuando el coronel Garrote se
acercó al carro, y alzando la linterna que en la mano traía, miró con
vivísima curiosidad al preso, este dijo a media voz:

—¿Estamos ya en Madrid?

Sin hacer caso de la pregunta, Garrote, cuyo semblante expresaba el
goce de una gran curiosidad satisfecha, dijo:

—¿Conque es usted...?

Uno de los hombres armados que custodiaban al preso en el carro,
añadió:

—El héroe de las Cabezas.

Y junto al carro sonó este grito de horrible mofa:

—¡Viva Riego!

Garrote se empeñó en apartar a la gente que rodeaba el carro,
apiñándose para ver mejor al preso e insultarle más de cerca.

Un hombre alargó el brazo negro, y tocando con su puño cerrado el
cuello del enfermo, gritó:

—¡Ladrón, ahora las pagarás!

El desgraciado general se recostó en su lecho de sacos, y callaba,
aunque harto claramente imploraban compasión sus ojos.

—Fuera de aquí. Señores, a un lado —dijo Garrote, aclarando con
suavidad el grupo de curiosos—. Ya tendrán tiempo de verle a sus
anchas...

—Dicen que la horca será la más alta que se ha visto en Madrid —indicó
uno.

—Y que se venderán los asientos en la plaza, como en la de toros.

—Pero déjennoslo ver..., por amor de Dios. Si no nos lo comemos, señor
coronel —gruñó una dama del parador cercano.

—¡Si no puede con su alma...! ¿Y ese hombre ha revuelto medio mundo?
Que me lo vengan a decir...

—¡Qué facha! ¿Y dicen que este es Riego?... ¡Qué bobería!... Si parece
un sacristán que se ha caído de la torre cuando estaba tocando a
muerto...

—Este es tan Riego como yo.

—Os digo que es el mismo. Le vi yo en el teatro cantando el himno.

—El mismo es. Tiene el mismo parecido del retrato que paseaban por
Platerías.

Hasta aquí las mortificaciones fueron de palabra. Pero un grupo de
hombres que habían salido al encuentro de los carros, una gavilla,
mitad armada, mitad desnuda, desarrapada, borracha, tan llena de rabia
y cieno que parecía creación espantosa del lodo de los caminos, de la
hez de las tinajas y de la nauseabunda atmósfera de los presidios, un
pedazo de populacho, de esos que desgarrándose se separan del cuerpo de
la nación soberana para correr solo, manchando y envileciendo cuanto
toca, empezó a gritar con el gruñido de la cobardía que se finge
valiente fiando en la impunidad:

—¡Que nos lo den; que nos entreguen a ese pillo, y nosotros le
ajustaremos la cuenta!

—Señores —dijo Garrote con energía—, atrás; atrás todo el mundo. El
preso va a entrar en Madrid.

—Nosotros le llevaremos.

—Atrás todo el mundo.

Y los pocos soldados que allí había, auxiliados con tibieza por los
voluntarios realistas, apartaban a la gente.

Unos corrieron a curiosear en los carros que venían detrás, y otros
se metieron en la venta, donde sonaban seguidillas, castañuelas,
desaforados gritos y chillidos. Un cuero de vino, roto por los golpes
y patadas que recibiera, dejaba salir el rojo líquido, y el suelo de
la venta parecía inundado de sangre. Algunos carreteros sedientos
se habían arrojado al suelo y bebían en el arroyo tinto; los que
llegaron más tarde apuraban lo que había en los huecos del empedrado,
y los chicos lamían las piedras fuera de la venta, a riesgo de ser
atropellados por las mulas desenganchadas que iban de la calle a la
cuadra, o del tiro al abrevadero. Poco después veíanse hombres que
parecían degollados con vida, carniceros o verdugos que se hubieran
bañado en la sangre de sus víctimas. El vino, mezclado al barro y
tiñendo las ropas que ya no tenían color, acababa de dar al cuadro
en cada una de sus figuras un tono crudo de matadero, horriblemente
repulsivo a la vista.

Y a la luz de las hachas de viento y de las linternas, las caras
aumentaban en ferocidad, dibujándose más claramente en ellas la
risa entre carnavalesca y fúnebre que formaba el sentido, digámoslo
así, de tan extraño cuadro. Como no había cesado de llover, el piso
inundado era como un turbio espejo de lodo y basura, en cuyo cristal se
reflejaban los hombres rojos, las rojas teas, las bayonetas bruñidas,
las ruedas cubiertas de tierra, los carros, las flacas mulas, las
haraposas mujeres, el ir y venir, la oscilación de las linternas y
hasta el barullo, los relinchos de brutos y hombres, la embriaguez
inmunda, y, por último, aquella atmósfera encendida, espesa, suciamente
brumosa, formada por los alientos de la venganza, de la rusticidad y de
la miseria.

En el segundo carro estaban presos también y heridos los compañeros
de Riego, a saber: el capitán don Mariano Bayo, el teniente coronel
piamontés Virginio Vicenti y el inglés Jorge Matías. Don Patricio
Sarmiento, que no se atrevió a acercarse al primer carro, se detuvo
breve rato junto al segundo, pasó indiferente por el tercero, donde
solo venían sacos y un guerrillero con su mujer, y se dirigió al
cuarto, llamado por una voz débil que claramente dijo:

—Señor don Patricio de mi alma... ¡Bendito sea Dios que me permite
verle!

—¡Pujitos!... ¡Pujitos mío!... —exclamó Sarmiento extendiendo sus
brazos dentro del carro—. ¿Eres tú?... Sí, tú mismo... Dime, ¿estás
herido? Por lo visto, también vienes preso.

—Sí señor —repuso el maestro de obra prima—; herido y preso estoy...
Diga usted, ¿nos ahorcarán?

—¿Pues eso quién lo duda?

—¡Infeliz de mí!... Vea usted los lodos en que han venido a parar
aquellos polvos. Bien me lo decía mi mujer... Señor don Patricio, al
que está como yo medio muerto de un bayonetazo en la barriga, deberían
dejarle en manos de Dios para que se lo llevase cuando a su Divina
Majestad le diese la gana, ¿no es verdad?

—Sí, Pujitos mío —repuso Sarmiento estrechándole la mano—. ¿Sabes
que tiemblo y tengo frío? Más frío y más miedo que tú, porque voy a
preguntarte por mi hijo, en cuya compañía has vivido por esas tierras,
y según lo que me contestes, así moriré o viviré... Hace seis días
que estoy en la incertidumbre más horrible; hace seis días que bajo a
este camino para interrogar a todos los que llegan... ¡Ah, por fin
encuentro quien me diga la verdad! Pujitos de mi alma, tú me la dirás,
aunque sea terrible.

—Sí, señor; sí, señor, yo se la diré —repuso el zapatero, cubriéndose
con ambas manos el rostro y rompiendo a llorar como un chicuelo.

—¡Conque es cierto, amigo, conque es verdad que mi pobre Lucas!...
—gimió el preceptor, la voz entrecortada por el llanto—. ¡Pobre hijo de
mi alma!

—¡Pobre amigo mío! —añadió Pujitos secando sus lágrimas—. ¡Y era tan
cariñoso, tan bueno, tan leal!... Sin cesar le nombraba a usted y
no cesaba de cavilar en lo que haría su padre en Madrid o lo que no
haría... «Si tendrá discípulos, decía; si pasará trabajos. Ahora estará
barriendo la escuela...». No nos separábamos nunca, partíamos nuestra
ración, y éramos en todo como hermanos. En las batallas siempre nos
escondíamos juntos.

—¡Os escondíais! —exclamó don Patricio levantando el rostro con
dignidad, pues esta era tan grande en él que ni el dolor podía vencerla.

—¡Ah, señor!... El pobre Lucas era el mejor chico del mundo...
¡Pobrecito!...

—Ha tiempo que el dardo estaba clavado en mi corazón... Yo le tenía
por muerto; pero la falta de noticias dábame alguna esperanza. Yo me
agarraba con desesperación a las conjeturas. Pero tú has disipado
mis dudas. Más vale la desgracia verdadera y declarada que una
incertidumbre desgarradora.

—Aquí está lo que queda del pobre Lucas —dijo el herido mostrando un
pequeño lío de ropa.

Don Patricio se abalanzó a aquel objeto mudo, testimonio tristísimo
de su última esperanza muerta, y lo besó con ardiente cariño. Por
breve rato le vio Pujitos con la cabeza apoyada en el borde del carro,
oprimiendo con ella el lío de ropa y regándolo con sus lágrimas.
Respetuoso con el dolor del padre, el maestro de obra prima callaba.

—Esto es hecho —exclamó al fin don Patricio irguiendo la frente caduca,
mas bastante fuerte para soportar, mediante la energía de su espíritu,
el peso de una gran pena—. El autor de todas las cosas lo quiere así.
Ya no tengo hijo... Toda esperanza acabó, y con ella la vida mía...
Ahora, leal amigo, excelente joven, que has sido el Pílades de aquel
noble Orestes, cuéntame sin omitir nada los pormenores de la muerte de
mi hijo; dime cómo se extinguió aquella vida preciosa, porque siendo
Lucas de ánimo tan intrépido, no podía morir como los demás milicianos,
sino de una manera grande..., ¿me entiendes?, de una manera gloriosa, y
en un momento de sublime heroísmo.

—Precisamente heroísmo no, señor don Patricio —dijo Pujitos con
embarazo—. Yo le contaré a usted... Lucas...

—Heroísmo ha habido: no me lo niegues, porque yo conozco muy bien la
raza de leones de que viene mi hijo; yo sé qué casta de bromas gastamos
los Sarmientos con el enemigo en un campo de batalla. Si por modestia
callas las acciones homéricas en que tú has tomado parte, haces mal,
que al fin y al cabo todo se ha de saber, y si no, ahí están los
historiadores, que en un abrir y cerrar de ojos desentrañarán lo más
escondido.

—Si no hubo acciones heroicas ni cosa que lo valga, hombre de Dios
—objetó Pujitos con pena—. Nosotros estábamos en Málaga con el general
Zayas, cuando este representó a las Cortes al tenor de lo que dijo
Ballesteros al capitular. ¿Usted me entiende? Vino entonces Riego,
mandado por las Cortes, tomó el mando y nos llevó contra Ballesteros.
¿Usted me entiende?

—Y entonces se trabaron esas crueles batallas que yo imagino.

—No hubo más sino que el general llevaba el encargo de inflamarnos...,
sí, señor, de inflamarnos, porque todos estábamos muy abatidos y sin
ganas de guerra, porque la veíamos muy negra.

—¿Y os inflamó?

—¿Cómo se puede inflamar la nieve? Fuimos en busca de Ballesteros y le
hallamos en Priego. Allí se armó una...

—¡Corrieron mares de sangre!...

—No, señor. Todo era ¡_Viva Ballesteros_!, por un lado, y por otro,
¡_Viva Riego_! Nos abrazamos, y los generales conferenciaron. Como no
se pudieron avenir, don Rafael arrestó a Ballesteros.

—Bien hecho, muy bien... ¿Y Lucas?

—Lucas tan bueno y tan sano... Era aquella la mejor vida del mundo,
porque como no había balas, sino conferencias... Pero un día se
presentó delante de nosotros Balanzat, y tiros van, tiros vienen...
Desde entonces perdió la salud el pobre Lucas, porque le entró como un
súpito, y se quedó frío y yerto, temblando y quejándose de que le dolía
esto y lo otro.

—¡Desgraciado hijo mío! Su principal pena consistiría en no poder
batirse en primera fila.

—Puede que así fuera. Lo cierto es que empezó a decaer, a decaer, y la
calentura seguía en aumento, y deliraba con los tiros. Riego abandonó
el campo; nos fuimos con él, y el pobre Lucas parecía que recobraba la
vida según nos íbamos alejando de las tropas de Balanzat. El general
fue perdiendo su gente, porque oficiales y soldados desertaban a
cada hora. ¡Qué tristeza, señor don Patricio! Pero el pobre Lucas se
alegraba y decía: «Amigo Pujos, esto parece que acabará pronto». Había
mejorado bastante, y estaba limpio de calentura... Pero de repente,
cuando íbamos cerca de Jaén, aparecen los franceses...

—¡Oh! ¡Me tiemblan las carnes al oírte! ¡Cómo correría la sangre en ese
glorioso cuanto infausto día!

—Más corrieron los pies, señor Sarmiento. Yo, la verdad sea dicha, no
fui de los que más corrieron, porque no podía abandonar al pobre Lucas,
que se descompuso todo, y se quedó en un hilo. Arrojamos los fusiles,
que nos pesaban mucho, y nos refugiamos en una casa de labor. ¡Ay,
pobre amigo mío! Le entró tal calenturón, que su cuerpo parecía un
volcán, perdió el conocimiento, y a las treinta horas...

—No sigas, que se me parte el corazón — dijo don Patricio con voz
entrecortada por los sollozos—. ¡Cuánto padecería al ver que su mísero
estado corporal no le permitía batirse! ¡Qué lucha tan horrenda la de
aquella alma de león, al sentirse sin cuerpo que la ayudara!

—El pobrecito, en su delirio nombraba a los franceses y se metía debajo
del jergón. Serían las doce y media de la noche cuando entregó su alma
al Señor...

—¡Ay, parece que me arrancas las entrañas! Calla ya.

—Yo caí prisionero, fui herido de un bayonetazo, y después de tenerme
algunos días en un calabozo de la Carolina, me metieron en este carro.
Por el camino se nos unió el general, preso y herido también, y juntos
hemos llegado aquí. Dicen que nos ahorcarán a todos.

—Eso es indudable —contestó Sarmiento en tono que más era de
satisfacción y orgullo que de lástima—. ¡Fin lamentable, pero glorioso!
¿Qué mayor honra que morir por la libertad y ser mártires de tan
sublime idea?

Pujitos, que sin duda no había dado hospedaje en su pecho a tan
elevados sentimientos, suspiró acongojadamente.

—Bendice tu muerte, hijo mío —añadió Sarmiento, extendiendo hacia él
sus venerables manos, en la actitud de un sacerdote antiguo—, bendice
tus nobles heridas, pregoneras de tu indomable valor en los combates.
Has sido atravesado de un bayonetazo, y además tienes heridos la cabeza
y el brazo.

—Esto que tengo en el arca del estómago es fechoría de un francés,
a quien vea yo comido de perros. Lo de la cabeza es una pedrada,
y lo del brazo un mordisco, En los pueblos por donde hemos pasado
nos han recibido lindamente, señor. Como los curas salían diciendo
que estábamos todos condenados y que ya nos tenían hecha la cama de
rescoldo en el infierno, no había para nosotros más que palos, amenazas
y pedradas. En Santa Cruz de Mudela nos dieron una rociada buena. El
general y yo salimos descalabrados, y gracias a que los carros echaron
a andar, que si no, allí nos quedamos como san Esteban. En Tembleque
nos quisieron matar, y si la tropa no nos defiende a culatazos, allí
perecemos todos. Hombres y mujeres salían al camino aullando como
lobos. Uno que debía de ser pariente de caníbales, después de molerme
a coces y puñadas, me clavó los dientes en este brazo y me partió
las carnes... ¿Qué ganará el rey absoluto con esto? Mala peste le dé
Dios... Pero dicen que todo esto es por obra y gracia de los condenados
frailes... ¿Es verdad, señor don Patricio?

—Hijo mío, mucho me temo que esos bribones se venguen ahora de lo que
les hicimos con razón. Y no serán, como nosotros, generosos y templados
en el condenar, sino fieros, vengativos y sanguinarios cual líbicas
hienas... Hemos de ver lo que nadie ha visto, ¡por vida de la ch...!

No pudo acabar su frase el buen preceptor, porque un voluntario
realista se acercó al carro y brutalmente gritó:

—Atrás, don Camello, o le parto... ¡fuera de aquí, estantigua!

Sarmiento corrió dando zancajos hacia el parador. Con su gran levitón,
cuyos faldones se agitaban en la carrera, parecía una colosal ave
flaca que volaba rastreando el suelo. Después de recoger del fango su
sombrero, que había perdido en la huida, confundiose entre la multitud
para estar más seguro. Entonces oyó al coronel Garrote dar esta orden
al capitán Romo.

—Siga adelante el convoy. Custódielo usted con su media compañía. Tengo
orden de que no entre en las calles de Madrid. Pase el río; tome la
ronda a la izquierda hacia la Virgen del Puerto; adelante siempre, y
subiendo por la cuesta de Areneros, diríjase al Seminario de Nobles,
donde esperan a los presos. En marcha, pues. Guárdense los curiosos de
seguir al convoy, porque haré fuego sobre ellos. Marche cada cual a su
casa, y buenas noches.

El convoy se puso en movimiento, carro tras carro, oyéndose de nuevo el
rechinar áspero y melancólico de los ejes, que aun desde muy lejos se
percibía clarísimo en el tétrico silencio de la noche. Los farolillos
recogíanse poco a poco en el cuerpo de guardia como luciérnagas que
corren a sus agujeros; se apagaron las hachas y se extinguieron los
graznidos, cayendo todo en una especie de letargo, precursor del
profundo sueño en que termina la embriaguez.

Sarmiento se alejó de allí, y antes de tomar el camino de los Ocho
Hilos para subir a la Puerta de Toledo, parose para ver los carros,
que ya a mediana distancia iban por el Paseo Imperial. Bien pronto dejó
de verlos, a causa de la oscuridad; mas conocía su situación por el
farolillo que el vehículo delantero llevaba. Con voz sorda habló así el
viejo patriota:

—¡Oh, tú, el héroe más grande que han producido las edades todas,
insigne campeón de la libertad española, soldado ilustre, Riego, amigo
mío, si ahora vas conducido entre sayones en ignominioso carro, mañana
tendrás un trono en el corazón de todos los españoles! Si te arrastran
a suplicio afrentoso los infames verdugos a quienes perdonamos cuando
éramos fuertes, tu nombre, que tanto repugna a despóticos oídos,
será un símbolo de libertad y una palabra bendita cuando, humillada
la tiranía, se restablezca tu santa obra. Subirás a la morada de los
justos entre coros de patrióticos ángeles que entonen tu himno sonoro,
mientras tu patria se revuelve en el lodo de la reacción domeñada por
tus verdugos. ¡Oh, feliz tú, feliz cuanto grande y sublime! ¡Varón
excelso, el más precioso que Dios ha concedido a la tierra, si fuera
dable a este humilde mortal participar de tu gloria!... ¡Si al menos
pudiera yo compartir tu martirio y entrar contigo en la cárcel, y oír
juntos la misma sentencia, y subir juntos a la misma horca!... Este
honor yo lo ambiciono y lo deseo con todas las fuerzas de mi alma.
Vacío y desierto está el mundo para mí, después que he perdido al
lucero de mi existencia, a aquel preciosísimo mancebo inmolado como tú
al numen sanguinario de la reacción... Quiero morir, sí, y moriré.

Inflamado en furor que no tenía nada de risible, añadió corriendo con
agitación:

—Quiero morir gloriosamente; quiero ser víctima sublime; quiero ser
mártir de la libertad; quiero subir al patíbulo... ¡Sicarios, venid por
mí!

Tropezando en un árbol, estuvo a punto de caer en tierra. Entonces
añadió hablando consigo mismo:

—¡Ah, Patricio, tu noble arranque me causa la más viva admiración!...
Mañana has de hacer algo digno de pasar a las más remotas edades. Sí,
mañana. Vámonos a casa.

Echó a andar, y al poco rato dijo:

—¿Pero en dónde está mi casa? ¡Pues no se me ha olvidado dónde está mi
casa!...

Miraba a la tierra como quien ha perdido el sombrero.

—¡Ay! Ya me acuerdo —exclamó sonriendo—. Tu casa está en la calle de la
_Emancipación Social_, ¿no es verdad, Patricio?

Meditaba con el índice puesto en la punta de la nariz.

—No... —dijo después de una pausa, en el tono gozoso del que hace un
descubrimiento útil—. Es que yo solicité del ayuntamiento que llamase
calle de la _Emancipación Social_ a la de Coloreros; pero no accedió, y
sigue llamándose _calle de Coloreros_. Allí vivo, pues.

Entró en Madrid resueltamente. Subiendo por la calle de Toledo, dijo:

—Tengo hambre.

Pero después de registrar todos los bolsillos de su ropa, que no
bajaban de ocho, adquirió una certidumbre aterradora, que expresó en
angustiosos suspiros:

—Parece que se me doblan las piernas y que voy a caer desfallecido...
¡Comer! ¡Que esto sea indispensable!... Miserable carne, ¿por qué eres
así?... ¿A dónde iré?... Mi casa está vacía: no hay en ella ni una miga
de pan... ¿Pediré limosna? Jamás. Los hombres de mi temple sucumben,
pero no se humillan... A casa, señor don Patricio; si es preciso, se
comerá usted el palo de una silla: a casa.

Al entrar en la calle de Coloreros encontrola tenebrosa y desierta por
ser muy avanzada la noche. Como su extenuación era grande, se habían
debilitado sus sentidos, particularmente el de la vista, y necesitó
palpar las paredes para encontrar la puerta. Sin saber por qué, vino
entonces a su mente un recuerdo muy triste, que ya otras veces había
turbado profundamente su espíritu. Parecíale estar viendo delante de
sí, en una noche oscura como aquella, al sin ventura Gil de la Cuadra
arrojado en el suelo, arrastrando ignominiosa cadena, insultado por los
polizontes. De todos los incidentes de aquella lúgubre escena, el más
presente en la memoria de don Patricio y el que le causaba más dolor,
era el ocurrido cuando su infeliz vecino preso pidió agua, y Sarmiento,
inspirándose en el más cruel fanastimo, se la negó.

—Ya, ya lo sé —dijo don Patricio cerrando los ojos para dominar mejor
su terror—, ya sé que aquello fue una gran bellaquería.

Y abriendo, no sin trabajo, la puerta, entró, apresurándose a cerrar
tras sí porque le parecía que feos espectros y sombras iban en su
seguimiento, y que oía el lamentable son de la cadena de Gil de la
Cuadra arrastrando por las baldosas. Buscó en sus bolsillos eslabón y
yesca para encender luz; mas nada halló de que pudiera sacarse lumbre.
Sin desanimarse por esto, acometió la escalera con mucho cuidado y
empezó a subir, deteniéndose en cada escalón para tomar fuerzas. Pero
no había subido ocho, cuando le fue preciso andar a gatas, porque las
piernas no podían con el peso del desmayado cuerpo.

—¡Si me iré a morir aquí! —dijo con angustia bañado en sudor frío—.
¡Oh, Dios mío! ¿Me estará reservada una muerte oscura, en mísera
escalera, aquí, olvidado de todo el mundo...? Piedad, Señor...

Sus fuerzas, a causa de la inacción, se extinguían rápidamente. Llegó a
no poder mover brazo ni pierna. Entonces dio un ronquido y entregose a
su malhadado destino.

«¡Oh, no, Señor! —pensó allá en lo más hondo de su pensar—. No era así
como yo quería morir».

Sus sentidos se aletargaron; pero antes de perder el conocimiento, vio
un espectro que hacia él avanzaba.

Era un hermoso y brillante espectro que tenía una luz en la mano.



III


Cuando volvió en su acuerdo, el buen anciano se encontró en un lugar
que era indudablemente su casa, y que, sin embargo, bien podía no
serlo. Llena de confusión su mente, miraba en derredor y decía:

—Indudablemente es mi casa; pero mi casa no es así.

Se incorporó en el canapé donde yacía, tocó la pared cercana, midió con
la vista las distancias, y a medida que se aclaraba su entendimiento,
más grande era su confusión. La semejanza entre su casa y aquella en
que estaba era muy grande, pero también había diferencias, siendo las
principales el aseo, los muebles y el orden perfecto de todo. Pero
lo que más sorprendió al maestro de escuela fue ver en mitad de la
encantada pieza una mesa puesta como para cenar, alumbrada por lámpara
de pantalla, y que en la blancura de sus manteles y en el brillo de
los platos revelaba las hacendosas manos que habían andado por allí.
Como la mesa puesta, y puesta de aquel modo, era el más grande fenómeno
que podía presentarse ante los ojos de Sarmiento en su propia casa,
creyose juguete de duendes o artes demoníacas. Probó a levantarse, y
pudo sostenerse en pie aunque apoyándose en la silla. Junto a la mesa
había un sillón, y como Sarmiento lo creyese destinado a su persona,
no vaciló en ocuparlo. En el mismo instante llegaron a su nariz olores
de comida muy picantes y aperitivos. El anciano exclamó con mayor
confusión:

—No, esta no es mi casa.

Decíalo por aquellos olores, que hacía mucho tiempo habían dejado de
acompañarle en su domicilio. A pesar de no ser supersticioso, afirmose
en la idea de hallarse bajo la acción de una magia o bromazo de
Satanás. Y sin embargo, era la cosa más sencilla del mundo. Pronto se
convenció de ello nuestro amigo viendo entrar a una joven vestida de
negro, la cual se llegó a él sonriendo y le dijo:

—Buenas noches, señor don Patricio. ¿Ya se le pasó a usted el desmayo?
Bien decía yo que no era nada. Sin embargo, mandamos llamar un médico.

—¡Por vida de cien mil chilindrones! —repuso Sarmiento, saliendo poco
a poco del estupor en que había caído—. Pues no me queda duda de que
estoy hablando con Solita en persona.

—La misma —dijo la joven acercándose a la mesa y apoyando ambas manos
en ella para contemplar más de cerca al viejo.

—¿Y cómo es que estoy en mi casa y no estoy en ella?

—Está usted en la mía.

—¡Ah! Bien lo decía yo, bien lo decía. Estos platos, estos ricos
olores, este arreglo, no pueden existir en la casa de un pobre maestro
de escuela sin discípulos. Como todos los cuartos de la casa son
iguales, de aquí que... Pues con permiso de usted..., me retiro a mi
vivienda...

—Antes cenará usted —dijo la muchacha sonriendo con bondad—. Me han
dicho que no hay gran abundancia por allá arriba.

—¿Cómo ha de haber abundancia donde reina con imperio absoluto la
desgracia? He caído, señorita doña Sola, a los más profundos abismos de
la miseria. Vea usted en mí una imagen del santo patriarca Job. ¡Dios
me ha quitado todo, me ha quitado a mi hijo!

—Como ha de ser... Es preciso aceptar con resignación esos golpes y
todos los que vengan detrás. Ahora cene usted, que Dios manda a los
desgraciados no abandonarse al dolor y dar al cuerpo todo lo que el
cuerpo necesita.

—Usted me invita a cenar...

—No invito, sino que obligo —afirmó Sola poniendo en la mesa pan y
vino—. Aguarde usted un momento, que no le haré esperar.

Al poco rato volvió con una cazuela de sopas, cuyo gratísimo olor
despertó en Sarmiento las más dulces sensaciones y una generosa
reconciliación con la vida.

—Debe usted recordar, señorita doña Sola —dijo el preceptor, cuando
la joven le ataba las dos puntas de la servilleta detrás del cogote—,
que yo fui encarnizado enemigo de su padre de usted, porque jamás he
transigido ni podré transigir con las perras ideas absolutistas.

—Lo recuerdo, sí; pero eso no hace al caso.

—Es que mi delicadeza —añadió Sarmiento tomando la cuchara— no
me permite aceptar un banquete... Con usted personalmente no hay
resentimiento..., pero ¿a qué negarlo? Usted y yo no podemos ser
amigos hoy ni nunca... Dígolo para que no se crea que adulo, que me
dejo seducir y sobornar por este fino obsequio, que agradezco.

—Cene usted, cene usted... —dijo Solita llenándole el vaso—. La mucha
conversación podrá ser perjudicial a su cabeza, que, según me han
dicho, no está del todo buena.

—Cenaré, señora, puesto que usted lo toma tan a pechos... Conste que yo
no he mendigado esta cena; conste que me han traído aquí por fuerza;
que no he solicitado esta amistad; conste, en fin, que no podemos ser
amigos.

—Aunque no quiera serlo mío, yo me empeño en serlo de usted y lo he de
conseguir —dijo Soledad sonriendo y hablando al viejo en el tono que se
emplea con los chiquillos.

—Dale, dale —repuso Sarmiento engullendo a prisa—. Conque amiguitos,
¿eh? ¡Chilindrón!... Usted no tiene memoria, sin duda.

—Verdaderamente no tengo mucha para el daño recibido.

—Su dichosito papaíto de usted y yo éramos como el agua y el fuego...
Mi deber era perseguirle, denunciarle, no dejarle respirar... Yo
siempre cumplo mi deber, yo soy esclavo de mi deber. Pertenezco a mi
patria, y a una idea, ¿me entiende usted?

—Entiendo.

—Con nada transijo. El enemigo de la patria es mi enemigo, y la hija
del enemigo de mi patria es mi enemiga. ¿Qué dice usted a eso?

—Que no ha tratado a las sopas como enemigas de la patria.

—No, ciertamente, porque hace mucho tiempo que no las había comido tan
buenas.

—Ahora voy por la perdiz.

—¿Perdiz?... Vamos, esto parece un cuento de brujas... Si se empeña
usted..., pero conste que yo no he pedido la perdiz; que yo no he
mendigado nada, que...

Un momento después Sola partía la perdiz, ofreciéndola pedazo tras
pedazo al hambriento anciano.

—Está sabrosísima... Pero con la sorpresa de esta cena había
olvidado... ¿Cuándo ha llegado usted, señora doña Solita? ¿Qué tal le
ha ido en su viaje?

—He llegado esta mañana. Los de Cordero me hablaron de usted...
Dijéronme que estaba usted loco...

—¡Loco yo!

—O poco menos.

—Que andaba usted mal de fondos.

—Eso sí que es como el evangelio.

—Que había perdido usted a su hijo Lucas.

—También, ¡ay!, es verdad.

—Esperé verle a usted y ofrecerle algo de lo poco que yo tengo.

—Gracias...

—Pero usted había salido antes que yo llegara. Había ido, según me
dijeron, a correr por las calles divirtiendo a los chicos, y sirviendo
de entretenimiento, con sus discursos, a los desocupados de los cafés y
de la Puerta del Sol.

—¡Yo!

—Descansé un poco. Todo el día lo he empleado en arreglar mi casa. He
buscado una sirviente, he hecho parte de lo mucho que hay que hacer
cuando se ha tenido todo abandonado por una ausencia de cinco meses. Ya
muy entrada la noche, sentí pasos en la escalera, y después lamentos
y quejidos como de una persona enferma. Salimos y hallamos al gran
don Patricio tendido boca abajo. Los vecinos salieron, y unos decían:
«¡Buena turca ha cogido!». Otros: «¡Ya las pagó todas juntas!». ¡Cómo
reían algunos!... «El maldito viejo ya echó su último discurso...».
«Qué feísimo está». Don Juan de Pipaón dijo: «No tiene sino hambre.
Denle a oler sopas, y verán como resucita...». Me pareció que esta
opinión era la más razonable. Entre el mancebo de los Cordero, mi
criada y yo entramos el cuerpo desmayado en mi casa, que estaba seis
escalones más arriba; le tendimos en ese sofá...

—Conste que yo no entré por mi pie, que no pedí... —dijo Sarmiento con
viveza, arqueando las cejas.

—Le abrigamos bien; vino el veterinario del sotabanco, y dijo que usted
padecía estos desvanecimientos desde que había dado en el hito de
hablar mucho y no comer... Yo había cenado ya: al momento dispuse otra
cena para el nuevo huésped.

—Traído por fuerza, es decir, cogido, secuestrado, usurpado durante su
desmayo.

—Mandé venir un médico mientras hacía la cena —añadió Sola, observando
con la mayor complacencia el buen apetito de Sarmiento—. Creí que al
pobre hombre no le vendrían mal estos cuidados. Yo dije para mí:
«Cuando se ponga bueno y se le despeje la cabeza, abrirá de nuevo la
escuela, se llenarán sus bolsillos, y podrá vivir otra vez solo y
holgado en su casa. Entre tanto lo conservaré en la mía, si quiere, y
partiré con él lo poco que tengo».

—¡Cuidarme, conservarme aquí, darme asilo!... —murmuró don Patricio con
estupefacción y aturdimiento.

—Me han dicho que el casero le va a plantar a usted en la calle esta
semana.

—Ese troglodita será capaz de hacerlo como lo dice.

—En aquel cuarto le he preparado a usted una cama —manifestó Soledad,
señalando una alcoba cercana.

Don Patricio miró y vio un lecho, cuyas cortinas blancas le
deslumbraron más que si fueran rayos de sol.

—¡Una cama!..., ¡para mí!..., ¡para mí que hace cinco meses duermo en
el suelo!...

—Aquí podrá usted vivir. Yo estoy sola; quizá lo esté por mucho tiempo
—añadió la joven poniendo delante del anciano un plato de uvas—. La
casa es demasiado grande para mí... No tendrá usted que ocuparse de
nada..., le cuidaré, le alimentaré.

—¡Me cuidará, me alimentará!... Repito que esto es magia.

—Es caridad... ¿Por ventura no entienden de caridad los patriotas?

—Sí entendemos, sí —replicó Sarmiento tan aturdido ya que no sabía qué
decir—. ¡La caridad!, sublime sentimiento. Pero no ha de sobreponerse
al tesón ni a la fijeza de ideas. La caridad puede llegar a ser un mal
muy grande si se emplea en los enemigos de la patria, en los ministros
del error... ¿Qué le parece a usted?

—Que las uvas no deben ser ministros del error, según usted las acoge.

—Están riquísimas... Yo, ¿cómo negarlo?, agradezco a usted sus
obsequios... Quizás pueda algún día corresponder a tantas finezas con
otras igualmente delicadas... ¿Conque dice que me dará una cama?...

—Aquella...

—¿Y desayuno?

—También.

—¿Y comida?...

—Y cena. Soy pobre, pero tengo para vivir algún tiempo. Después Dios
nos dará más. Ya ve usted que si a veces quita, también da cuando menos
se espera.

—Es cierto, sí, es cierto —dijo Sarmiento con viva emoción que se
apresuró a disimular—. Pero me asombra una cosa.

—¿Qué?

—La poca memoria de usted.

—¿Poca memoria? En verdad no es mucha —dijo Sola ofreciéndole un vaso
de agua—. A veces no sirve la memoria sino de estorbo.

—Pues sí —añadió Sarmiento, mascullando las palabras y algo cortado—.
Usted no se acuerda... de que yo... no era santo de la devoción de su
papá de usted... Porque que digan arriba, que digan abajo, su papá de
usted conspiraba. Así es que yo... Mire usted, siempre que me acuerdo
de esto, tengo una congoja... Cierta noche, cuando llevaron preso al
señor Gil de la Cuadra, yo... Repito que él conspiraba y que hacían
bien en prenderle... ¿Usted recuerda...?

Soledad, pálida y abatida, miraba fijamente el mantel.

—Usted recuerda que su papá..., cuando le pusieron las cadenas,
¿eh?..., pues sí, parece que tenía sed. Me pidió agua y yo no se
la quise dar. Hice mal, mal, mal; aquello fue una bellaquería, una
brutalidad..., una infamia: seamos claros. Más adelante, cuando
vivían ustedes en casa de Naranjo..., que, entre paréntesis, era un
gran bribón, yo..., en fin, recordará usted que la noche que murió el
señor Gil de la Cuadra, me metí en la casa con otros milicianos para
registrarla... Confiese usted que teníamos razón, porque su papá de
usted conspiraba, es decir, nones, ya no conspiraba por causa de estar
muerto; pero...

La confesión de sus brutales actos de fanatismo costaba al preceptor
sudores y congojas; pero sentía la necesidad imperiosa de echar de sí
aquel tremendo peso, y como con tenazas iba sacándose las palabras.

—Ello es que yo me porté mal aquella noche... Verdad que éramos
enemigos; que él conspiraba contra la libertad; que yo tenía una misión
que cumplir..., el gobierno descansaba en mi vigilancia... Pero de
todos modos, señora doña Solita, usted no obra cuerdamente al tratarme
como me trata.

—¿Por qué? —dijo la joven alzando sus ojos llenos de lágrimas.

—Porque somos enemigos políticos.

Bañado el rostro en lágrimas, Sola se echó a reír, lo que producía
singular contraste.

—Porque somos enemigos encarnizados..., porque me porté mal, y si
ahora salimos con que usted me da carne y mesa... Además, mi dignidad
no me permite aceptarlo, no, señora. Parecerá que he cedido en mis
opiniones..., que transijo con ciertas ideas.

Sola reía más.

—Usted se burla de mí. Bien: no hablemos más del asunto. Se me figura
que usted me perdona aquellos desmanes. Bien, muy bien. Reconozco que
es un proceder admirable; pero yo..., póngase usted en mi lugar...

—Me parece —dijo Sola— que ya es hora de que se acueste usted.

—¡En esa cama! —exclamó Sarmiento con incredulidad y abriendo mucho los
ojos.

—En esa.

—¡Y tiene colchones!

—Y manta... Ya que tiene usted repugnancia de aceptar lo que le
ofrezco, no insistiré —indicó la muchacha con malicia—; pero valga mi
hospitalidad por esta noche. Mañana se volverá usted a su casa.

—Bien, bien —dijo Sarmiento—. Por vida de la chilindraina, que es
una excelente idea. Mañana lo decidiremos, y esta noche, como estoy
tan cansado... En verdad, ¿para qué necesito yo colchones ni platos
exquisitos, si están contados mis días?... ¡Ay! La pérdida de mi hijo
me ha secado el corazón. Para mí ha concluido el mundo. Conozco que
estoy de más, y me apresuro a emprender el viaje. Pero ha de saber
usted que mi idea es morir gloriosamente, mi plan tener un fin que
corresponda a la grandeza de las doctrinas que he sustentado en vida.
Yo no puedo morir como otro cualquiera, señora doña Solita, y aquí me
tiene usted en camino de llenar una página de la historia.

Sola parecía inquieta oyendo los disparates de su huésped.

—Sí, señora —añadió Sarmiento exaltándose y echando lumbre por los
ojos—. Voy a morir por la patria; voy a morir por la libertad, por esa
luz que ilumina el mundo; voy a ser mártir; voy a elevar mi frente como
los héroes, conquistando con un fin heroico la inmortalidad.

—Lo que yo veo es que no iban descaminados los que me dijeron...

Don Patricio se levantó, y tomando una actitud de estatua, prosiguió de
este modo:

—¿A qué arrastrar una vejez oscura y miserable, cuando las
circunstancias me brindan con la inmortalidad? El ejemplo de ese
héroe a quien he visto conducido como los criminales, y que subirá al
Calvario dentro de poco, me sirve de guía. ¡Oh luz de mi inteligencia,
bendita seas por haberme inspirado esta idea!

Pasando luego bruscamente al tono familiar, dijo a Solita:

—Pocos días me restan de vida. Quizás tres, quizás dos, quizás uno
solo. Como he de molestar por tan poco tiempo, apreciable señora, me
quedaré aquí.

—Está muy bien pensado. Ahora a dormir.

Vino el médico que habían llamado, y Sarmiento le despidió de mal
talante, diciendo que no necesitaba medicinas, porque para él, el
cuerpo no era nada y el alma todo. Advirtió el médico reservadamente
a Sola que le encerrara si tenía empeño en que tal estafermo viviese.
Después de la partida del galeno, don Patricio mostró deseos de
acostarse.

—Buenas noches, señora —dijo el preceptor entrando en la alcoba—.
¿Tomaré mañana chocolate?

—¿Eso había de faltar? Si no fuera por esa dichosa muerte heroica que
le espera, lo tomaría usted muchos días. ¡Qué necedad privarse de ese
gusto por la gloria, que no es más que humo!

—Usted habla en broma —dijo don Patricio, cuya voz se oía débilmente
desde la sala, porque había cerrado la puerta para acostarse—. No
puedo comprender que su claro entendimiento compare unas cuantas onzas
de soconusco con la inmortalidad y la gloria... ¡Ah!, señora mía, lo
único que me consuela de la pérdida que acabo de experimentar, es el
saber que mi adorado hijo está gozando de esa inextinguible luz de la
gloria, premio justo de los que han muerto defendiendo la libertad.
¡Mártir sublime, que Dios te bendiga como te bendigo yo!..., ¡yo que me
apresuro a imitarte!... Solita, ¿se ha marchado usted?

—No, señor; aquí estoy oyéndole con mucho gusto. ¡Cuánto siento la
muerte del pobre Lucas!... ¡Era tan buen muchacho!...

—¡Válgame Dios lo que he perdido! Era un dechado de virtudes —dijo
Sarmiento dando un gran suspiro— y de amor filial. Su inteligencia
superior se remontaba a las más altas concepciones. Su valor indomable
no tenía igual, y creeríase al verle que en él había resucitado un
héroe antiguo. Vamos, que en aquel famoso 7 de julio dejó bien puesto
el pabellón... ¡Pobre hijo mío! Sus nobles facciones eran idénticas
a las de su madre. ¡Si supiera usted cuán hermosa era mi Refugio!...
¿Está usted ahí, Solita?...

—Aquí estoy. Sí, debía de ser muy hermosa doña Refugio.

—¡Ah! ¡Si usted la hubiera visto!... ¡Qué boca!..., ¡qué ojos!...,
¡qué pie!... Me parece que la estoy mirando. La llamaban la diosa
de Calabazar del Buey, por ser este el lugar de su nacimiento...
¡Oh dulces memorias!, ¿por qué venís a atormentarme en estas
aflictivas horas?... Yo me enamoré de Refugio como un insensato,
porque siempre he sido así, un fuego vivo. ¡Cuánto me costó sacarla
de la casa paterna!... En fin, nos unimos en dulce lazo el día de la
Encarnación... Por Nochebuena nació nuestro Lucas, que parecía una bola
de oro y manteca... ¡Oh tiempos!... ¿Señora doña Solita...?

—¿Qué?

—¿Se ha marchado usted?

—No, señor; aquí estoy.

—Parece que se ríe usted.

—De ningún modo.

—Hágame el favor de abrir la puerta porque deseo verla a usted antes
de dormir. Es una necesidad de mi pobre espíritu.

Soledad abrió. Completamente arrebujado en las sábanas, don Patricio no
mostraba más que la cabeza.

—Está usted mucho más guapa que cuando vivía el señor Gil de la Cuadra
—insinuó el viejo.

—Podrá ser.

—¿Se acuesta usted ya?

—Antes tengo que hacer.

—Pues buenas noches, porque a causa del mucho cansancio... Perdone
usted mi descortesía; pero no lo puedo remediar: me duermo como un
animal. ¡Oh gloria, oh lauros inmortales, oh libertad!... Esta cama...
es tan... buena...



IV


Pasando sobre treinta y cinco días, nos trasladamos con el lector al 6
de noviembre.

La plazuela de la Cebada, prescindiendo del mercado que hoy la ocupa,
desfigurándola y escondiendo su fealdad, no ha variado cosa alguna
desde 1823. Entonces, como hoy, tenía aquel aire villanesco y zafio
que la hace tan antipática, el mismo ambiente malsano, la misma
arquitectura irregular y ramplona. Aunque parezca extraño, entonces
las casas eran tan vetustas como ahora, pues indudablemente aquel
amasijo de tapias agujereadas no ha sido nuevo nunca. La iglesia de
Nuestra Señora de Gracia, viuda de San Millán desde 1868, tenía el
mismo aspecto de almacén abandonado, mientras su consorte, arrinconado
entre las callejuelas de las Maldonadas y San Millán, parecía pedir
con suplicante modo que le quitaran de en medio. La fundación de doña
Beatriz Galindo no daba a la plaza sino podridos aleros, tuertos y
llorosos ventanuchos, medianerías cojas y covachas miserables. La
elegante cúpula de la capilla de San Isidro, elevándose en segundo
término, era el único placer de los ojos en tan feo y triste sitio.

Esta plazuela había recibido de la Plaza Mayor, por donación graciosa,
el privilegio de despachar a los reos de muerte, por cuya razón era más
lúgubre y repugnante. Aquella boca monstruosa y fétida se había tragado
ya muchas víctimas, y ¡cuántas le quedaban aún por tragar desde aquella
célebre fecha de noviembre de 1823, que ennobleció la plaza-cadalso,
dándole nombre más decoroso que el que siempre ha llevado!

En la mañana del 6, centenares de curiosos afluían por las calles
próximas para ver dos palos largos plantados en medio de tal plaza,
y asistir con curiosidad afanosa a la tarea de seis hombres que se
ocupaban en unir los topes de dichos árboles con un tercer madero
horizontal. Los corrillos eran muchos, y la gente iba y venía paseando
como en los preliminares de una fiesta. Veíanse hombres uniformados,
otros con armas y sin uniforme, mucha gente del populacho que por
aquellos barrios tiene sus albergues, y no pocas personas de la clase
acomodada. Un hombre alto, seco, moreno, de ojos muy saltones, de
rostro fiero y ademán amenazador, mirar insolente, boca bravía, como
de quien no muerde por no menoscabar la dignidad humana; un hombre que
francamente mostraba en todo su condición perversa, y en cuyo enjuto
esqueleto el uniforme de brigadier parecía una librea de verdugo,
avanzó resueltamente por entre el gentío, abriéndose calle bastón
en mano; y dirigiéndose después con airada voz y gesto a los que
trabajaban en el cadalso, les dijo:

—¡Malditos!... ¡Mal haya el pan que se os da! ¿No he mandado que se
pusieran los palos más grandes que hay en los almacenes de la villa?

Uno que parecía jefe de los aparejadores balbució algunas excusas que
no debieron de satisfacer al vestiglo, porque al punto soltó por su
abominable boca nueva andanada de denuestos.

—¡Ahora mismo, ahora mismo, canallas!..., quitarme de ahí ese juguete,
si no quieren que los cuelgue en él... Traigan los palos grandes, los
más grandes, aquellos que estaban la semana pasada en el canal...
¿Entienden lo que digo?... ¿Hablo yo en castellano?... Los palos
grandes.

Otra vez se disculparon los aparejadores; pero el del bastón repitió
sus órdenes.

—Si hace falta más gente, venga más gente... Estos holgazanes no
comprenden la gravedad de las circunstancias, ni están a la altura de
un suceso como este... ¡Por vida del Santísimo Sacramento, que yo les
haré andar a todos derechos!... Señor Cuadrado, lleve usted al canal a
todos los operarios de la villa para transportar esos leños, y si no
iré yo mismo, que lo mismo sirvo para un fregado que para un barrido.

Tres horas más tarde, el deseo de aquel hombre tan atroz se empezaba
a cumplir, y la gente allí reunida (porque había más gente) vio que
se elevaban con majestad dos maderos como mástiles de barco, gruesos,
lisos, hermosos.

—¡Ah, muy bien! —dijo el endriago, observando desde lejos el golpe de
vista—. Esto es otra cosa. Así es como el gobierno quiere que se haga.
¡Magnífico efecto!

Sus miradas de satisfacción recorrieron toda la plaza por encima del
mar de cabezas, y parecía decir: «¡Feliz el pueblo que tiene al frente
de su policía un hombre como yo!».

Clavados los altos maderos, los aparejadores se ocuparon en atar la
traviesa horizontal. El efecto era soberbio.

Daba nuevas órdenes para perfeccionar tan bella obra el formidable
polizonte, cuando se llegó a él un hombre cuadrado y de semblante
oscuro e indescifrable, que le saludó cortésmente.

—¿Qué te parece, Romo, lo que hemos hecho? —dijo el del bastón,
cruzando atrás las manos con el emborlado instrumento de su autoridad.

—¡Oh! es la mayor que se ha elevado en Madrid —repuso contemplando
la horca—. Y si hubiera maderos de más talla, a mayor altura la
pondríamos. Esto debiera verse de toda España.

—Desde todo el mundo; que fuera de aquí también hay pillos a quienes
escarmentar... Yo traería mañana a esta plaza a todos los españoles
para que aprendieran cómo acaban las porquerías revolucionarias... No
hay enseñanza más eficaz que esta... Como el nuevo gobierno no se nos
meta por el camino de la tibieza, habrá buenos ejemplos, amigo Romo.

—Es que si se empeña en ir por el camino de la tibieza —dijo Romo dando
un golpe en el puño de su sable—, nosotros no le dejaremos ir...

—Bien, bien, me gustan esos bríos —afirmó un tercer personaje, casi tan
parecido a un gato como a un hombre, y que de improviso se unió a los
dos anteriores—. No ha salido el rey de manos de los liberales para
caer en las de los tibios.

—Señor Regato —dijo el del bastón—, ha hablado usted como los cuatro
evangelios juntos.

—Señor Chaperón —añadió Regato—, bien conocidas son mis ideas... ¿Ve
usted esa horca? Pues todavía me parece pequeña.

—Se puede hacer mayor —dijo el que respondía al nombre de Chaperón—.
Por vida del Santísimo Sacramento, que no se quejará el cabezudo..., y
su bailoteo será bien visto.

—¿Conoce usted la sentencia? —preguntó Regato.

—Será conducido a la horca arrastrado por las calles —dijo Romo—. Si
hubieran omitido esto los jueces, habría sido una gran falta.

—Es claro; hay que distinguir... Según pedía el fiscal, la cabeza se
colocará en el pueblo donde dio el grito nefando el año 20, y el cuerpo
se dividirá en cuatro cuartos.

—Para poner uno en Madrid, otro en Sevilla, otro en Málaga y otro en la
Isla —añadió Chaperón, dando gran importancia a tan horribles detalles.

—Pues ayer se dijo..., yo mismo lo oí..., —afirmó Regato—, que los dos
cuartos delanteros quedarían en Madrid. Yo no lo aseguro; pero así se
dijo.

—En puridad —dijo Chaperón—, esto no es lo más importante. En vez de
perder el tiempo descuartizando, buscaremos nueva fruta de cuelga, que
no faltará en Madrid... ¿Pero qué alboroto es ese?... ¿Por qué corre mi
gente?

Volvió los saltones ojos hacia Nuestra Señora de Gracia, donde los
grupos se arremolinaban y se oía murmullo de vivas. El fiero jefe de la
Comisión militar frunció el ceño al ver que el buen pueblo confiado a
su vigilancia relinchaba sin permiso de la policía.

—No es nada, señor Chaperón —dijo Regato—. Es que tenemos ahí a nuestro
famoso Trapense.

—Hace un rato —añadió Romo— venía por Puerta de Moros con su escolta.
Entró a rezar en Nuestra Señora de Gracia, y ya sale otra vez. Viene
hacia acá.

En efecto, avanzaba hacia el centro de la plaza la más estrambótica
figura que puede ofrecerse a humanos ojos en esos días de revueltas
políticas, en que todo se transfigura, y sale a la superficie,
ensuciando la clara linfa, el légamo social. Era un hombre a caballo,
mejor dicho, a mulo. Vestía hábitos de fraile y traía un crucifijo en
la mano, y pendientes del cinto, sable, pistolas y un látigo. Seguíanle
cuatro lanceros a caballo, y rodeábale escolta de gritonas mujeres,
pilluelos y otra ralea de gente de esa que forma el vil espumarajo de
las revoluciones.

Era el Trapense joven, de color cetrino, ojos grandes y negros,
barba espesa, con un airecillo, más que de feroz guerrero, de truhan
redomado. Había sido lego en un convento, en el cual dio mucho que
hacer a los frailes con su mala conducta, hasta que se metió a
guerrillero, teniendo la suerte de acaudillar con buen éxito las
partidas de Cataluña. Conocedor de la patria en cuyo seno había tenido
la dicha de nacer, creyó que sus frailunas vestiduras eran el uniforme
más seductor para acaudillar aventureros, y al igual de las cortantes
armas puso la imagen del crucificado. En los campos de batalla, fuera
de alguna ocasión solemne, llevaba el látigo en la mano y la cruz en el
cinto; pero al entrar en las poblaciones colgaba el látigo y blandía la
cruz, incitando a todos a que la besaran. Esto hacía en aquel momento,
avanzando por la plazuela. Su mulo no podía romper sino a fuerza de
cabezadas y tropezones la muralla de devotos patriotas, y él, afectando
una seriedad más propia de mascarón que de fraile, echaba bendiciones.
El demonio metido a evangelista no hubiera hecho su papel con más
donaire. Viéndole, fluctuaba el ánimo entre la risa y un horror más
grande que todos los horrores. Los tiempos presentes no pueden tener
idea de ello, aunque hayan visto pasar fúnebre y sanguinosa una sombra
de aquellas espantables figuras. Sus reproducciones posteriores han
sido descoloridas, y ninguna ha tenido popularidad, sino antes bien, el
odio y las burlas del país.

Cuando el bestial fraile, retrato fiel de Satanás ecuestre, llegó
junto al grupo de que hemos hablado, recibió las felicitaciones de las
tres personas que lo formaban, y él les hizo saludo marcial alzando el
Crucifijo hasta tocar la sien.

—Bienvenido sea el padre Marañón —dijo el jefe de la Comisión militar
acariciando las crines del mulo, que aprovechó tal coyuntura para
detenerse—. ¿A dónde va tanto bueno?

—Hombre..., también uno ha de querer ver las cosas de gusto —replicó el
fraile—. ¿A qué hora será eso mañana?

—A las diez en punto —contestó Regato—. Es la hora mejor.

—¡Cuánta gente curiosa!... No me han dejado rezar, señor Chaperón
—añadió el fraile, inclinándose como para decir una cosa que no debía
oír el vulgo—. Usted, que lo sabe todo, dígame: ¿conque es cierto que
se nos marcha el príncipe?

—¿Angulema? Ya va muy lejos, camino de Francia. ¿Verdad, padre Marañón,
que no nos hace falta maldita?

—¿Pues no nos ha de hacer falta, hombre de Dios? —dijo el fraile
soltando una carcajada que asemejó su rostro al de una gárgola de
catedral despidiendo el agua por la boca—. ¿Qué va a ser de nosotros
sin figurines? Averigüe usted ahora cómo se han de hacer los chalecos y
cómo se han de poner las corbatas.

Los tres y otros intrusos que oían rompieron a reír, celebrando el
donaire del Trapense.

—Queda de general en jefe el general Bourmont.

—Por falta de hombres buenos, a mi padre hicieron alcalde —dijo
Chaperón—. Si Bourmont se ocupara en otra cosa que en coger moscas, y
se metiera en lo que no le importa, ya sabríamos tenerle a raya.

—Me parece que no nos mamamos el dedo —repuso el fraile—. Y me consta
que Su Majestad viene dispuesto a que las cosas se hagan al derecho,
arrancando de cuajo la raíz de las revoluciones. Dígame usted, ¿es
cierto que se ha retractado en la capilla?

—¿Quién, Su Majestad?

—No, hombre, Rieguillo.

—De eso se trata. El hombre está más maduro que una breva. ¿No va usted
por allá?

—¿Por la capilla?... No me quedaré sin meter mi cucharada... Ahora no
puedo detenerme: tengo que ver al obispo para un negocio de bulas, y
al ministro de la Guerra para hablarle del mal estado en que están las
armas de mi gente... Con Dios, señores... ¡arre!

Y echó a andar hacia la calle de Toledo, seguido del entusiasta cortejo
que le vitoreaba. Chaperón, después de dar las últimas órdenes a los
aparejadores y de volver a observar el efecto de la bella obra que se
estaba ejecutando, marchó con sus amigos hacia la calle Imperial, por
donde se dirigieron todos a la cárcel de Corte. En la plazuela había
también gente, de esa que la curiosidad, no la compasión, reúne frente
a un muro detrás del cual hay un reo en capilla. No veían nada, y sin
embargo, miraban la negra pared, como si en ella pudiera descubrirse
la sombra, o si no la sombra, misterioso reflejo del espíritu del
condenado a muerte.

Los tres amigos tropezaron con un individuo que apresuradamente salía
de la Sala de Alcaldes.

—¡Eh!, no corra usted tanto, señor Pipaón —gritole el de la Comisión
militar—. ¿A dónde tan a prisa?

—Hola, señores, salud y pesetas —dijo el digno varón deteniéndose—.
¿Van ustedes a la capilla?...

—No hemos de ser los últimos. ¿Qué tal está mi hombre?...

—Van a darle de comer... Una mesa espléndida, como se acostumbra en
estos casos. Con que, señor Chaperón, señor Regato...

—¡A dónde va usted que más valga! —dijo Chaperón deteniéndole por un
brazo—. ¿Hay trabajillo en la oficina?

—Yo no trabajo en la oficina, porque estoy encargado de los festejos
para recibir al rey —repuso Bragas con orgullo.

—¡Ah!, no hay que apurarse todavía.

—Pero no es cosa de dejarlo para el último día. No preparamos una
función chabacana como las del tiempo constitucional, sino una
verdadera solemnidad regia, como lo merecen el caso y la persona
de Fernando VII. El carro en que ha de verificar su entrada se
está construyendo. Es digno de un emperador romano. Aún no se sabe
si tirarán de él caballos o mancebos vistosamente engalanados. Es
indudable que llevarán las cintas los voluntarios realistas.

—Pues se ha dicho que nosotros tiraríamos del carro —dijo Romo con
énfasis, como si reclamara un derecho.

—Ahí tiene usted un asunto sobre el cual no disputaría yo —insinuó
Regato blandamente—. Yo dejaría que tiraran caballos o mulas.

—Ya se decidirá, señores, ya se decidirá a gusto de todos —dijo Bragas
con aires de transacción—. Lo que me trae muy preocupado es que...,
verán ustedes..., me he propuesto presentar ese día doscientas o
trescientas majas lujosamente vestidas. ¡Oh! ¡qué bonito espectáculo!
Costará mucho dinero ciertamente; pero ¡qué precioso efecto! Ya estoy
escogiendo mi cuadrilla. Doscientas muchachas bonitas no son un grano
de anís. Pero yo las tomo donde las encuentro..., ¿eh? De los trajes
se encarga el Ayuntamiento... Me han dado fondos. ¡Caracoles!, es una
cuestión peliaguda... Espero lucirme.

—Este Pipaón es de la piel de Satanás... ¿De dónde va a sacar ese
mujerío?

—Yo daría la preferencia a los arcos de triunfo —dijo Romo—. Es mucho
más serio.

—¿Arcos?... ¡Si ha de haber cuatro! Por cierto que el señor Chaperón
nos ha hecho un flaco servicio llevándose para la horca los grandes
mástiles que sirven para armar arcos de triunfo.

—Hombre, por vida del Santísimo Sacramento —dijo Chaperón mostrando un
sentimiento que en otro pudiera haber sido bondad—, ya servirán para
todo. Pues qué, ¿vamos a ahorcar a media España?

—Entre paréntesis, no sería malo... Conque ahora sí que me voy de veras.

Estrechó Pipaón sucesivamente la mano de cada uno de sus tres amigos.

—Ya nos veremos luego en las oficinas de la Comisión.

—Pues qué, ¿hay algo nuevo?

—Hombre, no se puede desamparar a los amigos.

—¡Recomendaciones! —vociferó el brigadier mostrando su fiereza—.
Por vida del Santísimo, que eso de las recomendaciones y las
amistades me incomoda más que la evasión de un prisionero. Así no hay
justicia posible, señor Pipaón; así la justicia, los castigos y las
purificaciones no son más que una farsa.

El terrible funcionario se cruzó de brazos, conservando fuertemente
empuñado el símbolo de su autoridad.

—Es claro —añadió Romo por espíritu de adulación—, así no hay justicia
posible.

—No hay justicia —repitió Regato como un eco del cadalso.

—Amigo Chaperón —dijo el astuto Bragas con afabilidad y desviando un
poco del grupo al comisario para hablarle en secreto—, cuando hablo de
amigos me refiero a personas que no han hecho nada contra el régimen
absoluto.

—Si, buenos pillos son sus amigos de usted.

—No es más sino que al pobre don Benigno Cordero le está molestando la
policía de Zaragoza, y es posible que lo pase mal. Ya recordará usted
que don Benigno dio cien onzas bien contadas porque se le comprendiera
en el secreto del 2 de octubre fechado en Jerez. Acogiéndose a la
proscripción, se libraba de la cárcel y quizás de la horca... Pues en
Zaragoza me le han puesto en un calabozo. Eso no está bien...

—Bueno, bueno —dijo Chaperón disgustado de aquel asunto. También Romo
me ha recomendado a ese Cordero.

Romo no dijo una palabra, ni abandonó aquella seriedad que era en él
como su mismo rostro.

—Por última vez, señores, adiós —chilló Bragas—, ahora sí que me voy de
veras.

—Abur.

Dirigiéronse a la puerta de la cárcel por la calle del Salvador; pero
les fue preciso detenerse, porque en aquel momento entraba una cuerda
de presos. Iban atados como criminales que recogiera en los caminos
la antigua Hermandad de Cuadrilleros, y por su traje, ademanes, y más
aún por el modo de expresar su pena, debían de pertenecer a distintas
clases sociales. Los unos iban serenos y con la frente erguida; los
otros abatidos y llorosos. Eran veintidós entre varones y hembras, a
saber: tres patriotas de los antiguos clubs, dos ancianos que habían
desempeñado durante el régimen caído el cargo de vocales del Supremo
Tribunal de Justicia, un eclesiástico, dos toreros, cuatro cómicos, un
chico de siete años, descalzo y roto, tres militares, un indefinido,
como no se le clasificara entre los pordioseros, una señora anciana
que apenas podía andar, dos de buena edad y noble continente, que
pertenecían a clase acomodada, y dos mujeres públicas.

Chaperón echó sobre aquella infeliz gente una mirada que bien podía
llamarse amorosa, pues era semejante a las del artista contemplando su
obra, y cuando el último preso (que era una de las damas de equívoca
conducta) se perdió en el oscuro zaguán de la prisión, rompió por entre
la multitud curiosa y entró también con sus amigos.



V


Lo más cruel y repugnante que existe después de la pena de muerte es el
ceremonial que la precede, y la lúgubre antesala del cadalso con sus
cuarenta y ocho mortales horas de capilla. Casi más horrenda que la
horca misma es aquella larga espera y agonía entre la vida y la muerte,
durante la cual exponen la víctima a la compasión pública, como a la
pública curiosidad los animales raros. La ley, que hasta entonces se ha
mostrado severa, muéstrase ahora ferozmente burlona, permitiendo al reo
la compañía de parientes y amigos, y dándole de comer a qué quieres,
boca. Algún condenado de clase humilde prueba en esos dos días platos
y delicadas confituras, cuyo sabor no conocía. Señores, sacerdotes y
altos personajes le dan la mano, le dirigen vulgares palabritas de
consuelo, y todos se empeñan en hacerle creer que es el hombre más
feliz de la creación, que no debe envidiar a los que incurren en la
tontería de seguir viviendo, y que estar en capilla con el implacable
verdugo a la puerta es una delicia. Sin embargo, a nadie se le ha
ocurrido solicitar expresamente tanta felicidad, ni contar a Nerón,
Luis XI, don Pedro de Castilla, Felipe II, Robespierre y Fernando VII
entre los bienhechores de la humanidad.

Desde el 5 de noviembre a las diez de la mañana gustaba don Rafael
del Riego las dulzuras de la capilla. Aquel hombre famoso, el más
pequeño de los que aparecen ingeridos sin saber cómo en las filas de
los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las
locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría cuadrado
mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó
su breve carrera sin decoro ni grandeza. Un noble morir habría dado
a su figura el realce heroico que no pudo alcanzar en tres años de
impaciente agitación y bullanga; pero tan desgraciada era la libertad
en nuestro país, que ni al morir bajo las soeces uñas del absolutismo,
pudo alcanzar aquel hombre la dignidad y el prestigio de la idea que se
avalora sucumbiendo. Pereció como la pobre alimaña que expira chillando
entre los dientes del gato.

La causa del revolucionario más célebre de su tiempo fue un tejido de
iniquidades y de absurdos jurídicos. Lo que importaba era condenarle
emborronando poco papel, y así fue. Desde que le leyeron la sentencia
el preso cayó en un abatimiento lúgubre, hijo, según algunos, de
sus dolencias físicas. Creeríase que confiaba hasta entonces en la
clemencia de los llamados jueces, o del rey, que es todo el caudal de
inocencia que puede caber en espíritu de hombre nacido. A diferencia
de otros que en horas tan tremendas se atracan de los ricos manjares
con que engorda el verdugo a sus víctimas, no quiso comer, o comió
muy poco. Ningún amigo pudo visitarle, porque la visita hubiera sido
quizás el primer paso para compañía perpetua hasta la eternidad; pero
le vieron muchos individuos particulares de categoría, deseosos de
hartar sus ojos con la vista de aquel hombre que conmovió con su nombre
a toda España; sacerdotes que solícitamente se prestaban a encaminarle
al cielo; hermanos de diversas hermandades; personas varias, en fin,
compungidas las unas, indiferentes otras, curiosas las más; pero en tal
número que no dejaban al preso un momento de descanso.

Estaba frío, caduco, los ojos fijos en el suelo, amarillo como las
velas que ardían junto al crucifijo del altar. A ratos suspiraba,
parecía vagar en sus labios la palabra perdón, acometíanle desmayos, y
hacía preguntas triviales. Ni mostró apego a las ideas políticas que
le habían dado tanto nombre, ni dio alas a su espíritu con la unción
religiosa, sino que se abatía más y más a cada instante, apareciendo
quieto sin estoicismo, humilde sin resignación. Chaperón y otros de
igual talla gozaban viendo llorar, como un alumno castigado, al general
de la libertad, al pastor que con la magia de su nombre arrastraba
tras sí rebaño de pueblos. En el delirio de su triunfo no habían ellos
soñado con una caída semejante que les desembarazara, no solo de su
enemigo mayor, sino del prestigio de todos los demás.

La retractación del héroe de las Cabezas fue una de las más ruidosas
victorias del bando absolutista. ¡Qué mayor triunfo que mostrar a los
pueblos un papel en que de su puño y letra había escrito el hombre
diminuto estas palabras: «Asimismo publico el sentimiento que me asiste
por la parte que he tenido en el sistema llamado constitucional, en
la revolución y en sus fatales consecuencias, por todo lo cual pido
perdón a Dios de mis crímenes...»! Han quedado en el misterio las
circunstancias que acompañaron a este arrepentimiento escrito, y
aunque el carácter de Riego y su pusilanimidad en las tremendas horas
justifican hasta cierto punto aquella genuflexión de su espíritu, puede
asegurarse que no hubo completa espontaneidad en ella. El fraile que le
asistía, Chaperón y el escribano Huerta sabrían acerca de este suceso
cosas dignas de pasar a la posteridad, porque a ellos debieron los
absolutistas el envilecimiento del personaje más culminante, si no el
más valioso de la segunda época constitucional. Ahora, cuando ha pasado
tanto tiempo y la losa del sepulcro les cubre a todos, ahorcadores y
ahorcados, no podemos menos de deplorar que los que asistieron en la
capilla a don Rafael del Riego en la noche del 6 al 7 de noviembre, no
hubieran hecho públicos después los argumentos empleados para arrancar
una abdicación tan humillante.

El 7, a las diez de la mañana, le condujeron al suplicio. De seguro
no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso. Es
tal, que ni aun parece digno de ser conocido, y el narrador se siente
inclinado a volver, sin leerla, esa página sombría, y a correr tras de
una ficción verosímil que embellezca la descarnada verdad histórica.
Una víctima sin nobleza, arrastrada al suplicio por verdugos feroces,
es el espectáculo más triste que pueden ofrecer las miserias humanas;
es el mal puro sin porción ninguna de bien, de ese bien moral que
aparece más o menos claro aun en los más horrendos excesos del furor
político y en los martirios a que es sometida la inocencia. Una víctima
cobarde parece que enaltece al verdugo, y al hablar de cobardía no
es que echemos de menos la arrogancia fanfarrona con que algunos
desgraciados han querido dar realce teatral a su postrer instante, sino
la dignidad personal que, unida a la resignación religiosa, rodean al
mártir jurídico de una brillante aureola de simpatías y compasión.
Ninguna de aquellas especies de valor tuvo en su desastroso fin el
general Riego, y creeríase al verle que víctima y jueces se habían
confabulado para cubrir de vilipendio el último día de la libertad y
hacer más negro y triste su crepúsculo. La grosería patibularia y el
refinamiento en las fórmulas de degradación empleadas por los unos,
parece que guardaban repugnante armonía con la abjuración del otro.

Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por
la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como
si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un
serón que arrastraba el mismo animal. Los hermanos de la Paz y Caridad
le sostuvieron durante todo el tránsito para que con la sacudida no
padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba
como un niño, sin dejar de besar a cada instante la estampa que
sostenía entre sus atadas manos.

Un gentío alborotador cubría la carrera. La plaza era un amasijo de
carne humana. ¿Participaremos de esta vil curiosidad, atendiendo
prolijamente a los accidentes todos de tan repugnante cuadro? De
ninguna manera. Un hombre que sube a gatas la escalera del patíbulo,
besando uno a uno todos los escalones; un verdugo que le suspende y se
arroja con él, dándole un bofetón después que ha expirado; una ruin
canalla que al verle en el aire grita; «¡Viva el rey absoluto!...».
¿Acaso esto merece ser mencionado? ¿Qué interés ni qué enseñanza ni qué
ejemplo ofrecen estas muestras de la perversidad humana? Si toda la
historia fuese así, si no sirviera más que de afrenta, ¡cuán horrible
sería! Felizmente, aun en aquellos días tan desfavorecidos, contiene
páginas honrosas aunque algo oscuras, y entre los miles de víctimas
del absolutismo húbolas nobilísimas y altamente merecedoras de cordial
compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor para él; el
novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas
su lienzo, se atreve a asegurar que la ficción verosímil ajustada a
la realidad documentada, puede ser en ciertos casos más histórica, y
seguramente es más patriótica, que la historia misma.



VI


El triste día de la ejecución todo Madrid asistió a ella, lo mismo los
absolutistas rabiosos que los antiguos patriotas, a excepción de los
que no podían salir a la calle sin peligro de ser afeitados o arrojados
en los pilones de las fuentes, cuando no hechos trizas por el vulgo.
Pero entre tanto gentío faltó un hombre que durante el verano había
vivido casi constantemente en la calle, entreteniendo a los desocupados
y dando que reír a los pícaros. Echábanle de menos en las esquinas de
la Puerta del Sol y en los diversos mentideros, por lo cual le creían
fallecido. No era cierto. Sarmiento vivía, gozando además de una
regular salud.

La primera noche que se quedó en casa de Solita durmió de un tirón once
horas, y habiendo despertado al medio día llamó con fuertes voces para
que le llevaran chocolate. Dióselo la misma dueña de la casa con mucha
amabilidad, y entre sorbo y sorbo el preceptor decía:

—Puedo aceptar estos obsequios porque hoy mismo entraré por la senda
a que me lleva mi destino... Si fuera por mucho tiempo de ningún
modo aceptaría... Mi carácter, mi dignidad, los recuerdos de nuestro
antagonismo no me lo permiten.

—¿Qué tal está el chocolate? —le preguntó Sola con malignidad.

—Así, así..., mejor dicho, no está mal..., quiero decir, muy bueno,
excelente, o hablando con completa franqueza, riquísimo.

—¿Hoy se marcha usted?

—Ahora mismo... Me presentaré a las autoridades —repuso Sarmiento
dejando el cangilón y arropándose de nuevo entre las sábanas— y les
diré: «Aquí tenéis, infames sicarios, al que os ha hecho tanto daño;
quitadme esta miserable vida; bebed mi sangre, caníbales. Quiero
compartir la inmortalidad del insigne Riego...».

—¿Todo eso va a decir usted?... Pues un poco perezosillo está mi buen
viejo para hacer y decir tantas cosas.

—¡Yo perezoso! —exclamó incorporando el anguloso busto y extendiendo
los brazos—. ¡Venga al punto mi ropa!

Soledad le mostró ropa blanca limpia y planchada.

—Estuve arriba —dijo.

—¿En mi casa?

—Sí: saqué la llave del bolsillo de usted, subí, revolví todo buscando
ropa mejor que la que usted tiene puesta..., pero no encontré nada.

—¡Cómo había de encontrar, alma de Dios, lo que no tengo! No se burle
de mi miseria... Pero entendámonos, ¿qué ropa es esta que me ofrece?

—Ya lo ve..., son piezas desechadas, pero en buen uso.

—¡Ah! ya... Ropa desechada del señor don Salvador Monsalud... Pues mire
usted, si fuera obsequio de otra persona lo rehusaría; pero siendo de
aquel noble patriota lo acepto. Conste que no he pedido nada.

—De ropa exterior podríamos arreglarle algunas piezas decentes —dijo
Sola sonriendo—, siempre que usted tarde algunos días en marchar a la
inmortalidad.

—¡Tardar! Basta de bromas... ¿Para qué quiero yo ropas bonitas? ¿Voy
acaso a entrar en algún salón de baile, o en los Elíseos Campos, donde
los justos se pasean envueltos en mantos de nubes?... Figúrese usted la
falta que me hará a mí la buena ropa...

—Puede que tarden en matarle a usted un mes o dos. Y si siguen estos
fríos no le vendrá mal una buena capa.

—Tanto como venir mal precisamente, no... ¿La tiene usted?

—La buscaremos.

—No, no es preciso... Voy a levantarme.

Soledad se retiró, y al poco rato apareció en la sala don Patricio
completamente vestido. Sentose en el sofá, y contemplando a la joven
con bondadosa mirada, dijo así:

—Desde el tiempo de mi Refugio, no había dormido en una cama tan
buena... ¡Ay, ella era tan hacendosa, tan casera! Nuestro domicilio
estaba como un oro, y nuestro lecho nupcial podía haber servido para
que en él se revolcara un rey... ¡Pobre Refugio, si me vieras en mi
actual miseria!... ¡Pobre Lucas, pobre hijo mío! Hoy tu muerte es digna
de envidia, porque estás en la morada de los héroes y de los elegidos;
pero tu padre no tiene consuelo, ni puede vivir sin verte...

Derramó algunas lágrimas, y por largo rato estuvo silencioso y
cabizbajo, dando muestras de verdadero dolor. Soledad, ocupada en sus
quehaceres, no se presentó a él sino a la hora de la comida.

—Supongo que no saldrá usted hasta después de comer —le dijo poniendo
la mesa.

—Saldré antes, ahora mismo, señora —dijo Sarmiento irguiéndose
súbitamente como un asta de bandera—. El peso de la vida me es
insoportable. Una voz secreta me grita: «Anda, corre...». Todo mi ser
avanza en pos de la gloria que me está destinada.

—¡Cuánto mejor irá usted después de comer!... ¿Es que desprecia usted
mi mesa?

—¡Oh!, no, señora, de ningún modo —replicó Sarmiento con cortesía—;
pero conste que solo por acompañar a usted...

Comieron tranquilamente, siendo de notar que el espiritual don
Patricio, creyendo sin duda inconveniente el aventurarse por los
ideales senderos con el estómago vacío, diose prisa a llenarlo de
cuanto la mesa sustentaba.

—¡Qué buena comida! —dijo permitiendo a su paladar aquel desliz de
sensualismo—. ¡Qué bien hecho todo, y con cuánto primor presentado!
Solita, si usted se casa, su marido de usted será el más feliz de los
hombres.

Al final de la comida, los ojos de don Patricio brillaron con
resplandores de gozo, viendo una taza llena de negro licor.

—¡También café!... ¡Oh, cuánto tiempo hace que no pruebo este delicioso
líquido!... El néctar de los dioses, el néctar de los héroes...
Gracias, mil gracias por tan delicada fineza.

—Yo sabía que a usted le gusta mucho este brebaje.

—¡Gracias!... ¡y qué bueno es!... ¡qué aroma!

—Será el último que beba usted, porque en la cárcel no dan estas
golosinas.

—¿Y qué importa? —repuso el anciano con solemne acento—. ¿Acaso somos
de alfeñique? Cuando un hombre se decide a escalar con gigantesco pie
el último círculo del cielo, ¿de qué vale el liviano placer de los
sentidos?

Dijo, y poniéndose el farolillo de fieltro que desempeñaba en su cabeza
las funciones propias de un sombrero, se dispuso a salir.

—Adiós, señora —murmuró—, gracias por sus atenciones, que no esperaba
en persona de quien soy encarnizado enemigo... político. Su papá de
usted y yo nos aborrecimos y nos aborreceremos en la otra vida... Abur.

Salió precipitadamente hacia la puerta; mas no pudiendo abrirla, volvió
diciendo:

—La llave, la llave...

Soledad rompió a reír.

—¡Y creía el muy tonto que iba a dejarle salir! No faltaba más. Eso
querrían los chicos para divertirse. ¿Quiere usted quitarse ese
sombrero, hombre de Dios, y sentarse ahí y estarse tranquilo?

—Señora, señora —dijo Sarmiento moviendo la cabeza y pateando
ligeramente en muestra de su decoroso enfado—, ábrame usted la puerta,
y déjeme en paz, que cada uno va a su destino, y el mío es... el que yo
me sé.

—No abro.

—Señora, señorita, que yo soy hombre de poca paciencia. Ábrame la
puerta, o reñimos de veras.

—Que no abro la puerta —replicó Sola, remedando el tonillo de cantinela
de su digno huésped.

—Basta de bromas, basta, repito —vociferó Sarmiento tomando el aire y
tono tragicómicos que empleaba al reprender a los alumnos—. Yo soy un
hombre formal... De mí no se ríe nadie y menos una chiquilla loca...
Ea, niña sin juicio, abra usted si no quiere saber quién es Patricio
Sarmiento.

—Un loco, un majadero, un vagabundo, a quien es preciso recoger por
caridad y encerrar por fuerza, para que no se degrade en las calles
como un pordiosero, haciendo el saltimbanquis y muriéndose de miseria,
ya que por el estado de su cabeza no puede morirse de vergüenza.

Esto lo dijo con tanta seriedad y entereza, que por breve rato estuvo
el patriota aturdido y confuso.

—Aquí hay algo, aquí hay algún designio oculto que no puedo comprender
—afirmó el anciano—, pero que tiene por objeto, sí, tiene por objeto
impedir una resolución demasiado ruidosa y que quizás perjudicaría al
absolutismo.

Otra vez se echó a reír Sola de tan buena gana, que Sarmiento se
enfureció más.

—Por vida de la chilindraina —gritó agitando sus brazos—, que si usted
no me da la llave, la tomaré yo donde quiera que se encuentre.

—Atrévase —dijo Soledad con festiva afectación de valor, incorporándose
en su asiento—. Mujer y de poca fuerza, no temo a un fastasmón como
usted... Quieto ahí, y cuidado con apurarme la paciencia.

—Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca —gruñó
Sarmiento con sarcasmo—. ¡Querer detener a un hombre como yo! No
sabe usted las bromas que gasto. Repito que aquí hay una conjuración
infame... ¡Oh, si es usted hija del conspirador más grande que han
abortado los despóticos infiernos!... ¡Ah, taimada muchachuela! Ahora
me explico a qué venían los chocolatitos, la ropita blanca, el buen
cocido y mejor sopa... ¡Quite usted allá! ¿Cree usted que con eso se
ablanda este bronce? ¿Cree usted que así se abate esta montaña? ¿Soy
yo de mantequillas? Aunque fuera preciso derribar a puñetazos estas
paredes y arrancar con los dientes esos cerrojos del despotismo, yo
lo haría, yo..., porque he de ir a donde me llama mi hado feliz, y mi
hado, _fatum_ que decían los antiguos, se ha de cumplir, y la víctima
preciosa inscrita en el eterno libro no puede faltar, ni la sangre
redentora puede dejar de derramarse, ni la libertad ha de quedarse
sin la víctima que necesita. De modo que saldré, pese a quien pese,
aunque tenga que emplear la fuerza contra miserables mujeres, lo que es
impropio de la nobleza de mi carácter.

—¿Se atreverá usted?

—Sí; deme usted la llave de esa puerta nefanda —contestó Sarmiento con
énfasis petulante que no tenía nada de temible—, o se arrepentirá de su
crimen..., porque esto es un crimen... ¡La llave, la llave!

—Ahora lo veremos.

Corriendo afuera, prontamente volvió Sola con un palo de escoba, y
enarbolándolo frente a don Patricio, le hizo retroceder algunos pasos.

—Aquí están mis llaves, pícaro, vagabundo. O renuncia usted a salir, o
le rompo la cabeza.

—Señora —exclamó don Patricio acorralado en un ángulo de la sala—, no
abuse usted de mi delicadeza..., de mi dignidad, que me impide poner la
férrea mano sobre una hembra... ¡Esto es un ardid, pero qué ardid!...
Una trama verdaderamente absolutista.

—Siéntese usted —gritó Soledad conteniendo la risa y sin dejar el
argumento de caña—. Fuera el sombrero.

—Vaya, me siento y me descubro —repuso Sarmiento con la sumisión del
esclavo—. ¿Qué más?

—¿Se compromete usted a no salir en quince días?

—Jamás, jamás, jamás. Antes la muerte —murmuró cerrando los ojos—.
Pegue usted.

—Esto es una broma —dijo Soledad arrojando el palo, sentándose junto al
anciano y poniéndole la mano amorosamente sobre el hombro—. ¿Cómo había
yo de castigar al pobre viejecito demente miserable que se pasa la
vida en las calles divirtiendo a los muchachos? Si no hay en el mundo
ser alguno más digno de lástima... ¡Pobre viejecillo! Me he propuesto
hacer una buena obra de caridad y he de conseguirlo. Yo he de traer a
este infeliz a la razón. ¿Y cómo? Asistiéndole, cuidándole, dándole de
comer cositas buenas y sabrosas, arreglándole su ropa para que esté
decente y no tenga frío, proporcionándole todo lo necesario para que no
carezca de nada y tenga una vejez alegre y pacífica.

Estas palabras debieron hacer ligera impresión en el espíritu del
viejo, porque moviendo la cabeza, se dejó acariciar y no dijo nada.

—Jesucristo nos manda hacer bien a los pobres, cuidar a los enfermos
y aliviar a los menesterosos —añadió Sola acercando su agraciado
rostro a la rugosa efigie del vagabundo—. Y cuando esto se hace con
enemigos, el mérito es mayor, mucho mayor, y el placer de hacerlo
también aumenta. Recordando que este pobre iluso y fanático negó a
mi padre un vaso de agua en un trance terrible, más me alegro de
hacerle beneficios, sí, porque además yo sé que el desgraciado vejete
loco no es malo en realidad, ni carece de buen corazón, sino que por
causa del condenado fanatismo hizo aquella y otras maldades... Por
consiguiente, papá Sarmiento, aquí estarás encerradito, comiendo bien y
cenando mejor, libre de chicos, de insultos, de atropellos, de hambre
y desnudez; aquí vivirás tranquilo, haciéndome compañía, porque yo soy
sola como mi nombre, y estaré sola por mucho tiempo, quizás toda la
vida... ¿Quedamos en eso? Ya ves que te tuteo en señal de parentesco y
familiaridad.

—¡Ah, mujer melosa y liviana! —dijo Sarmiento haciendo un esfuerzo de
energía, semejante al de los anacoretas cuando se veían en grande y
peligrosa tentación—. ¡Quita allá! Mi alma es demasiado fuerte para
sucumbir a tus pérfidos halagos.

—Esta noche cenaremos —dijo Soledad hablando como cuando se les anuncia
a los niños lo que han de comer—. Oye tú lo que cenaremos; pollo,
chuletas, uvas...

Iba contando por los dedos cada cosa, y haciendo gran pausa en cada
parada.

—Mañana —añadió— voy a ocupar a mi ancianito en cosas útiles. Me ha
de trabajar para que yo pueda tratarle bien. Yo necesito reformar
mi letra, porque escribo patas de mosca y no tengo ortografía. El
viejecillo me dará lección todas las noches. Por el día le emplearé en
algo que le entretenga. Darele buenos libros..., nada de política..., y
cuando esté domesticado, le sacaré a paseo por las tardes.

A don Patricio se le humedecieron los ojos. Difícil es saber lo que
pasaba en su alma.

—¿Y mi gloria, pero esa gloria que me está llamando? —dijo dando fuerte
porrazo en el brazo de la silla—. ¡Vaya un modo de hacer caridades,
señora, quitándole a uno la inmortalidad, el lauro de oro que se le
tiene destinado!

Don Patricio dijo esto con una seriedad que hacía llorar y reír al
mismo tiempo.

—¿Qué gloria? —repuso Soledad—. No conozco sino la que Dios da a los
que se portan bien y cumplen sus mandamientos.

—¿Pero y esa víctima, esa víctima de quien necesita la libertad?

—La libertad no necesita víctimas, sino hombres que la sepan
entender... Conque Sarmientillo, seremos amigos. De aquí no se sale
mientras esa cabeza no esté buena.

Diole dos cariñosas palmadas en ella la encantadora joven, mientras
el insigne patriota exhalaba de su noble pecho un suspiro de a libra,
permítase la frase. ¿Era que hacía el sacrificio de su ideal sublime?
¿Era que pedía a su espíritu fuerzas para sobreponerse a seducción tan
poderosa? No es fácil saberlo. Los próximos sucesos lo dirán.

—¡Ah, señora —exclamó tomando la mano de Sola—, no sabe usted bien lo
que hace! La historia, quizás, pedirá a usted cuentas de su acción
abominable, aunque declaro que es inspirada por un noble impulso de
caridad... Engañosa Circe, no sabe usted bien qué clase de ímpetus
sojuzga y contiene al encerrarme; no sabe usted bien qué especie de
monstruo encarcela, ni qué heroicas acciones se pierden con este hecho,
ni qué días gloriosos serán borrados de la serie del tiempo.

Dijo, y un rato después dormía la siesta.



VII


En los días sucesivos tuvo don Patricio los mismos deseos de salir,
si bien, a excepción de una vez, no fueron tan ardientes; pero hubo
gritos, amenazas, volvió a funcionar el inocente palo y la carcelera a
desplegar las armas de su convincente piedad, de la graciosa entereza
que tan buenos efectos produjera el primer día. Horas enteras pasaba
el vagabundo patriota, corriendo de un ángulo a otro de la sala, como
enjaulada bestia, deteniéndose a veces para oír los ruidos de la
calle, que a él le sonaban siempre como discursos, proclamas o himnos,
y poniéndose a cada rato el sombrero como para salir. Este acto de
cubrirse primero y descubrirse después, al caer en la cuenta de su
encierro, era gracioso, y excitaba la risa de su amable guardiana. En
la comida y cena mostrábase más manso, y se ponía con cierto orgullo
las prendas de vestir que Sola le arreglara. Desde la cabeza a los pies
cubríase con lo perteneciente al antiguo dueño de la casa, de cuya
adaptación no resultaba gran elegancia, a causa de la diferencia de
talle y estatura.

Por las noches daba a Soledad lección de escritura, poniendo en ella
tanto cuidado la discípula como el maestro. Él, particularmente,
mostraba una prolijidad desusada, esmerándose en transmitir a su alumna
sus altos principios caligráficos, la primorosa maestría de ejecución
que poseía y de que estaba tan orgulloso.

—Desde que el mundo es mundo —decía observando los trazos hechos por
Soledad sobre el papel pautado—, no se han dado lecciones con tanto
esmero. Hanse reunido, para producir colosales efectos, la disposición
innata de la discípula y la destreza del maestro. Ahora bien, señora
y carcelera mía: la justicia y el agradecimiento piden que en pago de
este beneficio me conceda usted la libertad, que es mi elemento, mi
vida, mi atmósfera.

—Bueno —respondió Sola—, cuando sepa escribir te abriré la puerta,
viejecillo bobo.

En los primeros días de noviembre estuvo muy tranquilo, apenas dio
señales de persistir en su diabólica manía, y se le vio reír y aun
modular entre dientes alegres cancioncillas; pero el 7 del mismo mes
llegaron a su encierro, no se sabe cómo (sin duda por el aguador o
la indiscreta criada), nuevas del suplicio de Riego, y entonces la
imaginación mal contenida de don Patricio perdió los estribos. Furioso
y desatinado, corría por toda la casa gritando:

—¡Esperad, verdugos, que allá voy yo también! No será él solo...
Esperad, hacedme un puesto en esa horca gloriosa... ¡Maldito sea el que
quiera arrancarme mis legítimos laureles!

Soledad tuvo miedo; mas sobreponiéndose a todo, logró contenerle
con no poco trabajo y riesgo, porque Sarmiento no cedía como antes
a la virtud del palo, ni oía razones, ni respetaba a la que había
logrado con su paciencia y dulzura tan gran dominio sobre él. Pero al
fin triunfaron las buenas artes de la celestial joven, y Sarmiento,
acorralado en la sala, sin esperanzas de lograr su intento, hubo de
contentarse con desahogar su espíritu poniéndose de rodillas y diciendo
con voz sonora:

—¡Oh tú, el héroe más grande que han visto los siglos, patriarca de la
libertad, contempla desde el cielo donde moras esta alma atribulada que
no puede romper las ligaduras que le impiden seguirte! Preso contra
todo fuero y razón; víctima de una intriga, me veo imposibilitado
de compartir tu martirio, y con tu martirio tu galardón eterno. Y
vosotros, asesinos, venid aquí por mí si queréis. Gritaré hasta que
mis voces lleguen hasta vuestros perversos oídos. Soy Sarmiento, el
digno compañero de Riego, el único digno de morir con él; soy aquel
Sarmiento cuya tonante elocuencia os ha confundido tantas veces; el que
no os ha ametrallado con balas, sino con razones; el que ha destruido
todos vuestros sofismas con la artillería resonante de su palabra. Aquí
estoy, matad la lengua de la libertad, así como habéis matado el brazo.
Vuestra obra no está completa mientras yo viva, porque mientras yo
aliente se oirá mi voz por todas partes diciendo lo que sois... Venid
por mí. La horca está manca: falta en ella un cuerpo. No será efectivo
el sacrificio sin mí. ¿No me conocéis, ciegos? Soy Sarmiento, el famoso
Sarmiento, el dueño de esa lengua de acero que tanto os ha hecho
rabiar... ¿No daríais algo por taparle la boca? Pues aquí le tenéis...
Venid pronto... El hombre terrible, la voz destructora de tiranías,
callará para siempre.

Todo aquel día estuvo insufrible en tal manera, que otra persona de
menos paciencia y sufrimiento que Solita le habría puesto en la calle,
dejándole que siguiera su glorioso destino; pero se fue calmando, y un
sueño profundo durante la noche le puso en regular estado de despejo.
Habíale traído Soledad tabaco picado y librillos de papel para que se
entretuviese haciendo cigarrillos, y con esto y con limpiar la jaula de
un jilguero pasaba parte de la mañana. Sentándose después junto a la
huérfana mientras esta cosía, hablablan largo rato y agradablemente de
cosas diversas. Uno y otro contaban cosas pasadas: Sarmiento sus bodas,
la muerte de Refugio y la niñez de Lucas; Sola su desgraciado viaje al
reino de Valencia.

Continuaban las lecciones de escritura por las noches, y después leía
el anciano un libro de comedias antiguas que de la casa de Cordero
trajo Sola. Cuidaba esta de que en la vivienda no entrase papel
ninguno de política, y siempre que el anciano pedía noticias de los
sucesos públicos, se le contestaba con una amonestación acompañada
a veces de un ligero pellizco. Poco a poco iba acomodándose el buen
viejo a tal género de vida, y sus accesos de tristeza o de rabia
eran menos frecuentes cada día. Su carácter se suavizaba por grados,
desapareciendo de él lentamente las asperezas ocasionadas por un
fanatismo brutal, y la irritación y acritud que en él produjera la
gran enfermedad de la vida, que es la miseria. A las ocupaciones no
muy trabajosas de hacer cigarrillos y cuidar el pájaro, añadió Soledad
otras que entretenían más a Sarmiento. Como no carecía de habilidad de
manos y había herramientas en la casa, todos los muebles que tenían
desperfectos y todas las sillas que claudicaban recibieron compostura.
En la cocina se pusieron vasares nuevos de tablas; después nunca
faltaba una percha que asegurar, una cortina que suspender, lámpara que
colgar, lámina que mudar de sitio o madeja de algodón que devanar.

Llegó el invierno, y la sala se abrigaba todas las noches con hermoso
brasero de cisco bien pasado, en cuya tarima ponía los pies el
vagabundo, inclinándose sobre el rescoldo sin soltar de la mano la
badila. Era notable don Patricio en el arte de arreglar el brasero,
y de ello se preciaba. Su conocimiento de la temperatura teníale muy
orgulloso, y cuando el brasero empezaba a desempeñar sus funciones,
el patriota extendía la mano como para palpar el aire y decía; «Ya
principia a tomar calor la habitación... Va aumentando... Un poquito
más, y tendremos bastante. Yo no necesito más termómetro que la yema
del dedo meñique».

Más de una vez dijo, repitiendo una idea antigua.

—Desde el tiempo de mi Refugio no había visto yo un brasero tan
bueno. Por la mañana levantábase muy temprano y barría toda la casa,
canturreando entre dientes. No habían pasado tres meses desde el primer
día de su encierro, cuando parecía haber adquirido conformidad casi
perfecta con su pacífica existencia. Sus ratos de mal humor eran muy
escasos, y por lo general las turbonadas cerebrales estallaban mientras
Solita estaba fuera, disipándose desde que volvía. Para el espíritu
del pobre anciano la huérfana era como un sol que lo vivificaba. Verla
y sentir efectos semejantes a los de la aparición de una luz en sitio
antes oscuro, era para él una misma cosa.

«Parece que no —decía para sí—, y le estoy tomando cariño a esa
muchachuela... Quién lo había de decir, siendo, como éramos, enemigos
irreconciliables... ¡Ah, Patricio, Patricio!, si ahora te abrieran la
puerta de la casa y te echaran fuera, ¿abandonarías sin pena a esta
pobre huérfana que te mira como miraría la hija más cariñosa al padre
más desgraciado?».

Un día, allá por febrero o marzo del 24, Sarmiento observó que Sola
estaba más triste que de ordinario. Atribuyolo a no haber recibido
las cartas que una vez al mes causábanla tanto gozo. El siguiente día
lo pasó la huérfana llorando de la mañana a la noche, lo que afligió
extremadamente al patriota. Por más que agotó Sarmiento todo el
repertorio, no muy grande, por cierto, de sus trasnochados chistes, no
pudo sacarla de aquel estado, ni menos obligarla a revelar la causa de
su tristeza. Durante la cena, que casi fue de pura fórmula, Sarmiento
dijo:

—Pues si usted no se pone contenta, yo me volveré patriota como antes,
ea... Así estaremos los dos iguales... Me marcharé, sí, señora; estoy
decidido a marcharme..., y lo siento, porque le he tomado a usted mucho
cariño, tanto cariño que...

Se echó a llorar, y tuvo que correr a ocultar sus lágrimas en la alcoba
inmediata.

Tres días después Sola salió muy de mañana, y volvió asaz contenta,
disipada la aflicción y con frescos colores en la cara, que eran como
la irradiación de su alegría, demasiado grande para contenerse en los
límites del alma. Tampoco entonces pudo el preceptor saber la causa de
tan rápido cambio; pero contentose con ver los efectos, y se puso a
bailar en medio de la sala, diciendo:

—¡Viva mi señora doña Solita, que ya está contenta, y yo también! No
más lágrimas, no más suspiros. Señora, si usted me lo permite, me voy a
tomar la libertad de darle un abrazo.

Soledad aceptó con júbilo la idea, y el anciano la estrechó en sus
brazos con fuerza.

—¿Sabe usted —dijo limpiándose una lágrima— que hoy se quedó la llave
en casa, y que habría podido escaparme si hubiera querido?

—¿Y por qué no saliste, viejecillo bobo?

—Porque no me ha dado la gana, vamos a ver..., porque estoy aquí muy
re-que-te-bien.

—¡Cosa más rara! —observó Soledad jovialmente—. Ya no quieres salir...

—No, señora, no. Vea usted lo que son los gustos. Ya no quiero salir,
y no saldré sino cuando usted me arroje. Así, de _bóbilis bóbilis_, me
he ido acostumbrando a esta vida tonta, y... No es que yo renuncie al
cumplimiento de mi destino; pero ya vendrá la ocasión, ¿no es verdad,
niña mía? Hay más días que longanizas, y tiempo hay, tiempo hay.

Don Patricio hacía con su mano derecha movimientos semejantes al
fluctuar de las olas, queriendo expresar de este modo el lento rodar
del tiempo.

—Ahora, hija mía..., y no se me enfade usted si le doy este nombre, que
me sale del corazón..., sí, señor, porque usted se ha portado conmigo
como una hija, y es justo que yo sea un buen padre para usted... Pues
decía, hija querida, que si usted no lo tiene a mal..., me estorba en
la boca el tratamiento de usted..., si no te llamo de _tú_, reviento...
Pues decía, hija de mi alma, que ya es hora de que me des de comer.

Un momento después comían los dos, departiendo alegremente, que no
hay cosa que tan bien acompañe a un buen apetito como la conversación
amistosa y grata. Por la tarde, Soledad preparaba a su viejo una bonita
sorpresa.

—Como te vas portando bien —dijo—, y vas curándote de esas ideas
ridículas, voy a darte una golosina.

—¿Qué, hija de mi alma? —preguntó don Patricio con la curiosidad de los
niños, cuando se les anuncia algún regalo.

—Una golosina..., ya la verás.

—¿Pero qué es? Estoy rabiando. ¿Café? Si lo tomo todos los días... ¿Un
periódico?

—Ahora no hay periódicos.

—¡No hay periódicos!... ¡Oh, vil absolutismo! ¿Conque no hay prensa
periódica?

Con un simple gesto apagó Soledad aquel chispazo de la hoguera que
parecía sofocada.

—¿Pues cuál es la golosina? Dímelo, angelito de mi corazón.

—La golosina es un paseo... Esta tarde te llevaré a dar un paseíto.
Está hermosa la tarde.

—¡Bien, bravísimo, archibravísimo! —exclamó el vagabundo arrojando su
sombrero al aire—. Estrenaré esa magnífica capa que me has arreglado.
Vamos pronto... Mira, hija, que puede llover...

—Si no hay nubes...

—Puede ocurrir cualquier cosa.

—Nada puede ocurrir. Aguardaremos.

—¡Qué hermoso día! Haces bien en sacarme a pasear. Mira que tengo
ganitas de saber lo que es el aire libre.

Salieron a las calles, y de las calles al campo con vivo contento del
patriota, que experimentó grandísimo gozo por tal expansión, y luego
se volvieron a casa haciendo planes para nuevos paseos en los días
sucesivos. Así corría mansamente la vejez del buen maestro, que se
asombraba de encontrarse feliz sin saberlo, es decir, que miraba aquel
maravilloso cambio de sus sentimientos y de sus gustos sin acertar a
darse cuenta de él, como observa el vulgo los grandes fenómenos de
la naturaleza sin explicárselos. Él pensaba a ratos en estas cosas,
tratando de examinar de cerca la metamorfosis de su alma, y decía:

—Es que yo soy todo corazón... Esta joven me ha recogido, me ha dado
de comer y de vestir, me trata como a un padre. ¿Cómo no adorarla?
Patricio no es, no puede ser ingrato, y su corazón está dispuesto a
encenderse, a arder, a derretirse con los sentimientos más vivos, así
como con los más delicados... No es que en mí se hayan enfriado los
sublimes afectos de la patria, no, de ningún modo... (Ponía mucho
empeño en convencerse a sí mismo de esta verdad). Soy lo mismo que era,
el mismo gran patriota, y persisto en mi noble idea de sacrificarme por
la libertad, ofreciendo mi sangre preciosísima... Esto no puede faltar,
porque está escrito en el sacrosanto libro del destino... Es que Dios
no quiere que sea tan pronto como yo esperaba. Vendrá el sacrificio, el
cruento martirio, los lauros, la inmortalidad; pero vendrán en oportuna
sazón y cuando suene la hora. A cada sublime momento de la historia le
llega su hora, y entonces, _consummatum est_... He aquí que Dios me
depara un medio de corresponder a las bondades de ese mi ángel tutelar.
(Al decir esto se frotaba las manos en señal de gozo). Es evidente que
yo no tengo ningún bien mundano que dejarle, pues carezco de fincas
y de dinero, como no sea el que ella misma me da. ¿Quiere decir esto
que no pueda legarle algo? No..., le dejaré un tesoro que vale más
que todas las fincas y caudales, un tesoro que es para beneficio del
espíritu, no del cuerpo; le dejo, pues, mi gloria, y así, cuando la
vean dirán: «Esa es la compañera del gran Sarmiento, esa es su hija
adoptiva, la que le socorrió en sus últimos días. ¡Loor eterno a la
muchacha!».

Como se ve, el patriota no estaba curado; poro su enfermedad ofrecía
menos peligro, por haber entrado en un período que podremos llamar
médicamente de revulsión. El cariño que Sarmiento había tomado a su
favorecedora era síntoma muy favorable, que sin duda anunciaba, si no
la extirpación del fanatismo, una nueva dirección de él. No mentía
el infeliz al decir que era todo corazón. Capaz era este de los
sentimientos más delicados, así como de los más ardientes; bastaba que
las misteriosas corrientes de la vida consumasen su obra, llevando,
como las del cielo, la tempestad a otra región y zona distinta; pero el
pensamiento no podía obedecer a este cambio, porque había en la máquina
del cerebro sarmentil una clavija rota de difícil o quizás imposible
arreglo.

También Sola había tomado mucho cariño al desvalido anciano. Le
recogió por caridad; propúsose realizar sin ayuda de nadie uno de
esos admirables actos de la voluntad, tanto más meritorios cuanto más
oscuros, y sofocando resentimientos antiguos, indignos de la grandeza
de su alma, consumó valerosamente su obra bendita, digna de figurar en
el _Flos Sanctorum_. Con el tiempo encendiose en su alma un vivo afecto
hacia el mendigo abandonado, y esto, unido a los dulces placeres que
trae consigo el amar, fue el más digno premio de su noble acción. Llegó
a acostumbrarse de tal modo a la compañía del patriota vagabundo, que
la habría echado muy de menos si en cualquiera ocasión le faltara.

Un día Sarmiento le dijo:

—Querida Sola, hoy voy a pedirte un favor que creo no has de negarme...
Es un caprichillo de anciano mimoso, un antojillo de abuelo... Si me
lo niegas por cualquier pretexto, no me enfadaré, pero me pondré muy
triste.

—¿Qué es?

—Que me permitas darte un beso, hija mía. Hace muchos días que estoy
bregando con esta idea en la imaginación. Ya no puedo esperar más.

Soledad corrió hacia él, y don Patricio la tuvo largo rato sobre sus
rodillas prodigándole tiernas caricias.

—Por vida de la grandísima chilindraina, niña de mi corazón —exclamó
hecho un mar de lágrimas—, si ahora me separaran de ti, juro que me
moriría de pena. ¡Bendita seas tú mil veces!... Bendita seas, amparo
mío, angelito mío, consuelo de mi vejez y heredera de mi gloria...
¡Toda, toda ella será para ti!



VIII


Parece inexcusable decir algo de la singular vida de esta solitaria
joven, e inquirir su conducta para deducir de su conducta sus
proyectos. Sin duda aquel espíritu valeroso, contrariado por lo que
hemos convenido en llamar suerte, no llevaba una existencia pasiva,
entregándose a la arbitraria fluctuación de los acontecimientos, sino
que vivía en actividad grande, aunque escondida, trabajando en obra
misteriosa o luchando con obstáculos tan oscuros como sus esfuerzos.
Para afirmar esto nos fundamos en conjeturas y en el conocimiento de su
carácter; mas nada positivo afirmamos aún.

Nos consta, sí, que recibía cartas de cuyo contenido no enteraba a
nadie; que a veces pasaba largas horas fuera de su casa; que escribía
de noche algún pliego y lo rompía después para volverlo a escribir,
repitiendo este trabajo cuatro o cinco veces hasta quedar medianamente
satisfecha; que su semblante expresaba con fidelidad pasmosa cambios
muy bruscos en su espíritu, presentándola ya sombríamente melancólica,
ya festiva y dichosa; que no cesaba un punto en su actividad, y cuando
los asuntos de la casa le daban reposo, discurría sobre mil temas
concernientes a la faena del día venidero.

No le conocemos otras relaciones de amistad que las que tenía con la
familia de Cordero, la cual, a consecuencia de las calamidades de la
época, había ido a vivir en la misma casa, descendiendo algunos grados
en la escala social.

Ya es conocido de nuestros lectores el gran don Benigno Cordero,[1]
comerciante de la subida a Santa Cruz, hombre que se preciaba de
ocupar dignamente su lugar en todas las ocasiones, y que sabía ser
bondadoso padre de familia, honrado tendero, puntual amigo y también
héroe glorioso, según lo que exigían las circunstancias. Siendo
tímido por naturaleza, mandole un día su deber que fuese héroe y lo
fue. Desgraciadamente no hay ninguna calle, ni monumento, ni lápida,
ni escultura que recuerden a la posteridad su nombre, símbolo de la
inocencia; pero los veteranos del 7 de julio saben que hubo en Boteros
un Leónidas de nariz picuda y roja como guindilla, de gafas de oro y
cuerpo más propio para sobresalir de la tabla de un mostrador que para
erguirse sobre el pedestal de gloria a quien llaman campo de batalla.

      [1] Véase _Siete de julio_.

La espantosa reacción absolutista, como furibunda riada que todo lo
arrastra, arrastró también al digno patricio, que en su tienda de
encajes había adquirido la idea de que los pueblos no se han hecho para
los reyes. Esta idea se pagaba entonces con la cabeza, con la ruina o
con el destierro. Muchos perdieron la primera; infinito número buscó
refugio en suelo extranjero. No era, en verdad, de los más delincuentes
el buen don Benigno, porque no había ejercido cargo público del Estado
durante los _tres llamados años_. Su crimen había sido pertenecer a la
Milicia y vestir su honroso uniforme sin tacha, con la circunstancia
agravante de haber cargado charreteras como representante de las
más altas jerarquías. Su sobrino, don Primitivo Cordero, que se
había significado altamente como correveidile político (el grado
inmediatamente inferior al de personaje), fue condenado a muerte,
y tuvo que huir al extranjero disfrazado de pastor, abandonando su
comercio de hierro a la autoridad que lo embargara; mas con don Benigno
fueron más humanos, condenándole tan solo a hacer una visita a Melilla,
o a otra de las cortes del África, en lo que recibió más disgusto que
si le destinaran a la horca.

Él, no obstante, se dio su maña, y con ella, un poco de paciencia y un
puñado de onzas de oro (que entonces corrían de lo lindo para estos
arreglos), logró de la generosidad absolutista que se le comprendiera
en el decreto de proscripción de Jerez, el cual mandaba que todos los
que se habían significado durante el malhadado imperio del régimen
famoso, sin llegar al grado de culpabilidad necesario para incurrir
en otras penas mayores, no pudieran hallarse a cinco leguas en
contorno de los puntos que recorría el rey en su viaje, cerrándoseles
además la corte y Sitios reales dentro del radio de quince leguas.
Cien mil individuos fueron por este ridículo decreto privados de la
contemplación de la corte y Reales Sitios.

Abandonando tienda y familia, partió Cordero a Zaragoza, donde fue
molestado y reducido a prisión por la feroz policía de aquella ciudad,
viéndose precisado a buscar en su bolsa nuevos argumentos contra la
famélica justicia de aquel bendito tiempo. Entre tanto, la familia
vivía en Madrid en la mayor aflicción, esperando todos los días nuevas
tristes de Zaragoza, atendiendo al comercio de encajes con el mayor
celo, y economizando todo lo posible para ver de reparar los estragos
hechos por la política en el erario corderil. Esta última razón fue la
que les impulsó a mudar de domicilio, pues una habitación arreglada
cuadraba admirablemente a su presupuesto, más estirado ya que cuerda de
ballesta. Desde noviembre se instalaron en el principal de la casa que
ya conocemos en la calle de la Emancipación Social, según don Patricio,
y de Coloreros según el municipio. La tienda continuaba en el mismo
sitio, a mano derecha como vamos a la plazuela de Santa Cruz y a la
cárcel de Villa.

Componían tan hidalga familia la señora de Cordero y tres hijos, hembra
la mayor y ya mujer, varones y pequeñuelos los otros dos. Acontecía
en aquel matrimonio un contraste que no deja de ser frecuente en este
extravagantísimo mundo, a saber, que si el esposo era diminuto y
ligero, corpulenta y pesada era la esposa. Doña Robustiana podía coger
a su marido debajo del brazo como un falderillo y aun jugar con él
a la pelota si hubiera tenido tal antojo. Era avilesa y natural de
Arenas de San Pedro, de una familia nombrada Toros de Guisando, sin
duda porque en la antigüedad adquirió fama de dar hombres y mujeres de
gran corpulencia. Alta estatura, blancas y apretadas carnes, admirables
contornos y blanduras que estirando la tela pugnaban por mostrarse;
arrogante cabeza con ojos negros y cejas de terciopelo, manos gruesas,
semblante más correcto que agraciado, con cierto ceño no muy simpático
y algo de avinagrado mohín, boca demasiado pequeña con blancos dientes,
carrillos con demasiada carne, nariz castellana, escasísima agilidad en
los movimientos y mucha fuerza en los puños, componían la persona de
doña Robustiana Toros de Guisando de Cordero.

De la incongrua pareja que formaba esta mujer con el benemérito
hombrecillo del arco de Boteros (pareja admirablemente acordada en
el orden moral) había nacido el día mismo de la batalla de Trafalgar
(21 de octubre de 1805) Elena Cordero, en cuya persona se verificó
una preciosa amalgama del ser físico del padre y del de la madre. No
salió a ella ni a él, sino a los dos, realizando en sí uno de esos
maravillosos términos medios que solo resultan bien en los divinos
talleres de la naturaleza. No era Elena grande ni chica, ni gorda ni
flaca, sino admirablemente proporcionada en talle, color y estatura. Su
cabeza era de las más hermosas que pueden imaginarse, de tal modo que
viéndola se comprendía que el valor sereno de don Benigno no era el
único parentesco de aquella familia con la raza helénica. Su cara era
la más bella que se ha visto durante muchos años en toda la zona del
comercio matritense desde Majaderitos a la calle de Milaneses.

Quizás faltaba a su rostro aquella movilidad de la fisonomía española,
que es como el temblor de la luz jugando sobre la superficie del agua
agitada; quizás le faltaba esa facultad de hablar en silencio, lenguaje
admirable del cual son signos las pestañas, el iris negro que alumbra
como una luz, la sombra de la cara, el modo de mover el cuello, la
olvidada guedeja sobre la sien, el rumorcillo del pendiente que se
mueve ensartado en la oreja. Quizás Elena era demasiado selecta y tenía
demasiada corrección en su persona; mas no por esto dejaba de ser
acabado tipo de hermosura. Sus apasionados alegaban para defenderla que
era más bella su timidez inocente y aquella perfección muñequil tan
esmerada en sus limpios perfiles que la desenvoltura y graciosa viveza
de otras. Algunos la ponían resueltamente en el orden de los juguetes
finos; otros en el de las imágenes de iglesia. Pero, no obstante tal
diversidad de opiniones, era generalmente admirada, contribuyendo
además la fama de su virtud a aumentar la aureola de respeto y
consideración que circundaba como nimbo luminoso a toda la familia de
Cordero.

De los dos varones poco puede decirse; eran pequeñuelos traviesos y
muy devotos hermanos de la Hermandad del Novillo. En aquel tiempo las
familias discurrían el modo de congraciarse con el bando dominante, y
uno de los sistemas más eficaces durante el trienio había sido vestir a
los niños de milicianos nacionales. Cambiadas radicalmente las cosas,
doña Robustiana, que quería estar en paz con la situación, siguió
la general moda, vistiendo a los borregos de frailes. Los domingos,
Primitivo y Segundito salían a la calle hechos unos padres priores que
daban gozo.

La familia, que antes de la catástrofe de la Constitución era feliz y
vivía tranquila en su paz laboriosa, había caído en gran desaliento y
tristeza desde la proscripción del padre. Temían nuevas desgracias,
y como no veían en torno de sí más que cuadros de luto, ignominia,
venganzas horribles, asesinatos jurídicos, delaciones infames, horcas
y traición, no respiraban. Resuelta doña Robustiana a no ser en manera
alguna sospechosa a los ojos de la reacción, se esmeraba en variar los
vestidos domingueros de los niños, dándoles la forma y color de todas
las órdenes religiosas imaginables.

Compartían el tiempo hija y madre entre la tienda y la casa. En la
primera tenían un mancebo jovenzuelo que era muy despierto y les
prestaba no poca ayuda. En la casa vivían recogidamente, sin cultivar
amistades que podrían resultar peligrosas; huyendo de tratar mucha y
diversa gente; consagrando bastantes horas a rezar por la vuelta del
padre, y a imaginar medios pacíficos y legales para hacer su situación
menos aflictiva. La amistad más íntima y cariñosa que cultivaban era
la de Sola, que bajaba todos los días un par de horas lo menos, cuando
no subía Elena a hacerle compañía y ayudarla en sus quehaceres. La
amistad de la huérfana databa de 1822 en vida de su padre, que era
paisano de Cordero; pero se había aumentado y encendido más el afecto
con la común desgracia. Había sentido Elena desde luego hacia ella una
de esas vivas inclinaciones de la primera juventud, que establecen
lazos duraderos para toda la vida, y a la cual daban aliciente la
belleza moral de Sola y aquel peculiar atractivo indefinible que
sometía los corazones. La de Cordero reconocía en ella una gran
superioridad espiritual, que le infundía respeto no inferior a su
cariño, y subyugada por el misterioso, invencible despotismo que ejerce
a la callada la aristocracia moral, se sometía a los pensamientos y
al sentir de Sola, con la docilidad de la niñez ante la edad madura.
Siendo Sola poco menos joven que ella, se le representaba, por la
seriedad de sus consejos y su precoz experiencia, como de edad mucho
más alta. Hermana mayor antes que amiga, la huérfana fue erigida en
confesor, en consejero, y en depositaria de los secretos del corazón
de Elenita, porque el corazón de la muñeca perfilada, tan metódica y
acabadita tenía secretos.

También tenían amistad los Cordero con la familia de los Romos, y
particularmente con Francisco Romo, jefe a la sazón del comercio
conocido con este nombre en la plazuela de Herradores. Las excelentes
relaciones mercantiles entre ambos tenderos anudaron las de la
amistad, y durante la emigración de don Benigno, Romo colmó de
atenciones y finezas a la familia, sirviéndoles al mismo tiempo de
amparo contra la reacción, por ser voluntario realista de los más
significados. Doña Robustiana fiaba mucho en la amistad de aquel joven
de tanto poder entre las turbas realistas, y por nada del mundo la
diera en cambio de la de un príncipe. Creía tener en él fortísimo
escudo contra las brutalidades de la época, y fiaba en que por
mediación suya sería restituido prontamente Cordero a la dulzura de su
hogar.

—Hay que tener un poquito de paciencia —les decía Romo—. Se hace todo
lo que se puede para que el señor don Benigno vuelva a su casa; pero no
se podrá mucho, hasta que los liberales no estén sometidos. Figúrese
usted, señora doña Robustiana, que el gobierno abre un poco la mano y
empieza a perdonar, a perdonar... Pues ya tiene usted la revolución
encima. No lo digo por el señor don Benigno, que es un hombre de bien,
sino por esos pillos que están acechando nuestra debilidad para soltar
las riendas de su desvergüenza... No se aflijan ustedes; que vamos a
dar una amnistía, una amnistía amplia, general, con excepción de todos
los pillos se entiende, y entonces o no soy quien soy, o don Benigno
será comprendido en ella.

Con estas promesas se consolaba la familia; pero pasaban los meses, y
la deseada amnistía no era más que una esperanza. En su lugar veíanse
nuevas proscripciones, encarcelamientos, la horca siempre en pie, la
venganza más cruel gobernando a la nación, y la vida de los españoles
pendiente del capricho de un salvaje frailón o de fieros polizontes.
Las delaciones, como puñaladas recibidas en la oscuridad, traían en
gran consternación a la corte. Desaparecían los ciudadanos sin que
fuera posible saber en qué calabozo habían caído. Las cárceles tragaban
gente como las tumbas en una epidemia. Nadie, libre hoy, podía estar
seguro de conservar la libertad mañana, porque la virtud más pura no
podía estar segura del golpe secreto, como no puede estarlo del miasma
invisible.

Al fin, allá en mayo del 24, vino la amnistía. Por ella se concedía
_indulto y perdón general_; mas eran tantas las excepciones, que antes
que amnistía parecía el decreto una sangrienta burla. Se perdonaba a
todo el mundo, y se exceptuaba después a todo el mundo. La familia
de Cordero, viendo que pasaban meses sin que el proscrito volviese,
examinaba detenidamente los 15 artículos de las excepciones, por ver
si don Benigno podía ser comprendido en alguno de ellos; pero Romo
tranquilizaba a las dos señoras, diciéndoles:

—Eso corre de mi cuenta. Don Benigno vendrá; en caso que la
Superintendencia de Policía tenga algún escrúpulo, le purificaremos
y..., santas pascuas.

En efecto, una mañana del mes de agosto hallábase doña Robustiana en el
mostrador midiendo algunas varas de puntilla, cuando vio que oscurecía
la luz de la puerta un objeto, un bulto, un cuerpo, un hombre, ¡don
Benigno!... Cayósele de las manos la vara de medir, y dando un grito,
extendió los macizos brazos por encima del mostrador. Cordero, a quien
la emoción tenía mudo y aturdido, no acertaba a abrazar a su esposa
convenientemente, hallándose por medio, como guión entre dos letras,
la dura tabla del mostrador, y le dio una cabezada en el pecho.
Entonces doña Robustiana cogiole con sus robustas manazas, tiró de él
suspendiéndole, y don Benigno quedó de rodillas sobre el mostrador. Su
amante esposa le oprimía contra su delantera, y así estuvieron largo
rato entre babas y sollozos, hasta que vencida por su sensibilidad,
que era más fuerte que ella, cayó redonda al suelo la esposa, como un
colchón que recobra su posición natural. El mancebo corrió en busca de
un sangrador.

—Esto no es nada —dijo don Benigno corriendo a desabrochar el corsé de
su esposa, que no era tarea de un momento—. Robustiana... Robustiana...
¿Y qué tal? ¿Están buenos los niños? ¿Y Elena?... ¿En dónde están mis
hijos?

El héroe de Boteros se bebía las lágrimas. No tardó la señora en
volver de su soponcio, y abrazándose nuevamente ambos, derramaron más
lágrimas. Don Benigno dijo entre pucheros:

—No más política, no más tonterías. La lección ha sido buena. Viva mi
familia, que es lo único que me interesa en el mundo.

Los amigos de las tiendas cercanas acudieron a felicitarle; el mancebo
corrió a traer a los chicos que ya habían ido a la escuela, y él, no
pudiendo refrenar su impaciente anhelo de ver a Elena, corrió a la
calle de Coloreros. Por el camino topaba a cada instante con amigos que
le daban la bienvenida, y como casi todos se empeñaban en manifestarle
su gozo con apretones de manos, abrazos y otras muestras de
sensibilidad, al feliz padre le consumía el desasosiego, y procurando
desasirse de las amistosas manos, exclamaba:

—Yo bueno... Estoy bien... Hasta luego, señores... Voy a ver a mi hija
querida.

Y penetrando en el portal decía:

—Estará sola la pobrecita... ¡Qué alegría tendrá cuando me vea!...
¡Pobre ángel de mi vida!

Subió temblando, y al acercarse a la puerta, y cuando alargaba la mano
para coger el verde cordón de la campanilla, sintió una voz de hombre
que sonaba dentro de la casa. Era una voz agria, bronca, y pronunciaba
atropelladamente palabras que no podían entenderse bien desde la
escalera. Luego oyó don Benigno la voz de su hija, expresándose con
agitación. Al buen ciudadano matritense se le heló la sangre en las
venas, a pesar de no haber formado aún idea concreta de lo que oía, y
llamó fuertemente con la campanilla y con los puños, gritando:

—Elena, hija mía, soy yo... ¡tu padre!



IX


Aquella mañana, cuando don Benigno estaba aún a dos leguas de la corte,
entraba Sola en su casa después de una breve excursión por las tiendas.

—Querida niña —le dijo Sarmiento suspendiendo el barrido y apoyándose
en el palo de la escoba—, Elenita Cordero ha venido a buscarte para que
la acompañes un poco. Hoy está sola todo el día.

—¿Y no ha venido nadie más?

—Sí, ha venido también el caballero que estuvo ayer —repuso Sarmiento
poniendo ceño de disgusto—. Puede que él crea que yo no le conozco a
pesar de las barbas de capuchino que gasta... Si me parece que le estoy
viendo en la sala de armas del castillo... Pero más vale callar...
¡Ah!, se me olvidaba decirte que ha dejado un paquete para ti.

—Sí..., hoy debía traerle —dijo Sola mirando a todos lados con
ansiedad—. ¿En dónde lo ha dejado?

Don Patricio señaló una puerta, por la cual entró Sola corriendo. Fue
derecha a tomar un paquete que estaba sobre su cama. Pálida y con
los labios secos, le dio vueltas en sus manos temblorosas, buscando
la lazada del cordón que lo ataba. La veía, la tocaba sin acertar
a deshacerla: de tal modo se había vuelto torpe a causa de su gran
emoción.

En el paquete había cartas, muchas cartas; pero Sola buscó entre todas
una que debía de ser la principal, y hallada se puso a leerla. Por
temor a ser interrumpida, encerrose en la alcoba, y sentándose en un
rincón, arrojó todo su espíritu sobre un papel escrito. Allí estuvo
largo rato aleteando sobre él, como la mariposa sobre la flor, y tan
pronto lloraba como reía, según los sentimientos expresados por aquella
sombra de un ser vivo a la cual se llama carta. Después miró uno por
uno los sobrescritos de las otras, y al hacer esto no mostraba mucho
contento, antes bien temor. Además, el paquete contenía una cajita
pequeña con dinero en monedas de oro. Contolas una por una, y después
lo guardó todo cuidadosamente, a excepción de las cartas que no eran
para ella. De estas hizo un nuevo paquete que ocultó en su seno.

Púsose la mantilla para salir. Don Patricio vio pintado en el semblante
de la joven el gran gozo que la dominaba, y dando el último escobazo,
se dirigió a ella sonriendo. Sola se detuvo en la puerta, y mirando a
su protegido con expresión de lástima y de bondad, le dijo:

—Abuelo Sarmiento, si yo tuviera que marcharme para Inglaterra, ¿qué
harías tú, viejecillo bobo?

Y diciendo esto y sin dejar de mirarle, bajó la escalera.

Inmóvil y perplejo don Patricio, empuñando con su derecha mano el palo
de la escoba, y alzando la siniestra hasta la altura de su frente,
parecía la estatua erigida para conmemorar la petrificación del hombre.

Solita entró en casa de Cordero. Elena, que corrió a abrirle la puerta,
le dijo:

—Hace una hora que te espero... Quítate la mantilla... Estoy sola con
Reyes... Tengo muchas cosas que contarte.

Entraron en la sala. En el centro de ella había una gran mesa llena de
puntillas que Elenita cosía unas con otras...

—¿Pero no te quitas la mantilla? —repitió la de Cordero, emprendiendo
la obra interrumpida—. Hoy no sales de aquí en todo el día.

—Ahora mismo me voy —replicó Solita dejando escapar por sus ojos el
contento.

—¡Vaya unas amigas! —dijo Elena manifestando en el tono su tristeza—.
¿A dónde vas ahora? Hace calor.

—Tengo que hacer —repuso la huérfana tocándose el pecho para ver si se
le habían perdido las cartas—. Hay cosas que no se pueden dejar para
mañana.

—Es verdad —dijo la muñeca poniendo un hilo entre los dientes—. Si yo
pudiera dejar esto para la semana que entra, lo dejaría... Parece que
estás contenta...

—Siempre no hemos de estar tristes.

—¿A dónde fuiste esta mañana?

—A comprar un vestido.

—¿Y a dónde vas ahora?

Sola vaciló un instante, porque era preciso mentir y su inventiva no
era grande.

—A comprar otro —repuso al fin.

—¡Qué lujo!... —exclamó Elena en son de amistosa burla.

—¡Qué quieres tú...! Es posible que tenga que salir de Madrid para ir
a...

—¿A dónde? —preguntó la de Cordero con viveza.

—A... otra parte —repuso la huérfana cayendo en la cuenta de que había
sido indiscreta—. Todavía no hay nada de cierto.

—De modo que me quedaré sola... Pero muy satisfecha, muy oronda estás
hoy.

Sola se echó a reír. Este era el desahogo de un espíritu a quien la
prudencia imponía silencio absoluto. Cuando una alegría tiene en la
boca de su cráter una gran piedra de discreción que la tapa y la ahoga,
solo puede calmar su hervor riendo como los chicos y los tontos.

—Tú ríes y yo estoy desesperada —dijo la primorosa muñeca dando una
patadita en el suelo y rompiendo de un tirón el hilo que tenía entre
los dientes—. Solilla, anoche..., si supieras lo que me pasó anoche...

—¿Qué?

Este monosílabo lo pronunció Sola distraída y maquinalmente, porque
tenía fija toda su atención en sí misma.

—¡Anoche!

—¡Anoche!... —repitió la amiga, volviéndose a tocar el pecho para ver
si había perdido las cartas.

—Todavía no se me ha quitado el miedo —dijo Elena suspendiendo su
obra para que ningún acto perjudicase a la expresión de lo que iba a
decir—. Antes ese hombre me era muy antipático; pero ahora..., te juro
que le aborrezco con toda mi alma.

—¡Pobrecito!... No, no; quiero decir que le está bien merecido... El
señor Romo no cautivará a ninguna mujer. Sin ser feo, es tal que parece
más feo que los que lo son adrede.

—Justamente, has dicho la verdad... El amigo de la casa se empeña en
quererme y en que he de quererle yo. ¡Ay!, amiga, tienes razón en decir
que ese hombre es malo... Hay en su cara una cosa... ¿qué es? Parece
que va pasando por delante de él una máscara horrible que le hace
sombra en la cara. ¿No es así?

—Así mismo es, así —dijo Sola mirándose en un espejo colgado frente a
ella, y haciendo la observación de que no se encontraba tan poco bonita
como antes creyera.

—Pues ve a decirle a mamá que Francisco Romo no es la flor y nata de
los caballeros... Todo lo bueno lo hace el señor Romo... «¡Ay, cuándo
vendrá el señor de Romo para contarle lo que nos pasa!...». «De este
apuro nadie más que el señor de Romo puede sacarnos...». «Si el señor
de Romo no nos devuelve a tu padre, tenlo por perdido...». Y dale con
el señor _de_ Romo.

—¿Por qué no le cuentas o tu madre lo que te pasa?

—No puedo... De ningún modo —dijo Elenita mostrando en su hermoso
rostro perfilado la imagen de la mayor confusión—. ¡Ay, pobre de mí,
qué desgraciada soy!... Sí, la más desgraciada de todas las mujeres.

Diciendo esto, la figurita de porcelana cayó en una silla y llevó
a los ojos, acompañadas de un largo pañuelo, sus dos lindas manos.
Alarmada Solita, acudió hacia ella y abrazola tiernamente, rogándole
que explicase aquellas desgracias tan enormes que la abrumaban.

—Yo no puedo querer a Romo —afirmó esta sollozando— porque es muy feo,
muy bastote, y porque no me gusta... ¿Qué culpa tengo yo de que otro
me haya parecido mejor? Dime tú si cualquier mujer a quien le pongan
delante a Francisco Romo y a Angelito Seudoquis puede dudar.

—¡Oh!, no, de ningún modo. Angelito Seudoquis se ha de llevar la palma.

—Pues está claro —dijo Elena, recibiendo gran consuelo con la
declaración de su amiga—. El pobre muchacho es muy bueno, de noble
familia, superior a nosotros, que somos tenderos; es honrado,
caballero, muy fino, muy valiente, según él mismo me ha dicho..., y
quiere casarse conmigo.

—¿Y por qué no se ha de casar?

—Porque yo soy muy desgraciada..., no te rías..., la más desgraciada
de las mujeres —exclamó la doncella llorando como una Magdalena—, y
además, porque he sido mala, muy mala y Dios me está castigando.

—¿Qué has hecho?

—Escribí una carta a Angelito —dijo Elena observando su pañuelo.

—Eso sí que no me lo habías dicho.

—Pensaba decírtelo hoy... Le he escrito dos cartas.

—¿Dos?

—No..., me parece que han sido tres..., o quizás sean cuatro.

—¿Cuatro?

—La verdad, amiga de mi alma: llevo escritas cinco cartas.

—No digas más, porque si sigue la cuenta, va a resultar que le has
escrito cincuenta.

—Él pasaba todos los días por aquí... Yo sentía sus taconazos con el
rechinchín de las espuelas, y me daba mucha lástima... No podía menos
de asomarme... Un día me mandó con Reyes un papelito... En fin, en la
última carta que le escribí...

—Eso es: vamos a la última.

—En la última carta le decía muchas bobadas... Como él es tan tierno y
en las cartas pinta corazones ensartados chorreando sangre...

—¿Tu también le pintaste corazones?

—No..., pero le decía que Romo es un animal..., porque está celoso de
Romo... También le decía que con él (es decir, con Angelito) o con
nadie..., que me metería monja..., que el sepulcro me era más dulce que
casarme con otro... En fin, esas cosillas que se dicen...

—¿Y nada más?

—Pero es el caso que la policía ha puesto preso a Angelito ayer por la
mañana.

—¡Jesús, mujer!

—Sí —añadió Elena más acongojada—. Le han puesto preso porque parece
que un hermano suyo que estaba emigrado en Inglaterra ha venido para
conspirar. Le buscan, y como no pueden encontrarle, han cogido al
hermanito..., y..., y...

Elena soltó un torrente de lágrimas y se deshizo en sollozos.

—¡Y..., y le van ahorcar! —prosiguió con lastimeros ayes.

—No seas tonta, mujer —le dijo Sola, que se había puesto muy pálida—. Y
dices que por haber llegado su hermano...

—Sí, un condenado masón que ha venido a armar revoluciones; y como no
le han podido coger...

Soledad pasó de la sorpresa a la estupefacción más profunda.

—¡Esos infames polizontes son tan malos!... —añadió la de Cordero—.
¿Qué culpa tiene el pobre Angelito?... Él es liberal, muy liberal;
pero se halla decidido, así me lo ha dicho, a no desenvainar su espada
contra el rey. Ya sabes que es cadete. No, no: jamás Angelito atentará
a los derechos del trono... Pues volviendo a ese vil Romo..., ya sabes
que es amigo de los de la policía y de Chaperón.

Sola no oía nada. Estaba absorta y no apartaba su mano del seno. Creía
sentir sobre él un peso colosal que la abrumaba.

—Como es amigo de la policía... —añadió Elena—. Ya sabes que registran
a todos los presos... Romo encontró en el bolsillo de Angelito la
última carta que le escribí... ¿Conoces tú desgracia semejante?

—¿Y qué?

— Que la tiene él..., Romo..., y me la enseñó anoche..., y dice que
se la va a enseñar a mamá y a papá cuando venga..., y dice que cuando
ahorquen a Angelito él le tirará de los pies...

Un nuevo temporal deshecho de lágrimas, ayes y acongojados sollozos,
interrumpió la narración de la inocente doncella.

—Yo me voy —dijo Sola levantándose bruscamente.

—No digas eso —repuso Elena tirando de la falda de su amiga—. Voy a
estar llorando todo el día: acompáñame.

—Después.

—Ahora.

—Tengo que salir —repitió Sola sin mirar a su amiga y oprimiéndose el
seno.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Elena tocando también y sintiendo rumor de
papeles.

—Nada, nada —repuso la huérfana con turbación.

—¡Ah!, pícara..., las cartas de tu novio..., y no me has querido decir
quién es..., y dices que no tienes ninguno; ¡y te escribe tantos
pliegos!... Ahí llevas una resma... No te vayas, por amor de Dios.

Sola se despidió de su amiga con gran desasosiego.

—Parece que se te ha desvanecido la alegría —le dijo la muñeca.

—Adiós.

—Espera un rato.

—Ni un minuto... Voy a ver a una persona...

—¿No me has dicho que a comprar otro vestido?

—Es verdad... Volveré pronto. Adiós.



X


Elenita se quedó sola en la calma y silencio de la casa, apenas
interrumpidos por los cantorrios de la criada, que chillaba en la
cocina acompañándose con el almirez.

La desgraciada joven, más infeliz que todas las mujeres nacidas, según
su propio parecer, reanudó su trabajo de coser puntillas, en el cual,
si no ponía la artífice gran atención, había de salir muy imperfecto.
No iba a las mil maravillas la obra, por cuya razón Elena deshacía con
frecuencia lo hecho, tornando a empezar. A ratos aparecían entre la
delicada tela de araña algunas lágrimas que se quedaban temblando en
los menudos hilos negros, como insectos de diamantes cogidos en una
red de pelo. A ratos los suspiros de la obrera hacían moverse y volar
los pedazos más pequeños, que se remontaban en busca de otros climas.
Frecuentemente se picaba Elenita con la aguja, y muy a menudo se le
enredaba el hilo entre los dedos, obligándola a detenerse y a perder
los minutos. También solía pasar la aguja con tanta presteza como si
fuera puñal y con él tratara de atravesar un corazón aborrecido.

Absorta en sus reflexiones, la niña no advirtió que habían llamado a
la puerta, que la criada acababa de abrir, y que un hombre avanzaba
con pie muy quedo, al modo de ladrón, hacia la salita donde estaba
el taller de encajes. Así es que al sentir las palabras: «¿Se puede
pasar?», la joven dio un grito y saltó despavorida, cual si se viera en
presencia de un toro del Jarama.

—Váyase usted, señor de Romo, váyase usted —exclamó con terror,
refugiándose en un rincón de la estancia—. Mamá no está aquí... Estoy
sola...

—Mejor —repuso Romo sonriendo y tratando de dar a su rostro y a
su ademán el aire no aprendido de la cortesía—. ¿Me como yo a la
gente? ¿Soy ladrón o facineroso?... No; yo vengo aquí con móviles de
honradez... ¿Podrán todos decir lo mismo?

—No, aquí no ha entrado nadie, nadie más que usted.

—Puesto que usted lo dice, Elenita, lo creo —dijo el hombre oscuro
tomando una silla—. Con la venia de usted me sentaré. Estoy muy
fatigado.

—¡Y se sienta!

—Sí, porque tenemos que hablar. Atención, Elenita: yo tengo la
desgracia de estar prendado de usted.

—Pues mire usted, yo tengo muchas desgracias, menos esa.

Romo contrajo su semblante, expresando sus afectos, como los animales,
de una manera muy opaca, digámoslo así, por ser incapaz de hacerlo de
otro modo. No podía decirse si era el ruin despecho o la meritoria
resignación lo que determinaba aquel signo ilegible, que en él
reemplazaba a la clara sonrisa, señal genérica de la raza humana.

—Pues mire usted —dijo afectando candidez—, a otros les ha pasado lo
mismo, y al fin, a fuerza de paciencia, de buenas acciones y de finezas
se han hecho adorar de las que les menospreciaban.

—No conseguirá usted tal cosa de la hija de mi madre.

—Pues qué... ¿tan feo soy? —preguntó Romo, indicando que no tenía la
peor idea respecto a sus gracias personales.

—No, no; es usted monísimo —dijo Elena con malicia—, pero yo estoy por
los feos... ¿Quiere usted hacer una cosa que me agradará mucho?

—No tiene usted más que hablar, y obedeceré.

—Pues déjeme sola.

—Eso no... —repuso frunciendo el ceño—. No pasa un hombre los días y
las noches oyendo leer sentencias de muerte, y acompañando negros a la
horca; no pasa un hombre, no, su vida entre lágrimas, suspiros, sangre
y cuerpos horribles que se zarandean en la soga, para venir un rato
en busca de goces puros junto a la que ama, y verse despedido como un
perro.

—Pero yo, pobre de mí, ¿qué puedo remediar? —dijo Elena cruzando las
manos.

—Es terrible cosa —continuó el hombre-cárcel con hueco acento— que ni
siquiera gratitud haya para mí.

—¿Gratitud?..., eso sí..., estamos muy agradecidos.

—Se compromete uno, se hace sospechoso a sus amigos, intercediendo
siempre por un don Benigno que mató a muchos guardias del rey en el
Arco de Boteros; trabaja uno, se desvive, se desacredita, echa los
bofes..., y en pago..., vea usted... ¡Rayo!, hay una niña que en nada
estima los beneficios hechos a su familia... ¿Qué le importan a ella
la buena opinión del favorecedor de su padre, su honradez, su limpia
fama en el comercio?... Todo lo pospone al morrioncillo, a las espuelas
doradas y al bigotejo rubio de un mozalbete que no tiene sobre qué
caerse muerto, hijo y hermano de conspiradores...

Encendida como la grana, Elena se sentía cobarde. Pero si su valor
igualara a su indignación, y sus tijeras pudieran cortar a un hombre
como cortaban un hilo, allí mismo dividiera en dos pedazos a Romo.

—Cállese usted, cállese usted —exclamó sofocada.

—Y, sin embargo —añadió el hombre opaco poniéndose más amarillo de
lo que comúnmente era—, soy bueno, tengo paciencia, me conformo,
callo y padezco... Es verdad que tengo en mi poder un instrumento de
venganza..., pero no lo emplearé por razón de amor, no; lo emplearé tan
solo por el decoro de esta familia, a quien estimo tanto.

Elena tuvo un arranque de esos que se han visto alguna vez, muy pocas,
pero se han visto, en las palomas, en los corderos, en las liebres, en
las mariposas, en los seres más pacíficos y bondadosos, y pálida de
ira, con los labios secos, y los puños cerrados, apostrofó al amigo de
su familia, gritando así:

—Usted es un malvado, y si yo supiera que algún día había de caer en el
pecado de quererle, ahora mismo me quitaría la vida para que no pudiera
llegar ese día. Usted es un tunante, hipócrita y falsario, y si mi
padre dice que no, yo diré que sí, y si mi padre y mi madre me mandan
que le quiera, yo les desobedeceré. Hágame usted todo el daño que
guste, pues todo lo que venga de usted lo desprecio, sí, señor, como
desprecio su persona toda, sí, señor; su alma y su cuerpo, sí, señor...
Ahora, ¿quiere usted quitárseme de delante, o tendré que llamar a la
vecindad para que me ayude a echarle por la escalera abajo?

Al concluir su apóstrofe, la doncella se quedó sin fuerzas y cayó en
una silla; cayó blanda, fría, muerta como la ceniza del papel cuando
ha concluido la rápida llama. No tenía fuerzas para nada, ni aun para
mirar a su enemigo, a quien suponía levantado ya para matarla. Pero
el tenebroso Romo, más que colérico, parecía meditabundo, y miraba
al suelo, juzgando sin duda indigno de su perversidad grandiosa el
conmoverse por la flagelación de una mano blanca. Su resabio de
mascullar se había hecho más notable. Parecía estar rumiando un orujo
amargo, del cual había sacado ya el jugo de que nutría perpetuamente su
bilis. Veíase el movimiento de los músculos maxilares sobre el carrillo
verdoso, donde la fuerte barba afeitada extendía su zona negruzca.
Después miró a Elena de un modo que si indicaba algo, era una especie
de paciencia feroz o el aplazamiento de su ira. La córnea de sus ojos
era amarilla, como suele verse en los hombres de la raza etiópica, y su
iris, negro con azulados cambiantes. Fijaba poco la vista, y rara vez
miraba directamente como no fuera al suelo. Creeríase que el suelo era
un espejo, donde aquellos ojos se recreaban viendo su polvorosa imagen.

Levantose pesadamente, y dando vueltas entre las manos al sombrero,
habló así:

—Y sin embargo, Elena, yo la adoro a usted... Usted me insulta, y yo
repito que la adoro a usted... Cada uno según su natural; el mío es
requemarme de amor... ¡Rayo!, si usted me quisiera, aunque no fuese
sino poquitín, me dejaría gobernar como un perro faldero... Sería usted
la más feliz de las mujeres y yo el más feliz de los hombres, porque la
quiero a usted más que a mi vida.

Sus palabras veladas y huecas parecían salir de una mazmorra. Sin
embargo, hubo en el tono del hombre oscuro una inflexión que casi,
casi podría creerse sentimental; pero esto pasó, fue cosa de brevísimo
instante, como la rápida y apenas perceptible desafinación de un buen
instrumento músico en buenas manos. Elena se echó a llorar.

—Ya ve usted que no puede ser —balbució.

—Ya veo que no puede ser —añadió Romo mirando a su espejo, es decir,
a los ladrillos—. Puede que sea un bien para usted. Mi corazón es
demasiado grande y negro... Ama de una manera particular..., tiene
esquinas y picos..., de modo que no podrá querer sin hacer daño... A
mí me llaman el hombre de bronce... Adiós, Elenita..., quedamos en que
me resigno..., es decir, en que me muero... Usted me aborrece... ¡Rayo,
con cuánta razón!... Es que soy malo, perverso, y amenacé a usted con
hacer ahorcar a ese pobre pajarito de Seudoquis... No lo haré... Si lo
ahorcara, al fin le olvidaría usted, olvidándose también de mí... Eso
sí que no me gusta. Es preciso que usted se acuerde de este desgraciado
alguna vez.

Elena, no comprendiendo nada de tan incoherentes razones, vacilaba
entre la compasión y la repugnancia.

—Además, yo había amenazado a usted con otra cosa —dijo Romo
retrocediendo después de dar dos pasos hacia la puerta—. Yo tengo
una carta, sí, aquí está..., en mi cartera la llevo siempre. Es una
esquela que usted escribió a esa lagartija. En ella dice que yo soy
un animal... Bien: puede que sea verdad. Yo dije que iba a mostrar
la carta a su mamá de usted... No; ¿a qué viene eso? Me repugnan las
intriguillas de comedia. ¡Yo enseñando cartas ajenas, en que me llaman
animal!... Tome usted el papelejo y no hablemos más de eso.

Romo largó la mano con un papel arrugado, del cual se apoderó Elena,
guardándolo prontamente.

—Gracias —murmuró.

En aquel instante oyose la campanilla de la puerta, y la voz de don
Benigno que gritaba:

—¡Hija mía, soy yo, tu padre!

Elena corrió a abrir, y el amoroso don Benigno abrazó con frenesí a su
adorada hija, comiéndose a besos la linda cara, sonrosada de llorar.
También él lloraba como una mujer.

—¿Quién está aquí?... ¿Con quién hablabas? —preguntó con viveza el
padre, luego que pasaron las primeras expansiones de su amor.

Al entrar en la sala, don Benigno vio a Romo que iba a su encuentro
abriendo también los brazos.

—¡Ah! ¿Estaba usted aquí..., era usted...? ¡Amigo mío!

—No esperábamos todavía al señor Cordero —dijo Romo—. Desconfiaba de
que le soltaran a usted.

—¿Por qué llorabas, hija mía, antes de yo entrar? —dijo el patriota,
fijando en esto toda su atención.

—El señor Romo —repuso Elena muy turbada, pero en situación de poder
disimularlo bien— acababa de entrar...

—Yo creí que estaría aquí doña Robustiana —añadió el realista.

—Y me decía —prosiguió Elena—, me estaba diciendo que usted..., pues,
que no había esperanzas de que le soltaran, padre.

—Eso me dijeron esta mañana en la Superintendencia; pero por lo visto
las órdenes que se dieron la semana pasada han hecho efecto.

—Venga acá el mejor de los amigos, venga acá —exclamó don Benigno con
entusiasmo, abriendo los brazos para estrechar en ellos a su salvador—.
Otro abrazo..., y otro... A usted debo mi libertad. No sé cómo pagarle
este beneficio... Es como deber la vida... Venga otro abrazo... ¡Haber
dado tantos pasos para que no me maltrataran en Zaragoza, haberme
servido tan lealmente, tan desinteresadamente! No, no se ve esto todos
los días. Y es más admirable en tiempos en que no hay amigo para
amigo... Yo liberal, usted absolutista, y sin embargo, me ha librado de
la horca. Gracias, mil gracias, señor don Francisco Romo —añadió con
emoción que brotaba como un torrente de su alma honrada—. ¡Bendita sea
la memoria de su padre de usted! Por ella juro que mi gratitud será tan
duradera como mi vida.

Era la hora de comer; y cerrada la tienda, llegaron la señora, los
niños y el mancebo. Quiso don Benigno que les acompañase Romo a la
frugal mesa; pero excusose el voluntario y partió, dejando a la hidalga
familia entregada a su felicidad. Elena no respiró fácilmente hasta que
no vio la casa libre de la desapacible lobreguez de aquel hombre.



XI


Dejamos a don Patricio como aquellas _estatuas vivas de hielo_, a cuya
mísera quietud y frialdad quedaban reducidas, según confesión propia,
las heroínas de las comedias tan duramente flageladas por Moratín. El
alma del insigne patriota había caído de improviso en turbación muy
honda, saliendo de aquel dulce estado de serenidad en que ha tiempo
vivía. Dudas, temores, desconsuelo y congoja le sobresaltaron en
invasión aterradora, sin que la presencia de Sola le aliviara, porque
la huérfana habló muy poco durante todo aquel día, y no dijo nada de lo
que a nuestro anciano había quitado hasta la última sombra de sosiego.

Mas por la noche, cuando la joven se retiraba, volvió a decir la
terrible frase:

—Si yo me fuera a Inglaterra, ¿qué harías tú, viejecillo bobo?

Don Patricio no pudo hablar, porque su garganta era como de bronce, y
todo el cuerpo se le quedó frío. No pudo dormir nada en toda la noche,
revolviendo en su mente sin cesar la terrible pregunta.

—¡Consagrar yo mi vida a una criatura como esta!... —exclamaba en su
calenturiento insomnio—. ¡Amarla con todas las fuerzas del alma, ser
padre para ella, ser amigo, ser esclavo, y a lo mejor oír hablar de
un viaje a Inglaterra!... ¡Ingrata, mil veces ingrata! ¡Te ofrezco mi
gloria; transmito a ti, bendiciéndote, los laureles que han de ornar
mi frente, y me abandonas!... ¡Ah, Señor, Señor de todas las cosas!...
¡La ocasión ha llegado! El momento de mi sacrificio sublime está
presente. No espero más. ¡Adiós, hija de mi corazón; adiós, esperanza
mía, a quien diputé por compañera de mi fama!... Tú a Inglaterra, yo a
la inmortalidad... ¿Pero a qué vas tú a Inglaterra, grandísima loca?
¿A qué?... Sepámoslo. ¡Ay!, te llama el amor de un hombre, no me lo
niegues; de un hombre a quien amas más que a mí, más que a tu padre,
más que al abuelo Sarmiento... ¡Por vida de la ch...! Esto no lo puedo
consentir, no mil veces... Yo tengo mucho corazón... Sola, Sola de mi
vida..., ¿por qué me abandonas? ¿Por qué te vas, y dejas solo, pobre,
miserable, a tu buen viejecito que te adora como a los ángeles? ¿De
qué me acusas? ¿Te he faltado en algo? ¿No soy siempre tu perrillo
obediente y callado que no respiraría si su respiración te molestara?

Diciendo esto, sus lágrimas regaban la almohada y las sábanas revueltas.

Al día siguiente notó que Sola estaba también muy triste, y que había
llorado; pero no se atrevió a preguntarle nada.

Por la noche, luego que cenaron, Sola, después de larga pausa de
meditación, durante la cual su amigo la miraba como se mira a un
oráculo que va a romper a hablar, dijo simplemente:

—Abuelito Sarmiento, una cosa tengo que decirte.

Don Patricio sintió que su corazón bailaba como una peonza.

—Pues, abuelito Sarmiento —añadió la joven, mostrando que le era muy
difícil decir lo que decía—, yo, la verdad... ¡tengo una pena, una
pena tan grande!... Si pudiera llevarte conmigo, te llevaría, pero
me es imposible, es absolutamente imposible. Me han mandado ir sola,
enteramente sola.

Don Patricio dejó caer su cabeza sobre el pecho, y le pareció que todo
él caía, como un viejo roble abatido por el huracán. Lanzó un gemido
como los que exhala la vida al arrancar del mundo su raíz y huir.

—Es preciso tener resignación —dijo Sola poniéndole la mano en el
hombro—. Tú, en realidad, no eres hombre de mucha fe, porque con esas
doctrinas de la libertad los hombres de hoy pierden el temor de Dios, y
principiando por aborrecer a los curas, acaban por olvidarse de Dios y
de la Virgen.

—Yo creo en Dios —murmuró Sarmiento—. Ya ves que he ido a misa desde
que tú me lo has mandado.

—Sí, no dudo que creerás; pero no tan vivamente como se debe creer,
sobre todo cuando una desgracia nos cae encima —dijo la huérfana con
enérgica expresión—. Ahora que vamos a separarnos, conviene que mi
viejecito tenga la entereza cristiana que es propia de su edad y de
su buen juicio..., porque su juicio es bueno, y felizmente ya no se
acuerda de aquellas glorias, laureles, sacrificios, inmortalidades, que
le hacían tan divertido para los granujas de las calles.

—Yo no he renunciado ni debo renunciar a mi destino —repuso el anciano
humildemente.

—Ni aun por mí...

—Por ti tal vez; pero si te vas...

—Si me voy, será para volver —replicó Sola con ternura—. Yo confío
en que el abuelito Sarmiento será razonable, será juicioso. Si el
abuelito, en vez de hacer lo que le mando, se entrega otra vez o la
vida vagabunda, y vuelve a ser el hazmerreír de los holgazanes, tendré
grandísima pena. Pues qué, ¿no hay en el mundo y en Madrid otras
personas caritativas que puedan cuidar de ti como he cuidado yo? Hay,
sí, personas llenas de abnegación y de amor de Dios, las cuales hacen
esto mismo por oficio, abuelito, y consagran su vida a cuidar de los
pobres ancianos desvalidos, de los pobres enfermos y de los niños
huérfanos. A estas personas confiaré a mi pobre viejecillo bobo, para
que me le cuiden hasta que yo vuelva.

Don Patricio, que había empezado a hacer pucheros, rompió a llorar con
amargura.

—Soledad, hija de mi alma... —exclamó—. Ya comprendo lo que quieres
decirme. Tu intención es ponerme en un asilo... ¡Lo dices y no tiemblas!

Después, variando de tono súbitamente, porque variaba de idea, ahuecó
la voz, alzó la mano y dijo:

—¡Y crees tú que a un hombre como este se le mete en un hospicio!
Sola, Sola, piénsalo bien. Tú has olvidado qué clase de mortal es el
que tienes en tu casa. ¡Y me crees capaz de aceptar esa vida oscura,
sin gloria y sin ti, sin ti y sin gloria!, ¡ay!, los dos polos de mi
existencia... Mira, niña de mi alma, para que comprendas cuánto te
quiero y cómo has conquistado mi gran corazón, te diré que yo no soy el
que era; que si mis ideas no han variado, han variado mis acciones y mi
conducta.

Y luego, con una seriedad que hizo sonreír a Sola en medio de su pena,
se expresó así:

—Es evidente..., porque esto es evidente como la luz del día..., que
yo estoy destinado a coronarme de gloria, a adornar mi frente de
rayos esplendorosos, sacrificándome por la libertad, ofreciéndome como
víctima expiatoria en el altar de la patria, como el insigne general,
mi compañero de martirio, que me espera en la mansión de los justos,
allá donde las virtudes y el heroísmo tienen eterno premio... Pues
bien: es tanto lo que te quiero, que por tu cariño he ido dejando pasar
días y días y hasta meses sin cumplir esto que ya no es para mí una
predestinación tan solo, sino un deber sagrado. ¿Me entiendes?

Soledad le pasó la mano por la cabeza, incitándole a que no siguiese
tocando aquel tema.

—Por ti, solo por ti... —prosiguió el viejo—. ¡Me da tanta pena
dejarte!... Así es que me digo: «Tiempo habrá, Señor...». ¿Creerás que
aquí en tu compañía se me han pasado semanas enteras sin acordarme
de semejante cosa?... Hay más todavía: yo estaba dispuesto a hacer
un sacrificio mayor..., ¿te espantas?, que es el de sacrificarte
mi sacrificio, ¿no lo entiendes?... Sí, poner a tus pies mi propia
gloria, mi corona de estrellas... Sí, chiquilla, yo estaba dispuesto a
no separarme jamás de ti, y a no pensar más en la política..., ni en
Riego, ni en la libertad... ¡Oh, hija mía! Tú no puedes comprender la
inmensidad de tal sacrificio. Por él juzgarás de la inmensidad del amor
que te tengo. ¡Y cuando yo renuncio por ti a lo que es mi propia vida,
a mi idea santa, gloriosa, augusta, tú me abandonas, me echas a un lado
como mueble inútil, me mandas a un hospicio y te vas!...

Soledad veía crecer y tomar proporciones aquel problema de la
separación que le causaba tanta pena. Su alma no era capaz de
arrepentirse del bien que había hecho al desvalido anciano; pero
deploraba que por los misteriosos designios de Dios, la caridad que
hiciera algunos meses antes le trajese ahora aquel conflicto que
empezaba a surgir en su cristiano corazón.

—El Señor nos iluminará —dijo, remitiendo su cuita al que ya la había
salvado de grandes peligros—. ¡Si tú le pidieras con fervor, como yo lo
hago, luz, fuerzas, paciencia y fe, sobre todo fe...!

—Yo le pediré todo lo que tú quieras, hija de mi alma; yo tendré fe...
Dices que tengo poca; pues tendremos mucha. Me has contagiado de tantas
cosas, que no dudo he de adquirir la fe que tú, solo con mirarme, me
estás infundiendo.

—Para adquirir ese tesoro —dijo Sola con cierto entusiasmo— no basta
mirarme a mí ni que yo te mire a ti, abuelo, es preciso pedirlo a Dios,
y pedírselo con ardiente deseo de poseer su gracia, abriendo de par
en par las puertas del corazón para que entre; es preciso que nuestra
sensibilidad y nuestro pensamiento se junten para alimentar ese fuego
que pedimos y que al fin se nos ha de dar. Teniendo ese tesoro, todo
se consigue: fuerzas para soportar la desgracia, valor para acometer
los peligros, bondad para hacer bien a nuestros enemigos, conformidad y
esperanza, que son las muletas de la vida para todos los que cojeamos
en ella.

—Pues yo haré que mi sensibilidad y mi pensamiento se encaminen a
Dios, niña mía —replicó el vagabundo participando del entusiasmo de su
favorecedora—. Haré todo lo que mandas.

—Y tendrás fe.

—Tendremos fe..., sí; venga fe.

—Con ella resolveremos todas las cuestiones —dijo Sola acariciando
el flaco cuello de su amigo—. Ahora, abuelito, es preciso que nos
recojamos. Es tarde.

—Como tú quieras. Para los que no duermen, como yo, nunca es tarde ni
temprano.

—Es preciso dormir.

—¿Duermes tú?

—Toda la noche.

—Me parece que me engañas... En fin, buenas noches. ¿Sabes lo que
voy a hacer si me desvelo? Pues voy a rezar, a rezar fervorosamente
como en mis tiempos juveniles, como rezábamos Refugio y yo cuando
teníamos contrariedades, alguna deudilla que no podíamos pagar, alguna
enfermedad de nuestro adorado Lucas... Ello es que siempre salíamos
bien de todo.

—A rezar, sí; pero con el corazón, sin dejar de hacerlo con los labios.

—Adiós, ángel de mi guarda —dijo Sarmiento besándola en la frente—.
Hasta mañana, que seguiremos tratando estas cosas.

Retirose Soledad, y el anciano se fue a su cuarto y se acostó,
durmiéndose prontamente; mas tuvo la poca suerte de despertar al poco
tiempo sobresaltado, nervioso, con el cerebro ardiendo.

—Ea, ya estamos desvelados —dijo dando vueltas en su cama, que había
sido para él durante diez meses un lecho de rosas—. Voy a poner por
obra lo que me mandó la niña: voy a rezar.

Disponiendo devotamente su espíritu para el piadoso ejercicio, rezó
todo lo rezable, desde las oraciones elementales del dogma católico
hasta las que en distintas épocas ha inventado la piedad para dar pasto
al insaciable fervor de los siglos. Sarmiento rezó a Dios, a la Virgen,
a los santos que antaño habían sido sus abogados, sin olvidar a los que
fueron procuradores de Refugio, mientras esta les necesitara.

Mas a pesar de ello, el anciano no advirtió que entrara gran porción de
calma en su espíritu; antes bien sentíase más irritado, más inquieto,
con propensiones a la furia y a protestar contra su malhadada suerte.
Como llegara un instante en que no pudo permanecer en el abrasado
lecho, levantose en la oscuridad y se vistió a toda prisa sin estar
seguro de ponerse la ropa al derecho. Sentía impulsos de salir gritando
por toda la casa, y de llamar a Sola, y echarle en cara la crueldad de
su conducta y decirle: «Ven acá, loca, ¿quién es el infame que te llama
desde Inglaterra?... ¿Qué vas tú a hacer a Inglaterra?... ¡Ah! Es un
noviazgo lo que te llama. Y si es noviazgo, ¡vive Dios!, ¿quién es ese
monstruo? Dime su nombre, y correré allá y le arrancaré las entrañas».

En la sala distinguió débil claridad: supuso que había luz en el cuarto
de su amiga. Paso a paso, avanzando como los ladrones, dirigiose allá;
empujada suavemente la puerta, pasó a un gabinete; deslizose como una
sombra, extendiendo las manos para tocar los objetos que pudieran
estorbarle el paso. La puerta de la alcoba estaba entreabierta; había
luz dentro, pero no se oía el más leve rumor. Alargando el cuello,
Sarmiento vio a Sola dormida junto a una mesa en la cual había papeles
y tintero.

«Estaba escribiendo —pensó,— y se ha dormido. Veremos a quién».

Entró en la alcoba, andando quedamente y con mucho cuidado para no
hacer ruido. Su rostro anhelante, su cuerpo tembloroso, sus ojos ávidos
y saltones, dábanle aspecto de fantasma; y si la joven despertase en
aquel momento, se llenaría de terror al verle. Dormía profundamente,
la cabeza apoyada en el respaldo del sillón. Delante tenía una carta a
medio escribir, y otra muy larga y de letra extraña, a la cual sin duda
estaba contestando cuando se durmió.

—Yo conozco esa letra —pensó Sarmiento, devorando con los ojos el
escrito, apoyado en un libro puesto de canto a manera de atril.

Conteniendo su respiración, el vagabundo examinó el pliego, que abierto
por el centro no presentaba ni el principio ni el fin. Después fijó los
ojos en la carta medio escrita por Sola. Don Patricio miraba y fruncía
el ceño apretando las mandíbulas. Tenía tal aspecto de ferocidad
aviesa, que si él mismo pudiera verse tuviera miedo de sí mismo. No
tardó mucho en satisfacer su curiosidad, y era esta tan intensa,
que después de leer una vez, leyó la segunda. A la tercera no estaba
tampoco satisfecho; mas temiendo que la joven despertara, se retiró
como había venido. Al llegar a su cuarto se dejó caer en la cama, y
dando un gran suspiro exclamó para sí:

«¡Bien lo decía yo: los emigrados...!».



XII


Muy gozoso y satisfecho estaba don Benigno Cordero con el suceso de su
vuelta a la patria y al hogar querido, y resuelto a que el contento le
durase, hacía propósito firmísimo de no tornar a mezclarse en política,
ni vestir uniforme, ni menos hacer heroicidades en Boteros ni en otro
arco alguno. Verdad es que guardaba en su pecho, cual tesoro riquísimo,
o como los restos queridos de una persona amada que se depositan en
secreta urna, las mismas aficiones políticas a que debió su destierro.
Eso sí: antes creyera que el sol salía de noche que dejar de ver en la
libertad, en el progreso y en la soberanía del pueblo, la felicidad de
las naciones. Mas era preciso poner una losa sobre estas cosas, y don
Benigno la puso.

—Desde hoy —dijo— Benigno Cordero no es más que un comerciante de
encajes. No adulará al absolutismo, no dirá una sola palabra en favor
de este; pero no, ya no tocará más el pito constitucional ni la flauta
de la Milicia. A Segura llevan preso. Yo tengo ideas, sí, ideas
firmes, pero tengo hijos. Es posible, es casi seguro que otros, que
también tienen mis ideas, las hagan triunfar; pero mis hijos por nadie
serán cuidados si se quedan sin padre. Atrás las doctrinas por ahora, y
adelante los muchachos. Ahora silencio, paz, retraimiento absoluto...,
cabeza baja y pico cerrado... Pero, ¡ay!, alma mía, allá recogida en
ti misma y sin que te oigan los oídos de la propia carne en que estás
encerrada, no ceses de gritar: «¡Viva, viva, y mil veces viva la señora
Libertad!».

Los muchos amigos del exjefe de milicianos le felicitaban cordialmente,
y sus parroquianos, así como sus compañeros de comercio, recibieron
gran contento al verle. Como era tan generoso, y tenía un natural
por demás expansivo, antojósele, ocho días después del de su vuelta,
obsequiar a los amigos con un modesto banquete dedicado a grabar en
la memoria de todos el fausto evento de su liberación; pero doña
Robustiana, cuyo sentido práctico igualaba al peso de su cuerpo, le
quitó de la cabeza la idea de aquel dispendioso alarde, arguyéndole así:

—Desgraciadamente no estamos para fiestas. Acuérdate del dinero que
has gastado en congraciarte con esos pillos; que tiempo hay de dar
banquetes. Mañana domingo, 28 de agosto, haremos para la cena un
extraordinario de poca monta, y convidaremos a Romo, al señor de
Pipaón, que también nos ha servido, y a Sola. Total: tres convidados.
Basta, hombre, basta. Tiempo hay de echar la casa por la ventana, y no
faltará un motivo para ello ni tampoco elementos, ¿me entiendes?...,
porque si siguen los frailes reponiendo la ropa de altar, no faltará
venta de encaje blanco en todo el año que corre.

Don Benigno, como siempre, armonizó su opinión con la de su cara
esposa, y a consecuencia de tan dulce concordia, al día siguiente la
cocina de los Cordero despedía inusitado aroma de ricas especias, el
cual anunciaba a toda la vecindad la presencia de un extraordinario. A
la hora de la cena resplandecía el comedor con la luz de dos quinqués,
colocados en contrapuestos sitios, y alrededor de la mesa se sentaron
el señor de Pipaón, Sola y los de Cordero, sin excluir los niños, que
ocupaban un extremo junto a su hermana. El puesto más preeminente
entre los de convite estaba vacío, lo cual causaba gran disgusto a don
Benigno.

—¿Por qué no habrá venido Romo? —decía—. Es particular: no le hemos
visto desde el día de mi llegada. ¿Estará enojado con nosotros?

Se esperó un rato; pero viendo que no parecía, dio principio el
banquete. El digno anfitrión estaba intranquilo por aquella ausencia de
su amigo, y a cada instante miraba a su esposa como para preguntarle
qué opinaba ella de tan extraño caso. Ya doña Robustiana había dicho:

—Estará muy ocupado en la Comandancia de Voluntarios. Se le han mandado
tres avisos al anochecer. Ustedes no saben bien la calma que gasta el
señor de Romo. Otra noche le convidamos a cenar y se descolgó aquí a
las diez de la noche.

La señora presidía majestuosamente la mesa y gobernaba con mucha
destreza aquella maniobra de los banquetes antiguos, consistente en
estar pasando platos de aquí para allí, y de derecha a izquierda, como
si los convidados, en vez de reunirse para comer, lo hicieran para
jugar al juego de _sopla y vivo te lo doy_. Descollaba su hermoso
busto por encima de la blanca mesa, a manera de un tronco forrado en
tela oscura sobre el cual colocaran su cabeza como provisionalmente
y mientras parecía el cuello perdido. Con la estrechez del ajuste,
los abundantes dones que en ella acumuló sin tasa Natura formaban un
circuito de tanta extensión, que una mosca (esto puede asegurarse y lo
certificaron testigos oculares), una mosca, decimos, que salió de uno
de los brazos para ir al otro pasando por delante, tardó no se sabe
cuánto tiempo en dar la vuelta y llegar a su destino.

En el otro extremo de la mesa, Primitivo y Segundo, que por ser día de
fiesta vestían de padres provinciales de la Orden dominica, estaban
bajo la vigilancia de Soledad y Elena respectivamente, las cuales no
podían probar bocado, entretenidas en enseñar a los frailescos ángeles
el modo de comer; y mientras el uno se rociaba con sopa los hábitos,
llevábase el otro la cuchara a los ojos, sin cesar de pedir, chillar y
hacer comentos varios sobre cuanto desde la fuente a sus platos pasaba.

Pipaón, cuyo apetito parecía crecer a medida que había menos
motivos aparentes para ello, amenizaba con chistes la comida. Estaba
elegantísimo, como de costumbre, el ingenioso cortesano, ataviado con
su calzón blanco, su levita polonesa de mangas jamonadas, su corbata
metálica destinada a anticipar la idea de la muerte en garrote, por
si acaso algún día era el individuo condenado a ella. Revueltos los
cabellos con artístico desorden, parecía su cabeza una escoba, en lo
cual cumplía a maravilla con los conceptos de la moda corriente. ¡Oh!,
era aquel un señor muy bondadoso y sencillo, que lo mismo se sentaba
a la mesa del rico que a la del pobre, con tal que en ellas hubiera
buenos manjares que comer; y sin dar privadamente excesiva importancia
a las ideas políticas, lo mismo fraternizaba con el negro que con el
blanco, siempre que ni el uno ni el otro le estorbasen en su prodigioso
medro. Menos alegre que su comensal a causa de la ausencia de Romo,
don Benigno conversaba con chispa y donaire, volviendo con graciosa
movilidad el rostro hacia Pipaón, hacia su esposa y hacia la silla
vacía donde se echaba de menos la torva figura del voluntario realista;
y, ¡cosa singular!, aquella silla donde no se sentaba el hombre oscuro,
tenía cierto aspecto lúgubre. Romo no estaba allí, y, sin embargo,
parecía que estaba.

Esquivando entrar en el tema político a que la verbosidad importuna y
mareante de Pipaón quería llevarle, don Benigno dijo:

—Ya he manifestado cuál es mi propósito. Y qué, señor don Juan, ¿cree
usted que me será difícil cumplirlo? De ningún modo. Los que necesitan
de la política para vivir, porque si no hay bullanga no comen,
difícilmente aceptarán esta oscura vida privada que es mi delicia.
Quite usted a los intrigantes la política, y será como si les cortaran
las manos a los rateros o los pies a las bailarinas. ¿Digo mal? Hoy
con este partido, mañana con el otro, ello es que siempre se les ve a
flote...

A don Benigno se le cayó del tenedor un pedazo de calabacín que en él
tenía, aguardando a que la boca callase para entrar. La causa de tan
inesperado siniestro fue que doña Robustiana le estaba tocando el codo,
primero suavemente y después con fuerza, para que su marido cayese en
la cuenta de que estaba haciendo la sátira de Pipaón.

—Verdad es que no todos los que se ocupan de política son así —dijo el
honrado comerciante pinchando de nuevo la hortaliza—, ya se comprende;
pero ni a unos ni a otros quiero parecerme. La vida privada es hoy mi
sueño de oro... No quiere decir que en lo íntimo de mi alma no exista
siempre... Pero dejemos esto. Puede uno llevar en su fuero interno el
fardo que más le acomode, sin necesidad de ponerse una etiqueta en la
frente..., esto es claro como el agua. No hay necesidad de meter ruido.
En la vida privada puede tener el buen ciudadano mil ocasiones de
realizar fines patrióticos y de servir a la patria. ¿Cómo? Cumpliendo
lealmente esa multitud de pequeños esfuerzos que en conjunto reclaman
tanta energía como cualquier acto de heroísmo: así lo ha dicho Juan
Jacobo Rous..., tente, lengüita. Dejemos a ese caballero en su casa,
pues hay palabras que ahorcan... Yo me concreto a lo siguiente: vea
usted mi plan, señor de Pipaón.

Antes que el plan de don Benigno, merecía la atención de Bragas una
lonja de ternera, cuyo especioso condimento bastaba a acreditar la
ciencia culinaria de la señora de Cordero.

—Muy bien, señor don Benigno —gruñó Pipaón, engullendo—. Su plan de
usted me parece muy bien asado... No, no; quiero decir que la ternera
está muy bien asada, y que su plan de usted es excelente, sabrosísimo,
es decir atinadísimo.

—Mi plan es el siguiente: yo trabajo todo el día, con excepción de los
domingos; yo cumplo con los preceptos de nuestra Santa Madre la Iglesia
oyendo misa, confesando y comulgando como se me manda; yo cumplo
asimismo mis obligaciones comerciales; yo no debo un cuarto a nadie; yo
educo a mis hijos; yo pago mis contribuciones puntualmente; yo obedezco
todas las leyes, decretos, bandos y órdenes de la autoridad; yo hago
a los pobres la limosna que mi fortuna me permite; yo no hablo mal
de nadie, ni siquiera del gobierno; yo sirvo a los amigos en lo que
puedo; yo no conspiro; yo celebro mucho que todos vivan bien y estén
contentos; en suma, yo quiero ser la más ordenada, puntual y exacta
clavija de esta gran máquina que se llama la patria, para que no dé por
mi causa el más ligero tropezón... ¿Qué tal? ¿Me explico bien?

Conversación tan interesante hubo de interrumpirse, porque uno de los
chicos tuvo la ocurrencia de derramar sobre su hábito toda la salsa que
había en el plato, mientras el otro berrequeaba como un ternero porque
no le permitían comer con las manos. Calmada la agitación al otro
extremo de la mesa, don Benigno continuó:

—Siempre ha sido mi norma de conducta..., Segundito, cuidado..., ocupar
el puesto que me señalaban las circunstancias. He sido y soy esclavo
de mi deber... Primitivo, que te estoy mirando; ¿cómo se coge el
tenedor?... Un día las circunstancias me dijeron: «es preciso que seas
valiente», y fui valiente. Heridas tengo que darán razón de ello. Hoy
me dicen las circunstancias: «es preciso que seas pacífico», y pacífico
soy... Niños, ¿me enfado?... Mi conciencia está tranquila con tan
juicioso plan de conducta; a mi conciencia obedezco, y nada más.

En esto sonaron fuertes campanillazos en la puerta de la casa.

—A buena hora viene ese señor..., cuando ya estamos en los postres
—dijo don Benigno—. De seguro es Romo.

—No, no llama él de ese modo —observó la señora, poniendo atención para
oír en el momento que la criada abría.

—Puede que sea Romo —indicó Pipaón dirigiendo sus dedos en persecución
de una pera que rodaba por el mantel.

—Son dos señores, dos hombres —dijo la criada entrando en el comedor—.
Preguntan por el amo.

—Allá voy —dijo Cordero levantándose.

—Que esperen —manifestó doña Robustiana con mal humor—. ¡Que siempre te
has de levantar de la mesa...!

Don Benigno salió con la servilleta sujeta al cuello. En la sala
encontró a dos hombres desconocidos.

—Una luz, Reyes —gritó a la criada.

La claridad de la vela que trajo la moza permitió al honrado patriota
distinguir bien las fisonomías. Creía reconocer aquellas caras. Ninguna
de las dos despertaba grandes simpatías, y en cuanto a los cuerpos eran
de lo más sospechoso que puede imaginarse.

—¿Es usted don Benigno Cordero? —le preguntó uno de ellos secamente.

—Para lo que gusten mandar. ¿Qué quieren ustedes?

—Que venga usted con nosotros.

—¿A dónde?

—¡Toma!..., a la cárcel —exclamó el individuo esgrimiendo su
bastoncillo, y admirado de que no se hubiera comprendido el objeto de
tan grata visita.

Don Benigno se quedó aturdido... Creía soñar... Estaba lelo.

—¡A la cárcel! —murmuró.

—Y pronto. Tenemos que hacer...

—A la cárcel... —dijo otra vez Cordero, como el delirante que repite un
tema—. Yo..., ¿por qué?..., yo..., ¿han dicho que a la cárcel...?

—Sí, señor, a la cárcel... Nosotros no tenemos que explicar... No somos
jueces —graznó el polizonte con desenfado y altanería; consecuente con
el tono general de los pillastres que se dedican a perseguir a la gente
honrada.

—Aguarden un momento —dijo Cordero sin saber lo que decía—. Voy... Les
diré a ustedes...

Dio varias vueltas, tropezó en una puerta. Parecía un hombre que ha
perdido la cabeza y la está buscando. Sin propósito deliberado, fue al
comedor, entró. Su esposa y su hija perdieron el color al ver su cara,
que era la cara de un muerto.

—Son dos caballeros —murmuró Cordero con voz trémula—. Dos amigos... No
hay que asustarse... Tengo que salir con ellos... Pipaón, amigo, salga
usted a ver qué es eso... Mi sombrero, ¿en dónde está mi sombrero?

Dio una vuelta alrededor de la mesa y salió otra vez. Sin duda había
perdido el juicio.

—Conque dicen ustedes que... ¡a la cárcel!... ¿Y se podrá saber...?

—Si usted no viene pronto —dijo el polizonte con ira—, llamaremos a los
voluntarios que están abajo.

El otro bribón había encendido un cigarro y fumaba mirando los cuadros
de la sala.

—Pues vamos. Esto es una equivocación —dijo el comerciante recobrando
un poco su entereza.

—¿Pero su hija de usted no se presenta? —preguntó el primer esbirro.

—¡Mi hija!

—¡Sí, señor, su hija! —exclamó el mismo abriendo las manos y mostrando
en dos abanicos de carne sus diez dedos sucios, negros, nudosos y con
las yemas amarillas por el uso del cigarro de papel.

—¿Y para qué tiene que presentarse mi hija?

—¿Pues qué?... ¿No le dije que su hija tiene que venir también a la
cárcel?

—Usted no me ha dicho nada, y si me lo hubiera dicho, no lo habría
creído —afirmó Cordero sintiendo que su corazón se oprimía.

—Vea usted este papel —dijo el funcionario mostrando un volante—.
Benigno Cordero y su hija Elena Cordero.

—¡Mi hija! —exclamó don Benigno, lanzando un gemido de dolor—. ¿Pues
qué ha hecho mi hija?

—¡Eh! Que suban los voluntarios. Así despacharemos pronto.

Don Benigno se había vuelto idiota. No se movía. Pipaón, que había oído
algo desde la puerta, se acercó diciendo:

—Esto ha de ser alguna equivocación de la Superintendencia.

Al verle, los de policía le hicieron una reverencia, como suele usarlas
la infame adulación cuando quiere parecerse a la cortesía.

—¿No es usted el que le llaman Mala Mosca? ¿No me debe usted su
destino? —preguntó Pipaón.

—Sí, señor —repuso el infame, mostrando tras los replegados labios una
dentadura que parecía un muladar—. Soy el mismo para servir al señor de
Pipaón.

—A ver la orden.

Pipaón leyó a punto que entraban en la sala, sobrecogidas de terror,
las tres mujeres, los dos frailecitos y la criada.

—Nada, nada: esto debe de ser un _quid pro quo_ —dijo Bragas con
disgusto evidente—; pero es preciso obedecer la orden. Desde este
momento empiezo a dar los pasos convenientes...

Los de Cordero se miraron unos a otros. Se oía la respiración. En
aquel instante de congoja y pavura, Elena fue la que tuvo más valor, y
haciendo frente a la situación, exclamó:

—¿Yo también he de ir presa? Pues vamos. No tengo miedo.

—¡Hija de mi alma! —gritó doña Robustiana abrazándola con furor—. No
te separarás de mí. Si a los dos os llevan presos, yo voy también a la
cárcel y me llevo a los niños.

—Con usted no va nada, señora —dijo el polizonte—. El señor mayor y la
niña son los que han de ir... Conque, andando.

Arrojose como una hiena la señora sobre aquel hombre, y de seguro
lo habría pasado mal el funcionario de la Superintendencia, si doña
Robustiana, en el momento de clavar las manos en la verrugosa cara de
su presa, no hubiera quedado sin sentido, presa de un breve síncope.
Acudieron todos a ella, y el de policía gritó, poniéndose rojo y
horrible:

—¡Al demonio con la vieja!... Vamos al momento, o que suban los
voluntarios. No podemos perder el tiempo con estos remilgos.

Don Benigno, cuyo espíritu estaba templado para hacer frente a las
situaciones más terribles, elevose sobre aquella tribulación, como el
sol sobre la bruma, e iluminando la lúgubre escena con un rayo de
heroísmo que a todos les dejó absortos, gritó:

—Vamos, vamos a la cárcel. Ni mi hija ni yo temblamos. La inocencia
no tiene miedo, cobardes sayones... Vamos a la cárcel, al patíbulo,
a donde queráis, canallas, mil veces canallas... Yo había vuelto la
espalda a la libertad, y la libertad me llama... ¡Allá voy, ideal
divino; aquí estoy; adelante!... Vamos, miserables, abandono a mi
esposa, a mis hijos. Todo se queda aquí... Tan miserables sois vosotros
como Calomarde que os manda. Vamos a la cárcel, y ¡viva la Constitución!

Salió bizarra y noblemente, lleno de entusiasmo y valor, rodeando
con su brazo el cuello de Elena, que al heroico arrojo de su padre
respondió diciendo también: «¡Viva la Constitución!».

Al salir encargó a Soledad que cuidase de su madre y de sus hermanos.
Algo más pensaba decir; pero los sayones no le dejaron. El compañero de
Mala Mosca se quedó para registrar la vivienda.



XIII


Al día siguiente, después de las doce, entró Pipaón en la casa, muy
agitado y sudoroso, como quien ha subido en pocas horas todas las
escaleras de las oficinas de Madrid. Halló a doña Robustiana en
lamentable estado. Yacía la atribulada señora en cama, y desde la
noche anterior, lejos de calmarse sus ataques nerviosos, se habían
exacerbado a causa de la inquebrantable resistencia a tomar alimento.
Cuando Pipaón entró, no podía dar un paso en la estancia, porque estaba
casi a oscuras con objeto de que la luz no molestase a la señora; mas
por los suspiros que oía se fue guiando hasta que dio con el lecho, y
pudo distinguir a Solita, sentada junto a este sin apartar la atención
ni un punto de su infeliz amiga.

El ilustre cortesano de 1815 se sentó, cuidando de exhalar también un
gran suspiro para que no se dudase de la autenticidad de su pena, y
después de enterarse con mucha solicitud del estado de la paciente,
dijo así:

—Señora, he visto a Chaperón.

Doña Robustiana contestó con un quejido lastimero.

—Señora —añadió Bragas—, he visto a Aymerich, jefe de los voluntarios
realistas.

Respondiole otro quejido seguido de sollozos.

—Señora, he visto a Ugarte, a Cea Bermúdez, a varios individuos de la
Junta secreta de Estado, a dos individuos de la Comisión militar.

No obtuvo respuesta.

—Señora, he visto a Calomarde, he hablado con él: estaba almorzando,
me hizo pasar, le dije lo que ocurría, contestome que viese a don José
Manuel de Arjona. También es amigo mío: hemos hablado largamente.
Voy a enterar a usted con toda claridad de la verdadera situación
en que estamos, situación grave, señora, ¿a qué ocultarlo? pero no
desesperada. Yo creo que se deben pintar los sucesos tales como son,
porque de nada valdría desfigurarlos, ¿estamos en eso? Pues bien:
juzgue usted por sí misma.

Doña Robustiana parecía hallarse en estado de no poder juzgar nada por
sí misma; pero el impávido Pipaón habló así:

—Ya sabrá usted que ha habido audaces tentativas revolucionarias en
Tarifa, Almería y otros pueblos de la costa del mediodía. Esos tunantes
salieron de Gibraltar. El desembarco fue un fracaso. Gracias a la
vigilancia de las autoridades, tan grande iniquidad quedó frustrada.
De hoy a mañana, señora, serán fusilados en Tarifa trescientos de esos
pillos.

Pipaón notó que el lecho se estremecía.

—Ya sabrá usted —añadió— que por el decreto del 20 se condena a muerte
a todos los que por cualquier medio pretendan restablecer el sistema
representativo. Aquí será fusilado Gregorio Iglesias, un chicuelo de
dieciocho años que intentó unirse a los revolucionarios del mediodía.
También parece que hoy ha sido condenado a muerte otro jovenzuelo,
Tomás Franco, por haber proferido expresiones contra la vida de Su
Majestad... En La Coruña ha sido preciso sentar la mano. Muchos de los
sentenciados a la última pena han sido ejecutados ya; otros se han
suicidado con opio o abriéndose las venas... En fin, señora, esto es
muy triste; pero usted comprenderá que el gobierno, viéndose acosado
por esos infames demagogos negros, sedientos de desorden, necesita
mostrarse riguroso, pero muy riguroso... Yo pregunto a todas las
personas imparciales y juiciosas: «En vista de lo que pasa, ¿puede el
gobierno ser benigno?».

El discreto amigo no recibió contestación ni de la enferma ni de
Soledad; pero lo mismo que si la recibiera, prosiguió diciendo:

—Exactamente: no puede ser benigno. Los frailes, los obispos, todos
los absolutistas de temple incitan al gobierno a extirpar la negrería;
los voluntarios realistas, que son más levantiscos e indomables que
la malhadada Milicia nacional de marras, amenazan con sublevarse
si no se les da todos los días sangre de liberales, horcas y más
horcas. ¿Y qué se ha de hacer? Sobre ellos, sobre esa base poderosa
se asienta el edificio del absolutismo, y ¡ay de todo esto el día
en que los voluntarios de la fe pasen del descontento a la sedición
y de las palabras a los hechos! Por lo dicho, comprenderá usted que
en la situación actual, cuando alguno, aunque sea inocente, tiene la
desgracia de caer en la cárcel, no es fácil sacarle de ella a dos
tirones...

Doña Robustiana exhaló la mitad de su alma en un gemido.

—No quiere esto decir que don Benigno y su niña no puedan salir —añadió
Bragas—; saldrán, sí, señora; saldrán con la ayuda de Dios. Pero es
difícil, sumamente difícil, ¿por qué he de decir otra cosa? ¿Por qué he
de engañar a usted con ilusiones que luego serían amargos desengaños?
Ahora examinemos el delito de nuestros queridos presos.

Al oír esto estremeciose otra vez el lecho, y oyéronse sílabas
torpemente articuladas.

—El señor don Benigno y su hija han sido delatados, no se sabe por
quién ni es fácil saberlo. Por más que yo he tratado de averiguarlo, no
me ha sido posible. Acúsanles de..., pero vamos por partes, para mayor
claridad. Parece que Elenita tiene un novio llamado Ángel Seudoquis.

—¡Es mentira, es una infame impostura! —exclamó doña Robustiana,
sobreponiéndose a su estado nervioso—. Mi hija no tiene novio.

—Ángel Seudoquis —prosiguió Pipaón, dando poca importancia a la
negativa de la enferma—, hermano de don Rafael Seudoquis, militar
sin purificar, degradado y aun creo que condenado a muerte por
varios horrorosos crímenes de Estado. Según consta en la delación,
Rafael Seudoquis, que ha venido de Inglaterra con órdenes de los
revolucionarios para hacer una tentativa, se valió de su hermano Ángel,
novio de la niña, para ponerse en comunicación con don Benigno, el cual
parecía tener encargo de ayudarle...

—¡Qué horrible maquinación! ¡Qué tejido de infames mentiras! —murmuró
doña Robustiana ahogando los sollozos—. Sola, tú que nos conoces y
sabes quién entra y sale en nuestra casa, ¿no te horrorizas de oír
tales calumnias?

Soledad no contestó nada. Tenía un nudo en la garganta.

—En la delación consta también —prosiguió el amigo de la casa— que
Rafael Seudoquis entró dos veces seguidas disfrazado..., grandes
barbas, aspecto fiero..., yo no le conozco. Ello es que le vieron
entrar. Guardábale el bulto su hermano, paseando en la calle. Consta
que Elena recibía de él papeles que luego entregaba a don Benigno, y
constan otras estupendas cosas que no recuerdo en este momento.

—Consta que los jueces y delatores son un enjambre de miserables
bandidos —afirmó doña Robustiana con ira, incorporándose—. Sola, ¡por
Dios santo!, tú que nos conoces, di a ese hombre que se engaña, porque
también él, con ser nuestro amigo, parece dar crédito a tales patrañas.

—Yo ni afirmo ni niego..., poco a poco —manifestó Pipaón, conservándose
en aquel saludable justo medio que le había llevado a considerables
alturas burocráticas—. El señor don Benigno y su hija pueden ser
inocentes y pueden no serlo: de un modo o de otro, es el señor Cordero
un excelente amigo, a quien debo servir y serviré con todas mis fuerzas.

Levantose. La enferma, acometida por una convulsión, desplomose sobre
las almohadas.

—Ánimo, señora —dijo con la frialdad del médico que pone recetas en el
momento de la muerte—. Usted me conoce y sabe que haré cuanto de mí
dependa. El caso es grave, gravísimo; ignoro hasta dónde puede llegar
mi influencia; pero hay que confiar en Dios, que hace milagros, que los
ha hecho algún día, que los volverá a hacer, señora, si es preciso.
Dios ampara a los buenos.

Emitida esta máxima, se llevó el pañuelo a los ojos, como si quisiera
limpiar la humedad de una lágrima auténtica; y después de echar un
suspirillo mal sacado, salió de la alcoba, dejando a las dos mujeres
más atribuladas de lo que estaban antes de su aparición.

Muy avanzada la noche, cuando la enferma, vencida por la fatiga, pudo
hallar en un ligero sueño alivio a las penas de su alma, Sola subió
a su casa. Ordinariamente subía la escalera en veloces saltos, cual
pájaro que vuela a su nido; aquella noche la subió lentamente, con
tanto trabajo como si cada escalón fuese una montaña. No apartaba los
ojos del suelo, y su rostro estaba lívido. Sin duda veía dentro de sí
misma espectros que la horrorizaban.

—¿Qué tienes, niña mía? —le preguntó Sarmiento, que había salido a
abrirle—. ¡Cuánto tiempo sin verte!... Esa pobre gente estará muy
afligida. Y gracias que tienen un ángel como tú para que les acompañe.

La huérfana no contestó nada. La voz de don Patricio parecía no ser
para ella más interesante ni más expresiva que el áspero chirrido de
los goznes de la puerta.

—¿Qué tienes? ¿En qué piensas? —dijo el anciano sentándose junto a
ella—. Tú tienes algo.

Después de una pausa en que silenciosamente la contempló, dijo:

—¡Ya comprendo, pobre de mí! Ha llegado el momento de separarte de
tu viejo, de meterme en un hospicio y de marcharte para Inglaterra.
Como me has tomado algún cariño, esta separación no puede menos de
afligirte.

—Ya no me voy para Inglaterra —murmuró Sola con una seriedad sepulcral
que desconcertó más a Sarmiento.

—Pues entonces..., eso que me has dicho me causa muchísima alegría,
hija de mi corazón. ¿Conque no te vas? ¡Qué sabrosas nuevas has traído
esta noche a tu viejecito! Dame un abrazo.

Al caer en los brazos del vagabundo, y cuando este la estrechaba con
amante ardor en ellos, Sola gimió dolorosamente y se echó a llorar.

—¡Ay!, abuelo..., ¡qué desgraciada es tu niña!... —exclamó—. Más le
valdría no haber nacido.



XIV


En la planta baja del edificio que se llamó primero Cárcel de Corte,
después Sala de Alcaldes, más tarde Audiencia, y que ahora va en
camino de llamarse, según parece, ministerio de Ultramar, estaba
situada la Superintendencia general de Policía. La cárcel ocupaba el
inmundo edificio, que ya no existe, en la manzana inmediata, hacia la
Concepción Jerónima, y que fue casa y hospedería de los padres del
Salvador. Desde uno a otro caserón la distancia era insignificante,
como la que existe entre la agonía y la muerte, y a falta de un Puente
de los Suspiros, existía el callejón del Verdugo, de fácil tránsito
para los que del tribunal pasaban a los calabozos o de los calabozos a
la horca.

Las respetables oficinas de aquella institución (firme columna del
orden político dominante entonces), tenían alojamiento tan digno de
los jueces como de las leyes en las indecorosas crujías que ha visto
no hace mucho todo el que tuvo la desgracia de frecuentar los Juzgados
de primera instancia. La Comisión militar, que era la que juzgaba a
toda clase de delincuentes, tenía su albergue en un antiguo edificio
de la plazuela de San Nicolás; pero el presidente de ella frecuentaba
tanto la Superintendencia, que se había mandado arreglar un despacho en
el ángulo que da al callejón del Verdugo. El superintendente recibía
en la sala contigua a la callejuela del Salvador. El contraste,
horriblemente burlesco, entre los nombres de las fétidas callejuelas
por donde respiraban los dos instrumentos más activos del poder
judicial y político, no establecían diferencia esencial entre ellos,
porque ambos eran igualmente patibularios. Las odiosas antesalas de la
horca eran negras, tristes, frías, con repulsivo aspecto de vejez y
humedad, repugnante olor a polilla, tabaco, suciedad, y una atmósfera
que parecía formada, de lágrimas y suspiros.

En todas las grandes poblaciones y en todas las épocas ha existido
siempre un infierno de papel sellado, compuesto de legajos en vez de
llamas, y de oficinas en vez de cavernas, donde tienen su residencia
una falange no pequeña de demonios bajo la forma de alguaciles,
escribanos, procuradores, abogados, los cuales usan plumas por tizones,
y cuyo oficio es freír a la humanidad en grandes calderas de hirviente
palabrería que llaman autos. El infierno de aquella época era el más
infernal que puede imaginar la humana fantasía espoleada por el terror.

En una serie de habitaciones sucias y tenebrosas tenían sus mesas los
demonios inferiores, muy semejantes a hombres a causa de su hambrienta
fisonomía y de su amarillo color, resultado, al parecer, de una
inyección de esencia de pleito, que se forma de la bilis, la sangre
y las lágrimas del género humano. Con los brazos enfundados en el
manguito negro, desempeñaban entre desperezos, cuchicheos y bocanadas
de tabaco, sus nefandas funciones, que consistían en escribir mil
cosas ineptas. Con su pluma, estos diablillos pinchaban, martirizando
lentamente; pero más allá, en otras salas más negras, más indecorosas
y más ahumadas con el hálito brumoso de la curia, los demonios mayores
descuartizaban como carniceros. Sus nefandas rúbricas, compuestas de
trazos nigrománticos, abrían en canal a las pobres víctimas, y cada vez
que llenaban un pliego de aquella simpática letra cuadrada y angulosa
que ha sido el orgullo de nuestros calígrafos, daban un resoplido de
satisfacción, señal de que el precito estaba bien cocho por un lado y
era preciso ponerlo a cocer por el otro.

Las mesas negras, desvencijadas, cubiertas de hule roto por donde
corría libremente la arenilla secante esperando a que se acercara una
mano sudorosa para pegarse a ella, sostenían los haces de llamaradas,
los paquetes de ascua, en forma de barbudos legajos amarillos, todos
garabateados con la pez hirviente de los tinteros de plomo o de cuerno,
en cuyo horrendo abismo se cebaban las ávidas plumas.

Mientras algunos de estos demonios escribían, otros no se daban
reposo, entrando y saliendo de caverna en caverna y llevando recados
a la Superintendencia y a la cárcel. Los alguaciles y ordenanzas,
que eran unos pajecillos infernales muy saltones, transportaban
grandes cargamentos de materia ígnea de un rincón a otro; sonaban las
campanillas, como una señal demoniaca para activar los tizonazos y
la quemazón; se oían llamamientos, peticiones, apuradas preguntas;
buscábase entre mil legajos, el legajo _A_ o _B_; se recriminaban unos
a otros los del manguito en brazo y pluma en oreja; arrojaban fétidas
colillas; volaba el papel con el pesado aire que entraba al abrir
y cerrar las puertas; oíase chirrido de plumas trazando homicidas
rúbricas, y movíanse, gimiendo sobre sus goznes mohosos, las mamparas,
en cuyo lienzo roto se leía: _Departamento de purificaciones... Padrón
general... Sentencias... Pruebas... Negociado de sospechosos_.

La Superintendencia de policía y la Comisaría militar se diferenciaban
poco en el fondo y en la forma, y no se juzgue a la segunda por su
calificativo, creyendo que imperaba en ella el criterio comúnmente
pundonoroso y honrado de nuestro ejército. La presidía un terrible
individuo que vestía de brigadier, para baldón del uniforme español;
militares eran también sus vocales y el fiscal; pero todo su mecanismo
interno, su personal secundario, así como sus procedimientos, habían
sido tomados de la curia más abyecta. Entonces no había propiamente
ejército, porque casi todo él estaba sujeto al juicio de purificación.
Los voluntarios realistas, cuyo jefe era el ministro de la Guerra,
sostenían el orden social, auxiliando a los sanguinarios tribunales
y también imponiéndose a ellos. La Comisión militar, que contaba en
el número de sus diversas misiones la de purificar a aquel nefando
ejército, casi totalmente afecto a la Constitución, estaba en absoluto
sometida a la voluntad de aquella odiosa palanca del gobierno llamada
don Francisco Chaperón. Los demás altos individuos del aborrecido
tribunal eran figuras decorativas que solo servían para hacer resaltar
con su penumbra la roja aureola infernal del presidente.

Aguardaba el público en la portería de la Comisión (plazuela de San
Nicolás), impaciente, mugidor, grosero, blasfemante. Componíase en gran
parte de los oscuros ministros de la delación y de los testigos de
cargo, porque los de descargo no eran en ningún caso admitidos. Había
personas de todas clases, abundando las de la clase popular. De la
clase media eran pocas; de la más elevada poquísimas. Reuniéndolo todo,
lo de dentro y lo de fuera, el gentío que escribía y el que esperaba,
los diablos grandes y pequeños y sus cómplices delatores, podría
haberse formado un magnífico presidio. La inocencia no habría reclamado
para sí sino a poquísimas personas.

Grande era el alboroto entre los que esperaban, por querer cada uno
entrar antes que los demás, y los voluntarios tenían que forcejear a
brazo partido para mantener el orden y establecer un turno riguroso.

—Yo estaba primero, señora... Échese usted atrás.

—¿Usted primero? Si estoy aquí desde la madrugada.

—Guardia, aquí se ha colado esta mujer. Ha venido después que yo y está
delante.

—Le digo a usted que estoy aquí desde la madrugada.

—¿A qué viene usted, hermosa? Si viene usted como testigo, ha de
esperar a que la llamen... Aunque no se admiten aquí testigos con
faldas.

—No vengo como testigo.

—¿Viene a reclamar?... Tiempo perdido.

—No vengo a reclamar.

—¿A delatar?

La mujer calló. Era joven; vestía modestamente de negro, con mantilla;
estaba pálida: sus ojos grandes y oscuros se abatían con tristeza.

—¿Pero usted a qué viene? —le preguntó el voluntario encargado de
mantener el orden.

—A ver al señor Chaperón. Ya se lo he dicho a usted seis veces.

—Acabáramos... ¿Y no podría usted ver en su lugar al segundo jefe?

—No, señor. Tengo que hablar con el señor Chaperón, con el mismo señor
Chaperón.

—Pues aún aguardará usted un ratito.

Una hora después, el mismo se acercó a ella, y en tono de benevolencia
le dijo:

—Ahora, en cuanto salga ese señor sacerdote que acaba de entrar, pasará
usted.

—Ya es tiempo.

—¿Ha esperado usted mucho, niña?

—Seis horas: son las diez. Apenas puedo ya tenerme en pie. Ayer también
estuve a las ocho de la mañana. Me dijeron que esto era cosa de la
Superintendencia. Fui a la Superintendencia... Allí esperé seis horas;
fui de oficina en oficina, y al fin un señor muy gordo me dijo que yo
era tonta y que la Superintendencia no tenía nada que ver con lo que
yo iba a decir; que marchase a ver al señor Chaperón. Por la noche le
busqué en su casa; dijéronme que viniese aquí...

—Usted viene a dar _informes_ a la Comisión militar —dijo el voluntario
realista, encubriendo con estas palabras la infame idea de la delación.

La joven no contestó nada.

—Ya puede usted pasar —oyó decir al fin; y otro voluntario, especie de
Caronte de aquellos infernales pasadizos, la guio adentro.

Al atravesar el lóbrego pasillo, oprimiósele el corazón, tembló,
creyendo que una infernal boca se la tragaba y que jamás vería la
clara luz del día. Rechinó una mampara. La mujer vio una estancia
regularmente iluminada por los huecos de dos ventanas angostas, y
entró. Allí había dos hombres.



XV


Uno estaba en pie, colocado frente al marco de la puerta; recibiendo la
luz por detrás, todo él parecía negro, negro el uniforme, negras las
manos, negra la cara. Pero en la sombra podía reconocerse fácilmente al
celoso funcionario que dispuso la elevación de la horca en la plaza de
la Cebada el 6 de noviembre de 1823.

Sentado el otro, escribía con la soltura y garbo de quien ha consagrado
una existencia entera al oficio curialesco. Era un viejecillo encorvado
y pergaminoso, con espejuelos verdes, las facciones amomiadas, el
cuerpo enjuto. Mientras escribía, su espinazo era una perfecta curva,
cuyo extremo, o sea la región capital, casi tocaba al papel. Al
dejar la pluma recobraba lentamente su posición vertical, siempre
bastante incorrecta, por tener su cabeza cierta tendencia a colgar
balanceándose, como fruta madura que va a caer de la rama. Tenía
la costumbre de subirse a la frente las antiparras verdes mientras
escribía, y entonces parecía estar dotado de cuatro ojos, dos de los
cuales se encargaban de vigilar la estancia mientras sus compañeros
cubrían el papel de una hermosa letra de Torío, que en claridad podía
competir con la de imprenta. Su nariz y la desaforada boca combinaban
armoniosamente sus formas para producir una muequecilla entre satírica
y benévola que producía distintos efectos en los que tenían la dicha
de ser mirados por el licenciado Lobo, pues tal era el nombre de este
personaje, no desconocido para nuestros lectores.[2]

      [2] Véase _La corte de Carlos IV, Napoleón en Chamartín_ y
      otros volúmenes de la _Primera serie_.

La joven balbució un saludo dirigiéndose al de la mesa, que le
parecía más principal. Después extendió sus miradas por toda la
pieza, que se le figuró no menos triste y lóbrega que un panteón.
Cubría los polvorientos ladrillos del suelo una estera de empleita
que a carcajadas se reía por varios puntos. Los muebles no superaban
en aseo ni en elegancia al resto de las oficinas, y las mesas, las
sillas, los estantes ostentaban el mismo tradicional mugre que era
peculiar a todo cuanto en la casa existía, no librándose de él ni aun
el retrato de nuestro rey y señor don Fernando VII, que en el testero
principal, dentro de un marco decorado por las moscas, mostraba la
augusta majestad neta. Los grandes ojos negros del rey, fulgurando bajo
la espesa ceja corrida, parecían llenar toda la sala con su mirada
aterradora.

—¿Qué quiere usted? —gritó bruscamente Chaperón, mirando a la joven.

La turbación suele causar algo de sordera: así es que la interpelada
dejose caer en una silla con muestras de gran cansancio.

—Gracias, señor; me sentaré. Estoy muy fatigada; no me puedo tener.

Su entrecortado aliento, su palidez, la sequedad de sus labios,
indicaban una fatiga capaz de producir la muerte si se prolongara
mucho.

—No he dicho a usted que se siente, sino que qué quiere —manifestó con
desabrimiento el brigadier.

La joven se levantó vacilante como un ebrio.

—Puede usted sentarse, sí, siéntese usted —dijo Chaperón con menos
dureza.

Lobo le hizo una seña amistosa, obsequiándola al mismo tiempo con un
ejemplar de su sonrisa.

— Yo —dijo la joven dirigiéndose a Lobo, que le parecía más amable—
quería hablar con el señor de Chaperón.

—Pues pronto, amiguita —gruñó este—; despachemos, que no estamos aquí
para perder el tiempo.

—¿Es vuecencia el señor don Francisco Chaperón?

—Sí, yo soy... ¿qué se te ofrece? —repuso el funcionario, practicando
su sistema de tutear a los que no le parecían personas de alta calidad.

—Quería hablar a vuecencia —dijo la muchacha temblando— acerca de don
Benigno Cordero y su hija.

—Cordero... —dijo Chaperón recordando—. ¡Ah!, ya..., el encajero. Está
bien. ¿Tú has servido en su casa?

—No, señor.

—Su causa está muy adelantada. No creo que haya nada por esclarecer.
Sin embargo... Señor licenciado Lobo, recoja usted las declaraciones de
esta joven.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Lobo tomando la pluma.

—Soledad Gil de la Cuadra.

—¡Gil de la Cuadra! —exclamó Chaperón con sorpresa dando algunos pasos
hacia la joven—. Yo conozco ese nombre.

—Mi padre —dijo Sola reanimándose— era muy afecto a la causa del rey.
Quizás vuecencia le conocería.

—Don Urbano Gil de la Cuadra... Ya lo creo. ¿Se acuerda usted, Lobo?...
Últimamente se oscureció y no supimos más de él... Era un benemérito
español que jamás se dejó embaucar por la canalla.

—Murió pobre y olvidado de todo el mundo —manifestó Sola, triste por la
memoria, gozosa al mismo tiempo por una circunstancia que despertaría
tal vez interés hacia ella en el ánimo de aquellos señores tan serios—.
Sabiendo quién soy y recordando la veracidad y honradez de mi padre,
tengo mucho adelantado en la opinión de vuecencias.

—Seguramente.

—Y darán crédito a lo que diga.

—El pertenecer a una familia que se distinguió siempre por su
aborrecimiento de las novedades constitucionales, es aquí la mejor de
las recomendaciones.

—Pues bien, señores —dijo Soledad animándose más—, yo diré a vuecencias
muchas cosas que ignoran en el asunto de don Benigno Cordero.

—Anote usted, licenciado... En efecto, siempre me han parecido algo
oscuros los hechos en ese endiablado asunto de Carnero... ¿No es
Carnero?... No, Cordero. Tengo la convicción de su culpabilidad;
pero...

—¡Oh, señor! —dijo Soledad con viveza—. Precisamente yo vengo a decir
que el señor don Benigno y su hija son inocentes.

Chaperón, que iba en camino de la ventana, dio una rápida vuelta sobre
su tacón, como el muñeco de una veleta cuando cambia el viento.

—¡Inocente! —exclamó arrugando todas las partes arrugables de su
semblante, que era su modo especial de manifestar sorpresa.

Lobo dejó la pluma y bajó sus anteojos.

—Sí, señor, inocente —repitió Sola.

—Oye tú —añadió Chaperón—. ¿Habrás venido aquí a burlarte de
nosotros?...

—No, señor, de ningún modo —repuso la huérfana temblando—. He venido a
decir que el señor Cordero es inocente.

—Cordero..., inocente... Inocente..., Cordero... ¿Qué bien pegan las
dos palabrillas, eh? —dijo el comisario militar con la bufonería
horripilante que le aseguraba el primer puesto en la jerarquía de los
demonios judiciales.

Habíase acercado a la joven, casi hasta tocar con sus botas marciales
las rodillas de ella, y cruzando los brazos y arrugando el ceño, la
miraba de arriba abajo desdeñosamente, como pudiera mirar el can a la
hormiga. Soledad elevaba los ojos para poder ver la tenebrosa cara
suspendida sobre ella como una amenaza del cielo. Su convicción y su
abnegación dábanle algún valor, por lo cual, desafiando la siniestra
figura, se expresó de este modo:

—Yo afirmo que los Cordero son inocentes, que están presos por
equivocación. Ya se supone que no habré venido sin pruebas.

Ella ignoraba que en aquel odioso tribunal las pruebas no hacían falta
para condenar ni para absolver. No hacían falta para lo primero,
porque se condenaba sin ellas; ni para lo segundo, porque se condenaba
también, a pesar de ellas.

—¡Conque pruebas...! —dijo el vestiglo marcando más el tono de su
bufonería—. ¿Y cuáles son esas pruebecitas?

—Yo no vengo a negar el delito —afirmó Soledad con voz entrecortada,
porque apenas podía hablar mientras sintiera encima el formidable peso
de la mirada chaperoniana—. Yo no vengo a negar el delito, no, señor;
vengo a afirmarlo. Pero he dicho... que el señor Cordero es inocente de
ese delito, que el delito, ¿me entienden ustedes?, se achacó al señor
Cordero por equivocación..., y esto lo probaré revelando quién es el
verdadero... culpable, sí, señor; el culpable del delito..., del delito.

—Eso varía —dijo Chaperón apartándose—. Para probarme que no vienes a
burlarte de nosotros, dime cuál es el delito.

—Un oficial del ejército, llamado don Rafael Seudoquis, vino de Londres
con unas cartas.

—¡Ah!... Estás en lo cierto —dijo Chaperón con gozo, interrumpiéndola—.
Por ahí, por ahí...

—Como Seudoquis no podía estar en Madrid sino día y medio, las cartas
venían en un paquete a cierta persona que las debía distribuir y
recoger las contestaciones.

—Admirable —dijo Chaperón como un maestro que recibe del examinado la
contestación que esperaba—. Y Seudoquis no celebró entrevistas con
Cordero, sino con otra persona. ¿No es eso lo que quieres decir?

—Sí, señor; Cordero ni siquiera le conoce. Lo del noviazgo de Elena
con Angelito es verdad; pero don Rafael no ha visto a su hermano ni a
ninguna otra persona de su familia en las treinta horas que estuvo en
Madrid.

—Vamos, veo que conoces el paño... Bien, paloma. Ahora, revélanos todo
lo que sabes. Lobo, anote usted.

Lobo tomó la pluma y subió otra vez a la frente sus verdes ojos sin
pestañas.

—Yo no diré nada —afirmó Soledad con la firmeza de un mártir—, no diré
una palabra aunque me den tormento, si antes vuecencia no me da palabra
de poner en libertad al señor Cordero y a su hija.

—Según y conforme... Aquí no somos bobos. Si yo veo clara la
equivocación...

—¡Pues no ha de verla!... Deme vuecencia su palabra de ponerles en
libertad desde que conozca al verdadero culpable.

—Bueno: te la doy, te doy mi palabra; mas con una condición. No soltaré
a los Cordero si no resulta que el verdadero delincuente es un ser vivo
y efectivo, ¿me entiendes? Aquí no queremos fantasmas. Si es persona
a quien podemos traer aquí para que confiese y dé noticias, para que
vomite todo lo que sabe y expíe sus crímenes..., corriente. Tendremos
mucho gusto en reparar la equivocación. ¿Para qué estamos aquí si no
es para hacer justicia?

—El delincuente —dijo Sola con firmeza— es un ser vivo y efectivo,
podrá confesar su culpa... Acabemos, señores, soy yo.

Chaperón y el experto licenciado habían visto muchas veces en aquella
misma siniestra sala y en otras dependencias del tribunal, personas
que negaban su culpabilidad, otras que delataban al prójimo, algunas
que intentaban con lágrimas y quejidos ablandar el corazón de los
jueces; habían visto muchas lástimas, infamias sin cuento, algo de
abnegación en pocos casos, afectos diversos y diversísimas especies
de delincuentes; pero hasta entonces no habían visto ninguno que a sí
mismo se acusara. Hecho tan inaudito les desconcertó a entrambos, y se
miraron consultándose aquella jurisprudencia, superior a sus alcances
morales.

—¿De modo que tú dices que tú misma eres quien cometió esos delitos que
Su Majestad nos ha mandado castigar? ¿Tú?...

—Sí, señor; yo misma.

—¿Y tú misma lo aseguras?... De modo que te delatas a ti propia...
—insistió Chaperón, no dando entero crédito a lo que oía—. Anote usted,
Lobo. Esto es singularísimo, lo más singular que hemos visto aquí.
Lobo, anote usted.

Si en vez de decir «anote usted», hubiera dicho: «Lobo, muerda usted»,
el leguleyo no se habría arrojado con más ferocidad sobre la pluma y el
papel. La extrañeza del caso hacía estremecer todas las fibras de su
corazón, digámoslo así, de curial. —Soledad Gil de la Cuadra —dijo el
magistrado militar dictando— compareció..., etc...

Después, volviéndose a la víctima, que observaba el mover de la pluma
de Lobo, como si desde su sitio pudiera leer lo que este escribía, le
dijo:

—¿Conque tú has sostenido relaciones con los emigrados? ¿Cuántas veces?
¿Con varios o con uno solo?

—Con uno solo.

—Relaciones políticas, se entiende —indicó Chaperón, más bien afirmando
que preguntando.

—No, señor; relaciones de amistad —dijo Soledad vacilando.

—¿De amistad?... ¿Quién es él?

Solita, después de dudar breve instante, pronunció un nombre. Pudo
observar que Lobo, al notar aquel nombre, frunció primero el ceño,
exagerando después, hasta llegar a la caricatura, la contracción
burlesca de su boca.

—¿Tienes tú parentesco con ese bergante? —preguntó Chaperón.

—No, señor.

—Entonces, ¿qué relaciones son esas?

—Es mi hermano..., quiero decir, mi amigo, mi protector.

—Ya, ya sabemos lo que quieren decir esas palabrillas —gruñó el
hombre-horca dando a luz una especie de sonrisa—. Háblanos con
franqueza, que juez y confesor vienen a ser lo mismo. ¿Eres tú su
querida?

Soledad se puso como la grana. Dominándose, habló así:

—Condéneme usted; pero no me avergüence. Yo no soy querida de nadie.

—¿Venimos aquí con vergüencillas? —vociferó el ogro riendo con brutal
jovialidad—. ¡Ay, qué mimos tan monos!... Paloma, recoge ese colorete.
¿Ruborcillo tenemos? Aquí se conoce el mundo. Señor Lobo, anote usted
que ha revelado tener relaciones ilícitas con el susodicho...

—No es cierto, no es cierto —exclamó Soledad levantándose y corriendo
hacia la mesa.

—¡Orden! —gritó Chaperón señalando a la víctima su asiento.

La huérfana, que había acopiado gran caudal de resignación, volvió a su
sitio y tan solo dijo:

—Si tengo valor para sacrificarme por un inocente, también lo tendré
para calumniarme.

—¡Calumniarse!... ¿Seguimos con las palabrejas retumbantes? Pasemos a
otra cosa. ¿Ese desuellacabras te ha escrito muchas veces?

—Seis veces desde que está en Inglaterra.

—¿Te ha hablado de sucesos políticos?

—Muy poco, y por referencia.

—¿Conservas las cartas?

—No, señor: las he roto.

—Ya lo averiguaremos. ¿Se ha anotado el domicilio de la reo?

—Sí, señor.

—Adelante. Llegamos al don Rafael Seudoquis. Ese señor trajo de Londres
un paquete de cartas para que tú las repartieras...

—Sí, señor... —repuso la joven con firmeza—. Puedo asegurar que
Seudoquis no conoce a don Benigno Cordero; que este no podía
encargarse de repartir las cartas, ni menos su hija, porque ni uno ni
otra tenían noticia de semejante cosa. Vivimos en la misma casa, yo en
el segundo, ellos en el principal, y como alguien de la policía vio al
señor Seudoquis entrar en la casa, supuso que iba a la habitación de
Cordero, cuando en realidad iba a la mía.

—Muy bien: anote usted eso. Puede muy bien resultar que el tal Cordero
sea inocente, ¿por qué no?... La justicia y la verdad por delante.
Sepamos ahora a quién iban dirigidas esas cartas. Este es el punto
principal... Cordero no supo darnos noticia alguna. Si tú lo haces,
tendremos la mejor prueba de que no has venido a burlarte de nosotros.

Soledad vaciló un instante. Helado sudor corría por su frente, y sintió
como un torbellino en su cerebro. Era aquel un caso que la infeliz no
había previsto, porque su alma, llena toda de generosidad y ofuscada
por la idea del bien que a realizar iba, no supo calcular la ignominia
que podía salirle al paso y detenerla en su gallardo vuelo. Aquel acto
de abnegación era de esos que no pueden realizarse con éxito feliz
sin tropezar con la infamia, poniendo a la voluntad en la alternativa
de retroceder o incurrir en actos vergonzosos. Espantada Sola de los
peligros que aparecían en su camino, no se atrevió a acometerlos, ni
supo tampoco esquivarlos, porque carecía de la destreza y travesura
propias de tan gran empeño. Su única fuerza consistía en un valor
heroico, pasivo, formidable, y robusteciendo su alma con él, dijo al
severo magistrado:

—Yo me acuso a mí misma; pero no delataré a los demás.

—Me gusta..., sí, me gusta la salida —afirmó Chaperón cruzándose de
brazos delante de ella y moviendo el cuerpo como si fuera a dar un
salto—. ¿Sabes que tienes frescura?... Esto es dejarnos con un palmo de
narices... Dime, mocosa: si no aclaras eso de las cartas, ¿qué ventaja
sacamos de que seas tú el delincuente en vez de serlo Cordero y su
hija? ¿Qué diferencia hay?

—La diferencia que hay de la verdad a la mentira —replicó Soledad
imperturbable—. Si ellos son inocentes, ¿por qué han de estar en la
cárcel ocupando un puesto que me corresponde a mí?

—Música, música —dijo el funcionario haciendo sonar como castañuelas
los dedos de su mano derecha—. Aquí no estamos para perder el tiempo
en distingos. Hay mucho que hacer para resguardar Trono y Sociedad de
los ataques de esa gentualla negra. A ver, ¿qué hemos sacado en limpio
de tu acusación contra ti misma? Nada entre dos platos. ¡Por vida del
Santísimo Sacramento! Yo creí que en punto a noticias frescas y bonitas
nos ibas a traer aquí oro molido... ¡Que es inocente don Benigno! ¿Y
qué? ¡Que las cartas las recibiste tú y no él, ni tampoco su hija! ¿Y
qué? ¡Por vida del Sant...!, esto es burlarse de la Comisión militar.
Aquí se viene a servir al Estado, no a hacer comedias. ¿Eres tú
partidaria del Altar y del Trono, o por el contrario, eres amiga de la
canalla? ¿Te has prestado inocentemente e esa maquinación sin saber lo
que hacías?... Hablemos claro.

Diciendo esto, Chaperón demostraba en la voz y en el gesto hallarse muy
satisfecho de su elocuencia y del incontrastable poder de sus razones.
Después de una pausa se acercó a Sola, y mirándola desde la altura
de su corpachón negro, capaz de intimidar al más bravo; accionando
enérgicamente con la mano derecha, cuyo dedo índice se erguía tieso e
inflexible como un emblema de la autoridad, habló de este modo:

—El gobierno de Su Majestad, que nos ha puesto aquí para que vigilemos,
tiene recompensas para los que le sirven, ayudándole a esclarecer
las maquinaciones de los pillos, ¿te vas enterando?, y tiene también
castigos muy severos, muy severos, pero merecidos, para los que
encubren a los malvados con su punible silencio, ¿te vas enterando?

—¿Eso lo dice vuecencia para que delate a los que recibieron las
cartas? —preguntó Soledad cerrando los ojos cual si estuviera
suspendida sobre su cuello el hacha del verdugo—. Siento mucho desairar
a vuecencia; pero no puedo decir nada.

Chaperón se detuvo en su paseo por el cuarto. Viósele apretar las
mandíbulas, contraer los músculos de la nariz como si fuera a lanzar
un estornudo, revolver los ojos... Sin duda su cólera augusta iba a
estallar. Pero afortunadamente, detuvo la formidable explosión un
hombre entre soldado y alguacil, de indefinible jerarquía, mas de
indudable fealdad, el cual, abriendo la mampara, dijo:

—Vuecencia me dispense; pero la señora que vino esta mañana está ahí, y
quiere pasar.

—Que espere... ¡Por vida del...!

—Está furiosa —observó con timidez el que parecía soldado, alguacil,
polizonte, sin ser claramente ninguna de estas tres cosas.

Chaperón dudaba. Iba a decir algo, cuando una señora empujó
resueltamente la mampara y entró.



XVI


Era una mujer hermosísima, tan arrogante y airosa de rostro y figura,
como elegante en su vestir y tocado, de modo que naturaleza y arte se
juntaban para formar un acabado tipo de mujer a la moda. La mirada
que echó a Chaperón y a su legista, semejante a una limosna dada más
bien por compromiso que por voluntad, indicaba que la modestia no era
virtud principal en la señora. Pero su gallarda altanería, ¡cuán grato
es decirlo!, venía como de molde enfrente de aquellos despreciables
hombres tan duros con los desgraciados.

—Ni para ver al rey se necesitan más requisitos —dijo la dama
sentándose en la silla que Chaperón le ofreció, sonriendo—. Vi a
Calomarde esta mañana y me mandó venir aquí... Yo creí que era cosa de
un momento... ¡Pero si hay más de doscientas personas en la puerta...!
¡Y qué gente! Diga usted, ¿a qué viene toda esa gente, a delatar? Si
yo fuera la Comisión, empezaría por ahorcar a todo el que delatara sin
pruebas... ¿No tienen ustedes otro sitio para que hagan antesala las
personas decentes?

—Señora —repuso Chaperón en tono adulador, que no galante—, siempre que
usted venga, pasará desde luego a mi despacho. Tengo mucho gusto en
complacerla, no solo por estimación particular, sino por lo mucho que
respeto y admiro al señor Calomarde, mi amigo.

—Gracias —dijo la señora con indiferencia—. Vamos a mi asunto. Don
Tadeo me prometió que esto quedaría resuelto en tres días.

—Don Tadeo, desde su poltrona, halla muy fáciles los negocios de
policía. Yo quisiera verle aquí enredado con tanta gente y tanto
papel... ¡En tres días, amigo Lobo, en tres días!

El licenciado apoyó la idea de su jefe moviendo la cabeza con expresión
de lástima de sí mismo, por el mucho trabajo que entre manos traía.

—¡Qué vergüenza! —exclamó la señora sin disimular su enfado—. ¿Conque
para despachar un pasaporte se ha de gastar más tiempo que para juzgar
y condenar a muerte a un hombre?... ¡Qué tribunales, Santo Dios! ¡Qué
Superintendencia y qué Comisión militar! Pongan todo eso en manos de
una mujer, y despachará en dos horas lo que ustedes no saben hacer en
una semana.

—Pero usted, señora —dijo Chaperón en el tono que empleaba para parecer
benévolo—, no tiene en cuenta las circunstancias...

—Veo que aquí las circunstancias lo hacen todo. Invocándolas a cada
paso, se cometen mil torpezas, infamias y atropellos. Si volviera
a nacer, Dios mío, querría que fuese en un país donde no hubiera
circunstancias.

—Si se tratara aquí del pasaporte de una señora —indicó el Presidente
de la Comisión con énfasis, como el que va a desarrollar una tesis
jurídica—, ande con Barrabás... Pero usted lleva dos criados, los
cuales es preciso que antes se definan y purifiquen, porque uno de
ellos perteneció en tiempo de la Constitución a la clase de tropa, y el
otro sirvió largos años al ministro Calatrava... Pero nos ocuparemos
del asunto sin levantar mano...

—Yo deseo partir mañana —dijo la señora con displicencia—. Voy muy
lejos, señor Chaperón: voy a Inglaterra.

—Empezaremos, empezaremos ahora mismo. A ver, Lobo...

Al dirigirse a la mesa, Chaperón fijó la vista en la víctima cuyo
proceso verbal había sido suspendido por la entrada de la soberbia dama.

—¡Ah!... Ya no me acordaba de ti —dijo entre dientes—. Voy a
despacharte.

Soledad miraba a la señora con espanto. Después de observarla bien,
cerciorándose de quién era, bajó los ojos y se quedó como una muerta.
Creeríase que batallaba angustiosamente con su desmayado espíritu,
tratando de infundirle fuerza, y que entre sollozos imperceptibles le
decía: «Levántate, alma mía, que aún falta lo más espantoso».

—Con el permiso de usted, señora —dijo Chaperón mirando a la dama—,
voy a despachar antes a esta joven. Lobo, extienda usted la orden de
prisión... Llame usted para que la lleven... Orden al alcaide para que
la incomunique...

La víctima dejó caer su cabeza sobre el pecho.

Después miró de nuevo a la dama; pero esta vez encendiose su rostro, y
parecía que sus ojos relampagueaban con viva expresión de amenaza. Esto
duró poco. Fue la sombra del espíritu maligno al pasar en veloz corrida
por delante del ángel oscureciendo su luz.

La señora estaba también pálida y desasosegada. Indudablemente no
gustaba de ver a quien veía, y en presencia de aquella humilde
personilla condenada parecía tener miedo.

—Aquí tienes, mala cabeza —dijo Chaperón dirigiéndose a la huérfana—,
el resultado de tu terquedad. Demasiado bueno he sido para ti... ¿Qué
hemos sacado de tu declaración? Que Cordero es inocente. ¿Y qué ganamos
con eso, qué gana con eso la justicia? Tú y nosotros adelantamos muy
poco... Si hablaras sería distinto... Tú habrás oído decir aquello
de... quien te dio el pico, te hizo rico. ¿Te vas enterando? Pero
ahora, picarona, lo meditarás mejor en la cárcel... Allí se aclaran
mucho los sentidos..., verás. Esta linda pieza —añadió señalando a la
víctima y mirando a la señora—, es la estafeta de los emigrados, ¿qué
tal? Ella misma lo confiesa, lo cual no deja de tener mérito; pero
nos ha dejado a media miel, porque no quiere decir a quién entregó las
cartas que ha recibido hace unos días.

Soledad se levantó bruscamente.

—Una de las cartas de los emigrados —dijo con tono grave extendiendo el
brazo— la entregué a esta señora.

Después de señalarla con energía, cayó en su asiento con la cabeza
hacia atrás. Breve rato estuvieron mudos y estupefactos los tres
testigos de aquella escena.

—Es verdad —balbució la dama—. He recibido una carta de un emigrado que
está en Inglaterra; no sé quién la llevó a mi casa... ¿qué mal hay en
esto?

Chaperón, que estaba como aturdido, iba a contestar algo muy
importante, cuando la señora corrió hacia la huérfana, gritando:

—Se ha desmayado esta infeliz.

En efecto, rendida Sola a la fuerza superior de las emociones y del
cansancio, había perdido el conocimiento.

La señora sostuvo la cabeza de la víctima, mientras Lobo, cuya
oficiosidad filantrópica no se desmentía un solo momento, acudió
transportando un vaso de agua para rociarle el rostro.

—Eso no es nada —afirmó Chaperón—. Vamos, mujer, ¡qué mimos gastamos!
Todo porque la mandan a la cárcel...

La puerta se abrió dando paso a cuatro hombres de fúnebre aspecto, que
parecían pertenecer al respetable gremio de enterradores.

—Ea, llevadla de una vez... —dijo don Francisco resueltamente—. El
alcaide le dará algún cordial... No quiero desmayitos en mi despacho.

Los cuatro hombres se acercaron a la condenada.

—Un poco de vinagre en las sienes... —añadió el jefe de la Comisión
militar—. Ea, pronto..., quitadme eso de mi despacho.

—¡A la cárcel! —exclamó con lástima la señora, acercándose más a la
víctima como para defenderla.

—Señora, dispense usted —dijo Chaperón apartándola con enfática
severidad—. Deje usted a la justicia cumplir con su deber... Vamos,
cargar pronto. No le hagáis daño.

Los cuatro hombres levantaron en sus brazos a la joven y se la
llevaron, siendo entonces perfecta la similitud de todos ellos con la
venerable clase de sepultureros.

La mampara, cerrándose sola con estrépito, produjo un sordo estampido,
como golpe de colosal bombo, que hizo retumbar la sala.



XVII


Aquel mismo día, ¡por vida de la chilindraina!, ¡cuán amargas horas
pasó el pobre don Patricio! Habrían bastado a encanecer su cabeza si
ya no estuviera blanca, y a encorvar su cuerpo si ya no lo estuviera
también. Sus suspiros eran capaces de conmover las paredes de la
casa; sus lágrimas corrían amargas y sin tregua por las apergaminadas
mejillas. No podía permanecer en reposo un solo instante, ni distraerse
con nada, ni comer, ni aposentar en su cerebro pensamiento alguno, como
no fuera el fúnebre pensamiento de su desamparo y de la gran pena que
le desgarraba el corazón. Este lastimoso estado provenía de que Solita
había salido temprano, diciéndole:

—No sé cuándo volveré. Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás
nunca... Escribiré al abuelo diciéndole lo que debe hacer. Adiós...

Y dirigiéndole una mirada cariñosa, se limpió las lágrimas, y bajó
rápidamente la escalera y desapareció, ¡santo Dios!, como un ángel que
se dirige al cielo por el camino del mundo.

«¿Será posible que haya salido hoy para Inglaterra? —se preguntaba
don Patricio, apretándose el cráneo con las manos para que no se le
escapara también—. ¡Pero cómo, si aquí está toda su ropa, si no ha
hecho equipaje, si en la cómoda ha dejado todo su dinero!... ¿Pues a
dónde ha ido entonces?... Quizás vuelva pronto, quizás mañana, quizás
nunca... Nunca, nunca».

Y repetía esta desconsoladora palabra como un eco que de su cerebro
a sus labios saliera. Otro motivo de gran confusión para él era que
Soledad había despedido a la criada el día anterior. Estaba, pues, el
viejo solo, enteramente solo, encerrado en la espantosa jaula de sus
tristes pensamientos, que era como una jaula de fieras. Pasaba de un
sentimentalismo patético a la desesperación rabiosa, y si a veces
secaba sus lágrimas despaciosamente, otras se mordía los puños y se
golpeaba el cráneo contra la pared. En los momentos de exaltación
recorría la casa desde la sala a la cocina, entraba en todas las
piezas, salía para volver a entrar, daba vueltas, y tropezaba y caía
y se levantaba. Como entrara en la alcoba de Sola y viera su ropa, se
abalanzó a ella, hizo con febril precipitación un lío, y oprimiéndolo
contra su pecho cual si fuera el cuerpo mismo de la persona amada y
fugitiva, exclamó así con lastimero acento:

—Ven acá, paloma... Ven acá, niña de mi corazón... ¿Por qué huyes de
mí? ¿Por qué huyes del pobre viejo que te adora? Ángel divino, ángel
precioso de mi guarda, cuya hermosura no puedo comparar sino a la de
la diosa de la Libertad, circundada de luz y sonriendo a los pueblos;
adorada hija mía, ¿en dónde estás? ¿No oyes mi voz? ¿No oyes que te
llamo? ¿No ves que me muero sin ti? ¿No te sacrifiqué mi gloria?...
¡Ay!... Mi destino, mi glorioso destino ahora me reclama, y no puedo
ir, porque sin ti soy un miserable y no tengo fuerzas para nada.
Contigo al suplicio, a la gloria, a la inmortalidad, a los Elíseos
Campos; sin ti a la muerte oscura, a la ignominia. Sola, Sola de
mi vida, ¿en dónde estás? Dímelo, o revolveré toda la tierra por
encontrarte.

Esto decía, cuando llamaron fuertemente a la puerta. Más ligero que una
liebre fue y abrió... No era Sola quien llamaba: eran seis hombres,
que sin fórmula alguna de cortesía se metieron dentro. Uno de ellos
soltó de la boca estas palabras:

—¿No es este el viejo Sarmiento que predicaba en las esquinas?...
Echadle mano mientras yo registro.

—¡Ah!... —exclamó don Patricio algo confuso—. ¿Son ustedes de la
policía?... Sí, yo recuerdo..., conozco estas caras.

—Procedamos al registro —dijo solemnemente el que parecía jefe de los
corchetes—. Toda persona que se encuentre en la casa, debe ser presa.
Cuidado no se escape el abuelo.

—Quiere decir —balbució Sarmiento— que estoy preso.

—Ya se lo dirán allá —replicó el polizonte desabridamente—. Andando...
Llévenme para allá al vejete, que aquí nos quedamos dos para despachar
esto.

Según la orden terminante del funcionario (que era un funcionario
vaciado en la común turquesa de los cazadores de blancos en aquella
infame y tenebrosa época), Sarmiento fue inmediatamente conducido a la
cárcel, y solo por un exceso de benevolencia, incomprensible y hasta
peligrosa para la reputación de aquella celosa policía, le dieron
tiempo para ponerse el sombrero, recoger el pañuelo y media docena de
cigarrillos.

No se daba cuenta de lo que le pasaba el infeliz maestro, y durante el
trayecto de su casa a la cárcel de Corte, que no era largo, fue con los
ojos bajos, encorvado el cuerpo, las manos a la espalda, en un estado
tal de confusión y aturdimiento, que no veía por dónde pasaba, ni oía
las observaciones picarescas de los transeúntes. Cuando entraron en la
cárcel, el anciano se estremeció, revolviendo los ojos en derredor. Su
entrada había sido como el choque del ciego contra un muro, símil tanto
más exacto cuanto que don Patricio no veía nada dentro de las paredes
del lóbrego zaguán por donde se comunicaba con el mundo aquella mansión
de tristeza y dolor.

Lleváronle al registro y del registro a un patio, donde había algunas
personas que imploraban la misericordia de los carceleros para poder
ver a los detenidos. Hiciéronle subir luego más que de prisa por
hedionda escalera que se abría en uno de los ángulos del patio,
y hallose en un largo corredor o galería, que parecía haber sido
claustro, pero que tenía entonces tapiadas todas sus ventanas, sin
dejar más entrada a la luz que unos ventanillos bizcos en la parte más
alta.

Al entrar en la galería, Sarmiento oyó gritos, lamentos, imprecaciones.
Era al caer de la tarde, y como la luz entraba allí avergonzada,
al parecer, y temerosa, deteniéndose en los ventanillos por miedo
a que la encerraran también, no era fácil distinguir de lejos las
personas. Veíanse sombrajos movibles, los cuales, al acercarse a ellos,
resultaban ser la simpática humanidad de algún calabocero que entraba
en las celdas o salía de ellas.

Había centinelas de trecho en trecho, cuya vigilancia no podía ser muy
grande, porque a cada instante les era forzoso apartar de las puertas
de las celdas a personas importunas que iban a turbar la tranquilidad
de los reos. Las llorosas mujeres, abusando de los miramientos que se
deben a su sexo, molestaban a los señores cabos pidiéndoles noticias
de tal o cual preso, dándoles cualquier recadillo verbal o encargo
enojoso, como llevar pan a alguno de los muchos hambrientos que se
comían los codos dentro de las celdas. En una de estas debía de estar
encerrado un loco furioso, cuya manía era dar golpes en la puerta, con
lo cual estaban muy disgustados los carceleros, hombres celosísimos de
la paz de la casa. El dolor y la desesperación, callado el uno, ruidosa
la otra, hacían estremecer las frágiles paredes, porque el mezquino
edificio era indigno de la rabia que contenía, y a ser tal como a ella
cuadraba, hubiera tenido más piedras que el Escorial y más hondos
cimientos que el Alcázar de Madrid.

Sarmiento fue introducido en una pieza relativamente grande, cuya
suciedad parecía resumen y muestrario de todas las suertes de
inmundicia que los años y la incuria de los hombres habían acumulado
en la indecorosa cárcel de Corte. En la zona más baja, una especie de
faja mugrienta marcaba el roce de muchas generaciones de presos, de
muchas generaciones de alguaciles, de muchas generaciones de jueces
y curiales. Alumbrábala el afligido resplandor de un quinqué colgado
del techo, que parecía acababa de oír leer su sentencia de muerte, y
se disponía con semblante contrito a hacer confesión de sus pecados.
Como el techo era muy bajo, y los allí presentes se movían de un lado
para otro en torno al ajusticiado quinqué, las sombras bailaban en las
paredes haciendo caprichosos juegos y cabriolas. En el fondo había la
indispensable estampa de Su Majestad, y sobre ella un crucifijo cuya
presencia no se comprendía bien, como no tuviera por objeto el recordar
que los hombres son tan malos después como antes de la Redención.

Delante de Su Majestad en efigie y de la imagen de Cristo crucificado,
estaba en pie, apoyándose en una mesa, no fingido, sino de carne y
hueso, horriblemente tieso y horriblemente satisfecho de su papel, el
representante de la justicia, el apóstol del absolutismo, don Francisco
Chaperón, siempre negro, siempre de uniforme, siempre atento al crimen
para confundirlo donde quiera que estuviese, en honra y gloria del
trono, del orden y de la fe católica. Pocas veces se le había visto
tan fieramente investigador como aquella noche. Parecía que el tal
personaje acababa de llegar del Gólgota, y que aún le dolían las manos
de clavar el último clavo en las manos del otro, del que estaba detrás
y en la cruz, sirviendo de sarcástico coronamiento al retrato del señor
don Fernando.

A la derecha estaban junto a una mesa media docena de diablejos
vestidos con el uniforme de voluntario realista, y acompañados por el
licenciado Lobo, prestos todos a sumergir las plumas dentro de los
tinteros. La izquierda era ocupada por un banquillo pintado de color
de sangre de vaca: en él se sentaba alguien a quien don Patricio no
vio en el primer momento. El anciano no había salido aún de aquel
estupor que le acometió al ser conducido fuera de su casa; miró con
cierta estupidez al tremendo fantasma; miró después a toda la chusma
curialesca que le rodeaba, al licenciado Lobo; miró al santo Cristo,
al rey pintado, y por fin, clavando los ojos en el banco de color de
sangre, vio a su adorada hija y compañera.

—¡Sola!... ¡Hija de mi alma!... —gritó con alegría—. ¡Tú aquí...,
yo también..., parece que esto es la cárcel..., el suplicio..., la
gloria..., mi destino!...



XVIII


Clarísima luz entró de improviso en la mente del afligido viejo;
desaparecieron las percepciones vagas, las ideas confusas, para dar
paso a aquella siempre fija, inmutable y luminosa, que había dirigido
su voluntad durante tanto tiempo, llenando toda su vida moral.

—Ya estoy en mí —dijo en tono de seguridad y convicción—. Soledad...,
¡tú y yo en este sitio! Al fin, al fin Dios ha señalado mi día. ¿No lo
decía yo?... ¿No decía yo que al fin vendría la hora sublime? ¡Destino
honroso el nuestro, hija mía! He aquí que no solo heredas mi gloria,
sino que la compartes, y los dos juntamente, unidos aquí como lo
estuvimos allá, somos llamados...

—Silencio —gritó Chaperón bruscamente—. Responda usted a lo que le
pregunto: ¿cómo se llama usted?

—Excusada pregunta es esa —repuso con aplomo y dignidad don Patricio—,
pues todo el mundo sabe en Madrid y fuera de él que soy Patricio
Sarmiento, adalid incansable de la idea liberal, compañero de Riego,
amigo de todos los patriotas, defensor de todas las constituciones,
amparo de la democracia, terror del despotismo. Soy el que jamás tembló
delante de los tiranos, el que no tiene en su corazón una sola fibra
que no grite _libertad_, y el que aun después de muerto sacará la
cabeza de la sepultura para gritar...

—Basta —dijo Chaperón, notando que las palabras del reo provocaban
murmullos—. Charlatán es el viejo... Responda usted. ¿Conoce a esta
joven?

—¿Que si la conozco? ¡Que si conozco a Sola...! Si no temiera faltar al
respeto que debo a todo juez, quienquiera que sea, diría que es necia
pregunta la que vuecencia acaba de hacerme. Esta es mi hija adoptiva,
mi ángel de la guarda, mi amparo, mi compañera de vida, de muerte,
de cielo y de inmortalidad. Dios, que dispone todas las grandezas,
así como el hombre es autor de todas las pequeñeces, ha dispuesto que
este ángel divino me acompañe también ahora. ¡Admirable solución de
la Providencia! Yo creí haberla perdido, y la encuentro junto a mí en
la hora culminante de mi vida, cuando se cumple mi destino; aparece
a mi lado, no para darme esos triviales consuelos que no necesita
mi corazón magnánimo, sino para compartir mi sacrificio, y con mi
sacrificio, mi gloria. Adelante, señores jueces, adelante. Acaben
ustedes. Soledad y yo nos declaramos reos de amor a la libertad, nos
declaramos dignos de caer bajo vuestras manos, y confesamos haber
trabajado por el triunfo del santo principio, ahora y antes y siempre,
porque para ello nacimos y por ello morimos.

Causaba diversión a los diablillos menores y aun al diablazo grande el
desenfado del buen viejo, por lo cual no habían puesto tasa a la charla
de este. Mas Chaperón, que deseaba concluir pronto, dijo al reo:

—¿Es cierto que esta joven recibió un paquete de cartas de los
emigrados para repartirlas a varias personas de Madrid?

—¿Y eso se pregunta? —replicó Sarmiento como si admirara la candidez
del vestiglo—. ¿Pues qué había de hacer sino trabajar noche y día por
el triunfo de la sagrada causa?... ¿No he dicho que para eso nacimos y
por eso morimos?

Soledad miraba con ojos muy compasivos a su amigo y al juez
alternativamente. Mas pronto dejó de mirarlos y se reconcentró en sí
misma, mostrando estoica indiferencia hacia aquel lúgubre diálogo entre
un insensato y un verdugo. Había hecho ya con Dios pacto de resignación
absoluta, y se entregaba a la voluntad divina, prometiendo no oponer
ninguna resistencia a los accidentes humanos, ni aceptar otro papel
que el de víctima callada y tranquila. Entre el instante en que la
sacaron desmayada de la caverna del gran esbirro, hasta aquel en
que le pusieron delante a su compañero de infortunio, habían pasado
para ella horas muy angustiosas. Pero su espíritu se había rendido
al fin, aceptando la fórmula esencial del cristiano, que es rendirse
para vencer y perderse absolutamente para absolutamente salvarse. Si
algún combate sostenía aún su alma, era porque el propósito de pensar
solamente en Dios no podía cumplirse aún con rigurosa exactitud.
Pensaba en algo que no era Dios; pero aun así, iba conquistando la
tranquilidad y un pasmoso equilibrio moral, porque había arrojado fuera
de sí valerosamente toda esperanza.

—Usted sabrá sin duda a quién venían dirigidas esas cartas —preguntó
Chaperón a Sarmiento.

—¿Pues qué?... ¿Ella no lo ha dicho?... —repuso el anciano, nuevamente
admirado de la ignorancia del tribunal—. Esto no puede considerarse
como delación, porque esas personas son leales patricios que también
anhelan llegue la coyuntura de sacrificarse por la libertad. Nosotros
no tenemos secretos; nosotros, como los héroes de la antigüedad, lo
hacemos todo a la luz del día. Fue preciso prestar un servicio a
la santa causa, facilitando las comunicaciones entre todos los que
conspiran dentro y fuera por hacerla triunfar, y lo prestamos, sí,
señor, lo prestamos a la clarísima luz del sol, _coram populo_. Las
cartas eran cuatro.

—Atención —dijo don Francisco acercándose a la mesa de los escribanos.

—Una era para don Antonio Campos, ese gran patriota que acaba de llegar
de Tarifa y Almería; otra para un oficial de la antigua guardia, que se
llama Ramalejo; la tercera venía dirigida a don Roque Sáez y Onís, y la
cuarta a doña Jenara de Baraona.

—Muy bien —gruñó Chaperón, asemejándose mucho en su gruñido al perro
que acaba de encontrar un hueso perdido—. Veo que el viejo y la niña
son la peor casta de conspiradores que se conoce en Madrid.

—Sí —dijo Sarmiento con exaltación—, insúltenos usted... Eso nos
agrada. Los insultos son coronas inmarcesibles en la frente del justo.
Mire usted las espinas que lleva en su cabeza aquel que está en la cruz.

—Silencio —gritó Chaperón—. Veo que él es tan parlanchín como ella
hipocritona. Ya sabemos lo de las cartas, linda pieza... Ahora el buen
viejo nos informará de todas las particularidades que hayan ocurrido
en la casa. ¿Tiene noticia de que entrara en estos líos don Benigno
Cordero?

—¡Cordero! —exclamó Sarmiento con asombro—. Cordero es un hombre
vulgar, un tendero, un quídam... ¿Cómo puede ser capaz semejante hombre
de intervenir en un complot de esos que solo acometen las almas grandes
y valerosas?

—¿Seudoquis fue muchas veces a la casa?

—Dos veces, dos. Para nada hay que mentar a Cordero. Nuestra gloria es
nuestra, señor mío, y de nadie más. ¡Ay de aquel que intente quitarnos
una partícula de ella, siquiera sea del tamaño de un grano de alpiste!
Nosotros, nosotros solos somos los héroes, nosotros las víctimas
sublimes. Fuera intrusos y gentezuela que se presenta en el festín de
la gloria con sus manos lavadas, reclamando lo que no les pertenece ni
han sabido ganar con su abnegación. ¡Nosotros solos, ella y yo, nadie
más que ella y yo!

—El que enviaba las cartas —añadió don Francisco dando un paso hacia
Sarmiento— ¿no hablaba de lo de Almería y Tarifa, ni de la revolución
que estaban preparando?

—Nosotros —repuso Sarmiento con desdén—, no nos ocupamos de frívolos
detalles. ¡Almería, Tarifa! ¿Qué vale eso ni qué significa? Hechos
aislados que ni precipitan ni detienen el hecho principal, que es la
victoria de la libertad. ¡Si al fin tiene que ser, si ha de venir tan
de seguro como saldrá el sol mañana!... Que se frustre una intentona,
que salga mal un desembarco, que fusiléis a trescientos o a mil o a
un millón de patriotas..., nada importa, señores. Lo que ha de venir,
vendrá. Si pretendéis atajarlo con patíbulos, vendrá más pronto. Los
patíbulos son árboles fecundos, que con el riego de la sangre dan
frutos preciosísimos. Echad sangre, más sangre; eso es lo que hace
falta. Las venas de los patriotas son el filón de donde mana la nueva
vida.

»No me habléis de conspiraciones parciales: yo no entiendo de eso.
El que escribió las cartas, lo mismo que mi hija, lo mismo que yo,
cooperamos con nuestra voluntad y nuestros deseos más íntimos y más
ardientes en ese gran complot moral, cuyas ramificaciones se extienden
por todo el mundo. ¡Ah!, señores, no conocéis la gran conspiración del
tiempo. A ella pertenezco, a ella pertenecen todas vuestras víctimas...
Ea, despachemos pronto. Basta de fórmulas y de procedimientos necios.
El patíbulo, el patíbulo, señores, esa es nuestra jurisprudencia.
De él hemos de salir triunfantes, trocados de humanos miserables en
inmaculados espíritus. Lo mismo nos da que nos ahorquéis de esta o
de la otra manera, más o menos noblemente. ¿A los mártires del circo
romano les importaba que el tigre que se los comía tuviera la oreja
negra o amarilla? No, porque no atendían más que a la sublime idea; lo
mismo nosotros no atendemos más que a esta idea que nos lleva en pos
del suplicio, la cual es como un fuego sacrosanto que nos embelesa y
nos purifica. No tenemos ya sentidos, no sabemos lo que es dolor... ¡La
carne!... ¡Ah!, no nos merece más interés que el despreciable polvo
de nuestros zapatos. Adelante, pues. Cumpla cada uno con su deber: el
vuestro es matar, el nuestro sucumbir carnalmente, para vivir después
la excelsa, la inacabable y deliciosa vida del espíritu... Vamos allá:
¿en dónde, en dónde está esa bendita horca?

Había tanta naturalidad en las entusiastas expresiones del exaltado
viejo patriota, y al propio tiempo un tono de dignidad tan majestuoso,
que los empleados de la Comisión, así militares como civiles, no podían
resistir al deseo de oírle. Aunque el sentimiento que a la mayoría
dominaba era de burla con cierta tendencia a la compasión, no faltaba
quien oyese al estrafalario viejo con un interés distinto del que
comúnmente inspiran las palabras de los tontos. El mismo Chaperón se
mostraba complacido, sin duda porque le divertía su víctima, haciéndolo
mucho más barato que el célebre gracioso Guzmán, que empezaba su
carrera en el teatro del Príncipe. Poro como la dignidad del tribunal
no permitía tales comedias, don Francisco mandó al reo que diese por
terminada la representación.

Los polizontes que se quedaron registrando la casa de Sola,
aparecieron. Habían encontrado alguna cosa de gran valor jurídico;
habían hecho provisión de pedacitos de papel, fragmentos de cartas, sin
olvidar un polvoriento retrato de Riego, hallado entre los bártulos de
don Patricio; dos o tres documentos masónicos o comuneros, y una carta
dirigida al maestro de escuela. Examinolo todo ávidamente Chaperón, y
lo entregó después a Lobo para que constase en el proceso. En tanto,
don Patricio se acercaba a su compañera de infortunio y en voz baja le
decía:

—Ánimo, ángel de mi vida, cordera mía. Que en esta ocasión solemne
no deje de subir tu espíritu a la altura del mío. Inspírate en mí.
Reflexiona en la gloria que nos espera y en el eco que tendrán nuestros
sonorosos nombres en los siglos futuros, perpetuándose de generación en
generación. ¿Por qué estás triste, y no alegre como unas castañuelas?
¿Por qué bajas los ojos en vez de alzarlos como yo, para tratar de ver
en el cielo el esplendoroso asiento que nos está destinado? Tu destino
es mi destino. Ambos están escritos en el mismo renglón. Hay gemelos
del morir como los hay del nacer: tú y yo somos mellizos, y juntos
saldremos del vientre de este miserable mundo a la inmensa vida del
otro... Posible es que no lo comprendieras antes, niña de mis ojos; yo
tampoco lo creía, y era engañado por hechos mentirosos. Tu proyecto
de abandonarme era una ficción del destino para sorprenderme después
con esta unión celestial. Mi entrada en tu casa, el amparo que me
diste, ¿qué significan sino la preparación para estas nuestras bodas
mortuorias, de las cuales saldremos unidos por siempre ante el altar
de la glorificación eterna? Tú necesitas de mí para este santo objeto,
así como yo necesito de ti... Bien sabía yo que conspirabas... ¡Y
conspirabas por la santa libertad! Bendita seas... Serás condenada y yo
también. ¡Seremos condenados!... ¿Ves cómo no es posible la separación?
¿Ves cómo lo ha dispuesto Dios así? Viviremos juntos eternamente.
¡Qué inefable dicha!... Solilla de mi vida, ten ánimo; que la flaca
naturaleza corporal no soborne con sus halagos tu alma de patriota.
Vive como yo la excelsa vida del espíritu. Desprécialo todo, mira al
cielo, nada más que al cielo y a mí, que soy tu compañero de gloria, tu
gemelo, tu segundo _tú_, a quien has de estar unida por los siglos de
los siglos.

Soledad miró a su amigo. La serenidad, que en él provenía de un loco
entusiasmo, provenía en ella de la resignación, ese heroísmo más
sublime que todas las exaltaciones del valor, y al cual damos un nombre
oscuro: lo llamamos paciencia, y germina como flor invisible y modesta
en el alma de los que parecen débiles.

—Veo que no lloras —dijo don Patricio observando aquel semblante
plácidamente tranquilo, a quien la virtud mencionada daba angelical
hermosura—. No lloras, no estás demudada...

—¿Yo llorar? ¿Por qué?

—Así me gusta —exclamó Sarmiento con entusiasmo—. ¡Oh almas sublimes!
¡Oh almas escogidas! ¡Y pensar que os han de intimidar horcas y
suplicios!... Señores jueces, aquí aguardamos la hora del holocausto.
Llevadnos ya; subidnos a esos gallardos maderos que llamáis infamantes.
Mientras más altos, mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del
género humano.

Chaperón mandó que los dos reos fuesen conducidos cada cual a su
calabozo; mas como el alcaide manifestase la imposibilidad de ocupar
dos departamentos, se dispuso que ambos gemelos de la muerte fuesen
encerrados en un solo cuarto.

—Vamos —dijo don Patricio enlazando con su brazo la cintura de Sola.

Esta se dejó llevar. Cuando iban por la oscura galería, la joven
huérfana oyó claramente en su oído estas palabras, dichas en voz muy
baja, como un silbido:

—Señora, no se sofoque usted... Se hará un esfuercito por salvarla...
Una persona que se interesa por usted..., que se interesa, sí..., me
encarga de advertírselo.

Soledad volviose prontamente y vio unos ojos verdes y grandes, del
tamaño de huevos. Estos ojos brillaban, reflejando la claridad del
farol de los carceleros, en un semblante amojamado y partido en dos por
la hendidura sonriente de la prolongada boca, casi vacía. En vez de
tranquilizarse, Soledad tuvo miedo.



XIX


El licenciado Lobo, asesor privado del señor Chaperón, tenía su oficina
en el ángulo más oscuro y apartado de la planta baja de la Comisión
militar. Cubría el piso la estera más vieja, servíale de escritorio
la mesa más rota que contaba entre sus propiedades el Estado, y el
pupitre, el tintero, la estantería, denotaban con honrosa vejez haber
acompañado en toda su larga vida a las antiguas covachuelas. Hasta
el retrato de Fernando VII que decoraba la pared, era el más feo de
toda la casa, y comido de polilla, no presentaba a la admiración del
espectador más que los ojos y parte del cuerpo. Lo demás era una mancha
irregular con grandes brazos al modo de tentáculos. Parecía un gran
cefalópodo que estaba contemplando a su víctima antes de chupársela.

En el centro de este mueblaje, y encorvado sobre una mesa llena de
descoloridos papeles, aparecía el leguleyo, cuya figura encajaba en
tal marco como el cernícalo en su nido. La diestra pluma rasgueaba sin
cesar, cual si fuera absolutamente imprescindible su actividad para la
existencia de todo aquello, o como si fuera la clave cabalística de
que dependían las imágenes del despacho, del retrato, de los muebles y
del licenciado mismo. Cuando la pluma paraba, creyérase que todo iba
a desvanecerse. A no ser porque en los ratos de descanso el asesor se
ponía a tararear alguna tonadilla trasnochada de las del tiempo de la
Briones y de Manolo García, se le hubiera tenido por momia automática,
o por alma en pena a quien se había impuesto la tarea de escribir mil
millones de causas para poderse redimir.

Al día siguiente de la prisión de Sarmiento, y cuando aún no había
despachado regular porción de su faena de la mañana, una señora se
presentó sin anunciarse en el escondrijo del asesor.

—¡Oh! señora... —exclamó Lobo suspendiendo la escritura—. No esperaba a
usted tan tempranito. Hágame el obsequio de tomar asiento.

Ya la señora lo había hecho en la única silla que servía para el caso.
Era la misma dama a quien vimos en el despacho de Chaperón, guapa
si las hay, seductora de cara, cuerpo y apostura, _tota totalitate_
hermosa. Envolvíase en un rico chal blanco, que a Lobo le pareció,
sobre los lindos hombros y entre los brazos de verde vestidos, como el
más gracioso capricho de la nieve entre las plantas de un jardín. Como
a los viejos feos se les permite ser galantes, Lobo dijo que la cara
de la señora era una rosa con la cual no se había atrevido la nieve,
temiendo que una mirada la derritiera.

—Déjese usted de sandeces —dijo ella—. Yo vengo a salir de dudas.

—¿Respecto a esa jovenzuela que se delató a sí misma?... Confieso que
es el primer caso que he visto desde que tengo esta nobilísima pluma en
la mano. Por ella se interesa la señora.

—Mucho, muchísimo —repuso la dama con pena—. Anoche he tenido una
pesadilla... No es la primera vez que sueño con ella... ¿Pues no he
dado en soñar que soy verdugo y que la estoy ahorcando?

—Graciosísimo, señora mía, graciosísimo. ¿La conoce usted hace tiempo?
¿De qué procede ese interés tan vivo? Ella no demuestra tenerla a usted
grabada en las telas de su corazón. Recordemos cómo declaró haberle
entregado una de las cartas. Sin duda quería perderla a usted. ¡Infame
víbora! ¡Y usted quiere favorecerla! ¡Oh generosidad inaudita!

—¡Ella me aborrece!

—Se conoce, sí, porque lo de la carta es una calumnia.

—No es una calumnia, no. Recibí la carta —dijo la señora suspirando—.
Pero Chaperón me ha dicho que no seré molestada por ello. Mostraré la
carta, si es preciso. No contiene nada que transcienda a conspirar.

—Todo sea por Dios —dijo Lobo con ademán distraído—. Pues se
arreglará. Basta que usted se interese por ella, para que don Francisco
sea benigno. Para él no hay más Dios que Calomarde, y como mi señora
tiene felizmente todo el favor de nuestro querido ministro y también el
de Quesada...

—No me fío yo del ministro —dijo la dama nublando su hermoso semblante
con las sombras de la duda—. Muy amigo mío era don Víctor Sáez, y
en Cádiz me prendió, como usted sabe. Aquello duró poco; pero fui
maltratada del modo más grosero. En estos tiempos no hay que fiar de
las amistades.

—No, no hay que fiar, señora mía —repitió Lobo riendo y bajando la voz
como el que va a decir un secreto peligroso—. ¡Estamos en los tiempos
más perros que se han visto desde que hay tiempos, y bregamos con la
gente más mala que se ha visto desde que el hombre, esa infame bestia
inteligente, apareció sobre la tierra! Empero usted conseguirá lo que
desea. ¿Es cuestión de gratitud? ¿Ha recibido usted favores de esa
infeliz o de su familia?

—No, no es eso —dijo la dama, mostrando que le importunaba la
curiosidad del hombre de leyes—. Es cuestión de conciencia.

—¿Debe usted favores a esa desgraciada?

—No, ella me debe a mí un disfavor muy grande. Yo he sido mala, señor
Lobo..., pero no, no soy tan mala como yo misma creo. No faltan voces
en mi conciencia... Verdad es que tengo un genio arrebatado, que soy
capaz en ciertos momentos... Vamos, lo diré: soy capaz hasta de coger
un puñal...

La hermosa dama, moviendo su brazo como para matar, convirtiose por
breve momento en una figura trágica de extraordinaria belleza.

—Pero estos furores me pasan —añadió pasándose la mano por los ojos—.
Pasan, sí, y como Dios castiga y advierte... Yo he sido mala; pero no
he cerrado mis ojos a las advertencias de Dios. No es posible siempre
reparar el mal que se ha causado... Pero se me presenta ahora ocasión
de hacer un bien, y he de hacerlo: quiero sacar de la prisión a esa
joven.

—El señor don Francisco...

—No me fío yo del señor don Francisco. Es demasiado amigo de mi esposo
para que yo haga caso de sus palabrejas corteses. Usted, usted puede
arreglarlo fácilmente.

—¿Cómo?

—Componiendo la causa de modo que aparezca la reo tan inocente de
conspiración como los ángeles del cielo, aunque no sé yo si Chaperón y
Calomarde podrán convencerse de que los ángeles no conspiran.

—¡La causa, señora! —exclamó Lobo sonriendo con malicia.

—Sí; componer la causa, hombre de Dios; poner lo blanco negro y lo
negro blanco.

—Pero, señora doña Jenara de mis pecados, si aquí no hay causas, ni
jurisprudencia, ni ley, ni sentencia, ni testimonio, ni pruebas,
ni nada más que el capricho de la Comisión militar y de la
Superintendencia, sometidas, como usted sabe, al capricho más bárbaro
aún de los voluntarios realistas. Si todo este fárrago de papeles que
usted ve aquí es tan inútil para la suerte de los presos como los
guijarros de que está empedrada la calle... ¡Si todo esto es vana
fórmula; si yo escribo porque me pagan para que escriba; si esto es
puramente lo que yo llamo _pan de archivo_, porque no sirve más que
para llenar esa gran boca que está siempre abierta y nunca se sacia!...
¡Oh inocencia, oh candor pastoril! No hable usted de causas ni de
procedimientos, porque si todo esto (señaló los legajos que en grandes
pilas le rodeaban) se escribiera en griego, serviría para lo mismo que
en castellano sirve: para nada... ¡Pobres ratones! ¡Y es tan inhumana
la Sala que manda poner ratoneras para impedirles que se coman esto!

El licenciado, después que concluyó de hablar, siguió riendo un buen
rato.

—En ese caso, emprenderemos la conquista de Chaperón.

—Cosa muy fácil, pero facilísima... Tenga usted de su parte a Calomarde
y a Quesada, y échese a dormir, señora.

—Es que ahora —repuso la dama muy preocupada— dicen que apretarán mucho
la cuerda y que no perdonarán a nadie.

—Sí; el gobierno necesita ahora más que nunca demostrar gran celo para
perseguir a los liberales. Los voluntarios realistas le acusan de que
ahorca poco.

—¡Qué horror!

—De que ahorca poco. Pues bien: el gobierno se verá en el caso de
ahorcar mucho.

—¡Y a esa pobre joven...!

—Esa pobre joven... La verdad es que la causa, como causa de
conspiración, es de las que más alto piden un desenlace trágico. Ahora
me acuerdo de una circunstancia que favorece mucho su deseo de usted.

—¿Qué?

—Anoche nos han traído al que figura como cómplice de la tunantuela.

—¿Sarmiento?... Le conozco —dijo la señora desanimándose—. Es un pobre
tonto, a quien la Comisión no puede considerar como reo.

—Poquito a poco. La ley está de tal modo redactada, que yo no me
atrevería a absolverle. Puesto que la señora quiere que yo dé unos
cuantos toques a la causa, se hará. Nada se pierde en ello. Verá usted
cómo resulta que el culpable de todo es Sarmiento, y que la joven jamás
ha roto un plato.

—Buena idea, si ese infeliz estuviese en su claro juicio, si tuviera
responsabilidad...

—Allí está el _quid_. Anoche dijo Chaperón que iba a mandarle al Nuncio
de Toledo. Puede que persista en esta humanitaria idea. Allá veremos...
Ya sabe usted que la cabeza de mi jefe es una piedra berroqueña.

—Puede sostenerse —dijo la dama en tono humorístico— que su jefe de
usted es uno de los hombres más brutos que han comido pan en el mundo.

—Señora —replicó Lobo como quien da expansión a un sentimiento
contenido por el deber—, yo le aseguro a usted que no come cebada
por no dar qué decir. Así anda el reino en manos de esta gente.
Malaventurados los que se ven en la dura necesidad de servirle,
como yo, por ejemplo, que pudiendo estar pavoneándome en una Sala
del Consejo, cual lo piden mis merecimientos y servicios, me hallo
reducido a la triste condición en que usted me ve. ¡Ay, señora de mi
vida! —añadió haciendo pucheros—. Esto me pasa por haber sido una mala
cabeza, por haber fluctuado entre los dos partidos sin decidirme por
ninguno. Desde la guerra vengo haciendo quiebros como un bailarín, sin
saber a qué faldón agarrarme. Mis vacilaciones, mi timidez natural, y,
¿por qué no decirlo?, mi honradez me han traído al estado en que me
veo, simple secretario de un Chaperón, yo que llegué a posarme en la
sala de Mil y Quinientas... ¡Y que no he pasado yo congojas en gracia
de Dios!... (Al decir esto movía la cabeza como los muñecos que la
tienen pegada al cuerpo por una espiral de alambre). ¡Sin destino, y
teniendo que mantener esposa, dos suegras y once becerros mamones! Es
verdad que Dios se llevó de mi casa a la gente mayor; pero vinieron
nietecillos..., ¡y qué casorios los de mis hijas!... En fin, señora,
me callo, porque si sigo hablando de mis lástimas ha de llorar hasta
el tintero. ¡Qué hubiera sido de mí sin la pensión que me dio durante
tres años el señor de Araceli, y sin el favor de personas generosas
como usted y otras, a quienes viviré eternamente agradecido!... Pero me
callo, positivamente me callo, porque si hablando siguiera...

—Una persona de tantas tretas como usted —manifestó Jenara, poco atenta
a las lamentaciones del curial— puede ingeniarse para que yo vea
satisfecho mi deseo. Estoy segura de no quedar descontenta.

—En estos tiempos, señora, ¿quién es el guapo que puede dar una
seguridad? ¿No ve usted que todo está sujeto al capricho?

Jenara, vagamente distraída, contemplaba el cefalópodo formado por la
humedad sobre el retrato del Monarca. De repente sonaron golpes en la
puerta, y una voz gritó:

—El señor presidente.

—Con perdón de usted, señora —dijo levantándose—. Ya está ahí ese Judas
Iscariote. Tengo que ir al despacho.

El licenciado salió un momento como para curiosear, y al poco rato
volvió corriendo con su pasito menudo y vacilante.

—Señora —dijo a su amiga en tono de alarma—. Con Chaperón ha entrado el
señor Garrote, su digno esposo de usted.

—¡Jesús, María y José! —exclamó la dama llena de turbación—. Me voy, me
voy... Señor Lobo, ¿por dónde salgo de modo que no encuentre...?

—Por aquí, por aquí... —manifestó el curial guiándola fuera de la pieza
por oscuros pasillos, donde había alcarrazas, muebles viejos y esteras
sin uso...—. No es muy bueno el tránsito; pero saldrá usted a la calle
de los Autores sin tropezar con bestias cornúpetas grandes ni chicas.

—Ya, ya veo la salida... Adiós; gracias, señor Lobo. Vaya usted luego
por mi casa —dijo la señora recogiéndose la falda para andar más
ligera.

Al poner el pie en el callejón, pasaba por delante de ella, tocándola,
una figura imponente y majestuosa.

Cruzáronse dos exclamaciones de sorpresa.

—¡Señora!

—¡Padre Alelí!...

Era un fraile de la Merced, alto, huesudo, muy viejo, de vacilante
paso, cuerpo no muy derecho, y una carilla regocijada y con visos de
haber sido muy graciosa, la cual resaltaba más sobre el hábito blanco
de elegantes pliegues. Apoyábase el caduco varón en un palo, y al andar
movía la cabeza, mejor dicho, se le movía la cabeza, cual si su cuello
fuera, más que cuello, una bisagra.

—¿A dónde va el viejecito? —le dijo la señora con bondad.

—¿Y usted de dónde viene? Sin duda de interceder por algún desgraciado.
¡Qué excelente corazón!

—Precisamente de eso vengo.

—Pues yo voy a la cárcel a visitar a los pobres presos. Dicen que han
entrado muchos ayer. Ya sabe usted que auxilio a los condenados a
muerte.

—Pues a mí me ha entrado el antojo de visitar también a los presos.

—¡Oh magnánimo espíritu!... Vamos, señora... Pero, tate, tate; no
mueva usted los piececillos con tanta presteza, que no puedo seguirla.
Estoy tan gotoso, señora mía, que cada vez que auxilio a uno de estos
infelices, me parece que veo en él a un compañero de viaje.

Después de recorrer medio Madrid con la pausa que la andadura
de su paternidad exigía, entraron en la cárcel. Al subir por la
inmunda escalera, la dama ofreció su brazo al anciano, que lo aceptó
bondadosamente, diciendo:

—Gracias... Si estos escalones fueran los del cielo, no me costaría más
trabajo subirlos... Gracias; se reirán de esta pareja; ¿pero qué nos
importa? Yo bendigo este hermoso brazo que se presta a servir de apoyo
a la ancianidad.



XX


Chaperón entró en su despacho con las manos a la espalda, los ojos
fijos en el suelo, el ceño fruncido, el labio inferior montado sobre su
compañero, la tez pálida y muy apretadas las mandíbulas, cuyos tendones
se movían bajo la piel como las teclas de un piano. Detrás de él
entraron el coronel Garrote (de ejército) y el capitán de voluntarios
realistas Francisco Romo, ambos de uniforme. En el despacho aguardaba,
perezosamente recostado en un sofá de paja, el diestro cortesano de
1815, Bragas de Pipaón.

A tiro de fusil se conocía que el insigne cuadrillero del absolutismo
estaba sofocadísimo por causa de reciente disgusto o altercado. ¡Ay de
los desgraciados presos! ¡Si los diablillos menores temblaban al ver a
su Lucifer, cómo temblarían los reos si le vieran!

Garrote y Romo no se sentaron. También hallábanse agitados.

—No volverá a pasar, yo juro que no volverá a pasar —dijo Chaperón
dando una gran patada—. ¡Por vida del Santísimo Sacramento!..., vaya un
pago que se da a los que lealmente sirven al trono.

Hubiérase creído que la estera era el trono, a juzgar por la furia con
que la pisoteaba el gran esbirro.

—Todavía —añadió mirando con atónitos ojos a sus amigos— le parece que
no hago bastante, que dejo vivir y respirar demasiado a los liberales.
¿Ha se visto injusticia semejante? «Señor Chaperón, usted no hace
nada; señor Chaperón, las conspiraciones crecen y usted no acierta
a sofocarlas. Los conspiradores le tiran de la nariz y usted no los
ve...». «Pero señor Calomarde, ¿me quiere usted decir cómo se persigue
a los liberales, a los comuneros, a los milicianos, a los compradores
de bienes nacionales, a los clérigos secularizados, a toda la canalla,
en fin? ¿Puede hacerse más de lo que yo hago? ¿Cree usted que esa
polilla se extirpa en cuatro días?...». Pues que no: que para arriba
y para abajo, que yo soy tibio, que soy benigno, que dejo hacer, que
no tengo ojos de lince, que se me escapan los más gordos, que me trago
los camellos y pongo a colar los mosquitos. Y vaya usted a sacarlos de
ahí. Convénzales usted de que no es posible hacer otra cosa, a menos
que no salgamos a la calle con una compañía y fusilemos a todo el que
pase... Esta misma noche he de procurar ver a Su Majestad y decirle que
si encuentra otro que le sirva mejor que yo en este puesto, le coloque
en lugar mío. Francisco Chaperón no consentirá otra vez que don Tadeo
Calomarde le llame zanguango.

—No hay que tomarlo tan por la tremenda —dijo Garrote con su natural
franqueza, apoyándose en el sable—. Si el ministro y el rey se quejan
de usted, me parece injusto... Ahora, si se quejan de la organización
que se ha dado a la Comisión militar, me parece que están acertados.

—Eso, eso es —afirmó Romo sin variar su impasible semblante.

—No lo entiendo —dijo don Francisco.

—Es muy sencillo. Las Comisiones están organizadas de tal modo que aquí
se eternizan las causas. Papeles y más papeles... Los presos se pudren
en los calabozos... ¡Demonio de rutina! Para que esto marchara bien,
sería preciso que los procedimientos fueran más ejecutivos, enteramente
militares, como en un campo de batalla... ¿Me entiende usted?... ¿Se
quiere arrancar de cuajo la revolución? Pues no hay más que un medio.
(Al decir esto se puso en el centro de la sala accionando como un jefe
que da órdenes perentorias). A ver, tú: ¿has conspirado contra el
gobierno de Su Majestad? Pues ven acá... Ea, fusilarme a esta buena
pieza. A ver, tú: ¿has gritado «Viva la Constitución»? Ven acá, te
vamos a apretar el gaznate para que no vuelvas a gritar... Y tú, ¿qué
has hecho? ¿Compraste bienes del clero? Diez años de presidio... Y
nada más. Entonces sí que se acababan pronto las conspiraciones. Juro
a usted que no se había de encontrar un revolucionario, aunque lo
buscaran a siete estados bajo tierra.

Chaperón hundía la barba en el pecho, acariciándosela con su derecha
mano.

—Lo que dice el amigo Navarro —afirmó Romo— no tiene vuelta de hoja.
Nosotros los voluntarios realistas hemos salvado al rey. Los franceses
no habrían hecho nada sin nosotros. Somos el sostén del trono, las
columnas de la fe católica. Pues bien: dígase con franqueza si tenemos
las preeminencias que nos corresponden. Los liberales nos insultan y no
se les castiga.

Chaperón hizo un brusco movimiento. Iba a responder.

—Quiero decir que no se les castiga como merecen —añadió el voluntario
realista—. En vez de tener absoluta confianza en nosotros, se nos
quiere sujetar a reglamentos como los de la Milicia nacional. Nos miran
con desconfianza..., ¿y por qué? Porque no permitimos que se falte al
respeto a Su Majestad y a la fe católica; porque estamos siempre en
primera línea cuando se trata de sofocar una rebelión o de precaverla.
Nuestro criterio debiera ser el criterio del gobierno. ¿Y cuál es
nuestro criterio? Pues es ni más ni menos que _exterminio absoluto_, no
perdonar a nadie, cortar toda cabeza que se levante un poco, aplacar
todo chillido que sobresalga. ¡Ah, señores!, si así se hiciera, otro
gallo nos cantara. Pero no se hace. Aunque el señor Chaperón se enfade,
yo repito que hay lenidad, mucha lenidad; que no se castiga a nadie;
que las causas se eternizan; que dentro de poco los negros han de
reírse en nuestras barbas; que así no podemos vivir; que peligra
el trono, la fe católica... Y no lo digo yo solo: lo dice todo el
instituto de voluntarios realistas, a que me glorio de pertenecer... Y
estamos trinando, sí, señor Chaperón, trinando porque usted no castiga
como debiera castigar.

El hombre oscuro emitió su opinión sin inmutarse, y las palabras salían
de su boca como salen de una cárcel los alaridos de dolor sin que el
edificio ría ni llore. Tan solo al fin, cuando más vehemente estaba,
viose que amarilleaba más el globo de sus ojos y que sus violados
labios se secaban un poco. Después pareció que seguía mascullando, como
en él era costumbre, el orujo amargo de que alimentaba su bilis.

—Todo sea por Dios —dijo Chaperón, alzando del suelo los ojos y dando
un suspiro—. ¡Y de tantos males tengo yo la culpa!... Ya verán quién es
Calleja.

Diciendo esto se encaminó a la mesa. Ya el licenciado Lobo ocupaba en
ella su puesto.

—A ver, despachemos esas causas —dijo al leguleyo.

—Aquí tenemos algunas —repuso Lobo poniendo su mano sobre un montón de
infamia— a las que no falta sino que vuecencia falle.

—A ver, a ver. Con bonito humor me cogen. Vamos a prepararle su trabajo
al fiscal.

Lobo tomó el primer legajo y dijo:

—Número 241. Esta es la causa de aquel comunero que propuso establecer
la república.

—Horca —dijo Chaperón prontamente y con voz de mando, como un oficial
que a las tropas dice «¡fuego!»—. Sea condenado a la pena ordinaria de
horca.

—Número 242 —añadió Lobo tomando otro legajo—. Causa de Simón Lozano
por irreverencias a una imagen de la Virgen.

—Horca —gruñó Chaperón, cual si se le pudriera la palabra en el
cuerpo—. Adelante.

—Número 243. Causa de la mujer y de la hija de Simón Lozano, acusadas
de no haber delatado a su marido.

—Diez años de galera.

—Número 244. Causa de Pedro Errazu, por expresiones subversivas en
estado de embriaguez.

—El estado de embriaguez no vale. ¡Horca! Añada usted que sea
descuartizado.

—Número 245. Causa de Gregorio Fernández Retamosa, por haber besado el
sitio donde estuvo la lápida de la Constitución.

—Diez años de presidio... No, doce, doce.

—Número 246. Causa de Andrés Rosado, por haber exclamado: «¡Muera el
rey!».

—Horca.

—Número 247. Causa del sargento José Rodríguez, por haber elogiado la
Constitución.

—Horca.

—248. Causa de su compañero Vicente Ponce de León, por haber
permanecido en silencio cuando Rodríguez elogió la Constitución.

—Diez años de presidio, y que asista a la ejecución de Rodríguez,
llevando al cuello el libro de la Constitución, que quemará el verdugo.

—249. Causa de don Benigno Cordero y de su hija Elena Cordero, por
conspiración...

—¡Alto! —gritó una voz desde el otro extremo de la sala.

Era la de Pipaón, que se adelantó extendiendo su mano como una
divinidad protectora.

—Si es criminal perdonar al culpable, criminal es, criminalísimo,
condenar al inocente —dijo con énfasis—. Yo me opongo, y mientras tenga
un hálito de vida alzaré mi voz en defensa de la inocencia.

—Vaya, recomendación habemos —observó Garrote riendo—. Eso no puede
faltar en España. Favorcillo, amistades, empeños... Mientras tengamos
eso, no habrá justicia en nuestro país... ¡Recomendación! Yo empezaría
por ahorcar esa palabra. Me repugna.

—No se trata aquí de recomendar a un amigo a la generosidad de don
Francisco —dijo el cortesano poniéndose rojo de tanto énfasis—. Es que
la inocencia de don Benigno está ya tan clara como la diáfana luz del
día. ¿Le consta a usted que no?

—A mí no me consta nada —repuso Navarro alzando los hombros—. Si no
le conozco... Pero me ha llamado la atención una cosa, y es que se
han sentenciado en este mismo momento varias causas por desacato,
por exclamaciones, por besos, por sacrilegio, sin que hayamos oído
una voz que se interese por los criminales; pero aparece una causa
de conspiración (al decir esto dio una gran palmada), y en seguida
vemos venir la recomendación. Si no hay gente más feliz que los
conspiradores... Yo no sé cómo se las componen, que siempre encuentran
amigos.

—Hablemos claro —dijo el cortesano tragando saliva—. Yo no recomiendo a
un conspirador: solamente afirmo que el señor Cordero no ha conspirado
jamás. ¿No está el señor Chaperón convencido de ello? ¿No se ha
demostrado que los verdaderos culpables son otros?

—Este es un caso extraño —afirmó don Francisco—. Cierto es que los
Cordero son inocentes.

—Bueno, si hay realmente inocencia, no digo nada —objetó sonriendo
Navarro—. Pero es particular que solo los que conspiran resultan
inocentes.

—Solo los que conspiran —añadió Romo en tono del más perfecto
asentimiento.

—¿Pues qué? —dijo Pipaón con mayor dosis de énfasis y encarándose con
el voluntario realista—. ¿No será usted capaz de sostener que nuestro
amigo don Benigno y su hija son inocentes del crimen que les imputó un
delator desconocido?

Romo miró a todos, uno tras otro, impasiblemente. Jamás había su rostro
aparecido más frío, más oscuro, de más difícil definición que en aquel
instante. Era como un papel blanco, en cuya superficie busca en vano la
observación una frase, una línea, un rasgo, un punto.

—Bien conocen todos —dijo con tranquilo tono— mi carácter leal, mi
amor a la veracidad. Para mí la verdad está por encima de todos los
afectos, hasta de los más sagrados. Soy así y no lo puedo remediar.
¿Por qué me llaman los compañeros _el voluntario de bronce_? Porque
soy como de bronce, señores: a mí no hay quien me tuerza, ni me doble,
ni me funda. ¿Se trata de una cosa que es verdad? Pues verdad y nada
más que verdad. (Romo hizo tal gesto con el dedo índice, que parecía
querer agujerear el suelo). Si mi padre falta y me lo preguntan, digo
que sí. No significa esto que sea insensible, no. Yo también tengo mis
blanduras. Soy de bronce, y tengo mi cardenillo... (El hombre duro
y lóbrego se conmovía). Yo también sé sentir. Bien saben todos que
quiero mucho a don Benigno Cordero. Bien saben todos que trabajé porque
volviera a Madrid. Pues bien, supongamos que me preguntan ahora si creo
que don Benigno Cordero conspiraba. Yo responderé... que no lo sé.

Díjolo de tal modo, que dudando afirmaba. Lo que el hombre de bronce
llamaba su cardenillo, si para él era un afecto, para los demás podía
ser un veneno.

—¡Que no lo sabe! —exclamó Pipaón con ira—. Por fuerza usted ha perdido
el juicio.

—No lo sé —repitió el voluntario mirando al suelo—. Si no lo sé, ¿por
qué he de decir que lo sé, faltando a mi conciencia? ¿Qué importan mis
afectos ante la verdad? Yo cojo el corazón y lo cierro como se cierra
un libro prohibido, y no lo abro aunque me muera..., porque no tengo
que fijar los ojos más que en la verdad..., y la verdad es antes que
nada, y maldito sea el corazón si sirve para apartarnos de la verdad.

—El amigo Romo —dijo Navarro— nos da un ejemplo de honradez que es muy
raro y tendrá muy pocos imitadores.

—Pues yo —afirmó Pipaón subiendo todavía algunos puntos en la escala
de su énfasis— digo que si la verdad está sobre el corazón, la caridad
está sobre la verdad... Pero no necesitan los Cordero implorar la
caridad, sino alegar su derecho, porque son inocentes. Señor don
Francisco Chaperón, ¿no cree usted que son inocentes?

—Yo creo que sí —replicó el presidente con acento de convicción—. El
delito que a ellos se imputaba ha sido cometido por otras personas.
Así consta por declaración de los mismos reos. La delación ha sido
equivocada.

—¿Lo ven ustedes? —dijo Bragas rompiéndose las manos una con otra.

—Por lo que veo, el delito no desaparece —indicó Garrote—. Lo que hay
es un cambio de delincuente.

—Eso es, sustitución de delincuente.

—¿Y se castigará? —preguntó con incredulidad el coronel del ejército de
la fe.

—¡Bueno fuera que no!... ¿Estamos en Babia?... A fe que tengo hoy humor
de blanduras. Siga usted, Lobo.

—Causa de don Benigno Cordero...

Chaperón meditó un rato. Después, tomando un tonillo de jurisconsulto
que emite parecer muy docto, habló así:

—Absolución. Solamente les condeno a dos meses de cárcel, por no haber
denunciado las visitas de Seudoquis al piso segundo de su misma casa.

—¡Qué bobería! —murmuró por lo bajo Pipaón, arqueando las cejas.

—Número 251. Causa de don Ángel Seudoquis —cantó el licenciado.

—Diez años de prisión y pena de degradación militar, por no haber dado
parte a la autoridad de la llegada de su hermano a Madrid... Las cartas
que se le han encontrado son amorosas... No hay la menor alusión a
cosas políticas. Adelante.

—Número 252. Causa de Soledad Gil de la Cuadra y de Patricio Sarmiento.

—Es la más rara que se ha conocido en esta Comisión.

—Sí, la más rara —añadió Romo—, porque presenta un caso nunca visto,
señores; el caso más admirable de abnegación de que es capaz el
espíritu humano. Figúrense ustedes una joven inocente que por salvar a
dos personas que le han hecho favores se declara culpable... Mentira
pura..., una mentira sublime, pero mentira al fin.

—Abnegación —indicó Chaperón con cierto aturdimiento—. ¿Qué entendemos
nosotros de eso? Cosas del fuero interno, ¿no es verdad, Lobo? Al
grano, digo yo; es decir, a los hechos y a la ley. El delito es
indudable. La prueba es indudable. Tenemos un reo convicto y confeso.
Caiga sobre él la espada inexorable de la justicia, ¿no es verdad,
Lobo?

El licenciado no decía nada.

—Pero aparecen ahí dos personas —dijo Navarro.

—Una joven y un viejo tonto. Ella parece la más culpable. Del mentecato
de Sarmiento no debemos ocuparnos. Sería gran mengua para este tribunal.

—Si tras de lo desacreditado que está —dijo Navarro con sorna—, da en
la flor de soltar a los cuerdos y ajusticiar a los imbéciles...

—Nada, nada. Adelante —manifestó Chaperón con impaciencia—. Despachemos
eso.

—Soledad Gil —cantó Lobo.

—Pena ordinaria de horca. Y sea conducido don Patricio a la casa de
locos de Toledo. Esto propondré a la Sala pasado mañana.

Miró a sus amigos con expresión de orgullo, semejante a la que debió
tener Salomón después de dictar su célebre fallo.

—Me parece bien —afirmó Garrote.

—Admirablemente —dijo Pipaón, tranquilizado ya respecto a la suerte de
sus amigos, y fiando en que le sería fácil después librarles de los dos
meses de cárcel.

—Y yo digo que habrá no poca ligereza en el tribunal si aprueba eso
—insinuó con hosca timidez Romo.

—¡Ligereza!

—Sí; averígüese bien si la de Gil de la Cuadra es culpable o no.

—Ella misma lo asegura.

—Pues yo la desmentiré, sí, señor, la desmentiré.

—Este es un hombre que no duerme si no ve ahorcados a sus amigos.

—Aquí no se trata de amigos —afirmó Romo con cierto calor que se podía
tomar por rabia—. Yo no tengo amigos en estas cuestiones; yo no soy
amigo de nadie, más que del rey y de la sacratísima fe católica. Romo,
_el voluntario de bronce_, solo tiene amistades con la justicia y
con la verdad. Y ya que hablamos del señor Cordero, digo que dejé de
frecuentar su casa desde que vi en ella ciertas cosas.

—¿Qué ha visto usted? —preguntó vivamente el cortesano, tan sofocado
por su enojo como por su collarín metálico, que le condenaba
elegantemente a garrote.

—No tengo para qué decirlo ahora —repuso el voluntario volviendo la
espalda—. Está sentenciada la causa; ¿para qué añadir una palabra más?

—Me parece —dijo Bragas en tono de sarcasmo— que el amigo Romo está
durmiendo y ve visiones, como las veía el que delató a nuestros amigos.

—¿Se sabe quién los ha delatado? —preguntó Navarro al presidente de la
Comisión—. ¿Es persona que merece crédito?

—Dos individuos de nuestra policía. Generalmente obran por indicaciones
de personas afectas a Su Majestad.

—Esas personas son entonces los verdaderos denunciadores.

—En efecto, esas son —dijo Romo—. A esas personas hay que agradecer
el expurgo que se está haciendo, y al cual deberá su tranquilidad el
reino. ¿Quién se atrevería a vituperar a los médicos porque dijeran:
«Córtese usted ese dedo que está gangrenado»?

—Pues si aquí no ha habido una mala inteligencia, ha habido una infame
intención —replicó Bragas firme en su puesto—. Mi amigo Cordero ha sido
víctima de una venganza.

—Usted no sabe lo que dice —afirmó Romo con desprecio—. En las oficinas
del Consejo y en los gabinetes de las damas se entenderá de intrigar,
de entorpecer la marcha de la justicia; pero de purificar el reino, de
hacer polvo a la revolución...

—¿Y cómo se purifica el reino? ¿Atropellando a la inocencia, condenando
a un hombre de bien por la delación de cualquier desconocido?

—Repito que usted no sabe lo que habla —dijo Romo, presentando en su
rostro creciente alteración, que le hacía desconocido—. Los que pasan
la vida enredando para poner en salvo a los mayores delincuentes; los
que se entretienen en escribir billetes de recomendación para favorecer
a todos los pillos, no entienden ni entenderán nunca la rectitud del
súbdito leal que en silencio trabaja por su rey y por la fe católica.
Mírenme a la cara (el señor Romo estaba horrible), para que se vea
que sé afrontar con orgullo toda clase de responsabilidades. Y para
que no duden de la verdad de una delación por suponerla oscura, se
aclarará, sí, señores, se aclarará... Mírenme a la cara (cada vez era
más horrible); yo no oculto nada. Para que se vea si la delación de
Cordero es una farsa, declaro que la hice yo.

Al decir _yo_, diose un gran golpe en el pecho, que retumbó como una
caja vacía. Brillaban sus ojos con extraño fulgor desconocido; se había
transfigurado, y la cólera iluminaba sus facciones, antes oscuras.
El lóbrego edificio donde jamás se veía claridad, echaba por todos
sus huecos la lumbre amarillenta y sulfúrea de una cámara infernal.
Haciendo un gesto de amenaza, se expresó así:

—El que sea guapo que me desmienta.

Y salió sin añadir una palabra. Pipaón, que era hombre de muy pocos
hígados, como se habrá podido observar en otras partes de esta
historia, se quedó perplejo; pero afectaba la indecisión de un valiente
que medita las atrocidades que ha de hacer. Chaperón dijo:

—No se decida nada sobre esas dos causas. Quédense para otro día.

Un diablillo menor entró muy gozoso, diciendo a su jefe:

—Acabamos de recibir una gran noticia de la Superintendencia. Rafael
Seudoquis ha sido preso en Valdemoro. Esta noche llegará a Madrid.

—¡Suceso providencial! —exclamó don Francisco con júbilo—. Cayó el
principal pez. Vea usted, señor Pipaón, de qué manera vamos a salir
pronto de dudas. Sobre ese sí que no habrá dimes y diretes. Apunte
usted, Lobo... Horca, ¡tres veces horca!

—Saldremos de dudas —indicó Pipaón, decidiéndose a aflojar la hebilla
de su collarín metálico, cuya presión se le hacía insoportable—. Ese
hombre es la providencia de mis amigos.



XXI


Decir cuánto padeció el magnánimo espíritu del presidente de la
Comisión militar en aquellos días, fuera imposible. Había en el fondo,
muy en el fondo de su alma, perdido entre el légamo de abominables
sentimientos, un poco de equidad o rectitud. Verdad es que esta virtud
era un diminuto corpúsculo, un ser rudimentario, como las _moneras_ de
que nos habla la ciencia; pero su pequeñez extraordinaria no amenguaba
la poderosa fuerza expansiva de aquel organismo, y a veces se la
veía extenderse tratando de luchar en las tinieblas con el cieno que
la oprimía, y de abrirse paso por entre la masa de hierbas inmundas
y groseras existencias que llenaban todo el vaso de la conciencia
chaperoniana.

Convencido de la inocencia de Cordero y de su hija, don Francisco
sentía que la _monera_ de su alma le gritaba con vocecita casi
imperceptible que les pusiera en libertad. Sus compañeros de Comisión,
aunque generalmente deliberaban y votaban por fórmula, dejándole a él
toda la gloria de la iniciativa (y reservándose solo los sueldos),
opinaban también que Cordero debía ser absuelto. Los últimos escrúpulos
de don Francisco se disiparon con las declaraciones de Rafael
Seudoquis, el cual, si al principio se mostró reservado, después, por
la virtud de un hábil interrogatorio capcioso, echó gran luz sobre
el suceso de las cartas, dejando ver la inculpabilidad absoluta del
tendero de encajes y de su hija.

La declaración de Soledad, la de Seudoquis, la opinión de todos los
individuos de la Comisión militar, las gestiones del habilidoso Bragas
y su propia conciencia (guiada esta vez por el mísero corpúsculo que
crecía en el fondo de ella), decidieron a don Francisco a firmar
la orden de excarcelación, novedad inaudita en aquellas diabólicas
regiones, cuya semejanza con el infierno se completaba por la
imposibilidad de que salieran los que entraban.

Pero aquí comenzaron las tribulaciones del funcionario absolutista
(y no es forzoso ponernos de su parte), porque el mismo día en que
dictara la excarcelación recibió tales vejaciones y desaires de sus
amigos los voluntarios realistas, que estuvo a punto de reventar de
cólera, aunque la desahogaba con votos y ternos, asociando la vida del
Santísimo Sacramento a todas las picardías habidas y por haber. Al ir
por la mañana al tribunal para oír misa, vio un pasquín infamante en
la esquina de la parroquia de San Nicolás, en el cual documento se
hablaba de las onzas de oro que percibía _el brigadier tragamuertos
por cada preso que soltaba_. Recibió diversos anónimos amenazándole
con descubrir sus artimañas, y supo que en el cuerpo de guardia habían
pintado los voluntarios su simpática imagen pendiente de la horca, con
amenos versículos al pie.

«Esos bergantes, a quienes se permite la honra de parecerse a los
soldados —decía para sí midiendo con las piernas, al modo de compás,
el suelo de su despacho—, se van a figurar que reinan con Fernando
VII... Sí..., como no les corten las alas, ya verán qué bonito se va
a poner esto... ¿Tenemos aquí otra vez la Milicia nacional? Porque
es lo mismo, llámese blanco, llámese negro, es exactamente lo mismo.
Miserables saltimbanquis, ¿de qué me acusáis? ¿De que no castigo a
los conspiradores? ¿Pues qué he de hacer, marmolejos con fusil, sino
castigarlos? ¿Entendéis vosotros de ley, borrachos? ¡Que no castigo las
conspiraciones!... ¡Que desde que sucedió lo de Almería y Tarifa no ha
sido condenado ningún conspirador! ¿Pues no está ahí Seudoquis? ¿No
están también sus cómplices, sus infames cómplices?... ¡Porque estos
sí que son malos! Ahí les tenéis, presos por conspiración. ¿Queréis
más, ladrones de caminos? Ahí tenéis a Seudoquis, a quien veréis en
la horca; ahí tenéis a la muchachuela, a quien veréis en la horca...
¿Queréis más carne muerta, cuervos? ¡Por vida del Santísimo! ¿Queréis
también al imbécil?...».

—Señor Lobo, a ver esa causa.

Lobo, que silenciosamente cortaba su pluma, diole las últimas
raspaduras, y hojeó después varios legajos.

—Al punto voy, excelentísimo señor —dijo melifluamente.

Aquel día se notaba en el licenciado un extraordinario recrudecimiento
de amabilidad y oficiosa condescendencia.

—Esa endiablada causa, excelentísimo señor..., aquí la tenemos. Abulta,
abulta que es un primor. Ya se ve: como que está llena de picardías...
No vaya a creer vuecencia que consta de dos o tres pliegos, como
algunas. Esto es un archivo. Y que he trabajado poco en gracia de
Dios... No, no es tan fácil hinchar un perro.

—De Seudoquis no se hable —dijo Chaperón tomando asiento frente a su
asesor, e implantando los dos codos sobre la mesa para unir las manos
arriba, de modo que resultaba la perfecta imagen de una horca—. Ese
está juzgado. En cuanto a la joven, su culpabilidad es indudable, y yo
creo que debemos ahorcarla también. ¿Qué le parece a usted, licenciado
de todos los demonios?

—¿Quiere vuecencia que le hable como jurisconsulto o como amigo?
—preguntó Lobo con cierto misterio.

—Como usted quiera, hombre, como usted quiera, con tal que hable claro.

—¿Como jurisconsulto?

—¡Dale...!

—Como asesor opino... Señor don Francisco, haga usted lo que más le
acomode. Ahora, si me consulta vuecencia como amigo... ¿Quiere que le
hable con completa claridad y confianza?

—Sí.

—Pues, en confianza, si la Comisión ahorca a esa madamita, me parece
que hace una gran barbaridad.

—¿Eh?

—Una barbaridad de _a folio_.

—¿Por qué?

—Porque es inocente.

—¿Esas tenemos?... ¡Por vida del Santísimo! —exclamó con ira—. Como
usted no tiene la responsabilidad de este delicado cargo; como a usted
no le acusan de tibieza, ni de benignidad, ni de venalidad... Ya les
echaré yo un lazo a mis detractores... Pero vamos al caso. ¿Dice usted
que es inocente?

—Sí, y lo pruebo —repuso Lobo tomando la más solemne expresión de
gravedad judicial.

—Lo prueba, lo prueba... —dijo Chaperón con sarcástica bufonería—.
Lo que usted probará será el aguardiente, si se lo dan. Grandísimo
borracho, escriba usted, escriba usted mi fallo.

—Escribiremos, excelentísimo señor —dijo Lobo resignadamente, como el
que, habiendo recibido una coz, no se cree en el caso de devolver otra.

Chaperón encendió un cigarro. Después de la primera chupada, dijo:

—La condeno a pena ordinaria de horca.

Luego se quedó un rato contemplando la primera bocanada de humo que
salía del horrendo cráter de sus labios.



XXII


La primera noche de su encierro, don Patricio y su compañera de cárcel
no durmieron. La prisión no pecaba ciertamente de estrecha; pero en
luces competía con la noche absoluta, siendo difícil asegurar quién
llevaba la ventaja, si bien al filo del mediodía parecía vencer la
cárcel a su rival, a causa de ciertas claridades que se entraban por
el enrejado ventanillo, temerosas y sobrecogidas de miedo, y embozadas
misteriosamente en espesas capas de telarañas. Dichas claridades
recorrían con pasos de ladrón el techo y las paredes, miraban con
cautela a los negros rincones y al piso, y a eso de las dos o las tres
volvían la espalda para retirarse, dejando la fúnebre pieza a oscuras.
Dos sillas, una tarima pegada a la pared y una mesa constituían el
mísero ajuar. Los ladrillos del suelo respondían siempre a cada pisada
de los presos con un movimiento de balanza y un sonido seco, señales
ciertas de su disgusto por verse molestados en su posición horizontal.
Seguramente ellos, como toda la casa, habrían vuelto con gozo a poder
de los padres del Salvador, sus antiguos dueños, hombres pacíficos que
jamás lloraban, ni hacían escándalos, ni pateaban desesperadamente, ni
pedían a gritos que les sacaran de allí.

La primera noche, como hemos dicho, Sarmiento y su amiga, no muy
bien avenidos con su residencia en tan ameno lugar, no durmieron
nada y hablaron poco. El viejo, como si su entusiasta locuacidad
delante del tribunal le hubiera agotado las fuerzas y secado el rico
manantial de sus ideas, estaba taciturno. Los excesos de espontaneidad
producían en él una reacción sobre sí mismo. Después de divagar por
el exterior, libre, sin freno, cual andante aventurero que todo lo
atropella, se metía en sí como cartujo. Soledad también sufría la
reacción correspondiente a una espontaneidad que sin duda le estaba
pareciendo excesiva. Pero su espíritu estaba tranquilo; su pensamiento,
pasada revista con cierto desdén a los sucesos próximos, se remontaba
orgulloso a las alturas desde donde pudiera descubrir horizontes más
gratos y personas más dignas de ocuparlo. Había llegado a adquirir la
certidumbre de un trágico fin; pero lejos de sentir el terror propio de
tales casos, muy natural en una débil muchacha inocente, se sobrepuso
con ánimo grandioso a la situación; supo mirar desde tan alto su propia
persona, su prisión, su proceso, sus verdugos, las causas e incidentes
de aquella lamentable aventura, que fue creciendo, creciendo, y bien
pronto cuanto la rodeaba, incluso Madrid, la nación y el mundo entero,
se quedó enano. ¡Admirable resultado del espíritu religioso y de la
elasticidad del corazón, cuya magnitud, cuando él se decide a crecer,
se pierde en lo infinito!

Al día siguiente, don Patricio, que había llegado ya al límite de su
tétrico silencio, y no podía permanecer más tiempo mudo, se expresó
así:

—Hija mía, me parece que esto es hecho.

—¿Por qué no te echas a ver si duermes un ratito? —le dijo Sola con
bondad—. La tarima no es como las camas de casa; pero a falta de otra
cosa...

—¡Dormir..., dormir yo! —exclamó Sarmiento con voz lastimera—. Ya el
dormir profundo está cercano. Te digo que esto es hecho.

—Sí; esto no puede ser más hecho... Ya que no quieres levantarte del
suelo, al menos tiéndete de largo y recuesta esa pobre cabecita sobre
mis rodillas.

Sola, que estaba sentada en la silla, se puso en el suelo, dando
después una palmada sobre su falda para indicar que podía servir
de blanda almohada. Don Patricio, sentado contra la pared, con las
rodillas en alto, los brazos cruzados sobre aquellas y la barba sobre
los brazos, formando con su cuerpo dos ángulos opuestos y muy agudos,
no quiso dejar tan encantadora postura de zigzag.

—No, niña mía; aquí estoy bien. Lo que te digo es que esto es hecho.

—Se me figura que estás cobarde, viejecillo tonto.

—¡Cobarde yo! —exclamó Sarmiento con un rugido—. No me lo digas otra
vez, porque creeré que me insultas..

—Como te he visto tan parlanchín delante de los jueces, y ahora tan
callado... —dijo la reo extendiendo su mano en la oscuridad para palpar
la cabeza del anciano.

—Es que el alma humana tiene grandes misterios, niña querida. Desde que
entramos aquí estoy pensando una cosa.

—Con tal que no sea algún disparate, deseo saberla.

—Pues verás... Me ocurre que esto es hecho, quiero decir, que se cumple
al fin mi altísimo destino, que las misteriosas veredas trazadas por el
autor de todas las cosas y de todos los caminos, me traen al fin a la
excelsa meta a donde yo quiero ir. Pero...

—Veamos ese pero, abuelito Sarmiento. Hasta ahora no había peros en ese
negocio del destino.

—Pero... hay una cosa en la cual yo no había pensado bien hasta que
salimos de aquel endiablado tribunal. Respecto de mi suerte no hay
duda... Pero ¿y tú?

—No tengo yo dudas respecto a la mía —dijo Sola con seriedad—. Los dos
moriremos.

—¡Tú..., tú también!

Oyose un bramido de horror y después largo silencio.

—Eso no puede ser, eso es monstruoso, inicuo —gritó el preceptor
agitando en la oscuridad sus brazos.

—Ahora te espanta, viejecillo, y cuando estábamos en el tribunal te
parecía natural. ¿No decías: «moriremos los dos, somos mellizos de la
muerte...»? ¿No dijiste también: «vamos a la horca; mientras más alta
sea, mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del género humano»?

—Verdad que tales cosas dije; pero has de tener en cuenta que yo
me hallaba entonces en uno de esos momentos de inspiración, en los
cuales pronuncio las sorprendentes piezas de oratoria que me han dado
tanta fama. Yo no esperaba encontrarte allí... ¡Ay, cuando te vi presa
y condenada por conspiradora..., porque tú has conspirado, niña de
mis ojos..., sentí una alegría tan grande...! Me pareció que Dios te
destinaba también al martirio; pero ahora veo que esto no debe ser.
Calmada aquella estupenda exaltación, la voz de la naturaleza ha
resonado en mí, diciéndome que no debo asociar a mi muerte a ningún
otro ser. Tú eres una muchacha oscura, y tu sacrificio no puede ser de
gran beneficio a la causa santa.

—¡Ah! —dijo Soledad sonriendo, pero sin que nadie pudiera ver su
sonrisa, como no fueran las mismas tinieblas—, ya comprendo: tienes
envidia de que vaya a quitarte un poquito de esa gloria.

—Tonta, pero tonta —replicó el anciano muy expresivamente—, si toda has
de heredarla tú, toda, toda. Si no es preciso que tú mueras como yo, ni
eso viene al caso.

—Los jueces no creerán lo mismo.

—¡Pues son unos bribones, unos...! —exclamó Sarmiento ronco de ira,
moviendo sus piernas para levantarse—. Yo les diré que eso no puede
ser... Les convenceré, sí; pues no he de convencerles...

Soledad se echó a reír.

—Te ríes... Pues esto es muy serio. Yo no creo que te condenen; pero si
te condenaran...

Oyose un chasquido que bien podía ser causado por una gran manotada
que el preceptor se dio en la cabeza.

—Sí, me condenarán —porque mi delito de recoger y repartir las cartas
está más que probado, y si no, con la declaración tuya...

—Yo declaré... ¿Qué declaré yo?

Soledad repitió a Sarmiento lo que él mismo había dicho respecto a las
cartas y a las personas que las recibieron.

—¡Yo declaré todo eso, yo! —dijo el patriota muy perplejo, como un
beodo que va poco a poco recobrando el sentido—. ¿Y por eso dices
que te condenarán?... Me parece que no estás en lo cierto. De ahí se
desprende que el delincuente, según ellos, soy yo, yo el conspirador,
yo el apóstol y el agente secreto de la libertad; y como yo tengo
además la nota de Demóstenes constitucional, y de haber revuelto a
media España con mis conmovedoras arengas, de aquí que yo sea el
condenado y tú no.

—Me parece —dijo la huérfana tocando el hombro de Sarmiento— que mi
viejecito ve las cosas al revés. Yo seré condenada, y él irá a un sitio
donde se vive muy bien y tratan caritativamente a los pobres.

—¡Por vida de ochenta millones de chilindrainas! —gritó Sarmiento
poniéndose de un salto en pie—. No me digas que tú serás condenada a
muerte sin mí, porque me vuelvo loco, porque soy capaz de derribar
de un puñetazo esas férreas puertas, y hacer añicos a Chaperón y los
demás jueces, y demoler a puntapiés la cárcel y pegar fuego a Madrid
entero... ¡Tú condenada a muerte!

—Somos los fanales del género humano.

—No, no; esa es una figura de retórica, tonta —dijo el fanático pasando
del tono trágico al familiar—. Aquí no hay más fanal que yo. Tú me
acompañas en mi última hora, me acompañas, ¿entiendes?..., pero no
mueres. ¡Morir tú!... ¿por qué, ángel delicado, inocente?... ¿Habrá
un juez que falle tal infamia?... Si tu muerte no es provechosa a la
santa causa... ¿A qué ni para qué? Yo solo, yo solo, ¿lo entiendes
bien? ¡Yo solo! Este es el destino, esta la voluntad, esto lo que está
trazado en los libros inmortales, cuyos renglones dicen a cada siglo
sus grandezas, a cada generación su papel, a cada hombre su puesto...
Pobre y desvalida niña de mis entrañas, no me digas que vas a morir
también, porque me siento cobarde, me convierto de águila majestuosa
en tímido jilguerillo, se me van las ideas sublimes, se me achica el
corazón, me siento caer desplomándome como una torre secular, sacudida
por temblores de tierra, me evaporo, niña mía, desfallezco, dejo de ser
un Cayo Graco para no ser más que un Juan Lanas.

Arrastrándose por el suelo, Sarmiento tanteaba con las manos en la
oscuridad hasta que dio con el cuerpo de Sola. Echándose entonces como
un perro, hundió la cabeza en su regazo. Soledad no dijo nada.



XXIII


Prolongábase el silencio de ambos, cuando se abrió la puerta del
calabozo y entraron dos personas: el carcelero y el padre Alelí.
Acostumbraba el buen sacerdote visitar a los presos para consolarles u
oírles en confesión, y frecuentemente pasaba largos ratos con alguno
de ellos hablando de cosas festivas, con lo cual se amenguaban las
tristezas de la cárcel. Era el padre Alelí un varón realmente santo
y caritativo: su bondad se mostraba en dos especies de manías: dar
almendras a los muchachos de las calles y palique a los presos. Diríase
que unos y otros eran su familia y que no podía vivir sin ellos.

Con su fórmula de costumbre saludó a nuestros dos infortunados amigos,
que apenas distinguían en la lobreguez del cuarto la escueta figura
blanca del fraile, vaga, semifantástica, cual un capricho de la
oscuridad para engañar a los ojos. El padre Alelí tocó en tierra y en
las paredes con un palo, como los ciegos, y al mismo tiempo decía:

—¿Pero dónde están ustedes?... ¡Ah!, ya toco aquí un cuerpo.

Soledad, tomándole del brazo, le ofreció una silla.

—No, tengo que marcharme. Hoy he de hacer muchas visitas... Gracias,
señora... ¿Es usted la que llaman Soledad? Debo advertirle una cosa
que la consolará mucho: hay una dama que se interesa por usted... Ahí
fuera está... No la han dejado entrar; pero me encarga diga a usted
que hará todo lo posible para evitar una desgracia... ¡Qué señora
tan angelical, qué corazón de oro!... ¿Y el ancianito dónde está...?
Anímese usted, buen hombre. Ya, ya me han dicho que está demente.

Oyose entonces una voz sorda e inarticulada, que parecía expresar
amargo desprecio.

—¿Está en el suelo el pobre hombre? —añadió Alelí, tanteando suavemente
con su palo—. Me parece que le siento roncar... Si todos tuvieran el
buen abogado que este tiene... ¡Su demencia le salvará!... Adiós, hijos
míos; no puedo detenerme... Mañana será más larga la visita.

Retirose, y los dos presos quedaron solos todo el día. Al anochecer les
interrogaron. Después volvieron a quedar solos, ella muda y recogida,
Patricio taciturno a ratos y a ratos poseído de furor, que con ninguna
especie de consuelos podía calmar su compañera. Tampoco aquella noche
durmieron gran cosa, y al día siguiente, que era el 1.º de septiembre,
volvió el padre Alelí, a quien el carcelero dejó encerrado dentro.

—Hoy puedo dedicar a mis amigos un ratito —dijo dejándose conducir por
Soledad a la silla—. Ya estoy... Gracias, señora... Me han dicho que es
usted muy simpática... En estos cavernosos cuartos no se ve nada... ¿Y
el pobre tonto cómo se encuentra?

—¡Quieres dejarnos en paz, endiablado frailón! —gritó una voz ronca,
irritada, temblorosa, que parecía ser la voz misma de la oscuridad que
había tomado la palabra.

—¡Jesús, María y José! —exclamó el padre Alelí santiguándose—.
Verdaderamente, esta no es casa de orates. Todo sea por Dios.

—Abuelito Sarmiento —dijo Soledad acariciando al anciano, que arrojado
a sus pies estaba—. No es propio de persona cortés y bien educada como
tú, el tratar así a un sacerdote.

—¡Que se vaya de aquí!... ¡Que nos deje solos! —gruñó el fanático,
arrastrándose como un tigre enfermo—. ¿Qué busca aquí el frailucho?

—¡Ave María purísima!...

—Si al menos nos trajera buenas noticias...

—Buenas las traigo para usted...

—A ver, a ver... —dijo don Patricio incorporándose de improviso.

—Usted será absuelto libremente.

Sarmiento se desplomó en el suelo, haciendo temblar los ladrillos.

—¡Maldita sea la boca que lo dice!... —murmuró con hondo bramido.

—Siento no poder dar nuevas igualmente lisonjeras a esta señora —añadió
el fraile tomando la mano de la joven y estrechándosela entre las
suyas—. No puedo decir lo mismo, ni quiero dar esperanzas que no han
de verse realizadas. Las circunstancias obligan al tribunal a ser muy
severo... ¡Como ha de ser! Más padeció Jesucristo por nosotros. Si
tiene usted resignación, paciencia cristiana; si purificando su alma
sabe desprenderla de las miserias del mundo y elevarla al cielo en
este trance de apariencia aflictiva, será más digna de envidia que de
lástima.

—¡Maldita sea la boca que lo dice!

Sarmiento, al hablar así, arrastrábase hasta el ángulo opuesto.

—¿Qué es la vida? —añadió Alelí tomando un tono melifluo—. Nada: un
soplo, aire, ilusión. ¿Qué es el tiempo que contamos en el mundo? Nada,
un momento. La vida está allá. ¿Qué importan un sufrimiento pasajero,
un dolor instantáneo? Nada, nada, porque después viene el eterno gozar
y la plácida eternidad en que se deleitan los justos. Nadie es mejor
recibido allá que los que aquí han padecido mucho. Los perseguidos por
la justicia son los primeros entre los bienaventurados. Los pecadores
que se depuran por el arrepentimiento y el castigo corporal, forman en
la línea de los inocentes, y todos juntos penetran triunfantes en la
morada celestial.

A esta homilía, dicha con arte y sentimiento, siguió largo silencio.
El padre Alelí suspiraba. Su mucha práctica en consolar a los reos
de muerte no había gastado en él los tesoros de sensibilidad que
poseía: antes bien, los había enriquecido más. Estaba sujeto a grandes
aflicciones por razón de su oficio, y se identificaba tanto con sus
penitentes, que decía: «Me han ahorcado ya doscientas veces, y tengo
sobre mí un par de siglos de presidio».

Después que cobró ánimos, habló así:

—Hoy he visto a esa señora. ¡Qué angelical bondad la suya! Está
desesperada por no haber podido conseguir cosa alguna en pro de usted.
Sin embargo, no cede en su empeño... Aún tiene esperanza... Yo, si he
de decir la verdad, ya no la tengo.

—Yo tampoco la tengo ni la quiero —dijo Soledad con un arranque de
unción religiosa—. Me resigno a mi desgraciada suerte, y solo espero
morir en Dios.

Por grandes que sean los bríos de un alma valerosa, la idea del morir
y de un morir violento, antinatural y vergonzoso la turba, la acomete
con fiera sacudida, prueba clara de que solo a Dios corresponde matar.
Sola derramó algunas lágrimas, y el fraile notó que sus heladas manos
temblaban. A tal hora, que era la del mediodía, habían aparecido,
puntuales en su cotidiana visita, las claridades intrusas que se
paseaban por el cuarto. A favor de ellas se distinguían bien los tres
personajes: el fraile sentado en la silla, todo blanco y puro, como
un ángel secular que hubiera envejecido; Soledad de rodillas ante
él, vestida de negro, mostrando su cara y sus manos, de una palidez
transparente; don Patricio echado en el rincón opuesto, con la cara
escondida entre los brazos y estos sobre los ladrillos, cada vez más
semejante a un tigre enfermo, de respiración estertorosa.

—Llore usted, llore —dijo el padre Alelí a su penitente—, que así se
calma la congoja. Yo también lloro, querida mía; también me lleno
de agua la cara, a pesar de estar tan acostumbrado a ver lástimas
y dolores. ¿El mundo qué es? Barro amasado con lágrimas, ni más
ni menos. Lloramos al nacer, lloramos también al morir, que es el
verdadero nacimiento.

—Padre —dijo la huérfana—, si ve su reverencia hoy a esa señora, hágame
el favor de manifestarle que le doy gracias de todo corazón por lo
que ha hecho por mí, aunque sus buenos deseos hayan sido inútiles. Al
mismo tiempo quiero que su reverencia le ruegue que me perdone... Su
reverencia no está en antecedentes. Yo cometí el día de mi prisión una
grave falta: me dejé arrastrar por la ira, y por la primera vez en mi
vida sentí en mí corazón el ardor de una pasión infame, la venganza.
No sé cómo fue aquello... Me hizo tanto daño mi propio furor, que
me desmayé. Nunca había sentido cosa semejante. Parece que pasó por
dentro de mí como un rayo. Verdad es que yo tenía motivos, sí, padre,
motivos... Pero no hablemos de eso... Yo ruego a esa señora que me
perdone.

—Y yo me comprometo a asegurar a usted que ya está perdonada —replicó
el fraile con bondad—. Conozco a la señora, y sé que sabe perdonar.

—¿Su reverencia podrá decirme si le ocasionarán algún perjuicio a esa
señora las palabras que yo dije delante del juez?

—Presumo que no le ocasionarán daño alguno. Esté usted tranquila por
ese lado. Creo haber entendido (quizás me equivoque, porque estoy ya un
poco lelo) que entre usted y ella hay un antiguo resentimiento. Parece
que la señora, en un momento de delirio, porque los tiene, sí, tiene
esos momentos de delirio...

—No quisiera que se nombrase eso más —replicó Sola con presteza,
extendiendo la mano como para tapar la boca al fraile—. Soy la
ofendida, y desde que estoy aquí me he propuesto olvidar ese y otros
agravios, perdonándolos con todo mi corazón.

—Bien, muy bien. Esa cristiana conducta me gusta más que cien mil
rosarios bien rezados.

—¿Su reverencia conoce bien lo que pasa en la Comisión militar? Estoy
muy ansiosa por saber si el señor Cordero y su hija han sido puestos en
libertad.

—Desde ayer, hija, desde ayer están en su casa tan contentos.

—¡Oh, qué dicha! —exclamó Sola cruzando las manos—. Eso es lo que yo
quería..., porque son inocentes y estaban presos por un delito que yo
cometí. Yo le contaré todo a Su reverencia. Quiero hacer confesión
general.

—A punto estamos —repuso el fraile, acomodando el codo en la mesa y
sosteniendo la frente en la mano.

Sola se acercó más, dando principio al solemne acto.

Duró próximamente media hora. El padre Alelí dio su absolución en voz
alta y con los ojos cerrados, trazando lentamente la cruz en el aire
con su brazo blanco y su mano flaca y delicada. Concluido el latín,
dijo en castellano a la penitente:

—Adquisición admirable hará el reino de Dios muy pronto con la entrada
de un alma tan hermosa.

Sola, que sentía mucho dolor en las rodillas, se echó hacia atrás
sentándose sobre sus propios pies.

En el mismo momento oyose un feroz ronquido y el roce de un cuerpo
contra el suelo. La voz cavernosa y terrible de Sarmiento se expresó
así:

—¿Quiere usted marcharse con cien mil docenas de demonios?... ¿Qué
cuchichean ahí?

El fraile se levantó, y dando dos pasos hacia el punto en donde sonaban
las tremendas voces, dijo:

—Su compañera de usted ha confesado. ¿Quiere usted hacer lo mismo?

—¡Yo!... Por vida de la recondenada chilindraina, señor don Majadero,
que si no se me quita pronto de delante...

El padre Alelí se tocó la sien con su dedo índice, moviendo la cabeza
en señal de lástima.

—¡Confesar yo!... ¡Yo, que soy un volcán de rabia! —añadió el
desgraciado tratando de levantarse con fatigosos movimientos que hacían
bailar a los ladrillos—. ¡Repito que no hay Dios!... ¡No, no hay
Dios! Todo es una mentira. El mundo, la gloria, el destino, fábula y
palabrería. Denme un cuchillo, porque quiero matarme; me avergüenzo de
vivir... Al primero que se me ponga por delante, le muerdo.

Las claridades que un momento se habían alejado, volvieron juguetonas,
sin abandonar sus capisayos de telarañas, y con ellas pudo ver el padre
Alelí que la pobre bestia enferma alzaba la cabeza y mostraba una
horrible cara amoratada y polvorienta, toda llena de baba viscosa. Sus
ojos daban miedo.

—¡Desgraciado! —murmuró con dolor el padre Alelí—. Tú, que vivirás,
eres más digno de lástima que ella, destinada a morir.

—No me lo digas, no me lo digas —gritó Sarmiento incorporando su busto
por un movimiento rapidísimo de sus remos delanteros—. No me lo digas,
porque te mato, infame fraile, porque te devoro.

—Eres un pobre demente.

—Soy un hombre que ha perdido su ideal risueño, un hombre que soñó
la gloria y no la posee, un hombre que se creyó león y se encuentra
cerdo. Mi destino no es destino, es una farsa inmunda, y al caer y
al envilecerme y al pudrirme como me pudro, tengo la desgracia de
conservar intacto el corazón para que en él clave su vil puñal la
justicia humana, matando a mi hija... Infame frailucho, ¿has venido
a gozarte en mi miseria? Vete pronto de aquí, vete. Mira que no soy
hombre, soy una bestia.

Clavaba sus uñas en los ladrillos y estiraba el amenazante rostro
descompuesto.

—Que Dios se apiade de ti —dijo grave y solemnemente el fraile
bendiciéndole—. Adiós.

Y después de encargar a Sola que tuviera resignación, mucha
resignación, por las diversas causas que lo exigían (señalaba al
infortunado viejo), se retiró considerando la magnitud de los males que
afligen a la raza humana.



XXIV


¡Válganos Dios y qué endiablado humor tenía don Francisco Chaperón, a
pesar de haber procedido conforme a lo que en él hacía las veces de
conciencia! ¿Pues no llegaba el cinismo de los voluntarios realistas
al incalificable extremo de vituperarle aún, después que tan clara
prueba de severidad y rectitud acababa de dar?... ¡Cuán mal se juzga a
los grandes hombres en su propia patria! Varones eminentes, desvelaos;
consagrad vuestra existencia al servicio de una idea, para que luego la
ingratitud amargue vuestra noble alma... ¡Todo sea por Dios!... ¡Por
vida del Santísimo Sacramento, esto es una gran bribonada!

Todavía vacilaba el don Francisco en perdonar a Cordero, después de
haberlo propuesto en junta general a la Comisión; pero el cortesano
de 1815 añadió a las muchas razones anteriormente expuestas otras de
mucho peso, logrando atraer a su partido y asociar hábilmente a su
trabajo a un hombre cuya opinión era siempre palabra de oro para el
digno presidente de la Comisión. Este hombre era el coronel don Carlos
Garrote. Para seducirle, Bragas no necesitó emplear sutiles argucias.
Bastole decir que Jenara bebía los vientos por sacar de la cárcel a
Sola, aunque en sustitución de ella fuese preciso ahorcar a todos los
Corderos y a todos los Toros de Guisando nacidos y por nacer. No
necesitó otras razones Navarro para sugerir a Chaperón la luminosa idea
siguiente:

—Vea usted cómo voy comprendiendo que la hija de Gil de la Cuadra es
una intrigante. De esta especie de polilla es de la que se debe limpiar
el reino. Apuesto a que es la querida de Seudoquis.

No se habló más del asunto. Aunque decidido a castigar severamente,
Chaperón no había de reconquistar las simpatías perdidas en el Cuerpo
de voluntarios. Hubiéralo llevado con paciencia el hombre-horca,
y casi, casi, estaba dispuesto a consolarse, cuando un suceso
desgraciadísimo para la causa del trono y de la fe católica vino a
complicar la situación, exacerbando hasta el delirio el inhumano celo
del señor brigadier. En la noche del 2 al 3 de septiembre, un preso, el
más importante sin duda de cuantos guardaba en su inmundo vientre la
cárcel de Corte, halló medios de evadirse, y se evadió. No se sabe si
anduvo en ello la virtud del metal, que es llave de corazones y ganzúa
de puertas, o simplemente la destreza, energía y agudeza del preso.
No discutiremos esto: basta consignar el hecho tristísimo (atendiendo
al trono y a la fe católica) de que Seudoquis se escapó. ¿Fue por el
tejado, fue por las alcantarillas, fue por medio de un disfraz? Nadie
lo supo, ni lo sabrá probablemente. En vano don Francisco, corriendo
a la cárcel muy de mañana (pues ni siquiera tuvo tiempo de tomar
chocolate), mandó hacer escrupuloso registro en las buhardillas y
sótanos, y prender a casi todos los calaboceros e interrogar a la
guardia, y amenazar con la horca hasta al mismo santo emblema de la
Divinidad humanada, que tan mascullado estaba siempre en su irreverente
y fiera boca.

A la hora del despacho se encerró con Lobo. Estaba tan fosco, tan
violento, que al verle se sentían vivos deseos de no volver a verle más
en la vida. Para hablarle de indulgencia, se habría necesitado tanto
valor como para acercar la mano a un hierro candente. Chaperón solo se
hubiera ablandado a martillazos.

—¿Está corriente la causa de esa...? Es preciso presentarla sin pérdida
de tiempo al tribunal —dijo a su asesor.

—Ahora mismo la remataré, excelentísimo señor.

—¡Me gusta la calma!... Yo he de ocuparme de todo... No sirven ustedes
para nada... Voy a llamar al primer asno que pase por la calle para
encomendarle todo el trabajo de esta secretaría.

En aquel mismo instante entró Jenara. No podía presentarse en peor
ocasión, porque venía a pedir indulgencia. Nunca había sido tampoco
tan interesante ni tan guapa: sus atractivos naturales se sublimaban
con su generosidad, con el valor de quien intrépidamente penetra en
una caverna de lobos para arrancarles la oveja que ya han empezado a
devorar.

La fiera estaba tan mal dispuesta en aquella nefanda hora, que sin
aguardar a que Jenara se sentase, díjole con voz ahogada:

—Por centésima vez, señora...

Se detuvo, moviendo la cabeza sobre el metálico cuello, cual si este le
estrangulara, impidiendo el fácil curso de las palabras.

—Por centésima vez... —gruñó de nuevo poniéndose rojo.

—Acabemos, hombre de Dios.

—Por centésima vez digo a usted que no puede ser... En bonita
ocasión me coge... Ciertamente que están las cosas a propósito para
perdonar... Seudoquis escapado... Los Cordero en libertad... La
Comisión desacreditada, acosada, vilipendiada, escarnecida... No somos
jueces, somos vinagrillo de mil flores... No sé cómo no entran los
chicos de las calles y nos tiran de la nariz... Me han pintado colgado
de la horca..., y con razón, con mucha razón... Más vale que digan de
una vez: «se acabó el gobierno absoluto; vuelvan los liberales...».
Malditas sean las recomendaciones... Ellos conspiran y nosotros
perdonamos... Con tales farsas pronto tendremos al Cojo de Málaga en
el trono... Seudoquis escapado... ¡La impunidad! Aquí no hay más que
impunidad... Se ahorca por besar el sitio donde estuvo la lápida de la
Constitución, y damos chocolate a los conspiradores... Señora, usted
me toma por un dominguillo... Señora... ¡Seudoquis escapado!... ¡La
impunidad!..., esa malhadada impunidad..., lepra horrible, horrible...

Echaba las palabras a borbotones, interrumpidos a intervalos por
sofocadas toses y gruñidos. Los temblorosos labios parecían el
obstruido caño de una fuente, por donde salía el agua en violentos
chorros con intermitencias de resoplidos de aire. A cada segando se
metía los dedos en el duro cuello de cartón para ensanchárselo y
respirar mejor.

—Tanto enfado me mueve a risa —dijo la dama con burlona sonrisa y
demostrando mucha tranquildad—. Cualquiera que a usted le viese creería
que estoy en presencia del mismo soberano absoluto de estos reinos.
Señor Chaperón, ¿por quién se ha tomado?

—Señora —dijo el brigadier enfrenando su cólera—, usted puede tomarme
por quien quiera; pero esta vez no cedo, no cedo... Ya comprendo la
intriga: me trae usted una cartita de Calomarde... Es inútil, inútil:
no hago caso de recomendaciones. Si Calomarde me manda atender al ruego
de usted, presentaré al punto mi dimisión. De mí no se ríe nadie: soy
responsable de la paz del reino, y si vienen revoluciones, tráigalas
quien quiera, no yo.

—Calomarde no ha querido darme carta de recomendación —manifestó Jenara
sin abandonar su calma.

—Ya lo presumía. Hemos hablado anoche..., hemos convenido en la
necesidad de apretar los tornillos, de apretar mucho los tornillos.

—Calomarde y usted apretarán la hebilla de sus propios corbatines hasta
ahogarse si gustan —dijo ella con malicioso desdén—; pero en las cosas
públicas no harán sino lo que se les mande.

—Señora, permítame usted que no haga caso de sus bromitas. La ocasión
no es a propósito para ello. Tenemos que hacer... ¿Pero qué es eso?
Veo que me trae usted una carta.

—Sí, señor —replicó Jenara alargando un papel—: lea usted.

—Del señor conde de Balazote, gentilhombre de Su Majestad — dijo el
vestiglo abriendo y leyendo la firma—. ¿Y qué tengo yo que ver con ese
señor?

—Lea usted.

—¡Ah!..., ya... —murmuró Chaperón quedándose estupefacto después de
leer la carta—. El señor gentilhombre me besa la mano...

—¡Ya ve usted qué fino!

—Y me hace saber que Su Majestad me ordena presentarme inmediatamente
en Palacio.

—Para hablar con Su Majestad.

—Quiere decir que Su Majestad desea hablarme...

Chaperón volvió a leer. Después dio dos o tres vueltas sobre su eje.

—Mi sombrero... —dijo demostrando grandísima inquietud—, ¿en dónde está
mi sombrero...? Señora, usted dispense... Lobo, aguárdeme usted...

—Yo aguardo aquí —indicó Jenara.

—Veremos lo que quiere de mí Su Majestad —añadió don Francisco en
estado de extraordinario aturdimiento—. ¿Y mi bastón, en dónde he
puesto yo ese condenado bastón?... ¿Habré traído los guantes?...
Señora, dispense usted que... A los pies de usted... ¿Su Majestad
me espera?... Sí, me esperará, no saldrá hasta que hable conmigo...
¡Y yo no recordaba que la corte había venido ayer de La Granja para
trasladarse a Aranjuez!... Adiós; vuelvo.

Una hora después Chaperón entraba de nuevo en su despacho. Venía, si
así puede decirse, más negro, más tieso, más encendido, más agarrotado
dentro del collarín de cuero. Cruzando sus brazos, se encaró con Jenara
y le dijo:

—Vea usted aquí a un hombre perplejo. Su Majestad me habló, tratándome
con tanta bondad como franqueza; me ha llamado su mejor amigo, y, por
fin, me ha mandado dos cosas de difícil conciliación, a saber: que sea
inexorable y que acceda al ruego de usted.

—Eso es muy sencillo —replicó Jenara con gracia suma—. Eso quiere decir
que sea usted generoso con mi protegida y severo con los demás.

—¡Inexorable, señora, inexorable! —exclamó don Francisco apretando los
dientes y mirando foscamente al suelo.

—Inexorable con todos menos con ella. ¿Hay nada más claro?

—Dije a Su Majestad que se había escapado Seudoquis, y me contestó...
¿Qué creerá usted que me contestó?

—Alguna de sus bromas habituales.

—Que había hecho perfectamente en escaparse, si se lo habían consentido.

—Eso es hablar como Salomón.

—Veremos cómo salgo yo de este aprieto. Tengo que contentar al rey, a
usted, a los voluntarios realistas, a Calomarde; tengo que contentar a
todo el mundo, siendo al mismo tiempo generoso e inexorable, benigno y
severo.

Chaperón se llevó las manos a la cabeza expresando el gran conflicto en
que se veía su inteligencia.

—¡Qué lástima que soltáramos a ese Cordero!... —dijo después de
meditar—. Pero agua pasada no mueve molino; veamos lo que se puede
hacer. Formemos nuestro plan... Atención, Lobo. Lo primero y principal
es complacer a la señora doña Jenara... ¿Qué filtros ha dado usted
a nuestro soberano para tenerle tan propicio?... Atención, Lobo. Lo
primero es poner en libertad a esa joven... Escriba usted... _por no
resultar nada contra ella_.

Jenara aprobó con un agraciado signo de cabeza.

—Ahora pasemos a la segunda parte. Esta prueba de benevolencia no
quiere decir que erijamos la impunidad en sistema. Al contrario, si
la inocencia es respetada..., porque esa joven será inocente..., si
la inocencia es respetada, el delito no puede quedar sin castigo...
Atienda usted, Lobo... Esta conspiración no quedará impune de ningún
modo. Soledad Gil de la Cuadra es inocente, inocentísima, ¿no hemos
convenido en eso? Sí; ahora bien: sus cómplices, o mejor dicho, los que
aparecen en este negocio de las cartas que se repartieron... No, no hay
que tomarlo por ese lado de las cartas. Lobo, quite usted de la causa
todo lo relativo a cartas. Veamos el cómplice.

—Patricio Sarmiento...

—¿Ese hombre está en su sano juicio?

—Permítame vuecencia —dijo Lobo— que le manifieste... El hablar de la
imbecilidad de ese hombre me parece... Si vuecencia, excelentísimo
señor, me permite expresarme con franqueza...

—Hable usted pronto.

—Pues diré que eso de la imbecilidad de Sarmiento me parece una
inocentada.

—Eso es: una inocentada —repitió Jenara.

—Pues qué, ¿no constan en la causa hechos mil que acreditan su buen
juicio? Se le encontró entre sus papeles un paquete de cartas sobre la
organización de la Comunería, y consta que fue uno de los que más parte
tuvieron en el asesinato de Vinuesa.

—¿Hay pruebas, hay testigos?

—Diez pliegos están llenos de las declaraciones de innumerables
personas honradas que han asegurado haberle visto entrar, martillo en
mano, en la cárcel de la Corona.

—Admirable. Adelante.

—Después ha fingido hallarse demente para poder insultar a Su Majestad,
para burlarse de la religión y apostrofar a los defensores del trono.

—¡Se ha fingido demente!

—Está probado, probadísimo, excelentísimo señor.

Chaperón dudaba, hay que hacerle ese honor. La _monera_ de que antes
hablamos se agitaba inquieta y alborotada entre el cieno, haciendo
esfuerzos por mostrarse.

—Pero esas pruebas de que se fingía demente... —murmuró—. ¿Hay dictamen
facultativo?

Jenara no veía con gusto aquella discusión, y guardaba silencio.

—¿Qué dice el artículo 7.º del decreto del 20 de este mes? —preguntó
Lobo con extraordinario calor.

—_Que la fuerza de las pruebas en favor o en contra del acusado se
dejan a la prudencia e imparcialidad de los jueces_. Bien: admitamos
que la ficción de demencia es cosa corriente. No hay más que hablar.

—¿Qué dice el artículo 11 del mismo decreto?

—_Que se castigue con el último suplicio a los que griten «Viva
la Constitución, mueran los serviles, mueran los tiranos, viva la
libertad...»_. ¡Ah!, aquí no puede haber quebraderos de cabeza. Según
este artículo, Sarmiento debía haber sido ahorcado cien veces... Pero
la imbecilidad, la locura, o como quiera llamarse a esa su semejanza
con los graciosos de teatro...

—¿Qué dice el artículo 6.º del mismo decreto? —preguntó de nuevo Lobo
con tanto entusiasmo, que sin duda se creía la imagen misma de la
jurisprudencia.

—Dice que _la embriaguez no es obstáculo para incurrir en la pena_.

—¿Y qué es la embriaguez más que una locura pasajera?... ¿Qué es
la locura más que una embriaguez permanente? Consulte vuecencia,
excelentísimo señor, todos los autores, y verá cómo concuerdan con
mi parecer. Vuecencia podrá fallar lo que quiera; pero de la causa
resulta, claro como la luz del día, que la muchacha y los ángeles
del cielo rivalizan en inocencia, y que el Sarmiento es reo convicto
del asesinato de Vinuesa, de propagación de ideas subversivas, del
establecimiento de la Comunería, de predicación en sitios públicos
contra la única soberanía, que es la del rey; de connivencia con los
emigrados, etc., etc.

—¡Oh!, señor don Francisco —dijo la dama con generoso arranque—. Si
quiere usted merecer un laurel eterno y la bendición de Dios, perdone
usted también a ese pobre viejo.

—Señora, poquito a poco —repuso el funcionario poniéndose muy serio—.
Antes que erigir en sistema la impunidad, cuidado con la impunidad,
¡por vida del...!, presentaré mi dimisión. Bastante ha conseguido usted.

La dama inclinó la cabeza, fijando los ojos en el suelo. Otra vez
suplicó, porque no podía resistir impasible a la infame tarea de
aquellos inicuos polizontes; pero Chaperón se mostró tan celoso de su
reputación, de su papel y de atender a las circunstancias (¡siempre las
circunstancias!), que al fin la intercesora, creyéndose satisfecha con
el triunfo alcanzado, no quiso comprometerlo aspirando a más. Se retiró
contenta y triste al mismo tiempo. Necesitaba ver aquel mismo día a los
demás individuos de la Comisión, pues aunque el presidente lo era todo,
y ellos casi nada, convenía prevenirlos para asegurar mejor la victoria.

Cuando se quedaron solos, Chaperón dijo a su asesor privado:

—Arrégleme usted eso inmediatamente. Extienda usted la sentencia, y
llévela al comandante fiscal para que la firme. Hoy mismo se presentará
al tribunal. Mañana nos reuniremos para sentenciar a la mujer que robó
el almirez de cobre y el vestido viejo de percal. Pasado mañana tocará
sentenciar eso... ¡Oh!, veremos si los compañeros quieren hacerlo
mañana mismo... Quesada me ha recomendado hoy la mayor celeridad en el
despacho y en la ejecución de las sentencias...

Y cabizbajo, añadió:

—Veremos cómo lo toma la Comisión. Yo tengo mis dudas... Mi conciencia
no está completamente tranquila..., pero ¿qué se ha de hacer? Todo
antes que la impunidad.

Y aquel hombre terrible, que era el presidente de derecho del pavoroso
tribunal, y de hecho fiscal, y el tribunal entero; aquel hombre, de
cuya vanidad sanguinaria y brutal ignorancia dependía la vida y la
muerte de miles de infelices, se levantó y se fue a comer.

La Comisión, reunida al día siguiente para fallar la causa de la
mujer que había robado un almirez de cobre y un vestido viejo de
percal, falló también la de Sarmiento. No pecaban de escrupulosos
ni de vacilantes aquellos señores, y siempre sentenciaban de plano
conformándose con el parecer del que era vida y alma del tribunal.
Todas las mañanas, antes de reunirse, oían una misa llamada _de
Espíritu Santo_, sin duda porque era celebrada con irreverente
pretensión de que bajara a iluminarles la tercera persona de la
Santísima Trinidad. Por eso deliberaban tranquila, rápidamente y sin
quebraderos de cabeza. Todos los días, al dar la orden de la plaza
y distribuir las guardias y servicios de tropa, el capitán general
designaba el sacerdote castrense que había de decir la misa _de
Espíritu Santo_. Esto era como la señal de ahorcar.[3]

      [3] Véase cualquier número del _Diario de Avisos_, año de
      1824.

Al anochecer del día en que fue sentenciada la causa de Sarmiento,
previa la misa correspondiente, el escribano entró en la prisión, y a
la luz de un farolillo que el alguacil sostenía, leyó un papel.

Oyéronle ambos reos con atención profunda. Sarmiento no respiraba. No
había concluido de leer el escribano, cuando don Patricio, enterado de
lo más sustancial, lanzó un grito; poniéndose de rodillas elevó los
brazos, y con entusiasmo que no puede describirse, con delirio sublime,
exclamó:

—¡Gracias, Dios de los justos, Dios de los buenos! ¡Gracias, Dios mío,
por haber oído mis ruegos!... ¡Ella libre, yo mártir, yo dichoso, yo
inmortal, yo santificado por los siglos de los siglos!... Gracias,
Señor... Mi destino se cumple... No podía ser de otra manera. Jueces,
yo os bendigo. Pueblo, mírame en mi trono... Estoy rodeado de luz.



XXV


La capilla de los reos de muerte, que estaba en el piso bajo y en el
ángulo formado por la calle de la Concepción Jerónima y el callejón del
Verdugo, era el local más decente de la cárcel de Corte. No parecía,
en verdad, decoroso, ni propio de una nación tan empingorotada, que
los reos se prepararan a la muerte mundana y salvación eterna en una
pocilga como los departamentos en que moraban durante la causa. En la
capilla entraban, movidos de curiosidad o compasión, muchos personajes
de viso, señores obispos, consejeros, generales, gentilhombres, y no se
les había de recibir como a cualquier pelagatos. Tomaba sus luces esta
interesante pieza del cercano patio, por la mediación graciosa de una
pequeña sala próxima al cuerpo de guardia; mas como aquellas llegaban
tan debilitadas que apenas permitían distinguir las personas, de aquí
que en los días de capilla se alumbrara esta con la fúnebre claridad
de las velas amarillas encendidas en el altar. Lúgubre cosa era ver
al reo, aquel moribundo sano, aquel vivo de cuerpo presente, en la
antesala de la horca, y oírle hablar con los visitantes y verle comer
junto al altar, todo a la luz de las hachas mortuorias. Generalmente
los condenados, por valientes que sean, toman un tinte cadavérico que
anticipa en ellos la imagen de la descomposición física, asemejándoles
a difuntos que comen, hablan, oyen, miran y lloran, para burlarse de la
vida que abandonaron.

No fue así don Patricio Sarmiento, pues desde que le entraron en la
capilla en la para él felicísima mañana del 4 de septiembre, pareció
que se rejuvenecía, tales eran el contento y la animación que en sus
ojos brillaban. De un rojo insano se tiñeron sus ajadas mejillas, y su
espina dorsal hubo de adquirir una rectitud y esbeltez que recordaban
sus buenos tiempos de Roma y Cartago. Soledad, a quien permitieron
acompañarle todo el tiempo que quisiera, se hallaba en estado de viva
consternación, de tal modo, que ella parecía la condenada y él el
absuelto.

—Querida hija mía —le dijo el anciano cuando juntos entraron en la
capilla—, no desmayes, no muestres dolor, porque soy digno de envidia,
no de lástima. Si yo tengo este fin mío por el más feliz y glorioso
que podría imaginar, ¿a qué te afliges tú? Verdad es que la naturaleza
(cuyos códigos han dispuesto sabiamente los modos de morir) nos ha
infundido instintivamente cierto horror a todas las muertes que no
sean dictadas por ella, o hablando mejor, por Dios; pero eso no va con
nosotros, que tenemos un espíritu valeroso, superior a toda niñería...
Ánimo, hija de mi corazón. Contémplame, y verás que el júbilo no me
cabe en el pecho... Figúrate la alegría del prisionero de guerra que
logra escaparse, y anda y camina, y al fin oye sonar las trompetas de
su ejército... Figúrate el regocijo del desterrado que anda y camina,
y ve al fin la torre de su aldea. Yo estoy viendo ya la torre de mi
aldea, que es el cielo, allí donde moran mi padre, que es Dios, y mi
hijo Lucas, que goza del premio dado a su valor y a su patriotismo.
Bendito sea el primer paso que he dado en esta sala, bendito sea
también el último, bendito el resplandor de esas velas, benditas esas
sagradas imágenes, bendita tú que me acompañas, y esos venerables
sacerdotes que me acompañan también.

Soledad rompió a llorar, aunque hacía esfuerzos para dominarse, y don
Patricio, fijando los ojos en el altar y viendo el hermoso crucifijo
de talla que en él había y la imagen de Nuestra Señora de los Dolores,
experimentó una sensación singular, una especie de recogimiento que por
breve rato le turbó. Acercándose más al altar, dijo con grave acento:

—Señor mío, tu presencia y esos tus ojos que me ven sin mirarme,
recuérdanme que durante algún tiempo he vivido sin pensar en ti todo lo
que debiera. El gran favor que acabas de hacerme me confunde más en tu
presencia. Y tú, Señora y Madre mía, que fuiste mi patrona y abogada
en cien calamidades de mi juventud, no creas que te he olvidado. Por
tu intercesión, sin duda, he conseguido del Eterno Padre este galardón
que ambicionaba. Gracias, Señora; yo demostraré ahora que si mi muerte
ha de ser patriótica y valerosa para que sea fecunda, también ha de ser
cristiana.

Admirados se quedaron de este discurso el padre Alelí y el padre
Salmón, que juntamente con él entraron para prestarle los auxilios
espirituales. Ambos frailes oraban de rodillas. Levantáronse, y tomando
asiento en el banco de iglesia que en uno de los costados había,
invitaron a Sarmiento a ocupar el sillón.

—Yo no daré a vuestras reverencias mucho trabajo —dijo el patriota,
sentándose ceremoniosamente en el sillón—, porque mi espíritu no
necesita de cierta clase de consuelillos mimosos que otras vulgares
almas apetecen en esta ocasión; y en cuanto al auxilio puramente
religioso, yo gusto de la sencillez suma. En ella estriba la grandeza
del dogma.

El padre Alelí y el padre Salmón se miraron sin decir nada.

—Veo a sus reverencias como cortados y confusos delante de mí —añadió
Sarmiento sonriendo con orgullo—. Es natural: yo no soy de lo que se ve
todos los días. Los siglos pasan y pasan sin traer un pájaro como este.
Pero de tiempo en tiempo, Dios favorece a los pueblos dándole uno de
estos faros que alumbran al género humano y le marcan su camino... Si
una vida ejemplar alumbra muy mucho al género humano, más le alumbra
una muerte gloriosa... Me explico perfectamente la admiración de sus
paternidades: yo no nací para que hubiera un hombre más en el mundo;
yo soy de los de encargo, señores. Una vida consagrada a combatir la
tiranía y a enaltecer la libertad; una muerte que viene a aumentar la
ejemplaridad de aquella vida, ofreciendo el espectáculo de una víctima
que expira por su fe y que con su sangre viene a consagrar aquellos
mismos principios santos; esta entereza mía, esta serenidad ante
el suplicio, serenidad y entereza que no son más que la convicción
profunda de mi papel en el mundo, y, por último, la acendrada fe que
tengo en mis ideas, no pertenecen, repito, al orden de cosas que se ven
todos los días...

El padre Alelí abrió la boca para hablar; mas Sarmiento, deteniéndole
con un gesto que revelaba tanta gravedad como cortesía, prosiguió así:

—Permítame vuestra paternidad reverendísima que ante todo haga una
declaración importante, sí, sumamente importante. Yo soy enemigo
del instituto que representan esos frailunos trajes. Faltaría a mi
conciencia si dijese otra cosa; yo aborrezco ahora la institución
como la aborrecí toda mi vida, por creerla altamente perniciosa al
bien público. Ahí están mis discursos para el que quiera conocer
mis argumentos. Pero esto no quita que yo haga distinciones entre
cosas y personas, y así me apresuro a decirles que si a los frailes
en general les detesto, a vuestras paternidades les respeto en su
calidad de sacerdotes, y les agradezco los auxilios que han venido a
prestarme. Además, debo recordar que ayer, hallándome en mi calabozo,
traté groseramente de palabra a uno de los que me escuchan, no sé cuál
era. Estaba mi alma horriblemente enardecida por creerse víctima de
maquinaciones que tendían a desdorarla, y no supe lo que me dije. Los
hombres de mi temple son muy imponentes en su grandiosa ira. Entiéndase
que no quise ofender personalmente al que me oía, sino apostrofar al
género humano en general y a cierto instituto en particular. Si hubo
falta, la confieso y pido perdón de ella.

El padre Alelí, aprovechando el descanso de Sarmiento, tomó la palabra
para decirle que tuviese presente el sitio donde se encontraba, y
rompiese en absoluto con toda idea del mundo para no pensar sino en
Dios; que recordase cuál trance le aguardaba y cuáles eran los mejores
medios para prepararse a él; y, finalmente, que ocupándose tanto de
vanidades, corría peligro de perder su alma. A lo cual don Patricio,
volviéndose en el sillón con mucho aplomo y seriedad, dijo al fraile
que él (don Patricio) sabía muy bien cómo se había de preparar para
el fin no lamentable, sino esplendoroso que le aguardaba, y que
por lo mismo que moría proclamando su ideal divino, pensaba morir
cristianamente, con lo cual aquel había de aparecer más puro, más
brillante y más ejemplar.

Esto decía cuando llegaron los hermanos de la Paz y Caridad, caballeros
muy cumplidos y religiosos que se dedican a servir y acompañar a los
reos de muerte. Eran tres y venían de frac, muy pulcros y atildados,
como si asistieran a una boda. Después que abrazaron uno tras otro
cordialmente a don Patricio, preguntáronle que cuándo quería comer,
porque ellos eran los encargados de servirle, añadiendo que si el reo
tenía preferencias por algún plato, lo designara para servírselo al
momento, aunque fuese de los más costosos.

Sarmiento dijo que pues él no era glotón, trajeran lo que quisiesen,
sin tardar mucho, porque empezaba a sentir apetito. Desde los primeros
instantes los tres cofrades pusieron cara muy compungida, y aun hubo
entre ellos uno que empezó a hacer pucheros, mientras los otros
dos rezaban entre dientes; visto lo cual por Sarmiento, dijo muy
campanudamente que si habían ido allí a gimotear, se volviesen a
sus casas, porque aquella no era mansión de dolor, sino de alegría
y triunfo. No creyendo por esto los hermanos que debían abandonar
su papel oficial, comenzaron a soltar una tras otra las palabrillas
emolientes que eran del caso y que tantas veces habían pronunciado,
_verbi gratia_... «Querido hermano en Cristo, la celestial Jerusalén
abre sus puertas para ti...». «Vas a entrar en la morada de los
justos...». «Ánimo. Más padeció el Redentor del mundo por nosotros».

—Queridos hermanos en Cristo —dijo el reo con cierta jovialidad
delicada—. Agradezco mucho sus consuelos; pero he de advertirles que
no los necesito. Yo me basto y me sobro. Así es que no verán en mí
suspirillos ni congojas... Me gusta que hayan venido, y así podrán
decir a la posteridad cómo estaba Patricio Sarmiento en la capilla, y
qué bien revelaba en su noble actitud y reposado continente (al decir
esto erguía la cabeza, echando el cuerpo hacia atrás) la grandeza de la
idea por la cual dio su sangre.

Pasmados se quedaron los hermanos, así como los frailes, de ver su
serenidad, y le exhortaron de nuevo a que cerrase el entendimiento a
las vanidades del mundo. Sola, de rodillas junto al altar, rezaba en
silencio.



XXVI


Empezaron los hermanos a servir la comida. Sentose don Patricio a la
mesa, invitando a todos a que le acompañaran. No había comenzado aún,
cuando entró el señor de Chaperón, que jamás dejaba de visitar a sus
víctimas en la antesala del matadero. Como de costumbre en tales casos,
el señor brigadier trataba de enmascarar su rostro con ciertas muecas,
contorsiones y gestos encargados de expresar la compasión, y helo aquí
arqueando las cejas y plegando santurronamente los ángulos de la boca,
sin conseguir más que un aumento prodigioso en su fealdad.

Saludó a Sarmiento con esa cortesía especial que se emplea con los
reos de muerte, amabilidad indefinible, incomprensible para quien no
ha visto muestras de ella en la capilla de la cárcel; urbanidad en la
cual no hay ni asomos de estimación, porque se trata de un delincuente
atroz, ni tampoco desprecio o encono a causa de la proximidad del
morir. Es una callada fórmula de repulsión compasiva, sentimiento
extraño que no tiene semejante, como no sea en el alma de algún
carnicero no muy novicio ni tampoco muy empedernido.

—Hermano en Cristo —dijo don Francisco poniendo su mano, tan semejante
al hacha del verdugo, sobre el cuello del preceptor—, supongo que su
alma sabrá buscar en la religión los consuelos...

Esta formulilla era de cajón. Aquel funcionario de tan pocas ideas la
llevaba prevenida siempre que a los reos visitaba.

—Señor don Francisco —replicó Sarmiento levantándose—, si vuecencia
quiere acompañarme a la mesa...

—No, gracias, gracias; siéntese usted... ¿Qué tal estamos de salud?...
¿Y el apetito?

Lo preguntaba como lo preguntaría un médico.

—Vamos viviendo —repuso el patriota—. O si se quiere, vamos muriendo.
Todavía no ha llegado el instante precioso en que sea innecesario este
grosero sustento de la bestia... Hemos de arrastrar el peso del cuerpo,
hasta que llegue el instante de dejarlo en la orilla y lanzarnos al
océano sin fin, en brazos de aquellas olas de luz que nos mecerán
blandamente en presencia del Autor de todas las cosas.

Chaperón miró a los frailes, e hizo un gesto que indicaba opinión
favorable del juicio de Sarmiento.

—Y ya que vuecencia ha tenido la bondad de visitarme —añadió el reo,
después de saborear el primer bocado—, tengo el gusto de declarar que
no siento odio contra nadie, absolutamente contra nadie. A todos les
perdono de corazón, y si de algo valen las preces de un escogido como
yo (al decir esto su tono indicaba el mayor orgullo), he de alcanzar
del Altísimo que ilumine a los extraviados para que muden de conducta,
trocando sus ideas absolutistas por el culto puro de la libertad...
Sí, señor: se intercederá por los que están ciegos, para que reciban
luz; se recomendará a los crueles, para que hallen misericordia en su
día. Patricio Sarmiento es leal, pío, generoso, como apóstol de la
misma generosidad, que es el liberalismo... En mi corazón ya no caben
resentimientos: todos los echó fuera, para presentarme puro y sin
mancha. El mártir de una idea, el que con su sangre ha puesto el sello
a esa idea, ¿me entienden ustedes?, para que quede consagrada en el
mundo, no enturbiará su conciencia con odios mezquinos. Reconozco que,
con arreglo a las leyes, mi condenación ha sido razonable. Vuecencia
que me oye no ha hecho más que cumplir con la ley que se le ha puesto
en la mano. Así me gusta a mí la gente. Venga esa mano, señor don
Francisco.

Diole tan fuerte apretón de manos, que Chaperón hubo de retirar la suya
prontamente para que no se la estrujara.

—Además —prosiguió Sarmiento—, yo sé que los que hoy me condenan,
me admirarán mañana, si viven, y los que me vituperan hoy, luego me
pondrán en el mismo cuerno de la luna... Porque esto durará poco, señor
don Francisco: el absolutismo, a fuerza de estrangular, se sostendrá
un año, dos, tres, pongamos cuatro... En este guisado de vaca —añadió
dirigiéndose a uno de los hermanos de la Caridad—, se le fue la mano a
la cocinera: lo ha cargado de sal... Pongamos cuatro años; pero al fin
tiene que caer y hundirse para siempre, porque los siglos muertos no
resucitan, señor don Francisco; porque los pueblos, una vez que han
abierto los ojos, no se resignan a cerrarlos; y así como cada estación
tiene sus frutos, cada época tiene su sazón propia, y los españoles,
que hasta aquí hemos amargado de puro verdes, vamos madurando ya, ¿me
entiende vuecencia?, y se nos ha puesto en la cabeza que no servimos
para ensalada. Vuecencias ahorquen todo lo que quieran. Mientras más
ahorquen, peor. El absolutismo acabará ahorcándose a sí mismo ¿No
lo quieren creer? Pues lo pruebo. Empezó creando para su defensa y
sostenimiento la fuerza de voluntarios realistas. Son estos unos
animalillos voraces y golosos que no se prestan a servir a su amo, si
este no les alimenta con cuerpos muertos. Una vez cebados y enviciados
con el fruto de la horca, mientras más se les da más piden, y llegará
un momento en que no se les pueda dar todo lo que piden, ¿me entiende
vuecencia?

Don Francisco, sin contestarle, y dirigiendo maliciosas ojeadas a los
frailes, hacía señas de asentimiento. El padre Salmón, que atendía con
sorna a las razones del preso, bajó la cabeza para ocultar la risa.
Pero el padre Alelí, que devotamente rezaba en su breviario, alzó los
ojos, y mirando con expresión de alarma al reo, le dijo:

—Hermano mío, veo que, lejos de apartar usted su pensamiento de las
ideas mundanas, se engolfa más y más en ellas, con gran perjuicio de
su alma. Los momentos son preciosos; la ocasión, impropia para hacer
discursos.

—Y yo digo que es menos propia para sermones —replicó Sarmiento, dando
un golpecillo en la mesa con el mango del tenedor—. Yo sé bien lo que
corresponde a cada momento, y repito que consagraré a la religión y a
mi conciencia todo el tiempo que fuere necesario.

—Bastante ha perdido usted en vanidades.

—Poquito a poco, señor sacerdote —dijo Sarmiento frunciendo las cejas—,
yo nada le quito a Dios. No se quite nada tampoco a las ideas, que
son mi propia vida, mi razón de ser en el mundo, porque entiéndase
bien, son la misión que Dios mismo me ha encargado. Cada uno tiene su
destino: el de unos es decir misa; el de otros es enseñar o iluminar
a los pueblos. El mismo que a su paternidad reverendísima le dio las
credenciales, me las ha dado a mí.

—Reflexione, hombre de Dios —indicó el padre Salmón, rompiendo el
silencio—, en qué sitio se encuentra, qué trance le espera, y vea si
no le cuadra más preparar su alma con devociones, que aturdirla con
profanidades.

—Vuestras paternidades me perdonen —dijo Sarmiento grave y
campanudamente después de beber el último trago de vino— si he hablado
de cosas profanas que no les agradan. Yo soy quien soy, y sé lo que
me digo. Sé mejor que nadie por qué estoy aquí, por qué muero y por
qué he vivido. Allá nos entenderemos Dios y yo; Dios, que llena mi
conciencia y me ha dictado este acto sublime, que será ejemplo de las
generaciones. Pero pues las religiosidades no están nunca de más, vamos
a ellas y así quedarán todos contentos.

—Esas divagaciones, hombre de Dios —dijo Salmón con puntos de malicia—,
confirman uno de los delitos que le han traído a este sitio.

—¿Qué delito?

—El de fingirse enajenado para poder tratar impunemente de cosas
prohibidas.

—Hablillas —dijo Sarmiento sonriendo con desdén—. Señores hermanos
de la Paz, si tuvieran ustedes la bondad de darme cigarros, se lo
agradecería... Hablillas del vulgo. Si fuéramos a hacer caso de ellas,
¿cómo quedaría el padre Salmón en la opinión del mundo? ¿No dicen de
él que solo piensa en llenar la panza y en darse buena vida? ¿No goza
fama de ser mejor cocinero que predicador?... ¿De frecuentar más los
estrados de las damas, para hablar de modas y comidas, que el coro para
rezar y la cátedra para enseñar? Esto dice el vulgo. ¿Hemos de creer
lo que diga? Pues al padre Alelí, que me está oyendo y que es persona
apreciabilísima, ¿no se le acusó en otro tiempo de volteriano? ¿No le
tuvo entre ojos la Inquisición? ¿No decían que antaño era amigo de
Olavide y que después se había congraciado con los realistas? Esto se
dijo: ¿hemos de hacer caso de las necedades del vulgo?

El padre Alelí palideció, demostrando enojo y turbación. Chaperón
se mordía los labios para dominar sus impulsos de risa. Ofrecía, en
verdad, la fúnebre capilla espectáculo extraño, único, el más singular
que puede imaginarse. Frente al altar veíase una mujer de rodillas,
rezando sin dejar de llorar, como si ella sola debiera interceder por
todos los pecadores habidos y por haber; en el centro una mesa llena
de viandas, y un reo que, después de hablar con desenfado y entereza,
recibía cigarros de los hermanos de la Paz y Caridad y los encendía
en la llama de un cirio; más allá dos frailes, de los cuales el uno
parecía vergonzoso y el otro enfadado; enfrente la tremebunda figura de
don Francisco Chaperón, el abastecedor de la horca, el terror de los
reos y de los ajusticiados, sonriendo con malicia y dudando si poner
cara afligida o regocijada; todo esto presidido por el crucifijo y la
Dolorosa, e iluminado por la claridad de las velas de funeral que daban
cadavérico aspecto a hombres y cosas, y allá en la sala inmediata, una
sombra odiosa, una figura horripilante que esperaba: el verdugo.

Don Francisco Chaperón se despidió de su víctima. En la sala contigua
y en el patio encontró a varios individuos de la Comisión militar y a
otros particulares que venían a ver al reo.

—¡Que me digan a mí que ese hombre es tonto! —exclamó con evidente
satisfacción—. Tan tonto es él como yo. No es sino un grandísimo
bribón, que aún persiste en su plan de fingirse demente, por ver si
consigue el indulto... Ya, ya. Lo que tiene ese bergante es muchísimo
talento. Ya quisieran más de cuatro... Por cierto que entre bromas y
veras ha hablado con un donaire... Al pobre Salmón le ha puesto de
hoja de perejil, y Alelí no ha salido tampoco muy librado de manos de
este licenciado Vidriera... Es graciosísimo: véanle ustedes... Por
supuesto, bien se comprende que es un solemnísimo pillo.

Y don Francisco se retiró, repitiéndose a sí mismo con tanta firmeza
como podría hacerlo un reo ante el juez, que don Patricio no era
imbécil, sino un gran tunante. Tal afirmación tenía por objeto sofocar
la rebeldía de aquel insubordinado corpúsculo, a quien llamamos antes
la _monera_ de la conciencia chaperoniana, y que desde que Sarmiento
entró en capilla se agitaba entre el légamo, queriendo mostrarse y
alborotar y hacer cosquillas en el ánimo del digno funcionario. Con
aquella afirmación, don Francisco aplacó la vocecilla, y todo quedó en
profundo silencio allá en los cenagosos fondajes de su alma.



XXVII


Durante la noche arreció el nublado de visitantes, sin que su
curiosidad importuna y amanerada compasión causaran molestia al reo:
antes bien, recibíalos este como un soberano a su corte. Situado en pie
frente al altar, íbalos saludando uno por uno, con ligeros arqueos de
la espina dorsal y una sonrisa protectora, cuya intensidad de expresión
amenguaba o disminuía según la importancia del personaje. Todos salían
haciéndose lenguas de la serenidad del reo, y en la sala-vestíbulo,
inmediata al cuerpo de guardia, oíase cuchicheo semejante al que
suena en el atrio de una iglesia en noches de novena o miserere. Los
entrantes chocaban con los que salían, y la sensibilidad de los unos
anticipaba a la curiosidad de los otros noticias y comentarios.

Pipaón, que se había presentado de veinticinco alfileres, y parecía
un ascua de oro, según iba de limpio y elegante, estuvo largo rato en
compañía del reo, y le dio varias palmadas en el hombro, diciéndole:

—Ánimo, señor Sarmiento, y encomiéndese a su Divina Majestad y a
la Reina de los cielos, nuestra Madre amorosísima, para que le den
una buena muerte y franca entrada en la morada celestial... Adiós,
hermano mío. Como mayordomo que soy de la Hermandad de las Ánimas,
le tendré presente, sí, le tendré presente para que no le falten
sufragios... Adiós... Procure usted serenarse... Medite mucho en las
cosas religiosas... Este es el gran remedio y el más seguro lenitivo...
¡La religión, la dulce religión! ¡Oh!, ¿qué sería de nosotros sin la
religión?... Es nuestro consuelo, el rocío que nos regenera, el maná
que nos alimenta... Adiós, hermano en Cristo; venga un abrazo (al dar
el abrazo Pipaón tuvo buen cuidado de que no fuera muy expresivo, para
que no se chafaran los encajes de su pechera)... Estoy conmovidísimo...
Adiós; repítole que medite mucho en los sagrados misterios y en la
pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo... Quizás nos veamos en el
cielo, ¡ay de mí!, si Dios es misericordioso conmigo.

Este fastidioso discurso, modelo exacto de la retórica convencional y
amanerada del cortesano, agradó mucho a cuantos le oyeron; mas don
Patricio lo acogió con seriedad cortés y cierto desdén que apenas se
traducía en ligero fruncimiento de cejas. Pipaón salió, y aunque iba
muy a prisa, derecho a la calle, detuviéronle en el patio algunos
amigos.

—Estoy afectadísimo... No puedo ver estas escenas —les dijo
respondiendo a sus preguntas—. Fáltame poco para desmayarme.

—Dicen que es el reo más sereno que se ha visto desde que hay reos en
el mundo.

—Es un prodigio. Pero aquella vanidad e hinchazón son cosa fingida...
¡Cuánto debe padecer interiormente! Se necesitan los bríos de un héroe
para sostener ese papel sin faltar un punto.

—¡Farsante!

—Perillán más acabado no he visto en mi vida. Seguramente espera que le
indulten; pero se lleva chasco. El gobierno no está por indultos.

—Entremos... Todo Madrid desea verle. Vuelva usted, Pipaón.

—¿Yo? Por ningún caso —repuso el cortesano estrechando manos
diversas una tras otra—. Voy a una reunión donde cantan la Fábrica
y Montresor... ¡Qué aria de la _Gazza Ladra_ nos cantó anoche esa
mujer! Montresor nos dio el aria de _Tancredo_. ¡Aquello no es hombre,
es un ruiseñor!... ¡Qué portamentos, qué picados, qué trinos, qué
vocalización, qué falsete tan delicioso! Parece que se transporta uno
al séptimo cielo. Conque, adiós, señores..., tengo que ensayar antes un
paso de _gavota_. Señores, divertirse con el viejo Sarmiento.

Aún no se había separado de sus amigos, cuando salió al patio un señor
obispo que venía también de visitar al reo. Todos se descubrieron al
verle, haciéndole calle. Pipaón, después de besarle el anillo, le habló
del condenado a muerte.

—Mi opinión —dijo su ilustrísima (que era una de las lumbreras del
episcopado)— es que si no constara en los autos, como aseguran consta
de una manera indubitable, que se ha fingido y se finge loco para
hablar impunemente de temas vedados, la ejecución de este hombre
sería un asesinato. Desempeña este desgraciado su papel con inaudita
perfección, y apreciándole por lo que dice, no hay en aquella mollera
ni el más pequeño grano de juicio... A propósito de juicio, señor de
Pipaón, no lo ha tenido usted muy grande fijando para el lunes la gran
fiesta de desagravios a Su Divina Majestad que celebra la _Hermandad de
Indignos esclavos del Santísimo Sacramento_, porque siendo el lunes día
de la Natividad de Nuestra Señora, la _Real Congregación de la Guardia
y Custodia_ dispone, por antiguo privilegio, de la iglesia de San
Isidro.

Pipaón respondió, _mutatis mutandis_, que no correría sangre a causa de
un conflicto entre ambas hermandades, y que él respondía de arreglarlo
todo a gusto de seglares y clérigos, sin que se quejaran el Santísimo
Sacramento ni Nuestra Señora, con lo cual y con aceptar la carroza de
su ilustrísima para trasladarse a la calle de la Puebla, donde había
de hacer el ensayo de la gavota antes de la tertulia, tuvo fin aquel
diálogo.

Avanzada la noche, se cerró la capilla a los curiosos, y también la
puerta de la cárcel, después que entraron seis presos recién sacados de
sus casas por delaciones infames. Una nueva conspiración descubierta
dio mucho que hacer aquella noche y en la siguiente mañana al señor
Chaperón.

Don Patricio se acostó a dormir en la alcobita inmediata a la capilla;
pero su sueño no fue muy sosegado. Velábanle solícitos, y siempre
prontos a servir en todo, los hermanos de la Paz y Caridad. Sola no se
apartó de la capilla ni un solo instante ni de día ni de noche.

—Abuelito querido —le dijo al amanecer—, estoy muerta de pena, porque
veo que tu conducta no es propia de un buen cristiano.

—Adorada hija —repuso Sarmiento besándola con ardiente cariño—,
si es propia de un filósofo, lo será de un cristiano, porque el
filósofo y el cristiano se juntan, se compendian y amalgaman en mí
maravillosamente... Hazme el favor de ver si esos señores hermanos
me han preparado el chocolate... No extraño tus observaciones, hija
mía. Eres mujer y hablas con tu preciosa sensibilidad, no con la
razón que a mí me alumbra y guía. ¡Bendito sea Dios que me permite
tenerte a mi lado en estas horas postreras! Si no te estuviera
viendo, quizás me faltaría el valor que ahora tengo. Una sola cosa
me afecta y entristece, nublando el esplendoroso júbilo de mi alma,
y es que mañana a la hora de las diez..., porque supongo que... eso
será a las diez..., dejaré de recrear mis ojos con la contemplación
de tu angelical persona... Pero, ¡ay!, tú debes seguir viviendo; no
ha llegado aún la hora de tu entrada en la mansión divina; llegará,
sí, y entrarás, y el primero a quien verás en la puerta abriendo los
brazos para recibirte en ellos amoroso y delirante, será tu abuelito
Sarmiento, tu viejecillo bobo.

La voz temblorosa indicaba una viva emoción en el reo.

—Y te llevaré a presencia del Padre de todo lo existente y le diré:
«¡Señor, aquí la tienes; esta es, mírala!...». Pero no quiero afligirte
más. Ahora oye varios consejos que debo darte y algunos encarguillos
que quiero hacerte... ¿Está ese chocolate?... Dame la mano para
levantarme, hija mía. ¿Sabes que están pesados y duros mis pobres
huesos?... ¡Ah!, pronto tendrás este bocado, ¡oh carnívora tierra!
Pronto, pronto se te arrojará esta piltrafa, que por lo acecinada
demuestra que te pertenece ya. El noble espíritu abandona este inmundo
saco, y vuela en busca de su patria y de sus congéneres los ángeles.

Levantose delante de Sola, porque estaba vestido. Un hermano le trajo
el chocolate, y quedándose solo con su amiga, le dijo estas palabras,
que ella oyó con profundísima atención:

—Idolatrada hija, mañana a las diez nos separaremos para siempre.
Dios me dio la inefable dicha de conocerte, para que mi espíritu se
confortase antes de dejar el mundo. Te condujiste conmigo tan noble
y caritativamente, que no vacilo en declararte merecedora de inmortal
premio. Yo te lo aseguro, yo te lo profetizo —dijo esto cerrando los
ojos y extendiendo solemnemente los brazos en actitud de profeta—, yo
te lo fío, bendiciéndote. Creo tener poderes para ello. Gozarás de la
eterna dicha por tu cristiana acción. Ahora bien: hablando de cosas más
terrestres, te diré que es mi deseo partas en seguida para Inglaterra a
ponerte bajo el amparo de ese hombre generoso que ha sido tu protector
y hermano. Le conozco, y sé que su corazón está lleno de bondades. Como
me intereso también por él, declaro ante ti que ese joven debe tomarte
por esposa, de lo cual resultará ventaja para entrambos: para ti,
porque vivirás al arrimo de un hombre de mérito, capaz de comprender lo
que vales; para él, porque tendrá la compañera más fiel, más amante,
más útil, más hacendosa, más cristiana y más honesta con que puede
soñar el amor de un hombre. Tengo la seguridad de que él lo comprenderá
así —al decir esto mostraba la convicción de un apóstol—. Si no lo
comprendiese, dile que yo se lo mando, que es mi sacra voluntad, que yo
no hablo por hablar, sino trasmitiendo por el órgano de mi lengua la
inspiración celeste que obra dentro de mí.

Sola oyó este discurso con recogimiento y admiración, pasmada de
advertir una profundísima concordancia entre la demencia de su amigo
y ciertas ideas de antiguo arraigadas en ella. No acertó a decir una
palabra sobre aquel tema, y su viejecillo bobo se le representó
entonces grande y luminoso, cual nunca lo había visto; más respetable
que todo lo que como respetable se nos presenta en el mundo.

Después de una pausa, durante la cual apuró el pocillo, Sarmiento
prosiguió así:

—Querida hija de mi corazón, voy a hacerte un encargo, atañedero a
cosas terrestres. Las cosas terrestres también me ocupan, porque de
la tierra salí, y en ella he de dejar las preciosas enseñanzas que se
desprenden de mi martirio. El género humano merece mi mayor interés.
La dicha del cielo no sería completa, si desde él no contempláramos la
constante labor de este pobre género humano, sin cesar trabajando en
mejorarse. Los que de él salimos no podemos dejar de enviarle desde
allá arriba un reflejo de nuestra gloria, sin lo cual se envilecería,
acercándose más a las bestias que a los ángeles. Hay que pensar en el
género humano de hoy, que es el coro celestial e inmenso de mañana,
y todo hombre es la crisálida de un ángel, ¿me entiendes? Si las
criaturas superiores, al remontarse sobre los mundanos despojos,
miraran con desprecio esta pobre turba inquieta y enferma a que
pertenecieron; si no atendiendo más que al Eterno Sol, hicieran del
deseo de la bienaventuranza un egoísmo, adiós universo, adiós pasmoso
orden de cielo y tierra, adiós concierto sublime. No, yo miro a la
tierra y la miraré siempre. Le dejo un don precioso: mi vida, mi
historia, mi ejemplo, hija mía; ¿sabes tú lo que vale un buen ejemplo
para esta mísera chusma rutinaria? Sí, mi historia será pronto una de
las más enérgicas lecciones que tendrá el rebaño humano para implantar
la libertad que ha de conducirle a su mejoramiento moral. Pero digo yo:
¿es fácil escribir esa historia? No. Bien conocidos son mis discursos;
y aunque yo no los he escrito, como todo el mundo los tiene grabados
en la memoria, no faltará quien los dé a la estampa. Sócrates no dejó
escrito nada... Pero si serán perpetuados mis discursos, habrá gran
escasez de datos biográficos respecto a mí. Oye, pues, lo que voy a
decirte.

Tomando a Sola por un brazo, la acercó a sí:

—Viviendo en tu casa —añadió— apunté, no hace dos meses, los
principales datos de mi vida, tales como el día de mi nacimiento, el de
mi bautizo, el de mi confirmación, el de mi boda con Refugio, el del
feliz natalicio de Lucas, el de mi entrada en la enseñanza y otros:
son datos preciosísimos. Como los historiadores han de empezar desde
mañana mismo a revolver archivos y libros parroquiales, yo te encargo
que les saques de apuros. Mira tú: el apunte en que constan esos datos
está escrito con lápiz... Me parece que lo puse debajo del hule de la
cómoda. Búscalo bien por toda la casa, y entrégalo a esos señores. Al
punto sabrás quiénes son, porque no se hablará de otra cosa en todo el
mundo. No te descuides, y evitarás mil quebraderos de cabeza, y quizás
inexactitudes y errores que darán ocasión a desagradables polémicas.

Sola sintió al oír esto que la admiración despertada por anteriores
palabras del viejecillo bobo, se disipaba como humo. ¡Cuán difícil
era señalar la misteriosa línea donde los desvaríos de Sarmiento
se trocaban en ingeniosas observaciones, o por el contrario, sus
admirables vuelos en lastimoso rastrear por el polvo de la necedad! La
joven prometió cumplir fielmente todo lo que le mandaba.

Al poco rato apareció el padre Alelí preparado para decir la misa,
y empezada esta, Sarmiento la ayudó con extraordinaria devoción y
acierto, tan seguro en las ceremonias como si hubiera sido monaguillo
toda su vida. Soledad la oyó con gran edificación, acompañada de los
hermanos y de algunos empleados de la cárcel. Después, por orden del
señor Chaperón, se cerró la capilla al público.



XXVIII


Poniendo sobre todas las cosas su anhelante deseo de llegar pronto
al fin de la jornada vital, que era el comienzo de su triunfo,
Sarmiento deploraba que la justicia de aquellos tiempos hubiese fijado
en cuarenta y ocho horas el plazo de la preparación religiosa. Con
diez o doce horas había bastante, según él. Los dos frailes que le
asistían aprovecharon la ocasión de su soledad para hablarle recio
en el negocio de la salvación, logrando que don Patricio atendiese a
este, y consintiera en oír el trasnochado sermoncillo que preparado
traía el padre Salmón. Después de comer, cuando Sola, vencida por el
cansancio, había cedido al sueño y dormitaba sentada, el padre Alelí
logró hacerse oír de Sarmiento con mayor interés. Por la noche pareció
que el espíritu del buen viejo se recogía y como que se amilanaba
algún tanto, mostrándose además en su rostro y cuerpo cierto desmayo
o fatiga. El patriota no permanecía ya en pie, sino recostado con
abandono en el sillón, fijando la vista en el suelo cual si cayera en
meditación taciturna. Silencio profundísimo reinaba en la cárcel; las
velas se habían consumido bastante y ardían en el último cabo de ellas,
elevando entre la vacilante luz el negro pábilo caduco, y derramando
cera amarilla en grandes chorros sobre los candeleros y sobre el altar.
El crucifijo y la Dolorosa parecían entregados a un sopor misterioso.
Nunca como en aquella hora había parecido la capilla tristísima y
lúgubre. Su ambiente de panteón daba frío, su luz tenue convidaba a
morirse y enterrarse. Era la madrugada del último día.

No fue insensible el espíritu de Sarmiento a esta influencia externa, y
conociéndolo Alelí, le dijo que ya le quedaban pocas horas; que viese
lo que hacía si no deseaba arder perpetuamente en los infiernos. Al oír
esto, mirole Sarmiento con desdén, y levantándose del sillón, se puso
de rodillas.

—Puesto que su paternidad quiere que confiese, confesaré —dijo
lacónicamente.

—No es preciso que se arrodille usted, hermano mío —indicó el buen
fraile levantándole—. En estos casos permitimos al penitente que haga
la confesión sentado para evitarle cansancio.

—Yo prefiero estar de rodillas, porque no soy de alfeñique —dijo el
reo volviéndose a hincar—. Ahora, si vuestra paternidad tiene oídos,
oiga... Yo amo a Dios sobre todas las cosas. ¿Cómo no amarle, si es
fuente de todo bien, manantial de toda idea, origen de toda vida? El
dio la idea moral al mundo, y el mundo, después de mil luchas, disputas
y sangre, aceptó la ley moral que felizmente lo rige. Después le dio la
idea política, es decir, la libertad, para que se gobernase, y todavía
el mundo no la ha aceptado en su totalidad. Estamos en la época de la
predicación, del martirio...

—Basta —dijo Alelí con enfado—. Está usted profanando el nombre de Dios
con absurdas afirmaciones. Poco adelantamos por ese camino, hermano
querido. Confiese usted su amor a Dios sin mezcla de extravagancia
alguna. Me basta con eso por ahora, y adelante.

—Confieso —añadió el penitente— que con frecuencia he jurado su santo
nombre en vano, y además que he usado votos y ternos, pues adquirí
tiempo ha la pícara costumbre de sacar a todo el chilindrón y la
chilindraina; pero, con perdón de vuestra reverencia, creo que pecados
como este no llevan a casa de Pedro Botero. Tampoco he santificado
las fiestas como está mandado..., desidia, pura desidia y abandono.
En el cuarto, ¿qué he de decir sino que jamás he faltado a él ni en
pensamiento? Pues en lo de matar, si alguien perdió por mí la vida,
fue en leal acción de guerra y cuando el honor de mi bandera así
me lo mandaba. No obstante, un pecado grave tengo en lo tocante a
este mandamiento, y ese lo voy a confesar aquí con la boca y con el
corazón, porque ha tiempo pesa sobre mi conciencia; y aunque estoy muy
arrepentido, paréceme que jamás logro echar de mí la mancha y peso que
me dejó. Hallándose preso y encadenado un vecino mío, padre de esta
joven que me acompaña, pidió un vaso de agua y se lo negué. ¡Qué infame
bellaquería! Pero válgame mi contrición sincera y el cariño ardiente
que después he puesto en la bendita hija de aquel desgraciado.

—Adelante —murmuró Alelí satisfecho de que hubiese algún pecado
evidente que justificase su ministerio.

—Del sexto no diré más sino que después de la muerte de mi Refugio, que
acaeció hace veintidós años, he observado castidad absoluta, a pesar
de ser solicitado para faltar a aquella preciosa virtud por más de una
hembra que no debió de ver en mí saco de paja. Tampoco he robado jamás
a nadie ni el valor de un alfiler, y en el ramo de mentir, si alguna
vez falté a la verdad, fue en negocios baladís y de poca monta.

—Alto, alto —dijo Alelí con interés sumo, viendo llegado el tema que
abordar quería—. Usted ha mentido, y ha mentido gravemente por sistema
sosteniendo un papel engañoso con la terquedad del hombre más perverso.
Es opinión general que usted se finge demente, poseyendo en realidad
un claro juicio; es público y notorio, y así consta en la causa, que
todos esos disparates con que ha divertido a Madrid son obra del
talento más astuto, para poder vivir en una sociedad que proscribe a
los revolucionarios. Vamos a ver, hermano mío: repare usted delante
de quién está, mire esa imagen sacratísima, considere que le restan
pocas horas de vida, considere que ya no es posible el engaño, y ábrame
su corazón, arroje la máscara, y dígame si, en efecto, este hombre
exaltado que vemos es un hábil histrión. ¡Ah!, hermano mío, aseguran
que usted sostiene su papel, esperando que le indulten por tonto...
¡error, error, porque no es ese el camino del indulto! Más fácil le
sería conseguirlo con una confesión franca de su pecado... Al menos,
haciéndolo así tendrá el perdón de Dios y la gloria eterna.

—¡Yo farsante, yo histrión, yo..., yo! —exclamó Sarmiento clavando
ambas manos, como garras, en su pecho.

Miraba al padre Alelí con los ojos encendidos y con expresión de
sorpresa, que bien pronto se tornó en amargo desdén.

—Usted no me comprende... —dijo levantándose—. Vaya usted a confesar
colegiales, señor padre Alelí. Me confesaré solo.

Y arrodillándose delante del altar, alzó las manos, y sin quitar los
ojos del Crucifijo habló así:

—Señor, Tú que me conoces no necesitas oír de mi boca lo que siente mi
corazón, que pronto dará su último latido, dejándome libre. Sabes que
te adoro, que te reverencio, y que ejecuto puntualmente la misión que
me señalaste en el mundo. Sabes que la idea de la libertad, enviada
por ti para que la difundiéramos, fue mi norte y mi guía. Sabes que
por ella vivo y por ella muero. Sabes que si cometí faltas, me he
arrepentido de ellas con grandísima congoja. Sabes que perdono de todo
corazón a mis enemigos, y que me dispongo a rogar por ellos, cuando
mi espíritu pueda hablar sin boca y ver sin necesidad de ojos. Mi
confesión está hecha públicamente. Óigala todo el que tiene oídos.

Y después, volviéndose al fraile, que absorto le miraba, díjole:

—Ahora, padre Alelí, espero que no tendrá vuestra paternidad
reverendísima inconveniente alguno en darme el pan eucarístico. Bien se
ve que puedo recibir a Dios dentro de mí. Estoy puro de toda mancha:
soy como los ángeles.

Entonces viose una cosa extraña, que por lo extraña parecía horrible
en aquel sitio y ocasión. El padre Alelí no pudo evitar una sonrisa.
Diríase que esta brilló en la fúnebre capilla como un reflejo mundano
dentro de la región de los difuntos. Pero tornó al punto a la seriedad,
y gravemente dijeron a dúo ambos frailes:

—No podemos dar a usted la Eucaristía, desgraciado hermano.

Mientras Sola acudió a consolar a Sarmiento, que parecía muy
contrariado por aquella negativa, Alelí llevó aparte a Salmón y le
dijo:

—Es más tonto que hecho de encargo. Yo repito que ajusticiar a este
hombre es un asesinato, y Chaperón, los jueces que le sentenciaron y
nosotros que le asistimos, estamos más locos que él. Yo no puedo ver
este horrible espectáculo. ¿Pero no es evidente que ese hombre es necio
de capirote? Estamos coadyuvando a una obra inicua. ¡Y esperábamos que
confesase su comedia!

—Como siempre le tuve por mentecato de una pieza, no me he llevado
chasco. No sé para qué nos traen aquí.

—Ni yo. Voy a hablar con Chaperón.

—Yo no me tomaría el trabajo de hablar con nadie.

—Pues yo sí.

—Pues yo no.

Poco después de esto, el reo vio personas y objetos con una claridad
que le conturbó sobremanera sin saber por qué. Era que había avanzado
el día y la capilla recibía un poco de luz, ante la cual palidecía
ligeramente la de las soñolientas velas, casi consumidas. Aquel débil
resplandor del astro rey hizo daño a la retina y al espíritu del
anciano, sin que su entendimiento pudiera explicarse la razón de ello.

—Es de día —dijo con cierto asombro, y al punto se quedó taciturno.

Los hermanos de la Caridad aparecían más compungidos que en el día
anterior, y rezaban devotamente arrodillados ante el altar. Salmón
rogó al condenado que se sentase, y poniéndose junto a él, hízole
exhortaciones encaminadas a apartar su alma del tremendo abismo a cuyo
borde se encontraba.

—Pocas horas me restan —murmuró el patriota dando un gran suspiro—. Mi
alma será más fuerte cuanto más cerca esté el instante lisonjero de su
liberación. ¿Cuántas horas faltan?

—No cuente usted las horas... ¿Qué valen dos ni tres horas comparadas
con la eternidad?

Sarmiento no respondió. Observaba los ladrillos del piso y fijaba su
vista con minuciosidad aritmética en todos aquellos que tenían el
ángulo gastado. Diríase que los contaba.

—¿En dónde está mi hija? —dijo de súbita moviéndola cabeza con
ansiedad—. Sola, niña de mi corazón, no te separes de mí.

Sola se arrojó llorando en sus brazos. Notó que tenía las manos frías y
temblorosas.

—Dentro de poco dejaré de verte, ¡ay! —exclamó el viejo haciendo
esfuerzos verdaderamente heroicos para dominar su emoción—. ¡Que sea
tan flaca y miserable esta humana naturaleza, que ni aun teniendo por
segura la entrada en la morada celestial, pueda mirar con absoluto
desprecio los afectos del mundo!... Aquí me tienes más valiente que
un león (sus labios temblaban al decirlo, y su voz era como el ronco
trinar de un ave moribunda), y, sin embargo, esto de separarme de ti,
esto de dejarte sola...

Se pasó la mano por la frente, y durante un rato tapose los ojos.

—No sé por qué está triste el día —murmuró con disgusto—. ¡Qué ruido
hay en la cárcel!... ¿Qué voces son esas? Parece un canto desacorde o
un graznido de pájaros llorones. ¿Qué es eso?

Soledad no contestó nada, y apoyó su frente sobre el pecho del anciano.
A la capilla llegaba una repugnante música llorona de gritos humanos
que parecía formada de todos los rencores, de todos los sarcasmos, de
todas las lágrimas y de todos los suspiros encerrados en la cárcel.

El padre Alelí, que había salido al amanecer, volvió muy cabizbajo, y
sin hablar una sola palabra al reo ni a los demás, preparose para decir
la misa. En tanto, uno de los hermanos departía con Sarmiento de cosas
religiosas, sabedor de que estas habían de llevar gran alivio y fuerzas
al espíritu del reo.

—Hoy —le dijo— celebramos en Santa Cruz los mayordomos de esta Real
Archicofradía misa solemne de rogativa para implorar los divinos
auxilios en la última hora del pobre condenado a muerte. Ya sabe usted
que nuestro santísimo padre Pío VII ha concedido indulgencia plenaria
a todos nosotros y a los fieles que asistan a esa misa y hagan oración
por la concordia de los príncipes cristianos, extirpación de las
herejías y exaltación de la fe católica.

—De modo —dijo Sarmiento con amarga ironía— que en esa misa se hace
oración por todo menos por mí.

—No, hermano mío, no —dijo el cofrade con la melosidad del beato—; que
también habrá lo que llamamos _ejercicio de agonía_, donde se hace
la recomendación del alma del reo; luego siguen las jaculatorias de
agonía y se cantará el _ne recorderis_. Los más bellos himnos de la
Iglesia y las piadosas oraciones de los fieles acompañan a usted en su
tránsito doloroso..., ¿qué digo doloroso?, gloriosísimo. Piense usted
en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y se sentirá lleno de valor.
¡Oh, feliz mil veces el que abandona esta vida miserable libre de todo
pecado!

El hermano inclinó la cabeza a un lado, bajando los ojos y cruzando las
manos en mística actitud. Después rezó en silencio.

Alelí dijo la misa, que oyó Sarmiento como el día anterior, de rodillas
y con profunda atención. Al concluir sentose con muestras de gran
cansancio; mas ponía mucho empeño en disimularlo.

—¿No quiere usted tomar algo? —le dijo uno de los hermanos—. Hemos
preparado un almuerzo ligero. ¿Se siente usted mal, hermano querido?
Vamos, un huevo frito y un poco de jamón... ¡Si para eso no se necesita
gana! —añadió viendo que el reo hacía signos negativos con la cabeza y
con la mano—. Sí, lo traeremos, y también un vaso de vino.

—No quiero nada.

—¿Ni café?

—Tomaré el café por complacer a ustedes —repuso Sarmiento sonriendo con
tristeza.

Alelí se sentó junto a él, y tomándole la mano se la apretó
cariñosamente diciéndole:

—Hermano mío, en nombre de Dios y de María Santísima, a cuya presencia
llegará usted pronto, si sabe morir como cristiano en estado de
contrición perfecta, le ruego que no me oculte sus pensamientos, si por
ventura son distintos de lo que ha manifestado aquí y fuera de aquí.

—Si yo ocultara mis pensamientos, si yo no fuera la misma verdad
—replicó don Patricio con entereza más noble—, no sería digno de este
nobilísimo fin que me espera... ¡Ah!, señores, la taimada naturaleza
nos tiende mil lazos por medio de la sensibilidad y del instinto de
conservación; pero no, no será mi grande espíritu quien caiga en ellos.
Vamos, vamos de una vez.

Y se levantó.

—Calma, calma, hermano mío; aún no es tiempo —le dijo Alelí tirándole
del brazo—. Siéntese usted. Por cierto que no es nada conveniente para
su alma esa afectación de valor y ese empeño de sostener el papel
de héroe. Una resignación humilde y sin aparato, una conformidad
decorosa sin disimular el dolor, y un poco de entereza que demuestre
la convicción de ganar el cielo, son más propias de esta hora que la
fanfarronería teatral. Usted está nervioso, desazonado, inquieto, sin
sosiego; tiémblanle las carnes, y se cubre su piel de frío sudor.

—El que era Hijo de Dios sudó sangre —afirmó Sarmiento con brío—; yo,
que soy hombre, ¿no he de sudar siquiera agua?... Vamos pronto. Repito
que deseo concluir.

Entonces sintiose más fuerte el coro de lamentos, y al mismo tiempo
ronco son de tambores destemplados.

—He aquí las tropas de Pilatos —observo Sarmiento.

—Hermano, hermano querido —le dijo Alelí abrazándole—. Una palabra sola
de verdadera piedad, de verdadera religiosidad, de amor y temor de
Dios. Una palabra, y basta; pero que sea sincera, salida del fondo del
corazón. Si la dice usted, todos esos pensamientos livianos de que está
llena su cabeza, como desván lleno de alimañas, huirán al ver entrar la
luz.

—Cristiano católico soy —afirmó Sarmiento—. Creo todo lo que me manda
creer la Iglesia, creo todos los misterios, todos los sagrados dogmas,
sin exceptuar ninguno. He oído misa, he confesado sin omitir nada
de lo que hay en mi conciencia, he deseado ardientemente recibir la
Eucaristía, y si no la recibí ha sido porque no han querido dármela.
¿Qué más se quiere de mí? ¡Oh Señor de cielos y tierra! ¡Oh tú, María,
Madre amantísima del género humano!, a vosotros vuelvo mis miradas,
vosotros lo sabéis, porque veis mi rostro, no este de la carne, sino
el del espíritu. Los que no ven el de mi espíritu, ¿cómo pueden
comprenderme? Hacia vosotros volaré invocándoos, llevando en mi diestra
la bandera que habéis dado al mundo, la bandera de la libertad, por la
cual he vivido y por la cual muero.

Salmón y Alelí movieron la cabeza. Su pena y desasosiego eran muy
profundos. Soledad, sin fuerzas ya para luchar con su dolor, estaba
a punto de perder el conocimiento. Don Patricio, dicho su último
discurso, examinaba una grieta que en el techo había y después la
costura del paño del altar. Creeríase al verle que aquellos dos objetos
insignificantes merecían la mayor atención.

Varias personas entraron en la capilla, todas decorando sus caras con
la aflicción más edificante. Levantose el reo, y sin dejar de observar
la costura del altar, habló así solemnemente:

—Cayo Graco, Harmodio y Aristogitón, Bruto..., héroes inmortales,
pronto seré con vosotros... Y tú, Lucas, hijo mío, que estás en las
filas de la celestial infantería, avanza al encuentro de tu dichoso
padre.

Los frailes, puestos de rodillas, recitaban oraciones, empeñándose en
que el reo las repitiera; pero Sarmiento se apartó de ellos afirmando:

—Todo lo que puede decirse lo he dicho en mi corazón durante la misa y
después de ella.

Oyose el tañido de la campana de Santa Cruz.

—Tocan a muerto —dijo Sarmiento—. Yo mandaría repicar y alzar arcos
de triunfo, como en el día más grande de todos los días. ¡Ya veo tus
torres, oh patria inmortal, Jerusalén amada! ¡Bendito el que llega a ti!

El alcaide le saludó, enmascarándose también con la carátula de piedad
lastimosa que pasaba de rostro en rostro, conforme iban entrando
personajes. Después separáronse todos para dar paso a un hombre obeso,
algo viejo, vestido de negro, cuyo aire de timidez contrastaba
singularmente con su horrible oficio: era el verdugo, que, avanzando
hacia el reo, humilló la frente como un lacayo que recibe órdenes.

Don Patricio sintió en aquel momento que un rayo frío corría por todo
su cuerpo desde el cabello hasta los pies, y por primera vez desde
su entrada en la fúnebre capilla sintió que su magnánimo corazón se
arrugaba y comprimía.

—Sí, sí; perdono, perdono a todo el mundo —balbució el reo, fijando
otra vez toda su atención en los ladrillos del piso—. Vamos ya... ¿No
es hora?

Pero su ánimo, rápidamente abatido, forcejeó iracundo en las tinieblas
y se rehizo. Fue como si se hubiera dado un latigazo. La dosis de
energía que desplegara en aquel momento era tal, que solo estando
muerta hubiera dejado la mísera carne de responder a ella. Tenía
Sarmiento entre las manos su pañuelo; y apretando los dedos fuertemente
sobre él y separando las manos, lo partió en dos pedazos sin rasgarlo.
Cerrando los ojos murmuraba:

—¡Cayo Graco!... ¡Lucas!... ¡Dios que diste la libertad al mundo...!

El verdugo mostró un saco negro. Era la hopa que se pone a los
condenados para hacer más irrisorio y horriblemente burlesco el crimen
de la pena de muerte. Cuando el delito era de alta traición, la hopa
era amarilla y encarnada. La de Sarmiento era negra. Completaba el
ajuar un gorro también negro.

—Venga la túnica —dijo preparándose a ponérsela—. _Reputo el saco como
una vestidura de gala y el gorro como una corona de laurel_.[4]

      [4] Estas palabras las dijo el valeroso patriota ahorcado el
      24 de agosto de 1825. Su noble y heroico comportamiento en
      las últimas horas, da en cierto modo carácter histórico al
      personaje ideal que es protagonista de esta obra.

Después le ataron las manos y le pusieron un cordel a la cintura, a
cuyas operaciones no hizo resistencia, antes bien, se prestó a ellas
con cierta gallardía. Incapacitados los movimientos de sus brazos,
llamó a Sola y le dijo:

—Hija mía, ven a abrazar por última vez a tu viejecillo bobo.

La huérfana lo estrechó en sus brazos, y regó con sus lágrimas el
cuello del anciano.

—¿A qué vienen esos lloros? —dijo este sofocando su emoción—. Hija
de mi alma, nos veremos en la gloria, a donde yo he tenido la suerte
de ir antes que tú. De mi imperecedera fama en el mundo, tú sola, tú
serás única heredera, porque me asististe y amparaste en mis últimos
días. Tu nombre, como el mío, pasará de generación en generación... No
llores: llena tu alma de alegría, como lo está la mía. Hoy es día de
triunfo; esto no es muerte, es vida. El torpe lenguaje de los hombres
ha alterado el sentido de todas las cosas. Yo siento que penetra en mí
la respiración de los ángeles invisibles que están a mi lado, prontos a
llevarme a la morada celestial... Es como un fresco delicioso..., como
un aroma delicado... Adiós..., hasta luego, hija mía... No olvides
mis dos recomendaciones, ¿oyes? Vete con ese hombre..., ¿oyes?..., los
apuntes... Adiós, mi glorioso destino se cumple... ¡Viva yo! ¡Viva
Patricio Sarmiento!

Desprendieron a Sola de sus brazos; tomola en los suyos el alcaide para
prestarle algún socorro, y don Patricio salió de la capilla con paso
seguro.

El padre Alelí le ató un crucifijo en las manos, y Salmón quiso ponerle
también una estampa de la Virgen; pero opúsose a ello el reo diciendo:

—Con mucho gusto llevaré conmigo la imagen de mi Redentor, cuyo ejemplo
sigo; pero no esperen vuestras paternidades que yo vaya por la carrera
besando una estampita. Adelante.

Al llegar a la calle, presentáronle el asno en que había de montar, y
subió a él con arrogantes movimientos, diciendo:

—He aquí la más noble cabalgadura cuyos lomos han oprimido héroes
antiguos y modernos. Ya estoy en marcha.

Al llegar a la calle de la Concepción Jerónima y ver el inmenso gentío
que se agolpaba en las aceras y en los balcones, en vez de amilanarse,
como otros, se creció, se engrandeció, tomando extraordinaria altitud.
Revolviendo los ojos en todas direcciones, arriba y abajo, decía para
sí:

«Pueblo, pueblo generoso, mírame bien, para que ningún rasgo de mi
persona deje de grabarse en tu memoria. ¡Oh! ¡Si pudiera yo hablarte
en este momento!... Soy Patricio Sarmiento, soy yo, soy tu grande
hombre. Mírame y llénate de gozo, porque la libertad, por quien muero,
renacerá de mi sangre, y el despotismo que a mí me inmola perecerá
ahogado por esta misma sangre, y el principio que yo consagro muriendo,
lo disfrutarás tú viviendo, lo disfrutarás por los siglos de los
siglos».

El murmullo del pueblo crecía entre los roncos tambores, y a él le
pareció que toda aquella música se juntaba para exclamar:

—¡Viva Patricio Sarmiento!

El padre Alelí le mostraba el crucifijo que en su mano llevaba, y le
decía que consagrase a Dios su último pensamiento. Después el venerable
fraile rezaba en silencio, no se sabe si por el reo o por sus jueces.
Probablemente sería por estos últimos.

Al llegar a la plazuela, Sarmiento extendió la vista por aquel mar de
cabezas, y viendo la horca, dijo:

—¡Ahí está!... Ahí está mi trono.

Y al ver aquello, que a otros les lleva al postrer grado de
abatimiento, él se engrandeció más y más, sintiendo su alma llena de
una exaltación sublime y de entusiasmo expansivo.

—Estoy en el último escalón, en el más alto —dijo—. Desde aquí veo al
mísero género humano, abajo, perdido en la bruma de sus rencores y de
su ignorancia. Un paso más, y penetraré en la eternidad, donde está
vacío mi puesto en el luminoso estrado de los héroes y de los mártires.

Al pie de la horca, rogáronle los frailes que adorase al crucifijo, lo
que hizo muy gustoso, besándolo y orando en voz alta con entonación
vigorosa.

—Muero por la libertad como cristiano católico —exclamó—. ¡Oh, Dios a
quien he servido, acógeme en tu seno!

Quisieron ayudarle a subir la escalera fatal; pero él, desprendiéndose
de ajenos brazos, subió solo. El patíbulo tenía tres escaleras: por la
del centro subía el reo, por una de las laterales el verdugo y por la
otra el sacerdote auxiliante. Cada cual ocupó su puesto. Al ver que el
cordel rodeaba su cuello, Sarmiento dijo con enfado:

—¿Y qué? ¿No me dejan hablar?

Los sacerdotes habían empezado el Credo. Callaron. Juzgando que el
silencio era permiso para hablar, el patriota se dirigió al pueblo en
estos términos:

—Pueblo, pueblo mío, contémplame y une tu voz a la mía para gritar:
¡Viva la...!

Empujole el verdugo y se lanzó con él.

Cayeron de rodillas los sacerdotes que habían permanecido abajo, y
elevando el crucifijo, exclamaron consternados:

—¡Misericordia, Señor!

La muchedumbre lanzó el trágico murmullo que indicaba su curiosidad
satisfecha y su fúnebre espanto consumado.

El padre Alelí dijo tristemente:

—Desgraciado, sube al limbo.



XXIX


¿Qué sabía él?... A pesar de ser fraile discreto y gran sabedor de
teología, ¿qué sabía él si su penitente había ido al limbo, o a otra
parte? ¿Quién puede afirmar a dónde van las almas inflamadas en
entusiasmo y fe? ¿Habrá quien marque de un modo preciso la esfera donde
el humano sentido merecedor de asombro y respeto, se trueca en la
enajenación digna de lástima? Siendo evidente que en aquella alma se
juntaban con aleación extraña la excelsitud y la trivialidad, ¿quién
podrá decir cuál de estas cualidades a la otra vencía? Glorifiquémosle
todos. Murió pensando en la página histórica que no había de llenar, y
en la fama póstuma que no había de tener. ¡Oh, Dios poderoso! ¡Cuántos
tienen esta con menos motivo, y cuántos ocupan aquella habiendo sido
tan locos como él, y menos, mucho menos sublimes!


FIN DE «EL TERROR DE 1824»


Madrid, octubre de 1877.




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