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Title: Ganarás el pan...
Author: Mata, Pedro
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Ganarás el pan..." ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.



GANARÁS EL PAN...



OBRAS DEL MISMO AUTOR


NOVELAS

  GANARÁS EL PAN... (Primer premio en el Concurso de novelistas del
  siglo XX.) (Tercera edición.)

  LA CATORCE. (Quinta edición.)

  CORAZONES SIN RUMBO. (Quinta edición.)

  UN GRITO EN LA NOCHE. (Quinta edición.)


EN PRENSA

MUÑECOS.


EN PREPARACIÓN

LOS OJOS VERDES.


NOVELAS CORTAS

NI AMOR NI ARTE. — CUESTA ABAJO. — LA CELADA DE ALONSO QUIJANO. — MI
PRIMERA AVENTURA. — EL MISTERIO DE LOS OJOS CLAROS. — LOS CIGARRILLOS
DEL DUQUE. — LA PAZ DEL HOGAR. — LA EXCESIVA BONDAD. — EL CRIMEN DE LA
CALLE DE PONZANO.


TEATRO

  EL DEBER. Comedia en dos actos. (En colaboración.)
  LA OTRA. Comedia en un acto. (Idem.)
  EN LA BOCA DEL LOBO. Drama en un acto.
  LA GOYA. Drama en un prólogo, un acto y un epílogo.
  LA SOMBRA. Comedia en tres actos. (En colaboración.)
  UNO MENOS. Drama en un acto.
  EL TORRENTE. Comedia en cuatro actos.


VERSOS

PARA ELLA Y PARA ELLAS. (Segunda edición.)



  PEDRO MATA


  GANARÁS EL PAN...

  PRIMER PREMIO DEL CONCURSO DE NOVELISTAS DEL SIGLO XX


  TERCERA EDICIÓN


  MADRID
  EDITORIAL PUEYO
  Calle del Arenal, 6.
  1919



  ES PROPIEDAD

  Derechos reservados para todos
  los países.

  Copyright by, Pedro Mata, 1919.


Imprenta Helénica. Pasaje de la Alhambra, núm. 3. Madrid.



I


Los grandes focos eléctricos del teatro Real despedían torrentes de luz
sobre las aceras mojadas. Vendedoras de flores y periódicos, curiosos,
desocupados y mendigos se atropellaban en la puerta permitiendo a duras
penas la entrada del público. Los coches al pasar acortaban un momento
su marcha; algunos se detenían para que las personas que los ocupaban
se apeasen, y partían de nuevo veloces, quebrando en fragmentos el
cristal de los charcos que la lluvia dejó en el arroyo.

En el salón se extendía, compacta, como un solo conjunto, la alegre
muchedumbre. Las lámparas eléctricas arrancaban de ella matices
vivísimos, tintes de iris; centelleo de escamas al reflejarse sobre los
suaves terciopelos, las brillantes sedas, los satinados rasos y los
mantones de Manila que, como frescas manchas de paleta, se destacaban
del monótono negro de los fracs.

Un movimiento continuo, una agitación incesante, extendíase por todo
el salón. Oleadas de gente en corrientes diversas iban y venían de
un extremo a otro. Voces, gritos, canciones, chistes y carcajadas.
Formábanse corrillos, rinconcitos de intimidad en los que se hablaba
en voz baja, cuchicheando, produciendo un ruido semejante al de los
gorriones al nacer el día. Arriba, en los palcos, las máscaras se
abanicaban lánguidamente contemplando con indiferencia las apreturas
de la muchedumbre. Casi todas charlaban y reían. Las menos, con los
codos apoyados sobre el terciopelo de las balaustradas, seguían con
interés las oscilaciones del salón, mostrando la satinada blancura de
su garganta y el brillo de sus ojos más negros todavía que los negros
antifaces. Cruzaban de un extremo a otro como raudas saetas frases
y serpentinas, y en brillante lluvia caían de los palcos policromos
_confetti_ y escalas argentinas de carcajadas.

La agitación y el movimiento crecían cada vez más. Las puertas seguían
vomitando oleadas de gente. Las copas en los palcos corrían de mano en
mano, tan pronto vacías como coronadas de blanca espuma; chocaban con
cristalino tintineo contra el gollete de las botellas, y sonaban cual
salvas de alegría los secos taponazos del _champagne_.

Hacía calor. Las caras comenzaban a enrojecer. Brillaban los ojos
detrás de las caretas. La sala entera parecía vacilar excitada por el
vértigo del baile, por la locura de la alegría, por la embriaguez del
vino y la borrachera del placer. El director de orquesta levantó la
batuta: en el aire se esparcieron, vibrando, las locas, las alegres
notas de un vals de Chueca.

Manolo Ruiz entró en este momento en el salón. Vio el desfile de
cintas, flores, plumas, sedas, adornos y gasas, el armonioso conjunto
de mujeres hermosas, hombros desnudos, gargantas incitantes, pupilas
que el deseo abrillantaba, labios sangrientos, húmedos y rojos que
dejaban ver los dientes chiquitos y blancos. Oyó carcajadas de fiesta,
frases de alegría, sintió vibrar en sus oídos las notas del vals,
y volviéndose a Luis Gener, que le seguía pausadamente, ladeado el
sombrero, alta la cabeza y los pulgares de las manos en las comisuras
del chaleco, le dijo entusiasmado, con encantadora ingenuidad:

—¡Muchacho, lo que nos vamos a divertir!

Y como viera que Luis por toda contestación se encogía de hombros, echó
a andar de nuevo hacia el centro del salón sin preocuparse ya de él,
alegre, satisfecho, repartiendo empujones y codazos, frases y sonrisas,
pisotones y requiebros.

—¡Eh, Perico! —exclamó dirigiéndose a un joven que cerca de él bailaba
con una muchacha vestida de locura—. ¿Me cedes la pareja? ¡Qué demonio!
Alguna vez han de prestar los guapos.

Y antes de que el otro pudiera contestar, le quitó la máscara y se
marchó con ella.

Perico se acercó a saludar a Luis.

—¿Tú por aquí?

—¡Pch!, se ha empeñado Manolo en que viniéramos...

—¿Sigue tan loco...?

—Como siempre, ya ves... Genio y figura... Pero ahora me alegra mucho
haber venido. Está esto animadísimo.

Un brusco vaivén de la muchedumbre los separó obligándoles a cortar el
diálogo. Cuando volvieron a reunirse, dijo Perico:

—Aquí nos van a aplastar. Vámonos al palco.

—¿Ah, pero tienes palco?

—Como si fuera mío; el de Sánchez Cortina; él lo paga todo.

—¿Sánchez Cortina?

—Sí, hombre, el que fue director de Penales.

—Ah, sí...

—¡Claro! Si le conoce todo el mundo. Te presentaré. Es una bellísima
persona. Verás.

Subieron. La puerta del palco estaba cerrada. Dentro se oían chillidos
agudos, crujir de sedas y risas ahogadas. Perico llamó discretamente
con los nudillos.

—¿Quién?

—Abra usted, don Juan, soy yo.

Abriose la puerta y apareció don Juan Sánchez Cortina arrellanado sobre
el diván del antepalco, las piernas extendidas, el cabello en desorden,
la corbata deshecha y el chaleco desabrochado.

—Entre usted, hombre, entre usted —exclamó sin moverse—; ¿dónde
demonios ha ido? Hace media hora que le están a usted echando de menos
estas chicas.

Y señalaba a las dos que con él había, un precioso _pierrot_ de
dieciocho a veinte años y un bebé blanco de raso y piel, una especie
de gatita de Angora. Al divisar a Luis, se puso bruscamente en pie,
avergonzado.

—Mi amigo don Luis Gener, periodista y escritor... Don Juan Sánchez
Cortina, diputado a Cortes...

—Celebro tanto...

—Tengo mucho gusto...

—Me he tomado la libertad de invitarle.

—Y ha hecho usted perfectamente. Entre usted, señor. Amalia, sirve a
este caballero una copa de jerez; de jerez o de _champagne_; ¿prefiere
usted _champagne_?

Mientras Amalia descorchaba la botella, Luis observaba disimuladamente
al diputado. Era este hombre de unos cincuenta años, bajo de estatura,
rechoncho de cuerpo, ojos expresivos y grandes bigotes a la borgoñona.
Su carrera política no podía ser más brillante. Harto de arrastrar los
tacones torcidos de sus botas por las redacciones de los periódicos y
los pasillos del Congreso sin conseguir ganar una peseta, fue a parar
un día por arte y poder de unas oposiciones a la notaría de un pueblo
de la Mancha. Allí logró enamorar a la hija del cacique, una palurda
bastante fea, pero cuyo padre era dueño absoluto y despótico de tres
distritos. A los veintisiete años le eligieron diputado provincial,
a los treinta, diputado a Cortes, a los treinta y cinco, gobernador
civil, y a los cuarenta, director de Penales. Asegurábase que Silvela
le había prometido una cartera en la primera crisis, cediendo a las
imperiosas exigencias del cacique, quien cada vez más entusiasmado
con los triunfos de su yerno, había hecho la cuestión de gabinete
amenazando marcharse con Montero si no se le nombraba en seguida
ministro. Pero esto, después de todo, no eran más que rumores.

El vals había terminado. Las máscaras abandonaban el salón cogidas del
brazo de su pareja, materialmente colgadas, arrastrándose, dejándose
llevar, fatigadas, sudorosas, con el tocado en desorden y las mejillas
encendidas bajo el terciopelo de los antifaces. Los palcos desiertos
momentos antes, se llenaron nuevamente de disfraces, alegres colorines
que se destacaban en el fondo oscuro como flores en reja andaluza.
Volvieron los _confetti_ a caer en lluvia brillante sobre la alfombra y
las serpentinas entrelazándose tejieron en el aire dibujos primorosos,
frágiles techos que al menor movimiento se quebraban y caían en
montones policromos. Se hablaba a gritos, a grandes voces, de grupo
a grupo, de extremo a extremo, de palco a palco. La charla era cada
vez más animada, los chistes más crudos, las bromas más atrevidas,
las carcajadas más sonoras. A pesar de las severas prohibiciones de
los carteles profusamente distribuidos en los sitios más visibles,
centenares de cigarrillos elevaban sus espirales grises que enrarecían
la atmósfera demasiado recargada ya de esencias y perfumes, una
atmósfera acre, pesada, calurosa, que asfixiaba los pulmones y secaba
las fauces.

De nuevo se escanciaron los vinos, los vinos alegres, los vinos
dorados: manzanilla olorosa que quita las penas y montilla que aviva el
ingenio y jerez que enciende la sangre y rubio _champagne_, ese vino
que suena con estampido de fiesta al descorcharse y ríe después en las
copas con blancas carcajadas de espuma.

—Está bien esto, ¿verdad?

—Sí, muy bien, muy bien, como nunca.

Y reclinándose sobre la barandilla pasearon la mirada curiosa por el
salón entero. Las dos muchachas querían saberlo todo, averiguarlo
todo, especialmente Petrita, la gatita de Angora, a quien los vistosos
trajes de las grandes _cocottes_, sus peinados llamativos, sus adornos
chillones, toda aquella confusión de telas y joyas, de relumbrón y de
oropel, fascinaban sobremanera haciéndole abrir con admiración sus
grandes ojazos de bebé. Castro contestaba amablemente a sus preguntas
con la suficiencia del hombre que conoce de sobra el terreno que
pisa, no concretándose a citar nombres y apodos, sino profundizando
en intimidades, relatando aventuras, anécdotas e historias. Aquella
rubia espléndida de la platea era Lola Guzmán, altiva, soñadora, eterna
perseguidora de fantasmas, constante Margarita Gautier. Aparecía y
desaparecía bruscamente de la vida galante como foco mal preparado que
se enciende y se apaga, viviendo tan pronto en suntuosos hoteles como
en altas buhardillas con pájaros y flores y amores tranquilos de poeta
romántico, rápidas transiciones de la realidad al idealismo. Aquella
otra del mantón de Manila era Paca Rey, cordobesa, bravía, generosa,
con sangre moruna en las venas y pasiones de fiera en el alma. Aquella
otra delgaducha, menuda de cuerpo, de ademanes nerviosos y actitudes
desvergonzadas, que reía como una loca sentada a horcajadas sobre aquel
caballero gordo, Rosarito, la hija de la célebre Rose d’Ivern, la que
durante dos meses electrizó de terror al público de París, dejándose
clavar alrededor de su cuerpo de estatua docena de puñales hasta que
una noche al bárbaro de su marido se le fue la mano y le clavó uno
de los cuchillos en el cuello, a dos centímetros de la yugular. La
mujer tomó desde aquel momento horror al oficio, y aprovechándose de
que al artista le habían metido en la cárcel, se fugó convaleciente
apenas, con un comisionista alemán de aparatos higiénicos, Herr
Schuffter, el mismo que dos años después estableció el magnifico
almacén de bicicletas en la calle de Cádiz. Rose estaba también en el
teatro, allí arriba en un palco segundo, hermosa todavía a pesar de
sus cuarenta años, apetitosa aún con sus redondas carnes de jamona
bien conservada y su pelo teñido de rubio. Aquel caballero escuálido y
seco, de mirada tristona, que a su lado descorchaba una botella, era
su amante, Jerónimo Ulzurrun, un vizcaíno millonario, mitad banquero,
mitad prestamista, a quien la fiebre de lucro había aniquilado antes
de tiempo, envejeciendo su cuerpo vigoroso y anulando su voluntad de
hierro.

Y como Petrilla, siempre curiosa, pidiese más detalles, Castro los dio
gustoso. Hasta hace poco tiempo habían vivido juntas madre e hija; pero
como aquella observase que el banquero miraba a Rosarito con más que
cariñosa complacencia, se deshizo de ella dejándola vivir por cuenta
propia.

—¡Pobrecilla! ¿Estará desesperada?

—No, ¿por qué? Ella misma reconoce que es la cosa más natural del
mundo. La otra tarde me lo decía. Mamá está ya muy estropeada. Hace
muy bien en no querer vivir conmigo; yo en su lugar haría lo propio.

—¡Pero esto es horrible!

—¡Qué quieres! Es la vida.

Y como si, en efecto, fuese aquello la cosa más natural del mundo,
Castro cambió de conversación y siguió mostrando a Petrita las
_cocottes_ de moda. María Luisa, siempre joven, hermosa y fresca,
como madona del Ticiano; Nati, irreflexiva y desenvuelta, graciosa y
descarada, como chulilla madrileña. Isabel, la _Alegría_.

—De esa, Luis te puede dar detalles; ha sido novia suya.

Luis protestó.

—No es cierto; nada más que amiga, amiga nada más.

—Bien, como quieras; no discutamos —dijo Perico sin alterarse.

Y siguió mostrando mujeres. Pepita Cruz, la bella Pepita, la estrella
de Romea, la reina de las sevillanas, y Maruja la de los ojos tristes
y Julia la de las manos liliales, menudas, cuidadas, divinas, manos de
Botticelli. Y en fin, escandalizando una platea, alegres, inquietas,
nerviosas, como pájaros en jaula dorada, Mimi Pinson, Liane de Agni,
Marie Duval, Lise Juvert, toda la _troupe de danseuses_, _gommeuses_,
_chanteuses_, _diseuses_ y demás acabadas en _euses_ del Petit Salon.

—Mirad, mirad —interrumpió bruscamente Amalia mostrando a un muchacho
pálido y ojeroso que en medio del salón pisoteaba furiosamente la
chistera—. ¡Qué gracioso! Le ha dado la borrachera por proteger al
sombrerero.

—¡Toma! Si es Bedmar.

—¿Antoñito?

—El mismo.

—¡Qué borrachera tiene!

—Como siempre.

—¡Pobrecillo!

—¡Qué lástima de hombre!

Todos, incluso Sánchez Cortina, se desataron en frases compasivas.
¡Pobre muchacho! ¡Qué lástima de chico! Hubiera sido el primer poeta de
España, de no existir el aguardiente. Pero el maldito vicio le tenía
embrutecido, hecho una lástima. Así y todo escribía de cuando en cuando
versos hermosísimos. Asegurábase que la culpa de su embrutecimiento
la tenía una mujer, una tiple a quien conoció en el teatro de San
Fernando, enamorándose tan locamente de ella, que de buenas a primeras
resolvió casarse, con el consiguiente escándalo de la buena sociedad
gaditana y el natural asombro del almirante Bedmar, padre de Antonio
y capitán general del Departamento. El almirante no se anduvo en
chiquitas; cogió al muchacho y le metió de grumete en un barco de
guerra; pero el chico, que se encontraba en el periodo bruto del amor,
a los veinte días de encierro se echó una noche al agua, ganó a nado
la costa, y debajo de la banqueta de un coche de ferrocarril se plantó
en Madrid, a uno de cuyos teatros había venido a trabajar su adorada.
El general tomó la cosa por lo serio, y decidido a no tolerar más
disgustos de aquel muñeco, le abandonó a su suerte, cerrándole todas
las puertas y negándole toda clase de auxilios. Antoñito, que conocía
el carácter de su padre, y sabía que nunca le perdonaría la trastada,
se puso a trabajar con verdadero ahínco, y aquel mismo verano, gracias
a las imposiciones de la tiple, estrenó en Eldorado una revista que
alcanzó gran éxito. Tras la revista vino una zarzuela, tras la zarzuela
un juguete en Lara, y tras el juguete un poema, poema en el cual se
revelaba Antonio como artista verdaderamente genial, de inspiración y
grandes vuelos. Dado el primer paso, los demás fueron serie continuada
de triunfos. Todos los españoles aprendieron de memoria sus versos, los
recitaron todos los labios, vibraron en todos los oídos. Bruscamente
dejó de trabajar. En vano le pedían original, en vano le buscaban
los periódicos, en vano le solicitaban los editores. Antoñito Bedmar
no trabajaba. Veíasele de taberna en taberna, de colmado en colmado,
sucio, desaliñado, borracho perdido. Elenita Samper habíale dejado; y
él impotente para desterrarla de su corazón, se embrutecía lentamente
buscando en el alcohol la dicha del olvido. De tarde en tarde, cuando
el hambre le apretaba mucho, escribía una revista, una zarzuela,
cualquier cosa que vendía por veinticinco o treinta duros, a veces
para que otro la firmase. Poesías sueltas, escritas con lápiz, al
dorso de un anuncio, sobre la mesa de un café; poesías cortas, crudas,
nerviosas; esqueléticas, postreras notas de su corazón envenenado.

—¿Y Manolo? —preguntaron a un mismo tiempo Luis y Perico—, ¿dónde
estará?

Manolo, por su parte, hacía media hora que andaba por el salón buscando
a Luis.

—¿Dónde se habrá metido? Es capaz de haberse marchado —pensaba.

Por fin le divisó arriba, en el palco, al lado de Perico.

—¡Eh! ¡Luis! ¡Castro!

—¡Subeee!

—¿Qué número es?

—Siete, principal.

—¿Tenéis vino?

—Sí.

De pronto, una máscara que detrás de él se había colocado sin que lo
advirtiese, le dio con la enguantada mano dos golpecitos en el hombro
al propio tiempo que le decía burlonamente:

—¿Tú aquí, Manolito? ¿Desde cuándo te deja mamá salir solo de casa?

Enmudeció Manolo, giró sobre sus talones, y quedó mirando a su
interlocutora perplejo e indeciso, azorado y confuso, con esa cara de
miedo que ponen los guardias de servicio en el callejón de la plaza
cuando un toro salta la barrera. Y como la sorpresa y la emoción le
impedían coordinar una frase ingeniosa, contestó sencillamente:

—¡Hola, Luisa! ¿Cómo estás?

Ella no pareció maravillarse mucho de la prontitud con que había sido
conocida.

—De seguro —dijo— que en este momento en todo el mundo pensabas menos
en mí.

—Sería una tontería negarlo.

—Pues yo soy, hijo, soy yo.

En efecto: era ella. Más alta, más gruesa, más hermosa si es posible,
pero la misma. Aquellos ojos negros, grandes como el abismo, que
brillaban detrás de la careta, eran los mismos que tres años antes le
miraban abrasadores; aquellos brazos de blanquísima carne que veía a
través de las mangas de gasa, eran los mismos entre los cuales descansó
tantas veces; aquellos labios, rojos y frescos, eran los mismos que
tres años antes le habían entusiasmado con sus palabras seductoras,
haciéndole soñar con la felicidad que surge de la unión de dos seres.
Era la misma, sí, con su aspecto desenvuelto, gracioso y lascivo, que
se aparecía nuevamente en su camino para arrebatarle la tranquilidad,
para robarle otra vez el albedrío, para volver a atarle con los lazos
de un cariño que tantísimo trabajo le costó romper. Cariño aletargado
por la ausencia de tres años, y que ahora en su presencia despertaba,
más vital que nunca, ansiando reanudar el idilio interrumpido tan
bruscamente.

Sin embargo, procuró dominarse. Entre Luisa y él no podía haber ya
nada, había terminado todo para siempre. Así que, forzando una sonrisa,
le dijo con el tono más indiferente que encontrar pudo.

—¿Qué es de tu vida? ¡Cuánto tiempo sin verte!

—Llegué ayer de Lisboa.

—Ah, vamos, y hoy te pedía el cuerpo alegría, y has venido al baile. No
está mal.

—¡Valiente cosa te importa a ti lo que yo haga!

—No, hija, me tiene completamente sin cuidado.

—Gracias. Pues, mira: ¿sabes a qué he venido esta noche? A verte. Sabía
que estarías aquí.

—Ya es saber, porque hace dos horas no lo sabía yo.

—Pues ya ves si he acertado.

—Como que tú eres muy lista.

—A mí tus guasas... Necesito hablar contigo. Tengo muchísimas cosas que
decirte.

—Y que yo escucharía con muchísimo gusto si me fuera posible, pero no
puede ser. Me están esperando en aquel palco.

—Déjalos que esperen; otras veces he esperado yo.

—No, no es posible, te aseguro que no es posible.

—Como gustes. No quiero que por mí te violentes. ¿Cuándo nos veremos?

—Cuando tú quieras.

—¿Mañana? Ve a casa. Vivo sola. ¿A qué hora irás? Ve a las ocho,
¿quieres? Cenaremos juntos. Como otras veces, ¿te acuerdas?

¡Ya lo creo que se acordaba! Por eso precisamente, porque se acordaba
no quería ir.

—Te espero, ¿eh?, Ballesta, dieciséis, segundo. ¿Irás?

¡Qué había de ir! Si tenía miedo de sí mismo, de encontrarse a solas
con ella y que sus miradas, sus sonrisas, su ideal belleza le hicieran
quebrantar el propósito que se había formado de mantenerse firme. ¡Qué
había de ir, si comprendía que aún la amaba, si estaba seguro de caer
nuevamente en sus brazos!

—No sé, no sé... Si tengo tiempo...

De pronto, ambos palidecieron, se acordaron de lo mismo.

—¿Está buena, verdad? —preguntó él en voz baja, muy baja, llena de
emoción.

—Sí, la tiene mi hermana. Está ya muy alta, muy alta...

—¿Sí?

—Muy alta y muy bonita.

—Dale muchos besos de mi parte.

Miráronse un instante cara a cara, y al choque de esas miradas,
brillaron los ojos y enrojecieron las mejillas; las manos unidas se
estrecharon nerviosas, la sonrisa desapareció de sus labios, una sombra
de tristeza pasó por su frente. ¡Aún se querían!

       *       *       *       *       *

Grande fue la sorpresa de todos al ver entrar en el palco a Manolo Ruiz
cabizbajo y mohíno.

—¿Qué te pasa?

Manolo se encaró con Luis, y con tono que podría ser solemne, pero que
en aquel instante resultaba espantosamente ridículo, le descerrajó este
pistoletazo:

—Dame la chapa del guardarropa.

Todos le miraron sorprendidos.

—¿Dónde vas?

—¿Qué te sucede?

—¿Se ha puesto usted malo?

—¿Has hecho conquista?

—¿Es guapa?

Manolo, por toda contestación, dijo que se iba a casa porque se
encontraba aburrido.

¡Pero este demonio de chico estaba loco! ¡Irse cuando la fiesta entraba
en su apogeo, cuando se habían marchado las personas decentes! ¡Irse
cuando quedaba todavía medio kilo de mortadela, uno de jamón en dulce,
tres docenas de emparedados, un salchichón de Vich, cuatro botellas de
Montilla, tres de Jerez y dos de Champagne...! Nada, no se le daba la
chapa; si quería marcharse, que se fuera... ¡a cuerpo!

—Bueno, pues la verdad; me voy porque he encontrado a Luisa. No me da
la gana de estar con ella y no tengo valor para verla en brazos de otro.

¡Pero este Manolo era imposible!

—¿A ti qué te importa, hombre, a ti qué te importa? —le gritaba Castro
cogiéndole de las solapas y zarandeándole como si fuera un pelele—. ¿A
ti qué te importa? ¿Vas a volver con ella?, ¿no?, pues entonces déjala
que baile y triunfe y se divierta; ¿no te diviertes tú? Pues, hombre,
estaría bonito que por una coqueta indecente te marchases ahora,
mientras ella se quedaba aquí gozando, divirtiéndose y burlándose
de ti, pobrecito tonto, que no sabes echarla de tu corazón. Si lo
que sobran en el mundo son mujeres. ¿Verdad, chiquillas? Mira, aquí
tienes dos; ¿ves qué bonitas? En cuanto tengas veinte duros, se dan de
puñaladas por tu cariño.

Manolo continuaba pensativo y triste.

—Vamos, está visto que tú no te animas mientras no se descorche el
_champagne_. Don Juan, con su permiso, voy a ofrecer una copa a este
pobre artista loco de remate.

—Sí, vino, vino; el vino disipa las penas.

—Como el sol disipa las nubes.

—Eso, como el sol disipa las nubes. Paso la imagen si me dan una copa.

—En seguida.

—No, nada de _champagne_; primero a comer; el _champagne_ lo último.

Colocaron los fiambres en los mismos papeles grasientos que los
contenían, encima de una silla, alrededor de la cual se sentaron todos.
Luis bebía más de lo regular y no le iba en zaga Perico Castro. Sánchez
Cortina, colorado como un cangrejo cocido, requebraba y galanteaba
a las muchachas con ese atrevido y picante lenguaje de los barrios
bajos. Se le había saltado el botón del cuello, y mostraba su pescuezo
limpio de vello, blanco como el de una matrona de Rubens. Petrita
cantaba _tientos_ y _soleares_ a media voz jaleada por Amalia, en tanto
que Manolo Ruiz, borracho ya, se empeñaba en referir a Cortina la
historia de sus amores. Viendo que el diputado no le hacía caso, fue
a contársela a Perico; pero este, de un salto, se plantó en el otro
extremo del palco, gritando horrorizado:

—¡No, a mí no, por Dios!, cuéntasela a Luis.

—¡Ca!, a mí tampoco. Me la sé de memoria: «Paseaba una tarde de junio
con Antonio Pezuela, cuando vimos dos chicas muy monas, al parecer
modistas». Así empieza; ¿ves cómo la sé? Anda, cuéntasela a Amalia que
no la sabe.

Manolo se enfadó y los llamó groseros y mal educados. Después sentose
al lado de Amalia, y quieras o no quieras, le espetó la historia:

—«Paseaba una tarde de junio con Antonio Pezuela...».

La tal historia que, referida por cualquiera hubiera sido sencillamente
una vulgaridad, en labios de Manolo resultaba una matraca horrible. El
pobre muchacho no había conocido más pasión que esta, y la idealizaba
en su imaginación de artista, queriendo hacer a todos partícipes de
aquellas tonterías que él apellidaba desengaños y traiciones.

Por fin Amalia se enfadó también, y le echó con cajas destempladas.

—¡Pues, señor, vaya una lata! Media hora de conversación para decir que
cuando la conoció llevaba la chica dos días sin comer, que la convidó a
un pollo con tomate; que agradecida al pollo le hizo caso; que tuvo con
ella un chico, y que a los dos años se vio obligado a mandarla a paseo
porque se la pegaba siete veces por semana. Pues, hijo, paciencia y
aguantarse... Haber tenido dinero. ¿Qué iba a hacer la chica con quince
duros al mes?

Todos los presentes asintieron; Amalia tenía razón. ¿Qué iba a hacer la
pobre con quince duros?

Petrita fue la única que no estuvo conforme. ¿Qué iba a hacer? Pues
sufrir y pasar fatigas. ¿Había o no había cariño? Pues si le había,
¿qué importaba lo demás? Cuando se quiere de veras, las privaciones
no se sienten. Lo sabía por experiencia. También ella había pasado
con su novio días muy malos, sin tener que comer, y arropándose solo
con una manta. Pero ¿y qué? Cuando tenían frío, se pegaban el uno al
otro; cuando no había que comer, se comían a besos. Lo principal era
el cariño. Aquella Luisa era una mujer sin corazón, indigna de que
ninguna persona decente la mirase a la cara. ¡Ah, si ella hubiera
encontrado un hombre así! Estaba visto; cuanto peor se portaba una más
la querían.

Se habían comido todo el jamón y bebido todo el montilla. Solo quedaban
dos o tres emparedados, algunas rajas de salchichón esparcidas sobre
los papeles, una botella de _champagne_ y dos de jerez.

Luis, pálido, muy pálido, con la barba apoyada en las manos y los codos
en la barandilla, miraba al salón. Sánchez Cortina parecía próximo a
sufrir un ataque apoplético. Castro desternillábase de risa al ver
las extravagantes muecas de Amalia a quien el _champagne_ se le había
introducido por las narices, produciéndole un incómodo cosquilleo que
la hacía estornudar estrepitosamente, en tanto que Manolo y Petrita,
sentados en un rincón del antepalco, charlaban en voz baja, con la
animación de dos personas que empiezan a entenderse.

Al compás de las notas de una habanera las parejas balanceábanse
torpemente en el salón sin mover apenas los pies, sin cambiar de
sitio, con la torpeza del cansancio, con la pesadez de la fatiga.
Desprendíanse marchitas la flores de las cabelleras despeinadas
y se desataban las cintas de los antifaces dejando ver las caras
borrachas. Era el penúltimo baile, si baile puede llamarse a aquel
torpe vaivén de cuerpos al compás de una música lasciva y quejumbrosa.
Las máscaras elegantes habían desaparecido. Algunas volvían, con los
abrigos puestos, a echar una última ojeada y se quedaban de pie, en
las puertas, esperando las primeras notas del pasodoble final para
marcharse. Solo se veían bebés de percalina, dominós de satén, pierrots
baratos; alguno que otro mantón de Manila que destacaba sus flores
brillantes. Los bastoneros paseaban de un lado a otro, retirando con
el extremo de sus largos palos montones de serpentinas enlazadas.
Ya no llovía _confetti_, ya no se oían bromas. Las parejas caían
fatigadas sobre los sillones. Los hombres charlaban entre sí, graves,
serios, formales, con las pecheras arrugadas, la corbata deshecha, el
aburrimiento en los ojos. El palco de Rose d’Ivern estaba vacío. Las
artistas del Petit Salon se habían marchado. Lola Guzmán oía embelesada
la charla de un poeta melenudo con cara de Cristo. Solo Rosarito seguía
riendo como una loca, con el caballero gordo, riendo siempre, siempre
riendo con francas carcajadas cristalinas.

Fue preciso despertar a Sánchez Cortina, que se había quedado dormido
sobre el diván. Entre Luis y Perico tuvieron que llevársele cogido del
brazo, como a un niño perezoso y mal criado, después de haberle puesto
al cuello la toquilla de Petra para que no se constipase. Castro se
marchó con él en un coche de punto. Manolo fue en busca de otro con
Petrita y Amalia, y Luis echó calle del Arenal abajo, subido el cuello
del gabán, ladeado el sombrero, las manos en los bolsillos, tarareando
el pasodoble, indiferente al frío y a la lluvia.



II


Al llegar a la esquina del café de Fornos, se detuvo un instante,
indeciso.

Por la calle de Alcalá subía, con dirección al Prado y Recoletos,
inmenso gentío, masa enorme cuyas oleadas aumentaban de minuto en
minuto, muchedumbre abigarrada y caprichosa, apiñado conjunto de
cabezas dominadas por la misma fiebre de curiosidad, por el mismo afán
de ver y divertirse, constante flujo y reflujo que barría la ancha
calle extendiéndose de acera a acera entre empujones y codazos, bajo el
polvo de la atmósfera que el sol hacía resplandecer como lluvia de oro,
en tanto que los carruajes, en fila, caminaban con lentitud uno tras
otro como eslabones de inmensa cadena.

También él pensaba subir a Recoletos, pero más tarde, cuando cesase
la avalancha. Tomaría un coche a pagar a medias con cualquier amigo y
se llegarían hasta la estatua de Colón con objeto de darse cuenta del
aspecto de las tribunas y contemplar un instante las carrozas. Ahora lo
sensato era entrar en Fornos y aguardar tranquilamente que cesase el
torbellino.

Con gran sorpresa encontró «su mesa» vacía.

—¡Cómo! ¿No ha venido nadie?

—Sí, señor, han venido todos, pero se han marchado ya —le contestó
Paco, el mozo.

—¿Manolo también?

—No, Manolo es el único que no ha venido.

—Entonces, ¿quiénes son todos?

—Pues, todos... Castro, Pedrosa, Cañete, Bedmar —Paco los trataba a
todos con gran familiaridad. Inconvenientes del crédito, que decía
Bedmar filosóficamente—. Sí, señor —añadió vertiendo unas gotas de agua
en la mesa y restregándola después con el paño—, se han marchado a ver
las máscaras. Digo yo, porque como está el día tan hermoso..., ¡qué
tiempo este de Madrid, ¿eh?, ayer lloviendo y hoy un sol de gloria!
¿Qué va a ser?

—Una copa de _kirsch_.

—No tome usted eso; irrita y, además, es caro.

Paco se permitía interesarse por la salud y por el dinero de sus
parroquianos.

—Es que tengo el estómago malucho, hombre.

—¡Claro!, habrá usted bebido anoche demasiado en el baile. ¡Qué
jóvenes, qué jóvenes! Le voy a traer a usted una tacita de té con
aguardiente. Eso le sentará muy bien.

Y sin esperar contestación, Paco se marchó a la cocina satisfechísimo
por haber evitado que un parroquiano suyo tomase aquella bebida tan
cara y tan irritante.

El sol se filtraba por las ventanas de colores, cayendo en haces rojos,
en rayos amarillos, en hilos verdes sobre el mármol pulido de las
mesas, haciendo resaltar la porcelana y la cristalería, abrillantando
las negras estatuas que como esfinges mudas se erguían rígidas e
inmóviles bajo los macizos candelabros. Lucían las pinturas de los
techos cual si estuviesen recién barnizadas, y los dorados destacaban
sus notas alegres del fondo uniforme del artesonado, mientras que allá,
cerca del mostrador, en los saloncitos interiores, la luz difusa,
amortiguada por la claraboya, confundía los tonos, borraba los matices,
fundía en uno solo todos los colores, la gama toda de los verdes, el
verde oscuro de los divanes, el verde esmeralda de las columnas, el
verde pajizo de los capiteles, el verde azulado de los techos, sin más
nota alegre que la misma claraboya, donde un pájaro heráldico extendía
en un cielo de cristal esmerilado sus alas policromas.

Enfrente de él un grupo numeroso, tan numeroso que ocupaba tres mesas,
discutía acaloradamente sobre algo muy importante, a juzgar por las
interjecciones y las palabras sueltas que se oían. A la derecha un
caballero leía atentamente _El Imparcial_; otro hojeaba el _Anuario
del Comercio_ tomando notas y buscando señas que apuntaba luego en
un pequeño cuaderno. Más allá dos jóvenes, dos niños casi, charlaban
en voz baja, y en la última mesa, en el rincón del saloncito,
completamente solo delante de su mesa vacía y su copa de agua con
aguardiente que el sol hacía brillar como ópalo inmenso, un individuo
escribía afanoso cuartillas y cuartillas. Era un tipo extraño. Podía
tener treinta años y podía tener cincuenta. Su barba rubia, hirsuta
y mal cuidada, demasiado poblada en las mejillas, daba a su cara
venerable aspecto de apóstol, que contrastaba con la mirada dura y fría
de sus ojos azules. A pesar de ir mal vestido, pobre y desaliñadamente
vestido, había en su persona un no se sabe qué de distinción y de
elegancia. Estaba por completo enfrascado en su trabajo, del que apenas
levantaba los ojos, escribiendo despacio, pausadamente, con trazos
duros, sin dudas ni tachones ni enmiendas, como hombre reflexivo que
sabe lo que escribe, cuartillas para imprenta, no cabía duda; bastaba
ver el título con grandes letras subrayadas y los asteriscos que
separaban los capítulos.

Infantil curiosidad se apoderó de Luis. ¿Quién sería aquel tipo?
¿Qué escribiría? Hubiera dado cualquier cosa por apoderarse de las
cuartillas y leerlas.

Tan preocupado estaba que no se dio cuenta de que su amigo Boncamí
había entrado en el café, hasta que le tuvo delante. Vicente Boncamí,
un pintor catalán muy francote y muy buena persona. El hombre venía
desesperado.

—Figúrese usted, que he tardado una hora en atravesar Recoletos. No
sé, no me explico con qué derecho se puede prohibir la circulación de
los ciudadanos pacíficos so pretexto de que unos cuantos imbéciles se
diviertan, si divertirse es disfrazarse de mamarracho y salir danzando
por esos paseos dando saltos y aullidos. Porque ¿se ha fijado usted en
que no hay una sola máscara artística? Han pasado delante de mí más de
trescientas y ni una sola he visto que revelase buen gusto. Ni una.
¿Pues y las comparsas esas de lisiados en calzoncillos, qué me dice
usted? Yo los fusilaba, palabra de honor.

—Sí, en efecto, debían prohibirlas.

—No, hombre, no, fusilarlos, créame usted, fusilarlos por leso delito
de estética. Qué, ¿estuvo usted anoche en el baile? —preguntó variando
bruscamente la conversación.

—Sí, ¿y usted?

—¿Yo?, no. No tenía billete, ni dinero, ni frac. Y aunque los hubiera
tenido; me pasa con los bailes de máscara lo que a Ventura de la
Vega con el Dante. Esa sucesión de saltitos, meneos y cabriolas me
ha parecido toda la vida cosa ridícula, rebajamiento de la dignidad
humana. Sí, ya sé lo que me va usted a decir: que lo que menos se hace
en esos bailes es bailar. Pero es que cuando no se baila se bebe, lo
cual es todavía mucho más estúpido y mucho más indigno.

—Déjese usted de filosofías. ¡Había cada mujer! ¡Qué mujeres, querido,
qué mujeres!

—También me lo figuro. Media docena de hembras superiores con sus
respectivos caballeros que las defenderían a capa y espada, y otra
media docena de gatas para los aficionados.

—Sí, gatas, gatas... Pregúntele usted a Manolo Ruiz si eran gatas.

—Manolo Ruiz es un imbécil. En cuanto una escoba con faldas le dice dos
veces seguidas que le quiere, ya está loco perdido.

—¡Pobre Manolo!

—No, si no le compadezco; todo lo contrario: le admiro, le envidio y le
venero. Feliz mortal, que tiene la inmensa dicha de idealizar cuanto le
rodea. Eterno Midas que convierte en oro puro cuanto sus manos tocan.
¡Lástima grande que no pueda hacer lo mismo con sus obras!

—Ahí ya no le admira usted, ¿verdad?

—Ni le compadezco tampoco. Le odio a muerte. Porque cuidado que el
hombre es malito de veras.

—Pues vea usted, gana dinero.

—¡Ya lo creo! Como que no hay semanario ilustrado que no publique un
dibujito suyo. ¡Y qué dibujos! Acabaditos, lamiditos, manoseaditos...,
¡monísimos! ¡Qué ojos aquellos tan bonitos, tan redondos, ni hechos
a bigotera! ¡Qué bocas!, siempre sonriendo, siempre enseñando los
dientes, iguales, pequeños, oliendo a elixir benedictino. ¡Qué manos!
Me río yo de las manos de Botticelli.

—Pues gustan, querido, gustan.

—¡Toma!, gustan los versos de Pedrosa...

—No compare usted.

—¿Por qué no? También se publican en todos los periódicos.

—Aunque así sea, Pedrosa es un imbécil.

—Y Ruiz, otro.

—Hombre, no; los dibujos siquiera están bien hechos.

—Y los versos están bien rimados.

—Pero son huecos.

—Esa es la palabra, sí, señor, huecos, completamente huecos, como la
música de Cañete, como los artículos de Castro, como los discursos de
Sánchez Cortina. Paco, tráeme café.

El individuo de las cuartillas había terminado su trabajo. Metió
los papeles en el bolsillo y se puso a mover tranquilamente con la
cucharilla el agua de la copa. Al levantar los ojos vio a Boncamí y le
saludó afectuosamente.

—¡Hombre! ¿conoce usted a ese?

—Mucho; es Federico Mínguez.

—¿El anarquista?

—Eso dicen y eso dice él. Pero no lo crea usted. Es sencillamente un
soñador y un idealista, muy culto, muy ilustrado, muy listo y muy buen
sujeto. ¿Quiere usted que le llame?

—No, no, déjele; me es antipático ese hombre.

—Antipático, ¿por qué? Es un infeliz. Alma primitiva, no admite
injusticias ni desigualdades; espíritu sencillo, cree en el bien como
nosotros creemos en la belleza y en el arte.

—Sin embargo, tiene una mirada...

—Llena de odio cuando mira a los poderosos y a los fuertes; llena de
dolor cuando ve las imperfecciones de los hombres; llena de amor cuando
contempla a los débiles y a los oprimidos.

—Me parece que usted también es algo anarquista.

—¿Yo? Tal vez sí.

Y se puso a desleír el azúcar en el café con leche.

Mínguez había sacado de nuevo las cuartillas y las repasaba
cuidadosamente, haciendo en ellas pequeñas enmiendas.

—Usted no tendrá veinte duros, ¿verdad? —preguntó bruscamente Boncamí
sin levantar los ojos de la taza humeante.

—¡Hombre, no!

—¡Claro! ¡Cualquiera tiene veinte duros! Pero tendrá usted diez, o
cinco, o dos o uno...

—Tengo tres.

—¿Puede usted prestármelos hasta fin de mes? Así ya no tendré que
buscar más que diecisiete. Gracias, Gener, muchas gracias; me hace
usted un gran favor.

Y a continuación le explicó detalladamente para qué los quería. Tenía
que hacer un retrato, un gran retrato, y no disponía de una peseta
para comprar lienzos ni pinturas. No le fiaban ya en ninguna tienda
y no se atrevía a pedir dinero adelantado, tanto para no inspirar
desconfianzas, cuanto porque estaba seguro de que si hubieran conocido
su precaria situación, se habrían aprovechado de ella para pagarle
menos. Menudo tío era quien le había encargado la obra. Ulzurrun, el
banquero, un retrato de su querida Rose d’Ivern, una _cocotte_ ya
jamona...

—Los conozco. Estaban anoche en el baile.

—Ha sido un contrato muy célebre. Hemos regateado como si fueran
judías. Yo pedí mil quinientas pesetas, él me ofreció ochocientas,
subió él, bajé yo, y tira de aquí y aumenta de allá, hemos quedado en
mil ciento veinticinco, a condición de que yo tengo que poner el marco.
¡Ah!, y de que no lo admite si no está parecido.

—Eso ya me parece más grave.

—A mí no, es lo que menos me preocupa. El retrato será bueno.

Había tal convicción en estas palabras, que Luis no se atrevió a
insistir por miedo de ofender su dignidad.

—Sí, por Dios, será un buen retrato. Casualmente tenía yo deseos de
hacer un buen retrato, un retrato a lo Velázquez o a lo Van Dyck. Y
Rose se presta para ello, tiene una cabeza admirable.

Después le explanó sus proyectos. Con las mil pesetas que, poco más o
menos, le quedarían libres, se trasladaría a un estudio más amplio,
compraría un gran lienzo y empezaría un cuadro, una obra grande para la
Exposición, donde estaba seguro de triunfar. Un cuadro que va a dejar
a todo el mundo así —y extendía la mano en el aire, a la altura de su
rodillas—. Luego se marcharía a París, a trabajar y a hacer dinero.
En Madrid no se podía vivir. ¡Qué gana, qué gana tenía de perderle de
vista!

—Créame usted que siento profundo desprecio por mi patria, por las dos,
por la chica y por la grande. La primera es un puñado de burgueses
ensoberbecidos. ¿La segunda? Tenían razón los que la tachaban de nación
moribunda. Sí, la España aventurera y gloriosa de otros tiempos había
dado de sí todo lo que podía. No debía esperarse nada de ella, nada,
ni energías, ni gloria, ni trabajo, ni regeneración. ¿Se había hecho
algo por conseguirlo después de la catástrofe? Nada; todo seguía igual,
es decir, peor. La política, campo de ambiciones y envidias; el arte,
convertido en comercio; la industria, viviendo de viles imitaciones;
la aristocracia, anémica; el pueblo, inculto; la clase media
postrándose a los pies del becerro de oro, subyugada por el lujo, por
la ostentación y la apariencia, la lucha diaria del quiero y no puedo;
y como consecuencia de todo esto, los negocios de mala fe, el agio en
todas su manifestaciones, el soborno, el chanchullo, las quiebras, las
deudas, las ruinas inesperadas... ¿Y todo por qué? Por esta atmósfera
de holgazanería que pesa sobre todos nosotros y nos impide alzar un
dedo para trabajar. ¡Ah, la holgazanería, la tremenda enfermedad
nacional, más espantosa y más terrible que todas las epidemias juntas,
enfermedad crónica que todos padecemos, ricos y pobres, artistas y
burgueses!

Luis, arrellanado en el diván, le escuchaba sonriendo. Era delicioso y
entretenido este Boncamí. Él, impávido, seguía hablando, exaltándose
poco a poco sin darse cuenta.

—En todas las manifestaciones del arte y de la ciencia marchábamos a
la cola de los pueblos cultos. ¿Dónde estaban nuestros hombres, dónde
estaban nuestros genios? En poesía nadie había llenado aún el vacío que
dejaran Zorrilla y Campoamor. En el teatro, el género chico acababa
sin esfuerzos con los efectismos del grande. De filosofía no hablemos,
no había un solo filósofo. En música teníamos que contentarnos con el
talento sin inspiración de Bretón, y la inspiración sin talento de
Chapí. El único literato, Valera, no trabajaba. Palacio trabajaba poco.
Galdós, el gran Galdós, el inmenso Galdós, fracasado en sus últimas
novelas _Nazarín_, _Halma_ y, sobre todo, en _Misericordia_, había
tenido que recurrir por cuarta vez a sus _Episodios nacionales_. Solo
en pintura marchábamos medianamente, medianamente nada más, porque si
bien es cierto que en dibujo y colorido había verdaderos maestros,
carecían de ideas, y los pocos que las tenían no sabían pintar. Era
muy curioso lo que había sucedido con la pintura. Toda ella giraba
alrededor de tres o cuatro ideas fundamentales. El Olimpo nos dio
tema para millones de obras. El cristianismo nos inundó de vírgenes
y santos. Agotada la religión y la mitología, los pintores buscaron
sus asuntos en César Cantú. Efectistas ante todo, no vimos por todas
partes más que crímenes, asesinatos, batallas y demás barbaridades
por el estilo. Hoy dicen que los asuntos históricos están gastados, y
ahí tiene usted a los pintores con los pinceles secos sin saber qué
hacer. Las luchas del socialismo han abierto un pequeño campo, las
del anarquismo vendrán también y desaparecerán en seguida porque las
tendencias en arte viven únicamente lo que vive el inventor. Aquí, la
mayoría se ha concretado a emborracharse de color y de luz. ¿Y sabe
usted por qué? Pues porque nuestros pintores carecen de ideas, porque
no piensan, porque creen que para hacer una obra de arte basta con
saber dibujo y colorido, con copiar fielmente la naturaleza. Y no es
eso, no, ¡canastos!; para crear una obra de arte no basta con copiar
la naturaleza, no basta mirarla, es necesario verla, sentirla y al
trasladarla al lienzo darle un sello de personalidad, algo de vida.
Dios con ser Dios, cuando creó al hombre, le dio un pedazo de su propia
alma. Una puesta de sol, una marina, un campo de trigo que brilla
como el oro a los ardientes rayos de un sol de julio, unos marineros
cosiendo una vela, pueden ser cosas muy bonitas, no cabe duda, pero
que nada expresan. Es necesario más, algo más. Nuestro público ya no
se contenta con sentir, necesita sentir y pensar; por eso no le gusta
la música italiana, por eso no lee la novela romántica, por eso no
quiere el efectismo en el teatro, por eso desprecia el impresionismo
en la pintura. Ideas, faltan ideas, faltan energías, falta vida, ya
que la vida al fin y al cabo solo es una lucha de fuerzas. Antes,
para conquistar la gloria, bastaba con sacrificar un corazón; hoy es
necesario arrojar un cerebro... Sí, ya sé que estas ideas no son las
de usted; que usted cree precisamente todo lo contrario. Usted funda
el arte en la exageración de la sensibilidad, en la sensación intensa
que emociona y pasa; yo en la vida que queda. Usted quiere que triunfe
el sentimiento, y yo que venza la razón. ¿Cuál de los dos está en lo
firme? Quizá los dos..., quizá ninguno.

Boncamí calló un momento. Mínguez le aprovechó para acercarse a la mesa
y saludarle.

—Siéntese usted —le dijo el pintor—; ¿por qué no ha venido usted antes?

—Como los veía a ustedes tan..., tan animados, y no sabía de qué
trataban...

—Usted siempre tan correcto... Pues, nada, hablábamos de arte. Le
decía a este amigo mío, don Luis Gener, don Federico Mínguez —exclamó
presentándolos—, que nuestros pintores carecen de cultura y de ideas y
que por eso sus obras son tan malas. Sí, muy malas, muy malas. —Y de
nuevo se desató en tremendas diatribas contra los pobres pintores—. «No
hay nada nuevo, todo está gastado». Desde Salomón acá, y yo creo que
mucho antes, no se oye en el mundo otra cosa: Todo es viejo, todo está
gastado. ¡Mentira! el arte es eternamente nuevo; nosotros somos los
viejos, nuestros cerebros los gastados. Sí, amigos míos, hay asuntos,
sobran asuntos; lo que sucede es que hay que buscarlos, que trabajar,
que pensar, ¡qué demonio!, no se va a encontrar un asunto a la vuelta
de cada esquina. Yo lo que les aconsejo a ustedes es que si algún día
hacen algo, lo hagan grande, no se empequeñezcan. Una pirámide vale
tanto como una Venus. Y, sobre todo, inspírense en la realidad, siempre
en la realidad; la gran maestra. Dos medios hay de llegar a la cumbre:
uno volando como el águila, otro arrastrándose como el gusano. Yo,
¡qué quieren ustedes!, elijo el primero, porque, aun en el caso de no
llegar, prefiero estrellarme contra las rocas del camino, que morir
aplastado por las patas de un burro.

El sol se había retirado de las policromas vidrieras empañando los
mármoles, desluciendo los techos, amortiguando los dorados, haciendo
más negras las estatuas que, como esfinges mudas se erguían rígidas e
inmóviles bajos los macizos candelabros, fundiendo en un solo todos los
matices, mientras que allá en el fondo, en los saloncitos interiores,
las luces eléctricas, encendidas ya, arrancaban tonos brillantes de los
capiteles y del artesonado.

—¿Trabaja usted mucho ahora? —preguntó Boncamí a Mínguez.

—Sí, bastante. Dentro de unos días me iré a Barcelona. Vamos a empezar
una activa campaña de propaganda por todo el litoral. —Y les relató
minuciosos detalles de lo que proyectaban, mítines, reuniones...—. Hay
que trabajar mucho, mucho...

—Tenga usted cuidado. A ver si le meten en la cárcel.

Mínguez se encogió de hombros.

¡Bah! ¡Qué más daba! Si le prendían a él, otros se encargarían de
proseguir la tarea. Es lo bueno que tienen las ideas cuando son justas
y grandes: aunque los hombres desaparezcan, ellas quedan siempre. Y
siguió relatando sus proyectos. Conforme iba hablando, la aversión que
en un principio sintiera Luis por él, se transformaba en simpatía.
Aquel hombre era sincero, no cabía duda; le había calificado bien
Boncamí cuando le llamó alma primitiva y espíritu sencillo. Creía muy
convencido en el triunfo de la santa causa y daba por bien empleados
cuantas persecuciones y atropellos sufría que no eran pocos.

—Ahí está Bedmar —interrumpió Boncamí señalando la puerta.

—¡Eh, Antoñito! —agregó Luis poniéndose de pie y llamándole.

Antoñito Bedmar se aproximó a la mesa tarda y pesadamente.

—¡Hola, muchachos! ¿cómo estáis? ¿Y Manolo?

—No ha venido. Cualquiera sabe dónde está ese.

—Lo siento, quería verle. Vengo rendido. Pedrosa y Cañete me han
llevado a Recoletos a ver las máscaras. ¡Qué barbaridad! ¡Cuánta gente!
Me he mareado. Traigo una sed abrasadora. Paco, una copa de coñac.

Se sentó en una silla y con el codo apoyado en la mesa y la cara en
la mano se quedó mirando a la muchedumbre que como sombras chinescas
pasaba tras las ventanas de colores.

Poco después llegaron Cañete, Pedrosa y Paco Gaitán, un estudiante de
medicina, alumno interno del Hospital Provincial, muy ocurrente y muy
gracioso.

—Pero, hombre, ¿dónde te has metido? —le preguntaron a Bedmar—. Te
hemos estado buscando por todo el paseo.

—Y hemos registrado todas las tabernas de los contornos.

—No sé; yo os perdí de vista en seguida.

—Pues no sabes tú lo hermoso que estaba aquello.

Y los tres, interrumpiéndose, objetándose, confirmándose y
contradiciéndose, relataron con colores vivos la fiesta del pueblo.
Estaba el paseo muy hermoso, sí por cierto, hermosísimo. Ningún año se
había derrochado más _confetti_ ni lanzado más serpentinas.

—Pues ¿y mujeres? Estoy seguro —decía Gaitán— que hoy no se ha quedado
una bonita en casa.

—Ni una —recalcaba Cañete.

—Es que no hay mujer que parezca fea con los dichosos papelillos. Hay
que ver cómo les sientan esos colorines en el pelo.

—Y máscaras, ¿qué tal?

—Pocas; desde que se ha hecho costumbre arrojar _confetti_, es sabido
que disminuyen las máscaras. Es natural. Con la excusa de los
papelitos se toca y se soba y se tienta a las muchachas, lo cual hay
que convenir que es mucho más entretenido y mucho más agradable. Yo,
por mi parte, puedo aseguraros que me he gastado cuatro pesetas en
ellos.

—Y yo tres.

—Y yo siete.

A pesar de su corrección, Mínguez no pudo ocultar un gesto de
desagrado. Luis lo notó y se echó a reír interiormente al comprender lo
que el otro estaba pensando: seguramente el número de panecillos que se
podrían comprar con el dinero gastado aquel día en los redondelitos de
papel.

—¡Qué quiere usted! —le dijo—; esta es la vida. Unos mucho y otros nada.

—Sí, esta es la vida —contestó Mínguez sombríamente, y dejó caer la
cabeza sobre el pecho.

Bedmar, con la mejilla siempre apoyada en la mano y el codo en la
mesa, contemplaba en silencio su copa de coñac, indiferente a la
conversación. Boncamí se había llevado a Gaitán al extremo de la mesa
y le hablaba en voz baja. Gaitán le dio dos duros. Después, con igual
fortuna, repitió la suerte con Cañete y Pedrosa. Con Bedmar y Mínguez
no lo intentó siquiera. ¿Para qué? estaba seguro de que ninguno de los
dos tenía un cuarto.

—¿Y esa revista? —preguntó Luis a Cañete—, ¿cuándo se estrena?

—El martes. Mañana por la tarde es el ensayo general. Supongo que no
faltarás, ¿eh?

—De ningún modo.

Era completamente de noche. El café estaba casi vacío.

—¿Vámonos? —dijo Boncamí—. Hace demasiado calor. Me duele la cabeza.

—Sí, vámonos, vámonos —contestaron todos levántandose, excepto Bedmar,
que continuó en la silla sin cambiar de postura.

En la puerta del café se detuvieron un instante. A lo lejos, al final
de la calle de Alcalá, avanzaban balanceándose enormes masas negras
coronadas de vivos resplandores.

—Son las carrozas, las carrozas.

Venían solemnes, majestuosas. Las luces y bengalas que en los costados
ardían, incendiaban las fachadas con ígneos tonos de esmeralda y
púrpura. Verdes y rojas eran también las nubes que flotaban sobre
ellas, las piedras sobre que lentas rodaban y hasta las caras y ropajes
de las personas que conducían. Primero pasó una arrastrada por cuatro
bueyes con gualdrapas amarillas y los cuernos dorados. Era un campo de
rubias espigas en medio de las cuales unas cuantas muchachas agitaban
sus capuchones de amapola. Detrás marchaba una obra de albañilería, una
casa en construcción, con máscaras vestidas con blusas y pantalones
blancos. Después otra figurando una cesta de frutas, luego otra y otra,
todas solemnes, majestuosas, balanceándose gallardas como navíos de
combate, incendiando las altas fachadas con sus bengalas de esmeralda
y púrpura, dejando tras sí una espesa humareda, pestilente olor de
pólvora quemada.



III


Al oír el estrépito, y, más que nada, la ruda interjección de Luis,
Boncamí volvió la cabeza.

—¡Eh, cuidado, hombre; que se va usted a lastimar! ¿Qué demonios ha
hecho usted?

—Nada, que he metido el pie no sé dónde.

—En un bastidor; lo ha roto usted.

—Creo que sí y por poco más me rompo la cabeza.

—¿Quieren ustedes hacer el favor de callarse? —gritó una voz
aguardentosa desde el escenario—. Así no hay ensayo posible. Voy a
prohibir terminantemente la entrada. ¡Esto es insoportable!

Los dos amigos, conteniendo la risa a duras penas, volvieron sobre sus
pasos y se refugiaron en el ángulo oscuro, detrás del bastidor, desde
donde siguieron observando.

—¿Ve usted a Perico?

—Sí, allí está sentado con Cañete, pero cualquiera le llama ahora. Ese
animal de Bermúdez sería capaz de echarnos a la calle.

—¿Y qué hacemos?

—¿Qué quiere usted que hagamos...? Esperar.

En la escena el ensayo continuaba. Elena Samper, con el velillo del
sombrero recogido en la frente, recitaba monótona, jugando distraída
con su boa de piel:

    Y últimamente a ti, ¿qué te se importa?

Bermúdez, delante de ella, sin mirarla, continuó:

      —No me digas que tú eres madrileña,
    Ni que en las venas te circula sangre,
    Ni que tienes decoro ni vergüenza...

—Oiga usted —interrumpió de pronto mirando a Castro—. Repito lo que
dije ayer; esta escena me pesa mucho. Es preciso cortarla.

Castro se levantó indignado, agitando los brazos en el aire con
descompasados movimientos:

—¡Pues no la corto, ea, no me da la gana! He dicho que no la corto, y
no la corto. La escena está así bien.

Bermúdez se encogió de hombros.

—Bueno, pues si la patean que la pateen. La culpa la tengo yo por
meterme a dar consejos. Después de todo, a mí...

—Eso —interrumpió Elena con cómica entonación—. Últimamente, a ti ¿qué
te se importa?

La ocurrencia fue muy celebrada. Todos los presentes, incluso Castro,
se echaron a reír.

—Bueno, bueno —exclamó Bermúdez algo amostazado—; estamos perdiendo
tiempo; se nos viene la tarde encima. ¿Qué ensayamos ahora? Yo creo que
la letra está ya sabida.

—¡Pche!

—Pasemos a la música. ¿Quieren ustedes que ensayemos el dúo?

—Sí, sí, el dúo —dijo a su vez Cañete levantándose también de la
silla—. Vamos a ver si sale mejor que ayer. Ayer fue una calamidad.
Pero, ¿dónde demonios está la orquesta? ¿Dónde están esos músicos? ¡Eh,
maestro! ¡Maestroooo!

Aprovechando la confusión, Gener y Boncamí abandonaron su escondrijo y
entraron resueltamente en el escenario. Castro les salió al encuentro.

—Hombre, me alegro muchísimo verte —exclamó dirigiéndose a Luis y
tendiéndole la mano—. Precisamente te iba a escribir esta noche
citándote. Tengo que hablarte de un asunto de importancia. Mira, haz el
favor de bajar a las butacas y esperarme allí; yo iré en seguida, en
cuanto termine este lío. Estoy loco, muchachos. Hoy debía haber sido
el ensayo general, y ya veis. ¡Os digo que estoy ya más harto! ¡Me
están dando unas tentaciones de retirar la obra y mandarlos a todos a
escardar cebollinos!

La figura escuálida de Filiberto Pons, el director de orquesta, se
destacó por el pasillo de butacas.

—¿Quién me llamaba? —preguntó con su voz gangosa, elevando las inmensas
narices por encima de la batería.

—Yo, maestro. ¿Podríamos ensayar el dúo?

—Todo lo que ustedes quieran. A ver —añadió sentándose en el sillón y
palmoteando furiosamente—. ¡Caballeros, a trabajar!

Elena se había dejado caer sobre una silla y charlaba en voz baja con
Avelino Suárez, el colaborador de Cañete, un músico nuevo en quien se
tenía grandes esperanzas. El hombre rompía su primera lanza con esta
obra, y a pesar de los ánimos y alientos que sinceramente le daba todo
el mundo, permanecía arrinconado sin atreverse a hablar. Únicamente
cuando Elena, tratando de halagarle, le dijo sonriendo: «La música de
usted es preciosa, maestro; hacía tiempo que no cantaba yo nada tan
bonito», el hombre protestó indignado.

—Ah, ¿pero usted cree sinceramente que esta música es buena? ¿Usted
cree que yo me he molestado en hacer música buena para Eslava? Pues
está usted en un error. El día que yo haga música buena, crea usted que
no será seguramente para Eslava ni para una revista, no por Dios, no.

Estaba magnífico, con sus redondos lentes montados triunfalmente en las
narices y su negra melena despeinada.

—Vamos maestro, ni tanto ni tan calvo; demasiado sabe usted que el dúo
es bonito.

—Bonito..., ¡pche!..., pase lo de bonito. Delicadillo, tierno,
pegajoso..., _chantilly_ y huevos hilados, créame usted.

Bermúdez paseaba a grandes zancadas con las manos metidas en los
bolsillos de su enorme gabán. En uno de estos paseos tropezó con
Antonio Bedmar, que entraba en aquel momento, y cogiéndole bruscamente
de un brazo, le dijo al oído con tono misterioso: «¿Ha visto usted en
la vida una obra peor que esta? ¡Menuda pateadura nos van a dar!».
Bedmar, por toda contestación, se encogió de hombros y siguió andando,
buscando con sus ojos miopes a Elenita Samper. En un principio pensó
saludarla; pero viéndola tan entretenida con Suárez, a quien no trataba
personalmente, cambió de parecer y fue a sentarse al lado de Pedrosa,
que en el ángulo oscuro, casi pegado al telón de fondo, repartía
amablemente a varias coristas el contenido de dos cafeteras abolladas.

—Hombre, llegas a tiempo de echar un sorbo; únicamente que como no hay
más vasos, tendrás que tomarlo en la cafetera.

Los músicos, sentados ya delante de los atriles, afinaban los
instrumentos. Todas las conversaciones cesaron. Elenita se levantó y
fue a colocarse al lado de Bermúdez. Luis y Boncamí se despidieron de
Castro.

—Te esperamos en las butacas, ¿eh?

—Sí, sí, allá iré yo en seguida. Pero ¿dónde vais? Bajad por aquí, por
la orquesta; ¿qué necesidad tenéis de dar rodeos?

El dúo comenzó. A las primeras notas, Gener y Boncamí se miraron con
extrañeza.

—¡Caramba! ¿Sabe usted que esto es muy bonito?

—Muy bonito.

Y acomodándose en la butaca escucharon con atención. Era un dúo
delicado y tierno, de corte finísimo, primorosamente instrumentado con
arpegios de violín y trinos de flauta que se deshacían en el aire como
blandos suspiros; una música dulce, quejumbrosa, con cadencias de
sollozos...

—¡Lástima de música para ese pato de Bermúdez!

—En efecto; en cambio, Elena...

—Sí, ella está bien, canta bien esa chica.

El dúo concluía con una nota larga, perezosa que se iba apagando
lentamente, tristemente como un eco vago.

—¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Muy bien, maestro!

Todo el mundo felicitó a Suárez y a Elena. Únicamente Bermúdez se
permitió hacer observaciones.

—Sí, el dúo es bonito, muy bonito, solo que...

—¿Qué?

—Que no acaba.

—¿Cómo que no acaba? —preguntó Suárez, sorprendido, empinándose como un
gallo y afianzándose los lentes—. ¿Cómo que no acaba? ¿Qué quiere usted
decir?

—Pues, eso; que no acaba.

Suárez giró sobre sus talones, cogió la partitura y presentándola a
Bermúdez le dijo tranquilamente, sin alterarse lo más mínimo:

—¿Ve usted esta nota? Pues aquí empieza el dúo. ¿Ve usted esta otra?
Pues aquí acaba. ¿Ve usted cómo sí acaba?

—Bermúdez quiere decir... —intervino Elenita.

—Sí, ya sé lo que quiere decir, que falta un calderón, ¿no es eso? Pues
bien, yo creo que no falta, y por eso no lo pongo.

Cañete intervino también. ¿Qué inconveniente había, después de todo,
en reformar el dúo? Tenía razón Bermúdez; resultaba un poco lánguido.
¿Por qué no terminar con un efecto? Al fin y al cabo, ¿no es lo que
gusta al público?

—Oye, ¿a ti te gustan las ostras?

—Hombre, sí —contestó Cañete, desconcertado por aquella pregunta
extemporánea.

—Bueno, pues a mí no —y volviéndole la espalda sin más explicaciones,
se sentó de nuevo en la silla.

El ensayo continuó.

Luis, en tanto, explicaba a Boncamí la historia de Suárez. Era gallego.
Pensionado en un principio por la Diputación de Orense y abandonado
más tarde a sus propios esfuerzos, pudo terminar la carrera en Madrid
a fuerza de constancia y sacrificios, ayudándose con lecciones
particulares y entreteniendo por las noches con valses y polquitas a
los parroquianos del café de San Millán. Allí le descubrió Pedrosa un
día en que...

No pudo continuar porque Castro, aproximándose a ellos, le interrumpió:

—Aquí me tienes. Vamos a hablar. No se vaya usted, hombre —agregó
reteniendo a Boncamí, que había hecho discretamente ademán de
marcharse—. No es ningún secreto, y aunque lo fuera, ¡caramba!, usted
siempre podría oírlo. Se trata de lo siguiente: Sánchez Cortina tiene
el propósito de fundar un periódico, un gran periódico rotativo, a la
moderna, un periódico de lucha y de batalla; muchas noticias, mucha
información, mucha independencia, en fin, un gran periódico. Dentro
de veinte días se montarán las máquinas, una Marinoni encargada
expresamente, y una americana, monísima, de lance, una maravilla que
suelta treinta mil ejemplares por hora a tiro forzado. Se quiere que el
periódico salga inmediatamente. Yo tengo el encargo de ir buscando bajo
cuerda el personal de redacción, y, como es natural, me he acordado en
seguida de ti. Supongo que serás de los nuestros.

Luis quedó pensativo.

—Hombre, te diré... —exclamó sorprendido por lo brusco de la
proposición—, te diré.

Y como en el momento no se le ocurría decir nada, sacó la petaca,
ofreció a cada uno un cigarro, lió él otro, le encendió pausadamente y
como hombre que ha tenido ya tiempo de reflexionar, prosiguió:

—Mira, puesto que la cosa después de todo no es inmediata, te
agradeceré que me dejes un par de días para pensarlo. La verdad, no me
seduce el periodismo. Me revienta la política, me cansa la información,
me molesta esa literatura chabacana y grosera hecha de prisa, bajo el
apremio del tiempo y de la columna, con ideas ajenas y pensamientos
prestados, ese diario trabajo anónimo que no deshonra, pero que
embrutece, no te quepa duda, embrutece. Empieza uno por escribir de
buena fe, y concluye por convertirse en máquina de sueltos y noticias.

—Hombre, no, eso les pasa solo a los imbéciles. Además, si no te
gusta el reporterismo ni la política, puedes dedicarte a otras cosas,
por ejemplo, críticas teatrales, crónicas literarias, en fin, lo que
tú quieras. Yo creo que con eso no pierdes nada, al contrario. ¡Qué
demonio!, siempre es conveniente mover la firma en un gran rotativo.
¡Quién sabe si el día de mañana te será esto útil! Porque hay que tener
en cuenta que si el periodismo, como fin, es en España una estupidez,
como medio no hay otro mejor. ¡Cuántos adoquines se han elevado sobre
sus columnas! ¡Cuántos cerebros huecos se han visto glorificados
gracias a los bombos de la prensa!

Boncamí, moviendo la cabeza, asentía en silencio; Luis continuaba
pensativo.

—No sé, no sé..., veremos.

En la escena el ensayo continuaba. Las coristas extendidas en abanico
delante de Bermúdez, cantaban al unísono balanceando las caderas y
moviendo los brazos a compás, como muñecos de resorte. Los demás
actores charlaban en voz baja esperando su turno.

Castro insistió todavía.

—Creo que es una ligereza no aceptar; una ligereza de la cual puedes
arrepentirte. Es muy difícil que vuelva a presentarse una ocasión tan
bonita como esta. Un gran rotativo no se encuentra todos los días.
¡Cuántos muchachos que valen se darían con un canto en los pechos por
escribir en él, aun cuando fuera gratis: sí, aun cuando fuera gratis...!

Boncamí era de la misma opinión.

—Indudablemente debe usted aceptar. En todo caso, siempre hay tiempo
para dejarlo si no conviene. Aunque yo creo que sí conviene. Hay que
trabajar, hay que darse a conocer, que salir de esta atonía, que
procurar ser algo... Un hombre debe tener aspiraciones.

Luis no acababa de decidirse.

—No sé, no sé..., veremos...

—Bueno, pues mira, piénsalo —dijo Castro, molesto por tanta terquedad,
levantándose de la butaca. Boncamí hizo lo mismo.

—Oiga usted, Castro, un momento; yo también tengo que hablarle a usted.

Enlazose a su brazo y ambos echaron a andar por el pasillo de butacas.

Luis quedó solo. La proposición de Castro le preocupaba. Por un
lado, como antes dijera, el periodismo no le seducía. Le encontraba
humillante y agotador. Por otro, la idea de tener una tribuna donde
exponer libremente sus tendencias le encantaba; un sitio donde desfogar
a sus anchas todo el odio que sentía contra los miserables detractores
del arte, contra los imbéciles que le falsean, contra los mercachifles
que le venden, contra los burgueses que le compran, contra los
canallas que le prostituyen, contra todos los que a su costa viven,
convirtiéndole en materia de lucro y especulación y escarnio y befa.
Sí, eso sí, eso lo haría gustoso. Una crítica fría, razonada, libre
de prejuicios y ajena de amistades. Pero esto, ¿podría hacerse? ¿Le
asegurarían para ello la suficiente independencia? ¿No vendrían después
el director y los accionistas y los mismos compañeros con imposiciones
exigentes y molestas recomendaciones? Si era así, renunciaba desde
luego. O una absoluta libertad, o nada.

La inesperada presencia de Manolo Ruiz sacole bruscamente de sus
meditaciones.

—Me ha dicho Boncamí que estás aquí y vengo a saludarte.

—Ya iba siendo hora. Dichosos los ojos, hombre.

—Estoy allí arriba, en un palco, con Petrita, ya sabes, aquella
muchacha del Real.

—Sí, ya sé.

—La he traído a que viera esto, porque como todos creíamos que hoy era
el ensayo general...

—Pero, Manolo, ¿te atreves a traer mujeres a estos sitios?

—¿Por qué? ¿Qué tiene eso de particular? No la ve nadie; pero aunque
la vieran, ¿qué? Es una muchacha que puede presentarse en cualquier
lado. Te advierto que no es la máscara que tú conociste; con el traje
de calle está desconocida; tiene un aspecto de mujer honrada, que da un
chasco a cualquiera.

—De todos modos, Manolo, de todos modos, no está bien.

—¡Qué hipócritas sois!

—No es hipocresía, Manolo; es corrección.

—Para mí da lo mismo.

—En fin, allá tú. Yo lo que te digo y te repito es que no me parece
digno ni decoroso el ir constantemente con esta clase de mujeres.

—¡Bah! ¡Qué quieres! Son las más prácticas. Mira, chico, te voy a ser
franco. Yo tengo un temperamento muy especial; no puedo pasarme diez
días sin una mujer, y en cuanto la encuentro, no me puedo pasar diez
minutos sin idealizarla. Yo tengo la desgracia de idealizar cuanto me
rodea. Pues bien; estas mujeres, como tú dices, son las que menos
peligro ofrecen a un hombre, porque, como son viles amasijos de carne,
la idealización no se realiza nunca; en cuanto te ilusionas un poquito,
¡paf!, viene un jarro de agua y te quedas más fresco que una lechuga.
¿Comprendes?

Luis calló. Él, temiendo que no le hubiera comprendido, redobló sus
argumentos.

—Las mujeres honradas tienen muchísimos peligros: el primero de todos,
enamorarte; un hombre enamorado es un hombre al agua, porque, ¿qué
vas a hacer si te enamoras de una mujer honrada? Casarte, no te queda
otro camino. ¡Casarte! ¿Tú sabes lo que en la vida moderna significa
esto? ¡Demonio!, pues ahí es nada; casarse, atender a otro, cuando a
duras penas puede uno atender a sí mismo. Bueno, y si no te casas,
peor; tus relaciones se convierten en el suplicio de Tántalo. Aparte de
que con ello no resuelves nada, porque el gran problema, el problema
sexual, continúa en pie. ¿Que no te casas y seduces a la chica? Eso
es una canallada. Eso sí que lo considero yo infame, ¿ves tú? Y no te
quiero hablar de los disgustos con los padres, y con los hermanos, y
con tu familia, con todo el mundo. Y mucho menos lo que te ocurre si
un día te cansas de esa mujer y quieres dejarla. ¡Te has caído! No te
la quitas de en medio ni a tres tirones. Ya puedes decir que te ha
salido un grano vitalicio; no hay ungüento que le seque ni cirujano que
le extirpe. No hay nada más insoportable que una mujer honrada cuando
se enamora, ¡créemelo! No quiero nada con mujeres honradas. No, ¡por
Dios!, nada.

Luis le escuchaba sonriendo.

—Hay que convenir, Manolo, en que tienes muchísima gracia.

—¿Gracia? No lo creas; te estoy hablando con el corazón en la mano.

—Toma, pues por eso precisamente tienes gracia.

Los dos amigos callaron un momento. La orquesta preludiaba un vals,
un vals flexible, truhanesco, desvergonzado, con alegres escalas que
sonaban a risas y notas que parecían retintineo de cristales.

Elena Samper, encantadora, con el velillo recogido en la frente,
cantaba:

    Anda, chiquilla; anda, chiquilla,
    descorcha esa botella de manzanilla.

—¡Qué monísima es esa criatura!, ¿verdad?

—¡Deliciosa! —contestó Manolo, y en seguida, como dominado por una idea
fija, preguntó bruscamente:

—Oye, ¿por qué no te arreglas tú con Amalia?

—¿Yo? Porque no tengo dinero para sostener una mujer.

—¡Qué gracioso! Yo tampoco —y reclinándose en la butaca y bajando
la voz, le expuso el procedimiento para conseguirla, tratando de
convencerle—. Es una chiquilla preciosa; tengo la seguridad de que ha
de gustarte; es simpatiquísima. Está deseando tener un amante. Yo creo
que os entenderíais en seguida. He hablado del asunto con Petrita, y
Petrita está dispuesta a prepararte el terreno cuando tú quieras.

Luis, moviendo la cabeza, decía a todo que no.

—Pues mira, es una lástima, porque íbamos a pasar, los cuatro, ratos
deliciosísimos. Pero ¿por qué no quieres, vamos a ver? —agregó
intentando todavía convencerle—. A mí no me vengas con remilgos ni con
hipocresías. Después de todo, no sería esta la primera: acuérdate de
Isabelilla.

Luis protestó.

—Es falso. Yo no me he formalizado jamás con Isabelilla. La conozco, la
trato, me gusta, pero nada más. Soy únicamente un amigo suyo, como tú,
como este, como aquel, como lo pueda ser cualquiera.

—No mientas; tú has estado loco por esa mujer.

—Cuando yo tenía dinero, ¿por qué negarlo?, me ha gustado mucho
convidarla a cenar y llevármela a un baile y marcharme con ella de
juerga. Pero nada fijo, ¿eh?, nada de ataduras ni compromisos; yo por
mi camino y ella por el suyo.

—Pues mira tú lo que son las cosas; a mí me habían dicho...

—A ti te habrán dicho lo que quieras; pero la verdad es lo que digo yo.

Calló bruscamente. Manolo comprendió que no debía insistir y cambió de
conversación.

—¿Quieres subir a saludar a Petrita? Tengo muchas ganas de que la
conozcas, para que me des tu opinión. Anda, sube.

—Hombre, el caso es que estoy aguardando a Boncamí.

—¿A Boncamí? No le esperes. En mi presencia se ha citado con Castro
para ir juntos no sé adónde. Por cierto que al preguntarle por ti, me
ha dado un sablazo de tres duros, los únicos que llevaba encima.

—En ese caso...

Salieron. Petrita esperaba impaciente. A la primera mirada, Luis quedó
sorprendido. Manolo tenía razón. Parecía una muchacha honrada, una
señorita que acaba de dejar las faldas de mamá para ir con su hermano
al teatro. Su carita de virgen pequeña y sonrosada, tenía una dulzura
encantadora, un aire de inocencia que atraía. Hasta le pareció a Luis
que se ruborizaba cuando Manolo dijo:

—¿Ves tú qué chiquilla más rica?

Los músicos habían tenido que repetir el vals porque Elena no sabía una
palabra de la letra. A cada momento se equivocaba, le faltaba la frase,
y para no perder el compás seguía tarareando la música. Al fin acabó
por confesar que no había tenido tiempo de estudiarle.

—Esta tarde, en casa, lo aprenderé.

—Eso es —protestó Cañete malhumorado—. Y la obra se estrenará el día
del juicio.

—No, no, yo le prometo a usted que me le aprendo esta misma tarde; ¡si
es sencillísimo!

—Señor Cañete —dijo un portero entrando—, aquí hay un caballero que
quiere hablar con usted.

—Bien, dígale que tenga la bondad de esperar un momento. ¿Ensayamos el
tercer cuadro? —prosiguió dirigiéndose a Bermúdez.

—Como usted quiera.

—¿Vamos con el terceto?

Carmencita Cruz, la segunda tiple, se aproximó a ellos.

—Maestro, perdóneme usted, pero me es de todo punto imposible cantar;
pesqué anoche un catarro y ando muy mal de la garganta.

—¡Pero, mujer, por Dios, haga usted un esfuerzo...!

—Imposible, maestro, imposible; si canto ahora en el ensayo y por la
noche en la función y mañana por la tarde vuelvo a cantar, cuando
llegue el estreno estaré completamente afónica.

—Señor Cañete, ese caballero que desea verle a usted...

—Que se espere, y si no quiere esperarse que se vaya —exclamó el músico
desesperado—. Pues, señor, ¡estamos buenos!

—No se enfade usted, maestro —replicó Carmencita mimosamente—; yo le
aseguro a usted que me sé perfectamente la obra: ya lo verá usted la
noche del estreno.

—Lo que yo estoy viendo es que esto no se estrena en la vida.

Bermúdez se encogió de hombros. ¿Para qué enfadarse? Siempre sucedía lo
mismo.

—No perdamos tiempo —dijo—: puesto que Carmen no puede cantar,
ensayemos otra cosa. ¿Qué le parece a usted que ensayemos?

—Lo que a ustedes les dé la gana —contestó Cañete cada vez peor
malhumorado—; como si no quieren ensayar... Me da lo mismo.

—Vamos, maestro, un poco de paciencia...

—¿Paciencia? ¡Pero si esto es capaz de acabar con la de Job!

—Señor Cañete, ese caballero...

—¿Otra vez? Dígale usted que pase. Veamos quién es ese caballero que
tiene tanta prisa.

Un individuo vestido de negro asomó entre bastidores; avanzó
lentamente, cegado por la oscuridad, tropezó en una silla, se encaró
con Bermúdez, después con Castro, luego con Boncamí y por fin se quedó
parado en medio de la escena, mirando a todas partes. Cañete se acercó
a él.

—Usted dirá.

—Ah, perdone usted..., con esta oscuridad... ¿Es usted el señor Cañete?
Pues bien, yo soy un admirador de usted, un fervientísimo admirador...
Me he enterado de que estrena usted mañana una obra y, la verdad,
quisiera ir a aplaudirla.

—Pues apláudala usted —contestó groseramente Cañete—. ¡A mí qué me
importa!

El otro no se desconcertó.

—El caso es, ¿sabe usted? —añadió dando vueltas a su sombrero hongo—,
que yo lo que quería es que me diera usted una butaca..., perdone usted
mi atrevimiento..., soy un ferviente admirador de usted..., desearía
ver esta obra..., he visto todas las de usted...

—Pues hijo, lo siento muchísimo; pero no me queda ningún billete.

—Vamos, que alguno le quedará a usted...

—No, señor, no me queda ninguno...

—Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Lo siento, lo siento mucho; es el primer
estreno de usted al que no asisto.

Iba a retirarse cuando Cañete le retuvo.

—¿Ve usted aquel caballero? Pues es el señor Suárez, el maestro Suárez,
mi colaborador, es muy posible que a él le queden butacas, véale usted.

—¡Oh, muchas gracias, señor, muchas gracias...! —replicó atentamente, y
se marchó en busca de Suárez.

—Estamos perdiendo tiempo —volvió a insistir Bermúdez—; ¿qué ensayamos?

—¿Qué quiere usted que ensayemos ya? Son cerca de las seis. La Cruz no
quiere cantar, la Samper no sabe una letra, los demás están deseando
irse a ver las máscaras, y yo mismo, yo mismo estoy ya harto de todos
ustedes.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Se aplaza el estreno?

Castro intervino.

—No, nada de aplazamientos, de ningún modo. Demasiados aplazamientos
llevamos ya. Si viene otro, retiro la obra.

Pedrosa fue también de la misma opinión.

—Nada de aplazamientos. La revista se estrena el miércoles. Después de
todo, si la han de patear que la pateen cuanto antes.

—Bueno, pues hasta el miércoles; el miércoles, ya lo saben ustedes:
ensayo general.

Todos se marcharon. Castro y Boncamí se quedaron en la puerta esperando
a Gener. Permanecieron allí largo rato aguardándole; pero cansados de
esperar, viendo que no venía, se fueron también.

—Es temprano —dijo Perico—; ¿quiere usted que nos lleguemos a Recoletos
a ver las máscaras? Daremos una vuelta y después vendrá usted a cenar
conmigo. Cambiaré un billete, y le daré los cuatro duros que le hacen
falta.



IV


—Es un chiquillo —dijo Perico Castro limpiándose los labios con la
servilleta—, un niño mimado, que hasta ahora ha tenido la suerte de no
necesitar de nada ni de nadie. Pero, deje usted, que arrieritos somos...

Boncamí, muy atareado en partir un trozo de bistec, no contestó.

—Con menos presunción y menos tontería —siguió diciendo Castro— es
indudable que Gener llegaría a ser algo. Le sobran condiciones, talento
claro, ingenio fino, observación profunda, ilustración vastísima,
cultura sólida, demasiado sólida quizá; yo temo que le perjudique.
Siempre he creído que ese chico tiene demasiada cultura.

—Eso no perjudica nunca.

—A él sí, porque con esa manera tan particularísima de ver las
cosas, el arte especialmente, resulta que no le gusta nada de lo que
se hace; todos los escritores de ahora somos unos imbéciles, unos
viles imitadores que nos pasamos la vida copiando: este argumento es
de Shakespeare; este símil lo utilizó ya Esquilo; esta frase es de
Goethe; este pensamiento lo desarrolló Leopardi en un soneto. Y a
continuación, ¡pum!, ¡pum!, le suelta a usted el soneto íntegro, porque
eso sí, el hombre tiene una memoria privilegiada. ¿Y usted cree que es
posible trabajar de este modo? ¿Usted cree que es posible escribir una
línea bajo la presión de estas preocupaciones? Yo, por mi parte, le
confieso a usted ingenuamente que no podría, no, no podría, me sería
completamente imposible.

Callose un momento para llevarse a la boca unas cuantas patatas fritas
y después continuó:

—¿Pues y las cuestiones de estilo? Una asonancia le descompone, una
cacofonía le vuelve loco, tres monosílabos seguidos... ¡Jesús qué
horror! ¿Y la busca y captura del adjetivo?, el adjetivo justo,
preciso, _que dé la sensación_ y al mismo tiempo que no rompa el ritmo
de la frase, la augusta sonoridad del párrafo... ¡Figúrese usted, si
uno fuera a preocuparse de estas cosas! Nada, nada, créame usted, ese
chico está loco, no hará nada en la vida.

Boncamí, aunque tímidamente, se atrevió a protestar.

—Hombre, yo no entiendo de estas cosas, pero a mí, la verdad, me parece
todo lo contrario. Yo creo que precisamente por este modo de trabajar
y sentir el arte, el día que acierte, como acertará con una obra
original, acertará de golpe.

—¿Usted lo cree?

—Sí; estoy convencido de que Gener ha de triunfar. No sé cuándo ni
cómo, pero estoy seguro de que ha de hacer algo, no sé el qué, pero
algo muy grande.

—¿Con esos procedimientos?

—Por ellos precisamente.

Ambos amigos callaron un instante. El camarero retiró el servicio y
sirvió los postres.

—No se come mal, ¿verdad? Por dos pesetas, después de todo, ¿qué
va usted a pedir? —dijo Castro. Luego, volviendo a reanudar la
conversación sobre Gener, añadió—: Además, ese muchacho tiene
un carácter muy especial, un orgullo desmedido, una presunción
intolerable. Cree que todo se lo merece. Ya le ha visto usted hoy. Otro
cualquiera, con lo que yo le he ofrecido, se hubiera vuelto loco de
contento; él..., ya oyó usted..., no sé, veremos..., no me seduce el
periodismo.

—Sí, eso es cierto.

—En todo es igual. El año pasado, cuando hice _La colcha de damasco_,
la zarzuela que más dinero me ha dado a ganar, fui a buscarle para que
la escribiéramos juntos. El asunto era mío, los asuntos son siempre
míos; ahora que, como no sé dialogar, necesito colaborador. Pues
bien, a las primeras de cambio me dijo que el argumento le parecía un
disparate, y como viera que yo, cediendo en mi amor propio, consentía
incluso en reformarle, acabó por decirme: «Mira, no te molestes; yo no
me prostituyo con el género chico». Como es natural, tuve que mandarle
a paseo. Pedrosa fue el que salió ganando con estos desplantes, porque
se metió bonitamente un puñado de duros en el bolsillo sin comerlo ni
beberlo, porque después de todo no hizo más que dialogar la obra. El
asunto era mío.

Boncamí tuvo tentaciones de darle con la botella en las narices. Sin
embargo, se contentó con decir:

—Sí, el asunto..., el argumento..., es claro... Siga usted.

—Siente un desprecio profundo por el género chico, un desprecio que
raya en odio. Según él, todos los autores cómicos debíamos estar en la
cárcel. No hacemos más que profanar el arte, embrutecer al público,
estropear su paladar. ¡Como si el público entendiera de arte! Váyale
usted al publiquito de Apolo con arte y prosa rítmica, verá usted qué
pateo le mete. Y es natural, señor. Cada cosa en su sitio. Quédese
el arte para esos libritos de papel _couché_, que se editan para
regalarlos a los amigos porque no hay quien los compre, y que nos dejen
a nosotros con nuestros chistes y nuestras burradas que son las que
divierten y las que dan dinero. ¿No es verdad?

—Sí, hombre, sí; habla usted como un sabio.

—¡Pues es claro! ¿Por qué ese odio contra el género chico? ¿Cuál es el
objeto del género chico? Entretener. ¿Lo consigue? Pues entonces no
es tan malo. Y sobre todo, si no existiera el género chico, ¿de qué
viviríamos nosotros?

Lo dijo con tan ruda franqueza que Boncamí se le quedó mirando. «Este
hombre —pensó— o es un gran imbécil, o es un gran sinvergüenza».

Castro, sin alterarse, prosiguió con tono convencido:

—Hay que ser prácticos y dejarse de tonterías. Las teorías de Luis son
muy bellas, pero inadmisibles. Con arte no se come, y lo primero a que
hay que atender es al estómago. Hay que hacer dinero. Después, cuando
se posea, es cuando uno puede permitirse el lujo del arte, un deporte
como otro cualquiera. Lo demás es salirse del tiesto y vivir fuera de
la realidad, como vive Luis.

—Pues si tan iluso le cree usted —dijo Boncamí, que no pudo
contenerse—, ¿por qué ha ido usted a solicitarle?

—Hombre, le diré a usted. En primer lugar, yo no he negado nunca que
Luis tenga talento; al contrario, estoy convencido de que lo tiene,
de que en un periódico puede ser un elemento útil; en segundo lugar,
yo podré censurarle como artista, pero le querré siempre como amigo.
Me explicaré —añadió, al ver que Boncamí le miraba asombrado—: Luis,
hoy por hoy, no necesita trabajar para comer. Vive con su tío, que
está bastante bien y, por lo tanto, nada le hace falta. Pero ¿y el día
que su tío muera, lo cual puede suceder de un momento a otro, porque
el pobre señor está muy malo, qué será de ese chico? Sin carrera, sin
fortuna, sin medios de vida, con ese carácter tan especial que Dios le
ha dado...

Boncamí empezaba a comprender. Apoyó los codos sobre la mesa y se puso
a escuchar a Castro con marcada atención.

—Luis quedó huérfano de madre, muy niño. Su padre, que por lo visto era
también un señor algo especial, le metió en un colegio francés hasta
los dieciocho años, y de allí le envió a estudiar la carrera de Derecho
a la Universidad de Bolonia. Cuando se hallaba en el tercer año, le
sorprendió la muerte de su padre. Vino a España a recoger la herencia
que le correspondía, unos cuarenta mil duros, y como nada le tiraba en
su tierra ni en ella tenía cariños ni afecciones, cogió el dinero y
se marchó a París, donde se dio tal prisa a gastarse los cuarenta mil
duros, que de no ocurrir la catástrofe de su primo, que le obligó a
venir precipitadamente a Madrid, hubiera tenido que pedir limosna por
las calles. Pero, de todos modos, el viaje solo fue un compás de espera
en su ruina, una larga, porque lo que no se tragaron los _cabarets_ de
Montmartre y los _restaurants_ de los bulevares, se lo engulleron La
Bombilla y los reservados de Fornos. Total, que hoy Luis no tiene más
capital ni más fortuna que una casa en su tierra, una casucha de mala
muerte que ha querido conservar en un acceso de sentimentalismo, porque
en ella nació él y en ella acabó sus días su pobre madre.

—Pero ¿y su tío? ¿No dice usted que está bien? Pues el día que se
muera, Luis volverá a heredar.

—¡Ca! Don Tomás Gener es de los que se llevan la llave de la despensa.
Hoy no le falta nada porque cobra cincuenta mil reales como ministro
del Tribunal de Cuentas, porque es consejero de varias Compañías que
le siguen pagando en recuerdo y agradecimiento de pasados servicios,
porque ahora el pobre señor no sirve para nada; desde la catástrofe de
su hijo es hombre perdido.

—¡Caramba! —dijo Boncamí, curioso—. Por dos veces le he oído a usted
pronunciar la misma frase. ¿Qué catástrofe es esa?

—¡Pero cómo! —contestó Castro, admirado—, ¿no conoce usted la historia?

—Hombre, no —contestó Boncamí no menos admirado—, no la conozco.

—Pues, hijo, es usted el único; todo Madrid lo sabe. Una historia
terrible. Se la contaré a usted.

Sorbió el café que quedaba en la taza, lió un pitillo, se acomodó en la
silla, y como el que se dispone a una larga relación, dijo:

—Era don Tomás Gener, el tío de Luis, hombre de carácter campechano
y alegre, francote en sus ideas, natural en sus modales, ducho en
el conocimiento del mundo, y amigo, según se decía, de aventuras y
trapicheos. Estaba viudo y tan encantado con su viudez que se ponía
nervioso cuando se hablaba de matrimonio en su presencia. Y no es que
no le gustasen el amor y las mujeres, nada de eso; la vida alegre
que llevaba, demostraba todo lo contrario. Tampoco podía ser por
experiencia adquirida en su primer matrimonio, pues todos aseguraban
que le había tocado en suerte una de las más honradas, virtuosas y
discretas mujeres de este mundo. Y tampoco podía ser por recuerdo a
la memoria de esta, pues si bien es cierto que don Tomás la quiso y
respetó mientras la tuvo a su lado, no estuvo jamás enamorado de ella.
Su memoria debilitola pronto el tiempo, y si después de muerta la
recordaba alguna vez, era solo para alabarla como mujer de su casa,
hacendosa, callada y buena, nada más. Una sola causa podía haber, pues,
que justificara este odio al matrimonio. Su hijo, la única pasión de
su alma, Carlos. La idea de que otra persona pudiera tener autoridad
sobre el muchacho le descomponía; la duda solo de que otra persona
pudiera arrebatarle su cariño, le desconcertaba. Y no quiero decir
a usted si esa persona en vez de quererle le hubiera odiado: ¡ah!,
entonces todas las venganzas del mundo hubieran parecido pocas a Gener.

»Conocidos estos antecedentes, fácil le será a usted comprender la
horrible lucha que en su alma se agitaba. Enamorado de una mujer con
toda la pasión y la vehemencia de la segunda edad, mucho más terrible
que la primera, porque no puede existir, no existe la confianza en el
futuro; porque la razón y la experiencia están en su apogeo, y por
tanto, no pueden, no deben ser vencidas por el sentimiento y la fe, sus
enemigos que pasaron ya; porque en esta edad los placeres matrimoniales
hállanse más sabrosos que nunca, quizá porque el cuerpo no puede ya
soportarlos; porque una negativa, en fin, no es una desilusión, un
desengaño, es mucho más, es la muerte del alma, es el asesinato del
corazón. Por otra parte, el cariño imperioso que sentía por Carlos le
hacía considerar este amor como una locura, una tontería, un disparate
indigno de sus años. En su conciencia de padre desaparecía la mujer
querida, llena de bondad y de ternura, y quedaba solo la madrastra,
fría, severa, orgullosa, insensible. Recriminábase entonces, prometía
ser fuerte y desterrar lejos de sí aquel amor que solo podía ser
pasajero capricho, brutal deseo, desbordamiento de lujuria. Pero
este amor crecía, se agrandaba ante los obstáculos como se agrandan
las olas ante el dique que quiere contenerlas. Un día, por fin, la
tentación fue demasiado grande. Carlos no estaba en Madrid. Aquella
mujer se le aparecía sonriente y enamorada, brindándole un amor dichoso
y tranquilo. Perdió la voluntad, se sintió débil y como una mariposa
cegada por la luz se precipita en ella, él se cegó también y se casó.

Castro calló un momento para ver el efecto que en Boncamí producía su
estilo brillante; pero como el pintor, más atento al interés del fondo
que a las bellezas de la forma, nada le contestara, encendió de nuevo
el pitillo que se había apagado y prosiguió:

—Los primeros meses de matrimonio transcurrieron para don Tomás
dichosos y felices. Su mujer le respetaba y le quería. Amante y
tierna, había cumplido cuanto de su ternura y de su bondad podía
esperarse, y por lo que se refiere a los temores que abrigaba acerca
del recibimiento que Carlos pudiera dispensar a su nueva madre,
habían todos desaparecido. Era feliz, completamente feliz. Pero a
partir de este momento, un nuevo pesar que se fue agrandando poco a
poco, vino a turbar la paz que disfrutaba. Su hijo, aquel muchacho
antojadizo y voluntarioso, se había vuelto de pronto, de decidor y
alegre que era, en pensativo, malhumorado y triste. Apenas salía de
casa. Presa de una inexplicable melancolía, procuraba huir de todo
aquello que a fiesta y diversión se asemejasen. Llegó hasta olvidar
sus habituales ocupaciones. Su mirada había adquirido un brillo
extraño, intenso, casi fosforescente, que daba miedo. Su voz era
temblona, pausada, hueca, sus ideas incoherentes, su modo de ser...
inexplicable. Permanecía sentado horas y horas tras los visillos del
balcón, con la frente apoyada en los pálidos dedos por los cuales se
filtraban raudales de lágrimas, la mirada perdida en el vacío y el
oído atento, como prestando atención a algún rumor imaginario. Desde
los principios de su enfermedad, Carlos se había negado rotundamente
a ser visitado por ningún médico, pretextando que no valía la pena de
ser estudiada ni atendida. Atribuíala a una gran excitación nerviosa, a
una irritabilidad de los sentidos, de la que tardaría poco en curarse,
producida por alguna causa moral que fingía ignorar. Y que esta causa
moral existía, no cabía duda. Todos estábamos convencidos de ella.
Pero cuantas preguntas se le hacían resultaban inútiles, todas se
estrellaban ante la respuesta inevitable: «No tengo nada». Una noche
después de cenar y cuando el matrimonio se disponía a acostarse,
escucharon con terror un tiro; acudieron al cuarto de Carlos y le
encontraron con la cabeza destrozada.

—¡Qué barbaridad!

—¿No le decía yo a usted que era una historia horrible? Pues ya verá
usted, ya verá usted. ¿Quiere que tomemos una copa de coñac?

—Como usted quiera.

—¡Mozo!, dos copas de coñac. Bueno, pues, verá usted... —encendió otro
pitillo y continuó—: Como si la vida de Carlos fuese necesaria para la
suya propia, don Tomás fue perdiendo las fuerzas poco a poco. Aquella
energía, principal distintivo de su carácter, se fue debilitando;
aquel cerebro sano y pletórico, fácil en pensar y en discurrir, se
vio invadido por ideas confusas, atropelladas, incoherentes, por
terribles sacudidas nerviosas, violentas crisis que le dejaban abatido.
Postrado en el sillón, pasábase la mayor parte de las noches en vela,
devanándose los sesos con extrañas investigaciones, batallando con su
conciencia, para dar con la causa, para él inexplicable, del suicidio
de Carlos. —Interrumpiose para tomar un sorbo de coñac y prosiguió—:
Estas terribles luchas, minando poco a poco su existencia, concluyeron
por dejarle en un estado de postración imposible. Las crisis nerviosas
más violentas y frecuentes de día en día, se hicieron periódicas y
concluyeron con una hemiplejia que, si no le causó la muerte, le dejó
imposibilitado del lado derecho. Llegó a ser solo un cuerpo, una masa
animada únicamente por una idea, por aquella idea que se agitaba,
haciéndolas vibrar, entre las células de la indagación y del análisis,
que debía darle la explicación del suicidio de Carlos. Una mañana en
que, después de una noche de insomnio y de fatiga, procuraba arrancar
de sus ojos una lágrima más de resignación y de esperanza, se acercó
su mujer y se lo contó todo. Carlos se había enamorado de ella. Ella,
¡es claro!, le había rechazado, primero porque era un hombre, después
porque era su hijo. Un día Carlos le aseguró que si no le correspondía
se suicidaba, a lo cual no hizo caso, creyéndolo una de las muchas
exageraciones con que se declaraba siempre. Yo no sé lo que don Tomás
contestaría, pero lo cierto es que desde aquel momento tomó a su mujer
un odio a muerte, tanto más terrible cuanto que se veía imposibilitado
de vengarse. Impotente para poder ahogarla entre sus manos, ha
concentrado todo su odio en la lengua, y con ella le escupe a la cara
los insultos más soeces, las frases más dolorosas para la dignidad de
una mujer.

—¿Y ella? —preguntó Boncamí, conmovido.

—Pues, nada, ella sufre y calla y lo tolera llena de compasión. Y es
ella la que ahora pasa noches en vela, cuidándole y consolándole, llena
de inmensa, de santa caridad.

—¡Pobre mujer! —dijo Boncamí.

—Sí, ¡pobre mujer! —añadió Perico.

Y ambos quedaron pensativos y tristes ante sus copas de coñac, que el
gas hacía brillar como grandes topacios.



V


Al volver a casa se encontró Luis con la desagradable noticia de que su
tío Tomás estaba enfermo.

—En cuanto te marchaste —le dijo su tía—, le entró un frío muy grande,
con temblor en todo el cuerpo y castañeteo de dientes. Le di una taza
de flor de malva y llamé al médico.

—Has hecho perfectamente. Y él ¿de qué se queja?

—Dice que le duele mucho el costado y la cabeza. Tiene, además,
bastante calentura.

Hasta las nueve y media no vino el doctor Núñez; reconoció
detenidamente al enfermo y dijo que padecía un catarro pulmonar.

—La cosa en sí no es de cuidado; pero dada la edad de este caballero,
su naturaleza gastada y, sobre todo, su estado, cualquier complicación
podría revestir gravedad. No quiere decir esto que hoy exista, nada de
eso; pero hay que tener poca confianza, muy poca.

—Bueno, pero en resumen, ¿usted, cómo le encuentra?

—Pues, la verdad...

No se atrevía a anticipar juicio alguno concreto. Recetó varios
medicamentos y se despidió hasta el día siguiente.

El tío Tomás se encontraba muy abatido; la respiración era cortada,
fatigosa, interrumpida a cada instante por violentos accesos de tos que
le obligaban a incorporarse trabajosamente sobre el brazo izquierdo.
Debía tener mucha fiebre. No obstante, conservaba íntegras sus
facultades mentales.

—¿Por qué no te acuestas? —dijo de pronto al ver a su sobrino sentado
en un sillón cerca de él—; debes tener sueño. Anda, vete a la cama;
María se quedará cuidándome.

A pesar del tono cariñoso con que estas palabras habían sido dichas,
Luis creyó notar en ellas una intención perversa, algo así como deseo
de mortificar a su mujer. Ella debió pensar lo mismo, porque amarga
sonrisa se dibujó en sus labios; pero recogiéndola en seguida, contestó:

—Sí, Luis, acuéstate. Yo me quedaré.

—Pero, mujer, ¿cómo te vas a quedar toda la noche, con el frío que hace?

—Sí, yo me quedo. Vete tú a la cama. —Y como Luis vacilara, insistió—:
Túmbate por lo menos en el sofá. Si haces falta, yo te llamaré.

Y le obligó a acostarse en la _chaise longue_, después de ponerle una
almohada y taparle ella misma con maternal solicitud.

Luis, realmente preocupado, no opuso resistencia. Mil ideas lúgubres se
apoderaron de su cerebro en cuanto se vio solo. ¿Qué sería de él si su
tío llegaba a morirse? Sin recursos, sin fortuna, sin medios de vida,
¿qué le esperaba?, la miseria, esa miseria horrible que no pueden
remediar la caridad ni la limosna. Tan negro vio el porvenir, que,
por un momento, le pareció el suicidio la cosa más lógica y natural;
pero rechazó en seguida este pensamiento como indigno de un hombre de
valor. Un hombre de valor tiene la obligación de luchar por la vida;
lucharía hasta donde pudiera. Si triunfaba, ¡qué gran satisfacción para
la vanidad! Si sucumbía, ¡qué tranquilidad en la conciencia! ¿Y por qué
había de sucumbir? ¿Acaso no tenía tanto talento, bastante más talento
que muchísimos que el público aplaudía a diario? Sí, él trabajaría
para subir y llegaría, ¿qué duda cabía de eso? Súbitamente recordó las
palabras de Boncamí: «si algún día hace usted algo, hágalo grande, no
se empequeñezca». Sí, lo haría, lo haría grande, tan grande, que su
cerebro, hasta entonces anónimo, se destacara de un golpe cien codos
por encima de todos los demás. Ignoraba aún qué cosa sería esta, pero
tenía la convicción de realizarla. Los asuntos existen, no hay más que
buscarlos —pensó, recordando la frase del pintor—; y se quedó mirando
al techo esperando que en él apareciera el glorioso asunto.

En el reloj del gabinete dieron las doce, y como respondiendo a mágico
conjuro, la bombilla eléctrica se encendió de pronto iluminando la
alcoba. Por la abertura que dejaban los cortinones de terciopelo azul,
vio a María acercarse a la cabecera del enfermo y darle una cucharada
de medicina. Después, la luz apagose de nuevo y la alcoba volvió a
quedar sumida en la oscuridad y en el reposo.

No había más remedio que trabajar, que salir de aquella situación
terrible y angustiosa, calmar la fiebre que sentía de amor, de gloria,
y, ¿por qué no decirlo?, de dinero.

De pronto tuvo una visión deliciosa. Estrenábase un drama suyo. El
público, de pie, pedía entusiasmado el nombre del autor. Díaz de
Mendoza, que representaba el papel de protagonista, se adelantaba al
proscenio y los aplausos cesaban un instante para volver a sonar otra
vez con más fuerza apenas pronunciada la última sílaba de su apellido.
¡Que salga! ¡que salga!, gritaba entusiasmado el público, y él salía
entre Mendoza y María Guerrero. El telón subía y bajaba y volvía a
subir, siempre en medio de aplausos delirantes, de aclamaciones de
entusiasmo. Bruscamente, la visión del teatro desaparecía y solo
quedaba un palco, un palco principal, donde una mujer joven y hermosa
aplaudía frenéticamente. Después, el palco desaparecía también y la
mujer quedaba aplaudiendo, aplaudiendo siempre. Y esta mujer era María,
la mujer de su tío.

Trató de rechazar estas ideas y cerró los ojos; pero la visión apareció
con más fuerza, aferrándose a su cerebro con la terquedad de una
obsesión.

¿Qué la diría si no triunfaba? ¿Con qué cara se presentaría ante
ella, él, que soñaba con hacerla suya el día que la muerte rompiese
los lazos que la unían a su tío Tomás? ¿Cómo iba a decirle: renuncia
a tu viudedad, cásate conmigo, resígnate a ser pobre; cuando todos
los tesoros del mundo le parecían pocos para dárselos? Y queriéndola
como la quería, con este amor puro, santo, hermoso, ¿iba a descender
a proponerle brutal amancebamiento? Ni él osaría jamás proponérselo,
ni ella sería capaz de aceptarlo. La conocía; por eso precisamente la
adoraba, por eso la quería, porque estaba seguro de que era honrada y
buena, porque ahíto de poseer cuerpos, necesitaba la posesión de un
alma. ¿Y qué alma más deseable que la de aquella mujer, víctima del
deber, esclava de los convencionalismos sociales, de aquella mujer
condenada a ocultar sus deseos, a refrenar sus pasiones, a esconder
sus afectos, a estar continuamente en lucha con su temperamento y su
juventud? ¡Pobre alma ansiosa de luz, de vida y de alegría, condenada
a sufrir en silencio las torturas de un amor imposible! Porque ella
también le quería, ¿qué duda cabía de eso?; le quería mucho, muchísimo;
solo que era tan orgullosa, que antes que reprocharse, no ya ante la
sociedad, ante su propia conciencia, de una falta, preferiría morir. Y
sufría y callaba y resistía a su pasión, a esa pasión que a veces se
presentaba avasalladora e imponente.

Y no pudiendo hacerla su amante ni su esposa, ¿iba a ser tan egoísta
que le impidiese la felicidad con otro hombre? ¿Iba a sacrificarla
a los estúpidos celos de un amor romántico? No; aquella mujer
tenía derecho al amor, al placer, a la maternidad, y no sería él,
seguramente, quien se atreviese a negárselo. Pero, por otra parte,
¿iba a ser tan necio, tan estúpido que después de haber estado
conteniéndose, reservándose para aquel día, consintiese que otro se
la arrebatara? ¿Iba a tolerar que aquellos ojos claros, dulcísimos,
serenos se retrataran en los de otro hombre? ¡Imposible! Aquella mujer
sería suya; si para poseerla era preciso el matrimonio, se casaría; si
para casarse necesitaba dinero, lo tendría; sí, lo tendría todo; dinero
para las necesidades de la vida, ternura para las exigencias del alma,
gloria para las satisfacciones del orgullo.

La luz eléctrica volvió a encenderse, y por la abertura de los pesados
cortinones vio de nuevo a María acercarse a la cabecera del enfermo. No
habrían pasado dos minutos, cuando una violenta interjección seguida de
un ruido como de loza que se rompe, le hicieron levantarse bruscamente
y penetrar en la alcoba.

—¿Qué es eso? ¿qué ha sucedido?

—Nada. Quise darle a tu tío una taza de caldo y la ha estrellado contra
la pared —dijo María recogiendo del suelo los cacharros.

—¡El caldo estaba frío, completamente frío... Me vais a matar! —rugía
Tomás incorporado en la cama, agitando nerviosamente el único brazo
disponible.

—¡Por Dios, Tomás, que te vas a poner peor...!, acuéstate.

—¡No me da la gana! Eres un animal..., vete, vete, no te quiero ver.

María bajó la cabeza y salió de la alcoba.

Luis quedó en ella ayudando a acostar a su tío, después de dar la
vuelta a la almohada que se había mojado con el caldo, y de arroparle
cuidadosamente. Cuando volvió al gabinete, encontró a María llorando
sobre la _chaise longue_.

—¡Ves qué genio, qué genio...!

—No hagas caso, mujer, ¡si ya le conoces!

—Es muy duro esto, Luis.

—Sí, tienes razón. ¡Pero qué vas a hacer...! Es su carácter..., no
hagas caso.

Y siguió dándole consejos, lleno de simpatía hacia aquella mujer
víctima de las brutalidades de su tío, escarnecida y ultrajada por el
único delito de haber sido buena.

—Vamos, no llores; no llores, María.

Realmente estaba conmovido, poseído de profunda compasión al verla tan
buena, tan desgraciada, tan poco comprendida. Sentose a su lado, y
oprimiéndole dulcemente la mano, trató de consolarla. Ella, no solo no
puso resistencia, sino que llorando, llorando siempre acongojada, se
refugió como niño mimado en los brazos de él, que amorosos se abrieron
para recibirla. En el silencio augusto de la noche, la fatigosa
respiración del tío Tomás sonaba lenta y acompasada como golpe de
péndulo. La luz eléctrica de la alcoba había quedado encendida, y por
la abertura de los pesados cortinones penetraban sus rayos, iluminando
el techo, abrillantando la lámpara central del gabinete, quebrándose
en la luna del armario y cayendo, en fin, sobre el terciopelo de la
_chaise longue_, sobre el cuerpo divino de María, haciendo resaltar
su cabellera rubia, sus mejillas pálidas, sus labios descoloridos, su
garganta de diosa, su pecho turgente, sus anchas caderas, sus manos
blanquísimas, hasta el pie que asomaba debajo de la falda, como asoman
a los ojos las tentaciones del deseo.

Ella reclinó la cabeza en el hombro de él y así, juntos, unidos,
tropezando sus pechos al respirar, mezclándose sus alientos,
permanecieron mucho rato, mucho, callados, silenciosos, confundidos por
el mismo afán, dominados por el infinito amor que a los dos consumía.

Por la calle pasó una estudiantina tocando una jota. Y a Luis
antojósele que aquella música viril, valiente, reflejo fiel de mal
contenidas pasiones, de deseos mal saciados, era un insulto a su
cortedad, una protesta de la juventud y del amor. Se acordó de que
tenía entre los brazos a la mujer a quien amaba, débil, indefensa; que
no tenía más que apretarlos un poco para estrecharla contra su corazón,
alargar la cabeza para recibir en los labios millones de besos. Y
le parecieron ridículos todos los respetos, estúpidas todas las
consideraciones. Era demasiado hermosa la felicidad para desperdiciar
la ocasión de gozarla. ¡Quién sabe si el día de mañana ya no sería
tiempo! Se inclinó sobre ella y la besó en los labios.

Ella se irguió y silenciosamente se marchó a la alcoba.

Luis quedó en la _chaise longue_, avergonzado. ¡Que siempre había
de suceder lo mismo! ¡Siempre el espíritu sucumbiendo a la materia,
siempre la carne sobrepujando al alma! Maldito temperamento meridional,
que impide estar diez minutos a solas con una mujer sin que aparezcan
en seguida accesos sensuales, brutales ansias de posesión. Y sentía
odio contra sí mismo, contra esa incapacidad absoluta de sufrir y de
contenerse, de convertir en adoración ideal los torpes apetitos de la
lujuria. Encontrose a sí mismo despreciable, indigno de su amor, y una
inmensa tristeza se apoderó de él al pensar lo que ella podría creer,
de qué modo calificaría el arrebato.

Para acabar de desconcertarle, su tío le llamó en aquel momento.

—No te vayas —le dijo—, no me dejes solo. Muerto Carlos, tú eres la
única persona a quien quiero en el mundo, el único lazo que a la vida
me ata. No te marches. Siéntate aquí, a mi lado, que yo te vea... Eres
igual, completamente igual, las mismas ideas, los mismos sentimientos...

Le había cogido la mano y se la oprimía nerviosamente, atrayéndole
hacia sí. Y Luis ante la mirada de aquellos ojos negros que brillaban
en las profundidades de las órbitas, al contacto de aquella mano
pequeña, esquelética, llena de sudor, sentía angustia indecible, una
especie de repugnancia moral, digámoslo así. Su mirada se encontró
con la de María y la vio estremecerse. Por un momento le pareció que
su tío lo sabía todo y se complacía en mantener abierta la herida,
importándole, por lo demás, muy poco que fuera o no cierto, lleno de
indiferencia, de supremo desdén por todo lo existente; pero pronto se
convenció de que no había nada de esto y de que únicamente el recuerdo
de Carlos le hacía hablar así.

Y su conciencia rebelose entonces contra estas semejanzas que su
tío quería encontrar. No, él no era Carlos, ¡qué había de ser aquel
muchacho voluntarioso y antojadizo, para quien lo vedado era lo más
sabroso, lo prohibido lo más deseable! ¿Cómo iba a compararse la pasión
de Carlos con la suya, aun cuando las dos reconociesen por causa la
misma mujer? El amor de Carlos era un amor impuro, mientras que el
suyo, ¡ah, el suyo! Carlos se había enamorado de la mujer de anchas
caderas, de robusto seno; él de la mujer humillada, escarnecida, de
la enferma de amor. Si Carlos había soñado alguna vez con la posesión
del alma, fue supeditándola, seguramente, a la del cuerpo. Si a él le
acometían accesos sensuales, bien sabe Dios que era siempre contra su
voluntad y su razón. Y buena prueba de ello es que a pesar de ser este
cariño inmenso, jamás se había atrevido a decírselo. ¡Qué se iba a
atrever si le parecía una ofensa! Y ahora era cuando se explicaba la
larga resistencia de María, su energía indomable. ¡Pobre mujer! No eran
solo el orgullo y la virtud los que le obligaban a mantenerse firme. Es
que para sufrir cara a cara los ultrajes de su marido, para resistir
los insultos, necesitaba ser honrada.

El tío Tomás se había tranquilizado. La tos era menos frecuente.
Cesaron los esputos, la respiración fue menos fatigosa, desapareció la
rigidez del rostro y se quedó dormido.

De la calle subía el ruido del mercado de San Ildefonso; rodar de
carros, golpear de puertas, pregoneo de mercancías, un ruido infernal
de voces y gritos, entre los que descollaban los de un chico vendedor
de periódicos, continuos, acompasados como los martillazos de un
herrero; ruido inmenso que llenaba la calle, subiendo a lo largo de las
fachadas, penetrando en las habitaciones como un himno de vida y de
trabajo.

María se dirigió al balcón y abrió las maderas. Por los cristales entró
un rayo de sol que llenó el gabinete de luz y de alegría.



VI


Los temores del doctor Núñez se confirmaron, por desgracia. La
enfermedad que aquejaba al pobre tío Tomás progresaba rápidamente.
El dolor no desaparecía, los esputos no menguaban, la fiebre, lejos
de ceder, se hizo más constante, más continua, recrudeciéndose con
alarmante intensidad en los crepúsculos. Parecía imposible que
el cuerpo pudiera soportarla. A simple vista, sin necesidad de
conocimientos patológicos, se comprendía claramente que aquella
naturaleza envejecida y quebrantada no podía resistir mucho tiempo,
que en la terrible lucha con la muerte, la muerte tenía que ser la
vencedora.

—¡Valiente hazaña! —añadía el doctor Núñez a guisa de comentario—.
Triunfar de un cuerpo aniquilado y destruido. ¡Ah, si contáramos con
un poco, nada más que con un poco de energía, ya le diría yo a usted,
señora intrusa! Pero así no es posible, no es posible, no hay que
hacerse ilusiones.

—De modo que...

—Que esto es cosa perdida. Se nos va, amigos míos, se nos va y mucho
antes de lo que ustedes imaginan. Quizá mañana, quizá esta misma
noche. Si ustedes quieren, para tranquilidad de su conciencia, que le
vea otro médico, un especialista, yo no solo no tengo inconveniente,
sino que, por el contrario, me alegraré muchísimo. Pero repito que es
inútil; esto está perdido, completamente perdido.

—¿De manera que no se puede hacer nada?

El doctor calló un momento; bajó al suelo los ojos, frunció el
entrecejo y con la tristeza del hombre que tiene que reconocer su
impotencia, con la vergüenza del que se ve forzado a reconocer su
ignorancia, con el abatimiento del que en un instante comprende toda la
inutilidad de su ciencia, la esterilidad de treinta años de trabajo y
de estudio, contestó sordamente:

—Nada.

Luego, cambiando de tono, en voz baja, ya cerca de la puerta, cuando
Luis salió a despedirle, añadió todavía como para destruir toda
esperanza:

—Si este señor tiene que disponer algo, aconséjele usted que lo
haga pronto. —Y como observase en el rostro del joven un gesto de
contrariedad, se encogió de hombros y le dijo—: En fin, eso allá usted;
yo cumplo con mi deber advirtiéndolo.

Dio dos fuertes chupadas al cigarro, que brilló en la penumbra, y echó
pausadamente escaleras abajo.

Luis quedó anonadado. Esperaba el desenlace, pero no tan pronto;
confiaba en que algún remedio heroico, algún recurso de última hora,
podrían prolongar la lucha, aunque la lucha fuera la agonía. Y he
aquí que la ciencia se cruzaba de brazos y le contestaba con brutal
sinceridad:

—Nada, no es posible hacer nada, se muere.

¡Se muere! Y ante el poder sugestivo de esta idea que retumbaba en
su cerebro con vibración inacabable, todas las demás ideas callaron
aturdidas; doloroso abatimiento se apoderó de su espíritu y los
músculos le flaquearon hasta el punto de tener que apoyarse en la pared
para no caerse. En esta actitud le sorprendió María.

—¿Qué te ha dicho Núñez?

—Tú lo oíste: que se muere.

—Sí, se muere; lo sé desde ayer. Cuando ayer Núñez dudaba todavía, yo
estaba ya segura. Sí, se muere. ¡Pobre Tomás! Él es el único que no
lo sabe; confía como un niño en fuerzas que no tiene y lucha como ha
luchado siempre: heroico y tenaz. ¡Pobre Tomás!

Plegó las manos con religiosa compasión y quedó largo rato pensativa.
Luego, balbuciendo, como si le costara gran esfuerzo, dijo:

—Yo quisiera que se confesara, ¿sabes?; pero no me atrevo a
indicárselo. A ti te hace más caso. ¿Por qué no se lo indicas tú?

—Eso me aconsejó Núñez; pero yo, la verdad, no me atrevo. Como tú misma
has dicho, él no cree que se muere. La presencia de un cura sería la
destrucción de esa esperanza, sería la notificación de su sentencia,
sería..., sería terrible. No me atrevo, María, no me atrevo; yo no le
quito a mi tío una hora de vida.

—Pero, ¿y su alma, Luis, y su alma? ¿Y la tranquilidad de nuestras
conciencias?

—La mía lo está; yo estoy seguro de cumplir con mi deber de hombre
honrado, no turbando en el instante supremo de la muerte la paz de su
alma, no destruyendo su ignorancia, que es en este caso su felicidad.
No quiero entrar a analizar si hago mal o hago bien obrando de esta
manera: creo que hago bien y así obro.

—Pues yo te aseguro que haces mal, muy mal, Luis. Tú crees que nuestra
misión ha terminado, y nuestra misión empieza ahora. Hemos hecho cuanto
ha sido posible por salvar su cuerpo; hagamos lo mismo por salvar su
alma.

Y como Luis callase, ella prosiguió con mística exaltación:

—El alma no es nuestra, Luis; es un depósito que Dios nos entrega al
enviarnos a este mundo y del cual tenemos que darle estrecha cuenta
el día que en su presencia nos hallemos. Dios quiere que ese día nos
encontremos limpios y sin mancha. Por eso, en su misericordia infinita,
concede hasta a los más malos un instante de arrepentimiento: que un
solo instante de contrición, si es sincera, basta y sobra para borrar
todos los errores y purificar todos los pecados. Luis, Luis, piensa
bien lo que vas a hacer, medita la grave responsabilidad moral que
puedes adquirir, quitándole a tu tío, por una compasión mal entendida,
la verdadera tranquilidad de su espíritu, tal vez la salvación eterna.

—Quizá tengas razón, no lo discuto. En estas cosas no discuto nunca.
Malas o buenas, tengo mis ideas; tú tienes las tuyas; yo las respeto.
¿Crees que debe confesar? Pues aconséjaselo.

—¿Yo? Bien sabes que esto no es posible. Bastaría que yo se lo dijera
para que hiciese lo contrario. No es por mí por quien temo, es por él.

—Pues yo, la verdad, no me atrevo, no me atrevo, María.

Ella se aproximó más aún; le estrechó suavemente las manos, y
envolviéndole en la dulce mirada de sus ojos azules, le dijo en voz
baja:

—¿Y si yo te lo pidiera?

—Sentiría decirte lo mismo.

—Pues bien, a pesar de eso, te lo suplico.

—¡María!

—Te lo ruego, te lo suplico, ¿ves?, así, de rodillas.

—Levanta.

—No; mientras no accedas a mis súplicas, no. Es un favor que yo te
pido. Hazlo por mí.

—Bien, pero levanta.

—¿Lo harás?

—Sí.

—Gracias, Luis, muchas gracias. Dios te lo pagará.

Y huyó como una sombra.

Luis vaciló todavía un instante. Después, paso a paso, con el
abatimiento del hombre que tiene que comunicar una sentencia, penetró
en la alcoba y se sentó a la cabecera de la cama. Pero por más que
estrujaba el cerebro, no daba con la fórmula de la proposición.
¡Demonio, demonio, sí eran difíciles estas cosas!

—¿Qué, cómo te encuentras? —preguntó por empezar de algún modo.

—Bien, bien, mucho mejor; lo que es esta vez, la muerte se fastidia; me
escapo.

¡Vaya usted a decirle a un hombre que opina de este modo que es preciso
confesarse!

—Sí, sí, mucho mejor —continuó animadamente—; no me duele nada; respiro
muy bien. Mañana le pediré permiso a Núñez para sentarme un rato en el
sillón. No quiero estar en la cama. Me debilita mucho.

Pidió a su sobrino que le ayudase a volverse del otro lado y se durmió.
Luis se inclinó sobre la almohada y contempló con ansiosa curiosidad el
rostro del enfermo. ¿Se habría equivocado Núñez? ¿Persistiría el alivio
o, por el contrario, sería este alivio la mejoría de la muerte?

La ilusión duró poco. Violento acceso de tos despertó bruscamente al
enfermo. Sus manos golpearon la sábana y su frente se contrajo con
dolorosa crispación...

—Me ahogo..., me ahogo..., esta tos me mata.

Una cucharada de jarabe pareció calmarle un poco; pero los movimientos
de su pecho siguieron continuos, jadeantes, extendiéndose hasta los
hombros descarnados, que se elevaban y se hundían con continuo vaivén
regulador y acompasado. Ronco gemido silbaba en su garganta. Pidió
trabajosamente el balón de oxígeno que, a prevención, había recetado
Núñez, y aspiró con avidez algunas bocanadas. Esto y otra cucharada de
jarabe, le tranquilizaron por completo.

—¿Estás mejor?

—Sí, no tosiendo... Lo que me fatiga es la tos... Si no fuera por
ella, mañana me podría ya levantar, no me duele nada, no tengo fiebre;
mira —extendió su mano húmeda buscando la de Luis y prosiguió—: ¿ves
cómo no tengo fiebre?

Era falso; tenía fiebre y mucha; su piel abrasaba; el pulso en la
muñeca latía apresurado.

—Siento la cabeza algo pesada; pero esto es de la misma debilidad.
Estoy muy débil, muy débil, y la culpa la tenéis vosotros, que no
queréis que me levante. No sabéis lo que debilita la cama. Mañana me
levanto, sí, me levanto, queráis o no queráis.

Luego, temiendo que si seguía hablando le acometiera otro acceso de
tos, calló y cerró los ojos.

Viéndole tan tranquilo y queriendo evitar, por otra parte,
explicaciones con María, Luis se marchó a su cuarto y se acostó. Cuando
se levantó (cerca del mediodía), el enfermo había recaído mucho. Su
voluntad, no obstante, continuaba luchando con heroica tenacidad por
ahuyentar la idea de la muerte, resistiéndose a ella, queriendo a todo
trance conservar la miserable vida. Empeñábase en que Núñez se había
equivocado y pedía a gritos que le trajeran un médico de fama, un
especialista, recordando curas maravillosas realizadas en amigos suyos.
Después habló de sus proyectos para cuando se restableciera.

—Nos mudaremos —decía— a un cuarto bajo; tomaré un abono de berlina,
y los días que estén buenos, Rafael (el ordenanza del Tribunal de
Cuentas) y tú me subiréis en el coche y me iré a dar un paseo por la
Moncloa.

Después, conforme la tarde fue cayendo, sus energías decayeron
también. Cesó de hablar. Sus ojos se cerraron. Únicamente sus dedos
crispados seguían golpeando y arañando el embozo con constante y
nervioso movimiento. A eso de las seis llamó a su sobrino; le obligó a
reclinarse sobre él, y cuando le tuvo cerca de su rostro, muy cerca, le
preguntó en voz baja:

—Oye, ¿tú crees que me voy a morir?

Luis se estremeció. Todo el día había estado esperando esta frase, y
ahora que la frase llegaba, no sabía qué contestar.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó a su vez, confuso y aturdido.

—Porque si crees que me voy a morir quiero que me lo digas; quiero
saberlo; tengo que arreglar muchas cosas.

—Pues bien; no estás en peligro ni muchísimo menos; pero puesto que tú
mismo provocas la cuestión, creo sinceramente que si tienes algo que
disponer, puedes hacerlo.

—¡Ah!, tú crees... ¡Ah!

Sus dedos crispados dejaron de arañar la sábana; nervioso sacudimiento
recorrió su carne; sepultó la cabeza en las almohadas y quedó rígido.

—¡Tomás! ¡Tomás! —sollozó María precipitándose sobre él.

Tomás abrió los ojos; miró alternativamente a su mujer y a su sobrino;
sus labios se agitaron como queriendo hablar, pero la frase no salió.

—El oxígeno, Luis, el oxígeno.

Era ya tarde; los dientes, entreabiertos, no supieron sujetar la
boquilla.

—¡Tomás! ¡Tomás!

—¡Tío!

Tomás no oía. Sus ojos se vidriaban con rapidez visible; el gemido de
su garganta enronquecía; sus manos se enfriaban.

María, loca de desesperación, llamó a los criados.

—¡Juliana! ¡Paca! ¡Rafael! —sus gritos se perdieron en el silencio del
pasillo...—. ¡Dios mío, Dios mío!, no hay nadie..., se han ido todos...,
y este hombre se muere... ¡Dios mío, qué horrible! —gritó sollozando,
sin pensar que el enfermo vivía aún y podía oírla.

Luego, mirando a Luis, lívida la faz, húmedos los ojos, las manos
suplicantes, en un ademán de inmenso dolor, siguió rogando:

—Un cura, es preciso que venga un cura..., es posible que todavía
lleguemos a tiempo... Luis, ¿por qué no vas tú?...

—¡Te quedas sola!

—¡Qué importa eso! Lo principal es que venga un cura... Anda, Luis, ve,
ve en seguida.

Luis echó a correr sin preocuparse siquiera de coger un abrigo. En el
portal encontró a las criadas.

—Suban ustedes en seguida con la señorita..., el tío se muere.

Y salió corriendo por la plaza de San Ildefonso. Afortunadamente, la
parroquia estaba cerca. En la tibia oscuridad de la sacristía, un
pobre cura de cabellos blancos y enflaquecido cuerpo dormía dulcemente
sobre ancho sillón de cuero de Córdoba. Al enterarse del objeto de
la visita, se puso prontamente en pie, y con toda la rapidez que sus
años le consentían, acabó de vestirse, sacó los santos óleos, llamó al
monaguillo y echó a andar detrás de Luis, arrastrando los pies.

—¿Dice usted que está muy grave? ¡Pobre señor, pobre señor!, con tal de
que lleguemos a tiempo...

Sí, llegaron; vivía aún. El cura, con piadosísima paciencia, le dio
la santa unción sin que él, perdido ya el conocimiento, se enterara
de nada. Vivía aún, pero era solamente su carne ya la que vivía. Su
espíritu, su pensamiento, su inteligencia, ¡quién sabe dónde estaban!
¿Quién ha sabido nunca, quién sabrá jamás —pensaba Luis—, lo que ocurre
en el cerebro de un agonizante?

Terrible fue la noche, inacabable y triste. ¡Pobre tío Tomás! La
agitación de su pecho escuálido era cada vez más fuerte; más continuo
cada vez el estertor que enronquecía su garganta. Su carne estaba
lívida, rígidos sus miembros, su frente empapada de helado sudor que
María, sentada a la cabecera del lecho, enjugaba caritativa.

En este estado pasó toda la noche y parte del día siguiente. A eso
de las cuatro, el estertor cesó, sustituyéndole lentas, acompasadas
aspiraciones, algunas tan largas que dos o tres veces creyeron que
había muerto; pero no, venía otra aspiración y otra y otra más.

Cuando menos lo esperaban, un temblor imperceptible sacudió su cuerpo;
su boca se abrió en una postrera aspiración, y expiró.

Luis, como si le hubieran quitado de encima un peso enorme, dio un
fuerte suspiro y se dejó caer rendido y destrozado sobre el sillón.

Ella continuó de pie, rígida, inmóvil, la mirada tranquila, clavada
en el pálido rostro del cadáver, con la serena impasibilidad de una
esfinge.



VII


Amortajaron al cadáver con el hábito blanco de Santo Domingo y le
trasladaron al gabinete de María, no solo porque era habitación más
espaciosa, sino porque en él estaba el oratorio, un oratorio lindísimo,
una verdadera capilla con altar y todo; grandes tapices de damasco
cubrían el techo y las paredes; en la del fondo, bajo dosel de púrpura,
una copia al óleo de la Concepción de Murillo, se destacaba al débil
resplandor de dos lámparas de aceite colgadas del techo por cordones de
seda; sobre el altar agonizaba un Cristo.

Amigos, vecinos y parientes acudieron desde el primer momento; se
posesionaron de la casa y empezaron a dictar órdenes y disposiciones,
como si se encontraran en la suya; ellos fueron los que avisaron a
la funeraria, los que eligieron el féretro, los que le llenaron de
flores y los que redactaron las esquelas. María y Luis no tuvieron que
ocuparse de nada.

A las diez de la noche no se podía dar un paso por la sala; tal era el
número de amigos que acudieron a saludar a la viuda.

—Acabamos de leerlo en el periódico... ¡Pobre don Tomás! Pero, hombre,
¿Cómo ha sido eso?

Luis, al principio, los recibía muy amable, refiriéndoles detalles de
la enfermedad; pero harto al fin de repetir siempre la misma historia,
dejó a los parientes de su tío que se las arreglaran como mejor
pudieran y se refugió en su habitación con Boncamí, Manolo, Paco Gaitán
y algunos otros íntimos.

—Castro y Pedrosa me han encargado que te diera el pésame; es posible
que vengan luego, a la salida del teatro.

—Hombre, a propósito; decidme, porque yo con la enfermedad del pobre
tío no he salido estos días de casa ¿qué tal la revista? De las reseñas
de la prensa no he podido sacar nada en limpio...

—¿La revista? Pues verás tú; la noche del estreno anduvo aquello
bastante mal; el respetable público la encontró pesada y aburrida; en
el primer cuadro empezó a toser y a dar golpecitos con los bastones;
en el segundo la tomó a chirigota, y en el último, cuando algunos
bárbaros pedían muy convencidos la cabeza de los autores, los amigos y
la _claque_ logramos imponernos y salvamos la obra.

—¿De manera que ha sido un fracaso?

—¡Quia!, nada de eso; ¡verás tú! En cuanto terminó la representación,
cogieron la obra y se marcharon a la taberna de al lado Castro,
Pedrosa, Cañete, Bedmar, Martín López, Fernández Gay, Fonseca, ¡qué
se yo!, todos los percebes del saloncillo, y entre todos, corte por
aquí, arreglo por allá, un chiste por este lado, una tontería por el
otro, dejaron la revista que no la conocía ni el apuntador. Volvieron a
representarla, y no solo gustó, sino que el público de buena fe está
indignadísimo contra la prensa que ha dicho que es tan mala, y contra
los reventadores que la patearon la noche del estreno.

—No me parece mal.

De pronto, comprendiendo que no era aquella conversación la más a
propósito para una visita de pésame, cambiaron de tema y se pusieron a
hablar de la enfermedad del pobre don Tomás. Gaitán se empeñaba en que
el médico se había equivocado en el tratamiento; hacía mil preguntas
a Luis sobre el curso de la enfermedad y refería con gran lujo de
detalles los procedimientos modernos para curarla. A las doce se
marchó, porque, según dijo, estaba de guardia en el hospital.

—Me he escapado solo un momento para saludarte.

Manolo se marchó igualmente.

—He dejado en Apolo a Petrita y a Amalia, y tengo que ir a recogerlas.

Los demás, a excepción de Boncamí, le imitaron pretextando imperiosas
ocupaciones. En el salón quedaba también muy poca gente; dos primos
del muerto, varios vecinos y algunos amigos de confianza. Todos se
ofrecieron galantemente a velar el cadáver, pero con tal tibieza, que
desde luego se adivinaba que lo hacían por puro compromiso. A la una y
media solo quedaban los primos, Luis y Boncamí.

Entre los gases del muerto, la respiración de los vivos, el humo del
tabaco y las luces de los hachones, la atmósfera se había viciado poco
a poco, caldeándose y saturándose de olores nauseabundos. Fue preciso
abrir los balcones para renovarla. La noche estaba fría; nublado el
cielo; una bocanada de aire helado, húmedo, precursor de lluvia,
penetró sutil.

—¡Caramba! ¿Saben ustedes que hace mucho frío? Vamos a coger una
pulmonía.

Y para no cogerla decidieron marcharse al comedor y dejar solo al
muerto. Después de todo, con que uno entrara de cuando en cuando en el
gabinete a despabilar los cirios, había bastante. Rafael, el ordenanza
del Tribunal, se encargó de ello. Sirviéronles grandes jícaras de
chocolate con pan y manteca, y entre pitillo y pitillo se pasó la noche
charlando, animadamente, de mil cosas distintas. Al amanecer, Boncamí
y los primos se marcharon. Luis acostose hasta la hora del entierro.
Cuando se levantó, la casa estaba atestada de gente; había gente en el
comedor, en el despacho, en los pasillos, hasta en las alcobas; señoras
enlutadas, sentadas en semicírculo alrededor de la viuda; caballeros
graves, correctamente vestidos con levita negra, la mayoría hombres
de edad, que avanzaban de puntillas hasta la capilla ardiente, con el
sombrero en la mano, para contemplar un instante, por última vez, el
rostro del amigo perdido.

A pesar de la lluvia que constante caía de las plomizas nubes, el
acompañamiento fue muy numeroso hasta la Cuesta de la Vega; allí la
mayoría se despidió y solo unos cuantos coches continuaron hasta el
cementerio, chapoteando sobre los charcos de la carretera, convertidos
en lagunas de lodo, bajo el agua implacable que azotaba los vidrios.

Era casi de noche cuando regresaron a casa. Seguía diluviando. Los
balcones continuaban abiertos de par en par. En el rincón de la sala
veíanse plegados los caballetes de las coronas, los hacheros manchados
de cera, los negros paños festoneados de oro, dos o tres flores
esparcidas sobre la alfombra, mustias y deshojadas siemprevivas.

Y Luis en medio de estas habitaciones oscuras, solas, frías como
caserón deshabitado, impregnadas del húmedo olor de la tierra mojada,
sintiose dominado por una melancolía honda, muy honda y muy triste.
Avanzó buscando a María, y entre las cortinas del oratorio la vio de
rodillas delante del Cristo, llorando en silencio.

Volviose entonces hacia Boncamí que le seguía, y sin poderse contener
le dijo:

—¿Podría usted hacerme un favor?

—Todos los que usted quiera.

—¿Quiere usted hacerme compañía esta noche?

Boncamí le miró estupefacto.

Luis comprendió todo el valor de aquella mirada, y sonriendo
tristemente, repuso:

—No, amigo mío; no crea usted que tengo miedo; no me asustan los
muertos, son los vivos los que me asustan; los vivos que lloran.



VIII


Los días que siguieron a la muerte del tío Tomás los empleó Luis en el
arreglo y clasificación de las cartas y documentos que el buen señor
tenía guardados; tarea en verdad bastante entretenida, pues eran tantos
los papeles y tal el desconcierto que en ellos reinaba, que no había
más remedio que repasarlos cuidadosamente para saber cuáles podían
romperse y cuáles debían guardarse. Encomendó a la chimenea el trabajo
de reducir los primeros a cenizas, y guardó ordenadamente los segundos
en coquetonas carpetas de cartón, bien sujetas por oficinesco balduque.
Púsoles, con su más hermosa letra redondilla, grandes y claras
etiquetas y las sepultó en las profundidades del estante, prometiéndose
leerlos con detenimiento cuando dispusiera de mejor humor. Entretanto
quedáronse haciendo amigable compañía a la Colección legislativa,
Sentencias del Tribunal Supremo y demás tomos de legislación que en
las polvorientas tablas del estante amarilleaban ya bajo la patina del
tiempo. Únicamente salváronse de la condena los títulos de los destinos
y demás documentos oficiales que María necesitaba para incoar en Clases
Pasivas el expediente de viudedad.

Boncamí iba todas las noches un par de horas a charlar con él y a
ponerle de paso al corriente de las cosas que en el mundo ocurrían,
esas cosas pequeñas e insignificantes que, por lo general, tanto nos
interesan. Contábale que el público seguía aplaudiendo en Eslava
la revista _Madrid se divierte_, con gran satisfacción de Castro,
Pedrosa, Cañete y Suárez, que estaban ya seguros de mantenerla en
el cartel la temporada entera. Todo el mundo convenía en que la tal
revista era de lo más disparatado que se había escrito; pero a pesar
de ello iban a verla, a reír un rato con las payasadas de Bermúdez y
a aplaudir frenéticamente a Elenita Samper que, dicho sea en honor
de la verdad, estaba encantadora. Es una lástima que no pueda usted
ir a verla. Parece mentira lo que ha aprendido esa muchacha en poco
tiempo; ¡qué sal tan fina, qué desenvoltura tan natural, qué manera tan
personalísima de moverse en escena! Ahora es cuando yo me he convencido
de que esa mujer tiene talento. No le quepa a usted duda, tiene mucho
talento, pero mucho. Cuidado que el tango de _los Pucheritos_, como
le llaman por ahí, es estúpido y canallesco, de lo más canallesco
y estúpido que darse puede; pues bien: lo canta con una gracia y
una intención, y haciendo unos gestos, y tomando unas actitudes tan
requetemonísimas, que el público se marea, y se vuelve loco, y se pone
de pie, y le dice: «¡Viva tu madre!», y no le tira los sombreros al
escenario yo no sé por qué. Todas las noches tiene que repetirlo dos
o tres veces, y lo notable del caso es que al final de cada ovación
salen al escenario los cuatro zagalones de los autores, cogiditos de la
mano, a dar cabezadas de agradecimiento. El público, como es natural,
les toma el pelo, pero, ¡que si quieres!, ellos, sin enterarse,
siguen cabeceando agradecidos. Anoche no pude por menos de decírselo
a Pedrosa: «¡Por Dios, hombre, no salgáis! ¿No comprendéis que estáis
haciendo el ridículo, que esos aplausos no son para vosotros?». Bueno:
¿pues creerá usted que se ofendió?

—Sí, es tan imbécil como todo eso.

—¿Sabe usted, en cambio, quién me parece que vale? Suárez. ¡Qué dos
números más bonitos ha escrito! Especialmente un dúo, delicadísimo.

—Le oí la tarde del ensayo; es un primor, una filigrana. Habrá gustado
mucho, ¿verdad?

—¡Quia!, no señor; no se ha repetido ni una vez siquiera. Entre la
orquesta que lo toca mal, los cómicos que lo cantan peor y el público
que no entiende de filigranas, ha pasado casi inadvertido.

—¡Qué lástima!, porque es lo mejor de la obra.

—¡Qué quiere usted!; el público es idiota.

—No, no es el público quien tiene la culpa. El público se acostumbra a
lo que le dan, se educa a lo que le enseñan; le han educado a música de
organillo, con platillos y bombo, y calderones y gorgoritos, y, claro
está, no le gustan las filigranas, no las entiende. Es como si a un
gañán acostumbrado a patatas y judías le da usted de pronto ostras y
mortadela: no le gustan. La culpa no es de él, créame usted; es de esos
canallas de Cañete y Compañía, que le han estropeado el paladar.

—Yo creo que Suárez ha de llegar.

—Y yo también. Es un artista, uno de los pocos hombres verdaderamente
artistas que yo conozco; bien desgraciado por cierto; porque, defensor
como ninguno del arte por el arte, tiene que vivir de él, que dar su
alma para ganar el pan.

Otra noche Boncamí le trajo un número de _La Abeja_ para que leyese los
últimos versos de Bedmar; una composición vaga, nebulosa, de un ritmo
encantador. ¡Qué lástima de chico! ¡Qué alma más grande de poeta! Y
con voz sonora y entonación vibrante, se puso a recitar otros versos
también suyos:

    Era una hembra para amar nacida.

—¿Se acuerda usted de este soneto? ¡Qué hermoso!, ¿eh? «Era una
hembra para amar nacida...». Es que no es posible expresar más en un
endecasílabo. Se está viendo a la mujer, una mujer morena, con los ojos
negros... Y a propósito de mujeres y de Bedmar. ¿Sabe usted que estas
noches andan muy cariñosos Elena y él, así, como si deseasen volver a
entenderse?

—¡Ca, hombre!

—De veras. Especialmente Antoñito, no sale del escenario.

—Él, sí, pero ella...

—¿Ella? Lo único que yo puedo decir a usted es que, según me han
contado, la otra noche hubo una bronca horrible, porque dijeron en su
presencia que era un borracho. Se puso hecha una fiera. Se encaró con
todos los que había en el cuarto, un grupo de diez o doce autores y
periodistas, y después de llamarlos ruines, envidiosos, y qué sé yo
cuántas cosas más, les soltó que ninguno de ellos le servía a Bedmar
para ponerle en limpio las cuartillas; así, clarito. Y como Castro,
amostazado, le replicara: «Hija, ¡qué barbaridad!, ¡cómo se conoce que
ha sido tu querido!», se plantó en jarras en medio de la habitación, y
repuso: «Bueno, pues sí, ¿y qué? Lo ha sido y lo volverá a ser cuando
le dé la gana».

—¡Canastas! Me deja usted admirado.

—Sí, señor, no le quepa a usted duda; cualquier día los vemos cogiditos
del brazo.

—Lo sentiré; porque el pobre Antonio va de buena fe, y ella es una niña
caprichosa, sin corazón y sin entrañas, una mala hembra neurasténica
que todo le cansa y todo le aburre, que cree que las pasiones son
antojos, y el cariño, juguete que se tira cuando ya no distrae. ¡Oh,
la conozco mucho! Hará cuatro o cinco años, cuando yo tenía todavía
dinero, estuve con ella en relaciones. Entonces sí que era bonita,
monísima, enloquecedora; una de esas mujeres que se suben a la cabeza
como el vino viejo, a la primera toma. Traía todo Madrid revuelto. Pues
bien; a pesar de eso, de su juventud, de su hermosura, de su gracia,
de mi vanidad, sí, de mi vanidad, porque los amores con esta clase
de mujeres halagan siempre; a pesar de todo esto, ¿sabe usted cuánto
duraron nuestras relaciones? Quince días. Ni uno más. A los quince
días tuve que enviarla a paseo y decirle: «Anda y busca un mono que
te divierta, que yo no he servido todavía de pelele a nadie». Y tenga
usted en cuenta que hace cuatro años era yo un chiquillo, un bebé sin
experiencia.

—Pues a Bedmar sí le ha querido.

—Yo creo que esa mujer es incapaz de querer a nadie.

—Entonces, ¿cómo sus relaciones duraron tanto tiempo?

—¡Qué sé yo! Rarezas inexplicables de estas mujeres. Como son elementos
puramente pasivos, sin afecciones propias, cuando tropiezan con un alma
grande, una de esas almas vehementes, meridionales, apasionadas como la
de Bedmar, se sugestionan y se deslumbran; mientras dura el entusiasmo
de aquella alma, mientras su vibración se mantiene intensa, ellas
vibran también por afinidad y por simpatía, y parece que aman; pero
en cuanto el entusiasmo del alma grande decae, en cuanto su vibración
se apaga un momento, se desprende, y se hunden, y no hay quien las
levante. No sé si me explico bien.

—Sí, sí, perfectamente; es una cosa así como la tierra que produce
pájaros y flores, porque el sol la calienta, pero que si este calor le
faltase...

—Se enfriaría para siempre y se convertiría en astro muerto; eso es;
veo que me ha comprendido usted. Sí, señor; las relaciones de Elena
han durado más tiempo con Antonio que con todos los demás, porque
el entusiasmo de él era verdadero. A pesar de ello, ya ve usted lo
que pasó. Y Antonio era entonces sol meridional que vivifica cuanto
alumbra. Calcule usted lo que sucedería ahora, hoy que es sol de
invierno, hoy que el vicio y los desengaños han apagado ya su alma.

—¡Bah, quién sabe! Puede que el amor le regenere.

—Si fuese un amor sincero, sí; el de Elena, no. Mucho me temo, por el
contrario, que le embrutezca más. ¡Quiera Dios, quiera Dios que estas
coqueterías no acaben en sangre!

Lo dijo con tal convicción, que Boncamí quedó preocupado.

—Yo sé perfectamente lo que le pasa a Elena —continuó Luis—. En el
vacío de su alma echa de menos una pasión profunda, un afecto sincero;
sabe que Antonio es el único que en el mundo la ha querido de veras,
el único que con sus besos le ha dado su alma toda; recuerda los días
que pasó a su lado, los días felices de amor y de ternura, y quiere
repetirlos. Y no sabe que en amor los días que pasaron, pasaron para
siempre; que si segundas partes nunca fueron buenas, esta verdad en el
amor es un axioma. Antoñito no piensa nada; va sencillamente hacia ella
porque ella es su alma y su vida, y porque sin ella no puede vivir. Y
los dos por distintas causas se buscan mutuamente y se encontrarán,
y cuando se encuentren se harán más desgraciados todavía. Y de ese
retrato, ¿qué? —preguntó variando bruscamente la conversación.

—Pues de ese retrato, _na_. Cruzado de brazos, esperando que a Rose
d’Ivern le diera la gana de decidirse por una _toilette_. Es una tía
completamente loca. Cuando parece que le ha convencido una idea, puede
darse por seguro que está pensando en la contraria. Se ha querido
retratar de pie, sentada en un trono, acostada como la maja de Goya,
desnuda como Venus, con mantilla, con sombrero, con flores, sin flores,
con mantón de Manila, ¡qué se yo! ¡Le digo a usted que estoy más harto
de Rose y de retrato! ¡Si no fuera por las mil y pico! Y el caso es
que le estaban reventando, porque no se atrevía a emprender otra cosa.
Ya ve usted, hoy han venido a encargarme un techo para una tienda de
refrescos gaseosos; cuarenta duros y no me he atrevido a aceptar.

A los pocos días llegó muy contento, manifestando que Rose, siguiendo
sus consejos, se había por fin decidido a retratarse con el busto
desnudo medio velado por una gran mantilla negra. Es un retrato
que tiene la ventaja de que no pasa nunca de moda y además deja al
descubierto la garganta, los hombros y el nacimiento del pecho,
precisamente lo más bonito que la _cocotte_ tenía; una carne tierna y
sonrosada, que resaltaría muy bien entre la seda del encaje.

Aquel día estuvo también a verle Manolo Ruiz.

—Perdona, chico, si no he venido antes. Todos los días tenía el
propósito de hacerlo; pero, ya sabes, esta vida tan perra que lleva
uno... No tengo un momento libre; estoy trabajando muchísimo.

Y como Luis quedase admirado por estas repentinas energías, se echó a
reír y prosiguió:

—Necesito dinero, mucho dinero. Figúrate tú que a Petrita, ya la
conoces, le ha dado por colarse conmigo de tal manera, que desde el día
que me conoció no ha vuelto a hablar con nadie. Y como la muchacha
no tiene más renta que su persona, y esta no la vende y yo no voy a
consentir que se muera de hambre, no tengo más remedio que sostenerla.

—¡Manolo, Manolo, que vas a hacer el primo!

Manolo se indignó.

—¡Pero qué estúpidos sois todos! No veis más allá de vuestras narices.
¿Conoces tú acaso a Petrita? Pues si no la conoces, ¿por qué te atreves
a juzgarla? Pues sábete que Petrita no es como las demás mujeres, no,
señor, no hay que medirla por el mismo rasero. Esta es una infeliz, una
ingenua, sin malicia de ninguna clase, una desgraciada. Y la prueba
está en que por mí, que no puedo darle nada fijo, ni nada seguro, lo ha
dejado todo, todo, entre otras cosas un viejo que le pasaba todos los
domingos veinticinco duros. Y esto no lo sé por ella, sino por Amalia;
ya ves tú...

—Bueno, hombre, perdona.

—¡Pero si es que todos sois iguales! En cuanto veis que un hombre se
gasta diez pesetas con una mujer, ya estáis cacareando que hace el
primo. Pues bien; yo soy el primero que me duele gastar dinero; pero
hay veces en cambio, como esta, que lo que siento es no tener más para
dárselo.

Y ya en el terreno resbaladizo del entusiasmo, se puso a hacer la
apología de Petrita.

—¡Qué mujer, chiquillo, qué mujer más superior! Yo no he conocido en mi
vida una mujer como esta. Es que se te lleva de calle, que te vuelve
loco.

—¿Y Luisa?

—No sé nada de ella, ni quiero. Es una sinvergüenza, una golfa.

—Pues no hace mucho te parecía la mejor de las mujeres.

—Un tiempo lo fue, no te diré que no. Pero ahora, ahora se ha echado al
vicio de una manera indecente. Me han dicho que me está buscando por
todas partes, pero yo no quiero ya nada con ella. He dado orden en la
redacción para que digan que no estoy cuando vaya a preguntar por mí.

—Haces bien; porque esa te arma un escándalo.

—¡Toma si me lo arma!, no sería el primero. Pues por eso. No creas tú,
que me da cierto temor salir con Petrita, porque cualquier día nos
pilla cogidos del brazo; y como es tan animal y tan fiera, no te digo
lo que va a ocurrir. La voy a tener que dar dos palos en mitad de la
calle, y otros dos en mitad de la cabeza.

—Manolo, no hagas chistes. Bastante tenemos ya con los de Castro.



IX


—¿Qué es eso? —preguntó Elena entrando en el cuarto y tirando sobre la
butaca el mantón de Manila que la doncella recogió cuidadosa—, ¿qué le
pasa a Gener, que va por esos pasillos como un loco?

—¿Qué le va a pasar? —contestó Pedrosa señalando a Manolo—; que este es
un majadero que habla siempre más de lo que debe, y como es natural, se
lleva cada revolcón que Dios tirita.

—Pues nada, no hay ningún revolcón. Si se ha enfadado, culpa suya es;
yo no le he dicho más que la verdad; el que se pica, ajos come.

—Estás en un error, no es verdad; pero, aunque lo fuera, esas cosas no
deben decirse.

—Pero, ¿qué es ello? —insistió Elena.

—Nada, majaderías de este.

—¿Majaderías, eh?, verá usted, Elena, lo que ha ocurrido. Luis empezó a
tomarme el pelo por si voy o no voy siempre con mi chica por la calle;
yo me exasperé y le dije que, realmente, es mucho más cómodo tenerla en
casa.

—Hombre, claro está que se habrá enfadado. Y con razón. ¿Sabe usted
que, en efecto, voy creyendo que es usted un poco majadero, Manolo?

—¿Usted también me va a tomar el pelo? Pues..., buenas noches.

Cogió el sombrero y el gabán y se marchó.

—Pues, señor —dijo Castro—, está buena hoy la tertulia, buena, buena...
Cualquiera se desliza. ¿Se puede saber qué mosca les ha picado a
ustedes?

—A mí, ninguna —contestó Elena—; casualmente esta noche estoy yo
contentísima.

—¿Y eso?

—Figúrese usted; mañana Lunes Santo; seis días sin función. ¿Ustedes
saben lo que para mí significa seis días sin trabajar, sin estudiar,
sin ensayar, sin hacer más que lo que yo quiera y lo que me dé la gana?

—No todos creen lo mismo.

—Es verdad —replicó tristemente—, para esos pobres racionistas, para
esas infelices chicas del coro, la Semana Santa es una semana terrible:
para ellos sí que es una verdadera semana de pasión y de ayuno. ¿Ven
ustedes?, también hago yo frases; me he contagiado. ¡Claro!, no podía
ser otra cosa. Vaya, caballeros, con el permiso de ustedes, me voy a
desnudar. Estoy deseando llegar a casa; tengo un sueño que no veo.

—Sí, sí; a descansar.

—Ea, Elenita, adiós, hasta dentro de unos días.

—Es verdad; hasta el Sábado de Gloria.

—¡Gracias a Dios! —exclamó cuando se marchó el último—. ¡Qué pesadez!,
siempre estos moscones metidos en el cuarto.

Pero apenas cerró la puerta, sonaron en ella dos suaves golpecitos.

—¿Quién? —preguntó malhumorada—: no se puede, me estoy desnudando.

—Soy yo, Elenita.

—¡Ah, eres tú! —exclamó cambiando de tono al reconocer la voz de
Antonio, y abriendo presurosa la puerta—. ¿Qué quieres?

—Nada... —contestó él balbuceando, sin pasar del umbral—: saludarte,
¡como vamos a estar tantos días sin vernos!

—Seis días..., verdad. Pero, pasa; ¿qué haces ahí? ¿Tienes prisa?

—No, ninguna.

—Entonces pasa y siéntate, yo termino en seguida. Ya ves, tengo puestas
las mallas todavía; no me las quito hasta llegar a casa. Mira, haz el
favor de cerrar la puerta; no quiero que entre nadie.

En seguida, ayudada por la doncella, y en presencia de Antonio,
despojose rápidamente del traje que llevaba; se puso otro de lana
oscura, echose una capa sobre los hombros, envolviose la cabeza en una
toquilla y le dijo a Bedmar:

—Antoñito, ¿quieres acompañarme a casa?

Antonio se quedó como el que ve visiones.

—Con muchísimo gusto.

—Pues, ea, vámonos.

—Mira, abrígate bien; la noche está fría.

Sí, estaba fría; un airecillo del Guadarrama soplaba sutil por el
callejón de San Ginés con amenaza de pulmonía.

—¿Quieres que tomemos un coche?

—No, ¿para qué? Iremos de prisita y así entraremos en calor.

Y levantando la capa de Manolo se colgó de su brazo.

El pobre bohemio se quedó lívido al sentir el suave contacto de aquella
carne tibia; violenta crispación le sacudió los nervios.

—¿Qué tienes?

—Nada; frío.

En un momento llegaron a casa de la actriz.

—Anda, sube —le dijo ella—; tomaremos una taza de té y charlaremos un
rato; tengo muchas ganas de charlar contigo.

Él, emocionado, loco de alegría, no sabía qué contestar. ¿Pero
era posible, Dios mío? Parecíale que estaba soñando, y se pasaba
instintivamente las manos por los ojos, para convencerse de que no era
delirio. No, no lo era; aquella era su casa, aquel el recibimiento
con su perchero de nogal adornado de verdes palmeras; aquel el
gabinete coquetón y lujoso; aquella la _chaise longue_ sobre la cual,
embelesado, escuchó tantas veces las palabras de amor de su Elena, de
su Elena del alma, que de nuevo se le aparecía, hermosa como nunca,
como nunca adorable.

Aturdido, emocionado, permanecía de pie en medio de la habitación, sin
saber qué hacer ni que decir.

Ella se quitó la capa y la toquilla, las arrojó sobre una butaca;
aproximose a él, y cogiéndole las manos y oprimiéndoselas con fuerza,
le dijo apasionada:

—Antonio, Antonio de mi vida, ¡qué ganas tenía de mirarte así!

Él abrió los ojos espantado; pareciole que todo giraba a su alrededor,
que el suelo se hundía, que los muebles danzaban; quiso hablar y los
sollozos ahogaron su voz, sollozos de alegría...

Loco de amor cayó a sus plantas, abrazado a sus piernas, besándole las
manos, en una violenta crisis de ternura.



X


—¿De modo que te vas?

María pronunció estas palabras con tono tan triste, tan hondamente
triste, tan lleno de dolor, que Luis no osó replicarla; hundió la
frente en las manos y de nuevo quedó callado y pensativo.

Y pensativa y callada quedose también ella, los brazos caídos, la
mirada perdida en un grupo de nubes que ensangrentaba el sol.

La tibia luz del crepúsculo penetraba por el balcón abierto
abrillantando los metales, destacando las molduras, reflejándose en
los espejos, luchando tenazmente con las primeras sombras que, lentas,
silenciosas, surgían del fondo de la estancia, apoderándose de los
macizos muebles, posesionándose de los paños, apagando los tapices,
amortiguándose a lo largo de las paredes hasta sumirla en dulce
semioscuridad de santuario.

Un sollozo que creyó percibir le hizo alzar la cabeza y mirarla; no
se había engañado: lloraba. Impasible, sin un grito en la garganta,
sin una contracción en el rostro, con los ojos siempre fijos en el
crepúsculo sangriento, lloraba gruesas lágrimas que resbalaban por
las mejillas, se detenían al borde de los labios y caían, al fin,
pausadas, gota a gota, sobre la blusa negra.

Sintió Luis que un latigazo le sacudía los nervios; crispáronsele las
manos; quiso hablar y no pudo; comprendió que el valor iba a faltarle,
y levantándose bruscamente se fue al balcón y se dejó caer de pechos
sobre la barandilla.

La brisa de la tarde, al pasar por su frente, le aplacó los nervios y
sosegó su espíritu.

Y así como al morir el día el cielo palidece y las sombras se agrandan
y las líneas se borran y los objetos se confunden y solo queda
brillante y luminoso el disco del sol, así en su cerebro palidecieron
las ideas, los conceptos se borraron, se fundieron los pensamientos,
y únicamente la imagen de su amor quedó triunfante y viva. Repasó
lentamente la historia. La impresión que le produjo aquella mujer
sencilla, ingenua, bonita, delicada, alma de niña, flor de estufa,
trasplantada de la tranquila soledad del claustro a los brazos de
un hombre como Tomás, duro, brutal, impresionable y vengativo. Los
días felices de la luna de miel, breves, muy breves. Después el negro
capítulo de Carlos, el odio implacable, los ultrajes continuos, las
largas horas de martirio que al hacerla cada vez más desgraciada, la
hacían cada vez más deseable. Luego, las incertidumbres crueles, las
dudas amargas... ¿Me amará? ¿No me amará? ¿Será para mí algún día?
¿No lo será nunca? Y la esperanza siempre generosa: «Será para ti».
Y el escepticismo siempre helado: «No lo será jamás». Y entretanto,
una constante comunidad de ideas y sentimientos entre aquellas dos
almas; un comercio intelectual y moral de sensaciones; un afecto
recíproco que crece y crece y se agiganta y se convierte en pasión
loca, avasalladora, dominante. Amor condenado a vivir encerrado en el
fondo del alma, como delito vergonzoso, con la esperanza de poderle
ver surgir un día franco y descubierto. Y he aquí que el día llegaba y
la realidad se interponía de nuevo entre sus sueños para destrozarlos
brutalmente y decirle: «Esa mujer no es para ti».

No, no es para ti. ¿Quién eres tú, qué vales ni qué derecho tienes para
aspirar a ella? ¿Puedes hacerla feliz? ¿Puedes sostenerla con el decoro
que su educación necesita? ¿Puedes casarte con ella? Pues si no puedes
casarte, ¿qué es lo que pretendes? ¿Hacerla tu querida, obligarla a
que sacrifique su virtud, el único bien de su alma, lo único en que
la pobre cifra su vanidad y su orgullo? ¿Quieres condenarla a que se
avergüence de sí misma, a que tenga que bajar humillada la cabeza ante
las murmuraciones del mundo, ante la maledicencia de las gentes, ante
la opinión de cuantos la conozcan, que no verán jamás en esta unión el
triunfo del amor puro y bueno que todo lo justifica y todo lo perdona
y todo lo enaltece, sino, por el contrario, la egoísta adquisición de
goces materiales, la grosera satisfacción del vicio? ¿Qué otra cosa
podían significar las burlas veladas, las risas maliciosas de sus
amigos? Bien claro lo había oído. ¿Y ese era el premio que pensaba
darle a sus sufrimientos, a su bondad y a su ternura?

Y aun en el caso de que su amor le hiciera romper con estos
convencionalismos, con estas preocupaciones ridículas del mundo que
sujetan las pasiones a la fórmula de un sacramento, ¿tendría ella el
mismo valor? ¿Accedería ella? Y aun suponiendo que accediese, ¿iba a
continuar en su casa, viviendo a costa de ella, dejando que ella le
mantuviese? ¿Era esto digno? ¿Era esto decoroso?

El crepúsculo tocaba a su fin. Las nubes habían perdido sus matices
sangrientos y se deshacían en el espacio como grises bocanadas de
humo. Detrás de ellas plateaba el disco de la luna. Entre un jirón
inmenso, Venus lucía con titilante brillo. La sombra del infinito caía
lentamente. Un murciélago pasó revoloteando delante de sus ojos con
rápidos giros.

No le quedaba más remedio que separarse de ella, alejarse, luchar
por la vida, entregar su alma a los burgueses, ganar dinero, fuese
como fuese, mucho dinero, viniera de donde viniera, que luego ya
le santificaría él nuevamente transformándole en arte y en amor. Y
entretanto, coger su cariño y guardarle como sagrada reliquia, huir
de María, no buscarla, contentarse con que caprichos de la suerte
le colocaran frente a ella para contemplarla un instante, como se
contempla la joya que nos deslumbra y que no podemos adquirir; la
obra de arte que nos emociona y que no podemos poseer; la creación
musical que nos embriaga y que ni siquiera sabemos interpretar. Ella le
esperaría; confiaba en ella.

Y más tranquilo ya, envalentonado con esta esperanza, regresó al
gabinete.

Ella no se había movido. Con los brazos caídos y los ojos siempre fijos
en el espacio, continuaba silenciosa. Largo suspiro abrió por fin sus
labios y volvió a repetir:

—¿De modo que te vas?

—Sí, me voy.

Y con voz torpe y frases entrecortadas, como el que no cree en lo que
dice, le explicó el motivo. Él no podía continuar allí más tiempo. No
solo no era digno ni decoroso para él, sino que constituía un peligro
para ella, para su reputación y para su honra. Él no podía en manera
alguna exponerla a las murmuraciones del mundo. El mundo no vería en
ellos más que un hombre joven y una mujer hermosa que vivían juntos sin
estar casados. El mundo es así; juzga por apariencias, y sus fallos son
inapelables. No podemos sustraernos a ellos; no podemos romper con la
realidad que nos ahoga y nos empequeñece y nos anula y nos convierte
en marionetas de Guignol, en pobres seres sin voluntad y sin albedrío,
sujetos a las leyes frías, inexorables, de una sociedad sin fe y sin
corazón. Pasamos por la vida como sombras de nosotros mismos. Por miedo
a los fallos del mundo, ahogamos en flor nuestros más bellos ideales,
nuestras ilusiones más bellas; refrenamos nuestras pasiones, ocultamos
nuestros deseos, y en carnaval perpetuo cubrimos con máscara de risa
los más puros afectos. Tú y yo nos queremos, nos adoramos con toda el
alma y, sin embargo, tenemos que separarnos uno de otro... Ya lo ves...

—Es verdad..., es verdad —asentía María tristemente.

Era completamente de noche. Un rayo de luna, rompiendo los celajes,
caía sobre ella iluminando su cabeza rubia y sus mejillas pálidas.
En el fondo de la estancia, entre los grandes cortinones rojos de
la capilla, se destacaba, alumbrado por el mortecino fulgor de las
lámparas, el Cristo de marfil.

—Me voy; pero no creas que por eso me separo de ti, no; yo volveré
y cuando vuelva, yo te diré todo lo que tengo guardado en el fondo
del alma, lo que yo he sufrido, lo que yo te quiero. Yo te diré que
te quiero como no ha sido querida jamás mujer alguna; yo te diré que
al solo recuerdo de tu imagen, la más pequeña fibra del más pequeño
músculo se agita de emoción. Yo no puedo vivir sin ti, María. Me
levanto y me acuesto pensando en ti. No hay un solo momento en todo el
día en que el recuerdo de tu persona no me martirice. Te tengo metida
en el cerebro. Yo no puedo trabajar, no puedo hacer nada; estoy anulado
para todo lo que no sea mi amor y mi María.

Ella le escuchaba atentamente, sin demostrar la menor extrañeza, como
si todo aquello fuese cosa sabida. Él continuó, cogiéndole las manos,
que ella no retiró:

—Te adoro, María, te adoro. Eres mi vida, mi alma, mi alegría. Tú
espérame, que yo volveré; y cuando yo vuelva, todo lo que tenga, todo
lo que sea, todo lo que valga será para ti. Yo te daré todo lo que
tú necesites. Más. ¿Quieres cariño? A montones. ¿Quieres ternura? A
raudales. Yo satisfaré todas tus ansias; yo te querré por todos los
que no te han querido. Yo me arrancaré el corazón con las uñas y
te lo daré diciéndote: toma, para ti, ámale o despréciale, mímale o
estrújale, acaríciale o pisotéale; haz lo que quieras, para eso te lo
doy, es todo tuyo. Yo te veneraré como a una madre, te querré como
a una novia, te respetaré como a una hermana, te desearé como a una
amante; tendré para ti ternezas de niño y caricias de fuego; en una
palabra; yo te amaré como no ha sido amada jamás mujer alguna.

—¡Calla, por Dios!

—¡Cuánto te quiero, María de mi alma! ¡Cuánto te necesito! ¡Qué ganas
tengo de que seas mía! ¿Cuándo serás mía, verdaderamente, enteramente,
completamente mía?

—¡Luis, déjame, no me enloquezcas! —contestó ella con voz ronca,
ahogándose.

Él no la oía. Aproximándose a su cara hasta abrasarla con su aliento,
aprisionándole las manos cada vez con más fuerza, seguía apasionado:

—Te haré la más feliz de las mujeres. Si en el cariño fundas tu
alegría, yo te volveré loca de cariño. ¡Verás cuánto amor, cuánta
ternura, cuánto mimo tengo en el alma guardado para ti! Yo te juro,
María, que te querré como no has soñado nunca que te quieran.

—Pues bien; yo también te quiero; yo también te juro... Ven —exclamó
bruscamente, poniéndose en pie y llevándole nerviosa a la capilla—. Yo
te juro también que te quiero mucho, mucho. Yo te juro, delante de ese
Cristo que nos oye, que seré tuya o no seré de nadie.

Los rayos de la luna se apagaron de pronto tras las nubes grises,
sumiendo el gabinete en honda oscuridad. Una ráfaga de aire, penetrando
furiosa por el balcón abierto, sacudió con estrépito los cristales,
barrió un periódico abandonado sobre una silla y, llegando hasta el
oratorio, hizo oscilar las luces de las lámparas que alumbraban al
Cristo.

—Yo también te amo —siguió ella diciendo—; todas esas fiebres, todas
esas ansias de que antes hablabas, las siento yo también. Yo también
te necesito; yo también quiero ser tuya verdaderamente, enteramente,
completamente tuya. Y lo seré; ¿verdad, Dios mío, que seré suya?
—preguntó con suplicante acento, clavando los ojos en el crucifijo de
marfil.

Él, sugestionado por aquella fe, lo miró igualmente.

Y ambos quedaron de nuevo largo rato silenciosos; uno de esos silencios
hondos, deprimentes, que pesan como losas de plomo. María fue también
quien lo rompió primero para decir tristemente:

—Mi vida está desde este instante consagrada a ti, a Dios y a ti.
Cuando me busques me encontrarás siempre, siempre seré la misma. Pero
¿y tú, Luis? ¿Puedo yo tener la misma confianza? Eres joven, eres
libre, el porvenir es tuyo..., en tu camino encontrarás mujeres que
valgan más que yo, ¿te acordarás de mí?

—¡Siempre!

—No me olvides, Luis, no me olvides: no podría vivir sin tu cariño.

Las mortecinas luces de las lámparas seguían alumbrando el oratorio con
dulce claridad. Bajo el dosel de púrpura, la Virgen los miraba con
expresión de infinita ternura; sobre el altar abría sus brazos piadosos
el Cristo de marfil.

—Adiós, María.

—¿Tan pronto?

—Sí... Si no me voy ahora, no me iré nunca. Mañana quizá no tendría
fuerzas para ello, y es preciso que me marche; ¿verdad que es preciso?

Ella palideció más todavía; un temblor nervioso recorrió su cuerpo; sus
ojos se llenaron de lágrimas; pero reponiéndose en seguida, contestó:

—Sí, es preciso.

—¡Adiós!

—Adiós, mi Luis.

—Adiós, mi alma.

Cogió su mano y la llenó de besos. Después salió tambaleándose.

Ella quedó de pie, atontada, escuchando cómo los pasos de él se
perdían en el silencio del pasillo. Luego clavó en el Cristo los ojos
suplicantes.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Tú que lees en el fondo de las almas, ten
compasión de mí!

Y cayó de rodillas, sollozando.



XI


Anduvo mucho, muchísimo, no sabía cuánto ni cómo ni por dónde. Anduvo
errante, a la ventura, por calles y plazuelas, eligiendo las menos
concurridas, esquivando las miradas de los transeúntes, temeroso a cada
instante de encontrarse un amigo impertinente que le sacara de sus
meditaciones que, tristes y todo, tenían el adorable encanto de ser
suyas. Pasó, repasó y volvió a pasar el intrincado laberinto de calles
desde la suya a los Mostenses y desde los Mostenses a San Gil; subió la
de Leganitos, y huyendo de la de Preciados, se metió en los alrededores
de la plaza de los Ministerios; bordeó luego los jardines de la plaza
de Oriente, pasó frente Palacio, siguió por Bailén, cruzó el Viaducto
y, torciendo después a la izquierda, entró en la de Don Pedro, bajó a
la de Segovia y se perdió en las intrincadas callejuelas del Madrid
viejo, en las retorcidas, desiguales calles de la antigua villa, más
frías, más tristes, más lóbregas que nunca, bajo el cielo nublado.

En el silencio de estas viejas calles donde los pasos retumbaban
como en sonoro claustro de convento, sus ideas confusas comenzaron a
cristalizarse poco a poco; el instinto de la vida, sobreponiéndose a
todo con brutal egoísmo, fue borrando tristezas, recuerdos, delirios,
toda la parte ideal de sus amores, para mostrarle al fin, cruda y
escueta, la terrible realidad del presente, el problema, planteado ya,
de su nueva situación en el mundo.

¡Bonita situación! Sin familia, sin amigos, sin casa, sin dinero...
¿Qué hacer en este trance, qué hacer? Y como la contestación
satisfactoria no llegaba, seguía errando, pausada y tardamente, por las
viejas calles, más tristes, más lóbregas, más solitarias cada vez. El
viento triunfaba en ellas, retorciéndose en las esquinas, apagándose en
las fachadas, barriendo los desperdicios del arroyo, silbando en los
aleros, zarandeando persianas y cortinas, haciendo oscilar las llamas
de los faroles que, débiles, temblaban como reverberos de retablo. Las
sombras vagas de los transeúntes, al pasar bajo el radio mezquino de
luz, se destacaban un momento; después se confundían de nuevo en la
negrura de la noche. Aullaba un perro. Una guitarra gemía plañidera una
copla andaluza.

En el silencio augusto de estas calles, de estas viejas calles
retorcidas y lóbregas que pesaban sobre su conciencia con la tristeza
acumulada de tres siglos, Luis sentía que su espíritu declinaba, que su
voluntad se adormecía y que un abatimiento profundo, muy profundo, se
iba apoderando lentamente de él. Se encontró solo, abandonado y triste;
triste sobre todo. Un ansia imperiosa de llorar, de desahogar su
corazón acongojado, le acometió de pronto, y apoyándose en el saliente
de una reja, lloró largo tiempo, con lágrimas tibias y sollozos hondos.

Poco a poco sus energías reaccionaron. Se dio cuenta de su debilidad,
y, avergonzado, irguió la frente y paseó la mirada por la calle. Nadie
le había visto; todo dormía en el reposo augusto; solo el viento seguía
silbando en las encrucijadas, zarandeando las cortinas de lona y
empujando las nubes que, en el gris pizarroso del cielo, ante el lívido
espectro de la luna, se extendían flotando como algas gigantescas.
Terció la capa con gallardo ademán y siguió andando, tranquilo ya,
seguro de sí mismo, firme el pisar y la mirada altiva.

A medida que el problema se desenvolvía en su cerebro, le encontraba
más fácil y sencillo. Después de todo, aquello era perfectamente
natural. No había por qué ni para qué abatirse. Solo los espíritus
pobres decaen en la lucha; la temen y la huyen. Los fuertes la
persiguen, combaten y triunfan. En la batalla de la vida, solo sucumben
los cobardes y los débiles. Razonando con frialdad de esta suerte, hubo
un momento en que hasta se alegró de su nueva situación, de este cambio
de vida que le permitiría en lo sucesivo desenvolver sus ideales, sus
energías, sus grandes ambiciones de gloria, sujetas hasta entonces por
la inacción y el indiferentismo. No sentía remordimiento alguno por lo
que había hecho; al contrario, le parecía admirable aquella ruptura
inesperada y brusca. Así estaba más libre y más independiente.

Sin saber cómo se encontró en la calle del Arenal, esquina al pasadizo
de San Ginés, en el momento mismo en que los grandes focos eléctricos
apagaban unánimes su resplandor blanquísimo. La gente salía del teatro,
las mujeres tapándose la cara y los hombres encendiendo pitillos.
Avanzaban lentos, en compacto grupo por el angosto pasadizo donde se
separaban, extendiéndose a lo largo del arroyo como río que se sale de
madre. Los coches alquilados se alejaban retumbando con ruidoso rodar.

Oculto en la sombra de una puerta, apoyado en el quicio y embozado
en la capa, se distrajo largo rato viendo pasar la muchedumbre.
Gentiles parejas cogiditas del brazo; grupos de muchachos tarareando
los cantables; señores graves, familias burguesas, mujeres honradas
y mujeres alegres, gente elegante y gente del pueblo, el público de
la butaca y el público del anfiteatro mezclado y unido en democrática
confusión. Vio a Gaitán con varios amigos; a Lola Guzmán y a Paca Rey,
espléndidas, elegantísimas, llenando la calle con su omnipotencia de
mujeres hermosas. Y tiernamente unidos, juntos, muy juntos, hablándose
en voz baja, comiéndose con los ojos, andando muy despacio, muy
despacio, los últimos de todos, enamorados y felices, Manolo y Petrita.
Iban tan arrobados uno en otro que no le vieron: ¡qué habían de verle!,
si no veían nada, si para ellos no había más mundo que ellos mismos,
que su cariño inmenso que los unía y los confundía y los amalgamaba en
un solo deseo y una sola idea y una sola personalidad.

Apoyado en el quicio de la puerta, oculto en la sombra, los miró
alejarse poco a poco. Y al verlos tan unidos, tan dichosos, tan
satisfechos de ellos mismos, poseedores felices del amor que alegra
la existencia, un sentimiento de envidia royó su corazón. El recuerdo
de la mujer querida apareció de nuevo y sumiole otra vez en hondos
pesimismos.

El cielo estaba completamente cerrado. Había calmado el viento y una
lluvia helada y menudísima caía lentamente.

Pegado a las paredes, resguardándose del agua bajo las piedras de
los balcones, atravesó acelerando el paso la Puerta del Sol. Sentía
hambre y frío. Dolorosa sensación de angustia le oprimía el pecho y su
estómago le hacía sufrir horriblemente. Pensó entrar en un café; pero
el brillo de las luces y la concurrencia que en todos se le antojó
numerosa, le hicieron desistir de su propósito y siguió andando por la
Carrera de San Jerónimo, sin objeto alguno, sin pensar en nada, en un
completo embrutecimiento de su ser, mecánicamente, muy entretenido en
ver cómo su sombra crecía y se agrandaba bajo los vacilantes mecheros
del gas.

Al llegar a la calle del Príncipe, la lluvia arreció de tal manera, que
no tuvo más remedio que guarecerse en un portal, al lado de un guardia
de orden público. Y allí estuvo una hora y otra, muerto de frío,
tiritando, aguardando inútilmente a que escampara.

Con gran sorpresa suya oyó de pronto que le llamaban, y alzando los
ojos, vio parado delante de él un coche de punto con la portezuela
abierta, y en el Interior la elegante silueta de una mujer que le
hacía señas para que se acercase. Era Isabelilla.

—Pero, hombre, ¿qué haces ahí?

Tan embrutecido estaba, que no supo al principio qué contestar. Bien es
verdad que en aquel momento la respuesta resultaba un tanto difícil.

—Nada, ya ves; esperar a que escampe.

Lo dijo con tono tan extraño, tan abatido, que Isabelilla no pudo por
menos de mirarle asombrada.

—¿Qué te pasa, chiquillo?

—Nada.

—A mí no me vengas con mentiras; a ti te pasa algo: ¿qué duda cabe de
eso? Te pasa algo y me lo vas a contar ahora mismito... Sube.

—No.

—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer en ese portal, mamarracho? Ea, sube; te
llevaré a tu casa.

Iba a replicar negándose nuevamente; pero comprendiendo que no era cosa
de entrar en explicaciones delante del guardia y del cochero, calló y
entró en el coche.

—Oye, arrea a un café donde haya poca gente.

Mientras fueron en el carruaje, Isabelilla permaneció callada; pero en
cuanto entraron en el café, abordó resueltamente la cuestión.

—Mira, chiquillo, tú a mí no me la das, te conozco demasiado. Esta
noche estás tú muy triste y muy desesperado, y eso no puede ser más
que por dos motivos: o no tienes dinero, o te ha engañado una mujer.
—Y como observara que Luis se sonreía amargamente, prosiguió con voz
firme, segura de haber puesto el dedo en la llaga—: ¿Ves tú? No había
más que mirarte para comprenderlo. Tú esta noche has jugado y has
perdido, ¿no?, pues entonces es lo otro, eso es: tú has reñido con una
mujer, con una mujer a quien quieres mucho, ¡como que has llorado...!,
tienes todavía hinchados los ojos. Pues ¿sabes lo que te digo?; que no
hay en el mundo ni una sola mujer que merezca que un hombre llore. Ya
ves tú, yo soy mujer y te lo digo. De manera que pelillos a la mar;
echa por el camino de en medio, tira a un lado tormentos y fatigas y
mírame a mí, a tú Isabelilla, que está toda por ti dispuesta a darte
todas las alegrías que tú quieras... ¡Qué barbaridad! ¡Pues no lo has
tomado tú poco a pechos! Ni que te fuera en ello la vida. Vamos a ver:
¿se puede saber quién es esa señora que te trae de cabeza esta noche?
¿La conozco yo?

—¡Tú qué vas a conocer!

—Bueno, hombre, no te alteres, que no la ofendo. ¡Ni que fuera la
Virgen del Carmen! —Se detuvo por miedo de decir demasiado. Después,
observando el aspecto abatido del pobre chico, continuó con tono
amable, oprimiéndole dulcemente la muñeca—: Vamos, no te pongas así...
Me da mucha pena verte triste. Anda, cuéntame lo que te ha pasado. ¡Qué
caramba!, cuatro ojos ven más que dos: es posible que te pueda dar un
buen consejo.

Él, entonces, sugestionado por aquella amabilidad, en un arrebato de
expansión, en una necesidad imperiosa de hacer a alguien partícipe de
sus intimidades, de descargar todas las miserias que pesaban sobre
su alma, se lo contó todo. Ella le oyó en silencio, sinceramente
interesada. Cuando terminó de hablar, quedó largo rato pensativa.
Después, adoptando un aire de superioridad, como mujer que comprende
toda la importancia de un consejo, emitió francamente su parecer.

—¿Sabes lo que te digo? Que esa mujer no te quiere, no te hagas
ilusiones, ¡qué te va a querer! Si te quisiera, no te habría dejado
marchar esta noche en las condiciones en que te has ido, solo, sin
dinero... Y a mí no me vengas con que ha sido por deber ni por virtud,
¡mentira!, el verdadero deber, la verdadera virtud estaba en haberte
retenido en su casa, hasta que tú encontraras medios de vida, en coger
el corazón y pisotearle y decirte, si es que quería ser buena: «Mira,
chico, no te molestes en hablarme de amor, porque entre tú y yo no
puede haber nada». Eso, eso era virtud, eso era deber. Pero echarte
a la calle a hacer el golfo y a pasar fatigas, eso, eso no lo hace
ninguna mujer que quiere, menos aún, ninguna mujer que tenga corazón.
Perdona si te hago daño —prosiguió al ver que a Luis se le saltaban las
lágrimas—, pero, ¡qué quieres!, no puedo remediarlo; ¡me da coraje que
se porten así con un hombre!

Calló de pronto. Él dio un suspiro y abatió la cabeza sobre el pecho.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer?

—No sé.

—¿No tienes nada pensado?

—Nada.

Ella calló de nuevo. Luego, adoptando una resolución enérgica, le
preguntó a boca de jarro:

—Oye; ¿quieres venir a vivir conmigo?

Él la miró asombrado; vaciló un momento; pero reponiéndose en seguida,
contestó secamente:

—No.

—¿Por qué? ¿Qué inconveniente hay? Mira, yo ahora no tengo a nadie, soy
libre, dispongo de dinero... para..., para..., lo menos para tres meses.
Y en tres meses, ¡figúrate tú! Anda, ¿quieres?

—No, Isabel, no, no puede ser.

—Pero ¿por qué? ¡Si no lo sabrá nadie..., si nadie tiene necesidad de
saberlo...! Y aunque lo sepan, ¿no puedes tú vivir con quien te dé la
gana? ¿O es que quieres tanto a esa mujer, que aun después de lo que te
ha hecho no quieres faltarla? Si es así, me callo; pero conste que te
hago el ofrecimiento con toda mi alma.

—Gracias, Isabel, muchas gracias; ya lo sé.

—Bueno, pues entonces otra cosa. Tú no tienes dinero; permíteme que te
preste lo que necesites: veinte, treinta, cuarenta duros, lo que te
haga falta. No los llevo encima, pero te los mandaré mañana donde tú
quieras.

—Gracias, no me hace falta nada; tengo dinero.

—¡Mentira!

—De veras, mujer, tengo dinero.

—Mira, Luis —exclamó apoyando los codos sobre el mármol de la mesa
y mirándole fijamente—. Yo soy agradecida. ¿Te acuerdas cuando nos
conocimos? Era una noche como esta, solo que aquella noche era yo
la que estaba desesperada y triste: me había abandonado un hombre a
quien quería y me echaban de la casa por no tener dinero. Te conté
la historia y me diste diez duros, y cuando yo en pago de ellos quise
darte mi cuerpo, que era lo único que yo podía darte, me contestaste:
«No, niña; yo no compro mujeres ni me aprovecho de tristezas». Estas
fueron tus palabras, ¿te acuerdas? «Si algún día nos encontramos y
yo te veo contenta y feliz, me iré contigo porque eres una mujer muy
hermosa, que me gustas mucho; pero esta noche, no»; ¿te acuerdas? —Hizo
una pequeña pausa y prosiguió—: Aquellos diez duros fueron un préstamo;
por lo tanto, te los devuelvo y te presto otros para que tú me los
devuelvas a tu vez cuando los tengas; ¿estamos?

—No, Isabel, no; no me hacen falta.

Los camareros habían apagado la mayor parte de las luces, y después de
colocar las sillas encima de las mesas, barrían el suelo mirando con
mal disimulado enojo a aquella pareja que no acababa de marcharse.

—Vámonos, van a cerrar —dijo Luis.

—Sí, vámonos —contestó ella malhumorada, poniéndose en pie y
atravesando el salón sin volver la cabeza. Antes de subir al coche,
volvió a insistir.

—¿De manera que no quieres venir a casa?

—No.

—¿Ni quieres que te preste dinero?

—Tampoco.

—Pues bien, eres un mamarracho y un idiota y un imbécil —exclamó
indignada, cerrando de golpe la portezuela—. Después de todo, mira,
peor para ti.

Él se encogió de hombros y echó de nuevo a andar por las calles
mojadas.



XII


Las palabras de Isabelilla punzaban su corazón como alfileres
agudísimos. Esa mujer no te quiere, no te hagas ilusiones, no te
quiere; si te quisiera, no habría dejado que te marcharas. Este
argumento brutal, frío y cortante más que el viento que le daba en la
cara, enseñoreándose poco a poco de su cerebro, se había posesionado
con tal fuerza de él, convenciéndole de tal modo, que todas las excusas
y atenuantes le parecían ya ridículas y falsas.

No te hagas ilusiones, no te quiere; todo ha sido un juego. Se
ha burlado de ti; no te quiere; si te quisiera, no te habría
dejado marchar. El brutal argumento se revolvía dentro del cráneo
retorciéndose, agrandándose, extendiéndose, aprisionando las demás
ideas que en vano se esforzaban por defender a la hipócrita. No te
quiere; todo es mentira; su amor mentira, su virtud mentira, su
heroísmo mentira. Solo el orgullo triunfa en ella y la vanidad y el
amor propio. Si te quisiera, te habría abierto los brazos y te hubiera
dicho: Soy tuya, pobre y rico, soy tuya, con dinero y sin dinero, con
tristeza y con alegría. No te quiere. Si te quisiera, te habría dicho:
¡Qué me importa a mí el mundo, si mi mundo eres tú! ¡Qué me importa la
tranquilidad de mi conciencia, si pierdo al no verte la tranquilidad
de mi alma...! No te quiere. Si te quisiera, su amor habría vencido
por encima de todo; no habría razonado, que el amor que razona no es
verdadero amor... No te quiere.

Ante esta idea, un sentimiento de profundo odio se apoderaba de él, y
crispando los puños atravesaba rápido calles y más calles taconeando
sobre los charcos que se quebraban con salpicaduras de lodo. Sin que
pudiera explicárselo, se encontró delante de su casa, mejor dicho, de
la casa de _ella_. Instintivamente alzó los ojos y miró los balcones.
Estaban oscuros, cerrados, con las persianas a medio levantar. En el
piso de encima brillaba vivamente la faja de luz de una rendija. Las
nubes seguían corriendo veloces por el cielo negro, ante el lívido
cadáver de la luna.

Durante un cuarto de hora permaneció en el portal de la casa de
enfrente, mirando con grande atención aquellos balcones herméticamente
cerrados, queriendo adivinar lo que tras ellos sucedía, esperando
un movimiento, una luz, un indicio cualquiera que le sacara de sus
incertidumbres. Su imaginación atravesaba las persianas, los cristales,
las recias maderas, pisaba la alfombra, rozaba los muebles, y entrando
en la alcoba, veía a María dormida en la cama, tranquila, indiferente,
mientras él permanecía clavado en la acera, tiritando de frío.

Después, como observase que el farolillo del sereno avanzaba hacia
él, huyó bruscamente, temeroso de ser reconocido. Y siguió de nuevo su
excursión por las calles. Algunas hembras de vida alegre le sujetaban
del brazo al pasar junto a ellas, tratando de retenerle en su camino;
él, sin mirarlas, se sacudía brutalmente y seguía avanzando, siempre
avanzando, por las calles húmedas. En un reloj de torre sonó una
campanada, una media; ¿las dos y media? ¿las tres y media? ¿las cuatro
y media? No sabía. Había perdido la noción del tiempo.

En la calle de la Montera un nuevo chaparrón le obligó a guarecerse
en el vestíbulo, todavía abierto, del pequeño café del Brillante;
pero pareciéndole que las camareras se burlaban de él, abandonó aquel
refugio, y volviendo sobre sus pasos, siguió aceleradamente por la
calle del Caballero de Gracia, sin importarle el agua que le azotaba el
rostro con frialdad de nieve.

Asaltole la idea de que todo el mundo, los serenos, los cocheros, los
guardias de orden público guarecidos en el hueco de las puertas, los
escasos transeúntes que pasaban con sus paraguas en la mano, se fijaban
en él, en sus pantalones llenos de lodo y en su sombrero chorreando
agua, y dominado por esta preocupación, bajaba la cabeza y apretaba el
paso para llegar cuanto antes al café de Fornos, donde había resuelto
esperar el día. Después ya determinaría lo más conveniente.

Al tratar de abrir la trampilla de la puerta, un individuo que salía
al mismo tiempo, le dio tan fuerte encontronazo, que estuvo a punto de
derribarle.

—¡Bárbaro! ¿No ve usted donde pone los ojos?

—Eso digo yo, ¿dónde mira usted? Pero, calle..., ¡Gener!...

—¡Boncamí!

—¡Quién iba a pensar! ¿Dónde demonios va usted a estas horas?

—A tomar chocolate.

—Hombre, si no tardara usted mucho, le acompañaría.

—No sé... Quizá esté toda la noche.

—¡Cómo! ¿no va usted a casa?

—Hoy no tengo casa.

—¿Qué dice usted?

—Pues, eso... Que esta noche no tengo dónde dormir.

—Ah, vamos, ya comprendo. Es decir, no comprendo nada. Pero, por lo
pronto, si no tiene usted casa, véngase a la mía. Mañana ya hablaremos.

Abrió el paraguas y cogió a Luis del brazo; pero viendo que aquel era
insuficiente para dos personas y que la lluvia arreciaba, cambió de
parecer y llamó a un simón.

—Tomaremos un coche, ¡qué demonio! Un día es un día. Por una vez,
seamos generosos.



XIII


—Aquí ha estado Mínguez esperándole a usted.

—¡Pobre hombre! Me figuro a lo que habrá venido.

—A pedirle a usted dinero. No tenía para comer mañana. ¡Me ha causado
una pena! Le he dado dos pesetas, las únicas que me quedaban.

Boncamí palideció.

—¡Cómo! ¿Se ha quedado usted sin dinero?

—¡Qué iba a hacer! ¿Iba a consentir que no comiera?

—Pero, desgraciado; usted ignora que los que no vamos a comer mañana
somos nosotros.

—¿Qué dice usted?

—Pues, eso; que yo tampoco tengo una peseta. No le he dicho a usted
nada estos días porque confiaba en que usted tenía recursos.

—Lo mismo creía yo.

—¡Pues nos hemos divertido!

Lo dijo con tono tan compungido, que Luis no pudo por menos de echarse
a reír.

—Sí, ríase usted; la cosa es, ¡vive Dios!, para tomarla a risa. No
tenemos un cuarto. Se nos echa encima la miseria. Por lo pronto, no sé
mañana cómo ni dónde comeremos.

—Vamos, hombre, no se apure usted; no faltará un alma caritativa que
nos preste dos duros.

—A usted sí, a mí no; he abusado de todos los amigos; me da vergüenza
molestarlos más.

—A mí también, pero, ¡qué demonio!, no hay más remedio.

—Y aun así: con dos duros resolveremos el problema de mañana y el de
pasado mañana; pero, ¿y el otro?: porque supongo que no tendrá usted la
intención de vivir de sablazos —exclamó brutalmente, con su franqueza
acostumbrada.

Luis bajó la cabeza; el argumento no tenía vuelta de hoja.

—Sí, en efecto; tiene usted razón; nuestra situación es bastante triste.

—Bueno, bueno, dejémonos de lamentaciones; por lo pronto, lo que urge
es estudiar el modo de que salgamos de ella. Vamos a ver: ¿por qué no
le pide usted dinero a su tía? Un préstamo, quince o veinte duros que
le devolveremos en cuanto me paguen el retrato.

Luis no le dejó acabar.

—¡Imposible! Antes pido limosna que solicitar nada de ella.

—Pues entonces, hijo, no veo solución.

Ambos callaron. Los rayos de la luna, penetrando por la ventana
abierta, iluminaban con blanco fulgor el lienzo abocetado. En la
penumbra del estudio, los cigarros encendidos brillaban cual gusanos de
luz.

—¿En qué piensa usted?

—Pienso en que si yo no hubiera sido Quijote, a estas horas podríamos
tener dinero.

Y le contó su conversación con Isabelilla.

—Hombre, claro está que ha sido usted un tonto; pero, afortunadamente,
eso tiene remedio. Vaya usted a verla esta noche.

—Oh, no; ya no puede ser; ha pasado la oportunidad. ¡Con qué cara voy a
pedir hoy lo que he rechazado hace cuatro días!

—Sí, es verdad, un poco violento resulta; pero ¡qué caramba!, la
dignidad es una cosa relativa; no creo que vaya usted a tener dignidad
con una mujer de esa clase.

Luis se resistía.

—La verdad, Boncamí, no me atrevo, no me parece decoroso.

—Déjese usted de tonterías. Ante el problema del estómago, no hay
decoro que valga. Veinte duros en las circunstancias actuales, son
nuestra salvación. Piénselo usted bien.

Luego, viendo que Luis, indeciso, callaba, agregó:

—¿Dónde vive esa mujer?

—¿Para qué quiere usted saberlo?

—Eso es cuenta mía. Usted limítese a contestar a mi pregunta: ¿dónde
vive esa mujer?

Luis le dio las señas. Boncamí cogió el abrigo y el sombrero y se
marchó.

Media hora después, regresaba con el rostro radiante de satisfacción y
de alegría.

—¡Ea, ya tenemos dinero! ¡Veinte duros! ¡Se ha salvado la situación!
¡Viva Isabelilla!

—¡Cómo! ¿Se los ha dado a usted?

—A las primeras de cambio. Le dije que no tenía usted una peseta, y
que por delicadeza no se atrevía usted a pedírsela. No me dejó acabar.
Es una mujer simpatiquísima y bonita, ¡canastos!, una maravilla; no
sabía yo que se trataba usted con hembras tan hermosas. Bueno; ahora
es necesario que celebremos consejo de ministros; es preciso aprobar
la distribución de fondos del mes: no nos vaya a suceder otro fracaso
dentro de ocho días. Porque yo, al paso que vamos, no sé cuándo voy a
terminar el dichoso trabajo de Rose. Ya ve usted, hace tres días que no
viene al estudio...

Después, ya en el terreno de las confianzas, se atrevió a preguntar a
Gener qué proyectos tenía para el porvenir.

—Pues, no sé..., todavía ninguno. Aceptar lo que caiga... Por lo
pronto, confío en el periódico de Sánchez Cortina.

—¡Oh, no confíe usted en eso! Sabe Dios cuándo saldrá. Desde luego
puedo asegurarle que se ha desistido de que sea rotativo; se tirará en
máquina plana, ¡y gracias! Todo aquello de la información telegráfica,
de los corresponsales propios, se ha desvanecido; Fabra y Mencheta.
A juzgar por todo ello, hay que suponer que los sueldos no serán
sobrados. De manera que si no cuenta usted con otros recursos...

—Bedmar ha ofrecido publicarme en _La Abeja_ un trabajo semanal.

—Quince pesetas; tres por cuatro, doce duros al mes. Tampoco lo creo
solución.

—¿Y qué quiere usted que haga?

—¡Canastos! Qué sé yo..., algo más importante, algo que dé dinero y al
mismo tiempo gloria. A usted le sobran talento y energías para acometer
empresas de mayor fuste; no lo digo por halagarle, no; ya sabe usted
que yo para estas cosas soy muy franco. Usted es de los que tienen
condiciones para llegar; si no llega usted, será por pereza o por
holgazanería.

—¿Y qué quiere usted que haga? —volvió a repetir Luis.

—Hombre, eso lo sabrá usted que conoce sus aptitudes mejor que yo. Hay
mil caminos para un artista, la novela, el teatro, la tribuna...

Luis quedó pensativo.

—El teatro, sí..., ya había yo pensado en ello, el teatro grande, una
gran comedia... ¡Pero es el público tan exigente! ¡Han variado tanto
los tiempos! ¡Es tan difícil llegar hoy al corazón de la muchedumbre y
conmoverle y hacerle sentir! En un espacio de quince años el público ha
variado por completo. Antes era muy fácil hacer una comedia; con cuatro
situaciones efectistas y cuatro frases ingeniosas, se lograba, si no el
aplauso, por lo menos la benevolencia. Hoy es dificilísimo. El nivel de
cultura se ha elevado mucho; no habrá genios, pero cualquier espectador
tiene por lo menos tanto talento y tanta cultura como el autor de la
obra que se representa.

—Sin embargo, el que no se arriesga no pasa la mar. ¿Que hay
dificultades? Mejor; a mayor dificultad mayor triunfo.

—No, si le digo a usted que he pensado en ello y que intentaré hacerla,
quizás antes de lo que usted supone. Lo importante es dar con un
asunto; el asunto es el todo; porque, como antes decíamos, hoy no se
puede hacer tonterías. Tal como yo concibo el teatro y el público,
creo que no es posible llevar a la escena más que dos cosas: o un
estudio psicológico o un gran problema; o coger un alma y exhibirla
y desmenuzarla en todos sus afanes, y en todos sus secretos, y en
todas sus tristezas y en todas sus alegrías, mostrando lo más íntimo,
descendiendo a lo más pequeño, descubriendo lo más oculto, o un
problema moderno, un problema social o moral, palpitante o sugestivo,
que a todos nos interese y a todos nos importe.

Cuando al día siguiente se levantó Boncamí, encontró a su amigo
trabajando afanosamente detrás del biombo.

—¡Demonio! ¿qué hace usted tan trabajador?

—¿Qué hago? Mi comedia, ¡caramba! Anoche en la cama di con el asunto.

—Muy bien, me parece muy bien. Y ¿qué es ello? ¿El estudio del alma o
el gran problema?

—El gran problema.

—¿Y se titula?

—Se titula: _Ganarás el pan..._



XIV


—Vengo con una misión delicada —dijo Pedrosa sentándose en un
taburete—, una misión de diplomático.

—¿De diplomático?

—Tú mismo juzgarás: he visto a tu tía; la pobre está muy disgustada y
muy preocupada; muy disgustada porque no vas a verla; muy preocupada,
porque no sabe cuál es tu situación.

—Bueno, pues dile a mi tía que no se disguste, que uno de estos
días iré a verla, con muchísimo gusto; y por lo que se refiere a mi
situación, no creo que tenga por qué ni para qué preocuparse de ella.

—Mira, Luis; yo no sé qué resentimientos pueden existir entre tu tía y
tú; no lo sé ni me importa, ni quiero saberlo; pero soy amigo de ambos,
os quiero a los dos y me considero en el deber de hacer cuanto esté de
mi parte para que esos disgustos se suavicen.

—Te equivocas; yo no he tenido ningún disgusto con mi tía; me he
marchado de su casa sencillamente porque no me parecía correcto seguir
viviendo con ella después de haberse quedado viuda.

—Me parece muy delicado tu proceder y celebro que sea esta la causa,
tanto más cuanto que esto facilita mis negociaciones. Cuando te dije
antes que tu tía ignoraba tu situación, mentí; la conoce de sobra;
no sé quién se la ha dicho, pero la conoce; sabe que no tienes una
peseta, que estás viviendo de la generosidad de un amigo; comprende lo
que sufrirás, dado tu carácter un tanto quijotesco; teme que no vas a
verla por no confesar todo esto, y por ello me envía a mí en calidad de
embajador extraordinario.

—En resumen: ¿qué quiere mi tía?

—En primer lugar, que aceptes quinientas pesetas.

—Pues dile a mi tía que lo siento mucho, pero que no las acepto.

—Te advierto que como sigas por ese camino doy por terminadas mis
negociaciones.

—Y yo te advierto, que si las demás proposiciones son como esta, puedes
darlas por terminadas desde ahora. Estoy decidido a no aceptar un
céntimo de mi tía.

—Pero, hombre, ¿por qué?

—Porque no me da la gana.

—Es una razón...

—Tan convincente como pueda serlo cualquier otra.

—No hablemos más; queda desechada la primera proposición. Vamos con la
segunda. Tu tía tiene en su casa unos muebles que no son suyos.

—Ni míos.

—Alto ahí; son tuyos y muy tuyos; puesto que tu tío los compró para ti,
son tuyos.

—Pero yo no los quiero.

—Y tu tía menos; le están estorbando. De manera que se halla resuelta a
meterlos en un carro y mandártelos para que hagas con ellos lo que te
dé la gana.

—¿Y qué voy a hacer yo?

—Allá tú.

—Aquí no caben.

—Mira, Luis: estamos perdiendo tiempo andando por atajos y vericuetos,
cuando lo que debemos hacer es ir derechos por la carretera. Tu tía,
como he dicho antes, conoce perfectamente tu situación; sabe que estás
viviendo de prestado y eso no puede consentirlo por tu propio decoro;
sabe también que no eres partidario de las casas de huéspedes, y que,
por ahora, no volverás a la suya. Por todas estas razones y por otras
que no te digo, ha pensado mandarte los muebles para que con ellos
puedas poner casa y no tengas que depender de nadie.

—Yo agradezco a mi tía sus buenos deseos, pero por desgracia son
irrealizables; no tengo dinero para poner casa.

—Por eso traigo quinientas pesetas.

—Que yo no acepto.

—Pues bien, querido; eso me parece sencillamente tonto; sí, un orgullo
tonto que no viene a qué.

—¿Orgullo? No lo creas. Yo no tengo orgullo en estas cosas. Prueba de
ello es que si anoche no hubiera recibido casualmente dinero, hoy
habría ido a pedirte dos duros.

—¿Entonces es solo de tu tía de quien no quieres aceptar dinero?

—Precisamente.

Pedrosa calló; cruzó una pierna sobre otra y se puso a rascarse la
barba.

—De manera —añadió al cabo de un rato— que si fuera yo quien te
prestara esos cien duros, los aceptarías.

—No; porque me consta que tú no los tienes, y eso sería una combinación
entre mi tía y tú para que yo los aceptara.

—¿Y a ti qué te importa si después de todo a mí era a quien tenías que
agradecerlos y a quien se los devolverías cuando los tuvieras?

Luis vaciló. Pedrosa quiso aprovechar el momento.

—Nada, no hay más que hablar; yo te presto las quinientas pesetas; tú
buscas casa y tu tía te manda los muebles. Ya está arreglado.

—No, no es posible. Ni tú puedes disponer de esa cantidad, ni a mí me
hace falta tanto dinero.

—Bueno; pues lleguemos a un arreglo. Vamos a ver: ¿cuánto dinero
necesitas tú para establecerte? Hagamos cuentas. —Se aproximó a la
mesa, sacó del bolsillo lápiz y cuartillas, y empezó a hacer números—.
Con una casa de seis o siete duros tienes suficiente; pongamos siete:
siete del mes adelantado y siete del de fianza, catorce; uno para que
la portera te lo limpie, pongamos dos, para que lo siga barriendo
después y te haga la cama, dieciséis; presupuesto para comer lo que
resta de mes, quince duros, ya ves que es bien poco; treinta y uno:
gastos particulares, seis; treinta y siete, cuarenta, vaya, cuenta
redonda, cincuenta duros: ¿te parece bien?

Luis callaba.

—Ea, no hay más que hablar —exclamó Pedrosa rompiendo la cuartilla y
guardando el lápiz—; esto es asunto terminado. Ahí tienes los cincuenta
duros: tú me avisarás dónde y cuándo quieres que tu tía te envíe los
muebles y el baúl, porque también tienes allí el baúl. Supongo que
habrás pensado que debes mudarte de camisa.

Y como Luis siguiera callado, dudando todavía, Pedrosa extremó los
argumentos.

—Tú no puedes seguir viviendo aquí; al fin y al cabo estás dependiendo
de la generosidad de un amigo, de un amigo que cualquier mañana puede
levantarse de mal humor y soltarte una grosería. Esto es muy chico,
no reúne condiciones habitables. Pase que Boncamí lo sufra, porque no
tiene más remedio, porque necesita el estudio; pero tú no, tú estás
muy mal. Además, una vez en tu casa, nadie tiene que enterarse de tu
situación, de si tienes o no tienes dinero; si lo tienes, te lo gastas,
y si no, pasas miserias, pero nadie tiene necesidad de saberlo; ¿no te
parece?

Sí, le parecía; demostrábanlo sus movimientos de cabeza.

—Acepto —dijo por fin—, pero con dos condiciones: primera, que estos
cincuenta duros son un préstamo que me haces tú, exclusivamente tú y
que, por lo tanto, a ti es a quien debo devolverlos; segunda, que no me
los das ahora, sino que los guardas hasta que yo te los pida.

—¡Toma! ¿Y cuándo me los vas a pedir?

—Cuando me decida a mudarme.

—¿Ahora salimos con esas?

Luis, entonces, le explicó detalladamente su situación con Boncamí.

—Estos días he estado yo viviendo a costa suya; no me parece digno ni
correcto abandonarle ahora que yo dispongo de dinero y él no tiene un
cuarto.

Pedrosa estuvo conforme. Solo se le ocurrió una objeción.

—Y eso, ¿será cuestión de muchos días?

—Oh, no; quince, a lo sumo; en cuanto termine un retrato que está
haciendo.

—Bueno, no hay que hablar más. Vamos con otra cuestión. ¿Has visto a
Castro?

—No.

—Pues procura verle; el periódico sale el día primero. Se titulará _El
Combate_. Lo dirigirá definitivamente Sánchez Cortina. Castro se queda
de redactor-jefe, y yo me encargo de la información política. Sería
conveniente que fueras esta misma tarde a ver a Perico; le encontrarás
en la redacción, Príncipe, diez o doce, no estoy seguro; pero, en fin,
no tiene pérdida, al lado de una tienda de ultramarinos.

—¿Vas a ir tú?

—Ahora mismo.

—Pues, entonces, espérame; marcharemos juntos.

Sánchez Cortina le recibió muy amable.

—Desde luego contábamos con usted —le dijo—; Castro le propuso desde el
primer día, y yo accedí gustoso, no solo por tratarse de un recomendado
suyo, sino porque me han asegurado que es usted hombre que vale. Esta
es la redacción y, por lo tanto, su casa; puede usted venir a ella
cuando guste; estamos, como ve, ultimando los postreros detalles; el
periódico saldrá el día primero.

Luis estaba satisfechísimo; realmente no era posible que las cosas
salieran mejor, pedir más, hubiera sido gollería.

Boncamí también estaba muy contento. Rose d’Ivern iba todas las mañanas
al estudio, precisamente a la hora en que Luis se marchaba a la
redacción; algunos días, al volver, la encontraba todavía. Sin embargo,
el retrato adelantaba muy poco.

—Esta mujer es imposible —decía Boncamí—; no le gusta nada. Me paso el
día haciendo y borrando.

Pedrosa en tanto no dejaba parar a Luis. ¿Cuándo te voy a dar ese
dinero? ¿Cuándo piensas mudarte?

Un suceso inesperado acabó de decidirle. Trabajando una mañana detrás
del biombo, en la continuación de su comedia, le entró sueño y se quedó
dormido. Cuando despertó, oyó a Boncamí que hablaba en voz baja con
Rose. Suponiendo que estarían trabajando, no quiso interrumpirlos y
continuó acostado en el sofá.

De pronto oyó decir a la francesa, con tono zalamero:

—Yo t’ quiego mucho, mucho, Visente; de vegdá que yo t’ quiego.

—¡Toma, toma! —pensó Luis—; ahora me explico por qué no se acababa
nunca ese retrato.



XV


No era una maravilla, pero tampoco era un adefesio; una casita muy
mona, sin pretensiones, con su gran alcoba recién estucada y su sala
con balcón a la calle. Estaba en la del Tinte, frente al solar del
antiguo Hospital de San Juan de Dios, de manera que las luces no
podían ser mejores, y además tenía la ventaja de que podía vestirse y
desnudarse con las maderas abiertas, sin temor de que le vieran los
vecinos. Los muebles no resultaban tampoco magníficos, ni muchísimo
menos; pero como eran los mismos que venía usando y les había tomado
afecto, se alegró muchísimo de poder conservarlos.

La vida del periódico resultaba, como él había supuesto, bastante dura.
Tenía que ir a las nueve de la mañana, salía a la una, volvía a las
cuatro y salía de nuevo a las siete, cuando el periódico entraba en
máquina. Lo que más le molestaba era el carácter de Sánchez Cortina.
Este hombre, tan atento, tan fino, tan cortés, era en la intimidad
de una grosería inaguantable. Todo le parecía mal. Por la cosa más
pequeña se ponía a dar puñetazos en los pupitres y a deshacerse
en maldiciones. En el fondo resultaba un infeliz. Los redactores
concluyeron por tomarle la cuerda y no hacerle caso. Luis era el único
que se mantenía a prudente distancia, decidido desde el primer día a no
darle ni permitirle confianzas. «Es el único medio —decía— de no tener
disgustos». Por lo demás, trabajaba como ninguno. Hacía todo lo que le
mandaban, fuese lo que fuese; fondos, artículos, sueltos, noticias,
telegramas... Un día se puso enfermo Pedrosa y le encargaron de la
información política en el Salón de conferencias del Congreso. Otro le
enviaron a la tribuna del Senado. Él obedecía sin rechistar, convencido
de que todos los trabajos eran igualmente desagradables, por lo que
tenían de trabajo, y convenientes por lo que tenían de aprendizaje. Por
lo único que no pasaba era por la información del Juzgado de guardia.
«No, eso no; eso de alternar y quedar diariamente agradecido a guardias
de orden público y alguaciles, no entra en mi carácter».

Otro día se le ocurrió a Sánchez Cortina enviarle a Palencia de
corresponsal especial, con motivo de la celebración de una Asamblea
agrícola. Cuando regresó a Madrid, se encontró con que se habían
reforzado los muebles de su casa con un armario de luna y una _chaise
longue_. Por más preguntas que hizo a la portera no pudo averiguar
nada. La portera se limitaba a decir que habían venido unos mozos de
parte del señorito y que, como en el tomar no hay engaño, les había
abierto ella misma la puerta con la llave que le dejara. Pedrosa
juraba y perjuraba que no sabía una palabra del asunto. Como el regalo
no podía venir más que de María, se decidió, después de muchas
vacilaciones, a visitar a esta para suplicarle que no volviera a
repetirlo. Luis esperaba un recibimiento teatral; una serie inacabable
de reconvenciones y preguntas. Nada de eso. Su tía le recibió como si
le hubiera visto la víspera; con tal amabilidad, con tal ternura, con
tan afectuoso cariño, que Luis salió de allí más enamorado que nunca.
Por lo que se refería a los muebles, ella negó que los hubiera enviado.
Claro que es ella, ¿quién va a ser si no? —pensaba Luis—; pero como al
fin y al cabo no podía comprobarlo, tuvo que conformarse.

Desde entonces comenzaron a ocurrir en su casa cosas muy extrañas. Cada
ocho o diez días aparecía un objeto nuevo; unas veces era una silla,
otras una mecedora, una lámpara para la mesa, un libro, un par de
botas... La portera seguía diciendo que ella no sabía nada.

—Pero, mujer, usted es la que tiene la llave, usted es la que tiene que
abrir.

—No, no; yo no. Como el señorito ha puesto ese cordelito en la puerta,
se conoce que lo han averiguado y tiran de él.

En efecto; Luis, para no llevar encima la llave, una de esas llaves de
Madrid que pesan medio kilo, había establecido un sistema muy conocido
en las casas de huéspedes: una cuerda de guitarra atada al picaporte,
pasada después por una argolla y luego por un agujero hecho en la
madera, y al final de la cuerda un nudo, lo más pequeño posible para
que no se viera e impidiera, sin embargo, que la cuerda corriese.

—¡Vaya! esto se acabó —dijo una noche que se encontró sobre la cama
media docena de camisas—; desde hoy me llevo la llave.

Y se la llevó, en efecto, pero solo tres días. Al tercero le molestó
el peso, y después de muchas combinaciones volvió otra vez al sistema
del cordelito, que, después de todo, era el que le resultaba más
práctico. Sin embargo, anunció a la portera que como el caso volviera
a repetirse, se quejaría al casero para que la echara. Desde aquel día
cesaron los regalos.

Fuera del periódico, su vida continuaba siendo la de siempre. Acudía
todas las tardes a la tertulia de Fornos, que tampoco había variado.
Paco el mozo y Antoñito Bedmar eran los únicos que faltaban. El primero
se había retirado, según decían, para establecer un merendero en La
Bombilla, y el segundo iba de tarde en tarde, el tiempo preciso para
tomar café y marcharse en seguida. Ya no bebía. Su nariz empezaba a
perder el rojizo color que tanto le afeaba; sus ojos parecían más
abiertos y mayores, y su continente era, a no dudarlo, más apuesto y
airoso. Aseguraba que trabajaba mucho; lo cierto es que su firma se
prodigaba en todos los periódicos con fecundidad asombrosa.

Boncamí había terminado el retrato de Rose d’Ivern y cobrado sus mil y
pico de pesetas. Sin embargo, como hombre práctico y precavido que sabe
lo que vale el dinero, las conservaba lo mejor que podía, sin gastar un
céntimo en cosas superfluas. Cumpliendo punto por punto su programa, se
mudó de estudio y empezó a pintar su gran cuadro, aquel gran cuadro
que iba a dejar a todo el mundo chiquitito.

—Me han asegurado que al fin hay este año Exposición; como no ha podido
celebrarse en primavera, se verificará en otoño, cuando la Corte
regrese de San Sebastián. Y entonces, ¡ah, entonces...!

Y se quedaba mirando al techo con el arrobamiento del enamorado que
contempla en sueños la imagen de la mujer querida.



XVI


Una noche, ya tarde, a la salida de los Jardines, se dio con ella de
manos a boca. Iba sola, encantadora como siempre, como siempre elegante
y lindísima.

—No puedes figurarte, chiquilla, qué alegría más grande me da verte.

—Y a mí también; de veras.

—¿En qué dirás tú que iba pensando ahora?

—¡Qué sé yo!

—Pues verás, iba pensando: si me encontrara a mi Isabelilla, me la
llevaba a los Viveros.

—¡Mentira!

—¿Mentira? Allí viene un coche. ¿Le llamo?

—Más vivo.

—Bendita seas. Para, cochero: sube. La una menos cuarto. Arrea a La
Bombilla. ¿Ves tú? Así se hacen las cosas. Dentro de media hora en los
Viveros.

—¿De modo que estás en fondos?

—Veinte pesetas que me han dado por un artículo, que las destinaba al
zapatero, y que nos las vamos a gastar en manzanilla.

—Castizo eres.

—¿Quién no lo es contigo, la más castiza de todas las mujeres?

—Di que sí, chiquillo, y prueba de ello es que esos cuatro duros te los
vas a guardar ahora mismito, porque esta noche soy yo la que te va a
convidar a ti.

—¿Estás loca?

—Calla, tonto. Si tengo ahora la mar de dinero. Se ha chiflado por mí
un tío millonario que me entrega todo lo que necesito. Y más. ¡Qué
derroche, chico! Pajaritos del cielo que pida, pajaritos del cielo que
me da. ¿Ves este traje? Treinta y siete duros; pues es de los peores
que me ha comprado.

—Me alegro, hija; lo que hace falta es que dure.

—Oh, sí; ahora va de veras. Me he vuelto muy formal.

—Ya lo veo.

—¿Porque me voy contigo? ¡Tonto! En primer lugar, él no está en Madrid;
se ha marchado a Bilbao a comprar unas minas y no viene hasta dentro de
una semana. Y luego, contigo no hay caso. Contigo..., contigo me voy yo
al fin del mundo.

—¡Embustera!

—Ya sabes tú que sí. Tú eres el que no quiere nada conmigo. En tres
meses no has sido para decir un día: voy a ver a mi Isabelilla.
Sabiendo que Isabelilla te lo hubiera agradecido con toíta su alma.

—Pero, so pendón; si la última vez que estuve en tu casa, no me
quisiste recibir.

—Porque estaba achará aquel día. Me dijeron que te habían visto cenando
con unas mujeres.

—No es verdad; pero aunque lo fuera, ¿a ti qué?

—Que no me da la gana, ¡ea!

—¡Qué gracioso! Como si tuviera yo que ver algo contigo.

—Porque tú no quieres.

—¡Isabelilla, Isabelilla!..., no me des coba.

—No es coba, es que te quiero.

—¡Mentira!

—Por la gloria de mi padre, que te quiero. ¡Ay, nene de mis ojos! En
cuanto lleguemos a la estación del Norte, ¡qué beso te voy a dar en la
cara! Y no te le doy ahora porque no quiero que se mueran de envidia
esas niñas góticas de los balcones.

En efecto, en un balcón, reclinadas sobre la barandilla, había un
grupo de muchachas que al pasar el coche se quedaron mirando con gran
curiosidad el vestido azul demasiado vaporoso, el sombrero demasiado
exagerado y la cara demasiado satisfecha de Isabelilla.

—Es envidia, envidia pura —decía ella alegremente—, no te quepa duda;
todas esas señoritingas con sus ojos lánguidos y sus caritas de
virtudes, darían esta noche la mitad de su vida por ir sentadas dos
horas a tu vera. Pero se fastidian, que eres para mí, para mí, para mí.

Y le oprimía el brazo y se apretaba contra él con zalameros rozamientos
de gata.

El coche se deslizaba por el asfalto de la calle del Arenal al blando
movimiento de sus llantas de goma. En la estrechez de la calle,
la Puerta del Sol quedaba a lo lejos reducida al Ministerio de la
Gobernación con su feísima torre de ladrillo y la amarillenta esfera
de su enorme reloj, más amarillenta aún ante el blanquísimo resplandor
de los focos eléctricos, que en la espesa neblina de polvo parecían
globos de chico flotando en el aire. El pasadizo de San Ginés quedaba
a la izquierda lóbrego y oscuro, cortado en el fondo como callejón sin
salida, mientras que allá enfrente, al final de la calle, los árboles
de la plaza de Isabel II, recortando sus copas oscuras en la fachada
trasera del Real, daban la impresión de la entrada de un túnel, el ojo
gigantesco de un gran puente de piedra. Un automóvil con sus faros
encendidos, resplandecientes como ígneas pupilas de fabuloso monstruo,
pasó instantáneo dejando tras sí desagradable olor de gasolina.

—¡Qué ganas tengo de tener un auto!

—¿Para qué quieres tú eso?

—Para correr, para volar, para no estar quieta diez minutos en el
mismo sitio. Pasar por las casas sin verlas, pasar por los pueblos sin
mirarlos, por las carreteras sin apenas tocarlas, corriendo siempre,
siempre corriendo sin saber adónde ni conocer a nadie, ni hablar con
ninguno, sin más pensamiento que el de volar ni más idea que la de
correr, siempre de prisa, taf..., taf..., taf..., adelante, adelante,
adelante...

—Hasta que te rompieses las narices.

—¡Bah, qué más da morirse de una manera que de otra si al fin y al
cabo tiene una que morirse! Casi es mejor así; no te enteras. Porque
a mí que no me digan: un tío que va a esa velocidad ni ve, ni oye,
ni entiende. Es como si estuviese borracho. Digo lo que Antoñito
Bedmar: la mejor muerte del mundo es una borrachera. Y borrachera por
borrachera, me quedo con esta.

—Y yo con la otra.

—¿Con cuál?

—Con la del cariño. Porque tú sí que me emborrachas a mí; tú sí que me
mareas más que cuatro botellas de montilla. Contigo pierdo la noción de
dónde estoy, de dónde me encuentro, de lo que hago, para no pensar más
que en mi Isabelilla de mi alma, que me enloquece cuando me mira con
sus ojos azules y me trastorna con las palabritas de sus labios.

—¿Mis labios? ¡Si tú no los quieres!

—Poco. Como un pastel un chiquillo goloso.

—¡Goloso! ¿Los quieres? Tómalos.

Y alargando la cabeza se los ofreció gustosa y sonriente. Y sonriente y
gustoso los aceptó él, besándolos y mordisqueándolos como fruta sabrosa.

Impávido el cochero, cogió la tralla y fustigó al caballo, que al
sentir la caricia despertó de su letargo y salió al trote carretera
arriba con extraordinaria rapidez, dejando tras sí en breves momentos
la estación del Norte y el Asilo de Lavanderas, reposando en la
sombra con sus trenes quietos y sus niños dormidos. Los hilos de
plata de la luna se filtraban entre las hojas tejiendo en el polvo
primoroso encaje. Frescas ráfagas de aire daban en los rostros de
la pareja, y sus cuerpos se mecían con el traqueteo del coche,
blandamente amortiguado por las llantas de goma. Por la blanca línea
de la carretera, humillada la cerviz y tardo el paso, avanzaba una
cuadrilla de segadores. Venían mustios, cansados, encorvados los
cuerpos, arrastrándose penosamente sobre sus grandes zuecos de madera.
Los había viejos, con grandes mechones de canas que asomaban bajo
los enormes sombreros; los había niños, que se quedaban rezagados. Y
todos caminaban con sus hoces a cuestas, tristes y mohínos, sucios
y desharrapados, como desfallecida falange del ejército de los
hambrientos.

—¡Pobrecillos! ¿De dónde vendrán? —preguntó Isabelilla apenada.

El cochero volvió la cabeza, y dando un gran suspiro, contestó:

—De Galicia, señorita, de la tierra de todos los pobres.

Los segadores habían detenido el paso y miraban con más curiosidad que
envidia a aquella señora tan hermosa y tan elegante que se paseaba tan
a deshora por la carretera. Ella, al notar que la miraban, se sintió
conmovida, y abriendo nerviosamente el bolso les arrojó, por detrás de
la capota del coche, dos duros en plata que vibraron con argentino tono
al chocar con los guijarros. Cogiolos el más joven y se los dio al más
viejo, el cual los guardó en las profundidades de su faja, diciendo al
mismo tiempo emocionado:

—Gracias, señorita, muchas gracias y que Dios se lo pague.

—¡Que Dios se lo pague! —contestaron los demás a coro, levantando los
brazos. Después siguieron su camino hasta perderse bajo la sombra de
los árboles.

Este encuentro los entristeció de tal manera que durante largo rato
ninguno de los dos osó abrir la boca. El cochero había dejado la fusta
en el pescante, y con la cabeza caída y las riendas flojas, dejaba
marchar a su antojo al caballo, que empezó a caminar pausadamente con
paso tardo de macho de transporte.

—¿Ves tú? —exclamó él al cabo de un rato, esforzándose por sonreír,
tratando de ahuyentar los negros pensamientos que empezaban a
amontonarse en su cabeza—, ¿ves tú? Ahí tienes la contraposición de
tu automóvil; estos infelices saben siempre adónde van y de dónde
vienen; vienen de donde hay hambre; van adonde hay dinero que ganar.
Para andar los setenta kilómetros que tu automóvil salva en una hora,
ellos necesitan tres días, pero llegan. El uno es el genio que arrostra
los peligros, los otros la constancia que vence los obstáculos. Tu
automóvil es la ciencia, el progreso, el adelanto; ellos la barbarie,
la ignorancia, la rutina.

—Está bien tu comparación.

—¡Toma!, ya lo creo que está bien. Como que es una crónica que me
valdrá mañana cuatro duros.

Habían llegado a La Bombilla.

—¿Dónde vamos? —preguntó familiarmente el cochero deteniendo el caballo.

—A los Viveros.

—No, a los Viveros no —interrumpió bruscamente Isabelilla—; está eso
muy soso por las noches, no van más que personas decentes; ¡con decir
que ni siquiera hay organillo!

—Ya lo sé. ¿Y para qué queremos organillo?

—¡Qué gracioso!; ¡como que me voy a pasar sin bailar contigo esta
noche! Ni lo sueñes.

—Vámonos, pues, a Niza.

—No, a Niza tampoco; luego te diré por qué.

—Bueno; pues tú dirás donde vamos. Decídete, porque estamos perdiendo
tiempo.

—¿Vamos a casa de Juan?

—Vamos a casa de Juan.

En casa de Juan estaban todos los comedores ocupados.

—Si quieren ustedes un cenador, hay uno disponible.

—¿Cuál?

—Ese primero de la derecha.

—No, no; está demasiado a la vista.

—¿Quiere el señorito pasar al hotel? —preguntó el mozo a Luis
mostrándole un pequeño edificio independiente que se alzaba a la
derecha. Luis, a su vez, repitió la pregunta a Isabelilla.

—No, no me gusta; no se oye el organillo, y además, se figuran que vas
a otra cosa y te cobran la habitación por aquello de que tiene cama, y
eso es una primada. Vamos al Campo del Recreo.

Contra lo que Isabelilla creía, en el Campo del Recreo había muy poca
gente. La mayoría de las mesas, especialmente las de primera fila,
estaban desiertas. Solo dos o tres se hallaban ocupadas por pacíficas
familias burguesas que al pasar la joven pareja cogida del brazo
se quedaban mirándola a hurtadillas, con cuchicheos y sonrisitas
maliciosas.

—Mira, mira quién está allí —exclamó de pronto Isabelilla señalando
una mesa medio oculta tras los arbustos—. Lola Guzmán y Paca Rey con
dos pollos. Ya sabemos de quién eran los coches del Casino que había en
la puerta. ¡Qué hipócritas! Se han marchado de los Jardines antes de
acabar la función, diciéndome que estaba aquello muy húmedo y que, como
ellas, gracias a Dios, no iban a los Jardines a ganar dinero... así,
como humillándome, ¿sabes?

—Y tú, ¿qué les has dicho?

—¿Yo? Que tenía que esperar a mi novio, que era acomodador.

—¡Qué chulona eres!

—Claro, hombre. Figúrate tú si nos conoceremos todas. Anda, vamos a
pasar por delante de ellas para que nos vean.

—¡Justo!, y me tomen por el acomodador.

—Asaúra... Ya sabes tú que te conocen todas. Digo, y poquita envidia
que me van a tener viéndome contigo. Porque te advierto, Luis, que tú
tienes cartel.

A Luis le hizo aquella frase muchísima gracia.

—¿Conque yo tengo cartel, eh? como los toreros. Oye, ¿y de qué clase es
este cartel mío?

—De matador de primera. Eso lo sabe todo el mundo, niño. Lo que no
saben esas es que yo te voy a contratar por toda la temporada para
que no mates en más plaza que en la mía. ¡Hola, Paca; adiós, Lolita!
—exclamó con acento cariñoso, pasando de largo por delante de las dos
_cocottes_.

—Adiós, mujer... ¿tú aquí?

—Venimos casi todas las noches —contestó con gran ingenuidad—; a este
no le gusta cenar en casa. Toma, para que rabien —agregó oprimiendo el
brazo de Luis, que a duras penas podía contener la risa.

Andando, andando, habían llegado al final del merendero. Isabelilla no
acababa de decidirse por ninguna mesa. Por fin eligió una pequeñita,
situada en medio de una plazoleta de árboles. Aquí estaremos
perfectamente. ¿Ves qué poético está esto? Los rayos de la luna, el
murmullo del río... ¡Oh, qué poético!

—¡Guasona!

—Pues, mira; fuera de chirigota; está muy bien, sobre todo, a tu lado.

—¿De veras estás muy a gusto?

—Muy a gusto. ¿Y tú?

—En la gloria.

—¿Qué va a ser? —preguntó el camarero dejando caer la lista sobre la
mesa.

¡Toma, toma, pues no era poco difícil la respuesta! Isabelilla cogió la
lista, la leyó en voz alta, después en voz baja, la leyó nuevamente,
y después de darle mil vueltas entre sus manos, se la entregó a Luis
diciéndole:

—Pide tú, yo no sé qué elegir, no tengo gana.

Tampoco él la tenía; de modo que después de muchísimo pensar, la cena
quedó reducida a unos langostinos a la vinagreta, una ración de pavo
trufado y otra de Roquefort. Y manzanilla. Ah, y el cochero que tome lo
que quiera.

Mientras el camarero iba por los platos, Isabelilla explicó a Luis por
qué no había querido entrar en Niza. Es donde él me lleva, ¿sabes?
Entra muy ufano conmigo, dándose mucho tono porque le conoce todo
el mundo, y yo no quiero que se rían de él creyendo que le engaño.
¡Pobrecillo!

—Te has vuelto muy correcta.

—Claro, hombre; ¿qué necesidad tiene nadie de enterarse de si le soy
fiel o no se lo soy, no te parece? Tanto más cuanto que no le engaño.
De veras no le engaño..., más que contigo. Pero es que tú me vuelves
loca, chiquillo —exclamó entornando los ojos y mirándole fijamente—.
Contigo no sé lo que me pasa. Mira, de verdad; yo podré tener todas
mis chulerías, te podré hacer una charranada, porque soy así, porque
no lo puedo remediar, porque lo tengo en la masa de la sangre, ¿sabes
tú?; pero en cuanto te veo, soy otra; siento aquí en el alma un no sé
qué que me tira hacia ti y me dice: Isabelilla, ese es el único hombre
que tú quieres, vete con él. Y me voy, y no hay mundo para mí y lo dejo
todo y dejaría hasta a mi madre, si la tuviera, por un beso solo de tu
boca.

—¡Qué monísima eres!

—Es que te quiero mucho, Luis. ¿Por qué voy a ponerme tonta? Y me
alegro decírtelo ahora, antes de cenar, para que no creas luego que es
el vino.

—¡Qué lástima, Isabelilla! Tú y yo podríamos ser felices.

—¿No es verdad que sí? Yo lo he pensado muchísimas veces. Créemelo.
En esas horas de tristeza y aburrimiento que todos tenemos, nosotras,
sobre todo, cuando me siento cansada de esta vida tan perra que lleva
una, me pongo a pensar y me digo: «Si yo encontrara un hombre de mi
gusto que me quisiera mucho, mucho...». Y en seguida, te lo juro, me
acuerdo de ti.

La presencia del camarero que volvía con la cena hizo suspender la
conversación. En cuanto se hubo marchado, ella continuó:

—Sí, de veras, me acuerdo de ti. Ya ves tú si a mí me dirán al cabo del
día que me quieren; ya ves tú si tendré yo hombres que me hagan el amor
de todas maneras; pues, sin embargo, ninguno de ellos me impresiona ni
hago caso a ninguno. Y es que ninguno me llega al alma como me llegas
tú. ¡Contigo sí que sería yo dichosa!

Y apoyando los codos en la mesa se le quedó mirando fijamente con sus
grandes ojos entornados, sin hacer caso alguno de la cena que sobre el
mantel permanecía intacta.

—¿Por qué no tendremos mucho dinero, Luisillo?

—Chiquilla, no te entristezcas.

—Oye: ¿por qué será esto que me pongo triste cuando estoy contigo?...,
muy triste, muy triste... Y no me da la gana, ¡ea!, no quiero yo estar
triste; vamos a alegrarnos, vamos a beber.

Y cogiendo nerviosa la botella, escanció dos vasos.

—Por ti.

—Por tu cariño.

Los rayos de la luna, atravesando los árboles de la pequeña plazoleta,
caían sobre la mesa azuleando el mantel y haciendo brillar en los
vasos la rubia manzanilla. Vibraban en el aire, frescas y sonoras como
cristalina carcajadas, las notas del organillo, las notas alegres,
desvergonzadas, del canallesco vals de _Madrid se divierte_. Isabel
había bebido seis copas seguidas y continuaba diciendo:

—¿Sabes que es muy rica esta manzanilla? Échame más.

—Chiquilla, que te vas a emborrachar.

—Déjalo: un día es un día. Así como así, tenemos coche que nos lleve a
casa. Lo que yo quiero es estar alegre, muy alegre para ti. Pide otra
botella.

—¿Te atreves?

—Esta noche me atrevo yo a todo —exclamó envolviéndole amorosa en la
mirada de sus ojos azules abrillantados ya por el deseo y por el vino—.
¡Cuánto te voy a querer esta noche, Luisillo mío!

—Y yo.

—Tú... no... —continuó mimosa y zalamera—, tú no me quieres. ¡Ah, si tú
me quisieras...! Pero ¿no pides otra botella? Mozo, más manzanilla.

—Y unas aceitunas aliñadas.

—Eso de las aceitunas me ha parecido muy bien —dijo ella torpemente,
balbuceando ya.

—Isabelilla, estás borracha.

—¿Yo borracha? ¡Mentira! A mí la manzanilla no me emborracha; quien me
emborracha eres tú, tú..., tú..., ¿me anticipas un beso?

—Todos los que tú quieras.

—Pues dámele y toma; uno, dos, tres...

—Quita, que nos ve el mozo.

—No importa; al mozo le convido yo ahora y se queda tan contento...,
verás... Joven, tome usted una copita —exclamó llenando su propio vaso
y ofreciéndoselo al camarero.

Este miró a Luis y vaciló.

—Tómelo usted, hombre; ¿me va usted a despreciar?

El camarero aceptó el vaso y lo apuró de un sorbo. Después cogió la
botella de agua y lo limpió cuidadosamente.

—¿Qué hace usted?

—Enjuagarlo, señorita, no faltaba más. Es el vaso de usted.

—La cuenta.

El mozo se marchó y regresó en seguida con ella en un plato.

—Aquí está, catorce pesetas con veinte, incluyendo lo que ha tomado el
cochero: un _entrecot_ y media de vino.

—Como siempre.

—Oiga usted —preguntó Isabelilla curiosa—, ¿por qué toman siempre los
cocheros _entrecot_ con patatas?

Después, al notar que Luis echaba mano al portamonedas, abrió
rápidamente el bolso y dejó caer sobre la mesa un billete de cinco
duros.

—No te pongas tonto, porque ya te he dicho que esta noche convidaba yo.

—Isabel, coge ese dinero.

—Te digo que no. Cobre usted de aquí, mozo; o cobra usted o rompo el
billete.

No había más remedio que ceder, y cedió, aunque de mala gana.

—Vamos, no te enfades —exclamó ella cariñosa cuando volvieron a estar
solos—, no te enfades tú conmigo, nene mío... Era un capricho que yo
tenía; ¿me vas a quitar tú a mí un capricho?

Y le miraba zalamera, cogiéndole las manos y besándoselas dulcemente.

Sobre los esqueléticos árboles del merendero, el cielo comenzaba a
clarear con los primeros amarillentos tintes del crepúsculo.

—¡Qué barbaridad! Está amaneciendo. Vámonos.

—Sí, vámonos; ¿pero se va a quedar esta entera? —exclamó señalando la
botella de manzanilla—. Anda, cobarde, que no se diga que la hemos
tenido miedo. Bebe.

Bebieron de prisa, sin soltar los vasos, a grandes sorbos, como chicos
sedientos. Cuando ya solo quedaban un par de dedos de vino, Isabelilla
cogió la botella, y aplicando los labios al gollete se lo bebió de un
solo trago.

—¡Ea!, ya está. Vámonos.

Y colgándose del brazo de Luis echó a andar más firme de lo que podía
suponerse.

—Oye, en cuanto lleguemos al coche, nos vamos a fumar un cigarrillo a
medias, ¿quieres?

      Un cigarrillo a medias
    poder fumar, poder fumar.

Amanecía. Las sombras de la noche huían asustadas apagando la luz
de las pocas estrellas que brillaban todavía en el cielo. Ni una
nube siquiera le empañaba. Lentamente se destacaron las copas de los
árboles, la blanca línea de la carretera, los alegres merenderos, la
masa todavía confusa de la Moncloa, troncos, matas, y allá, a lo lejos,
dormida aún en la sombra, la Casa de Campo. Ráfagas de aire, frescas
como brisa suave dábanles en la cara, y sus cuerpos amorosamente unidos
se mecían con deleite al compás de los saltos del coche blandamente
amortiguados por las llantas de goma. Al pasar por la estación del
Norte llamoles la atención una cuadrilla de hombres que dormían
tumbados a lo largo de la carretera. Eran los segadores; aquellos
pobres segadores que vieron horas antes arrastrándose penosamente sobre
sus zuecos de madera. Allí estaban, viejos y niños, reposando de sus
fatigas, esperando pacientemente la salida del tren. Algunos, al pasar
el coche, abrieron los ojos y al reconocer a la pareja se pusieron en
pie agitando los brazos alegremente. «¡Eh, eh!». El cochero fustigó al
caballo, que salió corriendo con asombrosa rapidez dejando tras sí, en
breves momentos, la estación y el Asilo de Lavanderas.

—Es un buen caballo.

—Ya ve usted, un potro de cuatro años; no hay más remedio que
contenerle algo, porque si no, entrega en seguida todo lo que tiene. No
está desengañado todavía. Los caballos son como las mujeres, señorito.

—¿Qué dice ese tío?

—No le hagas caso; va borracho.

La luz avanzaba. Por encima de las casas de la plaza de San Marcial,
la aurora enrojecía el cielo con fulgores de incendio. Blanqueaban
los edificios como si estuvieren recién revocados, lucían las aceras
como losas de mármol, y hasta los adoquines del arroyo brillaban como
acabaditos de poner. Todo parecía nuevo, todo parecía blanco.

—¡Qué hermoso es ver amanecer! ¿verdad? —dijo Luis.

Ella no contestó. Reclinada sobre él, oprimiéndole el brazo con el
suyo, estrechándole nerviosamente las manos, le miraba apasionada con
sus azules ojos entornados.

—No me dices nada, Luisillo; no me quieres. ¿Por qué no me miras?
así..., así..., mírame así. ¡Cuánto me gustas, chiquillo! ¡Qué
guapísimo eres!

—Tú sí que eres bonita.

—¿De veras te resulto? Anda, sí, dímelo; me gusta mucho que me llames
bonita; anda, llámamelo.

—Todo lo que tú quieras, chiquilla mía; si yo no tengo en el mundo otra
cosa que hacer más que halagarte a ti. Eres muy bonita, muy bonita;
tienes unos ojos que me enloquecen; unos ojos que cuando se abren, se
me clavan como alfileres; y cuando se cierran me parece que me cogen y
me guardan dentro.

—Sigue, sigue.

—Unos ojos bonitos, muy bonitos, con unas niñas muy grandes y muy
azules, en las cuales me veo retratado chiquito, muy chiquito; pero
¡qué chiquitos somos los hombres en las pupilas de la mujer a quien
queremos con toíta el alma!

—Me vuelves loca.

—Unos ojos hermosísimos, como yo no he visto otros. Unos ojos serenos
como el día, azules como el cielo, tristes como mis penas, grandes como
nuestro cariño. Si es verdad que los ojos son el espejo del alma, ¡qué
alma más hermosa debe de ser la tuya!

—Toda para ti, Luisillo mío. ¡Qué ganas tengo de llegar a casa! En
cuanto lleguemos a casa, te voy a dar toda mi alma. Te la voy a dar
toda, toda, ¡toda!



XVII


—¡Qué barbaridad! —exclamó Isabelilla sentándose en la cama y
frotándose los ojos con los puños, como los niños cuando se
despiertan—. ¿Qué hora dirás que es?

—¡Qué sé yo! —contestó Luis desperezándose con toda confianza—; muy
tarde.

—Las tres; acaban de dar en el reloj. ¡Qué escándalo, chico! Anda,
vamos a vestirnos. ¡Ay, qué horror, qué cara! —agregó mirándose al
espejo.

    —¿Amarilla y con ojeras?
    No la preguntes qué tiene:
    que está queriendo de veras.

—¡Y tan de veras! Ojalá no te quisiera tanto.

—¿Te pesa?

—No, no me pesa, no —exclamó sin abrir los dientes, balbuciendo,
deshaciendo las frases—. ¡Ay, cómo estoy; qué mimosa, chiquillo!

—No te apures tú por eso; tonta. Tengo yo para darte todo el mimo que
te haga falta.

—Pero levántate ya, gandul.

—Bueno, ¿y qué hago yo ahora? —preguntó Luis sentándose en la cama y
cruzando las manos—. Las tres de la tarde.

—¿Que qué vas a hacer? Pues almorzar conmigo; ¡vaya una pregunta! Como
que te vas tú a marchar ahora, ¡qué gracioso! No te hagas ilusiones.

—¿Pero y el periódico?

—¡Qué periódico ni qué niño muerto! Hoy no hay periódico; hoy no hay
más que Isabelilla. Pones dos letras diciendo que estás enfermo, y las
llevará la Pepa, y si no quieres la Pepa, el portero.

—Lo mismo da; lo importante es que lleguen a su destino.

—Pues, anda, vístete; yo voy a llamar a la criada. Y si no, espera, iré
yo misma. Así como así tengo que decir que te quedas a comer conmigo.
Tú, entretanto, escribe la carta; en ese cajón tienes papel y sobres...
Oye —exclamó regresando al gabinete—: ¿tú qué quieres comer?

—Lo que tú me des; siendo cosa tuya, me ha de saber a gloria.

—No, de veras; ¿qué quieres?

—Lo que te dé la gana, mujer.

—Bueno, pues luego no te quejes si no te gusta. Conste que te lo he
consultado.

Y se marchó pero a los dos minutos regresó de nuevo para preguntarle
cómo prefería los huevos; si en tortilla o fritos. Y todavía volvió a
entrar dos veces más, una para coger el abanico y otra para pedirle un
beso.

—¡Qué mal ángel tienes! ¡Me dejas marchar sin hacerme siquiera una
caricia! ¡Y luego dices que me quieres!

Conforme habían convenido, Pepa se encargó de llevar la carta de Luis
a la redacción del periódico. Después, mientras se hacía la comida,
Isabelilla propuso peinarse.

—No me gustan las peinadoras, ¿sabes?; en primer lugar, porque
arrancan el pelo, y después, porque hay que estar sujetas a una hora
determinada. Además, me peino yo muchísimo mejor sola. Ya verás, ya
verás que monísima me pongo. Hoy voy a estar más bonita que nunca, para
ti.

Colocó un pequeño espejo de mano sobre el velador, apoyándole con gran
habilidad en la polvera, y comenzó a destrenzar su espléndida cabellera
rubia.

—No me peino nunca en el tocador porque no me manejo bien, ¿sabes?
Y ya ves tú si es un tocador bueno, con una luna riquísima; costó
cuatrocientas pesetas, no vayas a creer. Me lo regaló el secretario
de la Embajada inglesa, un tío muy rico, que estaba loco por mí y que
me quiso llevar a su tierra, a Londres, un país donde siempre está
lloviendo; ¡qué miedo!, me hubiera muerto de frío y de pena.

Los dedos de Isabelilla se perdían jugueteando entre la espléndida
cabellera que, al deshacerse, caía en lluvia de oro sobre la cara,
ocultando los ojos azules, las mejillas rosadas, los labios frescos
como sangrienta herida, la garganta de nieve, los pechos de nácar que
la entreabierta bata dejaba al descubierto. Después, con un rápido
movimiento de cabeza, echó el pelo hacia atrás y apareció la frente en
todo su esplendor, altiva, tersa, despejada y blanquísima. Luego, los
cabellos uniéronse en trenzas, las trenzas se arrollaron con artístico
dibujo que afianzaron las horquillas y coronaron las peinetas de concha
salpicadas de piedras falsas que brillaban como gotas de rocío sobre
rubios trigales. Por delante, partiéronse en crenchas hasta cerca de
las sienes, donde se amontonaron en caprichosos rizos que acabaron de
ondular las tenacillas.

—¿Qué tal?

—¡Monísima!

—Eso quiero yo, ser muy mona, muy mona, para ti. Anda, vamos a comer.
¿Tú no conoces mi comedor, verdad? Es pequeño, pero muy bonito; ¿verdad
que es muy bonito?

—Es precioso. Tienes mucho gusto, chiquilla.

—Esta mesa es riquísima. Fíjate, fíjate, qué patas —exclamó levantando
el mantel para que Luis las viese—, de roble macizo, todas talladas.
Costó ochenta duros. Me la compró Ulzurrun, juntamente con aquel
aparador también de roble. ¿Pues y el chinero? Mira que es bonito ese
chinero. ¡Como que no hay otro en Madrid! Fue un modelo de Londres.
También me lo regaló el inglés de la Embajada. Y la lámpara, ¿te
gusta? Esa la he arreglado yo; era un centro de gabinete; le puse esas
plantas de salón y esas flores y resulta. ¡Si vieras qué bien hacen de
noche las bombillas eléctricas escondidas entre las hojas verdes y los
claveles rojos! Porque te advierto que las flores son naturales. Las
renuevo todos los días. ¡Oh! me cuestan un dineral a veces. Pero, y esa
comida, ¿cuándo viene? Tengo un apetito terrible.

Él también lo tenía; así es que hicieron grandísimo honor a los huevos
revueltos con tomate que les sirvió la Pepa y a las chuletas empanadas
que vinieron después, sin dejar por eso de mordisquear los avinagrados
pepinillos, las picantes alcaparras, las carnosas aceitunas deshuesadas
y las rajitas de salchichón que constituían los entremeses.

—Veo que te cuidas.

—No hay más remedio, chiquillo. Si no me cuido yo, ¿quién me va a
cuidar? ¿Pero no bebes vino? Te advierto que es bueno: manzanilla; me
la paga ese; yo no puedo beber vinos negros.

—Yo tampoco. Digo lo que Bermúdez en _Madrid se divierte_:

      No hay en el mundo nada chiquilla,
    que me produzca tanta ilusión
    como unas cañas de manzanilla,
    y unas rajitas de salchichón;
          pan, pin, pan, pon.

—Pues, anda, bebe.

—No tengo ganas de vino.

—Ni yo tampoco. El de anoche se me ha quedado aún en la garganta.

—¡Claro!, día de mucho... ¡Caramba! ¡Qué buena cara tienen estos
pajeles! ¿Sabes que guisa muy bien tu cocinera? Están riquísimos. No
vamos a dejar ni las raspas. Pero qué: ¿todavía hay más? —añadió
asombrado viendo entrar a la Pepa con un nuevo plato—. Esto ya es
demasiado, Isabelilla.

—A mí no me digas nada; son cosas de la Pepa, que ha querido lucirse.

—Y lo ha conseguido. Pepa, mi enhorabuena, está esto superior.

Pepa sonrió. No faltaba otra cosa; tratándose del señorito Luis... El
señorito Luis se merecía aquello y mucho más. Lo que ella sentía era no
haber tenido tiempo para preparar una comida más digna de él.

—¡Para que veas, para que veas —decía Isabelilla— si se te aprecia!

¿Que si se le apreciaba? ¡Ya lo creo! Como que era el hombre más
simpático que entraba en aquella casa. Ella se lo estaba diciendo
continuamente a Isabel:

—Isabel, Isabel, no sea usted tonta; quiera usted a ese hombre; mire
que no va usted a encontrar otro que valga lo que él. Porque, ¡claro!,
como no hay más remedio que caer con uno tarde o temprano, más vale que
sea una persona decente que un chulo; ¿verdad, usted?

—¿Y yo qué te digo? ¡No te digo que le quiero con toda mi alma! Si
me tiene loca, loca... —Y cogiéndole nerviosamente la cabeza le dio
dos estrepitosos besos en la cara—. ¡Te voy a comer! Un día te como;
empiezo a darte besos y acabo con Luisillo.

Pepa sirvió los postres. Queso de Roquefort, naranjas, cerezas y
avellanas.

—Hombre, avellanas nuevas; me alegro.

—¿Te gustan? Son de la verbena. Oye: ¿quieres llevarme a la verbena? Me
comprarás un San Juanito.

—Yo te compro a ti todo lo que tú quieras.

—_Grasia._ Mira: así habla Paca Rey. _Grasia._ ¿Te gusta a ti Paca Rey?

—A mí no me gusta nadie más que tú.

—¡Y que sepa yo que te gusta otra! ¿Ves tú lo chiquita que soy? Pues
chiquita y todo me la comía. Y a ti te sacaba los ojos. Oye: ¿qué vas a
tomar, té o café?

—Lo que tomes tú.

—Yo voy a tomar té.

—Y yo voy a tomar... te a ti.

—No seas guasa; di, ¿qué quieres?

—Café.

—Vámonos al gabinete; nos lo servirán allí. Entretanto te enseñaré los
trajes que me ha comprado ese. Verás qué hermosos.

Y empezó a amontonar sobre las butaquitas vestidos transparentes
de gasa, crujientes faldas de seda, vaporosas blusas de batista,
ligeros céfiros, aéreos foulards, todo un conjunto de colores
tibios y delicados, claros azules, pálidos verdes, tenues violetas,
rosas suaves, pajizos ocres, lisos unos, irisados otros, estos con
flores, aquellos con dibujos, y todos con cintas y lazos y puntillas
y entredoses y encajes, encajes blancos, encajes negros, encajes
amarillos, encajes de Valenciennes, encajes ingleses, encajes
belgas, todos primorosos, finos, exquisitos, un dineral en hilos
caprichosamente entrelazados.

—Me gustan muchísimo los encajes; son mi chifladura.

Después sacó los sombreros; sombreros de paja, sombreros de
tul, sombreros grandes, llamativos, exagerados, con artísticas
complicaciones de flores y pájaros y plumas. Y ya puesta a sacar, sacó
el calzado; botitas de charol reluciente, botitas de rusel granulado,
botitas rojas de becerro, zapatos de lona, de cabritilla, de gamuza,
altos, escotados, zapatos de bebé, de baile, con metálicas lentejuelas
que brillaban, al moverse, con temblorosas luces. Después salieron los
corsés de todas formas y tamaños: _Marie Thérèse_, bajo de escote y
amplio de caderas; _Pa-kio-ku_, con grandes aberturas en los costados,
sujetas por trencillas; _Vaporeux_, todo de transparente gasa; _Ideal_,
reducido como justillo de aldeana, y un gran _Amazona_, de raso negro,
alto de pecho y con una cadera nada más.

—Es para montar a caballo.

Detúvose un instante con objeto de tomar el té, que estaba ya frío,
y siguió su tarea. Sacó las camisas, blancas camisas de batista;
soberbias camisas de raso con el descote salpicado de encajes y
caprichosos lazos en los hombros; largas camisas de dormir, abiertas
por delante, con amplias mangas sujetas en las muñecas por brillantes
cintas. Y sacó las medias, medias negras, azafranadas, de color de
fuego, escocesas y a listas, de seda y de hilo, lisas y caladas, la
mayoría sin estrenar, sujetas aún por los cordoncitos de estambre.

—¿Ves todo esto? Todo me lo ha comprado él, todo. Te advierto que
aquí hay un dineral, un montón de duros tirados. ¡Qué tontos son los
hombres! Si yo fuera hombre, a cualquier hora me gastaba yo el dinero
con las mujeres. Me lo gastaría con la mía, con la propia, con una
mujercita que me buscaría buena y honrada, para mí solo; ¿pero con una
golfa como yo...? ¡Quita allá!

—Pues si todos los hombres pensaran de ese modo, estarías tú divertida.

—¡Quién sabe! Si los hombres pensaran de esa manera y nosotras no
soñáramos tanto con el maldito lujo, a estas horas quizá estaría yo
casada legalmente con un hombre que me querría mucho, mucho, y tendría
unos nenes chiquitos, muy chiquitos, que me llamarían mamá. ¡Mientras
que así!

Detúvose un instante y se pasó las manos por la cara, plegándolas
después con amargo ademán de desaliento.

—Me entristezco con estas cosas y no quiero, no quiero entristecerme.
Anda, Luisillo mío, Luisillo de mi alma, distráeme, dime que me
quieres, dímelo, o si no, no me digas nada, bésame, anda, bésame; dame
muchos besos, muchos, muchos...

Y se dejó caer sobre sus rodillas, anudándole mimosa los brazos al
cuello en una crisis de ternura.

—¡Nene, nene mío..., nene de mis ojos!...

También él se sentía conmovido, profundamente emocionado ante el
amoroso deliquio de aquella mujer, de aquella chiquilla encantadora
que se le abandonaba generosa en los brazos, que desfallecía en ellos
con estremecimientos de virgen primeriza y palpitaciones de hembra
apasionada; de aquella criatura delicada, cariñosísima, toda amor, toda
alma, toda ternura, que se anudaba a su cuello con zalamerías de niña
mimada, enloqueciéndole con el mirar dulcísimo de sus ojos azules, con
el mareante aroma de su cuerpo, con el cosquilleo de sus cabellos de
oro, con el contacto tibio y suave de su carne de rosa.

—¡Mi vida..., alma mía!...

—¡Gloria mía!

Y en el silencio augusto del crepúsculo que comenzaba ya a caer, los
besos crepitaron amorosos, largos, interminables.

—Te quiero, Luisillo de mi vida..., yo no sabía lo que era querer hasta
que te he conocido a ti. Tú has despertado el amor en mi alma, tú has
despertado el amor en mis sentidos. Yo ya no tengo voluntad, yo ya no
tengo nada, yo no tengo más que ganas de quererte, ganas de ser tuya,
toda la vida, tuya para siempre.

Él la escuchaba entusiasmado, enloquecido por aquellas palabras que
penetraban en su ser como un perfume, como una esencia, cual música
divina, saboreándolas como vino exquisito; embriagado por la dulce
mirada de aquellos ojos azules, rasgados, de aquellas pupilas inmensas
que brillaban tras las largas pestañas como faros de amor. Y ella
seguía:

—Yo haré lo que tú quieras; seré tu esclava, tu criada, pero no me
dejes. Luisillo de mi alma, no me dejes; no podría vivir sin tu cariño.

Luis se estremeció. Aquellas palabras eran las mismas que una tarde,
hacía cuatro meses, le dijera María... Eran las mismas frases. Y el
tono era el mismo. Y era una mujer enamorada quien las repetía, una
mujer hermosa, una mujer rubia. Y era también en el solemne declinar de
un crepúsculo.

—Háblame, dime que me quieres. Por tu salud, por tu padre, por lo más
sagrado, dime que me quieres, aunque sea mentira.

—No, no lo es; te quiero, sí, te adoro con toda mi alma, con toda mi
vida; te quiero porque me sale de las entrañas quererte.

Y era cierto; en aquel instante lo olvidaba todo y la quería de veras,
la quería muchísimo y se sentía feliz y satisfecho con este amor.
Bendito amor que alegra la vida y borra las distancias y une los seres,
inmenso y único, grande y misericordioso, que todo lo invade y todo lo
llena, que en todas partes triunfa y en todas partes vence, que sube a
las buhardillas y llega a los palacios, y a todos nos domina y a todos
nos iguala, ricos y pobres, señores y plebeyos, artistas y burgueses,
nobles y rufianes, honradas y rameras.

—¡Te quiero!

—Y yo a ti.

Y en el augusto silencio del crepúsculo, de nuevo crepitaron los besos
amorosos.

—¡Mi Luis!

—¡Mi Isabel!

—Déjame, déjame ya..., me vuelves loca —exclamó deshaciendo
perezosamente el nudo de sus brazos y poniéndose en pie—. Me
enloqueces, chiquillo.

—Y tú a mí me matas.

—Sí, sí, somos dos locos.

—Tienes razón; somos dos niños ansiosos que nos emborrachamos en
seguida sin comprender que el amor hay que tomarle como los licores
buenos, a sorbos, poquito y a menudo.

—Desengáñate, Luis; cuando se quiere, no hay razones que valgan. Tú y
yo no nos sujetaremos nunca. Somos como el potro de esta mañana; damos
en seguida todo lo que tenemos —contestó sin volver la cabeza, alzando
las persianas del balcón que sonaron traqueteando con ruidoso tableteo.

Después se echó de pechos sobre la barandilla y paseó la mirada por la
calle. Un vaho caluroso subía del arroyo. Sonaron a lo lejos confusas y
cortadas las notas de un piano. Los escaparates encendidos brillaban en
la tristeza del crepúsculo como enormes espejos heridos por el sol.

—¿Qué hacemos, Luis?

—Lo que tú quieras.

—Vámonos; me duele la cabeza; necesito que me dé un poco el aire.

—Y yo también; pero, ¿adónde vamos?

—Por ahí. ¡Qué más da! La cuestión es ir juntos.

—Sí, vida mía, juntos, muy juntos, cogiditos del brazo como dos novios.
Llevándote orgulloso y diciendo a todo el que te mire: «¿La ven
ustedes? Pues es mía. ¿Ven ustedes estos ojos azules? Pues no miran en
el mundo a nadie más que a mí. ¿Ven ustedes esta boca tan fresca? Pues
no la besan más labios que mis labios. ¿Ven ustedes este cuerpo? Pues
no le estrechan más brazos que los míos».

—¡Ay, Luisillo, Luisillo de mi vida! ¿Por qué no será verdad todo eso
que me dices?



XVIII


—Has prometido llevarme a la verbena —dijo Isabelilla cuando salieron
de Eldorado de ver una vez más la revista de Castro y Pedrosa.

—Ya te he dicho que yo te llevo a ti donde te dé la gana.

—Me gustas por lo complaciente que eres.

—¡Qué complacencias ni qué narices! ¿Tengo yo en el mundo otra cosa que
hacer más que lo que a ti se te antoje?

—Nada, que hay que quererte. Pues, sí, iremos a la verbena y me
comprarás torraos y avellanas nuevas, y un racimo de grosella y un pito.

—Y un mozo de cuerda para que nos lo lleve a casa.

—¡Qué guasón eres! ¡Párate, párate, espera! —exclamó tirándole del
brazo y obligándole a resguardarse tras la columna de un farol.

—¿Qué te pasa?

—No, nada, sigue.

—¿Pero qué es eso?

—Aquel tío que va por allí, que me creí al pronto que era mi... esposo.
¡Maldita sea su estampa! ¡Qué susto me ha dado!

—¿Y no es? —preguntó Luis sobresaltado—. ¿Estás segura?

—No, no es... ¿Cómo va a ser, si está en Bilbao?

—Pero podía haber venido.

—Te digo que no es. ¡Si le conoceré yo! Pero se le parece mucho.

—Oye, pues este es un buen tipo.

—Vale todavía más el otro. ¡Toma, ya lo creo! Como que no tiene más
que treinta y dos años. Un hombre elegantísimo, con una educación
admirable; ¡qué educación, muchacho! Y simpático, ¿eh?, un hombre
de mundo, capaz de enamorar a cualquier mujer. ¡No te me achares
tú, tonto! —exclamó al observar el gesto de desagrado que se pintó
bruscamente en el rostro de Luis—. ¡Si yo no le quiero! De verdad,
sin tontería, yo no sé por qué no me tira ese hombre. Vamos, te voy a
ser más franca. Creo que si no tuviera dinero, puede que le quisiera;
pero así, yo no sé qué me pasa, me hiela. Oye: ¿por qué será esto que
nosotras no queremos nunca al hombre que nos paga?

—¡Yo qué sé! —contestó Luis malhumorado.

—¡Pero qué tontísimo y qué mamarracho eres! ¿Te vas a enfadar ahora?

—No; me voy a salir por seguidillas, si te parece.

—Bueno; ¿y a qué viene todo esto?

—Viene a que si tú tuvieras dos dedos de sentido común, no dirías lo
que has dicho, ni harías comparaciones que ofenden y molestan. Me
parece que yo no te he restregado todavía ninguna mujer por las narices.

—No ha habido por qué.

—Pues ya ves, tú, en cambio.

—Lo hice sin intención.

—Pero lo has hecho.

—Bueno, pues mejor. Demasiadas explicaciones te he dado ya.

Y separándose bruscamente del brazo de Luis, echó a andar sola,
abanicándose.

—No, si la culpa no la tienes tú —contestó Luis sin mirarla, liando
nerviosamente un cigarrillo de papel—. La culpa la tengo yo, que soy
tan criatura y tan inocente que me creo...

—¿Qué? —preguntó ella deteniéndose.

—No, nada —contestó Luis mordiéndose los labios. Y ambos siguieron su
camino cabizbajos y tristes. Al llegar frente al café de la Bolsa, el
joven se detuvo de nuevo para preguntarla secamente—: ¿dónde vamos?

—Donde tú quieras. Lo mismo me da. Así como así, ya me has estropeado
la noche.

—¿Quieres ir a la verbena?

Isabelilla se encogió de hombros sin contestar, y siguió andando sola.

—¡Eh, cuidado, mujer! —gritó él cogiéndola violentamente del brazo para
librarla de un caballo que se le echaba encima—. ¿No ves que viene un
coche?

—Déjalo; mejor. ¡Para lo que una vale!

Lo dijo con acento tan amargo, que él se sintió conmovido, y sin
soltarla del brazo, mejor dicho, oprimiéndoselo con dulzura, se la
quedó mirando fijamente. Ella también alzó los párpados y, silenciosa,
le envolvió en la mirada de sus ojos azules, de sus ojos grandes,
serenos, tranquilos, más tristes que nunca.

Y siguieron andando.

La muchedumbre se extendía alegre y bulliciosa por el paseo inmenso,
entre los puestos de juguetes, de bisutería barata, de comestibles
indigestos, chufas, avellanas nuevas con su cáscara verde; dorados
altramuces, tostados cacahuetes anillados y panzudos como capullos de
gusano de seda; puestos de frutas con redondas manzanas, verdes peritas
de San Juan, aterciopelados albaricoques, rojas naranjas, racimos de
grosella que agitaban temblando sus bolitas de grana. Los puestos de
flores estaban más arriba, al principio del paseo, alineados a ras del
suelo como en patio andaluz; pequeños tiestecillos de albahaca, grandes
tiestos de geranios; espléndidas hortensias, blancas, violeta, de color
de rosa; las grandes magnolias cortadas de su tallo con las anchas
hojas cubriendo los pétalos, llenaban el espacio de aromas penetrantes;
los rosales extendían sus ramas espinosas cuajadas de capullos, de
rosas a medio abrir, de rosas abiertas, de rosas deshojadas; mostraban
los dondiegos sus flores nocturnas, y languidecían en las jarras las
varitas de nardo, en tanto que los claveles se balanceaban orgullosos
sobre las macetas, los claveles amarillos, los pálidos claveles,
los claveles disciplinados, los grandes claveles reventones rojos y
blancos. Allí estaban también los puestos de helados y refrescos,
vistosamente engalanados con guirnaldas de hojas y cadenetas de papel
de colores, unos con bombillas eléctricas, otros con farolillos
venecianos, todos llenos de gente que charlaba y gritaba y reía sin
dejar de beber. La luz caía sobre la mesa, blanqueando los vasitos
de horchata, dorando el agua de limón, tornasolando el agraz,
abrillantando las poncheras de metal reluciente donde el hielo se
liquida y la cerveza salta en rizos de espuma. Y allí estaban también
las aguadoras ambulantes, las pobres viejecitas del delantal blanco y
enormes vasos llenos de agua cristalina y pura. ¡Del Berro fresquita!
¡Fresquita del Berro!

—¿Vamos hacia arriba?

—Como quieras.

Deshicieron el camino volviendo a pasar por delante de los puestos de
bisutería y comestibles, arrastrados por la corriente de la muchedumbre
que se deslizaba compacta, empujándose, codeándose, arrastrando los
pies, con sordo rumor de río desbordado. Pasaron otra vez ante los
puestecitos portátiles, los pequeños tenderetes de chucherías y
juguetes baratos de hojalata y de cartón, los juguetes del perro gordo
y hasta del perro chico, los abanicos de papel, las mariposas de talco,
las figuritas de yeso, todas las habilidades de la industria menuda y
del ingenio anónimo. De trecho en trecho, entre corros de sencillos
admiradores, hacían su agosto los vendedores del juguete de actualidad,
del juguete de moda, del último juguete recién traído de los bulevares
de París, la rana que salta y el cochecito que corre y el pájaro que
vuela; los aparatitos de actualidad práctica, la pluma que escribe sin
tinta, la lamparilla que se enciende sola, la maquinita para afilar
cuchillos.

Al llegar al obelisco del Dos de Mayo, la verbena se interrumpía
bruscamente para reanudarse en seguida más animada aún con los
caballitos de madera, los _carrousels_ mecánicos, que giraban
frenéticos, poseídos de delirante vértigo, mientras las máquinas,
detrás de ellos, resoplaban fatigosas como monstruos cansados; las
tiendas de bebidas, los _pim... pam... pum..._, con sus muñecos
cabezudos vestidos de trapo; los destartalados barracones con
exhibiciones extravagantes y maravillosas: «la Mujer Araña viviente,
cazada en los desiertos salvajes de África»; «el Perro con seis patas»;
los teatros _Guignol_, las marionetas, los grandes cinematógrafos con
sus anuncios sugestivos de palpitante actualidad; los tiros al blanco,
un maremágnum de cosas diversas y mezcladas, una endiablada confusión
de tenduchos y casetas, y diversiones y espectáculos, todo revuelto,
todo aglomerado, en desordenado desconcierto, campanas que tocan,
payasos que gritan, vendedores que vocean, parroquianos que llaman,
trompetas que suenan y bocinas que aturden; y dominando este infernal
estrépito, reforzándole, sobreponiéndose a los gritos y a las campanas
y a las trompetas y a los secos disparos de las carabinas, el resonar
continuo y estridente de los antipáticos orquestrones.

Más adelante, entre el olor del aceite y las nubes de humo que asfixian
los pulmones, los puestos de churros y buñuelos, con sus alegres
camareras vestidas con faldas de volantes y los cabellos coronados de
flores; y en todas partes, en el Botánico y en el Dos de Mayo y en el
Prado y en la Cibeles, empujándose, codeándose, arrastrando los pies,
contenta y bulliciosa, la muchedumbre, esa muchedumbre madrileña,
siempre ansiosa de libertad, de fiesta y de alegría.

—¿Volvemos?

—Lo que tú quieras.

—No; lo que quieras tú, rica; a mí ¡qué más me da! ¡Con tal de ir
contigo!

Ella no contestó, pero su brazo se apoyó con más fuerza en el brazo de
Luis. Y siguieron andando hacia adelante, Botánico abajo, amorosamente
enlazados, despacio, muy despacio, bajo la sombra de los grandes
árboles.

—Isabelilla... Isabelilla...

—¿Qué?

—¿Me quieres?

Detúvose ella, levantó la cara; le miró a los ojos, y con un suspiro
hondo, tan hondo que parecía salir de las entrañas, le contestó
apasionadísima:

—¡Con toda mi alma!

—¡Bendita sea tu boca!

Volvieron la cabeza; miraron, no había nadie; juntaron los labios y se
besaron con rápido chasquido.

—¡Mi Luis!

—¡Mi Isabel!

Y siguieron andando.



XIX


Hacía cuatro días que Luis no asomaba por la redacción. Desde la
verbena de San Juan se fueron Isabelilla y él a solemnizar las paces
a las Ventas del Espíritu Santo, de manera que cuando llegaron al
merendero de Los Andaluces, eran las dos de la madrugada, y cuando
terminaban de cenar, las luces de la aurora alumbraban la mesa. Frente
a la plaza de toros rompiose a la vuelta una de las ruedas del coche
que los conducía; tuvieron que dejarle abandonado en medio del camino y
continuar el viaje a patita y andando. Gracias a que la mañana estaba
fresca, contento el espíritu y el cuerpo satisfecho con la cena y
mucho más aún con el pardillo que en alegres vapores retozaba dentro
de su cabeza. Como el poco sueño que les dejó el vino se encargaron
de disiparlo el ejercicio del paseo y la frescura del amanecer, se
encontraron ante las verjas del Retiro despiertos y despabilados, y con
más ganas que nunca de pasear y divertirse. Y como las puertas estaban
abiertas y en realidad ninguna prisa les corría por volver a casa, ella
preguntó sonriente:

—¿Me convidas a un vasito de leche?

—Vaya por el vasito —contestó él—; y se metieron Retiro adentro, hasta
la vaquería.

Después, antojósele a Luis dar un paseo en barca por el estanque, para
estirar los brazos y demostrar sus habilidades náuticas. La verdad es
que, como remar, remó bastante mal; pero en cambio se desolló las manos
y puso a Isabelilla de remojones y mojaduras que no había por donde
cogerla.

—Gracias a que estamos en verano y me he traído el trajecito viejo.

Animada por los remojones, ella propuso entonces que se los dieran
completos y formales en una casa de baños. Por supuesto en cuartos
separados. Yo no me desnudo delante de nadie.

Entre unas cosas y otras llegaron a casa a las once y media, cuando
ya la pobre Pepa, desesperada, había resuelto salir a buscarlos por
Prevenciones y Casas de Socorro. «Porque no es posible otra cosa: a
esta chica tiene por fuerza que haberle sucedido una desgracia».

—Pues, nada, afortunadamente no nos ha sucedido cosa mayor. La única
desgracia mía es la de querer a este tío, que me tiene loca.

—Bueno ¿y qué vais ustedes a hacer ahora? —preguntó Pepa—, porque
supongo que no os acostaréis.

—¡Hombre, claro que no! No faltaba más. Ahora almorzaremos.

Y almorzaron, en efecto, con una hambre devoradora.

—Es curioso lo que estos paseos despiertan el apetito. Porque has de
saber, Pepilla —decía Isabel, con la boca llena— que esta madrugada
cenamos opíparamente y después nos desayunamos como si tal cosa. Son
muy sanos estos paseos ¡Qué lástima que yo no pueda levantarme todos
los días a las cinco!

—Pero puedes no acostarte.

—¡Claro! Como hoy. No, hijo, no; estas cosas son para una vez.

—¿Tienes sueño?

—Ni chispa.

Y como no le tenían, se pusieron a jugar el café al tute, un café con
leche del Café.

—Es peor que el de casa, pero, ¡qué quieres! me gusta más.

Después de perder el café Isabelilla, de pagarle Luis y de prepararle
y servirle la Pepa con la habilidad de un cochero de punto o de un
escribiente de cualquier oficina del Estado, los dos seres que,
según opinión de todos los autores, llevan mejor a cabo esta empresa
complicada y dificilísima, Luis empezó a arreglar los cuadros del
gabinete, que le pareció que estaban desnivelados y torcidos. Desterró
para siempre unas espantosas oleografías y en cambio colocó en lugar
preferente una vieja pintura sobre cobre, que encontró en el pasillo,
cerca del cuarto de la criada.

—Pero, hombre, ¿vas a poner ese mamarracho?

—Mamarracho..., mamarracho... Es un cuadro magnífico; lo mejor que
tienes en tu casa.

No estaba él muy seguro de que el tal cuadro fuera realmente una joya;
pero como la patina del tiempo le daba un aspecto de antigüedad muy
respetable y las caras de las figuras, única cosa que se percibía
algo, eran, por otra parte, bastante correctas, le colocó ufano en
medio del gabinete, con gran admiración de Isabelilla, que no acertaba
a comprender cómo aquellos negros chafarrinones podían tener tanto
mérito.

En cuanto comenzó a caer la tarde se apoderó de ellos un sueño terrible
que a cada instante les cerraba los párpados y les hacía abrir la boca
con enormes bostezos. Obligaron a Pepa a que aligerara la cena y se
metieron en la cama.

Parecía natural que al día siguiente se levantaran temprano; así al
menos aquella lo esperaba; pero con gran asombro suyo, a las once de
la mañana seguía cerrada la puerta y por las rendijas no se divisaba
luz alguna ni se oía el más insignificante ruido de vida. Por fin, con
el pretexto del chocolate, se determinó a entrar en la alcoba y los
encontró profundamente dormidos.

—¿No les da a ustedes vergüenza? Las once de la mañana... ¡Catorce
horas durmiendo...!

—No, durmiendo no; nos hemos despertado a las siete; pero este se puso
a contar cuentos, unos cuentos chistosísimos. Yo me reía las tripas.
Porque te advierto que tiene la mar de sal para contar chascarrillos.
Anda, cuéntale uno a la Pepa, aquel de las monjas y el jardinero...,
¡ja..., ja..., ja...!

Y se reía como una loca al recordarle en su imaginación.

—¡Qué tontísima eres!

—Es que tiene muchísima gracia. Anda, cuéntale. Verás, Pepa, qué gracia
tiene.

Pepa se sentó a los pies de la cama y Luis no tuvo más remedio, entre
sorbo y sorbo de chocolate, que contar el cuento, y luego otro y otro y
otro, todos en verdad muy divertidos, muy alegres y muy picantes, que
las dos mujeres escuchaban riendo a carcajada tendida.

Total: que se levantaron a la una. Era domingo y a Isabelilla se le
antojó ir a los toros. ¿Cómo negarse? Lo malo estaba en que para
satisfacer este capricho, lo primero que hacía falta era dinero, y
Luis no tenía un cuarto; pues las veinte pesetas que se salvaron de La
Bombilla habían caído en las Ventas y en el Retiro, y no pasaba porque
ella pagara, eso no; no estaba dispuesto en manera alguna a consentirlo.

—Mire usted, Pepa. Isabel quiere que la lleve a los toros, y yo no
tengo en este momento dinero encima. Hágame usted el favor, sin que
ella se entere, de empeñar esto en cualquier parte. Dan diez duros.

Y le entregó el alfiler de corbata que quince días antes le devolviera
Boncamí.

—¡Qué lástima! ¡Empeñar un alfiler tan mono!

Vaya, que no lo llevaba. Si le hacían falta las cincuenta pesetas, ella
se las prestaría con muchísimo gusto... Casualmente las tenía...

—No, no. Pepa, de ningún modo; no faltaba más.

—¿Pero, por qué, señor? Si se trataba solo de unos días, ¿qué necesidad
tenía de pagar réditos? Además, es domingo, y las casas de préstamos
están cerradas.

El argumento era decisivo; no tenía más remedio que conformarse y
aceptar el préstamo, aun sabiendo que así la devolución tendría que
ser más cara y más inmediata. Pero el inconveniente estaba vencido, y
esto era lo principal por el momento. Aceptó, pues, el billete; envió
por conducto de la Pepa una nueva carta a Sánchez Cortina y satisfizo
el capricho de Isabelilla, llevándola a la fiesta nacional. Al salir
de la plaza se dio cuenta Luis por primera vez de que la pechera de su
camisa estaba negra de puro sucia, y de que sus puños parecían los de
un carbonero.

—Mira, chiquilla, no tengo más remedio que ir a casa a mudarme.

—Sí, sí, a casa. Lo que tú quieres es ir a ver a la otra.

—No seas tonta, mujer; te digo que voy a casa.

—Bueno, pues yo iré contigo.

—¿Estás loca? ¡Eso es imposible!

—¿Imposible? Pues mira tú lo que son las cosas. Ahora es cuando yo
tengo deseos de ir. Y voy, ¡ea!

—Mira, Isabel —dijo Luis afablemente, convencido de que por las malas
no conseguiría nada de ella—; no es que mi casa se deshonre porque tú
la visites ni muchísimo menos; se vestiría de fiesta para recibirte;
pero es el caso que los dueños son unos viejos muy especiales; viven en
el entresuelo y se enteran de todo; en seguida creerían que me paso la
vida llevando mujeres allí; empezarían con dimes y diretes, tendría que
acabar por mandarlos a paseo y mudarme y, la verdad, es una casita muy
linda y muy barata, y no me conviene salir de ella.

—¿No me engañas?

—No te engaño, mujer. ¿Qué interés podría yo tener en engañarte?
—contestó Luis muy satisfecho al ver el poco trabajo que le había
costado convencerla.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Pues mira, vamos a hacer una cosa. Me llevas por la noche, cuando esté
cerrado el portal. Así no se entera nadie..., y yo la veo. Porque es
que tengo yo capricho de ver tu casita, ¡ea!, ¿lo quieres más claro?

—Bien, mujer —contestó resignándose—; pero con una condición.

—Con todas las que tú quieras.

—Que tenemos que ir muy tarde.

—Cuando te parezca.

—Y marcharnos en seguida.

—Cuando te dé la gana. ¡Qué buenísimo eres!

—¡Claro! Dejando triunfar tus caprichos, muy bueno.

—¿Y qué otra cosa tienes tú que hacer en el mundo, tonto?

Conforme a lo convenido, a la una de la madrugada el sereno de Luis les
abría la puerta.

—Bueno —preguntó Isabelilla—. ¿Y la de tu casa? ¿Cómo la vas a abrir?
Porque yo no te he visto llave ninguna.

—Ni la verás. Cualquier día me echo yo encima dos kilos de hierro.
¡Menuda llave es!

—Pues entonces, ¿cómo te arreglas para entrar en tu casa?

—De una manera muy sencilla; como se entra en casi todas las casas de
huéspedes. Ahora verás.

En efecto, en cuanto llegaron a la puerta, Luis tiró del cordel y la
puerta se abrió.

—¿Ves tú, mujer? Esto es de una sencillez primitiva.

—Pues, hijo, a mí me parece un disparate. Cualquier día te van a robar.

—¡Quia! No hay cuidado. Y aunque lo hubiera. ¡Para lo que se iban a
llevar! Vaya, ya entraste en mi casita; ya estarás contenta.

Ella no contestó; observaba, miraba los muebles, los amplios sillones
de gutapercha, la cómoda _chaise longue_, el armario de luna, la mesa
de escritorio llena de libros y papeles en confuso desorden; chocábanle
sobremanera los carteles de anuncios pegados en el papel del tabique
como números de periódico taurino en pared de taberna, y contemplaba
los retratos y caricaturas que en ellos alternaban, retratos de
artistas, de hombres célebres, de mujeres hermosas, caricaturas
grotescas al lápiz y al carbón; reíase, al verlas, como una chiquilla,
y curiosa acercaba el quinqué para leer las dedicatorias.

—Oye, ¿sabes que es muy bonita tu casa?

—¿Te gusta?

—Mucho. ¡Cuántas mujeres habrás traído aquí! ¿eh?

Él protestó.

—¡Oh, no, ninguna, te juro que ninguna! Tú eres la primera.

—¡Bueno eres tú!

—Te digo que tú eres la primera que ha entrado, y bien sabes que contra
mi deseo.

—Pues te fastidias, que he entrado, que he entrado —dijo mimosamente,
restregando los nudillos—. Anda, enséñame tu casa; quiero verla toda.

—¡Oh, está pronto vista! Mira, la cocina; un poco chica y bastante
oscura; para mí como si fuera un palacio de cristal; otro cuarto
también oscuro; este le destino para libros y chismes viejos; la
alcoba; ahí tienes mi cama, pura y honrada como la de una virgen.

Ella se echó a reír.

—¿De veras?

—Y tan de veras —contestó él, riendo también.

—¿Pero es posible?

—¡Toma! y tan posible.

Seguían riendo. Poco a poco se habían ido acercando el uno al otro. De
pronto, ella enlazó los brazos a su cuello, y pegando los labios a su
oído, le dijo en voz baja, muy baja y muy zalamera:

—Luisillo..., tengo un capricho; ¿eres tú capaz de negarle un capricho
a tu nena?



XX


—Adiós, María; vaya usted con Dios.

—¡Ay, Castro, perdone usted, no le había visto!

—¿Dónde tan madrugadora?

—A misa. ¿Y usted?

—A la redacción.

—También usted madruga.

—¿Qué se va a hacer?, no hay más remedio. Y Luis, ¿está mejor?

—¡Cómo! ¿Qué dice usted? ¿Acaso está malo?

—Sí, está enfermo; hace cuatro días que no viene al periódico.

—Pues, nada, no sabía nada... Supongo que cuando nada me ha dicho, no
será cosa de cuidado.

—Eso supongo yo y eso deseo.

—Muchas gracias.

—A los pies de usted, María.

—Adiós, amigo Castro.

Por primera vez en su vida la devoción faltó a su pecho y las oraciones
murieron en sus labios. Por más esfuerzos que hacía para sujetar sus
ideas, sus ideas huían de la iglesia, lejos muy lejos.

No tuvo paciencia para escuchar el final de la misa. Mucho antes de que
acabara salió del templo, y sin dudas ni vacilaciones se dirigió a
casa de Luis.

La puerta estaba cerrada; tiró del cordel; dulce oscuridad inundaba el
pasillo; no se oía nada.

—Está durmiendo —pensó, y siguió andando.

Al entrar en la alcoba se detuvo. Nunca hubiera entrado. Sobre la
blanca almohada vio dos cabezas juntas, la de Luis y la de una mujer
joven y hermosa. Un rayo de sol, filtrándose por una rendija, caía
sobre ella, incendiando su cabellera rubia.

Dormían tranquilos, amorosamente abrazados como dos seres que se
quieren mucho. Sobre el encaje de la sábana las manos se estrechaban
como unidas en un eterno y dulce juramento de amor. Los labios
sonreían. ¡Qué felices debían ser, qué felices! ¡Y qué bonita era ella,
qué bonita!

Tibias y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y copiosas regaron sus
mejillas. Oculta tras los cortinajes de la alcoba, con las piernas
temblorosas, falta de alientos y falta de fuerzas, estuvo mirándolos
durante mucho tiempo. Después se alejó lentamente. Cruzó de puntillas
el estrecho pasillo. Con sumo cuidado abrió y cerró la puerta y se
marchó.

Ni la portera ni nadie la vieron entrar ni salir.



XXI


Entró en la redacción con las orejas gachas, convencido de antemano de
la regañina que le iban a echar, y desde luego resignado a sufrirla.

—¿No está el director? —preguntó asomando tímidamente la cabeza.

—¿Qué director?

—¿Qué director va a ser? Sánchez Cortina.

Todos le miraron asombrados.

—¡Pero cómo!... ¿no sabes?

—Ni una palabra. ¿Qué ocurre?

—¡Anda Dios! ¡Pues ahí es nada! ¡Friolera!

—Queridos, como no os expliquéis...

—Pues que Sánchez Cortina ya no es director. Al día siguiente de
ponerte tú malo, se planteó la crisis, por diferencias en las cifras de
los presupuestos, y Sánchez Cortina se calzó la cartera de Agricultura.
Se ha llevado a Pedrosa de secretario particular, y Castro se ha
encargado de la Dirección. ¿Pero de veras no sabías nada?

—De veras. Estos cuatro días me he permitido el lujo de no leer un solo
periódico.

—Pues sí, hijo, sí, todas esas cosas han sucedido, y las que sucederán.
Porque te advierto que vamos a hacer grandísimas reformas en _El
Combate_. Desde primero de mes se aumenta el tamaño, tendremos
subvención y subirán los sueldos. ¿Eh, qué te parece?

Muy bien, le parecía muy bien; ya lo creo, admirable. «Está visto
—pensó— que en este mundo todo es cuestión de rachas. Viene la mala y
a morir, viene la buena y todo sale a pedir de boca. Puesto que ahora
estoy en la buena, justo es que la aproveche».

Pidió cinco duros adelantados en la Administración, y en cuanto
concluyó su tarea se marchó a casa de Isabelilla. Isabelilla le traía
loco. No era amor lo que sentía por ella, pero era algo más fuerte y
más intenso que el mismo amor; un deseo imperioso y constante de estar
siempre en sus brazos, de verse retratado en el fondo de sus pupilas
claras, de acariciar su carne de rosa, de jugar con las hebras de su
espléndida cabellera de oro, y, sobre todo, de besarla en la boca. He
aquí el secreto de su gran pasión: besarla. De todos los encantos de
Isabelilla, de todos los atractivos de su espíritu y de su cuerpo,
ninguno tan delicioso ni tan enloquecedor como sus labios. No es que
fuesen suaves, ni que fuesen frescos, ni que fuesen rojos, ni que su
aliento perfumara; es que besaban como no besaban ningunos otros labios
en el mundo. Dominaban el beso como un sabio puede dominar la ciencia,
más aún, porque el sabio llega un instante en que se detiene indeciso
ante las puertas del misterio, y para aquellos labios no existían
misterios; besaban de todas maneras; besos sonoros de nodriza; besos
suaves, casi imperceptibles; besos rápidos, instantáneos, fuertes como
mordiscos; besos largos, infinitos, inacabables...; sabían cómo se
besaba en las mejillas, y cómo se besaba en los ojos, y cómo se besaba
en la garganta, y sobre todo, sobre todo, cómo se besaba en la boca;
uniéndose como imanes, pegándose como compresas, crispando los nervios
y haciendo hervir la sangre; labios hechos para reír y para besar;
nacidos para la alegría y el amor; sabrosos como dulces; exquisitos
como néctar; perfumados como flores; adormecedores como el opio, y
mareantes como el vino. Era imposible que el que los gustara una vez,
no los deseara ya para toda la vida.

Luis los deseaba, los deseaba con todas las energías de su ser;
aquellos labios se habían convertido para él en una necesidad de su
persona, eran su pasión, su vicio.

En la calle se acordó de que la había prometido un abanico japonés y
entró a comprarle: un abanico muy lindo, con su varillaje de caña y su
vitela de pájaros y flores.

—¡Qué contenta se va a poner cuando lo vea! —pensaba, subiendo las
escaleras de dos en dos, tan de prisa, que cuando llegó frente a la
puerta tuvo que detenerse para tomar aliento. Dentro vibraba la risa de
Isabel fresca y sonora.

Súbitamente, al ruido del campanillazo la risa cesó; oyó rumor de
faldas y cerrar de puertas; entreabriose el ventanillo, y le dijo la
Pepa:

—¿Es usted, señorito Luis? Pues la Isabel no está, ha salido.

—¿Que ha salido?

—Sí, ha salido. ¿Quiere usted que le diga algo cuando vuelva?

Asombrado por lo inaudito de la mentira, no supo qué contestar.
Su primer ímpetu fue armar un escándalo, derribar la puerta a
patadas y empezar a cachetes con todos los que estuviesen dentro.
Afortunadamente, comprendió que esto era una barbaridad, y girando
sobre sus talones, se contentó con marcharse por donde había venido,
las manos crispadas, mordiéndose los labios de coraje, jurando y
perjurando no volver en la vida a mirar a Isabel.

Al llegar a la mitad de la escalera su mano tropezó con el abanico,
y cogiéndole con furia le rasgó en pedazos, le mordió, le estrujó,
le pisoteó, le hizo trizas, tantas y tan menudas, que ni cien chinos
juntos hubieran sido capaces de reconstituirle. Esto le calmó.

«La culpa es solo mía —pensaba—. ¿Quién me manda a mí meterme a
idealizar? Tiene razón Manolo. Con estas mujeres no puede idealizarse.
En cuanto uno se ilusiona, viene el jarro de agua. Me está bien
empleado por tonto; pero no volverá a sucederme, no».

De repente se acordó de María; el recuerdo de Isabel falsa evocó el
recuerdo de María constante, de María honrada, cariñosa y buena.
Antojósele que la traición de Isabelilla era un castigo, un aviso
providencial de que también él tenía la obligación de ser constante.
«Si yo por una perdida a quien no quiero —decía— he sufrido tanto un
instante, ¿qué no sufrirá mi pobre María si sabe que la engaño?».

Y preocupado con esta idea, arrepentido, verdaderamente arrepentido,
cambió de rumbo, y en vez de ir a su casa, se fue a la de María.

Pareciole ver su sombra detrás de las persianas, y alegremente subió
las escaleras de dos en dos. Llamó a la puerta, y, como en casa de
Isabelilla, la puerta no se abrió. Corriose el ventanillo, y le dijo la
criada:

—La señorita no está, ha salido.

—¿Cómo que no está? ¿Usted sabe quién soy yo?

—Sí, el señorito Luis; pero la señorita no está en casa.

—Bueno, pues la esperaré —contestó dispuesto a todo.

—Es inútil; esta noche la señorita no cena en casa.

Cerrose el ventanillo.

Aturdido y desconcertado quedó también ante esta puerta. Fue de nuevo
a llamar para pedir explicaciones; pero comprendiendo que la criada
no hacía más que obedecer una consigna, temeroso de ponerse todavía
más en ridículo, se marchó con la cabeza baja. En la calle volvió a
mirar a los balcones. Ya no estaba la sombra detrás de las persianas.
La ausencia de la sombra le hizo afirmarse más en que la sombra había
existido.

¿Qué significaba aquello? ¿Por qué su tía se negaba a recibirle? ¿Qué
motivos podía tener para ello?

Loco de dolor llegó a su casa. Necesitaba distraerse, olvidar. Nada
mejor para ello que el trabajo. Excitado y nervioso, extendió sobre
la mesa las cuartillas de su obra. Pero las ideas no acudían; los
pensamientos no acertaban a desenvolverse; su frente ardía; tuvo que
abrir el balcón porque se ahogaba...

Y una ráfaga de aire penetró furiosa por el balcón y aventó las
cuartillas.



XXII


Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sin pensar en
nada, iba por las calles malhumorado y triste. Tras la tensión nerviosa
de los pasados días, su ser había caído en un estado de dulce laxitud,
en un blando desvanecimiento, como si una mano piadosa, pasando por su
frente, se hubiera ido llevando uno tras otro todos los sufrimientos.
Celos, odios, rencores, amarguras, todo desapareció dejándole en el
alma un vacío muy grande, un abatimiento muy hondo, una tristeza muy
intensa, que le oprimía y le aplanaba, como si se encontrase sumergido
en las profundidades de una mina.

Las dos cartas de Isabel y de María que al día siguiente recibiera,
llenas de vulgares excusas y corrientes explicaciones, solo sirvieron
para entristecerle más y más al ver cómo los ideales se rompían y se
desmenuzaban y caían deshechos. Después de todo, aquello era natural;
todas las mujeres son iguales; necio es y será siempre el que en ellas
confíe.

Al doblar una esquina se encontró con Antonio Bedmar. Venía el pobre
muchacho como en sus malos tiempos de bohemia, desaliñado, con las
botas sucias, sin afeitar el rostro, torcida la corbata, encorvado el
cuerpo y torpe en el andar.

—¿Dónde vas?

—Por ahí; no tengo rumbo fijo.

—Ni yo tampoco; pasearemos juntos.

—Pasear..., no; estoy cansado; me duelen mucho los pies; si tienes
dinero, prefiero que me convides.

—¿Pero otra vez, Antonio? ¿pero otra vez vuelves a beber?

—¡Qué quieres! El vino es lo único que consigue distraerme, lo único
que consigue hacerme olvidar.

—Oye; ¿tú crees de veras que el vino hace olvidar?

—¡Qué duda cabe!

—Entonces, sí; te convido, también yo esta tarde necesito beber.

—¿Tú..., para qué?

—Para lo que tú; para olvidar y para embrutecerme.

—¡Qué necesidad tienes tú de olvidar! ¿Qué sabes tú lo que son penas?

—¿Qué sabes tú si yo las tengo?

—Verdad; tienes razón; los hombres no sabemos nunca nada los unos
de los otros; somos desconocidos, que cuando nos vemos en la calle
nos tendemos la mano, sin saber por qué la mayoría de las veces. No
conocemos de los demás más que lo que los demás quieren decirnos. ¡Y
esto es siempre tan poco! El que tiene penas se las calla, y el que no
las puede callar, hace lo que yo, las ahoga.

Después, delante de la botella, fue más explícito.

—Me gusta el vino, ¿por qué negarlo? me gusta, me agrada al paladar.
¿No les gusta a otros el café y el tabaco y el dulce? A mí me gusta
el vino; pero aunque no me gustara, lo bebería. El vino es el gran
calmante de todas las penas, el lenitivo de todos los dolores.
Cuando estoy sereno, soy el ser más desgraciado de este mundo, el
más miserable; todo me falta: amor, ternura, dinero, salud... En
cambio, cuando estoy borracho..., cuando estoy borracho, todo me
sobra; soy más rico que Creso, más grande que Alejandro, más poeta
que Shakespeare. Que vengan, que vengan entonces a ofrecerme mujeres
y millones y gloria...; verás tú con qué energía los desprecio, verás
con qué valentía los rechazo, verás con qué ganas me río en mi locura
de los pobres cuerdos, de todos los que me compadecen y dicen: «¡Pobre
Antoñito!», sin comprender que en ese momento soy yo mucho más grande,
mucho más feliz, muchísimo más dichoso que todos ellos juntos... El
vino, el vino... Sin el vino, ¿qué sería de mí? Ya ves tú, he reñido
con Elena, esta vez para siempre; esa mujer es mi alma; sin ella no
puedo vivir; no tengo valor para matarme... Si no fuera por el vino,
dime: ¿qué sería de mí?

Apuró de un sorbo el contenido del vaso, escanciose otro, y apoyando la
frente en las manos, quedó sumido en hondos pensamientos.

—¿Y tú, por qué bebes?

—Ya te lo dije; por lo mismo que tú: para olvidar.

—¿A una mujer?

—A una mujer.

—¿La quieres mucho?

—Tanto como tú a Elena.

El bohemio sonrió.

—¡Oh, no; eso no es posible! Como amo yo, no es posible que ame nadie
en el mundo. Lo mío no es amor, es locura, es delirio, es idolatría;
por esa mujer daría yo hasta la última gota de mi sangre; por ella
sería yo canalla, ladrón, asesino... ¡Qué sabes tú lo que es amor!
Vamos a ver: si te dijeran que esa mujer, a quien tanto quieres, te
engañaba con otro, ¿la perdonarías?

—¡No! —rugió Luis con fiereza.

—¡Pues yo sí! La quiero tanto, que aun engañándome, la quiero. Ya ves
tú si la quiero. ¡Chico, otra botella! Los médicos me han prohibido que
beba, y bebo; los amigos me desprecian, y bebo; yo comprendo que cada
día me cuesta más trabajo producir, y bebo; un día me dijo ella: no
bebas, y no volví a probar siquiera una copa. Si me dijera mátate, me
mataría lo mismo. ¿No me estoy ya matando? ¿Crees tú que yo no sé que
me voy a morir? Pues sí, lo sé, y sin embargo me dejo. Mejor, cuanto
antes me muera, mejor.

—Vámonos, Antonio, vámonos; hace mucho calor aquí, estoy mareado.

—¡Cobarde! ¿Con dos botellas nada más? Siéntate ahí. ¿Cómo quieres
olvidar si no bebes?

—No puedo, Antonio, no puedo... Me duele mucho la cabeza.

—¡Cobarde! Siéntate ahí. Chico, otra botella. Para olvidar es preciso
beber. Bebe, Luis.

—No, no; yo me marcho.

—¿Te marchas? Ve con Dios, eres un cobarde. Yo me quedo. ¡Ah, tú no
serás nunca feliz! ¿Cómo vas a ser feliz, si no bebes? ¡Chico, esa
botella! ¿Pero no viene esa botella?



XXIII


El día amaneció nublado y bochornoso. El sol aparecía y se ocultaba
entre las nubes con raras alternativas de luz y sombra; extraños
cambios de claridad y penumbra; no se notaba la más pequeña ráfaga de
aire; las hojas permanecían en los árboles quietas, inmóviles, como
sujetas por tallos de acero; no se oía el canto de un pájaro, ni el
zumbido de un insecto, nada; la naturaleza parecía aletargada por su
propio calor.

Poco a poco las nubes se agruparon hasta formar un solo conjunto de
color plomizo; el viento azotó con furia las hojas de los árboles,
barrió las calles levantando sucios remolinos de polvo; cerró con
estrépito ventanas y puertas; zarandeó persianas, se retorció en los
canalones con agudos silbidos. Luego cesó un momento; el calor fue
insoportable; un relámpago rasgó la nube, sonó un trueno y empezó a
llover.

Agradable olor a tierra húmeda esparciose rápidamente suavizando la
atmósfera del andén, reseca con el humo de las locomotoras. El expreso
iba a salir. Las vagonetas, empujadas por los mozos, iban y venían
cargadas de maletas y baúles, haciendo retemblar el piso: traqueteaban
los vagones al unirse con bruscos estremecimientos; las válvulas
dejaban escapar chorros de vapor que mojaban la acera y producían al
salir un sonido continuo, estridente; el humo de la máquina al chocar
contra el techo perdía sus formas espirales y se extendía sobre el tren
como la neblina sobre un río.

Sentados en el vagón, uno enfrente de otro, María y Luis hablaban.

—Has hecho muy mal en decírmelo tan tarde.

—No era posible otra cosa. Ha sido una idea repentina, una decisión de
última hora. Pensarlo y hacer el baúl. Llevo una temporada malísima.
Creo que el campo me sentará muy bien.

—¿Vas a estar muchos días?

—No sé; depende de las circunstancias; según me pruebe.

Él no contestó; apoyó la frente en el cristal y quedó distraído mirando
al andén.

—¿En qué piensas?

—No sé; estoy triste; siento desde hace unos días una tristeza
abrumadora, una melancolía inexplicable que me aplana y me aniquila sin
saber por qué; una cosa así como un vago presentimiento de que me va a
suceder una desgracia, algo muy doloroso contra lo que no puedo luchar
ni defenderme, porque no sé lo que es. Ya ves: ahora mismo tu viaje no
tiene importancia, es un viaje de recreo; regresarás dentro de unos
días, muy pronto, y sin embargo, no puedes figurarte la pena tan grande
con que te despido; me parece que es el último día que nos vamos a ver.

Ella bajó la cabeza confusa; una oleada de sangre encendió sus
mejillas. Él, sin notarlo, continuó:

—Comprendo que es una tontería, una locura, pero no puedo remediarlo;
te lo juro con toda mi alma; si en mi mano estuviera impedir este
viaje, lo impediría, no te quepa duda. María —añadió tristemente
cogiéndole las manos—, ¿por qué te vas? No te vayas.

—¡Qué niño eres! —contestó ella conmovida, tratando de volver la cara
para que Luis no viera las lágrimas que se agolpaban a sus ojos.

—No te vayas...

—¡Qué locura!

Un individuo abrió violentamente la portezuela obligándoles a cortar el
diálogo.

—Perdone usted, caballero —díjole Luis malhumorado—; este coche es
reservado de señoras.

—Precisamente —contestó el otro con gran flema—; precisamente un
reservado es lo que estas señoras desean.

Y apartándose galantemente, dejó pasar a dos que tras él venían con un
arsenal completo de mantas, cestos, maletas y sacos de mano. Después
subió también y empezó a colocar tranquilamente los bártulos en la
redecilla del vagón.

En el andén los viajeros se atropellaban en busca de los coches.
Despedidas, abrazos, apretones de manos, besos y caricias,
recomendaciones y advertencias; vocear de los mozos, pregoneo de
periódicos y guías, un ruido continuo, ensordecedor, reforzado por el
traqueteo de los coches, el sonido metálico de los topes al golpearse,
el silbido del vapor al escaparse por las válvulas, los truenos al
retumbar en el espacio y la lluvia al caer con fuerza azotando las
paredes de hierro.

De pie sobre el estribo seguía Luis hablando.

—¡Te quiero más que nunca! Te vas y mi alma se va toda contigo. Te
acompaña en tu viaje; dondequiera que estés, estará a tu lado. ¿Puedo
yo decir lo mismo, mi María?

—¿Tú? ¿Para qué? ¡Qué falta te hace a ti mi cariño!

—¿Por qué me dices eso?

—Por nada.

La campana sonó; subieron los rezagados; un empleado fue cerrando de
golpe las portezuelas.

—¿Por qué me dices eso? —volvió a repetir.

—Por nada —volvió ella a contestar.

—¡Eh, cuidado, caballero! El tren va a salir.

—¡Adiós!

—¡Adiós, mi María!

—¡Adiós, Luis!

—¿Nada más que Luis?

—¡Adiós!

Un silbido aflautado se escapó de la máquina; las válvulas dejaron
escapar chorros de vapor; traquetearon los vagones y el tren comenzó
a moverse, despacio primero, como monstruo que se despereza, hasta
pisar las planchas giratorias que temblaron con secas vibraciones en
estridente escala, y luego más de prisa, cada vez más, hasta salir de
agujas, confundirse en la oscuridad y ser solo una sombra, perceptible
apenas por sus farolitos encarnados...



XXIV


Apurada la taza de café, se disponía tranquilamente a encender un
pitillo, cuando violentísimo campanillazo le cortó la acción dejándole
suspenso. Y en cuanto abrió la puerta, no repuesto aún de la sorpresa
que el campanillazo le causara, se encontró de manos a boca con Elena
Samper. Venía nerviosa, agitada, el traje en desorden, los ojos
inyectados, con un aspecto tal de excitación que Luis se asustó:

—Mujer, ¿qué es eso? ¿qué te pasa?

—¡Ay, Luisillo, qué desgracia tan grande, qué desgracia tan horrible!

—¿Pero qué ocurre?

—¡Quién lo iba a pensar! ¡Virgen mía del Carmen, qué desgracia!

—Acaba ya.

—Si no puedo..., me ahogo... Toma, lee tú.

Y le alargó un periódico arrugado y sudoso que traía en la mano,
esforzándose en vano por querer señalar un punto con sus dedos
nerviosos.

«Esta mañana, en la calle de Atocha, ha sufrido un vómito de sangre el
joven y distinguido escritor don Antonio Bedmar...».

La impresión fue tan brusca, que a Luis se le cayó el periódico de las
manos.

—¡Qué barbaridad!

—Sigue, sigue leyendo —continuó ella con voz ronca, recogiendo el
papel y apretujándole entre sus dedos—. Mira: «Después de asistido
convenientemente por los médicos de la Casa de Socorro, pasó en grave
estado al Hospital Provincial». ¿Lo oyes? Al hospital, está en el
hospital. Es necesario ir en seguida. ¡Pobrecito Antonio de mi alma! Yo
quiero verle; estará allí en una sala cualquiera; yo quiero llevármelo
a casa, cuidarle yo misma, o por lo menos, trasladarle a una cama de
pago.

—Sí, sí, tienes razón; es necesario hacer algo.

Pero no se movía, atontado, aplanado por aquella noticia brutal e
inesperada.

—Vamos, vamos, no perdamos tiempo —repetía Elena, cada vez más excitada
y más nerviosa—. Es necesario ir en seguida. Tengo abajo un coche...

Y le agarraba del brazo y tiraba de él arrastrándole con fuerza hacia
el pasillo.

Los porteros del Hospital se negaron a permitirles la entrada. ¿Tienen
ustedes permiso? ¿No? Pues sin permiso no es posible entrar, y mucho
menos de noche.

Era inútil insistir con aquella gente. Elena lo comprendió así y rompió
a llorar con tal desconsuelo, con sollozos tan desgarradores, que uno
de los mozos, conmovido (y cuidado si se necesita para conmover a un
mozo de hospital), se atrevió a indicar balbuciendo:

—Vean ustedes al señor director... Si él lo autoriza...

—¿Dónde está el director?

—Al final del edificio... Vuelvan ustedes a salir, sigan la acera, a la
derecha, hasta llegar a una puertecita pequeña..., allí.

El director acababa de cenar. Los recibió muy atento, pero se negó
igualmente a facilitarles la entrada. A aquella hora no era posible;
estaba prohibido en absoluto... Los reglamentos, las costumbres del
establecimiento..., todo el mundo se hallaba descansando..., sería una
perturbación, una verdadera perturbación... Y como la joven, siempre
llorando, tratara de insistir, la cogió dulcemente la mano y le dijo
con cariñoso acento:

—Vaya, hija mía, tenga usted un poco de paciencia, no se aflija
usted... Mañana lo podrá ver todo lo temprano que quiera; yo estoy
levantado desde las siete; vengan ustedes mañana, y yo desde luego
tendré mucho gusto en facilitarles un pase valedero para todos los días
que sea preciso. ¿En qué sala está el enfermo? ¿No lo saben ustedes?
Bueno, no importa; lo averiguaremos en seguida y así no tendrán ustedes
mañana que perder tiempo en preguntarlo.

Tocó el timbre y apareció un mozo.

—Entérese usted en seguida a qué sala y a qué cama ha sido conducido un
enfermo que ha ingresado esta mañana, que se llama..., ¿cómo se llama?

—Antonio Bedmar.

—¡Cómo! ¿Bedmar? ¿el poeta? ¡Caramba, caramba, y yo sin saber nada!
Claro, lee uno al cabo del día tantos nombres... Con el permiso de
ustedes, voy a tomar café; ¿ustedes gustan? Pero siéntense, el mozo
volverá en seguida.

Mientras esto ocurría, Elena expuso al director sus deseos de llevarse
a Bedmar, o, cuando menos, trasladarle a una sala de distinguidos.

—Lo que usted guste señora; me tiene usted desde luego a su disposición.

—Y eso, ¿cuándo podría ser?

—Si su estado lo consiente, mañana mismo. ¿Qué, se ha enterado usted
ya? —exclamó viendo al mozo que regresaba.

—Sí, señor; ha sido llevado a la sala doce, cama número ocho, solo
que...

—¿Qué?

—Que ha muerto.

—¿Que ha muerto?

—A las cinco y media.

Elena dio un grito y cayó desmayada sobre el pavimento. Los tres
hombres se lanzaron en su auxilio.

—A ver, esta mujer se ha desmayado..., un poco de agua fría...

Al grito de Elena, la esposa del director se presentó en la estancia.
Quedose un momento en el umbral de la puerta, sorprendida y sin saber
qué hacer; pero como el director, en dos palabras, le pusiera al
corriente de lo ocurrido, acudió también solícita en auxilio de la
pobre desmayada, desabrochándole el vestido y abanicándole el rostro.
Elena volvió en sí, miró a todos con espantados ojos y rompió a llorar.
El director, su mujer y Luis trataban en vano de consolarla. Cuando
después de largo rato hubo dado rienda suelta a su dolor, se levantó, y
encarándose con el director, le dijo con tono enérgico que no admitía
réplica:

—¡Quiero verle!

—Imposible, señorita, imposible de todo punto. A estas horas se
encuentra ya en el depósito.

—No importa; iré al depósito; quiero verle.

—No puede ser, señorita, no puede ser. Si se tratara de cualquier otra
cosa, tenga usted la seguridad de que yo con muchísimo gusto accedería
a ello, aun pasando por encima de todas las consignas y de todos los
reglamentos; pero al depósito, ¡oh, imposible! Tenga usted en cuenta
que a estas horas debe haber allí diez o doce cadáveres.

—Sí, sí —agregó la mujer del director—, no vaya usted... Es una
cosa horrible..., está allí, al final de los patios, en un sitio
completamente solo. Es horrible, ¡y de noche!

—¿Y dice usted que habrá allí más muertos?

—Naturalmente, todos los que han fallecido hoy. Acabo de firmar la
lista..., diez o doce o catorce, no recuerdo en este momento, pero de
seguro pasan de diez.

—¡Dios mío, Dios mío!, ¡qué horrible es todo esto! ¡Y se le llevarán en
el furgón!

—Si ustedes quieren hacerle entierro...

—¡Oh, sí, sí, ya lo creo, qué duda cabe! Ahora mismo. ¿Qué hay que
hacer?

—Pues nada; avisar a la funeraria. Lo restante es cosa mía.

—¡Oh, muchas gracias, muchas gracias! Luis, ¿quieres encargarte?

El mozo intervino en la conversación:

—Si ustedes quieren, aquí hay una funeraria que lo hace. En cuanto
traigan la caja, se puede (si el señor director lo autoriza)
trasladarle a la capilla.

—Sí, sí, a la capilla, que le lleven en seguida a la capilla.

El director sonrió y repuso:

—Advierto a usted que la capilla no es tal capilla; quiero decir que el
sitio donde van a trasladarle, porque aun cuando el reglamento dispone
que estos actos se verifiquen de día, yo no tengo inconveniente, en
obsequio a ustedes, en autorizar que se haga ahora mismo, la capilla,
digo, es otro depósito más pequeño, destinado para los cadáveres
distinguidos, vamos, para aquellos que los reclaman las familias.

—¡Ah, yo creía!...

—De todos modos, es un sitio mucho más decente. Allí estará muy bien.

Esta vez fue Luis el que no pudo por menos de sonreír.

—Y allí ¿le podré ver? —volvió a insistir Elena.

—Mañana.

—¡Mañana, siempre mañana!...

—Hay que tener paciencia, hija mía.

—Bueno, la tendré. ¿De modo —agregó dirigiéndose al mozo— que usted
avisará a la funeraria?

—Avisaré al sepulturero, que es el que se encarga de estas cosas.

El sepulturero se presentó en seguida. Era un hombre joven, de aspecto
sumamente simpático. Con mucha amabilidad y cortesía, impropias en
verdad de tan macabro oficio, convino con la muchacha y con Luis
un entierro de segunda clase. Ambos jóvenes, agradecidísimos a las
bondades del director, no encontraban palabras para demostrárselo.
El director, por su parte, se mostraba cada vez más atento. Y ya en
el terreno de las peticiones y de las concesiones, Luis se atrevió a
indicar:

—Y a mí, ¿me permitiría usted que le viera?

—A usted sí, es decir, cuando le trasladen a la capilla, porque en
el depósito general, la verdad, yo no se lo aconsejo a usted; es un
espectáculo demasiado fuerte y demasiado... antihigiénico.

—La caja podrá estar aquí dentro de un cuarto de hora.

—Entonces, si le parece a usted y no le molestamos, esperaremos...

—Lo que ustedes gusten; están ustedes en su casa.

La señora del director había mandado hacer una taza de tila y se la
ofrecía con sus propias manos a Elena, que no sabía cómo corresponder
a tantísima amabilidad. Luis, sentado delante de la mesa, departía
afablemente con el marido, que le relataba detalles curiosísimos de la
organización del establecimiento.

—El cargo de director muy molesto. ¿Trabajo? poco, sobre todo trabajo
material. Cuatro horas de oficina y el continuo chorreo de firmas y
rúbricas. Pero sujeción tremenda. Hay que estar en todo, atender a todo
el mundo. Reclamaciones del público, reclamaciones de los enfermos,
reclamaciones de los médicos, reclamaciones de las hermanas, ¡qué sé
yo! Le aseguro a usted que no tengo diez minutos míos, y eso que me
levanto a las siete y me acuesto a las doce. Es un cargo muy penoso,
muy penoso... Y luego por si esto era poco, la constante presión
del diputado visitador, los oficios del gobernador, los exhortos
de los juzgados, las denuncias de la prensa, la lucha diaria con
los proveedores... Y a todas horas lástimas y penas y tristezas y
sufrimientos y dolores. Crea usted, amigo mío, que no hay compensación.

—El sepulturero me manda decir a ustedes que el cadáver ha sido
trasladado a la capilla —exclamó el mozo entrando de nuevo.

—Cuando usted guste, caballero; el mozo le acompañará. Ruego a usted
que me perdone si no lo hago yo mismo; yo no voy al depósito más que en
caso de estricta necesidad.

—¡No faltaba más!

—Le aconsejo que procure estar el menor tiempo posible. No es sano
aquello.

Atravesaron un estrecho pasillo que había a la izquierda, cortado
en ángulo recto, y desembocaron en los claustros del Hospital. Una
ráfaga de aire fresco y húmedo que les produjo agradable sensación de
bienestar, les dio en la cara. Los claustros estaban desiertos. La luna
se reflejaba en los árboles del jardín, arrancándoles tonos plateados,
manchas confusas, contrastes vivos de luz y sombra, tintes opacos,
raros matices de decoración teatral. Al llegar a la puerta de la
farmacia, un joven vestido con sombrero de paja y larga blusa de dril,
desabrochada, les salió al encuentro. Era Paco Gaitán.

—¿Tú aquí? —exclamó sorprendido al encontrar a Luis.

—He venido a ver al pobre Antoñito Bedmar, que está en el depósito de
distinguidos.

—¡Cómo! No sabía nada.

—Le han traído esta mañana gravísimo, tan grave, que ha muerto a las
cinco y media.

—¡Pobre muchacho! Era de esperar; estaba tísico perdido. Te acompañaré.

Y los tres hombres siguieron su camino por los inmensos claustros
silenciosos.

Al llegar frente a la cocina, el mozo, que iba delante, torció a la
izquierda y entró por una puerta pequeña, casi cuadrada, parecida a
la de los corrales de las casas de campo. Y realmente, más trazas de
corral que de otra cosa tenía el lugar que se presentó ante sus ojos.
Árboles esqueléticos, de copas escuálidas, se elevaban a uno y otro
lado del camino estrecho y descuidado. La hierba crecía a su antojo por
entre las piedras del suelo y las hendiduras de la tapia. Grandes y
desiguales caserones se apiñaban a la derecha.

—Es la casa del comisario —dijo Paco Gaitán señalando uno de los
edificios.

—En mal sitio vive ese pobre hombre.

—A todo se acostumbra uno.

Los rayos de la luna dibujaban en el fondo del paisaje temerosas
figuras y espantosas apariciones. A cada instante se le antojaba a Luis
ver fantasmas y espectros. Momento hubo en que necesitó de todo su
valor y de toda su cultura para no cogerse del brazo de Gaitán.

Un hombre seguido de dos perros oscuros y largos salió como una sombra
de entre los árboles.

—¿Dónde van ustedes? —preguntó con voz bronca—; no se puede pasar, está
todo cerrado.

—Estos señores vienen de parte del director —observó el mozo.

La sombra vaciló un momento:

—Bueno, bueno —masculló malhumorado—, vean ustedes al sepulturero.

Y desapareció de nuevo entre los árboles seguido siempre de sus perros
oscuros.

El sepulturero esperaba en la puerta del depósito, un gran edificio de
ladrillo encarnado con pequeñas ventanas cuadradas, a través de las
cuales se veían brillar débilmente las luces de las lámparas. Tenía la
entrada por la parte posterior, una estrecha puerta de capilla con su
cruz de piedra en el centro. El mozo se quedó allí. Los demás bajaron
los escalones con los sombreros en la mano, primero Gaitán, después
Luis, luego el sepulturero haciendo sonar el manojo de llaves que
chocaban repiqueando con melancólico tono en el silencio solemne de la
noche.

—Ahí está —dijo Gaitán.

Sí; allí estaba, tendido en la caja, rígido e inmóvil. Su pálido
rostro, sereno y tranquilo, se destacaba con dulce claridad entre
los pliegues de la capucha gris. El hábito de San Francisco daba a
su cuerpo venerable aspecto de religiosidad. Sus manos descansaban
sobre los muslos, pequeñas, cuidadas, delgadas, marfileñas. La tibia
luz de la lámpara colgada del techo, fundía en un tono triste los
amortiguados matices del portland, los apagados reflejos del estuco, la
negra pintura del techo, los dorados sin brillo del zócalo, el negro
crucifijo que, en lo alto de la pared del fondo, abría sus brazos
amorosos. Un rayo de luna, filtrándose por la abierta ventana, hería
con fulgor plateado las alpargatas blancas.

—¡Pobre Bedmar!

—¡Pobre Bedmar!

Allí estaba, muerto para siempre, muerto para la vida y para el arte,
tronco caído, luz apagada, idea extinguida. Pobre perseguidor de
ideales, alma de niño, rimador de versos, cantor de estrofas, peregrino
de otros mundos, constante amador de la verdad y del bien.

—¡Pobre Bedmar!

Los dos amigos, de pie ante el féretro, con los brazos caídos, miraban
tristemente los despojos yertos. Ninguno de los dos osaba hablar
palabra. ¿Para qué? ¿Qué iban a decir?

El viento, fuera, agitaba las hojas con melancólico susurro.
Desaforados ladridos sonaban con horrísono desconcierto allá en la
Ronda, al otro lado de la tapia. Un chorro de agua caía continuo con
estridente estrépito.

—Vámonos —dijo Gaitán—, está esto muy húmedo.

—Sí, vámonos.

Y como si despertase de un letargo, alzó la vista y contempló la
estancia. Era relativamente pequeña, casi cuadrada, alta de techo,
con dos pequeñas ventanas enrejadas que daban al jardín. Empotradas
en la pared del fondo avanzaban en línea, como camastros de cuerpo de
guardia, cinco mesas de portland. Sobre una de ellas descansaba el
féretro.

—Está bien esto, ¿verdad? —preguntó el sepulturero al notar la
impresión de Luis.

—Sí, muy bien, mejor de lo que yo creía. Y lo que más me extraña es que
no se percibe olor alguno.

—Oh, no es posible; ¿no ve usted que hay mucha limpieza? Como el suelo
y las mesas son de portland y las paredes de pintura impermeable, en
cuanto se llevan los cadáveres empiezan a funcionar las mangas de
riego. Además, aquí hay siempre pocos cuerpos. En cambio, allí —añadió
señalando al final del pasillo—, allí ya huele algo peor.

—¿Y qué es aquello?

—Aquello es el depósito general. ¿Quiere usted verlo?

Luis avanzó muy decidido, pero al llegar a la puerta se detuvo con
respetuoso temor. Había divisado diez o doce cadáveres tendidos en las
mesas, entre ellos el de una vieja vestida de negro, allí, en la misma
entrada.

—Sí, tiene usted razón —exclamó apartándose bruscamente—; aquí huele
bastante mal.

—Y no debería oler tampoco —replicó el sepulturero—, si se cumplieran
las cosas como es debido. Pero, ¡qué quiere usted! Los médicos se
olvidan a veces de certificar, y el cadáver permanece treinta y a
veces hasta cuarenta horas. Si las cosas se hicieran bien, no se
notaría olor alguno. Porque el depósito está en admirables condiciones.
Uno es un zoquete y no entiende de nada; pero personas instruidas y de
mucho talento que lo han visto, han dicho que es el mejor de España;
solo tiene un defecto: que está todavía poco profundo.

—¿Y esta escalera? —preguntó Luis señalando una claramente alumbrada
que se abría en medio del pasillo y en la cual no se fijó al entrar—.
¿Dónde va?

—Esta escalera es la mía.

—¡Cómo! ¿Usted vive aquí?

—Sí, señor; ahí encima tiene usted su casa.

—Gracias, amigo; pero, la verdad, no me explico cómo vive usted ahí.

—¿Por qué? No hay inconveniente ninguno. Ya ve usted; tengo tres niños
pequeños; si pudiera haber algo peligroso, no viviría, puede usted
creerlo. En el depósito no hay miasmas. Algo peor es aquel rincón
—añadió señalando la esquina del patio—. Aquel vertedero donde van a
parar las barreduras de todas las salas, los algodones de las heridas,
las gasas, las vendas, todas las porquerías, en fin. Eso sí que es
peligroso y antihigiénico; pero los muertos, ¡bah!, los muertos no
importa. Todo es cuestión de agua.

El viento seguía agitando las hojas con melancólico susurro. Los
perros continuaban ladrando furiosamente. La luna, filtrándose por las
escuálidas copas de los árboles, dibujaba en el suelo fantásticas
manchas. Extrañas figuras asomaban entre los troncos como espectros y
apariciones.

Pero Luis ya no temblaba; ya no era terror lo que sentía; era tristeza,
una tristeza honda, un abatimiento profundo que atenazaba su corazón y
martirizaba su cerebro.



XXV


Lo primero que hizo Gener en cuanto dejó en su casa a Elena, fue
marcharse a _El País_, el periódico de la mañana en que tenía más
amigos, y escribir un artículo a la memoria de Bedmar, un hermoso
artículo por cierto, una verdadera crónica, como deben ser las
crónicas, sencilla, breve, rápida y sentida. Todos, cosa rara, la
encontraron admirablemente hecha. La crónica era sencillamente una
excitación a los círculos y sociedades artísticas y literarias, y
al público en general, para que tributasen el último homenaje de
admiración al gran poeta acompañando su cadáver.

—Es lo menos que se puede hacer por un amigo a quien se quería y
admiraba —añadía Luis a guisa de comentario—. Además, yo iré esta noche
en persona a ver a los individuos de la Prensa, Escritores y Artistas y
Círculo de Bellas Artes. Es necesario que todo Madrid vaya al entierro.

Luego discutieron la forma mejor de avisar a la familia, conviniendo
todos en dirigir un despacho urgente a los ayudantes del general
Bedmar, antes de que lo telegrafiasen los corresponsales de provincias.

—Encárgate tú de eso —le dijo a uno de los redactores—. Yo me voy al
Círculo de Bellas Artes, a ver si tropiezo con alguien de la directiva.

Al llegar a la calle se encontró con que no tenía un céntimo para tomar
un coche. Ni siquiera le quedaba el recurso de empeñar el reloj, porque
con la precipitación lo dejó todo olvidado en casa. Afortunadamente,
en la calle de Peligros se encontró a Isabelilla que volvía de los
Jardines con Paca Rey, y la pidió dos duros.

—Dos y cinco y veinte y todos los que tú quieras —le dijo ella—. Es
decir, siempre y cuando tú me garantices que no son para marcharte de
juerga con otra.

—¡No, mujer, nada de eso!

Y le explicó para qué los quería. Las dos mujeres se afectaron mucho,
hasta el punto de saltárseles las lágrimas. ¡Pobrecillo! Ellas también
querían mucho a Bedmar, ¡ya lo creo!, ¡muchísimo!, y eso que era un
_desaborío_ para las mujeres. Pero con todo, le apreciaban por lo
desgraciado que era y por los versos tan bonitos que hacía. Luego, al
saber los transportes de Elena, Isabel se indignó.

—¡Valiente sinvergüenza! ¡Hipócrita! Después de haber estado haciéndole
sufrir toda la vida, después de ser ella la causa de sus desdichas,
venir a última hora con lloriqueos y dolores. ¡Ay, qué asco! ¡Te digo
que me dan un asco esas mujeres! ¿Cuándo vas a venir a casa?

—Cuando tú quieras.

—Mañana estás de entierro. Pasado mañana, ¿quieres? Ese se ha vuelto a
marchar. Está en Oviedo y no volverá hasta dentro de quince días, lo
menos. Ven por la tarde; ya sabes que por las tardes estoy sola.

Y se marchó con Paca Rey, escapada como siempre, con sus breves
saltitos de pájaro.

A las tres de la madrugada lograba Luis ver todos sus trabajos
coronados por el éxito. Las tres sociedades enviarían coronas y
comisiones. La de Escritores y Artistas sufragaría además los gastos
del entierro, pues no consideraba decoroso para la clase ni para la
memoria del muerto, que los pagase una mujer con la que al fin y al
cabo ningún vínculo le ligaba. Los cronistas de los grandes periódicos
se brindaron gustosos a escribir cada uno un artículo lo más largo
y lo más cariñoso posible. ¡Ya lo creo! ¡No faltaba más! Un poeta
como Bedmar, un talento, una gloria nacional... No hacía falta que lo
hubiera recomendado. Bedmar se merecía aquello y mucho más. ¡Ya lo creo!

Era curioso ver cómo toda aquella gente que tres días antes
descuartizaba la reputación literaria del poeta tachándole de
embrutecido y agotado se deshacía ahora en elogios y alabanzas.

—¡Hipócritas! ¡Cobardes! ¡Miserables! ¡Cómo se conoce que ya no puede
haceros sombra! Por eso habláis bien de él —murmuraba Luis camino de
su casa—. Si resucitara, volveríais todos a morderle y a envenenarle
el pan para que se muriera de nuevo cuanto antes. ¡Qué misteriosas
combinaciones tiene el azar a ratos! —pensaba luego—. Gracias a mí, el
último noticiero de Madrid, el más insignificante de todos, gracias a
la chulesca generosidad de una perdida, la muerte de este pobre poeta
no pasará inadvertida para sus contemporáneos. Gracias a mí irá gente a
su entierro.

Y se reía al pensar estas coincidencias de la vida, estos raros
caprichos de la suerte, que hacen depender de una palabra a veces, la
fama y el olvido, la gloria y el desprecio. Pero, en fin, el objeto
principal se había conseguido. El entierro sería solemne. Era indudable
que, bien preparada la opinión, la gente acudiría. La gente es una niña
curiosa que va siempre adonde le dicen que hay algo que ver, bueno
o malo, grande o chico, alegre o triste. Sí, era indudable que todo
Madrid iría al entierro. Desde este punto de vista, Luis podía estar y
estaba satisfecho.

Pero mucho más aún lo estuvo al día siguiente cuando vio el número
verdaderamente considerable de personas que se aglomeraban en la
puerta del Hospital. Periodistas, políticos, artistas, escritores,
escritores sobre todo. Podía asegurarse que ni uno solo dejó de acudir
al llamamiento. Todos estaban allí, viejos y jóvenes, maestros y
principiantes, los que habían escalado la cumbre y los que luchaban
por lograrla. La muerte, borrando con mano generosa odios y rencores,
hipocresías y convencionalismos, los reunía a todos bajo un mismo
sentimiento de compañerismo y caridad. Los pequeños deponían sus
envidias, los fuertes su orgullo, los que ayer le humillaban, negándole
el saludo por borracho y envilecido, hoy le ensalzaban como talento
indiscutible, y todos acudían a rendir el último tributo, el postrer
homenaje al gran poeta del sentimiento, al gran cantor de la tristeza
y la amargura.

Conforme la hora del entierro se iba aproximando, aparecían nuevas
personas, nuevos carruajes desembocaban en la plaza inmensa; coquetonas
berlinas, lujosos landós, milords charolados, modestos simones; hasta
un coche de ministro; desde lejos se distinguieron los sombreros del
cochero y del lacayo, con sus anchos galones de oro y sus escarapelas
con los colores nacionales.

—¿Quién es?, ¿quién es?

Era el ministro de Marina, amigo íntimo y compañero del padre de
Antonio. Descendió del carruaje y se aproximó a un grupo de periodistas
que, solícitos acudieron a saludarle y a pedirle de paso noticias sobre
el proyecto de reformas de los arsenales que tenía en estudio.

La muchedumbre se apiñaba en la plaza estrujándose y oprimiéndose y
empinándose para ver mejor, indiferente a la lluvia de fuego que el
sol derramaba sobre sus cabezas. Los mejor informados daban largas
explicaciones sobre quién había sido el muerto y de las cosas que hacía
en vida. Algunos llevaban su entusiasmo hasta el punto de recitar sus
composiciones, que los demás escuchaban con respetuoso silencio. A
continuación venían las frases compasivas, los comentarios crudos, las
reflexiones crueles de una lógica brutal y abrumadora. «Sí, sí, ahora
mucha fachenda y mucho lujo y le han dejado morir en el hospital... Al
burro muerto...». Y otras por el estilo.

—¿Pero aquí quién preside? —preguntó el ministro.

¡Toma!, pues era verdad; no había presidencia. Fue necesario improvisar
una con los representantes de las Sociedades, el administrador de _La
Abeja_ y el cura del hospital, que se ofreció gustoso a título de
último confesor del muerto y amigo particular de la familia, según
aseguró. El ministro, a quien se le hizo igual ofrecimiento, se excusó
de aceptarlo, pretextando que sus ocupaciones le impedían llegar al
cementerio. En cambio, a Luis nadie se tomó la molestia de decirle
nada; bien es verdad que si se lo hubieran dicho, tampoco habría
aceptado.

Por fin el fúnebre cortejo se puso en marcha. Precedíanle cuatro
guardias municipales montados, con los bruñidos cascos relucientes
y los largos penachos de crin que el viento hacía ondear. Detrás la
carroza con sus negros caballos empenachados. Llevaban cintas del
féretro individuos de las Asociaciones de la Prensa, Escritores y
Artistas, Círculo de Bellas Artes, y Manolo Ruiz por la redacción de
_La Abeja_. Detrás venían las coronas, entre las que sobresalía una
inmensa de flores naturales, sin cinta ni dedicatoria.

Caía un sol de justicia. Mientras anduvieron por el paseo del Botánico
pudieron defenderse de los rayos, resguardándose bajo la sombra de los
árboles; pero al llegar a la plaza de Cánovas, las protestas fueron
generales.

—¡Qué barbaridad, qué calor! Esto es inaguantable, esto es imposible,
esto no hay quien lo resista. ¿A quién se le ocurre organizar un
entierro a las cuatro y media de la tarde en pleno mes de julio? ¡Y al
Este!

—¿Y dónde querían ustedes que le llevaran? —replicó Luis malhumorado—.
¿A la Basílica de Atocha?

—¿Por qué no? Otros están allí con menos motivo.

—¡Sí, alabadle ahora, cuando hace dos días le desollabais vivo!

—¡Toma, por eso, porque estaba vivo! Desengáñate, Luis; salvo tu
opinión, lo mejor que ha podido hacer Antoñito es morirse. Era
imposible que produjese ya nada nuevo; estaba agotado, completamente
agotado. Por eso se había muerto, porque había ya terminado su misión.
Ah, no te quepa duda.

Y le explanó una curiosa teoría acerca de la vida, según la cual nadie
se muere sin haber cumplido su misión. Por eso no había que creer en
los genios malogrados. El que se muere es porque debe morirse; por eso
se había muerto Bedmar; por eso él no temía a la intrusa, porque estaba
convencido de que su misión en el mundo no había aún terminado.

—¿Y cuál es tu misión?

—¿Mi misión? No lo sé. Lo único que puedo asegurarte es que no ha
terminado. Y la tuya tampoco. Yo te profetizo que tienes que vivir
todavía muchos años. Luis, tú estás llamado a grandes cosas.

Luis se estremeció. Era la tercera vez que en pocos días y por
conductos diferentes le auguraban lo mismo. Y se quedó pensativo,
profundamente impresionado por estas extrañas coincidencias.

La comitiva atravesaba el Salón del Prado, arrastrándose lenta y
perezosa bajo la sombra de los grandes álamos. La carroza marchaba
a la derecha, al tardo paso de sus caballos negros. Daba verdadera
compasión ver a los infelices que conducían las cintas, con los
sombreros en la mano, aguantando a cabeza descubierta los rayos del
sol que implacables caían. Los pocos transeúntes que por allí pasaban
deteníanse un instante para contemplar la carroza, y después de saludar
respetuosamente proseguían su camino bajo los árboles, preguntándose
quién sería aquel muerto tan bien acompañado.

Al llegar al paseo de Recoletos la mitad del cortejo había
desaparecido; unos pretextando imperiosas ocupaciones, otros echándole
la culpa al calor; los más hipócritas, asegurando que continuarían en
coche y marchándose después por la primera esquina. En la plaza de
Colón no quedaban cuarenta personas. Convínose, pues, en despedir allí
el duelo y tomar los carruajes los que se decidieran a continuar hasta
el cementerio. Fueron muy pocos; algunos amigos íntimos del finado y
los representantes de las Asociaciones. Entonces se echó de ver que los
individuos de la presidencia no tenían coche. Hubieron de distribuirse
en los que generosamente se les brindaron. Luis y Boncamí ofrecieron el
suyo al cura del hospital.

El viaje no fue por ello menos penoso, sobre todo para el pobre
Boncamí, que sentado en la bigotera no encontraba modo de resguardarse
de los rayos del sol. El sudor le caía a chorros por la frente y las
mejillas, empapándole el cuello y arrugándole la pechera. El cura,
sopla que sopla, se había acurrucado en el rincón del carruaje, y
sin importársele un bledo lo que pudieran decir de él, se abanicaba
rápidamente con su enorme sombrero de teja. ¡Ay, qué calor, qué calor!

—Un poco de paciencia; en cuanto lleguemos a las Ventas, ya verán
ustedes cómo refresca.

Sí, sí, refrescar... Allí hacía mucho más calor todavía.

Instintivamente miraron a los merenderos. Todos estaban desiertos. No
se oía ni un organillo.

El cura relataba a los dos amigos la historia de sus relaciones con
la familia Bedmar. Al padre le había conocido siendo él capellán de
la fragata _Gerona_, allá por el año 65, ayer, como quien dice. Era
entonces teniente de navío; tendría unos treinta años y estaba todavía
soltero. Después se vieron pocas veces. Él dejó la marina a raíz del
levantamiento de Cádiz, y Bedmar continuó su carrera, ¡brillante
carrera, por cierto! Después se puso a hablar de la muerte del hijo.
¡Pobre muchacho! Era un bendito, un santo. Cuando le avisaron para
confesarle estaba ya muy mal, tan mal que no pudo terminar la confesión.

—Mira, Luis, haz el favor de sentarte un poco en la bigotera. Yo no
puedo más. Esto es horroroso —dijo Boncamí levantándose—. Me va a dar
una congestión.

—Sí, hombre, sí, con mucho gusto. ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—contestó Gener cambiando de asiento—. Así como así, ya falta poco;
en cuanto lleguemos a la carretera de Vicálvaro, arreará la carroza y
refrescaremos.

Llegaron a la carretera y se encontraron con que aquello era todavía
peor, pues aparte de que el sol seguía cayendo como plomo candente, el
viento, soplando a su antojo y sin obstáculos, les llenaba de polvo los
ojos y la boca, cegándoles e impidiéndoles respirar. Un enjambre de
moscas había caído sobre ellos y se cebaba en sus manos y rostros con
implacable ensañamiento.

El cura, refugiado en el rincón del carruaje, seguía hablando por los
codos. Había elegido por tema la confesión de los enfermos y contaba
detalles curiosísimos.

—La preocupación constante de las buenas hermanas estribaba en que
ningún enfermo falleciera fuera de la santa religión, y era de ver
las cosas que hacían y los medios a que apelaban para convencer a los
descreídos y a los indiferentes. Por supuesto, que la mayoría de los
tales eran sencillamente unos sinvergüenzas, unos «vivos», que se
fingían librepensadores y se dejaban poco a poco convencer a cambio de
raciones de gallina, copitas de Jerez y hasta dinero muchas veces, que
las cándidas hermanas les daban a cambio de arrancar un alma de las
garras del demonio. Lo notable era que la mayoría de los que salían
arrepentidos, volvían a entrar más descarriados que nunca. Y vuelta
al trabajo de las hermanas, y a la gallina, y a las copitas de Jerez
y a las pesetas. Otros, en cambio, los menos —justo es confesarlo— se
negaban en absoluto a recibir auxilios espirituales. Y entonces era
de ver la desesperación de las hermanas. Porque en este punto son
intransigentes, excesivamente intransigentes. Yo he tenido con ellas
muchos disgustos por esta causa. Hay que ser un poco tolerante con
el prójimo, ¡qué caramba! Yo soy el primero en lamentar estos hechos
cuando suceden; pero reconozco que la intransigencia en materias de
religión es contraproducente. Verán ustedes, les voy a contar un caso
muy notable.

»Hará cosa de tres o cuatro años entró en el Hospital un muchacho
norteamericano, un chico muy simpático y muy instruido. Profesaba
la religión protestante. Yo, como es natural, traté de atraerle a
la nuestra; pero a las primeras frases se puso muy serio y me dijo
cariñosamente, pero con grande energía: «Mire usted, padre: yo le ruego
a usted que no hablemos de esto». Bueno; pues yo me callé, sí, señores,
me callé. Otro día volví a insistir y me contestó lo mismo. Me callé
también y me volví a callar siempre que me daba la misma respuesta.
¡Cochinas moscas! —interrumpió bruscamente agitando su sombrero de teja
para espantarlas—. ¿Por qué no se irán con el cadáver? Bueno, pues
verán ustedes —continuó prosiguiendo su relato—: Aquel pobre muchacho
estaba tísico; los médicos aseguraban que no tenía remedio, y yo lo
sabía. Figúrense ustedes mi pena al ver que aquel hombre se negaba a
reconocer la verdadera religión. Un día, me acuerdo perfectamente, una
mañana crudísima de enero me llamó y me dijo: «Padre, yo comprendo que
es un gran sentimiento para usted el que yo muera sin confesión en el
hospital». «Sí, hijo mío», le contesté. «No me interrumpa usted»,
añadió. «Sé que esto le causa a usted gran contrariedad y, por lo
tanto, he decidido evitarlo. Me marcho a un sanatorio. Comprendo que
se acerca mi fin y no quiero proporcionarle ese disgusto, porque le
aprecio de veras». En efecto, aquella misma tarde, en una camilla, a
pesar del frío y de la nieve que caía, se marchó contra todos nuestros
consejos al sanatorio de Santa Teresa.

—¿Y se murió?

—Sí, señor; aquella misma noche. La crudeza del día le acabó de matar.
¡Malditas moscas!

La negra carroza seguía rodando por el polvo del camino entre rubios
trigales que el viento agitaba. Madrid quedaba allí a lo lejos,
envuelto en la bruma, con sus casas apiñadas, con sus campanarios,
sus cúpulas, sus chimeneas, sus columnas de humo que se perdían en el
intenso azul. Continuamente se cruzaban con otros coches que venían de
dejar en el cementerio su fúnebre carga, la mayoría coches blancos,
coches de niño.

—¡Cuánto niño muere!, ¿verdad?

—Muchos. Es horrible.

Los trigales se acabaron de pronto y en su lugar aparecieron campos
enormes, praderas infecundas, páramos yertos, rojizos tejares donde
montones de hombres tostados y curtidos trabajaban la arcilla bajo los
rayos implacables del sol. Luego apareció un grupo de árboles.

—Es bonito ese paisaje, mira.

—No tiene nada de bonito; lo que pasa es que como rompe la monotonía,
la vista lo agradece.

Por fin llegaron al cementerio.

Al entrar en la sombría capilla, Boncamí no pudo dominar un grito de
contento:

—¡Gracias a Dios, hombre, gracias a Dios que respiramos!



XXVI


      Pancho, ¡qué borracho estás!
    ¡cuánto aguardiente has bebío!
    Tú no vienes al bohío
    más que a bebé y a...

—¿Niño, quieres callarte ya? —gritó Amalia, dándole un fuerte
abanicazo—. Pues no estás tú poco cargante con la tal guajirita. ¿La
has aprendido en viernes?

—¡Toma, pues no sabes lo más gracioso! Que no sé más que el principio.

—Razón de más para que te calles.

—¡Pero si es una guajira preciosa! Se la oí cantar ayer a la cocinera
de mi casa y me entusiasmó.

—Pero hijo, si es más antigua que el andar a gatas.

—Lo cual no quita para que a mi me guste. Es típica: sabe a caña. Te
advierto que no he de parar hasta que la aprenda.

Petrita intervino.

—Mira, Manolo, si es un antojo yo te la enseñaré, pero con una
condición: que no tienes que darnos la lata con ella.

—Prometido.

—Bueno, pues entonces, oye; ahí va.

Tosió dos o tres veces, púsose en jarras, arqueó el cuerpo, y
entornando los ojos, comenzó a cantar con voz dulce y tono quejumbroso:

      Pancho, ¡qué borracho estás!
    ¡cuánto aguardiente has bebío!
    Tú no vienes al bohío
    más que a bebé y a fumá.
    Si no quieres trabajá...

El rodar de dos coches de la Peña sobre el húmedo piso del merendero la
interrumpió.

—Ya empieza a venir gente.

—Anda, Manolo, vamos a ver quiénes son.

Los carruajes se habían detenido y de ellos se apearon tres mujeres y
cuatro hombres; ellas muy vaporosas, con sus vestidos de verano; muy
ligeros ellos con sus zapatos de lona y su sombrerito de paja.

—¿Los conoces? —preguntó Petrita, curiosa como siempre.

—Nada más que a uno, a aquel pálido de la camisa de seda. Es el hijo
del conde de San Gil. Va mucho a Fornos. Los demás no sé quiénes son.

—¿Y ellas?

Amalia dijo que quería conocerlas.

—Estoy segura de haber visto esas caras en alguna parte, pero en este
momento no caigo.

El joven pálido se acercó a Manolo y le saludó con gran familiaridad.

—¿Es usted de los invitados? ¡Hombre, me alegro! Siempre es bueno dar
con amigos. ¡Caramba! Las once y media nada más. Me parece que nos
hemos anticipado.

—Pues figúrese usted, nosotros, que estamos aquí desde hace hora y
media.

Los demás, al ver esta familiaridad, se aproximaron también.

—¡Gracias a Dios! ¡qué ganas tenía de estirar las piernas! —dijo uno
de los muchachos; un mocetón alto y fornido, completamente afeitado—:
íbamos en el coche como sardinas en banasta.

Ellas se reían, recordando las apreturas, tratando de deshacer las
arrugas de sus vestidos.

El joven pálido se creyó en el deber de presentar a sus amigos: «Don
Luis de Bernáldez, capitán de caballería; don Enrique de la Escosura,
teniente de ingenieros; don Francisco Soler, abogado». De las mujeres
no hizo mención alguna. Los caballeros estrecharon la mano de Ruiz y
todos se pusieron a charlar como buenos amigos de toda la vida.

—Ha sido una buena idea la de Paco.

—Magnífica. Es un hombre muy listo.

—Oh, muy listo; yo lo he dicho siempre.

—Cuando a mí me expuso la idea por primera vez —exclamó el capitán—,
me pareció descabellada y así se lo dije francamente. ¿Un merendero en
La Bombilla? ¡Pero tú estás loco! Mira, Paco, déjate de ilusiones y
continúa en Fornos sirviendo a tu parroquia sin meterte en dibujos que
te pueden salir caros. Pero ahora confieso que me equivoqué. Esto es
muy hermoso —agregó, paseando la mirada a su alrededor—. No cabe duda
que va a hacer dinero. Es un buen negocio.

—Sí, sí, hay que felicitarle, ¡Paco! ¿Pero dónde se ha metido ese
hombre? ¡Paco! ¡Paco!

Paco se acercaba pausadamente, con su sombrero en la mano, sonriendo
con aire tranquilo de buen burgués.

—¡Oh, señor conde, señor conde!... ¡cuánto le agradezco a usted que
haya venido..., y lo mismo a estos señores!... ¡cuánto honor!...

—¡No faltaba más!

—¡No faltaba otra cosa!

—¿Qué le parece esto?

—¡Magnífico, Paco, magnífico!

—Oh, no, una cosa modesta, lo que se ha podido, nada más.

—¡No, Paco, no! Está muy bien. Es el mejor merendero de La Bombilla.

Todos asintieron. Sí, indudablemente, el mejor merendero. Vas a hacer
dinero, Paco.

Él lo creía también. Es decir, contando con que los amigos no le
abandonarían. Si se había decidido a emprender este negocio, era
contando con que sus antiguos parroquianos le ayudarían concurriendo a
menudo.

—¡Oh, sí, ya lo creo!

—¡Qué duda cabe!

—¡Si esto es muy bonito!

—¡Ah! pues los señores no conocen lo mejor. Si los señores quieren
acompañarme, se lo enseñaré.

—Sí, hombre, sí, tendremos mucho gusto.

Echaron a andar. Atravesaron los delgados caminos limitados por anchos
macizos de boj; pasaron ante los cenadores de entrelazadas cañas,
por las cuales trepaban las enredaderas con su fino encaje de verdes
colores; ante los veladores de hierro pintados de blanco; ante los
sillones de delgadas patas y cómodo respaldo de entretejido alambre.

—He preferido sillones ¿saben ustedes? porque como se está en ellos más
a gusto, la gente permanece más tiempo y, como es natural, hace mayor
gasto.

Después los llevó a un amplio salón pintado de azul pálido, con una
gran mesa cuadrilátera en el centro.

—Es la sala para bodas y bautizos. Aquí comerán ustedes hoy. Ahora,
síganme; les voy a enseñar los gabinetes reservados.

Subieron una escalera de madera encerada, con pasamanos relucientes y
grandes tiestos de palmeras pegados a la pared, y desembocaron en una
espaciosa rotonda alegremente decorada a estilo moderno, con anchas
flores de color de rosa sobre fondo claro. En medio una reproducción en
escayola de la Venus de Médicis se arrodillaba, pudorosa, sobre un gran
_puff_ de terciopelo.

—Pero, ¡Paco, por Dios, te has excedido!

Paco sonreía satisfecho, dando vueltas entre sus manos al ancho
sombrero cordobés.

—Pues falta todavía lo mejor; ya verán, ya verán —y abrió la puerta de
uno de los gabinetes—. Eh, ¿qué tal?

—Precioso, Paco.

Era un gabinete pequeño, cuadrado; los muebles buenos, de severo gusto;
mesas de roble, chiquitas pero sólidas; grandes sillas con asiento de
cuero claveteado; las paredes de madera, lo mismo que el suelo.

—Está bien, está bien; solo que me parece que falta algo —añadió el
teniente.

Paco sonrió, y abriendo una puertecita disimulada en la pared mostró
otra habitación, una alcoba completa, con su cama de Viena, su mesa de
noche y su lavabo, también de madera, haciendo juego con la cama.

—¿Ven ustedes como no falta nada?

—Sí, en efecto; eres un hombre práctico.

Las mujeres se habían aproximado y examinaban con gran detención la
colcha y las sábanas.

—No son gran cosa, pero en fin, para lo que se quiere, buenas están.

Todos felicitaron cordialmente a Paco.

—Ya lo creo que vendremos. ¡No faltaba más!

En el jardín se encontraban ya más invitados; Ulzurrun, Boncamí, Rose,
Rosarito, Jaime Fort, un pintor amigo de Boncamí, y dos hombres más.

Como faltaban todavía tres cuartos de hora para la comida, Paco los
obsequió con _wermuth_ y cerveza; pero las mujeres prefirieron esperar
la hora bailando. Quitaron la funda del organillo, y el teniente de
ingenieros se brindó solícito a mover el manubrio.

Boncamí, que no sabía bailar; el conde, que no tenía gana; una de las
amigas del conde, que prefirió la cerveza; Ulzurrun y algunos más
continuaron en los cenadores.

—Este Paco es hombre que sabe hacer las cosas —decía el conde.

—¡Toma! ¡Ya lo creo! —agregó la muchacha—. A nosotras nos ha mandado
una tarjeta preciosa de invitación, una monada; aquí está —y mostró
una delgada cartulina, una fototipia del establecimiento, hecha por
Laurent. En una esquina, sujeta por artístico sello de lacre, brillaba
una moneda de cinco pesetas, con este letrero sugestivo: _Para el
coche_—. Creo que ha repartido veinticinco.

—Pues le va a salir la fiesta por una friolera.

—Oh, no; tengo entendido que las invitaciones son para el refresco.
A la comida solo venimos los íntimos: unos treinta entre hombres y
mujeres.

—De todos modos, le va a salir caro.

—¡Bah!, ya sabe él lo que hace.

El ingeniero tocaba el organillo bastante mal, unas veces despacio,
otras ligerísimo, como si de repente se hubiera vuelto loco. Todas las
parejas protestaron.

—O toca usted mejor, o deja usted el manubrio.

Pero súbito retintineo de colleras les distrajo. Un coche llegaba, un
gran _break_ con seis caballos a la jerezana.

—¡Ya están aquí, ya están aquí!

Los seis caballos pararon en seco, haciendo campanillear sus
cascabeles. El coche se detuvo y empezó a bajar de él gente conocida:
Lola Guzmán, Nati, Paca Rey, Isabelilla, Julia, Maruja, Carmen
Arenzana, todas elegantísimas, con sus vestidos vaporosos de tonos
claros y sus grandes sombreros de paja, charlando por los codos, riendo
a boca llena, respirando alegría y juventud. Tras ellas bajaron los
hombres: Luis Gener, Cañete, Avelino Suárez, Alamares el matador de
novillos, Paco Gaitán, Filiberto Pons...

—Pero ¡Jesús! ¿cómo venían ustedes? —preguntó Petrita, admirada de que
en un solo coche cupiese tanta gente.

—Apretaditos, apretaditos, pero no se iba mal —contestó Gaitán
sonriendo, mirando a Paca Rey.

—Claro, usted, sí. Ha ido usted todo el camino materialmente encima de
mi falda.

Las mujeres se quitaron los sombreros, y algunos hombres las
americanas. ¡Qué demonio! ¿no estaban en el campo? Pues en el campo
debe haber confianza. Paco Gaitán se quitó incluso el cuello, porque,
según dijo, le ahogaba.

—Estos cuellos altos son insoportables. No sé cómo los resistimos.
Debíamos llevarlos todos como el de este —y señalaba la abullonada
camisa de Alamares, que a su lado se erguía muy tieso y muy ufano con
su traje corto y su faja de seda.

Del gran salón de bodas salía un alegre tintineo de cubiertos y
cristales. Paco iba y venía de un lado para otro dictando órdenes y
metiendo prisa a los camareros que atravesaban el jardín con grandes
cestas de vajilla.

—¡Qué barbaridad! —dijo de pronto Petrita a Manolo—; ¿cuántos dirás que
somos?

—¡Qué sé yo, hija! No los he contado.

—Pues yo sí; veintinueve justos: dieciséis hombres y trece mujeres.

—¡Huy, trece, vaya un número feo!

—¡Y tan feo! ¡Dios mío, que vengan más! —exclamó compungida,
verdaderamente preocupada.

Iba Manolo a contestar, burlándose de sus supersticiones, cuando el
agudo sonar de una bocina arrancó a Petrita un grito de contento.

—¡Mira, mira, un automóvil... con mujeres..., y vienen aquí!

—Sí, es el de Federico Guijarro.

—Y ellas, ¿quiénes son?

—Hija, espera que se quiten el velo; con ese armatoste en la cabeza,
cualquiera las conoce.

El automóvil avanzaba despacio y majestuoso con antipático taf...,
taf... Dio una pequeña vuelta hasta llegar a los cenadores y se detuvo.
Las mujeres se quitaron el velo. Manolo, al reconocer a una de ellas,
no pudo ocultar una exclamación de disgusto.

—Luisa... ¡maldita sea!

Petrita se había puesto pálida.

—Cómo, ¿es...?

—Sí, calla.

—Pues mira, ¿sabes lo que te digo? Que para eso, mejor éramos trece.

—Bueno, déjalo; después de todo, a nosotros ¡qué nos importa!

Luisa al ver a Manolo se quedó también, al principio, un poco
sorprendida; pero rehaciéndose, adelantó hacia él y le tendió la mano.

—¡Hola, Manolo!, ¿cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

—Bien, gracias.

No pasó más. Parecía que se habían separado la víspera.

—Cuando ustedes gusten —gritó Paco desde la puerta del salón.

Todos se precipitaron en él; pero al llegar a la mesa se detuvieron
indecisos. Gaitán fue el primero en romper esta indecisión.

—Nada de ceremonias; aquí cada uno se sienta donde puede y donde le da
la gana. Yo, por lo pronto, me siento aquí; y usted —añadió, señalando
la próxima silla a Paca Rey— aquí, a mi lado.

Los demás, animados por esta franqueza, se acomodaron también a su
gusto, respetando únicamente las cabeceras, que quedaron vacías.

—Y ahí, ¿quién va a sentarse?

—¡Toma, pues es verdad!

—Una de ellas le corresponde de derecho a este caballero —dijo el
capitán de caballería señalando a Ulzurrun—. Sin que sea llamarle
viejo, forzoso es convenir en que es el más respetable de todos
nosotros.

Ulzurrun, ante este argumento, no tuvo más remedio que inclinar la
frente y aceptar, sonriendo, con gran alegría de Boncamí, que por esta
coincidencia se quedó al lado de Rose.

—Bueno, ¿y la otra?

—Eso no se pregunta —gritó el conde—; esa corresponde a Paco.

Paco se acercó. Él no comía; no le era posible; tenía que dar órdenes.

—¡Nada, nada; tú presides la mesa!

—¡Claro que sí!

—¡Pues no faltaba más!

Tuvo que ceder, haciendo que se resistía, pero muy halagado en el
fondo, por alternar con todos aquellos caballeros a quienes hacía
cuatro meses limpiaba la mesa con su paño mojado.

Manolo Ruiz, para no mirar a Luisa, se puso a leer la lista en alta
voz: «Paella a la valenciana. Langostinos a la vinagreta. Solomillo
con tomate. Lengua de vaca a la andaluza. Pollo en ensalada. Crema de
limón. Postre. Café».

—Hombre, muy bien; he aquí una comida sana.

—He querido —dijo Paco—, hacer una comida española, una comida clásica,
de la tierra. Nada de platos extranjeros...

—Eso, muy bien. ¡Viva la cocina nacional!

—¡Viva la independencia culinaria!

Servían ya los mozos la paella, cuando en la puerta del comedor se
presentaron dos hombres más. Paco, que no los conocía, se levantó
confuso; pero el conde se apresuró a decir:

—Este caballero es mi amigo el señor marqués de Cehegín, a quien me
permití invitar anoche.

—Y yo a mi vez me he permitido traer a mi primo.

—¡Ah, muy bien, muy bien! siéntense ustedes, digo, si pueden. Pero,
¡cómo! ¿todavía más gente? —añadió al oír el rodar de un carruaje sobre
la arena del jardín.

Eran María Luisa y su hermana Matilde, una criatura encantadora de
dieciséis años.

—¿Venís solas?

—Sí, solas. El marqués no ha podido acompañarnos. Puede que venga luego
a recogernos.

—Bueno, bueno, sentaos donde podáis.

No había sitio. Los hombres, bromeando, les ofrecían sus rodillas. Por
fin pudieron acomodarse, una entre Filiberto Pons y Suárez, la otra
entre el marqués de Cehegín y su primo.

Las conversaciones callaron. Todo el mundo tenía hambre y la paella
estaba riquísima. Solo se oía el chocar de los tenedores y el golpeo
del vino al caer en las copas. Los que no se conocían personalmente,
levantaban los ojos de cuando en cuando y se miraban a hurtadillas,
especialmente las mujeres. Paco Gaitán, cada vez más entusiasmado con
su tocaya, la atendía cuidadosamente como a un niño goloso y mimado,
ofreciéndole aceitunas, pepinillos y rajitas de salchichón que ella
mordisqueaba sonriendo. Era precisamente lo que más le gustaba. En
cambio el arroz...

Luisa no apartaba la vista de Manolo Ruiz, que a su vez continuaba
procurando esquivar la de ella. Gener, que lo notó, llamó
disimuladamente por encima del hombro del Alamares a Federico Guijarro
y le puso en antecedentes.

—Tenga usted cuidado con su parejita, ¿eh?, no vaya a ser que a última
hora meta la pata.

—¡Oh, no, qué disparate!

—Por si acaso.

—No tenga usted miedo. En todo caso, yo respondo.

Y, en efecto, inclinándose sobre ella, algo debió decirle, porque Luisa
bajó los párpados muy encarnada y no volvió a mirar a Ruiz en toda la
comida.

Esta era cada vez más animada. Todos hablaban al mismo tiempo.
Únicamente Ulzurrun permanecía indiferente a la alegría general,
sonriendo tan solo con su aspecto abatido de hombre cansado, cuando
alguno decía un chiste o pronunciaba una frase ingeniosa. Se hablaba de
todo, de modas, de toros, de teatros, de arte.

—Oiga usted, Suárez —preguntó en voz alta Filiberto Pons—, ¿qué prepara
usted para este invierno?

—¡Oh, muchas cosas! Este invierno me lanzo de lleno. Por lo pronto,
estoy terminando un sainete con letra de Castro y Pedrosa, después
estrenaré una zarzuela grande en Parish, y si me queda tiempo terminaré
una ópera que tengo empezada.

—¡Cómo! ¿Una ópera? ¿Nada menos que una ópera?

—Sí, señores; una ópera en tres actos, una vieja leyenda castellana,
un libreto hermosísimo que me entregó, poco antes de morir, Antoñito
Bedmar.

—¡Pobre Antoñito!

—¡Valía mucho!

—¡Ya lo creo!

—¡Pobre muchacho!

Y como entristecidos por el recuerdo, la conversación languideció.
Hacía calor. La gente, sofocada con las apreturas, se iba alejando poco
a poco de la mesa, ensanchando el círculo. Algunas mujeres habían ido a
buscar los abanicos y los agitaban con fuerza para que el aire llegase
también a los hombres, que a su vez alargaban el cuello agradecidos. A
lo lejos, enfrente de la puerta, los macizos de boj resplandecían con
tonos de esmeralda. Un hálito asfixiante se escapaba de la arena del
jardín, que brillaba a los rayos del sol como salpicada de diamantes.
Nadie comía ya. Los postres quedaban intactos en los fruteros y los
helados, en los platos, se deshacían liquidándose.

—¡El café!

Federico desapareció del salón y regresó en seguida con dos cajas de
cigarros habanos, que entregó a los camareros.

—Me he permitido traer esto. Usted no se ofenderá, Paco. Ya sabe usted
que a mí me los regalan.

La atmósfera, con el humo, se hizo más asfixiante todavía. Las mujeres,
reclinadas sobre los respaldos, se abanicaban con furia. Todas
estaban encarnadas, encendidas, con los ojos brillantes, los labios
entreabiertos, mostrando los dientes. El _champagne_ las animaba con
su embriaguez nerviosa y alegre, y enardecidas charlaban y reían;
tolerando todo género de chistes y aceptando toda clase de bromas.
A alguien se le ocurrió tocar el organillo, y todas salieron de
pronto corriendo, dando gritos y tirando las sillas. Fue aquello una
desbandada, el escape de todo un colegio.

Cuatro o cinco jóvenes penetraron en el merendero; transeúntes atraídos
por el ruido de la fiesta, que se determinaban a entrar con la
libertad que concede un establecimiento público. Paco, al principio,
pensó echarlos, pero luego cambió de parecer. «¡Después de todo, qué
más da!». Sin embargo, para que la invasión no continuara, colocó un
camarero en la puerta con objeto de no dejar entrar más que a los
invitados al refresco.

Estos empezaban ya a llegar. Mujeres bonitas, socios de la Gran Peña y
del Casino, noticieros de los grandes periódicos, literatos y artistas.
Muchos no traían invitación, pero se anunciaban y Paco los dejaba pasar.

—¡Si yo dejo pasar a todo el mundo! Lo que no quiero es golfería.

El organillo no cesaba. Eran siempre los mismos bailables, los mismos
valses, las mismas polcas, las mismas habaneras; pero esto ¡qué
importaba! La cuestión era bailar. Y se bailaba sin descanso, con
blandos movimientos, bajo la sombra de la tapia que se agrandaba cada
vez más con la caída del sol.

Perico Castro, Ricardo Bermejo, Pepe Corcho, Agustín Gordinos, todos
los redactores de _El Combate_ se presentaron a última hora.

—No hemos podido venir antes. ¡Qué día! Ni una sola noticia. No
hallábamos manera de cerrar el periódico. Y vosotros, ¿qué? ¿os habéis
divertido mucho?

—Bastante, ya lo creo. Hemos pasado una tarde deliciosa.

—Y la seguís pasando, porque esto no tiene trazas de concluir.

—Yo no tengo prisa.

—Ni yo tampoco. Pero, por si acaso, voy a aprovechar. ¡Caramba! Allí
está sola Lolita Guzmán. Voy a bailar con ella.

El sol, próximo a hundirse en el horizonte, caía lentamente incendiando
las nubes, alargando en el suelo las sombras de los árboles. El viento
arrancaba de las hojas un murmullo, blando y suave a veces como un
suspiro, otras largo, inacabable, como el rumor del Manzanares, que
a pocos pasos deslizaba mansamente sus aguas tranquilas. Algunas
cabras, indóciles a los ladridos de los perros, triscaban en la ribera,
mordisqueando la hierba y ahuyentando a los pájaros con el melancólico
tañer de las esquilas.

Petrita había dejado el abanico en el comedor y fue a buscarle. Al
regresar encontró en la puerta a Luisa.

—Niña, me alegro de verla a usted. Casualmente la iba yo buscando para
decirle un recadito.

Petrita quedó confusa.

—Usted dirá —contestó tímidamente, balbuciendo.

—Pues, nada. Que ese hombre que va con usted es mío, ¿se entera usted?,
mío, y, por lo tanto, hoy es el último día que les voy a ver a ustedes
juntos. ¿Estamos?

—Ese hombre no tiene nada que ver con usted.

—Mire usted, niña; eso de si tiene o no tiene que ver, es cuenta mía.
Lo que yo le digo a usted es que no me da la gana, ¿se entera usted?
—agregó recalcando muchísimo la frase—, que no me da la gana de que
vaya con usted.

—¡Pues irá, irá, porque me quiere! —dijo Petrita con una energía
inexplicable.

La otra la cogió de un brazo y la sacudió brutalmente.

—¿Qué has dicho?

—Suélteme usted, me hace usted daño.

—Como te vuelva a ver con él, te corto la cara.

Petrita palideció y trató de huir, muerta de miedo; pero Luisa la
detuvo.

—Ya lo sabes; conque ándate con ojo. Ese hombre es para mí, y ¡ay de
aquella que quiera quitármelo!

Había en esta frase tal tono de amenaza, que la infeliz criatura quedó
aturdida. Se le saltaron las lágrimas y no supo qué responder.

—Ya lo sabes —añadió Luisa soltándola—. Procura que no se te olvide el
recadito. Vete ya.

Petrita no se iba. De pie en el marco de la puerta, permanecía inmóvil,
atontada.

—Qué, ¿no lo has entendido? ¿Quieres que te lo repita?

Petrita se echó a llorar, y pataleando con la rabia del chiquillo a
quien le quitan un juguete, exclamó de pronto:

—Pues bien, no le dejo. Podrá usted pegarme, podrá usted matarme, pero
no le dejo.

Luisa, que no esperaba tal tesón, vaciló un momento. Luego, avanzando
hacia ella las manos crispadas, los ojos brillantes y amenazadores,
rugió con voz ronca:

—¿Qué has dicho?

—Que no le dejo. Podrá usted pegarme, pero no le dejo.

—¿Que no le dejas? —agregó cada vez más amenazadora, cogiendo de encima
de la mesa un cuchillo de finísima hoja—. ¿Que no le dejas?

—No.

—¿No?

—No. Por ese hombre doy yo hasta la vida.

—¡Pues, toma, dala ya! —exclamó Luisa fuera de sí, y levantando el
brazo hundió rápidamente el cuchillo en el pecho de la infeliz Petrita.

Esta dio un grito y echó a andar tambaleándose, con las manos en
la herida, en dirección a los cenadores; pero a los pocos pasos le
faltaron las fuerzas y cayó a la larga.

Luisa, aterrada, huyó por la puerta trasera del comedor.

Al grito de Petrita, dos hombres acudieron.

—¡Socorro, socorro! ¡Aquí hay una mujer herida!

Todos se acercaron. Manolo, loco de dolor, cayó ante ella de rodillas.

—¡Petrita, Petrita de mi alma! —gritaba llorando, besándola
apasionadamente, tratando de restañar la sangre que a borbotones
enrojecía la blusa de batista.

—¡Un coche, un coche! —gritaron varias personas al mismo tiempo—. Es
preciso llevar a esta mujer a la Casa de Socorro.

Gaitán se aproximó.

—Es inútil —dijo fríamente después de reconocerla, sin preocuparse de
que ella podía oírle—. No dura diez minutos. ¡Oh, la puñalada iba bien
dirigida!

Todos los circunstantes se estremecieron. Rose d’Ivern, Rosarito, Paca
Rey y algunos caballeros auxiliaban a Amalia, que se retorcía sobre el
suelo presa de un ataque nervioso. Lola Guzmán, sentada en una silla,
lloraba desconsoladamente. Castro mordía nervioso la colilla del puro.
Boncamí paseaba agitado. Los demás, de pie, formando círculo alrededor
de la infeliz Petrita, miraban en silencio, tristemente, dolorosamente,
verdaderamente impresionados.

Y el sol seguía cayendo; conforme declinaba, perdía su fulgor; su
resplandor se apagaba hasta ser solo una aureola, una corona de
lucientes rayos. Las nubes perdían sus vivos matices de púrpura y se
deshacían en tonos más suaves, más tenues de rosa y de violeta. Los
rumores del campo se hacían más lejanos, el viento apenas movía las
hojas, el rumor del agua parecía aún más tranquilo, y hasta el tañido
de las esquilas sonaba más melancólico y más dulce. Una campana tocó el
Angelus.

Postrado de rodillas contemplaba Manolo amorosamente a Petrita, viendo
con terrible angustia cómo la palidez invadía las mejillas, cómo el
sudor abrillantaba la frente, cómo se aflojaban los músculos, cómo se
secaban los labios, cómo el temblor se apoderaba de su pobre cuerpo.

Ella abrió los párpados; clavó en él sus pupilas, vidriosas ya, le
envió en una mirada su alma entera, y con voz dulce como un suspiro,
triste como un sollozo:

—Manolo —dijo.

Él, por toda contestación, se inclinó sobre ella y la dio un beso: un
beso de amor, de amor sublime, de cariño inmenso, de pasión suprema, de
ternura infinita.

Cuando levantó la cabeza, Petrita no existía ya. Sus manos descansaban
sobre el pecho, encima de la herida, piadosamente entrelazadas. Sus
ojos habían quedado abiertos, clavados en el infinito, como queriendo
retratar en las pupilas la majestuosa serenidad del cielo; la
crispación de sus labios mentía una sonrisa; las impalpables partículas
de polvo, posadas en su desordenada cabellera rubia, brillaron un
instante, a los rayos postreros del sol, como un nimbo de oro.



XXVII


Al llegar al límite de los merenderos se detuvo un instante para
mirar atrás. Nadie la seguía. Cobró aliento y continuó andando; pero
a los pocos pasos cambió de idea, retrocedió, torció súbitamente a la
derecha y se metió entre los árboles de la Florida, oscuros ya bajo
las sombras del crepúsculo. Vio a sus pies serpentear una vereda y
por ella entró resueltamente, sin preocuparse de adónde iría a parar.
Últimamente, esto ¿qué importaba?; la cuestión era huir lejos, muy
lejos, lo más lejos posible, donde no pudieran encontrarla los que,
a no dudarlo, debieron salir en busca suya. Este era el único temor
que la sobresaltaba. Por lo demás, no sentía remordimiento alguno. Si
cien veces se encontrara a Petrita de nuevo en su camino, cien veces
volvería a herirla lo mismo que la hirió. ¿No era Manolo suyo? ¿No
se lo había ella quitado? Pues al castigarla no había hecho más que
defender lo suyo. Justicia era, no venganza; merecido el castigo,
noble el golpe, cara a cara y frente a frente y habiéndolo advertido
de antemano. Bien claro se lo dijo: «Ese hombre es para mí, y ¡ay de
aquella que quiera quitármelo!». ¿Por qué la otra había resistido?
¿Por qué en lugar de ceder vino con desplantes y provocaciones? «No
le dejo, es mío y no le dejo; por ese hombre doy yo hasta la vida».
«Pues toma, dala ya...». Y al recordar la escena, la rabia de los celos
mordió sus entrañas, y su brazo se extendió en el aire, amenazador,
con el puño cerrado, como si ante ella se alzase de nuevo la sombra de
Petrita. Al hacer este movimiento vio toda su mano salpicada de sangre,
sangre negra, coagulada ya. Estremecida de horror y repugnancia, la
ocultó prontamente entre los pliegues del vestido y aceleró el paso.

Conforme avanzaba iba reconociendo poco a poco el sitio. Recordaba
haber pasado por allí una tarde, hacía mucho tiempo. La vereda
desembocaba en el paso a nivel del ferrocarril, se cruzaba este,
y subiendo después por cuestas y desmontes se llegaba al paseo de
Rosales. Satisfecha con este descubrimiento, siguió andando cada vez
más de prisa; pero como viera de pronto un grupo de gente que venía
cantando trató de esquivarle, y abandonando temerosa la vereda entró
resueltamente por entre la hierba seca que bajo sus pies se quebraba
crujiendo. La noche llegaba. Las negras sombras de los árboles caían
silenciosas sobre el suelo como manchas enormes. Entre el encaje de las
copas brillaba lívido el disco de la luna. Nubes opalinas flotaban en
el cielo de un azul muy pálido. Sobre la masa del boscaje el crepúsculo
moría con tenue resplandor de hoguera que se extingue. Un cuco
preludiaba con tenacidad inaguantable su canto melancólico.

De pronto los árboles faltaron y se encontró en medio de un campo seco,
rubio como trigal recién segado. Al principio, esto la desconcertó un
poco, pero orientándose de nuevo, gracias a un esfuerzo de imaginación,
continuó andando hasta dar con la empalizada de madera que cerca la
vía, siguió por ella y adelante, siempre adelante, llegó al paso a
nivel.

La barrera estaba echada. Una locomotora iba y venía haciendo
maniobras. Tuvo que esperar dos minutos, dos minutos que a su
impaciencia parecieron dos horas. Por fin la máquina se alejó, pitando
con aflautados y lúgubres silbidos, se abrió la barrera y cruzó al otro
lado.

Una vez allí respiró con tranquilidad. Pareciole que estaba ya segura,
que nadie podía descubrirla, como si la débil barrera de tablas fuera
en realidad para sus perseguidores barrera infranqueable. No obstante
esta confianza, a cada paso detenía su ascensión por la pesada cuesta
para volver la vista y mirar hacia atrás.

La noche avanzaba. Bastantes estrellas titilaban ya en el azul que se
oscurecía lentamente. Sin embargo, por encima de la negra masa de la
Casa de Campo los resplandores del crepúsculo le enrojecían aún.

Cuando llegó al paseo de Rosales se encontró rendida. Aquella ascensión
por las empinadas pendientes habíala fatigado muchísimo. No tuvo más
remedio que sentarse en un banco a descansar un poco.

Entonces, solo entonces, comprendió su situación horrible. ¡Qué hacer,
dónde ir! A su casa... ¡imposible! ¿A casa de una amiga? Más imposible
aún. ¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¡Dios mío! Todo el valor que
hasta entonces tuviera, lo perdió de pronto, le faltaron los ánimos, le
faltaron las fuerzas, todo se convirtió para ella en motivo de espanto
y de terror: el silencio de la noche, la oscuridad del sitio, los
escasos transeúntes, el desorden de su traje, su mano ensangrentada...

—¡Dios mío, estoy perdida, perdida para siempre! —pensó horrorizada, y
tapándose la cara con las manos rompió a llorar.

Dos muchachitas, dos obreras, se le acercaron cariñosas.

—¿Qué le pasa a usted, joven? ¿Está usted mala?

Pero ella, sin contestarlas, se levantó del banco y echó a correr sin
volver la vista. Cruzó el paseo de Rosales, se metió por una calle que
no conocía, atravesó otra que le pareció la de Ferraz y siguió andando,
andando, andando cada vez más de prisa. Cuando jadeante abrió los
ojos, se encontró enfrente de la Cárcel Modelo. Un escalofrío nervioso
recorrió su carne desde los pies a la cabeza al reconocer el edificio;
su corazón latiole con violencia y sus rodillas se doblaron. Sin
embargo, haciendo un esfuerzo de energía, se alejó de allí.

Su situación se hacía cada vez más penosa. Sus piernas, no
acostumbradas a largas caminatas, se negaban a conducirla. Sus pies
delicados se arrastraban sobre las aceras, tropezando de continuo,
pisando en falso, lastimándose con dolorosas torceduras. A medida que
la noche avanzaba, tenía más miedo. Cada vez que los pasos de un
transeúnte sonaban detrás de ella, parecíale que iban a capturarla,
y sacando fuerzas de flaqueza apretaba el andar y salía huyendo,
escapándose por las esquinas, refugiándose en los portales, poseída de
indecible espanto.

¿Cuánto duró esta loca excursión? Nunca lo supo.

Nunca recordó por dónde había pasado aquella noche. Solo sabía que ya
tarde, muy tarde, al doblar una esquina se encontró de manos a boca
con una pareja de orden público. Dio un grito y se quedó parada. Los
guardias, creyéndola enferma, se acercaron solícitos a auxiliarla, y
viéndola temblar, la cogieron del brazo.

Ella se echó a llorar, y les dijo:

—¡No me pregunten ustedes nada!... ¡Sí, he sido yo..., he sido yo quien
la ha matado!



XXVIII


Los timbres cesaron en su repiqueteo insoportable. Había empezado la
sesión. Un secretario, de pie en la tribuna, leía con atiplada voz
entre la general indiferencia. El ministro de Hacienda, hojeaba en
el extremo del banco azul voluminoso legajo de papeles. Dos o tres
diputados, reclinados sobre los pupitres, escribían. Otros charlaban
entre sí delante de las puertas o apoyados en la barandilla de la
tribuna.

—¿Se aprueba el acta? —preguntó el secretario sin levantar la vista—.
Queda aprobada —continuó sin esperar respuesta. Y siguió leyendo con su
machacante tonillo de chico de escuela.

Algunos diputados entraban en el salón y se sentaban gravemente en los
escaños después de saludarse como buenos y antiguos compañeros.

—El señor Ruiz tiene la palabra —dijo el presidente con voz grave.

—Para rogar al Congreso que tome en consideración la proposición que
acaba de leerse —contestó un joven alto levantándose a medias del
asiento.

—¿Acuerda el Congreso tomarla en consideración? Queda tomada en
consideración. Pasará a las Secciones para el nombramiento de la
Comisión correspondiente.

Otros diputados hablaron después para apoyar nuevas proposiciones.
Nadie los oía. Únicamente el secretario, con su voz atiplada, aseguraba
muy formal que el Congreso las tomaba en consideración y que pasarían a
las Secciones.

Después habló durante largo rato un señor calvo, pero en voz tan baja
que nadie logró entenderle. Bien es verdad que a nadie preocupó su
discurso. Cuando lo terminó, el ministro de Hacienda se levantó, y con
los puños apoyados sobre el legajo, para no perder la señal, dijo muy
amable que tendría sumo gusto en poner en conocimiento de su compañero
el señor ministro de Estado el ruego de su señoría. En seguida volvió a
sentarse y siguió hojeando los papeles.

—¡Oh, qué estúpido es esto! —exclamó en la tribuna de la prensa un
muchacho delgaducho y barbilampiño, el más joven de los que allí se
encontraban—. ¡Qué estúpido es esto! —añadió golpeando furiosamente
el lápiz contra el pupitre—. ¿Puede darse nada más estúpido que el
principio de una sesión de Cortes? ¡Ea, yo me voy! ¿Quién quiere que
le convide a café?

Y como al volver la cabeza su mirada tropezara con Luis, que entraba en
aquel momento, se dirigió directamente a él.

—Gener, le invito a usted a café.

—Acepto con muchísimo gusto.

—Soy con usted en seguida. Espere usted que termine estas cuartillas
para la edición de la tarde. «Varios diputados apoyan proposiciones y
formulan ruegos de interés local». ¡Bueno, ya está! Oiga usted, Pérez;
si hubiera algo saliente, ¿quiere usted hacerme el favor de meter un
calco?

—¡Qué oficio más cochino y más perro!, ¿eh? —siguió diciendo una vez
sentado delante de la taza de café con leche que el mozo les sirvió—.
¡Le aseguro a usted, Gener, que tengo más ganas de perderle de vista!
¡Es el oficio más antipático que conozco! Todos los días lo mismo.
Por supuesto que, como habrá usted visto, a mí esos tíos no me dan la
lata. Yo no me mato en el extracto, ni muchísimo menos. El que quiera
peces... Qué, ¿cuándo se estrena esa obra? —preguntó variando de
conversación—. Me han dicho que ha terminado usted una comedia; ¿para
dónde?

—Para el Español: la entregué precisamente ayer.

—Eso es bueno, eso es bueno. Ahí es donde está el dinero. Supongo que
me avisará cuando comiencen los ensayos.

Un joven extraordinariamente pálido se acercó a ellos.

—¿Qué hay de esa proposición incidental?

Los dos periodistas le miraron sorprendidos.

—¡Cómo! ¿No lo saben ustedes? ¡Pues ahí es nada! ¡Friolera! —y
sentándose a su lado, les puso al corriente—. Le han descubierto a
Sánchez Cortina un... —iba a decir un chanchullo, pero al recordar
que Luis era redactor de su periódico, cambió la palabra por otra
más suave— un grave error en un expediente sobre concesión de cierto
ferrocarril de vía estrecha. Parece que se ha prescindido de algunos
trámites necesarios, que se ha resuelto en contra de informes técnicos.
Varios diputados han examinado el expediente, y, en efecto, parece
que la cosa no está muy clara, tan poco clara, que esta tarde se
presentará, como decía a ustedes, una proposición incidental pidiendo
que se depuren los hechos.

—¡Bah, eso no tiene importancia! —dijo Luis sonriendo—; Cortina es
hombre que sabe defenderse.

—Como que es un tío muy listo —agregó el barbilampiño.

—No hay listeza que valga ante la gravedad de las cosas. Porque aquí
lo verdaderamente grave es que muchos ministeriales han asegurado que
votarán la proposición.

—En efecto, eso ya es más grave.

—¡Toma! Como que no le queda más remedio que irse.

—¿Usted cree?

—Y todo el mundo, querido; la crisis es inevitable.

Y se marchó ufano, contentísimo por haber podido comunicar noticia de
tan transcendental importancia.

El joven barbilampiño se marchó también escapado.

—¡Caramba, las cuatro y media! Estarán ya discutiendo presupuestos.

Luis se levantó igualmente para ir en busca de impresiones. En la
puerta del _buffet_ tropezó de nuevo con el joven pálido.

—Sí, amigo mío; la crisis se planteará probablemente esta misma tarde.
Yo, la verdad, lo siento por usted, porque según tengo entendido,
Sánchez Cortina no ha cumplido su palabra.

—Cortina está siempre cumplido conmigo.

—No sea usted tonto, los amigos son para hacer favores; de lo
contrario, pueden irse a paseo. Lo que debe usted hacer es pedirle esta
misma tarde una credencial; que la firme en el testamento; eso es, en
el testamento.

Y se marchó atropelladamente para interrogar al ministro de Estado, que
en aquel momento salía del salón de sesiones.

Luis quedó en los pasillos, desconcertado. ¿Sería posible que Sánchez
Cortina dejara la cartera? Adiós credencial, adiós esperanzas de
destino, adiós ilusiones de mejorar de situación; continuaría lo mismo,
es decir, peor, porque lo probable era que en el periódico volvieran a
la reducción de sueldos, al atraso en las pagas... Sí, sí; era preciso
hablar con Cortina para que le nombrase en el testamento.

Se aproximó a una de las puertas del salón y miró por entre los
biombos. No había cuarenta personas.

Toda la animación estaba concentrada en el salón de conferencias.
Se hablaba, se discutía acaloradamente con frases duras y ademanes
vivos. Se comentaban en diversos tonos los términos de la proposición
incidental que iba a leerse en breve, haciéndose cálculos más o menos
aproximados acerca del resultado de la votación. Todos, absolutamente
todos, convenían en que la crisis era inevitable. No era posible que
Sánchez Cortina pudiera continuar un momento más en el banco azul.

Hacía un calor insoportable. Luis se marchó de allí.

Al final del pasillo, cerca ya de la puerta de la calle del Florín,
encontró a Mínguez. Este se contentó con saludarle desde lejos; pero
viendo que el periodista iba derecho hacia él, avanzó también y le
tendió la mano. Estaba pálido, muy pálido, demacrado, ojeroso, con un
aspecto, en fin, tan extraño en toda su persona, que Luis no pudo por
menos de preguntarle:

—¿Qué le pasa a usted? ¿Está usted malo?

—Sí, en efecto, no me encuentro bien; me duele mucho el estómago
—contestó balbuciendo.

¡Pobre hombre! Quizá tuviese hambre.

—¿Ha comido usted? —preguntó Luis bruscamente, sin detenerse a pensar
si esta pregunta podía o no lastimar su amor propio, llevado solo de un
noble sentimiento de compasión y caridad.

—Sí, acabo de hacerlo en este momento.

—¿De veras?

—De verdad.

—Con franqueza; mire usted que sentiría muchísimo que por un exceso de
delicadeza rechazara usted una oferta que le hago con toda mi alma.

—Gracias, Gener, muchas gracias; es usted un buen amigo; pero he comido
ya.

—Venga usted entonces a tomar una taza de café.

Y trató de cogerle del brazo. Mínguez dio vivamente dos pasos atrás, y
repuso con voz alterada:

—No, no, muchas gracias; no me es posible ahora.

—¿Qué tiene usted que hacer?

La pregunta debió contrariarle, porque en el momento no supo qué
contestar. Por fin, con frases entrecortadas, vacilantes, como el que
teme revelar un secreto, exclamó:

—He venido a buscar a una persona para tratar de un asunto que me
interesa, ¿sabe usted?, de un asunto importante.

Se comprendía claramente que aquel hombre mentía. Pero ¿por qué? ¿Qué
interés podía tener en mentir de este modo? Y se le quedó mirando de
hito en hito, tratando de adivinar sus pensamientos.

Mínguez, por su parte, esquivó la mirada ocultándose en la sombra que
proyectaban los rojos cortinones, cerrando cuanto le era dable los
embozos de su capa raída. Luis no le perdía de vista.

—¿Qué, trabaja usted mucho?

—Bastante.

—¿En el periódico?

—Sí, siempre en el periódico.

—¿Cuántos son ustedes?

—Ahora solo dos, el director y yo. Los demás compañeros están en la
cárcel.

—¿Todavía?

—¡Oh, y lo que estarán! Nos persiguen a muerte.

—¿Sí?, ¡caramba!; pero ¿y ustedes?

—Nosotros... —Sus ojos brillaron un instante con fulgor intenso.
Pero solo fue un instante; en seguida recuperó su aspecto abatido—.
Nosotros, ya lo ve usted, ahora no hacemos nada, estamos completamente
tranquilos.

—En efecto; hace ya tiempo que no habla usted en ningún mitin.

—Los mítines no sirven para nada.

—Sí, es verdad —exclamó Luis riendo jovialmente—: es preciso hacer
algo, ¿no es eso?, algo muy gordo. ¡Qué! ¿Cuándo nos sueltan ustedes
una bombita?

Por muy dueño que fuera Mínguez de sí mismo no pudo evitar un brusco
movimiento; sus mejillas se encendieron, y ocultándose más en la sombra
cerró con precipitación los embozos, con tal atropellamiento, que Luis
hubo de advertirlo.

—¿Qué llevará debajo de la capa? —se preguntó extrañado.

Una sospecha horrible cruzó por su imaginación. ¡Si aquel hombre
querría...! Pero la misma enormidad de la sospecha le hizo rechazarla.
¡Imposible! Era demasiada barbaridad.

Sin embargo, había para sospechar. Sus inquietudes, sus vacilaciones,
sus antecedentes, sus ideas exaltadas, el mismo aspecto de su persona,
su capa raída, su corbata deshilachada, su sombrero grasiento, sus
barbas hirsutas y, sobre todo, su cara, aquella cara de hambre. Un
individuo que tiene hambre es capaz de todo.

—¿Quiere usted un cigarro? —exclamó no sabiendo cómo abordar la
cuestión y por si con aquel procedimiento conseguía que abriese la capa.

—No, gracias; no tengo ganas de fumar ahora.

Y siguió retrocediendo, ocultándose siempre detrás de las cortinas.

Las sospechas de Luis aumentaban. Decidido a salir de dudas, fuese como
fuese, se acercó a él y como inadvertidamente, le dio un golpe en el
pecho. Su mano tropezó con un objeto duro y redondo.

—¡Demonio! ¿Qué lleva usted ahí? Un queso de bola.

Mínguez se puso horriblemente pálido.

Luis no dudó ya. Cogió al anarquista de un brazo, y sacudiéndole
nerviosamente le dijo:

—¡Miserable! ¿qué va usted a hacer?

—¿Yo?, ¿yo? ¿Por qué me dice usted eso?

—¿Qué lleva usted ahí?

—Nada.

—¡Miente usted! usted lleva ahí una bomba, y yo voy ahora mismo a
denunciarle.

Un relámpago de cólera encendió las pupilas de Mínguez; pero,
reponiéndose, contestó con voz completamente serena:

—Haga usted lo que guste.

—Pues bien; no le denunciaré a usted, no le denunciaré porque tengo la
convicción de que es usted un loco; pero sí impediré que pueda usted
cometer ninguna infamia. ¡Márchese usted, márchese en seguida, no vaya
a ser que me arrepienta! ¿Pero no me oye usted? —agregó sacudiéndole
violentamente al ver que no se movía—. ¿No oye usted que le digo que se
vaya en seguida?

El otro bajó la cabeza, y contestó con desaliento:

—¿Para qué?

Luis le miró asombrado.

—¡Cómo que para qué! Para no cometer la atrocidad que proyectaba.
Para salvarse, sí, para salvarse; lo mismo que yo he descubierto sus
intenciones, pueden descubrirlas otros. ¡Ah, y esos otros no serán tan
benévolos!

—¡Qué más da! Si me marcho, volveré.

Había tal convicción en sus palabras, que Luis se estremeció. Un
latigazo de frío le sacudió de pies a cabeza.

—Lo he jurado y lo cumpliré. Déjeme usted, Gener, déjeme usted.

—¿Pero está usted loco? ¿En qué cabeza cabe que yo le voy a consentir
que cometa esa infamia? Porque eso es una infamia, una verdadera
infamia. Esa bomba puede aniquilar culpables, pero puede también
destruir vidas inocentes, ciudadanos honrados, hombres que tienen
hijos, hijos que dentro de unas horas llorarán de desesperación
llamando a su padre. Usted también los tiene, Mínguez; piense usted qué
será de ellos el día de mañana cuando les digan que su padre fue un
criminal y un asesino.

Mínguez bajó la cabeza confuso. En los bordes de sus párpados asomaron
dos lágrimas. Luis lo notó y quiso aprovechar el momento.

—¡Váyase usted, váyase usted! —añadió empujándole—, váyase en seguida.

—No puedo, no me atrevo. Me asusta atravesar ese pasillo y, sobre todo,
la puerta. Me parece que me lo van a conocer en la cara. Y además,
estoy seguro de que si saliera, una vez en la calle volvería a entrar.

—Yo le acompañaré a usted. Conmigo no le dirán nada.

—No, no me atrevo. Si pudiera dejarla aquí... —exclamó mirando
alrededor.

Se encontraba en medio del pasillo, frente a los _water-closets_.

—¡Demonio!, aquí es muy expuesto. Puede verle a usted cualquiera.

—Sí, en uno de estos retretes...

—No es mala idea, pero espere usted un momento, voy a ver qué hay por
ahí.

Se asomó al extremo del corredor y miró. No había nadie. En la puerta,
el ujier y los guardias civiles charlaban muy entretenidos con una
linda muchacha. En el pasillo, dos o tres periodistas, reclinados en la
pared, fumaban tranquilamente repasando las notas de sus cuartillas.
La sala de escritura estaba vacía. Los diputados se hallaban todos
en el salón. Por un momento tuvo Luis la idea de salir corriendo,
de marcharse, de dejar a Mínguez que se las arreglase como pudiera.
Pero el temor de que este al encontrarse solo pusiera en práctica su
propósito, le hizo retroceder y volver a su lado.

—La suerte le favorece a usted. Deben estar ocupados con la proposición
incidental. Vamos, aproveche usted; ¡pronto, pronto!

El anarquista entró en uno de los retretes y volvió a salir en seguida.

—Ya está; ¿no me ha visto nadie, verdad?

—No, nadie.

Los dos temblaban de pies a cabeza, nerviosos, excitados.

—¡Vaya, márchese usted!

—Adiós, amigo mío, adiós y muchas gracias.

Le dio un fuerte apretón de manos y se marchó por la calle del Florín
limpiándose los ojos. Ni el portero ni los guardias, entretenidos con
la linda doncella, se fijaron en él.

Luis permaneció todavía unos instantes en el pasillo. Las piernas le
flaqueaban; un sudor frío inundaba todo su cuerpo. Cuando se hubo
tranquilizado un poco se dirigió a la puerta de entrada del salón y
preguntó a uno de los ujieres:

—¿Han leído ya la proposición incidental?

—Todavía no, señor Gener; están aún con presupuestos.

El joven escribió rápidamente una tarjeta y se la dio al ujier,
diciéndole:

—Hágame usted el favor de pasar esto en seguida al señor ministro de
Agricultura.

La tarjeta decía: «Deje usted todo lo que tenga y salga. Se trata de un
asunto grave y urgente». Y esperó.

Sánchez Cortina salió en seguida.

—¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted? —preguntó malhumorado.

En dos palabras Luis le puso al corriente de lo sucedido.

—Perdone usted que me reserve el nombre de ese infeliz; es un pobre
desequilibrado, padre de familia, a quien no quisiera que le sucediese
nada malo. Pero es preciso recoger esa bomba antes de que se entere
nadie. Hay que evitar el escándalo, ¿no le parece a usted?

Sánchez Cortina había escuchado el relato con vivísima atención, sin
despegar los labios. Cuando el joven terminó de hablar, le cogió de un
brazo, y llevándole a un rincón le preguntó en voz baja:

—¿Se ha enterado alguien de esto?

—Nadie absolutamente.

—Bueno, pues es preciso que usted lo olvide lo mismo, ¿estamos? Desde
este instante se le ha olvidado a usted todo.

Lo dijo con tal tono de autoridad, que Luis no osó replicarle.

—¿En qué retrete está esa bomba?

—En el primero de la derecha.

—Está bien; márchese usted a la tribuna.

—¿Va usted a disponer que la recojan?

Sánchez Cortina se echó a reír y contestó:

—¡Ca, hombre! Voy a recogerla yo mismo.

       *       *       *       *       *

Diez minutos después, todo era agitación en el Congreso. Los porteros
no dejaban salir a nadie. Los guardias civiles recorrían los pasillos,
los salones, las tribunas, mirando, escudriñando, oliendo, como perros
pachones. Diez o doce personas fueron detenidas e incomunicadas.
Los diputados entraban y salían precipitadamente. Los periodistas,
inquietos, se miraban los unos a los otros. Nadie sabía a punto fijo
qué es lo que pasaba, pero todo el mundo comprendía que pasaba algo
gordo. Una frase comenzó a correr de boca en boca.

—¡Una bomba, han colocado una bomba!

Sánchez Cortina entró en el salón de sesiones con las manos vendadas.
Los ministros y muchos diputados le rodearon. Él, con ademanes vivos
y expresivos gestos, explicaba algo. El presidente del Consejo
conferenció con el presidente de la Cámara.

El secretario leía en aquel instante la proposición incidental. Nadie
le oía. Toda la atención del Congreso estaba fija en las manos vendadas
del ministro. Con grande asombro de todo el mundo, el presidente agitó
la campanilla y dijo:

—Antes de conceder al señor Puig la palabra para apoyar la proposición
incidental que acaba de leerse, la presidencia cree que debe dar cuenta
al Congreso de un desagradable incidente que acaba de ocurrir.

Los diputados se miraron los unos a los otros. Cesaron todos los
rumores. Un silencio augusto se apoderó de toda la sala.

El presidente con grave y reposada voz continuó:

—Señores diputados: una mano criminal ha querido hacer del día de hoy,
día de luto y de desolación para todos nosotros. Una bomba de dinamita,
una de esas máquinas malditas que la perversidad de los hombres ha
inventado para aniquilarse mutuamente, ha sido colocada en uno de los
_water-closets_, ya que la vigilancia de los empleados del Congreso ha
impedido en otro sitio, con objeto de volar el edificio de la casa del
pueblo. Una circunstancia providencial ha hecho que el señor ministro
de Agricultura la descubriese cuando ya la mecha tocaba a su término,
cuando iba a ser inevitable la catástrofe. Y el señor ministro, con un
arrojo y una temeridad increíbles, con un valor y un desprendimiento
por todas razones dignos de encomio, con un desprecio de su propia
vida, que jamás se estimará lo bastante, se arrojó sobre ella y le
arrancó la mecha. Yo, señores, no encuentro en este momento palabras
para enaltecer la acción del señor ministro de Agricultura que, con
exposición de su propia existencia, ha salvado quizá la de todos
nosotros. Yo os pido, y creo interpretar fielmente los sentimientos de
toda la Cámara, un voto unánime de gracias para el señor ministro.

Una salva de aplausos contestó al discurso del presidente.

Sánchez Cortina se levantó, y con voz temblorosa, emocionada, dio
las gracias al Congreso. Nuevamente explicó lo ocurrido, al parecer
quitándole importancia, pero haciendo, en realidad, resaltar los
detalles. Él agradecía desde lo más íntimo de su alma aquellas pruebas
de cariño y de simpatía, tanto más de estimar cuanto que su acción no
había tenido valor alguno. Él estaba seguro de que todos, absolutamente
todos, en su caso, habrían hecho lo propio. Y por lo que se refería
a las heridas que tenía en las manos, aquello no valía la pena;
pequeñas quemaduras producidas por la mecha ardiente. ¡Ah! entre las
muchas heridas que los hombres públicos están expuestos a sufrir en
cumplimiento de su deber, ¡ah!, no eran aquellas, no eran seguramente
aquellas, las que más le dolían...

Otra salva de aplausos cerró su discurso. Los firmantes de la
proposición incidental se mordieron los labios.

El presidente del Consejo habló también breves momentos para decir que
el Gobierno tenía ya las señas de los terribles criminales, y que en
breve serían detenidos.

Y los jefes de los partidos parlamentarios se creyeron igualmente en
el deber de pronunciar su discursito de plácemes y elogios al señor
ministro. Y el señor ministro tuvo otra vez que levantarse para volver
a agradecer aquellas sinceras demostraciones de cariño.

El presidente agitó la campanilla y dijo:

—El señor Puig tiene la palabra para apoyar la proposición incidental.

El señor Puig se levantó, y en su nombre y en el de los firmantes rogó
a la presidencia que la diese por retirada.

—Queda retirada la proposición incidental —dijo el presidente—. ¿Hay
algún señor diputado que tenga pedida la palabra?

Los diputados no le oían; comentaban en alta voz el suceso. Alrededor
del banco azul, un grupo numeroso se afanaba por estrechar las manos
vendadas del ministro.

—No habiendo ningún señor diputado que tenga pedida la palabra, la
Mesa acuerda pasar a otro asunto. Orden del día para mañana. Continúa
la discusión de los presupuestos generales del Estado y demás asuntos
pendientes. Se levanta la sesión.



XXIX


Quince días después, aprovechando una disparidad de criterio con
su compañero el ministro de Hacienda sobre concesión de un crédito
extraordinario para la extinción de la langosta, Sánchez Cortina
tuvo la habilidad de dejar la cartera de Agricultura, cuando todavía
vibraban en las columnas de la prensa los detalles gloriosos de su
heroica hazaña.

Diéronse con este acto por satisfechos los enemigos; cesaron envidias y
rencores; echose tierra al asunto de los ferrocarriles y el exministro
pudo estar seguro de que su reputación no sufriría menoscabo. Sin
embargo, para afirmarse más aún, anunció un viaje al extranjero con
objeto de descansar de las luchas gubernamentales y estudiar de paso
los problemas agrícolas, a los cuales pensaba dedicar en lo sucesivo
toda su atención de hombre público.

Despidiose, en afectuosa entrevista, de todos los amigos que con él
compartieron las rudas tareas periodísticas; y después de deplorar
que compromisos políticos y premuras de tiempo le hubieran impedido
premiarles como se merecían, les anunció su propósito de cederles _El
Combate_ con entera libertad de acción para seguir la ruta que mejor
quisieran.

—Ustedes son jóvenes; tienen alientos y energías; en _El Combate_ hay
palenque para desenvolverlos; luchen ustedes, que la lucha es la vida y
tras la lucha está el triunfo.

¡El triunfo! También ellos lo creyeron en un principio. Pero bien
pronto la realidad les dio en la cara. Falto de subvenciones, huérfano
del favor oficial, pobre de información, concretado a reflejar
opiniones propias que a nadie podían interesar ni convencer, el
periódico comenzó a hundirse lentamente, a pesar de los esfuerzos
grandiosos, verdaderamente titánicos, de Castro y de Gener. Redújose
la tirada, disminuyose el tamaño; regleteáronse las columnas,
suprimiéronse los sueldos, estableciéndose en su lugar un reparto
equitativo de ganancias. Todo inútil; el periódico se hundía, se
hundía devorado por los cajistas, por el almacenista de papel, por
la contribución, por el alquiler del local; se hundía asesinado por
los suscriptores que se daban de baja, por los anunciantes que huían,
por las empresas que retiraban sus disfrazadas subvenciones, seguras
de que aquel papelucho no podía ya perjudicarlas ni favorecerlas;
moría, moría, y Castro y Gener le veían morir como se ve morir a una
persona amada, como se derrumba un edificio querido, como se pierde
una cosa íntima, algo muy personal, muy nuestro. Y no era lo peor que
se hundiera, es que en su caída les arrastraba a ellos, hundiéndolos
también, envolviéndolos en sus ruinas, sepultándolos en la miseria.

A propuesta de Castro y con gran repugnancia de Luis, intentose todavía
el último esfuerzo; campañas de escándalo, acusaciones y denuncias,
artículos furiosos de ruda oposición a todo lo existente, crítica
personal violenta y dura. Esto levantó algo el periódico, asegurándole
una venta diaria de tres mil quinientos a cuatro mil ejemplares, lo
suficiente para cubrir gastos. Pero como los beneficios no venían, la
situación continuaba siendo la misma, es decir, peor. Tuvieron que
hipotecar la imprenta y la maquinaria, dejándose intervenir la venta
para el pago de los intereses. Esto acabó de perjudicarles.

Todas sus esperanzas estaban puestas en la campaña teatral de
invierno. Castro tenía una zarzuela en Apolo con Pedrosa y Suárez,
Luis su comedia en el Español. La zarzuela estaba admitida, pero no se
ensayaba; la comedia..., siempre le respondían lo mismo. No he tenido
tiempo de leerla... No he podido aún hojearla... Venga usted dentro de
unos días...

¡Unos días! ¡Qué más hubiera querido Luis que poder esperar! Pero
esto era imposible. Había agotado todos los recursos. No tenía ropa
que ponerse; el casero le echaba de casa; no había un amigo a quien
recurrir. Boncamí no tenía una peseta. Manolo, aplanado por la muerte
de Petrita, se había marchado a Barcelona. María, desde que se fue, no
le había escrito ni nada sabía por lo tanto de ella.

Una mañana al entrar en la Redacción le dijo Castro:

—Acabo de recibir una carta de Sánchez Cortina. Está en Valencia; he
pedido un billete, y si me lo dan me voy esta misma tarde. Necesito
hablar con él. Es el único que puede salvarnos. Le expondré nuestra
situación y veré si puedo sacarle mil o dos mil pesetas; ¡qué caramba!,
yo creo que él ha de tener tanto interés como nosotros en que el
periódico no muera. Le expondré varios proyectos que tengo. Por eso
quiero verle en persona; estas cosas no pueden tratarse por carta. Te
quedas de director, nada tengo que decirte.

Al día siguiente, muy temprano, al entrar en la redacción recibió la
visita de dos caballeros correctamente vestidos de levita.

—¿El señor director de _El Combate_?

—Servidor de ustedes.

—Somos los representantes del señor García Pérez, y venimos, en su
nombre, a rogarle a usted una retractación completa y satisfactoria de
las injurias que nuestro representado estima que para él existen en el
artículo titulado «Ídolos rotos», publicado en el número de anteayer.

—Sí, en efecto; ese día se publicó un artículo con ese título, pero no
creo que en él haya nada injurioso para el señor García Pérez.

—El señor García Pérez juzga lo contrario y por eso nos comisiona para
que logremos de usted una satisfacción.

—Yo tengo el sentimiento de manifestar a ustedes que _El Combate_ no
rectifica nunca.

—En ese caso nos vemos en la necesidad de exigirle, en nombre de
nuestro representado, una reparación en el terreno de los caballeros.

—En ese terreno estoy siempre a las órdenes del señor García Pérez.

—No esperábamos menos de su caballerosidad. Usted tendrá la amabilidad
de indicarnos con quién debemos entendernos.

—Ustedes comprenderán que, no esperando, como no esperaba, la visita de
ustedes, no he tenido tiempo de ocuparme de este asunto.

—Es natural.

—Por lo tanto, ustedes tendrán la bondad de indicarme dónde y a qué
hora pueden verle las personas que yo designe.

—Nosotros estaremos toda la tarde en casa.

—Perfectamente.

Despidiéronse con fría ceremonia y se marcharon tan correctos como
habían venido.

Luis cogió el número de _El Combate_ y se puso a leer el artículo que
no había tenido tiempo de mirar. Era un artículo de Castro; un artículo
brutal, duro de fondo y forma. Tenía mucha razón el señor García Pérez
en darse por ofendido. Si a él le hubieran dicho aquellas cosas, de
fijo que no habría tenido paciencia para esperar satisfacciones, sino
que desde luego le hubiera roto la cabeza de un estacazo al insolente
autor. Y ¿por qué demonio se había metido Castro con García Pérez,
que era un infeliz, un bendito, incapaz de hacer daño a nadie, que se
ganaba honradamente la vida haciendo versitos y notas de deporte en un
semanario que nadie leía? Tentado estuvo de ir en su busca y darle
todas las explicaciones y todas las satisfacciones que hubiera querido.
Desgraciadamente esto no era posible. Podrían creer que tenía miedo.

Además, había que mantener el honor del periódico. Aquella frase suya
de antes era un axioma: «_El Combate_ no rectifica nunca».



XXX


Al verle Isabelilla abrir los ojos y mover los labios, puso un dedo en
los suyos y le dijo:

—¡Chist...! A callar. El médico ha prohibido que hables, y yo le he
dado mi palabra de que no hablarás. Conque, a callar, ¿eh?, y a no
dejarme por embustera.

Y como él quisiera a todo trance conocer su estado y la importancia de
su herida, agregó:

—Nada, no te preocupes; un arañazo en una ceja; dentro de seis días en
la calle. Pero ahora es preciso que seas bueno y que te estés callado
y quietecito. ¿Ves lo que te ha sucedido? ¡Por tonto! ¡Te está bien
empleado! Esto te enseñará a no meterte más en lo que no te importa, ni
a defender lo que los otros hacen. Afortunadamente, no ha sido nada;
pero, ¿y si te hubieran matado? ¿Quién te lo habría agradecido? Di tú
que yo me enteré tarde, que si no, me planto en los Jardines y no te
bates, ea, no te bates, porque te cojo de un brazo y te saco de allí.
Pero cuando yo lo supe ya no tenía remedio; gracias a que vine aquí
y aquí estaba cuando te trajeron en el coche, que si no, ni quien te
cuidara habrías tenido. ¡Pobre nene mío!

Le besó tiernamente en los labios y se sentó a su lado en una silla,
muy convencida de su papel de buena enfermera.

A los dos días, Castro regresó de Valencia. Venía el pobre desalentado.
Sánchez Cortina se había negado en absoluto a darle un céntimo. No
quería oír hablar para nada de ellos ni de _El Combate_; le importaba
dos pepinos que muriera o dejara de morir, y que ellos se murieran lo
mismo. «Anda, sacrifícate por los hombres, lucha por ellos, ponles
la escalera para qué suban y se encumbren, que cuando estén arriba
te darán con los tacones en las narices. ¡Miserables, canallas,
desagradecidos!...». Después le explanó su proyecto, su último
proyecto; venderlo todo, la imprenta, la máquina, los muebles, pagar
las deudas, y con el remanente que quedara fundar un periódico semanal
con monos; ocho páginas de litografía a quince céntimos, ¿eh? ¿Qué te
parece? Con los anuncios se paga la tirada, la composición y el papel,
y todo lo que se venda, ganancia líquida.

Luis se encogió de hombros. No tenía confianza ninguna en los
periódicos, no tenía confianza en nada que se relacionara con el arte
y la literatura. Aquella lucha constante de ocho meses, había agotado
por completo sus energías. La verdad, no se encontraba con ánimos para
empezar de nuevo.

—¿Y qué vas a hacer?

—No sé, ya veremos. Por lo pronto, en cuanto pueda salir a la calle,
buscaré a los amigos de mi tío Tomás y les pediré un destino, aunque
sea de temporero; después haré oposiciones al Banco, a Aduanas, a
Correos, a todo lo que se presente, hasta obtener una cosa segura, por
insignificante que sea, pero segura, un destino en el cual sepa que al
llegar el día primero de mes me entregan mi paga.

—¿De modo que claudicas?

—No claudico; me someto; no es posible la lucha cuando no se cuenta con
medios; yo no los tengo; no tengo base para esperar, ni carácter para
transigir, ni energías para sostenerme, ni, en una palabra, ¿por qué no
decirlo claro?, ni talento; me he convencido de que no tengo talento,
de que no valgo. Es muy duro llegar a este desenlace, ¿verdad?; pues no
hay otro, querido, no hay otro...

Y como cada vez más pesimista siguiera hablando, incluso de retirar
su comedia del Español; Castro acabó por marcharse preocupadísimo,
preguntándose a sí propio si el sablazo de García Pérez no le habría a
Luis debilitado la cabeza.

Debilitarle precisamente no, pero hacerle comprender en un momento toda
la realidad en su brutal crudeza, sí. Aquel sablazo fue para él rayo
de sol que rasga la niebla, gota de agua que rebasa la copa. Al cabo
de ocho meses de trabajo constante veíase peor que el día que empezó,
peor aún que aquella célebre mañana, en que, lleno de agua, salpicado
de lodo, le recogió de los charcos de la calle Vicente Boncamí; sí,
peor aún, porque entonces tenía alientos, fe, esperanzas, ansias de
lucha; entonces creía en todo, creía en sí mismo, en el poder de su
inteligencia y en las energías de su voluntad. Creía en la gloria,
creía en el arte, creía en la justicia, creía en el amor... Ahora...,
¿en qué iba a creer? ¿En qué iba a creer si no creía en sí mismo?

En vano Isabelilla, ignorante de estas luchas íntimas e internas,
trataba de alegrarle y distraerle. A medida que los días pasaban,
su abatimiento era mayor, mayor su tristeza. Isabelilla llegó
verdaderamente a preocuparse.

—Pero, chiquillo, ¿qué tienes? ¿Qué te pasa? Mira que te vas a morir.

—¿Morir? Casi, casi es lo mejor que podría sucederme.

—¡Jesús, qué barbaridad! No digas eso.

—¿Por qué? Después de todo el que muere descansa.

A fuerza de pensar sobre esta idea, llegó a encontrarla tan natural y
lógica, que, últimamente, si algo le extrañaba, era no haber pensado
antes en ella. «Yo —decía— debí matarme hace mucho tiempo; la noche
aquella en que me marché de casa de María; si aquella noche yo hubiera
tenido el valor de levantarme la tapa de los sesos, me habría evitado
toda esta serie de disgustos que me han venido encima. Pero de ahora no
pasa; en cuanto me cure, salgo a la calle, compro un revólver y me pego
un tiro. Resulta curioso esto de tener un hombre que esperar a ponerse
bueno para matarse. Y me mato, ¡qué duda cabe de que me mato!».

Con estos malsanos discursos y otros por el estilo, pasábase la mayor
parte del día y de la noche, con gran desesperación de Isabelilla, que
más de una vez le sorprendió llorando.

—Pero, chiquillo, ¿qué tienes? ¿Qué te pasa? Cuéntamelo a mí.

—Nada, no tengo nada —repetía él. Y las lágrimas caían tibias y
silenciosas por sus mejillas pálidas.

—Han traído una carta para ti —díjole una mañana Isabelilla—. Es letra
de mujer. Viene de fuera.

Él cogió la carta; la devoró, la volvió a leer dos o tres veces, la
rompió en pedazos y quedó mucho tiempo pensativo. Después se vistió y
quiso salir a la calle; pero en el momento de ir a abrir la puerta,
acometiole un síncope y cayó desmayado sobre la estera del pasillo.



XXXI


—¿Cómo está?

—Lo mismo. Ha pasado la noche delirando.

—¿Qué dice el médico?

—Que como venga el segundo ataque, está perdido.

—¡Demonio de muchacho! ¡Se va a morir! ¡Y en qué ocasión! ¡Hombre,
precisamente cuando...!

—¡Chist! —intervino Isabelilla poniéndose un dedo en los labios—; no
habléis tan fuerte; lo oye todo.

Pedrosa y Boncamí se retiraron a un extremo de la sala. Tras los
cortinones de yute, la alcoba se sumía en dulce oscuridad. Un fuerte
olor de éter impregnaba la atmósfera.

—Pero, ¿qué ha sido esto? ¿A qué se atribuye esta recaída?

—Isabelilla cree que a una carta que recibió anteayer, una carta de
mujer. Por las señas debe ser de María; pero no se sabe de cierto,
porque la rompió.

—Yo quise reunir los pedazos, ¿sabéis? —dijo Isabelilla—, pero me fue
imposible. ¡Eran tan chiquitos! Lo único que pude reconstruir fue el
final. Decía, veréis, decía: «Perdóname el daño que yo pueda hacerte,
como yo te he perdonado el que tú a mí me has hecho. Al dejar este
mundo de miserias para consagrarme al verdadero amor, solo deseo una
cosa: que seas feliz».

—Pues ya es bastante.

—¡Toma, ya lo creo que es bastante!

—¡Pobre muchacho!

—¡Pobre Luis!

Hubo un rato de frío silencio. Lúgubres ideas se apoderaban de ellos.

—Se necesita tener mala sombra; ahora que todo empezaba a arreglarse.

—De modo que decididamente eso se estrena...

—Mañana. Y, según todas las noticias, va a ser un exitazo.

—Y él sin saber nada.

—Yo se lo diría, pero el médico no quiere; dice que la menor emoción
podría perjudicarle.

—Oh, sí, sí; no se le puede decir nada. Figúrese usted que, contra
lo que creemos, la obra resulta un fracaso. Lo que yo no acabo de
explicarme es esa precipitación de última hora, después de haberla
tenido dos meses sin leerla.

—Ah, pues eso es muy sencillo, querido. Todos los estrenos han sido
hasta ahora fiascos. La Empresa se ha encontrado de pronto con que no
disponía de obras; no tenía más remedio que darle al público algo que
le entretuviera unos días, algo que distrajera su atención mientras los
caballeros de casa concluyen lo que han ofrecido; una obra cualquiera
con que llenar el cartel una semana, el tiempo preciso para que don
José termine la suya, la obra de la temporada según dicen, un drama
colosal.

—De modo que la comedia de Luis es...

—Un bocadillo para entretener el hambre de la fiera, nada más.

—¡Tendría gracia que el bocadillo se convirtiera en el plato del día!

—Todo es posible.

La entrada de Castro les confirmó en sus suposiciones.

—Vengo del Español de ver el ensayo. ¡Chiquillos, qué obra! ¡Pistonuda!
Va a ser un exitazo loco. Está todo el mundo entusiasmado. ¡Y este
hombre sin poder ir! Por supuesto, que como yo vea mañana la cosa
clara, vengo aquí y me lo llevo al estreno aunque sea en una camilla.

—¡Ca, hombre, no puede ser! Sería una emoción demasiado fuerte. Ya
sabes lo que ha dicho el médico.

—¿Qué saben los médicos? Los médicos son unos animales.

Pero Isabelilla le interrumpió:

—Luis os llama.

Entraron a verle.

En la tibia oscuridad de la alcoba, sobre la blancura mate de las
almohadas, su palidez parecía mayor. Sus grandes ojos negros miraban
pensativos.

—¿De qué hablabais? —preguntó con débil acento.

—¿De qué hablábamos?, pues verás, hablábamos..., hablábamos de nuestra
obra, eso es, de nuestra obra, que se va a estrenar pronto, muy pronto.

—Ah, sí...

—Dentro de ocho días a lo sumo.

Luis dio un gran suspiro.

—¡Ah, vosotros tenéis más fortuna que yo; yo no veré la mía!

—¡Bah! ¿por qué no?

—No, no la veré; estoy seguro de que no la veré.

—Pues mira tú lo que son las cosas —exclamó Castro resueltamente—. Esta
tarde he estado yo en el Español (Boncamí le tiró de la americana) y me
han dicho que la van a ensayar en seguida.

La mirada de Luis animose un momento.

—¿De veras? —preguntó.

—Sí, de veras.

—Bah, eso es mentira; eso lo dices tú por animarme.

—No, no es mentira —añadió Pedrosa—; a mí también me han dicho lo mismo.

Luis incorporose sobre las almohadas, y apoyando en ellas los codos,
los miró con profunda atención.

—¿No me engañáis?

—No, hombre, no te engañamos. Yo te doy mi palabra de que tu obra se
estrenará muy pronto, mucho antes quizá de lo que crees tú mismo.

—Entonces es preciso que yo me ponga bueno, es preciso que yo pueda
salir a la calle en seguida. ¡Oh, si eso fuera cierto! —añadió con
creciente exaltación—. ¡Si mi obra llegara a estrenarse!

Sus grandes ojos brillaron con fulgor intenso. Pero esto solo duró un
instante. Inmediatamente volvió a abatirse.

—No, no es verdad, me engañáis... No es posible que mi obra se estrene,
y si se estrena, será un fracaso; estoy seguro de que será un fracaso.

Sin embargo, al día siguiente, en cuanto vio a Castro, lo primero que
hizo fue preguntarle si sabía algo de la comedia.

—Sí, ¡ya lo creo! Anoche volví al Español y estuve hablando de ella
con todo el mundo. Están esperando solo que tú te pongas bueno para
comenzar los ensayos.

—¿Es de veras?

—Eso me han encargado que te dijese.

Luis dio un salto en la cama.

—¡Pero si yo estoy bueno; si estoy ya completamente bueno! ¿Verdad,
Isabelilla, que estoy ya bueno? Tan bueno que ahora mismo me voy a
vestir. Isabelilla, tráeme la ropa.

Tuvieron que calmarle. Pero como él a todo trance insistiera en
vestirse, no hubo más remedio que acceder a ello. ¡Qué demonio! Después
de todo, puede que le convenga.

Pasó la tarde animadísimo, charlando jovialmente y recordando escenas
de la obra, algunas de las cuales pensaba reformar antes que comenzaran
los ensayos.

—En el segundo acto tengo que cortar algo; me parece que pesa un poco;
pero esto es cuestión de un par de días. Oye —le preguntaba a Castro
con profundo interés—, ¿tú crees que mi comedia gustará?

—Hombre, yo creo que sí.

Castro y Boncamí estaban preocupadísimos. A medida que el día avanzaba,
apoderábase de ellos una terrible excitación nerviosa que no les dejaba
estar quietos diez minutos en el mismo sitio. No hacían más que fumar,
fumar incesantemente cigarro tras cigarro.

—Pero, muchachos, no fuméis de esa manera; os vais a destrozar la
garganta.

Pero ellos, sin escucharle, proseguían encendiendo pitillos, paseando
por la habitación como enjaulados tigres, los ojos siempre fijos en
la esfera del pequeño reloj que cada vez parecía marchar más tardo y
perezoso. Las ocho, las ocho y media..., las nueve. En vano trataban
los pobres chicos de distraerse leyendo. Las letras se agrandaban
ante sus ojos, correteando locas por el papel como extraños insectos;
desuníanse las palabras, juntábanse las frases, deshacíanse los
períodos, amontonábanse los párrafos y la página toda parecía oscilar
con la agitación de un hormiguero.

A las diez y media se recibió un sobre cerrado. Era un aviso de
Pedrosa. Decía sencillamente: «Primer acto, éxito colosal; público
entusiasmado».

—Oye, ¿tú crees que se estrenará mi comedia? —preguntaba Luis sentado
en la butaca.

—¡Oh, sí, seguramente! ¡Quién lo duda! —contestaron ambos.

Y otra vez volvieron a pasear y a encender pitillos.

—¿Queréis hacer el favor de sentaros? Me mareáis con esos paseos.

Boncamí cogió un periódico. Perico se puso a hacer solitarios.

Las once, las once y cuarto, las once y media, las doce... Otro sobre
de Pedrosa: «Segundo acto, frío. Algunas escenas pesadas. Público
resérvase. Atmósfera caldeada. Yo, nervioso».

—¡Ah, si mi comedia se estrenara! ¡Si llegara a estrenarse! —repetía
Luis siempre fijo en esta idea.

Ni Castro ni Boncamí le contestaron. El primero trataba de distraerse
hojeando los libros de la biblioteca. El segundo jugaba al tute con
Isabelilla.

De pronto, Luis manifestó deseos de acostarse.

—¿Acostarse? ¡Oh, no, imposible, imposible...!

—¿Imposible? ¿Por qué?

—Sí, ¿por qué? —repitió Isabelilla.

—Un momento, espera un momento; ¿qué necesidad tienes de acostarte tan
pronto?

—¿Tan pronto? Son las doce y media.

—Pues por eso; espera siquiera a la una; eso es, a la una.

Luis se resignó.

—Bueno, esperaré hasta la una; pero a la una me acuesto, ¿eh?

Castro y Boncamí, pálidos, muy pálidos, mirábanse a hurtadillas.
Ninguno de los dos osaba abrir la boca. Hundidos en los sillones con
las manos crispadas, mordiéndose los labios, miraban las manecillas del
reloj que parecían oxidarse sobre los rígidos números romanos. La una
menos cuarto, la una menos diez, la una menos cinco...

—¡La una! Vaya, me voy a acostar.

—Un momento, un momento aún.

—¿Pero para qué, queridos? ¿Qué interés tenéis en que yo no me acueste
esta noche?

—¡Oh, no, ninguno! Al contrario; te conviene acostarte.

Pero puestos de pie en la puerta de la alcoba le impedían el paso, en
tanto que las manecillas del reloj seguían su marcha perezosa. La una y
cinco, la una y diez...

—¡Ea, dejadme acostar...!

—Sí, sí, acuéstate. Pero oye: convendría que Isabelilla te calentara la
cama. Puede perjudicarte la impresión de frío.

Él protestó. ¡Oh, no, de ningún modo; no faltaba más!

Ellos, no obstante, insistían, tratando de ganar tiempo. La una y
cuarto, la una y veinte...

—Sí, sí, Isabelilla, es necesario que le calientes la cama. La una y
veinticinco...

Un fuerte campanillazo les sacudió los nervios.

—¡Ahí está!

—¿Quién?

—Nada, una carta que estoy esperando.

No era carta; era el propio Pedrosa, sudoroso, jadeante, sin alientos.

Castro y Boncamí le miraron ansiosos.

—¿Qué?

—¡Habla!

—¡Colosal! ¡Un éxito loco...! ¡El público de pie en las butacas...!
—exclamó de pronto sin poder contenerse.

—¿Pero qué es eso? ¿Qué dices? —preguntó Luis.

—Nada, que tu obra acaba de estrenarse y ha sido un éxito brutal...
Todavía te están llamando a escena.

Luis quedó atónito; horriblemente pálido, tambaleándose, sentose en una
silla y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Oh, no, me engañáis, me engañáis...! ¡Esto es una broma!

Pero la puerta se abrió de nuevo, y por ella entraron atropelladamente,
en loca desbandada, Suárez, Pons, Guijarro, Gordinos, Cañete, Gaitán,
todos los amigos.

—¡Qué éxito! ¡Qué triunfo! ¡Qué obra!

—¿Conque no era guasa? ¿Conque era verdad?

—¡Que si era verdad! ¡Ya lo creo! Un éxito loco, un éxito brutal, de
esos que hacen época. Todavía siguen aplaudiendo. Todavía puedes llegar
si te das prisa.

—¿Creéis?

—Sí, vístase usted —exclamó Federico Guijarro—, tengo en la calle
el automóvil; le llevo a usted al Español en tres minutos. Matamos
cuarenta personas y diecisiete perros; pero yo le prometo a usted que
llegamos.

—¿Creéis que llegaré?

Y ya iba nervioso a ponerse el gabán, cuando Isabelilla le cogió de un
brazo.

—¡Tonto! ¿Para qué esas prisas? ¿Para qué quieres llegar si ya has
llegado?


  Madrid, 30 de septiembre de 1903.



BIBLIOTECA DE NOVELISTAS DEL SIGLO XX

CONCURSO DE NOVELAS

ABIERTO POR LA CASA HENRICH Y CIA


FALLO DEL JURADO

Reunidos en Madrid, en el día de la fecha, los señores D. Benito Pérez
Galdós, D. Urbano González Serrano, D. Lorenzo Benito, D. Ramiro de
Maeztu, D. Santiago Valentí Camp y D. Eduardo Gómez de Baquero, que en
unión de D. Ramón D. Perés, ausente, y representado en este acto por
D. Santiago Valentí, componen el Jurado elegido por la casa Henrich
y Compañía, de Barcelona, para calificar las novelas presentadas al
Concurso abierto por dicha Empresa editorial, procedieron a emitir su
fallo en la forma siguiente:

Después de examinadas las condiciones del Concurso y el mérito relativo
de las obras, que en número de quince fueron separadas en una selección
previa como las mejores de entre las ciento veinte presentadas, se
discutió si había lugar a adjudicar los tres premios, y se acordó,
por unanimidad, otorgar el primero a la novela GANARÁS EL PAN...; el
segundo, a la titulada MIGUELÓN, y el tercero, por mayoría de votos, a
CUARTEL DE INVÁLIDOS.

Se acordó asimismo recomendar a la Casa organizadora del Concurso, con
arreglo a las condiciones de este, las novelas tituladas DOÑA ABULIA,
LA HUMILDE VERDAD, EMPRENDAMOS NUEVA VIDA, MARÍN DE ABREDA y VOCACIÓN,
por el orden indicado.

Abiertos a continuación los sobres que contenían los nombres de los
autores de las citadas obras, resultó ser el de GANARÁS EL PAN..., D.
Pedro Mata Domínguez, residente en Madrid; el de MIGUELÓN, D. Mariano
Turmo Baselga, en Barcelona; el de CUARTEL DE INVÁLIDOS, D. Rafael
Pamplona Escudero, en Zaragoza; el de DOÑA ABULIA, D. Ricardo Carreras,
en Castellón; el de LA HUMILDE VERDAD, D. Gregorio Martínez Sierra, en
Madrid; el de EMPRENDAMOS NUEVA VIDA, D.ª Magdalena Santiago Fuentes,
en Madrid; el de MARÍN DE ABREDA, D. J. Menéndez Agusty, en Barcelona,
y el de VOCACIÓN, D. José Sagarra, en Valencia.

Terminadas con esto las tareas del Jurado, se redactó y firmó la
presente acta, hoy 22 de diciembre de 1903.

  _B. Pérez Galdós._
      _U. G. Serrano._
          _Lorenzo Benito._
              _E. Gómez de Baquero._
                  _Ramiro de Maeztu._
                      _Santiago Valentí Camp._



  SE ACABÓ
  DE IMPRIMIR
  ESTE LIBRO EL DÍA
  8 DE SEPTIEMBRE
  DE 1919.

  o

  EDITORIAL PUEYO,
  ARENAL, 6,
  MADRID




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