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Title: Nazarín
Author: Pérez Galdós, Benito
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos. Así mismo, la puntuación ha sufrido ligeros
    retoques para su modernización.



NAZARÍN



  Es propiedad. Serán furtivos todos los ejemplares de esta obra que no
  lleven el sello de la casa editorial _La Guirnalda_.



  NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
  POR
  B. PÉREZ GALDÓS

  NAZARÍN

  [Ilustración]

  MADRID

  Imprenta LA GUIRNALDA
  Calle de las Pozas, núm. 12.
  —
  1895



NAZARÍN

PRIMERA PARTE

I


A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con
el exótico nombre de _reporter_, de estos que corren tras de la
información, como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen
el incendio, la bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el
hundimiento de un edificio, y cuantos sucesos afectan al orden público
y a la justicia en tiempos comunes, o a la higiene en días de epidemia,
debo el descubrimiento de la casa de huéspedes de la _tía Chanfaina_
(en la fe de bautismo _Estefanía_), situada en una calle cuya
mezquindad y pobreza contrastan del modo más irónico con su altísono
y coruscante nombre: _calle de las Amazonas_. Los que no estén hechos
a la eterna _guasa_ de Madrid, la ciudad (o villa) del sarcasmo y de
las mentiras maleantes, no pararán mientes en la tremenda fatuidad
que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se detendrán a
investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de dónde
vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales
del Oso. He aquí un _vacío_ que mi erudición se apresura a llenar,
manifestando, con orgullo de sagaz cronista, que en aquellos lugares
hubo en tiempos de Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él
salieron a caballo, aderezadas a estilo de las heroínas mitológicas,
unas comparsas de mujeronas que concurrieron a los festejos con que
celebró Madrid la entrada de la reina doña Isabel de Valois. Y dice el
ingenuo _avisador_ coetáneo, a quien debo estas profundas sabidurías:
«Aquellas hembras buscadas _ad hoc_, hicieron prodigios de valor en
las plazas y calles de la Villa, por lo arriesgado de sus juegos,
equilibrios y volteretas, figurando los guerreros cogerlas del cabello
y arrancarlas del arzón para precipitarlas en el suelo». Memorable
debió de ser este divertimiento, porque el corral se llamó desde
entonces _de las Amazonas_, y aquí tenéis el glorioso abolengo de la
calle, ilustrada en nuestros días por el establecimiento hospitalario y
benéfico de la _tía Chanfaina_.

Tengo yo para mí que las amazonas de que habla el cronista de Felipe
II, muy señor mío, eran unas desvergonzadas chulapas del siglo XVI;
mas no sé con qué vocablo las designaba entonces el vulgo. Lo que sí
puedo asegurar es que desciende de ellas por línea de bastardía, o
sea por sucesión directa de hembras marimachos sin padre conocido, la
terrible _Estefanía la del Peñón, Chanfaina_, o como demonios se llame.
Porque digo con toda verdad que se me despega de la pluma, cuando
quiero aplicárselo, el apacible nombre de mujer, y que me bastará dar
conocimiento a mis lectores de su facha, andares, vocerrón, lenguaje y
modos para que reconozcan en ella la más formidable tarasca que vieron
los antiguos Madriles y esperan ver los venideros.

No obstante, me pueden creer que doy gracias a Dios, y al _reporter_ mi
amigo, por haberme encarado con aquella fiera, pues debo a su barbarie
el germen de la presente historia, y el hallazgo del singularísimo
personaje que le da nombre. No tome nadie al pie de la letra lo de
_casa de huéspedes_ que al principio se ha dicho, pues entre las varias
industrias de alojamiento que la _tía Chanfaina_ ejercía en aquel
rincón, y las del centro de Madrid que todos hemos conocido en la edad
estudiantil, y aun después de ella, no hay otra semejanza que la del
nombre. El portal del edificio era como de mesón, ancho, con todo el
revoco desconchado en mil fantásticos dibujos, dejando ver aquí y allí
el hueso de la pared desnudo, y con una faja de suciedad a un lado y
otro, señal del roce continuo de personas más que de caballerías. Un
puesto de bebidas —botellas y garrafas, caja de polvoriento vidrio
llena de azucarillos y asediada de moscas, todo sobre una mesa
cojitranca y sucia— reducía la entrada a proporciones regulares. El
patio, mal empedrado y peor barrido, como el portal, y con hoyos
profundos, a trechos hierba raquítica, charcos, barrizales o cascotes
de pucheros y botijos, era de una irregularidad más que pintoresca,
fantástica. El lienzo del sur debió de pertenecer a los antiguos
edificios del corral famoso: lo demás, de diferentes épocas, pudiera
pasar por una broma arquitectónica: ventanas que querían bajar, puertas
que se estiraban para subir, barandillas convertidas en tabiques,
paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos,
tejas en los alféizares, planchas de zinc claveteadas sobre podridas
maderas para cerrar un hueco, ángulos chafados, paramentos con cruces
y garabatos de cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos
de botella para amedrentar a la ratería; por un lado, pies derechos
carcomidos sustentando una galería que se inclina como un barco varado;
por otro, puertas de cuarterones con gateras tan grandes que por ellas
cabrían tigres si allí los hubiese; rejas de color de canela; trozos de
ladrillo amoratado, como coágulos de sangre: y por fin los escarceos
de la luz y la sombra en todos aquellos ángulos cortantes y oquedades
siniestras.

Un martes de Carnaval, bien lo recuerdo, tuvo el buen _reporter_
la humorada de dar conmigo en aquellos sitios. En el aguaducho del
portal, vi una tuerta andrajosa que despachaba, y lo primero que nos
echamos a la cara, al penetrar en el patio, fue una ruidosa patulea de
gitanos, que allí tenían aquel día su alojamiento, ellos espatarrados
componiendo albardas, ellas despulgándose y aliñándose las greñas, los
churumbeles medio desnudos, de negros ojos y rizosos cabellos, jugando
con vidrios y cascotes. Volviéronse hacia nosotros las expresivas caras
de barro cocido, y oímos el lenguaje dengoso y las ofertas de echarnos
la buenaventura. Dos burros y un gitano viejo con patillas, semejantes
al pelo sedoso y apelmazado de aquellos pacientes animales, completaban
el cuadro, en el cual no faltaban ruido y músicas para caracterizarlo
mejor, los canticios de una gitana, y los tijeretazos del viejo
pelando el anca de un pollino.

Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento
o boca de una cueva, dos mieleros enjutos, con las piernas embutidas
en paño pardo y medias negras, abarcas con correas, chaleco ajustado,
pañuelo a la cabeza, tipos de raza castellana, como cecina forrada en
yesca. Alguna despreciativa chanza hubieron de soltar a los gitanos,
y salieron con sus pesas y pucheretes para vender por Madrid la miel
sabrosa. Vimos luego dos ciegos, palpando paredes, el uno gordinflón
y rollizo, con parda montera de piel, capa con flecos, y guitarra
terciada a la espalda, el otro con un violín, que no tenía más que dos
cuerdas, bufanda y gorra teresiana sin galones. Unióseles una niña
descalza, que abrazaba una pandereta, y salieron deteniéndose en el
portal a beber la indispensable copa.

Allí se enzarzaron en coloquio muy vivo con otros que llegaron también
a la cata del aguardiente. Eran dos máscaras, la una toda vestida de
esteras asquerosas, si se puede llamar vestirse el llevarlas colgadas
de los hombros, la cara tiznada de hollín, sin careta, con una caña
de pescar y un pañuelo cogido por las cuatro puntas, lleno de higos
que más bien boñigas parecían. La otra llevaba la careta en la
mano, horrible figurón que representaba al presidente del Consejo,
y su cuerpo desaparecía bajo una colcha remendada, de colorines y
trapos diferentes. Bebieron y se desbocaron en soeces dicharachos,
y corriéndose al patio, subieron por una escalera mitad de gastado
ladrillo, mitad de madera podrida. Arriba sonó entonces gran escándalo
de risas, y toque de castañuelas; luego bajaron hasta una docena de
máscaras, entre ellas dos que por sus abultadas formas y corta estatura
revelaban ser mujeres vestidas de hombre, otras con trajes feísimos de
comparsas de teatro, y alguno sin careta, pintorreado de almazarrón el
rostro. Al propio tiempo, dos hombres sacaron en brazos a una vieja
paralitica, que llevaba colgado del pecho un cartel donde constaba
su edad, de más de cien años, buen reclamo para implorar la caridad
pública, y se la llevaron a la calle para ponerla en la esquina de
la Arganzuela. Era el rostro de la anciana ampliación de una castaña
pilonga, y se la habría tomado por momia efectiva, si sus ojuelos
claros no revelaran un resto de vida en aquel lío de huesos y piel,
olvidado por la muerte.

Vimos que sacaban luego un cadáver de niño como de dos años, en ataúd
forrado de percal color de rosa, y adornado con flores de trapo. Salió
sin aparato de lágrimas ni despedida maternal, como si nadie existiera
en el mundo que con pena le viera salir. El hombre que le llevaba echó
también su trinquis en la puerta, y solo las gitanas tuvieron una
palabra de lástima para aquel ser que tan de prisa pasaba por nuestro
mundo. Chicos vestidos de máscara, sin más que un ropón de percalina,
o un sombrero de cartón adornado con tiras de papel, niñas con mantón
de talle y flor a la cabeza, a estilo chulesco, atravesaban el patio,
deteniéndose a oír las burlas de los gitanos, o a enredar con los
pollinos, en los cuales se habrían montado de buena gana si los dueños
de ellos lo permitieran.

Antes de internarnos, diome el _reporter_ noticias preciosas, que en
vez de satisfacer mi curiosidad, excitáronla más. La señora _Chanfaina_
aposentaba en otros tiempos gentes de mejor pelo, estudiantes de
Veterinaria, trajineros tan brutos como buenos pagadores; pero como
el _movimiento_ se iba de aquel barrio en derechura de la Plaza de la
Cebada, la calidad de sus inquilinos desmerecía visiblemente. A unos
les tenía por el pago exclusivo de la llamada habitación, comiendo
por cuenta de ellos, a otros les alojaba y mantenía. En la cocina del
piso alto, cada cual se arreglaba con sus pucheros, a excepción de
los gitanos, que hacían sus guisotes en el patio, sobre trébedes de
piedras o ladrillos. Subimos al fin, deseando ver todos los escondrijos
de la extraña mansión, guarida de una tan fecunda y lastimosa parte de
la humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de rotos baldosines imitaba
en las subidas y bajadas a las olas de un proceloso mar, vimos a
Estefanía, en chancletas, lavándose las manazas, que después se enjugó
en su delantal de arpillera; la panza voluminosa, los brazos hercúleos,
el seno emulando en proporciones a la barriga y cargando sobre ella,
por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello ancho, carnoso y con
un morrillo como el de un toro, la cara encendida, y con restos bien
marcados de una belleza de brocha gorda, abultada, barroca, llamativa,
como la de una ninfa de pintura de techos, dibujada para ser vista de
lejos, y que se ve de cerca.



II


El cabello era gris, bien peinado con sinfín de garabatos, ondas
y sortijillas. Lo demás de la persona anunciaba desaliño, y falta
absoluta de coquetería y arreglo. Nos saludó con franca risa, y a
las preguntas de mi amigo contestó que se hallaba muy harta de aquel
trajín, y que el mejor día lo abandonaba todo, para meterse en las
Hermanitas, o donde almas caritativas quisieran recogerla; que su
negocio era una pura esclavitud, pues no hay cosa peor que bregar con
gente pobre, mayormente si se tiene un natural compasivo, como el suyo.
Porque ella, según nos dijo, nunca tuvo cara para pedir lo que se le
debía, y así toda aquella gentualla estaba en su casa como en país
conquistado; unos le pagaban, otros no, y alguno se marchaba quitándole
plato, cuchara o pieza de ropa. Lo que hacía ella era gritar, eso
sí, chillar mucho, por lo cual espantaba a la gente; pero las obras
no correspondían al grito ni al gesto, pues si despotricando, _era
un suponer_, no había garganta tan sonora como la suya, ni vocablos
más tremebundos, luego se dejaba quitar el pan de la boca, y el más
tonto la llevaba y la traía atada con una hebra de seda. Hizo, en
fin, la descripción de su carácter con una sinceridad que parecía de
ley, no fingida, y el último argumento que expuso fue que después de
veintitantos años en aquel nidal de ratas, aposentando gente de todos
pelos, no había podido guardar dos pesetas para contar con algún
respiro en caso de enfermedad.

Esto decía, cuando entraron alborotando cuatro mujeres con careta,
entendiéndose por ello no el antifaz de cartón o trapo, prenda de
Carnaval, sino la mano de pintura que se habían dado aquellas indinas
con blanquete, chapas de carmín en los carrillos, los labios como
ensangrentados, y otros asquerosos afeites, falsos lunares, cejas
ennegrecidas, y _la caída de ojos_ también con algo de mano de gato,
para poetizar la mirada. Despedían las tales de sus manos y ropas un
perfume barato que daba el quien vive a nuestras narices, y por esto y
por su lenguaje al punto comprendimos que nos hallábamos en medio de
lo más abyecto y zarrapastroso de la especie humana. Al pronto, habría
podido creerse que eran máscaras, y el colorete una forma extravagante
de disfraz carnavalesco. Tal fue mi primera impresión; pero no tardé en
conocer que la pintura era en ellas por todos estilos _ordinaria_, o
que vivían siempre en Carnestolendas. Yo no sé qué demonios de enredo
se traían, pues como las cuatro y _Chanfa_ hablaban a un tiempo con
voces desaforadas y ademanes ridículos, tan pronto furiosas como
risueñas, no pudimos enterarnos. Pero ello era cosa de un papel de
alfileres y de un hombre. ¿Qué había pasado con los alfileres? ¿Quién
era el hombre?

Aburridos de aquel guirigay, salimos a un corredor que daba al patio,
en el cual vi un cajón de tierra con yerba callera, ruda, claveles
y otros vegetales casi agostados, y sobre el barandal, zaleas y
felpudos puestos a secar. Nos paseábamos por allí, temerosos de que la
desvencijada armazón que nos sustentaba se rindiese a nuestro peso,
cuando vimos que se abría una ventana estrecha que al corredor daba,
y en el marco de ella apareció una figura que al pronto me pareció de
mujer. Era un hombre. La voz, más que el rostro, nos lo declaró. Sin
reparar en los que a cierta distancia le mirábamos, empezó a llamar
a la _señá Chanfaina_, quien no le hizo ningún caso en los primeros
instantes, dándonos tiempo para que le examináramos a nuestro gusto mi
compañero y yo.

Era de mediana edad, o más bien joven prematuramente envejecido, rostro
enjuto tirando a escuálido, nariz aguileña, ojos negros, trigueño
color, la barba rapada, el tipo semítico más perfecto que fuera de la
Morería he visto, un castizo árabe sin barbas. Vestía traje negro que
al pronto me pareció balandrán; mas luego vi que era sotana.

—¿Pero es cura este hombre? —pregunté a amigo, y la respuesta
afirmativa me incitó a una observación más atenta.

Por cierto que la visita a la que llamaré _casa de las Amazonas_ iba
resultando de grande utilidad para un estudio etnográfico, por la
diversidad de castas humanas que allí se reunían: los gitanos, los
mieleros, las mujeronas, que sin duda venían de alguna ignorada rama
jimiosa, y por último el árabe aquel de la hopalanda negra, eran la
mayor confusión de tipos que yo había visto en mi vida. Y para colmo de
confusión, el árabe... decía misa.

En breves palabras me explicó mi compañero que el clérigo semítico
vivía en la parte de la casa que daba a la calle, mucho mejor que todo
lo demás, aunque no buena, con escalera independiente por el portal,
y sin más comunicación con los dominios de la señora Estefanía que
aquella ventanucha en que asomado le vimos, y una puerta impracticable,
porque estaba clavada. No pertenecía, pues, el sacerdote a la familia
hospederil de la formidable amazona. Enterose al fin esta de que su
vecino la llamaba, acudió allá, y oímos un diálogo que mi excelente
memoria me permite transcribir sin perder una sílaba.

—_Señá Chanfa_, ¿sabe lo que me pasa?

—¡Ay, que nos coja confesados! ¿Qué más calamidades tiene que contarme?

—Pues me han robado. No queda duda de que me han robado. Lo sospeché
esta mañana, porque sentí a la Siona revolviéndome los baúles. Salió a
la compra, y a las diez, viendo que no volvía, sospeché más, digo que
casi casi se fueron confirmando mis sospechas. Ahora que son las once,
o así lo calculo, porque también se llevó mi reloj, acabo de comprender
que el robo es un hecho, porque he registrado los baúles y me falta la
ropa interior, toda, todita, y la exterior también, menos las prendas
de eclesiástico. Pues del dinero, que estaba en el cajón de la cómoda,
en esta bolsita de cuero, mírela, no me ha dejado ni una triste perra.
Y lo peor..., esta es la más negra, _señá Chanfa_..., lo peor es que lo
poco que había en la despensa voló, y de la cocina volaron el carbón y
las astillas. De forma y manera, señora mía, que he tratado de hacer
algo con que alimentarme, y no encuentro ni provisiones, ni un pedazo
de pan duro, ni plato, ni escudilla. No ha dejado más que las tenazas y
el fuelle, un colador, el cacillo, y dos o tres pucheros rotos. Ha sido
una mudanza en toda regla, _señá Chanfa_, y aquí me tiene todavía en
ayunas, con una debilidad muy grande, sin saber de dónde sacarlo y...
Conque ya ve: a mí, con tal de tomar algún alimento para poder tenerme
en pie, me basta. Lo demás nada me importa, bien lo sabe usted.

—¡Maldita sea la leche que mamó, padre Nazarín, y maldito sea el minuto
pindongo en que dijeron: «un aquel de hombre ha nacido»! Porque otro
de más mala sombra, otro más simple y _saborío_ no creo que ande por el
mundo como persona natural...

—Pero, hija, ¿qué quiere usted...? Yo...

—¡Yo, yo!... Usted tiene la culpa, y es el que mismamente se roba y se
perjudica, ¡so candungas, alma de mieles, don ajo!

La retahíla de frases indecentes que siguió, la suprimimos por
respeto a los que esto leyeren. Gesticulaba y vociferaba la fiera
en la ventana, con medio cuerpo metido dentro de la estancia, y el
clérigo árabe se paseaba tan tranquilo, cual si oyese piropos y
finezas, un poquito triste, eso sí, pero sin parecer muy afectado por
sus desdichas, ni por la rociada de denuestos con que su vecina le
consolaba.

—Si no fuera porque me da cortedad de pegarle a un hombre, mayormente
sacerdote, ahora mismo entraba, y le levantaba las faldas negras y
le daba una mano de azotes... ¡so criatura, más inocente que los que
todavía maman!... ¡Y ahora quiere que yo le llene el buche!... Y van
tres, y van cuatro... Si es usted pájaro, váyase al campo a comer lo
que encuentre, o pósese en la rama de un árbol, piando, hasta que
le entren moscas... Y si está loco, es un suponer, que le lleven al
_manicómelo_.

—Señora _Chanfa_ —dijo el clérigo con serenidad pasmosa, acercándose a
la ventana—, bien poco necesita este triste cuerpo para alimentarse:
con un pedazo de pan, si no hay otra cosa, me basta. Se lo pido a usted
porque la tengo por vecina. Pero si no quiere dármelo, a otra parte iré
donde me lo den, que no hay tan pocas almas caritativas como usted cree.

—¡Váyase a la posada del Cuerno, o a la cocina del Nuncio
_arzopostólico_, donde guisan para los sacrosantos gandules,
verbigracia clérigos lambiones!... Y otra cosa, padre Nazarín: ¿está
seguro de que fue la Siona quien le ha robado? Porque es usted el
espíritu de la confianza y de la bobería, y en su casa entran Lepe
y Lepijo; entran también hijas de malas madres, unas para contarle
a usted sus pecados, es un suponer, otras para que las empeñe o
desempeñe, y pedirle limosna, y volverle loco. No repara en quién
entra a verle, y a todos y a todas les pone buena cara y les echa las
bienaventuranzas. ¿Qué sucede? Que este le engaña, la otra se ríe, y
entre todos le quitan hasta los pañales.

—Ha sido la Siona. No hay que echar la culpa a nadie más que a la
Siona. Vaya con Dios, y que le valga de lo que le valiere, pues yo no
he de perseguirla.

Asombrado estaba yo de lo que veía y oía, y mi amigo, aunque no
presenciaba por primera vez tales escenas, también se maravilló de
aquella. Pedile antecedentes del para mí extrañísimo e incomprensible
Nazarín, en quien a cada momento se me acentuaba más el tipo musulmán,
y me dijo:

—Este es un árabe manchego, natural del mismísimo Miguelturra, y se
llama don Nazario Zaharín o Zajarín. No sé de él más que el nombre y
la patria; pero, si a usted le parece, le interrogaremos para conocer
su historia y su carácter, que pienso han de ser muy singulares, tan
singulares como su tipo, y lo que de sus propios labios hace poco hemos
escuchado. En esta vecindad muchos le tienen por un santo, y otros
por un simple. ¿Qué será? Creo que tratándole se ha de saber con toda
certeza.



III


Faltaba la más negra. Oyeron las cuatro tarascas amigas de Estefanía
que se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobrina carnal,
y acudieron como leonas o panteras a la ventana, con la buena
intención de defender a la culpada. Pero lo hicieron en forma tan
brutal y canallesca, que hubimos de intervenir para poner un freno
a sus inmundas bocas. No hubo insolencia que no vomitaran sobre el
sacerdote árabe y manchego, ni vocablo malsonante que no le dispararan
a quemarropa...

—¡Miren el estafermo, el muy puerco y estropajoso, mal comido, alcuza
de las ánimas! ¡Acusar a la Siona, la _señora_ de más conciencia que
hay en todita la cristiandad! ¡Sí señor, de más conciencia que los
curánganos que no hacen más que engañar a la gente honrada con las
mentiras que inventan!... ¿Quién es él, ni qué significan sus hábitos
negros de ala de mosca, si no hace más que vivir de gorra, y no sabe
ganarlo? ¿Por qué el muy simple no se agencia bautizos y funerales,
como otros clerigones que andan por Madrid con muy buen pelo?... Misas
a granel salen para todos, y para él nada: miseria y chocolate de
a tres reales, hígado y un poco de acelga, de lo que no quieren las
cabras... ¡Y luego decir que le roban!... Como no le roben los huesos
del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos, no sé que le
van a robar... ¡Si ni ropa tiene, ni sábanas, ni más _prenda_ que una
ramita de romero, a la cabecera, para espantar a los demonios!...
Estos serán los que lo han robado, estos los que le han quitado los
evangelios y la crisma, y el santo óleo de la misa, y el _ora pro
nobis_... ¡Robarle! ¿Qué? Dos estampas de la Virgen Santísima, y
el Señor crucificado con la peana llena de cucarachas... Ja, ja...
¡Vaya con el señor _Domino vobisco_, asaltado por los ladrones!...
¡Ni que fuera el Sacratísimo Nuncio pascual, o la Minerva del cordero
_quitólico_, con todo el monumento de Dios en su casa, y el Santo
Sepulcro de las once mil vírgenes! ¡Anda y que le den morcilla!...
¡Anda y que le mate el Tato!... ¡Anda y que...!

—¡_Arza_! —les dijo mi amigo, echándolas de allí con empujones
más que con palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de
respetabilidad, por lo menos aparente, injuriada por tan vil gentuza.

Costó trabajo echarlas: por la escalera abajo iban soltando veneno y
perfume, y en el patio tuvieron algo que despotricar con los gitanos,
y hasta con los burros. Despejado el terreno, ya no pensamos más que
en trabar conocimiento con Nazarín, y pidiéndole permiso nos colamos
en su morada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía
desde el portal. Cuanto se diga de lo mísero y desamparado de aquella
casa es poco. En la salita no vimos más que un sofá de paja muy viejo,
dos baúles, una mesa donde estaba el breviario y dos libros más, y una
cómoda; junto a la sala, otra pieza que llamaremos alcoba porque en
ella se veía la cama, de tarima, con jergón, una flácida almohada,
y ni rastros de sábanas ni colchas. Tres láminas de asunto religioso
y un crucifijo sobre una mesilla completaban el ajuar, con dos pares
de botas de mucho uso puestas en fila, y algunos otros objetos
insignificantes.

Recibionos el padre Nazarín con una afabilidad fría, sin mostrar
despego ni tampoco extremada finura, como si le fuera indiferente
nuestra visita, o si creyese que no nos debía más cumplimientos que
los elementales de la buena educación. Ocupamos el sofá mi amigo y
yo, y él se sentó en la banqueta frente a nosotros. Lo mirábamos con
viva curiosidad, y él a nosotros como si mil veces nos hubiera visto.
Naturalmente, hablamos del robo, único tema a que podíamos echar mano,
y como le dijéramos que lo urgente era dar parte sin dilación al
delegado de policía, nos contestó con la mayor tranquilidad del mundo:

—No, señores; yo no acostumbro denunciar...

—Pues qué... ¿le han robado a usted tantas veces, que ya el ser robado
ha venido a ser para usted una costumbre?

—Sí, señor; muchas, siempre...

—¿Y lo dice tan fresco?

—No ven ustedes que yo no guardo nada. No sé lo que son llaves. Además,
lo poco que poseo, es decir, lo que poseía, no vale el corto esfuerzo
que se emplea para dar vueltas a una llave.

—No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que
relativamente, según los cálculos de don Hermógenes, para otro sería
poco, para usted podrá ser mucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su
modesto desayuno, y sin camisa.

—Y hasta sin jabón para lavarme las manos... Paciencia y calma. Ya
vendrán de alguna parte la camisa, el desayuno y el jabón. Además,
señores míos, yo tengo mis ideas, las profeso con una convicción tan
profunda como la fe en Cristo nuestro Padre. ¡La propiedad! Para mí no
es más que un nombre vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie.
Todo es del primero que lo necesita.

—¡Bonita sociedad tendríamos si esas ideas prevalecieran! ¿Y cómo
sabríamos quién era el primer necesitado? Habríamos de disputarnos,
cuchillo en mano, ese derecho de primacía en la necesidad.

Sonriendo bondadosamente y con un poquitín de desdén, el clérigo me
replicó en estos o parecidos términos:

—Si mira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estamos,
claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas,
señor mío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos
artificios, nada vemos. En fin, como no trato de convencer a nadie, no
sigo, y ustedes me dispensarán que...

En este punto vimos que _señá Chanfa_ oscurecía la habitación ocupando
con su corpacho toda la ventana, por la cual alargó un plato con media
docena de sardinas y un gran pedazo de pan de picos, con más un tenedor
de peltre. Tomolo en sus manos el clérigo, y después de ofrecernos, se
puso a comer con gana. ¡Pobrecillo! No había entrado cosa alguna en su
cuerpo en todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosotros, ya porque
la compasión había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la
_Chanfaina_ no acompañó el obsequio con ningún lenguarajo. Dando tiempo
al curita para que satisficiera su necesidad, volvimos a interrogarle
del modo más discreto. De pregunta en pregunta, y después que supimos
su edad, entre los treinta y los cuarenta, su origen, que era humilde,
de familia de pastores, sus estudios, etc., me arranqué a explorarle en
el terreno más delicado.

—Si tuviera yo la seguridad, padre Nazarín, de que no me tenía usted
por impertinente, yo me permitiría hacerle dos o tres preguntillas.

—Todo lo que usted quiera.

—Usted me contesta o no me contesta, según le acomode. Y si me meto en
lo que no me importa, me manda usted a paseo, y hemos concluido.

—Diga usted.

—¿Hablo con un sacerdote católico...?

—Sí, señor.

—¿Es usted ortodoxo, puramente ortodoxo? ¿No hay en sus ideas, o en sus
costumbres, algo que le separe de la doctrina inmutable de la Iglesia?

—No, señor —me respondió con sencillez que revelaba su sinceridad, y
sin mostrarse sorprendido de la pregunta—. Jamás me he desviado de las
enseñanzas de la Iglesia. Profeso la fe de Cristo en toda su pureza, y
nada hay en mí por donde pueda tildárseme.

—¿Alguna vez ha sufrido usted correctivo de sus superiores, de los que
están encargados de definir esa doctrina, y de aplicar los sagrados
cánones?

—Jamás. Ni sospeché nunca que pudiera merecer correctivo ni
admonición...

—Otra pregunta. ¿Predica usted?

—No, señor. Rarísimas veces he subido al púlpito. Hablo en voz baja y
familiarmente con los que quieren escucharme, y les digo lo que pienso.

—¿Y sus compañeros no han encontrado en usted algún vislumbre de
herejía?

—No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez me hablan ellos a
mí, y los que lo hacen me conocen lo bastante para saber que no hay en
mi mente visos de herejía.

—¿Y posee usted sus licencias?

—Sí, señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitármelas.

—¿Dice usted misa?

—Siempre que me la encargan. No tengo costumbre de ir en busca de misas
a las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano
cuando la hay para mí, y a veces en el oratorio del Olivar. Pero no es
todos los días ni mucho menos.

—¿Vive usted exclusivamente de eso?

—Sí, señor.

—Su vida de usted, y no se ofenda, paréceme muy precaria.

—Bastante; pero mi conformidad le quita toda amargura. En absoluto me
falta la ambición de bienestar. El día que tengo que comer, como; y el
día que no tengo que comer, no como.

Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación,
que nos conmovimos mi amigo y yo... ¡vaya si nos conmovimos! Pero aún
faltaba mucho que oír.



IV


No nos hartábamos de preguntarle, y él a todo nos respondía sin mostrar
fastidio de nuestra pesadez. Tampoco manifestaba la presunción natural
en quien se ve objeto de un interrogatorio, o _interview_, como ahora
se dice. Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al
parecer de vaca y de no muy buena traza; mas él no la quiso, a pesar de
las instancias de la amazona, que volvió a descomponerse y a soltarle
mil perrerías. Pero ni por estas ni por lo que nosotros cortésmente
le dijimos para estimularle a más comer, se dio el hombre a partido,
y rechazó también el vino que le ofreciera la tarasca. Con agua y un
bollo de a cuarto puso fin a su almuerzo, declarando que daba gracias
al Señor por el sustento de aquel día.

—¿Y mañana? —le dijimos.

—Pues mañana no me faltará tampoco, y si me falta esperaremos al otro
día, que nunca hay dos días seguidos rematadamente malos.

Empeñose el _reporter_ en convidarle a café: pero él, confesándonos
que le gustaba, no quiso aceptar. Fue preciso que le instáramos los
dos en los términos más afectuosos para que se decidiera; lo pedimos
al cafetín próximo, nos lo trajo la tuerta que vendía licores en el
portal, y tomándolo con la comodidad que la estrecha mesa y el mal
servicio nos permitían, hablamos de multitud de cosas, y le oímos
varios conceptos por donde colegimos que era hombre de luces.

—Dispénseme usted —dije— si le hago una observación que en este momento
se me ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilustración. Me
sorprende mucho no ver libros en su casa. O no le gustan, o ha tenido
sin duda que deshacerse de ellos en algún grave aprieto de su vida.

—Los tuve, sí señor, y los fui regalando hasta que no me quedaron más
que los tres que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de
los de rezo, ningún libro malo ni bueno me interesa, porque de ellos
sacan el alma y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la fe lo
tengo bien remachado en mi espíritu, y ni comentarios ni paráfrasis
de la doctrina me enseñan nada. Lo demás, ¿para qué sirve? Cuando uno
ha podido añadir al saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el
conocimiento de los hombres, y en la observación de la sociedad y de la
naturaleza, no hay que pedir a los libros ni mejor enseñanza ni nuevas
ideas que confundan y enmarañen las que uno tiene ya. Nada quiero con
libros ni con periódicos. Todo lo que sé bien sabido lo tengo, y en mis
convicciones hay una firmeza inquebrantable; como que son sentimientos
que tienen su raíz en la conciencia, y en la razón la flor, y el fruto
en la conducta. ¿Les parezco pedante? Pues no digo más. Solo añado
que los libros son para mí lo mismo que los adoquines de las calles,
o el polvo de los caminos. Y cuando paso por las librerías y veo
tanto papel impreso doblado y cosido, y por las calles tal lluvia de
periódicos un día y otro, me da pena de los pobrecitos que se queman
las cejas escribiendo cosas tan inútiles, y más pena todavía de la
engañada humanidad que diariamente se impone la obligación de leerlas.
Y tanto se escribe, y tanto se publica, que la humanidad, ahogada
por el monstruo de la imprenta, se verá en el caso imprescindible de
suprimir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser abolidas es
la gloria profana, el lauro que dan los escritos literarios, porque
llegará día en que sea tanto, tanto lo almacenado en las bibliotecas,
que no habrá la posibilidad material de guardarlo y sostenerlo. Ya
verá entonces el que lo viere el caso que hace la humanidad de tanto
poema, de tanta novela mentirosa, de tanta historia que nos refiere
hechos, cuyo interés se desgasta con el tiempo y acabará por perderse
en absoluto. La memoria humana es ya pajar chico para tanto fárrago
de historia. Señores míos, se aproxima la edad en que el presente
absorberá toda la vida, y en que los hombres no conservarán de lo
pasado más que las verdades eternas adquiridas por la revelación. Todo
lo demás será escoria, un detritus que ocupará demasiado espacio en
las inteligencias y en los edificios. En esa edad —añadió en tono que
no vacilo en llamar profético—, el César, o quien quiera que ejerza la
autoridad, dará un decreto que diga lo siguiente: «Todo el contenido de
las bibliotecas públicas y particulares se declara baldío, inútil y sin
otro valor que el de su composición material. Resultando del dictamen
de los químicos que la sustancia papirácea adobada por el tiempo es el
mejor de los abonos para las tierras, venimos en disponer que se apilen
los libros antiguos y modernos en grandes ejidos a la entrada de las
poblaciones, para que los vecinos de la clase agrícola vayan tomando
de tan preciosa materia la parte que les corresponda según las tierras
que les toque labrar». No duden ustedes que así será, y que la materia
papirácea formará un yacimiento colosal, como los de guano en las islas
Chinchas, se explotará mezclándola con otras sustancias que aviven la
fermentación, y será transportada en ferrocarriles y buques de vapor
desde nuestra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura,
ni imprentas ni cosa tal.

Grandemente nos reímos celebrando la ocurrencia. Mi amigo, a juzgar por
las miradas recelosas que oyéndole me echaba, debió de formar opinión
muy desfavorable del estado mental del clérigo. Yo le tenía más bien
por un humorista de los que cultivan la originalidad. Nuestra charla
llevaba trazas de ser interminable, y ya picábamos en este asunto,
ya en el otro. Tan pronto el buen Nazarín me parcela un budista, tan
pronto un imitador de Diógenes.

—Todo eso está muy bien —le dije—, pero podría usted, padre, vivir
mejor de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son muebles, ni por lo
visto, tiene usted más ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted,
dentro de su estado religioso, una posición que le permita vivir con
modesta holgura? Este amigo mío tiene mucho metimiento en ambos cuerpos
colegisladores y en todos los ministerios, y no le sería difícil,
ayudándolo yo con mis buenas relaciones, conseguir para usted una
canonjía.

Sonrió el clérigo con cierta sorna, y nos dijo que ninguna falta le
hacían a él canonjías, y que la vida boba de coro no cuadraba a su
natural independiente. También le propusimos agenciarle alguna plaza
de coadjutor en las parroquias de Madrid, o un curato de pueblo, a lo
que respondió que si le daban tal plaza la tomaría, por obediencia y
acatamiento incondicional a sus superiores.

—Pero tengan por seguro que no me la dan —añadía con seguridad exenta
de amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal
como ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y
si me lo permiten, les diré que el no poseer es mi suprema aspiración.
Así como otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas,
mi felicidad consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en
ella, y en imaginar, cuando me encuentro en mal estado, un estado peor.
Ambición es esta que nunca se sacia, pues cuanto más se tiene, más se
quiere tener, o hablando propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que
no me entienden ustedes, o que me miran con lástima piadosa. Si es lo
primero, no me esforzaré en convencerles; si lo segundo, agradezco la
compasión, y celebro que mi absoluta carencia de bienes haya servido
para inspirar ese cristiano sentimiento.

—¿Y qué piensa usted —le preguntamos con pedantería, resueltos a apurar
la _interview_— de los problemas pendientes, del estado actual de la
sociedad?

—Yo no sé nada de eso —respondió encogiéndose de hombros—. No sé más
sino que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y
cunde el llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan
riquezas, es mayor el número de pobres, y la pobreza es más negra,
más triste, más displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar, que
los pobres, es decir, los míos, se hallen tan tocados de la maldita
misantropía. Crean ustedes que entre todo lo que se ha perdido, ninguna
pérdida es tan lamentable como la de la paciencia. Alguna existe aún
desperdigada por ahí, y el día que se agote, adiós mundo. Que se
descubra un nuevo filón de esa gran virtud, la primera y más hermosa
que nos enseñó Jesucristo, y verán ustedes qué pronto se arregla todo.

—Por lo visto es usted un apóstol de la paciencia.

—Yo no soy apóstol, señor mío, ni tengo tales pretensiones.

—Enseña usted con el ejemplo.

—Hago lo que me inspira mi conciencia, y si de ello, de mis acciones,
resulta algún ejemplo, y alguien quiere tomarlo, mejor.

—Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasividad.

—Usted lo ha dicho.

—Porque usted se deja robar, y no protesta.

—Sí, señor, me dejo robar y no protesto.

—Porque usted no pretende mejorar de posición, ni pide a sus superiores
que le den medios de vivir dentro de su estado religioso.

—Así es; yo no pretendo, yo no pido.

—Usted come cuando tiene qué comer, y cuando no, no come.

—Justamente..., no como.

—¿Y se le arrojan de la casa...?

—Me voy.

—¿Y si no encuentra quien le dé otra...?

—Duermo en el campo. No es la primera vez.

—¿Y si no hay quien lo alimente...?

—El campo, el campo...

—Y por lo que he visto, le injurian a usted mujerzuelas, y usted se
calla, y aguanta.

—Sí, señor, callo y aguanto. No sé lo que es enfadarme. El enemigo es
desconocido para mí.

—¿Y si le ultrajasen de obra, si le abofetearan...?

—Sufriría con paciencia.

—¿Y si le acusaran de falsos delitos...?

—No me defendería. Absuelto en mi conciencia, nada me importarían las
acusaciones.

—¿Pero usted no sabe que hay leyes, y tribunales que le defenderían de
los malvados?

—Dudo que haya tales cosas; dudo que amparen al débil contra el fuerte;
pero aunque existiera todo eso que usted dice, mi tribunal es el de
Dios, y para ganar mis litigios en ese, no necesito papel sellado, ni
abogado, ni pedir tarjetas de recomendación.

—En esa pasividad, llevada a tal extremo, veo un valor heroico.

—No sé... Para mí no es mérito.

—Porque usted desafía los ultrajes, el hambre, la miseria, las
persecuciones, la calumnia, y cuantos males nos rodean, ya provengan de
la naturaleza, ya de la sociedad.

—Yo no los desafío, los aguanto.

—¿Y no piensa usted en el día de mañana?

—Jamás.

—¿Ni se aflige al considerar que mañana no tendrá cama en que dormir,
ni un pedazo de pan que llevar a la boca?

—No, señor, no me aflijo por eso.

—¿Cuenta usted con almas caritativas, como esta señora _Chanfaina_, que
parece un demonio y no lo es?

—No, señor, no lo es.

—¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incompatible con
la humillación de recibir limosna?

—No, señor: la limosna no envilece al que la recibe, ni en nada vulnera
su dignidad.

—¿De modo que usted no siente herido su amor propio cuando le dan algún
socorro?

—No, señor.

—Y es de presumir que algo de lo que usted reciba pasará a manos de
otros más necesitados, o que lo parezcan.

—Alguna vez.

—¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivamente, cuando los
necesita?

—¿Qué duda tiene?

—¿Y no se sonroja al recibirlos?

—Nunca. ¿Por qué había de sonrojarme?

—¿De modo que si nosotros, ahora..., pongo por caso..., condolidos de
su triste situación, pusiéramos en manos de usted... parte de lo que
llevamos en el bolsillo...?

—Lo tomaría.

Lo dijo con tal candor y naturalidad, que no podíamos sospechar que
le movieran a pensar y expresarse de tal manera ni el cinismo ni la
afectación de humildad, máscara de un desmedido orgullo. Ya era hora
de que termináramos nuestro interrogatorio, que más bien iba tocando
en fisgoneo importuno, y nos despedimos de don Nazario celebrando con
frases sinceras la feliz casualidad a que debíamos su conocimiento. Él
nos agradeció mucho la visita y nuestras afectuosas manifestaciones, y
nos acompañó hasta la puerta. Mi amigo y yo habíamos dejado sobre la
mesa algunos monedas de plata, que ni siquiera miramos, incapaces de
calcular las necesidades de aquel ambicioso de la pobreza: a bulto nos
desprendimos de aquella corta suma, que en total pasaría de dos duros
sin llegar a tres.



V


—Este hombre es un sinvergüenza —me dijo el _reporter_—, un cínico de
mucho talento que ha encontrado la piedra filosofal de la gandulería,
un pillo de grande imaginación que cultiva el parasitismo con arte.

—No nos precipitemos, amigo mío, a formular juicios temerarios que la
realidad podría desmentir. Si usted no lo tiene a mal, volveremos, y
observaremos despacio sus acciones. Por mi parte, no me atrevo aún a
opinar categóricamente sobre el sujeto que acabamos de ver, y que sigue
pareciéndome tan árabe como en el primer instante, aunque de su partida
de bautismo resulte, como usted ha dicho, moro manchego.

—Pues si no es un cínico, sostengo que no tiene la cabeza buena. Tanta
pasividad traspasa los límites del ideal cristiano, sobre todo en estos
tiempos en que cada cual es hijo de sus obras.

—También él es hijo de las suyas.

—Qué quiere usted: yo defino el carácter de ese hombre diciendo que es
la ausencia de todo carácter y la negación de la personalidad humana.

—Pues yo, esperando aún más datos, y mejor luz para conocerle y
juzgarle, sospecho o adivino en el bienaventurado Nazarín una
personalidad vigorosa.

—Según como se entienda el vigor de las personalidades. Un gandul, un
vividor, un gorrón puede llegar en el ejercicio de ciertas facultades
hasta las alturas del genio; puede afinar y cultivar una aptitud, a
expensas de las demás, resultando..., qué sé yo..., maravillas de
inventiva y sagacidad que nosotros no podemos imaginar. Este hombre es
un fanático, un vicioso del parasitismo, y bien puede afirmarse que
no tiene ningún otro vicio, porque todas sus facultades se concentran
en la cría y desarrollo de aquella aptitud. ¿Que ofrece novedad el
caso? No lo dudo; pero a mí no me hace creer que le mueven fines
puramente espirituales. ¿Que es, según usted, un místico, un padre
del yermo, gastrónomo de las hierbas y del agua clara, un budista, un
borracho de éxtasis, de la anulación, del _nirvana_, o como se llame
eso? Pues si lo es, no me apeo de mi opinión. La sociedad, a fuer
de tutora y enfermera, debe considerar estos tipos como corruptores
de la humanidad, en buena ley económico-política, y encerrarlos en
un asilo benéfico. Y yo pregunto: ¿este hombre, con su _altruismo_
desenfrenado, hace algún bien a sus semejantes? Respondo: no. Comprendo
las instituciones religiosas que ayudan a la Beneficencia en su obra
grandiosa. La misericordia, virtud privada, es el mejor auxiliar de
la Beneficencia, virtud pública. ¿Por ventura, estos misericordiosos
sueltos, individuales, medievales, acaso contribuyen a labrar la viña
del Estado? No. Lo que ellos cultivan es su propia viña, y de la
limosna, cosa tan santa, dada con método y repartida con criterio,
hacen una granjería indecente. La ley social, y si se quiere cristiana,
es que todo el mundo trabaje, cada cual en su esfera. Trabajan los
presidiarios, los niños y ancianos de los asilos. Pues este clérigo
muslímico manchego, ha resuelto el problema de vivir sin ninguna
especie de trabajo, ni aun el descansado de decir misa. Nada, que a lo
bóbilis bóbilis resucita la Edad de Oro, propiamente la Edad de Oro.
Y me temo que saque discípulos, porque su doctrina es de las que se
cuelan sin sentirlo, y de fijo tendrá indecible seducción para tanto
gandul como hay por esos mundos. En fin, ¿qué puede esperarse de un
hombre que propone que los libros, el santo libro, y el periódico, el
sacratísimo periódico, todo el producto de la civilizadora imprenta,
esa palanca, esa milagrosa fuente..., todo el saber antiguo y moderno,
los poemas griegos, los Vedas, las mil y mil historias, se dediquen a
formar pilas de abono para las tierras? ¡Homero, Shakespeare, Dante,
Heródoto, Cicerón, Cervantes, Voltaire, Víctor Hugo convertidos en
guano ilustrado, para criar buenas coles y pepinos! ¡No sé cómo
no ha profetizado también que las universidades se convertirán en
casas de vacas, y las academias, los ateneos y conservatorios en
establecimientos de bebidas, o en establos para burras de leche!

Ni mi amigo con sus apreciaciones francamente recreativas podía
convencerme, ni yo le convencí a él. Por lo menos, el juicio sobre
Nazarín debía aplazarse. Buscando nuevas fuentes de información,
entramos en la cocina, donde campaba la _Chanfaina_, frente a una
batería de pucheros y sartenes, friendo aquí, atizando allá, sudorosa,
con los ricitos blancos tocados de hollín, las manos infatigables,
trajinando con la derecha, y con la izquierda quitándose la moquita
que se le caía. Al punto comprendió lo que queríamos decirle, pues
era mujer de no común agudeza, y se adelantó a nuestras preguntas
diciéndonos:

—Es un santo..., créanme, caballeros, es un santo. Pero como a mí
me cargan los santos..., ¡ay, no les puedo ver!..., yo le daría de
morradas al padre Nazarín, si no fuera por el aquel de que es clérigo,
con perdón... ¿Para qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en
otros tiempos, _paice_ que hacían milagros, y con el milagro daban de
comer, convirtiendo las piedras en peces, o resucitaban los cadáveres
difuntos, y sacaban los demonios humanos del cuerpo. Pero ahora, en
estos tiempos de tanta sabiduría, con eso del _teleforo_ o _teléforo_,
y los _ferros-carriles_ y tanto infundio de cosas que van y vienen
por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para divertir a los
chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han visto, tiene
el corazón de paloma, la conciencia limpia y blanca como la nieve,
la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión fea, y todo él está
como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palma..., eso
ténganlo por cierto... Por más que le escarben no encontrarán en
él ningún pecado mayor ni menor, como no sea el pecado de dar todo
lo que tiene... Yo le trato como a una criatura, y le riño todo lo
que me da la gana. ¿Enfadarse él? Nunca. Si ustedes le dan un palo,
es un suponer, lo agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro
judío, se sonríe como si le echaran flores... Y mis noticias son que
el cleriguicio de San Cayetano le trae entre ojos, por ser así, tan
dejado, y no le dan misas sino cuando las hay de sobra... De forma
y manera que lo que él gane con el _sacerdocio_ me lo claven a mí
en la frente. Yo, como tengo este genio, le digo: «Padrito Nazarín,
métase en otro oficio, aunque sea para traer y llevar muertos en la
_funebridad_...», y él se ríe... También le digo que para maestro de
escuela está cortado, por aquello de la paciencia y el no comer..., y
él se ríe... Porque eso sí..., hombre de mejor boca no se hallaría ni
buscándolo con un candil. Lo mismo le come a usted un pedazo de pan
tierno, que medio cuarterón de bofes. Si le da usted cordilla, se la
come, y a un troncho de berza no le hace ascos. ¡Ay, si en vez de santo
fuera hombre, la mujer que tuviera que mantenerle ya podría dar gracias
a Dios!...

Tuvimos que cortar la retahíla de la _tía Chanfa_, que no llevaba
trazas de acabar en seis horas. Y bajamos a echar un párrafo con
el gitano viejo, quien adivinando lo que queríamos preguntarle, se
apresuró a ilustrarnos con su autorizada opinión.

—Señores —nos dijo, sombrero en mano—, Dios les guarde. Y si no es
curiosidad, ¿se pué sabé si le dieron guita a ese venturao de don
Najarillo? Porque más valiera que lo diesen a mujotros, que así nos
ahorrábamos el trabajo de subir a pedírselo, o se quitaban de que lo
diera a malas manos... Que muchos hay, ¿ustés me entienden?, que le
sonsacan la caridad, y le quitan hasta el aire santísimo, antes de
que lo dé a quien se lo merece... Eso sí, como bueno lo es, mejorando
lo que me escucha. Y yo le tengo por el príncipe de los serafines
coronados, ¡válgame la santísima cresta del gallo de la Pasión!...
Y con él me confesaría antes que con Su Majestad el Papa de Dios...
Porque bien vemos cómo se le cae la baba del ángel que tiene en el
cuerpo, y cómo se le baila en los ojos la _minífica_ estrella pastoral
de la Virgen benditísima que está en los cielos... Conque, señores,
mandar a un servidor de ustés, y de toda la familia...

Ya no queríamos más informes, ni por el momento nos hacían falta. En
el portal, hubimos de abrirnos paso por entre un pelotón de máscaras
inmundas, que asaltaban el puesto de aguardiente. Salimos pisando
fango, andrajos caídos de aquellos cuerpos miserables, cáscaras de
naranja y pedazos de careta, y volvimos paso a paso al Madrid alto, a
nuestro Madrid, que otro pueblo de mejor fuste nos parecía, a pesar de
la grosera necedad del Carnaval moderno, y de las enfadosas comparsas
de pedigüeños que por todas las calles encontrábamos. No hay para qué
decir que todo el resto del día lo pasamos comentando al singularísimo
y aún no bien comprendido personaje, con lo cual indirectamente
demostrábamos la importancia que en nuestra mente tenía. Corrió el
tiempo, y tanto el _reporter_ como yo, solicitados de otros asuntos,
fuimos dando al olvido al clérigo árabe, aunque de vez en cuando le
traíamos a nuestras conversaciones. De la indiferencia desdeñosa con
que mi amigo hablaba de él, colegí que poca o ninguna huella había
dejado en su pensamiento. A mí me pasaba lo contrario, y días tuve de
no pensar más que en Nazarín, y de deshacerlo y volverlo a formar en mi
mente, pieza por pieza, como niño que desarma un juguete mecánico para
entretenerse armándole de nuevo. ¿Concluí por construir un Nazarín de
nueva planta con materiales extraídos de mis propias ideas, o llegué a
posesionarme intelectualmente del verdadero y real personaje? No puedo
contestar de un modo categórico. Lo que a renglón seguido se cuenta,
¿es verídica historia, o una invención de esas que por la doble virtud
del arte expeditivo de quien las escribe, y la credulidad de quien
las lee, resultan como una ilusión de la realidad? Y oigo, además,
otras preguntas: «¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha sido
usted, o el _reporter_, o la _tía Chanfaina_, o el gitano viejo?...».
Nada puedo contestar, porque yo mismo me vería muy confuso si tratara
de determinar quién ha escrito lo que escribo. No respondo del
procedimiento; sí respondo de la exactitud de los hechos. El narrador
se oculta. La narración, nutrida de sentimiento de las cosas y de
histórica verdad, se manifiesta en sí misma, clara, precisa, sincera.



SEGUNDA PARTE

I


Una noche del mes de marzo, serena y fresquecita, alumbrada por
espléndida luna, hallábase el buen Nazarín en su modesta casa,
profundamente embebecido en meditaciones deliciosas, y tan pronto se
paseaba con las manos a la espalda, tan pronto descansaba su cuerpo
en la incómoda banqueta, para contemplar, al través de los empañados
vidrios, el cielo y la luna y las nubes blanquísimas, en cuyos vellones
el astro de la noche jugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él
no lo sabía ni le importaba, como hombre capaz de ver con absoluta
indiferencia la desaparición de todos los relojes que en el mundo
existen. Cuando eran pocas las campanadas de los que en edificios
próximos sonaban solía enterarse; si eran muchas, su cabeza no tenía
calma ni atención para cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el
sueño, las pocas veces que lo sentía de veras, y aquella noche no le
había avisado aún el cuerpo su querencia del camastro en que reposarse
por breve tiempo solía.

De pronto, cuando más extático se hallaba mi hombre diluyendo sus
pensamientos en la preciosa claridad de la luna, se oscureció la
ventana, tapándola casi toda entera un bulto que de la parte del
corredor a ella se aproximara. Adiós claridad, adiós luna, y adiós
meditación dulcísima del padre Nazarín.

Al llegarse a la ventana, oyó golpecitos que daban de afuera,
como ordenando o pidiendo que abriese. «¿Quién será?..., ¡a estas
horas!...». Otra vez el toque de nudillos, como redoblar de un tambor.
«Pues por el bulto —se dijo Nazarín— parece una mujer. Ea, abramos, y
veremos quién es esta señora, y a santo de qué viene a buscarme».

Abierta la ventana, oyó el clérigo una voz sofocada y fingida, como la
de las máscaras, que con angustioso acento le dijo:

—Déjeme entrar, padrico, déjeme que me esconda..., que me vienen
siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura como aquí.

—¡Pero mujer...! Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le
pasa?...

—Déjeme entrar le digo... De un brinco me meto dentro, y no se enfade.
Usted, que es tan bueno, me esconderá... hasta que... Entro, sí señor,
vaya si entro.

Y acompañando la acción a la palabra, con rápido salto de gata
cazadora, se metió dentro de un brinco, y cerró ella misma los
cristales.

—Pero, señora..., ya comprende...

—Padre Nazarín, no se incomode... Usted es bueno, yo soy mala, y por
lo mismo que soy tan remala, me dije digo... «no hay más que el beato
Nazarín que me dé amparo en este trance». ¿No me ha conocido todavía, o
es que se hace el tonto?... ¡Mal ajo!... Pues soy _Ándara_... ¿No sabe
quién es _Ándara_?...

—Ya, ya..., una de las cuatro... señoras que estuvieron aquí el día que
me robaron, y por consuelo me pusieron como hoja de perejil.

—Yo fui mismamente la que le insulté más, y la que le dije cosas más
puercas, porque... La Siona es mi tía... Pero ahora le digo que la
Siona es más ladrona que Candelas, y usted un santo... Me da la real
gana de decirlo porque es la realísima verdad..., ¡mal ajo!

—¿Conque Ándara...? Pero yo quiero saber...

—Nada, padrito de mi alma, que aquí donde me ve, ¡por vida del Verbo!,
he hecho una muerte.

—¡Jesús!

—No sabe una lo que hace cuando le tocan a la _diznidá_... Un mal
minuto _cualisquiera_ lo tiene... Maté..., o si no maté, yo di bien
fuerte..., y estoy herida, sí, padre..., tenga compasión... La otra
me tiró un bocado al brazo y me levantó la carne... santísima: con el
cuchillo de la cocina alcanzó a darme en este hombro, y me sale sangre.

Diciéndolo, se cayó al suelo como un saco, con muestras de
desvanecimiento. El padrito la palpó, llamándola por su nombre.

—Ándara, señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve y se muere de esa
tremenda herida, haga propósito mental de arrepentimiento, abomine de
sus culpas para que el Señor se digne acogerla en su santo seno.

Todo esto ocurría en oscuridad casi completa, pues la luna se había
ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la
malaventurada mujer. Nazarín trató de incorporarla, cosa no difícil,
por ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de entre las
manos.

—Si tuviéramos luz —decía el clérigo muy apurado—, ya veríamos...

—¿Pero no tiene luz? —murmuró al fin la tarasca herida, volviendo de su
desmayo.

—Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Santísima, si no hay
mixtos en casa?

—Yo tengo..., búsquelos en mi bolsillo, que no puedo mover el brazo
derecho.

Nazarín tocaba de abajo arriba, en el cuerpo de la infeliz, como
quien toca una pandereta, hasta que al fin sonó algo como un cascabel
en medio de las ropas, impregnadas de una pestilencia con falsos
honores de perfume. Revolviendo con no poco trabajo, encontró la caja
mugrienta, y ya estaba el hombre raspando el fósforo para sacar lumbre,
cuando la mujerona se incorporó asustada, diciéndole:

—Cierre antes las maderas. Podría verme algún vecino que ande por ahí,
¡contro!, y entonces buena la hacíamos...

Cerradas las maderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del
lastimoso estado de la infeliz mujer. El brazo derecho lo tenía hecho
una carnicería, de arañazos y mordiscos, y en la paletilla una herida
de arma blanca, de donde brotaba sangre, que le teñía la camisa y el
cuerpo del vestido. Lo primero que hizo el curita fue desembarazarla
del mantón, y luego le abrió, o desgarró, conforme pudo, el cuerpo de
la bata de tartán. Para que estuviese más cómoda, le trajo la única
almohada que en su cama tenía, y procedió a la primera cura con los
medios más primitivos, lavar la herida, restañarla con trapos, para
lo cual hubo de hacer trizas una camisa que le regalaran aquel mismo
día unos amigos de la vecindad. Y la tarasca, en tanto, no paraba de
hablar, refiriendo el trágico lance que a tal extremidad la había
traído.

—Ha sido con la _Tiñosa_.

—¿Qué dices, mujer?

—Que la bronca fue con la _Tiñosa_, y la _Tiñosa_ es la que he matado,
si es que la maté, pues ya lo voy dudando. ¡Contro!, cuando yo la
agarré por el moño y la tiré al suelo, ¡ay!, le di el navajazo con toda
mi alma, para partirle la suya... ¡Mal ajo! Pero ahora..., me alegraría
de saber que no la había matado...

—Tal para cuál. ¿Conque la _Tiñosa_? ¿Y quién es esa señora?

—Una de las que conmigo estuvieron aquí aquella mañana, ¿sabe?, la más
fea de las cuatro, con unos ojos de carnero a medio morir, el labio
partido, la oreja rajada de un tirón que le dieron para arrancarle el
pendiente, y la garganta llena de costurones... ¡Mal ajo! Si el premio
de horrorosa no hay quien se lo quite, y yo mismamente, al par de ella,
soy como... las diosas del _Olímpido_. Conque..., fue todo por un papel
de alfileres de cabeza negra que le dio el _Tripita_..., y de ahí saltó
la _quistión_... De donde vinimos a una muy fuerte _despotrica_ sobre
si el _Tripita_ es caballero o no es caballero... Y porque yo dije
que es un lambión y un carnerazo, vino la gorda, y el decirme que yo
era esto y lo otro, y... lo que no hay para qué decírselo a una. Mire,
padre, yo soy muy loba, tan loba como la primera, pero no quiero que me
lo digan, y menos ella, loba vieja y tan zurrida que ni los gatos la
quieren ya...

—Cállate, boca infame, cállate, si no quieres que te abandone a tu
suerte desdichada —le dijo el clérigo con severidad—. Arroja de ti el
rencor, miserable, y considera que has añadido a tus horribles pecados
el de homicidio, para que tu alma no tenga un punto, un solo punto por
donde pueda ser cogida para sustraerla a las llamas del infierno.

—Es que..., verá, padrito... Si lo que digo es que yo, cuando me tocan
la _diznidá_..., ¡mal ajo!... Porque aunque una sea un guiñapo, cada
cual tiene su aquel de vergüenza propia, y quiere que la respeten...

—Cállate, repito..., y no hagas comentarios. Cuéntame el caso liso y
mondo, para saber yo si debo ampararte o entregarte a la justicia.
¿Y cómo escapaste del tumulto que en tu casa, en la calle o en donde
fuera debió de formarse...? ¿Cómo conseguiste que no te prendieran
inmediatamente? ¿Cómo pudiste llegar aquí, sin ser vista, y guarecerte
en mi casa, y por qué razón me has puesto en el compromiso de tener
que esconderte?

—Todo se lo contaré como desea; pero antes me ha de dar agua, si la
tiene, y si no la tiene váyase a buscarla, porque me está abrasando una
sed que ni el infierno...

—Agua tengo, por fortuna. Bebe, y cuenta, si el hablar no te debilita y
trastorna.

—No señor, yo estoy hablando, si me dejan, hasta el día del _Perjuicio_
final, y cuando me muera, hablaré hasta un poquito después de dar
la última boqueada. Pues verá usted..., la tiré con la navaja en
semejante parte, y en semejante otra, con perdón..., y si no me
_desapartan_, la mecho... La mitad del pelo de ella me lo traje entre
las uñas, y estos dos dedos se los metí por un ojo... Total, que me la
quitaron; y quisieron _asujetarme_; pero yo, braceando como una leona,
me zafé, tiré el cuchillo, y salí a la calle, y de una carrerita,
antes que pudieran seguirme, fui a parar a la calle del Peñón. Luego
volví pasito a paso..., oí ruido de voces..., me agazapé. La Roma y
Verginia chillaban, y la tía Gerundia decía: «ha sido Ándara, ha sido
Ándara...». Y el sereno y otros hombres..., que dónde me habría metido,
que por aquí, que por allá..., y que me buscarían para llevarme a la
Galera y al patíbulo... Yo que oí esto, ¡contro!, me voy escurriendo,
escurriendo pegadita a la pared, buscando la sombra, hasta que me
entré por esta calle de las Amazonas, sin que nadie me viera. Toda la
gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo me
encomendaría, y buscaba un agujero donde meterme, aunque fueran los de
la alcantarilla. ¡Pero no cabía, por mucho que me estirara no cabía,
Señor!... ¡Y doliéndome el brazo, y soltando sangre de la herida! ¡Mal
ajo! Me arrimé al quicio del portalón de esta casa, que hace mucha
sombra..., empujé para adentro, y vi que se abría... ¡Oh, qué gusto!
¡Suerte como ella!... Los gitanos suelen dejarlo abierto, ¿sabe?...
Entreme despacito, como un soplo de viento, y me fui escabullendo,
pensando que si me veían los gitanos era perdida... Pero no me vieron
los condenados. Dormían como cestos, y el perro se había salido a la
calle... ¡Bendita sea la perra que fue la causante de que saliera!...
Pues señor, me fui colando por el patio como una babosa, y para entre
mí decía... «¿Pero dónde me meto yo ahora? ¿A quién le pido yo que
me esconda?». A la _Chanfa_ ni pensarlo. A Jesusita y la _Pelada_,
menos. Pues si me veían los _Cumplidos_, peor... En esto me pasó por el
pensamiento que si no me salvaba el padre Nazarín no me salvaba nadie.
Y de cuatro brincos me subí al corredor. Yo me acordé entonces de que
el día de Carnaval le había dicho cuatro frescas, por mor del enfado
natural de una. De la conciencia, ¡mal ajo!, sentí que me corría la
sangre, como de la herida. Pero dije: él es un santorro muy simplón y
muy buenazo, y no se acordará de aquellas palabritas, ¡contro!, y me
corrí hacia la ventana, y llamé, y... ¡Ay, cómo me duele ahora..., ay,
ay!... Padrito, ¿usted tiene por casualidad vinagre?

—No, hija, ya sabes que aquí no hay lujo, ni en mi despensa ningún
alimento nutritivo ni estimulante. ¡Vinagre! ¿Crees tú que has entrado
en Jauja?



II


A la madrugada se puso tan mal la pobre, que don Nazario (pues no
siempre hemos de llamarle Nazarín, familiarmente) no sabía qué hacerle,
ni que medidas tomar para salir con ventura de aquel grave conflicto en
que su cacareada y popular bondad en mal hora lo puso. La tal Ándara (a
quien llamaban así por contracción de Ana de Ara) cayó en extenuación
alarmante con frecuentes colapsos y delirio. Para colmo de desdicha,
aunque el buen cura comprendió que todo el mal provenía de extenuación,
motivada de la pérdida de tanta sangre, no podía ponerle inmediato
remedio, por no tener en su casa más vituallas que un poco de pan, un
pedazo de queso de Villalón, y como una docena de nueces, sustancias
impropias para un enfermo traumático. Pero pues no había otra cosa,
forzoso fue apencar con el pan y las nueces, hasta que viniera el día y
pudiese Nazarín procurarse mejor alimento. Hubiérale dado él de buena
gana un poco de vino, que era lo que ella principalmente apetecía; mas
en casa tan pobre y modesta no entraba jamás aquel líquido. Ya que no
podía atender al reparo de fuerzas, trató de acomodar el cuerpo de la
miserable en cama menos dura que el santo suelo donde yacía desde que
entró; y viendo la imposibilidad, después de infructuosos ensayos,
de que Ándara se moviera de aquel sitio, porque sus músculos habían
venido a ser como trapos y sus huesos de plomo, no tuvo el buen Nazarín
más remedio que sacar fuerzas de flaqueza, y echarse a cuestas, con
descomunal trabajo, aquel fardo execrable. Afortunadamente, el peso de
Ándara era escaso, porque andaba mal de carnes (la mayor desgracia en
su condición), y para cualquier hombre de medianos bríos el levantarla
habría sido como cargar un pellejo de arroba a medio llenar. Así y
todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en mitad del
camino. Pero al fin pudo soltar su farda, y al caer los molidos huesos
y flojas humanidades en el colchón, dijo la moza:

—Dios se lo pague.

Ya cerca del día, y hallándose en un momento lúcido, después de haber
desembuchado mil desatinos, tocantes al _Tripita_, la _Tiñosa_ y demás
gentuza con que ordinariamente trataba, la tarasca dijo a su bienhechor:

—Señor de Nazarín, si no tiene comida, supongo que no le faltará dinero.

—No tengo más que lo de la misa de hoy, que aún no lo he tocado, ni me
lo ha pedido nadie.

—Mejor... Pues, en cuanto amanezca, traerá media librita de carne para
ponerme un puchero. Y tráigase también medio cuartillo de vino... Pero
mire, venga acá. Usted no tiene malicia, y hace las cosas a lo santo,
con lo cual perjudica, sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso
de mí, que tengo más... gramática. No compre el vino en la taberna del
hermano de Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. «Anda,
anda —dirían—, el bendito Nazarín comprando vino, él que no lo cata». Y
empezarían a chismorrear, y que torna, que vira, y alguien se metería
en averiguaciones, y, ¡contro!, me descubrían... ¡Y qué cosas dirían
de usted!... Váyase a comprarlo a la taberna de la calle del Oso, o a
la de los Abades, donde no le conocen, y además hay más conciencia que
por aquí, vamos al decir, que no bautizan tanto.

—No necesitas decirme lo que tengo que hacer —replicó el clérigo—.
Sobre que la opinión del mundo no significa nada para mí, no es
bien que yo tome tus consejos, ni que tú te atrevas a dármelos. Ni
tengas por seguro tampoco, desdichada Ándara, que esta pobre morada
mía es escondite de criminales, y que a mi sombra vas a encontrar la
impunidad. Yo no te denunciaré; pero tampoco puedo, porque no debo,
¿entiendes?, burlar a tus perseguidores si con justicia te persiguen,
ni librarte de la expiación a que el Señor, antes que los tribunales,
sin duda te sentencia. Yo no te entregaré a la justicia: mientras aquí
estés, te haré todo el bien que pueda. Si no te descubren, allá Dios y
tú.

—Bueno, señor, bueno —replicó la tarasca entre hondos suspiros—. Eso no
quita para que compre el vino donde le digo, porque es menos cristiano
allá que acá. Y si no tuviere bastante guita, busque en el bolsillo de
mi bata, donde debe de haber una peseta, y tres o cuatro perras. Cójalo
todo, que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por el
vino, tráigase una cajetilla para usted.

—¡Para mí! —exclamó el sacerdote con espanto—. ¡Si sabes que no
fumo!... Y aunque fumara... Guárdate tu dinero, que bien podrías
necesitarlo pronto.

—Pues el vicio del tabaco, ese nada más, bien lo podría tener, ¡mal
ajo! Vamos, que el no tener ningún vicio, ninguno, lo que se dice
ninguno, vicio también es. Pero no se enfade...

—No me enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la
distracción del espíritu son un nuevo mal que añades a los que ya
tienes sobre ti. Reconcentra tus pensamientos, infeliz mujer, pide el
favor de Dios y de la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo
mucho malo que has hecho, y en la posibilidad de la enmienda y del
perdón, si con fe y amor procuras una y otro. Aquí me tienes para
ayudarte, si piensas en cosas más serias que el escondite, la peseta,
el vino, y la cajetilla..., a no ser que esta la quieras para ti, y en
tal caso...

—No, no, señor..., yo no... —refunfuñó la moza—. Era que... Total, que
si quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto
sea de su cuenta...

—Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pediría... Ea, a
pensar en tu alma, en tu arrepentimiento. Repara que estás herida, que
yo no puedo curarte bien, que el Señor puede mandarte, a la hora menos
pensada, una gangrena, un tifus, o cualquier otra pestilencia. ¡Ah!,
nunca sería tanto como lo que mereces, ni tan grave como la podredumbre
que devora tu alma. En eso es en lo que tienes que pensar, Ándara
infeliz; que si en todo caso estamos a merced de la muerte, a ti ahora
te anda rondando, y como venga de súbito, que puede venir, y te coja
desprevenida, ya sabes a dónde vas a parar.

Ni mientras Nazarín hablaba, ni mucho después, dijo Ándara esta boca
es mía, demostrando con su silencio el vago temor que la exhortación
produjo en su alma. Pasado un largo rato, volvió a echar suspiros y
más suspiros, manifestando con voz quejumbrosa que si era preciso
morir, no tendría más remedio que conformarse. Pero bien podía suceder
que viviese, tomando algún alimento, un poco de vino, y aplicándoselo
también a las heridas. Y como llegase el caso, ella no dejaría de
procurarse todo el arrepentimiento posible, a fin de que el trance
final la cogiera en buena disposición y con mucho cristianismo en toda
su alma. Fuera de esto, si el padrito no se enfadaba, le diría que
ella no creía en el infierno. _Tripita_, que era persona muy leída,
y compraba todas las noches _La Correspondencia_, le había dicho que
eso del infierno y el purgatorio es papa, y también se lo había dicho
_Bálsamo_.

—¿Y quién es _Bálsamo_, hija mía?

—Pues uno que fue sacristán, y estudió para cura, y sabe todo el
canticio del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y
se puso a cantar por las calles con una guitarra, y de una canción muy
chusca que acababa siempre con el estribillo de _el bálsamo del amor_,
le vino y se le quedó para siempre el nombre de _Bálsamo_.

—Pues escoge entre la opinión del señor de _Bálsamo_ y la mía.

—No, no, padrito... Usted sabe más... ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo se va
a comparar...! Si ese de que le hablo es un perdido, más malo que la
sarna. Vive con una que la llamamos la _Camella_, alta y zancuda, mucho
hueso. Le viene este nombre de que antes, cuando pintaba algo, le
decían _la dama de las Camelias_.

—No quiero saber nada de _camellas_ ni _camelias_, ¿entiendes? Aleja
de tu mente la idea de todo ese personal inmundo, y piensa en sanar tu
alma, que no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo
aquí, en esta banqueta, apoyadito en la pared, espero el día, que ya
no ha de tardar en enviarnos sus primeros resplandores.

Durmiéranse o no, ello es que ambos callaron, y silenciosos permanecían
cuando penetraban por las rendijas de la ventana y de la clavada
puerta los primeros flechazos de la luz matutina. Aún tardaron un
ratito en iluminar toda aquella pobreza, y en diseñar los contornos de
los objetos, poniendo a cada uno su natural color. Ándara se durmió
profundamente al amanecer, y cuando despertó, bien entrado el día,
encontrose sola. Como notara ruido en la casa, entrar y salir de gente
en el patio, el barullo de los huéspedes, la voz tormentosa de la
_Chanfaina_ en la cocina, tuvo miedo. Aunque bien pudieran ser aquellos
rumores el movimiento común y ordinario de la casa, la infeliz no las
tenía todas consigo, y en su zozobra hizo propósito firme de permanecer
_achantadita_ en el flaco jergón, cuidando de no hacer ruido, de no
moverse, ni toser, ni respirar más que lo preciso para no ahogarse, a
fin de que ningún descuido suyo delatara su presencia en la casa del
sacerdote.

Más que el miedo para desvelarla, podía la extenuación para
adormecerla, y segunda vez cayó en un letargo pesadísimo, del cual
la sacó Nazarín, sacudiéndole la cabeza, para ofrecerle vino. ¡Ay,
con qué ansia lo tomó, y qué bien le supo! Después le aplicó a las
heridas el mismo medicamento que empleara para uso interno, y tanta fe
en esta terapéutica tenía la mujerona, sin duda por haber presenciado
ejemplos mil de su eficacia, que solo con aquella fe, a falta de otra,
se mejoró la condenada. La conciencia de su desamparo ante el peligro
le inspiraba mil precauciones ingeniosas, entre ellas el no hablar
con don Nazario más que por señas, para que ninguna voz suya llegase
a los oídos de la refistolera vecindad. Con visajes y garatusas se
dijeron todo cuanto tenían que decirse, y por cierto que pasó Ándara
grandes apuros para indicarle con tan imperfecto lenguaje algunas
cosas pertinentes al puchero que el buen curita pensaba poner. No hubo
más remedio que emplear la palabra, reduciéndola a un susurro apenas
perceptible; al fin se entendieron, Nazarín adquirió preciosas nociones
de arte culinario, y la enferma tomó un caldo, que no sería ciertamente
de mucha sustancia, mas para ella bueno estaba; y con unas sopas que
comió después se fue reponiendo y entrando en caja. Cumplidos estos
deberes de hospitalidad caritativa, Nazarín salió, dejando la casa
cerrada, y a la moza herida sin más compañía que la de sus alborotados
pensamientos, y la de algún ratón que, a la husma de las migas de pan,
andaba por debajo de la cama.



III


Todo el resto del día estuvo sola la buena pieza, pues el padrito no
se daba prisa por volver a su domicilio. Recelos y desconfianzas de
criminal acometieron, por la tarde, a la malaventurada mujer. «¡Si me
denunciará este buen señor! —se decía, no pudiendo pensar más que en
la anhelada impunidad—. No sé, no sé..., porque unos le tienen por
santo, y otros por un pillete muy largo, pero muy largo... No sabe una
a qué carta quedarse... ¡Contro! ¡Mal ajo! Pero no, no creo que me
denuncie... El cuento es que si me descubren y le preguntan si estoy
aquí, contestará que sí, porque él no miente ni aun por salvar a una
persona. ¡Vaya con la santidad! Si es cierto que hay infiernos con
mucha lumbre y tizonazos, allá debían ir los que dicen verdades que a
un pobre le cuestan la vida, o le zampan en la cárcel».

Por la tarde pasó un rato de horrible pavura oyendo la voz de la
_Chanfa_ junto a la ventana. Hablaba con otra mujer que, por el habla
gargajosa y carraspeante, parecía la _Camella_. ¡Y la _Camella_ era
tan mala, tan amiga de meter en todo las narices, y llevar y traer
cuentos! Después que picotearon bien, Estefanía llamó con los nudillos
en el cristal; pero como el padre no estaba allí para responderle,
se fueron las muy indinas. Otras personas, y algunos chicuelos de la
vecindad, llamaron también en el curso del día, cosa muy natural y que
no debía ser motivo de alarma, porque la pobretería de aquellos lugares
visitaba con frecuencia al que era amigo y consuelo de los pobres. Al
anochecer, ya no podía la mujerzuela con su congoja y susto, y anhelaba
que volviese el clérigo, para saber si podía contar o no con el sigilo
en aquella oscura reclusión. Los minutos se le hicieron horas; al fin,
cuando le vio entrar, ya cerca de anochecido, a punto estuvo de reñirle
por su tardanza, y si no lo hizo fue porque el gozo de verle le quitó
el enfado.

—Yo no tengo que darte a ti cuenta de dónde voy ni de dónde vengo, ni
en qué empleo mis horas —le dijo Nazarín, contestando a las primeras
preguntas impertinentes y oficiosas de la que bien podía llamarse su
protegida—. ¿Y qué tal? ¿Vamos bien? ¿Te duele menos la herida? ¿Vas
tomando fuerzas?

—Sí, hombre, sí... Pero el _canguelo_ no me deja vivir... A cada
instante me parece que entran para cogerme y llevarme a la cárcel.
¿Estaré segura? Dígamelo con verdad, a lo hombre, más que a lo santo.

—Ya sabes —repuso el sacerdote, desembarazándose del manteo y la
teja—, yo no te denuncio... Procura tú no hacer aquí nada por donde te
descubran..., y chitón, que anda gente por el corredor.

En efecto, llamó otra vez Estefanía, y abierta la ventana por Nazarín,
hablaron un ratito.

—Vaya que está hoy mi beato muy paseante en Corte —decía la amazona—.
¿Qué pasa? ¿Ha ido a bailarle el agua al obispo, como le aconsejé?
Como no adule, no le darán nada. ¿Y qué? ¿Hubo misa hoy? Bueno. Así,
aplicarse, ir a las parroquias con cara de poca vergüenza, darse
pisto... Verá cómo caen misas. Oiga, padrito, yo siento..., me parece
que sale por esta ventana un olor..., así como de esa perfumería
condenada que gastan las mujeronas... ¿Pero usted no huele? ¡Si es un
tufo que tira para atrás!... Claro, no es novedad. Como entran a verle
a usted personas de todas castas, y usted no distingue, ni sabe a quién
socorre...

—Eso será —replicó Nazarín sin inmutarse—. Entra aquí mucha y diversa
gente. Unos huelen y otros no.

—Y también me da olor a vinazo... ¿Se nos estará su reverencia echando
a perder?... Porque el de la misa no será.

—Lo del otro olor —dijo el clérigo con suprema sinceridad—, no lo
niego. Aroma o pestilencia, ello es que existe en mi casa. Yo lo
siento, y lo sentirá todo el que tenga olfato. Pero olor a vino no lo
noto, francamente, no noto nada, y esto no es decir que no lo haya
habido en casa hoy... Pudo haberlo; mas no huele, señora, no huele.

—Pues yo digo que trasciende... Pero no hay que disputar, porque no
tendrán la misma _trascendencia_ sus narices y las mías.

Ofreciole después comida la señora _Chanfa_, y él rehusó, limitándose a
recibir, tras repetidas instancias, un bollo de canela, y dos chorizos
de Salamanca. Con esto se acabó la conversación, y el horroroso susto
de la reclusa.

—Ya me barrunté yo —decía inconsolable, al sentir que se alejaba
la amazona— que esta _perfumación_ indecente de mi ropa me iba a
denunciar. La quemaría toda, si pudiera salir de aquí en camisa. Lo que
menos pensaba yo echándome esos olores, era que me habían de traer tal
perjuicio. Y es buena esencia, ¿verdad, padrito? ¿No le gusta a usted
olerla?

—A mí no. Solo me agrada el olor de las flores.

—A mí también. Pero van caras, y no puede una tenerlas más que de
vista, en los jardines. Pues, hace tiempo, tenía yo un amigo que me
llevaba muchas flores, de las mejores; solo que estaban algo sucias.

—¿De qué?

—De la porquería de las calles. Este amigo mío era barrendero, de los
que recogen las basuras todas las mañanas. Y a veces, por Carnaval o en
tiempo de baile, barría en la puerta de los teatros y casas grandes, y
con la escoba recogía muchas _camellas_.

—Camelias, se dice.

—Camelias, y hasta rosas. Lo ponía todo en un papel con mucho
cuidadito, y me lo llevaba.

—¡Qué fino!... ¿Dejarás al fin de pensar tonterías, y mirarás a lo
importante, a la purificación de tu alma?

—Todo lo que usted quiera, aunque me parece que de esta no expiro. Yo
tengo siete vidas como los gatos. Dos veces estuve en el _espital_ con
la sábana por la cara, creyendo todos que me iba, y volví, y me curé.

—No hay que fiar, señora mía, de la feliz circunstancia de haber
encapado una y otra vez. En toda ocasión la muerte es nuestra
inseparable compañera y amiga. En nosotros mismos la llevamos desde
el nacer, y los achaques, las miserias, la debilidad, y el continuo
sufrir son las caricias que nos hace dentro de nuestro ser. Y no sé
por qué ha de aterrarnos la imagen de ella cuando la vemos fuera de
nosotros, pues esa imagen en nosotros está de continuo. De seguro que
tú te espantas cuando ves una calavera, y más si ves un esqueleto...

—¡Ay, sí, qué miedo!

—Pues la calavera que tanto te asusta, ahí la llevas tú: es tu cabeza...

—Pero no será tan fea como las de los cementerios.

—Lo mismo; solo que está vestida de la carne.

—¿De modo, padrito, que yo soy mi calavera? ¿Y el esqueleto mío es
todos estos huesos, armados como los que vi yo una vez en el teatro, en
la función de los fantoches? ¿Y cuando yo bailo, baila mi esqueleto? ¿Y
cuando duermo, duerme mi esqueleto? ¡Mal ajo! ¿Y al morirme, cogen mi
esqueletito salado y lo tiran a la tierra?

—Exactamente, como cosa que ya no sirve para nada.

—Y cuando se muere una, ¿signe una sabiendo que se ha muerto, y
acordándose de que vivía? ¿Y en qué parte del cuerpo tiene una el alma?
¿En la cabeza o en el pecho? Cuando una se pelea con otra, digo yo, el
alma se sale a la boca y a las manos.

Contestole Nazarín, sobre esto del alma, en la forma más elemental y
comprensible para tan ruda inteligencia, y siguieron departiendo en
voz baja, a prima noche, después de cenar algo, sin cuidarse de la
vecindad que, por fortuna, de ellos tampoco se cuidaba. Ándara, por
causa sin duda de la forzada quietud que le excitaba la imaginación,
todo quería saberlo, demostrando una curiosidad hasta cierto punto
científica, que el buen eclesiástico satisfacía en unos casos y en
otros. Anhelaba saber cómo es esto de _nacer una_, y cómo salen
los pollos de un huevo igualitos al gallo y a la gallina..., en
qué consiste que el número trece es muy malo, y por qué causa trae
buena sombra el recoger una herradura en mitad de un camino... Cosa
inexplicable era para ella la salida del sol todos los días, y que
las horas fueran siempre iguales, y el tamaño de los días de un año,
en cada estación, igual a los días de los otros años... ¿Dónde se
metían los ángeles de la guardia cuando _una es niña_, y qué razón hay
para que las golondrinas se larguen en invierno y vuelvan en verano,
y acierten con el mismo nido?... También es muy raro que el número
dos traiga siempre buena suerte, y que la traiga mala el tener dos
velas encendidas en las habitaciones... ¿Por qué tienen tanto talento
los ratones, siendo tan chicos, y a un toro, que es tan grande, se le
engaña con un pedazo de trapo?... Y las pulgas y otros bichos pequeños,
¿tienen su alma a su modo?... ¿Por qué la luna crece y mengua, y qué
razón hay para que cuando _una_ va por la calle y encuentra a una
persona parecida a otra, al poco rato encuentre a la otra?... También
es cosa muy rara que el corazón le diga a _una_ lo que va a pasar,
y que cuando las mujeres embarazadas tienen antojo de una cosa,
verbigracia, de berenjenas, salga luego el crío con una berenjena en
la nariz. Tampoco entendía ella por qué las almas del purgatorio salen
cuando se les da a los curas unas perras para responsos, y por qué el
jabón quita la porquería, y por qué el martes es día tan malo que no se
puede hacer nada en él.

Fácilmente contestaba Nazarín a no pocas de sus dudas, pero otras no
se las podía satisfacer, y las proposiciones que pertenecían al orden
de la superstición estúpida, se las negaba rotundamente, exhortándole
a echar de su mente ideas tan desatinadas. Con esto pasaron la velada,
y una noche tranquila y sin ningún accidente permitió a la enferma
reparar sus fuerzas. De este modo transcurrieron tres días, cuatro;
Ándara restableciéndose rápidamente de sus heridas y cobrando fuerzas,
el buen don Nazario saliendo todas las mañanas a decir su misita, y
regresando tarde a casa, sin que ningún suceso alterase esta monotonía,
ni se descubriera el escondite de la mala mujer. Aunque esta se creía
segura, no se descuidaba en sus minuciosas precauciones para que no
llegara al exterior de la casa rumor ni indicio alguno de su presencia.
A los tres días, abandonó el ocioso jergón; mas no se atrevía a salir
de la alcoba, y como sintiera voces, contenía temblando la respiración.
Pero no quiso la voluble suerte favorecerla más tiempo, y al quinto día
fueron inútiles ya todas las cautelas, y la infame se vio en peligro
inminente de caer en poder de la justicia.

Al anochecer, se llegó la Estefanía a la ventana, y llamando al
padrito, que acababa de entrar, le dijo:

—Eh, so babieca, que ya no valen pamplinas, que ya se sabe todo, y
quién es la mala rata que esconde usted en su madriguera. Ábrame la
puerta por allá, que quiero entrar y hablarle, sin que se enteren los
vecinos.



IV


Ándara, que tal oyera, se quedó más blanca que la pared, lo cual en
verdad no era extremada blancura, y ya se consideró en la Galera, con
grillos en los pies y esposas en las manos. Daba diente con diente
cuando sintió entrar a la _Chanfaina_, que se metió de rondón en la
alcoba diciendo:

—Se acabaron las pamemas. Mira, tú, trasto, desde el primer día entendí
que estabas aquí. Te saqué por el olor. Pero no quise decir nada,
no por ti, sino por no comprometer al padrico, que se mete en estos
fregados con buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan
los dos que si no hacen lo que voy a decirles, están perdidos.

—¿Se murió la _Tiñosa_? —le preguntó Ándara, aguijoneada por la
curiosidad, más poderosa en aquel instante que el miedo.

—No se ha muerto. En el _espital_ la tienes de _interfezta_, y según
dicen, no comerá la tierra por esta vez. Pues si se muriera, tú no
te escapabas de ponerte el corbatín. Conque... ya sales de aquí
_espirando_. Vete a donde quieras, que de esta noche no pasa que venga
aquí el excelentísimo Juzgado.

—¿Pero quién...?

—¡Ay qué tonta! ¡La _Camella_ tiene un olfato...! La otra noche vino a
esta ventana, y pegaba las narices al quicio como los perros ratoneros
cuando rastrean el ratón. _Golía, golía_, y sus resoplidos se oían
desde el portal. Pues ella y otras te han descubierto, y ya no hay
escape. Lárgate pronto de aquí, y escóndete donde puedas.

—Ahora mismo —dijo Ándara, envolviéndose en su mantón.

—No, no —agregó la _Chanfa_, quitándoselo—. Voy a darte uno mío, el más
viejo, para que te disfraces mejor. Y también te daré una bata vieja.
Aquí dejas toda la ropa manchada de sangre, que yo la esconderé... Y
que _coste_ que esto no lo hago por ti, feróstica, sino por el padruco,
que está en el compromiso de que le tengan o no le tengan por un peine
como tú. Que la justicia es muy perra, y en todo ha de meter el hocico.
Ahora, este _serófico_ tiene que hacer lo que yo le diga, si no, le
empapelan también, y que vengan los angelitos a librarle de ir a la
cárcel.

—¿Qué tengo yo que hacer?, sepámoslo —preguntó el sacerdote, que si al
principio parecía sereno, luego se le vio un tanto pensativo.

—Pues usted negar, negar y negar siempre. Esta pájara se va de aquí, y
se esconde donde puede. Se quita todo, _solutamente_ todo el rastro
de ella: yo limpiaré la salita, lavaré los baldosines, y usted, señor
Nazarillo de mis pecados, cuando vengan los de la justicia, dice a
todo que no, y que aquí no ha estado ella, y que es mentira. Y que lo
prueben, ¡contro!, que lo prueben.

El curita callaba; mas la diabólica Ándara apoyó con calor las
enérgicas razones de Estefanía.

—Es una gaita —prosiguió esta— que no se pueda quitar el condenado
olor... ¿Pero cómo lo quitamos...? ¡Ah, mala sangre, hija de la gran
loba, pelleja maldita! ¿Por qué en vez de traerte acá este _pachulí_
que trasciende a demonios, no te trajiste toda la perfumería de los
estercoleros de Madrid, grandísima puerca?

Acordada la _najencia_ de Ándara, la hombruna patrona, que era toda
actividad en los momentos de apuro, trajo sin tardanza las ropas que
la criminal debía ponerse en sustitución de las ensangrentadas, para
favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de mejor escondite.

—¿Vendrán pronto? —preguntó a la _Chanfa_, con resolución de acelerar
su partida.

—Aún tenemos tiempo de arreglar esto —replicó la otra—, porque ahora
van con la denuncia, y lo menos hasta las diez o diez y media no
llegarán aquí los _caifases_. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al
tanto de todos estos líos de justicia, y sabe cuándo les pica una pulga
a los señores de las Salesas. Tenemos tiempo de lavar y de quitar hasta
el último rastro de esta sinvergonzona... Y usted, señor _san Cándido_,
ahora no sirve aquí más que de estorbo. Váyase a dar un paseo.

—No, si yo tengo que salir a un asunto —dijo don Nazario poniéndose la
teja—. Me ha citado el señor Rubín, el de San Cayetano, después de la
novena.

—Pues aire... Traeremos un cubo de agua... Y tú, mira bien por todos
lados, no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u
otra cualisquiera inmundicia de tu persona, cintajo, cigarrillo... No
es mal compromiso el que le cae a este bendito por tu causa... Ea,
rico, don Nazarín, a la calle. Nosotras arreglaremos esto.

Fuese el clérigo, y las dos mujeronas se quedaron trajinando.

—Busca bien, revuelve todo el jergón, a ver si dejas algo —decía la
_Chanfa_.

Y la otra:

—Mira, Estefa, yo tengo la culpa, yo soy la causante..., y pues el
padrico me amparó, no quiero yo que por mí, y por este arrastrado
perfume, le digan el día de mañana que si tal o cual... Pues yo la
hice, yo trabajaré aquí hasta que no quede la menor _trascendencia_
del olor que gasto... Y ya que tenemos tiempo..., ¿dices que a las
diez?..., vete a tus quehaceres, y déjame sola. Verás cómo lo pongo
todo como la plata...

—Bueno, yo tengo que dar de cenar a los mieleros y a los cuatro tíos
esos de Villaviciosa... Te traeré el agua, y tú...

—No te molestes, mujer. ¿Pues no puedo yo misma traer el agua de la
fuente de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo mi mantón por la cabeza
y ¿quién me va a conocer?

—Ello es verdad: vete tú, y yo a mi cocina. Volveré dentro de media
hora. La llave de la casa está en la puerta.

—Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y traigo el agua
de Dios en menos que canta un gallo... Y otra cosa: ahora que me
acuerdo..., dame una peseta.

—¿Para qué la quieres, arrastrada?

—¿La tienes o no? Dámela, préstamela, que ya sabes que cumplo. La
quiero para echar un trago, y comprarme una cajetilla. ¿Miento yo
alguna vez?

—Alguna vez no; siempre. Vaya, toma la jeringada peseta, y no se hable
más. Ya sabes lo que tienes que hacer. Al avío. Me voy. Espérame aquí.

Salió la terrible amazona, y tras ella, con dos minutos de diferencia,
la otra tarasca, después de juntar con su peseta la que le diera su
amiga, y de coger en la cocina una botella, y una zafra no muy grande.
La calle estaba oscura como boca de lobo. Desapareció en las tinieblas,
y cruzando a la calle de Santa Ana, al poco rato volvió con los mismos
cacharros agazapados entre los pliegues de su mantón. Con presteza de
ardilla subió la angosta escalera y se metió en la casa.

En poquísimo tiempo, que seguramente no pasaría de siete u ocho
minutos, entró Ándara en un cuartucho próximo a la cocina, sacó un
montón de paja de maíz de un colchón deshecho, lo llevó todo a la
alcoba, envuelto en la misma tela del jergón, y extendiolo debajo de
la cama, derramando encima todo el petróleo que había traído en la
botella y en la zafrilla. Aún le parecía poco, y rasgando de arriba
abajo con un cuchillo el otro colchón, también de maíz, en cuyas
blanduras había dormido algunas noches, acumuló paja sobre paja; y
para mayor seguridad, puso encima la tela de ambos colchones, y cuanto
trapo encontró a mano, y sobre la cama la banqueta, y hasta el sofá de
Vitoria. Formada la pira, sacó su caja de mixtos, y ¡zas!... Como la
pura pólvora, ¡contro! Abierta la ventana, para que entrara la onda de
aire, esperó un instante contemplando su obra, y no se puso en salvo
hasta que el espeso humo que del montón de combustible salía le impidió
respirar. Tras de la puerta, en el peldaño más alto de la escalerilla,
observó un rato cómo crecía con furor la llama, cómo bufaba el aire
entre ella, cómo se llenaba de humazo negro la vivienda del buen
Nazarín, y bajó escapada y escabullose por el portal más pronta que la
vista, diciendo para su mantón: «¡Que busquen ahora el olor..., mal
ajo!»

Por el cerrillo del Rastro bajó a la calle del Carnero, después a la
del Mira el Río, y parose allí mirando al sitio donde, a su parecer,
entre los tejados, caía el mesón de la _Chanfaina_. No tenía sosiego
hasta no ver la columna de humo, que anunciarle debía el éxito de su
ensayo de fumigación. Si no subía pronto el humo, señal era de que
los vecinos sofocaban el fuego... Pero no: ¡cualquiera apagaba aquel
infiernito que armara ella en menos de un credo! Intranquila estuvo
como unos diez minutos, mirando para el cielo, y pensando que si la
lumbre no prendía bien, su hazaña, lejos de ser salvadora y decisiva,
la comprometía más. Por todo pasaba, aun por ir ella a pudrirse en la
Galera; pero no consentía que acusaran al divino Nazarín de cosas
falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con una mujer
mala... Por fin, ¡bendito Dios!, vio salir por encima de los tejados
una columna de humo negro, más negro que el alma de Judas, y a los
cielos subía retorciéndose con tremendas espirales, y creeríase que la
humareda hablaba, y que decía al par de ella: «¡Que descubran ahora el
olor!... ¡Que aplique la _Camella_ sus narices de perra pachona!...
Anda, ¿no queríais tufo, señores Caifases de la _incuria_?... Pues ya
no huele más que a cuerno quemado..., ¡contro!, y el guapo que ahora
quiera descubrir el olor..., que meta las uñas en el rescoldo..., y
verá... que le _ajuma_».

Alejose más, y desde lo bajo de la Arganzuela vio llamas. Todo el grupo
de tejados aparecía con una cresta de claridad rojiza, que la tarasca
contempló con salvaje orgullo. «Puede una ser una birria, pero tiene
conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es
malo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una _jediondez_ de
la ropa que una se pone... No..., la conciencia es lo primero. ¡Arda
Troya!... Estate tranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco
pierdes, y otra ratonera no te ha de faltar».

El incendio tomaba formidables proporciones. Vio Ándara que hacia
allá corría presurosa la gente, oyó campanas. Pudo llegar a creer, en
el desvarío de su imaginación, que las tocaba ella misma. Tan, tarán,
tan...

—¡Qué burra es esa _Chanfaina_! ¡Creer que lavando se quita el aire
malo! No, ¡contro!, eso no va con agua, como el otro que dijo... ¡El
aire malo se lava con fuego, sí, ¡mal ajo!, con fuego!



V


Al cuarto de hora de salir la diabólica mujer de la vivienda de don
Nazario, ya era esta un horno, y las llamas se paseaban por el recinto
estrecho devorando cuanto encontraban. Acudieron aterrados los vecinos:
pero antes de que trajeran los primeros cubos de agua, providencia
elemental contra incendios leves, ya por la ventana salía una bocanada
de fuego y humo que no dejaba acercarse a ningún cristiano. Corrían
los inquilinos de aquí para allá, y subían y bajaban sin saber qué
partido tomar; las mujeres chillaban, los hombres maldecían. Hubo un
momento en que las llamas parecieron extinguirse o achicarse dentro
de la estancia, y algunos se aventuraron a entrar por la escalerilla
del portal, y otros derramaron cántaros de agua por la ventana del
corredor. Con una buena bomba, bien cebada de agua, habríase cortado el
incendio en aquel instante; pero mientras llegaba el socorro de bombas
y bomberos, tiempo había para arder toda la casa, y achicharrarse en
ella sus habitantes, si no se daban prisa a ponerse en salvo. A la
media hora, vieron que salían velloncitos de humo por entre las tejas
(el piso era principal y sotabanco, todo en una pieza), y ya no quedó
duda de que se había extendido el fuego solapadamente a las vigas
altas. ¿Y las bombas? ¡Ay Dios mío! Cuando llegó la primera, ya ardía
como zarzal reseco la desvencijada techumbre, y el corredor, y el ala
norte del patio. Creyérase que toda aquella construcción era yesca
salpimentada de pólvora; el fuego se cebaba en ella famélico y brutal,
la devoraba; ardían las maderas apolilladas, el yeso mismo y hasta el
ladrillo, pues todo se hallaba podrido y deshecho, con una costra de
mugre secular. Ardían con gana, con furor: la combustión era un júbilo
del aire, que daba en obsequio de sí mismo función de pirotecnia.

No hay para qué describir el pánico horrible del indigente vecindario.
Ante la formidable intensidad y extensión de la quema, debía creerse
que pronto el edificio entero ardería por los cuatro costados sin que
se salvara ni una astilla. Apagar tal infierno era imposible, ni
aunque vomitaran agua sobre él todas las mangas del orbe católico. A
las diez y media, nadie pensaba más que en salvar la pelleja, y los
pocos trastos que componían el mueblaje de las viviendas míseras.
Viéronse, pues, salir de estampía de los corredores al patio, y de este
a la calle, hombres, mujeres y chiquillos, y escaparon, también los
gitanescos burros, los gatos y perros, y hasta las ratas que, entre el
viguetaje y en agujeros de arriba y abajo, tenían sus guaridas.

Y pronto se llenó la calle de catres, cofres, cómodas y trebejos mil,
como el aire de un clamor de miseria y desesperación, al cual se unía
el fragoroso aventeo de las llamas para formar un conjunto siniestro.
Cuidábanse exclusivamente vecinos y auxiliares de salvar trastos y
personas, entre las cuales había algunos impedidos, cojos y ciegos. A
excepción de uno de estos, que salió con las barbas chamuscadas, el
salvamento se verificó sin ningún detrimento en las vidas humanas.
Desaparecieron, sí, bastantes aves, más bien que por muerte, por haber
variado de dueño en aquellos apuros, y alguno de los asnos fue a parar,
de la primera carrera, a la calle de los Estudios. A última hora
trabajaron los bomberos para impedir que el incendio saltara a las
casas inmediatas, y conseguido esto, aquí paz y después gloria.

No hay para qué decir que la _Chanfaina_, desde que recibió en sus
narizotas el tufo de la quemazón, no pensó más que en poner en salvo
su ajuar, que con no valer en sí más que para leña, era lo mejor de
la casa. Ayudada de los mieleros y de otros huéspedes diligentes, fue
sacando _sus cosas_, y puso bazar de ellas en la calle. Sus manos
y pies no descansaban un momento, ni tampoco su agresiva lengua,
que rociaba de palabras bárbaras y sucias a todo el gentío, y a los
bomberos y al fuego mismo. El reflejo de las llamaradas enrojecía su
rostro, tanto como el hervor de su condenada sangre.

Y he aquí que cuando ya tuvo todos sus chismes en la calle, menos una
parte de la batería de cocina que no pudo salvar, y se ocupaba en
custodiarlos y defenderlos de la pillería, se le puso delante el padre
Nazarín, tan fresco, Señor, pero tan fresco, como si nada hubiera
pasado, y con acento angelical le dijo:

—¿Conque es cierto que nos hemos quedado sin albergue, señora _Chanfa_?

—Sí, pavito de Dios, ¡mala centella nos parta a todos!... ¡Y con qué
desahogo lo dice!... Claro, como usted nada tenía que perder, y
Dios le ha hecho el favor de consumirle sus miserias, no repara en
los pudientes, que tenemos que sacar los trastos a la calle. Pues
esta noche dormirá usted al raso, como un caballero. ¿Qué me dice de
esta chamusquina espantosa? ¿No sabe que empezó por su casa, como si
mismamente hubiera reventado un polvorín?... A mí que no me digan: esto
no ha sido natural. Esto ha sido función artificial, sí señor, un fuego
que..., vamos..., no quiero decirlo. La suerte es que el amo de la
finca se alegrará, porque todo ello no valía dos ochavos, y el seguro
algo le ha de pagar, que si no, de esta _catastrofa_ se había de hablar
mucho en los papeles, y alguien lo había de sentir, alguno que me callo
por no comprometer.

Encogiose de hombros el buen don Nazario, sin mostrar aflicción ni
desconsuelo por la pérdida de su menguada propiedad, y terciándose el
manteo, se puso a disposición de los vecinos para ayudarles a ordenar
los cachivaches, y a moverlos de un lado para otro. Trabajando estuvo
hasta muy avanzada la noche, y al fin, rendido y sin fuerzas, aceptó
la hospitalidad que le ofreció en la próxima calle de las Maldonadas
un sacerdote joven, amigo suyo, que acertó a pasar por el _lugar del
siniestro_, y a verle en faenas tan impropias, y así se lo dijo, de un
ministro del altar.

Cinco días pasó en la casa y compañía de su amigo, en la placidez
ociosa de quien no tiene que cavilar por las materialidades de la
existencia; contento en su libre pobreza; aceptando sin violencia lo
que le daban, y no pidiendo cosa alguna; sintiendo huir de su vida las
necesidades y los apetitos; no deseando nada terrenal ni echando de
menos lo que a tantos inquieta; con la ropa puesta por toda propiedad,
y un breviario que le regaló su amigo. Hallábase en las puras glorias,
con todo aquel descuido del vivir asentado sobre el cimiento de su
conciencia pura como el diamante, sin acordarse de su destruido
albergue, ni de Ándara ni de Estefanía, ni de cosa alguna que con
tal gente y casa se relacionara, cuando una mañanita lo llamaren del
juzgado a declarar en causa que se formaba a una mujer de mal vivir,
llamada Ana de Ara, y tal y qué sé yo.

«Vamos —se dijo cogiendo manteo y teja, dispuesto a cumplir sin
tardanza el mandato judicial—, ya pareció aquello. ¿Qué habrá sido de
la tal Ándara? ¿La habrán cogido? Allá voy yo a decir todita la verdad
en lo que me atañe, sin meterme en lo que no me consta, ni tiene nada
que ver con la hospitalidad que di a esa desgraciada mujer».

Por cierto que su amigo, a quien informó del caso en breves palabras,
no puso buena cara cuando le oía, ni dejó de mostrarse un tanto
pesimista en la apreciación de la marcha y consecuencias de aquel
feo negocio. No por esto entró en recelo Nazarín, y se fue a ver al
representante de la justicia, que lo recibió muy fino, y le tomó
declaración con todos los miramientos que al estado eclesiástico del
declarante correspondían. Incapaz de decir, en asunto grave ni leve,
cosa ninguna contraria a la verdad, norma de su conciencia; resuelto
a ser veraz no solo por obligación, como cristiano y sacerdote, sino
por el inefable gozo que en ello sentía, refirió puntualmente al
juez lo sucedido, y a cuantas preguntas se le hicieron dio respuesta
categórica, firmando su declaración y quedándose después de ella tan
tranquilo. Acerca del crimen de Ándara, hecho en el cual no había
intervenido, se expresó con generosa reserva, sin acusar ni defender a
nadie, añadiendo que nada sabía del paradero de la mala mujer, la cual
debió salir de su escondite la misma noche del incendio.

Retirose del juzgado muy satisfecho, sin reparar, tan abstraído estaba
mirando a su conciencia, que el juez no lo había tratado, después de la
declaración, tan benévolamente como antes de ella, que lo miraba con
lástima, con desdén, con prevención quizás... Poco le habría importado
esto, aun habiéndolo advertido. En casa de su amigo, este renovó sus
comentarios pesimistas acerca del amparo dado a la bribona, insistiendo
en que el vulgo y la curia no verían en don Nazario al hombre abrasado
en fuego de caridad, sino al amparador de criminales, por lo cual
convenía tomar precauciones contra el escándalo, o ver de sortearlo
cuando viniese. Con estas cosas, el dichoso cleriguito no le dejaba
vivir en paz. Era hombre entrometido y oficioso, con muchas y buenas
relaciones en Madrid, y de una actividad lamentable cuando tomaba de
su cuenta un asunto que no le incumbía. Se avistó con el juez, y por
la noche tuvo la indecible satisfacción de espetar a don Nazario el
siguiente discurso:

—Mire usted, compañero, cuanto más amigos más claros. A usted se
le pasea el alma por el cuerpo, y no ve el peligro que se _cierne_
a su alrededor..., se cierne, sí señor. Pues el juez, que es todo
un caballero, lo primero que me preguntó fue si usted está loco.
Respondile que no sabía... No me atreví a negarlo, pues siendo usted
cuerdo, resulta más inexplicable su conducta. ¿En qué demonios
pensaba usted al recibir en su domicilio a una pelandusca semejante,
a una criminal, a una...? ¡Por Dios, don Nazario! ¿Sabe usted de
qué le acusan los que llevaron el cuento al juez? Pues de que usted
sostenía relaciones escandalosas, vitandas y deshonestas con esa
y otras _ejusdem furfuris_. ¡Qué bochorno, amigo querido! Bien sé
que es mentira. ¡Si nos conocemos!... Usted es incapaz... Y si se
dejara tentar del demonio de la concupiscencia, lo haría sin duda
con _féminas_ de mejor pelaje... ¡Si estamos conformes..., si yo doy
de barato que todo es calumnia!... ¿Pero usted sabe la que le viene
encima? Fácil es a sus calumniadores deshonrarle; difícil, dificilísimo
le será a usted destruir el error; que la maledicencia encuentra calor
en todos los corazones, transmisión en todas las bocas, mientras que la
justificación nadie la cree, nadie la propaga. El mundo es muy malo, la
humanidad inicua, traidora, y no hace más que pedir eternamente que le
suelten a Barrabás, y que crucifiquen a Jesús... Y otra cosa tengo que
decirle: también quieren complicarle en el incendio.

—¡En el incendio!... ¡Yo! —exclamó don Nazario más sorprendido que
aterrado.

—Sí señor, dicen que ese infernal basilisco fue quien prendió fuego a
la casa de usted, el cual fuego, por las leyes de la física, se propagó
a todo el edificio. Yo bien sé que usted es inocente de este como de
los otros desafueros; pero prepárese para que le traigan y le lleven de
Herodes a Pilatos, tomándole declaraciones, complicándole en asuntos
viles, cuya sola mención pone los pelos de punta.

En efecto, a él, con solo decirlo, parecía que se le erizaba el cabello
de terror y vergüenza, mientras que el otro, oyendo tan fatídicos
augurios, se mostraba sereno.

—Y finalmente, mi querido Nazario, ya sabe que somos amigos, _ex toto
corde_, que le tengo a usted por hombre impecable, por hombre puro,
_pulcherrimo viro_. Pero vive usted en pleno limbo, y esto, no solo
le perjudica a usted, sino a los amigos con quienes tiene relación
tan íntima como es el vivir bajo un mismo techo. No es esto echarle,
compañero; pero yo no vivo solo. Mi señora madre, que le aprecia a
usted mucho, no tiene tranquilidad desde que se ha enterado de estos
trotes judiciales en que anda metido nuestro huésped. Y no crea que
ella y yo solos lo sabemos. Anoche se habló latamente de esto en la
tertulia de Manolita, la hermana del señor provisor del Obispado. Unas
le acusaban, otras le defendían a usted. Pero lo que dice mamá: «Basta
que suenen las hablillas, aun siendo injustas, para que no podamos
tener a ese bendito en casa...».



VI


—No diga usted más, compañero —replicó don Nazario en el reposado
tono que usaba siempre—. De todos modos pensaba yo marcharme de hoy a
mañana. No me gusta ser gravoso a los amigos, ni he pensado en abusar
de la hidalga hospitalidad que usted y su señora madre, la bonísima
doña María de la Concordia, me han dado. Ahora mismo me voy... ¿Qué
más tiene usted que decirme? ¿Me pregunta que cuál es mi contestación
a las viles calumnias? Pues ya debe usted suponerla, amigo y compañero
mío. Contesto que Cristo nos enseñó a padecer, y que la mejor prueba de
aplicación de los que aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calma
y hasta con gozo el sufrimiento que por los varios caminos de la maldad
humana nos viniere. No tengo nada más que decir.

Como era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre
su mismo cuerpo, a los cinco minutos de oír el discurso, despidiose
del cleriguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle,
encaminando sus pasos hacia la de Calatrava, donde tenía unos amigos,
que seguramente le darían hospitalidad por pocos días. Eran marido y
mujer, ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de
alpargatas, cordelería, bagazo de aceitunas, arreos de mulas, tapones
de corcho, varas de fresno, y algo de cacharrería. Recibiéronle como
él esperaba, y le aposentaron en un cuarto estrecho, en el fondo del
patio, arreglándole una regular cama, entre rimeros de albardas,
collarines y rollos de sogas... Era gente pobre, y suplía el lujo con
la buena voluntad.

En tres semanas largas que allí vivió el angélico Nazarín, ocurrieron
sucesos tan desgraciados, y se acumularon sobre su cabeza con tanta
rapidez las calamidades, como si Dios quisiera someterle a prueba
decisiva. Por de pronto, no había misas para él en ninguna parroquia.
En todas se le recibía mal, con desdeñosa lástima, y aunque jamás
pronunció palabra inconveniente, hubo de oírlas ásperas y crueles en
esta y la otra sacristía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder,
ni él las pedía tampoco. De todo ello resultó una vida imposible para
el pobre curita, pues habiendo concertado con _los Peludos_ (que así se
llamaban sus amigos de la calle de Calatrava) abonarles un tanto diario
por hospedaje, no podía de ninguna manera satisfacerles. Últimamente
renunció a más correrías por iglesias y oratorios, buscando misas, que
ya no existían para él, y se encerró en su oscura morada, pasando día
y noche en meditaciones y tristezas.

Visitole un día un clérigo viejo, amigo suyo, empleado en la Vicaría,
el cual se condolió de su mísera suerte, y por la tarde le llevó
una muda de ropa. Díjole el tal que no le convenía en modo alguno
achicarse, sino dirigirse resueltamente al provisor, y relatarle con
leal franqueza sus cuitas y el motivo de ellas, procurando recobrar el
concepto perdido por su indolencia y la maldad de gentecillas infames
que no lo querían bien. Añadió que ya estaba extendido el oficio
retirándole las licencias, y llamándole a la oficina episcopal para
imponerle correctivo, si de sus declaraciones resultaba motivo de
corrección. Tantos y tantos golpes abatieron un poco el ánimo valiente
de aquel hombre tan apocado en apariencia, y en su interior tan bien
robustecido de cristianas virtudes. No volvió a recibir la visita del
clérigo anciano, y su residencia oscura se rodeaba de una soledad
melancólica, y de un lúgubre quietismo. Pero la tétrica soledad fue
el ambiente en que resurgió su grande espíritu con pujantes bríos,
decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los hechos
humanos, y determinando en su voluntad la querencia de mejor vida,
conforme a inveterados anhelos de su alma.

No salía ya de su oscura madriguera sino al amanecer, y se encaminaba
por la Puerta de Toledo, ávido de ver y gozar los campos de Dios,
de contemplar el cielo, de oír el canto matutino de las graciosas
avecillas, de respirar el fresco ambiente y recrear sus ojos en el
verdor risueño de árboles y praderas, que por abril y mayo, aun en
Madrid, encantan y embelesan la vista. Se alejaba, se alejaba, buscando
más campo, más horizonte, y echándose en brazos de la naturaleza,
desde cuyo regazo podía ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán hermosa la
naturaleza, cuán fea la humanidad!... Sus paseos matinales, andando
aquí, sentándose allá, lo confirmaron plenamente en la idea de que
Dios, hablando a su espíritu, le ordenaba el abandono de todo interés
mundano, la adopción de la pobreza, y el romper abiertamente con
cuantos artificios constituyen lo que llamamos civilización. Su
anhelo de semejante vida era de tal modo irresistible que no podía
vencerlo más. Vivir en la naturaleza, lejos de las ciudades opulentas
y corrompidas, ¡qué encanto! Solo así creía obedecer el mandato divino
que en su alma se manifestaba continuamente; solo así llegaría a toda
la purificación posible dentro de lo humano, y a realizar los bienes
eternos, y a practicar la caridad en la forma que ambicionaba con
tanto ardor.

De vuelta a su casa, ya entrado el día, ¡qué tristeza, qué hastío, y
cómo se le desvirtuaba su idea con las contingencias de la realidad!
Porque él, de buen grado, renunciando a todas las ventajas materiales
de su profesión eclesiástica, dejaría de ser gravoso a los infelices y
honrados _Peludos_, y ya por la limosna, ya por el trabajo, se buscaría
su pan. ¿Pero cómo intentar ni el trabajo ni la mendicidad con aquellas
ropas de cura, que lo denunciarían por loco o malvado? De esta idea le
vino la aversión del traje, de las horribles e incómodas ropas negras,
que habría cambiado gustoso por un hábito del más grosero tejido. Y
un día, encontrándose con su calzado lleno de roturas, y sin recursos
para mandar que se lo remendaran, imaginó que la mejor y más barata
compostura de botas era no usarlas. Decidido a ensayar el sistema,
se pasó todo el día descalzo, andando por el patio sobre guijarros
y humedades, porque llovió abundantemente. Satisfecho quedó; pero
considerando que a la descalcez, como a todo, hay que acostumbrarse,
hizo propósito de darse la misma lección un día y otro, hasta llegar
a la completa invención del calzado permanente, que era uno de sus
ideales de vida, en el orden positivo.

Una mañana que salió, poco después del alba, a su excursión por las
afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar como
a un kilómetro más allá del puente, caminito de los Carabancheles,
vio que hacia él se llegaba un hombre muy malcarado, flaco de cuerpo,
cetrino de rostro, condecorado con más de una cicatriz, vestido
pobremente, y con todas las trazas de matutero, chalán o cosa tal. Y
respetuosamente, así como suena, con un respeto que Nazarín ni como
hombre ni como sacerdote acostumbraba ver en los que a su persona se
dirigían, aquel desagradable sujeto le endilgó lo siguiente:

—Señor, ¿usted no me conoce?

—No señor..., no tengo el gusto...

—Yo soy el que llaman Paco Pardo, el hijo de la _Canóniga_, ¿sabe?

—Muy señor mío...

—Y vivimos en aquella casa, que se ve más acá del propio cementerio...
Pues allí está la Ándara. Le hemos visto a su reverencia varias mañanas
sentadico en esta piedra, y Ándara dijo, dice, que le da vergüenza
de venir a hablarle... Pues hoy me _ensalzó_ a que viniera yo... con
respeto, y vea cómo vengo y... con respeto le digo que dice Ándara que
le lavará a usted toda la ropa que tenga..., porque si no es por su
reverencia estaría en el convento de monjas de la calle de Quiñones,
alias la _Galera_... Y más le digo... con respeto. Que como mi hermana
trae de Madrid basuras y desperdicios, y otras cosas _sustanciales_,
con lo que criamos cerdos y gallinas, y de ello vivimos todos, es el
caso que hace dos días..., digo mal, tres, trajo una teja de cura
eclesiástico, que le dieron en una casa... La cual, es a saber, la
teja, aunque de procedencia de un difunto, está más nueva que el sol, y
Ándara dijo que si usted la quería usar, no tenga _escrófulo_, y se la
llevaré a donde me mande... con respeto...

—Inocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tejas ni tejados?
—replicó el clérigo con energía—. Guardaos la prenda para quien la
quiera, o usadla para algún espantajo, si tenéis allí, como parece,
sembrado de hortaliza, guisantes, o cosa que queráis defender de los
pajarillos..., y basta. Muchas gracias. A más ver... ¡Ah!, y lo de
lavarme la ropa, se estima —esto lo decía ya retirándose—; pero no
tengo ropa que lavar, a Dios gracias..., pues la muda que me quité
cuando me dieron la que llevo puesta..., ¿te enteras?, la lavé yo mismo
en un charco del patio, y créete que quedó que ni pintada. Yo mismo la
tendí de unas sogas, pues allí de todo se carece menos de sogas...
Conque..., adiós...

Y de vuelta a su casa, empleó todo el día en el ejercicio de andar
descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desembarazo y
alegría. Por la noche, cenando unas acelgas fritas y un poco de pan y
queso, habló con sus buenos amigos y protectores de la imposibilidad
de pagar su cuenta, como no le designaran alguna ocupación u oficio en
que pudiera ganar algo, aunque fuese de los más bajos y miserables.
Escandalizose el _Peludo_ de oírle tal despropósito.

—¡Un señor eclesiástico! ¡Dios nos libre!... ¡Qué diría la _sociedaz_,
qué el santo cleriguicio!...

La señora _Peluda_ no tomó por lo sentimental los planes de su huésped,
y como mujer práctica, manifestó que el trabajo no deshonra a nadie,
pues el mismo Dios _trabajó_ para fabricar el mundo, y que ella sabía
que en la Estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera
al acarreo de carbón. Si el curita manso quería ahorcar los hábitos
para ganarse honradamente una santa peseta, ella le procuraría una
_casa_ donde pagaban con largueza el lavado de tripas de carnero.
Uno y otro, plenamente convencidos ya de la miseria que abrumaba
al desdichado sacerdote, y viendo en él un alma de Dios incapaz de
ganarse el sustento, dijéronle que no se afanase por el pago de la
corta deuda, pues ellos, como gente muy cristiana y con su poquito de
santidad en el cuerpo, le hacían donación del _comestible_ devengado.
Donde comían dos, comían tres, y gatos y perros había en la vecindad
que hacían más _consumo_ que el padre Nazarín... _Lo cual_ que no
debía tener recelo por _quedar a deberles_ tal porquería, pues todo se
perdonaba, por amor de Dios, o por aquello de no saber nunca _a la que
estamos_, y que el que hoy da, mañana tiene que pedirlo.

Manifestoles su agradecimiento don Nazario, añadiendo que aquella
era la última noche que tendrían en la casa el estorbo de su inútil
persona, a lo que contestaron ambos disuadiéndole de salir a correr
aventuras, él con verdadera sinceridad y calor, ella con medias
palabras, sin duda porque deseaba verle marchar con viento fresco.

—No, no. Es resolución muy pensada, y no podrán ustedes, con toda su
bondad, que tanto estimo, disuadirme de ella —les dijo el clérigo—.
Y ahora, amigo _Peludo_, ¿tiene usted un capote viejo, inservible, y
quiere dármelo?

—¿Un capote...?

—Esa prenda que no es más que un gran pedazo de tela gorda, con un
agujero en el centro, por donde se mete la cabeza.

—¿Una manta? Sí que la tengo.

—Pues si no la necesita, le agradeceré que me la ceda. Por cierto que
no creo exista prenda más cómoda, ni que al propio tiempo dé más abrigo
y desembarazo... ¿Y tiene una gorra de pelo?

—Monteras nuevas verá en la tienda.

—No, la quiero vieja.

—También las hay usadas, hombre —indicó la _Peluda_—. Acuérdate: la que
puesta traías cuando viniste de tu tierra, a casarte conmigo. Pues de
ello no hace más que cuarenta y cinco años.

—Esa montera quiero yo, la vieja.

—Pues será para usted... Pero le vendrá mejor estotra de pelo de conejo
que yo usaba cuando iba de zaguero a Trujillo...

—Venga.

—¿Quiere usted una faja?

—También me sirve.

—¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si
no tuviera los codos agujerados?

—Es mío.

Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasmo.
Acostáronse todos, y a la mañana siguiente, el bendito Nazarín,
descalzo, ceñida la faja sobre el chaleco de Bayona, encima el capote,
encasquetada la montera y un palo en la mano, despidiose alegremente
de sus honrarlos bienhechores, y con el corazón lleno de júbilo, el pie
ligero, puesta la mente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa
en dirección a la Puerta de Toledo: al traspasarla creyó que salía de
una sombría cárcel para entrar en el reino dichoso y libre del cual su
espíritu anhelaba ser ciudadano.



TERCERA PARTE

I


Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo más
pronto posible de la populosa villa, y de llegar a donde no viera
su apretado caserío, ni oyese el tumulto de su inquieto vecindario,
que ya en aquella temprana hora empezaba a bullir, como enjambre de
abejas saliendo de la colmena. Hermosa era la mañana. La imaginación
del fugitivo centuplicaba los encantos de cielo y tierra, y en ellos
veía, como en un espejo, la imagen de su dicha, por la libertad
que al fin gozaba, sin más dueño que su Dios. No sin trabajo había
hecho efectiva aquella rebelión, pues rebelión era, y en ningún caso
hubiérala realizado, él tan sumiso y obediente, si no sintiera que en
su conciencia la voz de su Maestro y Señor con imperioso acento se lo
ordenaba. De esto no podía tener duda. Pero su rebelión, admitiendo que
tan feo nombre en realidad mereciese, era puramente formal; consistía
tan solo en evadir la reprimenda del superior, y en esquivar los dimes
y diretes y vejámenes de una justicia que ni es justicia ni cosa que
lo valga... ¿Qué tenía él que ver con un juez que prestaba atención a
delaciones infames de gentezuela sin conciencia? A Dios, que veía su
interior, le constaba que ni del provisor ni del juez huía por miedo,
pues jamás conoció la cobardía su alma valerosa, ni los sufrimientos y
dolores, de cualquier clase que fueran, torcían su recta voluntad, como
hombre que de antiguo saboreaba el misterioso placer de ser víctima de
la injusticia y maldad de los hombres.

No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía
del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de los
trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que
no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la
ilusión de la vida ascética y penitente. Y para confirmarse en la
venialidad y casi inocencia de su rebeldía, pensaba que en el orden
dogmático sus ideas no se apartaban ni el grueso de un cabello de la
eterna doctrina, ni de las enseñanzas de la Iglesia, que tenía bien
estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, hereje, ni de la más
leve heterodoxia podían acusarle, aunque a él las acusaciones le
tenían sin cuidado, y todo el Santo Oficio del mundo lo llevaba en su
propia conciencia. Satisfecho de esta, no vacilaba en su resolución, y
entraba con paso decidido en el _yermo_; que tal le parecieron aquellos
solitarios campos.

Al pasar el puente, unos mendigos que allí ejercían su libérrima
industria le miraron sorprendidos y recelosos, como diciendo: «¿qué
pájaro es este que viene por nuestros dominios sin que le hayamos
dado la patente? Habrá que ver...». Saludoles Nazarín con un afable
movimiento de cabeza, y sin entrar en conversación con ellos, siguió
su camino, deseoso de alejarse antes de que picara el sol. Andando,
andando, no cesaba de analizar en su mente la nueva existencia que
emprendía, y su dialéctica la cogía y la soltaba por diferentes
lados, apreciándola en todas las fases y perspectivas imaginables, ya
favorables, ya adversas, para llegar, como en un juicio contradictorio,
a la verdad bien depurada. Concluía por absolverse de toda culpa de
insubordinación, y solo quedaba en pie un argumento de sus imaginarios
acusadores, al cual no daba satisfactoria respuesta. «¿Por qué no
solicita usted entrar en la Orden Tercera?» Y conociendo la fuerza de
esta observación, se decía: «Dios sabe que si encontrara yo en este
caminito una casa de la Orden Tercera, pediría que me admitiesen en
ella, y entraría con júbilo, aunque me impusieran el noviciado más
penoso. Porque la libertad que yo apetezco, lo mismo la tendría vagando
solo por laderas y barrancos que sujeto a la disciplina severa de un
santo instituto. Quedamos en que escojo esta vida, porque es la más
propia para mí, y la que me señala el Señor en mi conciencia, con una
claridad imperativa que no puedo desconocer».

Sintiéndose un poco fatigado, a la mitad del camino de Carabanchel
Bajo se sentó a comer un mendrugo de pan, del bueno y abundante que
en el morral le puso la _Peluda_, y en esto se le acercó un perro
flaco, humilde y melancólico, que participó del festín, y que por solo
aquellas migajas se hizo amigo suyo y le acompañó todo el tiempo que
estuvo allí reposando el frugal almuerzo. Puesto de nuevo en marcha,
seguido del can, antes de llegar al pueblo sintió sed, y en el primer
ventorrillo pidió agua. Mientras bebía, tres hombres que de la casa
salieron hablando jovialmente le observaron con importuna curiosidad.
Sin duda había en su persona algo que denunciaba el mendigo supuesto o
improvisado, y esto le produjo alguna inquietud. Al decir «Dios se lo
pague» a la mujer que le había dado el agua, acercósele uno de los tres
hombres, y le dijo:

—Señor Nazarín, le he conocido por el metal de voz. Vaya que está bien
disfrazado... ¿Se puede saber..., con respeto, a dónde va vestidito de
pobre?

—Amigo, voy en busca de lo que me falta.

—Que sea con salud... ¿Y usted a mí no me conoce? Yo soy aquel...

—Sí, aquel... Pero no caigo...

—Que le habló no hace muchos días más abajo..., y le brindó..., con
respeto, un sombrero de teja.

—¡Ah!, sí..., teja, que yo rehusé.

—Pues aquí estamos para servirle. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?

—No señor... Dile de mi parte que sea buena, o que haga todo lo posible
por serlo.

—Mírela... ¿Ve usted aquellas tres mujeres que están allí, al otro lado
de la carretera _propiamente_, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la
de la enagua colorada es Ándara.

—Por muchos años. Ea, quédate con Dios... ¡Ah!, un momento: ¿tendrías
la bondad de indicarme algún atajo por donde yo pudiera pasar de este
camino al de más allá, al que parte del puente de Segovia, y va a
tierra de Trujillo?...

—Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito... Tira
por junto al Campamento, y adelante, adelante..., la vereda no le
engaña..., hasta que llega _propiamente_ a las casas de Brugadas. Allí
cruza la carretera de Extremadura.

—Muchas gracias, y adiós.

Echó a andar, seguido del perro, que por lo visto se ajustaba con él
para toda la jornada, y no había recorrido cien metros cuando sintió
tras de sí voces de mujer que con apremio le llamaban:

—¡Señor Nazarín, don Nazario...!

Parose y vio que hacia él corría desalada una falda roja, un cuerpo
endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban como aspas de
molino.

—¿Apostamos a que esta que corre es la dichosa Ándara? —se dijo
deteniéndose.

En efecto, ella era, y trabajillo le costara al caminante reconocerla,
si no supiese que andaba por aquellos campos. Al pronto, se habría
podido creer que un espantajo de los que se arman con palitroques y
ropas viejas para guardar de los gorriones un sembrado, había tomado
vida milagrosamente y corría y hablaba, pues la semejanza de la moza
con uno de estos aparatos campestres era completa. El tiempo, que las
cosas más sólidas destruye, había ido descostrando y arrancando de su
rostro la capa calcárea de colorete, dejando al descubierto la piel
erisipelatosa, arrugada en unas partes, en otras tumefacta. Uno de los
ojos había llegado a ser mayor que el otro, y entrambos feos, aunque no
tanto como la boca, de labios hemorroidales, mostrando gran parte de
las rojas encías, y una dentadura desigual, descabalada, y con muchas
piezas carcomidas. No tenía el cuerpo ninguna redondez, ni trazas de
cosa magra, todo ángulos, atadijo de osamenta... ¡y qué manos negras,
qué pies mal calzados de sucias alpargatas! Pero lo que más asombro
causó a Nazarín fue que la mujercilla, al llegarse a él, parecía
vergonzosa, con cierta cortedad infantil, que era lo más extraordinario
y nuevo de su transformación. Si el descubrimiento de la vergüenza en
aquella cara sorprendió al clérigo andante, no le causó menos asombro
el notar que Ándara no mostraba ninguna extrañeza de verle en facha
de mendigo. La transformación de él no la sorprendía, como si ya la
hubiese previsto o por natural la tuviera.

—Señor —le dijo la criminal—, no quería que usted pasara sin hablar
conmigo..., sin hablar yo con él. Sepa que estoy allí desde el día del
fuego, y que nadie me ha visto, ni tengo miedo a la justicia.

—Bueno, Dios sea contigo. ¿Que quieres de mí ahora?

—Nada más que decirle que la _Canóniga_ es mi prima, y por eso me vine
a esconder ahí, donde me han tratado como a una princesa. Les ayudo en
todo, y no quiero volver a ese apestoso Madrid, que es la perdición de
la gente honrada. Conque...

—Buenos días... Adiós.

—Espérese un poquito. ¿Qué prisa lleva? Y dígame: ¿se han metido con
usted los _caifases_ del juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón
que algo le han hecho, y que la _Camella_, que es muy pendanga, habrá
llevado la mar de cuentos a las Salesas.

—Nada me importan a mi ya _Camellas_, ni _caifases_, ni nada. Déjalo...
Y que lo pases bien.

—Aguarde...

—No puedo detenerme, tengo prisa. Lo único que te digo, Ándara
corrompida, es que no olvides las advertencias que te hice en mi casa;
que te enmiendes...

—¡Más enmendada que estoy...! Yo le juro que aunque volviera a ser
guapa, o tan siquiera pasable, que no me caerá esa breva, no me cogía
otra vez el demonio. Ahora, como me tiene miedo, de puro asquerosa que
estoy, no se llega a mí el indino. _Lo cual_ que, si no se enfada, le
diré una cosa.

—¿Qué?

—Que yo quiero irme con usted... a donde quiera que vaya.

—No puede ser, hija mía. Pasarías muchos trabajos, sufrirías hambre,
sed...

—No me importa. Déjeme que le acompañe.

—Tú no eres buena. Tu enmienda es engañosa; es un reflejo no más del
despecho que te causa tu falta de atractivos personales; pero en tu
corazón sigues dañada, y en una u otra forma llevas el mal dentro de ti.

—¿A que no?

—Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te di asilo.

—Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme, y perderle a usted
por el olor? Pues el aire malo con fuego se limpia.

—Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.

—¿Qué fuego?

—El amor de Dios.

—Pues _diéndome_ con usted..., se me pegarán esas llamas.

—No me fío... Eres mala, mala. Quédate sola. La soledad es una gran
maestra para el alma. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, ofrécele tu
corazón, acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abominar de
ellos, y tomarlos en horror.

—Pues déjeme ir...

—Que no. Si eres buena, algún día me encontrarás.

—¿Dónde?

—Te digo que me encontrarás. Adiós.

Y sin esperar a más razones se alejó a buen paso. Quedose Ándara
sentada en un ribazo, cogiendo piedrecillas del suelo, y arrojándolas a
corta distancia, sin apartar sus ojos de la vereda por donde el clérigo
se alejaba. Este miró para atrás dos o tres veces, y la última, muy de
lejos ya, la veía tan solo como un punto rojo en medio del verde campo.



II


Tuvo el fugitivo, en aquel primer día de su peregrinación, encuentros
que no merecen verdaderamente ser relatados, y tan solo se indican por
ser los primeros, o sea el estreno de sus cristianas aventuras. A poco
de separarse de Ándara, oyó cañonazos, que a cada instante sonaban más
cerca, con estruendo formidable que rasgaba los aires y ponía espanto
en el corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio
pelotones de tropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una
batalla. Comprendió que se hallaba cerca del campo de maniobras donde
nuestro ejército se adiestra en la práctica de los combates. El perro
le miró gravemente, como diciéndole: «No se asuste, señor amo mío, que
esto es todo de mentirijillas, y así se están todo el año los de tropa,
tirando tiros y corriendo unos en pos de otros. Por lo demás, si nos
acercamos a la hora en que meriendan, crea que algo nos ha de tocar,
que esta es gente muy liberal y amiga de los pobres».

Un ratito estuvo Nazarín contemplando aquel lindo juego, y viendo cómo
se deshacían en el aire los humos de los fogonazos, y a poco de seguir
su camino, encontró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era
viejo, al parecer muy ladino, y miró al aventurero con desconfianza. No
por esto dejó el peregrino de saludarle cortésmente, y de preguntarle
si estaba lejos de la senda que buscaba.

—_Paice_ que _seis_ nuevo en el oficio —le dijo el pastor—, y que nunca
_anduviéis_ por acá. ¿De que parte viene el hombre? ¿De la tierra de
Arganda? Pues pongo en su conocimiento que los _ceviles_ tienen orden
de coger a toda la mendicidad, y de llevarla a los _recogimientos_ que
hay en Madrid. Verdad que luego la sueltan otra vez, porque no hay allá
_mantención_ para tanto vago... Quede con Dios, hermano. Yo no tengo
qué darle.

—Tengo pan —dijo Nazarín, metiendo la mano en su morral—, y si usted
quiere...

—¿A ver, buen hombre? —replicó el otro examinando el medio pan que se
le mostraba—. Pues este es de Madrid, del de picos, y de lo bueno.

—Partamos este pedazo, pues aún tengo otro, que me puso la _Peluda_ al
salir.

—Estimando, buen amigo. Venga mi parte. Conque siguiendo _palante_,
siempre _palante_, llegará en veinte minutos al camino de Móstoles. Y
dígame, ¿vino bueno trae?

—No señor, ni malo ni bueno.

—Milagro... Abur, paisano.

Encontró luego dos mujeres y un chico que venían cargados de acelgas,
lechugas, y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta
para echar a los cerdos. Ensayó allí Nazarín su flamante oficio de
pordiosero, y fueron las campesinas tan generosas, que apenas oídas las
primeras palabras, diéronle dos lechugas respingadas y media docena de
patatas nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregrino
la limosna en su morral, pensando que si por la noche encontraba algún
rescoldo en que le permitieran asar las patatas, asegurada tenía ya,
con las lechugas de añadidura, una cena riquísima. En la carretera de
Trujillo vio un carromato atascado, y tres hombres que forcejeaban por
sacar del bache la rueda. Sin que se lo mandaran les ayudó, poniendo
en ello toda su energía muscular, que no era mucha, y cuando quedó
terminada felizmente la operación, tiráronle al suelo una perra chica.
Era el primer dinero que recogía su mano de mendicante. Todo iba bien
hasta entonces, y la humanidad que por aquellos andurriales encontraba,
pareciole de naturaleza muy distinta de la que dejara en Madrid.
Pensando en ello, concluía por reconocer que los sucesos del primer
día no eran ley, y que forzosamente habrían de sobrevenir extrañas
emergencias, y producirse más adelante las penalidades, dolores,
tribulaciones y horribles padecimientos que su ardiente fantasía
buscaba.

Avanzó por el polvoroso camino hasta el anochecer, en que vio casas
que no sabía si eran de Móstoles, ni le importaba saberlo. Bastábale
con ver viviendas humanas, y a ellas se encamino para solicitar que le
permitieran dormir, aunque fuese en una leñera, corraliza o tejavana.
La primera casa era grande, como de labor, con un ventorrillo muy
pobre, o aguaducho, arrimado a la medianería. Ante el portalón, media
docena de cerdos se revolcaban en el fango. Más allá vio el caminante
un herradero de mulas, un carromato con las limoneras hacia arriba,
gallinas que iban entrando una tras otra, una mujer lavando loza en una
charca, una sarmentera y un árbol medio seco. Acercose humildemente
a un vejete barrigudo, de cara vinosa y regular vestimenta, que del
portalón salía, y con formas humildes le pidió que le consintiera pasar
la noche en un rincón del patio. Lo mismo fue oírlo, ¡María Santísima!,
que empezar el hombre a echar venablos por aquella boca. El concepto
más suave fue que ya estaba harto de albergar ladrones en su propiedad.
No necesitó oír más don Nazario, y saludándole gorra en mano se alejó.

La mujer que lavaba en la charca le señaló un solar, en parte cercado
de ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y ortigas. Se
entraba por un boquete, y dentro había un principio de construcción,
machones de ladrillo como de un metro, formando traza arquitectónica, y
festoneados de amarillas hierbas. En el suelo crecía cebadilla como de
un palmo, y entre dos muros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase
un tejadillo mal dispuesto con palitroques, escajos, paja y barro,
obra sumamente frágil, mas no completamente inútil, porque bajo ella
se guarecían tres mendigos, una pareja o matrimonio, y otro más joven
y con una pierna de palo. Cómodamente instalados en tan primitivo
aposento, habían hecho lumbre y en ella tenían un puchero, que la mujer
destapaba para revolver el contenido, mientras el hombre avivaba con
furibundos resoplidos la lumbre. El cojitranco cortaba palitos con su
navaja para cebar cuidadosamente el fuego.

Pidioles Nazarín permiso para cobijarse bajo aquel techo, y ellos
respondieron que el tal nicho era de libre propiedad, y que en él
podía entrar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían,
pues, a que el recién venido ocupase un lugar; pero que no esperara
participación en la cena caliente, pues ellos eran más pobres que el
que inventó la pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresurose
el penitente a tranquilizarles, diciéndoles que no pedía más que el
permiso de arrimar unas patatitas a la lumbre, y luego les ofreció pan,
que ellos tomaron sin hacerse los melindrosos.

—¿Y qué tal por Madrid? —le dijo el mendigo viejo—. Nosotros, después
que _hagamos_ todos estos poblachos, pensamos caer por allá en los días
de san Isidro. ¿Cómo se presenta el año? ¿Hay miseria, y siguen tan
mal las cosas del comercio?... Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién
tenemos ahora de alcalde?

Contestó don Nazario con buen modo que él no sabía nada del comercio,
ni de negocios, ni le importaba que mandase Sagasta o no, y que conocía
al señor Alcalde casi tanto como al Emperador de Trapisonda. Con esto
acabó la tertulia; cenaron los otros en un cazolón, sin convidar al
nuevo huésped, asó este sus patatas, y ya no se pensó más que en
tumbarse los cuatro, buscando el rincón más abrigado. Al novato le
dejaron el peor sitio, casi fuera del amparo de la tejavana; pero nada
de esto hacía mella en su espíritu fuerte. Buscó una piedra que le
sirviera de almohada, y envolviéndose en su manta lo mejor que pudo,
se acostó tan ricamente, contando con la tranquilidad de su conciencia
y el cansancio de su cuerpo para dormir bien. A sus pies se hizo un
ovillo el perro.

A las altas horas de la noche despertáronle gruñidos del animal, que
pronto fue un ladrar estrepitoso, y alzando su cabeza de la durísima
almohada, vio Nazarín una figura, hombre o mujer, que esto no pudo
determinarlo en el primer momento, y oyó una voz que le decía:

—No se asuste, padre, soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera,
vine siguiéndole esta tarde.

—¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás molestando a estos...
_señores_.

—No, déjeme acabar. El maldito perro se puso a ladrar..., pero yo, tan
calladita. Pues vine siguiéndole y le vi entrar aquí... No se enfade...
Yo quería obedecerle y no venir; pero las piernas solas me han traído.
Es cosa de _sin pensarlo_... Yo no sé lo que me pasa. Tengo que ir con
su reverencia hasta el fin del mundo, o si no, que me entierren...
Ea, duérmase otra vez, que yo me echo aquí entre esta hierba, para
descansar, no para dormir, pues no tengo maldito sueño, ¡mal ajo!

—Vete de aquí, o cállate la boca —le dijo el buen clérigo, volviendo a
poner su cabeza dolorida sobre la piedra—. ¡Qué dirán estos señores!
¿Oyes? Ya se quejan del ruido que haces.

En efecto, el de la pierna de palo, que era el más próximo, remuzgaba,
y el perro volvió a llamar al orden a la importuna moza. Por fin
reinó de nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran
los formidables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron
todos, incluso don Nazario, que se sorprendió de no ver a Ándara, por
lo cual hubo de sospechar que había sido sueño su aparición en mitad
de la noche. Charlaron un poco los tres mendigos de plantilla y el
aspirante, y pintura tan lastimosa hicieron los ancianos de lo mal que
aquel año les iba, que Nazarín tuvo gran lástima, y les cedió todo
su capital, o sea la perra chica que le habían fiado los arrieros. A
poco de esto entró Ándara en el solar, dándolo explicaciones de su
ausencia repentina poco antes de que él despertara. Y fue que como
ella no podía dormir en cama tan dura, se despabiló antes de ser de
día, y saliéndose a la carretera para reconocer el sitio en que se
encontraba, vio que este no era otro que la gran villa de Móstoles,
que conocía muy bien por haber ido a ella varias veces desde su
pueblo. Añadió que si don Nazario le daba licencia, averiguaría si
aún moraban allí dos hermanas, amigas suyas, llamadas la Beatriz y la
Fabiana, una de las cuales tuvo trato en Madrid con un matarife, y
luego casaron, y él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a mal el
sacerdote que buscara y reconociera sus amistades, aunque para ello
tuviese que ir al fin del mundo y no volver, pues no quería llevar tal
mujer consigo. Y una hora después, hallándose el peregrino de palique
con un cabrero que le obsequió rumbosamente con sopas de leche, vio
venir a su satélite muy afligida, y _velis nolis_, tuvo que escuchar
historias que al pronto no despertaban ningún interés. El matarife
tabernero se había muerto de resultas de la cogida de un novillo en las
fiestas de Móstoles, dejando a su esposa en la miseria, con una niña
de tres años. Vivían las dos hermanas en un bodegón ruinoso, próximo
a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres, que ya se habrían
ido a Madrid a buscarse la vida (cosa no difícil aún para Beatriz,
joven y de buena estampa), si no tuvieran a la niña muy malita, con un
tabardillo _perjuicioso_, que seguramente, antes de veinticuatro horas,
la mandaría para el cielo.

—¡Ángel de Dios! —exclamó el asceta cruzando las manos—. ¡Desdichada
madre!

—Y yo —prosiguió la correntona—, en cuanto vi aquella miseria que
traspasa, y a la madre llorando, y a Beatriz moqueando, y a la niña con
la defunción pintada en la cara..., pues me entró una pena..., y luego
me dio la corazonada gorda, aquella que es como si la entraña me pegara
cuatro gritos, ¿sabe?... ¡Ah!, esta no me falla... Pues me alegré al
sentirla, y dije para entre mí: «Voy a contárselo al padre Nazarín, a
ver si quiere ir, y ve a la niña y la cura».

—¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo médico?

—Médico no..., pero es otra cosa que vale más que toda la mediquería.
Si usted quiere, don Nazario, la niña sanará.



III


—Iré —dijo el árabe manchego, después de oír por tercera vez la súplica
de Ándara—, iré, pero solamente por dar a esas pobres mujeres un
consuelo de palabras piadosas... Mis facultades no alcanzan a más. La
compasión, hija mía, el amor de Cristo y del prójimo no son medicina
para el cuerpo. Vamos, sí, enséñame el camino; pero no a curar a la
niña, que eso la ciencia puede hacerlo, y si el caso es desesperado,
Dios Omnipotente.

—¿A mí me viene usted con esas incumbencias? —replicó la moza con el
desgarro que usar solía en su prisión de la calle de las Amazonas—. No
se haga su reverencia el chiquito conmigo; que a mí me consta que es
santo. Vaya, vaya. ¡A mí con esas...! ¿Y qué trabajo le ha de costar
hacer un milagro, si quiere?

—No blasfemes, ignorante, mala cristiana. ¡Milagros yo!

—Pues si usted no los hace, ¿quién?

—¡Yo..., insensata, yo milagros, el último de los siervos de Dios! ¿De
dónde sacas que a mí, que nada soy, que nada valgo, pudo concederme
Su Divina Majestad el don maravilloso que solo gozaron en la tierra
algunos, muy pocos elegidos, ángeles más que hombres? Desdichada,
quítate de mi presencia, que tus simplezas, no hijas de la fe sino de
una credulidad supersticiosa, me enfadan más que de lo que yo quisiera.

Y en efecto, tan enojado parecía, que hasta llegó a levantar el palo
con ademán de pegarle, hecho muy raro en él y que solo ocurría en
extraordinarios casos.

—¿Por quién me tomas, alma llena de errores, mente viciada, naturaleza
insana en cuerpo y espíritu? ¿Soy acaso un impostor? ¿Trato de embaucar
a la gente?... Entra en razón, y no me hables más de milagros, porque
creeré, o que te burlas de mí, o que tu ignorancia y desconocimiento de
las leyes de Dios son hoy tan grandes como lo fue tu perversidad.

No se dio Ándara por convencida, atribuyendo a modestia las palabras
de su protector; pero, sin volver a mentar el milagro, insistió en
llevarlo a ver a sus amigas y a la niña moribunda.

—Eso sí..., visitar a esa pobre gente, consolarla, y pedir al Señor que
las conforte en su tribulación, lo haré..., ya lo creo. Es mi mayor
gusto. Vamos allá.

Ni cinco minutos tardaron en llegar; con tanta prisa le llevó la
tarasca por callejuelas fangosas y llenas de ortigas y guijarros. En
un bodegón mísero, con suelo de tierra, paredes agrietadas que más bien
parecían celosías por donde se filtraban el aire y la luz, el techo
casi invisible de tanta telaraña, y por todas partes barricas vacías,
tinajas rotas, objetos informes, vio Nazarín a la triste familia, dos
mujeres arrebujadas en sus mantones, con los ojos enrojecidos por el
llanto y el insomnio, escalofriadas, trémulas. La Fabiana ceñía su
frente con un pañuelo muy apretado, al nivel de las cejas: era morena,
avejentada, de carnes enjutas, y vestía miserablemente. La Beatriz,
bastante más joven, si bien había cumplido los veintisiete, llevaba
el pañuelo a lo chulesco, puesto con gracia, y su ropa, aunque pobre,
revelaba hábitos de presunción. Su rostro, sin ser bello, agradaba; era
bien proporcionada de formas, alta, esbelta, casi arrogante, de cabello
negro, blanca tez y ojos garzos, rodeados de una intensa oscuridad
rojiza. En las orejas lucía pendientes de filigrana, y en las manos,
más de ciudad que de pueblo, bien cuidadas, sortijas de poco o ningún
valor.

En el fondo de la estancia habían tendido una cuerda, de la cual pendía
una cortina, como telón de teatro. Detrás estaba la alcoba, y en ella
la cama o más bien cuna de la niña enferma. Las dos mujeres recibieron
al ermitaño andante con muestras de grandísimo respeto, sin duda
por lo que de él les había contado Ándara; hiciéronle sentar en un
banquillo, y le sirvieron una taza de leche de cabras con pan, que él
tomó por no desairarlas, partiendo la ración con la mujerona de Madrid,
que gozaba de un mediano apetito. Dos vecinas ancianas se colaron, por
refistolear, y acurrucadas en el suelo, contemplaban con más curiosidad
que asombro al buen Nazarín.

Hablaron todos de la enfermedad de la pequeñuela, que desde el
principio se presentó con mucha gravedad. El día en que cayó mala, su
madre tuvo el barrunto desde el amanecer, porque al abrir la puerta
vio dos cuervos volando, y tres urracas posadas en un palo frente a la
casa. Ya le hizo aquello malas tripas. Después salió al campo, y vio al
chotacabras dando brinquitos delante de ella. Todo esto era de muy mala
sombra. Al volver a casa, la niña con un calenturón que se abrasaba.

Habiéndoles preguntado don Nazario si la visitaba el médico,
contestaron que sí. Don Sandalio, el titular del pueblo, había venido
tres veces, y la última dijo que solo Dios, con un milagro, podía
salvar a la nena. Trajeron también a una saludadora, que hacía grandes
curas. Púsole un emplasto de rabos de salamanquesas, cogidas a las doce
en punto de la noche... Con esto parecía que la criaturita entraba en
reacción; pero la esperanza que cobraron duró bien poco. La saludadora,
muy desconsolada, les había dicho que el no hacer efecto los rabos de
salamanquesa, consistía en que era el menguante de la luna. Siendo
creciente, cosa segura, segurísima.

Con severidad y casi casi con enojo, las reprendió Nazarín por su
estúpida confianza en tales paparruchas, exhortándolas a no creer más
que en la ciencia, y en Dios por encima de la ciencia y de todas las
cosas. Hicieron ellas ardorosas demostraciones de acatamiento al buen
sacerdote, y llorando y poniéndose de hinojos, le suplicaron que viese
a la niña, y la curara.

—¿Pero, hijas mías, cómo pretendéis que yo la cure? No seáis locas. El
cariño maternal os ciega. Yo no sé curar. Si Dios quiere quitaros a la
niña, Él se sabrá lo que hace. Resignaos. Y si decide conservárosla, ya
lo hará con solo que se lo pidáis vosotras, aunque no está de más que
yo también se lo pida.

Tanto lo instaron a que la viera, que Nazarín pasó tras la cortinilla.
Sentose junto al lecho de la criatura, y largo rato la observó
en silencio. Tenía Carmencita el rostro cadavérico, los labios
casi negros, los ojos hundidos, ardiente la piel, y todo su cuerpo
desmayado, inerte, presagiando ya la inmovilidad del sepulcro. Las dos
mujeres, madre y tía, se echaron a llorar otra vez como Magdalenas, y
las vecinas que allí entraron hicieron lo propio, y en medio de aquel
coro de femenil angustia, Fabiana dijo al sacerdote:

—Pues si Dios quiere hacer un milagro, ¿qué mejor ocasión? Sabemos que
usted, padre, es de pasta de ángeles divinos, y que se ha puesto ese
traje y anda descalzo y pide limosna por parecerse más a Nuestro Señor
Jesucristo, que también iba descalzo, y no comía más que lo que le
daban. Pues yo digo que estos tiempos son como los otros, y lo que el
Señor hacía entonces, ¿por qué no lo hace ahora? Total, que si usted
quiere salvarnos a la niña, nos la salvará, como este es día. Yo así lo
creo, y en sus manos pongo mi suerte, bendito señor.

Apartando sus manos para que no se las besaran, Nazarín con reposado y
firme acento les dijo:

—Señoras mías, yo soy un triste pecador como vosotras, yo no soy
perfecto, ni a cien mil leguas de la perfección estoy, y si me ven en
este humilde traje, es por gusto de la pobreza, porque creo servir a
Dios de este modo, y todo ello sin jactancia, sin creer que por andar
descalzo valgo más que los que llevan medias y botas, ni figurarme que
por ser pobre, pobrísimo, soy mejor que los que atesoran riquezas. Yo
no sé curar; yo no sé hacer milagros, ni jamás me ha pasado por la
cabeza la idea de que, por mediación mía, los haga el Señor, único que
sabe alterar, cuando le plazca, las leyes que ha dado a la naturaleza.

—¡Sí puede, sí puede, sí puede! —clamaron a una todas las mujeres,
viejas y jóvenes, que presentes estaban.

—¡Que no puedo digo..., y conseguiréis que me enfade, vamos! No
esperéis nunca que yo me presente ante el mundo revestido de
atribuciones que no tengo, ni que usurpe un papel superior al oscuro
y humilde que me corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni
siquiera bueno...

—Que sí lo es, que sí lo es.

—Ea, no me contradigáis, porque me marcharé de vuestra casa... Ofendéis
gravemente a nuestro Señor Jesucristo suponiendo que este pobre siervo
suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto sería delirio, pero
ni tan siquiera a los varones escogidos a quienes dio facultades de
hacer maravillas para edificación de gentiles. No, no, hijas mías. Yo
estimo vuestra simplicidad; pero no quiero fomentar en vuestras almas
esperanzas que la realidad desvanecería. Si Dios tiene dispuesto que
muera la niña, es porque la muerte le conviene, como os conviene a
vosotros el consiguiente dolor. Aceptad con ánimo sereno la voluntad
celestial, lo cual no quita que roguéis con fe y amor, que oréis, que
pidáis fervorosamente al Señor y a su Santísima Madre la salud de esta
criatura. Y por mi parte, ¿sabéis lo único que puedo hacer?

—¿Qué, señor, qué?... Pues hágalo pronto.

—Eso mismo; pedir a Dios que devuelva su ser sano y hermoso a esta
inocente niña, y ofrecerle mi salud, mi vida en la forma que quiera
tomarlas; que a cambio del favor que de Él impetramos, me dé a mi todas
las calamidades, todos los reveses, todos los achaques y dolores que
pueden afligir a la humanidad sobre la tierra..., que descargue sobre
mí la miseria en su más horrible forma, la ceguera tristísima, la
asquerosa lepra..., todo, todo sea para mí, a cambio de que devuelva la
vida a este tierno y cándido ser, y os conceda a vosotras el premio de
vuestros afanes.

Dijo esto con tan ardoroso entusiasmo y convicción tan honda y firme,
fielmente traducidos por la palabra, que las mujeres prorrumpieron en
gritos, acometidas súbitamente de una exaltación insana. El entusiasmo
del sacerdote se les comunicó como chispa que cae en montón de pólvora,
y allí fue el llorar sin tasa, y el cruzar de manos convulsivamente,
confundiendo los alaridos de la súplica con los espasmos del dolor. El
peregrino, en tanto, silencioso y grave, puso su mano sobre la frente
de la niña, como para apreciar el grado de calor que la consumía, y
dejó transcurrir en esta postura buen espacio de tiempo, sin parar
mientes en las exclamaciones de las desoladas mujeres. Despidiose de
ellas poco después, con promesa de volver, y preguntando hacia dónde
caía la iglesia del pueblo, Ándara se ofreció a enseñarle, y fueron, y
allá se estuvo todo el santo día. La tarasca no entró en la iglesia.



IV


Al anochecer, cuando salió del templo, las primeras personas con que
tropezó don Nazario fueron Ándara y Beatriz, que iban a encontrarle.

—La niña no está peor —le dijeron—. Aun parece que está algo
despejadita... Abrió los ojos un rato, y nos miraba... Veremos qué tal
pasa la noche.

Añadieron que le habían preparado una modesta cena, la cual aceptó por
no parecer huraño y desagradecido. Reunidos todos en el bodegón, la
Fabiana parecía un poquito más animada, por haber notado en la niña,
hacia el mediodía, algún despejo; pero a la tarde había vuelto el
recargo. Ordenole Nazarín que siguiese dándole la medicina prescrita
por el médico.

Alumbrados por un candilejo fúnebre pendiente del techo, cenaron,
extremando el convidado su sobriedad hasta el punto de no tomar más
que medio huevo cocido y un platito de menestra con ración exigua de
pan. Vino, ni verlo. Aunque le habían preparado una cama bien mullida
con paja y unas mantas, se resistió a pernoctar allí, y defendiéndose
como pudo de las afables instancias de aquella buena gente, determinó
dormir con su perro en el espacioso solar donde pasado había la
anterior noche. Antes de retirarse al descanso, estuvieron un ratito de
tertulia, sin poder hablar de otra cosa que de la niña enferma, y de
cuán vanas son, en todo caso de enfermedad, las esperanzas de alivio.

—Pues esta —dijo Fabiana señalando a Beatriz—, también está malucha.

—Pues no lo parece —observó Nazarín, mirándola con más atención que lo
había hecho hasta entonces.

—Son cosas —dijo Ándara— de los condenados nervios. Está así desde que
vino de Madrid; pero no se le conoce en la cara, ¿verdad? Cada día más
guapa... Todo es por un susto, por muchísimos sustos que le hizo pasar
aquel _chavó_...

—Cállate, tonta.

—Pues no lo digo...

—Lo que tiene —agregó Fabiana— es pasmo de corazón, vamos al decir,
maleficio, porque crea usted, padre Nazarín, que en los pueblos hay
malos quereres, y gente que hace daño con solo mirar por el rabo del
ojo.

—No seáis supersticiosas os he dicho; y vuelvo a repetíroslo.

—Pues lo que tengo —afirmó Beatriz no sin cierta cortedad— es que hace
tres meses perdí las ganas de comer, pero tan en punto, que no entraba
por mi boca ni el peso de un grano de trigo. Si me embrujaron o no me
embrujaron, yo no lo sé. Y tras el no comer, vino el no dormir; y me
pasaba las noches dando vueltas por la casa, con un bulto aquí, en la
boca del estómago, como si tuviera atravesado un sillar de berroqueña
de los más grandones.

—Después —añadió Fabiana—, le daban unos ataques tan fuertes, pero tan
fuertes, señor de Nazarín, que entre todos no la podíamos sujetar.
Bramaba y espumarajeaba, y luego salía pegando gritos, y _pronunciando_
cosas que la avergonzaban a una.

—No seáis simples —dijo Ándara con sincera convicción—; eso es tener
los demonios metidos en el cuerpo. Yo también los tuve cuando pasé de
la edad del pavo, y me curé con unos polvos que los llaman... cosa de
_broma dura_..., o no sé qué.

—Fueran o no demonios —manifestó Beatriz—, yo padecía lo que _no hay
idea_, señor cura, y cuando me daba, yo era capaz de matar a mi madre
si la tuviera, y habría cogido un niño crudo o una pierna de persona
para comérmela, o destrozarla con los dientes... Y después, ¡qué
angustias mortales, qué ganitas de morirme! A veces no pensaba más que
en la muerte, y en las muchas maneras que hay de matarse una. Y lo
peor era cuando me entraban los horrores de las cosas. No podía pasar
por junto a la iglesia sin sentir que se me ponían los pelos de punta.
¿Entrar en ella? Antes morir... Ver a un cura con hábitos, ver un mirlo
en su jaula, un jorobado, o una cerda con crías, eran las cosas que más
me horrorizaban. ¿Y oír campanas? Esto me volvía loca.

—Pues eso —dijo Nazarín— no es brujería ni nada de demonios; es una
enfermedad muy común y muy bien estudiada, que se llama histerismo.

—_Esterismo_, cabal; eso decía el médico. Me entraba el ataque sin
saber por qué, y se me pasaba sin saber cómo. ¿Tomar? ¡Dios mío las
cosas que he tomado! Los palitos de saúco puestos de remojo un viernes,
el suero de la vaca negra, las hormigas machacadas con cebolla... ¡Pues
y las cruces, y medallas, y muelas de muerto que me he colgado del
pescuezo!

—¿Y está usted curada ya? —le preguntó Nazarín mirándola otra vez.

—Curada no. Hace tres días me dio la malquerencia, esto de aborrecer
una; pero ya menos fuerte que antes. Voy mejorando.

—Pues la compadezco a usted. Esa dolencia debe de ser muy mala. ¿Cómo
se cura? Mucha parte tiene en ella la imaginación, y con la imaginación
debe intentarse el remedio.

—¿Cómo, señor?

—Procurando penetrarse bien de la idea de que tales trastornos son
imaginarios. ¿No dice usted que le causaba horror la santa iglesia?
Pues vencer ese horror y entrar en ella, y pedir fervorosamente al
Señor el alivio. Yo le aseguro a usted que no tiene ya dentro del
cuerpo ningún demonio, llamemos así a esas extrañas aberraciones de la
sensibilidad que produce nuestro sistema nervioso. Persuádase usted
de que esos fenómenos no significan lesión ni avería de ninguna
entraña, y no volverá a padecerlos. Rechace usted la tristeza,
pasee, distráigase, coma todo lo que pueda, aleje de su cerebro las
cavilaciones, procure dormir, y ya está usted buena. Ea, señoras, que
es tarde, y yo voy a recogerme.

Ándara y Beatriz le acompañaron hasta su domicilio, en el solar, y
dejáronle allí después de arreglarle con hierba y piedras el mejor
lecho posible.

—No crea usted, padre —le dijo Beatriz al despedirse—; me ha consolado
mucho con lo que me ha dicho de este mal que padezco. Si son demonios,
porque son demonios, si no, porque son nervios..., ello es que más fe
tengo en usted que en todo el medicato facultativo del mundo entero...
Conque..., buenas noches.

Rezó largo rato Nazarín, y después se durmió como un bendito hasta el
amanecer. El canto gracioso de los pajarillos, que en aquellos ásperos
bardales tenían sus aposentos, le despertó, y a poco entraron Ándara y
su amiga a darle las albricias. ¡La niña mejor! Había pasado la noche
más tranquilita, y desde el alba tenía un despejo y un brillar de ojos
que eran señales de mejoría.

—¡Si no es esto milagro, que venga Dios y lo vea!

—Milagro no es —les dijo con gravedad—. Dios se apiada de esa infeliz
madre. Habríalo hecho quizás sin nuestras oraciones.

Fueron todos allá, y encontraron a Fabiana loca de contento. Echó al
curita los brazos, y aun quiso besarle, a lo que él resueltamente se
opuso. Había esperanzas; pero no motivo aún para confiar en la curación
de la niña. Podía venir un retroceso, y entonces, ¡cuánto mayor sería
la pena de la pobre madre! En fin, cualquiera que fuese el resultado
ya lo verían ellas, que él, si no mandaban otra cosa, se marchaba
en aquel mismo momento, después de tomar un frugalísimo desayuno.
Inútiles fueron las instancias y afabilidades de las tres hembras
para detenerle. Nada tenía que hacer allí; estaba perdiendo el tiempo
muy sin sustancia, y érale forzoso partir para dar cumplimiento a su
peregrina y santa idea.

Tierna fue la despedida, y aunque reiteradamente exhortó a la feróstica
de Madrid a que no le acompañara, ella dijo, en su tosco estilo, que
hasta el fin del mundo le seguiría gozosa, pues se lo pedía el corazón
de una manera tal, que su voluntad era impotente para resistir aquel
mandato. Salieron, pues, juntos, y tras ellos multitud de chiquillos y
algunas vejanconas del lugar; tanto que, por librarse de una escolta
que le desagradaba, Nazarín se apartó de la carretera, y, metiéndose
por el campo a la izquierda del camino real, siguió en derechura de una
arboleda que a lo lejos se veía.

—¿No sabe? —le dijo Ándara, cuando se retiraron los últimos del
séquito—. Me ha dicho anoche Beatriz que si la niña cura hará lo mismo
que yo.

—¿Qué hará, pues?

—Pues seguirle a usted a donde quiera que vaya.

—Que no piense en tal cosa. Yo no quiero que nadie me siga. Voy mejor
solito.

—Pues ella lo desea. Dice que por penitencia.

—Si la llama la penitencia, adóptela en buen hora; pero para eso no
necesita ir conmigo. Que abandone toda su hacienda, en lo cual paréceme
que no hace un gran sacrificio, y que salga a pedir limosna..., pero
solita. Cada cual con su conciencia, cada cual con su soledad.

—Pues yo le contesté que sí, que la llevaríamos...

—¿Y quién te mete a ti...?

—Me meto, sí señor, porque quiero a la Beatriz, y sé que le probará
esta vida. Como que le viene bien el ejercicio penitente para quitarse
de lo que la está matando el alma, que es un mal hombre llamado el
_Pinto_, o el _Pintón_, no estoy bien segura. Pero le conozco, buen
mozo, viudo, con un lunar de pelo aquí. Pues ese es el que le sorbe
el sentido, y el que le metió los demonios en el cuerpo. La tiene
engañada: hoy la desprecia, mañana le hace mil figuras, y _vele_ aquí
por qué se ha puesto tan _estericada_. Le conviene, sí señor, le
conviene el echarse a peregrina para limpiarse la cabeza de maldades,
que si no, lleva los demonios en el vientre y pecho, y en los vacíos,
en la cabeza cerebral sí que tiene sin fin de ellos. Y todo desde un
mal parto; y por la cuenta fueron dos...

—¿Para qué me traes a mi esas vanas historias, habladora, entrometida?
—le dijo Nazarín con enfado—. ¿Qué tengo yo que ver con Beatriz, ni con
el Pinto, ni con...?

—Porque usted debe ampararla, que si no se mete pronto a penitente
con nosotros, mirando un poco para lo del alma, se meterá a otra cosa
mala, tocante a lo del cuerpo, ¡mal ajo! ¡Si estuvo en un tris! Cuando
la niña cayó mala, ya tenía ella su ropa en el baúl para marcharse a
Madrid. Me enseñó la carta de la Seve llamándola y...

—Que no me cuentes historias, ea.

—Acabo ya... La Seve le decía que se fuera pronto, y que allá...,
pues...

—¡Que te calles! Vaya la Beatriz a donde quiera... No, eso no: que no
acuda al llamamiento de esa embaucadora..., que no muerda el anzuelo
que el demonio le tiende, cebado con vanidades ilusorias... Dile que
no vaya, que allí la esperan el pecado, la corrupción, el vicio, y una
muerte ignominiosa, cuando ya no tenga tiempo de arrepentirse.

—¿Pero cómo le digo todas esas cosas, padrito, si no volvemos a
Móstoles?



V


—Puedes ir tú, y yo te espero aquí.

—No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y
parlándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted tiene fe, pues
con lo poquito que le oyó explicar de su enfermedad, ya se tiene por
curada, y no le entra más el arrechucho. Conque volvamos, si le parece
bien.

—Déjame, déjame que lo piense.

—Y con eso, sabremos si al fin se ha muerto la nena, o vive.

—Me da el corazón que vive.

—Pues volvamos, señor..., para verlo.

—No; vas tú, y le dices a tu amiga... En fin, mañana lo determinaré.

En una corraliza hallaron albergue, después de procurarse cena con
los pocos cuartos que les produjo la postulación de aquel día, y como
al amanecer del siguiente emprendiera Nazarín la marcha con el mismo
derrotero que desde Móstoles traía, le dijo Ándara:

—¿Pero usted sabe a dónde vamos?

—¿A dónde?

—A mi pueblo, ¡mal ajo!

—Te he dicho que no pronuncies más delante de mí ninguna fea palabra.
Si una sola vez reincides, no te permito acompañarme. Bueno: ¿hacia
dónde dices que caminamos?

—Hacia Polvoranca, que es mi pueblo, señor; y yo, la verdad, no
quisiera ir a mi tierra, donde tengo parientes, algunos en buena
posición, y mi hermana está casada con el del fielato. No se crea usted
que Polvoranca es cualesquiera cosa, que allá tenemos gente muy rica, y
los hay con seis pares... de mulas, quiere decirse.

—Comprendo que te sonrojes de entrar en tu patria —replicó el
peregrino—. ¡Ahí tienes! Si fueras buena, a todas partes podrías ir sin
sonrojarte. No iremos, pues, y encaminémonos por este otro lado, que
para nuestro objeto es lo mismo.

Anduvieron todo aquel día, sin más ocurrencia digna de mencionarse que
la deserción del perro que acompañaba a Nazarín desde Carabanchel.
Bien porque el animal tuviese también parentela honrada en Polvoranca,
bien porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de
Madrid en un corto radio, ello es que al caer de la tarde, _se
despidió_ como un criado descontento, tomando soleta para la Villa y
Corte, en busca de mejor acomodo. Después de hacer noche en campo raso,
al pie de un fresno, los caminantes avistaron nuevamente a Móstoles, a
donde Ándara guiaba, sin que don Nazario se enterase del rumbo.

—¡Calle!, ¿ya estamos otra vez en el poblachón de tus amigas? Pues mira,
hija, yo no entro. Ve tú y entérate de cómo está la niña, y de paso le
dices de mi parte a esa pobre Beatriz lo que ya sabes, que no haga caso
de las solicitudes del vicio, y que si quiere peregrinar y hacer vida
humilde, no necesita de mí para nada... Anda, hija, anda. En aquella
noria vieja, que allí se ve entre dos árboles raquíticos, y que estará
como a un cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.

Fuese a la noria despacito, bebió un poco de agua, descansó, y no
habían pasado dos horas desde que se alejó la andariega, cuando Nazarín
la vio volver, y no sola, sino acompañada de otra que tal, en quien,
cuando se aproximaron, reconoció a la Beatriz. Seguíanlas algunos
chicos del pueblo. Antes de llegar a donde el mendigo las esperaba, las
dos mozas y los rapaces prorrumpieron en gritos de alborozo.

—¿No sabe?... ¡La niña, buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa! La
niña, buena..., buena del todo. Habla, come, y parece resucitada.

—Hijas, no seáis locas. Para darme la buena noticia, no es preciso
alborotar tanto.

—¡Sí que alborotamos! —gritaba Ándara dando brincos.

—Queremos que lo sepan los pájaros del aire, los peces del río, y hasta
los lagartos que corren entre las piedras —dijo la Beatriz radiante de
júbilo, con los ojos echando lumbre.

—Que es milagro, ¡contro!

—¡Silencio!

—No será milagro, padre Nazarín; pero usted es muy bueno, y el Señor le
concede todo lo que lo pide.

—No me habléis de milagros, ni me llaméis santo, porque me meteré
avergonzado y corrido donde jamás volváis a verme.

Los muchachos alborotaban no menos que las mujeres, llenando el aire de
graciosos chillidos.

—Si entra el señor en el pueblo, le llevan en volandas. Creen que la
niña estaba muerta y que él, con solo ponerle la mano en la frente, la
volvió a la vida.

—Jesús, ¡qué disparate! Cuánto me alegro de no haber ido allá. En fin,
alabemos la infinita misericordia del Señor... Y la Fabiana, ¡qué
contenta estará!

—Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no entra en su casa,
la niña se muere. Y yo también lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las
viejas del pueblo? Entran en nuestra casucha, y nos piden por favor que
las dejemos sentar en la misma banqueta en que el bendito de Dios se
sentó.

—¡Vaya un desatino! ¡Qué simplicidad! ¡Qué inocencia!

Reparó entonces don Nazario que Beatriz iba descalza, con falda negra,
pañuelo corto cruzado en el busto, un morral a la espalda, en la cabeza
otro pañuelo liado en redondo.

—¿Vas de viaje, mujer? —le preguntó; y no es de extrañar que la
tutease, pues esta era en él añeja costumbre, hablando con gente del
pueblo.

—Viene con nosotros —afirmó Ándara con desenfado—. Ya ve, señor. No
tiene más que dos caminos: el que usted sabe, allá, con la Seve, y este.

—Pues que emprenda solita su campaña piadosa. Idos las dos juntas, y
dejadme a mí.

—Eso nunca —replicó la de Móstoles—, pues no es bien que usted vaya
solo. Hay mucha gente mala en este mundo. Llevándonos a nosotras, no
tenga ningún cuidado, que ya sabremos defenderle.

—No, si yo no tengo cuidado, ni temo nada.

—¿Pero en qué le estorbamos? ¡Vaya con el señor!... —dijo la de
Polvoranca con cierto mimo—. Y si se nos llena el cuerpo de demonios,
¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alma,
de la gloria divina, de la misericordia, y de la pobreza? ¡Esta y yo
solas! Apañadas estábamos. ¡Mire que...! ¡Vaya, que quererle una tanto,
sin malicia, todo por bien, y darle a una este pago!... Malas _semos_;
pero si nos deja atrás, ¿qué va a ser de nosotras?

Beatriz nada decía, y se limpiaba las lágrimas con su pañuelo. Quedose
un rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su
palo, y por fin les dijo:

—Si me prometéis ser buenas, y obedecerme en todo lo que os mandare,
venid.

Despedidos los chicuelos mostolenses, para lo cual fue preciso darles
los poquísimos ochavos de la colecta de aquel día, emprendieron
los tres penitentes su marcha, tomando un senderillo que hay a la
derecha del camino real, conforme vamos a Navalcarnero. La tarde
fue bochornosa; levantose a la noche un fuerte viento que les daba
de cara, pues iban hacia el oeste, brillaron relámpagos espantosos,
seguidos de formidables truenos, y descargó una violentísima lluvia
que les puso perdidos. Felizmente, les deparó la suerte unas ruinas
de antigua cabaña, y allí se guarecieron del furioso temporal. Ándara
reunió leña y hojarasca. Beatriz que, como mujer precavida, llevaba
mixtos, prendió una hermosa hoguera, a la cual se arrimaron los tres
para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí la noche, pues no era
probable encontraran sitio más cómodo y seguro, Nazarín les dio la
primera conferencia sobre la Doctrina, que las pobres ignoraban o
habían olvidado. Más de media hora las tuvo pendientes de su palabra
persuasiva, sin retóricas ociosas, hablándoles de los principios del
mundo, del pecado original, con todas sus consecuencias lamentables,
hasta que la infinita misericordia de Dios dispuso sacar al hombre
del cautiverio del mal por medio de la redención. Estas nociones
elementales las explicaba el ermitaño andante con lenguaje sencillo,
dándoles más claridad a veces con la forma de ejemplos, y ellas le
oían embobadas, sobre todo Beatriz, que no perdía sílaba, y todo se
lo asimilaba fácilmente, grabándolo en su memoria. Después rezaron el
rosario y letanías, y repitieron varias oraciones que el buen maestro
quería que aprendiesen de corrido.

Al día siguiente, después de orar los tres de rodillas, emprendieron
la marcha con buena fortuna: las dos mujeres, que se adelantaban
a pedir en las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron
bastantes ochavos, hortalizas, zoquetes de pan y otras especies.
Pensaba Nazarín que iban demasiado bien aquellas penitencias para
ser tales penitencias, pues desde que salió de Madrid llovían sobre
él las bienandanzas. Nadie le había tratado mal: no había tenido
ningún tropiezo; le daban limosna casi siempre que la pedía, y éranle
desconocidas el hambre y la sed. Y a mayor abundamiento, gozaba de
preciosa libertad, la alegría se deabordaba de su corazón, y su salud
se robustecía. Ni un triste dolor de muelas lo había molestado desde
que se echó a los caminos, y además, ¡qué ventura no cuidarse del
calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el sombrero era flamante
o viejo, o por si iba bien o mal pergeñado! Como no se afeitaba, ni lo
había hecho desde mucho antes de salir de Madrid, tenía ya la barba
bastante crecida: era negra y canosa, terminada airosamente en punta. Y
con el sol y el aire campesino, su tez iba tomando un color bronceado,
caliente, hermoso. La fisonomía clerical habíase desvanecido por
completo, y el tipo arábigo, libre ya de aquella máscara, resaltaba en
toda su gallarda pureza.

Cortoles el paso el río Guadarrama, que con el reciente temporal venía
bastante lleno; pero no les fue difícil encontrar más arriba sitio
por donde vadearlo, y siguieron por una campiña menos solitaria y
estéril que la de la orilla izquierda, pues de trecho en trecho veían
casas, aldehuelas, tierras bien labradas, sin que faltaran árboles y
bosquecillos muy amenos. A media tarde divisaron unas casonas grandes
y blancas, rodeadas de verde floresta, destacándose entre ellas
una gallarda torre, de ladrillo rojo, que parecía campanario de un
monasterio. Acercándose más, vieron a la izquierda un caserío rastrero
y pobre, del color de la tierra, con otra torrecilla, como de iglesia
parroquial de aldea. Beatriz, que estaba fuerte en la geografía de la
región que iban recorriendo, les dijo:

—Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindario, y aquellas casas
grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la finca o estados
que llaman la Coreja. Allí vive ahora su dueño, un tal don Pedro
de Belmonte, rico, noble, no muy viejo, buen cazador, gran jinete,
y el hombre de peor genio que hay en toda Castilla la Nueva. Quién
dice que es persona muy mala, dada a todos los demonios, quién que se
emborracha para olvidar penas, y hallándose en estado peneque, pega
a todo el mundo, y hace mil tropelías... Tiene tanta fuerza que un
día, yendo de caza, porque un hombre que pasaba en su burra no quiso
_desapartarse_, cogió burra y hombre, y levantándolos en vilo los tiró
por un despeñadero... Y a un chico que le espantó unas liebres le dio
tantos palos que le sacaron de la Coreja entre cuatro, medio muerto.
En Sevilla la Nueva le tienen tanto miedo que, cuando le ven venir,
aprietan todos a correr, santiguándose, porque una vez, no es broma,
por no sé qué pendencia de unas aguas, entró mi don Pedro en el pueblo
a la hora que salían de misa, y a bofetada limpia, a este quiero, a
este no quiero, tumbó en el suelo a más de la mitad... En fin, señor,
que me parece prudente que no nos acerquemos, porque suele andar el tal
de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé el quien
vive.

—¿Sabes que me pones en curiosidad —indicó Nazarín—, y que la pintura
que has hecho de esa fiera más me mueve a seguir hacia allá que a
retroceder?



VI


—Señor, no busquemos tres pies al gato —dijo Ándara—, que si ese hombre
tan bruto nos arrima una paliza, con ella hemos de quedarnos.

En esto llegaban a un caminito estrecho, con dos filas de chopos, el
cual parecía la entrada de la finca, y lo mismo fue poner su planta en
él los tres peregrinos, que se abalanzaron dos perrazos como leones,
ladrando desaforadamente, y antes que pudieran huir, les embistieron
furiosos. ¡Qué bocas, que feroces dientes! A Nazarín le mordieron una
pierna, a Beatriz una mano, y a la otra le hicieron trizas la falda, y
aunque los tres se defendían con sus palos bravamente, los terribles
canes habrían dado cuenta de ellos, si no los contuviera un guarda que
salió de entre unos matojos.

Ándara se puso en jarras, y no fueron injurias las que echó de su
boca contra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beatriz no se
quejaban. Y el maldito guarda, en vez de mostrarse condolido del daño
causado por los fieros animales, endilgó a los peregrinos esta grosera
intimación:

—Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, taifa de ladrones. Y den
gracias a Dios de que no les ha visto el amo; que si les ve, ¡Cristo!,
no les quedan ganas de asomar las narices a la Coreja.

Apartáronse medrosas las dos mujeres, llevándose casi a la fuerza
a Nazarín, que, al parecer, no se asustaba de cosa alguna. En una
frondosa olmeda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar
del sofoco, y a lavarle las heridas al bendito clérigo, vendándoselas
con trapos que la previsora Beatriz llevaba. En todo el resto de la
tarde y prima noche, hasta la hora del rezo, no se habló más que del
peligro que habían corrido, y la de Móstoles contó nuevos desmanes del
señor de Belmonte. Decía la fama que era viudo y que había matado a su
mujer. La familia, de la nobleza de Madrid, no se trataba con él, y le
recluía en aquella campestre residencia como en un presidio, con muchos
y buenos criados, unos para cuidarle y asistirle en sus cacerías, otros
para tenerle bien vigilado, y prevenir a sus parientes si se escapaba.
Con estas noticias se avivó más y más el deseo que Nazarín sentía de
encararse con semejante fiera. Acordando pasar la noche en la espesura
de aquellos olmos, allí rezaron y cenaron, y de _sobremesa_ dijo que
por nada de este mundo dejaría de hacer una visita a la Coreja, donde
le daba el corazón que encontraría algún padecimiento grande, o cuando
menos castigos, desprecios, y contrariedades, ambición única de su alma.

—¡Y qué, hijas mías, todo no ha de ser bienandanzas! Si no nos salieran
al encuentro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terribles
hambres, maldades de hombres y ferocidades de bestias, esta vida
sería deliciosa, y buenos tontos serían todos los hombres y mujeres
del mundo si no la adoptaran. ¿Pues qué os habíais figurado vosotras?
¿Que íbamos a entrar en un mundo de amenidades y abundancias? ¡Tanto
empeño por seguirme, y en cuanto se presenta coyuntura de sufrir, ya
queréis esquivarla! Pues para eso no hacía ninguna falta que vinierais
conmigo; y de veras os digo que si no tenéis aliento para las cuestas
enmarañadas de abrojos, y solo os gusta el caminito llano y florido,
debéis volveros y dejarme solo.

Trataron de disuadirle con cuantas razones se les ocurrieron, entre
ellas algunas que no carecían de sentido práctico, verbigracia, que
cuando el mal les acometiese, debían apechugar con él y resistirlo;
pero que en ningún caso era prudente buscarlo con temeridad. Esto
arguyeron ellas en su tosco estilo, sin lograr convencerle ni aquella
noche, ni a la siguiente mañana.

—Por lo mismo que el señor de la Coreja goza fama de corazón duro —les
dijo—, por lo mismo que es cruel con los inferiores, sañudo con los
débiles, yo quiero llamar a su puerta y hablar con él. De este modo
veré por mí mismo si es justa o no la opinión, la cual a veces, señoras
mías, yerra grandemente. Y si en efecto es malo el señor... ¿cómo dices
que se llama?

—Don Pedro de Belmonte.

—Pues si es un dragón ese don Pedro, yo quiero pedirle una limosna por
amor de Dios, a ver si el dragón se ablanda y me la da. Y si no, peor
para él y para su alma.

No quiso oír más razones, y viendo que las dos mujeronas palidecían de
miedo y daban diente con diente, les ordenó que le aguardasen allí, que
él iría solo, impávido, y decidido a cuanto pudiera sucederle, desde la
muerte, que era lo más, a las mordidas de los canes, que eran lo menos.
Púsose en marcha, y ellas le gritaban:

—No vaya, no vaya, que ese bruto le va a matar... ¡Ay, señor Nazarín de
mi alma, que no le volvemos a ver!... Vuélvase, vuélvase para atrás,
que ya salen los perros, y muchos hombres, y uno que parece el amo, con
escopeta... ¡Dios mío, Virgen Santísima, socorrednos!

Fue don Nazario en derechura de la entrada del predio, y avanzó
resuelto por la calle de árboles sin encontrar a nadie. Ya cerca del
edificio, vio que hacia él iban dos hombres, y oyó ladrar de perros;
mas eran de caza, no los furiosos mastines del día anterior. Avanzó
con paso firme, y ya próximo a los hombres, observó que ambos se
plantaron como esperándole. Él les miró también, y encomendose a Dios,
conservando su paso reposado y tranquilo. Al llegar junto a ellos, y
antes de que pudiera hacerse cargo de cómo eran los tales, una voz
imperativa y furibunda le dijo:

—¡A dónde va usted por aquí, demonio de hombre! Esto no es camino,
¡rayos!, no es camino más que para mi casa.

Parose en firme Nazarín ante don Pedro de Belmonte, pues no era otro
el que así le hablaba, y con voz segura y humilde, sin que en ella la
humildad delatara cobardía, le dijo:

—Señor, vengo a pedirle una caridad, por amor de Dios. Bien sé que esto
no es camino más que para su casa, y como doy por cierto que en toda
casa de esta cristiana tierra viven buenas almas, por eso he entrado
sin licencia. Si en ello le ofendí, perdóneme.

Dicho esto, Nazarín pudo contemplar a sus anchas la arrogantísima
figura del anciano señor de la Coreja, don Pedro de Belmonte. Era
hombre de tan alta estatura que bien se le podía llamar gigante, bien
plantado, airoso, como de sesenta y dos años; pero vejez más hermosa
difícilmente se encontraría. Su rostro, del sol curtido, su nariz
un poco gruesa y de pronunciada curva, sus ojos vivos bajo espesas
cejas, su barba blanca, puntiaguda y rizosa, su ancha y despejada
frente revelaban un tipo noble, altanero, más amigo de mandar que de
obedecer. A las primeras palabras que le oyó, pudo observar Nazarín la
fiereza de su genio, y la gallardía despótica de sus ademanes. Lo más
particular fue que después de echarle a cajas destempladas, y cuando ya
el penitente, con humilde acento, gorra en mano, se despedía, don Pedro
se puso a mirarle fijamente, poseído de una intensísima curiosidad.

—Ven acá —le dijo—. No acostumbro dar a los holgazanes y vagabundos más
que una buena mano de palos, cuando se acercan a mi casa. Ven acá, te
digo.

Turbose Nazarín un instante, pues con todo el valor del mundo era
imposible no desmayar ante la fiereza de aquellos ojos, y la voz
terrorífica del orgulloso caballero. Vestía traje ligero y elegante,
con el descuido gracioso de las personas hechas al refinado trato
social, botas de campo, y en la cabeza un livianillo oscuro, ladeado
sobre la oreja izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y
en un cinto muy majo las municiones.

«Ahora —pensó Nazarín—, este buen señor coge la escopeta, y me destripa
de un culatazo, o me da con el cañón en la cabeza y me la parte. Dios
sea conmigo».

Pero el señor de Belmonte seguía mirándole, mirándole, sin decir nada,
y el hombre que iba en su compañía, también armado de escopeta, les
miraba a los dos.

—Pascual —dijo el caballero a su criado—, ¿qué te parece este tipo?

Como Pascual no respondiese, sin duda por respeto, don Pedro soltó una
risotada estrepitosa, y encarándose con Nazarín añadió:

—Tú eres moro... Pascual, ¿verdad que es moro?

—Señor, soy cristiano —replicó el peregrino.

—Cristiano de religión... ¡Y a saber...! Pero eso no quita que seas de
pura raza arábiga. ¡Ah!, conozco yo bien a mi gente. Eres árabe, y de
Oriente, del poético, del sublime Oriente. ¡Si tengo yo un ojo...! ¡En
seguida que te vi...! Ven conmigo.

Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero, y
detrás al sirviente.

—Señor —repitió Nazarín—, soy cristiano.

—Eso lo veremos... ¡A mí con esas! Para que te enteres, yo he sido
diplomático, y cónsul, primero en Beirut, después en Jerusalén. En
Oriente pasé quince años, los mejores de mi vida. Aquello es país.

Creyó Nazarín prudente no contradecirle, y se dejó llevar, hasta ver en
qué paraba todo aquello. Entraron en un largo patio, donde oyó ladrar
los perros del día anterior... Les conocía por el metal de voz. Luego
atravesaron una segunda portalada, para pasar a otro corralón más
grande que el primero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas
pastaban la abundante hierba que allí crecía. Tras aquel patio, otro
más chico, con una noria en el centro. Tan extraña serie de recintos
murados pareciéronle a Nazarín fortaleza o ciudadela. Vio también la
torre que desde tan lejos se divisaba, y que era un inmenso palomar, en
torno del cual revoloteaban miles de parejas de aquellas lindas aves.

Desembarazose el caballero de su escopeta, que entregó al criado,
mandándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.

Las primeras frases de la conversación entre el mendigo y Belmonte
fueron de lo más extraño que puede imaginarse.

—Dime: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué harías?

—¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarme, si tiene agua; y si no la
tiene, estrellarme.

—¿Y tú que crees? ¿Que soy capaz de arrojarte?... ¿Qué opinión tienes
de mí? Habrás oído en el pueblo que soy muy malo.

—Como siempre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la
opinión que traigo de usted no es muy buena. Pero yo me permito creer
que la aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un
espíritu recto y cristiano, amante y temeroso de Dios.

Volvió a mirarle el caballero con atención y curiosidad tan intensas,
que Nazarín no sabía qué pensar, y estaba un sí es no es aturdido.



VII


De pronto, Belmonte empezó a reñir con los criados, por si habían o
no habían dejado escapar una cabra que se comió un rosal. Llamábales
gandules, renegados, beduinos, zulúes, y les amenazaba con desollarles
vivos, cortarles las orejas o abrirles en canal. Nazarín estaba
indignado; pero se reprimía. «Si de este modo trata a sus servidores,
que son como de la familia —pensaba—, ¿qué hará conmigo, pobrecito de
las calles? Lo que me maravilla es que todos mis huesos estén enteros a
la hora presente». Volvió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y
aún estuvo bufando un ratito, como volcán que arroja escorias y gases
después de la erupción.

—Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas
mal para fastidiarme y aburrirme. ¡Lástima que no viviéramos en los
tiempos del feudalismo, para tener el gusto de colgar de un árbol a
todo el que no anduviese derecho!

—Señor —dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cristianismo
al noble caballero, sin temor a las consecuencias funestísimas
de su cólera—, usted pensará de mí lo que guste, y me tendrá por
impertinente; pero yo reviento si no le digo que esa manera de tratar a
sus servidores es anticristiana, y antisocial, y bárbara y soez. Tómelo
usted por donde quiera, que yo, tan pobre y tan desnudo como entré en
su casa, saldré de ella. Los sirvientes son personas, no animales, y
tan hijos de Dios como usted, y tienen su dignidad y su pundonor, como
cualquier señor feudal, o que pretende serlo, de los tiempos pasados
y futuros. Y dicho esto, que es en mi un deber de conciencia, deme
permiso para marcharme.

Volvió el señor a examinarle detenidamente, cara, traje, manos, los
pies desnudos, el cráneo de admirable estructura, y lo que veía, así
como el lenguaje urbano del mendigo, tan desconforme con su aparente
condición, debió de asombrarlo y confundirle.

—Y tú, moro auténtico, o pordiosero falsificado —le dijo—, ¿cómo sabes
esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresarlas tan bien?

Y antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregrino
imperiosamente que le siguiera.

—Ven acá... Quiero examinarte, antes de responderte.

Llevole a una estancia espaciosa, amueblada con antiguos sillones de
nogal, mesas de lo mismo, arcones y estantes, y señalándole un asiento,
se sentó él también; mas pronto se puso en pie, y fue de un lado para
otro mostrando una inquietud nerviosa, que habría desconcertado a
hombres de peor temple que el gran Nazarín.

—Tengo una idea..., ¡oh, qué idea!... ¡Si fuera...! Pero no, no puede
ser. Sí que es... El demonio me lleve si no puede ser. Cosas más
extraordinarias se han visto... ¡Rayos! Desde el primer momento lo
sospeché... No soy hombre que se deja engañar... ¡Oh, el Oriente! ¡Qué
grandeza!... Solo allí existe la vida espiritual...

Y no decía más que esto, paseo arriba, paseo abajo, sin mirar al
clérigo, o parándose para mirarle de hito en hito con asombro y cierta
turbación. Don Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor
de la Coreja el mayor extravagante que Dios había echado al mundo, ya
un tirano de refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún atroz
suplicio, y jugaba con él, como el gato con el ratón antes de comérselo.

«Si me achico —pensó—, seré sacrificado de una manera desairada y
estúpida. Saquemos partido de la situación, y si este gigante furioso
ha de hacer en mí una barbaridad, que no sea sin oír antes las verdades
evangélicas».

—Señor mío, hermano mío —le dijo levantándose, y tomando el tono
sereno y cortés que usar solía para reprender a los malos—, perdone
a mi pequeñez que se atreva a medirse con su grandeza. Cristo me lo
manda: debo hablar y hablaré. Veo al Goliat ante mí, y sin reparar en
su poder, me voy derecho a él con mi honda. Es propio de mi ministerio
amonestar a los que yerran; no me acobarda la arrogancia del que me
escucha; mis apariencias humildes no significan ignorancia de la fe
que profeso, ni de la doctrina que puedo enseñar a quien lo necesite.
No temo nada, y si alguien me impusiera el martirio en pago de las
verdades cristianas, al martirio iría gozoso. Pero antes he de decirle
que está usted en pecado mortal, que ofende a Dios gravemente con su
soberbia, y que si no se corrige, no le servirán de nada su estirpe,
ni sus honores y riquezas, vanidad de vanidades, inútil peso que le
hundirá más cuanto más quiera remontarse. La ira es daño gravísimo, que
sirve de cebo a los demás pecados, y priva al alma de la serenidad que
necesita para vencer el mal en otras esferas. El colérico está vendido
a Satanás, quien ya sabe cuán poco tiene que luchar con las almas que
fácilmente se inflaman en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés
y humano con los inferiores. Ignoro si siente usted el amor de Dios;
pero sin el del prójimo, aquel grande amor es imposible, pues la planta
amorosa tiene sus raíces en nuestro suelo, raíces que son el cariño
a nuestros semejantes, y si estas raíces están secas, ¿cómo hemos de
esperar flores ni frutos allá arriba? La sorpresa con que usted me
escucha, me prueba que no está acostumbrado a oír verdades como estas,
y menos de un infeliz haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cristo en
mi corazón me dijo una y otra vez que entrase, sin temor a nada ni a
nadie, y por eso entré, y heme puesto delante del dragón. Abra usted
sus fauces, alargue sus uñas, devóreme si gusta; pero expirando le diré
que se enmiende, que Cristo me manda aquí para llamarlo a la verdad, y
anunciarle su condenación si no acude pronto al llamamiento.

Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja no
solo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con
respeto, no ciertamente humillándose ante el sacerdote, sino vencido
del asombro que tales conceptos en boca de persona tan humilde le
causaban.

—Ya hablaremos de eso —le dijo con calma—. Tengo una idea..., una idea
que me atormenta..., porque has de saber que de algún tiempo acá, la
pérdida de la memoria es el mayor suplicio de mi vida, y la causa de
todas mis rabietas...

De repente se dio una palmada en la frente, y diciendo: «Ya la cogí.
¡_Eureka, eureka_!», se fue casi de un salto al cuarto próximo, dejando
solo y cada vez más desconcertado al buen peregrino. El cual, como
Belmonte dejara abierta la puerta, pudo verle en la estancia inmediata,
que era al modo de biblioteca o despacho, revolviendo papeles de los
muchos que sobre una gran mesa había. Ya pasaba la vista rápidamente
por periódicos grandísimos, al parecer extranjeros, ya hojeaba
revistas, y por fin sacó de un estante legajos que examinaba con
febril presteza. Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que entraron
criados en el despacho, que el señor les daba órdenes, por cierto con
mejor modo que antes, y por último, criados y señor desaparecieron por
otra puerta que daba a las interioridades de aquel vasto edificio. Al
quedarse solo, el buen padrito examinó con más calma la habitación en
que se encontraba; vio en las paredes cuadros antiguos, religiosos,
bastante buenos: san Juan reprendiendo a Herodes delante de Herodías;
Salomé bailando; Salomé con la cabeza del Bautista; por otro lado,
santos de la orden de Predicadores, y en el testero principal un buen
retrato de Pío IX. Pues, señor, seguía sin entender la casa, ni al
dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya empezaba a temer que le
abandonaban en aquel solitario aposento, cuando entró un criado a
llamarle y le dijo que le siguiera.

«¿Para qué me querrán? —se decía, atravesando tras el fámulo salas y
corredores—. Dios sea conmigo, y si me llevan por aquí para meterme en
una mazmorra, o arrojarme en una cisterna, o segarme el pescuezo, que
me coja la muerte en la disposición que he deseado toda mi vida».

Pero la mazmorra o cisterna a que le llevaron era un comedor espacioso,
alegre y muy limpio, en el cual vio la mesa puesta, con todo el lujo
de fina loza y cristalería que se estila en Madrid, y en ella dos
cubiertos no más, uno frente a otro. El señor de Belmonte, que allí
estaba, vestido de negro, el cabello y barba muy bien atusados, camisa
con pechera y cuello lustrosos, señaló a Nazarín uno de los asientos.

—Señor —balbució el penitente turbado y confuso—, ¿con esta facha
mísera he de sentarme a mesa tan elegante?

—Que se siente digo, y no me obligue a repetirlo —añadió el caballero
con más aspereza en la palabra que en el tono.

Comprendiendo que la gazmoñería no cuadraba a su humildad sincera, don
Nazario se sentó. Una negativa insistente habría resultado más bien
afectado orgullo que amor de la pobreza.

—Me siento, señor, y acepto el desmedido honor que usted hace,
sentándole a su mesa, a un pobre de los caminos que ayer fue mordido
cruelmente por los perros de esta casa. Parte de lo que dije hace poco
a usted por mandato de mi Señor, queda sin efecto por este acto suyo
de caridad. Quien tal hace, no es, no puede ser enemigo de Cristo.

—¡Enemigo de Cristo! ¿Pero que está usted diciendo, hombre? —exclamó el
gigante del modo más campechano—. ¡Si Él y yo somos muy amigos!

—Bien... Pues si acepto su noble invitación, señor mío, le suplico me
dé licencia para no alterar mi costumbre de comer tan solo lo preciso
para alimentarme. No, no me eche vino: no lo pruebo jamás, ni ninguna
clase de licores.

—Usted come lo que quiere. No acostumbro molestar a mis invitados,
haciéndoles rebasar la medida de su apetito. Se le servirá de todo, y
usted come o no come, o ayuna, o se harta, o se queda con hambre, según
le cuadre... Y en premio de esta concesión, señor mío, yo a mi vez, le
pido me dé licencia...

—¿Para qué? No la necesita usted para mandarme cuanto se le ocurra.

—Licencia para interrogarle...

—¿Sobre qué?

—Sobre los problemas pendientes, del orden social y religioso.

—No sé si mi escasísimo saber me permitirá contestarle con el acierto
que usted sin duda espera de mí...

—¡Oh! Si empieza usted por disimular su ciencia, como disimula su
condición, hemos concluido.

—Yo no disimulo nada; soy tal como usted me ve; y en cuanto a mi
ciencia, si desde luego declaro que es mayor de lo que corresponde a la
vida que llevo y a los trapos que visto, no la tengo por tan superior
que merezca manifestarse ante persona tan ilustrada.

—Eso lo veremos. Yo sé poco; pero algo aprendí en mis viajes por
Oriente y Occidente, algo también en el trato social, que es la
biblioteca más nutrida y la mejor cátedra del mundo, y con lo que
he podido observar, y un poquito de lectura, prestando atención
excepcional a los asuntos religiosos, atesoro unas cuantas ideas que
son para mí la propiedad más estimable. Pero ante todo..., ya rabio por
preguntárselo..., ¿qué piensa usted del estado actual de la conciencia
humana?



VIII


«Ahí es nada la preguntita —dijo Nazarín para su sayo—. Tan compleja es
la cuestión que no sé por dónde tomarla».

—Quiero decir, el estado presente de las creencias religiosas en Europa
y América.

—Creo, señor mío, que los progresos del catolicismo son tales, que
el siglo próximo ha de ver casi reducidas a la insignificancia las
iglesias disidentes. Y no tiene poca parte en ello la sabiduría, la
bondad angélica, el tacto exquisito del incomparable pontífice que
gobierna la Iglesia...

—Su Santidad León XIII —dijo gallardamente el señor de Belmonte—, a
cuya salud beberemos esta copa.

—No. Dispénseme. Yo no bebo, ni a la salud del Papa, porque ni el Papa,
ni Cristo nuestro Salvador han de querer que yo altere mi régimen de
vida... Decía que en la humanidad se notan la fatiga y el desengaño
de las especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo
espiritual. No podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna
cuestión de trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino,
y sus peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el
resultado que se creía. Después de los progresos de la mecánica, la
humanidad es más desgraciada; el número de pobres y hambrientos, mayor;
los desequilibrios del bienestar, más crueles. Todo clama por la vuelta
a los abandonados caminos que conducen a la única fuente de la verdad,
la idea religiosa, el ideal católico, cuya permanencia y perdurabilidad
están bien probadas.

—Exactamente —afirmó el gigantesco prócer, que, entre paréntesis,
comía con voraz apetito, mientras su huésped apenas probaba los
variados y ricos manjares—. Veo con júbilo que sus ideas concuerdan con
las mías.

—La situación del mundo es tal —prosiguió Nazarín animándose—, que
ciego estará quien no vea las señales precursoras de la edad de oro
religiosa. Viene de allá un ambiente fresco que nos da de cara,
anunciándonos que el desierto toca a su fin, y que la tierra prometida
está próxima, con sus risueños valles y fertilísimas laderas.

—Es verdad, es verdad. Pienso lo mismo. Pero no me negará usted que la
sociedad se fatiga de andar por el desierto, y como tarda en llegar a
lo que anhela, se impacientará y hará mil desatinos. ¿Dónde está el
Moisés que la calme, ya con rigores, ya con blanduras?

—¡Ah, el Moisés...! No sé.

—Ese Moisés, ¿lo hemos de buscar en la filosofía?

—No, seguramente: la filosofía es en suma un juego de conceptos y
palabras, tras el cual está el vacío, y los filósofos son el aire seco
que sofoca y desalienta a la humanidad en su áspero camino.

—¿Encontraremos ese Moisés en la política?

—No, porque la política es agua pasada. Cumplió su misión, y los que
se llamaban problemas políticos, tocantes a libertad, derechos, etc.,
están ya resueltos, sin que por eso la humanidad haya descubierto el
nuevo paraíso terrenal. Conquistados tantísimos derechos, los pueblos
tienen la misma hambre que antes tenían. Mucho progreso político,
y poco pan. Mucho adelanto material, y cada día menos trabajo, y
una infinidad de manos desocupadas. De la política no esperemos ya
nada bueno, pues dio de sí todo lo que tenía que dar. Bastante nos
ha mareado a todos, tirios y troyanos, con sus querellas públicas y
domésticas. Métanse en su casa los políticos, que nada han de traer
provechoso a la humanidad; basta de discursos vanos, de fórmulas
ridículas, y del funestísimo encumbramiento de las nulidades a
medianías, y de las medianías a notabilidades, y de las notabilidades a
grandes hombres.

—Bien, muy bien. Ha expresado usted la idea con una exactitud que me
maravilla. ¿Encontraremos ese Moisés en la tribu de la fuerza? ¿Será un
dictador, un militar, un César...?

—No le diré a usted que no, ni que sí. Nuestra inteligencia, al menos
la mía, no alcanza a tanto. No puedo afirmar más que una cosa: que nos
quedan pocas leguas de desierto, y quien dice leguas dice distancias
relativamente grandes.

—Pues para mí, el Moisés que ha de guiarnos hasta el fin no puedo salir
sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando menos
se piense, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos genios de
la fe cristiana, no menos grande que un Francisco de Asís, o quizás
más, más grande, que conduzca a la humanidad hasta el límite de sus
sufrimientos, antes de que la desesperación la arrastre al cataclismo?

—Me parece lo más lógico pensarlo así —dijo Nazarín—, y, o mucho me
engaño, o ese extraordinario salvador será un Papa.

—¿Lo cree usted?

—Sí, señor... Es una corazonada, una idea de filosofía de la historia,
y líbreme Dios de querer darle autoridad de cosa dogmática.

—Claro... Pues lo mismo, exactamente lo mismo pienso yo. Ha de ser un
Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saberlo!

—Nuestra inteligencia peca de orgullosa queriendo penetrar tan allá.
El presente ofrece ya bastante materia para nuestras cavilaciones. El
mundo está mal.

—No puede estar peor.

—La sociedad humana padece. Busca su remedio.

—Que no puede ser otro que la fe.

—Y a los que hoy poseen la fe, ese don del cielo, toca el conducir
a los que están privados de ella. En este camino, como en todos,
los ciegos deben ser llevados de la mano por los que tienen vista.
Se necesitan ejemplos, no fraseología gastada. No basta predicar la
doctrina del Cristo, sino darle existencia en la práctica, e imitar su
vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino. Para que la fe
acabe de propagarse, en el estado actual de la sociedad, conviene que
sus mantenedores renuncien a los artificios que vienen de la historia,
como los torrentes bajan de la montaña, y que patrocinen y practiquen
la verdad elemental. ¿No cree usted lo mismo? Para patentizar los
beneficios de la humildad, es indispensable ser humilde; para ensalzar
la pobreza, como el estado mejor, hay que ser pobre, serlo y parecerlo.
Esta es mi doctrina..., no, digo mal, es mi interpretación particular
de la doctrina eterna. El remedio del malestar social y de la lucha
cada vez más enconada entre pobres y ricos, ¿cuál es? La pobreza,
la renuncia de todo bien material. El remedio de las injusticias
que envilecen el mundo, en medio de todos esos decantados progresos
políticos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la injusticia, el entregarse
a la maldad humana, como Cristo se entregó indefenso a sus enemigos.
De la resignación absoluta ante el mal, no puede menos de salir el
bien, como de la mansedumbre sale al cabo la fuerza, como del amor de
la pobreza tienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante
los bienes de la naturaleza. Estas son mis ideas, mi manera de ver el
mundo, y mi confianza absoluta en los efectos del principio cristiano
así en el orden espiritual como en el material. No me contento con
salvarme yo solo; quiero que todos se salven, y que desaparezcan del
mundo el odio, la tiranía, el hambre, la injusticia; que no haya amos
ni siervos, que se acaben las disputas, las guerras, la política. Tal
pienso, y si esto le parece disparatado a persona de tantas luces, yo
sigo en mis trece, en mi error, si lo es, en mi verdad, si, como creo,
la llevo en mi mente, y en mi conciencia la luz de Dios.

Oyó don Pedro todo el final de este sustancioso discurso con gran
recogimiento, medio cerrados los párpados, la mano acariciando una copa
de vino generoso, de la cual no había bebido más que la mitad. Luego
murmuraba en voz queda: «Verdad, verdad, todo verdad... Poseerla, ¡qué
dicha...! Practicarla, ¡dicha mayor...!».

Nazarín rezó las oraciones de fin de comida, y don Pedro siguió
rezongando con los ojos cerrados: «La pobreza... ¡qué hermosura!...,
pero yo no puedo, no puedo... ¡Qué delicia!... Hambre, desnudez,
limosna..., hermosísimo..., no puedo, no puedo».

Cuando se levantaron de la mesa, el gigante usaba tono y modales
enteramente distintos de los de por la mañana. Callaba la fiereza, y
hablaba la jovialidad de buena crianza. Era otro hombre; la sonrisa no
se quitaba de sus labios, y el brillo de sus ojos parecía rejuvenecerle.

—Vamos, padre, que usted querrá descansar. Tendrá la costumbre de
dormir la siesta...

—No, señor, yo no duermo más que de noche. Todo el día estoy en pie.

—Pues yo no. Madrugo mucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño.
Usted también descansará un rato. Venga, venga conmigo.

Que quieras que no, Nazarín fue llevado a una habitación no distante
del comedor, amueblada con lujo.

—Sí, señor..., sí —le dijo Belmonte en tono muy cordial—. Descanse
usted, descanse, que bien lo necesita. Esa vida de pobreza errante, esa
vida de anulación voluntaria, de ascetismo, de trabajos y escaseces
bien merece algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales,
amigo mío. ¡Oh, yo le admiro a usted, le acato y le reverencio, por lo
mismo que carezco de energía para poder imitarle! ¡Abandonar una gran
posición, ocultar un nombre ilustre, renunciar a las comodidades, a las
riquezas, a...!

—Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.

—¿Qué? Vamos, señor, basta de ficciones conmigo, y no digo farsas por
no ofenderle.

—¿Qué dice?

—Que usted, con su cristiano disfraz, verdadera túnica de discípulo
de Jesús, podrá engañar a otros, no a mí que le conozco, que tengo el
honor de saber con quién hablo.

—¿Y quién soy yo, señor de Belmonte? Dígamelo, si lo sabe.

—¡Pero si es inútil el disimulo, señor mío! Usted...

Tomó aliento el señor de la Coreja, y en tono de familiar cortesanía,
poniendo la mano en el hombro de su huésped, le dijo:

—Perdóneme si le descubro. Hablo con el reverendísimo obispo armenio
que hace dos años recorre la Europa en santa peregrinación...

—¡Yo..., obispo armenio!

—Mejor dicho..., ¡si lo sé todo!..., mejor dicho, patriarca de la
Iglesia armenia que se sometió a la Iglesia latina, reconociendo la
autoridad de nuestro gran pontífice León XIII.

—¡Señor, señor, por la Virgen Santísima!

—Su Reverencia anda por las naciones europeas en peregrinación,
descalzo y en humildísimo traje, viviendo de la caridad pública, en
cumplimiento del voto que hizo al Señor, si le concedía el ingreso
de su grey en el gran rebaño de Cristo... ¡Sí, no vale negarlo, ni
obstinarse en el disimulo, que respeto! Su Reverencia Ilustrísima
recibió autorización para cumplir en esta forma su voto, renunciando
temporalmente a todas sus dignidades y preeminencias. ¡Si no soy yo el
primero que le descubre! ¡Si ya le descubrieron en Hungría, donde se
susurró que había hecho milagros! Y le descubrieron también en Valencia
de Francia, capital del Delfinado... ¡Pero si tengo aquí los periódicos
que hablan del insigne patriarca, y describen esa fisonomía, ese traje
con pasmosa exactitud!... Como que, en cuanto le vi acercarse a mi
casa, caí en sospecha. Luego busqué el relato en los periódicos. ¡El
mismo, el mismo! ¡Qué honor tan grande para mí!

—Señor, señor mío, yo le suplico que me escuche...

Pero el ofuscado gigante no le dejaba meter baza, sofocando la voz, y
ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.

—¡Si nos conocemos, si he vivido mucho tiempo en Oriente; y es inútil
que Su Reverencia lleve tan adelante conmigo su piadosa comedia! Le
apearé el tratamiento, si en ello se empeña... Usted es árabe de
nacimiento.

—¡Por la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo!...

—Árabe legítimo. Al dedillo me sé su historia. Nació usted en un país
hermosísimo, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, entre el
Tigris y el Éufrates, en el territorio de Aldjezira, que también llaman
la Mesopotamia.

—¡Jesús me valga!

—¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nombre arábigo de usted es
Esrrou-Esdras.

—¡Ave María Purísima!

—Y los franciscanos de Monte Carmelo le bautizaron y le dieron
educación, y le enseñaron el hermoso lenguaje español que habla.
Después pasó usted a la Armenia, donde está el monte Ararat, que yo he
visitado..., allá donde tomó tierra el arca de Noé...

—¡Sin pecado concebida!

—Y allí se afilió usted al rito armenio, distinguiéndose por su ciencia
y virtud hasta llegar al Patriarcado, en el cual intentó y realizó
la gloriosa empresa de restituir su iglesia huérfana al seno de la
gran familia católica. Conque no le canso más, reverendísimo señor.
A descansar en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abstinencias
y mortificaciones. De vez en cuando, conviene sacrificarse a la
comodidad; y sobre todo, señor eminentísimo, está usted en mi casa, y
en nombre de la santa ley de hospitalidad, yo le mando a usted que se
acueste y duerma.

Y sin permitirle explicaciones, ni esperar respuesta, salió de la
estancia riendo, y allí se quedó solo el buen Nazarín, con la cabeza
como el que ha estado mucho tiempo oyendo cañonazos, dudando si dormía
o velaba, si era verdad o sueño lo que había visto y oído.



IX


—¡Jesús, Jesús! —exclamaba el bendito clérigo—. ¿Qué hombre es este?
Taravilla igual no he visto nunca. ¡Pero si no me dejaba responderle ni
explicarle...! ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy patriarca armenio,
y que me llamo Esdras y... ¡Jesús, Madre amantísima, permitidme salir
pronto de esta casa, pues la cabeza de este hombre es como una gran
jaula llena de jilgueros, mirlos, calandrias, cotorras y papagayos,
cantando todos a la vez!..., y temo que me contagie. ¡Alabada sea la
Santísima Misericordia!... ¡Y qué cosas cría el Señor, qué variedad de
tipos y seres! Cuando uno cree haberlo visto todo, aún le quedan más
maravillas o rarezas que ver... ¡Y pretende que yo me acueste en esa
cama tan maja, con colcha de damasco...! ¡En el nombre del Padre...! ¡Y
yo que creí hallar aquí vejaciones, desprecios, el martirio quizás...,
y me encuentro con un gigante socarrón, que me sienta a su mesa, y me
llama obispo, y me mete en esta linda alcoba para dormir la siesta!
¿Pero este hombre es malo o es bueno...?

La cavilación en que cayó el pobre cura semítico no llevaba trazas de
concluir; tan embrollado y difícil era el punto que su magín se propuso
dilucidar. Antes de que definir pudiera el ser moral de don Pedro de
Belmonte, volvió este de echar la siesta. En cuanto le vio, Nazarín
llegose resueltamente a él, y sin dejarle pegar la hebra, le cogió por
la solapa, y lo dijo con extraordinaria viveza:

—Venga usted acá, señor mío, que como no me daba respiro, no pude
decirle que yo no soy árabe, ni obispo, ni patriarca, ni me llamo
Esdras, ni soy de la Mesopotamia, sino de Miguelturra, y mi nombre es
Nazario Zaharín. Sepa que nada de lo que ve en mí es comedia, como no
llame así al voto de pobreza que hacer he querido, sin renunciar...

—Monseñor, monseñor..., comprendo que tan tenazmente disimule...

—Sin renunciar, digo, a honores ni emolumentos porque no los tenía, ni
los quiero, ni...

—¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga
su papel, y que...

—Y que nada... Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño,
y un delirio. Me he lanzado a esta vida de penitencia por un anhelo
ardiente de mi corazón, que a ella me llama desde niño. Soy sacerdote,
y aunque a nadie he pedido permiso para abandonar los hábitos, y salir
al ejercicio de la mendicidad, me creo dentro de la más pura ortodoxia,
y acato y venero todo lo que manda la Iglesia. Si he preferido la
libertad a la clausura, es porque en la penitencia libre veo más
trabajos, más humillación, y más patente la renuncia a todos los bienes
del mundo. Desprecio la opinión, desafío las hambres y desnudeces;
apetezco los ultrajes y el martirio. Y con esto, me despido del
señor de la Coreja, diciéndole que estoy agradecidísimo a sus muchas
bondades, y que le tendré siempre presente en mis oraciones.

—El agradecido soy yo, no solo por el honor que me ha proporcionado Su
Reverencia...

—¡Y dale!

—El honor altísimo de tenerle en mi casa, sino por su ofrecimiento de
orar por mí, y de encomendarme a Dios; que bien lo necesito, créame.

—Lo creo... Pero haga el favor de no llamarme Reverencia...

—Bueno: le daré tratamiento llano, en obsequio a su humildad —replicó
el caballero, que antes se dejara desollar vivo que desdecirse de cosa
por él sostenida y afirmada—. Hace bien usted en guardar el incógnito,
para evitar indiscreciones...

—¡Pero, señor...! En fin, deme licencia para retirarme. Yo pido a Dios
que le corrija de su terquedad, la cual es una forma de la soberbia,
y así como el fruto amargo de esta es la cólera, el fruto de aquella
es la mentira. Ya ve cuántos males acarrea el orgullo. Mis últimas
palabras, al salir de esta noble casa, son para rogarle que se enmiende
de ese y otros pecados, que piense en la inmortalidad, a cuya puerta
no debe usted llamar con el alma cargada de tantos goces, y de tanta
satisfacción de apetitos materiales. Porque la vida que usted se da,
señor mío, podrá ser buena para llegar a una vejez robusta; pero no a
la salud eterna.

—Lo sé, lo sé —decía el buen don Pedro con melancólica sonrisa,
acompañando a Nazarín por el primer patio—. ¿Pero qué quiere usted,
eximio señor?, no todos tenemos esa poderosa energía de usted...
¡Ah!, cuando se llega a cierta edad, ya están los huesos duros para
meterse uno en abstinencias, y en correcciones del carácter. Créame a
mí: cuando al pobre cuerpo le queda poco más que vivir, es crueldad
negarle aquello a que está acostumbradito. Soy débil, lo reconozco,
y a veces pienso que debo ponerle las peras a cuarto al cuerpo. Pero
luego me da lástima y digo: «¡pobrecito cuerpo, para los días que te
quedan ya...!». Algo de caridad hay también en esto, ¿eh? Vamos, que
al pícaro le gusta la buena mesa, los buenos vinos, ¿y qué he de hacer
más que dárselos...? ¿Le agrada reñir?, pues que riña... Todo ello es
inocente. La vejez necesita juguetes como la infancia. ¡Ah!, cuando
tenía algunos años menos, se pirraba por otras cosas..., las buenas
chicas, por ejemplo... De eso sí que le he privado en absoluto... No,
no, no faltaba más. Prohibición radical. Que se fastidie... No le dejo
más que las fruslerías del pecado, el comer, la bebida, el tabaco y el
pelearse con la servidumbre... En fin, señor, no quiero entretenerlo.
Pídale a Dios por mi. Es una suerte, para los que no somos buenos, que
existan seres perfectos como usted, prontos a interceder por todos, y a
conseguir, con sus estupendas virtudes, la salvación propia y la ajena.

—Eso no, eso no vale.

—Vale en tanto que uno también hace por sí lo que puede. Yo sé lo que
digo... Que sus penitencias, padre beatísimo, le lleven a la perfección
que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y
meritoria... Adiós, adiós...

—Adiós, señor mío: no pase usted de aquí —le dijo Nazarín en el último
patio—. Y ahora que me acuerdo, he dejado mi morral allá, junto a la
noria.

—Ya, ya se lo traen —replicó Belmonte—. He mandado que le pongan en él
algunas vituallas, que nunca están de más, créame, y aunque a usted no
le guste comer más que hierbas y pan duro, no es malo que lleve algo de
sustancia para un caso de enfermedad...

Quiso besarle la mano, pero don Nazario, con grandes esfuerzos, se lo
impidió, y en el campo frontero a la casa se despidieron con mutuas
demostraciones afectuosas. Como viese don Pedro que los mastines
andaban sueltos por el campo, dio orden de que los ataran, indicando a
Nazarín que se detuviese un momento.

—Ya supe —le dijo—, y me disgustó mucho, que ayer, por descuido de esta
canalla, los perros le mordieron a usted y a dos santas mujeres que le
acompañan.

—Esas mujeres no son santas, sino todo lo contrario.

—Disimule, disimule... ¡Como si no hablara también de ellas la prensa
europea! La una es dama principal, canonesa de la Turingia, la otra una
sudanita descalza...

—¡Ay, cuánto desatino...!

—¡Si lo dice el periódico! En fin, respeto su santo incógnito... Adiós.
Ya están sujetos los animales.

—Adiós... Y que el Señor le ilumine —dijo Nazarín, que ya no quería
discutir más, y todo su afán era largarse a prisa.

El morral, atestado de paquetes de comestibles, pesaba bastante, por
lo cual y por la rapidez de la marcha llegó muy sofocado a la olmeda
donde Ándara y Beatriz habían quedado esperándole. Impacientes y
sobresaltadas por su tardanza, en cuanto le divisaron las dos mujeres
salieron gozosas a su encuentro, pues creyeron no volver a verle, o
que saldría de la Coreja con la cabeza rota. Grande fue su asombro y
alegría al verlo sano y alegre. Por las primeras palabras que el beato
les dijo, comprendieron que tenía mucho que contar, y el volumen y peso
del saco les despertó la curiosidad en demasía. En la olmeda, encontró
Nazarín a una vieja desconocida, la _señá_ Polonia, paisana de Beatriz,
y vecina de Sevilla la Nueva. Había pasado por allí de vuelta de unas
tierras de su propiedad, a donde fue a sembrar nabos, y viendo a su
amiga se detuvo para chismorrear con ella.

—¡Ay, qué señor, qué hombre tan raro es ese don Pedro! —dijo el
padrito echándose en el suelo, después que Ándara le quitó el morral
para examinar lo que contenía—. No he visto otro caso. Cosas tiene de
persona muy mala, esclava de los vicios; cosas de persona bonísima,
cortés y caballeresca. Ilustración no le falta, finura le sobra, mal
genio también, y no hay quien le gane en terquedad para sostener sus
errores.

—Ese vejestorio grandón y bonito —dijo Polonia, que hacía punto de
media— está más loco que una cabra. Cuentan que se pasó mucho tiempo
en tierras de moros y judíos, y que al volver acá, se metió en tales
estudios de cosas de religión y de _tiología_ que se le trabucaron los
sesos.

—Ya lo decía yo. El señor don Pedro no rige bien. ¡Qué lástima! ¡Quiera
Dios darle el juicio que le falta!

—Está reñido con toda la familia de los Belmontes, sobrinos y primos,
que no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hombre muy
pagano y muy gentil para todos los vicios de buena mesa, y no ve una
falda que no le entre por el ojo derecho. Pero como mal corazón, no
tiene. Cuentan que cuando le hablan de las cosas de religión católica
o pagana, o de las idolatrías, si a mano viene, es cuando pierde el
sentido, por ser esta _leyenda_ y el revolver papeles de Escritura
Sagrada lo que le trastornó.

—¡Desventurado señor! ¿Querréis creer, hijas mías, que me sentó a su
mesa, una mesa magnífica, con vajilla de cardenal? ¡Y qué platos, qué
manjares riquísimos!... Y después se empeñó en que había de dormir la
siesta en una cama con colcha de damasco... ¡Vaya, que a mí...!

—¡Y nosotras tan creídas de que le rompería algún hueso!

—Pues digo... Salió con la tecla de que yo soy obispo, más, más,
patriarca, y de que nací en Algeciras..., o sea la Mesopotamia, y que
me llamo Esdras... También se dejó decir que vosotras sois canonesas...
Y nada me valía negarlo, y manifestarle la verdad. Como si no.

—Pues ya se conoce que se da buena vida el hijo de tal —dijo Ándara
gozosa, sacando paquetes de fiambres—. Lengua escarlata..., y otra
lengua..., y jamón... ¡Jesús, cuánta cosa rica! ¿Y qué es esto? Un
pastelón como la rueda de un carro. ¡Qué bien huele!... También
empanadas: una, dos, tres; chorizo, embutidos.

—Guarda, guarda todo eso —le dijo Nazarín.

—Ya lo guardo, que a la hora de comer, lo cataremos.

—No, hija, eso no se cata.

—¿Que no?

—No; es para los pobres.

—¿Pero quién más pobres que nosotros, señor?

—Nosotros no somos pobres, somos ricos, porque tenemos el caudal
inmenso y las inagotables provisiones de la conformidad cristiana.

—Ha dicho muy bien —indicó Beatriz ayudando a reponer los paquetes en
el morral.

—Y si ahora tenemos esto, si nada nos hace falta hoy, porque nuestras
necesidades están satisfechas —indicó don Nazario—, debemos darlo a
otros más necesitados.

—Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería —manifestó la _señá_
Polonia—, y allí tienen ustedes donde repartir buenos caudales. Pueblo
más mísero y pobre no le hay por acá.

—¿De veras? Pues a él llevaremos estas sobras de la mesa del rico
avariento, ya que han venido a nuestras manos. Guíenos usted, _señá_
Polonia, y desígnenos las casas de los más menesterosos.

—¿Pero de veras entran en Sevilla? Estas me dijeron que no querían
acercarse allá.

—¿Por qué?

—Porque hay viruela.

—¡Que me place!... Digo, no me place. Es que celebro encontrar el mal
humano, para luchar con él y vencerlo.

—No es epidemia. Cuatro casos saltaron estos días. Donde hay una
mortandad horrorosa es en Villamantilla, dos leguas más allá.

—¿Epidemia horrorosa... y de viruela?

—Tremenda, sí señor. Como que no hay quien asista a los enfermos, y los
sanos huyen despavoridos.

—Ándara, Beatriz... —dijo Nazarín levantándose—. En marcha. No nos
detengamos ni un momento.

—¿A Villamantilla?

—El Señor nos llama. Hacemos falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis miedo? La que
tenga miedo, o repugnancia, que se quede.

—Vamos allá. ¿Quién dijo miedo?

Sin pérdida de tiempo emprendieron la marcha, y por el camino iba
refiriéndoles Nazarín, con graciosos pormenores, el singularísimo
episodio de su visita a don Pedro de Belmonte, señor de la Coreja.



CUARTA PARTE

I


Guiados por la _señá_ Polonia, dejaron en varias casas muy pobres de
Sevilla la Nueva parte de los víveres de la Coreja, y sin detenerse más
que lo preciso para este piadoso objeto, continuaron andando, pues a
Nazarín no se le cocía el pan hasta no meterse en el foco de la peste.

—No comprendo vuestra repugnancia, hijas mías —les dijo—, pues ya
debisteis calcular que no veníamos acá a darnos vida de regalo y
ociosidad, sin peligro. Es todo lo contrario: vamos tras el dolor
para aplicarle consuelo, y cuando se anda entre dolores, algo se ha
de pegar. No corremos en busca de placeres y regocijos, sino en busca
de miserias y lástimas. El Señor nos ha deparado una epidemia, en
cuyo seno pestífero hemos de zambullirnos, como nadadores intrépidos
que se lanzan a las olas para salvar a infelices náufragos. Si
perecemos, Dios nos dará nuestro merecido. Si no, algún desdichado
sacaremos a la orilla. Hasta la hora presente, Dios ha querido que en
nuestra peregrinación no nos salgan más que bienandanzas. No hemos
tenido hambre, hemos comido y dormido como príncipes, y nadie nos ha
castigado, ni nos ha puesto mala cara. Todo por la buena, todo como
si nos acompañara una escolta de ángeles encargados de depararnos
cuantos bienes hay en la tierra. Ya comprenderéis que esto no puede
continuar así. O el mundo deja de ser lo que es, o hemos de encontrar
pronto males gravísimos, contratiempos, calamidades, abstinencias, y
crueldades de hombres, secuaces de Satanás.

Esta exhortación bastó para convencer a las dos mujeres, sobre todo
a Beatriz, que más fácilmente que la otra se dejaba inflamar del
entusiasmo del novel asceta. Como habían tomado una andadura harto
presurosa, al caer de la tarde el cansancio les obligó a sentarse en
lo alto de un cerro, desde donde se veían dos aldeas, una por levante,
otra por poniente, y entre una y otra, campiñas bien labradas, y
manchas de verde arboleda. La vista era hermosa, y más aún a tal hora,
por el encanto melancólico que presta el crepúsculo vespertino a toda
la tierra. De los humildes techos salían los humos de los hogares
donde se preparaba la cena; oíase son de esquilas de ganados que a
los apriscos se recogían, y las campanas de ambos pueblos tocaban
a oraciones. Los humos, las esquilas, la amenidad del valle, las
campanadas, la puesta del sol, todo era voces de un lenguaje misterioso
que hablaba al alma, sin que esta pudiera saber fijamente lo que le
decía. Los tres peregrinos permanecieron un rato mudos ante aquella
belleza difundida en términos tan vastos, y Beatriz, que fatigada yacía
a los pies de Nazarín, se incorporó para decirle:

—Señor, explíqueme: ¿ese son de las campanas, a esta hora en que no se
sabe si es día, o noche, ese son..., explíquemelo..., es alegre o es
triste?

—Si he de decirte la verdad, no lo sé. Me pasa lo que a ti: ignoro
si es alegre o triste. Y creo que los dos sentimientos, alegría y
tristeza, produce en nuestra alma, juntándolos de tal modo que no hay
manera de separarlos.

—Yo creo que es triste —afirmó Beatriz.

—Y yo que es alegre... —dijo Ándara—, porque se alegra uno cuando
descansa, y a esta hora el día se tumba en la cama de la noche.

—Yo sostengo que triste y alegre —repitió Nazarín—, porque esos sones
y esa placidez no hacen más que reflejar el estado de nuestra alma,
triste porque ve acabarse un día, y un día menos, es un paso más hacia
la muerte; alegre, porque vuelve al hogar con la conciencia satisfecha
de haber cumplido los deberes del día, y en el hogar, el alma encuentra
otras almas que le son caras; triste, porque la noche lleva en sí una
dulce tristeza, la desilusión del día pasado; alegre, porque toda noche
es esperanza y seguridad de otro día, del mañana, que ya está tras el
oriente acechando para venir.

Las dos mujeres suspiraron y se callaron.

—En esto —prosiguió el árabe manchego— debéis ver una imagen de lo
que será el crepúsculo de la muerte. Tras él viene el mañana eterno.
La muerte es también alegre y triste: alegre, porque nos libra de las
cadenas de la esclavitud vital; triste, porque amamos nuestra carne,
como a un compañero fiel, y nos duele separarnos de ella.

Siguieron andando, y más adelante volvieron a descansar, ya cerrada
la noche, el cielo sereno, inmensamente limpio y cuajado de innúmeras
estrellas.

—Pienso —dijo Beatriz, después de una larga pausa de arrobamiento— que
hasta ahora no he visto el cielo, o que ahora lo veo por primera vez,
según lo que me gusta mirarlo, y lo que me asombra ver tantísima luz.

—Sí —replicó Nazarín—, es tan bello que siempre parece nuevo, y como
acabadito de salir de las manos del Criador.

—¡Qué grande es todo eso! —observó Ándara—. Yo tampoco lo había mirado
nunca como ahora... Y diga, padre, ¿todo eso lo hemos de ver de cerca
cuando nos muramos y subamos a la Gloria?

—¿Ya estás tú segura de ir a la Gloria? Mucho decir es eso. Allá no hay
cerca ni lejos...

—Todo es infinito —dijo Beatriz con suficiencia—. Infinito quiere decir
lo que no se acaba por ninguna parte.

—Esto de que una sea infinita —añadió Ándara— es lo que yo no puedo
entender.

—Sed buenas, y lo entenderéis. Dos cosas hay en este bajo mundo por
donde nos pueda ser comprensible lo infinito: el amor y la muerte. Amad
a Dios y al prójimo, acariciad en vuestras almas el sentimiento del
tránsito a la otra vida, y lo infinito no os parecerá tan oscuro. Pero
estas son enseñanzas muy hondas para vuestros pobres entendimientos,
y antes habéis de aprender cosas más comprensibles. Admirad la obra
de Dios, y decidme si ante el que ha hecho esa maravilla no es bien
que nos humillemos para ofrecerle todos nuestros actos, todas nuestras
ideas. Después de mirar un rato para arriba, ved cuán indigna es esta
pobre tierra de que deseemos morar en ella. Considerad que antes de que
nacierais, todo lo que veis arriba existió por miles de siglos, y que
por miles de siglos existirá después que os muráis. Vivimos solo un
instante. ¿No es lógico despreciar ese instante, y querer subir a los
siglos que no se acaban?

Volvieron a suspirar ellas, y a pensar en todo aquello que el clérigo
les refería. La conversación hízose luego más positiva, porque Ándara,
reconociendo que el contenido del morral debía ser para otros pobres,
no se avenía con dejar de probarlo.

—Para ser buenos, para llegar a lo que vulgarmente llamamos perfección,
siendo en realidad un estado relativo —afirmó Nazarín—, debe empezarse
por lo más fácil. Antes de atacar los vicios gordos, combatamos los
menudos. Dígolo, porque esto de ser tú tan golosa paréceme inclinación
no muy difícil de vencer, a poca voluntad que pongas en ello.

—Sí que soy golosa: yo conozco mis flacos. Y la verdad, quisiera saber
a qué sabe este comestible, que trasciende a gloria.

—Pues pruébalo, y tú nos contarás a qué sabe, pues esta y yo nos
pasaremos muy bien sin catarlo.

La de Móstoles se conformaba con todo lo que fuera abstinencia y
edificación, porque su espíritu se iba encendiendo en el místico fuego,
con las chispas que el otro lanzaba del rescoldo de su santidad. Habría
ella querido llegar al caso absurdo de no comer absolutamente nada;
pero como esto era imposible, se resignaba a transigir con la vil
materia.

Pidieron hospitalidad en una venta, y cuando allí les oyeron decir
que iban a Villamantilla, tuviéronles por locos, pues en el pueblo
había muy poca gente a más de los enfermos; el socorro pedido a Madrid
no había llegado, y todo era allí desolación, hambre y muerte. En un
corral armaron su alcoba, entre gallinas y carneros que se despertaban
oyéndoles rezar, y con unas migas que recibieron de limosna cenaron a
lo pastoril. Ándara probó de lo de Belmonte sin excederse, y toda la
noche, aun después de dormida, estuvo relamiéndose. En cambio, Beatriz
no pegó los ojos: sentíase amagada de su mal constitutivo; pero en una
forma nueva y para ella desconocida. Consistía la novedad en que sus
angustias y el azoramiento precursor del arrechucho eran buenas, quiere
decir, que eran angustias en cierto modo placenteras, y un azoramiento
gozoso. Ello es que sentía... como una satisfacción de sentirse mal,
y el presentimiento de que iba a ocurrirle algo muy lisonjero. La
opresión torácica la molestaba un poco; pero compensaban esta molestia
los efluvios que corrían por toda su epidermis, vibraciones erráticas
que iban a parar al cerebro, donde se convertían en imágenes hermosas,
antes soñadas que percibidas. «Es lo de siempre —se decía—; pero no
patadas de demonios, sino revuelos de ángeles. ¡Bendito mal si es como
un bien, y viene siempre así!». De madrugada tuvo frío, y bien envuelta
en su manta se tendió de largo, para descansar más que dormir, y con
la conciencia de hallarse despierta, ¡_vio cosas_! Pero si antes veía
cosas malas, ahora las veía buenas, aunque no pudo explicarse lo que
era, ni asegurarse de ver lo que veía. ¡Inaudita rareza! Y tenía que
reprimirse para vencer el ciego impulso de abalanzarse hacia aquello
que viendo estaba. ¿Era Dios, eran los ángeles, el alma de algún santo,
o un purísimo espíritu que quería tomar forma sin poder conseguirlo?

Guardose bien de contar a don Nazario, cuando este despertó, lo que
le pasaba, porque el día anterior, en una de sus pláticas, le oyó
decir que desconfiaba de las visiones, y que había que mirarse mucho
antes que dar por efectivas cosas (él había dicho _fenómenos_) solo
existentes en la imaginación y en los nervios de personas de dudosa
salud. Y restablecida, después de lavarse cara y manos, de aquel
plácido soponcio, se desayunaron los tres con pan y unas pocas nueces,
y en marcha tan contentos para el lugar infestado. No eran aún las
nueve cuando llegaron, y una soledad lúgubre, una huraña tristeza les
salieron al encuentro al poner el pie en la única calle del pueblo,
tortuosa y llena de zanjas, charcos inmundos y guijarros cortantes. Las
dos o tres personas que hallaron en el trayecto hasta la plaza, les
miraban recelosas, y frente a la iglesia, en el portal de un caserón
cuarteado que parecía el Ayuntamiento, vieron a un tío muy flaco, que
se adelantó a ellos, con esta a arenga de bienvenida:

—Eh, buena gente, si vienen al merodeo, o a limosnear, vuélvanse por el
mismo camino, que aquí no hay más que miseria, muerte y desamparo hasta
de la misericordia divina. Soy el alcalde, y lo que digo digo. Aquí
estamos solos yo y el cura, y un médico que nos han mandado, porque
el nuestro se murió, y unos veinte vecinos en junto, sin contar los
enfermos y cadáveres de hoy, que todavía no se han podido enterrar.
Ya lo saben, y tomen el olivo pronto, que aquí no hay lugar para la
vagancia.

Contestó Nazarín que ellos no iban a pedir socorro, sino a llevarlo, y
que les designara el señor alcalde los enfermos más desamparados, para
asistirlos con todo el esmero y la paciencia que ordena Cristo Nuestro
Señor.

—Más urgente que nada —dijo el alcalde— es enterrar siete muertos de
ambos sexos que tenemos.

—Ya son nueve —dijo el cura, que de una casa próxima salía—. La tía
Casiana ya expiró, y una de las chicas del esquilador está acabando. Yo
me voy de prisa y corriendo a tomar un bocado, y vuelvo.

No se hizo de rogar el alcalde para satisfacer los cristianos deseos
de Nazarín y comparsa, y pronto entraron los tres en funciones.
Pero las dos mujeres, ¡ay!, en presencia de aquellos cuadros de
horror, podredumbre y miseria, más espantables de lo que en su pueril
entusiasmo ascético imaginaban, flaquearon como niños llevados a un
feroz combate y que ven correr la sangre por primera vez. La caridad,
cosa nueva en ellas, no les daba energías para tanto, y hubieron de
pedirlas al amor propio. Las primera horas fueron de indecisión, de
pánico, y rebeldía absoluta del estómago y los nervios. Nazarín tuvo
que exhortarlas con elocuente ira de guerrero desesperado que ve
perdida la batalla. Al fin, ¡vive Dios!, fueron entrando, entrando en
fuego, y a la tarde, ya eran otras, ya pudo la fe triunfar del asco, y
la caridad del terror.



II


Mientras que Nazarín parecía connaturalizado con la fétida atmósfera
de las lóbregas estancias, con la espantable catadura de los enfermos,
y con la suciedad y miseria que les rodeaba, Ándara y Beatriz no
podían hacerse, no, no podían, infelices mujeres, a una ocupación que
instantáneamente las elevaba de la vulgaridad al heroísmo. Habían
visto, del ideal religioso, tan solo lo bonito y halagüeño; veían ya la
parte impregnada de verdad dolorosa. Beatriz lo expresaba en su tosco
lenguaje:

—Eso de irse al cielo, muy pronto se dice; ¿pero por dónde y por qué
caminos se va?

Ándara llegó a adquirir una actividad estúpida. Se movía como una
máquina, y desempeñaba todos aquellos horribles menesteres casi de
un modo inconsciente. Sus manos y pies se movían _de por sí_. Si la
hubieran en otro tiempo condenado a tal vida, poniéndola en el dilema
de adoptarla o morir, habría preferido mil veces que le retorcieran el
pescuezo. Procedía bajo la sugestión del beato Nazarín, como un muñeco
dotado de fácil movimiento. Sus sentidos estaban atrofiados. Creía
imposible volver a comer.

Beatriz obraba conscientemente, ahogando su natural repugnancia por
medio de un trabajo mental de argumentación, sacado de las ideas y
frases del maestro. Era por naturaleza más delicada que la otra, de
epidermis más fina, de más selecta complexión física y moral, y de
gustos relativamente refinados. Pero en cambio de esta desventaja,
poseía energías espirituales con que vencer su flaqueza e imponerse
aquel durísimo deber. Evocando su fe naciente, la avivaba como se
aviva y agranda un débil fuego a fuerza de soplar sobre él; sabía
remontarse a una esfera psicológica vedada para la otra, y en sí misma,
en su aprobación interior y en el gozo del bien obrar, encontraba
consuelos que la otra pedía a su amor propio sin recibirlos en
proporción de tan gran sacrificio. Por esta diferencia, al llegar la
noche, la de Polvoranca se rindió displicente, aunque sin dar su brazo
a torcer; la de Móstoles se rindió gozosa, como soldado herido que no
se cura más que del honor.

El árabe manchego sí que no se rendía. Infatigable hasta lo sublime,
después de haber estado todo el día revolviendo enfermos, limpiándoles,
dándoles medicinas, viendo morir a unos en sus brazos, oyendo los
conceptos delirantes de otros, al llegar la noche no apetecía más
descanso que enterrar los doce muertos que esperaban sepultura. Así
lo propuso al alcalde, diciéndole que con dos hombres que le ayudaran
bastaría, y que si no había más que uno, ya se arreglaría con él y con
las dos mujeres. Autorizole el representante del pueblo para que se
despachase a su gusto, admirado de tanta diligencia y religiosidad, y
_puso a su disposición_ el cementerio, como se ofrece a un invitado la
sala de billar para que juegue, o el salón de música para que toque.

Ayudado de un viejo taciturno y al parecer idiota, que, según se
supo después, era pastor de guarros; ayudado también de Beatriz, que
quiso apurar el sacrificio y adiestrarse en tan horrenda como eficaz
escuela, Nazarín empezó a sacar muertos de las casas, y los llevaba a
cuestas, por no tener angarillas, y los iba dejando sobre la tierra,
hasta que estuvieron todos reunidos. La penitente y el pastor cavaban,
y el alcalde iba y venía, echando una mano a cualquier dificultad,
y encargando que no se hiciera de mogollón, como en las obras
municipales, sino todo a conciencia, los cuerpos al fondo y la tierra
bien puestecita encima. Ándara se había ido a dormir tres horas,
pasadas las cuales, se levantaría para que su compañera se acostase
otro tanto tiempo. Esto disponía el jefe, para no agotar las fuerzas de
su aguerrida mesnada.

Y concluidos los entierros, el heroico Nazarín, sin tomar más alimento
que un poco de pan y agua de lo que le brindó el alcalde, volvió a las
pestilentes casas de los enfermos, a cuidarles, a decirles palabras de
consuelo si podían oírlas, y a limpiarles y darles de beber. Asistió
Ándara desde media noche a tres niñas hermanas, que habían perdido a su
madre de la misma enfermedad; don Nazario a una mujerona que deliraba
horriblemente, y a un mozalbete del cual decían que era muy guapo, mas
ya no se le conocía la hermosura debajo de la máscara horrible que
ocultaba su rostro.

Amaneció sobre tanta tristeza, y el nuevo día llevó al ánimo de las
dos mujeres un mayor dominio de la situación, y más confianza en
sus propias fuerzas. Una y otra creían haber pasado largo tiempo en
aquella meritoria campaña; y es que los días crecen en proporción de
la cantidad y extensión de vida que en ellos se desarrolla. Ya no les
causaban tanto horror las caras monstruosas, ya no temían el contagio,
ni sentían tan viva en sus nervios y estómago la protesta contra
la podredumbre. El médico hizo justicia al celo piadoso de los tres
penitentes, diciendo al alcalde que aquel hombre de facha morisca y sus
dos compañeras habían sido para el vecindario de Villamantilla como
ángeles bajados del cielo. Antes de medio día, sonaron las campanas de
la iglesia en señal de regocijo público; y fue que se supo llegaría
pronto el socorro enviado desde Madrid por la Dirección de Beneficencia
y Sanidad. ¡A buenas horas! Pero en fin, siempre era de agradecer.
Consistía la misericordia oficial en un médico, dos practicantes, un
comisionado _del ramo_, y sin fin de drogas para desinfectar personas
y cosas. Al propio tiempo que se enteró Nazarín de la feliz llegada
de la comisión sanitaria, supo también que en Villamanta reinaba con
igual fuerza la epidemia, y que no se tenía noticia de que el Gobierno
mandara allá ningún socorro. Adoptando al instante una resolución
práctica, como gran estratégico que sabe dirigir sus fuerzas con
la celeridad del rayo al terreno conveniente, tocó a llamada en su
reducido ejército; acudieron el ala derecha y el ala izquierda, y el
general les dio esta orden del día:

—Al momento en marcha.

—¿A dónde vamos?

—A Villanmanta. Aquí no hacemos falta ya. El otro pueblo está
desamparado.

—En marcha. Adelante.

Y antes de las dos, iban a campo traviesa por un sendero que les indicó
el pastor de guarros. De los víveres de la Coreja, nada tenían ya,
y Ándara no quiso llevar otros de Villamantilla. Las dos mujeres se
lavaron en un arroyo, y don Nazario hizo lo mismo a distancia de ellas.
Frescos los cuerpos, contentas las almas, prosiguieron andando, sin más
contratiempo que el haber tropezado con unos chicos de las familias
fugitivas de Villamantilla, alojadas en miserables chozas en lo alto de
un cerro. Los angelitos solían matar el aburrimiento de la emigración,
apedreando a todo el que pasaba, y aquella tarde fueron víctimas de
este inocente _sport_, o _deporte_, Nazarín y los suyos. Al general
le dieron en la cabeza y al ala derecha en un brazo. El ala izquierda
quiso tomar la ofensiva, disparando también contra ellos. Pero el
maestro la contuvo diciendo:

—No tires, no tires. No debemos herir ni matar, ni aun en defensa
propia. Avivemos el paso, y pongámonos lejos de los disparos de estos
inocentes diablillos.

Así se hizo, mas no pudieron llegar de día a Villamanta. Como no
llevaban provisiones ni dinero para adquirirlas, Ándara, que iba
delante, como a cien pasos, pedía limosna a cuantos encontraba. Pero
tales eran la pobreza y desolación del país que nada caía. Tuvieron
hambre, verdadera necesidad de echar a sus cuerpos algún alimento. La
de Polvoranca se condolía, la de Móstoles disimulaba su inanición, y
el de Miguelturra las animaba, asegurándoles que antes de la noche
encontrarían sustento en alguna parte. Por fin, en un campo donde
trabajaban hombres y mujeres, dando una vuelta a la tierra con el
arado, hallaron su remedio, consistente en algunos pedazos de pan,
puñados de garbanzos, almortas y algarroba, y además dos piezas
de a dos céntimos, con lo cual se creyeron poseedores de una gran
riqueza. Acamparon al aire libre, porque Beatriz decía que necesitaban
ventilarse bien antes de entrar en otro pueblo infestado. Reuniendo
carrasca seca, hicieron candela, cocieron las legumbres, con la
añadidura de cardillos, achicorias y verdolagas que Ándara supo escoger
en el campo; cenaron con tanta frugalidad como alegría, rezaron, el
maestro les dio una explicación de la vida y muerte de san Francisco de
Asís y de la fundación de la orden Seráfica, y a dormir se ha dicho. Al
romper el día entraron en Villamanta.

¿Qué podrá decirse de aquel inmenso trabajo de seis días, en los
cuales Beatriz llegó a sentir en sí una segunda naturaleza, nutrida
de la indiferencia de todo peligro, y de un valor sereno y sin
jactancia, Ándara una actividad y diligencia que dieron al traste con
sus hábitos de pereza? La primera luchaba con el mal, segura de su
superioridad y sin alabarse de ello, por rutina de la fe desinteresada
y un convencimiento que sostenían las altas temperaturas del alma en
ebullición; la segunda por rutina de su amor propio satisfecho y de
su pericia bien probada, gustando de alabarse y echar incienso a su
egoísmo, como soldado que entra en combate movido de las ambiciones
del ascenso. ¿Y de Nazarín qué puede decirse, sino que en aquellos
seis días fue un héroe cristiano, y que su resistencia física igualó
por arte milagroso a sus increíbles bríos espirituales? Salieron de
Villamanta, por la misma razón que habían salido de Villamantilla, o
sea la llegada del socorro del Gobierno. Satisfechos de su conducta,
inundada la conciencia de una claridad hermosa, la certeza del bien
obrar, hicieron verbal reseña de su doble campaña, permitiéndose la
inocente vanagloria de recontar los enfermos que cada cual asistiera,
los que habían salvado, los cadáveres a que dieron sepultura, con mil
y mil episodios patéticos que serían maravilla del mundo si alguien
los escribiera. Pero nadie los escribiría ciertamente, y solo en los
archivos del cielo constaban aquellas memorables hazañas. Y en cuanto
a la jactancia con que las enumeraron y repitieron, Dios perdonaría de
fijo el inocente alarde de soberbia, pues es justo que todo héroe tenga
su historia, aunque sea contada familiarmente por sí mismo.

Se encaminaron a un pueblo, que no sabemos si era Méntrida o Aldea
del Fresno, pues las referencias _nazarinistas_ son algo oscuras en
la designación de esta localidad. Solo consta que era lugar ameno,
y relativamente rico, rodeado de una fértil campiña. Próximos a él,
vieron sobre una eminencia las ruinas de un castillo; las reconocieron,
y hallaron en ellas lugar propicio para instalarse por unos días y
hacer vida de recogimiento y descanso, pues Nazarín fue el primero que
encareció la necesidad de reposo. No, no quería Dios que trabajasen
de continuo, pues urgía conservar las fuerzas corporales para nuevas
y más terribles campañas. Dispuso, pues, el jefe que se acomodara la
partida en las ruinas de la feudal morada, y que allí atenderían a
la reparación conveniente de sus agotadas naturalezas. El sitio era
en verdad hermosísimo, y desde él se descubría en gran extensión la
feraz vega por donde serpea el río Perales, huertas bien cultivadas, y
preciosos viñedos. Para llegar arriba, había que franquear empinadísima
cuesta; pero una vez en lo alto, ¡qué deliciosa soledad, qué puro
ambiente! Creíanse en mayor familiaridad con la naturaleza, en libertad
absoluta, y como águilas lo dominaban todo, sin que nadie les dominase.
Elegido el lugar de las ruinas donde aposentarse debían, bajaron al
pueblo a mendigar, y les fue muy bien el primer día: Beatriz recogió
algunos cuartos, Nazarín lechugas, berzas y patatas, y Ándara se
procuró dos pucheros y un cántaro para traer agua.

—Esto sí que me gusta —decía—. Señor, ¿por qué no nos quedamos siempre
aquí?

—Nuestra misión no es de sosiego y comodidad —replicó el jefe—, sino
de inquietud errabunda y de privaciones. Ahora descansamos; mas luego
volveremos a quebrantar nuestros cuerpos.

—Y sabe Dios si nos dejarían estar aquí —indicó Beatriz—. El pobre no
tiene casa fija en ninguna parte, y como el caracol, siempre la lleva
consigo.

—Pues yo, si me dejaran, labraría un pedacito de esta ladera —dijo
Ándara— y plantaría algo de patata, cebolla y coles _para el gasto_ de
casa.

—Nosotros —declaró Nazarín— no necesitamos propiedad de tierra, ni
de cosa alguna que arraigue en ella, ni de animales domésticos,
porque nada debe ser nuestro; y de esta absoluta negación resulta la
afirmación de que todo puede venir a nuestras manos por la limosna.

Al tercer día, la de Polvoranca fue al río a lavar unas piezas de ropa,
y cuando regresó al castillo, bajó Beatriz por agua, hecho vulgarísimo
que no puede pasar sin mención en esta verídica historia, porque de él
se derivan otros hechos de indudable importancia y gravedad.



III


Al anochecer, subía la moza por la enriscada pendiente con tal
agitación en su alma, y en sus piernas tan grande flojedad, que hubo
de quitarse el cántaro de la cabeza, y sentarse en el suelo, para
cobrar aliento. ¿Qué le había pasado en la fuente del pueblo, situada
entre la espesura de una chopera próxima al río? Pues ocurrió un hecho
inesperado, de absoluta insignificancia en la vida total, mas para
Beatriz de una gravedad extrema, uno de esos hechos que en la vida
individual equivalen a un cataclismo, diluvio, terremoto, o fuego del
cielo. ¿Qué era?... Nada, ¡que había visto al Pinto!

El Pinto fue su amor y su tormento, el burlador de su honra, el
estímulo de sus esperanzas, el que había despertado en su alma ensueños
de ventura, y despechos ardientes. Y cuando ella había conseguido, si
no olvidarle, ponerle en segundo término en su pensamiento, cuando con
aquel ascetismo y las saludables guerras de la caridad había conseguido
curar el mal profundo de su alma, se le presentaba el indino, para
quitarle toda su cristiandad, y precipitarla otra vez en los abismos.
¡Maldito Pinto, y maldita la hora en que a ella se le ocurrió bajar a
la fuente!

Esto lo pensaba en aquel descanso que se tomó a mitad de la cuesta. Aún
creía estarle viendo, en su aparición súbita a dos pasos de la fuente,
cuando ya ella volvía con el cántaro lleno en la cabeza. Él la llamó
por su nombre, y ella echó mano al cántaro, que tambaleándose, estuvo a
punto de caerse. La impresión fue tal que se quedó como muerta en pie,
y no podía moverse ni articular palabra.

—Ya sabía que andabas por aquí, mala cría —le había dicho él, las manos
metidas en los bolsillos de la chaquetilla o blusa, el aire jaquetón,
la voz dura, mezcla extraña de enojo y desprecio—. Ya te vi ayer, ya
te vi bajar al pueblo con un prójimo harapiento que parece el moro de
los dátiles, y una mujer más fea que Tito... ¿Qué vida haces, loca?
¿Con qué zurrapas andas? Bien te dije que te habías de ver perdida,
pidiendo limosna, como una callejera vergonzante o sin vergüenza...,
y así ha salido. Ya sé, ya sé, grandísima puerca, que te escapaste
de Móstoles, con ese que diz que es apóstol, y que echa los mesmos
demonios con la santiguación del misal, y viceversa los vuelve a meter.

—¡Pinto, Pinto, por Dios —había respondido ella recobrando al fin el
uso de la palabra—, déjame en paz! Yo concluí contigo y con el mundo.
No me hables, sigo mi camino.

—Espérate un poco..., siquiera por la educación, mujer. ¿Semos o no
semos personas cabales? Oye: yo siempre te quiero. Descalza y hecha
un ánima del purgatorio, como estás, te quiero, Beatriz. La ley es la
misma. ¿Sabes lo que te digo? Que no te perdono el alternar con ese
fantasma... ¿Quieres volverte conmigo a Móstoles?

—No, de ninguna manera.

—Piénsalo, Beatriz; yo te mando que lo calcules, mujer. Mira que me
darías que sentir. Yo, verbigracia, te quiero; pero ya sabes que gasto
un genio muy bravo. Es mi ley. He venido a este pueblo con Gregorio
Portela y los dos Ortiz a comprar ganado para el matadero de Madrid, y
viceversa tenemos que volvernos allá mañana a la noche. En el mesón del
tío Lucas, ¿sabes?, te espero mañana en todo el día para estar contigo
en particular, y que hablemos de nuestra comenencia... Que vayas,
Beatriz.

—No iré; no me esperes.

—Que vayas te digo. Ya sabes que yo, cuando digo lo que digo, lo digo...
diciéndolo, quiere decirse, como el que sabe hacer lo que dice.

—No me esperes, Manuel.

—Que vayas... Por la cuenta que te tiene, Beatriz, no seas terca, y
arrepara en tu honor, que está tirado como una alpargata vieja por los
caminos. Vas y hablamos. ¿No vas? Pues a la noche subo con mis amigos
al castillo, donde sé que paráis, y pasamos a cuchillo al apóstol y a
la _apóstola_, y a toda la corte infernal de los abismos celestiales...
Ea, con Dios. Sigue tu camino.

Esto fue lo que hablaron y nada más. Muerta de miedo se dirigió la
infeliz moza a su salvaje morada, y su temor se aumentaba creyendo
sentir tras sí las pisadas de Pinto. No era, no: pero en la oscuridad
de la noche creía verle amenazador, bien plantado, eso sí, fiero y
despótico, dominándola por el terror como por el deleite la dominara
antes. Un poco se serenó en el breve descanso que hizo a mitad de la
cuesta; pero apartar no podía de su pensamiento el bárbaro mandato de
aquel hombre, ni su imagen imborrable, el cuerpo muy derecho, la ropa
ceñida, a estilo torero, la cara hermosa, cetrina y bien afeitada, los
ojos que despedían lumbre, junto a la boca un lunar de pelo muy rizado,
que parecía un borlón.

Al llegar arriba, la primera idea de Beatriz fue contar al beato
Nazarín lo ocurrido. Pero un secreto inexplicable impulso, cuyo
origen desconocía, la hizo enmudecer. Comprendiendo que no referir el
suceso era una falta, la cohonestó con el aplazamiento, y se dijo:
«Cuando cenemos se lo contaré». Pero cenaron, y en el momento de
romper a decirlo, sentía como si echaran un candado a su lengua. Era
una discreción, una cautela que de las profundidades de su instinto
salía, y la infeliz mujer no hallaba en su sinceridad fuerza igual que
oponerle.

Y, ¡qué casualidad!, aunque hablar quisiera con el padre Nazarín no
podría. Ved aquí por qué. Uno de los ángulos de la torre principal del
castillo permanecía en pie, desafiando siglo tras siglo el furor de las
tempestades y la injuria del tiempo. Desde lejos parecía un hueso,
la mandíbula de un inmenso animal. Componíase de gruesos sillares
descarnados, pero bien sujetos uno contra otro, y por un lado formaban
lo que de lejos tenía apariencias de encía, al modo de peldaños, por
donde no era difícil subir hasta las piedras más altas. En estas había
un hueco bastante capaz para acomodarse una persona, y era la mejor
atalaya para dominar cielo y tierra. Pues allá trepó Nazarín, y se
acostó en las piedras últimas, echando la cabeza para atrás, los pies
colgando sobre el abismo, iluminada por la luna, que ya era llena, su
escueta figura, la cabeza, manos y pies aparecían como de una cerámica
recocha, recortándose sobre el cielo. Nunca se vio más patente el tipo
arábigo que en aquella ocasión y postura. Se le tomaría por un santo
profeta, que buscando el aislamiento en los altos espacios, a donde
no llegaran el ruido y las vanidades del mundo, no se creyera seguro
hasta no usurpar sus nidos a las cigüeñas, su espigón a las veletas de
las torres. Las dos mozas miraron, y le vieron en aquella eminencia,
coronado de las estrellas, orando quizás, o dejando volar sus ideas por
las inmensidades del cielo para recoger con ellas la verdad.

Beatriz, en tanto, a la tierra miraba con los ojos del alma más que
con los del cuerpo, y mientras su señor se recreaba en la contemplación
del firmamento, y en tender sus ideas por él, ocupando no menos espacio
que el de las muchedumbres siderales, ella sostenía en su espíritu una
lucha horrenda. Diéranle a curar a todos los leprosos de la tierra, y
a los enfermos más inmundos, y lo preferiría a la turbación de aquella
interna batalla y a las probables consecuencias de ella. Desde el
pueblo la llamaba una tentación de poderosa virtud magnética, y algo
sentía dentro de sí que la mandaba obedecer el reclamo del Pinto.
Contarle todo a don Nazario era lo prudente, lo recto, lo cristiano;
pero si se lo contaba no podría ir, y si no se lo contaba y a la
cita acudía, ¡adiós gracia, adiós méritos ganados por su alma en
aquella vida de penitencia! Pues otra: si no iba, el Pinto cumpliría
su terrible amenaza. De modo que el gusto de ir se le acibaraba con
la reprobación de su conciencia, y el triunfo de esta, si no iba,
sería causa de la muerte de todos. ¿Qué era lo mejor? ¿Ir o no ir?
¡Espantoso dilema! Ni la virtud le valía, pues si sofocaba la pícara
tentación que como un rabillo de diablo trazaba ondas de venenoso fuego
por todo su ser, si se conservaba buena y honrada, el otro subía, y
no dejaba títere con cabeza. Y si bajaba, y se perdía para siempre,
¿con qué cara se volvía a presentar al buen Nazarín y a pedirle que
la perdonara? No, no, ¡qué vergüenza! No, no podría volver a verle. Y
luego, la infeliz quedaría para siempre sometida al capricho y a las
volubilidades de aquel demonio... No, no... Esta idea, este miedo de un
porvenir tan vergonzoso como había sido el pasado, la decidió. ¡Gracias
a Dios! Sin duda Cristo y la Virgen, a quienes invocó, la oyeron y le
inspiraron la buena solución: contar todo a su maestro, y arrostrar las
consecuencias de la venganza del Pinto.

Bajó el árabe de su atalaya, fue Beatriz derecha a él con ánimo de
revelarle su conflicto, y otra vez sintió el candado en su boca.
No dijo nada. Durante la cena, haciendo esfuerzos por vencer su
repugnancia de la comida y aparentar serenidad, teníase por la más mala
y depravada mujer del mundo. Y mientras rezaban, sentía dificultad
para pronunciar las palabras más dulces de la oración dominical. Su
mal constitutivo empezó a hacerle guiños en diferentes partes de
su cuerpo, y a remover el sedimento dejado en él por los demonios
fugitivos... Sintió recónditos instintos de destrozar algo, y luego
pánico indecible. Tuvo que actuar sobre sí con toda su voluntad, o la
parte de ella disponible, para no saltar, para no salir de estampida
aullando como las fieras, o precipitarse por aquellos despeñaderos
hasta caer deshecha en el fondo del valle. Felizmente, no llegó a estos
extremos, y consiguió encadenar sus nervios, y contener el rebelado
mal, invocando, para que la auxiliasen, a la Virgen María y a todos
los santos de su devoción. Al acostarse, se sintió más tranquila y con
ganitas de llorar.

Como en aquel local anchuroso tenían habitaciones de sobra, o sea
multitud de huecos muy abrigados y con independencia, las dos hembras
se acostaron en una _alcoba_, y en otra, separada de la primera por
gruesos muros, el benditísimo Nazarín, que no tardó en coger un
sueño sosegado. La de Móstoles, en cambio, no podía dormir, y tantas
vueltas dio en la cama, y tan angustiosos eran sus ayes, suspiros y
exclamaciones de pena, como si a solas hablara, que Ándara hubo de
desvelarse también, y la interrogó. Picotearon, y palabra tras palabra,
la curiosidad hurgando la confianza, al fin Beatriz contó el caso a su
compañera, sin omitir sus horribles dudas y tentaciones.

—Nada, cantas claro, y que don Nazarín lo sepa todo —dijo Ándara—.
¡Pues mira que si el bruto de Pinto sube aquí y nos mata! Capaz es. ¿Y
quién habrá de defendernos, si somos unos pobretes que no valemos nada
en el mundo? Nuestro santo lo dirá... Con este, no hay cuidado. Verás
cómo saca de su cabeza alguna _cencia_ para que, sin hacer tú maldades,
los tres salvemos la pelleja.

Charlando estuvieron hasta la madrugada, en que rendidas del cansancio,
quedáronse dormidas. Cuando despertaron, ya hacía más de una hora que
Nazarín se había encaramado en su atalaya para ver salir el sol.

Ándara dijo a su compañera:

—Llámale, y cuando baje se lo cuentas.

Entonces Beatriz, inundada de un gozo inefable, reconoció que había
caído de su boca el candado que la impidiera revelar al maestro
su desdicha; sintió libres las palabras, antes esclavas de un mal
pensamiento, y no queriendo esperar a que Nazarín bajara, le llamó con
grandes voces:

—Señor, señor, baje, que tengo que hablarle.

—Allá voy —respondió el clérigo, saltando por los sillares—; pero no
tengas prisa, mujer, que tiempo hay. Ya sé para qué me quieres.

—¿Cómo lo sabe si aún no lo he dicho?

—No importa. Ea, ya me tienes aquí. Conque ¿decías que...? Hija,
gracias a Dios que hablas. A ti te pasó algo ayer.

—Pero, señor, ¿cómo lo sabe? —preguntó Beatriz asombrada.

—Yo me entiendo.

—¿Acaso lo adivinó? ¿Usted sabe lo que no ha visto, lo que no le han
dicho?

—A veces, sí... Según quien sea la persona a quien le pasa lo que no
veo.

—¿Pero de veras, adivina...?

—Esto no es adivinar..., es... saber...



IV


—¿Oyó usted anoche, desde su dormitorio, lo que hablamos Ándara y yo?

—No, mujer. Desde mis _aposentos_ no puede oírse nada. Además, dormí
profundamente. Es que... Anoche, cuando rezábamos, noté que te
equivocabas, que te distraías, tú que jamás te distraes ni te
equivocas. Luego observé en tus miradas un cierto temor... Comprendí
que en el pueblo, al bajar por agua, habías tenido un mal encuentro.
Hablaba tu cara casi tan claramente como lo habría hecho tu boca. Y
después..., bien lo dice tu rostro..., hubo temporal fuerte en tu
alma, rayos y truenos. Estas borrascas o luchas de las pasiones no se
pueden disimular: sus estragos son patentes, como en la naturaleza
los destrozos causados por un huracán. Has luchado... Satanás te
tocó en el corazón con su dedo tiznado del hollín de los infiernos, y
después te lo pasó por toda tu pobre humanidad. Los ángeles quisieron
defenderte. Tú no les dabas todo el terreno que necesitaban para la
batalla. Dudaste, dudaste mucho antes de decidir a quién darías el
terreno, y por fin...

Beatriz rompió a llorar amargamente.

—Llora, llora hasta que te vuelvas toda agua, que esa es la señal de
que los ángeles ganaron la batalla. Por hoy estás triunfante. Dispón
bien tu alma para que otra vez no vuelvas a verte en tales apreturas.
El mal te tenderá nuevas redes. Fortalécete para no caer en ellas.

Poco más necesitó decir la dolorida para poner en conocimiento de
Nazarín la historia de su encuentro con el Pinto, y el conflicto moral
que fue su consecuencia. Entre lágrimas y suspiros lo fue contando
todo, y agregó que su conciencia le daba ya las seguridades de no
volver a pecar ni aun con el pensamiento; que las horribles dudas no
volverían a trastornarla, ni el demonio a ponerle encima mano ni dedo.
Ándara no podía dejar de meter su cucharada en aquello, como en todo, y
oficiosamente dijo:

—Pues ya que esta escapó de tan feas tentaciones, escapemos nosotros
del cuchillo de ese maldito, que tan cierto como me llamo Ana, lo es
que el Pinto viene acá esta noche con sus matarifes, y a los tres nos
degüella.

—Sí, sí —añadió Beatriz—. La fuga nos salva. Podemos bajarnos muy
quedito por esta otra parte del cerro, que está cubierta de carrascas,
y nadie nos ve. Luego nos escabullimos por aquel monte, y cuando llegue
la noche ya estaremos a tres o cuatro leguas de distancia, y que venga
a buscarnos ese pillo.

—Y que lo hará como lo dice. ¡Buen punto está ese y los que vienen con
él! Vámonos, señor.

—Señor, vámonos sin tardanza.

—¡Huir..., huir! ¿Pero sois tontas, o habéis perdido el juicio? —dijo
Nazarín sereno y sonriente, después que las dejó desahogar su miedo—.
¡Huir nosotros, huir yo! ¿Y de quién? Huyen los criminales, no los
inocentes. Huyen los ladrones, no los que carecen de toda propiedad,
y entregan cuanto poseen a quien lo necesite. ¿Y por qué esa fuga?
¡Porque un hombre soberbio y despechado ha dicho que viene a matarnos!
Que venga en buen hora. Bien sé que, por nuestra humildísima condición,
la justicia humana no se cuidaría mucho de ampararnos. Pero la divina,
la eterna Justicia que así se manifiesta arriba como abajo, lo mismo en
los hechos culminantes que en los hechos menudos, ¿había de dejarnos
indefensos? Poca fe tenéis en la Justicia, poca fe en la protección
tutelar de Dios omnipotente, cuando así tembláis porque un villano nos
amenace. ¿No sabéis que los débiles son los fuertes, como los pobres
de solemnidad son los verdaderos ricos? No, hijas mías, no está bien
en nosotros la fuga, ni hemos de entregar las fortalezas de nuestras
conciencias, que siempre han de ser invencibles, y para esto forzoso es
que no temamos ni las persecuciones, ni los ultrajes, ni los martirios,
ni la muerte misma. Venga, pues, el tiranuelo que pretende degollarnos.
¿No hay más que inmolar a gente indefensa y que no hace mal a nadie?
De veras os digo, hijas mías, que si conforme viene ese desdichado por
instigación de Satanás, viniera el propio Satanás en persona seguido de
toda la patulea de los diablos más malos y feroces, yo no lo tendría
miedo ni me movería de este sitio. No tembléis, y aquí esperaremos
esta noche a esos señores sicarios, que vienen de parte de Herodes a
reproducir en nuestro siglo la degollación de los inocentes.

—Pero no sería malo —manifestó Ándara, cuyo amor propio y guerreros
instintos se enardecían con las palabras del maestro— que nos
preparáramos y nos surtiéramos de armas. ¡Peregrinos, a defenderse!
Yo, aunque sea con el cuchillo de pelar las patatas, algo he de
hacer, para que vean esos granujas que no se deja una descabezar tan
fácilmente.

—Yo no tengo más que mis tijeras, que ni cortan ni pinchan —dijo
Beatriz.

Y Nazarín, sonriendo, agregó:

—Ni tijeras ni puñales, ni escopetas certeras ni cañones terroríficos
necesitamos, pues tenemos mejores y más eficaces armas para todos
cuantos enemigos pueda desatar el infierno contra nosotros. Estad,
pues, tranquilas, y no dejéis vuestros quehaceres habituales en todo
el día. Si hay que bajar por agua, que vaya Ándara, y tú, Beatriz, te
quedas aquí. Haced como si nada ocurriera, ni nada temierais, y que
vuestros corazones estén alegres como vuestras conciencias sosegadas.

Ambas se tranquilizaron con estas palabras, y a Beatriz se le disipó el
neurosismo que desde la tarde anterior le amagara. Después del desayuno
ocupáronse en diversos menesteres: la una remendaba la ropa, la otra
preparaba los pucheros para la comida, o recogía leña en el monte
cercano. Por la tarde bajó Ándara, estuvo en la iglesia, recorrió todo
el pueblo pidiendo limosna, y no le fue mal. En una casa le dieron pan
duro en abundancia, y en otra un huevo, y en diversas partes cuartos
y hortalizas. Después fue a llenar su cántaro a la fuente, y se volvió
a su castillo cuando empezaba a cerrar la noche. Ningún mal encuentro
tuvo, y una sola de las personas que hablaron con ella le dijo algo que
la inquietó. ¿Qué persona era esta? Ahora lo sabremos.

Las dos veces que ella y Beatriz habían estado en la iglesia con
Nazarín, vieron en ella al más feo, deforme y ridículo enano que es
posible imaginar. Era también mendigo, y en la calle le encontraban,
siempre que ejercían la mendicidad. Entraba y salía el tal en las
casas ricas y pobres, como Pedro por la suya, y en todas era objeto de
chacota y befa. Le arrojaban los mendrugos de pan para verlos rebotar
en su cabeza enorme; le daban los andrajos más grotescos para que en
el acto se los pusiera; le hacían comer mil cosas inmundas a cambio de
dinero o cigarros, y los chicos del pueblo tenían con él un Carnaval
continuo. Iba el pobre a la iglesia para descansar de aquel ajetreo
fatigoso de su popularidad, y allí se estaba a las horas de misa o de
rosario, arrimado a un banco, o al pie de la pila de agua bendita. La
primera impresión que producía el verle era la de una cabeza que andaba
por sí, moviendo dos piececillos debajo de la barba. Por los costados
de un capisayo verde que gastaba, semejante a las fundas que cubren
las jaulas de machos de perdiz, salían dos bracitos de una pequeñez
increíble. En cambio, la cabeza era más voluminosa de lo regular,
feísima, con una trompa por nariz, dos alpargatas por orejas, unos
pelos lacios en bigote y barba, y ojuelos de ratón que miraban el uno
para el otro, porque bizcaban horriblemente. Su voz era como la de un
niño, el habla bárbara y maliciosa. Le llamaban _Ujo_, palabra que no
se sabe si era nombre o apellido, o las dos cosas juntas.

Los que entraban en la iglesia, sin tener noticia de aquella lastimosa
equivocación de la naturaleza, quedábanse aterrados, viendo avanzar a
tres cuartas del suelo una cabeza de gigante, y creían que era algún
demonio escapado del retablo de las Ánimas benditas. Tal creyó Beatriz
al verle por primera voz, y sus gritos alarmaron a la media docena de
beatas que en el templo había. Ándara se echó a reír, enzarzándose
con él en chicoleos. Desde entonces quedaron amigos, y siempre que se
veían, se saludaban:

—¿Cómo va?...

—No tan bien como tú... Y la familia, ¿buena?

Parecía que no; pero era un buen hombre, mejor dicho, un buen enano
o un buen monstruo, el pobre Ujo. Como que una tarde dio a Beatriz
dos naranjas, fruta rara en aquel país, y a la otra tres fresas, y un
puñado de guisantes de lo mucho que él sacaba dejándose embromar de
todo el mundo. Y les dijo que si estuvieran por allí en tiempo de la
uva, él les daría cuantos racimos quisieran. Inútil es decir que Ujo
conocía uno por uno a todos los habitantes del pueblo, y a cuantos lo
frecuentaban en días de mercado, pues era como parte integrante del
pueblo mismo, como la veleta de la torre, o el escudo del Ayuntamiento,
o el mascarón del caño de la fuente. No hay función sin tarasca, ni
aldea sin Ujo. Pues aquella tarde, después de saludar a Ándara en la
iglesia, sostuvo con ella el siguiente diálogo:

—¿Y tu compañera?

—Allá quedó.

—¡Qué guapa es, caraifa!... Y diz que favorece... Oye, caraifa, que
miréis lo que hacéis, vos los del castillo, y lo mejor que haríais era
_dirvos_ de aquí, que en el pueblo hay unos matarifes, caraifa, que
vos conocen, y diz que tú, la fea, como diz, fuiste allá mesmamente
pública, y _quillotra_, la guapa, tuvo lo que tuvo con Manolito, el
sobrino de la Vinagre, que es de acá, y a él le apellidan el _Pinto_. Y
diz que tú y ella, y _quillotro_, ese que paice un público moro, vos
ajuntáis para la ratería... No, si ya sé que es mentira; pero lo diz,
y el cuento es que de esta que traéis no saldrá cosa buena, caraifa...
Yo que tú, me quedaba; y que se jueran ellos, _quillotros_... Hazlo,
Ándara; yo te estimo... Aquí que no nos oyen, te diré que te estimo,
Ándara... El otro día, cuando te di el huevo, ¿te acuerdas? iba a
decirte: «Ándara, te estimo»; pero no me atreví, caraifa. ¿Quies otro
huevo? ¿Quies unos pocos de chicharrones?...

La moza no le dejó concluir, y escapó a la calle. ¡Vaya que decirle
aquellas cosas en la iglesia! ¡Maldito _nano_! Pero si las noticias de
la malquerencia del Pinto y de la opinión de ladrones que en el pueblo
tenían, la llenaba de inquietud y zozobra, la declaración que le espetó
Ujo en lugar sagrado, delante del Señor Santísimo y de las imágenes
benditas, la movió a risa. ¡Vaya con el renacuajo indecente, hombre
empezado, y persona sin concluir! ¡Ni que fuera ella una _monstrua_
como él! ¡Que la estimaba!, ja, ja... ¡Vaya con el feo, _jediondo_!

Cuesta arriba, hacia el castillo, se olvidó de la grotesca declaración
para no pensar más que en el peligro; pero en aquellas frescas y
despejadas alturas, la vista grata de sus compañeros despejó su ánimo
del miedo, y acordándose de la cara que ponía Ujo cuando se declaraba,
no podía tener la risa. Contó que le había salido un novio en la
santísima iglesia, y al decir que era el _nano_, don Nazario y Beatriz
rieron también, y con estas cosas pasaron agradablemente el tiempo
hasta la hora del rezo y la cena, que fue divertida porque nadie se
quería comer el huevo, y en vista de las tres negativas, acordaron
rifarlo. Así se hizo, y le tocó a Beatriz, que tampoco por designación
de la suerte admitía la preferencia, y al fin el maestro resolvió el
problema, partiéndolo en tres pedazos, o porciones iguales.

Avanzaba la noche, y la luna iluminaba espléndidamente los altos
cielos. Subió el moro a su atalaya, desde donde miraba más que al
firmamento, a la tierra, y lo mismo hacían las dos mozas, asomadas a un
resto de saetera, temerosas y vigilantes. Desde lo alto del descarnado
paredón que semejaba una mandíbula, Nazarín trataba de quitarles el
miedo con palabras alegres y hasta jocosas. Ave mística, recorría los
espacios de lo ideal, sin olvidar la realidad, ni el cuidado de sus
polluelos. En los flancos del monte, silencio profundísimo reinaba,
turbado a ratos por gemidos del viento acariciando los carcomidos
muros, o por el revuelo de alimañas nocturnas que en la maleza, o entre
las rocas del cimiento vivían.

Aunque el jefe de la comunidad penitente conservaba su ánimo sereno,
resolvió que velaran los tres toda la noche, para que no tuvieran que
despertarles los carniceros. Nada ocurrió hasta las doce, hora en
que creyeron sentir ruido de gente en la base del monte, ladrar de
perros... Sí, alguien subía. Pero los que fuesen estaban aún muy lejos.
Después cesó el ruido como si se retiraran, y a la media hora sonaba
más fuerte, bien determinado ya, como conversación de tres o cuatro
personas que empezaban a franquear la cuesta.

Don Nazario bajó de su torreón para observar de más cerca, y a poco
de estar los tres en acecho, notaron que no se veía bien el valle. Se
levantaba una nieblecilla que poco a poco se iba espesando, y nada de
lo de abajo pudo distinguirse, porque la claridad de la luna formaba,
al difundirse en la niebla, una opacidad lechosa. Las voces se oían más
cerca.

En menos de un cuarto de hora, la neblina creció en intensidad y
extensión, subiendo hasta envolver en su vago cendal como un tercio del
cerro. Las voces se alejaban. Media hora más, y la evaporación cubría
la mitad de la eminencia. La cúspide quedaba libre, y los que estaban
en ella, creíanse en un inmenso bajel flotando en un mar de algodón.
Las voces se perdieron.



V


Ordenándoles que se acostaran, Nazarín se quedó en vela, y estuvo
en oración hasta el amanecer, de cuya belleza no pudo disfrutar por
causa de la neblina. A las ocho, aún aparecía el valle cubierto del
manto vaporoso, y cuando Ándara y Beatriz salieron de sus gazaperas,
alabaron a Dios por aquel bendito socorro enviado tan a tiempo para
salvarles, porque indudablemente los infames asesinos quisieron subir,
y la oscuridad blanca les cerró el camino. Recomendoles Nazarín
que no empleasen contra nadie, ni aun contra sus mayores enemigos,
calificativos de odio; lo primero que les enseñaba era el perdón de
las ofensas, el amor de los que nos hacen mal, y la extinción de todo
sentimiento rencoroso en los corazones. El Pinto y compinches serían
malos o no. Esto, ¿quién lo sabía? Allá se entendieran con el Juez
Supremo. Ellas no debían juzgarles, no debían pronunciar contra ellos
palabra injuriosa, ni aun en el caso de verles blandiendo el cuchillo
para matarlas.

—Y por último, hijas mías, paréceme que prolongamos demasiado esta
holganza que la fatiga nos impuso. Mañana hemos de seguir nuestra
peregrinación, y hoy, último día que pasaremos en esta fondal
vivienda, saldremos a recorrer toda la orilla izquierda del río hasta
aquellas aldeas que desde aquí se divisan.

A poco de decir esto, oyeron una voz que subía, entonando alegre
cantar. Miraron y no veían a nadie; pero las dos mozas conocieron
aquella voz, aunque no recordaban a quién pertenecía. Por fin, entre
unos matojos distinguieron una cabeza carnavalesca, que ascendía por la
montaba.

—¡Si es Ujo, mi novio! —exclamó Ándara riendo—. Aquí viene el chiquitín
del mundo... Ujo, prenda, _nano_ mío, caraifa. ¿Dónde te has dejado el
cuerpecico? No vemos más que tu cabeza.

Cuando llegó arriba, no podía respirar el pobre monstruo. Doblando las
piernas, asentó sobre ellas su casi invisible cuerpo, y sobre este
irguió la cabezota. Como no tenía cuello, su barba casi tocaba las
tetillas. Traía gorra de soldado, y la funda verde de jaula de perdiz.
Sentado abultaba poco menos que en pie.

—¿Quieres comer algo, Ujito gracioso? —le dijo la moza—. ¿Qué traes por
acá?

—Na más que el aquel de decirte que te estimo, caraifa.

—Y yo a ti más, coquito, caracol de la casa. ¿Te has cansado? ¿Quieres
pan?

—No; traigo. Y pa ti este, que es de flor y huevo... Toma. Hola, _señá_
Beatriz; tío Zarín, Dios les guarde... Pues vengo a decirvos que vos
vaigáis... Anoche salieron pa subir acá el Pinto y _quillotros_; pero
por mor de la _neblija_ se golvieron. No vedían, caraifa. Hoy se han
dido con el vacuno..., mucha res, caraifa. Al toque de la primera
misa, se jueron... Pero no penséis que estéis seguros, caraifa. Anda
el run de que hay latrocinio... ¡Mentira! Yo te estimo, Ándara... Pero
desapartaos de la Guardia civila, pues diz que diz que si vos coge, vos
lleva como _relincuentes_ públicos y criminales, caraifa.

Nazarín le respondió que ellos no eran delincuentes, y que si la
Guardia por tales los tomaba, pronto se desengañaría, por lo cual ni
escapaban, ni dejarían de permanecer donde no estorbasen a nadie. El
_nano_, sin prestar gran atención a esta negativa, tiró a Ándara de la
falda para llevarla aparte, y le dijo:

—Se vaiga el moro con la mora, y quédate tú, fea, que a ti por fea no
te cogen, y yo te estimo... ¿No sabes que te estimo, Ándara? ¿Qué diz?
¿Que más feo yo? Caraifa, por eso. Tú fea, tú pública, yo te estimo...
Es la primera vez que estimo..., y eso dende que te vi, caraifa.

Las risotadas de la moza atrajeron a los otros, y el pobre Ujo,
corrido, no hacía más que decir:

—Dirvos, dirvos de aquí, y si no, veráislo... Latrocinio, Guardia
civila...

—El _nanito_ me estima. Dejarlo que lo diga... Es mi novio, ¿verdad?
Pues claro que me quedaré contigo, con mi galápago de mi alma, con mi
coquito. Di otra vez que me estimas. A una le gusta...

—Sí, te estimo —repitió Ujo rechinando los dientes, al notar que
Beatriz le miraba burlona—. Manque rabien, te estimo, caraifa.

Y echó a correr. Ándara le despedía con fuertes voces, y él enfurruñado
y dándose golpes en el cráneo bajó, más bien parecía que rodaba, sin
mirar a los tres habitantes del castillo. Los cuales una hora después
descendían por la parte opuesta al pueblo, y se encaminaban por la
margen izquierda del Perales, aguas abajo. Pasaron por donde este se
junta con el Alberche, y a poca distancia de la confluencia vieron
a unos labradores que estaban cavando viñas. Nazarín les propuso
ayudarles, por una limosnica, y si nada les daban, trabajarían lo
mismo, siempre que lo consintiesen. Los labradores, que parecían gente
acomodada y buena, entregaron a Nazarín una azada, a Beatriz otra, y a
la de Polvoranca un mazo para desterronar. Uno de ellos cogió del suelo
su escopeta, y a los pocos tiros que disparó en un matorro cercano,
cobró tres conejos, de los cuales ofreció uno a los penitentes.

—Señor —le dijo Nazarín—, esta viña le dará a usted un buen agosto.

Una de las mujeres trabó conversación con Beatriz, en un rato de
descanso, y le preguntó si Nazarín era su marido, y como respondiese
que no, y que ninguna de las dos era casada, se hizo muchas cruces
en la cara y pechos. Luego quiso averiguar si eran gitanos, o de
esos que andan por los pueblos componiendo sartenes... ¿Eran ellos
los que el año anterior estuvieron allí con un oso encadenado por la
ternilla, y un mico que disparaba la pistola? Tampoco; pues entonces,
¿qué demonches eran? ¿Pertenecían a la cristiandad, o a alguna _seta_
idólatra? Respondió Beatriz que por cristianos a machamartillo se
tenían, y que no podía decir más. Otra de las mujeres, muy adusta,
receló que los desconocidos vagabundos hicieran mal de ojo a una niña
encanijada y dormilona que en brazos llevaba. Hubo entre todos ellos
secreteo, y al fin, el de la escopeta llamó a Nazarín para decirle:

—Buen hombre, tenga esta perra y el gazapo, y lárguense de aquí, que la
Ufrasia se malicia que le embrujan la niña.

Sin oponer observación alguna a esta cruel despedida, se retiraron
callados y humildes.

—Soportemos la humillación en silencio, hijas mías, y consolémonos
mirando a nuestras conciencias.

Más allá encontraron, a otros hombres limpiando una charca o poceta,
que servía de abrevadero, y que el último temporal había llenado de
fango, raíces y materias arrastradas de próximos albañales. Brindose
Nazarín a trabajar, y su oferta fue aceptada. Mandáronle meterse hasta
la rodilla en la charca negra, y Ándara hizo lo mismo, recogiéndose las
enaguas hasta media pierna. Con cubos que el uno daba al otro y este a
un tercero, fueron vaciando aquel fétido betún mezclado de sustancias
en putrefacción, y los otros ayudaban con palas. Beatriz saltó dando
chillidos, al sentir que una culebra de a vara se le liaba en un pie.
Felizmente no era venenosa. Hubo risas, jarana, cazaron el ofidio, y
por fin el abrevadero quedó agotado en hora y media, y los penitentes
recibieron perra grande y chica por su penoso trabajo.

Fueron al río a lavarse las piernas de aquella inmundicia, y cuando
regresaban ya limpios a coger el camino, viéronse sorprendidos por
dos hombres de muy mala traza, caras famélicas y amarillas, las ropas
hechas girones, que salieron de un espeso matorral, y con voces
descompuestas les dieron el alto. Sin más explicaciones, uno de ellos,
mostrando descomunal navaja, les intimó a que dejasen allí cuanto
llevaban, ya fuese moneda, alhaja, o cosa de comer. El otro, que debía
de ser un terrible humorista, les dijo que ellos eran una pareja de la
Guardia civil disfrazada, y que tenían encargo del Gobierno de detener
a cuantos ladrones encontrasen, quitándoles los objetos robados. La
valerosa Ándara quiso protestar; pero Nazarín dispuso entregar todo,
pan, perras, gazapo, y los malditos les hicieron además un registro
minucioso, por virtud del cual, Beatriz se quedó sin tijeras y la otra
sin peine. Y no paró aquí la broma. Después de retirarse, a una orden
imperiosa de los bandidos, estos se permitieron la estúpida diversión
de apedrearlos, infiriéndole a Nazarín una ligera herida en el cráneo,
de la cual echó no poca sangre. Hubieron de volver al río, donde las
dos mozas le lavaron la cabeza, vendándosela después con dos pañuelos,
uno blanco, y encima el grande de cuadros que Beatriz solía llevar a la
cabeza. Con aquel turbante, nada le faltaba al fervoroso asceta para
completar su arábiga figura. Beatriz se puso la gorra de él, y ¡hala
para el castillo!

—Me parece —dijo Ándara— que ha entrado la mala. Hasta ahora todo
iba por la buena. Nos daban de comer, nos querían, nos obsequiaban,
hacíamos nuestras miajas de milagro en Móstoles, y en Villamanta nos
portábamos como los santos de Dios. La gente contenta, y bailándonos el
agua. Pero ya empiezan a salir los malos números; que esto de lo que a
una le pasa un día y otro, viene a ser como la lotería pública.

—Cállate, habladora, casquivana —le dijo Nazarín, que fatigado del
largo camino y del picor del sol, se sentó a la sombra de unas
encinas—. No confundas las divinas disposiciones con la lotería, que es
el acaso ciego. Si el Señor nos manda calamidades, Él sabrá por qué. No
salga de nuestros labios la más leve queja, ni dudemos un solo instante
de la misericordia de Nuestro Padre que está en los cielos.

Sentose Beatriz junto a él, y la de Polvoranca se puso a buscar por el
suelo bellotas. Callaban los tres sombríos y tristes. No se oía más que
el zumbido de las moscas del campo entre las encinas. Ándara se alejaba
y volvía. La de Móstoles rompió el silencio diciendo a su maestro:

—Señor, me asalta una idea, una idea...

—¿Presentimiento?

—Eso... Pienso que lo vamos a pasar muy mal, que padeceremos.

—También lo pienso yo.

—Si Dios lo quiere, sea.

—Padeceremos, sí, yo más que vosotras.

—¿Nosotras no? Pues eso no estaría bien. No, nosotras lo mismo, y si a
mano viene, más.

—No, dejadme a mí que padezca lo más.

—¿Y es de veras que lo piensa? ¿Lo adivina?

—Adivinar no. El Señor me lo dice en mi interior. Conozco su voz. Tan
cierto es, Beatriz, que padeceremos mucho, como que ahora es de día.

Nuevo silencio. Ándara se alejaba inclinándose, y recogía bellotas en
su falda.



VI


Observando al buen Nazarín, taciturno y caviloso él, que siempre
las animaba con el ejemplo de su serena actitud y aun con joviales
palabras, Beatriz sintió que en su alma se encendía súbitamente como
una hoguera de cariño hacia el santo que las dirigía y las guiaba.
Otras veces sintiera el mismo fuego, mas nunca tan intenso como en
aquella ocasión. Después, observándose hasta lo más profundo, creyó que
no debía comparar aquel estado del alma al voraz incendio que abrasa y
destruye, sino a un raudal de agua que milagrosamente brota de una peña
y todo lo inunda. Era un río lo que por su alma corría, y saliéndosele
a la boca, se derramaba fuera en estas palabras:

—Señor, cuando venga ese padecer tan grande, sepa usted que quiero
quererle con todo el amor que cabe en el alma, y con toda la pureza
con que se quiere a los ángeles. Y si tomando yo para mí el padecer, a
usted se lo quitara, lo tomaría, aunque fuera lo más horrible que se
pudiera imaginar.

—Hija mía, me quieres como a un maestro que sabe un poquito más que tú,
y que te enseña lo que no sabes. Yo te quiero a ti, os quiero a las
dos, como el pastor a las ovejas, y si os perdéis os buscaré.

—Prométame, señor —añadió Beatriz en el colmo de su exaltación—,
querernos siempre lo mismo, y júreme que, pase lo que pase, no habremos
de separarnos nunca.

—Yo no juro, y aunque jurara, ¿cómo había de hacerlo asegurándote
lo que pretendes? Por mi voluntad juntos estaremos; pero, ¿y si los
hombres nos separan?

—¿Y qué tienen que ver los hombres con nosotros?

—¡Ah! Ellos mandan, ellos gobiernan en en todo este reino que está por
bajo de las almas. Hace poco vinieron dos pecadores y nos robaron.
Otros pueden venir que por la violencia nos separen.

—Eso no será, Ándara y yo no lo consentiríamos.

—No contáis con vuestra debilidad, con vuestro miedo.

—¡Miedo nosotras! Señor, no diga tal.

—Además, vuestro deber es la obediencia, el respeto a todo el mundo, y
la conformidad con los designios de Dios.

Acercose Ándara para enseñar las bellotas, y volvió a retirarse. Pasado
un breve rato, determinose bruscamente en Beatriz una laxitud intensa.
Era como la sedación de aquel espasmo de piadoso amor. Se le cerraban
los párpados.

—Señor —dijo a Nazarín—, como anoche no dormimos, tengo sueño.

—Pues duérmete ahora, que es muy fácil que esta noche tampoco duermas.

Con una sencillez y una inocencia propiamente idílicas, Beatriz dejó
gravitar su cabeza sobre el hombro de Nazarín, y se quedó dormidita,
como un niño en el seno de su madre. El ermitaño andante seguía
cabizbajo. Pensando al fin que era hora de regresar al castillo, buscó
con los ojos a la otra moza, y la vio sentada, como a treinta pasos, de
espaldas a él, caída la cabeza sobre el pecho:

—Ándara, ¿qué te pasa?

La moza no contestó.

—¿Pero qué te pasa, hija? Ven acá. ¿Qué haces? ¿Llorar?

Levantose Ándara y despacio acudió a él, llevándose a los ojos el borde
de la falda en que guardaba las bellotas recogidas del suelo.

—Ven acá... ¿Qué tienes...?

—Nada, señor.

—No; algo tienes tú. ¿Se te ha ocurrido algún mal pensamiento? ¿O es
que tu corazón te anuncia desventuras? Dímelo a mí.

—No es eso... —respondió al fin la moza, que no hallaba las palabras
propias para expresar su pensamiento—. Es que... Una tiene su amor
propio..., vamos..., su aquel de vanidá..., y no le gusta a una...
Vamos, lo diré redondo y claro: que usted quiere a Beatriz más que a mí.

—¡Jesús!... ¿Y es eso lo que...?

—Pues no es justo, porque las dos le queremos lo mismo.

—Y yo también a vosotras por igual. ¿Pero de dónde sacas tú que yo...?

—Que a Beatriz le dice usted siempre las cosas más bonitas, y a mí
nada... Es que soy muy burra, y ella sabe..., tiene gramática... Por
eso, es para ella todito el mimo, y a mí: «Ándara, ¿tú que sabes? No
blasfemes...». Ya, ya sé que a mí no me estima nadie más que Ujo...

—Pues ahora no has dicho blasfemia, sino un gran desatino. ¡Querer yo
a la una más que a la otra! Si hay diferencia en el modo de tratarlas,
diferencia fundada en el natural de cada una, no la hay en el cariño
que les tengo. Tonta, ven acá, y si tienes sueño, porque anoche no
dormiste, arrímate a mí por este otro lado, y echa también un sueñecico.

—No, que es tarde —dijo Ándara, disipada ya su displicencia—. Si nos
descuidamos, no llegaremos de día.

—De día es ya imposible. Gracias que lleguemos a las nueve... Y esta
noche, buena cena: bellotas al natural.

—Aquellos sinvergüenzas nos limpiaron de veras. ¡Ah, si yo les cojo...!

—No injuries, no amenaces... Ea, ya esta se despierta. Vámonos. En
marcha.

Antes de las nueve, subían fatigados hacia el castillo, y arriba se
tendieron a la fresca. Ninguna molestia les había de ocasionar aquella
noche el hacer la cena, porque no tenían más provisiones que las
bellotas, las cuales fueron servidas inmediatamente, y devoradas con
la salsa de la necesidad más que del apetito. Y cuando empezaban a dar
gracias a Dios por la frugal colación que les había deparado, oyeron
ruido de voces hacia la base del monte, en la vecindad del pueblo.
¿Qué sería? Y no eran dos ni tres los que hablaban, sino mucha, mucha
gente. Asomose Ándara a la saetera y, ¡Virgen Santísima!, no solo oyó
el ruido más tumultuoso, sino que vio un resplandor como de hoguera que
subía, subía también con las voces.

—Viene gente —dijo a sus compañeros, poseída de pánico—. Y traen
hachos, o teas encendidas... Oigan el murmullo...

—Vienen a prendernos —balbució Beatriz, a quien se comunicaba el terror
de su compañera.

—¿A prendernos? ¿Por qué? En fin, pronto lo sabremos —dijo don
Nazario—. Sigamos rezando, que lo que fuere sonará.

Él rezaba, porque su enérgica voluntad a todo sentimiento se
sobreponía; pero ellas, azoradas, inquietas, temblorosas, no hacían más
que correr de aquí para allá, y tan pronto pensaban huir como gritar
pidiendo socorro... ¿Pero a quién, a quién? El cielo no tenía trazas
aquella noche de querer defenderlos, ocultándolos con una gasa de
niebla.

Y el tumulto subía, con el siniestro resplandor de los hachos. Ya se
oían las voces más claras, y risas y chacota; ya se entendían algunas
palabras. Venían hombres, mujeres y chiquillos, y estos eran los que
alumbraban con manojos de escajo seco, dándose y quitándose la lumbre,
con algazara de noche de san Juan.

—¿Pero qué? —murmuró Nazarín sin levantarse del suelo—. ¿Contra estas
tres pobres criaturas manda la autoridad un ejército?

Al llegar arriba la alborotada muchedumbre, las dos mujeres vieron la
pareja de Guardia civil. Ya no quedaba duda.

—Vienen por nosotros.

—Pues aquí estamos.

—Señores guardias —dijo Ándara—, ¿vienen en busca nuestra?

—A ti, y al moro Muza —replicó uno que debía de ser el alcalde, riendo,
como si la libertad o prisión de gente tan humilde fuera cosa de broma.

—¿En dónde está ese morito, que quiero verlo? —vociferó un tío muy
zafio, y muy gordo, destacándose del primer grupo.

—Si el que buscan soy yo —dijo Nazarín todavía en el suelo—, aquí me
tienen.

—Eh, buen amigo —dijo otro muy flaco—; mal aposentado está su
reverencia morisca en este castillo. Véngase a la cárcel.

Y diciéndolo le dio un fuerte puntapié.

—¡So cobarde! —gritó Ándara, inflamada en súbita cólera y saltando
hacia él como un tigre—, so canalla, ¿no ve que es humilde y se deja
coger?

Y con el cuchillo de pelar patatas le asestó tan tremendo golpe, que
si el arma tuviera filo y punta, lo pasara mal aquel gaznápiro. Así y
todo, le rasgó la manga de la blusa, y del brazo le sacó una tira de
pellejo. Abalanzose la multitud rugiente sobre la brava moza, que fue
defendida por la Guardia civil. Pero con tan nerviosa furia forcejeaba,
que tuvieron que atarla. En esto sintió que le tiraban de la falda, y
vio la cabeza andante de Ujo, que se escabullía por entre las piernas
de los civiles.

—Esto vos pasa, por no hacer lo que diz, caraifa. Pero te estimo, verás
que te estimo.

—Quítate allá, _jediondo_ —replicó Ándara, y le escupió en la cara.

Nazarín se había levantado, y con la mayor serenidad les dijo:

—¿A qué tanto ruido por prender a tres personas indefensas? Llévennos a
donde gusten. ¡Ay, mujer, qué mal has hecho! Para que Dios te perdone,
pídele perdón a este señor a quien has herido.

—¡Perdón de caraifa!

Ciega de ira, ardiendo en sanguinario frenesí, no sabía lo que hacía.

En marcha todo el mundo. Delante iba Ándara atada, rugiendo y
llevándose las manos a la boca para morder la cuerda; detrás el maestro
y Beatriz sueltos, rodeados de gente curiosa, impertinente y cruel.
Los civiles apartaban a la multitud. El hombre gordo, que iba junto a
Nazarín, se permitió decirle:

—¿Conque príncipe moro..., príncipe moro desterrado...? ¡Y se trae todo
su serrallo, concho!

El alcalde, que iba por el otro lado, junto a Beatriz, echose a reír
groseramente, corrigiendo la frase de su amigo:

—Tan moro es este como mi abuelo. Y a esta sultana la conozco yo de
Móstoles.

Beatriz y don Nazario no contestaban..., ni mirar siquiera. Por la
cuesta abajo, siguió la chacota y el escándalo. Más parecía aquello
bullanga de Carnaval, que prendimiento de malhechores. Como se apagaron
los hachos, tropezaban mujeres y chiquillos, caían y se levantaban,
y la cabeza de Ujo fue rodando en una de las vueltas. Risotadas,
cantos, dicharachos, todo era señal de fiesta para un pueblo en que
las ocasiones de divertimiento eran muy raras. Conceptuaban algunos
el caso como una broma, y habrían deseado que llegaran todos los días
moros descarriados que prender o cazar. La entrada en el pueblo fue
lo mejor de la función, porque todo el vecindario salió a las puertas
de las casas a ver a los misteriosos delincuentes reclamados por el
juez de Madrid. Volvieron los chicos a encender los escajos o aliagas
secas, y el humazo asfixiaba. Ándara, extenuada de fatiga, cesó al fin
en su vana protesta. Los otros dos presos aceptaban con silenciosa
resignación su desgracia.

Llamaban cárcel a una cuadra con rejas, en la parte baja del
Ayuntamiento. Se entraba por un patio. Despejó la Guardia civil la
puerta, y los presos fueron llevados a una sala, donde desataron a
Ándara. El alcalde, a quien la desmedida importuna afición a las
bromas no privaba de sentimientos humanitarios, les dijo que se les
prepararía de cenar, y llevando a Nazarín a una estancia próxima, no
menos destartalada y mísera que el aposento destinado a la custodia de
presos, sostuvo con él el diálogo que a continuación puntualmente se
transcribe.



VII


—Siéntese usted. Tengo que hacerle algunas preguntas.

—Me siento. Usted dirá.

—Pues delante de todo ese gentío, no he querido avergonzarle. Le tienen
a usted por moro. ¡Cosas del pueblo sin ilustración! Y ello es que lo
parece, con esa cara propiamente africana, esa barba en pico, y ese
turbante. Pero yo sé que no es usted moro, sino cristiano, al menos de
nombre. Y hay más: no lo pensara si no lo dijera el oficio mandándome
detenerle: es usted sacerdote.

—Sí señor, y me llamo Nazario Zaharín, para servir a Dios y a usted.

—Por consiguiente, declara usted ser el don Nazario Zaharín que reclama
el juez de la Inclusa. ¿Y aquella feona es la que llaman Ándara?

—La que ha venido atada. La otra se llama Beatriz, y es natural de
Móstoles.

—¡A quién se lo cuenta! Si la conozco. El Pinto es primo mío.

—¿Qué más?

—¿Le parece poco? Pero venga acá, y hablemos ahora como amigos —dijo el
alcalde, quitándose el ancho pavero y poniéndolo sobre la mesa, en la
cual un farol alumbraba por igual la cara regocijada y reluciente del
uno, y la mustia y ascética del otro—. ¿Le parece a usted que está bien
que un señor eclesiástico ande en estos trotes..., descalzo por los
caminos, acompañado de dos mujeronas..., vamos, de Beatriz no digo...,
¿pero la otra?... ¡Por Dios, señor cura de mi alma! Allá, supongo que
su abogado le defenderá por loco, porque por cuerdo no hay cristiano
que le defienda, ni ley que no le condene.

—Creo estar en mi sano juicio —contestó serenamente Nazarín.

—Eso se verá. Yo creo que no. ¡Claro; usted cómo ha de conocer que está
loco! ¡Pero, por Dios, padre Zaharín, echarse a una vida de vagabundo,
con ese par de pencos!... Y no lo digo por la religión mismamente; que
todos, el que más y el que menos, si decimos que creemos, es por el
buen parecer, y por el respeto a lo establecido... Dígolo por su propia
conveniencia, y por el miramiento de la sociedad, en estos tiempos de
ilustración. ¡Un sacerdote andar así!... ¡Pues no le acusan de nada
en gracia de Dios! Que ocultó en su casa a esa zarandaina, cuando
dio de puñaladas a otra pública como ella, que después entre los dos
pegaron fuego a un edificio, o finca urbana particular... Y por fin de
fiesta se echan a los caminos, usted de apóstol y ella de apóstola, y
se dedican a embaucar a la gente, curando enfermos con salutaciones
de agua potable, resucitando difuntos fingidos, y echando sermones
contra los que tenemos algunos posibles... ¡Ay, ay, señor sacerdote, y
sostiene que no está loco! Dígame: ¿cuántos milagros ha hecho por esta
jurisdicción? Oí que usted amansó al león de los leones, el señor de la
Coreja... Tenga confianza conmigo, que yo no he de hacerle ningún mal,
ni he de vender sus secretos. Cuénteme, y no repare en que soy alcalde
y usted un mero procesado. De esa puerta para adentro no hay más que
dos sujetos de buena sombra: un alcalde muy campechano y muy francote,
y un curita correntón que va a contar ahora mismo sus aventuras
apostólicas y mahometanas..., pero con franqueza... Espérese: mandaré
que nos traigan unas copas.

—No, no se moleste —dijo Nazarín, deteniendo el movimiento del
alcalde—. Oiga mi respuesta, que será breve. Lo primero, señor mío, yo
no bebo vino.

—¡Caramba! ¿Ni siquiera una gaseosa? Vea por qué le toman por moro.

—Lo segundo, soy inocente de los delitos que me imputan. Así lo diré
al señor juez, y si no me cree, Dios sabe mi inocencia, y eso me
basta. Tercero: yo no soy apóstol, ni predico a nadie; tan solo enseño
la doctrina cristiana, la más elemental y sencilla, a quien quiere
aprenderla. La enseño con la palabra y con el ejemplo. Todo lo que
digo, lo hago, y no veo en ello mérito alguno. Si por esto me han
confundido con los criminales, no me importa. Mi conciencia no me acusa
de ningún delito. Yo no he resucitado muertos, ni curado enfermos:
ni soy médico, ni hago milagros, porque el Señor, a quien adoro y
sirvo, no me ha dado poder para ello. Con esto concluyo, señor mío, y
no teniendo más que decir, haga usted de mí lo que quiera, y cuantas
tribulaciones y vergüenzas caigan sobre mí, las acepto resignado y
tranquilo, sin miedo y también sin jactancia, que nadie verá en mí ni
la soberbia del pecador ni la vanagloria del que se cree perfecto.

Un sí es no es confuso y cortado se quedó el buen alcalde con estas
razones, sin duda porque esperaba ver salir al clérigo por el registro
de una cínica franqueza, o, en otros términos, que bailase al son que
él le tocaba. Pero no bailaba, no. Y una de dos: o era don Nazario el
pillo más ingenioso y solapado que había echado Dios al mundo, como
prueba de su fecundidad creadora, o era..., ¿pero quién demonios sabía
lo que era, ni cómo se había de discernir la certeza o falsedad de
aquellas graves palabras, dichas con tanta sencillez y dignidad?

—Bueno, señor, bueno —dijo el alcalde chancero, comprendiendo que con
tal hombre de nada valían las chirigotas—. Pues con tanta conciencia
y tanto rigorismo, lo va usted a pasar mal. Véngase a razones, y haga
caso de mí, que soy hombre muy práctico, y aunque me esté mal el
decirlo, con sus miajas de ilustración; hombre algo corto de latines,
pero muy largo de entendederas. Aquí donde usted me ve, yo empecé
a estudiar para cura; pero no me petaba la Iglesia, por ser yo más
inclinado a lo que se ve con los ojos y se toca con las manos, quiero
decir, que lo positivo, o sea la ilustración, es mi fuerte. ¿Y cómo he
de creer yo que un hombre de sentido en nuestros tiempos prácticos,
esencialmente prácticos, o si se quiere de tanta ilustración, puede
tomar en serio eso de enseñar con el ejemplo todo lo que dice la
doctrina? ¡Si no puede ser, hombre, si no puede ser, y el que lo
intente, o es loco, o acabará por ser víctima..., sí, señor, víctima
de...!

No sabía concluir la frase. Nazarín no quería discusiones, y le
contestó con seca urbanidad:

—Yo creo lo contrario. Tan puede ser, que es.

—Pero venga usted acá —prosiguió el alcalde, que comprendía o adivinaba
el poder dialéctico de su contrario, y quiso batirse en regla apelando
a los argumentos que recordaba de sus vanas y superficiales lecturas—.
¿Cómo me va usted a convencer de que eso es posible?... A mí, que vivo
en este siglo XIX, el siglo del vapor, del teléfono eléctrico y de la
imprenta, ¡esa palanca...! de las libertades públicas y particulares,
en este siglo del progreso, ¡esa corriente...! en este siglo en que la
ilustración nos ha emancipado de todo el fanatismo de la antigüedad.
Pues eso que usted dice y hace, ¿qué es más que fanatismo? Yo no
critico la religión en sí, ni me opongo a que admitamos la Santísima
Trinidad, aunque ni los primeros matemáticos la comprenden; yo respeto
las creencias de nuestros mayores, la misa, las procesiones, los
bautizos y entierros con honras, etcétera... Voy más allá, le concedo
a usted que _haiga_..., quiero decir, que haya almas del Purgatorio, y
que tengamos clero episcopal y cardenalicio, por de contado parroquial
también... Y si usted me apura, paso por las bulas..., vaya..., paso
también porque tiene que haber un _más allá_, y porque todo lo que
sea hablar de eso se diga en latín... Pero no me saque usted de ahí,
de la consideración que debemos a lo que fue. Yo respeto la religión,
respeto mayormente a la Virgen, y aun le rezo cuando se me ponen malos
los niños... Pero déjeme usted con mi tira y afloja, y no me pida
que yo crea cosas que están bien para mujeres, pero que no debemos
creerlas los hombres... No, eso no. No me toque usted esa tecla. Yo
no creo que se puede llevar a la práctica todo lo que dijo y predicó
el gran reformador de la sociedad, ¡ese genio...!, yo no le rebajo,
no, ¡ese extraordinario ser...! Y para sostener que no se puede,
razono así: «El fin del hombre es vivir. No se vive sin comer. No se
come sin trabajar. Y en este siglo ilustrado, ¿a qué tiene que mirar
el hombre? A la industria, a la agricultura, a la administración, al
comercio. He aquí el problema. Dar salida a nuestros caldos, nivelar
los presupuestos públicos y particulares..., que haya la mar de
fábricas..., vías de comunicación..., casinos para obreros..., barrios
obreros..., ilustración, escuelas, beneficencia pública y particular...
¿Y dónde me deja usted la higiene, la urbanización, y otras grandes
conquistas? Pues nada de eso tendrá usted con el misticismo, que es
lo que usted practica; no tendrá más que hambre, miseria pública y
particular... ¡Lo mismo que los conventos de frailes y monjas! El
siglo XIX ha dicho: “No quiero conventos ni seminarios, sino tratados
de comercio. No quiero ermitaños, sino grandes economistas, No quiero
sermones, sino ferrocarriles de vía estrecha. No quiero santos padres,
sino abonos químicos”. ¡Ah, señor mío, el día que tengamos una
universidad en cada población ilustrada, un banco agrícola en cada
calle, y una máquina eléctrica para hacer de comer en la cocina de
cada casa, ah, ese día no podrá existir el misticismo! Y yo me permito
creer..., es idea mía..., que si Nuestro Señor Jesucristo viviera,
había de pensar lo mismo que pienso yo, y sería el primero en echar su
bendición a los adelantos, y diría: “Este es mi siglo, no aquel...; mi
siglo este, aquel no”».

Dijo, y con su pañuelo de hierbas se limpió el sudor de la frente; que
no le había costado poco trabajo echar de sí, con dolores partúricos,
aquella larga y erudita oración, con la cual pensaba dejar tamañito al
desdichado asceta. Este le miró con lástima; pero como la cortesía y
sus hábitos de humildad le vedaban contestarle con el desprecio que a
su juicio merecía, se limitó a decirle:

—Señor mío, usted habla un lenguaje que no entiendo. El que hablo yo,
tampoco es para usted comprensible, al menos ahora. Callémonos.

No era de este discreto parecer el alcalde, a quien supo muy mal que
sus bien pensados y medidos argumentos no hicieran ningún efecto en
aquel testarudo, socarrón o lo que fuese, y creyó que atacándole con
otras armas le sacaría de sus casillas. Era un galápago, a quien había
que poner fuego en la concha para obligarle a sacar la cabeza. Pues
fuego en él, es decir, la broma insolente, la befa y el escarnio.

—No se incomode, padre, que si lo lleva por lo serio no he dicho nada.
Soy un ignorante, que no he leído más que las cosas de mi siglo, y
no estoy fuerte en teologías. ¿Que es usted santo? Pues yo soy el
primero que me quito el sombrero, y le llevo en procesión, si es
preciso, arrimando un hombro a las andas. Verá cómo le adora el pueblo;
y usted, a buena cuenta, háganos un par de milagros, de los gordos,
¿eh?; multiplíquenos las tinajas, y tráiganos el puente nuevo que está
proyectado, y el ferrocarril del oeste, que es nuestro _desiderátum_...
Y a más de esto, aquí tiene sin fin de jorobados que enderezar, ciegos
a quienes dar vista, y cojos que están deseando que usted les mande
correr, amén de los difuntos del cementerio, que en cuantico que usted
les llame, saldrán todos a dar un paseo por el pueblo, y a ver los
adelantos que a mí se me deben... ¡Vaya con el Jesucristo nuevo...,
género arreglado! ¡Arderá el siglo cuando se entere de que andamos
predicando la segunda salvación del mundo! «Redenciones públicas y
particulares. Precios económicos». Verdad que ahora le metemos en la
cárcel. Camarada, hay que padecer. Pero no le crucificarán: de eso
está libre. No se componga, padre, que ahora no se estila ese género
de patíbulo, propio del oscurantismo; ni entrará en Madrid montado en
burra, sino con la parejita de la Guardia civil; ni le recibirán con
palmos, como no sea de narices. ¿Y qué religión de pateta es la que
nos trae? Calculo que es la mahometana..., por eso se ha traído un par
de moras..., claro, para predicar con el ejemplo...

Como Nazarín no le hacía ningún caso, ni se irritaba, ni dio a entender
que tales bromas le afectasen poco ni mucho, volvió a desconcertarse el
bueno del alcaldillo, y adoptando nueva actitud y tonos de familiaridad
socarrona, le dio palmadas en el hombro diciéndole:

—Vaya, hombre, no se amilane. Hay que llevar estas cosas con paciencia.
Amiguito, esto de echarse a predicar, sobre todo cuando no se da trigo,
tiene sus quiebras. Pero no apurarse; que con meterle en una casa de
locos, cumple la justicia, y ni azotes le darán, que esto ya no se
estila. «Sacrificios higiénicos, es decir, sin azotes... Pasión y
muerte, con chocolate de Astorga...», ja, ja... En fin, mientras esté
en esta culta localidad, le trataremos bien, porque una cosa es la ley
y otra la ilustración. Y si por lo que le dije se picó, échelo a broma,
que a mí me gusta darlas... Soy, como ha visto, de muy buena sombra...
Lo que no quita que me compadezca de su desgracia. Dejo a un lado
la vara, y aquí no somos el alcalde y el preso, sino dos amigos muy
guasones, un par de peines de muchas púas, ¿eh?... Y entre paréntesis,
podía el hombre haber escogido moritas de mejor pelo. La Beatriz, pase.
¡Pero la otra...! ¿De dónde sacó esa merluza?... En fin, usted querrá
que la demos de cenar.

Solo a esta última frase contestó Nazarín:

—Yo no tengo gana, señor alcalde. Pero esas pobres mujeres creo que
tomarán algún alimento.



VIII


En tanto, en la cárcel propiamente dicha, las dos mujeres, los dos
guardias civiles y algunas otras personas que se habían colado, entre
ellas el gran Ujo, hablaban familiarmente. Beatriz, desde que entraron,
llegose a uno de los guardias, alto, buen mozo, de agradable fisonomía
militar, y tocándole el brazo le dijo:

—Oye tú, ¿eres el preferente Mondéjar?

—Para servirte, Beatriz.

—¿Me has conocido?

—¡Pues no!

—Yo dudaba, y decía para entre mí: «Juraría que este es el preferente
Cirilo Mondéjar, que estuvo en Móstoles».

—Yo te conocí; pero no quise decirte nada. Me dio pena verte entre
esa gente. Y para que lo sepas, contigo no va nada, y tú estás en la
cárcel porque quieres. La orden de prisión es para él y la otra. A ti
te hemos traído por estar allá. En fin, el alcalde te dirá si te vas o
te quedas.

—Diga el alcalde lo que quiera, yo sigo con mis compañeros.

—¿Por tránsitos?

—Por lo que sea, y si ellos entran en la cárcel, yo también. Y si van a
la Audiencia, yo con ellos. Y si hay patíbulo, que nos ahorquen a los
tres.

—Beatriz, tú estás loca. Te dejaremos en Móstoles con tu hermana.

—He dicho que voy a donde don Nazario vaya, y que por nada del mundo
le abandono en su desgracia. Si yo pudiera, ¿sabes tú lo que haría?
Pues tomar para mí todas las penalidades que le esperan, las injurias
que han de decirle, y los malos tratos y castigos que ha de recibir...
¡Pero qué distraída estoy, Cirilo! No te había preguntado por Demetria,
tu mujer.

—Está buena.

—¡Mucho quiero yo a Demetria! Y dime, ¿cuántos niños tienes ya?

—Uno..., y otro que pronto ha de venir...

—Dios te los conserve... Serás feliz, ¿verdad?

—No hay queja.

—Pues mira, no ofendas a Dios, que podría castigarte.

—¿A mí? ¿Por que?

—Por perseguir a los buenos, y esto de los buenos no lo digo por mí.

—Lo dices por el preso. Nosotros, los guardias, nada tenemos que ver.
Eso el juez.

—El juez, y el alcalde y los guardias, todos sois unos. No tienen
conciencia, ni saben lo que es virtud... Y no lo digo por ti, Cirilo,
que eres buen cristiano. No perseguirás al escogido de Dios, ni
consentirás que los infames le martiricen.

—Beatriz, ¿estás loca, o qué te pasa?

—Cirilo, el loco eres tú, si consientes que tu alma se pierda por
ponerte del lado de los malos contra los buenos. Piensa en tu mujer, en
tus hijitos, y hazte cuenta de que para que el Señor te los conserve,
es preciso que tú defiendas la causa del Señor.

—¿Cómo?

Beatriz bajó la voz, pues aunque los demás presentes rodeaban a Ándara,
charlando y riendo al otro extremo de la prisión, temía que la oyesen.

—Pues muy sencillo. Cuando nos lleves presos, te harás el tonto y nos
escaparemos.

—Sí, y a lo tonto, os dejaré secos de un tiro. Beatriz, no digas
disparates. ¿Sabes tú lo que es la Ordenanza? ¿Conoces el Reglamento
de la Benemérita? ¡Y a buena parte vienes con esas bromas! Yo no falto
a mi deber por nada de este mundo, y antes que deshonrar mi uniforme,
consentiría en perderlo todo, la mujer y los hijos. Pone uno su honra
en esto, y no es uno, Beatriz, es el Cuerpo... ¡Qué más quisiera uno
que tener lástima! Pues no busques en toda la Fuerza un solo número que
la tenga, digo lástima, para cosas del servicio, porque no lo hallarás.
El Cuerpo no sabe lo que es compasión, y cuando el alma, que es la Ley,
le manda prender, prende, y si le manila fusilar, fusila.

Dijo esto con tan gallarda convicción y sinceridad el buen preferente,
y tan claro revelaban sus ojos, su ademán, su acento, el culto
fervoroso de la orden de caballería que profesaba, que la moza inclinó
su cabeza suspirando, y le dijo:

—Tienes razón, no sé lo que digo. Cirilo, no me hagas caso. Cada uno a
su religión.

Los curiosos abandonaron el rincón donde estaba Ándara, y se corrieron
al lado de Beatriz y el preferente. Junto a la otra no quedó más que
Ujo, que en pie alzaba poco más que la cintura de su amiga sentada.

—A lo que diba —le dijo cuando se vio solo con ella—. Mal te portéis
conmigo, caraifa... Yo pensé que eras más fina, caraifa... Pero manque
de fina no ties un pelo, y me has escupitado mismamente en la cara, yo
diz que te estimo... Manque me escupites otra vez, te lo diz.

—¿Que yo te escupí? —replicó Ándara jovial, repuesta ya del espasmo
de furia—. Sería sin pensarlo, chiquitín del pueblo, mi coquito, mi
_nanito_ gracioso. Es que yo soy así: cuando quiero decir que estimo,
escupo.

—¿Quies más? Pues cuando le pegaites la cuchillada a Lucas, el del
mesón..., te volvites guapa. Yo miraite, y no te conocéi, caraifa.
Porque tú seis fea, Ándara, y por fea y horrorosa te estimo yo,
caraifa, y me peleo con la Verba divina por defendeite, recaraifa.

—¡Viva mi renacuajo, mi caracol cabezudito! ¿Has dicho que el tío ese a
quien le tiré con el cuchillo es el mesonero?

—El tío Lucas.

—Me dijiste el otro día que vivías en el mesón.

—Pero mudeime ayer, porque una mula me arrimó una coz. Ahora vivo en
cas del tío Juan el herrero.

—¡Oh, y qué bien estará mi caracolito en casa del herrero! Pues mira,
caraifa: ¿tú dices que me estimas?

—Con alma.

—Pues para que yo te lo crea, vas a traerme de tu casa, de la casa del
herrero..., lo que yo te diga.

—¿Qué?

—Mucho jierro. Yo quiero jierro... Tú arréglatelas como puedas. Allí
habrá de todo. Me traerás clavos... No, clavos no... Sí, sí; un par de
clavos grandes, y también un cuchillo bueno; pero que corte, ¿sabes? Y
una lima..., pero que coma... Te lo traes todo bien guardadito, aquí
debajo de tu sayal, y...

Callaron, porque entró Nazarín acompañado del alcalde, y este,
echándoselas de hombre benévolo y humanitario, cualidades que no
excluían la dominante de la buena sombra, les dijo:

—Ahora, estas madamas van a cenar alguna cosita. Conste que la cena es
de mi bolsillo, porque en el presupuesto no lo hay. Y usted, reverendo
señor Nazarín, ya que no come, dé un poco de descanso a sus huesos...
Señores guardias, el preso nos da su palabra de no intentar escaparse.
¿Verdad, señor profeta? Y ustedes, señoras discípulas, mucho ojo. A
bien que tenemos aquí una cárcel que no nos la merecemos, con unas
rejas que ya las quisiera el Abanico de Madrid. Total, que como no haya
una chispa de milagro, de aquí no salen. Conque... los que han venido
a curiosear, están de más. Despéjenme la cárcel. Ujo, largo de aquí.

Despejaron, y solo permanecieron allí, además de los desgraciados
penitentes, el alcalde y el juez municipal, tratando de la conducta de
presos, que era forzoso aplazar un día para esperar a otros vagabundos
y criminales recogidos en la Villa del Prado y en Cadalso. Trajo
después el alguacil la cena, que Ándara y Beatriz apenas probaron, el
alcalde les dio las buenas noches, los guardias y el alguacil cerraron
con ruidoso voltear de llaves y corrimiento de cerrojos, y los tres
infelices presos pasaron la primera mitad de la noche rezando, y la
otra mitad durmiendo sobre las baldosas. El día siguiente les trajo el
consuelo de que muchas personas del pueblo se interesaron por su triste
situación, ofreciéndoles comida y ropas que no fueron aceptadas. Ujo se
ingeniaba para trepar a la reja del patio como una araña, y departía
con las dos mozas. Por la noche llegaron los otros presos que debían ir
también a Madrid, a saber: un mendigo viejo, acompañado de una niña,
cuya procedencia era objeto de las investigaciones de la justicia, y
dos hombres de muy mala facha, en quienes Nazarín reconoció al punto
a los vagabundos que les robaron la tarde aquella que precedió a la
noche de la captura. Ambos se habían escapado de la cárcel de Madrid,
en cuya Audiencia les seguían causa, al uno por parricidio, al otro por
robo sacrílego. A los cuatro les enchiqueraron en el mismo estrecho
local, donde apenas podían revolverse, por lo cual todos deseaban que
les sacaran al aire y diera principio la conducta. Por penosa que
esta fuera, nunca lo sería tanto como la aglomeración de cuerpos nada
limpios en un oscuro, reducido y malsano aposento.

A la siguiente mañana, tempranito, despachada la documentación,
se dispuso la marcha. Presentose el alcalde a despedir a Nazarín,
diciéndole con su habitual sorna:

—Lo cortés no quita lo valiente, señor profeta; no vea en mí más que el
amigo, un ciudadano de buen humor, a quien le hace mucha gracia usted
y su cuadrilla, y la _sombra_ con que ha convertido la vagancia en una
religión muy cómoda y muy desahogada..., ja, ja... Esto no es ofensa,
porque hay que reconocerle el talento, la trastienda... En fin, que
el tío es muy largo, pero muy largo, y yo siento que no haya querido
clarearse conmigo... Repito que no hay ofensa. ¡Si me ha sido usted muy
simpático!... No quiero que se vaya sin que quedemos amigos. Aquí le
traigo algunos víveres para que se los lleve en su morral.

—Gracias mil, señor alcalde.

—Y dígame: ¿no quiere algo de ropa, unos calzones míos, zapatos,
alpargatas...?

—Infinitas gracias. No necesito ropa, ni calzado.

—¡Vaya con el orgullo! Pues crea que es de corazón. Usted se lo pierde.

—Muy agradecido a sus bondades.

—Pues adiós. Sabe que aquí quedamos. Me alegraré que salga en bien, y
que siga su campaña. No crea, ya sacará discípulos, sobre todo si el
gobierno sigue recargando las contribuciones... Adiós... Buen viaje...
Niñas, divertirse.

Salieron, y como era tan de mañana, poca gente salió a despedirles. Al
frente de los curiosos se veía la cabeza oscilante de Ujo, el cual fue
dando convoy a la estimada de su corazón hasta donde la debilidad de
sus cortas piernas se lo permitía. Cuando tuvo que quedarse atrás, se
le vio arrimado a un árbol, con la mano en los ojos.

Los guardias echaron de delanteros a Nazarín y el anciano mendigo.
Seguían: la niña de este dando la mano a Beatriz, luego Ándara, y
detrás los dos criminales, atados codo con codo; a retaguardia los
civiles, fusil al hombro. La triste caravana emprendió su camino por
la polvorienta carretera. Iban silenciosos, pensando cada cual en sus
cosas, que eran, ¡ay!, tan distintas... Cada cual llevaba su mundo
entre ceja y ceja, y los caminantes o campesinos que al paso les veían,
formaban de todas aquellas existencias una sola opinión: «Vagancia,
desvergüenza, pillería».



QUINTA PARTE

I


A la media hora da camino, el anciano mendigo, cansado de su
taciturnidad, pegó la hebra con don Nazario.

—Compañero, usted estará hecho a estos viajecitos, ¿eh?

—No señor: es la primera vez...

—Pues yo..., me parece que con este llevo catorce. ¡Si las leguas que
tengo en el cuerpo fueran monedas de cinco duros!... Y le diré a usted
en confianza: ¿a que no sabe quién tiene la culpa de lo que a mí me
pasa? Pues Cánovas... No exagero.

—¡Hombre!

—Lo que usted oye. Porque si don Antonio Cánovas no hubiera dejado el
poder el día que lo dejó, a estas horas me tenía usted a mí repuesto
en la plaza que me quitaron el 42, por intrigas de los moderados.
Sí, señor, mi placita de escribiente con seis mil. _Mi ramo_ era
_Directas_, negociado de _Ocultaciones_. Pues me fastidió don Antonio
con no quedarse un día más: ya estaba extendida la orden para que la
firmase Su Majestad... ¡Pero hay tanta intriga....! Como que derribaron
al gobierno por evitar mi reposición.

—¡Qué maldad!

—Aquí donde usted me ve, tengo dos hijas, la una casada en Sevilla
con uno que está más rico que quiere; la otra casó con mi yerno,
naturalmente, mala persona, y el causante de que todo _lo mío_ esté en
pleito... Porque la herencia de mi hermano Juan, que murió en América,
y que asciende a unos treinta y seis millones, no exagero, no puedo
cobrarla hasta el año que viene, y gracias... Como que entre la curia,
el consulado de allá y mi yerno, lo enredaron por fastidiarme... ¡Ay,
qué punto! En el primer cafetín que le puse me gastó seis mil duros,
más bien más que menos. Y él fue quien lo convirtió en casa de juego,
de donde vino el que yo estuviera seis meses en la cárcel, hasta que
se vio mi inocencia, y... Mire usted si es desgracia: el mismo día que
iba a salir de la cárcel, tuve una cuestión con un compañero que quiso
estafarme treinta y dos mil reales y pico, y allí me tuvieron otros
seis meses, no exagero.

Viendo que Nazarín no se interesaba en su historia, lo tomó por otro
lado.

—Oí que es usted sacerdote... ¿Es verdad?

—Sí, señor.

—Hombre... He visto en mis viajes personas muy diversas. Nunca he visto
un señor eclesiástico en la conducta.

—Pues ahora lo ve usted. Ya tiene cosas nuevas y raras que añadir a su
historia.

—¿Y por qué ha sido ello, padre? ¿Se puede saber? Algún descuidillo. Le
veo en compañía de mujeres, y esto me da mala espina. Sepa que todo el
que anda mucho entre faldas es hombre perdido. Dígamelo usted a mí, que
tuve relaciones con una dama principal, de la más alta aristocracia.
¡Ay, qué líos me armó! Entre ella y una marquesa amiga suya me robaron
sobre setenta mil duros, no exagero. Y lo peor fue que me procesaron.
¡Mujeres! No me las nombre si no quiere que pierda los estribos.
Por una prima de mi yerno, que es horchatera, y tiene amores con un
teniente general, me veo yo ahora en este mal paso, porque me dieron
esa niña para que la llevara a unos tíos que tiene en Navalcarnero,
y los tíos no la quisieron tomar, si no les aseguraba yo que se les
condonarían seis años de contribución, no exagero... Todo proviene
de las mujeres, _alias_ el bello sexo, por lo cual, compañero, yo le
aconsejo que se quite de ellas y pida perdón al obispo, y no se meta
más en sectas protestantes y heréticas... ¿Qué dice usted?

—No he dicho nada, buen hombre. Hable usted todo lo que quiera, y
déjeme a mí, que nada puedo decirle, porque de fijo no me entendería.

En tanto, Beatriz preguntaba a la niña su nombre y el de sus padres.
Pero la infeliz estaba como idiota y no sabía contestar a nada.
Ándara se adelantó, con permiso de los guardias, para distraer un
poco a Nazarín con su conversación, y el mendigo anciano se arrimó a
Beatriz. En el primer descanso, los criminales que iban atados echaban
requiebros a las dos mozas con frase descarada y obscena. Almorzaron
todos en el suelo, y Nazarín repartió entre sus compañeros lo que
el alcalde le había puesto en el morral. Los guardias, a quienes
sorprendía la constante dulzura y sumisión del desdichado sacerdote, le
convidaron a echar un trago; mas no quiso aceptar, rogándoles que no lo
tomasen a desprecio. Debe decirse que si, al principio, la opinión de
los dos militares era poco favorable al misterioso preso que conducían,
y le tuvieron por un redomado hipócrita, en el curso del viaje esta
creencia se trocaba en dudas acerca de la verdadera condición moral del
personaje, pues la humildad de sus respuestas, la paciencia callada
con que sufría toda molestia, su bondad, su dulzura los encantaban, y
acabaron por pensar que si don Nazario no era santo, lo parecía.

Dura fue la primera jornada, pues por no hacer noche en Villamanta,
que infestada seguía, lleváronles de un tirón a Navalcarnero. Los dos
criminales iban dados a los demonios, y llegó el caso de que, tumbados
en mitad del camino, se negaran a seguir, viéndose obligados los
civiles a emplear el acicate de sus amenazas. El anciano se arrastraba
difícilmente, echando pestes de su desdentada boca. Nazarín y sus dos
compañeras disimulaban su cansancio, y no proferían queja alguna, a
pesar de que las dos mujeres alternaban en llevar en brazos a la niña.
Llegaron por fin medio muertos, ya muy entrada la noche. La excelente
estructura de la cárcel de Navalcarnero permitió a los guardias
descansar en la vigilancia, y los presos, después de recibir su rancho,
fueron encerrados, los hombres en una parte, las mujeres en otra, pues
allí había buen acomodo para esta separación tan conveniente en la
generalidad de los casos. Era la primera vez que el peregrino y sus dos
compañeras, que ya la partida llamaba burlonamente _las discípulas_, y
también _las nazarinas_, se separaban, y si penoso fue para ellas el
no verle junto a sí, y oírle y platicar de las mutuas adversidades, no
fue menor el desconsuelo de él, viéndose obligado a rezar solo. ¡Pero
qué remedio había más que conformarse!

Detestable fue la noche para Nazarín, en la oscuridad de aquel encierro
entre desalmados malhechores: pues, a más de sus dos compañeros de
viaje, había tres que dieron en cantorrear y decir desvergüenzas, como
poseídos de un frenesí de grosería. Enteráronse los que allí estaban,
por los otros dos (a quienes llamaremos, a falta de filiación, el
_parricida_ y el _ladrón sacrílego_), del carácter sacerdotal de don
Nazario, y no tardaron entre unos y otros en construirle a su modo
una historia de impostor o aventurero religioso. En alta voz hacían
comentarios soeces acerca de las ideas diabólicas que, a juicio de
ellos, constituían su doctrina, y en cuanto a las mujeres que llevaba
consigo, el uno sostenía que eran monjas escapadas de los conventos,
el otro que eran tomadoras de las que en las iglesias alivian los
bolsillos de las beatas. Los horrores que en su cara dijeron al buen
don Nazarín no son para repetidos. Este le llamaba el Papa de los
gitanos, aquel le preguntó si era cierto que llevaba en una botellita
polvos venenosos, para echarlos en las fuentes de los pueblos, y
producir la viruela. Entre bromas y veras, acusábale otro de robar
niños para crucificarlos en los ritos del culto idolátrico que
profesaba, y todos, en fin, lo colmaban de indecentes y bestiales
injurias. Pero el delirio de aquella estúpida y repugnante bufonada fue
que le pidieron que hiciese delante de ellos el simulacro de una misa
a estilo infernal, amenazándole con pegarle si al momento no decía el
satánico oficio, con arrumacos y latines contrarios y semejantes a los
de la misa del Dios verdadero; y mientras el uno se ponía de rodillas
con burlescos fingimientos de oración, otro se daba en semejante parte
golpes como los que los buenos cristianos se dan en el pecho en señal
de contrición, y todos gritaban _mea culpa, mea culpa_ con feroces
aullidos.

Ante tan bestiales irreverencias, que ya no afectaban a su persona
sino a la sagrada fe, perdió su bendita serenidad el padre Nazarín,
y ardiendo en santa cólera se puso en pie, y con arrogante dignidad
increpó a la vil canalla en esta forma:

—¡Desdichados, perdidos, ciegos, insultadme a mí cuanto queráis; pero
guardad acatamiento a la majestad del Dios que os ha creado, que os
da esa vida, no para que la empleéis en maldecirle y escarnecerle,
sino para que realicéis con ella actos de piedad, actos de amor a
vuestros semejantes! La putrefacción de vuestras almas, encenagadas en
cuantos vicios y maldades desdoran al linaje humano, sale a vuestras
bocas en toda esa inmundicia que habláis, y corrompe hasta el ambiente
que os rodea. Pero aún tenéis tiempo de enmendaros, que ni aun para
los inicuos empedernidos como vosotros están cerrados los caminos del
arrepentimiento, ni secas las fuentes del perdón. No os descuidéis,
no, que el daño de vuestras almas es grande y profundo. Volved a la
verdad, al bien, a la inocencia. Amad a Dios vuestro Padre, y al hombre
que es vuestro hermano; no matéis, no blasfeméis, no levantéis falso
testimonio, ni seáis impuros de obra ni de palabra. Las injurias que
no os atreveríais a decir al prójimo fuerte, no las digáis al prójimo
desvalido. Sed humanos, compasivos, aborreced la iniquidad, y evitando
la palabra mala, evitaréis la acción vil, y como os libréis de la
acción vil, podréis libraros del crimen. Sabed que el que expiró en la
cruz, soportó afrentas y dolores, dio su sangre y su vida por redimiros
del mal... ¡Y vosotros, ciegos, le arrastrasteis al Pretorio y al
Calvario; vosotros coronasteis de espinas su divina frente; vosotros
le azotasteis; vosotros le escupisteis; vosotros le clavasteis en el
madero afrentoso! Pues ahora, si no reconocéis que le matasteis y que
continuamente matándole estáis, y azotándole y escupiéndole; si no os
declaráis culpables, y lloráis amargamente vuestras inmensas culpas; si
no os acogéis pronto, pronto, a la misericordia infinita, sabed que no
hay remisión para vosotros; sabed, malditos, que os aguardan por toda
una eternidad las llamas del infierno.

Grandioso y terrible estuvo el bendito Nazarín en su corta oración,
dicha con todo el fuego y la severa solemnidad de la elocuencia
sagrada. En la cárcel no había más claridad que la de la luna que por
altas rejas entraba, iluminándole la cabeza y busto, los cuales, en
medio de aquellos pálidos resplandores, adquirían mayor belleza. La
primera impresión que el tremendo anatema y el tono y la figura mística
del orador produjeron en los criminales, fue de un estupor terrorífico.
Quedáronse mudos, atónitos. Pero la intensidad de la impresión no evitó
que fuera de las más fugaces, y como el mal tenía tan profunda raíz en
sus dañadas almas, pronto se rehicieron y recobraron su perversidad.
Oyéronse otra vez los soeces insultos, y uno de los bribones, el que
hemos convenido en llamar el _Parricida_, que era el más bravucón o
insolente de todos, se levantó del suelo, y como si orgulloso quisiera
sobrepujar con su barbarie la barbarie de los otros bandidos, se llegó
a Nazarín, que continuaba en pie, y le dijo:

—Yo soy mesmamente el obispo de pateta, y te voy a confirmar. Toma.

Diciendo «toma» le dio tan fuerte bofetón, que el débil cuerpo de
Nazarín rodó por el suelo. Oyose un gemido, articulaciones guturales
del infeliz caído y ultrajado, que quizás fueron roncos anhelos de
venganza. Era hombre, y el hombre en alguna ocasión había de resurgir
en su ser, pues la caridad y la paciencia, aunque profundamente
arraigadas en él, no habían absorbido todo el jugo vital de la pasión
humana. Tan terrible como breve debió de ser la lucha sostenida en
su voluntad entre el hombre y el ángel. Oyose otra vez el gemido, un
suspiro arrancado de lo más hondo de las entrañas. La canalla reía.
¿Qué esperaban de Nazarín? ¿Que airado se revolviera contra ellos, y
les devolviese, si no golpes, porque no podía contra tantos, injurias y
denuestos iguales a los suyos? Por un momento pudo creerse así, al ver
que el penitente se incorporaba, alzándose primero sobre las rodillas,
bajando la barba hasta el suelo, con el pecho en tierra, como un gato
que acecha. Por fin levantó el busto, y volvió a salir el suspiro
arrancado, como de un tirón, de las profundidades torácicas.

La respuesta al ultraje fue, y no podía menos de serlo, entre divina y
humana.

—Brutos, al oírme decir que os perdono, me tendréis por tan cobarde
como vosotros..., ¡y tengo que decíroslo!, ¡amargo cáliz que debo
apurar! Por primera vez en mi vida, me cuesta trabajo decir a mis
enemigos que les perdono: pero os lo digo, os lo digo sin efusión
del alma, porque es mi deber de cristiano decíroslo... Sabed que os
perdono, menguados, sabed también que os desprecio, y me creo culpable
por no saber separar en mi alma el desprecio del perdón.



II


—Pues por el perdón, toma —le dijo otra vez el _Parricida_, pegándole,
aunque menos fuerte.

—Y por el desprecio, toma.

Y todos, menos uno, cayeron sobre él, y le golpearon, entre risas
burlescas, en la cara, en el cráneo, en el pecho y hombros. Más que
crueldad y saña, revelaba aquella acometida en conjunto una burla
pesada y brutal, de gente zafia, porque los golpes no eran fuertes,
aunque sí lo bastante para poblar de cardenales el cuerpo del infeliz
sacerdote. Este, luchando en su interior con más bravura que la primera
vez, invocando a Dios fervorosamente, llamando a sí todo el vigor de
sus ideas, y atizando el fuego de piedad que ardía en su alma, se dejó
pegar, y no articuló protesta ni lamento. Cansáronse los otros de su
infame juego, y le dejaron tendido, exánime sobre las losas. Nazarín no
profería palabra alguna: oíase tan solo su fatigosa respiración. Los
criminales callaban también, como si en sus almas se determinara una
reacción de seriedad contra las bárbaras y descomedidas burlas. Esa
mezcla siniestra de risa y cólera que caracteriza las chanzas brutales,
a veces sangrientas, de los criminales empedernidos, suelen tener un
rechazo de melancolía negra. En la pausa que se produjo, no se oía más
que el ardiente respirar de Nazarín, y los formidables ronquidos del
mendigo anciano, que dormía con angélico y profundísimo sueño, ajeno
a todas aquellas trifulcas. Soñaba quizás que ponían en sus manos los
treinta y seis millones de su hermano de América.

El primero que rompió con palabras la pausa silenciosa fue Nazarín, que
se incorporó con todos los huesos doloridos, y les dijo:

—Ahora, sí. Ahora..., con vuestros nuevos ultrajes, ha querido el Señor
que yo recobre mi ser, y aquí me tenéis en toda la plenitud de mi
mansedumbre cristiana, sin cólera, sin instintos de odio y venganza.
Conmigo habéis sido cobardes; pero en otras ocasiones habréis sido
valientes, y hasta héroes, que también hay héroes en el crimen. Ser
león no es cosa fácil; pero es más difícil ser cordero, y yo lo soy.
Sabed que os perdono de todo corazón, porque así me lo manda Nuestro
Padre que está en los cielos; sabed también que ya no os desprecio,
porque Nuestro Padre me manda que no os desprecie, sino que os ame.
Por hermanos queridos os tengo, y el dolor que siento por vuestras
maldades, por el peligro en que os veo de perderos eternamente, es
un dolor tan vivo, y de tal modo dolor y amor me encienden el alma,
que si yo pudiera, a costa de mi vida, conseguir ahora vuestro
arrepentimiento, sufriría gozoso los más horribles martirios, el
oprobio y la muerte.

Nuevo silencio, más lúgubre que el anterior, porque los ronquidos del
anciano ya no se oían. Pasado un breve rato de aquella expectación
solemne, que era como el fermentar de las conciencias removidas,
agitándose y revolviéndose sobre sí mismas, salió una voz. Era la del
criminal que llamamos el _Sacrílego_, el único que en los insultos y
acometidas al pobre clérigo andante había permanecido mudo y quieto.
Habló así, sin moverse del rincón en que yacía tumbado:

—Pues yo digo que esto de afrentar y dar de morradas a un hombre
indefenso, no es de caballeros, ¡vaya!, y digo más, digo que no es
de personas decentes, y si me pinchan, os declaro que es propio de
canallas y granujas. Ea, si a alguno le pica, que se rasque, pues a
poner los ajos en su lugar nadie me gana. Lo justo, justo es, y lo que
se ve con las razones naturales debe decirse. Conque... ya lo saben, y
saben también que mantengo lo que digo, aquí o en donde quiera.

—Cállate, poca lacha —dijo uno del grupo levantisco—, que ya te
conocemos. ¡Vaya con la defensa que le sale al Papamoscas!

—Sale porque le da la gana, y a mucha honra —manifestó el otro con
sombría calma, levantándose—. Porque aunque malo, siempre defendí al
pobre, y nunca le pegué al caído, y cuando he visto a uno con hambre,
me he quitado el pan de la boca. La necesidad lleva a un hombre a
ser lo que somos; pero el quitar algo de lo ajeno no estorba para la
compasión.

—Cállate, fulastre, que no tienes alma más que para ofender a tus
amigos —le dijo el _Parricida_—, y siempre tiras a lo santurrón. Por
algo no haces tú más que raterías de iglesia, en lo que no se expone
la pelleja, porque las imágenes no dicen nada cuando ven que les quitan
la plata, y el Santísimo Copón y la Custodia se dejan coger sin decir
«Jesús». Mala pata, desagradecido, ¿qué sería de ti sin nosotros? ¡Y
vienes aquí a pintarla de guapo y temerón!... ¡Cállate pronto, si no
quieres que...!

—Echa, echa bravatas, ahora que no tenemos armas. Así eres tú siempre.
Pero yo quiero verte fuera, en terreno libre, y con manos y cuerpos
libres, para decirte que ofender y castigar a un pobre sin defensa,
que es bueno y pacífico de su natural y con nadie se mete, no lo hacen
más que los cobardes como tú, ¡mal hijo, mal hermano, animal, que no
naciste de hombre y mujer!

Fuéronse uno sobre otro con igual furia, y los demás corrieron a
separarlos.

—Déjenmele —gritaba el _Parricida_—, y le arranco de un bocado el
corazón.

Y el otro:

—Chillas porque sabes que no te dejan... Siempre que quieras, te saco a
paseo todas las entrañas, que ni los cuervos las quieren.

Y plantándose en medio del calabozo con aire arrogante y provocativo,
prosiguió así:

—Ea, caballeros, a callar, y oigan lo que les digo. Sepan y entiendan
todos que a este buen hombre que está aquí yo le defiendo lo mismo
que si fuera mi padre; sepan que entre tantos pillos, desalmados
y ladrones, hay un ladrón decente que, como tiene alma de hombre
cristiano, se pone de parte de este que calla cuando le insultáis, que
aguanta cuando le maltratáis, y que en vez de ofenderos os perdona.
Y para que se enteren y rabien, les digo también que este hombre es
bueno, y yo por santo le declaro, y aquí estoy yo para responder a todo
el que lo ponga en duda. A ver, pillería, ¿hay alguien que me niegue lo
que digo? Que salga el que lo niegue, y si salen todos a la vez, aquí
estoy.

Con tan enfática entereza hablaba el _Sacrílego_ que los otros no
chistaron, y espantados miraban su rostro, que a la claridad de la
luna confusamente se distinguía. Algunos, los menos fieros, empezaron
a evadir la cuestión con chirigotas. El _Parricida_, mordiéndose los
labios, masticaba palabras soeces y amenazadoras. Echándose en el suelo
como un perro indolente, tan solo dijo:

—Alborota, niño, alborota, para que entren los guardias y me echen a mí
la culpa, como siempre, y paguemos justos por pecadores.

—Tú eres el que alborota, mala sangre —dijo el _Sacrílego_ paseándose
a lo largo, dueño ya del terreno—. Escandalizas porque sabes que los
guardias siempre me echan la culpa a mí de todas las camorras... Lo
dicho, dicho: este buen hombre es un santo de Dios, y yo lo sostengo
delante de toda la canalla del mundo; un santo de Dios, abran las
orejas y oigan, un santo de Dios, y el que le toque al pelo de la ropa
se verá conmigo aquí y en donde quiera.

Oyeron al fin los civiles el escándalo, y desde la estancia próxima
abrieron para imponer silencio.

—Es una broma, guardias —dijo el _Parricida_—. De ello tiene la culpa
el clérigo maldito, que se mete a predicarnos y no nos deja dormir.

—No es verdad —afirmó con resolución el _Sacrílego_—. El clérigo no es
culpado, ni ha hecho lo que este dice. El que predicaba soy yo.

Con cuatro ternos, y la amenaza de predicar con las culatas de los
fusiles, calló toda la pillería, y un silencio disciplinario reinó en
la prisión. Mucho después de esto, cuando ya el _Parricida_ y consortes
dormían con estúpido sueño, pesada sedación de su barbarie, Nazarín se
echó donde antes había estado el _Sacrílego_. Este se le puso al lado,
sin hablar con él, como si un respeto supersticioso le atara la lengua.
Adivinó esta confusión el sacerdote, y le dijo:

—Dios sabe cuánto te agradezco tu defensa. Pero no quiero que te
comprometas por mí.

—Señor, lo hice porque me salió de dentro —replicó el ladrón de
iglesias—. No me lo agradezca, que esto nada vale.

—Has sentido compasión de mí, te has indignado por la crueldad con que
me trataban. Esto significa que tu alma no está toda viciada, y si
quieres aún puedes salvarte.

—Señor —afirmó el otro con aflicción sincera—, yo soy muy malo, y no
merezco ni tan siquiera que usted hable conmigo.

—¿Tan malo, tan malo eres?

—Mucho, muchísimo.

—A ver, a ver: ¿cuántos robos has hecho? ¿Habrán sido... cuatrocientos
mil?

—No tantos... En sagrado nada más que tres, y uno de ellos de cosa
poca, nada..., una vara de san José.

—¿Y muertes? ¿Habrán sido ochenta mil muertes?

—Dos nada más, una por venganza, pues me ofendieron; otra porque me
acosaba el hambre. Éramos tres los que...

—Las malas compañías no han traído nunca cosa buena. Y qué, ¿al mirar
para atrás y representarte tus delitos, sientes satisfacción de
haberlos cometido?

—No, señor.

—¿Los miras con indiferencia?

—Tampoco.

—¿Sientes pena?

—Sí, señor... A veces, un poquito de pena nada más... Vienen los otros,
y pensando todos en cosas malas, la penita se me borra... Pero otras
veces la pena es grande..., y esta noche, grandísima.

—Bien. ¿Tienes madre?

—Como si no la tuviera. Mi madre es muy mala. Por robo y muerte de una
criatura, hace diez años que está en el presidio de Alcalá.

—¡Anda con Dios! ¿Qué familia tienes?

—Ninguna.

—¿Y te gustaría variar de vida..., no ser criminal, no tener ningún
peso sobre tu conciencia?

—Me gustaría..., pero uno no puede... Lo arrastran... Luego, la
necesidad...

—No pienses en la necesidad ni hagas caso de ella. Si quieres ser
bueno, basta con que digas: quiero serlo. Si abominas de tus pecados,
por tremendos que estos sean, Dios te los perdonará.

—¿Está seguro de eso, señor?...

—Segurísimo.

—¿Es de verdad? ¿Y qué tengo que hacer?

—Nada.

—¿Y con nada se salva uno?

—Nada más que con arrepentirse y no volver a pecar.

—No puede ser tan fácil, no puede ser. Y penitencia..., tendré que
hacer mucha.

—Nada más que soportar la desgracia, y si la justicia humana te
condena, resignarte, y sufrir tu castigo.

—Pero me mandarán a presidio, y en presidio aprende uno cosas peores
que las que sabe. Que me dejen libre, y seré bueno.

—En la libertad, lo mismo que en la condena, podrás ser lo que quieras.
Ya ves: en la libertad has sido malísimo. ¿Por qué temes serlo en la
prisión? Padeciendo se regenera el hombre. Aprende a padecer, y todo te
será fácil.

—¿Me enseñará usted?

—Yo no sé qué harán de mí. Si estuvieras conmigo te enseñaría.

—Yo quiero estar con usted, señor.

—Es muy fácil. Piensa en lo que te digo, y estarás conmigo.

—¿Nada más que con pensarlo?

—Nada más. Ya ves qué fácil.

—Pues pensaré.

Cuando esto decían, penetraba por las altas rejas la luz del alba.



III


Y mientras en el departamento de hombres se desarrollaba la tumultuosa
escena descrita, en el de mujeres todo era paz y silencio. Estaban
solas Ándara y Beatriz con la niña, y las primeras horas las pasaron
hablando del mal sesgo que iban tomando las cosas en aquella campaña
mendicante; pero ambas se conformaban con la adversidad, y por ningún
caso se separarían del hombre bendito que las había tomado por
compañeras de su vida meritoria. Hicieron mil conjeturas de lo que
pasaría. Lo que a Beatriz mayormente apenaba era tener que pasar por
Móstoles, y el bochorno de que la vieran allí entre guardias civiles,
como una criminal. Grande era su desprecio de toda vanidad; pero la
prueba a que el Señor la sometía resultaba enormísima, y necesitaba
de todo su cristiano valor y de toda su fe para salir airosa de ella.
Dicho esto rompió a llorar, derramando un río de lágrimas, y la otra
procuraba consolarla sin poder conseguirlo.

—Tú estás libre. Y puedes decir a los guardias que no vas a Móstoles, y
quedarte, para juntarnos luego.

—No, que esto es cobardía, y contravenir lo que él tantas veces nos
ha dicho. ¡Huir de las tribulaciones, nunca! Grande amargura es entrar
en mi pueblo; pero mayor sería para mí que don Nazario me dijera:
«Beatriz, pronto te cansas de llevar la cruz»; y es seguro que me lo
diría. Y más quiero todo lo malo que me pueda pasar en Móstoles, que
oírle que me diga eso. Yo acepto la vergüenza que me espera, y que Dios
me la tome en cuenta y descargo de mis pecados.

—¡Tus pecados! —dijo Ándara—. Vamos, no _desageres_. Los míos son más,
muchos más. Si yo me pusiera a llorarlos como tú, mis lágrimas serían
tantas que podría echarme a nadar en ellas. Tiempo tiene una de llorar.
¡Yo he sido mala, pero qué mala! Mentiras y enredos, no se diga;
levantar falsos testimonios, insultar, dar bofetadas y mordiscos...;
luego, quitarle a otra el pañuelo, la peseta o algo de más valor...; y,
por fin, los pecados de querer a tanto hombre, y del vicio maldito.

—No, Ándara —replicó Beatriz sin tratar de contener su llanto—, por más
que tú quieras consolarme así, no puedes. Mis pecados son peores que
los tuyos. Yo he sido mala.

—No tanto como yo. Vaya, que no consiento que te quieras hacer peor que
yo, Beatriz. Mira que más malas y más perras que yo ha habido pocas,
estoy por decir ninguna.

—No, no, he pecado yo más.

—¡Quia! ¡Que te limpies...! Dime: ¿tú has pegado fuego a una casa?

—No; pero eso no es nada.

—¿Pues qué has hecho tú? Bah. Querer al Pinto... ¡Valiente cosa!

—Y más, más... ¡Si una pudiera volver a nacer...!

—Haría lo mismo que ha hecho.

—¡Ah!, lo que es yo, no; yo no lo haría.

—Yo pondría más cuidado, caraifa; pero no respondo... La verdad, ahora
me pesa de todas las maldades y truhanerías que hice; pero como hemos
de padecer tanto, porque así nos lo dice él, como no tenemos más
remedio que aguantar y sufrir las crujías que vengan, yo no lloro, que
tiempo habrá de llorar.

—Pues yo sí, yo sí —dijo Beatriz inconsolable—; yo lloro por mis
culpas, ¡ay!, la mar de ofensas a Dios y al prójimo. Y pienso que por
mucho que llore no es bastante, no es bastante para que tantísima culpa
me sea perdonada.

—¿Pues qué ha de hacer Dios más que perdonarte, si de mala que eras te
has vuelto buena como los ángeles?... Yo sí tengo que juntar a Roma con
Santiago para que me perdone Dios. Mira, Beatriz, en mí la maldad está
metida muy adentro: cuando estábamos en el castillo, yo tenía envidia
de ti, porque, a mi parecer, él te quería más que a mí. Gran pecado es
ser envidiosa, ¿verdad? Pero después que nos prendieron, y cuando vi
que tú, libre, venías con nosotros, y querías ser tan prisionera y tan
_criminal_ como nosotros, se me quitó aquella mala idea; cree, Beatriz,
que ya se me quitó, que te quiero de corazón, y que tus penas las
tomaría yo para mí.

—Como yo para mí las tuyas.

—Pero no quiero que llores tanto; que las culpas feas que cometimos, yo
más que tú, con estos trabajos y estas afrentas las estamos purgando.
Yo no lloro..., porque mi natural es otro que el tuyo. Tú eres blanda,
yo soy dura; tú no haces más que querer, querer y querer, y yo digo que
bueno será el afligirse y el tragar hieles, cuando él lo dice; pero yo
pienso que también debe uno defenderse de tanto pillo.

—No digas tal... El defensor es Dios. Dejar a Dios que defienda.

—Sí, que defienda. Pero Dios le ha dado a una manos, le ha dado a una
boca. ¿Y para qué sirve la boca sino para decirle cuatro frescas al
que no confiese que nuestro Nazarín es un santo? ¿Para qué tenemos las
manos si con ellas no metemos en cintura a los que le maltratan? ¡Ah!,
Beatriz, yo soy muy guerrera; es mi natural _de nacimiento_. Créelo
porque yo te lo digo: la verdad con sangre entra, y para que todos
crean en la bondad de él y lo confiesen por santo bendito, hay que dar
algunos palos. Vengan trabajos y miserias; bueno. Pero la injusticia, y
oír que dicen lo que es falso, a mí me pone como una leona. Y no es que
una no sepa ser _mártira_, como la más pintada, cuando llegue el caso;
pero ¿no es un dolor ver que llevan preso, entre asesinos, al que no ha
hecho más _delincuencia_ que consolar al pobre, curar al enfermo, y ser
en todo un ángel de Dios y un serafín de la Virgen? Pues yo te juro,
que si él me dejara, había de hacer alguna muy gorda, y con poquita
ayuda que yo tuviera, le pondría en libertad, y metería debajo de un
zapato a guardias, jueces y carceleros, y a él le sacaría en volandas,
diciendo: «Aquí está, el que sabe la verdad de esta vida y la otra,
el que no pecó nunca y tiene cuerpo y alma limpios como la patena, el
santo nuestro y de todo el mundo cristiano y por cristianar».

—¡Oh!, adorarle, sí; pero eso que dices de meternos en guerra, Ándara,
eso no puede ser. ¿Qué valemos nosotras? Y aunque valiéramos. Ya sabes
lo que reza el mandamiento: «no matar». Y no se debe matar ni a los
enemigos, ni hacer daño a ninguna criatura de Dios, ni aun a las más
criminales.

—Por mí, por mi defensa, yo no levanto el gallo. Ya me pueden matar
a pedradas y degollarme viva: no chisto. ¡Pero por él, que es tan
bueno...! Créelo, porque yo te lo digo. La gente no entiende la verdad
si no hay alguien que sacuda de firme a los que tienen romas las
entendederas.

—Matar, no.

—Pues que no maten ellos...

—Ándara, no seas loca.

—Beatriz, _ser_ tú muy santa; déjame a mí, que maneras de salvarse
muchas tiene que haber. Dime tú: ¿hay demonios, o no hay demonios?...
Quiere decirse, ¿gente mala, que persigue a los buenos, y hace todas
las cosas injustas y feas que se ven en este jorobado mundo? Pues
cierra contra los demonios... Hay quien los ataca con bendiciones... No
me opongo a que las echen los que pueden echarlas; pero para acabar con
la maldad y limpiar el mundo de ella, si bendiciones por un lado, la
espada y el fuego por otro. Créeme a mí: si no hubiese gente guerrera,
muy guerrera, los demonios se cogerían todo el mundo. Dime: ¿San Miguel
no es ángel? Pues allá le tienes con espada. ¿Y san Pablo no es santo?
Pues con espada lo _pintan_ en las esculturas. ¿Y san Fernando y otros
que andan por los retablos? A lo militar van... Pues déjame a mí; yo me
entiendo.

—Ándara, me asustas.

—Beatriz, tú tienes culpas, yo también. Cada una las lava como sabe y
como puede, según su natural... Tú, con lágrimas; yo..., ¡qué sé yo!

Cuando esto decían, se asomó a las altas rejas la claridad del alba.



IV


En cuanto se juntaron mujeres y hombres, ya de día claro, para
proseguir el triste viaje, Beatriz y su compañera corrieron a ver a
Nazarín, y a informarse de cómo había pasado la noche. No hay que decir
la amargura hondísima que les causó ver en su venerable faz señales de
golpes, magulladuras horrorosas en brazos y piernas, y en todo él un
triste decaimiento. La de Móstoles se puso lívida, y en su turbación
no acertó a preguntarle quién había sido el autor de tan monstruosa
barbarie. La de Polvoranca se retorcía los brazos cual si tuviera
ligaduras y quisiese romperlas; apretaba los puños y rechinaba los
dientes. La caravana se puso en marcha en el mismo orden que el día
anterior, solo que Nazarín llevaba de la mano a la niña, y a Beatriz
a su lado, y Ándara iba delante con el viejo. Este la informó de lo
ocurrido la noche anterior en el departamento de hombres.

—Del principio de la cuestión no pude enterarme, porque estaba
durmiendo. Cuando desperté a los gritos de aquellos brutos, vi que
caían sobre el pobre sacerdote y le daban muchísimos golpes..., no
exagero. Todos le pegaron menos uno, el cual salió después a la defensa
de Nazarín, y se impuso a la canalla. De los dos criminales que van
a retaguardia atados codo con codo, el de la derecha, el procesado
por parricidio, fue quien maltrató a tu maestro, y quien le llenó
de ultrajes; el de la izquierda, procesado por robar candeleros y
vinajeras de las parroquias, tomó el partido del débil contra los
fuertes. Se hizo después amigo del sacerdote, y este le dijo muchas
cosas de religión para que se arrepintiera.

Con estas noticias, Ándara les examinó y diferenció perfectamente,
fijándose en uno y otro: mala traza los dos; el malo, de cara lívida,
barbas erizadas, recia musculatura, gordura enfermiza y paso perezoso;
el bueno, enjuto de carnes, fisonomía melancólica, ceja corrida y
barbas ralas, la mirada en el suelo, el paso decidido.

Andando, contó Nazarín el caso a Beatriz, sin darle importancia. No
sentía más sino que, al recibir el primer golpe, en poco estuvo que se
revolviera colérico y agresivo contra la canalla; mas tanto forcejeó
sobre sí, que la bestia de la ira quedó pronto sofocada, y triunfante
el espíritu cristiano. Pero entre las ocurrencias de aquella noche,
ninguna tan lisonjera y grata como la bravura con que uno de los
facinerosos había salido a su defensa.

—No fue el guapo que por fatuidad de valentía provoca a sus compañeros;
fue más bien el pecador, a quien Dios toca en el corazón. Y después
hablamos, y vi con gozo que se le clareaba el alma, y que en ella
lucían los resplandores del arrepentimiento. ¡Benditos golpes que
recibí, benditos ultrajes, si por ellos consigo que ese hombre sea
nuestro!

Hablaron luego de la vergüenza que ella sentía de entrar en Móstoles,
y de la conformidad con que la aceptaba como expiación de sus culpas.
Nazarín la exhortó al desprecio de la opinión, sin lo cual nada
adelantarían en aquella vida, y añadió que no había por qué ponerse a
imaginar los sucesos futuros, fingiéndolos en nuestra mente favorables
o adversos, porque nunca sabemos, ni aun aplicando las reglas de la
lógica, lo que pasará en las horas venideras. Caminamos por la vida
palpando en las tinieblas, como ciegos, y solo Dios sabe lo que nos
sucederá mañana. De lo que resulta que, comúnmente, cuando pensamos
ir hacia lo malo, nos sorprende el encuentro de lo bueno, y al revés.
Adelante, y cúmplase mañana, como hoy, la voluntad del que todo lo
gobierna.

Con estas palabras, se sintió Beatriz muy fortalecida, y ya no temió
tanto la entrada en su pueblo natal. Ándara se les unió, para separarse
de ellos después de charlar un poco de las fatigas del camino, y tan
pronto se aproximaba a los delanteros, como a los de retaguardia.
Observó que los dos criminales atados uno con otro no se hablaban, como
el día anterior, ni distraían el aburrimiento del viaje con chirigotas
o cantares. Caminando un ratito junto al de la izquierda, le habló,
pues los guardias toleraban la conversación entre sueltos y atados,
acto de caridad que en muchos casos no perjudica al buen servicio.

—Tú —le dijo—, ¿vas cansadito? Si los guardias me amarraran a mí en tu
lugar, yo iría con gusto, porque tú fueras libre. Todo te lo mereces,
valiente, por haberle cortado el resuello a ese trasto que va contigo.
Dios te lo premiará. Arrepiéntete de corazón, y tu arrepentimiento lo
mirará el Señor como si toda la plata que le robaste se la restituyeras
con oro encima.

Nada le contrató el ladrón, que agobiado iba cual si llevara sobre sí
un invisible peso. Después, la traviesa mujer se pasó al otro lado,
junto al criminal parricida, y con mucho secreto le iba diciendo estas
palabras:

—Quisiera ser culebra, una culebrona muy grande y con mucho veneno,
para enroscarme en ti y ahogarte, y mandarte a los infiernos,
grandísimo traidor, cobarde.

—Guardias —gritó el bandido sin fiereza, más bien con plañidera
entonación—, que esta señora me está _fartando_.

—Yo no soy señora.

—Pues esta pública... Yo no _farto_ a nadie..., y ella me dice que es
culebra y que quié abrazarse conmigo... No estamos para fiestas ni
abrazos, compañera. Desapártese, y deje a un hombre que no pué ver
mujeres a su lado, ni escritas.

Los guardias la mandaron ir hacia adelante, y a poco descansó la
partida en una venta. Puestos de nuevo en marcha, antes de anochecido
vieron las torres y chapiteles del gran pueblo de Móstoles, y ya
cerca de él, salieron a recibirles algunos vecinos y gran enjambre
de chicuelos, porque se había corrido la voz de que iba preso con la
Beatriz el moro manchego de los milagros. Faltaban como unos doscientos
metros para llegar a las primeras casas, cuando se aparecieron tres
hombres que hablaron a los guardias, rogándoles que se detuvieran un
instante para hablar dos palabritas. Desde que los vio venir, les
conoció Beatriz: uno de ellos era el Pinto; el otro, su hermano Blas,
y el tercero, un tío de ella. Necesitó la pobre mujer de todas las
energías de su espíritu para no caerse muerta de vergüenza. No traían
los tales otro objeto que enterarse de si la llevaban presa, y al
saber que iba en tal compañía _por su gusto_, se asombraron, y a todo
trance querían apartarla de la conducta y llevársela con ellos, para
evitarle el bochorno de entrar en el pueblo en una cuerda de asesinos,
ladrones y _apóstoles_. Y su asombro subió de punto cuando oyeron decir
a Beatriz con animoso acento que por nada del mundo se separaría de sus
compañeros en la desgracia, y que con ellos iría hasta el fin de la
jornada, sin temor a los sufrimientos, ni a la cárcel, ni al patíbulo.
La cólera de los tres mostolenses no puede describirse, y es de creer
que la hubieran desahogado en golpes y bofetadas sobre la moza, si la
presencia de los guardias no les contuviera.

—¡Infame, ruin pécora! —le dijo el Pinto lívido de coraje—. Ya me
maliciaba yo que acabarías en pública, salteadora, por los caminos.
Pero no pensé que llegarías a deshonrarte tanto... ¡Quítate allá,
putrefacción del mundo! Ni sé cómo te miro. ¡Lo veo y no lo creo!...
Tú, hecha un pingo indecente, corriendo detrás de ese estafermo, de
ese charlatán asqueroso, sacamantecas, que va engañando a la gente de
pueblo en pueblo con embustes, brujerías y mil gatuperios _majometanos_.

—Pinto —le contestó Beatriz gravemente, haciendo de tripas corazón,
el pañuelo de la cabeza muy echado hacia adelante, para dar sombra a
la cara, la mano envuelta en una de las puntas y delante de la boca—.
Pinto, apártate y déjame seguir, que yo no me meto contigo, ni quiero
nada contigo... Si paso vergüenza, que la pase: no es cuenta tuya. ¿A
qué sales a encontrarme, si tú eres para mí como lo que ya no existe,
como lo que es muerto y sepultado? Vete, y no me hables.

—¡Tunanta!...

Los guardias cortaron la cuestión, dando orden de seguir. Pero el
Pinto, furioso, insistía en sus bárbaros insultos:

—¡Bribona, agradece que tu cuerpo villano va escoltado por estos
caballeros, que si no, ahora mismo te dejaba en el sitio, y a ese pillo
le cortaba las orejas!

Allí se quedaron los tres hombres furiosos, tocando el cielo con
las manos, y la conducta de presos desfiló por la calle principal
de Móstoles, hostigada de la curiosa muchedumbre que verlos quería,
especialmente a Beatriz. Esta, con supremo tesón, sin arrogancia, sin
flaqueza, como quien apura un cáliz muy amargo, pero en cuya amargura
cree firmemente hallar la salud, arrostró el doloroso tránsito, y creyó
entrar en la Gloria cuando entraba en la cárcel.



V


Malísimo alojamiento tenían los infelices presos en Móstoles (o en
donde fuese, que también esta localidad no está bien determinada
en las crónicas _nazaristas_), pues la llamada cárcel no merecía
tal nombre más que por el horror inherente a todo local dedicado al
encierro de criminales. Era una vetusta casa a la malicia, agregada
al Ayuntamiento, y que por el frente daba a la calle, por detrás a
un corral lleno de escombros, maderas viejas, y ortigas viciosas.
Si la higiene y el decoro de la ley no existían allí, la seguridad
de los presos _era un mito_, como decía la exposición de la Junta
penitenciaria, pidiendo al Gobierno fondos para construir cárcel de
nueva planta. La vieja, que no sabemos si existe aún, había adquirido
fama por la escandalosa frecuencia con que de ella se evadían los
criminales, sin necesidad de hacer escalos difíciles y peligrosos,
ni de abrir subterráneos conductos. Comúnmente se escapaban por el
techo, que era de una fragilidad e inconsistencia maravillosas, pues
cualquiera rompía las podridas vigas, y quitaba y ponía tejas donde le
daba la gana.

Desde que lo metieron en aquel infame tugurio, sintió Nazarín un frío
intensísimo, como si el local fuese una nevera o helado Purgatorio, y
con el frío le acometió un horroroso quebrantamiento de huesos, como si
se los partieran con un hacha para hacer astillas con que encender la
lumbre. Tumbose en el suelo, arropándose en su capote, y a poco ardía
en calor insoportable. En aquel Purgatorio, del hielo brotaban llamas.
«Esto es calentura —se dijo—, una calentura tremenda. Pero ya pasará».
Nadie se acercó a preguntarle si estaba enfermo; trajéronle un plato de
latón con rancho, que no quiso probar.

A Beatriz la hicieron salir por la sencilla razón de que no era presa,
y naturalmente, _no tenía derecho_ a ocupar un espacio en el local
correspondiente a los perseguidos de la justicia. Por más que rogó y
gimió la infeliz para que lo permitieran estar allí, pintándose como
criminal voluntaria y procesada por ministerio de sí misma, nada pudo
conseguir. A la pena de abandonar a sus compañeros se agregaba el temor
de salir por las calles mostolenses, donde seguramente encontraría
caras conocidas. Solo a una persona deseaba ver, su hermana, y esta,
según le dijo una vecina con quien habló a la entrada de la cárcel,
se había ido a Madrid dos días antes con la niña, restablecida ya
completamente. «¡Qué cosas más raras me pasan a mí! —decía—. Los
criminales odian la prisión y solo desean la libertad. Yo detesto la
libertad, no quiero salir a la calle, y todo mi gusto es estar presa».
Por fin, el secretario del Ayuntamiento, que allí mismo vivía, se
compadeció de ella, y en su casa le dio hospitalidad, con lo que se
cumplieron a medias los deseos de la exaltada penitente.

Mucha pena causó a don Nazario el no ver a su lado a Beatriz; pero
se consoló sabiendo que pernoctaba en el edificio próximo, y que
continuarían juntos hasta el término de su _viacrucis_. Entrada la
noche, se sentía muy mal el buen ermitaño andante, y de un modo tan
pavoroso gravitaba sobre su alma la impresión de soledad y desamparo,
que poco le faltó para echarse a llorar como un niño. Creyérase que
súbitamente se le agotaba la energía, y que un desmayo femenil era
el término desairado de sus cristianas aventuras. Pidió al Señor
asistencia para soportar las amarguras que aún le faltaban, y las
maravillosas energías resurgieron en su alma, pero acompañadas de
un terrible aumento de la fiebre. Ándara se acercó a él para darle
agua, que por dos o tres veces le había pedido, y hablaron breve rato
con extraña confusión y desacuerdo en lo que uno y otro decían. O él
no sabía explicarse, o ella no podía, en las réplicas, ajustar su
pensamiento al del infeliz asceta.

—Hija mía, échate a dormir, y descansa.

—Señor, no me llame más. No duerma. Rece en voz alta para que _haiga_
ruido.

—Ándara, ¿qué hora será?

—Señor, si tiene frío, paséese por la cárcel. Yo quiero que se acaben
pronto nuestras penas. Me alegro que no esté Beatriz, que no es
guerrera, y todo lo quiere arreglar con lágrimas y suspiros.

—Oye tú, ¿duermen todos? ¿En dónde estamos? ¿Hemos llegado a Madrid?

—Estamos aquí. Soy muy guerrera. No duerma, señor...

Y se alejó de súbito, como sombra que se desvanece, o luz que se apaga.
Desde que fueron pronunciadas las cláusulas incoherentes de este
diálogo, sintiose molestado el clérigo por una tremenda duda: «¿Lo que
veía y oía era la realidad, o una proyección externa de los delirios
de su fiebre ardentísima? Lo verdadero, ¿dónde estaba? ¿Dentro o fuera
de su pensamiento? ¿Los sentidos percibían las cosas, o las creaban?».
Doloroso era su esfuerzo mental por resolver esta duda, y ya pedía
medios de conocimiento a la lógica vulgar, ya los buscaba por la vía de
la observación. ¡Pero si ni aun la observación era posible en aquella
vaga penumbra, que desleía los contornos de cosas y personas, y todo
lo hacía fantástico! Vio la cárcel como una anchurosa cueva, tan baja
de techo que no podía estar en pie dentro de ella sin encorvarse un
hombre de regular estatura. En la bóveda, dos o tres claraboyas, que a
veces eran veinte o treinta, daban paso a la débil luz, que no se sabía
si era de velado sol o de luna. Enfilada con la primera cuadra, vio
otra más pequeña, que a ratos se iluminaba con claridad rojiza de una
linterna o candil. En el suelo yacían los presos envueltos en esteras o
mantas, como fardos de tejidos, o seras de carbón. Hacia el fondo de la
segunda cuadra, vio a Ándara, que por momentos despedía de su cabeza un
resplandor extraño, cual si su cabellera suelta y erizada se compusiese
de lívidos rayos de luz eléctrica. Departía con el _Sacrílego_,
gesticulando con tal violencia y confusión, que con los brazos de
él expresaba ella su voluntad, y con los de ella él. El ladrón de
iglesias se alargaba hasta esconder en el techo la mitad de su cuerpo;
reaparecía como un volatinero con la cabeza para abajo.

En la apreciación del tiempo, la mente y los sentidos de Nazarín
llegaban a mayor confusión y desvarío; después de creer que pasaban
largas horas sin ver nada, creyó que en breves momentos Ándara se
acercaba a él, y le levantaba y le volvía a dejar en el suelo,
diciéndole infinidad de conceptos, que si se escribieran ocuparían
todas las páginas de un mediano libro. «¡Esto no puede ser real —se
decía—, no puede ser! ¡Pero si lo estoy viendo, si lo toco y lo oigo
y lo percibo claramente!». Por fin, la peregrina le cogió por la
muñeca, y, tirando de él fuertemente, le llevó a la segunda cuadra.
De esto sí que no podía dudar, porque le dolía la mano de los tirones
que con nerviosa fuerza le daba la valerosa hija de Polvoranca. Y el
_Sacrílego_ le cogía en brazos para meterle por un boquete abierto en
la techumbre, y arrojarlo fuera como un fardo introducido por audaces
matuteros.

No, no podía ser real la voz de Ándara que le dijo: «Padre, nos
escapamos por arriba, porque por abajo no se puede». Ni tampoco la voz
del _Sacrílego_ que decía: «El señor por delante... Salte del tejado al
corral».

Pero si de todo tenía duda el buen jefe de los _nazaristas_, no la
tuvo, no podía tenerla de esta resolución suya, claramente expresada:
«Yo no huyo; un hombre como yo no huye. Huid vosotros, si os sentís
cobardes, y dejadme solo». Tampoco podía dudar de que luchó contra
fuerzas superiores para defenderse de aquel loco empeño de echarle al
tejado como una pelota. El ladrón de iglesias le puso en el suelo,
y allí se quedó como cuerpo exánime, perdidas todas sus facultades,
menos el sentido de la vista, en una nebulosa de espanto, enojo y
horror de la libertad. No quería libertad, no la quería para sí ni
para los suyos. De la primera cuadra vino, andando como los borrachos,
una de las seras de carbón, que pronto tomó figura humana, y todas
los apariencias personales del _Parricida_. Con prontitud gatuna,
trocándose fácilmente de pesado fardo en animal ligero, hubo de saltar
de un brinco al boquete abierto en el tejado, y desapareció.

Pudo entonces Nazarín con gran esfuerzo articular algunas palabras,
y apartando de su hombro a la mujerona, que pesaba sobre él como un
sillar de berroqueña, murmuró:

—El que quiera salir, que salga... El que huya no será jamás en mi
compañía.

Ándara, que tenía la cara contra el suelo, refregándose boca y nariz en
las sucias baldosas, se incorporó para decir entre gemidos:

—Pues yo me quedo.

El _Sacrílego_, que había subido al tejado como en persecución de su
compañero, volvió muy fosco apretando los puños:

—Libertad, no... —le dijo Ándara con voz sofocada, como de quien se
ahoga—. No quiere..., no, libertad.

Nazarín oyó claramente la voz del _Sacrílego_, que repetía:

—No libertad. Yo me quedo.

Debieron de cogerle en brazos entre los dos, porque el buen peregrino
se sintió llevado por los aires como una pluma, y en la turbación que
le agobiaba, quitándole sentido y palabra, la conciencia de su mal era
lo único que subsistía, manifestándose en esta afirmación:

—Tengo un tifus horroroso.



VI


Despertó con las ideas aún más embrolladas y oscuras, dudando si lo
que veía era real o ficción de su mente. Le sacaban de la cárcel,
llevábanle tirando de él por una soga que le ataron al cuello. El
camino era áspero, todo malezas y guijarros cortantes. Los pies del
peregrino sangraban, y a cada instante tropezaba y caía, levantándose
con gran esfuerzo suyo, y despiadados tirones de los que llevaban la
cuerda. Delante, vio a Beatriz transfigurada. Su vulgar belleza era
ya celeste hermosura, que en ninguna hermosura de la tierra hallaría
su semejante, y un cerco de luz purísima rodeaba su rostro. Blancas
como la leche eran sus manos, blancos sus pies, que andaban sobre las
piedras como sobre nubes, y su vestidura resplandecía con suaves tintas
de aurora.

A las demás personas que le acompañaban no las veía. Oía sus voces,
ya compasivas, ya rugientes de odio y crueldad; pero los cuerpos se
perdían en una atmósfera caliginosa, espesa y sofocante, formada de
suspiros de angustia y de sudores de agonía... De súbito, un sol
ardiente la disipó, y pudo ver Nazarín que hacia él venía un grupo de
gente malvada, hombres a pie, hombres a caballo, blandiendo espadas,
y disparando armas de fuego. Tras el primer grupo, aparecieron otros,
y otros, hasta formar un ejército grande y terrible. El polvo que
levantaban las pisadas de hombres y brutos oscurecía el sol. Los que
conducían al preso se pasaron al bando enemigo, pues enemiga era
toda aquella tropa, y venía contra él, contra el santo, contra el
penitente, contra el oscuro mendigo, con furor sanguinario, ávida de
destruirle y aniquilarle. Lo acometieron con salvaje furor, y lo más
extraño fue que, habiendo descargado sobre su mísero cuerpo miles de
golpes, tajos y cuchilladas, no lograban matarle. Y aunque él no se
defendía ni con un arañazo infantil, la furia de tanta y tan aguerrida
gente no podía prevalecer contra él. Pasaron por encima de su cuerpo
miles de corceles, ruedas de carros bélicos, y aquel gran tumulto,
que habría bastado a destruir y hacer polvo a una población entera de
penitentes y ermitaños andantes o sedentarios, no le partió un cabello
al bendito Nazarín, ni le hizo perder una gota de sangre. Furiosos
le acuchillaban, aumentando a cada instante, pues del horizonte
tempestuoso venían hordas y más hordas de aquella bárbara y asoladora
humanidad.

Y no terminaba la feroz guerra, pues mientras mayor era la resistencia
de él y su inmunidad milagrosa contra los fieros golpes, con mayor
estrépito cerraba contra él la universal canalla. ¿Podría esta al fin
destruir al santo, al humilde, al inocente? No, mil veces no. Cuando
Nazarín empezó a temer que la muchedumbre de sus contrarios lograría,
si no matarle, reducirle a prisión, vio que de la parte de Oriente
venía Ándara, transfigurada en la más hermosa y brava mujer guerrera
que es posible imaginar. Vestida de armadura resplandeciente, en la
cabeza un casco como el de san Miguel, ornado de rayos de sol por
plumas, caballera en un corcel blanco, cuyas patadas sonaban como el
trueno, cuyas crines al viento parecían un chubasco asolador, y que en
su carrera se llevaba medio mundo por delante como huracán desatado,
la terrible amazona cayó en medio de la caterva, y con su espada de
fuego hendía y destrozaba las masas de hombres. Hermosísima estaba
la hembra varonil en aquel combate, peleando sin más ayuda que la
del _Sacrílego_, el cual, también transfigurado en mancebo militar y
divino, la seguía, machacando con su maza, y destruyendo de cada golpe
millares de enemigos. En corto tiempo dieron cuenta de las huestes
_antinazaristas_, y la guerrera celestial, radiante de coraje, de
inspiración bélica, gritaba: «Atrás, muchedumbre vil, ejército del
mal, de la envidia y del egoísmo. Seréis deshechos y aniquilados, si
en mi señor no reconocéis el santo, la única vía, la única verdad, la
única vida. Atrás, digo, que yo puedo más, y os convierto en polvo y
sangre cenagosa, y en despojos que servirán para fecundar las nuevas
tierras... En ellas, el que debe reinar, reinará, caraifa».

Diciéndolo, su espada y la maza del otro campeón limpiaban la tierra de
aquella plaga inmunda, y Nazarín empezó a caminar por entre charcos de
sangre y picadillo de carne y huesos que en gran extensión cubrían el
suelo. La angélica Beatriz miraba desde una torre celestial el campo de
muerte y castigo, y con divino acento imploraba el perdón de los malos.



VII


Acabose la visión, y todo volvió a los términos de nebulosa y triste
realidad. El áspero camino fue nuevamente lo que antes era, y los que
acompañaban al mártir Nazarín recobraron su forma y vestimenta, los
guardias eran guardias, y Ándara y Beatriz mujeres vulgarísimas, la
una batalladora, la otra pacífica, con sus pañuelos a la cabeza. Llegó
un momento en que el venerable peregrino, ni aun acumulando toda su
energía, pudo dar un paso. De su frente brotaba sudor angustioso; le
dolía el cráneo como si en él le clavaran un hacha, y en su hombro
derecho sentía un peso irresistible. Las piernas se le doblaban, y sus
pies magullados iban dejando pedazos de piel sobre las piedras del
camino. Ándara y Beatriz lo alzaron en sus brazos. ¡Qué descanso, qué
alivio sentirse en el aire, como pluma balanceada del viento! Pero
al poco trecho las dos mujeres se cansaron de llevarle, y el ladrón
sacrílego, que era forzudo y resistente, le cogió en brazos como un
niño, diciendo que no solo le llevaría hasta Madrid, sino hasta el fin
del mundo si necesario fuese. Los guardias se compadecían de él, y
creyendo consolarle le decían:

—No tenga cuidado, padre, que allá le absolverán por loco. Los dos
tercios de los procesados que pasan por nuestras manos, por locos se
escapan del castigo, si es que castigo merecen. Y presuponiendo que
sea usted un santo, no por santo le han de soltar, sino por loco; que
ahora priva mucho la razón de la sinrazón, o sea que la locura es quien
hace a los muy sabios y a los muy ignorantes, a los que sobresalen por
arriba y por abajo.

Vio después Nazarín que entraban por una empinada calle, y la gente
curiosa se detenía para verle pasar en brazos del _Sacrílego_,
llevando al lado a sus dos compañeras de penitencia, y detrás a los
demás infelices recogidos en los caminos por la Guardia civil. Dudaba
entonces, como antes, si eran realidad o ficción de su desquiciada
mente las cosas y personas que en el doloroso trayecto veía. Al extremo
de la calle, vio que se alzaba una cruz grandísima, y si por un momento
el gozo de ser clavado en ella inundó su alma, pronto volvió sobre
sí, diciéndose: «No merezco, Señor, no merezco la honra excelsa de ser
sacrificado en vuestra cruz. No quiero ese género de suplicio, en que
el cadalso es un altar, y la agonía se confunde con la apoteosis. Soy
el último de los siervos de Dios, y quiero morir olvidado y oscuro,
sin que me rodeen las muchedumbres, ni la fama corone mi martirio.
Quiero que nadie me vea perecer, que no se hable de mí, ni me miren,
ni me compadezcan. Fuera de mí toda vanidad. Fuera de mí la vanagloria
del mártir. Si he de ser sacrificado, hágase en la mayor oscuridad y
silencio. Que mis verdugos no sean perseguidos ni execrados, que solo
me asista Dios, y Él me reciba, sin que el mundo trompetee mi muerte,
ni en papeles sea pregonada, ni la canten poetas, ni se haga de ello un
ruidoso acontecimiento para escándalo de unos y regocijo de otros. Que
me arrojen a un muladar y me dejen morir, o me maten sin bullicio, y me
entierren como a una pobre bestia».

Dicho esto, vio desaparecer la cruz, y la calle y el gentío, y pasado
un tiempo que no pudo apreciar, se sintió enteramente solo. ¿Dónde
estaba? Fue como si recobrara el conocimiento después de un profundo
sopor. Por más que miraba en torno suyo, no pudo hacerse cargo de cuál
era la parte del universo donde se encontraba. ¿Era una región de la
vida transitoria, o de la perdurable? Pensó que había muerto; pensó
también que aún vivía. Un ardiente anhelo de decir misa y de ponerse en
comunicación con la Suprema Verdad lo llenó toda el alma, y lo mismo
fue sentirlo que verse revestido delante del altar, un altar purísimo,
que no parecía tocado de manos de hombres. Celebró con inmensa piedad,
y cuando tomaba en sus manos la hostia, el divino Jesús lo dijo:

—Hijo mío, aún vives. Estás en mi santo hospital, padeciendo por mí.
Tus compañeros, las dos perdidas y el ladrón que siguen tu enseñanza,
están en la cárcel. No puedes celebrar, no puedo estar contigo en
cuerpo y sangre, y esta misa es figuración insana de tu mente.
Descansa, que bien te lo mereces.

»Algo has hecho por mí. No estés descontento. Yo sé que has de hacer
mucho más.


Santander. San Quintín. — Mayo de 1895.


FIN DE LA NOVELA




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