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Title: El intruso
Author: Blasco Ibáñez, Vicente, 1867-1928
Language: Spanish
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produced from images generously made available by the
Digital & Multimedia Center, Michigan State University
Libraries.)



VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

EL INTRUSO

--NOVELA--

22.000

F. Sempere y C.ª, Editores

CALLE DEL PINTOR SOROLLA, 30 Y 32

VALENCIA

1904



I


Comenzaba á clarear el día cuando despertó el doctor Aresti, sintiéndose
empujado en un hombro. Lo primero que vió fué el rostro de manzana seca,
verdoso y arrugado de Kataliñ, su ama de llaves, y los dos cuernos del
pañuelo que llevaba la vieja arrollado á las sienes.

--Don Luis... despierte. Muerto hay en el camino de Ortuella. El jues
que vaya.

Comenzó á vestirse el doctor, después de largos desperezos y una rebusca
lenta de sus ropas, entre los libros y revistas que, desbordándose de
los estantes de la inmediata habitación, se extendían por su dormitorio
de hombre solo.

Dos médicos tenía á sus órdenes en el hospital de Gallarta, pero aquel
día estaban ausentes: el uno en Bilbao con licencia; el otro en Galdames
desde la noche anterior, para curar á varios mineros heridos por una
explosión de dinamita.

Kataliñ le ayudó á ponerse el recio gabán, y abrió la puerta de la calle
mientras el doctor se calaba la boina y requería su _cachaba_, grueso
cayado con contera de lanza, que le acompañaba siempre en sus visitas á
las minas.

--Oye, Kataliñ--dijo al trasponer la puerta.--¿Sabes quién es el muerto?

--_El Maestrico_ disen. El que enseñaba por la noche el abesedario á los
pinches y era novio de esa que llaman _La Charanga_. ¡Cómo está
Gallarta, Señor Dios! Ya se conoce, pues: la iglesia siempre vasía.

--Lo de siempre--murmuró el médico.--El crimen pasional. A estos
bárbaros no les basta con vivir rabiando y se matan por la mujer.

Aresti andaba ya, calle abajo, cuando la vieja le llamó desde la puerta.

--Don Luis, vuelva pronto. No olvide que hoy es San José y que le
esperan en Bilbao. No haga á su primo una de las suyas.

Aresti notó la entonación de respeto con que hablaba la vieja de aquel
primo que le había invitado á comer por ser sus días. En todo el
distrito minero nadie hablaba de él sin subrayar el nombre con una
admiración casi religiosa. Hasta los que vociferaban contra su riqueza y
poderío, le temían como á una fuerza omnipotente.

El doctor, al salir de Gallarta, se abrochó el gabán, estremeciéndose de
frío. El cielo plomizo y brumoso se confundía con las crestas de los
montes, como si fuese un toldo gris que hubiera descendido hasta
descansar en ellas. Soplaba el viento furioso de las estribaciones del
Triano, que arranca las boinas de las cabezas. Aresti se afirmó los
lentes y siguió adelante todavía soñoliento, con esa pasividad resignada
del médico que vive esclavo del dolor ajeno. Las rudas suelas de sus
zapatos de monte se pegaban al barro; la _cachaba_ iba marcando con su
lanza un agujero á cada paso.

La noche anterior había cenado Aresti con unos cuantos contratistas de
las minas, lo más distinguido de Gallarta; antiguos jornaleros que iban
camino de ser millonarios y, no pudiendo coexistir con sus antiguos
camaradas de trabajo, ni tratarse con los burgueses de Bilbao, se
pegaban al médico acosándolo con toda clase de agasajos. Despertaba en
ellos cierto orgullo que el doctor Aresti, que había estudiado en el
extranjero y del que hablaban en la villa con respeto, quisiera vivir
entre ellos, en la sociedad primitiva y casi bárbara del distrito
minero. Esto les halagaba como si fuese una declaración de superioridad
en pro de los mineros de las Encartaciones sobre los _chimbos_ de
Bilbao. Además, respetaban al doctor con cierta adoración supersticiosa
porque era primo hermano de Sánchez Morueta y éste no ocultaba su gran
cariño al médico...

¡Sánchez Morueta! ¡Cómo quién dice nada! Hacía muchos años que no había
estado en las minas. Aun en el mismo Bilbao, transcurrían los meses sin
que viesen su barba cana y su cuerpo musculoso de gigante los más
íntimos del famoso personaje. Pero ya se podía preguntar por él, lo
mismo al gobernador de Bilbao que al último pinche de Gallarta: nadie se
mostraba insensible ante su nombre. Desde lo alto del Triano se veían
minas y más minas, ferrocarriles con rosarios de vagonetas, planos
inclinados, tranvías aéreos, rebaños de hombres atacando las canteras:
de él, todo de él. Y de él también, los altos hornos que ardían día y
noche junto al Nervión, fabricando el acero, y gran parte de los vapores
atracados á los muelles de la ría cargando mineral ó descargando hulla,
y muchos más que paseaban la bandera de la matrícula de Bilbao por todos
los mares, y la mayor parte de los nuevos palacios del ensanche y un
sinnúmero de fábricas de explosivos, de alambres, de hojadelata, que
funcionaban en apartados rincones de Vizcaya. Era como Dios: no se
dejaba ver, pero se sentía su presencia en todas partes. Podía hacer á
un hombre rico de la noche á la mañana con sólo desearlo. Hasta los
señores de Madrid que gobernaban el país le buscaban y mimaban para que
prestase ayuda al Estado en sus apuros y empréstitos. ¡Y el doctor
Aresti, amado por Sánchez Morueta con un afecto doble de padre y de
hermano, se empeñaba en vivir fuera de su protección, más allá de la
lluvia de oro que parecía caer de su mirada y que hacía que los hombres
se agolpasen en torno de él, con la furia brutal de la codicia,
obligándolo á aislarse, á permanecer invisible, para no perecer bajo el
formidable empujón de los adoradores!... La única merced que el médico
había solicitado de su poderoso pariente, era el establecimiento en la
cuenca minera de un hospital para los trabajadores que antes perecían
faltos de auxilio en los accidentes de las canteras. Y con toda su fama
de práctico de los hospitales de París, con la popularidad que le habían
dado en la villa sus arriesgadas operaciones, fué á aislarse en las
minas, cuando aún no tenía treinta años, viviendo en una casita de
Gallarta con sus libros y su vieja criada Catalina.

Los contratistas, los capataces, los _químicos_, toda la gente que
formaba la clase sedentaria de las minas, admiraba á Aresti, poniendo en
su adoración algo del asombro que despierta en el vulgo el desprecio á
las riquezas materiales.

--Le gusta vivir con nosotros--decían con orgullo.--Mejor prefiere una
merienda con gente de boina que un banquete en el palacio que Sánchez
Morueta tiene en Las Arenas... ¡Ser primo de Don José y pasarse meses
sin verlo!... ¡Pero qué famoso es el doctor!

El mísero rebaño de los mineros, albergado en los barracones y cantinas,
tenía una fe ciega en su ciencia, le miraba como á un brujo capaz de los
mayores prodigios para remendar los desperfectos del andamiaje humano.
Pasaban por los caminos de la montaña un sinnúmero de lisiados, que, al
conservar la vida después de horribles catástrofes, proclamaban la
maestría del cirujano.

--¡Que venga Don Luis!--gemía el minero herido por la explosión de un
barreno, ó el pinche casi enterrado por un desprendimiento de la
cantera.

Y al ver con la mirada vidriosa de la agonía los lentes del doctor, sus
ojos irónicos bajo unas cejas mefistofélicas y la barba en punta llena
de canas precoces, los infelices sentíanse animados por repentina
confianza; no percibían la llegada de la muerte, esperando hasta el
último momento el milagro que había de salvarles.

Los otros médicos del distrito eran recibidos por los enfermos con
triste resignación. ¡Don Luis: sólo el doctor Aresti! Y las señoras de
Gallarta, las esposas de los contratistas, antiguas aldeanas que se
aburrían en sus flamantes chalets construidos en las afueras del pueblo,
sentían enfermedades nunca sospechadas en tiempos anteriores, sólo por
el gusto de hablar con el doctor, que á más de su ciencia llevaba con él
algo de la grandeza de Sánchez Morueta y de las altas clases de Bilbao
hasta las cuales soñaban con llegar algún día. Los maridos no
necesitaban menos de la presencia de Aresti. Le consultaban en los
asuntos de familia, y, apenas terminado su trabajo en las minas, le
buscaban por las noches, organizando en su honor cenas pantagruélicas.
Le llevaban con ellos á las pruebas de bueyes y las apuestas de
barrenadores, fiestas brutales que organizaban en todos los pueblos de
la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de duros.

La noche anterior, Aresti se había acostado tarde. Ya que había de comer
en Bilbao invitado por _Don José_ (que así era conocido por antonomasia
el poderoso Sánchez Morueta), los ricos de Gallarta, que llevaban igual
nombre, no querían dejar de obsequiar al doctor. Y hasta más de media
noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de
platos populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos
improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda
clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile
de viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne
de las mejores marcas. El champagne era para aquellas gentes el
distintivo de la riqueza; lo único que habían podido copiar de las
clases elevadas. Lo querían del más caro para que constase bien su
opulencia y lo gastaban á cajas, abriendo á golpes las botellas, riendo
como niños cuando el líquido se derramaba por el suelo, mojándose unos á
otros con la espuma, bebiéndolo en tanques y llenando á veces las
palanganas para lavarse la cara con el precioso vino, despilfarro que á
los postres nunca dejaba de producir hilaridad.

Aresti sonreía recordando la fiesta de la noche anterior, las
extravagancias infantiles de aquellos rústicos, enriquecidos rápidamente
é imposibilitados de ostentar mejor sus ganancias en la vida aislada y
laboriosa que llevaban en el monte.

Sin detenerse en su marcha, el doctor contempló largo rato una colina
roja que se alzaba á un lado del camino. Aquella tumefacción del paisaje
era obra del hombre. La montaña se había formado espuerta sobre
espuerta. A su sombra habían nacido Gallarta y la riqueza del distrito.
Era la escoria de la mina de San Miguel de Begoña, la explotación más
famosa de las Encartaciones: toda de mineral _campanil_ y del más rico.
Allí habían comenzado su fortuna Sánchez Morueta y otros potentados de
Bilbao. Sólo quedaba como recuerdo la montaña de escoria. El dinero
estaba en la villa, y en las entrañas de la tierra los siervos anónimos
que habían dejado parte de su existencia en el arranque del mineral.

Aresti vió un grupo de gente á un lado del camino. Pasaban corriendo
junto á él chiquillos y mujeres. A veces se detenían para llamar á los
que estaban en los desmontes inmediatos.

--¡Ené! ¡Han matado al _Maestrico_! ¡Vamos á verlo!

Y seguían corriendo hacia el gentío, en el cual se destacaban los negros
uniformes y las boinas con chapa de una pareja de miñones. Algunos
muchachuelos, pinches de las minas, llegaban atraídos por el suceso,
llevando en cada mano un cartucho de dinamita para los barrenos.
Familiarizados con el explosivo, metíanse entre los grupos empujando
para abrirse paso y ver al muerto.

En medio del camino estaban inmóviles varias carretas con sus bueyes de
raza vasca, pequeños, de patas finas, con una piel de carnero entre los
cuernos adornando el yugo.

Al llegar el doctor se abrió el compacto grupo, dejando ver un hombre
tendido en la cuneta, con las ropas en desorden. El barro y la sangre
formaban una máscara sobre su rostro. Aresti no tuvo más que inclinarse
para convencerse de que estaba muerto desde muchas horas antes.

El juez municipal, un contratista de los que habían cenado con Aresti,
le habló del suceso, lamentando el madrugón que le había proporcionado.
El pobre _Maestrico_ debía haber muerto casi instantáneamente. Tenía un
golpe en el corazón, una de aquellas puñaladas que sólo se veían en las
minas donde vive tanta gente salida del presidio. Además, le habían
herido en la cara, en las manos, en todo el cuerpo. Debían ser dos los
que le acometieron, cerrada ya la noche, cuando volvía de Bilbao. Para
el juez, el suceso no ofrecía dudas. De allí iría á prender á los
culpables sin miedo á equivocarse.

Recordaba á Aresti, en pocas palabras, la historia del muerto; un
andaluz, de carácter triste y pocas palabras que había rodado por el
mundo buscándose la vida en América en cien oficios, y trabajando en
todas las minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo,
daba lecciones á los pinches. Vivía á pupilo en casa de los padres de
_la Charanga_, una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la
chavalería de Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado
de presidio, un rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre
por su insolencia, y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención
por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un
arsenal de armas oculto. El _Maestrico_ se había enamorado de _la
Charanga_ con la pasión reconcentrada y silenciosa de un hombre de
cuarenta años. Los padres le querían, alabando sus costumbres sobrias,
su actividad para ganarse la vida; y la muchacha, en su diferencia de
bestia alegre, decía que sí á todo, continuando sus relaciones con el
matoncillo. Iban á casarse en aquella misma semana. El _Maestrico_ había
marchado el día anterior á Bilbao para comprar algunos regalos á la
novia y, al regreso, el amante y su padre le habían esperado en el
camino.

Aresti oyó unos gemidos á su espalda. Entre el gentío, un minero viejo
se llevaba las manos á los ojos.

--Antón... pobre _Maestrico_. ¡Matar á un hombre así! ¡Tan bueno!...
¡tan trabajador!

Era el padre de _la Charanga_, que lloraba ante el cadáver de su pupilo.

El médico se fijó en el abultado abdomen del muerto, é hizo que un miñón
desliase la faja negra. Aparecieron dos botinas de mujer con la suela
blanca y el charol deslumbrante; el calzado con que sueñan las muchachas
de las minas como una elegancia suprema. El pobre _Maestrico_ había ido
á la villa para comprar este regalo á su novia.

Se abrió el grupo con cierto rumor de curiosidad, como á la llegada de
un personaje esperado. Era _la Charanga_, con las manos en las fuertes
caderas, los ojazos insolentes y hermosos bajo el pelo alborotado,
mostrando al sonreír sus dientes agudos de loba impúdica.

--¿Pero es verdad que han matao á _ese_?...

Y fijaba su mirada en el médico, con la misma expresión de lúbrica
generosidad con que muchas veces le había invitado á seguirla cuando le
encontraba en el campo. Después contempló el cadáver fríamente, sin
emoción, y al tropezar su mirada con las botas de charol rompió á reír.

--¡Rediós! ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...

Fué todo lo que se le ocurrió ante el cadáver del que iba á ser su
marido. Y rompiendo á codazos por entre los hombres que se conmovían al
contacto de sus caderas, salió del grupo, alejándose con soberbia
indiferencia, pensando tal vez en el otro que por amor á ella iba á ir á
presidio.

--¡La bestia!--dijo el médico al juez, siguiéndola con la mirada.--La
hermosa bestia de los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos
se maten por poseerla... Esto sólo se ve aquí.

Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en
su gabinete un animal extraordinario.

Llegaban de Gallarta nuevos grupos atraídos por la noticia del
asesinato. El juez mostraba prisa por ir con la pareja de miñones en
busca de los criminales. Unos amigos del muerto cogieron el cadáver,
llevándolo hasta una carreta para conducirlo al pueblo. El doctor
emprendió el regreso y, cerca ya de Gallarta, notó que un muchacho de
unos catorce años, un pinche de los que trabajaban en las minas, le
seguía, marchando tan pronto á su lado como delante, siempre volviendo
la cara hacia él, mirándole con unos ojos desmesuradamente abiertos,
suplicantes y vidriosos como si fuesen á saltarles las lágrimas.

--¿Qué se ofrece caballero?--dijo Aresti con su voz alegre que parecía
esparcir la confianza entre los desgraciados.

--Señor dotor--gimió el muchacho.--Mi padre... mi pobre padre.

Y como si no pudiera contener la pena tanto tiempo comprimida, se
ahogaron las palabras en su garganta y rompió á llorar.

Aresti se fijó en él. No era del país: debía ser _maketo_, de los que
llegaban en cuadrillas de Castilla ó de León, empujados por el hambre,
atraídos por los jornales de las minas. Un pantalón azul, con piezas
superpuestas en las posaderas y las rodillas, oscilaba sobre sus
zapatones claveteados, de punta levantada. La faja negra oprimía una
camisa de franela roja, apenas cubierta por un chaleco suelto, y la
maraña de pelos ensortijados, sucios de barro, se escapaba por debajo de
una boina vieja. Olía á juventud descuidada, á ropas mantenidas sobre la
carne meses enteros. Aresti conocía este perfume de las minas; el hedor
de los cuerpos vigorosos que trabajan, sudan y duermen siempre con la
misma envoltura.

--Tu padre... ya te entiendo--dijo bondadosamente.--¿Y qué le ocurre á
tu padre? Vamos á ver.

El pinche se explicó trabajosamente. Su padre estaba arriba, en Labarga,
en una casa de peones, muy enfermo; se moría. Al amanecer había querido
levantarse para ir al trabajo como los demás compañeros, pero le ardía
la piel, deliraba. El día antes había llovido y se mojó en la cantera.
Él, que era su hijo, se había quedado para cuidarle. ¿Pero cómo,
señor?... Estaba muy malo, mucho. ¡Para que él se hubiera decidido á
perder el jornal del día!...

Y el muchacho repitió lo de la pérdida del jornal varias veces, dándole
con su acento una importancia extraordinaria, como la mejor demostración
de la gravedad del enfermo.

Aresti creyó consolarle, prometiendo que enviaría al médico que estaba
en Galdames, tan pronto como volviera. Pero el muchacho rompió á llorar
de nuevo.

--Señor dotor... Usted, sólo usted... Se lo pido por lo que quiera más
en el mundo... He bajado de Labarga para eso. Usted sabe más que todos
juntos. La gente dice que usted hace milagros...

Y apoderándose de una mano del doctor, se la besó repetidas veces sin
saber qué decir, como si estas muestras de veneración fuesen todo su
lenguaje y con él quisiera convencer al médico.

--Basta, muchacho--dijo Aresti riendo.--No sigas. Iré á Labarga para que
no me beses más con tu cara sucia... Buena se va á poner Kataliñ cuando
sepa que subo al monte.

El muchacho, tranquilizado por la promesa del doctor, habló con menos
dificultad contestando á sus preguntas. Eran de tierra de Zamora y
habían venido á las minas su padre y él con seis paisanos más. Hacía
tres años que realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos
tenían allá su poquito de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las
mujeres se encargaban de los campos durante el frío y los hombres
emprendían la peregrinación á Bilbao en busca de los jornales fabulosos,
de once reales ó tres pesetas, de los que se hablaba con asombro en el
país. Al venir el verano, regresaban al pueblo para recoger la cosecha y
plantar la del año próximo. En las minas se trabajaba mucho, la vida era
dura, morían algunos; pero se podía volver á casa con buenos ahorros.

--Yo, señor dotor, gano siete reales: mi padre once ú doce. Damos un
real por la cama y nos comemos cinco cada uno, porque aquí todo va por
las nubes. Hay otros gastos de zapatos y calcetines, porque el mineral
destroza mucho. Además, casi todas las semanas llueve en esta tierra y
no se trabaja... Total, que no bebiendo vino y comiendo poco, volvemos á
casa á los diez meses con cuarenta ó cincuenta duros.

--Pues vais á ser ricos cualquier día--dijo Aresti.

--¡Quia! ¡no señor!--contestó el muchacho cándidamente.--Ricos nunca lo
seremos. ¡Aun si ese dinero fuese para nosotros!...

--¿Es que lo regalais?...

--Se lo llevan los mandones. Con él pagamos la contribución.

Aresti caminó un buen rato en silencio, admirando una vez más la
sencillez, la humildad de aquella gente, dura para el trabajo, habituada
á las privaciones, sin la más leve vegetación de ideas de protesta en su
cerebro estéril. Abandonaban casa y familia para hacer una vida de
campamento, encorvados ante la piedra roja, arañándola de sol á sol con
un desgaste de fuerzas que no era suplido por la alimentación,
acelerando día por día la ruina de su organismo; y este sacrificio
obscuro y penoso, era para sostener un derecho de propiedad ridículo
sobre cuatro terrones infecundos, para mantener con gotas de sangre y
pedazos de vida la pompa exterior de que se rodea el Estado.

Al entrar en Gallarta, el médico pasó apresuradamente ante su casa,
temiendo que les viera Catalina y le apostrofase por su subida al
monte.

--Vivo, muchacho; vamos aprisa. Son las siete y aún he de tomar el tren
para Bilbao.

Pasaron apresuradamente por la calle principal de Gallarta, una cuesta
empinada y pedregosa con dos filas de casuchas que ondulaban ajustándose
á todas sus tortuosidades. Eran míseros edificios construidos con
mineral en la época que éste no era tan buscado; gruesos paredones
agujereados por ventanucos, con balcones volados que amenazaban caerse y
los pisos superiores de maderas carcomidas. Las techumbres, con grandes
aleros de tejas rojizas y sueltas, estaban mantenidas contra los embates
del viento por una orla de pedruscos. En los pisos bajos estaban los
establecimientos de Gallarta, tabernas en su mayor parte. Algunas
ventanas con vidrios empañados servían de escaparates, exhibiendo
zapatos ó quincalla oxidada y vieja, restos de saldos de la villa,
enviados á las minas donde todo se compra sin protesta malo y caro. A
causa del desnivel entre la empinada calle y las casas, unas tiendas
tenían varios peldaños ante su puerta, como si fuesen torres; otras eran
profundas como cuevas, con una escalera interior para bajar á ellas. Los
establecimientos de ropas ondeaban en su fachada trapos multicolores. La
calle, con sus tiendas estrechas y lóbregas y sus casas de poca altura,
hacía recordar la tortuosa vía de una población árabe. Algunas carretas
permanecían detenidas á las puertas de las tabernas, moviendo los
bueyes sus colas y bajando las testuces pacientemente, mientras adentro
gritaban los conductores ante los vasos de vino.

Aresti tenía buenas piernas, acostumbrado como estaba á aquel país
montuoso, y apoyándose en la _cachaba_ seguía sin dificultad al pinche
que casi corría por el camino, con dirección á Labarga, uno de los
barrios extremos de Gallarta, situado en plena explotación minera. Así
como ascendían por el áspero camino, era más fuerte el viento y se
ensanchaba el paisaje. Agrandábanse los montes y se velaban los valles
bajo la bruma de la mañana. Por la parte del mar, el Serantes, que
guarda la desembocadura de la ría de Bilbao, recortaba sobre el cielo
plomizo su mole coronada por un castillete abandonado. A sus pies
extendía el mar su ancha faja obscura, cortada á trechos por otros
montes más bajos, metiéndose en triángulos, tierra adentro, en forma de
ensenadas y rías.

Hacía algún tiempo que el doctor no había subido á pie la cuesta de
Labarga y encontraba cierta novedad al espectáculo. Sin dejar de andar,
iba examinando el paisaje. Una aldea que blanqueaba entre los campos al
pie de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría,
alzábase la montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda
España después de la guerra civil. Como una resurrección de aquella
lucha recordada por el doctor, sonaron varias cornetas en las alturas
inmediatas al camino, tembló la tierra con sorda trepidación y
estallaron varias detonaciones entre nubes de polvo rojo y piedras por
el aire. Eran los barrenos de las minas, que se disparaban á una hora
fija, por la mañana y por la tarde, avisando los vigilantes con sus
cornetas para que se alejase la gente. Más allá de las minas inmediatas
sonaron nuevas detonaciones, y luego otras más lejanas, estremeciéndose
toda la cuenca minera con un incesante cañoneo como si tronasen baterías
ocultas en todos los repliegues y cúspides de los montes.

Aresti, excitado por este estruendo, recordaba la famosa batalla de las
Encartaciones, cuando el ejército liberal intentaba levantar el sitio de
Bilbao por segunda vez. La ferocidad de los hombres, la triste gloria de
la guerra y la destrucción, habían popularizado los nombres de dos
humildes aldeas de Vizcaya. Él no había presenciado los combates; pero
como si los hubiera visto, después de escuchar su relato tantas veces á
los viejos del país y á muchos de los contratistas que eran entonces
aldeanos hambrientos y, por inconsciencia juvenil, por no enfadar al
cura de su anteiglesia, habían tomado las armas en defensa del Señor y
los Fueros. En una casita blanca, que se alzaba entre los robledales del
llano, habían matado de un certero cañonazo á los dos mejores generales
del carlismo. Después, el médico miraba el monte de Somorrostro con sus
ásperas pendientes, aislado, lúgubre como una pirámide. Aún se
encontraban osamentas al cavar en las faldas. Allí había sido la gran
carnicería: los batallones del gobierno, la infantería de marina, con la
bravura del toro que embiste bajando la cabeza sin medir el peligro,
pugnaban por subir á lo más alto para vencer al enemigo, y éste los
fusilaba impunemente desde sus atrincheramientos preparados con fría
anticipación, y pareciéndole poco mortífero el fusil, apelaba á
procedimientos de la guerra primitiva y salvaje. Soltaban desde las
alturas ejes de hierro con ruedas, arrancados de las vagonetas de las
minas, y estos carros de la muerte descendían saltando de peñasco en
peñasco, con una velocidad vertiginosa que aumentaba á cada choque, á
cada aspereza del terreno. Resucitaba la antigua lucha entre los
celtíberos bárbaros y las disciplinadas legiones de Roma. Las ruedas
locas rompían las masas de pantalones rojos ó azules que en vano
intentaban avanzar; aplastaban los hombres bajo su férreo volteo, hacían
crujir los huesos, deshilachaban los músculos, y, manchadas de sangre,
seguían rodando hasta encallarse en el llano, ahitas de destrucción.

--¡Imbéciles! ¡imbéciles--repetía mentalmente el doctor.

Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos
montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en
las entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una
simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del
sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por
toda autoridad que le exija obediencia desde el otro lado del Ebro.

Contrastando con estos recuerdos de una época de violencias, rodeaban al
doctor, conforme avanzaba en su camino, la actividad del trabajo, el
movimiento de la diaria batalla del hombre con los tesoros de la tierra.
Los tranvías aéreos para la conducción del mineral apoyaban sus cables
sobre los robustos postes y deslizándose por ellos, pasaba el rosario de
tanques cargados de pedruscos rojos, salvando hondonadas y despeñaderos,
descendiendo de meseta en meseta, siempre hacia el llano, buscando los
descargaderos de Ortuella, la vía férrea del Triano, que es el
respiradero de las minas.

En el fondo de las grandes cortaduras de las canteras, corrían sobre los
rieles lijeramente tendidos, las vagonetas de mineral, tiradas unas por
caballos, empujadas otras por hombres. Veíanse grandes plataformas de
madera, planos inclinados por los cuales resbalaban los vehículos
amarrados á una cadena sin fin. La vía automática de una compañía
extranjera deslizaba en un espacio de varias leguas sus vagonetas, que
parecían seres animados. Los vehículos rodaban en dos filas, en opuestas
direcciones, cabeceando lentamente como bueyes sumisos, siguiendo su
camino en línea recta, encontrando un puente sobre cada abismo y
atravesando las alturas por túneles pendientes que los devoraban.

El paisaje aparecía trastornado por la mano del hombre. El minero
violaba á la Naturaleza, volcándola, desordenando sus ropajes. Todo
había cambiado de lugar. Las cumbres habían sido echadas abajo por la
piqueta y el barreno: las hondonadas, rellenas de escoria roja, estaban
convertidas en mesetas. Las faldas de los montes aparecían desgarradas:
lo que en otros tiempos era suave declive, asustaba ahora con el
pavoroso corte del despeñadero. Habíase cambiado el curso de las aguas;
las antiguas fuentes admiradas por los ancianos escapábanse ahora con
rezumamiento fangoso por las angostas galerías que perforaban las
pendientes. Muchos montes despojados de la envoltura roja, que era su
carne, mostraban el armazón calcáreo, la triste osamenta. Los prados de
otras épocas, la tierra vegetal con sus maizales y robledales, todo
había desaparecido, como si soplara sobre aquellas montañas un viento de
fuego. Sólo quedaba el pedrusco férreo, el terrón rojo, la tierra
codiciada por el hombre, que parecía haber ardido con interna
combustión. A trechos quedaban algunos jirones de suelo verdeante.
Crecía la hierba allí donde se amontonaban las vagonetas volcadas, las
plataformas carcomidas, delatando una explotación abandonada. En estos
rincones pacían algunos rebaños de ovejas panzudas, de largas lanas,
dando con sus esquilas una nota de calma pastoril á aquel paisaje
desolado que parecía recién surgido de una catástrofe geológica.

El camino bordeaba la profunda zanja de una cantera. Era como uno de
esos cráteres apagados, en los que muestra el planeta la intensidad de
sus convulsiones. Parecía imposible que aquella profundidad fuese obra
del hombre en tan pocos años. Abajo, las cuadrillas de mineros, atacando
el muro de mineral con picos y palancas, semejaban bandas de insectos.
Los caballos parecían por su tamaño escapados de una caja de juguetes.

Aresti, ante este desgarrón de la corteza terrestre que mostraba al aire
sus entrañas, recordaba las formas y colores de las piezas anatómicas
reproducidas en sus libros de estudio. Las calizas blanqueaban como
huesos; las fajas de mena rojiza tenían el tono sanguinolento de los
músculos, y las manchas de tierra vegetal eran del mismo verde musgoso
de los intestinos.

A un extremo de la gigantesca excavación la montaña se había venido
abajo, formando una cascada inmóvil de ondas de tierra y enormes
pedruscos. El médico recordaba la catástrofe ocurrida cuatro años antes.
La cantera se había derrumbado, cogiendo en su caída á una cuadrilla de
obreros que trabajaba en su base. Unos habían perecido aplastados
instantáneamente: otros habían quedado enterrados en vida, en un
socavón, aislados del mundo por centenares de toneladas de mineral. La
gente acudía para pegar sus oídos con horror á los peñascos
desmoronados, creyendo escuchar los gritos implorando auxilio, los
gemidos de los infelices que perecían lentamente en la obscuridad de las
entrañas de la tierra. Pasaban las horas, pasaban los días. Centenares
de obreros trabajaron con un vigor extraordinario, pretendiendo revolver
la inmensa avalancha de mineral; pero tras una semana de trabajo, sólo
habían avanzado algunos metros y ya no se oía nada: de la tierra no
salía ningún lamento. Al remover los pedruscos se encontraron varios
cadáveres: hombres desfigurados, con las piernas rotas y el cráneo
aplastado; un pinche casi intacto, con la cara sonriente, conservando
aún en su mano un tanque de agua. Eran los que se hallaban fuera del
socavón en el instante del desprendimiento. Los otros que estaban en la
cueva se pudrían tras el gigantesco tapón de mineral que los había
aislado del mundo. De muchos de ellos ni los nombres se conocían. Habían
llegado á las minas poco antes y los capataces sólo anotaban sus apodos.
Tal vez en algún rincón de España los esperarían aún, creyendo que
cuanto más larga fuese la ausencia mayores serían los ahorros.

Las mujeres de Gallarta afirmaban que de noche salían gemidos del
derrumbamiento. Durante unos meses viéronse en el camino de Labarga
formas blancas, con luces en la cabeza, arrastrando cadenas. En las
casas temblaban los muchachos y las jóvenes, oyendo hablar de las pobres
almas en pena de la mina. Pero cierta mañana apareció tendido en el
camino uno de los primeros borrachos de Gallarta, con un brazo
fracturado y la cabeza rota, y ya no volvieron á salir fantasmas, ni
nadie sintió deseos de adornar la catástrofe con grotescas apariciones.

El recuerdo de los enterrados fué borrándose en la memoria de todos. Las
desgracias, en aquella explotación cruel que gastaba las vidas de muchos
miles de hombres, superponíanse unas á otras con frecuencia, ocultando y
desvaneciendo las anteriores. Un día, las vagonetas, al chocar unas con
otras, aplastaban á un obrero: otro día saltaban de los rieles al bajar
por el plano inclinado cayendo sobre un grupo encorvado ante el trabajo,
que no recelaba la muerte traidora que llegaba á sus espaldas: los
barrenos estallaban inesperadamente abatiendo los hombres como si fuesen
espigas; llovían pedruscos en mitad de la faena, matando
instantáneamente; y por si esto no era bastante, había que contar con
los navajazos á la salida de la taberna, con las riñas en la cantera,
con las disputas en los días de cobro, con la feroz acometividad de
aquella inmensa masa ignorante y enfurecida por la miseria, en la cual
vivían confundidos los que al salir de los penales de Santoña,
Valladolid ó Burgos no encontraban otro camino abierto que el de las
minas de Bilbao, en las que se necesitaban brazos, y á nadie se
preguntaba quién era y de dónde venía...

La Muerte rondaba en torno del mísero populacho, como un lobo alrededor
del rebaño, siempre vigilante, con las uñas afuera y los dientes agudos.
Zarpazo aquí, dentellada allá, la gran enemiga se mostraba infatigable.
Siempre había en el hospital más de una docena de camas ocupadas por
carne enferma que pedía entre gemidos el auxilio de don Luis. Era un
perpetuo estado de guerra ante la muerte; una batalla contra la ciega
fatalidad y la barbarie de los hombres, cuyos ecos se apagaban en la
misma montaña, llegando apenas á la opulenta Bilbao. El mineral marchaba
ría abajo sin que nadie pensase en lo que había costado su arranque del
suelo.

Aresti salió de su ensimismamiento al ver que entraba en la calle única
de Labarga, dos filas de míseras casuchas puestas sobre los peñascos que
bordeaban el camino. Los edificios de Gallarta parecían palacios,
comparados con las chozas de este barrio de mineros. Eran barracas,
conocidas en el país con el nombre de _chabolas_, con tabiques de madera
delgada y techumbre de planchas corroídas. Las puertas estaban en dos
piezas horizontales: la hoja inferior quedaba cerrada como una barrera,
y la superior, al abrirse, era la única ventana que daba á la casa luz y
aire. Las incesantes lluvias habían podrido aquellas habitaciones,
reblandeciendo la madera, deshilachando sus fibras como si toda ella
fuese á convertirse en gusanos. Fuera de las casas ondeaban sobre
cuerdas los guiñapos de color indefinible puestos á secar. Algunas
gallinas flacas y espeluznadas corrían por el camino. Los niños
permanecían sentados ante las puertas, graves é inmóviles, como si
fuesen de distinta raza que la revoltosa chiquillería de los pueblos del
llano.

Al ver al doctor, salían las mujeres á las puertas de sus tugurios,
sonriendo como en presencia de un acontecimiento inesperado, sintiendo
de pronto el miedo á enfermedades que tenían olvidadas.

--¡Chicas, es don Luis!--se gritaban unas á otras.--¡Señor doctor, aquí!
¡Míreme usted este chico!... ¡Entre á ver á mi madre!

Pero Aresti conocía de larga fecha estos recibimientos; el furor que
acometía á todos por estar enfermos apenas le veían, sin ocurrírseles
bajar al hospital más que en casos de extrema gravedad. Y seguía
adelante sonriendo á unas, contestando á otras alegremente, precedido
por el pinche zamorano que volvía la cara como si temiese verle
secuestrado por el grupo de comadres.

Un hombre de larga barba ensortijada y canosa, fumaba sentado ante una
casucha que era la peor del barrio. Tenía los ojos casi ocultos bajo las
cejas y un gesto de desdén contraía á cada momento su cara negruzca. Al
ver al médico no se llevó la mano á la boina ni abandonó su inmovilidad
de fakir, como si estuviera abstraído en la contemplación de la miseria
que le rodeaba.

--¡Salud, amigo _Barbas_!--dijo el médico alegremente, deteniéndose ante
él.--¿Qué hay compañero?

--Mucho y malo, don Luis.

--Y esa revolución ¿cuándo la hacemos?...

El _Barbas_ miró un instante á Aresti con ojos ceñudos, como si fuese á
insultarle: después escupió la nicotina de sus labios con un gesto
desdeñoso.

--Búrlese, don Luis. Usted está acostumbrado á oír quejarse de dolor lo
mismo al rico que al pobre, á ver que todos mueren igual; por eso toma á
risa las cosas de los hombres. Al fin no somos más que animales. Hace
usted bien. Ríase... pero el trueno gordo se acerca. Algún día
encontrarán su merecido todos los ladrones... ¡todos! incluso su primo
Sánchez Morueta.

--¡Compañero! ¿y yo?--dijo el doctor.--¿Qué vas á hacer de mí?

--Usted es un guasón que se ríe de la vida... pero entre burlas y veras
hace bien á los pobres y vive cerca de su miseria. Usted es casi de los
nuestros.

--Gracias, compañero _Barbas_.

Y dando á entender al solitario con un gesto que volvería para hablar
con él, subió los peldaños de una casucha en cuya puerta le esperaba
impaciente el pinche.

Era la _casa de peones_, el miserable albergue de las montañas mineras,
donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar
aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado».
En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada
en dos estantes. Los tabiques de madera eran de un amarillo viscoso,
como si las tablas trasudasen de una pieza á otra la suciedad y la mugre
de los habitantes. Una vieja, delgada de rostro, y enorme de cuerpo por
los pañuelos que llevaba arrollados al busto y los innumerables
zagalejos de su faldamenta, vigilaba el hervor de un puchero, con las
manos cruzadas sobre el delantal de arpillera, mirándose con ojos bizcos
los cuernos del pañuelo rojo arrollado á la cabeza. Unos gatos flacos y
espeluznados rodaban en torno de la mujer, esperando que cayese algo de
la olla: unos animales lúgubres, de mirada feroz, tigres empequeñecidos
que parecían alimentarse con el hambre que sobraba á sus amos.

La vieja rompió en lamentaciones al conocer á don Luis. El pobre peón
estaba muy malito: ¡á ver si lo sacaba adelante!... Ella le había tomado
ley después de tenerlo varios años en su casa. Y al lamentarse, había
tal expresión de frío egoísmo en sus ojos, que el doctor la atajó
brutalmente:

--Sobre todo, lo que usted más siente, tía Gertrudis, es perder un real
diario si muere.

--¡Ay, don Luis, hijo! Semos probes y cada vez hay más casas de peones.
Mi probe viejo está casi baldao del reuma y gana menos que un pinche
escogiendo mineral en los lavaderos. ¡Y muchas gracias que lo aguantan,
y con el pupilaje de estos chicos de Zamora podemos ir tirando!... ¡Ay
Señor, después de trabajar toda la vida! El médico levantó una
cortinilla de percal rojo y desteñido que ocultaba un tugurio sin luz,
ocupado por la cama de los viejos. Levantó otra, y vió un cuartucho no
mucho más grande, obstruido completamente por un camastro enorme,
formado con tablas sin cepillar y varios banquillos. En él dormía toda
la banda de Zamora, siete hombres y el muchacho, en mutuo contacto, sin
separación alguna, sin más aire que el que entraba por la puerta y las
grietas de la techumbre. Varios jergones de hoja de maíz cubrían el
tablado: cuatro mantas cosidas unas á otras formaban la cubierta común
de los ocho, y junto á la pared yacían destripadas y mustias algunas
almohadas de percal rameado, brillantes por el roce mugriento de las
cabezas.

Aresti pensó con tristeza en las noches transcurridas en aquel tugurio.
Llegaban los peones fatigados por el trabajo de romper los bloques
arrancados por el barreno, de cargar los pedruscos en las vagonetas, de
arrastrarlas hasta el depósito de mena y volverlas á su primitivo sitio.
Después de una mala comida de alubias y patatas, con un poco de bacalao
ó tocino, dormían en aquel tabuco, sin quitarse más que las botas ó,
cuando más, el chaquetón, conservando las ropas impregnadas de sudor ó
mojadas por la lluvia. El aire, estancado bajo un techo que podía
tocarse con las manos, hacíase irrespirable á las pocas horas,
espesándose con el vaho de tantos cuerpos, impregnándose del olor de
suciedad. Los parásitos anidados en los pliegues del camastro, en las
junturas de la madera, en los agujeros del techo, salían de caza con la
excitación del calor, ensañándose al amparo de la obscuridad en los
cuerpos inánimes que duermen con el sueño embrutecedor de la fatiga. En
las noches tormentosas, cuando el viento pasa de parte á parte la
casucha por sus resquicios y grietas, amenazando derribarla, los cuerpos
vestidos y malolientes se buscan y se estrechan ansiando calor, y los
sudores se juntan, las respiraciones se confunden, la suciedad
fraterniza.

El médico consideraba que aquellos ocho hombres que dormían en común
eran amigos, eran compatriotas, ligados por el nacimiento y las
aventuras de su peregrinación anual: y su pensamiento iba hacia otras
casas de peones, tan míseras como aquella, donde los hombres acostados
en la misma cama no se habían visto nunca; donde el infeliz muchacho,
recién llegado de su tierra, dormía en contacto con un individuo, con
otro que también acababa de llegar á la mina, tal vez recién salido del
presidio ó fugitivo por algún crimen. Los cuerpos extraños se juntaban
bajo la misma pegajosa cubierta, la carne se rozaba con otra carne
sudorosa, tal vez enferma de peligrosas infecciones. Y esta
promiscuidad, bajo la misma manta, de viejos y jóvenes, de inocentes
jayanes recién venidos de su tierra y veteranos de la vida errante,
conocedores de todas las corrupciones, se efectuaba en medio de una
forzada abstinencia de la carne, en un país donde por las condiciones
del trabajo, los hombres son mucho más numerosos que las mujeres, y la
continua afluencia de presidiarios licenciados traía consigo todas las
criminales aberraciones de la virilidad aislada.

Aresti vió al enfermo en el fondo del camastro, junto á la pared,
respirando jadeante. Estaba acostumbrado á visitar los tabucos de los
mineros: nada le extrañaba, y con agilidad de muchacho saltó encima del
tablado, marchando de rodillas sobre los jergones. Encendió una cerilla
y entonces vió en el tabique de la cabecera que en otros tiempos había
sido blanco, un crucifijo y varias estampas de colores, representando
generales contemporáneos, con el ros calado y el pecho cubierto de
bandas y cruces, héroes de la guerra que se habían cubierto de gloria
entregando territorios al enemigo ó fusilando en masa á indígenas
indefensos.

El médico no pudo contener su risa.

--¿Por qué estarán aquí estos tíos?...

Las estampas habrían sido pegadas como adorno, sin fijarse en los
personajes; ó tal vez serían recuerdos de algún antiguo soldado, cándido
y entusiasta, que creería haber servido á las órdenes de caudillos
inmortales.

El enfermo tenía los ojos cerrados, y respiraba trabajosamente. Su piel
ardía. Estaba vestido, conservando las mismas ropas, mojadas por la
lluvia de la noche anterior.

--Una pulmonía de padre y señor mío--dijo el doctor arrojando la cerilla
y saliendo del camastro otra vez de rodillas.

Afuera, junto al fogón, escribió una receta en una hoja de su cartera,
encargando al pobre pinche, que después de la visita parecía más
tranquilo, que bajase por los medicamentos al hospital.

Cuando Aresti salió de la barraca, después de hacer varias
recomendaciones á la vieja, vió que le aguardaba en medio del camino un
contratista de los más amigos. Iba vestido de flamante pana; sobre el
chaleco brillábale una gruesa cadena de oro y calzaba altas polainas
fabricadas con la tela impermeable que servía de forro á las cajas de
dinamita.

--Hola, _Milord_--dijo el médico.--¿Qué, hoy no hay oficios divinos en
la capilla de Baracaldo?

--No, don Luis--dijo el contratista con cierta unción en sus
palabras.--Demasiado sabe usted que en nuestra religión este día no es
de fiesta.

--¿Y _Milady_, siempre tan hermosa y elegante?

--Vaya, no se burle usted; ya sabe que no somos más que unos pobres
patanes con un poquito de protección.

Después de esto, el llamado _Milord_ rogó al médico, que ya que estaba
en Labarga, se llegase á la cantina de _Tocino_, el capataz de su
confianza, que llevaba varios días inmóvil en la cama por el reuma.
Aresti se resistía alegando su viaje á Bilbao.

--Un momento nada más, don Luis: entrar y salir. Yo también tengo prisa
por llegarme á la mina. ¡El pobre _Tocino_ me hace tanta falta cuando no
está allí!...

El doctor se dejó conducir algunos minutos más allá de Labarga, hasta
una altura donde estaba establecida la tienda de _Tocino_. Por el camino
bromeaba con el contratista sobre su religión. El _Milord_ había sido
capataz de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al
ingeniero director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y
no dejar descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo
elevó á contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no
sabiendo cómo mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el
protestantismo. La despreocupación religiosa era general en las minas:
sólo se pensaba en el dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y
para ligarse más íntimamente con sus protectores, la tuvo durante seis
años en un colegio de Inglaterra, volviendo de allá la muchacha con un
exterior púdico y unas costumbres de _confort_ que regocijaban á toda
Gallarta. Los domingos, _Milord_ y _Milady_ bajaban á Baracaldo,
vestidos con trajes que encargaban á Londres, para confundirse con las
familias de los ingenieros y los mecánicos ingleses empleados en las
minas ó en las fundiciones de la ría, que llenaban la única capilla
evangélica del país. Aresti, que había cogido cierto miedo á los
_flirts_ con _Milady_, hasta el punto de rehuir el encontrarla sola y
que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban su ventana
durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que su
robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.

--¡La educación inglesa!--decía _Milord_ abriendo mucho la boca para
marcar su admiración.--¡Una gran cosa! Hay que ver lo que sabe la
chica... Es verdad que acostumbrada á tantas finuras, se aburre aquí
entre brutos. Pero, de mi para usted, don Luis, yo tengo mi plan, mi
ambición, y es casarla con algún señor de la compañía.

--Hará usted bien--dijo el médico con zumbona gravedad, recordando las
ligerezas de la niña al verse libre en las minas, después de las
pudibundeces del colegio.--Esos señores son aquí los únicos que pueden
cargar con ella.

Llegaron á la cantina de _Tocino_, una casa aislada, de mampostería, con
un gran mirador de madera. Desde aquella altura abarcaba la vista toda
la tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría,
Portugalete. Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión,
parecían formar una sola urbe. En último término, entre montañas, se
adivinaba la villa heroica é industriosa: el humo de las fundiciones y
fábricas se confundía con el cielo plomizo. A la entrada de la ría, el
alto puente de Vizcaya marcábase como un arco triunfal de negro encaje.

La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos
objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros
pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por
cuya conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las
canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un
poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba
cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano
entre grandes manojos de cebollas y ajos.

El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños, como
si éstos temiesen los hurtos de los parroquianos ó una súbita acometida
de los hambrientos que pululaban afuera. Un tonel de sardinas doradas
por la ranciedad, esparcía acre hedor. De las viguetas del techo pendían
baterías de cocina, y en las estanterías se alineaban piezas de tela,
botes de conservas, ferretería, alpargatas, objetos de vidrio, pero todo
tan viejo, tan oxidado, tan mugriento, que, lo mismo comestibles que
objetos, parecían sacados de una excavación después de un entierro de
siglos.

Tras el mostrador estaba la mujer de _Tocino_ con su hijo, un
adolescente amarillucho, de movimientos felinos. Eran vascongados, pero
Aresti encontraba en sus ojos duros, en la melosidad con que robaban á
los parroquianos despreciándolos, y en su aspecto miserable, algo que le
hacía recordar á los judíos. La gente del contorno les odiaba. Al menor
intento de revuelta en las minas, cerraban la puerta, sirviendo el pan
por un ventanillo. A pesar de su insaciable codicia, tenían un aspecto
de miseria y sordidez más triste que el de la gente de fuera. El doctor
recordaba las declamaciones de muchos mitins obreros, á los que había
asistido por curiosidad; los apóstrofes á los explotadores de las
cantinas que engordan con los sudores del trabajador, que se redondean
chupándoles la sangre; y se decía con gravedad:

--No; pues á éstos les luce poco la tal alimentación.

A la entrada de la cantina existía una especie de jaula de madera con un
ventanillo. Dentro de ella estaba sentado ante un pupitre el dueño de la
tienda, envuelto en mantas, quejándose á cada momento, pero sin dejar de
repasar unos cuadernos viejos, cubiertos de rayas y caprichosos signos,
que le servían para su complicada contabilidad.

El _Milord_ manifestó su extrañeza viéndole allí. ¡Él, que le traía nada
menos que al doctor Aresti creyéndolo en peligro de muerte!... Mientras
el médico le examinaba con la indiferencia del que está habituado á
casos más graves, _Tocino_ prorrumpía en lamentaciones, haciéndole coro
su mujer. Estaba enfermo más de lo que creían: no podía moverse: los
dolores le mataban; pero los negocios eran ante todo y había que repasar
las cuentas, ya que estaba cerca el día de la paga.

--Vaya, _Tocino_--dijo Aresti;--lo que tienes es poca cosa,
desaparecerá con el cambio de tiempo. ¡Quejarse así un hombrachón que
parece un oso tras esa jaula! Es la buena vida que te das; lo mucho que
engordas con lo que robas.

--¡Pero qué cosas tiene este don Luis!--exclamó el _Milord_ mirando á la
tendera, que enseñaba sus dientes amarillos para sonreír lo mismo que el
protector de su marido.

--¡Robar!--mugió _Tocino_.--¡Robar! ¡Siempre está usted con lo mismo!
Tanto oye usted á los trabajadores, en su manía de mimarlos cuando se
los llevan al hospital, que acaba por creer todas sus mentiras. Aquí á
nadie se roba. Aquí lo único que se hace es defender lo que es de uno.

Y _Tocino_ se indignaba, olvidando los dolores. Él vendía sus artículos
al fiado ¿estamos?... se exponía á perderlos, ¿y qué cosa más natural
que no dormirse para cobrar lo que era suyo cuando llegaba el día del
pago en las minas?... Había que conocer á los obreros: cada uno de un
país; lo mejorcito de cada casa. Se pasaban todo el mes comiendo al
fiado, y el día de cobranza, si les era posible hacían lo que ellos
llaman _la curva_; cobraban y se iban á la taberna, rehuyendo el pasar
por la tienda de comestibles. A bien que esto no les valía con _Tocino_
y con otros que eran capataces al mismo tiempo que cantineros. Él les
pagaba allí mismo su trabajo y allí mismo les descontaba lo que llevaban
comido. Aun así había sus quiebras, pues los que sólo trabajaban una
semana, desaparecían después de haber tomado al fiado más de lo que
importaban sus jornales.

Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía
recriminándolo.

--_Tocino_, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos
averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en
la villa.

--Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges--gritó
el capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían
los obreros en sus reuniones.

--_Tocino_, tú abusas de la miseria. Los pobres peones no tienen
libertad para comprar el pan que comen. Al que no viene á tu tienda le
quitas el trabajo en la cantera.

--Los amigos son para ayudarse unos á otros. ¿Qué tiene de particular
que yo sólo dé trabajo á los que se surten de mi establecimiento?

--Tú robas al trabajador en lo que come y en lo que trabaja,
descontándole siempre algo del jornal. Tu amo y protector te ayuda á
mantener esta esclavitud, no pagando al obrero semanalmente, como se
hace en todas partes, sino por meses, para que así tenga que vivir á
crédito y se vea obligado á comer lo que queréis darle y al precio que
mejor os parece.

--Vaya; ahora me toca á mí--dijo riendo el _Milord_.--Pero este don Luis
es peor que los predicadores de blusa que vienen á echar soflamas en el
frontón de Gallarta. Suerte que no le da á usted por hablar en público.

--_Milord_: á todos vosotros no os parece bastante el enriqueceros
rápidamente con el hierro y aun arañáis algunos céntimos en el jornal y
el estómago del bracero. Las cantinas obligatorias son vuestras y de los
capataces. Vais á medias. De día explotáis los brazos y de noche los
estómagos. Hacéis mal, muy mal. Hasta ahora os salva la gran masa de
peones forasteros que vienen á rabiar y á ahorrar durante algunos meses,
pasando por todo, pues su deseo es irse. Pero cada vez se quedan más en
el país y ya veréis la que se arma cuando esta gente, viviendo siempre
aquí, acabe por conoceros.

El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de
la cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación de
_Tocino_. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una
expresión hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del
doctor.

El contratista siguió adelante, hacia su mina, y Aresti descendió á
Labarga pensando en la miseria del rebaño humano esparcido por la
montaña. Varias veces había intentado rebelarse, y los resultados de su
protesta, de las huelgas ruidosas, terminadas, en más de una ocasión,
con sangre, no le habían hecho mejorar gran cosa. Únicamente el respeto
á la vida humana era mayor que en los primeros años de explotación.
Aresti recordaba su llegada á las minas, cuando se vivía en ellas casi
con las armas en la mano, como en Alaska ó en los primitivos _placeres_
de California. Ya no quedaban forajidos en las canteras que, con el
vergajo en la mano, apaleasen en nombre del amo á los trabajadores
rebeldes; ya no existía la tarifa de la carne humana, cotizándose las
desgracias «veinte duros por un brazo, cuarenta por las dos piernas». Se
asociaban los trabajadores establecidos en el país, creaban núcleos de
resistencia, inspiraban cierto temor á los explotadores, logrando con
esto que sus penalidades fuesen menos duras: pero aún faltaba la
cohesión entre ellos, á causa del vaivén de la población minera, de
aquel oleaje de hombres que se presentaba engrosado al comenzar el
invierno y el hambre en las míseras comarcas del interior y se retiraba
al llegar el buen tiempo con sus cosechas. Los gallegos huían á su
tierra así que se iniciaba una huelga y aparecía en las minas la guardia
civil. Habían venido á ganar dinero y evitaban los conflictos pasando
por toda clase de explotaciones y abusos. Los castellanos y leoneses
miraban con los brazos cruzados los esfuerzos de los compañeros
establecidos en el país, pensando con el duro egoísmo de la gente rural,
que en nada les importaba cambiar la suerte del trabajador, ya que ellos
al fin habían de volver á sus tierras. Los labriegos convertidos en
mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que
imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país.

La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de
galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el
personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje. Pero
en las pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la
explotación es á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra,
recogerla y trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el
bracero, empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas
á sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto
protestando contra el abuso. Mientras no cesase la inmigración,
cortándose la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la
población obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo
conquistase todos sus derechos.

Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al
entrar en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los
llamamientos de las mujeres. Un hombre se le puso delante.

--Don Luis, un momento...

Era el _Barbas_, que había abandonado su inmovilidad de fakir para
detener al doctor.

--¿Qué hay, compañero?

--Usted, que es bueno, quiero que se entere, ya que sube por aquí, de lo
que hacen esos ladrones.

Y le mostraba con gesto trágico su casucha. Como Aresti no parecía
comprenderse, el _Barbas_ le mostró la parte superior de su barraca
falta de techumbre.

--Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos
de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian
y me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una
semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la
calle, pero el _Barbas_ firme en su puesto con la compañera. La pobre
vieja llora y quiere irse, pero soy capaz de darla una paliza si se
menea de ahí. Me han de tener á la vista siempre. Hay para rato si
piensan librarse de mí... Ahora, don Luis, han discurrido algo mejor.
Quieren quitarme el suelo así como me han robado el techo. Piensan
excavar la roca hasta que la casa se quede en el aire, sobre sus
estacas, para ver si así me voy... ¡Pues no me iré! El _Barbas_, en su
sitio, para que todos le oigan, para echarles en cara sus robos. Ni
trabajo, ni me voy... Espero, ¿sabe usted?, espero que llegue la gorda;
espero el día en que toda la montaña baje al llano y yo pueda quitarles
el techo y el piso á todos los _chalets_ que se han hecho esos
pintureros, esos piojos resucitados que la echan de señores á costa de
los pobres.

Y el _Barbas_ acompañó un buen trecho al doctor, mugiendo sus
maldiciones y amenazas contra los contratistas que eran sus enemigos más
inmediatos y contra los ricos de Bilbao siempre invisibles, divinidades
maléficas que hacían sentir la fuerza de su poder en la montaña, sin
mostrarse más que por la mediación de administradores y capataces, si
explotaban la mina directamente, ó de contratistas si creían más
ventajoso para ellos ajustar el arranque del mineral.

Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un
hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi
parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á
don Facundo, el cura párroco de Gallarta. Hacía diez años que había sido
trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba
que la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha
paz; para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran
amigo de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el
doctor, por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus
famosas cenas. Cierta vez que el médico, cansado de la monotonía de su
existencia, se divirtió en propagar el budhismo entre los rudos
contratistas y hasta intentó algunas ceremonias del culto indostánico, á
estilo de las que había presenciado en el museo Guimet de París, el cura
no manifestó indignación, «Bah; cosas de don Luis; chifladuras de los
sabios: ya se cansará.» Para él, la religión verdadera no decrecía ni
experimentaba quebranto alguno mientras se celebrasen bautizos,
casamientos, y, sobre todo, entierros, muchos entierros.

A misa sólo iban algunas viejas del pueblo: la iglesia estaba siempre
vacía, pero el país era muy religioso y la prueba estaba en que él no
tenía libre un momento, y continuamente veían todos trotar su burra
blanca por los caminos y atajos de la montaña. Aquel curato valía más
que algunos obispados. La gente pobre que no se acordaba de la casa de
Dios, encontraba en su miseria el dinero necesario para que el pariente
marchase á la fosa escoltado por la burra de don Facundo y mecido en su
ataúd por el vozarrón del cura. Había días en que acompañaba cinco
entierros en los lugares más lejanos de la parroquia; asunto de leguas.
Pero él no se asustaba de nada mientras contase con su cabalgadura
infatigable, y montado en ella acudía á todas partes. Delante, marchaba
el ataúd en hombros de los mineros, escoltado por mujeres que daban
alaridos y se mesaban el pelo con desesperación de gitanas, y detrás don
Facundo, montado en su burra, con sobrepelliz y bonete, seguido á pie
por el sacristán, al que llamaba su «corneta de órdenes», siempre
cantando, pues los parientes ponían reparos á la hora de pagar si
cantaba poco, repitiendo automáticamente los versículos del oficio de
difuntos, al mismo tiempo que se daba el compás esgrimiendo sobre su
cabeza la vara de fresno con que arreaba á la cabalgadura.

Un alto en la marcha era lo único que le hacía perder la calma.

--Aprisa, hijos míos--decía á los conductores del cadáver--que hoy aún
me quedan tres. Tengo trabajo en Galdames y en la Arboleda.

Muchas veces llegaba la obscuridad antes de que terminase su tarea de
acompañar muertos por veredas y desmontes. Aresti recordaba una noche de
luna clarísima, al retirarse á casa después de una cena con los
contratistas, en las afueras de Gallarta. Oyó un canto lúgubre que
rasgaba como un lamento la calma de la noche, y vió pasar á un hombre,
vacilante sobre sus piernas, que parecía ebrio, llevando á cuestas á
otro, envuelto en una sábana, con un brazo colgante que le golpeaba á
cada paso. Después, una especie de centauro agrandado por el misterio de
la noche, que movía algo negro como una espada, sin cesar de mugir:

    Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt...

--Buenas noches, don Luis--dijo el cura al reconocer al doctor.--Con
este van hoy ocho. Es un pobrecito que ha muerto de la viruela y lo he
dejado para lo último... ¡Después dirá usted que la Iglesia no trabaja!

Y en el silencio de la noche, volvió á reanudar su lúgubre cantinela, á
la luz de la luna, camino del cementerio.

Lo único que le indignaba era que le hablasen de la extensión de la
parroquia y lo difícil de servirla un hombre solo. ¡No, carape!: él
tenía fuerzas para servir á Dios hasta que reventase; sobre todo,
tratándose de entierros. Cada vez que recelaba alguna modificación
parroquial tomaba el camino de Vitoria para ver á los señores del
obispado después de dar un tiento doloroso á los ahorros y cuando al fin
habían acabado por colocar á sus órdenes á dos vicarios, dedicó á éstos
á las _faenas menudas_ del templo, reservándose él los entierros.

Las asombrosas fortunas creadas en las minas habían tentado su codicia.
Él también tenía sus contratas; también pactaba arranque de mineral con
los señores de Bilbao é iba sobre la burra de los entierros á echar un
vistazo al trabajo de los peones. Pero á pesar de que sus negocios
marchaban bien y á la hora del champagne, en las cenas de los
contratistas, le hacía confesar el médico que llevaba reunidos más de
cuarenta mil duros, recordaba los pasados tiempos, aquella primera época
de las minas, cuando él y don Luis eran recién llegados y cada cual
vivía á su gusto sin obispos ni autoridades de ninguna clase. Aborrecía
los tranvías aéreos, los planos inclinados, todos los recientes medios
de conducción. Los buenos tiempos eran cuando el mineral iba arrastrado
por bueyes hasta la ría, y había guardas en los caminos para ordenar el
paso de las carretas que alegraban la montaña con sus chirridos. Sólo en
Gallarta existían más de mil. Se exportaba menos mineral, pero se pagaba
más caro y el dinero se repartía entre más gente. Entonces fué cuando el
cura inauguró su iglesia y al buscar un santo patrón eligió á San
Antonio. Aún reía el doctor recordando la candidez con que explicaba el
cura esta preferencia.

--No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en
Gallarta hay tanto buey....

Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.

--A la mina, ¿eh?--preguntó Aresti.

--Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen
aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo
humano. Hay que trabajar, don Luis.

--¿Pero hoy no es día de fiesta?...

--¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su
sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben
guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan
en todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones,
después de tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada.
Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina... Vaya, adiós: le
dejo para que se burle de mí á sus anchas.

Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.

--¿Dicen que han matado al _Maestrico_?... Vaya un caso. Era un buen
muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo... ¡A la tarde entierro!
¡Arre burra!

Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había
caído trabajo.

Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un
hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le
llamaba furiosa desde adentro.

--¡Qué está frío el desayuno!... ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he
dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para
canciones...

Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre,
diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano,
cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos
y gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura
de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía
recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que
había admirado en su niñez.

--Vengo á lo del otro día--dijo con alguna torpeza, pero mirando al
médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo
sus pretensiones.

--¿A lo del otro día?... Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!...

Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa
animó su rostro.

--¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido
de esa... Bien ¿y qué?

--Quiero que usted arregle eso, don Luis--continuó el gigantón con
energía;--ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo.
Ya le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos.
Los llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le
corresponde, irá á un presidio y ella á la galera.

--Sí, hombre, sí--dijo Aresti.--Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más
tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?

--Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser
él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.

--Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte
duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en
el hospital!... ¡Si es más pobre que tú!...

--Bueno--dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por
debajo de la boina.--Pus que sean quince... ó que sean doce, ya que
usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de
doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver
con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir
á presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que
paguen, ya que quieren hacer el guapo!

Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono
suplicante, que no olvidase su asunto.

Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta,
colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología
de una gran parte de las gentes de las minas.

De jóvenes se mataban por la mujer soltera; bailaban con el cuchillo
oculto en la faja, dispuestos á disputarse la hembra á puñaladas.
Asesinaban al rival como al infeliz _Maestrico_; y después, de casados,
satisfecho el primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de
mujeres, se entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas;
olvidaban el amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el
dinero, como si los envenenase el viento de fortunas rápidas y
milagrosos encumbramientos que parecía soplar sobre las minas. Se
exterminaban por una cuestión de jornales ó de comestibles, y al
encontrarse frente á frente con el adulterio, torcían el gesto como ante
una contrariedad vulgar y hasta algunos procuraban extraer de su
desgracia cierto provecho.



II


Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á
Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la
estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la
ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban
sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto
importante los llamaba á la villa.

El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de
fundición--«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el
doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,--y
después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los
descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando
de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el
nivel de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con
los taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos,
y las pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como
juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático,
de escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes,
revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más
leve adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las
grúas que funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco
invisible tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los
mástiles. Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados
de hulla inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el
negro mineral en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las
vías de los descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar
al punto más avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua,
soltando en los vientres de los buques su rojo contenido. Las dos
riberas de la ría estaban en continua función, vomitando y absorviendo;
entregando el mineral de sus montañas y apoderándose del carbón
extranjero. Banderas de todas las nacionalidades ondeaban en las popas
de los buques; los nombres más exóticos é impronunciables lucían en sus
costados, y entre las chimeneas apagadas y negruzcas, erguían los
veleros las esbeltas cruces de sus arboladuras, en el espacio azul.

Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría
con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz
de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos,
removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las
piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el
baboso hocico, sin ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo
á rumiar con la cabeza baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres
lavaban sus guiñapos casi tendidas al borde de arroyos de líquido rojo,
como si fuese sangre. Era el eterno color del agua en los alrededores de
Bilbao: los lavados del mineral enrojecían hasta la corriente del
Nervión. La industria, al enriquecer al país, corrompía las aguas puras
y cristalinas de la época pastoril. El doctor recordaba la miseria de
los peones de las minas, que les hacía huir de las fuentes de la
montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la digestión.
Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque, ensuciando
su estómago, hacía menos frecuente el hambre.

Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la
orilla izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban
su caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban
pequeños remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de
cabotaje de las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á
las revueltas; vapores que rompían las aguas con imperceptible
movimiento hasta pegarse al descargadero. Y flotando por encima del
bosque de chimeneas de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la
moderna Bilbao, los velos en que se envuelve como si quisiera ocultar
púdicamente su grandeza, los humos multicolores de sus fábricas, negros,
de espesos vellones, como rebaños de la noche; blancos, ligeramente
dorados por la luz del sol; azules y tenues como la respiración de un
hogar campesino; amarillos rabiosos con un chisporroteo de escorias
minerales. La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el
paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando
por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del
mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de
los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los
remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.

Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera
vez.

--Bilbao es grande--se decía con cierto orgullo.--Hay que confesar que
esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan
de sus negocios!...

Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al
aire la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de
nuevo. Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico
de Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche
Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada
del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las
fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los
montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que
irritaba al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo,
señor de la villa. Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones
triangulares, y á sus espaldas un parque grandioso, extendiendo su
arboleda montaña arriba, hasta la cumbre coronada por una granja
vaquería. En mitad del parque, sobre una eminencia del terreno, habían
levantado los jesuítas una imagen de San José, con un arco de focos
eléctricos. Mientras dormían los buenos padres, el semicírculo luminoso
recordaba á los pueblos de la ría y á la misma Bilbao que allí estaba la
orden poderosa y dominadora, pronta siempre á ponerse de pie, no
queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la obscuridad de la noche. El
doctor hallaba natural que fuese San José el escogido para esta
glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la pureza gris de
la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos educadores para
formar la sociedad del porvenir.

Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los
campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas
que eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo
avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados
y grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de
muelle libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las
enormes anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y
fangosa marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el
incesante ir y venir de las _cargueras_, míseras mujeres de ropas sucias
y cara negra, pasando y repasando como filas de hormigas por los
tablones que servían de puente entre los buques y el muelle. Unas
llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los
fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre
que había de ser consumido en el interior de la península.

Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo
una larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto
al puente del Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la
población. En aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su
curso y hasta aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial
había escalonado tres grandes estaciones de ferrocarril: la de
Portugalete, la de Santander y la de Madrid. A un lado estaba la Bilbao
nueva, el ensanche, el antiguo territorio de la República de Abando, con
sus calles rectas, de gran anchura y joven arbolado, sus casas de siete
pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al otro lado del puente, la
Bilbao tradicional; la Bilbao de los _chimbos_, de los hijos del país
que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas por la
prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del
vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua
villa, las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y
morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres
de un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia
anexa; y en torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los
hoteles y caserones de los nuevos capitalistas, enriquecidos
fabulosamente por las minas de la noche á la mañana.

Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y
las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga
reflejaba en las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada
de cariátides y estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de
plátanos, por entre cuyas copas asomaban los mástiles y chimeneas de los
buques atracados á la orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la
arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las
locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que
entraba lentamente ría arriba.

Aresti dió un vistazo á la acera llamada el _boulevard_, ocupada siempre
por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se
colocaban los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la
decadencia de los negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los
diarios recién llegados de Madrid. Pasaban solas las mujeres por el
centro del arroyo, el devocionario en la mano, la mantilla caída sobre
los ojos y la falda agarrada y bien ceñida, de modo que al andar se
marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez maciza de hembras fuertes y,
bien proporcionadas. Aresti fijábase en la separación del hombre y la
mujer que se notaba en las calles. Bilbao no cambiaba: cada sexo por su
sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola á la iglesia ó á hacer
visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida del brazo.

--Serán forasteros--se dijo el doctor.--Tal vez algún empleado de los
que envía el gobierno. _Maketos_, como dicen mis paisanos.

Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué
en busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de
Las Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos
le hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas,
gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples
negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en
la villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr
de sus briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el
escritorio como si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con
sus fuertes puños á los que le esperaban en la puerta, para proponerle
negocios disparatados ó pedirle dinero. Una vez en su despacho, era
difícil abordarle al través de los escribientes y criados que guardaban
la escalera. A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la
calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada
atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Los
despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba,
llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que
era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad,
que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda
compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despacho
otras personas que algún corredor de confianza ó los principales
empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros
capitalistas de la población--muchos de ellos compañeros de la juventud,
que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de
la fortuna--se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo
conciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.

Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del
agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para
examinar dos barcos de cabotaje, dos _cachemerines_ de la costa, con los
títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por
extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con
mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos
de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos.
En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del
hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan
hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el
fondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él,
tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le
hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y
del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.

El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El
escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de
piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un
gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero
y segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su
fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta,
dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros
ricos de Bilbao.

Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la
resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de
los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió
entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la
casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán
Matías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio,
donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á
porteros inflexibles.

--¿Está el _Capi_?...--preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban
tras un atajadizo de cristales.

--¡Pasa, _Planeta_, pasa!--gritó alguien tras una puerta del fondo del
corredor.

Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el _Capi_ como le
llamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los
brazos abiertos.

--Te he conocido con sólo oírte, Luisillo--dijo Iriondo con su voz
bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y
obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.--¡Ay,
_Planeta_!... Te encuentro algo aviejado.

Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de
_Planeta_ aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres
se dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de
utilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de
nada, á los que llamaba _arlotes_. Y luego venían los _planetas_, gente
simpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras;
los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistas
que hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecian
el dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor
_planeta_ que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao,
prefería vivir entre los brutos de las minas?

--¡Ah, _Planeta_!--decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.--Lo
menos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre
coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho.
¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!...

Y reía, con lástima cariñosa, de su querido _Planeta_, al que
consideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que
dejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.

--_Capi_, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más el
mar.

--Tienes razón--dijo Iriondo con melancolía.--¡Si al menos pudiese ir
todos los días al monte con la escopeta, á cazar _chimbos_!... Pero hay
que despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse
el mundo y todos trabajamos como negros... Además, nos hacemos viejos,
Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto,
cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.

Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era
bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á
ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había
recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea
ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su
barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los
ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban
de frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas las
picardías del mundo: había pasado en su juventud por todos los
desórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros de
aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Había
brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentaciones
diabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos los
colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después de
una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esos
marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los puertos
cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegar
á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto del
océano.

El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas
veces había contado el _Capi_ de sobremesa en casa de Sánchez Morueta,
con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar
atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante
extralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual no
hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde
el _cachemerin_ al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre
el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran
amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese
entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un
tabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo.
Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de
California; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a
Australia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con
sonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con
ciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que
los aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra,
gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las
costas de África con la bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía
la nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso
y diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y
las aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le
inspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles,
verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a
Suez--decía--, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban en
el mar, y ahora esperan en los puertos.»

Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había
proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos
barcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de
su principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña
fortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era
bilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir
el domingo con la escopeta al hombro á cazar _chimbos_ en los montes,
pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á los
hijos de la villa. El mayor de los regalos era subirse, en las tardes
que no tenía trabajo, á algún _chacolín_ del camino de Begoña á saborear
el bacalao á la vizcaína, rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus
amigos _chacolineros_ pasaban por el despacho para noticiarle
misteriosamente cuándo se abría pipa nueva.

--Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un _chacolín_ de
dos años.

Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre,
parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja,
algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques
en las paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que
importaban millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos,
regalo de Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más
estimaba el capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se
estaba preocupando del tiempo.

--Tenía muchas ganas de verte--dijo Iriondo, ocupando de nuevo su sitio
ante la mesa.--¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las
minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece
que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, _Planeta_! Y cómo va á alegrarse Pepe
cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su
genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por
ese tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto
menos se habla, mejor. Su debilidad eres tú... tú y Fernandito, ese
ingenierete tan simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que
Pepe te recuerda! Un día, hablando de tí y de tus _planetadas_, le oí
decir. «Ese chico, ese chico debía estar á mi lado».

--Oye _Capi_; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido
ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?

El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de
inquietud. No podía disimular su turbación.

--No sé... la veo poco. Debe estar como siempre...

Y añadió con repentina resolución:

--Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis
barcos, y fuera de ellos nada me importa.

Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la
esposa de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que
helaba las palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para
subir al despacho de su primo.

--Por la escalera no--dijo el capitán.--Sube por ahí: es la escalerilla
interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la
cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si
estás falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta
las dos no comeremos.

El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales,
que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo
con el despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con
mayor lujo: las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas
y taquillas de madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes
libros de cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían
por las cornisas de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban
relojes eléctricos. Los planos de las minas, las vistas de las fábricas
de la casa, adornaban las paredes.

Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho,
del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde
Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su
pensamiento.

--¿Cómo estás, Luis?...

Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano
firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe
prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un
cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi
le sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera,
virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia
abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las
solapas del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los
pómulos y las fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y
prominente como la de los animales de presa. Tenía cana la barba, gris
el pelo y, sin embargo, parecía envolverle un nimbo de juventud, de
fuerza serena, de energía reposada y tenaz, que se comunicaba á cuantos
le rodeaban. Era hermoso como los hombres primitivos que luchaban con la
naturaleza hostil, con las fieras, con los semejantes, sin más auxilio
que las energías del músculo y del pensamiento, y acababan por
posesionarse del mundo. Aresti, recordando los dos Alcides que con la
porra en la mano, y al aire la soberbia musculatura dan guardia á los
blasones de armas de la provincia, decía hablando de él: «Mi primo se ha
escapado del escudo de Vizcaya».

Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el pensamiento
y la acción en continuo uso.

Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola
con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en
él, volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa
manejando papeles y hojas telegráficas.

--Siéntate, Luis--dijo como si le diese una orden--acabo en seguida.

Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía
servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias
reverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había
comenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza
de Sánchez Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina»
por la protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con
que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que
saludaba su parentesco con el amo.

Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando
alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón,
dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar
allí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente
Sánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre
la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel
imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio
con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos
se hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una
antigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo
arqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de los
principales vapores de la casa y una enorme fotografía del «_Goizeko
izarra_» (_Estrella de la mañana_), el yate de tres mástiles y doble
chimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, como
si Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre la
chimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rieles
y piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en los
altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses,
anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería y
metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa de
trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el
_Yacht Register_ de más reciente publicación, como si el millonario
encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á
los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por
los mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de
su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo
sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes
buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á
inglés.... Hasta el traje del amo».

Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos;
aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento
aparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea
recta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como
animales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza
propia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto
supersticioso. Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se
entregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellas
hermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de la
sangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de un
pensamiento oculto.

Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento todos
los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande
hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la
habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes
estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de
mineral bajo campanas de vidrio.

--Don José, un momento,--dijo el hombrecillo;--me permito recordar á
usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.

Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó
hacia él, murmurando algunas palabras.

El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.

--Es un favor que te pide Cristina--dijo con alguna vacilación.--Al
saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para
ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.

Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se
apresuró á añadir.

--Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que
tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es
una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos.
¿Qué te cuesta darlas gusto?...

En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó
mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su
poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de
la fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.

--Goicochea te acompañará--dijo señalando á su secretario.--Toma abajo
mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.

Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina
preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.

Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del
millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando
sus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez.
Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente
teñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta
de Begoña. Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte,
extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de
tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las
caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un
desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba
una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del
camino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta el
tradicional _branque_, el ramo verde que indica la buena bebida del
país. Eran los famosos _chacolines_ con sus rótulos: «Se venden
voladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.

Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al
primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares
con cierto entusiasmo.

--Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud...
los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se
acordará.

Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:

--¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí
estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca,
viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los
centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían
lumbre... para matarse si era preciso al amanecer.

--Usted sería de _los auxiliares_, como mi primo Pepe,--dijo Aresti;--de
los que defendían la villa.

Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su
aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:

--¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio
vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis:
calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado
los ocho hijos que ahora me devoran.

Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus
creencias, siguió hablando:

--Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en
Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya
no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la
pelleja.

--¿Pues qué son ustedes?...

--¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas;
bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo
que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes
han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus
impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los _maketos_: y don Carlos
no es más que un _maketo_, tan liberal como los que hoy reinan, y además
tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo
digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin
virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con
B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta
mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.

Y con el índice trazaba en el espacio grandes _bes_ para que constase
una vez más su protesta ortográfica.

El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de
una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de
reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes
antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras
ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar
una parte no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna
cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias
aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía
extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que
exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de
los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las
torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se
entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil,
blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado
por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes
católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus
beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas
de nieve.

Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don
Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos
confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si
la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia
de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República
de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.

Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á
éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad
de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de
una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta
esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había
ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía
acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su
dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por
más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su
astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre
aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.

--¡Lo mismo que los otros!--gimió.--¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen de
Begoñaaa!

El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo
de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro,
con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas
las leyes de la existencia.

Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió
como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.

--Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo
de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que
le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo
pediré un poco por el desgraciado don Tomás.

Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le
interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de
abajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante
las guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país
hostiles á la nacionalidad española y á sus progresos.

Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas
las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario,
amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la
misa. Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de
anteiglesias, en época de fueros.

Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el
altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción
compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los
reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su
atención. Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San
Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para
las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros
de oficio adornan un dormitorio ó un _budoir_. El gusto artístico del
jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico
sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De las pilastras
pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las diversas
peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en
vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de
la Virgen.

Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á
la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera,
representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos
rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco
desmantelado, un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa
como obras de arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos
el recuerdo de un drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran
votos de la gente de mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones
vizcaínas, por haberlas salvado la imagen de Begoña de espantosas
tempestades. Los cuadros más antiguos y borrosos representaban
bergantines y fragatas con las velas rotas, encabritándose sobre las
olas, flotando entre estas algún mástil roto: los más modernos eran
vapores espantosamente ladeados por el empuje del mar, con la cubierta
barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza humana que resurge
siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en la fe que
siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su existencia.

Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al
oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.

--Mírela usted--decía señalando á la imagen.--¡Qué hermosa es! ¡Y qué
bien le sienta la corona!...

Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus
cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea,
como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La
cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un
globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de
toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas
arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese
aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el
pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.

--Cuántas joyas ¿eh?--murmuraba con entusiasmo Goicochea.--Esto sólo se
ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.

El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las
minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos
regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos,
sobre un madero tallado.

--¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!--continuó la voz de
Goicochea con sordina.--Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo.
Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de
peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí:
peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir,
peregrinación de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al
frente, y sermones al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y
de padres jesuítas: pero sermones buenos de veras, en vascuence:
diciendo lo que significaba la coronación de la Virgen como Señora de
Vizcaya. Fíjese usted bien.... _¡Señora!_ Vizcaya sólo ha tenido
Señores. Hasta Dios es para nosotros _Jaungoicoa_ ó sea «Señor de
arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa de los _maketos_. Desde el día de
la coronación de la Señora, que moralmente hemos arreglado nuestras
cuentas con los que viven del Ebro para allá, separándonos para siempre.
La cosa fué conmovedora: como organizada por los principales del
partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos hablando.

Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos
aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.

En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.

--¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?...

--Sí--dijo Aresti con gravedad.--A mí me conmueve la piedad de los
hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la
Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado.
Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días
á marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son
nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien
recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán
ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á
contarlo.

El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al
médico.

--Don Luis--dijo con acento dulzón.--No empiece usted á soltar de las
suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de
la Virgen, y que ésta le castigará.

--No; yo no me burlo de la fe--dijo Aresti.--El hombre es naturalmente
cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta
que se considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me
acuerdo de mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas,
un protestante muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de
burlarse de la idolatría de los católicos y de su culto á las imágenes.
Un día, un peón despedido por él del trabajo, le dió una puñalada de
muerte. Cuando se convenció de que no podíamos salvarle, rompió en
lloros y aclamaciones á la Virgen, lo mismo que don Tomás. Se agarró á
la misma fe de las mujeres más ignorantes del pueblo. Llamaba á la
Virgen de Begoña con un vozarrón que se oía desde la calle.

--¿Y llegó á salvarse?--dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de un
milagro.

--No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á
nadie.

Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la
conversación.

--¡Qué hermosa vista!--dijo señalando la parte de la villa que se
alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas
de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.--Esto es
el más hermoso balcón de Vizcaya. ¡Cuánto trabajo se abarca desde aquí!
¡Cuánta riqueza!...

Luego, añadió en tono confidencial.

--Cuando veo lo mucho que ha prosperado nuestra tierra, comprendo que es
imposible volver á nuevas aventuras. Hoy, una tercera guerra civil, otro
sitio como el último, mataría á Vizcaya. ¿Qué sería de los altos hornos,
de tanta fábrica y tanta vía férrea?... Por esto hemos abandonado, quien
más quien menos, nuestra antigua bandera. Para servir á Dios no se
necesita de política. Nosotros somos cada vez más intransigentes en lo
tocante á la sacrosanta religión; ¿pero pelearse por reyes? Aquí no hay
más que Vizcaya y su _Señora_ santísima. Pregunte usted si quieren
volver á las andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los
he conocido de aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y
ahora van camino de millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas
que en su juventud cogieron el fusil. _Necuacuam_, ninguno sueña
remotamente con una nueva guerra. Si en tiempos del sitio hubiera
existido tanto negocio como hoy, y tanta riqueza, no habrían llegado las
cosas á mayores. Los que comulgamos en los sanos principios, ya sabemos
el buen camino. Lo mismo nos da que reine Juan que Pedro: lo que nos
importa es Vizcaya y Dios... Y Dios, ya sabe usted, que está por encima
de la Patria y del Rey.

Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse
ante su gesto.

--A ver: siga usted, señor Goicochea,--dijo el doctor.--Me interesa eso,
pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser
nacionalista. ¿Y cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se
emancipe de la odiosa Maketania? Piense usted que ella tiene sus
_guiris_, sus _ches_ de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil
como en otros tiempos.

Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que
había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles,
llamados _ches_ en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que
componían la guarnición durante el sitio.

--Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de buena
dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á España
las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos aislaremos
como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados por el
Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que lo
entiende: allí se prepara el porvenir.

Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas
alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario,
para él, de la sabiduría humana.

--Pues hay para rato, señor Goicochea--dijo el médico saliendo del
porche en busca del carruaje.

--No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la
continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres
de España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer
fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya.
Cada vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los
apellidos vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el
vascuence que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha
traído la prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García
Moreno, aquel gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de
Deusto, fué el estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo
al recibir la puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso
digo yo. Dios no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente
hacia su santísima madre, es su hija predilecta.

Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la
mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que
acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta;
pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta
repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de
impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír
una misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta
proporcionaba á la buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la
influencia que ejercía su hija sobre el padre, podía conseguir que éste
las acompañase alguna vez á la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible
parecía que fuesen de la tierra vasca, patria de tantos santos!...

A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las
Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á
la comida de familia, había salido antes en el tranvía.

--Tú no descansas--decía el médico á su primo,--¡todos los días Las
Arenas á Bilbao!

--Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses
enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las
mañanas voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar
que enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en
el jardín, oyendo á Pepita que toca el piano.

--¡La vida de familia!... ¡Tú eres feliz--exclamó el médico.

Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus
palabras cierta ironía.

--Sí: la vida de familia--dijo.--Es la que más me gusta. Lástima que en
este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias
extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.

Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo, como
sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del carruaje
los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la
aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la
Universidad de Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría
sus revueltas entre los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía
ahora en sentido inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había
admirado por la mañana en el tren.

Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su
mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí
habían nacido los tres.

Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus
compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.

Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el
padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador
obscuro de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á
todos del bajo fondo social en que habían nacido. No era del país: había
llegado de un pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en
Olaveaga como gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía
varios campos en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y
flores á Bilbao. Fué una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la
ría, que era entonces tan peligrosa como el mar, con sus _aguaduchos_ ó
avenidas que la convertían en torrente y sus revueltas y bajos que
hacían zozobrar las embarcaciones. Los buques se quedaban en el abra y
las gabarras subían hasta la villa los cargamentos de bacalao y de
maderas, necesitando, para esta conducción, de hombres expertos. Ir de
Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que sólo osaban emprender los
atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se llamaban _carrozas_. La
góndola del Consulado, del famoso tribunal de comercio, era la única
embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los gabarreros,
intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban rápidamente, y
Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan servía á las
casas más importantes, por la confianza que inspiraba su pericia. Jamás
había averiado los géneros con un mal tropiezo en los innumerables bajos
de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas palmo á palmo, y
siempre que había que hacer el salvamento de alguna gabarra perdida, le
llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su hijo único, que
andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta. En aquella
época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de
Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los
de altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los
mares, como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de
su suerte, dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión,
seguro ya del porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño
entre su hijo Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti,
hijo de una hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de
hortelanos, se habían unido con hombres de mar; pero la casada con el
gabarrero, tuvo más suerte que su hermana menor, que se enamoró de
Chomín Aresti, un mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el
Cantábrico como patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á
perecer en un día de galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la
catástrofe. Chomín se ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en
brazos al futuro doctor Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba
con asombro el negro trajecito, lloró desesperadamente por todos los
rincones de la casa de su hermana.

--No te apures, mujer--decía el señor Juan.--Otras están peor que tú,
que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que
según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene padre, aquí estoy yo,
que rabio, porque la mía sólo me ha dado un chico.

Y así era. El gabarrero hubiera deseado que su mujer fuese dándole
hijos, conforme prosperaba la casa. Sentíase cohibido al no poder llevar
en sus brazos á aquel mocetón que estudiaba en Bilbao y era tan alto
como él y mucho más serio. Por esto agarró con un entusiasmo paternal á
su sobrino Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la
gabarra ó por las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano,
acariciándolo como si fuese un nuevo hijo.

Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué
para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el
pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.

Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las
banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta
de sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole
los viejos zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas
que el pobre hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría
histórica. Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo
habían fundado unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas
de Begoña y Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué
nombre dar á su aglomeración de chozas. Un día, por divertirse,
arrojaron al Nervión un botijo vacío. _Bil, bil, bil_ cantaba el agua al
penetrar en él y cuando casi lleno se fué á fondo, lanza un sonoro
_bao_. Los pescadores gritaron «Bilbao será su nombre». Y el gabarrero
miraba al pequeño y á las dos mujeres que le escuchaban atónitas,
admirando su sabiduría del pasado.

El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había
terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino,
se embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no
satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en
Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.

Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un
surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su
marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo,
morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al
mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más
unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la
ría ofrecía cada vez menos alicientes para él.

Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de
limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores
llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y
descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el
porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el
pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus
progresos.

--¡Diablo de rapaz!--decía hablando de él con los viejos camaradas de la
ría.--¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de
aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!...

Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le
hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los
señores del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce
años, escogiera una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué
quería ser? ¡con franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta
para costearle la carrera que más le gustase... aunque quisiera ser Sumo
Pontífice. Marino no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico?
¿quería ser médico? Algo más grande y de mayor brillo había soñado el
gabarrero, sin saber ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por
la medicina! Y como puesto á hacer las cosas había que hacerlas bien, le
enviaría á estudiar á Madrid. No reparaba en gasto más ó menos. Para eso
había trabajado él, y algo le cosquilleaba la vanidad, la idea de que,
con el tiempo, toda Olaveaga, los descendientes de los que le habían
conocido descalzo y despechugado, remando en la ría, entregarían las
vidas á su sobrino, viéndolo llegar como una esperanza y llamándolo á
todas horas «señor doctor».

Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la
familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez
Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la
conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que
los demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero.
El invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia
abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y
ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas
montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que
primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero...
necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo
entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad,
aquel pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus
ahorros, vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido
imitando á las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.

Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella
transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos,
las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para
enriquecer á aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve
estremecimiento en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la
montaña. Allí donde asomaba el mineral de hierro, especialmente el
llamado _campanil_, que era el más rico, allí ponía sus manos de
vencedor, diciendo: «Esto es mío». Compraba minas para venderlas al mes
siguiente á los ingleses que llegaban detrás de él. Tenía en el abra los
vapores á docenas, cargándolos de aquellos terrones rojos que eran como
oro. Bilbao hablaba de Sánchez Morueta con admiración: sonaba su nombre
á todas horas. Mientras los demás dormían, él había visto claro; cuando
la gente comenzaba á despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas
de luchador victorioso marchaba una corte de ingenieros, contratistas y
tardíos buscadores de la fortuna.

«Tu primo está loco--escribía el señor Juan á su sobrino.--Esto es un
escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla
de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral
á Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión,
que fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué
sé yo cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede
durar».

Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis
vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un
batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y
de movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus
huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los
montes, con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además,
el poderoso príncipe de la industria se había casado para hacer
dignamente los honores á la fortuna que llegaba. Su mujer era una
_señorita_ de Durango: (y el antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y
temor la calidad social de su nuera) una parienta de los principales que
Sánchez Morueta había tenido en Londres. Su familia de hidalgos vivía
estrechamente de las flacas rentas de algunas caserías: nobleza agrícola
que hacía remontar sus blasones á los tiempos casi fabulosos de Vizcaya,
á _Jaun Zuria_ el Cid vascongado, y que, aturdida por la escandalosa
fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á emparentar con él.
Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había continuado su
vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La mujer,
de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos
ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos
criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las
iglesias y las visitas á las principales familias de Bilbao. La
satisfacción de anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia
de las amigas con su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en
el matrimonio.

Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la
muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna
de su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala
suerte, repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al
presentarse Luis en Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su
gravedad de hombre fuerte y silencioso, insensible á las desgracias como
á los triunfos. Sus párpados ligeramente enrojecidos y la vehemencia con
que le apretó sobre su pecho, fueron las únicas muestras de emoción por
la muerte de su padre.

--Luis--dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,--sigue tu
carrera: después irás al extranjero. Estudia... no vaciles ante los
gastos. El viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu
padre.

Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el
Barrio Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más
célebres cirujanos, y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes
que él regresase. Cuando volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su
prestigio lo mismo el éxito de sus operaciones que la calidad de
pariente de Sánchez Morueta.

Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos
hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya
monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo
con la borrachera de la fortuna.

La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había
languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la
asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se
instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los
cuidados de la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La
acompañaba tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del
pecado, contra la cual se exaltaban los predicadores y que ella solo
había entrevisto en un rápido viaje de bodas. De toda la familia del
marido, Aresti era el único que lograba despertar en ella cierta
simpatía. Además, Sánchez Morueta siempre estaba ausente; sólo le veía
por la noche, y aunque la escuchaba con los ojos puestos en ella, su
pensamiento estaba lejos, muy lejos. El doctor la entretenía, se
enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre las amigas, la daba
consejos acerca de vestidos y joyas, recordando _in mente_ sus tratos
con ciertas amigas de París, encargaba para ella periódicos de modas, y
halagaba su vanidad, afirmando que era la señora mejor vestida de
Bilbao.

Cristina sólo torcía el gesto y parecía enfadarse con el doctor cuando á
éste se le escapaba alguna afirmación impía, ó cuando, sin darse cuenta
de ello, se burlaba de la devoción de las señoras y de los predicadores
que el entusiasmo de todas ellas ponía en boga. Eran resabios, según
Cristina, de su permanencia en un país de vicios, donde se piensa poco
en Dios. ¿No podía estudiar y ser un sabio, como muchos padres jesuítas,
sin separarse por eso de la religión? Debía sentar la cabeza, y para
esto nada como casarse. Ella se encargaba de su matrimonio. Y con la
tenacidad de una mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones,
se dedicó á proponer á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía,
enumerando sus méritos entre las risas y protestas del doctor.

Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña
de Lizamendi. La mamá era viuda, con dos hijas; familia muy cristiana,
emparentada con Cristina y de lo mejorcito de Vizcaya. Eran ricas,
aunque mejor se habían visto en otros tiempos; el padre había gastado
mucho en la guerra, arruinándose por la buena causa, como todas las
familias decentes del país. Y Cristina daba á entender en su gesto la
diferencia inabordable que aún existía para ella, entre la aristocracia
antigua, defensora de la tradición, y aquella otra recién formada é hija
de la fortuna, á la cual se había dignado descender.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le
parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el
doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el
salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su
prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de
Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala _proporción_ la de
Lizamendi. Él había soñado algunas veces con la tranquila existencia de
familia, con una vida dedicada al estudio y al ejercicio de la
profesión, encontrando, al volver á casa una boca sonriente que le
besase, unos brazos que vinieran á sorprenderle con repentina caricia,
mientras reflexionaba inclinado sobre un libro. Bien veía él que
Antonieta Lizamendi era una joven insignificante, educada, como la
mayoría de las niñas de su clase, con una instrucción de monja, sin más
horizonte que el chismorreo de las tertulias y las visitas diarias á la
iglesia. Pero él despertaría aquella alma; él la formaría á su imagen y
semejanza. ¡Infeliz doctor!...

Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente,
burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!....
Él era quien había estado próximo á anularse, á desaparecer aplastado en
el engranaje lento y monótono de esa vida gris de las almas muertas. Se
casaron, y Aresti se trasladó á la casa de su mujer. La madre no quería
separarse de la hija; además, la familia, como ella decía, necesitaba un
hombre para mayor respeto. El joven médico creyó de buena fe que estaba
enamorado de su esposa. Rompiendo la costumbre bilbaína, la acompañaba á
todas partes, hacía esfuerzos por avivar el cariño conyugal, por
fundirse moralmente con aquella muñeca que se le había entregado, y que
una vez cumplidos los deberes conyugales, quería seguir su vida de
visitas, novenas y comuniones como en tiempos de soltera. La madre y la
otra hermana eran un perpetuo obstáculo, tras el cual se ocultaba la
esposa. Lentamente se veía Aresti empujado á un mundo nuevo que no era
de su gusto. La fama de sus operaciones era cada vez mayor, y la familia
disponía de él como de un objeto de lujo que la daba cierta distinción.
Si en un convento había una monja enferma de gravedad, si un padre
jesuíta se quejaba del estado de su salud, las de Lizamendi enviaban á
Luis, con indicaciones que eran órdenes, contentas de poder servir
gratuitamente á los elegidos del Señor. El médico racionalista se veía
convertido por su familia en un trotaconventos, curando á gentes que
insultaban su ciencia después de aprovecharla y no perdían ocasión de
darle las gracias echándole en cara su falta de religiosidad. ¿Dónde
estaban sus ilusiones de dedicarse al estudio y ser un sabio? ¿Dónde
aquella mujer enamorada y entusiasta que le había de ayudar con su
dulzura en las ásperas investigaciones de la ciencia?...

Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su
esposa no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que
ella no podía amar á nadie. La iglesia, la confesión con el padre de
moda, un buen vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre
mujeres, lejos del hombre que no era más que el macho destinado á los
negocios y á traer dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de
su vida. Además, Aresti adivinaba en las palabras y en los ojos de su
mujer extrañas influencias que venían de fuera. En su casa, á solas con
Antonieta, presentía la existencia de invisibles fantasmas que le
espiaban, que tomaban nota de sus acciones, que á cada arranque de
pasión parecían interponerse entre su mujer y él.

--¿Por qué estás siempre leyendo?--preguntaba á veces la joven.--¡Ay,
esos libros! ¡Con qué gusto los quemaría!

Con frecuencia, echábale en cara su falta de religiosidad; le oía con
sonrisa de lástima, hablar de sus entusiasmos científicos, pensando en
los fragmentos de sermón que había escuchado contra aquella ciencia
malvada y perturbadora. Las otras dos mujeres de la familia no le herían
menos en sus ilusiones. ¡Estaba solo! Más solo que cuando vivía en
París, en su cuartucho de estudiante. La diferencia de origen, se
acentuaba entre él y su nueva familia. Era en su casa como los esclavos
de Roma, famosos y apreciados por su habilidad en las ciencias ó las
artes, pero que en presencia de los señores recobraban su humilde
condición, y seguían siendo esclavos.

Al intentar una débil protesta, se aterraba apreciando la separación
moral que existía entre él y su mujer.

--Nosotras somos así--decía con altivez.--Cada uno es como se ha
educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase.

La madre y la hermana iban más lejos.

--Nosotras somos las de Lizamendi--le decían con arrogancia.--¿Y quién
eres tú? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.

Y con un gesto de soberbia, parecían abrir entre ellas y el médico un
abismo que nunca había de llenarse, que le condenaba á eterna separación
de lo que él consideraba su familia.

¡Cuántas veces, creyendo acariciar á una mujer, besaba á una estatua
fría que se entregaba á él con rigidez de autómata! Las preocupaciones
religiosas, llegaban hasta su dormitorio. «Déjame, Luis--decía su
esposa--mañana tengo comunión en las Hijas de María, y necesito hacer
examen de conciencia». Otras veces era Cuaresma y el ayuno se extendía
hasta la vida conyugal. Aresti se decía amargamente que su mujer no era
suya, que disponía de ella menos que á medias, compartiéndola en una
especie de adulterio moral con directores de conciencia que apenas
conocía. A veces, Antonieta, en sus momentos de cólera, tenía franquezas
que asustaban al doctor. «Soy tu mujer y he de serte fiel, como manda la
Santa Madre Iglesia: pero te quiero poco, lo confieso.... ¡Ay, Luis!
¡Cómo te amaría si echases á rodar todos esos libros y fueses á la
Iglesia como van las personas decentes!».... Con gran frecuencia notaba
en su despacho la desaparición de revistas y libros, que tal vez
estarían en manos de cualquier confesor curioso que desde lejos espiaba
sus acciones.

Lo que le hacía perder la calma era la insolencia con que la suegra y la
cuñada le increpaban apenas osaba resistirse, apoyadas por el silencio
hostil de su mujer.

--¿Pero quién eres tú?--le dijeron un día.--Un pobretón que, aunque
ganas algo, casi estás mantenido por nosotras. Cuando matabas el hambre
en casa del gabarrero nosotras éramos más ricas que hoy. No sirves para
otra cosa que para tragarte libros impíos y repetir sandeces de
filósofos contra Dios y la religión. ¡Si al menos supieras ganar dinero
como tu primo Sánchez Morueta!...

Aresti no quiso sufrir más. ¿Qué hacía entre aquella gente? Por más
tiempo que transcurriera, por más que se mantuviese en resignada
sumisión nunca llegaría á fundirse con su nueva familia.

Entonces fué cuando pidió á su primo que le enviara de médico á las
minas, y, empaquetando los libros que constituían su única fortuna,
salió de aquella casa lo mismo que había entrado. ¡Ay, lo mismo no!
Había sacrificado su porvenir; había sufrido dos años de amargas
humillaciones; ya no podía dignamente unir su destino al de otra mujer
dentro de una sociedad gobernada por las leyes más que por los efectos.
Además, dejaba á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para
justificar la fuga del doctor, hablaban á todos de la grosería de su
carácter y de su perversidad moral, fruto de las doctrinas impías.

Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda
relación con el doctor. Hablaba indignada de él á su marido. ¡Dejar así
á la pobre Antonieta, que era un ángel, un modelo de virtud y devoción
como todas las mujeres de la familia!... Fué preciso que Sánchez
Morueta, con su grave autoridad que no admitía réplicas, manifestase su
propósito de seguir recibiendo á Aresti en su casa, para que la esposa
se contuviera ante el doctor. Pero terminó entre los dos la antigua
amistad. Aresti, aislado en las minas, evitaba el bajar á Bilbao,
sabiendo que su mujer visitaba con frecuencia la casa de su primo.

Cuando Sánchez Morueta abandonó la villa para habitar su hotel de Las
Arenas, Aresti fué á verle con más frecuencia. Le interesaba su sobrina
Pepita, que acababa de salir del colegio y casi era una mujer. Pero en
estas entrevistas tropezaba siempre con la frialdad, cortés en
apariencia, pero implacablemente hostil de la señora, que así como
avanzaba en edad, adquiría fama en Bilbao por sus entusiasmos
religiosos. La maternidad y los años, la hacían retirarse de la
ostentación elegante, abdicar de la supremacía que ejercía en las
tertulias, con sus trajes y sus joyas. Ahora la llamaban irónicamente
«la gran cristiana», y era la primera en todas las juntas de las
asociaciones religiosas y pías fundaciones, sembrando á manos llenas,
en cofradías y conventos, el dinero de Sánchez Morueta.

Aresti, al llegar á este punto de sus recuerdos, fijaba la mirada en su
primo, sentado junto á él en el carruaje. ¡Ay! Aquel tampoco era
dichoso. La suerte le esperaba todos los días á la puerta de su casa,
para acompañarlo por el mundo, pero no le seguía hasta el interior de su
hogar. No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el
dinero le daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de
humillaciones; porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin
regatear, lograba entretener diariamente al enemigo, con el que estaba
obligado á hacer vida común. Pero se sentía solo: se notaba la amargura
del aislamiento en su gesto ensimismado y triste, en la alegría
momentánea que experimentaba al ver á su primo, el único que lograba
ablandar su carácter huraño, excitando sus confidencias.

El carruaje había dejado atrás la dársena de Axpe, llena de vapores que
esperaban turno para la carga; de buques sin flete que dormían en las
aguas muertas. Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo.
En medio de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de
Bilbao, blancos y ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para
resguardar los dorados y las maderas preciosas de las cámaras. El
millonario lanzó al pasar una mirada melancólica sobre su yate enorme y
gallardo, una mirada en la que vió Aresti la nostalgia de la vida del
mar, de los amplios horizontes, de la existencia libre, sin las miserias
y preocupaciones terrestres.

Se aproximaban á Las Arenas. El puente de Vizcaya cortaba el horizonte
con su red de cables movibles. En la ribera de enfrente, los altos
hornos de Sánchez Morueta elevaban sus torreones de fundición, sus
numerosas chimeneas coronadas por las nubes de humo multicolor. Bajo los
extensos cobertizos notábase el hormigueo de varios miles de obreros.
Llegaban arrollados por el viento los estrépitos de la industria, el
martilleo poderoso, los resoplidos de las máquinas, el mugido de los
convertidores del acero que lanzaban por encima de las techumbres su
chorro de chispas y escorias.

Aresti admiraba esta grandeza industrial. ¡Todo era obra de su primo!

--¡Qué hermoso!--exclamó dando con el codo al millonario y mostrándole
sus fundiciones.--¡Y pensar que de pequeño has correteado entre los
chicos de Olaveaga! Debes estar satisfecho de tu obra. ¿Hay alguien más
feliz que tú?...

Sánchez Morueta miró un instante á su primo, con inquietud, como si
temiera que se burlase. Después añadió con voz lenta:

--Sí, no estoy descontento de la suerte. Todos hemos prosperado, Luis. A
mí me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve....
Ahora, por dentro... por dentro cada uno sabe lo que lleva.



III


Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días. No
estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su
hija. Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán
Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero
director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor
Aresti y Fermín Urquiola.

Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de
la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía. Era
un antiguo discípulo de Deusto, que, después de abandonar la
Universidad, seguía á las órdenes de los Padres de la Compañía lo mismo
que cuando estudiaba en sus aulas. La juventud de Bilbao, que se llamaba
á sí misma distinguida, admirábale por su fuerza muscular y el
entusiasmo con que sustentaba las sanas ideas de los buenos padres. Era
el organizador y el hombre de acción de todas las asociaciones piadosas.
Su ideal consistía en tener á los _liberalitos_ en un puño y no dejar
que las gentes de la Maketania se apoderasen del país. Pasaba en Bilbao
por ser uno de los jóvenes más elegantes, pero cuando llegaban luchas
electorales, se le veía con la boina sobre los ojos, empuñando un enorme
garrote, al frente de los aldeanos de los pueblecillos inmediatos. La
rizosa y poblada barba, la nariz aguileña y pesada y sus ojos negros de
bohemio, dábanle gran prestigio entre las gentes del campo, porque las
hacía recordar la cara adorada de su ídolo.

--¡Se le parece al señor!...--murmuraban.--Tiene toda la cara de don
Carlos.

Y á Urquiola, impulsivo y brutal, que hablaba de beber sangre por la más
leve ofensa, le satisfacía que los partidarios, por exceso de
entusiasmo, relacionasen su nacimiento con los veleidosos amoríos del
fugitivo rey de las montañas. Su familia, arruinada por la guerra,
apenas si le había dejado una renta exigua para vivir, y Urquiola se
ayudaba buscando la protección de las familias más linajudas de Bilbao,
que veían en él un acabado ejemplar de la juventud sana educada en
Deusto. Alborotaba en las luchas políticas, llevando á ellas la misma
violencia de su partido cuando se batía en los montes. Por las noches
mezclábase en los escándalos de ciertas casas del barrio de San
Francisco, donde ejercía alguna superioridad sobre las infelices
mercenarias de sus cuerpos, por el prestigio de su nombre y la leyenda
sobre su nacimiento que le convertía casi en un príncipe. Los amigos
tenían fe en su porvenir. Los padres de Deusto le protegían, sonriendo
benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso de vida:
ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros cristinos.

Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba
manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía
orgullosa de su sobrino.

--Este animal viene indudablemente por Pepita--decía Aresti, á quien
interesaba Urquiola como un ejemplar raro de egoísmo y brutalidad.

Y se fijaba en su sobrina, la cual, á pesar de las insinuaciones de la
madre, mostraba más inclinación por Sanabre, el ingeniero de los altos
hornos, que por aquel pariente cuya petulancia y descaro parecían
intimidarla. Gustaba la joven de saber por él todo cuanto pudiera
molestar á sus amigas. Urquiola la enteraba de todas las fiestas que
proyectaban los padres de la Compañía para entretener y conservar bajo
su dominio á una sociedad ociosa y opulenta; pero una vez agotados estos
temas, la joven se alejaba de él y permanecía silenciosa, como
abroquelada por la instintiva repulsión que parecía inspirarle el famoso
discípulo de Deusto.

Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra;
educada primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta
en los hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida,
y considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa
propia.

El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la
juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de
muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún
recogidos, como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma
definitiva. A través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto
fuerte y anguloso del padre. En sus manos largas, algo grandes para sus
brazos delicados, había mucho de Sánchez Morueta. Era la primera
evolución de la estirpe hacia el afinamiento de la ociosidad y el
bienestar, guardando aún los signos de su origen.

Iba cargada de joyas, con la suntuosidad de una aristocracia recién
creada que se consume en medio de su lujo, falta de fiestas para lucirlo
y siente el ansia de adornarse para pregonar su riqueza y herir la
envidia ajena. La hija de Sánchez Morueta era tan admirada como su
padre, cuando iba á Bilbao á oír misa en la iglesia de los jesuítas ó
asistía por las tardes á las conferencias de las Hijas de María. Los
jóvenes salidos de Deusto hablaban con fruición de ella y de los
millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!» Y cada uno acariciaba la
posibilidad de que le tocase la lotería del matrimonio, en un país donde
casi nadie se casa por amor y las uniones entre ricos son negocios
vulgares convenidos por las familias con la ayuda y buen consejo de
algún padre jesuíta.

La comida deslizábase placenteramente. Todos sentían la dulzura del
bienestar, la satisfacción de la vida, en aquel comedor, al que daban,
el roble tallado y el cuero obscuro de las paredes, una impresión de
suntuosidad discreta y señorial. Las grandes piezas del servicio lucían
su brillo mate de plata vieja y sólida, trabajada á martillo. Por las
vidrieras de las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento,
las verdes copas de los árboles del jardín. La mesa era servida por
criadas jóvenes, de rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y
rojas como melocotones, daban una impresión de perfume primaveral
semejante al de las flores que adornaban la mesa.

Aresti estaba sentado al lado de su prima. Hacía mucho tiempo que no la
había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni
una frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que
por la mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba
en ella algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había
cubierto de joyas. Su traje era negro y elegante, pero había en él
cierto abandono que no pasaba inadvertido para el doctor, el cual
recordaba sus pretensiones elegantes de otros tiempos. Notaba en ella
los estragos de la edad, la gordura que borraba bajo el almohadillado de
la grasa su antigua belleza de rubia altiva y dura.

--Esta se entrega--pensaba Aresti.--Huele á incienso como las otras.

El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados.
Era un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la
montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con
cierto miedo en aquel interior elegante y rico. Miraban todos á Aresti
como si fuese un viajero de vuelta de una exploración por países
salvajes y misteriosos, donde la vida era ruda y peligrosa. Las minas se
presentaban ante muchos de ellos como un país lejano, que servía para
enriquecer á los potentados de la villa, pero al cual sólo se asomaban
alguna vez, regresando apresuradamente. Al recordar las canteras de
trabajo rudo y aquellas _chabolas_, donde dormían amontonados los
hombres, digiriendo con tragos de agua roja las cucharadas de alubias
con tocino, sentían la voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía
más hermoso, y sonreían al desfile de manjares, á las _angulas_ del
país, enrolladas como lombrices en la tartera de plata, á los platos
extranjeros que nunca faltaban en la cocina de Sánchez Morueta y á la
fila de copas de diversas formas y colores que cada uno tenía delante, y
en las cuales iban cayendo los vinos más diversos, desde el _Tokay_ y el
_Chablis_ del principio de la comida, hasta el _Cordón Rouge_ y el
_Pomery_, que servirían al final.

Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el
café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud
piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del
pueblo; la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre
escribía encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el
pueblo era para él, la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con
el cura y el señor, guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen
á él las buenas gentes de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas
costumbres, sin más diversión que bailar el _aurrescu_ los domingos y la
_espata danza_ en las fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un
poco el codo en las romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado,
sin soñar en _repartos_ ni en revoluciones; antes bien, dispuesta á dar
su sangre por Dios y las sanas costumbres. Que no le hablasen á él del
populacho de las minas; corrompido y sin fe; hombres de todas las
provincias, _maketos_ llegados en invasión, trayendo con ellos lo peor
de España, contaminando con sus vicios la pureza del país; siempre
descontentos y amenazando con huelgas, deseando el exterminio de los
ricos y comparando su miseria con el bienestar de los demás, como si
hasta en el cielo no existiesen categorías y clases.

Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas
palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:

--Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás
zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi
todos los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un
día á Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.

Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna
que otra mirada al sobrino de su mujer.

--¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?

Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á
entender su deseo de rehuir discusiones con él.

--Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño _maketo_ y pecador,
es el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo
en las minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta
tierra? Los buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo
y aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos
llegasen. Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á
América para mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y
ya que no podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con
malas palabras.

Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor.
Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba
era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su
estado.

--¡El ahorro!--exclamó Aresti.--¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos
cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma
clase que les explotan en el alimento y en la casa!...

--Eso no--intervino Sánchez Morueta, con autoridad.--Ya sabes, Luis, que
no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la
imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un
pequeño capital para la vejez...

--¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero
moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción
de que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su
miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de
trabajo rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con
hacerse patrono; podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y
convertir su casa en un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que
ayune un obrero tuyo, amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser
accionista de tus fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas,
con todo el material necesario para la explotación?

--Eso está bien--arguyó Urquiola con acento triunfante.--Este doctor
dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos
tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que
volver á la época en que no había progreso y los hombres vivían
tranquilos.

Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña
Cristina, haciéndola temer por su sobrino.

--Eso es una majadería--dijo con calmosa gravedad.--Eso sólo puede
decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas
complicaciones!...

Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran
energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su
entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los
descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El
millonario era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su
ensimismamiento, rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada,
puesta en manos de contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que
era un auxiliar indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto
había que renegar del progreso, legítimo hijo del capitalismo
industrial? La gran revolución moderna era obra de la religión del
dinero, en la cual figuraba Sánchez Morueta como el más ferviente
devoto. Utilizando los descubrimientos de la ciencia, había multiplicado
los productos, y disminuido su valor, poniéndolos así al alcance de la
mayoría, y facilitando su bienestar. El trabajador del presente gozaba
de comodidades que no habían conocido los ricos de otros tiempos. El
capital al servicio de la industria había civilizado territorios
salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo mercados
en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los
rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los
cables telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y
otro hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las
grandes hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos.
Los poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los
reyes de los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de
guerra, cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes
ejércitos, tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos
en sus escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos
los verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á
la naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los
capitalistas, silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de
la suerte del mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en
esta secta oculta de universal poderío, era que sólo á la capacidad le
estaba reservado entrar en ella. La jerarquía industrial no era como las
dominaciones sacerdotales ó guerreras del pasado, en las que se figuraba
sin otro derecho que el nacimiento. El hijo del capitalista, falto de
capacidad, era expulsado por los malos negocios, y un nuevo individuo,
aprovechando los residuos de su desgracia, venía á iniciarse en la
poderosa secta. ¿Dónde encontrar una institución tan grande y poderosa y
á la par tan _democrática_ y modesta? ¿Y había locos que pedían la
muerte ó la modificación de una fuerza que había transformado la
Tierra?...

Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las
ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del
trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios.
Pero el trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se
encontraba hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á
principios del siglo XIX la gran revolución industrial?

--Eso es un error, Luis--dijo el millonario.--El trabajo está mejor que
nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el
interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones
obreras el tipo de los jornales.

--¡Bah!--dijo el doctor con gesto de desprecio.--¡El aumento de unos
reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada
sirven al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal
equilibrio, aumentándose el precio de los productos, y el trabajador,
con más dinero en la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios
de postura, creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de
nada le sirve la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en
esto no nos entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el
sitio que le corresponde, ser dueño de lo que produce.

Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor.
Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único que
sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella
cuestión.

Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez
de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de
Gallarta. Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las
excentricidades de aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su
riqueza. Reía con alegría de niña educada aristocráticamente, al
enterarse de las vulgares diversiones de aquellos ricos de la víspera,
que, no hacían más que seguirlas huellas de su padre.

Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los
banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de _Cordón
Rouge_. Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos
originales aquellos ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones
del obrero. Bajaban á la villa con sus esposas, ganosos de hacer alardes
de riqueza para deslumbrar al vecino, y compraban lo más extravagante y
chillón, todo lo que en almacenes y tiendas no sabían á quién colocar;
muebles complicados y bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sin
que sus dueños osasen acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cada
vez que el doctor, después de una visita, quería lavarse las manos,
quedaba asombrado ante las toallas con más colores que el iris, y las
pastillas de jabón en forma de tigre ó de lagarto que parecían
fabricadas para reyezuelos del África. Todos se extasiaban ante el
asombro del médico, aceptándolo como una admiración muda. Algunos, como
recuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un pellejo de vino, cual
si fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada tantas veces en su
época de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más selecto de la Rioja: á
tantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes las manos y el
pecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad supersticiosa, como si
fuesen animalillos delicados y frágiles que al menor roce se podían
desvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo rayaba y
deslucía las joyas.

Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sin
otras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban un
nuevo toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Los
enviaban al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á los
señores de la villa. Los padres los querían ingenieros, como los
ingleses que venían á explotar las minas: las madres los soñaban
elegantes, y de cuerpo delicado, como los señoritos que hacían la parada
en la acera del _boulevard_ del Arenal. Unos enviaban sus hijos á
Francia; otros á Suiza; el vecino de más allá, guiado por el deseo de
excitar la envidia del compañero, empaquetaba su descendiente para
Inglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos volvían de allá
revolucionando las minas con sus cuellos y corbatas, haciéndose admirar
por los trajes, y asombrando á sus madres con la costumbre del _tub_,
del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que escandalizaba á unas
gentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los instintos
hereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la montaña:
resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco abandonaban
los trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus padres, á
las comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros,
acordándose de su educación extranjera como de un sueño.

La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos
encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de
barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á
la fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del
juego de azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo del
barreno que gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero ó
un pelotari famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las
apuestas, que los contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si
fuese una mujer amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor
decrecía, engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual
mimo y cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á las
gentes de otros pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en
triunfo á su barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes
de otras comarcas. Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante
horas enteras el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra,
hasta que al quedar triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando
victoria más por el orgullo de la clase que por las ganancias de la
apuesta.

Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á
manos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de los
perros de caza, que del vigor de los hombres. Algunas semanas antes
habíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reír
al doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de
leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó
los barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago
sin fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa.
Toda la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el
espectáculo. Se depositaban á puñados los billetes de Banco, como si
fuesen retazos de papel sin ningún valor; unos por los perros, otros por
los hombres, mientras arriba, en las canteras, estallaban los barrenos y
el rebaño miserable de los peones se encorvaba, con el pico en alto,
ante las rojas trincheras.

--Las sopas de leche se servían en cubos--continuó Aresti.--Los galgos,
en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo que
si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin
mostrar prisa. Así estuvieron varias horas....

--¿Y quién ganó?--preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por la
estúpida apuesta.

--¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me dijo
después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis muchachos: el
animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y el hombre,
como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que reviente». Y no
se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y á los pocos
días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los acompañó
cantando hasta el cementerio.

A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían,
encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.

Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondo
después de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando que
tenía á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué con
él para dar el último vistazo al escritorio. Las señoras pasaron á una
habitación inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.

Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música.
Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongada
de las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente del
ritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta el
comedor las escalas y arpegios del piano.

Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión,
mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La
tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en
las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el
jardín. Llegaba hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruido
de los tranvías al otro lado de las planchas de hierro que cubrían las
verjas.

El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, el
único amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echó
sobre un hombro una de sus manazas. Era la primera vez en todo el día,
que estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquete
con gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariño
á su Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buena
digestión, inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojos
bondadosos é interrogantes, como si sólo esperase una indicación suya
para romper á hablar.

--Vamos, desembucha--dijo el médico alegremente.--Ya sé que soy tu
confesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión de
palabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, como
diría uno de esos curas, amigos de tu mujer.

Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría de
extraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momento
alegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso de
coger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantas
ocupaciones! ¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de la
montaña, donde todos le pedían algo!... Sólo en Bilbao, condenado á la
servidumbre de la riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquel
chorro de dinero que se metía por sus puertas sin desviar su curso, se
aburría, falto de deseos y aspiraciones, con el bostezo del que nada
espera, que es el más triste de los fastidios.

Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.
Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y
fecundarla con ardorosa violación. _Había llegado_ como los políticos
célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,
conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos,
aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempre
tenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en la
combinación política del día siguiente, en la obra artística, que les
bullía en la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, al
ir á darla forma. Pero él... él, todo lo tenía hecho: las ambiciones de
su vida se habían realizado, cristalizándose para siempre. Había querido
ser dueño de las minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole un
rendimiento fabuloso, con la regularidad de una fuente tranquila y
perenne. ¿Para qué quería más? Establecía nuevas fabricaciones, y, al
poco tiempo marchaban por sí solas con una exactitud desesperante.
Construía barcos, y no naufragaba uno, para alterar con una catástrofe
la monotonía de su existencia. La desgracia era impotente para él;
estaba abroquelado y aunque ella corriese á estrecharle entre sus
brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.

Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerraban
momentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandes
mermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras en
distintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era el
prisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en un
aislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donde
revolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amaba
el mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, el
yate, cuya fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidia
de los infelices: pero apenas emprendía un viaje, tenía que volver
llamado por sus negocios. Además, él era un hombre de familia; se
aburría en la soledad del océano ó en los puertos ruidosos, haciendo
vida de célibe, fumando y leyendo. Su mujer odiaba los viajes: su hija
no conocía mundo mejor que el de sus amigas de Bilbao, y tras cortas
estancias en Londres, volvía presurosa á su país, donde era la primera,
guardando una instintiva aversión á las grandes ciudades de gente huraña
y atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban inadvertidos.

El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado con
brazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora se
debatía encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse y
descansar.

No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiría
viniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si la
fortuna quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrir
la amargura de su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, que
estaba á cubierto de toda inquietud. Por un instante había creído
encontrar remedio á su aburrimiento, entregándose á la borrachera de la
construcción; sacando de la nada la nueva Bilbao; levantando barriadas
de palacios sobre los campos yermos, con la misma facilidad que en los
cuentos de hadas. Pero aquello también había pasado; encontraba pueril
levantar colmenas y más colmenas para gentes que no conocía; fabricar
avisperos en que se cobijarían otros tan tristes como él, pero animados
siquiera por el amargo placer de envidiarle.

--Me aburro, Luis--decía el millonario.--Siento una tristeza sin
esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible
que todas, pues pocos hombres la conocen.

Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio y
las avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en los
que comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, el
invernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían como
placas de oro.

Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, si
aquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendo
bastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Morueta
lamentarse en medio de la opulencia de su vida!

--Entonces,--dijo el doctor--eres infeliz porque nada te falta, porque
posees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.

El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo que
da la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza,
para que no le creyesen loco. Únicamente á su primo, que conocía por sus
estudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.

Interiormente le faltaba todo: deseaba descansar después de aquella
marcha ruidosa por la vida, en la cual había hecho, en pocos años, el
mismo camino que otras familias de potentados sólo recorren después de
varias generaciones. Había conquistado la riqueza, pero era semejante á
uno de aquellos forasteros infelices que, al volver á su país,
satisfecho de sus ahorros en las minas, se encontrase con la casa
destruida y la familia ausente.

Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le
relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes. Pero al oír su
lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de
protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los
sonidos del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquello?»

Sánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia.

--Lo que llaman mi palacio--murmuró--no es para mí más que una casa de
huéspedes. Vivo mejor que en la mísera pensión de Londres, donde pasé mi
juventud de empleado; eso es todo.

--¿Y tu mujer? ¿Y Cristina?

--¡Mi mujer!--dijo el millonario con amargura:--yo no tengo mujer: sólo
tengo una patrona, muy santa, muy virtuosa, que cuida de mi vida
material, y hasta se inquieta algo cuando me ve enfermo. Soy el huésped
que trae dinero á casa y al que se le corresponde con un poco de
respeto. No finjas ignorancia, Luis.... Hace tiempo que adivinas cómo
vivimos. Tú, en tu pobreza, no has sido más afortunado que yo con mis
millones. Tú lo has dicho varias veces; en esta tierra hemos oído hablar
de alguien que se llama Amor, pero por aquí no ha pasado nunca.

Y el millonario revelaba el secreto de su vida conyugal, sin rubor
alguno, con la confianza que le inspiraba aquel hombre que casi era su
hermano. Se había unido con Cristina en los albores de su fortuna. ¿La
amaba entonces? No estaba muy seguro de ello. En aquellos tiempos, sus
amores eran con la buena suerte, y no le quedaba tiempo para otros. Se
había casado por unir una gloria más á sus satisfacciones de triunfador;
porque le halagaba emparentar con los que habían sido sus amos en
Londres, y aquella señorita, de una aristocracia tradicional y rancia
completaba la respetabilidad de su riqueza. Pero algo de amor había
indudablemente en ello. Las ocupaciones de su vida vertiginosa, los
continuos viajes, no le permitían con su mujer más que pasajeras y
rápidas intimidades. Pero para él no existía otra mujer en el mundo, y
era ciego y sordo ante muchas seducciones que le asediaban, atraídas por
su opulencia. Sí: él reconocía ahora que había amado á Cristina con una
pasión, en que se mezclaba el deseo á la mujer y el respeto instintivo
del hijo del gabarrero á la señorita que había tenido entre sus
ascendientes, casi fabulosos, á los señores de Vizcaya. Ahora se daba
exacta cuenta de su amor, que en aquella época no hallaba tiempo ni
ocasión para exteriorizarse en la intimidad de la vida doméstica. ¡Ah!
¡cuando descansase--se decía entonces--cuando viera asegurada su
fortuna, qué feliz sería con aquella mujer, digna compañera de su
opulencia, que parecía reinar sobre la gente más encopetada de
Bilbao!... Pero llegó el ansiado descanso, y al buscar á su mujer, en
vano se esforzó por encontrarla. Tenía ante él una buena madre, una
excelente dueña de casa, algo manirrota en sus gastos, pero muy
interesada en que los negocios prosperasen: una meticulosa
administradora del hogar, que tomaba las cuentas de la servidumbre con
la misma minuciosidad que cuando vivía en el arruinado caserón de
Durango, y al mismo tiempo sacaba miles de duros de la caja de su marido
para restaurar una capilla que fuese más suntuosa que la costeada por
alguna de las señoras que se codeaban con ella, en las Hijas de María ó
en el salón de visitas de los padres de la Compañía.

Sánchez Morueta, resucitado á la juventud después de su triunfo en los
negocios, sufría un desencanto cada vez que se aproximaba á su mujer con
delicadezas ó arrebatos de enamorado. Cristina le miraba con enojo, como
si este cariño extremado la ofendiera, colocándola al nivel de las
vendedoras de amor. Para ella, la pasión matrimonial no había de ir más
allá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos de
vida común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sin
dar escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdiera
la fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidas
era un pecado repugnante, propio de gentes sin religión. Tratar un
marido á su mujer con _melifluidades_ de esas que sólo se ven en los
amantes de comedia, era envilecerla, igualarla con las que viven del
pecado. La esposa cristiana había de ser casta en el pensamiento; cuidar
de la salud material y moral del esposo, aconsejarle el bien y dirigir
el hogar. Más allá sólo iban las mujeres perdidas. Y Sánchez Morueta
tropezaba con una estatua impasible, estrellándose en todos sus intentos
por darla vida.

Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, que
aunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carne
y su pensamiento estaban muertos para el amor. Jamás recordaba el
millonario haber notado en su compañera un momento de abandono, un
arrebato de pasión. Cuando él se doblegaba bajo el estremecimiento de la
carne, encontraba los ojos de ella impasibles y serenos, como si
estuviera cumpliendo un deber penoso. Los espasmos de la materia no
turbaban su voluntad.

Sánchez Morueta llegó á pensar si Cristina amaría á otro, si al casarse
con él por interés, habría dejado en su pasado alguna ilusión que aún la
perseguía. Pero después de examinar sus predilecciones é intimidades en
la sociedad elegante y devota que la rodeaba, desechó sus sospechas.
Ella sólo quería á su esposo, si es que aquello era querer. En su
cariño, no había fuerzas para más. Y convencido de que nunca había de
triunfar sobre una voluntad rebelde al amor, fué alejándose, sin que la
esposa se mostrase triste y ofendida. Ella misma ayudó con no oculta
satisfacción á este divorcio. Transcurrió el tiempo y al abandonar el
lujo de sus primeros años de matrimonio, para tomar sitio entre las
madres de severa respetabilidad, comenzó á seguir dentro de su casa
ciertas prácticas austeras y casi conventuales. ¡Cuántas veces Sánchez
Morueta se había visto rechazado con ira, porque era Cuaresma ó estaba
ella en vísperas de una comunión aparatosa!...

Al establecerse definitivamente la separación, al alejarse él para
siempre, la mujer pareció agradecérselo con sus miradas, con una mayor
dulzura en el trato. Era, sin duda, más feliz, libre de la asiduidad
ardorosa del macho; de aquellas caricias que le repugnaban como una
servidumbre cruel de su sexo.

--Es muy honrada, muy virtuosa--dijo con amargura el millonario,--Pero,
para mí, como sí no existiera. ¡Ay, Luis; estoy solo! Yo creo que la
vida debe ser otra cosa: tanta honradez es inaguantable.

Llegaba hasta el jardín la vocecita de la hija de Sánchez Morueta,
cantando al piano el _Goizeko izarra_, la invocación melancólica á la
estrella de la mañana. La tristeza poética de las montañas vascas
esparcíase por el jardín inglés, dorado por el último llamear del sol de
la tarde.

--¿Y esa?--preguntó el médico.--¿No tienes á tu hija?...

El potentado se expresó con apasionamiento. Amaba á su hija: era carne
de su carne: el único recuerdo de la pasión que había sentido por su
esposa. El cariño á Pepita era lo que mantenía las apariencias de paz de
su casa: lo único que le ayudaba á sobrellevar la tristeza doméstica.
Era como un puente que mantenía la comunicación entre él y su esposa.
Por ella continuaba Sánchez Morueta su existencia febril de hombre de
negocios. Tenía la obligación de defender lo que la pertenecía por su
nacimiento. Su porvenir le causaba á veces gran inquietud. Podía casarla
con el hijo de otro potentado: un matrimonio de millonarios en el que no
entrase para nada el amor. ¿Pero no era esto perpetuar en la hija la
infelicidad del padre? Observaba á Pepita, y se entristecía, adivinando
en ella una reproducción de su madre. Quería casarla por amor, con un
hombre al que se sintiera inclinada, pero no veía en ella la menor señal
de apasionamiento. Se casaría, sin ardor y sin protesta, con el que le
indicaran sus padres, para continuar con más libertad la vida insípida
de ostentaciones y de devoción elegante. Ella, como las otras jóvenes de
su clase, veía en la unión con el hombre un medio de independencia, sin
que el corazón llegara á interesarse. Iría á administrar otro hogar,
como su madre dirigía el suyo: á cuidar á un marido que trajese dinero á
casa, y alguna vez, abandonando los negocios, entrara un momento en su
salón. De su padre sólo tenía algo en lo físico: la educación y el alma
eran de su madre. Si Sánchez Morueta, al escoger el yerno, se colocaba
frente á su mujer, era casi seguro que Pepita no le seguiría á él.

--La amo--decía el millonario,--la amo á pesar de todo. Pepita me quiere
á su manera; es cariñosa conmigo, me mima y me adora, especialmente
cuando su madre la encarga que me pida algo. Pero también junto á ella
me siento solo. Parece que no seamos de la misma familia, que
pertenezcamos á distinta raza. No sé explicarme, Luis: tal vez estoy
loco; pero jamás siento con ellas, que son mi familia, esta confianza,
este dulce abandono que tú me inspiras. Y es que tú eres de mi sangre;
el único pariente verdadero.

Aresti seguía moviendo la cabeza, como quien oye una canción harto
conocida. No le extrañaba la situación de Sánchez Morueta: era la de
muchos poderosos de aquella tierra. Vivían rodeados de todos los goces
del bienestar, pero en una pobreza triste de afectos. Los matrimonios
eran vulgares asociaciones para crear hijos y que la fortuna no se
perdiera. Marido y mujer vivían en aislamiento moral: él buscando
consuelo fuera de casa, en amores vergonzosamente ocultados; ella
dedicándose á la devoción.

Sánchez Morueta interrumpió estas consideraciones de su primo, como si
ansiase decirle toda la verdad. Así era él también: necesitaba amor y
amaba. Ya que la alegría de la vida no entraba en su casa, la había
buscado fuera de ella. No era un enredo vulgar para satisfacción del
sexo: era una pasión que endulzaba el ocaso de su madurez y le hacía
soñar y sentir á los cincuenta años, con una intensidad que le
retrogradaba á la juventud. Y con arrobamientos de adolescente,
recreándose en el relato, recordó toda la novela de su amor.

Había comenzado por una aventura vulgarísima: un encuentro en Biarritz
con Judith, una vendedora de amor, de nacionalidad indeterminada, nacida
en Francia, pero hija de judíos: una mujer que en plena juventud había
corrido medio mundo y conocía casi todos los idiomas europeos. Las
relaciones habían ido estrechándose. Apenas se separaba de ella jurando
no volver á verla, avergonzado de su vileza y acordándose de su hija con
remordimiento, sentía la necesidad de buscarla de nuevo, se proponía á
sí mismo un negocio que hacía necesaria su presencia en París, ó en
Madrid, allí donde se encontraba ella, siguiendo su existencia errante
de aventurera del amor, tan pronto viviendo casi maritalmente y retirada
del mundo, como exhibiendo su belleza y su voz de falsete sobre los
tablados de los _music-hall_. ¿Qué tenía aquella mujer que le
trastornaba con el mareo de la embriaguez? Era el encanto del pecado, el
sabor agridulce de lo prohibido, el perfume canallesco, que entraba como
una ráfaga de vendaval en el aburrimiento de su vida, volcando todas las
preocupaciones y los escrúpulos. Sánchez Morueta, al considerarse
culpable, se sentía más hombre. El remordimiento era una manifestación
de vida que le sacaba del letargo de su existencia.

Paladeaba las nimiedades del amor, que turbaban dulcemente la vulgaridad
monótona de su vida. Las cartas de sobra prolongado y escritura femenil
le salían al encuentro en la mesa de su despacho, entre la
correspondencia comercial, con un perfume de alcoba pecadora que
estremecía su carne y parecía traerle una ráfaga cargada de taponazos de
champagne y música chillona de café concierto. La expansión, dulcemente
truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de _petit coco ó mon
gros cheri_, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era
una pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi
en las puertas de la vejez. Amaba como un patriarca de la Biblia,
sorprendido en el ambiente tranquilo de su tienda por las gracias
felinas de una bayadera asiática.

Había acabado por arrancar á Judith de su vida de aventuras, por
instalarla definitivamente en Madrid, como una señora tranquila que vive
de sus rentas. Pensó por un momento traerla á Bilbao, pero había
desistido de ello, no por miedo á la familia, sino por temor á la villa
hipócrita y triste, que toleraba el amancebamiento con criadas y
costureras, que cerraba los ojos ó sonreía bondadosa ante el capricho
del rico con mujerzuelas que no abandonasen su condición de pobres, pero
se escandalizaba y enfurecía ante la _cocotte_, la hembra que pusiera
en sus sonrisas algo de distinción, y rodeara de una sombra de amor las
necesidades de la carne. Otros más valientes que él habían intentado
aclimatar aquellas aves pasajeras en ciertos hotelitos del ensanche, y
todo el vecindario se amotinó contra las extranjeras. Hasta habían
cortado las cañerías del agua y la luz de sus casas, para obligarlas á
levantar el campo.

El millonario iba con frecuencia á Madrid por dos ó tres días,
pretextando juntas de accionistas ó gestiones cerca del gobierno. Todos
le encontraban rejuvenecido; veían en él algo nuevo é inexplicable, que
animaba sus ojos con el brillo dulce de la adolescencia, que parecía dar
más soltura á su cuerpo de hombre de lucha, y le hacía cuidar con mayor
esmero del adorno de su persona.

--Tú mismo--decía al médico,--te has extrañado de este cambio muchas
veces. Es el amor, Luis. Nada como él alegra á los hombres.

Y como si temiera alguna burla del doctor, hablaba de Judith con
entusiasmo, queriendo convencer á su primo de que su madurez no hacía
mal papel al lado de aquella juventud un poco gastada por el exceso de
placeres. Estaba seguro de que le quería. No era que él pudiese inspirar
una gran pasión: pero cansada de la antigua vida, se había refugiado en
sus brazos para siempre y le amaba con un amor en el que entraba por
mucho el agradecimiento. Esto le bastaba. No había más que ver cómo le
sonreía, cómo salían á su encuentro los brazos blancos y suaves cuando
se presentaba inesperadamente en el hotelito de las afueras de Madrid.
Aquella era su verdadera casa: allí pasaba los mejores días, y á no ser
por su hija y por la respetabilidad que exigen los negocios, allí iría á
terminar su existencia.

Además, un suceso inesperado los había unido más estrechamente: había
afirmado aquel idilio oculto que llevaba cinco años de duración. Sólo á
un hombre como su primo podía hacerle tal confidencia... ¡Tenía un hijo!
Y como el doctor Aresti no pudiese contener su asombro, el millonario se
apresuró á añadir:

--Tú eres el único que lo sabe: un hijo... ¡mío! ¡bien mío! Un niño de
tres años que empieza á hablar, y al verme me llama: «¡El papá de
Bilbao!» El amor me da lo que tantas veces deseé en mi casa sin
conseguirlo. ¡Un hijo!... No lleva mi apellido, no puedo confesar que
soy su padre, pero pienso en él, espero que crezca y ¡ya vendrá á mi
lado! ¡ya haré por él cuanto pueda, que será mucho!

Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada
que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar
tranquilo; aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua _divette_
aventurera, Sánchez Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y
entre los dos, aquel pequeñuelo de una asombrosa precocidad. El
millonario se enorgullecía viéndolo tan hermoso, con una belleza
afeminada que reflejaba la de la madre, sin ningún rasgo de él.

--Un verdadero hijo del amor--decía el hombretón con sonrisa
placentera.--No hay en el pequeño nada de mi fealdad: ni mis manazas, ni
esta cara de gigantón. Rubio como el oro, ¡y tan blanco! ¡tan delicado!
¡tan poquita cosa! Parece un bebé de porcelana.

Y recordaba al doctor una de sus frases que gozaban el privilegio de
indignar á las gentes honradas. Los hijos del amor eran siempre los más
hermosos: tenían algo de extraordinario, que rara vez se encontraba en
los retoños engendrados por las parejas legales, que procrean por deber
y por instinto, durante las noches blancas, de placer triste y monótono,
en las que los besos tienen el sabor suculento y vulgar de la olla
casera.

Sánchez Morueta calló como fatigado por su confesión. En uno de sus
paseos habían llegado cerca del hotel, y ahora se alejaban lentamente,
sonando á sus espaldas el piano y el abejorreo de las conversaciones de
la tertulia de doña Cristina.

--¡Y pensar que podía haber encontrado en mi casa la felicidad que busco
fuera, ocultándome como un malhechor!--exclamó el millonario, como si el
recuerdo de su familia despertase en él cierto remordimiento.--Pero no
creas, Luis, que estoy arrepentido--añadió con resolución.--Yo tengo
derecho á ser feliz y la felicidad se toma donde se encuentra.... Pero
dí algo, Luis. ¿Qué opinas de todo esto?

Aresti encogió los hombros. De aquellos amores no quería hablar. Si
proporcionaban á su primo cierta felicidad, hacía bien en continuarlos.
La vida es triste y la pericia del hombre está en alegrarla, en iluminar
con brillantes colores los contornos grises de la existencia. Bueno era
que aquella mujer le amase según él decía: pero aunque el amor no
existiese, resultaba lo mismo. Lo importante era que él se creyese
amado. En el mundo se vive de la ilusión y la mentira, y la mayor
desgracia es abrir los ojos.

--Me quiere, Luis, me quiere--interrumpió el millonario
apresuradamente.--¿Por qué había de fingir? Si hubiera sabido quién era
yo cuando la conocí, aún podría dudar. Pero en nuestros primeros tiempos
de amor me creía un hombre de corta fortuna. Tardó mucho á saber que era
yo Sánchez Morueta.

El doctor asombrábase ante la firme convicción de su primo. Celebraba su
optimismo: así, su dicha no correría peligro. Él no se mezclaba en el
asunto. A ser feliz ya que tenía fuerza de voluntad y medios sociales
para crearse una segunda familia, que viviría en el foso, mientras
arriba, en las tablas, tronaba la otra con todo el aparato de su
riqueza. A Aresti sólo le interesaban los infortunios domésticos de su
primo, su aislamiento moral dentro de la casa. Lo mismo que á él, les
ocurría á otros. Era el eterno obstáculo con que tropezaban todos los
que en aquella tierra querían encontrar en la esposa algo más que una
compañera y administradora. Unos habían de buscar la alegría de su
existencia fracasada fuera de su casa, manteniendo, por cobardía ó
egoísmo, las apariencias de un hogar tranquilo; otros, más resueltos y
valerosos--él, por ejemplo,--rompían abiertamente, no queriendo vivir
encadenados á un alma muerta y volvían á su existencia de solteros, con
la amargura de no poder buscar públicamente una nueva compañera.

Aresti no censuraba á las mujeres de su país. Eran como eran, un poco
por la frialdad de la raza nada propensa á apasionarse por lo que no
tenga un fin inmediato y práctico, y muchísimo más por defecto de
educación, porque los mismos hombres las habían acostumbrado al
aislamiento, á la separación de sexos, á asociarse las mujeres con las
mujeres, no viendo en el hombre más que una máquina de fabricar dinero é
hijos. ¿Qué había hecho al casarse Sánchez Morueta? Lo que todos los
poderosos de su país. El matrimonio ajustado por las familias, sin hacer
gran caso de la voluntad de los contrayentes: después, el viaje
aparatoso de varios meses por Europa, para alardear de riqueza, deseando
el marido volver cuanto antes á reanudar sus negocios. Y el mismo día de
la vuelta á Bilbao, él, al escritorio, á ganar dinero, ó al club, para
vivir entre hombres solos, dejando á la mujer entregada para siempre á
las amigas. Y la mujer se refugiaba entre las de su sexo, sin más
diversiones que el visiteo y el exhibir trajes y alhajas para envidia de
las compañeras, pues hasta la faltaban ocasiones de lucir su riqueza.

No conocían la vida de sociedad con sus fiestas y saraos, como los
aristócratas de otros países. Los padres de la Compañía, para asegurar
su influencia, predicaban contra los bailes, como invenciones del
demonio, propias de otras tierras que no habían gozado la gran dicha de
heredar las sanas y virtuosas costumbres de Vizcaya. Los teatros
funcionaban con los palcos vacíos, sin que á ellos asomara una mujer:
las fiestas del verano eran el único esparcimiento anual para todas
ellas. Faltas de diversión, ansiosas de reunirse, de oír música, de algo
que despertase su sentimentalismo, buscaban en la iglesia su club y su
teatro, pasando el día en el templo del Corazón de Jesús, allí donde la
arquitectura afeminada y ridícula, cargada de oro y bermellón, el
armonium, las voces hermafroditas y las bombillas eléctricas, parecían
acariciarlas con un halago que tenía tanto de mundanal como de místico.

Aresti sonreía amargamente. ¡Ay: estaba bien discurrido aquel asedio,
para apoderarse lentamente de la mujer, llegando por medio de ella hasta
la dominación del esposo! De ellos era principalmente la culpa, ¿Qué
habían de hacer unos seres débiles, faltos de dirección, arrastrados
por el especial sentimentalismo del sexo hacia todo lo absurdo? Veíanse
obligadas á una vida de harem; siempre mujeres con mujeres, viendo sólo
al hombre en el preciso momento del deseo; y el hábil jesuíta se
presentaba como un remedio á su tristeza, entretenía su fastidio con una
devoción dulzona y afeminada, era el eunuco guardián, el verdadero amo,
dirigiendo á su antojo al tropel de odaliscas cristianas. Así llegaba
desde la sombra á apoderarse de la voluntad de los hombres, los cuales
se movían, sin conocer el impulso de sus acciones.

Algunos aún se mostraban satisfechos y agradecidos á los sacerdotes,
porque proporcionaban dulce entretenimiento á sus esposas, dejándolos en
mayor libertad para sus negocios y placeres.... ¡Imbéciles! El doctor se
indignaba ante aquella intrusión, que había acabado por cambiar á las
mujeres de su país, matándolas el alma, convirtiéndolas en autómatas que
aborrecían como pecados todas las manifestaciones de la vida, y llevaban
al hogar las exigencias de una dominación acaparadora.

--Tú mismo, Pepe, que te quejas de lo que ocurre en tu casa--dijo el
doctor,--¿qué has hecho para evitarlo?...

Sánchez Morueta hizo un gesto de extrañeza. ¿Él? ¿qué podía evitar él?
¿Podía acaso cambiar el carácter de su esposa?...

--Tú has dejado, como los otros--continuó el doctor,--que tu mujer
buscase un remedio á su soledad, entregándose á la devoción. ¡Y te
extrañas de que Cristina haya ido separándose de tí! Es un caso de
adulterio moral, del que sois vosotros casi siempre los culpables. Se
comprende lo que á mí me ocurrió: yo no soy rico, y en este país de
negocios, el pobre no tiene autoridad sobre la familia. Además, junto á
los prejuicios de la que fué mi compañera, estaban como refuerzo los de
su madre y su hermana. Pero tú, que tienes la autoridad de la fortuna,
¿cómo has dejado que fuesen apoderándose de una mujer á la que amabas,
separándola de tí? Te quejas de que ya no es tu esposa; pues ese afecto
que te falta y ha trastornado tu existencia lo tienen otros. En tus
propias barbas han cortejado á tu mujer y te la han robado. Sí alguna
vez piensas vengarte, ve en busca de los que la confiesan.

El millonario sonrió con desdén.

--¡Bah! ¡Los jesuítas! ¡Ya salió tu tema!... Efectivamente, son gente
antipática; ya sabes que les tengo mala voluntad. Yo soy liberal; yo me
batí en el último sitio como auxiliar, comiendo carne de caballo y pan
de habas; yo tomaría el fusil otra vez, si volviesen los carlistas.
¿Pero aun crees tú, Luis, en esa leyenda de los jesuítas tenebrosos,
cometiendo los mismos crímenes que ellos atribuyen á los masones?...

Y Sánchez Morueta miraba con ojos compasivos á su primo, sin dejar de
sonreír.

--No sigas, Pepe--dijo el doctor.--Adivino lo que piensas. Soy un cursi.
Conozco la frase: es un magnífico pararrayos para desviar el odio que
instintivamente sienten todos contra esos hombres. Es cursi hablar mal
de los jesuítas, afirmar que constituyen un peligro. Lo distinguido, lo
intelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patán
astuto que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa las
horas en el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando al
Corazón de Jesús, que coloca por encima de Dios.

--¡Yo no digo tanto!--exclamó el millonario.--Yo no creo en ellos, y
hasta me río de sus cosas. Pero reconocerás conmigo que eso del odio al
jesuíta es algo anticuado. Sólo aquellos progresistas cándidos y
heroicos de otros tiempos, podían ver la mano del jesuíta en todas
partes y creer en sus venenos y puñales.

--Yo no creo en su tenebroso poderío ni en sus venganzas. En esta tierra
nadie se atreve como yo á hablar contra ellos, y ya ves, nada malo me
ocurre. Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casa
que dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada pueden
contra mí. Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde les
ayuda la imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicaré
lo que pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo,
llegan á producir una epidemia. Si encuentran un ser débil preparado
para recibirlos, lo matan; pero si tropiezan con uno fuerte, dispuesto á
repelerlos, ellos son los que perecen. No tienen fuerza para apoderarse
de nada por sí mismos. El que les haga frente puede estar tranquilo de
que no lo buscarán. Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontos
y del sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece,
diciéndoles: «Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos en
cambio el cielo.»

Aresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, en
la grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuos
era una leyenda. Había entre ellos (que eran miles) algunos que se
distinguían en las ciencias y en las artes, nada más que como
apreciables medianías. Llevando siglos de existencia, disponiendo de
riquezas y viajando por toda la tierra, sus famosos sabios no habían
enriquecido á la humanidad con un sólo descubrimiento de importancia. Su
talento consistía en presentar al vulgo las medianías como genios de
fama universal y colocar á la mayoría restante en sitios donde no se
evidenciase su vulgaridad.

El médico se reía igualmente de su poder. Sólo alcanzaba á los que caían
ante sus confesonarios. El que cortaba toda comunicación con ellos,
podía burlarse de su poder sin miedo alguno. Eran unos pobres hombrea,
temibles únicamente para los que viven á su sombra.

Aresti reconocía, sin embargo, que su influencia dentro de la Iglesia
era mayor que nunca. Cuando Loyola había fundado su Compañía, las demás
órdenes religiosas la despreciaban. Pero por ser la más moderna se había
apoderado de todas, con la fuerza de la juventud. Además, los frailes,
despojados de sus riquezas de otros siglos, tenían ahora que copiar los
procedimientos de los jesuítas, que tanto les repugnaban en pasadas
épocas. Tenían que marchar á la zaga de ellos, imitándolos para hacer
dinero, guardando la actitud humilde del pobre ante el rico. El cuarto
voto de obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hecho
indispensable para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podía
afirmarse que el ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado al
pontificado en el trance, terrible para él, de la revolución luterana.
Era la antigua fábula del hombre y el caballo, puesta de nuevo en
acción. El caballo prestaba sus lomos al hombre para que le defendiese y
vengase de sus enemigos, pero una vez satisfechos sus deseos, el jinete
se negaba á descender, condenándolo á eterna servidumbre. La compañía
había salvado al Papa, pero esclavizándolo para siempre. El cristianismo
había muerto con la Reforma para convertirse en catolicismo. Ahora el
catolicismo ya no era más que una palabra: la verdadera religión era el
jesuitismo. El Papa que bendice seguía en el Vaticano; pero el Papa que
decreta y disciplina las conciencias, era el General, oculto en el
_Jesu_ de Roma.

--Esto á mí en nada me interesa--acabó diciendo Aresti.--Yo vivo fuera
del gremio, y lo mismo me importa que lo dirija este que el otro.

Su primo hizo un gesto de asentimiento. A él tampoco. Él no hablaba con
la audacia del doctor, pero vivía de hecho fuera de las prácticas
religiosas; no le preocupaban.

--A tí, sí--dijo Aresti con energía.--A tí deben preocuparte. Crees que
vives fuera de esa influencia, porque no vas á misa, ni te tratas con
curas; pero todo llegará, tú irás, y hasta es posible que te arrodilles
ante algún confesonario de la iglesia de los jesuítas. Estás en el
círculo de su influencia: te tienen al alcance de su mano por medio de
la familia; ya te agarrarán. ¡Apenas si es mal bocado el millonario
Sánchez Morueta!

El aludido sonrió. ¡Bah! No eran tan terribles. En Inglaterra se reirían
oyéndoles hablar de tales gentes. Allí las despreciaban, si es que
alguna vez hacían memoria de ellas.

--¿Pero es que Londres es Bilbao?--gritó exasperado el doctor.--¿Acaso
Inglaterra es España? Ya sé yo que se ríen de ellos en todas las
naciones modernas y poderosas: únicamente Francia se rasca de vez en
cuando para echárselos lejos. Pero vivimos en España, una nación que no
concibe la vida sin la Iglesia, y lo que te dije de los individuos,
puede aplicarse á los Estados. Contra los fuertes se estrellan y
perecen, pero de los débiles, predispuestos al contagio, se apoderan
como una enfermedad. Eso de «cursi» podrá aplicarse al que sueñe con el
jesuíta temible, en Londres ó en Berlín: pero aquí ¡vaya con la
_cursilería_! ¡y no puedes moverte sin tropezar con ellos!...

--Sí; aquí dominan mucho--dijo el millonario con gravedad.--Yo sé que á
otros menos poderosos, que necesitan para sus negocios del apoyo de
capitales ajenos, los han elevado ó los han hundido, enviándoles ó
retirándoles los accionistas. Se meten en las casas y las dirigen...
pero es allí donde les dejan entrar. Yo, afortunadamente, aunque tú
creas lo contrario, estoy libre de ellos. Me han buscado por mil medios;
han intentado conquistarme; me han ofrecido indirectamente apoyos que no
necesitaba. Estoy muy por encima para que puedan hacerme daño. Aquí no
entrarán por más que se empeñen. Ya lo sabe Cristina: es lo único que me
impulsaría á romper con ella, á separarme, sin miedo á lo que dijese la
gente. Tú que sonríes y hasta parece que te burlas: ¿has visto aquí
alguna vez una sotana? ¿tienes noticia de que vengan á visitarnos esos
señores de la Residencia?

--No: no vienen--dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico.--¿Y para
que habían de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tu
permiso. ¿A quién habían de buscar en tu casa? ¿A tu mujer y á tu hija?
Ya les ahorras esa molestia enviándolas tú mismo á donde ellos las
aguardan. Les cierras la puerta de tu hotel, pero antes les entregas la
familia....

--Me has repetido lo mismo varias veces: son ilusiones tuyas. Ya conoces
mi carácter. He dicho que no entran y no entrarán. Sería un buen golpe
para ellos apoderarse de Sánchez Morueta; pero pierden el tiempo.

Aresti estaba pensativo y parecía no oírle.

--El otro día--dijo con lentitud, como si reconcentrase su memoria--leí
un drama en francés y me acordó de tí. Era _La Intrusa_ de Mæterlinck,
¿Conoces eso?...

El millonario movió la cabeza: él no tenía tiempo para la literatura.

--La _Intrusa_--continuó el médico,--es la Muerte, que entra en las
casas sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso.

Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de la
mesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde.
En la alcoba cercana está una enferma, con el sopor de la gravedad:
fuera de la casa, á lo lejos, se oye afilar una guadaña, rayando el
cristal negro de la noche con su chirrido. Alguien debe haber entrado en
el jardín. Se asoman y no ven á nadie. Los cisnes graznan asustados,
ocultando la cabeza bajo las alas como si pasase un peligro: los peces
despiertan en el tazón de la fuente, ocultándose temblorosos: las flores
caen deshojadas, las piedras crujen como si las pisasen unas plantas de
inmensa pesadumbre... y sin embargo no se ve á nadie. Ya suenan pasos en
la escalinata: la puerta se abre, á pesar de que no sopla el viento.
Hasta la noche parece haber enmudecido sobrecogida. Intenta la familia
cerrar las hojas y no puede, como si tropezasen con un cuerpo invisible,
con alguien que asoma y se detiene indeciso, antes de orientarse. Y
después, el ser misterioso avanza por la sala. Nadie le ve, pero se
adivinan sus pasos sobre el tapiz, presienten todos que algo pasa ante
la lámpara verde. Levanta una mano invisible la cortina del cuarto de la
enferma y vuelve á caer sin que nadie haya entrado. ¡Un gemido!... La
enferma acaba de morir. Es la muerte que ha llegado hasta su cama
atravesando todos los obstáculos; la _Intrusa_, para la que no hay
puertas, que avanza invisible, haciendo sentir en torno su oculta
presencia.

Y Aresti, después de relatar la obra de Mæterlinck, miraba silencioso á
su primo, que parecía no comprenderle.

--En tu casa ocurre lo mismo--dijo tras larga pausa.--Crees que ese
enemigo no ha entrado, porque no le ves de carne y hueso sentarse á tu
mesa y ocupar un sillón en la hora de las visitas. Pues hace tiempo que
llegó hasta tu misma alcoba. Tú te lamentabas de ello hace poco. Todos
los días vuelve, siguiendo los pasos de tu mujer y tu hija cuando
regresan de la Iglesia de los jesuítas ó de sus juntas de Hijas de
María. ¿No presientes la proximidad de ese enemigo invisible? No
percibes su roce? El último de tus criados lo ve y tú estás ciego. Te
mira á todas horas y conoce tus acciones. Sus ojos son ese secretario
que tienes y ese señorito pariente de Cristina, que busca unirse á tí,
pensando en tus millones más que en Pepita. Sus manos son tu mujer y tu
hija. Ellas te agarrarán cuando te sientas débil; aprovecharán un
instante de desaliento para empujarte dulcemente en brazos del Intruso.
Te crees libre de él y ronda á todas horas en torno tuyo.

Sánchez Morueta reía ruidosamente.

--Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura te
ha trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... y
demonios coronados? En resumen, todo es porque dejo en libertad á mi
familia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretenga
con esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de hacer
yo, si eso las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano de
comedia, y diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misa
que la que diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotel?» Eso no
lo hago yo, Luis. Yo soy muy liberal: tal vez más que tú.

Hablaba con una firmeza británica de su respeto á la libertad. Él no
quería violentar la conciencia ajena: cada cual que siguiera sus
creencias y que le dejaran á él con las suyas. Libertad para todos. Y
recordaba su educación en Inglaterra, la amplitud religiosa del pueblo
británico, con sus diversas confesiones, sin que los individuos de una
misma familia se molesten ni enemisten por practicar diversos cultos.

Aresti pareció irritado por la calma serena con que su primo hablaba de
la libertad.

--Yo también creo lo mismo--exclamó;--pero en un país como ese de que
hablas, que apenas si ha conocido la intolerancia religiosa y la
persecución por delitos de conciencia. Además, hay allí creencias
diversas, y unas á otras se equilibran, amortiguando los efectos. Es una
especie de federalismo religioso que no sale de los templos, ni pretende
dominar al Estado y dirigir las familias. ¿Pero hablar de libertad
absoluta en este país, que es famoso en el mundo por la Inquisición y
por ser patria de San Ignacio?... Llevamos sobre las costillas cuatro
siglos de tiranía clerical. La unidad católica no está consignada en las
leyes, pero ya se encargan muchos de que perdure en las costumbres.
Vivimos en guerra religiosa permanente. Los pocos que se emancipan han
de estar sobre las armas, dando y recibiendo golpes. ¡Y vienes tú con
esa pachorra inglesa hablándome de libertad y de respeto á todas las
creencias!... Eso puede ser en otros países; podrá ser aquí, cuando
exista esa España nueva, cuyo nacimiento se aguarda hace cerca de un
siglo, que saca la cabeza y luego se oculta, sin decidirse á salir por
completo de las entrañas de la Historia. No: yo no soy liberal: yo soy
un hombre de mi tiempo, tal como me han formado las circunstancias de mi
país, no como me lo enseñan los libros. Yo soy un jacobino; yo quiero
ser un inquisidor al revés, ¿me entiendes?, un hombre que sueña con la
violencia, con el hierro y con el fuego, como único remedio para limpiar
á su tierra de la miseria del pasado.

Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando. Latía en sus
palabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida,
hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituir
una familia. Él amaba la libertad; pero era la libertad para el
mejoramiento y bienestar de la especie humana; para ir adelante, hacia
los nuevos ideales marcados por la ciencia: no para retroceder,
abrazándose á instituciones que estaban muertas desde hacía siglos.
Además, ¿por qué conceder las ventajas de la libertad á los que habían
empleado antaño su inmenso poderío combatiéndola, arrumbando escombros
sobre su tallo naciente y ahora, al verla vigoroso árbol, querían ser
los primeros en gozar de su sombra? No: él no reconocía derecho para
existir á unas creencias que eran la negación de la vida; no podía
conceder la libertad á los tradicionales enemigos de esa misma libertad.

Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que
en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus
barcos, el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la
desaparición total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los
expulsaría, indignado? Pues esto deseaba él para los enemigos de la
vida, para los que maldecían como pecados las más gratas dulzuras de la
existencia; para los que adoraban la castidad antipática de la virgen
sobre la soberana fecundidad de la madre; y ensalzaban la pereza
contemplativa, considerando el trabajo como un castigo; y hacían la
apología de la vagancia y la miseria convirtiéndolas en el estado
perfecto; y tenían el hambre como signo de santidad y apartaban á las
gentes de las felicidades positivas de la tierra, haciéndolas dirigir
las miradas á un cielo mentido; y anatematizaban el amor carnal como
obra del demonio. Eran, en una palabra, los que divinizaban todas las
miserias, todos los rigores que martirizan al hombre, marcando, en
cambio, con el sello de la execración las únicas alegrías que están á su
alcance. Aquellos enemigos de la vida, la insultaban llamándola valle de
lágrimas. ¿No deseaban salir de ella cuanto antes? Pues á darles gusto y
que dejaran el sitio libre á los pecadores, á los malvados que aman este
mundo y se conforman con todos sus defectos y tristezas, sabiendo que
más allá no existe otro mejor.

Aresti hablaba con una vehemencia feroz, brillándole los ojos con fuego
homicida.

--Eres un inquisidor--dijo su primo soriendo.--Parece mentira que un
hombre _moderno_ como tú se exprese de tal modo.

Aresti no quiso protestar. No le infundía repugnancia el mote de su
primo. ¿Inquisidor? sea. Toda la España, ansiosa de algo nuevo, sentía
lo mismo que él, sólo que no llegaba á razonar sus impulsos. En otros
pueblos más adelantados, la crisis religiosa, el paso de la Fe á la
Razón, se había verificado dulcemente, en medio del respeto y la
libertad. La Reforma, con su espíritu de crítica y libre examen, había
servido de puente. Pero en esta tierra había que dar un salto violento,
pasar, sin puente alguno, desde las creencias de cuatro siglos antes,
aún en pie y poderosas, á la vida moderna. El tránsito había de ser rudo
y brutal. Era un ensueño querer guiar al pueblo mansamente, pasito á
paso: había que correr, que saltar, derribando lo que aún quedase por
delante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia triste que pesa
sobre este pueblo: su educación intolerante que databa de ayer. En unos
cuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de reflejo, no se
podían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa. Todo español
lleva dentro un inquisidor. Bastaba ver cómo el más leve atentado que
turbaba la paz pública, hasta las clases más elevadas y cultas, pedían
la suspensión del derecho y la intervención de la fuerza. Los ricos
aplaudían á la guardia civil cuando daba tormento, resucitando los
procedimientos salvajes de la Inquisición; los pobres admiraban al
fuerte, al audaz, viendo muchos de ellos la suprema gloria en la bomba
de dinamita; los gobiernos, ante el más insignificante motín, abominaban
de la libertad como si fuese un fardo abrumador... En otros tiempos, los
católicos rancios presentaban sus pruebas de pureza de sangre para
demostrar que estaban limpios de todo origen judío ó mahometano. ¿Quién
podría jurar hoy que no circulaba por sus venas sangre de fraile ó de
familiar del Santo Oficio?

Y el doctor, que había asistido á muchas reuniones populares, recordaba
la gradación de los sentimientos y tendencias de la gran masa. Aplaudían
con un entusiasmo algo forzado, por costumbre más que por espontáneo
impulso, los ataques al régimen político. Los reyes estaban lejos, y la
gente pensaba en ellos como en una calamidad casi del pasado, que aún no
se había extinguido, pero que debía desaparecer fatalmente, más pronto ó
más tarde, sin grandes esfuerzos. Les interesaba la cuestión social como
algo positivo relacionado con su bienestar; pero por más esfuerzos que
hicieran los oradores por exponer las generosidades de la sociología
revolucionaria, la gente sólo veía la ventaja de aumentar en unos
cuantos reales el jornal y trabajar alguna hora menos... Pero se hablaba
del jesuíta, del fraile, del cura, y la muchedumbre se ponía
instintivamente de pie, con nervioso impulso, y brillaban los ojos con
el fulgor diabólico de una venganza secular, y sonaba estrepitoso el
trueno del aplauso delirante, y se levantaban los puños amenazadores,
buscando al enemigo tradicional, al hombre negro, señor de España. Las
huelgas por cuestiones de trabajo se desviaban para apedrear iglesias:
las manifestaciones populares silbaban é insultaban á toda sotana que
cruzaba la calle: hasta los motines contra el impuesto de Consumos
tenían por final la quema de algún convento.

--Y es que el pueblo--continuó Aresti--adivina por instinto cuál es el
enemigo más próximo, el primero que debe acometer al despertar, y no se
junta para algo que no dirija contra él sus iras.

El doctor, guiado por un deseo de imparcialidad, reconocía que en
apariencia ningún odio ni temor debían sentir las masas contra la
Iglesia. Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban;
vivían separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían de
temerle? Los jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de los
ricos y no podían esperar los pobres que se introdujeran en sus
miserables tugurios. ¿Por qué, pues, odiarlos? Era que la masa, por
instinto, adivinaba en ellos la barrera opuesta á toda tentativa de
avance. Estancando la vida del país, cortaban el paso á los de abajo.
Ellos eran los que les habían tenido en la ignorancia durante siglos,
haciéndoles ver que el pobre carece de otro derecho que el de la
limosna, inculcándoles un respeto supersticioso para el potentado,
obligándoles á creer que deben aceptarse como dones celestes las
miserias terrenas, pues sirven para entrar en el cielo. Y el pueblo, que
sólo conseguía ventajas en fuerza de rebeldías y revoluciones, se
vengaba del engaño de varios siglos persiguiendo á los impostores.

Además, existía un impulso de fuerza tradicional. Da las entrañas de la
historia patria se desprendía un hálito de santo salvajismo. El brasero
inquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubes
de hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entre
sermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo que
provocan hoy las corridas de toros. Del fondo de la tierra clamaban
venganza miles de seres achicharrados: ancianos cuyo único delito fué
comentar la Biblia, mujeres trastornadas por enfermedades nerviosas, que
después ha explicado la ciencia, niñas inocentes que seguían con la
inconsciencia de la juventud las creencias de sus padres.

--España es un país de olvido--decía el doctor.--Aún se estremecen en
Francia recordando la matanza de San Bartolomé, que duró veinticuatro
horas. ¡Y aquí es cursi decir que hubo Inquisición! Hasta cerebros
poderosos que funcionan como si estuvieran vueltos del revés se han
encargado de demostrar que sus castigos no tuvieron importancia; que fué
una institución digna de elogios; como quien dice un jueguecito para
divertir al pueblo. En otros países levantan estatuas á los víctimas de
la intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado por
segunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles de
mártires, ni el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.

Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado,
Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad de
sus ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutora
de una revancha histórica. Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de
aquella ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en
nombre de Dios al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos
que recordaban los ritos sangrientos de los fenicios ante sus
divinidades ardientes. Y el desquite llegaba con no menos ferocidad,
como el desahogo de un pueblo que se venga. Intentábase ahora, al menor
motín, quemar los edificios que servían de albergue á los representantes
del pasado odioso; algún día los incendiarían de veras con todo su
contenido humano. Esto parecería brutal, pero era lógico en un país
donde todavía no existe el hombre. Los hombres poblaban el resto de
Europa. Aquí aún no se habían presentado. El hombre sería el habitante
de la España nueva; pero antes tenían que evolucionar mucho los actuales
pobladores del país, dignos descendientes del inquisidor, educados por
él en el desprecio á la vida humana, en la facilidad de inmolarla como
holocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que mañana serían
víctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo, formándolo
durante siglos á su imagen y semejanza?...

El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de su
cuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido y
defensa. El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el de
la violencia. Así le habían formado y así era. En otros tiempos, el
caparazón era negro; ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura:
Él estaba orgulloso de la suya. Frente al inquisidor del pasado, el
inquisidor en nombre del porvenir. Luego, ya llegaría el hombre, limpio
de todo deseo de venganza, sin miedo á enemigos tradicionales, fraternal
y dulce, que levantaría el edificio moderno sobre el solar limpio de
escombros.

--¡Estás loco!--exclamó Sánchez Morueta riendo.--Por eso te ponen esa
fama de hombre que tiene _cosas_. Si te tomase en serio, habría para
sentir horror por lo que dices.

Aresti se encogió de hombros.

--Pero ven acá, mediquillo chiflado--continuó el millonario.--Reconozco
que esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices. Ya sabes que
yo tampoco la tengo en gran estima, y me lamento del estado en que han
puesto á nuestro país. Pero ¿á qué la violencia? Para acabar con ellos
no hay como la libertad. Mueren dentro de ella como los gérmenes que se
encuentran en un medio que no es el suyo. Perseguirlos y oprimirlos, es
tal vez darles más fuerza, demostrar que se les tiene miedo.... ¡Mucha
libertad, mucho progreso, y ya verás como las costumbres de la
civilización les empujan hasta el sitio que deben ocupar, sin que osen
salirse de él!

--¡Ahora me toca á mí reír!--exclamó el doctor.

Y reía mirando á su primo con ojos compasivos, mientras contestaba á sus
razonamientos.... ¡Querer luchar con aquellas gentes, en la amplitud de
la libertad, cuando llevaban como ventaja varios siglos de dominación,
la incultura del país, la servidumbre de la mujer encadenada á ellos por
el sentimentalismo de la ignorancia! ¡Cuando contaban con el apoyo del
rico, de tradicional estolidez, que, atormentado por el remordimiento,
compra con un trozo de su fortuna la seguridad de no ir al infierno!...
Mientras aquellos enemigos existieran, serían estériles todos los
esfuerzos para reanimar el país. Sólo ellos se aprovechaban de las
ventajas del progreso nacional. Eran los perros más fuertes y ágiles, y
se zampaban los mendrugos que la civilización arrojaba al paso, por
encima de nuestras bardas, mientras el pobre mastín español soñaba en
medio de su corral, flaco, enfermo y cubierto de parásitos.

Había que fijarse en el trabajo de los padres de la Compañía, que eran
los verdaderos representantes del catolicismo, el Estado Mayor del
ejército religioso, el único que tenía el secreto de sus marchas y
evoluciones y ocupaba las tiendas de distinción. ¿Se engrandecía
Barcelona siguiendo el movimiento fabril de Europa? Pues allí ellos.
Adquiría Jerez inmensa riqueza con la fama universal de sus vinos, y
sobre las techumbres de las bodegas alzábase dominadora la iglesia del
jesuíta. Descubría Bilbao sus minas y en seguida se presentaba el
ignaciano á pedir su parte, levantando la universidad y el templo; la
fábrica de autómatas y la tienda donde se vende la salvación eterna. No
había una mancha de prosperidad y riqueza en el mísero mapa de España,
que no la ocupasen ellos. En las pobres regiones del interior,
condenadas á hambre perpetua y á un cultivo africano, no conocían su
existencia. La España mísera quedaba para los curas montaraces y
famélicos, para los merodeadores despreciables del ejército de la Fe.
Ellos eran como los juncos, que delatan en la estepa la presencia oculta
del agua. Donde ellos apareciesen, no era posible la duda: existía la
riqueza.

La fábrica nueva, la mina descubierta, los campos recién roturados, la
codicia de arriba y la miseria explotada de abajo; todo se condensaba en
provecho suyo y venía lentamente á sus manos. Aresti se indignaba ante
la suerte de su país, tierra de maldición, tierra condenada, que había
de permanecer en la inmovilidad, mientras se transformaba el planeta, ó
si se abría á las caricias de la civilización era en provecho de los
dominadores acampados sobre ella.

Con el catolicismo no eran posibles los respetos. El que se mantenía
ante él en actitud puramente defensiva, con la esperanza de que la
Iglesia imitase su prudencia, estaba vencido de antemano. Los católicos
de buena fe eran temibles y peligrosos por el convencimiento de que
poseían la verdad absoluta. Dios se había tomado la molestia de
hablarles para transmitírsela, y sentían eternamente la necesidad de
imponerla á los hombres, aunque fuese por la fuerza, exterminando á los
espíritus rebeldes que se resistían á recibir el beneficio. Podía
vivirse en paz con todos los errores, siempre que fuesen fruto de la
razón, pues la razón no se considera infalible y está pronta á
rectificarse. ¿Pero cómo existir tranquilamente, en mutuo respeto, con
unos hombres que tomaban todos sus pensamientos como inspiraciones
indiscutibles de la divinidad? En ellos era instintiva la violencia; se
indignaban ferozmente viendo desoído á Dios, que habla por su boca. Sus
crímenes del pasado y sus pretensiones del momento, imponían el deber de
combatirlos. Podían respetarse sus creencias, pero vigilándolos como
locos peligrosos, teniéndolos en perpetuo estado de debilidad para que
no intentaran imponerse por la violencia.

--¡El respeto á la libertad!--continuó el doctor dirigiéndose á su
primo.--Oyéndote, me pareces igual á un filántropo loco, que en una
colección de fieras, se indignase ante la jaula de una pantera.

Y Aresti, en su exaltación, mimaba la escena, al mismo tiempo que la
describía de viva voz. El filántropo ideal compadecía á la bestia, ¿Con
qué derecho la tenían entre hierros? La fiera había nacido para ser
libre: tenía derecho á la vida de las selvas, sin obstáculo alguno, como
en su primera edad, «Goza de tu libertad, pobre pantera», decía
abriendo la jaula. Y el animal, al salir de un salto, mostraba su
agradecimiento al libertador haciendo uso de su fuerza, abatiéndole de
una zarpada, desgarrándole el pecho con los colmillos.

--Suelta á la pantera de nuestra historia--gritaba el médico;--déjala en
libertad, después que ha costado un siglo de esfuerzos colocar ante ella
unos barrotes por entre los cuales saca las patas siempre que puede, y
ya verás cómo corresponde á tu candidez de liberal á la antigua.

--¿Y qué quieres?--preguntó Sánchez Morueta.--¿Matarla? ¿Crees que eso
es posible, de un golpe?

--Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo.

Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción:

--Matar la fiera sería lo mejor. Pero de no ser así, hay que conservarla
entre hierros, acosarla, acabar con su fuerza, romperla las uñas,
arrancarla los dientes, y cuando la vejez y la debilidad hayan
convertido la pantera en un perro manso y débil, entonces, ¡puerta
abierta! ¡libertad completa! Y si los instintos del pasado renacen en
ella, bastará un puntapié para volverla al orden.



IV


El despacho de los ingenieros en los altos hornos de Sánchez Morueta,
ocupaba el segundo piso de un edificio de moderna construcción, con las
paredes exteriores ennegrecidas por el humo de las chimeneas que se
alzaban entre aquél y la ría.

Abajo, en las oficinas, estaban los hombres de la administración, con la
pluma tras la oreja, llevando las complicadas cuentas de las entradas de
mineral y de hulla, del acero elaborado, que se esparcía por toda España
en forma de rieles, lingotes y máquinas, y de los jornales de un
ejército de obreros ennegrecidos y tostados junto á los hornos. Arriba,
en lo más alto, estaban los _técnicos_, el cerebro que dirigía aquel
establecimiento industrial, grande y populoso como una ciudad.

Esta parte de la casa era la única que los trabajadores veían sin odio.
Los días de paga, muchos, al salir, miraban con ojos iracundos las
ventanas del primer piso, como si fuesen á asomar á ellas los
administradores que regateaban el precio de su faena, cercenándolo con
multas y descuentos por tardanzas ó descuidos en el trabajo. Si miraban
más arriba era con el respeto que á la gente sencilla inspira el
estudio.

Aquellos señores que pasaban el día inclinados ante los tableros de
dibujo, trazando modelos con una minuciosidad delicada ó alineando
números y letras para sus cálculos, eran mirados como seres superiores.
El rebaño obrero sentíase en contacto más íntimo con aquellos hombres
que se limitaban á dirigirles en su trabajo, que con los otros de la
administración que les entregaban el dinero.

Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á
los contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin
que los obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era
Fernando Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á
todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres. Cuando ellos veían
á don Fernando en los talleres, les parecía el trabajo menos pesado y
procuraban que su tarea fuese más rápida, como si el ingeniero hubiese
de percibir el producto de sus esfuerzos. Aquel joven parecía tener
alrededor de su persona el ambiente de simpatía y atracción de los
grandes caudillos, de los apóstoles que arrastran las masas. Había
nacido para pastor de hombres; inspiraba confianza y fe. Los que tenían
quejas que formular iban á él, aun sabiendo que su influencia no
alcanzaba á la administración, y después de escuchar sus consejos se
retiraban más tranquilos, como si hubieran conseguido algo.

La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa
espontánea, reflejo de un carácter recto, transparente y sin dobleces,
cautivaban á unos hombres habituados á la voz imperiosa de los
contramaestres y á las respuestas altivas de los escribientes de la
dirección.

Vivía como un obrero en una casa del Desierto. Era pupilo de una vieja
cuyo marido había muerto trabajando en los altos hornos, y su hospedaje
servía para mantener á la viuda. En torno de él había fabricado el
afecto de los humildes una aureola de bondad.

Una gran parte de su sueldo la enviaba á su madre y sus hermanas, que
residían en la ciudad de Levante donde él había nacido. La pobre señora
había intentado vivir cerca de él, pero temía al clima de Bilbao. Muchos
obreros guardaban el recuerdo de una anciana con el pelo blanco peinado
en bandos, de anticuada distinción, que paseaba en los días serenos por
cerca de la ría, apoyada en sus dos hijas, quejándose de las lluvias
frecuentes de aquel país, de la atmósfera cargada de carbón y polvo de
hierro, pensando en el sol de Levante, en los campos siempre verdes, en
los naranjales caldeados por un viento ardoroso.

Los obreros, al hablar de don Fernando, ensalzaban el interés que
mostraba por ellos. Aquel señorito era de los suyos. Sin el menor
esfuerzo se llevaba la mano al bolsillo, para auxiliar á algún
trabajador que por enfermedades de la familia se veía en trance apurado.
El elogio que hacían de él era siempre el mismo: «No tiene nada suyo.»
Además, le querían, por verle siempre en guerra con los señores de la
administración, en defensa de la gente de los talleres. En las oficinas
trabajaban muchos amigos de Goicochea, que se aprovechaba, para
colocarlos, de su intimidad con el principal. Eran compañeros suyos de
las cofradías de Bilbao, piadosos señores que se preocupaban más de los
pensamientos de los obreros que de su trabajo, y valiéndose de ciertos
espionajes de taller, los tenían sometidos á continua vigilancia,
clasificándolos según sus creencias.

Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver
despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos
los compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado
civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo
suyo, y acusaban á los _culebrones_ de la dirección de una ruin
venganza. Los más exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después
de matarse trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que
debían pensar? ¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como
ciertos hipócritas que halagaban de este modo á los amos, para
procurarse trabajo? Sanabre tuvo una viva discusión en les oficinas y
acabó por presentarse á Sánchez Morueta. El millonario, abstraído en
sus negocios, ignoraba la vida interna de sus fábricas, y se indignó
contra aquellos empleados, que eran excelentes administradores, pero se
aprovechaban de las facultades que él les daba, para imponer sus
creencias. Él no quería á su sombra más que trabajo. El obrero volvió á
ocupar su sitio y toda la gente de los altos hornos agradeció al
ingeniero esta victoria.

Si Sánchez Morueta gozaba de algún afecto entre los miles de hombres que
le veían pasar como un fantasma por el edificio de la dirección, era un
reflejo del cariño que todos sentían por Sanabre. Aquella gente
adivinaba la simpatía que el amo profesaba al ingeniero. Mientras don
Fernando estuviese al lado del millonario, no había que temer que
entrase en los altos hornos el espíritu de purificación santurrona que
reinaba en otras fábricas. Él defendía los intereses de su principal,
procurando que el trabajo marchase bien; pero fuera de los talleres
todos quedaban en libertad. No ocurría lo que en las fábricas y las
minas de otros ricos de Bilbao, donde bastaba la lectura de ciertos
periódicos ó la asistencia á un mitin, para ser despedido con ridículos
pretextos. ¿Qué le pediría al amo aquel don Fernando tan bueno y
simpático que no se lo concediese?

Y así era: Sánchez Morueta sentía por Sanabre un afecto casi paternal.
Encontraba en él algo de aquel hijo, que en vano había esperado en los
primeros tiempos de su matrimonio. Hacía ocho años que se había
presentado una mañana en su escritorio con una carta de recomendación de
un amigo de Madrid. Acababa de terminar su carrera de ingeniero
industrial en Barcelona; era pobre y necesitaba vivir, mantener á su
madre y sus hermanas que subsistían de una mísera pensión del Estado. Su
padre había sido militar; todos los hombres de su familia eran hombres
de guerra: la espada pasaba de generación en generación, como
instrumento de trabajo, en aquella familia de levantinos. Pero á él no
le gustaba la profesión de soldado: se parecía á su madre. Y Sánchez
Morueta, examinando al muchacho, reconocía que efectivamente había en él
muy poco de aquella estirpe de guerreros. Era delicado, con las manos
finas, la piel lustrosa, de un moreno pálido, los ojos grandes y dulces,
tal vez en demasía para un hombre, y una dentadura igual y nítida, sin
esa agudeza saliente que revela el instinto de la presa. El bigote,
ensortijado con cierta arrogancia, era la única herencia física de sus
belicosos antecesores.

El millonario sintió simpatía por el joven desde el primer instante. Tal
vez era la fuerza del contraste entre su rudo cuerpo de luchador y la
delicadeza de aquel meridional que ocultaba sus energías, su viveza de
carácter, bajo un exterior suave de efebo bigotudo «Parece un tenor»--se
dijo el millonario al conocerle. Y desde entonces, encariñado con su
idea, no oía ópera alguna, sin encontrar en los ojos pintados de los
cantantes y en sus movimientos perezosos, algo que le recordaba á su
joven ingeniero.

Sanabre no tardó en apoderarse del afecto de su principal. Aquel hombre
de pocas palabras era comprendido inmediatamente por el joven. Muchas
veces, antes de hablar, salía al encuentro de su pensamiento, lo
adivinaba, cumpliendo las órdenes que el millonario aún no había
formulado. Además, el ingeniero tenía sus ideas propias, y las
comunicaba con una discreción tan suave, que el principal acababa por
creerlas suyas.

Cuando Sánchez Morueta le tomó bajo su protección acababa de fundar los
altos hornos. Sanabre entró en el despacho de los ingenieros como un
simple agregado, trabajando á las órdenes de un inglés, que había
construido los hornos y era un excelente director, hasta media tarde,
pues pasada esta hora, el _whisky_, bebido en abundancia durante el día,
le impulsaba á las mayores extravagancias. Cuando el inglés volvió á su
país, Sánchez Morueta miró con sonrisa paternal á su ingenierillo.
«Muchacho, ¿te atreverías tú con todo eso?... ¡Vaya si se atrevió! El
millonario reconocía que desde que Sanabre estaba al frente de los altos
hornos marchaba la explotación con más regularidad, siendo menos
frecuentes los conflictos entre la administración y el ejército obrero.
Era un excelente engrasador que, apenas notaba un entorpecimiento en la
complicada máquina, acudía á remediar la aspereza con su dulzura y sus
buenas palabras. A no ser por él, hubieran surgido varias veces en los
talleres la protesta y la huelga.

Los de la administración--por exceso de celo y por antipatía instintiva
hacia la masa jornalera, que vivía sin acordarse de la religión,
hablando á todas horas de sus derechos,--inventaban á cada paso nuevas
reglamentaciones para cercenar algunos céntimos de los jornales ó
aumentar el trabajo en unos cuantos minutos. Los protegidos de Goicochea
hablaban de la necesidad de «velar por los intereses de la casa», y al
mismo tiempo, de meter en un puño á aquella gentuza, cada vez más
exigente y respondona. Pero Sanabre estaba allí y servía de
intermediario y pacificador. ¿Qué le importaban á un potentado como
Sánchez Morueta algunas pesetas menos? Era indigno que por tan poca cosa
entrase en guerra con la miseria aquel hijo de la Fortuna.

El millonario aceptaba silenciosamente la opinión de su ingeniero, y
renacía la paz, mientras los _jesuitones de la Dirección_ (así los
designaban en los talleres), sonreían hipócritamente á Sanabre,
agradeciéndole las derrotas con felina amabilidad.

Muchos obreros habían notado cierta transformación en la persona y las
costumbres del ingeniero director. Vestía con más esmero, y los que
estaban habituados á verle en los talleres con boina y zapatos de suela
de cáñamo, sin preocuparse del polvo del carbón ni de las chispas del
acero, se inquietaban ahora cariñosamente por los trajes nuevos y los
sombreros flamantes adquiridos en Bilbao, que paseaba con su antiguo
descuido entre las fraguas chisporroteantes y las nubes negras de los
cargaderos. Sus cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban
la atención de las mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres
enflaquecidos por el trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que
pedir al ingeniero para remedio de su maternidad miserable.

--¡Chicas: nos lo han cambiado!--se decían;--ya no es don Fernando:
parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?...

Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina
transformación.

Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete:
de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas
excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días,
hasta que se secaba. Los trabajadores que tenían más confianza con él,
sonreían al sorprender las miradas involuntarias con que acariciaba este
adorno de la solapa, mientras pasaba revista á los talleres.

--¿Cuándo es la boda, don Fernando?--le preguntaban.

Y él contestaba con una sonrisa de enamorado, contento de la vida, como
si desease comunicar algo de su felicidad á cuantos le rodeaban. La
visión de un jardín, y de una mujer, marchaban ante él por los negros y
ruidosos talleres, embelleciéndolo todo como un rayo de sol.

Una tarde de verano, escribía Sanabre en su despacho, junto á una
ventana abierta que encuadraba un pedazo de la ría, con dos vapores, un
trozo de cielo azul cortado por varias chimeneas y el monte de la orilla
opuesta. Un ingeniero belga, joven de pelo rojo, mofletado como un niño,
y de bigote erizado, trabajaba cerca de él, y en la habitación inmediata
los delineantes dibujaban sobre los tableros, deteniéndose algunas veces
para pedir aclaraciones.

Sanabre parecía inquieto; miraba de vez en cuando á sus subordinados con
ojos de azoramiento, y al convencerse de que ninguno de ellos se fijaba
en él, volvía á escribir, no en los papeles de marca grande que usaba
para sus trabajos, sino en un pliego de cartas que el joven ingeniero
parecía acariciar con la pluma, trazando las letras con delicadeza de
artista.

Más de dos páginas había llenado, cuando alguien dió con el bastón
fuertes golpes en la puerta del despacho y una voz conmovió á todo el
personal, habituado á la calma casi monástica de aquella oficina.

--A ver, ¿dónde está ese ingenierete?...

Lo primero que vió Sanabre al levantar la cabeza fué el brillo de unos
lentes, y al reconocer al doctor Aresti, abandonó su sillón confuso é
indeciso, dudando entre salir al encuentro de aquél ú ocultar la carta.

Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal,
volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavía
atolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á la
ventana.

El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamado
por la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto.
Inconvenientes de la popularidad. Aquellas buenas señoras, aunque se
trasladasen á Bilbao ó fueran á vivir al otro extremo del mundo, no
querían otro médico que el doctor Aresti, obligándolo á ir de un lado á
otro como un comisionista de la salud. ¡Maldito carácter que no le
permitía negarse á nada! Y mientras venía la hora de coger el último
tren de las minas, se había dicho: «Vamos á echar un párrafo con el
ingenierito y de paso veré el gran feudo industrial de mi primo....»

Acariciando con amistosas palmadas á Sanabre, le decía con tono
malicioso:

--Desde el día del santo de Pepe que no te había visto. Cuántas cosas
han pasado desde entonces ¿eh?... Parece que todo va bien.

Aresti tuteaba al ingeniero, sin conseguir que éste le tratase con igual
confianza, pues el doctor le inspiraba cierto respeto, á pesar de su
carácter comunicativo. Los escudriñadores ojos de Aresti, habituados al
examen rápido de todo cuanto le rodeaba, iban rectos á aquella carta
que Sanabre pretendía ocultar.

--Eso no será ningún trabajo de ingeniería--dijo en voz baja y con
sonrisa burlona.--Me da en la nariz cierto tufillo de noviazgo.... ¡Vaya
un modo de velar por los intereses de mi primo, señor ingeniero! Y de
seguro que en esos cajones hay algo más que planos y estudios. Cartitas
de amor, con fina letra inglesa y alguna que otra falta de ortografía:
tal vez flores secas y amados cintajos. Muy bien, señor ingeniero. Eso
es _muy propio_ de la seriedad de una oficina como esta.

Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvía
la mirada hacia los cajones de un _secretaire_ inmediato, desconcertado
por la certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre que
sus subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allí
cuanto antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De veras
que no había visto nunca los altos hornos? Pues aquella tarde era de las
mejores: había cuela de mineral. Y salió de la oficina seguido por el
doctor.

Abajo, en la inmensa llanura de las fundiciones, surcada por vías
férreas y cubierta de polvo de carbón, el médico detuvo á su guía, como
si le interesase más hablar con él, que contemplar la riqueza industrial
de su primo.

--Vamos á ver, Fernandito--dijo cogiéndolo por un botón de la
americana.--Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tu
gente: ¿cómo van esos amores?...

Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero le
desconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidad
insolente de los miopes.

--¡Pero ingeniero del demonio! No niegues. ¡Si lo sé todo!... Vaya por
descubierta, para que seas franco conmigo. La semana pasada me lo dijo
el _Capi_ cuando vino á cazar _chimbos_ á la montaña. Ya sabes que él es
hombre que calla y lo ve todo. Nada se le escapa de lo que ocurre en
casa de Pepe. Conque dime, ¿cuándo piensas ser mi sobrino?

Sanabre se entregó: con aquel hombre no valían disimulos. Además, el
doctor le había inspirado una gran confianza y sentía el anhelo de todo
enamorado por comunicar su felicidad. ¿A quién mejor que al bondadoso
Aresti, que además aparecía ante sus ojos engrandecido por su parentesco
con Pepita?... La reserva vergonzosa del ingeniero, se convirtió en una
verbosidad atropellada. Quería contar de un golpe toda la historia de
sus amores: se extrañaba de que Aresti no sintiera el mismo entusiasmo
que él y le escuchase con gesto irónico, que daba á su cara una
expresión de Mefistófeles bondadoso.

¡Ay, qué tarde aquélla, en la que Pepita, paseando por su jardín de Las
Arenas, y aprovechando una corta ausencia de su madre, le había
contestado afirmativamente! Era la única vez que Sanabre creía haber
estado ebrio: ebrio de sol, de azul celeste, de verde de los árboles, de
aquella luz opalina que derramaban sobre el suelo unos ojos bajos y como
avergonzados, al pronunciar el mágico monosílabo. Lo cierto era que al
anochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durante
la comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundía
Sánchez Morueta. Junto al puente de Vizcaya había vaciado sus bolsillos,
derramando un puñado de pesetas entre la chiquillería que miraba con
cierto asombro á un señorito, con el sombrero echado atrás, andando á
grandes pasos, como un loco. En Portugalete, al tomar el tren, iba de un
lado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba cierta
inquietud á los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdos
musicales que tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que el
tenor, con la mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Qué
noche, doctor!... Después se había serenado; su felicidad adquirió
cierto sosiego, pero aun así, cada día le traía nuevas y profundas
emociones. Llegaba á Las Arenas y temblaba al entrar en casa de Sánchez
Morueta, como si éste fuese á presentarse iracundo é imponente,
señalándole con gesto mudo la puerta. Tenían que librarse de la
vigilancia de doña Cristina, para cambiar la carta que llevaba escrita
con la que le entregaba Pepita en un rincón del hotel, ó en una revuelta
del jardín: y gracias que contaban con el auxilio de Nicanora, la _aña_
de su novia, la ama seca que, después de criar á la niña, se había
quedado á su lado disputando su influencia, primero á la institutriz, y
ahora á las doncellas y demás servidumbre femenina de la casa.

Sanabre hablaba conmovido de la ansiedad con que aguardaba las cartas de
Pepita; cómo las leía y releía; cuántas veces en mitad de su visita á
los talleres, acometía su recuerdo la duda de una palabra, la sospecha
de que tal párrafo envolvía cierta frialdad, y volaba de nuevo á su
despacho, para deshacer el paquete amoroso, examinando atentamente la
letra amada, como un jeroglífico que ocultaba su felicidad. Él no había
creído nunca que pudiera amarse tan intensamente. Había conocido á
Pepita con la falda corta y el pelo suelto, cuando jugaba en el jardín,
bajo la mirada de acero de una inglesa huesuda, que al más leve descuido
gritaba como un loro arisco: «¡Miss!...» ¿Quién le hubiera dicho
entonces que se había de enamorar de aquella chiquilla? ¡Porque él
estaba loco por Pepita, realmente loco, querido doctor!

Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles que
constituyen los grandes acontecimientos para los enamorados, ante las
inquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de una
sonrisa, cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existencia
vulgar.

--Es esta tu primera novia, ¿verdad?--dijo Aresti.--Ya se conoce: todos
hemos pasado por eso. Es el sarampión de la juventud. Un signo de fuerza
y de vida. El que no lo sufre es que lleva el alma muerta. Sigue, hijo,
sigue.

La única tristeza de Sanabre era la consideración de la gran desigualdad
de fortuna entre él y su novia. ¿Qué diría su principal cuando se
enterase? Le creería un aventurero que intentaba apoderarse de su
inmensa riqueza. En aquella tierra donde se casaban las fortunas y era
para muchos la única carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de un
ingeniero pobre que ponía los ojos nada menos que en la hija de Sánchez
Morueta?...

Fernando miraba al doctor como si quisiera adivinar su pensamiento. ¿No
creería él también que le guiaba el deseo de conquistar de un golpe la
riqueza? Esta duda le entristecía. Él amaba á Pepita... porque sí.
¿Quién sabe por qué se quiere?... Tal vez, porque en aquella vida de
Bilbao, huraña y de escaso trato social, en la que hombrea y mujeres
vivían separados, era Pepita la única joven con la que había tenido
algún trato, y el amor, que no piensa en diferencias sociales, ni conoce
otros obstáculos que los de la naturaleza, le había sorprendido,
inflamando sus treinta años, la edad de las grandes pasiones. ¡Ay! ¡Cómo
deseaba que ella fuese una pobre que al entregarse á él, le agradeciera
no sólo su amor sino su trabajo! ¡Qué! ¿no le creía el doctor?...

--Te creo, muchacho--dijo Aresti--Claro es que no te sabrá mal ser yerno
de un millonario; pero esto es miel sobre hojuelas y aquí las hojuelas
son tu amor. Tú eres de otra raza; tú vienes de abajo, del Sur, de un
país de sol y de cielo azul, donde la dulzura de la vida hace pensar
menos en el dinero, y se mata por amor, y, se quiere tanto á la mujer...
¡tanto! que á veces se la da de puñaladas para tirarse luego del pelo
ante su cadáver. Sois unos animales más vehementes, más complicados é
interesantes que los de aquí. Tengo la certeza de que si esto sigue, aún
te verán alguna noche con una guitarra, en Las Arenas, cantando
serenatas ante la ventana de mi sobrina.

Aresti, por no molestar al ingeniero, cambió de tono y le habló con
gravedad. Podía prepararse á sufrir disgustos. Aquello no sabía él cómo
podía acabar; lo más probable era que terminase de mal modo.

--Lo sé--dijo Sanabre con tristeza.--Temo al principal cuando se entere.
Se indignará, sin que le falte razón para ello.

--Mi primo es el menos temible. No tiene opinión formada sobre el
porvenir de su hija. Tal vez le parezca excelente la idea de que tú, que
eres un trabajador, continúes su obra. Hay que esperar siempre algo
bueno de su carácter.... ¡Otros son los que debes temer!

Y hablaban de su prima, la «antipáticamente virtuosa» como él la
llamaba: aquella Cristina que se creía postergada por haberse unido á
Sánchez Morueta á pesar de que éste le trajo la fortuna. ¿Qué iba á
decir ahora, en plena riqueza, ante la posibilidad de emparentar con un
empleado de su casa? Ella sólo apreciaba dos cualidades, como las únicas
respetables en el mundo: una gran fortuna ó un nombre histórico,
relacionado con las glorias del país vasco y de la religión....

--Además, ingeniero de Dios--continuó el doctor:--tienes que luchar con
Fermín Urquiola, que también parece que anda tras de la chica, no sé si
por impulso propio ó empujado por la madre.

Aquí se irguió Sanabre con el orgullo del hombre que sabe es preferido.
A ese no le tenía miedo. Estaba seguro de que inspiraba á Pepita una
aversión irresistible: bastaba ver con qué despego le trataba. Aquellas
niñas criadas junto á las faldas de sus madres, conocían todo lo que
pasaba en la villa. Al estar juntas, chismorreaban como novicias en
asueto, que se enteran con curiosidad femenil de lo que ocurre más allá
de las rejas. Pepita conocía la vida de aquel señorito, mezcla de matón
clerical y de calavera rústico, que pasaba las noches en las casas del
barrio de San Francisco y había sido conducido varias veces al juzgado
por borracheras tumultuosas. No, á ese no podía quererlo Pepita: lo
despreciaba á pesar de que la perseguía en las visitas, extremando con
ella su cortesía empalagosa copiada de los padres de la Compañía. Se
retiraba de él con cierta impresión de asco: como si la pudiera manchar
con impuros contagios, á los que ella, en su inocencia, daba formas
monstruosas.

--Y de mi sobrina ¿estás muy seguro?--preguntó el doctor fríamente, con
forzada indiferencia, como si no quisiera alarmar al joven.

Sanabre sentía la ciega convicción de todo amante. Sí: estaba seguro de
que le amaba: ¿Por qué le había de engañar, halagando sus ilusiones? El
ingeniero no comprendía la pregunta del doctor.

--Es que sois de diversa raza--continuó Aresti--Tal vez me engañe, pero
¡qué quieres!; desde aquí, sin haber leído vuestras cartas, sin haberos
escuchado, apostaría algo á que, de los dos, tú eres el que quieres más
y mejor.

Sanabre quedó silencioso un momento. Parecía asombrado, como si de
repente se abriese en su pensamiento una gran ventana por la que veía
algo nuevo. Acudían de golpe á su memoria hechos olvidados, palabras en
las que no había puesto atención, mil insignificancias que parecían
removidas por las palabras del doctor. Tal vez estaba éste en lo cierto.
Pepita no parecía tomar el amor con el mismo apasionamiento que él. Era
un incidente que alegraba su vida dándole nuevos deseos, pero sin llegar
á turbarla profundamente. Mas el ansia de ser amado, de engañarse con
dulces ilusiones, el egoísmo varonil, inclinado siempre á creer en una
predilección en favor suyo, se sublevaron en Fernando.

--No, doctor: me quiere. Tengo pruebas.

Y las pruebas eran el fajo de cartas que estaba arriba, entre planos y
cuadernos de cálculos; hojas de papel satinado, de suave color de rosa,
en las que Pepita juraba quererlo «más que á su vida» y terminaba
invariablemente «tuya hasta la muerte.» Para Sanabre, estos juramentos
eran más solemnes é inconmovibles que las sentencias de un tribunal.

--Pues si ella te quiere--dijo el doctor--¡adelante, muchacho! y á ver
cuándo te llamo sobrino.

Sintiendo cierta conmiseración por su optimismo, intentó animarle,
disminuyendo los obstáculos ante los cuales se aterraba Fernando. Al
padre, á pesar de sus barbazas y su entrecejo de gigante, no había que
tenerle gran miedo. Era cuestión de que el descubrimiento le pillase de
buen talante. Aún pasaría tiempo antes de que se enterase, preocupado
como estaba por los nuevos negocios que le obligaban á trasladarse á
Madrid todos los meses. Además: él sabía lo que era el amor (¡vaya si lo
sabía!) y no era hombre que de buenas á primeras se indignase contra un
joven, porque no había sabido resistirse á las inclinaciones de su
corazón. Quedaban otros enemigos, y además la malicia de la gente, que
creería cálculo lo que era amor.... Pero ¡qué demonio! un ingeniero no
era una cosa cualquiera. Justamente, figuraba como eterno personaje,
desde hacía años, en las novelas y los dramas. Al salir sobre las tablas
ó en el primer capítulo un protagonista joven, noble, arrogante, que
sólo abría la boca para decir cosas hermosas y _profundas_, ya se sabía,
era un ingeniero.

--Lo malo--añadió Aresti, recobrado su tono irónico--es que en este
Bilbao todo es diferente del resto del mundo. El ingeniero priva en
otros países como un primer galán del porvenir; pero aquí, ¡hijo mío!,
el héroe de moda, el que arrambla con todo, es el abogado salido de
Deusto.

Y antes de que Sanabre volviera á hablar de su amor, el médico añadió,
cogiéndole de un brazo:

--Vaya; enséñame todo eso. Piensa que aún tengo que ir á Gallarta.

Avanzaron por la llanura negra y rojiza, cubierta de polvo de hulla y de
residuos de mineral. A cada paso tropezaban con rieles que formaban una
complicada telaraña de vías férreas. Sanabre enumeraba todos los medios
de comunicación que convertían el establecimiento en una red complicada,
con numerosas agujas y plataformas movibles, para los cambios de vía.
Tenían un ferrocarril directo á las minas; otro para las mercancías, que
empalmaba con la vecina estación; vías para los embarcaderos, vías para
comunicar unos talleres con otros: total, muchos kilómetros de rieles
que se entrecruzaban en un espacio relativamente reducido. En algunos
puntos, al encontrarse las vías, se tendían unas sobre terraplenes y
otras pasaban por debajo, al través de pequeños túneles. El espacio
estaba cruzado por los hilos del alumbrado y los teléfonos, y los
cables de los tranvías aéreos. Entre esta red de acero alzábanse
numerosos postes, con sus faros eléctricos semejantes á lunas apagadas.
Los guardas paseaban por las vías con la carabina pendiente del hombro y
el paraguas cerrado bajo del brazo, vigilando las vallas ó las orillas
de la ría por donde se colaban los merodeadores en busca de la
_chatarra_, acero viejo, piezas de máquinas desmontadas ó rollos de
alambre, que vendían en los baratillos de Bilbao. La ría--según decía el
capitán Iriondo--era peor que una carretera antigua. Así que cerraba la
noche, una turba de merodeadores saqueaba las orillas, llevándose todo
lo que estaba suelto en barcas y edificios.

El ingeniero mostraba con orgullo la gran sala de los motores, que
aprovechaban el gas de la hulla, al que antes no se daba aplicación.
Aquello era obra suya y proporcionaba á la casa, sin nuevos gastos, una
fuerza de más de dos mil caballos. Después venían los hornos para hacer
el cok, que extraían del carbón, el alquitrán y el amoníaco.

Luego pasaron por el desembarcadero de la hulla. Un vapor de la casa
estaba atracado á la riba, tan hondo por el descenso de la marea, que
sólo se le veían la chimenea y los mástiles. En aquélla destacábanse
pintadas de rojo las enormes iniciales entrelazadas de Sánchez Morueta.
La grúa del descargador avanzaba su inmenso brazo de hierro sobre el
agua. El tanque, que contenía una tonelada de combustible, salía de las
entrañas del barco, se remontaba hasta la punta del puente aéreo y,
deslizándose con incesante chirrido, entraba tierra adentro para vomitar
su contenido en una de las varias montañas de hulla que se interponían
entre aquella parte del establecimiento y la ría. Otro vapor con bandera
inglesa, estaba inmóvil, un poco más allá, hundido hasta la línea de
flotación, esperando su turno para descargar.

--Consumimos mil toneladas diarias--decía el ingeniero con
orgullo.--Necesitamos más de un barco cada veinticuatro horas.

Después, enseñó al doctor el triturador del carbón, donde trabajaban las
mujeres entre una nube de polvillo que las cubría la cara, dándolas un
aspecto de grotesca miseria, con la boca llorosa y los ojos enrojecidos,
en medio de su máscara negra.

Los grandes talleres, para la reparación de las maquinarias de la casa y
construcción de máquinas nuevas, puentes y hasta barcos, no atrajeron la
curiosidad del doctor.

--Conozco esto--dijo Aresti.--Lo he visto muchas veces fuera de aquí. Lo
que á mí me interesa es la especialidad de la casa, la base de vuestra
industria: ver como se convierte el mineral en acero. Y señalaba los
altos hornos, las robustas torres gemelas, unidas por el ascensor que
subía hasta sus bocas las cargas de mineral y de combustible. Un calor
de volcán envolvió á los dos hombres al aproximarse á los altos hornos.
Marchaban por plataformas de tierra refractaria, surcadas con una
regularidad geométrica por pequeñas zanjas que servían de moldes al
mineral en fusión. Por este cuadriculado del suelo corría el hierro
líquido al salir de los hornos, tomando la forma de lingotes. La tierra
ardía, obligando al doctor á mover continuamente los pies. Los gruesos
muros de los hornos irradiaban un calor sofocante que abrasaba la piel.
El ingeniero, habituado á esta temperatura, describía con gran calma la
función de los altos hornos.

Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, mil
quinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba en
los tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas,
formábase el metal que descendía por su peso hasta salir por la base de
las torres. Día y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era su
muerte. Calentarlos y ponerlos en disposición de funcionar, costaba una
fortuna. Si se apagaban había que derribarlos y hacerlos nuevos: asunto
de medio millón.

Un descuido en el trabajo, una huelga, podía costar la existencia á
aquellos gigantes de la industria, que sólo vivían ardiendo y tragando
combustible á todas horas. Cuando surgía una huelga en la montaña y los
ferrocarriles paralizados no acarreaban mineral, había que echarles
carbón lo mismo que si funcionasen. Aquellos enormes tubos de piedra,
con su aspecto de grosera pesadez, eran delicados como juguetes de la
industria, y podían inutilizarse al menor descuido.

Mientras el ingeniero detallaba sus explicaciones, el médico, asombrado
por la enorme mole de las dos torres ardientes que parecían servir de
pilares al firmamento, pensaba en el culto del fuego, en la adoración de
las razas antiguas al gran elemento creador y destructor, en los ídolos
ígneos que cocían dentro de su vientre, en repugnante holocausto, las
víctimas humanas.

--Ahora van á sangrar--dijo Sanabre, señalando á un obrero viejo que
hurgaba con una palanca en la boca del horno cubierta de tierra
refractaria.

Se abrió un pequeño agujero en la base de una de las torres y apareció
un punto de luz deslumbradora, una estrella roja de agudos rayos que
herían la vista. Se fué agrandando, y un arroyo rojo obscuro, como de
sangre de toro, corrió por la tierra con un chisporroteo ruidoso.

--¿Eso es el hierro?--preguntó Aresti.

--No: es escoria. El hierro vendrá después.

El médico respiraba con dificultad. La tarde de primavera era calurosa.
Al lado de aquellos infiernos de la industria, la vida era imposible. Se
enrojecían los ojos; parecía que las pestañas iban á consumirse,
secábase la piel sintiéndose en cada poro una aguja ardiente, y los pies
movíanse inquietos, agitando las caldeadas suelas de los zapatos.

Aresti admiraba á los trabajadores, que estaban allí como en su casa,
habituados á una temperatura asfixiante, moviéndose como salamandras
entre arroyos de fuego, enjutos, ennegrecidos cual momias, como si el
incendio hubiese absorbido sus músculos, dejándoles el esqueleto y la
piel. Iban casi desnudos, con largos mandiles de cuero sobre el cuerpo
cobrizo, como esclavos egipcios ocupados en un rito misterioso. El calor
les hacía exponer sus miembros al chisporroteo del hierro, que volaba en
partículas de ardiente arañazo. Algunos mostraban las cicatrices de
horrorosas quemaduras.

Sanabre señaló la boca del horno. Iba á comenzar la colada. No era una
estrella lo que se abría en la tierra refractaria: era una gran hostia
de fuego, un sol de color de cereza, con ondulaciones verdes, que
abrasaba los ojos hasta cegarlos. El hierro descendía por la canal,
esparciéndose en espesa ondulación en las cuadrículas del suelo. Aresti
creyó morir de asfixia. El chisporroteo del metal al ponerse en contacto
con la atmósfera, poblaba el espacio de puntos de luz, de llamas rotas
en infinitos fragmentos. Eran mariposas azules y doradas que
revoloteaban vertiginosamente con alas de vibrantes puntas; mosquitos
verdosos que zumbaban un instante, desvaneciéndose para dejar paso á
otros y otros, en interminable enjambre. El hierro era de un rosa
intenso al salir del horno con ruidosas gárgaras; rodaba por las canales
con la torpeza del barro, enrojeciéndose como sangre coagulada, y al
quedar inmóvil en los moldes, se cubría de un polvo blanco, la escarcha
del enfriamiento.

El médico no podía seguir junto al horno, y tiraba de Sanabre.

--Vámonos, ingeniero del demonio. Esto es para morir.

Aun vieron como, cambiando de dirección la canal del horno, arrojaba su
chorro de fuego sobre un gran tanque montado en una vagoneta. Era el
caldo para los convertidores. Aquel mineral iba directamente á
transformarse en acero. Silbó la locomotora, pequeña como un juguete,
salió á toda velocidad por debajo de los cobertizos inmediatos,
arrastrando el enorme tanque, en cuyos bordes se agitaba el líquido
rojo, siguiendo el traqueteo de las ruedas.

Aresti, casi cegado por tanto resplandor, tomó la mano del ingeniero.

--¡Guíame, Virgilio!--dijo riendo.--Yo voy como el poeta de los
infiernos: cuida de que no nos quememos.

Y avanzaba por la plataforma inmediata á los altos hornos, saltando los
arroyos de metal en ebullición. Cada vez que pasaba por encima de una de
las zanjas, una bocanada de fuego subía por sus piernas hasta la cruz de
los pantalones.

--¡Por fin!... Aquí se respira--dijo el doctor al descender de la meseta
donde sangraba el mineral, poniendo los pies en tierra firme.

Pasó un buen rato limpiándose el sudor y haciéndose aire con el pañuelo.

--Parece mentira, Fernandito--dijo con su acento zumbón--que viviendo
aquí tengas ánimo para pensar en amores. Yo soñaría con un botijo
grande, inmenso cual una de esas torres, lleno de agua fresca como la
nieve.

--Pues aún nos queda por ver otro infierno: sólo que este es más
_pintoresco_.

Y el ingeniero guió al doctor hacia el taller de los convertidores. Eran
enormes campanas colocadas casi al ras de la techumbre, en espacios
abiertos, para que esparciesen sus chorros de chispas. Los encargados de
voltearlas cuando lo exigían las operaciones de la carga, llegaban hasta
ellas por unas pasarelas de acero.

Sanabre se entusiasmaba hablando del convertidor de Bessemer; el gran
descubrimiento industrial que había abaratado el acero, enriqueciendo á
Bilbao al mismo tiempo, pues exigía minerales sin fósforo, como los de
las montañas vizcaínas. Antes del invento, el acero se fabricaba en los
hornos antiguos por medio del puldeo, un procedimiento más lento y más
caro; pero ahora todo el metal para vías férreas, que era el de más
salida, lo fabricaban con rapidez vertiginosa. Y el ingeniero describía,
con un arrobamiento de devoto, las funciones del admirable convertidor,
que simplificaba la industria. El hierro era purificado dentro de él por
una gigantesca corriente de aire que inutilizaba el carbono, el silicio
y el manganeso: así se formaba el acero. No era de clase tan superior
como el Siemens, por ejemplo, pero servía perfectamente para los rieles
de los caminos de hierro; la gran necesidad de la vida moderna.

Aresti apenas le oía, aturdido como estaba por la grandeza del
espectáculo. Era un rugido inmenso que conmovía la techumbre del taller,
y hacía temblar la tierra: un escape de fuerzas y de fuego por la boca
del convertidor, á impulsos de la corriente de aire comprimido que venía
del vecino edificio, donde estaban las grandes máquinas inyectadoras. El
metal en ebullición arrojaba por la boca superior de la campana un
torbellino de chispas, un ramillete de fuego. ¡Pero qué chispas! ¡qué
fuego! Era aquello tan grande, tan inconmensurable, que Aresti
recordaba, como un juego sin importancia, la salida del metal de los
altos hornos.

Soplaba la campana su ensordecedor rugido y subía recto por el espacio
un surtidor que se abría en lo alto como una palmera roja, esparciendo
plumas de luz, hojas azules, anaranjadas, de un rosa blanquecino,
descendiendo después para apagarse antes de llegar al suelo. De vez en
cuando, la campana era volteada por ocultos obreros, y se cerraba su
chorro luminoso; pero de nuevo tornaba el cono hacia arriba y surgía el
chorro con mayor rugido, con tonos azulados que iban pasando por todos
los colores del iris. Fuera del taller aún era de día. El sol, en el
ocaso, iluminaba el suelo, más allá de los cobertizos; pero los ojos,
deslumbrados por este resplandor de incendio, lo veían todo negro, como
si hubiese llegado la noche.

El acero líquido caía en moldes de forma cónica. Una grúa movía los
moldes, volteándolos cuando el acero se solidificaba; y aparecía el
lingote cónico, en forma de pan de azúcar, de un blanco rosa, como si
fuese de hielo con una luz interior, esparciéndose las cenizas de su
enfriamiento al abandonar la envoltura. Cada lingote era depositado en
un carrito, del que tiraban dos obreros, y avanzaba lentamente hacia los
hornos de laminación, solemnemente luminoso, de un brillo divino, como
si fuese un ídolo arrastrado por sus fieles.

Aresti ya no sentía el asfixiante calor. Le entusiasmaba la original
belleza del espectáculo. Allí quería ver él á ciertas gentes que sólo
aspiraban la poesía en el polvo de lo antiguo, negando toda sensación
artística á los descubrimientos modernos. Ningún poeta había dado una
impresión de grandeza como la que se experimentaba ante aquel invento
industrial. El infierno imaginado por el vate florentino resultaba un
juego de chicuelos. No era preciso emprender un largo viaje para admirar
el Vesubio. ¿Qué volcán más hermoso que aquél? Los hombres, al amparo de
la ciencia, hacían poesía sin saberlo; la poesía viril, la de las
fuerzas de la naturaleza.

Y así seguía el doctor, desbordando su admiración en entusiásticas
palabras ante el mugidor ramillete de fuego. La vista de los obreros que
manejaban los bloques incandescentes y los arrastraban fuera del taller,
pareció volverle á la realidad. Saltaban en torno de ellos las moléculas
del acero ígneo, como moscardones de mortal picadura. Llevaban los pies
cubiertos de trapos, y tenían que sacudirlos con frecuencia para
librarse de las mordeduras del metal. Pasaban por entre los lingotes al
rojo blanco con la tranquilidad de la costumbre. El más ligero roce con
aquellos infernales panes de azúcar, convertía instantáneamente la carne
en humo, dejando el hueso al descubierto. Podían matar á un hombre con
su contacto, sin dejar en el ambiente más que un leve hedor de
chamusquina, un poco de vapor: después, nada.... Y los conos diabólicos
atraían con su luz y su blancura, confundiendo las distancias, como si
gozasen de movimiento y vida y se metieran ellos mismos carne adentro,
evaporándola.

Aresti pasó al taller de laminar: iba atolondrado por el ruido y el
calor. Había perdido el instinto de la conservación en aquel mundo de
incendios y de fuerzas ensordecedoras. Sentía caprichos de niño, una
tendencia á acariciar aquellos bloques tan refulgentes, tan bonitos, con
su blancura sonrosada, que podían comerse su mano con sólo el roce.

Pasaban los lingotes por un nuevo calentamiento en los hornos y al
salir de ellos caían en el tren de laminar, una serie de cilindros que
los torturaban, los aplastaban, adelgazándolos en infinita prolongación.
Los obreros, casi desnudos, con enormes tenazas, manejaban y volteaban
los lingotes por entre los cilindros, que se movían lentamente. La masa
de acero enrojecida, pasaba arrastrándose junto á sus pies, como una
bestia traidora. Marchaba hacia ellos queriendo lamerlos con su lengua
de muerte, pero en el momento en que iba á tocarles, un hábil golpe de
las tenazas la arrojaba entre los cilindros de donde salía por el
extremo opuesto, para volver á entrar, siempre cambiando de forma.
Avanzaba el lingote desde la boca del horno cabeceando, como un animal
rojo, ventrudo y torpe; lanzaba un rugido al sentirse agarrado y surgía
por el lado opuesto convertido en una viga de fuego, corta y encorvada:
y en sucesivos pases adelgazábase, se estiraba con ruidosos quejidos,
como protestando de la dolorosa dislocación, hasta que, por fin, no era
más que una cinta incandescente que tomaba la forma del riel.

El médico, una vez satisfecha su curiosidad, miraba á los obreros negros
y recocidos por aquella temperatura de infierno, atolondrados por el
ruido ensordecedor, sudando copiosamente, teniendo que remover
pesadísimas masas en una atmósfera que apenas permitía la respiración.
Aresti comprendía ahora la injusticia con que había censurado muchas
veces el alcoholismo de aquellas pobres gentes. Pensaba en lo que haría
él, de verse condenado por la fatalidad social á aquella labor que
embotaba los sentidos y parecía evaporar el cerebro en un ambiente de
fuego. Una sed eterna, semejante á la de los condenados, martirizaba á
aquellos infelices. ¡Qué otro placer al salir de allí, que la paz y la
sombra de la taberna, con el vaso delante que daba una alegría
momentánea, engañando al hombre con ficticias fuerzas para seguir
aquella vida de salamandra!...

El médico pasó de largo ante los hornos de puldeo, y al salir al aire
libre se detuvo jadeante, con la curiosidad harto satisfecha. A lo lejos
veíanse ondular como lombrices rojas, bajo extensos cobertizos,
interminables cintas de acero. Allí estaba la fabricación del alambre.
El ingeniero hablaba de lo _curiosa_ que era esta manipulación, pero
Aresti no quiso seguirle.

--Ya he visto bastante--dijo con acento de cansancio.--Esto es un gran
espectáculo... para el invierno.

Allí, á cielo raso, oyendo de lejos el estrépito de las máquinas, viendo
cruzado el espacio por las columnas de humo de las chimeneas, gozaban
los dos de la frescura del crepúsculo.

--Es una vida dura--dijo el doctor, que seguía pensando en los obreros
del fuego.--Me dirán que este trabajo horrible es una consecuencia de
los progresos de la industria y que hay que respetarlo en bien de la
civilización. Conforme: pero el infeliz que ha de ganarse el pan de este
modo, bien puede quejarse de su perra suerte, si es que le queda cerebro
para pensar.... ¡Y aun se extrañan algunos de que esta pobre gente no se
muestre contenta, y crea que el mundo está mal arreglado y no es un
modelo de dulzura!

Sanabre aprobaba las palabras del doctor. Él, podía apreciar á todas
horas la dureza de aquel trabajo, sentía una conmiseración infinita por
los obreros, cerrando los ojos ante sus defectos. Él era _algo
socialista_; pero sólo con el doctor Aresti se atrevía á hacer tal
confesión.

--Lo más amargo de la miseria de estas gentes--dijo el médico--no
consiste sólo en las privaciones que sufren y la rudeza con que ganan el
pan. Está en el ambiente desmoralizador que les rodea.

Y Aresti describía el sufrimiento psicológico que había sorprendido en
todo ejército obrero acantonado en torno de Bilbao, en las minas y las
fábricas. Los peones de las canteras vivían como bestias, ¿pero acaso
comían y dormían mejor los labriegos del interior de España? Para
muchos, la vida de las minas hasta constituía un mejoramiento de su
bienestar, comparada con la existencia mísera de bestias desamparadas
que llevaban en sus terruños los años de sequía y mala cosecha. En las
fábricas eran los jornales superiores á los del resto de la península y
no se sufrían los grandes paros á que se veía obligada la industria
pobre y vacilante de otras ciudades. Y sin embargo, en las minas y en
las fábricas todo el que trabajaba sentía un sordo rencor, una ira
reconcentrada, un anhelo irritado de justicia, como si á todas horas
fuesen víctimas de un robo audaz, de un despojo inhumano. Era el
malestar moral, la protesta contra los caprichos de la Fortuna que
acababa de pasar por allí, á la vista de todos, tocando á algunos y
volviendo la espalda á los demás.

El explotador de la mina había sido jornalero al lado de muchos que
ahora eran sus peones; al dueño de la fábrica lo habían conocido los
trabajadores casi tan pobre como ellos. Las riquezas eran recientes; las
habían visto formarse los mismos que sufrían su servidumbre. El bracero
que en su país miraba con tradicional respeto á los que eran dueños de
la tierra por el nacimiento y la herencia, se revolvía aquí con audacia
revolucionaria contra el compañero enriquecido. El obrero industrial,
habituado á sufrir en otras partes la tiranía de las sociedades
anónimas, monstruos acéfalos de la industria, irritábase á cada momento
contra el gran patrono de reciente formación.

Todos habían presenciado el despertar de la riqueza; habían tomado parte
en él; era cosa suya; y más que la miseria, les atormentaba el
sufrimiento moral de la desigualdad, la decepción de haber vivido en
medio de una racha loca de la Suerte sin aprovecharse de ella. Era el
malestar de todas las aglomeraciones humanas de formación reciente; de
las ciudades nuevas y las comarcas mineras que empiezan su vida; la
comparación eterna entre la propia miseria y la fortuna loca y
caprichosa que empuja á los otros; la convicción del fracaso, más viva y
dolorosa, ante las rápidas elevaciones presenciadas todos los días, la
tristeza por el bien ajeno, que amarga el pan, agria el vino y hace
soñar en venganzas colectivas, viendo un robo en cada paso hacia
adelante que da el afortunado.

El ingeniero reconocía la certeza de las observaciones del doctor. La
situación de aquella gente era mala: su mejoramiento con las huelgas y
los aumentos de jornal, era de un efecto momentáneo. Él creía, como
Aresti, que aquel malestar sólo tenía un arreglo; cambiar la
organización del mundo y proclamar la Justicia Social como única
religión y única ley, suprimiendo la caridad que no es más que una
hipocresía que coloca la máscara de la dulzura sobre las crueldades del
presente. Pero aparte del malestar general que reinaba en todo el mundo,
reconocía también aquel otro especialísimo descubierto por el doctor; el
de los despechados, que veían enriquecerse á sus compañeros de miseria,
ascender velozmente, mientras ellos continuaban en la miseria.

Los dos hombres iban con lento paso hacia la puerta de salida, en la
penumbra del crepúsculo, á través de las líneas férreas, subiendo y
bajando los terraplenes del inmenso establecimiento industrial.

--Lo que me irrita--dijo el doctor--en todas estas grandes fortunas que
se forman de la noche á la mañana, es su ineficacia, su infecundidad
para el bien de las gentes. Ya sabes que yo soy enemigo de la riqueza
individual, pero, ¡qué demonio! hay que reconocer que en otros países
hace algún bien y sirve para algo. En los Estados Unidos, por ejemplo,
esos tíos que atraen el dinero á sus manos, con una buena suerte
escandalosa é indecente, y que mueren dejando centenares de millones,
tienen, al menos, la discreción de hacerse perdonar con obras útiles. El
uno funda una universidad, el otro un museo, el de más allá una
biblioteca; todos dejan algo que sirve para la emancipación y
perfeccionamiento de aquellos á quienes explotaron durante su vida. Pero
aquí el rico se guarda el dinero y cuando siente la comezón de perpetuar
su nombre, construye un convento ó funda una capilla. Si se preocupa del
porvenir es para que en lo futuro continúe la imbecilidad del
presente.... Ya sabes cómo defino yo al rico de esta tierra, con gran
escándalo del vulgo, que me cree loco. «Un señor que pasa su vida
haciendo al obrero toda clase de charranadas para llevar mucho dinero á
su mujer... y que su mujer se lo dé al jesuíta....» Aún quedan algunos
potentados como mi primo que se defienden: pero, créeme: si aquí no
viene una revolución, esto será otro Paraguay: aquí todos trabajamos,
sin saberlo, para el jesuíta.

Estaban cerca de la puerta, cuando Aresti se detuvo para protestar de
nuevo contra su tierra.

--Además, me indignaba la tristeza de este país. Cuando Bilbao era una
villa comercial y de obscura vida, tengo la certeza de que la gente se
divertía mejor. Ahora, con la riqueza, es un convento. En el mundo todos
se alegran cuando la fortuna les entra por las puertas. Las ciudades
mineras, con su aglomeración de gentes diversas y sus fortunas
improvisadas son, como los puertos famosos, grandes centros
internacionales de diversiones, de vida atropellada y alegre. Hasta los
bandoleros celebran francachelas cuando acaban de dar un buen golpe....
Por aquí ha pasado la Fortuna y, sin embargo, vivimos en perpetua
Cuaresma; llevamos la tristeza en el alma, como aquellos señores
vestidos de negro del tiempo de los Austrias.

El ingeniero, escuchándole, veía el cuadro de la villa, aburrida sobre
el montón de sus riquezas, bostezando con tedio monacal en medio de una
prosperidad loca. Los ricos aumentaban su fortuna, sin otro goce que el
de la posesión; adornando sus casas con un lujo que nadie había de
admirar, pues el retraimiento de la raza y los escrúpulos religiosos se
oponían á las fiestas de sociedad.

Aresti tronaba contra la vida de las gentes opulentas. Viajaban por
Europa como viajan las maletas, insensibles y sin enterarse de nada, y
al volver á Bilbao, seguían su vida de escrúpulos y nimiedades. Si
alguna vez se reunían en un salón las grandes familias, quedaban las
jóvenes á un lado y los muchachos á otro, mirándose de lejos, como si la
alegría expansiva de la juventud fuese un delito y el amor una
monstruosidad. Tal vez en este aislamiento huraño, _guardador de la
inocencia_, les ocurría lo que á ciertos escritores de la Iglesia que,
atenaceados por la castidad, describían placeres inauditos, aberraciones
monstruosas que nunca habían existido, abriendo con esto nuevos
horizontes á la desmoralización.

¿De qué le servía á la villa ser tan hermosa? El doctor hablaba con
entusiasmo de la belleza material y moderna de Bilbao: su ría bordeada
de fábricas y doks, que parece un trozo del Támesis; sus altos palacios
blancos del ensanche, su muchedumbre atareada que llena á todas horas el
puente del Arenal. ¡Magnífica jaula! Pero los pájaros mudos, con la
cabeza caída, tristes.

--Esto es hermoso, Fernando, pero con la belleza de un cementerio bien
cuidado. Falta la alegría, falta el alma de un pueblo libre, que cuando
termina el trabajo quiere entregarse á la vida. Muy bonitas esas calles
nuevas con sus inmensas aceras; pero les falta algo para ser calles de
ciudad: debían circular por sus aceras unas cuantas docenas de
_cocottes_ elegantes y hermosas; vendedoras de amor, que con cierto arte
educasen á esa juventud habituada á la vida unisexual de Deusto y de la
cofradía de San Luis.

El ingeniero protestó, con el rubor del enamorado que vive en plena
idealidad.

--¡Pero, don Luis!; usted propone cosas... enormes.

Aresti pareció irritarse. Lo que él proclamaba era la vida, la juventud,
el amor, tal como los concebía. Respetaba la virtud, pero no consideraba
necesario que tuviese gesto de vinagre y piel de esparto. Además, porque
la mercenaria del amor, de aspecto tolerable, estuviese desterrada de
las calles, ¿resultaba acaso la villa una población de costumbres
virtuosas? Con la vida y sus instintos no se juega. Si la entorpecen su
curso en nombre de una moral de locos, rompe por donde puede,
esparciéndose en arroyos fangosos. Él conocía su Bilbao. Los jóvenes,
emborrachándose para matar el fastidio, agarrándose en bailes públicos
con cocineras y criadas, buscando el amor en su forma más bestial, sin
el más leve barniz mundano que lo idealizase. Por esto llegaban muchos
al matrimonio encanallados, viendo en la mujer la bestia del deleite,
sin sospecha de que la hembra es un ser sensitivo, que necesita algo más
que el contacto sexual. En el foso de aquella villa, tan virtuosa á
estilo católico, florecía el vicio bajo las formas más antipáticas.

Aresti, en sus visitas de médico, había conocido los barrios altos de la
villa, el albergue de las servidoras de la prostitución. Todas eran
pequeñas, flacas, de rostro aniñado, con el raquitismo de la miseria.
Las había de treinta y cinco años, que se presentaban con la falda
corta, la trenza en la espalda, imitando grotescamente el ceceo de la
infancia. Era el género más solicitado. El instinto reprimido, al no
encontrar el fruto sano y hermoso en plena madurez, buscaba en su
aberración el verdor agrio que excita los nervios. Los directores de la
vida en aquel país la descoyuntaban formándola á su gusto, haciendo un
crimen del instinto del sexo, obligándolo á refugiarse en inmundos
rincones. Los ricos que podían proporcionarse las dulzuras amorosas con
su más seductora decoración, entraban al amparo de la noche, ocultándose
como criminales en casas frecuentadas por soldados y marineros. Otros,
más audaces, asediaban á la costurerilla de la familia y comenzaban con
ella una novela de amor, insípida y vulgar, conservándola en la casa de
los padres que aceptaban sin protesta el amancebamiento á cambio de la
protección del rico. Se desterraba al amor para permitir el negocio. La
cortesana estaba proscrita por cara y peligrosa: pero se toleraba el
padre pobre que transige con la prostitución de la hija, porque ayuda á
ir viviendo y se oculta en la propia casa.

¡Ni amor, ni bailes, ni trato social entre los dos sexos; ni expansiones
de la juventud! Aresti lo declaraba irritado: la vida estaba momificada
en su país. Era un cementerio muy hermoso, en el cual no había más seres
vivos que los pájaros negros que lo cubrían con sus alas. Sólo en las
últimas capas sociales existía algo de alegría, allí donde llegaban
amortiguadas ó no llegaban las influencias de la religión.

El doctor únicamente había sentido el roce de la vida, algún domingo por
la tarde, en los chacolines de las afueras ó en la explanada de la
Casilla, donde las criadas y los obreros danzaban, al son de orquestas
callejeras, los bailes vascongados y de la montaña de Santander.

Los demás estaban muertos por el fastidio ó corrompidos por la opresión.
Conocía jóvenes ricos, sin otras aspiraciones que cambiar ocho veces de
traje todos los días. Otros iban en automóvil por las calles, sin rumbo
determinado, parándose ante una casa para subir de nuevo en el vehículo
y seguir la marcha, como sí huyesen del fastidio que iba tras ellos.

¿Y para eso servía la riqueza? ¿Y ésta era la alegría de un pueblo
opulento, que teniendo una existencia que embellecer la martirizaba y
ennegrecía con el tedio, creyendo en otra vida problemática, bajo el
testimonio de ciertos hombres que tampoco la habían visto?...

El doctor terminó enérgicamente sus protestas, viendo próximo el momento
de tomar el tren.

--Gran cosa es la virtud, Fernandito: yo la admiro y la venero cuando
sonríe y no se coloca en frente de la vida. Pero mi tierra, triste y con
el alma muerta, es tan virtuosa, ¡tan virtuosa! que, créeme, ¡hijo
mío!... tanta virtud me da asco.



V


Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya
comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo
seguía en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una
chimenea.

Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á
una junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio
del Sagrado Corazón.

Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de
cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña
Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del _aña_ Nicanora.

Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy atareado
por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su
presencia en la capital. Su esposa aceptaba con gusto estas ausencias.
No era que el millonario se opusiese á los gustos de su mujer é
interviniera en su vida; pero se sentía mejor cuando estaba sola, sin
ver aquellos ojos fríos, que no transparentaban el más leve reproche, y
que á ella se le antojaba que la seguían en todos sus movimientos, como
una protesta muda.

Pepita presenciaba desde un rincón el tocado de su madre. No se la
escapaba el gran cambio que ésta había sufrido. Los trajes elegantes de
otro tiempo, se apolillaban abandonados en el guardarropa, sin que
nuevos encargos á París y Madrid vinieran á sustituirlos. Se preocupaba
algunas veces de las galas de su hija; quería verla elegante, y la
aconsejaba mirando los periódicos de modas, con la misma bondad con que
una persona mayor discute con un niño sobre juegos. Iba siempre vestida
de negro, con telas pobres y sin brillo. Pepita notaba en sus ropas
interiores un abandono, una rudeza, que algunas veces llegaba á rebasar
los límites de la higiene. Revelábase en ella el desprecio á la carne,
de los devotos fervientes; el abandono físico, la suciedad cantada como
mérito celestial en la vida de muchos santos.

Deseaba mortificar su carne, y su hija la veía en la mesa repeler los
mejores platos, los que en otros tiempos eran más de su gusto, afirmando
que ahora le repugnaban. De su dormitorio habían ido desapareciendo poco
á poco todos los muebles que significaban ostentación ó comodidad. En el
resto de la casa tronaba el lujo suntuoso y sólido, mientras en su
cuarto sólo quedaba una cama de criada, angosta y dura, que había hecho
bajar de las buhardas, y un Cristo grande y ensangrentado que ocupaba
casi un lienzo de pared, entre dos cromos de vivos colorines
representando á Jesús y á María, abriéndose el pecho para ofrecer sus
corazones inflamados.

Muchos días las criadas encontraban la cama intacta. La señora--según
ellas afirmaban en sus conversaciones de la cocina--dormía en el suelo ó
no dormía. Sus ropas interiores, que cada vez llegaban con mayor retraso
á las pilas del lavadero, tenían salpicaduras de sangre. Una doncella
había recogido olvidado sobre su cama, un horrible cinturón de esparto,
un cilicio de los más sencillos que fabricaban ciertas monjitas de
Begoña.

Todos en la casa adivinaban las mortificaciones á que sometía su cuerpo
la señora, y sin embargo, la veían sonriente, con una dulzura melosa en
la voz y en el gesto, elevando los ojos á la menor contrariedad y
exclamando: «Todo sea por Dios.» En ciertos momentos se dejaba arrastrar
por su carácter imperioso, como si llevase en el cuerpo algo que
exacerbaba sus nervios con oculta molestia, pero al momento replegábase
dentro del caparazón de su bondad y con los ojos pedía perdón por su
arrebato.

El marido no parecía advertir el abandono físico y la transformación
moral de su esposa. Hacía años que no pisaba el suelo de su cuarto.
Cuando hablaba con ella volvía la vista ó la miraba con ojos vagos y sin
pensamiento, que parecían no verla. Ni una protesta, ni una pregunta,
como si en el fondo le complaciese esta transformación que le apartaba
de ella, haciendo imposible todo retroceso.

Pepita seguía, con una expresión de lástima en los ojos, el tocado
rápido de su madre, que se peinaba á ciegas sin el menor rasgo de
coquetería.

--Mamá, ponte la capota negra; es muy bonita y te sienta bien.

Doña Cristina movió la cabeza.

--No, hija, nada de sombreros. Eso pasó. Cada cosa á su edad. Ya soy
vieja y no está bien que quiera lucirme en unas reuniones que son para
bien de la religión.

--¿Pero si es una capota muy _seria_, muy _religiosa_?

--La mantilla, hija; lo tradicional, lo que llevaban las gentes buenas y
antiguas, antes de que llegasen tantas maldades del extranjero.

Y aquella mujer todavía hermosa, con el encanto sabroso de la madurez,
que ensanchaba sus formas, aterciopelándolas, parecía complacerse con
dolorosa coquetería en apreciar en el espejo, mientras se colocaba la
mantilla, las canas que cortaban el esplendor rubio de su cabellera, las
ojeras azuladas y dolorosas, su boca plegada por un gesto lloroso, como
si estuviera en perpetua oración.

Doña Cristina iba á salir.

--Mamá, ya sabes mi encargo--dijo Pepita.

--No lo olvido--contestó la madre con sonrisa bondadosa.--No debía
hacerlo, porque la mentira siempre es un pecado; pero, en fin, puede
mentirse cuando no es en perjuicio de tercero. Tiraré por tí del hilito,
para que las buenas madres no se enteren de tu pereza.

Pepita imitaba la estratagema inocente de muchas de sus compañeras
cuando no querían asistir á las reuniones de las Hijas de María. En el
salón del colegio había un gran cuadro con los nombres de las
congregantas y al lado de cada uno de ellos, un cordoncito azul con una
pequeña bola de marfil. Al entrar las señoras tiraban cada una de su
cordoncito para marcar la asistencia de este modo, y las amigas se
encargaban algunas veces de hacerlo por las ausentes, engañando á las
monjas, que, terminada la reunión, examinaban la lista con una
curiosidad meticulosa.

Pepita, pensando en el cuadro, veía el salón de reuniones de las Hijas
de María con su lujo monástico y el mapa de la Orden, que era el
principal adorno de la pared; un mapa de colores acaramelados, en el que
figuraban Europa y América, marcándose con pequeños corazones inflamados
las poblaciones donde el jusuitismo femenil tenía establecidos sus
colegios. El Atlántico, de un azul de confitería, había sido rebautizado
con un nuevo título: _Océano de Bondad_. Y nadie podía adivinar el
sentido de esta bondad, atribuida al Atlántico por la monja autora del
mapa.

Doña Cristina salió apresuradamente. Ante la escalinata del hotel, la
esperaba el automóvil, una máquina soberbia que había costado á Sánchez
Morueta cincuenta mil francos en París y de la que apenas hacía uso,
habituado como estaba al carruaje de sus primeros años de opulencia, el
cual, al mecerle sobre los relejes del camino, le hacía pensar en sus
negocios, como si el movimiento sacudiese sus ideas adormecidas. El
automóvil era para las señoras. Pepita apreciábalo en mucho porque era
un motivo de envidia para las amigas; doña Cristina consideraba como un
homenaje á la Fe, el llegar en él á las puertas de la iglesia de los
jesuítas. Era el _dernier cri_ de la devoción; daba á entender, según
ella, que el progreso no está reñido con el dogma.

Doña Cristina dió al _chauffeur_ la orden de llegar pronto á Bilbao y el
vehículo salió á toda velocidad por entre los tranvías y carruajes que
llevaban la gente á Las Arenas. La señora de Sánchez Morueta pensaba en
la importancia de la reunión. Iban á tratar la conveniencia de una nueva
romería á Begoña, tan ruidosa como la de la coronación de la Virgen, y
no sabían si hacerla en el mismo año ó dejarla para el siguiente.
Convenía organizar un alarde de fuerzas, reunir todo el país vascongado
amante de las tradiciones y que subiera entre banderas y cánticos al
monte Artagán, como protesta contra las gentes de las minas y las
fábricas, que se entregaban al monstruoso socialismo, y contra los
_maketos_ de la villa y sus hijos que ya se consideraban de la tierra,
gentes que hablaban de República y de anticlericalismo y llamaban en sus
mitins _fetiche_ y _nido de ratas_ á la milagrosa imagen de la patrona
de Vizcaya.

A la reunión de las señoras habían de asistir como directores é
inspiradores el Padre Paulí, un jesuíta batallador, que estaba de moda
en el púlpito y el confesonario, y Fermín Urquiola, que era su hombre de
acción, «mi brazo derecho», según decía aquel tribuno de la Compañía.

Doña Cristina admiraba á su sobrino viendo el afecto con que le trataban
los Padres, cómo le hacían partícipe de sus proyectos en bien de la
religiosidad del país. Era casi una pasión lo que sentía por Urquiola.
Cuando la visitaba, veía en él al representante de aquellos sacerdotes
tan queridos, que de este modo indirecto entraban en su hogar. Fermín
era una prolongación de la Compañía que llegaba hasta ella. Sentía una
amarga decepción de enamorada, al no poder pasar en la casa residencia
del salón de visitas. Quería saber cómo era Deusto por dentro, aquel
templo de la sabiduría envuelto en el misterio: y el sobrino, en sus
visitas al hotel, cada vez más frecuentes, la deleitaba hablándola
largas horas de los lugares que ella no podía ver por oponerse las
reglas de la Compañía á las visitas femeniles.

Entreteníala Urquiola con las minuciosidades de la vida de cada Padre,
enumerando sus méritos: uno había viajado por países salvajes; otro
sabía seis idiomas; el de más allá tocaba el violín como un ángel ¡y
todos tan modestos, durmiendo en celdas pobres de una pulcra curiosidad,
dejando por las noches en una bolsa, colgando de la puerta, las ropas y
los zapatos que limpiaban los fámulos, y vestiéndose al romper el día,
para emprender su santa obra!... Vivían con cierto desahogo, pero por
ninguna parte se veían las riquezas de que hablaban los impíos. ¡Y todos
humildes y amables, olvidados por completo de su brillante pasado, y eso
que los había entre ellos que habían sido grandes en el mundo! Por eso
los Padres de la Compañía tenían algo de príncipes arrepentidos, ocultos
bajo la sotana de la obediencia.

La Universidad de Deusto aún interesaba más á doña Cristina. ¡Cómo
lamentaba ella no poder entrar en aquel palacio, tantas veces admirado
al ir y volver á su casa; no poder correr por la montaña de su parque, y
ver de cerca el San José, que dominaba el paisaje, bajo su dosel de
luces eléctricas! La sabiduría de los buenos Padres se revelaba en todos
los detalles del establecimiento. Allí estudiaban los hijos de las
principales familias de España. La nobleza rancia y los ricos de sanos
principios, recluían á sus vástagos en la santa escuela. Allí no corrían
el peligro, como en las universidades laicas, de tropezar con profesores
revolucionarios, y la ciencia antigua y moderna se servía después de
bien pasada por el tamiz de Santo Tomás y otros grandes sabios de la
Iglesia, únicos depositarios de la verdad.

El edificio estaba dividido en cuatro cuerpos independientes, y los
alumnos en cuatro secciones que vivían aisladas, evitándose con este
acordonamiento muchos pecados y ciertas propagandas. Las secciones sólo
se contemplaban de lejos en contadas fiestas del año ó al verificarse
algún acto literario en el gran salón, que parecía un teatro con su
patio y sus galerías. En el techo pintado al fresco, veíanse las figuras
de San Ignacio y los Padres más famosos de la Compañía, todos entre
nubes, revoloteando camino del cielo.

Abajo, en el patio, estaban los invitados, los parientes masculinos de
los alumnos, y en las galerías los estudiantes de las cuatro estaciones
que, al verse frente á frente, se examinaban con curiosidad, como
vecinos de una misma casa, que sólo se tropiezan de tarde en tarde. Iban
los más puestos de _smoking_, muy elegantes, como hijos de buenas
familias que eran. Los mayores se rizaban el bigote y lucían las
sortijas. Da una galería á otra se miraban con gemelos, lo mismo que en
el teatro, enterándose unos de otros. «Aquel pequeñito, guapo, es de
Salamanca y muy rico... Ese moreno simpático es andaluz.» Y después de
mirarse largamente, se saludaban con la mano... ¡Angelitos!

Los actos literarios eran controversias entre los alumnos de _punta_,
ensayadas previamente por los maestros. El estudiante que había de hacer
las objeciones, oponiendo reparos á las santas doctrinas, era preparado
con anticipación. Llevaba aprendidas unas cuantas tonterías, que
representaban las ideas modernas y el otro alumno las rebatía y
pulverizaba en un periquete, triunfando de este modo la fe sobre la
impiedad de la falsa ciencia moderna.

Un año, Urquiola, siendo estudiante del último curso, se había cubierto
de gloria sustentando un tema propuesto por los maestros tras larga
deliberación. «¿Los Borbones, subiendo al cadalso en Francia, expiaron
los atentados de su familia contra la Compañía de Jesús?»... Urquiola
sostuvo la afirmación, demostrando que la guillotina había sido un medio
indirecto de Dios para castigar á los reyes que osaron expulsar de sus
dominios á los jesuítas. ¡Muerte é infierno para los que se atrevían á
perseguir á los verdaderos representantes de Jesús!... Su contradictor
mantuvo opiniones de dulzura y olvido, objeciones humildes y tímidas,
preparadas por los maestros. Pero con gran disgusto de todos, no
pudieron continuarse los ejercicios, pues no faltó quien indicase á los
Padres de Deusto que era peligroso pagar con tales juegos literarios la
bondad de los que les habían abierto de nuevo las puertas de España.

En las Pascuas de Navidad, el salón de actos se convertía en un teatro.
Hasta en esto admiraba doña Cristina el talento y la virtud de los
Padres. ¡Si todos los teatros fuesen como aquél, podrían asistir sin
miedo las madres cristianas! La música era de las zarzuelillas y
revistas en boga: pero en la letra está el pecado, y las palabras eran
de ciertos Padres aficionados á la versificación. La mujer estaba
excluida de todas las obras. Con el mismo ritmo con que las chulas
cantan «la falda de percal planchá», moviendo las caderas, un alumno
cantaba las dificultades del Derecho Natural con tanta gracia, que hasta
parecía sonreír el sombrío San Ignacio que volaba en el techo. _La
viejecita_ se titulaba _El viejecito_: todas las obras perdían su título
femenino, y si en ellas figuraban dos amantes, convertíanse en dos
primitos, compañeros de colegio, que, agarrados de la mano jurábanse
quererse mucho, estudiar y ser obedientes y humildes con sus maestros...
¡Serafines del cielo!

Doña Cristina conmovíase con el relato de estas fiestas. Bien se notaba
que su sobrino se había educado en aquella Universidad. Así era tan
caballero, tan cristiano, y dedicaba sus músculos de atleta á la buena
causa de Dios. No era como la juventud que llegaba de Madrid contaminada
por las malas ideas, con un libertinaje en las costumbres que corrompía
el país.

La esposa del millonario se sublevaba cuando oía hablar de las
calaveradas de Urquiola, queriendo negarlas y acabando por defenderlas
con repentina bondad. ¡Descarríos de la juventud y malos ejemplos de los
muchachos que no habían sido educados en Deusto! Pero su fondo era
bueno y aquello pasaría. Urquiola estaba reservado para altos destinos,
ahora que se mezclaba en las luchas políticas. Tenía buenos directores y
¡quién sabe si llegaría á ser diputado, repitiendo la palabra de Dios,
allá en Madrid, donde todos viven olvidados del cielo! Ella y su sobrino
se bastaban para volver á Bilbao al buen camino, siempre que no les
faltase el consejo de los sabios Padres.

Y la esposa de Sánchez Morueta, acariciando estos pensamientos, corría
en su automóvil hacia la villa, dejando tras las ruedas nubes de polvo.

Pepita, desde una ventana de su cuarto, siguió un momento la marcha del
vehículo y al verle desaparecer, esparció su mirada por el paisaje, con
la vaguedad melancólica de los que se sienten enamorados y perciben en
todo lo que les rodea una nueva vida.

Nunca le había parecido tan hermoso el paisaje como en aquella tarde de
verano. Estaba habituada á verlo desde su infancia, y, sin embargo,
ahora le encontraba algo nuevo, cual si acabase de descubrirlo.

Las gentes que pasaban al borde de la ría, por la carretera de Las
Arenas, le parecían más simpáticas que las de otros días. Eran familias
de Bilbao que bajaban del tranvía para ir á la orilla del mar. Un grupo
de obreros pasaba, camino del _chacolín_, por entre un bosquecillo de
pinos. Cantaban á gritos, excitados por la proximidad del mar, el
«_Boga, boga, marinero_» de Iparraguirre y el coro del bardo vascongado
sonaba de tal modo en el alma de la joven, que casi la hacía llorar. La
ría brillaba bajo la caricia del sol, temblando sus ondulaciones como
los fragmentos de un espejo. Más allá del puente de Vizcaya, cuya
plataforma iba y venía pendiente de su manojo de cables, transportando
carruajes elegantes, carretas de bueyes y pasajeros llegados en el tren
de Portugalete, extendíase el abra como un desgarrón del cielo, moviendo
sus aguas de un azul plomizo. El mar libre, chocaba en la línea del
horizonte contra la muralla del rompeolas, coronándola de una nube de
espuma que corría de un lado á otro como el humear de una locomotora
invisible.

Al volver Pepita la vista tierra adentro, contemplaba, avanzando sobre
la ría, un pedazo de Londres bañado por un sol meridional; todo aquel
pueblo de cobertizos fabriles é innumerables chimeneas sobre el que
pesaba el poderío de Sánchez Morueta y que esparcía en el espacio sus
torbellinos de humo sonrosado por la luz de la tarde.

Bilbao estaba invisible. El horizonte cerrábase en el fondo, con un
escalonamiento de montañas. La joven conocía los nombres de todas
aquellas cumbres. Las había visto durante muchos años todos los días, al
saltar de la cama, unas veces brumosas y delineando apenas su contorno
sobre el cielo, otras veces rojas, con las manchas de sombra de sus
barrancos y oquedades, destacándose sobre la inmensidad azul. Las más
próximas, que parecía iban á tocarse con la mano, eran Luchana y el
pico de Banderas. Después sobresalían sobre ellas, á una enorme
distancia, en pleno riñón de Vizcaya, los gigantes del país, el Mañaría
y el Gorbea, y entre los dos, como una giba inaccesible, cubierta de
nieve, la Peña de Amboto, misteriosa y legendaria, en la que se
desarrollaban los cuentos más tenebrosos de la imaginación vasca. Pepita
recordaba sus terrores de la niñez, cuando su _aña_, para imponerla
silencio, la amenazaba con llamar á la _Dama de Amboto_, especie de hada
maléfica, hija de un _Jaun_, de un caudillo legendario, que vivía como
encantada en lo alto del peñasco y únicamente salía de su cueva para
quemar las mieses, matar niños y perseguir á los pobres aldeanos con
toda clase de maleficios.

La joven permaneció mucho tiempo abstraída en la contemplación del
paisaje. De vez en cuando miraba hacia el puente colgante, como si
pretendiera reconocer á alguien de los que pasaban la ría. Creyó por un
momento ver algo blanco que se agitaba en la plataforma: tal vez un
pañuelo que le saludaba con cierta discreción como temeroso de atraerse
la curiosidad de la gente. Después ya no vió nada y creyendo en un
engaño del deseo siguió contemplando el paisaje, con mirada vaga,
sumiéndose poco á poco en una dulce somnolencia.

La joven despertó al sentir en su espalda la mano del _aña_.

--_Ése_ está ahí--dijo con tono misterioso.--Habrá que bajar al jardín.

A la melancolía sucedió en la joven la inquietud, el temor. Había venido
preparando desde mucho tiempo aquella entrevista con Fernando Sanabre, y
al llegar el momento temblaba como si fuese á realizar un delito. La
_aña_ reía ante los temores de la señorita, á la que trataba con la
misma familiaridad que cuando era niña. ¡Inocente! ¿Qué mal podía haber
en aquel encuentro de novios, en plena tarde, en un jardín y bajo la
mirada de ella, que era como su madre? Pero Pepita no lograba
tranquilizarse: el respeto y el miedo á su mamá la dominaban. Esperaba
que de un momento á otro apareciese la severa figura de doña Cristina
tras un arriate del jardín.

Solamente había accedido á la entrevista después de los infinitos ruegos
de Fernando. Este se desesperaba por no haber hablado ni una vez á solas
con su novia, teniendo que contentarse con las rápidas palabras
cambiadas al entrar y salir en la casa de su jefe ó con las cartas que
llevaba y traía la _aña_ complaciente.

Pepita quería que se encontrasen en el jardín, á la vista de la
servidumbre, creyendo esto menos censurable que recibir al ingeniero
dentro de la casa.

Cuando la joven se vió bajo los árboles, Fernando atravesaba ya la
verja, haciéndose de nuevas ante el portero, al saber que la señora no
estaba en casa. Venía á visitarla y á enterarse de paso de cuándo
regresaría don José de su viaje; pero ya que la señorita estaba en el
jardín, pasaría á saludarla.

Los dos jóvenes quedaron indecisos, con la emoción de la timidez, al
verse frente á frente.

--¡Vaya, pasearos! dijo animosamente la ruda Nicanora.--Deciros algo:
hablad sin miedo. Aquí estoy yo para avisar si algo ocurre.

Y poco á poco fué quedándose rezagada, dejando que los novios anduviesen
lentamente, la vista en el suelo, con el atolondramiento del que ha
pensado muchas cosas para decirlas y no sabe cómo empezar.

De vez en cuando se miraban sonriendo. Él la acariciaba con los ojos,
poniendo en su gesto toda la pasión, que se revolvía inquieta, no
encontrando palabras para exteriorizarse. El silencio del jardín, la
calma de aquella tarde de verano parecía adormecer el pensamiento de los
dos, dando una vida extraordinaria á sus sentidos. Creían percibir
considerablemente agrandados los movimientos del corazón, los latidos de
la sangre al pasar por las arterias de sus sienes. Poco á poco
envolvíales la alegría de la naturaleza, cómplice de las dulzuras del
amor; el canturreo del agua desgranándose en el tazón de una fuente, el
crujido de los troncos al estallar sus cortezas á impulsos de la savia,
el lento murmullo de las hojas moviéndose solemnemente en el espacio
caldeada, entre nubes de insectos que brillaban al sol como un
chisporroteo de oro.

Fernando fué el que habló primero, comenzando como todos los amantes con
la expresión de la felicidad que sentía al verse por fin junto á la
mujer amada. ¡Cómo había deseado aquel momento!... Recordaba las horas
de muda contemplación, allá en su despacho de los altos hornos, con la
vista fija en las cartas de ella, como si la letra de Pepita le hablase
misteriosamente y su sonrisa brillara entre los renglones.

--Mira, nena--decía el ingeniero subiendo de tono en su
apasionamiento.--Tu voz, tu divina voz es lo que más me conmueve. Yo
creo que te quise siempre; desde que te conocí, siendo aún muy niña. Te
amaba sin darme cuenta de ello; pero el día en que ví claro, en que supe
que te quería, fué escuchando una de esas canciones vascongadas, tan
dulces, tan tristes, que parece que cantas con el alma.

Fernando se había dado cuenta de su amor oyéndola cantar el _Goizeko
izarra_, la invocación á la estrella de la mañana. Él no entendía la
letra, pero la música, ¡ah la música! había penetrado en él hasta lo más
hondo, como un arañazo que despertó su alma. Después había hecho que le
tradujesen la letra.

--Ya la sé--continuó el joven--la conozco y creo en ella: siento su
infinita ternura, «La estrella de la mañana, sin mancha alguna brilla en
el horizonte: pero á tu lado, querida mía, palidece y casi no se ve...»
Eso es lo que yo pienso, mi vida.

Y con el énfasis de todo enamorado, la comparaba con el astro del
amanecer, resultando que la amante vencía á la estrella en hermosura y
esplendor.

Pepita, tranquilizada ya, reía ante el entusiasmo hiperbólico de su
novio. ¡Qué exagerado! ¡Qué... romántico! ¿Pero era verdad que le
causaba tanta impresión su voz?... Y se extrañaba de buena fe, de que
una canción pudiera conmoverle tan hondamente. Ella cantaba por
distraerse: parecíale una locura tomar en serio lo que se dice con
acompañamiento de música: todo eran falsedades dulces, inventadas por
los artistas para alegrar la vida; muy bonitas, eso sí, pero al fin
mentiras.

Por la memoria de Fernando pasó, como una ráfaga de viento helado, una
frase que varias veces había oído al doctor. Aquella raza aparte, sentía
una afición loca por la música: cantaba en todos los momentos de su
vida, y sus cantos tenían la tristeza melancólica del paisaje; pero la
emoción era de labios afuera, un sentimentalismo exterior que se perdía
en el aire.

--No, nena--dijo el amante.--Es tu alma entera lo que pones, sin
saberlo, en tu voz. Tú eres para mí la estrella de la canción; pero no
te diré como al final de ella: «Adiós para siempre, adiós». Si yo te
perdiese después de ser amado, no sé qué sería de mí. Dí que me quieres,
Pepita, dí que me amas.

La joven, con cierto pudor, resistíase á decir de viva voz lo que tantas
veces había escrito en sus cartas.

--¿No lo sabes?--respondió evasivamente.--¿No te lo he dicho muchas
veces?

--Pero, repítelo, quiero oírlo de tus labios. Dí que me amas.

Y Pepita, mirándole por primera vez en los ojos, dijo con cierta
gravedad, como poniendo en sus palabras el peso de un juramento solemne:

--Sí, te quiero: te amo, Fernando.

¡Oh aquella mirada!... Fué para el ingeniero lo mejor de la entrevista,
y la recogió en su memoria, esforzándose por conservarla con toda su
luz, para que le acompañase en las largas horas que pasaba allá en la
fundición entregado á la vida de los recuerdos.

Sanabre se convencía de que era amado por Pepita. Su mirada, su voz,
valían más que todos los papeles preciosos que guardaba en su despacho.
Ella que se burlaba con indulgente superioridad, al oírle hablar de
canciones y de estrellas, influida por el positivismo de su raza,
mostrábase sincera al mirar al hombre. Fernando era para ella ese ideal
abstracto que se forja toda mujer al sentirse enamorada por primera vez:
el hombre modelo, conjunto de gracia y de fuerza, de sentimentalismo y
energía, capaz de enternecerse ante una flor y de pelear como una fiera;
ese personaje, en fin, mezcla de tenor amoroso y de paladín membrudo,
creado por las novelas, que nunca se ve en la realidad y que turba los
sueños de las vírgenes.

--Sí, te quiero--repetía Pepita.--Por mí no temas, no seas niño, nunca
me dirás adiós.

--Bebé, ¡dulce bebé!--exclamaba con entusiasmo el ingeniero.--¡Cuánto te
amo! ¡Qué feliz soy!...

Y el _aña_ Nicanora, que los seguía á corta distancia, oyendo muchas de
sus palabras, sonrió con cierta lástima. Todos los novios eran lo mismo;
iguales los aldeanos que los señoritos; alguna diferencia en las
palabras, y nada más. Sólo sabían decirse tonterías, poniendo en sus
voces tanta solemnidad, como si la existencia del mundo dependiese de lo
que se dijeran. ¡Ah la juventud!... Y seguía sonriendo con indulgencia
de veterano ante el entusiasmo de los dos jóvenes.

Fernando, más tranquilo después de las palabras de su novia, hablaba del
por venir. Trabajaría; ¡quién sabe hasta dónde puede llegar un hombre!
Desde que estaba enamorado, sentíase con nuevas fuerzas para el trabajo.
Bullían en su pensamiento ciertas invenciones industriales, que, de
realizarse, darían nuevas ganancias á Sánchez Morueta.

Pero el recuerdo de su jefe abatió las ilusiones del ingeniero.

--¿Que dirá tu padre cuando conozca nuestros amores? Ya conoces por mis
cartas la inquietud que esto me causa; me roba el sueño muchas veces...
¿Y tu madre? ¡Qué miedo la tengo!... Somos muy felices amándonos, pero
el porvenir nos guarda muchos dolores. ¡Si todos en tu familia fuesen
como el doctor!...

Y hablaba con entusiasmo de Aresti, de la bondad con que seguía sus
amores.

--Sí, mi tío es muy bueno--dijo Pepita hablando del doctor como de un
pariente lejano, del que sólo se acordaba la familia de tarde en
tarde.--¡Lástima que tenga esas ideas! Es un _planeta_ muy simpático,
pero mamá cree que está loco.

Lo incierto de su porvenir, llevó de nuevo á los dos jóvenes á hablar de
sus amores.

Fernando sentía miedo. Los padres de ella proyectarían casarla con el
vástago de alguna familia millonaria; tal vez con un señorito de escasa
fortuna, que pudiera ofrecerla viejos títulos de nobleza. En todos
pensarían antes que en él, que no era más que un servidor intelectual de
la familia. ¡La perdería amándola tanto!... ¡La diferencia de fortuna,
la maldita ley de clases, les cerraría el camino, separándolos!...

--Tonto, ¡pero si yo sólo te quiero á tí!--decía la joven sonriendo.

Y el ingeniero, conmovido por estas palabras, en un arranque ingenuo de
agradecimiento, intentó coger las manos de su amada. Ésta las retiró
detrás del talle, frunciendo las cejas con gesto duro.

--Quieto, ¿eh?--dijo pasando sin transición de la dulzura á la altivez,
con una voz que no parecía la misma, ofendida, como si el joven
intentase una monstruosidad.

De nuevo pasó por Fernando el recuerdo del doctor Aresti, de una de sus
paradojas atrevidas que le valían la fama de loco. «Este es un país sin
corazón, donde nunca se ha visto que una muchacha se escape con el
novio.»

Sanabre quedó largo rato cohibido y como avergonzado por el brusco
movimiento de la joven. Pepita parecía arrepentida de la viveza de su
protesta, pero callaba, aguardando á que fuese él quien reanudase la
conversación.

--Tal vez quiera tu madre que Fermín Urquiola sea tu marido--dijo el
ingeniero tristemente.

La joven aprovechó la ocasión para recobrar su voz tierna de enamorada.

--Con ese, nunca, ¡nunca!

Y habló de la repugnancia que le inspiraba Urquiola, con sus petulancias
de buen mozo, cortejando á un tiempo á varias señoritas de la villa y
escogiendo entre ellas, con la frialdad del cálculo, la que mejor le
conviniera por su fortuna. Además, conocía su vida. Las jóvenes, en las
tertulias, hablaban de él á hurtadillas, como de un don Juan que atraía
á las tontas con el maléfico encanto de sus calaveradas. Todas sabían
que tenía una mujer, allá en Bilbao la Vieja, una antigua costurera con
la que vivía maritalmente. Hasta había oído decir que tenían hijos.

--¡Oh! Con ese nunca, ¡nunca!--repetía con gestos de repugnancia.

Ella era incapaz de rebelarse ante su madre: pero osaba ponerse frente
á ella, en la apreciación de los méritos de aquel pariente tan querido
por doña Cristina. Y como si al pensar en Urquiola recordase algún
defecto moral de su novio, preguntó á éste con dulzura:

--Dime, Fernando. ¿Tú tienes religión? ¿Es verdad que piensas como mi
tío?... Dime que no, Fernando; dime que no.

El ingeniero miró á su novia, que le contemplaba con ojos interrogantes,
de una candidez alarmada, como si temblase ante su respuesta. Sanabre
recordó un momento á Fausto en el jardín de Margarita. Otra muchacha
inocente, aunque menos apasionada que la burguesilla germánica, le
preguntaba á él en un jardín cuál era su religión. Sintió impulsos de
romper en un himno á sus creencias humanas, como el fantástico doctor.
Pero el miedo al ridículo le contuvo; su instinto le avisó el riesgo de
alarmar á un alma soñolienta.

--Sí, vida mía, tengo religión--dijo evasivamente.--Creo que el hombre
debe ser bueno y feliz sobre la tierra y para ello trabajo.

Pepita pareció no comprenderle y habló de su madre. Si le hacía aquella
pregunta era porque doña Cristina, que se acordaba pocas veces de
Fernando, no viendo en él más que un dependiente, había dicho un día que
era igual á su primo el doctor.

--¡Si supieras cuánto me hizo sufrir el pensamiento de que esto fuese
verdad! No quise decírtelo en las cartas; pero deseaba que nos viésemos
para convencerme de que no es cierto. Ahora estoy tranquila. Ya lo decía
yo; ¿si eso no puede ser? Fernando es bueno: algo loco, eso sí, un
poquito romántico, como todos los que no son de esta tierra; pero es
imposible que piense los mismos disparates que el pecador de mi tío.

Y aproximándose al joven como si se ofreciera, con una dulzura que
contrastaba con la huraña repulsión de poco antes, añadió:

--Ya que crees en Dios, ¿por qué no vas, como los muchachos de Bilbao, á
confesarte con los Padres? ¿Por qué no te veo nunca en la Residencia?...

Sanabre se encogió de hombros, no sabiendo qué decir, mientras Pepita
seguía hablando. Él indudablemente iría á misa todos los domingos en la
iglesia más próxima ó los altos hornos, ¿verdad? Y en sus ojos se leía
por anticipado la afirmación á la pregunta, como si no pudiera
ocurrírsele la sospecha de que el joven pasase sin oír misa los días
festivos... Poco le costaba bajar a la villa, frecuentando la iglesia de
la Residencia. Dios estaba en todas partes, pero ella--no sabía
explicarlo bien--creía que en aquel templo tan bonito y tan cómodo se
hallaba más cerca. Además, la religión era allí más distinguida: sólo se
veían personas decentes.

--Tengo mucho que hacer--dijo el ingeniero evadiendo la respuesta.--Yo
pertenezco á mis deberes. El trabajo también es una religión.

La joven siguió hablando, inspirada ahora por el egoísmo del amor. Nada
perdería aproximándose á los Padres, intentando hacerse simpático á
ellos. Eran personas muy buenas que se interesaban por los demás,
trabajando por su felicidad. Para ellos no existían obstáculos: todo lo
hacían llano con su sabiduría. Había que seguirlos con los ojos
cerrados. ¡Si ellos quisieran ayudarles! ¡ay; entonces sí que no
tendrían que temer nada!...

--Fernandito--decía con voz acariciadora.--Ve por allí; hazte simpático:
tengo la certeza de que mamá te miraría mejor si algún Padre la hablase
de tí... ¡Y yo sería tan dichosa!...

--Veremos, veremos--murmuró indeciso el ingeniero.

Dudaba, con cierta esperanza, ante el camino tortuoso que le proponía su
novia. Experimentaba la cobardía del amor, y cerraba los ojos. Él, que
era capaz de los mayores esfuerzos por conseguir á la mujer amada ¿por
qué había de sentir remordimientos ante un medio que tal vez era el del
éxito?...

--Te quiero--dijo con entusiasmo.--No hay nada que me detenga para
llegar hasta tí. Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré
_luis_: todo lo que tú me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familia
no me admite? ¿Y si tu madre quiere casarte con otro?...

Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosa
traía preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.

Pepita bajó los ojos indecisa y pensativa. No osaba mirar á su novio
como si temiera que este leyese en su pensamiento.

--Dí, mi vida--seguía preguntando el ingeniero.--¿Y si se oponen á
nuestro amor?... Si nos separan ¿que harás tú?

La joven eludió la respuesta, diciendo con ternura:

--Yo te quiero mucho, Fernando. Te amo.

--Lo sé, y mi alma se llena de alegría al escucharte. Pero hablemos
seriamente: dejemos los romanticismos, como tú dices. Yo soy pobre y tú
eres inmensamente rica. ¿Serías capaz de cambiar tu vida de opulencia
por una existencia modesta al lado de un hombre de trabajo, que te
amaría mucho... mucho?

Pepita no pareció conmoverse ante el cambio de vida que la proponían, ni
sintió miedo ante la modestia de que le hablaba el ingeniero.

--Tú trabajarás, Fernando: tú serás rico.

Y lo decía con su convicción de muchacha feliz que no creía en la
posibilidad de la miseria; como si ésta estuviera reservada á gentes de
otra raza y no pudiese llegar á ella ni á ninguno de los que la
rodeaban. Vivir sin las ventajas de la riqueza, que la hacían ser la
primera en todas partes, le parecía un absurdo del que era innecesario
hablar.

--¿Y si tus padres te ordenan que me olvides? ¿Y si nos separan?...
¿Serás capaz de resistirte á su voluntad? ¿Les desobedecerás para ser mi
mujer?...

Se agrandaron los ojos de Pepita con expresión de asombro, como si
escuchase algo inaudito, como si ante ella se abriese un peligro no
previsto ni imaginado, algo monstruoso que rebasaba los límites de lo
humano.

--Te quiero, Fernando: yo no te olvidaré nunca.

Y no dijo más. Su novio la acosaba con preguntas. Quería conocer su
valor ante el futuro peligro, apreciar la fuerza de su voluntad, medir
la extensión de su amor; pero ella, con la cabeza baja, eludía
tenazmente la respuesta, siempre con el mismo juramento: «Te quiero, te
amo.» ¿A qué hablar de lo que aún estaba por venir? Ya pensarían los dos
lo que debía hacerse cuando llegase el momento.

Quedaron en un silencio doloroso. Ella parecía ofendida de que se le
quisiera obligar á violentas resoluciones: él pensaba de nuevo en el
doctor, en aquella guitarra trovadoresca de que le había hablado el
burlón Aresti al describir su vehemencia amorosa. Realmente, eran de
razas distintas; sentían las pasiones de diverso modo. Y el ingeniero
adivinaba algo de ridículo en su situación, como si realizándose las
irónicas fantasías del doctor acabasen de sorprenderle dando su serenata
ante el hotel del millonario.

Aún pasearon mucho tiempo los dos amantes. Deteníanse para contemplar
una flor rara, seguían con atención infantil los saltitos de los
pájaros corriendo por los andenes. Al enfriarse un tanto su
apasionamiento, se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían por
primera vez el jardín con todas sus bellezas, como si hasta entonces
hubiese permanecido oculto entre nubes.

Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse doña
Cristina. Pero al mismo tiempo pensaba con miedo en las horas de
angustia que le esperaban allá en los altos hornos, si se retiraba
llevando sobre el alma el peso de su decepción.

--¡Cuando menos, dime que me querrás siempre!--dijo cogiendo una mano de
Pepita, como si hubiese olvidado la protesta de antes.--¡Dime que,
ocurra lo que ocurra, no me olvidarás!

--Sí; te quiero: no podré olvidarte nunca.

Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la misma
tolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado,
para consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba con
arrobamiento aquella mano que recordaba, al través de su figura, la
potente garra de Sánchez Morueta.

La intervención del _aña_ interrumpió su embriaguez amorosa. El portero
acababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retroceso
para reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal del
jardín.

Corrieron los jóvenes, seguidos por el _aña_, hacia la entrada del
hotel, para salir al encuentro de doña Cristina.

Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miró
severamente al _aña_. Pero la mujerona le contestó con otra mirada
arrogante de vieja servidora, que se permite por su antigüedad no
admitir repulsas. Aquel señorito había venido de visita y se había
paseado con Pepita por el jardín, siempre bajo su vigilancia: ¿qué mal
había en ello?...

Sanabre no pudo ocultar su turbación al saludar á la señora de su jefe.
Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje.

Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestia
de la visita, preguntando por teléfono.

--Es que, además, deseaba ver á ustedes--dijo Sanabre.

--Muchas gracias--contestó con altivez la señora.--Agradezco su
atención. ¿Entra usted?...

Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.

La joven vió como se alejaba su novio, humillado y cabizbajo. Después
subió á su cuarto, esperando de un momento á otro la temible aparición
de su madre encolerizada.

No subió. Pepita creyó oír á lo lejos su voz temblona de ira y la del
_aña_ que le contestaba con no menos acritud.

Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hija
con insistencia, pero sus palabras fueron breves.

--Que sea la última vez--dijo--que recibas visitas, ni dentro de casa...
ni en el jardín. También es casualidad, venir ese... individuo, la misma
tarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.

Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñar
el alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo que
no se aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor.



VI


El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose la
proximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre que
apagaba el último parpadeo de las estrellas.

Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros
trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal,
con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo
en las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su
profundo cauce, con una brillantez azulada de acero. Dos anchas fajas de
barro marcaban en los malecones el descenso de la marea. Apagábanse en
la parte alta de la ría las luces de los _anguleros_, que durante la
noche iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes.
Las aves marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación de
la villa, revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia el
mar, siguiendo la tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza del
Abra.

Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías,
tabernas y bodegas. Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa
y como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con
aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al
olor de la piedra mohosa de los templos. A lo lejos contestaban á las
campanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantes
de los barcos y los gritos de las _cargueras_ que reñían por
preeminencias en el trabajo, al comenzar su vaivén de los buques á
tierra, con la cabeza abrumada por los fardos.

Por las calles comenzaban á rodar los carros de la _sarama_ recogiendo
el estiércol: las vendedoras de _fotes_ llamaban á las puertas
repartiendo los panecillos del desayuno.

Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del
mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un
momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras
de leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el _taf-taf_ de un
automóvil. El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo,
ensanche adelante, al otro lado del puente.

Las que eran de la villa, conocieron á la esposa y la hija de Sánchez
Morueta, sentadas tras el _chauffeur_ de ancha gorra y aspecto
extranjero; las dos vestidas de negro, con mantillas que casi las
cubrían los ojos.

Las criadas se abordaban haciendo comentarios. Aquella gente rica aun
madrugaba más que ellas. Irían á la iglesia de la Residencia á
confesarse con los padres jesuítas. Allí iba todo el señorío.

El automóvil aceleró su marcha por las amplias calles del ensanche,
desiertas á aquellas horas, y paró con violenta rapidez entre los
carruajes que estaban estacionados ante la iglesia del Sagrado Corazón,
una obra prodigiosa de confitería arquitectónica, en la que el blanco de
las ojivas se combinaba con el color rosa de los muros.

Doña Cristina no entraba nunca en aquella iglesia sin sentir un
cosquilleo de bienestar. Experimentaba igual satisfacción que si
penetrase en un salón elegante, donde sin esfuerzo alguno, con una
dulzura casi voluptuosa y sin molestos contactos, se ganaba la salvación
del alma.

Reconocía una vez más el talento de los buenos Padres al admirar la
decoración del templo. Era _gótico_, pero no tenía la crudeza blanca, la
sobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival sé
convertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nervios
de los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules con
estrellas de oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan _bonita_,
sólo podían imaginarla los Padres de la Compañía.

Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como siempre
que había de indignarse contra alguna impiedad. Recordaba su
comparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esos
baúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decir
tal cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenado
para comodidad y suave placer de los fieles! El órgano desgarrador y
tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos
negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse
imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual
corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz
eléctrica, en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su
olor de cera daban mareos á las señoras.

Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentes
arrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estaba
muy concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía la
influencia de la estación en la clase de público. Las señoras eran menos
que en el invierno. La _gente baja_, menestrales acomodadas, y viejas
beatas de medios de vida problemáticos, se aprovechaban del veraneo de
las señoras distinguidas, para apoderarse del templo bonito y de sus
santos sacerdotes.

Pepita y su madre se arrodillaron cerca de un confesonario; el que más
gente tenía formada ante sus rejillas. Tardaría mucho en llegarles el
turno para la confesión.

Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto y
curiosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro y
con la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolas
su puesto en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con la
cabeza y abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.

Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menos
concurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesar
de su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de la
rejilla percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisa
con aquellas intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.

La madre y la hija, al verse cerca del confesonario, con sólo dos
penitentas por delante, abrieron sus libros de oraciones, y descansando
las carnosidades de su cuerpo sobre las piernas dobladas, aguardaron con
calma.

Doña Cristina experimentaba la emoción de la doncella que tiente la
proximidad del hombre amado.

El Padre Paulí era un varón famoso. La buena señora admiraba su energía,
su fuerza de voluntad, viendo en él algo de San Ignacio, que había sido
militar antes que santo y guardaba bajo su sotana la audacia del hombre
de guerra. No había más qué leer los papeles liberales, enterarse de los
escándalos que habían provocado, hasta en Madrid, las palabras y los
actos del Padre Paulí, para convencerse de que nadie trabajaba como él
por la causa de Dios. No iba con tapujos y miedos como muchos sacerdotes
que sólo hablaban de piedad y perdón para los enemigos, y de la dulzura
de Jesús. Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terreno
favorable, en aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe y
de la sumisión ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todos
lados. «A los enemigos de la religión, palo», decía con fiera
arrogancia, que enardecía á su laico auxiliar Fermín Urquiola.

No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos. Sus sermones
en las grandes romerías, en las fiestas de la Asociación de la Vela
Nocturna y otras corporaciones que le tenían por director, eran arengas
de caudillo, hablando de matar ó morir como los paladines de las
Cruzadas, por el sagrado Corazón de Jesús. Su celebro folleto «A las
señoras católicas», publicado en vísperas de unas elecciones, había dado
que hablar hasta en el Congreso de los Diputados.

Era un hombre de lucha que iba recto á su fin, atropellando las
doctrinas religiosas para defender la religión. En su folleto tronaba
contra el lujo de las mujeres y el dinero que desperdiciaban en la
caridad. Nada de vestidos nuevos ni de limosnas; todo debían dedicarlo á
las elecciones, á comprar votos, á corromper la voluntad de la gente,
para sacar triunfante al candidato de Dios y deshonrar de paso aquella
institución del sufragio, que borrando las clases y colocando el pequeño
al nivel del grande, trastornaba las leyes de la antigua sociedad.

Doña Cristina recordaba los incidentes de la lucha ruidosa, en la que
fué victorioso caudillo el Padre Paulí. Las señoras, amenazando con no
comprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidato
liberal; el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno que
enloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros;
las damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables,
arrogantes como amazonas, con el bolso abierto y el paquete de papeletas
electorales. Y enfrente de este gran ejército manejado por el Padre
Paulí, un candidato de una buena fe paradisíaca, que hacía discursos
sobre la regeneración material de la nación y la política hidráulica,
pidiendo canales y pantanos, como si á un país cual Vizcaya, en el que
llueve todo el año, pudiera interesarle lo que sólo importaba á los
_maketos_, en sus llanuras de Castilla secas, bajo un sol de África.
Hasta había comulgado solemnemente la víspera de la elección, en una
iglesia popular, para que su candidatura perdiera todo carácter
antirreligioso. ¡Infeliz! ¡como si estas habilidades valiesen con la
Iglesia que es maestra en ellas! ¡cómo si no supiesen los buenos que
quien no está á sus órdenes en cuerpo y alma, está contra ella!...

En esta lucha casi reciente, cuyo triunfo saborean envalentonadas las
gentes religiosas, y que esparcía en torno del enérgico jesuíta un
prestigio de caudillo invencible, había roto doña Cristina los últimos
restos de la intimidad puramente amistosa que aún existía entra ella y
su marido. Los liberales buscaron el auxilio de Sánchez Morueta,
recordándole que había peleado durante el sitio, y el millonario entregó
mil pesetas para la elección. El mismo día doña Cristina, con la amplia
libertad de que gozaba en el manejo del dinero, dió dos mil duros al
Padre Paulí. Al conocerse en Bilbao las dos ofrendas, cayó sobre Sánchez
Morueta el desprecio y la burla de ambos bandos. Doña Cristina tembló en
el primer momento ante el silencio de su esposo. Le parecía escuchar la
risa irónica del doctor Aresti, allá en las minas. Temía la explosión
ruidosa del gigante que se veía ridiculizado por una mujer, que no era
para él más que una administradora del hogar. Pero transcurrieron los
días y siguió callando, como si pasada la primera impresión de cólera,
sólo le inspirasen desprecio aquellas contrariedades, y no quisiera
turbar con nuevas querellas el bienestar animal que encontraba en su
casa.

Doña Cristina también había perdido su primitiva inquietud al
transcurrir el tiempo y se mostraba satisfecha, sonriendo modestamente
ante las amigas que la felicitaban por este rasgo de independencia
conyugal, para mayor gloria de Dios. El elogio del Padre Paulí valía
por todos los terrores que le había hecho sufrir el gesto hosco de su
marido. El jesuíta la comparó en una reunión de señoras con las mujeres
fuertes de la Biblia y con un sinnúmero de santas, todas princesas ó
consejeras de reyes. «Con señoras tan valerosas, pronto volverá el
reinado de Jesús sobre la tierra.» Urquiola era otro panegirista que en
las reuniones de jóvenes católicos ensalzaba, entre risas, la gran treta
que su tía había jugado á aquel marido gigantón con cara de vinagre.

Después del ruidoso triunfo, la piadosa señora entraba en aquella
iglesia como si fuese su casa, creyendo que el compañerismo de la
victoria y su tan comentado sacrificio, la unían á los buenos Padres
como si fuese de su familia.

El confesor, después de despachar á varias penitentas, sacó la cabeza
por delante del sagrado cajón, lanzando una rápida mirada á la fila de
señoras, mientras musitaba algunas oraciones.

--Me ha conocido--pensó doña Cristina con orgullo--No tardará en
despedir á la que está delante.

Pensaba en la natural sorpresa del confesor al verla allí en verano. La
afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el
servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de
tarde en tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro
que el buen Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de
confesión.» Y así era efectivamente.

No peligraba la salud de su alma ni traía ningún grave pecado que la
abrumase con su peso. Pero el jesuíta quería que se le dijera todo,
absolutamente todo lo que alteraba el pensamiento de sus penitentas,
único medio de que éstas fuesen bien dirigidas, y ella llegaba para una
confesión extraordinaria, como esposa y como madre cristiana.

Primeramente, quería hablarle de cierta carta sorprendida en el despacho
de su esposo.

Sánchez Morueta había llegado el día anterior, después de una
permanencia de dos semanas en Francia, por asuntos del comercio:
millonarios extranjeros, que veraneaban en Biarritz y con los cuales
había de tratar nuevos negocios. Esto, según él daba á entender en sus
escasas palabras. Pero doña Cristina dudaba ya de todo desde que dos
días antes de que regresase el millonario, había encontrado revolviendo
los papeles de su mesa, una carta de color gris, perfumada de ámbar y
con la firma de una mujer, una tal Judith, que debía ser una pagana, una
pecadora, á juzgar por su nombre y su manera de escribir. Ella no había
entendido gran cosa; la letra era de rasgos desordenados y fantásticos y
además estaba en francés. Pero las pocas palabras que había podido
adivinar, y más que esto, su instinto femenil, la hicieron comprender
desde la primera ojeada que era una carta de amor, escrita con el mayor
desenfado. ¡Qué asco! Toda la castidad de doña Cristina, su horror á la
carne vil, se revolvió al contacto de aquel papel. No quiso verlo más y
lo abandonó en el mismo sitio donde lo había encontrado. Sabía lo
necesario: su marido tenía una amante: tal vez por esto pasaba tanto
tiempo fuera de Bilbao...

En el primer momento, doña Cristina experimentó una sensación
desconocida; un deseo de protestar, como si fuese objeto de un robo.
Sintió por Sánchez Morueta un interés más grande que en los primeros
tiempos de su matrimonio. La mujer despertaba en ella irritada por la
infidelidad. Tal vez iba á conocer el amor á impulsos de la cólera. Pero
aquello sólo duró un instante: su alma, que parecía despertar é
incorporarse, volvióse del otro lado y continuó su sueño.

Si Pepe tenía una querida ¿á ella qué? Mejor: su indiferencia encontraba
una justificación. Viviría más segura en su castidad: se sentiría más
fuerte, pudiendo echar algo en cara á aquel hombre que parecía dominarla
con su silencio. Era lo que á ella le faltaba. Doña Cristina se había
irritado muchas veces por no poder alegar ninguna falta contra aquel
hombre que vivía tranquilo, sin acordarse de la religión, cerrando su
casa á los ministros de Dios.

De aquella carta pecadora le había quedado el principio impreso en la
memoria: «_Mon gros loup cheri_». ¿Qué querría decir esto? Y adivinando
algo horrible y grotesco á la par, como los diablos panzudos pintados
en ciertas estampas, sonreía en medio de su repugnancia, pensando en la
figura algo ridícula de su esposo, con su barba de patriarca, enamorando
á una de aquellas perdidas que se burlaban de los hombres, devorándolos.

Nada le importaba en el fondo este descubrimiento, pero quería
comunicárselo al Padre Paulí, y que éste la ayudara con sus consejos.
Además, tenía que hablarle de la niña, rogando que la diese un buen
repasón. Estaba en la edad de los caprichos y las _tonterías_, y ella,
después de la tarde en que la había sorprendido en el jardín con el
ingenierillo, sentía cierta intranquilidad. Hasta había efectuado un
registro minucioso en el cuarto de la niña, presintiendo cartitas
escondidas, algo que revelase la certeza del noviazgo. Nada había
encontrado; pero le daba el corazón que algo existía. Tal vez lo
guardaba oculto la _aña_ Nicanora, complaciente siempre con la señorita.

Había terminado su confesión la señora arrodillada delante de ella, y
doña Cristina ocupaba ya la rejilla, esperando que fuese absuelta la del
lado opuesto. Se abrió por fin el ventanillo y Pepita vió por encima de
los hombros de su madre una sombra que murmuraba:

--¡Hola Cristina! ¡hija mía! ¿A qué obedece esta visita tan
extraordinaria?...

Pepita no oyó más: su madre pegó la cabeza á la rejilla, ahogándose las
palabras de la penitenta y el confesor en un confuso murmullo.

La joven, sentada sobre los talones, sintiendo de la dura carne juvenil
la incrustación de los tacones de sus botas, leía en su devocionario
automáticamente, mientras pensaba lo que diría al confesor.

Estaba junto á su mamá y llegaban hasta ella algunas de sus palabras
como un lejano susurro.

Pepita comprendió que su madre hablaba de una carta que debía
interesarla mucho, á juzgar por las veces que la nombró. La joven púsose
á temblar pensando en las que tenía ocultas, como una prueba de delito,
allá en su hotel de Las Arenas. Pero doña Cristina levantó la voz un
poco más, como si tuviese que hacer un esfuerzo para soltar algo penoso
y Pepita la oyó decir con gran dificultad, vacilando á cada sílaba
«_Mon... gros... loup... cheri..._»

No: aquello no iba con ella... ¿Pero por qué decía su madre tales cosas?
¿Qué lobo era aquel, en francés, que su madre llevaba tan trabajosamente
hasta los oídos del buen Padre? Y Pepita se mordía los labios para no
reír, sin saber ciertamente por qué le regocijaba esta frase que no
había encontrado nunca en sus libros cuando la enseñaban francés.

Luego cesó de oír. Hablaba el confesor, y su voz, ahogada por la
rejilla, gangosa y obscura por la costumbre del recato, llegaba hasta
Pepita como el balbucear de un pequeñuelo: «Ña... ña... ña». Debía reñir
á la madre á juzgar por lo encogida que ésta se mostraba, con la cabeza
entre los hombros, como si la abrumase el interminable regaño del
confesor.

La voz de doña Cristina volvió de nuevo al oído de su hija:

--Es verdad Padre: yo tengo la culpa. ¡Pero es una esclavitud tan
dura!... Yo no he nacido para eso. Ya sabe usted que mi vocación me
llamaba á otra parte. Pero la juventud se engaña siempre y ¡era yo
entonces tan niña!...

Calló, y de nuevo volvió á susurrar como un aleteo el «Ña... ña... ña»
siempre con tono de reproche durante muchos minutos.

--¿Cree usted Padre--volvió á murmurar la señora--que no he hecho yo
nada por atraerle al buen camino? El día mejor de mi vida sería aquel en
que le viese al lado de los buenos, ayudando á Dios con los bienes que
le ha dado, aconsejándose de personas sabias y virtuosas como ustedes...
Pero Padre: usted no lo conoce; es inabordable; siempre me ha causado
respeto y miedo. Lo repito; yo no he nacido para esto: me repugnan los
hombres.

Volvió á sonar el «Ña... ña... ña...» más imperioso, como si diese una
orden, y doña Cristina achicábase ante la reja, obediente á su director,
pero anonadada por el sacrificio que la imponía.

--Lo haré, Padre, lo haré. ¡Si supiera usted el asco que eso me produce!
¡Tan tranquila que yo vivía!... Pero obedeceré, ya que no hay otro
remedio. Dice usted bien: haberlo pensado antes de casarme. Son
sacrificios que impone Dios para la conservación del mundo: exigencias
de la vil materia... Obedeceré, Padre, ¡pero cuánto me cuesta! ¡qué
repugnancia, Dios mío!...

El «Ña... ña... ña» tomó una expresión interrogante.

--Sí, Padre, sí: seré otra. Volveré como en otros tiempos, á preocuparme
de la envoltura terrenal. Espero que en el cielo me recompensen este
sacrificio. Copiaré las seducciones mundanas para servir á Dios.

El murmullo del confesor sonó largamente, como si diese consejos. De vez
en cuando, le interrumpía doña Cristina con sus afirmaciones de
penitenta sumisa.

--Así lo haré, Padre.

--_¿Ña... ña... ña?_

--Ya he olvidado esas cosas, pero procuraré acordarme de mis tiempos de
vanidad.

--_¿Ña... ña... ña?_

--¿Quiere usted que sea hoy mismo? ¿Después de haber recibido al
Señor?... Bien: porque usted lo dice. Será un nuevo sacrificio.

Callaron un instante el confesor y la penitenta. Doña Cristina volvió la
cabeza, como si descansase antes de entrar en la segunda parte de su
confesión; y al ver tan próxima á Pepita, fijos en el devocionario sus
ojos cándidos, se pegó más á la rejilla. La joven ya no oyó más que un
lejano susurro, sin distinguir una palabra.

Al terminar la confesión, la madre fué á arrodillarse en el centro del
templo y Pepita ocupó su puesto. Poco rato tuvo que esperar. El confesor
despachó rápidamente á la penitenta del lado opuesto, y volvió á abrir
el ventanillo.

--Hola, buena pieza. ¿Eres tú?--dijo cariñosamente á Pepita.--¿Ya has
hecho el acto de contrición? Pues á ver esos pecadillos, á hacer la
colada del alma, que aquí está el Padre Paulí para absolver á las niñas
que son buenas y sumisas.

Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados
de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia,
deseos de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á
través de la rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz
aguileña, aquella sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella
le causaba cierto miedo, como si fuese una tenaza irresistible que
extraía las verdades por hondas que se ocultasen.

--Bien, ¿y qué más?--dijo el jesuíta cuando ella se detuvo dando por
terminada la enumeración de sus pecados.

--Nada más, Padre. No recuerdo otros pecados.

--Rebusca bien en tu conciencia, hijita. ¿Nada de nuevo ha ocurrido en
tu vida desde la última vez que nos vimos? Piénsalo. Mira que con el
Padre Paulí no valen engaños: que hasta mí llega un pajarito que me
cuenta todo lo que hacen las niñas embusteras, y que yo sé cuándo me
dicen la verdad y cuándo me mienten.

Pepita comenzaba á sentirse intranquila ante la sonrisa interrogante y
maliciosa del confesor. Aquel hombre lo adivinaba todo, según afirmaba
su madre. Con él de nada servían los tapujos. Y su inquietud convirtióse
en miedo cuando vió que el sacerdote cesaba de sonreír y la hablaba con
los ojos en alto, con la misma voz solemne que conmovía desde el púlpito
á la distinguida muchedumbre de sus fieles.

--Oye, hija mía. Una vez érase una princesa más bonita que tú, y más
rica, pues sus padres eran reyes...

Y describía á la princesa ideal, sin perdonar el detalle de sus trajes,
sus carrozas y los galanes que mariposeaban en torno de ella.

--Un día, en un sarao de la corte, cuando más llamaba la atención por su
hermosura y su elegancia, danzando con el hijo de otro rey, los
cortesanos lanzaron un grito de horror. Por la boca de la princesa
asomaba, y volvía á ocultarse para aparecer de nuevo, la cabeza de una
horrible serpiente... ¿Sabes lo que era aquella inmunda bestia? Pues un
pecado que la princesa había querido ocultar á su confesor y que tomaba
la forma de un reptil para no abandonar su cuerpo.

Y el Padre Paulí, con su voz trémula de predicador horrorizado, hacía
estremecer á la joven. El final de la historia no era más
tranquilizador. La serpiente acababa por morder en el corazón á la
princesa, y la desdichada descendía con el peso de su pecado á los
infiernos.

--Vamos, hija mía--dijo el confesor tras una pausa, para recobrar su
sonrisa después de la historia horripilante.--Tú eres más buena que la
princesa: tú no querrás perder tu alma ocultando las faltas al confesor.
Aquí tienes al Padre Paulí que es un buenazo con las niñas que no
mienten, pero que tiene una correa para castigar á las que son malas y
rebeldes. Vamos, Pepita, como si hablases con una amiga; ya sabes que yo
para tí, como si lo fuera... ¡Tú tienes un novio!

--No, Padre--dijo Pepita con voz trémula, intentando todavía
defenderse.--Es un amigo... Un amigo, ¡pues!... que lo distingo de los
demás... que le tengo cierta simpatía...

--¡Vaya por el amigo!--exclamó bondadosamente el confesor.--Y este amigo
te escribe cartitas y tú las contestas á hurtadillas de mamá. No digas
que no: no mientas... ¿Callas? Quedamos, pues, en que existen las cartas
y en que os habéis visto y hablado en el jardín de Las Arenas. ¡Si es
inútil negar! ¡Si yo todo lo sé por el pajarito!...

Y el jesuíta insistía complacido en aquella ñoñez del pajarito, como si
fuese un supremo rasgo de ingeniosa malicia.

La joven acabó por confesarlo todo y el Padre Paulí tomó entonces un
tono solemne:

--Pues, hija mía; tengo que decirte que has cometido un grave pecado,
pero á tiempo estás de arrepentirte y purificarte de él. Lo has hecho,
indudablemente, sin saber lo que hacías, porque tú eres buena y espero
que el arrepentimiento te volverá á la gracia de Dios. ¿Tú sabes lo
grave que resulta tu falta? ¡Una muñeca como tú, una mocosa que debe
vivir agarrada á las faldas de su madre y no sabe una palabra de lo que
es el mundo, querer arreglarse por sí misma el porvenir, y engañar á
mamá, escuchando las proposiciones de un hombre, sin saber si éste puede
ser del gusto de sus padres y de las personas de buen consejo que los
rodean! Vamos que merecías una zurra, como las chicuelas malcriadas que
hacen alguna diablura.

Y su mano blanca se movía tras la rejilla con burlona expresión de
amenaza.

--Tú, que eres aficionada á lecturas como todas las jovencitas del día,
pídele á tu madre un libro titulado «_La entrada en el mundo._» Si ella
no lo tiene, te lo dará tu primo Urquiola que seguramente lo sabe de
memoria. Es una obrita del Padre Bresciani traducida y arreglada por
otros Padres no menos sabios de la Compañía. Se la regalamos á los
muchachos, cuando salen con la carrera terminada de nuestra Universidad
de Deusto y es una guía completa de lo que debe pensar y hacer en el
mundo todo joven cristiano. El que la sigue al pie de la letra no
necesita más para ser un modelo de caballeros católicos y excelentes
padres de familia. Lee ese libro, Pepita: busca los capítulos que se
titulan «_La elección de estado_» y «_Antes que te cases_»... y verás lo
que le corresponde hacer á la juventud cristiana para conservar pura su
alma y no ofender á Dios. Para la elección de estado hay que meditar
mucho antes, poniendo el pensamiento en Dios y en la santísima Virgen,
tal como lo dispone en sus «Ejercicios Espirituales» el bienaventurado y
glorioso compatriota nuestro San Ignacio de Loyola. La esposa debe
escogerse después de la oración, de la meditación, del examen atento; y
especialmente, ¡fíjate bien en esto, criatura!, «después del consejo
maduro y reiterado de vuestros amigos prudentes, de vuestros maestros, y
sobre todo, de vuestro director espiritual.» Así lo dice el libro.

Y el confesor recalcaba lo del director espiritual, como si éste fuese
el personaje más importante entre todos los citados.

--¿Qué es el director espiritual?--continuó.--El librito lo dice
claramente: «Es un segundo padre que la Iglesia os da para que dirija
vuestras almas. Dejaos guiar en todo por ese fiel amigo. Si los padres
se oponen á vuestro casamiento, creed que será por vuestro bien. Si os
queda alguna duda sometedla á la censura prudente de vuestros
confesores, y si éstos se oponen, resignaos; pues si las cosas no salen
á medida de vuestros deseos es porque saldrán conforme á la voluntad de
Dios que es lo que más os interesa. Eso del amor, no es más que
_galantería_ mundana, inventada por poetas y novelistas defensores del
pecado, que nunca puede dominar á una alma cristiana.» Ahí tienes,
chiquita, todo un compendio de sabiduría que siguen los jóvenes al salir
de nuestras aulas, y son felices. ¿Y esto, que respetan y acatan
muchachos con más barbas que un granadero, que poseen toda la ciencia de
nuestra Universidad, lo atropellas tú, muñeca ignorante? ¿Te atreves á
buscar marido por tu propia cuenta y á tener amoríos, cuando hombres que
ostentan títulos académicos no osan poner los ojos en una mujer sin
venir aquí antes á decirme: «Padre Paulí, he pensado en Fulana ó en
Zutana: ¿me conviene?» y se van tan satisfechos de los consejos del
Padre, siguiéndolos fielmente?... ¡Ay, Pepita... Pepita! Bien se conoce
que en tu casa falta una buena dirección á pesar de que mamá es casi una
santa. Bien se ve que hay en tu familia hombres descarriados, como ese
médico loco de las minas que ha hecho infeliz á su pobre mujer, y que
entran allí gentes de todas clases que llevan con ellas la impiedad del
siglo.

La joven sentíase anonadada, reconociendo de pronto la inmensidad de su
pecado. El confesor continuó con una sonrisa dulce:

--Y ese señor ingeniero que te ha trastornado el seso, será poco más ó
menos como tu tío el médico.

--¡Ay, no, Padre!--se apresuró á decir Pepita aprovechando la ocasión
para defender á su novio.--es muy buen católico: me lo dijo el otro día
cuando hablamos en el jardín.

--¡Hum, hum!--tosió el jesuíta--¿Dónde ha estudiado? En alguna de esas
escuelas donde sólo enseñan lo que llaman ciencia y que no es más que
puro materialismo, sin acordarse para nada de Dios. ¿Católico y no lo
conozco?... ¿Católico joven y no viene por aquí?...

--Me prometió que vendría, Padre. Dijo que se confesaría aquí; que se
inscribiría en los _Luises_, que haría todo lo que yo le mandase. Crea
usted, Padre, que no es malo.

--¡Je, je!--rió maliciosamente el confesor.--No está mal la resolución.
Pero nosotros, esas conversiones de última hora con vistas al
matrimonio, las miramos con desconfianza: dan siempre malos resultados.
El Padre Paulí es viejo y sabe mucho del mundo para que pueda engañarlo
un boquirrubio de esos á la moderna. Queremos en nuestro jardín árboles
que hayamos plantado nosotros, guiándolos desde que son tiernos... Y tú,
hija mía, ¡con qué calor defiendes á ese hombre! Veo que el peligro era
más grave de lo que creía. Si persistes en esa mala pasión, contra la
voluntad de tus padres y de tu director espiritual, estás en pecado y no
podré darte la absolución. ¿Entiendes?...

Tembló la joven ante esta amenaza, proferida con voz imponente.

--Pero tú eres buena--continuó el jesuíta cambiando de tono--y tú
obedecerás. Mañana me envías todas las cartas que tengas de ese hombre:
un paquetito á nombre mío y que lo entreguen al portero de la
Residencia... Y hoy mismo, sin excusa alguna, le escribes cuatro letras
á ese individuo. «Muy señor mío: por no disgustar á mis padres... ó por
consejo de mi director espiritual...» en fin, tú lo escribirás bien: las
mujeres, tenéis talento para esas cosas. Lo que importa es hacerle
saber, de un modo que no deje lugar á dudas, que todo acabó, que ya no
te acuerdas de él, que lo pasado fué una falta de la que te muestras
arrepentida... ¿Estamos?

Pepita movió la cabeza afirmativamente, con los ojos llorosos, sin que
adivinase el confesor si esta emoción era por la pena del rompimiento ó
por el miedo que le inspiraba su pecado.

--¡Tonta! ¡tontita!--dijo para tranquilizarla.--¡Si todo esto es por tu
bien!... ¿Quién es ese hombre? Un cualquiera, un ingeniero como hay
tantos, un trabajador de levita, qué necesita de protectores como tu
padre para ganar la comida. ¡Mire usted que estaría bien, ver á la hija
de Sánchez Morueta casada con un ganapán, de esos que creen ser los
hombres más útiles de nuestro siglo, porque echan rayas y manejan
números! Eso de las princesas casándose con pastores, sólo se ve en las
comedias. Aún es pronto para casarte: cuando llegue tu hora, obedece á
tus padres, á mamá sobre todo, pues las mujeres saben más de estas
cosas. Confía en el Padre Paulí, que es tu amigo, tu segundo padre, y
entre todos ya verás cómo te elegimos un hombre que te hará feliz y aun
elevará más tu rango en el mundo.

Calló un momento el jesuíta, como si preparase un avance decisivo.

--¡Con unos muchachos tan distinguidos y de tanto porvenir que salen de
nuestra Universidad!... Una joven como tú--continuó--merece unirse con
una gran fortuna ó un gran nombre. Fortuna ya la tienes, por la bondad
de Dios, que ha derramado sus dones sobre tu padre. ¡Pues á casarse con
un muchacho de porvenir y de talento, que sea en lo futuro un hombre de
Estado, y se cubra de gloria sirviendo á Dios y á su país! Eso no es
difícil encontrarlo. Ahí tienes, por ejemplo, á tu primo Urquiola.

Pepita hizo un mohín de protesta. No: ese no.

--¿Por qué no, chiquilla? ¿Tienes algo que decir de él? Es uno de los
alumnos de _punta_ que han salido de nuestra Universidad. Con una docena
como él, Bilbao sería nuestro por completo, y esta población aparecería
como otra Covadonga, desde la cual emprenderíamos la reconquista de
España encenagada en un liberalismo que es libertinaje, y olvidada de
Dios... Comprendo por qué tuerces el gesto: chismes y enredos de
tertulia, murmuraciones de las amigas, que por exceso de atracción en el
pobre Urquiola, sólo saben hablar de él. ¡Ya las arreglaré yo á esas
maldicientes!... ¿Y sabes por qué se ocupan tanto de Fermín? Porque éste
no pone los ojos en ellas; porque saben que hace tiempo se siente
inclinado hacia tí, con el amor honesto y respetuoso de un joven
cristiano. Las que te hablan contra él, es porque te tienen envidia.

Después de este hábil halago á la vanidad de la joven, continuó con una
expresión de bondad y tolerancia:

--Yo no digo que Urquiola sea un santo. Tampoco lo fué nuestro padre San
Ignacio antes de que le iluminase la divina gracia. Ya ves, era militar,
y con esto queda dicho todo. Tan vanidoso, tan enamorado de su persona y
de gustar á las damas, que al quedarle en la pierna un hueso saliente
después de ser herido en el cerco de Pamplona, se lo hizo aserrar, para
que no se notase bulto alguno en las altas y elegantes botas que
entonces se llamaban _botas polidas_... Urquiola es joven, y rebosa en
él la energía, el exceso de expansión y de fuerza que ha puesto al
servicio de Dios. Yo no digo que no cometa sus pecadillos; pero has de
pensar, hija, que en el mundo no somos todos iguales, que las faltas
cambian según los medios de vida de quien las realiza, y, por ejemplo,
lo que es pecado en el hombre que vive tranquilamente en su casa,
rodeado de su familia, á la que debe dar ejemplo, no lo es en el soldado
que hace la guerra y va errante por el mundo. Eso es Fermín; un soldado,
un combatiente de la buena causa, y se le deben dispensar ciertas cosas,
porque las necesidades de la campaña le obligan á vivir fuera de su
mundo... Pero ya verás cómo cambia, cómo sienta la cabeza el día que
tenga á su lado una esposa cristiana, buena y virtuosa. ¿Sabes por qué
le miran con tanto agrado tus amigas? Porque están seguras de su
porvenir. Fermín será diputado en las primeras elecciones, figurará en
Madrid, ¡y quien sabe á lo que puede llegar, cuando se cambie la suerte
de esta nación, que seguramente se cambiará, de no olvidarnos Dios!...

Callaba Pepita, sin hacer el menor signo de aprobación ó protesta ante
los palabras del jesuíta, y éste se detuvo, creyendo haber avanzado
demasiado. Por aquel día bien estaba con lo dicho.

--No creas que tengo un interés especial en que sea Urquiola quien haga
feliz tu vida. Tal vez tu mamá lo defienda con más tenacidad que yo,
pues de su sangre es y conoce sus méritos. Por mí, si no es ese, que sea
otro. De sobra los hay en la juventud brillante, esperanza de la patria
y de la religión, que sale de Deusto. Lo que yo quiero es que escojas
como todas las doncellas católicas y decentes, sin disgustar á tus papás
y desobedecer á tu director. Tú eres de una familia cristiana y debes
seguir sus costumbres. Mírate en el espejo de tus padres: se unieron con
el consentimiento de sus familias, sin violencias ni disgustos y la
fortuna les sonríe, y son felices, y tienen para su vejez un consuelo
tan hermoso como tú, que eres buena y no querrás amargar los últimos
años de su vida.

Y el confesor hablaba gravemente, sin el más leve mohín, de la felicidad
conyugal de los Sánchez Morueta.

--Basta por hoy. He dicho á tu madre que vengáis por aquí con más
frecuencia. Ya iremos hablando de lo que te conviene, pues tiempo
tenemos de sobra. Esa almita anda algo loca y hay que tener mucho
cuidado con ella. ¿Quedamos en que me enviarás esas cartas, para que
nunca puedas volver á leerlas, cayendo de nuevo en el pecado?

--Sí, Padre.

--¿Escribirás hoy mismo á ese señor dando por terminadas para siempre
las locuras?

--Sí, Padre.

--Muy bien: vamos á la absolución.

Y musitando sus latines, el Padre Paulí bendijo á la joven al través de
la rejilla: después sacó la mano por el frente del confesonario para que
se la besase. Mientras abría el ventanillo opuesto preparando una
sonrisa como saludo á la nueva penitenta, Pepita fué á arrodillarse al
lado de su madre.

Comulgaron tras una breve espera, después de rezar su penitencia y
salieron del templo, saludando con inclinaciones de cabeza á las amigas
que aún estaban arrodilladas ante los confesonarios.

El automóvil emprendió el regreso á Las Arenas siguiendo la ribera de la
ría que parecía irradiar fuego bajo el torrente ardoroso del sol.

Doña Cristina sonreía al paisaje, encontrándolo más hermoso que otros
días.

--¿Pero no has notado, Pepita, qué alegría da el recibir al Señor? Dí
que hemos empleado bien la mañana.

Al entrar en el hotel se entristeció el rostro de la señora, como si se
aproximase un peligro que quería olvidar.

Las dos mujeres se encerraron en sus habitaciones. Pepita pasó horas
enteras con la pluma en la mano, mordiendo la punta nerviosamente,
rompiendo pliegos sin que llegasen á satisfacerle las cartas que
escribía. Por fin entregó un sobre cerrado á la _aña_ Nicanora,
rogándola que aquella misma tarde fuese á los altos hornos para
entregarlo á don Fernando. Todas las preguntas de la curiosa campesina
fueron inútiles. La niña estaba de mal humor y no quería contestar.

Doña Cristina permaneció invisible hasta la hora de la comida. Llamó
varias veces á su doncella que iba de un lado á otro, llevando dobladas
sobre el brazo muchas piezas de ropa interior y varios vestidos. Toda la
servidumbre cambiaba signos de asombro, como si en la casa ocurriese
algo extraordinario. Doña Cristina revolvía su olvidado guardarropa.

Al bajar Pepita al comedor, enfurruñada y triste por su esfuerzo
epistolar, no pudo contener la admiración, viendo á su madre.

--¡Pero, mamá! ¡Qué guapa estás! ¡Qué elegante te has puesto!...

Guapa... sí que lo estaba; con sus cabellos de oro peinados por la
doncella, y una capa de menjurgos de tocador que refrescaban, con
llamativa juventud, su madurez de rubia carnosa. ¿Pero... elegante?...
Llevaba un traje de seda clara, con los colores algo apagados y
polvorientos; una pieza magnífica que había llegado á Bilbao desde un
taller de la _rue de la Paix_ cuatro años antes, cuando ella volvía ya
la espalda á las vanidades del mundo.

Había engordado mucho desde entonces: la seda del pecho, cruelmente
estirada, parecía próxima á estallar á impulso de los ocultos y
comprimidos globos; la falda, amplia en otros tiempos, se ajustaba como
un mallón sobre las caderas.

--Qué, ¿te parezco bien?--dijo la madre, pavoneándose como una niña ante
la admiración de su hija, que había conocido aquella moda y al verla
resucitar inesperadamente, sentía la extrañeza que causa una
resurrección histórica.

Al moverse doña Cristina sonaba el subversivo _fru fru_ de sus finas
ropas interiores y se esparcían en el ambiente los perfumes que se había
prodigado con cierta indiscreción.

Sánchez Morueta que leía un periódico sin notar la presencia de su
mujer, acabó por levantar la cabeza.

--¿Qué te parezco, Pepe?--dijo ella con una sonrisa que contrastaba con
el temblor de su voz.

El millonario deslizó una rápida ojeada sobre su incitante esplendor de
fruto maduro.

--No estás mal--y fijó de nuevo sus ojos en el periódico.

--Ahora voy á volver á la elegancia. Quiero gozar la vida antes de que
llegue la vejez. Nuestra hija va á tener en mí una rival. ¿Qué dices á
esto, Pepe?...

--Harás bien:--y siguió leyendo, sin saber lo que leía, con el
pensamiento lejos, muy lejos.

La comida fué triste. El millonario había llegado de su último viaje con
un gesto melancólico, que desaparecía de pronto, dando lugar á extrañas
nerviosidades.

Él, que pasaba siempre por el hotel como un sonámbulo, sin reparar en
los detalles de la vida doméstica ni dirigir la palabra á la
servidumbre, venía regañando desde el día anterior con todos los de la
casa, y bastaba una respuesta para que cerrase los puños como si fuese á
golpear á todos.

Pepita también estaba triste; pero le pesaba el silencio que reinaba en
el comedor y hacía preguntas á su padre sobre la vida de Biarritz,
queriendo que le describiera alguna _toilette_ de las muchas que habría
visto en aquella sociedad elegante.

Sánchez Morueta se esforzaba por contestar á gusto de su hija. Era la
única persona ante la cual se abatía su mal humor. Hablaba con la cabeza
baja, evitando mirar á su mujer, sentada enfrente. Varias veces sus ojos
se habían encontrado con los de Cristina, fijos en él con una expresión
desconocida. Esta caricia muda que tenía algo de súplica, le causaba
por su novedad cierta molestia.

Después de comer, el millonario se entró en su despacho.

Cristina dejó pasar mucho tiempo y cuando los arpegios del piano la
hicieron saber que Pepita estaba en el salón, se dirigió con paso
resuelto en busca de su marido.

Tembló al dar un golpe en la puerta para anunciar su presencia. Se
acordaba de los cuentos de la infancia; de aquellas niñas medrosas que
iban en busca del ogro.

Al entrar en el despacho vió el gesto de asombro de Sánchez Morueta, que
creía en la llamada de un criado: notó el movimiento instintivo de sus
manazas, para ocultar bajo los papeles varios plieguecillos de diversos
colores que releía con gesto hosco.

Aquellas cartas ella las conocía. Por una asociación de recuerdos,
volvió á su memoria el «_Mon gros loup cheri_», y sin saber por qué,
sintió una tentación infantil de reír ante el gigantón de aspecto
imponente; de arrojarse á su cuello, repitiendo, como Dios le diera á
entender, aquella frase de _cocotte_, que debía encerrar algún misterio
mágico para apoderarse de los hombres.

--¿Qué quieres? ¿qué ocurre?--preguntó el marido con extrañeza.

¿Querer?... Bien se lo decían aquellos ojos agrandados por el lápiz de
tocador, en los que el instinto femenil ponía el fuego que no lograba
dar la pasión: los pasos felinos, de gata enardecida, con que se
aproximaba entre el susurro acariciador de sus ropas interiores.

Al estar junto á él, no supo qué decir ni cómo empezar y apelando al
recurso de la acción, abarcó en sus brazos de blancas carnosidades, los
hombros del temido ogro.

--¡Pepe... Pepe!--murmuró con voz tenue, como un gemido dulce.

Y su boca se abrió paso entre las barbas patriarcales, con besos
ardorosos.

El grande hombre vaciló un momento, atolondrado por la onda de carne
femenil que caía sobre él, por el perfume incitante que le envolvía, por
los labios suaves que buscaban los suyos, enredando la barba en los
dientes de láctea blancura.

Pero fué la debilidad de un instante, que pasó como una ráfaga. Su mano
poderosa apartó á la mujer, y ésta se sintió perdida, ante aquellos ojos
fríos que parecían no verla, como si su atención, su pensamiento, su
alma, pasasen por encima de ella para ir lejos, muy lejos.

Después, la voz del marido sonó en el silencio de la habitación,
lacónica, triste y monótona:

--Es tarde, Cristina, es tarde.



VII


Estaba el señor Goicochea á media mañana, trabajando en su despacho
contiguo al de Sánchez Morueta, cuando se incorporó en el asiento con
sorpresa, viendo entrar á su principal.

Tres días antes había salido para Biarritz, manifestando á su secretario
que tardaría unas dos semanas en regresar, y se presentaba
inesperadamente, con una cara que daba miedo. ¿Qué negocio se le habría
torcido al grande hombre, hasta el punto de hacerle perder su solemne
gravedad?...

Su voz sonaba trémula y algo aflautada; una voz de ira; sus ademanes
aparecían descompuestos, y lo que más asustaba al secretario, era que
hablaba mucho, que había perdido su concisión característica y vacilaba
envolviendo en palabras y más palabras sus tardos pensamientos.

--A ver, Goicochea; que lleven á casa el equipaje que está abajo. Avise
usted por teléfono que luego iré.... No, diga usted que no voy, que no
me esperen á comer. Iré á la noche. ¿Pero, qué hace usted ahí parado,
mirándome como un bobo?... ¡Eh, alto! no se vaya usted tan pronto. A
ver, ¡que suba el _Capi_! Llame usted á don Matías. ¡En seguida;
listo!...

Goicochea salió del despacho temblando, al pensar en el día que le
esperaba. Conocía el carácter de su gigante: pocas rachas, pero buenas,
como él decía. Sólo muy de tarde en tarde, le había visto perder la
serenidad y enfurecerse; pero guardaba un vivo recuerdo de sus
arrebatos.

Cuando subió el capitán Iriondo, encontró á Sánchez Morueta paseando
casi á saltos por el despacho, como una bestia enjaulada, las manos
atrás y la cabeza baja. Tardó algún tiempo en ver á Iriondo, que no
pasaba de la puerta.

--Pepe, ¿qué tienes?--dijo el marino con el acento afectuoso de un
antiguo camarada.

--Nada: cosas mías, no te ocupes de mí.... Vas á llamar al teléfono de
las minas y que busquen á mi primo Luis, que le digan que venga en
seguida.

--Pero, hombre, no será tan pronto como quieres. Gallarta está lejos: él
tiene sus ocupaciones...

--¡He dicho que venga en seguida!--gritó el millonario.--Dile que le
necesito al momento; que estoy enfermo, que voy á morir... cualquier
cosa. ¡Que venga pronto!... Y Luis vendrá, porque me quiere de veras: es
mi único amigo.

--Está bien--gruñó el capitán.--Los demás somos unos perros.

Y encogiéndose de hombros salió del despacho. Sánchez Morueta siguió su
paseo á grandes zancadas, con la cabeza baja, como si fuese a embestir
contra los planos y modelos de buques colgados de las paredes.

De pronto se detuvo en la puerta de la habitación contigua, mirando con
ojos feroces al secretario, que se había escurrido hasta su mesa para
continuar el trabajo. El pobre hombre tembló al verse enfrente de su
irritado principal.

--Señor Goicochea: va usted a hacerme el... pinturero favor de largarse
inmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le dé
la gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida.

Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algún
golpe sí tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salió
apresuradamente.

Las oficinas parecían desiertas. Todos los empleados se encorvaban ante
sus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella voz
furiosa, que matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentos
verdaderamente extraños en tan grave personaje.

En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe un
enfermo. Sánchez Morueta, después de una hora de incesantes paseos, se
dejó caer en uno de los sillones ingleses, anchos y profundos, tocando
antes un botón eléctrico.

Entró un ordenanza con aire azorado.

--Tráeme un café.... pero bien fuerte.

Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno de
los habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él,
con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivo
de orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en los
negocios de minas.

Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales de
existencia. El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y
corrió el criado al despacho.

--Trae otro café.

Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas
arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como
un espejo. Los balcones estaban cerrados, tal como los había encontrado
al llegar, y el ambiente se llenaba de humo, se hacía irrespirable, sin
que él se diese cuenta de ello.

Mucho después de medio día, cuando los empleados se deslizaron sin ruido
para ir á comer á sus casas, volvió á trotar el criado hacia el
despacho, atraído por el timbre.

--Dile al capitán que suba--dijo el millonario.

--Don Matías no está, señor--contestó el criado.

Por primera vez se le ocurrió á Sánchez Morueta mirar el gran reloj de
la chimenea. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y más por la fuerza de la
costumbre que por necesidad, quiso comer, ya que á aquella hora todos
hacían lo mismo.

--Ve á donde el Suizo y trae la comida. Lo que te den... lo que á tí se
te ocurra. Sobre todo, un buen café: no lo olvides.

Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos y
coberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa. El
millonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga y
como perdida en un punto lejano, muy lejano.

Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa. Bebió un
poco de vino, probó la fruta y se abalanzó por fin al café, como si éste
fuese su único alimento. Después hizo seña al criado para que se llevase
los platos casi intactos.

--Mira, hijo mío--dijo con dulzura inesperada.--Llévate todo eso;
cómetelo y que de salud te sirva.

Al quedarse solo encendió otro cigarro, adoptando en su sillón aquella
inmovilidad en la que parecía soñar con los ojos abiertos.

Sánchez Morueta no supo ciertamente si llegó á dormirse. Era un sopor
dulce que no le hacía perder de vista cuanto le rodeaba. Pero en esta
actitud, el tiempo transcurría para él inadvertido, y sentía el
bienestar del que en nada piensa.

Cuando, á la caída de la tarde, entró el doctor Aresti en el despacho,
el millonario se reanimó, volviendo de un golpe á la vida.

--¡Esto es un horno!--gritó el médico,--¡Aquí no se puede respirar; qué
humareda; parece un incendio!

Y se fué á los balcones, abriéndolos para que se disolviera la nube de
tabaco en que se envolvía su primo.

--¿Qué pasa?--dijo Aresti cuando pudo respirar con algún desahogo.--¿Qué
te ocurre, Pepe? ¿Estás enfermo? A ver esa cara...

Y después de examinar el rostro de su primo, hizo un gesto de asombro.
Efectivamente; algo malo le ocurría. Parecía aviejado de un golpe en más
de diez años: los pómulos salientes, los ojos hundidos, con una
expresión de tristeza y desaliento. Además revelaba una gran fatiga
física, como si no hubiese dormido en algunas noches.

--¡Vamos á ver; ¿qué tienes? Cuenta, hijo, cuenta.

Sánchez Morueta sintió el mismo dolor que si de pronto se abriesen en él
ocultas heridas. La presencia de su primo despertaba los pensamientos
dolorosos, adormecidos por la embrutecedora somnolencia.

--¡Ay, Luis!--suspiró el gigante con un acento casi infantil, cogiendo,
las manos de su primo.--Mi vida terminó. Han matado todas mis
ilusiones... ¡Se fueron!... ¡se fueron!

Y se abandonaba, como si quisiese caer sobre Aresti, abrumando la
pequeñez del doctor con su corpachón.

--¡Energía, Pepe! ¿Qué es esto, que te desplomas como una señorita
desvanecida? ¡Firmes, vive Cristo! Sólo te falta echarte á llorar como
los chiquillos. A ver: serenidad, y suelta todos tus pesares. Veamos
por qué crees terminada tu vida, cuando eres el hijo de la suerte.

El millonario fué á hablar, y Aresti le interrumpió de nuevo:

--Por lo que pueda convenirte, te advierto que Fernando, tu ingeniero,
aguarda ahí fuera. Lo he encontrado en la estación del Desierto, y al
saber que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que te
esperaba con impaciencia.

Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase. Algún asunto
urgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y las
minas y los barcos? Que se perdiese todo: que se lo llevase la mala
suerte. ¡Para lo que servía la riqueza!... Y revolvía sus ojos furiosos
por los planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderío
industrial, haciéndolo responsable de su desgracia.

En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas. ¡La
juventud! ¡la insípida y antipática juventud! Aquel ingenierillo no
tenía otros medios de vida que los que él le diese: ni riqueza, ni
poder, y sin embargo, era posible que por sus pocos años, por su cara de
madamita con bigote, no le ocurriera lo que á él con todos sus millones.
¡Cristo! ¿Para qué servía, pues, el dinero?

Aresti se impacientaba.

--Bueno, hombre: deja en paz á ese chico, y si no quieres verle en
seguida, que aguarde. Pero cuéntame, Pepe ¿qué te pasa?

--¡Judith!...--gimió el millonario.--Ya sabes quién digo...

Y vacilaba antes de seguir hablando, como avergonzado de revelar su
tristeza.

--Sí, Judith--dijo Aresti animándolo para que hablase.--Aquella
francesa, ó judía, ó lo que sea, de la que me hablaste con entusiasmo...
la madre de aquel niño tan hermoso... el _hijo del amor_. Estoy
enterado. ¿Y qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has
sorprendido con alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre:
cuenta sin miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas,
nada me cogerá de sorpresa.

Aresti hablaba con tranquilidad, como si desde mucho antes esperase lo
que su primo iba á contarle; seguro de que aquella novela de amor,
desarrollada en el ocaso de la madurez, había de tener un desenlace
triste.

Sánchez Morueta comenzó á hablar con lentitud, como si le doliese, con
profundo desgarrón, el remover sus recuerdos. Pero, pasado el primer
dolor, se animaba, se enardecía, embriagándose en la amargura de su
desgracia.

Había conocido por primera vez el tormento de los celos. Desde algunos
meses antes, se mostraba triste, con nerviosidades y arrebatos impropios
de su carácter. ¿No lo había notado Aresti?

De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito
de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad.

Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith.
Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una
antigua compañera de la _divette_, envidiosa de su bienestar. Y el
grande hombre de la industria, aquel pastor de millones que tenía miles
de brazos á sus órdenes y flotas en el mar como un príncipe de la
moderna realeza, había descendido durante algunos meses á una vida de
espionaje, de astucias miserables, para convencerse de la certeza de las
denuncias.

--¡Ay, el amor, Luis!--exclamaba.--¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo nos
envilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certeza
de que nos quieran!... Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á que
he tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!...

Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casita
que el millonario le había comprado en Biarritz. Así la tenía más cerca
de Bilbao. Allí se había convencido de que no le engañaban los
misteriosos avisos.

Hablábanle éstos de cierto individuo de existencia cosmopolita, un
_monsieur Jules_, joven, hermoso y elegante, de problemática vida; un
aventurero que invernaba en la Costa Azul, sirviendo de _croupier_ en
los casinos de Niza, Menton y Monte Carlo, y en verano pasaba á las
estaciones elegantes de los Pirineos. Judith parecía conocerle mucho
tiempo. Era más joven que ella, y con el furor de una hembra que se da
cuenta de su próximo ocaso, se agarraba á aquel profesional de la
hermosura viril que, satisfecho de su persona, dejaba que las
aventureras de las estaciones de placer se disputasen el honor de
acapararlo, con toda clase de concesiones y sacrificios.

Sánchez Morueta, después de la lectura de los anónimos, recordaba haber
oído su nombre de labios de Judith en los momentos de abandono, hablando
de él como de un amigo antiguo. Sabía, además, que el aventurero había
pasado largas temporadas en Madrid ocupando su sitio, todavía caliente,
apenas emprendía el regreso á Bilbao. Ahora se daba cuenta de las
peticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de riquezas, de
«asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad creciente,
como si la guiase un oculto consejero.

El millonario no lamentaba su generosidad. ¡Qué podía importarle este
chorreo de riqueza que no marcaba la más leve desnivelación en su
fortuna y le proporcionaba la dicha! Lo que le enfurecía haciéndole
abandonar su asiento con nervioso salto, era el recordar lo ridículo de
su situación. Él, Sánchez Morueta, un hombre en pleno vigor, y que á
tantos causaba miedo, ¡convertido en ese tipo grotesco del anciano
verde, engañado y _pagano_, eterno personaje de todos los cuentos y las
comedias parisienses! Él había sido _le vieux_ del que se ríe la pareja
joven, enamorada y feliz, mientras devora alegremente sus billetes de
Banco. ¡Dios de Dios! ¡Y por respeto al nombre que llevaba, por miedo á
la familia y á las malditas conveniencias sociales, había salido de la
triste aventura sin matar á ninguno de los dos!...

--¡Pero, hombre, siéntate!--decía el doctor asustado al verle ir y venir
por el despacho como un loco.--No golpees los muebles. Ya sé que de un
puñetazo eres capaz de romper esa mesa. No los has matado y has hecho
muy bien. ¿Acaso eres tú el primero, ni serás el último, de quien se
burle una pájara de esas? Sigue contando... sigue.

Tardó el millonario algún tiempo en recobrar su calma, y al reanudar el
relato pasó de un salto á la escena final de su novela amorosa, á la
última entrevista con Judith dos noches antes, en aquel hotelito de
Biarritz donde había pasado los mejores veranos de su vida.

Sánchez Morueta había llegado sin avisarla, sorprendiendo al _monsieur
Jules_ casi ocupando su sitio. Realmente la sorpresa no había sido
completa. No le había visto: sólo había adivinado su presencia en el
desorden de la habitación, en los detalles que revelaban una fuga
rápida, mientras la doncella de Judith le entretenía ante la puerta
cerrada.

Después, la escena había sido horrible entre él y su amante. ¡Ay, la
mala hembra! ¡Qué franqueza tan cruel la suya! ¡Qué deseo de acabar de
una vez, de plantearle descarnadamente lo anormal y repugnante de la
situación! Podía haber seguido engañándole; negar una vez más;
mantenerlo en la dulce ceguera que le adormecía, sin fuerzas para buscar
la verdad. «Vivimos de mentiras: sólo el engaño es dulce», decía ella en
las horas de abandono, cuando en brazos de Sánchez Morueta recordaba su
pasado de aventuras. Pero ahora ya no quería mentir; estaba enamorada de
su _Jules_, enamorada frenética, con celos de fiera al ver que se lo
disputaban otras más jóvenes; y para atraérselo para siempre,
legalizando su situación, no vacilaba en atropellar al amante rico, en
destrozarle el alma con su cínica franqueza.

¡Ay, cómo adoraba á aquel bergante, sólo porque era joven y guapo! ¡Con
qué insolencia había proclamado su pasión!... El millonario revolvíase
con furia al recordar la escena. Veía los ojos de ella, de una
provocación insolente, unos ojos de loba en celo y aún creía oír sus
desgarradoras palabras, en la jerga internacional que tanto le
regocijaba en los primeros tiempos de su amor.

--Sí, _mon vieux_. Lo estimo, lo amo. Con el amor no se _badina pas_. Si
tú me quieres, sea; pero no has de atormentarme con celos; has de ser
amigo del pobre _Jules_. Y si no, la puerta está abierta. Será lo mejor.
_Voilà._

La cínica proposición había hecho rugir al gigante, levantando sus
zarpas con furor homicida. Pero ella ¡la maldita! tenía la tenacidad
glacial, la audacia insolente de las malas hembras que nacen para ser
asesinadas. Le miraba insultante, con la boca apretada y un gesto de
desafío.

--Sí, pégame; eso es muy español. Mátame, como matan en tu tierra á las
mujeres, cuando no quieren amar. Anda, _don José_; ya estamos en el
final de _Carmen_. ¿Dónde guardas la navaja?...

Él había sentido desplomarse de un golpe todo su furor. Se dió cuenta de
su debilidad, de su insignificancia ante aquella hembra curtida en los
peligros de la existencia errante. Y lloró como un miserable, suplicó
vilmente para que no lo abandonase. Hasta creía recordar que se había
arrodillado, agarrándose á sus piernas, sintiendo la desesperación de
perder aquella carne adorada, cuyo tibio perfume parecía despedirse de
él al través de la batista que la cubría.

Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como un
criminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrando
los ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando su
conciencia.

Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, las
lágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensible
de aquella mujer.

Ella se había apiadado del dolor del gigante, de la mueca desesperada
del pobre patriarca, y con la conmiseración maternal que siente toda
mujer por un hombre que llora, lo había tomado en sus brazos, apoyándole
la cabeza en uno de sus hombros desnudos, acariciándole las barbas
encanecidas.

La gratitud y la lástima la hacían ser bondadosa, con palabras de triste
consuelo. ¡Ah, _gros coco_! Había que tomar la vida tal como se
presenta; aceptar las cosas buenamente, sin empeñarse en pedir
imposibles. Cada uno se enamoraba á su hora. Él la quería, siendo casi
un viejo: ¿por qué se extrañaba de que ella, siendo joven, tuviese
también su momento de debilidad, enamorándose de aquel _Jules_ que
poseía para las mujeres un encanto malsano y dominador?

Se luchaba por la vida, por librarse de la pobreza, y cada cual
trabajaba á su modo, sin acordarse del corazón, para asegurar su
porvenir. Pero después, con el bienestar llegaba la dulce tontería del
amor. Esto había hecho él, pasando la juventud absorbido en la caza de
la riqueza, para enamorarse como un muchachuelo, en la época en que
otros no tienen ilusiones. Lo mismo le ocurría á ella al ver asegurado
su bienestar, y convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso.
¿Por qué no había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegrías
después de haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?... ¡Ah
_mon vieux_! Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cada
cual su turno.

Después intentaba consolarle hablando del pasado. No debía desesperarse
el enorme _bebé_ que se adormecía llorando sobre su hombro. Podía
afirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente, le
había querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno con
ella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante,
dándola la respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira.
Después le había admirado, con una admiración rayana en el amor, al
apreciar su poder para los negocios, su fuerza creadora que hacía nacer
nuevas industrias, el poder mágico, que esclavizaba el dinero, la
inteligencia que hacía danzar los millones, sin que ninguno se saliera
de línea. Ella adoraba á los fuertes, y le hubiera amado siempre, de no
presentarse el otro, con algo que no podía explicar. Tal vez era el
encanto de la corrupción y de la juventud, que la enardecía, haciéndola
cometer locuras; pero aun así confesaba que no podía compararse aquel
hombre con _su viejo_ tan bueno y tan generoso... ¿Por qué no había de
aceptar el obstáculo como lo hacían otros? Aún podían ser felices: los
tres vivirían en santa calma sabiendo respetarse. Ella no olvidaba que
poseía una fortuna, gracias á él: era buena muchacha y haría lo
necesario para que su protector no sufriese. Pero el millonario
contestaba con voz quejumbrosa, impotente ya para revolverse.--«Yo solo,
yo solo.» Judith se indignaba. _¡Grosse bête, va!_ Lo que él pedía era
imposible. Ella no podía separarse del que amaba, y tampoco quería
mentir: ella tenía corazón.

El doctor interrumpió á su primo, que se complacía con doloroso deleite
en detallar los recuerdos de aquella noche.

--¿Pero, y el niño? ¿Y el _hijo del amor_?--preguntó con cierta ironía.

Sánchez Morueta miró al médico con unos ojos que pedían piedad.
Recordaba el entusiasmo con que había hablado á Aresti del pequeñín:
renacían en su memoria las palabras al describir su belleza delicada:
«un verdadero hijo del amor, tan hermoso que en nada se me parece.»

--No te burles, Luis, es una crueldad. Tú lo adivinaste, sin duda,
cuando te hablé de él. También esta ilusión ha desaparecido. No queda
nada... nada. Esa mujer no deja el menor rastro de su paso por mi vida.
Se lo ha llevado todo... todo.

Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver la
sonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, la
cruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión,
diciéndole que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con la
de aquel tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso en
su alma!... Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentido
miedo ante el gesto desesperado de _su viejo_. Pero ¡ay! aquella mujer
de carácter doble é inexplicable era invencible. De sus crueldades,
hacía un mérito. Manteniendo en el millonario la ilusión de la
paternidad, podía seguir explotándolo. Así se lo había aconsejado su
amante. Pero ella era una buena muchacha y no quería mentir cuando
llegaba la hora de las explicaciones. Aun pretendía que su antiguo
protector le agradeciese la cruel confesión. No: el niño no era su hijo.
Y lo repetía satisfecha, como si de este modo afirmase más sus derechos
sobre el hombre amado, colocando el pequeñuelo como un compromiso eterno
entre ella y el _amante de corazón_.

Sánchez Morueta salió de aquella casa con el alma rendida por los
crueles descubrimientos. ¡Ni amor, ni hijo! Sólo la convicción del
fracaso; la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo se
forjaba engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazo
del ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía los
mejores de su existencia.

Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo. Por la noche, el deseo
amoroso fué más fuerte que su voluntad, y sin darse cuenta de á dónde se
dirigía, se vió de pronto llamando á la puerta de Judith.

Fué en vano. Ella temía, sin duda, la repetición de otra noche como la
anterior: sentía miedo, y tal vez cansancio de luchar con la pegajosidad
de un amor desesperado. Nadie le respondió. Judith había huido con su
amante y el pequeñuelo. Adiós, para siempre. La ilusión de varios años
desaparecería sin dejar rastro.

--Más vale así--dijo el doctor.

--Sí: mejor es que haya huido.

Sánchez Morueta se avergonzaba al pensar en su cobardía de la segunda
noche. Se tenía miedo á sí mismo. Adivinaba que, viendo de nuevo á
Judith, hubiese pasado por todo, se habría sometido á una situación
envilecedora, á cambio de conservar algo de la antigua ilusión, una
sombra de felicidad á la que agarrarse.

Se hizo un largo silencio. El millonario, después de terminado el
relato, se hundió en el sillón, anonadado, sin fuerzas, como si al echar
fuera de sí el peso doloroso de los recuerdos, cayese sobre él, de un
golpe, el cansancio de la noche anterior pasada en vela, el
desfallecimiento del hambre.

--Y ahora, ¿qué piensas hacer?--preguntó Aresti.

--¿Y tú me lo preguntas?--dijo con desaliento el millonario.--¡Qué sé
yo! No puedo pensar. Dímelo tú, que sabes más de la vida. Desde anoche
que no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquí
y llamarte. Tú eres lo único que me resta...

Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía de
hombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo.

--Me siento mal, Luis--dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta.--Yo me
conozco. Este disgusto no quedará aquí: sentiré sus consecuencias más
adelante... ¿Qué voy á hacer? ¿Qué me aconsejas? ¡Por tu vida, dímelo!

Y suplicaba con acento desesperado, tendiendo sus manos, como un ciego
que no osase moverse é implorase un guía.

--¿Qué quieres que te aconseje?--dijo el médico.--Lo que yo te puedo
decir, te lo diría cualquiera. ¿Piensas buscar á esa mujer?...

El millonario hizo un gesto negativo. No, ¿para qué? Aquello había
terminado. No podía olvidarla; eso nunca: le dolía la decepción, pero el
mismo odio con que pensaba en ella, era un signo de que no tan
fácilmente iba á librarse de su recuerdo. Sufría en silencio, intentando
curarse: sería un hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdo
del ridículo en que había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay!
¡cómo le aterraba la soledad de aquella existencia que aún le quedaba
por delante! ¡Qué miedo le causaba la monotonía de una vida sin
ilusiones!

--Vaya, Pepe: no hay que ser niño--dijo el doctor con autoridad.--Ni
estás solo, ni te hallas tan falto de afectos. ¿No deseas mi consejo?
Pues ahí lo tienes. Vuelve los ojos á tu casa: procura unirte á tu
familia. Invéntate una felicidad para tu uso, como esa que te forjaste
al lado de una desconocida. Imagínate que tu mujer te adora, y aunque no
sea cierto, esa mentira resultará menos dolorosa que la otra, pues no
conocerás la infidelidad, ni los celos.

El millonario movió tristemente la cabeza. ¡La familia! ¡Su mujer!
También esta retirada era imposible por culpa de aquella mala hembra.

Entre él y Cristina se habían agrandado las distancias; no podía esperar
una reconciliación. Él, en su enardecimiento amoroso, no había negado
los hechos la tarde en que su esposa le sorprendió en su despacho. Y con
la falta de escrúpulos del dolor, relataba á Aresti su escena con
Cristina, la frialdad con que había acogido sus caricias, y después, la
explicación tempestuosa entre los dos: ella echándole en cara su
infidelidad: él aceptándola con altivez, como una consecuencia de la
separación moral en que vivían.

El doctor le escuchaba pensativo.

--¿Cristina fué en busca tuya?--preguntó con cierto asombro.--Pues
vuelve á ella y la encontrarás. No te asustes por lo ocurrido entre
vosotros. O te buscó porque en ella ha despertado un repentino afecto
por tí (y permite que te diga que esto es extraordinario) ó porque
alguien se lo ha mandado. De un modo ú otro, vuelve: ella te aceptará.

Sánchez Morueta le miraba con incertidumbre.

--Vuelve, hombre--continuó el doctor:--es la única solución que puedo
ofrecerte. Ya sé que esto no es gran cosa para tí, con esa necesidad de
amor que sientes cerca de la vejez; pero siempre será un remedio para
llenar ese vacío de tu vida que tanto te asusta. Si yo estuviera dentro
de tu piel encontraría otros medios para emplear mi actividad,
fabricándome ilusiones. ¡Ah, si yo tuviese tus riquezas y tu poder!...

El millonario adivinaba el pensamiento de su primo, acogiéndolo con un
gesto desdeñoso. ¡Dedicar su vida á los de abajo: ser una especie de
santo laico que empleara su fortuna, no en limosnas infecundas, sino en
emancipar moralmente á los parias del trabajo, proporcionándoles el pan
de la instrucción! ¡Fundar grandes escuelas, universidades, etc., como
aquellos ricachones de que hablaba el médico!... ¡Bah! ¿Y qué placer
podía proporcionarle esto?... Su egoísmo profundo de hombre de presa,
sin otros ideales que la vanidad y el goce de su persona, se reía del
doctor. En el mundo sólo tenía importancia lo que se relacionase con él.
¡A ver cómo no reventaban todas las gentes por cuya triste situación se
preocupaba su primo! Si él era infeliz con toda su fortuna, ¿por qué
habían de ser dichosas semejantes garrapatas?...

Otra vez volvió á hacerse un largo silencio entre los dos. Terminaba la
tarde; á lo lejos sonaba la sirena de un vapor. El buque en marcha hizo
acordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas,
más de una hora.

--Pepe... ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa,
que viene á despedirse de tí. Se marcha de Bilbao. Hemos venido hablando
de esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahora
esperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.

--¡Se va!... ¿Y por qué?...

--¡Qué sé yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí. Tal
vez sufra como tú el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosa
de la juventud.

Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor algo
que no quería conocer. Al mismo tiempo le causaba alegría la posibilidad
de que el joven sufriera como él. Era un consuelo egoísta y feroz ver
que á todos llegaba la desgracia, sin reparar en años ni en
gallardías... Por esto accedió al ruego de su primo, haciendo llamar al
ingeniero. ¡A ver, que pasase aquel compañero de desgracia!...

Fernando no quiso sentarse; tenía prisa por volver á los altos hornos
después del tiempo perdido; deseaba cumplir sus deberes hasta el último
momento.

Venía para manifestar su deseo de marcharse, de abandonar el puesto tan
pronto como el jefe le designase un sucesor. Y hablaba con la vista
baja, como si temiese que el millonario pudiera leerle su secreto en los
ojos.

Sánchez Morueta se deleitaba apreciando el trastorno de aquella cara
juvenil. ¡Oh! A este también le había mordido la mala bestia; llevaba la
señal en su palidez, en la tristeza de sus ojos.

De pronto, sintió por él la fraternidad dolorosa de los penados, unidos
eternamente por la misma cadena.

--¡Te vas, hijo mío!... ¿Es algún disgusto allá en la fundición?...
¿Acaso quieres ganar más?... Si es por dinero, habla.

El ingeniero contestó con gestos negativos. Ni disgusto ni ambición de
dinero. Era que se había cansado de vivir allí; sentía la nostalgia de
ver países nuevos: le arrastraba la movilidad de carácter de los de su
tierra. Iría á Asturias ó á Cataluña; tal vez se embarcase para América;
aún no se había buscado un nuevo puesto, pero acariciaba la ilusión de
llevar con él á su madre á un clima que fuese mejor. Por esto sólo se
marchaba.

El millonario, ante la sonrisa de Aresti y la indecisión de las palabras
del joven, se convenció de que éste mentía.

Sanabre siguió hablando. No olvidaba la bondad con que le había
distinguido su jefe: sentía alejarse de su lado, pero estaba resuelto á
la separación y tardaría en irse lo que tardase en encargarse de los
altos hornos otro ingeniero. Mientras tanto, allí estaría á sus órdenes.

--¡Te vas, hijo mío!--exclamó el millonario con repentino
enternecimiento.--Ya sabes que te he querido casi como un hijo. Allí
donde estés, si necesitas algo de mí, habla; si quieres volver, vuelve.
No nos despidamos ahora. Iré á verte: vendrás á...

El ingeniero, levantando la cabeza con repentina vivacidad, le
interrumpió. Cuando quisiera algo de él, mientras estuviese en la
fundición, podía darle sus órdenes por teléfono. Ya se verían, si
Sánchez Morueta visitaba los altos hornos; y si su principal no iba por
allá, pasaría él por el escritorio antes de marcharse. Sánchez Morueta
nada dijo ante un deseo tan claro de evitar toda visita al palacio de
Las Arenas.

--Adiós, hijo mío... Hasta la vista.

Y estrechó con efusión la mano del joven.

Al quedar solos Morueta y su primo, el millonario, trastornado por
tantas emociones, se dejó caer en el sillón.

--Todos se van, Luis. Ese muchacho era otro de mis afectos. Se hace el
vacío alrededor de mí... Y ahora, al volver á mi hogar, la frialdad de
la casa de huéspedes, la ausencia del cariño.

--No, Pepe--dijo al doctor.--Tengo la certeza de que ahora encontrarás
allí lo que en otro tiempo deseaste. Tu mujer de seguro que te espera.

--¿Y tú? ¿Me abandonarás también tú?...

--Yo nunca--dijo Aresti.--Pero de poco puedo servirte. Soy un hombre, y
lo que tú necesitas, no está á mi alcance el dártelo. La alegría de tu
vida sólo puedes encontrarla en tu casa... Ahora... lo que yo no sé aún
es á qué precio vas á pagarla.



VIII


El grande hombre estaba enfermo. Había transcurrido cerca de un mes sin
que Aresti fuese á verle, pues no quería despertar con su presencia los
recuerdos del millonario.

De vez en cuando, llegaban á él vagas noticias del estado de Sánchez
Morueta por los contratistas de las minas. Don José no iba al
escritorio; don José estaba enfermo en su palacio de Las Arenas. No era
caso de gravedad: inapetencia, cansancio. Quería abarcar demasiado y los
negocios minaban su salud.

--Es la crisis que él temía--pensó el médico.--Pero cuando no me llama
sus razones tendrá... Debe haber cambiado mucho aquella casa.

Y seguía en Gallarta, con el propósito de no visitar á su primo hasta
que éste le llamase.

Un día, en Bilbao, se encontró en el Arenal con el capitán Iriondo. El
marino se extrañaba de que Aresti no hubiese visitado á su primo.

--No es que yo crea que va á morir--dijo el capitán--pero muchacho, anda
muy malucho. No sé qué mala mosca le ha picado de algún tiempo á esta
parte. No come, está tristón, pasa el día sentado, dejándose cuidar por
su mujer y su hija como si fuese un niño. En fin, que no es ni sombra de
lo que fué. Y eso que aquella casa ha cambiado mucho. Doña Cristina
parece otra; nunca la he visto tan alegre.

Y describía á la esposa de su amigo hermoseada por una nueva juventud,
yendo por la casa con aire altivo, como si hasta entonces no se hubiera
considerado con verdadera autoridad para dirigirla; vistiendo con tanta
elegancia como su hija; olvidada ya de aquellos trajes obscuros que la
daban el aspecto de una beata.

Cuidaba y mimaba á su marido con gran cariño y él la seguía en sus idas
y venidas por las habitaciones, con unos ojazos que revelaban la ternura
del agradecimiento.

En fin, querido _planeta_--continuó el capitán--que parecen unos novios.
No sé qué diablos habrán andado en esto, pero los dos son otros,
completamente.

Aresti sonreía.

--¿Entonces--preguntó--la casa de mi primo será un nido de amor?

--Hombre, yo te diré--repuso el capitán con cierta vacilación.--Me gusta
que estén así, tan amartelados, pero no me place todo lo que allí veo.
Por ejemplo, tienes á todas horas metido en el hotel al fantasmón de
Urquiola, que se pavonea por los salones como si ya fuese el amo. Doña
Cristina no hace nada sin consultárselo. Además, ¿te acuerdas de
Nicanora, el _aña_? Pues la han enviado á su pueblo con todo lo
necesario para comprarse unos terruños y un par de vacas. Me han dicho
que la echó doña Cristina, después de una escena algo fuerte... Pepita
parece embobada ante Urquiola. Tal vez no le tenga gran voluntad, pero
la mamá los aproxima, y ya verás como esto acaba en boda. Ese cachorro
de Deusto tal vez sea mi jefe. ¡Cristo! ¡Y para esto me expuse á que me
rompieran la cabeza cuando al sitio!...

--Y Pepe ¿qué dice?...

--Pepe no tiene voluntad. Habla menos que nunca, y á todo lo que ordena
su mujer contesta que sí con la cabeza. Por dentro tal vez pensará otras
cosas, pero no se atreve á contradecir á su Cristina, á darla un
disgusto, metiendo en cintura á ese atrevidillo... Yo creo que debías ir
á verle.

--¿Yo?... No me ha llamado. Además, no me tienta ese cuadro de familia:
allí no hago yo falta.

--Sí, hombre, debes ir. Pepe desea verte: siempre que voy me pregunta
por tí. No te llama... ¿qué sé yo por qué? Tal vez por no contrariar á
su mujer. Puede que algunas veces haya tenido el llamamiento en la punta
de la lengua y no se atreva... Ya sabes que el _Capi_ es muy franco.
Allí no te quieren: te tienen miedo. Hasta creo que el oficioso Urquiola
ha metido en la casa á un médico de su cuerda. Pero el pobre Pepe piensa
en tí. Ve á verlo y le darás un alegrón. ¡Valiente cosa te importa la
mala cara que pueda hacerte tu parienta!...

Aresti pareció encabritarse oyendo esto. ¿Conque tenían á su primo en
una especie de secuestro manso, para que no le viera, y llamaban á otro
médico como si él hubiese muerto?... Pues allá se iba al instante.
Sentía curiosidad por ver de cerca la nueva dicha del millonario. Al
mismo tiempo le regocijaba pensar en el mal gesto que pondrían aquellas
gentes ante su presencia inesperada. ¡Caería en Las Arenas como una
bomba. ¡Je, je, je! Y riendo se despidió del capitán, para subir en el
tranvía.

Cuando á media tarde entró en el hotel de Sánchez Morueta, encontró en
un salón á su prima y su sobrina con el imprescindible Urquiola.

Antes de entrar, mientras le anunciaba una doncella, oyó un rumor de
voces, hablando con apresuramiento, y después un ruido de pasos y de
faldas en fuga.

--¡No quiero verle!--gritó una voz sofocada que el médico creyó
reconocer.

Al entrar en la habitación notó algo que denunciaba aquella fuga
misteriosa. El gesto con que le recibió su prima, le dió á entender lo
inoportuno de su llegada.

El doctor pensó que las que habían huido para evitarse su presencia eran
las de Lizamendi. Aquella voz que protestaba era, sin duda, la de su
mujer.

La entrevista fué glacial, sin que la esposa del millonario hiciese el
menor esfuerzo por disimular la antipatía que le inspiraba el médico.
Sus ojos azules le miraban con fijeza desdeñosa. ¿A qué se presentaba
allí? ¿Quién le había llamado? Doña Cristina se sentía ahora dueña
absoluta del suelo que pisaba. Ella á un lado con los suyos, y el médico
á otro. Era un extraño odioso: la sangre de nada valía cuando las almas
se separaban para siempre.

Pero el doctor despreció esta hostilidad. Hablaba como si no se diera
cuenta de la sonrisilla insolente del abogado de Deusto; del gesto
asombrado y medroso con que le contemplaba su sobrina como si fuese un
aparecido.

Aresti quiso ver á Morueta, y doña Cristina miró con inquietud á una
puerta inmediata, como temiendo que el doctor llegase á pasarla.

--No sé si podrás verle--dijo con los labios apretados.--Está delicado:
no gusta de recibir visitas.

--¡Bah! Los médicos entramos donde hay enfermos...

Y sin esperar el permiso de la señora, púsose de pie y se dirigió á la
puerta que comunicaba el salón con el despacho del millonario.

Al levantarse el tapiz, Sánchez Morueta dió un grito de alegría,
reconociendo á su primo.

--¡Luis! ¡Luisito!...

Y le tendió las manos sin abandonar el sillón. Aresti le abrazó.
Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado
mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su
rostro enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la
nariz más grande y pesada.

Estaba leyendo un pequeño libro, y pasado el primer momento de expansión
se apresuró á ocultarlo en uno de sus bolsillos, como si temiese que
Aresti leyera la cubierta del volumen.

Doña Cristina siguió al médico, quedando de pie cerca de los dos
hombres, con ceño imponente, vigilando sus expansiones fraternales.

Aresti se hacía explicar todos los síntomas de la enfermedad. Conocía
aquello: no era más que un trastorno moral que se reflejaba en el
organismo. Calma y dulzura era lo que necesitaba.

--¡Un trastorno moral! Eso es--dijo la señora con voz áspera.--Siempre
que hablases con tanta verdad. Pepe vivía demasiado... agitado. Por
fortuna, está en buenas manos y curará. La calma y la dulzura ya sabe él
cómo se adquieren.

Y á continuación, para cortar la entrevista, recordó á su marido la
conveniencia de hablar poco, de no cansarse, de estar solo.

--¡Pero, si es Luis!--dijo el gigantón sin atreverse á mirar á su
esposa.--¡Si con este tengo el mayor gusto en hablar! ¡Si deseaba mucho
que viniese!... Ya ves, es el último que queda de mi familia. Somos como
hermanos.

Y su acento humilde parecía excusarse de este cariño, pedir perdón á la
esposa por un afecto superior á su voluntad. Se notaba en él la
abdicación del marido que vuelve hacia su mujer con el peso de una falta
y teme á cada momento que le recuerde su pasado.

Apareció Pepita en la puerta haciendo señas misteriosas á su madre y
ésta la siguió fuera del despacho. Indudablemente, se marchaban las de
Lizamendi, aprovechando la ausencia de Aresti y querían despedirse de
las señoras.

Al quedar solos los dos hombres, el medicó se aproximo á su primo. Les
dejarían solos muy poco tiempo y deseaba enterarse de la verdadera
situación del millonario. ¿Cómo vivía en su casa? ¿Era feliz?...

Sánchez Morueta sólo supo hablar de su mujer.

--Es un ángel... un verdadero ángel. Debías ver cómo me cuida, de qué
cariño me rodea. Conserva su geniecillo dominador; pero no es más que
deseo de aislarme, de tenerme siempre cerca de sus faldas. Soy otro
hombre, Luis. Esta tranquilidad no tiene precio. Estoy como el que
descansa después de una marcha forzada; no me atrevo á moverme.

Pero, á pesar de su dicha, mostraba gran timidez, como si adivinase la
fragilidad de aquella paz que le envolvía, y temiese romperla con el más
leve movimiento.

--¿Y _aquello_?--preguntó misteriosamente el doctor.--¿Se olvidó ya por
completo?...

El hombrón palideció como si despertase junto á un peligro é hizo un
movimiento con sus manazas pretendiendo apartar en el espacio las
palabras de su primo. No debía recordarle _aquello_: le causaba
vergüenza y repugnancia.

Ya no pudieron hablar más. Entró doña Cristina, pero esta vez seguida de
su hija y Urquiola. Después de despedir á las amigas, se trasladaban al
despacho para sentarse en torno de Sánchez Morueta, interponiéndose
entre él y el doctor, como si quisieran evitar todo contacto entre ambos
primos.

Debía ser esta irrupción obra de doña Cristina, dispuesta á hacer
comprender rudamente al médico su deseo de cerrarle para siempre las
puertas de la casa. Aresti veía los ojos de los tres, fijos en él, como
si le dijeran: «¿Qué haces aquí? Vete: tú no eres de los nuestros.»

El millonario acogía con una sonrisa la solicitud con que se aproximaban
á él, y le rodeaban como si temieran que escapase. Miraba á su primo con
satisfacción. ¡Cómo le querían! ¿eh? ¡Cómo sentían la necesidad de no
dejarlo solo, resarciéndole de la antigua frialdad! ¡Oh, la familia!...

Hasta á Urquiola alcanzaba su gratitud. No podía permanecer indiferente
con aquel muchachón que le llamaba tío á boca llena, extendiendo á él su
lejano parentesco con la señora. Además le protegía en sus deseos de
enfermo. Cuando doña Cristina, atendiendo las indicaciones del médico,
le ocultaba los cigarros, Urquiola buscábalos, y, echando á broma la
prohibición, obsequiaba al tío.

Aresti sonreía ante la solicitud de acólito respetuoso con que mimaba á
Sánchez Morueta, adivinando sus antojos de enfermo; la rapidez con que
le ofrecía una cerilla, apenas se apagaba entre sus débiles dedos el
cigarro con que le había alegrado poco antes.

Doña Cristina miraba al joven, que parecía indeciso, no sabiendo cómo
iniciar la realización de algo que había prometido. Al fijarse Urquiola
en el libro que asomaba á un bolsillo del millonario, habló del mérito
de la obra.

--¿Le gusta á usted, tío? ¿Verdad que es muy _profunda_? Pues el segundo
tomo todavía es mejor.

Y antes de que el tío pudiera contestar, Urquiola se dirigió á Aresti,
como si sólo por él hubiese hablado del libro. Era una de las obras más
notables que se habían publicado en el siglo: las «_Respuestas á las
objeciones más comunes contra la religión_» del Padre Segundo Franco, un
jesuíta italiano, de inmenso talento. En este libro se echaban por
tierra todas las mentiras de los enemigos del catolicismo; su falsa
ciencia, que no es más que soberbia, sus embustes contra la Inquisición
y contra todos los grandes hechos de la Fe, que se presentan como
crímenes. Al que lo leía no le quedaba otro remedio que convertirse.
Todo lo de la Iglesia quedaba justificado claramente en sus páginas,
con esa fuerza de razonamiento que sólo poseen los Padres de la
Compañía. El que aún estaba en el error era porque no conocía el libro.

--Usted debía leerlo, doctor--dijo con impertinencia el abogado de
Deusto.

Aresti conocía la obra. Recordaba haber hojeado, cuando vivía en casa de
las de Lizamendi, aquel solemne monumento de la estolidez, en el que se
probaban los mayores absurdos con argumentos al alcance de cualquier
vieja devota. El importuno consejo de Urquiola le irritó:

--Joven--dijo con gravedad desdeñosa,--hace muchos años que leo lo que
mejor me parece, sin necesidad de consejero.

Sánchez Morueta bajaba la cabeza para no encontrar la mirada de su
primo, como si le avergonzase el descubrimiento del libro.

Pasaron en silencio un largo rato. Doña Cristina y su sobrino seguían
mirándose. Parecían dispuestos á hostilizar al doctor, á exasperarle,
buscando un rompimiento para que no volviese más a la casa. La señora
animaba al joven con sus ojos para que entablase una discusión con el
médico.

Urquiola habló de la gran peregrinación á la Virgen de Begoña, que
preparaban todas las personas decentes de Bilbao para el mes de
Septiembre. Mucho había costado de organizar, pero sería una fiesta tan
hermosa como la de la Coronación; un alarde de la Vizcaya religiosa y
honrada que quería ser libre y volver á sus antiguos tiempos de
grandeza.

Aresti se había impuesto la prudencia, adivinando las intenciones de sus
enemigos; pero sentía agitarse su carácter batallador y rebelde ante el
abogado, cuyas palabras le irritaban.

--¿Y qué tiempos fueron esos?--preguntó irónicamente.

Urquiola, dichoso por poder mostrar ante Pepita y su madre aquella
oratoria ruidosa que tantos éxitos le había valido en los ejercicios
literarios de Deusto, acometió impetuosamente. ¡Parecía imposible que un
vizcaíno hiciese tal pregunta! ¿Qué tiempos habían de ser? Los del
Señorío; cuando Vizcaya era independiente y estaba gobernada por los
_Jaunes_ prudentes y valerosos; cuando la mala peste del _maketismo_ no
había aún invadido la santa tierra del árbol de Guernica; cuando los
vascos en Padura, en Gordexola y en Otxandino hacían morder el polvo á
los españoles, del mismo modo que siglos después, en nuestra época, sus
descendientes habían derrotado á los _guiris_ y los _ches_ de pantalones
rojos que enviaba España para acabar con los últimos restos de sus
libertades.

Aresti sonrió con desprecio. ¡Ya habían salido Padura y las otras dos
batallas contra los castellanos! Dichoso país aquel, tan falto de
historia que tenía que inventarla, dando la importancia de glorias
nacionales á tres miserables combates de horda, allá en los tiempos de
Mari-Castaña; tres contiendas á peñazos, golpes de cachiporra y de
hacha, un poco mayores nada más que cualquier riña de romería.

--No: Vizcaya no tiene apenas historia--continuó el doctor,--y por esto
posee la energía de los pueblos jóvenes. Su grandeza empieza ahora; sólo
que los enemigos de lo moderno no lo ven. Su gloria es reciente y está
en la ría, en el puerto, en las ruinas y las fábricas, en los buques que
pasean por todos los mares la bandera de su matrícula, en el esfuerzo
colosal de dos generaciones que han trastornado la naturaleza para
explotarla. Los vizcaínos que en otros tiempos iban en sus barquitos á
la pesca de la ballena, valen más, para mí, que todos esos héroes
cabelludos y zafios que en Padura gritaban _¡sabelian, sabelian sarrtu!_
avisándose que debían herir con sus chuzos á los españoles en el
vientre. Este es un país que no ha dado en los tiempos pasados más que
obispos y marinos. Ahora despuntan los únicos hombres notables que puede
producir esta raza con sus especiales condiciones. ¿Ve usted ahí á mi
primo que no sueña con la gloria histórica, ni se preocupa de lo que
pensarán de él en el porvenir? Pues es el verdadero héroe, el paladín
moderno. Ha hecho él más por la gloria de Vizcaya con sus empresas
industriales, que todos aquellos _Jaunes_, sucios, barbudos y llenos de
costras.

Urquiola calló, desconcertado ante este elogio á su querido tío,
temiendo que el millonario tomase la menor respuesta como un atentado á
la gloria de su nombre. Pero doña Cristina vino en su auxilio para que
la discusión no quedase ahogada.

--No te esfuerces, Fermín. Al doctor le importan poco las santas
tradiciones de Vizcaya. Lo que á él le molesta es ver á todo un pueblo
rendir homenaje á nuestra santa Patrona, en la que él no cree.

Aresti se encogió de hombros. No le molestaba ninguna de aquellas
fiestas: eran para él espectáculos curiosos, en los que estudiaba el
afán por lo extraordinario, por las protecciones ocultas que
experimentan la debilidad y la ignorancia. Él daba su verdadero valor á
la manifestación del próximo mes de Septiembre. Lo religioso era en ella
lo de menos. La gran masa inconsciente subiría al monte Artagán, con el
deseo egoísta de ganarse el agradecimiento de la Virgen: pero la
dirección la llevarían los que soñaban con la independencia vasca, y los
jesuítas, que insistían en sus alardes, temiendo la propaganda social de
las minas y el espíritu antirreligioso de los trabajadores de la villa.

Al oír mentar á los jesuítas, Urquiola dió un respingo en su asiento.
Ahora se sentía en terreno fuerte: era como si atacasen á su familia. Y
miró á las dos mujeres, como invitándolas á que presenciasen el gran
vapuleo que iba á dar al impío... ¿Qué tenía que decir de los jesuítas?
Eran unos sacerdotes sabios, prudentes y buenos, que se sacrificaban por
dirigir á las gentes hacia la virtud. Ellos, siguiendo al glorioso San
Ignacio, habían contenido la infernal propaganda de Lutero, atajando la
revolución religiosa, prestando á los pueblos latinos la gran merced de
evitarles este contagio. Eran el brazo derecho del Papa; los que
mantenían en toda su pureza el catolicismo. ¿Y sabios?... Él mismo
conocía en Deusto á un Padre que hablaba cinco idiomas...

Aresti le interrumpió:

--Yo conozco empleados de hoteles que poseen más lenguas y sin embargo,
el mundo ingrato no ensalza su sabiduría.

Urquiola, herido por este sarcasmo, hizo un movimiento como si fuese á
caer sobre el doctor, pero se repuso inmediatamente. Él estaba allí como
apóstol: quería aplastar al impío, de cuya ciencia hablaban con respeto
muchos tontos. Y continuó su apología del jesuitismo, hablando de su
fundación, como si fuese un punto de partida para la humanidad. Ya
conocía él todas las calumnias lanzadas contra la orden. ¡Mentiras de la
masonería, que temblaba de cólera y miedo ante los hijos de San Ignacio!
Se hablaba de la rapacidad de los jesuítas, de su codicia, de su afán
por atesorar dinero. Embustes de los impíos y de ciertas órdenes
religiosas, roídas por la envidia, que no reparaban que al herir á los
ignacianos socavaban el más fuerte cimiento del catolicismo. ¡A ver!
¿dónde estaban esos tesoros? ¿Quién los había visto?... Y aunque los
tuvieran, ¿qué? Como decía muy bien un Padre de la Compañía en uno de
sus libros, el mundo nada perdía con que fuesen ricos, pues dedicaban
su dinero á la instrucción levantando Colegios y Universidades. También
les echaban en cara el que sólo buscasen el trato con los ricos y los
poderosos, educando únicamente á los jóvenes de nacimiento distinguido.
¿Y qué se probaba con esto?... La igualdad es un mito de los impíos;
hasta en el cielo hay jerarquías y los Padres se dedicaban al cultivo de
los de arriba, de los que por su nacimiento ó su fortuna estaban
destinados á ser pastores de hombres, dejando la gran masa que ellos no
podían evangelizar, al cuidado de los sacerdotes del clero bajo.
Agarrándose al tronco estaban seguros de poseer las ramas: educando á
los privilegiados en el santo temor de Dios, mantenían el espíritu
religioso en las instituciones directoras, en los legisladores, los
magistrados, los militares, afirmando el porvenir más sólidamente que si
buscaban al populacho ignorante y tornadizo, siempre dispuesto á dejarse
engañar por absurdas propagandas...

¡Ah, el populacho! ¡Con qué asco hablaba Urquiola de la masa sin
voluntad que se dejaba arrastrar por falsos sabios, de pretendida
ciencia! Se indignaba pensando en la ceguera de aquel rebaño, que en los
conflictos de la miseria se revolvía contra los sacerdotes y
especialmente contra los jesuítas. Si surgía una huelga, apedreaban los
conventos de la Orden; si al ir en manifestación por la calle veían á un
cura, lo silbaban y lo perseguían; en sus mitins, cuando querían
insultar á uno de sus opresores, le llamaban jesuíta. ¿Qué daño podían
hacer los Padres á toda aquella gente que pedía aumento de jornal ó
menos horas de trabajo? No tenían minas ni fábricas, no eran dueños de
empresas industriales, no explotaban al trabajador, ¿por qué, pues, iban
contra ellos? ¿No era natural que dejasen en paz á los sacerdotes y se
lanzaran únicamente contra los ricos? ¿A qué mezclar la religión en las
cuestiones del trabajo?...

Y el abogado miraba á Aresti con superioridad, seguro de haberle
aplastado con estos argumentos aprendidos en Deusto, sin reparar en que,
por defender á sus maestros, atacaba á Sánchez Morueta.

El doctor sentíase irritado por el aire de triunfador que tomaba el
joven ante las dos mujeres, las cuales parecían admiradas de sus
palabras. Arrojó de su ánimo todo escrúpulo de prudencia, sintió el
deseo de escandalizar á su devota prima, de exponer sus ideas sin
consideración alguna, cerrándose para siempre las puertas de aquella
casa. ¡Le querían echar, pero él se iría antes!... Y habló con una
calma, con una suavidad en la voz, que contrastaba con la audacia de su
pensamiento.

A él no le extrañaba que el ejército de la miseria, en sus protestas y
rebeldías, se dirigiese contra los sacerdotes ignacianos, á pesar de que
éstos no tomaban parte directa en las empresas industriales. Eran los
directores y los educadores de los ricos. Ellos daban forma á la clase
superior; la moldeaban á su gusto. Los tiros de los desesperados, no
iban, pues, mal dirigidos. Parecían en el primer momento caprichosos y
locos, errando á la ventura, pero en realidad herían al verdadero
enemigo. Los desheredados, los infelices adivinaban con el instinto de
la desesperación dónde estaba la causa de sus males. La sociedad tenía
por base la moral cristiana, una moral que en tiempos remotos podía ser
oportuna, pero que había fracasado al contacto de la vida moderna.

El hombre de hoy debe ocuparse de hacer su trabajo sobre la tierra, de
modificar incesantemente el ambiente natural y social en que vive; y el
cristiano no da importancia á una sociedad por la que pasa
transitoriamente y cuyos intereses no deben preocuparle, pues su
verdadera vida está más allá de la muerte. Veinte siglos lleva de
experiencia la moral cristiana y ha dado de sí todo lo que tiene dentro.
Su fracaso es visible por todas partes. Desconoce la justicia en la
tierra, dejándola para el cielo; pasa indiferente ante el derecho de los
oprimidos, queriendo consolarlos con la esperanza de que en otra vida
que nadie ha visto, encontrarán satisfacción á sus dolores. Su única
fórmula clara es la de la fraternidad universal; «ama á tu prójimo como
á tí mismo», y sin embargo, transige con la guerra, bendice al fuerte,
declara que el hombre es por naturaleza malo y corrompido, que
únicamente se purifica cuando Dios le concede su gracia, y si no la
tiene, si vive fuera de la comunidad santa, es el hijo del pecado, el
ser diabólico al que hay que perseguir y exterminar.

Urquiola y doña Cristina se miraban escandalizados.

--¿Y la caridad?--gritó el abogado. ¿Y la sublime caridad de la moral
cristiana?

--¡La caridad!--contestó el médico sonriendo con sarcasmo.--Es el medio
de sostener la pobreza, de fomentarla, haciéndola eterna. Los
desgraciados la odian por instinto, al recibir sus limosnas: evitan el
buscarla mientras pueden, viendo en ella una institución degradante, que
perpetúa su esclavitud. Ese es otro de los grandes fracasos de la moral
cristiana.

Recordaba la maldición de Jesús á los ricos, su promesa de que les sería
más difícil entrar en los cielos «que un camello por el agujero de una
aguja». Y, sin embargo, todos los humanos, desoyendo á Jesús, reclamaban
el peligro de ser ricos: todos se exponían sin miedo alguno á las llamas
del infierno, por acaparar los bienes de la tierra. Los hombres, sin
excepción, deseaban ejercer la caridad, tomándolo todo para sí, y no
dando más que aquello que juzgaban innecesario ó que no podían guardar.
La caridad no influía para nada en el progreso de los humanos: antes
bien, era un obstáculo. No suprimía la esclavitud, no trocaba las formas
de la propiedad, y en cambio justificaba y santificaba la división de
los ricos y pobres. Los desdichados, en sus rebeliones, no se
equivocaban al odiar una religión que exige al miserable que se resigne
con su suerte y no reclama de los ricos más que una caridad de la que
ellos son los únicos jueces, pudiendo graduarla conforme á su egoísmo.
Los desesperados veían que, así como amenguaba la fe abajo, era arriba,
entre los ricos, donde la religión encontraba sus defensores, á pesar de
que su Dios los había maldecido.

Los privilegiados empleaban la religión como un escudo. «Nada de esperar
en la tierra la justicia para todos. Estaba en manos de Dios y había que
ir á la otra vida para encontrarla. Mientras tanto, el pueblo podía ser
feliz en su miseria con la esperanza del paraíso después de la muerte;
dulce ilusión, supremo consuelo, que los revolucionarios sin conciencia
le quieren arrebatar...»

Así se expresaban los que tenían interés en que continuase en la tierra
todo lo mismo, á la sombra protectora de las creencias. ¿Cómo no habían
de indignarse los infelices contra una religión que les cerraba el
camino de la justicia y el bienestar aquí abajo, para no darles más que
la quimérica esperanza de una justicia divina que los ricos pueden
sobornar con dádivas á los sacerdotes?

El cristianismo había engañado al pobre, manteniéndolo en su triste
estado con la esperanza del cielo y la amenaza del infierno. Era el
carcelero espiritual que sostenía durante veinte siglos el extremo de su
cadena. Ya que había llegado el instante de la revuelta ¡sus y á él!...
Era el enemigo secular; los demás habían crecido á su amparo... El odio
á toda religión era instintivo allí donde las masas obreras despertaban.
Dios era para los trabajadores el primero de los gendarmes, una especie
de funcionario invisible de la burguesía, al que retribuían los ricos
sus buenos servicios, levantándole viviendas, derramando el dinero á
manos llenas entre los que se llamaban sus representantes...

Doña Cristina abanicábase furiosamente las mejillas enrojecidas. ¿Qué
horrores iba soltando aquella voz suave é irónica que parecía
acariciarla con profundos arañazos?... Ahora se arrepentía de haber
provocado al impío y hacía señas á Urquiola para que no le contestase.
Deseaba que se hiciera un silencio penoso, que se fuera de allí empujado
por la sorda y desdeñosa hostilidad de todos. Pero el discípulo de
Deusto temía aparecer vencido á los ojos de Pepita, é interrumpía al
doctor con exclamaciones burlonas ó con gestos escandalizados. «Está
loco: este hombre está loco.» Aprovechando una pausa de Aresti, _colocó_
la objeción que tenía preparada. Criticar era fácil. Pero ya que el
doctor encontraba tan defectuosa la moral cristiana, debía decir cuál
era la suya.

Aresti sonrió, mirando con lástima al joven. Era posible que no lo
entendiese: aquellas cosas no las enseñaban en Deusto. Además, una moral
con todos sus preceptos, no se fabrica de la noche á la mañana como un
sermón de los padres de la Compañía. Bastante había hecho el
pensamiento moderno en menos de un siglo; y aún estaba en la primera
etapa de su marcha hacia el infinito. Pero aun así, su moral, una moral
para la tierra, sin sanciones celestes, encaminada al bienestar positivo
de los humanos, tenía forma.

--Yo--dijo Aresti con sencillez--adoro la Justicia Social como fin y
creo en la Ciencia como medio.

Urquiola rompió á reír con una carcajada insolente. ¡La ciencia! ¡La
moderna ciencia de los revolucionarios y los impíos! Ya sabía él lo que
era aquello. Y la definía con arreglo al libro de un Padre famoso de la
Compañía. «Cogiendo un catecismo del Padre Ripalda y escribiendo _no_
donde el catecismo dice _sí_ y _sí_ donde dice _no_, se tiene hecha y
derecha toda la pretendida ciencia moderna.» Urquiola se pavoneaba con
esta definición que convertía el catecismo en centro de todos los
pensamientos humanos, colocando al Padre Ripalda por encima de todos los
grandes hombres de la historia. Doña Cristina, creyendo que esta
definición tan clara era obra de su sobrino, admiraba su talento.

Pero el abogado no se fijó en esta admiración, enardecido por la
proximidad de su triunfo. Allí quería él al doctor, ¿Conque la ciencia
podía servir de medio é instrumento á la moral?... En Deusto, aunque
Aresti no lo creyera, también les enseñaban algo de la ciencia moderna.
Levantaban nada más que una punta del velo que ocultaba este cúmulo de
impiedades, para aplastarlas con el santo peso de las buenas doctrinas.
Él conocía un poquito de la ciencia moderna, para apreciar su grosero
materialismo, incompatible con todo ideal, é instrumento de toda
desmoralización.

El hombre era una bestia para aquella ciencia. El instinto reemplazaba
al alma: nada del Dios omnipotente que había formado el mundo: nada de
existencia espiritual después de perecer la materia. Esta vida sólo
tenía por escenario la tierra. Luego de la muerte un poco de
podredumbre: polvo: nada. Como no existía otra vida, no existían
castigos y todos podían hacer lo que mejor placiera á sus instintos, sin
miedo á la cólera de Dios. ¡La bestia libre y sin sanción alguna! Ya que
no había que temer á los castigos, ¿para qué renunciar á la satisfacción
de los apetitos? ¿Por qué imponerse privaciones respetando á los
semejantes?... ¡A burlarse de nuestros antecesores, unos tontos que
contenían sus pasiones por la esperanza del cielo ó el miedo al
infierno! Los fuertes deben aplastar á los débiles: los débiles deben
apelar á la astucia y la maldad para salvarse de los fuertes. A nadie
hemos pedido venir al mundo, y nadie nos exigirá cuentas cuando volvamos
á confundirnos con la tierra. El vicio es lo mismo que la virtud: el
crimen y la bondad valen igual: vivamos y gocemos todo lo que nos sea
posible, sin escrúpulo alguno, ya que nadie nos ha de pedir cuentas.

--¿Es esta su moral, doctor--preguntaba irónicamente el abogado.--¿No es
esto lo que se desprende de la ciencia moderna?...

Las dos mujeres mostraban su admiración por Urquiola con miradas de
lástima al médico. Hasta Sánchez Morueta, que permanecía con la cabeza
baja, como molestado por una polémica cuya intención adivinaba, levantó
los ojos fijándolos con cierta extrañeza en el abogado. Aquel muchacho
no se expresaba mal. Ya no le creía tan necio, y pensaba si su mujer
tendría razón al elogiar sus cualidades.

Aresti acogió la sarcástica descripción de aquella sociedad sin Dios,
con rostro impasible. Si la religión era un freno para los apetitos y
las violencias ¿por qué la criminalidad era más frecuente en los pueblos
atrasados y devotos que en aquellos otros de mayor cultura? ¿Cómo era
que los mayores crímenes de la historia habían coincidido con los
períodos en que el entusiasmo religioso era más ardiente?

El médico hablaba en nombre de la ciencia, para la cual la falta de
moralidad y el crimen sólo son resultados de la incultura ó de una
regresión parcial del cerebro. Además, ¿de dónde sacaba Urquiola que
porque no existiese una sanción divina para la moral, porque el hombre
no sintiera el temor á los castigos eternos, se había de entregar á la
violencia atropellando á sus semejantes? El hombre de mentalidad
desarrollada, sabía que aunque condenado por la naturaleza á
desaparecer, no por esto desaparecería la humanidad de la que forma
parte. Sólo el ser inculto y brutal, con el egoísmo de la ignorancia
podía incurrir en tales crímenes. Sólo podían pensar así los pobres de
inteligencia que forman la principal masa de todas las religiones; los
que no ven en el mundo nada más allá de su propia individualidad
egoísta; los que sólo aman la virtud como un pasaporte para entrar en la
vida eterna, y sí hacen algún bien es con la idea de que giran una letra
sobre el porvenir para que se la paguen con un puesto en el cielo.

Quedaban aún muchos seres de una mentalidad limitada, semejante á la de
los hombres primitivos, que sólo se preocupaban de sus personas ó,
cuando más, de sus familias. Cada uno de ellos concibe la vida como si
su individualidad fuese el centro del universo, no interesándole más que
lo que ve y lo que toca. Esos, en su egoísmo, tienen tal concepto de la
importancia de su persona, que necesitan que ésta se perpetúe después de
la muerte, admitiendo como indispensables los cielos y los castigos
inventados por las religiones.

El hombre emancipado por la ciencia, se preocupa de la suerte de la
humanidad tanto ó más que de la de su individuo. Sabe que es un
componente de una familia infinita, siente la solidaridad que le liga á
su especie, está seguro de que su pensamiento vivirá aún después de
haberse corrompido su cerebro y no se satisface con la saciedad de sus
sentidos. Tiene la inteligencia más desarrollada que los órganos
animales, y sus mayores placeres residen en ella. Por lo mismo que no
duda de que su organismo material ha de morir para siempre, siente la
necesidad de dejar rastro de su paso por el mundo con una buena acción.
En vez de querer inmortalizarse como los devotos en un bienestar celeste
(deseo egoísta que ningún beneficio proporciona á los demás), desea
sobre vivirse en la especie, que es eterna, procurando á ésta la parte
de bienestar ó felicidad á que puede contribuir con el trabajo de su
vida. ¿Qué moral más generosa?... El ensueño individual y egoísta de un
cielo falso é inútil, lo sustituye el hombre moderno con el ideal
colectivo, que está de acuerdo con su razón y le procura las más altas
satisfacciones morales.

--Hacer el bien á los semejantes--continuó Aresti--sin esperanza de
recompensa ni miedo al castigo, como lo hacemos los impíos modernos, los
hombres del _materialismo_, es ser más idealista que el devoto que
compra su parte de paraíso con oraciones que no remedian ningún mal de
la tierra.

El doctor se exaltaba, elevando su voz, al comparar la moral de las
religiones y aquella moral de los pensamientos elevados y nobles que se
desarrollaba al tranquilo amparo de la ciencia. ¡Cómo poner al mismo
nivel al egoísta crédulo que con unos cuantos sacrificios y
mortificaciones cree comprarse una eternidad de alegría en el cielo, y
al hombre moderno, que hace el bien sin creer en futuras recompensas, ni
en el agradecimiento de divinos fantasmas, únicamente por la alegría de
socorrer al semejante, por la solidaridad que debe existir entre todos
los que tripulan el barco errante de la Tierra!... Así habían procedido
siempre los grandes mártires y los genios. Era la moral de los héroes de
la humanidad: en otros siglos se había mostrado aislada, pero ahora iba
generalizándose, conforme agonizaban los dogmas, como una afirmación de
la conciencia colectiva.

Doña Cristina y su hija miraban con extrañeza al doctor sin hacer el
menor esfuerzo por comprender sus palabras. Estaba loco: todo aquello
eran _filosofías alemanas_, monsergas confusas que habían inventado los
impíos para ocultar su maldad, cuando tan claro y sencillo era creer en
Dios y seguir lo que la Iglesia enseña. ¡Ay, si estuviera presente el
Padre Paulí, que tan soberanas palizas soltaba desde el púlpito á los
_filósofos_!...

Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación y
desconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquello
no le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo que
consideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajos
electorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia de
Sánchez Morueta. De no estar el millonario, hubiera hecho la cuestión
personal y en nombre de la inmortalidad del alma y de la moral
cristiana, hubiese atizado unos cuantos puñetazos al impío, luciendo
ante las señoras sus energías de apóstol.

Aresti, arrastrado por el entusiasmo, no podía callarse. El sofisma
religioso, tolerando en la tierra la injusticia sin más consuelo que la
esperanza en un mundo mejor, era demasiado grosero para las
inteligencias modernas. La moral no consistía, como la proclamaba el
cristianismo, en achicarse, en recogerse en sí mismo, en amputar los
naturales instintos, en hacerse pequeño para pasar por el camino
estrecho de la gloria celeste, sino en aceptar la vida tal como es, en
amarla en toda su plenitud. La vida espiritual no era el egoísmo de un
individuo, sino la comunión con las aspiraciones colectivas de la
humanidad. El hombre moderno no debía perder el tiempo preguntándose
sobre el origen del mal ó si la naturaleza está corrompida por el
pecado: las dos grandes preocupaciones de la moral cristiana. Bastábale
saber que la naturaleza, buena ó mala, se modifica ó transforma por el
trabajo. Poco importaba el origen del mal: lo interesante era combatirlo
y vencerlo, sin optimismos ni pesimismos, llevando como único guía el
esfuerzo continuo hacia el mejoramiento.

El hombre estaba condenado á hacerlo todo por sí mismo, sin la esperanza
de fantásticas protecciones. El trabajo es su ley. El oficio de ser
hombre era glorioso y duro. Sólo podía contar con un apoyo: la Ciencia.
El progreso de los conocimientos positivos, la industria y la evolución
incesante de las sociedades, modificaban la concepción de la vida y de
sus fines. El hombre moderno, valiéndose de la crítica, tenía una idea
justa de los límites de sus conocimientos. Ni soberbias, ni desmayos de
humildad. No pretendía conocer lo absoluto ni el origen de las cosas.
¿Pero es que las religiones las conocían tampoco? ¿Eran racionales las
explicaciones de los que creían en una Providencia amparadora de la
injusticia, y en un plan de creación ideado por unos hebreos nómadas é
ignorantes?

En cambio, el hombre conocía mejor, gracias á la ciencia, el mundo que
le rodeaba. Si no sabía la causa primera de muchos fenómenos, había
descubierto y utilizado las relaciones que los ligan, y en vez de ser
siervo de la naturaleza, como en los tiempos de barbarie religiosa, la
tenía á sus órdenes, haciéndola trabajar para su comodidad y sustento.
Ante él se abatían obstáculos que parecían eternos: la mecánica
aprovechaba las fuerzas naturales; modificábase la faz de la Tierra:
suprimíase el espacio al acortar las distancias, y el planeta parecía
empequeñecerse, haciéndose cada vez más confortable, como una habitación
dentro de la cual la humanidad encontraba satisfechas todas sus
necesidades.

El hombre ya no quería fundar su moral sobre lo desconocido, sobre Dios,
el fantasma bondadoso ó terrible de la infancia de la humanidad. Tampoco
podía tolerar la moral cristiana, basada en la resignación y en la
abstención. Esta moral no era más que un arte de mutilar la vida bajo el
pretexto de guardar sus formas más altas, ó sea las espirituales.

--Hay que aceptar la vida tal como es, y vivirla toda entera--decía el
médico con entusiasmo.--Nuestra moral es simple y valiente: se resigna á
la compañía de los hombres, sabiendo que no existen los ángeles, y los
acepta tales como son. No pasa la vida orando y contemplando lo perfecto
y lo eterno, sino que arrostra el encuentro de lo malo y de lo feo y
hasta los busca ya que existen, para combatirlo; y triunfar de ellos. No
mira al cielo, pues sabe que no lo hay: examina la tierra que es la
realidad, y en vez de tener las manos siempre juntas en el rezo, que
salva el alma, empuña los rudos instrumentos de trabajo, labora, lucha,
suda en su eterna batalla con el sueño por transformarlo y embellecerlo,
pensando que las fatigas del presente serán buenas obras para la
humanidad del porvenir. Nuestra moral tiene callos en las manos. No son,
como las de la monja, blancas, suaves, con palidez de nácar, cruzadas
sobre el pecho, mientras, los ojos en alto buscan á Dios.

Sánchez Morueta contemplaba con admiración á su primo. ¡Ah; su Luis!
¡Que hombre!... Su pensamiento tímido y fluctuante sentíase arrastrado
por las palabras del médico. Le entusiasmaba aquella apología de la
actividad universal. Él era un sacerdote privilegiado y feliz del
trabajo. Explotaba su estado embrionario, y aunque los fieles clamaban
contra él, queriendo arrojarlo de la iglesia obrara, le satisfacía que
la ensalzasen.

La esposa apretaba los labios, palideciendo ante el desconcierto de su
sobrino, el cual no podía asir muchas de las ideas del doctor. Con su
instinto agresivo de mujer devota intervino en la conversación,
queriendo auxiliar á Urquiola.

--No entiendo esa moral--dijo á Aresti con voz ruda.--Nada me importa:
esa queda para... sabios como tú. Nosotros, los brutos, nos contentamos
con el Catecismo. Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la
humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?...

Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba
al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni
soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para
que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación. Y
doña Cristina se indignaba al decir esto. ¡Qué había de ser ella! Tan
buena, la pobrecita; tan religiosa; una alma pura de ángel...

--A eso conduce vuestra moral--añadió con dureza.--A hacer infeliz á una
pobre criatura, buena como una santa.

Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque. ¡Él,
convertido en verdugo de un ángel! ¡Y aquel ángel era su mujer, y
Cristina le echaba en cara su crimen después de haber visto la aspereza
humillante con que le trataban las de Lizamendi!... Prefirió acoger en
silencio el ataque, sin más protesta que un encogimiento de hombros.

Pero la de Sánchez Morueta no quería verle así. Una voz lanzada, sentía
un deseo nervioso de insultarlo, de dar pretexto para un rompimiento
ruidoso y que no volviese.

--Ya que no crees en nada de la religión--dijo tras una larga pausa, con
una sonrisa dulce que daba miedo,--tampoco creerás en Jesús... ¿Qué es
para tí nuestro divino redentor?

¡Con qué alegría habló Aresti, lentamente, con voz suave é incisiva,
como si quisiera que cada palabra suya fuese una bofetada sobre aquellos
ojos azules que le miraban con desprecio!...

--¿Jesús?... Fué un gran poeta de la poesía moral. Yo amo su recuerdo
con la ternura de la compasión, viendo la inutilidad y el sarcasmo de su
sacrificio. Sus sucesores han trastornado sus doctrinas, explicándolas y
practicándolas al revés. Su asesinato fué una conspiración de las
autoridades constituidas, gobernantes, ricos y sacerdotes, los mismos
que hoy son sus devotos y explotan su recuerdo.

Doña Cristina púsose de pie con nervioso impulso. Había escuchado las
explicaciones sobre la moral, para ella confusas, guardando cierta
calma, á pesar de que adivinaba ataques al cielo y á Dios. Pero esto de
ahora iba contra Jesús; y la indignaba, más aún que si hubiesen negado
su existencia, aquello de llamarle poeta. ¡El hijo de Dios un poeta!
Para una millonaria era este el más refinado de los insultos.

--¿Has oído, Pepe?--gritó mirando á su esposo.--¿Y tú consientes estas
atrocidades en tu casa?

Los ojos tímidos de Sánchez Morueta iban de su mujer á su primo, como
asustado en su interna somnolencia por el inesperado choque.

--Me voy--siguió gritando doña Cristina al ver la indecisión de su
esposo.--No quiero escuchar más á este hombre.

Y dirigiéndose á Pepita, añadió:

--Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tu
padre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles.

Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando un
momento entre seguirlas ó acometer al doctor. Aquel era el momento de
presentarse como un paladín de la fe, de hacer la cuestión personal en
nombre de Jesús y que se tragara el médico á puñetazos aquello de
«poeta», que no le indignaba á él menos que á doña Cristina. Pero le
inspiraba gran respeto la presencia del millonario, temía disgustar _al
tío_ y acabó por marcharse en busca de las señoras.

Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, como
anonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper el
silencio.

--Pepe, adiós--dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendo
una mano á su primo.--Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consientes
eso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir.

--¡No te vayas así!--exclamó el millonario con ansiedad.--De seguro que
estás enfadado; adivino que no vas á volver. No riñas conmigo: Cristina
es así, ¿y qué voy yo á hacerla? Tú mismo lo has dicho. La familia... la
paz de la casa... Ella es buena y me quiere: pero tiene esas ideas y á
las mujeres hay que respetárselas. La verdad es que tú también has
estado fuertecito...

--Adiós, Pepe--volvió á repetir el médico, abandonando aquella manaza
que ahora caía débil y sin voluntad.--Que seas muy feliz.

--Pero nos veremos, ¿eh? ¿Vendrás á verme al escritorio?... Esto pasará:
ya sabes que otras veces también habéis regañado...

--Adiós, adiós.

Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulando
excusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á sus
espaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentesco
fraternal y perdía lo último que le restaba de su familia.



IX


A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre los
obreros de las minas.

Los contratistas de Gallarta, al reunirse por las noches con el doctor
Aresti, hablaban de los síntomas de rebelión en las aldeas de la cuenca
minera. En la Arboleda los peones clamaban contra las cantinas,
afirmando que los capataces eran los verdaderos dueños, y que el obrero
que no se surtía de víveres en ellas era despedido del trabajo. En
Pucheta, que era donde vivían los más levantiscos, habían ido á
navajazos un día de paga, por negarse dos trabajadores á satisfacer su
deuda en la tienda de un protegido de los contratistas. Se hablaba de un
gran mitin en la plaza mayor de Gallarta, al que asistirían todos los
mineros para acordar la huelga, en vista de que no era admitida su
petición en favor del pago semanal. Desde el kiosco que ocupaba la
música los domingos, hablarían los amigos del pueblo, aquellos obreros
de Bilbao emancipados del yugo de los patronos, que se dedicaban á la
propaganda de las doctrinas socialistas y á la organización de las
fuerzas obreras. Y mientras llegaba el momento de la rebeldía, los
representantes del partido en la cuenca minera, que eran en su mayoría
taberneros, derramaban en la irritada masa el consuelo del alcohol y de
las teorías revolucionarias.

El _Milord_, en la tertulia de los contratistas, hablaba, con alarma, de
los pinches de las minas. Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo en
la faja, y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo á
sus venganzas de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran la
vanguardia ruidosa de todas las huelgas, comprometiendo á los hombres
con sus audacias, haciéndolos ir más allá de lo que se proponían.
Algunas veces habían osado apedrear de lejos á la guardia civil, cuando
en vísperas de revuelta paseaba sus tricornios por los caminos de la
montaña. Ahora, el _Milord_ hablaba con terror de frecuentes robos de
dinamita en los depósitos de las canteras. Los cartuchos debían
ocultarlos los pinches en previsión de lo que ocurriera. ¡Buena se iba á
armar!...

Al atrevimiento de los muchachos había que añadir la cólera estrepitosa
de las mujeres, que hablaban de arrojarse en fila sobre los rieles de
los planos inclinados y de los ferrocarriles, impidiendo toda
circulación de mineral para que se generalizase la huelga hasta la ría,
y se cerrasen las fundiciones, y el puerto se llenara de buques
inactivos esperando una carga que no llegaría nunca.

--Esto se pone feo, don Luis--suspiraba el admirador de
Inglaterra.--Esto va á ser la muerte de las minas.

Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que los
peones gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombres
eran capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenas
presentían protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país. Las
huelgas les olían á política, á algo peligroso en que no debían
mezclarse los pobres. Y avisados de la bronca que preparaban los
compañeros, deslizábanse prudentemente hacia su tierra, con el propósito
de volver cuando todo pasase, aprovechándose entonces de las ventajas
que los otros pudieran conseguir.

--¡Pero, malditos!--exclamaba el doctor, oyendo al _Milord_ y á otros
contratistas.--¿No es justo lo que piden? ¿Qué menos pueden reclamar que
el cobro semanal y comprar su alimento donde mejor les convenga?...

Los contratistas torcían el gesto, excusándose en la inercia de las
costumbres. Eran los señores de la villa, los mineros ricos, las
empresas extranjeras, los que debían dar el ejemplo. Ellos á lo antiguo
se atenían. Además, el miedo á la huelga no causaba gran impresión en el
fondo de su ánimo. Por grande que fuese el paro en el trabajo, poco
perderían; el mineral no iba á desaparecer en las canteras; aguardaría á
que fuesen á arrancarlo, si no en un mes, al siguiente, y si no al otro.
Tenían para vivir, y se rendirían antes que ellos los que necesitaban
el jornal para no morirse de hambre.

El cura don Facundo se indignaba, no como contratista, sino como pastor
del rebaño rebelde. No había religión, cada vez se entibiaba más la fe,
y así andaba todo de perdido. La propaganda diabólica de los obreros de
Bilbao había llegado hasta la gente sencilla y sufrida de la montaña.

--Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesen
perros--exclamaba indignado.--Cada vez hay menos entierros. Ya van al
cementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares de
badulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso que
llaman actos civiles. Señores... ¡entierros civiles en las
Encartaciones! ¿Quién podía figurarse que veríamos esto?...

Y el cura insistía en lo de los entierros, como si de todos los actos de
hostilidad ó indiferencia para la religión, fuese este el más
escandaloso y que más profundamente hería su pudor de sacerdote.

A pesar de la agitación obrera, los amigos de Aresti sentíanse atraídos
por otro asunto, del que hablaban con gran interés en sus francachelas
nocturnas.

Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todos
los notables de Gallarta. El _Chiquito de Ciérvana_, el barrenador
famoso, había recibido una especie de reto de un desconocido de
Guipúzcoa, para que midiese sus fuerzas con él. El encuentro debía
verificarse en Azpeitia, el centro de las fiestas vascas. Los ricos de
allá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si no
fuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitia
al lado de su barrenador.

Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y
menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse
con el _Chiquito de Ciérvana_, que era la gloria más grande de las
Encartaciones! Miles de duros apostarían ellos contra las pesetas que
pudieran ofrecer aquellos rurales de Guipúzcoa, que vivían del miserable
cultivo de la tierra. Y en sus reuniones nocturnas acordaban los
detalles de la apuesta, con arreglo á lo convenido por cartas y hasta
por mensajeros, con los lejanos enemigos. El próximo domingo sería la
lucha en la plaza mayor de Azpeitia. Marcaban el número de perforaciones
que los dos barrenadores harían en la piedra y la duración de la
apuesta.

Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más que
en este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa de
cuantas habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar al
dinero que con tanta facilidad llegaba á sus manos.

En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo.
Vizcaínos contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contra
aquellos patanes que intentaban comparar sus burdos barrenadores de las
canteras de caliza con los de las minas de hierro, que eran casi unos
artistas.

Al aproximarse el día de la lucha, mostraban los contratistas los fajos
de billetes de Banco, con los que habían de anonadar á los _pobres
cuitados_ de Guipúzcoa. El _Chiquito de Ciérvana_ era vigilado y mimado
como si fuese una tiple hermosa. No iba á las minas, y acompañaba por
las noches á los contratistas, preocupándose todos ellos de lo que comía
y bebía.

--¿Cómo va ese valor?--le preguntaban tentándole los brazos duros y
elásticos, que parecían de acero, pasándole las manos por el pecho con
una suavidad casi femenil, golpeándole el tórax y complaciéndose en su
resonancia, que revelaba salud y vigor. Y el _Chiquito_ se dejaba
agasajar con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculos
recogidos y apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarle
el olor agrio de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume.

Ganaría, como siempre. Y mientras llegaba el domingo, con su estruendosa
victoria, lo atiborraban de alimentos y le hacían beber champagne, mucho
_Cordón Rouge_, como si el vino de los ricos afirmase de antemano su
superioridad sobre aquel rival que sólo conocería la dulzona _sangardúa_
de sus montañas.

Los contratistas obligaron al doctor Aresti á que les acompañase á
Azpeitia. Ellos no gozarían la victoria por completo de no presenciarla
su ilustre amigo. Y el doctor, que habituado al afecto de aquellos
admiradores rudos y entusiastas, no podía separarse de ellos, acabó por
ser de la partida. En fuerza de oírles hablar de la apuesta sentía
interés por ella.

Era el único que dudaba del triunfo. La gente de Azpeitia debía conocer
el trabajo del _Chiquito_. Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién
era aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba
el reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su
barrenador.

Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes. Pero los amigos
del doctor le contestaban con risas. ¿Dejarse vencer el _Chiquito_?... Y
como prueba de su confianza, enseñaban de nuevo los fajos de billetes.
Más de cincuenta mil duros iban á apostar entre todos, si es que los de
Azpeitia tenían redaños para hacerles cara. Había que correrles,
echándoles el dinero á las narices; así aprenderían á no ir otra vez con
retos á los bilbaínos de las minas.

La partida, el domingo al amanecer, fué casi una espedición triunfal. El
_Chiquito_ había salido el día antes con varios de sus admiradores para
estar bien descansado en el momento de la apuesta. Los que llegaron
después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el
convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los
mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de
cigarros. Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión.
Sólo en Bilbao se sabía comer: lo demás era tierra de salvajes, país de
pobreza donde moría uno de hambre ó de asco, aunque fuese persona de las
que _tienen cartera_.

Los mineros ricos hicieron en Azpeitia una entrada de invasores. Había
comenzado ya la fiesta con las apuestas de bueyes, y una muchedumbre de
caseros y de gentes del pueblo se agolpaba y estrujaba en la plaza y las
calles inmediatas. Aquellos hombres de largas blusas y boinas
mugrientas, apoyados en fuertes garrotes, miraban con asombro, como si
fuesen de una raza distinta, á los arrogantes mineros, que se llamaban á
gritos y se abrían paso reclamando el auxilio del alguacil, única
autoridad que guardaba el orden del inmenso concurso, sin más arma que
un mimbre blanco. La gente sobria y humilde, habituada á los cultivos de
escaso rendimiento de la montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrosos
de los contratistas, sus boinas flamantes, las gruesas cadenas de oro
sobre el vientre y sus manos de antiguos obreros con dedos gruesos de
uñas chatas, abrumados por enormes sortijas.

Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando una
verdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastaba
con fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, con
altivez de magnates que descienden á mezclarse en una diversión
campestre. ¿Y entre aquellas míseras gentes estaban los que habían osado
desafiarles?... _¡Pobres cuitados!_

Precedidos por el alguacil, subieron algunos de ellos á los balcones de
la plaza, ocupados en su mayor parte por mujeres. Otros tomaron sitio en
primera línea, junto á la cuerda que marcaba un gran rectángulo limpio
de gente en medio de la plaza, como liza donde se verificaban los
juegos. Allí se hacían las apuestas de última hora entre los empujones
de la gente. Los caseros, apoyando sus manos en las espaldas que tenían
delante, se empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujón
formidable; una avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastaba
que se levantase en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran las
boinas rojas de la pareja de migueletes guipuzcoanos, para que al
momento se iniciase un retroceso, quedando inmóvil el gentío.

Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas,
encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros
arrastraban penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un
molino, bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra
profundamente aplastada.

La alegría de los ejercicios físicos, el enardecimiento ruidoso de las
fiestas de la tuerza, agitaba al gentío. Tiraban los bueyes penosamente,
como si fuese á estallar la testuz bajo el yugo, esforzándose entre los
gritos y los pinchazos de los conductores que los azuzaban coreados por
sus partidarios, y cada vez que una piedra, con nervioso tirón, avanzaba
algunos pasos, sonaba un clamoreo de los espectadores. Los pechos se
hinchaban con angustia, como si quisieran comunicar su fuerza á las
abrumadas bestias.

Era una diversión de raza primitiva, de pueblo en la infancia que aún no
ha llegado á la vida del pensamiento y admira la fuerza como la más
gloriosa manifestación del hombre. La dura necesidad de ganarse el pan
con el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversión
los alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes á
los grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para dar
carácter de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diario
trabajo, asociaba á sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de la
miseria campestre.

El doctor, ante estos placeres rudos y violentos del pueblo primitivo,
recordaba las fiestas griegas, embellecidas al través de los siglos por
el encanto del arte. Aquellos juegos al aire libre, sencillos y burdos,
de una inmediata utilidad, recordaban involuntariamente los Juegos
Olímpicos.

--Sí; se parecen--pensaba Aresti.--Pero como se asemejan el ave de
corral y el águila, porque las dos se cubren de plumas.

Cansado del monótono espectáculo que ofrecían los bueyes, tirando entre
el clamoreo del gentío que no se fatigaba del largo plantón, el doctor
se distrajo examinando el aspecto de las casas y las personas.

Veía Azpeitia por primera vez, aquel hermoso rincón del territorio
vasco, que sólo de lejos rozaba la vía férrea, y en el cual parecían
haberse refugiado el espíritu y las tradiciones de la raza. Aquella
tierra era la de San Ignacio. A pocos minutos, en el centro del valle,
estaba Loyola con su convento inmenso, cuya fealdad de caserón-palacio
tentaba la curiosidad del doctor. La sombra de la Residencia madre, de
aquel edificio semejante a un cuartel, en el que se reunían los
comisionados del jesuitismo, llegando de todos los puntos de la tierra,
cuando había que elegir un nuevo General de la Orden, parecía proyectar
su sombra sobre el valle y las montañas, formando los pobladores á su
imagen.

Aresti veía en la muchedumbre muchas caras que le recordaban la faz de
San Ignacio. Aquellos rasgos duros, impasibles, de helada firmeza, que
se consideraban como signos característicos de una personalidad famosa,
resultaban comunes á toda una raza.

El médico se fijaba igualmente en las mujeres de los balcones. Tenían
las formas más pronunciadas que las hembras vizcaínas, con algo de
voluptuoso y mórbido que hacía recordar el título de «Andalucía vasca»,
que muchos daban á Guipúzcoa; pero en su mirada había una expresión
varonil y enérgica que hacía pensar en las fanáticas heroínas de la
Vendée. El odio al _guiri_, al español de pantalones rojos llegado de
las más lejanas provincias para expulsar al rey legítimo, pasaba como
una herencia de generación en generación. Todos los hombres de edad
madura que ocupaban la plaza habían vestido, seguramente, el capote de
los tercios guipuzcoanos y se acordaban del monarca de las montañas, con
su gran barba negra y la boina blanca sobre los ojos.

Eibar, con la muchedumbre obrera de sus fábricas de armas, liberal y
poco religiosa, estaba próxima, y, sin embargo, parecía al otro extremo
del mundo, como si los montes que separaban ambas poblaciones fuesen
infranqueables.

Las casas de Azpeitia ostentaban en todas las puertas grandes placas del
Corazón de Jesús. Era el único signo exterior de religiosidad: ni
alardes de fe ni entusiasmos provocadores. Eso quedaba para los pueblos
donde flaquea la devoción y la verdad divina tropieza con enemigos. En
todo el valle parecía sobrevivir el espíritu religioso, tranquilo y
confiado, de la Edad Media, la época que menos se preocupó de la fe, por
lo mismo que aún no habían levantado la cabeza la duda y la impiedad.
Mostrarse el espíritu de rebelión en una tierra que había pisado el
bendito San Ignacio, era tan absurdo, tan inconcebible, que sólo el
suponerlo hubiera hecho reír a aquella gente taciturna, orgullosa de
haber dado al mundo un santo de fama universal.

Pasado medio día, terminaron las pruebas de los bueyes y se desparramó
el gentío por la población. Lo más interesante de la fiesta, las luchas
de los _aizkoralaris_ ó partidores de leña y la apuesta de los
barrenadores, quedaba para la tarde.

Aresti y sus amigos comieron en el casino del pueblo, alarmando á los
del país con los taponazos del champagne y la exhibición de las carteras
repletas de billetes que arrojaban sobro las mesas con afectado
desprecio. Llegaban nuevas gentes por todos los caminos, atraídas por la
fama de la gran apuesta de la tarde. Aresti había salido a la calle
huyendo de la atmósfera posada del casino, cargada de gritos y nubes de
tabaco. Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas
por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta,
guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con
la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre
como un fusil.

Cerca de la plaza, vió el médico que la gente se detenía ante una
taberna, formando compacto grupo y mirando á lo alto. En un balcón
cantaba un viejo, de tan elevada estatura, que su boina parecía tocar el
alero. En la calle se había hecho espontáneamente un gran silencio, y el
viejo, inmóvil y grave, seguía su canturria con cierta seriedad
sacerdotal. Cuando terminó su última estrofa en vascuence, con una
entonación aguda, todo el concurso prorrumpió en risotadas, que
contrastaban con la gravedad del cantor. Pero aún no se había extinguido
la carcajada del público, cuando sonó una nueva voz más aguda y
estridente desde el balcón de otra taberna, y Aresti vió á un jayán que
cantaba como si contestase al viejo, mientras éste le escuchaba sin
pestañear, preparando mentalmente la contrarréplica.

El doctor conocía á aquellas gentes. Eran los _versolaris_, los
trovadores éuscaros que se mostraban en todas las fiestas. La poesía
florecía en las tabernas con el bullicio de la embriaguez. Eran rudos
campesinos que no sabían leer, pero que mostraban cierto ingenio y una
gran facilidad de improvisación. Sus versos sólo tenían de tales las
rimas, con una completa ausencia de sentimiento poético. Lo que la
muchedumbre admiraba en ellos era el ingenio satírico, lo grotesco del
chiste y, sobre todo, la facilidad en la respuesta. En estas batallas de
viva voz, un _versolari_ iniciaba el tema, seguro de que al momento
surgiría la contestación de sus rivales; y así, prolongándose el
razonamiento de unos á otros, agarrando cada cual el hilo de la
interminable canturria donde lo abandonaba el enemigo, hacían pasar al
público embobado horas enteras. Estos vagabundos se mantenían de sus
versos, y en plena vida rural, llevaban la existencia independiente de
fiera miseria y alegre parasitismo de los artistas de la bohemia en las
grandes ciudades.

Aresti admiraba la sencilla fe de aquel pueblo niño que reía las gracias
de los _versolaris_ y admiraba sus chistes inocentes, incapaces de
producir la más leve impresión en un hombre de la ciudad. En esta sana
alegría encontraba el médico la gravedad del hombre del campo, su alma
sobria á la que basta la más insignificante broma para alegrarse. Eran
espíritus nuevos, eternamente infantiles que al ponerse en movimiento
divertíanse con cualquier cosa. Sabían que los _versolaris_ eran
graciosos por tradición y esto bastaba para que todos rieran aun antes
de comprender sus palabras.

El doctor observaba una vez más el carácter de la poesía entre los
hombres del campo. La naturaleza estaba ausente casi siempre de los
versos populares. Las estrofas campesinas, cantan guerras y amores, la
tristeza de la partida y la alegría del retorno, celos y desesperación,
ó se ejercen en la burla de los convecinos: pero nunca describen la
belleza de los campos, ó la majestuosa serenidad que desciende del
cielo. Viviendo en la eterna monotonía de las bellezas naturales, no ven
en ellas nada de extraordinario, sintiendo con más intensidad los
sucesos que tocan de cerca á sus personas. Tal vez son ciegos para la
hermosura de la tierra, condenados á luchar con ella eternamente, á
vencerla y violarla para sacar de sus entrañas el sustento.

Más de una hora llevaban los _versolaris_ lanzándose razonamientos de
balcón á balcón. Ahora eran cuatro los contendientes y la muchedumbre
volvía sus cabezas á un lado ó á otro, según el sitio de donde partía la
voz. Todos los trovadores recibían como popular homenaje las carcajadas
del público, pero el que parecía triunfar era un viejo desdentado y de
cara maliciosa, sacristán de una anteiglesia de Vizcaya que tenía gran
renombre por el atrevimiento de sus chistes. De vez en cuando algún
admirador salía al balcón ofreciendo el jarro á su poeta, y éste,
después de largo trago, acometía con nueva fuerza sus canturrias.

A media tarde, cuando gran parte de la plaza estaba en la sombra, corrió
á ella la gente, oyendo el silbido del _chistu_, que hacía locas
escalas, acompañado por el monótono baqueteo del tamboril. Los
_versolaris_ se ocultaron. Iba á comenzar la parte más interesante de la
fiesta.

Los mineros bilbaínos, rojos y sudorosos en su digestión de ogros,
fumando como chimeneas y eructando el champagne, ocuparon los mejores
sitios desafiando á todos con sus retos. ¡A ver! ¿quién quería apostar?
No había que tener miedo por cantidad más ó menos: _había cartera_ de
sobra para todos. Y exhibían ante la mirada atónita de los caseros,
habituados á la vida sobria y humilde de la montaña, aquellas riquezas
en fajos de papel mugriento. Los más acomodados del país se acercaban á
ellos, aceptando sus apuestas con una sonrisa que parecía implorar
perdón.

La fiesta comenzó por la lucha de los _aizkoralaris_. Habían colocado en
el centro de la plaza varios troncos enormes, sujetos por palos hincados
en la tierra, para que no rodasen. Sonó de nuevo el _chistu_ y el
_dambolin_, y salieron los partidores de leña, llevando al hombro sus
hachas relucientes. Arrojaron á un lado las boinas y alpargatas, y
subiéndose sobre los troncos, comenzaron su trabajo.

Un rugido que equivalía á un aplauso, acogió sus primeros golpes. Los
mineros aplaudieron con las manos, como si estuvieran en las corridas de
toros de Bilbao. Protegían con su benevolencia á aquellos partidores de
leña, como gente humilde que en nada podía interesarles. En las minas de
Bilbao no se partían troncos: podía, pues, concederse algún mérito como
leñadores á aquellos rústicos.

Las hachas subían y bajaban, abriendo profundo surco, en las muescas
marcadas en los troncos. Volaban las astillas y cada vez que sonaba un
golpe más fuerte, más certero, extendíase por la plaza un rumor de
aprobación. El inmenso público adivinaba la marcha de los cortes sin
necesidad de verlos. Habituados todos á hacer leña en el monte, conocían
los diversos ruidos de las hachas como si éstas hablasen. Sabían, por el
crujido de la madera, lo que faltaba á cada tronco para partirse. Alguno
de los _aizkoralaris_ iba delante de los otros; les avanzaba por
momentos; su corte se aproximaba rápidamente al fin: hasta que de
pronto, un crujido especial, que no podía confundirse, hizo estremecer
el gentío hasta los últimos límites de la plaza. Acababa de partirse un
tronco. Y todos rugieron de entusiasmo, empinándose sobre la punta de
los pies, queriendo pasar sobre los hombros del vecino, para saber quién
era el vencedor.

Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda,
confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y
otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes
arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el
momento emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia
tanta gente. Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.

La muchedumbre callaba como los grandes públicos de las plazas de toros,
cuando se aproxima la suerte decisiva. El tamborilero hacía sonar sus
instrumentos como en un valle desierto. La gran masa hizo un paso
adelante, y casi rompió la cuerda, cuando los dos barrenadores salieron
al espacio libre.

Todos querían ver á los contendientes y se empujaban, ansiando pasar su
mirada por encima de los hombros que tenían delante.

El barrenador guipuzcoano era un mocetón mofletudo, de ojos abobados,
ruboroso y con cierto miedo, al verse objeto de todas las miradas. El
_Chiquito de Ciérvana_ se pavoneaba con la palanca al hombro,
presuntuoso como un torero en el redondel, como un pelotari célebre en
la cancha, mirando á las mujeres que ocupaban los balcones.

--¡Olé, mi niño!--gritaban los mineros. _¡Ené el Chiquito!..._ Ahora se
va á ver lo bueno de las minas. ¡Aquí _hay cartera_ para él!

Y mezclando los gritos del país con los que habían aprendido en las
plazas de toros, arrojaban más allá de la cuerda sus boinas y sus
carteras, pero llamando en seguida á los chicuelos para que las
recogiesen. El _Chiquito_ sonreía bajo la ovación tumultuosa de sus
protectores, viendo al mismo tiempo una señal de su triunfo en el gesto
taciturno y miedoso de su contrincante y en la ansiedad silenciosa de
todos los del país, que apostaban por el guipuzcoano. Los dos se
despojaron de boinas y alpargatas y con los pies desnudos subieron sobre
las piedras, en las cuales estaban marcados los redondeles que debían
perforar. El trabajo duraría dos horas: el que antes lo terminase ó
llegase más adelante sería el vencedor.

Colocáronse ambos barrenadores, cada uno sobre su piedra, con las
piernas juntas y los talones tocándose. Entre los pies desnudos que
formaban un ángulo, subía y bajaba la barra de acero abriendo el
orificio. La más leve desviación, podía herirles, destrozarles un pie,
con aquel hierro movido por hercúlea fuerza. Pero no había que temer:
sus brazos mostraban la regularidad de una máquina.

Cada uno de los contendientes iba escoltado por una pareja de amigos.
Eran los padrinos que les asistían en la lucha. Se inclinaban y
levantaban al mismo tiempo que ellos, doblándose al compás de los
movimientos del perforador, sirviendo de péndulo que regulaba el vaivén
del trabajo. Al mismo tiempo, excitaban al compañero con sus gritos:
rugían _¡haup! ¡haup!_ al doblarse por la cintura, señalando cada golpe
con esta exclamación. Los padrinos, con los brazos inactivos, pero con
los pulmones cruelmente dilatados por la angustia, se cansaban más aún
que el barrenador.

Los dos esperaban con las barras levantadas por encima de la cabeza.
Dieron la señal los directores de la apuesta y en la plaza estalló una
aclamación semejante á la que acoge la partida de los caballos en una
carrera. Después se hizo el silencio. Sonaban los golpes del acero y el
_¡haup! ¡haup!_ de los acompañantes con una regularidad mecánica,
interrumpidos algunas veces por el _¡brrr!_ de los barrenadores, que al
respirar jadeantes, parecían escupir su cólera sobre la piedra enemiga.

Aresti sintió deseos de reír, viendo cómo se doblaban aquellos monigotes
humanos que seguían con sus cuerpos el esfuerzo de los contendientes,
fatigándose en un trabajo inútil, para transmitirles su energía.

Transcurrieron algunos minutos. El _Chiquito_ trabajaba más aprisa que
su rival. Subía y bajaba la palanca con tanta rapidez que apenas se la
veía. Su cuerpo era una mancha indecisa y borrosa por el continuo
movimiento; sus acompañantes no podían seguirle. Detúvose un instante y
cambió de sitio, continuando su trabajo. Los mineros adivinaron que
pasaba á la segunda perforación, dando por terminado el primer agujero.
¡Y su contrincante aún estaba en el mismo sitio!...

--¡Olé, _Chiquito_!--gritaron agitando sus manos cargadas de
pedrería.--_¡Haup!... ¡haup!_

Y en discordante coro juntaban sus voces á las de los dos vizcaínos que
servían de auxiliares á su barrenador.

La lucha se desarrollaba con la lenta y aplastante monotonía de todos
los espectáculos de fuerza. Aresti, interesado por el final del combate,
entretenía el aburrimiento de la espera comparando á los dos
contendientes. Eran el arranque impetuoso y la destreza inteligente del
nervio, luchando con la calma tenaz y la serena fuerza del músculo. El
hombre-caballo frente al hombre-buey. El _Chiquito de Ciérvana_,
vehemente en su trabajo, dejaba atrás al enemigo con sólo el primer
arranque: el otro seguía su marcha sin darse cuenta de lo que le
rodeaba, sin apresuramientos ni desmayos, como si no escuchase á los que
mugían junto á su oído _¡haup! ¡haup!_ Él era quien reglamentaba los
movimientos de sus padrinos, sin apresurarse ni dejarse arrastrar por
ellos como lo hacía su contrincante.

En cambio, el _Chiquito_ deteníase algunas veces, lanzaba en torno una
mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el
perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había
detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando
la pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.

Pasó una hora sin que ningún incidente alterase la marcha de la lucha.
El guipuzcoano abría sus perforaciones, pasando de una á otra sin
levantar la vista. El _Chiquito_ le llevaba aún un agujero de ventaja
como al principio del combate. Los mineros de Bilbao continuaban en su
alegría insultante. ¡Aún admitían apuestas! Ofrecían un duro por cada
peseta que quisieran arriesgar en favor de aquel cuitado. Y no ocultaban
su asombro cuando veían aceptadas sus proposiciones por las gentes del
país. ¡Qué zonzos! ¡Y cómo iban á perder el dinero!...

La segunda hora de la lucha se desarrolló en silencio. La gente parecía
anonadada por la monotonía del espectáculo. La espera interminable
embotaba los sentidos, dificultando toda emoción. Por esto no hubo
gritos de triunfo ni exclamaciones de protesta, cuando comenzó á
iniciarse la ventaja del barrenador lento é incansable, sobre el
_Chiquito_ que hacía temblar la piedra bajo el rayo de su palanca.

Aresti presentía este suceso desde mucho antes. El _Chiquito_ se detenía
á descansar jadeante: ya no lanzaba ojeadas en derredor con expresión de
triunfo, sino con la opacidad de la angustia. Habíanse sucedido al lado
de él varias parejas de padrinos, fatigados de seguirle en el
relampagueo de su trabajo; pero los que ahora le acompañaban tenían que
gritar _¡haup, haup, haup!_ con más lentitud, esforzándose en vano por
animarle y enardecerle, tirando de él con la palabra como si fuese una
bestia cansada y vacilante que se encabritase bajo el látigo, sin poder
salir de su paso.

El médico sentía angustia examinando á los dos contendientes, con la
cara pálida, sudorosos, las piernas inmóviles y como petrificadas, el
busto en incesante vaivén, los brazos hinchados por el esfuerzo; y
recordaba á otros que habían caído en aquellas apuestas brutales,
muertos como por un rayo, heridos en el corazón por el exceso de
actividad.

Los mineros miraban al barrenador rústico, y después cambiaban entre sí
ojeadas de asombro. ¡Pero, aquel animal, no descansaba nunca! Palidecían
como si de golpe se alterase su digestión, poniéndose de pie dentro de
su estómago, todas las buenas cosas traídas de Bilbao y rociadas con
_Cordón Rouge_. Presentían la posibilidad de la derrota: parecían olerla
en el silencio que pesaba sobre la plaza, en la misma gravedad de sus
enemigos.

Algunos más enérgicos se revolvían contra la posibilidad del fracaso.
¡Venir de tan lejos, para que se burlasen de ellos unos pobretones!...
Renacía su avaricia de antiguos miserables, que turbaba muchas veces
con detalles de ruindad sus alardes de ostentación. Habían apostado más
de ochenta mil duros, ¿é iban á dejarlos entre las uñas llenas de tierra
de aquella gente? ¡Cristo! ¡Cómo se reirían de los mineros!...

Los más furiosos saltaron la cuerda, y haciendo retirarse á los
acompañantes del _Chiquito_, se colocaban á ambos lados quitándose las
chaquetas y las boinas. Se doblaban en incesante vaivén, á pesar de su
corpulencia; mugían _¡haup, haup!_ con toda la fuerza de sus pulmones,
como si con sus gritos pudieran hacer entrar más adentro la palanca del
barrenador.

El _Chiquito_ cobraba nuevas fuerzas al ver junto á él á sus
protectores, y partía en una carrera loca de furiosos golpes, espoleado
por nerviosa energía: pero el cansancio de los músculos tornaba á
imponerse, y el acero sonaba quejumbroso en la piedra, sin avanzar gran
cosa.

--¡Arrea, ladrón!--mugían sus ricos padrinos--¡Fuerza... porrones! ¡Me
caso con tu madre!...

Y de este modo iban intercalando en el continuo _¡haup, haup!_ toda
clase de interjecciones amenazantes, de monstruosos juramentos que
hacían encabritarse al barrenador como si recibiese un latigazo, para
caer de nuevo en el desaliento.

Faltaban pocos minutos para terminarla apuesta. El _Chiquito_ estaba en
la mitad de un agujero y aún le faltaba abrir otro. Su contendiente
había comenzado el último sin apresurarse y sin descansar, lanzando en
torno una mirada triste de buey fatigado que contempla el horizonte con
el deseo de que se oculte pronto el sol, para volver al establo.

Los mineros ansiaban una catástrofe, un temblor del suelo, algo que les
permitiese huir de allí, sin encontrarse con los ojos de aquellas
gentes. El silencio con que acogían su victoria molestábales más aún que
los gritos irónicos de algunos forasteros, que parodiaban la
fanfarronería de los bilbaínos, ofreciendo un duro por un real, en favor
del guipuzcoano.

Terminó la lucha sin la explosión de entusiasmo que esperaba Aresti. El
gentío se abalanzó sobre el vencedor que miraba en torno de él con ojos
de idiota y se dejaba arrastrar inerte y sin fuerzas hacia una taberna
próxima.

Buscó el doctor á sus compañeros y no vió á ninguno. Habían desaparecido
como evaporados por la derrota. Fuése en busca de ellos y encontró á
muchos en la puerta del casino subiendo á los coches, con el deseo de
huir de allí cuanto antes, como si el suelo les quemase las plantas. En
el desorden de la fuga parecían marchar á tientas, sin fijarse en él.

Dentro del casino encontró al _Chiquito_ tendido en una banqueta,
envuelto en una manta, sudoroso y pálido, con el aspecto de un niño
poseído de terror. Frente á él, aún lanzaban sus últimas maldiciones
algunos de las minas.

--¿Qué dice usted de esto, doctor?--preguntaron á Aresti con
desesperación.

Y el médico sonrió, levantando los hombros. Era de esperar: habían
civilizado demasiado á su ídolo: lo habían hecho conocer el champagne,
le habían arrancado de su barbarie primitiva y al encontrarse con otro
de su clase, recién salido de la cantera, forzosamente había de ser el
vencido.

Todos ellos sentían la necesidad de insultarlo antes de irse. De buena
gana hubieran golpeado aquel paquete inerte que sollozaba encogido en la
banqueta. Le echaban en cara el vino y los manjares con que le habían
atiborrado á todas horas.

--¿Oyes, ladrón, lo que dice el doctor? Tu afición al champagne.
Estarías borracho y por eso nos has hecho perder, cochino. Ochenta mil
duros, ¿te enteras, sinvergüenza? Más de ochenta mil duros hemos perdido
por tu culpa.... Por allá no vuelvas: te mataremos á patadas si apareces
en las minas.

Cada cual se alejaba, después de desahogar su cólera, con la
precipitación loca de la fuga, sin preocuparse de los compañeros, sin
acordarse de invitar al doctor, con el egoísmo de la derrota que borra
toda amistad.

El infeliz barrenador, al verse solo con Aresti rompió á llorar.

--¡Don Luis! ¡Don Luis!...

Y su voz tenía el mismo acento de súplica infantil que los lamentos de
los mineros cuando veían aproximarse el doctor á las camas del
hospital.

Todo lo había perdido en un instante. ¡Adiós comilonas y agasajos, el
trato con los ricos, todo lo que le hacía ser mirado con envidia por sus
antiguos compañeros cuando se dignaba subir á las canteras acompañando á
los contratistas! Era un héroe, un ídolo y volvía de pronto á ser un
trabajador.... Menos aún, pues no encontraría un puesto en las minas. Si
volvía allá serían capaces de matarlo: le aterraban como un
remordimiento las grandes cantidades que había hecho perder á los
señores.

--Me iré--gemía.--¡Cómo se burlarán ahora de mí!... Me embarcaré en el
primer barco que salga para América.

Un grupo de gente del pueblo le interrumpió. Venían para llevarse al
_Chiquito_: querían agasajarlo con la generosidad que da la victoria. No
debía entristecerse: ya habían visto todos que era un gran barrenador.
Otra vez ganaría él. Además, la cuestión había sido con aquellos señores
tan fanfarrones: él no era más que un _mandado_. Su contrincante le
esperaba en la taberna, para beber juntos como buenos camaradas.

Y se lo llevaron, rodeándolo respetuosamente, como un testimonio de su
gloria, con los mismos honores que una bandera cogida al enemigo.

Aresti volvió á la plaza. Comenzaba á obscurecer; la gente se había
esparcido por las calles inmediatas, agolpándose á las puertas de las
tabernas. Los _versolaris_, cada vez más ebrios, espoleados por el gran
suceso, improvisaban á rienda suelta, cantando el triunfo de los de la
tierra, con alusiones á los ricos de las minas, que provocaban el
regocijo de los aldeanos.

Iban alejándose en sus carreras las familias de los caseros. Los grupos
de campesinos bebían el último trago con los del pueblo, antes de
emprender la marcha, deseosos de relatar los incidentes de la famosa
lucha durante la velada en la casería.

En la plaza sonaban el pito y el tamboril con cadencias de baile. Se
había reunido toda la gente joven para celebrar la victoria con un
_aurresku_, la gran danza vasca que tenía algo de rito primitivo. Un
ágil bailarín que era el conductor del _aurresku_ lo iniciaba con el
paso solemne de la invitación. Echaba la boina en tierra, y después de
pedir la venia al alcalde que presidía el acto, se dirigía con una serie
de minuciosos trenzados y saltos de extraordinaria agilidad, á invitar
en el corro á la mujer que deseaba elegir como reina del baile. No había
ejemplo de que ninguna hembra vasca, por alta que fuese su posición
social, se negase á este honor. Aresti había visto á señoras de la
rancia nobleza admitiendo el _aurresku_ con campesinos y marineros. Era
una danza ceremoniosa y parca en los contactos; el hombre y la mujer
apenas si en las diversas figuras se tocaban las puntas de los dedos.
Ella no hacía más que completar el cuadro, mientras él, al son de las
interminables escalas del pito, parecía hablar con los pies, con la
mímica guerrera de los pueblos primitivos, con saltos prodigiosos y
alardes inauditos de agilidad gimnástica, que recordaban á Aresti las
danzas de ciertas tribus vistas por él en el Jardín de Aclimatación de
París.

El público elogiaba la soltura del bailador de Azpeitia. Un viejo casero
hablaba á sus amigos en vascuence á espaldas del doctor. Aquel
_aurresku_ no le llamaba la atención; él los había visto danzados por
reyes en los buenos tiempos de la guerra. Y recordaba cierto _aurresku_
bailado por don Carlos en Durango, en un convento de monjas, sin pecado
para nadie, por ser la danza vascongada la más honesta del mundo.

Aresti, al cerrar la noche, buscó refugio en un fondín que servía de
alojamiento á muchos que iban al santuario de Loyola. Él sentía también
el deseo de visitar en la mañana siguiente aquel convento, como una
curiosidad que le resarciría de su viaje. Después estaba seguro de
encontrar en el tren de Bilbao á muchos de sus compañeros que habrían
ido á pernoctar en Azcoitia, en Eibar y en otros pueblos, huyendo del
lugar de la derrota.

El doctor pasó la noche en un cuarto de paredes enjalbegadas cubiertas
de estampas de santos, y con un crucifijo sobre la cama. La hospedería
era como una antesala del convento.

A las seis de la mañana salió del pueblo, siguiendo el camino recto que
atravesaba con geométrica rigidez el valle de Loyola. Había caído
durante la noche una suave lluvia de verano, refrescando los campos y
limpiando de polvo los caminos. Las altas montañas estaban encaperuzadas
de niebla, dejando ver en sus pendientes, por entre los rasguños del
vapor, la nota blanca de los caseríos y las manchas cobrizas de los
robledales. Los rebaños se esparcían por las faldas marcándose sobre el
verde fondo, como enormes piedras blancas, las ovejas de gruesos
vellones. A lo lejos, sonaba el chirrido de invisibles carretas.

Aresti llegó al monasterio á las siete. Su aspecto monumental y
aparatoso, su fealdad solemne, contrastaban con la soledad y el silencio
de los campos. Los gorriones perseguíanse en la doble escalinata de la
iglesia, y revolando de ciprés en ciprés, iban á posarse sobre la
estatua de mármol de San Ignacio. A ambos lados de la avenida que da
acceso al monasterio, dos paseos cubiertos de plantas trepadoras, dos
túneles de hojarasca, ofrecían su fresca sombra de tonos verdosos.

El doctor contempló con cierta admiración el edificio enorme y
aplastante. No podía negársele carácter propio. Los jesuítas tenían un
arte suyo; el de la ostentación y la carencia de gusto. No había obra
arquitectónica de su propiedad que no la marcasen con su sello, como si
quisieran ser conocidos de lejos.

La fachada de la iglesia, que ocupaba el centro del monasterio, era toda
de piedra. Las columnas sostenían un frontón adornado con un escudo de
armas gigantesco. La balaustrada se coronaba con enormes pináculos
rematados por esferas. Detrás escalaba el espacio la cúpula del templo,
de un gris de globo hinchado, rematada igualmente por pináculos y bolas,
lo que la daba cierto aspecto de pagoda chinesca.

A ambos lados de la iglesia, extendíanse las dos alas del monasterio, de
rojo ladrillo, con triple fila de ventanas: dos cuerpos de edificación,
enormes, sin ningún signo religioso. El monasterio, desprovisto de la
cúpula, hubiese parecido un cuartel del siglo XVIII.

A un lado extendía su corriente el río Urola, pasando bajo un puente
metálico: al otro se alzaba una gran casa con soportales, de aspecto
lujoso, en la que estaba el hotel para los ricos que llegaban á hacer
ejercicios espirituales y no podían pernoctar en el monasterio.

Aresti entró en la iglesia: una rotonda de clara luz, cubierta de
mármoles de vivos colores.¡Ah, el templo risueño y bonito! Los altares
eran hermosos, como los platos montados de un banquete. Mármoles de
color de caramelo, de color de miel, de suave fresa, de un verde de
fruta escarchada, de una blancura tierna de merengue. Sentíase el deseo
de morder aquella piedra, pulida como un espejo, que daba á los ojos una
sensación de dulzura. Las imágenes eran sonrientes, charoladas y
bonitas, como si hubiesen salido de un escaparate de confitería. Los
segmentos de la cúpula estaban ocupados por grandes escudos de las
naciones donde la Orden ignaciana había adquirido más arraigo; las
_provincias_ de la Compañía, como ella las llamaba en su ensueño de
dominación universal.

El doctor abandonó la iglesia después de haber distraído con su
presencia á algunas señoras vestidas de negro, que rezaban arrodilladas
ante el altar mayor. Debían ser huéspedas del hotel, devotas de
distinción, venidas de muy lejos, para hacer los ejercicios en la casa
del santo.

En el atrio, un mendigo se le aproximó, con esa solicitud de todos los
parásitos que viven á la sombra de un monumento frecuentado por
viajeros. De una barraca, situada junto á la escalinata, en la que se
vendían fotografías y objetos piadosos, salieron corriendo dos chicuelas
para ofrecerse igualmente. ¿El señor deseaba ver la casa de San
Ignacio?...

Se indignó el mendigo ante esta concurrencia. ¡Largo de allí! ¿No tenían
bastante con lo que robaban, vendiendo retratos y rosarios?... Y él fué
quien guió al médico, por un ancho corredor que conducía á un patio
descubierto. Allí estaba la portería. Tiró de una cadena, sonó una
campana oculta, se abrió un ventanillio, y el mendigo, después de hablar
por él, se dispuso a retirarse, extendiendo la mano para recoger unas
cuantas piezas de cobre.

--Ahora mismo saldrá el hermano.

Pasó el doctor mucho tiempo en el patio, cuyas baldosas conservaban el
agua de la lluvia nocturna. Todo un lado lo ocupaba la fachada de la
antigua casa de San Ignacio. Al agrandarse el monasterio, había abarcado
en sus nuevas construcciones al viejo castillete de Loyola, dejándolo
dentro de su recinto, pegado á la nueva edificación.

La pequeña casa, que aún parecía más mezquina al ser tragada por el
monasterio, resultaba lo más hermoso de toda aquella balumba de
albañilería pretenciosa. Era un castillete de dos cuerpos, que revelaba
el período de transición del siglo XV: la diversidad de gustos
superpuestos de aquella España católica que aún tenía moros en su
territorio. El cuerpo inferior, el más grande y fuerte, era de grandes
bloques de pedernal labrado, con pocas ventanas, y éstas pequeñas y
profundas como saeteras: una verdadera muralla para vivir á cubierto de
sorpresas y asedios. El cuerpo superior era ligero, construido con
ladrillos rojos, marcándose sus dos pisos con dos fajas de dibujo árabe,
y en los cuatro ángulos cuatro torrecillas delgadas, cuatro minaretes,
que daban al remate el aspecto de una alegre corona. Abajo estaban la
sombría alarma, el perpetuo miedo á los bandos que desgarraban el país
vasco, los ventanucos para dar paso al arcabuz; arriba la elegancia,
copiada de los árabes; la alegría en la construcción, de un pueblo
artista; las ventanas graciosas como ajimeces moriscos, para soñar en
ellas á la caída de la tarde, después de haber leído un libro de
caballerías.

Aresti creyó encontrar en este edificio algo de la dualidad de carácter
del caballero Íñigo de Loyola en los tiempos de su juventud. Al
cristalizarse sus aspiraciones, al tomar su voluntad forma definitiva,
el alegre coronamiento, el castillete morisco se había convertido en
humo, se había derrumbado, quedando únicamente en pie la base pétrea,
sombría, con su tono lúgubre de cárcel y fortaleza al mismo tiempo.

Se abrió la portería y salió el hermano.

--¡Santos y buenos días!--dijo con voz melosa, inclinando la cabeza al
mismo tiempo que levantaba los ojos para apreciar de una rápida mirada
al visitante.

Era un joven que llamaba la atención por la delgadez del cuello que
hacía más enorme su cráneo, y por la forma de sus orejas abiertas como
abanicos, como si quisieran despegarse. Detrás de ellas la piel florecía
con un sinnúmero de costras y escoriaciones, unas secas ya, otras
rezumando, con una frescura que atraía á las moscas.

Era el hermano encargado de enseñar la casa del santo. Por debajo de las
sotanas asomaban unas zapatillas de paño, con las que andaba sin el
menor ruido: un calzado de espionaje que le permitía, como á los demás
servidores del monasterio, deslizarse por los claustros silenciosos sin
turbar el aislamiento de los Padres.

Atravesó el patio hablando á Aresti de las suelas de su calzado, que
eran de paño y se mojaban en los charcos de la lluvia. Una mortificación
más. ¡Todo sea por Dios!... Y entraron en el castillete, convertido
interiormente en capilla. Allí hacían las señoras sus ejercicios no
pudiendo entrar en el monasterio.

Subieron la escalera, adornada con imágenes en cada rellano, y entraron
en la antigua cámara, transformada en capilla. Lo primero que llamaba la
atención del visitante era la escasa elevación del techo. Podía tocarse
con la mano, parecía que iba á aplastar con la pesadez de su grueso
artesonado, todo cubierto de oro, con florones en sus profundos
encuadramientos.

El hermano explicaba con cierto orgullo el origen de los cuadros y las
telas que adornaban las paredes. Eran regalos de princesas y reinas:
testimonios de agradecimiento, de las altas conciencias sometidas á la
Compañía. En el fondo estaba el altar, y en su parte baja, detrás de un
vidrio, admiraban los devotos un verdadero interior de museo de figuras
de cera. San Ignacio tendido en una colchoneta leía un libro, vestido
con gregüescos y capotillo de vueltas de velludo como un galán del
teatro clásico. Una batería oculta de luces eléctricas iluminaba esta
exhibición de feria.

El hermano no podía ocultar su admiración cada vez que explicaba el
significado de esta parte del altar, no obstante los años que llevaba
enseñándola á los forasteros. Aquella figura de cera era de don Íñigo
de Loyola, cuando aún no pensaba en ser San Ignacio ni en fundar la
Orden. Le representaba herido, con la pierna atravesada de un arcabuzazo
en el sitio de Pamplona y leyendo la historia de la Virgen, que fué el
punto de partida de su conversión.

Con voz de _cicerone_ convencido, el hermano explicaba á Aresti la
historia del santo.

--Dios le llamó á su gracia cuando estaba convaleciente, y se olvidó de
todo, á pesar de que era un caballero muy galán y mundano Porque nuestro
santo padre San Ignacio era militar, ¿sabe usted?... militar.

Y esta palabra tomaba en boca del lego un tono de admiración y respeto.
El pobre hombre, canijo y encogido, adoraba la fuerza, la arrogancia,
los uniformes vistosos, y al recordar que el iniciador de la Orden había
sido soldado, sonreía con cierta malicia, como si pensase en los
devaneos y buenas fortunas de los hombres de guerra, de las cuales
alguna habría tocado al santo, cuando aún no pensaba en serlo. Le
llenaba de orgullo la nobleza y el carácter caballeresco de la juventud
del fundador, pensando en las otras Ordenes, que no tenían entre sus
iniciadores más que eremitas miserables, santos piojosos, salidos de las
últimas capas sociales.

Mientras hablaba el hermano, el doctor, mirando el monigote de cera,
tendido en la colchoneta, pensaba en el hombre sombrío, en el vasco de
carácter complicado, que llenó el mundo con su nombre, siendo cada
período de su vida una contradicción violenta. Primero, el soldado
presuntuoso y elegante, martirizando y amputando su cuerpo por parecer
bello, y perder la rudeza propia de su país. Después, al convencerse de
que en la vida mundana sus triunfos han terminado, el fanatismo de la
raza que surge con toda la fuerza de una voluntad poderosa.... Entonces
le trastorna la locura de la santidad: es humilde y fiero al mismo
tiempo, se convierte en matón de la Virgen, queriendo dar de puñaladas á
un morisco que blasfema de ella, y poco después se deja apedrear por los
chicuelos de Salamanca, que le toman por un demente, viendo sus piadosas
extravagancias, remedo de las de San Francisco de Asís. Pero la dulzura
poética del solitario de la Umbría, su santidad soñadora, no cabe en el
carácter positivo y práctico de un vasco. Ya que se dedica á Dios, ha de
ser con un objeto terrenal e inmediato. Bueno es ser santo, pero debe
servir para algo que se vea y se toque. Los instintos de hombre de pelea
renacen en él. Ve que la Iglesia combatida por la protesta luterana
necesita un fuerte auxilio, y lleva á la religión la disciplina del
campamento, fundando, no una Orden, sino una Compañía, organizando un
ejército negro que ofrece á los Papas, formando los soldados en el molde
de su férrea voluntad, sin afectos de familia, sin pensamiento propio,
con la rigidez de los autómatas, con esa insensibilidad que hace
invencible. El asceta se convierte en caudillo y en esta tercera parte
de su vida, el vagabundo apedreado por la chiquillería, toma aires de
vice-papa, se hace llamar general por los suyos, reside en Roma entre
los príncipes, interviniendo en las complicadas intrigas europeas, y
muere satisfecho de su poder y de haber salvado momentáneamente al
catolicismo conservándole los pueblos latinos.

Aresti admiraba á Íñigo de Loyola como un ejemplar acabado de su raza,
incapaz de ilusionarse por largo tiempo en cosas inmateriales, sacando
instintivamente el poder y la riqueza de la santidad ascética, por la
que habían pasado tantos otros con el cuerpo atormentado por la
penitencia, comidos de parásitos, sin otra fortuna que la soga ceñida á
los riñones.

Había sido un admirable comerciante de la religión: un talento práctico
surgido á tiempo para salvar la tienda de Roma amenazada de quiebra,
ordenando sus negocios, dándoles nuevo rumbo y fundando su Compañía,
aquel disciplinado cuerpo de comisionistas del catolicismo que viajaban
por toda la tierra, explotando las pasiones y las debilidades humanas,
para la mayor gloria de su Dios.

El hermano sacó al médico de su ensimismamiento, enseñándole la parte
superior del altar. En un relicario de oro estaba el corazón del santo.
Era lo único que allí conservaban del fundador. El cuerpo, como sabía
todo el mundo, estaba depositado en el _Jesu_ de Roma.

--Sí: lo conozco. Lo he visto--dijo Aresti.

Sin saber por qué, sintió la necesidad de deslumbrar con un embuste al
simple lego, el cual parecía convencido de que la humanidad entera se
interesaba por las cosas de la Orden, sin que ni un solo hombre ignorase
dónde estaba el cuerpo de San Ignacio.

--¡Ah! ¡El señor ha estado en Roma!--exclamó el hermano mirándolo con
cierta admiración, como si de repente creciese ante sus ojos.

--Sí--dijo Aresti sintiendo de nuevo la necesidad de mentir, para que le
admirase aquel pobre hombre.--Estuve cuando la última peregrinación.

El hermano modificó sus palabras y gestos. Ya no era Aresti para él uno
de tantos viajeros de los que llegaban atraídos por la curiosidad;
muchos de ellos, extranjeros herejes, procedentes de países que
despreciaban á la Compañía. Era uno de la familia, casi podía
considerarse como de la casa; y el hermano mostró empeño en enseñárselo
todo minuciosamente, desbordándose en palabras, con la locuacidad del
que pasa mucho tiempo condenado al silencio.

Se detuvo en una puertecita inmediata al altar, inclinándose para ceder
el paso á aquel señor tan simpático. Era una pequeña habitación, sin
otro adorno que un retablo.

--Aquí estaba enfermo nuestro santo fundador,--dijo con voz meliflua--y
aquí fué su conversión. Pidió á la familia un libro de caballerías para
entretenerse, pero como Dios tenía puestos sus ojos en él, hizo que
nadie encontrase libros de tal clase y eso que abundaban en la casa.
Entonces leyó una historia de la Virgen é inmediatamente sintióse tocado
por la gracia y decidió dedicarse á la vida santa, renunciando al mundo.

Después, el lego buscó en la pared, señalando una grieta que la cruzaba.

--Mire usted esto, caballero. Por fuera aún se ve mejor; llega hasta el
suelo partiendo las piedras del muro.... Esta grieta la hizo el diablo.
En el mismo momento que el santo decidió dedicarse á Dios, tembló el
suelo y se estremeció toda la casa, quedando esta abertura como
recuerdo. Era el demonio que acogía de este modo la resolución del
santo.

--Sería de rabia--dijo Aresti con gravedad imperturbable.

--De rabia y de miedo--contestó el hermano con modestia.--Tal vez el
maligno tembló, adivinando que el santo iba á fundar nuestra Orden.

Pasaron á otra habitación en el extremo opuesto de la capilla. Cada vez
que el lego veíase ante el altar, caía de rodillas, causando la
admiración del médico, por el gesto con que rezaba su corta oración. El
cuerpo quedaba recto, con las manos cruzadas sobre el pecho, mientras el
cuello se prolongaba hacia adelante, como el pescuezo de una jirafa que
quisiera tocar el cielo.

--En esta habitación--dijo el lego--nació nuestro santo fundador. Aquí
tuvo también el hermano Garrido su revelación portentosa. Usted habrá
oído hablar de ella....

Pero viendo que el señor permanecía impasible, dijo con cierta
impaciencia:

--Pero usted sí que sabrá quién era el hermano Garrido.

--¡Oh! mucho--dijo Aresti, que oía por primera vez este nombre.

--Ya esperaba yo--continuó el lego--que un señor como usted conocería al
hermano Garrido. Los padres de Roma piensan canonizarlo apenas pase el
tiempo preciso.

Y hablaba con entusiasmo de este hermano, como si fuese una celebridad
universal, bastando citar su nombre para que todos repitiesen sus
glorias. En aquel mismo cuarto, estando en éxtasis el hermano Garrido,
se le había presentado la Virgen anunciándole con veintidós meses de
anticipación, el asalto de los conventos y la degollación de los
frailes, en los primeros años del reinado de Isabel II.

--Entonces--dijo Aresti--los padres de la Compañía, avisados con tiempo
no serían víctimas de las turbas.

--A algunos mataron en el Colegio Imperial de Madrid--contestó el
lego.--El hermano Garrido era modesto, y se calló la revelación, no
haciéndola pública hasta después que llegó aquí la noticia de los
asesinatos.... Era muy humilde el hermano Garrido. Por esto será algún
día un santo más de nuestra Orden.

Había terminado la visita á la casa de San Ignacio. De un momento á otro
llegarían las señoras para hacer sus ejercicios en la capilla. Pero el
hermano sentía cierta pena por separarse tan pronto de aquel señor
devoto que le escuchaba sin pestañear como si le admirase.

--¿Quiere usted ver el monasterio?--le preguntó.

Esta invitación no la hacía á todos los visitantes: pero con él era
distinto; él había ido á Roma en peregrinación y había visto el cuerpo
de San Ignacio. Pasaron del castillejo al monasterio por una galería
cubierta, en la que trabajaban varios obreros con pantalones y blusas
del mismo azul celeste que el manto de la Virgen. Eran hermanos jóvenes
que trabajaban de carpinteros y albañiles; mocetones de la montaña que
deseaban emanciparse del terruño, prestando sus brazos á la Compañía
para el trabajo reposado y lento de las casas de religión; libres ya de
la lucha por la vida, y teniendo de antemano asegurada la salvación
eterna, sólo con obedecer ciegamente á los superiores.

--¿Quiere usted subir á la biblioteca?--preguntó el hermano.--Tiene poco
que ver: todo en ella es antiguo.

--Lo antiguo era lo mejor--dijo Aresti con gravedad.

--Usted está en lo cierto. ¡Ay, si todo el mundo pensase tan sanamente
como usted! No como la gente de ahora que sólo lee novelas y libros
malos contra la religión.

La biblioteca estaba en el último piso; una gran sala, por cuyas
ventanas entraba á raudales la luz del sol, viéndose desde ellas los
montes inmediatos, verdes y limpios de niebla. Unos cuantos cuerpos de
la estantería contenían diversas ediciones de clásicos griegos y
latinos, encuadernados en pergamino. Otros guardaban los autores
teológicos, y el resto estaba ocupado por todos los libros escritos en
favor y defensa de la Compañía de Jesús. Aresti leía con curiosidad los
nombres de aquellos autores que le eran desconocidos y á los cuales
atribuía el hermano una fama universal. Realmente, era todo antiguo en
aquella biblioteca: olía á sepultura.

Descendieron á los claustros. El médico temía encontrarse con algún
Padre que le conociera por haber estado en Bilbao. Pero á aquella hora
los sacerdotes estaban en sus celdas, y por los claustros únicamente
pasaban algunos legos sin sotana, con aire apresurado, deslizándose sin
ruido sobre sus zapatillas silenciosas. En la antesala del refectorio
varios hermanos viejos limpiaban vasos y botellas en una fuente de
mármol obscuro, que arrojaba cuatro chorros de agua.

Aresti, solicitado por el lego, entró en una celda de las que servían de
alojamiento á los seglares durante los diez días que duraban los
ejercicios.

--Pobrecito--decía el hermano enseñándola,--pero decentito y limpio.
Aquí vienen toda clase de personas; banqueros, generales... hasta
ministros. Y viven tan ricamente y son felices en esta pobreza mientras
curiosean su alma.

El doctor examinaba el cuarto, de alto techo y desahogadas proporciones.
Junto á la ventana, una mesa con dos sillas de paja. La cama de hierro
se ocultaba tras un tabique bajo, con una cortinilla roja en la puerta.

Los claustros estaban adornados con antiguos retratos faltos de valor
artístico, pero de cierto interés histórico. Eran los Padres más famosos
de la Compañía por las aventuras y peligros de su existencia; los
propagandistas del jesuitismo que se habían esparcido por la tierra en
la primera expansión de la Orden recién fundada, ocultando su carácter y
sus fines, amoldándose á los gustos y costumbres de los países donde se
establecieron. Los había con grandes barbas, recios capotes, altas botas
y gorro de piel, relatando la leyenda al pie del retrato, sus viajes por
el Norte de las Rusias, sus arriesgadas expediciones en países de hielo.
Otros vestían la bota floreada de la aristocracia china: habían sido
mandarines, llegando á aconsejar á individuos de la dinastía Celeste. Y
además de estos arriesgados viajeros, felices en sus aventuras,
figuraban los mártires, los que habían perecido bajo las flechas de los
tártaros ó los sables de los japoneses. El Asia, con sus enormes
imperios catalépticos é insensibles, había tentado á aquellos
propagandistas de la autoridad y de la vida automática y sumisa.

Aresti vió todo el resto del monasterio: el refectorio, con su púlpito
para la lectura; la capilla, en la que hacían los hombres sus ejercicios
espirituales, colocando los Padres á la puerta una bandeja para que los
jóvenes depositasen en un papel cerrado sus peticiones á la Virgen; la
cocina, donde los hermanos guisanderos le explicaron los tres platos
sólidos que correspondían á los individuos en cada comida: el salón
acristalado, en el cual fumaban sacerdotes y seglares un cigarrillo
único, pues en el resto del monasterio, aunque el fumar no estaba
prohibido, era mal visto por los superiores.

--Queda la huerta. ¿Quiere usted verla?--dijo el hermano con el deseo de
prolongar algunos minutos más el trato con aquel señor que le escuchaba
con tanta atención.

Salieron á una huerta cerrada por un alto muro de piedra. En el fondo
había una pequeña granja con sus vacas y cerdos, de los que hablaba el
hermano con tierna admiración. Los pájaros turbaban el silencio
monástico de aquellos campos, revoloteando en torno de los árboles
frutales.

Un seglar iba con un libro en la mano por el mismo camino que seguían
ellos. Era la única persona que paseaba por la huerta.

Aresti lo vió de espaldas y aceleró el paso como sí le acometiese de
pronto una duda y quisiera salir de ella.

--Es un señor muy rico, ¡muy rico!--dijo el hermano, adivinando su
curiosidad.--Está haciendo los ejercicios seis días. Creo que es de
Bilbao y que le llaman...

Pero antes de que el lego dijera el nombre, el seglar se volvió oyendo
el ruido de los pasos.

--¡Pepe!...--gritó el doctor.

La sorpresa no le permitió decir más al reconocer á Sánchez Morueta.

--¡Luis!... ¡Primo!...--exclamó éste no menos sorprendido.

Pero, pasada la primera impresión, hizo un movimiento de molestia
semejante al del que duerme y se ve bruscamente despertado.

El hermano, á impulsos de su meliflua cortesía, siguió andando para
detenerse á alguna distancia de los dos hombres. Le inspiraba profundo
respeto aquel devoto al que trataban con gran deferencia todos los
Padres, permitiéndole fumar en su cuarto y bajar á la huerta á todas
horas, con otros privilegios no menos importantes que sólo se concedían
á muy contadas personas. El visitante que él acompañaba también adquiría
una importancia inmensa ante sus ojos, por tratarse tan afectuosamente
con el personaje.

Los dos hombres quedaron mirándose en silencio largo rato.

--¿Tú aquí?...

Y Aresti encerraba en esta exclamación toda la fuerza de su asombro.

Sánchez Morueta sonrió de un modo que su primo no había visto nunca en
él. Era una expresión de resignada modestia, de decaimiento de la
voluntad. Hablaba sencillamente, como si no hubiese ocurrido nada de
extraordinario desde la última vez que se habían visto.

Cristina y la niña le acompañaban en los ejercicios. Muchas familias de
lo mejor de Bilbao estaban en Loyola con el mismo fin: las señoras en el
hotel: los hombres en las celdas del monasterio. Ya llevaba allí seis
días y le faltaban cuatro.

--¿Y estás bien? ¿Te gusta esta vida?

--Sí--contestó el millonario con sencillez.--Me sienta perfectamente: no
tienes más que mirarme.

Sánchez Morueta parecía repuesto de su crisis. Nada quedaba en él del
enfermo que había visto Aresti en su última visita á Las Arenas. Su
mirada era tranquila, con una fijeza serena: el color sanguíneo de sus
primeros tiempos de luchador había vuelto á animar su rostro.

El médico le escuchaba con asombro enumerar las ocupaciones de su vida
en aquella casa: todas con arreglo á la distribución del tiempo marcada
por el director de sus ejercicios. Se levantaba á las cinco y media de
la mañana; á las seis bajaba á la capilla, leyendo durante media hora
aquel libro que le acompañaba siempre: después meditaba una hora, oía
misa y tomaba el desayuno, descansando hasta las diez ó paseando por la
tranquila huerta que los buenos padres ponían á su disposición. Meditaba
de nuevo hasta mediodía en su celda, recibiendo la visita de su
director, rezaba el Vía Crucis en los claustros, comía á la una
descansando de nuevo hasta las cuatro, y á esta hora bajaba á la capilla
para escuchar las pláticas con los otros compañeros de ejercicios. A las
siete era la estación al Santísimo Sacramento, después el Rosario, los
dolores y gozos de San José y el examen de conciencia de todo lo hecho
durante el día: á las nueve la cena y á las diez se acostaba.

Él, que en el mundo podía dar órdenes á miles de seres, gozaba la
extraña dulzura de ser mandado, de sentir sobre su voluntad otra que era
superior y la dominaba. La celda pobre y la comida vulgar en el
refectorio, le parecían de una voluptuosidad extraña después de tantos
años de bienestar fastuoso y refinado en su palacio de Las Arenas. Los
primeros días habían sido duros para él, pero ahora paladeaba la dulzura
de no ser nada, de verse guiado, anulando su voluntad,
empequeñeciéndose, pensando á todas horas en la muerte para convencerse
de la humana insignificancia.

El mundo al que había de volver le parecía lejano, muy lejano. Aquel
Bilbao, del que era rey, estaba sin duda en otro planeta con sus
agitaciones de lucro, con sus fiebres de egoísmo, de las que no llegaba
nada, absolutamente nada, á aquel tranquilo rincón.

--Estoy bien, Luis: mejor que nunca. La satisfacción que adivino en mi
mujer y mi hija, me llena de alegría. Tengo la certeza de que al salir
de aquí nos querremos más; que constituiremos una verdadera familia
cristiana, como dice....

Se detuvo como avergonzado de soltar ante Luis el nombre en que pensaba.
Pero se arrepintió de su duda como de un pecado, y añadió con energía,
queriendo imponer su convicción:

--Los jesuítas no son malos como yo creía torpemente. Debes salir de tu
error, Luis. Son unas excelentes personas: unos santos. ¡Ay, si tú los
tratases!

Después habló de Urquiola, que les había acompañado á los ejercicios,
pero había tenido que salir el día antes para Bilbao, llamado por el
Padre Paulí; de la tranquilidad de aquella vida, sin agitaciones
cerebrales, y sin ambición, que tanto contrastaba con su existencia de
Bilbao.

--Creo, Luis, que si no tuviese á mi mujer y mi hija, aquí me quedaría
para siempre. Esta es la verdadera vida. La de fuera ya sabes lo que es:
penas y maldiciones.

Aresti le escuchaba silencioso, mirándolo fijamente, sin pestañear, como
en presencia de un enfermo; de «un caso interesante».

--¿Y qué es eso que llevas ahí?--dijo de pronto, agarrando el libro que
su primo conservaba cerrado en una mano.

Le bastó una ojeada para conocer el pequeño volumen encuadernado en
pasta, con una impresión gruesa y vulgar de libro devoto. Era los
_Ejercicios espirituales de San Ignacio_, explicados por el Padre
Claret, el famoso arzobispo de Trajanópolis, que tanto había influido
sobre los últimos años del reinado de Isabel II.

Aresti conocía el libro. Muchas veces lo había encontrado sobre su mesa
cuando vivía con su mujer. Recordaba su estilo de piadosa belicosidad,
hablando de las dos banderas: «la una de Cristo Señor Nuestro, sumo
capitán; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra naturaleza
humana.» San Ignacio y el Padre Claret llegaban á la elocuencia más
conmovedora al describir el infierno. El fuego de aquel lugar de
maldición era tan intenso, «que una sola centella reducía á polvo una
piedra de molino; si caía sobre un globo de bronce lo derretía al punto,
como si fuese de cera, y si en un lago reducido á hielo, lo hacía hervir
en un instante.» Los condenados sentían este fuego en el cerebro, los
dientes, lengua, garganta, hígado, pulmón, entrañas, vientre, corazón,
venas, nervios, huesos, médula de éstos, sangre y hasta en las potencias
del alma», y después de la horripilante enumeración, San Ignacio
preguntaba al alma del pecador con quién deseaba irse, si con Dios ó con
el Demonio. ¡Ah, mísero Luzbel; ridículo pazguato que ofrecía con torpe
malicia las cortas felicidades de la tierra á cambio de una eternidad de
tan horrible fuego! La respuesta no era dudosa. Con Dios se iban las
almas después de los santos ejercicios.

Sánchez Morueta hablaba de éstos. Los primeros días estaban dedicados á
meditar sobre el pecado mortal, la muerte y el infierno. Después se
meditaba con ayuda de aquel libro sobre la gloria eterna y la
misericordia de Dios.

--¿Pero tú crees en todas esas cosas del infierno y la gloria, tan
vulgares, tan groseras como las pinta ese libro?

La firme mirada de Aresti turbó á su primo.

--Como creer... no puedo afirmarlo rotundamente. Me asaltan dudas, y me
callo por no molestar á mi director. Pero todo esto me causa cierto
bienestar. Lo absurdo me entretiene, me deleita, me vuelve á la
tranquilidad de la niñez. Creo algunas veces que aun me mecen
susurrándome cuentos al oído.

El médico sonreía, y Sánchez Morueta se apresuró á añadir:

--Pero me siento más feliz, más tranquilo que antes. Además, en estas
meditaciones hay algo que me impresiona profundamente y que ni tú ni
nadie podéis negar: la Muerte. Nos hacemos viejos, Luis, y ella llega y
no valen para ablandarla riquezas ni ruegos. Desde que nada ansío, y no
encuentro ante mí nada que conquistar, la tengo mucho miedo.

Y el terror á lo desconocido, á la muerte inevitable, á la eterna
sombra, se manifestaba en el rostro del millonario con un gesto
desesperado.

Aresti recordaba la página de la Muerte en el libro de San Ignacio, una
página de brutal realismo, que hacía temblar á los hombres y llorar de
horror á las mujeres. «Mirad lo que pasa en aquel cuerpo: antes hermoso
é idolatrado, ya muerto: ya está sepultado, ya cayó.... Luego, se le
acercan los moscones, escarabajos, sapos y sabandijas, y se saborean y
complacen en el mal olor que despide y en la podre que empieza á manar;
también se acercan los ratones, taladran sus vestidos ó mortaja; se
enredan entre el cabello, entran en la boca y empiezan á comer la
lengua, salen luego y registran todo el cuerpo entre carne y vestido.
Mientras tanto, la putrefacción se va aumentando: ya se ve pulular una
grande muchedumbre de gusanos que van comiendo la carne del vientre, de
la cara y de todo el cuerpo: ya se concluyó la comida: ya los gusanos
mueren de hambre, dejando allí unos huesos negruzcos y descarnados, que
con el tiempo se calcinarán y convertirán en polvo. Acuérdate, hombre,
que eres polvo y en polvo te has de volver, en cuanto al cuerpo, pues
eres hombre de humo ó tierra.»

--¡Lee esto! ¡lee esto!--decía el millonario abriendo el libro por
aquella misma página que tenía señalada, como si fuese su obsesión.--¡La
Muerte!--murmuraba luego.--Se habla de ella muchas veces, pero sin
pensar en lo que realmente es, sin pararse á mirarla de cerca.... ¡Qué
horrible! Luchar toda la vida para dar gusto á la carne, para preparar
el pasto del gusano....

Después, en voz baja, dijo al doctor:

--Debe existir algo después de la muerte. No sé ciertamente si será lo
que aquí dicen ó lo que digan en otra parte. ¿Pero qué pierdo yo con
creer á ojos cerrados? Por lo pronto, gano la tranquilidad de la casa, y
bueno es, por si hay algo más allá, ir preparado á todo, sin miedo á
engaños.

Aresti sonrió con lástima, ante aquel espíritu comercial, que examinaba
la vida futura con el mismo egoísmo que si apreciase las probabilidades
de un negocio.

Ahora sí que le decía adiós para siempre. Su primo estaba bien agarrado,
por el egoísmo y el miedo á la muerte, las dos flaquezas de los felices.

--Debías quedarte aquí, Luis: venir alguna vez. Los Padres son gente
simpática. ¿Qué perderías con ello? Aunque no creyeses en todo, podías
callarte y ser feliz. ¿Qué sacas de tanto estudio? ¿Estás seguro de que
todo lo que tú crees es verdad? ¿Y si después de morir te encontrases
con la inmensa equivocación de que hay algo?...

El doctor le estrechó la mano con frialdad, convencido de que se
separaban para siempre, de que en adelante se mirarían con extrañeza,
como si fuesen otros hombres.

Y Aresti salió de la huerta, precedido por el hermano, que ahora
callaba y parecía tener prisa en sacarle del monasterio, como si hubiese
escuchado de lejos parte de la conversación.

Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con los
ojos y parecía decirle:

--¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte!



X


A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo del
mes de Septiembre.

El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minas
y las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza de
Toros. Se celebraba en ella un gran mitin de protesta contra los
patronos, por no querer aceptar las proposiciones de los mineros, los
cuales venían amenazando con una huelga hacía dos meses. La reunión
popular era el _ultimátum_ que lanzaban los trabajadores.

Los primeros trenes de la mañana habían trasladado á Bilbao mayores
cargamentos humanos, viendo su llegada con cierta alarma las gentes de
la villa.

No todos iban al mitin. Descendían también de los vagones aldeanos con
gruesos garrotes, escoltando á los curas de su anteiglesia. Estos grupos
rurales llegaban para la gran romería que subiría por la tarde al
santuario de Begoña.

El mitin de los trabajadores y la fiesta organizada por los jesuítas y
los bizkaitarras, se encontraban en el mismo día. Un ambiente belicoso,
que excitaba los nervios, haciendo más duras las palabras y más
insolentes las miradas, parecía pesar sobre la villa.

En el camino había apreciado Aresti el estado de los espíritus. El vagón
estaba ocupado por obreros y por campesinos de los que iban á la
romería. Unos y otros se miraban hostilmente, y los aldeanos acariciaban
nerviosamente sus _cachabas_, oyendo las burlas de la gente de las
fábricas.

Callaban porque en aquella vía, invadida por la moderna industria, eran
menos las gentes del campo. ¡Ay, si aquello hubiese sido en la línea de
Durango, por donde descendían los rebaños de la fe para la fiesta de la
tarde, en masas cerradas, con sus curas y estandartes á la cabeza!...

Al bajar del tren el doctor Aresti, oyó que alguien le llamaba.

Era el capitán Iriondo, vestido con el traje viejo de sus expediciones
de caza. Llevaba la escopeta pendiente del hombro, y el perro, junto á
él, husmeaba sus manos.

--¿Buscas la bronca, eh?...--dijo al médico.--Tú vienes porque te gustan
estas cosas, y yo me voy por no verlas.

Se marchaba á cazar _chimbos_ á cualquier parte: le interesaba huir de
Bilbao, no ver lo que seguramente ocurriría.

--El aire huele á pólvora, querido _Planeta_: van á llover palos. Al
venir á la estación me recordaba esta Bilbao tan nueva y tan bonita, la
que conocí durante el sitio. Los socialistas, los republicanos, todos
los que creen que esto marcha mal, se están reuniendo en la plaza de
Toros entre banderas y vivas. Los otros se citan para la tarde en las
iglesias y se enseñan los revólvers en los rincones de las sacristías.
El Padre Paulí predica, hace tiempo, que hay que morir por la fe: el
zascandil de Urquiola anda arengando á la juventud salida de Deusto,
para que mate en nombre de Dios. La pobre villa parece un huevo entre
dos piedras, y yo me voy, Luis, me voy, y admiro el gusto que tienes en
ver estas cosas.

Aresti le escuchaba con interés. Había hecho el viaje atraído por la
posibilidad de un choque. Deseaba ver cómo los obreros de la montaña, y
los industrialillos de la villa se atrevían por primera vez con el
jesuitismo. Ya era hora de que Bilbao se levantase contra aquel enemigo
que se deslizaba en sus entrañas, después que lo había derrotado por dos
veces ante sus improvisadas trincheras, cuando se cubría con la boina
blanca.

--En esto llevas razón, Luis--dijo el capitán enardeciéndose.--Si me
voy, es porque no puedo aguantar lo que se ve en esas calles. No pensaba
al levantarme en salir al campo, pero de repente he cogido la escopeta
para huir. ¡Porra! ¿De qué nos ha servido tanto comer pan de habas y
carne de caballo á los que disparábamos el fusil en las trincheras, si
aquellos á quienes hicimos huir se nos han metido en casa y parecen los
amos? ¡Cómo está hoy Bilbao, chiquillo! No se puede dar un paso sin
tropezar con un cura. Los que hace años bombardearon la villa y hoy
darían cualquier cosa por verla entre llamas, se pasean por ella, como
señores. Han bajado en manadas para ver á la Virgen, con el revólver en
el bolsillo, y miran á todos con insolencia, como deseando que llegue
pronto el momento de matar perros liberales.

El capitán mostraba prisa en irse. De quedarse en la villa tal vez se
mezclase en la lucha. Tenía miedo á su entusiasmo: podía sin darse
cuenta liarse á golpes con aquel carlismo vergonzante que tanto le
irritaba.

--Yo no soy más que un empleado, Luis: un dependiente de Sánchez
Morueta. ¡Y figúrate lo que haría doña Cristina si me viese mezclado en
el jaleo; lo que diría el mismo Pepe, que tan cambiado está!... Bastante
hago con defenderme y quedar á un lado, pues por su gusto iría esta
tarde camino de Begoña.

El recuerdo del millonario y su familia, hizo que el médico y el marino
hablasen de la gran transformación de Sánchez Morueta. Muy poco había
sabido de él Aresti, después de su encuentro en el monasterio de Loyola.

--Es otro hombre--dijo Iriondo con tristeza.--Aquella casa ya no es la
misma.

Y evitaba dar más detalles, con la prudencia del subordinado fiel que
teme ser indiscreto. Pero su franqueza de viejo marino se sobrepuso.

--¡Qué porra! Tú eres de la familia y debes saberlo todo. Además, eres
mi amigo y quieres á Pepe. ¡Ay, _planeta_! Aquello ya no es casa, es un
convento, y cualquier día, el que fué nuestro grande hombre acabará por
traernos el Padre Paulí al escritorio, para que dirija á los empleados.
No se separa de él un instante.

Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le dominaban;
todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niño
inaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, no
haga usted eso», «tío haga usted lo otro.» Por el momento, Sánchez
Morueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillo
le llamase papá. Se casaba con Pepita y todos parecían satisfechos de
tal matrimonio: la niña, la madre y el Padre Paulí. El millonario
callaba, como si estando contentos los demás no necesitasen consultar
sus deseos. Urquiola iba ya por el escritorio y daba órdenes
imperativamente á los empleados. Hasta con el capitán se atrevía; con el
viejo amigo de Pepe, á quien siempre hablaba éste con fraternal
atención. ¡Porra! ¡A la vejez, después de una vida de noble é
independiente trabajo, ser criado de aquel cachorro de Deusto!... Antes
se retiraría, abandonando á Pepe, el cual, bien mirado, ya no era el
Pepe que él conoció.

--Cómo nos lo han cambiado, Luis. ¿Querrás creer que un día en el
escritorio, al volver de Loyola, me contó con el mayor entusiasmo que
había hecho una confesión general, un recuento de todos los pecados de
su existencia y me afirmaba que después de esto se sentía con mayor
salud, como si fuese otro mundo? No he presenciado caída como esta. La
mujer lo tiene tonto, y en esto la ayuda el tunantuelo de Urquiola. ¿No
sabes la última hazaña de ese pillín?... No la sabrás: todo Bilbao habla
de ella, pero á las minas no llegan estas cosas.

Y relató á Aresti un suceso digno de la sección de tribunales de un
periódico. Urquiola había dado un abortivo á aquella infeliz que vivía
en los barrios altos y era su amante, sufriendo en silencio una
esclavitud de miseria y de golpes, enamorada sin duda, de la fachenda
del atleta y de su petulancia nobiliaria. Al protegido del Padre Paulí
le aterraba la idea de tener un hijo, ahora que su matrimonio estaba
concertado con la primera fortuna de Bilbao, y á viva fuerza había
provocado el aborto. La enfermedad de la esclava y las murmuraciones de
la vecindad, habían hecho intervenir en el asunto al juzgado. ¡Un
escándalo, pero nada más! En aquella población todo se doblegaba á la
influencia de los Padres y al respeto que inspiran los ricos.

--Y Pepe--continuó el capitán,--sin enterarse de nada; y si algo sabe,
como si no lo supiera. Basta que doña Cristina afirme que todo es
mentira para que él lo crea: basta que el Padre Paulí le diga que
Urquiola será un grande hombre para que él escuche impasible sus
necedades y bravatas de cabecilla. ¡Ay, Luis! ¡Qué dominación tan rápida
y absoluta la de esa gente!...

Iriondo describía su influencia extendiéndose á todo lo que estaba bajo
la dirección de Sánchez Morueta, á las fábricas, las fundiciones y hasta
los barcos. Sin respeto á su cargo de inspector de navegación de la
casa, le hacían despedir á marinos viejos que llevaban muchos años al
servicio de Sánchez Morueta, y admitir á otros jóvenes que, apenas
tomaban posesión de su camarote, pegaban frente á la litera una imagen
del Corazón de Jesús. Él no osaba protestar ante el gesto autoritario
del amo, y el miedo á los que, ocultos tras él, regulaban sus palabras y
acciones.

La semana anterior le habían dado orden de despedir á todos los obreros
que, trabajando en la descarga de los buques, profiriesen blasfemias ó
se mostrasen interesados en la propaganda de doctrinas impías. ¡Cristo!
¡Él, á sus años, convertido en un hermano de la Doctrina Cristiana;
obligándole aquellos señores á que enseñase catecismo y buenas palabras
á los cargadores del Nervión!...

--Pues, ¿y en los altos hornos?--exclamó después el capitán,--Allí va á
haber cualquier día una huelga, seguida de la degollina de todos los
beatos que toman las oficinas como terreno de conquista. Desde que se
fué Sanabre, aquel chico tan simpático, la fundición es un infierno.
Pepe tendrá cualquier día una sublevación ruidosa, y á los huelguistas
no les faltará motivo. El trabajo y la honradez es lo de menos para los
que dirigen la casa. Los trabajadores que no son religiosos van á la
calle, y los talleres se llenan poco á poco de hipócritas, que trabajan
como saben ó quieren, pero que son respetados porque van á misa y se
inscriben en las sociedades de obreros católicos.

El decaimiento moral de Sánchez Morueta, la abdicación de su voluntad,
irritaban al marino.

--Tu primo no osa moverse, Luis. Su famosa confesión general es como el
traje nuevo de un niño: no se atreve á hacer nada, por miedo á
mancharse. Cuando de tarde en tarde le veo, me parece que tengo delante
á un fraile. No sabe hablar más que de la muerte; de lo que
encontraremos en la otra vida, y vuelta otra vez con la muerte por
arriba y por abajo, y el muy camastrón tiene mejor color y está más
fuerte que nunca. Si yo me atreviera con él como tú, le diría: «Qué
porra: ya sé que hemos de morir; vaya un descubrimiento. Pero mientras
la muerte no llega, vivamos cada cual á su gusto, sin hacer la santísima
á los demás, que es lo único en que gozan los que piensan á todas horas
en su alma.»

Faltaban pocos minutos para que partiese el tren, y el capitán se
despidió de Aresti.

--Esta tarde, en la romería, puede que tengas la gran sorpresa. Tal vez
vaya en ella Pepe con su escapulario.

Aresti dió salida á su asombro con un juramento. ¡Quién! ¿Pepe sería
capaz de exhibirse en aquella farsa?...

Iriondo no tenía la certeza de ello pero lo presentía. Era un suceso que
llevaba preocupada á toda la familia durante la semana. La esposa quería
verle atravesar Bilbao, con la cabeza descubierta, en las filas de los
devotos. ¡Qué triunfo para la religión! Él, después de volver á la buena
senda, no podía negar á Dios el prestigio que daría á la santa causa
esta adhesión pública de un hombre de su fortuna y su poder. El
millonario se resistía, adivinando lo ridículo de esta humillación;
defendíase agarrado á un harapo de su antiguo carácter. Pero todos caían
sobre él, martilleando la débil corteza de su voluntad reblandecida. La
madre y la hija se lo suplicaban. ¡Las daría tanto placer con ello!...
El Padre Paulí hablaba con desprecio de los cobardes que sólo aman á
Dios en su casa y temen manifestarlo públicamente, y el matoncillo
Urquiola hacía burla de los que no se atrevían á salir á la calle por
miedo á los impíos.

--Irá, estoy seguro--dijo el capitán con tristeza.--Lo arrastrarán, la
familia de un lado, y de otro el miedo á parecer cobarde. ¡Adiós, Luis,
y ten prudencia! Mira que hay cerrazón en el horizonte y la borrasca de
esta tarde va á ser de cuidado.

El doctor subió la larga escalinata de la estación, y al salir al puente
del Arenal vió muchos balcones colgados con trapos de colores é
inscripciones en loor de la Virgen de Begoña. En las Siete Calles, lo
más típico y tradicional de la población, las casas empavesadas ofrecían
el aspecto de un villorrio. Trapos multicolores ostentaban entre
banderas el mismo rótulo en honor de la _Señora de Vizcaya_. Las gentes
mirábanse con aire hostil; la población, dividida en dos bandos, parecía
estremecerse en este ambiente de acometividad. Los vecinos de la villa
contemplaban con simpatía ó con odio á los grupos de campesinos y de
obreros, según eran sus creencias. Cada cual miraba con desconfianza al
vecino, y todos decían lo mismo en sus conversaciones.

--¡A la tarde!... ¡Oh, á la tarde!...

Aresti, después de errar más de una hora por la villa, se encontró al
atravesar el Arenal con un obrero de ropas haraposas y gran barba, que
le saludó con un gruñido, llevándose con cierta violencia la mano á la
boina.

--Ya sabe usted, doctor, que usted es el único burgués que yo saludo.

Era el _Barbas_, el terrible solitario de Labarga, que pasaba sus horas
de vagancia encogido en el suelo, inmóvil, como un profeta de horrores,
escupiendo amenazas é insultos sobre los ricos del país. Hacía tiempo
que habían demolido su barraca, después de socavar el suelo. La vieja
compañera había muerto de miseria y él vagaba por las minas, durmiendo á
la intemperie, comiendo lo que le daban los peones y pagando esta
limosna con insultos. Cuando estallaba un barreno cerca de él, miraba
con ojos feroces á los obreros.

--¡Bestias!--les gritaba como si cometiesen un crimen.--¡Tenéis la
dinamita en vuestras manos y la empleáis en eso!...

El doctor contestó á su saludo alegremente.

--¡Compañero! ¿Tú aquí?...

Había llegado por la mañana en un tren lleno de obreros. Por supuesto,
sin billete; los compañeros querían pagárselo, pero él había protestado,
ocultándose para viajar sin que los burgueses le explotasen.

--¿Y el mitin?--preguntó Aresti.--¿No vas al mitin?

El _Barbas_ hizo un mohín de desprecio. Él no perdía el tiempo en
bobadas. Se sabía de memoria todo lo que allí podían decir. Necedades y
cobardías. Pedir más jornal ó que lo pagasen de este modo ó del otro;
reclamar como quien pide limosna mayores consideraciones para el que
trabaja. ¡Como si esto sirviese de algo! Eran unos _cataplasmeros_. Y en
esta palabra envolvía todo su desprecio á los que buscaban con reformas
paulatinas y con una organización fuerte y disciplinada el mejoramiento
del obrero.

--Cataplasmeros, doctor--gritaba.--Nada más que cataplasmeros. Este es
un país acostumbrado á la disciplina y á la autoridad: por eso el pobre
que en otro tiempo fué carlista, cree ahora sin esfuerzo alguno en esas
organizaciones casi militares, que le prometen cambiar la sociedad poco
á poco. Pero ya se cansarán de tanta sensatez y tanto politiqueo obrero
y entonces seguirán al _Barbas_ y á otros como él, y en veinticuatro
horas se arreglará todo ó acabará todo. El pobre pide justicia y la
justicia ni se solicita á pedazos ni se regatea: se toma como se puede,
aunque acabe el mundo.

Después explicó por qué había hecho el viaje. Únicamente le atraía lo
que pudiera ocurrir por la tarde. Quería convencerse de que los pobres
se atrevían por fin con los ricos: deseaba ver cómo corrían todos los
enemigos por él odiados, sin que les valiese la protección de los ídolos
celestiales á los que levantaban palacios, mientras él vagaba por el
monte como un perro sin abrigo.

La esperanza del choque y de la lucha le estremecía de placer. Husmeaba
el ambiente amenazador, como un viejo caballo de guerra que relincha
oliendo la pólvora.

--¡Bronca!... ¡Ya se ha armado!--exclamó con alegría, mirando al otro
lado del puente.

Por la avenida del ensanche corría á todo galope un grupo de jinetes de
la guardia civil. En último término, veíase una gran masa de gente, una
mancha negra matizada por el rojo flotante de algunas banderas.

Era el público que salía del mitin y se detenía ante los balcones de las
mejores casas, protestando de las colgaduras en honor de la _Señora de
Vizcaya_. La gente silbaba: comenzaban á volar las piedras por encima
de la negra masa: caían con estrépito las vidrieras rotas.

Aresti se vió solo. El _Barbas_ corría hacia el gentío, dando gritos de
entusiasmo. ¡Duro, duro! ¡No comenzaba mal la cosa!... Quiso ir el
doctor hacia el ensanche, pero se detuvo, viendo que la muchedumbre,
lentamente, avanzaba su pesado oleaje con dirección al Arenal. La
caballería, impotente para contenerla, se limitaba á ir con ella,
creyendo evitar así mayores desmanes.

Pasó la manifestación el puente, extendiéndose por el Arenal y las
calles inmediatas. Eran obreros en su mayoría y jóvenes de la población
cuyos sombreros se destacaban entre el oleaje de boinas y gorras. Unos
aclamaban á la Revolución social; otros daban vivas á la República;
algunos gritaban ¡viva España! ante las inscripciones en vascuence,
viendo en estas loas á la _Señora de Vizcaya_ un hipócrita insulto á la
integridad nacional. Era una amalgama de todos los odios contra aquella
Bilbao dominada por la Compañía de Jesús y formada á su imagen.

El grito de ¡abajo los jesuítas! era contestado por un rugido unánime de
la masa. En las calles inmediatas al Arenal caían á pedradas los
cristales. Algunos chicuelos subían por las fachadas con agilidad de
monos para arrancar las colgaduras de la Virgen de Begoña, dejándolas
caer sobre el gentío, que las hacía pedazos.

Una noticia circuló como un relámpago por la gran masa detenida en el
Arenal. Estaban prendiendo fuego á la iglesia de los jesuítas. Una parte
de la manifestación, rezagada en el ensanche, sitiaba el templo,
rociándolo con petróleo. Ya ardían las puertas.

La guardia civil corrió allá á todo galope, abandonando la
manifestación. Aresti sentía un entusiasmo casi igual al del _Barbas_.
¡Ya ardía el odiado cubil! ¡Bilbao despertaba!...

Pero iban llegando nuevas noticias. Las puertas sólo habían sido
chamuscadas: la presencia de la autoridad había disuelto el grupo
incendiario, extinguiendo el fuego.

Era ya más de mediodía. Los grupos se aclaraban: todos se iban á comer.
Aquello sólo había sido el prólogo de lo que ocurriría después.

--A la tarde, aquí--se decían unos á otros al alejarse.

Aresti entró en el restaurant del Suizo. En todas las mesas se hablaba
también de lo que ocurriría por la tarde. A las tres estaban citados los
de la peregrinación en el Arenal. Llegarían en varias procesiones desde
las distintas parroquias, para reunirse todos en la iglesia de San
Nicolás. El plan había sido preparado con el propósito de llamar la
atención, de ocupar toda la villa, de hacer un alarde de arrogancia,
desafiando á los enemigos.

Muchos esperaban que se suspendiese la fiesta provocadora. Decían que el
gobernador estaba influyendo cerca de sus organizadores, para que
desistieran de ella. El Padre Paulí se negaba rotundamente, invocando
hipócritamente la libertad. Su acólito Urquiola hablaba de la batalla de
la tarde con aires de caudillo.

Algunos mostrábanse desconsolados por la idea de que pudiera suspenderse
la romería. Al fin, era un suceso que _amenizaba_ la vida monótona y
gris de la población. Aresti no dudaba de que se verificase. Conocía á
los organizadores, y su propósito de excitar á la impiedad naciente,
para darla la batalla y afirmar así su dominación que creían en peligro.

En una mesa cercana disputaban dos señores.

--Me he fijado bien en la manifestación--gritaba uno de ellos.--Todos
eran Pérez y Martínez, todos _maketos_ é hijos de _maketos_, mala gente,
de la que ha invadido nuestro país. No iba ni uno que tuviera los cuatro
apellidos vascongados.

Y hablaba con orgullo de estos cuatro apellidos, que exhibían como una
prueba de nobleza todos los del partido bizkaitarra.

--Pues, yo los tengo--gritaba su interlocutor con acometividad,--y digo
que deseo que esta tarde les rompan el alma á los de la romería, y
¡ojalá arrastren á todos los jesuítas!

La división que perturbaba á la villa, mostrábase, también en el
restaurant, impulsando á unos parroquianos contra otros faltando poco
para que se arrojaran los platos y se acometiesen con los cuchillos.

A las dos volvió Aresti al Arenal. Formábanse de nuevo los grupos cerca
del puente, mirando con hostilidad á los aldeanos que pasaban camino de
las parroquias. Circulaban por el gentío las más contradictorias
noticias. Ya no se verificaba la romería: oponíase á ella el gobernador,
al que los bizkaitarras, en su fervor separatista, llamaban
despreciativamente «el cónsul de España». Después corría de boca en boca
la certidumbre de que iba á celebrarse la fiesta. Se estaban formando
las comitivas en cada parroquia: pronto llegarían al Arenal para
reunirse todas en San Nicolás.

Y la gran plaza ennegrecíase de gentío inquieto. Una masa de cabezas
cubría las aceras y las calles inmediatas. El centro del Arenal estaba
desierto: quedaba un gran espacio libre, del que se apartaba
instintivamente la gente: un vacío que parecía destinarse al choque de
unos y otros.

Aresti se sintió de pronto arrastrado por un violento empellón de la
muchedumbre, estremecida al adivinar la proximidad del enemigo. Estalló
una tempestad de gritos en una calle inmediata. Eran aclamaciones
interrumpidas por tiros.

Por encima del oleaje de cabezas pasaban en un vaivén tempestuoso los
estandartes de la primera procesión. El médico, sin saber cómo, en uno
de los empujones de la multitud, se vió en mitad del Arenal, cerca del
desfile de devotos. Iban en grupos, con la cabeza descubierta; los
hombres, empuñando grandes garrotes, y llevando al pecho el escapulario
de la Virgen de Begoña; las mujeres escoltaban á los curas, mirando á la
muchedumbre con sus ojos de hembras duras y fanáticas. Cesaron los
disparos al entrar la procesión en la plaza. Entonaban los romeros un
himno en vascuence á la Señora de Vizcaya, y de los grupos salía, como
respuesta, _La Marsellesa_ ó _La Internacional_.

Agrupáronse los devotos ante la portada de San Nicolás, y la muchedumbre
avanzó lentamente hacia ellos. Estrechábase el espacio entre unos y
otros, los palos levantábanse amenazantes, los insultos alternaban con
los cánticos. De repente, el gentío se hizo atrás, volviendo sus mil
cabezas. Una nueva procesión llegaba por el puente. Se había reunido en
la Residencia de los jesuítas: era lo más brillante del ejército devoto
que iba á subir á Begoña; el _señorio_ de Bilbao, en el que figuraban
las familias ricas de la villa, los agitadores del bizkaitarrismo, los
alumnos de Deusto. Los Padres de la Compañía más famosos, presidían las
asociaciones obreras organizadas por ellos para contener la impiedad
creciente del pueblo.

Desfilaban en grupos, con mirada de reto, abombando el pecho para que se
viera bien el distintivo de la Virgen, con una mano oculta en los
bolsillos, marcándose en la tela el rígido contorno de las armas de
fuego. Las señoras caminaban con paso marcial, sin parecer intimidadas
por la actitud hostil del gentío, como damas altivas que no temen al
mal gesto de su servidumbre, mirando con desprecio á toda aquella
balumba de pobretones que se sustentaban de lo que sus poderosas
familias querían darles.

Estalló un trueno de gritos, insultos é imprecaciones. Aresti vió pasar
á Urquiola con el revólver fuera del bolsillo, seguido de alumnos de
Deusto y de fuertes aldeanos, como un cabecilla, orgulloso de poder
realizar dentro de Bilbao lo que sus antecesores sólo intentaron en las
montañas inmediatas, durante los dos famosos sitios.

--¡Viva Vizcaya! ¡Viva la religión y Nuestra Señora de Begoña! ¡Mueran
los liberales!

Algunos discípulos de la Universidad jesuítica, pareciéndoles estas
aclamaciones demasiado vulgares, daban vivas á la Unidad Católica, y los
aldeanos los contestaban con rugidos de entusiasmo, sin entender lo que
aquello significaba, pero adivinando que debía ser algo contra los
impíos de la odiada Bilbao.

Aresti vió pasar á la mujer y la hija de Sánchez Morueta. Después á las
de Lizamendi en un grupo de señoras, con la falda ceñida y el andar
arrogante. Miraban á todos lados como si buscasen á alguien entre el
gentío hostil, y al verle, la madre y la hija mayor casi sonrieron
satisfechas de no haberse equivocado. ¡También estaba allí!... El mal
hombre estaba donde le correspondía. El médico vió la mirada de
resignación y de lástima que su mujer dirigía al ciego, como si
pidiese, con lamentos de víctima, perdón para su alma perdida. Luego vió
destacarse de un grupo de sotanas á su enorme primo, que marchaba con la
cabeza descubierta, brillando la condecoración de la Virgen entre la
celosía de sus barbas, con la mirada arrogante, una mirada dura y hostil
desconocida por Aresti.

El médico no pudo ver más. Creyó de pronto que se abría el suelo de la
plaza y que huían todos, chocando unos contra otros con el terror de la
fuga. Algunos palos rompiéronse en pedazos; sonaban las espaldas al
recibir los golpes con un ruido de cofres vacíos; caían muchos con la
cara cubierta de sangre, tropezando en sus cuerpos los que huían, y
comenzaron á sonar por todos lados, como chasquidos de tralla, los tiros
de los revólvers.

Corrían las señoras á refugiarse en San Nicolás, y los curiosos de las
aceras, huyendo de los disparos, se arrojaban de cabeza dentro de los
cafés, rompiendo cristales y volcando sillas y mesas.

En un momento se formó un gran vacío en la plaza, quedando sembrado el
suelo de garrotes, sombreros y boinas. Algunos heridos se arrastraban,
manchando de sangre el suelo del paseo. Otros eran llevados en alto por
los grupos hacia las farmacias más próximas. Mientras tanto, continuaba
el combate entre los más resueltos de una y otra parte.

De la portada de San Nicolás salían descargas cerradas, disparos de
revólvers baratos comprados el día antes por los organizadores de la
romería, balazos sin dirección, que iban á perderse en la arena del
paseo ó se incrustaban en los árboles. La mayoría de los obreros
carecían de armas y se batían con los puños ó con palos, profiriendo en
la exaltación de la lucha blasfemias contra la Virgen de Begoña y sus
devotos. La batalla se había fraccionado: peleábase en grupos sueltos ó
individualmente. Los mismos compañeros no se reconocían, y muchas veces
se golpeaban, creyendo herir á un enemigo.

Aresti permanecía inmóvil en medio de la plaza, sin darse cuenta de las
balas que á corta distancia de él levantaban las cortezas de los
troncos. Sentíase empujado de un lado á otro por los empellones de los
combatientes, viéndolo todo al través de una niebla gris, como si el sol
se hubiera ocultado. Sus pies se enredaban en cuerpos blandos, que le
hacían tropezar, y de los que salían gemidos dolorosos.

En este crepúsculo del atolondramiento creyó ver á un cura enorme que se
recogía el manteo con una mano y con la otra disparaba su revólver sobre
un trabajador que esquivaba los tiros con agilidad simiesca.

--¡Tú acabarás!--decía blandiendo una faca y desviándose de un salto
cada vez que el sacerdote tiraba del gatillo, apuntándole.

Y cuando el cilindro del arma rodó sin que saliera ya ninguna
detonación, el obrero, con una risa feroz, se abalanzó sobre el cura,
abrazándolo, cayendo con él al suelo, hundiéndole en la espalda el arma
con tanto ímpetu, que la hoja quebróse en dos pedazos.

Aresti creyó que se había desplomado un árbol sobre sus hombros. Fué un
golpe que le sacó de su aturdimiento, haciéndole rugir de ira: un
garrotazo en la espalda, que acabó con toda su bondad irónica de
espíritu superior, despertando en él á la fiera. Levantó su bastón y
comenzó á dar golpes delante de él, sin mirar á quién alcanzaba, sin
acordarse de que podía ser un amigo, con el ansia de hacer daño, con la
embriaguez de la sangre.

De pronto se sintió detenido en su avance por una espalda que caía
contra su pecho. Era un jovenzuelo, desmedrado y débil, con el
raquitismo que da el trabajo cuando es superior á las fuerzas de la
edad. Vaciló como si estuviera ebrio, llevándose las manos á la cara
ensangrentada, y al intentar erguirse, un puño enorme volvió á caer
sobre él haciéndolo rodar por tierra.

Aresti, con los pies inmovilizados por el cuerpo del caído, levantó el
bastón al ver que se alzaba contra él de nuevo aquel puño que resonaba
sordamente golpeando como una maza. Pero el médico quedó con el brazo en
alto al reconocer al hombre que le acometía.

--¡Tú!... ¡tú!...--gritó con una voz que parecía desgarrarle la
garganta.

Tenía ante él á Sánchez Morueta, con el puño levantado, las barbas en
desorden, y en los ojos una expresión feroz: el deseo de exterminar á la
canalla impía que insultaba á las personas decentes y había hecho
refugiarse á las señoras en la iglesia.

Al reconocer á Aresti, bajó el brazo y la cabeza como avergonzado. En el
mismo instante, algo blando y tibio chocó en una de sus mejillas
escurriéndose por los hilos de su barba. ¡Su Luis, su hermano, le había
escupido en el rostro! Era el odio que no encontraba otra forma de
herirle, ya que las manos se negaban á ello por el antiguo respeto; era
el desprecio al verle anonadando con su fuerza de animal bien mantenido
y feliz, á aquel aborto de la miseria que estaba en el suelo con la cara
ensangrentada.

El millonario miró á su primo con ojos mansos y sin expresión, unos ojos
bovinos que parecían pedirle clemencia, al mismo tiempo que se pasaba la
mano por la barba borrando el escupitajo del odio.

Fué á hablar, pero no pudo. Un fantasma negro que agitaba su manteo como
unas alas fúnebres tiraba de él. Era el Padre Paulí.

--Don José. Vámonos de aquí. ¡A Begoña! ¡A Begoña!

Y le arrastró con paternal solicitud, como si el millonario fuese el
primer estandarte de la romería.

Aresti quedó inmóvil, avergonzado de su arrebato. Pero en fin, lo hecho
bien estaba, ya que no tenía remedio. Los empellones de la gente que
huía le sacaron de su abstracción. Los jinetes de la guardia civil
corrían al trote por la plaza, amenazando con sus sables. Los romeros se
agrupaban ante la iglesia, y la masa popular aglomerábase en las aceras,
dejando la plaza limpia de gente. De vez en cuando la atravesaban
algunos hombres, llevando en sus brazos un herido.

Las piedras arrojadas por los grupos chocaban en la fachada de San
Nicolás. Desde las dos torrecillas de la iglesia les contestaban á
tiros.

La muchedumbre sin armas, herida á mansalva desde aquella altura, rugía
impotente, y en un arranque de desesperación, intentó arrojarse al
asalto del templo, pero tropezó con un obstáculo que acababa de
interponerse entre los dos bandos, una barrera azul y roja en la que
brillaban cañones de fusil y correajes lustrosos.

Dos compañías de infantería habían entrado en la plaza á paso
gimnástico, colocándose en batalla ante la iglesia. Eran los _guiris_,
los _ches_, la España en armas que llegaba; la odiosa Maketania con su
pantalón rojo, sostenedora de la impiedad liberal, enemiga de la
resurrección de la antigua Vasconia. Los soldaditos, pálidos, con la
boca apretada, descansando sobre sus fusiles entre las pedradas y los
tiros de revólver, daban frente á la gran masa que protestaba contra la
romería.

Llegaban para guardar el orden, pero sus ojos iban instintivamente
hacia la muchedumbre devota, como si deseasen girar sobre sus talones y
hacer fuego apuntando á la iglesia. Aquellos curas armados y
vociferantes, los aldeanos fuertes y sumisos como bestias, los señoritos
con aires de cabecilla, eran el eterno enemigo. Los soldados husmeaban
en ellos á los que en otro tiempo habían asesinado en las montañas á sus
hermanos, y que aun ahora deseaban volver á la lucha de emboscadas. El
deber, con su peso férreo é irresistible, mantenía inmóvil á la doble
fila de hombres azules y rojos.

Un oficial vaciló un instante y entregando su sable á un soldado, se
llevó una mano á un hombro. Acababa de recibir un balazo; le habían
herido los que tiraban desde lo alto de la iglesia. Su rostro se
contrajo con tristeza dolorosa, más que por la herida, por la amargura
de un sacrificio sin gloria, por perder su sangre, no en la montaña
frente á frente con el eterno enemigo, sino á la puerta de una iglesia,
á manos tal vez de un sacristán, de uno de aquellos efebos católicos
que, ocultos en las alturas, gritaban como mujeres aclamando á la
religión y la Virgen.

La guardia civil empujaba á los romeros fuera de la plaza. Salían en
bandas de la iglesia con sus estandartes, desgarrados en la lucha, y
emprendían la ascensión á Begoña escoltados por los jinetes.

La muchedumbre hostil, contenida en su avance por la tropa, oía cómo se
alejaban las cofradías por las calles empinadas que daban acceso al
santuario.

--¡Viva la Virgen!--gritaban con el enardecimiento de una lucha en la
que habían llevado la mejor parte.

--¡A Begoña! ¡A Begoña!--aullaba Urquiola agitando el revólver al frente
de un grupo.

Y las aclamaciones á la Virgen, interrumpíanlas con frecuentes
descargas. Sin cesar en sus cánticos, hacían fuego sobre todos los que
al borde de la cuesta contestaban á sus aclamaciones con gritos de
protesta.

Poco á poco fué quedando desierto el atrio de San Nicolás. Un muerto
yacía en la acera, custodiado por dos guardias. Más allá, los grupos
rodeaban á varios heridos. Algunos curas se deslizaban con paso lento á
lo largo de las paredes esquivando el gentío. Estaban heridos é iban á
sus casas á curarse ocultamente, huyendo de la publicidad y de enojosas
declaraciones.

Aresti pasó más de una hora de botica en botica y de café en café,
solicitado y arrastrado por muchos que le conocían, llamado allí donde
guardaban un herido, esforzándose por curar de primera intención, con
los medios que tenía á su alcance, á todos los infelices que en brazos
de la muchedumbre iban después hacia el hospital.

Atendió indistintamente á unos y otros, á los que llevaban en el pecho
el escapulario de la Virgen y á los que en el paroxismo del dolor
creían encontrar un alivio dando vivas á la Libertad y la República. La
carne herida, destrozada por el choque, la sangre que manchaba las
aceras y los pavimentos de los cafés, le causaban inmensa tristeza,
haciéndole pensar con lástima en la eterna infancia de los hombres:
¡Matarse, herirse por un pedazo de madera groseramente tallada, que
estaba allá en lo alto, entre luces y flores, mientras existían en el
mundo terribles enemigos, como el hambre y la injusticia, que reclamaban
para desaparecer el esfuerzo común y fraternal de todos los humanos!

Mientras los hombres se mataban por la gloria de la Virgen de Begoña, la
carcoma, más sabia que ellos, seguiría mordiendo las entrañas de madera
del sonriente fetiche: tal vez á aquellas horas algún ratón roía las
patas del ídolo milagroso, bajo su hueca saya de pedrería.

El médico, fatigado por las emociones de la tarde y por la violencia de
aquellas curas entre la enojosa curiosidad de la gente, respiró
satisfecho cuando ya no le presentaron más heridos.

Paseó entonces por la orilla de la ría, pensando en el encuentro con su
primo, que seguramente sería el último. La injuria á Sánchez Morueta le
mordía el pensamiento: aquel salivazo parecía haber caído sobre su alma.
¡Ay, el intruso! El maldito intruso! ¡Cómo había penetrado entre ellos,
matando todo afecto, anulando con el poder frío de la muerte todo un
pasado de cariño fraternal!... No habían reñido cuerpo á cuerpo como
los hermanos en las guerras civiles: pero se habían herido en el alma,
separándose para siempre, como bestias enfurecidas. Se acabó la familia:
Aresti estaba solo en el mundo.

Varios grupos de muchachos corrían vociferando por las riberas del
Nervión. Algunas mujeres daban alaridos, haciendo la señal de la cruz.
¡Se iba acabar el mundo!... Un tropel de desalmados, furiosos después de
la lucha en el Arenal, se habían esparcido por las Siete Calles,
escalando las hornacinas que cobijaban las imágenes de los patronos de
aquella Bilbao tradicional.

Los santos eran arrojados de sus capillas y arrastrados después hasta la
ribera, entre las patadas y salivazos de la turba, que quería vengar en
aquellos cuerpos de palo, pintados y dorados, la sangre derramada por
otros de músculos y hueso. ¡Al agua los santos! Y caían de cabeza en la
ría las vírgenes y los bienaventurados, flotando después de la inmersión
con la ligera porosidad de la madera vieja.

La muchedumbre seguía lentamente por las riberas el tardo descenso de
las imágenes empujadas por la corriente. Silbaban y aplaudían viendo el
cabeceo de los santos, mientras algunas mujeres, con arrojo de mártires,
insultaban á los impíos, amenazándoles con las manos crispadas.

Una imagen de la Virgen de Begoña, arrancada de su hornacina, era la que
más llamaba la atención. ¡Ella tenía la culpa de todo!... Y la silbaban
é insultaban mientras la imagen descendía tendida de espaldas, mostrando
á flor de agua su vientre dorado y su carita de muñeca sagrada. Un
gabarrero, cruzando la ría en su barcaza, avanzó hacia la imagen como si
quisiera cortarla el paso. Los devotos aplaudieron, presintiendo la
piedad del marinero: iba á salvar á la Virgen.

Cuando su barca estuvo cerca de la imagen, cesó de manejar el remo, y,
levantándolo en alto, después de mirar á ambas orillas, dió con él un
golpe tremendo á la Virgen, que desapareció en un remolino de agua para
no flotar más. Entonces fueron los otros los que prorrumpieron en
aplausos, mientras los devotos elevaban los ojos al cielo. ¡Hasta sobre
las aguas se mostraba la impiedad de la villa!...

Frente á un grupo peroraba un hombre de aspecto miserable, con
movimientos desordenados, como si fuese un loco. Aresti reconoció al
_Barbas_.

--Lo de hoy no vale nada--gritaba.--No me parece mal que les metan mano
á los que por tanto tiempo han tenido engañada á la gente, pero después
de esto hay que ajustar la cuenta á los que la roban. Hoy ha sido la
batalla de los santirulicos: mañana será la del pan. Ya bajarán del
monte los que han producido con su trabajo las riquezas de todos los
ladrones de aquí: ya reclamarán su parte. Y nada de peticiones ordenadas
ni de aumentos de jornal, ni de limosnas. ¡Fuera los cataplasmeros! A
cada cual lo que le corresponde, y al que se oponga, ¡dinamita... roño!
¡dinamita!

Aresti se alejó para que no le viese aquel energúmeno, que parecía
enardecido por la sangre de la reciente lucha.

Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su
población miserable, roída por las necesidades materiales y la
desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos
picachos rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el
trueno del barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y
feliz. Después del choque provocado por el fanatismo dominador, vendría
la huelga de los infelices, la reclamación imperiosa de la miseria.

Un ejército enemigo se ocultaba tras aquellas montañas que cerraban el
horizonte: una horda hambrienta que algún día caería sobre la población
como en otros tiempos las gavillas del absolutismo. Bilbao estaba
amenazada de un tercer sitio; pero en el de ahora no se detendrían los
enemigos ante las defensas exteriores; se esparcirían por las calles y
bloquearían á la riqueza en sus magníficas viviendas. La guerra en
nombre del pasado se repetiría en defensa del porvenir; los nuevos
sitiadores llevarían la miseria como bandera, y como grito de combate el
derecho á la vida.

Aresti pensaba en la posibilidad de que desapareciese aquella riqueza
origen de tantos males. ¿Para qué servían los tesoros de las minas? Se
había embellecido exteriormente la población, tomando el aspecto de una
capital: la grandeza de la industria moderna tronaba en la ría por las
chimeneas de fábricas y buques; pero la vida era más triste que antes.
Con la riqueza habían llegado los hombres negros, que se hacían los amos
de todo, que se apoderaban de las conciencias, acabando por poner sus
manos en los bienes materiales.

Si la riqueza de la villa se agotara de pronto, aquellas aves de
tristeza levantarían el vuelo hacia otros países. El suelo sería más
pobre, pero renacería en él como planta de consuelo la alegría de la
vida.

La antigua Bilbao de los comerciantes y los marinos, que aún no conocía
el valor del hierro, era más feliz, con la paz de un trabajo lento y
ordenado y la llaneza fraternal de sus costumbres, que la villa moderna,
con sus improvisadas fortunas, sus ostentaciones locas y aquella riqueza
disparatada y rápida que apenas si dejaba en el país rastros
beneficiosos de su paso, perdiéndose en las obscuras tragaderas del
intruso negro, aparecido en la hora suprema de la fortuna para sentarse
al lado de los favoritos de la suerte, ofreciéndoles el cielo á cambio
de una participación en el botín.

El saqueo de la Naturaleza, la amputación de sus entrañas de hierro,
había servido únicamente para la felicidad de unos cuantos y para qué el
parásito sagrado que se ocultaba tras ellos fuese el verdadero amo de
todo. ¡Debía terminar aquel carnaval de la Fortuna, que sólo servía para
dar nuevas fuerzas al fanatismo religioso y para irritar á la miseria,
con el alarde de una concentración loca de la riqueza, que avivaba los
odios sociales!...

Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte
años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el
agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al
descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había
cubierto durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la
tierra. Algunas minas quedaban abandonadas como los caballos moribundos,
á los que se olvida cuando ya no pueden dar utilidad. En otras, se
aprovechaba la escoria de las viejas explotaciones, para extraer el
hierro que habían respetado los métodos antiguos. En Gallarta se
derribaban casas enteras, construidas algunos años antes, para
aprovechar el mineral de su paredes. Se vivía de los residuos de la
época de prosperidad, como en las casas donde asoma la escasez y se
aprovechan para un nuevo yantar las sobras de la comida anterior. Tras
esto, era de esperar la completa carencia de mineral. Serían inútiles
todas las extratagemas de aprovechamiento; sólo encontrarían la tierra
pobre y estéril, sin la menor partícula de hierro, y entonces vendría el
¡sálvese quien pueda!, el momento terrible de la vuelta á la pobreza, la
fuga desordenada y arrolladora de la muchedumbre que engañaba su hambre
trabajando en la cantera, dejando entre sus pedruscos lo mejor de su
vida: el aislamiento de los poderosos, encerrándose en el arca de su
riqueza, para flotar sobre este Diluvio final.

La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros
países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto
de las ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el
mundo con el poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios
de un pasado glorioso. Quedarían en pie los palacios del ensanche, la
ría prodigiosa con su puerto, que parece esperar las escuadras de todo
el mundo: pero los palacios estarían desiertos, el abra, con sus
contados barcos, tendría la triste grandeza de una jaula inmensa sin
pájaros, y las fundiciones, los altos hornos, los cargaderos, serían
ruinas, con sus chimeneas rotas, como esas columnas solitarias que hacen
aún más trágica la soledad de las metrópolis muertas.

Ebrios por el vino enloquecedor de la suerte, los dueños de tanta
riqueza, no habían querido crear industrias nuevas, que fuesen libres de
la servidumbre de la mina. Las luchas industriales con sus
complicaciones y riesgos, no les tentaban, acostumbrados á las fáciles y
seguras ganancias de un país donde sólo hay que arrancar los pedruscos
del suelo para enriquecerse. La vida de la villa, el movimiento de su
puerto, la existencia de sus fábricas, todo estaba sometido á la tierra
roja arrancada de la montaña. El hierro era la sangre de Bilbao, el aire
de sus pulmones, y al faltar de repente, caería la villa ostentosa con
repentina muerte, desaparecería, como el decorado de una comedia de
magia, aquella riqueza creada de la noche á la mañana, que era para la
masa infeliz una opulencia insultante.

Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el
mismo eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero
al vagar entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar
enemigo cegase la ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en
tarde remontase su corriente algún barco mercante.

Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora. Su Bilbao volvería á ser
la villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre
y pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del
remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus
calles el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los
que llegaban á exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de
hambre ante los palacios de los ricos.

Y al ausentarse la Fortuna loca, marcharían tras sus pasos aquellos
hombres negros que la seguían como merodeadores, que sólo se mostraban
hablando del cielo allí donde se amontonaban los beneficios de la
tierra. No vacilarían en abandonar una tierra exhausta, olvidándola
como tenían olvidados á los países pobres, donde nunca se mostraban,
como si en ellos no existiesen hijos de su Dios.

Aresti, al pensar que la ruina de su país sería la señal para que los
invasores levantasen sus tiendas, deseaba que aquella llegase cuanto
antes: sonreía pensando en el agotamiento de las minas como en una
catástrofe providencial y salvadora.

Llevaba más de dos horas paseando por la orilla de la ría. Comenzaba el
agonizar de la tarde. A lo lejos, por la parte del mar, el sol
ocultábase tras la cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la
lenta flotación del último santo, arrojándole piedras para que no se
detuviera en las revueltas de la corriente.

Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del
crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti,
elevando su pensamiento. Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo
de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba,
rodeado de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban
aplastarle, siempre en continua guerra, como si todos se creyesen
inmortales y temblaran por su sustento durante una vida sin límites.

Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún
tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados
sus pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas
hacia el ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como
una estrella perdida en la noche.

El sol se había ya ocultado. Sobre las aguas ligeramente enrojecidas por
el resplandor sangriento del cielo, flotaba la imagen del último santo.

Aresti pensaba en el ocaso de los dioses, en el último crepúsculo de las
religiones. ¡Ay, si la noche que llegaba fuese eterna para los viejos
ídolos; si al salir de nuevo el sol viese la tierra limpia de todas las
leyendas creadas por la debilidad humana, balbuciente y temblorosa ante
el negro secreto de la muerte!

El doctor contemplaba la fuga del ídolo sobre las aguas, y, como atraído
por él, lo seguía á lo largo de la ribera.

Soñaba en el día glorioso de la humana redención: cuando desapareciesen
los dioses y diosecillos de afeminada sonrisa que hablan mantenido á los
hombres durante siglos en la esclavitud, cantándoles la canción de la
humildad y la repugnancia á la vida, arrullándolos en su eterna niñez,
con la apología de la resignación cobarde ante las injusticias
terrenales, como medio seguro de ganar el cielo...

No: aquellos ídolos habían engañado á la humanidad demasiado tiempo y
debían morir. Sus días aún serían largos, pero estaban contados. Los
hombres comenzaban á maldecirlos, tendiendo hacia ellos las manos
hostiles con la sublime rebeldía del sacrilegio. Eran los alcahuetes de
la injusticia. Bajarían de sus altares como habían descendido los dioses
del paganismo cuando les llegó su hora, siendo más hermosos que ellos.
Quedarían en los museos entre las divinidades del pasado, sin lograr
siquiera, en su fealdad, la admiración que inspira la armoniosa
desnudez: se confundirían con los fetiches grotescos de los pueblos
primitivos, y la humanidad, incapaz ya de envolver en formas groseras
sus aspiraciones y anhelos, adoraría en el infinito de su idealismo las
dos únicas divinidades de la nueva religión: la Ciencia y la Justicia
Social.

FIN

Playa de la Malvarrosa (Valencia).

Abril-Junio de 1904.

       *       *       *       *       *


DEL MISMO AUTOR

NOVELAS

=Arroz y tartana.= _Una peseta._

=Flor de Mayo.= _Una peseta._

=La Barraca.= _3'50 pesetas._

=Entre naranjos.= _3 pesetas._

=Cañas y barro.= _3 pesetas._

=Sónnica la cortesana.= 3 pesetas.

=La Catedral.= 3 pesetas.

CUENTOS

=Cuentos valencianos.= _Una peseta._

=La Condenada.= _Una peseta._

VIAJES

=París= (_agotada_).

=En el país del Arte= (_Tres meses en Italia_). 1'50 ptas.





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