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Title: Manfredo - Drama en tres actos Author: Byron, George Gordon Byron, Baron, 1788-1824 Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Manfredo - Drama en tres actos" *** available by gallica (Biblioth que nationale de France) at http://gallica.bnf.fr. MANFREDO, DRAMA EN TRES ACTOS, Por Lord Byron. TRADUCCION CASTELLANA. En el cielo y en la tierra hay mil cosas que vuestros filosofos tampoco dudan. HORACIO. Paris, Librería Americana, 1830. PERSONAS. UN CAZADOR DE GAMUZAS. EL ABAD DE SAN MAURICIO. MANUEL. HERMAN. LA ENCANTADORA DE LOS ALPES. ARIMAN. NEMESIS. LOS DESTINOS. ESPIRITUS. La escena se representa en medio de los Alpes, unas veces en el castillo de Manfredo y otras en las montañas. MANFREDO, Drama en tres actos. ACTO I, ESCENA PRIMERA. [Manfredo está solo en la galería de un antiguo castillo. Es media noche.] MANFREDO. Mi lámpara va á apagarse; por mas que quiera reanimar su luz moribunda; no podrá durar tanto tiempo como mi desvelo. Si parece que duermo, no es el sueño el que embarga mis sentidos y sí el descaecimiento que me causan una multitud de pensamientos que afligen mi alma y á los cuales no me es posible resistir. Mi corazon está siempre desvelado y mis ojos no se cierran sino para dirigir sus miradas dentro de mí mismo; sin embargo estoy vivo, y segun mi forma y mi aspecto, me parezco á los otros hombres. ¡Ah! ¡el dolor deberia ser la escuela del sabio! Las penas son una ciencia, y los mas sabios son los que mas deben gemir sobre la fatal verdad. El árbol de la ciencia no es el árbol de la vida. Filosofía, conocimientos humanos, secretos maravillosos, sabiduría mundana, todo lo he ensayado y mi espíritu puede abrazarlo todo, todo puedo someterlo á mi genio: ¡inútiles estudios! He sido generoso y bienhechor, he encontrado la virtud aun entre los hombres ... ¡vana satisfaccion! He tenido enemigos; ninguno ha podido dañarme y varios han caido delante de mí: ¡inútiles triunfos! El bien, el mal, la vida, el poder, las pasiones, todo lo que veo en los demas ha sido para mí como la lluvia sobre la árida arena. Despues de aquella hora maldita... No conozco el terror, estoy condenado á no esperimentar nunca el temor natural, ni los latidos de un corazon que hacen palpitar el deseo, la esperanza ó el amor de alguna cosa terrestre... Pongamos en práctica mis operaciones mágicas. Seres misteriosos, espíritus del vasto universo, o vosotros á quienes he buscado en las tinieblas y en las regiones de la luz; vosotros que volais al rededor del globo y que habitais en las esencias mas sutiles; vosotros á quien las cimas inaccesibles de los montes, las profundidades de la tierra y del Océano sirven muchas veces de retiro... Yo os llamo en nombre del encanto que me da el derecho de mandaros; ¡despertaos y apareced! [Un momento de silencio.] ¡No vienen todavía! ¡bien! por la voz de aquel que es el primero entre vosotros; por la señal que os hace temblar á todos; en nombre de aquel que no muere nunca ... despertaos y apareced.... [Un momento de silencio.] Si es asi... Espíritus de la tierra y del aire no eludireis seguramente mis órdenes. Por medio de un poder superior á todos los que acabo de servirme, por un hechizo irresistible nacido en un astro maldito, resto ardiente de un mundo que ya no existe, infierno errante en medio del eterno espacio; por la terrible maldicion que pesa sobre mi alma, por el pensamiento que tengo y que está á mi rededor, os requiero la obediencia: pareced. [Aparece una estrella en el fondo oscuro de la galeria; es una estrella inmóvil, y una voz canta las palabras siguientes:] PRIMER ESPIRITU. Mortal, dócil á tus órdenes, vengo de mi palacio situado sobre las nubes, formado de los vapores del crepúsculo y que colorea de púrpura y de azul el disco del sol poniente. Aunque me esté privado el obedecerte, vuelo hácia tí sobre el rayo de una estrella; he oido tus conjuros. Mortal, ¡que tus deseos se cumplan! LA VOZ DEL SEGUNDO ESPÍIRITU. El Monte-Blanco es el monarca de las montañas; está coronado desde muchos siglos con una diadema de nieve sobre su trono de rocas. Está revestido con un manto de nubes: los bosques forman su ceñidor, tiene un avalange en sus manos como un rayo amenazador; pero espera mis órdenes para dejarlo caer en el valle. La masa fria é inmóvil del hielo se va derritiendo todos los dias, pero soy yo quien le dice que precipite su marcha ó que detenga sus témpanos. Yo soy el espíritu de estas montañas, podria hacerlas estremecer hasta sus cimientos cavernosos... ¿Qué es lo que quieres? TERCER ESPÍRITU. En las profundidades azuladas de los mares, en donde no hay nada que agite las olas, en donde nunca ha soplado el viento, en los parages que habita la serpiente marina, y en donde la sirena adorna con conchas su verde cabellera, la voz de tu invocacion ha resonado como la tempestad sobre la superficie de las aguas, el eco la ha repetido en mi pacífico palacio de coral. Declara tus deseos al espíritu del Océano. CUARTO ESPÍRITU. En los parages en donde duerme el terremoto sobre una cama de fuego, en los parages en donde hierven los lagos de betun, en las concavidades subterráneas que reciben las raices de estas cordilleras cuyas cumbres ambiciosas se pierden en las nubes, he oido los acentos mágicos, y subyugado por su poder, he dejado los lugares en que he nacido para ponerme cerca de tí. Ordena, yo obedeceré. QUINTO ESPÍRITU. Yo soy quien vuela sobre el aquilon y el que prepara las tormentas. La tempestad que he dejado detras de mí está todavía ardiendo con los fuegos de los truenos y de los relámpagos. Para llegar mas pronto en donde tú te hallas ha atravesado la tierra y los mares en un huracan. Un céfiro favorable hinchaba las velas de una flota que encontré, pero estará sepultada en las olas antes que aparezca la aurora. SESTO ESPíRITU. Mi morada es constantemente la oscuridad de la noche. ¿Porqué tus conjuros me fuerzan á ver la odiosa claridad? SÉPTIMO ESPÍRITU. El astro que preside á tu destino estaba dirigido por mí desde antes que la tierra fuese creada. Nunca habia girado un planeta mas hermoso al rededor del sol: su curso era libre y regular, ningun astro mas benéfico existia en el espacio. La hora fatal llegó: este astro se convirtió en una masa de fuego, en un cometa vago que amenazó al universo girando siempre por su propia fuerza, sin esfera y sin curso; horror brillante de las regiones étereas, monstruo disforme entre las constelaciones del cielo. En cuanto á tí, nacido bajo su influencia; tú, gusano á quien yo obedezco y que desprecio, cediendo á un poder que no te pertenece, y que no te ha sido prestado sino para someterte algun dia al mio, vengo por un momento á reunirme á los espíritus débiles que doblan aquí su rodilla; vengo á hablar á un ser tal como tú. ¿Qué me quieres pues, criatura de barro? ¿qué me quieres? LOS SIETE ESPÍRITUS. La tierra, el Océano, el aire, la noche, las montañas, los vientos y el astro de tu destino están á tus órdenes. Hombre mortal, sus espíritus esperan tus deseos. ¿Qué quieres de nosotros, hijo de los hombres? ¿qué quieres? MANFREDO. El olvido. EL PRIMER ESPÍRITU. ¿El olvido de qué? MANFREDO. De lo que está dentro de mi corazon. Leedlo, vos lo sabeis bien y yo no puedo esplicarlo. EL ESPÍRITU. Nosotros no podemos darte sino lo que poseemos. Pídenos vasallos, una corona, el trono del mundo ó de uno de sus imperios; pídenos una señal con la cual gobernarás á los elementos que nos obedecen; habla, tú puedes obtenerlo todo. MANFREDO. El olvido; ¡el olvido de mí mismo! ¿No podreis encontrar lo que pido en las regiones secretas que me ofreceis tan liberalmente? EL ESPÍRITU. Esto no existe en nuestra esencia, ni en nuestra sabiduría; pero ... tú puedes morir. MANFREDO. ¿La muerte me lo concederá? EL ESPÍRITU. Nosotros somos inmortales, y no olvidamos nada, somos eternos, y para nosotros lo pasado y lo venidero son como lo presente: ved nuestra respuesta. MANFREDO. Esto es burlarse de mí; pero el poder que os ha conducido á mi presencia os ha puesto bajo mi disposicion. Esclavos, no hay que hacer mofa de las voluntades de vuestro señor. El alma, el espíritu, la chispa celeste, la luz de mi ser, tiene la misma brillantez y la misma penetracion que las vuestras, y no cederá jamas aunque se halle encerrada en una prision de barro. Respondedme, ó sino sabreis quien soy. EL ESPÍRITU. Nosotros repetiremos las mismas palabras; lo que acabas de decir puede ser tambien nuestra respuesta. MANFREDO. Esplicaos. EL ESPÍRITU. Si como tú dices, tu esencia es semejante á la nuestra, te hemos respondido, diciendo que lo que los hombres llaman la muerte no tiene ningun poder sobre nosotros. MANFREDO. Será pues en vano que os haya invocado en vuestras moradas; vosotros no quereis ó no podeis socorrerme. EL ESPÍRITU. Habla, te ofrecemos todo lo que poseemos: piensa bien en ello antes de despedirnos y pide. ¿Quieres un reino, el poder sobre los hombres, la fuerza, una larga serie de dias? MANFREDO. ¡Malditos seais! ¿qué sacaré de una larga vida? la mia ya ha durado demasiado; desapareced. EL ESPÍRITU. Todavía un momento; mientras que estamos aquí quisieramos serte útiles. Piensa bien en esto; ¿no hay algun otro don que pudieramos hallar digno de serte ofrecido? MANFREDO. Ninguno: esperad sin embargo... Un momento antes de separarnos, quisiera veros cara á cara. Oigo vuestras voces, cuya dulzura melancólica se asemeja á las armonías melodiosas en medio de un lago cristalino; veo la inmóvil claridad de una grande estrella, pero nada mas. Pareced á mi presencia tales como sois, uno despues de otro ó todos juntos, pero en vuestra forma acostumbrada. EL ESPÍRITU. Nosotros no tenemos otra forma que la de los elementos de los que somos el alma y el principio; pero desígnanos la forma que quieras, y será la que adoptaremos. MANFREDO. Poco importa la forma; no hay ninguna sobre la tierra que sea hermosa ó hedionda para mí: que aquel que entre vosotros esté dotado de mas poder, tome el aspecto que le convenga. Yo lo espero. [El séptimo Espíritu aparece bajo la figura de una hermosa muger.] EL SÉPTIMO ESPÍRITU. Miradme. MANFREDO. ¡O cielo! ¿será esto una ilusion? si tú no fueses un sueño ó una imágen engañosa ¡aun podria considerarme dichoso! te estrecharia entre mis brazos y aun podriamos... (_la muger desaparece_). Mi corazon se halla destrozado. [Manfredo cae desmayado, y una voz hace oir el canto que sigue.] Cuando la luna brillará en las regiones aéreas, el gusano fosfórico en los céspedes, el metéoro al rededor de las sepulturas y una llama rojiza sobre las lagunas; cuando aparecerá el relámpago repentino de las estrellas que caigan, cuando los buhos harán oir sus tristes conciertos y las hojas permanecerán inmóviles y silenciosas en el bosque que cubre la colina, mi alma pesará sobre la tuya con fuerza y de una manera terrible. Por profundo que sea tu sueño tu espíritu no dormirá; hay algunas sombras que nunca se desvanecerán para tí, y algunos pensamientos que nunca podras desterrar de tu corazon. Por un poder que te es desconocido, no podrás nunca estar solo: este encanto secreto te envuelve como una mortaja, y es como una nube que te servirá de prision. Aunque tú no me veas pasar por tu lado, tus ojos me reconocerán como un objeto que no debe estar lejos, y que estaba cerca de tí habia muy poco. Cuando en este terror secreto volverás la cabeza, quedarás sorprendido de no verme con tu sombra sobre la tierra, y estarás obligado á disimular el poder cuyos efectos esperimentarás. Las palabras mágicas pronunciadas sobre tu cabeza han atraido allí una maldicion terrible, y uno de los espíritus aéreos te ha hecho caer en el lazo: en el soplido del viento habrá una voz que te privará el alegrarte; la noche te negará el silencio de las sombras, y no podrás ver brillar el sol sin desear al momento el es del dia. Yo he separado de tus lágrimas pérfidas la esencia de un veneno mortal, he escogido la sangre mas negra de tu corazon, he arrancado á tu sonrisa la serpiente que se mantenia escondida en las arrugas de tu rostro, he tomado el hechizo que hacia tus labios tan peligrosos, he comparado todas estas ponzoñas á los venenos mas sutiles; los tuyos son aun mas temibles. Por tu corazon de hierro y tu sonrisa de víbora, por tus ardides fatales, por tus miradas engañosas, por tu alma hipócrita, por tus artificios seductores y tu falsa sensibilidad, por el placer que encuentras en el dolor de los otros, por la fraternidad con Cain, vengo á condenarte á que seas tú mismo tu infierno. Derramo sobre tu cabeza el licor mágico que te destina á los tormentos que te preparo, el sueño y la muerte estarán sordos á tus deseos y á tus súplicas; veras la muerte á tu lado para desearla y temerla. Pero ya tu decreto se cumple, y una cadena invisible te rodea con sus eslabones; mis palabras mágicas producen su efecto: tu cabeza se turba y tu corazon está próximo á marchitarse. ESCENA II. [El teatro representa el monte Jungfro; el dia da principio. Manfredo está solo entre las rocas.] MANFREDO. Los espíritus que habia invocado me abandonan, las ciencias mágicas que habia estudiado me son inútiles. Busco un remedio á mis males y no he hecho sino agriarlos: ceso de contar con el socorro de los espíritus; lo pasado no es de su resorte, y el porvenir ... hasta tanto que tambien esté sepultado en la noche de los tiempos, me causa muy poca inquietud. ¡O tierra en donde he nacido! aurora radiante, y vosotras altas montañas ¿ porqué sois tan hermosas? Yo no puedo amaros. Y tú, antorcha brillante del universo, que estiendes tu luz sobre toda la naturaleza, y la haces temblar de gozo, tú no puedes lucir en mi helado corazon. Desde esta cima escarpada veo las orillas del torrente, los pinos magestuosos que la distancia los hace semejantes á los humildes arbustos; y cuando un solo movimiento bastaria para hacer pedazos mi cuerpo sobre esta cama de rocas, y para fijarlo en un eterno descanso, ¿por qué razon estoy dudoso? Siento el deseo de precipitarme al pie de la montaña y no me atrevo á ejecutarlo, veo el peligro y no pienso en huirle. Un vértigo se ha apoderado de mi vista, y sin embargo mis pies se mantienen inmóviles y firmes. Un poder secreto me detiene y me condena á vivir á pesar mio, si es vivir el llevar un desierto árido en mi corazon, y el ser yo mismo el sepulcro de mi alma, supuesto que no trato de justicar mis crímenes á mis propios ojos: esta es la última desgracia de los malos. [Un águila pasa sobre Manfredo.] ¡O tú, reina de los aires, cuyo rápido vuelo te remonta hácia los cielos, que no te dignes caer sobre mí, para hacer presa de mi cadáver, y alimentar con él á tus hijuelos! Ya has atravesado el espacio en que podian seguirte mis ojos; y los tuyos pueden todavía descubrir todos los objetos que estan sobre la tierra y en el aire... ¡Ah! ¡cuántos objetos dignos de admiracion ofrece este mundo visible! ¡cuán grande es en sus causas y en sus efectos! pero nosotros que nos llamamos sus señores, nosotros, criaturas de barro y semidioses al mismo tiempo, incapaces de poder caer á un rango mas inferior, y tambien de elevarnos, escitamos una guerra continua entre los elementos diversos de nuestra doble esencia, respirando á un mismo tiempo la bajeza y el orgullo, estamos indecisos entre nuestras miserables necesidades y nuestros deseos soberbios, hasta el dia en que la muerte triunfa y en que el hombre viene á ser ... lo que no se atreve á confesar á sí mismo, ni á sus semejantes. [Un pastor toca la flauta en un parage lejano.] ¡Qué dulce melodía es el sonido natural de la zampoña campestre! porque, en estos parages, la vida patriarcal no es ciertamente una fábula de la edad de oro; el aire de la libertad no resuena aquí sino en las armonías de la flauta pastoral, y en el ruido sonoro de los cencerros del ganado que retoza en las colinas. ¡Mi alma está hechizada con semejantes ecos!... ¡Qué no sea yo el invisible espíritu de un sonido melodioso, de una voz viva, de una armonía animada, qne nace y muere con el soplo que la produce! [Llega un cazador de gamuzas que viene del pie de la montaña.] EL CAZADOR. La gamuza ha salvado las rocas, y sus pies ágiles la han llevado lejos de mí; apenas mi caza me habrá proporcionado en el dia con que hacerme olvidar mis correrías peligrosas... ¿Pero qué veo? ¿Quién es este hombre que parece que no es ninguno de nuestros cazadores, y que no obstante ha sabido recorrer estas alturas escarpadas que nuestros compañeros los mas ejercitados son los únicos que pueden practicarlo? Sus vestidos anuncian la riqueza; su aspecto es varonil, y sus ojos son tan arrogantes como los de un labrador que sabe que ha nacido libre. Acerquémonos á él. MANFREDO. [Sin haber visto al cazador.] ¡Es indispensable el verse encanecer por las penas; semejante á los pinos disecados, restos de los destrozos de un solo invierno, despojados de su corteza y de sus verdes hojas! ¡Es necesario conservar una vida que no sustenta en mí sino el sentimiento de mi ruina! ¡es preciso recordarme siempre de los tiempos mas dichosos! ¡Tengo mi rostro lleno de arrugas, no por los años, pero sí por las horas y los momentos mas largos que los siglos! ¡y todavía puedo vivir! ¡Cumbres coronadas del hielo, avalanges que un soplo puede separar de las montañas, venid á confundirme! He oido muchas veces rodar en los valles vuestras masas destructoras, pero vosotros no aniquilais sino los seres que todavía quisieran vivir, las tiernas plantas de un nuevo bosque, la cabaña ó la choza del inocente labrador. EL CAZADOR. La niebla empieza á levantarse en el centro del valle, voy á advertirle que se baje, se arriesgaria á perder á un mismo tiempo el camino y la vida. MANFREDO. Los vapores se amontonan al rededor de los hielos, las nubes se forman en copos blanquecinos y sulfúreos, semejantes á la espuma que salta por encima de los abismos infernales, en donde cada ola burmugeante va á romperse en la costa en donde estan reunidos los condenados como las piedras en la de la mar. Un vértigo se apodera de mí. EL CAZADOR Acerquémonos con precaucion por temor de no sobrecogerle: parece que ya titubea. MANFREDO. Las montañas se han abierto un camino al traves de las nubes, y con su choque han hecho temblar toda la cordillera de los Alpes, cubriendo de escombros los verdes valles, deteniendo el curso de los rios por su caida repentina, reduciendo sus aguas en turbillones de vapores y forzando al manantial á que se forme una nueva madre. Asi cayó en otros tiempos el monte Rosemberg minado por los años. ¡Qué no hubiese caido sobre mí! EL CAZADOR. ¡Amigo tened cuidado! el dar otro paso pudiera seros fatal. Por el amor del Criador, no permanezcais á la orilla de este precipicio. [Manfredo continua sin oirle.] MANFREDO. ¡Hubiera sido un sepulcro digno de Manfredo! mis huesos habrian descansado en paz bajo un monumento semejante, no hubieran quedado sembrados sobre las rocas, viles juguetes de los vientos, como van á serlo, después que me haya precipitado... ¡A Dios bóvedas celestes; que vuestras miradas no me reprendan mi accion, vosotras no estais hechas para mí! ¡Tierra, yo te restituyo tus átomos! [Cuando Manfredo va á precipitarse, el cazador le coge y le detiene.] EL CAZADOR. ¡Detente! insensato: aunque te halles fatigado de la vida, no manches nuestros pacíficos valles con tu sangre culpable. Ven conmigo, yo no te dejaré. MANFREDO. Tengo el corazon desolado... Vaya, no me detengas mas... Me siento desfallecer... Las montañas dan vueltas delante de mí como si fuesen turbillones. Yo ceso de vivir... ¿Quién eres? EL CAZADOR. Yo responderé despues, ven conmigo. Las nubes se apaciguan. Apóyate sobre mi brazo y pon aquí tu pie... Toma este baston y ostente un momento en este arbolito dame la mano y no abandones mi cinto... Poco á poco... Bien ... de aquí á una hora estaremos en la casa en donde se hacen los quesos. Valor; muy luego encontraremos un pasage mas seguro, una especie de sendero abierto por un torrente de invierno... Vamos; ved que está bueno. Tú hubieras sido un escelente cazador; sígueme.... [Descienden con trabajo por las rocas.] FIN DEL ACTO PRIMERO. ACTO II, ESCENA PRIMERA. [El teatro representa una choza de los Alpes.] MANFREDO Y EL CAZADOR DE GAMUZAS. EL CAZADOR. No, no, permaneced todavía, partireis mas tarde, vuestro espíritu y vuestro cuerpo tienen necesidad de mas descanso. De aquí á algunas horas estareis mejor, os serviré de guia, ¿pero adónde iremos? MANFREDO. Conozco el camino y no necesito guia. EL CAZADOR. Vuestros vestidos y vuestro aire anuncian un hombre de un nacimiento distinguido; vos sois sin duda uno de los señores cuyos castillos dominan los valles; ¿cuál es vuestra morada? Yo no conozco sino la puerta de los palacios de los grandes. Mi modo de vivir me conduce muy rara vez á sus vastos hogares, para sentarme allí al rededor del fuego con sus vasallos; pero los senderos que se dirigen á dichos castillos me son muy conocidos desde mi infancia. ¿Cuál es el que os pertenece? MANFREDO. Poco te importa. EL CAZADOR. ¡Y bien! perdonadme mis preguntas; pero dignaos estar mas alegre. Venid á gustar mi vino; es muy viejo: muchas veces me ha confortado el corazon en medio de nuestros hielos; recurrid á él para reanimar vuestro valor. Vamos, bebamos juntos. MANFREDO. Separa, separa esa copa; ¡sus bordes estan mojados con sangre! ¡No veré nunca esta sangre sepultada bajo la tierra! EL CAZADOR. ¿Qué quereis decir? ¿vuestros sentidos estan turbados? MANFREDO. Digo que es mi sangre, mi propia sangre, la sangre pura que corria en las venas de nuestros padres y en las nuestras, cuando en los primeros dias de nuestra juventud no teniamos sino un corazon, y nos amábamos como no hubiéramos nunca debido amarnos. Esta sangre ha sido derramada, pero se eleva eternamente de la tierra y va á teñir las nubes que me cierran la entrada del cielo, en donde tú no estás y en donde yo no estaré jamas! EL CAZADOR. ¡Hombre singular en tus palabras, á quien sin duda persigue algun remordimiento y á quien el delirio manifiesta las fantasmas! cualesquiera que sean tus terrores y tus penas, todavía hay consuelos para tí en la piedad de los hombres justos y en la paciencia.... MANFREDO. ¡La paciencia! ¡y siempre la paciencia! esta palabra fue creada para los hombres dóciles y no para las aves de presa... Predica la paciencia á los mortales formados con el miserable polvo, yo soy de otra especie. EL CAZADOR. ¡Gracias á Dios! yo no quisiera ser de la tuya por la gloria de Guillermo Tell. Pero cualquiera que sea el mal que te oprime, es preciso soportarle, y todos esos movimientos convulsivos son inútiles. MANFREDO. Yo le soporto sobradamente. Mírame: yo vivo. EL CAZADOR. Tú te agitas con terror, pero no vives. MANFREDO. Te responderé que he vivido muchos años, y que no cuentan por nada en el dia en comparacion de los que me faltan vivir. Veo delante de mí siglos, el infinito, la eternidad, mi conciencia y la sed ardiente de la muerte que me atormenta sin cesar. EL CAZADOR. Apenas se reconoce en tu frente la edad de la virilidad, yo cuento muchos mas años que tú. MANFREDO. ¿Crees que la existencia depende del tiempo? Las acciones; ved nuestras épocas. Las mias han multiplicado mis dias y mis noches al infinito; los han hecho innumerables como los granos de arena de una costa, y los han convertido en un desierto árido y helado alque vienen á espirar las olas que al retirarse no dejan sino cadáveres, escombros de las rocas y algunas yerbas amargas. EL CAZADOR. ¡Ay! ha perdido el juicio, pero yo no debo abandonarle. MANFREDO. ¡Qué no le haya perdido como tú dices! todo lo que ahora veo no seria sino el sueño de un cerebro enfermo. EL CAZADOR. ¿Qué ves pues, ó qué crees ver? MANFREDO. A tí y á mí, un paisano de los Alpes, tus modestas virtudes, tu choza hospitalaria, tu valerosa paciencia, tu alma arrogante, libre y piadosa; tu respeto por tí mismo fundado sobre tu inocencia, tus dias llenos de salud, tus noches consagradas al sueño, tus trabajos ennoblecidos por el riesgo y sin embargo esentos del crímen, tu esperanza de una dichosa vejez y de una sepultura pacífica, en donde una cruz y una guirnalda de flores adornarán los céspedes, y á la cual servirán de epitafio los tiernos sentimientos de tus nietos: esto es lo que veo; y si miro dentro de mí mismo ... pero ya no es tiempo; mi alma estaba ya dolorida.... EL CAZADOR. ¿Y no cambiarias con gusto tu suerte por la mía? MANFREDO. No, amigo mio, yo no querria hacer un cambio tan funesto paro tí, y no lo haria con ningun otro viviente. Solo, puedo resistir á mis angustias, solo, puedo vivir soportando lo que los otros hombres no podrian conocer, ni aun en sueños, sin perder la vida. EL CAZADOR. ¿Cómo con este generoso interes por tus semejantes, puedes verte cargado de crímenes? cesa de decírmelo; ¿un hombre capaz de un sentimiento tan tierno puede haber inmolado á su furor á sus enemigos? MANFREDO. No, no, ¡jamas! he sido cruel con los que me amaban, con aquellos á quienes yo amaba. Jamas he dado un golpe á un enemigo sino en mi legítima defensa; pero ¡ay! mis caricias eran fatales. EL CAZADOR. ¡Qué el cielo restituya la tranquilidad á tu alma! ¡qué el arrepentimiento te vuelva á tí mismo! yo te prometo mis oraciones. MANFREDO. No tengo ninguna necesidad de ellas; pero no desprecio tu piedad, me retiro; á Dios. Te dejo este bolsillo, igualmente que mis gracias, no hay que rehusarle ... esta recompensa te es debida ... no me sigas ... conozco mi camino, no tengo que atravesar los senderos peligrosos de la montaña; lo repito otra vez, no quiero que se me siga. [Manfredo se va.] ESCENA II. [El teatro representa un valle de los Alpes inmediato á una catarata.] MANFREDO. El sol no se halla á la mitad de su carrera, y el arco íris que corona el torrente recibe de sus rayos sus hermosos colores[1]. Las aguas estienden sobre el declivio de las rocas su manto de plata, y su espuma que se eleva como un surtidor, se parece á la cola del enorme y pálido caballo del Apocalípsis sobre el que vendrá la Muerte. Mis ojos solamente gozan en el momento de este magnífico espectáculo, estoy solo en esta pacífica soledad, y quiero disfrutar del homenage de la cascada con el genio de este lugar. Llamémosle. [Manfredo toma algunas gotas de agua en el hueco de su mano y las arroja al aire pronunciando su conjuro mágico. Al cabo de un momento de silencio aparece la Encantadora de los Alpes bajo el arco iris del torrente.] ¡Espíritu de una hechicera hermosura, que yo pueda admirar tu cabellera luminosa, los ojos resplandecientes y las formas divinas que reúnen todos los hechizos de las hijas de los hombres á una sustancia aérea y á la esencia de los mas puros elementos! Los colores de tu tez celeste se parecen al bermellon que hermosea las megillas de un niño dormido en el seno de su madre y mecido con los latidos de su corazon; se parecen al color de rosa que dejan caer los últimos rayos del dia sobre la nieve de los ventisqueros, y que puede equivocarse con el púdico sonrosado de la tierra recibiendo las caricias del cielo. Tu aspecto suaviza el resplandor del arco brillante que te corona; yo leo sobre tu frente serena que refleja la calma de tu alma inmortal, leo que tú perdonarás á un hijo de la tierra, con quien se dignan comunicar algunas veces los espíritus de los elementos, el atreverse á hacer uso de los secretos mágicos para llamarte á su presencia y contemplarte un momento. LA ENCANTADORA DE LOS ALPES. Hijo de la tierra, yo te conozco; igualmente que los secretos á que debes tu poder, te conozco por un hombre de pensamientos profundos, estremoso en el mal y en el bien, fatal á los otros y á tí mismo; te esperaba, ¿qué quieres de mí? MANFREDO. Admirar tu hermosura, nada mas. El aspecto de la tierra me sumerge en la desesperacion; busco un refugio en sus misterios, huyo cerca de los espíritus que la gobiernan; pero ellos no pueden socorrerme; les he pedido lo que no pueden darme, no les pido nada mas. LA ENCANTADORA. ¿Qué es pues lo que pides, que no pueden concedértelo aquellos que lo pueden todo y que gobiernan los elementos invisibles? MANFREDO. ¿Para qué repetiré la relacion de mis dolores? seria en vano. LA ENCANTADORA. Yo los ignoro, tened la bondad de referírmelos. MANFREDO. ¡Bien! por cruel que sea para mí esta confesion, hablará mi dolor. Desde mi juventud, mi espíritu no estaba de acuerdo con las almas de los hombres, y no podia mirar la tierra con amor. La ambicion que devoraba á los demás me era desconocida; su objeto no era el mio ... mis placeres, mis penas, mis pasiones y mi carácter me hacian parecer un estraño en medio del mundo. Aunque revestido de la misma forma de carne que las criaturas que me rodean, no sentia ninguna simpatía por ellas ... una sola ... pero yo hablaré de ella luego. Mis placeres eran el ir en medio de los desiertos á respirar el aire vivo de las montañas cubiertas de hielo, sobre cuya cumbre los pájaros no se hubieran atrevido á construir su nido, y en donde el granito desnudo de yerbas se ve desierto de los insectos alados. Gustaba de atravesar las aguas de los torrentes furiosos, ó de volar sobre las olas del Océano iracundo; me encontraba ufano de ejercitar mi fuerza contra los corrientes rápidas; gustaba durante la noche de observar la marcha silenciosa de la luna y el curso brillante de las estrellas; miraba fijamente los relámpagos durante las tempestades hasta tanto que mis ojos quedasen deslumbrados, ó bien escuchaba la caida de las hojas cuando los vientos del otoño venian á despojar los bosques. Tales eran mis placeres, y tal era mi amor por la soledad, que si los hombres, de quienes me afligia el ser hermano, se encontraban á mi paso, me sentia humillado y degradado, hasta no ser ya, como ellos, sino una criatura de barro. En mis paseos delirantes descendia á la profundidad de las cavernas de la muerte para estudiar su causa en sus efectos, y desde los montones de huesos y del polvo de los sepulcros, me atrevia á sacar consecuencias criminales; consagré las noches en aprender las ciencias secretas olvidadas hace ya mucho tiempo. Gracias á mis trabajos y á mis desvelos, á las pruebas terribles y á las condiciones á que nos someten la tierra, los aires y los espíritus que despueblan el espacio y el infinito, familiaricé mis ojos con la eternidad, como habian hecho en otros tiempos los mágicos y el filósofo que invocó en su profundo retiro á Eros y á Anteros[2]. Con mi ciencia creció mi ardiente deseo de aprender, mi poder y el enagenamiento de la brillante inteligencia que.... LA ENCANTADORA. Acaba. MANFREDO. ¡Ah! me complacia en detenerme estensamente sobre estos vanos atributos, porque cuanto mas me acerco del momento en que descubriré la llaga de mi corazon ... pero quiero proseguir: aun no te he nombrado, ni padre, ni madre, ni querida, ni amigo, con quienes me hallase unido por nudos humanos: padre, madre, querida, amigo, estos títulos no eran nada para mí; pero habia una muger.... LA ENCANTADORA. Atrévete á acusarte á tí mismo: prosigue. MANFREDO. Se me parecia en lo esterior, en los ojos, en la cabellera, en sus facciones y aun en su metal de voz; pero en ella todo estaba suavizado y hermoseado por sus atractivos. Lo mismo que yo, tenia un amor decidido por la soledad, el gusto por las ciencias secretas y un alma capaz de abrazar al universo; pero tenia ademas la compasion, el don de los agasajos y de las lágrimas, una ternura ... que ella sola podia inspirarme, y una modestia que yo nunca he tenido. Sus faltas me pertenecen: sus virtudes eran todas suyas. Yo la amaba y le privé de la vida. LA ENCANTADORA. ¿Con tus propias manos? MANFREDO. ¡Con mis propias manos! no; fue mi corazon el que marchitó el suyo y le destrozó. He derramado su sangre, pero no ha sido la suya. Su sangre ha corrido sin embargo, he vislo su pecho desgarrado y no he podido curar sus heridas. LA ENCANTADORA. ¿Es esto todo lo que tienes que decir? haciendo parte á pesar tuyo de una raza que tú desprecias, tú que quieres ennoblecerla elevándote hasta nosotros ¡puedes olvidar los dones de nuestros conocimientos sublimes y caer en los bajos pensamientos de la muerte! no te reconozco. MANFREDO. ¡Hija del aire! te protesto que, despues del dia fatal... Pero la palabra es un vano soplo, ven á verme en mi sueño, ó á las horas de mis desvelos, ven á sentarte á mi lado; he cesado de estar solo, mi soledad se halla turbada por las furias. En mi rabia rechino los dientes mientras que la noche estiende sus sombras sobre la tierra, y desde la aurora hasta ponerse el sol no ceso de maldecirme. He invocado la pérdida de mi razon como un beneficio, y no se me ha concedido: he arrostrado la muerte; pero en medio de la guerra de los elementos, los mares se han retirado á mi presencia. Los venenos han perdido toda su actividad; la mano helada de un demonio cruel me ha detenido en la orilla de los precipicios por solo uno de mis cabellos que no ha querido romperse. En vano mi imaginacion fecunda ha creado abismos en los cuales ha querido arrojarse mi alma; he sido rechazado, como si fuese por una ola enemiga, en los abismos terribles de mis pensamientos. He buscado el olvido en medio del mundo, lo he buscado por todas partes y nunca le he hallado; mis secretos mágicos, mis largos estudios en un arte sobrenatural, todo ha cedido á mi desesperacion. Vivo, y me amenaza una eternidad. LA ENCANTADORA. Quizas yo podré aliviar tus males. MANFREDO. Seria necesario llamar los muertos á la vida ó hacerme bajar entre ellos á la sepultura. Ensaya el reanimar sus cenizas y hacerlos aparecer bajo una forma cualquiera y á cualquier hora que sea; corta el hilo de mis dias, y sea cual fuere el dolor que acompañe mi agonía, no importa, á lo menos será el último. LA ENCANTADORA. Ni una cosa ni otra estan en mi arbitrio, pero si tú quieres jurar una ciega obediencia á mis voluntades y someterte á mis órdenes, podré serte útil en el cumplimiento de tus deseos. MANFREDO. ¡Yo jurar! ¡yo obedecer! ¿y á quién? á los espíritus que domino. ¡Yo venir á ser el esclavo de los que me reconocen por su señor!... ¡Jamas! LA ENCANTADORA. ¿Es esta toda tu respuesta? ¿no tienes otra mas dulce? ¡Piensa bien en ello antes de negarte á lo que te propongo! MANFREDO. He dicho no. LA ENCANTADORA. Puedo pues retirarme; habla. MANFREDO. Retírate. [La Encantadora desaparece.] MANFREDO _solo_. Somos la víctima del tiempo y de nuestros terrores; cada dia se nos presentan nuevas penas; vivimos sin embargo maldiciendo la vida y temiendo la muerte. Gimiendo bajo el yugo que nos oprime, y cargado con el peso de la vida, nuestro corazon no late sino en las ocasiones que esperimentamos alguna contrariedad, ó algun goce pérfido que finaliza por crueles angustias y por la estenuacion y la debilidad. ¿En el número de nuestros dias pasados y por venir (porque lo presente no existe en la vida) no hay algunos, no hay uno solo en el que el alma no deje de desear la muerte, y no obstante de huirla, como un rio helado por el invierno cuya fria impresion bastaria el arrostrarla un momento? Mi ciencia me ofrece todavía algun recurso. Puedo invocar los muertos y preguntarles cuál es el objeto de nuestros terrores. La nada de los sepulcros quizas me responderán... ¿Y si no responden?... ¡El profeta sepultado respondió á la encantadora de Endor! y el rey de Esparta supo su destino futuro por las sombras de la vírgen de Bizancio. Habia quitado la vida á la que amaba sin conocer que era su víctima, y murió sin obtener perdon. Fue en vano que invocase á Júpiter, y que por la voz de los mágicos de la Arcadia suplicase á la sombra irritada el ceder ó á lo menos el fijar un término á su venganza. Obtuvo una respuesta oscura, pero que fue demasiado cierta[3]. Si yo no hubiese vivido nunca, lo que amo viviria todavía; si no hubiera amado nunca, lo que amo aun conservaria la hermosura, la felicidad y el don de poder hacer dichosos. ¿Qué se ha hecho la víctima de mis maldades?... Un objeto en el cual no me atrevo á pensar... Nada quizas... De aquí á algunas horas habré salido de mis dudas... Sin embargo tiemblo al ver llegar el momento deseado... Hasta ahora jamas me ha hecho temblar el acercarse un espíritu bueno ó uno malo... Me estremezco... Siento un peso de hielo sobre mi corazon. Pero puedo atreverme á lo que temo y desafiar los recelos de la materia. La noche llega.... [Se va.] ESCENA III. [La cumbre del monte Jungfro.] EL PRIMER DESTINO. El disco plateado de la luna empieza á brillar en los cielos. Nunca el pie de un mortal vulgar ha manchado las nieves sobre las cuales andamos durante la noche sin dejar ninguna huella. Apenas rozamos ligeramente esta mar de escarchas que cubre las montañas con sus olas inmóviles, semejantes á la espuma de las aguas que el frio ha helado repentinamente despues de una tempestad; imágen de un abismo reducido al silencio de la muerte. Esta cumbre fantástica, obra de algun terremoto, y sobre la cual descansan las nubes de sus viages vagamundos, está consagrada á nuestros misterios y á nuestras vigilias: yo espero en ella á mis hermanos que deben venir conmigo al palacio de Ariman; esta noche se celebra nuestra grande fiesta... ¿Porqué tardan en venir? [Una voz canta á lo lejos.] El usurpador cautivo, precipitado del trono, sepultado en un infame reposo, estaba olvidado y solitario: yo he interrumpido su sueño, le he dado el socorro de una multitud de traidores; el tirano está todavía coronado. Pagará mis cuidados con la sangre de un millon de hombres, con la ruina de una nacion, y yo le abandonaré de nuevo á la huida y á la desesperacion. [Una segunda voz.] Un navío bogaba rápidamente sobre las aguas, impulsado por los vientos propicios: he rasgado todas sus velas y roto todos sus masteleros, no ha quedado ni una sola tabla de esta ciudad flotante; no ha sobrevivido un solo hombre para llorar su naufragio... Me engaño, hay uno que yo mismo he sostenido sobre las aguas por un mechon de sus cabellos ... era un sugeto muy digno de mis cuidados, un traidor en la tierra y un pirata en el Océano. Sabrá reconocer mis bondades por medio de nuevos crímenes. EL PRIMER DESTINO. [Respondiendo á sus hermanos.] Una ciudad floreciente está sumergida en el sueño, la aurora alumbrará su desolacion: la horrible peste ha caido de repente sobre los habitantes durante su descanso. Perecerán á millares. Los vivos huirán de los moribundos que deberian consolar; pero nada podrá defenderlos de los tiros crueles de la muerte. El dolor y la desesperacion, la enfermedad y el terror envuelven á toda una nación. ¡Dichosos los muertos de no ser testigos del espantoso espectáculo de tantos males! La ruina de todo un pueblo es para mí la obra de una noche; la he verificado en todos los siglos, y no será todavía la última vez. [Llegan el segundo y el tercer Destino.] LOS TRES DESTINOS JUNTOS. Nuestras manos encierran los corazones de los hombres, sus sepulcros nos sirven de tarima. No damos la vida á nuestros esclavos sino para volvérsela á quitar. EL PRIMER DESTINO. Salud, hermanos mios. ¿En dónde está Nemesis? EL SEGUNDO DESTINO. Prepara sin duda alguna grande obra, pero lo ignoro porque me encuentro demasiado ocupado. EL TERCER DESTINO. Vedle aquí. EL PRIMER DESTINO. ¿De adónde vienes Nemesis? tú y mis hermanos habeis tardado mucho esta noche. NEMESIS. Estaba ocupada en levantar los tronos abatidos, en componer himnos funestos, en volver la corona á los reyes desterrados, en vengar á los hombres de sus enemigos á fin de hacerlos arrepentir de sus venganzas. He castigado con la locura á los que estaban detenidos por sabios, los gefes inhábiles han sido proclamados por mí, dignos de gobernar el mundo ... los mortales empezaban á disgustarse de los tiranos, se atrevían á pensar por sí mismos, á poner los reyes en equilibrio, y á hablar de la libertad, que para ellos es el fruto vedado... Pero está tarde ... montemos en nuestras nubes. [Desaparecen.] ESCENA IV. [El palacio de Ariman.--Ariman está sobre un globo de fuego que le sirve de trono, rodeado por los Espíritus.] HIMNO DE LOS ESPÍRITUS. ¡Salud á nuestro monarca! al príncipe de la tierra y de los aires, que vuela sobre las nubes y sobre las aguas. En su mano se halla el cetro de los elementos, quienes, á sus órdenes, se confunden como el tiempo del caos. Sopla, y una tempestad alborota los mares; habla, y las nubes le responden por la voz de los truenos; mira, y los rayos del dia desaparecen, anda, los terremotos conmueven el mundo. Los volcanes se forman bajo sus pasos. Su sombra es la verdadera peste; los cometas le preceden en los ardientes senderos de los cielos, y se reducen á cenizas al menor de sus deseos. La guerra le ofrece sus sacrificios, la muerte le paga su tributo; la vida de los hombres y sus innumerables dolores le pertenecen: es el alma de todo lo que existe. [Entrada de los Destinos y de Nemesis.] EL PRIMER DESTINO. Gloria al grande Ariman. Su poder se estiende cada dia mas sobre la tierra: mis dos hermanos han ejecutado fielmente sus órdenes, y yo no he descuidado mi deber. EL SEGUNDO DESTINO. Gloria al grande Ariman, nosotros doblamos la rodilla á su presencia, nosotros, que pisamos las cabezas de los hombres. EL TERCER DESTINO. Gloria al grande Ariman; nosotros esperamos la señal de su voluntad. NEMESIS. Rey de los reyes, nosotros somos tus vasallos, y todos los seres que tienen vida lo son nuestros. Aumentar nuestro poder seria aumentar el tuyo; no olvidamos nada para conseguirlo. Tus últimas órdenes quedan fielmente ejecutadas. [Entra Manfredo.] UN ESPÍRITU. ¿Quién es este audaz? ¡un mortal! ¡temeraria criatura, pon la rodilla en tierra y adora! SEGUNDO ESPÍRITU. Este hombre no me es desconocido, es un poderoso mágico cuya ciencia es temible. TERCER ESPÍRITU. Arrodíllate y adora á Ariman, vil esclavo, ¿no reconoces á nuestro señor y al tuyo? Tiembla y obedece. TODOS LOS ESPÍRITUS. Arrodíllate, hijo del polvo vil, y teme nuestra venganza. MANFREDO. Conozco vuestro poder, y sin embargo ya veis que no obedezco. UN CUARTO ESPÍRITU. Nosotros te enseñaremos á humillarte. MANFREDO. No tengo necesidad de aprenderlo. ¡Cuántas noches tendido sobre la árida arena y con la cabeza cubierta de ceniza, me he prosternado poniendo mi cara sobre la tierra! He caido en la última de las humillaciones; porque me he sometido á mi vana desesperacion y á mi propia miseria. QUINTO ESPÍRITU. ¿Te atreves á negar al grande Ariman hallándose sobre su trono, lo que le concede toda la tierra, sin haber visto el terror de su gran poder? Prostérnate te digo. MANFREDO. Que Ariman se prosterne delante del que es superior á él, delante del Eterno é Infinito, delante del soberano Criador, que no le ha destinado á que se le dé adoracion; que él se arrodille, y yo lo ejecutaré igualmente. LOS ESPÍRITUS. Confundamos á este gusanillo; aniquilémosle. EL PRIMER DESTINO. Retiraos; este hombre es mio. Príncipe de las divinidades invisibles, este hombre no es de una naturaleza comun, como lo atestiguan su aspecto y el encontrarse en estos lugares. Sus sufrimientos han sido de una naturaleza inmortal como la nuestra. Su ciencia, su poder y su ambicion, tanto como lo ha podido permitir su esterior grosero que encierra una esencia etérea, le han elevado sobre todas las criaturas formadas de un barro impuro. No ha aprendido en los secretos que ha querido penetrar sino lo que conocemos todos nosotros, esto es, que la ciencia no es una felicidad y que no conduce sino á otra especie de ignorancia. Pero no es esto todo... Las pasiones, atributos de la tierra y del cielo, y de las cuales ningun poder, ningun ser está esento, desde el gusano hasta las sustancias celestes, las pasiones han devorado y han hecho de él un objeto tan miserable, que yo, que no puedo esperimentar la piedad, perdono á los que la sienten en su favor. Este hombre es mio, y tambien puede ser tuyo todavía; pero en estas regiones ningun espíritu tiene un alma como la suya, y no puede tener el derecho de mandarle. NEMESIS. ¿Qué viene á buscar aquí? EL PRIMER DESTINO. Él es quien debe responder. MANFREDO. Vosotros sabéis hasta donde llegan mis conocimientos mágicos, y sin un poder sobrenatural no hubiera podido hallarme aquí; pero aun hay poderes superiores, y vengo á preguntar sobre lo que busco. NEMESIS. ¿Qué pides? MANFREDO. Tú no puedes responderme: llama á los muertos; á ellos se dirigirán mis preguntas. NEMESIS. Gran Ariman, ¿permites que se satisfagan los deseos de este mortal? ARIMAN. Sí. NEMESIS. ¿A quién quieres sacar del sepulcro? MANFREDO. A un muerto que estuvo privado de sepultura: llama á Astarte. NEMESIS. Sombra ó espíritu, sea lo que seas, que conservas todavía una parte de tu primera forma, ó tu forma entera, sal de la tierra y vuelve á ver el dia. Vuelve con las mismas facciones, el mismo aspecto y el mismo corazon, huye de los gusanos de la tumba y vuelve á aparecer en estos lugares: el que puso un término á tus dias es quien te llama. [La sombra de Astarte comparece en medio de los Espíritus.] MANFREDO. ¿Es la muerte la que veo? aun brillan los colores en sus megillas; pero reconozco demasiado que no son colores vivientes. El encarnado no es natural, se parece al que produce el otoño sobre las hojas marchitas. Ella es ciertamente, ¡o cielo! y yo ¡tiemblo al mirarla, al mirar Astarte! No, no puedo hablarle, pero quiero que ella hable, que me condene ó me perdone. NEMESIS. Por el poder que te ha hecho salir de la sepultura que te servia de prision, habla al que acabas de oir, ó á aquellos que te han invocado. MANFREDO. Guarda silencio; y para mí es una respuesta cruel. NEMESIS. Mi poder no va mas lejos. Príncipe del aire, tú solo puedes ordenarle el hacer oir su voz. ARIMAN. Espíritu obedece á este espectro. NEMESIS. ¡Todavía calla! no está pues bajo nuestro imperio, pero pertenece á otros poderes. Mortal, tu pregunta es escusada, y nosotros estamos confusos igualmente que tú. MANFREDO. ¡Escúchame! ¡Astarte, mi querida, óyeme y dígnate hablarme! He sufrido tanto, sufro todavía tan cruelmente ¡mírame! ¡la muerte no te ha cambiado tanto, como yo debo parecerlo á tu vista! tú me amaste demasiado tiernamente y mi amor era digno del tuyo. No hemos nacido para atormentarnos uno y otro de este modo por culpable que haya sido nuestro amor. Dime que no me detestas, que yo solo sea castigado por los dos, que tú serás recibida en el número de los bienaventurados y que yo debo morir. Porque hasta ahora todo lo que hay de mas odioso conspira á encadenarme con la existencia, á una existencia que me hace ver con terror la inmortalidad, y un porvenir semejante á lo pasado. No puedo encontrar ningun descanso. Ignoro yo mismo lo que deseo y lo que busco, y no siento sino lo que tú eres y lo que soy. Quisiera oir tu voz todavía una vez antes de morir, la voz que para mi oido era la mas dulce melodía. Respóndeme, ¡o querida mia! te he llamado en las sombras de la noche; he asustado á los pájaros dormidos bajo las hojas silenciosas, he despertado al lobo en las montañas, y he hecho conocer tu nombre á los ecos de las cavernas mas sombrías. El eco me ha respondido, los espíritus y los hombres tambien me han respondido, tú sola has permanecido muda. He visto sucederse el giro de las estrellas en la bóveda celeste; he dirigido mi vista hácia ellas para ver si podia descubrirte; he recorrido la tierra para ver si encontraba alguna cosa que se te pareciese: dígnate de hablarme finalmente; mira á esos espíritus que nos rodean que se enternecen al oir mis quejas; yo los miro sin terror y solo lo tengo por tí; dígnate de hablarme aunque no sea sino para manifestar tu enojo; dime á lo menos... Yo no sé lo que deseo; pero déjame todavía oir tu voz por la última vez. LA SOMBRA DE ASTARTE. ¡Manfredo! MANFREDO. ¡Ah! prosigue por favor: esta voz me reanima; es la tuya seguramente. LA SOMBRA. ¡Manfredo! mañana se acabarán tus dolores terrestres. ¡A Dios! MANFREDO. Todavía una palabra ¡una sola palabra! ¿estoy perdonado? LA SOMBRA. ¡A Dios! MANFREDO. ¿No nos veremos mas? LA SOMBRA. ¡A Dios! MANFREDO. ¡Ah! por compasion, todavía una palabra; dime si me amas. LA SOMBRA. ¡Manfredo! [Desaparece.] NEMESIS. Se ha ido y no volverá á aparecer: sus palabras se cumplirán; vuélvete á la tierra. UN ESPÍRITU. Se encuentra en las convulsiones de la desesperacion; ved los mortales: quieren penetrar los secretos que son superiores á su naturaleza. OTRO ESPÍRITU. ¡Pero ved como se domina á sí mismo, y como somete sus tormentos á su voluntad! si hubiese sido un espíritu como nosotros hubiera sobrepujado á todas las otras inteligencias celestes. NEMESIS. ¿Tienes todavía que hacer alguna pregunta á nuestro augusto monarca ó á sus vasallos? MANFREDO. Ninguna. NEMESIS. A Dios hasta la vista. MANFREDO. ¿Nosotros volveremos pues á vernos? ¿Pero en dónde, sobre la tierra? No importa; adonde tú quieras. A Dios, te doy gracias por el favor que acabas de concederme. FIN DEL ACTO SEGUNDO. ACTO III, ESCENA PRIMERA. [Una habitacion del castillo de Manfredo.] MANFREDO Y HERMAN. MANFREDO. ¿Se acabará bien pronto el dia? HERMAN. Todavía falta una hora, y el sol va á ocultarse; todo nos anuncia una hermosa noche. MANFREDO. ¿Lo has dispuesto todo en la torre, segun lo he ordenado? HERMAN. Todo está pronto, señor, ved la llave y la arquilla. MANFREDO. Está bien, puedes retirarte. [Herman se va.] MANFREDO _solo_. Esperimento una calma y una tranquilidad que no habia conocido en mi vida. Si yo no supiese que la filosofía es la mas loca de nuestras vanidades, y la palabra mas vacía de sentido entre todas las inventadas en la jerga de nuestras escuelas, creeria que el secreto del oro, es decir la piedra filosofal tan buscada, se hallaba finalmente en mi alma. Éste estado tan lisonjero no puede ser durable, pero ya es mucho el haberlo conocido aunque haya sido una sola vez. Ha enriquecido mis ideas con un nuevo sentido; y quiero escribir en mi libro de memoria que existe este sentimiento... ¿Quién está ahí? [Herman vuelve á entrar.] HERMAN. Señor, el abad de San Mauricio pide permiso para hablaros. [Entra el Abad.] EL ABAD. Que la paz sea con el conde Manfredo. MANFREDO. Mil gracias, padre mio: que seais bien venido en este castillo, vuestra presencia me honra y es una bendicion para los que le habitan. EL ABAD. Lo deseo conde, pero quisiera hablaros sin testigos. MANFREDO. Herman, retírate. ¿Qué es lo que me quiere mi respetable huésped? EL ABAD. Quiero hablar sin rodeos: mis canas y mi celo, mi ministerio y mis piadosas intenciones me servirán de disculpa: tambien invoco mi calidad de vecino, aunque nos visitemos muy rara vez. Varias voces estrañas y escandalosas ultrajan vuestro nombre; un nombre ilustre hace muchos siglos. ¡Ah! ¡ojalá que pueda trasmitirse sin mancha á vuestros descendientes! MANFREDO. Proseguid, os escucho. EL ABAD. Se dice que estudiais secretos que no estan permitidos á la curiosidad del hombre, y que os habeis puesto en comunicacion con los habitantes de las oscuras moradas, y con la multitud de espíritus malignos que se hallan errantes en el valle al que da sombra el árbol de la muerte. Sé que vivis muy retirado y que tratais muy rara vez con los hombres vuestros semejantes; sé que vuestra soledad es tan severa como la de un prudente anacoreta; ¡y que no es tan santa! MANFREDO. ¿Y quiénes son los que estienden estas voces? EL ABAD. Mis hermanos en Dios, los paisanos asustados, vuestros propios vasallos que observan vuestra inquietud. Vuestra vida corre el mayor peligro. MANFREDO. ¿Mi vida? yo os la abandono. EL ABAD. Yo he venido para procurar vuestra salvacion y no vuestra pérdida... No quisiera penetrar los secretos de vuestra alma; pero si lo que se dice es cierto, todavía es tiempo de hacer penitencia y de impetrar misericordia; reconciliaos con la verdadera iglesia, y esta os reconciliará con el cielo. MANFREDO. Os entiendo; ved mi respuesta. Lo que fuí y lo que soy no lo conocen sino el cielo y yo. No escogeré un mortal por mediador ¿he quebrantado algunas leyes? que se pruebe y se me castigue. EL ABAD. Hijo mio, yo no he hablado de castigo y sí de perdón y de penitencia: vos sois quien debe escoger; nuestros dogmas y nuestra fe me han dado el poder de dirigir á los pecadores por la senda de la esperanza y de la virtud, y dejo al cielo el derecho de castigar: «La venganza pertenece á mí solo,» ha dicho el Señor, y es con humildad como su siervo repite estas augustas palabras. MANFREDO. Anciano, ninguna cosa puede arrancar del corazon el vivo sentimiento de sus crímenes, de sus penas, y del castigo que se inflige á sí mismo: nada: ni la piedad de los ministros del cielo, ni las oraciones, ni la penitencia, ni un semblante contrito, ni el ayuno, ni las zozobras, ni los tormentos de aquella desesperacion profunda que nos persigue por medio de los remordimientos sin amedrantarnos con el infierno, pero que él solo bastaria para hacer un infierno del cielo. No hay ningun tormento venidero que pueda ejercer semejante justicia sobre aquel que se condena y se castiga á sí mismo. EL ABAD. Estos sentimientos son laudables, porque algun dia harán lugar á una esperanza mas dulce. Vos os atrevereis á mirar con una tierna confianza la dichosa morada que está abierta á todos aquellos que la buscan, cualesquiera que hayan sido sus yerros sobre la tierra; pero para espiarlos es preciso empezar por conocer la necesidad de ejecutarlo. Proseguid conde Manfredo ... todo lo que nuestra fe podrá saber se os enseñará y quedareis lavado de todo lo que pudiesemos absolveros. MANFREDO Cuando el sesto emperador de Roma vió llegar su última hora, víctima de una herida que se habia hecho con su propia mano á fin de evitar la vergüenza del suplicio que le preparaba un senado que antes era su esclavo un soldado conmovido en apariencia de una generosa piedad, quiso estancar con su vestido la sangre del emperador: el Romano espirando no lo permite y le dice con una mirada que manifestaba todavía su antiguo poder: ¡Es demasiado tarde! ¿es esta tu fidelidad? EL ABAD. ¿Qué quereis decir con esto? MANFREDO. Respondo como él, es demasiado tarde. EL ABAD. Jamas puede serlo para reconciliaros con vuestra alma, y para reconciliarla con Dios. ¿No teneis ya esperanza? Estoy admirado: aquellos que desesperan del cielo se crean sobre la tierra alguna fantasma que es para ellos como la débil rama á la que se agarra un desgraciado que se está ahogando. MANFREDO. ¡Ah! padre mio; ¡yo tambien en mi juventud he tenido ilusiones terrestres y nobles inspiraciones! entonces hubiera querido conquistar los corazones de los hombres é instruir á todo un pueblo; hubiera querido elevarme, pero no sabia hasta qué altura ... quizas para volver á caer; pero para caer como la catarata de las montañas, que precipitada desde la cumbre orgullosa de las rocas, acumula una onda subterránea en las profundidades de un abismo; pero temible todavía, vuelve á subir sin cesar hasta los cielos en columnas de vapores que se transforman en nubes lluviosas. Este tiempo pasó; mis pensamientos se han engañado á sí mismos. EL ABAD. ¿Y porqué? MANFREDO. No podia humillar mi orgullo, porque para poder mandar algun dia, es necesario primero obedecer, lisonjear y pedir, espiar las ocasiones, multiplicarse á fin de encontrarse en todas partes, y hacerse una costumbre de ocultar la verdad; ved como se consigue el dominar los espíritus cobardes y bajos, y asi son los de los hombres en general. Desprecié el hacer parte de una camada de lobos aunque hubiera sido para guiarlos. El leon está solo en el bosque que habita; yo estoy solo como el leon. EL ABAD. ¿Y porqué no vivir y obrar como los demas hombres? MANFREDO. Sin haber nacido cruel, mi corazon no amaba las criaturas vivientes, hubiera querido encontrar una horrible soledad, pero no formármela yo mismo; queria ser como el salvage _Simoun_ que solo habita el desierto, y cuyo soplo devorador no trastorna sino una mar de áridas arenas en donde su furor no es funesto á ningun arbolillo: no busca la morada de los hombres, pero es muy terrible para los que vienen á arrostrarlo. Tal ha sido el curso de mi vida, y mientras he vivido he encontrado objetos que ya no existen. EL ABAD. Empiezo á temer que mi piedad y mi ministerio no pueden seros útiles. Tan jóven todavia ... me cuesta mucho el.... MANFREDO. Miradme, hay algunos mortales en la tierra que se hacen viejos en su juventud y que mueren antes de haber llegado el verano de su vida, sin que hayan buscado la muerte en los combates. Unos son víctimas de los placeres, otros del estudio, estos á causa del trabajo y aquellos por el fastidio. Hay algunos que perecen de enfermedad, de demencia, ó en fin de penas del corazon, y esta última enfermedad, ofreciéndose bajo todas las formas y bajo todos los nombres, hace mas estragos que la guerra. Miradme; porque no hay ninguno de estos males que yo no haya sufrido, y uno solo basta para terminar la vida de un hombre. No os admireis ya de lo que soy, pero si sorprendeos de que haya existido y de que esté todavía sobre la tierra. EL ABAD. Dignaos sin embargo escucharme.... MANFREDO [_con viveza_.] Anciano, respeto tu ministerio y reverencio tus canas; creo que tus intenciones son piadosas; pero es en vano. No me supongais una fácil credulidad, y solo por la consideracion que os tengo, evito una conversacion mas larga. A Dios. [Manfredo se va.] EL ABAD. Este hombre hubiera podido ser una criatura admirable; y tal como es, presenta un caos que sorprende. Una mezcla de luz y de tinieblas, de grandeza y de polvo, de pasiones y de pensamientos generosos, que en su confusion y en sus desórdenes, quedan en la inaccion ó amenazan el destruirlo todo. La energía de su corazon era digna de animar elementos mejor combinados: va á perecer y quisiera salvarle. Hagamos una segunda tentativa; un alma como la suya merece muy bien el ganarla para el cielo. Mi deber me ordena el atreverme á todo para conseguir el bien; lo seguiré, pero será con prudencia. [El Abad se va.] ESCENA II. [Otra habitacion.] MANFREDO Y HERMAN. HERMAN. Señor, vos me habeis ordenado el venir á encontraros al ponerse el sol; vedle que va á eclipsarse detras de la montaña. MANFREDO. ¡Bien! quiero contemplarle. [Manfredo se adelanta hacia la ventana del cuarto.] Astro glorioso, adorado en la infancia del mundo por la raza de hombres robustos, por los gigantes nacidos de los ángeles con un sexo que, mas hermoso que ellos mismos, hizo caer en el pecado á los espíritus escarriados, desterrados del cielo para siempre[4]; astro glorioso, tú fuiste adorado como el dios del mundo, antes que el misterio de la creacion fuese revelado; obra maestra del Todopoderoso, tú fuiste el primero que regocijastes el corazon de los pastores caldeos sobre la cumbre de sus montañas, y el reconocimiento les inspiró bien pronto los homenages que te dirigieron; divinidad material, tú eres la imágen del gran desconocido que te ha escogido para que seas su sombra; rey de los astros, y centro de mil constelaciones, á tí es á quien la tierra debe su conservacion; padre de las estaciones, rey de los climas y de los hombres: las inspiraciones de nuestros corazones, y las facciones de nuestros rostros son la influencia de tus rayos. No hay ninguna cosa que iguale la pompa de tu salida, de tu curso y de tu puesta... A Dios, ya no te volveré á ver; mi primera mirada de amor y de admiracion fue para tí; recibe tambien la última: nunca alumbrarás á un mortal, á quien el don de tu luz y tu calor suave hayan sido mas fatales que á mí... Se ha ocultado ... quiero seguirle. [Manfredo se va.] ESCENA III. [Por una parte se ven las montañas y por la otra el castillo de Manfredo y una torre con una azotea. Empieza la noche.] HERMAN, MANUEL _y otros criados de Manfredo_. HERMAN. Es bien estraño que despues de muchos años, el conde Manfredo haya pasado todas las noches en velar sin testigos dentro de esta torre. Yo he entrado en ella, no conocemos todo el interior, pero ninguna cosa de las que encierra ha podido instruirnos de lo que hace nuestro amo. Es cierto que hay un cuarto en el que ninguno de nosotros ha entrado; yo daria todo lo que tengo para sorprenderle cuando se encuentra ocupado en sus misterios. MANUEL. Esto no podria ser sin peligro; conténtate con lo que sabes. HERMAN. ¡Ah! Manuel, tú eres sabio y discreto como un viejo; pero tú podrias decirnos muchas cosas. ¿Cuánto tiempo hace que habitas este castillo? MANUEL. He visto nacer al conde Manfredo; entonces ya servia á su padre, al que se parece muy poco. HERMAN. Lo mismo puede decirse de muchos hijos; ¿pero en qué se diferenciaba del suyo el conde Segismundo? MANUEL. No hablo de las facciones, pero sí del corazon y del género de vida. El conde Segismundo era arrogante, pero alegre y franco: gustaba de la guerra y de la mesa, y era poco aficionado á los libros y á la soledad, no ocupaba las noches en sombrios desvelos; las suyas estaban consagradas á los festines y á las diversiones. No se le veia ir errante por las montañas ó por los bosques, como ün lobo silvestre, no huia de los hombres ni de sus placeres. HERMAN. ¡Por vida mia! ¡vivan estos tiempos dichosos! ¡Quisiera ver á la alegría que viniese á visitar de nuevo estas antiguas murallas! Parece que las ha olvidado del todo. MANUEL. Era necesario primeramente que el castillo cambiase de señor. ¡Oh! ¡he visto aquí cosas tan estrañas, Herman! HERMAN. ¡Y bien! dígnate de hacer confianza de mí; cuéntame algunas cosas para pasar el rato: te he oido hablar vagamente sobre lo que sucedió en otros tiempos en esta misma torre. MANUEL. Me acuerdo que una tarde á la hora del crepúsculo, una tarde semejante á esta, la nube rojiza que corona la cima del monte Eigher estaba en el mismo parage, y quizas era la misma nube, el viento era flojo y tempestuoso, la luna empezaba á lucir sobre el manto de nieve que cubre las montañas; el conde Manfredo estaba como ahora en su torre: ¿qué hacia allí? lo ignoramos; pero estaba con él la sola compañera de sus paseos solitarios y de sus desvelos, el único ser viviente á quien manifestaba amar; los lazos de la sangre se lo ordenaban, es cierto; era su querida Astarte; era su... ¿Quién está, ahí? [Entra el Abad de San Mauricio.] EL ABAD. ¿En donde está vuestro amo? HERMAN. Está en la torre. EL ABAD Es preciso que yo le hable. MANUEL Es imposible, está solo, y nos está prohibido el introducir á nadie. EL ABAD. Yo lo tomo sobre mí ... es preciso que yo le vea. HERMAN. ¿No le habeis ya visto esta tarde? EL ABAD. Herman, yo te lo ordeno, ves á llamar á la puerta y á prevenir al conde acerca de mi visita. HERMAN. Nosotros no nos atrevemos. EL ABAD. ¡Y bien! yo mismo iré á anunciarme. MANUEL. Mi respetable padre, deteneos, os lo suplico. EL ABAD. ¿Porqué? MANUEL. Esperad un momento, y yo me esplicaré en otro parage. [Se van.] ESCENA IV. [El interior de la torre.] MANFREDO _solo_. Las estrellas se ponen en órden en el firmamento; la luna se manifiesta sobre la cumbre de las montañas coronadas de nieve: ¡admirable espectáculo! conozco que amo todavía á la naturaleza, porque el aspecto de la noche me es mas familiar que el de los hombres, y es en sus tinieblas silenciosas y solitarias, bajo la bóveda estrellada de los cielos, en donde he aprendido el idioma de otro universo. Me acuerdo que cuando viajaba en tiempo de mi juventud, me encontré en una noche semejante en el recinto del Coliseo en medio de todo lo que nos queda de mas grande de la ciudad de Rómulo. Un viso sombrío oscurecia el ramage de los árboles que crecen sobre los arcos arruinados, y las estrellas brillaban al traves de las grietas que presentaban aquellas ruinas. A lo lejos los ladridos de los perros resonaban en la otra márgen del Tiber; mas cerca de mí, el grito lúgubre de los buhos salia del palacio de César, y el viento me traia los sonidos moribundos del canto nocturno de las centinelas. Por la parte de la brecha, que el tiempo ha abierto al circo, parecia que los cipreses adornaban el horizonte y solo estaban á la distancia de un tiro; en estos mismos lugares, que fueron la morada de los Césares, y que en el dia estan habitados por los pájaros nocturnos que hacen oir sus cantos aciagos, se elevan sobre las murallas demolidas los árboles cuyas raices se entrelazan bajo el domicilio imperial, y la hiedra rastrera se apodera del terreno destinado á criar el laurel; pero el circo sangriento de los gladiadores, ruina noble é imponente, está todavía de pie, mientras que los palacios de mármol de César y de Augusto no presentan sobre la tierra sino escombros ignorados. Tú alumbrabas con tus rayos á la antigua reina del mundo, astro pacífico de las noches, tú dejabas caer una luz pálida y melancólica que suavizaba el aspecto austero y doloroso de sus antiguos escombros, y llenaba en algun modo el vacío de los siglos. Todo lo que subsiste todavía de hermoso y de grande recibia de tí un nuevo esplendor, y lo que ya no existe parecia que habia vuelto á tomar su antigua brillantez; en estos lugares todo inspiró mi entusiasmo, y mi corazon conmovido adoró silenciosamente á los grandes hombres de otros tiempos. Creí ver á todos los héroes que ya han pasado y á todos los soberanos coronados que todavía gobiernan nuestras almas desde el fondo de sus sepulcros.... Era una noche semejante á esta. ¡Es una cosa particular que me la recuerde en este momento! pero he esperimentado muchas veces que nuestros pensamientos se nos escapan y se pierden lejos de nosotros, en el momento en que quisieramos concentrarlos en una meditacion solitaria. [Entra el Abad de San Mauricio.] EL ABAD. Debo pediros perdon de esta segunda visita; pero dignaos no mirar como una ofensa la indiscreta importunidad de mi celo. ¡Recibo con gusto contra mí lo que tiene de culpable, y que lo que tenga de bueno pueda ilustrar vuestro espíritu! ¡qué no pueda yo decir vuestro corazon! Si consiguiese ablandarlo por medio de mis exhortaciones y de mis oraciones, pondría en el buen camino á un corazon noble que se encuentra escarriado, pero que todavía no está perdido. MANFREDO. Tú no me conoces. Mis dias estan ya contados, y mis acciones estan escritas en el libro del cielo. Retírate, tu permanencia aquí te seria perjudicial; retírate. EL ABAD. ¿Es una amenaza la que me anunciais? MANFREDO. No, te advierto sencillamente que hay peligro para tí, y yo quisiera preservarte de él. EL ABAD. ¿Qué quereis decir? MANFREDO. Mira, ¿no ves nada? EL ABAD. Nada. MANFREDO. Mira bien, te digo y sin temblar. ¿Qué ves ahora? EL ABAD. Veo lo que es muy capaz de hacerme temblar, pero no temo nada, veo un espectro sombrío y terrible que sale de la tierra como una divinidad infernal. Su frente está cubierta con un velo negro, y su cuerpo parece que se halla rodeado de nubes aciagas; pero yo no le temo. MANFREDO. Tú no tienes que temer, es cierto; pero su aspecto puede paralizar tus miembros cargados de años. Lo repito, retírate. EL ABAD. Y yo repito que no me retiraré sin que haya hecho desaparecer este espectro... ¿Qué hace aquí? MANFREDO. Lo ignoro: no le he llamado, él ha venido por su voluntad. EL ABAD. ¡Ay¡ hombre perdido! ¿qué teneis que tratar con semejantes huéspedes? tiemblo por vos, ¿porqué os mira fijamente y vos á él? ¡Ah! vedle que descubre su rostro, las cicatrices del rayo vengador estan grabadas sobre su frente, y en sus ojos brilla la inmortalidad del infierno. ¡Lejos de aquí!... MANFREDO [_al Espíritu_]. ¿Cuál es tu mision? EL ESPÍRITU. Ven. EL ABAD ¿Quién eres, espíritu desconocido? habla, responde. EL ESPÍRITU. El genio de este hombre. [_A Manfredo_.] Ven, ya es tiempo. MANFREDO. Estoy pronto á todo, pero no reconozco el poder que me llama, ¿quién te envia aquí? EL espíritu. Tú lo sabrás después.¡Ven! ¡ven! MANFREDO. He mandado á seres de una esencia superior á la tuya, he resistido á sus superiores: aléjate de estos lugares. EL ESPÍRITU. ¡Mortal! tu hora ha llegado. Ven te digo. MANFREDO. Ya sé que mi hora ha llegado, pero no será á un ser tal como tú á quien entregaré mi alma. EL ESPÍRITU. ¿Llamaré pues á mis hermanos?... Apareced. [Aparecen los otros Espíritus.] EL ABAD. Alejaos, espíritus malignos, huid os digo; vosotros no teneis poder en los parages en donde se encuentra la piedad. Huid, os lo ordeno en nombre de.... EL ESPÍRITU. Anciano, nosotros conocemos nuestra mision y tu ministerio, no pierdas tus palabras sagradas; serian inútiles. Este hombre está condenado, y por la última vez le intimo que venga. MANFREDO. Yo os desafio á todos; aunque sienta que mi alma se me ausenta, os desafio á todos. No os seguiré mientras que me quede un soplo de vida para luchar aunque sea con los demonios: si quereis arrancarme de aquí no lo conseguireis sino miembro por miembro. EL ESPÍRITU. ¡Mortal rebelde! ¿eres tú el mágico que se atrevió á arrojarse al mundo invisible y hacerte casi nuestro igual? ¿eres tú el que quieres conservar una vida que te ha sido tan funesta? MANFREDO. Espíritu impostor, mientes; sé que ha llegado la última hora de mi vida y no quisiera retardarla un momento. No lucho contra la muerte y sí contra tí y contra los ángeles de tu séquito. No fue por medio de un pacto contigo y con tus compañeros por lo que adquirí un poder sobrenatural; fue mi ciencia superior, mis privaciones, mi audacia, mis dilatados desvelos, mi fuerza de alma y mi habilidad en descubrir los secretos de los tiempos antiguos en los que se veia á los hombres y á los espíritus marchar juntamente é ignorar injustos privilegios. Me encuentro satisfecho de mis propias fuerzas, os desafio, y os desprecio. EL ESPÍRITU. Tus crímenes te han hecho.... MANFREDO. ¿Qué te importan mis crímenes? ¿Serán castigados por otros crímenes ó por otros mayores criminales? Vuelve á sumergirte en el infierno, yo permanezco aquí; tú no tienes ningun poder sobre mí, y sé que nunca me poseerás. Lo que he hecho, está ya hecho; llevo en mi pecho un tormento al cual no añadirá nada el que puedes causarme; un alma inmortal se recompensa ó se castiga á sí misma; independiente de los lugares y de los tiempos, lleva consigo el orígen y el término de de sus males; una vez despojada de su cubierta mortal, su sentimiento interno no presta ningun color á los vagos objetos que la rodean, pero se encuentra absorbida en las penas ó en la dicha que nacen del conocimiento de sus crímenes ó de sus virtudes. Tú no has podido tentarme ni engañarme un momento: ¿porqué vienes á buscar una presa que jamas te pertenecerá? Me he perdido á mí mismo, y seré mi propio verdugo. (_A todos_.) Huid, demonios impotentes; la mano de la muerte está sobre mí, pero no la vuestra. [Los demonios desaparecen.] EL ABAD. ¡Ay! vuestra frente se pone pálida, vuestros labios pierden el color, vuestro corazon está oprimido, y vuestros acentos salen con un sonido ronco de vuestro pecho palpitante. Dirigid vuestras oraciones al cielo, suplicad á lo menos con el pensamiento ... pero no os entregueis á la muerte de este modo. MANFREDO. Esto es hecho, mis ojos no pueden mirarte, todo se mueve á mi rededor, y la tierra parece que se hunde bajo mis pasos. A Dios padre mío; dadme la mano. EL ABAD. Está fría ... también lo está su corazon. Una sola súplica... ¡Ay! ¿qué es lo que va á sucederle? MANFREDO. Anciano, el morir no es difícil. [Espira.] EL ABAD. Ya no existe; su alma ha tomado vuelo: ¿á dónde irá?... Temo el pensarlo ... murió[5].... FIN. * * * * * NOTAS DE MANFREDO. 1 ... Es el efecto que producen los rayos del sol sobre la parte interior de los torrentes de los Alpes: ninguna cosa tiene mas semejanza á un arco íris tan inmediato á la tierra que se puede pasear al instante por debajo. Este fenómeno dura hasta el mediodia. 2 ... El filósofo Jamblico. La historia de la invocacion de Eros y de Anteros se encuentra en su vida escrita por Eunopino. 3 ... La historia de Pausanias rey de Esparta, y de Cleonice, nos ha sido trasmitida por Plutarco (vida de Cimon) y por Pausanias el sofísta en su Descripcion de la Grecia. El rey Pausanias es el que mandaba á los Griegos en la batalla de Platea y que pereció despues, convencido de haber querido hacer traición á los Lacedomonios. 4 ... _Los hijos de Dios_ vieron á las hijas de los hombres y las encontraron hermosas etc. En aquellos tiempos habia gigantes en la tierra; y cuando los _hijos de Dios_ hubieron conocido á las hijas de los hombres y las hubieron hecho hijos, estos mismos hijos se hicieron hombres poderosos é ilustres según el siglo. _Génesis_, cap. vi, ver. 3 y 4. 5 ...«¡Ay! cuando un dia el alma se verá finalmente libre de los lazos odiosos del cuerpo, y no conservará de la vida material sino lo que le queda á una ligera mariposa que acaba de romper su prision de invierno; cuando los elementos se reunirán á los elementos semejantes y que el polvo ya no será sino polvo, ¿no sentiré entonces realmente todo lo que creo ver: los espíritus aéreos, el pensamiento incorpóreo, y el genio de cada parage, cuya inmortal existencia esperimento algunas veces?» (Childe-Harold, canto iii.) En este pasage y en otros muchos, lord Byron manifiesta el deseo de comunicar con los espíritus, lo mismo que Manfredo, y de irse lejos del mundo en donde le cuesta mucho trabajo el marchar por el terreno rastrero de los pormenores de la vida. Identificándose tambien con el personage de Manfredo, el poeta pinta con colores muy vivos, las fuertes agitaciones, las pasiones turbulentas, y la vuelta contemplativa sobre el destino, que nos hacen conocer el fondo de su corazon. La musa de lord Byron ambiciona la gloria de inspirarnos simpatía con una clase de personas con las cuales nos avergonzariamos de reconocernos la menor conformidad de sentimientos. En despecho de nuestras reclamaciones en favor de los principios de gusto y de moral, el poeta se apodera de nosotros, por decirlo asi, con la mano de un genio sombrío, y forzándonos á descender en los secretos pensamientos de nuestro corazon, nos descubre allí, admirándonos de espanto, el gérmen de las negras ideas á que se abandonan todos sus héroes. Poco le importan las consecuencias morales, con tal que escite las agitaciones casi involuntarias que le hacen dueño de la imaginacion de sus lectores. En Manfredo, lord Byron parece adoptar al principio bajo nombres persas, la creencia de los maniqueos que admiten en el mundo intelectual la oposicion poderosa del principio del mal, contrariando sin cesar á la eterna Providencia. Manfredo reconoce sin embargo y fuerza al mismo Ariman á reconocer la supremacia del dios del bien, cuando rehusa el doblar la rodilla y proclama un ser delante del cual deben temblar los genios malignos. Es una grande concesion la que hace aquí lord Byron á la moral religiosa; pues le vemos, muy á menudo armarse de una duda sacrílega, atacar toda revelacion venida de arriba, y hasta lo que nos descubre un sentimiento íntimo, la existencia de un criador. Se ve fácilmente que el drama de Manfredo no ha sido nunca destinado á la representacion teatral: cuando mas podria confiarse á los actores de la Pan-hipocrisiada de M. Lemercier. Este drama ofrece numerosas relaciones con el de Faust que analiza madama de Staël con su talento acostumbrado. Vamos á ensayar por medio de algunos estractos de ambas obras el modo de que el lector pueda comparar el espíritu de estas dos piezas estraordinarias. Primeramente debe notarse que la nobleza y dignidad trágica no cesan nunca de caracterizar el estilo de lord Byron, mientras que Goëthe ha introducido en la escena personages de la ínfima plebe, que se esplican en el innoble lenguaje de su estado y que parecen no representar su papel, sino para probar que el autor está tan acostumbrado á las conversaciones bajas de los bodegones, como á las maneras elegantes de la corte; pero no puede juzgarse á Goëthe según los principios establecidos, porque ha afectado el escribir contra todas las reglas; «no se puede ir mas lejos en pensamientos atrevidos, y la memoria que queda de este escrito conserva siempre un poco de desvario.» Pero este talento no debe ser muy envidiado ni admirado, porque brilla particularmente á espensas de la moral, del juicio interno y de la religion. Goëthe no trata solamente de destruir todos los consuelos de la vida presente, probando que el hombre está destinado á la miseria desde su nacimiento, sean cuales fueren su rango, su fortuna y su inteligencia, pero procura tambien despojarle de la sola esperanza que le queda cuando se halla en el colmo de la desgracia: la promesa de una felicidad futura. Faust es un hechicero como Manfredo «sus conocimientos profundos no le preservan del fastidio de la vida; ensayó para librarse de él, el hacer un pacto con el diablo y este concluyó con llevársele. Ved la primera palabra que ha dado á Goëthe su obra singular.» «El diablo es el héroe de esta pieza: el autor no le ha concebido como una fantasma hedionda, tal como se acostumbra á representarle á los niños; ha hecho de él un malvado por escelencia, acerca de quien todos los malos, y el de Gresset en particular, no son sino novicios, apenas dignos de ser los criados de Mefistofeles. (Este es el nombre del demonio que se hace amigo de Faust.) «Goëthe ha querido representar en este personage real y fantástico á un mismo tiempo, la mas amarga chanza que ha podido inspirar el desprecio, y no obstante tiene una alegria audaz que entretiene. En los discursos de Melistofeles hay una ironia infernal que se dirige á la creacion toda entera, y juzga al universo como un mal libro cuyo censor es el diablo. «Faust reune en su carácter todas las debilidades de la humanidad: deseos de saber y fatigas del trabajo, necesidad del buen resultado y saciedad del placer. Es un perfecto modelo del ser variable y movible cuyos sentimientos son todavía mas efimeros que la corta vida de que se lamenta. Faust tiene mas ambicion que fuerza, y la agitacion interior le dispone contra la naturaleza y le hace recurrir á todos los sortilegios para libertarse de todas las condiciones duras, pero necesarias, impuestas al hombre mortal. En la primera escena se le ve en medio de sus libros y de un número infinito de instrumentos de física y de frascos de química. Su padre se ocupaba tambien de las ciencias y le trasmitió el gusto y la costumbre. Una sola lámpara da luz al retiro sombrío, y Faust estudia sin cesar la naturaleza y particularmente la magia, de cuyos secretos ya posee algunos. «Quiere hacer aparecer uno de los genios creadores del segundo órden; el genio viene, y le aconseja no elevarse sobre la esfera del espíritu humano.» Corresponde á nosotros, le dice, el sumergirnos en el tumulto de la actividad, en las olas eternas de la vida que el nacimiento y la muerte elevan y precipitan, rechazan y vuelven á traer. Nosotros estamos criados para trabajar en la obra que Dios nos manda y cuya trama cumple el tiempo. Pero tú, que no puedes concebir sino á tí mismo, tú que tiemblas cuando quieres profundizar tu destino, y que mi soplo hace estremecer, déjame, no me llames mas.» Cuando el genio desaparece una desesperacion profunda se apodera de Faust, y quiere envenenarse. «¡Es pues hácia tí, licor ponzoñoso, que mis miradas se fijan! Tú que das la muerte, te saludo como á una pálida luz en un bosque sombrío. En ti honro la ciencia y el espíritu del hombre; tú eres la mas dulce esencia de los jugos que proporcionan el sueño. Tú contienes las fuerzas que destruyen la vida, ven á mi socorro, ya veo que se calma la agitacion de mi espíritu. Quiero arrojarme al mar: las aguas cristalinas brillan á mis pies como un espejo. Un nuevo dia me llama hácia la otra orilla; un carro de fuego pasa sobre mi cabeza, quiero subir en él, sabré recorrer las esferas etéreas y gustar las delicias de los cielos. «Pero ¿cómo merecerlas en mi abatimiento? Sí, yo lo puedo, si me atrevo á hacerlo, si derribo con valor las puertas de la muerte, delante de las cuales todos pasan temblando. Ya es tiempo de manifestar la dignidad del hombre. Ya no es necesario que tiemble á la orilla del abismo en donde su imaginacion se condena á sí misma á sus propios tormentos, y en donde las llamas del infierno parece que impiden el acercarse. Quiero verter el mortal veneno en esta copa de cristal puro. ¡Ay! en otros tiempos tenia un uso diferente: se pasaba de mano en mano en los festines alegres de nuestros padres, y el convidado recibiéndola, celebraba en verso su hermosura. ¡Copa dorada! tú me recuerdas las noches bulliciosas de mi juventud, no te ofreceré mas á mi vecino, no alabaré mas al artista que supo hermosearte. Te ha llenado un lícor sombrío, yo le he preparado, le he escogido; ¡ah! ¡que sea para mi el ofertorio solemne que consagro á la mañana de mi nueva vida! «En el momento en que Faust va á tomar el veneno, oye las campanas que anuncian el dia de Pascua á la ciudad, y los coros que en la iglesia inmediata celebran esta santa fiesta. «Cantos celestes, poderosos y dulces, ¿porqué me buscais entre el polvo? Haceos oir á los humanos á quienes podeis consolar. Escucho el mensage que me traeis, pero me falta la fe para creerlo. El milagro es el hijo querido de la fe. Sin embargo, acostumbrado á oir estos cantos desde la infancia, me llaman á la vida. En otros tiempos un rayo de amor divino bajaba sobre mi durante la solemnidad tranquila del domingo. El sonido bronco de la campana llenaba mi alma del presentimiento del porvenir y mis oraciones eran un goce ardiente. La misma campana anunciaba tambien los juegos de la juventud y la fiesta de la primavera. La memoria reanima en mí los sentimientos propios de los pocos años, que hacen olvidarnos de la muerte. ¡O! haceos oir todavía, cantos celestes; la tierra me ha reconquistado.» «Este momento de exaltaciones pasagero: Faust tiene un carácter inconstante, las pasiones mundanas vuelven á apoderarse de su corazon, busca el modo de satisfacerlas, y desea el entregarse á ellas. El diablo, bajo el nombre de Mefistofeles, viene y le promete ponerle en posesion de todos los goces de la tierra, pero al mismo tiempo sabe disgustarle de todos ellos; porque la verdadera maldad seca el alma de tal manera, que concluye por inspirar una indiferencia profunda por los placeres igualmente que por las virtudes. «Mefistofeles conduce á Faust á la casa de una hechicera que tenia á su disposicion unos animales medio monos y medio gatos. Esta escena puede considerarse en algun modo como la parodia de las brujas de Macbeth. «Faust frecuenta las sociedades acompañado siempre de Mefistofeles; pero él se fastidia y el diablo le aconseja que se enamore. En efecto se manifiesta enamorado de una jóven plebeya totalmente inocente y sencilla, que vive pobremente con su madre y que se deja seducir luego. Faust se cansa del amor de Margarita lo mismo que de todos los goces de la vida. No hay nada mas hermoso en aleman que los versos en que manifiesta á un mismo tiempo el entusiasmo de la ciencia y la saciedad de la dicha. «Espíritu sublime, tú me has concedido cuanto te he pedido, y no has sido en vano que hayas vuelto hácia mí tu rostro rodeado de llamas, tú me has dado la encantadora naturaleza por imperio, me has dado la fuerza de conocerla y de gozar de ella. No es una fria admiracion la que me has permitido, pero sí un íntimo conocimiento, y me has hecho penetrar en el seno del universo igualmente que en el de un amigo; tú has conducido á mi presencia la multitud variada de los vivientes y me has enseñado á conocer á mis hermanos en los habitantes de los bosques, de los aires y de las aguas. Cuando suena la tempestad en el bosque, cuando arranca y derriba los pinos gigantescos, cuya caida hace resonar la montaña, tú me guias á un asilo seguro y me revelas los secretos maravillosos de mi propio corazon; cuando la luna tranquila sube lentamente á los cielos, las sombras plateadas de los tiempos antiguos se presentan á mis ojos, sobre las rocas y en las arboledas, y parece que me suavizan el severo placer de la meditacion. «Pero lo conozco, ¡ay! el hombre no puede alcanzar nada que sea perfecto. Al lado de las delicias que me acercan á los dioses, es preciso que sufra el compañero frio, indiferente y altivo que me humilla á mis propios ojos y que con una sola palabra reduce á la nada todos los dones que me has hecho. Enciende en mi corazon un fuego desordenado que me consume y arrastra hácia la muger hermosa: pero con enagenamiento del deseo á la dicha, pero en el seno de la felicidad misma un vacilante fastidio me hace echar de menos el deseo.» «La historia de Margarita contrista dolorosamente el corazon, su estado vulgar, su entendimiento limitado, y todo lo que la somete á la desgracia sin que ella pueda resistirlo, inspira tambien piedad en su favor. Goëthe casi nunca ha dado calidades superiores á las mugeres, pero pinta maravillosamente el carácter débil que les hace tan necesaria la proteccion. Lord Byron ha adornado á Astarte de todos los encantos y de todas las perfecciones, pero en la pieza no se descubre sino su sombra y el poeta no alza sino un momento el velo misterioso que cubre á la hermana y á la amiga de Manfredo. «Margarita es la causa de la muerte de su madre y de su hermano, y Faust la llena de amarguras. ¡Ay! esclama en un momento de remordimientos, ¡hubiera sido tan fácilmente dichosa! una pobre choza en uno de los valles de los Alpes y algunas ocupaciones domésticas, hubieran bastado para satisfacer sus deseos limitados y llenar su vida pacífica; pero yo, enemigo de Dios, no he descansado hasta despues de haber despedazado su corazon y de haber arruinado su miserable destino. De este modo la paz debe haberle sido robada para siempre, y es necesario que sea la víctima del infierno. ¡Y bien! demonio, abrevia mis angustias y haz llegar lo que debe suceder. Que la suerte de esta desgraciada se cumpla, y á lo menos precipítame con ella en los abismos.» «Mefistofeles imagina el trasportar á Faust á la junta nocturna de las brujas á fin de distraerle de sus penas; y hay una escena que es imposible esplicarla, aunque en ella se encuentran un gran número de ideas que retener. La junta de las brujas es verdaderamente como una fiesta de las saturnales. Faust sabe que Margarita ha hecho perecer al niño que habia dado á luz, esperando por este medio el escusarse la vergüenza de su conducta. Su crímen ha sido descubierto, se le ha puesto en prision, y al dia siguiente debe morir en un cadalso. Faust maldice con furor á Mefistofeles, y este acusa á Faust con frialdad, y le prueba que es él quien ha deseado el mal, y que no le ha ayudado sino porque le habia llamado. Se ha dado una sentencia de muerte contra Faust porque quitó la vida al hermano de Margarita; pero no obstante se introduce secretamente en la ciudad, obtiene de Mefistofeles los medios para libertar á Margarita, y se introduce de noche en su calabozo cuyas llaves habia ocultado. «Oye á lo lejos que ensaya el cantar una cancion que prueba la pérdida de su razon. Margarita cree que vienen á buscarla para conducirla al cadalso: escena tierna entre ella y Faust que no puede decidirla á que le siga; Margarita pasa rápidamente de una idea á otra, no reconociendo á su amante sino por intervalos. Mefistofeles comparece á la puerta y les dice: daos prisa ó estais perdidos; vuestros retardos y vuestras dudas son funestos, mis caballos tiritan, el frio de la mañana se hace sentir.--_Margarita._ ¿Quién sale de este modo de la tierra? él es, él es; hacedle ir. ¿Qué hará en el lugar sagrado? Es á mi á quien quiere llevarse.--_Faust_. Es necesario que tu vivas.--_Margarita_. ¡Justicia divina, me abandono á tí!--_Mefistofeles á Faust_. Ven, ven ó te doy la muerte igualmente que á ella.--_Margarita_. Padre celestial, yo soy tuya, y vosotros ángeles salvadme, coros sagrados, rodeadme, defendedme: Faust, tu suerte es la que me aflige...--_Mefistofeles_. ¡Ya está juzgada! Las voces del cielo esclaman: ¡está salvada!--_Mefistofeles á Faust_. ¡Sigúeme! Mefistofeles desaparece con Faust; se oye en lo interior la voz de Margarita que llama inútilmente á su amigo «¡Faust! ¡Faust!» «La pieza queda cortada después de estas palabras.» «Es necesario añadir alguna cosa» concluye madama de Staël, y nosotros aplicamos lo que dice á nuestra traduccion de Manfredo: «es preciso suplir por la imaginacion al hechizo qne debe añadir una hermosa poesia á las escenas que he ensayado traducir. En el arte de la versificacion hay siempre un género de mérito reconocido por todo el mundo, y que es independiente del objeto á que ha sido aplicado en la pieza de Faust. La cadencia cambia segun la situacion, y la brillante variedad que resulta es admirable. «La creencia de los malos espíritus se encuentra en un grande número de poesías alemanas. La naturaleza del Norte se acomoda bastante bien con semejante terror, y asi es mucho menos ridículo en Alemania que lo seria en Francia, el servirse del diablo en las ficciones. «Es imposible el leer la pieza de Faust sin que se presente en la idea de mil maneras diferentes, se enfada uno con el autor, se le acusa, se le justifica, pero da motivo para reflexionar sobre todo, y para valerme del lenguaje ingenuo de un sabio de la mediana edad, _sobre alguna cosa mas que todo_. «La crítica de una obra semejante debe ser un objeto muy fácil de prever de antemano, ó mas bien el género mismo de la obra puede merecer la censura, todavía con mas razon que el modo como está tratada; porque una buena composicion, debe ser juzgada como un sueño; y si el buen gusto se halla siempre vigilante en la puerta de marfil de los sueños para obligarles á tomar la forma convenida, muy rara vez chocarán á la imaginacion. «Sin embargo la pieza de Faust no es ciertamente un buen modelo, y sea que pueda ser considerada como la obra de un delirio del entendimiento, ó de la saciedad de la razon, es de desear que no se repitan semejantes producciones; pues cuando un ingenio tal como el de Goëthe, rompe todas las trabas, la multitud de sus pensamientos es tan grande, que por todas partes esceden y trastornan los límites del arte. «Dichosos los autores que como Goëthe, estan traducidos y comentados por una muger á quien lord Byron ha proclamado ¡la primera de su siglo y de todos los siglos pasados! y aunque algunas de sus críticas pueden hallar su aplicacion en las obras del autor de Manfredo, nuestras citas no podrán ser desagradables á un poeta que fue constantemente el admirador y el amigo de Corina.» FIN DE LAS NOTAS *** End of this LibraryBlog Digital Book "Manfredo - Drama en tres actos" *** Copyright 2023 LibraryBlog. 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