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Title: Tradiciones peruanas
Author: Palma, Ricardo, 1833-1919
Language: Spanish
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RICARDO PALMA

TRADICIONES PERUANAS



INDICE


Los duendes del Cuzco
Los polvos de la condesa
El justicia mayor de Laycacota
Racimo de horca
Amor de madre
Lucas el sacrílego
Rudamente, pulidamente, mañosamente
El resucitado
El corregidor de Tinta
La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos
¡A la cárcel todo Cristo!
Nadie se muere hasta que Dios quiere
El fraile y la monja del Callao
Por beber una copa de oro
Una excomunión famosa
Aceituna, una
Oficiosidad no agradecida
El alma de fray Venancio
La trenza de sus cabellos
De asta y rejón
Los argumentos del corregidor
La niña del antojo
La llorona del Viernes Santo
¡A nadar, peces!
Conversión de un libertino
El Rey del Monte
Tres cuestiones históricas sobre Pizarro



TRADICIONES PERUANAS



LOS DUENDES DEL CUZCO

CRÓNICA QUE TRATA DE CÓMO EL VIRREY POETA ENTENDÍA LA JUSTICIA


Esta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato del
pueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningún
cronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidas
apuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinas
hasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:

«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamente
en el Cuzco, a manos del diablo, el almirante de Castilla, conocido por
el descomulgado».

Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que en
los _Anales del Cuzco_, que posee inéditos el señor obispo de Ochoa,
tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado en
época diversa a la que yo le asigno.

Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco de
Borja; y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísima
circunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propias
de él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.

Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia de
cronista, pongo punto redondo y entro en materia.


I

Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde de
Mayalde, natural de Madrid y caballero de las Ordenes de Santiago y
Montesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba,
en mucho, le nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron el
nombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces
en escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regio
oído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo:--En
verdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido a
Indias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte.

El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotas
filibusteras: y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendoza
y Luna, marqués de Montesclaros, faltábale los bríos de la juventud.
Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costas
de Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió al
encuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido y
feroz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, se
fueron a pique varias naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchillo
a los prisioneros.

El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao para
dirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese la
esperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía,
el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En la
ciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólo
se hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejos
de pensar en defender como bravos sus hogares, invocaban la protección
divina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virrey
disponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según el
censo de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.

Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos que le fueron
débilmente contestados, e hizo rumbo para Paita. Peralta en su _Lima
fundada_, y el conde de la Granja, en su poema de _Santa Rosa_, traen
detalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye la
retirada de los piratas a milagro que realizó la virgen limeña, que
murió dos años después, el 24 de agosto de 1617.

Según unos el 18 y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Lima
el príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en la
travesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.

El recibimiento de este virrey fué suntuoso, y el Cabildo no se paró en
gastos para darle esplendidez.

Su primera atención fué crear y fortificar el puerto, lo que mantuvo a
raya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, en
que el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresa
pirática Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de San
Francisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, como
años más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perú
bajo la influencia de los jesuítas.

Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Francisco
se contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzas
para los minerales de Potosí v Huancavelica, y en 20 de diciembre de
1619 erigió el tribunal del Consulado de Comercio.

Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación de
los hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias ni
autos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deber
del que gobierna--decía--es ser solícito por que no se pervierta el
gusto».

La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramente
literaria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la plévade
de poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope,
Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache es
uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la
lozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poema
histórico _Nápoles recuperada_, bastan para darle lugar preeminente en
el español Parnaso.

No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de los
volúmenes de la obra _Memorias de los virreyes_ se encuentra la
_Relación_ de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia para
que ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marqués
de Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamiento
resaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.

Para dar una idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos será
suficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o _club_
literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados en
una de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivó
el ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes los
más caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía el
profundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel de
ejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia;
don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas,
religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos;
don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podido
atravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virrey
los recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiña
chocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de sus
convidados. Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellas
sesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestros
Congresos».

Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a un
sujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba de
la lectura:--Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientras
más cocido, más duro.

Esquilache, al regresar a España en 1622, fué muy considerado del nuevo
monarca Felipe IV, y murió en 1658 en la coronada villa del oso y el
madroño.

Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro,
bordura de sinople y ocho brezos de oro.

Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.


II

Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del
_Almirante_; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, como
alguno que yo me sé y que sólo ha visto el mar en pintura. La verdad es
que el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.

La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos,
en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que la
fabricó, llaman preferentemente la atención.

Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbol
genealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú el
señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único
representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras,
al ducado de Medina de Ríoseco, al marquesado de Oropesa y varias otras
gollerías. ¡Carillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa!
Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o
práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o
constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito
trajinero que llevamos.

Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fué don Manuel
de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, al
cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendo
el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia se
pierde en la rama femenina.

Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de
su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: _Santa
María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos._

Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en
gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león
rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de
sinople.

Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la
tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo
a cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de
calumnia.

El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado de
sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la
casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindario
acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán de
que agua y candela a nadie se niegan.

Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos,
y dió orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de
la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del
elemento refrigerador.

Una de las primeras que sufrió el castigo fué una pobre vieja, lo que
produjo algún escándalo en el pueblo.

Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la
parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad y
se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigióse
inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo
llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y
culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana
paliza al sacerdote.

La excitación que causó el atentado fué inmensa. Las autoridades no se
atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al
tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el
pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.

El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se
dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de
Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó
a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando
la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres.
Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella
proveída con un decreto marginal de _Como se pide: se hará justicia._ Y
así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una
horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie
alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las
sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos
testimonios, _probar la coartada_.

En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que
habían visto un grupo de hombres _cabezones y chiquirriticos,_ vulgo
duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron
por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer
aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio
de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.

Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendo
proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.

Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del
excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en
atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente
descreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido
era obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y respeto debidos
al estado sacerdotal.


III

El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey,
quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:

--¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi
buen Estúñiga?

--Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no
han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.

--Y entonces se pierde lo poético del sucedido--repuso el de Esquilache
sonriéndose.

--Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.

El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de
su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:

--Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en
casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de
Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas
noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos
libren de duendes y remordimientos.



LOS POLVOS DE LA CONDESA

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DECIMOCUARTO VIRREY DEL PERÚ

_(Al doctor Ignacio La-Puente.)_


I

En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima
plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes
religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban
salmos y preces.

Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios
en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía
construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a
la puerta lateral de palacio.

En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos
caracterizados.

No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con
importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y
popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando
uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la
justicia de cuerda y hoguera.

Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con
venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha
puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín
de palacio.

Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de
Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos
del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de
Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta
de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.

Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos
de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo,
pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos
sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector
conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.

El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en
calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la
ciencia que enseña a matar por medio de un _récipe_.

--¿Y bien, don Juan?--le interrogó el virrey, más con la mirada que con
la palabra.

--Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña
Francisca.

Y don Juan se retiró con aire compungido.

Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué
se trata.

El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde
su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que
había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un
probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió
la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre
de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle
de Rimac.

Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta
mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus
tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la
dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban
también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin
específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.

La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su
oráculo don Juan de Vega, había fallado.

--¡Tan joven y tan bella!--decía a su amigo el desconsolado esposo--.
¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu
cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro,
Señor, un milagro!...

--Se salvará la condesa, excelentísimo señor--contestó una voz en la
puerta de la habitación.

El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de
Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.

El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:

--Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.

El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.


II

Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de
la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de
Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide
del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón,
que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo
mes de 1639.

Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata
holandés _Pie de palo_, gran parte de la actividad del conde de Chinchón
se consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió
además a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expediciones
contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.

Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la
América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de
impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a soportar.

Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y
Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y
Caylloma.

Fué bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosa
quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco--dice
Lorente--tenían suma confianza así los particulares como el Gobierno.
Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada
_Juan de la Cova, coscoroba_.

El conde de Chinchón fué tan fanático como cumplía a un cristiano viejo.
Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir
pasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula de constancia de
haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también
obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se
prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un
mismo templo.

Como lo hemos escrito en nuestro _Anales de la Inquisición de Lima_, fué
ésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la
fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las
mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que
asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses,
acaudalados comerciantes de Lima.

Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visita
de cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causa
seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse
contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia,
y mandó poner en libertad al preso, autorizándolo para volver a Quito y
dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio;
entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas
del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.

¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!

Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en
dos ocasiones promulgó bando contra las _tapadas_; las que, forzoso es
decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra
las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.

Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.


III

Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del
restablecimiento de doña Francisca.

La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.

Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para
calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas
crecían algunos árboles de _quina_. Salvado así, hizo la experiencia de
dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua, en los que
depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo
comunicó a un jesuíta, el que, realizando la feliz curación de la
virreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó
la pólvora.

Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía
todo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los
polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de _polvos de
los jesuítas_.

El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la
quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes,
vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una
pensión vitalicia.

Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de
Chinchón, señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia:
_Chinchona_.

Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte
oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado
mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto
de dos peruanos con el diablo.

En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de
la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de _polvos de la
condesa_.[1]

[Nota 1: La primera esposa del conde de Chinchón llamóse doña Ana de
Osorio, y por muchos se ha creído que fué ella la salvada por las
virtudes de la quina. Un interesante estudio histórico publicado por don
Félix Cipriano Zegarra en la _Revista Peruana_, en 1879, nos ha
convencido de que la virreina que estuvo en Lima se llamó doña Francisca
Henríquez de Ribera. Rectificamos, pues, con esta nota la grave
equivocación en que habíamos incurrido.]



EL JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DÉCIMONONO VIRREY DEL PERÚ

_(Al doctor don José Mariano Jiménez.)_


I

En una serena tarde de marzo del año del Señor de 1665, hallábase
reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase ésta
de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos
hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.

La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con
quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien
habitantes.

Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al
hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no es un
secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán
relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que
con el título _Anales del Cuzco_, publicó mi ilustrado amigo y compañero
de Congreso don Pío Benigno Mesa.

He aquí la tradición sobre Ollantay:

Bajo el imperio del Inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era
Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los ejércitos.
Amante correspondido de una de las _ñustas_ o infantas, solicitó de
Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase
la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca,
cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de
una familia que no descendiese directamente de Mango Capac, el
enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su
querida Cusicoyllor.

Durante cinco años fué imposible al Inca vencer al rebelde vasallo, que
se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas ruinas son
hoy la admiración del viajero. Pero Rumiñahui, otro de los generales de
Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció de que, más
que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña y a la traición para
sujetar a Ollantay. El plan acordado fué poner preso a Rumiñahui, con el
pretexto de que había violado el santuario de las vírgenes del Sol.
Según lo pactado, se le degradó y azotó en la plaza pública para que,
envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a
Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima a la vez que un general
de prestigio, no podría menos que dispensarle entera confianza. Todo se
realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fué entregada
por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los
prisioneros[2].

[Nota 2: Sobre este argumento, el cura de Tinta don Antonio Valdés
escribió por los años de 1780 un drama en lengua quechua, el cual se
representó en presencia del rebelde Inca Tupac-Amaru.

Tschudi, Markham, Nadal, Barrancas y muchos americanistas se empeñaron
en sostener que el drama _Ollanta_ había sido compuesto en los tiempos
incásicos, y que era, por consiguiente, un monumento literario anterior
a la conquista. Traducido en verso por un poeta peruano, Constantino
Carrasco, publicó el autor de estas _Tradiciones_ un ligero juicio
crítico, en el que se atrevió a apuntar (alegando muy al correr de la
pluma varias razones en apoyo de su opinión) que el _Ollanta_ era ni más
ni menos que comedia española, de las de capa y espada, escrita en voces
quechuas: y que, aunque lo diga Garcilaso, que no pocos embustes estampó
en los _Comentarios reales_, los antiguos peruanos estuvieron muy lejos
de cultivar la literatura dramática. Tanto osamos escribir, y se nos
vino la casa a cuestas... Hasta de mal patriota nos acusó un quechuista;
y un señor Pacheco Zegarra, entre otros cultos piropos, nos llamó
ignorante y charlatán. Con razones de ese fuste nos dimos por
convencidos de que habíamos estampado un disparate de a folio. Pero en
1881, el literato argentino don Bartolomé Mitre, en un serio y extenso
estudio, con gran acopio de pruebas y con sesuda argumentación, puso en
transparencia la filiación, genuinamente española, del drama _Ollanta_
en su forma, en su fondo y hasta en sus elementos lingüísticos.]

Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna hija Imasumac, y se
estableció con ellas en la falda del Laycacota, en el sitio donde en
1669 debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.

Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se
presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo
con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero
de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a pesar de
la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil y
simpático y su palabra graciosa y cortesana.

Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto que se
hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le
acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.

Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de
ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente.
Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen,
la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida
con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.

Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó
un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la
soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había
aprendido a estimar al español, le dijo:

--Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de
emperadores.

El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días
después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de
madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:

--Aquí tienes la dote de tu esposa.

La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota fué
desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre del
afortunado andaluz.


II

La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don
Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.

Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo
beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se
sacaron centenares de miles de pesos».

Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no
estuvieran uniformes en ellas.

Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un
socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina en
determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por lo
menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.

Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral
entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos
favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado
éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban,
encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la pacificación
del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del
obispo, librando mal herido el corregidor Peredo.

En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, fundieron
balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.

Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real
Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para Laycacota,
viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó el mando
a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de _justicia mayor_. La
Audiencia se declaró impotente y contemporizó con Salcedo, el cual,
recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una
fortaleza en el cerro.

En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que
ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador Meneses
y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, descubierta
en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al
cadalso.

El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los
vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del
justicia mayor.

Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de
España.

Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los
historiadores, _sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta_. En cerca
de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se
limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución
del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a apresar en las
costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por
los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al
lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de
1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras
partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser
monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del
viajero.

El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con
frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los
Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantar
en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las
murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un
grande de España.

Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz
en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de
oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del
convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama
de santidad.

Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta
misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio
parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y
concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se
le anunciara.

Jamás se han vista en Lima procesiones tan espléndidas como las de
entonces; y Lorente, en su _Historia_, trae la descripción de una que se
trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una imagen
de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza.
Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil
pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo
adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata,
que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien
lo _trujo_!

El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos,
marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su
orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus
manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de
Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de Carlos II
el _Hechizado_, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y
aprehendió a Salcedo.

El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso
hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.

El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo
durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluída
la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en
provecho del real tesoro.

Como hemos dicho, los jesuítas dominaban al virrey. Jesuíta era su
confesor el padre Castillo, y jesuítas sus secretarios. Las crónicas de
aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido
eficazmente al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos
servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones
por el quinto de los provechos de la mina.

Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le
permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde
la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de
Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.

Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos
mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en
menos de seis meses.

La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.

Pero los jesuítas le hicieron presente que mejor partido sacaría
ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.

El que más influyó en el ánimo de su excelencia fué el padre Francisco
del Castillo, jesuíta peruano que está en olor de santidad, el cual era
padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de
Almuña e hijo del virrey.

Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado _Orcca-Pata_, a poca distancia
de Puno.


III

Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso,
convocó a sus deudos y les dijo:

--Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado
muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo
le vengáis.

Tres días después la mina de Laycacota había _dado en agua_, y su
entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido
descubrirse el sitio donde ella existió.

Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril
para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los
arrastrara.

Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó
viva en uno de los corredores de la mina.

Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el
nombre del _Manto_. Este es un error que debemos rectificar. La
codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y
Cancharani.

El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la
canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fué
enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.

Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.

En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo
el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de
marqués de Villarrica para el jefe de la familia.



RACIMO DE HORCA

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIGÉSIMO VIRREY DEL PERÚ


I

_Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:_

_Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de
la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas,
empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor
presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para
grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y
depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento._

_Guarde Dios a vuesa merced muchos años._

EL CONDE DE CASTELLAR.

_Hoy 10 de septiembre de 1676._

Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los
canónigos, daban las campanas la _gorda_ para las tres, el alcalde del
crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan,
cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:

--De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.

Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de
releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada,
se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como
una avispa:

--¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que
nos ha caído trabajo, y de lo fino.

Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el
comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada
esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se
ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su
comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San
Bernardo.

--Ya me daba a mí un tufillo que este don Juan no caminaba tan derecho
como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno
que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho a
pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido
su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo
sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda,
manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más
bronce que años once, ni más lana que no saber que hay mañana.

Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se echó a
la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina
del Colegio Real.

Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en
distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que
escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, debía ser pájaro de
cuenta.

Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la
calle de Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de
ser habitada por persona de calidad.

Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco
años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta
duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y
cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y
sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío
millonario, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al
chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es
averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.

Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada
siesta de los españoles rancios, y despertó, rodeado de esbirros, a la
intimación que le dirigió el alcalde.

--¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.

El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se
lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir
hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta
de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compañeros, se quitó
la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente,
que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cayó sobre el
caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado
dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la
Pescadería.

--¡Qué cosas tan guapas--murmuraba don Rodrigo por el camino--hemos de
ver el día del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabiduría,
honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo dueño, y
a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendró.
Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina, Señor, qué bahorrina!
Bien barruntaba yo que este don Juan tenía cara de beato y uñas de
gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice
la copla:

_Arbol tierno aunque se tuerza_
_recto se puede poner;_
_pero en adquiriendo fuerza_
_no basta humano poder._

Tres meses después, Juan de Villega, que previamente recibió doscientos
ramalazos por mano del verdugo, marchaba en traílla con otros criminales
al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del
real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey
y resistencia a la justicia.

Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y
seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que
habían comprado sus cargos en la corte, a don Juan de Villegas. Durante
el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó
algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio... Pero caigo en
cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a
mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su excelencia.


II

Don Baltasar de la Cueva, conde de Castellar y de Villa-Alonso, marqués
de Malagón, señor de las villas de Viso, Paracuellos, Fuente el Fresno,
Porcuna y Benarfases, natural de Madrid, hijo segundo del duque de
Alburquerque, caballero de Santiago, alguacil mayor perpetuo de la
ciudad de Toro, alfaqueque de Castilla y vigésimo virrey del Perú, entró
en Lima el 15 de agosto de 1674, _ostentando_--dice un historiador--_en
acémilas lujosamente ataviadas la opulencia que solían sacar otros
virreyes_. El pueblo pensó, y pensó juiciosamente, que don Baltasar no
venía en pos de logros y granjerías, sino en busca de honra, y lo acogió
con vivo entusiasmo.

Sus primeros actos administrativos fueron organizar la escuadra en
previsión de ataques piráticos, artillar Valparaíso, fortificar Arica,
Guayaquil y Panamá, y reparar los muros del Callao, aumentando a la vez
su guarnición.

En el orden civil y en el orden religioso dictó acertadísimas
disposiciones. Dió respetabilidad a los tribunales; fué celoso guardián
del patronato, sosteniendo graves querellas con el arzobispo; reformó la
Universidad; creó fondos para el sostenimiento del hospital de Santa
Ana, y promulgó ordenanzas para moderar el lujo de los coches y
tumultos, para impedir los desafíos y mejorar otros ramos de policía.

En Hacienda realizó varias economías en los gastos públicos, castigó con
extremo rigor los abusos de los corregidores, y practicó minuciosa
inspección de las cajas reales. Por resultado de ella marcharon al
presidio de Valdivia varios empleados fiscales, se ahorcó al tesorero de
Chuquiavo, y confiscados los bienes de los culpables, recuperó el tesoro
algunos realejos. Ningún libramiento se pagaba si no llevaba el
_cúmplase_ de letra del virrey, y con su firma al pie. Muchos de estos
documentos fueron falsificados por Villegas.

Hablando de tan ilustre virrey, dice Lorente:

«Oía a todos en audiencias públicas y secretas, sin tener horas
reservadas ni porteros que impidieran hablarle, y daba por sí mismo
decretos y órdenes, con admiración de los limeños, que ponderaban no
haber observado actividad igual en el trabajo, ni forma semejante de
administración en ninguno de los virreyes anteriores.

Pocos años hace que un prestidigitador (Paraff) ofreció sacar del cobre
oro en abundancia. Establecióse en Chile, donde organizó una Sociedad
cuyos accionistas sembraron oro, que fué a esconderse en las arcas de
Paraff, y cosecharon cobre de mala ley.

Algo parecido sucedió en tiempo del conde de Castellar, sólo que allí no
hubo bellaco embaucador, sino inocente visionario. Sigamos a Mendiburu
en la relación del hecho.

Don Juan del Corro, uno de los principales azogueros del Potosí, expuso
al gobierno que había encontrado un nuevo método de beneficiar metales
de plata, dando de aumento en unos la mitad, en otros la tercera o
cuarta parte, y en todos un ahorro de azogue de cincuenta por ciento,
solicitando en pago de su descubrimiento mercedes de la corona. El
presidente de Charcas, el corregidor, los oficiales reales de Potosí, y
muchos mineros y azogueros informaron favorablemente. El virrey puso en
duda la maravilla, y envió a Potosí comisionados de su entera confianza
para que hiciesen nuevos experimentos prácticos.

Tres o cuatro meses después llegaba una tarde a Lima un propio,
conduciendo cartas y pliegos de los comisionados. Estos informaban que
el descubrimiento de don Juan del Corro no era embolismo, sino
prodigiosa realidad.

Entusiasmado el virrey se quitó la cadena de oro que traía al cuello y
la regaló, por vía de albricias, al conductor de las comunicaciones. En
seguida mandó repicar campanas y que se iluminase la ciudad.

Esto produjo general alboroto, _Tedéum_ en la Catedral, misa solemne de
gracias celebrada por el arzobispo Almoguera, lucidas comparsas de
máscaras y otros regocijos públicos. No paró en esto. Castellar dispuso
se llevase a la Catedral las imágenes de la Virgen del Rosario, Santo
Domingo y Santa Rosa en procesión solemne, que atravesó muchas calles
ricamente adornadas y en las que había altares y arcos de mucho costo.
Hízose un novenario suntuoso, costeando de su propio peculio la devota
virreina doña Teresa María Arias de Saavedra los gastos de tan
magníficas fiestas.

El virrey mandó imprimir y distribuyó entre los mineros del Perú la
instrucción escrita por el autor del nuevo método. En todas partes fué
objeto de prolijos ensayos que probaron mal, e hicieron ver que los
provechos eran tan pequeños y aun dudosos, que no merecían la pena. El
virrey creía hasta cierto punto desairado su amor propio con este
resultado; y don Juan del Corro no se daba por vencido, atribuyendo su
desventura a ardides de enemigos y envidiosos. El de Castellar,
acompañado de todos los funcionarios y gente notable de Lima, presenció
al fin, un ensayo, y quedó convencido de que eran nulas las ventajas, y
soñadas las utilidades del nuevo sistema que a tantos había alucinado;
pero quedó memoria--bien risible por cierto--del entusiasmo y fiestas
con que fué acogido.

Su intransigencia con arraigados abusos le concitó poderosísimos
enemigos, que gastaron su influjo todo y no economizaron expediente para
desquiciar al virrey en el ánimo del soberano.

El 7 de julio de 1678, cuando tenía lugar en Lima una procesión de
rogativa, a consecuencia de un terrible terremoto que en el mes anterior
dejó a la ciudad casi en escombros, recibió el conde de Castellar una
real orden de Carlos II en que se le intimaba la inmediata entrega del
mando al orgulloso y arbitrario arzobispo don Melchor de Liñán y
Cisneros. Este lo sujetó a un estrecho juicio de residencia, y durante
él tuvo la mezquindad de mantenerlo, por cerca de dos años, desterrado
en Paita.

Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo
Cisneros, don Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio, presentó su
_Relación_ de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato a
Chorrillos, que es una de las más notables entre las _Memorias_ que
conocemos de los virreyes.

El conde de Castellar trajo al Perú gran fortuna, cuya mayor parte
pertenecía a la dote de su esposa, dama española que se hizo querer
mucho en Lima, por su caridad para con los pobres y por los valiosos
donativos con que favoreció a las iglesias. De él se decía que entró
rico al mando y salió casi pobre.

Las armas del de la Cueva eran: escudo cortinado; el primero y segundo
cuartel en oro con un bastón de gules; el tercero en plata y un dragón o
grifo de sinople en actitud de salir de una cueva; bordura de plata con
ocho aspas de oro.

En 1682, Carlos II, en desagravio del desaire que tan injustamente le
infiriera, lo nombró consejero de Indias. Desempeñando este cargo
falleció don Baltasar en España, tres o cuatro años después.


III

El conde de Castellar acostumbraba todas las tardes dar un paseo a pie
por la ciudad, acompañado de su secretario y de uno de los capitanes de
servicio; pero antes de regresar a palacio, y cuando las campanas
tocaban el _Angelus_, entraba al templo de Santo Domingo para rezar
devotamente un rosario.

Era la noche del 10 de febrero de 1678.

Su excelencia se encontraba arrodillado en el escabel que un lego del
convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A
pocos pasos de él, y de pie junto a un escaño se hallaban el secretario
y el capitán de la escolta.

A pesar de la semiobscuridad del templo, llamó la atención del último un
bulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, la
misteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel del
virrey; y acogotando a éste con la mano izquierda, lo arrojó al suelo, a
la vez que en su derecha relucía un puñal.

Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, que
con la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por la
muñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro del
joven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontraban
en la iglesia, lograron quitarle el arma.

Aquel hombre era Juan de Villegas.

Prófugo del presidio, hacía una semana que se encontraba en Lima; y
desde su regreso no cesó de acechar en el templo al virrey, buscando
ocasión propicia para asesinarlo.

Aquella misma noche se encomendó la causa al alcalde don Rodrigo de
Odría, y tanta fué su actividad que, ocho días después, el cuerpo de
Villegas se balanceaba como un racimo en la horca.

--¡Lástima de pícaro!--decía al pie del patíbulo don Rodrigo a su
alguacil--. ¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que este
bellaco había de acabar muy alto?

--Con perdón de _usiría_--contestó el interpelado--, que ese palo es de
poca altura para el merecimiento del bribón.



AMOR DE MADRE

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIRREY «BRAZO DE PLATA»

_(A Juana Manuela Gorriti.)_


Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales personajes
de esta tradición, pecado venial que hemos cometido en _La emplazada_ y
alguna otra. Poco significan los nombres si se cuida de no falsear la
verdad histórica; y bien barruntará el lector qué razón, y muy poderosa,
habremos tenido para desbautizar prójimos.


I

En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el excelentísimo señor don
Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador
de Zarza en la Orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por
su majestad don Carlos II. Además de su hija doña Josefa, y de su
familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fué
trasladado a estos reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase
entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, don Fernando de Vergara,
hijodalgo extremeño, capitán de gentileshombres lanzas; y contábase de
él que entre las bellezas mexicanas no había dejado la reputación
austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de dar
guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza; y el
virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de
su mano, por ver si resultaba verdad aquello de _estado muda
costumbres_.

Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la
hacían el partido más codiciable de la ciudad de los Reyes. Su bisabuelo
había sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde Ribera, de Martín
de Alcántara y de Diego Maldonado el Rico, uno de los conquistadores más
favorecidos por Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El
emperador le acordó el uso del _Don_, y algunos años después los
valiosos presentes que enviaba a la corona le alcanzaron la merced de un
hábito de Santiago. Con un siglo a cuestas, rico y ennoblecido, pensó
nuestro conquistador que no tenía ya misión sobre este valle de
lágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al mayorazgo, en propiedades
rústicas y urbanas, un caudal que se estimó entonces en un quinto de
millón.

El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la joven se
halló huérfana a la edad de veinte años, bajo el amparo de un tutor y
envidiada por su riqueza.

Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta limeña se
estableció, en breve, la más cordial amistad. Evangelina tuvo así motivo
para encontrarse frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de
gentileshombres, que a fuer de galante no desperdició coyuntura para
hacer su corte a la doncella; la que al fin, sin confesar la inclinación
amorosa que el hidalgo extremeño había sabido hacer brotar en su pecho,
escuchó con secreta complacencia la propuesta de matrimonio con don
Fernando. El intermediario era el virrey nada menos, y una joven bien
doctrinada no podía inferir desaire a tan encumbrado padrino.

Durante los cinco primeros años de matrimonio, el capitán Vergara olvidó
su antigua vida de disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda su
felicidad: era, digámoslo así, un marido ejemplar.

Pero un día fatal hizo el diablo que don Fernando acompañase a su mujer
a una fiesta de familia, y que en ella hubiera una sala, donde no sólo
se jugaba la clásica _malilla_ abarrotada, sino que, alrededor de una
mesa con tapete verde, se hallaban congregados muchos devotos de los
culbículos. La pasión del juego estaba sólo adormecida en el alma del
capitán, y no es extraño que a la vista de los dados se despertase con
mayor fuerza. Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa noche
veinte mil pesos.

Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su manera de ser, y
volvió a la febricitante existencia del jugador. Mostrándosele la suerte
cada día más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de sus
hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en ese abismo sin
fondo que se llama _el desquite_.

Entre sus compañeros de vicio había un joven, marqués a quien los dados
favorecían con tenacidad, y don Fernando tomó a capricho luchar contra
tan loca fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa de
Evangelina y, terminada la cena, los dos amigos se encerraban en una
habitación a _descamisarse_, palabra que en el tecnicismo de los
jugadores tiene una repugnante exactitud.

Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si algo
empequeñece, a mi juicio, la figura histórica del emperador Augusto es
que, según Suetonio, después de cenar jugaba a pares y nones.

En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio al
desenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y reconciliaciones
fueron inútiles. La mujer honrada no tiene otras armas que emplear sobre
el corazón del hombre amado.

Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su lecho,
cuando la despertó don Fernando pidiéndole el anillo nupcial. Era éste
un brillante de crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero su
marido calmó su zozobra, diciéndola que trataba sólo de satisfacer la
curiosidad de unos amigos que dudaban del mérito de la preciosa alhaja.

¿Qué había pasado en la habitación donde se encontraban los rivales de
tapete? Don Fernando perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda que
jugar, se acordó del espléndido anillo de su esposa.

La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos minutos más
tarde en el dedo anular del ganancioso marqués.

Don Fernando se estremeció de vergüenza y remordimiento. Despidióse el
marqués, y Vergara lo acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta,
volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al dormitorio de
Evangelina, y al través de los cristales vióla sollozando de rodillas
ante una imagen de María.

Un vértigo horrible se apoderó del espíritu de don Fernando, y rápido
como el tigre, se abalanzó sobre el marqués y le dió tres puñaladas por
la espalda.

El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó exánime delante del
lecho de Evangelina.


II

El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una compañía en
la batalla de Arras, dada en 1654. Su denuedo lo arrastró a lo más
reñido de la pelea, y fué retirado del campo casi moribundo.
Restablecióse al fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubo
necesidad de amputarle. El lo substituyó con otro plateado, y de aquí
vino el apodo con que, en México y en Lima lo bautizaron.

El virrey _Brazo de plata_, en cuyo escudo de armas se leía este mote:
_Ave María gratia plena_, sucedió en el gobierno del Perú al ilustre don
Melchor de Navarra y Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor,
aunque con menos dotes administrativas--dice Lorente--, de costumbres
puras, religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclova
edificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaron
siempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su casa».

En los quince años y cuatro meses que duró el gobierno de _Brazo de
plata_, período a que ni hasta entonces ni después llegó ningún virrey,
disfrutó el país de completa paz; la administración fué ordenada, y se
edificaron en Lima magníficas casas. Verdad que el tesoro público no
anduvo muy floreciente; pero por causas extrañas a la política. Las
procesiones y fiestas religiosas de entonces recordaban, por su
magnificencia y lujo, los tiempos del conde de Lemos. Los portales, con
sus ochenta y cinco arcos, cuya fábrica se hizo con gasto de veinticinco
mil pesos, el Cabildo y la galería de palacio fueron obras de esa época.

En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y rostros hermosos,
dos corazones, cuatro brazos y dos pechos unidos por un cartílago. De la
cintura a los pies poco tenía de fenomenal, y el enciclopédico limeño
don Pedro de Peralta escribió con el título de _Desvíos de la
naturaleza_ un curioso libro, en que, a la vez que hace una descripción
anatómica del monstruo, se empeña en probar que estaba dotado de dos
almas.

Muerto Carlos _el Hechizado_ en 1700, Felipe V, que lo sucedió,
recompensó al conde de la Monclova haciéndolo grande de España.

Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey _Brazo de plata_
instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver logrado este
deseo, falleció el conde de la Monclova el 22 de septiembre de 1702,
siendo sepultado en la Catedral; y su sucesor, el marqués de Casteldos
Ríus, no llegó a Lima sino en junio de 1707.

Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en
palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya
con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y
tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de
Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica. En mayo de 1710 se
trasladó doña Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, del
que fué la primera abadesa.


III

Cuatro meses después de su prisión, la Real Audiencia condenaba a muerte
a don Fernando de Vergara. Este desde el primer momento había declarado
que mató al marqués con alevosía, en un arranque de desesperación de
jugador arruinado. Ante tan franca confesión no quedaba al tribunal más
que aplicar la pena.

Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido de una
muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el día designado para el
suplicio del criminal. Entonces la abnegada y valerosa Evangelina
resolvió hacer, por amor al nombre de sus hijos, un sacrificio sin
ejemplo.

Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio en momentos de
hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo con los oidores, y
expuso: que don Fernando había asesinado al marqués, amparado por la
ley; que ella era adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de
sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del ultrajado marido.

La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de Evangelina, el
anillo de ésta como gaje de amor en la mano del cadáver, las heridas por
la espalda, la circunstancia de habérsele hallado al muerto al pie del
lecho de la señora, y otros pequeños detalles eran motivos bastantes
para que el virrey, dando crédito a la revelación, mandase suspender la
sentencia.

El juez de la causa se constituyó en la cárcel para que don Fernando
ratificara la declaración de su esposa. Mas apenas terminó el escribano
la lectura, cuando Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó
una espantosa carcajada.

¡El infeliz se había vuelto loco!

Pocos años después, la muerte cernía sus alas sobre el casto lecho de la
noble esposa, y un austero sacerdote prodigaba a la moribunda los
consuelos de la religión.

Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrera
bendición maternal. Entonces la abnegada víctima, forzada por su
confesor, les reveló el tremendo secreto:--El mundo olvidará--les
dijo--el nombre de la mujer que os dió la vida; pero habría sido
implacable para con vosotros si vuestro padre hubiese subido los
escalones del cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia,
sabe que ante la sociedad perdí mi honra porque no os llamasen un día
los hijos del ajusticiado.



LUCAS EL SACRÍLEGO

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIGÉSIMONONO VIRREY DEL PERÚ

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de las
once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre
la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por
una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo
sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y
el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse
tomándolo por el _enemigo malo_ o por duende cuando menos. Y no se
olvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, en
ciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por una
procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni
pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el
resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en el
sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de
hierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en
abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos
habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche,
después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba
sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y
lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a
amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios
coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización,
acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se
introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al
templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.

Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has encontrado de noche en un
vasto templo, sin más luz que la que despiden algunas lamparillas
colocadas al pie de las efigies, y sintiendo el vuelo y el graznar
fatídico de esas aves que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé decir
que nada ha producido en mi espíritu una impresión más sombría y solemne
a la vez, y que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos en
opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres de más hígados de la
cristiandad. ¡Me río yo de los bravos de la Independencia!

Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el recamarín, sacó la Custodia
envolvió en su pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar y
salió del templo por la misma claraboya que le había dado entrada.

Sólo dos días después, en la mañana del sábado 25, cuando debía hacerse
la renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo. Había
desaparecido el sol de oro, evaluado en más de cuarenta mil pesos, y
cuyas ricas perlas, rubíes, brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas
eran obsequio de las principales familias de Lima. Aunque el pedestal
era también de oro v admirable como obra de arte, no despertó la codicia
del ladrón.

Fácil es imaginarse la conmoción que este sacrilegio causaría en el
devoto pueblo. Según refiere el erudito escritor del _Diario de Lima_,
en los números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo procesión de
penitencia, sermón sobre el texto de David: _Exurge, Domine, et judica
causam tuam_, constantes rogativas, prisión de legos y sacristanes, y
carteles fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se cerraron
los coliseos y el duelo fué general cuando, corriendo los días sin
descubrirse al delincuente, recurrió la autoridad eclesiástica al
tremendo resorte de leer censuras y apagar candelas.

Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del Perú, había llenado
su deber, dictando todas las providencias eme en su arbitrio estaban
para capturar al sacrílego. Los expresos a los corregidores y demás
autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a fines
de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente de Huancavelica don
Jerónimo Solá, ex consejero de Indias, con pliegos en los que éste
comunicaba a su excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en la
cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya. Bien dice el
refrán que entre bonete y almete se hacen cosas de copete.

Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a funcionar, los
vecinos abandonaron el luto, y Lima se entregó a fiestas y regocijos.


II

Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las TRADICIONES, viene aquí a
cuento una rápida reseña histórica de la época de mando del
excelentísimo señor don José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de
Villagarcía, de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y Señor de Vista
Alegre, Rubianes y Villanueva vigésimonono virrey del Perú por su
majestad don Felipe V, y que, a la edad de sesenta años, se hizo cargo
del gobierno de estos reinos en 4 de enero de 1736.

El marqués de Villagarcía se resistió mucho a aceptar el virreinato del
Perú, y persuadiéndolo uno de los ministros del rey para que no
rechazase lo que tantos codiciaban, dijo:

--Señor, vueseñoría me ponga a los pies de Su Majestad, a quien venero
como es justo y de ley, y represéntele que haciendo cuentas conmigo
mismo, he hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir rico
virrey.

El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el nombrado tuvo que
embarcarse para América.

Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la ley de las
compensaciones exigía del nuevo virrey una política menos severa. Así, a
fuerza de sagacidad y moderación, pudo el de Villagarcía impedir que
tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al
cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado Inca.

No fué tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge Andson, que
con sus piraterías alarmaban la costa. Haciendo grandes esfuerzos e
imponiendo una contribución al comercio, logró el virrey alistar una
escuadra, cuyo jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los
cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el galeón de Manila,
que llevaba un cargamento valuado en más de tres millones de pesos.

Bajo su gobierno fué cuando el mineral del Cerro de Pasco principió a
adquirir la importancia de que hoy goza, y entre otros sucesos curiosos
de su época merecen consignarse la aurora boreal que se vió una noche en
el Cuzco, y la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca al
cirujano de la expedición científica que a las órdenes del sabio La
Condamine visitó la América. Los sencillos naturales pensaron, al ver
unos extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos
hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.

A propósito de la venida de la comisión científica, leemos en un
precioso manuscrito que existe en la Biblioteca de Lima, titulado _Viaje
al globo de la luna_, que el pueblo limeño bautizó a los ilustres
marinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa y a los sabios
franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los _caballeros
del punto fijo_, aludiendo a que se proponían determinar con _fijeza_ la
magnitud y figura de la tierra. Un pedante, creyendo que los cuatro
comisionados tenían la facultad de alejar de Lima cuanto quisiesen la
línea equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante contra
el virrey marqués de Villagarcía, acusándolo de tacaño y menguado; pues
por ahorrar un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la
obra, consentía en que la línea equinoccial se quedase como se estaba y
los vecinos expuestos a sufrir los recios calores del verano. Trabajillo
parece que costó convencer al populacho de que aquel charlatán ensartaba
disparates. Así lo refiere el autor anónimo del ya citado manuscrito.

Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando menos lo esperaba,
fué el virrey desairosamente relevado con el futuro conde de Superunda
en julio de 1745. Este agravio afectó tanto al anciano marqués de
Villagarcía, que regresando para España, a bordo del navío Héctor, murió
en el mar, en la costa patagónica, en diciembre del mismo año.


III

Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que
ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos eran las mejores
alhajas que a la sazón se fabricaban. Pero el maestro Lucas pecaba de
generoso, y en el juego, el vino y las mozas de partido derrochaba sus
ganancias.

Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y el maestro
Lucas era uno de sus obligados comensales en los días de mantel largo.
Nuestro platero conocía, pues, a palmos el convento y la iglesia,
circunstancia que le sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal
como lo dejamos referido.

Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a su casa, desarmó el
sol, fundió el oro y engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la
excitación que su crimen había producido, se resolvió a abandonar la
ciudad y emprendió viaje a Huancavelica, enterrando antes en la falda
del San Cristóbal una parte de su riqueza.

La esposa del intendente Solá era limeña, y a ésta se presentó el
maestro Lucas ofreciéndole en venta seis magníficos anillos. En uno de
ellos lucía una preciosa esmeralda, y examinándola la señora, exclamó:
«¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a la que obsequié para la Custodia
de San Agustín».

Turbóse el platero, y no tardó en despedirse.

Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia de su esposa,
y la participó que acababa de llegar un expreso de Lima con la noticia
del sacrílego robo.

--Pues, hijo mío--le interrumpió la señora--, hace un rato que he tenido
en casa al ladrón.

Con los informes de la intendenta procedióse en el acto a buscar al
maestro Lucas; pero ya éste había abandonado la población. Redobláronse
los esfuerzos y salieron inmediatamente algunos indios en todas
direcciones en busca del criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas
de distancia.

El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero le aplicaron
garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y canto de plano.

Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de Hancavelica
despachó para guarda del reo una compañía de su escolta.

Llegado éste a Lima, en enero de 1744, costó gran trabajo impedir que el
pueblo lo hiciese añicos. ¡Las justicias populares son cosa rancia por
lo visto!

A los pocos días fué el ladrón puesto en capilla, y entonces solicitó la
gracia de que se le acordasen cuatro meses para fabricar una Custodia
superior en mérito a la que él había destruido. Los agustinos
intercedieron y la gracia fué otorgada.

Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y cuatro
meses después, día por día, la Custodia, verdadera obra de arte, estaba
concluída. En este intervalo el maestro Lucas dió en su prisión tan
positivas muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de que
se le conmutase la pena.

Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se le ahorcó muy
pulcramente como a ladrón.



RUDAMENTE, PULIDAMENTE, MAÑOSAMENTE

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIRREY AMAT


I

_En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de
Rechupete y Tilín_

Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de _rompe y
rasga_, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita
del _tecum_ y de las que se amarran la liga encima de la rodilla.
Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color
sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de
escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como
para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha.
Añádase a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla,
cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen
estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era
_boccato di cardinale_, sino _boccato_ de concilio ecuménico.

Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa
pieza de tela emplástica, que

_era como el canario
  que va y se baña,
y luego se sacude
  con arte y maña._

Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo
pulpero español, más bruto que el que asó la manteca, y a la vez más
manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El
pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y
ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se
encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más
encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los
regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había
agarrado el diablo por la, milicia y... ¡échele usted un galgo a su
honestidad! Con razón decía uno:--Algo tendrá, el matrimonio, cuando
necesita bendición de cura.

El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegos
nada limpios con los militares, en vez de coger una tranca y
derrengarla, se conformaba con decir:

--Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día me
pican las pulgas y hago una que sea sonada.

--Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar--contestaba la
mozuela, puesta en jarras y mirando entre ceja y ceja a su víctima.

Cuentan que una vez fué el pulpero a querellarse ante el provisor y a
solicitar divorcio, alegando que su conjunta lo trataba mal.

--¡Hombre de Dios! ¿Acaso te pega?--le preguntó su señoría.

--No, señor--contestó el pobre diablo--, no me pega..., pero me la
pega.

Este marido era de la misma masa de aquel otro que cantaba:

_mi mujer me han robado
      tres días ha:
ya para bromas basta:
      vuelvanmelá._

Al fin la cachaza tuvo su límite, y el marido hizo... una que fué
sonada. ¿Perniquebró a su costilla? ¿Le rompió el bautismo a algún
galán? ¡Quia! Razonando filosóficamente, pensó que era tontuna perderse
un hombre por perrerías de una mala pécora; que de hembras está más
poblado este pícaro mundo, y que como dijo no sé quién, las mujeres son
como las ranas, que por una que zambulle salen cuatro a flor de agua.

De la noche a la mañana traspasó, pues, la pulpería, y con los reales
que el negocio le produjo se trasladó a Chile, donde en Valdivia puso
una cantina.

¡Qué fortuna la de las anchovetas! En vez de ir al puchero se las deja
tranquilamente en el agua.

Esta metáfora traducida a buen romance quiere decir que Leonorcica,
lejos de lloriquear y tirarse de las greñas, tocó generala, revistó a
sus amigos de cuartel, y de entre ellos, sin más recancamusas, escogió
para amante de relumbrón al alférez del regimiento de Córdoba don Juan
Francisco Pulido, mocito que andaba siempre más emperejilado que rey de
baraja fina.


II

_Mano de Historia_

Si ha caído bajo tu dominio, lector amable, mi primer libro de
TRADICIONES, habrás hecho conocimiento con el excelentísimo señor don
Manuel Amat y Juniet, trigésimo primo virrey del Perú por su majestad
Fernando VI. Ampliaremos hoy las noticias históricas que sobre él
teníamos consignadas.

La capitanía general de Chile fué, en el siglo pasado, un escalón para
subir al virreinato. Manso de Velazco, Amat, Jáuregui, O'Higgins y
Avilés, después de haber gobernado en Chile, vinieron a ser virreyes del
Perú.

A fines de 1761 se hizo Amat cargo del gobierno. «Traía--dice un
historiador--la reputación de activo, organizador, inteligente, recto
hasta el rigorismo y muy celoso de los intereses públicos, _sin olvidar
la propia conveniencia_». Su valor personal lo había puesto a prueba en
una sublevación de presos en Santiago. Amat entró solo en la cárcel, y
recibido a pedradas, contuvo con su espada a los rebeldes. Al otro día
ahorcó docena y media de ellos. Como se ve, el hombre no se andaba con
repulgos.

Amat principió a ejercer el gobierno cuando hallándose más encarnizada
la guerra de España con Inglaterra y Portugal, las colonias de América
recelaban una invasión. El nuevo virrey atendió perfectamente a poner en
pie de defensa la costa desde Panamá a Chile, y envió eficaces auxilios
de armas y dinero al Paraguay y Buenos Aires. Organizó en Lima milicias
cívicas, que subieron a cinco mil hombres de infantería y dos mil de
caballería, y él mismo se hizo reconocer por coronel del regimiento de
nobles, que contaba con cuatrocientas plazas. Efectuada la paz, Carlos
III premió a Amat con la cruz de San Jenaro, y mandó a Lima veintidós
hábitos de caballeros de diversas Ordenes para los vecinos que más se
habían distinguido por su entusiasmo en la formación, equipo y
disciplina de las milicias.

Bajo su gobierno se verificó el Concilio provincial de 1772, presidido
por el arzobispo don Diego Parada, en que fueron confirmados los cánones
del Concilio de Santo Toribio.

Hubo de curioso en este Concilio que habiendo investido Amat al
franciscano fray Juan de Marimón, su paisano, confesor y aun pariente,
con el carácter de teólogo representante del real patronato, se vió en
el conflicto de tener que destituirlo y desterrarlo por dos años a
Trujillo. El padre Marimón, combatiendo en la sesión del 28 de febrero
al obispo Espiñeyra y al crucífero Durán, que defendían la doctrina del
probabilismo, anduvo algo cáustico con sus adversarios. Llamado al orden
Marimón, contestó, dando una palmada sobre la tribuna:--Nada de gritos,
ilustrísimo señor, que respetos guardan respetos, y si su señoría vuelve
a gritarme, yo tengo pulmón más fuerte y le sacaré ventaja--. En uno de
los volúmenes de _Papeles varios_ de la Biblioteca de Lima se encuentran
un opúsculo del padre agonizante Durán, una carta del obispo fray Pedro
Ángel de Espiñeyra, el decreto de Amat y una réplica de Marimón, así
como el sermón que pronunció éste en las exequias del padre Pachi,
muerto en olor de santidad.

El virrey, cuyo liberalismo en materia religiosa se adelantaba a su
época, influyó, aunque sin éxito, para que se obligase a los frailes a
hacer vida común y a reformar sus costumbres, que no eran ciertamente
evangélicas. Lima encerraba entonces entre sus murallas la bicoca de mil
trescientos frailes, y los monasterios de monjas de pigricia de
setecientas mujeres.

Para espiar a los frailes que andaban en malos pasos por los barrios de
Abajo el Puente, hizo Amat construir el balcón de palacio que da a la
plazuela de los Desamparados, y se pasaba muchas horas escondido tras de
las celosías.

Algún motivo de tirria debieron darle los frailes de la Merced, pues
siempre que divisaba hábito de esa comunidad murmuraba entre dientes:
«¡Buen blanco!» Los que lo oían pensaban que el virrey se refería a la
tela del traje, hasta que un curioso se atrevió a pedirle aclaración, y
entonces dijo Amat: «¡Buen blanco para una bala de cañón!»

En otra ocasión hemos hablado de las medidas prudentes y acertadas que
tomó Amat para cumplir la real orden por la que fueron expulsados los
miembros de la Compañía de Jesús. El virrey inauguró inmediatamente en
el local del colegio de los jesuítas el famoso Convictorio de San
Carlos, que tantos hombres ilustres ha dado a la América.

Amotinada en el Callao a los gritos de ¡Viva el rey y muera su mal
gobierno! la tripulación de los navíos _Septentrión_ y _Astuto_, por
retardo en el pagamento de sueldos, el virrey enarboló en un torreón la
bandera de justicia, asegurándola con siete cañonazos. Fué luego a
bordo, y tras brevísima información mandó colgar de las antenas a los
dos cabecillas y diezmó la marinería insurrecta, fusilando diez y siete.
Amat decía que la justicia debe ser como el relámpago.

Amat cuidó mucho de la buena policía, limpieza y ornato de Lima. Un
hospital para marineros en Bellavista; un templo de las Nazarenas, en
cuya obra trabajaba a veces como carpintero; la Alameda y plaza de Acho
para la corrida de toros, y el Coliseo, que ya no existe, para las
lidias de gallos, fueron de su época. Emprendió también la fábrica, que
no llegó a terminarse, del Paseo de Aguas y que, a juzgar por lo que aun
se ve, habría hecho competencia a Saint-Cloud y a Versalles.

Licencioso en sus costumbres, escandalizó bastante al país con sus
aventuras amorosas. Muchas páginas ocuparían las historietas picantes en
que figura el nombre de Amat unido al de Micaela Villegas, la
Perricholi, actriz del teatro de Lima.

Sus contemporáneos acusaron a Amat de poca pureza en el manejo de los
fondos públicos, y daban por prueba de su acusación que vino de Chile
con pequeña fortuna y que, a pesar de lo mucho que derrochó con la
Perricholi, que gastaba un lujo insultante, salió del mando millonario.
Nosotros ni quitamos ni ponemos, no entramos en esas honduras y decimos
caritativamente que el virrey supo, en el juicio de residencia, hacerse
absolver de este cargo, como hijo de la envidia y de la maledicencia
humanas.

En julio de 1776, después de cerca de quince años de gobierno, lo
reemplazó el excelentísimo señor don Manuel Guirior.

Amat se retiró a Cataluña, país de su nacimiento, en donde, aunque
octogenario y achacoso, contrajo matrimonio con una joven sobrina suya.
Las armas de Amat eran: escudo en oro con una ave de siete cabezas de
azur.


III

_Donde el lector hallará tres retruécanos no rebuscados sino históricos_

Por el año de 1772 los habitantes de esta, hoy prácticamente
republicana, ciudad de los Reyes, se hallaban poseídos del más profundo
pánico. ¿Quien era el guapo que después de las diez de la noche asomaba
las narices por esas calles? Una carrera de gatos o ratones en el techo
bastaba para producir en una casa soponcios femeniles, alarmas
masculinas y barullópolis mayúsculo.

La situación no era para menos. Cada dos o tres noches se realizaba
algún robo de magnitud, y según los cronistas de esos tiempos, tales
delitos salían, en la forma, de las prácticas hasta entonces usadas por
los discípulos de Caco. Caminos subterráneos, forados abiertos por medio
del fuego, escalas de alambre y otras invenciones mecánicas revelaban,
amén de la seguridad de sus golpes, que los ladrones no sólo eran
hombres de enjundia y pelo en pecho, sino de imaginativa y cálculo. En
la noche del 10 de julio ejecutaron un robo que se estimó en treinta mil
pesos.

Que los ladrones no eran gentuza de poco más o menos, lo reconocía el
mismo virrey, quien, conversando una tarde con los oficiales de guardia
que lo acompañaban a la mesa, dijo con su acento de catalán cerrado.

--¡Muchi diablus de latrons!

--En efecto, excelentísimo señor--le repuso el alférez don Juan
Francisco Pulido--. Hay que convenir en que roban _pulidamente_.

Entonces el teniente de artillería don José Manuel Martínez Ruda le
interrumpió:

--Perdone el alférez. Nada de pulido encuentro; y lejos de eso, desde
que desvalijan una casa contra la voluntad de su dueño, digo que
proceden _rudamente_.

--¡Bien! Señores oficiales, se conoce que hay chispa--añadió el alcalde
ordinario don Tomás Muñoz, y que era, en cuanto a sutileza, capaz de
sentir el galope del caballo de copas--. Pero no en vano empuño yo una
vara que hacer caer _mañosamente_ sobre esos pícaros que traen al
vecindario con el credo en la boca.


IV

_Donde se comprueba que a la larga el toro fina en el matadero y el
ladrón en la horca_

Al anochecer del 31 de julio del susodicho año de 1772, un soldado entró
cautelosamente en la casa del alcalde ordinario don Tomás Muñoz y se
entretuvo con él una hora en secreta plática.

Poco después circulaban por la ciudad rondas de alguaciles y agentes de
la policía que fundó Amat con el nombre de _encapados_.

En la mañana del 1º de agosto todo el mundo supo que en la cárcel de
corte y con gruesas garras de grillos se hallaban aposentados el
teniente Ruda, el alférez Pulido, seis soldados del regimiento de
Saboya, tres del regimiento de Córdoba y ocho paisanos. Hacíanles
también compañía doña Leonor Michel y doña Manuela Sánchez, queridas de
los dos oficiales, y tres mujeres del pueblo, mancebas de soldados. Era
justo que quienes estuvieron a las maduras participasen de las duras.
Quien comió la carne que roa el hueso.

El proceso, curiosísimo en verdad y que existe en los archivos de la
excelentísima Corte Suprema, es largo para extractarlo. Baste saber que
el 13 de agosto no quedó en Lima títere que no concurriese a la Plaza
mayor, en la que estaban formadas las tropas regulares y milicias
cívicas.

Después de degradados con el solemne ceremonial de las ordenanzas
militares los oficiales Ruda y Pulido, pasaron junto con nueve de sus
cómplices a balancearse en la horca, alzada frente al callejón de
Petateros. El verdugo cortó luego las cabezas que fueron colocadas en
escarpias en el Callao y en Lima.

Los demás reos obtuvieron pena de presidio, y cuatro fueron absueltos,
contándose entre éstos doña Manuela Sánchez, la querida de Ruda. El
proceso demuestra que si bien fué cierto que ella percibió los
provechos, ignoró siempre de dónde salían las misas.


V

_En que se copia una sentencia que puede arder en un candil_

«En cuanto a doña Leonor Michel, receptora de especies furtivas, la
condeno a que sufra cincuenta azotes, que le darán en su prisión de mano
del verdugo, y a ser rapada la cabeza y cejas, y después de pasada tres
veces por la horca, será conducida al real beaterio de Amparadas de la
Concepción de esta ciudad a servir en los oficios más bajos y viles de
la casa, reencargándola a la madre superiora para que la mantenga con la
mayor custodia y precaución, ínterin se presenta ocasión de navío que
salga para la plaza de Valdivia, adonde será trasladada en partida de
registro _a vivir en unión de su marido_, y se mantendrá perpetuamente
en dicha plaza.--Dió y pronunció esta sentencia el excelentísimo señor
don Manuel de Amat y Juniet, caballero de la Orden de San Juan, del
Consejo de su Majestad, su gentilhombre de cámara con entrada, teniente
general de sus reales ejércitos, virrey, gobernador y capitán general de
estos reinos del Perú y Chile; y en ella firmó su nombre estando
haciendo audiencia en su gabinete, en los Reves, a 11 de agosto de 1772,
siendo testigo don Pedro Juan Sanz, su secretario de cámara, y don José
Garmendia, que lo es de cartas.--_Gregorio González de Mendoza_,
escribano de su majestad y Guerra.»

¡Cáscaras! ¿No le parece a ustedes que la sentencia tiene tres pares de
perendengues?

Ignoramos si el marido entablaría recurso de fuerza al rey por la parte
en que, sin comerlo ni beberlo, se le obligaba a vivir en ayuntamiento
con la media naranja que le dió la Iglesia, o si cerró los ojos y aceptó
la libranza, que bien pudo ser; pues para todo hay genios en la viña del
Señor.



EL RESUCITADO

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL TRIGÉSIMO SEGUNDO VIRREY


A principios del actual siglo existía en la Recolección de los descalzos
un octogenario de austera virtud y que vestía el hábito de hermano lego.
El pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo sólo con el
nombre de el _Resucitado_. Y he aquí la auténtica y sencilla tradición
que sobre él ha llegado hasta nosotros.


I

En el año de los tres sietes (número apocalíptico y famoso por la
importancia de los sucesos que se realizaron en América) presentóse un
día en el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los cuarenta
agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo. Desde el primer
momento los médicos opinaron que la dolencia del enfermo era mortal, y
le previnieron que alistase el bagaje para pasar a mundo mejor.

Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y después de
recibir los auxilios espirituales o de tener _el práctico a bordo_, como
decía un marino, llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y díjole, sobre
poco más o menos:

--Hace quince años que vine de España, donde no dejo deudos, pues soy un
pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente
busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo
mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas
de oro que encontrará vuesa merced en un cincho que llevo al cuerpo. Si
como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida
llamarme a su presencia, lego a vuesamerced mi dinero para que lo goce,
pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del
seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en sufragio de mi
alma pecadora.

Don Gil juró por todos los santos del calendario cumplir religiosamente
con los deseos del moribundo, y que no sólo tendría mortaja y misas,
sino un decente funeral. Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor
que le quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche
empezaron a enfriársele las extremidades, y a las cinco de la madrugada
era alma de la otra vida.

Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un
avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela
lo menguado del sujeto: _¡¡Gil Paz!!_ No es posible ser más tacaño de
letras ni gastar menos tinta para una firma.

Por entonces no existía aún en Lima el cementerio general, que, como es
sabido, se inauguró el martes 31 de mayo de 1808; y aquí es curioso
consignar que el primer cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis al
día siguiente fué el de un pobre de solemnidad llamado Matías Isurriaga,
quien, cayéndose de un andamio sobre el cual trabajaba como albañil, se
hizo tortilla en el atrio.

Dejemos por un rato en reposo al muerto, y mientras el sepulturero abre
la zanja fumemos un cigarrillo, charlando sobre el gobierno y la
política de aquellos tiempos, mismo del cementerio. Los difuntos se
enterraban en un corralón o campo santo que tenía cada hospital, o en
las bóvedas de las iglesias, con no poco peligro de la salubridad
pública.

Nuestro don Gil reflexionó que el finado le había pedido muchas
gollerías; que podía entrar en la fosa común sin asperges, responsos ni
sufragios; y que, en cuanto a ropaje, bien aviado iba con el raído
pantalón y la mugrienta camisa con que lo había sorprendido la flaca.

--En el hoyo no es como en el mundo--filosofaba Gil Paz--, donde nos
pagamos de exterioridades y apariencias, y muchos hacen papel por la
tela del vestido. ¡Vaya una pechuga la del difunto! No seré yo, en mis
días, quien halague su vanidad, gastando los cuatro pesos que importa la
jerga franciscana. ¿Querer lujo hasta para pudrir tierra? ¡Hase visto
presunción de la laya! ¡Milagro no le vino en antojo que lo enterrasen
con guantes de gamuza, botas de campana y gorguera de encaje! Vaya al
agujero como está el muy bellaco, y agradézcame que no lo mande en el
traje que usaba el padre Adán antes de la golosina.

Y dos negros esclavos del hospital cogieron el cadáver y lo
transportaron al corralón que servía de cementerio.


II

El excelentísimo señor don Manuel Guirior, natural de Navarra y de la
familia de San Francisco Javier, caballero de la Orden de San Juan,
teniente general de la real armada, gentilhombre de cámara y marqués de
Guirior, hallábase como virrey en el nuevo reino de Granada, donde había
contraído matrimonio con doña María Ventura, joven bogotana, cuando fué
promovido por Carlos III al gobierno del Perú.

Guirior, acompañado de su esposa, llegó a Lima de incógnito el 17 de
julio de 1776, como sucesor de Amat. Su recibimiento público se
verificó con mucha pompa el 3 de diciembre, es decir, a los cuatro meses
de haberse hecho cargo del gobierno. La sagacidad de su carácter y sus
buenas dotes administrativas le conquistaron en breve el aprecio
general. Atendió mucho a la conversión de infieles, y aun fundó en
Chanchamayo colonias y fortalezas, que posteriormente fueron destruidas
por los salvajes. En Lima estableció el alumbrado público con pequeño
gravamen de los vecinos, y fué el primer virrey que hizo publicar bandos
contra el diluvio llamado juego de carnavales. Verdad es que, entonces
como ahora, bandos tales fueron letra muerta.

Guirior fué el único, entre los virreyes, que cedió a los hospitales los
diez pesos que, para sorbetes y pastas, estaban asignados por real
cédula a su excelencia siempre que honraba con su presencia una función
de teatro. En su época se erigió el virreinato de Buenos Aires y quedó
terminada la demarcación de límites del Perú, según el tratado de 1777
entre España y Portugal, tratado que después nos ha traído algunas
desazones con el Brasil y el Ecuador.

En el mismo aciago año de los tres sietes nos envió la corte al
consejero de Indias don José de Areche, con el título de superintendente
y visitador general de la real Hacienda, y revestido de facultades
omnímodas tales, que hacían casi irrisoria la autoridad del virrey. La
verdadera misión del enviado regio era la de exprimir la naranja hasta
dejarla sin jugo. Areche elevó la contribución de indígenas a un millón
de pesos; creó la junta de diezmos; los estancos y alcabalas dieron
pingües rendimientos; abrumó de impuestos y socaliñas a los comerciantes
y mineros, y tanto ajustó la cuerda que en Huaraz, Lambaveque, Huánuco,
Pasco, Huancavelica, Moquegua y otros lugares estallaron serios
desórdenes, en los que hubo corregidores, alcabaleros y empleados reales
ajusticiados por el pueblo. «La excitación era tan grande--dice
Lorente--que en Arequipa los muchachos de una escuela dieron muerte a
uno de sus camaradas que, en sus juegos, había hecho el papel de
aduanero, y en el llano de Santa Marta dos mil arequipeños osaron,
aunque con mal éxito, presentar batalla a las milicias reales.» En el
Cuzco se descubrió muy oportunamente una vasta conspiración encabezada
por don Lorenzo Farfán y un indio cacique los que, aprehendidos,
terminaron su existencia en el cadalso.

Guirior se esforzó en convencer al superintendente de que iba por mal
camino; que era mayúsculo el descontento, y que con el rigorismo de sus
medidas no lograría establecer los nuevos impuestos, sino crear el
peligro de que el país en masa recurriese a la protesta armada,
previsión que dos años más tarde y bajo otro virrey, vino a justificar
la sangrienta rebelión de Tupac-Amaru. Pero Areche pensaba que el rey lo
había enviado al Perú para que, sin pararse en barras, enriqueciese el
real tesoro a expensas de la tierra conquistada, y que los peruanos eran
siervos cuyo sudor, convertido en oro, debía pasar a las arcas de Carlos
III. Por lo tanto, informó al soberano que Guirior lo embarazaba para
esquilmar el país y que nombrase otro virrey, pues su excelencia maldito
si servía para lobo rapaz y carnicero. Después de cuatro años de
gobierno, y sin la más leve fórmula de cortesía, se vió destituido don
Manuel Guirior, trigésimo segundo virrey del Perú, y llamado a Madrid,
donde murió pocos meses después de su llegada.

Vivió una vida bien vivida.

Así en el juicio de residencia como en el secreto que se le siguió,
salió victorioso el virrey y fué castigado Areche severamente.


III

En tanto que el sepulturero abría la zanja, una brisa fresca y retozona
oreaba el rostro del muerto, quien ciertamente no debía estarlo en
regla, pues sus músculos empezaron a agitarse débilmente, abrió luego
los ojos y, al fin, por uno de esos maravillosos instintos del organismo
humano, hízose cargo de su situación. Un par de minutos que hubiera
tardado nuestro español en volver de su paroxismo o catalepsia, y las
paladas de tierra no le habrían dejado campo para rebullirse y
protestar.

Distraído el sepulturero con su lúgubre y habitual faena, no observó la
resurrección que se estaba verificando hasta que el muerto se puso sobre
sus puntales y empezó a marchar con dirección a la puerta. El buho de
cementerio cayó accidentado, realizándose casi al pie de la letra
aquello que canta la copla:

_el vivo se cayó muerto
y el muerto partió a correr._

Encontrábase don Gil en la sala de San Ignacio vigilando que los
topiqueros no hiciesen mucho gasto de azúcar para endulzar las tisanas
cuando una mano se posó familiarmente en su hombro y oyó una voz
cavernosa que le dijo: ¡Avariento! ¿Dónde está mi mortaja?

Volvióse aterrorizado don Gil. Sea el espanto de ver un resucitado de
tan extraño pelaje, o sea que la voz de la conciencia hubiese hablado en
él muy alto, es el hecho que el infeliz perdió desde ese instante la
razón. Su sacrílega avaricia tuvo la locura por castigo.

En cuanto al español, quince días más tarde salía del hospital
completamente restablecido, y después de repartir en limosnas las
peluconas, causa de la desventura de don Gil, tomó el hábito de lego en
el convento de los padres descalzos, y personas respetables que lo
conocieron y trataron nos afirman que alcanzó a morir en olor de
santidad, allá por los años de 1812.



EL CORREGIDOR DE TINTA

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL TRIGÉSIMO TERCIO VIRREY

_Ahorcaban a un delincuente
y decía su mujer:
--No tengas pena, pariente,
todavía puede ser
que la soga se reviente._

ANÓNIMO.


I

Era el 4 de noviembre de 1780, y el cura de Tungasuca, para celebrar a
su santo patrón, que lo era también de su majestad Carlos III, tenía
congregados en opíparo almuerzo a los más notables vecinos de la
parroquia y algunos amigos de los pueblos inmediatos que, desde el
amanecer, habían llegado a felicitarlo por su cumpleaños.

El cura don Carlos Rodríguez era un clérigo campechano, caritativo y
poco exigente en el cobro de los diezmos y demás provechos parroquiales,
cualidades apostólicas que lo hacían el ídolo de sus feligreses. Ocupaba
aquella mañana la cabecera de la mesa, teniendo a su izquierda a un
descendiente de los Incas, llamado don José Gabriel Tupac-Amaru, y a su
derecha a doña Micaela Bastidas, esposa del cacique. Las libaciones se
multiplicaban y, como consecuencia de ellas, reinaba la más expansiva
alegría. De pronto sintióse el galope de un caballo que se detuvo a la
puerta de la casa parroquial, y el jinete, sin descalzarse las espuelas
penetró en la sala del festín.

El nuevo personaje llamábase don Antonio de Arriaga, corregidor de la
provincia de Tinta, hidalgo español muy engreído con lo rancio de su
nobleza v que despotizaba, por plebeyos, a europeos y criollos. Grosero
en sus palabras, brusco de modales, cruel para con los indios de la mita
y avaro hasta el extremo de que si en vez de nacer hombre hubiera nacido
reloj, por no dar no habría dado ni las horas, tal era su señoría. Y
para colmo de desprestigio, el provisor y canónigos del Cuzco lo habían
excomulgado solemnemente por ciertos avances contra la autoridad
eclesiástica.

Todos los comensales se pusieron de pie a la entrada, del corregidor,
quien, sin hacer atención en el cacique don José Gabriel, se dejó caer
sobre la silla que éste ocupaba, y el noble indio fué a colocarse a otro
extremo de la mesa, sin darse por entendido de la falta de cortesía del
empingorotado español. Después de algunas frases vulgares, de haber
refocilado el estómago con las viandas y remojado la palabra, dijo su
señoría:

--No piense vuesa merced que me he pegado un trote desde Yanaoca sólo
para darle saludes.

--Usiría sabe--contestó el párroco--que cualquiera que sea la causa que
lo trae es siempre bien recibida en esta humilde choza.

--Huélgome por vuesa merced de haberme convencido personalmente de la
falsedad de un aviso que recibí ayer, que a haberlo encontrado real,
juro cierto que no habría reparado en hopalandas ni tonsuras para
amarrar a vuesa merced y darle una zurribanda de que guardara memoria en
los días de su vida; que mientras yo empuñe la vara, ningún monigote me
ha de resollar gordo.

--Dios me es testigo de que no sé a qué vienen las airadas palabras de
su señoría--murmuró el cura, intimidado por los impertinentes conceptos
de Arriaga.

--Yo me entiendo y bailo solo, señor don Carlos. Bonito es mi pergenio
para tolerar que en mi corregimiento, a mis barbas, como quien dice, se
lean censuras ni esos papelotes de excomunión que contra mí reparte el
viejo loco que anda de provisor en el Cuzco, y ¡por el ánima de mi
padre, que esté en gloria, que tengo de hacer mangas y capirotes con el
primer cura que se me descantille en mi jurisdicción! ¡Y cuenta que se
me suba la mostaza a las narices y me atufe un tantico, que en un verbo
me planto en el Cuzco y torno chafaina y picadillo a esos canónigos
barrigudos y abarraganados!

Y enfrascado el corregidor en sus groseras baladronadas, que sólo
interrumpía para apurar gordos tragos de vino, no observó que don
Gabriel y algunos de los convidados iban desapareciendo de la sala.


II

A las seis de la tarde el insolente hidalgo galopaba en dirección a la
villa de su residencia, cuando fué enlazado su caballo; y don Antonio se
encontró en medio de cinco hombres armados, en los que reconoció a otros
tantos de los comensales del cura.

--Dése preso vuesa merced--le dijo Tupac-Amaru, que era el que
acaudillaba el grupo.

Y sin dar tiempo al maltrecho corregidor para que opusiera la menor
resistencia, le remacharon un par de grillos y lo condujeron a
Tungasuca. Inmediatamente salieron indios con pliegos para el Alto Perú
y otros lugares, y Tupac-Amaru alzó bandera contra España.

Pocos días después, el 10 de noviembre, destacábase una horca frente a
la capilla de Tungasuca; y el altivo español, vestido de uniforme y
acompañado de un sacerdote que lo exhortaba a morir cristianamente, oyó
al pregonero estas palabras:

_Esta es la justicia que don José Gabriel I, por la gracia de Dios,
Inca, rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente de
los mares del Sur, duque y señor de los Amazonas y del gran Paititi,
manda hacer en la persona de Antonio de Arriaga por tirano, alevoso,
enemigo de Dios y sus ministros, corruptor y falsario._

En seguida el verdugo, que era un negro esclavo del infeliz corregidor,
le arrancó el uniforme en señal de degradación, le vistió una mortaja y
le puso la soga al cuello. Más al suspender el cuerpo, a pocas pulgadas
de la tierra, reventó la cuerda; y Arriaga, aprovechando la natural
sorpresa que en los indios produjo este incidente, echó a correr en
dirección a la capilla, gritando: ¡Salvo soy! ¡A iglesia me llamo! ¡La
iglesia me vale!

Iba ya el hidalgo a penetrar en sagrado, cuando se le interpuso el Inca
Tupac-Amaru y lo tomó del cuello, diciéndole:

--¡No vale la iglesia a tan pícaro como vos! ¡No vale la iglesia a un
excomulgado por la Iglesia!

Y volviendo el verdugo a apoderarse del sentenciado, dió pronto remate a
su sangrienta misión.


III

Aquí deberíamos dar por terminada la tradición; pero el plan de nuestra
obra exige que consagremos algunas líneas por vía de epílogo al virrey
en cuya época de mando aconteció este suceso.

El excelentísimo señor don Agustín de Jáuregui, natural de Navarra y de
la familia de los condes de Miranda y de Teba, caballero de la Orden de
Santiago y teniente general de los reales ejércitos, desempeñaba la
presidencia de Chile cuando Carlos III relevó con él, injusta y
desairosamente, el virrey don Manuel Guirior. El caballero de Jáuregui
llegó a Lima el 21 de junio de 1780, y francamente, que ninguno de sus
antecesores recibió el mando bajo peores auspicios.

Por una parte, los salvajes de Chanchamayo acababan de incendiar y
saquear varias poblaciones civilizadas; y por otra, el recargo de
impuestos y los procedimientos tiránicos del visitador Areche habían
producido serios disturbios, en los que muchos corregidores y
alcabaleros fueron sacrificados a la cólera popular. Puede decirse que
la conflagración era general en el país, sin embargo de que Guirior
había declarado en suspenso el cobro de las odiosas y exageradas
contribuciones, mientras con mejor acuerdo volvía el monarca sobre sus
pasos.

Además en 1779 se declaró la guerra entre España e Inglaterra, y
reiterados avisos de Europa afirmaban al nuevo virrey que la reina de
los mares alistaba una flota con destino al Pacífico.

Jáuregui (apellido que, en vascuence, significa _residencia del señor_),
en previsión de los amagos piráticos, tuvo que fortificar y artillar la
costa, organizar milicias y aumentar la marina de guerra, medidas que
reclamaron fuertes gastos, con los que se acrecentó la penuria pública.

Apenas hacía cuatro meses que don Agustín de Jáuregui ocupaba el solio
de los virreyes, cuando se tuvo noticia de la muerte dada al corregidor
Arriaga, y con ella de que en una extensión de más de trescientas leguas
era proclamado por Inca y soberano del Perú el cacique Tupac-Amaru.

No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es
sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para
que entonces hubiese quedado realizada la obra de la Independencia.

El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron prisioneros el
Inca y sus principales vasallos, con los que se ejercieron los más
bárbaros horrores. Hubo lenguas y manos cortadas, cuerpos
descuartizados, horca y garrote vil. Areche autorizó barbaridad y media.

Con el suplicio del Inca, de su esposa doña Micaela, de sus hijos y
hermanos, quedaron los revolucionarios sin un centro de unidad. Sin
embargo, la chispa no se extinguió hasta julio de 1783, en que tuvo
lugar en Lima la ejecución de don Felipe Tupac, hermano del infortunado
Inca, caudillo de los naturales de Huarochirí. «Así--dice el deán
Funes--terminó esta revolución, y difícilmente presentará la historia
otra ni más justificada ni menos feliz.»

Las armas de la casa de Jáuregui eran: escudo cortinado, el primer
cuartel en oro con un roble copado y un jabalí pasante; el segundo de
gules y un castillo de plata con bandera; el tercero de azur, con tres
flores de lis.

Es fama que el 26 de abril de 1784 el virrey don Agustín de Jáuregui
recibió el regalo de un canastillo de cerezas, fruta a la que era su
excelencia muy aficionado, y que apenas hubo comido dos o tres cayó al
suelo sin sentido. Treinta horas después se abría en palacio la gran
puerta del salón de recepciones; y en un sillón, bajo el dosel, se veía
a Jáuregui vestido de gran uniforme. Con arreglo al ceremonial del caso
el escribano de cámara, seguido de la Real Audiencia, avanzó hasta pocos
pasos distante del dosel, y dijo en voz alta por tres veces:
¡Excelentísimo señor don Agustín Jáuregui! Y luego, volviéndose al
concurso, pronunció esta frase obligada: Señores, no responde.
¡Falleció! ¡Falleció! ¡Falleció! En seguida sacó un protocolo, y los
oidores estamparon en él sus firmas.

Así vengaron los indios la muerte de Tupac-Amaru.



LA GATITA DE MARI-RAMOS QUE HALAGA CON LA COLA Y ARAÑA CON LAS MANOS

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL TRIGÉSIMO CUARTO VIRREY DEL PERÚ

_(A Carlos Toribio Robinet.)_


Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la
capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso
aspecto, la cual fué, por los años de 1788, teatro no de uno de esos
cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se
ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles
detalles.


I

Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado
que tanta fama dió a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda
de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como
albañil en pared con los polvos de rosa arroz; ojos más negros que noche
de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un
azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie
para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de
gracia de 1776, Benedicta Salazar.

Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de
una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que
mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su
compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de
Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más
crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo
fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle
calabazas como melones, recurrió al manoseado expediende de hacerse
archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a
monjío y no a casorio.

El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

_niña de los muchos novios,_
_que con ninguno te casas;_
_si te guardas para un rey_
_cuatro tiene la baraja._

De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de
gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de
Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la
gritaba:--¡Hipócrita! A mí no me engatusas con purisimitas. ¿A qué
vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes
que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca
que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe
plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no
conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas?
¡Miren a la remilgada de Jurquillos, que lavaba los huesos para
freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis
uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! Miren, miren a la gatita
de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos!
¡Malhaya la niña de la media almendra!

Como estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la vecindad,
envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el
apodo de _Gatita de Mari-Ramos_; y pronto en la parroquia entera los
mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encontraban al paso,
saliendo de misa mayor, le decían:

--¡Qué modosita y qué linda que va la Gatita de Mari-Ramos!

La verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en sus barruntos.
Un petimetre, don Aquilino de Leuro, era el quebradero de cabeza de la
sobrina; y ya fuese que éste se exasperara de andar siempre al morro por
un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiese llegado a extremo
de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato,
ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de
Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compaña de un gato
pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.


II

Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es
decir, que mientras los amantes apuran la luna de miel para dar entrada
a la de hiel, podemos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo
histórico.

El excelentísimo señor don Teodoro de Croix, caballero de Croix,
comendador de la muy distinguida orden teutónica en Alemania, capitán de
guardias valonas y teniente general de los reales ejércitos, hizo su
entrada en Lima el 6 de abril de 1784.

Durante largos años había servido en México bajo las órdenes de su tío
(el virrey marqués de Croix), y vuelto a España, Carlos III lo nombró su
representante en estos reinos del Perú. «Fué su excelencia--dice un
cronista--hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su
caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el
candelero de plata lo había dado a los pobres, no teniendo de pronto
moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero
cristiano.»

La administración del caballero Croix, a quien llamaban _el Flamenco_,
fué de gran beneficio para el país.

El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o
subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el
tribunal de Minería, repobláronse los valles de Víctor y Acobamba, y el
ejemplar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de
huérfanos, que no pocos hombres ilustres ha dado después a la república.

Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el
primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran
desarrollo del comercio en los cinco años del gobierno de Croix, bastará
consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos y
la exportación a treinta y seis.

Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones,
y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera y única
vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el
presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema
de economías, disminuyendo empleados, cercenando sueldos, licenciando
los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la
tercera parte de la fuerza que mantuvieron sus predecesores desde Amat.

La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el señor
López Sánchez, obispo de la diócesis, fué la piedra de escándalo de la
época. Su ilustrísima, despojándose de la mansedumbre sacerdotal, dejó
desbordar su bilis hasta el extremo de abofetear al escribano real que
le notificaba una providencia. El juicio terminó, desairosamente para el
iracundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.

Lorente, en su _Historia_, habla de un acontecimiento que tiene alguna
semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. «Un pobre
gallego--dice--que había venido en clase de soldado y ejercido después
los poco lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles,
cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural
de un hermano del cardenal patriarca, presidente del Consejo de
Castilla, y para explotar la necedad de los ricos, fingió recibir cartas
del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por
un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y
sin embargo engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura
y amenazado con el tormento, hubo de declararlo todo. Su farsa se
consideró como crimen de Estado, y por circunstancias atenuantes salió
condenado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida
de registro, a su cómplice el religioso».

El sabio don Hipólito Unanue que con el seudónimo de _Aristeo_ escribió
eruditos artículos en el famoso _Mercurio peruano_; el elocuente
mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en
el mismo periódico con el nombre de _Sofronio_; el egregio médico
Dávalos, tan ensalzado por la Universidad de Montpellier; el clérigo
Rodríguez de Mendoza, llamado por su vasta ciencia el _Bacón del Perú_ y
que durante treinta años fué rector de San Carlos; el poeta andaluz
Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclarecidos formaban la
tertulia de su excelencia, quien, a pesar de su ilustración y del
prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir
que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.

Este virrey, tan apasionado por el cáustico y libertino _poeta de las
adivinanzas_, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan
Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un
manuscrito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta
de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de
desacato a su persona, y el pobre hijo de Apolo fué desterrado a la
metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de
aguachirle.

El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, y
murió en Madrid en 1791 a poco de su llegada a la patria.


III

_¿Hay huevos?_
--_A la otra esquina por ellos._

(Popular).

Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia
administrativa del gobernante, no dejaré en el tintero, pues con su
excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los
muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el
compañero de _La Broma_ [3] que me hizo el relato que van ustedes a
leer.

[Nota 3: _La Broma_ fué un periódico humorístico que se publicaba en
Lima en 1878.]

Es el caso que el excelentísimo señor don Teodoro de Croix tenía la
costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos pasados por agua
caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Julián
de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los
huevos todas las mañanas.

Mas si el virrey era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la
avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un
piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de
escoger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba
un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba
por el anillo o pesaba un adarme menos que otro, lo dejaba.

Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo,
esquina de Palacio, esquina de las Mantas y esquina de Judíos, que
encontrándose éstos un día reunidos en Cabildo para elegir balanceador,
recayó la conversación sobre el mayordomo don Julián de Córdova y
Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.

Al día siguiente al del acuerdo presentóse don Julián en una de las
pulperías, y el mozo le dijo:--No hay huevos, señor don Julián. Vaya su
merced a la otra esquina por ellos.

Recibió el mayordomo igual contestación en las cuatro esquinas, y tuvo
que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los
pulperos de ocho manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados
del cominero don Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro
camaradas.

No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo
para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen
humor le dijo:

--Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?

--En la esquina de San Andrés.

--Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.

--Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a
Jetafe.

Contado el origen del infantil juego de los _huevos_, paréceme que puedo
dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.


IV

Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro, y lo
mismo pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se dieron tanta prisa que,
medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la
francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo
almuercen los ratones, y fué a dar con su humanidad en el Cerro de
Pasco, mineral boyante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas
esperando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del ingrato que
le dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, convencida de su
desgracia, resolvió no volver al hogar de la tía, sino arrendar un
entresuelo en la calle de la Alameda.

En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra
gatita. Vivía encerrada, y evitando entrar en relaciones con la
vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones
para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al
anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de
la marquesa de Sotoflorido, con sueldo de ocho pesos semanales.

Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al
salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la
tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto de reja, quien
dió en la flor siempre que la atisbaba, de dispararla a quemarropa un
par de chicoleos, entremezclados con suspiros, capaces de sacar de
quicio a una estatua de piedra berroqueña.

Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino
Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el
más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las
muchachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmerecían y
ocupaban ellas de él como _del gallo de la Pasión_ que, con arroz
graneado, ají mirasol y culantrillo, _debió ser guiso de chuparse los
dedos_.

Era el tal--no _el gallo de la Pasión_, sino Fortunato--, lo que se
conoce por un pobre diablo, no mal empatillado y de buena cepa, como que
pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en
la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era
desempeñado entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro
joven veinte duros al mes, le daba por pascua del Niño Dios un decente
aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el
mocito agenciase lo que en tecnicismo burocrático se llama _buscas
legales_.

Forzoso es decir que Benedicta jamás paró mientes en los arrumacos del
vecino, ni lo miró a hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para
desahuciarlo, diciéndole: «Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que
lo que es en ésta no se da posada al peregrino».

Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, halló
a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste le endilgase
uno de sus habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una
lluvia de perlas y que al amartelado mancebo debió parecerle música
celestial, le dijo:

--Buenas noches, vecino.

El plumario, que era mozo muy socarrón y amigo de donaires, díjose para
el cuello de su camisa:--Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere
parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para las
hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón,
no le queda más recurso que darse por derrotada.

  _Yo domino de todas la arrogancia,_
_conmigo no hay Sagunto ni Numancia_...

Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios
a la costurera hasta la puerta del entresuelo. La llave era dura, y el
mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la
mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre
ruborosa y complacida, murmurase un--Pase usted adelante, aunque la casa
no es como para la persona.

Suponemos que esto o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó
decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para
todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un
piñón de almendra. El estuvo apasionado y decidor:

  _Las palabras amorosas_
_son las cuentas de un collar,_
_en saliendo la primera_
_salen todas las demás._

Ella, con palabritas cortadas y melindres, dió a entender que su corazón
no era de cal y ladrillo; pero que como los hombres son tan pícaros y
reveseros, había que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse
en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. El
juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las
demás paparruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para
festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del
riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el
virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a subir, armado de
las susodichas limetas.

Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que
habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer
ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el
paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas
consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la prole, y siglos
van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el
galán contaba con el refuerzo del moscatelillo, y como reza el refrán,
de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete.

Apuraba ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un
ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las
campanas de las diez, y Benedicta con gran agitación y congoja exclamó:

--¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda
lo que sucediere, ni una palabra ni intente salir hasta que yo lo
busque.

Fortunato no se distinguía por la bravura y de buena gana habría querido
tocar de suela; pero sintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió
de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la
habitación contigua.


V

Abramos un corto paréntesis para referir lo que había pasado pocas horas
antes.

A las siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de Palacio,
se encontró con Aquilino. Ella, lejos de reprocharle su conducta, le
habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde
hubo fuego siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita
para las diez de la noche.

Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la
hija de un rico minero; y desde entonces juró en Dios y en su ánima
vivir para la venganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y
acordarle una cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente
su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el
secreto de su repentina coquetería para con Fortunato.

Ahora volvamos al entresuelo.


VI

Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones,
sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la
deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no
era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta fingió
creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.

Entretanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había
echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: más
mató la cena que curó Avicena.

Rendido Leuro al soporífero influjo, la joven lo ató con fuertes
ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal, y esperó impasible
durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder narcótico.

A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del
narcotizado, y entonces principió la horrible tragedia.

Benedicta era tribunal y verdugo.

Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y
luego le dijo:

--¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.

Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto
había amado...

* * *

El pobre amanuense temblaba como la hoja del árbol. Había oído y visto
todo por un agujero de la puerta.

Benedicta, realizada su venganza, dió vuelta a la llave y lo sacó del
encierro.

--Si aspiras a mi amor--le dijo--empieza por ser mi cómplice. El premio
lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está
desierta, la noche es lóbrega, el río corre en frente de la casa... Ven
y ayúdame.

Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo,
aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura de un ángel, dió
un salto como la pantera que se lanza sobre su presa y estampó un beso
de fuego en los labios de Fortunato.

La fascinación fué completa. Ese beso llevó a la sangre y a la
conciencia del joven el contagio del crimen.

Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de
policía, es empresa de guapos aventurarse después de las ocho de la
noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio
en el siglo pasado y cuando sólo en 1776 se había establecido el
alumbrado para las calles centrales de la ciudad.

La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la
naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.

Entreabrióse el postigo de la casa, y por él salió cautelosamente
Fortunato, llevando al hombro, cosido en una manta, el cadáver de
Aquilino. Benedicta lo seguía, y mientras con una mano lo ayudaba a
sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso,
cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas
servían de auxiliares a un nuevo delito.

Las sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del río.

Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de
adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.

¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.

Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra
el cuerpo del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces,
y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido
víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el
que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el
difunto.

Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo
se encontraba metido en un dédalo de acusaciones, y el fiscal veía
pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba,
para dar sentencia, entre horca y presidio.

Pero la Providencia que vela por los inocentes, tiene resortes
misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.

Benedicta, moribunda y devorada por el remordimiento, reveló todo a un
sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su
confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo
nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la _Gatita de
Mari-Ramos_.



¡A LA CÁRCEL TODO CRISTO!

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIRREY INGLÉS


I

Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o
_mercachifle_, hombre de mediana talla, grueso, de manos y facciones
toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco
más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su
biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de
leña para la cocina del castillo da Dungán, residencia de la condesa de
Bective, hasta que un su tío, padre jesuíta de un convento de Cádiz, lo
llamó a su lado, lo educó medianamente, y viéndolo decidido por el
comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una
pacotilla.

_Ño Ambrosio el inglés_, como llamaban las limeñas al mercachifle,
convencido de que el comercio de cintas, agujas, blondas, dedales y
otras chucherías no le produciría nunca para hacer caldo gordo, resolvió
pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés
muy relacionado en Santiago, que con el carácter de ingeniero delineador
lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de
los correos que, al través de la cordillera, conducían la
correspondencia entre Chile y Buenos Aires.

Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando acaeció una
formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el
capitán general, entre otras fuerzas, una compañía de voluntarios
extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La
campaña le dió honra y provecho; y sucesivamente el rey le confirió los
grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y
en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió con el carácter
de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de
Chile.

Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras
tradiciones nos permite historiar los diez años del memorable gobierno
de don Ambrosio O'Higgins. La fortaleza del Barón, en Valparaíso, y
multitud da obras públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.

Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos,
el monarca lo nombró marqués de Osorno, lo ascendió a teniente general y
lo trasladó al Perú como virrey, en reemplazo del bailío don Francisco
Gil y Lemus de Toledo y Villamarín, caballero profesor de la orden de
San Juan, comendador del Puente Orgivo y teniente general de la real
armada.

En 5 de junio de 1796 se encargó O'Higgins del mando. Bajo su breve
gobierno se empedraron las calles y concluyeron las torres de la
Catedral de Lima, se creó la sociedad de Beneficencia, y se
establecieron fábricas de tejidos. La portada, alameda y camino
carretero del Callao fueron también obra de su administración.

En su época se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había
estado sujeta al virreinato de Buenos Aires, y fué separado Chile de la
jurisdicción del virreinato del Perú.

La alianza que por el tratado de San Ildefonso, después de la campaña
del Rosellón, celebró con Francia el ministro don Manuel Godoy, duque de
Acudía y príncipe de la Paz, trajo como consecuencia la guerra entre
España e Inglaterra. O'Higgins envió a la corona siete millones de pesos
con los que el Perú contribuyó, más que a las necesidades de la guerra,
al lujo de los cortesanos y a los placeres de Godoy y de su real manceba
María Luisa.

Rápida, pero fructuosa en bienes, fué la administración de O'Higgins, a
quien llamaban en Lima el _virrey inglés_. Falleció el 18 de marzo de
1800, y fué enterrado en las bóvedas de la iglesia de San Pedro.


II

Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins entró a ejercer
el mando. Según el censo mandado formar por el virrey-bailío Gil y
Lemus, contaba la ciudad en el recinto de sus murallas 52.627
habitantes, y para tan reducida población excedía de setecientos el
número de carruajes particulares que, con ricos arneses y soberbios
troncos, se ostentaban en el paseo de la Alameda. Tal exceso de lujo
basta a revelarnos que la moralidad social no podía rayar muy alto.

Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se multiplicaban y
para remediarlos juzgó oportuno su excelencia promulgar bandos,
previniendo que sería aposentado en la cárcel todo el que después de las
diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comisiones de
ronda. Las compañías de _encapados_ o agentes de policía, establecidas
por el virrey Amat, recibieron aumento y mejora en el personal con el
nombramiento de capitanes, que recayó en personas notables.

Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas, y los desórdenes
no disminuían. Precisamente los jóvenes de la nobleza colonial hacían
gala de ser los primeros infractores. El pueblo tomaba ejemplo de ellos;
y viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal, llamó un día a
los cinco capitanes de las compañías de encapados.

--Tengo noticias, señores--les dijo--que ustedes llevan a la cárcel sólo
a los pobres diablos que no tienen padrino que les valga; pero que
cuando se trata de uno de los marquesitos o condesitos que andan
escandalizando el vecindario con escalamientos, serenatas, estocadas y
holgorios, vienen las contemporizaciones y se hacen ustedes de la vista
gorda. Yo quiero que la justicia no tenga dos pesas y dos medidas, sino
que sea igual para grandes y chicos. Téngalo ustedes así por entendido,
y después de las diez de la noche... ¡a la cárcel todo Cristo!

Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del refrán
popular _a la cárcel todo Cristo_. Cuentan que en un pueblecito de
Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos
salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada
cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó
maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y
que, olvidando la mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a
relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y
anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose
el alcalde, dijo:--¡A la cárcel todo Cristo!

Probablemente don Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al
sermonear a los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras
del alcalde andaluz.

Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera
como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando
estaba la ciudad en plena tiniebla, embozóse el virrey en su capa y
salió de palacio.

A poco andar tropezó con una ronda; mas reconociéndolo el capitán lo
dejó seguir tranquilamente, murmurando:

--¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelencia anda en galanteo, y
por eso no quiere que los demás tengan un arreglillo y se diviertan.
Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento
del moqueguano.

Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Moquegua un ricacho
nombrado don Cristóbal Cugate, a quien su mujer, que era de la piel del
diablo, hizo pasar la pena negra. Estando el infeliz en las
postrimerías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de
genio tan manso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte
de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas a su
conjunta.

--Es preciso que haya quien me vengue--díjose el moribundo; y haciendo
venir un escribano, dictó su testamento, dejando a aquella arpía por
heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer
segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no
verificarlo así, era su voluntad que pasase la herencia a un hospital.

Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto
reemplazó al difunto--decían los moqueguanos--,¡qué gangas de
testamento! Y el dicho pasó a refrán.

Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron las
buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se
derritieron en cortesías, y le dejaron libre el paso.

Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya a
dormir, cuando le dió en la cara la luz del farolillo de la quinta
ronda, cuyo capitán era don Juan Pedro Lostaunau.

--¡Alto! ¿Quien vive?

--Soy yo, don Juan Pedro, el virrey.

--No conozco al virrey en la calle después de las diez de la noche. ¡Al
centro el vagabundo!

--Pero, señor capitán...

--¡¡Nada!! El bando es bando y ¡a la cárcel todo Cristo!

Al día siguiente quedaron destituidos de sus empleos los cuatro
capitanes que, por respeto, no habían arrestado al virrey; y los que los
reemplazaron fueron bastante enérgicos para no andarse en
contemplaciones, poniendo, en breve, término a los desórdenes.

El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la
Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un don Ambrosio O'Higgins,
marqués de Osorno, barón de Ballenari, teniente general de los reales
ejércitos, y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad don Carlos
IV.



NADIE SE MUERE HASTA QUE DIOS QUIERE

CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL TRIGÉSIMO SÉPTIMO VIRREY DEL PERÚ


I

Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando
el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:

  _Ahí te entrego esa mujer:_
_trátala como a mula de alquiler,_
_mucho garrote y poco de comer._

Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que
cambió de frenos y dijo a la mujer:

_Ahí tienes ese marido:_
_trátalo como a buey al yugo uncido_
_y procura que se ahorque de aburrido._

Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien
llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde
su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te
lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien
tropieces por esas calles.

La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad
conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva.
Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del
marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni
Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba
escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del
puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en
dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.

A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos
de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra
civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges
andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta
paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y
no quedaba silla con palo sano. A bien librar salía siempre el bonachón
del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su
conjunta persona.

Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los
alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora
para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:

  _Caséme por mi mal con una indina,_
_fresca como la pera bergamota;_
_trájome suegra y larga familiota_
_y por dote su cara peregrina._
  _A trote largo mi caudal camina_
_a sumergirse en una sirte ignota;_
_pronto he de hacer con ella bancarrota,_
_salvo que encuentre una boyante mina._
  _Un diablo pedigüeño anda conmigo;_
_es ¡dame! su perenne cantinela,_
_y así estoy en los huesos, caro amigo._
  _¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?_
--_Dígote, don Peruétano, que digo,_
_que aquella no es mujer... es sanguijuela._

No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada
son, como los de la ley de Dios, diez:

El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererlo más que a padre y madre.

El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

El sexto, no traicionarlo.

El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.

El noveno, no desear más prójimo que su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno.

Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de
arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.

El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con
varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras
de moros y cristianos, gutibambas y muziferreras, se dijo:

--Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que
las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en
el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de
perder su braveza, y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.

Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se
dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro varas de
cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener
ya otros en la vida.


II

--¿Y qué virrey gobernaba entonces?--Paréceme oír esta pregunta, que es
de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los
oyentes.

Pues, lectores míos, gobernaba el excelentísimo señor don Gabriel de
Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales
ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el
virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo
del mando de esta bendita tierra.

Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando
estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fué mandado con
tropas para sofocarla. Excesivo fué el rigor que empleó Avilés en esa
campaña.

Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó
Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio
para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña
Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina
para cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel, y
más tarde virrey, don Joaquín de la Pezuela.

Con grandes fiestas se celebró la llegada del flúido vacuno. Tuvo el
Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el
alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa
época se plantaron los árboles de la Alameda de Acho.

Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa de
realizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaron
en Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertes
averías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.

Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización de
bienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que el
prudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas y
memoriales a la corona. No fué ésta la primera vez en que el virrey
apeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse de
compromisos. En 1804 interesábase la ciudad porque el virrey dictase
cierta providencia; mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o que
no entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo,
que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta de
palacio apareció este pasquín:

_¡Avilés! ¡Avilés!_
_¿Qué haces que por la ciudad no ves?_

El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo:

_Para dar gusto a antojos_
_he mandado hasta España por anteojos._

Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que su
empeño estaba sujeto a la decisión del rey.

Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. El
pueblo lo pintaba con esta frase. En la oración _hábil es y en gobierno
inhábil es_.

En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.

Anciano, enfermo y abatido de ánimo, por la reciente muerte de su
esposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó a
Valparaíso, y a los pocos días falleció en este puerto el _virrey
devoto_, como lo llamaban las picarescas limeñas.


III

Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas de
despedida, como es de moda desde la invención de los nervios y del
romanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz,
lugar amenisimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que no
parecía sino que estaban convidando al prójimo para colgarse de ellos y
dar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.

Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algún
pero que ponerles. Este no era bastante elevado; aquél no ofrecía
consistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él;
el otro era poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuando
uno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a su
regalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el caso
requería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas más
vigorosas.

En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido y
quedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lo
mejor era esperar a que el camino estuviese desierto. Indias pescadoras
que venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores,
cimarrones de San Juan y peones de las haciendas, traficaban a esa hora
a pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombre
pudiera matarse en paz.

--¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase un
transeúnte inoportuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con
esperar un rato, que no llega tarde quien llega.

En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso
ramaje del árbol, cuando vió llegar con tardo paso, y mirando a todas
partes con faz recelosa, un hombrecillo envuelto en un capote lleno de
remiendos.

Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en
Lima conocían con el apodo de _Ovillitos_. El apodo le venía de que en
una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que
un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.

Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y al
camino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando una
tijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban su
mugriento capote de barragán.

¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parche
sacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol,
después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolas
amorosamente?

--¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos!--exclamó Román, descendiendo
listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo--. Pues Dios me ha
venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de
la calva. ¡Arbol feliz el que tal abono tiene!

Y se puso a la obra, y desenterró poco más de cien peluconas, de esas
que bajo el _Indiae et Hispaniarum Rex_ lucían el busto de Carlos III o
Carlos IV.


IV

Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchó
viento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a los
derroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la Divina
Providencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.

Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se había
convertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que el
dinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, y
que es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano en
mano. Mendigos ha habido, en todos los tiempos, que a su muerte han
dejado un caudal decente.

Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre sus
herederos una fortuna que se estimó en más de cincuenta mil pesos.

Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala durante
veinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragio
del alma de Ovillitos.



EL FRAILE Y LA MONJA DEL CALLAO


Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la
historia y la literatura cometí cuando muchacho.

Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño
dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los
destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte
antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas,
mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto
una pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forro
consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos
pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar
quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo
entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de
bellota, ponen al _Quijote_ por las patas de los caballos, llamándolo
libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? _Porque sí_. Este
_porque sí_ será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable
y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos
los hombres a falta de razón.

Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y así
Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñalada
de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo,
hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que,
en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de
laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único
malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro
nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura.
Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.

Titulábase uno de mis desatinos dramáticos _Rodil_, especie de alacrán
de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí!, fuí tan bruto que no sólo
creí a mi hijo la octava maravilla, sino que, ¡mal pecado!, consentí en
que un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner
en letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!

Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto,
diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo,
caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la
historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho
digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal
paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré
guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no
tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía
cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.

--¡Basta de preámbulo, y al hecho!--exclamó el presidente de un
tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y
rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El
letrado dijo entonces de corrido:--El hecho es un muchacho hecho: el
que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho.


I

Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la Independencia de
Sudamérica. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, España
dominó por trece meses más en un área de media legua cuadrada. La
traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los
realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón
de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la
obstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquía
rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el
_nuevo Leónidas_, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado.
Stevenson y aun García Camba convienen en que Rodil fué cruel hasta la
barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada
para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas
españolas.

Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la Península, ni
de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial,
viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el
escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante
la indomable terquedad del castellano del Callao.

Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el
primer puerto de la república, y entre otras versiones, la más
generalizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playa
del pequeño guijarro llamado por los marinos _zahorra_ o _callao_.

A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones
legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una
voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás
pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo,
y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los
baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que
arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un
instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir
fuentes en los brazos.

Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la
Universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia,
abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza
en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con
el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco
después a comandante, se le encomendó la formación del batallón
Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del
Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que
Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que
había creado, a las batallas de Talca, Cancharrayada y Maipú.

Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra los
patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de
Pucarán.

Al encargarse del gobierno político y militar del Callao, en 1824, el
brigadier don José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de
Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumanes, Medina del Campo,
Tarifa, Pamplona y Cancharrayada, cruces que atestiguaban las batallas
en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores.
Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom,
y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fué
verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la, para
Rodil, decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo
jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza,
abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa
_Briton_. El general La Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión
del Inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas,
tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil,
que desde el 1º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el
mando del Callao, hasta enero de 1826, casi no pasó día sin combatir.

Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una
astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots.
En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad
que le rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los
fusilados en esa ocasión fué Frasquito, muchacho andaluz muy popular por
sus chistes y agudezas, y que era el amanuense de Rodil.

El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en
Madrid un motín de cuartel) fué comisionado por el virrey conde de los
Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la
inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio
en que Canterac le transcribía el artículo de capitulación concerniente
al Callao, exclamó furioso:--¡Canario! Que capitulen ellos que se
dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y
balas, no quiero dimes ni diretes con esos p...ícaros insurgentes.


II

Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por
los patriotas, 9.553 balas de cañón, 454 bombas, 908 granadas, y 34.713
tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete
oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y
dos soldados heridos. Los patriotas, por su parte, no anduvieron cortos
en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón,
317 bombas e incalculable cantidad de metralla.

Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición
de 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en
estado de manejar un arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste
y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año
antes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas si
llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según
García Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los que
murieron combatiendo.

En los primeros meses del sitio, Rodil expulsó de la plaza 2.389
personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y
vióse el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar al
campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se
las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos
fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana.
He aquí lo que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que
publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno a
todo sentimiento de humanidad.

«Yo, que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no
podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus
provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fué cumplida con
prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que
emigraron fué animando a los que carecían de recursos para vivir en la
población, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Los
enemigos, a la decimocuarta emigración de ellas, entendieron que su
conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo
inhumano. Yo las repelí decisivamente».

Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la
conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la
barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fué la conducta
del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia
la conducta del gobernador de la plaza.

Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó
cuando, en los primeros días de enero de 1826, se vió abandonado por su
íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas
patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San
Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían
el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas
emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus manores detalles
todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La
traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la
defensa.

El 11 de enero se dió principio a los tratados que terminaron con la
capitulación del 23, honrosa para el vencido y magnánima para el
vencedor.

Las banderas de los regimientos Infante don Carlos y Arequipa, cuerpos
muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a
España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el
general La Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se
guardasen en la Catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de
Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.

¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de
la pregunta.


III

Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial
distinción; y fué el único, de los que militaron en el Perú, a quien no
aplicaron el epíteto de _ayacucho_ con que se bautizó en España a los
amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la
guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto
escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que
obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fué general en jefe del
ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la
corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los
derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna
en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando
Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.

Fué virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general
de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes,
ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de
la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la
orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y
Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San
Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político
y aun personal, habiendo llegado a extremo tal que, en 1845, siendo
ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de
guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones.
Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo
ministerio amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y
demás preeminencias.

El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tomar parte activa en la
política española, y murió en 1861.

Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.


IV

Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad
de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. Clara
idea del estado de ánimo de los habitantes del castillo puede dar este
pasquín:

_Como estuvimos estamos,_
_como estamos estaremos,_
_enemigos sí tenemos_
_y amigos... los esperamos._

El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente don Diego
Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente
González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto
víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda
plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa, estaban sometidos a ración
de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a
precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle,
moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de
otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron
ratas como manjar delicioso.

Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban
misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy
descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni
proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir
los castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquel
que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil
por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.

Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente
conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta
ponerse a tiro de fusil, y gritaban:

--A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores--palabras que
eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el
hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.


V

A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de
sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a
revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que don Ramón Rodil era
hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!

Fué el caso que una mañana encontraron privados de sentido, y echando
espumarajos por la boca, a dos centinelas de un bastión o lienzo de
muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos,
mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes,
capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle
una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los
infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos
hasta dejarlo de sobra.

Vueltos en sí, declaró uno de ellos que, a la hora en que Pedro negó al
Maestro, se le apareció como vomitado por la tierra un franciscano con
la capucha calada, y que con aquella voz gangosa que diz que se estila
en el otro barrio le preguntó:--¡Hermanito! ¿Pasó la monja?

El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había
aparecido una mujer con hábito de monja clarisa, y díchole:--¡Hermanito!
¿Pasó el fraile?

Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la
otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive, porque la
carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó
la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.

Don Ramón Rodil, para curarlos de espanto, les mandó aplicar carrera de
baquetas.

El castellano del Real Felipe, que no tragaba rueda, de molino ni se
asustaba con duendes ni demonios coronados, dióse a cavilar en los
fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello
trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña dióse y a
tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que
fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso, que se
valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de
una cuerda cambio de cartas con los patriotas.

Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra, en la
casamata del castillo, una docena de sospechosos, y a la vez mandaba
fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.

Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr
aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por
eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de
creer a pies juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en
tren directo y desde el país de las calaveras, por el solo placer de dar
un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacía centinela en el bastión
del castillo.



POR BEBER UNA COPA DE ORO


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la
provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba.
Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia
bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de
ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su
regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las
autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso
por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día,
cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su
enojo con estas palabras:

--Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros,
hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. _Los viracochas_ son
señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que
en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos,
bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos,
que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo
la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

--¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre
los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo
sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la
puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando
a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios,
sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su
cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.

Allí, sobre el altar mayor y en el sagrado cáliz, cometieron sacrilegas
profanaciones.

Pero en medio de la danza y la algazara, la voz del ministro del
Altísimo vibró tremenda, poderosa, irresistible, gritándoles:

--¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!

La sacrílega orgía se prolongó hasta media noche, y al fin, rendidos de
cansancio, se entregaron al sueño los impíos.

Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed
devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos
vecinos.

¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos.

Hoy (1880) es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto, con trescientos
cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación.
El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los
viajeros.

Entre las ruinas, y perfectamente conservada, encontróse en 1804 una
efigie del Señor de la Exaltación, a cuya solemne fiesta concurren el 14
de septiembre los creyentes de diez leguas a la redonda.



UNA EXCOMUNION FAMOSA


I

Tiempos de fanatismo religioso fueron sin duda aquellos en que, por su
majestad don Felipe II, gobernaba estos reinos del Perú don Andrés
Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor del rey. Y no lo
digo por la abundancia de fundaciones, ni por la suntuosidad de las
fiestas, ni porque los ricos dejasen su fortuna a los conventos,
empobreciendo con ello a sus legítimos herederos, ni porque, como lo
pensaban los conquistadores, todo crimen e inmundicia que hubiera sobre
la conciencia se lavaba dejando en el trance del morir, un buen legado
para misas, sino porque la Iglesia había dado en la flor de tomar cartas
en todo y para todo, y por un quítate allá esas pajas le endilgaba al
prójimo una excomunión mayor que lo volvía tarumba.

Sin embargo de que era frecuente el espectáculo de enlutar templos y
apagar candelas, nuestros antepasados se impresionaban cada vez más con
el tremendo aparato de las excomuniones. En algunas de mis leyendas
tradicionales he tenido oportunidad de hablar más despacio sobre muchas
de las que se fulminaron contra ladrones sacrílegos y contra alcaldes y
gente de justicia que, para apoderarse de un delincuente, osaron violar
la santidad del asilo en las iglesias. Pero todas ellas son chirinola y
cháchara celeste, parangonadas con una de las que el primer arzobispo de
Lima don fray Jerónimo de Loayza lanzó en 1561. Verdad es que su señoría
ilustrísima no anduvo nunca parco en esto de entredichos, censuras y
demás actos terroríficos, como lo prueba el hecho de que antes de que la
Inquisición viniera a establecerse por estos trigales, el señor Loayza
celebró tres autos de fe. Otra prueba de mi aseveración es que amenazó
con ladrillazo de Roma (nombre que daba el pueblo español a las
excomuniones) al mismo _sursum corda_, es decir, a todo un virrey del
Perú. He aquí el lance:

Cuéntase que cuando el virrey don Fernando de Toledo vino de España,
trajo como capellán de su casa y persona a un clérigo un tanto
ensimismado, disputador y atrabiliario, al cual el arzobispo creyó
oportuno encarcelar, seguir juicio y sentenciar a que regresase a la
metrópoli. El virrey puso el grito en el cielo y dijo, en un arrebato de
cólera: que si su capellán iba desterrado, no haría el viaje solo, sino
acompañado del fraile arzobispo. Súpolo éste, que faltar no podía
oficioso que con el chisme fuese, y diz que su excelencia amainó tan
luego como tuvo aviso de que el arzobispo había tenido reunión de
teólogos y que, como resultado de ello, traía el ceño fruncido y se
estaban cosiendo en secreto bayetas negras. El cleriguillo, abandonado
por su padrino el virrey, marchó a España bajo partida de registro.

Pero la excomunión que ha puesto por hoy la péñola en mis manos es
excomunión mayúscula y, por ende, merece capítulo aparte.


II

El decenio de 1550 a 1560 pudo dar en el Perú nombre a un siglo que
llamaríamos sin empacho el siglo de las gallinas, del pan, del vino, del
aceite y de los pericotes. Nos explicaremos.

Sábese, por tradición, que los indios bautizaron a las gallinas con el
nombre de _hualpa_, sincopando el de su último inca Atahualpa. El padre
Blas Valera (cuzqueño) dice que cuando cantaban los gallos, los indios
creían que lloraban por la muerte del _inca_, por lo cual llamaron al
gallo _hualpa_. El mismo cronista refiere que durante muchos años no se
pudo lograr que las gallinas españolas empollasen en el Cuzco, lo que se
conseguía en los valles templados. En cuanto a los pavos, fueron traídos
de México.

Garcilaso, Zárate, Gómara y muchos historiadores y cronistas dicen que
fué por entonces cuando doña María de Escobar, esposa del conquistador
Diego de Chávez, trajo de España medio almud de trigo que repartió a
razón de veinte o treinta granos entre varios vecinos. De las primeras
cosechas enviaron algunas fanegas a Chile y otros pueblos de la América.

Casi con la del trigo coincidió la introducción de los pericotes o
ratones en un navío que, por el estrecho de Magallanes, vino al Callao.
Los indios dieron a esta plaga de dañinos inmigrantes el nombre de
_hucuchas_, que significa salidos del mar. Afortunadamente el español
Montenegro había traído gatos en 1537 y es fama que don Diego de Almagro
le compró uno en seiscientos pesos. Los naturales no alcanzando a
pronunciar bien el _mizmiz_ de los castellanos, los llamaron _michitus_.

Y aquí, por vía de ilustración, apuntaremos que en los primeros veinte
años de la conquista el precio mínimo de un caballo era de cuatro mil
pesos, trescientos el de una vaca, quinientos pesos el de un burro,
doscientos el de un cerdo, cien el de una cabra o de una oveja, y por un
perro se daban sumas caprichosas. En la víspera de la batalla de
Chuquinga ofreció un rico capitán a un soldado diez mil pesos por su
caballo, propuesta que el dueño rechazó con indignación,
diciendo:--Aunque no poseo un maravedí, estimo a mi compañero más que a
los tesoros de Potosí.

Habiendo gran escasez de vino, a punto tal que en 1555 se vendía la
arroba en quinientos pesos, Francisco Carabantes trajo de las Canarias
los primeros sarmientos de uva negra que se plantaron en el Perú. En el
pago de Tacaraca, en Ica (escribía Córdova y Urrutia en 1840) existe hoy
una viña de uva negra, que se asegura ser una de las plantadas por
Carabantes, la cual da hasta ahora muy buena cosecha. ¡Injusticias
humanas! Los borrachos bendicen siempre al padre Noé, que plantó las
viñas, y no tienen una palabra de gratitud para Carabantes, que fué el
Noé de nuestra Patria.

Obtenido pan y vino, hacía falta el aceite. Probablemente lo pensó así
don Antonio de Ribera, y al embarcarse en Sevilla en 1559 cuidó meter a
bordo cien estacas de olivos.

Don Antonio de Ribera fué, en Lima, persona de mucho viso; como que
tenía escudo de armas en el que había pintado dos lobos con dos lobeznos
en campo de oro. Casado con la viuda de Francisco Martín de Alcántara,
hermano materno del marqués Pizarro, y que murió a su lado
defendiéndolo, trájole ésta pingüe dote. Tomó gran participación en las
guerras civiles de los conquistadores, y después de la rebeldía de Girón
marchó a España en 1557 con el nombramiento de procurador del Perú.

Ribera fué dueño de la espaciosa huerta que conocemos, en Lima, con el
nombre de _Huerta perdida_. Poseía una fortuna de trescientos mil duros,
adquirida haciendo vender por sus _mitayos_ higos, melones, naranjas,
pepinos, duraznos y demás frutas desconocidas hasta entonces en el Perú.
La primera granada que se produjo en Lima fué paseada en procesión en
las andas en que iba el Santísimo Sacramento, y dicen que era de
fenomenal tamaño.

Desgraciadamente para Ribera, la navegación, llena de peligros y
contratiempos, duró nueve meses, y a pesar de sus precauciones se
encontró al pisar tierra con que sólo tres de las estacas podían
aprovecharse, pues las demás no servían sino para avivar una hoguera.

Dióse a cultivarlas con grande ahinco, cuidándolas más que a sus talegas
de duros; y eso que su reputación de avaro era piramidal. Y para que ni
un instante escapasen a su vigilancia, plantó las tres estacas en un
jardinillo bien murado y resguardado por dos negros colosales y una
jauría de perros bravos.

Pero fíese usted de murallas como las de Pekín, en gigantes como
Polifemo y en canes como el Cerbero, y estará más fresco que una
horchata de chufas. Las dichosas estacas tenían más enamorados que
muchacha bonita y ya se sabe que para hombres que se apasionan del bien
ajeno, sea hija de Eva o cosa que valga la pena, no hay obstáculo exento
de atropello.

Una mañana levantóse don Antonio con el alba. No había podido cerrar los
párpados en toda la santa noche. Tenía la corazonada, el presentimiento
de una gran desgracia.

Después de santiguarse, y en chanclas y envuelto en el capote, se
dirigió al jardinillo; y el corazón le dio tan gran vuelco que casi se
le escapa por la boca junto con el taco redondo que lanzó.

--¡Canario! ¡Me han robado!

Y cayó al suelo presa de un accidente.

En efecto, había desaparecido una de las tres estacas.

Aquel día Ribera derrengó a palos media jauría de perros, y el látigo
anduvo bobo entre los pobres esclavos, que a su merced se le había
subido la cólera al campanario.

Cansado de castigos y de pesquisas y viendo que sus afanes no daban
fruto, se acerco al arzobispo, que era muy su amigo, y lo informó de su
gran desventura, al lado de la cual los trabajos de Job eran can-can y
zanguaraña.

Pero no es cuento, lectores míos, sino muy auténtico, lo que sucedió, y
así se lo dirá a ustedes el primer cronista que hojeen.

Aquel día las campanas clamorearon como nunca; y por fin, después de
otras imponentes ceremonias de rito, el ilustrísimo señor arzobispo
fulminó excomunión mayor contra el ladrón de la estaca.

Pero ni por ésas.

El ladrón sería algún descreído o _espirt fort_, de esos que pululan en
este siglo del gas y del vapor, pensará el lector.

Pues se lleva un chasco de marca.

En aquellos tiempos una excomunión pesaba muchas toneladas en la
conciencia.


III

Tres años transcurrieron y la estaca no parecía.

Verdad es que ni pizca de falta le hacía a Ribera, quien tuvo la fortuna
de ver multiplicados los dos olivos que le dejara el ladrón y disponía
ya de estacas para vender y regalar. Presumo que los famosos olivares de
Camaná, tierra clásica por sus aceitunas y por otras cosas que
prudentemente me callo, pues no quiero andar al rodapelo con los
camanejos, tuvieron por fundador un retoño de la _Huerta perdida_.

Un día presentóse al arzobispo, con cartas de recomendación, un
caballero recién llegado en un navío que, con procedencia de Valparaíso,
había dado fondo en el Callao; y bajo secreto de confesión le reveló que
él era el ladrón de la celebérrima estaca, la cual había llevado con
gran cautela a su hacienda de Chile, y que, no embargante la excomunión,
la estaca se había aclimatado y convertidose en un famoso olivar.

Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para
poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una muy
respetable y acaudalada familia de la república vecina.

Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión
traía en constante angustia a nuestro hombre. El arzobispo convino en
levantarsela, pero imponiéndole la penitencia de restituir la estaca con
el mismo misterio que se la había llevado.

¿Cómo se las compuso el excomulgado? No sabré decir más sino que una
mañana, al visitar don Antonio su jardincillo, se encontró con la
viajera, y al pie de ella un talego de a mil duros con un billete sin
firma, en que se le pedía cristianamente un perdón que él acordó, con
tanta mejor voluntad cuanto que le caían de las nubes muy relucientes
monedas.

El hospital de Santa Ana, cuya fábrica emprendía entonces el arzobispo
Loayza, recibió también una limosna de dos mil pesos, sin que nadie, a
excepción del ilustrísimo, supiera el nombre del caritativo.

Lo positivo es que quien ganó con creces en el negocio fué don Antonio
de Ribera.

En Sevilla la estaca le había costado media peseta.


IV

A la muerte del comendador don Antonio de Ribera, del hábito de
Santiago, su viuda, doña Inés Muñoz, fundó en 1573 el monasterio de la
Concepción, tomando en él el velo de monja y dejándole su inmensa
fortuna.

El retrato de doña Inés Muñoz de Ribera se encuentra aún en el
presbiterio de la iglesia, y sobre su sepulcro se lee:

_Este cielo animado en breve esfera_
_depósito es de un sol que en él reposa,_
_el sol de la gran madre y generosa_
_doña Inés de Muñoz y de Ribera._
_Fué de Ana-Cuenca encomendera,_
_de don Antonio de Ribera esposa,_
_de aquel que tremoló con mano airosa_
_del Alférez Real la real bandera._



ACEITUNA, UNA


Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en
el Perú fué reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó
por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced
al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca, que a orillas del
Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.

Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía
malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o
de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán
ustedes que la erré de medio a medio, y que si aquella frase como esta
otra: _aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata_, son
frases que tienen historia y razón de ser.

Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que
es simpático: _Este tiene la suerte de las aceitunas_, frase de
conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no
gustar ni disgustar a medias, sino por entero. _Llegar a las aceitunas_
era también otra locución con que nuestros abuelos expresaban que había
uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado sólo el
final de una fiesta. _Aceituna zapatera_ llamaban a la oleosa que había
perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a
encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los
achaques empiezan a desmejorar:--Estás, hija, hecha una aceituna
zapatera--. Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir
sino aceitunas de desecho.

Cuentan varios cronistas, y citaré entre ellos al padre Acosta, que es
el que más a la memoria me viene, que a los principios, en los grandes
banquetes, y _por mucho regalo y magnificencia_, se obsequiaba a cada
comensal con una aceituna. El dueño del convite, como para disculpar una
mezquindad que en el fondo era positivo lujo, pues la producción era
escasa y carísima, solía decir a sus convidados: _caballeros, aceituna,
una_. Y así nació la frase.

Ya en 1565 y en la huerta de don Antonio de Ribera, se vendían cuatro
aceitunas por un real. Este precio permitía a su anfitrión ser
rumboroso, y desde ese año eran tres las aceitunas asignadas por cada
cubierto.

Sea que opinasen que la buena crianza exige no consumir toda la ración
del plato, o que el dueño de la casa dijera, agradeciendo el elogio que
hicieran de las oleosas: _aceituna, oro es una, dos son plata y la
tercera mata_, ello es que la conclusión de la coplilla daba en qué
cavilar a muchos cristianos que, después de masticar la primera y
segunda aceituna, no se atrevían con la última, que eso habría
equivalido a suicidarse a sabiendas. Si la tercera mata, dejémosla estar
en el platillo y que la coma su abuela.

Andando los tiempos vinieron los de _ño Cerezo_, el aceitunero del
Puente, un vejestorio que a los setenta años de edad dió pie para que le
sacasen esta ingeniosa y epigramática redondilla:

_Dicen por ahí que Cerezo_
_tiene encinta a su mujer._
_Digo que no puede ser,_
_porque no puede ser eso._

Como iba diciendo, en los tiempos de Cerezo era la aceituna inseparable
compañera de la copa de aguardiente; y todo buen peruano hacía ascos a
la cerveza, que para amarguras bastábanle las propias. De ahí la frase
que se usaba en los días de San Martín y Bolívar para tomar las _once_
(hoy se dice _lunch_, en gringo):--Señores, vamos a remojar una
aceitunita.

Y ¿por qué--preguntará alguno--llamaban los antiguos las _once_, al
acto de echar después de mediodía, un remiendo al estómago? ¿Por qué?

  _Once las letras son del_ aguardiente.
_Ya lo sabe el curioso impertinente._

Gracias a Dios que hoy nadie nos ofrece ración tasada y que hogaño nos
atracamos de aceitunas sin que nos asusten frases. ¡Lo que va de tiempo
a tiempo!

Hoy también se dice: _aceituna, una; mas si es buena, una docena_.



OFICIOSIDAD NO AGRADECIDA


Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus
ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que
usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años
pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el
diablo está de asiento, como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia,
llamóle un día y le dijo:

--Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita
de plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

--Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

--Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo,
irá por ella esta tarde.

Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor
Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía
magistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un
envoltorio bajo el brazo, y le dijo:

--De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de
paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de
crin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistióse las flamantes prendas, y
encaminóse al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta
liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o
angulema del prelado agradecido al préstamo.

Nada tiene que agradecerme, padre Godoy--le dijo el arzobispo.--Véase
con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita;
pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo
para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su
propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.

Retiróse mohino el padre, fuése donde Ribera, ajustó con él cuentas, y
halló que el chamalote y el paño importaban un dineral, pues el
mayordomo había pagado sin regatear.

Al otro día, y después de echar cuentas y cuentas para convencerse de
que en el traje habrían podido economizarse dos o tres duros, volvió
Godoy donde el arzobispo y le dijo:

--Vengo a pedir a su ilustrísima una gracia.

--Hable, padre, y será servido a pedir de boca.

--Pues bien, ilustrísimo señor. Ruégole que no vuelva a tomarse el
trabajo de vestirme.



EL ALMA DE FRAY VENANCIO


Allá por la primera mitad del anterior siglo no se hablaba en Lima sino
del alma de un padre mercedario que vino del otro mundo, no sé si en
coche, navío o _pedibus andando_, con el expreso destino de dar un susto
de los gordos a un comerciante de esta tierra. Aquello fué tan popular
como la procesión de ánimas de San Agustín, el encapuchado de San
Francisco, la monja sin cabeza, el coche de Zavala, el alma de
Gasparito, la mano peluda de no sé qué calle, el perro negro de la
plazuela de San Pedro, la viudita del cementerio de la Concepción, los
duendes de Santa Catalina y demás paparruchas que nos contaban las
abuelas, haciéndonos tiritar de miedo y rebujarnos en la cama.

De buena gana querría dar hoy a mis lectores algo en que no danzasen
espíritus del otro barrio, aunque tuviera que echar mano de la historia
de los hijos de Noé, que fueron cinco, y se llamaron Bran, Bren, Brin,
Bron, Brun, como dicen las viejas. Pero es el caso que una niña, muy
guapa y muy devota a la vez, me ha pedido que ponga en letras de molde
esta conseja, y ya ven ustedes que no hay forma de esquivar el
compromiso.

  _¡Ay, que se quema! ¡Ay, que se abrasa_
_el ánima que está en pena!_

era el estribillo con que el sacristán de la parroquia de San Marcelo
pedía limosna para las benditas ánimas del purgatorio, a lo cual
contestaba siempre algún chusco completando la redondilla:

_que se queme en hora buena,_
_que yo me voy a mi casa._


I

El padre Venancio y el padre Antolín se querían tan entrañablemente como
dos hermanos, se entiende como dos hermanos que saben quererse y no
andan al morro por centavo más o menos de la herencia.

En el mismo día habían entrado en el convento, juntos pasaron el
noviciado y el mismo obispo les confirió las sagradas órdenes.

Eran, digámoslo así, Damón y Pithias tonsurados, Orestes y Pílades con
cerquillo.

No pasaron ciertamente por frailes de gran ciencia, ni lucieron sermones
gerundianos, ni alcanzaron sindicato, procuración o pingüe capellanía, y
ni siquiera dieron que hablar a la murmuración con un escándalo
callejero o una querella capitular.

Jamás asistieron a lidia de toros, ni después de las ocho de la noche se
les encontró barriendo con los hábitos las aceras de la ciudad. ¡Vamos!
¡Cuando yo digo que sus reverencias eran unos benditos!

Eran dos frailes de poco meollo, de ninguna enjundia, modestos y de
austeras costumbres; como quien dice, dos frailes de misa y olla, y pare
usted de contar.

Pero ni en la santidad del claustro hay espíritu tranquilo, y aunque no
mundana, sino muy ascética, fray Venancio tenía una preocupación
constante.

Los dominicos, agustinos, franciscanos y hasta juandedianos y barbones o
belethmitas ostentaban con orgullo, en su primer claustro, las
principales escenas de la vida de sus santos patrones, pintadas en
lienzos que, a decir verdad, no seducen por el mérito de sus pinceles.

¡Qué vergüenza! Los mercedarios no adornaban su claustro con la vida de
San Pedro Nolasco.

Al pensar así, había en el ánima de nuestro buen religioso su puntita de
envidia.

Y esto era lo que le escarabajeaba a fray Venancio, y lo que hizo voto
de realizar en pro del decoro de su comunidad.

El padre Antolín, para quien el padre Venancio no tenía secretos, creyó
irrealizable el propósito, pues los lienzos no los pintan ángeles, sino
hombres que, como el abad, de lo que cantan yantan. Según el cálculo de
ambos frailes, eran precisos diez mil duros por lo menos para la obra.

El padre Venancio no se descorazonó, y contestó a su compañero que con
fe y constancia se allanan imposibles y se realizan milagros. Y entre
ellos no se volvió a hablar más del asunto.

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez
que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de
misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de
oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la
tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación
de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los
caudales de muchos prójimos.

Y el depósito se realizaba sin que mediase una tira de papel; pues la
honorabilidad del mercader, hombre que diariamente cumplía con el
precepto, que comulgaba en las grandes festividades y que era mayordomo
de una archicofradía, se habría ofendido si alguno le hubiese exigido
recibo u otro comprobante. ¡Qué tiempos tan patriarcales! Haga usted hoy
lo propio, y verá dónde le llega el agua.

Sumaban ya seis mil pesos los entregados por fray Venancio, cuando una
noche se sintió éste acometido de un violento cólico _miserere_,
enfermedad muy frecuente en esos siglos, y al acudir fray Antolín
encontró a su _alter ego_ con las quijadas trabadas y en la agonía. No
pudo, pues, mediar entre ellos la menor confidencia, y fray Venancio fué
al hoyo.

El honrado comerciante, viendo que pasaban meses y meses sin que nadie
le reclamase el depósito, llegó a encariñarse con él y a mirarlo como
cosa propia. Pero a San Pedro Nolasco no hubo de parecerle bien quedarse
sin lucir su gallardía en cuadro al óleo.


II

Y pasaron años de la muerte de fray Venancio.

Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltado
sintiendo una mano fría que se posaba en su frente.

Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos
esparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos.

A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado fray
Venancio.

--No te alarmes--dijo el aparecido--. Dios me ha dado licencia para
venir a encomendarte un asunto. Ve mañana al mediodía al portal de
Botoneros y pídele a don Marcos Guruceta seis mil pesos que le di a
guardar, y que están destinados para poner en el primer claustro la vida
de nuestro santo patrón.

Y dicho esto, la visión desapareció.

El padre Antolín se quedó como es de presumirse. Cosa muy seria es ésta
de oír hablar a un difunto.

Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de la
orden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado.

--Nada se pierde, hermano--contestó el superior--, con que vea a
Guruceta.

En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba al
mostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido. Don Marcos se
subió al cerezo y díjole que era un fraile loco o trapalón.

Retiróse mohino el comisionado; pero al llegar a la portería de su
convento, salióle al encuentro un fraile en el cual reconoció a fray
Venancio.

--Y bien, hermano, ¿cómo te ha ido?

--Malísimamente, hermano--contestó el interpelado--. Guruceta me ha
tratado de visionario y embaucador.

--¿Sí? Pues vuelve donde él y dile que, si no se allana a pagarte, voy
yo mismo dentro de cinco minutos por mi plata.

Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por la
puerta de la tienda, le dijo:

--¿Vuelve usted a fastidiarme?

--Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocos
instantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted.
Yo me he adelantado a esperarlo.

Al oír estas palabras, y ante el aplomo con que fueron dichas,
experimentó Guruceta una conmoción extraña, y decididamente temió tener
que habérselas con un alma de la otra vida.

--Que no se moleste en venir fray Venancio--dijo tartamudeando--. Es
posible que, con tanto asunto como tengo en esta cabeza, haya olvidado
que me dió dinero. Sea ello lo que fuere, pues el propósito es cristiano
y yo muy devoto de San Pedro Nolasco, mande su paternidad un criado por
las seis talegas.

La religiosidad de los limeños suplió con limosnas y donativos la suma
que faltaba para el pago de pintores, y un año después, en la festividad
del patrón, se estrenaban los lienzos que conocemos.

Tal es la tradición que, en su infancia, oyó contar el que esto escribe
a fray León Fajardo, respetabilísimo sacerdote y comendador de la
Merced.



LA TRENZA DE SUS CABELLOS

AL POETA ESPAÑOL DON TOMÁS RODRÍGUEZ RUBÍ, AUTOR DE UN DRAMA QUE LLEVA
EL MISMO TÍTULO DE ESTA TRADICIÓN


I

_De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la
pelona_

Allá por los años de 1734 paseábase muy risueña por estas calles de
Lima, Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo
presente, lectora mía. Paréceme estar viendo, no porque yo la hubiese
conocido, ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este
servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente
del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato
hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y
andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mixtura. Marujita
era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo
confirmado, y por las que dijo un poeta:

  _Parece en Lima más clara_
_la luz, que cuando hizo Dios_
_el sol que al mundo alumbrara,_
_puso amoroso en la cara_
_de cada limeña, dos._

En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando,
Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de
tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar
difuntos, y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna
prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los
hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso,
la echaban una andanada de requiebros, a los que ella, por no quedarse
con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo
proverbiales la gracia y agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: Yo no soy la _salve_ para suspirar y
gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se
gaste la pizarra!

En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las
noches de luna. Era ése el punto de cita para todos. Ambas aceras
estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el
airecito del río hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los
ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa,
embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que
poblaban sus cabelleras.

La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino
flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que
con medio real de plata salían de compromisos, y aun sacaban alma del
purgatorio. Tenían, además, la ventaja de satisfacer curiosidades sobre
el estado civil de las mujeres, pues las solteras acostumbraban ponerse
las flores al lado izquierdo de la cabeza y las casadas al derecho.

Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios
muchachos, y al pregón de _¡el jazminero!_, salían las jóvenes a la
ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano, sobre las que
había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares,
flores de chirimoya, y otras no menos perfumadas. Las limeñas de
entonces buscaban sus adornos en la naturaleza, y no en el arte.

La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los
dientes; y, sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos.
Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una
California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que
nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a
quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al _raicero_. Como el
jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces
blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder
restregándolas sobre los dientes.

Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros,
y es lástima; que a haberlos, les caería encima una contribución
municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los
perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de
ustedes, también se han eclipsado el _pajuelero_ o vendedor de mechas
azufradas, el _puchero_ o vendedor de puntas de cigarros, el
_anticuchero_ y otros industriosos.

Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.

La limeña de marras no conoció peluquero ni _castañas_ sino uno que otro
ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni
papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para
el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo
bueno, lo mejor.

Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy
de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También
los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y
sabandijas.

Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir
dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de
Eva,

_la medían en pie la talla entera._

Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando una
mirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla al
de más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacó
una afilada navaja, y ¡zis! ¡zas!, en menos de un periquete le rebanó
una trenza.

Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó a
correr, hubo cierre de puertas, y a palacio llegó la noticia de que unos
corsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río y
tomado la ciudad por la sorpresa.

En conclusión, la chica quedó _mocha_, y para no dar campo a que la
llamasen _Mariquita la pelona_, se llamó a buen vivir, entró en un
beaterio y no se volvió a hablar de ella.


II

_De cómo la trenza de sus cabellos fué causa de que el Perú tuviera una
gloria artística_

El sujeto que, por berrinche, había trasquilado a Mariquita era un joven
de veintiséis años, hijo de un español y de una india. Llamábase
Baltasar Gavilán. Su padre le había dejado algunos cuartejos; pero el
muchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se dió a gastar hasta
que vió el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurable
como las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.

Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchas
campanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado gran
cariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traía
en cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó, en los primeros
días, la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que,
aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdida
trenza, o, lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase a
torcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizo
hincapié en el artículo de extradición.

Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó por
labrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niño
Jesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misterio
de Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjunto
quedó lucidísimo, y los visitantes del guardián propalaban que aquello
era una maravilla artística. Alentado por los elogios, Gavilán se
consagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino en
piedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesias
de Lima.

La obra más aplaudida de nuestro artista fué una _Dolorosa_, que no
sabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués de
Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente
convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller.
Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos en
el elogio, departió familiarmente con el artista; y éste, animado por la
amabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que harto
purgada estaba su falta en tres años de vida conventual, y que anhelaba
ancho campo de libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y le
contestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en el
Puente había dado el escándalo, era preciso que en el Puente se
ostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre para
admirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre los
talones y tomó el camino de la puerta.

Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima, con solemne pompa y
espléndidos festejos, la colocación sobre el arco del Puente de la
estatua ecuestre de Felipe V.

En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes los
encomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, no
le sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, al
derrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.

Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez que
caía de su pedestal el busto del monarca, recibióse en Lima la noticia
de la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, que
es como quien dice un terremoto en el organismo.


III

_De cómo una escultura dió la muerte al escultor_

Los padres agustinianos sacaban, hasta poco después de 1824, la célebre
procesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la medianoche con no
poco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más de
veinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera de
ellas iba una perfecta imagen de la Muerte con su guadaña y demás
menesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.

El día en que Gavilán dió la última mano al esqueleto fueron a su taller
los religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta y
unánime aprobación el buen desempeño del trabajo. El artista alcanzaba
un nuevo triunfo.

Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, se
había entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró sus
mejores efigies en completo estado de embriaguez.

Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo Poe y Alfredo de
Musset, titulado _El alcoholismo en literatura_. Baltasar puede dar tema
para otro escrito que titularíamos _El alcoholismo en las bellas artes_.

El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era su
ninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todo
lo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.

Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron los
agustinos, fuése Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomó
una turca soberana. Agarrándose de las paredes pudo, a las diez de la
noche, volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, y
encendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.

A medianoche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejo
sobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parca
parecía levantada sobre Baltasar.

Espantado, y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció la
obra de sus manos. Dió horribles gritos, y acudiendo los vecinos
comprendieron, por la incoherencia de sus palabras, la alucinación de
que era víctima.

El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó el
esqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio las
personas que, en los primeros años de la Independencia, asistieron a la
procesión de Jueves Santo.



DE ASTA Y REJON


Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con
contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva,
esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: _Es mujer de asta y
rejón_.

¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal
cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.


I

En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760
la señora doña Feliciana Chaves de Mesía.

Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a
pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata
labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino
en aumentar su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a
la ciudad y de la panadería del _Serrano_, tenía en el patio de su casa
dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y
otros artículos de general consumo.

¡Qué tiempos aquéllos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la
romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la
conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un
socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.

El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a
establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al
frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se
complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto
negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.

Pero no todo es tortas y pan pintado en este valle de lágrimas, y cuando
más confiada estaba doña Feliciana en que su marido no pensaba sino en
ganar peluconas, recibió de Ica una carta anónima en que la informaban,
con puntos y comas, de cómo el señor Mesía tenía su chichisbeo, y de
cómo gastaba el oro y el moro con la _sujeta_, y que la susodicha no
valía un carámbano ni llegaba a la suela del zapato de doña Feliciana,
que aunque jamona se conservaba bastante apetecible y no era digna de
que el perillán de su marido la hiciese ascos. Dijo la gallina de cierto
cuento:--Poner huevo y no comer trigo, ésa no va conmigo.

El anónimo levantó roncha en el espíritu de la señora, y se dió a pensar
en la infidelidad del señor Mesía; y tanto zumbó en su alma el tábano de
los celos, que decidió remontar el vuelo, caerle al cuello al perjuro y
sorprenderlo en el gatuperio. Pero era el caso que para ir, en esos
tiempos, a Ica se gastaba muchos días y se corrían mil peligros; y como
las bodegas no podían quedar cerradas o a merced de un dependiente,
resolvióse a venderlas, comisión que encargó a un español llamado
Vilches, que era su compadre y hombre para ella de toda confianza.

En esos tiempos las transacciones eran muy expeditivas, como que no se
estilaban muchas fórmulas, y antes de cuarenta y ocho horas vió doña
Feliciana entrar por las puertas de su casa algunas talegas de a mil.
La señora regaló a Vilches una de ellas en recompensa de su actividad,
y desembarazada de estorbos alistó viaje para tres días después.


II

Aquella noche doña Feliciana echó sus cuentas y resolvió que, apenas
amaneciese Dios, debía depositar su dinero y alhajas en casa de un
comerciante de proverbial honradez. Pero sus celosas cavilaciones por un
lado, y por otro sus cálculos rentísticos, la quitaron el sueño, y en
ello tuvo no poca ventura.

Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió
un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y
se convenció de que en una puerta que comunicaba con su dormitorio
estaban aplicando lo que no en tecnicismo de botica, sino en el de los
hijos de Caco, se llamaba entonces una _ventosa_. Consistía este
experimento en abrir por medio del fuego un boquete en la madera.

Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto
tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo
rejoncillo de hierro. Era ésta el arma con que acostumbraban salir al
campo todos los hacendados.

Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras la puerta.
Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una
cabeza. Doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en
la nuca.

El ladrón exhaló un grito de muerte, y sus compañeros pusieron pie en
pared. Entonces la señora dió voces, alborotóse el vecindario, acudió la
ronda, y con universal sorpresa hallaron moribundo al honrado Vilches,
quien cantó de plano y denunció a sus compañeros de empresa.


III

Todos se hicieron lenguas del arrojo de doña Feliciana, y en Lima no se
hablaba de otra cosa. De haber habido periódicos, la habrían consagrado
estrepitoso bombo en la crónica local.

La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana,
armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo:

--A Lima, señor mío, y a su casa si no quiere usted que haga en su
personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches, y lo deje tal que
no sirva ni para simiente de rábanos.

El de Mesía tembló como azogado, mandó ensillar la mula y, sin chistar
ni mistar, obedeció el precepto.

Desde entonces ella llevó en la casa los pantalones, y él fué el más
fiel de los maridos de que hacen mención las historias sagradas y
profanas, como que sabía que le iba la pelleja en el primer tropezón en
que lo pillase madama.

Mucho cuento es tener por compañera una _mujer de asta y rejón_.



LOS ARGUMENTOS DEL CORREGIDOR


I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y
francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca.
Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de
verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus
súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para
proveerlas.

--¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el
Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no
tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que
el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí
ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la
distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y
disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y
por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como
llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador
general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra
era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser
brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende,
susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos
a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos,
se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé
yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que,
anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un
tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de
ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro,
ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a
chuchos.

Pero tanto estiró la cuerda que, a la postre, vino el estallido, y
reventó y se armó la tremenda. El Visitador era testarudo, no cejó un
ápice y siguió ajustándonos las clavijas como a guitarra ajena. Y hubo
una tal de zambomba y degollina, horca, y jicarazo, que... ¡vamos!
debemos tomar por especial cariño y bendición de Dios no haber comido
pan en aquel desbarajustado siglo. Por fin de fines, los pícaros
impuestos subsistieron y, entre gruñido y refunfuños, hubo de pagarlos
todo aquel que, teniendo ley a su pescuezo, no ambicionara ponerlo en
relaciones íntimas con el verdugo.

A la vez que así nos sacaba roñosos maravedises para su majestad, echóse
su señoría a pesquisar a todos los empleados que tenían manejo de fondos
públicos; y tal revoltijo y gatuperio hallaría en el examen de algunas
cuentas, que plantó en chirona a encopetados personajes responsables de
éstas. Es fama que, oyendo los descargos que le daba un empleado, dijo
aburrido el señor de Areche:

--¿Sabe usted, señor alcabelero, que no entiendo sus cuentas?

--No es extraño, señor Visitador. Yo tampoco las entiendo, y eso que las
cuentas son mías.

¡Vaya si las malditas andarían enredadas!

Entre los presos hallábase cierto corregidor, de quien decíase que había
sido más voraz que sanguijuela para sacar el quilo a los pueblos cuyo
gobierno le estaba encomendado. La causa, entre probanzas, testigos,
careos, apelaciones y demás batiborrillo de la chusma forense, llevaba
trazas de dar tela para pleito durante tres generaciones por lo menos.
Nuestro hombre resolvió cortar por el atajo y, abocándose con el
carcelero, le pidió resueltamente que lo dejase salir por un par de
horas, empeñándole palabra de regresar a la prisión antes de que
expirase el término fijado. El carcelero reflexionó que la palabra de
honor no es cosa para empeñada, pues sobre tal prenda no desata un
usurero los cordones de la bolsa, y dijo rotundamente que nones. Mas
deslumbrado por el brillo de algunas peluconas, que al descuido y con
cuidado le puso entre las manos el preso, acabó por ablandarse y correr
cerrojos y abrir rejas.


II

Eran las siete de la noche. Hallábase el señor Visitador en el salón de
su casa echando una mano de _tresillo_ con unos amigos, y acababan de
hacerle _puesta real_ en _solo de oros_ con _estuches, falla y rey
enano_, cuando entró su mayordomo y, llamándolo aparte, le dijo:

--Un caballero quiere hablar en el instante con su señoría.

--¡Algún importuno! Que vuelva mañana. ¿No te ha dicho su nombre?

--No, señor; pero me ha regalado dos onzas de oro porque pasara recado,
y como no era decente que esperase respuesta en el zaguán, lo he hecho
entrar en el cuarto de estudio.

--¡Y dices que te ha dado dos onzas de alboroque! Pues ha de ser algo de
importancia lo que trae a ese sujeto.

Y volviéndose a sus tertulios, les dijo:

--Con permiso, caballeros, no tardaré en volver, y que don Narciso
juegue por mí. ¡Es vida muy aporreada la que llevo, y no se la doy a mi
mayor enemigo!

Y don José Antonio se dirigió al estudio, que estaba situado en el patio
de la casa. Esperábalo allí un embozado que, al presentarse Areche, se
descubrió y dijo cortésmente:

--Buenas y santas noches.

--Así se las dé Dios. ¡Hola, hola, señor mío! ¿Cómo ha salido de la
cárcel sin mi licencia?

--No hizo falta, señor Visitador. He dado mi palabra, y sabré cumplirla,
de regresar en breve a la prisión.

--Supongo a lo que usted viene..., a hablarme, sin duda, de su causa.

--Precisamente, señor Visitador.

--Pues tiempo perdido, amigo mío. Lo veo a usted en mal caballo, y con
dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado
para que ande con blanduras y contemplaciones. En su causa hay
documentos atroces y testigos libres de tacha cuyas declaraciones bastan
y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy
recto, y tratándose de administrar justicia no me caso ni con la madre
que me parió.

--Pues, señor Visitador, contra todo lo que dice su señoría que hay de
grave en mi proceso, poseo yo mil argumentos irrefutables; sí, señor,
mil argumentos. Y lo mejor es que seamos amigos y nos dejemos de
pleitos, que no sirven sino para traer desazones, criar mala sangre y
hacer caldo gordo a escribas y fariseos.

--¿Y por qué, si tiene tanta confianza en que han de sacarlo airoso, no
ha hecho uso de sus argumentos? Ya quisiera conocer uno para
refutárselo.

--Si el señor Visitador me ofrece no airarse y guardarme el secreto,
diréle en puridad cuáles son mis argumentos.

--Hable usted clara y como Cristo nos enseña. Presénteme uno solo de sus
argumentos, y guarde los novecientos noventa y nueve restantes, que ni
tiempo hay sobrado ni ocasión es ésta para hacerme cargo de ellos.

Entonces el corregidor metió mano al bolsillo, y entre el pulgar y el
índice sacó una onza de oro.

--¿Ve su señoría este argumento?

--¡Eso es una pelucona, señor corregidor!

--Pues mil argumentos de su especie tengo listos para que se corte el
proceso. Y buenas noches, señor Visitador, que las horas vuelan y la
palabra es palabra.

Y paso entre paso, el corregidor siguió camino de la cárcel.

En cuanto al señor de Areche, refieren que volvió cogitabundo a ocupar
su puesto en la mesa de tresillo, que en toda la santa noche no hizo
jugada en regla, y que, por primera vez en su vida, cometió dos
_renuncios_, prueba clara de la preocupación de su ánimo.


III

¡Qué demonche! Yo no soy maldiciente, pero en la historia hay hechos que
lo sacan a uno de quicio.

Y la prueba de que don José Antonio de Areche no jugó muy limpio, que
digamos, en el desempeño de la comisión que el rey le confiara, está en
que, a pesar de los pesares, su majestad se vió forzado a destituirlo,
llamándolo a España, confiscándole la hacienda, y sentenciándolo a vivir
desterrado de la villa y corte de Madrid.

Al siguiente día de la entrevista con el Visitador, fué puesto en
libertad el preso y se sobreseyó en la causa.

¡Y tenga usted fe en la incorruptibilidad de la justicia!

Digo, ¡si fumarían en pipa los argumentos del corregidor!



LA NIÑA DEL ANTOJO


Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres
encintas debía complacerse aún en sus más extravagantes caprichos.
Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de
Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de
dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en
Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de
_Papeles varios_ de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado
entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos.
No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido
desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado
interesante, las hermanitas, amigas y hasta las criadas se echaban a
arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor
mañana se aparecían diez o doce tapadas a la portería de San Francisco,
por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego
portero:

--¡Ave María purísima!

--Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

--Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta
niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha
antojado pasear el convento, y que nosotras venimos acompañándola por si
le sucede un trabajo.

--¡Pero tantas!...--murmuraba el lego entre dientes.

--Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos
son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres
gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita,
sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra
chicharrona, es la _mama_ que la crió; ésta es su...

--Basta, basta con la parentela, que es larguita--interrumpía el lego
sonriendo.

Aquí la niña del antojo lanzaba un suspiro, y las que la acompañaban
decían en coro:

--¡Jesús, hijita! ¿Sientes algo? Vaya usted prontito, hermano, a sacar
la licencia. ¡No se embrome y tengamos aquí un trabajo! ¡Virgen de la
Candelaria! ¡Corra usted, hombre, corra usted!

Y el portero se encaminaba, paso entre paso, a la celda del guardián; y
cinco minutos después regresaba con la superior licencia, que su
paternidad no tenía entrañas de ogro para contrariar deseo de
embarazada.

--Puede pasar la niña del antojo con toda la sacra familia.

Y otro lego asumía las funciones de guía o _ciceron_

Por supuesto que en muchas ocasiones la barriga era de pega, es decir,
rollo de trapos; pero ni guardián ni portero podían meterse a
averiguarlo. Para ellos vientre abovedado era pasaporte en regla.

Y de los conventos de frailes pasaban a los monasterios de monjas; y de
cada visita regresaba a casa la niña del antojo provista de ramos de
flores, cerezas y albaricoques, escapularios y pastillas. Las camaradas
participaban también del pan bendito.

Y la romería en Lima duraba un mes por lo menos.

Un arzobispo, para poner coto al abuso y sin atreverse a romper
abiertamente con la costumbre, dispuso que las antojadizas limeñas
recabasen la licencia, no de la autoridad conventual, sino de la curia;
pero como había que gastar en una hoja de papel sellado, y firmar
solicitud, y volver al siguiente día por el decreto, empezaron a
disminuir los antojos.

Su sucesor, el señor La Reguera, cortó de raíz el mal contestando un
_no_ redondo a la primera prójima que fué con el empeño.

--¿Y si malparo, ilustrísimo señor?--insistió la postulante.

--De eso no entiendo yo, hijita, que no soy comadrón, sino arzobispo.

Y lo positivo es que no hay tradición de que limeña alguna haya abortado
por no pasear claustros.

* * *

Entre los manuscritos que en la Real Academia de la Historia, en Madrid,
forman la colección de Matalinares, archivo de curiosos documentos
relativos a la América, hay uno (cuaderno 3º del tomo LXXVII) códice que
no es sino el extracto de un proceso a que en el Perú dió motivo la niña
del antojo.

Guardián de la Recoleta de Cajamarca era, por los años de 1806, fray
Fernando Jesús de Arce, quien, contrariando la arzobispal y
disciplinaria disposición, dió en permitir el paseíto por su claustro a
las cristianas que lo solicitaban alegando el delicado achaque. La
autoridad civil tuvo o no tuvo sus razones para pretender hacerlo entrar
en vereda, y se armó proceso, y gordo.

El padre comisario general apoyó al padre Arce, presentando, entre otros
argumentos, el siguiente que, a su juicio, era capital y decisivo:--La
conservación del feto es de derecho natural y el precepto de la clausura
es de derecho positivo, y por consideración al último no sería
caritativo exponer una mujer al aborto.

El padre Arce decía que para él era caso de conciencia consentir en el
capricho femenino; pues una vez que se negó a conceder tal licencia
acontecióle que, a los tres días, se le presentó la niña del antojo
llevando el feto en un frasco y culpándolo de su desventura. Añadía el
padre Arce que por él no había de ir otra almita al limbo, que no se
sentía con hígados para hacer un feo a antojos de mujer encinta.

El vicario foráneo se vió de los hombres más apurados para dar su fallo,
y solicitó el dictamen de Matalinares, que era a la sazón fiscal de la
Audiencia de Lima. Matalinares sostuvo que no por el peligro del feto,
sino por corruptelas y consideraciones de conveniencia o por privilegios
apostólicos para determinadas personas de distinción, se había tolerado
la entrada de mujeres en clausura de regulares, y que eso de los antojos
era grilla y preocupación. En resumen, terminaba opinando que se
previniese al padre comisario general ordenase al guardián de la
Recoleta que por ningún pretexto consintiese en lo sucesivo visitas de
faldas, bajo las penas designadas por la Bula de Benedicto XV, expedida
en 3 de enero de 1742.

El vicario, apoyándose en tan autorizado dictamen, falló contra el
guardián; pero éste no se dió por derrotado, y apeló ante el obispo,
quien confirmó la resolución.

Fray Fernando Jesús de Arce era testarudo, y dijo en el primer momento
que no acataba el mandato mientras no viniese del mismo Papa; pero su
amigo, el comisario general, consiguió apaciguarlo, diciéndole:

--Padre reverendo, más vale maña que fuerza. Pues la cuestión ante todo
es de amor propio, éste quedará a salvo acatando y no cumpliendo.

El padre Arce quedó un minuto pensativo; y luego, pegándose una palmada
en la frente, como quien ha dado en el _quid_ de intrincado asunto,
exclamó:

--¡Cabalito! ¡Eso es!

Y en el acto hizo formal renuncia de la guardianía, para que otro y no
él cargase con el mochuelo de enviar almitas al limbo.



LA LLORONA DEL VIERNES SANTO

CUADRO TRADICIONAL DE COSTUMBRES ANTIGUAS


Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujeres
todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo
oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una
profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja
como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana.
En España dábanlas el nombre de _plañidoras_; pero en estos reinos del
Perú se les bautizó con el de _doloridas_ o _lloronas_.

Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo prueba
un bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandó
promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenido
oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de _Papeles varios_ de la
Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del
bando: «El uso de las lloronas o plañidoras, tan opuesto a las máximas
de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente
proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes
de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Parece
que este bando fué como tantos otros, letra muerta.

No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decente
funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca
de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las
comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo
centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe
y dos para cada subalterna. Y cuando los dolientes, echándola de
rumbosos, añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonces
las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario,
y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones
epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados _pobres de
hacha_, que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puerta
del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su
aflicción de contrabando.

Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es
que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que no
parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto
eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos
los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían
conocido ellas al difundo como al moro Muza, y mentían que era un
contento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.

--¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo!--y el que iba en el cajón había
sido usurero nada menos.

--¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso!--el infeliz había liado los bártulos
por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las
_penas_.

--¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano!--y el difunto había sido, por
sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno de
morir en alto puesto, es decir, en la horca.

Y por este tono eran las jeremiadas.

No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el rabo por
desollar; esto es, la ceremonia de _recibir el duelo_ en casa del
difunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinados negros la
sala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un
tul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una
palomilla de aceite que despedía algo como amago de claridad, pero que
realmente no servía sino para hacer más terrorífica la lobreguez. Desde
las siete de la noche los amigos del finado entraban silenciosos en la
sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buen
romance una consagración de mudos.

La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas. Las
amigas imitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual, bien
mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva. Sólo a las
lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato
un _¡ay Jesús!_ o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro
mundo.

Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo,
largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba
una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.

Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí
eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en
levantarse. Llamábase este acto _romper el chivato_.

A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, y
acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:

--¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios. Confórmate, hija mía, que
él está entre santos y descansando de este mundo ingrato. No te des a la
pena, que eso es ofender a quien todo lo puede.

Y todas iban despidiéndose con idéntica retahila.

Cuando la familia regresaba de _dar el pésame_, por supuesto que ponía
sobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban las
muchachas, con la tijera que Dios les dió, unos sayos primorosos. Lo que
es la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido _ir a
cumplir_ con la viuda, preguntaban.

--¿Y quién _rompió el chivato_?

--Doña Estatira, la mujer del escribano.

--Ella había de ser, ¡la muy sinvergüenza! ¡Ya se ve..., una mujer que
tiene coraje para llamarse Estatira!...

Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del porqué de esta
murmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser eterna, y que
alguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta, y que
no hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.

En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria y un bollo de
chocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.

Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión que
desempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!

Pero entre todas las plañidoras había una que era la categoría, el _non
plus ultra_ del género, y que sólo se dignaba asistir a entierro de
virrey, de obispos o personajes muy encumbrados. Distinguíase con el
título de la _llorona del Viernes Santo_. El pueblo la llamaba con otro
nombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo
del tintero.

Así, se decía:--El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lo
mejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo estuvo
en la puerta de la iglesia!

Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es la que anualmente
se realiza en las grandes ciudades, con el paseo o romería que, en
noviembre, se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no el
dolor de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores,
cintas y coronas emblemáticas.--¿Qué se diría de nosotros?--dicen los
cariñosos parientes--. Es preciso que los demás vean que gastamos
lujo--. _Y encontré vanidad hasta en la muerte_, dice el más sabio de
los libros.

Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación en esa
romería.

--¡Hombre!--dice un mozalbete a otro chisgarabís de su estofa, pasando
revista a las lápidas--. Mira quién está aquí... La Carmencita... ¿No te
acuerdas, chico?... La que fué querida de mi primo el banquero, y le
costó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita, eso sí,
sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un diente
mellado.--¡Preciosa corona le han puesto a don Melquíades! Mejor se la
puso su mujer en vida.--¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podría ser
mejor, que para eso robó bastante cuando fué ministro de Hacienda!
¡Valiente pillo!--Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón,
que no fué sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata.
¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo!--¡Gran
zorra fué doña Remedios! La conocí mucho, mucho. ¡Como que casi tuve un
lance con el Juan Lanas de su marido!--No sabía yo que se había ya
muerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como que
era contemporáneo de los espolines de Pizarro!--¡Pucha! Aquí está un
patriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y que
saben sacar provecho de toda calamidad pública.

Y basta para muestra de irreverente murmuración. A estas maldicientes
les viene a pelo la copla popular:

_El zapato traigo roto,_
_¿con qué lo remedaré?_
_Con picos de malas lenguas_
_que propalan lo que no es._

El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al cementerio el día
de finados por ver y hacerse ver, por aquello de--¿adónde vas Vicente?,
a donde va toda la gente--como se va a la plaza de toros, por novelería
y por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de los
sacrilegios.

Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.

Los padres mercedarios, en competencia con lo que la víspera hacían los
agustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas andas con el
sepulcro de Cristo, y tras ellas y rodeada por multitud de beatas, iba
una mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, a
Caifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin que
se escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tan
subidos de punto como el llamarlos hijos de... la mala palabra.

De la capilla de la Vera Cruz salía también, a las once de la noche, la
famosa procesión de la _Minerva_, que, como se sabe, era costeada por
los nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fué el
fundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara para
la iglesia un trozo del verdadero _lignun crucis_, reliquia que aun
conservan los dominicos.

Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez que lujo y grandeza.
La aristocracia no dió cabida nunca a las _lloronas_, dejando ese adorno
para la popular procesión de los mercedarios.

El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esas
mojigangas; y el primer año, que fué el de 1807, en que asistió a la
procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se
retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del
día, osaba pronunciar palabrotas inmundas.

¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo? Pues así
como suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión eliminando de ella
a la llorona!

El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del pueblo, mandó
que siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente prohibió
con toda entereza a los mercedarios semejante profanación.

En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas pelecharon por algunos
años más.

Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo
era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo de
impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudar
de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.

A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las
necrologías de los periódicos.



¡A NADAR, PECES!


Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que
hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao
constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las
padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo,
existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado
en años, conocido entre el pueblo con el apodo de _el padre Carapulcra_,
mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba _el padre Carapulcra_ de la reputación de hombre de agudísimo
ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos
picantes.

Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro
lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su
celda, cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban _arito_
de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el
bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los
_dompreciso_ en las jaranas de mediopelo, que _chupaban_ más que esponja
y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de
la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de
solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y dióse tal maña,
que _el padre Carapulcra_ llegó a confesarle en confianza que,
realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.

--Pues ya son míos--dijo para sí el _niño Cututeo_, que tal era el
nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado
entre la gente de _chispa, arranque y traquido_.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a
vuela pluma.

El bautismo de un _mozo de tumbo y trueno_ se hacía delante de una
botija de aguardiente, cubierta de cintas y flores. El aspirante la
rompía de una pedrada, que lanzaba a tres varas de distancia, y el
mérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licor
que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes,
mancebos y damiselas; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un
_speach_, aplicando al candidato el apodo con que, desde ese instante,
quedaba inscripto en la cofradía de los _legítimos chuchumecos_.
Concluída esta ceremonia, empezaba una crápula de esas de hacer temblar
el mundo y sus alrededores.

Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:

--Yo soy _chuchumeco legítimo_ y recibido, no como quiera, sino por el
mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y
cajón.

Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o
jerigonza que hablaban los afiliados; pero ello es comprometedor y
peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó
Zamora en una hora.

Una tarde en que, con motivo de no sé qué fiesta, hubo mantel largo en
el refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene
el lego y el _chuchumeco_, y cuando aquél estaba ya madio chispo, hubo
de parecerle a éste propicia la oportunidad para venturar el golpe de
gracia.

--Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos
y criando moho, permita Dios que el _piscolabis_ que he bebido se me
vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas,
si antes de un año no se los he triplicado.

El demonio de la codicia dió un mordisco en el corazón del lego.

--Mire su paternidad--prosiguió el niño--. Yo he sido mancebo de la
botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con
dos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la del
Gato.

--¡Con tan poco, hombre!--balbuceó el juandediano.

--Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer
las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra,
una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas
de goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos,
vacíos los más y pocos con droga, y pare de contar... Es cuanto
necesitamos. Créame su paternidad. Con _cuatro simples_, en un verbo le
pongo yo la primera botica de Lima.

Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia
del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su
_paternidad_. Parece que el muy tunante guardaba en la memoria este
pareado:

_para surgir, con adularte basta;_
_la lisonja es jabón que no se gasta._

Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A
propósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno
de los virreyes del Perú fué hombre que se pagaba infinito que lo
creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciega
sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a un
garnacha, mozo limeño y decidor, que hasta ese momento no había
despegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo:--Y usted,
señor doctor, ¿cuándo cree que se acabará el mundo?--Es claro--contestó
el interpelado--, cuando vuecelencia mande que se acabe.--Agrega el
cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática
respuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!

A la postre, el buen lego mordió el anzuelo y empezó por desenterrar
cien peluconas.

Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas
de colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se
ostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con el
pretexto de que hoy se necesita tal bálsamo y mañana cual menjurge,
llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que tenía
bajo tierra.

Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una
culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido _Carapulcra_, le
dijo:

--Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto
mejor.

--Convenido--contestó impávido _Cututeo_--: mañana mismo nos ocuparemos
de eso.

Y aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio,
cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad
de escoba.

Cuando al día siguiente fué _Carapulcra_ en busca del compañero para dar
principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por
única existencia la garrafa de los peces.

Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a
la acequia diciendo:

--¡A nadar, peces!

Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.

Y luego _el padre Carapulcra_, tomándose la cabeza entre las manos, se
dejó caer en un sillón de vaqueta murmurando:

--¡Ah pícaro! Con _cuatro simples_ me dijo que se ponía una botica...
¡Embustero! El la puso con sólo _un simple_... ¡y ése fuí yo!



CONVERSION DE UN LIBERTINO

  _Un faldellín he de hacerme_
_de bayeta de temblor,_
_con un letrero que diga:_
  _¡misericordia, Señor!_

(Copla popular en 1746).


En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a
caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro
de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a
humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y
he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un
religioso.


I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo
tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía
coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como
dicen los franceses, _au jour le jour_, y tanto se le daba de lo de
arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas,
vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en
su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es _cancha_.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido
con otros como él y media docena de hembras de la _cuerda_, gente toda
de no inspirar codicia ni al demonio. El _copeo_ era en regla, y al son
de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su
respectivo galán una desenfrenada _sajuriana o cueca_, como hoy decimos,
haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para
levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro
de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban
los circunstantes:

  _Levántamelo, María;_
_levántamelo, José;_
_si tú no me lo levantas_
_yo me lo levantaré._
  _¡Qué se quema el sango!_
    _¡No se quemará,_
_pues vendrán las olas_
    _y lo apagarán!_

Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más
asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar
hasta a un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de
cascabel gordo, ahorro gasto de tinta.

La _zamacueca_ o _mozamala_ es un bailecito de mi tierra y que, nacido
en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien
es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja
que lo baila, puede tocar en los extremos: o fantásticamente espiritual
o desvergonzadamente sensual; habla al alma o a los sentidos. Todo
depende de la _almea_.

Refieren que un arzobispo vió de una manera casual bailar la mozamala, y
volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

--¿Cómo se llama este bailecito?

--La zamacueca, ilustrísimo señor.

--Mal puesto nombre. Esto debe llamarse _la resurrección de la carne_.


II

Acababan de _picar_ a bordo del navío de guerra _San Fermín_ (construído
en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto de ochenta mil pesos)
las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de
un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas.
Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población,
volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el
fandango.

Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que había dejado su caballo a
la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón,
y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El
espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de
un brinco sobra la silla, y aplicando espuela al caballo, pardo al
escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:

--¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!

En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para
lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos
millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa alanzaba sobre la
población.

De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués
de Obando, del jesuíta Lozano y del ilustrado Llano Zapata, no alcanzó
al número de doscientos once años, contados desde la fundación de la
ciudad por las olas.

El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no
menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil
sepultados entre las ruinas de los edificios. «En tres minutos--dice uno
de los escritores citados--quedó en escombros la obra de doscientos once
años, contando desde la fundación de la ciudad».

Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como el de San
Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las
principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en
unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.

Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando
después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo
derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de
San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzóse en
ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto
del afligido pueblo y de los mercedarios, que no atinaban a hallar
disculpa para semejante profanación.

Detenido por los fieles el fogoso animal, dejóse caer el elebronado
jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó:

--¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale!

Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la
gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros
vecinos.

No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.

El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación,
y el monarca le hizo justicia premiándole con el título de conde de
Superunda.


III

Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el
hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.



EL REY DEL MONTE

QUE, ENTRE OTRAS COSAS, TRATA DE CÓMO LA REINA DE LOS TERRANOVAS PERDIÓ
HONRA, CETRO Y VIDA


I

Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada
Europa, y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de
esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en
carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus
buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices
negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis
TRADICIONES.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del
látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la
ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su
cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las
puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de _carimbar_ o poner marca sobre la
piel de los negros, como se práctica actualmente con el ganado vacuno o
caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la _carimba_.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los
esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a
precio más o menos igual al que hoy se paga por la contrata de un colono
asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de
cristianados, pudieran, según sus respectivas nacionalidades o tribus,
asociarse en cofradías. Aun creemos que vino de España una real cédula
sobre el particular.

Andando los años, y con sus ahorrillos y gajes, llegaban muchos esclavos
a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de
alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente
fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a
un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, he de
referir una ocurrencia.

Colocóse en cierta ocasión en la puerta de un templo una mesa con la
indispensable bandeja para que los fieles oblasen limosnas. Llegó su
excelencia y el virrey echó un par de peluconas, y los oidores, y damas,
y cabildantes, y gente de alto coturno hicieron resonar la metálica
bandeja con una onza o un escudo por lo menos. Tal era la costumbre o la
moda.

De repente presentóse _taita Otárola_, seguido de dos negros, cada uno
de los cuales traía a cuestas un talego de a mil duros, y sacando del
bolsillo medio real de plata lo echó en la bandeja, diciendo:

--Esta es la limosna.

Luego mandó avanzar a los negros, y colocando sobre la mesa los dos
talegos añadió:

--Esta es la fantasía.

Ahora comenten ustedes a sus anchas la cosa, que no deja de tener
entripado.

Como era consiguiente, muchas de las asociaciones de negros llegaron a
poner su tesorería en situación holgada. Los angolas, caravelís,
mozambiques, congos, chalas y terranovas compraron solares en las calles
extremas de la ciudad, y edificaron las casas llamadas de cofradías. En
festividades determinadas, y con venia de sus amos, se reunían allí para
celebrar jolgorios y comilonas a la usanza de sus países nativos.

Estando todos bautizados, eligieron por patrona de las cofradías a la
Virgen del Rosario, y era de ver el boato que desplegaban para la
fiesta. Cada tribu tenía su reina, que era siempre negra y rica. En la
procesión solemne salía ésta con traje de raso blanco, cubierto de
finísimas blondas valencianas, banda bordada de piedras preciosas,
cinturón y cetro de oro, arracadas y gargantilla de perlas. Todas
echaban, como se dice, la casa por la ventana y llevaban un caudal
encima. Cada reina iba acompañada de sus damas de honor, que por lo
regular eran esclavas jóvenes, mimadas de sus aristocráticas señoras, y
a quienes éstas por vanidad engalanaban ese día con sus joyas más
valiosas. Seguía a la corte el populacho de la tribu, con cirio en mano
las mujeres y los hombres tocando instrumentos africanos.

Aunque con menos lujo, concurrían también las cofradías a las fiestas de
San Benito y Nuestra Señora de la Luz, en el templo de San Francisco, y
a las procesiones de Corpus y Cuasimodo. En estas últimas eran africanos
los que formaban las cuadrillas de diablos danzantes que acompañaban a
la _tarasca, papahuevos y gigantones_.

La reina de los terranovas, en 1799, era una negra de más de cincuenta
inviernos, conocida con el nombre de _mama Salomé_, la que habiendo
comprado su libertad, puso una mazamorrería; y el hecho es que cundiendo
la venta del artículo adquirió un fortunón tal que sus compatriotas,
cuando vacó el trono, la aclamaron, _nemine discrepante_, por reina y
señora.

Probablemente los limeños del siglo anterior se engolosinarían con la
mazamorra, cuando los provincianos les aplicaban a guisa de injuria el
epíteto de _mazamorreros_. ¡Ahí nos las den todas! Tanta deshonra hay en
ello como en mascar pan o _chacchar_ coca.

A Dios gracias, hoy estamos archicivilizados, y no hay miedo de que nos
endilguen aquel mote que nos ruborizaba hasta el blanco de los ojos. A
la inofensiva mazamorra la tenemos relegada al olvido, y como dijo mi
inolvidable amigo el festivo y popular poeta Manuel Segura:

  _Yo conozco cierta dama_
_que con este siglo irá,_
_que dice que a su mama_
_no la llamó nunca mama,_
_y otra de aspecto cetrino_
_que, por mostrar gusto inglés,_
_dice: yo no se lo que es_
_mazamorra de cochino._

Lo que hoy triunfa es la cerveza de Bass, marca T y el _bitter_ de los
hermanos Broggi. ¡Viva mi Pepa!

  _Impulso de blandir cachiporra_
_nunca a nadie inspiró la mazamorra,_
_que ella no daba bríos_
_para andarse buscando desafíos,_
_ni faltar al respeto cortesano_
_a la mujer, al monje o al anciano._
_Mientras hoy, con un vaso de cerveza_
_a cuestas, o una copa vergonzante_
_de bitter de Torino, hasta al gigante_
_Goliath le rebanamos la cabeza_
_hablamos de tú a Cristo, y un piropo_
_le echa a una dama el último galopo._
_¡La diferencia es nada!_
_¿Ganamos o perdemos, camarada?_

Basta de digresión y adelante con los faroles.

Años llevaba ya nuestra _macuita_ en pacífica posesión de un trono tan
real como el de la reina Pintiquiniestra. Pero ¡mire usted lo que es la
envidia!

Como nadie alcanzaba a hacer competencia a la acreditada mazamorrería de
_mama_ Salomé, otra del gremio levantó la especie de que la terranova
era bruja, y que para hacer apetitoso su manjar meneaba la olla, ¡qué
asco!, con una canilla de muerto, canilla de judío, por añadidura.

¿Bruja dijiste? ¡A la Inquisición con ella! Y la pobre negra, convicta y
confesa (con auxilio de la polea) de malas artes, fué sacada a la
vergüenza pública, con pregonero delante y zurrador detrás, medio
desnuda y montada en un burro flaco.

Y diz que lo es frío o calor bien pudo tener; pero lo que es vergüenza,
ni el canto de una uña, pues en la piel no se le notó la menor señal de
sonrojo.

Entendido está que la Inquisición se echó sobre el último maravedí de la
mazamorrera, y que los terranovas la negaron obediencia y la
destituyeron. Barrunto que entre ellos sería caso de vacancia la
acusación de brujería. No conozco el artículo constitucional de los
terranovas; pero me gusta, y ya lo quisiera ver incrustado en el código
político de mi tierra, en que tachas peores no fueron nunca pretexto
para tamaño desaire.

_Mama_ Salomé, reina de mojiganga o de mentirijillas, no se parecía a
los soberanos de verdad, que cuando sus vasallos los echan del trono
poco menos que a puntapiés, se van orondos a comer el pan del extranjero
y engordan que es una maravilla, y hablan a tontas y locas de que Dios
consiente, pero no para siempre, y que como hay viñas, han de volver a
empuñar el pandero.

_Mama_ Salomé no intentó siquiera una revolucioncilla de mala muerte; se
echó a dar y cavar en la ingratitud y felonía de los suyos, y a tal
grado se le melancolizó el ánimo, que sin más ni más se la llevó Pateta.


II

DE CÓMO LA MUERTE DE UNA REINA INFLUYÓ EN LA VIDA DE UN REY

_Mama_ Salomé dejaba un hijo, libre como ella y mocetón de quince años,
el cual se juró a sí mismo, para cuando tuviese edad, vengar en la
sociedad el ultraje hecho a su madre encorozándola por bruja, y a la vez
castigar a los terranovas por la rebeldía contra su reina.

Cuentan que un día, sin que hubiese llegado el galeón de Cádiz trayendo
noticia de la muerte del rey o de un príncipe de la sangre, ni fallecido
en Lima magnate alguno, civil o eclesiástico, las campanas de la
Catedral principiaron a doblar solemnemente, siguiendo su ejemplo las de
las infinitas torres que tiene la ciudad. Las gentes se echaban a las
calles preguntando quién era el muerto, y la autoridad misma no sabía
qué responder.

Interrogados los campaneros, contestaban, y con razón, que ellos no
tenían para qué meterse en averiguaciones, estándoles prevenido que
repitiesen todo y por todo el toque de la matriz. Llamado ante el
arzobispo el campanero de la Catedral, dijo:

--Ilustrísimo señor: los mandamientos rezan «honrar padre y madre». La
que me envió al mundo murió en el hospital esta mañana, y yo, que no
tengo más prebenda que la torre, honro a mi madre haciendo gemir a mis
camparas.

_Mutatis mutandis_, puede decirse que el hijo de Salomé pensaba como el
campanero de marras, proponiéndose honrar con crímenes la memoria de su
madre.

Gozaba Lima de aparente tranquilidad, pues ya se empezaba a sentir en la
atmósfera olor a chamusquina revolucionaria, cuando de pronto cundió
grave alarma, y a fe que había sobrado motivo para ella. Tratábase nada
menos que de la aparición de una fuerte cuadrilla de bandoleros, que, no
contentos con cometer en despoblado mil y un estropicios, penetraban de
noche en la ciudad, realizaban robos y se retiraban tan frescos como
quien no quiebra un plato ni cosa que lo valga. En diversas ocasiones
salieron las partidas de campo con orden de exterminarlos; pero los
bandidos se batían tan en regla, que sus perseguidores se veían forzados
a volver grupas, regresando maltrechos y con algunas bajas a la ciudad.

Rara era la incursión de los bandoleros a la capital en que no se
llevasen cautivo algún terranova, que pocos días después devolvían bien
azotado y con la cabeza al rape. Con las mujeres terranovas hacían
también lo mismo, y algo más. Una noche hallábase la reina de regodeo en
la casa de la cofradía, cuando de improviso se presentaron los de la
cuadrilla, azotaron a su majestad, y cometieron con ella desaguisados
tales que volando, volando y en pocos días la llevaron al panteón. El
trono quedó vacante, no habiendo quien lo codiciase por miedo a las
consecuencias; lo que ocasionó el desprestigio de la tribu y dió
preponderancia a las otras cofradías, partidarias entusiastas del _Rey
del Monte_, título con que era conocido el negro hijo de _mama_ Salomé,
capitán de la falange maldita.

Contribuían a dar cierta popularidad al _Rey del Monte_ las mentiras y
verdades que sobre él se contaban. Sólo los ricos eran víctimas de sus
robos, y su parte de botín la repartía entre los pobres; no había jinete
que lo superase, y en cuanto a su valor y hazañas, referíanse de él
tantas historias que a la postre el pueblo empezó a mirarlo como a
personaje de leyenda.

Tan grande fué el terror que el famoso bandido llegó a inspirar, que los
más poderosos hacendados, para verse libres de un ataque, se hicieron
sus feudatarios, pagándole cada mes una contribución en dinero y víveres
para sostenimiento de la banda.

En vano mandó el virrey colocar en los caminos postes con carteles
ofreciendo cuatro mil pesos por la cabeza del _Rey del Monte_. Y pasaban
meses y corrían años, y convencida la autoridad de que empleando la
fuerza no podría atrapar al muy pícaro, que siempre se escabullía de la
celada mejor dispuesta, resolvió recurrir a la traición.

Nada más traicionero que el amor. Una Dalila de azabache se comprometió
a entregar maniatados al nuevo Sansón y a sus principales filisteos.

Pasando por alto detalles desnudos de interés, diremos que una noche,
hallándose el _Rey del Monte_ entre la espesura de un bosque, acompañado
de su coima y de cuatro o seis de los suyos, Dalila cuidó de
embriagarlos, y a una hora concertada de antemano penetraron en el
bosque los soldados.

El _Rey del Monte_ despertó al ruido, se lanzó sobre su trabuco, apuntó
y el arma no dio fuego. Entonces, adivinando instintivamente que la
mujer lo había traicionado, tomó el trabuco por el cañón y lo dejó caer
pesadamente sobre la infeliz, que se desplomó con el cráneo destrozado.


III

MAÑUCO EL PARLAMPÁN

Si hubo hombre en Lima con reputación de _bonus vir_ o de pobre diablo,
ése fué sin disputa el negro Mañuco.

Llamábanlo el _Parlampán_ porque en las corridas de toros se presentaba
vestido de monigote en la mojiganga o cuadrilla de _parlampanes_, y
desempeñábase con tanto gracejo que se había conquistado no poca
populachería.

Una tarde se exhibió en el redondel llevando dentro del cuerpo más
aguardiente del acostumbrado, cogiólo el toro, y en una camilla
lleváronle al hospital.

Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando
_malorum_, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán, y oyó
en confesión a Mañuco.

Vivió aún el infeliz cuarenta y ocho horas, y mientras tuvo alientos no
cesaba de gritar:

--Señores, llévense de mi consejo: tranca y cerrojo..., nada de
cerraduras..., la mejor no vale un pucho..., para toda chapa hay
llave..., tranca y cerrojo, y echarse a dormir a pierna suelta...

Tanto repetía el consejo, que el ecónomo del hospital de San Andrés
pensó que aquello no era hijo del delirio, sino grito de la conciencia,
y fuése al alcalde del barrio con el cuento. Este hurgó lo suficiente
para sacar en claro que Mañuco el _Parlampán_ había sido pájaro de
cuenta, y tan diestro en el manejo de la ganzúa que con él no había
chapa segura, siquiera tuviese cien pestillos. Item, descubrió la
autoridad que el _honrado_ Mañuco era el brazo derecho del _Rey del
Monte_ para los robos domésticos.

Ya lo saben ustedes, lectores míos: tranca cerrojo.

Concluyamos ahora con su majestad el _Rey_.


IV

DONDE SE VE QUE PARA TODO AQUILES HAY UN HOMERO

Inmenso era el gentío que ocupaba la Plaza mayor de Lima en la mañana
del 13 de octubre de 1815.

Todos querían conocer a un bandido que robaba por amor al arte,
repartiendo entre los pobres aquello de que despojaba a los ricos.

El _Rey del Monte_ y tres de sus compañeros estaban condenados a muerte
de horca.

La ene de palo se alzaba fatídica en el sitio de costumbre, frente al
callejón de Petateros.

El virrey Abascal, que había recibido varios avisos de que grupos del
pueblo se preparaban a armar un motín para libertar al sentenciado,
rodeó la plaza con tropas reales y milicias cívicas.

La excitación no pasó de oleadas y refunfuños, y el verdugo Pancho Sales
llenó tranquilamente sus funciones.

Al día siguiente se vendía al precio de un real de plata un chabacano
romance, en que se relataban con exageración gongorina las proezas del
ahorcado. Del mérito del romance encomiástico bastará a dar una idea
este fragmento:

  _Más que Rey, Cid de los montes_
_fué por su arrojo tremendo,_
_por fortunado en la lidia,_
_por generoso y mañero;_
_Roldan de tez africana,_
_desafiador de mil riesgos,_
_no le rindieron bravuras,_
_sino a dides le rindieron._

Por supuesto, que el poeta agotó la edición y pescó buenos cuartos.



TRES CUESTIONES HISTORICAS SOBRE PIZARRO

¿SUPO O NO SUPO ESCRIBIR? ¿FUÉ O NO FUÉ MARQUÉS DE LOS ATAVILLOS? ¿CUÁL
FUÉ Y DÓNDE ESTÁ SU GONFALÓN DE GUERRA?


I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si
Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran
que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota
de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados
que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra _Dios_. El
prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que
todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos,
tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró
inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o
apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor
propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole
degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la
nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana
y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama
tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus
hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido
indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que
Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de
letras.

Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como
en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber
leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a
causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino
con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar
ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las
órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases
más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho
de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto
vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado _no saber leer ni
escribir y ser expedito en el manejo de la aguja_, hemos venido en
nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».

Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que
Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre
su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema
ignorancia, aparece que el gobernador _leyó cartas_.

No obstante, refiere Montesinos en sus _Anales del Perú_ que en 1525 se
propuso Pizarro aprender a leer, que su empeño fué estéril, y que
contentóse sólo en aprender a firmar. Reíase de esto Almagro, y agregaba
que firmar sin saber leer era lo mismo que recibir una herida sin poder
darla.

Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no
supo leer.

Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre
Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que
la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto.
Bastarla para probarlo tener a la vista el contrato de compañía
celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque,
Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben
firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron
por ellos en el registro de esta carta Juan de Panés y Alvaro del
Quiro».

Un historiador del pasado siglo dice:

«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e
instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a
varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las
audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y
apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y
heredadas».

En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo
sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía
estas palabras: _El marqués Francisco Pizarro_.

Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección
de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee
_Franxº. Piçarro_, y en muy pocos _El marqués_. En el Archivo
Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.

Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar me decido
por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:

En el Archivo General de Indias, establecido en la que fué Casa de
Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los
documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos
entendido en paleografía, que la letra de la firma es, a veces, de la
misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del
documento. «Pero si duda cupiese--añade un distinguido escritor
bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de
Indias--, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como
testigo, que el escribano _da fe_ de que, después de prestada la
declaración, la señaló con las _señales que acostumbraba hacer_,
mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las
_firman a su presencia_».


II

Don Francisco Pizarro no fué marqués de los Atavillos ni marqués de las
Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay
documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni
el mismo Pizarro, en el encabezamiento de órdenes y bandos, usó otro
dictado que éste: _El marqués_.

En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro
cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e
ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don
Francisco:--La merced que su majestad hizo a mi hermano fué solamente
el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme
cuál es.

El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: Escudo puesto a
mantel: en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y
en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda
parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en
plata, león rojo con una F, y debajo, en plata, león rojo; en la parte
baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada;
orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de
marqués.

En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a
Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación:
«Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber
el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se
envía dicho título»; y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se
habían determinado por la corona las tierras y vasallos que
constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fué sino
marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.

Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño
a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de
cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de
Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en
primeras nupcias con su tío Hernando, y después con don Pedro Arias.

Por cédula real, y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina
o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste
hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo
heredado sus descendientes. Fué casi un siglo después, en 1628, cuando
don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el
título de marqués de la Conquista.

Piferrer, en su _Nobiliario español_, dice que, según los genealogistas,
era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese
apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus
descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y
concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarro son: «escudo
de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al
mismo y de dos pizarras al pie del trono». Estos genealogistas se las
pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que
crea en los muy embusteros!


III

Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo
desvanecer.

Jurada en 1821 la Independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al
generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le
hacía el obsequio del _estandarte de Pizarro_. Poco antes de morir en
Boulogne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento,
devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas
hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante
en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy
bien acondicionada. Fué esto en los días de la fugaz administración del
general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte
depositado en uno de los salones del Ministerio de Relaciones
Exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el
populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la
bandera, que acaso fué despedazada por algún rabioso que se imaginaría
ver en ella un comprobante de las calumnias que, por entonces, inventó
el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en
los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos
políticos de _connivencias criminales_ con España, para someter
nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.

Las turbas no reaccionan ni discuten, y mientras más absurda sea la
especie más fácil aceptación encuentra.

La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las
que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de
1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas
regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas
tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en
letras de oro: _Hoc signum vere regum est_. Por timbre y divisa dos
águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de
_Karolus_ y _Juana_, los monarcas), y encima de estas letras una
estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de
heredad, paseaba el día 5 de enero, en las procesiones de Corpus y Santa
Rosa, proclamación de soberano, y otros actos de igual solemnidad.

El pueblo de Lima dió impropiamente en llamar a ese estandarte la
bandera de Pizarro, y su examen aceptó que ése fué el pendón de guerra
que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de
generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.

Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.

Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco
Pizarro, y creemos que fué el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su
entrada triunfal en la augusta capital de los Incas.

El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo de Aliaga
era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus
caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y
en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según
otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre
un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones,
luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.

Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la
ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su
bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral
cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni
almagristas, ni gonzalistas, ni gironistas, ni realistas se atrevieron a
llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar.
Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el
general Sucre; éste lo envió a Bogotá, y el gobierno inmediatamente lo
remitió a Bolívar, quien lo regaló a la municipalidad de Caracas, donde
actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha
habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la
conquista.

FIN





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