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Title: La Tribuna
Author: Pardo Bazán, Emilia, condesa de, 1852-1921
Language: Spanish
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available by La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
(http://www.cervantesvirtual.com/)



Note: The source material from which this e-book was taken can be seen
      at http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=61



_La Tribuna_

Emilia Pardo Bazán

Alfredo de Carlos, Madrid 1883



Prólogo


Lector indulgente: No quiero perder la buena costumbre de empezar mis
novelas hablando contigo breves palabras. Más que nunca debo mantenerla
hoy, porque acerca de _La Tribuna_ tengo varias advertencias que
hacerte, y así caminarán juntos en este prólogo el gusto y la necesidad.

Si bien _La Tribuna_ es en el fondo un estudio de costumbres locales, el
andar injeridos en su trama sucesos políticos tan recientes como la
Revolución de Setiembre de 1868, me impulsó a situarla en lugares que
pertenecen a aquella geografía moral de que habla el autor de las
_Escenas montañesas_, y que todo novelista, chico o grande, tiene el
indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee
conocer el plano de _Marineda_, búsquelo en el atlas de mapas y planos
privados, donde se colecciona, no sólo el de Orbajosa, Villabermeja y
Coteruco, sino el de las ciudades de R***, de L*** y de X***, que
abundan en las novelas románticas. Este privilegio concedido al
novelista de crearse un mundo suyo propio, permite más libre inventiva y
no se opone a que los elementos todos del _microcosmos_ estén tomados,
como es debido, de la realidad. Tal fue el procedimiento que empleé en
_La Tribuna_, y lo considero suficiente--si el ingenio me ayudase--para
alcanzar la verosimilitud artística, el vigor analítico que infunde vida
a una obra.

Al escribir _La Tribuna_ no quise hacer sátira política; la sátira es
género que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso.
Pero así como niego la intención satírica, no sé encubrir que en este
libro, casi a pesar mío, entra un propósito que puede llamarse
_docente_. Baste a disculparlo el declarar que nació del espectáculo
mismo de las cosas, y vino a mí, sin ser llamado, por su propio impulso.
Al artista que sólo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y
característico de una _capa social_, se le presentó por añadidura la
moraleja, y sería tan sistemático rechazarla como haberla buscado.
Porque no necesité agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni
desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas
de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y
ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo
atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza
latina practica mucho este género de culto fetichista e idolátrico,
opino que si escritores de más talento que yo lo combatiesen, prestarían
señalado servicio a la patria.

Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al
pueblo con crudeza naturalista. Responderé que si nuestro pueblo fuese
igual al que describiesen Goncourt y Zola, yo podría meditar
profundamente en la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero
resuelta a ello, nunca seguiría la escuela idealista de Trueba y de la
insigne Fernán, que riñe con mis principios artísticos. Lícito es
callar, pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que
vivimos del lado acá del Pirene no se parece todavía, en buen hora lo
digamos, al del lado allá. Sin adolecer de optimista, puedo afirmar que
la parte del pueblo que vi de cerca cuando tracé estos estudios, me
sorprendió gratamente con las cualidades y virtudes que, a manera de
agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de él ante mis ojos. El
método de análisis implacable que nos impone el arte moderno me ayudó a
comprobar el calor de corazón, la generosidad viva, la caridad
inagotable y fácil, la religiosidad sincera, el recto sentir que abunda
en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones
que a primera vista lo oscurecen. Ojalá pudiese yo, sin caer en falso
idealismo, patentizar esta belleza recóndita.

No, los tipos del pueblo español en general, y de la costa cantábrica en
particular, no son aún--salvas fenomenales excepciones--los que se
describen con terrible verdad en _L’Assommoir, Germinie Lacerteux_ y
otras obras, donde parece que el novelista nos descubre las
abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie
más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y civilizada.
Y ya que por dicha nuestra las faltas del pueblo que conocemos no
rebasan de aquel límite a que raras veces deja de llegar la flaca
decaída condición del hombre, pintémosle, si podemos, tal cual es,
huyendo del _patriarcalismo_ de Trueba como del socialismo humanitario
de Sue, y del método de cuantos, trocando los frenos, atribuyen a
Calibán las seductoras gracias de Ariel.

En abono de _La Tribuna_ quiero añadir que los maestros Galdós y Pereda
abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis
personajes como realmente se habla en la región de donde los saqué.
Pérez Galdós, admitiendo en su _Desheredada_ el lenguaje de los barrios
bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana y a
los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los cuales no es
permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno
de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco, ¡cuánto gozarías, oh
lector discreto, al dejar los trillados caminos de la retórica novelesca
diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares,
incorrectas y desaliñadas, pero frescas, enérgicas y donosas!

Queda adiós, lector, y ojalá te merezca este libro la misma acogida que
_Un viaje de novios_. Tu aplauso me sostendrá en la difícil vía de la
observación, donde no todo son flores para un alma compasiva.

EMILIA PARDO BAZÁN

Granja de Meirás, octubre de 1882.



-I-

Barquillos


Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras
penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los
Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más
parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a la
puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un desteñido
pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa. Miró al
poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a su
cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la
chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la
piedra del fogón las dispuso artísticamente en pirámide, cebada por su
base con virutas, a fin de conseguir una hoguera intensa y flameante.
Tomó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos de harina y
azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela. Terminadas estas
operaciones preliminares, estremeciose de frío--porque la puerta había
quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase y descargó en el
tabique dos formidables puñadas.

Al punto salió rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una
mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien
acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de
lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la
camisa de estopa. Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los
buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le
mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el
barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las
virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme
cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.

Instalose el señor Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama
chisporroteadora y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas
tenazas, dio principio a la operación. Tenía a su derecha el barreño del
amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de palillo grueso; y
extendiendo una leve capa de líquido sobre la cara interior de los
candentes hierros, apresurábase a envolverla en el molde con su dedo
pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido en una
callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los barquillos,
dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba
introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocándolos
simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se ejecutaba en
silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de la leña, el
rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus fauces de hierro,
el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el silbo del
amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa. La luz del
candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destellos a la hojalata
limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la temperatura se
suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor Rosendo se
quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y
la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que
la sofocaban.

Entre tanto, el sol, campante ya en los cielos, se empeñaba en cernir
alguna claridad al través de los vidrios verdosos y puercos del
ventanillo que tenía obligación de alumbrar la cocina. Sacudía el sueño
la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en
refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua, cuál a
comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de
chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la
barbería de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo en tiempo
la niña del barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la calle. ¡Cuándo
sería Dios servido de disponer que ella abandonase la dura silla, y
pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir! Pronto darían las
nueve, y de los seis mil barquillos que admitía la caja sólo estaban
hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperezó maquinalmente. Es
que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a su padre.
Antes despachaba más.

El que viese aquellos cañutos dorados, ligeros y deleznables como las
ilusiones de la niñez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que
representaba su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico que
abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar
los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los músculos del
hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba;
la vista disminuía; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros
esguinces, la cuenta de los barquillos que salían del molde. ¡Y ningún
día de descanso! No pueden los barquillos hacerse de víspera; si han de
gustar a la gente menuda y golosa, conviene que sean fresquitos. Un nada
de humedad los reblandece. Es preciso pasarse la mañana, y a veces la
noche, en fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos. En verano, si
la estación es buena y se despacha mucho y se saca pingüe jornal,
también hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas,
derritiendo el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando
provisión doble de barquillos para la venta pública y para los cafés. Y
no era que el señor Rosendo estuviese mal con su oficio; nada de eso;
artistas habría orgullosos de su destreza, pero tanto como él, ninguno.
Por más que los años le iban venciendo, aún se jactaba de llenar en
menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No ignoraba primor alguno de
los concernientes a su profesión; barquillos anchos y finos como seda
para rellenar de huevos hilados, barquillos recios y estrechos para el
agua de limón y el sorbete, hostias para las confiterías--y no las hacía
para las iglesias por falta de molde que tuviese una cruz--, flores,
hojuelas y _orejas de fraile_ en Carnaval, buñuelos en todo tiempo....
Pero nunca lo tenía de lucir estas habilidades accesorias, porque los
barquillos de diario eran absorbentes. ¡Bah!, en consiguiendo vivir y
mantener la familia....

A las nueve muy largas, cuando cerca de cinco mil barquillos reposaban
en el tubo, todavía el padre y la hija no habían cruzado palabra.
Montones de brasa y ceniza rodeaban la hoguera, renovada dos o tres
veces. La niña suspiraba de calor, el viejo sacudía frecuentemente la
mano derecha, medio asada ya. Por fin, la muchacha profirió:

--Tengo hambre.

Volvió el padre la cabeza, y con expresivo arqueamiento de cejas indicó
un anaquel del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la artesa,
y bajó un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hincó el diente
con buen ánimo. Aún rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para
aprovecharlas, cuando se oyeron crujidos de catre, carraspeos, los
ruidos característicos del despertar de una persona, y una voz entre
quejumbrosa y despótica llamó desde la alcoba cercana al portal:

--¡Amparo!

Se levantó la niña y acudió al llamamiento, resonando de allí a poco
rato su hablar.

--Afiáncese, señora... así... cárguese más... aguarde que le voy a batir
este jergón... (Y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz, un
_sirrisssch_... prolongado y armonioso.)

La voz mandona dijo opacamente algo, y la infantil contestó:

--Ya la voy a poner a la lumbre, ahora mismito.... ¿Tendrá por ahí el
azúcar?

Y respondiendo a una interpelación altamente ofensiva para su dignidad,
gritó la chiquilla:

--Y piensa que.... ¡Aunque fuera oro puro! Lo escondería usted misma....
Ahí está, detrás de la funda... ¿lo ve?

Salió con una escudilla desportillada en la mano, llena de morena
melaza, y arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cascarilla,
le añadió en debidas proporciones azúcar y leche, y volviose al cuarto
del portal con una taza humeante y colmada a reverter. En el fondo del
cacharro quedaba como cosa de otra taza. El barquillero se enderezó
llevándose las manos a la región lumbar, y sobriamente, sin
concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por el puchero mismo.
Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la camisa,
entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a presentarse, vestido
con pantalón y chaqueta de paño pardo, se terció a las espaldas la caja
de hoja de lata y se echó a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con
ceniza, juntaba en una cazuela berzas, patatas, una corteza de tocino,
un hueso rancio de cerdo, cumpliendo el deber de condimentar el caldo
del humilde menaje. Así que todo estuvo arreglado, metiose en el
cuchitril, donde consagró a su aliño personal seis minutos y medio,
repartidos como sigue: un minuto para calzarse los zapatos de becerro,
pues todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un
vestido de tartán; un minuto para pasarse la punta de un paño húmedo por
ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo); dos minutos para escardar con
un peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse
al cuello un pañolito de indiana. Hecho lo cual, se presentó más oronda
que una princesa a la persona encamada a quien había llevado el
desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una
espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos. Viendo a
la chiquilla vestida se escandalizó: ¿a dónde iría ahora semejante
vagabunda?

--A misa, señora, que es domingo.... ¿Qué volver con noche ni con noche?
Siempre vine con día, siempre.... ¡Una vez de cada mil! Queda el caldo
preparadito al fuego.... Vaya, abur.

Y se lanzó a la calle con la impetuosidad y brío de un cohete bien
disparado.



-II-

Padre y madre


Tres años antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su
vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa
blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida
de las caderas.--Un aire, señor--decía ella al médico.

Quedose reducida la familia a lo que trabajase el señor Rosendo: el real
diario que del _fondo de Hermandad_ de la Fábrica recibía la enferma no
llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía
zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a otro género de
tareas. Mientras su padre no se marchaba, el miedo a un pasagonzalo
sacudido con el cargador la tenía quieta ensartando y colocando
barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa del tubo, sentía
Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una
impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle
era su paraíso. El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la
halagaban cual si fuesen caricias, la música militar penetraba en todo
su ser produciéndole escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas
correteando sin objeto al través de la ciudad, y volvía a casa con los
pies descalzos y manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa,
mocosa, despeinada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de
su cuerpo. A fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el
piso, sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con
rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por
calles y callejones.

De tales instintos erráticos tendría no poca culpa la vida que
forzosamente hizo la chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica.
Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no
quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres
para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta,
parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las
últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se
veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón de cal y
residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas,
un molinillo inservible, dos o tres guiñapos viejos y un innoble zapato
que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso era el espectáculo de la
alcoba matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a
la Fábrica no permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no
bastaba a encubrir una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando
tristemente a lo largo de la palmatoria de latón veteada de cardenillo;
la palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y
grasienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada
en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía
intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas,
presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas gozó.
Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de la Fábrica, llevando
a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante caldo; pero, soltando a lo
mejor la carga, poníase a jugar al corro, a _San Severín_, a la viudita,
a cualquier cosa, con las damiselas de su edad y pelaje.

Cuando la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo
sedentario: era tarde. La planta rústica no se sujetaba ya al espaller.
Amparo había ido a la escuela en sus primeros años, años de relativa
prosperidad para la familia, sucediéndole lo que a la mayor parte de las
niñas pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y
ellas de asistir, y se quedan sin más habilidad que la lectura, cuando
son listas, y unos rudimentos de escritura. De aguja apenas sabía Amparo
nada. La madre se resignó con la esperanza de colocarla en la Fábrica.
--«Que trabaje--decía--como yo trabajé». Y al murmurar esta sentencia
suspiraba, recordando treinta años de incesante afán. Ahora su carne y
sus molidos huesos se tendían gustosamente en la cama, donde reposaba
tumbada panza arriba ínterin sudaban otros para mantenerla. ¡Que
sudasen! Dominada por el terrible egoísmo que suele atacar a los viejos
cuya mocedad fue laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta
de recreo. Lo que es allí ya podían venir penas; lo que es allí a buen
seguro que la molestase el calor ni el frío. ¿Que era preciso lavar la
ropa? Bueno, ella no tenía que levantarse a jabonarla, le había costado
bien caro una vez. ¿Que estaba sucio el piso? Ya lo barrerían, y si no,
por ella, aunque en todo el año no se barriese.... ¿De qué le había
servido tanto romper el cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida
--«¡Ay, no se sabe lo que es la salud hasta después de que se pierde!»
--exclamaba sentenciosamente, sobre todo los días en que el dolor
artrítico le atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo
inválido, decía a su hija:--«Sácateme de delante, que irrita el verte;
de tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una
casa».

Sólo echaba de menos la animación de su Fábrica, las compañeras. A bien
que las vecinas de la calle solían acercarse a ofrecerle un rato de
palique: una sobre todo, Pepa la comadrona, por mal nombre señora
Porreta. Era esta mujer colosal, a lo ancho más aún que a lo alto;
parecíase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara
enorme, circuida por colgante papada, tenía palidez serosa. Calzaba
zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tamaño masculino también,
en el dedo meñique. Acercábase a la cama de la impedida, le sometía las
ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente ambas manos en los
muslos, a fin de sostener la mole de su vientre, y con voz sorda y
apagada empezaba a referir chismes del barrio, escabrosos pormenores de
su profesión, o las maravillosas curas que pueden obtenerse con un
cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la hoja de la malva bien
machacadita, con romero hervido en vino, con unturas de enjundia de
gallina. Susurraban los maldicientes que entre parleta y parleta solía
la matrona entreabrir el pañuelo que le cubría los hombros y sacar una
botellica que fácilmente se ocultaba en cualquier rincón de su corpiño
gigantesco; y ya corroboraba con un trago de anís el exhausto gaznate,
ya ofrecía la botella a su interlocutora «para ir pasando las penas de
este mundo». A oídos del señor Rosendo llegó un día esta especie, y se
alarmó; porque mientras estuvo en la Fábrica no bebía nunca su mujer más
que agua pura; pero por mucho que entró impensadamente algunas tardes,
no cogió _infraganti_ a las delincuentes. Sólo vio que estaban muy
amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera valía un Perú la comadrona;
al menos esa hablaba, porque lo que es su marido.... Cuando este
regresaba de la diaria correría por paseos y sitios públicos, y bajando
el hombro soltaba con estrépito el tubo en la esquina de la habitación,
el diálogo del matrimonio era siempre el mismo:

--¿Qué tal?--preguntaba la tullida.

Y el señor Rosendo pronunciaba una de estas tres frases:

--Menos mal.--Un regular.--Condenadamente.

Aludía a la venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de
amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el
inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la
muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus mejores
años al férreo yugo de la disciplina militar, se convenció de la
ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Calló primero por
obediencia, luego por fatalismo, después por costumbre. En silencio
elaboraba los barquillos, en silencio los vendía, y casi puede decirse
que los voceaba en silencio, pues nada tenía de análogo a la afectuosa
comunicación que establece el lenguaje entre seres racionales y humanos,
aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento de
palabra, el viejo suprimía la última sílaba, reemplazádola por doliente
prolongación de la vocal penúltima:

--Barquilleeeeé....



-III-

Pueblo de su nacimiento


Al sentar el pie en la calle, Amparo respiró anchamente. El sol, llegado
al zenit, lo alegraba todo. En los umbrales de las puertas los gatos,
acurrucados, presentaban el lomo al benéfico calorcillo, guiñando sus
pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas iban y venían
escarbando. La bacía del barbero, colgada sobre la muestra y rodeada de
una sarta de muelas rancias ya, brillaba como plata. Reinaba la soledad,
los vecinos se habían ido a misa o de bureo, y media docena de párvulos,
confiados al Ángel de la Guarda, se solazaban entre el polvo y las
inmundicias del arroyo, con la chola descubierta y expuestos a un
tabardillo. Amparo se arrimó a una de las ventanas bajas, y tocó en los
cristales con el puño cerrado. Abriéronse las vidrieras, y se vio la
cara de una muchacha pelinegra y descolorida, que tenía en la mano una
almohadilla de labrar donde había clavados infinidad de menudos
alfileres.

--¡Hola!

--¿Hola, Carmela, andas con la labor a vueltas?--pues es día de misa.

--Por eso me da rabia... contestó la muchacha pálida, que hablaba con
cierto ceceo, propio de los puertecitos de mar en la provincia de
Marineda.

--Sal un poco, mujer... vente conmigo.

--Hoy... ¡quién puede! Hay un encargo... diez y seis varas de puntilla
para una señora del barrio de Arriba.... El martes se han de entregar
sin falta.

Carmela se sentó otra vez con su almohadilla en el regazo, mientras los
hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indiferentes, como si
murmurasen--«Lo de costumbre»--. Apartose de allí, y sus pies
descendieron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos,
llena a la sazón de cocineras y vendedoras, y enhebrándose por entre
cestas de gallinas, de huevos, de quesos, salió a la calle de San Efrén,
y luego al atrio de la iglesia, donde se detuvo deslumbrada.

Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se veía
reunido ante el pórtico, que las gentes cruzaban con el paso majestuoso
de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser vistas y
mutuamente resueltas a respetarse y a no promover empujones. Hacían cola
las señoras aguardando su turno, empavesadas y solemnes, con mucha
mantilla de blonda, mucho devocionario de canto dorado, mucho rosario de
oro y nácar, las madres vestidas de seda negra, las niñas casaderas, de
colorines vistosos. Al llegar a los postigos que más allá del pórtico
daban entrada a la nave, había crujidos de enaguas almidonadas, blandos
empellones, codazos suaves, respiración agitada de damas obesas, cruces
de rosarios que se enganchaban en un encaje o en un fleco, frases de
miel con su poco de vinagre, como--ay, usted dispense.... A mí me
empujan, señora, por eso yo.... No tire usted así, que se romperá el
adorno.... Perdone usted.

Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina, y se
introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las señoritas,
arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los trapos de
cristianar, y como tenían la cabeza baja, veíanse blanquear sus nucas, y
alguna estrecha suela de elegante botita remangaba los pliegues de las
faldas de seda. El centro de la nave lo ocupaba el piquete y la banda de
música militar, en correcta formación. A ambos lados, filas de hombres,
que miraban al techo o a las capillas laterales, como si no supiesen qué
hacer de los ojos. De pronto lució en el altar mayor la vislumbre de oro
y colores de una casulla de tisú; quedó el concurso en mayor silencio;
las damas abrieron sus libros con las enguantadas manos, y a un tiempo
murmuró el sacerdote _Introito_ y rompió en sonoro acorde la charanga,
haciendo oír las profanas notas de _Traviatta_, cabalmente los compases
ardientes y febriles del dúo erótico del primer acto. El son vibrante de
los metales añadía intensidad al canto, que, elevándose amplio y nutrido
hasta la bóveda, bajaba después a extenderse, contenido, pero brioso,
por la nave y el crucero, para cesar, de repente, al alzarse la hostia;
cuando esto sucedió, la marcha real, poderosa y magnífica, brotó de los
marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de escucharse en el
altar el misterioso repiqueteo de la campanilla del acólito.

A la salida, repetición del desfile: junto a la pila se situaron tres o
cuatro de los que ya no se llamaban _dandys_ ni todavía _gomosos_, sino
_pollos y gallos_, haciendo ademán de humedecer los dedos en agua
bendita, y tendiéndolos bien enjutos a las damiselas para conseguir un
fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo avizor de las mamás. Una
vez en el pórtico, era lícito levantar la cabeza, mirar a todos lados,
sonreír, componerse furtivamente la mantilla, buscar un rostro conocido
y devolver un saludo. Tras el deber, el placer; ahora la selecta
multitud se dirigía al paseo, convidada de la música y de la alegría de
un benigno domingo de marzo, en que el sol sembraba la regocijada
atmósfera de átomos de oro y tibios efluvios primaverales. Amparo se
dejó llevar por la corriente y presto vino a encontrarse en el paseo.

No tenía entonces Marineda el parque inglés que, andando el tiempo,
hermoseó su recinto: y _las Filas_, donde se daban vueltas durante las
mañanas de invierno y las tardes de verano, eran una estrecha avenida,
pavimentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas,
de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas alegóricas
de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y
narices por la travesura de los muchachos. Sombreaban los asientos
acacias de tronco enteco, de clorótico follaje (cuando Dios se lo daba);
sepultadas entre piedras por todos lados, como prisionero en torre
feudal. A la sazón carecían de hojas, pero la caricia abrasadora del sol
impelía a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas
se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar,
de un azul metálico, como pavonado, reposaba, viéndose inmóviles las
jarcias y arboladura de los buques surtos en la bahía, y quietos hasta
los impacientes gallardetes de los mástiles. Ni un soplo de brisa, ni
nada que desdijese de la apacibilidad profunda y soñolienta del
ambiente.

Caído el pañuelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba
Amparo con gran interés el espectáculo que el paseo presentaba. Señoras
y caballeros giraban en el corto trecho de _las Filas_, a paso lento y
acompasado, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable
claridad solar azuleaba el paño negro de las relucientes levitas,
suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubría las menores
imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las
antiguas puntadas en la ropa reformada ya. No era difícil conocer al
primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de
altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con puño de oro,
de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes,
revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo
cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de
guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud;
unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que
trascendían de mil leguas a importación madrileña, indicaban a las
dueñas del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volvían a pasar, y
estaban pasando continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma
profesión por el mismo orden.

Un grupo de oficiales de Infantería y Caballería ocupaba un banco
entero, y el sol parecía concentrarse allí, atraído por el resplandor de
los galones y estrellas de oro, por los pantalones rojo vivo, por el
relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los
roses. Los oficiales, gente de buen humor y jóvenes casi todos, reían,
charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegantes niñas, que ni la
mayor sumaría doce años, ni la menor bajaba de tres. Tenían a las más
pequeñas sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos
atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco,
haciendo como que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a
la conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó
entonces un grito conocidísimo de la chiquillería.

--Barquilleeeeé....

--Batilos... a mí batilos, chilló al oírlo una rubilla carrilluda, que
cabalgaba en la pierna izquierda de un capitán de infantería portador de
formidables mostachos.

--Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mamá--amonestó una de las
mayores, con gravedad imponente.

--Pué teo batilos, batiiilos--berreó descompasadamente la rubia,
colorada como un pavo y apretando sus puñitos.

--Tiene usted razón, señorita, díjole risueño un alférez de linda y
adamada figura, al ver que el angelito pateaba y hacía pucheros para
romper a llorar. Espérese usted, que habrá barquillos. Llamaremos a ese
digno funcionario.... Ya viene hacia acá. Usted, Borrén--añadió
dirigiéndose al capitán...--, ¿quiere usted darle una voz?

--¡Eh... chss! ¡Barquilleeeeró!--gritó el capitán mostachudo, sin notar
que el círculo de las grandecitas se reía de su ronquera crónica. No
obstante la cual, el señor Rosendo le oyó, y se acercaba, derrengado con
el peso de la caja, que depositó en el suelo delante del grupo. Se
oyeron como píos y aleteos, el ruido de una canariera cuando le ponen
alpiste, y las chiquillas corrieron a rodear el tubo, mientras las
grandes se hacían las desdeñosas, cual si las humillase la idea de que a
su edad las convidaran a barquillos. Inclinada la rubia pedigüeña sobre
la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su
dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detenía en un número,
ya ganase, ya perdiese. Su júbilo rayó en paroxismo al momento que,
tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el señor Rosendo
calzándole una torre de barquillos: quedose extasiada mirándolos, sin
atreverse a abrir la boca para comérselos.

Estando en esto, el alférez volvió casualmente la cabeza y divisó del
otro lado de los bancos un rostro de niña pobre que devoraba con los
ojos la reunión. Figurose que sería por apetito de barquillos, y le hizo
una seña, con ánimo de regalarle algunos. La muchacha se acercó,
fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al
entender que la brindaban con tomar parte en el banquete, encogiose de
hombros y movió negativamente la cabeza.

--Bien harta estoy de ellos--pronunció con desdén.

--Es la hija--explicó sin manifestar sorpresa el barquillero, que
embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ceñirse otra vez la
correa.

--Por lo visto, eres la señorita de Rosendez--murmuró el alférez en son
de broma--. Vamos, Borrén, usted que es animado, dígale algo a esta
pollita.

El de los mostachos consideraba a la recién venida atentamente, como un
arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una excavación. A
las palabras del alférez contestó con ronco acento:

--Pues vaya si le diré, hombre. Si estoy reparando esta chica, y es de
lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora está sin
formar, ¿eh?--y el capitán abría y cerraba las dos manos como dibujando
en el aire unos contornos mujeriles--. Pero yo no necesito verlas cuando
se completan, hombre; yo las huelo antes, amigo Baltasar. Soy perro
viejo, ¿eh? Dentro de un par de años...--y Borrén hizo otro gesto
expresivo cual si se relamiese.

Miraba el alférez a la muchacha, y admirábase de las predicciones de
Borrén: es verdad que había ojos grandes, pobladas pestañas, dientes
como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el pelo embrollado
semejaba un felpudo, y el cuerpo y traje competían en desaliño y poca
gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el alférez que asentía a la
opinión del capitán, y pronunció:

--Digo lo que el amigo Borrén: esta pollita nos va a dar muchos
disgustos.... Los oficiales se echaron a reír, y Amparo a su vez se fijó
en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.

--Cosas de Borrén.... Ese Borrén es célebre--exclamaron con algazara los
militares, a quienes no parecía ningún prodigio la chiquilla.

--Reparen ustedes, señores--siguió el alférez--; la chica es una perla;
dentro de dos años nos mareará a todos. ¿Qué dices tú a eso, señorita de
Rosendez? Por de pronto, a mí me ha desairado no aceptando mis
barquillos.... Mira, te convido a lo que quieras, a dulces, a jerez...
pero con una condición.

Amparo enrollaba las puntas del pañuelo sin dejar de mirar de reojo a su
interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen burlando; sin
embargo, le agradaba oír aquella voz y mirar aquel uniforme refulgente.

--¿Aceptas la condición? Lo dicho, te convido... pero tienes que darme
algo tú también: me darás un beso.

Soltaron la carcajada los oficiales, ni más ni menos que si el alférez
hubiese proferido alguna notable agudeza; las niñas grandecitas se
volvieron haciendo que no oían, y Amparo, que tenía sus pupilas oscuras
clavadas en el rostro del mancebo, las bajó de pronto, quiso disparar
una callejera fresca, sintió que la voz se le atascaba en la laringe, se
encendió en rubor desde la frente hasta la barba, y echó a correr como
alma que lleva el diablo.



-IV-

Que los tenga muy felices


Se ha mudado la decoración; ha pasado casi un año; corre el mes de
enero. No llueve; el cielo está aborregado de nubes lívidas que
presagian tormenta, y el viento costeño, redondo, giratorio como los
ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de
toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece
como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar,
soplar, mugir; este para herir los semblantes con finísimos picotazos de
aguja, colgar gotitas de fluxión en las fosas nasales, azulear las
mejillas y enrojecer los párpados. En verdad que con semejante tiempo
los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios venían desde el
misterioso país de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Niño,
debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra,
y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armiño y
púrpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los
marinedinos alzaban cuanto podían el cuello del gabán o el embozo de la
capa. Es que el viento era frío de veras, y sobre todo, incómodo;
costaba un triunfo pelear con él. Entrábase por las bocacalles,
impetuoso y arrollador, bufando y barriendo a las gentes, a manera de
fuelle gigantesco. En el páramo de Solares, que separa el barrio de
Arriba del de Abajo, pasaban lances cómicos: capas que se enrollaban en
las piernas y no dejaban andar a sus dueños; enaguas almidonadas que se
volvían hacia arriba con fieros estallidos; aguadores que no podían con
la cuba, curiales a quienes una ráfaga arrebataba y dispersaba el
protocolo, señoritos que corrían diez minutos tras de una chistera
fugitiva, que, al fin, franqueando de un brinco el parapeto del muelle,
desaparecía entre las agitadas olas.... Hasta los edificios tomaban
parte en la batalla: aullaban los canalones, las fallebas de las
ventanas temblequeaban, retemblaban los cristales de las galerías,
coreando el dúo de bajos, profundo, amenazador y temeroso, entonado por
los dos mares, el de la bahía y el del Varadero. Tampoco estaban ellos
para bromas.

En cambio, celebrábase gran fiesta en una casa de ricos comerciantes del
barrio de Abajo, la de _Sobrado Hermanos_. Era el santo de Baltasar,
único vástago masculino del tronco de los Sobrados, y cuando más
diabluras hacía fuera el viento, circulaban en el comedor los postres de
una pesada comida de provincia, en que el gusto no había enmendado la
abundancia. Sucediéranse, plato tras plato, los cebados capones, manidos
y con amarilla grasa; el pavo relleno; el jamón en dulce con costra de
azúcar tostado; las natillas, con arabescos de canela, y la tarta, el
indispensable ramillete de los días de días, con sus cimientos de
almendra, sus torres de piñonate, sus cresterías de caramelo y su
angelote de almidón ejecutando una pirueta con las alas tendidas. Ya se
aburrían los grandes de estar en la mesa; no así los niños. Ni a tres
tirones se levantarían ellos, cabalmente en el feliz instante en que era
lícito tirarse confites, comer con los dedos, hacer, de puro ahítos, mil
porquerías y comistrajos con su ración. Todo el mundo les dejaba
alborotar; era el momento de la desbandada; se habían pronunciado
brindis y contado anécdotas con mayor o menor donaire; pero ya nadie
tenía ánimos para sostener la conversación, y el Sobrado tío, que era
grueso y abotargado, se abanicaba con la servilleta. Levantó la sesión
el ama de casa, doña Dolores, diciendo que el café estaba prevenido en
la sala de recibir.

En esta se habían prodigado las luces: dos bujías a los lados del piano
vertical; sobre la consola, en los candelabros de zinc, otras cuatro de
estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los _albums_ y
estereóscopos, un gran quinqué con pantalla de papel picado. Iluminación
completa. ¡Es que por Baltasar echaban gustosos los Sobrados la casa por
la ventana, y más ahora que lo veían de uniforme, tan lindo y galán
mozo! A la fiesta habían sido convidados todos los íntimos: Borrén, otro
alférez llamado Palacios, la viuda de García y sus niñas, de las cuales
la menor era Nisita, la rubia de los barquillos, y por último, la
maestra de piano de las hermanas de Baltasar. La velada se organizó,
mejor dicho, se desordenó gratamente en la sala: cada cual tomó el café
donde mejor le plugo: doña Dolores y su cuñado, que resoplaba como una
foca, se apoderaron del sofá para entablar una conferencia sobre
negocios. Sobrado el padre fumaba un puro del estanco, obsequio de
Borrén, y saboreaba su café, aprovechando hasta el del platillo. La niña
mayor de García, Josefina, se sentó al piano, después de muy rogada, y
tras mil repulgos dio principio a una fantasía sobre motivos de Bellini;
Baltasar se colocó a su lado para volver las hojas, mientras sus
hermanas gozaban con las gracias de Nisita, que roía un trozo de
piñonate: manos, hocico y narices, todo lo tenía empeguntado de almíbar
moreno.

--¡Estás bonita!--exclamaba Lola, la mayor de Sobrado--. ¡Puerca,
babada, te quedarás sin dientes!

--No me impies--chillaba el angelito--; no me impies... voy a chucharme
ota ves.--Y sacaba de la faltriquera un adarve del castillo de la tarta.

--¿Ha visto usted qué día?--preguntaba Borrén a la viuda de García, que
bien quisiera dejar de serlo--. Una garita ha derribado el viento; por
más señas que cayó sobre el centinela, ¿eh?, y a poco le mata. Y usted,
¿cómo se vino desde su casa?

--¡Jesús... puede usted figurarse! Con mil apuros.... Yo no sé cómo me
arreglé para sujetar la ropa... y así todo....

--¡Quién estuviera allí! Ya conozco yo alguno....

--¡Jesús... no sé para qué!

--Para admirar un pie tan lindo... y para darle el brazo, ¡hombre!, a
fin de que el viento no se la llevase.

Juzgó la viuda que aquí convenía fingirse distraída, y cogió el
estereóscopo, mirando por él la fachada de las Tullerías. Del piano
saltó entonces un _allegro vivace_, con muchas octavas, y el tecleo
cubrió las voces... sólo se oyeron fragmentos del diálogo que sostenían
la agria voz de doña Dolores y la voz becerril de su cuñado.

--La fábrica, bien... de capa caída... las hipotecas... al ocho....
Liquidaron con el socio... la competencia....

--Josefina--gritó la viuda a la pianista--¿qué haces, niña? ¿No te
encargó doña Hermitas que pusieses el pedal en ese pasaje?

--Y lo pone--intervino la maestra de piano--; pero debía ser desde el
compás anterior.... A ver, quiere usted repetir desde ahí... sol-la-do,
la-do....

--¡Lo hace hoy.... Jesús, qué mal! ¡Por lo mismo que hay gente!--murmuró
la madre--. Cuando está sola, aunque embrolle....

--Pues yo bien vuelvo las hojas; en mí no consiste--dijo risueño
Baltasar--. Y debe usted esmerarse, pollita, que estoy de días, y
Palacios la oye a usted boquiabierto y entusiasmado.

--¡Bueno!--gritó la mujercita de trece años, suspendiendo de golpe su
fantasía--. Me están ustedes cortando... ea, ya no sé poner los dedos.
Como no aprendí la pieza de memoria, y este papel no es el mío.... Voy a
tocar otra cosa.

Y echando atrás la cabeza y a Baltasar una mirada fugaz, arrancó del
teclado los primeros compases de mimosa habanera. La melodía comenzaba
soñolienta, perezosa, yámbica; después, de pronto, tenía un impulso de
pasión, un nervioso salto; luego tornaba a desmayarse, a caer en la
languidez criolla de su ritmo desigual. Y volvía monótona, repitiendo el
tema, y la mujercita, que no sabía interpretar la página clásica del
maestro italiano, traducía en cambio a maravilla la enervante molicie
amorosa, los poemas incendiarios que en la habanera se encerraban.
Josefina, al tocar, se cimbreaba levemente, cual si bailase, y Baltasar
estudiaba con curiosidad aquellos tempranos coqueteos, inconscientes
casi, todavía candorosos, mientras tarareaba a media voz la letra:

          _Cuando en la noche la blanca luna..._


Diríase que fuera había aplacado la ventolina, pues los goznes de las
ventanas ya no gemían, ni temblaban los vidrios. Mas de improviso se
escuchó un derrumbamiento, un fragor como si el cielo se desfondase y
sus cataratas se abriesen de golpe. Lluvia torrencial, que azotó las
paredes, que inundó las tejas, que se precipitó por los canalones abajo,
estrellándose en las losas de la calle. En la sala hubo un instante de
sorpresa; Josefina interrumpió su habanera; Baltasar se aproximó a la
ventana; la viuda soltó el estereóscopo, y a Nisita se le cayó de las
manos el piñonate. Casi al mismo tiempo otro ruido, que subía del
portal, vino a dominar el ya formidable del aguacero; una algarabía, un
_chascarrás_ desapacible, unas voces cantando destempladamente con
acompañamiento de panderos y castañuelas. Saltaron alborotadas las
chiquillas, con Nisita a la cabeza.

--Ya están ahí esas holgazanas--dijo ásperamente doña Dolores--. Anda,
Lola--añadió dirigiéndose a su hija mayor--: dile a Juana que las eche
del portal, que lo ensuciarán.

--Mamá... ¡lloviendo tanto!--suplicó Lola--. ¡Parece no sé qué decirles
que se vayan! ¡Se pondrán como sopas! ¿No oye usted que el cielo se
hunde?

--¡Es que eres tonta!--pronunció con rabia la madre--. Si las dejas
tocar ahí, después no hay remedio sino darles algo a esas perdidas....

--¿Qué importa, mamá?--intervino Baltasar--. Hoy es mi santo.

--Que suban, que suban a cantar los Reyes--gritó unánime la concurrencia
menor de tres lustros.

--Te uban.... Batasal, te uban, te uban--berreó Nisita cruzando sus
manos pringosas.

--Que suban, hombre, veremos si son guapas--confirmó Borrén.

Lola de esta vez no necesitó que le reiterasen la orden. Ya estaba
bajando las escaleras dos a dos.



-V-

Villancico de Reyes


No tardaron en resonar pisadas en el corredor; pisadas tímidas y
brutales a la vez, de pies descalzos o calzados con zapatos rudos. Al
mismo tiempo las panderetas repicaban débilmente y las castañuelas se
entrechocaban bajito como los dientes del que tiene miedo.... Doña
Dolores se incorporó con el entrecejo desapaciblemente fruncido.

--Esa Lola.... ¡Pues no las trae aquí mismo! ¿Por qué no las habrá
dejado en la antesala? ¡Bonita me van a poner la alfombra! ¡A ver si os
limpiáis las suelas antes de entrar!

Hizo irrupción en la sala la orquesta callejera; pero al ver las niñas
pobres la claridad del alumbrado, se detuvieron azoradas sin osar
adelantarse. Lola, cogiendo de la mano a la que parecía capitanear el
grupo, la trajo casi a la fuerza al centro de la estancia.

--Entra, mujer... que pasen las otras.... A ver si nos cantáis los
mejores villancicos que sepáis.

Lo cierto es que la viva luz de las bujías, tan propicia a la hermosura,
patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa,
mostrando los cutis cárdenos, fustigados por el cierzo; las ropas ajadas
y humildes, de colores desteñidos; la descalcez y flacura de pies y
piernas, todo el mísero pergenio de las cantoras. Entre estas las había
de muy diversas edades, desde la directora, una ágil morenilla de
catorce, hasta un rapaz de dos años y medio, todo muerto de vergüenza y
temor, y un mamón de cinco meses, que por supuesto venía en brazos.

--¡Hombre!--exclamó Borrén al ver a la morena.

--¡Pues si es la chiquilla del barquillero! Somos conocidos antiguos,
¿eh?

--Sí, señor...--contestó ella intrépidamente--. La misma. Y yo le conocí
a usted también. Es usted el que estaba en _las Filas_ el año pasado un
día de fiesta.

Como para los pobres suele no haber estaciones, Amparo tenía el mismo
traje de tartán, pero muy deteriorado, y una toquilla de estambre rojo
era la única prenda que indicaba el tránsito de la primavera al
invierno. A despecho de tan mezquino atavío, no sé qué flor de
adolescencia empezaba a lucir en su persona; el moreno de su piel era
más claro y fino, sus ojos negros resplandecían.

--¿Qué tal, eh?--murmuró Borrén volviéndose hacía Baltasar y Palacios--.
Esto empieza a picar como las guindillas.... Miren ustedes para aquí.

Y tomado un candelero lo acercó al rostro de la muchacha. Como Baltasar
se había aproximado, sus pupilas se encontraron con las de Amparo, y
esta vio una fisonomía delicada, casi femenil, de efebo; un bigotillo
blondo incipiente, unos ojos entre verdosos y garzos que la registraban
con indiferencia. Acordose, y sintió que se le arrebataba la sangre a
las mejillas.

--El señorito del paseo--balbució--. También me acuerdo de usted.

--Y yo de ti, niña bonita--respondió él, por decir algo.

--¿Quiere usted poner el candelero en su sitio, Borrén?--interpeló
Josefina con voz aguda--. Me ha manchado usted todo el traje.

--¡Mire usted qué graciosilla es esta, hombre!--advirtió Borrén
señalando a Carmela la encajera, que tenía los ojos bajos--. Algo
descolorida... pero graciosa.

--¡Calle!--dijo la viuda de García...--. ¿Tú por aquí? Me llevarás
mañana un pañuelo imitando Cluny....

--¡La de las puntillas!--exclamó doña Dolores--. ¡Buena pieza! Ahora las
hacéis muy mal, tú y tu tía.... Ponéis hilo muy gordo.

--¡Se ve tan poco... los días son tan cortos! Y tiene una las manos
frías; en hacer una cuarta de puntilla se va una mañana. Casi,
descontando lo que nos cuesta el hilo, no sacamos para arrimar el
puchero a la lumbre....

Entre tanto Nisita se iba abriendo camino al través de piernas y sillas,
hasta acercarse a la niña de ocho años que llevaba en brazos al rorro.

--Un tiquito... un tiquito--gritaba la rubilla mirándole compadecida y
embelesada--. Ámelo.

--No podrás con él--respondía desdeñosamente la niñera.

--Le oy teta--argüía Nisita haciendo el ademán correspondiente al
ofrecimiento.

--¿Quién os enseñó a cantar?--preguntó a la encajera la viuda de García.

--Enseñar, nadie.... Nos reunimos nosotras. Tenemos un libro de versos.

--¿Y andáis por ahí divirtiéndoos?

--Divertir, no nos divertimos... hace frío--contestó Carmela con su voz
cansada y dulce--. Es por llevar unos cuantos reales a la casa.

--¡Mamá, Osepina, Loló!--vociferaba la rubilla--. Un tiquito, un nino
Quetús. Mía, mía.

Todos se volvieron y divisaron a la infeliz oruga humana, envuelta en un
mantón viejísimo, con una gorra de lana morada, que aumentaba el tono de
cera de su menuda faz, arrugada y marchita como la de un anciano por
culpa de la mala alimentación y del desaseo. Sus ojuelos negros, muy
abiertos, miraban en derredor con vago asombro, y de sus labios fluía un
hilo de baba. La viuda de García, que era bonachona, lanzó una
exclamación que corearon las niñas de Sobrado.

--¡Jesús... angelito de Dios... tan pequeño, por esas calles y con este
día! ¿Pero qué hace su madre?

--Mi madre tiene tienda en la calle del Castillo.... Somos siete con
este, y yo soy la mayor...--alegó a guisa de disculpa la que llevaba la
criatura.

--¡Jesús!... ¿Pero cómo hacéis para que no llore? ¿Y si tiene hambre?

--Le meto la punta del pañuelo en la boca para que chupe.... Es muy
listito, ya se entretiene mucho.

Riéronse las niñas, y Lola tomó al nene en brazos.

--¡Qué ligero!--pronunció--. ¡Si pesa más la muñeca grande de Nisita!

Pasó de mano en mano el leve fardo, hasta llegar a Josefina, que lo
devolvió a la portadora muy deprisa, declarando que olía mal.

--No ven el agua ni una vez en el año--decía confidencialmente a su
cuñado doña Dolores--y salen más fuertes que los nuestros. Yo,
matándome, y sin poder conseguir que esa Lola se robustezca. Amparo
observaba la sala, el piano de reluciente barniz, el menguado espejo,
las conchas de Filipinas y aves disecadas que adornaban la consola, el
juego de café con filete dorado, los trajes de las de García, el grupo
imponente del sofá, y todo le parecía bello, ostentoso y distinguido, y
sentíase como en su elemento, sin pizca ya de cortedad ni extrañeza.

--¿Y tú, qué haces, señorita de Rosendez?--interrogó Baltasar--. ¿Andar
de calle en calle canturreando? Bonito oficio, chica; me parece a mí que
tú....

--¿Y qué quiere que haga?--replicó ella.

--Encajes, como tu amiguita.

--¡Ay!, no me aprendieron.

--¿Pues qué te _aprendieron_, hija? ¿Coser?

--¡Bah! Tampoco. Así, unas puntaditas....

--¿Pues qué sabes tú? ¿Robar los corazones?

--Sé leer muy bien y escribir regular. Fui a la escuela, y decía el
maestro que no había otra como yo. Le leo todos los días _La Soberanía
Nacional_ al barbero de enfrente.

--Pusiste una pica en Flandes. ¿No sabes más?

--Liar puros.

--¡Hola! ¿Eres cigarrera?

--Fue mi madre.

--Y tú, ¿por qué no?

--No tengo quien me meta en la Fábrica.... Hacen falta empeños.

--Pues mira este señor puede recomendarte casualmente.... Oiga usted.
Borrén, ¿no es usted primo del contador de la Fábrica? Diga usted.

--¡Hombre! es cierto. Del contador no, pero de su señora.... Es
murciana, somos hijos de primos hermanos.

--¡Magnífico! Dile tu nombre y tus señas, chica.

--Sí, hija... se hará lo posible, ¿eh? Por servir a una morena tan
sandunguera.... Vas a valer más pesetas con el tiempo.... Hombre, ¿no
repara usted Baltasar, lo que ganó desde el año pasado?

--Mucho más guapa está--declaró Baltasar.

--¿Pero estas chiquillas no cantan?--interrumpió con dureza Josefina
García--. ¿Han venido aquí a hacernos tertulia? Para eso, que se
larguen. No se ganan los cuartos charlando.

--¡A cantar!--contestaron resignadamente todas; y al punto redoblaron
las castañuelas, repiquetearon los panderos, rechinaron las conchas,
exhaló su estridente nota el triángulo de hierro, y diez voces mal
concertadas entonaron un villancico:

          _Los pastores en Belén_
          _Todos a juntar en leña_
          _Para calentar al Niño_
          _Que nació en la Noche-Buena..._

Y al llegar al estribillo:

          _Toquen, toquen rabeles y gaitas,_
          _Panderetas, tambores y flautas..._

se armó un estrépito de dos mil diablos: chillaban y tocaban a la vez,
con ambas manos, y aun hiriendo con los pies el suelo. Hasta el rorro,
asustado por la bulla o desentumecido por el calor y vuelto a la
conciencia de su hambre, se resolvió a tomar parte en el concierto. Las
niñas de Sobrado y García, locas de regocijo, se asieron de las manos, y
empezaron a bailar en rueda, con las trenzas flotantes y volanderas las
enaguas. Nisita, igualitaria como nadie, cogió el parvulillo de dos años
y lo metió en el corro, donde la pobre criatura hubo de danzar mal de su
grado, soltando a cada paso sus holgadas babuchas. Borrén, por hacer
algo, jaleó a las bailadoras. Aprovechando un momento de confusión, Lola
se escurrió y volvió trayendo en la falda del vestido una mescolanza de
naranjas, trozos de piñonate, almendras, bizcochos, pasas, galletas,
relieves de la mesa amontonados a escape, que comenzó a distribuir con
largueza y garbo. Doña Dolores saltó hecha una furia.

--Esta chiquilla está loca..., me desperdicia todo... cosas finas... ¡y
para quién, vean ustedes!... ¡Con una taza de caldo que les diesen!...
¡Y el vestido... el vestido azul estropeado!

Diciendo lo cual, se aproximó disimuladamente a Lola y le apretó con ira
el brazo. Baltasar intercedió una vez más: era su santo, un día en el
año. Sobrado padre tartamudeó también disculpas de su hija, a quien
quería entrañablemente; y Borrén, siempre obsequioso, acabó de repartir
las golosinas. Carmela la encajera y Amparo rehusaron con dignidad su
parte; pero la chiquillería despachó su ración atragantándose, en las
mismas barbas de doña Dolores, que consumó la venganza dando por
terminados los villancicos y poniendo en la escalera a músicos y
danzantes.



-VI-

Cigarros puros


Hizo Borrén, la recomendación a su prima, que se la hizo al contador,
que se la hizo al jefe, y Amparo fue admitida en la Fábrica de cigarros.
El día en que recogió el nombramiento hubo en casa del barquillero la
fiesta acostumbrada en casos semejantes, fiesta no inferior a la que
celebrarían si se casase la muchacha. Hizo la madre decir una misa a
Nuestra Señora del Amparo, patrona de las cigarreras; y por la tarde
fueron convidados a un asiático festín el barbero de enfrente, Carmela,
su tía, y la señora Porreta la comadrona: hubo empanada de sardina,
bacalao, vino de Castilla, anís y caña a discreción, rosoli, una enorme
fuente de papas de arroz con leche.

Privado de la ayuda de Amparo, el barquillero había tomado un aprendiz,
hijo de una lavandera de las cercanías. Jacinto, o _Chinto_, tenía
facciones abultadas e irregulares, piel de un moreno terroso, ojos
pequeños y a flor de cara: en resumen, la fealdad tosca de un villano
feudal. Sirvió a la mesa, escanció, y fue la diversión de los
comensales, por sus largas melenas, semejantes a un ruedo, que le comían
la frente; por su faja de lana, que le embastecía la ya no muy quebrada
cintura; por su andar torpe y desmañado, análogo al de un moscardón
cuando tiene las patas untadas de almíbar; por su puro dialecto de las
Rías Saladas, que provocaba la hilaridad de aquella urbana reunión. El
barbero, que era _leído, escribido_ y muy redicho; la encajera, que la
daba de fina, y la comadrona, que gastaba unos chistes del tamaño de su
panza, compitieron en donaire burlándose de la rusticidad del mozo.
Amparo ni lo miró, tan ridículo le había parecido la víspera cuando
entró llorando, trayéndolo medio arrastro su madre: Carmela fue la única
que le habló humanamente, y le dijo el nombre de dos o tres cosas, que
él preguntaba sin lograr más respuesta que bromas y embustes. Así que
todos manducaron a su sabor, echaron las sobras revueltas en un plato,
como para un perro, y se las dieron al paisanillo, que se acostó ahíto,
roncando formidablemente hasta el otro día.

Amparo madrugó para asistir a la Fábrica. Caminaba a buen paso, ligera y
contenta como el que va a tomar posesión del solar paterno. Al subir la
cuesta de San Hilario, sus ojos se fijaban en el mar, sereno y franjeado
de tintas de ópalo, mientras pensaba en que iba a ganar bastante desde
el primer día, en que casi no tendría aprendizaje, porque al fin los
puros la conocían, su madre le había enseñado a envolverlos, poseía los
heredados chismes del oficio, y no le arredraba la tarea. Discurriendo
así, cruzó la calzada y se halló en el patio de la Fábrica, la vieja
_Granera_. Embargó a la muchacha un sentimiento de respeto. La magnitud
del edificio compensaba su vetustez y lo poco airoso de su traza; y para
Amparo, acostumbrada a venerar la Fábrica desde sus tiernos años,
poseían aquellas murallas una aureola de majestad, y habitaba en su
recinto un poder misterioso, el Estado, con el cual sin duda era ocioso
luchar, un poder que exigía obediencia ciega, que a todas partes
alcanzaba y dominaba a todos. El adolescente que por vez primera huella
las aulas experimenta algo parecido a lo que sentía Amparo.

Pudo tanto en ella este temor religioso, que apenas vio quién la
recibía, ni quién la llevaba a su puesto en el taller. Casi temblaba al
sentarse en la silla que le adjudicaron. En derredor suyo, las operarias
alzaban la cabeza, ojos curiosos y benévolos se fijaban en la novicia.
La maestra del partido estaba ya a su lado, entregándole con solicitud
el tabaco, acomodando los chismes, explicándole detenidamente cómo había
de arreglarse para empezar. Y Amparo, en un arranque de orgullo, atajaba
a las explicaciones con un «ya sé cómo» que la hizo blanco de miradas.
Sonriose la maestra y le dejó liar un puro, lo cual ejecutó con bastante
soltura; pero al presentarlo acabado, la maestra lo tomó y oprimió entre
el pulgar y el índice, desfigurándose el cigarro al punto.

--Lo que es saber, como lo material de saber, sabrás...--dijo alzando
las cejas--. Pero si no despabilas más los dedos... y si no le das más
hechurita.... Que así, parece un espanta-pájaros.

--Bueno--murmuró la novicia confusa--: nadie nace aprendido.

--Con la práctica...--declaró la maestra sentenciosamente, mientras se
preparaba a unir el ejemplo a la enseñanza--. Mira, así... a modito....

No valía apresurarse. Primero era preciso extender con sumo cuidado,
encima de la tabla de liar, la envoltura exterior, la epidermis del
cigarro, y cortarla con el cuchillo trazando una curva de quince
milímetros de inclinación sobre el centro de la hoja para que ciñese
exactamente el cigarro; y esta capa requería una hoja seca, ancha y
fina, de lo más selecto: así como la dermis del cigarro, el _capillo_,
ya la admitía de inferior calidad, lo propio que la tripa o cañizo. Pero
lo más esencial y difícil era rematar el puro, hacerle la punta con un
hábil giro de la yema del pulgar y una espátula mojada en líquida goma,
cercenándole después el rabo de un tijeretazo veloz. La punta aguda, el
cuerpo algo oblongo, la capa liada en elegante espiral, la tripa no tan
apretada que no deje respirar el humo ni tan floja que el cigarro se
arrugue al secarse, tales son las condiciones de una buena tagarnina.
Amparo se obstinó todo el día en fabricarla, tardando muchísimo en
elaborar algunas, cada vez más contrahechas, y estropeando malamente la
hoja. Sus vecinas de mesa le daban consejos oficiosos: había discordia
de pareceres: las viejas le encomendaban que cortase la capa más ancha,
porque sale el cigarro mejor formado y porque «así lo habían hecho ellas
toda la vida»; y las jóvenes, que más estrecha, que se enrolla más
pronto. Al salir de la Fábrica, le dolía a Amparo la nuca, el espinazo,
el pulpejo de los dedos.

Poco a poco fue habituándose y adquiriendo destreza. Lo peor era que la
afligía la nostalgia de la calle, no acertando a hacerse a la prolija
jornada de trabajo sedentario. Para Amparo la calle era la patria, el
paraíso terrenal. La calle le brindaba mil distracciones, de balde
todas. Nadie le vedaba creer que eran suyos los lujosos escaparates de
las tiendas, los tentadores de las confiterías, las redomas de color de
las boticas, los pintorescos tinglados de la plaza; que para ella
tocaban las murgas, los organillos, la música militar en los paseos,
misas y serenatas; que por ella se revistaba la tropa y salía precedido
de sus maceros con blancas pelucas el Excelentísimo Ayuntamiento. ¿Quién
mejor que ella gozaba del aparato de las procesiones, del suelo sembrado
de espadaña, del palio majestuoso, de los santos que se tambalean en las
andas, de la Custodia cubierta de flores, de la hermosa Virgen con manto
azul sembrado de lentejuelas? ¿Quién lograba ver más de cerca al capitán
general portador del estandarte, a los señores que alumbraban, a los
oficiales que marcaban el paso en cadencia? Pues, ¿y en Carnaval? Las
mascaradas caprichosas, los confites arrojados de la calle a los
balcones, y viceversa, el entierro de la sardina, los cucuruchos de
dulce de la piñata, todo lo disfrutaba la hija de la calle. Si un
personaje ilustre pasaba por Marineda, a Amparo pertenecía durante el
tiempo de su residencia: a fuerza de empellones la chiquilla se colocaba
al lado del infante, del ministro, del hombre célebre; se arrimaba al
estribo de su coche, respiraba su aliento, inventariaba sus dichos y
hechos.

¡La calle! ¡Espectáculo siempre variado y nuevo, siempre concurrido,
siempre abierto y franco! No había cosa más adecuada al temperamento de
Amparo, tan amiga del ruido, de la concurrencia, tan bullanguera,
meridional y extremosa, tan amante de lo que relumbraba. Además, como
sus pulmones estaban educados en la gimnasia del aire libre, se deja
entender la opresión que experimentarían en los primeros tiempos de
cautiverio en los talleres, donde la atmósfera estaba saturada del olor
ingrato y herbáceo del Virginia humedecido y de la hoja medio verde,
mezclado con las emanaciones de tanto cuerpo humano y con el fétido vaho
de las letrinas próximas. Por otra parte, el aspecto de aquellas grandes
salas de cigarros comunes era para entristecer el ánimo. Vastas
estanterías de madera ennegrecida por el uso, colocadas en el centro de
la estancia, parecían hileras de nichos. Entre las operarias, alineadas
a un lado y a otro, había sin duda algunos rostros jóvenes y lindos;
pero así como en una menestra se destaca la legumbre que más abunda, en
tan enorme ensalada femenina no se distinguían al pronto sino greñas
incultas, rostros arados por la vejez o curtidos por el trabajo, manos
nudosas como ramas de árbol seco.

El colorido de los semblantes, el de las ropas y el de la decoración se
armonizaba y fundía en un tono general de madera y tierra, tono a la vez
crudo y apagado, combinación del castaño mate de la hoja, del amarillo
sucio de la vena, del dudoso matiz de los serones de esparto, de la
problemática blancura de las enyesadas paredes, y de los tintes sordos,
mortecinos al par que discordantes, de los pañuelos de cotonía, las
sayas de percal, los casacos de paño, los mantones de lana y los
paraguas de algodón. Amparo se perecía por los colores vivos y fuertes,
hasta el extremo de pasarse a veces una hora delante de algún escaparate
contemplando una pieza de seda roja: así es que los primeros días, el
taller con su colorido bajo le infundía ganas de morirse. Pero no tardó
en encariñarse con la Fábrica, en sentir ese orgullo y apego
inexplicables que infunde la colectividad y la asociación, la
fraternidad del trabajo. Fue conociendo los semblantes que la rodeaban,
tomándose interés por algunas operarias, señaladamente por una madre y
una hija que se sentaban a su lado. Medio ciega ya y muy temblona de
manos, la madre no podía hacer más que _niños_, o sea la envoltura del
cigarro; la hija se encargaba de las puntas y del corte, y entre las dos
mujeres despachaban bastante, siendo muy de notar la solicitud de la
hija y el afecto que se manifestaban las dos, sin hablarse, en mil
pormenores, en el modo de pasarse la goma, de enseñarse el mazo
terminado y sujeto ya con su faja de papel, de partir la moza la comida
con su navaja, y de acercarla a los labios de la vieja.

Otra causa para que Amparo se reconciliase del todo con la Fábrica, fue
el hallarse en cierto modo emancipada y fuera de la patria potestad
desde su ingreso. Es verdad que daba a sus padres algo de las ganancias,
pero reservándose buena parte; y como la labor era a destajo, en las
yemas de los dedos tenía el medio de acrecentar sus rentas, sin que
nadie pudiese averiguar si cobraba ocho o cobraba diez. Desde el día de
su entrada vestía el traje clásico de las cigarreras: el mantón, el
pañuelo de seda para solemnidades, la falda de percal planchada y con
cola.



-VII-

Preludios


Tardó Chinto en aclimatarse: mucho tiempo pasó echando de menos la
aldea. Dos cosas ayudaron a distraer su morriña: un amolador, que se
situaba bajo los soportales de la calle de Embarcaderos, y el mar.
Cuantos momentos tenía libres el paisanillo, dedicábalos a la
contemplación de alguno de sus dos amores. No se cansaba jamás de ver
los altibajos de la pierna del amolador, el girar sin fin de la rueda,
el rápido saltar de las chispas y arenitas al contacto del metal, ni de
oír el _¡rsss!_ del hierro cuando el asperón lo mordía. Tampoco se
hartaba de mirar al mar, encontrándolo siempre distinto: unas veces
ataviado con traje azul claro, otras, al amanecer, semejante a estaño en
fusión; por la tarde, al ocaso, parecido a oro líquido, y de noche,
envuelto en túnica verde oscura listada de plata. ¡Y cuando entraban y
salían las embarcaciones! Ya era un gallardo bergantín, alzando sus dos
palos y su cuadrado velamen; ya una graciosa goleta, con su cangreja
desplegada, rozando las olas como una gaviota; ya un paquete, con sus
alas de espuma en los talones y su corona de humo en la frente; ya un
fino laúd; ya un elegante esquife; sin nombrar las lanchas pescadoras,
los pesados lanchones, los galeones panzudos, los botes que volaban al
golpe acompasado de los remos.... Si Chinto no fuese un animal, podría
alegar en su abono que el Océano y el voltear de una rueda son imágenes
apropiadas de lo infinito; pero Chinto no entendía de metafísicas.

Más adelante, al reparar en Amparo, se halló mejor en el pueblo. Si algo
se burlaba de él la despabilada chiquilla, al fin era una muchacha, un
rostro juvenil, una voz fresca y sonora. Entre el señor Rosendo y su
triste laconismo; la tullida y su tiranía doméstica; Pepa la comadrona,
que lo asustaba de puro gorda, y lo crucificaba a chistes, o Amparo,
desde luego se declararon por esta sus simpatías. Todas las tardes, con
el cilindro de hojalata terciado al hombro, iba a buscarla a la salida
de la Fábrica. Esperaba rodeado de madres que aguardaban a sus hijas, de
niños que llevaban la comida a sus madres, de gente pobre, que rara vez
hacía gasto de barquillos, como no fuese por la exorbitante cantidad de
un octavo o un cuarto. No obstante, Chinto no faltaba un solo día a su
puesto.

Algo variado en su exterior estaba el aprendiz. Patizambo como siempre,
era en sus movimientos menos brutal. La vida ciudadana le había enseñado
que un cuerpo humano no puede tomarse todo el espacio por suyo, antes
necesita ceñirse a que otros cuerpos transiten por los mismos lugares
que él. Chinto dejaba, pues, más hueco, se recogía, no se balanceaba
tanto. La blusa de cutí azul dibujaba sus recias espaldas, descubriendo
cuello y manos morenas; ancho sombrerón de detestable fieltro gris
honraba su cabeza, monda y lironda ya por obra y gracia del barbero.

Una hermosa tarde estival aguardaba a Amparo muy ufano, porque en los
bolsillos de la blusa le traía melocotones, adquiridos en la plaza con
sus ahorros. Como un cuarto de hora llevaban de ir saliendo las
operarias ya, y la hija del barquillero sin aparecer. Gran animación a
la puerta, donde se estableciera un mercadillo; no faltaba el puesto de
cintas, dedales, hilos, alfileres y agujas; pero lo dominante era el
marisco, cestas llenas de mejillones cocidos ya, esmaltados de negro y
naranja; de erizos verdosos y cubiertos de púas, de percebes arracimados
y correosos, de argentadas sardinas, y de mil menudos frutos de mar,
bocinas, lapas, almejas, calamares que dejaban pender sus esparcidos
tentáculos como patas de arañas muertas. Semejante cuadro, cuyo fondo
era un trozo de mar sereno, un muelle de piedras desiguales, una ribera
peñascosa, tenía mucho de paisaje napolitano, completando la analogía
los trajes y actitudes de los pescadores que no muy lejos tendían al sol
redes para secarlas. De pie, en el umbral del patio, un ciego se
mantenía inmóvil, muerta la cara, mal afeitadas las barbas que le
azuleaban las mejillas, lacio y en trova el grasiento pelo, tendiendo un
sombrero abollado, donde llovían cuartos y mendrugos en abundancia.

Miraba Chinto a la bahía con la boca abierta, y cuando al fin salió
Amparo, no pudo verla: ella en cambio le divisó desde lejos, y veloz
como una saeta, varió de rumbo, tomando por la insigne calle del Sol,
que componen media docena de casas gibosas y dos tapias coronadas de
hierba y alelíes silvestres. Corrió hasta alcanzar el camino del
Crucero, y dejándolo a un lado, atravesó a la carretera y a la cuesta de
San Hilario, donde refrenó el paso creyéndose en salvo ya. ¡También era
manía la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle
escolta todas las tardes! ¡Y como su compañía era tan divertida, y como
él hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tenía la boca llena
de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua! Así discurría
Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todavía,
como _in illo tempore_, por su puente levadizo y sus cadenas
rechinantes.

Al propio tiempo subían unas señoras, con las cuales se cruzó la
cigarrera. Iban casi en orden hierático; delante las niñas de corto,
entre quienes descollaba Nisita, ya espigada, provista de una gran
pelota; luego el grupo de las casaderas, Josefina García, Lola Sobrado,
luciendo sus mantillas y sus colas recientes; los flancos de este
pelotón los reforzaban Baltasar y Borrén, y como Baltasar no se había de
poner al ladito de su hermana, tocábale ir cerca de Josefina. Cerraban
la marcha la viuda de García y doña Dolores, ésta carilarga y
erisipelatosa de cutis, la viuda sin tocas ni lutos, antes muy
empavesada de colores alegres.

Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la bahía,
alumbraron a un tiempo a Baltasar y a Amparo, haciendo que mutuamente se
viesen y se mirasen. El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su
tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los
últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de
rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que
servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se miraron
en un instante, instante muy largo, durante el cual se creyeron
envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida. Al
dejar de contemplarse, fuese que el esplendor del ocaso es breve y se
extingue luego, fuese por otras causas íntimas y psicológicas,
imaginaron que sentían un hálito frío y que empezaba a anochecer. Oyose
la palabra ronca de Borrén el inaguantable.

--¿La has visto?

--¿A quién?--balbució el teniente Baltasar, que fingía considerar con
suma atención la punta de sus botas, por no encontrarse con la ojeada
investigadora de Josefina.

--¿A la chiquilla del barquillero... a la cigarrera?

--¿Cuál? ¿Era esa que pasaba?--contestó al fin aceptando la situación.

--Sí, hombre, ésa.... ¿Qué tal? ¿Tengo buen ojo?

--Yo también la conocí--pronunció Josefina, cuya voz de tiple ascendía
al tono sobreagudo.

--A mí no me ha saludado...--añadió Borrén--. No me conoció tal vez... y
eso que yo la metí en la Granera... yo la recomendé. ¡Bien dije siempre
que había de ser una chica preciosa! Lo que es de otra cosa no
entenderé, hombre; pero de ese género.... ¿Qué les pareció a ustedes?

--¿A mí?--murmuró Josefina entre dientes y con agresivo silbido de
vocales--. No me pregunte usted, Borrén.... Esas mujeres ordinarias me
parecen todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Morena... muy
basta.

--¡Ave María, Josefina!--dijo escandalizada Lola Sobrado--. No tuviste
tiempo de verla: es hermosa y reúne mucha gracia. Fíjate otra vez en
ella... si vuelve a pasar, te daré al codo.

--No te molestes... no merece la pena; es el tipo de una cocinera como
todas las de su especie.

Baltasar hallaba incómoda la conversación y buscaba un pretexto para
cambiarla. Atravesaban por delante de un campo cubierto de hierba
marchita, especie de landa estéril cercada por lienzos de muralla de las
fortificaciones. Había allí una parada de borricos de alquiler, que
aguardaban pacíficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados
parroquianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el
malecón, jugaban con sus varas, departían amigablemente, y picando con
la uña un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los
transeúntes.

--¿Un burro, señorito? ¿Un burro precioso? ¿Un burro mejor que los
caballos? ¿Vamos a Aldeaparda? ¿Vamos a la Erbeda?

Acercose Baltasar a las niñas de corto, y dijo a Nisita:

--¿Una vuelta por el campo?

A la chiquilla se la encandilaron los ojos, y soltando la pelota, echó
los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aupó,
colocándola sobre los lomos de un asnillo, que aún tenía puestas jamugas
de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenzó a
arrear... «¡Arre, burro!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!».

Amparo, al llegar a la entrada de _las Filas_, sintió detrás de sí una
respiración anhelosa y como el trotar de una acosada alimaña montés, y
casi al mismo tiempo emparejó con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La
perseguida se volvió desdeñosamente, fulminando al perseguidor una
mirada de despide-huéspedes.

--¿Para qué corres así, majadero?--díjole en desabrido tono--. ¿Si
creerás que me escapo? Cuidado que....

--Allí...--contestó él echando los bofes, tal era su
sobrealiento...--allí... porque no te vinieses sin compaña... allí...
¡yo me entretuve con el vapor de la Habana, que salía... más bonito,
conchas!, ¡humo que echaba! ¿Por dónde viniste que no te vi?

--Por donde me dio la gana, ¡repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a
pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña?
Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la
Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde....



-VIII-

La chica vale un Perú


Mal que le pese a Josefina y a todas las señoritas de Marineda, las
profecías de Borrén se han cumplido. No se equivoca un inteligente como
él al calificar una obra maestra. Sucede con la mujer lo que con las
plantas. Mientras dura el invierno, todas nos parecen iguales; son
troncos inertes; viene la savia de la primavera, las cubre de botones,
de hojas, de flores, y entonces las admiramos. Pocos meses bastan para
trasformar al arbusto y a la mujer. Hay un instante crítico en que la
belleza femenina toma consistencia, adquiere su carácter, cristaliza por
decirlo así. La metamorfosis es más impensada y pronta en el pueblo que
en las demás clases sociales. Cuando llega la edad en que
invenciblemente desea agradar la mujer, rompe su feo capullo, arroja la
librea de la miseria y del trabajo, y se adorna y aliña por instinto.

El día en que «unos señores» dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la
andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta entonces había sido un
muchacho con sayas. Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún
granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella
del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas,
cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no
le quitaban el sueño ni el apetito. Hacía su tocado en la forma sumaria
que conocemos ya; correteaba por plazas, caminos y callejuelas; se metía
con las señoritas que llevaban alguna moda desusada, remiraba
escaparates, curioseaba ventaneros amoríos, y se acostaba rendida y sin
un pensamiento malo.

Ahora... ¿quién le dijo a ella que el aseo y compostura que gastaba no
eran suficientes? ¡Vaya usted a saber! El espejo no, porque ninguno
tenían en su casa. Sería un espejo interior, clarísimo, en que ven las
mujeres su imagen propia y que jamás las engaña. Lo cierto es que
Amparo, que seguía leyéndole al barbero periódicos progresistas, pidió
el sueldo de la lectura en objetos de tocador. Y reunió un ajuar digno
de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos
paquetes de horquillas, tomadas de orín; un bote de pomada de rosa;
medio jabón _aux amandes amères_, con pelitos de la barba de los
parroquianos, cortados y adheridos todavía; un frasco, casi vacío, de
esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalgamando tales
elementos logró Amparo desbastar su figura y sacarla a luz, descubriendo
su verdadero color y forma, como se descubre la de la legumbre enterrada
al arrancarla y lavarla. Su piel trabó amistosas relaciones con el agua,
y libre de la capa del polvo que atascaba sus poros finos, fue el cutis
moreno más suave, sano y terso que imaginarse pueda. No era tostado, ni
descolorido, ni encendido tampoco; de todo tenía, pero con su cuenta y
razón, y allí donde convenía que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica,
el aire libre, las amorosas caricias del sol, habíanse dado la mano para
crear la coloración magnífica de aquella tez plebeya. La lisura de ágata
de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca,
el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del
lunar que travesea en la comisura de la boca; el vello áureo que
desciende entre la mejilla y la oreja y vuelve a aparecer, más apretado
y oscuro, en el labio superior, como leve sombra al difumino cosas eran
para tentar a un colorista a que cogiese el pincel e intentase
copiarlas. Gracias sin duda a la pomada, el pelo no se quedó atrás y
también se mostró cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante. Sólo dos
accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables:
ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un _tipo
moreno_. Tenía Amparo por ojos dos globos, en que el azulado de la
córnea, bañado siempre en un líquido puro, hacía resaltar el negror de
la ancha pupila, mal velada por cortas y espesas pestañas. En cuanto a
los dientes, servidos por un estómago que no conocía la gastralgia,
parecían treinta y dos grumos de cuajada leche, graciosísimamente
desiguales y algo puntiagudos, como los de un perro cachorro.

Observándose, no obstante, en tan gallardo ejemplar femenino rasgos
reveladores de su extracción: la frente era corta, un tanto arremangada
la nariz, largos los colmillos, el cabello recio al tacto, la mirada
directa, los tobillos y muñecas no muy delicados. Su mismo hermoso cutis
estaba predestinado a inyectarse, como el del señor Rosendo, que allá en
la fuerza de la edad había sido, al decir de las vecinas y de su mujer,
guapo mozo. Pero, ¿quién piensa en el invierno al ver el arbusto
florido? Si Baltasar no rondó desde luego las inmediaciones de la
Fábrica, fue que destinaron a Borrén por algún tiempo a Ciudad Real, y
temió aburrirse yendo solo.



-IX-

La Gloriosa


Ocurrió poco después en España un suceso que entretuvo a la nación siete
años cabales, y aún la está entreteniendo de rechazo y en sus
consecuencias, a saber: que en vez de los pronunciamientos chicos
acostumbrados, se realizó otro muy grande, llamado Revolución de
Setiembre de 1868.

Quedose España al pronto sin saber lo que le pasaba y como quien ve
visiones. No era para menos. ¡Un pronunciamiento de veras, que derrocaba
la dinastía! Por fin el país había hecho una hombrada, o se la daban
hecha: mejor que mejor para un pueblo meridional. De todo se encargaban
marina, ejército, progresistas y unionistas. González Bravo y la Reina
estaban ya en Francia cuando aún ignoraba la inmensa mayoría de los
españoles si era el Ministerio o los Borbones quienes caían «para
siempre», según rezaban los famosos letreros de Madrid. No obstante, en
breve se persuadió la nación de que el caso era serio, de que no sólo la
raza Real, sino la monarquía misma, iban a andar en tela de juicio, y
entonces cada quisque se dio a alborotar por su lado. Sólo guardaron
reserva y silencio relativo aquellos que al cabo de los siete años
habían de llevarse el gato al agua.

Durante la deshecha borrasca de ideas políticas que se alzó de pronto,
observose que el campo y las ciudades situadas tierra adentro se
inclinaron a la tradición monárquica, mientras las poblaciones fabriles
y comerciales, y los puertos de mar, aclamaron la república. En la costa
cantábrica, el Malecón y Marineda se distinguieron por la abundancia de
comités, juntas, _clubs_, proclamas, periódicos y manifestaciones. Y es
de notar que desde el primer instante la forma republicana invocada fue
la federal. Nada, la unitaria no servía: tan sólo la federal brindaba al
pueblo la beatitud perfecta. ¿Y por qué así? ¡Vaya a saber! Un escritor
ingenioso dijo más adelante que la república federal no se le hubiera
ocurrido a nadie para España si Proudhon no escribe un libro sobre el
principio federativo y si Pi no le traduce y le comenta. Sea como sea, y
valga la explicación lo que valiere, es evidente que el federalismo se
improvisó allí y doquiera en menos que canta un gallo.

La Fábrica de Tabacos de Marineda fue centro simpatizador (como ahora se
dice) para _la federal_. De la colectividad fabril nació la
confraternidad política; a las cigarreras se les abrió el horizonte
republicano de varias maneras: por medio de la propaganda oral, a la
sazón tan activa, y también, muy principalmente, de los periódicos que
pululaban. Hubo en cada taller una o dos lectoras; les abonaban sus
compañeras el tiempo perdido, y adelante. Amparo fue de las más
apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido
hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su
lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento. Declamaba,
más bien que leía, con fuego y expresión, subrayando los pasajes que
merecían subrayarse, realzando las palabras de letra bastardilla,
añadiendo la mímica necesaria cuando lo requería el caso, y comenzando
con lentitud y misterio, y en voz contenida, los párrafos importantes,
para subir la ansiedad al grado eminente y arrancar involuntarios
estremecimientos de entusiasmo al auditorio, cuando adoptaba entonación
más rápida y vibrante a cada paso. Su alma impresionable, combustible,
móvil y superficial, se teñía fácilmente del color del periódico que
andaba en sus manos, y lo reflejaba con viveza y fidelidad
extraordinarias. Nadie más a propósito para un oficio que requiere gran
fogosidad, pero externa; caudal de energía incesantemente renovado y
disponible para gastarlo en exclamaciones, en escenas de indignación y
de fanática esperanza. La figura de la muchacha, el brillo de sus ojos,
las inflexiones cálidas y pastosas de su timbrada voz de contralto,
contribuían al sorprendente efecto de la lectura.

Al comunicar la chispa eléctrica, Amparo se electrizaba también. Era a
la vez sujeto agente y paciente. A fuerza de leer todos los días unos
mismos periódicos, de seguir el flujo y reflujo de la controversia
política, iba penetrando en la lectora la convicción hasta los tuétanos.
La fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le
sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos
telegráficos: jamás intentó saber cómo sería por de dentro; sufría sus
efectos, sin analizar sus causas. ¡Y cuánto se sorprendería la fogosa
lectora si pudiese entrar en una redacción de diario político, ver de
qué modo un artículo trascendental y furibundo se escribe cabeceando de
sueño, en la esquina de la mugrienta mesa, despachando una chuleta o una
ración de merluza frita! La lectora, que tomaba al pie de la letra
aquello de «Cogemos la pluma trémulos de indignación», y lo otro de «La
emoción ahoga nuestra voz, la vergüenza enrojece nuestra faz», y hasta
lo de «Y si no bastan las palabras, ¡corramos a las armas y derramemos
la última gota de nuestra sangre!».

Lo que en el periódico faltaba de sinceridad sobraba en Amparo de
crédulo asentimiento. Acostumbrábase a pensar en estilo de artículo de
fondo y a hablar lo mismo: acudían a sus labios los giros trillados, los
lugares comunes de la prensa diaria, y con ellos aderezaba y componía su
lenguaje. Iba adquiriendo gran soltura en el hablar; es verdad que
empleaba a veces palabras y hasta frases enteras cuyo sentido exacto no
le era patente, y otras las trabucaba; pero hasta en eso se parecía a la
desaliñada y antiliteraria prensa de entonces. ¡Daba tanto que hacer la
revuelta y absorbente política, que no había tiempo para escribir en
castellano! Ello es que Amparo iba teniendo un pico de oro; se la
estaría uno escuchando sin sentir cuando trataba de ciertas cuestiones.
El taller entero se embelesaba oyéndola, y compartía sus afectos y sus
odios. De común acuerdo, las operarias detestaban a Olózaga, llamándole
«el viejo del borrego» porque andaba el muy indino buscando un rey que
no nos hacía maldita la falta... sólo por cogerse él para sí embajadas y
otras prebendas; hablar de González Bravo era promover un motín; con
Prim estaban a mal, porque se inclinaba a la forma monárquica; a Serrano
había que darle de codo; era un ambicioso hipócrita, muy capaz, si
pudiese, de hacerse rey o emperador, cuando menos.

Creció la efervescencia republicana mientras que trascurría el primer
invierno revolucionario; al acercarse el verano subió más grados aún el
termómetro político en la Fábrica. En el curso de horas de sol, sin
embargo, decaía la conversación, y entre tanto la atmósfera se cargaba
de asfixiantes vapores y espesaba hasta parecer que podía cortarse con
cuchillo. Penetrantes efluvios de nicotina subían de los serones llenos
de seca y prensada hoja. Las manos se movían a impulsos de la necesidad,
liando tagarninas; pero los cerebros rehuían el trabajo, abrumador del
pensamiento; a veces una cabeza caía inerte sobre la tabla de liar, y
una mujer, rendida de calor, se quedaba sepultada en sueño profundo. Más
felices que las demás, las que espurriaban la hoja, sentadas a la turca
en el suelo, con un montón de tabaco delante, tenían el puchero de agua
en la diestra, y al rociar, muy hinchadas de carrillos, el Virginia, las
consolaba un aura de frescura. Tendidas las barrenderas al lado del
montón de polvo que acababan de reunir, roncaban con la boca abierta y
se estremecían de gusto cuando la suave llovizna les salpicaba el
rostro. Revoloteaban las moscas con porfiado zumbido, y ya se unían en
el aire y caían rápidamente sobre la labor o las manos de las operarias,
ya se prendían las patas en la goma del tarrillo, pugnando en balde por
alzar el vuelo. Andaban esparcidos por las mesas, y mezclados con el
tabaco, pedazos de borona, tajadas de bacalao crudo, cebollas, sardinas
arenques. Con semejante temperatura, ¿quién había de tener ganas de
comerse la pitanza?

Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, la refrigerante brisa marina
comenzaba a correr, dilatábanse los oprimidos pechos, los dientes
funcionaban despachando los humildes manjares, y le tocaba su turno a la
lectura política.

Leíanse publicaciones de Madrid y periódicos locales. En la prensa de la
Corte se llevaban la palma los discursos de Castelar, por entonces muy
distante de haberse gastado. ¡Cuánta palabra linda, y qué bien que
enganchaban unas en otras! Parecían versos. Es verdad que la mayor parte
no se entendían, y que danzaban por allí nombres tan raros, que sólo el
demonio de Amparo podía leerlos de corrido; mas no le hace: lo que es
bonito, era muy bonito aquello. Y bien se colegía que la sustancia del
discurso era a favor del pueblo y contra los tiranos, de suerte que lo
demás se tomaba por adorno y delicado floreo.

Cuando en vez de discursos cuadraba leer artículos de fondo, de estos
kilométricos y soporíferos, que hablan de justicia social, redención de
las clases obreras, instrucción difundida, generalizada y gratis,
fraternidad universal, todo en estilo de homilía y con oraciones largas
y enmarañadas como fideos cocidos, alterábase la voz de Amparo y se
humedecían los ojos de sus oyentes. Leve escalofrío recorría las filas
de mujeres, las cuales se miraban como diciéndose: «¿Eh?, ¿qué tal?
¡Este sí que lo parla!». Y leído el último párrafo, que terminaba
anunciando el próximo advenimiento de una era de perfecta libertad y
bienestar absoluto, solían cruzar las manos, sonriendo y sintiéndose tan
relajadas en sus fibras, tan blandas y dulces como un plato de huevos
moles. Trabajo les costaba reprimir los impulsos de abrazarse que se les
iban y venían.

En cambio, si el escrito pertenecía al género bélico y tocaba a somatén,
parecía que les daban a beber una mistura de pólvora y alcohol. Montaban
en cólera tan aína como se encrespan las olas del mar. Sordas
exclamaciones acompañaban y cubrían a veces la voz de la lectora. Era
contagiosa la ira, y mujer había allí de corazón más suave que la seda,
incapaz de matar una mosca, y capaz a la sazón de pedir cien mil cabezas
de los pícaros que viven chupando la sangre del pueblo.



-X-

Estudios históricos y políticos


Más partido tenían en la Fábrica los periódicos locales que los de la
Corte. Naturalmente, los locales exageraban la nota, recargaban el
cuadro; sus títulos acostumbraban ser por este estilo: _El Vigilante
Federal, órgano de la democracia republicana federal-unionista; El
Representante de la Juventud Democrática; El Faro Salvador del Pueblo
Libre_. Y como, aparte de algunas huecas generalidades del artículo de
fondo, discurrían acerca de asuntos conocidos, era mucho mayor el
interés que despertaban.

No es fácil imaginar cuán honda sensación producía en el concurso alguna
gacetilla rotulada, por ejemplo: «Acontecimiento incalificable».

--A ver, a ver. Oír. Callar. Silencio, charlatanas.

Y reinaba un mutismo palpitante, escuchándose tan sólo el retintín de
los tijeretazos que cercenaban el rabo de las tagarninas.

--«Acontecimiento incalificable»--repetía Amparo--. «Se nos asegura que
hará dos días entraron tres guardias civiles francos de servicio en el
café de la Aurora, y un oficial que allí había los arrestó...»

--Arrestaría, arrestaría....

--Callar, bocas....

--«... los arrestó por tan enorme delito...»

--¿Por entrar en un café?

--¡Y dicen que hay libertá!

--¡Qué ha de haberla, mujer!

--«Y preguntándoles la causa de su entrada en el local, le respondieron
que su objeto era tomar café. No obstante tan naturales explicaciones,
fueron arrestados por tres días, y hasta no faltan personas bien
informadas que aseguren se ha dado orden para que los individuos del
benemérito cuerpo no puedan entrar en los cafés de la Aurora ni del
Norte. De ser esto cierto, sobre constituir un ataque infundado a los
sagrados derechos individuales, lo es también a la industria libre y
honrosa de los cafeteros, y...»

--¡Y le resobra la razón, así Dios me salve! ¿Y de qué come el pobre del
cafetero si le espantan la parroquia?

--El pillo del oficial, como tiene su paga....

--«... y no encontramos frases suficientes para anatematizar estos
atropellos, hoy que la bandera de la libertad nos da sombra con sus
pliegues...»

--¡Eso, eso!

--¡De ahí, de ahí!

--Habiendo libertá no hay injusticias. ¡Olé por ella!

--«¿Qué piensan los que así resucitan arranques del agonizante
despotismo militar, propios de épocas terroríficas que pasaron a la
historia? ¿Se les ha figurado que estamos en aquellos siglos, cuando un
señor tenía poder para abrir el vientre a sus vasallos?...»

Aquí se salió de madre el río. Exclamaciones, interjecciones, gritos y
risas se cruzaron de un lado a otro; pero las risueñas estaban en
minoría: dominaban las espantadas. Una vieja medio sorda se hizo una
trompetilla con ambas manos, creyendo que sus oídos la engañaban.

--¡Ave María de gracia!

--¡En mi vida tal oí!

--¡Abrir la barriga!

--No sería en tierra de cristianos, mujer.

--¿Y eso fue a los pobrecitos civiles?--interrogó la sorda.

--¡Chss!--gritó Amparo--. Aquí viene lo bueno, señores: «... abrir el
vientre a sus vasallos para calentarse los pies con su sangre...»

--¡Señor y Dios de los cielos!

--Parece que todo el estómago se me revolvió.

--¡Pobre del pobre!

--¡Cuándo vendrá la federal para que se acaben esas infamias!

Otra cuerda que siempre resonaba en aquel centro político femenino era
la del misterio. Cualquier periodiquillo, el más atrasado de noticias,
contenía un suelto que, hábilmente leído, despertaba temores y
esperanzas en el taller. Amparo empezaba por hacer señas al concurso
para que estuviese prevenido a importantes revelaciones. Después
comenzaba, con reposada voz:

--«Atravesamos momentos solemnes. De un día a otro deben cambiar de
rumbo los acontecimientos...»

--Lo que yo digo. Esta situación, de por fuerza se la tienen que llevar
los demonios.

--Hasta que llegue la nuestra....

--No, pues cuando este lo huele.... Por Madrid andará buena la cosa.

--Así los parta a todos un rayo, comilones, tiránigos, chupadores.

--A ver si calláis.

--«La situación está próxima a entrar en el camino que desde el primer
día de la revolución debió emprender. Hay que vencer grandes
obstáculos...» (Movimiento general.) «Los enemigos encubiertos de la
revolución...»

--¿Quién será? ¿Lo dirá por el alcalde?

--No, mujer.... Por ese maldito de cuñado de la Reina....

--Y por el Napoleón de allá de Francia, boba, que no nos puede ver.

--¡Chsss! «... de la revolución, están acechando el instante en que
poder descargar sobre la situación un golpe decisivo y liberticida. No
desmayemos, sin embargo. La revolución pasará triunfante por cima de
tanto reaccionario como aparenta servirla con fines siniestros. En donde
menos se piensa se esconde la reacción fijando su ojo de tigre...»

--Tiene razón, tiene razón. Está muy bien comparado.

--«... ojo de tigre... en la libertad, para estrangularla. Los más
temibles son los que, llegados a la cima del poder, hacen traición a sus
antiguos ideales que les sirvieron de pedestal para escalar las
grandezas...»

--Si es lo que yo os predico siempre--exclamaba al llegar aquí la
lectora, tomando la ampolleta--. Los peorcitos están arriba, arriba.
Quien no lo ve, ciego es. Ínterin no agarre el pueblo soberano una
escoba de silbarda, como esa que tenemos ahí... (y señaló a la que
manejaba la barrendera del taller) y barra sin misericordia las altas
esferas... ¡ya me entendéis! El mismo día en que se proclamó la libertad
y se le dio el puntapié a los Borbones, había yo de publicar un
decreto... ¿sabéis cómo? (la oradora abrió la mano izquierda, haciendo
ademán de escribir en ella con una tagarnina:) «Decreto yo, el Pueblo
soberano, en uso de mis derechos individuales, que todos los generales,
gobernadores, ministros y gente gorda salga del sitio que ocupan, y se
lo dejen a otros que nombraré yo del modo que me dé la realísima gana.
He dicho».

--¡Bien, bien!

--¡Venga de ahí!

--¡Esa es la fija! Y a mí que no me digan....

--¿Pues no estamos viendo, mujer, que hay empleados de los tiempos del
espotismo? ¿Se mudó, por si acaso, la oficialidá de los regimientos? Si
a hablar fuésemos....

Y la arenga bajó de tono y se hizo cuchicheo.

--¡Si a hablar va uno... aquí mismo... repelo! ¡Mudaron el jefe, por
plataforma... sólo faltaba! Pero los subalternos....

Aquí, la maestra del partido, mujer alta y morena, de pocas y
dificultosas palabras, que solía oír a las operarias con seria
indiferencia, intervino.

--A tratar cada uno de lo que importa... y a liar cigarritos....

--No decimos cosa mala...--alegó Amparo.

--Decir no dirás, pero hablar hablas sin saber lo que hablas.... Pensáis
que no hay más que mudar y mudar y meter pillos.... Aquí se requiere
honradez.

--Eso ya se sabe.

--Por de contado que sí... Demasiado.

--Pues el que os oiga.... Y vamos acá. Si vierais, como yo vi, el último
del mes que se hace el arqueo, la caja abierta, con sacos de lienzo a
barullo, a barullo, así de oro y plata...--Y la maestra adelantó los
brazos en arco, indicando un vientre hidrópico--. ¿Pues se os figura que
si el contador y el depositario-pagador, y los oficiales, y los
ayudantes, fuesen, digo yo, fuesen, quiero decir...?

--¿Fuesen... de la uña?

--¡Pues! Ya veis que aquí no puede venir cualesquiera. Hay
responsabilidá.



-XI-

Pitillos


Quiso Amparo mudarse de taller, y solicitó pasar al de cigarrillos,
donde le agradaba más el trabajo y la compañía.

Entre el taller de cigarros comunes y el de cigarrillos, que estaba un
piso más arriba, mediaba gran diferencia: podía decirse que este era a
aquel lo que el Paraíso de Dante al Purgatorio. Desde las ventanas del
taller de cigarrillos se registraba hermosa vista de mar y país
montañoso, y entraba sin tasa por ellas luz y aire. A pesar de su
abuhardillado techo, las estancias eran desahogadas y capaces, y la
infinidad de pontones y vigas de oscura madera que soportan la armazón
del tejado le daban cierto misterioso recogimiento de iglesia, formando
como columnatas y rincones sombríos en que puede descansar la fatigada
vista. Si bien en los desvanes se siente mucho el calor, la cantidad
relativamente escasa de operarias reunidas allí evitaba que la atmósfera
se viciase, como en las salas de abajo. Asimismo la labor es más
delicada y limpia, los colores más gratos, y hasta parece que la
claridad del sol entra más alegre a bañar los muros. La limpia blancura
de los librillos, el amarillo bajo de las fajas, el gris de estraza de
las cajetillas, componían una escala de tonos simpáticos a la pupila. Y
los personajes armonizaban con la decoración.

Preponderaban en el taller de pitillos las muchachas de Marineda: apenas
se veían aldeanas; así es que abundaban los lindos palmitos, los rostros
juveniles. Abajo, la mayor parte de las operarias eran madres de
familia, que acuden a ganar el pan de sus hijos, agobiadas de trabajo,
rebujadas en un mantón, indiferentes a la compostura, pensando en las
criaturitas, que quedaron confiadas al cuidado de una vecina; en el
recién, que llorará por mamar, mientras a la madre la revientan los
pechos de leche.... Arriba florecen todavía las ilusiones de los
primeros años y las inocentes coqueterías que cuestan poco dinero y
revelan la sangre moza y la natural pretensión de hermosearse. La que
tiene buen pelo lo peina con esmero y gracia, que para eso se lo dio
Dios; la que presume de talle airoso se pone chaqueta ajustada; la que
sabe que es blanca se adorna con una toquilla celeste.

Por derecho propio, Amparo pertenecía a aquel taller privilegiado.

Encontró en él muy buena acogida y dos amigas: a la una se aficionó de
suyo, movida de un instinto protector; llamábanle Guardiana, era nacida
al pie del santuario de Nuestra Señora de Guardia, tan caro a Marineda;
y según ella misma decía, la Virgen le había de dar la gloria en el otro
mundo, porque en este no le mandaba más que penitas y trabajos.
Guardiana era huérfana; su padre y madre murieron del pecho, con
diferencia de días, quedando a cargo de una muchacha de dos lustros de
edad, cuatro hermanitos, todos marcados con la mano de hierro de la
enfermedad hereditaria: epiléptico el uno, escrofulosos y raquíticos
dos, y la última, niña de tres años, sordo-muda. Guardiana mendigó,
esperó a los devotos que iban al santuario, rondó a los que llevaban
merienda, pidiéndoles las sobras, y tanto hizo, que nunca les faltó a
sus chiquillos de comer, aunque ella ayunase a pan y agua. Al raquítico
dio en abultársele la cabeza, poniéndosele como un odre: fue preciso
traerle médico y medicinas, todo para salir al cabo con que era una
bolsa de agua, y que la bolsa se lo llevaba al otro mundo. A bien que el
médico no sólo se negó a cobrar nada, sino que, compadecido de
Guardiana, tuvo la caridad de meterla en la Fábrica, que fue como
abrirle el cielo, decía ella. Después de la Virgen de la Guardia, la
Fábrica era su madre. Nunca le había faltado nada a sus pequeños desde
que era cigarrera, y aún le sobraban siempre golosinas que llevarles;
fruta en verano, castañas y dulces en invierno. Amparo saqueaba la caja
de los barquillos de Chinto con objeto de enviar finezas a la
sordo-mudita. El taller entero tenía entrañas maternales para aquellos
niños y su valerosa hermana, afirmando que sólo la Virgen era capaz de
infundirle los ánimos con que trabajaba, sostenía las criaturas, y vivía
alegre y contenta como un cuco.

Del casco mismo de Marineda procedía la otra amiga de Amparo: aunque
frisaba en los treinta, su menudo cuerpo la hacía parecer mucho más
joven. Pelirroja y pecosa, descarnada y puntiaguda de hocico, llamábanle
en el taller la Comadreja, mote felicísimo que da exacta idea de su
figura y ademanes. Bien sabía ella lo del apodo; pero ya se guardarían
de repetírselo en su cara, o si no.... Ana tenía por verdadero nombre, y
a pesar de su delgadez y pequeñez, era una fierecilla a quien nadie
osaba irritar. Sus manos, tan flacas que se veía en ellas patente el
juego de los huesos del metacarpo, llenaban el tablero de pitillos en un
decir Jesús; así es que el día le salía por mucho, y alcanzábale su
jornal para vivir y vestirse, y, añadía ella, para lo que le daba la
gana. Conversaba con causticidad y cinismo; estaba muy desasnada,
cogíanla de susto pocas cosas, y tenía no sé qué singular y picante
atractivo en medio de su fealdad indudable. Presumía de bien emparentada
y relacionada; un primo suyo desempeñaba la secretaría del Casino de
Industriales; una tía ricachona vendía percales, franelas y pañolería en
la calle estrecha de San Efrén; la mayor parte de sus amigas _cosían por
las casas_, o eran oficialas de la mejor modista. Además, conocía mucho
_señorío_, del cual hablaba con desenfado. ¡Buenas cosas sabía ella de
personas principales!

Sentábanse las tres amigas juntas, no lejos de la ventana que daba al
puerto. Al través de los sucios vidrios, barnizados de polvo de rapé,
que se había ido depositando lentamente, y en cuyos ángulos trabajaban
muy a su sabor las arañas, se divisaba la concha de la bahía, el cielo y
la lejana costa. La zona luminosa de un rayo de sol, bullendo en átomos
dorados, cortaba el ambiente, y el molino de la picadura acompañaba las
conversaciones del taller con su acompasado y continuo _tacatá, tacatá_.
Agitábanse las manos de las muchachas con vertiginosa rapidez: se veía
un segundo revolotear el papel como blanca mariposa, luego aparecía
enrollado y cilíndrico, brillaba la uña de hojalata rematando el bonete,
y caía el pitillo en el tablero, sobre la pirámide de los hechos ya,
como otro copo de nieve encima de una nevera. No se sabía ciertamente
cuál de las amigas despachaba más: en cambio, a su lado, encaramada
sobre un almohadón, había una aprendiza, niña de ocho años, que con sus
deditos amorcillados y torpes apenas lograba en una hora liar media
docena de papeles. Guardiana le enseñaba y daba consejos, porque la
chiquilla, silenciosa y triste, le recordaba su sordo-mudita,
inspirándole lástima; mientras Ana contaba noticias de la ciudad, que
sabían al dedillo. Un día que hablaron de lo que suelen hablar las
muchachas cuando se reúnen, la Comadreja confesó que ella «tenía» un
capitán mercante, que le traía de sus viajes mil monadas y regalos, y
proyectaba casarse con ella, andando el tiempo, cuando pudiese. En
cuanto a Guardiana, declaró que no soñaba con tener novio, pues era
imposible: ¿qué marido había de cargar con sus pequeños? Y ella no los
dejaba ni por el mismo general Serrano que la pretendiese. Muchos le
decían cosas; pero si se tratase de boda, ¡quién los vería echando a sus
niños al Hospicio! ¡Ángeles de Dios! Y pensar que ella se metiese en
malos tratos, era excusado: así es que nada, nada; la Virgen es mejor
compañera que los hombrones. Animada por las confidencias, Amparo
insinuó que a ella un señorito, un militar, la seguía alguna vez por las
calles.

--Ya sé quién es--chilló la Comadreja--. Es el de Sobrado.

--¿Quién te lo dijo, mujer?--exclamó Amparo maravillada.

--Todo se sabe--afirmó magistralmente Ana--. Pero estás fresca, hija.
Ese lo que quiere es pasar el tiempo, y a vivir. ¡Buena gente son los
Sobrados! Los conozco lo mismo que si viviese con ellos, porque
justamente la que les cose es hermana de una amiga mía íntima. Avaros,
miserables como la sarna. La madre y el tío son capaces de llorarle a
uno el agua que bebe; el padre no es tan cutre, pero es un infeliz; lo
tienen dominado, y pide permiso a su mujer cuando corta pan del mollete.
Para hacerles a las hijas un vestido echan cuentas seis mes s, y a la
chica que llaman a coserlo la hacen ir tempranísimo para sacarle bien el
jugo. Un día de convite parece que echan la casa por la ventana; pero
todo se recoge, y no va a la cocina ni tanto así. Y están achinados de
dinero.

Amparo oía atónita. Nada más ajeno a su carácter rumboso, imprevisor,
que la estrechez voluntaria.

--La madre... ¿ves aquella risita falsa?, pues es terrible. No puede
entrar en su casa una muchacha regular; en seguida abrasa al marido a
celos. Esta chica que les cosía no pudo aguantar.... Allí no hay nadie
bueno sino la chiquilla mayor.

--Nos dio dulces una vez... es bien natural--respondió Amparo, que
sintió cruzar por su espíritu la visión de la noche de Reyes.

--¿Esa? Una santa... y no le hacen caso ninguno. La segunda, idéntica a
su madre: le preguntaron un día con quién se había de casar, y dijo:
«Con el tío Isidoro, que es rico». ¡El hermano de su padre, aquel viejo
gordo, que parece una tinaja!

Guardiana soltó el trapo a reír con la mejor voluntad del mundo: Amparo,
acordándose de una frase leída en un periódico, exclamó:

--¡Pero ha de poder tanto el vil interés!--Y meneando la cabeza,
añadió--: Lo diría de broma, mujer.

--¡Sí, sí... buena broma te dé Dios! En esa familia todos son iguales,
mujer; cortados por una tijera. Pues no digo nada del señorito, de tu
adorador. Hace la rosca a la chiquilla de García, una empalagosa que no
piensa más que en componerse y no sabe dar una puntada; pero el asunto
es que se la hace por lunas, porque esas de García.... ¿No te gusta el
cuento?

--Sí, mujer--gritó la oradora amostazada--. ¿Piensas tú que estoy muerta
por semejante muñeco? Vaya, que me das gana de reír. Cuenta, mujer, que
también se pasa el tiempo.

--Digo que le hace la rosca por lunas, porque esas de García tienen allá
un pleito en Madrid, de no sé qué intereses del marido, que era corredor
y se metió en una sociedad por acciones... en fin, no será así, pero es
lo mismo. Si ganan, quedarán millonarias o poco menos, y cuando hay
esperanzas de eso, la madre del de Sobrado le manda que se arrime a la
doña Melindritos, y cuando viene de Madrid una mala noticia, que se
desaparte.... ¡Uy, qué tipos!

Amparo, con la cabeza baja, enrollaba a más y mejor, febrilmente.
Guardiana se hacía cruces.

--Es una una pobre...--murmuraba--. Es una una pobre, y no lo haría
aunque le diesen....

--¿Y el otro?--siguió la implacable Comadreja que estaba ya resuelta a
vaciar el saco--. ¿Y el amigote, el de los bigotazos, que parece que
habla dentro de una olla?

--¿El que le llaman Borrén?

--Ese, ese.... Un baboso con todas; a todas nos dice algo, y el caso es
que con ninguna, chicas. Podéis creerme: ni esto. Tan aficionado a
jarabe de pico, y tiene más miedo a una mujer que a los truenos.

Detúvose la Comadreja, y mirando fijamente a Amparo, añadió:

--Tú aún tienes otro obsequiante, pero te callas.

--¿Quién, mujer?

--El barquillero. ¡Sí, que no está derretido por ti!

--¡Aquel animal!--exclamó Amparo--. Parece una patata cruda... mujer,
hazme más favor.



-XII-

Aquel animal


Aquel animal trabajaba entre tanto a más y mejor. Si faltase él, ¿quién
había de encargarse de toda la labor casera? Muy cascado iba estando el
señor Rosendo, y la tullida a cada paso se hallaba mejor en su cama, y
se extendía entre sábanas más voluptuosamente al ver el ademán de fatiga
con que soltaba su marido el cilindro por las noches. Y cuenta que de
algún tiempo acá, el señor Rosendo no fabricaba barquillos sino en casos
de gran necesidad, porque el fuego le inyectaba la tez, le arrebataba y
sofocaba todo. Pero allí estaba Chinto para dar vueltas a la noria, y
ser panacea universal de los males domésticos y comodín servible y
aplicable a cuanto se ofreciese. No sólo se levantaba con estrellas, a
fin de emprender la labor de Sísifo de llenar el tubo-labor que
desempeñaba con mecánica destreza y rapidez--, sino que antes de salir a
la venta, quedábale tiempo de barrer el portal y la cocina, de limpiar
los chismes del oficio, de ir por agua a la fuente, por sardinas al
muelle o al mercado, y freírlas luego; de arrimar el caldo a la lumbre,
de partir leña; de cumplir, en suma, todas las tareas de la casa,
incluso las propiamente femeniles, porque traía en la faltriquera un
dedal perforado y un ovillo de hilo, y en la solapa, clavada, una aguja
gorda; y así pegaba un botón en los calzones de su principal, como
echaba un gentil remiendo de estopa en su propia morena camisa. Y si no
se ofrecía a coser las sayas de Amparo y no le hacía la cama, era por
unos asomos de natural y rústico pudor que no faltan al más zafio
aldeano. A la tullida le daba vueltas, le sacudía los jergones, y la
sacaba en vilo del lecho, tendiéndola en un mal sofá comprado de lance,
mientras se arreglaba su cuarto.

Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por
mejor decir, tan indispensable, no hubo criatura más maltratada,
insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles
crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra.
Llovían sobre él a todas horas improperios, burlas y vejaciones. La
explotación del hombre por el hombre tomaba carácter despiadado y feroz,
según suele acontecer cuando se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se
veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le
habían calificado y definido ya: era un mulo.

Acertó un día Chinto a volver unas miajas más tarde de lo acostumbrado,
y acercose a la cama de la tullida para vaciar sus faltriqueras, donde
danzaban los cuartos de la colecta diaria. Encontrábase allí Amparo, y
le dio al punto en la nariz un desusado tufillo. Por sorprendente que
parezca la noticia, la acuidad del sentido del olfato es notable en las
cigarreras: diríase que la nicotina, lejos de embotarles la pituitaria,
les aguza los nervios olfativos, hasta el extremo de que si entra
alguien en la fábrica fumando, se digan unas a otras con repugnancia:
«¡Puf, huele a hombre!». Así es que Amparo solía apartarse de Chinto
--aunque sea inverosímil--repelida por el olor de las malas colillas que
chupaba en secreto; pero lo que a la sazón percibía era peor que el
tabaco; así es que pegó un salto.

--¡Vete de ahí--le gritó--; vete, maldito, que nos apestas! Anda,
pellejo, despabílate.

Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto
podía los ojos, cual si por ellos oyese.

--Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor:
confundes a la gente.

--¿A qué apestas, demontre?--preguntó la tullida--. Serán esos puros del
estanquillo.

--¡No, señora, que es a vino!--exclamó Amparo.

--¡A vino!--clamó la impedida alzando los brazos tan escandalizada como
si ella sólo catase el agua, porque en el pueblo los viejos, con
sinceridad completa, se otorgan a sí propios el derecho de «echar un
trago» que niegan a los mozos--. ¡A vino! ¡Tú quiéreste perder,
condenado!

--Yo... pero yo... quiérese decir que yo...--balbució Chinto abrumado
por el peso de su culpa.

--¡Aún tendrás valor para contar mentira!--chilló la enferma--. ¡Llégate
acá, bruto! (Chinto se llegó compungido.) Echa el aliento. (Chinto lo
echó.) Más fuerte, más fuerte... (Y la tullida asió de los indómitos
pelos al paisano y le obligó, mal de su grado, a carearse con ella.)
¡Puf!, ¡pues es verdá y muy verdá! ¿Dónde te metiste? ¿Andas ya
arrastrado por las tabernas, bribón?

--Yo... no, no fue cosa mala ninguna... no fue perrita, ni licor....
Fue....

--Cuenta la verdá, borrachón de los infiernos, como si estuvieses
difunto en el tribunal del devino Señor....

--No fue nada más sino que encontré un amigo de allí... de la Erbeda,
que cayó soldado... y allí... me convidó, me dijo así:--¿Quieres una
chiquita?--. Y yo... allí, le dije:--Bueno--. Y él me llevó allí... a
casa de....

--¡Calla, calla y recalla ya, que siquiera sabes lo que dices, con la
mona que traes a cuestas!... ¡Como otra vez te vea yo así perdido de
vino, he de decirle a Rosendo que te arree una tunda con la correa de la
caja, que te has de chupar los dedos; chiquilicuatro, mocoso, viciosón!
Convidarte, ¿eh? Me convides. ¡Quien te da vino, no te da pan; mulo!
¡Anda afuera, que me mareas la cabeza toda!

Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a
las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por
acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la
muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como
antes contemplar la rueda del amolador y la bahía. Admirábale a él, rudo
y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez
con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo
salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento,
podía llamarse el enamoramiento por pasmo. Ello es que se le venían con
frecuencia suma impulsos de tratar a Amparo como a las chiquillas de su
aldea, las tardes de gaita; de pellizcarla, de soltarle un pescozón
cariñoso, de echarle la zancadilla, de darle un varazo suave con la
recién cortada vara de mimbre. Pero tan osados pensamientos no llegaban
a realizarse nunca. Amparo sí que solía empujar a Chinto, y no por vía
de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si
pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre
al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado
ya.

Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula
de los huesos, Chinto era un ilota. Alguna duquesa confinada en oscuro
pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los
señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo
en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso
y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo. Le
entraban irritaciones sordas a la vista de objetos dejados por él, un
par de zapatos viejos y torcidos, una faja de lana roja pendiente de una
percha, una colilla negra y pegajosa, caída en el suelo. Y fortificaba
su antipatía el que Chinto, con la desconfianza socarrona propia del
paisano, lejos de resolverse a aceptar los ideales políticos de Amparo,
a su modo, daba a entender que le parecía huero y vano todo el bullicio
federal. Con risa entre idiota y maliciosa, solía decir a veces a la
muchacha:

--Andas metiéndote en cuentos.... Aún han de venir a buscarte los
civiles, para te llevar a la cárcel....



-XIII-

Tirias y troyanas


También en la Fábrica observaba Amparo que las paisanas eran las menos
federales, las menos calientes, llenas de escepticismo y de picardía,
decían, meneando la cabeza, que a ellas la república «no las había de
sacar de pobres». Alguna tenía sus puntas y ribetes de reaccionaria; y
en conjunto, todas profesaban el pesimismo fatalista del labrador,
agobiado siempre por la suerte, persuadido de que si las cosas se mudan,
será para empeorarse. No se arrancaba de ellas la más leve chispa de
fuego patriótico; empeñábanse en no exaltarse sino cuando viesen que
iban a menos las contribuciones y a más los frutos de la tierra. Así es
que en la Fábrica gozaban de detestable reputación, y eran tachadas de
ávidas, tacañas y apegadas al dinero, y acusadas de cebarse en la
ganancia abandonando su casa por un ochavo, al par que las de Marineda
se jactaban de rumbosas, y se preciaban de mejores madres. No obstante,
pronunció la revolución tres palabras áureas que a todas sacaron de
quicio: «¡No más quintas!». Hasta las mismas aldeanas abrieron
ansiosamente el corazón y el alma para beberse la dulce promesa.

¡Si la república fuese, como decían diariamente los periódicos favoritos
del taller, la supresión del impuesto de sangre, vamos, merecía bien que
una mujer se dejase hacer pedazos por ella! En el taller de cigarrillos,
aunque dominaban las mocitas solteras, bastaba hablar de quintas para
que se moviese una tempestad de federalismo.

--Miren ustedes--decía Amparo--que eso de que arranquen a una de sus
brazos al hijo de sus entrañas y lo lleven a que los cañones lo
despedacen por un rey, ¡clama al cielo, señores! Por lo mismo queremos
la república republicana, la santa república democrática federativa. Con
ella Marineda será capital, y Vilamorta también, y hasta Aldeaparda será
capital hecha y derecha. Sólo Madrí, que a ese se le acaba la ganga, ya
no nos chupará la sustancia; se va a hacer una cosa magnífica, que se
llama descentralizar; y veremos cómo después se le baja el orgullo a la
Corte. ¡Si es inicuo y absolutista lo que está pasando! Aquí no nos
mandan, voy a poner por caso, sino tabaco de segunda, filipino para eso,
espérelo usted un mes o dos. Las regalías y las conchas se hacen en
Madrid... ¡como si nuestros dedos no fuesen de carne humana! ¿Somos aquí
esclavas, o algunas torponas que no sabemos perficionar la labor? Y
luego allí, paguita siempre corriente, consignas a barullo....
¡Ciudadanas, es preciso sacudir el yugo tiránico con nobleza y energía
cuando venga lo que se aguarda!, ¿eh chicas?

A las dos formas de gobierno que por entonces contendían en España, se
las representaba el auditorio de Amparo tal como las veía en las
caricaturas de los periódicos satíricos: la Monarquía era una vieja
carrancuda, arrugada como una pasa, con nariz de pico de loro, manto de
púrpura muy estropeado, cetro teñido en sangre, y rodeada de bayonetas,
cadenas, mordazas e instrumentos de suplicio; la República, una moza
sana y fornida, con túnica blanca, flamante gorro frigio, y al brazo
izquierdo el clásico cuerno de la abundancia, del cual se escapaba una
cascada de ferro-carriles, vapores, atributos de las artes y las
ciencias, todo gratamente revuelto con monedas y flores. Cuando la
fogosa oradora soltaba la sin hueso, pronunciando una de sus
improvisaciones, terciándose el mantón y echando atrás su pañuelo de
seda roja, parecíase a la República misma, la bella República de las
grandes láminas cromolitográficas; cualquier dibujante, al verla así, la
tomaría por modelo.

Y la muchacha iba ascendiendo a personaje político. En la ciudad
comenzaban a conocerla, y hasta oyó una vez, al pasar por la calle
Mayor, que murmuraban en un corrillo de hombres: «Esa es la cigarrera
guapa que amotina a las otras». En su barrio todos la embromaban: el
mancebo de la barbería pronunciaba un festivo «¡Viva la República!»
siempre que Amparo cruzaba ante su puerta; y la señora Porreta murmuraba
con voz cascajosa y opaca: «Salú y liquidación sosial». Si alguien cree
que fue rápida la metamorfosis de la niña callejera en agitadora y
oradora demagógica, tenga en cuenta que más prontamente aún que la
Fábrica de tabacos de Marineda, se gaseó la nación hispana. Ni visto ni
oído. Contaba la Gloriosa menos de un año, y ya nadie sabía a qué santo
encomendarse, ni a dónde íbamos a parar, ni dónde dar de cabeza.
Abundaban las manifestaciones pacíficas, acabando siempre como el
rosario de la aurora. En la frontera, agitación carlista; el Gobierno
interna que te internarás, y los internados acá, volviendo a meterse en
España media legua más allá, mientras en Madrid se fabricaban
activamente, y sin gran reserva, fornituras, arneses y mantillas, que en
los ángulos lucían una corona y las iniciales C. VII, y en Vitoria
recorrían las calles grupos de jóvenes con boina blanca y garrote en
mano, victoreando a las mismas iniciales. A bien que en Puerto Rico la
guarnición aclamaba otras cosas, y en Écija mil republicanos protestaban
contra «la presencia en España del intruso Antonio de Borbón», y en las
cercanías de Barcelona los payeses, armados de azadas y bieldos,
perseguían a un alcalde y le obligaban a encastillarse en las Casas
Consistoriales. A todo esto, el poder, representado por el regente
Serrano, al cual se tributaban honores casi regios, estaba realmente en
las vigorosas manos de Prim, que olfateando la ruina de la Gloriosa,
como el marino vislumbra en el remoto horizonte el huracán, sin
entretenerse en fruslerías demagógicas, sólo pensaba en traer un
monarca, llamado a sosegar el país. España estaba próxima a la gran
lucha de la tradición contra el liberalismo, del campo contra las
ciudades; magna lid que tenía en la Fábrica de Marineda su
representación microscópica.

Todas las mañanas, en efecto, al entrar las operarias en los talleres,
al encontrarse en el camino, solían, urbanas y rurales, invectivarse
ásperamente y dirigirse homéricos insultos, ni más ni menos que si
fuesen las avanzadillas de los dos partidos enemigos que presto iban a
encender la guerra civil. El pretexto de las riñas era que las de
Marineda mostraban asombrarse de que las campesinas, viniendo quizá de
tres leguas de distancia, estuviesen ya allí cuando apenas asomaba el
día, y hacían rechifla de tal diligencia.

--¡Vaya, que es buen madrugar de Dios, hijas!

--¿Venides a caballo del Sol?

--¡Andar, lamponas! ¡Dejáis la cama por hacer y el chiquillo por mamar!
¡Madrastras!

--¡Ni os peinades tan siquiera!... ¡Andáis arañando en el pelo con los
dedos por llegar seis minutos antes, ansiosas de judas!

--¡Tú dormiste en el camino, avariciosa! Imposible que a tu casa
llegases. Tanto madrugar, y tanto madrugar, y luego no hacedes ni medio
cigarro, en tó el día, que mismo no sabedes menear los dedos, que mismo
los tenedes que parecen chorizos, que mismo Dios os hizo torponas, que
mismo....

Aquí ya la sorna y flema de las interpeladas tocaba a su fin, y
respondían coléricas, pero entre dientes:

--¿Y luego? Cada uno se vale como puede, y vusté tendrá otras rentas, y
más otros señoríos... y ganaralo de otra manera diferente, y Dios sabe
cómo será... que yo no lo sé ganar sino trabajando, _hija_.

--Yo lo gano con tanta honra como usté... y no injuriar a nadie.

--Calle usté, que empezó. Yo no le dijen cosa mala.

--¡Avarientas, rañas, ahorcádevos por un ochavo!

--¡Sinvergüenzas!--replicaban furiosas las campesinas.

--¡Servilonas, carlistas!--contestaban las ciudadanas, ya en actitud
agresiva.

--¡Malvadas, que echades contra Dios!--rugían las insultadas. Y en medio
del tumulto se oía el agudísimo ¡ayyy!, de una mujer, a la cual manos
furibundas intentaban arrancar de un solo tirón la trenza entera de sus
cabellos. Por espacio de diez segundos imperaban la confusión y el
desorden, y había empujones, pellizcos convulsivos, arañazos, violentos
repelones; pero apenas iban aproximándose a las cercanías de la Fábrica,
donde el severo reglamento prohibía los escándalos, cesaba el griterío,
comenzaba el torrente femenil a precipitarse dentro del patio, y
restablecíase la paz, ya que no la serenidad interior, en la fiel imagen
abreviada de la nación española.



-XIV-

Sorbete


Josefina García estaba aquella noche muy compuesta y emperejilada en el
paseo de _las Filas_, y la acompañaban las de Sobrado. Cuanto se ponía
Josefina ajustábase siempre a los últimos decretos de la moda, no sin
cierta exageración y nimiedad, que olía a figurín casero. Era esa la
condición del cuerpo de Josefina semejante a la de la cola que los
escultores usan para vaciar sus estatuas, que recibe toda forma que se
le quiera imprimir. Josefina entraba dócil en los moldes impuestos por
la moda, sin rebelarse ni protestar jamás. Tenía su físico algo de
impersonal, una neutralidad que le permitía variar de peinado y de
adorno sin mudar de tipo. Mediana de estatura, su rostro prolongado y
sus agradables facciones no ofrecían rasgos característicos. Sus ojos,
ni chicos ni grandes, ni eran feos, pero sí dominantes y escudriñadores
más de lo que a su edad y doncellez convenía; su sonrisa, entre
reservada y cándida, demasiado permanente en los labios, para que no
tuviese visos de fingida y afectada; su talle, modelado por el corsé,
sería pobre de formas si hábiles artificios del traje, como un volante
sobre los hombros, o en la cadera, no reforzasen sus diámetros. Sin
aliño y despeinada, Josefina debía parecer poca cosa; ayudada por el
tocado, adquiría cierta postiza morbidez. En realidad, era un fruto
prematuramente caído del árbol, una doncella núbil antes de tiempo; a
los trece, cuando tocaba habaneras, tenía ya las coqueterías, los celos,
los caprichos de la mujer, y ahora aquella flor rápida y precoz se había
deshojado, y en vez de la lozanía seductora de la juventud, notábase en
Josefina la tiesura y empaque de una señora formal y los remilgos de una
lugareña. Figurábase que la distinción, el buen tono, consistían en
contrahacer los menores movimientos, ajustándolos a una pauta
preestablecida; que había un modo elegante y otro cursi de reír, de
estornudar, de abanicarse; que hasta existían opiniones distinguidas y
bien vistas, y opiniones que ya no se llevaban; y que en todo, lo más
selecto y fino eran las medias tintas, la insustancialidad, lo insípido,
inodoro e incoloro. Hablando de cosas superficiales, no le faltaba
cierta charla vivaz, semejante al trinar del jilguero; pero apenas se
tocaban asuntos serios, creíase obligada, por su papel de niña elegante
y casadera, a encogerse de hombros, hacer cuatro dengues y mudar de
conversación. Tal cual era Josefina, muchas señoritas la imitaban,
porque, según se decía, «sacaba las novedades»; y aunque tachándola de
exagerada y rara, a veces, con el rabillo del ojo observaban las
innovaciones de indumentaria que lucía, para reproducirlas al punto.

Aquel año comenzaba a imperar el traje corto, revolución tan importante
para el atavío femenino, como la de Setiembre para España; las avanzadas
en ideas se habían apresurado a cercenar sus faldas, mientras las
conservadoras no se resolvían a suprimir la cuarta de tela con que
barrían las inmundicias del piso. Josefina, que en materia de vestir era
radical, llevaba la moda nueva en todo su rigor, con túnica de seda
negra adornada de bellotas de pasamanería, cayendo sobre redonda falda
de glasé azul. Un velo de rejilla formaba a su rostro la misteriosa
aureola de un confesionario, y los _cuernos_ de su peinado bajaban con
gracia y simetría hacia la nariz. Por la espalda y en la cintura, un
lazo negro muy pronunciado servía para abultar lo que entonces quería la
_voluble diosa_ que abultase. Echaba la señorita los codos atrás con
objeto de destacar el busto, actitud que escrupulosamente copiaba la
segunda de Sobrado, Clara. Lola, que iba en medio, era la única a poner
el cuerpo como Dios se lo dio. La luz de la luna, que se alzaba
iluminando el paseo de _las Filas_ y el mar, la hora y la temperatura
envidiable de una noche de verano, incitaban a amantes efusiones, o
siquiera a galanteos, y hasta el ruido de la concurrencia se brindaba a
ser cómplice de tiernas palabras pronunciadas a media voz; así lo
comprendía Baltasar, que acompañaba a las muchachas, inamovible al lado
de Josefina, y haciendo, sin escrúpulo, que sus hermanas llevasen la
cesta. A lo lejos, el blando murmullo de las olas, que parecían un lago
de plata, decía cosas embriagadoras y poéticas; cantaba un idilio
intraducible al humano lenguaje. La conversación del grupo era, no
obstante, por todo extremo, vulgar.

--Está desanimado el paseo. ¿Verdad, Sobrado?

--Animadísimo lo encuentro yo. ¿Por qué dice usted eso?...--Y los ojos
de Baltasar buscaron los de Josefina, y una mirada se cruzó entre ambos.

--¡Qué cosas tiene usted! Vaya, falta gente: usted no lo notará, pero sí
falta.

--Yo, intervino Lola, me aburro con tanto dar y dar vueltas.... En
cualquier sitio me divertiría más. No hubiera salido hoy, si no fuese
por la Octava de San Hilario.... Pero ni aun la Octava estuvo a mi
gusto; faltó muchísima gente de la que acostumbra alumbrar.... ¿Sabéis
porqué?

--No--dijo maquinalmente Josefina.

--Sí--declaró Baltasar--, porque fueron a esperar al muelle a los
delegados de Cantabria.

--Los delegados... ¿de qué?--preguntó Josefina jugando con el abanico.

--De Cantabria.... Vienen a firmar la unión del Norte...--explicó
Lola--. ¡A mí me gustaría ver el desembarque! Si hubiese tenido con
quien ir.

--Yo fui.... ¡Qué lástima!--dijo Baltasar.

--Chica.... ¡Vaya una idea!--exclamó Josefina soltando menudas
carcajaditas--. Yo huyo de esas confusiones.... Me aterra pensar que
pueden gentes sin educación apachucarme, pisarme.... ¡Qué fastidio! Y al
fin poco tendrá que ver.... Diga usted, Sobrado, ¿se ha divertido usted
mucho?

--No por cierto.... ¡Diversión! ¿Qué diversión ha de ser? Pero es
curioso.... ¡Hubo vivas, y mueras, y un silbido vergonzante, y abrazos,
y apretones de manos!

--¡Bien por el que silbó!--dijo Lola batiendo palmas--. ¡A eso quería yo
ir, a silbar con la llave de la puerta!

--Dice el tío Isidoro--intervino Clara--que si esto sigue así van a
tener que cerrarse los comercios y se concluirá la industria.

--¡Y también se cerrarán las iglesias!--recalcó Lola con más calor
aún--. ¡Malditos revoltosos! ¡A silbar, a silbar debió ir todo el mundo!

--¡Psss! ¡Por Dios!--suplicó Josefina--. Estamos llamando la
atención.... Luego dirán que nos metemos en política.

--Pues yo me meto... ¿y qué? Ahora todo el mundo se mete--afirmó Lola.

--¡Ay... yo no! Qué ridiculez, ¿eh, Sobrado? Yo no entiendo de eso.

--¿No tiene usted opiniones, polla?

--No... es decir, no me gustan los alborotos; ¡cuando hay trifulca el
teatro está tan soso!... Ni queda humor para vestirse y salir.

--Vamos, usted debe tener sus preferencias.... ¿Será usted carlista?

--¡Ay, no!... ¡La Inquisición me da un miedo!...--dijo riendo.

--¿Republicana?

--¡Qué horror! ¡Cosa más cursi...!

--Moderada, ea. Es usted moderada, de fijo.

--Tal vez, tal vez, algo moderada.... La pobre Reina me da mucha
lástima.

--Bueno, ahora ya sé que es usted moderada y lo voy a divulgar por ahí
para que la prendan a usted por conspiradora.

--No, por Dios, que no sueñen que hablamos de estas cosas.... Se reirían
de mí y dirían que parecemos un club. ¿No sabe usted alguna noticia?
¿Qué me cuenta usted del prestidigitador que trabaja en el teatro?

--¿El húngaro? ¡Bah! Como todas esas funciones.... Muy pesado, mucho
cubilete y los pistoletazos de cajón....

--¡Pistoletazos! Los odio: me asustan atrozmente. En viendo que preparan
la pistola, ya estoy tapándome los oídos: las chicas se ríen y mamá me
dice siempre: «Niña, que te miran...». Pero yo no puedo....

--¡Mejor! Si la miran a usted, ¿qué más quieren los espectadores?
--declaró Baltasar cediendo a la destreza con que Josefina traía el
diálogo al terreno personal.

Mientras pasaba este coloquio, las madres, que venían detrás, se
sentaron en un banco, sin que su plática, por versar sobre asuntos de
muy otra especie cediese en animación a la de la gente joven. Un
momento, al pasar por delante de ellas, Lola se volvió a preguntarles no
sé qué; al mismo tiempo Josefina tocó levemente en el codo a Baltasar,
el cual se inclinó, y por movimiento simultáneo cayeron los brazos de
ambos y sus manos se unieron el espacio de un segundo, depositando la
mano varonil en la femenina un papelito blanco, tamaño como una
mariposa. Susurraban las acacias, llenaba el aire el misterioso silabeo
de las conversaciones de última hora, y el amoroso gemido del mar,
besando el parapeto, completaba la sinfonía.

Ni se escapó el detalle del papel al ojo avizor de la viuda ni a la
vigilante atención de doña Dolores, quien puso torcido y avinagrado
gesto, levantándose al punto y anunciando que era hora de retirarse. Al
tiempo que regresaban las dos familias, desde _las Filas_ a la calle
Mayor, la señora de Sobrado meditaba una épica pequeñez, una tontería
trascendental y feroz que le sirviese para dar despachaderas a las de
García y quedarse sola con sus hijas. Y como llegasen cerca de las
puertas del café de la Aurora, que dejaban pasar la luz amarilla y cruda
del gas, ocurriósele, por fin, la liliputiense estratagema, y con felina
amabilidad dijo la viuda:

--Y ahora, ¿qué se hacen? Nosotros pensábamos entrar a tomar un
refresco.... ¿Nos acompañarán ustedes? Un sorbetito, cualquier cosa....

--¡Jesús... pues no faltaba más!--contestó la viuda, abochornada como
persona a quien ofrecen de mala gana y por fórmula un obsequio que
cuesta dinero--. Nosotras tenemos que hacer, y nos retiramos.

--¡Baltasar!--gritó doña Dolores a su hijo, que iba delante con las
muchachas--. ¡Baltasarito, entra aquí, que vamos a tomar sorbete!...

--Vengan ustedes, señoritas--murmuró el teniente, creyendo que se
trataba de convidar a la familia García.

--No, estas señoras no quieren nada--se apresuró a advertir la madre,
clavando a su hijo a la puerta del café con una mirada elocuentísima.

A pesar del aplomo de buen género que creía Josefinita poseer, se vieron
a la claridad del gas sus ojos preñados de lágrimas de orgullo y su tez
encendida, como si la abofeteasen. Dijo un seco «adiós» a Clara y Lola;
a Baltasar y a doña Dolores ni palabra. Cogiose del brazo de la viuda y
pronto se confundieron en la oscuridad del fin de la calle sus espaldas,
erguidas con dignidad propia de espaldas de destronadas reinas. Baltasar
se volvió hacia su madre.

--Pero, mamá...--pronunció.

--¡Chsss!--murmuró ella en voz baja, casi al oído del mancebo...--. Eres
un bolo, que te comprometes en público con ellas, y tienen medio perdido
su asunto. Van a quedar en la calle, chiquillo.... He confesado a la
infeliz de la madre y no pudo negármelo.... Yo ya lo sabía por un
abogado. Va muy mal todo eso.... Niñas, sentaos--añadió dirigiéndose a
Lola y Clara--. Mozo, cuatro medios de leche y barquillos....

--Yo no tomo...--dijo Baltasar.

--Mozo, tres medios no más.... Pues mira como andas, porque esa mocosa
con su gesto de todo me fastidia, te va a envolver.... La tendrás que
mantener, y a las cuñaditas, y a la viuda....

--Pero si no pienso... usted todo lo abulta. Sólo que las cosas hechas
así de este modo se comentan y dan que hablar.... ¿No se empeñó usted
misma en que las acompañase?

--Con permiso de ustedes--dijo el mozo colocando en la mesa tres vasos
de leche amerengada coronados de canela, y un cestito de paja lleno de
barquillos. Clara y Lola se pusieron a chupar su refresco, comprendiendo
que no debían oír el diálogo de su madre y hermano.

--Que las acompañases, sí... porque no me figuraba yo que iba a resultar
tal compromiso.... Si pierden el pleito, ni sé cómo pagarán las
costas.... Han de acudir al bolsillo del prójimo; acuérdate de lo que te
digo; como si todo el mundo tuviese ahí el dinero a disposición....

--Pues yo--declaró Baltasar--no vuelvo a meterme en otra.... Mire usted
bien las cosas antes, porque esto de andar así, hoy tomo y mañana dejo,
es ridículo y le pone a uno en evidencia. Dirá la gente que cazamos...
que cazo un dote.... ¡Ya ve usted!

--¡Dios quiera que los cazados no seamos nosotros!--tartamudeó doña
Dolores con las mejillas horriblemente sumidas por los esfuerzos de
absorción que practicaba, a fin de convertir su barquillo en bomba
ascendente de la leche garrapiñada.



-XV-

Himno de Riego, de Garibaldi. Marsellesa


Era Baltasar un hijo, no de este siglo, sino de su último tercio, lo
cual es más característico y peculiar. Calificábanle las señoras de
atento; sus compañeros, de muchacho corriente y agradable; su tío, de
chico listo y con el cual se podía departir acerca de asuntos de
comercio. Su temperatura moral no subía ni bajaba a dos por tres; no se
le conocía ardor ni entusiasmo por ninguna cosa; la fiebre de la mocedad
no le había causado una hora de franca y declarada calentura. Ni juego,
ni bebida, ni mujeres le sacaban de quicio. En política era naturalmente
doctrinario. Su madre le juzgaba mozo de gran porvenir y altos destinos,
porque dejándole la paga para gastos menudos y diversiones, Baltasar
ahorraba y nunca se halló sin blanca en el bolsillo del chaleco.
Destinado a la carrera militar, más por vanidad de su familia que por
vocación, no era, sin embargo, cobarde, pero sí yerto; prefería los
ascensos a la gloria, y a la gloria y a los ascensos reunidos anteponía
una buena renta que disfrutar sin moverse de su casa ni estar a merced
del ministro de la Guerra. Secretamente, con cautela suma (porque
Baltasar respetaba la opinión pública y todo lo que hay que respetar
para vivir con sosiego), la ley y norte de su vida era el placer,
siempre que no riñese con el bienestar. Tenía vanidad, pero vanidad
encubierta y en cierto modo solitaria. A sus creencias, vacilantes y
endebles, no quería tocar, como si fuesen un diente próximo a caerse y
con el cual evitase morder cortezas duras. Vivía a su gusto y talante,
sin meterse en más libros de caballerías. Físicamente tenía Baltasar
mediana estatura, la tez fina y blanca, y de un rubio apagado el ralo
cabello; pero la parte inferior de su fisonomía era corta y poco noble;
la barbilla chica y sin energía, la boca delgada de labios, como la de
doña Dolores. En conjunto, su rostro pareciera afeminado a no acentuarlo
la aguda nariz, diseñada correctamente, y la frente espaciosa,
predestinada a la calvicie.

Al huir del café, como si huyese de sí mismo, dejando a su madre y a sus
hermanas ocupadas en agotar los sorbetes, sintió que le daban una
palmadica en la espalda, y volviéndose conoció a Borrén, que ya hacía
días estaba de retorno de Ciudad Real, contando que allí había unas
chicas... hombre, ¡cosa notable! Se cogieron del brazo y se dieron a
vagar por las calles, que no aconsejaba otra cosa la serenidad y
hermosura de la noche de estío. Baltasar desahogó sus cuitas en aquel
amigo pecho. Él no estaba ciego por Josefina, ni cosa que lo valga; pero
ahora recelaba que sería mal visto plantarla de golpe y porrazo.

--Entreténgala usted--aconsejó maquiavélicamente Borrén--y distráigase
por otro lado. ¿Va usted a vivir así a su edad? ¡Pues no faltaba más,
hombre!

--Es una diablura: en este pueblo todo se sabe, y después, líos,
historias, lances que molestan.... Se me figura que voy a pedir que me
destinen a Andalucía o a Cataluña.... Si me quedo aquí, hay una muchacha
que me da, a veces, en que pensar... ¿y para qué se ha de meter uno en
un atolladero?

--Una muchacha.... No es la de García, ¿eh?

--No, hombre.... Esos son solaces a la alta escuela y por todo lo fino,
que no le quitan a uno el sueño.... Es... una cigarrera.

--¡Hola... picarón! ¿Esas tenemos, y tan calladito?

--Usted mismo me la enseñó y me habló de ella.... La chica del
barquillero.

Borrén chasqueó la lengua contra el paladar.

--¡Yaaaá lo creo! ¡Toma, toma! ¡Pues si es una joyita, hombre! ¡Caramba
con usted y cómo lo gasta! ¿No se lo decía yo a usted, eh?

--Debo advertir que por ahora no hay nada. No se eche usted a maliciar
ya.

--Principio quieren las cosas, hombre.

Hablaban así al atravesar una calle principal, cuando de pronto les
llamó la atención el corro de gente parada a la puerta de una sociedad
de recreo. Dentro del marco de las iluminadas ventanas se veían agitarse
figuras negras que gesticulaban animadamente, y detrás de ellas medio se
columbraba una mesa servida con copas, botellas y dulces. A veces se
dibujaba sobre el fondo de luz la silueta de una mano que alzaba una
copa, y el clamor que seguía al brindis era delatado por el retemblido
de los cristales.

--El Círculo Rojo--dijo Borrén--. Están obsequiando a los delegados de
Cantabria.

--¡Llegar por mar ahora mismo y tener humor para correrla!--exclamó el
teniente--. ¡Lástima de naufragio!

--¿A usted qué le parece de estas algaradas, Sobrado?

--¿Qué me ha de parecer? Que antes de dos meses nos embromarán allá por
Navarra los del Terso....

--¡Quia! Eso nunca, hombre. Eso murió, y los muertos no resucitan.

--Usted entiende más de chicas guapas que de política, amigo Borrén. Nos
van a divertir, créame usted. Ya anda en danza Elío, un militar si los
hay.... Eso se va a organizar; verá usted cómo salen de la tierra igual
que los hongos cuando llueve, pero equipaditos y con armamento. Y estos
otros también van a sacar las uñas por Barcelona y donde haya blusas y
fábricas. Lo peor de todo es que harán de España mangas y capirotes....

Un golpe de gente que desembocaba en la calle cortó la réplica de
Borrén. A la luz del astro nocturno se veía blanquear los instrumentos
de metal y los papeles de música. Al llegar ante el Círculo Rojo instaló
la banda sus atriles, en el centro del corro que aumentaba; y previas
algunas palabras en voz baja y un golpe de batuta, rasgó los aires el
bullanguero himno que todo español conoce y ama o detesta. Del concurso
partieron gritos.

--¡Himno de Garibaldi!

--¡Marsellesa, Marsellesa!--contestó un grupo más compacto.

Y enmudecieron los metales, y presto volvió a alzarse su formidable
acento, entonando la trágica Marsellesa. Impensadamente se abrieron las
ventanas del Círculo, y fue como si la sala llena de claridad, de gente
y de tumulto, se viniese a meter entre los espectadores.

En primer término asomaron las cabezas los recién venidos, y al punto
calló la música y se oyeron vivas a los delegados, a Cantabria,
dominando el clamoreo una voz aguardentosa que desde la esquina repetía
incansable «¡Viva la honradez!». Una mujer se adelantó, y entrando en el
círculo de luces, gritó con voz fresca y potente:

--¡Que brinden a la salud del pueblo!... ¡Que brinden!...

Volviose uno de los delegados, y al punto le trajeron una copa rebosando
Champaña, que elevó a los cielos al pronunciar el brindis. Las luces de
los atriles alumbraron su barba de nieve, sus mejillas sonrosadas como
las de los viejos de la pintura arcádica. Baltasar sacudió el brazo de
su confidente.

--¿La ve usted?

--La veo. ¡Olé y qué guapa se pone todos los días, hombre!

--Pero se me hace muy cargante con estas cosas políticas. Las mujeres no
tienen más oficio que uno.

--Sí, hombre... quién la mete a ella... tiene chiste.

--Es una epidemia. Almorzamos política y comemos ídem. Se va volviendo
España un manicomio. ¡Bah! Si no estuviese aquí, donde todo el mundo me
conoce, las extravagancias de esa muchacha no dejarían de divertirme....
¿La ve usted aplaudiendo a rabiar al del brindis? ¿Cómo se llamará ese
ciudadano? Parece el Oroveso de _Norma_.

--Psh... mañana lo sabremos.



-XVI-

Revolución y reacción mano a mano


En la calle de los Castros estaba Carmela, la encajerita, descolorida
como siempre y ocupada en oír de boca de Amparo el relato de los sucesos
de la víspera. Asomada Carmela al tablero, disimulaba su talle encorvado
ya por la habitual labor; pero no sus ojos ribeteados y cansados de
fijarse en la blancura del hilo. No obstante su atareado vivir, la
encajera gastaba humor apacible e inalterable y poseía la dulzura de las
personas melancólicas, una benevolencia claustral. Amparo narraba
animadamente; los delegados de Cantabria habían desembarcado entre
inmenso gentío que llenaba el muelle y la ribera: ella pensó por la
mañana alumbrar en la octava de San Hilario; pero ¡qué octava ni
octava!, en cuanto supo la venida del buque, allá se plantó, en el
desembarcadero, abriéndose calle a codazos.... Los delegados son unos
señores..., ¡vaya!, de mucho trato y de mucho mundo: ¡saludan a todos y
se ríen para todos!, ¡republicanos de corazón, ea! (y aquí Amparo se
descargó una puñalada en el pecho). A la señora María, la _Rinchona_,
mira tú, porque dijo que les quería dar la mano, la abrazaron a vista de
todo Dios... luego los había acompañado al Círculo Rojo, y oído la
serenata, y el discurso que echó uno de ellos... ¡un viejo que parece un
santo!, y otro... un señor serio, de mal color....

--¿Y qué tal, predican bien?

--¡Dicen cosas... que se le hace a uno agua la boca de oírlas! Quisiera
yo que estuviesen allí los que creen que la federal trae desgracias y
belenes. El viejo no habló sino de que ya no había tiranía... de que
todo se iba a arreglar con moralidad y atención... de que nos
quisiésemos mucho los republicanos, porque ya todo ha de ser concordia
entre los hombres.

--Tú tienes un memorión.... A mí se me iría el santo al cielo. Mi
memoria es de gallo. Y el otro, ¿qué dijo?

--El otro, el otro... el otro habla despacio, pero echa unos términos,
que a veces cuesta caro entenderlo.... Predicó mucho de nuestros
derechos y del trabajo, y de lo que representa esta Unión del Norte... y
de que las clases trabajadoras, si se unen, pueden con las demás....
Habían de venir allí arrastrados de las orejas los que piensan que los
republicanos dicen cosas malas. No señor, allí se cantaba clarito lo que
somos, paz, libertad, trabajo, honradez y la cara y las manos muy
limpias.

--Dime una cosa, mujer.

--Más que sean dos.

--¿Y qué significa eso de república federal?

--Significa... ¿qué ha de significar, repelo? Lo que predicaron esos.

--Pero no me hice bien de cargo.... ¿Qué más tiene eso que el gobierno
que hay ahora?

--Tiene, tiene, tiene... tiene que Madrí no se nos monte encima, y que
haya honradez, paz, libertá, trabajo....

--Pero... vamos, una pregunta, por preguntar, mujer. ¿No decían cuando
vino el barullo de la revolución el año pasado, que nos iban a dar todo
eso? Conforme aquellos no lo dieron también podrá cuadrar que no lo den
estotros.

--No puede ser, y no, y no, porque estos son otros hombres de otra
manera, que miran por el bien del pueblo.... No digas tontadas.

La encajerita se rió con su risa tenue.

--No, si lo que vienen a dar es trabajo, por acá no falta.... Y digo yo
y preguntando otra vez, si es verdá que quitan la estancación del
tabaco, vamos a ver, ¿cómo os valéis las cigarreras? Pidiendo limosna.

--¡Esa es una burrada de las gordas!--exclamó Amparo, fuerte ya en la
controversia del punto concreto--. Oye y atiende, mujer, te lo voy a
poner claro como el sol. Ahora el Gobierno nos tiene allí sujetas, ¿no
es eso? Ganamos lo que a él se le antoja; si vienen, un suponer, buenas
consignas, porque vienen, y si no, fastidiarse. Él chupa y engorda y se
hace de oro, y nosotras, infelices, lo sudamos. Que se desestanca, que
se desestancó: ¡ala con ella!, las reinas somos nosotras, las que
tenemos nuestra habilidad en los dedos; con nosotras han de venir a
batir el consumidor y el estanquero, y si a mano viene, el ministro del
ramo.... ¿Aún no entendiste, tercona?

Meneaba suavemente la cabeza la encajerita, mientras los hilos de la
labor se deslizaban, se cruzaban, se entretejían a través de sus dedos,
y los palillos de boj, chocando unos contra otros, hacían una musiquilla
flauteada.

--Es que... tú pintas las cosas.... Pero dime.

--¡Qué porfiosa del dianche!

--Dime con verdad.... ¿Falta ahora gente que pretenda entrar en la
Fábrica?

--¡Faltar! ¡Más empeños andan danzando!

--Pues, catá... El día que quiten la estancación se echa medio mundo a
trabajar en cigarros, y habiendo mucho quien trabaje, el trabajo anda
por los suelos de barato. ¿Qué me está pasando a mí? Empezó la tía a
hacer encajes, y le salieron dos o tres de Portomar a poner la
competencia... porque ahora son mucha moda estas puntillas, hasta para
pañuelos; lo que estoy rematando es un pañuelo.

Descubrió ufana su almohadilla alzando un pañizuelo que velaba parte de
labor terminada ya, y viose una afiligranada crestería, un alicatado de
hilo, donde el menudo dibujo se desplegaba en estrellitas microscópicas,
en finos rombos, en exquisitos rectángulos, todo ello unido con arte y
gracia formando primorosa orla. Amparo aprobó.

--Está muy bonito--dijo.

--Pues con todo y que se lleva tanto, como ya somos muchas a menear los
palitroques, hay que arreglar los precios.... Yo--murmuró suspirando
levemente--no puedo hacer más; a veces trabajo con luz, pero no me lo
resisten los ojos, y así me arrimo cuando más puedo al tablero hasta que
no se ve el día.... La tía también se quedó medio ciega; ya ni puntillas
gordas hace: sólo sirve para ir por las casas a vender lo que yo
trabajo....

Batida en el terreno crematístico, Amparo tocó otra cuerda para seguir
hablando de lo que la gustaba; que no se le cocía el pan en el cuerpo
hasta desembuchar cuanto había visto y esperaba ver.

--¡El día que lleguen por tierra los delegados de Cantabrialta... se
prepara una buena! ¿No sabes?

--¿Mucha fiesta?

--Los han de esperar con coches.... Y...--Amparo se detuvo, bajando la
voz para acrecentar el efecto de la estupenda noticia--les iremos a
alumbrar con hachas.

--¡Ave María de gracia! ¿Qué me dices, mujer? ¿Alumbrarles como a los
santos?

--Andando.

--¿Y quién? ¿Las de la Fábrica?

--Ajá. Una ristra de ellas. Ya estamos habladas.

--¿Van tus amigas?... ¿Aquellas dos?...

--¡Espera por ellas! No, mujer, no. Ana, como trata con un capitán
mercante, no se quiere rebajar a que la vean alumbrando; dice que cuando
llegue la _Bella Luisa_ la avergonzaría su marino.... ¡Y aquella tonta
de Guardiana tuvo valor a decirme que ella sólo cogería un hacha para ir
en la procesión de Nuestra Señora de la Guardia!

--Pues yo digo otro tanto... más que te enfades, mujer. ¡Vaya unos
dioses y unas imágenes que vais a llevar en procesión! Eso parece cosa
de idólatras. Alumbrar solamente a las cosas de la iglesia, el veático,
las octavas....

--Calla, que eres más nea que los neos.

--¡Y para el favor que me están haciendo a mí esos señores que predican
la libertá! ¡Dicen que van a echar a todas las monjas a la calle y a no
dejar convento con convento!

Amparo retrocedió tres pasos, se puso en jarras, enarcó las cejas, y
después se persignó media docena de veces, con extraña prontitud.

--Me valga San.... ¿Pero tú hablas formal, mujer? ¿Te quieres meter en
aquella prisión por toda, toda, toda la vida? Arreniégote.

--Querer, quiero.... ¡Ay! Quise desde que fui así pequeñita.... Pero
¡bah!, ¡no puedo! ¿Dónde me van a recibir ahora sin el dote? ¡Buenas
están las monjas para meterse en despilfarros! ¿Y yo, cómo he de juntar
el dote, dime tú? Si pido, nadie me dará... A no ser que Dios me mande
una sorpresa....

--Mujer, rica no soy; pero un par de duros aún no me hacen falta para
comer mañana--dijo espontáneamente Amparo.

La pálida sonrisa de la encajerita alumbró su rostro.

--Se estima la voluntá... Necesito una atrocidá de dinero para el caso,
y ya sé que juntar, no lo he de juntar nunca.... En fin, paciencia nos
dé Dios.

--¿Y tú estarías a gusto presa entre cuatro paredes?

--Bien presa vivo yo desde que acuerdo.... Siquiera los conventos tienen
huerta, y vería uno árboles y verduras que le alegrasen el corazón.



-XVII-

Altos impulsos de la heroína


Eran las horas meridianas, las horas de calor, cuando salieron
desempedrando las calles de Marineda carruajes en que iban las
comisiones del partido a esperar a los delegados de Cantabrialta. Las
dos leguas de camino real que van de la ciudad al ex-portazo (como se
decía entonces) hallábanse cuajadas de gente en expectativa, asaz
empolvada y sudorosa. Poca levita, mucha tuina y chaqueta, de higos a
brevas un uniforme; buen número de mujeres, roncas ya, con los labios
secos, los ojos inyectados, arrebatadas las mejillas, más o menos
descompuesto el peinado y el traje. Engalanadas con colgaduras ostentaba
sus casas el pobre suburbio de la Riberilla: quién había destinado a
manifestar su civismo la colcha de la cama, quién las cortinas de la
humilde alcoba, quién una sábana o mantel. Al ingreso de la barriada se
alzaban arcos de triunfo, entretejidos con ramaje.

Cuando regresaron los coches trayendo ya a los esperados viajeros, el
contraste que ofrecía el espectáculo convidaba a parar la consideración
en él. Acercábase el sol a su ocaso y las colinas que limitaban el
horizonte pasaban del suave azul ceniciento al lila más delicado. Las
playas de la Barquera y el mar alternaban en zonas de nítida blancura y
de limpio color de zafiro; a los últimos destellos del Poniente, el
arenal brillaba como si estuviese salpicado de plata, y vaporosas
franjas de espuma, tan pronto formadas como deshechas, corrían un
instante por el borde de las olas. Soberana y majestuosa paz, unida al
recogimiento de la hora vespertina, se elevaba de aquellas diáfanas
lejanías al cielo puro, donde apenas de trecho en trecho leves
nubecillas, semejantes a copos de algodón, se esparcían tiñéndose de
oro. Así se preparaba al sueño la Naturaleza, mientras en la carretera
una multitud abigarrada y polvorosa se desojaba mirando al punto por
donde asomaría muy luego la comitiva, y recreaba la vista en contemplar
los guiñapos y telas de colorines pendientes de los balcones, y el
marchito verdor de los arcos de triunfo; y se recibían y daban pisotones
recios, y _metidos_ feroces, y algún furtivo pellizco, y se tragaba y se
mascaba el árido polvo del camino, oyendo a poca distancia, como irónica
burla, el blando gemir de las ondas de la ría.

De tiempo en tiempo, las bombas de palenque trataban de armar un
escándalo en la atmósfera, pero en balde: diríase que era la detonación
de algún vergonzante petardo, que así alteraba la amplia serenidad del
ambiente, como el zumbido de un mosquito turbaría el reposo de un
gigante. Las tocatas de la banda de música, hecha pedazos de puro soplar
himnos y más himnos patrióticos, se empequeñecían en el libre y
anchuroso espacio, hasta asemejarse al estallido de una docena de
buñuelos al caer en el aceite hirviendo donde se fríen. Y visto desde la
playa, el mismo numeroso gentío podía compararse a un avispero, y la
bandera roja a un trapo de los que los chicos cuelgan de una caña a fin
de pescar ranas en las ciénagas.

Para que la comitiva adquiriese unos asomos de solemnidad, fue preciso
que entrase en los mezquinos arrabales del pueblo. Con la frescura de la
noche que caía todo el mundo se halló más a gusto, los de los coches
respiraron, sin dejar de saludar a diestro y siniestro, y comenzaron a
abrir en las tinieblas sus pupilas de fuego los reverberos de la ciudad,
la Farola, y las hachas de cera que encendían algunas mujeres para
alumbrar a los carruajes. Así que brilló el cordón de luces, las
portadoras de las hachas se alinearon en buen orden, bajando los ojos
modestamente porque aquello olía a procesión. Entonces algunos curiosos
de Marineda, que no habían querido molestarse en ir más lejos para ver
la función, se abrieron paso y situaron convenientemente con propósito
de estudiar los semblantes de las que en otra ocasión se llamarían
devotas. Si las encontraban mozas y lindas, decíanles cosas almibaradas;
si viejas y feas, barbaridades capaces de enojar y abochornar a un santo
de leño. Cuando pasaba Amparo, que iba una de las primeras, al lado del
rojo estandarte, era un fuego graneado de piropos, una descarga cerrada
de ternezas, a quemarropa. Es que la muchacha se lo merecía todo: la luz
del blandón descubría su rostro animado, encendía sus ojos
rechispeantes, y mostraba la crespa melena, desanudada por la agitación
de la caminata, y flotando en caprichosas roscas por su frente, hombros
y cuello. Baltasar y Borrén, de americana y hongo, se colocaron entre la
apiñada muchedumbre y quizá le murmuraron al oído cien mil dislates;
pero no estaba el alcacer para gaitas, es decir, no estaba Amparo de
humor de requiebros, hallándose exclusivamente poseída del fervor
político.

Sentíase sobreexcitada, febril, en días tan memorables. Por todas partes
fingía su calenturienta imaginación peligros, luchas, negras tramas
urdidas para ahogar la libertad. De fijo de fijo el Gobierno de Madrid
sabía ya a tal hora que una heroica pitillera marinedina realizaba
inauditos esfuerzos para apresurar el triunfo de la federal: y con tales
pensamientos latíale a Amparo su corazoncillo y se le hinchaba el seno
agitado. En medio de la vulgaridad e insulsez de su vida diaria y de la
monotonía del trabajo siempre idéntico a sí mismo, tales azares
revolucionarios eran poesía, novela, aventura, espacio azul por donde
volar con alas de oro. Su fantasía inculta y briosa se apacentaba en
ellos. Las enfáticas frases de los artículos de fondo, los redundantes
períodos de los discursos resonaban en sus oídos como el _ritornelo_ del
vals en los de la niña bailadora. Aquella llegada de los individuos de
la Asamblea de la Unión fue para Amparo lo que sería la de los Apóstoles
para un pueblo que oyese hablar del Evangelio y de pronto viese arribar
a sus costas a los encargados de anunciarlo.

Tenía Amparo por cosa cierta que se acercaba la hora de señalarse con
algún hecho digno de memoria: ansiaba, sin declarárselo a sí misma,
emplear las fuerzas de abnegación y sacrificio que existen latentes en
el alma de la mujer del pueblo. ¡Sacrificarse por cualquiera de aquellos
hombres, venidos de Cantabria a vaticinar la redención; inmolarse por el
más viejo, por el más feo, prestándole algún extraordinario y capital
servicio! Llamar a su puerta a las altas horas de la noche; decirle con
voz entrecortada que «ahí viene la policía» y que se oculte; acompañarle
por recónditas callejuelas a un escondrijo seguro; meterle en la mano
unos cuantos pesos ahorrados a fuerza de liar pitillos; recibir, en
cambio, un haz de proclamas para repartir al día siguiente, con la
advertencia de que «si se las cogen, puede contarse ánima del
Purgatorio»; distribuirlas con sigilo y celo; y por recompensa de tantas
fatigas, de riesgos semejantes, ganar un expresivo apretón de manos, una
mirada de gratitud del proscrito.... Si el heroísmo es cuestión de
temperatura moral, Amparo, que se hallaba a cien grados, tal vez se
dejara fusilar por _la causa_ sin decir esta boca es mía; y quién sabe
si andando los tiempos no figuraría su retrato al lado del de Mariana
Pineda en los cuadros que representan a los mártires de la libertad....
Feliz o desgraciadamente, lo que ustedes quieran, que por eso no
reñiremos, los tiempos eran más cómicos que trágicos, y los loables
esfuerzos de Amparo no le obtuvieron otra corona de martirio sino el que
en la Fábrica se prohibiese la lectura de diarios, manifiestos,
proclamas y hojas sueltas, y que a ella y a otras cuantas que
pronunciaron vivas subversivos y cantaron canciones alusivas a la Unión
del Norte las suspendieran, como suele decirse, de empleo y sueldo.



-XVIII-

Tribuna del pueblo


El Círculo Rojo echa el resto; no se habla en Marineda sino del banquete
que ofrece a los delegados de Cantrabria y Cantabrialta. No tiene el
Círculo Rojo socios tan opulentos como el Casino de Industriales y la
Sociedad de Amigos; pero sóbrale alma y desprendimiento, cuando la
ocasión lo requiere, para sangrarse los bolsillos, empeñarse, si es
preciso, hasta los ojos y salir con color y presentar una mesa que no le
avergüence.

Llamada a conferenciar con el presidente del Círculo la «persona de buen
gusto», que nunca falta en los pueblos para dirigir las solemnidades,
entró al punto en el desempeño de sus funciones, y se dio tal maña, que
en breve pudo negociar un empréstito de candeleros de plata, centros de
mesa, vajilla fina, mantelería adamascada y nueva, palilleros
caprichosos y pureras sorprendentes. Obtenido lo cual, el correveidile
se frotó las manos asegurando al presidente que la mesa estaría
regiamente exornada.

--Regiamente, no señor--contestó el presidente algo fosco--.
Republicanamente, dirá usted.

No quiso el organizador de la fiesta discutir el adverbio, y satisfecho
de haber encontrado los accesorios, se dio a buscar lo principal, o sea
la comida. Bregando con fondistas y cafeteros, consiguió combinar
platos, vinos y helados del modo que le parecía más ortodoxo y elegante;
pero quiso su desdicha que a última hora el entusiasmo político lo
echase todo a perder, instigando a este bodegonero federal a enviar «la
prueba» de sus vinos y a aquel hornero a remitir media docena de
robustas empanadas, que cayeron en el banquete como barbarismos en
selecto trozo de latinidad clásica. Menudencias que la Historia no
registrará seguramente.

De propósito se empezó tarde la comida, y circulaban aún las dos sopas
de hierbas y de puré, cuando los camareros cerraron las maderas de las
ventanas y encendieron las bujías de los candelabros y los aparatos de
gas. Viose entonces salir de las vaguedades del crepúsculo la mesa, la
larga mesa de sesenta cubiertos, con sus brillantes objetos de plata,
sus ramos de flores simétricamente colocados, sus altos ramilletes de
dulce, sus temblorosas gelatinas, donde la luz rielaba como en un lago.
El presidente del Círculo tendió en derredor una mirada de orgullo. En
verdad que el aspecto del banquete era majestuoso. Imperaba en él
todavía la reserva de los primeros momentos: la gente comía con
moderación y delicadeza, los camareros y mozos de servicio andaban
discretamente sin taconear, las cucharas producían leve música al
tropezar con los platos, la virginidad del mantel alegraba los ojos, y
el vaho aperitivo de la sopa no desterraba del todo las fragantes
emanaciones de las rosas y claveles de los floreros. No obstante, al
servirse la primer entrada comenzaron a dialogar los vecinos de mesa, y
el rumor creciente de las conversaciones envalentonó a los mozos, que
pisaron ya más recio.

Presidía la mesa el viejo de blanca barba, y la teatral nobleza de su
figura completaba la decoración. A su derecha tenía al presidente del
Círculo y a su izquierda al orador de tenebrosa faz, el que, según
Amparo, «echaba términos» difíciles de entender. Seguían los demás
delegados por orden de respetabilidad, alternando con individuos de la
Junta, de la Prensa, del partido.

Fue poco a poco acrecentándose el ruido de la charla y desatándose las
lenguas, por donde rebosaba ya la abundancia del corazón. El que, merced
a su ancianidad venerable, podía ser llamado patriarca, sonreía,
aprobaba, estaba de acuerdo con todo el mundo, mientras el delegado
tétrico y ceñudo se las componía lo mejor posible para disputar. Al
tercer plato disparó con bala rasa contra la propiedad, el capital y la
clase media, y el presidente del Círculo, patrón y dueño del
establecimiento, hubo de amoscarse; poco después fue el patriarca mismo
el enojado, a causa de no sé qué frases sobre el derecho de insurrección
y el empleo de medios violentos y coercitivos. Ninguno le parecía al
patriarca lícito; en su concepto, el amor, la paz, la fraternidad, eran
las mejores bases para fundar la unión federativa, no sólo de Cantabria
y de España, sino del mundo. Cada cual alegaba sus razones, tratando de
quimera el ajeno parecer; la discusión se hacía general; intervenían en
ella periodistas y delegados desde los más remotos extremos de la mesa;
alguien brindaba sin ser oído; personas de voz escasa exclamaban en tono
suplicante: «Pero oigan ustedes, señores... si ustedes oyesen una
palabra...». Era en balde. El grupo central se lo hablaba todo; de su
confuso vocerío sólo se destacaban frases sueltas, airadas, empeñadas en
descollar. «Eso son utopías, utopías fatales.... No, es que le convenzo
a usted con la historia en la mano.... Sí, sí, hagámonos de miel.... La
Revolución Francesa.... Era otro régimen, señores.... No confundamos los
tiempos.... Está usted en un error.... Un hecho no es ley general....
Eso lo ha dicho Pi.... Cantú es un reaccionario.... El bautismo de la
sangre.... Horrores infecundos...». Mientras duraba la polémica, los
mozos no se entendían para pasar las fuentes del asado y para escanciar
el Champaña.... Uno de ellos se inclinó hacia el presidente y le dijo al
oído no sé qué... El presidente se levantó al punto y salió de la sala,
volviendo a entrar presto seguido de un grupo de mujeres.

Amparo lo capitaneaba. Penetró airosa, vestida con bata de percal claro
y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas, el rojo
del _trapo_ de los toreros. Su pañuelito de seda era del mismo color, y
en la diestra sostenía un enorme ramo de flores artificiales, rosas de
Bengala de sangriento matiz, sujetas con largas cintas lacre, donde se
leía en letras de oro la dedicatoria. Diríase que era el genio protector
de aquel lugar, el duende del Círculo Rojo; las notas del mantón, del
pañuelo, de las flores y cintas se reunían en un vibrante acorde
escarlata, a manera de sinfonía de fuego.

Adelantose intrépida la muchacha levantando en alto el ramo y
recogiendo, con el brazo libre, el pañolón, cuyos flecos le llovían
sobre las caderas. Y como el conspicuo disputador, dejando su asiento,
mostrase querer tomar el ex-voto que la muchacha ofrecía en aras de la
diosa Libertad, Amparo se desvió y fuese derecha al patriarca. El corro
se abrió para dejarla paso.

La muchacha, sin soltar el ramo, miraba al viejo. Este, de pie, con su
barba plateada y levemente ondulosa como la de los ermitaños de
tragedia, con su calva central guarnecida de abundantes mechones canos,
con su alta estatura, un tanto encorvada ya, se le figuraba la
ancianidad clásica, adornada de sus atributos, coronando la cima de los
tiempos. Y el patriarca, a su vez, creía ver en aquella buena moza el
viviente símbolo del pueblo joven. Ambos formularon en sus adentros el
pensamiento de simpatía que les asaltaba.

--Este señor mete respeto lo mismo que un obispo--se dijo Amparo.

--Esta chica parece la Libertad--murmuró el patriarca.

Entre tanto la muchacha comenzaba su peroración. Temblábale la voz al
principio; dos o tres veces tuvo que pasarse la mano, yerta, por la
frente húmeda, y sin saber lo que hacía accionó con el ramo, cuyas
cintas culebrearon como serpientes de llama, y carraspeó para deshacer
un nudo que le apretaba el galillo. Poco a poco, el rumor de la mesa, el
cuchicheo de los convidados más distantes, la luz de los mecheros de gas
que le calentaba los sesos, el aroma de los vinos y la espuma del
Champaña, que aún parecía bullir en la iluminada atmósfera, la
embriagaron, y sintió fluir de sus labios las palabras y habló con
afluencia, con desparpajo, sin cortarse ni tropezar. Los convidados se
daban al codo sonriendo, pronunciando entre dientes algún «¡bravo!, ¡muy
bien!», al oír que las operarias republicanas de la Fábrica ofrecían
aquel ramo a la Asamblea de la Unión del Norte y al Círculo Rojo en
prueba de que... y para manifestar cuanto... y como testimonio de que
los corazones que latían..., etc. El patriarca se colocaba la mano sobre
el pecho, se la llevaba a la boca con sincerísima complacencia, mientras
el disputador, tieso y serio, inclinaba de vez en cuando lentamente la
cabeza en señal de aprobación. Por fin, la oradora acabó su discurso
entregando el ramo al patriarca y gritando: «¡Ciudadanos delegados,
salud y fraternidad!».

Tomó el viejo la ofrenda y la pasó al presidente, que se quedó con ella
muy empuñada y sin saber qué hacer. Confusas las compañeras de Amparo
por el silencio repentino, miraban de reojo hacia todas partes,
maravillándose del esplendor de la mesa y algo sorprendidas de que el
banquete republicano fuese cosa de tanto orden y de que los delegados
comiesen en vez de salvar la patria. El patriarca se acercó a Amparo;
sus mejillas arrugadas y marchitas tenían a la sazón sonrosados los
pómulos.

--Gracias, hijas...--tartamudeó cabeceando senilmente--. Gracias,
ciudadanas.... Acércate, tribuna del pueblo... que nos una un santo
abrazo de fraternidad.... ¡Viva la tribuna del pueblo! ¡Viva la Unión
del Norte!

--¡Viva!--balbució Amparo toda enternecida, ahogándose--. ¡Viva usted...
muchos años!--Y el viejo y la niña estaban a dos dedos de romper a
llorar, y algunos de los convidados se reían a socapa viendo aquel brazo
paternal que rodeaba aquel cuello juvenil.



-XIX-

La Unión del Norte


¡Cuidado si hace calor!

Sobre el duro azul de un celaje no empañado por la más leve bruma,
ondean las flámulas, colocadas en mástiles a la veneciana alrededor del
baluarte de la Puerta del Castillo, y sus gayos colores no desdicen del
júbilo radiante del cielo y de la estrepitosa y alegre multitud. Arcos y
ondas de follaje verde corren de mástil a mástil, disonando y
contrastando con el tono cerúleo del firmamento. En mitad del anfiteatro
se alzaba el palco destinado a la Asamblea de la Unión, con su tribuna
al centro, y flanqueado de otros dos más bajos, pero mayores, destinados
a las comisiones del partido. Bien podía la Asamblea constitutiva de la
Unión del Norte de la costa ibérica--que así se nombraba en sus
documentos oficiales--ocupar oronda y satisfecha el palco presidencial:
pocas sesiones y breves horas le habían bastado para sentar las bases
del gran contrato unionista federativo; actividad gloriosa, sobre todo
comparándola con la flema y machaconería de aquellas holgazanas de
Cortes Constituyentes, que tardaban meses en redactar un código
fundamental y definitivo para la nación.

Caminaba impetuosa hacia el anfiteatro la comitiva, compuesta del
partido y _juventud_ republicana, de mucha chiquillería, de los comités
rurales, de los delegados y de todo fiel cristiano que movido de
curiosidad quiso injerirse en la procesión. Apresuradamente, como si
fuese un ser único animado por un solo soplo vital, y tuviese por voz la
banda de música que aturdía el ambiente con himnos y más himnos,
adelantábase la palpitante masa humana; y empujadas por la compacta
muchedumbre, las banderas, coronadas de flores, vacilaban cual si
estuviesen ebrias, y tan pronto daban traspiés y se inclinaban acá o
acullá, como tornaban a erguirse rectas y altivas. Y las casas del
tránsito parecían contemplar el cuadro y entender su asunto, y de unas
llovían flores, ramos, coronas, y otras, en menor número, cerradas a
piedra y lodo, dijérase que fruncían el ceño y se ponían hurañas y
serias al sentir el roce de las olas revolucionarias.

Cuando estas llegaron a estrellarse en el baluarte, se esparcieron y
derramaron por doquiera. El gentío trepó a las escaleras, cabalgó en el
caballete de los bastiones, invadió los palcos de los comisionados, y se
extendió coronando las alturas vecinas; por los troncos de los mástiles
se encaramó más de un granuja, resuelto a dominar la situación. Penetró
majestuosamente en su palco la Asamblea, y así que los delegados
ocuparon sus asientos, el tumulto se apaciguó como por magia, y cerca de
veinte mil personas guardaron silencio religioso. Sólo se oyó salir de
algún rincón del anchuroso escenario, el melancólico grito que
pregonaba: «¡Agua de limón fría, barquillos, agua, azucarillos, agua!».
Dos fotógrafos, situados en el lugar oportuno para tomar la vista,
enfocaban cubriéndose la cabeza con el paño de bayeta verde, y sus
máquinas parecían los ojos de la Historia contemplando la escena. Casi
se oiría el volar de una mosca, sobre todo en las cercanías del palco
presidencial.

Procediose a la firma y lectura del contrato de Unión. Desde lejos se
veía en el palco una agrupación de cabezas, entre las cuales se
destacaba la negra cabellera melodramática del disputador y sus quevedos
de oro, y la barba nívea del Patriarca, resplandeciente al sol como la
de Jehová en los cuadros bíblicos. Estaban Baltasar y Borrén apoyados en
un lienzo de parapeto, de pie sobre un sillar de piedra, lo cual les
permitía ver cuanto ocurriese. Ambos prestaban atención suma,
comprendiendo que presenciaban un episodio interesante del drama
político español.

--Aquí se incuba algo, hombre--exclamó Borrén inclinándose hacia su
amigo.

--¡Claro que se incuba! ¡El desbarajuste universal... y el picadillo que
van a hacer de España esos señores!

--Hombre, dice que no.... Dice que lo que desean es confederarnos, para
que estemos más uniditos que antes... ¿no ve usted que esto se llama la
Unión?

--¡Sí, sí, corte usted un dedo y péguelo después con saliva!

--A bien que una nación no es ninguna naranja para hacerse cuarterones
tan fácilmente.... ¿Sabe usted lo que me contaron de ese viejecito...
del Patriarca? Mire usted, yo me explico que sea republicano... ¡había
cosas en aquellos tiempos antiguos! ¡Era el segundo de una casa rica...
poderosa, hombre! El mayorazgo arrampló con todo, ¿eh?, mimos y
hacienda, y a él le quedó un palomar viejo y la memoria de las
azotainas.... Otro se hubiera hecho misántropo... Él se hizo filántropo
y luego progresista, y luego federal... y es un bienaventurado que
abraza a todo el mundo, y oye misa, y es incapaz de hacer daño a
nadie... acá _inter nos_ le tengo por algo chocho....

--¿Y aquel moreno... el de los quevedos?

--¡Ah! ese... ese dicen que es de los que quieren perder las colonias y
salvar los principios: hombre de línea recta, de geometría.... Según
Palacios, que lo conoce, la ecuación entre la lógica y el absurdo: no en
balde es ingeniero. Si para lograr sus ideales tuviese que
desollarnos... ¡pobre pellejo!

--¿Y si tuviese que desollarse a sí mismo?

--¡Cáspita!, de la epidermis ajena a la propia.... Con todo, no seamos
escépticos, hombre. Allí tiene usted a aquel otro... al del bigote
negro... el que está a la izquierda del Patriarca. Pues mire usted,
hombre, que le ha costado ya dinero y disgustos esta mojiganga
política... emigrado, encausado, maltratado... y se libró de ir a las
Marianas... no sé cómo.... Hay humor para todo en este mundo
sublunar.... ¡Y decir que cuando Dios produce chicas como esa se ocupen
en politiquear los muchachos!

Al pronunciar estas palabras señalaba Borrén a Amparo, cuyos rojos
atavíos la distinguían del círculo femenino que la rodeaba.

--Pues esa chica aún politiquea más que los barbudos... ¿no sabe
usted...?

Y el incidente del banquete fue comentado, desmenuzado, acribillado por
las dos bocas masculinas, que lo adornaron con festones satíricos. Entre
tanto se leía el contrato de la Unión, y a pesar de que el sol no estaba
en el zenit ni mucho menos, la gente arracimada y prensada producía una
temperatura insufrible, y se oían exclamaciones de este jaez: «Nos
morimos.--Nos asfixiamos.--¡Cuándo vendrá un poco de fresco!--Pero,
hombre, no nos estruje usté.--Ave María, qué bárbaro.--Estese usté
quieto.--Pues si no ve, fastidiarse: ¿sa figurao que vemos los demás?
--¡Tan siquiera puede uno meter la mano en el bolsillo para sacar un
triste pañuelo!--Cuidado con el reloj, palpa si lo tienes». Y la voz del
lector del Contrato volaba por cima del mar de cabezas, y las palabras
«garantías sacrosantas... dogmas de libertad... derechos
invulnerables... ideales benditos... pueblo honrado y libre...» se
dilataban en el cálido y sereno ambiente. Una lluvia de flores vino, de
improviso, a oscurecerlo, y multitud de blancas palomas fueron lanzadas
a él, abatiendo al punto el vuelo con aletear trabajoso, y cayendo sobre
la muchedumbre, entorpecidas de tener tanto tiempo ligadas las patas. Un
estruendoso cubo de cohetes de lucería salió bufando en todas
direcciones; retumbó la música; hubo un minuto de gritos, vivas,
estruendo y confusión, y nadie reparó en que un pobre viejo, un
barquillero, salía del recinto mitad arrastrado y mitad en brazos de dos
hombres. «Le dio un accidente», decían al verlo pasar, sin añadir otro
comentario.



-XX-

Zagal y zagala


Y del accidente se murió aquella noche misma, sin confesión, sin
recobrar los sentidos. ¿Fue el sol abrasador? Mil veces le cayó
verticalmente sobre el cráneo al señor Rosendo en sus épocas de vida
militar, y vamos, que el de la isla de Cuba pica en regla.... ¿Fue el
haber vuelto a manejar las tenazas y a elaborar barquillos para el
extraordinario consumo de aquellos días solemnes? ¿Fue, como dijeron
algunas comadres, el orgullo de ver a su hija tan elocuente y bizarra, y
tan agasajada por los señores de la Asamblea? Quédese para la posteridad
el arduo fallo, si bien parece infundada la última suposición, por
cuanto el señor Rosendo, lejos de manifestar complacencia cuando la
chica se metía en semejantes trifulcas, rompiera pocos días antes su
mutismo para decirle cosas muy al alma sobre eso de buscar tres pies al
gato y perder su colocación por locuras. El servicio militar había
formado de tal suerte el carácter del viejo, que la insubordinación era
para él el más feo delito, y su divisa, obediencia pasiva, automática;
así es que amenazó a Amparo, poniendo los ojos fieros y la voz
tartajosa, con romperle una costilla si volvía a leer periódicos en la
Fábrica. Algunos años antes no hubiera amenazado sino ejecutado; pero la
cigarrera, desde que lo es, sale en cierto modo de la patria potestad, y
por eso se creyó el señor Rosendo en el caso de guardar consideraciones
a su progenitura. Sabiendo cuánto influyen en los sacudimientos
cerebrales y en las hemorragias internas los accesos de furor, puede
creerse que, tal vez, la rabia y no el orgullo de ver a su hija elevada
al rango de _Tribuna del pueblo_ determinaron en la pletórica
constitución del viejo la apoplejía fulminante.

En fin, a él lo enterraron y quedáronse las dos mujeres cual es de
suponer en los primeros momentos: aturdidas, maravilladas de ver cómo
«se va uno al otro mundo». Desequilibrio económico no lo hubo, porque
Amparo, indultada, había vuelto a la Fábrica, y Chinto, trabajando como
un mulo porfiado que era, ganaba lo mismo que antes y traía fielmente la
colecta todas las noches según costumbre, con la diferencia de que ni
recogía ni reclamaba su mezquino sueldo. Pareció el nuevo sistema muy
ventajoso y cómodo a la tullida, que venía a estar como si tuviese dos
hijos y ambos ganasen para sustentarla. Pero Amparo vivía inquieta
habiendo advertido cierto peregrino cambio en la actitud y modales de
Chinto. Mostrábase este mandón y muy interesado por las cosas de la
humilde casa, que indicaba considerar como suya; se tomaba otra vez la
libertad de esperar a la muchacha a la salida de la Fábrica, y aun de
acompañarla a la ida, si lo consentía la labor de los barquillos;
gastaba con ella chanzas finas como tafetán de albarda, y en suma, desde
la muerte del viejo, le daba de protector y cabeza de casa, sin que en
modo alguno procediese como criado, único papel que Amparo le señalaba
siempre, mortificada de ver que el tosco paisano le prestaba servicios.
Indignada y ofendida, tratole con más despego que nunca, y para colmo de
disgusto, vio que Chinto correspondía a sus desaires con rústicas
ternezas y a sus muestras de desvío con pruebas de confianza y afición.
Una vez le trajo un pliego de aleluyas, y otra, como le oyese alabar
ciertos pendientes de cristal negro, fue y se los presentó a la noche
muy orondo.

Ella se negó a estrenarlos.

Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la
Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con
gran sorpresa encontró delante de sí a Chinto, de un talante como nunca
lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la
oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a
cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables
el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha
cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado
una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un
basilisco le hicieran mella.

--¿A qué entras aquí, a ver?--gritó la cigarrera--. ¿Qué se te ofrece?

--Se me ofrecía... dos palabritas.

--¿Palabritas? Tengo que hacer más que oír tus tontadas.

--No, pues yo te quería decir de que... allí... como ya tengo aprendido
el oficio... es decir, vamos, que quedándome las herramientas por lo que
me debía tu padre de soldada... allí, yo, como ya en la quinta del mes
pasado libré... y como vamos....

--¿Acabarás hoy o mañana? Habla expedito, que parece que estás comiendo
sopas.

--Mujer, quiérese decir... que si tú admites el arriendo del trato,
puedes, es decir, podemos... casarnos los dos.

La risa homérica que soltó la insigne Tribuna al verse requerida de
amores por aquella montés alimaña, se cambió presto en cólera al
advertir que Chinto continuaba brindándole su mano y corazón con las
discretas razones ya referidas.

--Porque yo, lo que es tenerte voluntá... te tengo muchísima, ya desde
mismo que te vi... y me gustas que no sé, que parece que mismo no pienso
sino en tus quereres... así me veo yo tan destruido, que cuasimente no
como y propiamente no me quiere dormir el cuerpo.... Por trabajar, ya
sabes que trabajaré hasta que me reviente el alma... y por
mantenerte....

--¡Mira... si no te sacas de delante, repelo, hago contigo una
desgracia!--gritó furiosa ya Amparo dando al mozo, que estaba próximo a
la puerta, un soberano empellón para arrojarle del cuarto. Pero el
movimiento brusco y familiar despertó la sangre aldeana de Chinto, y con
los brazos abiertos se fue hacia Amparo. Esta a su vez sintió que
renacía la chiquilla callejera de antaño, y bajándose prontamente, alzó
del suelo una botita y estampó el tacón de plano en la inflamada mejilla
que vio próxima a las suyas: y con tanto brío menudeó los golpes, que a
uno que le alcanzó entre los ojos, el bárbaro galán hubo de exhalar
imprecaciones sofocadas, retrocediendo y dejando el campo libre. Mal
segura aún la muchacha, agarró una silla; mas sobraban ya los aprestos
bélicos, porque el mozo, restituido a la razón por el vapuleo, se había
arrojado de bruces sobre la cama, y escondiendo y revolcando el rostro
en la ropa tibia aún del cuerpo de Amparo, lloraba como un becerro,
alzando en su dialecto el grito primitivo, el grito de los grandes
dolores de la infancia que reaparece en las siguientes crisis de la
existencia.

--¡Madre mía, madre mía!

Encogiose Amparo de hombros y fuese a su Fábrica, que urgía el tiempo y
era preciso ganar el pan, porque el entierro del viejo había consumido
sus menguados ahorros. Al regresar contó a su madre lo ocurrido, y con
no pequeña admiración oyó que la impedida la reprendía por no haber
aceptado la propuesta matrimonial; y es el caso que la lógica de la
tullida parecía contundente.

--¿Tú qué eres, mujer?--le decía--. Cigarrera como yo. ¿Y él qué es,
mujer? Barquillero como tu padre que en paz descanse. Que te dicen por
ahí si eres graciosa, si eres tal y cual.... Conversación y más
conversación. ¿Él trabaja, eh? Pues a eso vamos, que lo otro...
patarata.

Sin querer oír más, la muchacha declaró que no sólo repugnaba casarse
con semejante bestia, sino que iba a echarlo de casa volando: no era
cosa de tener que atrancar la puerta cada vez que se vistiese. No y no:
antes prefería que la aspasen viva que sufrirlo allí a todas horas.
Lamentose la tullida, recordó que el jornal de Chinto las ayudaba a
vivir; todo se estrelló contra la firmeza de la Tribuna. Y cuando volvió
de fuera Chinto a soltar el tubo vacío y a entregar, cabizbajo y humilde
como un borrego, sus ganancias del día, Amparo le intimó la orden de no
dormir ya aquella noche en casa. El mozo la oyó con rostro entre abatido
y atónito; y así que se convenció de que se le condenaba al ostracismo,
salió de la estancia a paso redoblado. La tullida se inclinó hacia su
hija cuanto pudo para decirle:

--Mira que le debemos cuartos.

--Se los restregaré por la cara--respondió Amparo con magnífico desdén.

A los dos minutos se presentó otra vez Chinto, cargado con los chismes
de la barquillería, tenazas, cargador, lebrillo, y hasta un haz de leña;
Amparo se puso en actitud defensiva cuando le vio blandir en el aire los
hierros; mas no fue sino para desunirlos con fuerza bovina y tirarlos a
un rincón desdeñosamente; y en seguida, juntando las tarteras, la leña y
el cañuto de hojalata, lo pateó todo hasta reducir a añicos los
cacharros y a un bollo informe el reluciente tubo. Ejecutada la hazaña,
a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de
la cual se retiró sin volver atrás el rostro.



-XXI-

Tabaco picado


A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se
ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la
picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo
transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en
los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que
dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su
deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo
se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como
can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que
«Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de
suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él:
hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo
prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la
Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompañó en la visita.
Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la
ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros
comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que
merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas
salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del
jefe, y el cuadro de las armas de España trabajadas con cigarros,
orgullo de la Fábrica; los almacenes; las oficinas; pero también el
lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.

En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras
baldosas y bajo sombría bóveda sostenida por arcos de mampostería y algo
semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte,
hundidas hasta la cintura en montones de hoja de tabaco, que revolvían
con sus manos trémulas, separando la vena de la hoja. Otras empujaban
enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino,
arrimándolos a la pared para que esperasen el turno de ser escogidos y
desvenados. La atmósfera era a la vez espesa y glacial. La Comadreja
andaba a saltos por no pisar el tabaco, y a veces llamaba por su nombre
a una de las desvenadoras.

--¡Hola... señora Porcona!--exclamó dirigiéndose a una que parecía tener
los párpados en carne viva y los labios blancos y colgantes, con lo cual
hacía la más extraña y espantable figura del mundo--. ¿Hola... cómo le
va? ¿Cómo están esos parientes? Tú no sabes--añadió volviéndose a
Amparo--que la señora Porcona es parienta, muy parienta, del señor de
las Guinderas, aquel tan rico que tiene dos hijas y vive en el Malecón y
viene aquí a veces: y él se empeña en negarlo y en no darle un ochavo;
pero ella se lo ha de ir a cantar a las hijas el día que vayan más majas
por el paseo. ¿Verdá, señora Porcona?

--Yyyy... y es como el Evangelio, hiiigas...--contestó una voz temblona
como el balido de la cabra, y aguardentosa además.

--Explíquenos el parentesco, ande--sugirió Amparo prestándose a la broma
de su amiga.

La vieja alzó sus manos sarmentosas, se las pasó por los sangrientos
ojos, y con muchas oscilaciones del labio inferior:

--Aunque.... Diiios en persona estuviese allí--pronunció señalando a uno
de los gigantescos panes de tabaco--, yo no he de contar mentira. Oíd,
espectadores del caso. Es de saber que el padre del padre de mi madre, o
quiérese decir mi bisabuelo, digo, el abuelo de mis padres, era cuñado
carnal, o quiérese decir, medio hermano de la abuela de la madre
política del señor de las Guinderas.... De modo y manera es, que yo
vengo a ser parienta de muy cerquita, por la infinidá de la sangre....

--Y es mucha picardía que no le den siquiera un realito diario para
aguardiente--sugirió malignamente la Comadreja.

--¡Aaaa... guardiente!--clamó la vieja acentuando el trémolo--. ¡Diera
Diiiios pan!

--Vamos, que un sorbito ya entró.

--Ni maldiito olor dél me llegó tan siquiera: y eso que a mis añitos,
hiiigas... ya os gustará calentar el estómago que se pone como la pura
nieve.

--¿Qué años tendrá, señora Porcona? Sin mentir.

--¡Busssss!--pronunció la desvenadora. Así Dios me salve, ni sé de
verdad el año que nací. Pero...--y bajó la temblona voz--sepades que
cuando se puso aquí la fábrica, de las diez y seis primeritas fui yo que
aquí trabajaron....

--¡Dónde irá la fecha!--murmuró la Comadreja. Amparo le tiró del brazo
horrorizada de aquella imagen de la decrepitud que se le aparecía como
vaga visión del porvenir. Recorrieron la sala de oreos, donde miles de
mazos de cigarros se hallaban colocados en fila, y los almacenes,
henchidos de bocoyes, que, amontonados en la sombra, parecen sillares de
algún ciclópeo edificio, y de altas maniguetas de tabaco filipino
envueltas en sus finos miriñaques de tela vegetal; atravesaron los
corredores atestados de cajones de blanco pino, dispuestos para el
envase, y el patio interior lleno de duelas y aros sueltos de
destrozadas pipas; y por último, pararon en los talleres de la picadura.

Dentro de una habitación caleada, pero negruzca ya por todas partes, y
donde apenas se filtraba luz al través de los vidrios sucios de alta
ventana, vieron las dos muchachas hasta veinte hombres vestidos con
zaragüelles de lienzo muy remangados y camisa de estopa muy abierta, y
saltando sin cesar. El tabaco los rodeaba: habíalos metidos en él hasta
media pierna: a todos les volaba por hombros, cuello y manos, y en la
atmósfera flotaban remolinos de él. Los trabajadores estribaban en la
punta de los pies y lo que se movía para brincar era el resto del
cuerpo, merced a repetido y automático esfuerzo de los músculos; el
punto de apoyo permanecía fijo. Cada dos hombres tenían ante sí una mesa
o tablero, y mientras el uno, saltando con rapidez, subía y bajaba la
cuchilla picando la hoja, el otro, con los brazos enterrados en el
tabaco, lo revolvía para que el ya picado fuese deslizándose y quedase
sólo en la mesa el entero, operación que requería gran agilidad y tino,
porque era fácil que al caer la cuchilla segase los dedos o la mano que
encontrara a su alcance. Como se trabajaba a destajo, los picadores no
se daban punto de reposo: corría el sudor de todos los poros de su
miserable cuerpo, y la ligereza del traje y violencia de las actitudes
patentizaba la delgadez de sus miembros, el hundimiento del jadeante
esternón, la pobreza de las Barrosas canillas, el térreo color de las
consumidas carnes. Desde la puerta, el primer golpe de vista era
singular: aquellos hombres, medio desnudos, color de tabaco, y rebotando
como pelotas, semejaban indios cumpliendo alguna ceremonia o rito de sus
extraños cultos. A Amparo no se le ocurrió este símil, pero gritó:

--Jesús.... Parecen monos.

Chinto, al ver a las muchachas, se paró de pronto, y soltando el mango
de la cuchilla, y sacudiéndose el tabaco, como un perro cuando sale de
bañarse sacude el agua, se les acercó todo sudoroso, y con un
sobrealiento terrible:

--Aquí se trabaja firme... dijo con ronca voz y aire de taco. Se
trabaja... prosiguió jactanciosamente, y se gana el pan con los
puños.... ¡Se trabaja de Dios, conchas!

--Estás bonito; parece que te chuparon--exclamó la Comadreja, mientras
Amparo lo miraba entre compadecida y asquillosa, admirándose de los
estragos que en tan poco tiempo había hecho en él su perruno oficio. Le
sobresalía la nuez, y bajo la grosera camisa se pronunciaban los
omóplatos y el cúbito. Su tez tenía matices de cera, y a trechos manchas
hepáticas; sus ojos parecían pálidos y grandes respecto de su cara
enflaquecida.

--Pero, bruto--exclamó la Tribuna con bondadoso acento--, estás sudando
como un toro y te plantas aquí entre puertas, en este pasillo tan
ventilado... para coger la muerte.

--Boh...--y el mozo se encogió de hombros--. Si reparásemos a eso....
Todo el día de Dios estamos aquí saliendo y entrando y las puertas
abiertas, y frío de aquí y frío de allí... Mira onde afilamos la
cuchilla.

Y señaló una rueda de amolar colocada en el mismo patio.

--La calor y el abrigo, por dentro.... Ya se sabe que no teniendo aquí
una gota... (y se dio una palmada en el diafragma).

--Así apestas, maldito--observó Ana--. Anda, que no sé qué sustancia le
sacáis al condenado vinazo.

--Antes--pronunció sentenciosamente Amparo--sólo probabas vino algún día
de fiesta que otro.... Pues aquí no tienes por qué tomar vicios, que
gracias a Dios la borrachera poco daño nos hace....

--Las de arriba bien habláis, bien habláis.... Si os metieran en estos
trabajitos.... Para lo que hacéis, que es labor de señoritas, con agua
basta.... Quiérese decir, vamos... que un hombre no ha de ponerse
chispo; pero un rifigelio... un tentacá... ¿Queréis ver cómo bailo?

Volvió a manejar la cuchilla, mostrando su agilidad y fuerza en el duro
ejercicio. De esta entrevista quedaron reconciliados la pitillera y el
picador, que la acompañó algunas veces por la cuesta de San Hilario
abajo, sin renovar sus pretensiones amorosas.



-XXII-

El Carnaval de las cigarreras


Unos días antes de Carnavales se anuncia en la Fábrica la llegada del
_tiempo loco_ por bromas de buen género que se dan entre sí las
operarias. Infeliz de la que, fiada en un engañoso recado, se aparta de
su taller un minuto; a la vuelta le falta su silla, y vaya usted a
encontrarla en aquel vasto océano de sillas y de mujeres que gritan a
coro: «Atrás te queda. Delante te queda». A las víctimas de estos
alegres deportes les resta el recurso de llevar bien escondido debajo
del mantón un puntiagudo cuerno, y enseñarlo por vía de desquite a quien
se divierte con ellas. También se puede, por medio de una tira estrecha
de papel y un alfiler doblado a manera de gancho, aplicar una _lárgala_
en la cintura, o estampar con cartón recortado y untado de tiza, la
figura de un borrico en la espalda. Otro chasco favorito de la Fábrica
es, averiguado el número del billete de lotería que tomó alguna
bobalicona, hacerle creer que está premiado. Todos los años se repiten
las mismas gracias, con igual éxito y causando idéntica algazara y
regocijo.

Pero el jueves de Comadres es el día señalado entre todos para
divertirse y echar abajo los talleres. Desde por la mañana llegan las
cestas con los disfraces; y obtenido el permiso para bailar y formar
comparsas, las oscuras y tristes salas se trasforman. El Carnaval que
siguió al verano en que ocurrieron los sucesos de la Unión del Norte se
distinguió por su animación y bullicio; hubo nada menos que cinco
comparsas, todas extremadas y lucidas. Dos eran de mozas y mozos del
país, vestidos con ricos trajes que traían prestados de las aldeas
cercanas; otra, de grumetes; otra, de _señoritos_ y _señoras_, y la
última comparsa era una estudiantina. Las dos de labradores se
diferenciaban harto. En la primera se había buscado, ante todo, el lujo
del atavío y la gallardía del cuerpo; las cigarreras más altas y bien
formadas vestían con suma gracia el calzón de rizo, la chaqueta de paño,
las polainas pespunteadas y la montera ornada con su refulgente pluma de
pavo real; y para las mozas se habían elegido las muchachas más frescas
y lindas, que lo parecían doblemente con el dengue de escarlata y la
cofia ceñida con cinta de seda. La segunda comparsa aspiraba, más que a
la bizarría del traje, a representar fielmente ciertos tipos de la
comarca. Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con
un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido
el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina
que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el
dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro,
gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el
_indiano_, acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su
traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con
enorme _sacramento_ de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de
paja con cinta de lana roja. Los estudiantes habían improvisado manteos
con sayas negras, y tricornios de cartón con cuchara y tenedor de palo
cruzados, completaban el avío; los grumetes tenían sencillos trajes de
lienzo blanco y cuellos azules; en cuanto a la comparsa de _señores_,
había en ella un poco de todo; guantes sucios, sombreros ajados,
vestidos de baile ya marchitos, mucho abanico, y antifaces de
terciopelo.

En mitad del taller de cigarros comunes se formó un corro y se alzó gran
vocerío alrededor de la _Mincha_, barrendera vieja, pequeña, redonda
como una tinaja, que bailaba vestida de moharracho, con dos enormes
jorobas postizas, un serón por corona, una escoba por cetro, un ruedo
por manto real, la cara tiznada de hollín, y un letrero en la espalda
que decía en letras gordas: «Viva la broma». Incansable, pegaba brincos
y más brincos, llevando el compás con el cuento de la escoba, sobre las
carcomidas tablas del piso. Pero bien pronto le robó la atención de sus
admiradoras la estudiantina, que estaba toda encaramada en una mesa de
metro y medio de largo por un metro escaso de ancho. Cómo danzaban allí
unas doce chicas, es difícil decirlo; ellas danzaban, acompañándose con
panderetas y castañuelas y coreando al mismo tiempo habaneras y polcas.
En aquella comparsa, la más alborotadora y risueña, figuraba Guardiana.
Nunca el júbilo y la feliz imprevisión de los pocos años brillaron como
en el rostro de la pobre chica, que a tan poca costa y con tan poca cosa
divertía sus penas. Era la valerosa pitillera chiquita y delgada; tenía
a la sazón el rostro encendido, ladeado el tricornio, y con picaresco
ademán repicaba un pandero roto ya, y muy engalanado de cintas.

Ana y Amparo figuraban entre los grumetes. La Comadreja hacía un grumete
chusco, travieso y cínico; Amparo, el más hermoso muchacho que
imaginarse pueda. Todo lo que su figura tenía de plebeyo lo disimulaba
el traje masculino; ni las gruesas muñecas, ni el recio pelo dañaban a
su gentileza, que era de cierto notable y extraordinaria. La comparsa
recorrió los talleres, bailando y cantando, recibiendo bromas de las
_señoras_, y alegrando la oscuridad de las salas con la nota blanca y
azul de sus trajes. Sin embargo, no se podía dudar que la victoria
quedaba por los labradores. A la cabeza de estos estaba una mujer,
casada ya, celebrada por buena moza, Rosa, la que llenaba con mayor
presteza los _faroles_ de picadura. Con el traje propio de su sexo, Rosa
era un tanto corpulenta en demasía; con el de labrador no había que
pedirle. La camisa de lienzo labrado dibujaba su ancho pecho; el calzón
se ajustaba a maravilla a sus bien proporcionadas caderas; pendiente del
cuello llevaba un ancho escapulario de raso bordado de lentejuelas y
sedas de colores. Debajo de la montera, un pañuelo de fular azul, atado
como lo hacen los paisanos, le encubría el pelo. Apoyábase en la _moca_
o porra claveteada de clavos de plata, y con acento melancólico y
prolongado, cantaba una copla del país, y contestábale desde enfrente
una morenita vestida de ribereño, con su chaleco muy guarnecido de
botones de filigrana y su faja recamada de pájaros y flores
extravagantes, _echando la firma_, consistente en tres versos
irregulares, improvisados siempre, con sujeción al asunto de la copla;
al concluir la _firma_, salían del corro de espectadores varios ¡ju...
jurujú! agudísimos. Lo que hacía maravilloso efecto era oír, en los
intervalos en que callaban las cantoras, unas malagueñas resonando en el
otro extremo de la sala, mientras por su parte la estudiantina se
consagraba a las habaneras, cual si la anarquía de los trajes se
comunicase a las canciones. En la comparsa de las _señoras_ había una
chica poseedora de bien timbrada voz y de muchísimo donaire para las
coplas propias de la ciudad, tan distintas de las rurales, que al paso
que en éstas las vocales se alargan como un gemido, en las otras se
pronuncian brevemente, produciendo al final de algunos versos una
inflexión burlesca:

          _En el medio de la mar_
          _Suspiraba una ballenaú_
          _Y entre suspiros deciaú_
          _Muchachas de Cartagenaú._


¿Y quién tenía valor para trabajar en medio de la bulliciosa
carnavalada? Algunas operarias hubo que al principio se encarnizaron en
la labor, bajando la cabeza por no ver las máscaras; pero a eso de las
tres de la tarde, cuando la inocente saturnal llegaba a su apogeo, las
manos cruzadas descansaban sobre la tabla de liar, y los ojos no sabían
apartarse de los corros de baile y canto. Ocurrió un incidente cómico:
el taller del desvenado quiso echar su cuarto a espadas, y organizó una
comparsa numerosa; empeñáronse en formar parte de ella las más ancianas,
las más infelices, y la mascarada se improvisó de la manera siguiente:
envolviéndose todas por la cabeza los mantones, sin dejar asomar más que
la nariz o una horrible careta de cartón, y colocándose en doble fila,
haciendo de batidores cuatro que llevaban cogida por las esquinas una
estera, en la cual reposaba, con los ojos cerrados, muy propia en su
papel de difunta, la decana del taller, la respetable señora Porcona.
Así colocadas y con extraño silencio recorrieron los talleres, dando no
sé qué aspecto de aquelarre a la bulliciosa fiesta. Al punto recibió
título aquella nueva y lúgubre comparsa; llamáronle la _Estadea_, nombre
que da la superstición popular a una procesión de espectros.

Diríase que el mago Carnaval, con poderoso conjuro, había desencantado
la Fábrica, y vuelto a sus habitantes la verdadera figura en aquel día.
Muchachas en las cuales a diario nadie hubiera reparado quizá,
confundidas como estaban entre las restantes, resplandecían, alumbradas
por una ráfaga de hermosura, y un traje caprichoso, una flor en el pelo,
revelaban gracias hasta entonces recónditas. Y no porque la coquetería
desplegada en los disfraces llegase al grado que alcanza entre la gente
de alto coturno que asiste a bailes de trajes y suele reflexionar y
discurrir días y días antes de adoptar un disfraz--habiendo señorita que
se viste de _Africana_ por lucir una buena mata de pelo, o de
_Pierrette_ por mostrar un piececito menudo--; no por cierto. Semejantes
refinamientos se ignoraban en la Fábrica. Ni a las viejas se les daba un
comino de enseñar en la fuga del baile la seca anatomía de sus huesos,
ni a las mozas un rábano de desfigurarse, verbigracia, pintándose
bigotes con carbón. El caso era representar bien y fielmente tipos
dados; un mozo, un quinto, un estudiante, un grumete. Habíalas con tan
rara propiedad vestidas, que cualquiera las tomaría por varones; las
feas y hombrunas se brindaban sin repulgos a encajarse el traje
masculino, y lo llevaban con singular desenfado. Y de un extremo a otro
de los talleres, entre el calor creciente y la broma y bullicio que
aumentaban, corría una oleada de regocijo, de franca risa, de diversión
natural, de juego libre y sano; una afirmación enérgica de la femenidad
de la Fábrica. No cohibidas por la presencia del hombre, gozaban cuatro
mil mujeres aquel breve rayo de luz, aquel minuto de júbilo expansivo
colocado entre dos eternidades de monótona labor.

Hacia las cuatro de la tarde no cabía ya la algazara y bulla en las
salas; todo el mundo perecía de calor; a las disfrazadas de paisanos las
ahogaba su traje de paño, y se apoyaban, descoyuntadas de tanto reír,
molidas de tanto bailar, roncas de tanto canticio, en los estantes,
abanicándose con la montera. La Comadreja, que ya no sabía cómo
procurarse un poco de fresco, tuvo una idea.

--Si nos dejasen armar un corro en el patio, chicas, ¿eh?

Pareció de perlas la ocurrencia, y salieron al patio de entrada, y de
allí al magro campillo colindante, y perteneciente también a la Fábrica.
Estaba el día sereno y apacible; el sol doraba las hierbas quemadas por
la escarcha, y se colaba en tibios rayos oblicuos al través de los
desnudos árboles. El ambiente era más templado que otra cosa, como suele
suceder en el clima de Marineda durante los meses de febrero y marzo. Al
desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas
cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que
correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis,
limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos
atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros
peninsulares, aislado del edificio de la Granera. Al punto se formaron
dos corros con más espacio que arriba, y la frescura de la tardecita
restituyó las ganas de bailar a las exhaustas máscaras.

¡Oh, si ellas hubiesen sabido que desde las próximas alturas de Colinar
las miraban dos pares de ojos curiosos, indiscretos y osados! De la cima
de un cerrillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos
hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado
espectáculo. Uno de ellos rondaba muchas veces las cercanías de la
Granera, pero nunca en aquel predio había visto más seres vivientes que
canteros picando sillares de granito, y aves de corral escarbando la
tierra. Baltasar ignoraba los detalles del Carnaval de las cigarreras, y
apenas entendería lo que estaba viendo, si Borrén, mejor informado, no
se tomase el trabajo de explicárselo.

--Generalmente estas mascaradas son de puertas adentro; pero hoy, como
hace calor y el día está bueno, salen al fresco a bailar.... ¡Qué
casualidad, hombre!

--Casualidad es, tiene usted razón. En todas partes he de encontrármela.

Y al decir así, señalaba el teniente al corro de los grumetes. Mientras
los paisanos punteaban y repicaban un paso de baile regional, los
grumetillos habían elegido el _zapateado_, donde la viveza del
meridional bolero se une al vigor muscular que requieren las danzas del
Norte. Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la
cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo el brazo
para retirar la gorrilla que se le venía a la frente, Amparo bailaba.
Bailaba con la ingenuidad, con el desinterés, con la casta desenvoltura
que distingue a las mujeres cuando saben que no las ve varón alguno, ni
hay quien pueda interpretar malignamente sus pasos y movimientos.
Ninguna valla de pudor verdadero o falso se oponía a que se balancease
su cuerpo siguiendo el ritmo de la danza, dibujando una línea serpentina
desde el talón hasta el cuello. Su boca, abierta para respirar
ansiosamente, dejaba ver la limpia y firme dentadura, la rosada sombra
del paladar y de la lengua; su impaciente y rebelde cabello se salía a
mechones de la gorra, como revelación traidora del sexo a que pertenecía
el lindo grumete, si ya la suave comba del alto seno y las fugitivas
curvas del elegante torso no lo denunciasen asaz. Tan pronto,
describiendo un círculo, hería con el pie la tierra, como, sin moverse
de un sitio, _zapateaba_ de plano, mientras sus brazos, armados de
castañuelas, se agitaban en el aire, bajaban y subían a modo de alas de
ave cautiva que prueba a levantar el vuelo.



-XXIII-

El tentador


Al descender de su observatorio, echados por las sombras de la noche,
que envolvían el patio de la Fábrica y cubrían la estruendosa retirada
de las cigarreras vestidas ya con sus trajes usuales, Baltasar iba
silencioso y concentrado. Borrén muy locuaz. El bueno del capitán no
cabía en sí de gozo, ni más ni menos que si la aventura de ver bailar a
la Tribuna le aconteciese a él directamente. Hay en el mundo aficiones y
gustos muy diversos; este chochea por monedas roñosas, aquel por
libracos viejos, el de más acá por caballos y el de más allá por sellos
y cajas de fósforos.... Borrén había chocheado, chocheaba y chochearía
toda su arrastrada vida por la hermosura, encantos y perfecciones de la
mujer. Había adquirido para conocer la belleza, y sobre todo el
atractivo, ese golpe de vista, ese tino especial que permite a los
expertos, sin ejercer ni dominar las artes, apreciar con exactitud el
mérito de un cuadro, el estilo de un mueble, la época de un monumento.
Nadie como Borrén para descubrir beldades inéditas, para predecir si una
muchacha valdría o no «muchas pesetas» andando el tiempo, y fallar si
poseía la quisicosa llamada _gracia, salero, gancho, ángel, chic, buena
sombra_, y de otros mil modos--lo cual prueba que es indefinible.

La originalidad del caso está en que con toda su afición a las faldas, y
sus profundos conocimientos de estética aplicada, no se refería de
Borrén la más insignificante historieta. Viviendo siempre en una
atmósfera fuertemente cargada de electricidad amorosa, nunca le hirió la
chispa. Practicaba, en materia de amoríos, el más puro y desinteresado
_otroísmo_. Si no podía andar entre las muchachas asegurándoles que
Fulanito se alampaba por ellas, o que Zutanito se moría por sus pedazos,
se arrimaba a los jóvenes, calentándoles los cascos, encendiéndoles la
sangre, hablándoles del pie de tal chica:--hombre, un pie que me cabe en
la palma de la mano--o del color de cuál otra--hombre, si parece que se
da agua de Barcelona, y no, me consta que aquello es natural--. Borrén
sabía de las criadas que llevan y traen cartitas, de los paseos
retirados donde es fácil tropezarse cuando hay buena voluntad, de los
peladeros de pava, de las butacas que en el teatro ofrecen más comodidad
para _hacer el oso_; era el primero a olfatear los trapicheos, las
bodas, los escandalillos y los _truenos_ incipientes. No era Borrén un
casamentero, porque, generalmente hablando, el casamentero se propone un
fin moral, y a Borrén la moral-hombre, con franqueza--le tenía sin
cuidado. Si el cuento acababa en nupcias, bien, y si no, lo propio;
Borrén hacía _arte por el arte_; el amor le parecía objeto suficiente de
sí mismo.

Para todo enamorado de Marineda, especialmente si pertenecía a la
guarnición, el complemento de la dicha era esta idea:--Voy a contárselo
a Borrén--. Y Borrén, como un espejo complaciente, de los que _hacen
favor_, le devolvía la imagen de su felicidad, no exacta, sino
aumentada, embellecida, multiplicada, radiante.--Vamos a pasearle la
calle a la novia--le decían sus amigos cogiéndole del brazo--. Y Borrén
giraba tardes enteras delante de una manzana de casas, parafraseando las
observaciones de algún amador novel que exclamaba:--«Ya alzó el
visillo... se asoma... no, es la hermana... ahora sí... cómo me mira...
¡hola!, tiene la mantilla puesta...»--. Jamás mostró Borrén cansarse de
su papel de reflector y perro faldero; y cuenta que las chicas, guiadas
por infalible instinto, le trataban como se trata a los inofensivos y a
los mandrias; aunque él se derretía, acaramelaba y amerengaba todo,
jamás le tomaron en parte alguna por lo serio.

Baltasar no le había buscado para confidente; Borrén se ofreció, y es
más, atizó el incendio, echó leña a la hoguera con sus frases de pólvora
y dinamita. Aquella tarde, cuando juntos bajaban hacia la ciudad, el más
animado, el más exaltado era Mefistófeles: Fausto callaba, meditando en
lo comprometidos y engorrosos que son ciertos enredos en poblaciones de
provincia, donde uno tiene madre y hermanas. Mefistófeles, ¡pobre
diablo!, no se cansaba, entre tanto, de ponderar los primores del
grumete. Cada vez que el confidente y el enamorado pasaban cerca de un
farol, la luz se proyectaba en la fisonomía de Borrén, siempre movida,
agitada y descompuesta, cómica a pesar del exagerado carácter viril que
a primera vista le imprimían los cerdosos mostachos, las pobladas cejas
y la prominente nuez. En su aspecto Borrén era semejante a los guardias
civiles de madera que suelen colocarse en el frontispicio de los hórreos
y molinos del país: a despecho de sus bigotazos formidables, bien se les
conoce que son muñecos.

--Dígole a usted, Borrén--exclamó Baltasar resolviéndose por fin a
formular en alta voz su pensamiento--, que no comprende usted lo que es
Marineda... ni lo que es mi madre. Me resultarían mil disgustos, mil
complicaciones.... Aborrezco los escándalos.

--¡Hombre, qué juventud tan sosa son ustedes! Parece mentira que
habiendo visto lo que vimos....

--No me conviene, lo dicho; me alegraré de que me destinen a cualquiera
parte. Si me quedo aquí, es fácil.... Y después, ¿sabe usted lo que es
esa Fábrica? Una masonería de mujeres, que aunque hoy se arranquen el
moño, mañana se ayudan todas las unas a las otras. Me desacreditarían,
me crearían un conflicto.

--No le hacía a usted tan medroso.

--La verdad, Borrén; tengo más miedo a las hablillas, si cuadra, que a
un balazo. Será una tontería, pero me fastidia infinito ser el héroe de
la temporada.

--Vamos, hombre, franqueza. Usted también recela verse envuelto en las
redes de esa chica, y tener que casarse.... Baltasar sonrió sin
afectación, pero con tal señorío de sí mismo, que Borrén se encogió de
hombros.

--Pues entonces....

--Por un lado, sí, lo acierta usted; soy un majadero en abrigar tales
escrúpulos. Pasa uno así los mejores años de su vida, y ¿qué?, llega uno
a viejo sin haber vivido....

Aquí el teniente se detuvo; una idea burlesca le impulsaba a sonreírse
otra vez, pensando que el capitán se hallaba justamente en el caso de
declinar hacia la edad madura sin tener que ofrecer a Dios ni qué contar
al diablo. Borrén, entre tanto, aprobaba calurosamente las últimas
palabras de Baltasar, las desenvolvía, las consideraba desde nuevos
aspectos; en suma, soplaba para que la llama prendiese mejor. Tan bien
desempeñó su oficio mefistofélico, que Baltasar convino en reunirse al
día siguiente con él para meditar un plan de ataque que debelase la
republicana virtud de la oradora. Pero al acudir a la entrevista, que
era, por más señas, en el terreno neutral del café, Borrén conoció que
Baltasar traía alguna extraordinaria nueva.

--Ya no hay necesidad de concertar planes--declaró el teniente con
forzada risa--. ¿No se lo decía yo a usted? Me destinan allá... a
Navarra. La cosa anda mal.

--¡Bah!... cuatro bandidos que salen de aquí y de acullá; hombre,
partidillas sueltas.

--Partidillas sueltas... ya, ya me lo contará usted dentro de unos
meses. El cariz del asunto se pone cada vez más feo. Entre esos bárbaros
que quieren entrar en burro en las iglesias y fusilan por chiste las
imágenes, y los otros salvajes que cortan el telégrafo y queman las
estaciones... verá usted, verá usted qué tortilla se nos prepara. Aquí
nadie se entiende. Mire usted que hasta Montpensier, que parecía formal,
meterse en ese desafío estúpido. Él quería ser rey; pero el haber matado
al perdis de su primo le cuesta la corona y a nosotros un ojo de la
cara, porque como no venga Satanás en persona a arreglarnos, no sé lo
que sucederá... Deme usted un cigarro... si lo tiene usted ahí.

Borrén le alargó la petaca, y Baltasar encendió nerviosamente un
pitillo.

--Vamos, ¿cuántos candidatos dirá usted que hay al trono?--prosiguió
echando leve bocanada de humo al techo--. Vaya usted contando por los
dedos, si la paciencia le alcanza. Espartero... uno. Dirá usted que es
un estafermo, bien; pero los restos del partido progresista, todo cuanto
gastó morrión, y algunos chiflados de buena fe, le aclaman. ¿No ha visto
usted en las tiendas el retrato de Baldomero I con manto real? El hijo
de Isabel II, dos; su madre abdicó o abdicará. Ese, al menos, representa
algo; pero es un rapaz; para jugar a la pelota serviría. El
Pretendiente, tres... y mire usted, lo que es ese dará mucho juego; ya
empieza todo el mundo a llamarle Carlos VII. Reúne él solo más
partidarios que todos los demás juntos, y gente cruda, de trabuco y pelo
en pecho. El duque de Aosta, un italiano... cuatro. Un alemán que se
llama Ho... ho... en fin, un nombre difícil; los periódicos satíricos lo
convirtieron en _Ole, ole, si me eligen_... cinco. La regencia trina...
seis, o por mejor decir, ocho. Y Ángel I... nueve. ¡Ah!, se me olvidaba
el de Portugal que anda remiso... y Montpensier. Once. ¿Qué tal?

--Pero... así, candidatos formales.... ¡Mozo, café y _cognac_!

--No, gracias, lo tomé en casa.... Claro: candidatos serios, por hoy,
don Carlos y la república. El caso es que entre todos no nos dejarán
hueso sano.... Por de pronto, yo me las guillo. ¿Quiere usted algo para
aquellos vericuetos?

--Hombre... ¡qué lástima! ¡Ahora que íbamos a emprenderla con la
pitillera, que es de otro!

--¡Pch!... Si algún trabucazo no lo impide... a la vuelta.



-XXIV-

El conflicto religioso


Desde que las Cortes Constituyentes votaron la monarquía, Amparo y sus
correligionarias andaban furiosas. Corría el tiempo, y las esperanzas de
la Unión del Norte no se realizaban, ni se cumplían los pronósticos de
los diarios. ¡Que hoy!... ¡que mañana!... ¡que nunca, por lo visto! ¡En
vez de la suspirada federal, un rey, un tirano de fijo, y tal vez un
extranjero! Por estas razones en la Fábrica se hacía política pesimista
y se anunciaba y deseaba que al Gobierno «se lo llevase Judas». Dos
cosas sobre todo alteraban la bilis de las cigarreras: el incremento del
partido carlista y los ataques a la Virgen y a los Santos. A despecho de
la acusación de «echar contra Dios» lanzada por las campesinas a las
ciudadanas, la verdad es que, con contadísimas excepciones, todas las
cigarreras se manifestaban acordes y unánimes en achaques de devoción.
Ella sería más o menos ilustrada; pero allí había mucha y fervorosa
piedad. Es cierto que sobre el altar de pésimo gusto dórico existente en
cada taller depositaban las operarias sus mantones, sus paraguas, el
atillo de la comida; mas este género de familiaridad no revelaba falta
de respeto, sino la misma costumbre de ver allí el ara santa, ante la
cual nadie pasaba sin persignarse y hacer una genuflexión. Y es lo
curioso que a medida que la revolución se desencadenaba y el
republicanismo de la Fábrica crecía, aumentáronse también las prácticas
religiosas. El cepillo colocado al lado del altar, donde los días de
cobranza cada operaria echaba alguna limosna, nunca se vio tan lleno de
monedas de cobre; el cajón que contenía la cera de alumbrar, estaba
atestado de blandones y velas; más de sesenta cirios iluminaban los días
de novena el retablo; primero les faltaría a las cigarreras agua para
beber, que aceite a la lámpara encendida diariamente ante sus imágenes
predilectas, una Nuestra Señora de la Merced de doble tamaño que los
cautivos arrodillados a sus plantas, un San Antón con el sayal muy
adornado de esterilla de oro, un Niño-Dios con faldellines huecos y un
mundito azul en las manos. Nunca se realizó con más lucimiento la novena
de San José, que todas rezaron mientras trabajaban, volviéndose de cara
al altar para decir los actos de fe y la letanía, y berreando el último
día los gozos con mucha unción, aunque sin afinación bastante. Jamás
produjo tanto la colecta para la procesión del Santo Entierro y novena
de los Dolores; y por último, en ocasión alguna tuvo el numen protector
de la Fábrica, la Virgen del Amparo, tantas ofertas, culto y limosnas,
sin que por eso quedase olvidada su rival Nuestra Señora de la Guardia,
estrella de los mares, patrona de los navegantes por la bravía costa.

Bien habría en la _Granera_ media docena de espíritus fuertes, capaces
de blasfemar y de hablar sin recato de cosas religiosas; pero dominados
por la mayoría, no osaban soltar la lengua. A lo sumo se permitían
maldecir de los curas, acusarles de inmorales y codiciosos, o renegar de
que se «metiesen en política» y tomasen las armas para traer el
«escurantismo y la Inquisición»: cuestiones más trascendentales y
profundas no se agitaban, y si a tanto se atreviese alguien, es seguro
que le caería encima un diluvio de cuchufletas y de injurias.

--¡Está el mundo perdido!--decía la maestra del partido de Amparo, mujer
de edad madura, de tristes ojos, vestida de luto siempre desde que había
visto morir de viruelas a dos gallardos hijos que eran su orgullo--.
¡Está el mundo revuelto, muchachas! ¿No sabéis lo que pasa allá por las
Cortes?

--¿Qué pasará?

--Que un diputado por Cataluña dice que dijo que ya no había Dios, y que
la Virgen era esto y lo otro.... Dios me perdone, Jesús mil veces.

--¿Y no lo mataron allí mismo? ¡Pícaro, infame!

--¡Mal hablado, lengua de escorpión! ¡No habrá Dios para él, no; que él
no lo tendrá!

--No, pues otro aún dijo otros horrores de barbaridá, que ya no me
acuerdan.

--¡Empecatao! ¡Pimiento picante le debían echar en la boca!

--¡Ay!, ¡y una cosa que mete miedo! Dice que por esas capitales toda la
gente anda asustadísima, porque se ha descubierto que hay una compañía
que roba niños.

--¡Ángeles de mi alma! ¿Y para qué?, ¿para degollarlos?

--No, mujer, que son los protestantes para llevarlos a educar allá a su
modo en tierra de ingleses.

--¡Señor de la justicia! ¡Mucha maldad hay por el mundo adelante!

Conocido este estado de la opinión pública, puede comprenderse el efecto
que produjo en la Fábrica un rumor que comenzó a esparcirse quedito, muy
quedo, y como en el aria famosa de la _Calumnia_, fue convirtiéndose de
cefirillo en huracán. Para comprender lo grave de la noticia, basta oír
la conversación de Guardiana con una vecina de mesa.

--¿Tú no sabes, Guardia? La _Píntiga_ se metió protestanta.

--¿Y eso qué es?

--Una religión de allá de los _inglis manglis_.

--No sé por qué se consienten por acá esas religiones. Maldito sea quien
trae por acá semejantes demoniuras. ¡Y la bribona de la _Píntiga_, mire
usted! ¡Nunca me gustó su cara de intiricia!...

--Le dieron cuartos, mujer, le dieron cuartos: sí que tú piensas....

--A mí... ¡más y que me diesen mil pesos duros en oro! Y soy una pobre,
repobre, que sólo para tener bien vestiditos a mis pequeños me venían...
¡juy!

--¡Condenar el alma por mil pesos! Yo tampoco, chicas--intervenía la
maestra.

--Saque allá, maestra, saque allá... Comerá uno brona toda la vida,
gracias a Dios que la da, pero no andará en trapisondas.

--Y diga... ¿qué le hacen hacer los protestantes a la _Píntiga_? ¿Mil
indecencias?

--Le mandan que vaya todas las tardes a una cuadra, que dice que
pusieron allí la capilla de ellos... y le hacen que cante unas cosas en
una lengua, que... no las entiende.

--Serán palabrotas y pecados. ¿Y ellos, quiénes son?

--Unos clérigos que se casan....

--¡En el nombre del Padre! ¿Pero se casan... como nosotros?

--Como yo me casé... vamos al caso, delante de la gente... y llevan los
chiquillos de la mano, con la desvergüenza del mundo.

--¡Anda, salero! ¿Y el arcebispo no los mete en la cárcel?

--¡Si ellos son contra el arcebispo, y contra los canónigos, y contra el
Papa de Roma de acá! ¡Y contra Dios, y los Santos, y la Virgen de la
Guardia!

--Pero esa lavada de esa _Píntiga_... ¡malos perros la coman! No, si se
arrima de esta banda, yo le diré cuántas son cinco.

--Y yo.

--Y yo.

Así crecía la hostilidad y se amontonaban densas nubes sobre la cabeza
de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio
pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban _Píntiga_, nombre que
dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro. Era
esta mujer capaz de comer suela de zapato a trueque de ahorrar un
maravedí, y no ajena a su conversión una libra esterlina, o doblón de a
cinco, que para el caso es igual. Si lo cobró y pudo coserlo en una
media con otras economías anteriores, amargolo aquellos días en forma.
Acercábase a una compañera, y esta le volvía la espalda; su mesa quedó
desierta, porque nadie quiso trabajar a su lado; ponía su mantón en el
estante, y al punto se lo empujaban disimuladamente desde la otra parte
de la sala, para que cayese y se manchase; dejaba su lío de comida en el
altar, y lo veía retirado de allí con horror por diez manos a un tiempo;
la maestra examinaba sus mazos de puros, antes de darlos por buenos y
cabales, con ofensiva minuciosidad y ademán desconfiado. Un día de gran
calor pidió a la operaria que halló más próxima que le prestase un poco
de agua, y esta, que acababa de destapar un colmado frasco de cristal
para beber por él, le contestó secamente: «No tengo meaja». Señaló la
_protestanta_ al frasco, con ira silenciosa, y la operaria,
levantándose, lo tomó y derramó por el suelo su contenido sin pronunciar
una palabra. Púsose verde la _Píntiga_, y llevó la mano, sin saber lo
que hacía, al cuchillo semicircular: pero de todos los rincones del
taller se alzaron risas provocativas, y hubo de devorar el ultraje, so
pena de ser despedazada por un millar de furiosas uñas. En mucho tiempo
no se atrevió a volver a la Fábrica, donde la corrían.



-XXV-

Primera hazaña de la Tribuna


Extramuros, al pie de las fortificaciones de Marineda, celébrase todos
los años una fiesta conocida por _las Comiditas_, fiesta peculiar y
característica de las cigarreras, que aquel día sacan el fondo del cofre
a relucir y disponen una colación más o menos suculenta para despacharla
en el campo; campo mezquino, árido, donde sólo vegetan cardos
borriqueros y ortigas. Desde el lavadero público hasta el alto de Agua
santa, ameno y risueño, se había esparcido la gente, sentándose, si
podía, a la sombra de un vallado o en la pendiente de un ribazo, y si
no, donde Dios quería, al raso, sin paraguas ni quitasol. Y cuenta que
ambos chismes podrían ser igualmente necesarios, porque el astro diurno,
encapotado por nubarrones que amenazaban chubasquina, despedía claridad
lívida y sorda, y a veces por la ahogada calma de la atmósfera
atravesaban soplos de aire encendido, bocanadas de solano que amagaban
tempestad.

No por eso había menos corros de baile y canto, menos puestos de
rosquillas y jinetes, menos meriendas y comilonas. Aquí se escuchaba el
rasgueo de guitarras y bandurrias, más adelante retumbaba el bombo, y la
gaita exhalaba su aguda y penetrante queja. Un ciego daba vueltas a una
_zanfona_ que sonaba como el obstinado zumbido del moscardón, y al mismo
tiempo vendía romances de guapezas y crímenes. A pocos pasos de la gente
que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco
enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y
lleno de pústulas, este tendía una mano seca, aquel señalaba a un muslo
ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males
extraños». En un carretoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con
enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un
grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, de pie al lado del
vehículo, recogía las limosnas. En el aire flotaban los efluvios de dos
toneles de vino que ya iban quedando exangües, y el vaho del estofado, y
el olor de las viandas frías. Oíanse canciones entonadas con voz vinosa,
y llantos de niños, de los cuales nadie se cuidaba.

Componíase el círculo en que figuraba Amparo de muchachas alegres, que
habían esgrimido briosamente los dientes contra una razonable merienda.
Allí estaba la Comadreja, a quien no era posible aguantar de puro
satisfecha y vana, porque tenía en Marineda al capitán de la _Bella
Luisa_, y si él no había querido convidarse a merendar «por el aquel del
bien parecer», contaba con que la acompañaría al final de la función.
Allí también Guardiana, penetrada de alegría por otra causa diversa:
porque había traído consigo a dos de sus pequeños, el escrofuloso y la
sordo-mudita; en cuanto al mayor, ni se podía soñar en llevarlo a sitio
alguno donde hubiese gente, porque le entraba enseguida la «aflición».
La niña sordo-muda miraba alrededor, con ojos reflexivos, aquel mundo
del cual sólo le llegaban las imágenes visibles; por su parte el niño,
que ya tendría sus trece años, y que hubiera sido gracioso a no
desfigurarlo los lamparones y la hipertrofia de los labios, gozaba mucho
de la fiesta, y se sonreía con la sonrisa inocente, semi-bestial, de los
_bobos_ de Velázquez. Guardiana no se mostró muy comedora: los mejores
bocados los reservó para sus hermanos, y ella manifestó poco apetito.

--¿Qué tienes, Guardia?--le preguntó la radiante Ana.

--Mujer, algunos días parece que estoy así... cansada. He de ir a que me
levanten la paletilla, porque imposible que no se me cayese.

--Aprensiones, aprensiones. Canta el _Joven Telémaco_, Amparo.

Amparo, y otras dos o tres del taller de cigarrillos, rendidas de calor
y ahítas de comida, se habían tendido en una pequeña explanada, que
formaba el glacis de la fortificación, adoptando diversas posturas, más
o menos cómodas. Unas, desabrochándose el corpiño, se hacían aire con el
pañuelo de seda doblado; otras, tumbadas boca abajo, sostenían el cuerpo
en los codos y la barba en las palmas de las manos; otras, sentadas a la
turca, alzaban cuándo la pierna izquierda, cuándo la derecha, para
evitar los calambres. Por la seca hierba andaban esparcidos tapones de
botellas, papeles engrasados, espinas de merluza, cascos de vaso roto,
un pañuelo de seda, una servilleta gorda.

Fuese efecto de la comida y del vinillo del país, ligero y alegre como
unas pascuas, o del aire solano, que tiene especial virtud excitante de
los nervios, hallábanse las muchachas alborotadas, deseosas de meterse
con alguien, de gritar, de hacer ruido. Estaban ebrias, no del escaso
mosto, sino del vaivén y mareo de la romería, de los colores chillones,
de los sonidos discordantes: sólo la sordo-muda permanecía indiferente,
con su límpida mirada infantil. La casualidad proporcionó a las briosas
mozas un desahogo que tuvo mucho de cómico y pudo tener algo de
dramático.

Es el caso que vieron adelantarse y dirigirse hacia ellas un individuo
de extraña catadura, alto y delgado, vestido con larga hopalanda negra,
y acompañado de otro que formaba con él perfecto contraste, pues era
rechoncho, pequeño y sanguíneo, y llevaba americana gris rabicorta. Al
aspecto de la donosa pareja llovieron los comentarios.

--El del gabanón parece un cura--dijo Guardiana.

--No es cura--afirmó la Comadreja--. ¿No le ves unas patillitas como las
de un padronés?

--Pero, mujer, si lleva alzacuello.

--¡Qué alzacuello! Corbata negra.

--El gordo es un _inguilis_.

--¡Ay Jesús; parece que le pintaron la barba con azafrán!

--¿Y aquello qué es? ¡Madre mía de la Guardia!; un anteojo en un ojo
solo, y colgado en el aire; ¡mira, mira!

--Callar, que vienen para acá.

--Vienen aquí en derechura.

--No, mujer.

--¡Dale! Vienen y vienen. ¿Te convences, porfiosa?

--Es que les gustaste tú.

--No, tú. El del azafrán viene a casarse contigo.

--Pues a ti te mira mucho el clérigo mal comparado.

--¡Chssss! Callar, que están cerca, alborotadoras de Judas.

--¡Callaban! Que callen ellos si les da la gana.

Y Amparo y Ana cantaron a dúo:

          _Me gusta el gallo,_
          _Me gusta el gallo,_
          _Me gusta el gallo_
          _Con azafrán..._


No obstante estos primeros indicios de hostilidad, los dos graves
personajes se aproximaban al corro, con mucha prosopopeya. El de la
hopalanda, no bien se acercó lo suficiente, pronunció un «a los pies de
ustedes, zeñoras», que hubiera provocado una explosión de carcajadas, si
al pronto no pudiese más la curiosidad que la risa. ¡Tenía el bueno del
hombre una voz tan rara, ceceosa a la andaluza, y una pronunciación tan
recalcada!

--Tengo el honor--prosiguió, metiendo las manos en los bolsillos de su
inmenso tabardo--de ofrecer a ustedes un librito de lectura muy
provechoza para el espíritu, y espero me dispenzarán el obsequio de
repazarlo con atención. Yo le ruego reflezionen sobre el contenío de
estos imprezo, zeñoras mías.

Diciendo y haciendo, les presentaba tres o cuatro volúmenes empastados,
y un haz de hojas volantes. Nadie estiró la mano para recoger los
_imprezo_, y él fue depositando suavemente en los regazos de las
muchachas el alijo. El inglés tripudo observaba el reparto con su
fulgurante monóculo.

--¡Así Dios me salve (Ana fue la primera en hablar), yo conozco a estos
pajarracos! Oyes tú, Bárbara, ¿este no es el que puso la capilla en la
cuadra?

--El mismo... es el que berrea allí por las tardes.

--¿El que le dio los cuartos a la Píntiga?

--Sí, mujer.

--Y este, ¿no dice que fue cura?

--Dice que sí, allá en su país, y que ahora es cura de ellos, y está
casado....

--¡Casado!!!

--Bueno, está... con una viuda. Ya tienen...--y la muchacha remedó
burlescamente el llanto de un recién nacido.

--¿Y el otro bazuncho?

--Es el que...--y frotó el índice con el pulgar, ademán expresivo que
significa en todas partes soltar dinero.

Mientras duraban estas explicaciones en voz baja, Amparo había leído el
título de algunos folletos: _«La verdadera Iglesia de Jesús.... La
redención del alma.... Cristo y Babilonia.... La fe del cristiano
purificada de errores.... Roma a la luz de la razón...»_. Entre los
retazos del diálogo que llegaban a sus oídos y los fragmentos de hoja
impresa en que fijaba la vista, penetró el misterio. Levantose grave,
determinada, como el día que peroró en el banquete del Círculo Rojo.

--Oiga usté--pronunció con tono despreciativo--, esto que nos ha dado
usté no nos hace falta, ni para nada lo queremos. Vaya usté a engañar
con ello a donde haya bobos.

--Zeñora, no ha zío mi ánimo....

--Pensará usté que somos como otras, infelices, que las compran ustés
por una triste peseta; pues sepa usté, repelo, que acá ni por las minas
del Potosí renegamos como San Judas.

--Zeñora... hermanas mía... tómense uzté la molestia de reflezionar, y
verán la puresa de mi intencionez, que zon darle a conosé la doctrina de
Jezú nuetro Zalvaor....

Pronta como un rayo, y con fuerzas que duplicaba la cólera, Amparo
desbarató la encuadernada Biblia, hizo añicos las hojas volantes, y lo
disparó todo a la cara afilada del catequista y a la rubicunda del
silencioso inglés, los cuales, habituados, sin duda, a tal género de
escenas, volvieron grupas y trataron de escurrirse lo más pronto posible
entre el concurso. Por su mal, era éste tan apretado y numeroso en aquel
sitio, que o tenían que retroceder, dar un rodeo y volver a cruzar ante
el grupo de muchachas, o aguardar una ocasión de enhebrarse por medio de
la gente. Optaron por lo primero, y avínoles mal, porque Amparo, como el
corcel de batalla que ha olido la sangre, dilatadas las fosas nasales,
brillantes los ojos, se preparaba a renovar la lid, animando a sus
compañeras.

--Son los protestantes. A correrlos.

--A correrlos: ¡viva!

--Van a pasar otra vez por aquí... ánimo... a ver quién les acierta
mejor.

--¡Que vengan, que vengan! ¡Ahora entra lo bueno! Recelosos, arrimados
el uno al otro, probaron a deslizarse los dos apóstoles sin ser
observados de las mozas, que ya los aguardaban haldas en cinta. Así que
los vieron a tiro, enarbolaron cuál medio pan, cuál un trozo de
empanada, cuál una pera, y Ana, rabiosa, no encontrando proyectil a
mano, cogió a puñados la tierra para arrojársela. Cayó la granizada
sobre los protestantes cuando menos se percataban de ello; un queso se
aplanó sobre la faz del inglés, rompiéndole el monóculo; un gajo de
cerezas despedido por el hermano de Guardiana se estrelló en la nuca del
ministro, embadurnándosela lastimosamente. Al par que bombardeaban,
denostaban las intrépidas muchachas al enemigo.--Tomar, a ver si
reventáis--chillaba la Comadreja.--De parte de Nuestra Señora--gritaba
Guardiana.--Para que volváis a dar dinero por hacer maldades--vociferaba
Amparo lanzando con notable acierto un tenedor de palo al cura. Cerrados
los puños como para boxear, inyectado el rostro, fieros los azules ojos,
vínose sobre el grupo el hijo de la Gran Bretaña, resuelto, sin duda, a
hacer destrozos en las heroínas; amenazadora actitud que redobló el
coraje de estas.

--Venga usté, venga usté, que aquí estamos, le decía Amparo con voz
vibrante, bella en su indignación como irritada leona, asiendo con la
diestra una botella; mientras Ana, pálida de ira, se apoderaba de la
cazuela en que había venido el guisado, y las restantes amazonas
buscaban armamento análogo. Pero ya, al ruido de la escaramuza, se
arremolinaba gente, y gente adversa a los catequistas, a quienes
conocían bastantes de los espectadores; y el ministro, verde de miedo,
con turbada lengua aconsejaba a su acompañante una prudente retirada.

--Éjelas, míter Ezmite... (Smith). Éjelas, que no zaben lo que jazen...
Éjelas, que aquí nadie noz efenderá, de eguro.... Yo debo ar ejemplo de
manzedumbre....

No hizo caso _míter Ezmite_, por demás mohíno y amostazado con el
bombardeo de comestibles; pero antes de que llegase al grupo cumpliose
la profecía del ministro, interponiéndose más de treinta personas, que
rodearon a los malaventurados apóstoles apretándolos en términos que no
les dejaban respirar. A poca distancia un agente de policía presenciaba
una rifa, y aunque harto veía con el rabo del ojo el motín, no dio el
más leve indicio de querer intervenir en él, y basta que vio a los dos
catequistas abrirse paso trabajosamente y huir como perro con maza,
perseguidos por la rechifla general, no volvió la cabeza ni se acercó,
preguntando al descuido: «¿Qué pasa aquí, señores?».



-XXVI-

Lados flacos


Para la Comadreja el desenlace de la romería fue delicioso: comenzaron a
llover gotas anchas cuando ya se aproximaba la noche, y vino el capitán
mercante a ofrecerle el brazo y un paraguas. A la luz de los faroles de
la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la
pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara
vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo. Aquella
melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva
imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la
Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin
asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por
distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se
prestaba gustosa a semejantes coloquios. Llegó la Tribuna a saber de
memoria al capitán de la _Bella Luisa_, sus hábitos, sus viajes, sus
caprichos, y el eterno proyecto de matrimonio, diferido siempre por
altas razones de conveniencia, que explicaba Ana con sumo juicio y
cordura. Si ella se quisiese casar con algún _artista_ de esos
ordinarios, un zapatero, verbigracia, cansada estaría de tener marido;
pero ¿para qué? Para cargarse de familia, para vivir esclava, para
sufrir a un hombre sin educación. No en sus días.

--¿Y si te deja plantada Raimundo?--preguntaba Amparo nombrando al galán
de su amiga, como lo hacía esta, por el nombre de pila.

--¡Qué ha de dejar, mujer... qué ha de dejar! ¡Diez años de relaciones!
Y luego, aquel señorío de estar tanto tiempo con un chico fino, eso no
me lo quita nadie.

Amparo protestó: ella no entraba por cosas de ese jaez; quería poder
enseñar la cara en cualquier parte; quería, como dijeron los señores de
la Unión, moral y honradez ante todo.

--¿Si pensarás tú--replicó Ana viperinamente--que el de Sobrado venía a
casarse contigo?

--¿El de Sobrado? ¿Y qué tengo yo que ver con el de Sobrado?

--Anduvo tras de ti, y si no estuviese fuera, sabe Dios.... No digas,
mujer, no digas, que bastantes veces lo encontré yo por los alrededores
de la Fábrica.

--Bueno, bueno, ¿y qué? ¿Por qué, un suponer, no se había de casar
conmigo? Yo seré de igual madera que otras que pertenecían a mi clase, y
ahora.... Tú bien conoces a la de Negrero... aquella tan guapa que lleva
abrigo de terciopelo y capota de tul blanco.... Pues, hija mía,
sardinera del muelle primero, cigarrera después, y luego la vino Dios a
ver con ese marido tan rico.... ¿Y la de Álvarez? A esa la acuerdan aquí
liando puros, y en el día tiene una casa de tres pisos y un buen
comercio en la calle de San Efrén.... ¿Y la que casó con aquel coronel
del regimiento de Zaragoza?... Una chiquilla, que también hacía
pitillos.... En la actualidad, para más, hay el aquel de que las clases
son iguales; ese rey que trajeron dice que da la mano a todo el mundo, y
la mujer abrazó en Madrí a una lavandera; y si viene la federal,
entonces....

--Sí, sí, vele con eso a doña Dolores, la de Sobrado.

--¡Pues.... Jesús, Ave María! ¡No se allegue usted, que mancho! Me
parece a mí que los de Sobrado no son de allá de la aristocracia, ni del
barrio de Arriba. Aún hay quien los vio cargando fardos en el almacén de
Freixé, el catalán; que por ahí empezaron, ¡repelo! Hijos del trabajo,
como tú y como yo.

--Pero, mujer, si ya se sabe que son así; nada y nada, y vanidá que les
parte el alma. Como el hijo es de tropa piensan que sólo la Princesa de
Asturias sirve para él.... Mira tú como ahora que las de García pierden
el pleito están medio reñidas con ellas.... Y eso que la mayor de
Sobrado, la Lolita, no quiso apartarse de la amiga y sigue yendo
allá....

--Bien; pues ellos no nos querrán a los demás, pero los demás bien nos
valemos sin ellos.... Para comer yo no les he de pedir. Y el hijo, si me
quiere decir algo, ha de ser con el cura de la mano, que si no....

Echose a reír la Comadreja y le citó ejemplos dentro de la misma
Fábrica: ¿qué les había sucedido a Antonia, a Pepita, a Leocadia?, y
eran las que más hablaban y más cosas decían. La que se conformaba con
los de su clase, aún menos mal; pero la que andaba con señores.... Esas
cosas--añadía la Comadreja--no tienen remedio; nos hacen ver lo negro
blanco....

--Si me quisiera perder--exclamó ofendida Amparo--no me faltaría por
dónde, como a todas.

--¡Bueno! No cuadró, mujer, que lo demás.... También no te gustarían los
que se te pusieron delante, porque hay hombres que se tiraría uno a la
bahía por ellos, y otros que ni forrados de onzas.... Y a veces los que
le chistan a uno no se dan por entendidos.... Y al fin y al cabo, hija,
¿qué se gana con vivir mártir? Nadie cree en la dinidá de una pobre.

--¿Y por qué ha de ser así? ¡Esa no es ley de Dios!

--No, pero... ¿qué quieres tú?

Quedábase Amparo pensativa. Cuantas sugestiones de inmoralidad trae
consigo la vida fabril, el contacto forzoso de las miserias humanas;
cuantas reflexiones de enervante fatalismo dicta el convencimiento de
hallarse indefenso ante el mal, de verse empujado por circunstancias
invencibles al precipicio, pesaban entonces sobre la cabeza gallarda de
la Tribuna. Acaso, acaso tenía sobrada razón la Comadreja. ¿De qué sirve
ser un santo si al fin la gente no lo cree ni lo estima; si por más que
uno se empeñe, no saldrá en toda la vida de ganar un jornal miserable;
si no le ha de reportar el sacrificio honra ni provecho? ¿Qué han de
hacer las pobres, despreciadas de todo el mundo, sin tener quien mire
por ellas, más que perderse? ¡Cuántas chicas bonitas, y buenas al
principio, había visto ella sucumbir en la batalla, desde que entró en
su taller! Pero... vamos a cuentas--añadía para su sayo la oradora--:
diga lo que quiera Ana, ¿no conozco yo muchachas de bien aquí? ¡Está esa
Guardiana, que es más pobre que las arañas y más limpia que el sol! Y de
fea no tiene nada; es así delgadita.... Ella se confiesa a menudo...
dice que el confesor le aconseja bien....

Amparo se quedó cada vez más pensativa después de esta observación.

--Yo, confesar, me confesaría.... Pero luego... si el cura sabe que me
meto en política.... ¡Bah! Bien basta en Semana Santa.... Tampoco yo,
gracias a Dios, no soy ninguna perdida... ¡me parece!



-XXVII-

Bodas de los pajaritos


Regresó Baltasar de Navarra y las Provincias firmemente resuelto a
estrujar la vida, como si fuese un limón, para exprimirle bien el zumo.
Habiendo visto de cerca la guerra civil, comprendió que no hacía sino
empezar y que prometía ser encarnizada y duradera, a pesar de que la
_Gaceta_ anunciaba diariamente la dispersión de las últimas partidas y
la presentación del postrer cabecilla. Desde luego Baltasar traía un
grado más, y ganas de precipitarse en algún abismo cubierto de flores,
ya que las balas carlistas se lo toleraban. Vista de lejos, la opinión
pública de su ciudad natal le pareció mucho menos temible, y resolviose
a arrostrarla, en caso de necesidad, si bien con maña y no provocándola
de frente.

Más de una vez, en la ligera tienda de campaña o en algún caserío
vascongado, se acordó de la Tribuna y creyó verla con el rojo mantón de
Manila o con el traje blanco y azul de grumete. Las mujeres que
encontraba por aquellos países no le distrajeron, porque eran la mayor
parte toscas aldeanas curtidas del sol, y si tropezó con alguna beldad
_éuskara_, esta, en vez de sonreír al oficial amadeísta, le echó mil
maldiciones. Además, Baltasar, frío y concentrado, no era de los que
toman por asalto un corazón en un par de horas. De suerte que al volver
a Marineda, en vez de rondar la Fábrica, como antes, se resolvió, desde
el primer día, a acompañar a Amparo cuando la viese salir; y ejecutó el
propósito con su serenidad habitual. Mucho le favoreció para estos
acompañamientos el cambio de domicilio de la muchacha, que vivía cerca
del alto de la cuesta de San Hilario, en una casita que daba a la
Olmeda, desde que faltando el señor Rosendo y Chinto, el bajo de la
calle de los Castros se hizo muy caro y muy lujoso para dos mujeres
solas. Como la Olmeda puede decirse que es un rincón campestre, prestose
al naciente idilio con el género de complacencia que hace de la
naturaleza amiga perenne de todos los enamorados, hasta de los menos
poéticos y soñadores.

Febrero vio la aurora de aquel amor en un día clásico, el de la
Candelaria, en que, según el dicho popular, celebran los pajaritos sus
bodas sobre las ramas todavía desnudas de los árboles, para que con la
llegada de la primavera coincida la fabricación del nido. Las vísperas
de la fiesta eran muy señaladas en la Fábrica: andaban esparcidos por
las estanterías, sobre los altares, ocultos en los justillos de las
mujeres, mezclados con la hoja, haces de rama de romero, y su perfume
tónico y penetrante vencía al del tabaco mojado. En el centro de los
haces se hincaban candelicas de blanca cera, y había de otras candelas
largas y amarillas, compradas por varas y que se cortaban en trozos para
hacer cuantas luces se quisiese; siendo el origen de traer estas
candelas la creencia de que los niños muertos antes del bautismo y
sepultados en las tinieblas del limbo sólo el día de la Candelaria ven
un rayo de claridad, la de la luz que encienden, pensando en ellos, sus
madres. Al día siguiente, en la iglesia, envueltas en el romero bendito,
habían de arder todas las velitas microscópicas.

Ya se comprende que entre las cigarreras marinedinas--cuatro mil mujeres
al fin y al cabo--había muchas que querían enviar a sus hijos difuntos
aquella caricia de ultratumba, fundir el hielo de la muerte al calor de
la pobre candelilla; por otra parte, aun las que no tenían niños vivos
ni difuntos habían comprado romero gustándoles su olor, y propuestas a
llevarlo a la misa de la Candelaria, que al fin, como decía la señora
Porcona con tono sentencioso, era «un día de los más grandes,
hiiiigas... porque fue cuando la Virgen sintió el primer dolorito, por
razón de que un cura que le llamaban Simeón le anunció lo que tenía que
pasar Cristo en el mundo». La tarde de la Candelaria, Amparo, llevando
el romero bendito oculto en el pecho, despedía un aroma balsámico, que
pudiera tomarse por suyo propio; tal era la lozanía y vigor de su
organismo, cuya robustez, vencedora en la lucha con el medio ambiente,
había crecido en razón directa de los mismos peligros y combates. Si la
labor sedentaria, la viciada atmósfera, el alimento frío, pobre y
escaso, eran parte a que en la Fábrica hiciesen estragos anemia y
clorosis, el individuo que lograba triunfar de estas malas condiciones
ostentaba doble fuerza y salud. Así le acontecía a la Tribuna.

Como era día festivo, Baltasar no la esperó a la salida de la Fábrica,
sino en la Olmeda, a corta distancia de su casita. Había llegado
Baltasar al mayor número de pulsaciones que determinaba en él la
calentura amorosa. Su pasión, ni tierna, ni delicada, ni comedida, pero
imperiosa y dominante, podía definirse gráfica y simbólicamente
llamándola apetito de fumador que a toda costa aspira a fumar el más
codiciadero cigarro que jamás se produjo, no ya en la Fábrica de
Marineda, sino en todas las de la Península. Amparo, con su garganta
tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos
de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un
puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba
diciendo: «Fumadme». Era imposible que desechase esta idea al contemplar
de cerca el rostro lozano, los brillantes ojos, los mil pormenores que
acrecentaban el mérito de tan preciosa _regalía_. Y para que la
similitud fuese más completa, el olor del cigarro había impregnado toda
la ropa de la Tribuna, y exhalábase de ella un perfume fuerte, poderoso
y embriagador, semejante al que se percibe al levantar el papel de seda
que cubre a los habanos en el cajón donde se guardan. Cuando por las
tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la
cabeza para hablarle, sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se
desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del
humo de un rico veguero y el delicioso mareo de las primeras chupadas.
Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido,
dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro
íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para
trastornar una cabeza masculina.

El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y
estación semejante era casi un desierto. Sentáronse un rato Baltasar y
la Tribuna en el parapeto del camino, protegidos por el silencio que
reinaba en torno, y animados por la complicidad tácita del ocaso, del
paisaje, de la serenidad universal de las cosas, que los sepultaba en
profundo caimiento de ánimo, que relajaba sus fibras infundiéndoles
blanda pereza muy semejante a la indiferencia moral. El sol languidecía
como ellos; la naturaleza meditaba. Hasta la bahía se hallaba
aletargada; un gallardo queche blanco se mantenía inmóvil; dos paquetes
de vapor, con la negra y roja chimenea desprovista de su penacho de
humo, dormitaban, y solamente un frágil bote, una cascarita de nuez,
venía como una saeta desde la fronteriza playa de San Cosme, impulsado
por dos remeros, y el brillo del agua, a cada palada, le formaba movible
melena de chispas. Por donde no alcanzaban el último resplandor solar,
las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de
movibles mallas parecía envolverlas.

A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca,
que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos
rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del
sol, haciendo de su cabeza una testa de oro. Presto la abandonaron sin
embargo, y asimismo las montañas del horizonte empezaron a confundirse
con el agua, mientras la concha blanca del caserío marinedino se
destacaba aún, pero perdiéndose más cada vez, como si al ausentarse la
claridad se llevase consigo el rosario de edificios y el encendido
fulgor de los cristales en las galerías. Marineda, la _Nautilia_ de los
romanos, se envolvía en una clámide de tinieblas. En breve comenzaron a
distinguirse algunas luces que oscilaban sobre la masa oscura de la
población, y presto se cubrió toda ella de puntos lucientes como
estrellas de oro en un celaje sombrío. La noche, que ya mostraba el
cuerpo entero, era de esas lácteas, pero frías, en que el equinoccio de
primavera se anuncia por no sé qué vaga trasparencia del cielo y del
aire, y en modo alguno por la temperatura, que más bien parece
recrudecerse. Baltasar y la muchacha, obligados quizá por el helado
ambiente, se aproximaban el uno al otro, hablando no obstante de cosas
indiferentes y poco importantes.

--No, Bilbao no es más bonito... ni tampoco Santander, digan lo que
quieran los santanderinos, que son muy patriotas. ¿Sabe usted lo que ha
mejorado Marineda? ¿Y lo que está llamada a mejorar todavía? Esto crece
a cada paso; vamos a tener barrios nuevos, magníficos, a la americana,
ahí donde usted ve aquella lucecita... todo por ahí, a lo largo del
baluarte.

--¿Y Madrí? ¿Es mucho mejor que Marineda?--interrogó Amparo por decir
algo, enrollando un cabo de su pañuelo.

--¡Ah! Madrid, ya ve usted... al fin y al cabo, es la corte.... Sólo la
calle de Alcalá....

Este apacible diálogo encubría en Baltasar tempestuosos pensamientos;
pero como no carecía de penetración y sabía que la muchacha era honrada,
y orgullosa, y vivía de su trabajo, comprendió que no debía tratarla
como a cualquier criatura abyecta, sino empezar mostrándole cierta
deferencia y aun respeto, género de adulación a que es más sensible
todavía la mujer del pueblo que la dama de alto copete, habituada ya a
que todos le manifiesten cortesía y miramientos. Lisonjeó mucho a la
Tribuna el ver que se habían con ella lo mismo que con las señoritas, y
auguró bien del rendido galán. Mas tan luego como la noche cauta señoreó
absolutamente el escenario, Baltasar creyó poder apoderarse a hurto de
una mano morena, hoyosa y suave al tacto como la seda. Amparo pegó un
respingo.

--Estese usted quieto.... Y va de dos veces que se lo digo, caramba.

--¿Por qué me trata usted así?--preguntó con pena fingida Baltasar, que
en sus adentros renegaba de la virtud plebeya ¿Qué mal hay en...?

--¿Por qué?--repitió Amparo con sumo brío--. Porque no me conviene a mí
perderme por usted ni por nadie. ¡Sí que es uno tan bobo que no conozca
cuando quieren hacer burla de uno! Esas libertades se las toman ustedes
con las chicas de la Fábrica, que son tan buenas como cualquiera para
conservar la conducta. ¿A que no hace usted esto con la de García, ni
con las señoritas de la clase de usted?

--¡Diantre!--pensó Baltasar--: no es boba.

Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que
estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías,
distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que
Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no
provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual
acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz. Amparo
respondió estableciendo su credo y sus principios: ella no quería ser
como otras chicas conocidas suyas, que por fiarse de un pícaro allí
estaban perdidas: ella bien sabía lo que pasaba por el mundo, y cómo los
hombres pensaban que las hijas del pueblo las daba Dios para servirles
de juguete: lo que es ella, bien se había de librar de eso; bueno que se
hablase un rato, en lo cual no hay malicia; pero ciertas libertades, no;
ya podía saberlo el que se arrimase a ella. Baltasar juró y perjuró que
su amor era de la más probada y acendrada pureza, y que sólo limpios e
hidalgos propósitos cabían en él; y en el calor de la discusión, los dos
interlocutores se volvieron a hallar sentados en el parapeto, y la mano
antes esquiva se mostró más tratable, consintiendo que la prendiesen dos
manos ajenas.

--Hoy se casan los pajaritos--murmuró Baltasar después de un breve
instante de silencio.

--Día de la Candelaria.... Hoy se casan--repitió ella con turbada voz,
sintiendo en la palma de la mano el calor de la diestra de Baltasar, que
amorosamente la oprimía. Pero él fue discreto y no quiso abusar de la
victoria, por temor de perder las ventajas adquiridas, y también porque
empezaba a correr agudo frío en la solitaria alameda, y Amparo se
levantó quejándose del relente y del aire, que cortaba como un cuchillo.
Cruzáronse dos protestas de ternura, en voz baja, envueltas en el último
apretón de manos, delante de la casa de la pitillera.



-XXVIII-

Consejera y amiga


Alguna que otra vez volvía Amparo a visitar su antigua calle, por ver a
los amigos que allí había dejado. Pocos días después del de la
Candelaria sintió deseos de realizar una expedición hacia aquella parte.
Halló todo en el mismo estado; el barbero, muy ocupado en descañonar a
un sargento, la saludó jovialmente; a la puerta de su casa divisó a la
señora Porreta tomando el fresco, o el sol, que ambas cosas faltaban
dentro del tugurio de la comadrona, la cual hacía extraña y risible
figura sentada en una silleta baja, y muy esparrancada; sus pies,
calzados con zapatillas de orillo, miraban uno a Poniente y otro a
Levante; tenía caídas las medias, por deficiencia de ligas sin duda; en
el formidable hueco del regazo descansaban sus manos, y mientras una
chiquilla encanijada, nieta suya, le peinaba las canas greñas y le hacía
dos _chichos_ tamaños como bellotas, la insigne matrona no perdía el
tiempo, y calcetaba con diligencia manejando las metálicas agujas, que
despedían vivos fulgores. Al ver a la Tribuna, se echó a reír con opaca
risa.

--Hola, chica... salú y fraternidá. ¿Cómo está tu madre? ¿Y la
revolusión, cuándo la hasemos? ¿Cuándo me preclamas a mí reina de
España?

Y como Amparo procurase escabullirse, la vieja subió el tono de sus
carcajadas, semejantes al chirrido de una polea, y que hacían retemblar
su vientre de ídolo chino.

--Sí, escápate, escápate...--murmuró--. Ahora bien te escapas.... Ya
bajarás la soberbia cuando yo te haga falta... ¿oyes, Amparo? Cuando
necesitáis a la señora Pepa, venís como corderitos.... ¡Quién te verá
aquel día!, ¿eh?

--Dios delante, señora Pepa--contestó altiva y picada Amparo--, otras la
llamarán más pronto, señora.

--¡Sí, sí... echar por la boca! El tiempo todo lo vense--afirmó con
profético acento la comadre, cogiendo una hilera de puntos que se le
había soltado al reír.

Siguió Amparo calle adelante, y llamó al tablero de Carmela la encajera;
pero con gran sorpresa suya, en vez de abrirse este, se entreabrió la
puerta interior que comunicaba con el portal, y se asomó Carmela
animada, encendida la tez y con un júbilo nunca visto en ella.

--Entra, entra--dijo a la pitillera.

Esta entró. El cuartito estaba en desorden; recogida la almohadilla de
los encajes; había un baúl abierto y ya casi colmado, y los cuadros de
lentejuela y estampas devotas, que solían adornar las paredes, faltaban
de ellas.

--Hola... ¿parece que vamos de viaje?--preguntó Amparo.

La respuesta de la encajera fue echarle al cuello los brazos, y
pronunciar, con voz entrecortada de alegría:

--¿Luego tú no sabes, no sabes que Dios me dio la sorpresa? Ya tengo el
dote, chica... me voy a Portomar a ver si me reciben allá en el
convento....

--¡Ahora que dicen que se acaban las monjas!

--Las de Portomar no, mujer... esas no... hay un señorón liberal, allá
en Madrí, que pidió por ellas....

--Pero... ¿y cómo, quién te dio el dote?

--Verás.... Yo echaba todos los meses un décimo a la lotería... todos
los meses. Tú ya sabes que la tía me hacía trabajar los domingos por la
mañana; pero por las tardes, decía: «Anda, distráete... vete un poco a
rezar a la iglesia». Bien. Pues, señor, yo en vez de rezar, iba, ¿y qué
hacía? Trabajaba unas puntillitas estrechas, sin que la tía lo supiese,
y se las vendía a una mujer del mercado, diciéndole a Nuestra Señora:
«No es pecado esto que hago, porque es para sacar a la lotería, y si
saco es para entrar monja...». Pues etaquí que cada mes me tomaba mi
décimo, y para que saliese bien, siempre echaba con algún santo. Unas
veces llevaba de compañero a San Juan Bautista; otras, a San Antonio;
otras, a Santa Bárbara... y nada: ni tristes cinco duros. Entonces dije
yo para mí: hay que ir a la fuente limpia; estos compañeros no valen. ¿Y
qué se me ocurrió? Tomé un decimito con un número muy lindo, mil ciento
veintidós, y se lo fui a llevar al Niño Dios de las Madres Descalzas...
y le dije: mira, Jesusito, si sale premiado, la metá para ti.... Tenía
una carita tan alegre cuando se lo dije, lo mismo que si me entendiese.
Pues ¿quién te dice, mujer...?

Pausa de gran efecto.

--¿Quién te dice a ti... que al sorteo voy y miro la lista, y me veo un
mil ciento veintidós como un sol? Me quedé aturdida; y mucho más, porque
el premio era de los grandes: cerca de mil pesos. Sólo que, como la metá
es del Niño, a mí me queda el dote limpio y pelado....

--¿Y tu tía?--preguntó Amparo, como si censurase el regocijo de Carmela.

--¿Y sabes, mujer, que yo quise depositar el dote para cuando ella
muriese y quedarme en su compañía, y no quiso? Dice que no, que bien
claro está que Dios me llama para sí... Ella tiene buscada colocación en
casa de un cura... como está así, medio ciega, sólo en un sitio de poco
trabajo puede servir. ¡Ay, Niño Jesús de mi alma! ¡Cuántas lagrimitas
tengo llorado aquí sin que nadie me viese! ¡Qué días! Es mejor hacer
pitillos que encajes, chica. ¡Fumar, siempre fuma la gente; pero los
encajes en invierno... es como vivir de coser telarañas!

Y levantándose, cogió un tiesto que estaba en la ventana y lo entregó a
Amparo.

--Toma, me alegro de que vinieses... cuídame mucho la malva de olor, que
por el camino tengo miedo de que se rompa el tarro.

Amparo cogió el tiesto y respiró el perfume de la planta, hundiendo la
faz entre las aterciopeladas hojas. La encajera la miraba con sus
pupilas siempre melancólicas y serenas.

--Amparo--dijo de pronto....

--¿Eh?...--respondió la Tribuna, sorprendida como si la despertasen de
golpe.

--¿Te enfadas si te digo una cosa?

--No, mujer... ¿y por qué me he de enfadar?--contestó fijando sus ojos
gruesos y brillantes en la futura concepcionista.

--Pues quería decirte... que por ahí te pusieron un mote.

--¿Un mote?, ¿y es cosa mala?

--Mala... ¡qué sé yo! Te llaman la Tribuna.

--¿Y quién me lo llama?

--Los señoritos... los hombres. Dicen que fue porque el día del
convite... no te parezca mal, que a mí me lo contaron así,
inocentemente... te dio un abrazo uno de aquellos señores de la
_Samblea_... y que te dijo....

--¡Me llamó Tribuna del pueblo!--exclamó orgullosamente la muchacha--.
¡Ya se ve que me lo llamó!

--¿Yeso qué es, mujer?

--¿Lo qué?

--¿Eso de Tribuna del pueblo?

--Es... ya se sabe, mujer, lo que es. Como tú no lees nunca un
periódico....

--Ni falta que me hace... pero dímelo tú, anda.

--Pues es... así a modo de una... de una que habla con todos,
supongamos....

--¿Que habla con todos?... ¿y te lo dijo en tu cara?... ¡El Dulce nombre
de María!

--Pero no hablar por mal, tonta; si no es eso.... Es hablar de los
deberes del pueblo, de lo que ha de hacerse; es istruir a las masas
públicas....

--Vamos, como una maestra de escuela.... Jesús, si pensé que... ya decía
yo: ¿había de ser tan descarado que se lo encajase allí, sin más ni más?
Pero como por ahí se ríen cuando mentan eso....

--¡Bah!... no tienen que hacer, y velay.

--Y... mira, ¿te digo otro cuento?

--Tú dirás....

--Me contaron... no tomes pesadumbre, que son dichos... que andaba tras
de ti un señorito... de la oficialidá.

--¿Y si anda?

--Y si anda, haces muy mal en hacer caso de un oficial, mujer.... A las
chicas pobres no las buscan ellos para cosa buena, no y no.... Ya las
que son pobres y formales no se arriman porque ven que no sacan raja....

--¡Eh!, a modo... no la armemos, Carmela. A mí nadie se arrima por la
raja que saque, sino por el aquel de que le gustaré, y vamos andando,
que cada uno tiene sus gustos.... Hoy en día, más que digan los
reacionarios, la istrución iguala las clases, y no es como algún
tiempo.... No hay oficial ni señorito que valga....

--Mujer, yo no hablé por mal.... Te quise avisar porque siempre te tuve
ley, que eres así... una infeliz, un pedazo de pan en tus
interioridades.... Déjate de políticas, no seas tonta, y de
señoritos.... Fuera de eso, ¿a mí qué se me importa? Es por tu bien....

Se dispuso Amparo a marcharse, cogiendo debajo del brazo su tarro; pero
la afectuosa encajera la quiso abrazar antes.

--No quiero que quedemos reñidas.... ¿Vas enfadada? Bien sabe Dios mi
intención.... Escríbeme a Portomar.... Ya te contaré todo, todo.

Y se asomó a la puerta para ver alejarse a la garbosa muchacha, cuyo
vestido de percal proyectó, por espacio de algunos segundos, una mancha
clara sobre las oscuras paredes de las casas de enfrente.



-XXIX-

Un delito


Desde la venida de Amadeo I tenían las cigarreras de Marineda a quien
echar la culpa de todos los males que afligían a la Fábrica. Cuando
caminaba hacia España el nuevo Rey, leíanse en los talleres, con pasión
vehementísima, todos los periódicos que decían: «No vendrá». Y el caso
es que vino, con gran asombro de las operarias, a quienes la prensa roja
había vaticinado que la monarquía era «un yerto cadáver, sentenciado por
la civilización a no abandonar su tumba». Alguna cigarrera abogó por el
hijo de Víctor Manuel, rey liberal al cabo, que daba la mano a todos y
no tenía maldita la soberbia; pero la inmensa mayoría convino en que, al
fin, un rey siempre era un rey, y en que la monarquía no era la
república federal, verdades tan palmarias que, por último, los
disidentes hubieron de reconocerlas.

Otros motivos de irritación ayudaban a soliviantar los ánimos.
Escaseaban las consignas y la hoja tan pronto era quebradiza y seca,
como podrida y húmeda. No, trabajo habían de pasar los que fumasen
semejante veneno; pero las que lo manejaban también estaban servidas. Al
ir a estirar la hoja para hacer las capas, en vez de extenderse, se
rompía, y en fabricar un cigarro se tardaba el tiempo que antes en
concluir dos; y para mayor ignominia, había que echarle remiendos a la
capa por el revés lo mismo que a una camisa vieja, lo cual era gran
vergüenza para una cigarrera honrada y que sabe su obligación al
dedillo. Las operarias alzaban los brazos ejecutando la desesperada
pantomima popular, llevándose ambas manos a la cabeza, a la frente, al
pecho, señalando con enérgicos ademanes el tabaco averiado e inútil, de
imposible elaboración. Tan alteradas estaban, que al pasar las maestras
les metían puñados de hoja en las narices, gritando que «olía a berzas»;
y, envalentonándose, lo hicieron también con los inspectores, y si el
jefe se hubiera presentado en los talleres, apostaban que con el jefe
repetirían la escena. En vano algunas maestras intentaron calmar el
oleaje prometiendo, para el entrante mes, nuevas consignas: seguían las
turbulencias porque aquel Gobierno maldito, no contento con enviarles
hoja de desperdicio, para más, daba en la flor de no pagarles. Pasaban
días y días sin que la cobranza se abriese, y las pobres mujeres,
tímidamente al principio, después en voz alta y angustiosa, preguntaban
a las maestras: «Y luego, ¿cuándo nos darán los cuartos?». Fue en
_crescendo_ el run run y se convirtió en formidable marejada. El
instinto que impele a los amotinados a ponerse a las órdenes de alguien,
aconsejó a las operarias del taller de cigarrillos arrimarse a Amparo
buscando el calor de su tribunicia frase. Halláronse chasqueadas: Amparo
no dio fuego. Oyó a todas y convino con ellas en que, efectivamente, era
una picardía no pagarles lo suyo; y, ventilado este punto, siguió liando
pitillos, sin añadir arenga, excitación, sermón político ni cosa que lo
valiese. Admiradas se quedaron las turbas de semejante frialdad. ¡Si
pudiesen penetrar en lo íntimo del alma de Amparo, en aquellos
inexplorados rincones donde quizá ella misma no sabía con total
exactitud lo que guardaba! ¡Si hubiesen visto brotar una figurita chica,
chica y remotísima, como las que se ven con los anteojos de teatro
cogidos a la inversa, pero que iba creciendo con rapidez asombrosa, y
que en la nomenclatura interior de las ilusiones se llamaba _señora de
Sobrado_! ¡Si advirtiesen cómo esa _señora_, microscópica, aun vestida
del color del deseo, iba avanzando, avanzando, hasta colocarse en el
eminente puesto que antes ocupaba la Tribuna, que se retiraba al fondo
envuelta en su manto de un rojo más pálido cada vez!

Atribuyose a otras causas la indiferencia de la oradora. Amparo tenía
los dedos listos y una boca no más que mantener; la crisis económica no
podía importarle tanto como a las que reunían seis hijos, tres o cuatro
hermanos, familia dilatada, sin más recursos que el trabajo de una
mujer. El tiempo corría, y en la tienda se cansaban de fiarles; se veían
perdidas, ¿cómo salir del apuro? ¡A los angelitos no era cosa de darles
a comer las piedras de la calle! Guardiana, hablando de su sordo-muda,
partía el corazón; ella primero consentía morir, que privar a la niña de
su cascarillita con azúcar y de su pan fresco de trigo; si era preciso,
pediría una limosna: no sería la primera vez; y al oír esto todas sus
amigas la atajaron: ¡pedir limosna!, ¡qué humillación para la Fábrica!
No; se ayudarían mutuamente, como siempre; las que estaban mejor se
rascarían el bolsillo para atender a las más necesitadas; y en efecto,
así se hizo, verificándose numerosas cuestaciones, siempre con fruto
abundante.

Cierto día se difundió por la Fábrica siniestro rumor: Rita de la
Riberilla, una operaria, había sido cogida con tabaco. ¡Con tabaco!
¡Jesús, si parecía una santa aquella mujer chiquita, flaca, con los ojos
ribeteados de llorar, que solía atarse a la cara un pañuelo negro a
causa, quizá, del dolor de muelas! Pero algunas cigarreras, mejor
informadas, se echaron a reír: ¿dolor de muelas?, ¡ya baja! Era que su
marido la solfeaba todas las noches, y ella, por tapar los tolondrones y
cardenales, se empañicaba así; también una vez se presentó arrastrando
la pierna derecha y diciendo que tenía reúma, y la reúma era un lapo
atroz sacudido por él. Cuando llevaron a la culpable al despacho del
jefe, lo primero que hizo fue llorar sin responder; y al cabo, hostigada
ya, asaeteada a preguntas, se resolvía a confesar que «el marido» la
abría a golpes si no le llevaba todos los días tres cigarros de a
cuarto.... La Comadreja, con su carilla acutangular, cómicamente
fruncida, remedaba a la perfección los entrecortados sollozos, el hipo y
las súplicas de la delincuente.

--Tres cig...aaaarros, señor menistrad...ooooor, tres cig...aaaarros
sólo, que aun yo de aquí viva no saaaal...ga si otra triste hilacha de
taaaaab...aco apañé... que yo no lo hiiiice por cudicia, tan cierto como
que Dios bendito está en los diiiivinos sielos, sino que el marido me da
con el formón, que, perdonando la cara de usté, en una pierna me cortó
la carne, que puedo enseñar la llaga, que aún no curó... Y él sólo
quería el tabaco para fuuumar, que no era para vender ni hacer
negocio.... Y ahora yo pierdo el pan, y mis hijos también.... Porque
escuche, y perdone: él me decía: «Ya que no traes cuartos hace un mes a
la casa, tan siquiera trae cigarros...».

El taller entero, a vueltas de la risa que le causaba la graciosa mímica
de Ana, rompió en exclamaciones de lástima: robar no estaba bien hecho,
claro que no; pero también hay que ponerse en la situación de cada uno;
¿cómo se había de gobernar la infeliz, si su marido la partía y hacía
picadillo con ella? ¡Ay! ¡Dios nos libre de un mal hombre, de un
vicioso! En fin, no era razón dejar morir de hambre a los chiquillos de
la Rita; la Fábrica daba limosna a bastantes pobres de fuera: con más
motivo a los de dentro; y la maestra recorrió el taller con el delantal
hecho bolsa, y llovieron en él cuartos, _perros_ y monedas de diferentes
calibres en gran abundancia. Al llegar frente a Amparo esta tuvo un
rasgo que fue aplaudidísimo y le conquistó otra vez gran popularidad.
Hacía ya una semana que la pitillera vivía del crédito, porque sus
gastos de vestir la traían siempre atrasada; y cuando la cuestora se
acercó a pedirle, no tenía la futura señora de Sobrado ni un ochavo
roñoso en el bolsillo. Pero, cosa de un mes antes, había realizado uno
de sus caprichos, comprando con las economías, en otro tiempo destinadas
a salvar a la Asamblea, un par de pendientes largos de oro bajo, que
eran su orgullo: quitóselos sin vacilar, y los echó en el delantal de la
maestra. Alzose un clamoreo, una aprobación ruidosa y vehemente, gritos
agudos, voces humedecidas por el llanto, bendiciones casi inarticuladas;
y al punto, dos o tres objetos más de escaso valor, una sortija de
plata, un dedal de lo mismo, vinieron despedidos desde las mesas
próximas, cayeron en el delantal y se mezclaron con la calderilla.

Aquella tarde, al salir de los talleres, vieron las operarias, colgado
cerca del quicio de la puerta, el cartel de rigor: «Habiendo sido cogida
con tabaco en el acto del registro la operaria del taller de cigarros
comunes, Rita Méndez, del partido núm. 3, rancho 11, queda expulsada
para siempre de la Fábrica.--_El Administrador Jefe_, FULANO DE TAL».

Colocadas a ambos lados de la escalera, las cuadrilleras vigilaban para
que el despejo se hiciese con orden; y sentadas ya en sus sillas,
esperaban las maestras, más serias que de costumbre, a fin de proceder
al registro. Acercábanse las operarias como abochornadas, y alzaban de
prisa sus ropas, empeñándose en que se viese que no había gatuperio ni
contrabando.... Y las manos de las maestras palpaban y recorrían con
inusitada severidad la cintura, el sobaco, el seno, y sus dedos rígidos,
endurecidos por la sospecha, penetraban en las faltriqueras, separaban
los pliegues de las sayas.... Mientras los bandos de mujeres iban
saliendo con la cabeza caída--humilladas todas por el ajeno delito--, el
reloj antiguo de pesas, de tosca madera, pintado de color de ocre con
churriguerescos adornos dorados, que dominaba el zaguán grave y austero
como un juez, dio las seis.



-XXX-

Dónde vivía la protagonista


El barrio de Amparo era de gente pobre; abundaban en él cigarreras,
pescadores y _pescantinas_. Las diligencias y los carruajes, al cruzarlo
por la parte de la Olmeda, lo llenaban de polvo y ruido un instante;
pero presto volvía a su mortecina paz de aldea. Sobre el parapeto del
camino real que cae al mar estaban siempre de codos algunos marineros,
con gruesos zuecos de palo, faja de lana roja, gorro catalán; sus
rostros curtidos, su sotabarba poblada y recia, su mirar franco, decían
a las claras la libertad y rudeza de la existencia marítima; a pocos
pasos de este grupo, que rara vez faltaba de allí, se instalaba, en la
confluencia de la alameda y la cuesta, el mercadillo: cestas de
marchitas verduras, pescados, mariscos; pero nunca aves ni frutas de
mérito.

Lo más característico del barrio eran los chiquillos. De cada casucha
baja y roma, al lucir el sol en el horizonte, salía una tribu, una
pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y doce años, que daba
gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como asustados
palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o
ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y
encogidos como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban
indicios de no sonarse los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin
reparo, teniendo frescas aún las pústulas de la viruela o las ronchas
del sarampión; a algunos, al través de la capa de suciedad y polvo que
les afeaba el semblante, se les traslucía el carmín de la manzana y el
brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas cabelleras, que si
ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando los
peinaran las cariñosas manos de una madre. No era menos curiosa la
indumentaria de esta pillería que sus figuras. Veíanse allí gabanes
aprovechados de un hermano mayor, y tan desmesuradamente largos, que el
talle besaba las corvas y los faldones barrían el piso, si ya un
tijeretazo oportuno no los había suprimido; en cambio, no faltaba
pantalón tan corto, que, no logrando encubrir la rodilla, arregazaba
impúdicamente descubriendo medio muslo. Zapatos, pocos, y esos muy
estropeados y risueños, abiertos de boca y endeblillos de suela; ropa
blanca, reducida a un jirón, porque, ¿quién les pone cosa sana para que
luego se revuelquen en la carretera, y se den de mojicones todo el santo
día, y se cojan a la zaga de todos los carruajes, gritando: «¡Tralla,
tralla!»?

De lo que ninguno carecía era de cobertera para el cráneo: cuál lucía
hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza con un oso; cuál un
agujereado fieltro sin forma ni color; cuál un canasto de paja tejido en
el presidio, y cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal arte,
que las puntas simulaban orejas de liebre. ¡Oh, y qué cariño profesaban
los benditos pilluelos a aquella parte de su vestido! Antes se dejarían
cortar el dedo meñique, que arrancar la gorra o el sombrero; nada les
importaba volver a casa de noche sin una pierna del calzón o sin un
brazo de la chaqueta; pero tornar con la cabeza descubierta sería para
ellos el más grave disgusto.

Vivía el barrio entero en la calle, por poco que el tiempo estuviese
apacible y la temperatura benigna. Ventanas y puertas se abrían de par
en par, como diciendo que donde no hay, no importa que entren ladrones;
y en el marco de los agujeros por donde respiraban trabajosamente los
ahogados edificios, se asomaba ya una mujer peinándose las guedejas, y
de la cual sólo distinguía el transeúnte la rápida aparición del brazo
blanco y la oscura aureola del cabello suelto; ya otra, remendando una
saya vieja; ya lactando a un niño, cuyas carnes rollizas doraba el sol;
ya mondando patatas y echándolas, una a una, en grosera cazuela.... Esta
vecina atravesaba con la _sella_ de relucientes aros camino de la
fuente; aquella se acomodaba a sacudir un refajo o a desocupar, mirando
hacia todos lados con recelo, una jofaina; la de más acá salía con
ímpetu a administrar una mano de azotes al chico que se tendía en el
polvo; la de más allá volvía con una pescada, cogida por las agallas,
que se balanceaba y le flagelaba el vestido. Todas las excrecencias de
la vida, los prosaicos menesteres que en los barrios opulentos se
cumplen a sombra de tejado, salían allí a luz y a vista del público.
Pañales pobres se secaban en las cancillas de las puertas; la cuna del
recién nacido, colocada en el umbral, se exhibía tan sin reparo como las
enaguas de la madre.... Y no obstante, el barrio no era triste; lejos de
eso, los árboles vecinos, el campo y mar colindantes, lo hacían por todo
extremo saludable; el paso de los coches lo alborotaba; los chiquillos,
piando como gorriones, le prestaban por momentos singular animación;
apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin alelíes o
albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol, las
barricas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas,
brillaban como gigantesca rueda de plata.

Tampoco faltaban allí comercios que, acatando la ley que obliga a los
organismos a adaptarse al medio ambiente, se acomodaban a la pobreza de
la barriada. Tiendecillas angostas, donde se vendían zarazas catalanas y
pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos vidrios un galán
y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan mosqueados
y tan añejos, y las cajas _tremendas_ de fósforos se mezclaban con
garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al
apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas
de palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de
San Hilario. Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se
pagase de presente, y el crédito, palanca del moderno comercio,
funcionaba con extraordinaria actividad. Todo se compraba al fiado:
cigarrera había que tardaba un año en poder abonar los chismes del
oficio. Reinaba en el barrio cierta confianza, una especie de comadrazgo
perpetuo, un comunismo amigable: de casa a casa se pedían prestados, no
solamente enseres y utensilios, sino «una sed» de agua, «una nuez» de
manteca, «un chisquito» de aceite, «una lágrima» de leche, «un nadita»
de petróleo. Avisábanse mutuamente las madres cuando un niño se
escapaba, se descalabraba o hacía cualquier diablura análoga; y como el
derecho de azotar era recíproco, las infelices criaturas venían a estar
en potencia propincua de ser vapuleadas por el barrio entero.

Pronto se acostumbró la madre de Amparo a su nueva vecindad: tenía la
cama próxima a la ventana, y nadie pasaba por allí sin detenerse a
conversar un rato.... Las pescaderas le referían sus lances, y la
tullida compraba desde su lecho sardinas, pedía agua, oía chismes sin
número, forjándose en cierto modo la ilusión de que tomaba el aire
libre.... Por lo que hace a Amparo, fue presto la reina del barrio:
reíanse los marineros, abierta la boca de oreja a oreja, dilatando sus
anchos semblantes de tritones, cuando la veían pasar; los carabineros
del Resguardo le echaban flores.... Casi todos manifestaron sentimiento
al saber que «andaba» con un oficial, un señorito de allá del barrio de
Abajo.



-XXXI-

Palabra de casamiento


Desde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se
arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio
enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la
levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la
paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo
quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el
semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que
le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al
paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando
curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta
por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba
allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña
guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén.
Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.

--¿Te dio palabra de casarse contigo?--preguntaba Ana a su amiga.

--No cuadró que yo se la pidiese.... Una vez, con disimulo, le indiqué
algo.... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!

Y Amparo cerraba el puño.

--¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo.... ¡Y si después lo
consigues!...

--No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.

Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza
tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en
cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que
fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de
sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar;
cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja
«cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas
bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa
de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana
sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por
mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del
incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras
chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de
pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la
horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan
pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz,
por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de
descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la
mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse
angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del
limbo que del cielo.

Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados
por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las
tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en
la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento
calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente
codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a
la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad.
Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba
que lo comprometía dejándose ver a su lado.

En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este
género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con
una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la
patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía
llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como
bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas,
y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados
de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de
trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había
en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad
los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico
pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que
copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un
rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la
hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo
desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a
madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger
para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta
mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo
comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que
tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes,
hallándose reunida la _partie carrée_ en la huerta a pretexto de fresas,
ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y
gulusmeada de babosas y caracoles.

--Don Enrique--exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén--, ¿cuántas ha cogido
usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las
probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.

--¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le
digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.

--¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos....
¡Uuuuy!

--¿Qué pasa?--exclamó solícito Borrén.

--¡Un babosón!--chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y
disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó
apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con
la mano.

Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo
que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía
Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos,
y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el
follaje.

--¡Eh... dejar algunas!--les gritaba inútilmente Ana.

Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba
sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos
lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar
estaba por todo extremo obediente y cortés.

--¿Conque no fue usted a las _Flores de María_?

--No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo;
estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y
todo; y yo no pienso poner los pies en él.

--Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que
uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró
usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?

--¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.

--Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por
oírla.

--Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía
--exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la
dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.

--¿Y a su casa... tampoco va usted?

--Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de
la de García, y no de ti? ¡De nosotros!--añadió con expresión de
contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la
envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y
después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se
aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de
fresas despachurradas.

--Ya me duelen los riñones de andar a gatas--dijo--. Podíamos
merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.

--Por mí...--murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una
servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo.
Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de
moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso,
único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar
tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales
del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se
desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger
tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después,
levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería,
ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en
las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y
echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda,
empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue
acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando
pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y
extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta
espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la
asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir
más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De
repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un
grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.

Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del
color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió
precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a
la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el
fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea,
mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después
estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando
que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y
quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del
desmayo.

--Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca--dijo Amparo.--No, a la mía,
a la mía.... El cuerpo me pide cama.

--Duermes conmigo.

--No, a mi casita--insistió la abatida Comadreja--. Si va conmigo una
fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.

--Toma mi mantón siquiera--porfió la Tribuna.

--Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.

Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto
de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que
conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con
ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que
decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de
moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina
barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa
es hablar, acompañar, animar, y otra.... Por lo menos así pensaba
Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante
su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que
suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la
Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.

--Espere usted, Anita, que la acompaño--murmuraba--. Espere usted...
puede ocurrírsele a usted algo.

Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese
Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con
los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy
arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera
se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.

--¿Se le ocurre a usted alguna cosa?--preguntó él medio desvanecido aún,
con ronquera que rayaba en afonía.

--Nada--respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén
sus ojuelos verdes--: Don Enrique--añadió--, ¿sabe usted lo que venía
pensando?

--Diga usted....

--Que es usted una alhaja.

--¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?--pronunció ya afablemente
Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había
recobrado su aplomo.

--Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué
hombres!--articuló con ira--. ¡Si aunque se acabase la casta... no se
perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco
gusto ver gente.

--Iré con usted por si....

--¿Usted?--murmuró ella entre irónica y desdeñosa--. ¿Para qué? Abur,
abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.

Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin
saber lo que le pasaba.

Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no
apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en
despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el
cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de
topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un
instante de temor.

--Me voy a mi casa--dijo levantándose.

--¡Amparo... ahora no!--pronunció con suplicantes inflexiones en la voz
Baltasar--. No te marches, que estamos en el paraíso.

La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en
verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso,
hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados,
los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su
rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear
tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus
abultados ojos negros.

--¿Por qué quieres escaparte, vamos?--interrogó él con dulce
autoridad--. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no
tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se
me ocurra. Ya lo sabes.--Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro
con su anhelosa respiración--: ¿Me voy al paseo?--preguntó.

Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:--No
se vaya usted de ningún modo.

--Me tratas tan mal....

--¿Usted qué quiere que haga?

--Que te portes mejor....

--Pues hablemos claros--exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose
en el brocal del pozo.

La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como
un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.

--Di, hermosa....

--Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen
los demás con las muchachas de mi esfera.

--No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.

--Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar,
y de hablar, pero después....

Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.

--Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una
hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya
puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano
de esposo.

--¿Y por qué?--preguntó con soberano desparpajo el oficial.

--¿Y por qué?--repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.

--No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no
hay clases....

--¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de
una hija del pueblo?

--¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra
--repuso Baltasar impaciente.

--¿Me promete usted casarse conmigo?--murmuró la inocentona de la
oradora política.

--¡Sí, vida mía!--exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban,
pues estaba resuelto a decir amén a todo.

Pero Amparo retrocedió.

--¡No, no!--balbució trémula y espantada--. No basta hablar así... ¿me
lo jura usted?

Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló;
pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló
un:

--Lo juro.

Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del
aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del
mar.

--¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con
ahogada voz, articuló el perjurio.

--¿Delante de la cara de Dios?--prosiguió Amparo ansiosa.

De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso
como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero
temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta
de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico
olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus
escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.

Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como
un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo
y sombrío, no pasaba nadie.



-XXXII-

La Tribuna se forja ilusiones


En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro,
se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese
la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio
apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su
trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir
acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en
buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual
iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos
indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a
una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la
mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y
Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo
alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida
les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un
mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy
soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos
del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de
Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente
ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de
cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las
sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la
luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color
juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró
este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar,
habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado
con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a
encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero,
limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba _a
mano_ los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando
al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso
enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con
repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están
«hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches
en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de
entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la
leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que
los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que
convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En
suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante
por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles,
y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.

Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba
a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su
esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el
mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad
remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería
ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la
familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García,
la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por
la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía
hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa
disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún,
de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a
Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos,
mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las
mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar
había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de
algún tiempo a esta parte.

No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad
en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y
vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba
andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus
pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por
pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de
su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba
más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el
señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente
de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba
larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las
ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a
Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por
mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna
vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y
sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso
pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la
voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería
caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para
presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal
saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El
cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de
elaborarlo?

Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la
Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera
de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto
su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para
que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho
ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con
un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser
fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba
con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía
mirar disimuladamente la sortija.... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos
todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las
ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus
deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y
todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las
cosas quedarse como estaban.... Lo malo era que nos mandase ese rey
italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad.... Pero
iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.

Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A
cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida
esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de
portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo
mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del
hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle,
cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de
visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo
cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa
como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba,
espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías
encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el
frío cierzo de la noche de Reyes.... Cuando entraba descalza en el
portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de
ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, _lo otro_....

No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron
mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se
dice; pero del dicho al hecho.... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un
hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah!
Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos
rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y
unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a
clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar
enfriaba a ojos vistas: a cada paso mostraba más cautela, adoptaba
mayores precauciones, descubría más su carácter previsor y el interés de
esconder su trato con la muchacha como se oculta una enfermedad
humillante. Mostrábase aún tierno y apasionado en las entrevistas; pero
se negaba obstinadamente a acompañar a Amparo dos pasos más allá de la
puerta.

Todo lo referido, notó desde su cama la paralítica, y hallábase
sumamente inquieta y quejosa, por varias razones, entre otras, porque
desde que Amparo gastaba cuanto ganaba en botas nuevas y enaguas
bordadas, ella se veía privada de algunas comodidades y golosinas que no
le escatimaban antes. Malo era que su hija se perdiese y malo también
que, tratando con señores, en vez de traer dinero a casa, se empeñase, y
tuviese que pasarse las noches haciendo pitillos de encargo para poder
comer. ¡Y mucho de flores! ¡Y mucho de chambras con puntillas! ¡Qué
necesidad!

Confidente de estas lamentaciones era Chinto, que solía venir a pasarse
con la tullida largas horas al salir del trabajo, desde que supo cuán
propicia se mostrara un tiempo a su pretensión matrimonial. Aún volvía
la vieja a la carga de tiempo en tiempo, y hablaba de Chinto a su hija;
él no sería fino ni buen mozo, pero era un burro de carga, un lobo para
el trabajo y un infeliz. Autorizada, sin duda, por tan buenas
intenciones, la paralítica disponía de Chinto cual de un yerno. Una vez,
cuando empezó a escasear el dinero, rogole «que fuese por seis cuartos
de azúcar para la cascarilla a la tienda de la esquina, que ya le
pagaría». El mozo salió y volvió con un cucurucho de papel de estraza
henchido de azúcar moreno; del pago no se habló más. Otro día se encargó
de tomar un décimo para el próximo sorteo; la vieja, por tranquilizar su
conciencia de empedernida jugadora, le dijo que si «le caía» partirían
como buenos amigos. Poco a poco, y ayudando a ello lo muy distraída que
Amparo andaba, volvió Chinto a amarrarse al antiguo yugo, a obedecer
ciegamente a la despótica voz de la tullida; hízole los recados, le
arregló el cuarto, le trajo remedios, le dio unturas. Y no quiere decir
esto que la pobre mujer se propusiese deliberadamente explotar al mozo,
sino que, a su edad y en su estado, ciertos cuidados y mimos son tan
necesarios como el aire respirable.

Curioso espectáculo en verdad el que ofrecía Chinto, descolorido, flaco,
casi harapiento, cuidando de aquella mujer que no era su madre, que
siempre le había tratado con dureza; y mientras él mondaba las patatas
para el caldo del día siguiente, o mullía el jergón de la impedida,
Amparo regresaba, a la plateada luz de la luna de verano, que prolongaba
sobre la carretera de la Olmeda la sombra de los majestuosos árboles, de
alguna cita en lugares escondidos, en los solitarios huertos, o en el
desierto camino del cerro de Aguasanta.



-XXXIII-

Las hojas caen


Aconteció que, cuando ya se aproximaba el otoño, la paralítica llamó a
Amparo a la cabecera de su lecho, con tono y ademanes desusados,
murmurando sordamente:

--Acércate aquí, anda.

Amparo se acercó con la cabeza baja. La madre extendió la mano, le cogió
violentamente la barbilla para que alzase el rostro, y con voz aguda y
terrible gritó:

--¿Y ahora?

Calló la hija. Constábale que la persona que la interrogaba así había
vivido largos años orgullosa de su matrimonio legítimo, de su honestidad
plebeya, de su marido trabajador, de que en la Fábrica los citasen a
entrambos por modelo de familia unida, de que en cierta ocasión el jefe
hubiese proferido palabras honrosas para ella, llamándole mujer «formal
y de bien». Sí, Amparo lo sabía, y por eso callaba. Repetidas veces la
paralítica le diera consejos, haciendo funestos vaticinios, que se
cumplían al fin. Incorporada a medias sobre la cama, concentrando en los
ojos la vida furiosa de su cuerpo, repitió la madre, con desprecio y con
ira:

--¿Y ahora?

Amparo permaneció pálida e inmóvil. La tullida sintió un hormigueo en la
palma de la mano, y la estampó ruidosamente en la mejilla de su hija,
que se tambaleó, retrocedió escondiendo el rostro, y se fue a sentar en
la silla más próxima.

--¡Sinvergüenza, raída, eso de mí no lo aprendistes!--vociferó la
enferma, algo desahogada ya después del bofetón. No respondió nada la
oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el
advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de
tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que
asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad
maternal, balbució:

--Me ha dado palabra de casamiento.

--¡Y te lo creíste!

--No sé por qué no...--exclamó la muchacha con acento más firme ya--. Yo
soy como otras, tan buena como la que más... hoy en día no estamos en
tiempos de ser los hombres desiguales... hoy todos somos unos, señora...
se acabaron esas tiranías.

Meneó la cabeza la paralítica, con la tenaz desconfianza de los viejos
indigentes que nunca vieron llover del cielo torreznos asados.

--El pobre, pobre es--pronunció melancólicamente...--. Tú te quedarás
pobre, y el señorito se irá riendo...--Y a esta idea, sintiendo renacer
su furor chilló--: Sácateme de delante, indina, que te mato: si te
dieron palabras, que te las cumplan.

Amparo se agachó, y salió temblando. A solas, recobró energía, y calculó
que tal vez hacía mal en desesperarse; acaso su mala ventura sería un
lazo más que acabase de unir a Baltasar con ella para siempre. Sí, no
podía suceder de otro modo, a menos que tuviese entrañas de tigre.

Esperó con afán el domingo, día de cita en el merendero de la gaseosa.
Madrugó, llegó mucho antes que Baltasar. El otoño iba despojando a la
parra de su pomposo follaje recortado, y los nudosos sarmientos parecían
brazos de esqueleto mal envueltos en los jirones de púrpura de las pocas
hojas restantes. Algún racimo negreaba en lo alto. En unas tinas viejas
arrimadas al banco de piedra, había botellas vacías que semejaban
embarcaciones náufragas varadas en un arenal. Amparo sentía mucho frío
cuando Baltasar llegó.

Sentose este al lado de la muchacha, que le presentó un paquete de sus
cigarrillos predilectos, emboquillados, bastante largos, liados con gran
esmero. Baltasar tomó uno y lo encendió, chupándolo nerviosamente con
rápidas aspiraciones. Toda mujer prendada de un hombre llega a conocer
por sus movimientos más leves, por los actos que distraída y casi
mecánicamente ejecuta, el talante de que está. Amparo sabía que cuando
Baltasar fumaba así, no se distinguía por lo jocoso y afable. Como la
luz del sol no hallaba obstáculos para filtrarse al través de la
deshojada parra, el rostro del mancebo, bañado de claridad, parecía duro
y anguloso; su bigote, blondo a la sombra, tenía ahora un dorado
metálico; sus ojos zarcos miraban con glacial limpidez. La pobre
Tribuna, tan intrépida cuando peroraba, se halló del todo cortada y
recelosa, y creyó sentir que le anudaban la garganta con un dogal.
Esperó en vano una expansión, una caricia dulce y apasionada, que no
vino. Baltasar se callaba cosas muy buenas, y seguía taciturno. De
cuando en cuando el soplo de las ráfagas otoñales desprendía una de las
postreras hojas de vid, que caía arrugada y amarillenta sobre la mesa de
granito, entre los dos amantes, produciendo un ruidito seco. ¡Pin! En
los oídos de Baltasar resonaba la voz de doña Dolores, exclamando:
«¿Chico, no sabes que las de García... ¡pásmate!, ganan el pleito en el
Supremo? Lo sé de fijo por el mismo abogado de aquí». ¡Pin, pin! Y
Amparo, a su vez, escuchaba frases coléricas: «Si te dieron palabras,
que te las cumplan». ¡Pinnn!... Una hoja purpúrea descendía con
lentitud.... «Baltasarito, hijo, van a cogerse ciento y no sé cuántos
miles de duros, si ganan».

Al fin, Baltasar fue el primero que rompió el silencio.... Habló del
trabajo que le costaba venir, de lo necesario que era el recato, de que
tendrían que verse menos.... Decía todo esto con acento duro, como si
Amparo fuese culpable respecto de él en algo. La cigarrera le escuchaba
muda, con los labios blancos, mirando fijamente al rostro de Baltasar,
que tenía la expresión distraída del mal pagador que no quiere recordar
su deuda. Y era lo peor del caso que, por más que la Tribuna quería
echar mano de su oratoria, que le hubiera venido de perlas a la sazón,
no encontraba frases con que empezar a tratar del asunto más importante.
Al fin, como viese con asombro levantarse a Baltasar diciendo que le
esperaba el coronel para asuntos del servicio, ella también se alzó
resuelta, y le dio la noticia clara y brutalmente, sin ambages ni
rodeos, sintiendo hervir dentro del pecho una cólera que centuplicaba su
natural valor.

Un relámpago de sorpresa cruzó por las pupilas trasparentes y yertas de
Sobrado; mas al punto se plegó su delgada boca, y diríase que le habían
cerrado el semblante con llave doble y selládolo con siete sellos. Era
otro Baltasar distinto del mancebo gracioso, halagüeño y felino de las
horas veraniegas. Amparo notó que representaba diez años más.

--Ahora--dijo, plantándose delante de él--es justo que me cumplas la
palabra.

--Ahora...--repitió él con voz lenta--. La palabra....

--¡De casarte conmigo! Me parece que me sobra derecho para pedir....

--Mujer...--contestó Baltasar reposadamente, sacudiendo la ceniza del
pitillo--, no todas las cosas salen a medida del deseo. Las
circunstancias le obligan a uno a mil transacciones, que.... Yo
quisiera, lo mismo que tú, que fuese mañana, pero ponte en mi caso....
Mi madre... mi padre... mi familia....

--¡Tu familia, tu familia! ¿Pues no dijiste que ella era una cosa y tú
otra? ¿Le echo yo alguna mancha a tu familia, por si acaso? ¿Soy hija de
algún ajusticiado, o de algún capitán de gavilla? ¿No estamos en tiempos
de igualdá? ¿No es mi madre tan honrada como la tuya, repelo?

--No es eso... yo no te digo que....

--¿Pues qué dices entonces, que te quedas ahí callado? ¿Tienes algo que
echarme en cara? ¿No me gano yo la vida trabajando honradamente, sin
pedírtelo a ti ni a nadie? ¿Te he pedido algo, te he pedido algo? ¿Ando
yo con otros?

--¿Quién te dice semejante cosa? Pero sucede que hoy por hoy lo que tú
deseas, es decir, lo que deseamos, es imposible.

--¡Imposible!

--Por algún tiempo no más.... No me hallo todavía en situación de
prescindir de mi familia... cuando alcance una graduación superior y
pueda vivir con el sueldo....

--¿No eres ya capitán?

--Graduado, pero la efectividad.... En fin, te lo repito, hazte cargo;
en las circunstancias por que atravieso no cabe una determinación
semejante. Sería menester estar loco. Y digo más, créeme, hija; tenemos
que ser muy prudentes para no comprometernos.

--¡No comprometernos!--gimió con amargura la muchacha--. ¡No
comprometernos! ¿Pero tú te has figurado--pronunció, reponiéndose y
recobrando su impetuoso carácter--que yo soy tonta? ¿Piensas que me
puedes meter el dedo en la boca? ¿Qué compromiso ni qué... repelo, te
viene a ti de todo esto? ¡La comprometida, la engañada y la perdida soy
yo!

Y dejose caer en el banco de piedras, y apoyando la frente en la fría
mesa de granito, rompió en convulsivos sollozos.

--No grites, hija--murmuró Baltasar, aproximándose--. No llores... que
pueden oírte y es un escándalo. Amparo, mujer, vamos, no hay motivo para
esos gritos.

La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero
sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a
Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez
y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del
cielo sin comunicarles calor. Él quiso hacer dos o tres zalamerías a la
muchacha para conjurar la tormenta; pero su ademán era violento, sus
movimientos automáticos. Amparo lo rechazó, y se colocó por segunda vez
delante de él en actitud agresiva.

--Habla claro... ¿nos casamos o no?

--Ahora no puede ser, ya te lo he dicho--contestó él sin perder su
continente flemático.

--¿Y cuándo?

--¡Qué sé yo! El tiempo, el tiempo dirá. Pero has de tener calma,
hija... un poco de calma.

--Pues abur, hasta que me pagues lo que me debes--exclamó ella en voz
vibrante, sin cuidarse de que la oyesen desde la casa o desde el camino
los transeúntes--. Yo no soy más tu juguete, para que lo sepas: no me da
la gana de andarme escondiendo, de ir con estas noches de frío a
Aguasanta y a mil sitios así por darte gusto.

Avanzó tres pasos más, y poniendo la mano en el hombro del oficial:

--El día menos pensado...--pronunció--, cuando te vea en _las Filas_ o
en la calle Mayor... me cojo de tu brazo delante de las señoritas,
¿oyes?, y canto allí mismo, allí... todo lo que pasa. Y cuando venga la
nuestra... o te hacemos pedazos, o cumples con Dios y conmigo.
¿Entiendes, falsario?

Y en voz queda, con acento de religioso terror:

--¿Tú no tienes miedo a condenarte? Pues si mueres así... más fijo que
la luz, te condenas. Y si viene la federal... que Dios la traiga y la
Virgen Santísima... te mato, ¿oyes?, para que vayas más pronto al
infierno.

Diciendo así, diole un empujón, y le volvió la espalda, saliendo con
paso rápido, la frente alta, la mirada llameante, a pesar del peregrino
desfallecimiento, de la desusada conmoción interior que le avisaba de
que ahorrase tales escenas. Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte
desparramó por la mesa muchas hojas de vid, que danzaron un instante
sobre la superficie de granito, y cayeron al húmedo suelo.

--¿Lo hará?--meditó Baltasar a sus solas--. ¿Me vendrá a marear en
público? Tengo para mí que no.... Estos genios vivos y prontos son del
primer momento: pasado ese, se quedan como malvas. Quia... no lo hace.
Sin embargo, me convendría salir de Marineda una temporada....

Al pensar esto, miraba maquinalmente a las hojas secas, que valsaban con
lánguido y desmayado ritmo.

--Pero ¿y Josefina? Si las noticias de mamá son ciertas, no va a ser
posible abandonar una proporción que tal vez no vuelva a encontrar en mi
vida. ¡Qué mil diablos! Y esa chica era guapa.... ¡Lo que es guapa! ¡Qué
tonterías! ¿Por qué se buscará uno estos conflictos? ¡Yo que tengo
juicio para diez!

Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego
brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla
se apagó.



-XXXIV-

Segunda hazaña de la Tribuna


Frío es el invierno que llega; pero las noticias de Madrid vienen
calentitas, abrasando. La cosa está abocada, el italiano va a abdicar
porque ya no es posible que resista más la atmósfera de hostilidad, de
inquina, que le rodea. Él mismo se declara aburrido y harto de tanto
contratiempo, de la grosería de sus áulicos, de la guerra carlista, del
vocerío cantonal, del universal desbarajuste. No hay remedio, las
distancias se estrechan, el horizonte se tiñe de rojo, la federal
avanza.

La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y
maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se
ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse
su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos
años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer
la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la
solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la
hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió
lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre.
¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a
perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer
daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas,
quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se
establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la
hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son
más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos
maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy
complaciente, para los ricos!

Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado
se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.

--Sí, sí... ¡esperar por eso, papalanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo
la levita y burlándose bien!

--No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda--decía la
Comadreja a Guardiana--, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la
de García.

--¡Bribón!--exclamaba Guardiana--. ¡Y quién lo ve, tan juicioso como
parece!

--Pues conforme te lo digo.

--Amparo tampoco debió hacerle caso.

--Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

--¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones?--replicó la
muchacha--. Pues si no hubiese más que.... ¡Madre querida de la Guardia!
No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se
los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que
la honradez.... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja
embobar.

--Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

--A mí también. Lástima, sí.

Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante
oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el
mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus
facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto
de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso
brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era
su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del
corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República
federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de
libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo
señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada
por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura
socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda,
máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se
retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces
pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios!
¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los
ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los
sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían
en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros
los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del
mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan
que llevar a la boca!

Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la
silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a
pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a
la entrada del taller, silencioso y grave.

--¡Qué cuenta tan larga...--proseguía la oradora, animándose al ver el
mágico y terrible efecto de sus palabras...--, qué cuenta tan larga
darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda!
Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni
puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una
de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen,
durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar
siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin
que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta,
retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y
otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis
manos lavadas y me bebo el vino....

--Pero el que lo tiene, lo tiene--interrumpía la conservadora Comadreja.

--Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de
que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos
iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre
unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de
los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

--El que está debajo, mujer, debajito se queda.

--¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la
_Comun_... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se
sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos de hacer aquí, si
no nos pagan.

--¿Y allá, qué hicieron?

Amparo bajó la voz.

--Prender fuego... a todos los edificios públicos....

Un murmullo de indignación y horror salió de la mayor parte de las
bocas.

--Y a las casas de los ricos... y....

--¡Asús!, ¡fuego, mujer!

--Y afusil... y afusil... ar....

--¿Afusilar... a quién, mujer, a quién?

--A... a los prisioneros, y al arzobispo, y a los cur....

--¡Infames!

--¡Tigres!

--¡Calla, calla, que parece que la sangre se me cuajó toda!... ¿Y quién
hizo eso? ¡Pues vaya unas barbaridás que cuentas!

--Si yo no las cuento para decir que... que esté bien hecho eso de... de
prender fuego y afusilar.... ¡No, caramba!, ¡no me entendéis, no os da
la gana de entenderme! Lo que digo es que... hay que tener hígados, y no
dejarse sobar ni que le echen a uno el yugo al cuello sin defenderse....
Lo que digo es, que cuando no le dan a uno por bien lo suyo, lo muy
suyo, lo que tiene ganado y reganado.... Cuando no se lo dan, si uno no
es tonto... lo pide... y si se lo niegan... lo coge.

--Eso, clarito.

--Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es
que nos abonen lo nuestro.

--No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia
de unos zampar y ayunar otros.

--Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.

--Ni yo.

--Ni yo.

--Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien
determinadas a armar el gran cristo....

--¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?

--Bueno.

--Pues venir temprano... tempranito.

A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del
Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que,
más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían
vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando
esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron
el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para
conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron
allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando
tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la
portería. Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto
hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y
comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del
zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo
tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y
conteniendo a la vez la humana marea.

--Calma--decíales con hondo acento--, calma y serenidá... Tiempo habrá
para todo: aguardar.

Pero algunos gritos, los empellones, y dos o tres disputas que se
promovieron entre el gentío, iban empujando, mal de su grado, a la
Tribuna hacia la vetusta escalera del taller, cuando en este se
sintieron pasos que conmovían el piso, y un inspector de labores, con la
fisonomía inquieta del que olfatea graves trastornos, apareció en el
descanso. Empezaba a preguntar, más bien con el ademán que con la boca:
«¿Qué es esto?», a tiempo que Amparo, sacando del bolsillo un pito de
barro, arrimolo a los labios y arrancó de él agudo silbido. Diez o doce
silbidos más, partiendo de diferentes puntos, corearon aquella romanza
de pito, y el inspector se detuvo, sin atreverse a bajar los escalones
que faltaban. Dos o tres viejas desvenadoras se adelantaron hacia él,
profiriendo chillidos temerosos, y tocándole casi, y se oyó un sordo
«¡muera!». Sin embargo, el funcionario se rehízo, y cruzándose de
brazos, se adelantó, algo mudada la color, pero resuelto.

--¿Qué sucede?, ¿qué significa este escándalo?--preguntó a Amparo, a
quien halló más próxima--. ¿Qué modo es este de entrar en los talleres?

--Es que no entramos hoy--respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron
la frase--: No se entra, no se entra.

--No entran... ¿pues qué pasa?

--Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.

--No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia
seca!--clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el
remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al
inspector.

--¿Pero qué piden ustedes?

--¿No oyes, hijo? Jos-ti-cia-berreó una desvenadora al oído mismo del
empleado.

--Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen--exclamó
enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía
tempestuoso.

--Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que....

--No nos da la gana.

--¡Que baile el can-can!

--¡Muera!

Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.

--No pedimos nada que no sea nuestro--explicó Amparo con gran sosiego--.
Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un
cuarto.... Nuestro dinero, y abur.

--Voy a consultar con mis superiores--respondió el inspector,
retirándose entre vociferaciones y risotadas.

Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a
consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».

--Si nos pagan--declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca--, es
que nos tienen miedo. ¡Alante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.

--Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite--gruñó la voz oscura de la
vieja--. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la
necesidá y los trabajitos que uno pasa!

--Orden y unión, ciudadanas...--repetía Amparo con los brazos
extendidos.

Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un
viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo
contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces
comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida
de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba
con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la
Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico
carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

--¿Qué recado nos trae?--gritaron al inspector las sublevadas.

--Oíganme ustedes.

--Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.

--Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no
puedo perder el tiempo.

--Se pagará... hoy mismo... un mes de los que se adeudan.

Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas.
«¿Él pagan, sí o no? pagan.... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no
consentir... todo, todo junto!». Amparo tomó la palabra.

--Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos
debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables
e individuales.... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a
conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el
sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión
más impía se nos pueden incautar....

--Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la
Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos
meses.... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte
que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios.... De lo
contrario, la guardia va a proceder al despejo....

--¡La guardia!, ¡que nos la echen!, ¡que venga! ¡Acá la guardia!

Cuatro soldados al mando de un cabo, total cinco hombres, bregaban ya en
la puerta de entrada con las más reacias y temibles. No tenían, dijeron
ellos después, corazón para hacer uso de sus armas; aparte de que no se
les había mandado tampoco semejante cosa. Limitábanse a coger del brazo
a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que
había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas,
amenazas sordas y feroces.

Pero sucedió que un soldado, al cual una cigarrera clavó las uñas en la
nuca, echó a correr, trajo de la garita el fusil y apuntó al grupo: al
instante mismo un pánico indecible se apoderó de las más cercanas, y se
oyeron gritos convulsivos, imprecaciones, súplicas desgarradoras, ayes
de dolor que partían el alma, y las mujeres, en revuelto tropel, se
precipitaron fuera del zaguán, y corrieron buscando la salida del patio,
empujándose, cayendo, pisoteándose en su ciego terror, arracimadas como
locas en la puerta, impidiéndose mutuamente salir, y chillando lo mismo
que si todas las ametralladoras del mundo es tuviesen apuntadas y
prontas a disparar contra ellas.

Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida,
llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para
mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y
llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja
fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin
mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a
Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea... afuera...». La Tribuna se
volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al
soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas
con gran estrépito de gonces y cerrojos.

Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran
multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban
dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón
amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna,
viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a
animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan
humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados,
al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos,
y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas.

Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas
calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar.
Y eligiendo dos o tres de las más animosas, mandoles que arrancasen una
de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como
dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la
condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas
narices. Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar
esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta
cuando la lápida cayó contra el quicio.

--Hacen barricadas--exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de
la Milicia Nacional.

--Borricadas, borricadas--exclamaba una maestra--, nos van a dar por
cara todo este barullo.

El propósito de las desempedradoras no era ciertamente hacer barricadas,
sino otra cosa más sencilla: o bien echar abajo la puerta a puros
cantazos, o bien elevar delante un montón de piedras por el cual se
pudiese practicar el escalamiento. En su imprevisión estratégica
olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un
portillo, un lado débil, sobre el cual debería cargar el empuje del
ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la
rabia, Amparo no pensaba sino en atravesar otra vez la misma puerta por
donde la habían expulsado--¡oh rubor!--cuatro soldados y un cabo. Así es
que arrancada ya, casi con las uñas, la primer baldosa, se procedió a
desencajar la segunda.

Apoyadas en el muro de una casita de pescadores, donde había redes
colgadas a secar, Guardiana y la Comadreja miraban el motín sin tomar
parte en él. Ana era remilgada, endeble como un junco, y jamás podrían
sus descarnadas manos, forzudas sólo en los momentos de excitación
nerviosa, levantar ni una peladilla de arroyo algo grande; en cuanto a
Guardiana, se creía obligada a permanecer allí, puesto que al fin el
tumulto era «cosa de la Fábrica»; pero desaprobándolo, porque
indudablemente, de todo aquello iban a resultar «desgracias».

--¡Mira Amparo, tan adelantada en meses, y cómo ella trajina!

--Es el demonche. Ella sola levanta la piedra--contestó Ana, con la
reverencia de los débiles hacia la fuerza física.

Mas la primera piedra era enorme: una losa de un metro de longitud y
gruesa y ancha a proporción, y constituía un problema de dinámica al
trasportarla sin auxilio de máquina alguna. Para echada a hombros de una
sola persona era enorme y la aplastaría; para llevada en vilo entre
varias, no se sabía cómo subirla. Amparo discurrió irla enderezando y
rodando hasta la puerta, y en efecto, el sistema dio buen resultado y la
piedra llegó a su sitio. Al punto que la vio colocada, tornó con
infatigable ardor a intentar descuajar un nuevo proyectil. En esta faena
y brega estaban entretenidas las pronunciadas, sin reparar que el sol
calentaba más de lo justo y que ya eran casi las once de la mañana,
cuando un rumor contenido, temeroso, leve al principio, se propagó entre
el concurso cayendo como lluvia helada sobre el entusiasmo general, y
causando notable descenso en los gritos y vociferaciones que coreaban el
arranque de las piedras.

¿Quién dio la noticia? Un pilluelo, que, con los calzones remangados,
venía al trote largo desde la plaza de la Fruta, allá en el barrio de
Arriba. Oídos sus informes, las miradas se volvieron ansiosamente hacia
los cuatro puntos cardinales, y cada boca murmuró pegándose a cada oído
ajeno dos palabras preñadas de espanto: «Viene tropa».

Al notar la oleada del creciente rumor, abandonó la Tribuna la piedra
que traía entre manos, y volviose iracunda, con la mirada rechispeante,
a la inerme multitud. Su rostro, su ademán, decían claramente: «Ahora
vuelven estas cobardonas a dejarme aquí plantada». En efecto, el nombrar
tropa bastó para que tomasen el portante algunas de las más animosas
barricaderas. ¡Pero qué fue cuando, en el punto más lejano del
horizonte, se vio aparecer una nube de polvo, y cuando se oyó como el
trote de muchos caballos reunidos!

Amparo anima a sus huestes. Con la nariz dilatada, los brazos
extendidos, diríase que la aparición de las brigadas de caballería y
fuerzas de la Guardia Civil que desembocan, unas por el camino real,
otras por San Hilario, redobla su guerrero ardor, acrecienta su cólera.
«No nos comerán, grita.... Vamos a tirarles piedras, a lo menos tengamos
ese gusto...». Nadie quiere tenerlo. La losa enorme es abandonada; las
que más gritaban se escurren por donde pueden; cuando las brigadas
llegan a las puertas de la Granera, el motín se ha disuelto, sin dejar
más señales de su existencia que dos medianas baldosas, arrimadas al
portón, y algunas mujeres dispersas, inofensivas, en medrosa actitud.



-XXXV-

La Tribuna se porta como quien es


Cada vez más fría la estación invernal y más calientes las noticias que
de allá fuera vienen a conmover la Fábrica. Por de pronto, no quedaron
estériles las disposiciones marciales demostradas el día del motín, y al
siguiente cobraron las operarias sus haberes a tocateja. No era cosa de
provocar el enojo del pueblo en el estado actual de España, que parecía
ya la casa de Tócame Roque. Nadie se entendía; al ejército se le conocía
por la «tropa amadeísta»; la artillería presentaba dimisión en masa; el
Maestrazgo ardía, Saballs llamaba «cabecilla» a Gaminde y Gaminde le
devolvía el calificativo; los Hierros ordenaban a una compañía entera de
ferro-carriles suspender la circulación de trenes; corría en Cataluña
moneda con el busto de Carlos VII, y la reina de más tristes destinos,
la mujer de Amadeo I, a la cual tirios y troyanos nombraban
desdeñosamente «la Cisterna», daba al mundo con terror y lágrimas un
mísero infante, y ningún obispo se prestaba a bautizar el vástago regio.
Así andaba la patria. Más adelante se ha visto que podía encontrarse
mucho peor.

Amparo quedó algo abatida desde el memorable día del pronunciamiento.
Había hecho tal gasto de energía y de fuerza muscular removiendo los
pedruscos de la calzada, y tal dispendio de laringe, espoleando a las
remisas y vacilantes, que por algún tiempo no quedó de provecho para
cosa alguna. Entre el frío, la lluvia que, al ir a la Fábrica la
acribillaba a alfilerazos en la piel o la bañaba con gruesos y anchos
goterones que se deshacían aplastándose en su mantón, y la fatiga
inherente a su estado, viose sumida en marasmo constante, que a veces
iluminaba, a manera de relámpago que divide un cielo oscuro, aquella
última y robusta esperanza en el advenimiento de la federal. ¡Cuán
triste veía el cielo, y el aire, y todo en derredor! Parecíale a Amparo
que los lugares testigos de sus dichas y sus yerros habían sido
devastados, arrasados por mano aleve. La tierra del huerto que Baltasar
había llamado _paraíso_, desnuda, en barbecho, aguardaba la vegetación.
De los verdes y gayos maizales sólo quedaban rastrojos. Los árboles de
la carretera alzaban sus ramas peladas y escuetas al brumoso cielo. El
piso, lleno de charcos formados por la lluvia, se hallaba intransitable,
y delante de la misma casa de la Tribuna una gran poza obstruía el paso;
para entrar, Amparo tenía que saltarla, y como no calculase bien el
brinco, sucedíale meter el pie en el agua helada y cenagosa, y haber de
mudarse después las medias y el calzado. Algunas veces encontraba a
Chinto, que se ofrecía a darle la mano para pasar el mal paso, y su
ademán compasivo la encendía en ira. ¡Ser compadecida por semejante
bestia! ¡A esto llegábamos después de tanto sueño, de tanta aspiración
hacia la vida fácil y brillante, hacia la dicha!

Así iba desgranándose el racimo de los días de invierno, lentos aunque
breves, sin que Amparo viese brillar un rayo de claridad en el
firmamento ni en su destino. Aplanose su espíritu, y cometió un acto de
flaqueza. No veía a Baltasar desde la disputa en el merendero, y
entrole, de pronto, deseo invencible de hablar con él, para suplicar o
para increpar, ella misma no sabía para qué; pero, en suma, para
desfogar, para romper aquella horrible monotonía del tiempo que pasaba
inalterable. Enviole el mensaje por Ana. Baltasar respondió: «Ya iré».

--¿Piensa usted ir?--le preguntaba Borrén aquella tarde.--¿A qué? ¿A oír
lástimas que no puedo remediar? ¡Algo bueno daría por estar ahora en
Guipúzcoa!

--¡Hombre... pobre chica!

Baltasar tomó su café a sorbos, muy pensativo. Calculaba que la avaricia
de su madre le exponía, tal vez, a un grave compromiso. Era falta de
habilidad no remitir a Amparo siquiera mil reales para tenerla contenta
mientras él no aseguraba a Josefina, que engreída ahora con la
perspectiva del caudal, le había acogido con hartos remilgos y
escrúpulos, dificultando reanudar sus antiguos amorcillos. ¡Bah! El caso
era ganar tiempo, porque apenas pusiese tierra en medio el peligro
cesaba.... No obstante, el prudente Baltasar temía, temía una campanada
inoportuna, que diese al traste con sus nuevos planes.

--¿Qué te dijo?--interrogó ansiosamente Amparo.

--Que vendría--repuso la Comadreja.

--Pero... ¿cuándo?

--No quiso explicar cuándo.

--¿Piensa él que estoy yo para esas calmas?

--Lo que él no tiene es gana de verte el pelo.

Amparo dejó caer la cabeza sobre el pecho, y su rostro se anubló con
expresión tal de desconsuelo y enojo, que Ana la miró compadecida.

--Si algún día... si pronto... viene la república... la santa federal...
¡así Dios me salve, Ana... lo arrastro!

Ana se echó a reír con su delgada risa estridente.

--No seas tonta, mujer... no seas tonta... ¡para divertirlo y darle un
mal rato no tienes que aguardar por república ni repúblico!

--¿Que no?

--¿Sabes lo que yo había de hacer? Pues esto mismo. Coger papel y
pluma.... ¿Conoce tu letra?

--Nunca le escribí.

--Mejor. Pues escribirle a la de García una carta bien explicada, para
que no se deje engañar por él.

--¿Un anónimo? ¡Quita allá!

--Un avisito... contándole lo que hizo contigo. No seas boba, anda, más
merece.

Pasaba esta conversación a la salida de la Fábrica; Ana llevó a Amparo a
su casa, en la calle de la Sastrería. Subieron a un cuartuco; la
Comadreja dio a su amiga recado de escribir, y entre las dos compusieron
la siguiente epístola, que fielmente se traslada a la estampa: «Estimada
Srta.: halguien que la estima le abisa que quien se guiere casar con
Usté tiene compormetida huna Chica onrada, y lea dado palbra de casarse
con ella. Es el de Sobrado, parque Usté no dude, y Usté se iformará y
veraque es verdá. Q. b. s. m. Un afetísimo amigo». La Comadreja cerró,
dictó sobre y señas, puso lacre fino del que ella usaba para escribir a
su capitán, pegó un sello, y dijo a la Tribuna:

--Ahora, de paso que vuelves a tu casa, la echas en el correo con
disimulo.

Al bajar la escalera, estrecha y oscura como boca de lobo, zumbábanle a
Amparo los oídos y apretaba convulsivamente la carta, llevándola oculta
bajo el mantón. La oprimía como oprimiría un puñal, con vengativo empeño
y no sin cierto interior escalofrío. Se representaba a la orgullosa
señorita de García rompiendo el sobre, leyendo, palideciendo,
llorando...--¡Que pene!--decíase a sí propia la oradora--. ¡Que sufra
como yo!... ¿Y qué tiene que ver? Si ella pierde un pretendiente, yo he
perdido la conducta y cuanto perder cabe...--Después pensaba en
Baltasar... y en los Sobrados todos...--. ¡Ah!, ¡buen chasco esperaba a
la avarienta de la madre, que contaba con establecer brillantemente a su
hijo! No la habían querido a ella... pues ahora iban a verse desairados
a su turno.... ¡Ya probarían lo bien que sabe!

Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la
Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de
vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado
público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de
las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas,
prolongadas por la funda del pañuelo. En la oscura noche invernal,
caminando con paso atentado para salvar los charcos que dejó la lluvia
de la tarde, parecíale a Amparo ir a cometer un delito, y, herida,
sintiendo el dolor de su agravio, este pensamiento la embriagaba.
Maquinalmente, al llegar a la entrada de la calle estrecha de San Efrén
bajó una mano para recoger el vestido que se iba manchando de barro, y
al hacerlo aflojáronse sus dedos y dejó de apretar la carta, cuyo
satinado papel le acariciaba las falanges.... Al cruzar la travesía del
Puerto, su cabeza pareció despejarse, y vio el escaparate de la tercena
y el buzón, con las fauces abiertas, como voceando «aquí estoy yo».
Amparo soltó el vestido y sacó de debajo del mantón la mano derecha y la
misiva.... Detúvose antes de alzar el brazo.

--¡Un anónimo!--pensaba.

Su indómita generosidad popular se despertó. La pequeñez de la villana
acción se le hacía muy patente al ir a perpetrarla.

--Debí decirle a Ana que la echase ella.... Yo no tengo cara a esto
--murmuró entre sí--. Y si no la echo me llamará boba.... Pues mejor.
¡Esto es indecente!--balbució adelantando la carta hasta tocar con el
buzón--. No, repelo--exclamó casi en voz alta bajando la mano--. Esto es
una cochinada.... ¡Más vale ahogarlos donde los encuentre!

Dio precipitadamente la vuelta y se metió por un callejón que lindaba
con la travesía del Puerto, desembocando en el muelle. Ofreciose de
pronto a sus ojos el agua negra de la bahía, que no alumbraban la luna
ni las estrellas, y donde los barcos inmóviles parecían más negros aún.
Arrimose al parapeto. Una brisa salitrosa, picante, le envolvió la faz.
Despejósele completamente el cerebro, y con viveza suma hizo pedazos la
epístola anónima. Los blancos fragmentos revolotearon un instante, como
voladoras falenas, y cayeron sordamente en el agua, que chapoteaba
contra el muro del embarcadero.



-XXXVI-

Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria


No hay remedio, esto se va y lo otro avanza a galope. ¿Cuándo se retira
Amadeo? ¿Hoy? ¿Mañana? Y si el italiano no perdió de vista todavía la
tierra española, ya es como si viviésemos en plena república; no estará
proclamada, pero ¿qué más da? Todo el mundo cuenta con ella de un
instante a otro. Sólo bajo la monarquía de merengue que se va
derritiendo y consumiendo al calor de la revolución podía ser
representable el drama que anunciaban los carteles del coliseo
marinedino, Valencianos con honra. Aunque Amparo no iba a parte alguna,
tanto oyó hablar de lo intencionado y subversivo que era el drama
famoso, y de cómo pintaba a los republicanos tal cual son y no según los
ennegrece el pincel reaccionario, que resolvió asistir. Instalose con
Ana en el paraíso, donde se amontonaba inmensa concurrencia, que les
metía los pies por la cintura, los codos por las ingles; a duras penas
lograron las dos muchachas apoderarse de su sitio; al fin consiguieron
embutirse de medio lado en delanteras, y allí se mantuvieron prensadas,
comprimidas, sin ser dueñas ni de enjugarse el sudor de la frente. El
calor era espeso, asfixiante. Al alzarse el telón vino una bocanada de
aire más respirable a aquel horno; poco duró, pero al menos dio ánimos
para atender a las primeras escenas del drama.

El cual merecía bien que se sufriese la asfixia y otros géneros de
tortura, a trueque de verlo representar. Desde la exposición tuvo
conmovidos y suspensos a los espectadores. No podía ser de más
actualidad el argumento, basado en los sucesos políticos de Valencia de
1869. Jugaba en el enredo un espía, un vil espía, perseguidor y delator
de una familia republicana a machamartillo. Perdonado este pícaro en el
primer acto por los magnánimos conspiradores a quienes vendió, claro
está que no había de enmendarse, y que en los actos siguientes volvería
a hacer de las suyas; no lo creyeron así los protagonistas del drama,
pero en cambio la concurrencia de la cazuela lo presintió, y en medio
del calor sofocante se oían voces ahogadas de emoción exclamando: «¡Ay!
¿Para qué perdonarán a ese tunante?... ¡Ya verás cómo los ha de vender
otra vez!... ¡Como yo le atrapase no le soltaba, no!». Verdad es que si
el bellaco del espía era tan malo que no tenía el diablo por donde
cogerlo, en cambio los personajes republicanos ofrecían modelos de
lealtad y dechados de virtudes. Cuando en el mismo acto primero una
esposa se abraza a su marido, que parte al combate, declarando con noble
resolución que quiere seguirle y compartir los riesgos de la lid, Amparo
sintió como un nudo, como una bola que se le formaba en la garganta, y
haciendo un supremo esfuerzo, se agarró a la barandilla de la cazuela y
gritó «¡bien!... ¡muy bien!» dos o tres veces, luciendo su voz de
contralto. Era aquel drama el mismo que ella había soñado en otro
tiempo, cuando llegaron a Marineda los delegados de Cantabria, de cuyos
riesgos y aventuras tanto deseara ser partícipe. La escena final del
acto, donde todos los voluntarios republicanos, entre el fragor de la
lid empeñada, doblan la rodilla al aparecer el Señor acompañado de las
monjas de San Gregorio, aflojó suavemente los tirantes nervios de la
concurrencia. Una especie de rocío refrigerante de honradez, dulzura y
religiosidad se derramó sobre el público; las gentes experimentaban
impulsos de abrazarse, de rezar y de charlar. ¡Después dirán que los
oscurantistas se levantan por la religión! ¡Sí, sí! ¡Por cobrar las
contribuciones y destruir _ferroscarriles_! ¡Que vengan a oír esto!
¿Quién duda que los mejores cristianos son los federales?

Pasose el entreacto en vivos comentarios acerca del drama, que causaba
favorabilísima impresión. Personas grandes se limpiaban los ojos con el
dorso de la mano haciendo tiernos momos de llanto. ¡Cuidado que se
necesitaba talento y sabiduría para escribir piezas así! Sólo era
irritante lo de dejar al espía con vida, porque de fijo, en el acto
próximo, iba a salir con alguna barrabasada gorda. De tal suerte
imperaba el entusiasmo, que nadie se ocupaba en mirar a la gente de
abajo, a pesar de hallarse de bote en bote el coliseo; y como tardase en
subir el telón, hubo pateos y aplausos impacientes y furiosos. Al fin
dio principio el ansiado acto segundo.

Graduaba el autor hábilmente los efectos dramáticos, manejando con
destreza los resortes del terror y la piedad. Ahora presentaba un
mancebito que volvía de la lucha callejera a su casa, herido
mortalmente, y consternando a su familia del modo que cualquiera puede
figurarse. La actriz encargada de este interesante papel se había puesto
sobre su cabello natural una peluca de ricitos cortos que la hacía
semejante a un perro de aguas; circundaban sus ojos románticas ojeras
marcadas al difumino; espesa capa de polvos de arroz imitaba la palidez
de la agonía; llevaba americana muy floja para disimular la amplitud de
las caderas, y entró tambaleándose y dando traspiés, con la mano apoyada
en la región del pecho donde se suponía estar la herida. Por el paraíso
circuló un rumor misterioso y profundo, el rugido opaco de la emoción
que se comprime y refrena para mejor estallar después. Comenzó la escena
de la despedida del moribundo y su familia. Cuando el padre, comandante
de los voluntarios republicanos, dijo adiós al hijo confiándole la
bandera, en unos versos que terminan así:

          _Lleva la palma en la mano_
          _Mientras la patria en ofrenda_
          _Te da este sudario en prenda..._

y corriendo hacia la concha del apuntador y mudando la voz llorona en un
vocejón estentóreo, gritó cerrando de puños:

          _¡Viva el pueblo soberano!_


Los llantos histéricos de las mujeres fueron cubiertos, devorados por el
clamor que se alzó compacto y fortísimo, repitiendo frenéticamente el
¡viva!, a la vez que un huracán de palmadas asordó el coliseo.
Contagiados, electrizados por la exaltación del público, los actores se
esmeraban, bordaban su papel, y, poseyéndose, se abrazaban en realidad y
se daban verdaderas puñadas en el tórax. Amparo, con medio cuerpo fuera
de la barandilla, palmoteaba a más y mejor.

Durante el segundo entreacto, las gentes prensadas en la cazuela se
hallaron unas miajas más anchas y cómodas, ya sea porque su volumen se
había ido sentando y acomodándose al espacio, ya porque algunas,
indispuestas con tan alta temperatura, mal de su grado hubieron de
retirarse. Ana logró, pues, revolverse y escudriñar con sus perspicaces
ojos de gato los ámbitos del teatro todo. Dio un expresivo codazo a la
Tribuna, que miró hacia donde le señalaba su amiga, y divisó a las de
García en un palco platea.

Fijose especialmente en Josefina, que estaba elegante y sencilla, con
traje de alpaca blanca adornado de terciopelo negro. A toda su familia,
desde la madre hasta Nisita, les rebosaba el contento visiblemente; pero
Josefina, en particular, no parece sino que se había esponjado con las
buenas nuevas del pleito. La proximidad de la fortuna animaba, como un
reflejo dorado, su tez, y hacía fulgecer en sus ojos chispas áureas.
Recostada en la silla, gozaba beatíficamente del triunfo, exponiendo a
la admiración de los inquilinos de las _lunetas_ el cuerpecillo
ajustado, púdico, la línea fugitiva que se elevaba desde la cintura al
hombro, el gracioso manejo de abanico, el movimiento delicado con que
subía los gemelos a la altura de las cejas. No acertaba Amparo a apartar
los ojos de su vencedora rival, y a duras penas la distrajo de aquella
contemplación acerba el principio del tercer acto.

Aparecía en éste un oficial del ejército, que, agradecido a la
hospitalidad que le habían otorgado en la casa republicana, salvaba a su
vez a los dueños de ella: patético rasgo, corona de todos los excelentes
sentimientos que abundaban en el drama. Cuando más moqueaba la gente y
se oían más jipíos y sollozos, Amparo sintió que su mirada, atraída por
irresistible imán, se clavaba otra vez en el palco de García. Abriose la
puerta de este, y entró Baltasar, ceñido el fino talle por un uniforme
intachable; y después de saludar cortésmente a la madre y a las niñas,
se sentó al lado de la mayor, arreglándose el pelo con la enguantada
mano, y estirando levemente, con notable desembarazo, la tirilla.
Dirigió a Josefina en voz baja dos o tres palabras que, según el
movimiento con que las acompañó, debían ser: «¿Qué tal esto?». Y la de
García alzó los hombros de un modo imperceptible, que claramente
significaba: «Psh.... Un dramón muy cursi y muy populachero». Definida
así la situación, Baltasar tomó familiarmente el abanico de la joven, y
mientras lo cerraba y abría y le daba vueltas como para informarse bien
del paisaje, se entabló una de esas conversaciones íntimas, salpicadas
de coqueterías, de reticencias, de miradas intensas y cortas, de
ahogadas risas, diálogos en que reina dulce abandono, que no serían
posibles mano a mano y en la soledad, y nunca se producen mejor que
entre el tumulto de un sitio público, ante miles de testigos, en el
desierto de las multitudes.

--Pero no ves, mujer... ¡qué poca vergüenza!--exclamaba Ana señalando al
grupo, del cual no se separaban las pupilas de Amparo--. Después del...
del aviso, ¿no sabes?--añadió hablándole al oído.

La Tribuna no contestó. Ana ignoraba la destrucción del anónimo: Amparo,
avergonzándose de su noble impulso, no quería confesarlo, temerosa de
que la Comadreja la tratase de _babiona_ y de _pápara_, y aun de que
repitiese la carta por cuenta propia. Ahora... ahora, clavando las uñas
en la franela roja del barandal, sentía que el corazón se le inundaba de
hiel y veneno: nada, estaba visto que era tonta; ¿por qué no echó la
carta en el correo? Pero no; esa miserable y artera venganza no la
satisfacía; cara a cara, sin miedo ni engaño, con la misma generosidad
de los personajes del drama, debía ella pedir cuenta de sus agravios. Y
mientras se le hinchaba el pecho, hirviendo en colérica indignación, el
grupo de abajo era cada vez más íntimo, y Baltasar y Josefina
conversaban con mayor confianza, aprovechándose de que el público,
impresionado por la muerte del espía infame que, al fin, hallaba
condigno castigo a sus fechorías, no curaba de lo que pudiese suceder
por los palcos. De Josefina, que tenía la cabeza vuelta, sólo se
alcanzaban a ver los bucles del artístico peinado, la mancha roja de una
camelia prendida entre la oreja y el arranque del blanco cuello, y la
bola de coral del pendiente, que oscilaba a cada movimiento de su dueña.

Bien quisiera la Tribuna salir, librarse de la sensación lancinante que
le producía tal vista; pero la gente que la rodeaba por todas partes,
como las sardinas a las sardinas en la banasta, no le consentía moverse
mientras el telón no se bajase. Un poco antes de terminarse el drama
hubo de ver a las de García que se levantaban, y a Baltasar que les
ponía los abrigos a todas con suma deferencia, empezando por la madre;
después se cerró la puerta del palco, y quedose Amparo con las pupilas
fijas maquinalmente en aquel espacio vacío. Aún tardó algunos minutos en
comenzar el desagüe de la cazuela, y el estrepitoso descenso por las
escaleras abajo. Cogiéronse Amparo y Ana de bracero, y empujadas por
todos lados arribaron al vestíbulo y de allí salieron a la calle, donde
el frío cortante de la noche liquidó al punto el sudor en que estaban
ensopadas sus frentes. Sintió la Comadreja que el brazo de Amparo
temblaba, y la miró, y le halló desencajada la faz.

--Tú no estás bien, chica... ¿qué tienes? ¿Te da algo por la cabeza?

--Suéltame--contestó con voz opaca la Tribuna--. A donde voy no me hace
falta compañía.

--¡María Santísima!, ¿a dónde vas, mujer?, ¿qué es esto?

--¡Que a dónde voy! Pues a apedrearles la casa, para que lo sepas.

Y recogió el mantón, como para quedarse con los brazos libres.

--Tú loqueas.... Anda a dormir.

--O me dejas o me tiro al mar--respondió con tal acento de desesperación
la muchacha, que Ana la soltó, y echó a andar a su lado, midiendo el
paso por el de la terrible y colérica Tribuna.

--Te digo que se la apedreo, mujer; tan cierto como que ahora es de
noche y Dios nos ve. ¡Repelo!,¡no hay sino hacer irrisión de las
gentes... de las infelices mujeres... de los pobres! ¿Pero tú has visto
qué descaro, qué descaro tan atroz? En mi cara... en mi cara misma...
¡me valga san Dios!, ¡que esto no pasa entre los negros de allá de
Guinea!

--Bueno... y ahora ¿qué se hace con perderse... con ir a la cárcel,
mujer?

--Desahogarme, Ana... porque me ahogo, que toda la noche pensé que con
un cordel me estaban apretando la nuez.... ¡Romperles los vidrios,
retepelo!, ¡armar un belén, avergonzarlos, canario!, ¡y que no me piquen
las manos y que duerma yo a gusto hoy!, ¡que tengo las asaduras aquí
(señaló a la garganta) y el corazón apretao, apretao!

--Pero mujer... mira, considera....

--No considero, no miro nada....

Este diálogo duraba mientras cruzaron las dos amigas el páramo de
Solares en dirección al barrio de Arriba, por donde suponía Amparo que
iba Baltasar acompañando a las de García hasta su casa. El aire frío y
el silencio de las calles del barrio templaron, no obstante, la sangre
enardecida de la Tribuna. Pareciole entrar en algún claustro donde todo
fuese quietud y melancolía. No hollaba un transeúnte el pavimento, que
resonaba con solemnidad, y cuando menos lo pensaban las dos
expedicionarias, les cerró el paso una iglesia, la de Santa María
Magdalena, alta, muda, con pórtico de ojiva, donde la luz de los faroles
dibujaba los vagos contornos de los santos de piedra que se miraban
inmóviles. Involuntariamente la Tribuna bajó la voz, y al cruzar por
delante del pórtico se santiguó, sin darse cuenta de lo que hacía, y
reportó y contuvo el paso. Ana iba a aprovechar la coyuntura para hacer
a la determinada Tribuna mil reflexiones, a tiempo que un oficial, que
volvía de la plaza de la Fruta, cruzó casi rozándose con ellas y sin
verlas, cantando entre dientes no sé qué polca o pasodoble. Reconoció
Amparo a Baltasar y echó tras él como el lebrel tras la res que
persigue. ¿Oyó Baltasar las pisadas de la Tribuna y pudo reconocerlas?
¿O era solamente que iba deprisa? Lo cierto es que se perdió de vista al
revolver de la esquina, y que, por muy diligentes que anduvieron las que
lo seguían, no lograron darle alcance.

--Voy a llamarle a la puerta--exclamó Amparo.

--Mujer, ¿estás loca?... ¡una casa de la calle Mayor!--murmuró Ana con
respetuoso miedo--. ¿Tú sabes la que se armaría?

En horas semejantes la calle Mayor ofrecía imponente aspecto. Las altas
casas, defendidas por la brillante coraza de sus galerías refulgentes,
en cuyos vidrios centelleaba la luz de los faroles, estaban cerradas,
silenciosas y serias. Algún lejano aldabonazo retumbaba allá... en lo
más remoto, y sobre las losas el golpe del chuzo del sereno repercutía
majestuoso. Amparo se detuvo ante la casa de los Sobrados. Era ésta de
tres pisos, con dos galerías blancas muy encristaladas, y puerta
barnizada, en la cual se destacaba la mano de bronce del aldabón. Y
entre el silencio y la calma nocturna, se alzaba tan severa, tan
penetrada de su importante papel comercial, tan cerrada a los extraños,
tan protectora del sueño de sus respetables inquilinos, que la Tribuna
sintió repentino hervor en la sangre, y tembló nuevamente de estéril
rabia, viendo que por más que se deshiciese allí, al pie del impasible
edificio, no sería escuchada ni atendida. Accesos de furor sacudieron un
instante sus miembros al hallarse impotente contra los muros blancos,
que parecían mirarla con apacible indiferencia; y de pronto, bajándose,
recogió un trozo de ladrillo que la casualidad le mostró, a la luz de un
farol, caído en el suelo, y con airada mano trazó una cruz roja sobre la
oscura puerta reluciente de barniz, cruz roja que dio mucho que pensar
los días siguientes a doña Dolores y al tío Isidoro, que recelaban un
saqueo a mano armada.



-XXXVII-

Lucina plebeya


Vestíase Amparo, antes de salir a la Fábrica, reflexionando que
diluviaba, que de noche se habían oído varios truenos, que se quedaría
gustosa en casa, y aún entre cobertores, si no necesitase saber
noticias, excitarse, oír voces anhelosas que decían: «Ahora sí que llegó
la nuestra.... Macarroni se va de esta vez... hay un parte de Madrí, que
viene la república... mañana se proclama».

Al salir de su fementido lecho, la transición del calor al frío le hizo
sentir en las entrañas dolorcillos como si se las royese poquito a poco
un ratón. Púsose pálida, y le ocurrió la terrible idea de que llegaba la
hora. Volviose al lecho, creyendo que allí se calentaría: cerró los ojos
y no quiso pensar. Un deseo profundo de anonadamiento y de quietud se
unía en ella a tal vergüenza y aflicción, que se tapó la cara con la
sábana, prometiéndose no pedir socorro, no llamar a nadie. Mas como
quiera que el tiempo pasaba y los dolorcillos no volvían, se resolvió a
levantarse, y al atar la enagua, de nuevo le pareció que le mordían los
intestinos agudos dientes. Vistiose no obstante, y se dio a pasear por
la estancia, a tiempo que una mano llamó a la puerta del cuartuco, y
antes que Amparo se resolviese a decir «adelante», Ana entró.

--¿Vienes?

--No puedo.

--¿Pasa algo, hay novedá?

--Creo... que sí.

--¿Qué sientes, mujer?

--Frío, mucho frío... y sueño, un sueño que me dormiría de pie... pero
al mismo tiempo rabio por andar... ¡qué rareza!

--¿Aviso a la señora Pepa?

--No... qué vergüenza.... Jesús, mi Dios.... Ana querida, no la avises.

--¡Qué remedio, mujer! ¿Sigue eso?

--Sigue... ¡infeliz de mí, que nunca yo naciese!

--Acuéstate sobre la cama....

Con su viveza ratonil, Ana arropó a la paciente, y ya se dirigía a la
puerta, cuando una quebrantada voz la llamó.

--Llévale la cascarilla a mi madre... dile que me duele la cabeza... no
le digas la verdá, por el alma de quien más quieras....

--Sí que no se hará ella de cargo....

Amparo se quedó algo tranquila: sólo a veces un dolor lento y sordo la
obligaba a incorporarse apoyándose sobre el codo, exhalando reprimidos
ayes. Ana corría, corría, sin cuidarse de la lluvia, hacia la ciudad.
Cerca de dos horas tardó, a pesar de su ligereza, en volver acompañada
de un bulto enorme, del cual sólo se veían desde lejos dos magnos
chanclos que embarcaban el agua llovediza, y un paraguazo de algodón
azul con cuento y varillas de latón dorado. Bufaba la insigne comadrona
y resoplaba, ahogándose a pesar del ningún calor y de la mucha y glacial
humedad de la atmósfera; cuando penetró en la casucha, revolviose en
ella como un monstruo marino en la angosta tinaja en que el domador lo
enseña. Fuese derecha a la cama de la paralítica, y le dijo dos o tres
frases entre lástima y chunga, que a esta le supieron a acíbar;
cabalmente estaba deshaciéndose de ver que ni podía ayudar a su hija en
el trance, ni acompañarla siquiera; aquella habitación era tan próxima a
la calle, que ni soñaba en traer allí a la paciente.

Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de
la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras estas sufren la
terrible crisis que ellas ya vencieron.... Chinto se encontraba allí,
semejante a un palomino atontado.... Entró la comadrona donde la llamaba
su deber, y el mozo y la vieja se quedaron tabique por medio, ayudándose
a sobrellevar la angustia de la tragedia que para ellos se representaba
a telón corrido.... La tullida maldecía de su hija que en tal ocasión se
había puesto, y al mismo tiempo lloriqueaba por no poder asistirla. Y a
cada cinco minutos la señora Pepa entraba en el cuartuco llenándolo con
su corpulencia descomunal, y ordenando militarmente a Chinto que
corriese a desempeñar algún recado indispensable.

--Aceite, rapaz... ¡un poco de aceite!

--¿Qué tal?--interrogaba la madre.

--Bien, mujer, bien.... ¡Aceite, porreta!

Lo que no se encontraba en la casa, Chinto salía disparado a pedirlo
fuera, prestado en la de un vecino, o fiado en las tiendas.
Generalmente, al recoger una cosa, la comadrona exigía ya otra.

--Un gotito de anís....

--¿Anís? ¿Para qué?--preguntaba la tullida.

--Para mí, porreta, que soy de Dios y tengo cuerpo y también se me abre
como si me lo cortasen con un cuchillo....

Y Chinto se echaba dócilmente a la calle en busca de anís.... Volvía a
presentarse la terrible comadre, toda fatigosa y sofocada.

--Vino... ¿hay vino?

--¿Para ti?--murmuraba sin poder contenerse la impedida.

--Para ti, para ti.... ¡Para ella, demonche, que bien necesita ánimos la
pobre!... ¿Piensas tú que yo le doy desas jaropías de los médicos, desos
calmantes y durmientes? ¡Calmantes! Fuersa, fuersa es lo que hace falta,
y vino, que alegra al hombre las pajarillas, ¡porreta!

Quince minutos después:

--Tres onsas de chocolate, del mejor.... Y mira, de camino a ver si
encuentras una gallinita bien gorda, y le vas retorciendo el
pescuezo.... Pide también un cabito de cera... las planchadoras que haya
por aquí han de tener....

--¿De cera?

--De cera, ¡porreta! ¿Si sabré yo lo que me pido? Y pon agua a la
lumbre.

Y Chinto entraba, salía, dando zancajadas a través del lodo, trayendo a
la exigente facultativa cera, espliego, romero, vino blanco y tinto,
anís, aceite, ruda, todas las drogas y comestibles que reclamaba.... En
los breves intervalos que tenía de descanso el solícito mozo, se sentaba
en una silla baja, al lado del lecho de la tullida, quejándose de que le
faltaban las piernas de algún tiempo acá, él mismo no sabía cómo, y
parece que la respiración se le acababa enteramente: el médico le
afirmaba que se le había metido polvillo de tabaco en los _broncos_ y en
los _plumones_... Boh, boh... ¿qué saben los médicos lo que uno tiene
dentro del cuerpo? Hablaba así en voz baja, para no dejar de prestar
oído a los lamentos de la paciente, que recorrían variada escala de
tonos: primero habían sido gemidos sofocados; luego quejidos hondos y
rápidos, como los que arranca el reiterado golpe de un instrumento
cortante; en pos vinieron ayes articulados, violentos, anhelosos, cual
si la laringe quisiese beberse todo el aire ambiente para enviarlo a las
conturbadas entrañas; y trascurrido algún tiempo, la voz se alteró, se
hizo ronca, oscura, como si naciese más abajo del pulmón, en las
profundidades, en lo íntimo del organismo. A todo esto llovía, llovía, y
la tarde de invierno caía prontamente, y el celaje gris ceniza parecía
muy bajo, muy próximo a la tierra. Chinto encendió el candil de
petróleo, y trajo caldo a la paralítica, y permaneció sentado, sin
chistar, con las rodillas altas, los pies apoyados en el travesaño de la
silla, la barba entre las palmas de las manos. Hacía un rato que el
tabique no comunicaba queja alguna. Dos o tres amigas de la Fábrica,
entre ellas Guardiana, que ya no se quejaba de la paletilla, entraban un
momento, se ofrecían, se retiraban con ademanes compasivos, con
resignados movimientos de hombros, con reflexiones pesimistas acerca de
la fatalidad y de la ingratitud de los hombres. De improviso se
renovaron los gritos, que en el nocturno abandono parecían más lúgubres:
durante aquella hora de angustia suprema, la mujer moribunda retrocedía
al lenguaje inarticulado de la infancia, a la emisión prolongada,
plañidera, terrible, de una sola vocal. Y cada vez era más frecuente,
más desesperada, la queja.

Serían las once cuando la señora Pepa se presentó en el cuarto de la
tullida, enjugándose el rostro con el reverso de la mano. Sobre su
frente baja y achatada, y en su grosera faz de Cibeles de granito, se
advertía una preocupación, una sombra.

--¿Cómo va?

--Tarda, porreta.... Estas primerizas, como no saben bien el
camino...--Y la comadre hizo que se reía para manifestar tranquilidad;
pero un segundo después añadió--: Puede ser que... porque uno no quiere
embrollos ni dolores de cabesa, ¿oyes? Yo soy clara como el agua,
vamos... y no se me murieron en las manos, ¡porreta!, sino dos, en la
edá que tengo.... Después los médicos hablan.... Y yo cuanto puedo hago,
y unturas y friegas de Dios llevo dado en ella....

Al afirmar esto, la comadre se limpiaba a las caderas sus gigantescas
manos pringosas.

--¿Habrá que avisar al médico?--gimoteó la tullida.

--Porreta, a mi edá no gusta verse envuelta en cuentos... luego después,
que si hizo así, que si pudo haser asá... que si la señora Pepa sabe o
no sabe el oficio.... Menéate ya, dormilón--añadió despóticamente
volviéndose a Chinto...--. Ya estás corriendo por el médico, ¡ganso!

Chinto salió sin cuidarse del agua que continuaba cayendo tercamente del
negro cielo, y corrió, perseguido por aquella voz cada vez más dolorida,
más agonizante, que atravesaba el tabique, mientras la impedida se
lamentaba de que además de morírsele la hija, iba a tener que abonar--¿y
con qué, Jesús del alma?--los honorarios de un facultativo. El silencio
era tétrico, el tiempo pasaba con lentitud, medido por el chisporroteo
del candil y por un clamor ya exhausto, que más se parecía al aullido
del animal espirante que a la queja humana. Media noche era por filo
cuando Chinto entró acompañado del médico. Acostumbrado debía estar este
a tan críticas situaciones, porque lo primero que hizo fue dejar el
chorreante impermeable en una silla, remangarse tranquilamente las
mangas del gabán y los puños de la camisa, y tomar de manos de Chinto
una caja cuadrilonga que arrimó a un rincón. Después entró en el cuarto
de la paciente, y se oyó la voz gruñona de la comadre, empeñada en darle
explicaciones....

A eso de un cuarto de hora más tarde volvió el soldado de la ciencia a
presentarse y pidió agua para lavarse las manos.... Mientras Chinto
buscaba torpemente una jofaina, la madre, llorosa, temblando, preguntaba
nuevas.

--Bah... no tenga usted cuidado... ese chico me dijo que se trataba de
un lance muy peligroso, y me traje los chismes... no sé para qué: una
muchacha como un castillo, con formación admirable, una versión que se
hizo en un decir Jesús.... Estamos concluyendo. Ahora la comadre basta,
pero yo seré testigo.

Lavose las manos mientras esto decía, y tornó a su puesto. La mecha de
petróleo, consumida, carbonizada, atufaba la habitación, dejándola casi
en tinieblas, cuando dos o tres gritos, no ya desfallecidos, sino, al
contrario, grandes, potentes, victoriosos, conmovieron la habitación, y
tras de ellos se oyó, perceptible y claro, un vagido.



-XXXVIII-

¡Por fin llegó!


Amparo descansa abismada en el reposo inefable de las primeras horas.
Sin embargo, a medida que la luz de la pálida mañana entra por el
ventanillo, vuélvele la memoria y la conciencia de sí misma. Llama a
Chinto ceceándolo.

--¿Qué quieres, mujer?

--Vas a ir corriendo al cuartel de infantería.... Parece que ahora no
sale la tropa de los cuarteles.

--Bueno.

--Si no está allí don Baltasar, a su casa.... ¿La sabes?

--La sé. ¿Qué le digo?

--Le dirás... ¡veremos cómo sabes dar el recado! Le dirás que tengo un
niño... ¿oyes? No vayas a equivocarte....

--Bueno, un niño....

--Un niño... no sea que digas una niña, tonto; un niño, un niño.

--¿No le digo más?

--Y que ya sabe lo que me ofreció... y que si quiere ponerse por padre
de la criatura... y que mañana se bautiza.

--¿Nada más?

--Nada más.... Esto... bien clarito.

Chinto salía cuando entraba Ana, que se había ido a su casa a dormir.
Venía muy misteriosa, como el que trae nuevas estupendas.

--¿Y ese valor, y el pequeño?--preguntó alzando la sábana y la manta y
sacando del tibio rincón donde yacía, un bulto, un paquete, un pañuelo
de lana, entre cuyos dobleces se columbraba una carita microscópica
amoratada, unos ojuelos cerrados, unas faccioncillas peregrinamente
serias, con la seriedad cómica de los recién nacidos. Ana empezó a
hablarle, a decirle mil zalamerías a aquel bollo que del mundo exterior
sólo conocía las sensaciones de calor y frío; buscó una cucharilla y le
paladeó con agua azucarada; arregló la gorra protectora del cráneo,
blando y colorado como una berenjena, y después se sentó a la cabecera
del lecho, depositando en el regazo el fajado muñeco.

--¿No sabes?--exclamó abriendo por fin la esclusa de sus noticias--.
Encontré a la que les cose a las de García.... No te alteres, mujer,
alégrate; se largan esta tarde para Madrí, porque tuvieron parte de que
ganaron el pleito y van a arreglarlo allá todo.

Volvió Amparo el rostro con lánguido movimiento, murmurando:

--Dios vaya con ellas.

--No sé que no les pase algo en el camino, porque anda todo revuelto....
Me dijo esa misma chica que hoy sin falta venía la República....

--Hace... ocho días que la están anunciando....

--Calla, no hables, que te puede venir el delirio....

Y la Comadreja se dedicó a arrullar al infante mientras Amparo se
sepultaba otra vez en un sopor que le dejaba el cerebro hueco, la cabeza
vacía, anonadando su pensamiento y haciéndola insensible a lo que pasaba
en torno suyo. Los pasos de Chinto la llamaron a la vida otra vez. Abrió
los ojos, que, en la palidez amarillosa de su morena cara, parecían
mayores y azulados. Chinto se acercó andando de puntillas, torpón y
zambo como siempre. Además parecía hallarse muy turbado.

--Caro me costó que me dejasen pasar al cuartel--murmuró con su
estropajosa habla de paisano, que salía a relucir de nuevo en los lances
difíciles--. No se puede andar.... Todo está revuelto.... La gente corre
como loca por las calles.... Allí... dice que se marchó el Rey.... Que
en Madrí hay República....

Medio se incorporó Amparo, apartando de la frente los negros cabellos
lacios con el sudor que los empapaba....

--¿Qué me dices?--balbució.

--Lo que te digo, mujer.... El alcalde y el gobernador ya echaron muchos
bandos, que los vi en las esquinas.... Y están poniendo trapos de color
en los balcones....

--¡Será la cierta!--clamó alzando las manos--. Sigue, sigue.

--Pues fui al cuartel... y allí no estaba....

--¿Irías a su casa volando?--interrogó Amparo temblona.

--Fui... y dice que....

--Acaba, maldito.

--Y dice que...--Chinto se devanó los sesos buscando una fórmula
diplomática--. Dice que no está en el pueblo, porque... porque ayer se
marchó a Madrí.

Quiso abrir la boca Amparo y articular algo, pero su dolorida laringe no
alcanzó a emitir un sonido. Echose ambos puños a los cabellos y se los
mesó con tan repentina furia, que algunos, arrancados, cayeron
retorciéndose como negros viboreznos sobre el emboce de la cama.... Las
uñas, desatentadas, recorrieron el contraído semblante y lo arañaron y
ofendieron....

--Lárgate, que me voy a levantar--dijo por fin a Chinto--, a ver si
reúno gente y quemo aquella maldita madriguera de los de Sobrado.

--Sí, lárgate--añadió Ana--. ¡Para las buenas noticias que traes!

En vez de obedecer, acercose Chinto a la cama, donde jadeaba Amparo
partida, hecha rajas por el horrible esfuerzo de su cólera.

--Mujer, oyes, mujer...--pronunció con voz que quería suavizar y que
sólo lograba ensordecer--no te aflijas, no te mates.... Allí... yo... yo
me pondré por padre y nos casaremos si quieres... y si no, no... lo que
digas.

Como generosa yegua de pura sangre a la cual pretendiesen enganchar
haciendo tronco con un individuo de la raza asinina, la Tribuna se
irguió, y saltándosele los ojos de las órbitas, los carrillos inflamados
por la fiebre, gritó:

--Sal, sal de ahí, bruto.... ¡Quieres condenarme!

Fuese el emisario de malas nuevas con la música a otra parte, cabizbajo,
convencido de que era un criminal, y la oradora permaneció sentada en la
cama, arrugando las ropas en la contorsión desesperada de sus miembros y
cuerpo.

--¡Justicia--clamaba--, justicia! ¡Justicia al pueblo... favor, madre
mía del Amparo! ¡Virgen de la Guardia!, ¿pero cómo consientes esto? ¡La
palabra, la palabra, la palaaaabra... los derechos que... matar a los
oficiales, a los oficia!...

Un principio de fiebre y delirio se traslucía en la incoherencia de sus
palabras. Su cabeza se trastornaba y aguda jaqueca le atarazaba las
sienes. Dejose caer aletargada sobre las fundas, respirando
trabajosamente, casi convulsa. Ana se sintió iluminada por una idea
feliz. Tomó el muñeco vivo, y sin decir palabra, lo acostó con su madre,
arrimándolo al seno, que el angelito buscó a tientas, a hocicadas, con
su boca de seda, desdentada, húmeda y suave. Dos lágrimas refrigerantes
asomaron a los párpados de la Tribuna, rezumaron al través de las
pestañas espesas, humedecieron la escaldada mejilla, y en pos vinieron
otras, que se apresuraban desahogando el corazón y aliviando la
calentura incipiente....

Al exterior, las ráfagas de la triste brisa de febrero silbaban en los
deshojados árboles del camino y se estrellaban en las paredes de la
casita. Oíase el paso de las cigarreras que regresaban de la Fábrica; no
pisadas iguales, elásticas y cadenciosas como las que solían dar al
retirarse a sus hogares diariamente, sino un andar caprichoso,
apresurado, turbulento. Del grupo más compacto, del pelotón más resuelto
y numeroso, que tal vez se componía de veinte o treinta mujeres juntas,
salieron algunas voces gritando:

--¡Viva la República federal!

EMILIA PARDO BAZÁN

Granja de Meirás, octubre de 1882.





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