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Title: Misericordia
Author: Pérez Galdós, Benito, 1843-1920
Language: Spanish
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Misericordia

Benito Pérez Galdós



I


Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián...
mejor será decir la iglesia... dos caras que seguramente son más
graciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos
por la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la Plaza
del Ángel. Habréis notado en ambos rostros una fealdad risueña, del más
puro Madrid, en quien el carácter arquitectónico y el moral se aúnan
maravillosamente. En la cara del Sur campea, sobre una puerta chabacana,
la imagen barroca del santo mártir, retorcida, en actitud más bien
danzante que religiosa; en la del Norte, desnuda de ornatos, pobre y
vulgar, se alza la torre, de la cual podría creerse que se pone en
jarras, soltándole cuatro frescas a la Plaza del Ángel. Por una y otra
banda, las caras o fachadas tienen anchuras, quiere decirse, patios
cercados de verjas mohosas, y en ellos tiestos con lindos arbustos, y un
mercadillo de flores que recrea la vista. En ninguna parte como aquí
advertiréis el encanto, la simpatía, el _ángel_, dicho sea en andaluz,
que despiden de sí, como tenue fragancia, las cosas vulgares, o algunas
de las infinitas cosas vulgares que hay en el mundo. Feo y pedestre como
un pliego de aleluyas o como los romances de ciego, el edificio
bifronte, con su torre _barbiana_, el cupulín de la capilla de la
Novena, los irregulares techos y cortados muros, con su afeite barato de
ocre, sus patios floridos, sus hierros mohosos en la calle y en el alto
campanario, ofrece un conjunto gracioso, picante, _majo_, por decirlo de
una vez. Es un rinconcito de Madrid que debemos conservar cariñosamente,
como anticuarios coleccionistas, porque la caricatura monumental también
es un arte. Admiremos en este San Sebastián, heredado de los tiempos
viejos, la estampa ridícula y tosca, y guardémoslo como un lindo
mamarracho.

Con tener honores de puerta principal, la del Sur es la menos favorecida
de fieles en días ordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señorío entra
por la del Norte, que más parece puerta excusada o familiar. Y no
necesitaremos hacer estadística de los feligreses que acuden al sagrado
culto por una parte y otra, porque tenemos un _contador_ infalible: los
pobres. Mucho más numerosa y formidable que por el Sur es por el Norte
la cuadrilla de miseria, que acecha el paso de la caridad, al modo de
guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la frontera
de lo divino, o la contribución impuesta a las conciencias impuras que
van a donde lavan.

Los que hacen la guardia por el Norte ocupan distintos puestos en el
patinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y
San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede
escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En
rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten a
los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque
los hay constituidos milagrosamente para aguantar a pie firme las
inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o
pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas
a derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidable
ocupación del terreno y táctica exquisita, no se escapa un cristiano, y
forzar el túnel no es menos difícil y glorioso que el memorable paso de
las Termópilas. Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena y
media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas
viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad
irresistible (entiéndase que se aplican estos términos al arte de la
postulación), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de
comer, pues también aquel ejército se raciona metódicamente, para volver
con nuevos bríos a la campaña de la tarde. Al caer de la noche, si no
hay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y plática, o
Adoración Nocturna, se retira el ejército, marchándose cada combatiente
a su olivo con tardo paso. Ya le seguiremos en su interesante regreso al
escondrijo donde mal vive. Por de pronto, observémosle en su rudo luchar
por la pícara existencia, y en el terrible campo de batalla, en el cual
no hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sino
pulgas y otras feroces alimañas.

Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras
en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo
frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del
pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San
Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de
tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía
las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que
daban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegó
también en el interior de su garita, y metiendo consigo los tiestos y
manojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos. En
el patio, que fue _Zementerio de S. Sebastián_, como declara el azulejo
empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres vivientes
que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban para entrar
en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma mano en
que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se encaminaba a
la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como pájaro negro que
ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su mano crispada la
teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta por encima de la
torre.

Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porque
ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a la
nieve como al calor sofocante, con su mano extendida, mal envuelto en
raída capita de paño pardo, modulando sin cesar palabras tristes, que
salían congeladas de sus labios. Aquel día, el viento jugaba con los
pelos blancos de su barba, metiéndoselos por la nariz y pegándoselos al
rostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso frío producía en sus
muertos ojos. Eran las nueve, y aún no se había estrenado el hombre. Día
más _perro_ que aquel no se había visto en todo el año, que desde Reyes
venía siendo un año fulastre, pues el día del santo patrono (20 de
Enero) sólo _se habían hecho_ doce _chicas_, la mitad aproximadamente que
el año anterior, y la Candelaria y la novena del bendito San Blas, que
otros años fueron tan de provecho, vinieron en aquel con diarios de
siete _chicas_, de cinco _chicas_: ¡valiente puñado! «Y me _paice_ a
mí--decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas y
escupiendo los pelos de su barba--, que el amigo San José también nos
vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del primer año de
Amadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se
acaba, Señor, hasta _el fruto de la festividá_, o, como quien dice, la
_probeza honrada_. Todo es por tanto pillo como hay en la política
_pulpitante_, y el aquel de las suscriciones para las _vítimas_. Yo que
Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los
papeles andan siempre inventando _vítimas_, al cuento de jorobarnos a
los pobres _de tanda_. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por
un lado, el _Congrieso_ dichoso, y por otro las _congriogaciones_, los
_metingos_ y _discursiones_ y tantas cosas de imprenta, quitan la
voluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no _haiga_
pobres, y se saldrán con la suya. Pero _pa_ entonces, yo quiero saber
quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se
pudrirán allá las señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde de
ellas, porque... a mí que no me digan: el rezo de los ricos, con la
barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale... por Dios vivo
que no vale».

Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura,
con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta años,
de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; y
poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que sin
duda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas hoy:
di la verdad. ¡Con este día!...

---Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos--replicó el ciego besando la
moneda--, porque hoy es el _universario_, y usted no había de faltar,
aunque se helara el cero de los _terremotos_ (sin duda quería decir
_termómetros_).

--Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no es
flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de
encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, ten
cuidado. ¿Por qué no te vas adentro?

--Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor
se está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esas
viejas charlatanas, que no tienen educación... Lo que yo digo: la
educación es lo primero, y sin educación, ¿cómo quieren que _haiga_
caridad?... D. Carlos, que el Señor se lo aumente, y se lo dé de
gloria...».

Antes de que concluyera la frase, el D. Carlos voló; y lo digo así,
porque el terrible huracán hizo presa en su desmedida capa, y allá
veríais al hombre, con todo el paño arremolinado en la cabeza, dando
tumbos y giros, como un rollo de tela o un pedazo de alfombra
arrebatados por el viento, hasta que fue a dar de golpe contra la
puerta, y entró ruidosa y atropelladamente, desembarazando su cabeza del
trapo que la envolvía. «¡Qué día... vaya con el día de porra!»--exclamaba
el buen señor, rodeado del enjambre de pobres, que con chillidos
plañideros le saludaron; y las flacas manos de las viejas le ayudaban a
componer y estirar sobre sus hombros la capa. Acto continuo repartió las
perras, que iba sacando del cartucho una a una, sobándolas un poquito
antes de entregarlas, para que no se le escurriesen dos pegadas; y
despidiéndose al fin de la pobretería con un sermoncillo gangoso,
exhortándoles a la paciencia y humildad, guardó el cartucho, que aún
tenía monedas para los de la puerta del frontis de Atocha, y se metió en
la iglesia.



II


Tomada el agua bendita, don Carlos Moreno Trujillo se dirigió a la
capilla de Nuestra Señora de la Blanca. Era hombre tan extremadamente
metódico, que su vida entera encajaba dentro de un programa
irreductible, determinante de sus actos todos, así morales como físicos,
de las graves resoluciones, así como de los pasatiempos insignificantes,
y hasta del moverse y del respirar. Con un solo ejemplo se demuestra el
poder de la rutinaria costumbre en aquel santo varón, y es que, viviendo
en aquellos días de su ancianidad en la calle de Atocha, entraba siempre
por la verja de la calle de San Sebastián y puerta del Norte, sin que
hubiera para ello otra razón que la de haber usado dicha entrada en los
treinta y siete años que vivió en su renombrada casa de comercio de la
Plazuela del Ángel. Salía invariablemente por la calle de Atocha, aunque
a la salida tuviera que visitar a su hija, habitante en la calle de la
Cruz.

Humillado ante el altar de los Dolores, y después ante la imagen de San
Lesmes, permanecía buen rato en abstracción mística; despacito recorría
todas las capillas y retablos, guardando un orden que en ninguna ocasión
se alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, ni una más ni una
menos; hacía otro recorrido de altares, terminando infaliblemente en la
capilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacristía, donde con
el coadjutor o el sacristán se permitía una breve charla, tratando del
tiempo, o de _lo malo que está todo_, o bien de comentar el cómo y el
por qué de que viniera turbia el agua del Lozoya, y se marchaba por la
puerta que da a la calle de Atocha, donde repartía las últimas monedas
del cartucho. Tal era su previsión, que rara vez dejaba de llevar la
cantidad necesaria para los pobres de uno y otro costado: como
aconteciera el caso inaudito de faltarle una pieza, ya sabía el mendigo
que la tenía segura al día siguiente; y si sobraba, se corría el buen
señor al oratorio de la calle del Olivar en busca de una mano desdichada
en que ponerla.

Pues señor, entró D. Carlos en la iglesia, como he dicho, por la puerta
que llamaremos del Cementerio de San Sebastián, y las ancianas y ciegos
de ambos sexos que acababan de recibir de él la limosna, se pusieron a
picotear, pues mientras no entrara o saliera alguien a quien acometer,
¿qué habían de hacer aquellos infelices más que engañar su inanición y
sus tristes horas, regalándose con la comidilla que nada les cuesta, y
que, picante o desabrida, siempre tienen a mano para con ella saciarse?
En esto son iguales a los ricos: quizás les llevan ventaja, porque
cuando tocan a charlar, no se ven cohibidos por las conveniencias
usuales de la conversación, que poniendo entre el pensamiento y la
palabra gruesa costra etiquetera y gramatical, embotan el gusto inefable
del dime y direte.

«¿No _vus_ dije que D. Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decir
ahora si yo me equivoco y no estoy al tanto.

--Yo también lo dije... Toma... como que es el _aniversario del mes_, día
24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y Don Carlos
bendito no falta este día, aunque lluevan ruedas de molino, porque otro
más cristiano, sin agraviar, no lo hay en Madrid.

--Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y pensé
que, por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la _festividá_.

--Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe
cumplir y paga lo que debe.

--Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso sí; pero quitándonos la
chica de mañana. Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos de cuentas? Sin
agraviar, yo sé ajustarlas como la misma luz, y sé que el D. Carlos,
cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse
algunos días, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.

--Cállate, mala lengua.

--Mala lengua tú, y... ¿quieres que te lo diga?... ¡adulona!

--¡Lenguaza!».

Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se
entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas
ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas
vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La
_señá_ Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien
tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues
en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres
humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás,
y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata,
siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del
envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano
de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases
altaneras y descorteses tenía por nombre _Flora_ y por apodo _la
Burlada_, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña
y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el
miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía
que decir algo picante y malévolo cuando los demás _repartijaban_, y
nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos
sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia.
Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover
de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus
encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca,
asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba
su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo,
cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y
la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las
ideas con un temblor insultante.

Tipo contrario al de _la Burlada_ era el de _señá_ Casiana: alta,
huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por
llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de
los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran
todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y
feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin
brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de
gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios
delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar
rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a _la
Burlada_ podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo
en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un
caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros,
cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el
otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda
región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división
capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo
mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el
principio de distinción capital. Las _antiguas_, o sea las que llevaban
ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de
preeminencias que por todos eran respetadas, y las _nuevas_ no tenían
más remedio que conformarse. Las _antiguas_ disfrutaban de los mejores
puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto
a la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen
esta jurisprudencia en beneficio de alguna _nueva_, ya les había caído
que hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso
acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas
colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las
_antiguas_; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para
que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a
la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era
fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la
preponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo
dominio, la fuerza invisible de la anterioridad. Siempre es fuerte el
antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden
determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro,
dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas;
_la Burlada_, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la más
nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial
o palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas la
chispa de la discordia.

La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada o
salida de fieles. Pero _la Burlada_ no podía refrenar su reconcomio, y
en la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de
quien se hablará después) recibían aquel día más limosna que los demás,
se deslenguó nuevamente con la _antigua_, diciéndole: «Adulona, más que
adulona, ¿crees que no sé que estás rica, y que en Cuatro Caminos tienes
casa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos? Todo se
sabe.

--Cállate la boca, si no quieres que dé parte a D. Senén para que te
enseñe la educación.

--¡A ver!...

--No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.

--Pero, señoras, por Dios--dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio más
próximo a la iglesia--. Arreparen que están alzando el Santísimo
Sacramento.

--Es esta habladora, escorpionaza.

--Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, ya que eres _caporala_, no
tires tanto de la cuerda, y deja que las _nuevas_ alcancemos algo de la
limosna, que todas _semos_ hijas de Dios... ¡A ver!

--¡Silencio, digo!

--¡Ay, hija... ni que _fuas_ Cánovas!».



III


Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro
grupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada, con
dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida, una
vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta
distancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo
sobre las muletas, el cojo y manco Elíseo Martínez, que gozaba el
privilegio de vender en aquel sitio _La Semana Católica_. Era, después
de Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y
como su lugarteniente o mayor general.

Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien
registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y
carácter. Vamos con ellos.

La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente,
era, además de _nueva_, temporera, porque acudía a la mendicidad por
lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda
por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran.
Respondía al nombre de la _señá Benina_ (de lo cual se infiere que
Benigna se llamaba), y era la más callada y humilde de la comunidad, si
así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de
perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los
_parroquianos_ que entraban o salían; en los _repartos_, aun siendo
leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de
lejos la bandera turbulenta y demagógica de la _Burlada_. Con todas y
con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con
miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía
trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia,
con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino
que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marrakesh.
Fijarse bien.

Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena
educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante
que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas
perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos,
grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y
los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras
de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no
terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y aún
conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la
frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo
mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la
expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de
líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en
penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si
bien podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño
de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más
arriba del entrecejo.

A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía
(donde tenía gran metimiento, como _antigua_), para tratar con D. Senén
de alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy
comentada. Lo mismo fue salir la _caporala_, que correrse la Burlada
hacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el
pasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada
Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante y
afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes.

«¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La _caporala_ es rica, mismamente
rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a
las que _semos_ de verdadera _solenidá_, porque no tenemos más que el
día y la noche.

--Vive por allá arriba--indicó la Crescencia--, _orilla en ca los Paúles_.

--¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo--prosiguió la Burlada,
haciendo presa en el aire con sus uñas--. A mí no me la da ésa, y he
tomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene corral, y en él
cría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo de
Cuatro Caminos.

--¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?

--¿Que si la he visto? Esa cree que _semos_ bobas. La corcovada es su
hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y con achaque de la joroba,
pide también. Pero es modista, y gana dinero para casa... Total, que
allí son ricos, el Señor me perdone; ricos sinvergonzonazos, que engañan
a nosotras y a la Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta
nada en comer, porque tiene dos o tres casas de donde le traen todos los
días los cazolones de cocido, que es la gloria de Dios... ¡a ver!

--Ayer--dijo Demetria quitándole la teta a la niña--, bien lo _vide_. Le
trajeron...

--¿Qué?

--Pues un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.

--¡A ver!... ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, _golía_ bien?

--¡Vaya si _golía_!... Los cazolones los tiene en _ca_ el sacristán. Allí
vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos.

--El marido...--añadió la Burlada echando lumbre por los ojos--, es uno que
vende teas y perejil... Ha sido _melitar_, y tiene siete cruces sencillas
y una con cinco _riales_... Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy
no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo
la Ricarda en el cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso.
¿Tú qué dices, Almudena?

El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y
dificultosa lengua:

--¿Hablar vos del _Piche_? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con
casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz,
quirido.

--¿Conócesle tú?

--Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él... de mi tierra dos rosarios,
y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de la sopa
en el Sagriado Corazón de allá... y en toda la probieza de allá,
mandando él, con garrota él... barrio Salmanca... capatazo... Malo, mu
malo, y no dejar comer... Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de
Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas
soterranas. Guardar él, matarnos de hambre él...

--Es lo que faltaba--dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira--; que
también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos.

--¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber--indicó la Demetria, volviendo a
dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar--. ¡Calla,
tragona!

--¡A ver!... Con tanto _chupío_, no sé cómo vives, hija... Y usted, señá
Benina, ¿qué cree?

--¿Yo?... ¿De qué?

--De si _tien_ o no _tien_ dinero en el Banco.

--¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman.

--Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo de jamón.

--¡A callar se ha dicho!--gritó el cojo, vendedor de _La Semana_--. Aquí se
viene a lo que se viene, y a guardar la _circuspición_.

--Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!... ¡Ni que _fuas_ Vítor
Manuel, el que puso preso al Papa!

--Callar, digo, y tengan más religión.

--Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en
compañía del hambre, y mi negocio es miraros tragar y ver los
_papelaos_ de cosas ricas que vos traen de las casas. Pero no tenemos
envidia, ¿sabes, Eliseo? y nos alegramos de ser pobres y de morirnos de
flato, para irnos en globo al cielo, mientras que tú...

--Yo ¿qué?

--¡A ver!... Pues que estás rico, Eliseo; no niegues que estás rico...
Con la _Semana_, y lo que te dan D. Senén y el señor cura... Ya sabemos:
el que parte y reparte... No es por murmurar: Dios me libre. Bendita sea
nuestra santa miseria... El Señor te lo aumente. Dígolo porque te estoy
agradecida, Eliseo. Cuando me cogió el coche en la calle de la Luna...
fue el día que llevaron a ese Sr. de Zorrilla... pues, como digo, mes y
medio estuve en el _espital_, y cuando salí, tú, viéndome sola y
desamparada, me dijiste: «_Señá_ Flora, ¿por qué no se pone a pedir en
un templo, quitándose de la _santimperie_, y arrimándose al cisco de la
religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario, sin rodar
por las calles, y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo,
y yo me eché a llorar, y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar
yo aquí, y muy agradecida a tu _conduta_ fina y de caballero. Sabes que
rezo un Padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te
haga más rico de lo que eres; que vendas _sinfinidá_ de _Semanas_, y
que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes,
para que te hartes tú y la _carreterona_ de tu mujer. ¿Qué importa que
Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las _doce del
mediodía_ con un mendrugo, que serviría para empedrar las santas calles?
Yo le pido al Señor que no te falte para el aguardentazo. Tú lo
necesitas para vivir; yo me moriría si lo catara... ¡Y ojalá que tus dos
hijos lleguen a duques! Al uno le tienes de aprendiz de tornero, y te
mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna
de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con
perdón... El Señor te los conserve, y te los aumente cada año, y véate
yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu
tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha
olvidado el comer, de las hambres que paso; pero no tengo malos
quereres, Eliseo de mi alma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y
bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de _de noche_, y
camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey;
y ten hijos que lleven boina nueva y alpargata de suela, y niña que
gaste toquilla rosa y zapatito de charol los domingos, y ten un buen
anafre, y buenos felpudos para delante de las camas, y cocina de _co_,
con papeles nuevos, y una batería que da gloria con _tantismas_
cazoletas; y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara
bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y
hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella pones la pila
de _Semanas_; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes
casas de acá, con señores que por verte inválido te dan barreduras del
almacén de azúcar, y _papelaos_ del café de _la moca_, y de arroz de
tres pasadas; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia,
para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu
mujer... ten eso y más, y más, Eliseo...

Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un
silencio terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la _señá_
Casiana por la puerta de la iglesia.

--Ya salen de misa mayor--dijo; y encarándose después con la habladora,
echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras:
«Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa
de Dios».

Empezaba a salir gente, y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de
ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día
las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos
diligentes de Eliseo o de la _caporala_, y algo le tocó también a la
Demetria y a _señá_ Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega
Crescencia se lamentó de no haberse estrenado. Mientras Casiana hablaba
en voz baja con Demetria, la Burlada pegó la hebra con Crescencia en el
rincón próximo a la puerta del patio.

--¡Qué le estará diciendo a la Demetria!

--A saber... Cosas de ellas.

--Me ha _golido_ a bonos por el funeral _de presencia_ que tenemos mañana.
A Demetria le dan más, por ser _arrecomendada_ de ese que celebra la
primera misa, el D. Rodriguito de las medias moradas, que dicen es
secretario del Papa.

--Le darán toda la carne, y a nosotras los huesos.

--¡A ver!... Siempre lo mismo. No hay como andar con dos o tres criaturas
a cuestas para sacar tajada. Y no miran a la decencia, porque estas
holgazanotas, como Demetria, sobre ser unas grandísimas pendonazas,
hacen luego del vicio su comercio. Ya ves: cada año se trae una
lechigada, y criando a uno, ya tiene en el buche los huesos del año que
viene.

--¿Y es casada?

--Como tú y como yo. De mí nada dirán, pues en San Andrés bendito me casé
con mi Roque, que está en gloria, de la consecuencia de una caída del
andamio. Esta dice que tiene el marido en _Celiplinas_, y será que
desde allá le hace los chiquillos... por carta... ¡Ay, qué mundo! Te
digo que sin criaturas no se saca nada: los señores no miran a la
_dinidá_ de una, sino a si da el pecho o no da el pecho. Les da lástima
de las criaturas, sin reparar en que más _honrás_ somos las que no las
tenemos, las que estamos en la _senetú_, hartas de trabajos y sin poder
valernos. Pero vete tú ahora a _golver_ del revés el mundo, y a gobernar
la compasión de los señores. Por eso se dice que todo anda trastornado y
al revés, hasta los cielos benditos, y lleva razón Pulido cuando habla
de la _rigolución mu_ gorda, _mu_ gorda, que ha de venir para meter en
cintura a ricos miserables y a pobres _ensalzaos_».

Concluía la charlatana vieja su perorata, cuando ocurrió un suceso tan
extraño, fenomenal e inaudito, que no podría ser comparado sino a la
súbita caída de un rayo en medio de la comunidad mendicante, o a la
explosión de una bomba: tales fueron el estupor y azoramiento que en
toda la caterva mísera produjo. Los más antiguos no recordaban nada
semejante; los nuevos no sabían lo que les pasaba. Quedáronse todos
mudos, perplejos, espantados. ¿Y qué fue, en suma? Pues nada: que Don
Carlos Moreno Trujillo, que toda la vida, desde que _el mundo era
mundo_, salía infaliblemente por la puerta de la calle de Atocha... no
alteró aquel día su inveterada costumbre; pero a los pocos pasos volvió
adentro, para salir por la calle de las Huertas, hecho singularísimo,
absurdo, equivalente a un retroceso del sol en su carrera.

Pero no fue principal causa de la sorpresa y confusión la desusada
salida por aquella parte, sino que D. Carlos se paró en medio de los
pobres (que se agruparon en torno a él, creyendo que les iba a repartir
otra perra por barba), les miró como pasándoles revista, y dijo: «Eh,
señoras ancianas, ¿quién de vosotras es la que llaman la _señá_ Benina?».

--Yo, señor, yo soy--dijo la que así se llamaba, adelantándose temerosa de
que alguna de sus compañeras le quitase el nombre y el estado civil.

--Esa es--añadió la Casiana con sequedad oficiosa, como si creyese que
hacía falta su _exequatur_ de caporala para conocimiento o certificación
de la personalidad de sus inferiores.

--Pues, _señá_ Benina--agregó D. Carlos embozándose hasta los ojos para
afrontar el frío de la calle--, mañana, a las ocho y media, se pasa usted
por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe usted dónde vivo?

--Yo la acompañaré--dijo Eliseo echándosela de servicial y diligente en
obsequio del señor y de la mendiga.

--Bueno. La espero a usted, _señá_ Benina.

--Descuide el señor.

--A las ocho y media en punto. Fíjese bien--añadió D. Carlos a gritos, que
resultaron apagados porque le tapaban la boca las felpas húmedas del
embozo raído--. Si va usted antes, tendrá que esperarse, y si va después,
no me encuentra... Ea, con Dios. Mañana es 25: me toca en Montserrat, y
después, al cementerio. Con que...



IV


¡María Santísima, San José bendito, qué comentarios, qué febril
curiosidad, qué ansia de investigar y sorprender los propósitos del buen
D. Carlos! En los primeros momentos, la misma intensidad de la sorpresa
privó a todos de la palabra. Por los rincones del cerebro de cada cual
andaba la procesión... dudas, temores, envidia, curiosidad ardiente. La
_señá_ Benina, queriendo sin duda librarse de un fastidioso hurgoneo, se
despidió afectuosamente, como siempre lo hacía, y se fue. Siguiola, con
minutos de diferencia, el ciego Almudena. Entre los restantes empezaron
a saltar, como chispas, las frasecillas primeras de su sorpresa y
confusión: «Ya lo sabremos mañana... Será por desempeñarla... Tiene más
de cuarenta papeletas.

--Aquí todas nacen de pie--dijo _la Burlada_ a Crescencia--, menos
nosotras, que hemos caído en el mundo como talegos».

Y la Casiana, afilando más su cara caballuna, hasta darle proporciones
monstruosas, dijo con acento de compasión lúgubre: «¡Pobre Don Carlos!
Está más loco que una cabra».

A la mañana siguiente, aprovechando la comunidad el hecho feliz de no
haber ido a la parroquia ni la _señá_ Benina ni el ciego Almudena,
menudearon los comentarios del extraño suceso. La Demetria expuso
tímidamente la opinión de que D. Carlos quería llevar a la Benina a su
servicio, pues gozaba ésta fama de gran cocinera, a lo que agregó Eliseo
que, en efecto, la tal había sido maestra de cocina; pero no la querían
en ninguna parte por vieja.

«Y por sisona--afirmó la Casiana, recalcando con saña el término--. Habéis
de saber que ha sido una sisona tremenda, y por ese vicio se ve ahora
como se ve, teniendo que pedir para una rosca. De todas las casas en que
estuvo la echaron por ser tan larga de uñas, y si ella _hubiá_ tenido
_conduta_, no le faltarían casas buenas en que acabar tranquila...

--Pues yo--declaró _la Burlada_ con negro escepticismo--, _vos_ digo que si
ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan
dinero para su vejez y se hacen ricas... que las hay, vaya si las hay.
Hasta con coche las he conocido yo.

--Aquí no se habla mal de _naide_.

--No es hablar mal. ¡A ver!... La que habla pestes es _bueycencia_,
señora presidenta de ministros.

--¿Yo?

--Sí... Vuestra Eminencia Ilustrísima es la que ha dicho que la Benina
sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera
no vendría a pedir. Tómate esa.

--Por _bocona_ te has de condenar tú.

--No se condena una por bocona, sino por rica, mayormente cuando quita la
limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y duermen al
raso.

--Ea, que estamos en la casa de Dios, _señoras_--dijo Eliseo dando golpes
en el suelo con su pata de palo--. Guarden respeto y decencia unas para
otras, como manda la santísima _dotrina_».

Con esto se produjo el recogimiento y tranquilidad que la vehemencia de
algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar
bostezando se les pasaban las tristes horas.

Ahora conviene decir que la ausencia de la _señá_ Benina y del ciego
Almudena no era casual aquel día, por lo cual allá van las explicaciones
de un suceso que merece mención en esta verídica historia. Salieron
ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos
minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando
con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos
el camino por las calles de San Sebastián y Atocha.

«Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. Tengo que
hablar contigo».

Y agarrándole por el brazo con solicitud cariñosa, le pasó de una acera
a otra. Pronto ganaron la calle de las Urosas, y parados en la esquina,
a resguardo de coches y transeúntes, volvió a decirle: «Tengo que hablar
contigo, porque tú solo puedes sacarme de un gran compromiso; tú solo,
porque los demás _conocimientos_ de la parroquia para nada me sirven.
¿Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones de pedernal... El que
tiene, porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la
dejarán a una morirse de vergüenza, y si a mano viene, se gozarán en
ver a una pobre mendicante por los suelos».

Almudena volvió hacia ella su rostro, y hasta podría decirse que la
miró, si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos,
ya que no la vista, la intención, y en cierto modo la atención, tan
sostenida como ineficaz. Apretándole la mano, le dijo: «_Amri_, saber tú
que servirte Almudena él, Almudena mí, como _pierro_. _Amri_, _dicermi_
cosas tú... de cosas _tigo_.

--Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ¿Vas a tu casa?

--Voy a do _quierer_ tú.

--Paréceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ¿Te parece bien que nos
sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con
tranquilidad?».

Sin duda respondió el ciego afirmativamente, porque cinco minutos
después se les veía sentados, uno junto a otro, en el zócalo de la verja
que rodea la estatua de Mendizábal. El rostro de Almudena, de una
fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala del
cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor de la
boca, que, cuando sonreía, afectaba una curva cuyos extremos, replegando
la floja piel de los carrillos, se ponían muy cerca de las orejas. Los
ojos eran como llagas ya secas e insensibles, rodeados de manchas
sanguinosas; la talla mediana, torcidas las piernas. Su cuerpo había
perdido la conformación airosa por la costumbre de andar a ciegas, y de
pasar largas horas sentado en el suelo con las piernas dobladas a la
morisca. Vestía con relativa decencia, pues su ropa, aunque vieja y
llena de mugre, no tenía desgarrón ni avería que no estuvieran
enmendados por un zurcido inteligente, o por aplicaciones de parches y
retazos. Calzaba zapatones negros, muy rozados, pero perfectamente
defendidos con costurones y remiendos habilísimos. El sombrero hongo
revelaba servicios dilatados en diferentes cabezas, hasta venir a
prestarlos en aquella, que quizás no sería la última, pues las
abolladuras del fieltro no eran tales que impidieran la defensa material
del cráneo que cubría. El palo era duro y lustroso; la mano con que lo
empuñaba, nerviosa, por fuera de color morenísimo, tirando a etiópico,
la palma blanquecina, con tono y blanduras que la asemejaban a una rueda
de merluza cruda; las uñas bien cortadas; el cuello de la camisa lo
menos sucio que es posible imaginar en la mísera condición y vida
vagabunda del desgraciado hijo de Sus.

«Pues a lo que íbamos, Almudena--dijo la _señá_ Benina, quitándose el
pañuelo para volver a ponérselo, como persona desasosegada y nerviosa
que quiere ventilarse la cabeza--. Tengo un grave compromiso, y tú, nada
más que tú, puedes sacarme de él.

--_Dicermi_ ella, tú...

--¿Qué pensabas hacer esta tarde?

--En casa mí, _mocha_ que jacer mí: lavar ropa mí, coser _mocha_,
remendar _mocha_.

--Eres el hombre más apañado que hay en el mundo. No he visto otro como
tú. Ciego y pobre, te arreglas tú mismo tu ropita; enhebras una aguja
con la lengua más pronto que yo con mis dedos; coses a la perfección;
eres tu sastre, tu zapatero, tu lavandera... Y después de pedir en la
parroquia por la mañana, y por las tardes en la calle, te sobra tiempo
para ir un ratito al café... Eres de lo que no hay; y si en el mundo
hubiera justicia y las cosas estuvieran dispuestas con razón, debieran
darte un premio... Bueno, hijo: pues lo que es esta tarde no te dejo
trabajar, porque tienes que hacerme un servicio... Para las ocasiones
son los amigos.

--¿Qué _sucieder_ ti?

--Una cosa tremenda. Estoy que no vivo. Soy tan desgraciada, que si tú no
me amparas me tiro por el viaducto... Como lo oyes.

--_Amri_... tirar no.

--Es que hay compromisos tan grandes, tan grandes, que parece imposible
que se pueda salir de ellos. Te lo diré de una vez para que te hagas
cargo: necesito un duro...

--¡Un _durro_!--exclamó Almudena, expresando con la súbita gravedad del
rostro y la energía del acento el espanto que le causaba la magnitud de
la cantidad.

--Sí, hijo, sí... un duro, y no puedo ir a casa si antes no lo consigo.
Es preciso que yo tenga ese duro: discurre tú, pues hay que sacarlo de
debajo de las piedras, buscarlo como quiera que sea.

--Es _mocha_... _mocha_...--murmuraba el ciego volviendo su rostro hacia
el suelo.

--No es tanto--observó la otra, queriendo engañar su pena con ideas
optimistas--. ¿Quién no tiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lo tiene
cualquiera... Con que ¿puedes buscármelo tú, sí o no?».

Algo dijo el ciego en su extraña lengua que Benina tradujo por la
palabra «imposible», y lanzando un suspiro profundo, al cual contestó
Almudena con otro no menos hondo y lastimero, quedose un rato en
meditación dolorosa, mirando al suelo y después al cielo y a la estatua
de Mendizábal, aquel verdinegro señor de bronce que ella no sabía quién
era ni por qué le habían puesto allí. Con ese mirar vago y distraído que
es, en los momentos de intensa amargura, como un giro angustioso del
alma sobre sí misma, veía pasar por una y otra banda del jardín gentes
presurosas o indolentes. Unos llevaban un duro, otros iban a buscarlo.
Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches
con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era
conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En
las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos
haraposos importunaban a los señores. Con rápida visión, Benina pasó
revista a los cajones de tanta tienda, a los distintos cuartos de todas
las casas, a los bolsillos de todos los transeúntes bien vestidos,
adquiriendo la certidumbre de que en ninguno de aquellos repliegues de
la vida faltaba un duro. Después pensé que sería un paso muy salado que
se presentase ella en la cercana casa de Céspedes diciendo que hicieran
el favor de darle un duro, siquiera se lo diesen a préstamo.
Seguramente, se reirían de tan absurda pretensión, y la pondrían
bonitamente en la calle. Y no obstante, natural y justo parecía que en
cualquier parte donde un duro no representaba más que un valor
insignificante, se lo diesen a ella, para quien la tal suma era... como
un _átomo inmenso_. Y si la ansiada moneda pasara de las manos que con
otras muchas la poseían, a las suyas, no se notaría ninguna alteración
sensible en la distribución de la riqueza, y todo seguiría lo mismo:
los ricos, ricos; pobre ella, y pobres los demás de su condición. Pues
siendo esto así, ¿por qué no venía a sus manos el duro? ¿Qué razón había
para que veinte personas de las que pasaban no se privasen de un real, y
para que estos veinte reales no pasaran por natural trasiego a sus
manos? ¡Vaya con las cosas de este desarreglado mundo! La pobre Benina
se contentaba con una gota de agua, y delante del estanque del Retiro no
podía tenerla. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el
estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua?



V


Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo de una meditación calculista,
que debía de ser muy triste por la cara que ponía, te dijo:

«¿No tenier tú cosa que _peinar_?

--No, hijo: todo empeñado ya, hasta las papeletas.

--¿No haber persona que _priestar ti_?

--No hay nadie que me fíe ya. No doy un paso sin encontrar una mala
cara.

--Señor Carlos llamar ti mañana.

--Mañana está muy lejos, y yo necesito el duro hoy, y pronto, Almudena,
pronto. Cada minuto que pasa es una mano que me aprieta más el dogal que
tengo en la garganta.

--No llorar, _amri_. Tú ser buena _migo_; yo arremediando ti... Veslo
ahora.

--¿Qué se te ocurre? Dímelo pronto.

--Yo _peinar_ ropa.

--¿El traje que compraste en el Rastro? ¿Y cuánto crees que te darán?

--Dos _piesetas_ y media.

--Yo haré por sacar tres. ¿Y lo demás?

--Vamos a casa _migo_--dijo Almudena levantándose con resolución.

--Prontito, hijo, que no hay tiempo que perder. Es muy tarde. ¡Pues no
hay poquito que andar de aquí a la posada de Santa Casilda!».

Emprendieron su camino presurosos por la calle de Mesón de Paredes,
hablando poco. Benina, más sofocada por la ansiedad que por la viveza
del paso, echaba lumbre de su rostro, y cada vez que oía campanadas de
relojes hacía una mueca de desesperación. El viento frío del Norte les
empujaba por la calle abajo, hinchando sus ropas como velas de un barco.
Las manos de uno y otro eran de hielo; sus narices rojas destilaban.
Enronquecían sus voces; las palabras sonaban con oquedad fría y triste.

No lejos del punto en que Mesón de Paredes desemboca en la Ronda de
Toledo, hallaron el parador de Santa Casilda, vasta colmena de viviendas
baratas alineadas en corredores sobrepuestos. Entrase a ella por un
patio o corralón largo y estrecho, lleno de montones de basura,
residuos, despojos y desperdicios de todo lo humano. El cuarto que
habitaba Almudena era el último del piso bajo, al ras del suelo, y no
había que franquear un solo escalón para penetrar en él. Componíase la
vivienda de dos piezas separadas por una estera pendiente del techo: a
un lado la cocina, a otro la sala, que también era alcoba o gabinete,
con piso de tierra bien apisonado, paredes blancas, no tan sucias como
otras del mismo caserón o humana madriguera. Una silla era el único
mueble, pues la cama consistía en un jergón y mantas pardas, arrimado
todo a un ángulo. La cocinilla no estaba desprovista de pucheros,
cacerolas, botellas, ni tampoco de víveres. En el centro de la
habitación, vio Benina un bulto negro, algo como un lío de ropa, o un
costal abandonado. A la escasa luz que entraba después de cerrada la
puerta, pudo observar que aquel bulto tenía vida. Por el tacto, más que
por la vista, comprendió que era una persona.

«Ya estar aquí la _Pedra_ borracha.

--¡Ah! ¡qué cosas! Es esa que te ayuda a pagar el cuarto... Borrachona,
sinvergüenzonaza... Pero no perdamos tiempo, hijo; dame el traje, que yo
lo llevaré... y con la ayuda de Dios, sacaré siquiera dos ochenta. Ve
pensando en buscarme lo que falta. La Virgen Santísima te lo dará, y yo
he de rezarle para que te lo dé doblado, que a mí seguro es que no
quiere darme cosa ninguna».

Haciéndose cargo de la impaciencia de su amiga, el ciego descolgó de un
clavo el traje que él llamaba nuevo, por un convencionalismo muy
corriente en las combinaciones mercantiles, y lo entregó a su amiga, que
en cuatro zancajos se puso en el patio y en la Ronda, tirando luego
hacia el llamado Campillo de Manuela. El mendigo, en tanto, pronunciando
palabras coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en
lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo
muerto en mitad del cuartucho yacía. A las expresiones airadas del
ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta,
espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en sopor más
hondo y en más brutal inercia.

Almudena metía mano por entre las ropas negras, cuyos pliegues,
revueltos con los del mantón, formaban un lío inextricable, y
acompañando su registro de exclamaciones furibundas, exploró también el
fláccido busto, como si amasara pellejos con trapos. Tan nervioso estaba
el hombre, que descubría lo que debe estar cubierto, y tapaba lo que
gusta de ver la luz del día. Allí sacó rosarios, escapularios, un fajo
de papeletas de empeño envuelto en un pedazo de periódico, trozos de
herradura recogidos en las calles, muelas de animales o de personas, y
otras baratijas. Terminado el registro, entró la Benina, de vuelta ya de
su diligencia, la cual había despachado con tanta presteza, como si la
hubieran llevado y traído en volandas los angelitos del cielo. Venía la
pobre mujer sofocadísima del veloz correr por las calles; apenas podía
respirar, y su rostro sudoroso despedía fuego, sus ojos alegría.

«Me han dado tres--dijo mostrando las monedas--, una en cuartos. No he
tenido poca suerte en que estuviera allí Valeriano; que a llegar a estar
el ama, la Reimunda, trabajo que costara sacarle dos y pico».

Respondiendo al contento de la anciana, Almudena, con cara de regocijo y
triunfo, le mostró entre los dedos una peseta.

«Encuentrarla aquí, en el _piecho_ de esta... Cogerla _tigo_.

--¡Oh, qué suerte! ¿Y no tendrá más? Busca bien, hijo.

--No tenier más. Mi regolver cosas _piecho_».

Benina sacudía las ropas de la borracha esperando ver saltar una moneda.
Pero no saltaron más que dos horquillas, y algunos pedacitos de carbón.

«No tenier más».

Siguió parloteando el ciego, y por las explicaciones que le dio del
carácter y costumbres de la mujerona, pudo comprender que si se hubieran
encontrado a esta en estado de normal despejo, les habría dado la peseta
con sólo pedirla. Con una breve frase sintetizó Almudena a su compañera
de hospedaje: «Ser güena, ser mala... Coger ella _tudo_, dar ella
_tudo_».

Acto continuo levantó el colchón, y escarbando en la tierra, sacó una
petaca vieja y sucia, que cuidadosamente escondía entre trapos y
cartones, y metiendo los dedos en ella, como quien saca un cigarro,
extrajo un papelejo, que desenvuelto mostró una monedita de dos reales,
nueva y reluciente. La cogió Benina, mientras Almudena sacaba de su
bolsillo, donde tenía multitud de herramientas, tijeras, canuto de
agujas, navaja, etc., otro envoltorio con dos perras gordas. Añadió a
ellas la que había recibido de D. Carlos, y lo dio todo a la pobre
anciana, diciéndole: «_Amri_, arriglar así tigo.

--Sí, sí... Pongo lo mío de hoy, y ya falta tan poco, que no quiero
molestarte más. ¡Gracias a Dios! Me parece mentira. ¡Ay, hijo, qué
bueno eres! Mereces que te caiga la lotería, y si no te cae, es porque
no hay justicia en la tierra ni en el cielo... Adiós, hijo, no puedo
detenerme ni un momento más... Dios te lo pague... Estoy en ascuas. Me
voy volando a casa... Quédate en la tuya... y a esta pobre desgraciada,
cuando despierte, no la pegues, hijo, ¡pobrecita! Cada uno, por el aquel
de no sufrir, se emborracha con lo que puede: esta con el aguardentazo,
otros con otra cosa. Yo también las cojo; pero no así: las mías son de
cosa de más adentro... Ya te contaré, ya te contaré».

Y salió disparada, las monedas metidas en el seno, temerosa de que
alguien se las quitara por el camino, o de que se le escaparan volando,
arrastradas de sus tumultuosos pensamientos. Al quedarse solo, Almudena
fue a la cocina, donde, entre otros cachivaches, tenía una palanganita
de estaño y un cántaro de agua. Se lavó las manos y los ojos; después
cogió un cazuelo en que había cenizas y carbones apagados, y pasando a
una de las casas vecinas, volvió al poco rato con lumbre, sobre la cual
derramó un puñadito de cierta substancia que en un envoltorio de papel
tenía junto a la cama. Levantose del fuego humareda muy densa y un olor
penetrante. Era el sahumerio de benjuí, única remembranza material de la
tierra nativa que Almudena se permitía en su destierro vagabundo. El
aroma especial, característico de casa mora, era su consuelo, su placer
más vivo, práctica juntamente casera y religiosa, pues envuelto en aquel
humo se puso a rezar cosas que ningún cristiano podía entender.

Con el humazo, la borracha gruñía más, y carraspeaba, y tosía, como
queriendo dar acuerdo de sí. El ciego no le hacía más caso que a un
perro, atento sólo a sus rezos en lengua que no sabemos si era arábiga o
hebrea, tapándose un ojo con cada mano, y bajándolas después sobre la
boca para besárselas. Mediano rato empleó en sus meditaciones, y al
terminarlas, vio sentada ante sí a la mujerzuela que con ojos esquivos y
lloricones, a causa del picor producido por el espeso sahumerio, le
miraba. Presentándole gravemente las palmas de las manos, Almudena le
soltó estas palabras:

«Gran púa, no haber más que un Dios... _b'rracha_, _b'rrachona_, no
haber más que un Dios... un Dios, un Dios solo, solo».

Soltó la otra sonora carcajada, y llevándose la mano al pecho, quería
arreglar el desorden que la mano inquieta de su compañero de vivienda
había causado en aquella parte interesantísima de su persona. Tan torpe
salía del sueño alcohólico, que no acertaba a poner cada cosa en su
sitio, ni a cubrir las que la honestidad quiere y ha querido siempre
que se cubran. «_Jai_, tú me has _arregistrao_.

--Sí... No haber más que un Dios, un Dios solo.

--¿Y a mí, qué? Por mí que _haigan_ dos o cuarenta, todos los que ellos
mesmos quieran haberse... Pero di, gorrón, me has quitado la peseta. No
me importa. _Pa_ ti era.

--¡Un Dios solo!».

Y viéndole coger el palo, se puso la mujer en guardia, diciéndole: «Ea,
no pegues, _Jai_. Basta ya de sahumerio, y ponte a hacer la cena.
¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que te traiga?...

--_¡B'rrachona!_ no haber diniero... Llevarlo los _embaixos_, tú dormida.

--¿Qué te traigo?--murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando los
ojos--. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, _Jai_».

Cayó nuevamente en profundo sopor, y Almudena, que había requerido el
palo con intenciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez,
tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras:
«Pegar ti otro día».



VI


Casi no es hipérbole decir que la _señá_ Benina, al salir de Santa
Casilda, poseyendo el incompleto duro que calmaba sus mortales
angustias, iba por rondas, travesías y calles como una flecha. Con
sesenta años a la espalda, conservaba su agilidad y viveza, unidas a una
perseverancia inagotable. Se había pasado lo mejor de la vida en un
ajetreo afanoso, que exigía tanta actividad como travesura, esfuerzos
locos de la mente y de los músculos, y en tal enseñanza se había
fortificado de cuerpo y espíritu, formándose en ella el temple
extraordinario de mujer que irán conociendo los que lean esta puntual
historia de su vida. Con increíble presteza entró en una botica de la
calle de Toledo; recogió medicinas que había encargado muy de mañana;
después hizo parada en la carnicería y en la tienda de ultramarinos,
llevando su compra en distintos envoltorios de papel, y, por fin, entró
en una casa de la calle Imperial, próxima a la rinconada en que está el
Almotacén y Fiel Contraste. Deslizose a lo largo del portal angosto,
obstruido y casi intransitable por los colgajos de un comercio de
cordelería que en él existe; subió la escalera, con rápidos andares
hasta el principal, con moderado paso hasta el segundo; llegó jadeante
al tercero, que era el último, con honores de sotabanco. Dio vuelta a un
patio grande, por galería de emplomados cristales, de suelo desigual, a
causa de los hundimientos y desniveles de la vieja fábrica, y al fin
llegó a una puerta de cuarterones, despintada; llamó... Era su casa, la
casa de su señora, la cual, en persona, tentando las paredes, salió al
ruido de la campanilla, o más bien afónico cencerreo, y abrió, no sin la
precaución de preguntar por la mirilla, cuadrada, defendida por una cruz
de hierro.

«Gracias a Dios, mujer...--le dijo en la misma puerta--. ¡Vaya unas horas!
Creí que te había cogido un coche, o que te había dado un accidente».

Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, y
ambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardanza por
el miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a ver
por dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su irascible
genio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fue
recibida; esperaba una fuerte reprimenda, vocablos displicentes. Pero
la señora parecía estar de buenas, domado, sin duda, el áspero carácter
por la intensidad del sufrimiento. Benina se proponía, como siempre,
acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella,
cambiadas las primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora, qué día! Yo
estaba deshecha; pero no me dejaban, no me dejaban salir de aquella
bendita casa.

--No me lo expliques--dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía,
aunque muy atenuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid--.
Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero,
Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé...

--Justo.

--Me acordé... como tengo en mi cabeza todo el almanaque... de que hoy es
San Romualdo, confesor y obispo de Farsalia...

--Cabal.

--Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta.

--Si yo pensara que usted lo había de adivinar, habría estado más
tranquila--afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad para
forjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama le
arrojaba--. ¡Y que no ha sido floja la tarea!

--Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro. ¡Y que no
serán cortos de tragaderas los curánganos de San Sebastián, compañeros y
amigos de tu D. Romualdo!

--Todo lo que le diga es poco.

--Cuéntame: ¿qué les has puesto?--preguntó ansiosa la señora, que gustaba
de saber lo que se comía en las casas ajenas--. Ya estoy al tanto. Les
harías una mayonesa.

--Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo
alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa... que si
por vergüenza no se chupaban los dedos...

--¿Y después?

--Una pepitoria que ya la quisieran para sí los ángeles del cielo. Luego,
calamares en su tinta... luego...

--Pues aunque te tengo dicho que no me traigas sobras de ninguna casa,
pues prefiero la miseria que me ha enviado Dios, a chupar huesos de
otras mesas... como te conozco, no dudo que habrás traído algo. ¿Dónde
tienes la cesta?».

Viéndose cogida, Benina vacilé un instante; mas no era mujer que se
arredraba ante ningún peligro, y su maestría para el embuste le sugirió
pronto el hábil quite: «Pues, señora, dejé la cesta, con lo que traje,
en casa de la señorita Obdulia, que lo necesita más que nosotras.

--Has hecho bien. Te alabo la idea, Nina. Cuéntame más. ¿Y un buen
solomillo, no pusiste?

--¡Anda, anda! Dos kilos y medio, señora. Sotero Rico me lo dio de lo
superior.

--¿Y postres, bebidas?...

--Hasta _Champaña de la Viuda_. Son el diantre los curas, y de nada se
privan... Pero vámonos adentro, que es muy tarde, y estará la señora
desfallecida.

--Lo estaba; pero... no sé: parece que me he comido todo eso de que has
hablado... En fin, dame de almorzar.

--¿Qué ha tomado? ¿El poquito de cocido que le aparté anoche?

--Hija, no pude pasarlo. Aquí me tienes con media onza de chocolate
crudo.

--Vamos, vamos allá. Lo peor es que hay que encender lumbre. Pero pronto
despacho... ¡Ah! también le traigo las medicinas. Eso lo primero.

--¿Hiciste todo lo que te mandé?--preguntó la señora, en marcha las dos
hacia la cocina--. ¿Empeñaste mis dos enaguas?

--¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D.
Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo.

--¿Pagaste el aceite de ayer?

--¡Pues no!

--¿Y la tila y la sanguinaria?

--Todo, todo... Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana.

--¿Querrá Dios traernos mañana un buen día?--dijo con honda tristeza la
señora, sentándose en la cocina, mientras la criada, con nerviosa
prontitud, reunía astillas y carbones.

--¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto.

--¿Por qué me lo aseguras, Nina?

--Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día,
estoy por decir que un gran día.

--Cuando lo veamos te diré si aciertas... No me fío de tus corazonadas.
Siempre estás con que mañana, que mañana...

--Dios es bueno.

--Conmigo no lo parece. No se cansa de darme golpes: me apalea, no me
deja respirar. Tras un día malo, viene otro peor. Pasan años aguardando
el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me
canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi esperanza es traidora,
y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las
espero malas para que vengan... siquiera regulares.

--Pues yo que la señora--dijo Benina dándole al fuelle--, tendría confianza
en Dios, y estaría contenta... Ya ve que yo lo estoy... ¿no me ve? Yo
siempre creo que cuando menos lo pensemos nos vendrá el golpe de suerte,
y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros, y
desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar.

--Ya no aspiro a la buena vida, Nina--declaró casi llorando la señora--:
sólo aspiro al descanso.

--¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este
mundo fandanguero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso.
Morirse no.

--¿Te conformas con esta vida?

--Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes
que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de pan, y
pueda uno comérselo con dos salsas muy buenas: el hambre y la esperanza.

--¿Y soportas, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación,
deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y
embustes, no encontrar quien te fíe valor de dos reales, vernos
perseguidos de tenderos y vendedores?

--¡Vaya si lo soporto!... Cada cual, en esta vida, se defiende como
puede. ¡Estaría bueno que nos dejáramos morir de hambre, estando las
tiendas tan llenas de cosas de substancia! Eso no: Dios no quiere que a
nadie se le enfríe el cielo de la boca por no comer, y cuando no nos da
dinero, un suponer, nos da la sutileza del caletre para inventar modos
de allegar lo que hace falta, sin robarlo... eso no. Porque yo prometo
pagar, y pagaré cuando lo tengamos. Ya saben que somos pobres... que hay
formalidad en casa, ya que no _haigan_ otras cosas. ¡Estaría bueno que
nos afligiéramos porque los tenderos no cobran estas miserias, sabiendo,
como sabemos, que están ricos!...

--Es que tú no tienes vergüenza, Nina; quiero decir, decoro; quiero
decir, dignidad.

--Yo no sé si tengo eso; pero tengo boca y estómago natural, y sé también
que Dios me ha puesto en el mundo para que viva, y no para que me deje
morir de hambre. Los gorriones, un suponer, ¿tienen vergüenza? ¡Quia!...
lo que tienen es pico... Y mirando las cosas como deben mirarse, yo digo
que Dios, no tan sólo ha criado la tierra y el mar, sino que son obra
suya mismamente las tiendas de ultramarinos, el Banco de España, las
casas donde vivimos y, pongo por caso, los puestos de verdura... Todo es
de Dios.

--Y la moneda, la indecente moneda, ¿de quién es?--preguntó con lastimero
acento la señora--. Contéstame.

--También es de Dios, porque Dios hizo el oro y la plata... Los billetes,
no sé... Pero también, también.

--Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene... y las
tiene todo el mundo menos nosotras... ¡Ea! date prisa, que siento
debilidad. ¿En dónde me pusiste las medicinas?... Ya: están sobre la
cómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer... ¡Ay, qué
trabajo me dan estas piernas! En vez de llevarme ellas a mí, tengo yo
que tirar de ellas. _(Levantándose con gran esfuerzo.)_ Mejor andaría yo
con muletas. ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece
burla! Me ha enfermado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los
riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que
yo digiera como un buitre.

--Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora. ¡Bendito sea
el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre
santísima!».



VII


Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña Francisca
Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia
lastimosa por _doña Paca_, a secas, con lacónica y plebeya
familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo,
y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la
profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años
59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna,
entre agonías, dolores y vergüenzas mil. Ejemplos sin número de estas
caídas nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de
Madrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos los
ejemplos supera el de doña Francisca Juárez, tristísimo juguete del
destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en
la vida social, resulta gran tontería echar al destino la culpa de lo
que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena
muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento
llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda,
su vista se acostumbró desde la niñez a las vertiginosas depresiones del
terreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la profundísima
hondura de aquella grieta que llaman _Tajo_. Los nacidos en Ronda deben
de tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal,
hechos a contemplar abismos espantosos. Pero doña Paca no sabía
mantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; su
cabeza no era buena para esto ni para el gobierno de la vida, que es la
seguridad de vista en el orden moral.

El vértigo de Paquita Juárez fue un estado crónico desde que la casaron,
muy joven, con D. Antonio María Zapata, que le doblaba la edad,
intendente de ejército, excelente persona, de holgada posición por su
casa, como la novia, que también poseía bienes raíces de mucha cuenta.
Sirvió Zapata en el ejército de África, división de Echagüe, y después
de Wad-Ras pasó a la Dirección del ramo. Establecido el matrimonio en
Madrid, le faltó tiempo a la señora para poner su casa en un pie de vida
frívola y aparatosa que, si empezó ajustando las vanidades al marco de
las rentas y sueldos, pronto se salió de todo límite de prudencia, y no
tardaron en aparecer los atrasos, las irregularidades, las deudas.
Hombre ordenadísimo era Zapata; pero de tal modo le dominaba su esposa,
que hasta le hizo perder sus cualidades eminentes; y el que tan bien
supo administrar los caudales del ejército, veía perderse los suyos,
olvidado del arte para conservarlos. Paquita no se ponía tasa en el
vestir elegante, ni en el lujo de mesa, ni en el continuo zarandeo de
bailes y reuniones, ni en los dispendiosos caprichos. Tan notorio fue ya
el desorden, que Zapata, aterrado, viendo venir el trueno gordo, hubo
de vencer la modorra en que su cara mitad le tenía, y se puso a hacer
números y a querer establecer método y razón en el gobierno de su
hacienda; pero ¡oh triste sino de la familia! cuando más engolfado
estaba el hombre en su aritmética, de la que esperaba su salvación,
cogió una pulmonía, y pasó a mejor vida el Viernes Santo por la tarde,
dejando dos hijos de corta edad: Antoñito y Obdulia.

Administradora y dueña del caudal activo y pasivo, Francisca no tardó en
demostrar su ineptitud para el manejo de aquellas enredosas materias, y
a su lado surgieron, como los gusanos en cuerpo corrupto, infinitas
personas que se la comían por dentro y por fuera, devorándola sin
compasión. En esta época desastrosa, entró a su servicio Benigna, que si
desde el primer día se acreditó de cocinera excelente, a las pocas
semanas hubo de revelarse como la más intrépida sisona de Madrid. Qué
tal sería la moza en este terreno, que la misma doña Francisca, de una
miopía radical para la inspección de sus intereses, pudo apreciar la
rapacidad minuciosa de la sirviente, y aun se determinó a corregirla. En
justicia, debo decir que Benigna (entre los suyos llamada _Benina_, y
_Nina_ simplemente por la señora) tenía cualidades muy buenas que, en
cierto modo, compensaban, en los desequilibrios de su carácter, aquel
defecto grave de la sisa. Era muy limpia, de una actividad pasmosa, que
producía el milagro de agrandar las horas y los días. Además de esto,
Doña Francisca estimaba en ella el amor intenso a los niños de la casa;
amor sincero y, si se quiere, positivo, que se revelaba en la vigilancia
constante, en los exquisitos cuidados con que sanos o enfermos les
atendía. Pero las cualidades no fueron bastante eficaces para impedir
que el defecto promoviera cuestiones agrias entre ama y sirviente, y en
una de estas, Benina fue despedida. Los niños la echaron muy de menos, y
lloraban por su Nina graciosa y soboncita.

A los tres meses se presentó de visita en la casa. No podía olvidar a la
señora ni a los nenes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo material
de ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juárez también tenía especial
gusto en charlar con ella, pues algo (no sabían qué) existía entre las
dos que secretamente las enlazaba, algo de común en la extraordinaria
diversidad de sus caracteres. Menudearon las visitas. ¡Ay! la Benina no
se encontraba a gusto en la casa donde a la sazón servía. En fin, que ya
la tenemos otra vez en la domesticidad de Doña Francisca; y tan contenta
ella, y satisfecha la señora, y los pequeñuelos locos de alegría.
Sobrevino en aquel tiempo un aumento de las dificultades y ahogos de la
familia en el orden administrativo: las deudas roían con diente voraz el
patrimonio de la casa; se perdían fincas valiosas, pasando sin saber
cómo, por artes de usura infame, a las manos de los prestamistas. Como
carga preciosa que se arroja de la embarcación al mar en los apuros del
naufragio, salían de la casa los mejores muebles, cuadros, alfombras
riquísimas: las alhajas habían salido ya... Pero por más que se
aligeraba el buque, la familia continuaba en peligro de zozobra y de
sumergirse en los negros abismos sociales.

Para mayor desdicha, en aquel funesto periodo del 70 al 80, los dos
niños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia y
epilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tan
amorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte.
Ellos le pagaban, es verdad, estos cuidados con un afecto ardiente. Por
amor de Benina, más que por el de su madre, se prestaban a tomar las
medicinas, a callar y estarse quietecitos, a sudar sin ganas, y a no
comer antes de tiempo: todo lo cual no impidió que entre ama y criada
surgiesen cuestiones y desavenencias, que trajeron una segunda
despedida. En un arrebato de ira o de amor propio, Benina salió
disparada, jurando y perjurando que no volvería a poner los pies en
aquella casa, y que al partir sacudía sus zapatos para no llevarse
pegado en ellos el polvo de las esteras... pues lo que es alfombras, ya
no las había.

En efecto: antes del año, apareciose Benina en la casa. Entró, anegado
en lágrimas el rostro, diciendo: «Yo no sé qué tiene la señora; yo no sé
qué tiene esta casa, y estos niños, y estas paredes, y todas las cosas
que aquí hay: yo no sé más sino que no me hallo en ninguna parte. En
casa rica estoy, con buenos amos que no reparan en dos reales más o
menos; seis duros de salario... Pues no me hallo, señora, y paso la
noche y el día acordándome de esta familia, y pensando si estarán bien o
no estarán bien. Me ven suspirar, y creen que tengo hijos. Yo no tengo a
nadie en el mundo más que a la señora, y sus hijos son mis hijos, pues
como a tales les quiero...». Otra vez Benina al servicio de Doña
Francisca Juárez, como criada única y para todo, pues la familia había
dado un bajón tremendo en aquel año, siendo tan notorias las señales de
ruina, que la criada no podía verlas sin sentir aflicción profunda.
Llegó la ocasión ineludible de cambiar el cuarto en que vivían por otro
más modesto y barato. Doña Francisca, apegada a las rutinas y sin
determinación para nada, vacilaba. La criada, quitándole en momentos tan
críticos las riendas del gobierno, decidió la mudanza, y desde la calle
de Claudio Coello saltaron a la del Olmo. Por cierto que hubo no pocas
dificultades para evitar un desahucio vergonzoso: todo se arregló con la
generosa ayuda de Benina, que sacó del Monte sus economías, importantes
tres mil y pico de reales, y las entregó a la señora, estableciéndose
desde entonces comunidad de intereses en la adversa como en la próspera
fortuna. Pero ni aun en aquel rasgo de caridad hermosa desmintió la
pobre mujer sus hábitos de sisa, y descontó un pico para guardarlo
cuidadosamente en su baúl, como base de un nuevo montepío, que era para
ella necesidad de su temperamento y placer de su alma.

Como se ve, tenía el vicio del descuento, que en cierto modo, por otro
lado, era la virtud del ahorro. Difícil expresar dónde se empalmaban y
confundían la virtud y el vicio. La costumbre de escatimar una parte
grande o chica de lo que se le daba para la compra, el gusto de
guardarla, de ver cómo crecía lentamente su caudal de perras, se
sobreponían en su espíritu a todas las demás costumbres, hábitos y
placeres. Había llegado a ser el sisar y el reunir como cosa instintiva,
y los actos de este linaje se diferenciaban poco de las rapiñas y
escondrijos de la urraca. En aquella tercera época, del 80 al 85, sisaba
como antes, aunque guardando medida proporcional con los mezquinos
haberes de Doña Francisca. Sucediéronse en aquellos días grandes
desventuras y calamidades. La pensión de la señora, como viuda de
intendente, había sido retenida en dos tercios por los prestamistas; los
empeños sucedían a los empeños, y por librarse de un ahogo, caía pronto
en mayores apreturas. Su vida llegó a ser un continuo afán: las
angustias de una semana, engendraban las de la semana siguiente: raros
eran los días de relativo descanso. Para atenuar las horas tristes,
sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando con afectadas fantasmagorías los
ratos de la noche, cuando se veían libres de acreedores molestos y de
reclamaciones enfadosas. Fue preciso hacer nuevas mudanzas, buscando la
baratura, y del _Olmo_ pasaron al _Saúco_, y del _Saúco_ al _Almendro_.
Por esta fatalidad de los nombres de árboles en las calles donde
vivieron, parecían pájaros que volaban de rama en rama, dispersados por
las escopetas de los cazadores o las pedradas de los chicos.

En una de las tremendas crisis de aquel tiempo, tuvo Benina que acudir
nuevamente al fondo de su cofre, donde escondía el _gato_ o montepío,
producto de sus descuentos y sisas. Ascendía el montón a diez y siete
duros. No pudiendo decir a su señora la verdad, salió con el cuento de
que una prima suya, la Rosaura, que comerciaba en miel alcarreña, le
había dado unos duros para que se los guardara. «Dame, dame todo lo que
tengas, Benina, así Dios te conceda la gloria eterna, que yo te lo
devolveré doblado cuando los primos de Ronda me paguen lo del pejugar...
ya sabes... es cosa de días... ya viste la carta».

Y revolviendo en el fondo del baúl, entre mil baratijas y líos de
trapos, sacó la sisona doce duros y medio y los dio a su ama diciéndole:
«Es todo lo que tengo. No hay más: puede creerlo; es tan verdad como que
nos hemos de morir».

No podía remediarlo. Descontaba su propia caridad, y sisaba en su
limosna.



VIII


Tantas desdichas, parecerá mentira, no eran más que el preámbulo del
infortunio grande, aterrador, en que el infeliz linaje de los Juárez y
Zapatas había de caer, la boca del abismo en que sumergido le hallamos
al referir su historia. Desde que vivían en la calle del Olmo, Doña
Francisca fue abandonada de la sociedad que la ayudó a dar al viento su
fortuna, y en las calles del Saúco y Almendro desaparecieron las pocas
amistades que le restaban. Por entonces la gente de la vecindad, los
tenderos chasqueados y las personas que de ella tenían lástima empezaron
a llamarla _Doña Paca_, y ya no hubo forma de designarla con otro
nombre. Gentezuelas desconsideradas y groseras solían añadir al nombre
familiar algún mote infamante: _Doña Paca la tramposa_, _la Marquesa del
infundio_.

Está visto que Dios quería probar a la dama rondeña, porque a las
calamidades del orden económico añadió la grande amargura de que sus
hijos, en vez de consolarla, despuntando por buenos y sumisos, agobiaran
su espíritu con mayores mortificaciones, y clavaran en su corazón
espinas muy punzantes. Antoñito, defraudando las esperanzas de su mamá,
y esterilizando los sacrificios que se habían hecho para encarrilarle en
los estudios, salió de la piel del diablo. En vano su madre y Benina,
sus dos madres más bien, se desvivían por quitarle de la cabeza las
malas ideas: ni el rigor ni las blanduras daban resultado. Se repetía el
caso de que, cuando ellas creían tenerle conquistado con carantoñas y
mimos, él las engañaba con fingida sumisión, y escamoteándoles la
voluntad, se alzaba con el santo y la limosna. Era muy listo para el
mal, y hallábase dotado de seducciones raras para hacerse perdonar sus
travesuras. Sabía esconder su astuta malicia bajo apariencias
agradables; a los diez y seis años engañaba a sus madres como si fueran
niñas; traía falsos certificados de exámenes; estudiaba por apuntes de
los compañeros, porque vendía los libros que se le habían comprado. A
los diez y nueve años, las malas compañías dieron ya carácter grave a
sus diabluras; desaparecía de la casa por dos o tres días, se
embriagaba, se quedó en los huesos. Uno de los principales cuidados de
las dos madres era esconder en las entrañas de la tierra la poca moneda
que tenían, porque con él no había dinero seguro. La sacaba con arte
exquisito del seno de Doña Paca, o del bolso mugriento de Benina.
Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho. Las dos mujeres no sabían
qué escondrijos inventar, ni en qué profundidades de la cocina o de la
despensa esconder sus mezquinos tesoros.

Y a pesar de esto, su madre le quería entrañablemente, y Benina le
adoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrionismo
para fingir el arrepentimiento. A sus delirios seguían comúnmente días
de recogimiento solitario en la casa, derroche de lágrimas y suspiros,
protestas de enmienda, acompañadas de un febril besuqueo de las caras de
las dos madres burladas... El blando corazón de estas, engañado por tan
bonitas demostraciones, se dejaba adormecer en la confianza cómoda y
fácil, hasta que, de improviso, del fondo de aquellas zalamerías,
verdaderas o falsas, saltaba el ladronzuelo, como diablillo de trampa en
el centro de una caja de dulces, y... otra vez el muchacho a sus
correrías infames, y las pobres mujeres a su desesperación.

Por desgracia o por fortuna (y vaya usted a saber si era fortuna o
desgracia), ya no había en la casa cubiertos de plata, ni objeto alguno
de metal valioso. El demonio del chico hacía presa en cuanto encontraba,
sin despreciar las cosas de valor ínfimo; y después de arramblar por los
paraguas y sombrillas, la emprendió con la ropa interior, y un día, al
levantarse de la mesa, aprovechando un momento de descuido de sus madres
y hermana, escamoteó el mantel y dos servilletas. De su propia ropa no
se diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa,
respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuego
interior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dónde
esconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa que
llevaban puesta. Baste decir que desaparecieron en una noche las
vinajeras, y un estuchito de costura de Obdulia; otra noche dos planchas
y unas tenacillas, y sucesivamente elásticas usadas, retazos de tela, y
multitud de cosas útiles aunque de valor insignificante. Libros no
había ya en la casa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlos prestados,
temerosa de no poder devolverlos. Hasta los de misa habían volado, y
tras ellos, o antes que ellos, gemelos de teatro, guantes en buen uso, y
una jaula sin pájaro.

Por otro estilo, y con organismo totalmente distinto del de su hermano,
la niña daba también mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en
ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo
templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos,
peor. Ya mujer, pasaba sin transición de las inquietudes epilépticas a
una languidez mortecina. Sus melancolías intensas aburrían a las pobres
mujeres tanto como sus excitaciones, determinantes de una gran actividad
muscular y mental. La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema
capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la
niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había
concedido al por mayor. Un día le daban, a costa de grandes sacrificios,
manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana;
otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por
temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse
la causa de su duelo; otras veces se salía con un geniecillo
displicente y quisquilloso que era el mayor suplicio de las dos mujeres.
Según opinión de un médico que por lástima las visitaba, y de otros que
tenían consulta gratuita, todo el desorden nervioso y psicológico de la
niña era cuestión de anemia, y contra esto no había más terapéutica que
el tratamiento ferruginoso, los buenos filetes y los baños fríos.

Era Obdulia bonita, de facciones delicadas, tez opalina, cabello
castaño, talle sutil y esbelto, ojos dulces, habla modosita y dengosa
cuando no estaba de morros. No puede imaginarse ambiente menos adecuado
a semejante criatura, mañosa y enfermiza, que la miseria en que había
crecido y vivía. Por intervalos se notaban en ella síntomas de
presunción, anhelos de agradar, preferencias por estas o las otras
personas, algo que indicaba las inquietudes o anuncios del cambio de
vida, de lo cual se alegraba Doña Paca, porque tenía sus proyectos
referentes a la niña. La buena señora se habría desvivido por
realizarlos, si Obdulia se equilibrara, si atendiera al complemento de
su educación, bastante descuidada, pues escribía muy mal, e ignoraba los
rudimentos del saber que poseen casi todas las niñas de la clase media.
La ilusión de Doña Paca era casarla con uno de los hijos de su primo
Matías, propietario rondeño, chicos guapines y bien criados, que
seguían carrera en Sevilla, y alguna vez venían a Madrid por San
Isidro. Uno de ellos, Currito Zapata, gustaba de Obdulia: casi se
entablaron relaciones amorosas que por el carácter de la niña y sus
extravagancias melindrosas no llegaron a formalizarse. Pero la madre no
abandonaba la idea, o al menos, acariciándola en su mente, con ella se
consolaba de tantas desdichas.

De la noche a la mañana, viviendo la familia en la calle del Olmo, se
iniciaron, sin saber cómo, no sé qué relaciones telegráficas entre
Obdulia y un chico de enfrente, cuyo padre administraba una empresa de
servicios fúnebres. El bigardón aquel no carecía de atractivos:
estudiaba en la Universidad y sabía mil cosas bonitas que Obdulia
ignoraba, y fueron para ella como una revelación. Literatura y poesía,
versitos, mil baratijas del humano saber pasaron de él a ella en
cartitas, entrevistas y honestos encuentros.

No miraba esto con buenos ojos Doña Paca, atenta a su plan de casarla
con el rondeño; pero la niña, que tomado había en aquellos tratos no
pocas lecciones de romanticismo elemental, se puso como loca viéndose
contrariada en su espiritual querencia. Le daban por mañana y tarde
furiosos ataques epilépticos, en los que se golpeaba la cara y se
arañaba las manos; y, por fin, un día Benina la sorprendió preparando
una ración de cabezas de fósforos con aguardiente para ponérsela entre
pecho y espalda. La marimorena que se armó en la casa no es para
referida. Doña Paca era un mar de lágrimas; la niña bailaba el
zapateado, tocando el techo con las manos, y Benina pensaba dar parte al
administrador de _entierros_ para que, mediante una buena paliza u otra
medicina eficaz, le quitase a su hijo aquella pasión de _cosas de
muertos_, _cipreses_ y _cementerios_ de que había contagiado a la pobre
señorita.

Pasado algún tiempo sin conseguir apartar a la descarriada Obdulia del
trato amoroso con _el chico de la funebridad_, consintiéndoselo a veces
por vía de transacción con la epilepsia, y por evitar mayores males,
Dios quiso que el conflicto se resolviera de un modo repentino y fácil;
y la verdad, con tal solución se ahorraban unas y otros muchos
quebraderos de cabeza, porque también la _familia fúnebre_ andaba a
mojicones con el chico para apartarle del abismo en que arrojarse
quería. Pues sucedió que una mañanita la niña supo burlar la vigilancia
de sus dos madres y se escapó de la casa; el mancebo hizo lo propio.
Juntáronse en la calle, con propósito firme de ir a algún poético lugar
donde pudieran quitarse la miserable vida, bien abrazaditos, expirando
al mismo tiempo, sin que el uno pudiera sobrevivir al otro. Así lo
determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando
simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y
porrazo, sin sufrimiento alguno, y pasando en un tris a la región pura
de las almas libres. Lejos de la calle del Almendro, se modificaron
repentinamente sus ideas, y con perfecta concordancia pensaron cosas muy
distintas de la muerte. Por fortuna, el chico tenía dinero, pues había
cobrado la tarde anterior una factura de _féretro doble de zinc_ y otra
de un _servicio completo de cama imperial y conducción con seis
caballos_, _etc_... La posesión del dinero realizó el prodigio de
cambiar las ideas de suicidio en ideas de prolongación de la existencia;
y variando de rumbo se fueron a almorzar a un café, y después a una casa
cercana, de la cual, ya tarde, pasaron a otra donde escribieron a sus
respectivas familias, notificándoles que _ya estaban casados_.

Como casados, propiamente hablando, no lo estaban aún; pero el trámite
que faltaba tenía que venir necesariamente. El padre del chico se
personó en casa de Doña Paca, y allí se convino, llorando ella y
pateando él, que no había más remedio que reconocer y acatar los hechos
consumados. Y puesto que Doña Francisca no podía dar a su niña dinero o
efectos, ni aun en mínima cantidad para ayuda de un catre, él daría a
_Luquitas_ alojamiento en lo alto del depósito de ataúdes, y un
sueldecillo en la sección de _Propaganda_. Con esto, y el corretaje que
pudiera corresponderle por _trabajar el género_ en las _casas
mortuorias_, colocación de _artículos de lujo_, o por agencia de
embalsamamientos, podría vivir el flamante matrimonio con honrada
modestia.



IX


No se había consolado aún la desventurada señora de la pena que el
desatino de su hija le causara, y se pasaba las horas lamentándose de su
suerte, cuando entró en quintas Antoñito. La pobre señora no sabía si
sentirlo o alegrarse. Triste cosa era verle soldado, con el chopo a
cuestas: al fin era señorito, y se le despegaba la vida de los
cuarteles. Pero también pensaba que la disciplina militar le vendría muy
bien para corregir sus malas mañas. Por fortuna o por desgracia del
joven, sacó un número muy alto, y quedó de reserva. Pasado algún tiempo,
y después de una ausencia de cuatro días, presentose a su madre y le
dijo que se casaba, que quería casarse, y que si no le daba su
consentimiento él se lo tomaría.

«Hijo mío, sí, sí--dijo la madre prorrumpiendo en llanto--. Vete con Dios,
y solitas Benina y yo, viviremos con alguna tranquilidad. Puesto que has
encontrado quien cargue contigo, y tienes ya quien te cuide y te
aguante, allá te las hayas. Yo no puedo más».

A la pregunta de cajón sobre el nombre, linaje y condiciones de la
novia, replicó el silbante que la conceptuaba muy rica, y tan buena que
no había más que pedir. Pronto se supo que era hija de una sastra, que
pespuntaba con primor, y que no tenía más dote que su dedal.

«Bien, niño, bien--le dijo una tarde Doña Paca--. Me he lucido con mis
hijos. Al menos Obdulia, viviendo entre ataúdes, tiene sobre qué caerse
muerta... Pero tú, ¿de qué vas a vivir? ¿Del dedal y las puntadas de ese
prodigio? Verdad que como eres tan trabajador y tan económico,
aumentarás las ganancias de ella con tu arreglo. ¡Dios mío, qué
maldición ha caído sobre mí y sobre los míos! Que me muera pronto para
no ver los horrores que han de sobrevenir».

Debe notarse, la verdad ante todo, que desde que empezó el noviazgo de
Antoñito con la hija de la sastra, se fue corrigiendo de sus mañas
rapaces, hasta que se le vio completamente curado de ellas. Su carácter
sufrió un cambio radical: mostrándose afectuoso con su madre y con
Benina, resignábase a no tener más dinero que el poquísimo que le daban,
y hasta en su lenguaje se conocía el trato de personas más honradas y
decentes que las de antaño. Esto fue parte a que Doña Paca le concediera
el consentimiento, sin conocer a la novia ni mostrar ganas de conocerla.
Charlando con su señora de estas cosas, Benina aventuró la idea de que
tal vez por aquel torcido sendero de la boda del mequetrefe, vendría la
suerte a la casa, pues la suerte, ya se sabe, no viene nunca por donde
lógicamente se la espera, sino por curvas y vericuetos increíbles. No se
daba por convencida Doña Paca, que sintiéndose minada de una melancolía
corrosiva, no veía ya en la existencia ningún horizonte que no fuera
ceñudo y tempestuoso. Con hallarse ya las dos mujeres, por la colocación
de los hijos, en mejores condiciones de reposo y de vida, no se avenían
con su soledad, y echaban de menos a _la familia menuda_; cosa en verdad
muy natural, porque es ley que los mayores conserven el afecto a la
descendencia, aunque esta les martirice, les maltrate y les deshonre.

A poco de celebrarse las dos bodas, trasladose Doña Paca de la calle del
Almendro a la Imperial, buscando siempre baraturas, que al fin y al cabo
no le resolvían el problema de vivir sin recursos. Estos se habían
reducido a cero, porque el resto disponible de la pensión apenas bastaba
para tapar la boca a los acreedores menudos. Casi todos los días del mes
se pasaban en angustiosos arbitrios para reunir cuartos, cosa en extremo
difícil ya, porque no había en la casa objetos de valor. El crédito en
tiendas o en cajones de la plazuela, habíase agotado. De los hijos nada
podía esperarse, y bastante hacían los pobres con asegurar malamente su
propia subsistencia. La situación era, pues, desesperada, de naufragio
irremediable, flotando los cuerpos entre las bravas olas, sin tabla o
madero a que poder agarrarse. Por aquellos días, hizo la Benina
prodigiosas combinaciones para vencer las dificultades, y dar de comer a
su ama gastando inverosímiles cantidades metálicas. Como tenía
conocimiento en las plazuelas, por haber sido en tiempos mejores
excelente parroquiana, no le era difícil adquirir comestibles a precio
ínfimo, y gratuitamente huesos para el caldo, trozos de lombardas o
repollos averiados, y otras menudencias. En los comercios para pobres,
que ocupan casi toda la calle de la Ruda, también tenía buenas amistades
y relaciones, y con poquísimo dinero, o sin ninguno a veces, tomando al
fiado, adquiría huevos chicos, rotos y viejos, puñados de garbanzos o
lentejas, azúcar morena de restos de almacén, y diversas porquerías que
presentaba a la señora como artículo de mediana clase.

Por ironía de su destino, Doña Paca, afligida de diversas enfermedades,
conservaba su buen apetito y el gusto de los manjares selectos; gusto y
apetito que en cierto modo venían a ser también enfermedad, en aquel
caso de las más rebeldes, porque en las farmacias, llamadas tiendas de
comestibles, no despachan sin dinero. Con esfuerzos sobrehumanos,
empleando la actividad corpórea, la atención intensa y la inteligente
travesura, Benina le daba de comer lo mejor posible, a veces muy bien,
con delicadezas refinadas. Un profundo sentimiento de caridad la movía,
y además el ardiente cariño que a la triste señora profesaba, como para
compensarla, a su manera, de tantas desdichas y amarguras. Conformábase
ella con chupar algunos huesos y catar desperdicios, siempre y cuando
Doña Paca quedase satisfecha. Pero no por caritativa y cariñosa perdía
sus mañas instintivas; siempre ocultaba a su señora una parte del
dinero, trabajosamente reunido, y la guardaba para formar nuevo fondo y
capital nuevo.

Al año del casorio, los hijos, que habían entrado en la vida matrimonial
con regular desahogo, empezaron a recibir golpes de la suerte, como si
heredaran la maldición recaída sobre la pobre madre. Obdulia, que no
pudo habituarse a vivir entre cajas de muerto, enfermó de hipocondría;
malparió; sus nervios se desataron; la pobreza y las negligencias de su
marido, que de ella no se cuidaba, agravaron sus males constitutivos.
Mezquinamente socorrida por sus suegros, vivía en un sotabanco de la
calle de la Cabeza, mal abrigada y peor comida, indiferente a su esposo,
consumiéndose en letal ociosidad, que fomentaba los desvaríos de su
imaginación.

En cambio, Antoñito se había hecho hombre formal después de casado, tal
vez por obra y gracia de la virtud, buen juicio y laboriosidad de su
mujer, que salió verdadera alhaja. Pero todos estos méritos, que habían
producido el milagro de la redención moral de Antonio Zapata, no
bastaban a defenderle de la pobreza. Vivía el matrimonio en un cuartito
de la calle de San Carlos, que parecía el interior de una bombonera, y
apenas se entraba en él se veía en todo una mano hacendosa. Para mayor
dicha, el que en otro tiempo perteneció a la clase de los llamados
_golfos_, adquiría el hábito y el gusto del trabajo productivo, y no
habiendo cosa mejor en que ocuparse, se había hecho corredor de
anuncios. Todo el santo día le teníais como un azacán, de comercio en
comercio, de periódico en periódico, y aunque de sus comisiones había
que descontar el considerable gasto de calzado, siempre le quedaba para
ayuda del cocido, y para aliviar a la Juliana de su enorme tarea en la
_Singer_. Y que la moza no se andaba en chiquitas: su fecundidad no era
inferior a su disposición casera, porque en el primer parto se trajo dos
gemelos. No hubo más remedio que poner ama, y una boca más en la casa
obligó a duplicar los movimientos de la _Singer_ y las correrías de
Antoñito por las calles de Madrid. Antes de la venida de los gemelos, el
_ex-golfo_ solía sorprender a su madre con esplendideces y rasgos de
amor filial, que eran las únicas alegrías saboreadas por la infeliz
señora en mucho tiempo: le llevaba una peseta, dos pesetas, a veces
medio duro, y Doña Paca lo agradecía más que si sus parientes de Ronda
le regalaran un cortijo. Pero desde que se posesionaron de la casa los
mellizos, ávidos de vida y de leche, que había que formar con buenos
alimentos, el dichoso y asendereado padre no pudo obsequiar a la
abuelita con los sobrantes de su ganancia, porque no los tenía. Más que
para dar estaba para que le dieran.

Al contrario de este matrimonio, el de los _funerarios_, Luquitas y
Obdulia, iba mal, porque el esposo se distraía de sus obligaciones
domésticas y de su trabajo; frecuentaba demasiado el café, y quizás
lugares menos honestos, por lo cual se le privó de la cobranza de
facturas de servicios mortuorios. Obdulia no tenía ni asomos de
arreglo; pronto se vio agobiada de deudas; cada lunes y cada martes
enviaba recaditos a su madre con la portera, pidiéndole cuartos, que
Doña Paca no podía darle. Todo esto era ocasión de nuevos afanes y
cavilaciones para Benina, que amaba entrañablemente a la señorita de la
casa, y no podía verla con hambre y necesidad, sin tratar al instante de
socorrerla según sus medios. No sólo tenía que atender a su casa, sino a
la de Obdulia, cuidando de que lo más preciso no faltase en ella. ¡Qué
vida, qué fatigas horrorosas, qué pugilato con el destino, en las
sombras tétricas de la miseria vergonzante, que tiene que guardar el
crédito, mirar por el decoro! La situación llegó a ser un día tan
extremadamente angustiosa, que la heroica anciana, cansada de mirar a
cielo y tierra por si inopinadamente caía algún socorro, perdido el
crédito en las tiendas, cerrados todos los caminos, no vio más arbitrio
para continuar la lucha que poner su cara en vergüenza saliendo a pedir
limosna. Hízolo una mañana, creyendo que lo haría por única vez, y
siguió luego todos los días, pues la fiera necesidad le impuso el triste
oficio mendicante, privándola en absoluto de todo otro medio de atender
a los suyos. Llegó por sus pasos contados, y no podía menos de llegar y
permanecer allí hasta la muerte, por ley social, económica, si es que
así se dice. Mas no queriendo que su señora se enterase de tanta
desventura, armó el enredo de que le había salido una buena _proporción_
de asistenta, en casa de un señor eclesiástico, alcarreño, tan piadoso
como adinerado. Con su presteza imaginativa bautizó al fingido
personaje, dándole, para engañar mejor a la señora, el nombre de D.
Romualdo. Todo se lo creyó Doña Paca, que rezaba algunos Padrenuestros
para que Dios aumentase la piedad y las rentas del buen sacerdote, por
quien Benina tenía algo que traer a casa. Deseaba conocerle, y por las
noches, engañando las dos su tristeza con charlas y cuentos, le pedía
noticias de él y de sus sobrinas y hermanas, de cómo estaba puesta la
casa, y del gasto que hacían; a lo que contestaba Benina con detalladas
referencias y pormenores, simulacro perfecto de la verdad.



X


Pues señor, atando ahora el cabo de esta narración, sigo diciendo que
aquel día comió la señora con buen apetito, y mientras tomaba los
alimentos adquiridos con el duro del ciego Almudena, digería fácilmente
los piadosos engaños que su criada y compañera le iba metiendo en el
cuerpo. Había llegado a tener Doña Paca tal confianza en la disposición
de Benina, que apenas se inquietaba ya por las dificultades del mañana,
segura de que la otra las había de vencer con su diligencia y
conocimiento del mundo, valiéndole de mucho la protección del bendito D.
Romualdo. Ama y criada comieron juntas, y de sobremesa Doña Paca le
decía: «No debes escatimar el tiempo a esos señores; y aunque tu
obligación es servirles no más que hasta las doce, si algún día quieren
que te estés allí por la tarde, estate, mujer, que ya me entenderé yo
aquí como pueda.

--Eso no--respondió Benina--, que tiempo hay para todo, y yo no puedo
faltar de aquí. Ellos son gente buena, y se hacen cargo...

--Bien se les conoce. Yo le pido al Señor que les premie el buen trato
que te dan, y mi mayor alegría hoy sería saber que a D. Romualdo me le
hacían obispo.

--Pues ya suena el run run de que van a proponerle; sí, señora, obispo de
no sé qué punto, allá en las islas de Filipinas.

--¿Tan lejos? No, eso no. Por acá tienen que dejarle para que haga mucho
bien.

--Lo mismo piensa la Patros, ¿sabe? la mayor de las sobrinas.

--¿Esa que me has dicho tiene el pelo entrecano y bizca un poco?

--No; esa es la otra.

--Ya, ya... Patros es la que tartamudea, y padece de temblores.

--Esa. Pues dice que a dónde van ellas por esos mares de tan lejos... No,
no; más vale simple cura por aquí, que arzobispo allá, donde, según
dicen, son las doce del día cuando aquí tenemos las doce de la noche.

--En los antípodas.

--Pero la hermana, Doña Josefa, dice que venga la mitra, y sea donde Dios
quisiere, que ella no teme ir al fin del mundo, con tal de ver al
reverendísimo en el puesto que le corresponde.

--Puede que tenga razón. ¿Y qué hemos de hacer nosotras más que
conformarnos con la voluntad del Señor, si nos llevan tan lejos al que,
amparándote a ti, a mí también me ampara? Ya sabe Dios lo que hace, y
hasta podría suceder que lo que creemos un mal fuera un bien, y que el
buen D. Romualdo, al marcharse, nos dejara bien recomendadas a un obispo
de acá, o al propio Nuncio...

--Yo creo que sí. En fin, allá veremos».

No pasó de aquí la conversación referente al imaginario sacerdote, a
quien Doña Paca conocía ya como si le hubiera visto y tratado,
forjándose en su mente un tipo real con los elementos descriptivos y
pintorescos que Benina un día y otro le daba. Pero lo demás que
picotearon se queda en el tintero para dar lugar a cosas de mayor
importancia.

«Cuéntame, mujer. Y Obdulia ¿qué dice?

--Pues nada. ¿Qué ha de decir la pobre? El pillo de Luquitas no parece
por allí hace dos días. Asegura la niña que tiene dinero, que cobró de
un _embalsamado_, y se lo gasta con unas pendangas de la calle del
Bonetillo.

--¡Jesús me valga! Y su padre, ¿qué hace?

--Reprenderle, castigarle, si le coge a mano. Lo que es a ese no le
enderezan ya. A la niña le mandan comida de casa de los padres; pero tan
tasada, que no le llega al colmillo. Se moriría de hambre si no le
llevara yo lo que le llevo. ¡Pobre ángel! Pues verá usted: estos días me
la he encontrado contenta. Ya sabe usted que la niña es así. Cuando hay
más motivos para que esté alegre, se pone a llorar; cuando debiera estar
triste, se pone como unas castañuelas. Sólo Dios entiende aquella
zampoña y la manera de templarla. Pues la he visto contenta, sí señora,
y es porque da en figurarse cosas buenas. Más vale así. Es de las que se
creen todo lo que fabrican ellas mismas en su cabeza. De este modo, son
felices cuando debieran ser desgraciadas.

--Pues si le da por lo contrario, ayúdame tú a sentir... ¿Y estaba sola,
enteramente sola con la chica?

--No, señora: allí estaba ese caballero tan fino que la acompaña algunas
mañanas; ese que es de la familia de los Delgados, paisanos de usted.

--Ya... Frasquito Ponte. Figúrate si lo conoceré. Es de mi tierra, o de
Algeciras, que viene a ser lo mismo. Ha sido elegantón y se empeña en
serlo todavía... porque te advierto que es más viejo que un palmar...
Buena persona, caballero de principios, y que sabe tratar con damas, de
estos que no se estilan ya, pues ahora todo es grosería y mala
educación. Viene a ser Ponte cuñado de unas primas de mi esposo, porque
su hermana casó con... en fin, ya no me acuerdo del parentesco. Me
alegro de que trate a mi hija, pues a esta le convienen relaciones de
sujetos dignos, decentes y de buena posición.

--Pues la posición del tal D. Frasquito me parece a mí que es como la del
que está montado al aire, lo mismo que los brillantes.

--En mis tiempos era un solterón que se daba buena vida. Tenía un buen
empleo, comía en casas grandes, y se pasaba las noches en el Casino.

--Pues debe de estar ahora más pobre que una rata, porque las noches se
las pasa...

--¿Dónde?

--En los palacios encantados de la _señá_ Bernarda, calle de Mediodía
Grande... la casa de dormir, ¿sabe?

--¿Qué me cuentas?

--Ese Ponte duerme allí cuando tiene los tres reales que cuesta la cama,
en el dormitorio de primera.

--Tú estás trastornada, Benina.

--Le he visto, señora. La Bernarda es amiga mía. Fue la que nos prestó
los ocho duros aquellos, ¿sabe? cuando la señora tuvo que sacar cédula
con recargo, y pagar un poder para mandarlo a Ronda.

--Ya... la que venía todos los días a reclamar la deuda y nos freía la
sangre.

--La misma. Pues con todo, es buena mujer. No nos hubiera reclamado _por
justicia_, aunque nos amenazaba. Otras son peores. Sepa usted que está
rica, y con las seis casas de dormir que tiene, no le baja de cuarenta
mil duros lo que ha ganado, sí señora, y todo ello lo ha puesto en el
Banco, y vive del interés.

--¡Qué cosas se ven! Bueno está el mundo... Pues volviendo al _caballero
Ponte_, que así le llamaban en Andalucía, si es tan pobre como dices,
dará lástima verle... Y más vale así, porque la reputación de la niña
podría sufrir algo, si en vez de ser el tal una ruina, un pobre mendigo
de levita, fuera un galán de posibles, aunque viejo.

--Yo creo--dijo Benina riendo, pues su condición jovial se mostraba en
cuantito que los afanes de la vida le daban un respiro--, que va allá...
para que le embalsamen... Buena falta le hace. Y que se den prisa, antes
que esté _corruto_».

Doña Paca se rió un poco con aquellas ocurrencias, y después pidió
informes de la otra familia.

«Al niño no le he visto ni hoy ni ayer--respondió Benina--; pero me ha
dicho la Juliana que anda corriendo ahora como las mismas exhalaciones,
porque, con esto del trancazo, le han salido muchos anunciantes de
medicinas. Piensa ganar mucho dinero y _echar_ él un periódico, todo de
cosas de tienda, poniendo, un suponer, dónde venden este artículo o el
otro artículo. Los dos mellizos parecen dos rollos de manteca; pero
buenos cocidos y buenos guisados les cuestan, que el ama se sabe cuándo
empieza a comer, pero no cuándo acaba. La Juliana me dijo que probaremos
algo de la _matanza_ que le ha de mandar su tío el día del santo, y
además dos cortes de botinas, de las echadas a perder en la zapatería
para donde ella pespunta.

--Es buena esa chica--dijo con gravedad Doña Paca--, aunque tan ordinaria,
que no empareja ni emparejará nunca conmigo. Sus regalos me ofenden,
pero se los agradezco por la buena voluntad... En fin, es hora de que
nos acostemos. Pues ya me parece que va medio hecha la digestión,
prepárame la medicina para dentro de media hora. Esta noche me siento
más cargada de las piernas, y con la vista muy perdida. ¡Santo Dios, si
me quedaré ciega! Yo no sé qué es esto. Como bien, gracias a Dios, y la
vista se me va de día en día, sin que me duelan los ojos. Ya no paso las
noches en vela, gracias a ti, que todo lo discurres por mí, y al
despertar, veo las cosas borradas y las piernas se me hacen de algodón.
Yo digo: ¿qué tiene que ver el reúma con la visual? Me mandan que pasee.
¿Pero a dónde voy yo con esta facha, sin ropa decente, temiendo
tropezarme a cada paso con personas que me conocieron en otra posición,
o con esos tipos ordinarios y soeces a quien se debe alguna cantidad?».

Acordose al oír esto Benina de lo más importante que tenía que decir a
su señora aquella noche, y no queriendo dejarlo para última hora, por
temor a que se desvelara, antes de que salieran de la cocina, y mientras
una y otra recogían las escasas piezas de loza para fregarlas, no
desdeñándose Doña Francisca de este bajo servicio, le dijo en el tono
más natural que usar sabía:

«¡Ah! ya no me acordaba... ¡qué cabeza tengo! Hoy me encontré al Sr. D.
Carlos Moreno Trujillo».

Quedose Doña Paca suspensa, y poco faltó para que se le cayera de las
manos el plato que estaba lavando.

«D. Carlos... Pero ¿has dicho D. Carlos? Y qué... ¿te habló, te preguntó
por mí?

--Naturalmente, y con un interés que...

--¿Es de veras? A buenas horas se acuerda de mí ese avaro, que me ha
visto caer en la miseria, a mí, a la cuñada de su mujer... pues Purita y
mi Antonio eran hermanos, ya sabes... y no ha sido para tenderme una
mano...

--El año pasado, tal día como hoy, cuando se quedó viudo, mandó a la
señora un socorrito.

--¡Seis duros! ¡Qué vergüenza!--exclamó Doña Paca, dando vueltas a su
indignación y a la inquina y despecho acumulados en su alma durante
tantos años de oprobio y escasez--. La cara se me pone como fuego al
decirlo. ¡Seis duros! y unos pingajos de Purita, guantes sucios, faldas
rotas, y un traje de sociedad, antiquísimo, de cuando se casó la
Reina... ¿Para qué me sirvieron aquellas porquerías?... En fin, sigue
contando: le encontraste, ¿a qué hora, en qué sitio?

--Serían las doce y media. Él salía de San Sebastián...

--Ya sé que se pasa toda la mañana de iglesia en iglesia, royendo peanas.
¿Dices que a las doce y media? ¡Pues si a esa hora estabas tú sirviendo
el almuerzo a D. Romualdo!».

No era Benina mujer que se acobardaba por esta cogida. Su mente, fecunda
para el embuste, y su memoria felicísima para ordenar las mentiras que
antes había dicho y hacerlas valer en apoyo de la mentira nueva, la
sacaron del apuro.

«¿Pero no dije a usted que cuando ya habían puesto la mesa, faltaba una
ensaladera, y tuve que ir a comprarla de prisa y corriendo a la plaza
del Ángel, esquina a Espoz y Mina?

--Si me lo dijiste, no me acuerdo. ¿Pero cómo dejabas la cocina momentos
antes de servir el almuerzo?

--Porque la zagala que tenemos no sabe las calles, y además, no entiende
de compras. Hubiera tardado un siglo, y de fijo nos trae una jofaina en
vez de una ensaladera... Yo fui volando, mientras la Patros se quedaba
en la cocina... que lo entiende, crea usted que lo entiende tanto como
yo, o más... En fin, que me encontré al vejestorio de D. Carlos.

--Pero si para ir de la calle de la Greda a Espoz y Mina no tenías que
pasar por San Sebastián, mujer.

--Digo que él salía de San Sebastián. Le vi venir de allá, mirando al
reloj de Canseco. Yo estaba en la tienda. El tendero salió a saludarle.
D. Carlos me vio; hablamos...

--¿Y qué te dijo? Cuéntame qué te dijo.

--¡Ah!... Me dijo, me dijo... Preguntome por la señora y por los niños.

--¡Qué le importarán a ese corazón de piedra la madre ni los hijos! ¡Un
hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas
como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales
haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando
a medio mundo, venirse ahora con cariñitos! A buenas horas, mangas
verdes... Le dirías que le desprecio, que estoy por demás orgullosa con
mi miseria, si miseria es una barrera entre él y yo... Porque ese no se
acerca a los pobres sino con su cuenta y razón. Cree que repartiendo
limosnas de ochavo, y proporcionándose por poco precio las oraciones de
los humildes, podrá engañar al de arriba y estafar la gloria eterna, o
colarse en el cielo de contrabando, haciéndose pasar por lo que no es,
como introducía el hilo de Escocia declarándolo percal de a real y medio
la vara, con marchamos falsos, facturas falsas, certificados de origen
falsos también... ¿Le has dicho eso? Di, ¿se lo has dicho?



XI


--No le he dicho eso, señora, ni había para qué--replicó Benina, viendo
que Doña Francisca se excitaba demasiado, y que toda la sangre al rostro
se le subía.

--Pero tú no recordarás lo que hicieron conmigo él y su mujer, que
también era _Alejandro en puño_. Pues cuando empezaron mis desastres, se
aprovechaban de mis apuros para hacer su negocio. En vez de ayudarme,
tiraban de la cuerda para estrangularme más pronto. Me veían devorada
por la usura, y no eran para ofrecerme un préstamo en buenas
condiciones. Ellos pudieron salvarme y me dejaron perecer. Y cuando me
veía yo obligada a vender mis muebles, ellos me compraban, por un pedazo
de pan, la sillería dorada de la sala y los cortinones de seda...
Estaban al acecho de las gangas, y al verme perdida, amenazada de un
embargo, claro... se presentaban como salvadores... ¿Qué me dieron por
el San Nicolás de Tolentino, de escuela sevillana, que era la joya de la
casa de mi esposo, un cuadro que él estimaba más que su propia vida?
¿Qué me dieron? ¡Veinticuatro duros, Benina de mi alma, veinticuatro
duros! Como que me cogieron en una hora tonta, y yo, muerta de ansiedad
y de susto, no sabía lo que me hacía. Pues un señor del Museo me dijo
después que el cuadro no valía menos de diez mil reales... ¡Ya ves qué
gente! No sólo desconocieron siempre la verdadera caridad, sino que ni
por el forro conocían la delicadeza. De todo lo que recibíamos de Ronda,
peros, piñonate y alfajores, le mandábamos a Pura una buena parte. Pues
ellos cumplían con una bandejita de dulces el día de San Antonio, y
alguna cursilería de bazar en mi cumpleaños. D. Carlos era tan gorrón,
que casi todos los días se dejaba caer en casa a la hora a que tomábamos
café... ¡y cómo se relamía! Ya sabes que el de su casa no era más que
agua de fregar. Y si íbamos al teatro juntos, convidados a mi palco,
siempre se arreglaban de modo que comprase Antonio las entradas... De la
grosería con que utilizaban a todas horas nuestro coche, nada te digo.
Ya recordarás que el mismo día en que ajustamos la venta de la sillería,
se estuvieron paseando en él todita la tarde, dándose un pisto
estrepitoso en la Castellana y Retiro».

No quiso Benina quitarle la cuerda con interrupciones y negativas,
porque sabía que cuando se disparaba en aquel tema, era mejor dejar que
le diese todas las vueltas. Hasta que no puso la señora el punto,
sofocada y casi sin aliento, no se aventuró a decirle: «Pues D. Carlos
me mandó que fuera a su casa mañana.

--¿Para qué?

--Para hablar conmigo...

--Como si lo viera. Querrá mandarme una limosna... Justamente: hoy es el
aniversario de la muerte de Pura... Se saldrá con alguna porquería.

--¡Quién sabe, señora! Puede que se arranque...

--¿Ese? Ya estoy viendo que te pone en la mano un par de pesetas o un par
de duros, creyendo que por este rasgo han de bajar los ángeles, tocando
violines y guitarras, a ensalzar su caridad. Yo que tú, rechazaría la
limosna. Mientras tengamos a nuestro D. Romualdo, podemos permitirnos un
poquito de dignidad, Nina.

--No nos conviene. Podría incomodarse y decir, un suponer, que es usted
orgullosa y qué sé yo qué.

--Que lo diga. ¿Y a quién se lo va a decir?

--Al propio D. Romualdo, de quien es amigote. Todos los días le oye la
misa, y después echan un parrafito en la sacristía.

--Pues haz lo que quieras. Y por lo que pueda sobrevenir, cuéntale a D.
Romualdo quién es D. Carlos, y hazle ver que sus devociones de última
hora no son de recibo. En fin, yo sé que no has de dejarme mal, y ya me
contarás mañana lo que saques de la visita, que será lo que el negro del
sermón».

Algo más hablaron. Benina procuraba extinguir y enfriar la conversación,
evitando las réplicas y dando a estas tono conciliador. Pero la señora
tardó en dormirse, y la criada también, pasándose parte de la noche en
la preparación mental de sus planes estratégicos para el día siguiente,
que sería, sin duda, muy dificultoso, si no tenía la suerte de que D.
Carlos le pusiera en la mano una buena porrada de duros... que bien
podría ser.

A la hora fijada por el Sr. de Moreno Trujillo, ni minuto más ni minuto
menos, llamaba Benina a la puerta del principal de la calle de Atocha, y
una criada la introdujo en el despacho, que era muy elegante, todos los
muebles igualitos en color y hechura. Mesa de ministro ocupaba el
centro, y en ella había muchos libros y fajos de papeles. Los libros no
eran _de leer_, sino de cuentas, todo muy limpio y ordenadito. La pared
del centro ostentaba el retrato de Doña Pura, cubierto con una gasa
negra, en marco que parecía de oro puro. Otros retratos de fotografía,
que debían de ser de las hijas, yernos y nietecillos de D. Carlos,
veíanse en diversas partes de la estancia. Junto al cuadro grande, y
pegadas a él, como las ofrendas o ex-votos en el altar, pendían multitud
de coronas de trapo con figuradas rosas, violetas y narcisos, y luengas
cintas negras con letras de oro. Eran las coronas que había llevado la
señora en su entierro, y que D. Carlos quiso conservar en casa, porque
no se estropeasen en la intemperie del camposanto. Sobre la chimenea,
nunca encendida, había un reloj de bronce con figuras, que no andaba, y
no lejos de allí un almanaque americano, en la fecha del día anterior.

Al medio minuto de espera entró D. Carlos, arrastrando los pies, con
gorro de terciopelo calado hasta las orejas, y la capa de _andar por
casa_, bastante más vieja que la que usaba para salir. El uso continuo
de esta prenda, aun más allá del 40 de Mayo, se explica por su
aborrecimiento de estufas y braseros que, según él, son la causa de
tanta mortandad. Como no estaba embozado, pudo Benina observar que traía
cuellos y puños limpios, y gruesa cadena de reloj, galas que sin duda
respondían a la etiqueta del aniversario. Con un inconmensurable pañuelo
de cuadros se limpiaba la continua destilación de ojos y narices;
después se sonó con estrépito dos o tres veces, y viendo a Benina en
pie, la mandó sentar con un gesto, y él ocupó gravemente su sitio en el
sillón, compañero de la mesa, el cual era de respaldo alto y tallado,
al modo de sitial de coro. Benina descansó en el filo de una silla, como
todo lo demás, de roble con blando asiento de terciopelo verde.

«Pues la he llamado a usted para decirle...».

Pausa. La cabeza de D. Carlos hallábase afectada de un crónico temblor
nervioso, movimiento lateral como el que usamos para la denegación. Este
_tic_ se acentuaba o era casi imperceptible, según los grados de
excitación del individuo.

«Para decirle...».

Otra pausa, motivada por un golpe de destilación. D. Carlos se limpió
los ojos ribeteados de rojo, y se frotó la recortada barba, la cual no
tenía más razón de ser que la pereza de afeitarse. Desde la muerte de su
esposa, el buen señor, que sólo por ella y para ella se rapaba la cara,
quiso añadir a tantas demostraciones de duelo el luto de su rostro,
dejándolo cubrir, como de una gasa, de pelos blancos, negros y
amarillos.

«Pues para decirle a usted que lo que le pasa a la Francisca, y el
encontrarse ahora en condición tan baja, es por no haber querido llevar
cuentas. Sin buen arreglo, no hay riqueza que no venga a parar en la
mendicidad. Con orden, los pobres se hacen ricos. Sin orden, los
ricos...

--Paran en pobres, sí, señor,--dijo humildemente Benina, que, aunque ya
sabía todo aquello, quiso recibir la máxima como si fuera descubrimiento
reciente de D. Carlos.

--Francisca ha sido siempre una mala cabeza. Bien se lo decíamos mi
señora y yo: «Francisca, que te pierdes, que te vas a ver en la
miseria», y ella... tan tranquila. Nunca pudimos conseguir que apuntara
sus gastos y sus ingresos. ¿Hacer ella un número? Antes la mataran. Y el
que no hace números, está perdido. ¡Con decirle a usted que no supo
jamás lo que debía, ni en qué fecha vencían los pagarés!

--Verdad, señor, mucha verdad--dijo Benina suspirando, en expectativa de
lo que D. Carlos le daría después de aquel sermón.

--Porque usted calcule... si yo tengo en mi vejez un buen pasar para mí y
para mis hijos; si no me falta una misa en sufragio del alma de mi
querida esposa, es porque llevé siempre con método y claridad los
negocios de mi casa. Hoy mismo, retirado del comercio, llevo al día la
contabilidad de mis gastos particulares, y no me acuesto sin pasar todos
los apuntes a la agenda, y luego, en los ratitos libres, lo paso al
Mayor. Vea usted, véalo para que se convenza--añadió marcando más el
temblor negativo--. Lo que yo quisiera es que Francisca pudiera
aprovechar esta lección. Aún no es tarde... Entérese usted».

Y cogió un libro, y después otro, y los fue mostrando a la Benina, que
se acercó para ver tanta maravilla numérica.

«Fíjese usted. Aquí apunto el gasto de la casa, sin que se me pase nada,
ni aun los cinco céntimos de una caja de fósforos; los cuartos del
cartero, todo, todo... En este otro chiquitín, las limosnas que hago y
lo que empleo en sufragios. Limosnas diarias, tanto. Limosnas mensuales,
cuánto. Después lo paso todo al Mayor, donde se puede saber, día por
día, lo que gasto, y hacer el balance... Usted calcule: si Francisca
hubiera hecho balance, no estaría como está.

--Cierto, señor, muy cierto. Y yo le digo a la señora que haga balance,
que lleve todo por apuntación, lo que entra como lo que sale. Mas ella,
como ya no es niña, no puede apencar por la buena costumbre. Pero es un
ángel, señor, y no hay que reparar en si apunta o no apunta para
socorrerla.

--Nunca es tarde para entrar por el aro, como quien dice. Yo le aseguro a
usted que si hubiera visto en Francisca siquiera intenciones o deseos de
llevar sus cuentas en regla, le hubiera prestado... prestar no, le
hubiera facilitado medios de llegar a la nivelación. Pero es una cabeza
destornillada; convenga usted conmigo en que es una cabeza
destornillada.

--Sí, señor, convengo en ello.

--Y se me ha ocurrido... para eso la he llamado a usted... se me ha
ocurrido que el mejor donativo que puedo hacer a esa desgraciada es
este».

Diciéndolo, D. Carlos cogió un libro largo y estrecho, nuevecito, y lo
puso delante de sí para que Benina lo cogiera. Era una agenda.

«Vea usted--dijo el buen señor hojeando el libro--: aquí están todos los
días de la semana. Fíjese bien: a un lado, la columna del _Debe_; a
otro, la del _Haber_. Vea cómo en los gastos se marcan los artículos:
carbón, aceite, leña, etc... Pues ¿qué trabajo cuesta ir poniendo aquí
lo que se gasta, y en esta otra parte lo que ingresa?

--Pero si a la señora no le ingresa nada.

--¡Caramelos!--exclamó Trujillo dando una palmada sobre el libro--. Algo
habrá, porque su poco de consumo hacen ustedes, y para ese consumo
alguna cantidad, corta o larga, chica o grande, han de tener. Y lo que
usted saca de las limosnas, ¿por qué no ha de anotarse? Vamos a ver,
¿por qué no ha de anotarse?».

Benina le miró entre colérica y compadecida. Pero más pudo la ira que la
lástima, y hubo un momento, un segundo no más, en que le faltó poco para
coger el libro y estampárselo en la cabeza al Sr. D. Carlos. Conteniendo
su furor, y para que el monomaníaco de la contabilidad no se lo
conociera, le dijo con forzada sonrisa: «De modo que el señor apunta las
perras que nos da a los pobres de San Sebastián.

--Día por día--replicó el anciano con orgullo, moviendo más la cabeza--. Y
puedo decirle a usted, si quiere saberlo, lo que he dado en tres meses,
en seis, en un año.

--No, no se moleste, señor--indicó Benina, sintiendo otra vez ganas de
darle un papirotazo--. Llevaré el libro, si usted quiere. La señora se lo
agradece mucho, y yo también. Pero no tenemos pluma ni lápiz para un
remedio.

--Todo sea por Dios. ¿En qué casa, por pobre que esté, no hay recado de
escribir? Se ofrece echar una firma, tomar una cuenta, apuntar un nombre
o señas de casa para que no se olviden... Tome usted este lápiz, que ya
está afilado, y lléveselo también, y cuando se le gaste la punta, se la
saca usted con el cuchillo de la cocina».

Y a todas estas, D. Carlos no hablaba de darle ningún socorro positivo,
concretando su caridad a la ofrenda del libro, que debía ser fundamento
del orden administrativo en la desquiciada hacienda de Doña Francisca
Juárez. Al verle mover los labios para seguir hablando, y echar mano a
la llave puesta en el cajón de la izquierda, Benina sintió grande
alegría.

«No hay ni puede haber prosperidad sin administración--afirmó D. Carlos,
abriendo la gaveta y mirando dentro de ella--. Yo quiero que Francisca
administre, y cuando administre...

--Cuando administre, ¿qué?--dijo Benina con el pensamiento--. ¿Qué nos va
usted a dar, viejo loco, más loco que los que están en Leganés? Así se
te pudra todo el dinero que guardas, y se te convierta en pus dentro del
cuerpo para que revientes, zurrón de avaricia.

--Coja usted el libro y el lápiz, y lléveselo con mucho cuidado... no se
le pierda por el camino. Bueno: ¿se ha hecho usted cargo? ¿Me responde
de que apuntarán todo?

--Sí, señor... no se escapará ni un verbo.

--Bueno. Pues ahora, para que Francisca se acuerde de mi pobre Pura y
rece por ella... ¿Me promete usted que rezarán por ella y por mí?

--Sí, señor: rezaremos a voces, hasta que se nos caiga la campanilla.

--Pues aquí tengo doce duros, que destino al socorro de los necesitados
que no se determinan a pedir limosna porque les da vergüenza...
¡pobrecitos! son los más dignos de conmiseración».

Al oír _doce duros_, Benina abrió cada ojo como la puerta de una casa.
¡Cristo, lo que ella haría con doce duros! Ya estaba viendo el descanso
de muchos días, atender a tantas necesidades, tapar algunas bocas,
vivir, respirar, dando de mano al petitorio humillante, y al suplicio de
la busca por medios tan fatigosos. La pobre mujer vio el cielo abierto,
y por el hueco la docena de pesos, compendio hermosísimo de su felicidad
en aquellos días.

«Doce duros--repitió D. Carlos pasando las monedas de una mano a otra--;
pero no se los doy en junto, porque sería fomentar el despilfarro: se
los asigno...».

A Benina se le cayeron las alas del corazón.

«Si se los diera, mañana a estas horas no tendría ya ni un céntimo. Le
señalo dos duros al mes, y todos los días 24 puede usted venir a
recogerlos, hasta que se cumplan los seis meses, y pasado Septiembre yo
veré si debo aumentar o no la asignación. Eso depende, fíjese usted, de
que yo me entere, tocante a si se administra o no se administra, si hay
orden o sigue el... el caos. Mucho cuidado con el caos.

--Bien, señor--manifestó Benina con humildad, pensando que más cuenta le
tenía conformarse, y coger lo que se le daba, sin meterse en cuestiones
con el estrafalario y ruin vejete--. Yo le respondo de que se llevarán
los apuntes con _ministración_, y no se nos escapará ni una hilacha...
¿Con que pasaré los días 24? Nos viene bien para ayuda de la casa. El
Señor se lo aumente, y a la señora difunta téngala en su santo
descanso... por jamás amén».

D. Carlos, después de anotar, gozando mucho en ello, la cantidad
desembolsada, despidió a Benina con un gesto, y mudándose de capa y
encasquetándose el sombrero nuevo, prenda que no salía de la caja sino
en días solemnes, se dispuso a salir y emprender con voluntad segura y
firme pie las devociones de aquel día, que empezaban en Montserrat y
terminaban en la Sacramental de San Justo.



XII


«El demontre del viejo--se decía la _señá_ Benina, metiéndose a buen andar
por la calle de las Urosas--, no puede hacer más que lo que le manda su
natural. Válgate Dios: si cosas muy raras cría Nuestro Señor en el aquel
de plantas y animales, más raras las hace en el aquel de personas. No
acaba una de ver verdades que parecen mentiras... En fin, otros son
peores que este D. Carlos, que al cabo da algo, aunque sea por cuenta y
apuntación... Peores los hay, y tan peores... que ni apuntan ni dan...
El cuento es que con estos dos duros no se me arregla el día, porque
quiero devolverle a Almudena el suyo, que bueno es tener con él palabra.
Vendrán días malos, y él me servirá... Me quedan veinte reales, de los
cuales habré de dar parte a _la niña_, que está pereciendo, y lo demás
para comer hoy, y... Tendré que decirle a la señora que su pariente no
me ha dado más que el libro de cuentas, con el cual y el lápiz pondremos
un puchero que será muy rico... caldo de números y substancia de
imprenta... ¡qué risa!... En fin, para las mentiras que he de decirla a
Doña Paca, Dios me iluminará, como siempre, y vamos tirando. A ver si
encuentro a Almudena por el camino, que esta es la hora de subir él a la
iglesia. Y si no nos tropezamos en la calle, de fijo está en el café de
la Cruz del Rastro».

Dirigiose allá, y en la calle de la Encomienda se encontraron: «Hijo, en
tu busca iba--le dijo la Benina cogiéndole por el brazo--. Aquí tienes tu
duro. Ya ves que sé cumplir.

--_Amri_, no tener priesa.

--No te debo nada... Y hasta otra, Almudenilla, que días vendrán en que
yo carezca y tú me sirvas, como te serviré yo viceversa... ¿Vienes del
café?

--Sí, y _golvier_ si querer tú _migo_. Convidar _tigo_».

Asintió Benina al convite, y un rato después hallábanse los dos
sentaditos en el _café económico_, tomándose sendos vasos de a diez
céntimos. El local era una taberna retocada, con ridículas elegancias
entre pueblo y señorío; dorados chillones; las paredes pintorreadas de
marinas y paisajes; ambiente fétido, y parroquia mixta de pobretería y
vendedores del Rastro, locuaces, indolentes, algunos agarrados a los
periódicos, y otros oyendo la lectura, todos muy a gusto en aquel vagar
bullicioso, entre salivazos, humo de mal tabaco y olores de aguardiente.
Solos en una mesa Benina y el marroquí, charlaron de sus cosas: el ciego
le contó las barrabasadas de su compañera de vivienda, y ella su
entrevista con D. Carlos, y el ridículo obsequio del libro de cuentas y
de los dos duros mensuales. De las riquezas que, según voz pública,
atesoraba Trujillo (treinta y cuatro casas, la mar de dinero en
papelorios del Gobierno, _muchismos_ miles de miles en el Banco),
charlaron extensamente, corriéndose luego a considerar, _verbigracia_,
el sinnúmero de pobres que podrían ser felices con toda aquella _guita_,
que a D. Carlos le venía tan ancha, pues descontando una parte para sus
hijos, que _de natural_ debían poseerlo, con lo demás se apañarían
tantos y tantos que andan por estas calles de Dios ladrando de hambre.
Pero como ellos no habían de arreglarlo a su gusto, más cuenta les tenía
no pensar en tal cosa, y buscarse cada cual su mendrugo de pan como
pudiera, hasta que viniese la muerte y después Dios a dar a cada uno su
merecido. Por fin, con extraordinaria gravedad y tono de convicción
profunda, Almudena dijo a su amiga que todos los dinerales de D. Carlos
podían ser de ella, si quisiera.

«¿Míos? ¿Has dicho que todo lo de D. Carlos puede ser mío? Tú estás
loco, Almudenilla.

--_Tudo_ tuya... por la bendita luz. Si no creer mí, _priebar_ tú y ver.

--Vuélvemelo a decir: que todo el dinero de D. Carlos puede ser mío,
¿cuándo?

--Cuando querer ti.

--Lo creeré, si me explicas cómo ha de ser ese milagro.

--Mí _sabier_ cómo... _Dicir_ ti secreto.

--Y si tú puedes hacer que todo el caudal de ese viejo loco, un suponer,
pase a ser de otra persona, ¿por qué te conformas con la miseria, por
qué no lo coges para ti?».

Replicó a esto Almudena que la persona que hiciera el milagro, cuyo
secreto él poseía, había de tener vista. Y el milagro era seguro, por la
bendita luz; y si ella dudaba, no tenía más que probarlo, haciendo
puntualmente todo cuanto él le dijera.

Siempre fue Benina algo supersticiosa, y solía dar crédito a cuantas
historias sobrenaturales oía contar; además, la miseria despertaba en
ella el respeto de las cosas inverosímiles y maravillosas, y aunque no
había visto ningún milagro, esperaba verlo el mejor día. Un poco de
superstición, un mucho de ansia de fenómenos estupendos y nunca vistos,
y otro tanto de curiosidad, la impulsaron a pedir al marroquí
explicaciones concretas de su ciencia o arte de magia, pues esto había
de ser seguramente. Díjole el ciego que todo consistía en saber el arte
y modo de pedir lo que se quisiera a un ser llamado _Samdai_.

«¿Y quién es ese caballero?

--El Rey de _baixo terra_.

--¿Cómo? ¿Un Rey que está debajo de la tierra? Pues el diablo será.

--Diablo no: Rey _bunito_.

--¿Eso es cosa de tu religión? ¿Tú qué religión tienes?

--Ser _eibrío_.

--Vaya por Dios--dijo Benina, que no había entendido el término--. ¿Y a ese
Rey le llamas tú, y viene?

--Y dar ti _tuda_ que pedir él.

--¿Me da todo lo que le pida?

--_Siguro_».

La convicción profunda que Almudena mostraba hizo efecto en la infeliz
mujer, quien, después de una pausa en que interrogaba los ojos muertos
de su amigo y su frente amarilla lustrosa, rodeada de negros cabellos,
saltó diciendo:

«¿Y qué se hace para llamarlo?

--Yo diciendo ti.

--¿Y no me pasa nada por hacerlo?

--_Naida_.

--¿No me condeno, ni me pongo mala, ni me cogen los demonios?

--No.

--Pues ve diciendo; pero no engañes, no engañes, te digo.

--_N'gañar_ no ti...

--¿Podemos hacerlo ahora?

--No: _hacirlo_ a las doce del noche.

--¿Tiene que ser a esa hora?

--_Siguro_, _siguro_...

--¿Y cómo salgo yo de casa a media noche?... _Amos_, déjame a mí de
pamplinas. Verdad que podría decir, un suponer, que se ha puesto malo D.
Romualdo y tengo que velarlo... Bueno: ¿qué hay que hacer?

--_N'cesitas_ cosas _mochas_. Comprar tú cosas. Lo _primiero_ candil de
barro. Pero comprarlo has tú sin hablar _paliabra_.

--Me vuelvo muda.

--Muda tú... Comprar cosa... y si hablar no valer.

--Válgate Dios... Pues bueno: compro mi candil de barro sin chistar, y
luego...».

Almudena ordenó después que había de buscar una olla de barro con siete
agujeros, con siete nada más, todo sin hablar, porque si hablaba no
valía. ¿Pero dónde demontres estaban esas ollas con siete agujeros? A
esto replicó el ciego que en su tierra las había, y que aquí podían
suplirse con los tostadores que usan las castañeras, buscando el que
tuviese siete _bujeros_, ni uno más ni uno menos.

«¿Y ello ha de comprarse también sin hablar?

--Sin hablando _naida_».

Luego era forzoso procurarse un palo de _carrash_, madera de África, que
aquí llaman laurel. Un vendedor de garrotes, en el primer tinglado _cabe_
las Américas, lo tenía. Había que comprárselo sin pronunciar palabra.
Bueno: pues reunidas estas cosas, se pondría el palo al fuego hasta que
se prendiera bien... Esto había de ser el viernes a las cinco en punto.
Si no, no valía. Y el palo estaría ardiendo hasta el sábado, y el sábado
a las cinco en punto se le metía en el agua siete veces, ni una más ni
una menos.

«¿Todo callandito?

--Hablar _naida_, _naida_».

Luego se vestía el palo con ropas de mujer, como una muñeca, y bien
vestidito se le arrimaba a la pared, poniéndole derecho, _amos_, en pie.
Delante se colocaba el candil de barro, encendido con aceite, y se le
tapaba con la olla, de modo que no se viese más luz que la que saldría
por los siete _bujeros_, y a corta distancia se ponía la cazuela con
lumbre para echar los sahumerios, y se empezaba a decir la oración una y
otra vez con el pensamiento, porque hablada no valía. Y así se estaba la
persona, sin distraerse, sin descuidarse, viendo subir el humo del
benjuí, y mirando la luz de los siete agujeros, hasta que a las doce...

«¡A las doce!--repitió Benina sobresaltada--. ¡Y al dar las doce
campanadas viene... sale, se me aparece!...

--El Rey de _baixo terra_: pedir tú lo que _quierer_, y darlo ti él.

--Almudena, ¿tú crees eso? ¿Cómo es posible que _ese señor_, sin más que
las _cirimonias_ que has contado, me dé a mí lo que ahora es de Don
Carlos Trujillo?

--Verlo tú, si queriendo.

--Pero con tanto _requesito_, si una se descuida un poco, o se equivoca
en una sola palabra del rezo mental...

--Tener tú cuidado _mocha_.

--¿Y la oración?

--Mi enseñarla ti; _dicir_ tú: _Semá Israel Adonai Elohino Adonai
Ishat_...

--Calla, calla: en la vida digo yo eso sin equivocarme. Como no sea
castellano neto yo no atino... Y también te aseguro que tengo mieditis
de esas suertes de brujería... quita, quita... Pero ¡ah! ¡si fuera
verdad, qué gusto, cogerle a ese zorrocloco de D. Carlos todo su
dinero... _amos_, la mitad que fuera, para repartirlo entre tantos
pobrecitos que perecen de hambre!... Si se pudiera hacer la prueba,
comprando los cacharros y el palitroque sin hablar, y luego... Pero no,
no... cualquier día iba a venir acá ese Rey Mago... También te digo que
suceden a veces cosas muy _fenómenas_, y que andan por el aire los que
llaman espíritus o, verbigracia, las ánimas, mirando lo que hacemos y
oyéndonos lo que hablamos. Y otra: lo que una sueña, ¿qué es? Pues cosas
verdaderas de otro mundo, que se vienen a este... Todo puede ser, todo
puede ser... Pero yo, qué quieres que te diga, dudo mucho que le den a
una tanto dinero, sin más ni más. Que para socorrer a los pobres, un
suponer, se quite a los ricos medio millón, o la mitad de medio millón,
pase; pero tantas, _tantismas_ talegas para nosotros... no, esa no
cuela.

--_Tuda_, _tuda_ la que haber en el Banco, _millonas mochas_, _lotería_,
_tuda pa ti_, _hiciendo_ lo que decir ti.

--Pues si eso es tan fácil, ¿por qué no lo hacen otros? ¿O es que tú solo
tienes el secreto? ¡El secreto tú solo! _Amos_, cuéntaselo al Nuncio,
que aquí no nos tragamos esas papas... Yo no te digo que no sea
posible... y si supiera yo hacer la prueba, la haría, con mil pares...
Vuélveme a decir la receta de lo que ha de comprar una sin hablar...».

Repitió Almudena las fórmulas y reglas del conjuro, añadiendo
descripción tan viva y pintoresca del Rey _Samdai_, de su rostro
hermosísimo, apostura noble, traje espléndido, de su séquito, que
formaban _arregimientos_ de príncipes y magnates, montados en camellos
blancos como la leche, que la pobre Benina se embelesaba oyéndole, y si
a pie juntillas no le creía, se dejaba ganar y seducir de la ingenua
poesía del relato, pensando que si aquello no era verdad, debía serlo.
¡Qué consuelo para los miserables poder creer tan lindos cuentos! Y si
es verdad que hubo Reyes Magos que traían regalos a los niños, ¿por qué
no ha de haber otros Reyes _de ilusión_, que vengan al socorro de los
ancianos, de las personas honradas que no tienen más que una muda de
camisa, y de las _almas_ decentes que no se atreven a salir a la calle
porque deben tanto más cuanto a tenderos y prestamistas? Lo que contaba
Almudena era de lo que _no se sabe_. ¿Y no puede suceder que alguno sepa
lo que no sabemos los demás?... ¿Pues cuántas cosas se tuvieron por
mentira y luego salieron verdades? Antes de que inventaran el telégrafo,
¿quién hubiera creído que se hablaría con las Américas del Nuevo Mundo,
como hablamos de balcón a balcón con el vecino de enfrente? Y antes de
que inventaran la fotografía, ¿quién hubiera pensado que se puede una
retratar sólo con _ponerse_? Pues lo mismo que esto es aquello. Hay
misterios, secretos que no se entienden, hasta que viene uno y dice tal
por cual, y lo descubre... ¡Pues qué más, Señor!... Allá estaban las
Américas desde que Dios hizo el mundo, y nadie lo sabía... hasta que
sale ese Colón, y con no más que poner un huevo en pie, lo descubre todo
y dice a los países: «Ahí tenéis la América y los americanos, y la caña
de azúcar, y el tabaco bendito... ahí tenéis Estados Unidos, y hombres
negros, y onzas de diez y siete duros». ¡A ver!



XIII


No había acabado el marroquí su oriental leyenda, cuando Benina vio
entrar en el café a una mujer vestida de negro. «Ahí tienes a esa
fandangona, tu compañera de casa.

--¿Pedra? Maldita ella. Sacudir ella yo esta mañana. Venir, _siguro_, con
la Diega...

--Sí, con una viejecica, muy chica y muy flaca, que debe de ser más
borracha que los mosquitos. Las dos se van al mostrador, y piden dos
_tintas_.

--_Señá_ Diega enseñar vicio ella.

--¿Y por qué tienes contigo a esa gansirula, que no sirve para nada?».

Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en el
Matadero de cerdos, con perdón, y su madre _cambiaba_ en la calle de la
Ruda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato.
Buen plato es el micho; pero cuando está rabioso, le salen pintas en la
cara al que lo come, y a los tres días, muerte natural por calenturas
_perdiciosas_. En fin, que espicharon los padres, y la chica se quedó en
la puerta de la calle, sentadita. Era hermosa: por tal la celebraban; su
voz sonaba como las músicas bonitas. Primero se puso a cambiar, y luego
a vender churros, pues tenía tino de comercianta; pero nada le valió su
buena voluntad, porque hubo de cogerla de su cuenta la Diega, que en
pocos días la enseñó a embriagarse, y otras cosas peores. A los tres
meses, Pedra no era conocida. La enflaquecieron, dejándola en los puros
pellejos, y su aliento apestaba. Hablaba como una carreterona, y tenía
un toser perruno y una carraspera que tiraban para atrás. A veces pedía
por el camino de Carabanchel, y de noche se quedaba a dormir en
cualquier parador. De vez en cuando se lavaba un poco la cara, compraba
_agua de olor_, y rociándose las flaquezas, pedía prestada una camisa,
una falda, un pañuelo, y se ponía _de puerta_ en la casa del
_Comadreja_, calle de Mediodía Chica. Pero no tenía constancia para
nada, y ningún acomodo le duró más de dos días. Sólo duraba en ella el
gusto del aguardiente; y cuando se _apimplaba_, que era un día sí y otro
también, hacía figuras en medio del arroyo, y la toreaban los chicos.
Dormía sus monas en la calle o donde le cogía, y más bofetadas tenía en
su cara que pelos en la cabeza. Cuerpo más asistido de cardenales no se
conoció jamás, ni persona que en su corta edad, pues no tenía más que
veintidós años, aunque representaba treinta, hubiera visitado tan a
menudo las prevenciones de la Inclusa y Latina. Almudena la trataba, con
buen fin, desde que se quedó huérfana, y al verla tan arrastrada, dábale
de tres cosas un poco: consejos, limosna y algún palo. Encontrola un día
curándose sus lamparones con zumo de higuera chumbo, y aliñándose las
greñas al sol. Propúsole que se fuera con él, poniendo cada cual la
mitad del alquiler de la casa, y comprometiéndose ella a cortar de raíz
el vicio de la bebida. Discutieron, parlamentaron; diose solemnidad al
convenio, jurando los dos su fiel observancia ante un emplasto viscoso y
sobre un peine de rotas púas, y aquella noche durmió Pedra en el cuarto
de Santa Casilda. Los primeros días todo fue concordia, sobriedad en el
beber; pero la cabra no tardó en tirar al monte, y... otra vez la
endiablada hembra divirtiendo a los chicos y dando que hacer a los del
Orden.

«No poder mí con ella. _B'rracha_ siempre. Es un dolor... un dolor. Yo
estar ella migo por lástima...».

Al ver que las dos mujeres, después de atizarse un par de _tintas_,
miraban burlonas al ciego y a Benina, esta tuvo miedo y quiso retirarse.

«_Dir_ tú no, _Amri_. Quedar migo--le dijo el ciego cogiéndola de un
brazo.

--Temo que armen bronca estas indinas... Acá vienen ya».

Aproximáronse las tales, y pudo la Benina ver y examinar a su gusto el
rostro de Pedra, de una hermosura desapacible y que despedía. Morena, de
facciones tan regulares como pronunciadas, magníficos ojos negros, cejas
que al juntarse culebreaban, boca sucia y bien rasgueada, que no parecía
hecha para sonreír, cuerpo derecho y esbeltísimo en su flaqueza y
desaliño, la compañera de Almudena era una figura trágica, y como tal
impresionó a Benina, aunque esta no expresaba su juicio sino pensando
que le daría miedo encontrarse con tal persona, de noche, en lugar
solitario.

De la Diega no podía determinarse si era joven o entre-vieja. Por la
estatura parecía una niña; por la cara escuálida y el cuello rugoso,
todo pliegues, una anciana decrépita; por los ojos, un animalejo
vivaracho. Su flaqueza era tan extremada, que Benina no pudo menos de
comentarla mentalmente con una frase andaluza que usar solía su señora:
«Esta es de las que sacan espinas con los codos».

Pedra se sentó, dando los buenos días, y la otra quedose en pie, sin
alzar del suelo más que la cabeza de Almudena, en cuyos hombros dio
fuertes palmetazos.

«_Tati_ quieta--le dijo este enarbolando el palo.

--Cuidado con él, que es malo y traicionero...--indicó la otra.

--_Jai_... ¿verdad que eres malo y pegar _tú mí_?

--Yo _ero beno_; tú mala, _b'rracha_.

--No lo digas, que se escandalizará la señora anciana.

--Anciana no ser ella.

--¿Tú qué sabes, si no la ves?

--Decente ella.

--Sí que lo será, sin agraviar. Pero a ti te gustan las viejas.

--Ea, yo me voy, señora, que lo pasen bien--dijo Benina, azoradísima,
levantándose.

--Quédese, quédese... ¡Si es _groma_!».

La Diega la instó también a quedarse, añadiendo que habían comprado un
décimo de la Lotería, y ofreciéndole participación.

«Yo no juego--replicó Benina--: no tengo cuartos.

--Yo sí--dijo el marroquí--: dar vos una _pieseta_.

--Y la señora, ¿por qué no juega?

--Mañana sale. Seremos ricas, ricachonas en _efetivo_--dijo la Diega--. Yo,
si me la saco, San Antonio me oiga, volveré a establecerme en la calle
de la Sierpe. Allí te conocí, Almudena. ¿Te acuerdas?

--No _mi cuerda_, no...

--Vos conocisteis en Mediodía Chica, por la casa de atrás.

--A este le llamaban Muley Abbas.

--Y a ti _Cuarto e kilo_, por lo chica que eres.

--Poner motes es cosa fea. ¿Verdad, Almudenita? Las personas decentes se
llaman por el santo bautismo, con sus nombres de cristiano. Y esta
señora, ¿qué gracia tiene?

--Yo me llamo Benina.

--¿Es usted de Toledo, por casualidad?

--No, señora: soy... dos leguas de Guadalajara.

--Yo de Cebolla, en tierra de Talavera... y dime una cosa: ¿por qué esta
gorrinaza de Pedrilla te llama a ti _Jai_? ¿Cuál es tu nombre en tu
religión y en tu tierra cochina, con perdón?

--Llamarle _mi Jai_ porque ser morito él--dijo la trágica remedando su
habla.

--Nombre mío _Mordejai_--declaró el ciego--, y ser yo nacido en un _puebro
mu bunito_ que llamar allá Ullah de Bergel, _terra_ de Sus... ¡oh!
_terra_ divina, _bunita_... _mochas arbolas_, _aceita mocha_, _miela_,
_frores_, _támaras_, _mocha güena_».

El recuerdo del país natal le infundió un candoroso entusiasmo, y allí
fue el pintarlo y describirlo con hipérboles graciosas, y un colorido
poético que con gran entretenimiento y gozo saborearon las tres mujeres.
Incitado por ellas, contó algunos pasajes de su vida, toda llena de
estupendos casos, peligrosas empresas y fantásticas aventuras. Refirió
primero cómo se había fugado del hogar paterno, de edad de quince años,
lanzándose a correr mundo, sin que en todo el tiempo transcurrido desde
aquel suceso, tuviese noticia alguna de su patria y familia. Mandole su
padre a casa de un mercader amigo suyo con este recado: «Dile a Rubén
Toledano que te dé doscientos duros que necesito hoy». El tal debía de
ser al modo de banquero, y entre ambos señores reinaba sin duda
patriarcal confianza; porque el encargo se hizo efectivo sin ninguna
dificultad, cogiendo Mordejai los doscientos pesos en cuatro pesados
cartuchos de moneda española. Pero en vez de ir con ellos a la casa
paterna, tomó el caminito de Fez, ávido de ver mundo, de trabajar por su
cuenta, y de ganar mucho dinero para el autor de sus días, no los
doscientos duros, sino dos mil o cientos de miles. Comprando dos
borricos, se puso a portear mercaderías y pasajeros entre Fez y
Mequínez, con buenas ganancias. Pero un día de mucho calor, ¡castigo de
Dios! pasó junto a un río y le entraron ganas de darse un baño. En el
agua flotaban dos caballos muertos, cosa mala. Al salir del baño le
dolían los ojos: a los tres días era ciego.

Como aún tenía dinero, pudo algún tiempo vivir sin implorar la caridad
pública, con la tristeza inherente al no ver, y la no menos honda
producida por el brusco paso de la vida activa a la sedentaria. El
muchacho ágil y fuerte se hizo de la noche a la mañana hombre enclenque
y achacoso, y sus ambiciones de comerciante y sus entusiasmos de viajero
quedaron reducidos a un continuo meditar sobre lo inseguro de los bienes
terrenos, y la infalible justicia con que Dios Nuestro Padre y Juez
sienta la mano al pecador. No se atrevía el pobre ciego a pedirle que le
devolviese la vista, pues esto no se lo había de conceder. Era castigo,
y el Señor no _se vuelve atrás_ cuando pega de firme. Pedíale que le
diera dinero abundante para poder vivir con desahogo, y una _muquier_ que
le amara; mas nada de esto le fue concedido al pobre Mordejai, que cada
día tenía menos dineros, pues estos iban saliendo, sin que entraran
otros por ninguna parte, y de _muquieres_ nada. Las que se acercaban a
él fingiéndole cariño, no iban a su covacha más que a robarle. Un día
estaba el hombre muy molesto por no poder cazar una pulga que atrozmente
le picaba, burlándose de él con audacia insolente, cuando... no es
broma... se le aparecieron dos ángeles.



XIV


«¿Pero tú ves algo, Almudena?--le preguntó _Cuarto e kilo_.

--_Ver mí burtos ellos_».

Explicó que distinguía las masas de obscuridad en medio de la luz: esto
por lo tocante a las cosas del mundo de acá. Pero en lo de los mundos
misteriosos que se extienden encima y debajo, delante y detrás, fuera y
dentro del nuestro, sus ojos veían claro, cuando veían, _mismo como
vosotras ver migo_. Bueno: pues se le aparecieron dos ángeles, y como no
era cosa de aparecérsele para no decir nada, dijéronle que venían de
parte del Rey de _baixo terra_ con una embajada para él. El señor
_Samdai_ tenía que hablarle, para lo cual era preciso que se fuese mi
hombre al Matadero por la noche, que estuviese allí quemando _ilcienso_,
y rezando en medio de los despojos de reses y charcos de sangre, hasta
las doce en punto, hora invariable de la entrevista. No hay que añadir
que los ángeles se marcharon con viento fresco en cuanto dieron
conocimiento de su mensaje a Mordejai, y este cogió sus trebejos de
sahumar, la pipa, la ración de _cáñamo_ en un papel, y se fue caminito
del Matadero: el largo plantón que le esperaba, se le haría menos
aburrido fumando.

Allí se estuvo, sentado en cuclillas, aspirando los vahos olorosos del
sahumerio, y fumando pipa tras pipa, hasta que llegó la hora, y lo
primerito que vio fue un par de perros, más grandes que _el cameio_,
_brancos_, con ojos de fuego. Él, Mordejai, _mocha medo_, un _medo_ que
le quitaba el respirar. Vino después un _arregimiento_ de jinetes con
mucho cantorio, galas _mochas_; luego empezó a caer lluvia espesísima de
arena y piedras, tanto, tanto, que se vio enterrado hasta el
pescuezo... y no respiraba. Cada vez más _medo_... Por encima de toda
aquella escoria pasó velocísimo otro escuadrón de jinetes, dando al
viento los blancos alquiceles, y sin cesar disparando tiros. Siguió un
diluvio de culebras y _alcranes_, que caían silbando y enroscándose. El
pobre ciego se moría de _medo_, sintiéndose envuelto en la horrorosa
nube de inmundos animales... Pero luego vinieron hombres y mujeres a
pie, en pausada procesión, todos con blancas vestiduras, llevando en la
mano canastillas y bateas de oro, y pisando sobre flores, pues en rosas
y azucenas se habían convertido mágicamente las serpientes y alacranes,
y en olorosas ramas de menta y laurel todo aquel material llovido de
arena cálida y puntiagudos guijarros.

Para no cansar, apareció por fin el Rey, hermoso, con humana y divina
hermosura, barba larga y negra, aretes en las orejas, corona de oro que
parecía tener por pedrería el sol, la luna y las estrellas. Verde era su
traje, que por lo fino debía de ser obra de unas arañas muy pulidas que
en los profundos senos de la tierra tejen con hebras de fuego. El
séquito de _Samdai_ era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le
preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un
momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que
_vido_ también a la señora del Rey, pero con la cara muy tapada, como la
luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no pudo distinguirla bien.
La Soberana vestía de amarillo, de un color así como nuestros
pensamientos cuando estamos entre alegres y tristes. Expresaba esto el
ciego con dificultad, supliendo las torpezas de su lenguaje con el juego
fisonómico de la convicción, y los mohines y gestos elocuentes.

Total: que a una orden del Rey le fueron poniendo delante todas aquellas
bateas y canastos de oro que traían las mujeres de blanco vestidas. ¿Qué
era? _Pieldras_ de diversas clases, _mochas_, _mochas_, que pronto
formaron montones que no cabrían en ninguna casa: _rubiles_ como
garbanzos, perlas del tamaño de huevos de paloma, _tudas_,
_tudas_ grandes, _diamanta fina_ en tal cantidad, que había para llenar
de ellos sacos _mochas_, y con los sacos un carro de mudanzas;
esmeraldas como nueces y _trompacios_ como _poño mío_...

Oían esto las tres mujeres embobadas, mudas, fijos los ojos en la cara
del ciego, entreabiertas las bocas. Al comienzo de la relación, no se
hallaban dispuestas a creer, y acabaron creyendo, por estímulo de sus
almas, ávidas de cosas gratas y placenteras, como compensación de la
miseria bochornosa en que vivían. Almudena ponía toda su alma en su
voz, y con la lengua hablaban todos los pliegues movibles de su cara, y
hasta los pelos de su barba negra. Todo era signos, jeroglífico
descifrable, oriental escritura que los oyentes entendían sin saber por
qué. El fin de la espléndida visión fue que el Rey le dijo al bueno de
Mordejai que de las dos cosas que deseaba, riquezas y mujer, no podía
darle más que una; que optase entre las pedrerías de gran valor que
delante miraba, y con las cuales gozaría de una fortuna superior a la de
todos los soberanos de la tierra, y una mujer buena, bella y laboriosa,
joya sin duda tan rara que no se podía encontrar sino revolviendo toda
la tierra. Mordejai no vaciló un momento en la elección, y dijo a Su
Majestad de _baixo terra_, que para nada quería tanta pedrería _por
fanegas_, si no le daban _muquier_... «Querer mi ella... gustar mí
_muquier_, y sin _muquier_ migo, no querer _pieldras_ finas, ni
_diniero_ ni _naida_».

Señalole entonces el Rey una hembra que bien envuelta en un manto que la
tapaba toda, el rostro inclusive, iba por el camino, y le dijo que
aquella era _la suya_, y que la siguiese hasta cogerla o más bien
cazarla, pues a paso muy ligero iba la condenada. Y dicho esto por el
Rey, se dignó Su Majestad desaparecerse, y con él se fueron todos los de
su comitiva, y los _arregimientos_ y las señoras de blanco, y _tudo_,
_tudo_, no quedando más que un olor penetrante del _ilcienso_, y los
ladridos de los dos perrazos que se iban perdiendo en las lontananzas de
la noche fría, cual si despavoridos huyeran hacia los montes. Tres meses
estuvo enfermo Mordejai después de este singular suceso, y no comía más
que agua y harina de cebada sin sal. Quedose tan flaco que se contaba al
tacto todos los huesos, sin que se le escapara uno en la cuenta. Por
fin, arrastrándose como pudo, emprendió su camino por toda la grandeza
del mundo en busca de la mujer que, según dicho del divino _Samdai_, era
suya.

«Y no la encontraste hasta _tantismos_ años de correr, y se llamaba
Nicolasa--dijo la Petra, queriendo ayudar al biógrafo de sí mismo.

--¿Tú qué saber? No ser Nicolasa.

--Entonces será _la señora_--apuntó la Diega, señalando no sin cierta
impertinencia a la pobre Benina, que no chistaba.

--¿Yo?... ¡Jesús me valga! Yo no soy ninguna tarascona que anda por los
caminos».

Contó Almudena que desde Fez había ido a la Argelia; que vivió de
limosna en Tlemcén primero, después en Constantina y Orán; que en este
punto se embarcó para Marsella, y recorrió toda Francia, Lyon, Dijon,
París, que es _mu_ grande, con tantos _olivares_ y buenos pisos de
calle, todo como la palma de la mano. Después de subirse hasta un pueblo
que le llaman _Lila_, volviose a Marsella y a Cette, donde se embarcó
para Valencia.

«Y en Valencia encontraste a la Nicolasa, con quien veniste por
_badajes_, que vos daban los _aiuntamientos_, con dos _riales de
tapa_--dijo la Petra--, y de Madrid vos fuisteis a los _Portugales_, y
tres años te duró el contento, camastrón, hasta que la _golfa_ se te fue
con otro.

--Tú no saber.

--Que cuente la historia de Nicolasa y cómo a él le cogieron en Madrid
para llevarle a San Bernardino, y ella fue al _espital_; y estando él
una noche durmiendo, se le aparecieron dos mujeres del otro mundo,
verbigracia, _ánimas_, para decirle que la Nicolasa _hablaba_ en
el _espital_ con uno que le iban a dar de alta...

--No ser eso, no ser eso: cállate tú.

--Otro día nos lo contará--indicó Benina, que, aunque gustaba de oír
aquellos entretenidos relatos, no quería detenerse más, recordando sus
apremiantes quehaceres.

--Espérese, señora: ¿qué prisa tiene?--le dijo la Diega--. ¿A dónde irá
usted que más valga?

--Otro día contar más--indicó el ciego sonriendo--. Mí ver mundo _mocha_.

--Estás cansadito, Jai. Convídanos a un medio para que se te remoje la
lengua, que la tienes más seca que suela de zapato.

--Yo no convidar mí ellas, _b'rrachonas_. No tener _diniero migo_.

--Por eso no quede--dijo la Diega, rumbosa.

--Yo no bebo--declaró la Benina--, y además tengo prisa, y con permiso de
la compañía me voy.

--Quedar ti rato más. Dar once _reloja_.

--Dejarla--manifestó con benevolencia la Petra--, por si tiene que ir a
ganarlo; que nosotras ya lo hemos ganado».

Interrogadas por Almudena, refirieron que habiendo cogido la Diega unos
dineros que le debían dos mozas de la calle de la Chopa, se habían
lanzado al comercio, pues una y otra tenían suma disposición y travesura
para el compra y vende. La Petra no se sentía mujer honrada y cabal sino
cuando se dedicaba al tráfico, aunque fuese en cosas menudas, como
palillos, mondarajas de tea, y _torraé_. La otra era un águila para
pañuelos y puntillas. Con el dinero aquel, venido a sus manos por
milagro, compraron género en una casa de saldos, y en la mañana de aquel
día pusieron sus bazares junto a la Fuentecilla de la Arganzuela,
teniendo la suerte de colocar muchas carreras de botones, varas muchas
de puntilla y dos chalecos de bayona. Otro día _sacarían_ loza,
_imágenes_, y caballos de cartón de los que daban, _a partir
ganancias_, en la fábrica de la calle del Carnero. Largamente hablaron
ambas de su negocio, y se alababan recíprocamente, porque si _Cuarto e
kilo_ era de lo que no hay para la adquisición de género _por gruesas_, a
la otra nadie aventajaba en salero y malicia para la venta al menudeo.
Otra señal de que había venido al mundo para ser o _comercianta_ o nada,
era que los cuartos ganados en la compra-venta se le pegaban al
bolsillo, despertando en ella vagos anhelos de ahorro, mientras que los
que por otros medios iban a sus flacas manos, se le escapaban por entre
los dedos antes de que cerrar pudiera el puño para guardarlos.

Oyó Benina muy atenta estas explicaciones, que tuvieron la virtud de
infundirle cierta simpatía hacia la borracha, porque también ella,
Benina, se sentía _negocianta_; también acarició su alma alguna vez la
ilusión del compra-vende. ¡Ah! si, en vez de dedicarse al servicio,
trabajando como una negra, hubiera tomado _una puerta de calle_, otro
gallo le cantara. Pero ya su vejez y la indisoluble sociedad moral con
Doña Paca la imposibilitaban para el comercio.

Insistió la buena mujer en abandonar la grata tertulia, y cuando se
levantó para despedirse cayósele el lápiz que le había dado D. Carlos,
y al intentar recogerlo del suelo, cayósele también la agenda.

«Pues no lleva usted ahí pocas cosas--dijo la Petra, cogiendo el libro y
hojeándolo rápidamente, con mohines de lectora, aunque más bien
deletreaba que leía--. ¿Esto qué es? Un libro para llevar cuentas. ¡Cómo
me gusta! _Marzo_, dice aquí, y luego _Pe...setas_, y luego _céntimos_.
Es _mu_ bonito apuntar aquí todo lo que sale y entra. Yo escribo tal
cual; pero en los números me atasco, porque los ochos se me enredan en
los dedos, y cuando sumo no me acuerdo nunca de lo que _se lleva_.

--Ese libro--dijo Benina, que al punto vislumbró un negocio--, me lo dio un
pariente de mi señora, para que lleváramos por apuntación el gasto; pero
no sabemos. Ya no está la Magdalena para estos tafetanes, como dijo el
otro... Y ahora pienso, señoras, que a ustedes, que comercian, les
conviene este libro. Ea, lo vendo, si me lo pagan bien.

--¿Cuánto?

--Por ser para ustedes, dos reales.

--Es mucho--dijo _Cuarto e kilo_, mirando las hojas del libro, que
continuaba en manos de su compañera--. Y ¿para qué lo queremos nosotras,
si nos estorba lo negro?

--Toma--indicó Petra, acometida de una risa infantil al repasar, con el
dedo mojado en saliva, las hojas--. Se marca con rayitas: tantas
cantidades, tantas rayas, y así es más claro... Se da un real, ea.

--¿Pero no ven que está nuevo? Su valor, aquí, lo dice: «dos pesetas».

Regatearon. Almudena conciliaba los intereses de una y otra parte, y por
fin quedó cerrado el trato en cuarenta céntimos, con lápiz y todo. Salió
del café la Benina, gozosa, pensando que no había perdido el tiempo,
pues si resultaban fantásticas las _pieldras_ preciosas que en montones
Mordejai pusiera ante su vista, positivas y de buena ley eran las cuatro
perras, como cuatro soles, que había ganado vendiendo el inútil regalo
del monomaníaco Trujillo.



XV


El largo descanso en el café le permitió recorrer _como una exhalación_
la distancia entre el Rastro y la calle de la Cabeza, donde vivía la
señorita Obdulia, a quien deseaba visitar y socorrer antes de irse a
casa, pues era indudable que a la niña correspondía la mitad, perra más
o menos, de uno de los duros de D. Carlos. A las doce menos cuarto
entraba en el portal, que por lo siniestro y húmedo parecía la puerta de
una cárcel. En lo bajo había un establecimiento de _burras de leche_,
con borriquitas pintadas en la muestra, y dentro vivían, sin aire ni
luz, las pacíficas nodrizas de tísicos, encanijados y catarrosos. En la
portería daban asilo a un conocido de Benina, el ciego Pulido, que era
también punto fijo en San Sebastián. Con él y con el burrero charló un
rato antes de subir, y ambos le dieron dos noticias muy malas: que iba a
subir el pan y que había bajado mucho la Bolsa, señal lo primero de que
no llovía, y lo segundo de que estaba al caer una revolución gorda, todo
porque los _artistas_ pedían _las ocho horas_ y los _amos_ no querían
darlas. Anunció el burrero con profética gravedad que pronto se quitaría
todo el dinero metálico y no quedaría más que papel, hasta para las
pesetas, y que echarían nuevas contribuciones, _inclusive_, por rascarse
y por darse de quién a quién los buenos días. Con estas malas
impresiones subió Benina la escalera, tan descansada como lóbrega, con
los peldaños en panza, las paredes desconchadas, sin que faltaran los
letreros de carbón o lápiz garabateados junto a las puertas de
cuarterones, por cuyo quicio inferior asomaba el pedazo de estera, ni
los faroles sucios que de día semejaban urnas de santos. En el primer
piso, bajando del cielo, con vecindad de gatos y vistas magníficas a las
tejas y buhardillones, vivía la señorita Obdulia; su casa, por la
anchura de las habitaciones destartaladas y frías, hubiera parecido
convento, a no ser por la poca elevación de los techos, que casi se
cogían con la mano. Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como
en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete
había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos
varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas
rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de
sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza.

La misma Obdulia abrió la puerta a Benina, diciéndole que la había
sentido subir, y al punto se vio la buena mujer como asaltada de una
pareja de gatos muy bonitos, que mayando la miraban, el rabo tieso,
frotando su lomo contra ella. «Los pobres animalitos--dijo la _niña_ con
más lástima de ellos que de sí misma--, no se han desayunado todavía».

Vestía la hija de Doña Paca una bata de franela color rosa, de corte
elegante, ya descompuesta por el mucho uso, las delanteras manchadas de
chocolate y grasa, algún siete en las mangas, la falda arrastrada,
revelándose en todo, como prenda adquirida de lance, que a su dueña le
venía un poco ancha, por _aquello de que la difunta era mayor_. De todos
modos, tal vestimenta se avenía mal con la pobreza de la esposa de
Luquitas.

«¿No ha venido anoche tu marido?--le dijo Benina, sofocada de la penosa
ascensión.

--No, hija, ni falta que me hace. Déjale en su café, y en sus casas de
perdición, con las _socias_ que le han sorbido el seso.

--¿No te han traído nada de casa de tus suegros?

--Hoy no toca. Ya sabes que lo dejaron en un día sí y otro no. No ha
venido más que Juana Rosa a peinarme, y con ella se fue mi Andrea. Van a
comer juntas en casa de su tía.

--De modo que estás como los camaleones. No te apures, que Dios aprieta,
pero no ahoga, y aquí estoy yo para que no ayunes más de la cuenta, que
el cielo bien ganado te lo tienes ya... Siento una tosecilla... ¿Ha
venido ese caballero?

--Sí: ahí está desde las diez. Con las cosas bonitas que cuenta me
entretiene, y casi no me acuerdo de que no hay en casa más que dos onzas
de chocolate, media docena de dátiles, y algunos mendrugos de pan... Si
has de traerme algo, sea lo primero para estos pobres gatos aburridos,
que desde el amanecer no me dejan vivir. Parece que me hablan, y dicen:
«Pero ¿qué es de nuestra buena Nina, que no viene con nuestra
cordillita?».

--En seguida traeré para remediaros a todos--dijo la anciana--. Pero antes
quiero saludar a ese caballero rancio, que es tan fino y atento con las
señoras».

Entró en el llamado gabinete, y el señor de Ponte y Delgado se deshizo
con ella en afectuosos cumplidos de buena sociedad. «Siempre echándola a
usted de menos, Benina... y muy desconsolado cuando _brilla usted por su
ausencia_.

--¡Que brillo por mi ausencia!... ¿Pero qué disparates está usted
diciendo, Sr. de Ponte? O es que no entendemos nosotras, las mujeres de
pueblo, esos términos tan _fisnos_... Ea, quédense con Dios. Yo vuelvo
pronto, que tengo que dar de almorzar a la niña y a los señores gatos. Y
aunque el Sr. D. Frasquito no quiera, ha de hacer aquí penitencia. Le
convido yo... no, le convida la señorita.

--¡Oh, cuánto honor!... Lo agradezco infinito. Yo pensaba retirarme.

--Sí, ya sabemos que siempre está usted convidado en casas de la
grandeza. Pero como es tan bueno, se _dizna_ sentarse a la mesa de los
pobres.

--Consideración que tanto le agradecemos--dijo Obdulia--. Ya sé que para el
Sr. de Ponte es un sacrificio aceptar estas pobrezas...

--¡Por Dios, Obdulia!...

--Pero su mucha bondad le _inspira_ estos y otros mayores sacrificios.
¿Verdad, Ponte?

--Ya la he reñido a usted, amiga mía, por ser tan paradójica. Llama
sacrificio al mayor placer que puede existir en la vida.

--¿Tienes carbón?...--preguntó Benina bruscamente, como quien arroja una
piedra en un macizo de flores.

--Creo que hay algo--replicó Obdulia--; y si no, lo traes también».

Fue Nina para adentro, y habiendo encontrado combustible, aunque escaso,
se puso a encender lumbre y a preparar sus pucheros. Durante la prosaica
operación, conversaba con las astillas y los carbones, y sirviéndose del
fuelle como de un conducto fonético, les decía: «Voy a tener otra vez el
gusto de dar de comer a ese pobre hambriento, que no confiesa su hambre
por la vergüenza que le da... ¡Cuánta miseria en este mundo, Señor! Bien
dicen que quien más ha visto, más ve. Y cuando se cree una que es el
acabose de la pobreza, resulta que hay otros más miserables, porque una
se echa a la calle, y pide, y le dan, y come, y con medio panecillo se
alimenta... Pero estos que juntan la vergüenza con la gana de comer, y
son delicados y medrosicos para pedir; estos que tuvieron posibles y
educación, y no quieren rebajarse... ¡Dios mío, qué desgraciados son!
lo que discurrirán para matar el gusanillo... Si me sobra dinero,
después de darle de almorzar, he de ver cómo me las compongo para que
tome la peseta que necesita para pagar el catre de esta noche. Pero ¡ay!
no... que necesitará ocho reales. Me da el corazón que anoche no pagó...
y como esa condenada Bernarda no fía más que una vez... será preciso
pagarle toda la cuenta... y a saber si le ha fiado dos o tres noches...
No, aunque yo tuviera el dinero, no me atrevería a dárselo; y aunque se
lo ofreciese, primero dormía al raso que cogerlo de estas manos
pobres... ¡Señor, qué cosas, qué cosas se van viendo cada día en este
mundo tan grande de la miseria!».

En tanto el lánguido Frasquito y la esmirriada Obdulia platicaban
gozosos de cosas gratas, harto distantes de la triste realidad. Desde
que vio entrar a la Providencia, en figura de Benina, sintiose la niña
calmada de su ansiedad y sobresalto, y el caballero también respiró por
el propio motivo feliz, y se le alegraron las pajarillas viendo
conjurado, por aquel día, un grave conflicto de subsistencias. Uno y
otro, marchita dama y galán manido, poseían, en medio de su radical
penuria, una _riqueza_ inagotable, eficacísima, casi acuñable, extraída
de la mina de su propio espíritu; y aunque usaban de los productos de
este venero con prodigalidad, mientras más gastaban, más superabundancia
tenían sus caudales. Consistía, pues, esta riqueza, en la facultad
preciosa de desprenderse de la realidad, cuando querían, trasladándose a
un mundo imaginario, todo bienandanzas, placeres y dichas. Gracias a
esta divina facultad, se daba el caso de que ni siquiera advirtiesen, en
muchas ocasiones, sus enormes desdichas, pues cuando se veían privados
absolutamente de los bienes positivos, sacaban de la imaginación el
cuerno de Amaltea, y lo agitaban para ver salir de él los bienes
ideales. Lo extraño era que el Sr. de Ponte Delgado, con tener tres
veces lo menos la edad de Obdulia, casi la superaba en poder
imaginativo, pues en la declinación de la vida, se renovaban en él los
aleteos de la infancia.

D. Frasquito era lo que vulgarmente se llama _un alma de Dios_. Su edad
no se sabía, ni en parte alguna constaba, pues se había quemado el
archivo de la iglesia de Algeciras donde le bautizaron. Poseía el raro
privilegio físico de una conservación que pudiera competir con la de las
momias de Egipto, y que no alteraban contratiempos ni privaciones. Su
cabello se conservaba negro y abundante; la barba, no; pero con un poco
de betún casi armonizaban una con otro. Gastaba melenas, no de las
románticas, desgreñadas y foscas, sino de las que se usaron hacia el
50, lustrosas, con raya lateral, los mechones bien ahuecaditos sobre las
orejas. El movimiento de la mano para ahuecar los dos mechones y
modelarlos en su sitio, era uno de esos resabios fisiológicos, de
_segunda naturaleza_, que llegan a ser parte integrante de la primera.
Pues con su melenita de cocas y su barba pringosa y retinta, el rostro
de Frasquito Ponte era de los que llaman _aniñados_, por no sé qué
expresión de ingenuidad y confianza que veríais en su nariz chica, y en
sus ojos que fueron vivaces y ya eran mortecinos. Miraban siempre con
ternura, lanzando sus rayos de ocaso melancólico en medio de un celaje
de lagrimales pitañosos, de pestañas ralas, de párpados rugosos, de
extensas patas de gallo. Dos presunciones descollaban entre las muchas
que constituían el orgullo de Ponte Delgado, a saber: la melena y el pie
pequeño. Para las mayores desdichas, para las abstinencias más crueles y
mortificantes, tenía resignación; para llevar zapatos muy viejos o que
desvirtuaran la estructura perfecta y las lindas proporciones de sus
piececitos, no la tenía, no.



XVI


Del arte exquisito para conservar la ropa no hablemos. Nadie como él
sabía encontrar en excéntricos portales sastres económicos, que por
poquísimo dinero _volvían_ una pieza; nadie como él sabía tratar con
mimo las prendas de uso perenne para que desafiaran los años,
conservándose en los puros hilos; nadie como él sabía emplear la bencina
para limpieza de mugres, planchar arrugas con la mano, estirar lo
encogido y enmendar rodilleras. Lo que le duraba un sombrero de copa no
es para dicho. Para averiguarlo no valdría compulsar todas las
cronologías de la moda, pues a fuerza de ser antigua la del
chisterómetro que usaba, casi era moderna, y a esta ilusión contribuía
el engaño de aquella felpa, tan bien alisada con amorosos cuidados
maternales. Las demás prendas de ropa, si al sombrero igualaban en
longevidad, no podían emular con él en el disimulo de años de servicio,
porque con tantas vueltas y transformaciones, y tantos recorridos de
aguja y pases de plancha, ya no eran sino sombra de lo que fueron. Un
gabancillo de verano, clarucho, usaba D. Frasquito en todo tiempo: era
su prenda menos inveterada, y le servía para ocultar, cerrado hasta el
cuello, todo lo demás que llevaba, menos la mitad de los pantalones. Lo
que se escondía debajo de la tal prenda, sólo Dios y Ponte lo sabían.

Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco.
Que Ponte no había servido nunca para nada, lo atestiguaba su miseria,
imposible de disimular en aquel triste occidente de su vida. Había
heredado una regular fortunilla, desempeñó algunos destinos buenos, y no
tuvo atenciones ni cargas de familia, pues se petrificó en el celibato,
primero por adoración de sí mismo, después por haber perdido el tiempo
buscando con demasiado escrúpulo y criterio muy rígido un matrimonio de
conveniencia, que no encontró, ni encontrar podía, con las gollerías y
perendengues que deseaba. En la época en que aún no existía la palabra
_cursi_, Ponte Delgado consagró su vida a la sociedad, vistiendo con
afectada elegancia, frecuentando, no diré los salones, porque entonces
poco se usaba esta denominación, sino algunos estrados de casas buenas y
distinguidas. Los verdaderos salones eran pocos, y Frasquito, por más
que en su vejez hacía gala de haber entrado en ellos, la verdad era que
ni por el forro los conocía. En las tertulias que frecuentaba y bailes
a que asistía, así como en los casinos y centros de reunión masculina,
no digamos que desentonaba; pero tampoco se distinguía por su ingenio,
ni por esa hidalga mezcla de corrección y desgaire que constituye la
elegancia verdadera. Muy estiradito siempre, eso sí; muy atento a sus
guantes, a su corbata, a su pie pequeño, resultaba grato a las damas,
sin interesar a ninguna; tolerable para los hombres, algunos de los
cuales verdaderamente le estimaban.

Sólo en nuestra sociedad heterogénea, libre de escrúpulos y
distinciones, se da el caso de que un hidalguete, poseedor de cuatro
terruños, o un empleadillo de mediano sueldo, se confundan con marqueses
y condes de sangre azul, o con los próceres del dinero, en los centros
de falsa elegancia; que se junten y alternen los que explotan la vida
suntuaria por sus negocios, o sus vanidades, o bien por audaces amoríos,
y los que van a bailar y a comer y departir con las señoras, sin más
objeto que procurarse recomendaciones para un ascenso, o el favor de un
jefe para faltar impunemente a las horas de oficinas. No digo esto por
Frasquito Ponte, el cual era algo más que un pelagatos fino en los
tiempos de su apogeo social. Su decadencia no empezó a manifestarse de
un modo notorio hasta el 59; se defendió heroicamente hasta el 68, y al
llegar este año, marcado en la tabla de su destino con trazo muy negro,
desplomose el desdichado galán en los abismos de la miseria, para no
levantarse más. Años antes se había comido los últimos restos de su
fortuna. El destino que con grandes fatigas pudo conseguir de González
Bravo, se lo quitó despiadadamente la revolución; no gozaba cesantía, no
había sabido ahorrar. Quedose el cuitado sin más rentas que el día y la
noche, y la compasión de algunos buenos amigos que le sentaban a su
mesa. Pero los buenos amigos se murieron o se cansaron, y los parientes
no se mostraban compasivos. Pasó hambres, desnudeces, privaciones de
todo lo que había sido su mayor gusto, y en tan tremenda crisis, su
delicadeza innata y su amor propio fueron como piedra atada al cuello
para que más pronto se hundiera y se ahogara: no era hombre capaz de
importunar a los amigos con solicitudes de dinero, vulgo _sablazos_, y
sólo en contadísimas ocasiones, verdaderos casos críticos o de peligro
de muerte, en la lucha con la miseria, se aventuró a extender la mano en
demanda de auxilio, revistiéndola, eso sí, para guardar las formas, de
un guante, que aunque descosido y roto, guante era al fin. Antes se
muriera de hambre Frasquito, que hacer cosa alguna sin dignidad. Se dio
el caso de entrar disfrazado en el figón de Boto, a comer dos reales de
cocido, antes que presentarse en una buena casa, donde si le admitían
con agasajo, también lastimaban con crueles bromas su decoro,
refregándole en el rostro su gorronería y parasitismo.

Con angustioso afán buscaba el infeliz medios de existencia, aunque
fueran de los menos lucrativos; pero la cortedad de sus talentos
dificultaba más lo que en todos los casos es difícil. Tanto revolvió,
que al fin pudo encontrar algunos empleíllos, indignos ciertamente de su
anterior posición, pero que le permitieron vivir algún tiempo sin
_rebajarse_. Su miseria, al cabo, podía decorarse con un barniz de
dignidad. Recibir un corto auxilio pecuniario como pasante de un
colegio, o como escribiente de unos boteros de la calle de Segovia, para
llevarles las cuentas y _ponerles_ las cartas, era limosna ciertamente,
pero tan bien disimulada, que no había desdoro en recibirla. Arrastró
vida mísera durante algunos años, solitario habitante de los barrios del
Sur, sin atreverse a pasar a los del Centro y Norte, por miedo de
encontrar _conocimientos_ que le vieran mal calzado y peor vestido; y
habiendo perdido aquellos acomodos, buscó otros, aceptando al fin, no
sin escrúpulos y crispaduras de nervios, el cargo de comisionista o
viajante de una fábrica de jabón, para ir de tienda en tienda y de casa
en casa ofreciendo el género, y colocando las partidas que pudiera. Mas
tan poca labia y malicia el pobrecillo desplegaba en este oficio
chalanesco, que pronto hubo de quedarse en la calle. Últimamente le
deparó el cielo unas señoras viejas de la Costanilla de San Andrés, para
que les llevara las cuentas de un resto de comercio de cerería, que
liquidaban, cediendo en pequeñas partidas las existencias a las
parroquias y congregaciones. Escaso era el trabajo; mas por él le daban
tan sólo dos pesetas diarias, con las cuales realizaba el milagro de
vivir, agenciándose comida y lecho, y no se dice casa, porque en
realidad no la tenía.

Ya desde el 80, que fue el año terrible para el sin ventura Frasquito,
se determinó a no tener domicilio, y después de unos días de horrorosa
crisis en que pudo compararse al caracol, por el aquel de llevar su casa
consigo, entendiose con la _señá_ Bernarda, la dueña de los dormitorios
de la calle del Mediodía Grande, mujer muy dispuesta y que sabía
distinguir. Por tres reales le daba cama de a peseta, y en obsequio a la
excepcional decencia del parroquiano, por sólo un real de añadidura le
dejaba tener su baúl en un cuartucho interior, donde, además, le
permitía estar una hora todas las mañanas arreglándose la ropa, y
acicalándose con sus lavatorios, cosméticos y manos de tinte. Entraba
como un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente de
hermosura.

La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse... ¡Problema
inmenso, álgebra imposible! Con todos sus apuros, aquella temporada le
dio relativo descanso, porque no sufría la humillación de pedir socorro,
y malo o bueno, tuerto o derecho, tenía el hombre un medio de vivir, y
vivía y respiraba, y aún le sobraba tiempo para dar algunas volteretas
por los espacios imaginarios. Su honesto trato con Obdulia, que vino del
conocimiento con Doña Paca y de las relaciones comerciales de las viejas
cereras con el _funerario_, suegro de la niña, si llevó al espíritu de
Ponte el consuelo de la concordancia de ideas, gustos y aficiones, le
puso en el grave compromiso de desatender las necesidades de boca para
comprarse unas botas nuevas, pues las que por entonces prestaban
servicio exclusivo hallábanse horrorosamente desfiguradas, y por todo
pasaba el menesteroso, menos por entrar con feo pie en las regiones de
lo ideal.



XVII


Con el espantoso desequilibrio que trajeron al menguado presupuesto, las
botas nuevas y otros artículos de verdadera superfluidad, como pomada,
tarjetas, etc., en los cuales fue preciso invertir sumas de relativa
consideración, se quedó Frasquito enteramente vacío de barriga y sin
saber dónde ni cómo había que llenarla. Pero la Providencia, que no
abandona a los buenos, le deparó su remedio en la casa misma de Obdulia,
que le mataba el hambre algunos días, rogándole que la acompañase a
almorzar; y por cierto que tenía que gastar no poca saliva para
reducirle, y vencer su delicadeza y cortedad. Benina, que le leía en el
rostro la inanición, gastaba menos etiquetas que su señorita, y le
servía con brusquedad, riéndose de los melindres y repulgos con que daba
delicada forma a la aceptación.

Aquel día, que tan siniestro se presentaba, y que la aparición de Benina
trocó en uno de los más dichosos, Obdulia y Frasquito, en cuanto
comprendieron que estaba resuelto el problema de la reparación
orgánica, se lanzaron a cien mil leguas de la realidad, para espaciar
sus almas en el rosado ambiente de los bienes fingidos. Las ideas de
Ponte eran muy limitadas: las que pudo adquirir en los veinte años de su
apogeo social se petrificaron, y ni en ellas hubo modificación, ni las
adquirió nuevas. La miseria le apartó de sus antiguas amistades y
relaciones, y así como su cuerpo se momificaba, su pensamiento se iba
quedando fósil. En su manera de pensar, no había rebasado las líneas del
68 y 70. Ignoraba cosas que sabe todo el mundo; parecía hombre caído de
un nido o de las nubes; juzgaba de sucesos y personas con candorosa
inocencia. La vergüenza de su aflictivo estado y el retraimiento
consiguiente, no tenían poca parte en su atraso mental y en la pobreza
de sus pensamientos.

Por miedo a que le viesen hecho una facha, se pasaba semanas y aun meses
sin salir de sus barrios; y como no tuviera necesidad imperiosa que al
centro le llamase, no pasaba de la Plaza Mayor. Le azaraba continuamente
la monomanía centrífuga; prefería para sus divagaciones las calles
obscuras y extraviadas, donde rara vez se ve un sombrero de copa. En
tales sitios, y disfrutando de sosiego, tiempo sin tasa y soledad, su
poder imaginativo hacía revivir los tiempos felices, o creaba en los
presentes seres y cosas al gusto y medida del mísero soñador.

En sus coloquios con Obdulia, Frasquito no cesaba de referirle su vida
social y elegante de otros tiempos, con interesantes pormenores: cómo
fue presentado en las tertulias de los señores de Tal, o de la Marquesa
de Cuál; qué personas distinguidas allí conoció, y cuáles eran sus
caracteres, costumbres y modos de vestir. Enumeraba las casas suntuosas
donde había pasado horas felices, conociendo lo mejorcito de Madrid en
ambos sexos, y recreándose con amenos coloquios y pasatiempos muy
bonitos. Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, que
deliraba por la música y por el _Real_, tarareaba trozos de _Norma_ y de
_Maria di Rohan_, que Obdulia escuchaba con éxtasis. Otras veces,
lanzándose a la poesía, recitábale versos de D. Gregorio Romero
Larrañaga y de otros vates de aquellos tiempos bobos. La radical
ignorancia de la joven era terreno propio para estos ensayos de
literaria educación, pues en todo hallaba novedad, todo le causaba el
embeleso que sentiría una criatura al ver juguetes por primera vez.

No se saciaba nunca la _niña_ (a quien es forzoso llamar así, a pesar de
ser casada, con su aborto correspondiente) de adquirir informes y
noticias de la vida de sociedad, pues aunque algunos conocimientos de
ello tuviera, por recuerdos vagos de su infancia, y por lo que su madre
le había contado, hallaba en las descripciones y pinturas de Ponte mayor
encanto y poesía. Sin duda, la sociedad del tiempo de Frasquito era más
bella que la coetánea, más finos los hombres, las señoras más graciosas
y espirituales. A ruego de ella, el elegante fósil describía los
convites, los bailes, con todas sus magnificencias; el _buffet_ o
_ambigú_, con sus variados manjares y refrigerios; contaba las aventuras
amorosas que en su tiempo dieron que hablar; enumeraba las reglas de
buena educación que entonces, hasta en los ínfimos detalles de la vida
suntuaria, estaba en uso, y hacía el panegírico de las bellezas que en
su tiempo brillaron, y ya se habían muerto o eran arrinconados
vejestorios. No se dejó en el tintero sus propias aventurillas, o más
bien pinitos amorosos, ni los disgustos que por tales excesos tuvo con
maridos escamones o hermanos susceptibles. De las resultas, había tenido
también su duelo correspondiente, ¡vaya! con padrinos, condiciones,
elección de armas, dimes y diretes, y, por fin, choque de sables,
terminando todo en fraternal almuerzo. Un día tras otro, fue contando
las varias peripecias de su vida social, la cual contenía todas las
variedades del libertinaje candoroso, de la elegancia pobre y de la
tontería honrada. Era también Frasquito un excelente aficionado al arte
escénico, y representó en distintos teatros caseros papeles principales
en _Flor de un día_ y _La trenza de sus cabellos_. Aún recordaba
parlamento y _bocadillos_ de ambas obras, que repetía con énfasis
declamatorio, y que Obdulia oía con arrobamiento, _arrasados los ojos en
lágrimas_, dicho sea con frase de la época. Refirió también, y para ello
tuvo que emplear dos sesiones y media, el baile de trajes que dio, allá
por los años de Maricastaña, una señora Marquesa o Baronesa de No sé
cuántos. No olvidaría Frasquito, si mil años viviese, aquella grandiosa
fiesta, a la que asistió de _bandido calabrés_. Y se acordaba de todos,
absolutamente de todos los trajes, y los describía y especificaba, sin
olvidar cintajo ni galón. Por cierto que los preparativos de su
vestimenta, y los pasos que tuvo que dar para procurarse las prendas
características, le robaron tanto tiempo día y noche, que faltó semanas
enteras a la oficina, y de aquí le vino la primera cesantía, y con la
cesantía sus primeros atrasos.

Aunque en muy pequeña escala, también podía Frasquito satisfacer otra
curiosidad de Obdulia: la curiosidad, o más bien ilusión, de los viajes.
No había dado la vuelta al mundo; pero ¡había estado en París! y para un
elegante, esto quizás bastaba. ¡París! ¿Y cómo era París? Obdulia
devoraba con los ojos al narrador, cuando este refería con hiperbólicos
arranques las maravillas de la gran ciudad, nada menos que en los
esplendorosos tiempos del segundo Imperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia,
los Campos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, Palais Royal... y para
que en la descripción entrara todo, Mabille, las loretas!... Ponte no
estuvo más que mes y medio, viviendo con grande economía, y aprovechando
muy bien el tiempo, día y noche, para que no se le quedara nada por ver.
En aquellos cuarenta y cinco días de libertad parisiense, gozó lo
indecible, y se trajo a Madrid recuerdos e impresiones que contar para
tres años seguidos. Todo lo vio, lo grande y lo chico, lo bello y lo
raro; en todo metió su nariz chiquita, y no hay que decir que se
permitió su poco de libertinaje, deseando conocer los encantos secretos
y seductoras gracias que esclavizan a todos los pueblos, haciéndoles
tributarios de la voluptuosa Lutecia.

Precisamente aquel día, mientras Benina con diligencia suma trasteaba en
la cocina y comedor, Frasquito contaba a Obdulia cosas de París, y tan
pronto, en su pintoresco relato, descendía a las alcantarillas, como se
encaramaba en la torre del pozo artesiano de Grenelle.

--Muy cara ha de ser la vida en París--le dijo su amiga--. ¡Ah! Sr. de
Ponte, eso no es para pobres.

--No, no lo crea usted. Sabiendo manejarse, se puede vivir como se
quiera. Yo gastaba de cuatro a cinco napoleones diarios, y nada se me
quedó por ver. Pronto aprendí las _correspondencias_ de los ómnibus, y a
los sitios más distantes iba por unos cuantos _sus_. Hay _restauranes_
económicos, donde le sirven a usted por poco dinero buenos platos.
Verdad es que en propinas, que allí llaman _pour boire_, se gasta más de
la cuenta; pero créame usted, las da uno con gusto por verse tratado con
tanta amabilidad. No oye usted más que _pardon_, _pardon_ a todas horas.

--Pero entre las mil cosas que usted vio, Ponte, se olvida de lo mejor.
¿No vio usted a los grandes hombres?

--Le diré a usted. Como era verano, los grandes hombres se habían ido a
tomar baños. Víctor Hugo, como usted sabe, estaba en la emigración.

--Y a Lamartine, ¿no le vio usted?

--En aquella época, ya el autor de _Graziella_ había fallecido. Una
tarde, los amigos que me acompañaban en mis paseos me enseñaron la casa
de Thiers, el gran historiador, y también me llevaron al café donde, por
invierno, solía ir a tomarse su copa de cerveza Paul de Kock.

--¿El de las novelas para reír? Tiene gracia; pero sus indecencias y
porquerías me fastidian.

También vi la zapatería donde le hacían las botas a Octavio Feuillet.
Por cierto que allí me encargué unas, que me costaron seis napoleones...
¡pero qué hechura, qué género! Me duraron hasta el año de la muerte de
Prim...

--Ese Octavio, ¿de qué es autor?

--De _Sibila_ y otras obras lindísimas.

--No le conozco... Creo confundirle con Eugenio Sué, que escribió, si no
recuerdo mal, los _Pecados capitales_ y _Nuestra Señora de París_.

--_Los Misterios de París_, quiere usted decir.

--Eso... ¡Ay, me puse mala cuando leí esa obra, de la gran impresión que
me produjo!

--Se identificaba usted con los personajes, y vivía la vida de ellos.

--Exactamente. Lo mismo me ha pasado con _María o la hija de un
jornalero_...».

En esto les avisó Benina que ya tenía preparada la pitanza, y les faltó
tiempo para caer sobre ella y hacer los debidos honores a la tortilla de
escabeche y a las chuletas con patatas fritas. Dueño de su voluntad en
todo acto que requiriese finura y buenas formas, Ponte se las compuso
admirablemente con sus nervios para no dar a conocer la ferocidad de su
hambre atrasada. Con bondadosa confianza, Benina le decía: «Coma, coma,
Sr. de Ponte, que aunque esta no es comida fina, como las que a usted le
dan en otras casas, no le viene mal ahora... Los tiempos están malos.
Hay que apencar con todo...

--Señora Nina--replicaba el _proto-cursi_--, yo aseguro, bajo mi palabra de
honor, que es usted un ángel; yo _me inclino a creer_ que en el cuerpo de
usted se ha encarnado un ser benéfico y misterioso, un ser que es _mera_
personificación de la Providencia, según la entendían y entienden los
pueblos antiguos y modernos.

--¡Válgate Dios lo que sabe, y qué tonterías tan saladas dice!».



XVIII


Con la reparadora substancia del almuerzo, los cuerpos parecía que
resucitaban, y los espíritus fortalecidos levantaron el vuelo a las más
altas regiones. Instalados otra vez en el gabinete, Ponte Delgado contó
las delicias de los veranos de Madrid en su tiempo. En el Prado se
reunía toda la nata y flor. Los pudientes iban de estación a la Granja.
Él había visitado más de una vez el Real Sitio, y había visto correr
las fuentes.

«¡Y yo que no he visto nada, nada!--exclamaba Obdulia con tristeza,
poniendo en sus bellos ojos un desconsuelo infantil--. Crea usted, amigo
Ponte, que ya me habría vuelto tonta de remate, si Dios no me hubiera
dado la facultad de figurarme las cosas que no he visto nunca. No puede
usted imaginar cuánto me gustan las flores: me muero por ellas. En su
tiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el balcón: después me los
quitaron, porque un día regué tanto, que subió el policía y nos echaron
multa. Siempre que paso por un jardín, me quedo embobada mirándolo.
¡Cuánto me gustaría ver los de Valencia, los de la Granja, los de
Andalucía!... Aquí apenas hay flores, y las que vemos vienen por
ferrocarril, y llegan mustias. Mi deseo es admirarlas en la planta.
Dicen que hay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas, Ponte; yo
quiero _aspirar su aroma_. Se dan grandes y chicas, encarnadas y
blancas, de muchas variedades. Quisiera ver una planta de jazmín grande,
grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendo
las mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!...
Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa... ¡Ay! esas estufas
con plantas tropicales y flores rarísimas, quisiera verlas yo. Me las
figuro; las estoy viendo... me muero de pena por no poder poseerlas.

--Yo he visto--dijo Ponte--, la de D. José Salamanca en sus buenos tiempos.
Figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas.
Figúrese usted palmeras y helechos de gran altura, y piñas de América
con fruto. Me parece que la estoy viendo.

--Y yo también. Todo lo que usted me pinta, lo veo. A veces, soñando,
soñando, y viendo cosas que no existen, es decir, que existen en otra
parte, me pregunto yo: '¿Pero no podría suceder que algún día tuviera yo
una casa magnífica, elegante, con salones, estufa... y que a mi mesa se
sentaran los _grandes hombres_... y yo hablara con ellos y con ellos me
instruyera?'.

--¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muy joven, Obdulia, y tiene aún
mucha vida por delante. Todo eso que usted ve en sueños, véalo como una
realidad posible, probable. Dará usted comidas de veinte cubiertos, una
vez por semana, los miércoles, los lunes... Le aconsejo a usted, como
perro viejo en sociedad, que no ponga más de veinte cubiertos, y que
invite para esos días gente muy escogida.

--¡Ah!... bien... lo mejor, la _crema_...

--Los demás días, seis cubiertos, los convidados íntimos y nada más;
personas de alcurnia, ¿sabe? personas allegadas a usted y que le tengan
cariño y respeto. Como es usted tan hermosa, tendrá adoradores... eso no
lo podrá evitar... No dejará de verse en algún peligro, Obdulia. Yo le
aconsejo que sea usted muy amable con todos, muy fina, muy cortés; pero
en cuanto se propase alguno, revístase de dignidad, y vuélvase más fría
que el mármol, y desdeñosa como una reina.

--Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a todas horas. Estaré tan ocupada
en divertirme, que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Que gusto ir a
todos los teatros, no perder ópera, ni concierto, ni función de drama o
comedia, ni estreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver y gozar...
Pero crea usted una cosa, y se la digo con el corazón. En medio de todo
ese barullo, yo gozaría extremadamente en repartir muchas limosnas; iría
yo en busca de los pobres más desamparados, para socorrerles y... En
fin, que yo no quiero que haya pobres... ¿Verdad, Frasquito, que no debe
haberlos?

--Ciertamente, señora. Usted es un ángel, y con la _varilla mágica de su
bondad_ hará desaparecer todas las miserias.

--Ya se me figura que es verdad cuanto usted me dice. Yo soy así. Vea
usted lo que me pasa: hace un rato hablábamos de flores; pues ya se me
ha pegado a la nariz un olor riquísimo. Paréceme que estoy dentro de mi
estufa, viendo tantos primores, y oliendo fragancias deliciosas. Y
ahora, cuando hablábamos de socorrer la miseria, se me ocurrió decirle:
'Frasquito, tráigame una lista de los pobres que usted conozca, para
empezar a distribuir limosnas'.

--La lista pronto se hace, señora mía--dijo Ponte contagiado del delirio
imaginativo, y pensando que debía encabezar la propuesta con el nombre
del primer menesteroso del mundo: _Francisco Ponte Delgado_.

--Pero habrá que esperar--añadió Obdulia, dándose de hocicos contra la
realidad, para volver a saltar otra vez, cual pelota de goma, y
remontarse a las alturas--. Y diga usted: en ese correr por Madrid
buscando miserias que aliviar, me cansaré mucho, ¿verdad?

--¿Pero para qué quiere usted sus coches?... Digo, yo _parto de la base_
de que usted tiene una gran posición.

--Me acompañará usted.

--Seguramente.

--¿Y le veré a usted paseando a caballo por la Castellana?

--No digo que no. Yo he sido regular jinete. No gobierno mal... Ya que
hemos hablado de carruajes, le aconsejo a usted que no tenga cocheras...
que se entienda con un alquilador. Los hay que sirven muy bien. Se
quitará usted muchos quebraderos de cabeza.

--¿Y qué le parece a usted?--dijo Obdulia ya desbocada y sin freno--.
Puesto que he de viajar, ¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Suiza?

--Lo primero a París...

--Es que yo me figuro que ya he visto a París... Eso es de clavo
pasado... Ya estuve: quiero decir, ya estoy en que estuve, y que
volveré, de paso para otro país.

--Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvide usted las ascensiones a
los Alpes para ver... los perros del Monte San Bernardo, los grandes
témpanos de hielo, y otras maravillas de la Naturaleza.

--Allí me hartaré de una cosa que me gusta atrozmente: manteca de vacas
bien fresca... Dígame, Ponte, con franqueza: ¿qué color cree usted que
me sienta mejor, el rosa o el azul?

--Yo afirmo que a usted le sientan bien todos los colores _del iris_;
mejor dicho: no es que este o el otro color hagan valer más o menos su
belleza; es que su belleza tiene bastante poder para dar realce a
cualquier color que se le aplique.

--Gracias... ¡Qué bien dicho!

--Yo, si usted me lo permite--manifestó el galán marchito, sintiendo el
vértigo de las alturas--, haré la comparación de su figura de usted con
la figura y rostro... ¿de quién creerá?... pues de la Emperatriz
Eugenia, ese prototipo de elegancia, de hermosura, de distinción...

--¡Por Dios, Frasquito!

--No digo más que lo que siento. Esa mujer _ideal_ no se me ha olvidado,
desde que la vi en París, paseando en el _Bois_ con el Emperador. La he
visto mil veces después, cuando _flaneo_ solito por esas calles soñando
despierto, o cuando me entra el insomnio, encerrado las horas muertas _en
mis habitaciones_. Paréceme que la estoy viendo ahora, que la veo
siempre... Es una idea, es un... no sé qué. Yo soy un hombre que adora
los ideales, que no vive sólo de la _vil materia_. Yo desprecio la _vil
materia_, yo sé desprenderme del _frágil barro_...

--Entiendo, entiendo... Siga usted.

--Digo que en mi espíritu vive la imagen de aquella mujer... y la veo
como un ser real, como un ente... no puedo explicarlo... como un ente,
no figurado, sino tangible y...

--¡Oh! sí... lo comprendo. Lo mismo me pasa a mí.

--¿Con ella?

--No... con... no sé con quién».

Por un momento, creyó Frasquito que el _ser ideal_ de Obdulia era el
Emperador. Incitado a completar su pensamiento, prosiguió así:

«Pues, amiga mía, yo que _conozco_, que _conozco_, digo, a Eugenia de
Guzmán, sostengo que usted es como ella, o que ella y usted son una
misma persona.

--Yo no creo que pueda existir tal semejanza, Frasquito--replicó la niña,
turbada, echando lumbre por los ojos.

--La fisonomía, las facciones, así de perfil como de frente, la
expresión, el aire del cuerpo, la mirada, el gesto, los andares, todo,
todo es lo mismo. Créame usted, yo no miento nunca.

--Puede ser que haya cierto parecido...--indicó Obdulia, ruborizándose
hasta la raíz del cabello--. Pero no seremos iguales; eso no.

--Como dos gotas de agua. Y si se _parecen ustedes_ en lo físico...--dijo
Frasquito, echándose para atrás en el sillón y adoptando un tonillo de
franca naturalidad--, no es menor el parecido en lo moral, en el aire de
persona que ha nacido y vive en la más alta posición, en algo que revela
la conciencia de una superioridad a la que todos rinden acatamiento. En
suma, yo sé lo que me digo. Nunca veo tan clara la semejanza como cuando
usted manda algo a la Benina: se me figura que veo a Su Majestad
Imperial dando órdenes a sus chambelanes.

--¡Qué cosas!... Eso no puede ser, Ponte... no puede ser».

Entrole a la niña un reír nervioso, cuya estridencia y duración
parecían anunciar un ataque epiléptico. Riose también Frasquito, y
desbocándose luego por los espacios imaginativos, dio un bote
formidable, que, traducido al lenguaje vulgar, es como sigue:

«Hace poco indicó usted que me vería paseando a caballo por la
Castellana. ¡Ya lo creo que podría usted verme! Yo he sido un buen
jinete. En mi juventud, tuve una jaca torda, que era una pintura. Yo la
montaba y la gobernaba admirablemente. Ella y yo _llamamos la atención_
en La Línea primero, después en Ronda, donde la vendí, para comprarme un
caballo jerezano, que después fue adquirido... pásmese usted... por la
Duquesa de Alba, hermana de la Emperatriz, mujer elegantísima también...
y que también se le parece a usted, sin que las dos hermanas se
parezcan.

--Ya, ya sé...--dijo Obdulia, haciendo gala de entender de linajes--. Eran
hijas de _la Montijo_.

--Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel, en aquel gran palacio que
hace esquina a la plaza donde hay tantos pajaritos... mansión de
hadas... yo estuve una noche... me presentaron Paco Ustáriz y Manolo
Prieto, compañeros míos de oficina... Pues sí, yo era un buen jinete, y
créame, algo queda.

--Hará usted una figura arrogantísima...

--¡Oh! no tanto.

--¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veo así, y suelo ver las cosas
bien claras. Todo lo que yo veo es verdad.

--Sí; pero...

--No me contradiga usted, Ponte, no me contradiga en esto ni en nada.

--Acato humildemente sus aseveraciones--dijo Frasquito humillándose--.
Siempre hice lo mismo con todas las damas a quienes he tratado, que han
sido muchas, Obdulia, pero muchas...

--Eso bien se ve. No conozco otra persona que se le iguale en la finura
del trato. Francamente, es usted el prototipo de la elegancia... de
la...

--¡Por Dios!...».

Al llegar a esta frase, el punto o vértice del delirio hízoles caer de
bruces sobre la realidad la brusca entrada de Benina, que, concluidas
sus faenas de fregado y arreglo de la cocina y comedor, se despedía.
Cayó Ponte en la cuenta de que era la hora de ir a cumplir sus
obligaciones en la casa donde trabajaba, y pidió licencia a la imperial
dama para retirarse. Esta se la dio con sentimiento, mostrándose
pesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en sus
palacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimos
palaciegos. Que estos, ante los ojos de los demás mortales, tomaran
forma de gatos mayadores, a ella no le importaba. En su soledad, se
recrearía discurriendo muy a sus anchas por la estufa, admirando las
galanas flores tropicales, y aspirando sus embriagadoras fragancias.

Fuese Ponte Delgado, despidiéndose con afectuosas salutaciones y
sonrisas tristes, y tras él Benina, que apresuró el paso para alcanzarle
en el portal o en la calle, deseosa de echar con él un parrafito.



XIX


«Sí, D. Frasco--le dijo codeándose con él en la calle de San Pedro
Mártir--. Usted no tiene confianza conmigo, y debe tenerla. Yo soy pobre,
más pobre que las ratas; y Dios sabe las amarguras que paso para
mantener a mi señora y a la niña, y mantenerme a mí... Pero hay quien me
gana en pobreza, y ese pobre de más _solenidá_ que nadie es usted... No
diga que no.

--Señá Benina, repito que es usted un ángel.

--Sí... de cornisa... Yo no quiero que usted esté tan desamparado. ¿Por
qué le ha hecho Dios tan vergonzoso? Buena es la vergüenza; pero no
tanta, Señor... Ya sabemos que el Sr. de Ponte es persona decente; pero
ha venido a menos, tan a menos, que no se lo lleva el viento porque no
tiene por dónde agarrarlo. Pues bueno: yo soy _Juan Claridades_; después
de atender a todo lo del día, me ha sobrado una peseta. Téngala...

--Por Dios, _señá_ Benina--dijo Frasquito palideciendo primero, después
rojo.

--No haga melindres, que le vendrá muy bien para que pueda pagarle a
Bernarda la cama de anoche.

--¡Qué ángel, santo Dios, qué ángel!

--Déjese de _angelorios_, y coja la moneda. ¿No quiere? Pues usted se lo
pierde. Ya verá como las gasta la _dormilera_, que no fía más que una
noche, y apurando mucho, dos. Y no salga diciendo que a mí me hace
falta. ¡Como que no tengo otra! Pero yo me gobernaré como pueda para
sacar el diario de mañana de debajo de las piedras... Que la tome, digo.

--_Señá_ Benina, he llegado a tal extremidad de miseria y humillación,
que aceptarla la peseta, sí, señora, la aceptaría, olvidándome de quién
soy y de mi dignidad, etc... pero ¿cómo quiere usted que yo _reciba ese
anticipo_, sabiendo, como sé, que usted pide limosna para atender a su
señora? No puedo, no... Mi conciencia se subleva...

--Déjese de sublevaciones, que no somos aquí _de tropa_. O usted se lleva
la pesetilla, o me enfado, como Dios es mi padre. D. Frasquito, no haga
papeles, que es usted más mendigo que el inventor del hambre. ¿O es que
necesita más dinero, porque le debe más a la Bernarda? En este caso, no
puedo dárselo, porque no lo tengo... Pero no sea usted lila, D.
Frasquito, ni se haga de mieles, que esa lagartona de la Bernarda se lo
comerá vivo, si no le acusa las cuarenta. A un parroquiano como usted,
_de la aristocracia_, no se le niega el hospedaje porque deba, un
suponer, tres noches, cuatro noches... Plántese el buen Frasquito, con
cien mil pares, y verá cómo la Bernarda agacha las orejas... Le da usted
sus cuatro reales a cuenta, y... échese a dormir tranquilo en el
camastro».

O no se convencía Ponte, o convencido de lo buena que sería para él la
posesión de la peseta, le repugnaba el acto material de extender la mano
y recibir la limosna. Benina reforzó su argumentación diciéndole: «Y
puesto que es el niño tan vergonzoso, y no se atreve con su patrona, ni
aun dándole a cuenta la _cantidá_, yo le hablaré a Bernarda, yo le diré
que no le riña, ni le apure... Vamos, tome lo que le doy, y no me fría
más la sangre, Sr. D. Frasquito».

Y sin darle tiempo a formular nuevas protestas y negativas, le cogió la
mano, le puso en ella la moneda, cerrole el puño a la fuerza, y se
alejó corriendo. Ponte no hizo ademán de devolverle el dinero, ni de
arrojarlo. Quedose parado y mudo; contempló a la Benina como a visión
que se desvanece en un rayo de luz, y conservando en su mano izquierda
la peseta, con la derecha sacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le
lloraban horrorosamente. Lloraba de irritación oftálmica senil, y
también de alegría, de admiración, de gratitud.

Aún tardó Benina más de una hora en llegar a la calle Imperial, porque
antes pasó por la de la Ruda a hacer sus compras. Estas hubieron de ser
al fiado, pues se le había concluido el dinero. Recaló en su casa
después de las dos, hora no intempestiva ciertamente: otros días había
entrado más tarde, sin que la señora por ello se enfadara. Dependía el
ser bien o mal recibida de la racha de humor con que a Doña Paca cogía
en el momento de entrar. Aquella tarde, por desgracia, la pobre señora
rondeña se hallaba en una de sus más violentas crisis de irritabilidad
nerviosa. Su genio tenía erupciones repentinas, a veces determinadas por
cualquier contrariedad insignificante, a veces por misterios del
organismo difíciles de apreciar. Ello es que antes de que Benina
traspasara la puerta, Doña Francisca le echó esta rociada: «¿Te parece
que son éstas horas de venir? Tengo yo que hablar con D. Romualdo, para
que me diga la hora a que sales de su casa... Apuesto a que te
descuelgas ahora con la mentira de que fuiste a ver a la niña, y que has
tenido que darle de comer... ¿Piensas que soy idiota, y que doy crédito
a tus embustes? Cállate la boca... No te pido explicaciones, ni las
necesito, ni las creo; ya sabes que no creo nada de lo que me dices,
embustera, enredadora».

Conocedora del carácter de la señora, Benina sabía que el peor sistema
contra sus arrebatos de furor era contradecirla, darle explicaciones,
sincerarse y defenderse. Doña Paca no admitía razonamientos, por
juiciosos que fuesen. Cuanto más lógicas y justas eran las aclaraciones
del contrario, más se enfurruñaba ella. No pocas veces Benina, inocente,
tuvo que declararse culpable de las faltas que la señora le imputaba,
porque, haciéndolo así, se calmaba más pronto.

«¿Ves cómo tengo razón?--proseguía la señora, que cuando se ponía en tal
estado, era de lo más insoportable que imaginarse puede--. Te callas...
quien calla, otorga. Luego es cierto lo que yo digo; yo siempre estoy al
tanto... Resulta lo que pensé: que no has subido a casa de Obdulia, ni
ese es el camino. Sabe Dios dónde habrás estado de pingo. Pero no te dé
cuidado, que yo lo averiguaré... ¡Tenerme aquí sola, muerta de
hambre!... ¡Vaya una mañana que me has hecho pasar! He perdido la cuenta
de los que han venido a cobrar piquillos de las tiendas, cantidades que
no se han pagado ya por tu desarreglo... Porque la verdad, yo no sé
dónde echas tú el dinero... Responde, mujer... defiéndete siquiera, que
si a todo das la callada por respuesta, me parecerá que aún te digo
poco».

Benina repitió con humildad lo dicho anteriormente: que había concluido
tarde en casa de D. Romualdo; que D. Carlos Trujillo la entretuvo la mar
de tiempo; que había ido después a la calle de la Cabeza...

«Sabe Dios, sabe Dios lo que habrás hecho tú, correntona, y en qué
sitios habrás estado... A ver, a ver si hueles a vino».

Oliéndole el aliento, rompió en exclamaciones de asco y horror: «Quita,
quítate allá, borracha. Apestas a aguardiente.

--No lo he catado, señora; me lo puede creer».

Insistía Doña Paca, que en aquellas crisis convertía en realidades sus
sospechas, y con su terquedad forjaba su convicción.

«Me lo puede creer--repitió Benina--. No he tomado más que un vasito de
vino con que me obsequió el Sr. de Ponte.

--Ya me está dando a mí mala espina ese señor de Ponte, que es un viejo
verde muy zorro y muy tuno. Tal para cual, pues también tú las matas
callando... No pienses que me engañas, hipócrita... Al cabo de la vejez,
te da por la disolución, y andas de picos pardos. ¡Qué cosas se ven,
Señor, y a qué desarreglos arrastra el maldito vicio!... Te callas:
luego es cierto. No; si aunque lo negaras no me convencerías, porque
cuando yo digo una cosa, es porque la sé... Tengo yo un ojo...».

Sin dar tiempo a que la delincuente se explicara, salió por este otro
registro:

«¿Y qué me cuentas, mujer? ¿Qué recibimiento te hizo mi pariente D.
Carlos? ¿Qué tal? ¿Está bueno? ¿No revienta todavía? No necesitas
decirme nada, porque, como si hubiera estado yo escondidita detrás de
una cortina, sé todo lo que hablasteis... ¿A que no me equivoco? Pues te
dijo que lo que a mí me pasa es por mi maldita costumbre de no llevar
cuentas. No hay quien le apee de esa necedad. Cada loco con su tema; la
locura de mi pariente es arreglarlo todo con números... Con ellos se ha
enriquecido, robando a la Hacienda y a los parroquianos; con ellos
quiere al fin de la vida salvar su alma, y a los pobres nos recomienda
la medicina de los números, que a él no le salva ni a nosotros nos sirve
para nada. ¿Con que acierto? ¿Fue esto lo que te dijo?

--Sí, señora. Parece que lo estaba usted oyendo.

--Y después de machacar con esa monserga del Debe y Haber, te habrá dado
una limosna para mí... Ignora que mi dignidad se subleva al recibirla.
Le estoy viendo abrir las gavetas como quien quiere y no quiere, coger
el taleguito en que tiene los billetes, ocultándolo para que no lo
vieras tú; le veo sobar el saquito, guardarlo cuidadosamente; le veo
echar la llave... Y el muy cochino se descuelga con una porquería. No
puedo precisar la cantidad que te habrá dado para mí, porque es tan
difícil anticiparse a los cálculos de la avaricia; pero desde luego te
aseguro, sin temor de equivocarme, que no ha llegado a los cuarenta
duros».

La cara que puso Benina al oír esto no puede describirse. La señora, que
atentamente la observaba, palideció, y dijo después de breve pausa:

«Es verdad: me he corrido mucho. Cuarenta, no; pero, aun con lo cicatero
y mezquino que es el hombre, no habrá bajado de los veinticinco duros.
Menos que eso no lo admito, Nina; no puedo admitirlo.

--Señora, usted está delirando--replicó la otra, plantándose con firmeza
en la realidad--. El Sr. D. Carlos no me ha dado nada, lo que se llama
nada. Para el mes que viene empezará a darle a usted una _paga_ de dos
duros mensuales.

--Embustera, trapalona... ¿Crees que me embaucas a mí con tus enredos?
Vaya, vaya, no quiero incomodarme... Me tiene peor cuenta, y no estoy yo
para coger berrinches... Comprendido, Nina, comprendido. Allá te
entenderás con tu conciencia. Yo me lavo las manos, y dejo a Dios que te
dé tu merecido.

--¿Qué, señora?

--Hazte ahora la simple y la gatita Marirramos. ¿Pero no ves que yo te
calo al instante y adivino tus _infundios_? Vamos, mujer, confiésalo; no
trates de añadir a la infamia el engaño.

--¿Qué, señora?

--Pues que has tenido una mala tentación... Confiésamelo, y te perdono...
¿No quieres declararlo? Pues peor para ti y para tu conciencia, porque
te sacaré los colores a la cara. ¿Quieres verlo? Pues los veinticinco
duros que te dio para mí D. Carlos, se los has dado a ese Frasquito
Ponte para que pague sus deudas, y vaya a comer de fonda, y se compre
corbatas, pomada y un bastoncito nuevo... Ya ves, ya ves, bribonaza,
cómo todo te lo adivino, y conmigo no te valen ocultaciones. Si sé yo
más que tú. Ahora te ha dado por proteger a ese Tenorio fiambre, y le
quieres más que a mí, y a él le atiendes y a mí no, y de él te da
lástima, y a mí, que tanto te quiero, que me parta un rayo».

Rompió a llorar la señora, y Benina que ya sentía ganas de contestar a
tanta impertinencia dándole azotes como a un niño mañoso, al ver las
lágrimas se compadeció. Ya sabía que el llanto era la terminación de la
crisis de cólera, la sedación del acceso, mejor dicho, y cuando tal
sucedía, lo mejor era soltar la risa, llevando la disputa al terreno de
las burlas sabrosas.

«Pues sí, señora Doña Francisca--le dijo abrazándola--. ¿Creía usted que
habiéndome salido ese novio tan hechicero y tan saleroso, le había de
dejar yo en necesidad, sin darle para el pelo?

--No creas que me engatusas con tus bromitas, trapalona,
zalamera...--decía la señora, ya desarmada y vencida--. Yo te aseguro que
no me importa nada lo que has hecho, porque el dinero de Trujillete yo
no lo había de tomar... Preferiría morirme de hambre, a manchar mis
manos con él... Dáselo, dáselo a quien quieras, ingratona, y déjame a mí
en paz; déjame que me muera olvidada de ti y de todo el mundo.

--Ni usted ni yo nos moriremos tan pronto, porque aún hemos de dar mucha
guerra--le dijo la criada, disponiéndose con gran diligencia a darle de
comer.

--Veremos qué porquerías me traes hoy... Enséñame la cesta... Pero, hija,
¿no te da vergüenza de traerle a tu ama estas piltrafas asquerosas?...
¿Y qué más? coliflor... Ya me tienes apestada con tus coliflores, que me
dan flato, y las estoy repitiendo tres días... En fin, ¿a qué estamos en
el mundo más que a padecer? Dame pronto estos comistrajos... ¿Y huevos
no has traído? Ya sabes que no los paso, como no sean bien frescos.

--Comerá usted lo que le den, sin refunfuños, que el poner tantos peros a
la comida que Dios da, es ofenderle y agraviarle.

--Bueno, hija, lo que tú quieras. Comeremos lo que haya, y daremos
gracias a Dios. Pero come tú también, que me da pena verte tan
ajetreada, desviviéndote por los demás, y olvidada de ti misma y del
alivio de tu cuerpo. Siéntate conmigo, y cuéntame lo que has hecho hoy».

A media tarde, comían las dos, sentaditas a la mesa de la cocina. Doña
Paca, suspirando con toda su alma, entre un bocado y otro, expresó en
esta forma las ideas que bullían en su mente:

«Dime, Nina, entre tantas cosas raras, incomprensibles, qué hay en el
mundo, ¿no habría un medio, una forma... no sé cómo decirlo, un
sortilegio por el cual nosotras pudiéramos pasar de la escasez a la
abundancia; por el cual todo eso que en el mundo está de más en tantas
manos avarientas, viniese a las nuestras que nada poseen?

--¿Qué dice la señora? ¿Que si podría suceder que en un abrir y cerrar de
ojos pasáramos de pobres a ricas, y viéramos, un suponer, nuestra casa
llena de dinero, y de cuanto Dios crió?

--Eso quiero decir. Si son verdad los milagros, ¿por qué no _sucede_ uno
para nosotras, que bien merecido nos lo tenemos?

--¿Y quién dice que no _suceda_, que no tengamos
esa _ocurrencia_?--respondió Benina, en cuya mente surgió de improviso,
con poderoso relieve y extraordinaria plasticidad, el conjuro que
Almudena le había enseñado, para pedir y obtener todos los bienes de la
tierra.



XX


De tal modo se posesionaron de su espíritu la idea y las imágenes
expresadas por el ciego africano, que a punto estuvo de contarle a su
ama el maravilloso método de conjurar y hacer venir al _Rey de baixo
terra_. Pero recelando que aquel secreto sería menos eficaz cuanto más
se divulgara, contúvose en su locuacidad, y tan sólo dijo que bien
podría suceder que de la noche a la mañana se les metiera por las
puertas la fortuna. Al acostarse junto a Doña Paca, pues dormían en la
misma alcoba, pensó que todo aquello de Almudena era una _papa_, y
tomarlo en serio la mayor de las necedades. Quiso dormirse, mas no pudo;
volvió su espíritu a dar agasajo a la idea, creyéndola de posible
realización, Y si esfuerzos hacía por desecharla, con mayor tenacidad la
pícara idea se le metía en el cerebro.

«¿Qué se pierde por probarlo?--se decía, arropándose en la cama--. Podrá
no ser verdad... ¿Pero y si lo fuese? ¡Cuántas mentiras hubo que luego
se volvieron verdades como puños!... Pues lo que es yo, no me quedo sin
probarlo, y mañana mismo, con el primer dinero que saque, compro el
candil de barro, sin hablar. El cuento es que no sé cómo puede tratarse
un _artículo_ sin hablar... En fin, me haré la sordomuda... Luego buscaré
el palitroque, también sin hablar... Falta que el moro me enseñe la
oración, y que yo la aprenda sin que se me escape un verbo...».

Después de un breve sueño, despertó creyendo firmemente que en la salita
próxima había unas esportonas o seretas muy grandes, muy grandes, llenas
de diamantes, _rubiles_, perlas y zafiros... En la obscuridad de las
habitaciones nada podía ver; pero de que aquellas riquezas estaban allí
no tenía la menor duda. Cogió la caja de fósforos, dispuesta a encender,
para recrear su vista en el tesoro; mas por no despertar a Doña Paca,
cuyo sueño era muy ligero, dejó para la mañana el examen de tantas
maravillas... Pasado un rato, no tardó en reírse de su ilusión,
diciéndose: «¡Pues no soy poco lila!... Es todavía pronto para que
traigan eso...». Al amanecer, despertose al ladrido de dos perrazos
blancos que salían de debajo de las camas; sintió la campanilla de la
puerta; echose al suelo, y en camisa corrió a abrir, segura de que
llamaba algún _ayudante_ o gentilhombre del Rey de luenga barba y
vestido verde... Pero no era nadie; no había ser viviente en la puerta.

Arreglose para salir, disponiendo el desayuno de la señora, y dando el
primer barrido a la casa, y a las siete salía ya con su cesta al brazo
por la calle Imperial. Como no tenía un céntimo ni de dónde le viniera,
encaminose a San Sebastián, pensando por el camino en D. Romualdo y su
familia, pues de tanto hablar de aquellos señores, y de tanto
comentarlos y describirlos, había llegado a creer en su existencia.
«¡Vaya que soy _gilí_!--se decía--. Invento yo al tal D. Romualdo, y ahora
se me antoja que es persona _efetiva_ y que puede socorrerme. No hay más
D. Romualdo que el pordioseo bendito, y a eso voy, y veremos si cae
algo, con permiso de la _Caporala_». El día era bueno; al entrar, díjole
Pulido que había funeral de primera, y boda en la sacristía. La novia
era sobrina de un ministro _pleniputenciano_, y el novio... _cosa de
periódicos_. Ocupó Benina su puesto, y se estrenó con dos céntimos que
le dio una señora. Sus compañeras trataron de _hacerla cantar_ el para
qué la había llamado D. Carlos; pero sólo contestó con evasivas y medias
palabras. Suponiendo la Casiana que el señor de Trujillo había tratado
con _señá_ Benina el darle los restos de comida de su casa, la trató con
miramiento, sin duda por llamarse a la parte.

Al fin los del funeral no repartieron cosa mayor; y si los del bodorrio
se corrieron algo más, acudió tanta pobretería de otros cuadrantes, y se
armó tal barullo y confusión, que unos cogieron por cinco, y otros se
quedaron _in albis_. Al ver salir a la novia, tan emperifollada, y a las
señoras y caballeros de su compañía, cayeron sobre ellos como nube de
langosta, y al padrino le estrujaron el gabán, y hasta le chafaron el
sombrero. Trabajo le costó al buen señor sacudirse la terrible plaga, y
no tuvo más remedio que arrojar un puñado de calderilla en medio del
patio. Los más ágiles hicieron su agosto; los más torpes gatearon
inútilmente. La _Caporala_ y Eliseo trataban de poner orden, y cuando
los novios y todo el acompañamiento se metieron en los coches, quedó en
las inmediaciones de la iglesia la turbamulta mísera, gruñendo y
pataleando. Se dispersaba, y otra vez se reunía con remolinos
zumbadores. Era como un motín, vencido por su propio cansancio. Los
últimos disparos eran: «_Tú cogiste más_... _me han quitado lo mío_...
_aquí no hay decencia_... _cuánto pillo_...». La Burlada, que era de las
que más habían apandado, echaba sapos y culebras de su boca, concitando
los ánimos de toda la cuadrilla contra la _Caporala_ y Eliseo. Por fin,
intervino la policía, amenazándoles con _recogerles_ si no callaban, y
esto fue como la palabra de Dios. Los intrusos se largaron; los de casa
se metieron en el pasadizo. Benina sacó de toda la campaña del día,
comprendido funeral y boda, 22 céntimos, y Almudena, 17. De Casiana y
Eliseo se dijo que habían sacado peseta y media cada uno.

Al retirarse juntos el ciego marroquí y Benina, lamentándose de su mala
sombra, fueron a parar, como la otra vez, a la plaza del Progreso, y se
sentaron al pie de la estatua para deliberar acerca de las dificultades
y ahogos de aquel día. No sabía ya Benina a qué santo encomendarse: con
la limosna de la jornada no tenía ni para empezar, porque érale forzoso
pagar algunas deudillas en los establecimientos de la calle de la Ruda,
a fin de sostener el crédito y poder trampear unos días más. Díjole
Almudena que él se hallaba en absoluta imposibilidad de favorecerla; lo
más que podía hacer era entregarle las perras de la mañana, y por la
noche lo que sacar pudiera en el resto del día, pidiendo en su puesto de
costumbre, calle del Duque de Alba, junto al cuartel de la Guardia
Civil. Rechazó la anciana esta generosidad, porque también él necesitaba
vivir y alimentarse, a lo que repuso el marroquí que con un café con pan
_migao_, en la Cruz del Rastro, tenía bastante para tirar hasta la
noche. Resistiéndose a admitir la oferta, planteó Benina la cuestión de
conjurar al Rey de _baixo terra_, mostrando una confianza y fe que
fácilmente se explican por la grande necesidad en que estaba. Lo
desconocido y misterioso busca sus prosélitos en el reino de la
desesperación, habitado por las almas que en ninguna parte hallan
consuelo.

«Ahora mismo--dijo la pobre mujer--, quiero comprar las cosas. Hoy es
viernes, y mañana sábado hacemos la prueba.

--_Compriar_ ti cosas, sin hablar...

--Claro, sin decir una palabra. ¿Qué se pierde por hacer la prueba? Y
dime otra cosa: ¿ha de ser precisamente a media noche?».

Contestó el ciego que sí, repitiendo las reglas y condiciones
imprescindibles para la eficacia del conjuro, y Benina trató de fijarlo
todo en su memoria.

«Ya sé--le dijo al fin--, que estarás todo el día en la fuentecilla del
Duque de Alba--. Si se me olvida algo, iré a preguntártelo, y a que me
enseñes la oración. Eso sí que me ha de costar trabajo aprenderlo, sobre
todo si no me lo pones en lengua cristiana, que lo que es en la tuya,
hijo de mi alma, no sé cómo voy a componerme para no equivocarme.

--Si _quivoquiar_ ti, Rey no _vinier_».

Desalentada con estas dificultades, separose Benina de su amigo, por la
prisa que tenía de reunir algunas perras con que completar lo que para
las obligaciones de aquel día necesitaba, y no pudiendo esperar ya cosa
alguna del crédito, se puso a pedir en la esquina de la calle de San
Millán, junto a la puerta del café de los Naranjeros, importunando a los
transeúntes con el relato de sus desdichas: que acababa de salir del
hospital, que su marido se había caído de un andamio, que no había
comido en tres semanas, y otras cosas que partían los corazones. Algo
iba pescando la infeliz, y hubiera cogido algo más, si no se pareciese
por allí un maldito guindilla que la conminó con llevarla a los sótanos
de la prevención de la Latina, si no se largaba con viento fresco.
Ocupose luego en comprar los adminículos para el conjuro, empresa harto
engorrosa, porque todo había de hacerse por señas, y se fue a su casa
pensando que sería gran dificultad efectuar allí la endiablada
hechicería sin que se enterase la señora. Contra esto no había más
recurso que _figurar_ que D. Romualdo se había puesto muy malito, y salir
de noche a velarle, yéndose a casa de Almudena... Pero la presencia de
la Petra podría ser obstáculo: al peligro de que un testigo incrédulo
imposibilitara la _cosa_, se añadía el inconveniente grave de que, en
caso de éxito feliz, la borrachona quisiera apropiarse todos o una parte
de los tesoros donados por el Rey... Por cierto que mejor que en piedras
preciosas, sería que lo trajesen todo en moneda corriente, o en fajos de
billetes de Banco, bien sujetos con una goma, como ella los había visto
en las casas de cambio. Porque... no era floja pejiguera tener que ir a
las platerías a proponer la venta de tantas perlas, zafiros y
diamantes... En fin, que lo trajeran como les diese la gana: no era cosa
de poner reparos, ni exigir muchos perendengues.

Halló a Doña Paca de mal temple, porque se había parecido en la casa,
muy de mañana, un dependiente de la tienda, y habíala insultado con
expresiones brutales y soeces. La pobre señora lloraba y se tiraba de
los pelos, suplicando a su fiel amiga que arase la tierra en busca de
los pocos duros que hacían falta, para tirárselos al rostro al bestia
del tendero, y Benina se devanaba los sesos por encontrar la solución
del terrible conflicto.

«Mujer, por piedad, discurre, inventa algo--le decía la señora, hecha un
mar de lágrimas--. Para las ocasiones son los amigos. En circunstancias
muy críticas, no hay más remedio que perder la vergüenza... ¿No se te
ocurre, como a mí, que tu D. Romualdo podría sacarnos del compromiso?».

La criada no contestó. Preparando la comida de su ama, daba vueltas en
su mente a las combinaciones más sutiles. Repetida la proposición por
Doña Paca, pareció que Benina la encontraba razonable. «D. Romualdo...
sí, sí. Iré a ver... Pero no respondo, señora, no respondo. Quizás
desconfíen... Una cosa es hacer caridad, y otra prestar dinero... y no
salimos del paso con menos de diez duros... ¿Qué dijo ese bruto de
Gabino? ¿que volvería mañana a darnos otro escándalo?... ¡Canalla,
ladrón... que todo lo vende _adúltero_!... Pues, sí, es cosa de diez
duros, y no sé si D. Romualdo... Por él no quedaría; pero su hermana es
_puño en rostro_... ¡Diez duros!... Voy a ver... Pero no extrañe la
señora que tarde un poco. Estas cosas... no sabe una cómo tratarlas...
Depende de la cara que pongan; a lo mejor salen con aquello de «vuelva
usted...». Me voy, me voy; ya me entra la desazón... tardaré... pero no
tarda quien a casa llega...

--Sobre todo si no trae las manos vacías. Vete, hija, vete, y el Señor te
acompañe y te afine las entendederas. Si yo tuviera tu talento, pronto
saldría de estas trapisondas. Aquí me quedo rezando a todos los santos
del cielo para que te inspiren, y a las dos nos saquen de este
Purgatorio. Adiós, hija».

Habiéndose trazado un plan, el único que, en su certero juicio, le
ofrecía remotas probabilidades de éxito, dirigiose Benina a la calle de
Mediodía Grande, y a la casa de dormir propiedad de su amiga Doña
Bernarda.



XXI


La dueña del establecimiento brillaba por su ausencia. Fue recibida
Benina por la _encargada_, y por un hombre llamado Prieto, que
disfrutaba de toda la confianza de aquella, y llevaba la contabilidad
del alquiler diario de camas. No tuvo la anciana más remedio que
esperar, pues aquel par de _congrios_ carecían de facultades para
resolverle el problema que tan atrozmente la inquietaba. Hablando,
hablando, del negocio de dormir (el año iba muy malo, y cada noche
dormía menos gente, y los _micos_ menudeaban), ocurriole a Benina
preguntar por Frasquito Ponte; a lo que respondió Prieto que la noche
anterior se habían visto en el caso de no admitirle porque era deudor ya
de _siete camas_, y no había dado nada a cuenta.

«¡Pobre señor!--dijo Benina--; habrá dormido al raso... Es un dolor... a
sus años... Mejorando lo presente, es más viejo que la Cuesta de la
Vega».

Refirió la encargada que no sabiendo Don Frasquito dónde meterse, había
conseguido ser albergado en la casa del _Comadreja_, calle de Mediodía
Chica, dos pasos de allí. Por más señas, había corrido la noticia de que
estaba enfermo. Al oír esto, olvidósele repentinamente a Benina el
objeto principal que a tal sitio la llevara, y no pensó más que en
averiguar qué había sido del desamparado Frasquito. Tiempo tenía de dar
un salto a la casa del _Comadreja_, y volver a punto que regresase a su
domicilio la Doña Bernarda. Dicho y hecho. Un momento después, entraba
la diligente anciana en la fementida tabernuca que _da la cara_ al
público en el _establecimiento_ citado, y lo primero que allí vio fue la
abominable estampa de Luquitas, el esposo de Obdulia, que con otros
perdidos y dos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a las cartas en una
sucia mesilla circular, entre copas de Cariñena y Pardillo. En el
momento de entrar Benina, acababan un juego, y antes de echar otra mano,
el hijo de Doña Paca tiró sobre la mesa los asquerosos naipes, que en
mugre competían con las manos de los jugadores; se levantó
tambaleándose, y con media lengua y finura desconcertada, de la que
suelen emplear los borrachos, ofreció a la criada de su suegra un vaso
de vino. «Quite allá, señorito, yo ya he bebido... Se agradece...»--dijo
la anciana, rechazando el vaso.

Pero tan pesado se puso el señorito, y con tal insistencia le coreaban
los demás pidiendo que bebiese _la señora_, que esta tuvo miedo, y tomó
la mitad del contenido del vaso pegajoso. No quería ponerse a mal con
aquella gentuza, por lo que pudiera tronar, y sin perder tiempo ni
meterse en dimes y diretes con el vicioso Luquitas, por el abandono en
que a su mujer tenía, se fue derecha a su objeto: «¿Y no está por aquí
la _Pitusa_?

--Aquí está para servirla--dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha
puertecilla, bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y
garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al
escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más
flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a
que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de
perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las
veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas
el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con
toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas,
las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince,
completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que
difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de
un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar
suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban,
como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del
interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera
haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar
completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades
desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral
atractivo, por lo que termino asegurando que la _Pitusa_ no era
antipática ni mucho menos.

--«¿Qué trae por acá la _señá_ Benina?--le dijo sacudiéndole de firme en
los dos hombros--. Oí contar que estaba usted en grande, en casa rica...
Ya, ya sacará buenas rebañaduras... ¡Y que no tendrá usted mal
_gato_!...

--Hija, no... De eso hace un siglo. Ahora estamos en baja.

--¿Qué? ¿Le va mal?

--Tirando, tirando. Si sopas, comerlas, y si no, nada... Y el
_Comadreja_, ¿está?

--¿Para qué le quiere, _señá_ Benina?

--Hija, te pregunto por saber de él, si está con salud.

--Se defiende. La herida se le abre cuando menos lo piensa.

--Vaya por Dios... Dime otra cosa...

--Mándeme.

--Quiero saber si has recogido en tu casa a un caballero que le llaman
Frasquito Ponte, y si le tienes aquí todavía, porque me dijeron que
anoche se puso muy malo».

Por toda respuesta, la _Pitusa_ mandó a Benina que la siguiera, y ambas,
agachándose, se escurrieron por el agujero que hacía las veces de puerta
entre los estantillos del mostrador. De la otra parte arrancaba una
escalera estrechísima, por la cual subieron una tras otra.

«Es una persona decente, como quien dice, personaje--añadía Benina,
segura ya de encontrar allí al infortunado caballero.

--De la grandeza. _Vele_ aquí a dónde vienen a parar los _títulos_».

Por un pasillo mal oliente y sucio llegaron a una cocina, donde no se
guisaba. Fogón y vasares servían de depósito de botellas vacías, cajas
deshechas, sillas rotas y montones de trapos. En el suelo, sobre un
jergón mísero, yacía cuan largo era D. Francisco Ponte, en mangas de
camisa, inmóvil, la fisonomía descompuesta. Dos mujeronas, de rodillas a
un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole
friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en sí... ¿Qué demonios le
pasa?... Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?».

Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D.
Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».

No tardaron las dos tarascas que, entre paréntesis, si apostaran a
repugnantes y feas, no habría quien les ganara; no tardaron, digo, en
dar a la anciana las explicaciones que del suceso pedía. No admitido
Ponte en las alcobas de la Bernarda, arrimose al quicio de la puerta de
la capilla de Irlandeses para pasar la noche. Allí le encontraron ellas,
y se pusieron a darle bromas, a decirle cosas... _amos_... cosas que se
dicen y que no eran para ofenderse. Total: que el pobre vejete mal
pintado se hubo de incomodar, y al correr tras ellas con el palo
levantado para pegarles, pataplum, cayó redondo al suelo. Soltaron ellas
la risa, creyendo que había tropezado; pero al ver que no se movía,
acudieron; llegose también el sereno, le echó a la cara la linterna, y
entonces vieron que tenía un ataque. Húrgale por aquí, húrgale por allá,
y el buen señor como cuerpo difunto. Llamado el _Comadreja_, lo
_desanimó_, y dijo que todo era un _sincopiés_; y como es _caritativo
él_, _buen cristiano él_, y además había estudiado un año de
Veterinaria, mandó que le llevaran a su casa para asistirle y devolverle
el resuello con friegas y sinapismos.

Así se hizo, cargándole entre las dos y otra compañera, pues el enfermo
pesaba como un manojo de cañas, y en casa, a fuerza de pellizcos y
restregones, volvió en sí, y les dio las gracias tan amable. La
_Pitusa_ le hizo unas sopas, que tomó con apetito, dando a cada momento
_las más expresivas gracias_... tan fino, y así estuvo hasta la mañana,
bien apañadito en su jergón. No podían ponerle en un cuarto, porque en
toda la noche apenas los hubo desocupados, y allí, en la cocina vieja,
estaba muy bien, por ser pieza de ventilación.

Lo peor fue que a la mañana, cuando se levantaba para marcharse, le
repitió el ataque, y todo el santo día le daban de hora en hora unos
_sincopieses_ tan tremendos, que se quedaba como cadáver, y costaba Dios
y ayuda volverle en sí. Le habían dejado en mangas de camisa, porque se
quejaba de calor; pero allí estaba la ropa sin que nadie la tocase, ni
le afanaran cosa alguna de lo que tenía en los bolsillos. Había dicho el
_Comadreja_ que si no se recobraba en la noche, daría parte a la
Delegación para que le llevaran al Hospital.

Manifestó Benina a la _Pitusa_ que era un dolor mandar al Hospital a tan
ilustre señorón, y que ella se determinaría a llevarle a su casa, sí...
Hirió la mente de la anciana una atrevida idea, y con la resolución que
era cualidad primaria de su carácter, se apresuró a ponerla en práctica
con toda prontitud. «¿Quieres oírme una palabrita?--dijo a la _Pitusa_,
cogiéndola por el brazo para sacarla de la cocina. Y al extremo del
pasillo, entraron en la única habitación _vividera_ de la casa: una
alcoba con cama camera de hierro, colcha de punto de gancho, espejos
torcidos, láminas de odaliscas, cómoda derrengada, y un San Antonio en
su peana, con flores de trapo y lamparilla de aceite. El diálogo fue
rápido y nervioso:

«¿Qué se le ofrece?

--Pues poca cosa. Que me prestes diez duros.

--_Señá_ Benina, ¿está usted en sus cabales?

--En ellos estoy, Teresa Conejo, como lo estaba cuando te presté los mil
reales, y te salvé de ir a la cárcel... ¿No te acuerdas? Fue el año y el
día del ciclón, que arrancó los árboles del Botánico... Tú habitabas en
la calle del Gobernador; yo en la de San Agustín, donde servía...

--Sí que me acuerdo. Yo la conocí a usted de que comprábamos juntas...

--Te viste en un fuerte compromiso.

--Empezaba yo a rodar por el mundo...

--Y rodando, rodando, caíste en una tentación...

--Y como servía usted en casa grande, yo calculé y dije: 'Pues esta, si
quiere, podrá sacarme'.

--Te llegaste a mí con mucho miedo... lo que pasa... no querías
levantarte el faldón, y que yo te dejara destapada.

--Pero usted me tapó... ¡Cuánto se lo agradecí, Benina!

--Y sin réditos... Luego tú, en cuanto hiciste las paces con el del
almacén de vinos, me pagaste...

--Duro sobre duro.

--Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído: necesito doscientos reales,
y tú me los vas a dar.

--¿Cuándo?

--Ahora mismo.

--¡Mecachis... San Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los
garbanzos!

--¿No los tienes? ¿Ni tu _Comadreja_ tampoco?

--Estamos como el gallo de Morón... ¿Y para qué quiere los diez duros?

--Para lo que a ti no te importa. Di si me los das o no me los das. Yo te
los pagaré pronto; y si quieres real por duro, no hay _incomeniente_.

--No es eso: es que no tengo ni un cuarto partido por medio. Este ganado
indecente no trae más que miseria.

--¡Válgate Dios! ¿Y...?

--No, no tengo alhajas. Si las tuviera...

--Busca bien, _maestra_.

--Pues bueno. Hay dos sortijas. No son mías: son del _Rey de Bastos_, un
amigo de Rumaldo, que se las dio a guardar, y Rumaldo me las dio a mí.

--Pues...

--Si usted me da su palabra de desempeñarlas dentro de ocho días y
traérmelas, pero palabra formal, ¡San Dios! lléveselas... Darán los diez
por largo, pues una de ellas tiene un brillante que da _la catarata_».

Poco más se habló. Cerraron bien la puerta, para que nadie pudiera
fisgonear desde el pasillo. Si alguien lo hiciera, no habría oído más
que un abrir y cerrar de los cajones de la cómoda, un cuchicheo de
Benina, y roncas gárgaras de la otra.



XXII


A poco de volver las dos mujeres al lado del desmayado Frasquito, entró
el _Comadreja_, que era un mocetón achulado, de buen porte, con tez y
facciones algo gitanescas, sombrero ancho, bien ceñido el talle, y lo
primero que dijo fue que pronto sería conducido el _interfezto_ al
Hospital. Protestó Benina, sosteniendo que la enfermedad de Ponte era de
las que exigen trato casero y de familia; en el Hospital se moriría sin
remedio, y así, valía más que ella se le llevara a la casa de su señora
Doña Francisca Juárez, la cual, aunque había venido muy a menos, todavía
se hallaba en posición de hacer una obra de caridad, albergando a su
paisano el Sr. de Ponte, con quien tenía, si mal no recordaba, lejano
parentesco. En esto volvió de su desvanecimiento el galán pobre, y
reconociendo a su bienhechora, le besó las manos, llámandola _ángel_ y
qué sé yo qué, muy gozoso de verla a su lado. Con gesto imperioso, al
que siguió una patada, la _Pitusa_ ordenó a las dos arrapiezas que se
fueran a su obligación en la puerta de la calle; el _Comadreja_ bajó a
despachar, y quedándose solas la Benina y su amiga con el pobre Ponte,
le vistieron del levitín y gabán para llevársele.

«Aquí en confianza, D. Frasquito--le dijo la Benina--, cuéntenos por qué
no hizo lo que le mandé.

--¿Qué, señora?

--Dar a Bernarda la peseta, a cuenta de noches debidas... ¿O es que se
gastó la peseta en algo que le hacía falta, un suponer, en pintura para
la fisonomía del bigote? En este caso, no digo nada.

--Cosmético, no... yo se lo juro--respondió Frasquito con lánguido acento,
sacando de su boca las palabras como con un gancho--. Lo gasté... pero no
en eso... Tenía que pro... pro... si lo diré al fin... que
proporcionarme una foto... grafía».

Rebuscó en el bolsillo de su gabán, y de entre sobadas cartas y papeles,
sacó uno que desdobló, mostrando un retrato fotográfico, tamaño de
tarjeta ordinaria.

«¿Quién es esta madama?--dijo la _Pitusa_, que con presteza lo cogió para
examinarlo--. Como guapa, lo es...

--Quería yo--prosiguió Frasquito tomando aliento a cada sílaba--,
demostrarle a Obdulia su perfecta semejanza con...

--Pues este retrato no es de la niña--dijo Benina contemplándolo--. Algo se
le parece en el corte de cara; pero no es mismamente.

--Digan ustedes si se parece o no. Para mí son idénticas... La una como
la otra, esta como aquella.

--¿Pero quién es?

--La Emperatriz Eugenia... ¿Pero no la ven? No lo había más que en casa
de Laurent, y no lo daban por menos de una peseta... Forzoso adquirirlo,
demostrar a Obdulia la similitud...

--D. Frasquito, por la Virgen, mire que vamos a creer que está ido...
¡Gastar la peseta en un retrato!...».

No se dio por convencido el caballero pobre, y guardando cuidadosamente
la cartulina, se abrochó su gabán y trató de ponerse en pie; operación
complicadísima que no pudo realizar, por la extraordinaria flojedad de
sus piernas, no más gruesas que palillos de tambor. Con la prontitud que
usar solía en casos como aquel, Benina salió a tomar un coche, para lo
cual antes tenía que evacuar otra diligencia de suma importancia. Mas
como era tan ejecutiva, pronto despachó: con sus diez duros en el
bolsillo, volvió a Mediodía Grande en coche simón tomado por horas, y
en la puerta de la casa se tropezó con Petra la borrachera y su
compañera _Cuarto e kilo_, que de la taberna vociferando salían.

--«Ya, ya sabemos que se le lleva consigo...--dijéronle con retintín--. Así
se portan las mujeres de rumbo, que estiman a un hombre... Vaya, vaya,
que eso es correrse... Bien se ve que se puede.

--¡A ver!... Pero como a ustedes no les importa, yo digo... ¿Y qué?

--Pues na... En fin, aliviarse.

--¡Contento que tiene usted al ciego Almudena!

--¿Qué le pasa?

--Que ha esperado a la señora toda la tarde... ¡Cómo había de ir, si
andaba buscando al caballero canijo!...

--Un recadito nos dio para usted por si la veíamos.

--¿Qué dice?

--A ver si me acuerdo... ¡Ah! sí: que no compre la olla...

--La olla de los siete _bujeros_... que él tiene una que trajo de su
tierra.

--¿Y qué? ¿Van a poner fábrica de coladores? Si no, ¿para qué son tantos
_ujeros_?

--Cállense las muy boconas. Ea, con Dios.

--Y estamos de coche. ¡Vaya un lujo! ¡Cómo se conoce que corre la guita!

--Que os calléis... Más valdría que me ayudarais a bajarle y meterle en
el coche.

--Vaya que sí. Con alma y vida».

De divertimiento sirvió a todas las de casa y a las de fuera. Fue una
ruidosa función el acto de bajar a Frasquito, cantándole coplas en son
funerario, y diciéndole mil cuchufletas aplicadas a él y a la Benina,
que insensible a los desahogos de la vil canalla, se metió en su coche,
llevando al caballero andaluz como si fuera un lío de ropa, y mandó al
cochero picar hacia la calle Imperial, cuidando de despabilar bien al
caballo.

No fue, como es fácil suponer, floja sorpresa la de Doña Francisca al
ver que le metían en la casa un cuerpo al parecer moribundo,
transportado entre Benina y un mozo de cuerda. La pobre señora había
pasado la tarde y parte de la noche en mortal ansiedad, y al ver cosa
tan extraña, creía soñar o tener trastornado el sentido. Pero la
traviesa criada se apresuró a tranquilizarla, diciéndole que aquel no
era cadáver, como de su aspecto lastimoso podía colegirse, sino enfermo
gravísimo, el propio D. Frasquito Ponte Delgado, natural de Algeciras, a
quien había encontrado en la calle; y sin meterse en más explicaciones
del inaudito suceso, acudió a confortar el atribulado espíritu de Doña
Paca con la fausta noticia de que llevaba en su bolso nueve duros y
pico, suma bastante para atender al compromiso más urgente, y poder
respirar durante algunos días.

--«¡Ah, qué peso me quitas de encima de mi alma!--exclamó la señora
elevando las manos--. El Señor le bendiga. Ya estamos en situación de
hacer una obra de caridad, recogiendo a este desgraciado... ¿Ves? Dios
en un solo punto y ocasión nos ampara y nos dice que amparemos. El favor
y la obligación vienen aparejados.

--Hay que tomar las cosas como las dispone... _el que menea los truenos_.

--¿Y dónde ponemos a este pobre mamarracho?--dijo Doña Paca palpando a
Frasquito, que, aunque no estaba sin conocimiento, apenas hablaba ni se
movía, yacente en el santo suelo, arrimadito a la pared».

Como después del casamiento de Obdulia y Antoñito habían sido vendidas
las camas de estos, surgió un conflicto de instalación doméstica, que
Nina resolvió proponiendo armar su cama en el cuartito del comedor, para
colocar en ella al pobre enfermo. Ella dormiría en un jergón sobre la
estera, y ya verían, ya verían si era posible arrancar al cuitado viejo
de las uñas de la muerte.

«Pero, Nina de mi alma, ¿has pensado bien en la carga que nos hemos
echado encima?... Tú que no puedes, llévame a cuestas, como dijo el
otro. ¿Te parece que estamos nosotras para meternos a protectoras de
nadie?... Pero acaba de contarme: ¿fue D. Romualdo bendito quien...?

--Sí, señora, Rumaldo...--respondió la anciana, que en su aturdimiento no
se había preparado para el embuste.

--¡Bendito, mil veces bendito señor!

--Ella... Teresa Conejo.

--¿Qué dices, mujer?

--Digo que... ¿Pero usted no se entera de lo que hablo?

--Has dicho que... ¿Por ventura es cazador D. Romualdo?

--¿Cazador?

--Como has dicho no sé qué de un conejo.

--Él no caza; pero le regalan... qué sé yo... tantas cosas... la perdiz,
el conejo de campo... Pues esta tarde...

--Ya; te dijo: 'Benina, a ver cómo me pones mañana este conejo que me han
traído...'.

--Sobre si había de ser en salmorejo o con arroz, estuvieron disputando;
y como yo nada decía y se me saltaban las lágrimas, 'Benina, ¿qué
tienes? Benina, ¿qué te pasa?...'. En fin, que del conejo tomé pie para
contarle el apuro en que me veía...».

Convencida Doña Paca, ya no se pensó más que en instalar a Frasquito,
el cual parecía no darse cuenta de lo que le pasaba. Al fin, cuando ya
le habían acostado, reconoció a la viuda de Juárez, y mostrándole su
gratitud con apretones de manos y un suspirar afectuoso, le dijo:

«Tal hija, tal madre... Es usted el vivo retrato de la Montijo.

--¿Qué dice este hombre?

--Le da porque todas nos parecemos a... no sé quién... a los emperadores
de Francia... En fin, dejarlo.

--¿Estoy en el palacio de la plaza del Ángel?--dijo Ponte examinando la
mísera alcoba con extraviados ojos.

--Sí, señor... Arrópese ahora; estese quietecito para que coja el sueño.
Luego le daremos buen caldo... y a vivir».

Dejáronle solo, y Benina se echó nuevamente a la calle, ávida de tapar
la boca a los acreedores groseros, que con apremio impertinente y
desvergonzado abrumaban a las dos mujeres. Diose el gustazo de ponerles
ante los morros los duros que se les debían, hizo más provisiones, fue a
la calle de la Ruda, y con su cesta bien repleta de víveres y el corazón
de esperanzas, pensando verse libre de la vergüenza de pedir limosna, al
menos por un par de días, volvió a su casa. Con presteza metódica se
puso a trabajar en la cocina, en compañía de su ama, que también estaba
risueña y gozosa. «¿Sabes lo que me ha pasado--dijo a Benina--en el rato
que has estado fuera? Pues me quedé dormidita en el sillón, y soñé que
entraban en casa dos señores graves, vestidos de negro. Eran D.
Francisco Morquecho y D. José María Porcell, paisanos míos, que venían a
participarme el fallecimiento de D. Pedro José García de los Antrines,
tío carnal de mi esposo.

--¡Pobre señor; se ha muerto!--exclamó Nina con toda el alma.

--Y el tal D. Pedro José, que es uno de los primeros ricachos de la
Serranía...

--Pero dígame: ¿es soñado lo que me cuenta o es verdad?

--Espérate, mujer. Venían esos dos señores, D. Francisco y D. José María,
médico el uno, el otro secretario del Ayuntamiento... pues venían a
decirme que el García de los Antrines, tío carnal de mi Antonio, les
había nombrado testamentarios...

--Ya...

--Y que... la cosa es clara... como no tenía el tal sucesión directa,
nombraba herederos...

--¿A quién?

--Ten calma, mujer... Pues dejaba la mitad de sus bienes a mis hijos
Obdulia y Antoñito, y la otra mitad a Frasquito Ponte. ¿Qué te parece?

--Que a ese bendito señor debían de hacerle santo.

--Dijéronme D. Francisco y D. José María que hace días andaban buscándome
para darme conocimiento de la herencia, y que preguntando aquí y acullá,
al fin averiguaron las señas de esta casa... ¿por quién dirás? por el
sacerdote D. Romualdo, propuesto ya para obispo, el cual les dijo
también que yo había recogido al señor de Ponte... 'De modo--me dijeron
echándose a reír--, que al venir a ofrecer a usted nuestros respetos,
señora mía, matamos dos pájaros de un tiro'.

--Pero vamos a cuentas: todo eso es, como quien dice, soñado.

--Claro: ¿no has oído que me quedé dormida en el sillón?... Como que esos
dos señores que estuvieron a visitarme, se murieron hace treinta años,
cuando yo era novia de Antonio... figúrate... y García de los Antrines
era muy viejo entonces. No he vuelto a saber de él... Pues sí, todo ha
sido obra de un sueño; pero tan a lo vivo que aún me parece que les
estoy mirando... Te lo cuento para que te rías... no, no es cosa de
risa, que los sueños...

--Los sueños, los sueños, digan lo que quieran--manifestó Nina--, son
también de Dios; ¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es
mentira?

--Cabal... ¿Quién te dice a ti que detrás, o debajo, o encima de este
mundo que vemos, no hay otro mundo donde viven los que se han muerto?...
¿Y quién te dice que el morirse no es otra manera y forma de vivir?...

--Debajo, debajo está todo eso--afirmó la otra meditabunda--. Yo hago caso
de los sueños, porque bien podría suceder, una comparanza, que los que
andan por allá vinieran aquí y nos trajeran el remedio de nuestros
males. Debajo de tierra hay otro mundo, y el toque está en saber cómo y
cuándo podemos hablar con los vivientes _soterranos_. Ellos han de saber
lo mal que estamos por acá, y nosotros soñando vemos lo bien que por
allá lo pasan... No sé si me explico... digo que no hay justicia, y para
que la _haiga_, soñaremos todo lo que nos dé la gana, y soñando, un
suponer, traeremos acá la justicia».

Contestó Doña Paca con una sarta de suspiros sacados de lo más hondo de
su pecho, y Benina se lanzó, con fiebre y tenacidad de idea fija, a
pensar nuevamente en el maravilloso conjuro. Trasteando sin sosiego en
la cocina, con los ojos del alma, no veía más que el cazuelo de los
siete _bujeros_, el palo de laurel, vestido, y la oración... ¡demontres
de oración! ¡Esto sí que era difícil!



XXIII


Todo iba bien a la mañana siguiente: Don Frasquito mejorando de hora en
hora, y con las entendederas en estado de mediana claridad; Doña Paca
contenta; la casa bien provista de vituallas; aquel día y el próximo
asegurados, por lo cual la pobre Benina podría descansar de su penosa
postulación en San Sebastián. Mas siéndole preciso sostener la comedia
de su asistencia en la casa del eclesiástico, salió como todos los días,
la cesta al brazo, dispuesta a no perder la mañana y hacer algo útil. Al
salir le dijo su ama: «Me parece que tendremos que hacer un obsequio a
nuestro D. Romualdo... Conviene demostrar que somos agradecidas y bien
educadas. Llévale de mi parte dos botellas de _Champagne_ de buena
marca, para que acompañe con ellas el guisado, que le harás hoy, del
conejo.

--¿Pero está loca, señora? ¿Sabe lo que cuestan dos botellas de
_Champaña_? Nos empeñaríamos para tres meses. Siempre ha de ser usted lo
mismo. Por gustar tanto del quedar bien, se ve ahora tan pobre. Ya le
obsequiaremos cuando nos caiga la lotería, pues de hoy no pasa que
busque yo quien me ceda una peseta en un décimo de los de a tres.

--Bueno, bueno: anda con Dios».

Y se fue la señora a platicar con Frasquito, que animado y locuaz
estaba. Una y otro evocaron recuerdos de la tierra andaluza en que
habían nacido, resucitando familias, personas y sucesos; y charla que te
charla, Doña Francisca salió por el registro de su sueño, aunque se
guardó bien de contárselo al paisano. «Dígame, Ponte: ¿qué ha sido de D.
Pedro José García de los Antrines?». Después de un penoso espurgo en los
obscuros cartapacios de su memoria, respondió Frasquito que el D. Pedro
se había muerto el año de la Revolución.

«Anda, anda; y yo creí que aún vivía. ¿Sabe usted quién heredó sus
bienes?

--Pues su hijo Rafael, que no ha querido casarse. Ya va para viejo. Bien
podría suceder que se acordara de nosotros, de sus hijos de usted y de
mí, pues no tiene parentela más próxima.

--¡Ay! no lo dude usted: se acordará...--manifestó Doña Paca con grande
animación en los ojos y en la palabra--. Si no se acordara, sería un
puerco... Lo que me decían D. Francisco Morquecho y D. José María
Porcell...

--¿Cuándo?

--Hace... no sé cuánto tiempo. Verdad que ya pasaron a mejor vida. Pero
me parece que les estoy viendo... Fueron testamentarios de García de los
Antrines, ¿no es cierto?

--Sí, señora. También yo les traté mucho. Eran amigos de mi casa, y les
tengo muy presentes en mi memoria... Me parece que les estoy viendo con
sus levitas negras de corte antiguo...

--Así, así.

--Sus corbatines de suela, y aquellos sombreros de copa que parecían la
torre de Santa María...».

Prosiguió el coloquio con esta vaga fluctuación entre lo real y lo
imaginativo; y en tanto, Benina, calle arriba, calle abajo, ya con la
mente despejada, tranquilo el espíritu por la posesión de un caudal no
inferior a tres duros y medio, pensaba que toda la tracamundana del
conjuro de Almudena era simplemente un engaña-bobos. Más probable veía
el éxito en la lotería, que no es, por más que digan, obra de la ciega
casualidad, pues ¿quién nos dice que no anda por los aires un ángel o
demonio invisible que se encarga de sacar la bola del gordo, sabiendo de
antemano quién posee el número? Por esto se ven cosas tan raras:
verbigracia, que se reparte el premio entre multitud de infelices que
se juntaron para tal fin, poniendo este un real, el otro una peseta. Con
tales ideas se dio a pensar quién le proporcionaría una participación
módica, pues adquirir ella sola un décimo parecíale mucho aventurar. Con
la Petra y su compañera _Cuarto e kilo_, que probaban fortuna en casi
todas las extracciones, no quería cuentas, mejor se entendería para este
negocio con Pulido, su compañero de mendicidad en la parroquia, del cual
se contaba que hacía combinaciones de jugadas lotéricas con el burrero
vecino de Obdulia; y para cogerle en su morada antes de que saliese a
pedir, apresuró el paso hacia la calle de la Cabeza, y dio fondo en el
establecimiento de burras de leche. En los establos de aquellas
pacíficas bestias daban albergue a Pulido los honrados lecheros, gente
buena y humilde. Una hermana de la burrera vendía décimos por las
calles, y un tío del burrero, que tuvo el mismo negocio en la misma
calle y casa, años atrás, se había sacado el gordo, retirándose a su
pueblo, donde compró tierras. La afición se perpetuó, pues, en el
establecimiento, formando hábito vicioso; y a la fecha de esta historia,
con lo que los burreros llevaban gastado en quince años de jugadas,
habrían podido triplicar el ganado asnal que poseían.

Tuvo Benina la suerte de encontrar a toda la familia reunida, ya de
regreso las pollinas de su excursión matinal. Mientras estas devoraban
el pienso de salvado, los racionales se entretenían en hacer cálculos de
probabilidades, y en aquilatar las razones en que se podía fundar la
certidumbre de que saliese premiado al día siguiente el 5.005, del cual
poseían un décimo. Pulido, examinando el caso con su poderosa vista
interior, que por la ceguera de los ojos corporales prodigiosamente se
le aumentaba, remachó el convencimiento de los burreros, y en tono
profético les dijo que tan cierto era que saldría premiado el 5.005,
como que hay Dios en el Cielo y Diablo en los Infiernos. Inútil es decir
que la pretensión de Benina cayó en aquella obcecada familia como una
bomba, y que el primer impulso de todos fue negarle en absoluto la
participación que solicitaba, pues ello equivalía a regalarle montones
de dinero.

Picose la mendiga, diciéndoles que no le faltaban tres pesetas para
tirarlas en un decimito, _todo para ella_, y este golpe de audacia
produjo su efecto. Por último, se convino en que, si ella compraba el
décimo, ellos le tomarían la mitad, dándole una participación de dos
reales en el mágico 5.005, número seguro, tan seguro como _estarlo
viendo_. Así se hizo: salió Benina, y llevó al poco rato un décimo del
4.844, el cual, visto por los otros, y _oído cantar_ por el ciego,
produjo en toda la cuadrilla lotérica la mayor confusión y desconcierto,
como si por arte misterioso la suerte se hubiera pasado del uno al otro
número. Por fin, hiciéronse los tratos y combinaciones a gusto de todos,
y el burrero extendió las papeletas de participación, quedándose la
anciana con seis reales en el suyo y dos en el otro. Salió Pulido
refunfuñando, y se fue a su parroquia de muy mal talante, diciéndose que
aquella _eclesiástica pocritona_ había ido a quitarles la suerte; los
burreros se despotricaron contra Obdulia, afirmando que no pagaba el pan
y compraba tiestos de flores, y que el casero la iba a plantar en la
calle; y Benina subió a ver a la _niña_, a quien encontró en manos de la
peinadora, que trataba de arreglarle una bonita cabeza. Aquel día sus
suegros le habían mandado albóndigas y sardinas en escabeche; Luquitas
había entrado en casa a las seis de la mañana, y aún dormía como un
cachorro. Pensaba la _niña_ irse de paseo, ansiosa de ver jardines,
arboledas, carruajes, gente elegante, y su peinadora le dijo que se
fuera al Retiro, donde vería estas cosas, y todas las fieras del mundo,
y además cisnes, que son, una comparanza, gansos de pescuezo largo. Al
saber que Frasquito, enfermo, se hallaba recogido en casa de Doña Paca,
mostró la niña sincera aflicción, y quiso ir a verle; pero Benina se lo
quitó de la cabeza. Más valía que le dejara descansar un par de días,
evitándole conversaciones _deliriosas_, que le trastornaban el seso.
Asintiendo a estas discretas razones, Obdulia se despidió de su criada,
persistiendo en irse de paseo, y la otra tomó el olivo presurosa hacia
la calle de la Ruda, donde quería pagar deudillas de poco dinero. Por el
camino pensó que le convendría ceder parte de la excesiva cantidad
empleada en lotería, y a este fin hizo propósito de buscar al ciego moro
para que jugase una peseta. Más seguro era esto que no la operación de
llamar a los espíritus _soterranos_...

Esto pensaba, cuando se encontró de manos a boca con Petra y Diega, que
de vender venían, trayendo entre las dos, mano por mano, una cesta con
baratijas de mercería ordinaria. Paráronse con ganas de contarle algo
estupendo y que sin duda la interesaba: «¿No sabe, _maestra_? Almudena
la anda buscando.

--¿A mí? Pues yo quisiera hablar con él, por ver si quiere tomarme...

--Le tomará a usted medidas. Eso dice...

--¿Qué?

--Que está furioso... Loco perdido. A mí por poco me mata esta mañana de
la tirria que me tiene. En fin, el disloque.

--Se muda de Santa Casilda... Se va a las Cambroneras.

--Le ha dado la tarantaina, y baila sobre un pie solo».

Prorrumpieron en desentonadas risas las dos mujerzuelas, y Benina no
sabía qué decirles. Entendiendo que el africano estaría enfermo, indicó
que pensaba ir a San Sebastián en su busca, a lo que replicaron las
otras que no había salido a pedir, y que si quería la _maestra_
encontrarle, buscárale hacia la Arganzuela o hacia la calle del Peñón,
pues en tal rumbo le habían visto ellas poco antes. Fue Benina hacia
donde se le indicaba, despachados brevemente sus asuntos en la calle de
la Ruda; y después de dar vueltas por la Fuentecilla, y subir y bajar
repetidas veces la calle del Peñón, vio al marroquí, que salía de casa
de un herrero. Llegose a él, le cogió por el brazo y...

«Soltar mí, soltar mí tú...--dijo el ciego estremeciéndose de la cabeza a
los pies, cual si recibiese una descarga eléctrica--. Mala tú, _gañadora_
tú... matar yo ti».

Alarmose la pobre mujer, advirtiendo en el rostro de su amigo grandísima
turbación: contraía y dilataba los labios con vibraciones convulsivas,
desfigurando su habitual expresión fisonómica; manos y piernas
temblaban; su voz había enronquecido.

«¿Qué tienes tú, Almudenilla? ¿Qué mosca te ha picado?

--Picar tú mí, mosca mala... _Viner migo_... Querer yo hablar _tigo_.
_Muquier_ mala ser ti...

--Vamos a donde quieras, hombre. ¡Si parece que estás loco!».

Bajaron a la Ronda, y el marroquí, conocedor de aquel terreno, guió
hacia la fábrica del gas, dejándose llevar por su amiga cogido del
brazo. Por angostas veredas pasaron al paseo de las Acacias, sin que la
buena mujer pudiera obtener explicaciones claras de los motivos de
aquella extraña desazón.

«Sentémonos aquí--dijo Benina al llegar junto a la Fábrica de alquitrán--;
estoy cansadita.

--Aquí no... más _abaixo_...».

Y se precipitaron por un sendero empinadísimo, abierto en el terraplén.
Hubieran rodado los dos por la pendiente si Benina no le sostuviera
moderando el paso, y asegurándose bien de dónde ponía la planta.
Llegaron, por fin, a un sitio más bajo que el paseo, suelo quebrado,
lleno de escorias que parecen lavas de un volcán; detrás dejaron casas,
cimentadas a mayor altura que las cabezas de ellos; delante tenían
techos de viviendas pobres, a nivel más bajo que sus pies. En las
revueltas de aquella hondonada se distinguían chozas míseras, y a lo
lejos, oprimida entre las moles del Asilo de Santa Cristina y el taller
de Sierra Mecánica, la barriada de las Injurias, donde hormiguean
familias indigentes.

Sentáronse los dos. Almudena, dando resoplidos, se limpió el copioso
sudor de su frente. Benina no le quitaba los ojos, atenta a sus
movimientos, pues no las tenía todas consigo, viéndose sola con el
enojado marroquí en lugar tan solitario. «A ver... _amos_... a ver por
qué soy tan mala y tan engañadora. ¿Por qué?

--_Poique_ ti _n'gañar_ mí. Yo _quiriendo_ ti, tú _quirier_ otro... Sí,
sí... Señor _bunito_, _cabaiero_ galán... ti queriendo él... Enfermo él
casa _Comadreja_... tú llevar casa tuya él... _quirido_ tuyo...
_quirido_... rico él, señorito él...

--¿Quién te ha contado esas papas, Almudena?--dijo la buena mujer
echándose a reír con toda su alma.

--No negar tú cosa... Tu _n'fadar_ mí; _riyendo_ tú mí...».

Al expresarse de este modo, poseído de súbito furor, se puso en pie, y
antes de que Benina pudiera darse cuenta del peligro que la amenazaba,
descargó sobre ella el palo con toda su fuerza. Gracias que pudo la
infeliz salvar la cabeza apartándola vivamente; pero la paletilla, no.
Quiso ella arrebatarle el palo; pero antes de que lo intentara recibió
otro estacazo en el hombro, y un tercero en la cadera... La mejor
defensa era la fuga. En un abrir y cerrar de ojos, se puso la anciana a
diez pasos del ciego. Este trató de seguirla; ella le buscaba las
vueltas; se ponía en lugar seguro, y él descargaba sus furibundos
garrotazos en el aire y en el suelo. En una de estas cayó boca abajo, y
allí se quedó cual si fuera la víctima, mordiendo la tierra, mientras la
señora de sus pensamientos le decía: «Almudena, Almudenilla, si te cojo,
verás... ¡tontaina, borricote!...».



XXIV


Después de revolcarse en el suelo con epiléptica contracción de brazos y
piernas, y de golpearse la cara y tirarse de los pelos, lanzando
exclamaciones guturales en lengua arábiga, que Benina no entendía,
rompió a llorar como un niño, sentado ya a estilo moro, y continuando en
la tarea de aporrearse la frente y de clavar los dedos convulsos en su
rostro. Lloraba con amargo desconsuelo, y las lágrimas calmaron sin
duda, su loca furia. Acercose Benina un poquito, y vio su rostro
inundado de llanto que le humedecía la barba. Sus ojos eran fuentes por
donde su alma se descargaba del raudal de una pena infinita.

Pausa larga. Almudena, con voz quejumbrosa de chiquillo castigado, llamó
cariñosamente a su amiga.

«Nina... _amri_... ¿Estar aquí ti?

--Sí, hijo mío, aquí estoy viéndote llorar como San Pedro después que
hizo la canallada de negar a Cristo. ¿Te arrepientes de lo que has
hecho?

--Sí, sí... _amri_... ¡Haber pegado ti!... ¿Doler ti _mocha_?

--¡Ya lo creo que me escuece!

--Yo malo... _yorando_ mí días _mochas_, _poique_ pegar ti... _Amri_,
_perdoñar_ tú mí...

--Sí... perdonado... Pero no me fío.

--Tomar tú palo--le dijo alargándoselo--Venir qui... _cabe_ mí. Coger palo
y dar mí fuerte, hasta que matar tú mí.

--No me fío, no.

--Tomar tú este _cochilo_--añadió el africano sacando del bolso interior
del chaquetón una herramienta cortante--. Mercarlo yo pa pegar ti...
Matar tú mí con él, quitar vida mí. Mordejai no _quierer_ vida... muerte
sí, muerte...».

Como quien no hace nada, Benina se apoderó de las dos armas, palo y
cuchillo, y arrimándose ya sin temor alguno al desdichado ciego, le
puso la mano en el hombro. «Me has partido algún hueso, porque me duele
_mocha_--le dijo--. A ver dónde me curo yo ahora... No, hueso roto no hay;
pero me has levantado unos morcillones como mi cabeza, y el árnica que
gaste yo esta tarde tú me la tienes que abonar.

--Dar yo ti... vida... _Perdoñar_ mí... _Yorar_ yo meses _mochas_, si tú
no _perdoñando_ mí... Estar loco... yo _quierer_ ti... Si tú no _quierer_
mí, Almudena matar si él _sigo_.

--Bueno va. Pero tú has tomado algún maleficio. ¡Vaya, que salir ahora
con ese cuento de enamorarte de mí! ¿Pero tú no sabes que soy una vieja,
y que si me vieras te caerías para atrás del miedo que te daba?

--No ser vieja tú... Yo _quiriendo_ ti.

--Tú quieres a Petra.

--No... _B'rracha_... fea, mala... Tú ser _muquier_ una sola... No haber
otra mí».

Sin dar tregua a su intensa aflicción, cortando las palabras con los
hondos suspiros y el continuo sollozar, torpe de lengua hasta lo sumo,
declaró Almudena lo que sentía, y en verdad que si pudo entender Benina
lenguaje tan extraño, no fue por el valor y sentido de los conceptos,
sino por la fuerza de la verdad que el marroquí ponía en sus
extrañísimas modulaciones, aullidos, desesperados gritos, y sofocados
murmullos. Díjole que desde que el Rey _Samdai_ le señaló la
mujer _única_, para que le siguiera y de ella se apoderara, anduvo
corriendo por toda la tierra. Más él caminaba, más delante iba la mujer,
sin poder alcanzarla nunca. Andando el tiempo, creyó que la fugitiva era
Nicolasa, que con él vivió tres años en vida errante. Pero no era;
pronto vio que no era. La suya delante, siempre delante, entapujadita y
sin dejarse ver la cara... Claro, que él veía la figura con los ojos del
alma... Pues bueno: cuando conoció a Benina, una mañana que por primera
vez se presentó ella en San Sebastián, llevada por Eliseo, el corazón,
queriendo salírsele del pecho, le dijo: «Esta es, esta sola, y no hay
otra». Más hablaba con ella, más se convencía de que era _la suya_; pero
quería dejar pasar tiempo, y _priebarlo_ mejor. Por fin llegó la
certidumbre, y él esperando, esperando una ocasión de decírselo a
ella... Así, cuando le contaron que Benina quería al _galán bunito_, y
que se lo había llevado a su casa nada menos que en coche, le entró tal
desconsuelo, seguido de tan espantosa furia, que el hombre no sabía si
matarse o matarla... Lo mejor sería consumar a un tiempo las dos
muertes, después de haber despachado para el otro mundo a media
humanidad, repartiendo golpes a diestro y siniestro.

Oyó Benina con interés y piedad este relato, que aquí se da, para no
cansar, reducido a mínimas proporciones; y como era mujer de buen
sentido, no incurrió en la ligereza de engreírse con aquella pasión
africana, ni tampoco hizo chacota de ella, como natural parecía,
considerando su edad y las condiciones físicas del desdichado ciego.
Manteniéndose en un justo medio de discreción, miraba sólo el fin
inmediato de que su amigo se tranquilizara, apartando de su mente las
ideas de muerte y exterminio. Explicole lo del _galán bunito_,
procurando convencerle de que sólo un sentimiento de caridad habíala
movido a llevarle a la casa de su señora, sin que mediase en ello el
amor, ni cosa tocante a las relaciones de hombre y mujer. No se daba por
convencido Mordejai, que planteó por fin la cuestión en términos que
justificaban la veracidad y firmeza de su afecto, a saber: para que él
creyese lo que Benina acababa de decirle, convenía que se lo demostrara
con hechos, no con palabras, que el viento se lleva. ¿Y cómo se lo
demostraría con hechos, de modo que él quedase plenamente satisfecho y
convencido? Pues de un modo muy sencillo: dejando todo, su señora, _casa
suya_, _galán bunito_; yéndose a vivir con Almudena, y quedando unidos ya
los dos para toda la vida.

No respondió la anciana con negación rotunda por no excitarle más, y se
limitó a presentarle los inconvenientes del abandono brusco de su
señora, que se moriría si de ella se separase. Pero a todas estas
razones oponía el marroquí, otras fortalecidas en el fuero y leyes de
amor, que a todo se sobreponen. «Si tú _quierer mí_, _amri_, mí casar
_tigo_».

Al hacer la oferta de su blanca mano, acompañándola de un suspirar
tierno y de remilgos de vergüenza, con sus enormes labios que se
dilataban hasta las orejas o se contraían formando un hocico monstruoso,
Benina no pudo evitar una risilla de burla. Pero conteniéndose al
instante, acudió a la respuesta con este discretísimo argumento:

«Hijo, así te llamo porque pudieras serlo... agradezco tu fineza; pero
repara que he cumplido los sesenta años.

--_Cumplir no cumplir sisenta_, _milienta_, _yo quierer ti_.

--Soy una vieja, que no sirve para nada.

--_Sirvi_, _amri_; yo _quierer_ ti... tú _mais_ que la luz _bunita_; moza
tú.

--¡Qué desatino!

--Casar _migo tigo_, y _dirnos migo_ con tú a _terra_ mía, _terra_ de
Sus. Mi padre Saúl, rico él; mis _germanos_, ricos ellos; mi madre
Rimna, rica _bunita_ ella... _quierer_ ti, _dicir_ hija ti...
Verás _terra_ mía: _aceita mocha_, _laranjas mochas_... _carnieras
mochas_ padre mío... _mochas arbolas_ cabe el río; casa grande... noria
d'agua fresca... _bunito_; ni frío ni _calora_».

Aunque la pintura de tanta felicidad influía levemente en su ánimo, no
se dejaba seducir Benina, y como persona práctica vio los inconvenientes
de una traslación repentina a países tan distantes, donde se encontraría
entre gentes desconocidas, que hablaban una lengua de todos los
demonios, y que seguramente se diferenciarían de ella por las
costumbres, por la religión y hasta por el vestido, pues allá, de fijo
andaban con taparrabo... ¡Bonita estaría ella con taparrabo! ¡Vaya, que
se le ocurrían unas cosas al buen Mordejai! Mostrándose afectuosa y
agradecida, le argumentó con los inconvenientes de la precipitación en
cosa tan grave como es el casarse de buenas a primeras, y correrse de un
brinco nada menos que al África, que es, como quien dice, _donde
empiezan los Pirineos_. No, no: había que pensarlo despacio, y tomarse
tiempo para no salir con una patochada. Mucho más práctico, según ella,
era dejar todo ese lío del casamiento y del viaje de novios para más
adelante, ocupándose por el pronto en realizar, con todos los requisitos
que aseguraran el éxito, el conjuro del rey _Samdai_. Si la cosa
resultaba, como Almudena le aseguró, y venían a poder de ella las
banastas de piedras preciosas, que tan fácilmente se convertirían en
billetes de Banco, ya tenían todas las cuestiones resueltas, y lo demás
prontamente se allanaría. El dinero es el arreglador infalible de
cuantas dificultades hay en el mundo. Total: que ella se comprometía a
cuanto él quisiera, y desde luego empeñaba su palabra de casorio y de
seguirle hasta el fin del mundo, siempre y cuando el rey _Samdai_
concediese lo que con todas las reglas, ceremonias y rezos benditos se
le había de pedir.

Quedose meditabundo el africano al oír esto, y después se dio golpetazos
en la frente, como hombre que experimenta gran confusión y desconsuelo.
«_Perdoñar_ mí tú... Olvidar mí _dicer_ ti cosa.

--¿Qué? ¿Vas a salir ahora con inconvenientes? ¿Es que la operación no
vale porque faltaría algún requisito?

--Olvidar mí _requesito_... No valer, _poique_ ser tú _muquier_.

--¡Condenado!--exclamó Benina sin poder contener su enojo--, ¿por qué no
empezaste por ahí? Pues si el primer _requesito_ es ser hombre... ¡a ver!

--_Perdoñar_ mí... Olvidar cosa _migo_.

--Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya una plancha! Pero ¡ay! la culpa es
mía, por haberme creído las paparruchas que inventan en tu tierra
maldecida, y en esa tu religión de los demonios coronados. No, no lo
creí... Era que la pobreza me cegaba... Y no lo creo, no. Perdóneme Dios
el mal pensamiento de llamar al diablo con todos esos arrumacos;
perdóneme también la Virgen Santísima.

--Si no valer eso _poique_ ser tú _muquier_...--replicó Almudena
vergonzoso--, saber mí otra cosa... que si _jacer_ tú, coger has tú _tuda
la diniera_ que tú _querier_.

--No, no me engañas otra vez. ¡Buen pájaro estás tú!... Ya no creo nada
de lo que me digas.

--Por la bendita luz, verdad ser... Rayo del cielo matar mí, si _n'gañar_
ti... ¡Coger _diniero_, _mocha diniero_!

--¿Cuándo?

--Cuando _quiriendo_ tú.

--A ver... Aunque no he de creerlo, dímelo pronto.

--Yo dar ti _p'peleto_...

--¿Un papelito?

--Sí... Poner tú punta _lluengua_...

--¿En la punta de la lengua?

--Sí: entrar con ello Banco, _p'peleto en llengua_, y _naide_ ver ti.
Poder coger _diniero tuda_... No ver ti _naide_.

--Pero eso es robar, Almudena.

--_Naide_ ver, _naide_ a ti _dicir naida_.

--Quita, quita... Yo no tengo esas mañas. Robar, no. ¿Que no me ven? Pero
Dios me verá».



XXV


No desistía el apasionado marroquí de ganar la voluntad de la dama (que
así debemos llamarla en este caso, toda vez que como tal él la veía con
los ojos de su alma); y conociendo que los medios positivos eran los más
eficaces, y que antes que las razones con que él pudiera expugnarla la
rendiría su propia codicia y el anhelo de enriquecerse, se arrancó con
otro sortilegio, producto natural de su sangre semítica y de su rica
imaginación. Díjole que entre todos los secretos de que por favor de
Dios era depositario, había uno que no pensaba confiar más que a la
persona que fuese dueña de todo su cariño; y como esta persona era ella,
la mujer soñada, la mujer prometida por el soberano _Samdai_, a ella
sola revelaba el infalible procedimiento para descubrir los tesoros
_soterrados_. Aunque afectaba Benina no dar crédito a tales historias,
ello es que no perdió sílaba del relato que Almudena le hizo. La cosa
era muy sencilla, por él pintada, aunque las dificultades prácticas para
llegar a producir el mágico efecto saltaban a la vista. La persona que
quisiera saber, _siguro_, _siguro_, dónde había dinero escondido, no
tenía más que abrir un hoyo en la tierra, y estarse dentro de él
cuarenta días, en paños menores, sin otro alimento que harina de cebada
sin sal, ni más ocupación que leer un libro santo, de luengas hojas, y
meditar, meditar sobre las profundas verdades que aquellas escrituras
contenían...

--¿Y eso tengo que hacerlo yo?--dijo Benina impaciente--. ¡Apañado estás!
¿Y ese libro está escrito en tu lengua? Tonto, ¿cómo voy a leer yo esos
garrapatos, si en mi propio castellano natural me estorba lo negro?

--_Leyerlo_ mí... _leyer_ tú.

--Pero en ese agujero bajo tierra, que será la casa de los topos,
¿podemos estar los dos?

--_Siguro_.

--Bueno. Y para poder ver bien la letra de ese libro--dijo con sorna la
_dama_--, llevarás antiparras de ciego...

--Mí saberlo de _memueria_--replicó impávido el africano».

La _operación_, pasados los cuarenta días de penitencia, terminaba por
escribir en un papelito, como los de cigarro, ciertas palabras mágicas
que él sabía, él solo; luego se soltaba el papelito en el aire, y
mientras el viento lo llevaba de aquí para allá, ella y él rezarían
devotamente oraciones _mochas_, sin quitar los ojos del papel volante.
Allí donde cayese, se encontraría, cavando, cavando, el tesoro
soterrado, probablemente una gran olla repleta de monedas de oro.

Manifestó Benina su incredulidad soltando la risa; pero alguna huella
dejaba en su espíritu la nueva quisicosa para encontrar tesoros, porque
con toda formalidad se dejó decir: «No creo yo que haya dinero enterrado
en los campos. Puede que en tu tierra se den esos casos; pero lo que es
aquí... donde lo tienes es en los patios, en las corraladas, debajo del
suelo de las leñeras, almacenes y bodegas, y, si a mano viene, empotrado
en las paredes...

--Mismo poder yo _discubrierlo_ él... Yo _dicer_ ti, si tú _quiriendo_ mí,
si tú casar _migo_.

--Ya trataremos de eso más despacio--dijo Benina quitándose el pañuelo y
volviéndoselo a poner, señal de impaciencia y ganas de marcharse.

--No _dirti_ tú, _amri_, no--murmuró el ciego quejumbroso, agarrándola por
la falda.

--Es tarde, hijo, y hago falta en casa.

--Tú _migo_ siempre.

--No puede ser por ahora. Ten paciencia, hijo».

Poseído nuevamente de furor, al sentir que se levantaba, se arrojó sobre
ella, clavándole la zarpa en los brazos, y manifestando con rugidos,
más que con voces, su ardiente anhelo de tenerla en su compañía. «Mí
_queriendo_ ti... Matar mí, _ajogar_ mismo yo en río, si tú no _venier_
mí...

--Déjame por Dios, Almudena--dijo con acento de aflicción la _dama_,
creyendo vencerle mejor con súplicas afectuosas--. Yo te quiero; pero me
llaman mis obligaciones.

--Matar yo _galán bunito_--gritó el ciego apretando los puños, y dando
algunos pasos hacia la anciana, que medrosa se había apartado de él.

--Ten juicio; si no, no te quiero... Vámonos. Si me prometes ser bueno y
no pegarme, iremos juntos.

--_Piegar_ ti no, no... _quiriendo_ ti más que a la bendita luz.

--Pues si no me pegas, vamos--dijo Benina, aproximándose cariñosa, y
cogiéndole por el brazo».

Apaciguado el buen Mordejai, emprendieron otra vez la marcha hacia
arriba, y por el camino dijo el ciego a la _dama_ que se había despedido
de Santa Casilda, por romper con la Petra; y como los tiempos venían
malos y no se ganaban perras, pensaba trasladarse aquella misma tarde a
las Cambroneras, _cabe_ el Puente de Toledo, pues en aquel barrio había
estancias para dormir por solos diez céntimos cada noche. No aprobó
Benina el cambio de domicilio, porque allí, según había oído, vivían en
grande estrechez e incomodidad los pobres, amontonados y revueltos en
cuartuchos indecentes; pero él insistió, dolorido y melancólico,
asegurando que _quería estar mal_, hacer penitencia, pasarse los días
_yorando_, _yorando_, hasta conseguir que _Adonai_ ablandase el corazón
de la mujer amada. Suspiraron ambos, y silenciosos subieron toda la
calle de Toledo.

Como Benina le ofreciese un duro para la mudanza, Almudena expresó un
desinterés sublime: «No _querier_ mí _diniero_... _Diniero_ cosa
puerca... asco _diniero_... Mí _quierer amri_... _muquier_ mía _migo_.

--Bueno, bueno: ten paciencia--le dijo Benina, temerosa de que se
descompusiera al final de la jornada--. Yo te prometo que mañana
hablaremos de eso.

--¿_Viner_ tú Cambroneras?

--Sí, te lo prometo.

--Mí no _golver pirroquia_... Carga mí _gente suberbiosa_: Casiana,
Eliseo... asco mí _genta_. Mí pedir _Puenta Tolaido_...

--Espérame mañana... y prométeme tener juicio.

--_Yorando_, _yorando_ mí.

--¿Pero a qué vienen esos lloriqueos?... Almudenilla, si yo te quiero...
_Amos_, no me des disgustos.

--_Ora ti_, casa tuya, ver _galán bunito_, _jacer_ tú cariños él.

--¿Yo? ¡Estás fresco! ¡Sí, sí, para él estaba! ¿Pero tú qué te has
creído? ¡Valiente caso hago yo de esa estantigua! Tiene más años que la
Cuesta de la Vega: es pariente de mi señora, y por encargo de esta se le
recogió para llevarle a casa.

--¡_Mam'rracho_ él!

--¡Y tan mamarracho! Ni hay comparanza entre él y tú... En fin, chico:
tengo mucha prisa. Adiós. Hasta mañana».

Aprovechando un momento en que el marroquí se quedaba como lelo, apretó
a correr, dejándole arrimadito a la pared, junto a la tienda llamada del
_Botijo_. Era la única forma posible de separación, dada la tenaz
adherencia del pobre ciego. Desde lejos le miró Benina, inmóvil, la
cabeza caída. Pasado un rato, se dejó caer en el suelo, y allí le vieron
toda la tarde los transeúntes, sentado, mudo, la negra mano extendida.

No encontró la Nina en su casa grandes novedades, como por tal no se
tuviera el contento de Doña Paca, que no cesaba de alabar la finura de
su huésped, y la gracia con que a la conversación traía los recuerdos de
Algeciras y Ronda. Sentíase la buena señora transportada a sus verdes
años; casi olvidaba su pobreza, y movida del generoso instinto que en
aquella edad primera había sido fundamento de su carácter imprevisor y
de sus desgracias, propuso a Nina que se trajeran para Frasquito dos
botellas de Jerez, pavo en galantina, huevo hilado, y cabeza de jabalí.

«Sí, señora--replicó la criada--: todo eso traeremos, y luego nos vamos a
la cárcel, para ahorrar a los tenderos el trabajo de llevarnos. ¿Pero
usted se ha vuelto loca? Para esta noche haré unas sopas de ajo con
huevos, y _san sacabó_. Crea usted que a ese caballero le sabrán a
gloria, acostumbrado como está a comistrajos indecentes.

--Bueno, mujer. Se hará lo que tú quieras.

--En vez de cabeza de jabalí, pondremos cabeza de ajo.

--Creo, con tu permiso, que en todas las circunstancias, aunque sea
sacrificándose, debe una portarse como quien es. En fin, ¿cuánto dinero
tenemos?

--Eso a usted no le importa. Déjeme a mí, que ya sabré arreglarme. Cuando
se acabe, no es usted quien ha de ir a buscarlo.

--Ya, ya sé que irás tú y lo buscarás. Yo no sirvo para nada.

--Sí sirve usted; y ahora, ayúdeme a pelar estas patatitas.

--Lo que quieras. ¡Ah!... se me olvidaba. Frasquito toma té... y como
está tan delicadillo, hay que traerlo bueno.

--Del mejor. Iré por él a la China.

--No te burles. Vas a la tienda, y pides del que llaman _mandarín_. Y de
paso te traes un quesito bueno para postre...

--Sí, sí... eche usted y no se derrame.

--Ya ves que está acostumbrado a comer en casas grandes.

--Justamente: como la taberna de Boto, en la calle del Ave María...
ración de guisado, a real; con pan y vino, treinta y cinco céntimos.

--Estás hoy... que no se te puede aguantar. Pero a todo me avengo, Nina.
Tú mandas.

--¡Ay, si yo no mandara, bonitas andaríamos! Ya nos habrían llevado a San
Bernardino o al mismísimo Pardo».

Bromeando así llegó la noche, y cenando frugalmente, alegres los tres y
resignados con la pobreza, mal tolerable y llevadero cuando no falta un
pedazo de pan con que matar el hambre. Y el historiador debe hacer
constar asimismo que el buen temple en que estaba Doña Paca se torció un
poco al recogerse las dos en la alcoba, la señora en su cama, Benina en
el suelo, por haber cedido su lecho a Frasquito. Como la viuda de Zapata
era tan voluble de genio, en un instante, sin que se supiera el motivo,
pasaba de la bondad apacible a la ira insana, de la credulidad infantil
a la desconfianza marrullera, de las palabras razonables a los
disparates más absurdos. Conocía muy bien la criada este fácil girar de
los pensamientos y la voluntad de su señora, a quien comparaba con una
veleta; y sin tomar a pecho sus displicencias y raptos de ira, esperaba
que cambiase el viento. En efecto, este variaba de improviso, rolando al
cuadrante bueno; y si en un momento la malva se había convertido en
cardo, en otro momento tornaba a su primera condición.

El mal humor de Doña Paca en la noche a que me refiero, debe atribuirse,
según datos fehacientes, a que Frasquito, en sus conversaciones de la
tarde, y en los ratos de la cena y sobremesa de esta, mostró por Benina
unas preferencias que lastimaron profundamente el amor propio de la
viuda infeliz. A Benina manifestaba el buen señor casi exclusivamente su
gratitud, reservando para la señora una cortés deferencia; para Benina
eran todas sus sonrisas, sus frases más ingeniosas, la ternura de sus
ojos lánguidos, como de carnero a medio morir; y a tantas indiscreciones
unió Ponte la de llamarla _ángel_ como unas doscientas veces en el curso
de la frugal cena.

Y dicho esto, oigamos a Doña Paca, entre sábanas metida, mientras la
otra se acostaba en el suelo: «Pues, hija, nadie me quita de la cabeza
que le has dado un bebedizo a este pobre señor. ¡Vaya cómo te quiere! Si
no fueras una vieja feísima y sin ninguna gracia, creería que le habías
hecho tilín... Cierto que eres buena, caritativa, que sabes ganar la
simpatía por lo bien que atiendes a todo, y por tu dulzura y ese modito
suave... que bien podría engañar a los que no te conocen... Pero con
todas esas prendas, imposible que un hombre tan corrido se prende de
ti... Si te lo crees y por ello estás inflada de orgullo, mi parecer es
que no te compongas, pobre Nina. Siempre serás lo que fuistes... y no
temas que yo le quite a D. Frasquito la ilusión, contándole tus malas
mañas, lo sisona que eras, y otras cosillas, otras cosillas que tú
sabes, y yo también...».

Callaba Benina, tapándose la boca con la sábana, y esta humildad y
moderación encendieron más el rencorcillo de la viuda de Zapata, que
prosiguió molestando a su compañera: «Nadie reconoce como yo tus buenas
cualidades, porque las tienes; pero hay que ponerte siempre a distancia,
no dejarte salir de tu baja condición, para que no te desmandes, para
que no te subas a las barbas de los superiores. Acuérdate de las dos
veces que tuve que echarte de mi casa por sisona... ¡A tal extremo llegó
tu descaro, ¿qué digo descaro? tu cinismo en aquel vicio feo, que...
vamos, yo, que jamás he hecho una cuenta, ni me gusta, veía mi dinero
pasando de mi bolsillo al tuyo... en chorro continuo!... Pero ¿qué? ¿No
dices nada?... ¿No contestas? ¿Te has vuelto muda?

--Sí, señora, me he vuelto muda--fue la única respuesta de la buena
mujer--. Puede que cuando la señora se canse y cierre el pico, lo abra yo
para decirle... en fin, no digo nada».



XXVI


«Ja, ja... Di lo que quieras...--prosiguió Doña Paca--. ¿Te atreverías a
decir algo ofensivo de mí? ¡Que no he sabido llevar el Cargo y Data! ¿Y
qué? ¿Quién te ha dicho a ti que las señoras son tenedoras de libros? El
no llevar cuentas ni apuntar nada, no era más que la forma natural de mi
generosidad sin límites. Yo dejaba que todo el mundo me robase; veía la
mano del ladrón metiéndose en mi bolsillo, y me hacía la tonta... Yo he
sido siempre así. ¿Es esto pecado? El Señor me lo perdonará. Lo que Dios
no perdona, Benina, es la hipocresía, los procederes solapados, y el
estudio con que algunas personas componen sus actos para parecer
mejores de lo que son. Yo siempre he llevado el alma en mi rostro, y me
he presentado a los ojos de todo el mundo como soy, como era, con mis
defectos y cualidades, tal como Dios me hizo... ¿Pero tú no tienes nada
que contestarme?... ¿O es que no se te ocurre nada para defenderte?

--Señora, callo, porque estoy dormida.

--No, tú no duermes, es mentira: la conciencia no te deja dormir.
Reconoces que tengo razón, y que eres de las que se componen para
disimular y esconder sus maldades... No diré que sean precisamente
_maldades_, tanto no. Soy generosa en esto como en todo, y
diré _flaquezas_... pero ¡qué flaquezas! Somos frágiles: verdaderamente
tú puedes decir: «No me llamo Benina, sino Fragilidad...». Pero no te
apures, pues ya sabes que no he de ir con cuentos al Sr. de Ponte para
desprestigiarte, y deshojar la flor de sus ilusiones... ¡Qué risa!... No
viendo en ti, como no puede verlo, una figura elegante, ni un rostro
fresco y sonrosado, ni modales finos, ni educación de señora, ni nada de
eso, que es por lo que se enamoran los hombres, habrá visto... ¿qué? Por
Dios que no acierto. Si tú fueras franca, que no lo eres, ni lo serás
nunca... ¿Oyes lo que digo?

--Sí, señora, oigo.

--Si tú fueras franca, me dirías que el Sr. de Ponte te llama _ángel_ por
lo bien que haces las sopas de ajo, acartonaditas... Y ¿te parece a ti
que esto es suficiente motivo para que a una mujer la llamen _ángel_ con
todas sus letras?

--¿Pero a usted qué le importa?... Deje al Sr. de Ponte Delgado que me
ponga los motes que quiera.

--Tienes razón, sí, sí... Puede que te lo diga irónicamente, que estos
señorones, muy curtidos en sociedad, emplean a menudo la ironía, y
cuando parece que nos alaban, lo que hacen es tomarnos el pelo, como
suele decirse... Por si el hombre va por derecho, y se ha prendado de ti
con buen fin... que todo podría ser, Benina... se ven cosas muy raras...
tú debes proceder con lealtad, y confesarle tus máculas, no vaya a creer
Frasquito que la pureza de los ángeles del cielo es cualquier cosa
comparada con tu pureza. Si así no lo haces, eres una mala mujer... La
verdad, Nina, en estos casos, la verdad. El hombre se ha creído que eres
un prodigio de conservación, ja, ja... que has hecho un milagro, pues
milagro sería, en plena vida de Madrid y en la clase de servicio
doméstico, una virginidad de sesenta años... Puedes plantarte en los
cincuenta y cinco, si así te conviene... Pero si le engañas en la edad,
que esta es superchería muy corriente en nuestro sexo, no andes con
bromas en lo que es de ley moral, Nina; eso no. Mira, hija, yo te quiero
mucho, y como señora tuya y amiga te aconsejo que le hables clarito,
que le cuentes tus faltas y caídas. Así el buen señor no se llamará a
engaño, si andando el tiempo descubre lo que tú ahora le ocultaras. No,
Nina, no; hija mía, dile todo, aunque se te ponga la cara muy colorada,
y se te congestione la verruga que llevas en la frente. Confiesa tu
grave falta de aquellos tiempos, cuando contabas treinta y cinco años...
y ten valor para decirle: «Sr. D. Frasquito, yo quise a un guardia civil
que se llamaba Romero, el cual me tuvo trastornada más de dos años, y al
fin se negó a casarse conmigo...». Vamos, mujer, no es para que te
pongas como la grana. Después de todo, ¿qué ha sido ello? Querer a un
hombre. Pues para eso han venido las mujeres al mundo: para querer a los
hombres. Tuviste la desgracia de tropezar con uno, que te salió malo.
Cuestión de suerte, hija. Ello es que estuviste loca por él... Bien me
acuerdo. No se te podía aguantar; no hacías nada al derecho. Sisabas de
lo lindo, y mientras tú no tenías un traje decente, a él no le faltaban
buenos puros... A mí, que veía tus padecimientos y tu ceguera, pues
atormentada y sin un día de tranquilidad, en vez de huir del suplicio,
ibas a él; a mí, que vi todo esto, nadie tiene que contármelo, Nina.
Conozco la historia, aunque no la sé toda entera, porque algo me has
ocultado siempre... y a mí me refirieron cosas que no sé si son ciertas
o no... Dijéronme que de tus amores tuviste...

--Eso no es verdad.

--Y que lo echaste a la Inclusa...

--Eso no es verdad--repitió Benina con acento firme y sonora voz,
incorporándose en el lecho. Al oírla, calló súbitamente Doña Paca, como
el ratoncillo nocturno que cesa de roer al sentir los pasos o la voz del
hombre. Oyose tan sólo, durante largo rato, alguno que otro suspiro
hondísimo de la señora, que después empezó a quejarse y a gruñir por lo
bajo. La otra no chistaba. Había hecho rápida crisis el genio de la
infeliz señora, determinándose un brusco giro de la veleta. La ira y
displicencia trocáronse al punto en blandura y mimo. No tardó en
presentarse el síntoma más claro de la sedación, que era un vivo
arrepentimiento de todo lo que había dicho y la vergüenza de recordarlo,
pues no significaban otra cosa los gruñidos, y el quejarse de
imaginarios dolores. Como Benina no respondiera a estas demostraciones,
Doña Paca, ya cerca de media noche, se arrancó a llamarla: «Nina, Nina,
¡si vieras qué mala estoy! ¡Vaya una nochecita que estoy pasando! Parece
que me aplican un hierro caliente al costado, y que me arrancan a
tirones los huesos de las piernas. Tengo la cabeza como si me hubieran
sacado los sesos, poniéndome en su lugar miga de pan y perejil muy
picadito... Por no molestarte, no te he dicho que me hagas una tacita de
tila, que me refriegues la espalda, y que me des una papeleta de
salicilato, de bromuro, o de sulfonal... Esto es horrible. Estás dormida
como un cesto. Bien, mujer, descansa, engorda un poquito... No quiero
molestarte».

Sin despegar los labios, abandonaba Nina el jergón, y, echándose una
falda, hacía la taza de tila en la cocinilla económica, y antes o
después daba la medicina a la enferma, y luego las friegas, y por fin
acostábase con ella para arrullarla como a un niño, hasta que conseguía
dormirla. Anhelando olvidar la señora su anterior desvarío, creía que el
mejor medio era borrar con expresiones cariñosas las malévolas ideas de
antes, y así, mientras su compañera la arrullaba, decíale: «Si yo no te
tuviera, no sé qué sería de mí. Y luego me quejo de Dios, y le digo
cosas, y hasta le insulto, como si fuera un cualquiera. Verdad que me
priva de muchos bienes; pero me ha dado tu compañía y amistad, que vale
más que el oro y la plata y los brillantes... Y ahora que me acuerdo,
¿qué me aconsejas tú que debo hacer para el caso de que vuelvan D.
Francisco Morquecho y D. José María Porcell con aquella embajada de la
herencia?...

--Pero, señora, si eso lo ha soñado usted... y los tales caballeros hace
mil años que están muy achantaditos debajo de la tierra.

--Dices bien: yo lo soñé... Pero si no aquellos, otros puede que vengan
con la misma música el mejor día.

--¿Quién dice que no? ¿Ha soñado usted con cajas vacías? Porque eso es
señal de herencia segura.

--¿Y tú, qué has soñado?

--¿Yo? Anoche, que nos encontrábamos con un toro negro.

--Pues eso quiere decir que descubriremos un tesoro escondido... Mira tú,
¿quién nos dice que en esta casa antigua, que habitaron en otro tiempo
comerciantes ricos, no hay dentro de tal pared o tabique alguna olla
bien repleta de peluconas?

--Yo he oído contar que en el siglo pasado vivieron aquí unos
almacenistas de paños, poderosos, y cuando se murieron... no se encontró
dinero ninguno. Bien pudiera ser que lo emparedaran. Se han dado casos,
muchos casos.

--Yo tengo por cierto que dinero hay en esta finca... Pero a saber dónde
demontres lo escondieron esos indinos. ¿No habría manera de averiguarlo?

--¡No sé... no sé!--murmuró Benina, dejando volar su mente vagarosa hacia
los orientales conjuros propuestos por Almudena.

--Y si en las paredes no, debajo de los baldosines de la cocina o de la
despensa puede estar lo que aquellos señores escondieron, creyendo que
lo iban a disfrutar en el otro mundo.

--Podrá ser... Pero es más probable que sea en las paredes, o, un
suponer, en los techos, entre las vigas...

--Me parece que tienes razón. Lo mismo puede ser arriba que abajo. Yo te
aseguro que cuando piso fuerte en los pasillos y en el comedor, y se
estremece todo el caserón como si quisiera derrumbarse, me parece que
siento un ruidillo... así como de metales que suenan y hacen tilín...
¿No lo has sentido tú?

--Sí, señora.

--Y si no, haz la prueba ahora mismo. Date unos paseos por la alcoba,
pisando fuerte, y oiremos...».

Hízolo Benina como su señora mandaba, con no menos convicción y fe que
ella, y en efecto... oyeron un retintín metálico, que no podía provenir
más que de las enormes cantidades de plata y oro (más oro que plata
seguramente) empotradas en la vetusta fábrica. Con esta ilusión se
durmieron ambas, y en sueños seguían oyendo el tin, tin...

La casa era como un inmenso cuerpo, y sudaba, y por cada uno de sus
infinitos poros soltaba una onza, o centén, o monedita de veintiuno y
cuartillo.



XXVII


A la mañanita del siguiente día iba Benina camino de las Cambroneras,
con su cesta al brazo, pensando, no sin inquietud, en las exaltaciones
del buen Almudena, que le llevarían de pronto a la locura, si ella, con
su buena maña, no lograba contenerle en la razón. Más abajo de la Puerta
de Toledo encontró a la Burlada y a otra pobre que pedía con un niño
cabezudo. Díjole su compañera _de parroquia_ que había trasladado su
domicilio al Puente, por no poderse arreglar en el _riñón de Madrid_ con
la carestía de los alquileres y la mezquindad del fruto de la limosna.
En una casucha junto al río le daban hospedaje por poco más de nada, y a
esta ventaja unía la de ventilarse bien en los paseos que se daba mañana
y tarde, del río al _punto_ y del _punto_ al río. Interrogada por Benina
acerca del ciego moro y de su vivienda, respondió que le había visto
junto a la fuentecilla, pasado el Puente, pidiendo; pero que no sabía
dónde moraba. «Vaya, con Dios, señora--dijo la Burlada despidiéndose--.
¿No va usted hoy al _punto_? Yo sí... porque aunque poco se gana, allí
tiene una su arreglo. Ahora me dan todas las tardes un buen _platao_ de
comida en _ca_ el señor banquero, que vive mismamente de cara a la
entrada por la calle de las Huertas, y vivo como una canóniga, gozando
de ver cómo se le afila la jeta a la _Caporala_ cuando la muchacha del
señor banquero me lleva mi gran cazolón de comestible... En fin: con
esto y algo que cae, vivimos, _Doña_ Benina, y puede una _chincharse_ en
las _ricas_. Adiós, que lo pase bien, y que encuentre a su moro con
salud... Vaya, conservarse».

Siguió cada cual su rumbo, y a la entrada del Puente, dirigiose Benina
por la calzada en declive que a mano derecha conduce al arrabal llamado
de las Cambroneras, a la margen izquierda del Manzanares, en terreno
bajo. Encontrose en una como plazoleta, limitada en el lado de Poniente
por un vulgar edificio, al Sur por el pretil del contrafuerte del
puente, y a los otros dos lados por desiguales taludes y terraplenes
arenosos, donde nacen silvestres espinos, cardos y raquíticas yerbas. El
sitio es pintoresco, ventilado, y casi puede decirse alegre, porque
desde él se dominan las verdes márgenes del río, los lavaderos y sus
tenderijos de trapos de mil colores. Hacia Poniente se distingue la
sierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro y
San Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteones
y tanto verdor obscuro de cipreses... La melancolía inherente a los
camposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo,
como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

Al descender pausadamente hacia la explanada, vio la mendiga dos
burros... ¿qué digo dos? ocho, diez o más burros, con sus collarines de
encarnado rabioso, y junto a ellos grupos de gitanos tomando el sol, que
ya inundaba el barrio con su luz esplendorosa, dando risueño brillo a
los colorines con que se decoraban brutos y personas. En los animados
corrillos todo era risas, chacota, correr de aquí para allá. Las
muchachas saltaban; los mozos corrían en su persecución; los chiquillos,
vestidos de harapos, daban volteretas, y sólo los asnos se mantenían
graves y reflexivos en medio de tanta inquietud y algarabía. Las gitanas
viejas, algunas de tez curtida y negra, comadreaban en corrillo aparte,
arrimaditas al edificio grandón, que es una casa de corredor de regular
aspecto. Dos o tres niñas lavaban trapos en el charco que hacia la mitad
de la explanada se forma con las escurriduras y desperdicios de la
fuente vecinal. Algunas de estas niñas eran de tez muy obscura, casi
negra, que hacía resaltar las filigranas colgadas de sus orejas; otras
de color de barro, todas ágiles, graciosas, esbeltísimas de talle y
sueltas de lengua. Buscó la anciana entre aquella gente caras conocidas;
y mira por aquí y por allá, creyó reconocer a un gitano que en cierta
ocasión había visto en el Hospital, yendo a recoger a una amiga suya. No
quiso acercarse al grupo en que el tal con otros disputaba _sobre_ un
burro, cuyas mataduras eran objeto de vivas discusiones, y aguardó
ocasión favorable. Esta no tardó en venir, porque se enredaron a
trompada limpia dos churumbeles, el uno con las perneras abiertas de
arriba abajo, mostrando las negras canillas; el otro con una especie de
turbante en la cabeza, y por todo vestido un chaleco de hombre: acudió
el gitano a separarlos; ayudole Benina, y a renglón seguido le embocó en
esta forma:

«Dígame, buen amigo: ¿ha visto por aquí ayer y hoy a un ciego moro que
le llaman Almudena?

--Sí, señora: _halo_ visto... _jablao_ con él--replicó el gitano, mostrando
dos carreras de dientes ideales por su blancura, igualdad y perfecta
conservación, que se destacaban dentro del estuche de dos labios enormes
y carnosos, de un violado retinto--. Le _vide_ en la puente... díjome
que moraba _dende_ anoche en las casas de Ulpiano... y que... no sé qué
más... Desapártese, buena mujer, que esta bestia es _mu desconsiderá_, y
cocea...».

Huyó Benina de un brinco, viendo cerca de sí las patas traseras de un
grandísimo burro, que dos gandules apaleaban, como para conocerle las
mañas y proveer a su educación asnal y gitanesca, y se fue hacia las
casas que le indicó con un gesto el de la perfecta dentadura.

Arranca de la explanada un camino o calle tortuosa en dirección a la
puente segoviana. A la izquierda, conforme se entra en él, está la casa
de corredor, vasta colmena de cuartos pobres que valen seis pesetas al
mes, y siguen las tapias y dependencias de una quinta o granja que
llaman de Valdemoro. A la derecha, varias casas antiquísimas,
destartaladas, con corrales interiores, rejas mohosas y paredes sucias,
ofrecen el conjunto más irregular, vetusto y mísero que en arquitectura
urbana o campesina puede verse. Algunas puertas ostentan lindos azulejos
con la figura de San Isidro y la fecha de la construcción, y en los
ruinosos tejados, llenos de jorobas, se ven torcidas veletas de chapa de
hierro, graciosamente labrado. Al aproximarse, notando Benina que
alguien se asomaba a una reja del piso bajo, hizo propósito de
preguntar: era un burro blanco, de orejas desmedidas, las cuales enfiló
hacia afuera cuando ella se puso al habla. Entró la anciana en el primer
corral, empedrado, todo baches, con habitaciones de puertas desiguales y
cobertizos o cajones vivideros, cubiertos de chapa de latón enmohecido:
en la única pared blanca o menos sucia que las demás, vio un barco
pintado con almazarrón, fragata de tres palos, de estilo infantil, con
chimenea de la cual salían curvas de humo. En aquella parte, una mujer
esmirriada lavaba pingajos en una artesa: no era gitana, sino _paya_.
Por las explicaciones que esta le dio, en la parte de la izquierda
vivían los gitanos con sus pollinos, en pacífica comunidad de
habitaciones; por lecho de unos y otros el santo suelo, los dornajos
sirviendo de almohadas a los racionales. A la derecha, y en cuadras
también borriqueñas, no menos inmundas que las otras, acudían a dormir
de noche muchos pobres de los que andan por Madrid: por diez céntimos se
les daba una parte del suelo, y a vivir. Detalladas las señas de
Almudena por Benina, afirmó la mujer que, en efecto, había dormido allí;
pero con los demás pobres se había largado tempranito, pues no brindaban
aquellos dormitorios a la pereza. Si la _señora_ quería algún recado
para el ciego moro, ella se lo daría, siempre y cuando viniese la
segunda noche a dormir.

Dando las gracias a la esmirriada, salió Benina, y se fue por toda la
calle adelante, atisbando a un lado y otro. Esperaba distinguir en
alguno de aquellos calvos oteros la figura del marroquí tomando el sol o
entregado a sus melancolías. Pasadas las casas de Ulpiano, no se ven a
la derecha más que taludes áridos y pedregosos, vertederos de escombros,
escorias y arena. Como a cien metros de la explanada hay una curva o más
bien zig-zag, que conduce a la estación de las Pulgas, la cual se
reconoce desde abajo por la mancha de carbón en el suelo, las
empalizadas de cerramiento de vía, y algo que humea y bulle por encima
de todo esto. Junto a la estación, al lado de Oriente, un arroyo de
aguas de alcantarilla, negras como tinta, baja por un cauce abierto en
los taludes, y salvando el camino por una atarjea, corre a fecundar las
huertas antes de verterse en el río. Detúvose allí la mendiga,
examinando con su vista de lince el zanjón, por donde el agua se despeña
con turbios espumarajos, y las huertas, que a mano izquierda se
extienden hasta el río, plantadas de acelgas y lechugas. Aún siguió más
adelante, pues sabía que al africano le gustaba la soledad del campo y
la ruda intemperie. El día era apacible: luz vivísima acentuaba el
verde chillón de las acelgas y el morado de las lombardas, derramando
por todo el paisaje notas de alegría. Anduvo y se paró varias veces la
anciana, mirando las huertas que recreaban sus ojos y su espíritu, y los
cerros áridos, y nada vio que se pareciese a la estampa de un moro ciego
tomando el sol. De vuelta a la explanada, bajó a la margen del río, y
recorrió los lavaderos y las casuchas que se apoyan en el contrafuerte,
sin encontrar ni rastros de Mordejai. Desalentada, se volvió a los
Madriles de arriba, con propósito de repetir al día siguiente sus
indagaciones.

En su casa no encontró novedad; digo, sí: encontró una, que bien pudiera
llamarse maravilloso suceso, obra del subterráneo genio _Samdai_. A poco
de entrar, díjole Doña Paca con alborozo: «Pero, mujer, ¿no sabes...?
Deseaba yo que vinieras para contártelo...

--¿Qué, señora?

--Que ha estado aquí D. Romualdo.

--¡D. Romualdo!... Me parece que usted sueña.

--No sé por qué... ¿Es cosa del otro mundo que ese señor venga a mi casa?

--No; pero...

--Por cierto que me ha dado qué pensar... ¿Qué sucede?

--No sucede nada.

--Yo creí que había ocurrido algo en casa del señor sacerdote, alguna
cuestión desagradable contigo, y que venía a darme las quejas.

--No hay nada de eso.

--¿No le viste tú salir de casa? ¿No te dijo que acá venía?

--¡Qué cosas tiene! Ahora me va a decir a mí el señor a dónde va, cuando
sale.

--Pues es muy raro...

--Pero, en fin, si vino, a usted le diría...

--¿A mí qué había de decirme, si no le he visto?... Déjame que te
explique. A las diez bajó a hacerme compañía, como acostumbra, una de
las chiquillas de la cordonera, la mayor, Celedonia, que es más lista
que la pólvora. Bueno: a eso de las doce menos cuarto, tilín, llaman a
la puerta. Yo dije a la chiquilla: «Abre, hija mía, y a quien quiera que
sea le dices que no estoy». Desde el escándalo que me armó aquel tunante
de la tienda, no me gusta recibir a nadie cuando no estás tú... Abrió
Celedonia... Yo sentía desde aquí una voz grave, como de persona
principal, pero no pude entender nada... Luego me contó la niña que era
un señor sacerdote...

--¿Qué señas?

--Alto, guapo... Ni viejo, ni joven.

--Así es--afirmó Benina, asombrada de la coincidencia--. ¿Pero no dejó
tarjeta?

--No, porque se le había olvidado la cartera.

--¿Y preguntó por mí?

--No. Sólo dijo que deseaba verme para un asunto de sumo interés.

--En ese caso, volverá.

--No muy pronto. Dijo que esta tarde tenía que irse a Guadalajara. Tú
habrás oído hablar de ese viaje.

--Me parece que sí... Algo dijeron de bajar a la estación, y de la
maleta, y no sé qué.

--Pues, ya ves... Puedes llamar a Celedonia para que te lo explique
mejor. Dijo que sentía tanto no encontrarme... que a la vuelta de
Guadalajara vendría... Pero es raro que no te haya hablado de ese asunto
de interés que tiene que tratar conmigo. ¿O es que lo sabes y quieres
reservarme la sorpresa?

--No, no: yo no sé nada del asunto ese... ¿Y está segura la Celedonia del
nombre?

--Pregúntaselo... Dos o tres veces repitió: «Dile a tu señora que ha
estado aquí D. Romualdo».

Interrogada la chiquilla, confirmó todo lo expresado por Doña Paca. Era
muy lista, y no se le escapaba una sola palabra de las que oyera al
señor eclesiástico, y describía con fiel memoria su cara, su traje, su
acento... Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo dio
pronto al olvido por tener cosas de más importancia en qué ocupar su
entendimiento. Halló a Frasquito tan mejorado, que acordaron levantarle
del lecho; mas al dar los primeros pasos por la habitación y pasillo,
encontrose el galán con la novedad de que la pierna derecha se le había
quedado un poco inválida... Esperaba, no obstante, que con la buena
alimentación y el ejercicio recobraría dicho miembro su actividad y
firmeza. Pronto le darían de alta. Su reconocimiento a las dos señoras,
y principalmente a Benina, le duraría tanto como la vida... Sentía nuevo
aliento y esperanzas nuevas, presagios risueños de obtener pronto una
buena colocación que le permitiera vivir desahogadamente, tener hogar
propio, aunque humilde, y... En fin, que estaba el hombre animado, y con
la inagotable farmacia de su optimismo se restablecía más pronto.

Como a todo atendía Nina, y ninguna necesidad de las personas sometidas
a su cuidado se le olvidaba, creyó conveniente avisar a las señoras de
la Costanilla de San Andrés, que de seguro habrían extrañado la ausencia
de su dependiente.

«Sí, hágame el favor de llevarles un recadito de mi parte--dijo el galán,
admirando aquel nuevo rasgo de previsión--. Dígales usted lo que le
parezca, y de seguro me dejará en buen lugar».

Así lo hizo Benina a prima noche, y a la mañana siguiente, con la
fresca, emprendió de nuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.



XXVIII


Encontrose a un anciano harapiento que solía pedir, con una niña en
brazos, en el Oratorio del Olivar, el cual le contó llorando sus
desdichas, que serían bastantes a quebrantar las peñas. La hija del tal,
madre de la criatura, y de otra que enferma quedara en casa de una
vecina, se había muerto dos días antes «de miseria, señora, de
cansancio, de tanto padecer echando los _gofes_ en busca de un medio
panecillo». ¿Y qué hacía él ahora con las dos crías, no teniendo para
mantenerlas, si para él solo no sacaba? El Señor le había dejado de su
mano. Ningún santo del cielo le hacía ya maldito caso. No deseaba más
que morirse, y que le enterraran pronto, pronto, para no ver más el
mundo. Su única aspiración mundana era dejar colocaditas a las dos niñas
en algún _arrecogimiento_ de los muchos que hay para _párvulas de ambos
sexos_. ¡Y para que se viera su mala sombra!... Había encontrado un
alma caritativa, un señor eclesiástico, que le ofreció meter a las nenas
en un Asilo; pero cuando creía tener arreglado el negocio, venía el
demonio a descomponerlo... «Verá usted, señora: ¿conoce por casualidad a
un señor sacerdote muy apersonado que se llama D. Romualdo?

--Me parece que sí--repuso la mendiga, sintiendo de nuevo una gran
confusión o vértigo en su cabeza.

--Alto, bien plantado, hábitos de paño fino, ni viejo ni joven.

--¿Y dice que se llama D. Romualdo?

--D. Romualdo, sí señora.

--¿Será... por casualidad, uno que tiene una sobrinita nombrada Doña
Patros?

--No sé cómo la llaman; pero sobrina tiene... y guapa. Pues verá usted mi
perra suerte. Quedó en darme, ayer por la tarde, la razón. Voy a su
casa, y me dicen que se había marchado a Guadalajara.

--Justamente...--dijo Benina, más confusa, sintiendo que lo real y lo
imaginario se revolvían y entrelazaban en su cerebro--. Pero pronto
vendrá.

--A saber si vuelve».

Díjole después el pobre viejo que se moría de hambre; que no había
entrado en su boca, en tres días, más que un pedazo de bacalao crudo
que le dieron en una tienda, y algunos corruscos de pan, que mojaba en
la fuente para reblandecerlos, porque ya no tenía hueso en la boca.
Desde el día de San José que quitaron la sopa en el Sagrado Corazón, no
había ya remedio para él; en parte alguna encontraba amparo; el cielo no
le quería, ni la tierra tampoco. Con ochenta y dos años cumplidos el 3
de Febrero, San Blas bendito, un día después de la Candelaria, ¿para qué
quería vivir más ni qué se le había perdido por acá? Un hombre que
sirvió al Rey doce años; que durante cuarenta y cinco había picado miles
de miles de toneladas de piedra en esas _carreteras de Dios_, y que
siempre fue bien mirado y _puntoso_, nada tenía que hacer ya, más que
encomendarse al sepulturero para que le pusiera mucha tierra, mucha
tierra encima, y apisonara bien. En cuantito que colocara a las dos
criaturas, se _acostaría_ para no levantarse hasta el día del Juicio por
la tarde... ¡y se levantaría el último! Traspasada de pena Benina al oír
la referencia de tanto infortunio, cuya sinceridad no podía poner en
duda, dijo al anciano que la llevara a donde estaba la niña enferma, y
pronto fue conducida a un cuarto lóbrego, en la planta baja de la casa
grande de corredor, donde juntos vivían, por el pago de tres pesetas al
mes, media docena de pordioseros con sus respectivas proles. La mayor
parte de estos hallábanse a la sazón en Madrid, buscando la santa
_perra_. Sólo vio Benina una vieja, petiseca y dormilona, que parecía
alcoholizada, y una mujer panzuda, tumefacta, de piel vinosa y tirante,
como la de un corambre repleto, con la cara erisipelada, mal envuelta en
trapos de distintos colores. En el suelo, sobre un colchón flaco,
cubierto de pedazos de bayeta amarilla y de jirones de mantas
morellanas, yacía la niña enferma, como de seis años, el rostro lívido,
los puños cerrados en la boca. «Lo que tiene esta criatura es
hambre--dijo Benina, que habiéndola tocado en la frente y manos, la
encontró fría como el mármol.

--Puede que así sea, porque cosa caliente no ha entrado en nuestros
cuerpos desde ayer».

No necesitó más la bondadosa anciana, para que se le desbordase la
piedad, que caudalosa inundaba su alma; y llevando a la realidad sus
intenciones con la presteza que era en ella característica, fue al
instante a la tienda de comestibles, que en el ángulo de aquel edificio
existe, y compró lo necesario para poner un puchero inmediatamente,
tomando además huevos, carbón, bacalao... pues ella no hacía nunca las
cosas a medias. A la hora, ya estaban remediados aquellos infelices, y
otros que se agregaron, inducidos del olor que por toda la parte baja
de la colmena prontamente se difundió. Y el Señor hubo de recompensar su
caridad, deparándole, entre los mendigos que al festín acudieron, un
lisiado sin piernas, que andaba con los brazos, el cual le dio por fin
noticias verídicas del extraviado Almudena.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y el día se lo pasaba rezando de
firme, y tocando en un guitarrillo de dos cuerdas que de Madrid había
traído, todo ello sin moverse de un apartado muladar, que cae debajo de
la estación de las Pulgas, por la parte que mira hacia la puente
segoviana. Allá se fue Benina despacito, porque el sujeto que la guiaba
era de lenta andadura, como quien anda con las nalgas encuadernadas en
suela, apoyándose en las manos, y estas en dos zoquetes de palo. Por el
camino, el hombre _de medio cuerpo arriba_ aventuró algunas indicaciones
críticas acerca del moro, y de su conducta un tanto estrafalaria. Creía
él que Almudena era en su tierra clérigo, quiere decirse, presbítero del
_Zancarrón_, y en aquellos días hacía las penitencias de la Cuaresma
_majometana_, que consisten en dar zapatetas en el aire, comer sólo pan
y agua, y mojarse las palmas de la mano con saliva. «Lo que canta con la
cítara ronca, debe de ser cosa de funerales de allá, porque suena
triste, y dan ganas de llorar oyéndolo. En fin, señora, allí le tiene
usted tumbado sobre la alfombra de picos, y tan quieto que parece que
lo han vuelto de piedra».

Distinguió, en efecto, Benina la inmóvil figura del ciego, en un
vertedero de escorias, cascote y basuras, que hay entre la vía y el
camino de las Cambroneras, en medio de una aridez absoluta, pues ni
árbol ni mata, ni ninguna especie vegetal crecen allí. Siguió adelante
el despernado, y Benina, con su cesta al brazo, subió gateando por la
escombrera, no sin trabajo, pues aquel material suelto de que formado
estaba el talud, se escurría fácilmente. Antes de que ganar pudiera la
altura en que el africano se encontraba, anunció a gritos su llegada,
diciéndole: «¡Pero, hijo, vaya un sitio que has ido a escoger para
ponerte al sol! ¿Es que quieres secarte, y volverte cuero para
tambores?... ¡Eh... Almudena, que soy yo, que soy yo la que sube por
estas escaleras alfombradas!... Chico, ¿pero qué?... ¿Estás tonto, estás
dormido?».

El marroquí no se movía, la cara vuelta hacia el sol, como un pedazo de
carne que se quisiera tostar. Tirole la anciana una, dos, tres
piedrecillas, hasta que consiguió acertarle. Almudena se movió con
estremecimiento; y poniéndose de rodillas, exclamó: «_B'nina_, tú
_B'nina_.

--Sí, hijo mío: aquí tienes a esta pobre vieja, que viene a verte al
yermo donde moras. ¡Pues no te ha dado mala ventolera! ¡Y que no me ha
costado poco trabajo encontrarte!

--¡_B'nina_!--repitió el ciego con emoción infantil, que se revelaba en un
raudal de lágrimas, y en el temblor de manos y pies--. Tú _vinir_ cielo.

--No, hijo, no--replicó la buena mujer, llegando por fin junto a él, y
dándole palmetazos en el hombro--. No vengo del cielo, sino que subo de
la tierra por estos maldecidos peñascales. ¡Vaya una idea que te ha
dado, pobre morito! Dime: ¿y es tu tierra así?».

No contestó Mordejai a esta pregunta; callaron ambos. El ciego la
palpaba con su mano trémula, como queriendo verla por el tacto.

«He venido--dijo al fin la mendiga--porque me pensé, un suponer, que
estarías muerto de hambre.

--Mí no _comier_...

--¿Haces penitencia? Podías haberte puesto en mejor sitio...

--Este _micor_... monte _bunito_.

--¡Vaya un monte! ¿Y cómo llamas a esto?

--Monte _Sinaí_... Mí estar _Sinaí_.

--Donde tú estás es en Babia.

--Tú _vinir_ con ángeles, _B'nina_... tú _vinir_ con fuego.

--No, hijo: no traigo fuego ni hace falta, que bastante achicharradito
estás aquí. Te estás quedando más seco que un bacalao.

--_Micor_... mí _quierer_ seco... y arder como _paixa_.

--En paja te convertirías si yo te dejara. Pero no te dejo, y ahora vas a
comer y beber de lo que traigo en mi cesta.

--Mí no _comier_... mí ser _squieleto_».

Sin esperar a más razones, Almudena extendió las manos, palpando en el
suelo. Buscaba su guitarro, que Benina vio y cogió, rasgueando sus dos
cuerdas destempladas.

«¡_Dami_, _dami_!--le dijo el ciego impaciente, tocado de inspiración».

Y agarrando el instrumento, pulsó las cuerdas, y de ellas sacó sonidos
tristes, broncos, sin armónica concordancia entre sí. Y luego rompió a
cantar en lengua arábiga una extraña melopea, acompañándose con sonidos
secos y acompasados que de las dos cuerdas sacaba. Oyó Benina este
canticio con cierto recogimiento, pues aunque nada sacó en limpio de la
letra gutural y por extremo áspera, ni en la cadencia del son encontró
semejanza con los estilos de acá, ello es que la tal música resultaba de
una melancolía intensa. Movía el ciego sin cesar su cabeza, cual si
quisiera dirigir las palabras de su canto a diferentes partes del cielo,
y ponía en algunas endechas una vehemencia y un ardor que denotaban el
entusiasmo de que estaba poseído.

«Bueno, hijo, bueno--le dijo la anciana cuando terminó de cantar--. Me
gusta mucho tu música... Pero ¿el estómago no te dice que a él no le
catequizas con esas coplas, y que le gustan más las buenas magras?

--_Comier_ tú... mí cantar... _Comier_ yo con alegría de ser tú _migo_.

--¿Te alimentas con tenerme aquí? ¡Bonita substancia!

--Mí _quierer_ ti...

--Sí, hijo, quiéreme; pero haz cuenta de que soy tu madre, y que vengo a
cuidar de ti.

--Tú ser _bunita_.

--¡_Mia_ que yo bonita... con más años que San Isidro, y esta miseria y
esta facha!».

No menos inspirado hablando que cantando, Almudena le dijo: «Tú ser _com
la zucena_, _branca_... _Com_ palmera del _D'sierto_ cintura tuya...
rosas y _casmines_ boca tuya... la estrella de la tarde _ojitas tuyas_.

--¡María Santísima! Todavía no me había yo enterado de lo bonita que soy.

--_Donzellas tudas_, _invidia_ de ti _tenier ellas_... _Hiciéronte_ manos
Dios con _regocijación_. Loan ti ángeles con cítara.

--¡San Antonio bendito!... Si quieres que te crea todas esas cosas, me
has de hacer un favor: comer lo que te traigo. Después que tengas llena
la barriga hablaremos, pues ahora no estás en tus cabales».

Diciéndolo, iba sacando de la cesta pan, tortilla, carne fiambre y una
botella de vino. Enumeraba las provisiones, creyendo que así le
despertaría el apetito, y como argumento final le dijo: «Si te empeñas
en no comer, me enfado, y no vuelvo más a verte. Despídete de mi boca de
rosas, y de mis ojitos como las estrellas del cielo... Y luego has de
hacer todo lo que yo te mande: volverte a Madrid, y vivir en tu casita
como antes vivías.

--Si tú casar _migo_, sí... Si no casar, no.

--¿Comes o no comes? Porque yo no he venido aquí a perder el tiempo
echándote sermones--declaró Benina desplegando toda la energía de su
acento--. Si te empeñas en ayunar, me voy ahora mismo.

--_Comier_ tú...

--Los dos. He venido a verte, y a que almorcemos juntos.

--¿Casar tú _migo_?

--¡Ay qué pesado el hombre! Pareces un chiquillo. Me veré obligada a
darte un par de mojicones... Ha, morito, come y aliméntate, que ya se
tratará lo del casorio. ¿Piensas que voy yo a tomar un marido seco al
sol, y que se va quedando como un pergamino?».

Con estas y otras razones logró convencerle, y al fin el desdichado dejó
de hacer ascos a la comida. Empezando con repulgos, acabó por devorar
con voracidad. Pero no abandonaba su tema, y entre bocado y bocado,
decía: «_Casar_ yo _tigo_... _dirnos terra_ mía... Yo casar por
_arreligión_ tuya si _quierer_ tú... Tú casar por _arreligión mía_, si
_quierer_ ella... Mí ser _d'Israel_... Bautisma jacieron mí señoritas
_confirencia_... Poner mí nombre _Joseph Marien Almudena_...

--José María de la Almudena. Si eres cristiano, no me hables a mí de
otras _arreligiones_ malas.

--No haber más que un Dios, uno solo, sólo Él--exclamó el ciego, poseído
de exaltación mística--. Él _melecina_ a los quebrantados de corazón...
Él contar número estrellas, y a _tudas_ ellas por nombre llama. Adoran
_Adonai_ el animal y _tuda cuatropea_, y el pájaro de ala...
_¡Alleluyah!_...

--Hombre, sí, cantemos ahora las aleluyas para que no nos haga daño la
comida.

--Voz de _Adonai_ sobre las aguas, sobre aguas _mochas_. La voz de
_Adonai_ con _forza_, la voz de _Adonai_ con _jermosura_. La voz de
_Adonai_ quiebra los _alarzes_ del Lebanón y Tsión como fijos de
unicornios... La voz de _Adonai_ corta llamas de fuego, _face_ temblar
_D'sierto_; _fará_ temblar _Adonai D'sierto_ de Kader... La voz de
_Adonai face_ _adoloriar_ ciervas... En palacio suyo _tudas_ decir
_grolia_. _Adonai_ por el diluvio se asentó... _Adonai_ bendecir su
_puelbro_ con paz...».

Aún prosiguió recitando oraciones hebraicas en castellano del siglo XV,
que en la memoria desde la infancia conservaba, y Benina le oía con
respeto, aguardando que terminase para traerle a la realidad y sujetarle
a la vida común. Discutieron un rato sobre la conveniencia de tornar a
la posada de Santa Casilda; mas no parecía él dispuesto a complacerla en
extremo tan importante, mientras no le diese ella palabra formal de
aceptar su negra mano. Trató de explicar la atracción que, en el estado
de su espíritu, sobre él ejercían los áridos peñascales y escombreras en
que a la sazón se encontraba. Realmente, ni él sabía explicárselo, ni
Benina entenderlo; pero el observador atento bien puede entrever en
aquella singular querencia un caso de atavismo o de retroacción
instintiva hacia la antigüedad, buscando la semejanza geográfica con las
soledades pedregosas en que se inició la vida de la raza... ¿Es esto un
desatino? Quizás no.



XXIX


Con todo su ingenio y travesura no pudo la anciana convencer al marroquí
de la oportunidad de volverse al Madrid alto. «Y no sé--le dijo echando
mano de todos los argumentos--, no sé cómo vas a arreglarte para vivir en
este monte de tus penitencias. Porque tú no pides; aquí nadie ha de
traerte el garbanzo, como no sea yo; y yo, si ahora tengo algún dinero,
pronto me quedaré sin una mota, y tendré que volver a pedirlo con
vergüenza. ¿Esperas tú que aquí te caiga el maná?

--_Cader sí manjá_--replicó Almudena con profunda convicción.

--Fíate de eso... Pero dime otra cosa, hijito: ¿habrá por aquí dinero
enterrado?

--Haber _mocha_, _mocha_.

--Pues, hijo, a ver si lo sacas, que en este caso no perderías el tiempo.
Pero ¡quia! no creo yo las papas que tú cuentas, ni las hechicerías que
te has traído de tu tierra de infieles... No, no: aquí no hay salvación
para el pobre; y eso de sacar tesoros, o de que le traigan a uno las
carretadas de piedras preciosas, me parece a mí que es conversación.

--Si tú casar _migo_, mí _encuentrar_ tesoro _mocha_.

--Bueno, bueno... Pues ponte a trabajar para la averiguación de dónde
está la tinaja llena de dinero. Yo vendré a sacarla, y como sea verdad,
a casarnos tocan».

Diciéndolo, recogía en su cesta los restos de comida para marcharse.
Almudena se opuso a que se fuese tan pronto; pero ella insistía en
retirarse, con la firmeza que gastaba en toda ocasión: «¡Pues estaría
bueno que me quedara yo aquí, puesta al sol y al aire como un pellejo en
secadero de curtidores! Y dime, Almudenita: ¿me vas tú a mantener aquí?
¿Y a mi señora, quién le mantiene el pico?».

Esta referencia a la casa de la señora despertó en Mordejai el recuerdo
del _galán bunito_; y como se excitara más de la cuenta con tal motivo,
apresurose Benina a calmarle con la noticia de que Ponte se había
marchado ya a sus palacios aristocráticos, y de que ni ella ni su ama
Doña Francisca querían trato ni roce con aquel viejo camastrón, que les
había dado un mal pago, despidiéndose a la francesa, y _quedándoles a
deber_ el pupilaje. Tragose el africano esta bola con infantil candor; y
haciendo prometer y jurar a su amiga que a verle volvería diariamente
mientras él continuase en aquella obligación de sus acerbas penitencias,
la dejó marchar. Fuese Benina por arriba, prefiriendo subir hacia la
estación, como salida más cómoda y practicable.

De vuelta a casa, lo primero que su señora le preguntó fue si sabía
cuándo regresaba de Guadalajara D. Romualdo, a lo que respondió ella que
no se tenían aún noticias seguras del regreso del señor. Nada ocurrió
aquel día digno de notarse, sino que Ponte mejoraba rápidamente,
poniéndose muy gozoso con la visita de Obdulia, que estuvo cuatro horas
platicando con él y con su mamá de cosas elegantes, y de sucesos
rondeños anteriores en cuarenta años a la época presente. Debe hacerse
notar también que a Benina se le iba mermando el dinero, pues comió allí
la _niña_, y fue preciso añadir merluza al ordinario condumio, y además
dátiles y pastas para postres. Con el gasto de aquellos días, con las
prodigalidades caritativas en las Cambroneras, los duros que restaron
del préstamo de la _Pitusa_, después de saldados débitos apremiantes, se
iban reduciendo por horas, hasta quedar en uno solo, o poco más, el día
de la tercera escapatoria al arrabal del Puente de Toledo.

Es cosa averiguada que en aquella tercera excursión le salió al
encuentro el anciano del día anterior, que dijo llamarse Silverio, y
con él iban, formados como en línea de batalla, otros míseros habitantes
de aquellos humildes caseríos, llevando de intérprete al hombre
despernado, que se expresaba con soltura, como si con esta facultad le
compensara la Naturaleza por la horrible mutilación de su cuerpo. Y fue
y dijo, en nombre del gremio de pordioseros allí presente, que la señora
debía distribuir sus beneficios entre todos sin distinción, pues todos
eran igualmente acreedores a los frutos de su inmensa caridad.
Respondioles Benina con ingenua sencillez que ella no tenía frutos ni
cosa alguna que repartir, y que era tan pobre como ellos. Acogidas estas
expresiones con absoluta incredulidad, y no sabiendo el lisiado qué
oponer a ellas, pues toda su oratoria se le había consumido en el primer
discurso, tomó la palabra el viejo Silverio, y dijo que ellos no se
habían caído de ningún nido, y que bien a la vista estaba que la señora
no era lo que parecía, sino una _dama disfrazada_ que, con trazas y
pingajos de _mendiga de punto_, se iba por aquellos sitios para
_desaminar_ la verdadera pobreza y remediarla. Tocante a esto del
disfraz no había duda, porque ellos la conocían de años atrás. ¡Ah! y
cuando vino, _la otra vez_, la _señora disfrazada_, a todos les había
socorrido igualmente. Bien se acordaban él y otros de la cara y modos
de la tal, y podían atestiguar que era la misma, la misma que en aquel
momento estaban viendo con sus ojos y palpando con sus manos.

Confirmaron todos a una voz lo dicho por el octogenario Silverio, el
cual hubo de añadir que por santa fue tenida la señora de antes, y por
santísima tendrían a la presente, respetando su disfraz, y poniéndose
todos de rodillas ante ella para adorarla. Contestó Benina con gracejo
que tan santa era ella como su abuela, y que miraran lo que decían y
volvieran de su grave error. En efecto: había existido años atrás una
señora muy linajuda, llamada Doña Guillermina Pacheco, corazón hermoso,
espíritu grande, la cual andaba por el mundo repartiendo los dones de la
caridad, y vestía humilde traje, sin faltar a la decencia, revelando en
su modestia soberana la clase a que pertenecía. Aquella dignísima señora
ya no vivía. Por ser demasiado buena para el mundo, Dios se la llevó al
Cielo cuando más falta nos hacía por acá. Y aunque viviera, _amos_,
¿cómo podía ser confundida con ella, con la infeliz Benina? A cien
leguas se conocía en esta a una mujer de pueblo, criada de servir. Si
por su traje pobrísimo, lleno de remiendos y zurcidos, por sus
alpargatas rotas, no comprendían ellos la diferencia entre una cocinera
jubilada y una señora nacida de marqueses, pues bien pudiera esta
vestirse de máscara, en otras cosas no cabía engaño ni equivocación: por
ejemplo, en el habla. Los que oyeron la palabra de Doña Guillermina, que
se expresaba al igual de los mismos ángeles, ¿cómo podían confundirla
con quien decía las cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ella en un
pueblo de Guadalajara, de padres labradores, viniendo a servir a Madrid
cuando sólo contaba veinte años. Leía con dificultad, y de escritura
estaba tan mal, que apenas ponía su nombre: _Benina de Casia_. Por este
apellido, algunos guasones de su pueblo se burlaban de ella diciendo que
_venía_ de Santa Rita. Total: que ella no era santa, sino muy pecadora,
y no tenía nada que ver con la Doña Guillermina de marras, que ya gozaba
de Dios. Era una pobre como ellos, que vivía de limosna, y se las
gobernaba como podía para mantener a los suyos. Habíala hecho Dios
generosa, eso sí; y si algo poseía, y encontraba personas más
necesitadas que ella, le faltaba tiempo para desprenderse de todo... y
tan contenta.

No se dieron por convencidos los miserables, dejados de la mano de Dios,
y alargando las suyas escuálidas, con afligidas voces pedían a Benina de
Casia que les socorriese. Andrajosos y escuálidos niños se unieron al
coro, y agarrándose a la falda de la infeliz alcarreña, le pedían pan,
pan. Compadecida de tantas desdichas, fue la anciana a la tienda, compró
una docena de panes altos, y dividiéndolos en dos, los repartió entre la
miserable cuadrilla. La operación se dificultó en extremo, porque todos
se abalanzaban a ella con furia, cada uno quería recibir su parte antes
que los demás, y alguien intentó apandar dos raciones. Diríase que se
duplicaban las manos en el momento de mayor barullo, o que salían otras
de debajo de la tierra. Sofocada, la buena mujer tuvo que comprar más
libretas, porque dos o tres viejas a quienes no tocó nada, ponían el
grito en el cielo, y alborotaban el barrio con sus discordes y
lastimeros chillidos.

Ya se creía libre de tales moscones, cuando la llamó con roncas voces
una mujer que llevaba en brazos a un niño cabezudo, monstruoso. Al punto
en ella reconoció a la que había visto con la Burlada días antes, camino
de la Puerta de Toledo. Pretendía la tal que Benina subiese con ella a
un cuarto alto de la casa de corredor, donde le mostraría el más
lastimoso cuadro que podría imaginarse. Prestose Benina a subir, porque
más podía en ella siempre la piedad que la conveniencia, y por la
escalera le explicaba la otra la situación de su desdichada familia. No
era casada; pero _por lo civil_ había tenido dos niños que se le habían
muerto de garrotillo, uno tras otro, con diferencia de seis días. Aquel
que llevaba, de cabeza deforme, no era suyo, sino de una compañera que
andaba con un ciego _de violín_, borracha ella, y si a mano
venía, _tomadora_. La que contaba estas tristezas llamábase Basilisa;
tenía a su padre baldadito, de andar en el río cogiendo anguilas, con el
agua hasta los corvejones; a su hermana Cesárea bizmada, de los golpes
que le dio su querido, un silbante, un golfo, un _rata_, «a quien tiene
usted toda la noche jugando al mus en _cas_ del _Comadreja_, Mediodía
Chica. ¿Conoce la señora ese _establecimiento_?

--De nombre--dijo Benina medianamente interesada en la historia.

--Pues ese sinvergüenza, tras apalear a mi hermana, nos empeñó los
mantones y las enaguas. Debe usted de conocerle, porque otro más granuja
no lo hay en Madrid. Le llaman por mal nombre _Si Toséis Toméis_... y
por abreviar le decimos _Toméis_.

--No le conozco... Yo no me trato con gente de esa».

Subieron, y en uno de los cuartos más estrechos del corredor alto, vio
Benina el tremendo infortunio de aquella familia. El viejo reumático
parecía loco; en la desesperación que le causaban sus dolores,
vociferaba, blasfemando, y Cesárea, de la inanición que la consumía,
estaba como idiota, y no hacía más que dar azotes en las nalgas a un
chico mocoso, lloricón, y que ponía los ojos en blanco de la fuerza de
sus berridos y contorsiones. En medio de este desbarajuste, las dos
mujeres expresaron a Benina que su mayor apuro, a más del hambre, era
pagar al casero, que no las dejaba vivir, reclamando a todas horas las
tres semanas que se debían. Contestó la anciana que, con gran
sentimiento, no se hallaba en disposición de sacarlas del compromiso,
por carecer de dinero, y lo único que podía ofrecerles era una peseta,
para que se remediaran aquel día y el siguiente. Traspasado el corazón
de lástima, se despidió de la infeliz patulea, y aunque se mostraron las
dos mujeres agradecidas, bien se conocía que algún reconcomio se les
quedaba dentro del cuerpo por no haber recibido el socorro que
esperaban.

En la escalera detuvieron a Benina dos vejanconas, una de las cuales le
dijo con mal modo: «¡Vaya, que confundirla a usted con Doña
Guillermina!... ¡Zopencos, más que burros! Si aquella era un ángel
vestido de persona, y esta... bien se ve que es una _tía ordinaria_, que
viene acá dándose el pisto de repartir limosnas... ¡Señora!... ¡vaya una
señora!... apestando a cebolla cruda... y con esas manos de fregar...
Ahora se dan santas del _pan pringao_, y... ¡a cuarto las
imágenes; _caras de Dios_ a cuarto!».

No hizo caso la buena mujer, y siguió su camino; pero en la calle, o
como quiera que se llame aquel espacio entre casas, se vio importunada
por sinnúmero de ciegos, mancos y paralíticos, que le pedían con tenaz
insistencia pan, o perras con qué comprarlo. Trató de sacudirse el
molesto enjambre; pero la seguían, la acosaban, no la dejaban andar. No
tuvo más remedio que gastarse en pan otra peseta y repartirlo presurosa.
Por fin, apretando el paso, logró ponerse a distancia de la enfadosa
pobretería, y se encaminó al vertedero donde esperaba encontrar al buen
Mordejai. En el propio sitio del día anterior estaba mi hombre
aguardándola ansioso; y no bien se juntaron, sacó ella de la cesta los
víveres que llevaba, y se pusieron a comer. Mas no quería Dios que
aquella mañana le saliesen las cosas a Benina conforme a su buen corazón
y caritativas intenciones, porque no hacía diez minutos que estaban
comiendo, cuando observó que en el camino, debajito del vertedero, se
reunían gitanillos maleantes, alguno que otro lisiado de mala estampa, y
dos o tres viejas desarrapadas y furibundas. Mirando al grupo idílico
que en la escombrera formaban la anciana y el ciego, toda aquella
gentuza empezó a vociferar. ¿Qué decían? No era fácil entenderlo desde
arriba. Palabras sueltas llegaban... que si era santa de pega; que si
era una ladrona que se fingía beata para robar mejor... que si era una
lame-cirios y chupa-lámparas... En fin, aquello se iba poniendo malo, y
no tardó en demostrarlo una piedra, ¡pim! lanzada por mano vigorosa, y
que Benina recibió en la paletilla... Al poco rato, ¡pim, pam! otra y
otras. Levantáronse ambos despavoridos, y recogiendo en la cesta la
comida, pensaron en ponerse en salvo. La _dama_ cogió por el brazo a su
caballero y le dijo: «Vámonos, que nos matan».



XXX


Trepando difícilmente por el declive pedregoso, cayendo y levantándose a
cada instante, cogidos del brazo, las cabezas gachas, huían del
formidable tiroteo. Este llegó a ser tan intenso, que no había respiro
entre golpe y golpe. A Benina la tocaron los proyectiles en partes
vestidas, donde no podían hacer gran daño; pero Almudena tuvo la
desgracia de que un guijarro le cogiese la cabeza en el momento de
volverse para increpar al enemigo, y la descalabradura fue tremenda.
Cuando llegaron, jadeantes y doloridos, a un sitio resguardado de la
terrible lluvia de piedras, la herida del marroquí chorreaba sangre,
tiñendo de rojo su faz amarilla. Lo extraño era que el descalabrado
callaba, y la que había salido ilesa ponía el grito en el cielo,
pidiendo rayos y centellas que confundieran a la infame cuadrilla. La
suerte les deparó un guarda-agujas, que vivía en una caseta próxima al
lugar del siniestro, hombre reposado y pío que, demostrando tener en
poco a las víctimas del atentado, las acogió como buen cristiano en su
vivienda humilde, compadecido de su desgracia. A poco llegó la guardesa,
que también era compasiva, y lo primero que hicieron fue dar agua a
Benina para que le lavase la herida a su compañero, y de añadidura
sacaron vinagre, y trapos para hacer vendas. El moro no decía más que:
«_Amri_, ¿_pieldra_ ti no?

--No, hijo: no me ha tocado más que una china en el cogote, que no me ha
hecho sangre.

¿_Dolier_ ti?

--Poco... no es nada.

--Son los _embaixos_... _espirtos_ malos de _soterrá_.

--¡Indecentes granujas! ¡Lástima de pareja de la Guardia civil, o
siquiera del Orden!

Con los procedimientos más elementales le hicieron la cura al pobre
ciego, restañándole la sangre, y poniéndole vendas que le tapaban uno de
los ojos; después le acostaron en el suelo, porque se le iba la cabeza y
no podía tenerse en pie. Volvió la mendiga a sacar de su cesta el pan y
la carne a medio comer, ofreciendo partir con sus generosos protectores;
pero estos, en vez de aceptar, les brindaron con sardinas y unos churros
que les habían sobrado de su almuerzo. Hubo por una y otra parte
ofrecimientos, finuras y delicadezas, y cada cual, al fin, se quedó con
lo suyo. Pero Benina aprovechó las buenas disposiciones de aquella
honrada gente para proponerles que albergasen al ciego en la caseta
hasta que ella pudiese prepararle alojamiento en Madrid. No había que
pensar en que volviese a las Cambroneras, donde sin duda le tenían mala
voluntad. A Madrid y a su casa de ella no podía conducirlo, porque ella
servía en una casa, y él... En fin, que no era fácil explicarlo... y si
los señores guarda-agujas pensaban mal de las relaciones entre Benina y
el moro, que pensaran. «Miren ustedes--dijo la anciana viéndoles
perplejos y desconfiados--, no poseo más dinero que esta peseta y estas
perras. Tómenlas, y tengan aquí al pobre ciego hasta mañana. Él no les
molestará, porque es bueno y honrado. Dormirá en este rincón con sólo
que le den una manta vieja, y tocante a comer, de lo que ustedes
tengan».

Después de una corta vacilación aceptaron el trato, y permitiéndose dar
un consejo a la para ellos extraña pareja, dijo el guarda: «Lo que deben
hacer ustedes es dejarse de andar de vagancia por calles y caminos,
donde todo es ajetreo y malos pasos, y ver de meterse o que los metan en
un asilo, la señora en las _ancianitas_, el señor en otro recogimiento
que hay para ciegos, y así tendrían asegurado el comer y el abrigo por
todo el tiempo que vivieran». Nada contestó Almudena, que amaba la
libertad, y la prefería trabajosa y miserable a la cómoda sujeción del
asilo. Benina, por su parte, no queriendo entrar en largas
explicaciones, ni desvanecer el error de aquella buena gente, que sin
duda les creía asociados para la vagancia y el merodeo, se limitó a
decir que no se recogían en un _establecimiento_ por causa de la mucha
_existencia_ de pobres, y que sin recomendaciones y tarjetas de
personajes no había manera de conseguir plaza. A esto respondió la
guardesa que podrían lograr sus deseos de _recogerse_, si se entendían
con un señor muy piadoso que anda en estas cosas de asilos; un
sacerdote... que le llaman D. Romualdo.

«¡D. Romualdo!... ¡Ah! sí, ya sé; digo, no le conozco más que de nombre.
¿Es un señor cura, alto y guapetón, que tiene una sobrina llamada Doña
Patros, que bizca un poco?».

Al decir esto, sintió la Benina que se renovaba en su mente la extraña
confusión y mezcolanza de lo real y lo imaginado.

«Yo no sé si bizca o no bizca la sobrina...--prosiguió la guardesa--; pero
sé que el D. Romualdo es de tierra de Guadalajara.

--Es verdad... Y ahora se ha ido a su pueblo... Por cierto que le
proponen para Obispo, y habrá ido a traer los papeles».

Convinieron todos en que el D. Romualdo misterioso no vendría del pueblo
sin traerse los papeles, y en seguida se cerró trato para el hospedaje y
custodia de Almudena en la caseta por veinticuatro horas, dando Benina
la peseta y perros que tenía (menos tres piezas chicas que guardó
aparte), y comprometiéndose los otros a cuidar del ciego como si fuera
su hijo. Aún tuvo la pobre Nina que bregar un poquito con el marroquí,
empeñado en que le llevara _sigo_; pero al fin pudo convencerle,
encareciéndole el peligro de que la herida de la cabeza le trajera algún
trastorno grave si no se estaba quietecito. «_Amri_, _golver ti_
mañana--decía el infeliz al despedirla--. Si dejar mí solo, _murierme yo
migo_». Prometió la anciana solemnemente volver a su compañía, y se fue
melancólica, revolviendo en su magín las tristezas de aquel día, a las
cuales se unían presagios negros, barruntos de mayores afanes, porque se
había quedado sin un cuarto, por dejarse llevar del ímpetu caritativo de
su corazón dando tanta limosna. Seguramente vendrían para ella grandes
apreturas, pues tenía que devolver pronto a la _Pitusa_ sus joyas,
allegar recursos para mantener a la señora y a su huésped, socorrer a
Almudena, etc... Tantas obligaciones se había echado encima, que ya no
sabía cómo atender a ellas.

Llegó a su casa, después de hacer sus compras a crédito, y encontrando a
Frasquito muy bien, propuso a Doña Paca darle de alta, y que se fuera a
desempeñar sus obligaciones y a ganarse la vida. Asintió a ello la
señora, y la tristeza de ambas se aumentó con la noticia, traída por la
criada de Obdulia, de que esta se había puesto muy malita, con alta
fiebre, delirio, y un traqueteo de nervios que daba compasión. Allá se
fue Benina, y después de avisar a los suegros de la señorita para que la
atendieran, volvió a tranquilizar a la mamá. Mala tarde y peor noche
pasaron, pensando en las dificultades y aprietos que de nuevo se les
ofrecían, y a la siguiente mañana la infeliz mujer ocupaba su puesto en
San Sebastián, pues no había otra manera de defenderse de tantas y tan
complejas adversidades. Cada día mermaba su crédito, y las obligaciones
contraídas en la calle de la Ruda, o en las tiendas de la calle
Imperial, la abrumaban. Viose en la necesidad de salir también al
pordioseo de tarde, y un ratito por la noche, pretextando tener que
llevar un recado a la _niña_. En la breve campaña nocturna, sacaba
escondido un velo negro, viejísimo, de Doña Paca, para entapujarse la
cara; y con esto y unos espejuelos verdes que para el caso guardaba,
hacía divinamente el tipo de señora ciega vergonzante, arrimadita a la
esquina de la calle de Barrionuevo, atacando con quejumbroso reclamo a
media voz a todo cristiano que pasaba. Con tal sistema, y _trabajando_
tres veces por día, lograba reunir algunos cuartos; mas no todo lo
necesario para sus atenciones, que no eran pocas, porque Almudena se
había puesto mal, y seguía en la caseta de las Pulgas. Nada cobraba el
guarda-agujas por hospedaje del infeliz moro; pero había que llevar a
este la comida. Obdulia no entraba en caja: era forzoso asistirla de
medicamentos y caldos, pues los suegros se llamaban Andana, y no era
cosa de mandarla al Hospital. Tenía, pues, sobre sí la heroica mujer
carga demasiado fuerte; pero la soportaba, y seguía con tantas cruces a
cuestas por la empinada senda, ansiosa de llegar, si no a la cumbre, a
donde pudiera. Si se quedaba en mitad del camino, tendría la
satisfacción de haber cumplido con lo que su conciencia le dictaba.

Por la tarde, pretextando compras, pedía en la puerta de San Justo, o
junto al Palacio arzobispal; pero no podía entretenerse mucho, porque su
tardanza no inquietara demasiado a la señora. Al volver una tarde de su
petitorio, sin más _ganancia_ que una perra chica, se encontró con la
novedad de que Doña Paca, acompañada de Frasquito, había ido a visitar a
Obdulia. Díjole además la portera que momentos antes había subido a la
casa un señor sacerdote, alto, de buena presencia, el cual, cansado de
llamar, se fue, dejando un recadito en la portería.

«¡Ya!... Es D. Romualdo...

--Así dijo, sí, señora. Ya ha venido dos veces, y...

--¿Pero se marcha otra vez a Guadalajara?

--De allá vino ayer tarde. Tiene que hablar con Doña Paca, y volverá
cuando pueda».

Ya tenía Benina un espantoso lío en la cabeza con aquel dichoso clérigo,
tan semejante, por las señas y el nombre, al suyo, al de su invención; y
pensaba si, por milagro de Dios, habría tomado cuerpo y alma de persona
verídica el ser creado en su fantasía por un mentir inocente, obra de
las aflictivas circunstancias. «En fin, veremos lo que resulta de todo
esto--se dijo subiendo pausadamente la escalera--. Bien venido sea ese
señor cura si viene a traernos algo». Y de tal modo arraigaba en su
mente la idea de que se convertía en real el mentido y figurado
sacerdote alcarreño, que una noche, cuando pedía con antiparras y velo,
creyó reconocer en una señora, que le dio dos céntimos, a la mismísima
Doña Patros, la sobrina que bizcaba una miaja.

Pues, señor, Doña Paca y Frasquito trajeron la buena noticia de que
Obdulia se restablecía lentamente. «Mira, Nina--le dijo la viuda--: como
quiera que sea, has de llevarle a Obdulia una botella de amontillado. A
ver si te la fían en la tienda; y si no, busca el dinero como puedas,
que lo que tiene la _niña_ es debilidad. La otra se mostró conforme con
esta esplendidez, por no chocar, y se puso a hacer la cena. Taciturna
estuvo hasta la hora de acostarse, y Doña Francisca se incomodó con ella
porque no la entretenía, como otras veces, con festivas conversaciones.
Sacó fuerzas de flaqueza la heroica anciana, y con su espíritu muy
turbado, su mente llena de presagios sombríos, empezó a despotricar como
una taravilla, para que se embelesara la señora con unas cuantas
chanzonetas y mil tonterías imaginadas, y pudiera coger el sueño.



XXXI


Repuesto de su herida el ciego moro, volvió a pedir, a instancias de su
amiga, pues no estaban los tiempos para pasarse la vida al sol tocando
la vihuela. Las necesidades aumentaban, imponíase la dura realidad, y
era forzoso sacar las perras del fondo de la masa humana como de un mar
rico en tesoros de todas clases. No pudo Almudena resistir a la enérgica
sugestión de la _dama_, y poco a poco se fue curando de aquellas
murrias, y del delirio místico y penitencial que le desconcertó días
antes. Convinieron, tras empeñada discusión, en trasladar _su punto_ de
San Sebastián a San Andrés, porque Almudena conocía en esta parroquia a
un señor clérigo muy bondadoso, que en otra ocasión le había protegido.
Allí se fueron, pues; y aunque también en San Andrés había _Caporalas_ y
Eliseos, con distintos nombres, por ser estos caracteres como fruto
natural de la vida en todo grupo o familia de la sociedad humana, no
parecían tan despóticos y altaneros como en la otra parroquia. El
clérigo que al marroquí protegía era un joven muy listo, algo arabista
y hebraizante, que solía echar algún párrafo con él, no tanto por
caridad como por estudio. Una mañana observó Benina que el curita joven
salía de la Rectoral acompañado de otro sacerdote, alto, bien parecido,
y hablaron los dos mirando al ciego moro. Sin duda decían algo referente
a él, a su origen, a su habla y religión endemoniadas. Después uno y
otro clérigos en ella se fijaron, ¡qué vergüenza! ¿Qué pensarían, qué
dirían de ella? Suponíanla quizás compañera del africano, su mujer
quizás, su...

En fin, que el presbítero alto y guapetón se fue hacia la Cava Baja, y
el otro, el sabio, se dignó parlotear un rato con Almudena en lengua
arábiga. Después se fue hacia Benina, y con todo miramiento le dijo:
«Usted, _Doña Benigna_, bien podría dejarse de esta vida, que a su edad
es tan penosa. No está bien que ande tras el moro como la soga tras el
caldero. ¿Por qué no entra en la _Misericordia_? Ya se lo he dicho a D.
Romualdo, y ha prometido interesarse...».

Quedose atónita la buena mujer, y no supo qué contestar. Por decir algo,
expresó su agradecimiento al Sr. de Mayoral, que así nombraban al
clérigo erudito, y añadió que ya había reconocido en el otro señor
sacerdote al benéfico D. Romualdo.

«Ya le he dicho también--agregó Mayoral--, que es usted criada de una
señora que vive en la calle Imperial, y prometió informarse de su
comportamiento antes de recomendarla...».

Poco más dijo, y Benina llegó al mayor grado de confusión y vértigo de
su mente, pues el sacerdote alto y guapetón que poco antes viera,
concordaba con el que ella, a fuerza de mencionarlo y describirlo en un
mentir sistemático, tenía fijo en su caletre. Ganas sintió de correr por
la Cava Baja, a ver si le encontraba, para decirle: «Sr. D. Romualdo,
perdóneme _si le he inventado_. Yo creí que no había mal en esto. Lo
hice porque la señora no me descubriera que salgo todos los días a pedir
limosna para mantenerla. Y si esto de _aparecerse_ usted ahora con
cuerpo y vida de persona es castigo mío, perdóneme Dios, que no lo
volveré a hacer. ¿O es usted otro D. Romualdo? Para que yo salga de esta
duda que me atormenta, hágame el favor de decirme si tiene una sobrina
bizca, y una hermana que se llama Doña Josefa, y si le han propuesto
para Obispo, como se merece, y ojalá fuera verdad. Dígame si es usted el
mío, mi D. Romualdo, u otro, que yo no sé de dónde puede haber salido, y
dígame también qué demontres tiene que hablar con la señora, y si va a
darle las quejas porque yo he tenido el atrevimiento de _inventarle_».

Esto le habría dicho, si encontrádole hubiera; pero no hubo tal
encuentro, ni tales palabras fueron pronunciadas. Volviose a casa muy
triste, y ya no se apartó de su mente la idea de que el benéfico
sacerdote alcarreño no era invención suya, de que todo lo que soñamos
tiene su existencia propia, y de que las mentiras entrañan verdades.
Pasaron dos días en esta situación, sin más novedad que un crecimiento
horroroso de las dificultades económicas. Con tanto pordiosear mañana y
tarde, nunca le salía la cuenta; no había ya ningún nacido que le fiara
valor de un real; la _Pitusa_ amenazola con _dar parte_ si no le devolvía
en breve término sus alhajas. Faltábale ya la energía, y sus grandes
ánimos flaqueaban; perdía la fe en la Providencia, y formaba opinión
poco lisonjera de la caridad humana; todas sus diligencias y correrías
para procurarse dinero, no le dieron más resultado que un duro que le
prestó por pocos días Juliana, la mujer de Antoñito. La limosna no
bastaba ni con mucho; en vano se privaba ella hasta de su ordinario
alimento, para disimular en casa la escasez; en vano iba con las
alpargatas rotas, magullándose los pies. La economía, la sordidez misma,
eran ineficaces: no había más remedio que sucumbir y caer diciendo:
«Llegué hasta donde pude: lo demás hágalo Dios, si quiere».

Un sábado por la tarde se colmaron sus desdichas con un inesperado y
triste incidente. Salió a pedir en San Justo: Almudena hacía lo mismo en
la calle del Sacramento. Estrenose ella con diez céntimos, inaudito
golpe de suerte, que consideró de buen augurio. ¡Pero cuán grande era su
error, al fiarse de estas golosinas que nos arroja el destino adverso
para atraernos y herirnos más cómodamente! Al poco rato del feliz
estreno, se apareció un individuo de la ronda secreta que, empujándola
con mal modo, le dijo: «Ea, buena mujer, eche usted a andar para
adelante... Y vivo, vivo...

--¿Qué dice?...

--Que se calle y ande...

--¿Pero a dónde me lleva?

--Cállese usted, que le tiene más cuenta... ¡Hala! a San Bernardino.

--¿Pero qué mal hago yo... señor?

--¡Está usted pidiendo!... ¿No le dije a usted ayer que el señor
Gobernador no quiere que se pida en esta calle?

--Pues manténgame el señor Gobernador, que yo de hambre no he de morirme,
por Cristo... ¡Vaya con el hombre!...

--¡Calle usted, _so borracha_!... ¡Andando digo!

--¡Que no me empuje!... Yo no soy _criminala_... Yo tengo familia,
conozco quién me abone... Ea, que no voy a donde usted quiere
llevarme...».

Se arrimó a la pared; pero el fiero polizonte la despegó del arrimo con
un empujón violentísimo. Acercáronse dos de Orden público, a los cuales
el de la ronda mandó que la llevaran a San Bernardino, juntamente con
toda la demás pobretería de ambos sexos que en la tal calle y callejones
adyacentes encontraran. Aún trató Benina de ganar la voluntad de los
guardias, mostrándose sumisa en su viva aflicción. Suplicó, lloró
amargamente; mas lágrimas y ruegos fueron inútiles. Adelante, siempre
adelante, llevando a retaguardia al ciego africano, que en cuanto se
enteró de que la _recogían_, se fue hacia los del Orden, pidiéndoles que
a él también le echasen la red, y al mismo infierno le llevaran, con tal
que no le separasen de ella. Presión grande hubo de hacer sobre su
espíritu la desgraciada mujer para resignarse a tan atroz desventura...
¡Ser llevada a un recogimiento de mendigos callejeros como son
conducidos a la cárcel los rateros y malhechores! ¡Verse imposibilitada
de acudir a su casa a la hora de costumbre, y de atender al cuidado de
su ama y amiga! Cuando consideraba que Doña Paca y Frasquito no tendrían
qué comer aquella noche, su dolor llegaba al frenesí: hubiera embestido
a los corchetes para deshacerse de ellos, si fuerzas tuviera contra dos
hombres. Apartar no podía del pensamiento la consternación de su señora
infeliz, cuando viera que pasaban horas, horas... y la Nina sin parecer.
¡Jesús, Virgen Santísima! ¿Qué iba a pasar en aquella casa? Cuando no se
hunde el mundo por sucesos tales, seguro es que no se hundirá jamás...
Más allá de las Caballerizas trató nuevamente de enternecer con razones
y lamentos el corazón de sus guardianes. Pero ellos cumplían una orden
del jefe, y si no la cumplían, mediano réspice les echarían. Almudena
callaba, andando agarradito a la falda de Benina, y no parecía
disgustado de la recogida y conducción al depósito de mendicidad.

Si lloraba la pobre postulante, no lloraba menos el cielo, concordando
con ella en sombría tristeza, pues la llovizna que a caer empezó en el
momento de la recogida, fue creciendo hasta ser copiosa lluvia, que la
puso perdida de pies a cabeza. Las ropas de uno y otro mendigo
chorreaban; el sombrero hongo de Almudena parecía la pieza superior de
la fuente de los Tritones: poco le faltaba ya para tener verdín. El
calzado ligero de Benina, destrozado por el mucho andar de aquellos
días, se iba quedando a pedazos en los charcos y barrizales en que se
metía. Cuando llegaron a San Bernardino, pensaba la anciana que mejor
estaría descalza. «_Amri_--le dijo Almudena cuando traspasaban la triste
puerta del Asilo Municipal--, no _yorar_ ti... Aquí bien _tigo migo_...
No _yorar_ ti... _contentado_ mí... Dar sopa, dar pan nosotras...».

En su desolación, no quiso Benina contestarle. De buena gana le habría
dado un palo. ¿Cómo había de hacerse cargo aquel vagabundo de la razón
con que la infeliz mujer se quejaba de su suerte? ¿Quién, sino ella,
comprendería el desamparo de su señora, de su amiga, de su hermana, y la
noche de ansiedad que pasaría, ignorante de lo que pasaba? Y si le
hacían el favor de soltarla al día siguiente, ¿con qué razones, con qué
mentiras explicaría su larga ausencia, su desaparición súbita? ¿Qué
podía decir, ni qué invento sacar de su fecunda imaginación? Nada, nada:
lo mejor sería desechar todo embuste, revelando el secreto de su
mendicidad, nada vergonzosa por cierto. Pero bien podía suceder que Doña
Francisca no lo creyese, y que se quebrantara el lazo de amistad que
desde tan antiguo las unía; y si la señora se enojaba de veras,
arrojándola de su lado, Nina se moriría de pena, porque no podía vivir
sin Doña Paca, a quien amaba por sus buenas cualidades y casi casi por
sus defectos. En fin, después de pensar en todo esto, y cuando la
metieron en una gran sala, ahogada y fétida, donde había ya como un
medio centenar de ancianos de ambos sexos, concluyó por echarse en los
brazos amorosos de la resignación, diciéndose: «Sea lo que Dios quiera.
Cuando vuelva a casa diré la verdad; y si la señora está viva para
cuando yo llegue y no quiere creerme, que no me crea; y si se enfada,
que se enfade; y si me despide, que me despida; y si me muero, que me
muera».



XXXII


Aunque Nina no lo pensara y dijera, bien se comprenderá que el
desasosiego y consternación de Doña Paca en aquella triste noche
superaron a cuanto pudiera manifestar el narrador. A medida que avanzaba
el tiempo, sin que la criada volviese al hogar, crecía la angustia del
ama, quien, si al principio echó de menos a su compañera por la falta
que en el orden material hacía, pronto se inquietó más, pensando en la
desgracia que habría podido ocurrirle: cogida de coche, verbigracia, o
muerte repentina en la calle. Procuraba el bueno de Frasquito
tranquilizarla, pero inútilmente. Y el desteñido viejo tenía que
callarse cuando su paisana le decía: «¡Pero si nunca ha pasado esto;
nunca, querido Ponte! Ni una sola vez ha faltado de casa en tantísimos
años».

Surgieron dificultades graves para cenar formalmente, y nada se
adelantaba con que las chiquillas de la cordonera se brindasen oficiosas
a sustituir a la criada ausente. Verdad que Doña Paca perdió en absoluto
el apetito, y lo mismo, o poco menos, le pasaba a su huésped. Pero como
no había más remedio que tomar algo para sostener las fuerzas, ambos se
propinaron un huevo batido en vino y unos pedacitos de pan. De dormir,
no se hable. La señora contaba las horas, medias y cuartos de la noche
por los relojes de la vecindad, y no hacía más que medir el pasillo de
punta a punta, atenta a los ruidos de la escalera. Ponte no quiso ser
menos: la galantería le obligaba a no acostarse mientras su amiga y
protectora estuviese en vela, y para conciliar las obligaciones de
caballero con su fatiga de convaleciente, descabezó un par de sueñecitos
en una silla. Para esto hubo de adoptar postura violenta, haciendo
almohada de sus brazos, cruzados sobre el respaldo, y al dormirse se le
quedó colgando la cabeza, de lo que le sobrevino un tremendo tortícolis
a la mañana siguiente.

Al amanecer de Dios, vencida del cansancio Doña Paca, se quedó dormidita
en un sillón. Hablaba en sueños, y su cuerpo se sacudía de rato en rato
con estremecimientos nerviosos. Despertó sobresaltada, creyendo que
había ladrones en la casa, y el día claro, con el vacío de la ausencia
de Nina, le resultó más triste y solitario que la noche. Según
Frasquito, que en esto pensaba cuerdamente, ningún rastro parecía más
seguro que informarse de los señores en cuya casa servía Benina de
asistenta. Ya lo había pensado también su paisana la tarde anterior;
pero como ignoraba el número de la casa de D. Romualdo en la calle de la
Greda, no se determinaron a emprender las averiguaciones. Por la mañana,
habiéndose brindado el portero a inquirir el paradero de la extraviada
sirviente, se le mandó con el encargo, y a la hora volvió diciendo que
en ninguna portería de tal calle daban razón.

Y a todas estas, no había en la casa más que algún resto de cocido del
día anterior, casi avinagrado ya, y mendrugos de pan duro. Gracias que
los vecinos, enterados del conflicto tan grave, ofrecieron a la ilustre
viuda algunos víveres: este, sopas de ajo; aquel, bacalao frito; el
otro, un huevo y media botella de peleón. No había más remedio que
alimentarse, haciendo de tripas corazón, porque la naturaleza no espera:
es forzoso vivir, aunque el alma se oponga, encariñada con su amiga la
muerte. Pasaban lentas las horas del día, y tanto Ponte como su paisana
no podían apartar su atención de todo ruido de pasos que sonaba en la
escalera. Pero tantos desengaños sufrieron, que, al fin, rendidos y sin
esperanza, se sentaron uno frente a otro, silenciosos, con reposo y
gravedad de esfinges, y mirándose confirieron tácitamente la solución
del enigma a la divina voluntad. Ya se sabría el paradero de Nina, o los
motivos de su ausencia, cuando Dios se dignara darlos a conocer por los
medios y caminos a que nunca alcanza nuestra previsión.

Las doce serían ya, cuando sonó un fuerte campanillazo. La dama rondeña
y el galán de Algeciras saltaron, cual muñecos de goma, en sus
respectivos asientos. «No, no es ella--dijo Doña Paca con gran
desaliento--. Nina no llama así».

Y como quisiese Frasquito salir a la puerta le detuvo ella con una
observación muy en su punto: «No salga usted, Ponte, que podría ser uno
de esos gansos de la tienda que vienen a darme un mal rato. Que abra la
niña. Celedonia, corre a abrir, y entérate bien: si es alguno que nos
trae noticias de Nina, que pase. Si es alguien de la tienda, le dices
que no estoy».

Corrió la chiquilla, y volvió desalada al instante diciendo: «Señora, D.
Romualdo».

Efecto de gran intensidad emocional, que casi era terrorífica. Ponte dio
varias vueltas de peonza sobre un pie, y Doña Paca se levantó y volvió
a caer en el sillón como unas diez veces, diciendo: «Que pase... Ahora
sabremos... ¡Dios mío, D. Romualdo en casa!... A la salita, Celedonia, a
la salita... Me echaré la falda negra... Y no me he peinado... ¡Con qué
facha le recibo!... Que pase, niña... Mi falda negra».

Entre el algecireño y la chiquilla la vistieron de mala manera, y con la
prisa le ponían la ropa del revés. La señora se impacientaba,
llamándoles torpes y dando pataditas. Por fin se arregló de cualquier
modo, pasose un peine por el pelo, y dando tumbos se fue a la salita
donde aguardaba el sacerdote, en pie, mirando las fotografías de
personas de la familia, única decoración de la mezquina y pobre
estancia.

«Dispénseme usted, Sr. D. Romualdo--dijo la viuda de Zapata, que de la
emoción no podía tenerse en pie, y hubo de arrojarse en una silla,
después de besar la mano al sacerdote--. Gracias a Dios que puedo
manifestar a usted mi gratitud por su inagotable bondad.

--Es mi obligación, señora...--repuso el clérigo un tanto sorprendido--, y
nada tiene usted que agradecerme.

--Y dígame ahora, por Dios--agregó la señora, con tanto miedo de oír una
mala noticia, que apenas hablar podía--; dígamelo pronto. ¿Qué ha sido de
mi pobre Nina?».

Sonó este nombre en el oído del buen sacerdote como el de una perrita
que a la señora se le había perdido.

«¿No parece?...--le dijo por decir algo.

--¿Pero usted no sabe...? ¡Ay, ay! Es que ha ocurrido una desgracia, y
quiere ocultármelo, por caridad».

Prorrumpió en acerbo llanto la infeliz dama, y el clérigo permanecía
perplejo y mudo. «Señora, por piedad, no se aflija usted... Será, o no
será lo que usted supone.

--¡Nina, Nina de mi alma!

--¿Es persona de su familia, de su intimidad? Explíqueme...

--Si el Sr. D. Romualdo no quiere decirme la verdad por no aumentar mi
tribulación, yo se lo agradezco infinito... Pero vale más saber... ¿O es
que quiere darme la noticia poquito a poco, para que me impresione
menos?...

--Señora mía--dijo el sacerdote con impaciente franqueza, ávido de aclarar
las cosas--. Yo no le traigo a usted noticias buenas ni malas de la
persona por quien llora, ni sé qué persona es esa, ni en qué se funda
usted para creer que yo...

--Dispénseme, Sr. D. Romualdo. Pensé que la Benina, mi criada, mi amiga y
compañera más bien, había sufrido algún grave accidente en su casa de
usted, o al salir de ella, o en la calle, y...

--¿Qué más?... Sin duda, señora Doña Francisca Juárez, hay en esto un
error que yo debo desvanecer, diciendo a usted mi nombre: Romualdo
Cedrón. He desempeñado durante veinte años el arciprestazgo de Santa
María de Ronda, y vengo a manifestar a usted, por encargo expreso de los
demás testamentarios, la última voluntad del que fue mi amigo del alma,
Rafael García de los Antrines, que Dios tenga en su santa gloria».

Si Doña Paca viera que se abría la tierra y salían de ella escuadrones
de diablos, y que por arriba el cielo se descuajaraba, echando de sí
legiones de ángeles, y unos y otros se juntaban formando una inmensa
falange gloriosa y bufonesca, no se quedara más atónita y confusa.
¡Testamento, herencia! ¿Lo que decía el clérigo era verdad, o una
ridícula, despiadada burla? ¿Y el tal sujeto era persona real, o imagen
fingida en la mente enferma de la dama infeliz? La lengua se le pegó al
paladar, y miraba a D. Romualdo con aterrados ojos.

«No es para que usted se asuste, señora. Al contrario: yo tengo la
satisfacción de comunicar a Doña Francisca Juárez el término de sus
sufrimientos. El Señor, que ha probado sin duda ya con creces su
conformidad y resignación, quiere premiar ahora estas virtudes,
sacándola a usted de la tristísima situación en que ha vivido tantos
años».

A doña Paca le caía un hilo de lágrimas de cada ojo, y no acertaba a
proferir palabra. ¡Cuál sería su emoción, cuáles su sorpresa y júbilo,
que se borró de su mente la imagen de Benina, como si la ausencia y
pérdida de esta fuese suceso ocurrido muchos años antes!

«Comprendo--prosiguió el buen sacerdote enderezando su cuerpo y
aproximando el sillón para tocar con su mano el brazo de Doña
Francisca--, comprendo su trastorno... No se pasa bruscamente del
infortunio al bienestar, sin sentir una fuerte sacudida. Lo contrario
sería peor... Y puesto que se trata de cosa importante, que debe ocupar
con preferencia su atención, hablemos de ello, señora mía, dejando para
después ese otro asunto que la inquieta... No debe usted afanarse tanto
por su criada o amiga... ¡Ya parecerá!».

Esta frase llevó de nuevo al espíritu de Doña Paca la idea de Nina y el
sentimiento de su misteriosa desaparición. Notando en el _ya parecerá_
de D. Romualdo una intención benévola y optimista, dio en creer que el
buen señor, después que despachase el asunto principal, le hablaría del
caso de la anciana, que sin duda no era de suma gravedad. Pronto la
mente de la señora con rápido giro de veleta tornó a la idea de la
herencia, y a ella se agarró, dejando lo demás en el olvido; y
observando el presbítero su ansiedad de informes, se apresuró a
satisfacerla.

--Pues ya sabrá usted que el pobre Rafael pasó a mejor vida el 11 de
Febrero...

--No lo sabía, no, señor. Dios le haya dado su descanso... ¡ay!

--Era un santo. Su único error fue abominar del matrimonio, despreciando
los excelentes partidos que sus amigos le proponíamos. Los últimos años
vivió en un cortijo llamado las _Higueras de Juárez_...

--Lo conozco. Esa finca fue de mi abuelo.

--Justamente: de D. Alejandro Juárez... Bueno: pues Rafael contrajo en
las _Higueras_ la afección del hígado que le llevó al sepulcro a los
cincuenta y cinco años de edad. ¡Lástima de mocetón, casi tan alto como
yo, señora, con una musculatura no menos vigorosa que la mía, y un pecho
como el de un toro, y aquel rostro rebosando vida!...

--¡Ay!...

--En nuestras cacerías del jabalí y del venado, nunca conseguí cansarle.
Su amor propio era más fuerte que su complexión fortísima. Desafiaba los
chubascos, el hambre y la sed... Pues vea usted aquel roble quebrarse
como una caña. A los pocos meses de caer enfermo se le podían contar los
huesos al través de la piel... se fue consumiendo, consumiendo...

--¡Ay!...

--¡Y con qué resignación llevaba su mal, y qué bien se preparó para la
muerte, mirándola como una sentencia de Dios, contra la cual no debe
haber protesta, sino más bien una conformidad alegre! ¡Pobre Rafael, qué
pedazo de ángel!...

--¡Ay!...

--Yo no vivía ya en Ronda, porque tenía intereses en mi pueblo que me
obligaron a fijar mi residencia en Madrid. Pero cuando supe la gravedad
del amigo queridísimo, me planté allá... Un mes le acompañé y asistí...
¡Qué pena!... Murió en mis brazos.

--¡Ay!...».

Estos ayes eran suspiros que a Doña Paca se le salían del alma, como
pajaritos que escapan de una jaula abierta por los cuatro costados. Con
noble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probable
herencia, se asociaba al duelo de D. Romualdo por el generoso solterón
rondeño.

«En fin, señora mía: murió como católico ferviente, después de otorgar
testamento...

--¡Ay!...

--En el cual deja el tercio de sus bienes a su sobrina en segundo grado,
Clemencia Sopelana, ¿sabe usted? la esposa de D. Rodrigo del Quintanar,
hermano del Marqués de Guadalerce. Los otros dos tercios los destina,
parte a una fundación piadosa, parte a mejorar la situación de algunos
de sus parientes que, por desgracias de familia, malos negocios u otras
adversidades y contratiempos, han venido a menos. Hallándose usted y sus
hijos en este caso, claro está que son de los más favorecidos, y...

--¡Ay!... Al fin Dios ha querido que yo no me muera sin ver el término de
esta miseria ignominiosa. ¡Bendito sea una y mil veces el que da y quita
los males, el Justiciero, el Misericordioso, el Santo de los
Santos!...».

Con tal efusión rompió en llanto la desdichada Doña Francisca, cruzando
las manos y poniéndose de hinojos, que el buen sacerdote, temeroso de
que tanta sensibilidad acabase en una pataleta, salió a la puerta, dando
palmadas, para que viniese alguien a quien pedir un vaso de agua.



XXXIII


Acudió el propio Frasquito con el socorro del agua, y D. Romualdo, en
cuanto la señora bebió y se repuso de su emoción, dijo al desmedrado
caballero: «Si no me equivoco, tengo el honor de hablar con D. Francisco
Ponte Delgado... natural de Algeciras... Por muchos años. ¿Es usted
primo en tercer grado de Rafael Antrines, de cuyo fallecimiento tendrá
noticia?

--¿Falleció?... ¡Ay, no lo sabía!--replicó Ponte muy cortado--. ¡Pobre
Rafaelito! Cuando yo estuve en Ronda el año 56, poco antes de la caída
de Espartero, él era un niño, tamaño así. Después nos vimos en Madrid
dos o tres veces... Él solía venir a pasar aquí temporadas de otoño; iba
mucho al Real, y era amigo de los Ustáriz; trabajaba por Ríos Rosas en
las elecciones, y por los Ríos Acuña... ¡Oh, pobre Rafael! ¡Excelente
amigo, hombre sencillo y afectuoso, gran cazador!... Congeniábamos en
todo, menos en una cosa: él era muy campesino, muy amante de la vida
rústica, y yo detesto el campo y los arbolitos. Siempre fui hombre de
poblaciones, de grandes poblaciones...

--Siéntese usted aquí--le dijo D. Romualdo, dando tan fuerte palmetazo en
un viejo sillón de muelles, que de él se levantó espesa nube de polvo.

Un momento después, habíase enterado el galán fiambre de su
participación en la herencia del primo Rafael, quedándose en tal manera
turulato, que hubo de beberse, para evitar un soponcio, toda el agua que
dejara Doña Francisca.

No estará de más señalar ahora la perfecta concordancia entre la persona
del sacerdote y su apellido Cedrón, pues por la estatura, la robustez y
hasta por el color podía ser comparado a un corpulento cedro; que entre
árboles y hombres, mirando los caracteres de unos y otros, también hay
concomitancias y parentescos. Talludo es el cedro, y además, bello,
noble, de madera un tanto quebradiza, pero grata y olorosa. Pues del
mismo modo era D. Romualdo: grandón, fornido, atezado, y al propio
tiempo excelente persona, de intachable conducta en lo eclesiástico,
cazador, hombre de mundo en el grado que puede serlo un cura, de
apacible genio, de palabra persuasiva, tolerante con las flaquezas
humanas, caritativo, misericordioso, en suma, con los procedimientos
metódicos y el buen arreglo que tan bien se avenían con su desahogada
posición. Vestía con pulcritud, sin alardes de elegancia; fumaba sin
tasa buenos puros, y comía y bebía todo lo que demandaba el
sostenimiento de tan fuerte osamenta y de musculatura tan recia. Enormes
pies y manos correspondían a su corpulencia. Sus facciones bastas y
abultadas no carecían de hermosura, por la proporción y buen dibujo;
hermosura de mascarón escultórico, miguel-angelesco, para decorar una
imposta, ménsula o el centro de una cartela, echando de la boca
guirnaldas y festones.

Entrando en pormenores, que los herederos de Rafael anhelaban conocer,
Cedrón les dio noticias prolijas del testamento, que tanto Doña Paca
como Ponte oyeron con la religiosa atención que fácilmente se supone.
Eran testamentarios, además del Sr. Cedrón, D. Sandalio Maturana y el
Marqués de Guadalerce. En la parte que a las dos personas allí presentes
interesaba, disponía Rafael lo siguiente: a Obdulia y a Antoñito, hijos
de su primo Antonio Zapata, les dejaba el cortijo de Almoraima, pero
sólo en usufructo. Los testamentarios les entregarían el producto de
aquella finca, que dividida en dos mitades pasaría a los herederos del
Antonio y de la Obdulia, al fallecimiento de estos. A Doña Francisca y a
Ponte les asignaba pensión vitalicia, como a otros muchos parientes, con
la renta de títulos de la Deuda, que constituían una de las principales
riquezas del testador.

Oyendo estas cosas, Frasquito se atusaba sobre la oreja los ahuecados
mechones de su melena, sin darse un segundo de reposo. Doña Francisca,
en verdad, no sabía lo que le pasaba: creía soñar. En un acceso de
febril júbilo, salió al pasillo gritando: «¡Nina, Nina, ven y
entérate!... ¡Ya somos ricas!... ¡digo, ya no somos pobres!...».

Pronto acudió a su mente el recuerdo de la desaparición de su criada, y
volviendo al lado de Cedrón, le dijo entre sollozos: «Perdóneme; ya no
me acordaba de que he perdido a la compañera de mi vida...

--Ya parecerá--repitió el clérigo, y también Frasquito, como un eco:

--Ya parecerá.

--Si se hubiera muerto--indicó Doña Francisca--, creo que la intensidad de
mi alegría la haría resucitar.

--Ya hablaremos de esa señora--dijo Cedrón--. Antes acabe de enterarse de
lo que tanto le interesa. Los testamentarios, atentos a que usted, lo
mismo que el señor, se hallan en situación muy precaria, por causas que
no quiero examinar ahora, ni hay para qué, han decidido... para eso y
para mucho más les autoriza el testador, dándoles facultades
omnímodas... han decidido, mientras se pone en regla todo lo
concerniente al testamento, liquidación para el pago de derechos reales,
_etcétera_, _etcétera_... han decidido, digo...».

Doña Paca y Frasquito, de tanto contener el aliento, hallábanse ya
próximos a la asfixia.

«Han decidido, mejor dicho, decidieron o decidimos... de esto hace dos
meses... señalar a ustedes la cantidad mensual de cincuenta duros como
asignación provisional, o si se quiere anticipo, hasta que determinemos
la cifra exacta de la pensión. ¿Está comprendido?

--Sí, señor; sí, señor... comprendido, perfectamente comprendido--clamaron
los dos al unísono.

--Antes hubieran uno y otro recibido este jicarazo--dijo el clérigo--; pero
me ha costado un trabajo enorme averiguar dónde residían. Creo que he
preguntado a medio Madrid... y por fin... No ha sido poca suerte
encontrar juntas en esta casa a las dos _piezas_, perdonen el término de
caza, que vengo persiguiendo como un azacán desde hace tantos días».

Doña Paca le besó la mano derecha, y Frasquito Ponte la izquierda. Ambos
lagrimeaban.

«Dos meses de pensión han devengado ustedes ya, y ahora nos pondremos de
acuerdo para las formalidades que han de llenarse, a fin de que uno y
otro perciban desde luego...».

Llegó a creer Ponte que hacía una rápida ascensión en globo, y se agarró
con fuerza a los brazos del sillón, como el aeronauta a los bordes de la
barquilla.

«Estamos a sus órdenes--manifestó Doña Francisca en alta voz; y para sí--:
Esto no puede ser; esto es un sueño».

La idea de que no pudiera Nina enterarse de tanta felicidad, enturbió la
que en aquel momento inundaba su alma. A este pensamiento hubo de
responder, por misteriosa concatenación, el de Ponte Delgado, que dijo:
«¡Lástima que Nina, ese ángel, no esté presente!... Pero no debemos
suponer que le haya pasado ningún accidente grave. ¿Verdad, Sr. D.
Romualdo? Ello habrá sido...

--Me dice el corazón que está buena y sana, que volverá hoy...--declaró
Doña Paca con ardiente optimismo, viendo todas las cosas envueltas en
rosado celaje--. Por cierto que... Perdone usted, señor mío: hay tal
confusión en mi pobre cabeza... Decía que... Al anunciarse el señor D.
Romualdo en mi casa, yo creí, fijándome sólo en el nombre, que era usted
el dignísimo sacerdote en cuya casa es asistenta mi Benina. ¿Me
equivoco?

--Creo que sí.

--Es propio de las grandes almas caritativas esconderse, negar su propia
personalidad, para de este modo huir del agradecimiento y de la
publicidad de sus virtudes... Vamos a cuentas, Sr. D. Romualdo, y hágame
el favor de no hacer misterio de sus grandes virtudes. ¿Es cierto que
por la fama de estas le proponen para obispo?

--¡A mí!... No ha llegado a mí noticia.

--¿Es usted de Guadalajara o su provincia?

--Sí, señora.

--¿Tiene usted una sobrina llamada Doña Patros?

--No, señora.

--¿Dice usted la misa en San Sebastián?

--No, señora: la digo en San Andrés.

--¿Y tampoco es cierto que hace días le regalaron a usted un conejo de
campo?...

--Podría ser... ja, ja... pero no recuerdo...

--Sea como fuere, Sr. D. Romualdo, usted me asegura que no conoce a mi
Benina.

--Creo... vamos, no puedo asegurar que me es desconocida, señora mía.
Antójaseme que la he visto.

--¡Oh! bien decía yo que... Sr. de Cedrón, ¡qué alegría me da!

--Tenga usted calma. Veamos: ¿esa Benina es una mujer vestida de negro,
así como de sesenta años, con una verruga en la frente?...

--La misma, la misma, Sr. D. Romualdo: muy modosita, algo vivaracha, a
pesar de su edad.

--Más señas: pide limosna, y anda por ahí con un ciego africano llamado
Almudena.

--¡Jesús!--exclamó con estupefacción y susto Doña Paca--. Eso no, ¡válgame
Dios! eso no... Veo que no la conoce usted».

Y con una mirada puso por testigo a Frasquito de la veracidad de su
denegación. Miró también Ponte al clérigo, después a la señora,
atormentado por ciertas dudas que inquietaron su conciencia. «Benina es
un ángel--se permitió decir tímidamente--. Pida o no pida limosna, y esto
yo no lo sé, es un ángel, palabra de honor.

--¡Quite usted allá!... ¡Pedir mi Benina... y andar por esas calles con
un ciego!...

--Moro, por más señas--indicó D. Romualdo.

--Yo debo manifestar--dijo Ponte con honrada sinceridad--, que no hace
muchos días, pasando yo por la Plaza del Progreso, la vi sentada al pie
de la estatua, en compañía de un mendigo ciego, que por el tipo me
pareció... oriundo del Riff».

El aturdimiento, el vértigo mental de Doña Paca fueron tan grandes, que
su alegría se trocó súbitamente en tristeza, y dio en creer que cuanto
decían allí era ilusión de sus oídos; ficticios los seres con quienes
hablaba, y mentira todo, empezando por la herencia. Temía un despertar
lúgubre. Cerrando los ojos, se dijo: «¡Dios mío, sácame de tan terrible
duda; arráncame esta idea!... ¿Es esto mentira, es esto verdad? ¡Yo
heredera de Rafaelito Antrines; yo con medios de vivir!... ¡Nina
pidiendo limosna; Nina con un riffeño!...

--Bueno--exclamó al fin con súbito arranque--. Pues viva Nina, y viva con
su moro, y con toda la morería de Argel, y véala yo, y vuelva a casa,
aunque se traiga al africano metido en la cesta».

Echose a reír D. Romualdo, y explicando el cuándo y cómo de conocer a
Benina, dijo que por un amigo suyo, coadjutor en San Andrés, clérigo de
mucha ilustración y humanista muy aprovechado, que picaba en las lenguas
orientales, había conocido al árabe Almudena. Con él vio a una mujer que
le acompañaba, de la cual le dijeron que a una señora viuda servía,
andaluza por más señas, habitante en la calle Imperial. «No pude menos
de relacionar estas referencias con la señora Doña Francisca Juárez, a
quien yo no había tenido el gusto de ver todavía, y hoy, al oír a usted
lamentarse de la desaparición de su criada, pensé y dije para mí: «Si la
mujer que se ha perdido es la que yo creo, busquemos el caldero y
encontraremos la soga; busquemos al moro, y encontraremos a la odalisca;
digo, a esa que llaman ustedes...

--Benigna de Casia... de Casia, sí, señor, de donde viene la broma de que
es parienta de Santa Rita».

Añadió el Sr. de Cedrón que, no por sus merecimientos, sino por la
confianza con que le distinguían los fundadores del Asilo de ancianos y
ancianas de _la Misericordia_, era patrono y mayordomo mayor del mismo;
y como a él se dirigían las solicitudes de ingreso, no daba un paso por
la calle sin que le acometieran mendigos importunos, y se veía
continuamente asediado de recomendaciones y tarjetazos pidiendo la
admisión. «Podríamos creer--añadió--, que es nuestro país inmensa gusanera
de pobres, y que debemos hacer de la nación un Asilo sin fin, donde
quepamos todos, desde el primero al último. Al paso que vamos, pronto
seremos el más grande Hospicio de Europa... He recordado esto, porque mi
amigo Mayoral, el cleriguito aficionado a letras orientales, me habló de
recoger en nuestro Asilo a la compañera de Almudena.

--Yo le suplico a usted, mi Sr. D. Romualdo--dijo Doña Francisca
enteramente trastornada ya--, que no crea nada de eso; que no haga ningún
caso de las Beninas figuradas que puedan salir por ahí, y se atenga a la
propia y legítima Nina; a la que va de asistenta a su casa de usted
todas las mañanas, recibiendo allí tantos beneficios, como los he
recibido yo por conducto de ella. Esta es la verdadera; esta la que
hemos de buscar y encontraremos con la ayuda del Sr. de Cedrón y de su
digna hermana Doña Josefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted me
negará que la conoce, por hacer un misterio de su virtud y santidad;
pero esto no le vale, no señor. A mí me consta que es usted santo, y que
no quiere que le descubran sus secretos de caridad sublime; y como me
consta, lo digo. Busquemos, pues, a Nina, y cuando a mi compañía vuelva,
gritaremos las dos: ¡Santo, santo, santo!».

Sacó en limpio de esta perorata el Sr. de Cedrón que Doña Francisca
Juárez no tenía la cabeza buena; y creyendo que las explicaciones y el
contender sobre lo mismo no atenuarían su trastorno, puso punto final en
aquel asunto, y se despidió, quedando en volver al día siguiente para el
examen de papeles, y la entrega, mediante recibo en regla, de las
cantidades devengadas ya por los herederos.

Duró largo rato la despedida, porque tanto Doña Paca como Frasquito
repitieron, en el tránsito desde la salita a la escalera, sus
expresiones de gratitud como unas cuarenta veces, con igual número de
besos, más bien más que menos, en la mano del sacerdote. Y cuando
desapareció por las escaleras abajo el gran Cedrón, y se vieron solos de
puerta adentro la dama rondeña y el galán de Algeciras, dijo ella:
«Frasquito de mi alma, ¿es verdad todo esto?

--Eso mismo iba yo a preguntar a usted... ¿Estaremos soñando? ¿Usted qué
cree?

--¿Yo?... no sé... no puedo pensar... Me falta la inteligencia, me falta
la memoria, me falta el juicio, me falta Nina.

--A mí también me falta algo... No sé discurrir.

--¿Nos habremos vuelto tontos o locos?...

--Lo que yo digo: ¿por qué nos niega D. Romualdo que su sobrina se llama
Patros, que le proponen para Obispo, y que le regalaron un conejo?

--Lo del conejo no lo negó... dispense usted. Dijo que no se acordaba.

--Es verdad... ¿Y si ahora, el D. Romualdo que acabamos de ver nos
resultase un ser figurado, una creación de la hechicería o de las artes
infernales... vamos, que se nos evaporara y convirtiera en humo,
resultando todo una ilusión, una sombra, un desvarío?...

--¡Señora, por la Virgen Santísima!

--¿Y si no volviese más?

--¡Si no volviese!... ¡Que no vuelve, que no nos entregará la...
los...!».

Al decir esto, la cara fláccida y desmayada del buen Frasquito expresaba
un terror trágico. Se pasó la mano por los ojos, y lanzando un graznido,
cayó en el sillón con un accidente cerebral, semejante al de la noche
lúgubre, entre las calles de Irlandeses y Mediodía Grande.



XXXIV


Gracias a los cuidados de Doña Paca, asistida de las chicas de la
cordonera, pronto se repuso Ponte de aquella nueva manifestación de su
mal, y al anochecer, conversando con la dama rondeña, convinieron ambos
en que D. Romualdo Cedrón era un ser efectivo, y la herencia una verdad
incuestionable. No obstante, entre la vida y la muerte estuvieron hasta
el siguiente día, en que se les apareció por segunda vez la imagen del
benéfico sacerdote, acompañado de un notario, que resultó antiguo
conocimiento de Doña Francisca Juárez de Zapata. Arreglado el asunto,
previo examen de papeles, en lo que no hubo dificultad, recibieron los
herederos de Rafaelito Antrines, a cuenta de su pensión, cantidad de
billetes de Banco que a entrambos pareció fabulosa, por causa, sin duda,
de la absoluta limpieza de sus respectivas arcas. La posesión del
dinero, acontecimiento inaudito en aquellos tristes años de su vida,
produjo en Doña Paca un efecto psicológico muy extraño: se le anubló la
inteligencia; perdió hasta la noción del tiempo; no encontraba palabras
con qué expresar las ideas, y estas zumbaban en su cabeza como las
moscas cuando se estrellan contra un cristal, queriendo atravesarlo para
pasar de la obscuridad a la luz. Quiso hablar de su Nina, y dijo mil
disparates. Como se oye un rumor de lejanas disputas, de las cuales sólo
se perciben sílabas y voces sueltas, oía que Frasquito y los otros dos
señores hablaban del asunto; creyó entender que la fugitiva parecería,
que ya se había encontrado el rastro, pero nada más... Los tres hombres
estaban en pie, el notario junto a Cedrón. Chiquitín y con perfil de
cotorra, parecía un perico que se dispone a encaramarse por el tronco de
un árbol.

Despidiéronse al fin los amables señores con ofrecimientos y cortesanías
afectuosas, y solos la rondeña y el de Algeciras, se entretuvieron,
durante mediano rato, en dar vueltas de una parte a otra de la casa,
entrando sin objeto ni fin alguno, ya en la cocina, ya en el comedor,
para salir al instante, cambiando alguna frase nerviosa cuando uno con
otro se tropezaban. Doña Paca, la verdad sea dicha, sentía que se le
aguaba la felicidad por no poder hacer partícipe de ella a su compañera
y sostén en tantos años de penuria. ¡Ah! Si Nina entrara en aquel
momento, ¡qué gusto tendría su ama en darle la gran sorpresa,
mostrándose primero muy afligida por la falta de cuartos, y enseñándole
después el puñado de billetes! ¡Qué cara pondría! ¡Cómo se le alargarían
los dientes! ¡Y qué cosas haría con aquel montón de metálico! Vamos, que
Dios, digan lo que dijeren, no hace nunca las cosas completas. Así en lo
malo como en lo bueno, siempre se deja un rabillo, para que lo desuelle
el destino. En las mayores calamidades, permite siempre un suspiro; en
las dichas que su misericordia concede, _se le olvida_ siempre algún
detalle, cuya falta _lo echa todo a perder_.

En uno de aquellos encuentros, de la sala a la cocina y de la cocina a
la alcoba, propuso Ponte a su paisana celebrar el suceso yéndose los dos
a comer de fonda. Él la convidaría gustoso, correspondiendo con tan
corto obsequio a su generosa hospitalidad. Respondió Doña Francisca que
ella no se presentaría en sitios públicos mientras no pudiera hacerlo
con la decencia de ropa que le correspondía; y como su amigo le dijera
que comiendo fuera de casa se ahorraba la molestia de cocinar en la
propia sin más ayuda que las chiquillas de la cordonera, manifestó la
dama que, mientras no volviese Nina, no encendería lumbre, y que todo
cuanto necesitase lo mandaría traer de casa de Botín. Por cierto que se
le iba despertando el apetito de manjares buenos y bien condimentados...
¡Ya era tiempo, Señor! Tantos años de forzados ayunos, bien merecían que
se cantara el _¡alleluya!_ de la resurrección. «Ea, Celedonia, ponte tu
falda nueva, que vas a casa de Botín. Te apuntaré en un papelito lo que
quiero, para que no te equivoques». Dicho y hecho. ¿Y qué menos había de
pedir la señora, para hacer boca en aquel día fausto, que dos gallinas
asadas, cuatro pescadillas fritas y un buen trozo de solomillo, con la
ayuda de jamón en dulce, huevo hilado, y acompañamiento de una docena
de bartolillos?... ¡Hala!

No logró la dama, con este anuncio de un reparador banquete, sujetar la
imaginación y la voluntad de Frasquito, que desde que tomó el dinero se
sentía devorado por un ansia loca de salir a la calle, de correr, de
volar, pues alas creyó que le nacían. «Yo, señora, tengo que hacer esta
tarde... Me es imprescindible salir... Además, necesito que me dé un
poco el aire... Siento así como un poco de mareo. Me conviene el
ejercicio, crea usted que me conviene... También me urge mucho avistarme
con mi sastre, aunque no sea más que para ponerme al tanto de las modas
que ahora corren, y ver de preparar alguna prenda... Soy muy
dificultoso, y tardo mucho en decidirme por esta o la otra tela.

--Sí, sí, vaya a sus diligencias; pero no se corra mucho, y vea en este
suceso feliz, como lo veo yo, una lección que nos da la Providencia. Por
mi parte, me declaro convencida de lo buenos que son el orden y el
arreglo, y hago propósito firme de apuntar todo, todito lo que gasto.

--Y el ingreso también... Lo mismo haré yo, es decir, lo he hecho; pero
no me ha valido, crea usted, amiga de mi alma, que no me ha valido.

--Teniendo renta segura, el toque está en acomodar las entradas a las
salidas, y no extralimitarse... Por Dios, querido Ponte, no hagamos
otra vez la barbaridad de reírnos del balance y de la... Ahora reconozco
que Trujillo tiene razón.

--Más balances he hecho yo, señora, que pelos tengo en la cabeza, y
también le digo a usted que no me han valido más que para calentarme la
_ídem_.

--Ya que Dios nos ha favorecido, seamos ordenados: yo me atrevería a
rogar a usted que, si no le sirve de molestia y _va de compras_, me
traiga un libro de contabilidad, agenda, o como se llame».

¡Pues no faltaba más! No un libro, sino media docena le traería
Frasquito con mil amores; y prometiéndolo así, se lanzó a la calle,
ávido de aire, de luz, de ver gente, de recrearse en cosas y personas.
Del tirón, andando maquinalmente, se fue hasta el Paseo de Atocha, sin
darse cuenta de ello. Luego volvió hacia arriba, porque más le gustaba
verse entre casas que entre árboles. Francamente, los árboles le eran
antipáticos, sin duda porque, pasando junto a ellos en horas de
desesperación, creía que le ofrecían sus ramas para que se ahorcara.
Internándose en las calles sin dirección fija, contemplaba los
escaparates de sastre, con exhibición de hermosas telas; los de corbatas
y de camisería elegante. No dejaba de echar también un vistazo a los
_restaurants_, y en general a todas las tiendas, que en su larga vida de
penuria bochornosa había mirado con desconsuelo.

Pasó en esta vagancia dichosa algunas horas, sin cansancio. Sentíase
fuerte, saludable, y hasta robusto. Miraba cariñoso, o con cierto
airecillo de protección, a cuantas mujeres hermosas o aceptables a su
lado pasaban. Un escaparate de perfumería de buen tono le sugirió una
idea feliz: había echado sus canas al aire de una manera indecorosa, sin
aliñarlas y componerlas con el negro disimulo del tinte, y aquella
hermosa tienda le ofrecía ocasión de remediar tan grave falta,
inaugurando allí la campaña de restauración de su existencia, que debía
comenzar por la restauración de su averiado rostro. Allí cambió, pues,
el primer billete de la _resma_ que le diera D. Romualdo Cedrón; después
de hacerse presentar diferentes artículos, hizo provisión abundante de
los que creía más necesarios, y pagando sin regateo, ordenó que le
llevasen a la casa de Doña Francisca el voluminoso paquete de sus
compras de droguería olorosa y colorante.

Al salir de allí, pensaba en la conveniencia de procurarse pronto una
casa de huéspedes decente y no muy cara, apropiada a la pensión que
disfrutaba, pues de ningún modo se excedería en sus gastos. A los
dormitorios de Bernarda no volvería más, como no fuera a pagarle las
siete noches debidas, y a decirle cuatro verdades. Y divagando y
haciendo risueños cálculos, llegó la hora en que el estómago empezó a
indicarle que no se vive sólo de ilusiones. Problema: ¿dónde comería? La
idea de meterse en un _restaurant_ de los buenos fue prontamente
desechada. Imposible presentarse hecho un tipo. ¿Iría, siguiendo la
rutina de sus tiempos miserables, al figón de Boto? ¡Oh, no!... Siempre
le habían visto allí teñido. Extrañarían verle en repentina vejez, lleno
de canas... Por fin, acordándose de que debía al honrado Boto un
piquillo de anteriores comistrajos, creyó que debía ir allí, y
corresponder con un pago puntual a la confianza del dueño del
establecimiento, dándole la excusa de su grave enfermedad, que bien
claramente en su despintado rostro se pintaba. Encaminó sus pasos a la
calle del Ave María, y entró un poquillo avergonzado en la taberna,
haciendo como que se sonaba, al atravesar la pieza exterior, para
taparse la cara con el pañuelo. Estrecho y ahogado es aquel recinto para
la mucha parroquia que a él concurre, atraída por la baratura y buen
condimento de los guisotes que allí se despachan. A la taberna,
propiamente dicha, no muy grande, sigue un pasillo angosto, donde
también hay mesa, con su banco pegado a la pared, y luego una estancia
reducida y baja de techo a la cual se sube por dos escalones, con dos
mesas largas a un lado y otro, sin más espacio entre ambas que el
preciso para que entre y salga el chiquillo que sirve. En esta parte del
establecimiento se ponía siempre Ponte, creyéndose allí más apartado de
la curiosidad y el fisgoneo de los consumidores, y ocupaba el hueco de
mesa que veía libre, si en efecto lo había, pues se daban casos de estar
todo completo, y los parroquianos como sardinas en banasta.

Aquella tarde, noche ya, se coló Frasquito en el departamento interior
con buena suerte, pues no había dentro más que tres personas, y una de
las mesas estaba vacía. Sentose en el rincón, junto a la puerta, sitio
muy recogido, en el cual no era fácil que le vieran desde _el público_,
es decir, desde la taberna, y... Otro problema: ¿qué pediría?
Ordinariamente, el aflictivo estado de su peculio le obligaba a
limitarse a un real de guisado, que con pan y vino representaba un gasto
total de cuarenta céntimos, o a igual ración de bacalao en salsa. Uno u
otro condumio, con el pan alto, que aprovechaba hasta la última miga,
comiéndoselo con el caldo y la racioncita de vino, le ofrecían una
alimentación suficiente y sabrosa. En ciertos días solía cambiar el
guiso por el estofado, y en ocasiones muy contadas, por la pepitoria.
Callos, caracoles, albóndigas y otras porquerías, jamás las probó.

Bueno: pues aquella noche pidió al chico relación completa de lo que
había, y mostrándose indeciso, como persona desganada que no encuentra
manjar bastante incitante para despertar su apetito, se resolvió por la
pepitoria. «¿Le duelen a usted las muelas, Sr. de Ponte?--preguntole el
chico, viendo que no se quitaba el pañuelo de la cara.

--Sí, hijo... un dolor horrible. No me traigas pan alto, sino francés».

Frente a Frasquito se sentaban dos que comían guisado, en un solo plato
grande, ración de dos reales, y más allá, en el ángulo opuesto, un
individuo que despachaba pausada y metódicamente una ración de
caracoles. Era verdaderamente el tal una máquina para comerlos, porque
para cada pieza empleaba de un modo invariable los mismos movimientos de
la boca, de las manos y hasta de los ojos. Cogía el molusco, lo sacaba
con un palito, se lo metía en la boca, chupaba después el agüilla
contenida en la cáscara, y al hacer esto dirigía una mirada rencorosa a
Frasquito Ponte; luego dejaba la cáscara vacía y cogía otra llena, para
repetir la misma función, siempre a compás, con igualdad de gestos y
mohines al sacar el bicho, y al comerlo, con igualdad de miradas: una
de simpatía hacia el caracol en el momento de cogerlo; otra de rencor
hacia Frasquito en el momento de chupar.

Pasó tiempo, y el hombre aquel, de rostro jimioso y figura mezquina,
continuaba acumulando cáscaras vacías en un montoncillo, que crecía
conforme mermaba el de las llenas; y Ponte, que le tenía delante,
principiaba a inquietarse de las miradas furibundas que como figurilla
mecánica de caja de música le echaba, a cada vuelta de manubrio, el
comedor de caracoles.



XXXV


Sentía Ponte Delgado vivas ganas de pedir explicaciones al tipo aquel
por su mirar impertinente. La causa de este no podía ser otra que la
novedad que Frasquito ofrecía al público con el despintado de su rostro,
y el buen caballero se decía: «¿Pero qué le importa a nadie que yo me
_arregle_ o deje de _arreglarme_? Yo hago de mi fisonomía lo que me da
la gana, y no estoy obligado a dar gusto a los señores, presentándoles
siempre la misma cara. Con la vieja, lo mismo que con la joven, sé yo
hacerme respetar y dejar bien puesto mi decoro». Ya se proponía
contraponer al mirar cargantísimo de aquel punto una ojeada de
desprecio, cuando el de los caracoles, vaciado, comido y chupado el
último, y puesta la cáscara en su sitio, pagó el gasto; se colocó en los
hombros la capa, que se le había caído; encasquetose la gorrilla, y
levantándose se fue derecho al desteñido caballero, y con muy buen modo
le dijo: «Sr. de Ponte, perdóneme que le haga una pregunta».

Por el tono cordial del individuo, comprendió Frasquito que era un
infeliz, de estos que expresan con el modo de mirar todo lo contrario de
lo que son.

«Usted dirá...

--Perdóneme, Sr. de Ponte... Quería saber, siempre que usted no lo lleve
a mal, si es verdad que Antonio Zapata y su hermana han tenido una
herencia de _tantismos_ millones.

--Hombre, tanto como de millones, no creo... Diré a usted: mi parte en la
herencia, como la que también disfruta Doña Francisca Juárez, no pasa de
una pensión, cuya cuantía no sabemos aún a punto fijo. Pero podré darle
a usted dentro de poco noticias exactas. ¿Por casualidad es usted
periodista?

--No, señor: soy pintor heráldico.

--¡Ah! Yo creí que era usted de estos que averiguan cosas para ponerlas
en los periódicos.

--Lo que yo pongo es anuncios. Porque como el arte heráldico está tan por
los suelos, me dedico al corretaje de reclamos y avisos... Antonio y yo
trabajamos en competencia, y nos hacemos una guerra espantosa. Por eso,
al saber que Zapata es rico, quiero que usted influya con él para que me
traspase sus negocios. Soy viudo y tengo seis hijos».

Al decir esto, poniendo en su tono tanta sinceridad como hombría de
bien, clavaba en el rostro de su interlocutor una mirada semejante a la
del asesino en el momento de dar el golpe a su víctima. Antes de que
Ponte le contestara, prosiguió diciendo: «Yo sé que usted es amigo de la
familia, y que _habla_ con Doña Obdulia... Y a propósito: Doña Obdulia,
o su señora madre, ahora que son ricas, querrán _sacar título_. Yo que
ellas lo sacaría, siendo, como son, de la Grandeza de España. Pues que
no se olvide usted de mí, Sr. de Ponte... Aquí tiene mi tarjeta. Yo les
compongo el escudo y el árbol genealógico, y la ejecutoria en letra
antigua, con iniciales en purpurina, a menor precio que se lo haría el
pintor más pintado. Puede usted juzgar de mi trabajo por los modelos que
tengo en casa.

--Yo no puedo asegurarle a usted--dijo Frasquito dándose mucha
importancia, con un palillo entre los dientes--, que saquen título ni que
no saquen título. Nobleza les sobra para ello por los cuatro costados,
pues así los Juárez, como los Zapatas, y los Delgados y Pontes, son de
lo más alcurniado de Andalucía.

--Los Pontes tienen una puente sínople sobre gules, y cuarteles de azur y
oro...

--Verdad... Por mi parte no pienso sacar título, ni mi herencia es para
tanto... Esas señoras, no sé... Obdulia merece ser Duquesa, y lo es por
la figura y el tono, aunque no se decida a ponerse la corona. De
Emperatriz le corresponde, como hay Dios. En fin, yo no me meto... Y
dejando a un lado la heráldica, vamos a otra cosa».

En esto, el de los caracoles se había sentado junto a Frasquito, y con
su mirar siniestro era el terror de los parroquianos que les rodeaban.

«Puesto que usted se dedica al corretaje de anuncios, ¿podría indicarme
una buena casa de huéspedes?...

--Precisamente hoy _he hecho_ dos... Aquí las tengo en mi cartera
para _Imparcial_ y _Liberal_. Entérese usted... Son de lo bueno:
'habitaciones hermosas, comida a la francesa, cinco platos... treinta
reales'.

--Me convendría más barata... de catorce o diez y seis reales.

--También las _hago_... Mañana podré darle una lista de seis lo menos,
todas de confianza».

Les cortó el diálogo la aparición repentina de Antonio Zapata, que entró
sofocado, metiendo ruido, bromeando a gritos con el dueño del
establecimiento y con varios parroquianos. Subió al cuarto interior, y
tirando sobre la mesa la voluminosa cartera que llevaba, y echándose
atrás el sombrero, se sentó junto a Frasquito y el de los caracoles.

«¡Vaya una tarde, caballeros, vaya una tarde!--exclamó fatigado; y al
chiquillo que servía le dijo--: No tomo nada. He comido ya... Mi señora
madre nos ha metido en el cuerpo una gallina a mi mujer y a mí... y
encima tira de _Champagne_... y tira de bartolillos.

--¡Chico, quién te tose ahora!...--le dijo el de los caracoles, la palabra
dulce, el mirar terrorífico--. Y es preciso que me des pronto una razón:
¿me cedes o no me cedes tu negocio?

--¡Buena se puso mi mujer cuando le propuse no trabajar más! Creí que me
mordía y que me sacaba los ojos. Nada: que seguiremos lo mismo, ella en
su máquina, yo en mis anuncios, porque eso de la herencia no sabemos qué
pateta será... Amigo Ponte, ¿conoce usted esa finca de la Almoraima?
¿Cuánto nos dará de renta?

--No puedo precisarlo--replicó Frasquito--. Sé que es una magnífica
posesión, con monte, potrero, tierras de sembradura, _ainda mais_, el
mejor puesto de Andalucía para codornices, cuando van a pasar el
Estrecho.

--Allá nos iremos una temporada... Pero mi mujer, ni _pa Dios_ quiere que
deje yo este oficio de pateta. Aguántate por ahora, Polidura, que con mi
Juliana no se juega: le tengo más miedo que a una leona con hambre... Y
cuéntame, ¿qué has hecho hoy?... ¡Ah! ya no me acordaba: mi madre quiere
comprar una araña...

--¡Una araña!

--Sí, hombre, o lámpara colgante para el comedor. Me ha dicho si sabemos
de alguna buena y vistosa, de lance...

--Sí, sí--replicó Polidura--. En la almoneda de la calle de Campomanes la
tenemos.

--Otra... También quiere saber si se proporcionarán alfombras de moqueta
y terciopelo en buen uso.

--Eso, en la almoneda de la Plaza de Celenque. Aquí lo tengo: 'Todo el
mobiliario de una casa. Horas, de una a tres. No se admiten prenderos'.

--Mi hermana, que, entre paréntesis, se zampó esta tarde media gallina,
lo que quiere es un landó de cinco luces...

--¡Atiza!

--Yo he aconsejado a Obdulia--indicó Frasquito con gravedad--, que no
tenga cocheras, que se entienda con un alquilador.

--Claro... Pero no dará _pa_ tanto el cortijo de pateta. ¡Landó de cinco
luces! Y que tiren de él las burras de leche del _señó_ Jacinto».

Soltó la risa Polidura; mas notando que al algecireño le sabían mal
aquellas bromas, quiso variar de conversación al instante. El
desvergonzado Antonio Zapata se permitió decir a Ponte: «Con franqueza,
D. Frasco: creo que está usted mejor así.

--¿Cómo?

--Sin betún. Bonita figura de caballero anciano y respetable. Convénzase
de que con el tinte no consigue usted parecer joven; lo que parece es...
un féretro.

--Querido Antonio--replicó Ponte haciendo repulgos con boca y nariz para
disimular su ira, y figurar que seguía la broma--, nos gusta a los viejos
espantar a los muchachos para que... para que nos dejen en paz. Los
chicos del día, por querer saberlo todo, no saben nada...».

El pobre señor, azarado, no sabía qué decir. Sus tonterías
envalentonaron a Zapata, que prosiguió mortificándole:

«Y ahora que estamos en fondos, amigo Ponte, lo primero que tiene usted
que hacer es jubilar el _sarcófago_.

--¿Qué?

--El sombrero de copa que tiene usted para los días de fiesta, y que es
de la moda que se gastaba cuando ahorcaron a Riego.

--¿Qué entiende usted de modas? Estas se renuevan, y las formas de ayer
vuelven a _llevarse_ mañana.

--Así será en la ropa; pero en las personas, el que pasó, pasado se
queda. No le quedan a usted más que los _pinreles_. Los juanetes que
debía tener en ellos, se le han subido a la cabeza... Sí, sí... yo digo
que usted piensa con los callos».

Ya le faltaba poco a Frasquito para estallar en ira, y de fijo le
hubiera tirado a la cabeza el plato, el vaso de vino y hasta la mesa, si
Polidura no tratara de atenuar la maleante burla con estas palabras
conciliadoras: «Cállate, tonto, que el Sr. de Ponte no ha entrado en
_Villavieja_, y lleva sus añitos mejor que nosotros.

--No es viejo, no... Es de _cuando Fernando VII gastaba paletot_... Pero,
en fin, si se ofende, me callo... Sr. de Ponte, sabe que se le quiere, y
que si gasto estas bromas es por pasar el rato. No haga usted caso,
_maestro_, y hablemos de otra cosa.

--Sus chanzas son un poco impertinentes--dijo Frasquito con dignidad--, y
si quiere, irrespetuosas... Pero es usted un chiquillo, y...

--_¡Pata!_... Ea, se acabó. Voy a preguntarle una cosa, respetable Sr.
de Ponte: ¿en qué empleará usted los primeros cuartos de la pensión?

--En una obra de justicia y de caridad. Le compraré unas botas a Benina
cuando parezca, si parece, y un traje nuevo.

--Pues yo le compraré un vestido de odalisca. Es lo que le cuadra, desde
que se ha dedicado a la vida mora.

--¿Qué dice usted? ¿Se sabe dónde está ese ángel?

--Ese ángel está en el Pardo, que es el Paraíso a donde son llevados los
angelitos que piden limosna sin licencia.

--Bromas de usted.

--¡Humoradas de la vida, Sr. de Ponte! Yo sabía que la Nina se arrimaba a
la puerta de San Sebastián, por pescar algún ochavo... La necesidad es
terrible consejera. ¡Cuando la pobre Nina lo hacía!... Pero yo no supe
hasta hoy que anda emparejada con un moro ciego, y que de ahí le viene
su perdición.

--¿Está usted seguro de lo que dice?

--Lo he visto. A mamá no he querido decirle nada, porque no se disguste;
pero... ya estoy al tanto. En una redada que echaron los policías,
cogieron a Nina y al otro, y les zamparon en San Bernardino. De allí me
les empaquetaron para el Pardo, de donde me mandó Nina un papelito,
diciéndome que _haga un empeño_ para que la suelten... Veréis lo que
hice esta mañana: alquilé una bicicleta y me fui al Pardo... Antes que
se me olvide: si sabe mi mujer que he paseado en bicicleta, tendremos
bronca en casa. Tú, Polidura, ten cuidado de no venderme: ya sabes cómo
las gasta Juliana... Pues sigo: me planté allá, y la vi: la pobre está
descalza y con los trapitos en jirones. Da pena verla. El moro es tan
celoso, ¡Dios! que cuando me oyó hablar con ella se puso frenético, y me
quiso pegar... '_Galán bunito_--decía--, _mí matar galán bunito_'. Por no
escandalizar, no le di un par de morradas...

--Yo no creo que Benina, a sus años...--indicó Frasquito tímidamente.

--¿Qué ha de hacer usted más que encontrar muy naturales los pinitos de
los ancianos?

--En fin--dijo Polidura, arrojando todo el furor de su mirada sobre
Antonio--, haz por sacarla. Habrá que buscar un empeño en el Gobierno
civil.

--Sí, sí... Gestionemos inmediatamente--propuso Ponte--. ¿Será todavía
Gobernador _Pepe Alcañices_?

--¡Hombre, por Dios! ¿Quién dice? ¿El Duque de Sexto? Usted se empeña en
no pasar del año de _la Nanita_.

--Si eso es del tiempo de la guerra de África, Sr. de Ponte, o poco
después--afirmó el de los caracoles--. Yo me acuerdo... cuando la unión
liberal... Era Ministro de la Gobernación D. José Posada Herrera. Yo
estaba en _La Iberia_ con Calvo Asensio, Carlos Rubio y D. Práxedes...
Pues apenas ha llovido desde entonces...

--Sea lo que quiera, señores--añadió Frasquito poniéndose en la realidad--,
hay que sacar a Nina...

--Hay que sacarla.

--Con su morito a rastras. Mañana mismo iré a ver a un amigo que tengo en
la Delegación... Pero no se olviden: tú, Polidura, ten cuidado y no
_metas la pata_... Si sabe Juliana que alquilé la bicicleta, ya tengo
_máquina_ para un semestre.

--¿Va usted a volver al Pardo?...

--Puede. ¿Y usted, maneja el pedal?

--No lo he probado. En todo caso, yo iría a caballo.

--Anda, anda, y qué calladito se lo tenía. ¿Monta usted a la inglesa o a
la española?

--Yo no sé... Sólo sé que monto bien. ¿Quiere usted verlo?

--Hombre, sí... Vaya, una apuestita: si no se rompe usted la cabeza, pago
el alquiler del caballo.

--Y si usted no se desnuca en la máquina, la pago yo.

--Convenido. ¿Y tú, Polidura?

--¿Yo?... en el coche de San Francisco.

--Pues allá los tres. _Sus_ convido a caracoles.

--Yo convido a lo que quieran--dijo Frasquito levantándose--; y si
conseguimos traernos a Nina y al riffeño, convite general.

--El _disloque_...».



XXXVI


No se consolaba Doña Paca de la ausencia de Nina, ni aun viéndose
rodeada de sus hijos, que fueron a participar de su ventura, y a darle
parte principal de la que ellos saboreaban con la herencia. Con aquel
cambio de impresiones placenteras, fácilmente se transportaba el
espíritu de la buena señora al séptimo cielo, donde se le aparecían
risueños horizontes; pero no tardaba en caer en la realidad, sintiendo
el vacío por la falta de su compañera de trabajos. En vano la volandera
imaginación de Obdulia quería llevársela, cogida por los cabellos, a dar
volteretas en la región de lo ideal. Dejábase conducir Doña Francisca,
por su natural afición a estas correrías; pero pronto se volvía para
acá, dejando a la otra, desmelenada y jadeante, de nube en nube y de
cielo en cielo. Había propuesto la _niña_ a su mamá vivir juntas, con el
decoro que su posición les permitía. _De hecho_ se separaba de Luquitas,
señalándole una pensión para que viviera; tomarían un hotel con jardín;
se abonarían a dos o tres teatros; buscarían relaciones y amistades de
gente distinguida... «Hija, no te corras tanto, que aún no sabes lo que
te rentará tu mitad de la Almoraima; y aunque yo, por lo que recuerdo de
esa hermosa finca, calculo que no será un grano de anís, bueno es que
sepas qué tamaño ha de tener la sábana antes de estirar la pierna».

Al decir esto, hablaba la viuda de Zapata con las ideas de la práctica
Nina, que se renovaban en su mente y en ella lucían como las estrellas
en el Cielo. Por de pronto, Obdulia dejó su casa de la calle de la
Cabeza, instalándose con su madre, movida del propósito de buscar pronto
vivienda mejor, nuevecita y en sitio alegre, hasta que llegara el día de
sentar sus reales en el hotel que ambicionaba. Aunque más moderada que
su hija en el prurito de grandezas, sin duda por el vapuleo con que la
domara la implacable experiencia, Doña Paca se iba también del seguro, y
creyéndose razonable, dejábase vencer de la tentación de adquirir
superfluidades dispendiosas. Se le había metido entre ceja y ceja la
compra de una buena lámpara para el comedor, y hasta que viese
satisfecho su capricho, no podía tener sosiego la pobre señora. El
maldito Polidura le proporcionó el _negocio_, encajándole un disforme
mamotreto, que apenas cabía en la casa, y que, colgado en su sitio,
tocaba en la mesa con sus colgajos de cristal. Como pronto habían de
tener casa de techos altos, esto no era inconveniente. También le hizo
adquirir el de los caracoles unos muebles chapeados de palosanto, y
algunas alfombras buenas, que tuvieron el acierto de no colocar,
extendiendo sólo retazos allí donde cabían, para darse el gusto de pisar
en blando.

Obdulia no cesaba de dar pellizcos al tesoro de su mamá para adquirir
tiestos de bonitas plantas, en los próximos puestos de la Plazuela de
Santa Cruz, y en dos días puso la casa que daba gloria verla: los sucios
pasillos se trocaron en vergeles, y la sala en risueño pensil. En
previsión de la vida de hotel, adquirió también plantas decorativas de
gran tamaño, latanias, palmitos, _ficus_ y helechos arborescentes. Veía
Doña Francisca con gozo la irrupción del reino vegetal en su triste
morada, y ante tanta belleza, sentía emociones propiamente infantiles,
como si al cabo de la vejez volviera a jugar con los nacimientos.
«¡Benditas sean las flores--decía, paseándose por sus encantados
jardines--, que dan alegría a las casas, y bendito sea Dios, que si no
nos permite disfrutar del campo, nos consiente, _por poco dinero_, que
traigamos el campo a casa!».

Todo el día se lo pasaba Obdulia cuidando sus macetas, y tanto las
regaba, que en algún momento faltó poco para que se hiciera preciso
atravesar a nado el trayecto desde la salita al comedor. Ponte la
incitaba con sus ponderaciones y aspavientos a seguir comprando flores,
y a convertir su casa en Jardín Botánico, o poco menos. Por cierto que
el primero y segundo día de aquella vida nueva, tuvo que reñir Doña Paca
al buen Frasquito, porque siempre que salía se le olvidaba llevarle el
libro de cuentas que le había encargado. El galán manido se disculpaba
con la muchedumbre de sus ocupaciones, hasta que una tarde entró con
diversos paquetes de compras, y la dama rondeña vio entre estos el
libro, del cual se apoderó al instante con ganas de inaugurar en él la
cuenta y razón de un porvenir dichoso. «Pasaré en seguida todo lo que
tengo apuntado en este papelito--dijo--: lo que se trae de casa de Botín,
la araña, las alfombras, varias cosillas... medicamentos... en fin,
todito. Y ahora, hija mía, a ver cómo me das nota clara de tanta y tanta
flor, para apuntarlas _ce_ por _be_, sin que se escape ni una hoja... Pon
mucho cuidado para que salga el balance... ¿Verdad, Frasquito, que tiene
que salir el balance?».

Curiosa, como hembra, no pudo menos de guluzmear en los paquetes que
llevó Ponte. «¿A ver qué trae usted ahí? Mire que no he de permitirle
tirar el dinero. Veamos: un hongo claro... Bien, me parece muy bien. A
buen gusto nadie le gana. Botas altas... ¡Hombre, qué elegantes! Vaya un
pie: ya querrían muchas mujeres... Corbatas: dos, tres... Mira, Obdulia,
qué bonita esta verde con motas amarillas. Un cinturón que parece un
corsé--faja. Bueno debe de ser esto para evitar que crezca el vientre...
Y esto ¿qué es?... ¡Ah! espuelas. Pero Frasquito, por Dios, ¿para qué
quiere usted espuelas?

--Ya... es que va a salir a caballo--dijo Obdulia gozosa--. ¿Pasará por
aquí? ¡Ay, qué pena no verle!... ¿Pero a quién se le ocurre vivir en
este cuartucho interior, sin un solo agujero a la calle?

--Cállate, mujer, pediremos a la vecina, Doña Justa, la profesora de
partos, que nos permita pasar y asomarnos cuando el caballero nos ronde
la calle... ¡Ay, pobre Nina, cuánto se alegraría también de verle!».

Explicó Ponte Delgado su inopinado renacer a la vida hípica, por el
compromiso en que se veía de ir al Pardo en excursión de recreo con
varios amigos, _de la mejor sociedad_. Él solo iba a caballo; los demás,
a pie o en bicicleta. De las distintas clases de _sport_ o _deportes_
hablaron un rato con grande animación, hasta que les interrumpió la
entrada de Juliana, la mujer de Antonio, que desde la noticia de la
herencia frecuentaba el trato de su suegra y cuñada. Era mujer garbosa,
simpática, viva de genio, de tez blanca y magnífico pelo negro, peinado
con arte. Cubría su cuerpo con mantón alfombrado, y la cabeza con
pañuelo de seda de cuarteles chillones; calzaba preciosas botinas, y sus
bajos denotaban limpieza y un buen avío de ropa. «¿Pero esto es el
Retiro, o la Alameda de Osuna?--dijo al ver el enorme follaje de arbustos
y flores--. ¿A qué viene tanta _vegetación_?

--Caprichos de Obdulia--replicó Doña Paca, que se sentía dominada por el
carácter, ya enérgico, ya bromista, de su graciosa nuera--. Esta
monomanía de hacer de mi casa un bosque, me está costando un dineral.

--Doña Paca--le dijo su nuera cogiéndola sola en el comedor--, no sea usted
tan débil de natural, y déjese guiar por mí, que no he de engañarla. Si
hace caso de las bobadas de Obdulia, pronto se verá usted tan perdida
como antes, porque no hay pensión que baste cuando falta el arreglo. Yo
suprimiría el bosque y las fieras... dígolo por ese orangután mal
_pintao_ que han traído ustedes a casa, y que deben poner en la calle
más pronto que la vista.

--El pobre Ponte se va mañana a su casa de huéspedes.

--Déjese llevar por mí, que entiendo del gobierno de una casa... Y no me
salga con la matraca del librito de llevar cuentas. La persona que tiene
el arreglo en su cabeza, no necesita apuntar nada. Yo no sé hacer un
número, y ya ve cómo me las compongo. Siga mi consejo: múdese a un
cuarto baratito, y viva como una pensionista de circunstancias, sin
echar humos ni ponerse a farolear. Haga lo que yo, que me estoy donde
estaba, y no dejaré mi trabajo hasta que no vea claro eso de la
herencia, y me entere de lo que da de sí el cortijo. Quítele a su hija
de la cabeza lo del hotel si no quieren verse por puertas, y tome una
criada que les guise, y ataje el chorro de dinero que se va todos los
días a la tienda de Botín».

Conforme con estas ideas se mostraba Doña Francisca, asintiendo a todo,
sin atreverse a contradecirla ni a oponer una sola objeción a tan
juiciosos consejos. Sentíase oprimida bajo la autoridad que las ideas de
Juliana revelaban con sólo expresarse, y ni la ribeteadora se daba
cuenta de su influjo gobernante, ni la suegra de la pasividad con que se
sometía. Era el eterno predominio de la voluntad sobre el capricho, y de
la razón sobre la insensatez.

«Esperando que vuelva Nina--indicó tímidamente la señora--, he pedido a
Botín...

--No piense usted más en la Nina, Doña Paca, ni cuente con ella aunque
la encontremos, que ya lo voy dudando. Es muy buena, pero ya está
caduca, mayormente, y no le sirve a usted para nada. Además, ¿quién nos
dice que quiere volver, si sabemos que por su voluntad se ha ido? Le
gusta andar de pingo, y no hará usted carrera de ella como la prive de
estarse la mitad del día tomando medida a las calles».

Para no perder ripio, insistió Juliana en la recomendación que ya había
hecho a su suegra de una buena criada para todo. Era su prima Hilaria,
joven, fuerte, limpia y hacendosa... y de fiel no se dijera. Ya vería
pronto la _diferiencia_ entre la honradez de Hilaria y las rapiñas de
otras.

«¡Ay!... Pero es muy buena la Nina--exclamó Doña Paca, rebulléndose bajo
las garras de la ribeteadora, para defender a su amiga.

--Muy buena, sí, y debemos socorrerla... No faltaba más... darle de
comer... Pero créame, Doña Paca, no hará usted nada de provecho sin mi
prima. Y para que no dude más, y se quite quebraderos de cabeza, esta
misma tarde, anochecido, se la mando.

--Bueno, hija, que venga, y se encargará de la casa... Y a propósito:
aquí hay una gallina asada que se va a perder. Ya me indigesta tanta
gallina. ¿Quieres llevártela?

--¿Cómo no? Venga.

--También quedaron cuatro chuletas. Ponte ha comido fuera.

--Vengan.

--¿Te lo mando con Hilaria?

--No, que me lo llevo yo misma. Vamos a ver cómo me arreglo. Lo pongo
todo en un plato, y el plato en una servilleta... así; agarro mis cuatro
puntas...

--¿Y este pedazo de pastel?... Es riquísimo.

--Lo envuelvo en un periódico, y ¡hala, que es tarde! Y toda esta fruta,
¿para qué la quiere? Pues apenas ha traído manzanas y naranjas... Deme
acá... las pongo en mi pañuelo...

--Vas a ir cargada como un burro.

--No importa... ¡A lo que estamos, tuerta! Mañana vendré por aquí, a ver
cómo anda esto, y a decirle a usted lo que tiene que hacer... Pero,
cuidadito, que no salgamos con echarse en el surco y volver a las
andadas. Porque si mi señora suegra se tuerce en cuanto yo vuelva la
espalda, y empieza a derrochar y hacer disparates...

--No, no, hija... ¡Qué cosas tienes!

--Claro, que si se me dice tanto así, yo no me meto en nada. Con su pan
se lo coma, y cada palo aguante su vela. Pero yo quiero que usted tenga
_conduta_ y no pase malos ratos, ni se vea, como hasta ahora, entre las
uñas de los usureros.

--¡Ay, si cuanto dices es la pura razón! Tú sí que sabes, tú sí que
vales, Juliana. Cierto que tienes el geniecillo un poco fuerte; pero
¿quién no ha de alabártelo, si con ese _ten con ten_ has domado a mi
Antonio? De un perdido has hecho un hombre de bien.

--Porque no me achico; porque desde el primer día le administré el
bautismo de los cinco mandamientos; porque le chillo en cuanto le veo
cerdear un poco; porque le hago andar derecho como un huso, y me tiene
más miedo que los ladrones a la Guardia civil.

--¡Y cómo te quiere!

--Es natural. Se hace una querer del marido, enjaretándose los calzones
como me los enjareto yo... Así se gobiernan las casas chicas y las
grandes, señora, y el mundo.

--¡Qué salero tienes!

--Alguna sal me ha puesto Dios, sobre todo en la mollera. Ya lo irá usted
conociendo. Ea, que me marcho. Tengo que hacer en casa».

Mientras esto hablaban suegra y nuera, en la salita Obdulia y Ponte
departían acerca de aquella, diciendo la _niña_ que jamás perdonaría a
su hermano haber traído a la familia una persona tan ordinaria como
Juliana, que decía _diferiencia_, _petril_ y otras barbaridades. No
harían nunca buenas migas. Al despedirse, Juliana dio besos a Obdulia, y
a Frasquito un apretón de manos, ofreciéndose a plancharle las
camisolas, al precio corriente, y a _volverle_ la ropa, por lo mismo o
menos de lo que le llevaría el sastre más barato. Además, también sabía
ella cortar _para hombre_; y si quería probarlo, encargárale un traje,
que de fijo no saldría menos elegante que el que le hicieran los
cortadores de portal que a él le vestían. Toda la ropa de su Antonio se
la hacía ella, y que dijeran si andaba mal el chico... ¡a ver! Pues a su
tío Bonifacio le había hecho una americana que estrenó para ir al pueblo
(Cadalso de los Vidrios) el día del Santo, y tanto gustó allí la prenda,
que se la pidió prestada el alcalde para cortar otra por ella. Dio las
gracias Ponte, mostrándose escéptico, con galantería, en lo concerniente
a las aptitudes de las señoras para la confección de ropa masculina, y
la despidieron todos en la puerta, ayudándola a cargarse los diversos
bultos, atadijos y paquetes que gozosa llevaba.



XXXVII


No queriendo ser Obdulia inferior a su cuñada, ni aparecer en la casa
con menos autoridad y mangoneo que la intrusa chulita, dijo a su madre
que no podrían arreglarse decorosamente con una criada _para todo_, y
pues Juliana impuso la cocinera, ella imponía la doncella... ¡así!
Discutieron un rato, y tales razones dio la niña en apoyo de la nueva
funcionaria, que no tuvo más remedio Doña Francisca que reconocer su
necesidad. Sí, sí: ¿cómo se habían de pasar sin doncella? Para
desempeñar cargo tan importante, había elegido ya Obdulia a una muchacha
finísima educada en el servicio de casas grandes, y que se hallaba libre
a la sazón, viviendo con la familia del dorador y adornista de la
Empresa fúnebre. Llamábase Daniela, era una preciosidad por la figura, y
un portento de actividad hacendosa. En fin, que Doña Paca, con tal
pintura, deseaba que fuese pronto la doncella fina para recrearse en el
servicio que le había de prestar.

Por la noche llegó Hilaria, que se inauguró dando a Doña Francisca un
recado de Juliana, el cual parecía más bien una orden. Decía su prima
que no pensara la señora en hacer más compras, y que cuando notase la
falta de alguna cosa necesaria, le avisase a ella, que sabía como nadie
tratar el género, y _sacarlo_ bueno y arreglado. Ítem: que reservase la
señora la mitad lo menos del dinero de la pensión, para ir desempeñando
las infinitas prendas de ropa y objetos diversos que estaban en
_Peñíscola_, dando la preferencia a las papeletas cuyo vencimiento
estuviese al caer, y así en pocos meses podría recobrar sin fin de cosas
de mucha utilidad. Celebró Doña Paca la feliz advertencia de Juliana,
que era la previsión misma, y ofreció seguirla puntualmente, o más bien
obedecerla. Como tenía la cabeza tan mareada, efecto de los inauditos
acontecimientos de aquellos días, de la ausencia de Benina, y ¿por qué
no decirlo? del olor de las flores que embalsamaban la casa, no le había
pasado por las mientes el revisar las resmas de papeletas que en varios
cartapacios guardaba como oro en paño. Pero ya lo haría, sí señora, ya
lo haría... y si Juliana quería encargarse de comisión tan fastidiosa
como el desempeñar, mejor que mejor. Contestó la nueva cocinera que lo
mismo servía ella para el caso que su prima, y acto continuo empezó a
disponer la cena, que fue muy del gusto de Doña Paca y de Obdulia.

Al día siguiente se agregó a la familia la doncella; y tan necesarios
creían hija y madre sus servicios, que ambas se maravillaban de haber
vivido tanto tiempo sin echarlos de menos. El éxito de Daniela el primer
día fue, pues, tan franco y notorio como el de Hilaria. Todo lo hacía
bien, con arte y presteza, adivinando los gustos y deseos de las señoras
para satisfacerlos al instante. ¡Y qué buenos modos, qué dulce agrado,
qué humildad y ganas de complacer! Diríase que una y otra joven
trabajaban desafiadas y en competencia, apostando a cuál conquistaría
más pronto la voluntad de sus amas. Doña Francisca estaba en sus
glorias, y lo único que la afligía era la estrechez de la habitación, en
la cual las cuatro mujeres apenas podían revolverse.

Juliana, la verdad sea dicha, no vio con buenos ojos la entrada de la
doncella, que maldita la falta que hacía; pero por no chocar tan pronto,
no dijo nada, reservándose el propósito de plantarla en la calle cuando
se consolidase un poco más el dominio que había empezado a ejercer. En
otras materias aconsejó y llevó a la práctica disposiciones tan
atinadas, que la misma Obdulia hubo de reconocerla como maestra en arte
de gobierno. Ocupábanse además en buscarles casa; pero con tales
condiciones de comodidad, ventilación y baratura la quería, que no era
fácil decidirse hasta no revolver bien todo Madrid. Claro es que
Frasquito ya se había ido con viento fresco a su casa de pupilos
(Concepción Jerónima, 37), y tan contento el hombre. No tenía Doña Paca
habitación para él, y aun acomodarle en el pasillo habría sido difícil,
por estar lleno de plantas tropicales y alpestres; además, no era
pertinente ni decoroso que un señor reputado por elegante y algo
calavera, viviese en compañía de cuatro mujeres solas, tres de las
cuales eran jóvenes y bonitas. Fiel a la estimación que a Doña Francisca
debía, la visitaba Ponte diariamente mañana y tarde, y un sábado anunció
para el siguiente domingo la excursión al Pardo, en que se proponía
reverdecer sus aficiones y habilidades caballerescas.

¡Con qué placer y curiosidad salieron las cuatro al balcón prestado del
vecino para ver al jinete! Pasó muy gallardo y tieso en un caballote
grandísimo, y saludó y dio varias vueltas, parando el caballo y haciendo
mil monerías. Agitaba Obdulia su pañuelo, y Doña Paca, en la efusión de
su amistoso cariño, no pudo menos de gritarle desde arriba: «Por Dios,
Frasquito, tenga mucho cuidado con esa bestia, no vaya a tirarle al
suelo y a darnos un disgusto».

Picó espuelas el diestro jinete, trotando hacia la calle de Toledo para
tomar la de Segovia y seguir por la Ronda hasta incorporarse con sus
amigos en la Puerta de San Vicente. Cuatro jóvenes de buen humor
formaban con Antonio Zapata la partida de ciclistas en aquella excursión
alegre, y en cuanto divisaron a Ponte y su gigantesca cabalgadura,
saludáronle con vítores y cuchufletas. Antes de partir en dirección a la
Puerta de Hierro, hablaron Frasquito y Zapata del asunto que
principalmente les reunía, diciendo este que al fin, con no pocas
dificultades, había conseguido la orden para que fuesen puestos en
libertad Benina y su moro. Partieron gozosos, y a lo largo de la
carretera empezó el _match_ entre el jinete del caballo de carne y los
del de hierro, animándose y provocándose recíprocamente con alegres
voces e imprecaciones familiares. Uno de los ciclistas, que era campeón
laureado, iba y venía, adelantándose a los otros, y todos corrían más
veloces que el jamelgo de Frasquito, quien tenía buen cuidado de no
hacer locuras, manteniéndose en un paso y trote moderados.

Nada les ocurrió en el viaje de ida. Reunidos allá con Polidura y otros
amigos pedestres, que habían salido con la fresca, almorzaron gozosos,
pagando por mitad, según convenio, Frasquito y Antonio; visitaron
rápidamente el recogimiento de pobres, sacaron a los cautivos, y a la
tarde se volvieron a Madrid, echando por delante a Benina y Almudena. No
quiso Dios que la vuelta fuese tan feliz como la ida, porque uno de los
ciclistas, llamado, y no por mal nombre, _Pedro Minio_, de la piel del
diablo, había empinado el codo más de la cuenta en el almuerzo, y dio en
hacer gracias con la máquina, metiéndose y sacándose por angosturas
peligrosas, hasta que en uno de aquellos pasos fue a estrellarse contra
un árbol, y se estropeó una mano y un pie, quedándose inutilizado para
continuar _pedaleando_. No pararon aquí las desdichas, y más acá de la
Puerta de Hierro, ya cerca de los Viveros, el corcel de Frasquito, que
sin duda estaba ya cargado del vertiginoso girar con que las bicicletas
pasaban y repasaban delante de sus ojos, sintiéndose además mal
gobernado, quiso emanciparse de un jinete ridículo y fastidioso. Pasaron
unas carretas de bueyes con carga de retama y carrasca para los hornos
de Madrid, y ya fuera que se espantase el jaco, ya que fingiera el
espanto, ello es que empezó a dar botes y más botes, hasta que logró
despedir hacia las nubes a su elegante caballero. Cayó el pobre Ponte
como un saco medio vacío, y en el suelo se quedó inmóvil, hasta que
acudieron sus amigos a levantarle. Herida no tenía, y por fortuna
tampoco sufrió golpe de cuidado en la cabeza, porque conservaba su
conocimiento, y en cuanto le pusieron en pie empezó a dar voces, rojo
como un pavo, apostrofando al carretero que, según él, había tenido la
culpa del _siniestro_. Aprovechando la confusión, el caballo, ansioso de
libertad, escapó desbocado hacia Madrid, sin dejarse coger de los
transeúntes que lo intentaron, y en pocos minutos Zapata y sus amigos le
perdieron de vista.

Ya habían traspuesto Benina y Almudena, en su tarda andadura, la línea
de los Viveros, cuando la anciana vio pasar veloz como el viento, el
jamelgo de Ponte, y comprendió lo que había pasado. Ya se lo temía ella,
porque no estaba Frasquito para tales bromas, ni su edad le consentía
tan ridículos alardes de presunción. Mas no quiso detenerse a saber lo
cierto del lance, porque anhelaba llegar pronto a Madrid para que
descansase Almudena, que sufría de calenturas y se hallaba extenuado.
Paso a paso avanzaron en su camino, y en la Puerta de San Vicente, ya
cerca de anochecido, sentáronse a descansar, esperando ver pasar a los
expedicionarios con la víctima en una parihuela. Pero no viéndoles en
más de media hora que allí estuvieron, continuaron su camino por la
Virgen del Puerto, con ánimo de subir a la calle Imperial por la de
Segovia. En lastimoso estado iban los dos: Benina descalza, desgarrada y
sucia la negra ropa; el moro envejecido, la cara verde y macilenta; uno
y otro revelando en sus demacrados rostros el hambre que habían
padecido, la opresión y tristeza del forzado encierro en lo que más
parece mazmorra que hospicio.

No podía apartar la Nina de su pensamiento la imagen de Doña Paca, ni
cesaba de figurarse, ya de un modo, ya de otro, el acogimiento que en su
casa tendría. A ratos esperaba ser recibida con júbilo; a ratos temía
encontrar a Doña Francisca furiosa por el aquel de haber ella pedido
limosna, y, sobre todo, por andar con un moro. Pero nada ponía tanta
confusión y barullo en su mente como la idea de las novedades que había
de encontrar en la familia, según Antonio con vagas referencias le
dijera al salir del Pardo. ¡Doña Paca, y él, y Obdulia eran ricos!
¿Cómo? Ello fue cosa súbita, traída de la noche a la mañana por D.
Romualdo... ¡Vaya con Don Romualdo! Le había inventado ella, y de los
senos obscuros de la invención salía persona de verdad, haciendo
milagros, trayendo riquezas, y convirtiendo en realidades los soñados
dones del Rey _Samdai_ ¡Quia! Esto no podía ser. Nina desconfiaba,
creyendo que todo era broma del guasón de Antoñito, y que en vez de
encontrar a Doña Francisca nadando en la abundancia, la encontraría
ahogándose, como siempre, en un mar de trampas y miserias.



XXXVIII


Temblorosa llegó a la calle Imperial, y habiendo mandado al moro que se
arrimara a la pared y la esperase allí, mientras ella subía y se
enteraba de si podía o no alojarle en la que fue su casa, le dijo
Almudena: «No _bandonar_ tú mí, _amri_.

--¿Pero estás loco? ¿Abandonarte yo ahora que estás malito, y los dos
andamos tan de capa caída? No pienses tal desatino, y aguárdame. Te
pondré ahí enfrente, a la entrada de la calle de la Lechuga.

--¿No _n'gañar_ tú mí? ¿_Golver_ ti _pronta_?

--En seguidita que vea lo que ocurre por arriba, y si está de buen temple
mi Doña Paca».

Subió Nina sin aliento, y con gran ansiedad tiró de la campanilla.
Primera sorpresa: le abrió la puerta una mujer desconocida, jovenzuela,
de tipito elegante, con su delantal muy pulcro. Benina creía soñar. Sin
duda los demonios habían levantado en peso la casa para cargar con ella,
dejando en su lugar otra que parecía la misma y era muy diferente. Entró
la prófuga sin preguntar, con no poco asombro de Daniela, que al pronto
no la conoció. ¿Pero qué significaban, qué eran, de dónde habían salido
aquellos jardines, que formaban como alameda de preciosos arbustos desde
la puerta, en todo lo largo del pasillo? Benina se restregaba los ojos,
creyendo hallarse aún bajo la acción de las estúpidas somnolencias del
Pardo, en las fétidas y asfixiantes cuadras. No, no; no era aquella su
casa, no podía ser, y lo confirmaba la aparición de otra figura
desconocida, como de cocinera fina, bien puesta, de semblante
altanero... Y mirando al comedor, cuya puerta al extremo del pasillo se
abría, vio... ¡Santo Dios, qué maravilla, qué cosa...! ¿Era sueño? No,
no, que bien segura estaba de verlo con los ojos corporales. Encima de
la mesa, pero sin tocar a ella, como suspendido en el aire, había _un
montón_ de piedras preciosas, con diferentes brillos, luces y matices,
encarnadas unas, azules o verdes otras. ¡Jesús, qué preciosidad! ¿Acaso
Doña Paca, más hábil que ella, había efectuado el conjuro del rey
_Samdai_, pidiéndole y obteniendo de él las carretadas de diamantes y
zafiros? Antes de que pudiera comprender que todo aquel centellear de
vidrios procedía de los colgajos de la lámpara del comedor, iluminados
por una vela que acababa de encender Doña Paca para revisar los
cuchillos que de la casa de préstamos acababa de traerle Juliana,
apareció esta en la puerta del comedor, y cortando el paso a la pobre
vieja, le dijo entre risueña y desabrida:

--«Hola, Nina, ¿tú por aquí? ¿Has parecido ya? Creímos que te habías ido
al Congo... No pases, no entres; quédate ahí, que nos vas a poner
perdidos los suelos, lavados de esta tarde... ¡Bonita vienes!... Quita
allá esas patas, mujer, que manchas los baldosines...

--¿En dónde está la señora?--dijo Nina, volviendo a mirar los diamantes y
esmeraldas, y dudando ya que fueran efectivos.

--La señora está aquí... Pero te dice que no pases, porque vendrás llena
de miseria...».

En aquel momento apareció por otro lado la señorita Obdulia, chillando:
«Nina, bien venida seas; pero antes de que entres en casa, hay que
fumigarte y ponerte en la colada... No, no te arrimes a mí. ¡Tantos días
entre pobres inmundos!... ¿Ves qué bonito está todo?».

Avanzó Juliana hacia ella sonriendo; pero al través de la sonrisa, hubo
de vislumbrar Nina la autoridad que la ribeteadora había sabido
conquistar allí, y se dijo: «Esta es la que ahora manda. Bien se le
conoce el despotismo». A las arrogancias revestidas de benevolencia con
que la acogió la tirana, respondió Nina que no se iría sin ver a su
señora.

«Mujer, entra, entra--murmuró desde el fondo del comedor, con voz ahogada
por los sollozos la señora Doña Francisca Juárez.

Manteniéndose en la puerta, le contestó Benina con voz entera: «Aquí
estoy, señora, y como dicen que mancho los baldosines, no quiero pasar;
digo que no paso... Me han sucedido cosas que no le quiero contar por no
afligirla... Lleváronme presa, he pasado hambres... he padecido
vergüenzas, malos tratos... Yo no hacía más que pensar en la señora, y
en si tendría también hambre, y si estaría desamparada.

--No, no, Nina: desde que te fuiste, ¡mira qué casualidad! entró la
suerte en mi casa... Parece un milagro, ¿verdad? ¿Te acuerdas de lo que
hablábamos, aburriditas en esta soledad, ¡ay! en aquellas noches de
miseria y sufrimientos? Pues el milagro es una verdad, hija, y ya puedes
comprender que nos lo ha hecho tu Don Romualdo, ese bendito, ese
arcángel, que en su modestia no quiere confesar los beneficios que tú y
yo le debemos... y niega sus méritos y virtudes... y dice que no tiene
por sobrina a Doña Patros... y que no le han propuesto para Obispo...
Pero es él, es él, porque no puede haber otro, no, no puede haberlo, que
realice estas maravillas».

Nina no contestó sílaba, y arrimándose a la puerta, sollozaba.

«Yo de buena gana te recibiría otra vez aquí--afirmó Doña Francisca, a
cuyo lado, en la sombra, se puso Juliana, sugiriéndole por lo bajo lo
que había de decir--; pero no cabemos en casa, y estamos aquí muy
incómodas... Ya sabes que te quiero, que tu compañía me agrada más que
ninguna... pero... ya ves... Mañana estaremos de mudanza, y se te hará
un hueco en la nueva casa... ¿Qué dices? ¿Tienes algo que decirme? Hija,
no te quejarás: ten presente que te fuiste de mala manera, dejándome sin
una miga de pan en casa, sola, abandonada... ¡Vaya con la Nina!
Francamente, tu conducta merece que yo sea un poquito severa contigo...
Y para que todo hable en contra tuya, olvidaste los sanos principios que
siempre te enseñé, largándote por esos mundos en compañía de un
morazo... Sabe Dios qué casta de pájaro será ese, y con qué sortilegios
habrá conseguido hacerte olvidar las buenas costumbres. Dime,
confiésamelo todo: ¿le has dejado ya?

--No, señora.

--¿Le has traído contigo?

--Sí, señora. Abajo está esperándome.

--Como eres así, capaz te creo de todo... ¡hasta de traérmele a casa!

--A casa le traía, porque está enfermo, y no le voy a dejar en medio de
la calle--replicó Benina con firme acento.

--Ya sé que eres buena, y que a veces tu bondad te ciega y no miras por
el decoro.

--Nada tiene que ver el decoro con esto, ni yo falto porque vaya con
Almudena, que es un pobrecito. Él me quiere a mí... y yo le miro como un
hijo».

La ingenuidad con que expresaba Nina su pensamiento no llegó a penetrar
en el alma de Doña Paca, que sin moverse de su asiento, y con los
cuchillos en la falda, prosiguió diciéndole:

«No hay otra como tú para componer las cosas, y retocar tus faltas hasta
conseguir que parezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina; reconozco
tus buenas cualidades, y no te abandonaré nunca.

--Gracias, señora, muchas gracias.

--No te faltará qué comer, ni cama en qué dormir. Me has servido, me has
acompañado, me has sostenido en mi adversidad. Eres buena, buenísima;
pero no abuses, hija; no me digas que venías a casa con el moro _de los
dátiles_, porque creeré que te has vuelto loca.

--A casa le traía, sí, señora, como traje a Frasquito Ponte, por
caridad... Si hubo misericordia con el otro, ¿por qué no ha de haberla
con este? ¿O es que la caridad es una para el caballero de levita, y
otra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo así, yo no distingo... Por
eso le traía; y si a él no le admite, será lo mismo que si a mí no me
admitiera.

--A ti siempre... digo, siempre no... quiero decir... es que no tenemos
hueco en casa... Somos cuatro mujeres, ya ves... ¿Volverás mañana?
Coloca a ese desdichado en una buena fonda... no, ¡qué disparate! en el
Hospital... No tienes más que dirigirte a D. Romualdo... Dile de mi
parte que yo le recomiendo... que lo mire como cosa mía... ¡ay, no sé lo
que digo!... como cosa tuya, y tan tuya... En fin, hija, tú verás...
Puede que os alberguen en la casa del Sr. de Cedrón, que debe ser muy
grande... tú me has dicho que es un casetón enorme que parece un
convento... Yo, bien lo sabes, como criatura imperfecta, no tengo la
virtud en el grado heroico que se necesita para alternar con la
pobretería sucia y apestosa... No, hija, no: es cuestión de estómago y
de nervios... De asco me moriría, bien lo sabes. ¡Pues digo, con la
miseria que traerás sobre ti!... Yo te quiero, Nina; pero ya conoces mi
estómago... Veo una mota en la comida, y ya me revuelvo toda, y estoy
mala tres días... Llévate tu ropa, si quieres mudarte... Juliana te dará
lo que necesites... ¿Oyes lo que te digo? ¿Por qué callas? Ya, ya te
entiendo. Te haces la humilde para disimular mejor tu soberbia... Todo
te lo perdono; ya sabes que te quiero, que soy buena para ti... En fin,
tú me conoces... ¿Qué dices?

--Nada, señora, no he dicho nada, ni tengo nada que decir--murmuró Nina
entre dos suspiros hondos--. Quédese con Dios.

--Pero no te irás enojada conmigo--añadió con trémula voz Doña Paca,
siguiéndola a distancia en su lenta marcha por el pasillo.

--No, señora... ya sabe que yo no me enfado...--replicó la anciana
mirándola más compasiva que enojada--. Adiós, adiós».

Obdulia condujo a su madre al comedor diciéndole: «¡Pobre Nina!... Se
va. Pues mira, a mí me habría gustado ver a ese moro Muza y hablar con
él... ¡Esta Juliana, que en todo quiere meterse!...».

Atontada por crueles dudas que desconcertaban su espíritu, Doña
Francisca no pudo expresar ninguna idea, y siguió revisando los
cubiertos desempeñados. En tanto, Juliana, conduciendo a la Nina hasta
la puerta con suave opresión de su mano en la espalda de la mendiga, la
despidió con estas afectuosas palabras: «No se apure, _señá_ Benina, que
nada ha de faltarle... Le perdono el duro que le presté la semana
pasada, ¿no se acuerda?

--Señora Juliana, sí que me acuerdo. Gracias.

--Pues bien: tome además este otro duro para que se acomode esta noche...
Váyase mañana por casa, que allí encontrará su ropa...

--Señora Juliana, Dios se lo pague.

--En ninguna parte estará usted mejor que en la _Misericordia_, y si
quiere, yo misma le hablaré a D. Romualdo, si a usted le da vergüenza.
Doña Paca y yo la recomendaremos... Porque mi señora madre política ha
puesto en mí toda su confianza, y me ha dado su dinero para que se lo
guarde... y le gobierne la casa, y le _suministre_ cuanto pueda
necesitar. Mucho tiene que agradecer a Dios por haber caído en estas
manos...

--Buenas manos son, señora Juliana.

--Vaya por casa, y le diré lo que tiene que hacer.

--Puede que yo lo sepa sin necesidad de que usted me lo diga.

--Eso usted verá... Si no quiere ir por casa...

--Iré.

--Pues, _señá_ Benina, hasta mañana.

--Señora Juliana, servidora de usted».

Bajó de prisa los gastados escalones, ansiosa de verse pronto en la
calle. Cuando llegó junto al ciego, que en lugar próximo le esperaba, la
pena inmensa que oprimía el corazón de la pobre anciana reventó en un
llorar ardiente, angustioso, y golpeándose la frente con el puño
cerrado, exclamó: «¡Ingrata, ingrata, ingrata!

--No _yorar_ ti, _amri_--le dijo el ciego cariñoso, con habla sollozante--.
Señora tuya mala ser, tú _ángela_.

--¡Qué ingratitud, Señor!... ¡Oh mundo... oh miseria!... Afrenta de Dios
es hacer bien...

--_Dir_ nosotros _luejos_... _dirnos_, _amri_... _Dispreciar_ ti _mondo_
malo.

--Dios ve los corazones de todos; el mío también lo ve... Véalo, Señor de
los cielos y la tierra, véalo pronto».



XXXIX


Dicho lo que antecede, se limpió las lágrimas con mano temblorosa, y
pensó en tomar las resoluciones de orden práctico que las circunstancias
exigían.

«_Dirnos_, _dirnos_--replicó Almudena cogiéndola del brazo.

--¿A dónde?--dijo Nina con aturdimiento--. ¡Ah! lo primero a casa de D.
Romualdo».

Y al pronunciar este nombre se quedó un instante lela, enteramente
idiota.

--«_R'maldo_ mentira--declaró el ciego.

--Sí, sí, invención mía fue. El que ha llevado tantas riquezas a la
señora será otro, algún D. Romualdo de pega... hechura del demonio...
No, no, el de pega es el mío... No sé, no sé. Vámonos, Almudena.
Pensemos en que tú estás malo, que necesitas pasar la noche bien
abrigadito. La _señá_ Juliana, que es la que ahora corta el queso en la
casa de mi señora, y todo lo suministra... en buen hora sea... me ha
dado este duro. Te llevaré a los palacios de Bernarda, y mañana
veremos.

--Mañana, _dir_ nosotros _Hierusalaim_.

--¿A dónde has dicho? ¿A Jerusalén? ¿Y dónde está eso? ¡Vaya, que querer
llevarme a ese punto, como si fuera, un suponer, Jetafe o Carabanchel de
Abajo!

--_Luejos_, _luejos_... tú casar _migo_ y ser _tigo migo_ uno. _Dirnos_
Marsella por caminos pidiendo... En Marsella _vapora_... pim, pam...
Jaffa... _¡Hierusalaim!_... Casarnos por _arreligión_ tuya, por
_arreligión_ mía... _quierer_ tú... _Veder_ tú _sepolcro_; entrar
tú _S'nagoga_ rezar _Adonai_...

--Espérate, hijo, ten un poco de calma, y no me marees con las
invenciones de tu cabeza _deliriosa_. Lo primero es que te pongas bueno.

--Mí estar bueno... mí no _c'lentura_ ya... mí _contentada_. Tú _viener
migo_ siempre, por _mondo_ grande, _caminas mochas_, _libertanza_, mar,
_terra_, _legría mocha_...

--Muy bonito; pero ahora caigo en la cuenta de que tú y yo tenemos
hambre, y entraremos a cenar en cualquier taberna. Si te parece, aquí en
la Cava Baja...

--_Onde quierer_ tú, yo _quierer_...».

Cenaron con relativo contento, y Almudena no cesaba de ponderar las
delicias de irse juntitos a Jerusalén, pidiendo limosna por tierra y por
mar, sin prisa, sin cuidados. Tardarían meses, medio año quizás; pero al
fin darían con sus cuerpos en la Palestina, aunque la emprendiesen por
la vía terrestre hasta Constantinopla. ¡Pues no había pocos países
bonitos que recorrer! Objetaba Nina que ella tenía ya los huesos duros
para correría tan larga, y el africano, no sabiendo ya cómo convencerla,
le decía: «_Ispania terra n'gratituda_... _Correr luejos_, _juyando de
n'gratos_ ellos».

En cuanto cenaron se recogieron en casa de Bernarda, dormitorios de
abajo, a dos reales cama. Muy tranquilo estuvo Almudena toda la noche,
sin poder coger el sueño, delirando con el viajecito a Jerusalén; y
Benina, por ver de calmarle, mostrábase dispuesta a emprender tan larga
peregrinación. Inquieto y dolorido, cual si la cama fuera de zarzas
punzadoras, Mordejai no hacía más que volverse de un lado para otro,
quejándose de ardores en la piel y de picazones molestísimas, las cuales
no eran motivadas, dicha sea la verdad, por cosa alguna tocante a la
miseria que se combate con polvos insecticidas. Ello provenía quizás de
un extraño giro que la fiebre tomaba, y que se manifestó a la mañana
siguiente en un rojo sarpullo en brazos y piernas. El infeliz se rascaba
con desesperación, y Benina le llevó a la calle, con la esperanza de que
el aire libre y el ejercicio le servirían de alivio. Después de vagar
pidiendo, por no perder la costumbre, fueron a la calle de San Carlos, y
subió Benina a ver a Juliana, que allí le tenía su ropa, y se la dio en
un lío, diciéndole que mientras gestionaban para que fuese recogida en
la _Misericordia_, se albergara en cualquier casa barata, con o sin el
_hombre_, aunque mejor le estaba, para su decoro, dejarse de compañía y
tratos tan indecentes. Añadió que en cuanto se limpiara bien de toda la
inmundicia que había traído del Pardo, podía ir a visitar a Doña Paca,
que gozosa la recibiría; pero que no pensase en volver a su lado, porque
los hijos se oponían a ello, atentos a que su mamá estuviese bien
servida, y _suministrada_ con regularidad. Con todo se mostró conforme
la buena mujer, que en ello veía una voluntad superior incontrastable.

No era mala persona Juliana; dominante, eso sí, ávida de mostrar las
grandes dotes de gobierno que le había dado Dios, mujer que no soltaba a
dos tirones la presa caída en sus manos. Pero no carecía de amor al
prójimo, se compadecía de Benina, y habiéndole dicho esta que el moro la
esperaba en la calle, quiso verle y juzgarle por sus propios ojos. Que
la traza del pobre africano le pareció lastimosa, se conoció en el gesto
que hizo, en la cara que puso, y en el acento con que dijo: «Ya le
conocía yo a este, de verle pedir en la calle del Duque de Alba. Es buen
punto, y muy enamorado. ¿Verdad, Sr. Almudena, que le gustan a usted las
chicas?

--Gustar mí _B'nina_, _amri_...

--Ajajá... Pobre Benina, ¡no se le ha sentado mala mosca! Si lo hace por
caridad, de veras digo que es usted una santa.

--El pobrecito está enfermo, y no puede valerse».

Y como el morito, acometido de violentísimas picazones en brazos y
pecho, hiciera garras de sus dedos para rascarse con gana, la
ribeteadora se acercó para mirarle los brazos, que había desnudado de la
manga. «Lo que tiene este hombre--dijo con espanto--es lepra... ¡Jesús,
qué lepra, _seña_ Benina! He visto otro caso: un pobre, del Moro
también, mendigo él, de Orán él, que pedía en Puerta Cerrada, junto al
taller de mi padrastro. Y se puso tan perdido, que no había cristiano
que se le acercara, y ni en los santos Hospitales le querían recibir...

«Picar, picar _mocha_--era lo único que Almudena decía, pasando las uñas
desde el hombro a la mano, como se pasaría un peine por la madeja.

Disimulando su asco, por no lastimar a la infeliz pareja, Juliana dijo a
Nina: «¡Pues no le ha caído a usted mala incumbencia con este tipo! Mire
que esa sarna se pega. Buena se va usted a poner, sí señora; buena,
bonita y barata... O es usted más boba que el que asó la manteca, o no
sé lo que es usted».

Con miradas no más expresó Nina su lástima del pobre ciego, su decisión
de no abandonarle, y su conformidad con todas las calamidades que
quisiera enviarle Dios. Y en esto, Antonio Zapata, que a su casa volvía,
vio a su mujer en el grupo; llegose a ella presuroso, y enterado de lo
que hablaban, aconsejó a Benina que llevara al moro a la consulta de
enfermedades dermatológicas en San Juan de Dios.

«Más cuenta le tiene--afirmó Juliana--mandarle para su tierra.

--_Luejos_, _luejos_--dijo Almudena--. _Dir_ nos _Hierusalaim_.

--No está mal. 'De Madrid a Jerusalén, o la familia del tío Maroma...'.
Bueno, bueno. A otra cosa, mujercita mía, no pegues y escucha. No he
podido hacer tus encargos, porque... te digo que no pegues.

--Porque te has ido al billar, granuja... Sube, sube, y ajustaremos
cuentas.

--No subo porque tengo que volver a los carros de pateta.

--¿Qué dices, granuja?

--Que no va el carro grande por menos de cuarenta reales, y como me
mandaste que no pasase de treinta...

--Tendré yo que verlo. Estos hombres no sirven mas que de estorbo,
¿verdad, Nina?

--Verdad. ¿Y qué es? ¿Se muda la señora?

--Sí, mujer; pero ya no podrá ser hasta mañana, porque este marido tonto
que me ha dado Dios, salió antes de las ocho a tomar la casa y avisar el
carro, y ya ve usted a qué hora se descuelga por aquí, con todo ese
cuajo, sin haber hecho nada.

--Bastante he corrido, chica: A las nueve entraba yo en casa de mamá con
el contrato para que lo firmara. Ya ves si ganábamos tiempo. ¿Pero tú
sabes el que he perdido con Frasquito Ponte, que nos ha dado una tabarra
tremenda? Como que tuvimos que llevarle a su casa Polidura y yo con
grandísimo trabajo. ¡Dios, cómo está el hombre, y qué barullo tiene en
la cabeza desde el batacazo de ayer!».

Igualmente interesadas Benina y Juliana en la buena o mala suerte del
hijo de Algeciras, oyeron atentas lo que Antonio les refirió de las
consecuencias funestísimas de la caída del jinete en el camino del
Pardo. Cuando le vieron en tierra, despedido por el jaco, pensaron todos
que en aquel crítico instante había terminado la existencia mortal del
pobre caballero. Pero al levantarle, recobró Frasquito, como quien
resucita, el movimiento y la palabra, y asegurando no haber recibido
golpe en la cabeza, que era lo más delicado, y palpándose en distintas
partes del cráneo, les dijo: «Nada, nada, señores, tóquenme y no
hallarán el más ligero chichón». De brazos y piernas, si al principio
pareció haber salido con suerte, pues hueso roto seguramente no tenía, a
poco de echar a andar cojeaba horrorosamente de la pierna izquierda,
efecto, sin duda, del violento choque contra el suelo. Pero lo más
extraño fue que, al ser puesto en pie, rompió en una charla incoherente,
impetuosa, roja la cara como un tomate, vibrante y entrecortada la
lengua. Lleváronle a su casa en coche, creyendo que un reposo absoluto
le restablecería; frotáronle todo el cuerpo con árnica, le acostaron, se
fueron... Pero el maldito, según les dijo después la patrona, no bien se
quedó solo, vistiose precipitadamente, y echándose a la calle se fue a
casa de Boto, y allí estuvo hasta muy tarde, _metiéndose con todo el
mundo_, y provocando con destempladas insolencias a los pacíficos
parroquianos. Tan contrario era esto al natural plácido de Frasquito, y
a su timidez y buena educación, que seguramente había perturbación
cerebral grave, por causa del batacazo. No se sabe dónde pasó el resto
de la noche: se cree que estuvo alborotando en las calles de Mediodía
Grande y Chica. Ello es que a poco de llegar Antonio y Polidura a la
casa de Doña Francisca, entró Frasquito muy alborotado, el rostro
encendido, brillantes los ojos, y con gran sorpresa y consternación de
las señoras, empezó a soltar de su boca, un poco torcida, atroces
disparates. Combinando la maña con la fuerza, pudieron sacarle de allí y
volverle a su casa, donde le dejaron, encargando a la patrona que le
sujetara si podía, y que hiciera por darle de comer. Entre otras
tenacidades monomaniacas, tenía la de que su honor le demandaba pedir
explicaciones al moro por el inaudito agravio de suponer, de afirmar en
público que él, Frasquito, hacía la corte a Benina. Más de veinte veces
se arrancó hacia la calle de Mediodía Grande, procurando ver al Sr. de
Almudena, decidido a entregarle su tarjeta; pero el africano escurría el
bulto y no se dejaba ver por ninguna parte. Claro: se había ido a su
tierra, huyendo de la furia de Ponte... pero él estaba decidido a no
parar hasta descubrirle, y obligarle a cumplir como caballero, aunque se
escondiese en el último rincón del Atlas.

«Si _venier_ mí _galán bunito_--dijo el moro riendo tan estrepitosamente,
que los extremos de su boca se le enganchaban en las orejas--, dar mí él
_patás mochas_.

--¡Pobre D. Frasquito... cuitado, alma de Dios!--exclamó Nina cruzando las
manos--. Yo me temía que parara en esto...

--¡Valiente estantigua!--dijo la Juliana--. ¿Y a nosotros qué nos importa
que ese viejo pintado se chifle o no se chifle? ¿Sabéis lo que os digo?
Pues que todo eso proviene de las drogas que se pone en la cara, lo cual
que son venenosas y atacan al sentido. Ea, no perdamos el tiempo.
Antonio, vuélvete a la calle Imperial, diles que preparen todo, y yo iré
_al carro_ a ver si lo arreglo para esta tarde. Nina, vete con Dios, y
cuidado no se te pegue... ¿sabes? ¡Ay, hija, se te pegará, por mucho
aseo que tengas! ¿Ves? ya empiezas a sufrir las consecuencias del mal
paso... por no hacer caso de mí. Doña Paca me dijo que te permitiera ir
allá. Quiere verte: ¡pobre señora! Yo le di mi conformidad, y hoy
pensaba llevarte conmigo... pero ya no me atrevo, hija, ya no me atrevo.
Habiendo de por medio esta pestilencia, no puedes rozarte... Yo había
determinado que fueras todos los días a recoger la comida sobrante en
casa de la que fue tu ama.

--¿Y ya no...?

--Sí, sí: la comida es tuya... pero... verás lo que debes hacer... te
llegas al portal a la hora que yo te fije, y mi prima Hilaria te la
bajará y te la dará... acercándose a ti lo menos que pueda... Ya
comprendes... cada una tiene su escrúpulo... No todos los estómagos son
como el tuyo, Nina, a prueba de bomba... con que...

--Comprendo... señora Juliana. Quédese con Dios».



XL


Las adversidades se estrellaban ya en el corazón de Benina, como las
vagas olas en el robusto cantil. Rompíanse con estruendo, se quebraban,
se deshacían en blancas espumas, y nada más. Rechazada por la familia
que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin
cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud
tan notoria le produjo; su conciencia le dio inefables consuelos: miró
la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la
ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su
espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo;
sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno
material. Mas las satisfacciones íntimas de la victoria no la privaron
de su don de gobierno, y atenta a las cosas materiales, acudió, al poco
rato de apartarse de Juliana, a resolver lo más urgente en lo que a la
vida corporal de ambos se refería. Era indispensable buscar albergue;
después trataría de curar a Mordejai de su sarna o lo que fuese, pues
abandonarle en tan lastimoso estado no lo haría por nada de este mundo,
aunque ella se viera contagiada del asqueroso mal. Dirigiose con él a
Santa Casilda, y hallando desocupado el cuartito que antes ocupó el moro
con la Petra, lo tomó. Felizmente, la borracha se había ido con Diega a
vivir en la Cava de San Miguel, detrás de la Escalerilla. Instalados en
aquel escondrijo, que no carecía de comodidades, lo primero que hizo la
anciana alcarreña fue traer agua, toda el agua que pudo, y lavarse bien
y jabonarse el cuerpo; costumbre antigua en ella, que siempre que podía
practicaba en casa de Doña Francisca. Luego se vistió de limpio. El
bienestar que el aseo y la frescura daban a su cuerpo, se confundía en
cierto modo con el descanso de su conciencia, en la cual también sentía
algo como absoluta limpieza y frescor confortante.

Dedicose luego al arreglo de la casa, y con el poquito dinero que tenía
hizo su compra, y le preparó a Mordejai una buena comida. Pensaba
llevarlo a la consulta al día siguiente, y así se lo dijo, mostrándose
el ciego conforme en todo con lo que la voluntad de ella quisiese
determinar. Mientras comían, le entretuvo y alentó con esperanzas y
palabras dulces, ofreciéndole ir, como él deseaba, a Jerusalén o un
poquito más allá, en cuanto recobrara la salud. Mientras no se le
quitara el sarpullo, no había que pensar en viajes. Se estarían quietos,
él en casa, ella saliendo a pedir sola todos los días para ver de sacar
con qué vivir, que seguramente Dios no les dejaría morir de hambre. Tan
contento se puso el ciego con el plan concebido y propuesto por su
inteligente amiga, y con sus afectuosas expresiones, que rompió a cantar
la melopea arábiga que ya le oyó Benina en el vertedero; pero como al
huir de la pedrea había perdido el guitarrillo, no pudo acompañarse del
son de aquel tosco instrumento. Después propuso a su compañera que
echase el sahumerio, y ella lo hizo de buena gana, pues el humazo
saneaba y aromatizaba la pobre habitación.

Salieron al día siguiente para la consulta; pero como les designaran
para esta una hora de la tarde, entretuvieron la primera mitad del día
pordioseando en varias calles, siempre con mucho cuidado de los
guindillas, por no caer nuevamente en poder de los que echan el lazo a
los mendigos, cual si fueran perros, para llevarlos al depósito, donde
como a perros les tratan. Debe decirse que el ingrato proceder de Doña
Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad
de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz
señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en
tantos años. Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevada de esta
querencia, se llegó a la calle de la Lechuga para atisbar a distancia
discreta si la familia estaba en vías de mudanza, o se había mudado ya.
¡Qué a tiempo llegó! Hallábase en la puerta el carro, y los mozos metían
trastos en él con la bárbara presteza que emplean en esta operación.
Desde su atalaya reconoció Benina los muebles decrépitos, derrengados, y
no pudo reprimir su emoción al verlos. Eran casi suyos, parte de su
existencia, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de sus penas y
alegrías; pensaba que si se acercase, los pobres trastos habían de
decirle algo, o que llorarían con ella. Pero lo que la impresionó
vivamente fue ver salir por el portal a Doña Paca y a Obdulia, con
Polidura y Juliana, como si se fueran a la casa nueva, mientras las
criadas elegantes se quedaban en la antigua, disponiendo la recogida y
transporte de las menudencias, y de toda la morralla casera.

Turbada y confusa, Nina se escondió en un portal, para ver sin ser
vista. ¡Qué desmejorada encontró a Doña Francisca! Llevaba un vestido
nuevo; pero de tan nefanda hechura, como cortado y cosido de prisa, que
parecía la pobre señora vestida de limosna. Cubría su cabeza con un
manto, y Obdulia ostentaba un sombrerote con disformes ringorrangos y
plumas. Andaba Doña Paca lentamente, la vista fija en el suelo,
abrumada, melancólica, como si la llevaran entre guardias civiles. La
_niña_ reía, charlando con Polidura. Detrás iba Juliana _arreándolos_ a
todos, y mandándoles que fueran de prisa por el camino que les marcaba.
No le faltaba más que el palo para parecerse a los que en vísperas de
Navidad conducen por las calles las manadas de pavos. ¡Cómo se clareaba
el despotismo hasta en sus menores movimientos! Doña Paca era la res
humilde que va a donde la llevan, aunque sea al matadero; Juliana el
pastor que guía y conduce. Desaparecieron en la Plaza Mayor, por la
calle de Botoneras... Benina dio algunos pasos para ver el triste
ganado, y cuando lo perdió de vista, se limpió las lágrimas que
inundaban su rostro.

«¡Pobre señora mía!--dijo al ciego en cuanto se reunió con él--. La quiero
como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para
ella, y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas, y yo le perdonaba
las suyas... ¡Qué triste va, quizás pensando en lo mal que se ha portado
con la Nina! Parece que está peor del reúma, por lo que cojea, y su cara
es de no haber comido en cuatro días. Yo la traía en palmitas, yo la
engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria, y poniendo mi
cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y
costumbre... En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos,
Almudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que te pongas bueno pronto para
tomar el caminito a Jerusalén, que no me asusta ya por lejos. Andando,
andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado
sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro
sacamos la certeza de que todo es lo mismo, y que las partes del mundo
son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse, que en donde
quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud,
egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo
que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen
aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como
los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con
nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros...
Vámonos hacia el Hospital, y no te pongas triste.

--Mí no triste--dijo Almudena--; estar _tigo contentado_... tú saber como
Dios cosas _tudas_, y yo _quirier_ ti como _ángela bunita_... Y si no
_quierer_ tú casar _migo_, ser tú _madra_ mía, y yo niño tuyo _bunito_.

--Bueno, hombre; me parece muy bien.

--Y tú _com_ palmera _D'sierto granda_, _bunita_; tú _com zucena
branca_... _llirio tú_... Mí _dicier_ ti _amri_: alma mía».

Mientras iba la infeliz pareja camino del Hospital, Doña Paca y su
séquito, en dirección distinta, se aproximaban a su nueva casa, calle de
Orellana: un tercero limpio, con los papeles y estucos nuevecitos,
buenas luces, ventilación, cocina excelente, y precio acomodado a las
circunstancias. Pareciole muy bien a Doña Francisca, cuando arriba
llegó, sofocada de la interminable escalera; y si le parecía mal,
cuidaba de no manifestarlo, abdicando en absoluto su voluntad y sus
opiniones. El flexible, más que flexible, blanducho carácter de la
viuda, se adaptaba al sentir y al pensar de Juliana; y viendo esta que
se le metía entre los dedos aquella miga de pan, hacía bolitas con ella.
No respiraba Doña Paca sin permiso de la tirana, quien para los más
insignificantes actos de la vida, tenía no pocas órdenes que dictar a la
infeliz señora. Esta llegó a tenerle un miedo infantil; se sentía miga
blanda dentro de la mano de bronce de la ribeteadora, y en verdad que no
era sólo miedo, pues con él se mezclaba algo de respeto y admiración.

Descansaba la dama del ajetreo de aquel día, ya metidos todos los
muebles, trastos y macetas en la nueva casa, y atacada de una
intensísima tristeza que le devoraba el alma, llamó a su tirana para
decirle: «No me has explicado bien por el camino lo que hablasteis. ¿Qué
historias cuenta Nina de su moro? ¿Es este bien parecido?».

Dio Juliana las explicaciones que su súbdita le pedía, sin herir a Nina
ni ponerla en mal lugar, demostrando en esto finísimo tacto.

«Y quedasteis... en que no puede venir a verme, por temor a que nos
contagie de esa peste asquerosa. Has hecho bien. Si no es por ti, me
vería expuesta, sabe Dios, a que se nos pegara la pestilencia...
Quedasteis también en que recogería las sobras de la comida. Pero esto
no basta, y yo tendría mucho gusto en señalarle una cantidad, por
ejemplo, una peseta diaria. ¿Qué dices?

--Digo que si empezamos con esas bromas, señora Doña Paca, pronto
volveremos a _Peñaranda_. No, no: una peseta es una peseta... Bastante
tiene la Nina con dos reales. Así lo he pensado, y si usted dispone otra
cosa, yo me lavo las manos.

--Dos reales, dos... tú lo has dicho... y basta, sí. ¿Sabes tú los
milagros que hace Nina con media peseta?».

En esto llegó Daniela muy alarmada, diciendo que llamaba a la puerta
Frasquito; y Obdulia, que por la mirilla le había visto, opinó que no
se abriera, a fin de evitar otro escándalo como el de la calle Imperial.
Pero ¿quién le había dicho las señas del nuevo domicilio? Sin duda fue
Polidura el soplón, y Juliana hizo juramento de arrancarle una oreja.
Ocurrió el contratiempo grave de que mientras Ponte llamaba con nerviosa
furia, decidido a romper la campanilla, subió Hilaria de la calle y
abrió con el llavín, y ya no fue posible cortar el paso al intruso, que
se precipitó dentro, presentándose ante las asustadas señoras con el
sombrero metido hasta las orejas, blandiendo el bastón, la ropa en gran
detrimento y manchada de tierra y lodo. Se le había torcido la boca, y
arrastraba penosamente la pierna derecha.

«Por Dios, Frasquito--le dijo Doña Paca suplicante--, no nos alborote.
Está usted malo, y debe meterse en cama».

Y salió también Obdulia declamando enfáticamente: «Frasquito: ¡una
persona como usted, tan fina, de buena sociedad, decirnos esas cosas!...
Tenga juicio, vuelva en sí.

--Señora y _madama_--dijo Ponte desencasquetándose el sombrero con gran
dificultad--. Caballero soy y me precio de saber tratar con damas
elegantes; pero como de aquí ha salido la absurda especie, yo vengo a
pedir explicaciones. Mi honor lo exige...

--¿Y qué tenemos que ver nosotras con el honor de usted, so
espantajo?--gritó Juliana--. ¡Ea, no es persona decente quien falta a las
señoras! El otro día eran para usted emperatrices, y ahora...

--Y ahora--dijo Ponte temblando ante el enérgico acento de Juliana, como
caña batida del viento--. Y ahora... yo no falto al respeto a las
señoras. Obdulia es una dama; Doña Francisca otra dama. Pero estas
señoras damas... me han calumniado, me han herido en mis sentimientos
más puros, sosteniendo que yo hice la corte a la Benina... y que la
requerí de amores deshonestos, para que por mí y conmigo faltase a la
fidelidad que debe al caballero de la Arabia...

--¡Si nosotras no hemos dicho semejante desatino!

--Todo Madrid lo repite... De aquí, de estos salones salió la indigna
especie. Me acusan de un infame delito: de haber puesto mis ojos en un
ángel, de blancas alas célicas, de pureza inmaculada. Sepan que yo
respeto a los ángeles: si Nina fuese criatura mortal, no la habría
respetado, porque soy hombre... yo he catado rubias y morenas, casadas,
viudas y doncellas, españolas y parisienses, y ninguna me ha resistido,
porque me lo merezco... belleza permanente que soy... Pero yo no he
seducido ángeles, ni los seduciré... Sépalo usted, Frasquita; sépalo,
Obdulia... la Nina no es de este mundo... la Nina pertenece al cielo...
Vestida de pobre ha pedido limosna para mantenerlas a ustedes y a mí...
y a la mujer que eso hace, yo no la seduzco, yo no puedo seducirla, yo
no puedo enamorarla... Mi hermosura es humana, y la de ella divina; mi
rostro espléndido es de carne mortal, y el de ella de celeste luz... No,
no, no la he seducido, no ha sido mía, es de Dios... Y a usted se lo
digo, Curra Juárez, de Ronda; a usted, que ahora no puede moverse, de lo
que le pesa en el cuerpo la ingratitud... Yo, porque soy agradecido, soy
de pluma, y vuelo... ya lo ve... Usted, por ser ingrata, es de plomo, y
se aplasta contra el suelo... ya lo ve...».

Consternadas hija y madre, gritaban pidiendo socorro a los vecinos. Pero
Juliana, más valerosa y expeditiva, no pudiendo sufrir con calma los
impertinentes desvaríos del desdichado Ponte, se fue hacia él furiosa,
le cogió por las solapas, y comiéndoselo con la mirada y la voz le dijo:
«Si no se marcha usted pronto de esta casa, so mamarracho, le tiro a
usted por el balcón».

Y seguramente lo habría hecho, si la Hilaria y la Daniela no cogieran al
pobre hijo de Algeciras, poniéndole en dos tirones fuera de la puerta.
Presentáronse los porteros y algunos vecinos, atraídos del alboroto, y
al ver reunida tanta gente, salieron las cuatro mujeres al rellano de la
escalera para explicar que aquel sujeto había perdido el juicio,
trocándose de la más atenta y comedida persona del mundo, en la más
importuna y desvergonzada. Bajó Frasquito renqueando hasta la meseta
próxima: allí se paró, mirando para arriba, y dijo: «Ingrata,
ingrrr...». Quiso concluir la palabra, y una violenta contorsión
denunció la inutilidad de sus esfuerzos. De su boca no salió más que un
bramido ronco, como si mano invisible le estrangulara. Vieron todos que
se le descomponían horrorosamente las facciones, los ojos se le salían
del casco, la boca se aproximaba a una de las orejas... Alzó los brazos,
exhaló un ¡ay! angustioso, y se desplomó de golpe. A la caída de su
cuerpo se estremeció de arriba abajo toda la endeble escalera.

Subiéronle entre cuatro a la casa para prestarle socorro, que ya no
necesitaba el infeliz. Reconociole Juliana, y secamente dijo: «Está más
muerto que mi abuelo».



Final


Ejemplo de los admirables efectos de la voluntad humana en el gobierno
de las grandes como de las pequeñas agrupaciones de seres, era Juliana,
mujer sin principios, que apenas sabía leer y escribir, pero que había
recibido de Naturaleza el don rarísimo de organizar la vida y regir las
acciones de los demás. Si conforme le cayó entre las manos la familia de
Zapata le hubiera tocado gobernar familia de más fuste, o una ínsula, o
un estado, habría salido muy airosa. En la ínsula de Doña Francisca
estableció con mano firme la normalidad al mes de haber empuñado las
riendas, y todos allí andaban derechos, y nadie se rebullía ni osaba
poner en tela de juicio sus irrevocables mandatos. Verdad que para
obtener este resultado precioso empleaba el absolutismo puro, el régimen
de terror; su genio no admitía ni aun observaciones tímidas: su ley era
su santísima voluntad; su lógica, el palo.

A los caracteres anémicos de la madre y los hijos no les venía mal este
sistema, ensayado ya con feliz éxito en Antonio. Tal dominio llegó a
ejercer sobre Doña Francisca, que la pobre viuda no se atrevía ni a
rezar un Padrenuestro sin pedir su venia a la dictadora, y hasta se
advertía que antes de suspirar, como tan a menudo lo hacía, la miraba
como para decirle: «No llevarás a mal que yo suspire un poquito». En
todo era obedecida ciegamente Juliana por su mamá política, menos en una
cosa. Mandábale que no estuviese siempre triste, y aunque la esclava
respondía con frases de acatamiento, bien se echaba de ver que la orden
no se cumplía. Entraba, pues, la viuda de Zapata en la normalidad
próspera de su existencia con la cabeza gacha, los ojos caídos, el mirar
vago, perdido en los dibujos de la estera, el cuerpo apoltronado,
encariñándose cada día más con la indolencia, el apetito decadente, el
humor taciturno y desabrido, las ideas negras.

A los quince días de instalarse Doña Francisca en la calle de Orellana,
juzgó la mandona que más eficaz sería su poder y mejor gobernada estaría
la familia viviendo todos juntos: general y subalternos. Trasladose,
pues, y allá fue metiendo su ajuar humilde, y sus chiquillos, y el ama,
para lo cual antes hizo hueco, echando fuera la mar de tiestos y tibores
de plantas, y poniendo en la calle a Daniela, que en rigor no servía
más que de estorbo. A sus funciones de gran canciller agregó pronto las
de doncella y peinadora de su suegra y cuñada. Así todo se quedaba en
casa.

Pero como no hay felicidad completa en este pícaro mundo, al mes, poco
más o menos, de la mudanza, señalada en las efemérides zapatescas por la
desastrosa muerte de Frasquito Ponte Delgado, empezó a resentirse
Juliana de alteraciones muy extrañas en su salud. La que por su lozana
robustez había hecho gala de compararse a las mulas, daba en la tontería
de padecer lo más contrario a su natural perfectamente equilibrado. ¿Qué
era ello? Embelecos nerviosos y ráfagas de histerismo, afecciones de que
Juliana se había reído más de una vez, atribuyéndolas a remilgos de
mujeres mimosas y a trastornos imaginarios, que, según ella, curaban los
maridos con _jarabe de fresno_.

Comenzó el mal de Juliana por insomnios rebeldes: se levantaba todas las
mañanas sin haber pegado los ojos; a los pocos días del insomnio empezó
a perder el apetito, y, por fin, al no dormir se agregaron sobresaltos y
angustiosos temores por las noches, y de día una melancolía negra,
pesada, fúnebre. Lo peor para la familia fue que con estos alifafes
enojosos no se atenuaba el absolutismo gobernante de la tirana, sino
que se agravaba. Antonio le proponía sacarla a paseo, y ella a paseo le
mandaba con cien mil pares de demonios. Hízose displicente, y también
mal hablada, grosera, insoportable.

Por fin, sus monomanías histéricas se condensaron en una sola, en la
idea de que los mellizos no gozaban de buena salud. De nada valía la
evidencia de la extraordinaria robustez de los niños. Con las
precauciones de que les rodeaba, y los cuidados prolijos y minuciosos
que en su conservación ponía, les molestaba, les hacía llorar. De noche
arrojábase del lecho asegurando que las criaturas nadaban en sangre,
degolladas por un asesino invisible. Si tosían, era que se ahogaban; si
comían mal, era que les habían envenenado.

Una mañana salió precipitadamente, con mantón y pañuelo a la cabeza, y
se fue a los barrios del Sur buscando a Benina, con quien tenía que
hablar. Y por Dios que no gastó pocas horas en encontrarla, porque ya no
vivía en Santa Casilda, sino en los quintos infiernos, o sea en la
carretera de Toledo, a mano izquierda del Puente. Allí la encontró
después de enfadosas pesquisas, dando vueltas y rodeos por aquellos
extraviados caseríos. Vivía la anciana con el moro en una casita, que
más bien parecía choza, situada en los terrenos que dominan la
carretera por el Sur. Almudena iba mejorando de la asquerosa enfermedad
de la piel; pero aún se veía su rostro enmascarado de costras
repugnantes: no salía de casa, y la anciana iba todas las mañanitas a
ganarse la vida pidiendo en San Andrés. No sorprendió poco a Juliana el
verla en buenas apariencias de salud, y además alegre, sereno el
espíritu, y bien asentado en el cimiento de la conformidad con su
suerte.

«Vengo a reñir con usted, _señá_ Benina--le dijo sentándose en una
piedra, frente a la casucha, junto a la artesa en que la pobre mujer
lavaba, a respetable distancia del ciego, echadito a la sombra--. Sí,
señora, porque usted quedó en ir a recoger la comida sobrante en nuestra
casa, y no ha parecido por allí, ni hemos vuelto a verle el pelo.

--Pues le diré, señora Juliana--replicó Nina--. Puede creerme que no ha
sido desprecio; no señora, no ha sido desprecio. Es que no lo he
necesitado. Tengo la comida de otra casa, con lo cual y lo que saco nos
basta; y así, bien puede usted dárselo a otro pobre, y para su
conciencia es lo mismo... ¿Qué quiere usted saber? ¿Que quién me da la
comida? Veo que le pica la curiosidad. Pues debo esa bendita limosna a
D. Romualdo Cedrón... le he conocido en San Andrés, donde dice la
Misa... Sí, señora: D. Romualdo, que es un santo, para que lo sepa... Y
ya estoy segura, después de mucho cavilar, que no es el D. Romualdo que
yo inventé, sino otro que se parece a él como se parecen dos gotas de
agua. Inventa unas cosas que luego salen verdad, o las verdades, antes
de ser verdades, un suponer, han sido mentiras muy gordas... Con que ya
lo sabe».

Declaró la ribeteadora que se alegraba mucho de lo que oía referir; y
que puesto que Don Romualdo la favorecía, Doña Paca y ella darían sus
sobrantes de comida a otros menesterosos. Pero algo más tenía que
decirle: «Yo estoy en deuda con usted, Benina, pues _dispuse_ que mi
madre política, a quien gobierno con una hebra de seda, le señalaría a
usted dos reales diarios... Como no nos hemos visto por ninguna parte,
no he podido cumplir con usted; pero me pesan, me pesan en la conciencia
los dos reales diarios, y aquí se los traigo en quince pesetas, que
hacen el mes completo, _señá_ Benina.

--Pues lo tomo, sí señora--dijo Nina gozosa--; que esto no es de
despreciar... Vienen a mí estas pesetillas como caídas del cielo, porque
tengo una deuda con la _Pitusa_, calle de Mediodía Grande, y lo
arreglamos dándole yo lo que fuera reuniendo, y peseta por duro de
rédito. Con esto llego a la mitad y un poquito más. Pedradas de estas me
vengan todos los días, señora Juliana. Sabe que se le agradece, y
quiera Dios dárselo en salud para sí, y para su marido y los nenes».

Con palabra nerviosa, afluente y un tanto hiperbólica, aseguró la
chulita que no tenía salud; que padecía de unos males extraños,
incomprensibles. Pero los llevaba con paciencia, sin cuidarse para nada
de su propia persona. Lo que la inquietaba, lo que hacía de su
existencia un atroz suplicio, era la idea de que enfermaran sus niños.
No era idea, no era temor: era seguridad de que Paquito y Antoñito caían
malos... se morían sin remedio.

Trató Benina de quitarle de la cabeza tales ideas; pero la otra no se
dio a partido, y despidiéndose presurosa, tomó la vuelta de Madrid.
Grande fue la sorpresa de la anciana y del moro al verla aparecer a la
mañana siguiente muy temprano, agitada, trémula, echando lumbre por los
ojos. El diálogo fue breve, y de mucha substancia o miga psicológica.

«¿Qué te pasa, Juliana?--le preguntó Nina tuteándola por primera vez.

--¿Qué me ha de pasar? ¡Que los niños se me mueren!

--¡Ay, Dios mío, qué pena! ¿Están malitos?

--Sí... digo, no: están buenos. Pero a mí me atormenta la idea de que se
mueren... ¡Ay, Nina de mi alma, no puedo echar esta idea de mí! No hago
más que llorar y llorar... Ya lo ve usted...

--Ya lo veo, sí. Pero si es una idea, haz por quitártela de la cabeza,
mujer.

--A eso vengo, _señá_ Benina, porque desde anoche se me ha metido en la
cabeza otra idea: que usted, usted sola, me puede curar.

--¿Cómo?

--Diciéndome que no debo creer que se mueren los niños... mandándome que
no lo crea.

--¿Yo?...

--Si usted me lo afirma, lo creeré, y me curaré de esta maldita idea...
Porque... lo digo claro: yo he pecado, yo soy mala...

--Pues, hija, bien fácil es curarte. Yo te digo que tus niños no se
mueren, que tus hijos están sanos y robustos.

--¿Ve usted?... La alegría que me da es señal de que usted sabe lo que
dice... Nina, Nina, es usted una santa.

--Yo no soy santa. Pero tus niños están buenos y no padecen ningún mal...
No llores... y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar».

FIN DE LA NOVELA

Madrid, Marzo-Abril de 1897





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