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Title: El Mandarín
Author: Queirós, José Maria Eça de, 1845-1900
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El Mandarín" ***


EL MANDARÍN

EÇA DE QUEIROZ


OBRAS DEL MISMO AUTOR

La Reliquia                          1 tomos.
La ciudad y la sierra                1   "
El primo Basilio                     2   "
Los Maias                            3   "
El crimen del padre Amaro            2   "
Epistolario de Fradique Mendes       1   "


Versión castellana


CASA EDITORIAL MAUCCI

Gran medalla de oro en las Exposiciones de Viena de 1903, Madrid 1907,
Budapest 1907 y gran premio en la de Buenos Aires 1910

Calle de Mallorca, 166.--BARCELONA



PROLOGO


AMIGO 1.º (_Bebiendo coñac y soda, bajo los árboles de una terraza, a
orillas del agua._)

Camarada; durante estos calores que embotan la imaginación, descansemos
del áspero estudio de las Realidades humanas... Partamos hacia los
campos del Ensueño, a vagar por esas azuladas colinas donde se levanta
la torre abandonada de lo Sobrenatural y frescos musgos cubren
amorosamente las ruinas del Idealismo... Fantaseemos...

Amigo 2.º Más sobriamente, camarada, más sobriamente... y como en las
sabias y amables Alegorías del Renacimiento, mezclando siempre una
moralidad discreta...

                                        (_Comedia inédita_)



I


Me llamo Teodoro, y fuí amanuense en el Ministerio de la Gobernación.

En aquel tiempo vivía yo en la travesía de la Concepción, número 106, en
la casa de huéspedes de doña Augusta, la espléndida doña Augusta, viuda
del comandante Marques. Tenía dos compañeros: Cabritilla, empleado en la
administración del barrio central, tieso, y amarillo como una vela de
entierro y el petulante teniente Conceiro, hábil tocador de viola
francesa.

Mi existencia se deslizaba equilibrada y tranquila. Toda la semana
sentado ante el pupitre de mi negociado, trazaba en una hermosa letra
cursiva, sobre el papel de oficio del Estado, estas frases hechas:
«Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de comunicar a V.E... Tengo el
honor de poner en conocimiento de V.I. etc., etc.»

Los domingos descansaba. Instalado entonces en el canapé del comedor, la
pipa entre los dientes, admiraba a doña Augusta, que, los días de
fiesta, solía limpiar con clara de huevo la caspa al teniente Conceiro.
Esta hora, sobre todo en verano, era deliciosa. Por las ventanas
entreabiertas penetraba el vaho cálido y soñoliento de la solanera,
algún lejano repique de las campanas de la Concepción Nueva, y el
arrullo de las tórtolas que se enamoran en las barandas.

El monótono susurro de las moscas se balanceaba sobre el viejo tul,
antiguo velo nupcial de la señora de Marques, que cubría ahora, en el
aparador, los platos de cerezas. Poco a poco, el teniente, envuelto en
un paño de afeitar, como un ídolo en su manto, adormecíase, bajo la
fricción suave de las cariñosas manos de doña Augusta... Yo, entonces,
enternecido, decía a la amable señora:

--¡Ay, doña Augusta, es usted un ángel!

Ella, siempre me llamaba «el encanijado». Yo sonreía sin escandalizarme.
«El encanijado» era efectivamente el nombre que me daban en casa, por
ser delgado, entrar en todas partes con el pie derecho, asustarme de los
ratones, tener en la cabecera de mi cama una estampa de Nuestra Señora
de los Dolores, que perteneció a mi madre, y andar un tanto corcovado.
Sí, era desgraciadamente corcovado, por lo mucho que doblé el espinazo,
retrocediendo asustado delante de los señores profesores, o inclinando
la frente ante jefes y directores generales. Esta actitud de respeto es
conveniente al covachuelista, mantiene la disciplina en un Estado bien
organizado, y me garantizaba el descanso de los domingos y días
festivos, el uso de alguna ropa blanca y veinticinco duros al mes.

No puedo negar, a pesar de todo, que yo no tuviese ambiciones, como lo
reconocían sagazmente la viuda de Marques y el pedante de Conceiro. No
agitaba mi pecho el apetito heróico de dirigir, desde lo alto de un
trono, vastos rebaños humanos; pero sí me abrasaba el deseo de poder
comer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosas
vizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en un
éxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ¡Oh, elegantes que os
dirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots,
luciendo la blanca corbata de «soirée!» ¡Oh, carruajes llenos de mujeres
vestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántas
veces me hicísteis suspirar! Porque la certidumbre de mis veinticinco
duros mensuales y mi gesto encogido de encanijado, me excluían para
siempre de aquellas alegrías sociales, y venía entonces a herir mi
pecho, como flecha que se clava en un tronco y queda mucho tiempo
vibrando.

Aun así, yo nunca llegué a considerarme un paria. La vida humilde tiene
sus dulzuras: es grato, en una mañana de sol alegre, con la servilleta
al cuello, delante de un bistek con patatas, desdoblar el «Diario de las
Noticias;» durante las tardes de verano, en los bancos gratuitos del
paseo, se gozan suavidades de idilio; y es sabroso, de noche, en
Martiño, mientras se toma a sorbos el café, oir a los charlatanes
injuriar a la patria.

Además, nunca fuí excesivamente desgraciado, porque no tengo
imaginación; no me consumía rodando en torno de paraísos ficticios,
nacidos de mi propia alma deseosa, como las nubes de la evaporación de
un lago; no suspiraba mirando las lúcidas estrellas, por un amor
espiritual a lo Romero o por una gloria humana a lo Camoens.

Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a lo
que era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a un
bachiller. Y me iba resignando como quien ante una «table d' hôtel»
mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la «Charlotte
russe». Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacía
todo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se las
pedía todas las noches a Nuestra Señora de los Dolores y compraba
décimos de la lotería.

Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de mi
cerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantos
otros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión les
producía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa y
el tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discreto
de comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y por
la noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran,
siempre, obras de títulos sugestivos: «Galera de la inocencia», «Espejo
milagroso», «Tristeza de los desheredados...» ¡El tipo venerable, el
papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde
marcando la página, todo esto me encantaba! Después, aquellos relatos
ingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi sér, produciéndome una
sensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de un
monasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo,
oyendo correr el agua muy triste...

Una noche, hace años, empecé a leer en uno de esos vetustos infolios, un
capítulo titulado «Brecha de las almas;» e iba cayendo en una soñolencia
grata, cuando este período singular se destacó del tono neutro y
apagado de la página, como el relieve de una medalla de oro nuevo
brillando sobre un tapete obscuro: copio textualmente:

«En el fondo de la China existe un Mandarín más rico que todos los reyes
de que nos habla la Fábula o la Historia. De él nada conoces, ni el
nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que tú heredes
sus bienes inenarrables, basta con que toques esa campanilla, puesta a
tu lado, sobre un libro. El exhalará entonces un suspiro, en los lejanos
confines de la Mongolia. Será un cadáver: y tú verás a tus pies más oro
del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres
hombre mortal, ¿tocarás la campanilla?»

Permanecí asombrado ante la página abierta: aquella interrogación
«hombre mortal, ¿tocarás tú la campanilla?» aunque me parecía burlona y
picaresca, me turbaba prodigiosamente. Quise leer más; pero las líneas
huían ondulando como sierpes asustadas, y en el vacío que dejaban, de
una lividez de pergamino, volvía a brillar la interpelación extraña:
«¿Tocarás tú la campanilla?»

Si el volumen hubiese sido de una moderna edición Michel Levy, de
cubierta amarilla, yo, que no me hallaba perdido en la floresta de una
balada alemana, y podía ver desde mi cuarto blanquear a la luz del gas
el correaje de la patrulla, hubiera cerrado el libro, disipando así la
nerviosa alucinación. Mas aquel sombrío infolio parecía exhalar magia;
cada letra afectaba la inquietante configuración de esos signos de la
vieja Kábala, que encierran un atributo fatídico; las comas tenían el
retorcido petulante de rabos de diablillos, entrevistos a la luz blanca
de la luna; en el punto de interrogación final veía el pavoroso gancho
con que el Tentador caza las almas que adormecieron, sin refugiarse en
la inviolable ciudadela de la Oración.

Una influencia sobrenatural se apoderó de mí, arrebatándome fuera de la
realidad y del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dos
visiones: de un lado un Mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos,
en un kiosco chino, al «tilín-tín» de mi campanilla; ¡y de otro toda
una montaña de oro brillando a mis pies! Esto era tan claro que hasta
veía los ojos oblícuos del viejo empañarse, como cubiertos de una ténue
capa de polvo; y sentía el sonido metálico del dinero rodando a mis
plantas. Inmóvil, horrorizado, clavaba ardientemente los ojos en la
campanilla, puesta delante de mí, sobre un diccionario francés, la
campanilla prevista, citada en el magnífico infolio.

Fué entonces cuando, del otro lado de la mesa, una voz insinuante y
cristalina, me dijo misteriosamente:

--Vamos, Teodoro, amigo mío, sé fuerte, extiende la mano y toca la
campanilla.

La pantalla verde de la vela esparcía una penumbra en derredor. Me
levanté temblando. Y vi, pacíficamente sentado a mi lado, un individuo
corpulento, todo vestido de luto, con sombrero de copa, las manos
enguantadas de negro, apoyadas en el puño de un paraguas. No tenía nada
de fantástico. Parecía tan corriente, como si viviese del mísero sueldo
de un empleo... su originalidad estaba en su rostro, sin barba, de
líneas fuertes y duras, la nariz brusca, presentaba la expresión rapaz
y amenazadora de un pico de águila: el corte firme y acentuado de sus
labios daba a su boca una expresión maligna; los ojos, al fijarse,
semejaban los encendidos fulgores de un disparo, salido súbitamente de
entre las zarzas tenebrosas del entrecejo fruncido; era lívido, mas, por
su piel, corrían a veces radiaciones sanguíneas, como en un viejo mármol
fenicio.

De pronto me asaltó la idea de que mi visitante fuese el demonio en
persona, pero luego, mi raciocinio se sublevó resueltamente contra esta
suposición. Yo nunca creí en el diablo, como nunca tuve fe en Dios.
Jamás lo dije en voz alta ni lo escribí en los periódicos para no
descontentar a los Poderes públicos encargados de mantener el respeto
hacia tales entidades: mas yo nunca creí que existiesen estos dos
personajes, viejos como la substancia, rivales bonachones, que se pasan
la vida haciéndose mútuas y amables perrerías, uno de barbas nevadas y
túnica azul, vestido como el antiguo Zoroastro y habitando las alturas
luminosas, en medio de una corte más complicada que la de Luis XIV; y el
otro malhumorado y mañoso, ornado de cuernos, viviendo entre las
llamas, imitación ridícula y burguesa del pintoresco Plutón. ¡No, no
creo! Cielo e infierno son concepciones sociales para uso de la plebe, y
yo pertenezco a la clase media. Rezo, es verdad, a Nuestra Señora de los
Dolores, porque, así como pedí una recomendación para licenciarme; así
como, para obtener mis veinticinco duros, imploré la benevolencia del
diputado; igualmente, para sustraerme de la tisis, de las anginas, de la
navaja del chulo, de la cáscara de naranja escurridiza donde puede uno
resbalar y romperse una pierna y de otros accidentes, necesito tener una
protección sobrehumana. El hombre prudente debe ir haciendo una serie de
sabias adulaciones desde la Universidad hasta el paraíso. Con un
compadre en el barrio, y una comadre mística en las alturas, el porvenir
del licenciado está seguro.

Por eso, libre de torpes supersticiones, dije familiarmente al individuo
vestido de negro:

--¿Realmente me aconsejas que toque la campanilla?

El desconocido se levantó un poco el sombrero, descubriendo la frente
estrecha y respondió, palabra por palabra:

--He aquí tu caso, estimable Teodoro: ¡Veinticinco duros mensuales es
una vergüenza social! Hay en este mundo cosas prodigiosas; vinos de
Borgoña, como por ejemplo el «Romanée-Conti» del 58 y «Chambertín» del
61, que cuesta cada botella, de diez a once duros, y el que bebe la
primera copa, no vacila en asesinar a su padre, por beber la segunda...
Fabrícanse en París y en Londres carruajes de tan suaves muelles, tan
suaves forros y airosas ruedas, que es preferible recorrer en ellos el
Campo Grande, a viajar, como los antiguos dioses, por el cielo, sobre
los fofos cojines de las nubes. No haré a tu cultura la ofensa de
informarte que se amueblan hoy las casas con un estilo y un «confort»
tan admirables que superan a ese regalo ficticio, llamado en otro tiempo
Bienaventuranzas. No te hablaré, Teodoro, de otros goces terrenales,
como, por ejemplo: el Teatro Real, el baile, el café Inglés... Sólo
llamaré tu atención sobre este hecho... Existen seres que se llaman
mujeres. Estos seres, Teodoro, en mi tiempo, en la tercera página de la
Biblia, apenas usaban exteriormente una «hoja de parra». Hoy son toda
una sinfonía, todo un engañoso y delicado poema de encajes, batistas,
sedas, flores, joyas, cachemires, gasas y terciopelos. Comprende la
satisfacción inenarrable que sentirán los cinco dedos de un cristiano
recorriendo y palpando esas maravillas; más también has de percibir, que
con una pieza de cinco céntimos, no se pagan las cuentas de esos
serafines... Ellas poseen cosas mejores: cabellos color de oro o color
de tinieblas, resumiendo así en sus trenzas la apariencia emblemática de
las dos grandes tentaciones humanas: el hambre del metal precioso y el
conocimiento del absoluto trascendente. Y aún tienen más: brazos
marmóreos, frescos como rosas salpicadas de rocío; senos sobre los
cuales el gran Praxíteles modeló su copa, que es la línea más pura y más
ideal de la antigüedad... Los senos, en otra era, en la idea de ese
ingenuo anciano que los formó, que fabricó el mundo, y de quien una
enemistad secular me veda pronunciar el nombre, eran destinados a la
nutrición augusta de la humanidad; hoy, ninguna madre racional los
expone a esa función deterioradora y severa, sirven sólo para
resplandecer entre encajes a la luz de las «soirées» y para otros usos
secretos. Las conveniencias me impiden proseguir en esta exposición
radiante de bellezas, que constituye el Fatal Femenino... Del resto, ya
hablaremos más tarde. Todas estas cosas, Teodoro, están más allá de tus
veinticinco duros mensuales... Confiesa, al menos, que estas palabras
tienen el venerable sello de la verdad.

Yo murmuré con las fauces abrasadas:

--¡Cierto!

Y su voz prosiguió paciente y suave:

--¿Qué me dices de veinte o veinticinco millones de pesetas? Bien sé que
es una bagatela... más, en fin, constituye un comienzo; son una ligera
habilitación para conquistar la felicidad. Ahora reflexiona sobre esto:
El Mandarín, ese Mandarín del fondo de la China, es un viejo decrépito y
gotoso. Como hombre, como funcionario del Celeste imperio, es más
inútil a Pekín y a la humanidad, que un pedrisco en la boca de un perro
hambriento. Mas la transformación de la substancia existe: te la
garantizo yo, que sé el secreto de las cosas. Porque la tierra es así:
recoge aquí un hombre podrido y lo restituye allá, en el conjunto de sus
formas, como vegetal vigoroso. Bien puede ser que él, inútil como
Mandarín en el Imperio del Sol, vaya a ser útil en otra tierra como
odorante rosa o sabroso repollo. Matar, hijo mío, es casi equilibrar las
necesidades universales. Eliminar en una parte el exceso para suplir en
otra la falta. Penétrate bien en estas sólidas filosofías. Una pobre
costurera de Londres ansía ver florecer en su ventana un tiesto lleno de
tierra negra; una flor daría consuelo a aquella desheredada; mas en la
disposición de los seres, por desgracia, en ese momento, la substancia
que allá debía ser rosa, es aquí un hombre de Estado... Viene entonces
el chulo de navaja y hiere al estadista; la puñalada le descarga los
intestinos; lo entierran: la materia comienza a desorganizarse, mézclase
a la vasta evolución de los átomos, y el superfluo hombre de gobierno
va a alegrar, bajo la forma de una flor a una rubia costurera. El
asesino es un filántropo. Déjame resumir, Teodoro; la muerte de ese
viejo Mandarín idiota, ¡trae a tu bolsillo algunos millones de pesetas!
Puedes desde ese momento dar un puntapié a los Poderes públicos: ¡medita
en lo intenso de este gusto! Y desde luego serás citado en los
periódicos, ¡a qué mayor gloria puede aspirar un sér humano! Y todo eso
con sólo agarrar la campanilla y hacer «tilín-tín». Yo no soy un
bárbaro: comprendo la repugnancia de un caballejo en asesinar a un
semejante suyo; la sangre ensucia vergonzosamente los puños de la
camisa, y siempre es repulsiva la agonía de un cuerpo humano. Mas en
este caso, ninguno de esos torpes espectáculos... Es como quien llama a
un criado... Y son veinte o veinticinco millones de pesetas, no
recuerdo bien, pero los tengo anotados en mis apuntes. No dudes de mí,
Teodoro. Soy un caballero; lo probé, cuando, haciendo la guerra a un
tirano en la primera insurrección de la justicia, me ví precipitado
desde las alturas. Tu imaginación no lo puede concebir... ¡Una caída
espantosa, mi querido amigo! Grandes disgustos.

Lo que me consuela es que el «Otro» está también muy alicaído, porque,
amigo mío, cuando un Jehová tiene contra sí a un Lucifer, quítase este
estorbo enviando contra el rebelde una legión de Arcángeles; mas cuando
el enemigo es el hombre armado de una pluma de pato y un cuaderno de
papel blanco, está perdido... En fin, son veinte millones de pesetas.
Vamos, Teodoro, ahí tienes la campanilla, ¡sé un hombre!

Calló el enlutado caballero.

Yo bien sé lo que se debe a sí mismo un cristiano. Si este personaje me
hubiese llevado a la cumbre de una montaña en Palestina, en una noche de
luna llena, y desde allí, mostrándome ciudades, razas e imperios
adormecidos, me hubiera dicho sombríamente: «Mata al Mandarín, y todo lo
que ves en valles y colinas será tuyo», yo le habría replicado,
siguiendo un ejemplo ilustre, con la mano levantada hacia las
inmensidades consteladas. «¡Mi reino no es de este mundo!»

Conozco bien mis autores. Mas eran veinte millones de pesetas, ofrecidos
a la luz de una vela de esperma, en la travesía de la Concepción, por un
sujeto de sombrero de copa, apoyado en un paraguas.

Entonces no dudé. Y con mano firme repiqué la campanilla. Fué tal vez
una ilusión; mas parecióme que una campana de boca tan ancha como el
cielo, repicaba en la obscuridad, a través del Universo, con un són
temeroso que ciertamente iría a despertar soles que dormían y planetas
panzudos.

El extraño individuo llevó un dedo al párpado, y limpiando una lágrima
que nublaba su ojo rutilante, exclamó:

--¡Pobre Ti-Chin-Fú!

--¿Murió?

--Estaba en su jardín, sosegadamente, armando, para lanzarlo al aire, un
papagayo de papel, pasatiempo honesto de un Mandarín jubilado, cuando le
sorprendió ese «tilín-tín» de la campanilla. Ahora yace a orillas de un
arroyo susurrante, vestido de seda amarilla, muerto sobre la hierba
verde, con la panza al aire, y en sus manos frías tiene su papagayo de
papel, que parece tan muerto como él. Mañana son los funerales. ¡Que la
sabiduría de Confucio, inspirándole, ayude a emigrar su alma!

Y el buen sujeto, levantándose, se quitó respetuosamente el sombrero, y
salió, con el paraguas debajo del brazo.

Entonces, al sentir cerrar la puerta, me pareció despertar de una
pesadilla. Salté al corredor. Una voz jovial hablaba con la señora de
Marques; y la cancela de la escalera cerróse sutilmente.

--¿Quién acaba de salir ahora, doña Augusta?--pregunté sudoroso.

--Cabritilla que va a la oficina...

Volví a mi cuarto: todo reposaba tranquilo, idéntico, real. El infolio
estaba aún abierto por la página temerosa. Volví a leerla, y ahora me
pareció la prosa anticuada de un moralista cansado; cada palabra se
había vuelto como un carbón apagado.

Me acosté y soñé que estaba lejos, más allá de Pekín, en las fronteras
de Tartaria, en el kiosco de un convento de Lamas, oyendo máximas
prudentes y suaves que brotaban como un aroma fino de té, de los labios
de un Buda vivo.



II


Transcurrió un mes.

Yo, en tanto, continué, rutinario y triste poniendo diariamente mi
hermosa letra cursiva al servicio del Estado, y admirando, los domingos,
la pericia con que la espléndida doña Augusta limpiaba la caspa al
teniente Conceiro. Era cosa evidente para mí que aquella noche, dormido,
leyendo sobre el infolio, había soñado con una «Tentación de la Montaña»
bajo formas familiares. Instintivamente, sin embargo, me fui preocupando
de la China. Leía los telegramas de los periódicos buscando siempre los
que se referían a cosas del Celeste Imperio; mas nada pasaba entonces en
la región de las razas amarillas... La «Agencia Havas» sólo
telegrafiaba sobre la Herzegovina, la Bosnia, la Bulgaria y otras
curiosidades bárbaras.

Poco a poco fuí olvidando mi episodio fantasmagórico; y al mismo tiempo,
como gradualmente mi espíritu se serenaba, volvían a él las antiguas
ambiciones que lo habitaron: un nombramiento de Director General, el
seno amoroso de Lola, bisteks más tiernos que los de doña Augusta. Mas
tales regalos me parecían tan inaccesibles, tan fuera de la realidad,
como los propios millones del Mandarín. Y por el monótono desierto de la
vida, allá fué marchando la lenta caravana de mis melancolías.

Un domingo de Agosto, de mañana, dormitaba en la cama, en mangas de
camisa, con el cigarro apagado entre los labios, cuando la puerta se
abrió suavemente y entreabriendo los párpados adormilados, ví inclinarse
a mi lado una calva respetuosa. Y luego una voz perturbada murmuró:

--¿El señor Teodoro? ¿El señor Teodoro, del Ministerio de la
Gobernación?

Me levanté lentamente sobre mi cama, y, respondí bostezando:

--¡Soy yo, caballero!

El individuo inclinó el espinazo, como a presencia del Rey Bobo se
arquean los cortesanos. Era pequeño y gordo: venerables lentes de oro
relucían en su faz bonachona, que parecía la personificación del Orden.

Todo tembloroso, balbuceó azorado:

--¡Traigo noticias para su señoría! Noticias de considerable
importancia. Mi nombre es Silvestre... Silvestre Juliano y C.ª...
Un criado servicial de vuestra excelencia... Llegaron en el correo de
Southampton... Nosotros somos Corresponsales de Traigand, y C.ª de
Hong-Kong.

El hombre calvo sofocóse; y agitando nerviosamente en su gruesa mano un
sobre repleto, con un sello de lacre, negro, prosiguió:

--Vuestra excelencia debe de estar prevenido. Nosotros no lo
estábamos... El azoramiento es natural... Lo que esperamos es que nos
conserve su confianza. Vuestra excelencia es en esta tierra una flor de
virtud, espejo de bondad. Aquí están los primeros cheques sobre Bhering
and Brothers de Londres... Letras a treinta días sobre Rothschild.

A este nombre, resonante como el mismo oro, salté velozmente del lecho.

--¿Qué es eso, señor?--grité.

Y él, gritando mas, blandiendo el sobre, alzado sobre la punta de las
botas, exclamó:

--¡Son ciento veinte millones de pesetas sobre Londres, París, Hamburgo
y Amsterdán, en letras a su favor! ¡A su favor, excelentísimo señor!
¡Por casas de Hong-Kong, de Shang-Hai y de Cantón, de la herencia del
Mandarín Ti-Chin-Fú!

Sentí temblar el mundo bajo mis pies y cerré un momento los ojos. Mas de
pronto, comprendí que yo era desde aquel momento como una encarnación de
lo sobrenatural, recibiendo de ella mi fuerza y sus atributos. No podía
considerarme como un hombre, rebajándome con explicaciones humanas. Para
no interrumpir la línea hierática de mi indiferencia, me abstuve de ir a
sollozar de alegría, como me lo pedía el alma, sobre el vasto seno de la
viuda de Marques.

De ahora en adelante ostentaría la impasibilidad de un Dios o de un
Demonio; me calcé con naturalidad y dije a Silvestre Juliano y C.º
estas palabras:

--Está bien. ¡El Mandarín! Ese Mandarín se portó conmigo como un
caballero. Ya sé de lo que se trata. Es una cuestión de familia. Deje
ahí los papeles. Buenos días, Silvestre, Juliano y C.º.

Y se retiró, retrocediendo, con el cuerpo inclinado respetuosamente.

Entonces abrí de par en par la ventana, y, asomando la cabeza, respiré
el aire cálido, como un corzo cansado.

Después miré hacia abajo, hacia la calle, donde la burguesía, saliendo
de misa pululaba entre dos filas de carruajes. Mis ojos se fijaban,
inconscientes, ora en las joyas de las mujeres, ora en los brillantes
metales de los arreos. Y de repente la idea de mi grandeza me llenó de
satisfacción. ¡Todos aquellos carruajes podrían ser míos! Ninguna de las
mujeres que veía, dejaría de ofrecerme su seno desnudo, a la menor
indicación de un caprichoso deseo. Todos aquellos hombres de levita y
guantes negros se postrarían delante de mí como ante un Cristo, un
Mahoma o un Buda, si yo arrojase sobre ellos un puñado de cheques de
mis ciento veinte millones de pesetas sobre los principales Bancos de
Europa.

Me apoyé en la baranda y reí viendo la agitación efímera de aquella
humanidad subalterna que se consideraba libre y fuerte, mientras allá
arriba, en la habitación de un cuarto piso, yo tenía en la mano, en un
sobre lacrado, el principio de su flaqueza y de su esclavitud.

Entonces, satisfacciones del Lujo, regalos del Amor, orgullos del Poder,
todo, todo lo gocé con la imaginación, en un instante y en un solo
sorbo. Mas luego una gran saciedad me fué invadiendo el alma, y
sintiendo el mundo a mis pies, bostecé como un león harto.

¿De qué me servían por fin tantos millones, sino para traerme, día por
día, la desoladora afirmación de la vileza humana?

¡Y así, al choque de tanto oro iba desapareciendo ante mis ojos, como
humo, la belleza moral del Universo! Se apoderó de mí una inmensa
tristeza mística. Caí sobre una silla, y con el rostro, entre las manos,
lloré copiosamente.

Al poco tiempo la viuda de Marques abrió la puerta, toda vestida de seda
negra.

--¡Le estarán esperando para comer!

Salí de mi amargura para responderle secamente:

--Yo no como.

--¡Más quedará!

En aquel momento estallaban cohetes a lo lejos. Me acordé de que era
domingo, día de toros; de repente una visión brilló, relampagueando,
atrayéndome deliciosamente: era la corrida vista desde un palco, después
de una comida con champagne, ¡y a la noche una orgía como una divina y
suprema iniciación! Corrí a la mesa. Llené mi cartera de letras sobre
Londres. Descendí a la calle con el furor de un buitre que hiende el
aire en busca de su presa. Pasaba un carruaje vacío. Le detuve gritando:

--¡A los toros!

--¡Son diez reales, mi amo!

Introduje la mano en la cartera cargada de millones y saqué las monedas
que tenía: 75 céntimos...

El cochero fustigó el anca de la yegua y siguió refunfuñando. Yo
balbuceé:

--Tengo letras... ¡Aquí están! Tengo letras sobre Londres, sobre
Hamburgo...

--No sirven...

¡Setenta y cinco céntimos!... Y corrida, cena de lord, andaluzas
desnudas, todo este sueño expiró como una pompa de jabón dentro de mi
alma.

Odié a la humanidad. Otro carruaje atestado de gente alegre, por poco me
atropella.

Cabizbajo, cargado de millones sobre Rothschild, volví a mi cuarto piso.
Pedí perdón a doña Augusta, aceptando humildemente la comida que se
dignó servirme; y pasé esta primera noche de riqueza, bostezando sobre
el lecho solitario, mientras fuera, el alegre Conceiro, el mezquino
teniente con veinte duros de sueldo mensuales, reía con la viola un
alegre «fado».

       *       *       *       *       *

A la mañana siguiente, mientras me afeitaban, reflexioné sobre el origen
de mi riqueza. Era evidentemente sobrenatural y sospechoso.

Mas como mi racionalismo me impedía atribuir estos tesoros imprevistos a
la generosidad de Dios o del Diablo, ficciones puramente escolásticas;
como los fragmentos del positivismo que constituían el fondo de mi
filosofía, no me permitían la indignación de «las causas primarias, de
los orígenes esenciales», pronto me decidí a aceptar el fenómeno y a
utilizarlo con largueza. Por lo tanto, corrí atropelladamente al «Londón
Brasilian Bank».

Allí arrojé por el enrejado un cheque sobre el «Banco de Inglaterra», de
mil libras, gritando esta deliciosa palabra:

--¡En oro!

Un cajero me respondió con dulzura:

--Tal vez le fuese más cómodo en billetes...

Respondí sécamente:

--¡En oro!

Llené mis bolsillos; y en la calle tomé un coche. Me sentí
extremadamente gordo; tenía en la boca sabor de oro y una sequedad de
polvo de oro en la piel de las manos; las paredes de las casas parecían
brillar como largas láminas de oro, y dentro de mi cerebro rodaba un mar
de ondas de oro.

Abandonado a la oscilación de los muelles, rebotando como un ordre mal
seguro, dejaba caer sobre la calle la mirada torva de mis ojos llenos de
amargura. En fin, tirando el sombrero sobre la nuca, estirando la
pierna, empinando el vientre, bostecé formidablemente.

Mucho tiempo rodé así por la ciudad, bestializado en un goce de Nabab.

Súbitamente, un brusco apetito de gastar, de disipar oro, vino a llenar
mi pecho como una ventolina que hincha una vela.

--¡Pára, animal!--grité al cochero.

El coche se paró. Miré a mi alrededor, con los párpados entornados,
buscando un objeto caro que comprar: joya de reina o conciencia de
estadista; nada ví, y precipitadamente entré entonces en un estanco.

--¡Cigarros! ¡de peseta! ¡de diez reales!

--¿Cuántos?--preguntó servilmente el estanquero.

--¡Todos!--respondí brutalmente.

A la puerta, una pobre enlutada, con el hijo encogido en el seno, me
extendió su mano transparente.

No hallando una sola pieza de cobre entre mis bolsillos cargados de oro,
la rechazé con impaciencia, y con el sombrero echado sobre los ojos, me
metí entre la turba.

Fué entonces cuando ví, adelantándose, la poderosa figura del Director
General; inmediatamente me hallé con el dorso curvado y el sombrero
cumplimentador en la mano. Era el hábito de dependencia; mis millones no
me habían dado aún la verticalidad de la espina dorsal.

En casa desparramé el oro sobre el lecho y me revolqué en él mucho
tiempo, gruñendo sordamente.

La torre de al lado dió las tres; y el sol descendía llevándose consigo
mi primer día de opulencia. Entonces, acorazado de libras, ¡corrí a
divertirme!

¡Ah, qué día! Comí en un gabinete del Hotel Central, solitario y
egoísta, con la mesa atestada de botellas de Burdeos, Borgoña,
Champagne, Rhin, licores de todas las comunidades religiosas... ¡como si
quisiera saciar de una vez la sed de treinta años! Después,
tambaleándome, entré en un lupanar. ¡Qué noche! La alborada clareó
detrás de las persianas y me encontré reclinado en un diván, exhausto y
semidesnudo, sintiendo el cuerpo y el alma desvanecerse, disolverse en
aquel ambiente tibio donde erraba un olor suave de polvos de arroz, de
hembras y de punch.

Cuando volví a la travesía de la Concepción, las ventanas de mi cuarto
estaban cerradas, y la vela expiraba con resplandores lívidos, en su
palmatoria de latón. Entonces, al llegar junto a la cama, ví una cosa
horrible; estirado, a través de la colcha, yacía la figura del Mandarín
muerto, vestido de seda amarilla, con la coleta suelta, y entre las
manos, como muerto también, tenía un papagayo de papel.

Abrí desesperadamente la ventana. Todo desapareció y sólo hallé sobre mi
lecho, un viejo paletó.



III


Entonces comenzó mi vida de millonario. Dejé apresuradamente la casa de
la viuda de Marques, que desde que supo que era rico, me trataba de
diferente manera sirviéndome ella misma, con su traje de seda de los
domingos, arroz con leche, y otros platos por el estilo. Compré un
palacio en Loreto; las magnificencias de mi vivienda, son bien conocidas
por los indiscretos fotograbados que publicó «La Ilustración Francesa».
Se hizo famoso en toda Europa mi lecho, de un gusto exhuberante y
bárbaro, cubierto de placas de oro labrado, y cortinajes de un raro
brocado negro, donde ondean, bordados en perlas, versos eróticos de
Cátulo; una lámpara suspendida en el interior derrama su claridad
láctea y amorosa de una nube de verano.

Mis primeros meses de riqueza los pasé amando, amando con el sincero
apasionamiento de un inexperto. La había visto, como en una página de
novela, regando sus claveles en el balcón; se llamaba Cándida, era
pequeñita y rubia, habitaba una casita cubierta de enredaderas y me
recordaba por la gracia y por lo airoso de su cintura, todo lo que el
arte ha creado más fino y frágil: Mimí, Virginia, Julieta... Todas las
noches, en éxtasis místico caía a sus pies color de jaspe; y por la
mañana, al despedirme, dejaba en su regazo, algunos billetes de cien
pesetas. Al principio, ella los rechazaba con rubor, pero después los
guardaba en su gaveta, llamándome cariñosamente su ángel tutelar.

Un día en que yo andando sigilosamente sobre la espesa alfombra siria,
entré en su tocador, ella estaba escribiendo, muy pensativa, con un dedo
en el aire. Al verme, pálida y trémula, escondió el papel que ostentaba
en tinta roja su monograma. Yo, en un arranque insensato de celos, se
lo arrebaté. Era la carta, la carta, que, desde la más remota
antigüedad, la mujer siempre escribe; comenzaba por el indispensable:
«idolatrado mío», y era por un alférez de policía.

Arranqué aquel amor de mi pecho como una planta venenosa y desconfié
para siempre de los ángeles rubios que conservan en su mirar azul el
reflejo de los cielos que atravesaron.

Desde lo alto de mi oro, arrojé sobre la inocencia, el pudor, y otras
idealizaciones funestas, la diabólica carcajada de Mefistófeles y
organicé fríamente una existencia animal, grandiosa y cínica.

Al medio día, entraba en mi pila de mármol rosa, donde los perfumes
derramados daban al agua un tono opaco de leche: después, pajes rubios,
de manos suaves, me daban fricciones con el ceremonial de quien celebra
un culto; y envuelto en un «robe-de-chambre» de seda índica, atravesaba
la galería mirando a mis «Fortunys» y a mis «Curots» entre dos filas
silenciosas de lacayos, dirigiéndome al comedor, donde, servidos en
platos de Sévres, azul y oro, humeaban los más suculentos manjares. El
resto de la mañana lo pasaba en un «boudoir» en que el mobiliario era de
porcelana fina de Dresde, y la profusión de flores hacían de él un
verdadero jardín de Armida; allí, reclinado sobre cojines de seda color
perla, saboreaba el «Diario de las Noticias», mientras lindas mujeres,
vestidas a la japonesa, refrescaban el aire, agitando abanicos de
plumas.

Por la tarde, iba a dar una vuelta a pie hasta el puente de las Almas:
era la hora más pesada del día. La turba abyecta se paraba a contemplar
los bostezos del Nabab fastidiado.

A veces sentía la nostalgia de mis tiempos de empleado. Entraba en casa,
y encerrado en la biblioteca, donde el pensamiento de la humanidad
reposaba olvidado y encuadernado en marroquí, cogía una pluma de pato y
permanecía horas enteras escribiendo sobre papel de oficio del Estado
estas frases hechas de otro tiempo:

«Ilmo. y Excmo. Sr.: Tengo la honra de participar a V.E...--Tengo el
honor de poner en conocimiento de V.I.»

Al comenzar la noche, un criado, para anunciar la comida, hacía resonar
por los corredores, en su bocina de plata, a la moda gótica, una
harmonía solemne. Yo, entonces, me levantaba y entraba en el comedor
majestuoso y solitario. Una multitud de lacayos, con libreas de seda
negra, servía, en un silencio de sombras que resbalan, las vituallas más
raras y los vinos más costosos que joyas. Toda la mesa resplandecía de
flores, luces, cristales y reflejos de oro; y, enroscándose entre las
pirámides de frutos, mezclado en el humo de los platos, erraba en el
aire un tedio inenarrable.

Después, reclinado en el fondo del cupé, iba a las «ventanas verdes»
donde alimentaba, en un jardín, digno de un serrallo, entre
refinamientos musulmanes, un vivero de hembras, y envuelto en una túnica
de seda fresca y perfumada, me entregaba a los delirios más
abominables... Me traían medio muerto a casa, al primer albor de la
mañana, hacía maquinalmente la señal de la cruz, y, a poco, roncaba
sonoramente, lívido y sudoroso, como un Tiberio exhausto.

Entre tanto, Lisboa se arrodillaba a mis pies. El patio del palacio
estaba constantemente invadido por la turba; desde las ventanas de la
galería contemplaba a veces, en mis horas de fastidio, blanquear las
pecheras de la aristocracia, negrear las sotanas del clero y relucir el
sudor de la plebe. Todos venían a suplicar con frase abyecta, una
pequeña participación en mi riqueza. A veces consentía en recibir a
algún viejo aristócrata: penetraba en la sala tartamudeando adulaciones,
rozando casi la alfombra con sus cabellos blancos; e inmediatamente,
cruzando sobre el pecho las manos de fuertes venas donde corría sangre
de tres siglos, me ofrecía su hija por esposa o para concubina.

Todos mis conciudadanos me brindaban presentes como un ídolo sobre el
altar: unos, odas votivas, otros, mi monograma bordado en pelo; algunos,
chinelas o boquillas, y todos, su conciencia. Si mi mirada amortiguada
se fijaba casualmente en la calle en alguna mujer, al día siguiente
recibía una carta en que ella, esposa o prostituta, me regalaba su
desnudez, su amor, y todas las complacencias de la lascivia.

Los periódicos espoleaban su imaginación para hallar adjetivos dignos
de mi grandeza; fuí el «sublime señor Teodoro»; llegué a ser el «celeste
señor Teodoro»; y la «Gaceta», por no ser menos, llamóme el
«extraceleste señor Teodoro». Delante de mí ninguna cabeza permaneció
cubierta, usase corona o tiara. Todos los días me ofrecían una
Presidencia del Consejo de Ministros o la Dirección de una Cofradía,
ofrecimientos que rechazé siempre con enojo. Poco a poco el rumor de mis
riquezas pasó las fronteras. «El Fígaro», habló de mí cortesmente; en
todos sus números me llenaban de elogios; el grotesco inmortal que firma
«Saint-Genest» me dirigió apóstrofes, pidiendo mi ayuda para salvar a
Francia; y fué tanta mi popularidad, que todas las Ilustraciones
extranjeras publicaron a un tiempo los detalles más insignificantes de
mi vida íntima. Recibí de todas las princesas de Europa cartas con
sellos heráldicos, exponiéndome por medio de fotografías y documentos la
forma de sus cuerpos y la antigüedad de sus genealogías. Dos tonterías
que dije durante aquel año fueron telegrafiadas al universo entero por
la Agencia Havas; y fuí considerado mucho más ingenioso que Voltaire,
que Rochefort y que ese mismo entendimiento que se llama «Todo el
Mundo». Cuando mi vientre indigesto se aliviaba con un sonoro estampido,
la humanidad lo sabía por conducto de los periódicos. Hice empréstitos a
los reyes, subsidié guerras civiles, y fuí aclamado por todas las
repúblicas latinas que ornan el golfo de México.

Y entre tanto, vivía triste...

Siempre que entraba en casa contemplaba horrorizado la misma visión; ya
atravesada en el umbral de la puerta, ya tendida sobre mi lecho de oro,
veía una figura extraña, de coleta negra y túnica amarilla, con un
papagayo de papel entre las manos. ¡Era el Mandarín Ti-Chin-Fú! Yo
entraba furioso con el puño levantado, pero todo desaparecía como por
encanto.

Entonces caía anonadado, sudoroso, sobre una poltrona y murmuraba en el
silencio del cuarto, en donde las velas que ardían en los bruñidos
candelabros de plata prestaban tonos sangrientos a los rojos damascos:

--¡Es preciso matar a este muerto!

Y todavía no era esta impertinencia de un viejo fantasma panzudo que se
acomodaba sobre mis muebles, sobre las colchas de mi lecho, lo que más
me exasperaba.

Mi horror supremo consistía en una idea clavada en mi espíritu como un
hierro inarrancable: «yo había asesinado a un viejo».

No fué con una cuerda al cuello, según el uso musulmán, ni con veneno en
una copa de vino de Siracusa a la manera italiana del Renacimiento, ni
con ninguno de esos métodos clásicos que en la historia de las
Monarquías han recibido consagraciones augustas, con el puñal
como Juan II, o con la clava como Carlos IX.

Había eliminado a un sér humano desde lejos con una campanilla. Era
absurdo, fantástico. Mas no disminuía la trágica negrura del hecho: «Yo
había asesinado a un viejo».

Poco a poco esta certidumbre se fué petrificando en mi alma, y como una
columna en un descampado dominó toda mi vida interior, de suerte que,
por más desviado camino que tomasen mis pensamientos, veían siempre
negrear en el horizonte aquella memoria acusadora; por más alto que
levantasen el vuelo mis imaginaciones, terminaban por herirse las alas
en ese monumento de miseria moral. ¡Ah, por más que se considere la vida
y la muerte como vanas transformaciones de la substancia, es pavoroso el
pensamiento que ha de bañarse en sangre caliente! Cuando después de
comer, mientras a mi lado humeaba el café y yo languidecía, recostado en
el sofá, en una sensación de plenitud y hartura, elevábase dentro de mí,
melancólico, como canto que se escapa de una cárcel, un susurro de
acusaciones.

--¡Miserable, ese bienestar con que te regalas, no volverá a gozarlo el
venerable Ti-Chin-Fú por tu causa!

En vano yo replicaba a mi conciencia, recordándole la decrepitud del
Mandarín y su gota incurable. Fecunda en argumentos, gustosa de
controversia, ella me refutaba con furor:

--Aun cuando en su más pequeña actividad, la vida es un bien supremo;
¡porque el encanto de ella reside en su principio mismo y no en sus
manifestaciones!

Yo me revolvía contra este pedantismo retórico de rígido pedagogo.
Alzaba altivamente la frente, gritándole con arrogancia desesperada:

--¡Pues bien! Yo le he matado... ¿Qué quieres? ¡Tu nombre de conciencia
no me asusta! Eres apenas una perversión de la sensibilidad nerviosa.
Puedo eliminarte con un poco de agua de azahar.

Inmediatamente sentía pasar por el alma, con una lentitud de brisa, un
rumor humilde de murmuraciones irónicas:

--Bien, entonces, come, duerme, báñate y ama.

Yo así lo hacía. Pero luego, las propias sábanas de Holanda de mi lecho,
tomaban ante mis ojos despavoridos los tonos lívidos de una mortaja; el
agua perfumada en la que me bañaba se pegaba a mi piel, con la sensación
espesa de sangre que se coagula; y los pechos desnudos de mis amantes,
me llenaban de tristeza, como lápidas de mármol que encierran un cuerpo
muerto. Después me asaltó una amargura mayor.

Comencé a pensar que Ti-Chin-Fú tendría, sin duda, una numerosa familia,
nietos y biznietos, que, despojados de sus riquezas, mientras yo me
comía lo suyo en vajilla de Sévres, con una pompa de Sultán perdulario,
atravesarían en China todos los infiernos tradicionales de la miseria
humana, los días sin arroz, el cuerpo sin agasajos, la hermosura negada,
el suelo cenagoso de la calle por lecho.

Comprendí entonces por qué me perseguía la obesa fantasma del viejo
letrado; y de sus labios cubiertos por los largos pelos blancos de su
bigote, parecióme oir brotar esta acusación desolada:

--Yo no me lamento por mí, que estaba ya medio muerto; lloro por los
tristes a quienes arruinaste, y que a estas horas, cuando tú vienes de
dormir sobre el fresco seno de tus amantes, gimen de hambre, apiñados,
para luchar con el frío, entre el grupo repugnante de leprosos y
ladrones en la «Puerta de los Mendigos», ¡allá al pie de las terrazas
del Templo del Cielo!

¡Oh, tortura espantosa! ¡Tortura realmente oriental! No podía llevarme a
la boca un pedazo de pan sin recordar a los descendientes de
Ti-Chin-Fú, pidiendo de comer, como pajarillos sin plumas que abren en
vano el pico y pían en un nido abandonado.

Si me envolvía en mi gabán de pieles me asaltaba de pronto la visión de
las desgraciadas señoras, mimadas en otro tiempo por todas las
comodidades del confort chino, hoy, rojas de frío, vestidas de andrajos
de viejas sedas, caminando con los pies amoratados por un campo de
nieve. El techo de ébano de mi palacio me recordaba la familia del
Mandarín; durmiendo a orillas de los canales, perseguidos por los
perros; y dentro de mi lujoso cupé me estremecía la idea de largas
caminatas por caminos encharcados, bajo el duro invierno asiático.

¡Lo que yo sufría! Y en este tiempo la multitud envidiosa poblaba mi
palacio, comentando las felicidades inaccesibles que en él debían
habitar.

En fin, reconociendo que la conciencia se agitaba dentro de mí como una
serpiente irritada, decidí implorar el auxilio de aquel que dicen es
superior a la Conciencia porque dispone de la Gracia.

¡Desgraciadamente yo no creía en él!... Recurrí, pues, a mi antigua
divinidad particular, a mi ídolo predilecto, patrona de toda mi familia
a Nuestra Señora de los Dolores. Y, regiamente pagado, un regimiento de
curas y canónigos, por las catedrales de la ciudad y por las capillas de
las aldeas, fué pidiendo a Nuestra Señora de los Dolores que volviese
sus ojos piadosos hacia mi mal interior... Mas ningún alivio descendió
de esos cielos inclementes a donde desde hace millares de años se
dirigen en vano los clamores de la miseria humana.

Entonces, yo mismo me abismé en prácticas piadosas; y Lisboa asistió a
este espectáculo extraordinario: un rico, un Nabab postrándose
humildemente al pie de los altares, balbuceando con las manos juntas,
rezos y plegarias, como si viese en la Oración y en el Cielo algo más
que una consolación ficticia que inventaron los dueños de todo, para
contentar a los que no tienen nada. Yo pertenezco a la burguesía y sé
que si ella muestra a la plebe crédula un paraíso distante, de goces
inefables, es para apartar la atención de sus cofres repletos y de la
abundancia de sus sementeras.

Después, más inquieto, hice decir millares de misas, rezadas y cantadas,
para desagraviar al alma errante de Ti-Chin-Fú. ¡Pueril desvarío de un
cerebro peninsular! El viejo Mandarín, en clase de Letrado, de miembro
de la Academia de los Ilan-Lin, colaborador probable del gran Tratado de
Khou-Truane-Chou, que ya tiene publicados más de setenta y ocho mil
setecientos treinta volúmenes, era sin duda alguna sectario de la moral
positivista de Confucio. Nunca había quemado teas perfumadas en honor de
Buda; y las ceremonias del sacrificio místico debían parecer a su
abominable alma de gramático y de escéptico, simples pantominas de los
payasos en el Teatro de Haug-Tung.

Entonces, prelados astutos, con experiencia católica, me dieron un
consejo admirable: captarme con presentes, flores, brocados y joyas,
como si fuese a alcanzar los favores de Aspasia; y a la manera de un
ventrudo banquero que obtiene las complacencias de una bailarina
regalándola una quinta entre árboles, yo, por una sugestión sacerdotal,
tenté conseguir la benevolencia de la Madre de los hombres, levantándole
una catedral toda de mármol blanco.

La abundancia de flores entre los pilares labrados dábanle perspectivas
de paraíso; la multiplicidad de las luces recordaban magnificencias
siderales... ¡Dispendios vanos! El fino y erudito cardenal Nani vino de
Roma a consagrar la iglesia; mas cuando yo aquel día entré a visitar a
mi divina huésped, lo que vi más allá de las calvas de los celebrantes,
no fué la Reina de Gracia, rubia, con su túnica azul, sino al viejo
Mandarín con sus ojos oblícuos y su papagayo entre las manos. Era a él,
a su blanco bigote de tártaro, a su panza color de oca, a quien todo un
sacerdocio recamado de oro ofrecía, al roncar del órgano, ¡la eternidad
de las Alabanzas!

Entonces, pensando que Lisboa y el medio adormecido en que me movía,
eran favorables al desenvolvimiento de estas imaginaciones, partí, viajé
modestamente, sin pompa, con un baul y un lacayo.

Visité, en su orden clásico, París, la banal Suiza, Londres y los lagos
taciturnos de Escocia; levanté mi tienda delante de las murallas
exangélicas de Jerusalén; y desde Alejandría a Tebas recorrí ese largo
Egipto monumental y triste como el corredor de un mausoleo.

Conocí el mareo de los buques, la monotonía de las ruinas, las
desilusiones del «boulevard»; y mi mal interior iba creciendo.

Ahora, ya no era sólo la amargura de haber despojado a una familia
venerable; asaltábame el remordimiento de haber privado a la sociedad de
un personaje fundamental, un letrado perito, columna del Orden, apoyo de
las instituciones. No se puede arrancar a un Estado una personalidad que
vale veinte millones de pesetas sin perturbar su equilibrio. Esta idea
era mi desesperación. Quise saber si verdaderamente la desaparición de
Ti-Chin-Fú fué funesta a la decrépita China; leí todos los periódicos de
Hong-Kong y Shang-Hai, velé noches enteras sobre historias de viajes,
consulté sabios misioneros; y artículos, hombres, libros, todo me
hablaba de la decadencia del Celeste Imperio: ¡provincias arruinadas,
ciudades moribundas, plebes hambrientas, pestes y rebeliones, templos
en ruinas, leyes sin autoridad, la descomposición de un mundo, como una
nave encallada que el mar deshace tabla por tabla!

¡Y yo me creía el causante de las desgracias de la sociedad china! En mi
espíritu enfermo, Ti-Chin-Fú tomaba entonces el valor desproporcionado
de un César, de un Moisés, de uno de esos seres providenciales que son
la fuerza de una raza. Yo le dí muerte, y con él murió la vitalidad de
su patria. Su vasto cerebro tal vez hubiese salvado los rasgos geniales
de aquella vieja monarquía asiática, y yo inmovilizé su acción creadora.
Su fortuna hubiera podido reforzar el Erario, y yo la estaba disipando
entre fiestas y prostitutas... ¡Amigos, conocí el remordimiento inmenso,
colosal, de haber arruinado un Imperio!

Para olvidar este complicado tormento, me entregué a la orgía. Me
instalé en un palacio de la avenida de los Campos Elíseos, y fuí
terrible. Daba fiestas a lo Trimalción; y, en las horas más ásperas de
la furia libertina, cuando entre la música de las charangas, entre el
estridor brutal de los cobres, rompían el «can-cán», cuando prostitutas
de seno desnudo, cantaban coplas canallescas; cuando mis convidados
bohemios, ateos de cervecería, injuriaban a Dios, con la copa de
champagne levantada, yo, poseído súbitamente como Helio y Abalo, de un
furor de bestialidad, de un odio inmenso contra lo Pensante y lo
Consciente, me tiraba al suelo a cuatro patas y me ponía a rebuznar
imitando al burro.

Después quise descender más; confundirme con la plebe, conocer las
torpezas alcohólicas de la taberna; y muchas veces, vestido de blusa,
con la gorra echada hacia atrás, del brazo de «Mes-Bottes o
Bibi-la-Gaillarde», entre un tropel de borrachos, fuí tambaleándome por
los «boulevares» exteriores, cantando con voz ronca:

          «¡Allons, enfants de la patrie-e-e!...
          Le jour de gloire est arrivé-e-e...»

Una mañana, después de estos excesos, a la hora en que en las tinieblas
del alma del borracho se alza una vaga aurora espiritual, nació, de
repente, la idea de partir para la China. Y como soldados adormecidos en
el campamento, que al són del clarín se levantan y uno a uno se van
juntando y formando en columna, otras ideas se fueron reuniendo en mi
espíritu, alineándose en formidable formación. Marcharía a Pekín;
descubriría la familia de Ti-Chin-Fú; casándome con una de las señoras,
legitimaría la posesión de mis millones; daría a aquella casa letrada su
antigua prosperidad; para calmar el espíritu irritado del Mandarín
celebraría pomposos funerales; iría por las provincias miserables
distribuyendo arroz y donativos; y una vez obtenido del emperador el
botón de cristal que ostentan los Mandarines, substituiría a la
personalidad del Ti-Chin-Fú, pudiendo así restituir legalmente a su
patria, sino la autoridad de su saber, al menos la fuerza de su oro.

Todo esto, a veces, me parecía un programa indefinido, nebuloso, pueril
e idealista. Mas el deseo de esta aventura original y épica, acababa por
convencerme, arrastrándome como a las hojas secas los remolinos del
viento. Suspiré anhelante por pisar la tierra de China. Después de
largos preparativos aligerados a peso de oro, una noche, por fin, partí
para Marsella. Había alquilado un buque entero: «El Ceilán». Y a la
mañana siguiente, por un mar azul-prusia, bajo el vuelo blanco de las
gaviotas, cuando los primeros rayos del sol ruborizaban las torres de
Nuestra Señora de la Guardia, puse proa hacia Oriente.



IV


«El Ceilán» tuvo un viaje monótono y lleno de calma hasta Shang-Hai.
Desde allí subimos por el río Azul hasta Tien-Tsin en un pequeño
«steamer» de la Compañía Russal. Yo no iba a visitar la China con esa
curiosidad ociosa de turista; todo el paisaje de aquella provincia,
semejante al de un vaso de porcelana, de un tono azulado y vaporoso, con
colinitas peladas y de tiempo en tiempo un arbusto solitario, no me hizo
salir de mi sombría indiferencia.

Cuando el capitán del «steamer», un yanki imprudente, de hocico de
cerdo, al pasar por Nankin, me propuso ir a recorrer las monumentales
ruinas de la vieja ciudad de porcelana, yo rechazé la proposición con un
seco movimiento de cabeza, sin levantar los ojos tristes de la
tranquila corriente del río.

¡Qué pesados e insoportables me parecieron los días de navegación de
Tien-Tsin a Tung-Chou, en barcos chatos que apestaban como el olor y
suciedad de los remeros; ora a través de las tierras bajas inundadas por
el Pei-hó, ora a lo largo de pálidos e infinitos arrozales; cruzando
aquí una lúgubre aldea de loma negra, allá un campo cubierto de flores
amarillas, topando a cada momento con cadáveres de mendigos, hinchados y
verdosos, que descendían al fondo del agua, bajo un cielo fosco y bajo!

En Tung-Chou quedé sorprendido al ver la escolta de cosacos que mandaba
a mi encuentro el viejo general Camilloff, heróico oficial de las
campañas del Asia Central, y entonces embajador de Rusia en Pekín. Me
habían recomendado a él como un sér precioso y raro. El lenguaraz
intérprete Sa-Tó, que el general había mandado para ponerse a mi
servicio, me explicó que las cartas del sello imperial anunciando mi
llegada, se habían recibido hacía tiempo por conducto de los correos de
la cancillería que atraviesan la Siberia en trineos, desciende sobre
los lomos del camello hasta la Gran Muralla tártara, y entregan allí su
maleta a esos corredores mongólicos, vestidos de cuero escarlata, que
noche y día galopan hacia Pekín.

Camilloff me enviaba un «poney» de la Mandchuria, enjaezado de seda, y
una tarjeta de visita con estas palabras escritas con lápiz bajo su
nombre: «¡Salud! ¡El caballo es blando de boca!»

Monté el «poney»; y a un «¡hurra!» de los cosacos, entre la heróica
agitación de las lanzas, partimos a galope por la polvorienta planicie,
porque ya la tarde declinaba, y las puertas de Pekín se cierran apenas
el último rayo de sol huye de las torres del Templo del Cielo. Al
principio seguimos un camino, formado por el tránsito de las caravanas,
atravesado por enormes losas de mármol arrancadas de la antigua Vía
Imperial. Después pasamos el puente de Palitas. Corrimos a la orilla de
canales de agua negra; comenzaron a aparecer pomares y aldeas anidadas
al pie de una pagoda, y de repente, en un recodo del camino, me paré
asombrado.

¡Pekín estaba delante de mí! Es una vasta muralla, monumental y bárbara,
de un negro obscuro, extendida hasta perderse de vista, y destacándose
con la arquitectura babilónica de sus puertas de techos curvos, sobre el
fondo sangriento de la púrpura del sol poniente.

A lo largo, hacia el norte, en medio de una nube rojiza, veíase, como
suspendidas en el aire, las montañas de Mongolia.

Una rica litera me esperaba a la puerta de Ung-Tsen-Men, para conducirme
a través de Pekín, hasta la residencia militar de Camilloff. Ahora, la
muralla, vista de cerca, parecía levantarse hasta los cielos con todo el
horror de una construcción bíblica.

En su base se apiñaba una confusión de barracas, feria exótica, donde
pululaba una multitud rumorosa, y la luz de las linternas oscilantes
salpicaba el crepúsculo de vagas manchas sangrientas. Los toldos blancos
parecían al pie del negro muro bandadas de mariposas inmóviles.

Una gran tristeza se apoderó de mi alma. Entré en la litera, y cerrando
las cortinas de seda escarlata bordadas de oro, escoltado por los
cosacos, penetré en la vieja Pekín, por su puerta babélica, en medio de
una turba tumultuosa, entre carretas, caballeros mongólicos armados de
flechas, bonzos de túnica blanca, marchando uno a uno, y largas filas de
dromedarios balanceando cadenciosamente su carga.

Al poco rato la litera se paró. El respetuoso Sa-Tó, descorrió las
cortinas y me hallé en un jardín obscuro y silencioso, donde, entre
sicomoros seculares, kioscos iluminados, brillaban con una luz suave,
como colosales linternas perdidas en la selva. Los surtidores y las
fuentes murmuraban en la sombra. Bajo un peristilo formado de maderos
pintados de rojo, iluminado por hileras de faroles de papel
transparente, me esperaba una membruda figura de bigotes blancos,
apoyada en un grueso sable. Era el general Camilloff. Al adelantarme
hacia él, lo hacía con el paso inquieto de las gacelas que, asustadas,
huyen sin ruido entre los árboles.

El viejo héroe me apretó un momento contra su pecho y me condujo luego,
según los usos chinos, al baño de la hospitalidad, una vasta pila de
porcelana, donde entre rodajas finas de limón sobrenadaban esponjas
blancas despidiendo un fuerte olor a lilas.

Poco después, la luna bañaba deliciosamente los jardines; y yo, muy
fresco, de corbata blanca, entraba del brazo de Camilloff en el
«boudoir» de la generala. Era alta y rubia, tenía los ojos verdes de las
sirenas de Homero; en el descote bajo de su vestido de seda llevaba
prendida una rosa blanca; y en los dedos, que yo besé respetuosamente,
erraba un perfume fino de sándalo y de té.

Hablamos mucho de Europa, del nihilismo, de Zola, de León XIII, y de la
delgadez de Sarah.

Por la galería abierta penetraba un aire cálido que trascendía a
heliotropo. Después la dama se sentó al piano, y con su voz de contralto
rompió el silencio melancólico de la ciudad tártara, cantando las
picantes arias de «Madame Javart» y las melodías fatigosas del «Rey de
Lahore».

Al día siguiente, encerrado con el general en uno de los dos kioscos del
jardín, le conté mi lamentable historia y los motivos fabulosos que me
impulsaron a venir a Pekín. El héroe me escuchaba silencioso,
retorciéndose sombríamente su espeso bigote de cosaco.

--¿Sabe usted el idioma chino?--me preguntó de repente, clavando en mí
sus pupilas sagaces.

--Sé dos palabras importantes, mi general: «Mandarín» y «Té».

El héroe se pasó la mano de gruesos tendones sobre la horrible cicatriz
que le cruzaba la calva:

--«Mandarín», amigo mío, no es palabra china y nadie la entiende en este
país. Es el nombre que en el siglo XVI, los navegantes de su patria, de
su hermosa patria...

--Cuando nosotros teníamos navegantes...--murmuré suspirando. Mi
interlocutor suspiró también, por cortesía, y continuó:

--...Que sus navegantes dieron a los funcionarios chinos. Viene de su
verbo, de su lindo verbo...

--Cuando teníamos verbos...--interrumpí yo, por esa costumbre
instintiva en los peninsulares de hablar mal de la patria.

El general entornó un momento sus ojos redondos de viejo astuto y
prosiguió paciente y grave:

--De su lindo verbo mandar...» Le queda, por lo tanto, una palabra,
«té». Es un vocablo que tiene gran importancia en la vida china, más lo
creo insuficiente para servir en todas las relaciones sociales. Mi
querido huésped pretende casarse con una señora de la familia de
Ti-Chin-Fú, continuar la gran influencia que ejercía el Mandarín y
substituir, doméstica y socialmente a ese llorado difunto... Para todo
eso dispone de la palabra «té». Es poco.

No pude negar que era poco. El venerable ruso, frunciendo su nariz de
pico de milano, me opuso aún otras objeciones que yo veía levantarse
ante mi deseo como las murallas mismas de Pekín; ninguna señora de la
familia de Ti-Chin-Fú consentiría en casarse con un extranjero; y sería
imposible, absolutamente imposible, que el emperador, el Hijo del Sol,
concediese a un extraño los honores privilegiados de un Mandarín.

--¿Por qué me los negaría?--exclamé.--Yo pertenezco a una distinguida
familia de la provincia del Miño. Soy licenciado, por lo tanto, en China
como en Coimbra, soy letrado. He pertenecido a una oficina del
Estado... Poseo millones. Tengo la experiencia del estilo
administrativo...

El general se iba inclinando respetuosamente ante la abundancia de mis
atributos.

--No es--dijo al fin--que el emperador realmente lo rechaze; es que el
individuo que lo propusiese, sería inmediatamente decapitado. La ley
china, en este punto, es explícita y severa.

Bajé la cabeza abrumado.

--Mas, general--murmuró,--yo quiero librarme de la presencia odiosa del
viejo Ti-Chin-Fú y de su papagayo... Si yo entregase la mitad de mis
millones al tesoro chino, ya que no me es dado personalmente, como
Mandarín, aplicarlos a la prosperidad del Estado, tal vez Ti-Chin-Fú se
calmase.

El general puso paternalmente su ancha mano sobre mi hombro.

--Error, considerable error, joven. Esos millones nunca llegarían al
Tesoro imperial. Se quedarían en los bolsillos insondables de las clases
directoras; serían disipados en plantar jardines, coleccionar
porcelanas, alfombrar salones y vestir de seda a las concubinas: no
alimentarían una sola piedra de los caminos públicos... Irían a
enriquecer la orgía asiática. El alma de Ti-Chin-Fú debe conocer bien el
Imperio, y eso no le satisfaría.

--¿Y si yo emplease parte de la fortuna del viejo en hacer
particularmente, como filántropo, largas distribuciones de arroz al
populacho hambriento? Es una idea.

--Funesta--dijo el general, frunciendo horriblemente el entrecejo.--La
corte imperial vería en esto una ambición política, un plan para ganar
el favor de la plebe, un peligro para la dinastía... Mi buen amigo
sería decapitado... Es grave...

--¡Maldición!--grité.--¿Entonces para qué he venido a la China?

El diplomático se encogió de hombros; mas luego mostró en una sonrisa
maliciosa sus dientes amarillentos de cosaco:

--Haga una cosa. Busque a la familia de Ti-Chin-Fú.

Y añadió:

--Yo indagaré del primer ministro, su excelencia el príncipe Tong, donde
pára esa familia tan interesante; después reúnalos usted, y arrójeles
una o dos docenas de millones; organice para el difunto unos funerales
de gran ceremonia con un séquito de una legua de largo, filas de bonzos,
todo un mundo de estandartes, palanquines, lanzas, plumas, pendones
encarnados y, por último, legiones de plañideras lanzando gritos
lamentables. Si después de todo su conciencia no se adormece y el
fantasma insiste...

--¿Entonces?

--Entonces mataos.

--Muchas gracias, mi general.

       *       *       *       *       *

Una cosa, sin embargo, era evidente y en ello estuvieron de acuerdo
Camilloff, el respetuoso Sa-Tó y la generala, que para tratar a la
familia de Ti-Chin-Fú, formar en el séquito de los funerales y, en una
palabra, introducirme en la vida de Pekín, era preciso, desde luego,
vestirme con un traje conforme a las maneras y al ceremonial de los
mandarines.

Mi faz amarillenta y mi largo bigote caído, favorecían el plan. Y cuando
a la mañana siguiente, después de haber regateado con los sastres de la
calle Cha-Cona, entré en la sala tapizada de seda escarlata, donde ya
brillaba la vajilla del almuerzo sobre la mesa de hule negro, la
generala retrocedió como si apareciese el propio Tong-Tché, Hijo del
Cielo.

Yo ostentaba una túnica de brocado azul obscuro abotonada a un lado, con
el peto ricamente bordado de dragones y flores de oro, encima de una
sobrevesta de seda de un tono azul más claro, corta, amplia y fofa; las
calzas, de satén color de avellana, descubrían ricas babuchas amarillas,
pespunteadas de perlas y un poco de la media sembrada de estrellitas
obscuras, y a la cintura, en una linda faja recamada llevaba metido un
abanico de bambú, de los que ostenta el retrato del filósofo La-o-Tsé, y
son fabricados en Lwatón; y por esas misteriosas correlaciones con que
el vestido influye en el carácter, yo sentía ya dentro de mí ideas e
instintos chinescos; el amor a los ceremoniales meticulosos, el respeto
burocrático a las fórmulas, un abyecto terror hacia el emperador, el
odio a lo extranjero, el culto por los antepasados, el fanatismo de la
tradición, el gusto por las cosas azucaradas.

Alma y vientre eran por completo de un Mandarín. Así es que no dije a la
generala:

«Bon jour, madame», sino que, doblado por la cintura, haciendo girar los
puños cerrados sobre la frente, baja, hice gravemente el «chinchín».

--¡Está usted adorable, precioso!--decía ella con su linda sonrisa,
golpeando las manos diminutas y pálidas.

En honor de mi nueva encarnación, habían preparado aquella mañana un
almuerzo chino. ¡Qué gentiles servilletas de papel de seda escarlata con
monstruos fabulosos dibujados en negro! La comida dió comienzo por
ostras de Ning-Pó. ¡Excelentes! Me sorbí dos docenas con verdadero
regalo oriental. Después sirvieron deliciosas fibras de aletas de
tiburón, ojos de carnero con picado de ajo, un plato de nenúfares en
compota, naranjas de Cantón, y, en fin, el arroz tradicional, el arroz
de los abuelos. Todo esto con la ayuda de unas cuantas botellas de
excelente vino de Chao-Chigné. Y, en fin, con qué gozo saboreé mi taza
de té imperial, té de la primera cosecha de marzo, cosecha única que es
celebrada como un rito santo por las manos puras de las vírgenes.

Entraron dos cantadoras, mientras nosotros fumábamos, y durante largo
tiempo, entonaron con una modulación gutural viejas cántigas de los
tiempos de la dinastía Ming al són de guitarras forradas de piel de
serpiente, que dos tártaros, en cuclillas, rasgueaban con una cadencia
melancólica y bárbara. La China tiene encantos raros.

Después, la rubia generala cantó con gracia, la «Femme a barbe»: y
cuando el general marchó con su escolta cosaca hacia el Yamen del
príncipe Tong, a informarse de la residencia de la familia Ti-Chin-Fú,
yo, repleto y bien dispuesto, salí con Sa-Tó a ver Pekín.

       *       *       *       *       *

La vivienda de Camilloff quedaba en la ciudad tártara, en los barrios
militares y nobles. Reina allí una tranquilidad austera. Las calles
semejan largos caminos de aldea surcados por las ruedas de los carros; y
casi siempre se camina pegado a los muros, de donde salen ramas
horizontales de sicomoros.

A veces, una carreta pasa rápidamente, al trote de un poney mogol, con
altas ruedas claveteadas de clavos dorados; todo en ella oscila: el
toldo, las cortinas de seda, los penachos de plumas de los ángulos; y
dentro se entrevé alguna hermosa dama china, cubierta de brocado claro,
la cabeza toda llena de flores, haciendo girar en las muñecas dos aros
de plata con un aire de tedio ceremonioso: Después alguna aristocrática
litera de mandarín, que koolíes vestidos de azul, con la coleta suelta,
llevan al trote, encorvados, hacia los Yamens del Estado; precédeles un
criado que levanta en el aire rollos de seda con inscripciones bordadas,
insignias de autoridad; y dentro el personaje gordinflón de enormes
lentes redondos, ojea sus papeles o dormita con el labio caído.

A cada momento nos parábamos para admirar las ricas tiendas con sus
tabletas verdes de letras doradas sobre fondo negro; los parroquianos,
en un silencio de iglesia examinan las preciosidades: porcelanas de la
dinastía Ming, bronces, esmaltes, marfiles, sedas, armas, los abanicos
maravillosos de Swatón; a veces una fresca joven de ojos oblícuos,
vestida de azul, con amapolas de papel en la cabeza, desdobla algún rico
brocado delante de algún grueso chino que la contempla beatíficamente
con los dedos cruzados sobre la panza: al fondo, el mercader, aparatoso
e inmóvil, escribe sobre tablillas de sándalo, y un perfume suave que
entristece y perturba, brota de todas las cosas.

¡He aquí las murallas que cercan a la ciudad interdicta, morada santa
del Emperador! Jóvenes de familias patricias, descienden de la terraza
de un templo, donde estuvieron adiestrándose en el manejo de la flecha.
Sa-Tó, me dice sus nombres: forman parte de la guardia selecta, que en
las ceremonias da escolta al quitasol de seda amarilla con un dragón
bordado que es el emblema sagrado del Emperador.

Todos ellos cumplimentan profundamente a un viejo de barbas venerables,
con sobrevesta amarilla, privilegio de los ancianos. Iba hablando solo y
llevaba en la mano una vara donde se posaban dos pájaros domesticados.
Era un príncipe del Imperio.

¡Extraños barrios! Mas nada me divertía tanto como ver a cada instante
en la puerta de un jardín, dos mandarines panzudos que para entrar se
hacían infinitas zalemas y cortesías, sonriendo, todo un ceremonial
dogmático, que les hacía oscilar de un modo picaresco sobre las espaldas
las largas plumas de pavo. Donde quiera que se levantaban los ojos se
veían siempre enormes cometas de papel, ora en forma de dragones, ora de
cetáceos o aves fabulosas, llenando el espacio de una inverosímil legión
de monstruos transparentes y ondeantes.

--¡Sa-Tó, basta de ciudad tártara! Vamos a ver los barrios chinos.

Y allí fuimos, penetrando en la ciudad chinesca por la parte populosa de
Tchin-Men. Aquí habita la burguesía, los mercaderes y el populacho. Las
calles alíneanse como una pauta; y en el suelo vetusto y enlotado, hecho
con inmundicias de cien generaciones, aún se ven algunas de aquellas
losas de mármol de color de rosa que en otra era, en tiempo de la
grandeza de Ming, lo cubrían.

Forman las calles, ora terrenos pedregosos donde aúllan manadas de
perros hambrientos, ora filas de chozas toscas, ora pobres tiendas con
sus tabletas balanceándose en un asta de hierro.

A lo lejos se alzan los arcos triunfales hechos con barrotes de color de
púrpura, ligados en lo alto por un tejado oblongo de tejas azules que
brillan como esmaltes. Una multitud rumorosa y apiñada, donde domina el
tono pardo y azulado de los trajes, circula sin cesar; el polvo lo
envuelve todo en una nevada amarilla; un hedor acre se respira en el
aire; y a cada momento largas caravanas de camellos atraviesan la
multitud, conducidos por mongoles sombríos vestidos de pieles de
carnero...

Fuimos hasta los caminos de los puentes sobre los canales, donde
saltimbanquis semi-desnudos, con máscaras simulando demonios pavorosos,
hacen destrezas con una picardía bárbara y sutil; y mucho tiempo estuve
admirando los astrólogos que, vestidos con largas túnicas, adornados con
dragones de papel, venden ruidosamente horóscopos y consultas de astros.
¡Oh, ciudad, fabulosa y singular!

De repente se levantó una gritería espantosa. Corrimos; era una cuerda
de presos, que un soldado, de grandes lentes, empujaba con su quitasol,
amarrados los unos a los otros por el extremo de la coleta. En aquella
avenida vi también el cortejo de un funeral de Mandarín, todo ornado de
oriflamas y banderolas; grupos de hombres fúnebres quemaban papeles en
braserillos portátiles; mujeres desarrapadas aullaban de dolor
revolcándose sobre los tapices; después se levantaban, y un koolí,
vestido de blanco, en señal de luto, les servía el té en un gran plato
en forma de ave.

Al pasar junto al Templo del Cielo, vi apiñada en una grada una legión
de mendigos; llevaban por todo indumento un trapo amarrado a la cintura
con un cordel; las mujeres, con los cabellos cubiertos de viejas flores
de papel, roían huesos tranquilamente, y los cadáveres de las criaturas
se pudrían a su lado bajo el vuelo de los moscardones. Más adelante
encontramos una jaula donde un condenado extendía, a través de los
barrotes, las manos descarnadas, implorando una limosna... Después
Sa-Tó, mostróme respetuosamente una plaza estrecha: allí, sobre pilares
de piedra, se veían pequeñas jaulas conteniendo cabezas de decapitados,
goteando sangre espesa y negra.

--¡Oh!--exclamé fatigado y aturdido.--Sa-Tó, ahora quiero reposo,
silencio y un cigarro caro...

El intérprete inclinóse; y por una escalera de granito me llevó a las
murallas de la ciudad, las cuales forman una explanada que cuatro carros
de guerra apareados podrían recorrer durante leguas.

Mientras Sa-Tó, sentado en el hueco de una almena, bostezaba en un
desahogo de «cicerone» fastidiado, yo, fumando, contemplé largo rato, a
mis pies, la vasta y sagrada Pekín.

Es como una formidable ciudad de la Biblia, Babel o Nínive, que el
profeta Jonás tardó tres días en atravesar. El grandioso muro cuadrado
limita los cuatro puntos del horizonte con puertas de torres
monumentales, que el aire azulado, desde aquella distancia, hace parecer
transparentes. En la inmensidad de su recinto agloméranse confusamente
verdores de bosques, lagos artificiales, canales brillantes, puentes de
mármol, terrenos cubiertos de minas, tejados barnizados relucientes al
sol; por todas partes se alzan pagodas heráldicas, blancas azoteas de
templos, arcos triunfales, kioscos saliendo de entre el follaje de los
jardines; después, espacios que parecen montes de porcelana; y siempre
a intervalos regulares la mirada encuentra algunos de los bastiones, de
aspecto heróico y fabuloso.

La multitud, junto a esas edificaciones grandiosas, es apenas como
granos de arena negra que un viento blando trae y lleva.

Aquí está el vasto palacio imperial, entre arboledas misteriosas, con
sus tejados de un amarillo de oro muy vivo. ¡Con cuánto gusto penetraría
en sus secretos y vería desfilar, por las galerías sobrepuestas, la
magnificencia bárbara de esas dinastías seculares!

A lo lejos se levanta la torre del Templo del Cielo, semejante a tres
quitasoles sobrepuestos; después la gran columna de los Principios,
hierática y seca como el genio de la raza, y delante blanquean en una
media tinta sobrenatural, las terrazas de jaspe del Santuario de la
Purificación.

Entonces interrogué a Sa-Tó; y su dedo respetuoso fué señalándome el
Templo de los Antepasados, el Palacio de la Soberana Concordia, el
pabellón de las Flores de las Letras, el kiosco de los Historiadores,
brillando, entre los bosques sagrados que los cercan, con sus tejados
lustrosos, azules, verdes, escarlata y de color de limón. Yo devoraba
con ojos ávidos aquellos monumentos de la antigüedad asiática, lleno de
curiosidad por conocer las impenetrables clases que los habitan, el
principio de las Instituciones, la significación de las inscripciones,
el espíritu de sus ciencias, la gramática, el dogma y la extraña visa
interior de un cerebro de letrado chino. Mas ese mundo es inviolable
como un santuario.

Me senté en la muralla, y mis ojos perdiéronse en la planicie arenosa
que se extiende más allá de los puestos hasta los contrafuertes de los
montes mongólicos; allí, airosamente, se arremolinan ondas indefinibles
de polvo; y a todas horas negrean filas vagarosas de caravanas. Entonces
invadió a mi alma una melancolía que el silencio de aquellas alturas,
envolviendo a Pekín, hacía más desolada; era como un cansancio de mí
mismo, un largo pensar de mi sentir; allí, aislado, absorto en aquel
mundo duro y bárbaro. Me acordé, con los ojos húmedos, de mi aldea del
Miño, la venta con un ramo de laurel colgado sobre la puerta, el banco
del herrador y las riberas fresca y rozagantes cuando verdean los
linos.

Era la época en que las palomas emigran de Pekín hacia el Sur. Yo las
veía reunirse en bandadas por encima de mí, partiendo de los bosques, de
los templos y de los pabellones imperiales; cada una llevaba, para
librarse de los milanos, una cañita de bambú que el aire hacía silbar, y
aquellas nubes blancas pasaban como impelidas por una brisa suave,
dejando en silencio un lento y melancólico suspiro, una ondulación
célica, que se perdía en los aires pálidos. Volví a casa, lento y
pensativo.

       *       *       *       *       *

En la comida, Camilloff, desdoblando su servilleta, me preguntó mis
impresiones sobre Pekín.

--Pekín me hace sentir muy bien, mi general, los versos de un poeta
portugués:

          «Sóbalos ríos que vào
          por Babylonia me achei...»

--¡Pekín es un monstruo!--dijo Camilloff, haciendo oscilar su calva
reluciente.--Y ahora considere que en esta capital, a la clase tártara y
conquistadora que la posee, obedecen trescientos millones de hombres,
una raza audaz, laboriosa, sufrida, política, invasora. Estudian
nuestras ciencias... ¿Una copita de Medoc, Teodoro?... ¡Tienen una
marina formidable! El ejército que en otro tiempo creía destrozar al
extranjero con dragones de papel de donde salían culebras de fuego,
¡sigue ahora la táctica prusiana y va armado con fusil de aguja! ¡Grave,
muy grave!

--Y todavía, mi general, en mi país, cuando a propósito de Macao, se
habla del Imperio Celeste, los patriotas se pasan los dedos por las
greñas y dicen negligentemente: «Mandamos allá cincuenta hombres y
barremos la China».

Después de citar esta sandez, quedamos silenciosos. El general, tosiendo
formidablemente, murmuró luego, con condescendencia:

--¡Portugal es un bello país!

Yo exclamé con sequedad y firmeza:

--¡Una pocilga, general!

La generala, colocando delicadamente en el borde del plato un alón y
limpiándose los dedos, dijo:

--Es el país de la canción de Mignon; el hermoso país donde florece la
naranja.

El gordo Meriskoff, doctor alemán de la Universidad de Bom, canciller de
la legión, hombre de aficiones poéticas, y gran comentarista, observó
con respeto:

--Generala, el dulce país de Mignon es Italia: «¿Conoces tú la tierra
privilegiada donde la naranja da flor?» El divino Goethe se refería a
Italia, «Italia mater». Italia será el eterno amor de la humanidad
sensible.

--¡Yo prefiero a Francia!--suspiró la esposa del primer secretario, una
jovencita pálida de cabello rizado.

--¡Ah, la Francia!--murmuraron algunos comensales, poniendo los ojos en
blanco.

El gordo Meriskoff agitó los lentes de oro.

--Francia tiene un pero, que es la cuestión social.

--¡Oh, la cuestión social!--murmuró sombríamente Camilloff.

Y conversando con tanta sabiduría, llegamos por fin al café.

Al bajar al jardín, la generala, apoyándose sentimentalmente en mi
brazo, murmuró, junto a mi oído:

--Ay, ¡quién pudiera vivir en esos palacios apasionados donde verdean
las naranjas!...

--¡Allí sí que se ama, generala!--le dije en secreto, llevándola
dulcemente hacia la obscuridad de los sicomoros.



V


Fué necesario todo un largo verano para descubrir la provincia donde
residía el difunto Ti-Chin-Fú.

¡Qué episodio administrativo tan pintoresco, tan chino! El servicial
Camilloff, que se pasaba el día entero recorriendo los Yamens del
Estado, tuvo que probar, primero, que el deseo de conocer la morada del
viejo Mandarín no encubría ninguna conspiración contra la seguridad del
Imperio, y después fué preciso que jurase que no encerraba esta
curiosidad un atentado contra los Ritos sagrados. Entonces, satisfecho,
el príncipe Tong permitió que se hiciese la requisitoria imperial:
centenares de escribientes palidecieron noche y día, con el pincel en la
mano, dibujando consultas sobre papel de arroz; misteriosas
conferencias susurraron insensatamente por todos los distritos de la
Ciudad Imperial desde el Tribunal Astronómico hasta el Palacio de la
Bondad Preferida; y un ejército de koolíes transportaba desde la
legación de Rusia hasta los Kioscos de la Ciudad Interdicta, y de aquí
al Patio de los Archivos, parihuelas que crugían bajo el peso de los
legajos de viejos documentos.

Cuando Camilloff preguntaba por el resultado de sus investigaciones, le
contestaban satisfactoriamente que se estaban consultando los libros
santos de La-o-Tsé, o que se iban a explorar viejos textos del tiempo de
Nor-Xa-Chú.

Y para calmar la impaciencia bélica del ruso, el príncipe Tong remitía,
con estos recados sutiles, algún substancioso presente de confites o
goma de bambú en caldo de azúcar.

       *       *       *       *       *

Mientras el general trabajaba con fervor para encontrar la familia
Ti-Chin-Fú, yo iba tejiendo horas de seda y oro (así dice un poeta
japonés) a los pies pequeñitos de la generala. Había un kiosco en el
jardín, bajo los sicomoros, que se denominaba, al modo chino, el «Reposo
discreto»; a un lado un arroyo fresco cantaba dulcemente bajo una
fuentecilla rústica pintada de color de rosa. Las paredes las formaban
un enrejado de bambú forrado de seda amarilla; el sol, pasando a través
de ellas, proyectaba una luz sobrenatural de ópalo claro. En el centro,
un diván de seda blanca, de una poesía de nube matutina, atraía como un
lecho nupcial. En los rincones, en preciosos jarrones transparentes de
la época de Yeng, alzábanse, con su esbeltez aristocrática, lirios
escarlata del Japón. El suelo estaba todo cubierto de esteras finas de
Nankín y junto a la ventana enrejada, sobre un airoso pedestal de
sándalo, veíase abierto un abanico formado de varillas de cristal, que
la brisa, al entrar, hacía vibrar, con modulación melancólica y tierna.

Las montañas de fines de agosto en Pekín, son muy apacibles; ya vaga en
el aire una calma otoñal; a esa hora, el consejero Mariskoff y los
oficiales de la legación estaban siempre en la cancillería, despachando
el correo de San Petersburgo.

Yo, entonces, con el abanico en la mano, pisando sutilmente con la punta
de las babuchas de satín las calles enarenadas del jardín, iba a
entreabrir la puerta del «Reposo discreto»:

--¿Mimí?

Y la voz de la generala respondía, suave como un beso:

--«All right...»

¡Qué linda estaba vestida de dama china! En sus cabellos levantados
albeaban flores raras, y sus cejas parecían más puras y negras avivadas
con tinta de Nankín. La camisa de gasa bordada, la túnica de filigrana
de oro, plegábase a sus senos pequeñitos y erectos. Largas y fofas
calzas de fulard color «cadera de Ninfa», que le daba una gracia propia
de serrallo, descendían sobre los tobillos finos, cubiertos de sedosas
medias amarillas. Y apenas tres dedos de mi mano cabían en sus
chinelitas.

Llamábase Wladimira; nació al pie de Nid-ji-Nowgorod y fué educada por
una vieja tía que admiraba a Rousseau, leía a Foblas, usaba cabellos
empolvados, y parecía una basta litografía cosaca de una dama galante de
Versalles...

El sueño de Wladimira era vivir en París; y mientras hacía hervir
delicadamente las hojas del té, me rogaba que la contase historias
picantes de «cohetes», y me confesaba su culto por Dumas, hijo.

Yo le arremangaba la larga manga de la casaca de seda de color de hoja
muerta, y hacía viajar mis labios devotos por la piel fresca de sus
bellos brazos; y después, sobre el diván, enlazados, pecho contra
pecho, en un éxtasis mudo, sentíamos las maravillas de cristal resonar
eólicamente, las palomas azules arrullarse en los plátanos, y el
fugitivo ritmo del arroyo murmurador...

Nuestros ojos humedecidos encontraban a veces un cuadro de satín negro
por cima del diván, donde en caracteres chinos, se desarrollaban
sentencias del libro sagrado de Li-Nun «sobre los deberes de la esposa».
Mas ninguno de nosotros entendía el chino... Y en el silencio, nuestros
besos volvían a comenzar espaciados, sonando dulcemente y comparables
(en la lengua florida de aquellos países) a perlas que caen, una a una,
sobre una bandeja de plata... ¡Oh, suaves siestas de los jardines de
Pekín! ¿Dónde estáis ahora? ¿Dónde estáis, hojas muertas de los lirios
escarlata del Japón?

       *       *       *       *       *

Una mañana Camilloff entró en la cancillería, donde yo fumaba
amigablemente una pipa en compañía de Mariskoff y tirando su enorme
sable sobre el canapé, nos contó radiante de alegría, las noticias que
le había dado el penetrante príncipe Tong. Descubrióse al fin que un
opulento mandarín, llamado Ti-Chin-Fú, vivía en otro tiempo cerca de los
confines de la Mongolia, en la villa de Tien-Hó. Había muerto
súbitamente; y su descendencia residía allá en la miseria, en una choza
vil.

Este descubrimiento, ciertamente, no fué debido a la burocracia
imperial; lo hizo un astrólogo del templo de Faguas, que durante veinte
noches hojeó en el cielo el luminoso archivo de los astros.

--¡Teodoro, ese mandarín es su hombre!--exclamó Camilloff.

Y Mariskoff repitió, sacudiendo la ceniza de la pipa:

--¡Ese es su hombre, Teodoro!

--¡Mi hombre!--murmuré sombríamente.

¡Era tal vez «mi hombre», sí! Mas no me seducía ir a buscar su familia,
en la monotonía de una caravana, por aquellos desolados rincones de la
China. Además, desde mi llegada a Pekín, no había vuelto a ver la sombra
odiosa de Ti-Chin-Fú y su cometa en forma de papagayo.

Mi conciencia reposaba como una paloma adormecida. Por lo visto, el
esfuerzo supremo de voluntad que tuve que hacer para abandonar las
dulzuras del boulevard y de Loreto, y surcar los mares hasta el Celeste
Imperio, parecían a la Eterna Equidad una expiación suficiente y una
peregrinación reparadora. Y Ti-Chin-Fú, ya calmado, regresaría con su
papagayo a la sempiterna inmovilidad.

¿Para qué ir a Tien-Hó? ¿Por qué no quedarme allá en aquel amable
Pekín, comiendo nenúfares en caldo de azúcar, abandonándome a la
somnolencia amorosa del «Reposo discreto» y yendo por las tardes
azuladas a dar mi paseo del brazo del buen Mariskoff, por las terrazas
de jaspe de la Purificación o bajo los cedros del Templo del Cielo?

El celoso Camilloff, con el lápiz en la mano, marcó en el mapa un
itinerario hacia Tien-Hó. Mostróme en desagradable entrelazamiento,
sombras de montes, líneas tortuosas de ríos, dibujos ondulados de
lagunas.

--¡Aquí está! Suba usted hasta Ni-ku-hé, en la margen del Pei-Hó. Desde
allí en barcos chatos va a My-yun. ¡Buena ciudad! Hay en ella un Buda
vivo. Desde allí a caballo, sigue hasta la fortaleza de Ché-hia. Pasa la
gran muralla. ¡Famoso espectáculo! Descansa en el fuerte de Ku-pi-hó.
¡Allí puede cazar gacelas!... ¡Soberbias gacelas!... Y en dos días de
camino llega a Tien-Hó. Brillante itinerario. ¿Cuándo quiere partir?
¿Mañana?

--Mañana--murmuré tristemente.

¡Pobre generala! Aquella noche, mientras Mariskoff, en el fondo de las
salas, jugaba con tres oficiales de la embajada su «whist» sacramental,
y Camilloff, reclinado en el sofá, con los brazos cruzados, solemne como
en una poltrona del Congreso de Viena, dormía con la boca abierta, ella
se sentó al piano. Yo, a su lado, en la actitud legendaria de un infante
de Lara, desesperado por la fatalidad, me retorcía lúgubremente el
bigote. Y la dulce criatura, entre dos gemidos del teclado, de una
sonata penetrante, cantó volviendo hacia mí sus ojos brillantes y
húmedos:

          «L'oiseau s'envole,
          La'bas, la'bas!...
          L'oiseau s'envole...
          Ne revient pas...»

--El ave ha de volver al nido!--musité yo enternecido. Y, afanándome por
esconder una lágrima, salí murmurando furiosamente:

--¡Canalla de Ti-Chin-Fú! ¡Por tu causa! ¡Viejo malandrín!

Al día siguiente salí para Tien-Hó, acompañado de Sa-Tó, el respetuoso
intérprete, una larga fila de carretas, dos cosacos y todo un pueblo de
koolíes.

Al dejar la muralla de la ciudad tártara, seguimos mucho tiempo
caminando entre las cercas de los jardines sagrados que rodean el templo
de Confucio.

Era el fin de otoño; ya las hojas estaban amarillas; una dulzura suave
erraba en el aire.

De los kioscos santos salía un susurro de cánticos monótonos y tristes.
Por las terrazas, enormes serpientes veneradas como dioses, se iban
arrastrando, ya entorpecidas por el frío. Y aquí y allá, al pasar,
encontrábamos budistas decrépitos, secos como pergaminos y nudosos como
raíces, entrecruzados de piernas en el suelo bajo los sicomoros,
inmóviles como ídolos, contemplándose incesantemente el ombligo en
espera de la perfección del Nirvana.

Y yo iba pensando con una tristeza tan pálida como aquel cielo asiático
de octubre, en dos lágrimas redonditas que al partir vi brillar en los
ojos negros de la generala.



VI


La tarde declinaba y el sol descendía bermejo como un escudo de metal
candente, cuando llegamos a Tien-Hó.

Las negras murallas de la ciudad se alzan al Sur, al pie de un torrente
que ruge entre rocas. En la parte de Oriente, la planicie lívida y
polvorienta se extiende hasta un grupo obscuro de colonias donde
blanquea el ámplio edificio de una Misión católica; y más allá, hacia el
extremo Norte, se elevan las eternas montañas de la Mongolia, suspensas
en el aire como nubes.

Nos alojamos en una fétida barraca titulada: «Hospedería de la
Consolación Terrestre». Me fué reservado el cuarto noble, el principal,
que se abría sobre una galería formada por estacas. Estaba ornado de
dragones de papel recortado, sujetos por cordeles de los travesaños del
techo. Al menor soplo de la brisa, aquella legión de monstruos fabulosos
oscilan cadenciosamente con un rumor seco de hojarascas, como tomando
vida sobrenatural y grotesca.

Antes de que oscureciese, fuí acompañado de Sa-Tó a contemplar la
ciudad, mas pronto tuve que regresar sofocado por el hedor repugnante
que exhalaban las viviendas. Todo se me figuró ser negro; las chozas, el
suelo cenagoso, los canes hambrientos y el populacho abyecto. Regresé a
mi albergue, donde arrieros, mongoles y criaturas piojosas, me miraban
con asombro.

--Tiene vuestra merced razón. Es mala ralea. Mas no hay peligro; yo
maté, antes de partir, un gallo negro, y la diosa Kaonine debe estar
contenta. Podéis dormir al abrigo de los malos espíritus. ¿Quiere,
vuestra merced, el té?

--Tráelo, Sa-Tó.

Después de bebernos una taza, conversamos largamente sobre el vasto
plan: a la mañana siguiente llevaría la dicha y la tranquilidad a la
triste choza de la viuda de Ti-Chin-Fú, anunciándole los millones que le
regalaba, millones ya depositados en Pekín. Después, de acuerdo con el
mandarín Gobernador, haríamos una cuantiosa distribución de arroz al
pueblo, y por la noche habría danzas e iluminaciones, como en una
solemnidad pública.

--¿Qué te parece, Sa-Tó?

--En los labios de vuestra merced habita la sabiduría de Confucio... ¡Va
a ser un hermoso espectáculo!

Como venía cansado, bien pronto comencé a bostezar; me tendí sobre el
lecho, envuelto en mis pieles, hice la señal de la cruz y me dormí
pensando en los brazos blancos de la generala y en sus ojos verdes de
sirena.

Sería la media noche, cuando me despertó un rumor lento y sordo que
envolvía la barraca, como un fuerte viento en una arboleda o una mar
gruesa batiendo un paredón. Por la galería abierta, la luna entraba en
el cuarto, una luna triste de otoño asiático, dando a los dragones
colgados del techo, formas y semejanzas quiméricas.

Me levanté, ya nervioso, cuando una silueta alta e inquieta, apareció a
la claridad de la luna.

--¡Soy yo, señor!--murmuró la voz despavorida de Sa-Tó.

Y luego, agachándose a mis pies, me contó en un flujo de palabras roncas
su aflicción: mientras yo dormía se esparció por la ciudad el rumor de
que un extranjero, el «Diablo extranjero» había llegado con bagajes
cargados de tesoros... Ya, desde el comienzo de la noche, él había
entrevisto rostros ansiosos, de ojos voraces, rondando la barraca, como
chacales impacientes... Y ordenó a los koolíes que atrincherasen la
puerta con los carros de los bagajes, formados en semicírculo a la
manera tártara.

Mas poco a poco, el tumulto fué creciendo... Ahora acababa de espiar
por un postigo, y todo el populacho de Tien-Hó rondaba en torno de la
hospedería... ¡La diosa Kaonine no se había satisfecho con la sangre del
gallo negro! Además, él recordaba haber visto en la puerta de una
pagoda una cabra negra andando hacia atrás. ¡La noche sería
terrorífica! ¡Y su pobre mujer, el hueso de su hueso, que estaba tan
lejos, allá en Pekín!

--¿Y ahora, Sa-Tó?--le pregunté.

--Ahora... ¡Vuestra señoría!... Ahora...

Callóse, y su figura escuálida temblaba, agazapándose como un perro que
se le amenaza con el látigo.

Entonces yo abandoné al cobarde y me adelanté hacia la galería. Abajo,
el muro fronterizo, proyectaba una sombra fatídica. Allí se apiñaba una
turba negra.

A veces, una figura, rastreando, se adelantaba en el espacio iluminado;
espiaba, forcejeaba en las carretas, y al sentir la luz de la luna sobre
su cara, retrocedía rápidamente, fundiéndose en la obscuridad; y como el
techo del cobertizo era bajo, brillaba un momento algún hierro de lanza
inclinado.

--¿Qué queréis, canallas?--rugí en portugués.

A esta voz extranjera, un gruñido salió de las tinieblas; inmediatamente
una piedra cayó a mi lado, agujereando el papel encerado de la celosía;
después, una flecha pasó silbando cerca de mí, clavándose en un listón.

Descendí rápidamente a la cocina de la hospedería. Mis kaulíes,
asustados, batían las mandíbulas de terror; y los dos cosacos que me
acompañaban, impasibles, fumaban sus pipas con los sables desnudos
puestos sobre las rodillas.

El viejo hostelero de lentes redondos, una vieja andrajosa que yo había
visto en el patio echando al aire una cometa de papel, los arrieros
mongoles, las criaturas piojosas, todos desaparecieron. Sólo quedó un
viejo bebedor de opio, tumbado en un rincón como un fardo. Fuera se veía
la multitud que vociferaba.

Interpelé entonces a Sa-Tó, que casi se desmayaba, apoyado en la pared;
nosotros estábamos sin armas, los dos cosacos solos, no podían rechazar
el asalto. Era, pues, necesario ir a despintar al Mandarín gobernador,
revelarle que yo era amigo de Camilloff, un convidado del Príncipe Tong,
e intimarle a que acudiera a dispersar las turbas y mantener la ley
santa de la hospitalidad.

Mas Sa-Tó me contestó con voz débil como un soplo, que el gobernador,
seguramente, era el que estaba dirigiendo el asalto. Desde las
autoridades hasta los mendigos, la fama de mis riquezas, la leyenda de
las carretas cargadas de oro, inflamó todos los apetitos. La prudencia
ordenaba, como un mandamiento santo, que abandonásemos parte de los
tesoros, las mulas y las cajas de comestibles.

--¿Y vamos a quedarnos aquí, en esta aldea maldita, sin camisas, sin
dinero y sin comida?

--¡Mas con la rica vida, vuestra señoría!

Cedí y ordené a Sa-Tó que fuese a proponer a la turba una copiosa
distribución de oro, si ella consentía en regresar a sus casas y
respetar en nosotros a los huéspedes enviados por Buda.

Sa-Tó subió a la escalera de la galería, todo tembloroso, y empezó a
arengar a la multitud, braceando, lanzando las palabras con la violencia
de un can que ladra. Yo había abierto la maleta y le iba entregando
sacos de monedas, que él arrojaba a puñados sobre la multitud con ademán
de sembrador... Abajo, a cada lluvia de metales resonaba un tumulto
furioso; después, un lento suspiro de gula satisfecha; y luego, el
silencio, la suspensión del que espera más.

--Más--murmuraba ansiosamente Sa-Tó, volviéndose hacia mí.

Yo, indignado, le daba nuevos cartuchos, pilas de monedas de medio real
envueltas en papel. Ya estaba vacía la maleta... La turba continuaba
rugiendo insaciable.

--Más ¡vuestra señoría!--suplicó Sa-Tó.

--¡No tengo más, criatura! ¡El resto está en Pekín!

--¡Oh, Buda santo! ¡Perdidos! ¡Perdidos!--exclamó Sa-Tó, doblando las
rodillas.

El populacho, callado, esperaba aún. De repente, una exhalación salvaje
rasgó el aire. Y yo sentí aquella masa ávida, arremeter sobre las
carretas que defendían la puerta, formadas en semicírculo. Al choque
todo el maderamen de la «Hospedería de la Consolación Terrestre», crugió
y osciló.

Corrí a la baranda. Abajo bullía un tropel desesperado en torno de los
carros derribados. Los machetes relucían al caer sobre la tapa de los
cajones; el cuero de las maletas abríase rasgado por innumerables
puñales, y bajo el cobertizo los dos cosacos batíanse como héroes. A la
luz de la luna, veía alrededor del barracón agitar teas. Un alarido
ronco elevábase, haciendo a lo lejos aullar a los perros; y de todas las
viviendas desembocaba y corría el populacho, hombres ligeros armados de
chuzos y hoces curvas.

Súbitamente, oí el tumulto de las turbas que asaltaban la galería,
buscándome sin duda, creyendo que yo guardaría el mejor de los tesoros,
piedras preciosas, joyas. El terror me enloqueció. Corrí a la gradería
de bambú que daba al patio. Rompí la valla, y penetré en la cuadra. Mi
caballo, preso en las tinieblas relinchaba, tirando furiosamente del
cabestro. Salté sobre él, sujetándole por las crines.

En este momento, por el postigo de la cocina que había saltado en
astillas, penetró una horda armada de linternas, lanzas, clamando
delirante. El caballo, espantado, saltó la valla; una flecha silba a mi
lado; después, una piedra me da en el hombro, otra en los riñones, otra
hace blanco en el anca del animal, y otra más gruesa, me rasga la oreja.
Agarrado desesperadamente a las crines, arqueado, con la sangre goteando
de la oreja, galopé en una carrera furiosa, a lo largo de una calle
negra. De repente veo delante de mí la muralla, un bastión, la puerta de
la ciudad cerrada.

Entonces, alucinado, sintiendo detrás de mí rugir la turba, abandonado
de todo socorro humano, me acordé de Dios. Creí en él, gritándole que me
salvase: y mi espíritu iba tumultuosamente recordando, para ofrecerle
fragmentos de oraciones, de «Salves, Credos», que yacían en el fondo de
mi memoria. Tras una esquina, a lo lejos, surgió una humareda de teas;
era la turba. Loco de espanto, apreté los talones a los ijares del
animal y corrí a lo largo de la muralla que se extendía como una vasta
cinta negra furiosamente desenrollada. De repente vi una brecha, un
boquete erizado de espinas y zarazas, y fuera la planicie que bajo la
luna tenía la apariencia de una gran charca de agua dormida. Lancéme
hacia allá, sacudiendo con los talones los ijares del potro, y galopé
mucho tiempo por el descampado.

De repente, el caballo y yo rodamos en un surco blando. Era una laguna;
mi boca se llenó de agua pútrida, y mis pies se enredaron en las fofas
raíces de los nenúfares. Cuando me levanté vi al caballo corriendo muy
lejos, como una sombra, con los estribos al viento.

Entonces comencé a caminar por aquella soledad, enterrándome en el fango
y cortando a través de matorrales encharcados. La sangre de la oreja
caía sobre mi hombro; la ropa enlodada se me pegaba a la piel, y a veces
en la sombra, me pareció ver brillar ojos de fieras.

Más lejos, encontré un cercado de piedras sueltas donde yacían, bajo
unos arbustos, infinidad de cajas amarillas que los chinos abandonan
sobre la tierra y donde se pudren los cadáveres. Me senté sobre una caja
postrado de fatiga; mas un olor abominable flotaba en el aire, y al
apoyarme sentí la sensación de un líquido viscoso que escurría por las
hendiduras de las tablas.

Quise huir. Mas las piernas, temblando, se negaron. Los árboles, las
rocas, las hierbas altas, todo el horizonte comenzó a girar en torno mío
como un disco muy rápido. Resplandores sanguíneos vibraban delante de
mis ojos, y me sentí caído desde muy alto, divagando a la manera de una
pluma que desciende. Cuando recobré el conocimiento estaba sentado sobre
un banco de piedra, en el banco de un enorme edificio semejante a un
convento, que el más grave silencio envolvía. Dos padres lazaristas
lavaban cuidadosamente mi oreja. Un aire fresco circulaba; la garrucha
de un pozo chirriaba lentamente, y una campana tocaba a maitines.
Levanté los ojos y ví una fachada blanca con ventanillas enrejadas y una
cruz en lo alto, y entonces, al contemplar en aquella paz de claustro
católico como un rincón de la patria recuperada, el abrigo y la
consolación, de mis párpados cansados rodaron dos lágrimas mudas.



VII


Aquella mañana, dos lazaristas que se dirigían a Tien-Hó, me habían
encontrado desmayado en el camino. Y como dijo el alegre padre Loriot,
«era ya tiempo»; porque alrededor de mi cuerpo inmóvil revoloteaba un
negro semicírculo de esos enormes cuervos de Tartaria, contemplándome
con gula.

Me trajeron al convento en unas parihuelas, y fué grande el regocijo de
la comunidad cuando supo que yo era latino, cristiano y súbdito de los
«Reyes Fidelísimos». El convento forma allí el centro de un pequeño
pueblo católico, apiñado en torno de la maciza residencia como un
caserío de siervos, al pie de un castillo feudal. Existe desde los
primeros misioneros que recorrieron toda la Mandchuria. Porque nos
hallábamos en los confines de la China. Más allá está la Mongolia, la
«Tierra de las hierbas», inmenso prado verde obscuro, bordado de flores
silvestres. Allí se extendía la inmensa planicie de los nómadas. Desde
mi ventana veía negrear los círculos de las tiendas cubiertas de fieltro
o de pieles de carnero; y a veces asistía a la partida de una tribu, que
en filas de largas caravanas llevaba sus rebaños hacia Oeste.

El superior de los lazaristas era el excelente padre Julio.

Su larga permanencia entre las razas amarillas lo habían tornado casi en
un chino. Cuando yo le encontraba en el claustro con su túnica roja, la
larga coleta y sus venerables barbas, agitando dulcemente un enorme
abanico, me parecía algún sabio letrado Mandarín comentando mentalmente,
en la paz de un templo, el Libro sacro de Chú. Era un santo; mas olía a
ajo, y este olor apartaba de él a las almas más doloridas y necesitadas
de consuelo.

¡Conservo suave memoria de los días allí pasados! mi cuarto, encalado de
blanco, con una cruz negra, tenía un recogimiento de celda. Me
despertaba siempre al toque de maitines. Por respeto a los viejos
misioneros, oía misa en la capilla; y me enternecía allí, tan lejos de
la patria católica, ver a la clara luz de la mañana la casulla del padre
con su cruz bordada, inclinarse delante del altar y sentir sisear en el
silencio fosco del santo recinto los «Dominus vobiscum» y los «Et cum
espíritu tuo».

Por la tarde iba a la escuela a admirar a los niños chinos, declinando
once horas seguidas. Y, después del refectorio, paseando por el
claustro, escuchaba historias de lejanas misiones apostólicas, en el
«País de las hierbas», las prisiones soportadas, las marchas, los
peligros, en fin, todas las crónicas heróicas de la Fe.

Yo no conté en el convento mis aventuras fantásticas; dije que era un
«tourista» curioso que recorría, tomando apuntes, el mundo entero. Y
esperando que mi oreja cicatrizase me abandonaba en una dulce laxitud de
alma, a aquella paz del monasterio.

Mas estaba decidido a dejar bien pronto la China; ese Imperio bárbaro
que ahora odiaba terriblemente. Cuando me ponía a pensar que había
venido de los confines de occidente, para traer a una provincia china la
abundancia de mis millones, y que, apenas llegué, fuí saqueado y
apedreado, me agitaba un rencor sordo y pasaba horas enteras en mi
cuarto, meditando venganzas horribles.

Retirarme con mis millones era lo más práctico y fácil.

Además, mi idea de resucitar, para bien de la China, la personalidad de
Ti-Chin-Fú, me parecía ahora un absurdo, una insensatez de sueño.

Yo no comprendía las lenguas ni las costumbres, ni las leyes, ni los
sabios de aquella raza ¿qué iba a hacer allí, sino exponerme por el
aparato de mi riqueza, a los asaltos de un pueblo que hace cuarenta y
tantos siglos que es pirata en los mares y bandido en la tierra?

Ti-Chin-Fú y su cometa continuaban invisibles, remontados ciertamente al
Cielo Chino de los abuelos, y ya el aplazamiento del remordimiento
visible hacíame olvidar el deseo de la expiación.

Sin duda el viejo letrado estaba fatigado de dejar sus regiones
inefables para venir a reclinarse en mis muebles. Vería mis esfuerzos,
mi deseo de ser útil a su prole, a su provincia y a su raza, y
satisfecho, se acomodaría lo mejor posible para la eterna siesta. ¡Ya,
nunca más vería su panza amarilla!

Y entonces me mordía el apetito de marchar, ya libre y tranquilo a gozar
la alegría de mi oro, al Loreto o los boulevares, sorbiendo la miel de
las flores de la civilización.

Mas la viuda de Ti-Chin-Fú, las mimosas señoras de su descendencia, los
nietos pequeñitos... ¿los dejaría bárbaramente morir de hambre y frío en
las negras viviendas de Tien-Hó? No. Esos no eran culpables de las
pedradas que me tiró el populacho. Y yo, cristiano, aislado en un templo
católico, teniendo a la cabecera de mi cama el Evangelio, cercado de
existencias que eran encarnaciones de la Caridad, no podía partir del
Imperio sin restituir a aquellos a quienes despojara, la abundancia y
las comodidades honestas que recomendaba el clásico de la Piedad
Filial.

Entonces escribí a Camilloff. Le contaba mi abyecta fuga, bajo las
piedras del populacho; el albergue cristiano que me dieron en la Misión,
y mi ferviente deseo de partir del Imperio Celeste. Le pedía que
remitiese a la mujer de Ti-Chin-Fú los millones depositados por mí en
casa del mercader Tsing-Fó, en la avenida de Cha-Cona, al lado del arco
triunfal de Tong, junto al templo de la diosa Kaonine.

El alegre padre Loriot, que iba en misión a Pekín, llevó esta carta que
yo lacré con el sello del convento: una cruz saliendo de un corazón
inflamado.

Los días pasaban. Las primeras nieves albearon en las montañas
septentrionales de la Mandchuria, y yo me ocupaba en cazar gacelas en el
«País de las Hierbas». Horas enérgicas y fuertemente vividas las de esas
mañanas, cuando yo marchaba, con el aire agreste y sano entre monteros
mongólicos, que, con un grito ondulado y vibrante, ojeaban los
matorrales con sus lanzas. A veces una gacela saltaba, y con las orejas
bajas, estiradas y finas, partía en el filo del viento. Soltábamos el
halcón que volaba sobre ella con las alas serenas, dándole a espacios
regulares, con toda la fuerza de su pico curvo, picotazos en el cráneo.
Y la íbamos a encontrar, por fin, a la orilla de algún charco infecto,
cubierto de nenúfares. Entonces, los perros negros de Tartaria
arrojábansele sobre el vientre, y, con las patas entre sangre, y con los
afilados colmillos le iban descubriendo las entrañas.

Una mañana, el lego de la portería avistó al alegre padre Loriot,
trepando por el camino ingente del Purgo, con su mochila al hombro y una
criatura en los brazos; la había encontrado abandonada, desnudita,
muriéndose a la orilla desolada de un camino. La bautizó después en un
arroyo con el nombre de Bienhallado, y allí la traía, enternecido,
apretando el paso, para darle pronto buena leche de las cabras del
convento.

Después de abrazar a los religiosos y enjugarse gruesas gotas de sudor,
sacó de los bolsillos del pantalón un sobre con el sello del águila
rusa.

--Esto es lo que le manda el general Camilloff, amigo Teodoro. Está
bueno, y la señora también... ¡Todos fuertes!

Corrí a un rincón del claustro a leer los dos plieguecillos. La carta
decía así:

«Amigo, huésped y estimado Teodoro: A las primeras líneas de su carta
quedamos consternados. Mas luego las siguientes nos llenaron de alegría,
al saber que estaba con esos santos padres de la misión cristiana.

»Yo fuí al Yamen Imperial a hacer una severa reclamación al príncipe
Tong, sobre el escándalo de Tien-Hó.

»Su excelencia mostró un júbilo desordenado. Porque aunque lamenta como
particular la ofensa, el robo y las pedradas que mi huésped sufrió, como
ministro del Imperio, ve ahí una dulce oportunidad para exigir a la
ciudad de Tien-Hó, en concepto de indemnización, y en castigo de la
injuria hecha a un extranjero, la importante suma de trescientos mil
francos. Es, como dice Mariskoff, un excelente resultado para el Erario
imperial y queda así vuestra oreja suficientemente vengada. Aquí,
comienzan a picar los primeros fríos y ya estamos usando pieles. El
buen Mariskoff sufre ahora del higado, pero el dolor no altera su
criterio filosófico ni su sabia verbosidad.

»Tuvimos un grave disgusto: el lindo perrito de la buena señora
Tagarief, la esposa de nuestro querido secretario, el adorable «Tú-Tú»
desapareció en la mañana del quince. Hizo la policía averiguaciones
urgentes, mas «Tú-Tú» no ha parecido, y nuestro sentimiento es mayor
cuanto es sabido que el populacho de Pekín aprecia extraordinariamente
estos perritos, guisados en caldo de azúcar. Ha ocurrido un hecho
abominable y de funestas consecuencias; la embajadora de Francia, esa
petulante madame Gujón, ese gallo enjuto (como la llama Mariskoff), en
la última comida de la legación, dió, despreciando todas las reglas
internacionales, el brazo, su descarnado brazo, y su derecha en la mesa,
a un súbdito inglés, Lord Gordon. ¿Qué me dice usted de esto? ¿Es
creíble? ¿Es razonable? ¡Eso es destruir el orden social! ¡El brazo y la
derecha en la mesa a un súbdito, a un escocés de color de piedra, un
mono, cuando estaban presentes todos los embajadores, los ministros y
yo!

»Esto ha causado en el cuerpo diplomático, una sensación inenarrable.
Esperamos instrucciones de nuestros gobiernos. Como dice Mariskoff,
moviendo tristemente la cabeza, el asunto es grave--¡muy grave!--Lo que
prueba (y ninguno lo duda) es que lord Gordon es el Benjamín del «Gallo
enjuto». ¡Qué asco! ¡qué podredumbre!... La generala no está buena,
desde que usted partió para esa maldita Tien-Hó; el doctor Pagloff no
atina con el mal; es una languidez, un marchitamiento, una perenne
indolencia que la tiene horas enteras inmóvil sobre el sofá, en el
«Pabellón del Reposo discreto», con la mirada vaga y la boca llena de
suspiros.

»Yo no me desespero; sé perfectamente el mal que la mina, es una
afección a la vejiga que contrajo, a consecuencia de las malas aguas,
durante nuestra estancia en Madrid... ¡Hágase la voluntad del Señor!
Ella me pide que le salude en su nombre, y desea que cuando llegue usted
a París, si va a París, le remita por el correo de la Embajada para San
Petersburgo (de allí vendrá a Pekín) dos docenas de guantes de doce
botones, número «cinco y tres cuartos», de la marca «Sol», de los
almacenes del Louvre; así como las últimas novelas de Zola;
«Mademoiselle de Maupín», de Gautier, y una caja de frascos de
«Opoponex».

»Me olvidaba decirle que nos hemos mudado de alojamiento; dejamos la
Embajada francesa para no tener relaciones con el «Gallo enjuto», y
vivimos ahora en el Palacio de la Legación de Inglaterra. Estos son los
inconvenientes de no tener la Embajada rusa palacio de su propiedad, a
pesar de tantas reclamaciones como sobre este asunto tengo hechas a la
cancillería de San Petersburgo.

»Allí saben perfectamente que en Pekín no hay palacios; que cada
legación tiene el suyo propio, como importante elemento de instalación y
de influencia. ¡Mas en la corte del Czar se desatienden los más serios
intereses de la civilización rusa! Todo lo dicho es lo único nuevo que
acontece en Pekín y en las legaciones. Recuerdos de Mariskoff, y todos
los de esta Embajada, y también del condesito Arturo, el Zizí de la
legación española, en fin, de todos; y yo, muy afectuosamente, le envío
el testimonio de mi amistad.

                                        GENERAL CAMILLOFF.»

»P.S.--En cuanto a la viuda y familia de Ti-Chin-Fú hubo un engaño; el
astrólogo del templo de Jagua se equivocó en su interpretación sideral;
no es realmente en Tien-Hó donde reside esa familia. Es al Sur de la
China, en la provincia de Cantón. Mas también hay una familia Ti-Chin-Fú
más allá de la gran Muralla, casi en la frontera rusa, en el distrito de
Ka-ó-li. Ambas perdieron el jefe y ambas están en la miseria. Por lo
tanto, esperando sus nuevas órdenes, no retiré el dinero de casa de
Tsing-Fó. Esta reciente información me la envió hoy su excelencia el
príncipe Tong, con un delicioso tarro de compota de exquisitos
almíbares.

»Debo anunciarle que nuestro buen Sa-Tó apareció hace días de regreso de
Tien-Hó, con el labio partido y leves contusiones en el hombro, habiendo
salvado solamente del saqueo una litografía de Nuestra Señora de los
Dolores, que por la dedicatoria manuscrita veo que perteneció a vuestra
respetable mamá.

»Mis valientes cosacos se quedaron allá en un pozo de sangre. Su
excelencia el príncipe Tong me ha ofrecido pagar por cada uno diez mil
francos, tomados de la suma que, en concepto de indemnización ha
impuesto a la ciudad de Tien-Hó.

»Sa-Tó me dice que si usted, como es natural, vuelve a empezar sus
viajes a través de la China en busca de la familia Ti-Chin-Fú, él se
considera honrado y venturoso en acompañarle, con una fidelidad de perro
y una docilidad de cosaco.

                                        CAMILLOFF.»

--¡No! ¡Nunca!--rugí con furor, estrujando la carta y monologando a
largos pasos por el claustro.--¡No, por Dios o por el demonio! ¿Ir de
nuevo a recorrer los caminos de la China? ¡Jamás! ¡Oh, suerte grotesca
y desastrosa! ¡Dejé mi regalada vida del Loreto, mi nido amoroso de
París, vengo volando como un tordo desde Marsella a Shang-Hai, sufro las
pulgas de las habitaciones chinas, el hedor de las casas, la polvoreda
de los caminos áridos ¿para qué? Tenía un plan que se levantaba hasta
los cielos, grandioso y ornamentado como un trofeo; en él brillaban de
alto abajo, toda suerte de acciones buenas, y he aquí, que de pronto lo
veo caer al suelo, pieza tras pieza, convertido en furia!

Quería dar mi nombre, mis millones, y la mitad de mi lecho de oro a una
señora de la familia de Ti-Chin-Fú, y no me lo permiten los prejuicios
sociales de una raza bárbara. Pretendo, con el botón de cristal del
Mandarín, reconstituir los destinos de China, traerle nuevas
prosperidades, y me lo veda la ley imperial. Aspiro a conceder una
limosna sin fin a este populacho hambriento, y corro el peligro de ser
decapitado como instigador de rebeliones. Vengo a socorrer a un pueblo y
la turba amotinada me apedrea. Iba, en fin, a brindar el reposo, la
comodidad que alababa Confucio, a la familia Ti-Chin-Fú, y esa familia
evapórase como el humo, y otras familias surgen aquí y allá vagamente,
al Sur y al Oeste, como claridades engañosas.

¿Y tenía que ir a Cantón, a Ka-ó-lí, a exponer otra oreja a las piedras
brutales, huir aún por caminos descampados, agarrado a las crines de un
potro? ¡Jamás!

Me paré, y con los brazos en alto, hablando a las arcadas del claustro,
a los árboles, al aire silencioso y frío que me envolvía:

--¡Ti-Chin-Fú--bramé,--Ti-Chin-Fú, para aplacarte hice todo lo que era
racional, generoso y lógico! ¿Estás, en fin, satisfecho, letrado
venerable, tú, tu papagayo gentil, y tu panza artificial? ¡Háblame!
¡Háblame!

Escuché, miré: la garrucha del pozo, en aquella hora del mediodía,
chirriaba dulcemente en el patio; sobre las moreras, a lo lejos de las
arcadas, se secaban sobre papel de seda las hojas de té de la cosecha de
octubre; de las puertas medio cerradas del aula venía un susurro lento
de declinaciones latinas.

Reinaba una paz severa, producto de la simplicidad de las ocupaciones o
de la austeridad de los estudios y el aire pastoril de aquella colina,
donde dormía bajo un sol blanco de invierno, el pueblo religioso. Y en
aquel sereno ambiente, me pareció que descendía a mi alma, de repente,
una paz absoluta.

Encendí con los dedos aún trémulos un cigarro, y dije, limpiándome una
gota de sudor que corría por mi frente, estas palabras, resumen de mi
destino:

--Bien, Ti-Chin-Fú está contento.

Fuí luego a la celda del excelente padre Julio; leía su breviario cerca
de la ventana, saboreando confites de azúcar, con el gato del convento
sobre el hombro.

--Reverendísimo padre, me vuelvo a Europa. ¿Alguno de vuestros
compañeros va acaso en misión hacia Shang-Hai?

El venerable superior se caló los lentes, y hojeando un ámplio registro
en letra china, murmuró así:

--Quinto día de la décima luna. Sí, el padre Anacleto va a Tien-Tsin, a
hacer una novena. Duodécima luna, el padre Sánchez para Tien-Tsin
también, a explicar el catecismo a los huérfanos. Sí, tendrá compañía
hasta Leste.

--¿Mañana?

--Mañana. Es dolorosa la separación en estos confines del mundo, cuando
las almas se comprenden bien en Jesús. El padre Gutiérrez le arreglará
una buena fiambrera. Nosotros ya le amábamos como a un hermano, mi
querido Teodoro. Coma un confite, son deliciosos. Las cosas están en
feliz reposo, cuando se hallan en su lugar natural; el lugar del corazón
humano es el corazón de Dios, y el suyo está en este asilo seguro. Coma
otro confite. ¿Qué es eso, hijo mío, qué es eso?

Yo estaba colocando sobre el breviario abierto, en una página del
Evangelio de la pobreza, un fajo de billetes del «Banco de Inglaterra»,
y balbuceé:

--Un recuerdo para sus pobres...

--Excelente, excelente... Nuestro buen padre Gutiérrez le preparará una
fiambrera superior... «Amén», hijo mío. «In Deo omnia spes...»

       *       *       *       *       *

Al día siguiente, montado en una mula blanca del convento y acompañado
del padre Anacleto y el padre Sánchez, descendí del convento al repique
de las campanas. Y allá vamos, hacia Hiang-Hiano, villa negra y
amurallada, donde atracan los barcos que descienden de Tien-Tsin.

Ya las tierras a lo largo del Pei-Hó estaban todas blancas de nieve; en
las ensenadas bajas el agua empezaba ya a helarse, y envuelto en pieles
de carnero, alrededor de las hogueras, en la popa del barco, los buenos
padres y yo íbamos conversando de los trabajos de los misioneros, de las
cosas de la China, y a veces de las cosas del cielo, mientras corría de
mano en mano el frasco de ginebra.

En Tien-Tsin, me separé de aquellos santos camaradas.

Y después de dos semanas, en un día de sol, me paseaba fumando un
cigarro y mirando las luchas de perros en el puerto de Hong-Kong, sobre
la cubierta del «Java»; que iba a levar anclas con rumbo a Europa.

Fué un momento conmovedor para mí, aquel en que a las primeras vueltas
de la hélice, vi alejarme de la tierra de China.

Desde que desperté, durante aquella mañana, una inquietud sorda
comenzaba de nuevo a invadir mi alma. Ahora pensaba en que había ido a
aquel vasto imperio a calmar por la expiación una protesta temerosa de
la conciencia, y por fin, impelido por una impaciencia nerviosa, partía,
sin haber hecho más que deshonrar los bigotes blancos de un general
heróico y haber recibido una pedrada en la oreja en una ciudad de los
confines de la Mongolia.

--¡Extraño destino el mío!

Hasta el anochecer estuve recostado sombríamente en la borda del buque,
viendo el mar liso como una vasta pieza de seda azul, doblarse a los
lados en pliegues suaves; poco a poco grandes estrellas palpitaron en la
concavidad negra, y la hélice en la sombra iba trabajando rítmicamente.
Me paseé errante por la cubierta, mirando aquí y allí la brújula
iluminada, los montones de cabrestantes, las piezas de la máquina
envueltas en una claridad ardiente, golpeando con cadencia; la humareda
negra que se elevaba de las chimeneas ennegreciendo el firmamento; los
marineros de barba rubia inmóviles en sus puestos, y las figuras de los
pilotos sobre el puntal, altas y sombrías en la noche. En el camarote
del capitán, un inglés, con blanco casco a la cabeza, rodeado de damas
que bebían cognac, tocaba melancólicamente en la flauta el aria de
«Bonnie Dundée».

Eran las once cuando bajé a mi cámara. Las luces ya estaban apagadas;
mas la luna, que se erguía al nivel del agua, redonda y blanca, hería
los cristales del camarote con un rayo de claridad, y entonces, medio
oculta y pálida, ví rígida sobre la hamaca la figura panzuda del
Mandarín, vestido de seda amarilla con su papagayo entre las manos.

¡Era él otra vez!

Y fué él perpetuamente. Fué él en Singapore y en Ceilán. Fué él en los
arsenales del desierto, cuando pasamos por el Canal de Suez;
adelantándose en la proa de un barco mercante, cuando entramos en Malta,
resbalando sobre las rosadas montañas de Sicilia y emergiendo de los
mares que cercan el Peñón de Gibraltar. Cuando desembarqué en Lisboa, su
obesa figura llenaba todo el arco de la calle Angosta, y sus ojos
oblícuos y los dos ojos pintados de su cometa en figura de papagayo,
parecían fijos en mí.



VIII


Entonces, teniendo la certeza de que nunca podría aplacar a Ti-Chin-Fú,
pasé toda la noche en mi cuarto del Loreto, donde, como en otro tiempo,
las velas que ardían en los bruñidos candelabros de plata daban a los
rojos damascos tonos de sangre fresca, medité despojarme, como de un
adorno de pecado, de aquellos millones sobrenaturales.

¡Y así me libraría tal vez de aquella panza amarilla, y de aquella
cometa abominable!

Abandoné el palacio del Loreto, y con él mi existencia de Nabab.

Regresé a mi habitación de la casa de la viuda de Marques, y volví a la
oficina a implorar mis veinticinco duros mensuales y mi dulce pluma de
amanuense.

Mas un sufrimiento mayor vino a amargar mis días. Juzgándome arruinado,
todos aquéllos que mi opulencia humilló, cubriéronme de ofensas. Los
periódicos, con triunfal ironía, publicaron mi miseria. La aristocracia,
que balbuceaba adulaciones, inclinada a mis pies de Nabab, ordenaba
ahora a sus cocheros que atropellasen en las calles el cuerpo encogido
del escribiente de secretaría.

El clero, a quien yo había enriquecido, me acusaba de hechicero, el
pueblo me apedreaba, y la viuda de Marques, cuando me quejaba de la
dureza granítica de los garbanzos, poníase en jarras y gritaba:

--¿Qué quiere usted más? ¡Aguantarse! ¡Valiente perdulario!

Y a pesar de esta expiación, el viejo Ti-Chin-Fú, estaba siempre a mi
lado porque sus millones que yacían ahora intactos en los Bancos, eran,
desgraciadamente, míos.

Entonces, indignado, volví a mi palacio y a mi vida de lujo. Aquella
noche, de nuevo el resplandor de mis ventanas alumbró el Loreto, y por
el portón abierto viéronse, como en otro tiempo, negrear con sus
calzones de seda, las largas filas de lacayos decorativos.

Luego, Lisboa, sin excepción, se arrojó a mis pies. La viuda de Marques
me llamó llorando: «hijo de mi corazón.»

Los periódicos me otorgaron los calificativos que, según la tradición,
pertenecen a los dioses. ¡Fuí el omnipotente, el omnisciente! La
aristocracia me besó los pies como a un tirano y el clero me incensó
como a un viejo ídolo. Y mi desprecio por la humanidad fué tan grande,
que se extendió hasta el mismo Dios que la creó.

Desde entonces, una saciedad enervante me mantuvo durante semanas
enteras tendido en un sofá, mudo y terrible, pensando en la felicidad
del «no ser...»

Una noche, regresando solo por una calle desierta, vi delante de mí al
personaje vestido de negro, con el paraguas debajo del brazo, el mismo
que en mi cuarto tranquilo y feliz de la travesía de la Concepción, me
hiciera a un «tilín-tín» de campanilla, heredar tantos despreciables
millones. Corrí hacia él; le agarré por la solapa des su levita
burguesa, gritándole:

--¡Líbrame de mis riquezas! ¡Resucita al Mandarín! ¡Devuélveme la paz de
la miseria!

El, pasó gravemente su paraguas debajo del otro brazo, y respondió con
bondad:

--¡No puede ser, mi apreciable señor, no puede ser!

Yo me arrojé a sus pies haciéndole una súplica abyecta, mas sólo ví
delante de mí, bajo la luz mortecina de un reverbero de gas, la forma
escuálida de un perro hambriento hociqueando en el lodo.

Nunca he vuelto a encontrar a tal individuo. Y ahora, el mundo me parece
un inmenso montón de ruinas donde mi alma solitaria, como un desterrado
que vaga por entre columnas caídas, gime continuamente.

Las flores de mis aposentos se marchitan y nadie las renueva; la luz me
parece una antorcha fúnebre, y cuando mis amadas vienen envueltas en la
blancura de sus peinadores a acostarse en mi lecho, lloro, como si viera
la legión amortajada de mis alegrías muertas.

Me siento morir. Tengo ya hecho mi testamento. En él lego mis millones
al Diablo, le pertenecen; él que los reclame y los reparta.

Y a vosotros, hombres, os lego solamente estas palabras sin comentario:
«¡Sólo sabe bien el pan que diariamente ganan nuestras manos; nunca
matéis al Mandarín!»

Y, todavía al morir, me consuela prodigiosamente esta idea: que de Norte
a Sur, de Oeste a Este, desde la Gran Muralla de Tartaria hasta las
ondas del mar Amarillo; en todo el vasto imperio de la China, ningún
mandarín quedaría vivo, si tú, tan fácilmente como yo, lo pudieras
suprimir y heredar sus millones, ¡oh, lector! criatura improvisada por
Dios, obra mala de mala arcilla, mi semejante, y mi hermano.

FIN



Páginas Selectas de Eça de Queiroz

(_Del Epistolario de Fradique Mendes_)



A CLARA...

(_Trad._)


Mi adorada amiga:

No fué en la exposición de Acuarelistas, en marzo, donde tuvo conmigo el
primer encuentro por decreto de los Hados. Fué en invierno, mi adorada
amiga, en el baile de los Tressans. Fué allí donde la vi, conversando
con Md. Jouarre, junto a una consola, cuyas luces, entre los ramos de
orquídeas, orlaban sus cabellos de aquel nimbo áureo que tan justamente
le pertenece como «reina de la gracia entre las mujeres». Recuerdo aún
su sonreir cansado, el vestido negro con adornos de color de oro, el
abanico antiguo que tenía sobre el regazo. Pasé; pero luego todo me
pareció alrededor feo y enfadoso, y volví a admirar, a «meditar» en
silencio, su belleza, que me atraía por su esplendor potente y
comprensible y también por no sé qué de fino y espiritual, de doliente
y de afable, que brillaba y venía del alma. Y tan intensamente me embebí
en mi contemplación, que me llevé conmigo su imagen hermosa y entera,
sin faltar un hilo de sus cabellos ni una ondulación de la seda que
vestía su cuerpo y corrí a encerrarme con ella, alborozado, como el
artista que en alguna obscura tienda, entre polvo y trastos, descubriese
la Obra sublime de un Maestro perfecto.

Y ¿por qué no confesarlo? Esa imagen fue para mí al principio, meramente
un Cuadro colgado en el fondo de mi alma, que yo a cada momento miraba
para alabar, con creciente sorpresa, los encantos diversos de Línea y de
Color. Era solamente una tela rara, puesta en un sagrario, inmóvil y
muda en su brillo, sin otro influjo sobre mí que el de una forma muy
bella que cautiva un gusto muy educado. Mi sér continuaba libre, atento
a las curiosidades que hasta entonces lo solicitaban; y sólo cuando
sentía el cansancio de las cosas imperfectas o el deseo nuevo de una
ocupación más pura, regresaba a la Imagen que en mí guardaba como un Fra
Angélico en su claustro, dejando los pinceles al concluir el día, de
hinojos ante la Madona para implorar de ella descanso e inspiración
superior.

Poco a poco, sin embargo, todo lo que no fuese esta contemplación perdió
para mí valor y encanto. Comencé a vivir cada día más recluído en el
fondo de mi alma, perdido en la admiración de la imagen que en ella
brillaba, hasta que sólo esta ocupación me pareció digna de la vida, y
en el mundo todo no reconocí más que una apariencia inconstante y fuí
como un monje en su celda, ajeno a las cosas más reales, de rodillas y
rígido en su sueño, que es para él la única realidad.

Mas no era el mío, mi adorada amiga, un pálido y pasivo éxtasis delante
de su Imagen. ¡No! Era más bien un ansioso y fuerte estudio de ella, con
el que yo procuraba conocer, a través de la Forma, la Esencia y (pues
que la Belleza es el esplendor de la Verdad) deducir de las
perfecciones de su cuerpo las superioridades de su alma. Y así fué cómo
lentamente sorprendí el secreto de su naturaleza; su clara frente que el
cabello descubre, tan clara y despejada, luego me contó la rectitud de
su pensar; su sonrisa, de una nobleza tan intelectual, fácilmente me
reveló su desdén hacia lo mundano y lo efímero y su incansable
aspiración hacia un vivir de verdad y de belleza; cada gracia de sus
movimientos me tradujo una delicadeza de su gusto; y en sus ojos
diferencié lo que en ellos tan adorablemente se confunde, luz de razón,
calor de corazón, la luz que mejor calienta la lumbre que más
ilumina... La certeza de tantas perfecciones bastaba ya para hacer
doblar, en una adoración perpetua, las rodillas más rebeldes. Pero
sucedió también que al paso que la comprendía y que su Esencia se
manifestaba tan visible y casi tangible, descendía una influencia de
ella hacia mí, una influencia extraña, diferente de todas las
influencias humanas, y que me dominaba con trascendente omnipotencia.
¿Cómo lo podré decir? Monje encerrado en mi celda, comencé la
convivencia con la Santa a quien me consagrara. Hice entonces un severo
examen de conciencia. Investigué con inquietud si mi pensar era condigno
de la pureza de su pensar; si en mi gusto no habría desconciertos que
pudieran herir la disciplina de su gusto; si mi idea de la vida era tan
alta y seria como aquella que yo presintiera en la espiritualidad de su
mirar, de su sonreir, y si mi corazón no se dispersara y debilitara con
exceso para poder palpitar con paralelo vigor junto a su corazón. Y he
realizado ahora un jadeante esfuerzo para subir a una perfección
idéntica a aquella que tan sumisamente adoro.

De suerte, mi querida amiga, que se tornó sin saberlo mi educadora. Y
tan subordinado quedé a esa dirección, que no puedo concebir los
movimientos de mi sér sino gobernados por ella y por ella ennoblecidos.
Sé perfectamente que todo lo que en mí surge de algún valor, idea o
sentimiento, es obra de esa educación que su alma da a la mía desde
lejos, sólo con existir y ser comprendida. Si hoy me abandonase su
influencia--más bien, como un asceta, debía decir su Gracia--todo mi sér
rodaría sin remisión a una inferioridad. Vea, pués, cómo se convirtió
usted en necesaria y preciosa para mí. Y considere que para ejercer esa
supremacía salvadora, sus manos no hubieron de imponerse sobre las mías;
bastó con que yo la viera desde lejos, brillando en una fiesta. Así un
arbusto florece en el borde de un foso porque allá arriba, en los
remotos cielos, fulgura un gran sol que no le conoce y que le hace
crecer, abrirse y exhalar su poco de aroma... Por eso mi amor alcanza
ese sentimiento no descrito y sin nombre que la Planta, si tuviese
conciencia, sentiría por la Luz.

Y considere también que considerando de usted como de la luz, nada le
ruego, ningún bien imploro de quien tanto puede y es para mí dueña de
tanto bien. Sólo deseo que me deje vivir bajo esa influencia que,
emanando del simple brillo de sus perfecciones, tan fácil y dulcemente
realiza mi perfeccionamiento. Sólo pido ese caritativo permiso. Vea,
pues, cuán distante me mantengo en la abatida humildad de una adoración,
que hasta recela que su murmurar, murmurar de preces, roce el vestido de
la imagen divina...

Mas si, por acaso, mi querida amiga, segura de mi renuncia, la toda
recompensa terrestre, me permitiese desarrollar junto a usted, en un día
de soledad, las agitadas confidencias de mi pecho, seguramente que
realizaría un acto de inefable misericordia, como en otro tiempo la
Virgen María, cuando animaba a sus adoradores, eremitas y santos,
descendiendo en una nube y otorgándoles una sonrisa fugitiva, o dejando
caer entre sus manos levantadas una rosa del Paraíso. Así, mañana voy a
pasar la tarde con Mad. Jouarre. No encuentro allí la santidad de una
celda o de una ermita; pero sí casi su aislamiento; y si mi querida
amiga surgiese en pleno esplendor y yo recibiese de ella, no diré una
rosa, sino una sonrisa, quedaría entonces seguro de que este amor mío o
este mi sentimiento indescriptible y sin nombre que va más allá del
amor, encuentra en sus ojos piedad y permiso para esperar.

                                        FRADIQUE.



A MADAME DE JOUARRE

(_Trad_)


                                        Lisboa, junio.

Mi excelente madrina:

Hé aquí lo que ha «visto y hecho» desde mayo en la hermosísima Lisboa.
«Ulyssipo pulcherrima», su admirable ahijado. Descubrí un compatriota
mío de las Islas, mi pariente, que vive desde hace tres años
construyendo un sistema de Filosofía en el piso tercero de una casa de
huéspedes de la travesía de la Palha. Espíritu libre, emprendedor y
diestro, paladín de las Ideas Generales, mi pariente, que se llama
Procopio, considerando que la mujer no vale los tormentos que ocasiona,
y que los ochocientos mil reis de un olivar le bastan y le sobran a un
espiritualista, consagró su vida a la Lógica y sólo se interesa por la
Verdad. Es un filósofo alegre, conversa sin gritar, tiene un aguardiente
de moscatel excelente, y yo trepo con gusto dos o tres veces por semana
a su oficina de Metafísica para saber si, conducido por la dulce alma de
Maine de Biran, que es su cicerone en los viajes al Infinito, entrevió
al fin oculta tras los últimos velos la Causa de las Causas. En estas
piadosas visitas, voy poco a poco conociendo algunos de los huéspedes,
que en ese tercer piso de la travesía de la Palha gozan de una buena
vida de ciudad a doce tostones por día, fuera del vino y de la ropa
limpia. Casi todas las profesiones en que se ocupa la clase media en
Portugal están aquí representadas con fidelidad, y así puedo yo estudiar
sin esfuerzo, como en un índice, las ideas y los sentimientos que en
nuestro año de gracia forman el fondo moral de la nación.

Esta casa de huéspedes tiene encantos. La habitación de mi primo
Procopio tiene una estera nueva, una cama de hierro filosófica y
virginal, vistosos visillos en las ventanas, flores y pájaros por las
paredes, y allí se mantiene un riguroso aseo por una de esas criadas
como sólo las produce Portugal, guapa moza de Traz-os-Montes, que
arrastrando sus chanclas con la indolencia grave de una ninfa latina,
barre, friega y arregla toda la casa; sirve nueve almuerzos, nueve
comidas y nueve cenas; pega los botones a los pantalones y a los
calzoncillos, que los portugueses están continuamente perdiendo,
almidona las enaguas de la señora, reza el rosario de su aldea, y aún le
queda tiempo para amar desesperadamente a un barbero vecino, que está
resuelto a casarse con ella en cuanto le empleen en la Aduana. (Y todo
esto por tres mil reis de salario). El almuerzo son dos platos sanos y
abundantes, huevos y «bifftec». El vino lo envía el cosechero, un
vinillo ligero y temprano, hecho según los venerables preceptos de las
«geórgicas», y semejante, de seguro, al vino de la Rethia, «quo te
carmine dicam, Rethica?» Las tostadas, hechas en lumbre fuerte, son
incomparables. Los cuatro cuadros que adornan la sala, un retrato de
Fontez (estadista ya muerto y tenido en gran veneración por los
portugueses) una estampa de Pío IX sonriendo y bendiciendo, una vista
del valle de Collares y dos doncellas besuqueando a una tórtola,
inspiran las saludables ideas, tan necesarias, de Orden Social, de Fe,
de Paz campestre y de inocencia.

La patrona, doña Paulina Soriana, es una señora de cuarenta otoños,
frescota y rolliza, con un pescuezo muy gordo, y toda ella más blanca
que la blanca chambra que usa, además de una falda de seda color
violeta. Parece una excelente señora, paciente y maternal, de buen
juicio y de buena economía. Sin ser rigurosamente viuda, tiene un hijo,
gordo también, que se roe las uñas y estudia en el Instituto. Se llama
Joaquín, y por ternura Quinito; sufrió en esta primavera no sé qué grave
enfermedad que le obliga a tomar interminables horchatas y baños de
asiento, y está destinado por doña Paulina a la burocracia, que
considera, con mucha justicia, la carrera más segura y más fácil.

--Lo esencial para un muchacho, afirmaba hace días la apreciable señora,
después del almuerzo y cruzando la pierna--es tener padrinos y lograr un
empleo; ya colocado, el trabajo es poco y la paga no falta a fin de mes.

Doña Paulina está tranquila acerca de la carrera de Quinito. Por el
influjo (que es todopoderoso en estos Reinos) de un amigo seguro, el
señor consejero Vaz Netto, hay ya en el ministerio de Obras públicas o
en el de Justicia una silla de amanuense guardada, señalada, en espera
de Quinito. Y como Quinito fuese reprobado en los últimos exámenes, el
señor consejero Vaz Netto resolvió que en vista de que se mostraba tan
desaplicado y con tan poco amor a las letras, lo mejor era no insistir
en los estudios del Instituto y entrar inmediatamente en el destino...

--Sin embargo--añadió la buena señora cuando me honró con estas
confidencias,--me agradaría que Quinito terminase los estudios. No es
por necesidad, ni por causa del empleo, como vuestra excelencia ve; sino
por gusto.

Quinito tiene, pues, su prosperidad satisfactoriamente asegurada. Por lo
demás, supongo que doña Paulina le reúne un prudente peculio. En la
casa, bien acreditada, hay ahora siete huéspedes, todos de confianza,
estables, gastando como extraordinarios de cuarenta y cinco a cincuenta
mil reis al mes. El más antiguo, el más respetado (y aquel que
precisamente conozco) es Pinho, Pinho el brasileño, el comendador Pinho.
El es quien todas las mañanas anuncia la hora del almuerzo (el reloj del
comedor está descompuesto desde Navidad) saliendo de su cuarto
puntualmente a las diez, con su botella de agua de Vidago, yendo a
ocupar su silla, en la mesa, ya puesta, pero desierta, una silla
especial de mimbres con un almohadón de viento. Nadie sabe de este Pinho
ni la edad, ni la tierra o familia en que nació, ni su ocupación en el
Brasil, ni el origen de su encomienda. Llegó una tarde de invierno en un
paquebot de la «Mala Real», pasó cinco días en el Lazareto, desembarcó
con dos baúles, la silla de mimbres y cincuenta latas de dulce; tomó su
cuarto en esta casa de huéspedes, con ventana a la travesía, y aquí
engorda risueña y plácidamente con el seis por ciento de sus
inscripciones. Es un sujeto rechoncho, bajo, con barba gris, piel
morena, con tonos de café y de ladrillo, siempre vestido de paño fino
negro, con lentes de oro pendientes de una cinta de seda, que él, en la
calle y en cada esquina, desenreda del cordón de oro del reloj para leer
con interés y lentitud los carteles de los teatros. Su vida ofrece una
de esas prudentes regularidades que tan admirablemente concurren a crear
el orden en los Estados. Después del almuerzo, se calza sus botas de
caña, alisa su sombrero de copa y se va muy despacio hasta la calle de
los Capellistas, al escritorio en planta baja del corredor Godinho,
donde pasa dos horas sentado junto a la ventana, con las velludas manos
apoyadas en el puño del quitasol. Después se coloca el quitasol debajo
del brazo, y por la calle del Oouro, con saboreada pachorra,
deteniéndose a contemplar a la señora de sedas más rizadas o la
victoria de arreos más lustrosos, alarga sus pasos hasta la tabaquería
de Sousa, en el Rocío, donde bebe una copa de agua de Canecas, y
descansa hasta que la tarde refresca. Sigue entonces por la Avenida,
gozando el aire puro y el lujo de la ciudad, sentado en un banco, o da
la vuelta al Rocío, bajo los árboles, con la cara alta y dilatada de
bienestar. A las seis se recoge, se quita el sobretodo, se calza sus
chinelas de tafilete, se pone una agradable cazadora de algodón, y come,
«repitiendo» siempre de la sopa. Después del café da un «higiénico»
paseo por la Baixa, haciendo paradas pensativas, pero risueñas, en los
escaparates de las confiterías, y ciertos días sube al Chiado, dobla la
esquina de la calle Nova da Trinidade y regatea con placidez y firmeza
una entrada para el Gimnasio. Todos los viernes entra en su Banco, que
es el «London Brasilian». Los domingos, al anochecer, con recato, visita
a una moza gorda y limpia que vive en la calle de la Magdalena. Cada
semestre recibe los intereses de sus inscripciones.

Así, toda su existencia es un pausado reposo. Nada le inquieta, nada le
apasiona. Para el comendador Pinho, el Universo consta de dos únicas
entidades: él mismo, Pinho, y el Estado que le da el seis por ciento;
por tanto, el Universo es perfecto y la vida perfecta, mientras Pinho,
gracias a las aguas de Vidago, conserve apetito y salud, y el Estado
siga pagando fielmente el cupón. Por lo demás, le basta con poco para
contentar la porción de Alma y Cuerpo de que aparentemente se compone.
La necesidad que todo sér vivo (aún las ostras, según afirman los
naturalistas) tiene de comunicar con sus semejantes por medio de gestos
o de sonidos, es en Pinho poco exigente. Hacia mediados de abril, sonríe
y dice desdoblando la servilleta: «tenemos el verano encima»; todos
concuerdan con él y Pinho goza. A mediados de octubre se pasa los dedos
por la barba y murmura: «tenemos encima el invierno»; si otro huésped
disiente, Pinho enmudece porque teme las controversias. Y este honesto
cambio de ideas le basta. En la mesa, con tal que le sirvan una sopa
suculenta en un plato hondo que pueda llenar dos veces, queda satisfecho
y dispuesto a dar gracias a Dios. El «Diario de Pernambuco», el «Diario
de Noticias», alguna comedia del Gimnasio o alguna de magia satisfacen
de sobra aquellas cualidades de inteligencia y de imaginación que
Humboldt encontró aún entre los «botecudos». En las funciones del
sentimiento, Pinho sólo pretende (como reveló un día a mi primo) «no
coger una enfermedad». Con la cosa pública está siempre contento,
gobierne éste o gobierne aquél, con tal que la policía mantenga el orden
y no se produzcan perturbaciones en los principios y en las calles,
nocivas al pago del cupón. En cuanto al destino ulterior de su alma,
Pinho (como me aseguró a mí mismo) «sólo desea, después de muerto, que no
le entierren vivo». Aun acerca de punto tan importante, como es para un
comendador su mausoleo, Pinho se contenta con poco: apenas una lápida
lisa y decente con su nombre y un sencillo «Rogad por él».

Erraríamos, sin embargo, querida madrina, suponiendo que Pinho es ajeno
a todo cuanto sea humano. ¡No! Estoy cierto de que Pinho respeta y ama a
la humanidad; sólo que para él la humanidad en el transcurso de su vida
se restringió mucho. Hombres, hombres serios, verdaderamente merecedores
de ese nombre, dignos de reverencia y afecto, y de que por ellos se
arriesgue un paso que no canse mucho, para Pinho sólo lo son los
prestamistas del Estado. Así, mi primo Procopio, con una malicia harto
inesperada en un espiritualista, contóle hace tiempo en secreto,
guiñando los ojos ¡que yo poseía muchos papeles! ¡muchas pólizas!
¡muchas inscripciones!... Pues en la primera mañana que volví a la casa
de huéspedes después de esta revelación, Pinho, ligeramente colorado,
casi conmovido, me ofreció una cajita de dulce envuelta en una
servilleta, ¡acto conmovedor que explica aquella alma! Pinho no es un
egoísta, un Diógenes de levita negra, secamente retraído dentro del
tonel de su inutilidad. No. Hay en él toda la humana voluntad de amar a
sus semejantes y de servirlos. Pero, ¿quiénes son para Pinho sus
genuínos «semejantes»? Los prestamistas del Estado. ¿Y en qué consiste
para Pinho el acto de beneficio? En ceder a los otros aquello que a él
le es útil. Para Pinho no hay otro bien como el uso de la guayaba, y en
cuanto supo que yo era un poseedor de inscripciones, un semejante suyo,
capitalista como él, no dudó, no se retrajo más de su deber humano, y
practicó en seguida el acto de beneficio, y hélo aquí ruborizado y
feliz, trayendo su dulce dentro de una servilleta.

¿Es el comendador Pinho un ciudadano inútil? ¡No, ciertamente! Hasta
para mantener con estabilidad y solidez el orden de una nación, no hay
más provechoso ciudadano que este Pinho, con su placidez de hábitos, su
fácil asentimiento a todos los hechos de la vida pública, su cuenta de
todos los viernes en el Banco, sus placeres escondidos con higiénico
recato, su pausa y su inercia. De un Pinho nunca puede salir idea o
acto, afirmación o negación que desarreglen la paz del Estado. Así,
gordo, pacífico, colocado en el organismo social, no concurriendo a su
movimiento, pero tampoco contrariándolo, Pinho ofrece todos los
caracteres de una excrecencia sebácea. Socialmente, Pinho es un
lobanillo. Y nada más inofensivo; que un lobanillo; y en nuestros
tiempos, en que el Estado está lleno de elementos morbosos y de
parásitos que lo chupan, lo inficionan y lo sobrexcitan, esta
«inofensibilidad» de Pinho hasta puede (en relación a los intereses del
orden) ser considerada como una cualidad meritoria. Por esto el Estado,
según se dice, le va a conceder el título de barón. Y barón es un título
que honra a ambos, al Estado y a Pinho, porque con él se rinde
simultáneamente un homenaje gracioso y discreto a la Familia y a la
Religión.

El padre de Pinho se llamaba Francisco, Francisco José Pinho. Y nuestro
amigo va a ser hecho barón de San Francisco.

¡Adiós, querida madrina! ¡Vamos con el décimo octavo día de lluvia!
Desde el comienzo de junio y de las rosas, en este país del sol sobre
azul, en la tierra trigueña del olivo y del laurel, queridos de Febo,
está lloviendo, lloviendo a hilos de agua cerrados, continuos,
imperturbables, sin un soplo de viento que los tuerza, ni un rayo de luz
que los abrillante, formando de las nubes a las calles una movible trama
de humedad y de tristeza, en que el alma se agita y se rinde como una
mariposa presa en las telas de la araña. Estamos en pleno versículo
XVII, capítulo VII del «Génesis».

En el caso de que estas aguas del cielo no cesaran, yo deduzco que las
intenciones de Jehová para con este país son diluvianas, y no juzgándome
menos digno de la Gracia y de la Alianza divina que lo fué Noé, voy a
comprar madera y brea y a hacer un arca según los nuevos modelos
hebraicos y asirios. Y si por acaso de aquí a algún tiempo una paloma
blanca fuese a batir sus alas delante de su vidriera, es que yo aporté
al Havre en mi arca, llevando conmigo, entre otros animales, a Pinho y a
doña Paulina, para que, más tarde, cuando hayan bajado las aguas,
Portugal se repueble con provecho, y el Estado tenga siempre Pinhos a
quienes pedir dinero prestado, y Quinitos gordos con quienes gastar el
dinero que pidió a Pinho. Suyo ahijado del corazón,

                                        FRADIQUE.





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