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Title: Filipinas Dentro De Cien Años (Estudio Politico-Social)
Author: Rizal, José, 1861-1896
Language: Spanish
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Michigan.



J. RIZAL

FILIPINAS

DENTRO DE CIEN AÑOS

[ESTUDIO POLÍTICO-SOCIAL]


_Publicado en el quincenario_
«_La Solidaridad_»
(_Septiembre 1889-Enero 1890._)
_Ahora reimpreso por primera vez._
Año de 1905.



FILIPINAS

DENTRO DE CIEN AÑOS


I


Siguiendo nuestra costumbre de abordar de frente las más árduas y
delicadas cuestiones que se relacionan con Filipinas, sin importarnos
nada las consecuencias que nuestra franqueza nos pudiera ocasionar,
vamos en el presente artículo á tratar de su porvenir.

Para leer en el destino de los pueblos, es menester abrir el libro de
su pasado. El pasado de Filipinas se reduce en grandes rasgos á lo que
sigue:

Incorporadas apenas á la Corona Española, tuvieron que sostener con su
sangre y con los esfuerzos de sus hijos las guerras y las ambiciones
conquistadoras del pueblo español, y en estas luchas, en esa crisis
terrible de los pueblos cuando cambian de gobierno, de leyes, de
usos, costumbres, religión y creencias, las Filipinas se despoblaron,
empobrecieron y atrasaron, sorprendidas en su metamorfosis, sin
confianza ya en su pasado, sin fe aun en su presente y sin ninguna
lisonjera esperanza en los venideros días. Los antiguos señores, que
sólo habían tratado de conquistarse el temor y la sumisión de sus
súbditos, por ellos acostumbrados á la servidumbre, cayeron como las
hojas de un árbol seco, y el pueblo, que no les tenía ni amor ni
conocía lo que era libertad, cambió fácilmente de amo, esperando tal
vez ganar algo en la novedad.

Comenzó entonces una nueva era para los Filipinos. Perdieron poco á
poco sus antiguas tradiciones, sus recuerdos; olvidaron su escritura,
sus cantos, sus poesías, sus leyes, para aprenderse de memoria otras
doctrinas, que no comprendían, otra moral, otra estética, diferentes
de las inspiradas á su raza por el clima y por su manera de sentir.
Entonces rebajóse, degradándose ante sus mismos ojos, avergonzóse de
lo que era suyo y nacional, para admirar y alabar cuanto era extraño é
incomprensible; abatióse su espíritu y se doblegó.

Y así pasaron años y pasaron siglos. Las pompas religiosas, los ritos
que hablan á los ojos, los cantos, las luces, las imágenes vestidas de
oro, un culto en un idioma misterioso, los cuentos, los milagros, y
los sermones fueron hipnotizando el espíritu, supersticioso ya de por
sí, del país, pero sin conseguir destruirlo por completo, á pesar de
todo el sistema después desplegado y seguido con implacable tenacidad.

Llegado á este estado el rebajamiento moral de los habitantes, el
desaliento, el disgusto de sí mismo, se quiso dar entonces el último
golpe de gracia, para reducir á la nada tantas voluntades y tantos
cerebros adormecidos, para hacer de los individuos una especie de
brazos, de brutos, de bestias de carga, así como una humanidad sin
cerebro y sin corazón. Entonces díjose, dióse por admitido lo que se
pretendía, se insultó á la raza, se trató de negarle toda virtud, toda
cualidad humana, y hasta hubo escritores y sacerdotes que, llevando el
golpe más adelante, quisieron negar á los hijos del país no sólo la
capacidad para la virtud, sino también hasta la disposición para el
vicio.

Entonces esto que creyeron que iba á ser la muerte fué precisamente su
salvación. Moribundos hay que vuelven á la salud merced á ciertos
medicamentos fuertes.

Tantos sufrimientos se colmaron con los insultos, y el aletargado
espíritu volvió á la vida. La sensibilidad, la cualidad por excelencia
del Indio, fué herida, y si paciencia tuvo para sufrir y morir al pie
de una bandera extranjera, no la tuvo cuando aquel, por quien moría,
le pagaba su sacrificio con insultos y sandeces. Entonces examinóse
poco á poco, y conoció su desgracia. Los que no esperaban este
resultado, cual los amos despóticos, consideraron como una injuria
toda queja, toda protesta, y castigóse con la muerte, tratóse de
ahogar en sangre todo grito de dolor, y faltas tras faltas se
cometieron.

El espíritu del pueblo no se dejó por esto intimidar, y si bien se
había despertado en pocos corazones, su llama, sin embargo, se
propagaba segura y voraz, gracias á los abusos y á los torpes manejos
de ciertas clases para apagar sentimientos nobles y generosos. Así
cuando una llama prende á un vestido, el temor y el azoramiento hacen
que se propague más y más, y cada sacudida, cada golpe es un soplo de
fuelle que la va á avivar.

Indudablemente que durante todo este período ni faltaron generosos y
nobles espíritus entre la raza dominante que trataran de luchar por
los fueros de la justicia y de la humanidad, ni almas mezquinas y
cobardes entre la raza dominada que ayudaran al envilecimiento de su
propia patria. Pero unos y otros fueron excepciones y hablamos en
términos generales.

Esto ha sido el bosquejo de su pasado. Conocemos su presente. Y ahora,
¿cuál será su porvenir?

¿Continuarán las Islas Filipinas como colonia española, y, en este
caso, qué clase de colonia? ¿Llegarán á ser provincias españolas con
ó sin autonomía? Y para llegar á este estado, ¿qué clase de
sacrificios tendrá que hacer?

¿Se separarán tal vez de la Madre patria para vivir independientes,
para caer en manos de otras naciones ó para aliarse con otras
potencias vecinas?

Es imposible contestar á estas preguntas, pues á todas se puede
responder con un _sí_ y un _no_, según el tiempo que se quiera marcar.
Si no hay un estado eterno en la naturaleza, ¡cuánto menos lo debe de
haber en la vida de los pueblos, seres dotados de movilidad y
movimiento! Así es que para responder á estas preguntas es necesario
fijar un espacio ilimitado de tiempo, y con arreglo á él tratar de
prever los futuros acontecimientos.

_La Solidaridad_; núm. 16: Barcelona, 30 septiembre 1889.



II


¿Qué será de las Filipinas dentro de un siglo?

¿Continuarán como colonia española?

Si esta pregunta se hubiera hecho tres siglos atrás, cuando, á la
muerte de Legazpi, los malayos filipinos empezaron poco á poco á
desengañarse, y encontrando pesado el yugo intentaron vanamente
sacudirlo, sin duda alguna que la respuesta hubiera sido fácil. Para
un espíritu entusiasta de las libertades de su patria, para uno de
aquellos indomables Kagayanes que alimentaban en sí el espíritu de los
Magalats, para los descendientes de los heroicos Gat Pulintang y Gat
Salakab de la provincia de Batangas, la independencia era segura, era
solamente una cuestión de entenderse y de tentar un decidido esfuerzo.
Empero, para el que, desengañado á fuerza de tristes experiencias,
veía en todas partes desconcierto y desorden, apatía y embrutecimiento
en las clases inferiores, desaliento y desunión en las elevadas, sólo
se presentaba una respuesta y era: tender las manos á las cadenas,
bajar el cuello para someterlo al yugo y aceptar el porvenir con la
resignación de un enfermo que ve caer las hojas y presiente un largo
invierno, entre cuyas nieves entrevé los bordes de su fosa. Entonces
el desconcierto era la razón del pesimismo; pasaron tres siglos, el
cuello fuése acostumbrando al yugo, y cada nueva generación, procreada
entre las cadenas, se adaptó cada vez mejor al nuevo estado de las
cosas.

Ahora bien; ¿encuéntranse las Filipinas en las mismas circunstancias
de hace tres siglos?

Para los liberales Españoles el estado moral del pueblo continúa
siendo el mismo, es decir, que los Indios filipinos no han adelantado;
para los frailes y sus secuaces, el pueblo ha sido redimido de su
salvajismo, esto es, ha progresado; para muchos Filipinos, la moral,
el espíritu y las costumbres han decaído, como decaen todas las
buenas cualidades de un pueblo que cae en la esclavitud, esto es, ha
retrocedido.

Dejando á un lado estas apreciaciones, para no alejarnos de nuestro
objetivo, vamos á hacer un breve paralelo de la situación política de
entonces con la del presente, para ver si lo que en aquel tiempo no ha
sido posible, lo será ahora, ó viceversa.

Descartémonos de la adhesión que pueden tener los Filipinos á España;
supongamos por un momento con los escritores españoles que entre las
dos razas sólo existen motivos de odio y recelo; admitamos las
premisas cacareadas por muchos de que tres siglos de dominación no han
sabido hacer germinar en el sensible corazón del Indio una semilla de
afección ó de gratitud, y veamos si la causa española ha ganado ó no
terreno en el Archipiélago.

Antes sostenían el pabellón español ante los Indígenas un puñado de
soldados, trescientos ó quinientos á lo más, muchos de los cuales se
dedicaban al comercio y estaban diseminados, no sólo en el
Archipiélago, sino también en las naciones vecinas, empeñados en
largas guerras contra los Mahometanos del Sur, contra los Ingleses y
Holandeses, é inquietados sin cesar por Japoneses, Chinos y alguna que
otra provincia ó tribu en el interior. Entonces las comunicaciones con
México y España eran lentas, raras y penosas; frecuentes y violentos
los disturbios entre los poderes que regían el Archipiélago; exhausta
casi siempre la Caja, dependiendo la vida de los colonizadores de una
frágil nao, portadora del comercio de la China; entonces los mares de
aquellas regiones estaban infestados de piratas, enemigos todos del
nombre español, siendo la marina con que éste se defendía, una marina
improvisada, tripulada las más de las veces por bisoños aventureros,
si no por extranjeros y enemigos, como sucedió con la armada de Gómez
Pérez Dasmariñas, frustrada y detenida por la rebelión de los
bogadores Chinos que le asesinaron, destruyendo todos sus planes é
intentos. Y sin embargo, á pesar de tan tristes circunstancias el
pabellón español se ha sostenido por más de tres siglos, y su poder,
si bien ha sido reducido, continúa sin embargo rigiendo los destinos
del grupo de las Filipinas.

En cambio la situación actual parece de oro y rosa, diríamos, una
hermosa mañana comparada con la tempestuosa y agitada noche del
pasado. Ahora, se han triplicado las fuerzas materiales con que cuenta
la dominación española; la marina relativamente se ha mejorado; hay
más organización tanto en lo civil como en lo militar; las
comunicaciones con la Metrópoli son más rápidas y más seguras; ésta no
tiene ya enemigos en el exterior; su posesión está asegurada, y el
país dominado, tiene al parecer menos espíritu, menos aspiraciones á
la independencia, nombre que para él casi es incomprensible; todo
augura, pues, á primera vista otros tres siglos, cuando menos, de
pacífica dominación y tranquilo señorío.

Sin embargo por encima de estas consideraciones materiales se ciernen
invisibles otras de carácter moral, mucho más trascendentales y
poderosos.

Los pueblos del Oriente en general y los Malayos en particular son
pueblos de sensibilidad: en ellos predomina la delicadeza de
sentimientos. Aun hoy, á pesar del contacto con las naciones
occidentales que tienen ideales distintos del suyo, vemos al Malayo
filipino sacrificar todo, libertad, comodidad, bienestar, nombre en
aras de una aspiración, ó de una vanidad, ya sea religiosa, ya
científica ó de otro carácter cualquiera, pero á la menor palabra que
lastime su amor propio olvida todos sus sacrificios, el trabajo
empleado y guarda en su memoria y nunca olvida la ofensa que creyó
recibir.

Así los pueblos Filipinos se han mantenido fieles durante tres siglos
entregando su libertad y su independencia, ya alucinados por la
esperanza del Cielo prometido, ya halagados por la amistad que les
brindaba un pueblo noble y grande como el español, ya también
obligados por la superioridad de las armas que desconocían y que para
los espíritus apocados tenían un carácter misterioso, ó ya porque
valiéndose de sus enemistades intestinas, el invasor extranjero se
presentaba como tercero en discordia para después dominar á unos y
otros y someterlos á su poderío.

Una vez dentro la dominación española, mantúvose firme gracias á la
adhesión de los pueblos, á sus enemistades entre sí, y á que el
sensible amor propio del Indígena no se encontraba hasta entonces
lastimado. Entonces el pueblo veía á sus nacionales en los grados
superiores del ejército, á sus _maeses de campo_ pelear al lado de los
héroes de España, compartir sus laureles, no escatimándoseles nunca ni
honores, ni honras ni consideraciones; entonces la fidelidad y
adhesión á España, el amor á la Patria hacían del Indio, Encomendero y
hasta General, como en la invasión inglesa; entonces no se habían
inventado aún los nombres denigrantes y ridículos con que después han
querido deshonrar los más trabajosos y penibles cargos de los jefes
indígenas; entonces no se había hecho aún de moda insultar é injuriar
en letras de molde, en periódicos, en libros _con superior permiso_ ó
_con licencia de la autoridad eclesiástica_, al pueblo que pagaba,
combatía y derramaba su sangre por el nombre de España, ni se
consideraba como hidalguía ni como gracejo ofender á una raza toda, á
quien se le prohibe replicar ó defenderse; y si religiosos hubo
hipocondríacos, que en los ocios de sus claustros se habían atrevido
á escribir contra él, como el agustino Gaspar de San Agustín y el
jesuíta Velarde, sus ofensivos partos no salían jamás á luz, y menos
les daban por ello mitras ó les elevaban á altas dignidades. Verdad es
que tampoco eran los Indios de entonces como somos los de ahora: tres
siglos de embrutecimiento y oscurantismo, algo tenían que influir
sobre nosotros; la más hermosa obra divina en manos de ciertos obreros
puede al fin convertirse en caricatura.

Los religiosos de entonces, queriendo fundar su dominio en el pueblo,
se acercaban á él y con él formaban causa contra los encomenderos
opresores. Naturalmente, el pueblo que los veía con mayor instrucción
y cierto prestigio, depositaba en ellos su confianza, seguía sus
consejos y los oía aun en los más amargos días. Si escribían,
escribían abogando por los derechos de los Indios y hacían llegar el
grito de sus miserias hasta las lejanas gradas del Trono. Y no pocos
religiosos entre seglares y militares emprendían peligrosos viajes,
como _diputados del país_, lo cual unido á las estrictas _residencias_
que se formaban entonces ante los ojos del Archipiélago á todos los
gobernantes, desde el Capitán general hasta el último, consolaban no
poco y tranquilizaban los ánimos lastimados, satisfaciendo, aunque no
fuese más que en la forma, á todos los descontentos.

Todo esto ha desaparecido. Las carcajadas burlonas, penetran como
veneno mortal en el corazón del Indio que paga y sufre, y son tanto
más ofensivas cuanto más parapetadas están: las antiguas enemistades
entre diferentes provincias las ha borrado una misma llaga, la afrenta
general inferida á toda una raza. El pueblo ya no tiene confianza en
los que un tiempo eran sus protectores, hoy sus explotadores y
verdugos. Las máscaras han caído. Ha visto que aquel amor y aquella
piedad del pasado se parecían al afecto de una nodriza, que incapaz de
vivir en otra parte, deseara siempre la eterna niñez, la eterna
debilidad del niño, para ir percibiendo su sueldo y alimentarse á su
costa; ha visto que no sólo no le nutre para que crezca, sino que le
emponzoña para frustrar su crecimiento, y que á su más leve protesta
¡ella se convierte en furia! El antiguo simulacro de justicia, la
santa _residencia_ ha desaparecido; principia el caos en la
conciencia; el afecto que se demuestra por un Gobernador general, como
La Torre, se convierte en crimen en el gobierno del sucesor, y basta
para que el ciudadano pierda su libertad y su hogar; si se obedece lo
que un jefe manda, como en la reciente cuestión de la entrada de los
cadáveres en las iglesias, es suficiente para que después el obediente
subdito sea vejado y perseguido por todos los medios posibles; los
deberes, los impuestos y las contribuciones aumentan, sin que por eso
los derechos, los privilegios y las libertades aumenten ó se aseguren
los pocos existentes; un régimen de continuo terror y zozobra agita
los ánimos, régimen peor que una era de disturbios, pues los temores
que la imaginación crea suelen ser superiores á los de la realidad; el
país está pobre; la crisis pecuniaria que atraviesa es grande, y todo
el mundo señala con los dedos á las personas que causan el mal, ¡y
nadie sin embargo se atreve á poner sobre ellas las manos!

Es verdad que como una gota de bálsamo á tanta amargura ha salido el
Código Penal; pero ¿de qué sirven todos los Códigos del mundo, si por
informes reservados, por motivos fútiles, por anónimos traidores se
extraña, se destierra sin formación de causa, sin proceso alguno á
cualquier honrado vecino? ¿De qué sirve ese Código Penal, de qué sirve
la vida si no se tiene seguridad en el hogar, fe en la justicia, y
confianza en la tranquilidad de la conciencia? ¿De qué sirve todo ese
andamiaje de nombres, todo ese cúmulo de artículos, si la cobarde
acusación de un traidor ha de influir en los medrosos oídos del
autócrata supremo, más que todos los gritos de la justicia?

Si este estado de cosas continuase, ¿qué será de las Filipinas dentro
de un siglo?

Los acumuladores se van cargando poco á poco, y si la prudencia del
Gobierno no da escape á las quejas que se concentran, puede que un
día salte la chispa. No es ocasión esta de hablar sobre el éxito que
pudiera tener conflicto tan desgraciado: depende de la suerte, de las
armas y de un millón de circunstancias que el hombre no puede prever;
pero aun cuando todas las ventajas estuviesen de parte del Gobierno y
por consiguiente las probabilidades de la victoria, sería una victoria
de Pirro, y un Gobierno no la debe desear.

Si los que dirigen los destinos de Filipinas se obstinan, y en vez de
dar reformas quieren hacer retroceder el estado del país, extremar sus
rigores y las represiones contra las clases que sufren y piensan, van
á conseguir que éstas se aventuren y pongan en juego las miserias de
una vida intranquila, llena de privaciones y amarguras por la
esperanza de conseguir algo incierto. ¿Qué se perdería en la lucha?
Casi nada: la vida de las numerosas clases descontentas no ofrece gran
aliciente para que se la prefiera á una muerte gloriosa. Bien se puede
tentar un suicidio; pero ¿y después? ¿No quedaría un arroyo de sangre
entre vencedores y vencidos, y no podrían éstos con el tiempo y con la
experiencia igualar en fuerzas, ya que son superiores en número, á sus
dominadores? ¿Quién dice que no? Todas las pequeñas insurrecciones que
ha habido en Filipinas fueron obra de unos cuantos fanáticos ó
descontentos militares que para conseguir sus fines tenían que
engañar y embaucar ó valerse de la subordinación de sus inferiores.
Así cayeron todos. Ninguna insurrección tuvo carácter popular ni se
fundó en una necesidad de toda una raza, ni luchó por los fueros de la
humanidad, ni de la justicia; así ni dejaron recuerdos indelebles en
el pueblo, antes al contrario, viendo que había sido engañado,
secándose las heridas, ¡aplaudió la caída de los que turbaron su paz!
Pero y ¿si el movimiento nace del mismo pueblo y reconoce por causa
sus miserias?

Así, pues, si la prudencia y las sabias reformas de nuestros ministros
no encuentran hábiles y decididos intérpretes entre los gobernantes de
Ultramar, y fieles continuadores en los que las frecuentes crisis
políticas llaman á desempeñar tan delicado puesto; si á las quejas y
necesidades del pueblo filipino se ha de contestar con el eterno _no
há lugar_, sugerido por las clases que encuentran su vida en el atraso
de los súbditos; si se han de desatender las justas reclamaciones para
interpretarlas como tendencias subversivas, negando al país su
representación en las Cortes y la voz autorizada para clamar contra
toda clase de abusos, que escapan al embrollo de las leyes; si se ha
de continuar, en fin, con el sistema fecundo en resultados de
enajenarse la voluntad de los Indígenas, espoleando su _apático_
espíritu por medio de insultos é ingratitudes, podemos asegurar que
dentro de algunos años, el actual estado de las cosas se habrá
modificado por completo; pero inevitablemente. Hoy existe un
factor que no había antes; se ha despertado el espíritu de la nación,
y una misma desgracia y un mismo rebajamiento han unido á todos los
habitantes de las Islas. Se cuenta con una numerosa clase ilustrada
dentro y fuera del Archipiélago, clase creada y aumentada cada vez más
y más por la torpezas de ciertos gobernantes, obligando á los
habitantes á expatriarse, á ilustrarse en el extranjero, y se mantiene
y lucha gracias á las excitaciones y al sistema de ojeo emprendido.
Esta clase, cuyo número aumenta progresivamente, está en comunicación
constante con el resto de las Islas, y si hoy no forma más que el
cerebro del país, dentro de algunos años formará todo su sistema
nervioso y manifestará su existencia en todos sus actos.

Ahora bien; para atajar el camino al progreso de un pueblo, la
política cuenta con varios medios: el embrutecimiento de las masas por
medio de una casta adicta al Gobierno, aristocrática como en las
colonias holandesas, ó teocrática como en Filipinas; el
empobrecimiento del país; la destrucción paulatina de sus habitantes,
y el fomento de las enemistades entre unas razas y otras.

El embrutecimiento de los Malayos filipinos se ha demostrado ser
imposible. A pesar de la negra plaga de frailes, en cuyas manos está
la _enseñanza_ de la juventud, que pierde años y años miserablemente
en las _aulas_, saliendo de allí cansados, fatigados y disgustados de
los libros; á pesar de la censura, que quiere cerrar todo paso al
progreso; á pesar de todos los pulpitos, confesionarios, libros,
novenas que inculcan odio á todo conocimiento no sólo científico, sino
hasta el mismo de la lengua castellana; á pesar de todo ese sistema
montado, perfeccionado y practicado con tenacidad por los que quieren
mantener las Islas en una santa ignorancia, hay escritores,
librepensadores, historiógrafos, filósofos, químicos, médicos,
artistas, jurisconsultos, etc. La ilustración se extiende, y la
persecución que sufre la aviva. No; la llama divina del pensamiento es
inextinguible en el pueblo filipino, y de un modo ó de otro ha de
brillar y darse á conocer. ¡No es posible embrutecer á los habitantes
de Filipinas!

¿Podrá la pobreza detener su desarrollo?

Tal vez, pero es una medida muy peligrosa. La experiencia nos
demuestra en todas partes, y sobre todo en Filipinas, que las clases
más acomodadas han sido siempre las más amigas de la quietud y del
orden, porque son las que viven mejor relativamente y podrían perder
en los disturbios civiles. La riqueza trae consigo el refinamiento, el
espíritu de conservación; mientras que la pobreza inspira ideas
aventureras, deseos de cambiar las cosas, poco apego á la vida, etc.
Machiavelo mismo encuentra peligroso este medio de sujetar á un
pueblo, pues observa que la pérdida del bienestar suscita más tenaces
enemigos que la pérdida de la vida. Además, cuando hay riqueza y
abundancia hay menos descontentos, hay menos quejas, y el Gobierno,
más rico, se encuentra también con más medios para sostenerse. En
cambio en un país pobre sucede lo que en casa donde no hay harina; y
además ¿de qué le sirviría á la Metrópoli una colonia macilenta y
pobre?

Tampoco es posible destruir paulatinamente á los habitantes. Las razas
filipinas, como todas las malayas, no sucumben ante el extranjero,
como las razas australianas, las polinésicas y las razas indias del
Nuevo Continente. Pese á las numerosas guerras que los Filipinos han
tenido que sostener, pese á las epidemias que los visitan
periódicamente, su número se ha triplicado, al igual que los malayos
de Java y de las Molucas. El Filipino acepta la civilización y vive y
se mantiene en contacto con todos los pueblos y en la atmósfera de
todos los climas. El aguardiente, ese veneno que extingue á los
naturales de las islas del Pacífico, no tiene poderío en Filipinas;
antes por el contrario, parece que los Filipinos se han vuelto más
sobrios, á comparar su estado actual con el que nos pintan los
antiguos historiadores. Las pequeñas guerras con los habitantes del
Sur consumen solamente á los soldados, gente que por su fidelidad á
la bandera española, lejos de ser un peligro, es precisamente uno de
sus más sólidos sostenes.

Queda el fomento de las enemistades de las provincias entre sí.

Esto era posible antes, cuando las comunicaciones de unas islas con
otras eran difíciles y raras, cuando no había vapores, ni telégrafos,
cuando se formaban los regimientos según las diferentes provincias, se
halagaba á unas concediéndoles privilegios y honores, y se sostenía á
otras contra las más fuertes. Pero ahora en que desaparecieron los
privilegios, en que por espíritu de desconfianza se han refundido los
regimientos, en que los habitantes se extrañan de unas islas á otras,
naturalmente las comunicaciones y el cambio de impresiones aumentan, y
viéndose todos amenazados de un mismo peligro y heridos en unos mismos
sentimientos, se dan las manos y se unen. Cierto que la unión no es
todavía del todo completa, pero á ella van encaminadas las medidas de
_buen_ gobierno, las deportaciones, las vejaciones que los vecinos en
sus pueblos sufren, la movilidad de los funcionarios, la escasez de
los centros de enseñanza, que hace que la juventud de todas las islas
se reúnan y aprendan á conocerse. Los viajes á Europa contribuyen
también no poco á estrechar estas relaciones, pues en el extranjero
sellan su sentimiento patrio los habitantes de las provincias más
distantes, desde los marineros hasta los más ricos negociantes, y al
espectáculo de las libertades modernas y al recuerdo de las desgracias
del hogar, se abrazan y se llaman hermanos.

En suma, pues, el adelanto y progreso moral de Filipinas es
inevitable, es fatal.

Las Islas no pueden continuar en el estado en que están, sin recabar
de la Metrópoli más libertades. _Mutatis, mutandis_. A nuevos hombres,
nuevo estado social.

Querer que continúen en sus pañales, es exponerse á que el pretendido
niño se vuelva contra su nodriza y huya desgarrando los viejos trapos
que le ciñen.

Las Filipinas, pues, ó continuarán siendo del dominio español, pero
con más derecho y más libertades, ó se declararán independientes,
después de ensangrentarse y ensangrentar á la Madre patria.

Como nadie debe desear ni esperar esta desgraciada ruptura, que sería
un mal para todos y solamente el último argumento en el trance más
desesperado, vamos á examinar al través de qué formas de evolución
pacífica podrían las Islas continuar sometidas á la bandera de España,
sin que los derechos, ni los intereses ni la dignidad de unas y otras
se encontrasen en lo más mínimo lastimados.

_La Solaridad_; núm. 18: Barcelona, 31 octubre 1889.



III.


Las Filipinas, si han de continuar bajo el dominio de España, tienen
por fuerza que tranformarse en sentido político, por exigirlo así la
marcha de su historia y las necesidades de sus habitantes. Esto lo
demostramos en el artículo anterior.

Esta transformación, dijimos también, ha de ser violenta y fatal, si
parte de las esferas del pueblo; pacífica y fecunda en resultados, si
de las clases superiores.

Algunos gobernantes han adivinado esta verdad, y llevados de su
patriotismo, tratan de plantear reformas que necesitamos para prevenir
los acontecimientos. Hasta el presente, no obstante cuantas se han
dictado, han producido escasos resultados, tanto para el Gobierno como
para el país, llegando á dañar en algunas ocasiones hasta aquellas que
sólo prometían un éxito feliz. Y es que se edifica sobre terreno sin
consistencia.

Dijimos, y lo repetiremos una vez más, y lo repetiremos siempre: todas
las reformas que tienen un carácter _paliativo_ son, no solamente
inútiles, sino hasta perjudiciales, cuando el Gobierno se encuentra
enfrente de males que hay que remediar _radicalmente_. Y si nosotros
no estuviéramos convencidos de la honradez y rectitud de ciertos
gobernantes, estaríamos tentados de decir que todas esas reformas
parciales eran sólo emplastos y pomadas de un médico que, no sabiendo
curar un cáncer, ó no atreviéndose á hacer la extirpación, quiere de
esa manera distraer los padecimientos del enfermo, ó contemporizar con
la pusilanimidad de los timidos é ignorantes.

Todas las reformas de nuestros ministros liberales fueron, eran, son y
serán buenas ... si se llevasen á cabo.

Cuando pensamos en ellas, se nos viene á la memoria el régimen
dietético de Sancho Panza en la _Ínsula Barataria_. Sentábase ante una
suntuosa y bien servida mesa «llena de frutas y mucha diversidad de
platos de diversos manjares»; pero entre la boca del infeliz y cada
plato interponía su varilla el médico Pedro Rezio, diciendo: _absit!_,
y retiraban el manjar, dejándole á Sancho más hambriento que nunca.
Verdad es que el despótico Pedro Rezio daba razones que no parece sino
que Cervantes las escribió para los Gobiernos de Ultramar:--«No se ha
de comer, señor Gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras
ínsulas donde hay gobernadores», etcétera--encontrando inconvenientes
en todos los platos, unos por calientes, otros por húmedos, etcétera,
enteramente como nuestros Pedros Rezios de allende y aquende los
mares. ¡Maldito el bien que le hacía á Sancho el arte de su cocinero!

En el caso de nuestro país, las reformas hacen el papel de los
manjares; Filipinas el de Sancho, y el del médico charlatán lo
desempeñan muchas personas, interesadas en que no se toque á los
platos, para aprovecharse de ellos tal vez.

Resulta que el pacienzudo Sancho, ó Filipinas, echa de menos su
libertad, renegando de todos los gobiernos, y acaba por rebelarse
contra su pretendido médico.

De igual manera, mientras Filipinas no tenga prensa libre, no tenga
voz en las Cámaras para hacer saber al Gobierno y á la Nación si se
cumplen ó no debidamente sus decretos, si aprovechan ó no al país,
todas las habilidades del ministro de Ultramar tendrán la suerte de
los platos de la Ínsula Barataria.

El ministro, pues, que quiera que sus reformas sean reformas, debe
principiar por declarar la prensa libre en Filipinas, y por crear
diputados filipinos.

La prensa libre en Filipinas, porque las quejas de allá raras veces
llegan á la Península, rarísimas veces, y si llegan, tan encubiertas,
tan misteriosas, que no hay periódico que se atreva á reproducirlas; y
si se reproducen, se reproducen tarde y mal.

Un Gobierno que _desde muy lejos administra un país_, es el que más
necesidad tiene de una prensa libre, más aun que el que Gobierna en la
Metrópoli, si es que quiere hacerlo recta y decentemente. El Gobierno
que _gobierna en el país_, puede todavía prescindir de la prensa (si
es que puede), porque está en el terreno, porque tiene ojos y oídos, y
porque observa de cerca lo que rige y administra. Pero el Gobierno que
_gobierna desde lejos_, necesita absolutamente que la verdad y los
hechos lleguen á su conocimiento por todas las vías posibles, para que
pueda juzgarlos y apreciarlos mejor, y esta necesidad sube de punto
cuando se trata de un país como Filipinas, cuyos habitantes hablan y
se quejan en un idioma desconocido para las autoridades. Gobernar de
otra manera se llamará también gobernar, puesto que es menester darle
un nombre, pero es gobernar mal. Es juzgar oyendo sólo á una de las
partes; es dirigir un buque sin tener en cuenta las condiciones de
éste, el estado del mar, los escollos, los bajos, el curso del viento,
las corrientes, etc. Es administrar una casa pensando sólo en darse
lustre y pisto, sin ver lo que hay en la caja, sin pensar en los
servidores y en la familia.

Pero la rutina es una pendiente por donde andan muchos Gobiernos, y la
rutina dice que la libertad de la prensa es un peligro. Veamos qué
dice la Historia. Las sublevaciones y las revoluciones han tenido
siempre lugar en los países tiranizados, en aquellos donde al
pensamiento y al corazón humano se les ha obligado á callar.

Si el gran Napoleón no hubiese tiranizado la prensa, acaso ella le
hubiera advertido del peligro en que se precipitaba, y le hubiera dado
á comprender que los pueblos estaban cansados y la tierra necesitaba
paz; acaso su genio, en vez de gastarse en el engrandecimiento
exterior, replegándose sobre sí mismo, hubiera trabajado por su
consolidación y se hubiese consolidado. La misma España registra en su
historia más revoluciones cuando la prensa estuvo amordazada. ¿Qué
colonia se ha hecho independiente teniendo prensa libre, gozando de
libertades? ¿Es preferible gobernar á tientas, ó gobernar con
conocimiento de causa?

Nos contestará alguno, alegando de que en las colonias con la prensa
libre peligrara mucho el PRESTIGIO de los gobernantes, esa columna de
los gobiernos falsos. Le contestaremos de que es preferible el
prestigio de la Nación al de varios individuos. Una nación se
conquista respeto no sosteniendo ni encubriendo abusos, sino
castigándolos y reprobándolos. Además, le sucede á ese prestigio lo
que decía Napoleón de los grandes hombres y sus ayudas de cámara.
Nosotros, que sufrimos y sabemos todos los infundios y vejaciones de
esos pretendidos dioses, no necesitamos la prensa libre para
conocerlos; hace tiempo que están desprestigiados. La prensa libre la
necesita el Gobierno, el Gobierno, que todavía sueña en el prestigio,
que edifica sobre terreno minado.

Lo mismo decimos respecto de los diputados filipinos.

¿Qué peligros ve en ellos el Gobierno? Una de tres cosas: ó salen
revoltosos, pasteleros, ó salen como deben ser.

Suponiendo que cayésemos en el pesimismo más absurdo y admitiésemos el
insulto, grande para Filipinas, pero mayor aún para España, de que
todos los diputados fuesen separatistas, y de que en todas sus
proposiciones mantuviesen ideas filibusteras, ¿no está allí la
mayoría, española y patriota, no está allí la claravidencia de los
gobernantes para oponerse á sus fines y combatirlos? ¿Y no valdría
esto más que el descontento que fermenta y cunde en el secreto del
hogar, en las cabañas y en los campos? Cierto que el pueblo español no
escatima nunca su sangre cuando de patriotismo se trata; pero ¿no
sería más preferible la lucha de los principios en el Parlamento, que
el cambio de balas en terrenos pantanosos, á 3.000 leguas de la
patria, entre bosques impenetrables, bajo un ardiente sol ó entre
lluvias torrenciales? Esas luchas pacíficas de las ideas, además de
ser un termómetro para el Gobierno, tienen la ventaja de ser más
baratas y gloriosas, porque el Parlamento español abunda precisamente
en paladines de la palabra, invencibles en el terreno de los
discursos. Además, dicen que los filipinos son indolentes y pacatos;
¿qué, pues, puede temer el Gobierno? ¿No influye en las elecciones?
Francamente; es hacerles mucho honor á los filibusteros tenerles miedo
en medio de las Cortes de la Nación.

Si salen pasteleros, como es de esperar y probablemente han de ser,
tanto mejor para el Gobierno, y tanto peor para sus electores. Son
unos votos más á favor, y el Gobierno podrá reirse á sus anchas de los
filibusteros, si los hay.

Si salen como deben ser, dignos, honrados y fieles á sus misiones,
molestarán sin duda con sus preguntas al ministro ignorante ó incapaz,
pero le ayudarán á gobernar y serán algunas personas honradas más
entre los representantes de la Nación.

Ahora bien; si el verdadero inconveniente de los diputados filipinos
consiste en el _olor á igorrotes_ que le ponía tan inquieto en pleno
Senado, al aguerrido general Sr. Salamanca, el Sr. D. Sinibaldo de
Mas, que ha visto de cerca á los igorrotes y ha querido vivir con
ellos, puede afirmar de que olerán, cuando peor, como la pólvora, y el
Sr. Salamanca, sin duda, no tiene miedo á ese olor. Y si no fuese más
que esto, los filipinos, que allá en su país tienen la costumbre de
bañarse todos los días, una vez que sean diputados, podrán dejar tan
sucia costumbre, al menos durante el período legislativo, para no
molestar con el olor del baño los delicados olfatos de los Salamancas.

Inútil de refutar ciertos inconvenientes de algunos lindos
escritores, sobre las pieles más ó menos morenas, y los rostros más ó
menos narigudos. En cuestión de estética, cada raza tiene la suya la
China, por ejemplo, que tiene 414 millones de habitantes y cuenta con
una civilización muy antigua, encuentra feos á todos los europeos á
quienes llama Fan-Kwai, ó sea diablos rojos. Su estética tiene 100
millones más de partidarios que la estética europea. Además, si de eso
se ha de tratar, tendríamos que aceptar la inferioridad de los
latinos, en especial la de los españoles, respecto de los sajones que
son mucho más blancos.

Y mientras no se diga que la Cámara española es una reunión de
Adónises, Antínoos, _boys_ y otros _angelos_ parecidos; mientras se
vaya allí para legislar y no para socratizar ó errar por hemisferios
imaginarios, creemos que el Gobierno no se debe detener ante esos
inconvenientes. El Derecho no tiene piel, ni la razón narices.

No vemos, pues, ninguna causa seria para que Filipinas no tenga
diputados. Con su creación se acallan muchos descontentos, y en vez de
achacar el país sus males al Gobierno, como sucede ahora, los
sobrellevará mejor, porque al menos puede quejarse, y porque, teniendo
sus hijos entre sus legisladores, se hace en cierto modo solidario de
sus actos.

No sabemos si servimos bien los verdaderos intereses de nuestra
patria pidiendo diputados. Sabemos que la falta de ilustración, el
apocamiento, el egoísmo de muchos de nuestros compatriotas, y la
audacia, la astucia y los poderosos medios de los que quieren allá el
oscurantismo, pueden convertir la reforma en un nocivo instrumento.
Pero queremos ser leales al Gobierno y le indicamos el camino que
mejor nos parece para que sus esfuerzos no se malogren, para que
desaparezcan los descontentos. Si después de planteada tan justa como
necesaria medida, el pueblo filipino es tan necio y pusilánime, que
haga traición á sus verdaderos intereses, entonces que recaigan sobre
él las responsabilidades, que sufra todas las consecuencias. Cada país
tiene la suerte que se merece, y el Gobierno podrá decir que ha
cumplido con su deber.

Estas son las dos reformas fundamentales que, bien interpretadas y
aplicadas, podrán disipar todas las nubes, afirmar el cariño á España
y hacer fructificar todas las posteriores. Estas son las reformas
_sine quibus non_.

Es pueril el temor de que por ellas venga la independencia: la prensa
libre le hará conocer al Gobierno los latidos de la opinión, y los
diputados, si son los mejores de entre los hijos de Filipinas, como
deben ser, serán sus rehenes. No habiendo motivo de descontento, ¿con
qué se tratará de excitar las masas del pueblo?

Es de igual modo inaceptable el inconveniente que alegan otros acerca
de la defectuosa cultura de la mayoría de los habitantes. Además de
que no es tan defectuosa como se pretende, no hay razón ninguna
plausible para que al ignorante y al desvalido (por culpa propia ó
ajena), se le niegue su representante que vele por él para que no le
atropellen. Es quien precisamente más lo necesita. Nadie deja de ser
hombre, nadie pierde sus derechos á la civilización sólo por ser más ó
menos inculto, y puesto que se le considera al filipino como ciudadano
capaz cuando se le pide su contribución y su sangre para defender la
patria, ¿por qué se le ha de negar esa capacidad cuando de concederle
un derecho se trata? Además, ¿por qué ha de ser responsable de su
ignorancia, si está confesado por todos, amigos y enemigos, de que su
afán de aprender es tan grande, que ya antes de que llegasen los
españoles todos sabían leer y escribir, y que como vemos ahora, las
más modestas familias hacen enormes sacrificios para que sus hijos
puedan ilustrarse un poco, llegando el caso de servir como criados
siquiera para aprender el castellano? ¿Cómo se ha de esperar que el
país se ilustre en el estado actual, si vemos que cuantos decretos
lanza el Gobierno en favor de la instrucción, se encuentran con Pedros
Rezios que impiden su cumplimiento, porque tienen en sus manos lo que
llaman enseñanza? Si el filipino, pues, es bastante inteligente para
que contribuya, debe serlo también para elegir y tener quien vele por
él y por sus intereses, con el producto de los cuales sirve al
Gobierno de su Nación. Raciocinar de otra manera, es raciocinar como
un embudo.

Vigiladas las leyes y los actos de las autoridades, la palabra
Justicia puede comenzar á dejar de ser una ironía colonial. Lo que más
hace respetables á los ingleses en sus posesiones, es su estricta y
expeditiva justicia, de tal manera, que los habitantes depositan en
los jueces toda su confianza. La Justicia es la virtud primera de las
razas civilizadoras. Ella somete las naciones más bárbaras; la
injusticia subleva á las más débiles.

Los puestos y los cargos debían darse por oposición, publicándose los
trabajos y los juicios á fin de que haya estímulo y no surjan
descontentos. Así si el Indio no sacude su _indolencia_, no podrá
murmurar si todos los cargos los ve desempeñados por _castilas_.

Suponemos de que no serán los Españoles los que teman entrar en esta
lid: así podrán probar su superioridad por la superioridad de su
inteligencia. Y aunque esto no se acostumbra en la Metrópoli, debe
practicarse en las colonias, por cuanto hay que buscar el verdadero
prestigio por medio de las dotes morales, porque los colonizadores
deben ser ó parecer, cuando menos, justos, inteligentes é íntegros,
como el hombre aparenta virtudes cuando está en contacto con personas
extrañas. Los puestos y cargos así ganados rechazan naturalmente la
arbitraria cesantía y crean empleados y gobernantes aptos y
conocedores de sus deberes. Los puestos que desempeñen los Indios, en
vez de poner en peligro la dominación española, sólo servirían para
afianzarla; pues ¿qué interés tendrían en cambiar lo seguro y estable
contra lo incierto y problemático? El indio, además, es muy amante de
la quietud y prefiere un modesto presente á un brillante porvenir.
Díganlo esos varios funcionarios filipinos que se encuentran aún en
las oficinas: son los más inertes conservadores.

Otras reformas de detalle podríamos añadir tocantes al comercio, á la
agricultura, á la seguridad del individuo, de la propiedad, á la
enseñanza, etc.; pero estas son cuestiones que trataremos por separado
en otros artículos. Por ahora nos contentamos con los esquemas, no
vaya alguno á decir que pedimos demasiado.

No faltarán espíritus que nos tachen de utópicos: mas ¿qué es la
utopia? Utopia era un país que imaginó Thomas More, en donde había
sufragio universal, tolerancia religiosa, abolición, casi completa, de
la pena de muerte, etc. Cuando la novelita se publicó, consideráronse
estas cosas como ensueños, imposibles, esto es, _utópicos_. Y, sin
embargo, la civilización ha dejado muy atrás el país de la Utopia: la
voluntad y la conciencia humana han realizado más milagros, han
suprimido los esclavos, y la pena de muerte para el adulterio ¡cosas
imposibles aun para la misma Utopia!

Las colonias francesas tienen sus representantes; en las Cámaras
inglesas se ha tratado también de dar representación á las colonias de
la Corona _(Crown colonies)_, pues las otras ya gozan de una cierta
autonomía; la prensa, allí, es también libre; sólo en España, que en
el siglo XVI fué la nación modelo en la colonización, se queda muy
postergada. Cuba y Puerto Rico, cuyos habitantes no llegan á la
tercera parte de los de Filipinas, y que no han hecho por España los
sacrificios que ésta, cuentan con numerosos diputados. Filipinas tuvo
desde sus primeros días los suyos, que trataban con los Reyes y el
Papa de las necesidades del país; los tuvo en los momentos críticos de
España, cuando ésta gemía bajo el yugo napoleónico, y no se
aprovecharon de la desgracia de la Metrópoli como otras colonias,
sino que estrecharon más los vínculos que las unían á la Nación, dando
pruebas de su lealtad; continuaron hasta muchos años después ... ¿Qué
crimen han cometido las Islas para que así se las prive de sus derechos.

En suma: las Filipinas continuarán siendo españolas, si entran en la
vía de la vida legal y civilizada, si se respetan los derechos de sus
habitantes, si se les conceden los otros que se les deben, si la
política liberal de los Gobiernos se lleva á cabo sin trabas ni
mezquindades, sin subterfugios ni falsas interpretaciones.

De otra manera, si se quiere ver en las Islas un filón por explotar,
un recurso para contentar ambiciones, para librar de impuestos la
Metrópoli, apurando la gallina de los huevos de oro y cerrando los
oídos á todos los gritos de la razón, entonces, por grande que sea la
fidelidad de los filipinos, no podrán impedir que se cumplan las leyes
fatales de la Historia. _Las colonias fundadas para servir la política
ó el comercio de una metrópoli, concluyen_ todas _por hacerse
independientes_, decía Bachelet; antes que Bachelet lo dijera, ya lo
habían dicho todas las colonias fenicias, cartaginesas, griegas,
romanas, inglesas, portuguesas y españolas.

Estrechos sin duda alguna son los vínculos que nos unen á España; no
viven dos pueblos tres siglos en continuo contacto, participando de
una misma suerte, vertiendo su sangre en los mismos campos, creyendo
las mismas creencias, adorando al mismo Dios, comunicándose los mismos
pensamientos, sin que nazcan entre ellos lazos más fuertes que los que
imponen las armas ó el temor: sacrificios y beneficios por parte de
uno y otro han hecho nacer afecciones; Machiavelo, el gran conocedor
del corazón humano, decía: _la natura degli huomini, é cosí obligarsi
per li beneficii che essi fanno, come per quelli che essi ricevono_
(condición humana es ligarse tanto por los beneficios que se hacen
como por los que se reciben); todo esto y aun más es cierto; pero es
sentimentalismo puro, y en el amargo campo de la política la dura
necesidad y los intereses se imponen. Por mucho que los filipinos
deban á España, no se les puede exigir que renuncien á su redención,
que los liberales é ilustrados vaguen como desterrados del patrio
suelo, que se ahoguen en su atmósfera las aspiraciones más groseras,
que el pacífico habitante viva en continua zozobra, dependiendo la
suerte de los pueblos de los caprichos de un solo hombre; la España no
puede pretender, ni en el nombre del mismo Dios, que seis millones de
hombres se embrutezcan, se les explote y oprima, se les niegue la luz,
los derechos innatos en el ser humano, y después se les colme de
desprecio é insultos; no, no hay gratitud que pueda excusar, no hay
pólvora suficiente en el mundo que pueda justificar los atentados
contra la libertad del individuo, contra el sagrado del hogar, contra
las leyes, contra la paz y el honor; atentados que allá se cometen
cada día; no hay Divinidad que pueda proclamar el sacrificio de
nuestras más caras afecciones, el de la familia, los sacrilegios y
violaciones que se cometen por los que tienen el nombre de Dios en los
labios; nadie puede exigir del pueblo filipino un imposible; el noble
pueblo español, tan amante de sus libertades y derechos, no puede
decirle que renuncie á los suyos; el pueblo que se complace en las
glorias de su pasado no puede pedir de otro, educado por él, acepte la
abyección y deshonre su nombre!

Los que hoy luchamos en el terreno legal y pacífico de las
discusiones, lo comprendemos así, y con la mirada fija en nuestros
ideales, no cesaremos de abogar por nuestra causa, sin salir de los
límites de lo legal; pero si antes la violencia nos hace callar ó
tenemos la desgracia de caer (lo cual es posible, pues no somos
inmortales), entonces no sabemos qué camino tomarán los retoños
numerosos y de mejor savia que se precipitarán para ocupar los puestos
que dejemos vacíos.

Si lo que deseamos no se realiza....

Ante la eventualidad desgraciada, menester es que el horror no nos
arredre, que en vez de cerrar los ojos, miremos cara á cara lo que
pueda traer el porvenir. Y á ese fin, después de arrojar el puñado de
tierra que se tributa á los Cancerberos, entremos francamente en el
abismo para sondear sus terribles misterios.

_la Solidaridad_; núm. 21: Madrid, 15 diciembre 1889.



IV.


La historia no registra en sus anales ninguna dominación duradera
ejercida por un pueblo sobre otro, de razas diferentes, de usos y
costumbres extrañas, y de ideales opuestos ó divergentes.

Uno de los dos ha tenido que ceder y sucumbir; ó el extranjero fué
arrojado como les sucedió á los cartagineses, los árabes y los
franceses en España, ó el pueblo indígena tuvo que sucumbir, ó
retirarse como fué el caso de los habitantes del nuevo Continente, de
Australia, Nueva Zelanda, etc.

Una de las más largas dominaciones fué la de los árabes en España, que
duró siete siglos. Pero, á pesar de vivir el pueblo conquistador en
medio del país conquistado; á pesar del fraccionamiento de los
pequeños estados de la Península que surgían poco á poco, como
pequeñas islas en medio de la gran inundación sarracena; á pesar del
espíritu caballeresco, de la bizarría y de la tolerancia religiosa de
los califas, fueron echados al fin tras de sangrientas y tenaces
luchas que formaron la Patria española y crearon la España de los
siglos XV y XVI.

Es contra todas las leyes naturales y morales la existencia de un
cuerpo extraño dentro de otro dotado de fuerza y actividad. La ciencia
nos enseña, ó que se asimila, destruye el organismo, se elimina ó se
enquista.

El enquistamiento de un pueblo conquistador es imposible, toda vez que
significa aislamiento completo, inercia absoluta, adinamia del
elemento vencedor. El enquistamiento significa aquí la tumba del
invasor extranjero.

Pues bien: aplicando estas consideraciones á Filipinas, tenemos por
fuerza que concluir, como deducción de todo lo que venimos diciendo,
que si no se asimila su población á la patria española, si los
dominadores no se apropian el espíritu de sus habitantes, si leyes
equitativas y reformas francas y liberales no les hacen olvidar á los
unos y á los otros de que son de razas diferentes, ó si ambos pueblos
no se funden para constituir una masa social y políticamente homogénea
que no esté trabajada por opuestas tendencias y antagónicos
pensamientos é intereses, las Filipinas se han de declarar un día
fatal é infaliblemente independientes. Contra esta ley del destino no
podrán oponerse ni el patriotismo español, ni el clamoreo de todos los
tiranuelos de Ultramar, ni el amor á España de todos los filipinos, ni
el dudoso porvenir de la desmembración y las luchas intestinas de las
islas entre sí. La necesidad es la divinidad más fuerte que el mundo
conoce, y la necesidad es el resultado de las leyes físicas puestas en
movimiento por las fuerzas morales.

Dijimos, y la estadística lo prueba, que es imposible destruir la raza
filipina. Y aun cuando fuese posible, ¿qué interés tendría España en
la destrucción de los habitantes de un suelo que ella no puede poblar
ni cultivar, cuyo clima le es hasta cierto punto funesto? ¿De qué le
servirían las Filipinas sin los filipinos? Sí, precisamente, dado su
sistema de colonización y el carácter transitorio de los peninsulares
que pasan á Ultramar, una colonia le es tanto más útil y productiva
cuanto más habitantes y riquezas posee. Además, que para destruir á
los seis millones de malayos, aun suponiéndoles que están en la
infancia y que nunca han de aprender á luchar y defenderse, se
necesita cuando menos que España sacrifique una cuarta parte de su
población. Esto se lo recordamos á los partidarios de la explotación
colonial. Pero nada de esto puede suceder. Lo inminente es que, si la
instrucción y las libertades necesarias á la vida humana España se las
niega á los filipinos, éstos buscarán su instrucción en el extranjero,
á espaldas de la Madre patria, y se procurarán de un modo ó de otro
ciertas comodidades en su país. Resultado: que la resistencia de los
políticos miopes y raquíticos no sólo es inútil, sino perjudicial,
pues lo que pudo ser motivo de gratitud y amor, se convierte en
resentimiento y odio.

Odio y resentimiento por una parte, suspicacia é ira por otra,
acabarán por fin en un choque violento y terrible; máxime cuando hay
elementos interesados en que se perturbe el orden para pescar algo en
turbio, para demostrar su valioso poder, para lanzar lamentaciones,
recriminar ó activar medidas violentas, etc. De esperar es que el
Gobierno salga triunfante, y generalmente (y es la costumbre) se
extrema en el castigo, ya sea para dar un terrible escarmiento para
hacer alarde de severidad, ó también para vengar en el vencido los
momentos de terror y zozobra que el peligro le hizo pasar. Inevitable
accesorio de estas catástrofes es el cúmulo de injusticias que se
cometen en inocentes ó pacíficos habitantes. Las venganzas privadas,
las delaciones, las acusaciones infames, los resentimientos, la
codicia del bien ajeno, el momento oportuno para una calumnia, la
prisa y los procedimientos expeditivos de los tribunales militares, el
pretexto de la integridad de la Patria y de la razón de Estado que
todo lo cubre y abona, aun para las conciencias escrupulosas, que son
ya por desgracia raras, y sobre todo el temor cerval, la cobardía que
se ceba en el vencido, todas estas cosas aumentan los rigores y el
número de las víctimas. Resulta que un arroyo de sangre se interpone
ahora entre los dos pueblos; que los heridos y resentidos, en vez de
disminuirse se aumentan, pues á las familias y amigos de los
culpables, que siempre creen excesivo el castigo é injusto el juez,
hay que agregar las familias y amigos de los inocentes que no ven
ninguna ventaja en vivir y obrar sumisa y pacíficamente. Considérese
además que si las medidas de rigor son ya peligrosas en medio de una
nación constituída por una población homogénea, el peligro se
centuplica cuando el Gobierno forma raza diferente de la de los
gobernados. En la primera, una injusticia todavía se puede atribuir á
un solo hombre, al gobernante movido por pasiones privadas, y muerto
el tirano, el ofendido se reconcilia con el Gobierno de su nación.
Pero en países dominados por una raza extranjera, el acto de severidad
más justo se interpreta por injusticia y opresión, por aquello de que
lo dicta una persona extraña que no tiene simpatías ó que es enemigo
del país; y la ofensa no sólo ofende al ofendido, sino á toda su raza,
porque no se suele considerar personal, y el resentimiento,
naturalmente, se extiende á toda la raza gobernante y no muere con el
ofensor.

De aquí la inmensa prudencia y exquisito tacto que deben adornar á los
países colonizadores; y el hecho de considerar el Gobierno de las
colonias en general, y nuestro Ministerio de Ultramar en particular,
como escuelas de aprendizaje, contribuye notablemente á que se cumpla
la gran ley de que las colonias se declaran independientes más ó menos
tarde.

Así, por esa pendiente, se despeñan los pueblos; á medida que se bañan
en sangre y se empapan en hiel y lágrimas, la colonia, si tiene
vitalidad, aprende á luchar y á perfeccionarse en el combate, mientras
que la Madre patria, cuya vida en la colonia depende de la paz y de la
sumisión de los súbditos, se debilita cada vez, y aunque haga
heroicos esfuerzos, al fin, como su número es menor, y sólo tiene una
vida ficticia, acaba por morir. Es como un rico sibarita que,
acostumbrado á ser servido por numerosos criados, que trabajan y
siembran para él, el día en que sus esclavos le nieguen la obediencia,
como no vive de por sí, tiene que morir.

Las venganzas, las injusticias y la suspicacia de un lado, y por otro
el sentimiento de la patria y de la libertad que se despertará en
estas luchas continuas, insurrecciones y levantamientos, acabarán de
generalizar el movimiento y uno de los dos pueblos tiene que sucumbir.
La laxitud será corta, puesto que equivaldrá á una esclavitud mucho
más cruel que la muerte para el pueblo, y á un desprestigio deshonroso
para el dominador. Uno de los pueblos tiene que sucumbir.

España, por el número de sus habitantes, por el estado de su ejército
y marina, por la distancia á que se encuentran las islas, por los
pocos conocimientos que de ellas tiene, y por luchar contra una
población cuyo amor y voluntad se ha enajenado, tendrá por fuerza que
ceder, si es que no quiere arriesgar, no sólo sus otras posesiones y
su porvenir en África, sino también su misma independencia en Europa.
Todo esto á costa de mucha sangre, muchos crímenes, después de
mortales luchas, asesinatos, incendios, fusilamientos, hambres,
miseria, etc., etc. El español es bravo y patriota, y lo sacrifica
todo, en favorables momentos, al bien de la Patria: tiene el arrojo y
la decisión de su toro; el filipino no ama menos la suya, y aunque es
más tranquilo, pacífico y difícilmente se le excita, una vez que se
lanza, no se detiene, y para él toda lucha significa la muerte de uno
de dos combatientes; conserva toda la mansedumbre y toda la tenacidad
y la furia de su karabaw. El clima influye de igual manera en los
animales bípedos que en los cuadrúpedos.

Las terribles lecciones y las duras enseñanzas que estas luchas hayan
dado á los filipinos, habrán servido para mejorar su moral y
robustecerlos. La España del siglo XV no era la del siglo VIII. Con la
severa experiencia, en vez de entrar en luchas intestinas de unas
islas con otras, como generalmente se teme, se tenderán mutuamente los
brazos, como los náufragos cuando arriban á una isla después de una
espantosa noche de tormenta. No vayan á decir que nos ha de pasar lo
que á las pequeñas repúblicas americanas. Estas se conquistaron
fácilmente su independencia, y sus habitantes están animados de un
espíritu diferente del de los filipinos. Además, el peligro de caer
otra vez en otras manos, de ingleses ó alemanes, por ejemplo, les
obligará á ser sensatos y prudentes. La no gran preponderancia de
ninguna raza sobre las otras apartará de la imaginación toda ambición
loca de dominar, y como la tendencia de los países tiranizados, una
vez que sacuden el yugo, es adoptar el Gobierno más libre, como un
chico que sale del colegio, como la oscilación del péndulo, por una
ley de la reacción las Islas se declararán probablemente en República
federal....

Si las Filipinas consiguen su independencia al cabo de luchas heroicas
y tenaces, pueden estar seguras de que ni Inglaterra, ni Alemania, ni
Francia, y menos Holanda, se atreverán á recoger lo que España no ha
podido conservar. El África, dentro de algunos años, absorberá por
completo la atención de los europeos, y no hay nación sensata que por
ganar un puñado de islas aguerridas y pobres, descuide los inmensos
territorios que le brinda el Continente Negro, vírgenes, no explotados
y poco defendidos. Inglaterra tiene ya bastantes colonias en el
Oriente y no se va á exponer á perder el equilibrio; no va á
sacrificar su imperio de la India por el pobre Archipiélago filipino;
si abrigase esta intención, no habría devuelto Manila en 1763; habría
conservado un punto cualquiera de Filipinas para irse desde allí
extendiendo poco á poco. Además, ¿para qué necesita el comerciante
John Bull matarse por Filipinas cuando ésta ya no es la señora del
Oriente, cuando allí están Singapore, Hong-Kong, Shanghai, etc.?
Probablemente, Inglaterra mirará con buenos ojos la independencia de
Filipinas, que le abrirá sus puertos y dará más franquicias á su
comercio. Además, en el Reino Unido hay tendencias y opiniones que
creen que ya tienen demasiado número de colonias, que éstas son
perjudiciales, y que debilitan mucho á la Metrópoli.

Por las mismas razones Alemania no querrá aventurarse, y porque un
desequilibrio de sus fuerzas y una guerra en países lejanos hacen
peligrar su existencia en el continente; así vemos que su
actitud, tanto en el Pacífico como en África, se limita á conquistar
fáciles _territorios que no pertenecen á nadie_. Alemania rehuye toda
complicación exterior.

Francia tiene más que hacer y ve más porvenir en Tonkin y en la China,
además de que el espíritu francés no brilla por su afán colonizador;
Francia ama la gloria, pero la gloria y los laureles que crecen en los
campos de batalla de Europa: el eco de los campos de batalla del
Extremo Oriente no satisface mucho su sed de renombre, porque llega
muy amortiguado. Encuéntrase, además, con otras obligaciones, tanto en
el interior como en el Continente.

Holanda es sensata y se contentará con conservar las Molucas y Java;
Sumata le brinda más porvenir que Filipinas, cuyos mares y costas son
de mal agüero para las expediciones holandesas. Holanda va con mucha
cautela en Sumatra y Borneo, por temor de perderlo todo.

La China se considerará bastante feliz si consigue mantenerse unida y
no se desmembra, ó se la reparten las potencias europeas que colonizan
en el Continente asiático.

Lo mismo le pasa al Japón. Tiene al Norte la Rusia, que lo codicia y
espía; al Sur la Inglaterra, que se le entra hasta en el idioma
oficial. Encuéntrase además bajo una diplomática presión europea tal,
que no podrá pensar en el exterior hasta librarse de ella, y no lo
consentirá fácilmente. Verdad es que tiene exceso de población, pero
la Corea le atrae más que Filipinas, y es además más fácil de tomar.

_Acaso la gran República Americana, cuyos intereses se encuentran en
el Pacífico y que no tiene participación en los despojos del África,
piense un día en posesiones ultramarinas._ No es imposible, pues el
ejemplo es contagioso, la codicia y la ambición son vicios de los
fuertes, y Harrison se manifestó algo en este sentido cuando la
cuestión de Samoa; pero ni el Canal de Panamá está abierto, ni los
territorios de los Estados tienen plétora de habitantes, y caso de que
lo intentara abiertamente, no le dejarían paso libre las potencias
europeas, que saben muy bien que el apetito se excitó con los primeros
bocados. La América del Norte sería una rival demasiado molesta, si
una vez practica el oficio. Es además contra sus tradiciones.

Muy probablemente las Filipinas defenderán con un ardor indecible la
libertad comprada á costa de tanta sangre y sacrificios. Con los
hombres nuevos que broten de su seno y con el recuerdo de su pasado,
se dedicarán tal vez á entrar abiertamente en la ancha vía del
progreso, y todos trabajarán de consuno á fortalecer su patria, así en
el interior como en el exterior, con el mismo entusiasmo con que un
joven vuelve á labrar el campo de sus padres, tanto tiempo devastado y
abandonado gracias á la incuria de los que le enajenaron. Entonces
volverá á desenterrar de las minas el oro para remediar la miseria, el
hierro para armarse, el cobre, el plomo, el carbón, etc.; acaso el
país resucite á la vida marítima y mercantil á que están llamados los
isleños por la Naturaleza, sus aptitudes y sus instintos, y libre otra
vez, como el ave que deja la jaula, como la flor que vuelve al aire
libre, volverá á recobrar las antiguas buenas cualidades que poco á
poco va perdiendo, y será otra vez amante de la paz, jovial, alegre,
sonriente, hospitalario y audaz.

Esto y otras cosas más pueden suceder dentro de cien años más ó menos.
Pero el más lógico augurio, la profecía basada en mejores
probabilidades pueden fallar por causas insignificantes y remotas. Un
pulpo que se agarró á la nave de Marco Antonio cambió la faz del
mundo; una cruz en el Calvario y un justo clavado en ella, cambió la
moral de media humanidad, y, sin embargo, antes de Cristo, ¡cuántos
justos no han perecido inicuamente y cuántas cruces no se plantaron
en aquella colina! La muerte del Justo santificó su obra é hizo su
doctrina incontrovertible. Un barranco en la batalla de Waterlóo
sepultó todas las glorias de dos décadas luminosas, todo el mundo
napoleónico, y libertó á la Europa. ¿De qué accidentes fortuitos
dependerán los destinos de Filipinas?

Sin embargo, no es bueno fiarse en lo eventual; hay una lógica
imperceptible é incomprensible á veces en las obras de la Historia.
Bueno es que tanto los pueblos como los gobiernos se ajusten á ella.

Y por eso nosotros repetimos y repetiremos siempre, mientras sea
tiempo, que vale más adelantarse á los deseos de un pueblo, que ceder:
lo primero capta simpatías y amor; lo segundo, desprecio é ira. Puesto
que es necesario dar á seis millones de filipinos sus derechos para
que sean de hecho españoles, que se los dé el Gobierno libre y
espontáneamente, sin reservas injuriosas, sin suspicacias irritantes.
No nos cansaremos de repetirlo mientras nos quede un destello de
esperanza: preferimos esta desagradable tarea á tener un día que decir
á la Madre Patria: «España, hemos empleado nuestra juventud á servir
tus intereses en los intereses de nuestro país; nos hemos dirigido á
ti, hemos gastado toda la luz de nuestras inteligencias, todo el ardor
y el entusiasmo de nuestro corazón para trabajar por el bien de lo que
era tuyo, para recabar de ti una mirada de amor, una política liberal
que nos asegure la paz de nuestra patria y tu dominio sobre unas
adictas pero desgraciadas islas! España, te has mantenido sorda, y,
envuelta en tu orgullo, has proseguido tu funesto camino y nos has
acusado de traidores, sólo porque amamos á nuestro país, porque te
decimos la verdad, y odiamos toda clase de injusticias. ¿Qué quieres
que digamos á nuestra miserable patria, cuando nos pregunte acerca del
éxito de nuestros esfuerzos? ¿Le habremos de decir que, puesto que por
ella hemos perdido todo, juventud, porvenir, ilusiones, tranquilidad,
familia; puesto que en su servicio hemos agotado todos los recursos de
la esperanza, todos los desengaños del anhelo, que reciba también el
resto que no nos sirve, la sangre de nuestras venas y la vitalidad que
queda en nuestros brazos? ¡España!, ¿le habremos de decir un día á
Filipinas que no tienes oídos para sus males, y que si desea salvarse
que se redima ella sola?»

_La Solidaridad_; núm. 24: Madrid, 31 enero 1890.





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