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Title: Paternidad
Author: Theuriet, André, 1833-1907
Language: Spanish
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BIBLIOTECA DE LA NACIÓN

ANDRÉ THEURIET

PATERNIDAD

TRADUCCIÓN CASTELLANA

DE

RAMÓN POMÉS

BUENOS AIRES

1912

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.--Buenos Aires



PRIMERA PARTE



I


El rápido de París a Belfort atraviesa velozmente los arrabales. Aunque
estamos en mayo, la mañana sin sol es fría. Un fuerte viento del
Noroeste impulsa grandes nubarrones que se deshacen en lluvia sobre los
campos de trigo, de cebada y de alfalfa que cubren con sus variados
matices las monótonas llanuras de la Brie. Las gotas de lluvia pintan
los más extraños dibujos sobre los cristales de un vagón de primera
clase en que va un solo viajero quien parece preocuparse muy poco del
mal tiempo. Abrigadas las piernas por ancha manta y una gorrilla sobre
los ojos, está absorto en la lectura de unos documentos y en el examen
de unos planos que va sacando de una gran carpeta puesta sobre los
almohadones y en la que puede leerse esta inscripción: _Bosques de
Val-Clavin._--_Petición de deslindes._ Al través de la lluvia poco tiene
de interesante el paisaje; pero, por la tensión de los músculos de su
rostro y por la honda preocupación del viajero, se adivina que seguiría
del mismo modo indiferente a lo de afuera aunque llenara el sol el
espacio todo y fuese el paisaje mucho más pintoresco.

Es hombre de unos cincuenta años y, sin embargo, sus movimientos son
ligeros, ágiles; su vestir, muy cuidado y de una elegancia
irreprochable, le da un aspecto de plena juventud. Sus rasgos son finos
y correctos, en su barba cortada en punta y en sus cabellos castaños se
ven mezclados algunos hilillos blancos; el firme modelado de su boca y
de su nariz aguileña, con las dos arrugas verticales que afirman su
entrecejo, indican en él una fuerte voluntad. Cuándo levanta un poco su
gorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad,
se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcísimo,
que corrigen por la expresión un poco dura y fría de todo el rostro.

En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta
roja. Una gran distinción de maneras, junto con sus actitudes reservadas
y una bien estudiada gravedad descubren a un personaje perteneciente al
mundo administrativo, y, aunque el expediente que examina no revelase su
profesión, adivinaríase en él a un funcionario que ha escalado elevados
puestos y que está bien penetrado de la importancia de su cargo.

En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legión de Honor»,
como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de la
escuela de Nancy a los veintidós años, ha ascendido rápida y
merecidamente. No sólo posee vastísimos conocimientos en materia de
selvicultura, sino que se mostró siempre como un notable administrador.
Lleno de amor por el oficio y dotado de una gran fuerza de trabajo,
reúne al espíritu de organización la habilidad práctica del hombre de
negocios. Así, hablan de él sus compañeros como de un futuro director
general. La única cosa de que se le podría acusar es de una cierta
frialdad de alma--esa impasibilidad egoísta del célibe, a quien la vida
ha hecho sufrir poco y que no está dispuesto a comprender los
sufrimientos de los demás.--En Delaberge, este defecto débese menos a
una natural sequedad de corazón que a las particulares condiciones en
que su infancia y su juventud se desenvolvieron.

Hijo de empleado, desde sus primeros años ha sido víctima de esa vida
nómada de pájaro silvestre, de esos múltiples cambios de residencia que
hacen pequeños _sin patria_ de los hijos del funcionario público.
Llevado de un colegio a otro colegio hasta el día de su entrada en la
Escuela Forestal, puede decirse que no conoció el pueblo en que había
nacido, y por consiguiente, nada sabía de aquellos cariños que
lentamente se forman en el corazón del hombre y le unen para siempre a
la provincia en que nació, a la casa en que se hizo hombre, a las
piedras, a los árboles, a los horizontes que cada día sus ojos
contemplaron. Los numerosos y fuertes lazos que van del mundo exterior
al mundo de nuestro espíritu son otros tantos agentes creadores de la
sensibilidad. Los primeros colores del nido pintan las primeras
imaginaciones del niño y penetran profundamente y para siempre en su
corazón; esto faltó a Delaberge.

Su juventud ha transcurrido en una atmósfera llena de frialdad, en medio
de las preocupaciones de los exámenes y de los ascensos que había que
conquistar a punta de espada. Ha ignorado aquella pasión que vuelve
tierna el alma hiriéndola de muerte. A lo sumo, ha tenido en esa época
de su vida alguna ligera amistad femenina tan rápidamente anudada como
prontamente rota. Separado muy joven aún de sus padres, que perdió antes
de haber llegado a los treinta años, ha podido gustar muy poco de las
alegrías de la familia. Sin la menor fortuna, no ha pensado más que en
hacer rápida y honrosamente su camino. El trabajo ha llenado toda su
vida y el deseo de llegar pronto ha dirigido todas sus facultades hacia
la realización de sus ambiciosos proyectos.

Como muchos funcionarios sin fortuna, retrocedió ante lo desconocido del
matrimonio, creyendo que las obligaciones y las responsabilidades de la
vida conyugal son obstáculo para las funciones administrativas. Ha
permanecido soltero y se ha absorbido cada vez más en trabajos que le
han robado por completo los días y aun con frecuencia las noches; ha
llegado el primero a la oficina, ha salido el último, ha comido en el
restaurant o en cualquier mesa oficinesca y no ha entrado en su casa
sino para dormir. Así, desde los treinta a los cincuenta años, se ha
deslizado su metódica y correcta existencia, digna y laboriosa, pero
también sin el calorcillo de una dulce intimidad, sin hacer el menor
alto en el ensueño o en la fantasía...

No obstante, hoy que goza ya de un relativo bienestar, que su ambición
administrativa está ya casi satisfecha, alguna vez vuelve
melancólicamente la vista hacia atrás y con espanto se ha de confesar a
sí mismo que su pasado está vacío de recuerdos alentadores y se da
cuenta de su triste aislamiento. Cuando al salir de la casa de un amigo
en que ha oído voces infantiles y risas de juventud, vuelve a su triste
cuarto de soltero, siéntese lleno de añoranza por lo pasado y de
inquietud por lo porvenir, pensando en la rapidez con que pasan los
años, en la época cada vez más cercana del retiro, en las prosaicas
miserias y los asquerosos servilismos que turban el ocaso de la vida de
un solterón.

Llegado a la meseta de los cincuenta se parece el hombre a un extraviado
viajero que ha escalado la cima de la montaña por abruptos y pedregosos
senderos y que, una vez llegado arriba, comprende que equivocó por
completo la senda. Entonces, ve el camino verdadero que dulcemente va
subiendo por entre alegres pueblecillos y bosques en que cantan las
fuentes y los pájaros, y por entre prados que las flores de todo color
esmaltan, sin que pueda volver atrás para gozar de aquellos perdidos
encantos...

Cuando siente Delaberge tales añoranzas pregúntase si no ha despreciado
estúpidamente el todo por la nada, y entonces llena su mente y le
obsesiona la idea del matrimonio. Se mira al espejo, se dice que es
joven todavía y murmura como Juan de Lafontaine: «¿Ha pasado ya para mí
el tiempo del amor?» Pero ni aun durante estas crisis de tristeza le
abandona del todo su habitual egoísmo. Piensa menos en amar que en ser
amado. No ve en el matrimonio sino una compañía que alegre su
existencia, un hijo en quien su propio ser reviva. En medio de ese
despertar de la juventud, de esos deseos de romper con su vida monótona,
la preocupación de sí mismo es lo que en él predomina. Quiere dar calor
a su corazón, conocer la alegría de lo imprevisto, gozar las emociones
raras y nunca sentidas...

Así, aceptó con verdadera alegría la misión de arreglar amistosamente
con los propietarios y campesinos el interminable asunto de los
deslindes de Val-Clavin...

Un prolongado silbido anuncia la proximidad de una estación. El tren,
pasado ya Bar-sur-Aube, va a detenerse en Clairvaux. Delaberge levanta
la cabeza, deja sobre el asiento sus papeles y baja el cristal de la
ventanilla para respirar un poco de aire puro.



II


El aspecto del paisaje se ha ido modificando poco a poco. Las montañas
son más altas y el valle se ha estrechado. Ha cambiado también el
aspecto del cielo. Aparece a trechos el azulado espacio y no llueve ya.
Los negros nubarrones huyen rápidos y caen los rayos del sol sobre los
campos, haciendo humear las mojadas praderas y brillar como diamantes
las gotas de lluvia en los manzanos en flor. Por entre el rasgado de
negra nube descúbrese un trozo de intenso azul más allá de un pequeño
bosque de álamos cuyas hojas de oro pálido parecen temblar bajo la
inesperada luz, mientras sobre unos sombríos nubarrones se destaca
triunfante y luminoso el arco iris. En esos intervalos de sol y sombra
corre por encima de la tierra verdeante como una alegría primaveral, del
mismo modo que el viento riza la argentada superficie de un lago. Esta
radiante alegría solar brilla a trechos sobre toda la campiña, sobre
los ondulantes campos de cebada y de centeno, sobre los taludes llenos
de rojas amapolas y va comunicándose sucesivamente a los huertos, en que
de nuevo vuelven los insectos de todas clases y colores a zumbar
contentos, y a los grupos de árboles en que los pájaros entonan otra vez
su amoroso trino. Toda esta alegría penetra dulcemente en el cerebro de
Delaberge y le distrae de sus laboriosas meditaciones jurídicas.

Después de un alto de pocos minutos en Clairvaux, marcha el tren por
entre colinas cubiertas de bosque que dejan ver de vez en cuando las
clarísimas aguas del Aube. El sol ha triunfado decididamente y el cielo
todo es ya de un sedoso azul. Una pacificadora serenidad emana de las
húmedas selvas, de vez en cuando interrumpidas por anchos vallados en
que la mirada se refresca como en un baño de verdor... El inspector
general ha cerrado la carpeta del expediente y la ha metido en su
valija. Después vuelve a la ventanilla del vagón y apoyándose de codos
en ella respira con avidez el fuerte olor de la tierra refrescada por la
lluvia. Como buen funcionario forestal, su corazón se alegra a la vista
de los árboles. A decir verdad, el bosque ha sido el único amor
fervoroso de su vida y siéntese enternecido al encontrarse de nuevo en
la campiña donde pasó sus años juveniles.

Este enternecimiento le recuerda los melancólicos pesares que conturban
su alma hace algún tiempo... Un grupo de árboles bajo los cuales hacen
la siesta los leñadores después de haber comido; un pueblecillo en que
se oye el toque de misa matutina y en que tenues humaredas se deslizan
por encima de las techumbres de teja; una casuca campesina con sus
ventanas abiertas en que flotan cortinillas blancas, puesta la ropa a
secar tendida en la valla y cubriendo la suave colina la viña y el
huerto... Todo eso le induce a dulcísimos ensueños de vida rústica.

Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre su
mujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, no
ofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas que
aquellos mentidos placeres parisienses de que tan poco disfruta. ¿El,
Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la noche
en dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a las
cosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que ese
propietario que vive olvidado en su pueblo? Y dentro de diez, de quince
años todo lo más, cuando deje de ser una de las ruedas importantes de la
administración, ¿cuál será la perspectiva de su existencia? Será aquella
vejez sin apoyo y solitaria de todo funcionario retirado, que languidece
en su ociosidad y no sabe dónde plantar su tienda...

Y de nuevo entonces, como una esfinge atormentadora, surge en su mente
la pregunta de si ha pasado o no la edad en que sin imprudencia puede el
hombre casarse y crear una familia. Esta vez, debido quizás al influjo
de ese alegre sol de mayo, la respuesta se formula en su espíritu con
menos vacilaciones, con mayor claridad que nunca.

Ha llevado siempre una existencia sobria, y sabe que existe en él
todavía un gran fondo de vigor, una buena reserva de los tesoros
juveniles. No es una ilusión, no se deja engañar por falsas apariencias.
Goza de una salud de hierro, conserva todos sus dientes y sus cabellos;
sus músculos tienen aún toda su fuerza, sus articulaciones toda su
agilidad. En el mundo oficial que frecuenta ha observado alguna vez que
las mujeres no desdeñan su conversación ni su compañía. Además, nunca ha
de ser tan loco que se case con una jovencita; mas si por acaso
encontraba una mujer que se acercase a los treinta, agradable y
simpática, nada se había de oponer a que pensase en el matrimonio. No
tiene más que cincuenta años y podría ver aún a sus hijos crecer, pasar
de la adolescencia a la juventud y ¿quién sabe? tal vez viviría bastante
tiempo para verles también casados...

Tener hijos, un hijo en quien él mismo reviviera, eso daría nuevo
impulso a su vida y una hermosa finalidad a sus energías... Cuando se
examina a fondo, Delaberge llega a confesarse que, en ese cambio de
vida, lo que con mayor fuerza le atrae no son precisamente los encantos
de la compañía conyugal, sino la esperanza y las alegrías de la
paternidad.

Mientras va el inspector general abstraído en tan hondas meditaciones,
corre el tren a toda marcha y el aspecto del paisaje cambia otra vez.
Deja la vía férrea el valle del Aube, sube raudo una pendiente y
atraviesa luego una llanura pedregosa en que crece raquítico el centeno
y en que de vez en cuando rompen la monotonía de la línea recta pequeños
grupos de árboles desmedrados. Rasga el aire un silbido agudísimo. Corre
ligero el tren por un largo viaducto de tres filas de arcos desde el
cual se ve el río Suize ondular lo mismo que una culebra, por entre los
prados. Aparecen en el horizonte siluetas de campanarios, de cúpulas y
de techumbres de teja, destacándose sobre el oscuro verdor de los
árboles, y el tren detiene poco a poco su marcha.

--«¡Chaumont! ¡Diez minutos y fonda!»

Aquí es donde Delaberge ha de bajar. Arregla su equipaje y se asoma a la
portezuela buscando en los andenes al inspector provincial, su antiguo
camarada de Escuela a quien advirtió de su llegada y en cuya casa se ha
de hospedar.

Allí está, en efecto, el inspector buscando también a su amigo. Es un
hombre pequeño y gordinflón, metido en estrecha casaca, cubierta la
cabeza con sombrero de anchas alas y con guantes negros. Su vestir,
mitad ceremonioso y mitad descuidado, afirma todavía su aspecto
provincial.

Baja Delaberge del vagón y los dos antiguos camaradas se estrechan la
mano.

--Mi querido inspector general--comienza el hombre gordinflón,--estoy
contentísimo de verle otra vez... ¿Ha tenido usted buen viaje?

--Excelente, querido Voinchet... pero ¿cómo es eso, vas a tratarme de
_usted_ ahora, tú que eres mi más antiguo amigo?

--¡Dios mío--murmura Voinchet,--creí que las conveniencias de la
jerarquía!...

--No bromees... Nada, tienen que ver con nosotros las conveniencias
jerárquicas... Háblame ahora mismo de _tú_ o voy a pedir albergue a la
hospedería.

--Te obedezco--contesta el inspector provincial y queda con ello más a
sus anchas.

Mientras aguardaba al tren, más de un cuarto de hora estuvo
preguntándose con ansiedad si tutearía a Delaberge, como en otros
tiempos, o si por deferencia a su grado superior le hablaría de _usted_.
Ahora ya, libre de aquel peso, se muestra alegre y decidor. Y mientras
se saca del vagón y se carga el equipaje del inspector general contempla
a su camarada y amablemente sonríe.

--¿Sabes que no noto en ti ningún cambio?... Te encuentro hoy tan ágil y
tan fuerte como al salir de la Escuela.

--¡Adulador!--replica Delaberge,--la verdad es que nuestros cabellos
comienzan a blanquear y que llevamos cada uno veintiocho años más sobre
la cabeza.

En el fondo, sin embargo, le han halagado no poco las palabras de su
camarada, sobre todo al ver que éste parece mucho más viejo que él.

Los años han engordado al inspector provincial y han quitado expresión a
su fisonomía; la somnolencia de la vida de provincia ha apagado la viva
luz de sus ojos; la costumbre de tener que hablar y obrar siempre con
cierta parsimonia ha quitado a su rostro toda expresión.

Rueda ya el coche carretera adelante y habla Voinchet de nuevo.

--Mi mujer nos aguarda para almorzar... ¡Oh!... Un almuerzo sencillo,
después del cual podrás irte a descansar... Te advierto, querido, que
esta tarde te será preciso sufrir una pequeña molestia... En honor tuyo,
hemos invitado a algunas personas a comer.

--¡Diablo!--murmura Delaberge visiblemente contrariado.--No esperaba
eso...

--Dispénsame, pero los periódicas han dado la noticia de tu llegada... Y
habríamos dejado agraviadas a todas nuestras relaciones si les
hubiésemos quitado el placer de estar y de hablar contigo algunas
horas... No tienes idea, amigo mío, de las suspicacias provinciales...
Por otra parte, no seremos muchos... Estarán el presidente del tribunal,
el secretario general de la prefectura, un segundo inspector y su
esposa... y nadie más.

--Ya son bastantes--dice Delaberge con sonrisa de resignado.

--¡Ah! se me olvidaba... Estará también una amiga de mi mujer, la señora
Liénard, la que principalmente hace uso de los bosques de Val-Clavin...
Quizás no te arrepientas de hablar con ella, pues si logras hacerle
entender la razón, este negocio del deslinde irá como sobre ruedas... Es
la más ardorosa y la más fuerte adversaria de la Administración... ¡Ea,
hemos llegado ya!

El carruaje se ha detenido a la entrada de una calle desierta en que
verdea la hierba por entre las piedras. Enfrente de la iglesia de San
Juan se abren los porches de una antigua casona que se levanta entre el
patio y los huertos. Mientras el conductor descarga el equipaje,
Voinchet entra en la casa llamando a un criado. Habiendo quedado solo un
momento, Delaberge contempla la dormida calle sobre la cual las paredes
de la vieja iglesia extienden una sombra de claustro. Y en la fría
austeridad de este sitio solitario, la perspectiva de una comida oficial
con los notables que habitan en esta ciudad muerta le da un escalofrío
de hondo malestar.



III


Hacia las seis y media de la tarde, rehecho completamente por una buena
siesta, pensó Delaberge que se acercaba el momento de la comida y
procedió a vestirse y arreglarse esmeradamente, no por coquetería, sino
por pura costumbre. Creía que una presencia irreprochable se impone a
los funcionarios que representan a la Administración pública.

Anudando su corbata pensaba ya en la molestia de esa comida oficial en
que durante largas horas estaría como en representación ante los
invitados de su amigo y en que el deber profesional le obligaría a
conversar con la principal interesada en el asunto de los bosques de
Val-Clavin. A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de su
casa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señora
Liénard, debía ser ya una mujer de edad madura y de trato poco
agradable. Delaberge veíase ya discutiendo con una pleiteante campesina
y esta enfadosa perspectiva le ponía de mal humor.

Cuando entró en el salón verde y oro, lleno de muebles y adornado con
chucherías de dudoso gusto, casi todos los invitados habían llegado ya, y
le fueron presentados formando una sola fila. El presidente del
tribunal, un hombre pequeñito que habla con pretensión florida, recién
afeitado y de piel sonrosada, con unos ojos brillantes y siempre
inquietos; el secretario general de la prefectura, alto, de anchas
espaldas, tieso siempre, como orgulloso de los triunfos que le valía su
voz de barítono; el segundo inspector, moreno, de grandes cejas, con los
bigotes como de cepillo, con los cabellos cortados según la ordenanza,
presentaba el tipo completo del forestal a la manera antigua, feo como
un jabalí y rugoso como un roble.

Y mientras su esposa la inspectora, delgaducha y metida en su vestido
marrón bordado de azabache, conversaba con la señora de Voinchet
hablándole de lo difícil que es hoy procurarse buenos criados, Delaberge
se llevaba al inspector su amigo a un rincón de la sala preguntándole
sobre todos los detalles del asunto que allí le había traído. El
forestal, envanecido de absorber por completo la atención de su
superior, le iba dando toda clase de noticias técnicas. Y hacía más de
un cuarto de hora que hablaba, cuando Delaberge, al través de las
prolijas frases de su subordinado, oyó a la señora de Voinchet que
decía:

--¡Ah! por fin... Ya comenzaba usted a inquietarme... Muy tarde llega,
amiga mía.

A lo que una voz alegre y limpia contestaba así con un ligero acento
provincial:

--Perdóneme, he querido, para honrar mejor su casa, estrenar un vestido
nuevo y la modista no me lo ha traído sino hasta ahora mismo... cuando
ya comenzaba a enfadarme.

En aquel mismo instante abríase de par en par la puerta del comedor y un
criado con guantes blancos y casaca negra decía así: «La señora está
servida».

--Señor inspector general--dice la señora de Voinchet acercándose a
Delaberge,--el brazo, si usted gusta...

Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él la
señora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvía
hacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba:

--¡Qué distraída soy!... Es necesario que antes le presente a mi querida
amiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin...
El señor Delaberge, inspector general de montes.

Aunque ordinariamente dueño de sí mismo, Delaberge no supo disimular una
viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se había
imaginado, veía ante sí a una mujer joven, de unos veintiséis años,
esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde
el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido,
Delaberge saludó.

No le habría pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señora
Liénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresa
igual. Sus clarísimos ojos contemplaban a Delaberge y parecía reflejarse
en su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o se
pregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tiene
delante. Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. La
señora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo el
brazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.

En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derecha
de la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba la
señora Liénard; de manera que Delaberge tenía frente a frente a la
propietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietud
que suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla con
sosegado detenimiento.

El famoso vestido nuevo que había motivado el retraso de Camila Liénard
era negro y guarnecido con cintas malva; Delaberge, acostumbrado a los
refinamientos de la elegancia parisiense, hubo de confesarse que la
modista hubiera podido emplear mejor el tiempo. El cuerpo, que era de
satén, no favorecía mucho al talle de la dama, el cual parecía no
obstante bien contorneado. La ropa se arrugaba feamente en los hombros,
y en el cuello parecía querer ahogarla. En suma, la joven aparecía muy
mal vestida, pero demostraba preocuparse por ello muy poco. Su buen
humor no se resentía para nada de la fealdad del traje ni éste lograba
contener la expresiva vivacidad de sus movimientos. Con su boca un poco
grande, su barbilla algo gruesa y sus cejas finísimas, no parecía
precisamente bella, pero tenía unos hermosos ojos llenos de luz y
viveza, unos abundantes cabellos castaños que le caían graciosamente
sobre las sienes, una gran frescura en toda su persona, un modo
graciosísimo de reír, y todo esto junto producía una agradable impresión
de juventud, de espiritualidad, de alegría sana y fuerte que llenaba de
gozo el corazón. Comprendíase que era una mujer noblemente expresiva,
llena de una natural espontaneidad.

--¿La señora Liénard está casada?--preguntó en voz baja Delaberge a su
vecina de mesa.

--No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Un
señor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola en
Rosalinda donde está haciendo mucho bien.

Delaberge contempló entonces con mayor complacencia aun a aquella
mujer... La señora Liénard estaba discutiendo a media voz con el
inspector provincial, su vecino de mesa, y sin abandonar su aire de
amable alegría le atacaba con maliciosas recriminaciones, ante las
cuales se rebelaba el otro con tonos de malhumor.

--¡Ah! no es usted muy amable con los pobres--exclamaba ella.

Y en ese momento levantó la cabeza y sorprendió la atenta y curiosa
mirada de Delaberge. Lejos de sentirse ofendida por ello, sonrió al
encontrar su mirada los ojos de éste y prosiguió:

--Vaya, decididamente es mucho mejor dirigirse a Dios que a sus
santos... Que lo diga si no el señor inspector general.

Tomado así como testigo, Delaberge preguntó con su aire gravemente
amable:

--¿De qué se trata, señora?

--De ese deslinde que la Administración forestal quiere imponer. Bajo el
pretexto de que es imposible evaluar por separado los derechos de los
usuarios, el señor inspector provincial aquí presente nos ofrece como
compensación un bosque que está a una legua de Val-Clavin... Y yo
sostengo que esto es inicuo y aun bárbaro.

--Palabras muy duras son éstas--objetó Delaberge riendo.

--Duras, pero exactas... Veamos: yo tengo el derecho de cortar leña en
Val-Clavin y los campesinos de Val-Clavin tienen también el derecho de
pastos... Y a cambio de todo esto se nos ofrece un terreno impropio y
muy lejano... ¿Se puede a esto llamar justicia?

--Señora--interrumpió complacientemente el inspector general,--la
felicito a usted, pues trata el asunto como un verdadero jurisconsulto.

--¡Oh!--dijo a esto el inspector provincial.

--Te advierto que te las habrás con un contrincante fuerte... La señora
Liénard está muy aferrada en sus derechos.

--En los míos y en los derechos de los demás también, señor
Voinchet--repuso la joven con animada entonación;--los habitantes de
Val-Clavin, aun más que yo, merecen ver atendidas sus reclamaciones: son
gente pobre y para conducir su ganado al pastoreo les será preciso
caminar más de una legua a campo traviesa, pues no hay vía directa que
una el pueblo con la tierra que ahora se les ofrece.

--Ya les indemnizaremos construyéndoles un magnífico camino.

--¿Les indemnizarán ustedes también de la pérdida de tiempo y de la mala
calidad de los pastos?... Los bosques de Carboneras están llenos de
pantanos y si usted conociese el país, señor inspector general...

--Lo conozco perfectamente--repuso Delaberge,--pues en Val-Clavin
comencé mi carrera forestal.

--¡Ah! ¿de veras?...--exclamó la señora Liénard;--en tal caso...

Dirigió en torno suyo la mirada y vio que el presidente y la inspectora
se esforzaban por disimular sus bostezos y se echó a reír exclamando:

--¡Perdónenme! ya me olvidaba de que esta discusión no interesa nada a
los invitados del señor Voinchet; dejémoslo por ahora, mas conste que no
me doy por vencida.

La conversación se hizo general con gran sentimiento de Delaberge. La
vivacidad con que la señora Liénard defendía sus derechos había
despertado su interés. La originalidad evidentísima de aquella mujer
contrastaba extraordinariamente con la falta de carácter de la mayoría
de los invitados.

En el calor de la discusión tomaba su rostro expresiones encantadoras.
Nada había en ella rudo o fingido; nada tampoco de aquella prudencia
timorata que da tan monótona insignificancia a las mujeres de provincia.
Sentíase en ella estallar la sinceridad, la generosidad de su noble
corazón. La señora Liénard gustaba a Delaberge por cualidades que eran
opuestas a las suyas. Ese hombre reservado, discreto y reflexivo por
temperamento, sentíase interesado por aquella mujer de un carácter tan
abierto y tan noblemente alegre...

Y cuando se levantaron de la mesa y volvieron los invitados al salón, se
las arregló de manera que pudiese encontrarse cerca de la joven.



IV


Precisamente se dirigía ella hacia Delaberge llevando en una mano la
cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos,
volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie
todavía, acababa de beberse su taza.

--Señor inspector--le dijo ella,--estaría usted muchísimo mejor si
tomase asiento.

Y diciendo esto se hizo un poco a un lado para dejarle sitio en el mismo
canapé. El inspector general no deseaba sino obedecer a invitación tan
amable; pero, no sabiendo qué hacer de la taza que tenía, en la mano,
hizo ademán de ir a dejarla sobre una mesilla. La señora Liénard se
levantó corriendo, le tomó la taza de las manos y fue a darla a un
criado que pasaba entonces con una bandeja. Tan graciosa amabilidad, tan
previsora deferencia, trastornaron profundamente a Delaberge. Aunque
poco inclinado a la fatuidad, se imaginó que la joven se esforzaba para
serle agradable y sintió como un cosquilleo de satisfacción, sin pensar
que un hombre de cincuenta años le parece casi un viejo a una mujer que
tiene veintiséis. Pero Delaberge, como la mayoría de los hombres, no se
veía envejecer.

Razonaba como un hombre convencido de que puede inspirar todavía
amorosos sentimientos; no quería confesarse a sí mismo que las
amabilidades de la señora Liénard podían sencillamente proceder de la
espontaneidad de un alma, por naturaleza afectuosa e inclinada a
mostrarse amable precisamente porque la diferencia de edad había de
quitar todo pretexto a una interpretación maliciosa.

Sin embargo, mientras la joven con su vivacidad de siempre, volvía a
sentarse cerca de él, se despertó en el inspector general una vaga
desconfianza; se dijo que tal vez iba a ser juguete de la malicia
femenina, pensando que la señora Liénard había creído ganar así su ánimo
en favor de la causa de los usuarios de Val-Clavin y vencer su natural
rigor administrativo.

Se recostó descuidadamente en uno de los brazos del canapé y, por encima
de su abanico que agitaba lentamente, se quedó contemplando a Delaberge
con la sonrisa en los labios. Este, ya receloso y colocado en actitud
defensiva, estudiaba detenidamente el rostro de su vecina.

Pronto sintióse tranquilizado por completo. No, en esos límpidos ojos,
en esa purísima frente, en esos labios francamente amables, no podía
haber la menor huella de engaño o duplicidad. En el fondo de esos
clarísimos ojos no se descubría la menor de aquellas turbadoras y
fugitivas fulguraciones que son indicio de mentira. Ni en la frente, ni
en la boca se descubrían aquellas desagradables arrugas que son
revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos.
Decididamente, la señora Liénard no tenía nada de una Dalila.

Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo:

--¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin?

--Sí, señora; viví dos años.

--¿Hace mucho tiempo?

--¡Oh! sí, mucho... Quizás no había usted nacido todavía. Pero recuerdo
el país como si fuese ayer mismo. Veo perfectamente en mi imaginación el
camino que lleva a Rosalinda, por el cual daba mi paseo cotidiano. Se
penetraba en la hacienda por una calle plantada de fresnos, muy
pequeñines entonces.

--Los fresnos han crecido y dan hoy una magnífica sombra.

--Entonces--prosiguió Delaberge--vivía en Rosalinda un hombre muy
original llamado Le Maroise. Tenía costumbres muy singulares, se pasaba
el santo día en un cuarto con las ventanas cerradas y no salía sino
después de anochecido, en una vieja berlina que guiaba un cochero tan
extravagante como su dueño...

--¡Ese hombre original era mi tío!--interrumpió ella riendo.

--¡Ah!... Perdóneme...

--No se ha de excusar--replicó.--Era realmente un hombre extraño y poco
me costaría confesar a usted que llegó a serme odioso... Vivía aún
cuando me casé; me hizo su heredera a condición de que mi marido y yo
viviríamos con él... No es posible imaginar cómo nos hizo insoportable
la vida. Finalmente se murió el pobre hombre, y no he de decir que le
lloré muy poco... A punto estuvo de hacerme odiar Rosalinda.

--¿Vive usted en ella todo el año?

--¿Cómo no? Apenas si voy dos o tres veces a Dijón o a Chaumont y sólo
por asuntos de intereses. A los seis o siete días que estoy en la ciudad
ya no tengo más que un deseo, el de volver a mi casa lo antes posible.

--¿A su edad no le parece esta soledad demasiado austera? ¿No se aburre
usted jamás?

--Muy raramente... En primer lugar, ha de saber usted que tengo un
temperamento de verdadera campesina. Apenas comienza la primavera, vivo
constantemente al aire libre... Me tienen sobradamente ocupada mis
gallinas, mis flores, mis árboles; cuido yo misma la corta de mis
bosques y le aseguro a usted que no sé apenas qué cosa sea el aburrirse.

--¿Y en invierno?

--En invierno enciendo un hermosísimo fuego y me instalo cerca de la
chimenea con un buen libro en la mano... Hay en Rosalinda una biblioteca
muy bien nutrida y la cual yo aumento todavía procurando estar al
corriente de cuanto se publica... Soy una endiablada lectora... Cuando
tengo un libro interesante, y al alcance de la mano un buen puñado de
almendras, me paso horas deliciosísimas junto al fuego.

Mientras hablaban ellos aparte, el inspector provincial organizaba una
mesa de _whist_ y habiéndose negado Delaberge y la señora Liénard a
tomar parte en el juego, sentáronse en torno de la mesa la
subinspectora, el presidente, el secretario y el propio señor Voinchet.
La esposa de éste y el subinspector se quedaron contemplando el juego y
aguardando el momento en que alguno de los dos pudiese tomar parte en
él; de suerte que la viuda y su interlocutor, gracias a la preocupación
de los jugadores de _whist_, se quedaron en el canapé tan aislados como
pudieran estarlo en el fondo de un bosque.

Esa conversación mantenida en la penumbra, les iba acercando
familiarmente y revestía de una mayor confianza y de una más completa
intimidad su diálogo. La señora Liénard no parecía en lo más mínimo
cohibida por la gravedad de su interlocutor y aun se extrañaba de
encontrarse hablando tan llanamente con ese parisiense a quien desde tan
pocas horas antes conocía. En cuanto a Delaberge sentíase a la vez
sorprendido y encantado de la visible simpatía de que le daba testimonio
aquella mujer. La escuchaba con placer y sentíase refrescada el alma por
la gracia natural del buen sentido y la noble alegría de su vecina.

Olvidaba su acento provincial, su vestido tan mal hecho y aun los
rasgos irregulares de su fisonomía, pues poseía en cambio la joven una
cultura de espíritu, un juicio claro y sereno y sobre todo una facultad
de entusiasmo que no se encuentra frecuentemente ni aun en París. A
propósito de sus lecturas se expresaba con una independencia, un sentido
crítico y una vivacidad que encantaban de veras a ese parisiense,
acostumbrado a las reticencias prudentes, a las admiraciones convenidas
y a las opiniones superficiales del mundo oficinesco en que vivía.

Al cabo de una hora de conversación, estaba ya encantado de la señora
Liénard y se felicitaba de tan dichosa velada. Observó con placer que
durante su entretenido y largo coloquio la propietaria de Rosalinda no
había hecho la menor alusión al asunto de los deslindes y le agradeció
tan delicada reserva. Sentíase secretamente halagado de no deber sino a
sí mismo la graciosa predilección de la viuda; se acusaba de sus
injustas sospechas y, como para indemnizarla de ellas, esforzábase en
mostrarse a su vez expansivo, amable, casi galante.

De pronto e interrumpiéndose en medio de una animada discusión, la
señora Liénard sacó del pecho un pequeño reloj y consultándolo exclamó:

--¡Las once ya!... Habíame olvidado de que duermo hoy en casa de unos
amigos y que molesto a tan excelentes personas obligándoles a
aguardarme...

Se puso en pie y tendiendo su mano a Delaberge continuó:

--Buenas noches, señor, y hasta otro día, pues irá usted pronto a
Val-Clavin... Vuelvo mañana a Rosalinda y aunque seamos enemigos,
administrativamente hablando, espero recibir su visita durante su
estancia en aquellos bosques.

Se inclinó en rápida reverencia ante Delaberge, corrió a besar a la
señora Voinchet, saludó a todos y, lo mismo que la Cenicienta al dar la
media noche, salió casi corriendo del salón, sin permitir que nadie la
acompañase.



V


Francisco Delaberge se despertó con una sensación de confusa alegría,
según sucede cuando por la mañana se conserva aún la impresión de un
hermoso sueño desvanecido; después, disipadas ya las últimas brumas del
ensueño, se percató de que su vaga alegría era causada por el recuerdo
de su conversación con la señora Liénard; pero al propio tiempo recordó
que aquel mismo día había de regresar la joven viuda a Rosalinda y su
alegría se desvaneció al pensar en su prolongada residencia en Chaumont.
La pequeña ciudad le pareció más fría y más triste que la víspera. La
sombra que la iglesia de San Juan lanzaba sobre el húmedo patio de la
casa de Voinchet parecía extenderse y penetrar hasta el fondo del alma
del inspector general... Esto le hizo tomar la resolución de adelantar
todo lo posible su partida.

Apenas estuvo vestido y arreglado, comenzó el examen del expediente y
recogió todas las notas que creyó precisas, en cuyo trabajo empleó toda
la mañana; después, acabado el almuerzo y a pesar de las instancias de
su amigo Voinchet, tomó el rápido y descendió en Langres; allí buscó un
coche de alquiler.

Hay, lo menos, seis leguas de Langres a ese puebluco poco menos que
escondido entre los bosques. Después de haber rodado un buen trecho por
la carretera de Dijón, el carruaje tomó a la derecha y emprendió el
camino vecinal que corre a través de una extensa llanura pedregosa, de
una triste desnudez.

La luz de la tarde, velada por finísimas nubecillas, suavizaba los
contornos de la llanura verdeante y de los bosques que el lejano
horizonte pintaba de gris. El velado azul del cielo y la difusa claridad
que llenaba los espacios se armonizaban muy bien con los flotantes
pensamientos de Delaberge. Para decirlo, en verdad más eran aquello
ensueños que pensamientos. Fatigado por su trabajo de la mañana, mecido
por el rodar del carruaje, se abandonaba a una soñolienta contemplación
en que las imágenes percibidas despertaban en su espíritu vagos
recuerdos. La silueta de los lejanos bosques, le hacía pensar en el
asunto de los deslindes y de pronto se decía, no sin una secreta
satisfacción, que entre los usuarios de Val-Clavin estaba una cierta
viuda, de serenos y límpidos ojos, de cabellos castaños que le caían en
graciosos rizos sobre las sienes, en compañía de la cual había pasado
una agradabilísima velada.

De un campo de centeno levantóse en rápido vuelo una alondra y se perdió
en las nubes, mientras su alegre canto recordaba a Francisco la voz de
purísimo timbre de la señora Liénard; entonces, en medio de su ensueño,
la idea de ver a la joven en Rosalinda, filtró dulcemente en su alma una
emoción profunda, tan suave como la tenue claridad que la muselina de
las nubes tamizaba.

Al llegar al pie de la colina de Piedrafontana, saltó del carruaje el
conductor, pues la rampa que se había de subir era larga y muy rápida;
el caballo caminaba al paso y con mucho esfuerzo. Para aligerarle un
poco más y también para sacudir su somnolencia, Delaberge imitó al
conductor y, con paso todavía ligero y la cabeza un poco inclinada,
comenzó a andar a lo largo de un camino que bordeaban toda clase de
flores silvestres.

Detrás de él, hacía el cochero restallar con fuerza su látigo y allá en
el fondo del valle se oía el pausado martilleo de un herrador; durante
los intervalos de silencio se percibía, como sones de pífanos
invisibles, el canto de las alondras. Poco a poco todos estos rústicos
rumores fueron despertando en el alma del inspector general el recuerdo
de cosas desde largo tiempo adormecidas.

Y se vio a sí mismo subiendo esta misma rampa, cuando sólo contaba
veinticuatro años, en una tarde de otoño muy semejante a ésa. Iba
entonces, pobre de dinero y rico de esperanzas, a tomar posesión de su
puesto de guarda general de los bosques de Val-Clavin.

Más ligero de piernas, pero menos filósofo que hoy, contemplaba a la
sazón con ojos inquietos la ruda soledad de las llanuras de Langres y no
se tranquilizaba un poco sino al penetrar en los pintorescos y
agradables bosques que rodean el pueblecillo.

Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que había
sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas,
situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al
Aube. Al caer en ese país tan extremadamente rústico, sin transición
ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al
principio desorientado y triste. El invierno era allí muy duro y toda
distracción imposible. La sociedad se componía de dos o tres empleados,
de algunos propietarios campesinos, todos ellos casados y poco
dispuestos a recibir en su casa al forastero. Muy tristemente vivió allí
durante los sombríos días de diciembre y de enero. Durante esos dos
mortales meses cubría siempre la tierra una espesa capa de nieve y era
imposible salir. El trabajo no era mucho y su ociosidad casi completa le
hacía aún más insoportables los días. No se atrevía a leer de nuevo los
pocos libros que se había traído consigo y que se sabía ya de memoria.
Sucedíanse las horas tan largas y tan vacías, le era la soledad tan
odiosa, que llegó a apoderarse de su ánimo un profundo mal humor, una
extraordinaria melancolía.

Se albergaba en la hospedería del _Sol de Oro_. Era frecuentada esa casa
por trajinantes y mercaderes de leña, resonando en ella, desde la mañana
a la noche, los más discordantes rumores. Comía solo o en compañía de su
hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada
llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los
vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro
posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y
tristísima sinfonía del fastidio, daba la hospedera una nota única de
color y de alegría.

Miguelina Princetot iba entonces hacia sus veintiocho años. De buena
estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos
grises, tenía muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos
formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama
«nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacía lo que quería
del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de
vinos, le dejaba gobernar la hospedería a su gusto, cosa que hacía ella
a las mil maravillas. Siempre limpia, atractiva y además excelente
cocinera sabía contentar a los clientes. Gracias a ella, los notables de
aquellos contornos iban con frecuencia al _Sol de Oro_. Alguien decía
que llevaba su coquetería, su amabilidad demasiado lejos y que, no era
tan fiel esposa como diligente mujer de su casa; como quiera que fuese,
es lo cierto que tan maliciosos dichos no llegaron nunca a quebrantar la
confianza del señor Princetot.

En los comienzos, teniendo aún como quien dice en los ojos las
elegancias de las modistillas y de las señoras de Nancy, no concedió
Francisco mucha atención a las gracias campesinas de su hostelera. Pero,
en una soledad como la de Val-Clavin, una mujer joven, junto a la cual
se vive mañana y tarde, acaba por ejercer una atracción lenta y segura.
Después de haber visto a la mujer aquélla con indiferencia, gradualmente
fue descubriendo Delaberge en ella encantos que antes no había
sospechado y, gracias al aislamiento en que vivía, fue pareciéndole cada
vez más deseable. Con frecuencia, cuando el forestal comía solo, después
de quitados los manteles, la señora Miguelina se quedaba un rato
conversando con su huésped. Poco ganoso de volver a su cuarto triste y
frío, el joven prestaba gustosamente oídos a la charla de su hostelera y
sus ojos se detenían con verdadera complacencia en la blanquísima nuca
que adornaban unos ricillos de su cabello, o bien en la flexibilidad de
su cintura... A veces se quedaban ambos silenciosos; la mirada lánguida
de Miguelina se encontraba con los azules ojos del guarda general; éste,
de ordinario frío y reservado, se expansionaba, se atrevía a alguna
insinuación galante, y entonces, con su intuición femenina, la hostelera
del _Sol de Oro_ adivinaba, por ciertas inflexiones de su voz llenas de
emoción, que su huésped se iba haciendo cada día menos insensible a sus
encantos.

Mientras, tanto iba pasando el invierno, reverdecía la primavera en los
bosques y bajo su influencia una familiaridad cada vez mayor fue
estableciéndose entre Delaberge y la señora Princetot.

Un domingo por la tarde había subido Miguelina al cuarto del forestal y
allí, asomada a la ventana, se esforzaba por alcanzar las ramas de un
florido tilo que subía por la fachada de la casa. Llevaba aquel día su
vestido más elegante y los movimientos forzados que hacía descubrían
toda la esbeltez de la figura, la graciosa flexibilidad del talle, la
exquisita morbidez de sus pechos y de sus caderas. De pie a su lado,
Delaberge le ayudaba lo mejor que podía. En un momento dado, como ella
se inclinase demasiado hacia afuera, el guarda general se atrevió a
asirla por la cintura como temiendo que se pudiese caer. La señora
Princetot se volvió riendo con aquella risa llena de sensualidad que
formaba tan graciosos hoyuelos en sus mejillas y su boca vino a
encontrarse tan cerca de los labios de Delaberge, que éste no supo
resistir la tentación... La besó ardorosamente; rodaron al suelo las
flores que ella había tomado y Miguelina cayó, sin darse cuenta, en los
brazos de su huésped.

A partir de aquel día la señora Princetot fue la amante del guarda
general, y éste ya no se fastidió como antes en Val-Clavin. El señor
Princetot se ausentaba con frecuencia para ir a hacer sus compras de
vinos o para venderlos a sus clientes de la montaña, de lo que los
amantes se aprovechaban.

Figurábanse que su estrecha y amorosa intimidad escapaba a la atención y
a la maledicencia de las gentes del pueblo; pero no sabían que los
amores mejor escondidos exhalan un sutilísimo perfume, que los descubre
siempre. El secreto de su amor se evaporó insensiblemente por las calles
de Val-Clavin y las lenguas de las comadres hicieron lo demás.
Unicamente Princetot continuó ignorándolo todo.

Duró esta aventura diez y ocho meses, y comenzaba ya a sentir las
proximidades de la saciedad cuando recibió un día la notificación de un
cambio de residencia. Al conocer la triste nueva, la señora Miguelina se
deshizo en lágrimas. Mas era preciso que obedeciese Delaberge al mandato
administrativo; la hostelera no se había engañado nunca a sí misma y
pensaba que algún día la había de abandonar y, aunque suspirando
hondamente, al fin se resignó.

Una semana después el guarda general se marchó a París, no sin sentir en
el fondo de su espíritu como una vaga liberación.

Prometieron escribirse: ni uno ni otro cumplieron su promesa y un
silencio absoluto cayó entre ellos. Delaberge, que no había puesto en
aquella mujer sino los sentidos, fue olvidándola poco a poco, suponiendo
que la señora Miguelina se consolaría rápidamente y pondría a otro en su
puesto. Y muy pronto sus amoríos campesinos se le aparecieron como una
de esas estrellas fugaces que nacen en un cielo de agosto, lo atraviesan
y se apagan...

Las preocupaciones del oficio y del ascenso apagaron pronto en él hasta
el menor recuerdo de aquella aventura juvenil. Años y más años pasaron,
llevándose como un torrente sus deseos y sus energías hacia riberas que
no eran precisamente las de la ternura.

Si alguna vez recordaba los episodios de sus principios en Val-Clavin no
era sino para reírse desdeñosamente de ellos como hace el hombre maduro
con las locuras de la juventud. Y he aquí que los azares administrativos
le volvían a este pueblo perdido en el fondo de los bosques; he aquí
que los detalles, el aire ambiente, la fisonomía del camino tantas veces
hecho en otros tiempos, evocaban en su espíritu la imagen de la señora
Miguelina, que él creía enterrada bajo el más absoluto olvido...

Pero la muerte tan sólo puede producir el verdadero y total olvido.
Mientras andamos por los caminos de la vida, podemos hallarnos otra vez
frente a frente con las personas y las cosas que habíamos para siempre
borrado de nuestra memoria.

En París, apenas si alguna que otra vez pensó en la posibilidad de
encontrarse de nuevo con su antigua amante; mas ahora, al aproximarse al
pueblo en que la había conocido, Delaberge sintió nacer en su espíritu
una vaga inquietud.

Sintió alarmarse la prudencia del funcionario, temiendo, en el caso de
que la señora Princetot viviese todavía en Val-Clavin, verse expuesto a
familiaridades comprometedoras para su carácter oficial. En verdad,
decíase que veintiséis años pueden producir, aun tratándose de un
pueblecillo, grandes y radicalísimos cambios. Entre las gentes que le
conocieron en otro tiempo, muchos sin duda habrían desaparecido. Los
hombres maduros de entonces serían ahora ancianos y habrían tomado su
puesto los jovenzuelos de otros días, preocupándose muy poco por lo
pasado. La misma señora Princetot tendría ya cincuenta y cuatro años, y
es natural que la edad la hubiese hecho más discreta. Y aun podría
suceder que ya no estuviese en el pueblo.

Ya bastante rico Princetot, vendió tal vez su hospedería y probablemente
ni el recuerdo existía ya del famoso _Sol de Oro_...

Por lo demás, fácil sería adquirir noticias sobre este punto preguntando
al cochero. Este, que llevaba con frecuencia viajeros de una parte a
otra, conocería con seguridad los sucesos del país...

Precisamente habían llegado a lo más alto de la loma y comenzaban a
descender hacia el verdeante valle. Subiendo de nuevo al carruaje,
Delaberge preguntó al cochero:

--¿Conoce usted Val-Clavin?

--Ciertamente, señor; en verano llevo a ese pueblo gran número de
viajeros y también en tiempos de caza.

--¿Cuál es la mejor hospedería?

--¿La mejor?... No hay más que una que sea buena de verdad: el _Sol de
Oro_... Las demás no son sino malas tabernas.

--¿Se está bien en la casa?

--Ya lo creo, y se come en ella divinamente... Las gentes de Langres van
allí con frecuencia a pasar un día de campo... El _Sol de Oro_ no es
precisamente de ayer; hace ya más de treinta años que da muy buenos
cuartos al _Príncipe_ y a su esposa.

--¿Qué Príncipe?--exclamó Delaberge algo desorientado.

El cochero echóse a reír.

--Quiero decir el señor Princetot, pardiez... Es un apodo que le dan,
tan rico es y tan poderoso... Le llaman el _Príncipe_ y a su mujer la
_Princesa_... Yo le aseguro a usted que son gente rica... La mitad del
término es suyo. Princetot ha agregado a su casa una destilería, en la
que gana el dinero que quiere, y no es poco decir... Sin embargo,
continúan en su hospedería como si tuviesen necesidad de ella, ¿Qué
quiere usted? La costumbre...



VI


Delaberge se puso profundamente taciturno. Mientras rodaba el carruaje
por entre dos hileras de árboles, alguna vez interrumpidas por las
tierras cultivadas de una granja, iba pensando, no sin inquietud, en su
encuentro inevitable con la señora Princetot. ¿Cómo le recibiría y qué
se dirían? ¡Bah! Uno y otro habían cambiado mucho en veintiséis años y
tal vez ni siquiera le reconocería. Sí, pero luego sería preciso decir
los nombres y la calidad, con lo cual quedaba destruido el incógnito.
Además, su reserva podría parecer extraña al bueno de Princetot.

A despecho de su experiencia y de su despierto espíritu, el inspector
general estaba hecho del mismo barro que el resto de los hombres. No se
extrañaba de que él hubiese podido olvidar a ciertas personas, pero no
comprendía que los demás le hubiesen podido olvidar a él.

Mientras iba pensando en todo eso, el caballo, sintiendo ya próximo el
pesebre, trotaba más ligero que nunca; se iba acortando la distancia y
desde una pequeña altura comenzaron ya a verse las casas de Val-Clavin,
reunidas como un puñado de huevos en el fondo de un nido. Por entre los
prados brillaban a trechos las aguas del río y el gallo del puntiagudo
campanario relucía, herido por los rayos del sol poniente... Y pronto
penetró el carruaje en el pueblo, que se había modificado muy poco. A
uno y otro lado del viejo puente, los juncos del estanque temblaban como
en otro tiempo al impulso de la brisa vespertina. Con el mismo
fresquísimo rumor caían las aguas del riachuelo en la presa del molino,
y los tilos centenarios del paseo se destacaban por encima de las
techumbres de las casas que aparecían inundadas por tenues y azuladas
humaredas. A la rojiza claridad del crepúsculo, se levantaba ante los
ojos de Delaberge la sombra de los antiguos días, y las figuras de aquel
lejanísimo pasado aparecían mas límpidas y con mayor relieve al
destacarse sobre un cielo que iluminaba el sol poniente del recuerdo.

Con un pequeño latir en el corazón, pensaba Delaberge en la vieja
hospedería con su umbral, al que se subía por cinco escalones y con su
muestra de hierro enmohecido, en los ojos lánguidamente soñadores de la
señora Miguelina y en la figura rabelesiana y llena de malicia de su
esposo...

De pronto se paró el carruaje ante una casa toda recién enjalbegada y en
la que apenas pudo Francisco reconocer la antigua hospedería, pues había
sido renovada por completo. La antigua muestra había desaparecido
también y en cambio leíase en la fachada en hermosas letras mayúsculas:

    HOTEL DEL SOL DE ORO

Más lejos, hacia la esquina de la calle, se veían las paredes de piedra
de talla y la techumbre de tejas de la nueva destilería que había
construido Princetot... Allí estaba éste precisamente apoyando sus
anchísimas espaldas en la misma puerta... Encendido el rostro, enorme el
vientre, vestido de paño ordinario, medio cerrados los ojos que la
grasa invadía, y sin moverse, examinaba con su flema de siempre al nuevo
huésped que llegaba de Langres.

Mientras el viajero saltaba del coche, el señor Princetot se decidió a
llamar a su criado, ordenándole que se hiciese cargo del equipaje.
Delaberge había resuelto por último marchar valientemente hacia las
soluciones más breves. Subió ligero los cinco escalones, entró con el
dueño de la casa en la cocina en que relucían innúmeras cacerolas de
cobre y fue el primero en hablar.

--Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted.

El _Príncipe_ medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano
por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo
descubriendo su gran perplejidad:

--A fe mía, señor, que no tengo el placer...

--Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.

Una mujer en quien antes no había reparado y que estaba ocupada en el
fondo de la cocina se volvió bruscamente, y sólo por la visible emoción
que demostró la dama adivinó el inspector general que tenía enfrente a
Miguelina... Respiraba penosamente, bajaba los ojos, retorcía con gesto
maquinal las puntas del pañuelo que tenía en la mano y acabó por saludar
sin despegar los labios.

¡Ay! no se parecía mucho a la seductora Miguelina de otros tiempos...
Había engordado, había perdido su rostro toda expresión, sus tocas le
caían sobre la frente y escondían sus cabellos ya bien canosos. Su
vestido de oscuro color, de rectos pliegues, sus ojos medio cerrados, su
cara de cera, la expresión reservada y dulzona de su fisonomía, le daban
todo el aspecto de una beatucha.

--¡Señor Delaberge!--murmuró con mayor sorpresa que alegría.

Después añadió, mordiéndose los labios y sin levantar los ojos:

--No pensábamos verle a usted de nuevo en Val-Clavin.

--¿El señor Delaberge?--preguntaba de nuevo el _Príncipe_.--Aguarde...
Ahora caigo... ¿Estaba usted aquí, como guarda general en la época en
que reconstruían la iglesia?... Dispense que no le haya reconocido
antes, pero ha pasado desde entonces por esta casa tantísima gente...

Mientras hablaba iba examinando al recién llegado y al ver que lucía una
hermosa roseta en la solapa y sospechando que se las había ahora con un
parroquiano de consideración, se mostró ya menos indiferente.

--¡Ah!--continuó diciendo,--el caso es que todos hemos envejecido un
poco y veinticinco o veintiséis años cambian endiabladamente las
fisonomías... Y he aquí que le tenemos de nuevo entre nosotros...
Miguelina, habrá que dar al señor la sala roja.

Delaberge algo desconcertado por tan vulgar acogida y aún más por la
comprobación de tan mortificante olvido, declaró que no estaba por la
sala roja y que prefería el cuarto que había ocupado en otros tiempos y
cuya ventana daba al jardín.

--¿Su antigua habitación?--replicó el hostelero.--¡Ah! sí, pero, vea
usted... El caso es que no la tenemos libre... La hicimos restaurar por
completo y la ocupa ahora nuestro hijo... Simón, que regresó hace dos
años de la Escuela de Cluny con todos sus títulos.

--¿Tienen ustedes un hijo?--preguntó el inspector general con alguna
sorpresa.

--En realidad no podía usted saberlo... Nuestro Simón no había nacido
entonces todavía... Se ha hecho aguardar un poco, pero de todas maneras
ha sido en nuestra casa el bienvenido, ¿no es verdad, señora Princetot?

La señora Miguelina parecía disgustada por la charla de su marido; su
plácido rostro de mujer devota tomaba una expresión de vivo descontento
y sus labios se plegaban con gesto nervioso. Hizo notar que el señor
Delaberge tendría necesidad de descanso y que era inútil fatigarle
hablándole de un muchacho a quien no conocía.

--Pero--replicó obstinadamente Princetot,--el señor podrá conocerle si
se queda algunos días en Val-Clavin, y Simón es muchacho que lo vale...
Por desgracia volverá tarde esta noche, pues ha ido al monte para una
cuestión de peritaje... Algunas personas del pueblo han recorrido a sus
luces para un asunto de deslindes y como es muy despierto y conoce a
fondo el régimen de montes, se le ha encargado la defensa de los
derechos del pueblo...

--Sí, sí, un asunto de que en mal hora se ha encargado--interrumpió la
señora Princetot.

Más perspicaz que el _Príncipe_ su esposo, ella había ya sospechado que
Delaberge venía sin duda por esta misma cuestión de deslindes y temió
que su marido hablase demasiado.

--¿Qué sabes tú de estas cosas?--replicó Princetot guiñando con gesto
de misterio sus ojos.--Simón tiene mucho talento y es ya bastante
crecido para andar solo.

--En fin--exclamó suspirando la señora Miguelina,--es de desear que de
todo ese enredo no saque más disgustos que provecho.

Después, para cortar en seco esta conversación, preguntó al viajero si
comería en la mesa común.

--No--contestó Delaberge;--tengan la bondad de servirme en mi cuarto y
háganme el favor de avisar mi llegada al guarda general... Necesito
hablar con él esta misma noche.

Algunos minutos después estaba ya instalado en la sala roja, reservada
de ordinario a los huéspedes de importancia. En este cuarto había una
gran cama muy bien puesta y tenía dos ventanas, una que daba a la calle
y la otra al jardín, el cual iba subiendo en suavísimo declive hacia los
bosques.

Apenas había tenido tiempo Delaberge de quitarse el polvo del camino y
de arreglarse un poco, cuando llamaron discretamente en la puerta de su
cuarto y no sin una pequeña emoción contestó Delaberge que se podía
entrar. Creyó ver aparecer a la señora Miguelina, deseosa, sin duda, de
poder hablar a solas con él, pero muy pronto salió de su engaño. Entró
en la habitación una joven delgada y de vivos movimientos, la cual traía
platos, botellas y manteles y comenzó a poner la mesa, después de lo
cual se retiró para volver a poco con la humeante sopera.

Al hacerse servir en su cuarto el inspector general había creído que
podría de este modo tener con la señora Miguelina una amistosa
explicación que valiese por todas. Mas era evidente que la señora
Miguelina no pensaba provocar una semejante explicación retrospectiva.
¿Era eso indiferencia o bien que, desde un principio, deseaba hacer
comprender a su huésped la necesidad de evitar toda alusión al pasado?

«--Como quiera ella--se dijo Delaberge--y aun tal vez vale más que sea
así.»

No obstante, en su fuero interno, sentía Delaberge una especie de
desencanto. Mientras a lo largo del camino se hundía su imaginación en
el recuerdo del pasado y revivía los tiempos de Val-Clavin, no creía que
se le hubiese tan completamente olvidado, ni esperaba que se le tratase
como a un extraño... Esto le puso profundamente melancólico y con gesto
displicente se sentó ante su mesa solitaria.

Cuando estaba ya en los postres le anunciaron al guarda general: un
muchacho lleno de obsequiosidad y balbuciente, que se confundía en
salutaciones y no osaba sentarse, tanto le intimidaba la presencia del
inspector general. Hizo Delaberge inútiles esfuerzos para ponerle a
tono, acabando por darle brevemente sus instrucciones e indicándole la
hora en que se encontrarían para ir juntos al monte; luego salió con él
de la hospedería y una vez solo se quedó paseando unos momentos por las
riberas del Aube.

La noche era oscura, pero en el cielo relucían millares de estrellas y
cantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma música
que en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina.
Sentía surgir en su espíritu el sentimentalismo; pero, por desdicha
suya, al notar que le molestaba un poco la frescura del río, comprendió
que no vivía ya en aquella dichosa edad en que se sueña con las
estrellas. Volvió sobre sus pasos y deshizo el camino andado.

Al regresar a la hospedería habían ya desaparecido el señor Princetot y
su esposa. En la cocina no había sino una criada, que encendió una bujía
y le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Al
cerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estaba
muy cerca y que al día siguiente, si quería, podría indemnizarse de su
desencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard.
Esta idea volvió la serenidad a su espíritu. Se desnudó y
filosóficamente se metió en la cama.



VII


Delaberge era la puntualidad misma. A la hora convenida y en compañía
del guarda general y de otros funcionarios subalternos, estaba ya
examinando los campos de Carboneras que el inspector de Chaumont
proponía afectar al servicio de los usuarios de Val-Clavin.

A fines de mayo es cuando los bosques de las montañas de Langres se
muestran en toda su gloria y el tiempo convida como nunca al paseo. Un
suave vientecillo había secado los caminos; el cielo, de un azul
purísimo, sonreía, por encima del renaciente follaje; bordaban toda
clase de flores las márgenes de los caminos y los pajarillos cantaban
por doquier. Delaberge, cuyas funciones sedentarias le habían recluido
en París tanto tiempo y que no conocía ya más verdores que los de las
carpetas de la oficina, gozaba de esta fiesta primaveral en pleno bosque
como se goza de un antiguo amigo otra vez hallado. Respiraba con
verdadera delicia el penetrante perfume que despedían los cerezos en
flor y poco a poco su mal humor y su melancolía de la noche antes se
fueron disipando...

Por la mañana, en la hora del desayuno pudo comprobar que la señora
Miguelina procuraba prudentemente substraerse a sus miradas cada vez que
entraba en la cocina. Esta reserva de su antigua amante, que al
principio le molestó, le parecía ya entonces el mejor _modus vivendi_
que se pudiese desear. Esto dejaba más clara su situación y el contento
experimentado le disponía para mejor saborear las alegrías de su regreso
a los bosques. Sentía un placer casi infantil, al reconocer los caminos
que había recorrido en otros tiempos. Dotado de una excelente memoria
local se envanecía sorprendiendo al guarda, al indicarle por adelantado
la naturaleza del terreno y la dirección de las capas terrosas. Y a cada
momento exclamaba con grandes explosiones de alegría:

--¡Todo está igual!... Nada ha cambiado y, sin embargo, hace ya
veintiséis años.

A medida que iba penetrando en los bosques, parecíale que cada uno de
los pasos que daba le quitaba de encima un año y que su juventud
reverdecía lo mismo que el follaje de las hayas. Desaparecía y no tenía
ningún valor todo aquel largo intervalo de un cuarto de siglo. Mucho
mejor que otro medio cualquiera, posee el bosque esta maravillosa virtud
del rejuvenecimiento. Menos que en parte alguna se marcan en él las
metamorfosis que el paso del tiempo produce. Vemos siempre en el bosque
los mismos árboles, las mismas floraciones, los mismos cantos de las
tiernas avecillas y esto nos da la ilusión de un alto de ensueño, de una
suspensión en el vuelo rápido de los días.

Durante su paseo al través de los bosques de Carboneras, Delaberge pudo
fácilmente comprobar la exactitud de las observaciones hechas por la
señora Liénard. Las tierras que se quería ahora dar a los usuarios de
Val-Clavin, no estaban unidas al pueblo sino por antiguos caminos todos
ellos en muy mal estado y que a trechos desaparecían del todo. Varios
manantiales subterráneos humedecían el suelo esponjoso y las aguas, no
encontrando la necesaria pendiente, se estancaban formando anchos
pantanos en que crecían toda clase de plantas muy hermosas, pero
impropias para el pastoreo.

La vegetación en general se resentía de la mala calidad del suelo, los
herbajes eran cortos y pobres y de trecho en trecho se veían algunos
viejos robles de tronco rugoso y cubierto de liquen, mostrando en parte
sus ramas desnudas de todo follaje. Era evidente que, tal vez por un
exceso de celo, la Administración local intentaba desembarazarse de unas
malas tierras con daño evidente para los usuarios de Val-Clavin. El
inspector general vióse obligado a confesar que las proposiciones de su
amigo Voinchet eran inicuas y abusivas.

Como era natural, nada de esto dejó entender a sus subordinados; pero
después de haber tomado sus notas, dirigió la exploración hacia unas
tierras que ocupaban la vertiente opuesta del valle y pertenecían a los
bosques de Montegrande.

Allí, por el contrario, el suelo era duro y fresco al mismo tiempo y
además riquísimo en humus. Las hayas y los robles crecían fuertes y
sanos, elevando al espacio su frondoso ramaje. El herbaje era excelente
y variadísimo, llenando el aire con sus aromas. Además un hermoso camino
forestal seguía toda la cresta de la colina y descendía luego suavemente
hacia Val-Clavin. En realidad la designación de esas tierras había de
satisfacer por completo a las mayores exigencias de los usuarios, sin
perjudicar en nada al Tesoro, y Delaberge se dijo a sí mismo que por
ese lado había de ser fácil encontrar una fórmula de transacción.

Ciertamente que en todo eso no le guiaba, sino el deseo de conciliar el
derecho más estricto, con la justicia; sin embargo, no pudo dejar de
pensar que, si aceptaba esta proposición la Administración central,
habría de sentir él un gran placer en comunicarlo así a la señora
Liénard. Esta reflexión despertó en su espíritu el agradable recuerdo de
la viuda y de la invitación que le hizo al despedirse.

Precisamente entonces entraban en una especie de ancho barranco, al otro
extremo del cual aparecía el cono puntiagudo de una torrecilla.

--¿No es Rosalinda aquello?--preguntó Delaberge.

--Sí, señor inspector general; este camino nos conduce a ella
directamente.

Esta brusca aparición de Rosalinda en el preciso instante en que pensaba
en su dueña, fue para Delaberge dulcemente sugestiva, tanto que le
indujo a modificar sus primeros planes. Al salir por la mañana de _Sol
de Oro_ no pensaba hacer aquel mismo día su visita a la señora Liénard.
Había decidido dejar pasar algunos días, temiendo que pareciese de mal
gusto una prisa excesiva. Pero la proximidad de Rosalinda obró en su
alma como un imán y modificó por completo sus resoluciones.

Lanzó una rápida mirada sobre todo su vestido: su calzado, en verdad,
aparecía lleno de polvo, pero ni su americana ni su pantalón habían
sufrido gran cosa de su paseo a través de los bosques y su total
apariencia era suficientemente correcta. Recordó, además, que la señora
Liénard no concedía sino muy mediana importancia a las cuestiones de
forma y esto acabó de decidirle.

En el sitio donde el camino forestal que bajaba a Val-Clavin cruzábase
con el barranco que iban siguiendo, Delaberge despidió a sus
acompañantes y se dirigió solo hacia Rosalinda; al cuarto de hora salió
del bosque y vio ante sus ojos el parque y los jardines que rodeaban la
casa.

Aunque en el país se le daba todavía el nombre de _castillo_, Rosalinda
no era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del siglo
XVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le daban
un vago aspecto señorial. El parque se extendía a una y otra parte del
Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las
albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de
fresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía a
una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de
piedra echado sobre el riachuelo.

Desde la vertiente en que se había detenido, el inspector general veía
claramente la fachada principal de la casa tapizada de madreselvas y
rosales; veía también los caminillos del jardín trazados al estilo
francés y más allá del parque y de las paredes de cierre, en el espacio
que el bosque dejaba todavía libre, se veían extensos campos de hierba,
de centeno, de alfalfa que la brisa movía como las olas del mar y el sol
iluminaba esplendorosamente; más lejos comenzaban de nuevo los bosques
que iban subiendo dulcemente y coronaban con su verdor esa pacífica y
riente soledad.

La casa con sus ventanas abiertas, los jardines con sus vivísimos
colores, los campos ondulantes, todo aparecía como envuelto en una
atmósfera de paz y de supremo bienestar. El conjunto tenía un aspecto
alegre y hospitalario que animó a Delaberge a persistir en sus
intenciones. Le pareció descubrir en todo ello el reflejo de la
personalidad atrayente y cordial de la propietaria.

Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja de
hierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesando
luego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entrada
de la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo en
un salón de la planta baja.

--¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!

Y al decir esto avanzaba hacia el inspector general y le tendía
gentilmente la mano la propia señora Liénard, que vestía una vaporosa
falda de muselina y un cuerpo de lo mismo en forma de blusa que le daban
una suprema elegancia.

Inclinándose Delaberge contestó lo mejor que supo al apretón de aquella
pequeña mano un poco tostada por el sol y después se excusó de lo
descuidado de su traje.

--Una excursión por el bosque me ha llevado a dos pasos de Rosalinda y
no me habría perdonado jamás estar tan cerca de usted y no entrar
siquiera a saludarla...

Al acabar sus cumplidos vio Delaberge en el fondo del salón a un
visitante que se había levantado al entrar él y que se disponía a
despedirse.

Era un joven de mediana estatura, de aspecto rústicamente elegante y de
una evidente robustez. Muy moreno, con una barba castaña ligeramente
rizada, parecía un poco azorado por la aparición del forastero; pero
este movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia.
De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardaba
seriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar para
despedirse de la dueña de la casa. En los primeros momentos, su
fisonomía seria y meditabunda le hacía parecer de mayor edad de la que
tenía realmente; pero, cuando se le examinaba con más atención, se
descubría en sus ojos, de un azul intenso, un brillo de juventud y de
pasión que se contradecía con la precoz madurez de sus rasgos. En el
momento en que Delaberge se volvió hacia él, acercóse el joven a la
señora y dijo con cierta brusquedad:

--Hasta otra vez, señora; he de subir todavía a los bosques de
Carboneras.

--¿Pero volverá usted por aquí?--exclamó la señora Liénard.--Es que
necesito todavía de usted...

Y volviéndose seguidamente hacia Delaberge prosiguió la dama:

--Puesto que ha venido usted a Rosalinda, permítame que le convide a
comer, sin ceremonias... Ya sabe usted que en el campo se hacen las
visitas en la mesa... Además tendrá usted compañía para volver a
Val-Clavin, pues quiero que me prometa el señor Simón que al regresar de
los bosques ha de venir aquí a comer con nosotros... ¡Buena es ésta!--se
interrumpió a sí misma riendo.--Soy tan aturdida que olvidé la
presentación... El señor Princetot... el señor Delaberge, inspector
general de montes.

Los dos hombres se saludaron ceremoniosamente. Delaberge, despierta su
curiosidad por el nombre de Princetot, examinó atentamente al joven que
acababan de presentarle; pero éste se dirigía ya hacia la puerta
mientras la viuda acompañándole le repetía:

--Convenido, cuento con usted... A las siete en punto nos sentaremos a
la mesa.

Cuando hubo salido, Delaberge preguntó:

--¿Este señor Princetot sería acaso el hijo de mi hospedero del _Sol de
Oro_?

--Sí... ¿Le extraña a usted?... No ha salido a su padre, por fortuna...
Es un corazón excelente y un espíritu distinguido. Adora el pueblo en
que nació y, aunque sus padres son muy ricos, no ha querido convertirse
en un señor... Después de haber hecho excelentes estudios agrarios, ha
vuelto a su casa, y en materia forestal no dudo que puede dar quince y
raya al guarda general de Val-Clavin.

Delaberge se echó a reír.

--¡Apuesto, señora Liénard, que es él quien le aconseja en este asunto
de los deslindes!

--Lo ha adivinado usted... Cuando hace dos años regresó Simón de la
Escuela de Cluny, ofreció a los usuarios del pueblo defender
gratuitamente sus intereses y todos le dimos plenos poderes... Y así es
como entré en relaciones con él. El joven me interesa, y si mi situación
no me obligase a una gran reserva, tendría un gran placer en recibirle
con mayor frecuencia; pero él mismo pórtase con gran discreción y no
viene nunca aquí sino para hablar de negocios... Estoy encantada, señor
inspector, de que haya sido usted bastante amable para aceptar mi
invitación: esto me ha permitido invitar a Simón también.

Delaberge en su interior decíase que hubiera preferido comer a solas con
la viuda. Esta, con su vivacidad de siempre, abrió una de las ventanas y
mostrando a su huésped los jardines le dijo así:

--No piense usted escapar a las molestias de una visita completa, pues
me siento siempre propietaria... Antes, sin embargo, será preciso que me
dispense por algunos minutos....

Tocó el timbre, dio rápidas instrucciones a sus criadas, cubrió su
cabeza con un gran sombrero de paja y volvió en seguida a reunírsele,
diciéndole:

--¿No es verdad que Rosalinda se ha embellecido mucho desde que usted no
la había visto? En tiempos de mi difunto tío estaba esto muy mal; las
aguas del riachuelo inundaban las partes bajas, los árboles crecían como
y donde les daba la gana... Yo he puesto un poco de orden en todo eso y
he convertido la finca en lo que usted va a ver.



VIII


Alegre y vivaracha acompañaba a su huésped a través de los jardines,
enseñándole sus colecciones de flores de todas clases, explicándole cómo
había secado las tierras y canalizado las aguas del río que ahora
serpenteaba entre orillas plantadas de iris y de cañaverales. El
escuchaba encantado su graciosa charla y admiraba su espíritu a la vez
práctico y lleno de imaginación. Durante la prolongada visita a parques
y jardines, pasaba ella sin transición ninguna de un asunto a otro con
la gracia exquisita de una mariposa que vuela o se detiene en alguna
flor según su propia fantasía. Ora disertaba sabiamente sobre la
aclimatación del pino; ora se permitía ligeras alusiones al asunto de
los deslindes; y después, haciéndose más comunicativa, contaba
ingenuamente su propia historia y la de su primer marido, sus luchas
para la transformación de Rosalinda y sus proyectos de futuros
embellecimientos. Halagado Delaberge por la confianza que le mostraba,
la encontraba cada vez más encantadora. De pronto se paró ella
exclamando:

--¡Estoy cierta, señor, de que mi charla le molesta un poco!

--Se engaña usted, señora--repuso Delaberge con viva entonación.--Todo
lo que me cuenta me interesa muchísimo... Hablándome de usted y de sus
ocupaciones, iniciándome en su retirada existencia, me da usted una
prueba de confianza de que estoy encantado...

Y en efecto, estaba el inspector general bastante más encantado de lo
que él mismo creía.

Ese carácter tan lleno de alegría y de franqueza, ese corazón de mujer
joven que se abría con tan buena fe, esos límpidos ojos que sonreían tan
confiados, esa íntima conversación en medio de unos jardines llenos de
flores, con el acompañamiento del cantar de los pájaros y el arrullo de
las palomas, todo junto iba desvaneciendo los sentidos del inspector
general como podía haber hecho un vino dulce y generoso, vino que,
cuando se ha llegado a los cincuenta, se sube con tanta mayor facilidad
a la cabeza por cuanto no se está ya acostumbrado. Para ese funcionario
que tantísimo tiempo había vivido en medio de sus expedientes
administrativos, habían de ser mucho más peligrosas que para otro
cualquiera, esas confidencias femeninas murmuradas con voz clarísima e
iluminadas por la vivacidad de dos ojos llenos de alegría y de juventud.

--Sí--prosiguió diciendo con tono de profunda gravedad.--Aunque nos
conocemos tan sólo desde hace pocos días, veo que me habla usted como a
un antiguo amigo y le estoy por ello profundamente agradecido.

Una llamarada de rubor coloreó las mejillas de la señora Liénard.

--¡Dios mío--dijo,--quizás soy demasiado expansiva!... Es mi defecto...
Pero desde que cambiamos las primeras palabras en casa de la señora
Voinchet, me sentí inclinada a una sincera confianza con usted. A ver si
me explica usted por qué motivo ciertas personas nos atraen y nos hacen
comunicativos... A primera vista, parece usted un hombre grave y
reservado, y sin embargo, yo que soy una verdadera salvaje, me sentí en
seguida bien a su lado. Había en sus ojos algo que me tranquilizaba y me
alentaba a hablar. Yo me dije: He aquí un hombre recto, leal, serio;
puedo, sin temor ninguno, confiarme a él...

--Casi tanto como al señor Simón Princetot--interrumpió riendo
Delaberge.

--¿Se ríe usted?... Pues bien, el señor Simón se le parece a usted en lo
moral, y también un poco en lo físico... ¿No lo ha reparado usted?

--No le he visto bastante para poderlo observar...

Recorrían entonces las grandes avenidas del parque y como el camino no
era ya tan llano como antes creyó deber suyo ofrecer cortésmente su
brazo a la señora Liénard; ésta lo aceptó sin cumplidos y así siguieron
paseando hasta que la campana les avisó la hora de la comida; volvieron
hacia la terraza y allí encontraron a Simón Princetot aguardándoles.

Al ver a la joven, apoyada en el brazo de Delaberge que iba atento y
sonriente, Simón pareció sentir una impresión desagradable. Se oscureció
su rostro y con una gran frialdad saludó de nuevo al inspector general.
Pasaron todos al comedor y se sentaron a la mesa.

Comenzó la comida en medio de un frío malestar. Los dos hombres se
observaban sin dirigirse la palabra y eran vanos los esfuerzos que hacía
la señora Liénard para animar la conversación, pues ella deseaba
sinceramente servir como de enlace entre sus dos invitados. Así,
procuraba llevar al joven Simón a terrenos que le eran familiares. Hizo
grandes elogios de su amor por las cosas del campo, le preguntó sobre
sus estudios de selvicultura, de sus proyectos para el porvenir... El
joven contestaba con sencillez y sobriamente. Cuando hablaba de economía
agraria o forestal, demostraba conocer muy a fondo el asunto. Alguna vez
en la conversación, le ocurrió tocar, aunque solamente de soslayo,
ciertas cuestiones científicas o sociales, y su manera de tratarlas
descubría en él una cultura muy extensa y sólida. Aun contradiciéndole y
presentándole objeciones embarazosas, quedaba Delaberge sorprendido por
la claridad y la precisión de todas sus réplicas: la señora Liénard no
había exagerado. Corazón lleno de caluroso entusiasmo, firmeza de
juicio, noble generosidad, todo eso se adivinaba oyéndole hablar. Y era
realmente extraordinario en un joven que había nacido y se había educado
en una hospedería de pueblo.

Mientras hablaba y desarrollaba sus ideas, con frecuencia opuestas a las
del inspector general, éste estudiaba la fisonomía de su adversario y en
vano buscaba en ella semejanzas con el matrimonio Princetot. En
realidad, el joven no había salido a su padre ni aun a su madre. No
tenía en los ojos ni la somnolencia maliciosa del _Príncipe_, ni tampoco
la indolente languidez de su madre. Solamente sus cabellos castaños,
espesos y ligeramente rizados, recordaban un poco la opulenta cabellera
de la señora Miguelina. El tono de su voz era algo brusco y áspero,
aspereza de manzana silvestre que no se dulcificaba un poco sino cuando
contestaba a las preguntas de la señora Liénard. Con ella tomaba
súbitamente su voz entonaciones afables, casi tiernas.

Con una mezcla de envidia y de inconsciente interés, contemplaba
Delaberge a ese joven robusto, bien tallado, de mirada profunda y
franca, de maneras simples y correctas, y pensaba aun sin quererlo: «He
aquí un muchacho del que me gustaría ser padre». Después, dejándose
llevar por la pendiente de sus ensueños matrimoniales, añadía para sí:
«Todavía puedo tener hijos, no he de perder la esperanza; no falta sino
la mujer, y yo sé de una, no lejos de aquí, con la que me casaría de
buena gana...»

Y sus ojos se dirigían con mayor complacencia cada vez hacia la señora
Liénard. Decíase que la viuda tenía ya sus veintisiete años, que unía a
un espíritu encantador, un corazón honrado, rectitud de juicio y gran
sensibilidad; que sería a la vez una excelente ama de casa y una
compañera ciertamente deseable. Y como si continuase en voz alta esta
conversación interior, se inclinaba con ternura hacia su vecina, le
prodigaba toda clase de finas atenciones y la hacía objeto de sus más
exquisitas galanterías, cuya forma algo anticuada descubría que no
habían servido mucho desde los tiempos de su juventud.

En su deseo de cumplimentar a la viuda, no veía que sus galantes
cumplimientos ponían luces de disgusto en los ojos de Simón y que
ensombrecían su buen humor.

Levantáronse de la mesa y pasaron a la terraza, en el momento en que el
sol desaparecía tras los bosques de Montegrande. La señora Liénard se
hizo traer una cafetera rasa y preparó por si misma el café. Cuando
ofreció el azúcar al inspector general, éste le dio las gracias,
diciendo que tomaba el café sin azúcar.

--¡Es raro!--exclamó aturdidamente la viuda.--Lo mismo que el señor
Simón...

Esta semejanza de gustos con un joven que, durante toda la comida le
había demostrado más hostilidad que simpatía, dejó frío e indiferente a
Delaberge, que sentía contra Simón cierto rencor por su actitud llena de
desconfianzas. Hablaron todavía un buen rato en la terraza, donde, en
medio de un suave crepúsculo, esparcían las madreselvas su penetrante
perfume; después, ya casi completamente oscurecido y cuando comenzó a
mostrarse la luna por encima de los bosques, levantóse Delaberge para
despedirse y Simón Princetot hizo lo mismo.

--¡Buenas noches, señores!--dijo la señora Liénard.--Juntos harán
ustedes el camino... Señor Delaberge, puesto que se queda todavía una
semana en Val-Clavin, espero que no olvidará usted el camino de
Rosalinda...

Ya fuera de la verja, los dos caminaron un buen trecho bajo la bóveda de
los fresnos, sin dirigirse una palabra. El mismo malestar que había
helado los comienzos de la comida, parecía ponerles nuevamente
taciturnos. Siendo ambos por temperamento nada comunicativos, amenazaba
eternizarse esa frialdad, cuando Delaberge, molestado por su mismo
silencio, se decidió a romperlo, diciendo:

--Señor Princetot, ya sé que es usted el adversario de la Administración
a la que yo represento; pero, pues me hospedo en casa de su padre y
acabamos de comer el pan sobre unos mismos manteles, no veo el motivo
para que nos tratemos personalmente como enemigos. Por mi parte, tenga
usted la seguridad de que yo llevaré al cumplimiento de mi misión el más
conciliador espíritu, y si me parecen bien fundadas sus reclamaciones...

--Lo están, señor--interrumpió Simón, sin abandonar su
frialdad;--solamente las personas extrañas al país y a sus
necesidades...

--He de advertirle que no soy tan extraño al país como usted parece
creer... He vivido aquí mucho antes de que viniese usted al mundo...
¿Qué edad tiene usted?

--Voy a cumplir veinticinco años.

--Pues yo tenía apenas veinticuatro cuando era guarda general en
Val-Clavin... No hay un rincón en todos estos bosques que yo no haya
visitado y cuya naturaleza desconozca.

--En tal caso, señor, si es usted justo cambiará el proyecto de la
Administración... Lo que la Administración propone es inadmisible;
perjudica nuestros intereses y nos arruina.

--Los intereses del pueblo son respetables, pero nuestros bosques tienen
también derecho a algún miramiento... Tenemos la misión de conservarlos
y si usted fuese como yo un viejo forestal...

--¡Sin ser forestal de profesión--exclamó animándose el joven--se puede
tener amor a los bosques! Ustedes los aman por el dinero que dan al
Tesoro; nosotros los amamos por ellos mismos.

--¿Ama usted los árboles?--preguntó Delaberge un poco más afable.

--¡Sí, los amo!...--replicó el joven con viva entonación.--Los amo como
a buenos amigos con quienes ha crecido uno, como amo a mi país cuya
hermosura ellos son. Sepa usted que nací casi en los bosques y que desde
muy niño he vivido en medio de ellos... Un árbol hermoso, vea usted,
como éste...

Y al decir esto corrió hacia una de las hayas que bordeaban el camino y
prosiguió, rodeando casi con uno de sus brazos el robusto y argentado
tronco:

--Un árbol sano y hermoso es para mí como una persona, como un hermano y
hasta a veces me entran ganas de besarle...

Encantado Delaberge por ese rapto de entusiasmo, que brotó de pronto
como una fuente de agua viva, contemplaba con emoción a ese esbelto
muchacho de veinticinco años, cuyos ojos brillaban a la luz de la luna.
La haya y él parecían, efectivamente, de una misma esencia. Uno y otro
descubrían una fuerza y una juventud iguales; uno y otro, robustos y
llenos de energía, se lanzaban con ímpetu a la vida.

--Vaya--dijo sonriendo Delaberge,--he aquí al menos un punto acerca del
cual nos hemos de entender muy fácilmente... En el terreno jurídico
podremos combatirnos, siempre con armas corteses; pero hasta entonces
firmemos una tregua,... ¿Quiere usted?

Tendió su mano al joven; éste tuvo un momento de sorpresa o de
vacilación; luego tendió la suya y Delaberge la estrechó con ademán
amistoso. Después continuaron su camino hablando tranquilamente de la
repoblación de los montes y no se separaron sino en la misma cocina del
_Sol de Oro_, donde una criada les estaba aguardando medio dormida.

       *       *       *       *       *

Subió Delaberge a su habitación, pero los incidentes de aquella tarde le
tenían un poco excitado y no se sentía con ganas de dormir. Abrió la
ventana que daba al jardín.

Hacia el otro extremo de la fachada vio una luz en una ventana y
recordó que era aquélla su habitación, ahora ocupada por Simón
Princetot. Poco después vio al joven asomarse a la ventana y apoyado de
codos en ella, soñar tal vez, como él había hecho en días lejanos,
enfrente de los campos dormidos. Sin poder apartar sus ojos de esa vaga
silueta, el inspector general se dejó dulcemente deslizar hacia las
mayores profundidades del recuerdo, y escuchando los nocturnos rumores
de los campos y de los bosques fue perdiendo poco a poco la noción de
los días y de los años...

El murmullo de las aguas ribereñas, el canto melancólico de las ranas,
el lejano rodar de un carruaje, todos esos rumores resonaban
misteriosamente en el espacio y le mecían con una música semejante a la
música de otros tiempos.

Y lentamente alucinado, acabó por parecerle que se veía a sí mismo
cuando tenía veinticinco años, apoyados los codos en la misma ventana,
en pleno florecimiento de su robusta juventud.



IX


Pasó Delaberge la mañana siguiente redactando un informe en que exponía
a la Administración Central el resultado de su visita a los bosques de
Carboneras y después de hacer valer sus propias apreciaciones sobre el
cambio de terrenos propuesto por la Administración Provincial,
demostraba la necesidad de tener en cuenta las legítimas objeciones de
los usuarios, formulaba un contraproyecto con planos a la vista y
solicitaba una pronta resolución, a fin de que en la próxima reunión de
los representantes de la comarca pudiese ya indicar las bases de un
arreglo.

Trabajaba con entusiasmo, bajo la fresca impresión de los incidentes de
la víspera. A pesar suyo, ejercían sobre sus determinaciones una
sutilísima influencia la sonriente imagen de la señora Liénard y la
simpática persona del joven Simón. Su razonamiento era firme y caluroso;
sus conclusiones tenían una elocuencia que no suele encontrarse en los
informes administrativos y que en Delaberge no era tampoco habitual.

Por las abiertas ventanas penetraban en la habitación roja la clara
alegría de la mañana, la sonoridad despertadora de los mil rumores del
campo, y su vivacidad fue ganando poco a poco el corazón y el espíritu
de Francisco Delaberge. Cuando había llegado ya a las últimas líneas de
su informe, distrajeron su atención una serie de rumores y voces que oyó
junto a la misma entrada de la hospedería. Enfrente de la casa piafaba y
pateaba un caballo, mientras una voz robusta de hombre intentaba calmar
sus impaciencias con interjecciones acariciadoras: «¡So... So... Quieto,
_Brunete_!...». Luego esta misma voz exclamaba: «Vamos, papá, date
prisa, vamos a llegar tarde...»

Delaberge se asomó a la ventana y vio ante el portal una _charrette_
inglesa tirada por un pequeño caballo bayo, de vivos movimientos, junto
al cual estaba el joven Simón. En aquel momento salió de la casa el
_Príncipe_, lenta y majestuosamente, acompañado de la señora Miguelina.

El hospedero del _Sol de Oro_, recién afeitado, se había puesto una
ancha blusa encima del traje y cubría su cabeza con un sombrero de
anchas alas. Pesadamente subió en la _charrette_ se le reunió en seguida
su hijo Simón con las riendas en la mano. Y entretanto que la señora
Princetot les hacía las más prolijas recomendaciones, sonreía el
_Príncipe_, guiñaba sus ojos llenos de malicia y con su gordinflona mano
acariciaba suavemente el hombro de Simón y le daba cariñosos golpecitos,
mientras le contemplaba lleno de una profunda beatitud.

--Esté tranquila la madre, no le pasará nada a su hijito...--decía el
_Príncipe_ a su mujer.--Y ya sabes, si no volvemos hasta la noche, no
por eso te preocupes nada.

Al mismo tiempo el muchacho enviaba a la señora Miguelina un tierno beso
y le decía:

--Hasta la noche, mamá, yo te respondo de papá.

Con la punta del látigo acarició el cuello del caballo y el animal tomó
inmediatamente el trote en la dirección de Recey.

La señora Miguelina, puesta una mano sobre los ojos les siguió con la
mirada hasta que hubieron vuelto la próxima esquina y luego entró sola
en la casa.

«Esa gente es feliz y se aman unos a otros--pensaba Delaberge, que lo
había visto todo desde la ventana.--Ese Princetot, tan positivo, tan
metido en lo material, quiere tiernamente a ese único hijo de que está
tan orgulloso. Miguelina, a pesar de su aparente indiferencia de
mojigata, devora con los ojos a su hijo, y éste siente por uno y otra un
afecto que le encubre y disimula todos sus defectos. Con mirada de
profundo reconocimiento pagaba a su padre sus groseras caricias, y para
tranquilizar a su madre sabía poner en sus palabras y en su voz
inflexiones tiernamente acariciadoras... Decididamente, este Simón no es
sólo un muchacho de clara inteligencia, sino que tiene también el
corazón en su sitio...»

El inspector general se maravillaba además de que ese muchacho, tan
superior en aspiraciones y en cultura a su propia familia, no
manifestaba ese estúpido respeto social que hace que ciertos hijos de
burgueses rápidamente enriquecidos se avergüencen de las ridiculeces de
sus padres. Por el contrario, con sus delicadas atenciones y con su
buen humor esforzábase en allanar el abismo que de ellos le separaba, y
así vivían los tres sin tropiezos y en la más completa armonía.
Necesario era que hubiese en la vida de familia virtudes y gracias
particulares para unir de tal manera seres tan desemejantes en educación
y en gustos. La Escritura había dicho con razón: _Voe soli!_ El célibe
ignora o comprende muy difícilmente esa fusión de las almas, esa
expansión de los corazones del padre hacia el hijo; esos sacrificios,
esas tiernas solicitudes, que dan precio y verdadero interés a la
existencia de los humanos...

Meditando sobre todo eso, Delaberge volvió a su mesa de trabajo, releyó
su informe, examinó de nuevo las notas puestas en los planos y doblando
cuidadosamente todos esos papeles, los metió en un sobre.

Quiso llevar él mismo el pliego a correos, y luego, cuando ya lo hubo
dejado en manos de la receptora, regresó despacio a la hospedería. Al
llegar al corredor del primer piso oyó ruido en su cuarto cuya puerta
había quedado sin cerrar. Intrigado por ello la empujó bruscamente y vio
a la señora Miguelina ocupada en arreglar los muebles de la habitación.
Había creído, sin duda, que tardaría en volver algunas horas y,
aprovechando la ocasión, había querido atender a la limpieza y arreglo
de aquella magnífica «sala roja». La súbita aparición de Delaberge le
causó tal sorpresa, que dejó caer el plumero que tenía en la mano y se
puso intensamente pálida.

--No se moleste por mí, señora Princetot--dijo Delaberge mientras
cerraba tras de sí la puerta.

Ese encuentro, que él no había buscado, le embarazaba un poco; pero
luego pensó que, después de todo, el encuentro habría de ser inevitable
y que si era entre ellos necesaria una explicación siempre había de ser
preferible aprovechar la ausencia del _Príncipe_ y de su hijo.

--Dispense, señor Delaberge--repuso la hostelera, con voz no muy
segura.--Creí que estaba usted en el bosque, de otro modo no me hubiera
atrevido...

Delaberge vio su palidez, sus labios crispados, su espanto. Seguía
murmurando la pobre palabras ininteligibles y se apoyaba para no caer en
el repecho de la chimenea, sin atreverse a levantar los ojos. Sintió
Delaberge una profunda lástima...

--No tiene usted necesidad de excusa alguna, señora--dijo entonces con
entonación más amable.--Por el contrario, grande ha sido mi
satisfacción al encontrarla aquí, pues, desde mi llegada, apenas si he
podido verla un momento... Precisamente tenía mucho interés en
felicitarla por su excelente hijo, con quien tuve el gusto de trabar
conocimiento ayer...

--¡Ah!... ¿Le ha visto usted?--murmuró muy débilmente Miguelina.

Y un temor ansioso alteró más todavía la expresión de su rostro, como si
el encuentro de aquellos dos hombres hubiese sido para ella una
desgracia, o como si viese en ello el presagio de una inminente
catástrofe. Separó sus manos, que tenía cruzadas sobre el pecho y con
gesto desmayado cayeron pesadamente sus brazos a lo largo del cuerpo...

Su exclamación llena de un inexplicado temor y su desmayada actitud
extrañaron mucho al inspector general. Manifestábase en su rostro y en
toda su persona aquel desaliento, aquella profunda consternación que
experimenta aquel que ve de pronto, paralizados por la desgracia, sus
más nobles esfuerzos. Delaberge no podía comprender cómo y por qué el
solo anuncio de su entrevista con Simón había asustado de tal modo a
aquella mujer. Supuso que la señora Princetot se alarmaba sin duda a
causa de la enemiga que su hijo manifestaba a la Administración
forestal y temiendo que esto le había de causar algún disgusto. Para
tranquilizarla añadió:

--Sí, pasé ayer con su hijo algunas agradables horas en Rosalinda...

Un doloroso suspiro se escapó de los labios de Miguelina y esto aumentó
todavía la sorpresa de su interlocutor. Se detuvo un momento, y después
prosiguió:

--Regresamos juntos a Val-Clavin y, durante el camino, pude convencerme
de que la señora Liénard no me había exagerado las brillantes cualidades
de Simón. Es un muchacho de espíritu recto y de corazón noble. Aunque
adversario de la Administración forestal, espero que seremos buenos
amigos... Estoy contentísimo de haberle conocido.

Estas palabras, lejos de tranquilizar a la señora Princetot, parecieron
aumentar todavía su espanto; había de nuevo juntado sus manos y se las
retorcía nerviosamente. Al mismo tiempo, vio Delaberge que las lágrimas
humedecían los ojos de la hostelera.

--¿Qué tiene usted?--continuó.--Diríase que mis palabras le causan
pena... Sentiría con toda el alma que involuntariamente...

Se acercó un poco más a la hostelera y con su voz más afectuosa murmuró
dulcemente:

--Vamos, Miguelina, ¿por qué no tiene usted confianza en mí?... Yo no
soy ciertamente un extraño... Recuerde que en otros tiempos...

Quiso tomarle amistosamente las manos y ella le rechazó con el gesto
indignado de una mujer arrepentida a quien se tratase de inducir a nueva
tentación.

--¡Calle usted!--murmuró suplicante.--Me da vergüenza oír hablar de
aquellos tiempos.

--¿Por qué?--replicó Delaberge, extrañado de una tan extremosa
castidad.--En nuestra edad, señora, ya no hay peligro alguno... Y
además, si cometimos en otros tiempos el error de ser demasiado jóvenes,
fue aquello un pecado del que ya no queda hoy el menor rastro.

Miguelina se cubría la cara con ambas manos y de buena gana se hubiera
tapado los oídos.

--¡Calle usted!--repetía.--¿Por qué habrá vuelto, Dios mío?

--Nunca imaginé--dijo Delaberge impaciente--que mi presencia le había de
causar tan gran disgusto... Supongo que no me habrá de creer usted capaz
de la menor indiscreción... Tranquilícese, pues, que todo se quedó y se
quedará entre nosotros.

Miguelina se dejó caer en una silla, gimiendo con voz doliente:

--Eso no impedirá a las malas gentes charlar de nuevo al verle en mi
casa.

Y haciéndola el dolor más expansiva, comenzó toda una serie de hondas
lamentaciones: ciertamente, no había ella dudado ni un punto de la
honradez del señor Delaberge; pero eso no había de impedir que su
llegada al _Sol de Oro_ despertase la malignidad de los envidiosos que
hablaban mal del _Príncipe_ sólo porque había hecho fortuna. Iban a
remover y a remozar antiguas historias. Y ella, sin embargo, había ya
llorado mucho para lavar con sus lágrimas sus pecados... Había ido
muchísimo a la iglesia y quemado innúmeros cirios y cumplido las más
duras penitencias... Creía que el secreto de sus faltas quedaba
enterrado en el confesionario del cura párroco... Poco a poco las malas
lenguas se habían cansado y acabado por dejarla tranquila... Comenzaba
ya a respirar, vivía feliz entre el _Príncipe_ y su hijo, creyendo que
todo había acabado, cuando vuelve Delaberge y cae en su casa como un
rayo... ¡Oh, sí, un rayo verdadero!... Cuando le vio entrar en la
cocina se le agolpó toda la sangre en el corazón y estuvo a punto de
caer redonda en tierra... Después ya no había podido conciliar el sueño,
viviendo en una continua angustia y pareciéndole que estaba suspendida
sobre su casa la amenaza de una gran desdicha.



X


Delaberge escuchaba con disgusto toda esa letanía de lamentaciones.
Compartía muy medianamente el dolor de esa mujer a quien, más que el
remordimiento, atormentaba el decir de las gentes. Creía además
desproporcionados sus terrores por la falta cometida. Veintiséis años
habían pasado por encima de sus pecadillos de la juventud. La señora
Princetot, que se había refugiado en las sombras del templo, había de
creerse por completo absuelta... La falta pasada había ya prescrito. El
señor Princetot, que no había sospechado nada cuando la infidelidad era
patente, sería menos accesible aún a las sospechas hoy, en que la
hostelera del _Sol de Oro_ edificaba con su religiosidad a los fieles
todos. Por eso parecieron al inspector general verdaderamente pueriles
las lamentaciones de la señora Princetot.

De todas maneras esta escena de lágrimas se iba haciendo penosa. El
continuado sollozo movía con violencia el desbordante pecho de la
hostelera y sus carnosos labios agitábanse convulsivamente.

Como había sido la causa de esa tempestad, se creyó Delaberge en el
deber de calmarla.

--Señora--dijo,--se da usted una pena inmensa por simples quimeras...
Cálmese... Fíe en mi buena amistad y en mi delicadeza. Me portaré de
manera que no haya de verse turbada su tranquilidad... Le prometo
abreviar todo lo posible mi estancia en Val-Clavin.

Miguelina por la primera vez levantó hasta él sus ojos humedecidos, a
los que habían las lágrimas devuelto algo de su antigua luminosidad y de
su sensual languidez.

--¡Sí!--exclamó juntando las manos.--¡Márchese... márchese lo antes que
pueda, yo se lo ruego!...

Admiróse Delaberge al ver con qué egoísta ingenuidad, aquella mujer, que
en otros días estuvo tiernamente desfallecida en sus brazos, le
despedía ahora para siempre, como tardándole el momento de verse
desembarazada de la presencia de su antiguo amante.

--Mi marcha--replicó Delaberge con cierta ironía--dependerá en mucho de
las disposiciones que tome su hijo de usted en ese asunto de los
deslindes.

--¡Ah!--gimió la hostelera, frunciendo las cejas y moviendo la
cabeza.--¿Por qué se habrá metido en ese malhadado asunto? De él nos
viene todo el mal, y seguramente no hemos llegado al fin todavía.

--Tenga paciencia. Todo se arreglará. Veré al señor Simón, y si es
razonable...

La señora Miguelina le interrumpió precipitadamente:

--No, no le vea usted otra vez. ¡Ya es demasiado que se encontraran
ayer!...

Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no
estaría loca aquella mujer.

--No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir?

--Nada, nada...

Se vio entonces que hacía grandes esfuerzos para recobrar su
impasibilidad de figura de cera y prosiguió:

--Deje usted que hable con Simón; será mejor para mí y para usted...
Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.

--Se lo prometo.

--Gracias, señor Delaberge.

Y se levantó con el aire contrito de una mujer que sale del
confesionario. Pero, como antes de salir lanzó una furtiva mirada al
espejo, vio que tenía enrojecidos los ojos y que desarregladas sus tocas
dejaban al descubierto sus cabellos grises. Y reflexionando
prudentemente entonces que era peligroso dejar que notasen los demás las
huellas de su emoción, dirigióse hacia el lavabo y con una toalla
humedecida se lavó los ojos, se arregló los vestidos y rehizo toda su
figura de antes.

La manera de poner otra vez en orden sus cabellos, de lavarse los ojos y
de arreglarse las ropas, recordó de pronto a Delaberge los tiempos
lejanos de sus citas amorosas en que usaba de las mismas minuciosas
precauciones al abandonar sus brazos. Esta súbita resurrección del
pasado, evocada por la repetición de gestos familiares, conmovió más
hondamente al inspector general que todas las lamentaciones de su
hostelera. Olvidó a la cincuentona con tocas de beata y creyó que tenía
ante sí a aquella dulce y cariñosa Miguelina que por la noche se
deslizaba en su cuarto como una gatita, llena de voluptuosidades... Al
fin y al cabo, en toda su laboriosa carrera de funcionario, el amor de
esa mujer había sido el único rayo de sol de su juventud, la única copa
de placer que habían gustado sus labios.

Se enterneció su corazón, y, obedeciendo a un inconsciente impulso de su
sensibilidad, atrajo hacia sí a Miguelina y quiso besarla como para
darle un testimonio de su agradecida ternura. Mas ella se resistió, le
rechazó casi con ira y salió de la habitación precipitadamente.

Mortificado, inquieto, disgustado, resolvió Delaberge salir a tomar un
poco el aire a fin de sacudir tan penosa impresión. Abandonó a su vez el
cuarto y la hospedería y comenzó a remontar el curso del Aubette,
siguiendo una estrecha garganta por donde corre el riachuelo bajo una
bóveda de verde follaje, antes de arrojar sus aguas en el estanque de
Val-Clavin.

El lugar era solitario, cubierto de sauces, de abedules y de alisos, que
habían crecido rápidamente en aquéllas tierras de aluvión. Por encima de
las aguas casi invisibles del riachuelo, entrelazaban su tupido ramaje
las clemátides y madreselvas silvestres y se hacía tan espeso en aquel
sitio el bosque de hayas y otros árboles, que reinaba allí una oscuridad
verdaderamente crepuscular.

También en aquel paraje, por donde había paseado Delaberge tanto en sus
años juveniles, dejó el tiempo con evidencia impresas las huellas de su
paso. Lo que eran tiernos retoños entonces se habían hecho árboles
altísimos. Ramas muertas que la borrasca había roto, grandes piedras que
las heladas habían hecho desprenderse de las montañas, todo ello
obstruía el sendero y parecía imagen de la escasa duración que tienen
las cosas de este mundo... En esa garganta tenebrosa, llena de sordos
rumores, sintió de nuevo el inspector general aquella misma sensación de
malestar, aquella inquietud, que le habían apretado el corazón al
rechazarle la señora Miguelina.

A medida que iba recordando los detalles de su entrevista, le parecían
más extrañas aún las palabras y la actitud de la hostelera.

¿Por qué tanta prisa en verle marchar? Admitiendo que su presencia
pudiese despertar en algunos espíritus malévolos las malicias de otros
tiempos, la señora Princetot era mujer bastante experimentada para no
haber tomado sus precauciones y preparado sus medios de defensa. Por
otra parte, el bueno de Princetot, que por tanto tiempo había estado
sordo, no lo iba a estar ahora menos...

De pronto un rayo de luz atravesó el cerebro de Francisco. Seguramente
no al _Príncipe_ tan sólo deseaba Miguelina hacer ignorar sus faltas de
la juventud... Súbitamente surgió la simpática figura de Simón ante los
ojos del inspector general. Sin duda, la señora Princetot deseaba que su
hijo ignorase su culpable conducta de otros tiempos, y por él se
alarmaba principalmente.

¿Cómo Delaberge no había pensado antes en esto? Y se sintió invadido por
una tierna lástima al pensar en que semejante revelación sería sin duda
una terrible puñalada para aquel joven de corazón tan noble y tan lleno
de filial amor... Por la primera vez comprendió cómo pesan más tarde
sobre nuestros destinos aquellas antiguas faltas que creíamos leves y
sin ninguna trascendencia. Esos amoríos que tan ligeramente tratamos en
los tiempos de nuestra juventud, dejan esparcidas simientes que, una vez
llegada la edad madura, pueden dar nacimiento a plantas atormentadoras y
mortíferas.

Tembló Delaberge al presentir en la sombra el vuelo de esa misteriosa
Némesis que acerca a nuestros labios la copa que nosotros mismos, con
nuestras acciones, envenenamos.

Tuvo entonces conciencia de que esa ley fatal del Talión iba también a
cumplirse para él. El asunto de los deslindes llevándole de nuevo a
Val-Clavin, que él creía no ver jamás; la hospedería del _Sol de Oro_,
en que se encontraba de nuevo frente a frente con sus antiguos huéspedes
y en donde su llegada despertaba las adormecidas maledicencias de otros
días; su encuentro con el hijo de su antigua amante, con ese Simón cuya
tranquilidad de espíritu se exponía a turbar para siempre, ¿no eran
otros tantos signos precursores de alguna terrible desgracia?

Sintió Delaberge rebelarse contra todo ello su lealtad generosa. Era
necesario a toda costa impedir que el castigo, si castigo había, pudiese
caer también sobre una cabeza inocente. No era justo que Simón pagase
las faltas cometidas por su madre y por un extraño, en momentos de
debilidad que no habían dejado huella ninguna... No era Delaberge un
gran filósofo. Durante toda su carrera administrativa, la naturaleza de
sus ocupaciones le habían inclinado a interesarse por los fenómenos
exteriores y se había estudiado muy poco a sí mismo. Nunca fue muy
aficionado a escrutar a fondo su conciencia y a pesar y sopesar con
rigor sus escrúpulos. Sin embargo, el estado de ansiosa angustia en que
se sentía después de su entrevista con la señora Princetot le
predisponía a penetrar algo más en esa oscura región del alma en que se
esconden y permanecen en profunda quietud nuestros más secretos
pensamientos.

Mas, apenas agitamos un poco tan misteriosas profundidades, nos extraña
ver cómo surge de ellas todo un extraño mundo de insospechadas
aprensiones, de confusos remordimientos y de dudas jamás presentidas. A
medida que el inspector general iba descendiendo en sí mismo, una súbita
luz iluminaba los más tenebrosos repliegues de su alma y entreveía la
posibilidad de ciertas hipótesis, a las cuales nunca hasta entonces
había concedido la menor atención.

Había comenzado por parecerle inicuo que Simón hubiese de sufrir las
consecuencias de una falta cometida por un extraño, de un pecado que no
había dejado huella ninguna; y ahora su conciencia, haciéndose más
timorata y más escrupulosa, formulaba nuevas y cada vez más turbadoras
preguntas:--¿Un extraño?... ¿Huella ninguna?... ¿Estaba bien seguro?...

Tembló de pies a cabeza y le faltó la respiración como si hubiese
recibido un golpe formidable. Después, sacudiendo con fuerza la cabeza
para arrojar la idea que acababa de producirle tan violenta emoción,
prosiguió, vacilante, su marcha. «No, ello no era posible... Lo hubiera
sabido... Miguelina, después de su separación, no le hubiera dejado
ignorar una cosa semejante...»

Por un momento, pareció que estas reflexiones le tranquilizaban, pero en
seguida volvió su corazón a latir con fuerza y su mente a
trabajar.--«¿Cómo explicar la extraña actitud de la señora Princetot?...
Sus frases llenas de ambigüedad y sus terrores... ¿Por qué le había
prohibido que viese de nuevo a Simón? ¿Por qué había exclamado con el
espanto reflejado en sus ojos: ¡Ya es demasiado que se encontraran
ayer!...»

A medida que avanzaba Delaberge en su camino, el bosque hacíase más
espeso, el barranco se estrechaba, interceptaban cada vez más la senda
toda clase de plantas trepadoras y tupidos herbajes... Y en la apagada
luz de ese desfiladero le parecía al inspector general que, como un
nuevo Edipo, caminaba fatalmente hacia alguna esfinge, llenos los labios
de amenazadores enigmas...



SEGUNDA PARTE



I


Al poner Francisco Delaberge la palabra «urgente» en su informe dirigido
a la Administración esperaba recibir una pronta respuesta. Los días que
se pasaron aguardando la decisión ministerial pareciéronle tanto más
largos por cuanto vivía muy solitario en la hospedería del _Sol de Oro_.
La señora Miguelina se había hecho invisible de nuevo y parecía poner
cada vez más empeño en esconderse. El mismo Simón Princetot, hacia el
cual sentíase atraído y con quien le hubiera gustado conversar, no
manifestaba grandes deseos de continuar las relaciones empezadas en
Rosalinda. También se escondía. El inspector general no quería acusarle
a él de reserva tan extremada; sospechaba más bien que la señora
Princetot había procurado alejar de él a su hijo y quitarle así todo
pretexto de nuevas entrevistas. Estas ofensivas y misteriosas
precauciones mantenían en el espíritu de Delaberge la enervante
inquietud que tanto le hacía sufrir desde su conversación con Miguelina.

Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con la
esperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvió
Francisco hacer una nueva visita a la señora Liénard.

La perspectiva de pasar una hora o dos en compañía de la encantadora
viuda le alegraba suavemente el corazón. Cierto que se hubiera mentido a
sí mismo si se hubiese querido convencer de que sentía hacia Camila una
de esas tardías pasiones que atormentan a veces con tan dura crueldad a
los hombres que han doblado el cabo de la cincuentena. No, no era eso;
pero, cuando volvía a sus pensamientos matrimoniales, cuando se forjaba
en su imaginación una vida nueva en que había de verse convertido en
padre de familia, veía siempre el franco y amable rostro de la señora
Liénard asomarse en alguna de las ventanas de sus castillos en el aire.
Mientras caminaba hacia Rosalinda, se entretuvo en edificar una vez más
ese quimérico refugio en que soñaba abrigar su edad madura.

«Seguramente--pensaba,--enamorarse a mi edad se presta un poco al
ridículo, pero no hay duda que la señora Liénard realizaría
cumplidamente mis ideales. Con su gracia, con su natural
encantadoramente expansivo, alegraría los años que me falta vivir; no
tiene ni la frivolidad, ni la empalagosa coquetería de las señoras que
trato en París; sería una mujer de su casa, activa y alegre, una esposa
que me haría honor y que, no habiendo tenido antes hijos, amaría a los
que pudiesen nacer de nuestro matrimonio... Sí, pero, suponiendo que
aceptase unir su existencia a la mía, ¿no sería demasiado joven para mis
cincuenta años?...»

Ocupado el pensamiento en tales cavilaciones, un poquitín egoístas,
atravesó Delaberge la avenida de los fresnos y llegó a la misma terraza,
donde encontró a la señora Liénard formando un magnífico ramo con las
flores de su jardín.

--Ya lo ve usted, señora--dijo saludándola,--cómo abuso de la libertad
que me dio y vengo a pasar unos momentos en su compañía a título
únicamente de vecino.

Camila Liénard le recibió con amable sonrisa y le tendió su morena
manecita, cuya fina epidermis habían ligeramente rasgado las espinas de
los rosales; y dijo la viuda:

--Estoy encantada de su visita y le pido solamente permiso para acabar
este ramo... No tardaré mucho, pero es faena que no puedo aplazar... He
visto que necesitaban ser cambiadas las flores que tengo en los jarrones
del salón... Hay dos cosas que no puedo sufrir: las cintas descoloridas
y las flores mustias.

--¿Puedo ayudarle?

--Ciertamente. Tome esas tijeras y tenga la bondad de cortar las flores
que yo vaya designando.

Delaberge se puso alegremente al trabajo. A medida que ella le iba
nombrando las flores las cortaba él dócilmente, alguna vez se equivocaba
y la viuda le reñía... De pie en medio de los caminillos del jardín, al
viento los cabellos, relucientes los ojos en la sombra de su sombrero de
paja, la señora Liénard, apretando contra el pecho el ramo ya voluminoso
de sus flores, le iba dando sus indicaciones con voz límpida y musical.

--Sobre todo, córteme largos los tallos... Deme esos narcisos... No, no,
esas flores, ésas no lo son... Aquellas otras, blancas con el corazón
anaranjado... ¿Cómo no conoce usted el narciso de los poetas?... No
parece usted muy fuerte en la botánica de jardín, señor forestal.

Y ambos se reían. Delaberge se complacía en esa labor florida que
compartía con la amable mujer. Sentíase rejuvenecido por el contacto de
los fresquísimos pétalos de tantas y tantas flores, de todos colores y
formas, subiéndosele a la cabeza los primaverales perfumes de las rosas,
de los junquillos y de los iris... Cada vez que añadía una flor al
brazado de la viuda, era para él una delicia rozar apenas los dedos de
Camila por entre las hojas llenas de humedad.

--Basta--dijo ella al cabo de algunos minutos.--Ya tenemos bastantes
flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones.

Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual había
algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucían sus brillantes
colores dos pequeños jarrones llenos de agua.

Entonces comenzó el delicadísimo trabajo de arreglar los ramos.
Francisco presentaba una a una las flores a la señora Liénard, quien las
iba disponiendo artísticamente en los jarrones, combinando los matices y
variando de sitio las flores según su forma y su tamaño. Poco a poco
los iris violados, las blancas madreselvas y los miosotis iban surgiendo
gentilmente de entre una corona formada de rosas y de narcisos.

Por debajo del emparrado se veía una parte de la terraza, bordeada de
naranjos y un trozo de la fachada con sus ventanas abiertas, animado
todo por el susurro de innumerables insectos, borrachos de sol.

Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesar
suyo, se atrevió a hacer una tímida insinuación:

--¡Esta Rosalinda es un paraíso!... Pero un paraíso en que se viva
constantemente en compañía de sí mismo, puede a la larga hacerse
monótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad?

La señora Liénard fijó sus límpidos ojos en su interlocutor. Dejó caer
de sus manos la rosa cuyas espinas iba quitando y, apoyándose de codos
en la mesa, se quedó pensativa un momento. Se entreabrieron sus labios,
como a punto de hacer una confidencia, mas en seguida cerráronse otra
vez.

Hubo un corto silencio y volviendo a su labor de ir colocando con arte
las flores en los jarrones, habló Camila de este modo:

--Sin duda cree usted, señor Delaberge, que es demasiado absoluto mi
aislamiento... ¡Dios mío, también yo, algunas veces, lo creo así!... Y
me pregunto si no haría mucho mejor modificando un poco mi existencia,
aunque es ésta una pendiente hacia la cual no me agrada guiar mis
ensueños... Y no obstante...

Hizo la señora Liénard un gracioso mohín y se calló.

Los dos jarrones estaban ya listos. La viuda se levantó, sacudióse las
verdes hojitas que se le habían quedado adheridas en la falda y tomando
uno de los jarros suplicó a Delaberge que tomase el otro, diciéndolo
sonriente:

--Continúo abusando... Pero es usted tan amable que no temo ser
indiscreta.

--Tiene usted razón, señora--replicó galantemente Delaberge;--tráteme
como un amigo... Siento únicamente que se limiten mis servicios a tan
poca cosa... Quisiera poder pagar mucho mejor mi deuda de reconocimiento
hacia usted, tan hospitalaria, tan benévolamente amable con un pobre
desterrado como yo. Si alguna vez le parece su casa un poco solitaria,
es ésta al menos una soledad deliciosa, mientras que la hospedería del
_Sol de Oro_ no es más que un fastidioso desierto.

Habían entrado ya en el salón.

--Entonces--repuso la señora Liénard, tomando de sus manos el
jarrón--cuando se sienta demasiado triste allá abajo, véngase aquí unos
momentos.

--¿Me permite usted que vuelva?... Entonces, márchome enteramente feliz.

Creyó conveniente no prolongar más su visita y se dispuso a despedirse.

--¡Hasta bien pronto!--le dijo ella tendiéndole con amable vivacidad su
mano.--Hasta mañana, si quiere usted. Sí, venga usted mañana: tal vez...
tal vez tenga un consejo que pedirle.

Y salió Delaberge de la casa, animado por la esperanza de una tan
próxima visita y también por la perspectiva de esa misteriosa
confidencia que la viuda quería hacerle.



II


Al día siguiente de aquel en que Delaberge había ayudado a la señora
Liénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado el
almuerzo, atravesó la cocina del _Sol de Oro_ y se dirigió hacia la
escalera que conducía a la habitación roja. Había ya puesto el pie sobre
el primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguía con mirada
ansiosa, le preguntó:

--¿Dónde vas?

--Al cuarto del señor Delaberge. Mañana se reúne en la alcaldía el
sindicato formado por los usuarios y antes de convenir con ellos la
forma en que habremos de proceder, desearía ver al inspector general...
Ya comprendes... No estaría de más hacerle hablar y saber cuáles son
sus intenciones...

Miguelina sacudió de un lado a otro la cabeza y levantó los hombros
diciendo:

--Trabajo inútil, el inspector ha salido apenas ha acabado el
almuerzo... ¡Ah! ¡no para un momento en su cuarto! Ayer se pasó la tarde
en casa de la señora Liénard y pienso que hoy ha vuelto allá, pues le he
visto que tomaba el camino de Rosalinda...

Mientras ella hablaba íbase oscureciendo la fisonomía de Simón, lo que
no se escapó a las miradas de la señora Miguelina. Hacía tiempo que
había leído ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmente
que lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspector
general, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.

Entonces se le ocurrió que el medio mejor para impedir que Francisco y
Simón llegasen a más íntimas amistades era separar a aquellos dos
hombres por medio de los celos, sirviéndose de la señora Liénard como de
un seguro elemento de discordia. En el fondo temía la influencia que
pudiera ejercer en su hijo la propietaria de Rosalinda. Sabía que Simón
habíase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a la
señora Liénard y veía con terror el desarrollo de una pasión, que, según
ella, no podía tener para su hijo sino crueles desengaños. Díjose que
excitando los celos de Simón podía lograr dos cosas de una vez: hacerle
olvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.

Se aproximó al joven, le puso una mano en el hombro y murmuró con acento
de maternal compasión:

--¡Pobre hijo mío, te das mucho trabajo por nada y aun creo que te has
metido en un mal negocio!...

--No soy de tu parecer, mamá; la causa que defiendo es justa y además no
puedo abandonar ahora a las honradas gentes que me han confiado sus
intereses.

--No quieras engañarme ni engañarte a ti mismo... Tengo fina la mirada y
veo claras las cosas... Si has tomado con tanto empeño este asunto, no
ha sido por los hermosos ojos de los usuarios de Val-Clavin, sino por
los de la señora Liénard.

--Mamá--interrumpió Simón ruborizándose un poco,--calla, te lo ruego...
¿Por qué dices eso?...

--Digo lo que pienso, lo que es verdad... Estás enamorado de la señora
Liénard y te imaginas que va a recompensar tu trabajo consintiendo en
llamarse la señora Princetot...

--¡No!--exclamó el joven.--¡Nunca he pensado cosa tan absurda!

--Tanto mejor si me engaño, hijo mío, pues yo te aseguro que, de haberlo
esperado, tú te habrías de arrepentir temprano o tarde... Más que ella
vales, no hay que dudarlo; pero esas señoras se creen hechas de otra
pasta que nosotros. Quieren casarse con gentes de su mundo propio y
mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora
Liénard se deja hacer la corte por el inspector general.

--¡Vaya, mamá!--dijo Simón.--¡Qué sabes tú de eso!

--Lo sé muy bien--afirmó la señora Miguelina;--¡si salta a los ojos!...
Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a la
propietaria de Rosalinda. Parece que se habían visto ya en Chaumont y el
asunto de estos deslindes no ha sido más que un pretexto para explicar
su estancia en Val-Clavin... Ese forestal entretiene a todos con
palabras y vagas promesas a fin de poder estar más tiempo cerca de la
viuda y acabar su conquista... En la reunión de mañana trata tú de
ponerle entre la espada y la pared pidiéndole una contestación
categórica y ya verás cómo yo tengo razón...

Simón inclinó la cabeza, se mordió los labios y frunció duramente las
cejas. Miguelina comprendió que comenzaba a dudar y adivinó al mismo
tiempo, por la contracción dolorosa de su rostro, que sufría el muchacho
cruelmente. Entonces le atrajo hacia sí, le tomó la cabeza entre las
manos y le besó con profunda ternura en la frente...

--¡Pobre hijo mío!--agregó.--Duéleme el mal que te hago, pero yo no
quiero que se burle nadie de ti... Reflexiona sobre todo esto y, créeme,
no te dejes engañar ni por las coqueterías de la señora Liénard, ni por
los halagos del señor Delaberge...

Simón se desprendió de los brazos de su madre y se alejó rápidamente.
Tenía necesidad de encontrarse a solas y de pensar mucho en las celosas
aprensiones que las palabras de su madre habían despertado en su
espíritu.

Al salir de su casa dirigióse hacia los bosques de Carboneras:
Ciertamente, con su intuición femenina, Miguelina Princetot había
adivinado lo que pasaba en el corazón de su hijo; pero le atribuía al
mismo tiempo miras ambiciosas que él no había tenido jamás. Amaba, en
realidad, a la señora Liénard, pero la amaba con amor cándido y
apasionado, aunque nunca se había hecho la ilusión de que su ternura se
pudiese ver correspondida. No ignoraba que una barrera casi
infranqueable le separaba de la viuda. Y aunque amaba sin esperanza y
sin la ilusión de verse a su vez amado, no por eso había de ser menos
accesible a los celos. Recordaba la impresión de hondo disgusto que
había dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a
Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguía entonces
las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decíase
que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general
conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen
término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le
hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le
oprimía el corazón. No pudo resistir más... Aunque hubiese de ser
horrendo el sufrir, quería de una vez acabar con sus mortales
inquietudes y conocer toda la realidad de sus angustiosas sospechas.
Abandonó las alturas del bosque y caminando por entre los herbajes se
dirigió hacia la cerca del parque.



III


Mientras la señora Princetot hablaba con su hijo y arrojaba en su pecho
la mala semilla de los celos, el inspector general, conmovido lo mismo
que un muchacho que acude a su cita primera, seguía a buen paso el
camino de Rosalinda.

Se había vestido con más cuidado que de costumbre y su andar era más
firme que otras veces... Vivamos en plena lozanía juvenil o hayamos ya
madurado como una fruta de otoño, siempre que se trata del eterno
femenino nos sentimos prisioneros de las mismas ilusiones, nos
enloquecen las mismas dulces fantasías.

Caminando aprisa, Delaberge encontraba mayor frescor en la verdura de
los prados, un sabor mucho más dulce en el aire que respiraba. Los
argentinos sones de las campanas del pueblo, volando por encima de los
bosques, le mecían alegremente, mientras iba saboreando con fruición
los recuerdos de su anterior visita.

¡Oh, esas campanas de los pueblos, modestas como los viejos campanarios
que las sustentan, de sonido ligero y límpido como la atmósfera de los
bosques en que vibra, cristalino y cantante como los riachuelos encima
de los cuales se para un momento, inmenso es el encanto que desparraman
por los solitarios campos... meciendo con pacíficos ensueños el espíritu
de quienes lo escuchan!... Sea joven o viejo, esté triste o alegre,
aquel hasta cuyos oídos llega el dulcísimo son se siente conmovido en lo
más hondo y le parece elevarse por encima de las miserias terrenales...
Despiertan en el corazón no se sabe qué de un gran frescor matinal y
cándido: es el acompañamiento amistoso de nuestros ensueños, de nuestros
deseos, de nuestras añoranzas... intensificándolas todavía. El encanto
de su música despierta en nosotros, con sus colores de alba purísima,
los más caros recuerdos de nuestra juventud...

Regocijado interiormente por el clarísimo son de las campanas, Francisco
se representaba con mayor fuerza en su imaginación a la señora Liénard
sentada bajo el emparrado, con su vivacidad de gestos y su prestancia,
con su amable sonrisa, con sus relucientes y oscuros ojos y con su
gracia un poco silvestre. Recordaba sus menores palabras y se las
repetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa
que hemos arrancado al paso.

Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón,
Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba;
brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas.

--¡Bienvenido, señor Delaberge!--dijo.--Ha sido usted muy amable
cumpliendo tan puntualmente su promesa... Grande es mi contento...

Y le tendió la mano, que el inspector general besó con caballeresca
galantería.

--No había de olvidar lo prometido--repuso Delaberge reteniendo un
momento los dedos de la joven entre los suyos.--¿De qué se trata, señora
mía?

Ruborizóse ella otro poco, retiró la mano y la puso suavemente sobre el
brazo del caballero al tiempo que murmuraba, mostrándole una de las
ventanas.

--Venga usted, hablaremos con más libertad en el jardín...

Y a través de las avenidas asoleadas le condujo hasta el centro del
parque. Había allí, en medio de una encrucijada en forma de estrella, un
pabellón rústico, adornado su exterior por multitud de plantas
trepadoras. El interior estaba decorado con sencillez y eran sus muebles
de una elegante rusticidad. Por los ventanales del pabellón cuya luz
tamizaban las plantas que a medias los cubrían, distinguíanse hasta
perderse de vista las verdeantes avenidas del parque. En el centro del
pabellón había una mesa y sobre la mesa estaban preparados algunos
refrescos.

--Instalémonos aquí--dijo Camila acercándose a la mesa.--Aquí estaremos
bien y, como creo que ha de tener usted mucho calor, voy a prepararle un
jarabe de frambuesas.

Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellón
que el ramaje caído de las hayas cubría de verdor, el rostro franco y
ligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todo
eso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacíale perder
poco a poco el sentido de la realidad.

Con la ingenua presunción de un hombre que no tiene una experiencia
grande de las cosas de amor, interpretaba según su propio deseo el
comportamiento de la señora Liénard, y vagas reminiscencias de novelas
leídas en su juventud le hacían creer en una tierna y delicada
premeditación por parte de la joven viuda. El aislado pabellón y las
precauciones tomadas para sustraerse a toda clase de indiscretas
miradas, daban a aquella cita un aspecto galante que de una manera
deliciosa conturbaba su corazón de viejo soltero.

Al dejar el vaso sobre la mesa, volvió Delaberge hacia la señora Liénard
su mirada tiernamente interrogativa.

--Usted se preguntará, sin duda--comenzó ella,--qué es lo que yo puedo
tener que decirle a usted... Pues bien, vamos a ello... Es un poco
delicado y quizás se extrañe de la facilidad con que hago mis
confidencias a una persona a quien he visto por la primera vez hace
apenas diez días... En primer lugar, usted no es para mí un
desconocido... Su amigo el señor Voinchet me ha hablado con el más
caluroso elogio de su lealtad y de su claro juicio. Además, piense que
vivo sola aquí, sin parientes próximos, sin más relaciones que las que
puedo tener con honrados campesinos o con agentes de negocios. No es muy
frecuente encontrarme con un hombre como usted, de su carácter y de su
autoridad, por todo lo cual habrá de perdonarme la libertad que acabo de
tomarme para pedirle consejo... Finalmente--prosiguió con expresión
todavía más afectuosa,--creo ya haberle dicho que desde los primeros
momentos me inspiró usted una gran confianza. Cuando me son simpáticas
las personas, siento en mí un _algo_ que no me engaña nunca y me impulsa
hacia ellas...

Esta especie de confesión murmurada en la quietud de aquel sitio, donde
el roce de los movientes verdores contra los cristales de las ventanas
revelaban tan sólo la existencia del mundo exterior, aumentó todavía la
emoción y las esperanzas de Francisco. Estrechó la mano de la señora
Liénard y declaróse profundamente agradecido por la confianza que se
dignaba mostrarle.

--Le agradezco--añadió Delaberge--que me trate como amigo; aunque es de
reciente fecha nuestro conocimiento, le puedo asegurar, señora, que
habré de serle enteramente leal. Siento por usted la más tierna
estimación y el ardiente deseo de serle útil.

--En tal caso, voy a poner ahora mismo su indulgencia a prueba...

Se detuvo un momento, bebió un poco de agua de frambuesas para darse
algún aplomo y después prosiguió:

--He pensado muchísimo en una frase que se le escapó a usted ayer con
respecto a mi vida solitaria... Su observación vino precisamente en
apoyo de ciertas reflexiones que yo vengo haciéndome alguna que otra vez
desde hace lo menos un año... Sí, aunque pongo en mi vida alguna
actividad, me pesa mi aislamiento con frecuencia... Pienso que tengo
veintiséis años y que no es ciertamente una edad para entregarse por
completo al retiro. Tengo salud excelente, un humor más bien alegre que
melancólico, no me siento con vocación para una viudez perpetua y me
pregunto algunas veces si no obraría muy santamente casándome de
nuevo...

--Tiene usted razón--afirmó Delaberge animándose;--la soledad no es
buena para nadie, pero es peor todavía para una mujer joven, para un
alma expansiva y encantadora como la suya... No aguarde para hacerlo la
edad de las vacilaciones y de las añoranzas...

--Sin duda--replicó ella sonriendo;--pero, aunque estoy todavía lejos de
la treintena, pienso que la edad de las vacilaciones ha llegado ya... Un
primer matrimonio medianamente feliz despierta una precoz desconfianza;
es como un vuelco de carruaje, que nos hace cobardes para siempre. Mi
difunto marido, el señor Liénard, era un hombre honrado, pero un
compañero poco agradable; débil y a la vez duro de corazón, enfermizo y
prematuramente viejo, me tenía encerrada sin quererlo en una atmósfera
llena de melancolías y de fastidio. Necesité toda mi juventud, toda la
fuerza que había en mí para conservar, después de cinco años de
semejante régimen, mi buen humor y mi excelente salud. Me casé con él
casi sin conocerle, y no quisiera caer de nuevo en el propio error si
alguna vez me decido a casarme. Desearía que ahora guiasen mi elección
menos las puras conveniencias que una inclinación sinceramente
sentida... He aquí por qué, antes de dar a mis ensueños actuales una
forma de realidad, he querido oír el parecer de un hombre serio... Usted
vive en París, señor Delaberge, usted tiene experiencia del mundo y
podrá, por tanto, aconsejarme bien.

--¡Ay, señora!--replicó suspirando--yo soy un célibe que ha hecho
siempre vida muy retirada, puedo decir que he pasado toda mi existencia
en las oficinas. Sin embargo, conozco algo a los hombres y puedo
ayudarle a ver con claridad a través de sus vacilaciones... Ante
todo--agregó sonriendo discretamente,--¿cuál sería su ideal? ¿Lo ha
entrevisto ya usted en sus ensueños?

--Alguna vez--contestó ella bajando los ojos.--En primer lugar, detesto
a los caracteres ligeros, a las gentes frívolas y ociosas; me gustaría,
pues, si yo llegase a tomar un segundo marido, que fuese hombre de un
espíritu bien cultivado y que se ocupase útilmente en algo; me gustaría
que fuese a la vez tierno y fuerte, reservado y digno...

Delaberge estaba encantado; sin adularse mucho, tenía plena conciencia
de poder cumplir el programa de la joven, y una alegre claridad
iluminaba su rostro.

--¡Muy bien!--dijo.--Esto en cuanto a lo moral... Pasemos ahora a las
cualidades físicas... ¿Desearía usted que el marido ideal fuese muy
joven?

--Sin creerlo en absoluto necesario--repuso ella,--paréceme, sin
embargo, que la juventud no estaría de más... La juventud es la que hace
resaltar las cualidades morales y las hace fecundas. Recuerdo dos versos
de Víctor Hugo que me impresionaron hondamente cuando los leí y que se
pueden aplicar muy bien al caso:

_Yo creo que la ancianidad penetra por los ojos y que envejecemos antes
si vivimos con gente vieja..._

Es mi parecer que solamente cuando no existe una gran diferencia de edad
entre la mujer y el marido es posible la mutua estimación y
benevolencia.

--¿Cree usted?--murmuró Delaberge.

Los rasgos de su rostro se alargaron y la luz que iluminaba sus azules
ojos desapareció de pronto, como apagada por un soplo trágico.

--¿Le parece a usted que soy exigente?--preguntó ella al notar ese
cambio de fisonomía.

--¡Tiene usted derecho a serlo!--repuso melancólicamente.

--Entiéndame usted bien; no doy importancia ninguna a lo que llaman
figura brillante...

Levantó sus hermosos ojos hacia los verdes ramajes que se movían más
allá de los ventanales, como si buscase en el ancho espacio la imagen
del marido soñado y continuó con la mirada fija en los lejanos
horizontes:

--No deseo ni un buen mozo, ni un hombre de mundo... Yo desearía que
fuese joven mi marido, pero que su juventud estuviese hecha de
entusiasmo, de ardor, de ternura... Que no tuviese nada de frivolidad,
ni de las elegancias superficiales de los jóvenes de hoy. Me causan
horror los hombres desocupados... Yo desearía que el marido de mi
elección tuviese el espíritu lleno de nobles ambiciones, que tuviese
sencillo el corazón y amase como yo el campo y sus grandes
espectáculos... Que fuese orgulloso, que no debiese su posición ni a un
título de nobleza ni al dinero, que la hubiese conquistado por sus
propios méritos. Yo entonces le amaría por sí mismo, por su espíritu,
por su fuerza de carácter, por su alma entusiasta escondida bajo
apariencias de frialdad y aun de rudeza...

Abría ella su corazón con ingenua espontaneidad, parecía que soñaba en
voz alta y, al escucharla visiblemente desencantado, adivinaba Delaberge
que ese marido descrito con tanta precisión era menos imaginario de lo
que la joven pretendía; en ciertos rasgos característicos, veíase
claramente que ese ideal se parecía muchísimo a un joven que uno y otro
conocían... a Simón Princetot.

No cabía duda de que la viuda sentía una secreta inclinación por el hijo
de Miguelina... ¿Cómo no lo había él adivinado ya desde el primer día,
él que se preciaba de tan buen observador?... Cierto que su egoísta
vanidad y su estúpida preocupación de representar tan bien su papel de
enamorado le habían puesto una venda en los ojos. Se necesitaba ser
fatuo para imaginarse que a su edad había de producir la menor impresión
sobre la joven... La señora Liénard con su ingenua franqueza, acababa de
darle una durísima lección de modestia.

Le vio ella hondamente preocupado y se atrevió a decir:

--Estoy segura de que me juzga usted en extremo extravagante.

--No, señora mía; cuanto acaba usted de decir es muy justo y muy sensato
y le aseguro que su manera de pensar lo hace todavía más simpática a mis
ojos.

--Entonces, ¿es usted de parecer que, si encontrara un día el ideal que
acabo de esbozarle, podría tomarlo por marido sin hacer lo que se dice
una tontería?

--Sin duda ninguna.

Exhaló Delaberge en un suspiro su última ilusión y se levantó.

--Es necesario que la deje; hablando, nos hemos olvidado de que se iba
haciendo tarde.

--Es verdad--dijo ella;--el sol camina ya hacia el ocaso.

--Adiós, señora.

--¿Adiós?--exclamó ella.--¿Es que se marcha usted de veras?

--No... No marcharé de Val-Clavin sino después de haber recibido la
respuesta del ministerio... Esperaba poderla comunicar mañana a los
usuarios, que han de reunirse en la alcaldía; sin embargo, esta reunión
en nada modificará mis proposiciones y pienso que de aquí a muy poco
podré comunicarlo a usted el satisfactorio arreglo del asunto.

--Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de
vernos todavía.

--Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su
mano.

Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponía a salir.

Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecía su
rostro. Temió haberle involuntariamente herido al hablar de la vejez con
excesivo desdén y, para destruir el efecto de su aturdimiento, redobló
todavía su natural amabilidad.

--Si quiere--dijo Camila,--daremos un paseo por el parque y le
acompañaré hasta una puertecilla que da al campo y que no alargará mucho
su camino... Deme usted el brazo.

Delaberge obedeció y suavemente apoyada en él, trató la señora Liénard,
a fuerza de amabilidades y de exquisitas atenciones, hacerle olvidar las
palabras poco meditadas que hubiesen podido molestarle. Caminaron un
buen trecho por una de las avenidas del parque, ya bañada por una media
oscuridad, mientras los rayos del sol poniente doraban las altas copas
de los árboles y moría la tarde en medio de los armoniosos cantos de los
pájaros.

Ese acariciador contacto de un brazo femenino, esas delicadas atenciones
que tanto se asemejaban a la ternura y se parecían a la indulgencia con
que se trata de consolar a un niño, acrecieron todavía en Delaberge su
interno sufrir: «No soy para ella nada--pensaba;--me acaricia lo mismo
que se hace con un anciano...»

Llegaron junto a una puertecilla, que la yedra medio obstruía y que la
señora Liénard pudo abrir apenas. Le acompañó todavía algunos pasos
fuera del parque y después tendió al inspector general la mano.

--No tiene más que seguir este camino... Hasta muy pronto... Y
perdóneme que haya abusado de su paciencia.

Por toda respuesta, se inclinó hacia la pequeña mano que le tendían y la
rozó suavemente con sus labios. La joven corrió hacia la puertecilla del
parque y antes de atravesar sus umbrales se volvió hacia Delaberge y le
sonrió gentilmente. En seguida desapareció.

Profundamente conmovido, se disponía Francisco a seguir el camino que la
joven le había indicado, el cual en aquel sitio cruzaba un pequeño
bosque de sauces y de abedules, cuando despertó su atención un ligero
rumor de hojarasca y vio al mismo tiempo, confusamente, por entre los
árboles la figura de un hombre joven que huía del bosquecillo y se
alejaba a través de un campo de centeno. Hubiérase dicho que,
avergonzado de haber sido visto en aquel sitio, trataba de escapar y de
esconderse tras las altas espigas a fin de no ser reconocido.

El inspector general se detuvo un momento contemplando la figura de
aquel hombre que cada vez se iba haciendo menos distinta.

--¡Es singular!--dijo Delaberge casi en voz alta.--Tiene este fugitivo
una gran semejanza con Simón Princetot.



IV


Preocupado por este incidente, siguió Delaberge muy pensativo el sendero
indicado, separado del parque solamente por un seto vivo y un arroyuelo,
por el que discurrían las aguas derivadas del Aubette. Por el otro lado
subían hacia los bosques los anchurosos campos, plantados de centenos y
de alfalfas, que mostraban solamente aquí y allá algunos claros, tierras
pantanosas en que crecían tristísimas plantas acuáticas. Toda la extensa
llanura se iba adormeciendo, como mecida por el monótono canto de los
grillos. Solamente, en medio de ese rumoreo adormecedor, lanzaban de vez
en cuando al aire sus agudos chillidos algunos pequeños mochuelos que
volaban de rama en rama e iban a posarse finalmente en las medio
desnudas de un viejísimo roble. Los salvajes gritos de los mochuelos, el
murmullo intermitente de las aguas y el vespertino canto de los
insectos, añadían todavía mayor tristeza a la impresión de soledad que
oprimía el corazón de Francisco.

Desde que las confidencias de la señora Liénard habían derribado sus
castillos en el aire sentíase dolorosamente desencantado. El hondo
malestar que le hacía sufrir antes de su visita a Rosalinda, y que sus
quiméricas esperanzas habían por un momento disipado, de nuevo
apoderábase de su espíritu, ahora que ya la señora Camila, sin saberlo
ella, había disipado sus caros ensueños. Esta mortificante decepción se
le aparecía como un anillo más de la cadena de hechos dolorosos que iban
sucediéndose desde su llegada a Val-Clavin.

Una fresca brisa que bajaba de las alturas inclinaba muellemente los
sembrados y movía con levísimo rumor las copas de los árboles. Se
hubiera dicho que era el alma de los bosques exhalando en suspiros de
inquietud la melancolía que pone en ellos la caída de la tarde. La
infinita tristeza del crepúsculo en aquel sitio tan lleno de soledad,
penetraba hasta lo más íntimo en el espíritu del inspector general y una
honda amargura le subía a los labios: «¡Demasiado tarde!--pensaba.--¡Es
demasiado tarde!... ¡No se recomienza la vida cuando se quiere!...»

Caminando lentamente llegó por fin a los límites del bosque y desde lo
alto del camino que seguía pudo ya distinguir las casas del pueblo como
veladas sus techumbres por una azulada humareda. Poco a poco iban
apagándose los rumores de los campos. De vez en cuando pasaban por su
lado rudos leñadores que regresaban a su casa y cuyo pesado caminar se
iba extinguiendo a lo lejos.

Muy cerca del estanque, un lavadero mostraba a los cielos sus aguas de
un azul de turquesa, rodeadas por una valla hecha de juncos y de
herbajes. Arrodillada sobre una piedra ancha y lisa una campesina estaba
lavando, inclinada la cabeza y al parecer dándose gran prisa para acabar
cuanto antes su faena... Al rumor de los pasos de Delaberge, levantó
curiosamente la cabeza y suspendió el trabajo para mirar de hito en hito
al paseante. Este no se había fijado y continuaba su camino pensativo,
cuando la lavandera, con voz chillona le interpeló atrevidamente:

--Buenas tardes, señor Delaberge, pasa usted muy distraído...

Extrañado, se detuvo un punto y fijó sus ojos en aquella mujer que
sabía su nombre y cuyo rostro no despertaba en él ningún recuerdo.

Delgada, más bien escuálida y mal vestida, parecía pasar bastante de los
cincuenta. Sus cabellos mal peinados caían en grises mechones sobre su
arrugado cuello; su rostro de cabra vieja, en que lucían dos brillantes
ojos, tenían una expresión de maligna desvergüenza.

--¿No me reconoce usted?--insistió.--La verdad es que ha pasado agua por
debajo del puente, desde los tiempos aquellos en que lavaba yo su
ropa... Soy la Fleurota.

Entonces la recordó: esta Celia Fleurota lavaba en otros tiempos la ropa
de los huéspedes del _Sol de Oro_. No era ya por aquel entonces muy
joven, pero fresca todavía, limpia siempre, de gestos vivos y sin frío
en los ojos. Sus maneras provocativas, sus alegres palabras y sus
encendidas miradas, trastornaban a los hombres. Tenía la reputación de
ser un tanto ligera y el inspector general recordaba que durante dos o
tres meses había dado muchísimas vueltas en torno de él, encaprichada y
dispuesta sin duda a concederle el beneficio de sus gracias. Ya
enamorado de la señora Miguelina, había permanecido frío a tales
avances y desdeñado esta conquista demasiado fácil.

En el estado de espíritu en que sentíase aquella tarde, el encuentro de
esa mujer habría de serle poco agradable; sin embargo, no quiso humillar
a la Fleurota y le respondió precipitadamente:

--En efecto, me acuerdo muy bien... ¿Cómo le va, Celia?

--Ya lo ve usted, trabajando como un negro para los demás y teniendo
miseria sobrada.

--¿Sigue usted lavando?

--De algún modo se ha de ganar el pan... Pero es un endiablado oficio;
estoy medio muerta de reumatismo... No ha tenido una buena suerte... No
todos nacen con estrella, como el _Príncipe_ y su mujer... Estos han
hecho ya lo suyo y pueden ahora cruzarse de brazos.

--¿Ha conservado usted al menos la clientela del _Sol de Oro_?

--¡Ah! no... Hace ya mucho tiempo que el _Sol de Oro_ no luce para mí...
Se han hecho demasiado orgullosos... Además, es necesario saber que mi
rostro disgustaba a la señora Miguelina: recordábale cosas que ella
desea tener olvidadas. Ahora confiesa todas las semanas y comulga todos
los domingos, y por eso no gusta de ver a las gentes que la han conocido
en tiempos en que, más que ir a misa, agradábale acudir a una cita.

Poco deseoso Delaberge de sostener una conversación que comenzaba de
este modo, hizo ademán de proseguir su camino, cuando la Fleurota,
poniéndose en pie, añadió sonriendo con malicia.

Ciertamente que ha tenido gran suerte el _Príncipe_... Comenzó sin nada
y hoy apenas sabe el dinero que posee; no tenía hijos y le cayó uno del
cielo cuando menos se lo figuraba... ¿Lo conoce usted al hijo de la
señora Miguelina?

--Sí--replicó brevemente.--Es un excelente muchacho.

Abrió la lavandera su desdentada boca y rióse desvergonzadamente;
después fijó sus maliciosos ojos en el rostro del inspector general y
exclamó:

--¡Pardiez!... Tiene a quien parecerse... También usted, señor
Delaberge, también usted era un excelente muchacho en la época en que
nació ese niño...

Delaberge se estremeció. Esta maligna insinuación de la Fleurota acababa
de despertar en su espíritu una inquietud mal adormecida. Esta mujer,
contemporánea de Miguelina, a la que había tratado sin duda con
familiaridad, recibió tal vez algún día íntimas confidencias de la
hostelera del _Sol de Oro_. Era mujer muy despierta y debía saber muchas
cosas. Aunque experimentando cierta repugnancia a dirigirle determinadas
preguntas, Delaberge sentíase mortificado por una imperiosa curiosidad.
A la prisa que antes había sentido para alejarse, sucedió un ansioso
deseo de esclarecer las sospechas que desde hacía algunos días se
agitaban en su cerebro. Volvió hacia su interlocutora, cuya delgada
silueta se recortaba sobre el rojizo cielo de poniente, y murmuró:

--¿Qué quiere usted decir?

--No se haga usted el ignorante, ya me entiende usted... Cuando vino
Simón al mundo, fue para todos una gran sorpresa y más que nadie se
sorprendió el _Príncipe_... Usted, usted solamente estaba en el
verdadero secreto...

--Yo no estaba en nada, y usted debería guardar mejor su mala lengua...
¿No le da vergüenza manchar de ese modo la reputación de las gentes y
lanzar tan a la ligera acusaciones que luego le sería imposible probar?

--¿Que a mí me sería imposible probar?... Sepa usted que me encontraba
en la hospedería el día en que Miguelina se dio cuenta de su verdadero
estado... Precisamente el _Príncipe_ estaba de viaje hacía ya dos
meses... ¡Ah! ¡no estaba ella muy alegre entonces, yo se lo aseguro!...
Pero como fue siempre una endiablada mujer, supo engañar tan bien a su
marido, que éste nunca sospechó nada... Llegó por fin el niño, fue
recibido como el Mesías y el _Príncipe_ no se percató siquiera de que el
pequeñuelo se le parecía a usted como una gota de agua a otra gota.

--¡Está usted loca!

--No estoy loca... Mírele usted bien. Querría usted desconocerlo y le
sería imposible... Es necesario todo el aplomo de la señora Miguelina
para atreverse a afirmar que el muchacho tiene algo de los Princetot. Y
hace mal en afirmarlo de tal manera, pues, como dice el proverbio: «La
gallina que canta es la que huevos pone.» Por aquellos tiempos no había
más que una gallina en _Sol de Oro_... Había también un gallo joven que
cantaba con voz clarísima y ese gallo, señor Delaberge, usted le conoce
mucho mejor que yo...

--¡Cállese!... La desgracia la ha vuelto a usted mala, ¡pobre mujer!...

--Sí, ya lo sé, los ricos tienen siempre razón... Cuando abren la boca
se les cree por su sola palabra; pero cuando una pobretona como yo
quiere decir la verdad, se le cierra el pico diciendo que es una
mentirosa... La miseria es la miseria, no hay remedio...

Francisco sacó de su bolsillo una moneda de oro y la dejó caer
precipitadamente en la mano de la Fleurota.

--Tenga esto, para usted, pero guarde su lengua... Buenas tardes.

Y reanudó apresuradamente su camino mientras la lavandera de pie al
borde del agua movía maliciosamente la cabeza apretando la moneda en su
descarnada mano. No había dado veinte pasos cuando Delaberge se volvió
todavía para mirarla...

La Fleurota había ya cargado sobre el hombro el cubo lleno de ropa y
permanecía inmóvil en medio del camino, en actitud de vieja Parca
meditabunda. Pensaba sin duda en que acababa de dar un buen tijeretazo
en carne viva, pues así lo demostraba la limosna que el inspector
general tan generosamente le acababa de hacer.

En efecto, el golpe había estado bien dirigido. La chillona voz de Celia
acababa de reavivar cruelmente las sospechas de Delaberge. Las palabras
de esa mujer iluminaban la oscuridad en que se movían sus temores
imprecisos y sus inquietos presentimientos.

A favor de esa súbita claridad iba ahora coordinando Delaberge los
pequeños detalles en que antes no se había atrevido a detener
siquiera... Simón tenía ya veinticinco años y se cumplían ahora
veintiséis desde que Delaberge y Miguelina se vieron por la última vez.
Era esto, en efecto, una concordancia muy significativa. Por otra parte,
esta primera presunción venía corroborada por la semejanza que le habían
hecho notar la Fleurota y aun la misma señora Liénard, y de la cual
también se había él vagamente percatado. Simón tenía, como él, azules
los ojos, castaños los cabellos y la fisonomía seria y reservada.
Después de la comida en Rosalinda, al encontrarse de nuevo en la
hospedería del _Sol de Oro_, ¿no había por un momento sentido la ilusión
de verse a sí mismo apoyado de codos en la ventana de su antiguo cuarto?

¿No explicaba también esta singular semejanza la espontánea simpatía de
la señora Liénard, apenas se vieron en casa de su amigo el inspector? Al
encontrar en la fisonomía de un extraño un reflejo de la personalidad
del hombre a quien ella amaba, compréndese que aquella mujer demostrase
a Delaberge la amistosa confianza que la vanidad le había hecho atribuir
a sus méritos propios.

Los hechos más insignificantes le sugerían ahora nuevos motivos de
convicción. Recordaba curiosas similitudes de gusto, la paridad de
ciertas entonaciones, de ciertos gestos; comentaba también la conducta
extraña, el espanto y las angustias de la señora Miguelina, y se
extrañaba ahora de no haber sentido antes más viva inquietud. Para que
todas estas coincidencias no le hubiesen advertido desde un principio,
para no haber tenido antes un íntimo presentimiento de esa posible
paternidad, era necesario haber estado ciego o muy preocupado.
Preocupado, efectivamente, estuvo por sus quimeras matrimoniales, por la
egoísta infatuación que le había hecho creer en la posibilidad de
casarse con la propietaria de Rosalinda. Pero todo había ya finido y la
misma viuda acababa de desengañarle entonces. Ahora, en que la espesa
venda le había ya caído de los ojos; ahora en que ya no corría peligro
de extraviarse su natural perspicacia, una clarísima luz iluminaba la
situación: «El hijo de Miguelina podía ser también su hijo.»



V


Un sentimiento de orgullosa alegría, llenó de pronto el corazón de
Delaberge: «Este apuesto muchacho, robusto y hermoso como un roble
joven; este Simón de alma noble y de voluntad enérgica era
verdaderamente su hijo...» Después toda su alegría se disipó al solo
pensamiento de que este hijo suyo llevaba el nombre de otro y sería
siempre un extraño para su padre natural. Era el hostelero Princetot
quien, habiéndole alimentado, educado y sostenido en la vida, podía sólo
enorgullecerse de su paternidad legal; y a ese hombre era a quien Simón
amaba como si fuese su padre...

Entonces, bajo una forma nueva volvió la duda a penetrar en el espíritu
de Francisco: «Después de todo, pensaba, ¿qué sabemos? Cuando se penetra
en esos misterios de la filiación, no es nunca posible tener una
absoluta certeza. El adulterio tiene de fatal que deja siempre
cerniéndose una sombra sobre el verdadero origen del niño... No se puede
saber nunca si es el marido o el amante quien tiene realmente derecho a
la paternidad.» Verdad es que Delaberge podía invocar esa singularísima
semejanza que había notado; pero sábese también que, durante el oscuro
trabajo de la concepción, el absorbente recuerdo del amante ejerce
algunas veces sobre la mujer una misteriosa influencia y hace parecerse
a este último al hijo que nació en realidad del marido... El inspector
general se hacía todas estas reflexiones, pero su conciencia seguía
hondamente conturbada. La duda le cansaba ya; quería escapar de una vez
a la incertidumbre que le mataba. Solamente Miguelina podía iluminar su
entendimiento y a pesar de la perspectiva de una escena penosa, decidió
tener con ella una explicación decisiva.

Apretó el paso hacia el _Sol de Oro_ y viendo en la cocina a una de las
criadas, le preguntó prudentemente si el _Príncipe_ estaba en casa.

--No, señor--le contestaron;--el patrón está en la ciudad; su hijo ha
salido también para encontrarse con él y regresar juntos, de modo que no
habrán vuelto antes de las diez.

--¿Y la señora Princetot?

--La señora está en la iglesia, pero no puede ya tardar.

En efecto, acababa de hablar la criada cuando apareció la señora
Miguelina en el umbral llevando en una mano su libro de rezos y tocada
con una austera capota negra. A la vista de Delaberge un débil rubor
coloreó su rostro siempre mate, y como si presintiese las intenciones de
Francisco alejó a la criada dándole un recado para una vecina; después
sus inquietos ojos dirigieron al inspector general una interrogativa
mirada.

--¿Podemos estar solos un momento?--dijo Delaberge con voz
grave.--Necesito hablarle.

--Pero...--objetó ella buscando una escapatoria.

--¡Es necesario!--insistió Francisco con mayor energía.

Había en su acento algo tan imperativo que ya no resistió más.

--Venga usted--murmuró con sorda resignación.

Y Delaberge la siguió por un corredor que llevaba a las habitaciones
particulares de la familia y le hizo entrar en una pieza que servía al
mismo tiempo de despacho y de comedor; con trémula mano encendió una
bujía que iluminó vagamente las paredes, adornadas con estampas
religiosas, con dos medianos retratos del _Príncipe_ y de su mujer y con
los diplomas de Simón, magníficamente encuadrados. Se quitó luego el
sombrero, y por la primera vez pudo Francisco verla con la cabeza
descubierta, mostrando su espesa cabellera gris ligeramente rizada.

--¡Hable usted!--dijo ella sentándose, pues la angustia la hacía temblar
como una hoja en el árbol y apenas podían sus piernas sostenerla.

--Miguelina--comenzó diciendo Delaberge,--perdóneme que vuelva sobre tan
doloroso asunto, pero un interés mayor lo exige así... No eran vanos sus
temores; mi vuelta a Val-Clavin ha despertado la maledicencia y hace un
momento me he encontrado en el camino con una mujer a quien usted conoce
muy bien, la Fleurota.

Miguelina tembló, se contrajo todo su rostro y exclamó con voz llena de
profunda alarma:

--¡Dios mío!... ¿Qué ha pasado?...

--La Fleurota me ha recordado maliciosamente los tiempos antiguos; tiene
una lengua de víbora, pero ella sabe indudablemente muchas cosas y no es
probable que me haya querido engañar... Pretende que Simón es hijo mío
y no de...

Miguelina le interrumpió con gran violencia:

--¡Calle usted!... No diga estas cosas, pues no son sino viles mentiras.

--Usted solamente puede darme la certidumbre y yo le suplico que sea
franca. ¿Cuál es la fecha exacta del nacimiento de Simón?

--No sé... No lo recuerdo bien--balbuceó la hostelera visiblemente
turbada.

Adivinó Delaberge en la expresión de su rostro que aquella mujer
preparaba una mentira con el objeto de desvirtuar sus presunciones y
replicó severamente:

--Contésteme sin vacilaciones... Reflexione que puedo saber la verdad
consultando el registro civil... ¿En qué época nació?

Comprendió ella que toda mentira había de ser inútil y contestó
resignadamente.

--En 1859... El veinticinco de julio.

Delaberge permaneció un momento pensativo... Se había marchado de
Val-Clavin a fines de octubre de 1858 y por aquellos tiempos
encontrábase el _Príncipe_ ausente.

--Precise bien sus recuerdos--murmuró ya convencido Delaberge--y vea
cómo tengo razón para...

--¿Qué prueba esto?--repuso ella con irritación grande.--¿Se puede nunca
saber si...?

--Existen otras presunciones. Simón se me parece y usted lo ve mucho
mejor que nadie, pues ha hecho todo lo posible para evitar que nos
viésemos... Temía usted que esta semejanza, pues no es imaginaria, me
saltase a los ojos y confirmase mis sospechas... Simón nada tiene de
aquél cuyo nombre lleva, mientras que todos sus rasgos recuerdan los
míos cuando yo tenía su edad... Otras personas lo han observado
igualmente y me lo han hecho ver... Yo le suplico, señora, que me diga
toda la verdad.

Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movía
negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación.

--¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!... ¿Por qué... por qué?...

Se defendía aún, pero mucho más débilmente.

--¿Por qué?--replicó Delaberge.--Porque tengo el derecho de saberlo,
porque sus principios religiosos le obligan a decirme toda la verdad, y,
finalmente, porque, si usted se empeña, recurriré a otros medios para
esclarecer mis dudas...

Esta amenaza, lanzada casi sin querer, destruyó las últimas
resistencias de la señora Princetot. Apartó sus manos, dejando ver su
rostro convulso por el dolor y fijó en Francisco sus ojos llenos de
miedo.

--¡No lo haga usted!--exclamó y después prosiguió con voz muy
apagada:--Pues bien, sí... Simón es hijo suyo... Cuando volvió Princetot
después de una ausencia de dos meses, yo estaba ya casi segura de mi
embarazo, y hasta me alegraba de ello, tan hundida en el pecado vivía
entonces, de tal modo me había usted conturbado el espíritu; estaba
contenta además de que mi hijo fuese también hijo de usted... El amor me
había endurecido la conciencia, y sin escrúpulo ninguno procuré engañar
a mi marido. Quise escribírselo a usted, pero luego, temiendo alguna
posible indiscreción preferí callarme... Vino al mundo el niño; era
hermoso y fuerte, fue recibido con alegría inmensa y yo le he amado
locamente... También Princetot estaba loco por él... Pero cuando comenzó
a crecer y su semejanza con usted se me hizo cada vez más visible, un
gran temor se apoderó de mi alma. Pensé en lo que podía suceder si
llegaba mi marido a concebir ciertas dudas, y comencé a arrepentirme de
haber engañado a ese hombre para mí tan bueno... En aquellos momentos
descendió sobre mí la gracia del cielo y mis ojos se abrieron a la luz;
tuve horror de mi conducta y he tratado de hacerla olvidar, humillándome
ante Dios y confesando mis pecados... He cumplido las más duras
penitencias que se me han impuesto, y nada eran si las comparaba con la
angustia que me oprimía el corazón a la sola idea de que mi marido
llegase un día a descubrir mi crimen... Cuando creía acabado mi
suplicio, perdonada mi falta, asegurada por completo mi tranquilidad,
surge usted de nuevo en mi camino... Al verle comprendí que mi verdadero
sufrir comenzaba ahora y ya ve cómo no me he engañado... ¡Dios mío, Dios
mío! ¿Será preciso que...? En fin, le he dicho la verdad, toda la
verdad, señor Delaberge, y pues la sabe usted ya, yo se lo ruego juntas
las manos, sea usted bueno y honrado: haga como si nada supiese y
déjenos...

Le suplicaba con efusión en que se sentía vibrar un poco de la ternura
de otros tiempos. Bajo sus abundantes cabellos grises, algo más sereno
el rostro, sus humedecidos ojos tomaban una expresión hondamente
dolorosa y parecían reflejar toda su antigua belleza.

--Sí--iba repitiendo la pobre mujer.--Márchese usted y olvídenos...
Déjenos tranquilos a los tres en este rincón. A usted, que goza de una
posición elevada, que vive en París en medio de las diversiones y del
ruido, nada le ha de importar la existencia de pobres gentes como
nosotros. Nada tampoco le han de interesar nuestros asuntos ni los de mi
hijo.

--¡Pero es mi hijo también!--exclamó Delaberge con acento lleno de
emoción y que vibrante salía de lo más hondo de su alma.--Le he visto y
estoy orgulloso de él... Comprenda usted que yo deseo probarle mi amor,
contribuir de algún modo a su felicidad y a su porvenir...

--Nada puede usted hacer por él--interrumpió la señora Miguelina--Todo
lo que usted intentase sería en desventaja suya. Piense que si él
llegaba a sospechar los verdaderos motivos de su interés, si llegaba a
sentir un día la menor duda, significaría esto el fin de nuestra
tranquilidad, la vergüenza y la desesperación de su vida toda... ¡Ah!
por eso yo le suplicaba a usted que no le viese de nuevo... Temblé a la
idea de que podía el muchacho percatarse de esa desdichada semejanza y
esto llevarle al descubrimiento de lo que no ha de saber jamás... Es
necesario, entiéndalo usted bien, que siempre sea para usted un
extraño... Es el castigo de nuestro pecado y es justo que tenga usted
también su parte... Lo mejor que puede usted hacer es callar... y
marcharse.

Miguelina se levantó y se apartó a un lado para dejarle libre el paso al
tiempo que murmuraba en voz muy baja:

--Buenas noches, señor Delaberge... ¡Si en verdad siente usted alguna
afección por él... y por mí... márchese, olvídenos!...

Sintió Delaberge tan claramente la implacable lógica que encerraba esta
última súplica, que bajó humildemente la cabeza y salió de la habitación
sin decir una sola palabra.



VI


Como había dicho Simón a su madre, el día siguiente era el señalado para
la reunión del sindicato que se había constituido para resistir mejor a
las pretensiones de la Administración forestal; se componía de algunos
consejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y de
Simón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.

Ya la mayoría de ellos se habían ido reuniendo ante la alcaldía en la
pequeña plaza de los Abades, cuando llegó Delaberge. Como es fácil
adivinar, había dormido muy mal aquella noche y su pálido rostro
conservaba las huellas de sus pasadas conmociones. Con la lucidez de
espíritu que suele producirse al despertar, se le apareció la situación
más cruel todavía. Cuando se arrepentía de no haberse creado una
familia, cuando pensaba precisamente en el matrimonio, venía a
ofrecerle el destino esa irónica sorpresa... Mientras él arrastraba por
el mundo su soledad y sus nostálgicos ensueños de paternidad, allá en un
rincón de un pueblo medio perdido entre los bosques, había un muchacho
robusto e inteligente que le debía a él la vida. Y cuando hubiera podido
amar a ese muchacho, cuando se hubiera sentido orgulloso de confesarlo
por hijo suyo, veíase condenado a olvidarle, a comprimir en lo más
secreto de su corazón los fuertes impulsos de su ternura. Lo mejor que
podía hacer en favor de este hijo suyo era marcharse y no verle nunca
más... Había de ahogar en germen ese amor que hubiera sido para él un
verdadero consuelo.

Ha sido muchas veces desmentida la «voz de la sangre» y es necesario
convenir en que, en determinadas condiciones permanece muda en absoluto.
D'Alembert podía con razón decir que su verdadera madre era la mujer del
vidriero que le recogió y no la señora de Tencin, que le había
abandonado. Es probable que Simón hubiera experimentado un sentimiento
parecido con respecto al _Príncipe_ si se le hubiese revelado su
verdadero origen. Pero, en el caso de Delaberge, el instinto paternal
bruscamente despertado en su corazón, hablaba un lenguaje muy
diferente. A la vista de ese hijo suyo que tanto se le parecía y que le
había sido tan simpático desde los primeros momentos, sentía como una
especie de admirado amor y se decía a sí mismo que no podría consolarse
jamás de haberle tan pronto perdido.

Avanzó lentamente hacia la alcaldía, buscando a Simón Princetot entre
los campesinos allí reunidos y sintiéndose hondamente disgustado al no
verle. Todos aquellos hombres que discutían libremente y en voz alta, se
callaron en seco al acercarse el inspector general. Apartáronse para
dejarle pasar y apenas si le saludaron, contentándose con observarle de
reojo.

Embarazado con acogida tan llena de desconfianza, Delaberge se dirigió
rápidamente hacia la puerta del edificio en el momento preciso en que
daba las diez el reloj. En aquel mismo instante apareció Simón en la
plazuela caminando con paso firme y decidido, grave el continente,
amable el rostro y brillante la mirada.

Los grupos se estrecharon en torno de él y todas las manos se tendieron
afectuosamente hacia la suya. El mismo Delaberge, deteniendo de nuevo el
paso, se preguntó si no iría también a hablarle... Simón le había visto
ya, sus miradas se cruzaron y el impulso generoso del inspector general
se vio cortado por la mirada hostil que el joven le había dirigido.

Cambiaron un frío saludo y en seguida se dirigieron separadamente hacia
la alcaldía: Simón en medio de todos sus amigos y teniéndose que
contentar Francisco con la compañía del alcalde que acababa de separarse
de los demás para recibir oficialmente al representante de la
Administración pública.

En la sala de la alcaldía, desnuda y de paredes blanqueadas, sentado a
la derecha del alcalde el inspector general presenció la entrada de los
individuos del sindicato. Fueron llegando en fila, llevando unos la
blusa nueva que les caía en pliegues rígidos sobre el pantalón de lana,
y luciendo otros sus trajes del domingo ya pasados de moda. Sentados en
semicírculo en torno de la ancha mesa, frotábanse maquinalmente sus
rugosas manos y avanzando su cuello tostado por el sol y por el aire,
dirigían sus curiosas y circunspectas miradas hacia aquel elevado
funcionario que la Administración les enviaba de París. Simón entró el
último y fue a sentarse en el centro casi enfrente de Delaberge, quien,
al ser invitado a ello por el alcalde, se levantó para dar a conocer el
objeto de su misión.

Independientemente de la emoción que le causaba la presencia del hijo de
Miguelina, el hecho de no haber recibido a tiempo la respuesta del
ministerio le dejaba en situación desairada, pues no podía ofrecer al
sindicato la equitativa solución que él había imaginado y esto le quitó
una parte de su natural elocuencia. No podía entonces hacer otra cosa
que escuchar las quejas de los usuarios sin poder proponerles en el acto
una transacción satisfactoria. Se limitó, pues, a leer la comunicación
que le daba plenos poderes para someter el litigio a nuevo examen y
estudiar las bases de un arreglo. Hecho esto, declaró que se sentía
animado de los mejores sentimientos de conciliación y muy deseoso de
encontrar, de acuerdo con el sindicato, una solución que, sin lesionar
los derechos del Estado, diese satisfacción a los intereses del
municipio y de los particulares.

Sus palabras fueron escuchadas en medio de un glacial silencio y en
seguida volviéronse todas las miradas hacia Simón Princetot, que se
preparaba ya a replicar.

El joven, sin mostrarse en lo más mínimo conturbado, habló con
entonación firme y seca, diciendo:

--Muy corta será nuestra respuesta. Como acaba de decirnos, el señor
inspector general tenía la misión de visitar los bosques de Val-Clavin y
examinar el emplazamiento de las nuevas tierras de pastoreo. Si, según
era su deber, ha procedido detenidamente a esa visita, se habrá podido
dar fácilmente cuenta de la naturaleza y del valor de las tierras que
ahora se nos ofrecen. Sabe, por consiguiente, tan bien como nosotros,
que los bosques de Carboneras son insuficientes en cuanto a leña e
impropios en cuanto al pastoreo, privados de caminos de comunicación, y
que nos es, por tanto, imposible consentir en lo que sería para nosotros
un odioso engaño. Pido, pues, al mandatario de la Administración pública
que nos diga francamente si aprueba la solución injusta que al conflicto
han dado los forestales de Chaumont...

Mientras Simón hablaba, el inspector general tenía fijas en él sus
miradas con una atención llena de ternura.

Ahora es cuando se daba cuenta más exacta de esa semejanza que tanto
había sorprendido a la señora Liénard. Esa semejanza no saltaba a los
ojos, como había maliciosamente pretendido la Fleurota; para descubrirla
era necesario estudiar muy de cerca y en la intimidad los modos de ser y
de expresarse del joven Princetot. Consistía no tanto en la paridad de
los rasgos fisonómicos como en la analogía de las inflexiones de voz y
del ademán sobrio y enérgico; consistía principalmente en un idéntico
temblor de los párpados y de los labios bajo el golpe de una irritación
súbita. Descubríase también en ciertos pequeños detalles que solamente
Francisco podía apreciar; así, por ejemplo, Simón llevaba vestidos
oscuros, mostraba en toda su persona un exquisito cuidado, sin aquel
rebuscamiento empero que suele gustar a los jóvenes, sin un solo color
vistoso, sin una sola joya. Siempre había sentido Delaberge predilección
por los colores oscuros, la misma repugnancia por las joyas demasiado
vistosas, y con la más profunda emoción iba comprobando esa semejanza de
gustos, esas singulares afinidades... De tal modo estaba absorbido en su
ansioso examen que no se dio cuenta al principio de la acerba entonación
y de las agresivas intenciones que Simón ponía en su réplica.

Solamente los murmullos de aprobación con que fueron acogidas las
palabras del joven le sacaron de su ensueño y entonces comprendió que se
le atacaba de frente.

--Señores--objetó con suave tono,--comprendo muy bien su impaciencia,
pero las formalidades administrativas van menos de prisa que sus
deseos. Hecha está mi opinión en este asunto y expresada la tengo en mi
informe dirigido al ministro. Sin embargo, el deber profesional me
obliga a guardar silencio hasta haber recibido de París una respuesta.
No puede tardar, y apenas la reciba me apresuraré a ponerla en su
conocimiento.

--Demasiado conocemos esos medios dilatorios--interrumpió Simón;--hace
ya dos años que se nos quiere engañar con promesas y aplazamientos. Nada
le cuesta a usted la paciencia, señor inspector general, pues cobra su
sueldo del mismo modo. Bastante más cara es para nosotros, pues nos
perjudican mucho esas lentitudes administrativas. Mientras usted nos
adormece con buenas palabras, quedan desconocidos nuestros derechos,
nuestros intereses sufren y disminuyen nuestros recursos. No podemos por
más tiempo aguardar a que resuelvan el asunto esos agentes forestales
que nos mandan de París y que no hacen sino engañarnos...

Bien clara había de ver con esto Delaberge la animosidad de su
contrincante. Las duras e irritantes palabras de Simón tenían un
carácter de violencia que no consienten las discusiones puramente
jurídicas. Por encima de la administración pública, rectamente se
dirigían contra el inspector general. No era un adversario lo que éste
tenía enfrente, sino un enemigo.

No comprendía Delaberge el motivo de ese inesperado ataque; y era mayor
aún su dolor al verse objeto de una hostilidad semejante por parte de
aquel joven que era hijo suyo y a quien de buena gana y con la más
profunda terneza hubiera estrechado contra su corazón. Se había ya
resignado a separarse de él como de un extraño; pero dejarle por todo
recuerdo ese odio inexplicable, constituía para él una amargura suprema
que le hacía sufrir hondamente.

--¿No es ésta la opinión de todos los aquí reunidos?--continuaba Simón
volviéndose hacia los campesinos, que abrían inmensamente los ojos y le
escuchaban admirados.--¿No es tiempo ya de que pasemos de las palabras a
los actos?... Puesto que la Administración quiere ser con nosotros
equitativa, no nos queda más que dirigirnos a los tribunales... Que
todos aquellos que sean de mi parecer levanten la mano.

Y como movidos por una misma descarga eléctrica, todos aquellos hombres
levantaron sus nudosas manos con amenazadora energía.

--¡Muy bien!--exclamó triunfante y, dirigiéndose luego hacia Delaberge,
con mirada retadora le dijo:--Señor, nada más tenemos que decirle en
estos momentos... En el término de veinticuatro horas, recibirá usted
nuestra respuesta por mano del procurador.

Levantóse y se dirigió hacia la puerta seguido del grupo de los
usuarios. El mismo alcalde se batió en retirada y dejó sólo al inspector
general. Sorprendido y con el corazón lleno de amargura, se quedó
Francisco un momento solo en la sala desnuda y vacía, escuchando el
pesado andar y las risotadas de los campesinos que bajaban
atropelladamente la escalera y percibiendo en medio de aquel ruido esas
palabras dichas con burlona voz: «¡Muy bien! ¡Maltrecho y sin palabra,
le ha dejado Simón a ese orgulloso parisiense!»



VII


Movido por el despecho y también por el vehemente deseo de conocer la
causa de tan incomprensible enemiga, Delaberge abandonó a su vez la
sala. Desde los umbrales de la alcaldía vio a Simón Princetot
despidiéndose de sus amigos y atravesando lentamente la plazuela. El
inspector general apretó el paso y le alcanzó ya bajo los tilos del
paseo. Caminaba el joven con las manos en los bolsillos e inclinada
meditativamente la cabeza. A solas ya, se iba disipando poco a poco su
satisfacción por el triunfo obtenido. El calor y las irritaciones de
hacía poco iban dejando lugar a una reflexión más justa y mesurada. Se
acusaba Simón de haber mezclado su rencor personal en una cuestión de
negocios, comprometiendo quizás los mismos intereses que se le habían
confiado... Nada realmente había ganado obrando como un niño que golpea
la piedra que le ha hecho caer. Su cólera en nada podía cambiar los
hechos desgraciados que la habían motivado. Después, lo mismo que antes,
continuaban siendo sus desilusiones iguales. Lo que la víspera había
observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del
parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no
se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables
atenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo que
había visto la tarde anterior en Rosalinda: veía la puertecilla abrirse
bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a
Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...

Mientras sentía irritarse más sus celos y sangraba dolorosamente su
corazón a tan odioso recuerdo, oyó muy cerca los precipitados pasos y la
voz de aquel mismo hombre a quien de tal modo aborrecía.

-Señor--murmuró Delaberge,--tenga la bondad de concederme un momento.

Volvióse Simón y una llamarada de odio brilló en sus ojos; supo, sin
embargo, contenerse. Silenciosamente, se dirigió hacia una calle
transversal mucho más solitaria.

--¿Qué me quiere usted?--preguntó cruzando los brazos.

--Me ha parecido que en la alcaldía se ha dejado usted llevar de
impulsos apasionados más bien que prudentes... Créame usted, espere aún
dos días antes de tomar una resolución extrema... No le hablo ahora como
adversario, sino como amigo.

--Usted no es mi amigo--replicó con dureza el joven.

--Deseo serlo de todo corazón y me sorprende su hostilidad. Sin embargo,
no creo haberle dado motivo para que me trate como enemigo, desde la
tarde en que juntos volvimos de Rosalinda.

Esta alusión a Rosalinda, lejos de calmar al hijo de Miguelina, pareció
aumentar todavía su irritación.

--¡Detesto el disimulo!--exclamó.--Me prometió usted aquel día obrar
lealmente y con justicia respecto a los usuarios, y me ha engañado
usted...

--¡No me acuse a la ligera!--repuso Francisco con una mansedumbre que no
impresionó a su interlocutor.--Le repito que he escrito ya al ministro y
no tiene usted derecho a condenarme sin saber en qué sentido lo hice...
¿Por qué motivo no me concede usted su confianza y me niega los días de
plazo que le pido?

--¿Por qué?--replicó Simón, dejándose llevar por el ardor juvenil que no
podía ya contener.--Porque he adivinado sus intenciones, porque sé lo
que se propone con su perpetua dilación... ¡Esto le permite prolongar su
estancia aquí y multiplicar sus visitas a Rosalinda!

Delaberge le miró con honda estupefacción y de nuevo se sintió dolorido
por la enemiga que brillaba en sus ojos.

--Me extraña--dijo con acento de reproche--que mezcle usted a la señora
Liénard en nuestra discusión.

--¡Ah!--murmuró sarcásticamente el joven Princetot.--¿Esto le
extraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocer
que ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de sus
equívocas asiduidades.

--Mis asiduidades nada tienen de misterioso--repuso el inspector
general, levantando con indiferencia los hombros,--y no tengo razón
ninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.

--¡Pero se esconde usted para salir!

--¿Que yo?...

--Sí, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla...
¡Atrévase a negarlo!

--Ahora comprendo...

Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otros
hechos más graves le habían hecho olvidar; recordó la huida de aquel
hombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecía a
Simón.

Fue como un rayo de luz que iluminó la situación e hizo más inteligible
para Delaberge la extraña conducta del joven Princetot... El pobre
muchacho amaba a la señora Liénard. Con la viva intuición de los
enamorados, adivinó los propósitos matrimoniales de un recién llegado
que le parecía sospechoso y el demonio de los celos mordió en su
corazón. Ya mal dispuesto contra ese intruso, había vigilado sus visitas
a Rosalinda, le había sorprendido saliendo de la finca por una puerta de
la que no se servían mucho sus propietarios y esto encendió en su alma
la violenta enemistad que acababa de estallar furiosa en la reunión de
la alcaldía.

Un sentimiento de honda pena, una lástima dolorida llenó todo el
espíritu de Delaberge... ¡No le faltaba más que ser el rival de su
propio hijo! Lo que en él había de sensibilidad generosa, adormecida
por una larga práctica del egoísmo y por la costumbre de no vivir sino
para sí, despertóse súbitamente en su corazón. Tuvo clara conciencia de
sus responsabilidades y de la situación casi trágica en que se
encontraba... Sintió que una profunda emoción le oprimía el pecho y le
humedecía los ojos.

--De manera--murmuró con insegura voz--que era usted quien me espiaba...

--¡Sí, yo mismo!--afirmó Simón lanzando sobre su interlocutor una mirada
de cólera y de reto.

Hubo un momento de silencio; después puso Delaberge su mano sobre el
hombro del joven y repuso:

--Hijo mío--y sintió como una amarga dulzura en los labios al pronunciar
estas palabras,--la pasión le ha cegado... Sus sospechas no se fundan
sino en simples apariencias, pero desde el momento que esas apariencias
han podido engañarle a usted y hacerle sufrir, es seguro que habré
cometido yo alguna falta... Me apena profundamente que mi irreflexiva
conducta haya podido inducirle a error.

Simón pareció desconcertado por la humildad de esa confesión y contempló
a su interlocutor menos hostilmente, a pesar de lo cual persistía aún
en sus ojos y en la, contracción de sus labios un resto de desconfianza.

--Le aseguro a usted--continuó Francisco--que siento por la persona de
que hablamos, una muy afectuosa estimación, pero que no pienso ni en
hacerle la corte, ni en casarme con ella... Ya ve usted que le hablo con
toda franqueza; tenga usted conmigo un poco de confianza y contésteme:
¿está usted enamorado?

Simón se turbó y el rubor coloreó sus mejillas... el rubor de un joven
seriamente enamorado y que se escandaliza al ver descubierto el tímido
amor que guardaba religiosamente escondido.

--¿Por qué tal suposición?--balbuceó inseguro.

--Porque--replicó Delaberge,--sería sin esto imperdonable el espionaje a
que se ha entregado... Solamente la pasión puede excusarle... Usted ama
a la señora Liénard.

Confuso, bajó el joven la cabeza y replicó hoscamente:

--¿Con qué derecho me interroga usted?

--Con el derecho que usted me ha dado tratándome como rival a quien se
detesta... Su antipatía no puede explicarse sino por la ceguera de los
celos, y por esta misma razón le repito que está usted enamorado de la
señora Liénard.

--¿Se burla usted de mí?--murmuró Simón esquivando la mirada de
Delaberge.

--No, hablo con toda mi seriedad... En su edad es un sentimiento natural
y no tiene por qué avergonzarse.

--Solamente yo soy el dueño de mis pensamientos... No he de dar a nadie
cuenta de ellos.

--¿Ni siquiera a la señora Liénard?

--A ella menos que a nadie... Si lo que usted supone fuese cierto, yo le
juro que nunca lo sabría ella... ¡No permitiré yo que pueda sospechar
jamás una locura semejante!

--¿Una locura?... ¿A qué llama usted una locura?

--Llamo locura a amar un imposible... No somos ella y yo de un mundo
mismo...

Francisco sonrióse melancólicamente y habló así:

--Estas consideraciones no suelen pesar mucho sobre el corazón de una
mujer que ama, y no hay motivo para que Camila no le ame a usted. Es
usted su igual por el espíritu y por la educación; es ella demasiado
inteligente para no haber apreciado sus méritos... Sea usted menos
modesto y no desespere de nada... De todas maneras, después de lo que
acabo de decirle, ya ve usted que no he de hacerle yo la menor sombra.
No me tenga por enemigo, y además le ruego que aguarde un poco para
tomar una resolución extrema en el asunto de los deslindes... Mañana,
pasado mañana lo más tarde, podré sin duda comunicarle algo que le
demostrará la injusticia de sus sospechas... Adiós...

Y como si de pronto hubiese temido que le traicionase la emoción,
alejóse bruscamente del hijo de Miguelina.



VIII


Algunas horas después Delaberge se internaba en el bosque y se dirigía
muy pensativo hacia Rosalinda.

No tenían sus pensamientos ni la ligereza de las blancas nubecillas que
corrían por encima de los árboles, ni tampoco la alegría de las flores,
cuyas notas de color vivísimo salpicaban la hierba, sino que eran muy
graves y trascendentales.

«Sí--iba diciéndose,--Miguelina se engaña: algo hay que puedo yo hacer
por ese muchacho que es mío y de quien la fatalidad para siempre me
separa... Puedo darle la felicidad con que sueña y que desespera
alcanzar. Ama a la señora Liénard, y ella siéntese también inclinada a
amarle. Solamente que, por orgullo, teme el muchacho descubrir su
ternura, y ella también, demasiado respetuosa con ciertas exigencias
sociales, duda en dejarse llevar por sus propias inclinaciones. Pues
bien, yo puedo servir de lazo de unión entre estos dos corazones que se
desean y no se atreven a confesarlo. Dignos son el uno del otro y como
hechos para saborear esa felicidad rarísima: el amor en el matrimonio.
Esta felicidad yo se la habré dado y al menos tendré una acción buena en
mi existencia inútil. Me consolaré en mi soledad pensando que ellos son
felices y, aunque delgadísimo, esto será un lazo de unión entre mi hijo
y yo.»

Esta idea le alegró un poco el corazón, y meditando en todo ello
perdíase su mirada en las lejanías del bosque... Una apagada y verdosa
claridad reinaba en aquel fresquísimo lugar. Los diminutos pétalos que
envuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, se
desprendían de las ramillas y caían al suelo como finísima lluvia,
produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol los
hacía a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.

«Durante toda mi existencia--pensaba Francisco--han ido cayendo en el
pasado todos mis días, lo mismo que esos pétalos secos, sin que un solo
acto generoso los haya iluminado un instante. Ya no será ahora así, ya
tendré un rayo de sol en mi pobre vida.»

Del mismo modo que el verdor le refrescaba los ojos, la idea de que iba
a trabajar por la felicidad de Simón, de que ya no vivía únicamente para
sí, le refrescaba el alma. Esto le daba valor para hablar a la señora
Liénard de esos delicados asuntos de sentimiento, tan peligrosos cuando
se ha estado a punto de amar a la mujer con quien se trata de ellos.

Mucho se esforzaba en olvidarla, pero no podía disimularse que aún
sentía una tierna inclinación hacia esa mujer, cuyo sabroso encanto y
cuyo espíritu lleno de alegres ternuras habían por un momento hecho
latir su corazón de cincuentenario. En el aire perfumado de los bosques
la riente imagen de la señora Liénard se le aparecía con mayores
atractivos aún; veía sus ojos límpidos, su frente pura y la morbidez de
sus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba de
él una profunda melancolía al pensar que todas esas delicias, que todas
esas suavidades de la intimidad femenina no se habían hecho para él. Un
húmedo soplo, que de vez en cuando movía las hojas de los árboles y
parecía subir de las profundidades del bosque iba murmurando en sus
mismos oídos: «¡No será para ti!...»

De pronto, la presencia de un roble joven y robusto, que elevaba a los
cielos su tronco recto y liso, le recordaba a su hijo Simón y le hacía
avergonzarse de su vuelta al egoísmo.

«Seamos fuertes--se decía entonces,--si no te costase esto un
sacrificio, ¿dónde estaría el mérito del acto que vas a cumplir?»

Arrojaba de sí con energía esas añoranzas y luchaba valientemente con
esos enternecimientos retrospectivos. Quería presentarse ante la señora
Liénard, dueño por completo de sí mismo, a fin de hacer más persuasivas
sus palabras y arrancarle la confesión de su amor por el joven
Princetot. Apresuró el paso como si la rapidez de la marcha hubiese
tenido la virtud de avivar sus ardores y de espolear su voluntad.
Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligero
latir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en el
salón donde se encontraba la señora Liénard.

--¡Ah!--exclamó ésta al verle,--en la cara le conozco que viene usted
para despedirse...

Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa de
sus labios y de sus ojos.

--No sé cómo expresarle--continuó diciendo la joven--hasta qué punto me
entristece la idea de su marcha.

Mientras hablaba, sus clarísimos ojos se ensombrecían y cubríanse de una
sutil humedad, por lo que Delaberge comprendió que eran absolutamente
sinceras sus palabras.

--Sí--repuso Francisco también profundamente conmovido;--vengo a
despedirme de usted; probablemente marcharé mañana.

--¡Tan pronto!... Me han dicho, sin embargo, esta mañana que de su
conferencia con los usuarios no ha resultado nada bueno... ¿Habremos de
renunciar a toda esperanza de arreglo?

--Eso no; lo que hay es que les ha faltado a los usuarios un poco de
paciencia... No he recibido todavía la respuesta del ministro; pero,
entre nosotros, puedo decirle que estoy casi seguro de que habrá de ser
satisfactoria.

--Gracias por el interés que nos demuestra... Mas es para mí un dolor
que usted se marche... Me había acostumbrado ya a sus buenas visitas, y
no puedo imaginarme que sea ésta la última... Siéntese aquí, muy
cerquita...

Hablaba con tono tan afectuoso, filial casi, que fue dando a Francisco
mayor aplomo para abordar la delicadísima cuestión de que quería
hablarle. Se sentó a su lado y le dijo así, esforzándose por sonreír:

--Antes de separarnos, señora mía, sería bueno quizás que reanudásemos
nuestra conversación de ayer... Temo no haber correspondido como debía a
la confianza de que me dio usted tan gran testimonio... Al ver mi prisa
por marcharme, seguramente me acusó usted de indiferencia. No hay nada
de eso. He pensado mucho, por el contrario, en todo lo que usted me dijo
y he tomado en ello un verdadero interés.

--¿Será cierto?... Me alegro mucho, pues ya me sentía avergonzada de no
haberle hablado sino de mí y casi me arrepentía de haber estado
contándole tan minuciosamente las quimeras que rebullen en mi loca
cabeza.

--¿Es que no son en realidad sino quimeras?

Camila Liénard se ruborizó y abrió inmensamente sus hermosos ojos.
Delaberge prosiguió:

--En ese retrato que hizo usted del marido soñado, pienso que no es
imaginario todo... Puede que haya en alguna parte un ser real en quien
usted pensase... inconscientemente, cuando me iba enumerando las
cualidades de su ideal.

--No... no, yo se lo aseguro; yo no sé...

--Pues bien, esta última noche, he pensado tanto en todo esto que he
acabado por leer muy claramente en el fondo de su corazón.

--¡Vaya!...--murmuró la dama afectando tomarlo a broma.--En ese caso,
sería usted mucho más hábil que yo misma... ¿Y qué es lo que ha leído
usted en mi corazón?

--Probaré de explicárselo... Se ha encontrado usted con alguien hacia el
cual se siente secretamente atraída y al que cree enteramente digno...
Si no escuchase más que su propio gusto, iría usted espontáneamente
hacia él... Pero ese joven... porque es joven--añadió con un poco de
tristeza,--aunque es su igual por la inteligencia y por el corazón, no
pertenece a la misma clase social que usted, y se siente detenida por
escrúpulos convencionales; teme usted que sus amigos, que las personas
de su propia sociedad condenen la elección y condenen el suyo como un
matrimonio desigual...



IX


Mientras Delaberge hablaba, la señora Liénard había vuelto un poco su
rostro y con una de sus lindas manos hurgaba nerviosamente en las flores
de un jarrón que tenía a su alcance.

Arrancó por fin una ramilla de madreselva y la fue desmenuzando poco a
poco entre sus rosados dedos.

--Sea usted franca y dígame si he leído bien en su corazón.

--Creo... que sí--murmuró la viuda sin mirarle.

--Y ahora, ¿desea usted que le diga el nombre de ese joven?

--No--murmuró levantando hacia él sus húmedos ojos; después añadió
aturdidamente, con una vivacidad en que se descubría a la vez su
contento y su angustia:--Usted le ha visto... _El_ es quien le ha
hablado de mí...

--No, _él_ tiene demasiado orgullo para confiarse así a un extraño.

--Entonces...--exclamó impetuosamente la señora Liénard.--¿Cómo ha
podido adivinar usted?...

--Seguramente conoce usted--dijo sonriendo Delaberge,--aquel dicho de su
país: «Los enamorados llevan sobre sí una planta cuyo perfume embalsama
los caminos por donde pasan». Cuando mi primera visita, este perfume
embalsamaba Rosalinda entera, y al regresar a Val-Clavin, acompañado del
señor Princetot, adiviné que llevaba consigo la planta y que florecía
por usted.

El rubor cubría las mejillas de la señora Liénard, sus labios sonreían y
brillaban sus ojos con luces del alba, pero no podía articular ni una
palabra. Por única respuesta, con gentil movimiento de gratitud tendió
sus dos manos a Delaberge, quien las guardó un momento entre las suyas.

--No--prosiguió diciendo.--Simón Princetot no me ha hecho confidencia
alguna... Mis palabras no tienen otro motivo que el vivísimo y simpático
interés que siento por usted, señora mía... Volvamos ahora a sus
escrúpulos. En realidad, si duda usted y vacila en seguir su propia
inclinación, no es sino por el temor de lo que han de decir las
gentes...

Camila convino en ello con toda franqueza. Aunque vivía muy
independiente, no dejaba de tener parientes y amigos de rancio pensar,
que sin duda se escandalizarían. En provincias, todavía les parecen a
muchas gentes infranqueables las barreras que separan a las distintas
clases de la sociedad; los perjuicios y las prevenciones persisten con
mayor fuerza que en París; se conocen unos a otros demasiado para no ser
esclavos del qué dirán. El día en que sus relaciones supiesen su
matrimonio con el hijo de un hostelero, quedaría descalificada y se
haría el vacío en su derredor... Su primera educación y la influencia
del medio habían hecho al propio Delaberge muy formalista; tenía el
culto de lo respetable y el espíritu de la jerarquía, y por eso
comprendía tan bien los escrúpulos de la señora Liénard. En otra
ocasión, tal vez los hubiera aún exagerado. Pero cuando se juzga en
causa propia, se es menos rígido y muchas veces un deseo nos hace
cambiar los más íntimos sentimientos.

El vivo interés que el inspector general sentía ahora por Simón le
llevaba a transigir con sus antiguos principios y sin mucho miramiento
pegó fuego a sus naves.

--Seguramente--dijo,--en las cuestiones de pura conveniencia hemos de
tener en cuenta la opinión pública. Pero cuando se trata de unir para
siempre la propia vida con la vida de otro, no se ha de escuchar sino la
voz del corazón. Por otra parte, examinándolo bien, tal vez no están del
todo justificadas las desaprobaciones que usted teme... Simón es un
hombre superior, es muy querido y aun popular en todo el país, y si un
día le tienta la política, no hay duda que puede abrirse camino hasta
llegar al Parlamento. Si quiere utilizar sus excelentes cualidades en la
Administración pública, yo le prometo ayudarle con todas mis fuerzas. En
todo caso, paréceme que tiene suficiente voluntad y los méritos
necesarios para llegar muy alto. Añada usted a todo esto, que sus padres
son ricos y que adoran a su hijo. Si un día creen que su actual
profesión es un obstáculo para su matrimonio, crea usted que no
vacilarán en vender la hospedería y en vivir como burgueses, de sus
rentas... Y entonces nada quedará ya de las suspicacias y prevenciones
de sus amigos. La gente pone pronto buena cara a todo aquel que triunfa,
y yo le aseguro a usted que Simón triunfará. Así, pues, no le preocupe
la opinión de los demás: deje a un lado todo prejuicio, siga sus propias
inclinaciones y ame usted a quien le ama.

--Gracias, señor Delaberge--respondió ella, premiándole sus consejos con
una mirada llena de ternura;--tiene usted razón completa, y no escucharé
sino la voz de mi corazón.

--Sea en buena hora... Es probable que venga Simón mañana o pasado para
darle cuenta de la resolución recaída en el asunto de los deslindes...
Recuerde usted bien que es noblemente orgulloso y muy reservado. Ayúdele
usted a hacerle más expansivo... Es usted mujer, y estoy seguro de que
sabrá arrancarle su secreto... Y ahora, señora mía--añadió
levantándose,--voy a despedirme de usted... para mucho tiempo.

--¡Todavía no!... Antes que se marche quiero que visite por última vez
los jardines de Rosalinda.

Le llevó hacia la terraza y cruzaron las anchas avenidas del jardín
donde las flores ponían toques de encendido color y donde las
madreselvas llenaban el aire con su penetrante perfume.

Como el primer día, se apoyó Camila suavemente en su brazo y le hizo
admirar de una en una, sus plantas y sus flores. Visitaron el rústico
emparrado bajo el cual habían hecho sus ramos un día y desde el que se
disfrutaba de tan maravillosas perspectivas; siguieron un trecho por
las orillas del riachuelo sobre cuyas tranquilas aguas inclinaban los
sauces sus ramajes; no se detuvieron sino en la glorieta donde tuvo
Delaberge la primera revelación del amor de Camila por el hijo de la
señora Miguelina....

Este paseo iba recordando a Francisco sus desvanecidos ensueños de
ternura y toda sus ilusiones muertas... Tenía para él la melancolía de
los crepúsculos de otoño, y también el tibio perfume de un ramo de
violetas medio mustias.

Cuando volvían por la avenida principal, donde florecían sus hermosos
rosales, la señora Liénard arrancó una rosa de púrpura y la ofreció a
Delaberge con una mirada llena del más profundo reconocimiento:

--Deje que haga florecer sus manos... Por el camino aspirará usted el
perfume de esta rosa y él le recordará mejor a su pequeña amiga de
Rosalinda... Gracias, señor Delaberge, gracias... Ha sido usted muy
bueno para mí... Bueno como un padre.

--¡Sí, como un padre!--murmuró Francisco, pensando, lleno de dolor, en
que estas palabras encerraban la más cruel de las ironías.

Atrajo hacia sí a la señora Liénard, besó en silencio su frente
purísima, y partió...

Lentamente hizo de nuevo el camino que había hecho una tarde en compañía
de Simón. Vio el hermoso y robusto árbol que el joven con tan profunda
pasión había estrechado entre sus brazos, y a su vez, impulsado por una
infantil superstición, quiso abrazarlo también...

Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le había tan
brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia
otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un
momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponía
irisados reflejos; dormía taciturna el agua en medio de los espesos
cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de
compasión sus blancos penachos. Un coro de ranas elevábase de vez en
cuando de entre los tallos verdeantes y rectos y después súbitamente se
apagaba, dejando percibir en toda su intensidad el silencio de los
campos. ¿Habrá llegado ya la respuesta del ministro?--pensaba
Delaberge.--Si llega esta tarde, todo habrá concluido... y mañana
marcharé.



X


La cocina del _Sol de Oro_ tenía su habitual aspecto de todos los días.
Perezosamente apoyado en los umbrales de la puerta, el _Príncipe_
silbaba aguardando la hora de comer. El fuego era más vivo que nunca y
la señora Princetot, preocupada con sus cacerolas, ni siquiera levantó
los ojos al entrar Delaberge. La delgadísima criada, sentada ante la
mesa, preparaba displicentemente una ensalada.

--¿No ha traído nada el cartero?--preguntó el inspector general.

--Sí que ha traído, señor Delaberge--respondió el _Príncipe_ que, al
fin, se decidió a abandonar los umbrales de la puerta.--Hay un telegrama
para usted.

Con tardo paso, se dirigió hacia una pequeña vitrina, fijada en la pared
y en la cual se guardaban las cartas que llegaban dirigidas a los
viajeros. Abrióla y entregó a su huésped un pequeño pliego.

A pesar de su aparente indiferencia, lo mismo el hostelero que su mujer
sentíanse vivamente intrigados por ese telegrama encerrado en el sobre
amarillo en que se ponen los despachos oficiales. Sospechaban que ese
pliego contenía la respuesta ministerial y hacía ya más de una hora que
aguardaban impacientes el regreso de Delaberge.

Mientras éste, después de haber roto el sobre, se acercaba a la puerta
para leer mejor el telegrama, el _Príncipe_, guiñando sus ojuelos llenos
de malicia, observaba disimuladamente el rostro del lector y trataba de
descubrir en él si la noticia que el papel contenía iba a ejercer una
buena o mala influencia sobre el importante asunto que tanto interesaba
al pueblo. Por su parte, la señora Miguelina, olvidando un momento sus
cacerolas, dirigía su furtiva mirada en la dirección de su antiguo
amante y pensaba con honda angustia: «¿Se marchará, al fin?»

El telegrama oficial decía de este modo:

_Director general de montes a inspector general, en
Val-Clavin.--Proposiciones aprobadas por el ministro. Nuevas
instrucciones en este sentido se mandan al inspector provincial de
Chaumont._

Plegó Delaberge tranquilamente el telegrama y se lo metió en el
bolsillo. Su rostro expresaba una visible satisfacción.

--Señora Princetot--dijo,--marcharé mañana por la mañana y le
agradeceré, lo mismo que al señor Princetot, que me preparen esta misma
noche la cuenta...

Aquí se detuvo un momento como para ganar un poco de aplomo y después
continuó dirigiéndose a sus dos huéspedes, aunque más particularmente a
Miguelina:

--Mi comisión ha terminado y no es probable que se me presente nueva
ocasión de volver a Val-Clavin. De manera que mi despedida de esta noche
es definitiva... Les agradezco mucho todas sus atenciones y voy a
pedirles un último favor... En vez de volver a Langres, desearía
regresar a París por Is-sur-Tille y Dijón. ¿No tendría su hijo la bondad
de conducirme en carruaje mañana por la mañana hasta la estación de
Very?

--Nada más fácil--se apresuró a contestar el _Príncipe_;--la estación no
dista más que una media hora y Simón le acompañará sin duda
gustosísimo.

El rostro de la señora Princetot se ensombreció y a pesar de su gran
fuerza de disimulo no logró encubrir su viva inquietud.

--¿No podrías ir tu mismo, Princetot?--objetó Miguelina.--Simón está
siempre tan atareado...

--No, hija, es demasiado temprano para mí--repuso el _Príncipe_ que
gustaba de levantarse tarde.--Simón salta de la cama apenas clarea el
alba y, además, eso no le empleará más allá de una hora.

--Me agradaría eso tanto más--insistió Delaberge--por cuanto he de
hablar con él de ese asunto de los bosques...--Se volvió hacia Miguelina
y con voz en que vibraba una sentida súplica añadió:--Tranquilícese,
señora Princetot, no molestaré mucho tiempo a su hijo... ¡No me niegue
el placer de hacer el camino en su compañía durante los últimos momentos
que he de pasar en Val-Clavin!...

La mirada de Miguelina se encontró con la mirada de Francisco y tal vez
leyó en ella una solemne promesa de discreción, tal vez comprendió que
la palabra «tranquilícese» encerraba el compromiso tácito de ser hasta
el fin un extraño para Simón, o tal vez se sintió simplemente conmovida
en lo más hondo por la humilde súplica del hombre a quien en otro tiempo
había prodigado sus amorosas caricias. No insistió ya en sus objeciones
y, después de hacer un ademán de aquiescencia, se volvió silenciosa a
sus cacerolas...

       *       *       *       *       *

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, _Brunete_, el pequeño
caballo bayo, piafaba impaciente ante la puerta del _Sol de Oro_. Se
habían colocado ya las maletas en la parte trasera de la _charrette_
inglesa, en la que Delaberge tomó asiento al lado de Simón. Después de
algunas palabras de vulgar despedida y de una significativa mirada en
que puso la señora Miguelina una súplica de silencio, tomó el caballo el
trote por el camino del estanque.

El cielo estaba cubierto y una ligera neblina humedecía el rostro y las
manos. Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una
última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los
cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se
escondía y lanzó un profundísimo suspiro. Habían llegado a la rampa de
Very y, como la cuesta era muy ruda, Simón bajó para aligerar un poco al
caballo, precisamente cuando el inspector general meditaba sobre la
manera de abordar la cuestión tratada el día anterior en Rosalinda.

Francisco se quedó solo en el carruaje atormentado por sus tristes
pensamientos, pues había también neblina en su corazón.

Contemplaba vagamente los bosques, por encima de los cuales flotaban
jirones de bruma y entre cuyos árboles los pájaros lanzaban aquel grito
lastimero que anuncia los días lluviosos. En cada uno de los árboles del
camino le parecía ver desfilar una a una sus ilusiones de otros tiempos.
Reconocía al pasar cada uno de los sitios por donde había paseado con
sus agitaciones de joven ambicioso, edificando sus ensueños de fortuna y
de ascenso en su carrera. En aquellos tiempos se sentía lleno de
confianza en sí mismo, se lanzaba por los caminos del porvenir con la
intrépida audacia de un aventurero que marcha a la conquista del becerro
de oro. El destino se había mostrado con él por demás complaciente, pues
obtuvo el triunfo mucho antes de lo que esperaba. Nunca, mientras era
humilde guarda general y atravesaba solo los bosques de Val-Clavin,
nunca se había atrevido a imaginar que llegaría a lo más alto de la
escala administrativa.

Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber
visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habían dado en realidad esos
veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una
labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frías cenizas: nada
fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en
suma... La única obra hermosa y útil que podría poner en su activo, era
ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de
sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado
castillos en el aire.

¡Ironías de la existencia!... Sus trabajos administrativos, sus vigilias
pasadas en el estudio, sus sabias elucubraciones jurídicas, toda esa
actividad oficinesca que constituía su única gloria, había sido, en fin
de cuentas, tan estéril como la zizaña. La única creación de que podía
envanecerse era debida al azar de unos amoríos de pueblo, al
inconsciente olvido de una hora de placer... Y este hijo, obra suya,
carne de su carne, prolongación de su propia personalidad, no podía ni
tan sólo públicamente reconocerlo; caminaba a su lado y no le podía
decir: «Tú eres hijo mío»; no podía hablar con él sino de cosas sin
ningún interés...

Habían llegado arriba de la cuesta, y de un ligero brinco el joven
Princetot tomó de nuevo su sitio en el carruaje; cosquilleó con su
látigo el cuello del caballo y recomenzó éste su trote ligero.

Delaberge pensaba con una profunda tristeza que ya no le quedaban por
pasar sino algunos instantes al lado de Simón, y que cada una de las
vueltas que daban las ruedas del carruaje apresuraban el momento de la
despedida... Hubiera querido hablarle íntimamente, no dejarle sino
después de haberle demostrado con toda discreción sus efusivas ternuras.

--¿Llegaremos a la estación un poquito antes que el tren?--preguntó al
joven.

--No se lo puedo decir con exactitud, pues no llevo reloj--repuso
Simón;--pero no tema usted perderlo... De aquí a diez minutos
divisaremos ya la estación.

--En ese caso--dijo suspirando Delaberge,--apenas si me queda tiempo
para hablarle de algo que le interesa mucho... Por fin, recibí anoche la
respuesta de la Administración central. El ministro aprueba las
conclusiones de mi informe y he aquí en resumen lo que yo tengo
propuesto: El proyecto de dar a los usuarios el bosque de Carboneras
queda abandonado; en cambio, se les concede una superficie igual que se
tomará en la parte más excelente de los bosques de Montegrande, bosques
que la carretera de Val-Clavin atraviesa. En este sentido se han dado ya
las necesarias instrucciones al inspector de Chaumont. ¿Le parece a
usted bien?

--¡No podíamos desear más ni mejor!--exclamó Simón.--Es muy equitativo,
y todos los usuarios aceptarán con alegría sus proposiciones.

--He aquí el telegrama oficial--prosiguió Francisco sacándolo de uno de
sus bolsillos.--Nadie lo conoce todavía y he querido que fuese usted el
primero... Le suplico ahora que sea usted mismo quien lleve la noticia a
la señora Liénard... Espero que no ha de serle molesto el cumplimiento
de este encargo--añadió con una triste sonrisa--y aun diré que no me
faltan razones para creer que la joven le agradecerá saber de sus labios
la grata noticia.

--Iré a Rosalinda esta misma tarde--exclamó Simón mientras coloreaba el
rubor su rostro.

Delaberge se aproximaba suavemente al hijo de Miguelina... Deseaba
sentir el roce de su persona, esperando que este contacto había de
recalentar un poco su corazón; después le dijo con voz en que vibraba no
se sabía qué de paternal:

--Cuando esté en Rosalinda, acuérdese de que los tímidos no triunfan
jamás y pues ama usted a la señora Liénard, no tema abrirle francamente
el corazón... No se detenga a la mitad del camino... Por otra parte,
¿quién ni qué podría hacerle dudar?... Es usted digno de ella por la
educación, por el espíritu y por el carácter... Y en el caso de que,
para antes de casarse, desease haberse hecho una situación que
satisficiese su amor propio haciendo valer su personalidad, escríbame...
Yo puedo procurarle un puesto honroso en alguno de los servicios que
dependen del ministerio de Agricultura... Ya ve cómo era usted muy
injusto conmigo al considerarme como un obstáculo para sus más caros
deseos; por el contrario, yo no pido sino encontrar los medios para
apresurar su realización...

A medida que hablaba, contemplaba Simón con una mezcla de confusión y de
extrañeza a ese desconocido que, lo mismo que las hadas de los cuentos
infantiles, venía a ejercer una tan benéfica influencia en los destinos
de su vida... Sentíase profundamente conmovido por la cordial
simplicidad con que ese funcionario le daba tan sabios consejos y le
ofrecía su valiosa ayuda. Movido a la vez por un sentimiento de
vergüenza y de gratitud, balbuceaba encendido el rostro:

--Señor, yo... yo bien quisiera darle las gracias como se merece... mas
no encuentro palabras. Siéntome confundido y avergonzado de mis
estúpidas desconfianzas... ¿Cómo podría yo demostrarle mi agradecimiento
y merecer su perdón?...

--Nada más que guardándome un pequeño recuerdo en su alma...--murmuró
Delaberge.

Hubiera querido decir más y expresar con mayor viveza la ternura que
subía de su corazón a sus labios, en este supremo momento de la
despedida. Comprendía, empero, la fatal necesidad que le condenaba a
reprimir un sentimiento que hubiera parecido sospechoso al hijo de
Miguelina. Había prometido no ser para él más que un extraño y el mismo
interés del joven exigía el religioso cumplimiento de esta promesa. Una
terrible angustia le oprimía el corazón... Antes de separarse de él para
siempre, hubiera deseado dejar a este muchacho que era hijo suyo un
recuerdo material de su afecto, algo que obligase a Simón a pensar en
él alguna vez siquiera... Súbitamente se acordó de que poco antes,
cuando le preguntó si llegarían a tiempo, había dicho el joven que no
tenía reloj, y se le ocurrió la idea de ofrecerle el suyo. Pero, aunque
la cosa era insignificante, podría parecer un tanto extraña y ni aún
quizás lograría hacérselo aceptar...

Pensando en ello, comenzó lentamente a quitarse la cadena que llevaba
pendiente del chaleco y con nerviosidad la hacía saltar entre sus dedos.
Luego, afectando un aire indiferente y alegre, que amargamente
contrastaba con la desoladora tristeza que escondía en su corazón, habló
así:

--Para que piense usted en mí alguna que otra vez se me ha ocurrido una
idea... Me ha dicho usted hace poco que no llevaba reloj; deje que le
ofrezca el mío... Nada tiene de precioso, pero es muy bueno... Cuando le
pregunte usted la hora, se acordará de un viejo solterón que usted tomó
ingenuamente por un rival y que, por el contrario, sentía por usted una
afectuosísima amistad...

Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del
muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecía
aturdido y no sabía qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos
se leía a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de
herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan
reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original--pensaba
Simón,--pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que
darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»

Y mientras le daba con palabras confusas las gracias, llegaba el
carruaje ante la pequeña estación casi perdida en medio de los bosques.
Ambos saltaron a tierra y en aquel mismo instante la campana anunció la
llegada del tren, resonando dolorosamente sus metálicas vibraciones en
el corazón del inspector general. Apenas hubo tomado su billete y
facturado su equipaje, se oyó en el fondo del bosque el silbido del tren
que llegaba.

Aunque no era posible distinguirle todavía al través de la densa niebla,
se adivinaba que iba acercándose rápidamente, por las sordas
trepidaciones que conmovían el suelo... El temblor asustadizo de las
hojas y de las ramas que el tren movía a su paso, llenaba el bosque de
un misterioso murmullo.. Pronto apareció la poderosa máquina como
surgiendo súbitamente de la niebla, la fila serpenteante de los vagones
se dibujó en negro sobre los húmedos verdores y, con gemidos casi
humanos, se detuvo el tren en seco ante la humildísima estación.

El joven Princetot había acompañado a Delaberge hasta los mismos
andenes... Francisco le envolvió en aquel supremo momento en una
afectuosísima mirada y nunca le pareció tan evidente su semejanza con el
hijo de Miguelina...

--¡Valor, y buena suerte!--le dijo con voz que se esforzaba en hacer
serena.--Cuando esté en Rosalinda, no olvide usted ni una sola de mis
recomendaciones... Y ahora, hijo mío, como no sabemos si hemos de vernos
otra vez, venga a mí...

Tomó a Simón entre sus brazos, le apretó con fuerza contra su pecho, y
tuvo este abrazo tan comunicativos ardores, que el joven se sintió
conmovido a su vez y besó a Francisco tantas cuantas veces le iba éste
besando también...

Mientras quedaba Simón un tanto sorprendido de la emoción profunda que
acababa de experimentar, subió Delaberge al vagón e inmediatamente
cerraron la portezuela.

--¡Adiós!...--dijo todavía asomando su pálido rostro por la ventanilla
del coche.

       *       *       *       *       *

Y partió el tren entre nubes de vapor cuyos blancos jirones se rasgaban
al través de la valla que cerraba la vía... Destrozado el corazón,
húmedos los ojos, Delaberge continuaba con la mirada fija hacia la
estación que se iba haciendo más pequeña cada vez... y en vano sus ojos
querían atravesar el espesísimo velo de la niebla que deformaba todas
las cosas y parecía querer aislarle del mundo exterior. Por fin,
desesperado y vencido, se dejó caer sobre el asiento... Viajaba también
solo esta vez, y un profundo sollozo se anudó en su garganta a la idea
de que, de hoy más, solo también viajaría por los tristes caminos de la
existencia.

FIN





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