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Title: Pepita Jiménez
Author: Valera, Juan, 1824-1905
Language: Spanish
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Pepita Jiménez

Por

Juan Valera

J. Noguera a cargo de M. Martínez

Madrid, España

1874

El señor deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre sus
papeles un legajo, que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar
en las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de
los documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencia
latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy
por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los
papeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología,
nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola
página.

Contiene el legajo tres partes. La primera dice: _Cartas de mi Sobrino_;
la segunda, _Paralipómenos_; y la tercera, _Epílogo_.
_Cartas de mi hermano_.

Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese la
del señor deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si bien
con poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez el
señor deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos de
ocio; pero, mirado el asunto con más detención y, notando la natural
sencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela,
sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor deán
rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa,
designada con el título bíblico de _Paralipómenos_, es la sola obra del
señor deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no
refieren.

De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien me
ha interesado casi la lectura de estos papeles; y como en el día se
publica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones,
mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellos
se designan, no se vean en novela sin quererlo ni permitirlo.

Las cartas que la primera parte contiene parecen escritas por un joven
de pocos años, con algún conocimiento teórico, pero con ninguna práctica
de las cosas del mundo, educado al lado del señor deán, su tío, y en el
Seminario, y con gran fervor religioso y empeño decidido de ser
sacerdote.

A este joven llamaremos D. Luis de Vargas.

El mencionado _manuscrito_, fielmente trasladado a la estampa, es como
sigue.



-I-

Cartas de mi sobrino

       *       *       *       *       *

               _22 de Marzo_.

Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda
felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud
a mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento de
verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha
embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora
no he podido escribir a Vd.

Vd. me lo perdonará.

Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la
impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria.
Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que
el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era
inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeña
que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de
por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan
lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua
cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están
cubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante
puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas
pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los
vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y
alamedas.

Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por
ellas un par de horas.

Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos;
pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las
amenas huertas que le circundan.

Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.

Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me
han abrazado y besado.

Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós
años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy
presente.

Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues
ni un instante me dejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria.
Mi padre es el cacique del lugar.

Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de
hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que
debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los
pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar
la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos
nietos.

Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un
real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy
pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a
pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta
vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.

El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a
fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni
leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos
primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está
visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado
algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya
una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.

Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa,
sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las
más importantes del lugar.

Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído
hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.

Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puede
poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el
atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas
conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D. Juan
Tenorio.

No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo
sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ella
se cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero sí
que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda;
sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda,
como Vd. sabe, de un capitán retirado

               _Que le dejó a su muerte_
               _Sólo su honrosa espada por herencia_,

según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con
su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.

Tenía un tío llamado D. Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo
mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda
fundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con las rentas de este
mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas y sin acertar a
darse el lustre y decoro propios de su clase; pero D. Gumersindo era un
ser extraordinario: el genio de la economía. No se podía decir que
crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con
respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar
sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y
bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la
industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta
la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer
su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le
critica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendo
moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un
10 por 100 al año, mientras que en toda esta comarca llevan un 20 y
hasta un 30 por 100, y aún parece poco.

Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre
a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de
casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a
la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda
en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de
estos lugareños y a la natural exageración andaluza.

D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no
inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo
raídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo
inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos
pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a
otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.

Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran
virtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes
cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por
complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelos
y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de
chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando
no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su
discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación
alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia,
gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y
que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.

Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta
años, iba ella a cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre y
desvalida.

La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos
groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se
lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que
sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en
medio de tanta pobreza. Tenía además un hijo mayor que Pepita, que había
sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, a quien después
de muchos disgustos, había logrado colocar en la Habana en un empleíllo
de mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio.
Sin embargo, a los pocos años de estar en la Habana el muchacho, su mala
conducta hizo que le dejaran cesante, y asaetaba a cartas a su madre
pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se
desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco
evangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su
hija que la sacase de apuros.

En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa
de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y
persistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil
y tan desatinado el suponer que un hombre, que había pasado ochenta años
sin querer casarse, pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el
sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon
jamás los en verdad atrevidos pensamientos de D. Gumersindo. Así es que
un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de varios
requiebros, entre burlas y veras, D. Gumersindo soltó con la mayor
formalidad y a boca de jarro la siguiente categórica pregunta:

--Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?

Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera
tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto
instinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas,
por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso
colorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó por
ella:

--Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar:
Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera.

_Este Tío, con mucho gusto_; _cuando Vd. quiera_, entonces, y varias veces
después, dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios
de Pepita, cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas
y hasta al mandato imperioso de su madre.

Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez y
de su historia; pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues si
es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía.
Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores y referir en resumen
cosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.

Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenó
contra ella en los días que precedieron a la boda y algunos meses
después.

En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas
para la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas,
hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medio
proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano de
la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su Providencia,
fuerza es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte,
¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de la
mente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisito
e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del
matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar
su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de
su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques y
asistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por último, sus
postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de su
juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo esto
pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios,
salva queda la bondad de lo que hizo.

Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones
psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita
Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante
tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba
y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa
enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que
el viejo murió en sus brazos dejándola heredera de una gran fortuna.

Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio
que enviudó, Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su vivir
retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la
muerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo. Tal vez
alguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el conocimiento
cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho
rica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que,
avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en la
austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a la herida de su
corazón.

Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo
mal _como en todas partes_: en las ciudades populosas, en los grandes
centros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tanto
o más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideración
en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria
o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia,
ni la discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni
comprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sino
el tener más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, con
dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso
de su riqueza, se ve en el día considerada y respetada
extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías han
acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejor
acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos con
extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que
tiene llena el alma de la más ardiente devoción y que su constante
pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad
religiosa.

Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen,
que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que
no quita lo cortés a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más
franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y
atenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a
raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadas
culpas y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.

Confieso a Vd. que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer;
tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de
fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que
dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a
mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su
mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difiero
del sentir de Pepita en una cosa; en creer que mi padre, mejor que
quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna,
buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si
ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en esto
cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, los
desdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda.

Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase
soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como si
dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero Vd. sabe bien
lo firme de mi resolución.

Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienes
de la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardor
de la juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad,
todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda.
Hasta los muchos libros que Vd. me ha dado a leer y mi conocimiento de
la historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia unen
en mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidan
y excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que, no bien
salga de este lugar, donde Vd. mismo me envía a pasar algún tiempo con
mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y
aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por don
sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de la
facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las gentes,
y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras al
mismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes a
predicar el Evangelio.

No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a ningún otro
hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo,
después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada
educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de Vd., mi querido
tío.

Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mi
voluntad esta cosa, este pensamiento, esta cavilación, acude a mi mente
con frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela a
Vd.; no me es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios
pensamientos. Vd. me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, a
buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos del
corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia.

He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de
aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia
con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que
el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el
discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le
muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa
desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal
debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término
ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a Vd. que me
haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de
su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y
aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de
causa. Me alegro de no ser cándido, y de ir derecho a la virtud, y en
cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las
tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que
debemos hacer por este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lo
llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en
apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.

Otra cosa que me considero obligado a agradecer a Vd., es la
indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino
severa y grave, que ha sabido Vd. inspirarme para con las faltas y
pecados del prójimo.

Digo todo esto porque quiero hablar a Vd. de un asunto tan delicado, tan
vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución,
yo me pregunto a veces: este propósito mío ¿tendrá por fundamento, en
parte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo
de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre,
víctima de sus liviandades?

Lo examino detenidamente y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy
al contrario: la gratitud le llena todo. Mi padre me ha criado con amor;
ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que al
criarme, al cuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño,
trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu de
ella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz de
ira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha
reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con Vd., a quien
debo cuanto soy.

Si hay en mi corazón algún germen de virtud, si hay en mi mente algún
principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen
propósito, a Vd. lo debo.

El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la
estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos.
Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de
egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo le
tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera
emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero
de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de
independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he
hablado.

Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doy
por ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto que
la fuerza de la sangre, el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazo
que nos une, me lleva, sin ninguna consideración del deber, a amar a mi
padre y a reverenciarle. Sería horrible, no amarle así y esforzarse por
amarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin embargo, y aquí
vuelve mi escrúpulo: mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar
o de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han de
tocarme por herencia y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mi
padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de una
verdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo,
de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona lo
que mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y me
atormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo que
no soy orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tiene
si lo necesitara; y me complazco en ser tan agradecido con él por lo
poco como por lo mucho.

Adiós tío: en adelante escribiré a Vd. a menudo y tan por extenso como
me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.

       *       *       *       *       *

               _28 de Marzo_.

Me voy cansando de mi residencia en este lugar, y cada día siento más
deseo de volverme con Vd. y de recibir las órdenes; pero mi padre quiere
acompañarme, quiere estar presente en esa gran solemnidad y exige de mí
que permanezca aquí con él dos meses por lo menos. Está tan afable, tan
cariñoso conmigo, que sería imposible no darle gusto en todo.
Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle, me
violento y procuro aparentar que me gustan las diversiones de aquí, las
giras campestres y hasta la caza, a todo lo cual le acompaño. Procuro
mostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en el
pueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo, yo
por modestia trato de disimular estas apariencias de santidad o de
suavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando una
alegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidad
ni con los santos. Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí,
que los chistes groseros y que el regocijo estruendoso me cansan. No
quisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo
sigilo y de mí para Vd.; pero a menudo me doy a pensar que tal vez sería
más difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, y
más lógica y meritoria, que el irse a la India, a la Persia o la China,
dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido.
¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo y
la incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero si
obran tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico,
diabólico, y no por medios naturales, pues es lo cierto que nadie lee
aquí libro alguno ni bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómo
puedan pervertirse con las malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en
el aire las malas doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia? Acaso (y
siento tener este mal pensamiento, que a Vd. sólo declaro), acaso tenga
la culpa el mismo clero. ¿Está en España a la altura de su misión? ¿Va a
enseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus individuos es capaz
de esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la vida
religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otro
cualquiera, con la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más
menesterosos, los más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta
_carrera_ ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la
escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo
de ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase;
reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación y
muchos de ellos podrán enmendarse con el auxilio divino.

Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de
Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el
día del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y
advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le da
alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo
ceda y acepte su mano.

Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me
parece una mujer singular, cuyas condiciones morales no atino a
determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior,
que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muy
sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir
también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de
su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de
cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando la
mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto, que o
bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a
superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía
de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que
desentone del cuadro general en que está colocada, y sin embargo, posee
una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la rodea. No
afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las
ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una
señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo,
el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni
cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien
cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida,
denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una
persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las
vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.

Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son
artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada
pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio
como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No
tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus
plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas
con extraordinario mimo.

Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se
conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún
cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con
empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas,
tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen
compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos,
tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.

En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde
resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y
bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul, lleno de
estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El
altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor
macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o
escaloncitos, mucha cera ardiendo.

Al ver todo esto, no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer
que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para
efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al
propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por
encima de los canarios y de los gatos.

No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma
tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las
órdenes que voy a recibir dentro de poco, han salido de sus labios.
Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última
cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del
vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar
por muy entendida.

Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos
hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con
gratitud.

Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande
amigo de la casa y padre espiritual de Pepita.

El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias
veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía,
de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que
era una santa.

Oído el señor vicario y fiándome en su juicio, yo no puedo menos de
desear que mi padre se case con la Pepita. Como mi padre no es a
propósito para hacer vida penitente, éste sería el único modo de que
cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que viniese
a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico.

Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra,
mi padre me habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había
sido un gran calavera, que había llevado una vida muy mala y que no veía
medio de enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su
salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por supuesto que
iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses; me dijo que
era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más.
Yo le respondí que para los planes y fines de mi vida necesitaba harto
poco dinero, y que mi mayor contento sería verle dichoso con mujer e
hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego mi padre de sus
esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se
diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más
joven. Para ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del
triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte
novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas. En
cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también
llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita
le distinguía tanto, y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no
era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo trato y
con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la causa del
desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de
sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a
un convento ni se inclinaba a la vida penitente: a pesar de su
recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se
complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de
cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin
duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado: ella es naturalmente
elegante, distinguida; es un ser superior por la voluntad y por la
inteligencia, por más que con modestia lo disimule; ¿cómo, pues, ha de
entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora?
Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que
sólo con Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un
mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su niño
Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser
ese mortal dichoso.

Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en
este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis
propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las
cuales quiere que dé mi voto.

No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha
hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de
ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el
camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario, aun
exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha venido ya a
consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han presentado en
el confesionario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos que
me ha sido referido por el vicario, como todos, con profundo misterio y
sin decirme el nombre de la persona interesada.

Cuenta el señor vicario, que una hija suya de confesión tiene grandes
escrúpulos, porque se siente llevada con irresistible impulso hacia la
vida solitaria y contemplativa, pero teme a veces que este fervor de
devoción no venga acompañado de una verdadera humildad, sino que en
parte le promueva y excite el mismo demonio del orgullo.

Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle en el centro del alma donde
está, purificarse de todas las pasiones y afecciones terrenales, para
unirse a él, son ciertamente anhelos piadosos y determinaciones buenas;
pero el escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o no de un amor
propio exagerado. ¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que
yo, aunque indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las
almas de mis semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi
voluntad se turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos
que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas
las cosas, de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño,
que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción tiene este
fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no está
cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad, sino
en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y valedera,
sino que está en el aire, porque ¿quién asegura que no pueda el alma
olvidarse del amor a su Creador, cuando no le ama de un modo infinito,
sino porque no hay criatura a quien juzgue digna de que el amor en ella
se emplee?

Sobre este caso de conciencia, harto alambicado y sutil para que así
preocupe a una lugareña, ha venido a consultarme el padre vicario. Yo he
querido excusarme de decir nada, fundándome en mi inexperiencia y pocos
años; pero el señor vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he
podido menos de discurrir sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría
de que Vd. aprobase mi parecer, que lo que importa a esta hija de
confesión atribulada, es mirar con mayor benevolencia a los hombres que
la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con el
escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad,
haciendo resaltar todas las buenas cualidades de ellos y ponderándolas
mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe esforzarse por ver en
cada ser humano un objeto digno de amor, un verdadero prójimo, un igual
suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas y
virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de Dios. Realzado
así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas por lo que son
y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior a ellas en
nada, antes bien, profundizando con valor en el fondo de nuestra
conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo
la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá
lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el
mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este
fundamento descuella luego, y se levanta el amor divino con invencible
pujanza, no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada
estimación propia, del orgullo o de un desdén injusto del prójimo, sino
que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la
bondad infinitas.

Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor
vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no
puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero si el vicario acierta
a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a
hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o lo que es más
probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se conformará y
contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es
inferior a ella.

       *       *       *       *       *

               _4 de Abril_.

La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y
no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente;
antes al contrario, aquí me paseo mucho, a pie y a caballo, voy al
campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones; en
fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida
intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan un momento para
pensar y meditar sosegadamente: y como el encanto de mi vida estribaba
en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago
ahora. Gracias a la paciencia, que usted me ha recomendado para todas
las ocasiones, puedo sufrirla.

Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el
anhelo que cada día siento más vivo de tomar el estado a que
resueltamente me inclino desde hace años. Me parece que en estos
momentos, cuando se halla tan cercana la realización del constante sueño
de mi vida, es como una profanación distraer la mente hacia otros
objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi
admiración por la belleza de las cosas creadas; por el cielo tan lleno
de estrellas en estas serenas noches de primavera, y en esta región de
Andalucía; por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes
sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y
sombrías alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar
apartado y esquivo, con tanto pájaro que le da música y con tantas
flores y yerbas olorosas; esta admiración y entusiasmo mío, repito, que
en otro tiempo me parecían avenirse por completo con el sentimiento
religioso que llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en vez de
debilitarle, hoy casi me parece pecaminosa distracción e imperdonable
olvido de lo eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible por
lo sensible y creado. Aunque con poco aprovechamiento en la virtud,
aunque nunca libre mi espíritu de los fantasmas de la imaginación,
aunque no exento en mí el hombre interior de las impresiones exteriores
y del fatigoso método discursivo, aunque incapaz de reconcentrarme por
un esfuerzo de amor en el centro mismo de la simple inteligencia, en el
ápice de la mente, para ver allí la verdad y la bondad, desnudas de
imágenes y de formas, aseguro a Vd. que tengo miedo del modo de orar
imaginario, propio de un hombre corporal y tan poco aprovechado como yo
soy. La misma meditación racional me infunde recelo. No quisiera yo
hacer discursos para conocer a Dios, ni traer razones de amor para
amarle. Quisiera alzarme de un vuelo a la contemplación esencial e
íntima. ¿Quién me diese alas, como de paloma, para volar al seno del que
ama mi alma? Pero, ¿cuáles son, dónde están mis méritos? ¿Dónde las
mortificaciones, la larga oración y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios
mío, para que tú me favorezcas?

Harto sé que los impíos del día presente acusan, con falta completa de
fundamento, a nuestra santa religión de mover las almas a aborrecer
todas las cosas del mundo, a despreciar o a desdeñar la naturaleza, tal
vez a temerla casi, como si hubiera en ella algo de diabólico,
encerrando todo su amor y todo su afecto en el que llaman monstruoso
egoísmo del amor divino, porque creen que el alma se ama a sí propia
amando a Dios. Harto sé que no es así, que no es ésta la verdadera
doctrina; que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo
todo, porque todo está en Dios y Dios está en todo por inefable y alta
manera. Harto sé que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo
cual es amarlas por ellas con rectitud; porque ¿qué son ellas más que la
manifestación, la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no sé qué
extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e
indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como
antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna
efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una
enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la
noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo
enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se
me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo
que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No
quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero
tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más
delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que
por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco,
cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el
majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines
y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y
entibien ni por un momento mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa
fábrica del mundo.

No se me oculta que todas estas cosas materiales son como las letras de
un libro, son como los signos y caracteres donde el alma, atenta a su
lectura, puede penetrar un hondo sentido y leer y descubrir la hermosura
de Dios, que, si bien imperfectamente, está en ellas como trasunto o más
bien como cifra, porque no la pintan, sino que la representan. En esta
distinción me fundo a veces para dar fuerza a mis escrúpulos y
mortificarme. Porque yo me digo: si amo la hermosura de las cosas
terrenales tales como ellas son, y si la amo con exceso, es idolatría;
debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y
divina, que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en
todo.

Hace pocos días cumplí veintidós años. Tal ha sido hasta ahora mi fervor
religioso, que no he sentido más amor que el inmaculado amor de Dios
mismo y de su santa religión, que quisiera difundir y ver triunfante en
todas las regiones de la tierra. Confieso que algún sentimiento profano
se ha mezclado con esta pureza de afecto. Vd. lo sabe, se lo he dicho
mil veces; y Vd., mirándome con su acostumbrada indulgencia, me ha
contestado que el hombre no es un ángel y que sólo pretender tanta
perfección es orgullo; que debo moderar esos sentimientos y no empeñarme
en ahogarlos del todo. El amor a la ciencia, el amor a la propia gloria,
adquirida por la ciencia misma, hasta el formar uno de sí propio no
desventajoso concepto; todo ello, sentido con moderación, velado y
mitigado por la humildad cristiana y encaminado a buen fin, tiene sin
duda algo de egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyo a las más
firmes y nobles resoluciones. No es, pues, el escrúpulo que me asalta
hoy el de mi orgullo, el de tener sobrada confianza en mí mismo, el de
ansiar gloria mundana, o el de ser sobrado curioso de ciencia; no es
nada de esto; nada que tenga relación con el egoísmo, sino en cierto
modo lo contrario. Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la
voluntad, una facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan
fácilmente de ternura al ver una florecilla bonita o al contemplar el
rayo misterioso, tenue y ligerísimo de una remota estrella, que casi
tengo miedo.

Dígame Vd. qué piensa de estas cosas; si hay algo de enfermizo en esta
disposición de mi ánimo.

       *       *       *       *       *

               _8 de Abril_.

Siguen las diversiones campestres, en que tengo que intervenir muy a
pesar mío.

He acompañado a mi padre a ver casi todas sus fincas, y mi padre y sus
amigos se pasman de que yo no sea completamente ignorante en las cosas
del campo. No parece sino que para ellos el estudio de la teología, a
que me he dedicado, es contrario del todo al conocimiento de las cosas
naturales. ¡Cuánto han admirado mi erudición al verme distinguir en las
viñas, donde apenas empiezan a brotar los pámpanos, la cepa
Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don-Bueno! ¡Cuánto han admirado
también que en los verdes sembrados sepa yo distinguir la cebada del
trigo y el anís de las habas; que conozca muchos árboles frutales y de
sombra; y que, aun de las yerbas que nacen espontáneamente en el campo,
acierte yo con varios nombres y refiera bastantes condiciones y
virtudes!

Pepita Jiménez, que ha sabido por mi padre lo mucho que me gustan las
huertas de por aquí, nos ha convidado a ver una que posee a corta
distancia del lugar, y a comer las fresas tempranas que en ella se
crían. Este antojo de Pepita de obsequiar tanto a mi padre, quien la
pretende y a quien desdeña, me parece a menudo que tiene su poco de
coquetería, digna de reprobación; pero cuando veo a Pepita después, y la
hallo tan natural, tan franca y tan sencilla, se me pasa el mal
pensamiento e imagino que todo lo hace candorosamente y que no la lleva
otro fin que el de conservar la buena amistad que con mi familia la
liga.

Sea como sea, anteayer tarde fuimos a la huerta de Pepita. Es hermoso
sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo
que riega casi todas estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al
lado de la que visitamos: se forma allí una presa, y cuando se suelta el
agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado en ambas
márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas floridas y otros
árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y transparente, se derrama
en el fondo, formando espuma, y luego sigue su curso tortuoso por un
cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus orillas de mil
yerbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de violetas. Las
laderas que hay a un extremo de la huerta están llenas de nogales,
higueras, avellanos y otros árboles de fruta. Y en la parte llana hay
cuadros de hortaliza, de fresas, de tomates, patatas, judías y
pimientos, y su poco de jardín, con grande abundancia de flores, de las
que por aquí más comúnmente se crían. Los rosales, sobre todo, abundan,
y los hay de mil diferentes especies. La casilla del hortelano es más
bonita y limpia de lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de la
casilla hay otro pequeño edificio reservado para el dueño de la finca, y
donde nos agasajó Pepita con una espléndida merienda, a la cual dio
pretexto el comer las fresas, que era el principal objeto que allí nos
llevaba. La cantidad de fresas fue asombrosa para lo temprano de la
estación, y nos fueron servidas con leche de algunas cabras que Pepita
también posee.

Asistimos a esta gira el médico, el escribano, mi tía doña Casilda, mi
padre y yo; sin faltar el indispensable señor vicario, padre espiritual,
y más que padre espiritual, admirador y encomiador perpetuo de Pepita.

Por un refinamiento algo sibarítico, no fue el hortelano, ni su mujer,
ni el chiquillo del hortelano, ni ningún otro campesino quien nos sirvió
la merienda, sino dos lindas muchachas, criadas y como confidentas de
Pepita, vestidas a lo rústico, si bien con suma pulcritud y elegancia.
Llevaban trajes de percal de vistosos colores, cortos y ceñidos al
cuerpo, pañuelos de seda cubriendo las espaldas, y descubierta la
cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos cabellos negros, trenzados y
atados luego formando un moño en figura de martillo, y por delante rizos
sujetos con sendas horquillas, por acá llamados caracoles. Sobre el moño
o castaña ostentaban cada una de estas doncellas un ramo de frescas
rosas.

Salvo la superior riqueza de la tela y su color negro, no era más
cortesano el traje de Pepita. Su vestido de merino tenía la misma forma
que el de las criadas, y, sin ser muy corto, no arrastraba ni recogía
suciamente el polvo del camino. Un modesto pañolito de seda negra cubría
también, al uso del lugar, su espalda y su pecho, y en la cabeza no
ostentaba tocado, ni flor, ni joya, ni más adorno que el de sus propios
cabellos rubios. En la única cosa que note por parte de Pepita cierto
esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar guantes.
Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en
tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y sonrosadas,
pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza humana, y al
fin, si yo no estoy trascordado, creo que Santa Teresa tuvo la misma
vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa tan
grande.

En efecto, yo me explico, aunque no disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es
tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me
figura a veces que tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de
nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la
inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a
las creaciones de la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió al
hombre sobre todas las criaturas. Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal
vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese
imperio; pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las
manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si
bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre
pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo,
de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo
del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el
espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que
han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios
completa y mejora. Imposible parece que quien tiene manos como Pepita
tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en
discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle.

No hay que decir que mi padre se mostró tan embelesado como siempre de
Pepita, y ella tan fina y cariñosa con él, si bien con un cariño más
filial de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto que mi padre, a pesar
de la reputación que tiene de ser por lo común poco respetuoso y
bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto y unos
miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la señora Oriana en
el período más humilde de sus pretensiones y galanteos: ni una palabra
que disuene, ni un requiebro brusco e inoportuno, ni un chiste algo
amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen permitirse los
andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes»; y
en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los tiene grandes, verdes
como los de Circe, hermosos y rasgados; y lo que más mérito y valor les
da, es que no parece sino que ella no lo sabe, pues no se descubre en
ella la menor intención de agradar a nadie ni de atraer a nadie con lo
dulce de sus miradas. Se diría que cree que los ojos sirven para ver y
nada más que para ver. Lo contrario de lo que yo, según he oído decir,
presumo que creen la mayor parte de las mujeres jóvenes y bonitas, que
hacen de los ojos un arma de combate y como un aparato eléctrico o
fulmíneo para rendir corazones y cautivarlos. No son así, por cierto,
los ojos de Pepita, donde hay una serenidad y una paz como del cielo. Ni
por eso se puede decir que miren con fría indiferencia. Sus ojos están
llenos de caridad y de dulzura. Se posan con afecto en un rayo de luz,
en una flor, hasta en cualquier objeto inanimado; pero con más afecto
aún, con muestras de sentir más blando, humano y benigno, se posan en el
prójimo, sin que el prójimo, por joven, gallardo y presumido que sea, se
atreva a suponer nada más que caridad y amor al prójimo, y, cuando más,
predilección amistosa, en aquella serena y tranquila mirada.

Yo me paro a pensar si todo esto será estudiado; si esta Pepita será una
gran comedianta; pero sería tan perfecto el fingimiento y tan oculta la
comedia, que me parece imposible. La misma naturaleza, pues, es la que
guía y sirve de norma a esta mirada y a estos ojos. Pepita, sin duda,
amó a su madre primero, y luego las circunstancias la llevaron a amar a
D. Gumersindo por deber, como al compañero de su vida; y luego, sin
duda, se extinguió en ella toda pasión que pudiera inspirar ningún
objeto terreno, y amó a Dios, y amó las cosas todas por amor de Dios, y
se encontró quizás en una situación de espíritu apacible y hasta
envidiable, en la cual, si tal vez hubiese algo que censurar, sería un
egoísmo del que ella misma no se da cuenta. Es muy cómodo amar de este
modo suave, sin atormentarse con el amor; no tener pasión que combatir;
hacer del amor y del afecto a los demás un aditamento y como un
complemento del amor propio.

A veces me pregunto a mí mismo, si al censurar en mi interior esta
condición de Pepita, no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo lo que pasa
en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su
alma, no es la mía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasión alguna
que vencer: todas mis inclinaciones bien dirigidas, todos mis instintos
buenos y malos, merced a la sabia enseñanza de usted, van sin obstáculos
ni tropiezos encaminados al mismo propósito; cumpliéndolo se satisfarían
no sólo mis nobles y desinteresados deseos, sino también mis deseos
egoístas, mi amor a la gloria, mi afán de saber, mi curiosidad de ver
tierras distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama. Todo esto se cifra
en llegar al término de la carrera que he emprendido. Por este lado, se
me antoja a veces que soy más censurable que Pepita, aun suponiéndola
merecedora de censura.

Yo he recibido ya las órdenes menores; he desechado de mi alma las
vanidades del mundo; estoy tonsurado; me he consagrado al altar, y sin
embargo, un porvenir de ambición se presenta a mis ojos y veo con gusto
que puedo alcanzarle y me complazco en dar por ciertas y valederas las
condiciones que tengo para ello, por más que a veces llame a la modestia
en mi auxilio a fin de no confiar demasiado. En cambio esta mujer ¿a qué
aspira ni qué quiere? Yo la censuro de que se cuida las manos; de que
mira tal vez con complacencia su belleza; casi la censuro de su
pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de yo no sé qué coquetería
que hay en la misma modestia y sencillez con que se viste. ¡Pues qué!
¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma
pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea? Es
extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de Pepita.
¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no quiere ser mi
madrastra! ¡Si no quiere a mi padre! Verdad es que las mujeres son
raras: quién sabe si en el fondo de su alma no se siente inclinada ya a
querer a mi padre y a casarse con él, si bien, atendiendo a aquello de
que lo que mucho vale mucho cuesta, se propone, páseme Vd. la palabra,
molerle antes con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre, poner a
prueba la constancia de su afecto y acabar por darle el plácido sí.
¡Allá veremos!

Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida: se habló
de flores, de frutos, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas
relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en
competencia con mi padre, conmigo y con el señor vicario, que se queda
con la boca abierta cada vez que habla Pepita, y jura que en los setenta
y pico de años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que
le han hecho recorrer casi toda la Andalucía, no ha conocido mujer más
discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice.

Cuando volvemos a casa de cualquiera de estas expediciones, vuelvo a
insistir con mi padre en mi ida con Vd. a fin de que llegue el suspirado
momento de que yo me vea elevado al sacerdocio; pero mi padre está tan
contento de tenerme a su lado y se siente tan a gusto en el lugar,
cuidando de sus fincas, ejerciendo mero y mixto imperio como cacique, y
adorando a Pepita y consultándoselo todo como a su ninfa Egeria, que
halla siempre y hallará aún, tal vez durante algunos meses, fundado
pretexto para retenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vino de yo no
sé cuántas pipas de la candiotera; ya tiene que trasegar otro; ya es
menester binar los majuelos; ya es preciso arar los olivares, y cavar
los pies a los olivos: en suma, me retiene aquí contra mi gusto; aunque
no debiera yo decir «contra mi gusto», porque le tengo muy grande en
vivir con un padre que es para mí tan bueno.

Lo malo es que con esta vida temo materializarme demasiado: me parece
sentir alguna sequedad de espíritu durante la oración; mi fervor
religioso disminuye; la vida vulgar va penetrando y se va infiltrando en
mi naturaleza. Cuando rezo, padezco distracciones; no pongo en lo que
digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención
profunda que antes ponía. En cambio, la ternura de mi corazón, que no se
fija en objeto condigno, que no se emplea y consume en lo que debiera,
brota y como que rebosa en ocasiones por objetos y circunstancias que
tienen mucho de pueriles, que me parecen ridículos, y de los cuales me
avergüenzo. Si me despierto en el silencio de la alta noche y oigo que
algún campesino enamorado canta, al son de su guitarra mal rasgueada,
una copla de fandango o de rondeñas, ni muy discreta, ni muy poética, ni
muy delicada, suelo enternecerme como si oyera la más celestial melodía.
Una compasión loca, insana, me aqueja a veces. El otro día cogieron los
hijos del aperador de mi padre un nido de gorriones, y al ver yo los
pajarillos sin plumas aún y violentamente separados de la madre
cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso, se me saltaron las
lágrimas. Pocos días antes, trajo del campo un rústico una ternerita que
se había perniquebrado; iba a llevarla al matadero y venía a decir a mi
padre qué quería de ella para su mesa: mi padre pidió unas cuantas
libras de carne, la cabeza y las patas; yo me conmoví al ver la
ternerita y estuve a punto, aunque la vergüenza lo impidió, de
comprársela al hombre, a ver si yo la curaba y conservaba viva. En fin,
querido tío, menester es tener la gran confianza que tengo yo con Vd.
para contarle estas muestras de sentimiento extraviado y vago, y hacerle
ver con ellas que necesito volver a mi antigua vida, a mis estudios, a
mis altas especulaciones, y acabar por ser sacerdote para dar al fuego
que devora mi alma el alimento sano y bueno que debe tener.

       *       *       *       *       *

               _14 de Abril_.

Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi
padre.

El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el
trato y conversación del señor vicario, con quien suelo dar a solas
largos paseos. Imposible parece que un hombre de su edad, que debe de
tener cerca de los ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes
me canso yo que él, y no queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de
cerro escarpado en estas cercanías, a donde no lleguemos.

El señor vicario me va reconciliando mucho con el clero español, a quien
algunas veces he tildado yo, hablando con Vd., de poco ilustrado.
¡Cuánto más vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de
buen deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído
muchos libros y en cuya alma no arda con tal viveza como en la suya el
fuego de la caridad unido a la fe más sincera y más pura! No crea Vd.
que es vulgar el entendimiento del señor vicario: es un espíritu
inculto; pero despejado y claro. A veces imagino que pueda provenir la
buena opinión que de él tengo, de la atención con que me escucha; pero,
si no es así, me parece que todo lo entiende con notable perspicacia y
que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión el aprecio de
todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha traído. Me
encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas
manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad, en suma, con que el
señor vicario ejerce las más penosas obras de caridad. No hay desgracia
que no remedie, ni infortunio que no consuele, ni humillación que no
procure restaurar, ni pobreza a que no acuda solícito con un socorro.

Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en
Pepita Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él
poniendo por las nubes.

El carácter de esta especie de culto que el vicario rinde a Pepita, va
sellado, casi se confunde con el ejercicio de mil buenas obras; con las
limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado de los menesterosos.
Pepita no da sólo para los pobres, sino también para novenas, sermones y
otras fiestas de iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces
adornados de bellísimas flores, estas flores se deben a la munificencia
de Pepita, que las ha hecho traer de sus huertas. Si en lugar del
antiguo manto, viejo y raído que tenía la Virgen de los Dolores, luce
hoy un flamante y magnífico manto de terciopelo negro, bordado de plata,
Pepita es quien lo ha costeado. Estos y otros tales beneficios el
vicario está siempre decantándolos y ensalzándolos. Así es que cuando no
hablo yo de mis miras, de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa
en extremo al señor vicario y le trae suspenso de mis labios, cuando es
él quien habla y yo quien escucho, la conversación, después de mil
vueltas y rodeos, viene a parar siempre en hablar de Pepita Jiménez. Y
al cabo, ¿de quién me ha de hablar el señor vicario? Su trato con el
médico, con el boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da
motivo para tres palabras de conversación. Como el señor vicario posee
la rarísima cualidad en un lugareño, de no ser amigo de contar vidas
ajenas ni lances escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la
mencionada mujer, a quien visita con frecuencia y con quien, según se
desprende de lo que dice, tiene los más íntimos coloquios.

No sé qué libros habrá leído Pepita Jiménez, ni que instrucción tendrá;
pero de lo que cuenta el señor vicario se colige que está dotada de un
espíritu inquieto e investigador, donde se ofrecen infinitas cuestiones
y problemas que anhela dilucidar y resolver, presentándolos para ello al
señor vicario, a quien deja agradablemente confuso. Este hombre, educado
a la rústica, clérigo de misa y olla, como vulgarmente suele decirse,
tiene el entendimiento abierto a toda luz de verdad, aunque carece de
iniciativa, y, por lo visto, los problemas y cuestiones que Pepita le
presenta, le abren nuevos horizontes y nuevos caminos, aunque nebulosos
y mal determinados, que él no presumía siquiera, que no acierta a trazar
con exactitud; pero cuya vaguedad, novedad y misterio le encantan.

No desconoce el padre vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que
él y Pepita se exponen a dar sin saberlo, en alguna herejía; pero se
tranquiliza porque, distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su
catecismo al dedillo, tiene confianza en Dios, que le iluminará, y
espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá sus consejos y
no se extraviará nunca.

Así imaginan ambos mil poesías, aunque informes, bellas, sobre todos los
misterios de nuestra religión y artículos de nuestra fe. Inmensa es la
devoción que tienen a María Santísima, Señora nuestra, y yo me quedo
absorto de ver cómo saben enlazar la idea o el concepto popular de la
Virgen con algunos de los más remontados pensamientos teológicos.

Por lo que relata el padre vicario entreveo que en el alma de Pepita
Jiménez, en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un
agudo dardo de dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida
pasada. Pepita amó a D. Gumersindo, como a su compañero, como a su
bienhechor, como al hombre a quien todo se lo debe; pero la atormenta,
la avergüenza el recuerdo de que D. Gumersindo fue su marido.

En su devoción a la Virgen se descubre un sentimiento de humillación
dolorosa, un torcedor, una melancolía que influye en su mente el
recuerdo de su matrimonio indigno y estéril.

Hasta en su adoración al niño Dios, representado en la preciosa imagen
de talla que tiene en su casa, interviene el amor maternal sin objeto,
el amor maternal que busca ese objeto en un ser no nacido de pecado y de
impureza.

El padre vicario dice que Pepita adora al niño Jesús como a su Dios,
pero que le ama con las entrañas maternales con que amaría a un hijo, si
le tuviese, y si en su concepción no hubiera habido cosa de que tuviera
ella que avergonzarse. El padre vicario nota que Pepita sueña con la
madre ideal y con el hijo ideal, inmaculados ambos, al rezar a la Virgen
Santísima, y al cuidar a su lindo niño Jesús de talla.

Aseguro a Vd. que no sé qué pensar de todas estas extrañezas. ¡Conozco
tan poco lo que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta el padre
vicario me sorprende, y si bien más a menudo entiendo que Pepita es
buena y no mala, a veces me infunde cierto terror por mi padre. Con los
cincuenta y cinco años que tiene, creo que está enamorado, y Pepita,
aunque buena por reflexión, puede, sin premeditarlo ni calcularlo, ser
un instrumento del espíritu del mal; puede tener una coquetería
irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún que la
que procede de premeditación, cálculo y discurso.

¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pesar de las buenas obras de
Pepita, de sus rezos, de su vida devota y recogida, de sus limosnas y de
sus donativos para las iglesias, en todo lo cual se puede fundar el
afecto que el padre vicario la profesa, no hay también un hechizo
mundano, no hay algo de magia diabólica en este prestigio de que se
rodea y con el cual emboba a este cándido padre vicario, y le lleva y le
trae y le hace que no piense ni hable sino de ella a todo momento?

El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi
padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en
verdad mucho de raro.

No explican tampoco las buenas obras de Pepita el respeto y afecto que
infunde por lo general en estos rústicos. Los niños pequeñuelos acuden a
verla las pocas veces que sale a la calle y quieren besarla la mano; las
mozuelas le sonríen y la saludan con amor; los hombres todos se quitan
el sombrero a su paso y se inclinan con la más espontánea reverencia y
con la más sencilla y natural simpatía.

Pepita Jiménez, a quien muchos han visto nacer, a quien vieron todos en
la miseria, viviendo con su madre, a quien han visto después casada con
el decrépito y avaro D. Gumersindo, hace olvidar todo esto, y aparece
como un ser peregrino, venido de alguna tierra lejana, de alguna esfera
superior, pura y radiante, y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a
algo como admiración amantísima a todos sus compatricios.

Veo que distraídamente voy cayendo en el mismo defecto que en el padre
vicario censuro, y que no hablo a Vd. sino de Pepita Jiménez. Pero esto
es natural. Aquí no se habla de otra cosa. Se diría que todo el lugar
está lleno del espíritu, del pensamiento, de la imagen de esta singular
mujer, que yo no acierto aún a determinar si es un ángel o una refinada
coqueta llena de _astucia instintiva_, aunque los términos parezcan
contradictorios. Porque lo que es con plena conciencia estoy convencido
de que esta mujer no es coqueta ni sueña en ganarse voluntades para
satisfacer su vanagloria.

Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para
creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y
despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se
concierta en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde
no se descubre nota que disuene.

¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí y de permanecer aquí tan largo
tiempo! Había pasado la vida en su casa de Vd. y en el Seminario, no
había visto ni tratado más que a mis compañeros y maestros; nada conocía
del mundo sino por especulación y teoría; y de pronto, aunque sea en un
lugar, me veo lanzado en medio del mundo, y distraído de mis estudios,
meditaciones y oraciones por mil objetos profanos.

       *       *       *       *       *

               _20 de Abril_.

Las últimas cartas de Vd., queridísimo tío, han sido de grata
consolación para mi alma. Benévolo como siempre, me amonesta Vd. y me
ilumina con advertencias útiles y discretas.

Es verdad: mi vehemencia es digna de vituperio. Quiero alcanzar el fin
sin poner los medios; quiero llegar al término de la jornada sin andar
antes paso a paso el áspero camino.

Me quejo de sequedad de espíritu en la oración, de distraído, de disipar
mi ternura en objetos pueriles; ansío volar al trato íntimo con Dios, a
la contemplación esencial, y desdeño la oración imaginaria y la
meditación racional y discursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómo sin
ver la luz he de lograr el goce del amor?

Hay mucha soberbia en mí, y yo he de procurar humillarme a mis propios
ojos, a fin de que el espíritu del mal no me humille, permitiéndolo
Dios, en castigo de mi presunción y de mi orgullo.

No creo, a pesar de todo, como Vd. me advierte, que es tan fácil para mí
una fea y no pensada caída. No confío en mí: confío en la misericordia
de Dios y en su gracia, y espero que no sea.

Con todo, razón tiene Vd. que le sobra en aconsejarme que no me ligue
mucho en amistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bastante de estar
ligado con ella.

No ignoro que los varones religiosos y los santos, que deben servirnos
de ejemplo y dechado, cuando tuvieron gran familiaridad y amor con
mujeres, fue en la ancianidad, o estando ya muy probados y quebrantados
por la penitencia, o existiendo una notable desproporción de edad entre
ellos y las piadosas amigas que elegían; como se cuenta de San Jerónimo
y Santa Paulina, y de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y aun así, y
aun siendo el amor de todo punto espiritual, sé que puede pecar por
demasía. Porque Dios, no más, debe ocupar nuestra alma, como su dueño y
esposo, y cualquiera otro ser que en ella more, ha de ser sólo a título
de amigo o siervo o hechura del esposo, y en quien el esposo se
complace.

No crea Vd., pues, que yo me jacte de invencible, y desdeñe los peligros
y los desafíe y los busque. En ellos perece quien los ama. Y cuando el
rey profeta, con ser tan conforme al corazón del Señor y tan su valido,
y cuando Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa sabiduría, fueron
conturbados y pecaron, porque Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo
temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto de las astucias del
demonio, y tan poco firme y adiestrado en las peleas de la virtud?

Lleno de un provechoso temor de Dios, y con la debida desconfianza de mi
flaqueza, no olvidaré los consejos y prudentes amonestaciones de usted,
rezando con fervor mis oraciones y meditando en las cosas divinas para
aborrecer las mundanas en lo que tienen de aborrecibles; pero aseguro a
Vd. que hasta ahora, por más que ahondo en mi conciencia y registro con
suspicacia sus más escondidos senos, nada descubro que me haga temer lo
que Vd. teme.

Si de mis cartas anteriores resultan encomios para el alma de Pepita
Jiménez, culpa es de mi padre y del señor vicario y no mía; porque al
principio, lejos de ser favorable a esta mujer, estaba yo prevenido
contra ella con prevención injusta.

En cuanto a la belleza y donaire corporal de Pepita, crea Vd. que lo he
considerado todo con entera limpieza de pensamiento. Y aunque me sea
costoso el decirlo, y aunque a Vd. le duela un poco, le confesaré que si
alguna leve mancha ha venido a empañar el sereno y pulido espejo de mi
alma en que Pepita se reflejaba, ha sido la ruda sospecha de usted, que
casi me ha llevado por un instante a que yo mismo sospeche.

Pero no: ¿qué he pensado yo, qué he mirado, qué he celebrado en Pepita,
por donde nadie pueda colegir que propendo a sentir por ella algo que no
sea amistad y aquella inocente y limpia admiración que inspira una obra
de arte, y más si la obra es del Artífice soberano y nada menos que su
templo?

Por otra parte, querido tío, yo tengo que vivir en el mundo, tengo que
tratar a las gentes, tengo que verlas, y no he de arrancarme los ojos.
Usted me ha dicho mil veces que me quiere en la vida activa, predicando
la ley divina, difundiéndola por el mundo, y no entregado a la vida
contemplativa en la soledad y el aislamiento. Ahora bien; si esto es
así, como lo es, ¿de qué suerte me había yo de gobernar para no reparar
en Pepita Jiménez? A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia
los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos, lo
blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte
de los dientes que descubre a menudo cuando sonríe, la fresca púrpura de
sus labios, la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos
que Dios ha puesto en ella. Claro está que para el que lleva en su alma
el germen de los pensamientos livianos, la levadura del vicio, cada una
de las impresiones que Pepita produce puede ser como el golpe del
eslabón que hiere el pedernal y que hace brotar la chispa que todo lo
incendia y devora; pero, yendo prevenido contra este peligro, y
reparándome y cubriéndome bien con el escudo de la prudencia cristiana,
no encuentro que tenga yo nada que recelar. Además que, si bien es
temerario buscar el peligro, es cobardía no saber arrostrarle y huir de
él cuando se presenta.

No lo dude Vd.: yo veo en Pepita Jiménez una hermosa criatura de Dios, y
por Dios la amo, como a hermana. Si alguna predilección siento por ella
es por las alabanzas que de ella oigo a mi padre, al señor vicario y a
casi todos los de este lugar.

Por amor a mi padre desearía yo que Pepita desistiese de sus ideas y
planes de vida retirada y se casase con él; pero prescindiendo de esto,
y si yo viese que mi padre sólo tenía un capricho y no una verdadera
pasión, me alegraría de que Pepita permaneciese firme en su casta
viudez, y cuando yo estuviese muy lejos de aquí, allá en la India o en
el Japón, o en algunas misiones más peligrosas, tendría un consuelo en
escribirle algo sobre mis peregrinaciones y trabajos. Cuando, ya viejo,
volviese yo por este lugar, también gozaría mucho en intimar con ella,
que estaría ya vieja, y en tener con ella coloquios espirituales y
pláticas por el estilo de las que tiene ahora el padre vicario. Hoy, sin
embargo, como soy mozo, me acerco poco a Pepita; apenas la hablo.
Prefiero pasar por encogido, por tonto, por mal criado y arisco, a dar
la menor ocasión, no ya a la realidad de sentir por ella lo que no debo,
pero ni a la sospecha ni a la maledicencia.

En cuanto a Pepita, ni remotamente convengo en lo que Vd. deja entrever
como vago recelo. ¿Qué plan ha de formar respecto a un hombre que va a
ser clérigo dentro de dos o tres meses? Ella, que ha desairado a tantos,
¿por qué había de prendarse de mí? Harto me conozco, y sé que no puedo,
por fortuna, inspirar pasiones. Dicen que no soy feo, pero soy
desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno; tengo trazas de lo que
soy; de un estudiante humilde. ¿Qué valgo yo al lado de los gallardos
mozos, aunque algo rústicos, que han pretendido a Pepita; ágiles
jinetes, discretos y regocijados en la conversación, cazadores como
Nembrot, diestros en todos los ejercicios de cuerpo, cantadores finos y
celebrados en todas las ferias de Andalucía, y bailarines apuestos,
elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairado todo esto, ¿cómo ha de
fijarse ahora en mí y ha de concebir el diabólico deseo y más diabólico
proyecto de turbar la paz de mi alma, de hacerme abandonar mi vocación,
tal vez de perderme? No, no es posible. Yo creo buena a Pepita, y a mí,
lo digo sin mentida modestia, me creo insignificante. Ya se entiende que
me creo insignificante para enamorarla, no para ser su amigo; no para
que ella me estime y llegue a tener un día cierta predilección por mí,
cuando yo acierte a hacerme digno de esta predilección con una santa y
laboriosa vida.

Perdóneme Vd. si me defiendo con sobrado calor de ciertas reticencias de
la carta de Vd. que suenan a acusaciones y a fatídicos pronósticos.

Yo no me quejo de esas reticencias; Vd. me da avisos prudentes, gran
parte de los cuales acepto y pienso seguir. Si va Vd. más allá de lo
justo en el recelar consiste sin duda en el interés que por mí se toma y
que yo de todo corazón le agradezco.

       *       *       *       *       *

               _4 de Mayo_.

Extraño es que en tantos días, yo no haya tenido tiempo para escribir a
Vd.; pero tal es la verdad. Mi padre no me deja parar y las visitas me
asedian.

En las grandes ciudades es fácil no recibir, aislarse, crearse una
soledad, una Tebaida en medio del bullicio: en un lugar de Andalucía, y
sobre todo teniendo la honra de ser hijo del cacique, es menester vivir
en público. No ya sólo hasta al cuarto donde escribo, sino hasta a mi
alcoba penetran, sin que nadie se atreva a oponerse, el señor vicario,
el escribano, mi primo Currito, hijo de doña Casilda, y otros mil que me
despiertan si estoy dormido y me llevan donde quieren.

El casino no es aquí mera diversión nocturna sino de todas las horas del
día. Desde las once de la mañana está lleno de gente que charla, que lee
por cima algún periódico para saber las noticias, y que juega al
tresillo. Personas hay que se pasan diez o doce horas al día jugando a
dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan encantadora que más no
puede ser. Las diversiones son muchas, a fin de entretener dicha
holganza. Además del tresillo se arma la timbirimba con frecuencia; y se
juega al monte. Las damas, el ajedrez y el dominó no se descuidan. Y por
último, hay una pasión decidida por las riñas de gallos.

Todo esto, con el visiteo, el ir al campo a inspeccionar las labores, el
ajustar todas las noches las cuentas con el aperador, el visitar las
bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar y perfeccionar los
vinos, y el tratar con gitanos y chalanes para compra, venta o
cambalache de los caballos, mulas y borricos, o con gente de Jerez que
viene a comprar nuestro vino para trocarle en jerezano, ocupa aquí de
diario a los hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En ocasiones
extraordinarias, hay otras faenas y diversiones que dan a todo más
animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la
recolección de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí o en
otro pueblo cercano, o bien cuando hay romería al santuario de alguna
milagrosa imagen de María Santísima, a donde, si acuden no pocos por
curiosidad y para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y
escapularios, más son los que acuden por devoción y en cumplimiento de
voto o promesa. Hay santuario de estos que está en la cumbre de una
elevadísima sierra, y con todo, no faltan aún mujeres delicadas que
suben allí con los pies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espinas y
piedras, por el pendiente y mal trazado sendero.

La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria,
para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce
vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí haciendo un esfuerzo. Como yo
estoy aquí por una temporada, no puedo ni debo hacerlo; pero, si yo
estuviese de asiento, no hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en
encerrarme y retraerme durante muchas horas o durante todo el día, a fin
de entregarme a mis estudios y meditaciones.

Su nueva y más reciente carta de Vd. me ha afligido un poco. Veo que
insiste Vd. en sus sospechas, y no sé qué contestar para justificarme
sino lo que ya he contestado.

Dice Vd. que la gran victoria en cierto género de batallas consiste en
la fuga: que huir es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el Apóstol y
tantos Santos Padres y Doctores han dicho? Con todo, de sobra sabe Vd.
que el huir no depende de mi voluntad. Mi padre no quiere que me vaya;
mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues,
vencer por otros medios y no por el de la fuga.

Para que Vd. se tranquilice, repetiré que la lucha apenas está empeñada;
que Vd. ve las cosas más adelantadas de lo que están.

No hay el menor indicio de que Pepita Jiménez me quiera. Y aunque me
quisiese, sería de otro modo que como querían las mujeres que Vd. cita
para mi ejemplar escarmiento. Una señora, bien educada y honesta, en
nuestros días, no es tan inflamable y desaforada como esas matronas de
que están llenas las historias antiguas.

El pasaje que aduce Vd. de San Juan Crisóstomo es digno del mayor
respeto; pero no es del todo apropiado a las circunstancias. La gran
dama, que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se enamoró del hijo predilecto
de Jacob, debió ser hermosísima; sólo así se concibe que asegure el
Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera, que el que los tres
mancebos, que hizo poner Nabucodonosor en el horno candente, no se
redujesen a cenizas.

Confieso con ingenuidad que lo que es en punto a hermosura, no atino a
representarme que supere a Pepita Jiménez la mujer de aquel príncipe
egipcio, mayordomo mayor o cosa por el estilo del palacio de los
Faraones; pero ni yo soy, como Josef, agraciado con tantos dones y
excelencias, ni Pepita es una mujer sin religión y sin decoro. Y aunque
fuera así, aun suponiendo todos estos horrores, no me explico la
ponderación de San Juan Crisóstomo sino porque vivía en la capital
corrompida, y semi--gentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella corte,
cuyos vicios tan crudamente censuró, y donde la propia emperatriz
Eudoxia daba ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero hoy que la moral
evangélica ha penetrado más profundamente en el seno de la sociedad
cristiana, me parece exagerado creer más milagroso el casto desdén del
hijo de Jacob que la incombustibilidad material de los tres mancebos de
Babilonia.

Otro punto toca Vd. en su carta que me anima y lisonjea en extremo.
Condena Vd. como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a
enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le dije padecía a
veces; pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mí,
importando desecharla, celebra Vd. que no se mezcle con la oración y la
meditación y las contamine. Vd. reconoce y aplaude en mí la energía
verdaderamente varonil, que debe haber en el afecto y en la mente que
anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por comprenderle ha
de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo es porque
triunfa antes de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los
apetitos y derrotando y poniendo en fuga todas las tentaciones; el mismo
afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas,
puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle
por iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un
carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad,
esa ternura enfermiza, nada tienen que hacer con la caridad, con la
devoción y con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres:
éstas son pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de
ángeles. Sí; tiene Vd. razón de confiar en mí, y de esperar que no he de
perderme porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi
corazón a los vicios transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo
combatiré por salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos
del alma y los pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por
capitulación en la fortaleza de mi conciencia, sino con banderas
desplegadas, llevándolo todo a sangre y fuego y después de acérrimo
combate.

En estos últimos días he tenido ocasión de ejercitar mi paciencia en
grande y de mortificar mi amor propio del modo más cruel.

Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio de la huerta y la convidó a
visitar su quinta del Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de
Abril. No se me olvidará esta fecha.

El Pozo de la Solana dista más de dos leguas de este lugar y no hay
hasta allí sino camino de herradura. Tuvimos todos que ir a caballo. Yo,
como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre en todas las
anteriores excursiones en una mulita de paso, muy mansa, y que, según la
expresión de Dientes, el mulero, es más noble que el oro y más serena
que un coche. En el viaje al Pozo de la Solana fui en la misma
cabalgadura.

Mi padre, el escribano, el boticario y mi primo Currito, iban en buenos
caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en una
enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor vicario en una mula
mansa y serena como la mía.

En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba yo que vendría también en
burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me sorprendió, apareciendo
en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de amazona y manejando el
caballo con destreza y primor notables.

Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a caballo; pero desde luego
presentí y empezó a mortificarme el desairado papel que me tocaba hacer
al lado de la robusta tía doña Casilda y del padre vicario, yendo
nosotros a retaguardia, pacíficos y serenos como en coche, mientras que
la lucida cabalgata caracolearía, correría, trotaría y haría mil
evoluciones y escarceos.

Al punto se me antojó que Pepita me miraba compasiva, al ver la facha
lastimosa que sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito me miró
con sonrisa burlona, y empezó enseguida a embromarme y atormentarme.

Aplauda Vd. mi resignación y mi valerosa paciencia. A todo me sometí de
buen talante, y pronto, hasta las bromas de Currito acabaron, al notar
cuán invulnerable yo era. Pero ¡cuánto sufrí por dentro! Ellos
corrieron, galoparon, se nos adelantaron a la ida y a la vuelta. El
vicario y yo permanecimos siempre _serenos_, como las mulas, sin salir del
paso y llevando a doña Casilda en medio.

Ni siquiera tuve el consuelo de hablar con el padre vicario, cuya
conversación me es tan grata, ni de encerrarme dentro de mí mismo y
fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la belleza del terreno que
recorríamos. Doña Casilda es de una locuacidad abominable, y tuvimos que
oírla. Nos dijo cuanto hay que saber de chismes del pueblo, y nos habló
de todas sus habilidades, y nos explicó el modo de hacer salchichas,
morcillas de sesos, hojaldres y otros mil guisos y regalos. Nadie la
vence en negocios de cocina y de matanza de cerdos, según ella, sino
Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez, y hoy su ama de llaves y
directora de su casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va y viene a
casa con recados, y en efecto es muy lista: tan parlanchina como la tía
Casilda, pero cien mil veces más discreta.

El camino hasta el Pozo de la Solana es delicioso; pero yo iba tan
contrariado, que no acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería y
nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien
hubiese llevado a la mula, y no la mula a mí.

Ya a pie, recorrimos la posesión, que es magnífica, variada y extensa.
Hay allí más de ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo, todo bajo
una linde: otro tanto o más de olivar, y por último un bosque de encinas
de las más corpulentas que aún quedan en pie en toda Andalucía. El agua
del Pozo de la Solana forma un arroyo claro y abundante, donde vienen a
beber todos los pajarillos de las cercanías, y donde se cazan a
centenares por medio de espartos con liga, o con red, en cuyo centro se
colocan el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis diversiones de la
niñez, y cuantas veces había ido yo a cazar pajarillos de la manera
expresada.

Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay
muchos álamos y otros árboles altos, que con las matas y yerbas, crean
un intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y
olorosas crecen allí de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil
imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible
y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en el fervor del
medio día, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un cielo sin
nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror misterioso
de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos
patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y
visiones que tenían, las ninfas, de deidades y de ángeles, en medio de
la claridad meridiana.

Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a
decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los
demás se habían quedado atrás.

Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento. Era la primera vez
que me veía a solas con aquella mujer, y en sitio tan apartado, y cuando
yo pensaba en las apariciones meridianas, ya siniestras, ya dulces, y
siempre sobrenaturales, de los hombres de las edades remotas.

Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba
con un vestido corto que no estorbaba la graciosa ligereza de sus
movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz, colocado
con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de
virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga.

No temo repetir aquí los elogios de su belleza. En aquellos sitios
agrestes se me apareció más hermosa. La cautela, que recomiendan los
ascetas, de pensar en ella afeada por los años y por las enfermedades;
de figurármela muerta, llena de hedor y podredumbre y cubierta de
gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y digo a _pesar mío_, porque
no entiendo que tan terrible cautela fuese indispensable. Ninguna idea
mala en lo material, ninguna sugestión del espíritu maligno turbó
entonces mi razón, ni logró inficionar mi voluntad y mis sentidos.

Lo que sí se me ocurrió fue un argumento para invalidar, al menos en mí,
la virtud de esa cautela. La hermosura, obra de un arte soberano y
divino, puede ser caduca, efímera, desaparecer en el instante; pero su
idea es eterna, y en la mente del hombre vive vida inmortal, una vez
percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me manifiesta,
desaparecerá dentro de breves años: ese cuerpo elegante, esas formas
esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los hombros,
todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la materia ha de
transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma,
¿quién la destruirá? ¿No está en la mente divina? Percibida y conocida
por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte?

Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos acercamos. Así serenaba yo mi
espíritu y mitigaba los recelos que Vd. ha sabido infundirme. Yo deseaba
y no deseaba a la vez que llegasen los otros. Me complacía y me afligía
al mismo tiempo de estar solo con aquella mujer.

La voz argentina de Pepita rompió el silencio, y, sacándome de mis
meditaciones, dijo:

--¡Qué callado y qué triste está Vd., señor D. Luis! Me apesadumbra el
pensar que tal vez por culpa mía, en parte al menos, da a Vd. hoy un mal
rato su padre trayéndole a estas soledades, y sacándole de otras más
apartadas, donde no tendrá Vd. nada que le distraiga de sus oraciones y
piadosas lecturas.

Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de contestar alguna sandez, porque
estaba turbado; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita, diciendo
galanterías profanas, ni quería tampoco contestar de un modo grosero.

Ella prosiguió:

--Vd. me ha de perdonar si soy maliciosa, pero se me figura que, además
del disgusto de verse Vd. separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay
algo más que contribuye poderosamente a su mal humor.

--¿Qué es ese algo más?--dije yo--, pues Vd. lo descubre todo o cree
descubrirlo.

--Ese algo más-replicó Pepita--no es sentimiento propio de quien va a
ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años.

Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me
ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me
juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender que conocía que
yo gustaba de ella. Entonces, mi timidez se trocó en atrevida soberbia,
y la miré de hito en hito. Algo de ridículo hubo de haber en mi mirada,
pero, o Pepita no lo advirtió o lo disimuló con benévola prudencia,
exclamando del modo más sencillo:

--No se ofenda Vd. porque yo le descubra alguna falta. Esta que he
notado me parece leve. Vd. está lastimado de las bromas de Currito, y de
hacer (hablando profanamente) un papel poco airoso, montado en una mula
mansa como el señor vicario, con sus ochenta años, y no en un brioso
caballo, como debiera un joven de su edad y circunstancias. La culpa es
del señor deán, que no ha pensado en que Vd. aprenda a montar. La
equitación no se opone a la vida que Vd. piensa seguir, y yo creo que su
padre de Vd., ya que está Vd. aquí, debiera en pocos días enseñarle. Si
Vd. va a Persia, o a China, allí no hay ferro-carriles aún, y hará Vd.
una triste figura cabalgando mal. Tal vez se desacredite el misionero
entre aquellos bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea más difícil
de lograr el fruto de las predicaciones.

Estos y otros razonamientos más adujo Pepita para que yo aprendiese a
montar a caballo, y quedé tan convencido de lo útil que es la equitación
para un misionero, que le prometí aprender enseguida, tomando a mi padre
por maestro.

--En la primera nueva expedición que hagamos--le dije--, he de ir en el
caballo más fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso en que voy
ahora.

--Mucho me alegraré--replicó Pepita con una sonrisa de indecible
suavidad.

En esto llegaron todos al sitio en que estábamos, y yo me alegré en mis
adentros, no por otra cosa, sino por temor de no acertar a sostener la
conversación, y de salir con doscientas mil simplicidades por mi poca o
ninguna práctica de hablar con mujeres.

Después del paseo, sobre la fresca yerba y en el más lindo sitio junto
al arroyo, nos sirvieron los criados de mi padre una rústica y abundante
merienda. La conversación fue muy animada, y Pepita mostró mucho ingenio
y discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme sobre mi manera de
cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula: me llamó _teólogo_, y me dijo
que sobre aquella mula parecía que iba yo repartiendo bendiciones. Esta
vez, ya con el firme propósito de hacerme jinete, contesté a las bromas
con desenfado picante. Me callé, con todo, el compromiso contraído de
aprender la equitación. Pepita, aunque en nada habíamos convenido, pensó
sin duda como yo que importaba el sigilo para sorprender luego
cabalgando bien, y nada dijo de nuestra conversación. De aquí provino,
natural y sencillamente, que existiera un secreto entre ambos; lo cual
produjo en mi ánimo extraño efecto.

Nada más ocurrió aquel día que merezca contarse.

Por la tarde volvimos al lugar, como habíamos venido. Yo, sin embargo,
en mi mula mansa y al lado de la tía Casilda, no me aburrí ni entristecí
a la vuelta como a la ida. Durante todo el viaje oí a la tía sin
cansancio referir sus historias, y por momentos me distraje en vagas
imaginaciones.

Nada de lo que en mi alma pasa debe ser un misterio para Vd. Declaro que
la figura de Pepita era como el centro, o mejor dicho, como el núcleo y
el foco de estas imaginaciones vagas.

Su meridiana aparición, en lo más intrincado, umbrío y silencioso de la
verde enramada, me trajo a la memoria todas las apariciones, buenas o
malas, de seres portentosos y de condición superior a la nuestra, que
había yo leído en los autores sagrados y los clásicos profanos. Pepita,
pues, se me mostraba en los ojos y en el teatro interior de mi fantasía,
no como iba a caballo delante de nosotros, sino de un modo ideal y
etéreo, en el retiro nemoroso, como a Eneas su madre, como a Calímaco
Palas, como al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego concibió a
Libusa, como Diana al hijo de Aristeo, como al Patriarca los ángeles en
el valle de Mambré, como a San Antonio el hipocentauro en la soledad del
yermo.

Encuentro tan natural como el de Pepita se trastrocaba en mi mente en
algo de prodigio. Por un momento, al notar la consistencia de esta
imaginación, me creí obseso; me figuré, como era evidente, que en los
pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la
Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar; pero que
después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún demonio
se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil disparates.

Aquella noche dije a mi padre mi deseo de aprender a montar. No quise
ocultarle que Pepita me había excitado a ello. Mi padre tuvo una alegría
extraordinaria. Me abrazó, me besó, me dijo que ya no era Vd. solo mi
maestro, que él también iba a tener el gusto de enseñarme algo. Me
aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de mí el mejor
caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y
de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y
con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los
jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y para
oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios caballos
del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la
brida.

Ignoro qué pensará Vd. de este arte de la equitación que estoy
aprendiendo; pero presumo que no lo tendrá por malo.

¡Si viera Vd. qué gozoso está mi padre y cómo se deleita enseñándome!
Desde el día siguiente al de la expedición que he referido, doy dos
lecciones diarias. Día hay, durante el cual, la lección es perpetua,
porque nos le pasamos a caballo. La primera semana fueron las lecciones
en el corralón de casa, que está desempedrado y sirvió de picadero.

Ya salimos al campo, pero procurando que nadie nos vea. Mi padre no
quiere que me muestre en público hasta que pasme por lo bien plantado,
según él dice. Si su vanidad de padre no le engaña, esto será muy pronto
porque tengo una disposición maravillosa para ser buen jinete.

--¡Bien se ve que eres mi hijo!--exclama mi padre con júbilo al
contemplar mis adelantos.

Es tan bueno mi padre, que espero que Vd. le perdonará su lenguaje
profano y sus chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior de mi
alma, pero lo sufro todo.

Con las continuadas y largas lecciones estoy que da lástima de agujetas.
Mi padre me recomienda que escriba a Vd. que me abro las carnes a
disciplinazos.

Como dentro de poco sostiene que me dará por enseñado, y no desea
jubilarse de maestro, me propone otros estudios extravagantes y harto
impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere enseñarme a
derribar, para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los
ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos de
Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue guardia
de corps, y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y a
enseñarme la esgrima. Y por último, presumiendo también mi padre de
manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará
esta habilidad.

Ya se hará Vd. cargo de lo que yo contesto a tamañas locuras. Mi padre
replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino
hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles. Yo observo
que eso podía suceder en las edades bárbaras, pero que ahora no deben
los ministros del Altísimo saber esgrimir más armas que las de la
persuasión.--Y cuando la persuasión no basta--añade mi padre--, ¿no
viene bien corroborar un poco los argumentos a linternazos?--El
misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones apelar a
estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos romances e
histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer lugar a
Santiago, quien sin dejar de ser apóstol más acuchilla a los moros, que
les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de la Vera,
que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y que en
el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas teológicas,
y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra ellos para
acabar de convertirlos; y cita, por último, al hidalgo vizcaíno D. Íñigo
de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la
pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas
blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él, espada en
mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en
el alma por estilo tremendo. Sobre el lance de San Ignacio, contesto yo
a mi padre, que fue antes de que el santo se hiciera sacerdote, y sobre
los otros ejemplos digo que no hay paridad.

En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito
a ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los
clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las
saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de
que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.

Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con
irreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo
respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un
tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto a
calificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto me
consuela.

Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar muy animado. En cada calle
hubo seis o siete cruces de Mayo llenas de flores, si bien ninguna tan
bella como la que puso Pepita en la puerta de su casa. Era un mar de
flores el que engalanaba la cruz.

Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estado
en la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dio
Pepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño,
aunque no lo recordaba.

De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dos
blancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos de
las virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representando
los Siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de la
cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El bautismo
era un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el orden otro
niño de sacerdote; la confirmación, un obispito; la extremaunción, un
peregrino con bordón y esclavina llena de conchas; el matrimonio, un
novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, la
penitencia.

El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos,
evoluciones, y genuflexiones al compás de una música no mala, de algo
como marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza.

Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, después
de hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados.

La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillas
de almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua con
azucarillos.

El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió la
primavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante,
Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de la
tertulia.

Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa, con trajes
ligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos.

Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquí
será todo este mes. En Junio nos iremos juntos a esa ciudad; y ya Vd.
verá cómo libre de Pepita, que no piensa en mí, ni se acordará de mí
para malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a Vd. y de lograr la
dicha de ser sacerdote.

       *       *       *       *       *

               _7 de Mayo_.

Todas las noches, de nueve a doce, tenemos, como ya indiqué a Vd.,
tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas
señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o
siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas.
Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.

La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si
dijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique,
del boticario, del médico, del escribano y del señor vicario.

Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor vicario y con algún
otro.

Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven estorbo con
mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado
mayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yo
no sé más juegos de naipes que el burro ciego, el burro con vista, y un
poco de tute o brisca cruzada.

Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia: pero mi padre se empeña en
que vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo.

Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia de
ciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera al
tresillo, le tiene maravillado.

--Tu tío te ha criado--me dice--debajo de un fanal, haciéndote tragar
teología y más teología, y dejándote a obscuras de lo demás que hay que
saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar ni
enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vas
a hacer, desdichado?

A estos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mi
padre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bien
lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya le dije a
Vd., ha querido enseñarme la esgrima, y después a fumar y a tirar la
pistola y a la barra; pero en nada de esto he consentido yo.

--¡Qué diferencia--exclama mi padre--, entre tu mocedad y la mía!

Y luego añade riéndose:

--En sustancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicas
en el cuartel de guardias de Corps: el cigarro era el incensario, la
baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y
ejercicios más o menos espirituales.

Aunque Vd. me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre,
y de que por ellas había estado yo con Vd. doce años, desde los diez a
los veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre,
sobrado libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedo
censurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.

Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está en
casa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solo
chiste de estos que prodiga tanto en otros lugares. En casa de Pepita es
mi padre el propio comedimiento. Cada día parece además más prendado de
ella y con mayores esperanzas del triunfo.

Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentro
de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballo
negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de
Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo
linaje de corvetas.

--Quien eche a Lucero los calzones encima--dice mi padre--, ya puede
apostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás calzones
encima dentro de poco.

Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en la
tertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque me
desvelo, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagen
de Pepita está siempre presente en mi alma. ¿Será esto amor?, me
pregunto.

Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque no
confirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga al
cumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesario
combatirlo.

Desde luego noto, y no me acuse Vd. de soberbia porque le digo lo que
noto, que el imperio de mi voluntad, que Vd. me ha enseñado a ejercer,
es omnímodo sobre todos mis sentidos. Mientras Moisés en la cumbre del
Sinaí conversaba con Dios, la baja plebe en la llanura adoraba rebelde
el becerro. A pesar de mis pocos años, no teme mi espíritu rebeldías
semejantes. Bien pudiera conversar con Dios con plena seguridad, si el
enemigo no viniese a pelear contra mí en el mismo santuario. La imagen
de Pepita se me presenta en el alma. Es un espíritu quien hace guerra a
mi espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza la
que se me ofrece en el camino que guía al abismo profundo del alma donde
Dios asiste, y me impide llegar a él.

No me obceco, con todo. Veo claro, distingo, no me alucino. Por cima de
esta inclinación espiritual que me arrastra hacia Pepita está el amor de
lo infinito y de lo eterno. Aunque yo me represente a Pepita como una
idea, como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía de algo finito,
limitado, concreto, mientras que el amor de Dios y el concepto de Dios
todo lo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago, no acierto a revestir
de una forma imaginaria ese concepto supremo, objeto de un afecto
superiorísimo, para que luche con la imagen, con el recuerdo de la
beldad caduca y efímera que de continuo me atosiga. Fervorosamente pido
al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa y cree una
semejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a fin de
que absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago, es
oscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más alto
concepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa con
determinados contornos, clara, evidente, luminosa con la luz velada que
resisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísima
que para los ojos del espíritu es como tinieblas.

Toda otra consideración, toda otra forma, no destruye la imagen de esta
mujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone; entre la imagen devotísima
de la Virgen y yo se interpone; sobre la página del libro espiritual que
leo viene también a interponerse.

No creo, sin embargo, que estoy haciendo de lo que llaman amor en el
siglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y vencería.

La vista diaria de esa mujer y el oír cantar sus alabanzas de continuo,
hasta al padre vicario, me tienen preocupado; divierten mi espíritu
hacia lo profano y le alejan de su debido recogimiento; pero no, yo no
amo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré.

Mientras aquí permanezca, combatiré con valor. Combatiré con Dios para
vencerle por el amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a él como
inflamadas saetas y derribarán el escudo con que se defiende y oculta a
los ojos de mi alma. Yo pelearé como Israel en el silencio de la noche,
y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará en ese combate, para que
yo sea vencedor siendo vencido.

       *       *       *       *       *

               _12 de Mayo_.

Antes de lo que yo pensaba, querido tío, me decidió mi padre a que
montase en Lucero. Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en esta
hermosa fiera, como le llama mi padre, y me fui con mi padre al campo.
Mi padre iba caballero en una jaca alazana.

Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto en aquel soberbio animal, que
mi padre no pudo resistir a la tentación de lucir a su discípulo, y
después de reposarnos en un cortijo que tiene a media legua de aquí, y a
eso de las once, me hizo volver al lugar y entrar por lo más concurrido
y céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles. No hay que
afirmar que pasamos por la de Pepita, quien de algún tiempo a esta parte
se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja,
detrás de la verde celosía.

No bien sintió Pepita el ruido y alzó los ojos y nos vio, se levantó,
dejó la costura que traía entre manos y se puso a miramos. Lucero, que,
según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando
pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a levantarse
un poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, y
también extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más y
más y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos
botes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo,
castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho y
reteniéndole por la brida. Lucero, que casi se había puesto de pie sobre
los cuartos traseros, se humilló entonces hasta doblar mansamente las
rodillas haciendo una reverencia.

La turba de curiosos, que se había agrupado alrededor, rompió en
estrepitosos aplausos. Mi padre dijo:

--¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!

Y notando después que Currito, que no tiene otro oficio que el de
paseante, se hallaba entre el concurso, se dirigió a él con estas
palabras:

--Mira, arrastrado; mira al _teólogo_ ahora, y, en vez de burlarte,
quédate patitieso de asombro.

En efecto, Currito estaba con la boca abierta, inmóvil, verdaderamente
asombrado.

Mi triunfo fue grande y solemne, aunque impropio de mi carácter. La
inconveniencia de este triunfo me infundió vergüenza. El rubor coloró
mis mejillas. Debí ponerme encendido como la grana, y más aún cuando
advertí que Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa, sonriendo y
agitando sus lindas manos.

En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primera
calidad.

Mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que está
completando mi educación; que usted le ha enviado en mí un libro muy
sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome en
limpio y encuadernándome.

El tresillo, si es parte de la encuadernación y de la limpieza, también
está ya aprendido.

Dos noches he jugado con Pepita.

La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibió
entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a
hacer conmigo: me alargó la mano.

No crea Vd. que no recordé lo que recomiendan tantos y tantos moralistas
y ascetas; pero, allá en mi mente, pensé que exageraban el peligro.
Aquello del Espíritu Santo de que el que echa mano a una mujer se expone
como si cogiera un escorpión, me pareció dicho en otro sentido. Sin duda
que en los libros devotos, con la más sana intención, se interpretan
harto duramente ciertas frases y sentencias de la Escritura. ¿Cómo
entender, si no, que la hermosura de la mujer, obra tan perfecta de
Dios, es causa de perdición siempre? ¿Cómo entender tampoco, en sentido
general y constante, que la mujer es más amarga que la muerte? ¿Cómo
entender que el que toca a una mujer, en toda ocasión y con cualquier
pensamiento que sea, no saldrá sin mancha?

En fin, yo respondí rápidamente dentro de mi alma a estos y otros
avisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me alargaba y la
estreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo comprender mejor
su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía sino por los ojos.

Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno dar
siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia,
en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si se
procede con pureza y sin el menor átomo de livianidad, no verá Vd. nada
malo ni peligroso.

Como mi padre tiene que estar muchas noches con el aperador y con otra
gente de campo, y hasta las diez y media o las once suele no verse libre
yo le sustituyo en la mesa del tresillo al lado de Pepita. El señor
vicario y el escribano son casi siempre los otros tercios. Jugamos a
décimo de real, de modo que un duro o dos es lo más que se atraviesa en
la partida.

Mediando, como media, tan poco interés en el juego, lo interrumpimos
continuamente con agradables conversaciones y hasta con discusiones
sobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo cual demuestra siempre
Pepita una lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación y una tan
extraordinaria gracia en el decir, que no pueden menos de maravillarme.

No hallo motivo suficiente para variar de opinión respecto a lo que ya
he dicho a Vd. contestando a sus recelos de que Pepita puede sentir
cierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debe
tener al hijo de su pretendiente D. Pedro de Vargas, y con la timidez y
encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias; que no es
sacerdote aún, pero que pronto va a serlo.

Quiero y debo, no obstante, decir a Vd., ya que le escribo siempre como
si estuviese de rodillas delante de Vd. a los pies del confesionario,
una rápida impresión que he sentido dos o tres veces; algo que tal vez
sea una alucinación o un delirio, pero que he notado.

Ya he dicho a Vd. en otras cartas que los ojos de Pepita, verdes como
los de Circe, tienen un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ella
ignora el poder de sus ojos y no sabe que sirven más que para ver.
Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulce
luz de su mirada, que, en vez de hacer nacer ninguna mala idea, parece
que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almas
inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que no
lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos de
Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada.

Pues bien, a pesar de esto, yo he creído notar dos o tres veces un
resplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz devoradora en
aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por
el mismo demonio?

Me parece que sí: quiero creer y creo que sí.

Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no ha
tenido nunca realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.

La calma del cielo, el frío de la indiferencia amorosa, si bien templado
por la dulzura de la amistad y de la caridad, es lo que descubro siempre
en los ojos de Pepita.

Me atormenta, no obstante, este ensueño, esta alucinación de la mirada
extraña y ardiente.

Mi padre dice que no son los hombres sino las mujeres las que toman la
iniciativa, y que la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar y
volverse atrás cuando quieren. Según mi padre, la mujer es quien se
declara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde a
su propia conciencia si es menester, y de las cuales, más que leer,
logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el significado. De esta
suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi por medio de una
sutilísima e inexplicable intuición se percata el que es amado de que es
amado, y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro y con
plena confianza de la correspondencia.

¿Quién sabe si estas teorías de mi padre, oídas por mí, porque no puedo
menos de oírlas, son las que me han calentado la cabeza y me han hecho
imaginar lo que no hay?

De todos modos, me digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible que
lo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo que
como amigo, si la mujer a quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿no
sería espantosa mi situación?

Desechemos estos temores fraguados sin duda por la vanidad. No hagamos
de Pepita una Fedra y de mí un Hipólito.

Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mi
padre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo; de vez en
cuando me pica y enoja la tal seguridad. Pues qué, me digo, ¿soy tan
adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad,
o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a
Pepita?

Hay un curioso raciocinio, que yo me hago, y por donde me explico, sin
lastimar mi amor propio, el descuido paterno en este asunto importante.
Mi padre, aunque sin fundamento, se va considerando ya como marido de
Pepita, y empieza a participar de aquella ceguedad funesta que Asmodeo u
otro demonio más torpe infunde a los maridos. Las historias profanas y
eclesiásticas están llenas de esta ceguedad, que Dios permite, sin duda
para fines providenciales. El ejemplo más egregio quizás es el del
emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan liviana y viciosa como
Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo, nunca advirtió
lo que de todas las gentes que formaban el imperio romano era sabido;
por donde, en las meditaciones o memorias que sobre sí mismo compuso, da
infinitas gracias a los dioses inmortales porque le habían concedido
mujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa de sus contemporáneos y de
las futuras generaciones. Desde entonces, no se ve otra cosa todos los
días, sino magnates y hombres principales que hacen sus secretarios y
dan todo su valimiento a los que le tienen con su mujer. De esta suerte
me explico que mi padre se descuide, y no recele que, hasta a pesar mío,
pudiera tener un rival en mí.

Sería una falta de respeto, pecaría yo de presumido e insolente, si
advirtiese a mi padre del peligro que no ve. No hay medio de que yo le
diga nada. Además, ¿qué había yo de decirle? ¿Que se me figura que una o
dos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como suele mirar? ¿No
puede ser esto ilusión mía? No; no tengo la menor prueba de que Pepita
desee siquiera coquetear conmigo.

¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo decir a mi padre? ¿Había de
decirle que yo soy quien está enamorado de Pepita, que yo codicio el
tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es verdad; y sobre todo, ¿cómo
declarar esto a mi padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y por mi
culpa?

Lo mejor es callarme; combatir en silencio, si la tentación llega a
asaltarme de veras; y tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y de
volverme con Vd.

       *       *       *       *       *

               _19 de Mayo_.

Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que me
envía. Hoy los necesito más que nunca.

Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandes
trabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación: pero
es mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo,
confiados y soberbios.

Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuego
a sus paredes, aunque no ardan, se tiznan.

La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos con
planta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse en
nuestro seno.

El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser
dulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de
áspides.

Es cierto: ya no puedo negárselo a Vd. Yo no debí poner los ojos con
tanta complacencia en esta mujer peligrosísima.

No me juzgo perdido; pero me siento conturbado.

Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mi
alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, y
anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra el
Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero un
abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno que
está en el fondo.

Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista:
¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá
contra mí?

Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagos
deseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable de Babilonia;
bienaventurado el que te dará tu galardón: bienaventurado el que deshará
contra las piedras a tus pequeñuelos!

Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armas
de que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino.

No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la
ardiente mirada de que ya he hablado a Vd. Sus ojos están dotados de una
atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en
ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una
llama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los del
príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.

Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta
en el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece
sobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a su
cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza
infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas, que
pasan cual relámpago.

Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silencio
de la noche, reconozco todo el horror de mi situación, y formo buenos
propósitos, que luego se quebrantan.

Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretexto
para no ir a la noche siguiente en casa de Pepita, y sin embargo voy.

Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma,
me dice cuando llega la hora:

--Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador.

Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez de
contestar;--no puedo ir--, tomo el sombrero y voy a la tertulia.

Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo
mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya no
pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradas
si tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo
irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas
perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la
blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la
pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado
de la garganta.

Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien
entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que
estoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable.

No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan en
mis oídos como la música de las esferas, revelándome toda la armonía del
universo y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia, que su
limpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecen
a orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en los
montes se cría.

Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni
discurro con juicio, porque estoy todo en ella.

Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras
almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y
compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí se
comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y se
recitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que
no hay voz que exprese ni acordada cítara que module.

Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto a
verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lo
hemos dicho todo.

Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche en
mi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo
abierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que me
resbalo y que me hundo.

Me recomienda Vd. que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino
en la mía. Me recomienda Vd. que piense en lo inestable, en lo inseguro
de nuestra existencia, y en lo que hay más allá. Pero esta consideración
y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer la
muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Un
sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me
llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el
objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar
toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muerto
mirándola, aunque me condene.

Lo que es aún eficaz en mí contra el amor, no es el temor, sino el amor
mismo. Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita
me inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino, en consurrección
poderosa. Entonces todo se cambia en mí, y aun me promete la victoria.
El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como el
sol que todo lo enciende y alumbra llenando de luz los espacios; y el
objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente
y que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo su
atractivo, no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más que
la chispa brillante, transitoria, inconsistente, de aquella infinita y
perenne hoguera.

Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, y
subir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro.

Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo el
mal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo.
Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si me
hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos.
En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz;
pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame;
y oigo la voz del águila de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron
las tinieblas a la luz»; y entonces me lleno de terror y me juzgo
perdido.

No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el
mes, mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un
ladrón; me fugo sin decir nada.

       *       *       *       *       *

               _23 de Mayo_.

Soy un vil gusano y no un hombre: soy el oprobio y la abyección de la
humanidad; soy un hipócrita.

Me han circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han
conturbado.

Vergüenza tengo de escribir a Vd., y no obstante le escribo. Quiero
confesárselo todo.

No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más
temprano todas las noches. Se diría que los demonios me agarran de los
pies y me llevan allá sin que yo quiera.

Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera hallarla sola. Casi
siempre se me adelanta el excelente padre vicario, que atribuye nuestra
amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la devoción,
como la amistad inocentísima que él le profesa.

El progreso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto
del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así va mi espíritu
ahora.

Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no es ya como al principio. Ambos
hacemos un esfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, por nuestras
diestras enlazadas, todas las palpitaciones del corazón. Se diría que,
por arte diabólico, obramos una transfusión y mezcla de lo más sutil de
nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi vida por sus venas, como
yo siento en las mías la suya.

Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en
su presencia, me enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un
yugo dulcísimo.

Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta
como Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con
un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del
_Cantar de los Cantares_, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la
juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los
campos, paloma mía y hermana.

Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la
adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y
me domina, y me humilla.

Todas las noches salgo de su casa diciendo: esta será la última noche
que vuelva aquí; y vuelvo a la noche siguiente.

Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca;
cuando sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en
el corazón y le alegra.

A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas,
y he sentido un indescriptible sacudimiento.

Sáqueme Vd. de aquí. Escriba Vd. a mi padre que me dé licencia para
irme. Si es menester, dígaselo todo. Socórrame Vd. ¡Sea Vd. mi amparo!

       *       *       *       *       *

               _30 de Mayo_.

Dios me ha dado fuerzas ara resistir y he resistido.

Hace días que no pongo los pies en casa de Pepita; que no la veo.

Casi no tengo que pretextar una enfermedad porque realmente estoy
enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso cuidado,
me pregunta qué padezco y me muestra el interés más vivo.

El reino de los cielos cede a la violencia, y yo quiero conquistarle.
Con violencia llamo a sus puertas para que se me abran.

Con ajenjo me alimenta Dios para probarme, y en balde le pido que aparte
de mí ese cáliz de amargura: pero he pasado y paso en vela muchas
noches, entregado a la oración, y ha venido a endulzar lo amargo del
cáliz una inspiración amorosa del espíritu consolador y soberano.

He visto con los ojos del alma la nueva patria, y en lo más íntimo de mi
corazón ha resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste.

Si al cabo logro vencer, será gloriosa la victoria; pero se la deberé a
la Reina de los Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi refugio y mi
defensa; torre y alcázar de David, de que penden mil escudos y armaduras
de valerosos campeones; cedro del Líbano que pone en fuga a las
serpientes.

En cambio, a la mujer que me enamora de un modo mundanal, procuro
menospreciarla y abatirla en mi pensamiento, recordando las palabras del
Sabio y aplicándoselas.

Eres lazo de cazadores, la digo; tu corazón es red engañosa y tus manos
redes que atan: quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti
aprisionado.

Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla.

Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de
que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el
poder y el imperio. Me hallo capaz de imitar a Cristo; y si el enemigo
tentador me llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese todos los
reinos de la tierra, porque doblase ante él la rodilla, yo no la
doblaría: pero cuando me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le
rechazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos los reinos de la
tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio?

¿La virtud del amor, me pregunto a veces, es la misma siempre, aunque
aplicada a diversos objetos, o bien hay dos linajes y condiciones de
amores? Amar a Dios me parece la negación del egoísmo y del
exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por él, y no me enojo
ni tengo celos de que él lo ame todo. No estoy celoso ni envidioso de
los santos, de los mártires, de los bienaventurados, ni de los mismos
serafines. Mientras mayor me represento el amor de Dios a las criaturas
y los favores y regalos que les hace, menos celoso estoy y más le amo, y
más cercano a mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que está
conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres, resalta
entonces de un modo dulcísimo. Me parece que soy uno con todo, y que
todo está enlazado con lazada de amor por Dios y en Dios.

Muy al contrario, cuando pienso en esta mujer y en el amor que me
inspira. Es un amor de odio, que me aparta de todo, menos de mí. La
quiero para mí; toda para mí y yo todo para ella. Hasta la devoción y el
sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella sería por desesperación
de no lograrla de otra suerte, o por esperanza de no gozar de su amor
por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella en un eterno
abrazo.

Con todas estas consideraciones procuro hacer aborrecible el amor de
esta mujer; pongo en este amor mucho de infernal y de horriblemente
ominoso; pero como si tuviese yo dos almas, dos entendimientos, dos
voluntades y dos imaginaciones, pronto surge dentro de mí la idea
contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y procuro conciliar
locamente los dos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguir amándola sin
dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de Dios? Así como el
amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor de la humanidad,
el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la naturaleza y en el
arte, tampoco debe excluir este amor, si es espiritual e inmaculado. Yo
haré de ella, me digo, un símbolo, una alegoría, una imagen de todo lo
bueno y hermoso. Será para mí, como Beatriz para Dante, figura y
representación de mi patria, del saber y de la belleza.

Esto me hace caer en una horrible imaginación, en un monstruoso
pensamiento. Para hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y etérea
imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo amar por bajo de Dios, en
Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta, como Beatriz estaba
muerta cuando Dante la cantaba.

Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla en idea pura, y
para convertirla en idea pura, la asesino en mi mente.

Luego la lloro, luego me horrorizo de mi crimen, y me acerco a ella en
espíritu, y con el calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo, no
vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes de color de rosa y flores
celestiales, como vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del
Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada en el ambiente
sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel helénico, como
Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando llena de vida,
respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su pedestal de
mármol.

Entonces exclamo desde el fondo de mi conturbado corazón: Mi virtud
desfallece; Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir en mi auxilio.
Muéstrame tu cara y seré salvo.

Así recobro las fuerzas para resistir a la tentación. Así renace en mí
la esperanza de que volveré al antiguo reposo no bien me aparte de estos
sitios.

El demonio anhela con furia tragarse las aguas puras del Jordán, que son
las personas consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el infierno y
desencadena todos sus monstruos. San Buenaventura lo ha dicho: «No
debemos admirarnos de que estas personas pecaron, sino de que no
pecaron». Yo, con todo, sabré resistir y no pecar. Dios me protege.

       *       *       *       *       *

               _6 de Junio_.

La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves, es, como dice mi padre, una
buena pieza de arrugadillo: picotera, alegre y hábil como pocas. Se casó
con el hijo del Maestro Cencias, y ha heredado del padre lo que el hijo
no heredó: una portentosa facilidad para las artes y los oficios. La
diferencia está en que el Maestro Cencias componía un husillo de lagar,
arreglaba las ruedas de una carreta o hacía un arado, y esta nuera suya
hace dulces, arropes y otras golosinas. El suegro ejercía las artes de
utilidad: la nuera las del deleite, aunque deleite inocente o lícito al
menos.

Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo
el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los
señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años
más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera
criado a sus pechos.

A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi
cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y que hago mal
en no ir a ver a su señora.

Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante; me llama búho, y
se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya
resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi
padre iba a hacer las cuentas con el aperador.

¡Ojalá no hubiera ido!

Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos
colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.

Yo no estreché la suya: ella no estrechó la mía; pero las conservamos
unidas un breve rato.

En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad,
de simpatía, de honda tristeza.

Había adivinado toda mi lucha interior: presumía que el amor divino
había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e
invencible.

No se atrevía a quejarse de mí; no tenía derecho a quejarse de mí;
conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible,
que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo
deploraba.

Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no
era para ella, ni ella para mí?; ¡Qué importaba separamos para siempre!

Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos.
Mi severa mirada confirmó sus temores: la persuadió de la irrevocable
sentencia.

De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una
palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de
melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron
lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas.

No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera?

Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron
nuestras bocas en un beso.

Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y
el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos.

Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre vicario que
llegaba, y nos separamos al punto.

Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude
entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa,
aquella terrible escena silenciosa:

--¡El primero y el último!

Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una
evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su
terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con
la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena
de maldades, de vicios y de pecados.

Toda aquella noche la pasé en un frenesí, en un delirio interior, que no
sé cómo disimulaba.

Me retiré de casa de Pepita muy temprano.

En la soledad fue mayor mi amargura.

Al recordarme de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me
comparaba yo con el traidor Judas, que vendía besando, y con el
sanguinario y alevoso asesino Joab, cuando al besar a Amasá, le hundió
el hierro agudo en las entrañas.

Había incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios
y a ella.

Soy un ser abominable.

       *       *       *       *       *

               _11 de Junio_.

Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la
flaqueza que ambos tuvimos.

Desde aquella noche no he vuelto a su casa.

Antoñona no parece por la mía.

A fuerza de súplicas he logrado de mi padre la promesa formal de que
partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí se celebra
con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay una famosa velada.

Lejos de Pepita, me voy serenando, y creyendo que tal vez ha sido una
prueba este comienzo de amores.

En todas estas noches he rezado, he velado, me he mortificado mucho.

La persistencia de mis plegarias, la honda contrición de mi pecho han
hallado gracia delante del Señor, quien ha mostrado su gran
misericordia.

El Señor, como dice el Profeta, ha enviado fuego a lo más robusto de mi
espíritu, ha alumbrado mi inteligencia, ha encendido lo más alto de mi
voluntad, y me ha enseñado.

La actividad del amor divino, que está en la voluntad suprema, ha podido
en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de quietud
afectiva. He desnudado las potencias inferiores de mi alma de toda
imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo no
me alucina, que he conocido y gozado en paz, con la inteligencia y con
el afecto, del bien supremo que está en el centro y abismo del alma.

Ante este bien todo es miseria; ante esta hermosura es fealdad todo;
ante esta felicidad, todo es infortunio; ante esta altura todo es
bajeza. ¿Quién no olvidará y despreciará por el amor de Dios todos los
demás amores?

Sí: la imagen profana de esa mujer saldrá definitivamente y para siempre
de mi alma. Yo haré un azote durísimo de mis oraciones y penitencias, y
con él la arrojaré de allí, como Cristo arrojó del templo a los
condenados mercaderes.

       *       *       *       *       *

               _18 de Junio_.

Ésta será la última carta que yo escriba a Vd.

El veinticinco saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a
Vd. un abrazo.

Cerca de Vd. estaré mejor. Vd. me infundirá ánimo y me prestará la
energía de que carezco.

Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón.

El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy
escribiendo.

Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía
estar: pero ¡cuánto me ha costado!

Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe.

En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser
la causa de la enfermedad.

¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me
miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que
la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó
con las llamas del infierno?

Pero no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro
pecado.

Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe
remediarse.

El 25, repito, partiré sin falta.

La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme.

Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a Vd.

Solo un minuto ha estado aquí Antoñona.

Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita
fuera corta.

En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen
profundamente.

Por último, ha exclamado, al despedirse, en su jerga medio gitana:

¡Anda, fullero de amor, _indinote_; maldecido seas; _malos chuqueles te
tagelen el drupro_, que has puesto enferma a la niña, y con tus
retrecherías la estás matando!

Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó de una manera indecorosa y
plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como
si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando
chispas.

No me quejo: merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que
me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.

¡Dios mío, haz que Pepita me olvide: haz, si es menester, que ame a otro
y sea con él dichosa!

¿Puedo pedirte más, Dios mío?

Mi padre no sabe nada; no sospecha nada. Más vale así.

Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.

¡Qué mudado va Vd. a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón!
¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!



-II-

Paralipómenos


No hay más cartas de D. Luis de Vargas que las que hemos transcrito. Nos
quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y
esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto,
perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que
sigue.

       *       *       *       *       *

Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en
buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor deán y la
discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente.

Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias
diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo.
El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo.

Su amor por D. Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las
miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los
personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos
podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba
por la imaginación, que el _teólogo_, _el santo_, como llamaban a D. Luis,
rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido
el terrible y poderoso D. Pedro de Vargas: enamorar a la linda,
elegante, esquiva y zahareña viudita.

A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus
criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo
Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su
niña, había penetrado el misterio.

Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar
la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que,
si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo,
siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo
que importaba a su dueño.

De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba
gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera
en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las
ideas que expresaba y formulaba.

Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a D. Luis, sus
palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados
pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última
vez que estuvo a verle.

Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a D. Luis con
embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido.

Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto,
porque así lo quiso.

Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa.

Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D.
Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él
aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo
hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes,
Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las
miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.

Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan
zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho.

       *       *       *       *       *

A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza
nuestra narración.

Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su
alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin
que llamase ella.

Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados.
Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de tela
de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de
escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros
de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros,
que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto,
inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas
estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra
Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la
Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de
Murillo.

Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se
veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil
y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros
documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas
flores. Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza
de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres
jaulas doradas con canarios y jilgueros.

Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el
médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el
aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.

Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había
un velador pequeño con varios libros.

Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello
rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su
cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y
frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.

Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien.

Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el
padre vicario.

Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en
una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.

       *       *       *       *       *

--Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras
molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás!
¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme?

A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un
hondo suspiro. Después dijo:

--¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi
padecimiento?

El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto,
porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella
se expresaba.

Pepita prosiguió:

--Padre mío, yo no debí llamar a Vd., sino ir a la iglesia y hablar con
Vd. en el confesonario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia no
estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he
tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor,
sino con el amigo.

--¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué
pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena?

--No, padre, yo soy mala. He estado engañando a Vd., engañándome a mí
misma, queriendo engañar a Dios.

--Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir
disparates.

--¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?

--¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son
los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de
ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El
uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el
espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores
impuros.

--Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.

--¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de
un delirio.

--¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es por mi culpa lo contrario. Soy
avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad
que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres,
no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores
a mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercer
enemigo, de que Vd. habla, se apodere de mí.

--¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada
quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate,
pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro de
Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaro
que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como
estaba.

--Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.

--¿Pues de quién entonces?

Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró
para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó
luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas
en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:

--Estoy perdidamente enamorada de su hijo.

--¿De qué hijo?--interrumpió el padre vicario, que aún no quería
creerlo.

--¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D.
Luis.

La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del
cándido y afectuoso sacerdote.

Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:

--Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no te
querrá.

Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló
un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la
tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y
formando una sonrisa.

--Me quiere--dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de
satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus
escrúpulos.

Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario.
Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y
hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se
hubiera el vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita con
incredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no una
alucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad de
D. Luis y en su misticismo.

--¡Me quiere!--dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula
mirada.

--¡Las mujeres son peores que pateta!--dijo el vicario--. Echáis la
zancadilla al mismísimo mengue.

--¿No se lo decía yo a Vd.? ¡Yo soy muy mala!

--¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es
infinita. Cuéntame lo que ha pasado.

--¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; que
él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo
consiga; y que Vd., sin saberlo, tiene mucha culpa de todo.

--¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa?

--Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho Vd. más que
alabarme a D. Luis, y tengo por cierto que a D. Luis le habrá Vd. hecho
de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de
suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años?

--Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido
poderosamente a esta obra de Lucifer.

El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir las
anteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y
Pepita el juez.

Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto
menos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló de
esta suerte:

--No se aflija Vd., padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios.
¡Mire Vd. si soy perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer
responsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido
las alabanzas que Vd. me ha hecho de D. Luis sino mis ojos y mi poco
recato los que me han perdido. Aunque Vd. no me hubiera hablado jamás de
las prendas de D. Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta
corazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no
soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su
persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus
modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en
suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de Vd. han venido
sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantado
porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto
amortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomio
que me ha hecho Vd. de D. Luis no ha llegado, ni con mucho, al encomio
que sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro
del alma.

--¡No te exaltes, hija mía!--interrumpió el padre vicario.

Pepita continuó con mayor exaltación:

--¡Pero qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos!
Vd. veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, del
misionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas
regiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar
la cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la
carencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio,
me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí,
consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi
dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con
robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que
roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo he
desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas
profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a las
gentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero de
todo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha de
convertirse en polvo vil; y he mirado, por último, a D. Luis con miradas
provocantes, y al estrechar su mano he querido transmitir de mis venas a
las suyas este fuego inextinguible en que me abraso.

--¡Ay, niña, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo! ¡Quién lo hubiera
podido imaginar siquiera!

--Pues hay más todavía--añadió Pepita--. Logré que D. Luis me amase. Me
lo declaraba con los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tan ardiente
como el mío. Su virtud, su aspiración a los bienes eternos, su esfuerzo
varonil trataban de vencer esta pasión insana. Yo he procurado
impedirlo. Una vez, después de muchos días que faltaba de esta casa,
vino a verme y me halló sola. Al darme la mano lloré; sin hablar me
inspiró el infierno una maldita elocuencia muda, y le di a entender mi
dolor porque me desdeñaba, porque no me quería, porque prefería a mi
amor otro amor sin mancilla. Entonces no supo él resistir a la tentación
y acerco su boca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nuestras bocas se
unieron. Si Dios no hubiera dispuesto que llegase Vd. en aquel instante,
¿qué hubiera sido de mí?

--¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza!--dijo el padre vicario.

Pepita se cubrió el rostro con entrambas manos y empezó a sollozar como
una Magdalena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, más bellas que lo
que D. Luis había dicho en sus cartas. Su blancura, su transparencia
nítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de las
uñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre.

El virtuoso vicario comprendió, a pesar de sus ochenta años, la caída o
tropiezo de D. Luis.

--¡Muchacha--exclamó--, no seas extremosa! ¡No me partas el corazón!
Tranquilízate. D. Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado.
Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os perdonará y os hará unos
santos. Cuando D. Luis se va pasado mañana, clara señal es de que la
virtud ha triunfado en él, huye de ti, como debe, para hacer penitencia
de su pecado, cumplir su promesa y acudir a su vocación.

--Bueno está eso--replicó Pepita--; cumplir su promesa... acudir a su
vocación... ¡y matarme a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué me ha
engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candente
con que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada y
esclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principio
quiere dar a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡No
será! ¡Vive Dios que no será!

Este arranque de ira y de amoroso despecho aturdió al padre vicario.

Pepita se había puesto de pie. Su ademán, su gesto tenían una animación
trágica. Fulguraban sus ojos como dos puñales; relucían como dos soles.
El vicario callaba y la miraba casi con terror. Ella recorrió la sala a
grandes pasos. No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona.

--Pues qué--dijo encarándose de nuevo con el padre vicario--, ¿no hay
más que burlarse de mí, destrozarme el corazón, humillármele,
pisoteármele después de habérmelo robado por engaño? ¡Se acordará de mí!
¡Me la pagará! Si es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me miro
prometiéndomelo todo con su mirada? Si ama tanto a Dios, ¿por qué hace
mal a una pobre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión esto?
No; es egoísmo sin entrañas.

La cólera de Pepita no podía durar mucho. Dichas las últimas palabras,
se trocó en desfallecimiento. Pepita se dejó caer en una butaca,
llorando más que antes, con una verdadera congoja.

El vicario sintió la más tierna compasión; pero recobró su brío al ver
que el enemigo se rendía.

--Pepita, niña--dijo--, vuelve en ti: no te atormentes de ese modo.
Considera que él habrá luchado mucho para vencerse; que no te ha
engañado; que te quiere con toda el alma, pero que Dios y su obligación
están antes. Esta vida es muy breve y pronto se pasa. En el cielo os
reuniréis y os amaréis como se aman los ángeles. Dios aceptará vuestro
sacrificio y os premiará y recompensará con usura. Hasta tu amor propio
debe estar satisfecho. ¡Qué no valdrás tú cuando has hecho vacilar y aun
pecar a un hombre como D. Luis! ¡Cuán honda herida no habrás logrado
hacer en su corazón! Bástete con esto. ¡Sé generosa; sé valiente!
Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanza de tu pecho el fuego del
amor impuro; ámale como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda su
imagen en tu mente, pero como la criatura predilecta, reservando al
Creador la más noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija mía,
porque estoy muy turbado; pero tú tienes mucho talento y mucha
discreción, y me comprendes por medias palabras. Hay además motivos
mundanos poderosos que se opondrían a estos absurdos amores, aunque la
vocación y promesa de D. Luis no se opusieran. Su padre te pretende;
aspira a tu mano, por más que tú no le ames. ¿Estará bien visto que
salgamos ahora con que el hijo es rival del padre? ¿No se enojará el
padre contra el hijo por amor tuyo? Mira cuán horrible es todo esto, y
domínate por Jesús Crucificado y por su bendita Madre María Santísima.

--¡Qué fácil es dar consejos!--contestó Pepita sosegándose un poco--.
¡Qué difícil me es seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenada
tempestad en mi cabeza! ¡Si me da miedo de volverme loca!

--Los consejos que te doy son por tu bien. Deja que D. Luis se vaya. La
ausencia es gran remedio para el mal de amores. Él sanará de su pasión
entregándose a sus estudios y consagrándose al altar. Tú, así que esté
lejos D. Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás de él un
grato y melancólico recuerdo, que no te hará daño. Será como una hermosa
poesía que dorará con su luz tu existencia. Si todos tus deseos pudieran
cumplirse... ¿quién sabe?... Los amores terrenales son poco
consistentes. El deleite que la fantasía entrevé, con gozarlos y
apurarlos hasta las heces, nada vale comparado con los amargos dejos.
¡Cuánto mejor es que vuestro amor, apenas contaminado y apenas
impurificado, se pierda y se evapore ahora, subiendo al cielo como nube
de incienso, que no el que muera, una vez satisfecho, a manos del
hastío! Ten valor para apartar la copa de tus labios, cuando apenas has
gustado el licor que contiene. Haz con ese licor una libación y una
ofrenda al Redentor divino. En cambio, te dará él de aquella bebida que
ofreció a la Samaritana; bebida que no cansa, que satisface la sed y que
produce vida eterna.

--¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es usted! Sus santas palabras me
prestan valor. Yo me dominaré; yo me venceré. Sería bochornoso, ¿no es
verdad que sería bochornoso que D. Luis supiera dominarse y vencerse, y
yo fuera liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va pasado mañana.
Vaya bendito de Dios. Mire Vd. su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse con
su padre y no le he recibido. Ya no le veré más. No quiero conservar ni
el recuerdo poético de que Vd. habla. Estos amores han sido una
pesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.

--¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica, valiente.

--¡Ay, padre mío! Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; mi
engreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenes
de ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar más
postrada ni más resignada? Tiene razón D. Luis: yo no le merezco. ¿Cómo,
por más esfuerzos que hiciera, habría yo de elevarme hasta él, y
comprenderle, y poner en perfecta comunicación mi espíritu con el suyo?
Yo soy zafia aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que no
comprenda, ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada del mundo
intelectual a donde no suba. Allá se remonta en alas de su genio, y a
mí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo, incapaz
de seguirle ni siquiera con una levísima esperanza y con mis
desconsolados suspiros.

--Pero Pepita, por los clavos de Cristo, no digas eso ni lo pienses. ¡Si
D. Luis no te desdeña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no le
entiendes, ni por esas majaderías que ahí estás ensartando! Él se va
porque tiene que cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que se vaya,
porque sanarás del amor, y Dios te dará el premio de tan grande
sacrificio.

Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con el
pañuelo, contestó tranquila:

--Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya.
Deseando estoy que pase el día de mañana, y que, pasado, venga Antoñona
a decirme cuando yo despierte: «Ya se fue D. Luis». Vd. verá cómo
renacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón.

--Así sea--dijo el padre vicario, y convencido de que había hecho un
prodigio y de que había curado casi el mal de Pepita, se despidió de
ella, y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos estímulos de
vanidad al considerar la influencia que ejercía sobre el noble espíritu
de aquella preciosa muchacha.

       *       *       *       *       *

Pepita, que se había levantado para despedir al padre vicario, no bien
volvió a cerrar la puerta y quedó sola, de pie, en medio de la estancia,
permaneció un rato inmóvil, con la mirada fija, aunque sin fijarla en
ningún objeto, y con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado a un poeta
o a un artista la figura de Ariadna, como la describe Catulo, cuando
Teseo la abandonó en la isla de Naxos. De repente, como si lograse
desatar un nudo que le apretaba la garganta, como si quebrase un cordel
que la ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos, vertió un raudal de
llanto, y dio con su cuerpo, tan lindo y delicado, sobre las losas frías
del pavimento. Allí, cubierta la cara con las manos, desatada ya la
trenza de sus cabellos, y en desorden la vestidura, continuó en sus
sollozos y en sus gemidos.

Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyó
gemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la vio
tendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor.

--¡Vea Vd.--dijo--, ese zángano, pelgar, vejete, tonto, que maña se da
para consolar a sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad, algún buen
par de coces a esta criaturita de mi alma, y me la ha dejado aquí medio
muerta, y él se ha vuelto a la iglesia, a preparar lo conveniente para
cantarla el gorigori, y rociarla con el hisopo y enterrármela sin más ni
más.

Antoñona tendría cuarenta años, y era dura en el trabajo, briosa y más
forzuda que muchos cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que a
pulso una corambre con tres arrobas y media de aceite o de vino y la
plantaba sobre el lomo de un mulo, o bien cargaba con un costal de trigo
y lo subía al alto desván, donde estaba el granero. Aunque Pepita no
fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en sus brazos, como si lo
fuera, y la puso con mucho tiento sobre el sofá, como quien coloca la
alhaja más frágil y primorosa para que no se quiebre.

--¿Qué soponcio es éste?--preguntó Antoñona--. Apuesto cualquier cosa a
que este zanguango de vicario te ha echado un sermón de acíbar y te ha
destrozado el alma a pesadumbres.

Pepita seguía llorando y sollozando sin contestar.

--¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes. ¿Qué te ha dicho el
vicario?

--Nada ha dicho que pueda ofenderme--contestó al fin Pepita.

Viendo luego que Antoñona aguardaba con interés a que ella hablase, y
deseando desahogarse con quien simpatizaba mejor con ella y más
humanamente la comprendía, Pepita habló de esta manera:

--El padre vicario me amonesta con dulzura para que me arrepienta de mis
pecados; para que deje partir en paz a don Luis; para que me alegre de
su partida; para que le olvide. Yo he dicho que sí a todo. He prometido
alegrarme de que D. Luis se vaya. He querido olvidarle y hasta
aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo; es un empeño superior a mis
fuerzas. Cuando el vicario estaba aquí juzgué que tenía yo bríos para
todo, y no bien se fue, como si Dios me dejara de su mano, perdí los
bríos, y me caí en el suelo desolada. Yo había soñado una vida venturosa
al lado de este hombre que me enamora; yo me veía ya elevada hasta él
por obra milagrosa del amor; mi pobre inteligencia en comunión
perfectísima con su inteligencia sublime; mi voluntad siendo una con la
suya; con el mismo pensamiento ambos; latiendo nuestros corazones
acordes. ¡Dios me lo quita y se le lleva, y yo me quedo sola, sin
esperanza ni consuelo! ¿No es verdad que es espantoso? Las razones del
padre vicario son justas, discretas... Al pronto me convencieron. Pero
se fue y todo el valor de aquellas razones me parece nulo; vano juego de
palabras, mentiras, enredos y argucias. Yo amo a D. Luis, y esta razón
es más poderosa que todas las razones. Y si él me ama, ¿por qué no lo
deja todo, y me busca, y se viene a mí, y quebranta promesas y anula
compromisos? No sabía yo lo que era amor. Ahora lo sé: no hay nada más
fuerte en la tierra y en el cielo. ¿Qué no haría yo por D. Luis? Y él
por mí nada hace. Acaso no me ama. No, D. Luis no me ama. Yo me engañé:
la vanidad me cegó. Si D. Luis me amase, me sacrificaría sus propósitos,
sus votos, su fama, sus aspiraciones a ser un santo y a ser una lumbrera
de la Iglesia; todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdone... es
horrible lo que voy a decir, pero lo siento aquí en el centro del pecho,
me arde aquí, en la frente calenturienta; yo por él daría hasta la
salvación de mi alma.

--¡Jesús, María y José!--interrumpió Antoñona.

--¡Es cierto; Virgen santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme...
estoy loca... no sé lo que digo y blasfemo!

--Sí, hija mía: ¡estás algo empecatada! ¡Válgame Dios y cómo te ha
trastornado el juicio ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú no
lo tomaría contra el cielo, que no tiene la culpa; sino contra el
mequetrefe del colegial, y me las pagaría o me borraría el nombre que
tengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele aquí de una oreja y
obligarle a que te pida perdón y a que te bese los pies de rodillas.

--No, Antoñona. Veo que mi locura es contagiosa y que tú deliras
también. En resolución, no hay más recurso que hacer lo que me aconseja
el padre vicario. Lo haré aunque me cueste la vida. Si muero por él, él
me amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su corazón; y
Dios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en el cielo, con los
ojos del alma, y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan.

Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió al oír
esto que se le saltaban las lágrimas.

--Caramba, niña--dijo Antoñona--, vas a conseguir que suelte yo el trapo
a llorar y que berree como una vaca. Cálmate, y no pienses en morirte,
ni de chanza. Veo que tienes muy excitados los nervios. ¿Quieres que
traiga una taza de tila?

--No, gracias. Déjame... ya ves como estoy sosegada.

--Te cerraré las ventanas, a ver si duermes. Si no duermes hace días,
¿cómo has de estar? ¡Mal haya el tal D. Luis y su manía de meterse cura!
¡Buenos supiripandos te cuesta!

Pepita había cerrado los ojos; estaba en calma y en silencio, harta ya
de coloquio con Antoñona.

Esta, creyéndola dormida, o deseando que durmiera, se inclinó hacia
Pepita, puso con lentitud y suavidad un beso sobre su blanca frente, le
arregló y plegó el vestido sobre el cuerpo, entornó las ventanas para
dejar el cuarto a media luz y se salió de puntillas, cerrando la puerta
sin hacer el menor ruido.

       *       *       *       *       *

Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba más
alegre y sosegado en la suya el señor D. Luis de Vargas.

Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo,
había querido llevarle en su compañía; pero D. Luis se había excusado
con que le dolía la cabeza, y D. Pedro se fue sin él. D. Luis había
pasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos y
más firme que roca en su resolución de borrar de su alma la imagen de
Pepita y de consagrarse a Dios por completo.

No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto por
las cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola con
los mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en las
cartas da larga muestra y que podemos omitir aquí para no pecar de
prolijos.

Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos que
contra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de D. Luis el voto
hecho ya en su interior, aunque no confirmado, el amor de Dios, el
respeto a su padre de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma,
que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depurados
quilates y de más baja ley.

D. Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que bien
dirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había
que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de
conducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido y
declarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en una
palabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombre
consagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes
filosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin gran
mengua de D. Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita
Jiménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a D.
Luis se le figuraba, que si cedía iba a remedar a Esaú y a vender su
primogenitura, y a deslustrar su gloria.

Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias;
nos dejamos llevar de la corriente y no nos dirigimos sin vacilar a un
punto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca; el que
la ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vida
entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo
caprichoso y no esperado de la suerte.

Contra esto se rebelaba el orgullo de don Luis con titánica pujanza.
¿Qué se diría de él, y sobre todo qué pensaría él de sí mismo, si el
ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos
sus planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición, se
desvaneciesen en un instante, se derritiesen al calor de una mirada, por
la llama fugitiva de unos lindos ojos, como la escarcha se derrite con
el rayo débil aún del sol matutino?

Estas y otras razones de un orden egoísta militaban también contra la
viuda, a par de las razones legítimas y de sustancia; pero todas las
razones se revestían del mismo hábito religioso, de manera que el propio
D. Luis no acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor de
Dios, no sólo lo que era amor de Dios, sino asimismo el amor propio.
Recordaba, por ejemplo, las vidas de muchos santos, que habían resistido
tentaciones mayores que las suyas, y no quería ser menos que ellos. Y
recordaba, sobre todo, aquella entereza de san Juan Crisóstomo, que supo
desestimar los halagos de una madre amorosa y buena, y su llanto y sus
quejas dulcísimas y todas las elocuentes y sentidas palabras que le dijo
para que no la abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole para ello a
su propia alcoba y haciéndole sentar junto a la cama en que le había
parido. Y después de fijar en esto la consideración, D. Luis no se
sufría a sí propio en no menospreciar las súplicas de una mujer extraña,
a quien hacía tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún entre su
deber y el atractivo de una joven, tal vez más que enamorada, coqueta.

Pensaba luego D. Luis en la alteza soberana de la dignidad del
sacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas las
instituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sido
hombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupción
o avenida de gente bárbara; ni violencia de amotinadas huestes movidas
de la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismo
Paráclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una
mozuela, por una lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidad
augusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que están
más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la obscura plebe,
y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando en
la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando los
pecados, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu,
adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictando
sentencias que el Señor de las Alturas ratifica luego y confirma, siendo
iniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razón
humana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama que
consume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y el
torrente de la gracia que purifica los corazones y los deja limpios como
el oro?

Cuando D. Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, se
encumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre Pepita
Jiménez quedaba allá muy lejos, y apenas si él la veía.

Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de D. Luis
tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan
candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra
sus más fuertes y arraigados propósitos, y D. Luis temía que diese al
traste con ellos.

       *       *       *       *       *

Así se atormentaba D. Luis con encontrados pensamientos que se daban
guerra, cuando entró Currito en su cuarto, sin decir oxte ni moxte.

Currito, que no estimaba gran cosa a su primo, mientras no fue más que
teólogo, le veneraba, le admiraba y formaba de él un concepto
sobrehumano desde que le había visto montar tan bien en Lucero.

Saber teología y no saber montar desacreditaba a D. Luis a los ojos de
Currito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todo
aquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, era
D. Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de una
fiera, ya su veneración y su cariño a D. Luis no tuvieron límites.
Currito era un holgazán, un perdido, un verdadero mueble, pero tenía un
corazón afectuoso y leal. A D. Luis, que era el ídolo de Currito, le
sucedía como a todas las naturalezas superiores con los seres inferiores
que se les aficionan. D. Luis se dejaba querer; esto es, era dominado
despóticamente por Currito en los negocios de poca importancia. Y como
para hombres como D. Luis casi no hay negocios que la tengan en la vida
vulgar y diaria, resultaba que Currito llevaba y traía a D. Luis como un
zarandillo.

--Vengo a buscarte--le dijo--, para que me acompañes al casino, que está
animadísimo hoy y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando y
hecho un papamoscas?

D. Luis, casi sin replicar, y como si fuera mandato, tomó su sombrero y
su bastón, y diciendo «Vámonos donde quieras» siguió a Currito que se
adelantaba, tan satisfecho de aquel dominio que ejercía.

El casino, en efecto, estaba de bote en bote, gracias a la solemnidad
del día siguiente, que era el día de San Juan. A más de los señores del
lugar, había muchos forasteros, que habían venido de los lugares
inmediatos para concurrir a la feria y velada de aquella noche.

El centro de la concurrencia era el patio, enlosado de mármol, con
fuente y surtidor en medio y muchas macetas de don-pedros,
gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo de lona doble
cubría el patio, preservándole del sol. Un corredor o galería, sostenida
por columnas de mármol, le circundaba; y así en la galería, como en
varias salas a que la galería daba paso, había mesas de tresillo, otras
con periódicos, otras para tomar café o refrescos; y, por último,
sillas, banquillos y algunas butacas. Las paredes estaban blancas como
la nieve del frecuente enjalbiego, y no faltaban cuadros que las
adornasen. Eran litografías francesas iluminadas, con circunstanciada
explicación bilingüe escrita por bajo. Unas representaban la vida de
Napoleón I, desde Toulon a Santa Elena; otras, las aventuras de Matilde
y Malec-Adel; otras, los lances de amor y de guerra del Templario,
Rebeca, Lady Rowena e Ivanhoe; y otras, los galanteos, travesuras,
caídas y arrepentimientos de Luis XIV y la señorita de la Valière.

Currito llevó a D. Luis y D. Luis se dejó llevar a la sala donde estaba
la flor y nata de los elegantes, _dandies y cocodés_ del lugar y de toda
la comarca. Entre ellos descollaba el conde de Genazahar, de la vecina
ciudad de... Era un personaje ilustre y respetado. Había pasado en
Madrid y en Sevilla largas temporadas, y se vestía con los mejores
sastres, así de majo como de señorito. Había sido diputado dos veces y
había hecho una interpelación al gobierno sobre un atropello de un
alcalde-corregidor.

Tendría el conde de Genazahar treinta y tantos años; era buen mozo y lo
sabía, y se jactaba además de tremendo en paz y en lides, en desafíos y
en amores. El conde, no obstante, y a pesar de haber sido uno de los más
obstinados pretendientes de Pepita, había recibido las enconfitadas
calabazas que ella solía propinar a quienes la requebraban y aspiraban a
su mano.

La herida que aquel duro y amargo confite había abierto en su endiosado
corazón, no estaba cicatrizada todavía. El amor se había vuelto odio, y
el conde se desahogaba a menudo, poniendo a Pepita como chupa de dómine.

En este ameno ejercicio se hallaba el conde, cuando quiso la mala
ventura que D. Luis y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que se
abrió para recibirlos, de los que oían el extraño sermón de honras. D.
Luis, como si el mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró cara a
cara con el conde, que decía de este modo:

--No es mala pécora la tal Pepita Jiménez. Con más fantasía y más humos
que la infanta Micomicona, quiere hacernos olvidar que nació y vivió en
la miseria, hasta que se casó con aquel pelele, con aquel vejestorio,
con aquel maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única cosa buena
que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para
enviar pronto al infierno a su galopín de marido y librar la tierra de
tanta infección y de tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la
virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará
enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si
fuese la reina Artemisa.

A las personas recogidas, que no asisten a reuniones de hombres solos,
escandalizará sin duda este lenguaje; les parecerá desbocado y brutal
hasta la inverosimilitud; pero los que conocen el mundo confesarán que
este lenguaje es muy usado en él, y que las damas más bonitas, las más
agradables mujeres, las más honradas matronas, suelen ser blanco de
tiros no menos infames y soeces, si tienen un enemigo, y aun sin
tenerle, porque a menudo se murmura, o mejor dicho, se injuria y se
deshonra a voces para mostrar chiste y desenfado.

Don Luis, que desde niño había estado acostumbrado a que nadie se
descompusiese en su presencia, ni le dijese cosas que pudieran enojarle,
porque durante su niñez le rodeaban criados, familiares y gente de la
clientela de su padre que atendían sólo a su gusto, y después en el
Seminario, así por sobrino del deán, como por lo mucho que él merecía,
jamás había sido contrariado, sino considerado y adulado, sintió un
aturdimiento singular, se quedó como herido por un rayo cuando vio al
insolente conde arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo
lodo la honra de la mujer que amaba.

¿Cómo defenderla, no obstante? No se le ocultaba que, si bien no era
marido, ni hermano, ni pariente de Pepita, podía sacar la cara por ella
como caballero; pero veía el escándalo que esto causaría, cuando no
había allí ningún profano que defendiese a Pepita, antes bien todos
reían al conde la gracia. Él, casi ministro ya de un Dios de paz, no
podía dar un mentís y exponerse a una riña con aquel desvergonzado.

Don Luis estuvo por enmudecer e irse; pero no lo consintió su corazón, y
pugnando por revestirse de una autoridad que ni sus años juveniles, ni
su rostro, donde había más bozo que barbas, ni su presencia en aquel
lugar consentían, se puso a hablar con verdadera elocuencia contra los
maldicientes y a echar en rostro al conde, con libertad cristiana y con
acento severo, la fealdad de su ruin acción.

Fue predicar en desierto o peor que predicar en desierto. El conde
contestó con pullas y burletas a la homilía: la gente, entre la que
había no pocos forasteros, se puso de lado del burlón, a pesar de ser D.
Luis el hijo del cacique; el propio Currito, que no valía para nada y
era un blandengue, aunque no se rió, no defendió a su amigo; y éste tuvo
que retirarse, vejado y humillado bajo el peso de la chacota.

       *       *       *       *       *

--¡Esta flor le falta al ramo!--murmuró entre dientes el pobre D. Luis
cuando llegó a su casa y volvió a meterse en su cuarto, mohíno y
maltratado por la rechifla, que él se exageraba y se figuraba
insufrible. Se echó de golpe en un sillón, abatido y descorazonado, y
mil ideas contrarias asaltaron su mente.

La sangre de su padre, que hervía en sus venas, le despertaba la cólera
y le excitaba a ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban en
el lugar, y dar luego su merecido al señor conde; pero todo el porvenir
que se había creado se deshacía al punto, y veía al deán, que renegaba
de él; y hasta el Papa, que había enviado ya la dispensa pontificia para
que se ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano, que había
apoyado la solicitud de la dispensa en su probada virtud, ciencia sólida
y firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle.

Pensaba luego en la teoría chistosa de su padre sobre el complemento de
la persuasión de que se valían el apóstol Santiago, los obispos de la
Edad Media, D. Íñigo de Loyola y otros personajes, y no le parecía tan
descabellada la teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado.

Recordaba entonces la costumbre de un doctor ortodoxo, insigne filósofo
persa contemporáneo, mencionada en un libro reciente escrito sobre aquel
país; costumbre que consistía en castigar con duras palabras a los
discípulos y oyentes cuando se reían de las lecciones o no las
entendían; y, si esto no bastaba, descender de la cátedra sable en mano
y dar a todos una paliza. Este método era eficaz principalmente en la
controversia, si bien dicho filósofo había encontrado una vez a otro
contrincante del mismo orden que le había hecho un chirlo descomunal en
la cara.

Don Luis, en medio de su mortificación y mal humor, se reía de lo cómico
del recuerdo; hallaba que no faltarían en España filósofos que
adoptarían de buena gana el método persiano; y si él no le adoptaba
también, no era a la verdad por miedo del chirlo, sino por
consideraciones de mayor valor y nobleza.

Acudían, por último, mejores pensamientos a su alma y le consolaban un
poco.

--Yo he hecho muy mal--se decía--, en predicar allí; debí haberme
callado. Nuestro Señor Jesucristo lo ha dicho: «No deis a los perros las
cosas santas, ni arrojéis vuestras margaritas a los cerdos, porque los
cerdos se revolverán contra vosotros y os hollarán con sus asquerosas
pezuñas». Pero no; ¿por qué me he de quejar? ¿Por qué he de volver
injuria por injuria? ¿Por qué me he de dejar vencer de la ira? Muchos
santos padres lo han dicho: «La ira es peor aún que la lascivia en los
sacerdotes». La ira de los sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y
ha causado males horribles. Esta ira, consejera tremenda, tal vez los ha
persuadido de que era menester que los pueblos sudaran sangre bajo la
presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de Isaías;
y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero
convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón,
soberbio con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como
el pisador pisa las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada, y
cubierto de sangre hasta los muslos. ¡Ah no, Dios mío! Voy a ser tu
ministro; tú eres un Dios de paz, y mi primera virtud debe ser la
mansedumbre. Lo que enseñó tu hijo en el sermón de la Montaña tiene que
ser mi norma. No ojo por ojo, ni diente por diente, sino amar a nuestros
enemigos. Tú amaneces sobre justos y pecadores, y derramas sobre todos
la lluvia fecunda de tus inexhaustas bondades. Tú eres nuestro Padre,
que estás en el cielo y debemos ser perfectos como tú, perdonando a
quienes nos ofendan, y pidiéndote que los perdones porque no saben lo
que se hacen. Yo debo recordar las bienaventuranzas. Bienaventurados
cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo mal de vosotros. El
sacerdote, el que va a ser sacerdote, ha de ser humilde, pacífico, manso
de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el
rayo la hiere, sino como las yerbecillas fragantes de las selvas y las
modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el
villano las pisa.

En éstas y otras meditaciones por el estilo transcurrieron las horas
hasta que dieron las tres, y D. Pedro, que acababa de volver del campo,
entró en el cuarto de su hijo para llamarle a comer. La alegre
cordialidad del padre, sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron
sacar a D. Luis de la melancolía ni abrirle el apetito. Apenas comió,
apenas habló en la mesa.

Si bien disgustadísimo con la silenciosa tristeza de su hijo, cuya
salud, aunque robusta, pudiera resentirse, como D. Pedro era hombre que
se levantaba al amanecer y bregaba mucho durante el día, luego que acabó
de fumar un buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole con su taza
de café y su copita de aguardiente de anís doble, se sintió fatigado y,
según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres horas de siesta.

Don Luis tuvo buen cuidado de no poner en noticia de su padre la ofensa
que le había hecho el conde de Genazahar. Su padre, que no iba a cantar
misa y que tenía una índole poco sufrida, se hubiera lanzado al instante
a tomar la venganza que él no tomó.

Solo ya D. Luis, dejó el comedor para no ver a nadie, y volvió al retiro
de su estancia para abismarse más profundamente en sus ideas.

       *       *       *       *       *

Abismado en ellas estaba hacía largo rato, sentado junto al bufete, los
codos sobre él y en la derecha mano apoyada la mejilla, cuando sintió
cerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado a la entrometida Antoñona,
que había penetrado como una sombra, aunque tan maciza, y que le miraba
con atención y con cierta mezcla de piedad y de rabia.

Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese,
aprovechando la hora en que comían los criados y D. Pedro dormía, y
había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras sí
con tal suavidad, que D. Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no
hubiera podido sentirla.

Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con D. Luis;
pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo había
pedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que desatase su lengua y
que le diese habla, y habla no chabacana y grotesca como la que usaba
por lo común, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexiones
y bellas cosas que ella imaginaba que le convenía expresar.

Cuando D. Luis vio a Antoñona arrugó el entrecejo, mostró bien en el
gesto lo que le contrariaba aquella visita y dijo con tono brusco:

--¿A qué vienes aquí? Vete.

--Vengo a pedirte cuenta de mi niña--contestó Antoñona sin turbarse--, y
no me he de ir hasta que me la des.

Enseguida acercó una silla a la mesa y se sentó en frente de D. Luis con
aplomo y descaro.

Viendo D. Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó de
paciencia y, ya con acento menos cruel, exclamó:

--Di lo que tengas que decir.

--Tengo que decir--prosiguió Antoñona--, que lo que estás maquinando
contra mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has
hechizado; le has dado un bebedizo maligno. Aquel angelito se va a
morir. No come, ni duerme, ni sosiega por culpa tuya. Hoy ha tenido dos
o tres soponcios sólo de pensar en que te vas. Buena hacienda dejas
hecha antes de ser clérigo. Dime, condenado, ¿por qué viniste por aquí y
no te quedaste por allá con tu tío? Ella, tan libre, tan señora de su
voluntad, avasallando la de todos y no dejándose cautivar de ninguno, ha
venido a caer en tus traidoras redes. Esta santidad mentida fue, sin
duda, el señuelo de que te valiste. Con tus teologías y tiquis-miquis
celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador que atrae con
el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha.

--Antoñona--contestó D. Luis--, déjame en paz. Por Dios, no me
atormentes. Yo soy un malvado: lo confieso. No debí mirar a tu ama. No
debí darle a entender que la amaba; pero yo la amaba y la amo aún con
todo mi corazón, y no le he dado bebedizo, ni filtro, sino el mismo amor
que la tengo. Es menester, sin embargo, desechar, olvidar este amor.
Dios me lo manda. ¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que no
será inmenso el sacrificio que hago? Pepita debe revestirse de fortaleza
y hacer el mismo sacrificio.

--Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz--replicó Antoñona--. Tú
sacrificas voluntariamente en el altar a esa mujer que te ama, que es ya
tuya; a tu víctima: pero ella, ¿dónde te tiene a ti para sacrificarte?
¿Qué joya tira por la ventana, qué lindo primor echa en la hoguera, sino
un amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios lo que no tiene? ¿Va a
engañar a Dios y a decirle: «Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí
te lo sacrifico; no le querré yo tampoco?» Dios no se ríe: si Dios se
riera, se reiría de tal presente.

Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a estos raciocinios de
Antoñona, más atroces que sus pellizcos pasados. Además, le repugnaba
entrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta.

--Dejemos a un lado--dijo--, esos vanos discursos. Yo no puedo remediar
el mal de tu dueño. ¿Qué he de hacer?

--¿Qué has de hacer?--interrumpió Antoñona, ya más blanda y afectuosa y
con voz insinuante--. Yo te diré lo que has de hacer. Si no remediares
el mal de mi niña, le aliviarás al menos. ¿No eres tan santo? Pues los
santos son compasivos y además valerosos. No huyas como un cobardón
grosero, sin despedirte. Ven a ver a mi niña, que está enferma. Haz esta
obra de misericordia.

--¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarle.

--No será así: no estás en el busilis. Tú irás allí, y, con esa cháchara
que gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos
la resignación, y la dejarás consolada, y, si le dices que la quieres y
que por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedará
ajada.

--Lo que me propones es tentar a Dios; es peligroso para mí y para ella.

--¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues si Dios ve la rectitud y la
pureza de tus intenciones, ¿no te dará su favor y su gracia para que no
te pierdas en esta ocasión en que te pongo con sobrado motivo? ¿No debes
volar a librar a mi niña de la desesperación y traerla al buen camino?
Si se muriera de pena por verse así desdeñada, o si rabiosa agarrase un
cordel y se colgase de una viga, créeme, tus remordimientos serían
peores que las llamas de pez y azufre de las calderas de Lucifer.

--¡Qué horror! No quiero que se desespere. Me revestiré de todo mi
valor: iré a verla.

--¡Bendito seas! Si me lo decía el corazón. ¡Si eres bueno!

--¿Cuándo quieres que vaya?

--Esta noche a las diez en punto. Yo estaré en la puerta de la calle
aguardándote y te llevaré donde está.

--¿Sabe ella que has venido a verme?

--No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía; pero yo la prepararé con buen
arte, a fin de que tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no la
hagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que irás?

--Iré.

--Adiós. No faltes. A las diez de la noche en punto. Estaré a la puerta.

Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera de dos en dos escalones y se
plantó en la calle.

       *       *       *       *       *

No se puede negar que Antoñona estuvo discretísima en esta ocasión, y
hasta su lenguaje fue tan digno y urbano, que no faltaría quien le
calificase de apócrifo, si no se supiese con la mayor evidencia todo
esto que aquí se refiere, y si no constasen además los prodigios de que
es capaz el ingénito despejo de una mujer, cuando le sirve de estímulo
un interés o una pasión grande.

Grande era, sin duda, el afecto de Antoñona por su niña, y viéndola tan
enamorada y tan desesperada, no pudo menos de buscar remedio a sus
males. La cita, a que acababa de comprometer a D. Luis, fue un triunfo
inesperado. Así es que Antoñona, a fin de sacar provecho del triunfo,
tuvo que disponerlo todo de improviso, con profunda ciencia mundana.

Señaló Antoñona para la cita la hora de las diez de la noche, porque
ésta era la hora de la antigua y ya suprimida o suspendida tertulia en
que D. Luis y Pepita solían verse. La señaló además para evitar
murmuraciones y escándalo, porque ella había oído decir a un predicador
que, según el Evangelio, no hay nada tan malo como el escándalo, y que a
los escandalosos es menester arrojarlos al mar con una piedra de molino
atada al pescuezo.

Volvió, pues, Antoñona a casa de su dueño, muy satisfecha de sí misma y
muy resuelta a disponer las cosas con tino para que el remedio que había
buscado no fuese inútil, o no agravase el mal de Pepita en vez de
sanarle.

A Pepita no pensó ni determinó prevenirla sino a lo último, diciéndole
que D. Luis espontáneamente le había pedido hora para hacerle una visita
de despedida y que ella había señalado las diez.

A fin de que no se originasen habladurías, si en la casa veían entrar a
D. Luis, pensó en que no le viesen entrar, y para ello era también muy
propicia la hora, y la disposición de la casa. A las diez estaría llena
de gente la calle con la velada, y por lo mismo repararían menos en D.
Luis cuando pasase por ella. Penetrar en el zaguán sería obra de un
segundo; y ella, que estaría allí aguardando, llevaría a D. Luis hasta
el despacho, sin que nadie le viese.

Todas o la mayor parte de las casas de los ricachos lugareños de
Andalucía son como dos casas en vez de una, y así era la casa de Pepita.
Cada casa tiene su puerta. Por la principal se pasa al patio enlosado y
con columnas, a las salas y demás habitaciones señoriles; por la otra, a
los corrales, caballeriza y cochera, cocinas, molino, lagar, graneros,
trojes donde se conserva la aceituna hasta que se muele; bodegas donde
se guarda el aceite, el mosto, el vino de quema, el aguardiente y el
vinagre en grandes tinajas; y candioteras o bodegas, donde está en pipas
y toneles el vino bueno y ya hecho o rancio. Esta segunda casa o parte
de casa, aunque esté en el centro de una población de veinte o
veinticinco mil almas, se llama casa de campo. El aperador, los
capataces, el mulero, los trabajadores principales y más constantes en
el servicio del amo, se juntan allí por la noche, en invierno, en torno
de una enorme chimenea de una gran cocina, y en verano al aire libre o
en algún cuarto muy ventilado y fresco, y están holgando y de tertulia
hasta que los señores se recogen.

Antoñona imaginó que el coloquio y la explicación, que ella deseaba que
tuviesen su niña y don Luis, requerían sosiego y que no viniesen a
interrumpirlos, y así determinó que aquella noche, por ser la velada de
San Juan, las chicas que servían a Pepita vacasen en todos sus
quehaceres y oficios, y se fuesen a solazar a la casa de campo, armando
con los rústicos trabajadores un jaleo probe de fandango, lindas coplas,
repiqueteo de castañuelas, brincos y mudanzas.

De esta suerte la casa señoril quedaría casi desierta y silenciosa, sin
más habitantes que ella y Pepita, y muy a proposito para la solemnidad,
transcendencia y no turbado sosiego que eran necesarios en la entrevista
que ella tenía preparada, y de la que dependía quizás, o de seguro, el
destino de dos personas de tanto valer.

       *       *       *       *       *

Mientras Antoñona iba rumiando y concertando en su mente todas estas
cosas, D. Luis, no bien se quedó solo, se arrepintió de haber procedido
tan de ligero y de haber sido tan débil en conceder la cita que Antoñona
le había pedido.

Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció más
aviesa que la de Enone y la de Celestina. Vio delante de sí todo el
peligro a que voluntariamente se aventuraba, y no vio ventaja alguna en
hacer recatadamente y a hurto de todos una visita a la linda viuda.

Ir a verla para ceder y caer en sus redes, burlándose de sus votos,
dejando mal al obispo, que había recomendado su solicitud de dispensa, y
hasta al Sumo Pontífice, que la había concedido, y desistiendo de ser
clérigo, le parecía un desdoro muy enorme. Era además una traición
contra su padre, que amaba a Pepita y deseaba casarse con ella. Ir a
verla para desengañarla más aún, se le antojaba mayor refinamiento de
crueldad que partir sin decirle nada.

Impulsado por tales razones, lo primero que pensó D. Luis fue faltar a
la cita sin dar excusa ni aviso, y que Antoñona le aguardase en balde en
el zaguán; pero Antoñona anunciaría a su señora la visita, y él
faltaría, no sólo a Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, con una
grosería incalificable.

Discurrió entonces escribir a Pepita una carta muy afectuosa y discreta,
excusándose de ir, justificando su conducta, consolándola, manifestando
sus tiernos sentimientos por ella, si bien haciendo ver que la
obligación y el cielo eran antes que todo, y procurando dar ánimo a
Pepita para que hiciese el mismo sacrificio que él hacía.

Cuatro o cinco veces se puso a escribir esta carta. Emborronó mucho
papel; le rasgó enseguida; y la carta no salía jamás a su gusto. Ya era
seca, fría, pedantesca, como un mal sermón o como la plática de un
dómine: ya se deducía de su contenido un miedo pueril y ridículo, como
si Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle; ya tenía el escrito
otros defectos y lunares no menos lastimosos. En suma, la carta no se
escribió, después de haberse consumido en las tentativas unos cuantos
pliegos.

--No hay más recurso--dijo para sí D. Luis--, la suerte está echada.
Valor y vamos allá.

Don Luis confortó su espíritu con la esperanza de que iba a tener mucha
serenidad y de que Dios iba a poner en sus labios un raudal de
elocuencia, por donde persuadiría a Pepita, que era tan buena, de que
ella misma le impulsase a cumplir con su vocación, sacrificando el amor
mundanal y haciéndose semejante a las santas mujeres que ha habido, las
cuales, no ya han desistido de unirse con un novio o con un amante, sino
hasta de unirse con el esposo, viviendo con él como con un hermano,
según se refiere, por ejemplo, en la vida de San Eduardo, rey de
Inglaterra. Y después de pensar en esto, se sentía D. Luis más consolado
y animado, y ya se figuraba que él iba a ser como otro san Eduardo, y
que Pepita era como la reina Edita, su mujer; y bajo la forma y
condición de la tal reina, virgen a par de esposa, le parecía Pepita, si
cabe, mucho más gentil, elegante y poética.

No estaba, sin embargo, D. Luis todo lo seguro y tranquilo que debiera
estar, después de haberse resuelto a imitar a San Eduardo. Hallaba aún
cierto no sé qué de criminal en aquella visita que iba a hacer, sin que
su padre lo supiese, y estaba por ir a despertarle de su siesta y
descubrírselo todo. Dos o tres veces se levantó de su silla y empezó a
andar en busca de su padre; pero luego se detenía y creía aquella
revelación indigna, la creía una vergonzosa chiquillada. Él podía
revelar sus secretos; pero revelar los de Pepita para ponerse bien con
su padre era bastante feo. La fealdad y lo cómico y miserable de la
acción se aumentaban notando que el temor de no ser bastante fuerte para
resistir era lo que a hacerla le movía. D. Luis se calló, pues, y no
reveló nada a su padre.

Es más: ni siquiera se sentía con la desenvoltura y la seguridad
convenientes para presentarse a su padre habiendo de por medio aquella
cita misteriosa. Estaba asimismo tan alborotado y fuera de sí por culpa
de las encontradas pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que
no cabía en el cuarto, y como si brincase o volase, le andaba y recorría
todo en tres o cuatro pasos, aunque era grande, por lo cual temía darse
de calabazadas contra las paredes. Por último, si bien tenía abierto el
balcón, por ser verano, le parecía que iba a ahogarse allí por falta de
aire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza, y que para respirar
necesitaba de toda la atmósfera y para andar de todo el espacio sin
límites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar sus
pensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo.

Aguijoneado de esta necesidad, tomó su sombrero y su bastón y se fue a
la calle. Ya en la calle, huyendo de toda persona conocida y buscando la
soledad, se salió al campo y se internó por lo más frondoso y esquivo de
las alamedas, huertas y sendas que rodean la población y hacen un
paraíso de sus alrededores en un radio de más de media legua.

       *       *       *       *       *

Poco hemos dicho hasta ahora de la figura de D. Luis. Sépase, pues, que
era un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, ligero, bien
formado, cabello negro, ojos negros también y llenos de fuego y de
dulzura. La color trigueña, la dentadura blanca, los labios finos,
aunque relevados, lo cual le daba un aspecto desdeñoso; y algo de
atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y de la
mansedumbre clericales. Había, por último, en el porte y continente de
D. Luis aquel indescriptible sello de distinción y de hidalguía que
parece, aunque no lo sea siempre, privativa calidad y exclusivo
privilegio de las familias aristocráticas.

Al ver a D. Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de
estética por instinto.

Corría, que no andaba, D. Luis por aquellas sendas, saltando arroyos y
fijándose apenas en los objetos, casi como toro picado del tábano. Los
rústicos con quienes se encontró, los hortelanos que le vieron pasar,
tal vez le tuvieron por loco.

Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz de
piedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco de
Paula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió en
nuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuenta
de lo que pensaba.

El tañido de las campanas que, atravesando el aire, llegó a aquellas
soledades, llamando a la oración a los fieles, y recordándoles la
salutación del arcángel a la sacratísima Virgen, hizo que D. Luis
volviera de su éxtasis, y se hallase de nuevo en el mundo real.

El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de las
sierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos
de la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que tal
parecía el cielo, dorado por el sol poniente. Las sombras empezaban a
extenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes por
donde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas como si fueran
de oro o de cristal hecho ascua.

Los vidrios de las ventanas y los blancos muros del remoto santuario de
la Virgen; patrona del lugar, que está en lo más alto de un cerro, así
como otro pequeño templo o ermita que hay en otro cerro más cercano, que
llaman el Calvario, resplandecían aún como dos faros salvadores, heridos
por los postreros rayos oblicuos del sol moribundo.

Una poesía melancólica inspiraba a la naturaleza, y con la música
callada, que sólo el espíritu acierta a oír, se diría que todo entonaba
un himno al Creador. El lento son de las campanas, amortiguado y
semi-perdido por la distancia, apenas turbaba el reposo de la tierra y
convidaba a la oración sin distraer los sentidos con rumores. D. Luis se
quitó su sombrero, se hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestal
le había servido de asiento, y rezó con profunda devoción el _Angelus
Domini_.

Las sombras nocturnas fueron pronto ganando terreno; pero la noche, al
desplegar su manto y cobijar con él aquellas regiones, se complace en
adornarle de más luminosas estrellas y de una luna más clara. La bóveda
azul no trocó en negro su color azulado: conservó su azul, aunque le
hizo más oscuro. El aire era tan diáfano y tan sutil, que se veían
millares y millares de estrellas, fulgurando en el éter sin término. La
luna plateaba las copas de los árboles y se reflejaba en la corriente de
los arroyos, que parecían de un líquido luminoso y transparente, donde
se formaban iris y cambiantes como en el ópalo. Entre la espesura de la
arboleda cantaban los ruiseñores. Las yerbas y flores vertían más
generoso perfume. Por las orillas de las acequias, entre la yerba menuda
y las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos los
gusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagas
aladas ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan un
resplandor bellísimo. Muchos árboles frutales, en flor todavía, muchas
acacias y rosales, sin cuento, embalsamaban el ambiente impregnándole de
suave fragancia.

Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa
naturaleza, y dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir la palabra
dada y acudir a la cita.

Aunque dando un largo rodeo, aunque recorriendo otras sendas, aunque
vacilando a veces en irse a la fuente del río, donde al pie de la sierra
brota de una peña viva todo el caudal cristalino que riega las huertas,
y es sitio delicioso, D. Luis, a paso lento y pausado, se dirigió hacia
la población.

Conforme se iba acercando, se aumentaba el terror que le infundía lo que
se determinaba a hacer. Penetraba por lo más sombrío de las enramadas,
anhelando ver algún prodigio espantable, algún signo, algún aviso que le
retrajese. Se acordaba a menudo del estudiante Lisardo, y ansiaba ver su
propio entierro. Pero el cielo sonreía con sus mil luces y excitaba a
amar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores
cantaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus
elictras sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la
tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa
noche. Nada de aviso; nada de signo; nada de pompa fúnebre; todo vida,
paz y deleite. ¿Dónde estaba el ángel de la Guarda? ¿Había dejado a D.
Luis como cosa perdida, o calculando que no corría peligro alguno, no se
cuidaba de apartarle de su propósito? ¿Quién sabe? Tal vez de aquel
peligro resultaría un triunfo. San Eduardo y la reina Edita se ofrecían
de nuevo a la imaginación de D. Luis y corroboraban su voluntad.

Embelesado en estos discursos, retardaba don Luis su vuelta, y aún se
hallaba a alguna distancia del pueblo, cuando sonaron las diez, hora de
la cita, en el reloj de la parroquia. Las diez campanadas fueron como
diez golpes que le hirieron en el corazón. Allí le dolieron
materialmente, si bien con un dolor y con un sobresalto mixtos de
traidora inquietud y de regalada dulzura.

Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar muy tarde, y pronto se
encontró en la población.

El lugar estaba animadísimo. Las mozas solteras venían a la fuente del
ejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía,
y para que a la que no le tenía le saltase novio. Mujeres y chiquillos,
por acá y por allá, volvían de coger verbena, ramos de romero u otras
plantas, para hacer sahumerios mágicos. Las guitarras sonaban por varias
partes. Los coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas se
oían y se veían a cada momento. La noche y la mañanita de San Juan,
aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y
naturalismo antiguos. Tal vez sea por la coincidencia aproximada de esta
fiesta con el solsticio de verano. Ello es que todo era profano y no
religioso. Todo era amor y galanteo. En nuestros viejos romances y
leyendas, siempre roba el moro a la linda infantina cristiana, y siempre
el caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la noche
o en la mañanita de San Juan; y en el pueblo se diría que conservaban la
tradición de los viejos romances.

Las calles estaban llenas de gente. Todo el pueblo estaba en las calles
y además los forasteros. Hacían asimismo muy difícil el tránsito la
multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos de
fruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, donde
gitanas jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el aire con el
olor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían con
donaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buena
ventura.

Don Luis procuraba no encontrar a los amigos y, si los veía de lejos
echaba por otro lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le hablasen
ni detuviesen, hasta cerca del zaguán de casa de Pepita. El corazón
empezó a latirle con violencia, y se paró un instante para serenarse.
Miró el reloj: eran cerca de las diez y media.

--¡Válgame Dios!--dijo--, hará cerca de media hora que me estará
aguardando.

Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbraba
de diario, daba poquísima luz aquella noche.

No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra,
le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja:

--¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco! Ya imaginaba yo
que no venías. ¿Dónde has estado, _peal_? ¡Cómo te atreves a tardar,
haciéndote de pencas, cuando toda la sal de la tierra se está
derritiendo por ti y el sol de la hermosura te aguarda!

Mientras Antoñona expresaba estas quejas, no estaba parada, sino que iba
andando y llevando en pos de sí, asido siempre del brazo, al colegial
atortolado y silencioso. Salvaron la cancela, y Antoñona la cerró con
tiento y sin ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera,
pasaron luego por unos corredores y por dos salas, y llegaron a la
puerta del despacho, que estaba cerrada.

En toda la casa remaba maravilloso silencio. El despacho estaba en lo
interior y no llegaban a él los rumores de la calle. Sólo llegaban,
aunque confusos y vagos, el resonar de las castañuelas y el son de la
guitarra, y un leve murmullo, causado todo por los criados de Pepita,
que tenían su jaleo probe en la casa de campo.

Antoñona abrió la puerta del despacho; empujó a D. Luis para que
entrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo:

--Niña, aquí tienes al señor D. Luis, que viene a despedirse de ti.

Hecho el anuncio con la formalidad debida, la discreta Antoñona se
retiró de la sala, dejando a sus anchas al visitante y a la niña, y
volviendo a cerrar la puerta.

       *       *       *       *       *

Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter de
autenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de la
escrupulosa exactitud de la persona que la compuso. Porque, si algo de
fingido, como en una novela, hubiera en estos _Paralipómenos_, no cabe
duda en que una entrevista tan importante y transcendente como la de
Pepita y D. Luis se hubiera dispuesto por medios menos vulgares que los
aquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a una nueva expedición
campestre, hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad,
teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torre
moruna, donde por fuerza había de ser fama que aparecían espectros o
cosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder de
alguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a la
serenidad y valentía de D. Luis, albergándose luego durante la noche,
sin que se pudiese evitar, y solitos los dos, en una caverna o gruta. Y
tal vez, por último, el autor hubiera arreglado el negocio de manera que
Pepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje por
mar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícil
inventar un buen naufragio, en el cual don Luis hubiera salvado a
Pepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y apartado.
Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquio
apasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a D. Luis.
Creemos, sin embargo, que en vez de censurar al autor porque no apela a
tales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia que tiene,
sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría si
se atreviese a exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de su
fantasía.

Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad
con que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar
embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a
que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y
entereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en
venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho
que D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarse
de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa
al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a
las pasiones que sienten.

Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y la
hemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijo
Antoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, que
tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar
y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en
componerse y arreglarse para recibir a D. Luis. Se lavó la cara con agua
tibia para que el estrago del llanto desapareciese hasta el punto
preciso de no afear, mas no para que no quedasen huellas de que había
llorado; se compuso el pelo de suerte que no denunciaba estudio
cuidadoso, sino que mostraba cierto artístico y gentil descuido, sin
rayar en desorden, lo cual hubiera sido poco decoroso; se pulió las
uñas; y como no era propio recibir de bata a D. Luis, se vistió un traje
sencillo de casa. En suma, miró instintivamente a que todos los
pormenores de tocador concurriesen a hacerla parecer más bonita y
aseada, sin que se trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo y
del tiempo gastados en aquellos perfiles, sino que todo ello
resplandeciera como obra natural y don gratuito; como algo que persistía
en ella, a pesar del olvido de sí misma, causado por la vehemencia de
los afectos.

Según hemos llegado a averiguar, Pepita empleó más de una hora en estas
faenas de tocador, que habían de sentirse sólo por los efectos. Después
se dio el postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción mal
disimulada. Y por último, a eso de las nueve y media, tomando una
palmatoria, bajó a la sala donde estaba el Niño Jesús. Encendió primero
las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que
las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota imagen por haberla
tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de hinojos, y a solas,
oró con todo su corazón, y con aquella confianza y franqueza que inspira
quien está de huésped en casa desde hace muchos años. A un Jesús
Nazareno, con la cruz a cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo,
ultrajado y azotado, con la caña por irrisorio cetro y la áspera soga
por ligadura de las manos, o a un Cristo crucificado, sangriento y
moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a pedir lo que pidió a Jesús,
pequeñuelo todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita le
pidió que le dejase a D. Luis; que no se le llevase; porque él, tan rico
y tan abastado de todo, podía sin gran sacrificio desprenderse de aquel
servidor y cedérsele a ella.

Terminados estos preparativos, que nos será lícito clasificar y dividir
en _cosméticos_, indumentarios y religiosos, Pepita se instaló en el
despacho, aguardando la venida de don Luis con febril impaciencia.

Atinada anduvo Antoñona en no decirle que iba a venir, sino hasta poco
antes de la hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la pobre
Pepita estuvo deshaciéndose, llena de ansiedad y de angustia, desde que
terminó sus oraciones y súplicas con el niño Jesús hasta que vio dentro
del despacho al otro niño.

       *       *       *       *       *

La visita empezó del modo más grave y ceremonioso. Los saludos de
fórmula se pronunciaron maquinalmente de una parte y de otra; y D. Luis,
invitado a ello, tomó asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el
bastón, y a no corta distancia de Pepita. Pepita estaba sentada en el
sofá. El velador se veía al lado de ella, con libros y con la
palmatoria, cuya luz iluminaba su rostro. Una lámpara ardía además sobre
el bufete. Ambas luces, con todo, siendo grande el cuarto, como lo era,
dejaban la mayor parte de él en la penumbra. Una gran ventana, que daba
a un jardincillo interior, estaba abierta por el calor, y si bien sus
hierros eran como la trama de un tejido de rosas-enredaderas y jazmines,
todavía por entre la verdura y las flores se abrían camino los claros
rayos de la luna, penetraban en la estancia y querían luchar con la luz
de la lámpara y de la palmatoria. Penetraban además por la
ventana-vergel el lejano y confuso rumor del jaleo de la casa de campo,
que estaba al otro extremo, el murmullo monótono de una fuente que había
en el jardincillo, y el aroma de los jazmines y de las rosas que
tapizaban la ventana, mezclado con el de los don-pedros, albahacas y
otras plantas, que adornaban los arriates al pie de ella.

Hubo una larga pausa, un silencio tan difícil de sostener como de
romper. Ninguno de los dos interlocutores se atrevía a hablar. Era, en
verdad, la situación muy embarazosa. Tanto para ellos el expresarse
entonces, como para nosotros el reproducir ahora lo que expresaron, es
empresa ardua; pero no hay más remedio que acometerla. Dejemos que ellos
mismos se expliquen y copiemos al pie de la letra sus palabras.

       *       *       *       *       *


--Al fin se dignó Vd. venir a despedirse de mí antes de su partida--dijo
Pepita--. Yo había perdido ya la esperanza.

El papel que hacía D. Luis era de mucho empeño y por otra parte, los
hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos
diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar. No se condene, pues,
a D. Luis porque empezase contestando tonterías.

--Su queja de Vd. es injusta--dijo--. He estado aquí a despedirme de Vd.
con mi padre, y, como no tuvimos el gusto de que Vd. nos recibiese,
dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba Vd. algo delicada de salud, y
todos los días hemos enviado recado para saber de Vd. Grande ha sido
nuestra satisfacción al saber que estaba Vd. aliviada. ¿Y ahora, se
encuentra Vd. mejor?

--Casi estoy por decir a Vd. que no me encuentro mejor--replicó
Pepita--; pero como veo que viene Vd. de embajador de su padre, y no
quiero afligir a un amigo tan excelente, justo será que diga a Vd., y
que Vd. repita a su padre, que siento bastante alivio. Singular es que
haya venido Vd. solo. Mucho tendrá que hacer D. Pedro cuando no le ha
acompañado.

--Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a
ver a Vd. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne,
grave, para siempre quizás; y la suya es de índole harto diversa. Mi
padre volverá por aquí dentro de unas semanas; yo es posible que no
vuelva nunca, y si vuelvo, volveré muy otro del que soy ahora.

Pepita no pudo contenerse. El porvenir de felicidad con que había soñado
se desvanecía como una sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a
toda costa a aquel hombre, único que había amado en la vida, único que
se sentía capaz de amar, era una resolución inútil. D. Luis se iba. La
juventud, la gracia, la belleza, el amor de Pepita no valían para nada.
Estaba condenada, con veinte años de edad y tanta hermosura, a la viudez
perpetua, a la soledad, a amar a quien no la amaba. Todo otro amor era
imposible para ella. El carácter de Pepita, en quien los obstáculos
recrudecían y avivaban más los anhelos, en quien una determinación, una
vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse cumplida, se mostró entonces
con notable violencia y rompiendo todo freno. Era menester morir o
vencer en la demanda. Los respetos sociales, la inveterada costumbre de
disimular y de velar los sentimientos, que se adquieren en el gran mundo
y que pone dique a los arrebatos de la pasión, y envuelve en gasas y
cendales y disuelve en perífrasis y frases ambiguas la más enérgica
explosión de los mal reprimidos afectos, nada podían con Pepita, que
tenía poco trato de gentes, y que no conocía término medio; que no había
sabido sino obedecer a ciegas a su madre y a su primer marido, y mandar
después despóticamente a todos los demás seres humanos. Así es que
Pepita habló en aquella ocasión y se mostró tal como era. Su alma, con
cuanto había en ella de apasionado, tomó forma sensible en sus palabras,
y sus palabras no sirvieron para envolver su pensar y su sentir sino
para darle cuerpo. No habló como hubiera hablado una dama de nuestros
salones, con ciertas pleguerías y atenuaciones en la expresión, sino con
la desnudez idílica con que Cloe hablaba a Dafnis y con la humildad y el
abandono completo con que se ofreció a Booz la nuera de Noemi.

Pepita dijo:

--¿Persiste Vd., pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su
vocación? ¿No teme Vd. ser un mal clérigo? Sr. D. Luis, voy a hacer un
esfuerzo; voy a olvidar por un instante que soy una ruda muchacha; voy a
prescindir de todo sentimiento, y voy a discurrir con frialdad, como si
se tratase del asunto que me fuese más extraño. Aquí hay hechos que se
pueden comentar de dos modos. Con ambos comentarios queda Vd. mal.
Expondré mi pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías, no por
cierto muy desenvueltas, casi sin hablar a Vd. palabra, a los pocos días
de verle y tratarle, ha conseguido provocar a Vd., moverle a que la mire
con miradas que auguraban amor profano, y hasta ha logrado que le dé Vd.
una muestra de cariño, que es una falta, un pecado en cualquiera y más
en un sacerdote; si esta mujer, es, como lo es en realidad, una lugareña
ordinaria, sin instrucción, sin talento y sin elegancia, ¿qué no se debe
temer de Vd. cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades a otras
mujeres mil veces más peligrosas? Usted se volverá loco cuando vea y
trate a las grandes damas que habitan palacios, que huellan mullidas
alfombras, que deslumbran con diamantes y perlas, que visten sedas y
encajes y no percal y muselina, que desnudan la cándida y bien formada
garganta y no la cubren con un plebeyo y modesto pañolito, que son más
diestras en mirar y herir, que por el mismo boato, séquito y pompa de
que se rodean son más deseables por ser en apariencia inasequibles, que
disertan de política, de filosofía, de religión y de literatura, que
cantan como canarios, y que están como envueltas en nubes de aroma,
adoraciones y rendimientos, sobre un pedestal de triunfos y victorias,
endiosadas por el prestigio de un nombre ilustre, encumbradas en áureos
salones o retiradas en voluptuosos gabinetes, donde entran sólo los
felices de la tierra; tituladas acaso, y llamándose únicamente para los
íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los demás la Excma. Señora
Duquesa o la Excma. Señora Marquesa. Si Vd. ha cedido a una zafia
aldeana, hallándose en vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo
que debe suponerse, y, si ha cedido impulsado por capricho fugaz, ¿no
tengo razón en prever que va Vd. a ser un clérigo detestable, impuro,
mundanal y funesto, y que cederá a cada paso? En esta suposición, créame
usted, Sr. D. Luis y no se me ofenda, ni siquiera vale Vd. para marido
de una mujer honrada. Si usted ha estrechado las manos, con el ahínco y
la ternura del más frenético amante, si Vd. ha mirado con miradas que
prometían un cielo, una eternidad de amor, y si Vd. ha... besado a una
mujer que nada le inspiraba sino algo que para mí no tiene nombre, vaya
Vd. con Dios, y no se case Vd. con esa mujer. Si ella es buena, no le
querrá a Vd. para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de
Dios, no sea Vd. clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros
hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo.
Por el contrario, si Vd. ha sentido una gran pasión por esta mujer de
que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y
engañarla con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es que ha
inspirado esa gran pasión, ¿no cree Vd. que la compartirá y que será
víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento,
¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un
modo irresistible? Por los grados y quilates de su amor debe usted medir
el de su amada. ¿Y cómo no temer por ella si Vd. la abandona? ¿Tiene
ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los
libros encierran, el aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos
proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado y sublime espíritu de
Vd. para distraerle y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo
otro terrenal afecto? ¿No comprende Vd. que ella morirá de dolor, y que
Vd., destinado a hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar
despiadadamente a quien más le ama?

--Señora--contestó D. Luis haciendo un esfuerzo para disimular su
emoción y para que no se conociese lo turbado que estaba en lo trémulo y
balbuciente de la voz--. Señora, yo también tengo que dominarme mucho
para contestar a Vd. con la frialdad de quien opone argumentos a
argumentos como en una controversia; pero la acusación de Vd. viene tan
razonada (y Vd. perdone que se lo diga), es tan hábilmente sofística,
que me fuerza a desvanecerla con razones. No pensaba yo tener que
disertar aquí y que aguzar mi corto ingenio; pero Vd. me condena a ello,
si no quiero pasar por un monstruo. Voy a contestar a los extremos del
cruel dilema que ha forjado Vd. en mi daño. Aunque me he criado al lado
de mi tío y en el Seminario, donde no he visto mujeres, no me crea Vd.
tan ignorante ni tan pobre de imaginación que no acertase a
representármelas en la mente todo lo bellas, todo lo seductoras que
pueden ser. Mi imaginación, por el contrario, sobrepujaba a la realidad
en todo eso. Excitada por la lectura de los cantores bíblicos y de los
poetas profanos, se fingía mujeres más elegantes, más graciosas, más
discretas, que las que por lo común se hallan en el mundo real. Yo
conocía, pues, el precio del sacrificio que hacía, y hasta lo exageraba,
cuando renuncié al amor de esas mujeres, pensando elevarme a la dignidad
del sacerdocio. Harto conocía yo lo que puede y debe añadir de encanto a
una mujer hermosa el vestirla de ricas telas y joyas esplendentes, y el
circundarla de todos los primores de la más refinada cultura y de todas
las riquezas que crean la mano y el ingenio infatigable del hombre.
Harto conocía yo también lo que acrecientan el natural despejo, lo que
pulen, realzan y abrillantan la inteligencia de una mujer el trato de
los hombres más notables por la ciencia, la lectura de buenos libros, el
aspecto mismo de las florecientes ciudades con los monumentos y
grandezas que contienen. Todo esto me lo figuraba yo con tal viveza y lo
veía con tal hermosura, que, no lo dude Vd., si yo llego a ver y a
tratar a esas mujeres de que Vd. me habla, lejos de caer en la adoración
y en la locura que Vd. predice, tal vez sea un desengaño lo que reciba,
al ver cuánta distancia media de lo soñado a lo real y de lo vivo a lo
pintado.

--¡Estos de Vd. sí que son sofismas!--interrumpió Pepita--. ¿Cómo negar
a Vd. que lo que usted se pinta en la imaginación es más hermoso que lo
que existe realmente; pero cómo negar tampoco que lo real tiene más
eficacia seductora que lo imaginado y soñado? Lo vago y aéreo de un
fantasma, por bello que sea, no compite con lo que mueve materialmente
los sentidos. Contra los ensueños mundanos comprendo que venciesen en su
alma de usted las imágenes devotas; pero temo que las imágenes devotas
no habían de vencer a las mundanas realidades.

--Pues no lo tema Vd., señora--replicó don Luis--. Mi fantasía es más
eficaz en lo que crea que todo el universo, menos Vd., en lo que por los
sentidos transmite.

--Y ¿por qué menos yo? Esto me hace caer en otro recelo. ¿Será quizás la
idea que Vd. tiene de mí, la idea que ama, creación de esa fantasía tan
eficaz, ilusión en nada conforme conmigo?

--No: no lo es; tengo fe de que esta idea es en todo conforme con Vd.;
pero tal vez es ingénita en mi alma; tal vez está en ella desde que fue
creada por Dios; tal vez es parte de su esencia; tal vez es lo más puro
y rico de su ser, como el perfume en las flores.

--¡Bien me lo temía yo! Vd. lo confiesa ahora. Usted no me ama. Eso que
ama Vd. es la esencia, el aroma, lo más puro de su alma, que ha tomado
una forma parecida a la mía.

--No, Pepita: no se divierta Vd. en atormentarme. Esto que yo amo es
Vd., y Vd. tal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tan delicado esto
que yo amo, que no me explico que pase todo por los sentidos, de un modo
grosero, y llegue así hasta mi mente. Supongo, pues, y creo, y tengo por
cierto, que estaba antes en mí. Es como la idea de Dios, que estaba en
mí, que ha venido a magnificarse y desenvolverse en mí, y que sin
embargo tiene su objeto real, superior, infinitamente superior a la
idea. Como creo que Dios existe, creo que existe usted y que vale Vd.
mil veces más que la idea que de Vd. tengo formada.

--Aún me queda una duda. ¿No pudiera ser la mujer en general, y no yo
singular y exclusivamente, quien ha despertado esa idea?

--No, Pepita; la magia, el hechizo de una mujer, bella de alma y de
gentil presencia, habían, antes de ver a Vd., penetrado en mi fantasía.
No hay duquesa, ni marquesa en Madrid, ni emperatriz en el mundo, ni
reina ni princesa en todo el orbe, que valgan lo que valen las ideales y
fantásticas criaturas con quienes yo he vivido, porque se aparecían en
los alcázares y camarines, estupendos de lujo, buen gusto y exquisito
ornato, que yo edificaba en mis espacios imaginarios, desde que llegué a
la adolescencia, y que daba luego por morada a mis Lauras, Beatrices,
Julietas, Margaritas y Eleonoras, o a mis Cintias, Glíceras y Lesbias.
Yo las coronaba en mi mente con diademas y mitras orientales, y las
envolvía en mantos de púrpura y de oro, y las rodeaba de pompa regia,
como a Ester y a Vasti: yo les prestaba la sencillez bucólica de la edad
patriarcal como a Rebeca y a la Sulamita; yo les daba la dulce humildad
y la devoción de Ruth; yo las oía discurrir como Aspasia o Hipatia,
maestras de elocuencia; yo las encumbraba en estrados riquísimos y ponía
en ellas reflejos gloriosos de clara sangre y de ilustre prosapia, como
si fuesen las matronas patricias más orgullosas y nobles de la antigua
Roma; yo las veía ligeras, coquetas, alegres, llenas de aristocrática
desenvoltura, como las damas del tiempo de Luis XV en Versalles; y yo
las adornaba, ya con púdicas estolas, que infundían veneración y
respeto, ya con túnicas y peplos sutiles, por entre cuyos pliegues
airosos se dibujaba toda la perfección plástica de las gallardas formas;
ya con la _coa_ transparente de las bellas cortesanas de Atenas y Corinto,
para que reluciese, bajo la nebulosa velatura, lo blanco y sonrosado del
bien torneado cuerpo. Pero ¿qué valen los deleites del sentido, ni qué
valen las glorias todas y las magnificencias del mundo, cuando un alma
arde y se consume en el amor divino, como yo entendía, tal vez con
sobrada soberbia, que la mía estaba ardiendo y consumiéndose? Ingentes
peñascos, montañas enteras, si sirven de obstáculo a que se dilate el
fuego que de repente arde en el seno de la tierra, vuelan deshechos por
el aire, dando lugar y abriendo paso a la amontonada pólvora de la mina
o a las inflamadas materias del volcán en erupción atronadora. Así, o
con mayor fuerza, lanzaba de sí mi espíritu todo el peso del universo y
de la hermosura creada, que se le ponía encima y le aprisionaba
impidiéndole volar a Dios, como a su centro. No; no he dejado yo por
ignorancia ningún regalo, ninguna dulzura, ninguna gloria: todo lo
conocía y lo estimaba en más de lo que vale cuando lo desprecié por otro
regalo, por otra gloria, por otras dulzuras mayores. El amor profano de
la mujer, no sólo ha venido a mi fantasía con cuantos halagos tiene en
sí, sino con aquellos hechizos soberanos y casi irresistibles de la más
peligrosa de las tentaciones: de la que llaman los moralistas tentación
virgínea, cuando la mente, aún no desengañada por la experiencia y el
pecado, se finge en el abrazo amoroso un subidísimo deleite,
inmensamente superior, sin duda, a toda realidad y a toda verdad. Desde
que vivo, desde que soy hombre, y ya hace años, pues no es tan grande mi
mocedad, he despreciado todas esas sombras y reflejos de deleites y de
hermosuras, enamorado de una hermosura arquetipo y ansioso de un deleite
supremo. He procurado morir en mí para vivir en el objeto amado;
desnudar, no ya sólo los sentidos, sino hasta las potencias de mi alma,
de afectos del mundo y de figuras y de imágenes, para poder decir con
razón que no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Tal vez, de
seguro, he pecado de arrogante y de confiado, y Dios ha querido
castigarme. Usted entonces se ha interpuesto en mi camino y me ha sacado
de él y me ha extraviado. Ahora me zahiere, me burla, me acusa de
liviano y de fácil: y al zaherirme y burlarme se ofende a sí propia,
suponiendo que mi falta me la hubiera hecho cometer otra mujer
cualquiera. No quiero, cuando debo ser humilde, pecar de orgulloso
defendiéndome. Si Dios, en castigo de mi soberbia, me ha dejado de su
gracia, harto posible es que el más ruin motivo me haya hecho vacilar y
caer. Con todo, diré a Vd. que mi mente, quizás alucinada, lo entiende
de muy diversa manera. Será efecto de mi no domada soberbia; pero repito
que lo entiendo de otra manera. No acierto a persuadirme de que haya
ruindad ni bajeza en el motivo de mi caída. Sobre todos los ensueños de
mi juvenil imaginación ha venido a sobreponerse y entronizarse la
realidad que en Vd. he visto: sobre todas mis ninfas, reinas y diosas,
Vd. ha descollado; por cima de mis ideales creaciones, derribadas,
rotas, deshechas por el amor divino, se levantó en mi alma la imagen
fiel, la copia exactísima de la viva hermosura que adorna, que es la
esencia de ese cuerpo y de esa alma. Hasta algo de misterioso, de
sobrenatural, puede haber intervenido en esto, porque amé a Vd. desde
que la vi, casi antes de que la viera. Mucho antes de tener conciencia
de que la amaba a Vd., ya la amaba. Se diría que hubo en esto algo de
fatídico; que estaba escrito; que era una predestinación.

--Y si es una predestinación, si estaba escrito--interrumpió Pepita--,
¿por qué no someterse, por qué resistirse todavía? Sacrifique Vd. sus
propósitos a nuestro amor. ¿Acaso no he sacrificado yo mucho? Ahora
mismo, al rogar, al esforzarme por vencer los desdenes de Vd., ¿no
sacrifico mi orgullo, mi decoro y mi recato? Yo también creo que amaba a
usted antes de verle. Ahora amo a Vd. con todo mi corazón, y sin Vd. no
hay felicidad para mí. Cierto es que en mi humilde inteligencia no puede
usted hallar rivales tan poderosos como yo tengo en la de usted. Ni con
la mente, ni con la voluntad, ni con el afecto, atino a elevarme a Dios
inmediatamente. Ni por naturaleza, ni por gracia, subo ni me atrevo a
querer subir a tan encumbradas esferas. Llena está mi alma, sin embargo,
de piedad religiosa, y conozco y amo y adoro a Dios, pero sólo veo su
omnipotencia y admiro su bondad en las obras que han salido de sus
manos. Ni con la imaginación acierto tampoco a forjarme esos ensueños
que usted me refiere. Con alguien, no obstante, más bello, entendido,
poético y amoroso, que los hombres que me han pretendido hasta ahora,
con un amante más distinguido y cabal que todos mis adoradores de este
lugar y de los lugares vecinos, soñaba yo para que me amara y para que
yo le amase y le rindiese mi albedrío. Ese alguien era Vd. Lo presentí
cuando me dijeron que Vd. había llegado al lugar: lo reconocí cuando vi
a Vd. por vez primera. Pero como mi imaginación es tan estéril, el
retrato que yo de Vd. me había trazado no valía, ni con mucho, lo que
Vd. vale. Yo también he leído algunas historias y poesías, pero de todos
los elementos que de ellas guardaba mi memoria no logré nunca componer
una pintura que no fuese muy inferior en mérito a lo que veo en Vd. y
comprendo en Vd. desde que le conozco. Así es que estoy rendida y
vencida y aniquilada desde el primer día. Si amor es lo que usted dice,
si es morir en sí para vivir en el amado, verdadero y legítimo amor es
el mío, porque he muerto en mí y sólo vivo en Vd. y para Vd. He deseado
desechar de mí este amor, creyéndole mal pagado, y no me ha sido
posible. He pedido a Dios, con mucho fervor, que me quite el amor o me
mate, y Dios no ha querido oírme. He rezado a María Santísima para que
borre del alma la imagen de usted y el rezo ha sido inútil. He hecho
promesas al santo de mi nombre para no pensar en Vd. sino como él
pensaba en su bendita esposa, y el santo no me ha socorrido. Viendo
esto, he tenido la audacia de pedir al cielo que Vd. se deje vencer, que
usted deje de querer ser clérigo, que nazca en su corazón de Vd. un amor
tan profundo como el que hay en mi corazón. D. Luis, dígamelo Vd. con
franqueza, ¿ha sido también sordo el cielo a esta última súplica? ¿O es
acaso que para avasallar y rendir un alma pequeña, cuitada y débil como
la mía, basta un pequeño amor, y para avasallar la de Vd., cuando tan
altos y fuertes pensamientos la velan y custodian, se necesita de amor
más poderoso, que yo no soy digna de inspirar, ni capaz de compartir, ni
hábil para comprender siquiera?

--Pepita--contestó D. Luis--, no es que su alma de Vd. sea más pequeña
que la mía, sino que está libre de compromisos, y la mía no lo está. El
amor que Vd. me ha inspirado es inmenso; pero luchan contra él mi
obligación, mis votos, los propósitos de toda mi vida, próximos a
realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor de ofender a Vd.? Si
usted logra en mí su amor, Vd. no se humilla. Si yo cedo a su amor de
Vd., me humillo y me rebajo. Dejo al Creador por la criatura, destruyo
la obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo que estaba
en mi pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado en
mí, desaparece para que el hombre antiguo renazca. ¿Por qué, en vez de
bajar yo hasta el suelo, hasta el siglo, hasta la impureza del mundo,
que antes he menospreciado, no se eleva Vd. hasta mí por virtud de ese
mismo amor que me tiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué no nos
amamos entonces sin vergüenza y sin pecado y sin mancha? Dios, con el
fuego purísimo y refulgente de su amor, penetra las almas santas y las
llena por tal arte, que así como un metal que sale de la fragua, sin
dejar de ser metal reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las almas se
hinchen de Dios, y en todo son Dios, penetradas por donde quiera de
Dios, en gracia del amor divino. Estas almas se aman y se gozan
entonces, como si amaran y gozaran a Dios: amándole y gozándole, porque
Dios son ellas. Subamos, juntos en espíritu, esta mística y difícil
escala: asciendan a la par nuestras almas a esta bienaventuranza, que
aun en la vida mortal es posible; mas para ello es fuerza que nuestros
cuerpos se separen; que yo vaya a donde me llama mi deber, mi promesa y
la voz del Altísimo, que dispone de su siervo y le destina al culto de
sus altares.

--¡Ay, Sr. D. Luis!--replicó Pepita toda desolada y compungida--. Ahora
conozco cuán vil es el metal del que estoy forjada y cuán indigno de que
le penetre y mude el fuego divino. Lo declararé todo, desechando hasta
la vergüenza. Soy una pecadora infernal. Mi espíritu grosero e inculto
no alcanza esas sutilezas, esas distinciones, esos refinamientos de
amor. Mi voluntad rebelde se niega a lo que Vd. propone. Yo ni siquiera
concibo a Vd. sin Vd. Para mí es Vd. su boca, sus ojos, sus negros
cabellos, que deseo acariciar con mis manos, su dulce voz y el regalado
acento de sus palabras que hieren y encantan materialmente mis oídos,
toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de
la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu
invisible, vago y lleno de misterios. Mi alma, reacia e incapaz de esos
raptos misteriosos, no acertará a seguir a Vd. nunca a las regiones
donde quiere llevarla. Si Vd. se eleva hasta ellas, yo me quedaré sola,
abandonada, sumida en la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merezco la
muerte: la deseo. Tal vez al morir, desatando o rompiendo mi alma estas
infames cadenas que la detienen, se haga hábil para ese amor con que Vd.
desea que nos amemos. Máteme Vd. antes, para que nos amemos así; máteme
Vd. antes, y, ya libre mi espíritu, le seguirá por todas las regiones y
peregrinará invisible al lado de usted velando su sueño, contemplándole
con arrobo, penetrando sus pensamientos más ocultos, viendo en realidad
su alma, sin el intermedio de los sentidos. Pero viva, no puede ser. Yo
amo en Vd., no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo,
y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre, y el
apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal D. Luis
de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé qué
más diga. Repito que es menester matarme. Máteme Vd. sin compasión. No:
yo no soy cristiana, sino idólatra materialista.

Aquí hizo Pepita una larga pausa. D. Luis no sabía qué decir y callaba.
El llanto bañaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguió sollozando:

--Lo conozco: Vd. me desprecia y hace bien en despreciarme. Con ese
justo desprecio me matará usted mejor que con un puñal, sin que se
manche de sangre ni su mano ni su conciencia. Adiós. Voy a libertar a
Vd. de mi presencia odiosa. Adiós para siempre.

Dicho esto, Pepita se levantó de su asiento, y sin volver la cara
inundada de lágrimas, fuera de sí, con precipitados pasos se lanzó hacia
la puerta que daba a las habitaciones interiores. D. Luis sintió una
invencible ternura, una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepita
muriese. La siguió para detenerla, pero no llegó a tiempo, Pepita pasó
la puerta. Su figura se perdió en la oscuridad. Arrastrado D. Luis como
por un poder sobrehumano, impulsado como por una mano invisible, penetró
en pos de Pepita en la estancia sombría.

       *       *       *       *       *

El despacho quedó solo.

El baile de los criados debía de haber concluido, pues no se oía el más
leve rumor. Sólo sonaba el agua de la fuente del jardincillo.

Ni un leve soplo de viento interrumpía el sosiego de la noche y la
serenidad del ambiente. Penetraban por la ventana el perfume de las
flores y el resplandor de la luna.

Al cabo de un largo rato, D. Luis apareció de nuevo, saliendo de la
oscuridad. En su rostro se veía pintado el terror; algo de la
desesperación de Judas.

Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en sus
rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin duda
en un mar de reflexiones amargas.

Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de
asesinar a Pepita.

Pepita, sin embargo, apareció después. Con paso lento, con actitud de
profunda melancolía, con el rostro y la mirada inclinados al suelo,
llegó hasta cerca de donde estaba D. Luis, y dijo de este modo:

--Ahora, aunque tarde, conozco toda la vileza de mi corazón y toda la
iniquidad de mi conducta. Nada tengo que decir en mi abono; mas no
quiero que me creas más perversa de lo que soy. Mira, no pienses que ha
habido en mí artificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, ha sido
una maldad atroz, pero instintiva; una maldad inspirada quizá por el
espíritu del infierno que me posee. No te desesperes ni te aflijas, por
amor de Dios. De nada eres responsable. Ha sido un delirio: la
enajenación mental se apoderó de tu noble alma. No es en ti el pecado
sino muy leve. En mí es grave, horrible, vergonzoso. Ahora te merezco
menos que nunca. Vete: yo soy ahora quien te pide que te vayas. Vete:
haz penitencia. Dios te perdonará. Vete: que un sacerdote te absuelva.
Limpio de nuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé ministro del Altísimo.
Con tu vida trabajosa y santa, no sólo borrarás hasta las últimas
señales de esta caída sino que después de perdonarme el mal que te he
hecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que conmigo
te ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre. Básteme el
haber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana; no quiero, ni
debo, ni puedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infiero de tu ademán,
lo veo con evidencia; ahora me desprecias más que antes, y tienes razón
en despreciarme. No hay honra, ni virtud, ni vergüenza en mí.

Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas rodillas y se inclinó luego
hasta tocar con la frente el suelo del despacho. D. Luis siguió en la
misma postura que antes tenía. Así estuvieron los dos algunos minutos en
desesperado silencio.

Con voz ahogada, sin levantar la faz de la tierra, prosiguió al cabo
Pepita:

--Vete ya, D. Luis, y no por una piedad afrentosa permanezcas más tiempo
al lado de esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir tu desvío,
tu olvido y hasta tu desprecio, que tengo tan merecido. Seré siempre tu
esclava, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte a la memoria
la infamia de esta noche.

Los gemidos sofocaron la voz de Pepita, al terminar estas palabras.

D. Luis no pudo más. Se puso en pie, llegó donde estaba Pepita y la
levantó entre sus brazos, estrechándola contra su corazón, apartando
blandamente de su cara los rubios rizos que en desorden caían sobre
ella, y cubriéndola de apasionados besos.

--Alma mía--dijo por último don Luis--, vida de mi alma, prenda querida
de mi corazón, luz de mis ojos, levanta la abatida frente y no te
prosternes más delante de mí. El pecador, el flaco de voluntad, el
miserable, el sandio y el ridículo soy yo que no tú. Los ángeles y los
demonios deben reírse igualmente de mí y no tomarme por lo serio. He
sido un santo postizo, que no he sabido resistir y desengañarte desde el
principio, como hubiera sido justo; y ahora no acierto tampoco a ser un
caballero, un galán, un amante fino, que sabe agradecer en cuanto valen
los favores de su dama. No comprendo qué viste en mí para prendarte de
ese modo. Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarasca y pedantería de
colegial, que había leído los libros devotos como quien lee novelas, y
con ellos se había forjado su novela necia de misiones y
contemplaciones. Si hubiera habido virtud sólida en mí, con tiempo te
hubiera desengañado y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La verdadera
virtud no cae tan fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar de
tu talento, a pesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera caído, si en
realidad hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocación
verdadera. Dios, que todo lo puede, me hubiera dado su gracia. Un
milagro, sin duda, algo de sobrenatural se requería para resistir a tu
amor; pero Dios hubiera hecho el milagro si yo hubiera sido digno objeto
y bastante razón para que le hiciera. Haces mal en aconsejarme que sea
sacerdote. Reconozco mi indignidad. No era más que orgullo lo que me
movía. Era una ambición mundana como otra cualquiera. ¡Qué digo como
otra cualquiera! Era peor: era una ambición hipócrita, sacrílega,
simoniaca.

--No te juzgues con tal dureza--replicó Pepita, ya más serena y
sonriendo a través de las lágrimas--. No deseo que te juzgues así, ni
para que no me halles tan indigna de ser tu compañera; pero quiero que
me elijas por amor, libremente, no para reparar una falta, no porque has
caído en un lazo que pérfidamente puedes sospechar que te he tendido.
Vete, si no me amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No exhalarán
mis labios una queja, si para siempre me abandonas y no vuelves a
acordarte de mí...

La contestación de D. Luis no cabía ya en el estrecho y mezquino tejido
del lenguaje humano. Don Luis rompió el hilo del discurso de Pepita,
sellando los labios de ella con los suyos y abrazándola de nuevo.

       *       *       *       *       *

Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona
en el despacho diciendo:

--¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no
ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el
de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca
de las dos de la mañana.

--Bien está--dijo Pepita--, se irá al momento.

Antoñona volvió a salir del despacho, y aguardó fuera.

Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en su
niñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primeros
años de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madre
adusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hasta
entonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan las
hojas verdes de los árboles, cuando las nieves y los hielos de un
invierno rigoroso y dilatado han retardado su germinación.

Una señora de ciudad, que conoce lo que llamamos _conveniencias sociales_,
hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; pero
Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en
quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en
el gran mundo se estilan. Así es que, vencidos los obstáculos que se
oponían a su dicha, viendo ya rendido a D. Luis, teniendo su promesa
espontánea de que la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con razón
amada, adorada, de aquél a quien amaba y adoraba tanto, brincaba y reía
y daba otras muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían mucho de
infantil y de inocente.

Era menester que D. Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisó
con amor los cabellos, besándoselos después.

Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.

--Adiós, dueño amado--le dijo--. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lo
diré todo a tu padre, si tú no quieres atreverte. Él es bueno y nos
perdonará.

Al cabo los dos amantes se separaron.

       *       *       *       *       *

Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostro
tomó una expresión grave y pensativa.

Pepita pensó dos cosas igualmente serias: una de interés mundano, otra
de más elevado interés. Lo primero en que pensó fue en que su conducta
de aquella noche, pasada la embriaguez del amor, pudiera perjudicarle en
el concepto de D. Luis. Pero hizo severo examen de conciencia, y,
reconociendo que ella no había puesto ni malicia, ni premeditación en
nada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de nobles
impulsos, consideró que don Luis no podía menospreciarla nunca, y se
tranquilizó por este lado. No obstante, aunque su confesión candorosa de
que no entendía el mero amor de los espíritus y aunque su fuga a lo
interior de la alcoba sombría había sido obra del instinto más inocente,
sin prever los resultados, Pepita no se negaba que había pecado después
contra Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Encomendose, pues, de
todo corazón a la Virgen para que la perdonase: hizo promesa a la imagen
de la Soledad, que había en el convento de monjas, de comprar siete
lindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar su
pecho; y determinó ir a confesarse al día siguiente con el vicario y
someterse a la más dura penitencia que le impusiera para merecer la
absolución de aquellos pecados, merced a los cuales venció la terquedad
de D. Luis, quien de lo contrario hubiera llegado a ser cura, sin
remedio.

Mientras Pepita discurría así allá en su mente, y resolvía con tanto
tino sus negocios del alma, don Luis bajó hasta el zaguán, acompañado
por Antoñona.

Antes de despedirse dijo D. Luis sin preparación ni rodeos:

--Antoñona, tú que lo sabes todo, dime, quién es el conde de Genazahar y
qué clase de relaciones ha tenido con tu ama.

--Temprano empiezas a mostrarte celoso.

--No son celos; es curiosidad solamente.

--Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tu
curiosidad. Ese conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador y
mala cabeza; pero tiene más vanidad que D. Rodrigo en la horca. Se
empeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña le
ha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que se
guarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó don
Gumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos de
Pepita, que es mejor que el pan. El tonto del conde creyó sin duda que
Pepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, había
de ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido.
Vino después el desengaño con la furia consiguiente.

--Adiós, Antoñona--dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y
sombría.

Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la
gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y
otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.

En algunas rejas, seguían aún varios embozados, pertinaces e
incansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría había
desaparecido ya.

En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta a
sus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mente
a confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión que
había inspirado a Pepita, su hermosura, la gracia juvenil de su cuerpo y
la lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación y
le hacían dichoso.

Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba, no obstante, D.
Luis en el cambio que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el deán? ¿Qué
espanto no sería el del obispo? Y sobre todo, ¿qué motivo tan grave de
queja no había dado D. Luis a su padre? Su disgusto, su cólera cuando
supiese el compromiso que ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo
de D. Luis y le inquietaban sobre manera.

En cuanto a lo que él llamaba su caída antes de caer, fuerza es confesar
que le parecía poco honda y poco espantosa después de haber caído. Su
misticismo, bien estudiado, con la nueva luz que acababa de adquirir, se
le antojó que no había tenido ser ni consistencia; que había sido un
producto artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchacho
y de sus ternuras sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba que
a veces había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y había
oído susurros místicos y había estado en conversación interior, y casi
había empezado a caminar por la vía unitiva, llegando a la oración de
quietud, penetrando en el abismo del alma y subiendo al ápice de la
mente, D. Luis se sonreía y sospechaba que no había estado por completo
en su juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él había hecho
penitencia, ni él había vivido largos años en contemplación, ni él tenía
ni había tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese con
distinciones tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todo
esto, la mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que había
gozado eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía,
nacía de que nada de eso había deleitado tanto su alma como un _te amo_ de
Pepita, como el toque delicadísimo de una mano de Pepita jugando con los
negros rizos de su cabeza.

Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a
sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba
indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un
buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a
sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su
Pepita.

       *       *       *       *       *

Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación
de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias
reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.

Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o
_Paralipómenos_ era obra del señor deán, a fin de completar el cuadro y
acabar de relatar los sucesos que las cartas no relatan; pero entonces
aún no había yo leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar la
libertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tiene
el autor para algunos deslices, dudo de que el señor deán, cuya rigidez
sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el
lector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar que
sea el señor deán el autor de los _Paralipómenos_.

La duda queda en pie porque, en el fondo, nada hay en ellos que se
oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario,
si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los
orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de D.
Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los
_Desengaños místicos_ del Padre Arbiol.

En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que el
señor deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo,
diciendo _mi sobrino_ al hablar de D. Luis, y poniendo sus consideraciones
morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valer. El
señor deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, y
anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampoco
hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo,
lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gusto
literario, porque los poetas épicos y los historiadores, que deben
servir de modelo, no dicen yo, aunque hablen de ellos mismos y ellos
mismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. Jenofonte
Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su _Anábasis_, sino se nombra en
tercera persona cuando es menester, como si fuera uno el que escribió y
otro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocos
capítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes de
darse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando este
príncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando ya
cerca el de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejos
en la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luego
como mancha negra, y por último, con claridad y distinción, oyéndose el
relinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armados
de truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de los
instrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro de
las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no de
antemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas y
explicándole el murmullo que corría entre los griegos, el cual no era
otro que lo que llamamos _santo y seña_ en el día, y que fue en aquella
ocasión _Júpiter salvador y Victoria_. El señor deán, que era un hombre de
gusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error de
ingerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe,
y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo
con un _párate ahí_, con un ¿_qué haces_? ¡_mira no te caigas_, _desventurado_!
o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerse
en alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal
en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no
dudarlo, el señor deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo
escribir estos _Paralipómenos_, sin dar la cara, como si dijéramos.

Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación,
cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porque
no están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería
voluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionados
requisitos.

Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndola
en el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación de
D. Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha
luz sobre todo.

--Esta mudanza de mi sobrino--dice--, no me ha dado chasco. Yo la
preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al
principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la
cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina
de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.

¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue a
tiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita
Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco
hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera
cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No hay
más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuando
estuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y pretendía a las
damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo
lánguido americano:--¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos si
puede!--. Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo
a los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar
de ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, mucha
penitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y a gozar de
sus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo de
místico, no hay don ni favor sobrenatural, sin poderoso esfuerzo y
costoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios del
amor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara, sin haberse antes
quemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpo
con privaciones y abstinencias. Apolonio de Tiana se supone que se
maceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestros
días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real,
tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la _Analítica_ de Sanz
del Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento
que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi
sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y... ¡vean
ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un
buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo
pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha que al fin no tiene
otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con un
candor y un ímpetu selváticos.

       *       *       *       *       *

Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, como
para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle
la mala pasada de darla al público.

Sigamos ahora la narración.

       *       *       *       *       *

Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo,
como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado con
que fuese digna de la _Leyenda áurea_ se convirtiese en un suavísimo y
perpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amor
terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San
Vicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era
igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en
San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir
huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algo
de tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a los
pies de Booz, diciéndole Soy _tu esclava_; _extiende tu capa sobre tu
sierva_, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo.
D. Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a Booz y
exclamar: _Hija_, _bendita seas del Señor_, _que has excedido tu primera
bondad con ésta de ahora_. Así se disculpaba D. Luis de no haber imitado
a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito
que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba de
cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado,
porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la
reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni
grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.

De todos modos no se negaba D. Luis, y esto prestaba a su contento un
leve tinte de melancolía, que había destruido su ideal; que había sido
vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por
esto; pero D. Luis se apuraba. D. Luis pensó desde luego en sustituir el
antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien
recordó a D. Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Luna
decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que
pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y
descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de
Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos
amenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico lleno
de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura
y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las
familias; y uniendo por último el amor conyugal con el amor de Dios,
para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como
templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que
dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.

Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester
allanar antes, y D. Luis se preparaba a allanarlas.

Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien había
defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy
diversa índole y en cierto modo más grave.

Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a
Pepita de los groseros insultos del conde de Genazahar, sino con
discursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con que
tales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendo
que declarar en seguida que Pepita era su novia y que iba a casarse con
ella, D. Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños de
humana ternura, y de las creencias religiosas que en su alma quedaban
íntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginar
con su dignidad el abstenerse de romper la crisma al conde
desvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepita
no necesitaba de la sangre del conde para quedar limpia de todas las
manchas de la calumnia, y hasta que el mismo conde, por mal criado y por
bruto, y no porque lo creyese, ni quizás por un rencor desmedido, había
dicho tanto denuesto. Sin embargo, a pesar de todas estas reflexiones,
D. Luis conocía que no se sufriría a sí propio durante toda su vida, y
que por consiguiente no llegaría a hacer nunca a gusto el papel de
Filemón, si no empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al conde su
merecido, si bien pidiendo a Dios que no le volviese a poner en otra
ocasión semejante.

Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle a cabo enseguida. Y
pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos, y hacer que trajesen en
boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con
cualquier otro pretexto.

Supuso además que el conde, forastero y vicioso jugador, sería muy
posible que estuviese aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de lo
avanzado de la noche, y D. Luis se fue derecho al casino.

El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones
estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió
don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al
monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban; dos eran
forasteros como el conde; las otras tres eran el capitán de caballería
encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las
cosas más al intento de D. Luis. Sin ser visto, por lo afanados que
estaban en el juego, D. Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir
del casino, y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta;
preguntó D. Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le
sintiera ni se despertara, subió D. Luis de puntillas a su cuarto con
una luz, recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y
se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a
abrir, y se fue al casino otra vez.

Entonces entró D. Luis en el salón donde jugaban, dando taconazos
recios, con estruendo y con aire de taco, como suele decirse. Los
jugadores se quedaron pasmados al verle.

--¡Tú por aquí a estas horas!--dijo Currito.

--¿De dónde sale Vd., curita?--dijo el médico.

--¿Viene Vd. a echarme otro sermón?--exclamó el conde.

--Nada de sermones--contestó D. Luis con mucha calma--. El mal efecto
que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios
no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Vd., señor conde, ha
hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy
en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella.

--Vamos, me alegro--interrumpió el conde--; pero cuidado, niño, que si
la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano.

--Ya de eso cuidaré yo--replicó D. Luis--. Veo que se juega. Me siento
inspirado. Vd. talla. ¿Sabe Vd., señor conde, que tendría chiste que yo
le desbancase?

--Tendría chiste, ¿eh? ¡Vd. ha cenado fuerte!

--He cenado lo que me ha dado la gana.

--Respondonzuelo se va haciendo el mocito.

--Me hago lo que quiero.

--Voto va...--dijo el conde, y ya se sentía venir la tempestad, cuando
el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo.

--Ea--dijo el conde, sosegado y afable--, desembaúle Vd. los dinerillos
y pruebe fortuna.

Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista
acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que
tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato.

--No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego--dijo D. Luis--.
Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la
carta, gano, y si sale la contraria, gana Vd.

--Así es, amiguito; tiene Vd. un entendimiento macho.

--Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino
también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser
un macho, como hay tantos por ahí.

--¡Vaya si viene Vd. parlanchín y si saca alicantinas!

Don Luis se calló: jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna,
que ganó casi siempre.

El conde comenzó a cargarse.

--¿Si me desplumará el niño?--dijo--, Dios protege la inocencia.

Mientras que el conde se amostazaba, D. Luis sintió cansancio y fastidio
y quiso acabar de una vez.

--El fin de todo esto--dijo--es ver si yo me llevo esos dineros o si Vd.
se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde?

--Es verdad.

--Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo
tarde, y siguiendo su consejo de Vd. debo recogerme para que la flor de
mi mocedad no se marchite.

--¿Qué es eso? ¿Se quiere Vd. largar? ¿Quiere Vd. tomar el olivo?

--Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí,
en este montón de dinero, ¿no hay más que en la banca?

Currito miró, y contestó:

--Es indudable.

--¿Cómo explicaré--preguntó D. Luis--, que juego en un golpe cuanto hay
en la banca contra otro tanto?

--Eso se explica--respondió Currito--, diciendo: ¡copo!

--Pues, copo--dijo D. Luis dirigiéndose al conde--; va el copo y la red
en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes
que su enemigo el tres.

El conde que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al
verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar.

Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al
juego: pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la
buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.

El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era
grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el
rey de copas, y se detuvo.

--Tire Vd.--dijo el capitán.

--No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha
desplumado. Recoja Vd. el dinero.

El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa.

D. Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.

Después de un corto silencio, habló el conde:

--Curita es menester que me dé Vd. el desquite.

--No veo la necesidad.

--¡Me parece que entre caballeros!...

--Por esa regla el juego no tiene término--observó D. Luis--. Por esa
regla, lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar.

--Déme Vd. el desquite--replicó el conde, sin atender a razones.

--Sea--dijo D. Luis--. Quiero ser generoso.

El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla.

--Alto ahí--dijo D. Luis--; entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de
la nueva banca de Vd.?

El conde se quedó turbado y confuso.

--Aquí no tengo dinero--contestó--, pero me parece que sobra con mi
palabra.

D. Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo:

--Señor conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un
caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad
que casi voy ya conquistando; pero, desde que vi esta mañana la crueldad
con que trató Vd. a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no
quiero hacerme culpado para con Vd. del mismo delito. No faltaba más
sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de Vd., prestándole
dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que
debe a Pepita Jiménez.

Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El conde se
puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el
colegial, dijo con voz alterada:

--¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la
grandísima...!

Esta última injuria, que recordaba a D. Luis la falta de su nacimiento y
caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y
respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos.

D. Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el conde, con
agilidad asombrosa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho, armado
de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su
enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.

No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan
las manos, suelen callar las lenguas. El conde iba a lanzarse sobre D.
Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran
vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de D. Luis. El
capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al
conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.

--Dejadme libre; dejadme que le mate--decía.

--Yo no trato de evitar un duelo--dijo el capitán--. El duelo es
inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes.
Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha.

--Que vengan armas--dijo el conde--. No quiero retardar el lance ni un
minuto... En el acto... aquí.

--¿Queréis reñir al sable?--dijo el capitán.

--Bien está--respondió D. Luis.

--Vengan los sables--dijo el conde.

Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los
mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el
patio, no llegaron a despertarse.

D. Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El conde, a los dos
forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera
de la Cruz Roja.

Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel
salón, cerrando antes la puerta.

El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo
de la capa que para ocultarlos se puso.

Ya sabemos que D. Luis no había empuñado en su vida un arma. Por
fortuna, el conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca
había estudiado teología ni pensado en ser clérigo.

Las condiciones del duelo se redujeron a que, una vez el sable en la
mano, cada uno de los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera a
entender.

Se cerró la puerta de la sala.

Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el
terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. D. Luis y el
conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y
tomaron las armas. Se hicieron a un lado los testigos. A una señal del
capitán, empezó el combate.

Entre dos personas que no sabían parar ni defenderse la lucha debía ser
brevísima, y lo fue.

La furia del conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era
robusto, tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia
de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a D. Luis, por
fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió.
Menester fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a
los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el
conde por quinta vez a D. Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la
herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de D. Luis empezó a
correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el conde arremetió
con más ira, para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de D.
Luis. Éste, en vez de prepararse a parar, dejó caer el sable con brío y
acertó con una cuchillada en la cabeza del conde. La sangre salió con
ímpetu y se extendió por la frente y corrió sobre los ojos. Aturdido por
el golpe, dio el conde con su cuerpo en el suelo.

Toda la batalla fue negocio de algunos segundos.

D. Luis había estado sereno, como un filósofo estoico, a quien la dura
ley de la necesidad obliga a ponerse en semejante conflicto, tan
contrario a sus costumbres y modo de pensar; pero, no bien miró a su
contrario por tierra, bañado en sangre, y como muerto, D. Luis sintió
una angustia grandísima y temió que le diese una congoja. Él, que no se
creía capaz de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él,
que aún estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro
y nuncio del Evangelio, hacía cinco o seis horas, había cometido o se
acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos y de haber
infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado
pecado mortal de que no se contaminase. Sus propósitos de santidad
heroica y perfecta se habían desvanecido primero. Sus propósitos de una
santidad más fácil, cómoda y _burguesa_, se desvanecían después. El diablo
desbarataba sus planes. Se le antojaba que ni siquiera podía ya ser un
Filemón cristiano, pues no era buen principio para el idilio perpetuo el
de rasgar la cabeza al prójimo de un sablazo.

El estado de D. Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era
el de un hombre que tiene fiebre cerebral.

Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y llevaron a su
casa.

       *       *       *       *       *

D. Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía
su hijo herido. Acudió a verle, examinó las contusiones y la herida del
brazo, y vio que no eran de cuidado, pero puso el grito en el cielo
diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó
hasta que supo el lance, y que D. Luis había sabido tomar venganza por
sí, a pesar de su teología.

El médico vino poco después a curar a D. Luis, y pronosticó que en tres
o cuatro días estaría don Luis para salir a la calle, como si tal cosa.
El conde, en cambio, tenía para meses. Su vida, sin embargo, no corría
peligro. Había vuelto de su desmayo, y había pedido que le llevasen a su
pueblo, que no dista más que una legua del lugar en que pasaron estos
sucesos. Habían buscado un carricoche de alquiler y le habían llevado,
yendo en su compañía su criado y los dos forasteros que le sirvieron de
testigos.

A los cuatro días del lance, se cumplieron en efecto los pronósticos del
doctor, y D. Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida
abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un
restablecimiento completo en plazo muy breve.

El primer deber que D. Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le
dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita y
declararle su intención de casarse con ella.

D. Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su
hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole
y mimándole con singular cariño.

En la mañana del día 27 de Junio, después de irse el médico, D. Pedro
quedó solo con su hijo; y entonces la tan difícil confesión para D. Luis
tuvo lugar del modo siguiente.

       *       *       *       *       *

--Padre mío--dijo D. Luis--, yo no debo seguir engañando a Vd. por más
tiempo. Hoy voy a confesar a Vd. mis faltas y a desechar la hipocresía.

--Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al
padre vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de
todo, sin que mi absolución te valga para nada. Pero si quieres
confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te
escucho.

--Lo que tengo que confiar a Vd. es una gravísima falta mía, y me da
vergüenza...

--Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo.

Aquí D. Luis, poniéndose muy colorado, y con visible turbación, dijo:

--Mi secreto es que estoy enamorado de... Pepita Jiménez, y que ella...

D. Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase:

--Y que ella está enamorada de ti, y que la noche de la velada de San
Juan estuviste con ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana,
y que por ella buscaste un lance con el conde de Genazahar a quien has
roto la cabeza. Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay perro ni
gato en el lugar que no esté ya al corriente de todo. Lo único que
parecía posible ocultar era la duración del coloquio hasta las dos de la
mañana, pero unas gitanas buñoleras te vieron salir de la casa y no
pararon hasta contárselo a todo bicho viviente. Pepita, además, no
disimula cosa mayor; y hace bien, porque sería el disimulo de
Antequera... Desde que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces al día,
y otras dos o tres veces envía a Antoñona a saber de tu salud, y si no
han entrado a verte, es porque yo me he opuesto para que no te
alborotes.

La turbación y el apuro de D. Luis subieron de punto cuando oyó contar a
su padre toda la historia en lacónico compendio.

--¡Qué sorpresa!--dijo--, ¡qué asombro habrá sido el de Vd.!

--Nada de sorpresa, ni de asombro, muchacho. En el lugar sólo se saben
las cosas hace cuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado tu
transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y mátalas callando, miren el
santurrón y el gatito muerto, exclaman las gentes, con lo que ha venido
a descolgarse! El padre vicario, sobre todo, se ha quedado turulato.
Todavía está haciéndose cruces, al considerar cuánto trabajaste en la
viña del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos
fueron tus trabajos. Pero a mí no me cogieron las noticias de susto,
salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer la yerba. No es fácil que
los pollos engañen a los recoveros.

--Es verdad: he querido engañar a Vd. ¡He sido un hipócrita!

--No seas tonto: no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de
perspicaz. Pero hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada. Yo
sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más
de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus
impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu
tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he
guardado minuta.

D. Pedro sacó del bolsillo unos papeles y leyó lo que sigue:

_Carta del deán_.--«Mi querido hermano: Siento en el alma tener que darte
una mala noticia; pero confío en Dios que habrá de concederte paciencia
y sufrimiento bastantes para que no te enoje y acibare demasiado.
Luisito me escribe, hace días, extrañas cartas, donde descubro, al
través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y
pecaminosa hacia cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima, que hay
en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí, creyendo firme la
vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios
un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han
venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta
que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser de la piel de
Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito
amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá
en ella. No debiera esto pesarme, porque si ha de faltar y ser
galanteador y cortejante, mejor es que su mala condición se descubra con
tiempo y no llegue a ser clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave
inconveniente en que Luisito siguiera ahí, y fuese ensayado y analizado
en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita
fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus
virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado; pero
tropezamos con el escollo de que la dicha viuda, que habíamos de
convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada.
Pasaría, pues, de castaño oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo.
Esto sería un escándalo monstruoso, y, para evitarle con tiempo, te
escribo hoy, a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas
a Luisito por aquí, cuanto antes mejor».

Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó:

--A esta carta del deán contesté lo que sigue:

_Contestación_.--«Hermano querido y venerable padre espiritual: mil
gracias te doy por las noticias que me envías y por tus avisos y
consejos. Aunque me precio de listo, confieso mi torpeza en esta
ocasión. La vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo,
se me mostraba tan afable y cariñosa que yo me las prometía felices. Ha
sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo
que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el
agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita sino al papá del
teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco
este desengaño en el primer momento; pero después lo reflexioné todo con
la madurez debida, y mi mortificación y mi aflicción se convirtieron en
gozo. El chico es excelente. Yo le he tomado mucho más afecto desde que
está conmigo. Me separé de él y te le entregué para que le educases,
porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por
otras razones, se hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más allá de
mis esperanzas y aun de mis deseos, y por poco no sacas de Luisito un
Padre de la Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado mi vanidad;
pero hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre,
que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis
bienes, que son mi gloria, porque los he adquirido con ingenio y
trabajo, y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la persuasión en
que estaba yo de que no había remedio, de que Luis iba a catequizar a
los chinos, a los indios y a los negritos de Monicongo, me decidió a
casarme para dilatar mi sucesión. Naturalmente puse mis ojos en Pepita
Jiménez, que no es de la piel de Barrabás como imaginas, sino una
criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que
coqueta. Tengo tan buena opinión de Pepita que si volviese ella a tener
diez y seis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese
ochenta años como D. Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en
puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como
si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para
dejarle mi posición, mi caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya diez
y seis años, sino veinte, ni está sometida al culebrón de su madre, ni
yo tengo ochenta años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor edad,
porque empiezo a sentirme harto averiado, con un poquito de asma, mucha
tos, bastantes dolores reumáticos y otros alifafes, y sin embargo,
maldita la gana que tengo de morirme. Creo que ni en veinte años me
moriré, y como le llevo veinticinco a Pepita, calcula el desastroso
porvenir que le aguardaba con este viejo perdurable. Al cabo de los
pocos años de casada conmigo hubiera tenido que aborrecerme, a pesar de
lo buena que es. Porque es buena y discreta no ha querido, sin duda,
aceptarme por marido, a pesar de la insistencia y de la obstinación con
que se lo he propuesto. ¡Cuánto se lo agradezco ahora! La misma puntita
de vanidad lastimada por sus desdenes se embota ya al considerar que, si
no me ama, ama mi sangre; se prenda del hijo mío. Si no quiere esta
fresca y lozana yedra enlazarse al viejo tronco, carcomido ya, trepe por
él, me digo, para subir al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo.
Dios los bendiga a ambos y prospere estos amores. Lejos de llevarte al
chico otra vez, le retendré aquí, hasta por fuerza, si es necesario. Me
decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verle casado. Me voy
a remozar contemplando a la gentil pareja, unida por el amor. ¿Y cuando
me den unos cuantos chiquillos? En vez de ir de misionero y de traerme
de Australia o de Madagascar o de la India varios neófitos, con jetas de
a palmo, negros como la tizna, o amarillos como el estezado y con ojos
de mochuelo, ¿no será mejor que Luisito predique en casa, y me saque en
abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como
los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos que
me trajese de por allá, sería menester que estuvieran a respetable
distancia para que no me inficionasen, y éstos de por acá me olerían a
rosas del paraíso, y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían
conmigo, y me besarían, y me llamarían abuelito, y me darían palmaditas
en la calva, que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando estaba yo en todo
mi vigor, no pensaba en las delicias domésticas; mas ahora, que estoy
tan próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como no me he de hacer
cenobita, me complazco en esperar que haré el papel de patriarca. Y no
entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo,
sino que he de trabajar para que cuaje. Siguiendo tu comparación, pues
que transformas a Pepita en crisol, y a Luis en metal, yo buscaré o
tengo buscado ya un fuelle o soplete utilísimo, que contribuya a avivar
el fuego para que el metal se derrita pronto. Este soplete es Antoñona,
nodriza de Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta a su dueño.
Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de
amores. Hemos convenido en que yo siga haciendo la vista gorda y no
dándome por entendido de nada. El padre vicario, que es un alma de Dios,
siempre en Babia, me sirve tanto o más que Antoñona, sin advertirlo él:
porque todo se le vuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepita con
Luis; de suerte que este excelente señor, con medio siglo en cada pata,
se ha convertido ¡oh milagro del amor y de la inocencia! en palomito
mensajero, con quien los dos amantes se envían sus requiebros y finezas,
ignorándolo también ambos. Tan poderosa combinación de medios naturales
y artificiales debe dar un resultado infalible. Ya te le diré al darte
parte de la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a los novios tu
bendición y un buen regalo».

Así acabó D. Pedro de leer su carta, y al volver a mirar a D. Luis, vio
que D. Luis había estado escuchando con los ojos llenos de lágrimas.

El padre y el hijo se dieron un abrazo muy apretado y muy prolongado.

       *       *       *       *       *

Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las
bodas de D. Luis de Vargas y de Pepita Jiménez.

Temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que
el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su
papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía
mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso
venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como
presente para Pepita.

El padre vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con D. Luis.

La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos, y digna de
trocarse por el cilicio y las disciplinas.

Aquella noche dio D. Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y
salones contiguos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros, las señoras
y señoritas y las mozas del lugar, asistieron y se mezclaron en él, como
en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro.
Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el
fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las
coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de
escuela leyó un epitalamio, en verso heroico.

Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y
mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares,
chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas
aromáticas y refinadísimas.

D. Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso, bromista y galante. Parecía
que era falso lo que declaraba en su carta al deán, del reúma y demás
alifafes. Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y
con otras seis o siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento,
cansada ya, le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y
a las menos serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del
ceremonial. D. Pedro llevó su galantería hasta el extremo de sacar a
bailar a doña Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus diez arrobas
de humanidad y los calores de Julio, vertía un chorro de sudor por cada
poro. Por último, don Pedro atracó de tal suerte a Currito, y le hizo
brindar tantas veces por la felicidad de los nuevos esposos, que el
mulero Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la mona, terciado en
una borrica como un pellejo de vino.

El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se
eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita.
D. Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño
legítimo y señor adorado, en aquella limpia alcoba, donde poco más de un
mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra.

Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una
terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias,
no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera
noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y
D. Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que
resonasen aquella noche: caso raro que se registra como tal en los
anales del pueblo.



-III-

Epílogo. Cartas de mi hermano


La historia de Pepita y Luisito debiera terminar aquí. Este epílogo está
de sobra; pero el señor deán le tenía en el legajo, y ya que no le
publiquemos por completo, publicaremos parte: daremos una muestra
siquiera.

A nadie debe quedar la menor duda en que don Luis y Pepita, enlazados
por un amor irresistible, casi de la misma edad, hermosa ella, él
gallardo y agraciado, y discretos y llenos de bondad los dos, vivieron
largos años, gozando de cuanta felicidad y paz caben en la tierra; pero
esto, que para la generalidad de las gentes es una consecuencia
dialéctica bien deducida, se convierte en certidumbre para quien lee el
epílogo.

El epílogo, además, da algunas noticias sobre los personajes secundarios
que en la narración aparecen y cuyo destino puede acaso haber interesado
a los lectores.

Se reduce el epílogo a una colección de cartas, dirigidas por D. Pedro
de Vargas a su hermano el señor deán, desde el día de la boda de su hijo
hasta cuatro años después.

Sin poner las fechas, aunque siguiendo el orden cronológico,
trasladaremos aquí pocos y breves fragmentos de dichas cartas, y punto
concluido.

       *       *       *       *       *

Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona, sin cuyos servicios no
poseería a Pepita; pero esta mujer, cómplice de la única falta que él y
Pepita han cometido, y tan íntima en la casa y tan enterada de todo, no
podía menos de estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola, Luis ha
logrado que vuelva a reunirse con su marido, cuyas borracheras diarias
no quería ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido no
volver a emborracharse casi nunca; pero no se ha atrevido a dar un nunca
absoluto y redondo. Fiada, sin embargo, en esta semi-promesa, Antoñona
ha consentido en volver bajo el techo conyugal. Una vez reunidos estos
esposos, Luis ha creído eficaz el método homeopático para curar de raíz
al hijo del maestro Cencias, pues habiendo oído afirmar que los
confiteros aborrecen el dulce, ha inferido que los taberneros deben
aborrecer el vino y el aguardiente, y ha enviado a Antoñona y a su
marido a la capital de esta provincia, donde les ha puesto de su
bolsillo una magnífica taberna. Ambos viven allí contentos, se han
proporcionado muchos marchantes, y probablemente se harán ricos. Él se
emborracha aún algunas veces; pero Antoñona, que es más forzuda, le
suele sacudir para que acabe de corregirse.

       *       *       *       *       *

Currito, deseoso de imitar a su primo, a quien cada día admira más, y
notando y envidiando la felicidad doméstica de Pepita y de Luis, ha
buscado novia a toda prisa, y se ha casado con la hija de un rico
labrador de aquí, sana, frescota, colorada como las amapolas, y que
promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de
su suegra doña Casilda.

       *       *       *       *       *

El conde de Genahazar; a los cinco meses de cama, está ya curado de su
herida, y según dicen, muy enmendado de sus pasadas insolencias. Ha
pagado a Pepita, hace poco, más de la mitad de la deuda; y pide espera
para pagar lo restante.

       *       *       *       *       *

Hemos tenido un disgusto grandísimo, aunque harto le preveíamos. El
padre vicario, cediendo al peso de la edad, ha pasado a mejor vida.
Pepita ha estado a la cabecera de su cama hasta el último instante, y le
ha cerrado los ojos y la entreabierta boca con sus hermosas manos. El
padre vicario ha tenido la muerte de un bendito siervo de Dios. Más que
muerte parecía tránsito dichoso a más serenas regiones. Pepita, no
obstante, y todos nosotros también, le hemos llorado de veras. No ha
dejado más que cinco o seis duros y sus muebles, porque todo lo repartía
de limosna. Con su muerte habrían quedado aquí huérfanos los pobres, si
Pepita no viviese.

Mucho lamentan todos en el lugar la muerte del padre vicario; y no
faltan personas que le dan por santo verdadero y merecedor de estar en
los altares, atribuyéndole milagros. Yo no sé de esto; pero sé que era
un varón excelente, y debe haber ido derechito a los cielos, donde
tendremos en él un intercesor. Con todo, su humildad y su modestia y su
temor de Dios eran tales, que hablaba de sus pecados en la hora de la
muerte, como si los tuviese, y nos rogaba que pidiésemos su perdón y que
rezásemos por él al Señor y a María Santísima.

En el ánimo de Luis han hecho honda impresión esta vida y esta muerte
ejemplares de un hombre, menester es confesarlo, simple y de cortas
luces, pero de una voluntad sana, de una fe profunda y de una caridad
fervorosa. Luis se compara con el vicario, y dice que se siente
humillado. Esto ha traído cierta amarga melancolía a su corazón; pero
Pepita, que sabe mucho, la disipa con sonrisas y cariño.

       *       *       *       *       *

Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos unas candioteras que no las hay
mejores en España, si prescindimos de Jerez. La cosecha de aceite ha
sido este año soberbia. Podemos permitirnos todo género de lujos, y yo
aconsejo a Luis y a Pepita que den un buen paseo por Alemania, Francia e
Italia, no bien salga Pepita de su cuidado y se restablezca. Los chicos
pueden, sin imprevisión ni locura, derrochar unos cuantos miles de duros
en la expedición y traer muchos primores de libros, muebles y objetos de
arte para adornar su vivienda.

       *       *       *       *       *

Hemos aguardado dos semanas, para que sea el bautizo el día mismo del
primer aniversario de la boda. El niño es un sol de bonito y muy
robusto. Yo he sido el padrino, y le hemos dado mi nombre. Yo estoy
soñando con que Periquito hable y diga gracias.

       *       *       *       *       *

Para que todo les salga bien a estos enamorados esposos, resulta ahora,
según cartas de la Habana, que el hermano de Pepita, cuyas tunanterías
recelábamos que afrentasen a la familia, casi o sin casi va a honrarla y
a encumbrarla haciéndose personaje. En tanto tiempo como hacía que no
sabíamos de él, ha aprovechado bien las coyunturas, y le ha soplado la
suerte. Ha tenido nuevo empleo en las aduanas, ha comerciado luego en
negros, ha quebrado después, que viene a ser para ciertos hombres de
negocios como una buena poda para los árboles, la cual hace que retoñen
con más brío, y hoy está tan boyante, que tiene resuelto ingresar en la
primera aristocracia, titulando de marqués o de duque. Pepita se asusta
y se escandaliza de esta improvisada fortuna, pero yo le digo que no sea
tonta: si su hermano es y había de ser de todos modos un pillete, ¿no es
mejor que lo sea con buena estrella?

       *       *       *       *       *

Así pudiéramos seguir extractando si no temiésemos fatigar a los
lectores. Concluiremos, pues, copiando un poco de una de las últimas
cartas.

       *       *       *       *       *

Mis hijos han vuelto de su viaje bien de salud y con Periquito muy
travieso y precioso.

Luis y Pepita vienen resueltos a no volver a salir del lugar, aunque les
dure más la vida que a Filemón y a Baucis. Están enamorados como nunca
el uno del otro.

Traen lindos muebles, muchos libros, algunos cuadros y no sé cuántas
otras baratijas elegantes, que han comprado por esos mundos, y
principalmente en París, Roma, Florencia y Viena.

Así como el afecto que se tienen, y la ternura y cordialidad con que se
tratan y tratan a todo el mundo, ejercen aquí benéfica influencia en las
costumbres, así la elegancia y el buen gusto, con que acabarán ahora de
ordenar su casa, servirán de mucho para que la cultura exterior cunda y
se extienda.

La gente de Madrid suele decir que en los lugares somos gansos y soeces,
pero se quedan por allá y nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos;
antes al contrario, no bien hay alguien en los lugares, que sabe o vale,
o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los
campos y los pueblos de provincias abandonados.

Pepita y Luis siguen el opuesto parecer y yo los aplaudo con toda el
alma.

Todo lo van mejorando y hermoseando para hacer de este retiro su edén.

No imagines, sin embargo, que la afición de Luis y Pepita al bienestar
material haya entibiado en ellos en lo más mínimo el sentimiento
religioso. La piedad de ambos es más profunda cada día, y en cada
contento o satisfacción de que gozan o que pueden proporcionar a sus
semejantes, ven un nuevo beneficio del cielo, por el cual se reconocen
más obligados a demostrar su gratitud. Es más: esa satisfacción y ese
contento no lo serían, no tendrían precio, ni valor, ni sustancia para
ellos, si la consideración y la firme creencia en las cosas divinas no
se lo prestasen.

Luis no olvida nunca, en medio de su dicha presente, el rebajamiento del
ideal con que había soñado. Hay ocasiones en que su vida de ahora le
parece vulgar, egoísta y prosaica, comparada con la vida de sacrificio,
con la existencia espiritual a que se creyó llamado en los primeros años
de su juventud; pero Pepita acude solícita a disipar estas melancolías,
y entonces comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en
todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de
Dios que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco.
Pero en todo ello pone Luis como un fundamento divino, sin el cual, ni
en los astros que pueblan el éter, ni en las flores y frutos que
hermosean el campo, ni en los ojos de Pepita, ni en la inocencia y
belleza de Periquito, vería nada de amable. El mundo mayor, toda esa
fábrica grandiosa del Universo, dice él que sin su Dios providente le
parecería sublime, pero sin orden, ni belleza ni propósito. Y en cuanto
al mundo menor, como suele llamar al hombre, tampoco le amaría, si por
Dios no fuera. Y esto, no porque Dios le mande amarle, sino porque la
dignidad del hombre y el merecer ser amado estriban en Dios mismo, quien
no sólo hizo el alma humana a su imagen, sino que ennobleció el cuerpo
humano, haciéndole templo vivo del Espíritu, comunicando con él por
medio del Sacramento, sublimándole hasta el extremo de unir con él su
Verbo increado. Por estas razones, y por otras que yo no acierto a
explicarte aquí, Luis se consuela y se conforma con no haber sido un
varón místico, extático y apostólico, y desecha la especie de envidia
generosa que le inspiró el padre vicario el día de su muerte; pero tanto
él como Pepita siguen con gran devoción cristiana dando gracias a Dios
por el bien de que gozan, y no viendo base, ni razón, ni motivo de este
bien sino en el mismo Dios.

En la casa de mis hijos hay, pues, algunas salas que parecen preciosas
capillitas católicas o devotos oratorios; pero he de confesar que tienen
ambos también su poquito de paganismo, como poesía rústica
amoroso-pastoril, la cual ha ido a refugiarse extramuros.

La huerta de Pepita ha dejado de ser huerta y es un jardín amenísimo con
sus araucarias, con sus higueras de la India, que crecen aquí al aire
libre, y con su bien dispuesta, aunque pequeña estufa, llena de plantas
raras.

El merendero o cenador, donde comimos las fresas aquella tarde, que fue
la segunda vez que Pepita y Luis se vieron y se hablaron, se ha
transformado en un airoso templete, con pórtico y columnas de mármol
blanco. Dentro hay una espaciosa sala con muy cómodos muebles. Dos
bellas pinturas la adornan; una representa a Psiquis, descubriendo y
contemplando extasiada, a la luz de su lámpara, al Amor, dormido en su
lecho; otra representa a Cloe, cuando la cigarra fugitiva se le mete en
el pecho, donde creyéndose segura, y a tan grata sombra, se pone a
cantar, mientras que Dafnis procura sacarla de allí.

Una copia, hecha con bastante esmero, en mármol de Carrara, de la Venus
de Médicis, ocupa el preferente lugar, y como que preside en la sala. En
el pedestal tiene grabados, en letras de oro, estos versos de Lucrecio:

               _Nec sine te quidquam dias in luminis oras_
               _Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam_.





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