Home
  By Author [ A  B  C  D  E  F  G  H  I  J  K  L  M  N  O  P  Q  R  S  T  U  V  W  X  Y  Z |  Other Symbols ]
  By Title [ A  B  C  D  E  F  G  H  I  J  K  L  M  N  O  P  Q  R  S  T  U  V  W  X  Y  Z |  Other Symbols ]
  By Language
all Classics books content using ISYS

Download this book: [ ASCII | HTML | PDF ]

Look for this book on Amazon


We have new books nearly every day.
If you would like a news letter once a week or once a month
fill out this form and we will give you a summary of the books for that week or month by email.

Title: Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús
Author: Fernández, Juan Patricio, 1661-1733
Language: Spanish
As this book started as an ASCII text book there are no pictures available.


*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús" ***


[Nota del transcriptor: La ortografía de las dos partes, aquí
presentadas en un solo libro electronico, fue conservada.]



COLECCIÓN DE LIBROS

RAROS Ó CURIOSOS

QUE

TRATAN DE AMÉRICA

TOMO DUODÉCIMO

Imp. de T. Minuesa de los Ríos, Juanelo, núm. 19.



RELACIÓN HISTORIAL
DE LAS MISIONES
DE INDIOS
CHIQUITOS
QUE EN EL PARAGUAY TIENEN LOS PADRES
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

ESCRITA POR
EL P. J. PATRICIO FERNÁNDEZ. S. J.

REIMPRESA FIELMENTE SEGÚN LA PRIMERA EDICIÓN
QUE SACÓ A LUZ EL P. G. HERRÁN, EN 1726

MADRID
LIBRERÍA DE VICTORIANO SUÁREZ, EDITOR
Preciados, núm. 48
1895

INDICE
DE MATERIAS CONTENIDAS EN LOS
TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE
TRATAN DE AMÉRICA.

INDICE
POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS
NOTABLES CONTENIDAS
EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS
QUE TRATAN DE AMÉRICA.



ADVERTENCIA PRELIMINAR

DEL EDITOR


Ya los PP. Backer y Carayón han trazado, aunque no con la debida
extensión, las biografías del autor de este libro y del P. Jerónimo
Herrán que lo sacó por primera vez á luz, por lo que creemos excusado
repetir lo que de todos los americanistas y personas á quienes pudiera
interesar, es tan sabido.

Si las vidas de los dos insignes Misioneros son bien conocidas, no
sucede lo mismo con la obra que sacamos nuevamente á luz, pues ha
llegado á hacerse tan rara, que es punto menos que imposible el hallar
un ejemplar de la edición príncipe.

Poco hay que decir respecto al valor histórico que este libro encierra,
después de lo que han dicho las respetables autoridades que se han
ocupado de él; sólo se ha de añadir que el P. Fernández, en las
descripciones, pintura, detalles de la vida íntima, supersticiones, usos
y costumbres de los indios Chiquitos, encuéntrase, por el vigoroso
relato que nos da y el colorido exacto con que pinta las escenas, á la
altura de los más graves historiadores. Inapreciables y de indiscutible
mérito descriptivo son los retratos que nos hace de los principales
caciques de los Guaraníes, Zamucos, Manacicas, Morotocos y Chiriguanás.
Bajo este punto de vista y como manantial inagotable de datos
biográficos, creemos que es obra de sumo interés; en los encuentros que
unas tribus de indígenas tienen con otras, en el relato de las terribles
y grandiosas luchas que entre sí sostienen los caciques, así como el de
las solemnes, lucidas y pintorescas fiestas de aquellos idólatras, á
nuestro humilde juicio hay poquísimos escritores de su mismo género,
que, tratando asuntos análogos, le aventajen.

Este libro es más leído en el extranjero que en la nación en cuya lengua
se escribió, pues corren varias ediciones, en alemán, latín, italiano,
etc., que se imprimieron poco después de su aparición en Madrid.

Véase el título de la edición publicada en alemán: _Erbauliche und
angenehme Geschichten derer Chiquitos, und anderer von denen Patribus
der Gesellschafft Jesu in Paraquaria neube kehrten Volker... Wienn, P.
Straub, 1729_. Volúmen en 8.º con frontis grabado, seis hojas
preliminares sin numerar, 744 páginas y siete hojas de índice. A esta
traducción alemana, que fué hecha por un Padre de la Compañía de Jesús,
acompaña la obra del P. Acuña, _Nuevo descubrimiento del gran río de las
Amazonas_, que ya publicamos y forma el tomo II de esta Colección.

Título de la edición italiana: _Relazione istorica della Nuova
cristianitá degl'Indiani detti Cichiti_.... Tradotta in italiano da Gio.
Bat. Memmi, della Compagnia di Gesú. _Roma. Ant. de'Rosi, 1729_. En 4.º

He aquí el título de la edición latina: _Historica relatio de
Apostolicis missionibus patrum soc. Jes. apud Chiquitos, Paraquaria
populos... hodie in linguam latinam translata ab alio ejusdem soc. Jes.
sacerdote. Aug. Vindelicorum, M. Wolff 1733_. Es en 4.º mayor y consta
de 19 hojas preliminares sin numerar, 276 páginas y 49 para el índice.

El elocuente hecho de haber sido trasladada á estos idiomas, aun cuando
no tuviese las innumerables bellezas que en ella se hallan, bastaba, á
nuestro parecer, para ser merecedora del honor de la reimpresión. En
cuanto á ésta, hemos tratado que salga de nuevo en absoluto igual
(salvo la ortografía, que se ha modernizado) á la príncipe, que apareció
en Madrid en sendo volumen en 4.º, por el impresor Manuel Fernández, en
1726.

En general son raras las obras referentes á América anteriores á 1750;
mas las relativas al Paraguay no ceden, en punto á escasez, á ninguno de
los libros que tratan de las demás regiones del continente americano.

Madrid 8 de Abril de 1895.



RELACIÓN
HISTORIAL
DE LAS MISSIONES DE LOS
Indios, que llaman Chiquitos, que
están á cargo de los Padres de la
Compañía de Jesvs de la Provincia
del Paraguay.

ESCRITA
_Por el Padre Juan Patricio Fernández,
de la misma Compañía_.

SACADA A LUZ
_Por el Padre Geronimo Herrán, Procurador
General de la misma Provincia_.

_QUIEN LA DEDICA_
Al Serenissimo Señor Don Fernando,
Príncipe de Asturias.

Año 1726.

CON LICENCIA

En Madrid: Por Manuel Fernández, Impressor
de Libros, vive en la Calle del
Almendro.



AL SERENÍSIMO

SEÑOR DON FERNANDO

PRÍNCIPE DE ASTURIAS


SEÑOR:

La pequeñez del don desalienta mucho á quien ofrece; esto es común; pero
en quien ofrece (como yo) á aquel respeto, de cuya magnitud nada queda
capaz de llamarse grande, falta desde luego este motivo al temor
reverente y se excitan todos los que hay para el cariño respetoso. Entre
los astros, unos nos parecen grandes y otros pequeños, cuando
precisamente ponemos en ellos los ojos; lo mismo sucede entre los
montes; y entre éstos, algunos, por su agigantada elevación, se han
grangeado sin disputa el título de altísimos; pero en dejándose ver la
luciente majestad del sol, y en poniendo la atención en la desmedida
altura del cielo, los astros todos son pequeños y los montes dejan de
ser gigantes. El sol, sólo en la Escritura Sagrada, tiene el renombre de
grande, _luminaré mains_ y sólo el cielo es alto, entre los que saben
que respecto de él todo el orbe de la tierra se debe considerar como un
punto.

¿Quién puede dudar que hay estimables preciosidades en la naturaleza,
curiosas máquinas en el arte, sutilísimas invenciones del ingenio,
eruditas y profundas operaciones de la ciencia, y hermosas y floridas
composiciones de la retórica y de la poesía? Entre todas estas cosas, se
hallarían muchas muy grandes, consideradas en sí; pero al elegir entre
ellas alguna que ofrecer á V. A., nada se hallaría, no sólo grande, pero
ni aún digno de emplear vuestro Real ánimo, mayor que todo. Entonces lo
más precioso parecería despreciable, la curiosidad, desaliño, la
sutileza, tosquedad y barbaridad la erudición. Se hallaría la ciencia
ruda é ignorante, muda la retórica y la poesía balbuciente. Tanto minora
siempre, aun á lo más excelso, la comparación con lo sumo.

Y no obstante la innegable verdad de este principio, yo me atrevo,
señor, á llamar grande lo que os ofrezco. Hoy pongo yo en vuestra alta
comprehensión los trabajos de los Jesuitas, en la espiritual conquista
de las desconocidas, incultas y bárbaras provincias del Paraguay, en el
país que llaman de los _Chiquitos_. Ved aquí ya, señor, lo que con toda
verdad puede llamarse grande, aun puesto á los Reales piés de V. A. y á
vuestra vista; para lo que les bastaba al saberse mantener con el nombre
de trabajos y fatigas, contra todo el golpe de la dicha, que les
ocasiona el haber llegado á vuestra noticia y merecer vuestra atención
piadosa. Prueba es esta que no necesitaba de otra alguna, y más cuando
en nombre de los demás Jesuitas puedo confiadamente decir yo que fuera
de la gloria de Dios, que debe ser en ellos (como hijos de Ignacio), el
primer timbre de sus empresas, esta sola felicidad los hace y los hará
arrojarse gustosos al casi inevitable tropel de los riesgos, y á la
fatiga inmensa de tan continuados afanes. Mucho padecen, señor, como en
esa sucinta relación se puede ver brevemente; pero les llena de un gozo
indencible y de un consuelo inexplicable, el ver á costa de sus sudores,
hijos de Dios, los que eran esclavos del demonio, y felices vasallos de
un Príncipe como V. A. los que padecían una miserable libertad en la
indómita servidumbre de su desdicha. Ya son deliciosos jardines del Rey
del cielo, las enmarañadas selvas de la idolatría, y ya delicadas flores
y tiernas plantas que produce y adelanta el riego evangélico, se
atreven á recrear divertidamente vuestros primeros años, si antes
pudieran asustar y asustaban temerosamente los años más endurecidos.

No habrá quien niegue (si ha tenido alguna vez la dicha de veros) que
les quita lo más de la realidad á los afanes y fatigas la fortuna
apetecible de llegar á vuestra presencia, que aunque por lo común son
descorteses los males y poco atentos los trabajos, hay dichas de tan
superior esfera, á quien no se atreve su osadía, y se deja vencer,
aunque precisada su obstinación, de su grandeza. En la realidad, ya
desde hoy, somos los Jesuitas del Paraguay dichosos, aunque en esa
relación que os presento, fuesen todavía como fatigados. Y no ellos
solos, que también los que al nacer hijos de la predicación evangélica,
se cuentan al mismo tiempo hijos vuestros, por sujetos á vuestro
apetecible imperio, ni les queda más á que aspirar, ni harán nueva
felicidad que apetecer. Por las puertas de la gracia de Dios verdadero
entraron dichosamente á la del Príncipe más poderoso y más amable (que
de otro modo no fuera posible) y ya que no tuvieron la dicha de nacer
españoles para nacer vasallos de tanto Príncipe, tuvieron la inestimable
fortuna de que los españoles Jesuitas (que creo que lo son dos veces)
los hiciesen renacer para hacerlos lograr en una muchas felicidades.

Vuelvo á decir, señor, que es grande lo que os ofrezco, aun ofrecido á
V. A., á cuya vista sólo los trabajos, afanes y fatigas de los Jesuitas
en cualquiera línea, pueden ser grandes, y en esta, del mayor aprecio de
vuestra alta estimación. Y vuelvo á decir que basta esta sola prueba
para desempeño de mi proposición que en otro sentido debiera con razón
juzgarse osadía. Pero además de esta, tengo otra, no menor, que dar en
el sublime juicio del generoso padre de V. A., nuestro amabilísimo
Monarca. También su elevado dictamen ha juzgado grandes los afanes de
los Jesuitas, y los frutos de ellos han merecido su aprobación, su
patrocinio, sus influjos y sus liberalidades, y no puede ser pequeño lo
que ha podido merecer tanto. Así lo publica nuestro reconocido
agradecimiento, pues aunque en su católico celo nada hay en esta
especie, que su generosidad lo juzgue exceso, verdaderamente que los
favores y expresiones hechas á los Jesuitas del Paraguay, pudieran
parecer exceso en otro amor y en otro Rey.

Esto hace, señor, que V. A. haya de mirar como estimables efectos de la
generosa piedad de vuestro padre, lo que se os ofrece como á tan amado y
tan amante hijo, y este título lo hace crecer tanto, que fué en mí lo
que últimamente resolvió mi respetuosa timidez, para ofrecer á un
Fernando, Príncipe de Asturias, aquello que se dignó mirar como suyo un
Philipo, Rey de las Españas. Confiadamente me atrevo ya á suplicaros que
prosiga vuestra dignación los favores de vuestro gran padre, para lo que
nos basta sólo que admitais benigno esta breve noticia de nuestras
fatigas; que bien se yo y sabemos todos los Jesuitas, que la sombra sólo
de vuestro augusto nombre, templará nuestros afanes, enjugará nuestros
sudores y hará que respetuosa aun la envidia de tanta fortuna, pronuncie
y para como aplausos y alabanzas, aun lo que aprenda y conciba como
dicterios y calumnias. Y asegurados los Jesuitas (no digo envanecidos,
aunque lícitamente pudiera), asegurados digo, en tanto patrocinio, no
nos quedará más que desear, sino es el que aquel Dios, para cuya gloria
y servicio contribuye vuestra feliz vida tanto, dilate por siglos
vuestros años, os colme de felicidades y de triunfos, hasta que se vea
la España envidiada de todas las demás naciones, sólo por la dicha de
lograr en vuestra alteza tan singular Príncipe.

Muy rendido vasallo de V. A.,

JERÓNIMO HERRÁN.



APROBACIÓN

DEL

PADRE ALBERTO PUEYO

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Calificador
de la Suprema general Inquisición de España, etc.


De orden de V. A. he visto con gusto la _Relación historial de los
indios que llaman Chiquitos_, etc., y me persuado que el ministro
evangélico que fuere menos fervoroso, la leerá con sentimiento y rubor,
comparando el apostólico celo de aquellos incomparables misioneros con
su tibieza, y sólo sentirá alivio en su dolor pidiendo á Dios que por su
infinita piedad se compadezca de los años que ha mal empleado en
ociosidad. Me sirve también de singular consuelo el ver, que por medio
del fuego de la mayor gloria de Dios que arde en los corazones de mis
hermanos los Jesuitas, misioneros de la provincia del Paraguay obra Dios
los milagros que obraba en la primitiva Iglesia, porque cumplen estos á
la letra lo que Cristo manda á los que profesan la vida apostólica,
discurriendo por las inmensas campañas de aquella parte de América,
trepando inaccesibles selvas y bosques venciendo la fragosidad de los
montes, arrestados siempre á perder mil vidas, sólo por darla á
infinitos bárbaros, que ciegos con las tinieblas de la gentilidad, viven
más como fieras que como racionales. Y al mismo tiempo corresponde
Cristo nuestro dueño, como infalible que es en sus promesas, con lo que
nos dice por San Marcos, consolando y premiando abundantemente en esta
vida las gloriosas tareas de sus siervos, comunicándoles el don de
nuevas lenguas, que son infinitas como las naciones, que los nuestros
aprenden casi milagrosamente para que prediquen el Evangelio, y es
maravilla ver cómo aquellos bárbaros, á pocas razones de los misioneros,
y viendo enarbolado el inestimable madero de la Cruz y la imagen de
María Santísima, pasan á ser, casi de repente, no sólo cristianos en el
deseo, sino misioneros fervorosos, apostados á perder la vida,
derramando la sangre por la ley Evangélica, y al heroico creer, así de
misioneros como de recién convertidos, se sigue lo que nos dice Cristo
en el Evangelio, que es echar los misioneros, á vista de todos, los
demonios de las Rancherías, que son sus pueblos, de que han estado en
pacífica posesión por muchos siglos, con sólo decir aquellos fervosos
Jesuitas el Evangelio ó poner las manos sobre los enfermos, se
desvanecen los contagios frecuentes en aquellos países, obrando otras
milagrosas curaciones; ni los venenos, ni la comida casi corrompida y
muchas veces tan escasa, que se reduce á alguna frutilla silvestre,
ocasiona el menor daño á la más delicada salud del misionero. El blanco,
pues, que tienen estos Jesuitas en sus fatigas, es sólo convertir almas
para Dios, y al mismo tiempo aumentar vasallos á nuestro gran Monarca,
agregando nuevas provincias á su Corona, cumpliendo con la obligación de
Jesuitas y de vasallos, en señal de la justa gratitud que debemos á este
gran Príncipe que se ha dignado y digna tanto en favorecer á la
Compañía, expendiendo al mismo tiempo su Real piedad muchos caudales,
con que se ha fundado en tiempo de su reinado, mantenido y aumentado más
y más aquella numerosa y nueva cristiandad de los Chiquitos. Aunque los
Jesuitas, que se ocupan en estas gloriosas tareas son muchos, como es
abundantísima la mies, son pocos los obreros: _Messi multa operarii
autem pauci_. Quiera Dios, que es el dueño de la mies, mover los
corazones de muchos, para que multiplicándose los operarios, sea muchas
veces más copioso el precioso fruto, que tan felizmente se coje. Sobre
todo, me parece que en ningún tiempo mejor que en este se pueden decir,
pero con lágrimas en los ojos, aquellas divinas palabras de Cristo:
_Parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis_, porque en la
misiones, que llaman de los Chiquitos, ó de los Parvulillos, hay muchos,
por no decir innumerables indios, que claman por Padres, y como ellos se
explican, que les enseñen la verdadera ley. Pero, ¡oh lástima! No hay
bastantes operarios que les repartan el inestimable y necesario Pan del
Evangelio, que con tanta ansia desean: _Et non erat, qui frangeret eis_.
¿Qué Jesuita habrá á quien tan justos como lastimosos clamores no hieran
el corazón ó no le saquen lágrimas á los ojos? ¿Y á quién no encenderá
en vivos deseos de socorrer necesidad tan extrema? Pudiera dilatarme
mucho más en ponderar las fatigas gloriosas de los Jesuitas: pero acabo,
por no ser cansado, diciendo: que no habiendo hallado en este libro cosa
que se oponga á las regalías de S. M. ni á nuestra Santa fe católica, ni
á las buenas costumbres, juzgo que se debe dar al autor la licencia que
pide. Y quizás Dios moverá los corazones á muchos de los que leyeren
esta historia, para que afervorizados, pongan los más eficaces medios
para ir á ayudar á la salvación de aquellos infelices indios, que por
falta de quien les comunique la luz del Evangelio, miserablemente
perecen. Este es mi sentir. De este Colegio Imperial de Madrid, á veinte
y cuatro de Agosto de 1726.

ALBERTO PUEYO.



APROBACIÓN

DEL

PADRE JOSEPH DE SILVA

DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Predicador de S. M. y del Colegio Imperial.


De orden de V. S. he visto y leído con gran gusto la _Relación historial
de las misiones de los indios que llaman Chiquitos, que están á cargo de
la Compañía de Jesús, en la provincia del Paraguay_; y si las
quisiésemos cotejar con las conquistas Evangélicas del Oriente, que
fueron el glorioso empleo de San Francisco Xavier, por las cuales
mereció el título de Apóstol de la India, tendríamos muy poco que hacer
para igualarlas; ya se miren las naciones bárbaras, que en tan dilatado
campo de la idolatría han reconocido á Jesucristo y á su Santa ley, ya
la diversidad de genios y costumbres de estas gentes, más propias de
brutos que de racionales, cultivadas por nuestros misioneros con tanto
afán y fatiga en estos tiempos, al parecer más reñidos con los cuidados
de salvación agena; me parece que ha renovado Dios en su iglesia, por
medio de estos operarios suyos, las señales de la primitiva, confirmando
la predicación del Evangelio con los milagros que dijo San Marcos[I.]
que acreditaban la predicación de los Apóstoles en la conquista del
mundo. Toda la relación está llena de esta verdad, y confirmada con la
sangre de muchos misioneros, muertos cruelmente á manos de los bárbaros,
por conservar y mantener en su pureza la fe de Jesucristo.

Puedo decir sin violencia, que atendidos sus trabajos y su celo en
adelantar las conquistas, como se pueden ver en las innumerables
reducciones ó pueblos que han hecho de los convertidos á la fe, que
bastarían sin duda para enjugar las lágrimas de aquel siglo, en que San
Gregorio lloraba la falta de operarios en la Iglesia, siendo tan
abundante la mies en las naciones: _Ad messem multam operarij sunt
pauci, quod non fine noerore et lachrymis loqui possumus_[II.]. Para
estos obreros evangélicos reservó Dios sin duda gran parte de aquella
gloria, que señaló al Apóstol de las gentes en su vocación, y destinó á
la promulgación de la ley de Gracia, marcándole en la elección para que
llevase su nombre á tantas y tan diversas naciones:[III.] _Ut porlet
nomen meum coram gentibus et regibus et filijs Israel_. Y á la verdad,
en esta _Relación historial_ se verá que han introducido la fe de
Jesucristo los misioneros Jesuitas en la otra parte del mundo, que
confina con la Tierra Austral incógnita, tocando en la que los
cosmógrafos dicen que aún no está descubierta, y la llaman Tierra del
Fuego. Dignos por cierto de aquél premio, que tiene Dios destinado para
los que á costa de afanes, fatigas y sudores, hicieron adorar su nombre
en los últimos términos del mundo, como lo dejó escrito Isaías y lo
explicó San Pablo, que fué el mas fiel testigo de la predicación del
Evangelio. Dejo para menos apasionadas plumas la confirmación de este
dictamen mío, que podrá parecer sospechoso por interesado, y pongo por
conclusión de la censura la que se merece una obra toda de la gloria de
Dios, para que en la luz pública logren todos ejemplos de la virtud más
heroica y del más apostólico celo. Este es mi dictamen, salvo, etc. En
este Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de Madrid y Agosto 21 de
1726.

JOSEPH DE SYLVA.



_Michael Angelus Tamburinus, praepositum generalis Societatis Jesu._


_Cum relationem Missionum á Patribus nostrae Societatis apud Chiquitos,
in Paraquria, á Patre, Joanne Patritio Fernández, Societatis
conscriptam, aliquot eiusdem Societatis Theologi recognoverint et in
lucem edi posse probaverint; facultatem facimus, ut typis mandetur; fi
ijs, ad quos pertinet ita videbitur; cuius rei gratia, has litteras manu
nostra subscriptas, et Sigillo nostro munitas, dedimus Romae 16 Aprilis
1726._

MICHAEL ANGELUS TAMBURINUS.



LICENCIA DEL ORDINARIO


Nos el Dr. D. Cristóbal Damasio, canónigo de la insigne Iglesia colegial
del Sacro Monte Ilipulitano Valparaiso, extramuros de la ciudad de
Granada, inquisidor ordinario y Vicario de esta villa de Madrid y su
partido, etc. Por la presente, y por lo que á Nos toca, damos licencia
para que se pueda imprimir é imprima la _Relación historial de las
misiones de los Chiquitos_, que están á cargo de los Padres de la
Compañía de Jesús de la provincia del Paraguay, escrita por el Padre
Juan Patricio Fernández, de la misma Compañía; por cuanto habiéndose
reconocido, parece no tiene cosa que se oponga á nuestra santa fe
católica y buenas costumbres. Dada en Madrid á 13 días del mes de Agosto
año 1726.

DOCTOR DAMASIO.

Por su mandado,

LORENZO DE SAN MIGUEL.



LICENCIA DEL CONSEJO


D. Baltasar de San Pedro Acevedo, escribano de Cámara del Rey nuestro
señor y del Gobierno del Consejo, certifico que por los señores de él se
ha concedido licencia por una vez al P. Juan Patricio Fernández, de la
Compañía de Jesús, para que por una vez pueda imprimir y vender un libro
que ha compuesto, intitulado: _Relación historial de las Misiones de los
indios que llaman Chiquitos en la provincia del Paraguay_, con tal que
la dicha impresión se haga por el original que va rubricado y firmado al
fin, de mi mano; y que antes que se venda se traiga al Consejo con
certificación del corrector de estar conforme á él, para que se tase al
precio á que se ha de vender, guardando en la impresión lo dispuesto por
las leyes de estos reinos. Y para que conste, doy la presente en Madrid
á 12 de Agosto de mil setecientos veintiséis.

DON BALTASAR DE SAN PEDRO.



SUMA DE LA TASA


Tasaron los señores del Consejo Real este libro intitulado: _Relación
historial de los indios que llaman Chiquitos en la provincia del
Paraguay_, á seis maravedís cada pliego como más largamente consta de su
original, despachado en el oficio de D. Baltasar de San Pedro Acevedo,
escribano de Cámara del Rey nuestro señor y del Gobierno de su Consejo,
en Madrid á nueve de Septiembre de mil setecientos veintiséis años.

DON BALTASAR DE SAN PEDRO.



PRÓLOGO PARA ESTA OBRA


En una breve relación de tan dilatadas y gloriosas empresas de los
Misioneros Jesuitas que trabajan incesantemente en predicar la fe de
Jesucristo á tan innumerables é incultas naciones del Paraguay y sus
provincias, no es fácil poder escribir, como era razón, las vidas de
muchos apostólicos obreros que han padecido martirio á manos de los
infieles, y así me es preciso referir muy sucintamente parte de sus
heroicas virtudes, dejando para mejor ocasión el sacarlas á luz con más
extensión. En este supuesto, y en el de no ser historia con las
formalidades que piden sus reglas, como de esta provincia la escribió el
erudito P. Nicolás del Techo en lengua latina, sólo refiero las regiones
en donde se han formado los pueblos de los nuevamente convertidos, y al
mismo tiempo se describen sus situaciones, sus genios y sus diversos
idiomas, para que se pueda comprender con menos dificultad el asunto de
esta pequeña obra; que si se lograse con ella el encender en el corazón
de los que ó tienen por instituto la conversión de las almas, ó por
fervor cristiano la salvación de los infieles, un celo de dilatar la
gloria de Dios en las conquistas del Evangelio, se dará por bien
empleado el trabajo de sacarla á la luz pública, sin cuidado de que ó la
censura ó la malicia le imponga aquellas acostumbradas notas que en el
juicio prudente y cristiano sólo pueden servir para el desprecio y nunca
para la atención; ojalá tenga yo muy frecuentes las noticias de estas
apostólicas tareas para emplear con nuevo gusto el trabajo de
publicarlas para mayor gloria de Dios, que es el fin principal de las
Misiones de los Jesuitas.



PROTESTA DEL AUTOR


Siendo preciso tocar en esta _Relación historial_, aunque de paso, las
Memorias de algunos varones apostólicos que murieron á manos de los
infieles por la fe que predicaban, dejando en su muerte aquel olor de
santidad que correspondía á sus heroicas virtudes, así como se refieren
otros sucesos milagrosos que en confirmación de la fe parece que los
hacía Dios por medio de sus siervos para alentarlos á los trabajos de su
mayor gloria; no es mi ánimo en estos puntos y en otros semejantes que
contiene esta _Relación_ el que se les dé más que aquella fe humana que
se merecen los fundamentos que se refieren para escribirlos; y así estoy
muy lejos de prevenir en la relación de ellos el juicio de la Iglesia;
antes bien, protesto, el que los sujeto á la corrección de la Santa
Sede, obedeciendo á los decretos de los Sumos Pontífices y de la
Iglesia.



CAPÍTULO PRIMERO

Su principio, fundación y progresos.


No es mi intento por ahora escribir la historia de la provincia del
Paraguay de la Compañía de Jesús, la cual comprende cinco Gobiernos y
otros tantos Obispados, en la longitud de cerca de seiscientas leguas.
El que quisiere saber más por extenso lo que en esta dilatada provincia
han trabajado gloriosamente los PP. de la Compañía de Jesús y padecido
por la conversión de los gentiles, podrá leer la _Historia_ que de esta
provincia escribió el P. Nicolás del Techo; advirtiendo que al tiempo, y
cuando escribió dicha _Historia_, sólo se habían fundado veinte y cuatro
Reducciones de indios á las riberas de los ríos Paranná y Uruguay, que
componen el caudaloso y celebrado río de La Plata. Hoy llegan á treinta
y una las reducciones de sólo los indios Guaranys, mucho más numerosas
que las antecedentes, pues en el año de 1717 se contaban en dichas
reducciones ciento y veintiún mil ciento sesenta y ocho almas,
bautizadas únicamente por los PP. Misioneros de la Compañía de Jesús de
dicha provincia. Los nombres de las reducciones ó pueblos de esta nueva
cristiandad, son el pueblo de los Santos Apóstoles, el de la Concepción,
el de los Santos Mártires del Japón, el de Santa María la Mayor, el de
San Francisco Xavier, el de San Nicolás, el de San Luis Gonzaga, el de
San Lorenzo, el de San Juan Bautista, el de San Miguel, el del Ángel de
la Guarda, el de Santo Tomás Apóstol, el de San Francisco de Borja, el
de Jesús María, el de Santa Cruz y el de los Santos Reyes. Estos á las
riberas del gran río Uruguay. Los que se han fundado á la ribera del
gran río Paranná, son el pueblo de San Ignacio, que llaman el Mayor, el
de Nuestra Señora de la Fé, el de Santiago Apóstol, el de Santa Rosa, el
de la Anunciación, el de la Purificación, el de San Cosme y San Damián,
el de San Joseph, el de Santa Ana, el de Nuestra Señora de Loreto, el de
San Ignacio, que llaman el menor, el del Corpus, el de Jesús, el de San
Carlos y el de la Trinidad, aumentándose cada día más el número de
convertidos y floreciendo en todos el primitivo fervor de la fe, que
recibieron en el bautismo.

El fin, pues, de esta Relación, se reduce á dar noticia de las nuevas
misiones que esta apostólica provincia tiene al presente en la nación de
indios, que llaman Chiquitos.

Por donde la provincia de Tucumán confina por el Occidente con los
reinos del Perú, se descubre un espacio de tierra que desde Santa Cruz
de la Sierra, donde remata, y desde Tarija, donde empieza, tiene
trescientas leguas de largo. Por el lado de Levante tiene aquella parte
del Chaco, que va á hacer punta en el Tucumán; por el Poniente el
Marañón, ó por mejor decir, á Santa Cruz de la Sierra, con quien más se
afronta; por el Mediodía la provincia de las Charcas, y por la
Tramontana mira de lejos á la provincia de los Itatines. Corre por medio
de ella, de Septentrión al Austro, una cadena de montes, que empezando
desde el Potosí llega hasta las vastísimas provincias del Guayrá. En
ellos tienen su nacimiento tres grandes ríos, el Bermejo, el Pilcomayo y
el Guapay, que bañan las campañas que están sitas á la falda, por una y
otra parte de ambos montes, y de allí, atravesando un casi inmenso
espacio de tierra, desembocan en el río Paraguay. Escogieron los
Chiriguanás para su habitación este país, habrá como cosa de dos siglos,
abandonando el nativo del Guayrá, y me parece no será fuera de propósito
referir aquí la causa de esta mudanza. Al tiempo que las dos Coronas de
Castilla y Portugal procuraban dilatar su imperio en estas Indias
Occidentales, Alejo García, alentadísimo portugués, deseoso de servir al
rey D. Juan el II, su amo, con las conquistas de nuevas provincias,
tomando en el Brasil tres compañeros de su mismo ánimo y valor, después
de haber caminado por tierra trescientas leguas hasta llegar á las
costas del Paraguay, alistó por soldados dos mil indios: y habiendo
caminado con ellos otras quinientas leguas por aquel río, aportó á los
confines del imperio del Inga, donde, habiendo recogido mucho oro y
plata, se volvió al Brasil; pero los bárbaros le quitaron á traición la
vida.

Temerosos éstos, ó de que viniesen sobre ellos las armas portuguesas á
vengar la muerte de los suyos, ó llevados del interés, se pasaron y
vinieron á vivir en el país ya dicho; y aunque pocos entonces, pues
apenas pasaban de cuatro mil, ahora están muy numerosos, pues pasan de
veinte mil, viviendo sin forma de pueblo, en tropas, y dándose á correr
y robar las tierras circunvecinas; y por el deseo de carne humana, de
que gustaban mucho, hacían á muchos de ellos cautivos; y cebados por
muchos días, como se hace en Europa con los animales de cerda,
celebraban banquetes de cruelísima alegría, con lo cual se hicieron
formidables á los confinantes; y sólo con la venida de los españoles
olvidaron la inhumana costumbre de comer carne humana, pero no la
crueldad; de suerte que se dice haber destruído y aniquilado hasta el
presente más de ciento y cincuenta mil indios.

A reducir á estos bárbaros á vida política y cristiana, encaminaron sus
designios, desde los principios del siglo pasado, los apostólicos Padres
Manuel de Ortega, Martín del Campo, Diego Martínez, y sucesivamente
otros; pero por más industrias de que se valió su ardiente celo, jamás
pudieron ablandar la dureza de corazones tan obstinados, ni domesticar
la ferocidad de ánimos tan salvajes, causa porque los abandonaron, como
tierra en que se ha derramado inútilmente el grano Evangélico, para
emplear sus fatigas en país que correspondiese á su cultura, con fruto
más digno de sus trabajos; hasta que el año de 1686, habiendo ido dos
Misioneros de esta provincia á ejercitar los ministerios de nuestra
Apostólica Vocación á Tierra de Tarija, hicieron eco en aquellos
desiertos las maravillas que obraba la divina palabra en las costumbres
bien rotas y perdidas de aquella tierra.

Entraron, pues, en acuerdo algunos caciques, y de común consentimiento
enviaron mensajeros á los Padres, suplicándoles con eficacísimos ruegos
se moviesen á compasión de sus almas, poniéndolas en el camino de la
salvación; pero no tuvieron por entonces otra respuesta, sino que no
podían asistirles hasta dar aviso á su Provincial, que á la sazón era el
Padre Gregorio de Orozco, natural de Almagro, en la Mancha, sujeto de
mucho celo y fervor, quien no pudo tan presto condescender con tan
justas súplicas hasta abrir colegio, como lo hizo en la villa de Tarija.
En escoger entre todos los sujetos que habían de dar principio á aquella
Misión, tuvo el buen Provincial no poco que hacer para aquietar los
deseos, súplicas y lágrimas de tantos como se le ofrecieron á esta ardua
empresa; pero no había quien con más ardor lo desease, ni á quien con
más razón se debiese hacer esta gracia, como el V. P. Joseph de Arce,
natural de las islas Canarias, hombre de gran corazón y de igual celo,
premiado de Nuestro Señor con una muerte gloriosa, de que daremos
noticia adelante. Parece que San Francisco Xavier, antes que los
Superiores, le destinó para esta empresa, pues viéndole éstos dotado de
gran talento y feliz ingenio para las cátedras, aunque con increíble
dolor del buen Padre, le habían aplicado á ellas; pero no tardó mucho en
que se vieron precisados á mudar de parecer, porque siéndole al
humildísimo Padre de intolerable peso esta lustrosa ocupación, no podía
recabar con súplicas y lágrimas le aliviasen de ella, con que recurrió
al asilo de San Francisco Xavier, suplicándole con muchas lágrimas el
cumplimiento de sus deseos. Tuvo feliz despacho con tan poderoso
intercesor su súplica, porque cayendo luego enfermo, le dieron, por
descuido del enfermero, un remedio recetado para otros, el cual le
redujo á los últimos períodos de la vida. Viéndose en este lance, pidió
licencia al P. Provincial Tomás Baeza para hacer voto á su grande
Abogado San Francisco Xavier, de que si alcanzaba la vida, la emplearía
en la conversión de los infieles. El P. Provincial, reconociéndole ya
desahuciado, le dió grata licencia para hacer su voto; y luego que le
hizo, le aceptó el Santo desde el cielo, pues remitiendo de su fuerza el
mal, en breves días quedó sano del todo.

Y como en aquel tiempo se trataba con gran calor de la conversión á
nuestra Santa Fé de las naciones que están hacia el estrecho de
Magallanes, que descubiertas pocos años antes por el V. P. Nicolás
Mascardi, italiano, sujeto de la provincia de Chile y mártir del Señor,
pedían predicadores de nuestra Santa Ley, y por orden de nuestro
piadosísimo Monarca Carlos II, estaban ya á punto algunos fervorosos
misioneros para entrar en las tierras de los Patagones, fué también
señalado el P. Arce. Pero á lo mejor de la obra se atravesó el infierno
por medio de algunos Ministros del Rey, que atendiendo más á sus
particulares intereses que al servicio de Dios y de la Monarquía,
pretendieron sujetarlos con armas para hacerlos después esclavos suyos.

Desvanecida, pues, esta misión con incomparable dolor de todos los
buenos, fué destinado á llevar la luz del Evangelio á los Chiraguanás, y
abrir camino en otras provincias á tantos hermanos suyos, que conducidos
de su mismo espíritu y celo habían de seguirle, para sembrar en ellas la
semilla de la predicación evangélica, los cuales, para hacerla más
fecunda, la habían de regar, no sólo con sus sudores, sino también con
su sangre. Pero antes de emprender esta obra, procuró armarse y
fortalecerse con aquellas virtudes que reconocía necesarias para tan
ardua y difícil empresa, porque le adivinaba presagioso su corazón que
el común enemigo se había de poner en armas para no perder la tiránica
posesión y señorío de una gente, que hasta entonces, con injuria de Dios
Nuestro Señor, había estado siempre á su devoción.

En el ínterin, pues, que el Padre estaba con todo su espíritu recogido
en Dios tratando este negocio, vino del Pilcomayo un cacique con seis
vasallos suyos, pidiéndole no difiriese un punto de ir á darles noticia
de Dios Nuestro Señor; y luego manifestaron las veras con lo que decían
las obras, oyendo con gusto y atención la explicación de la Doctrina
Cristiana, y estando siempre obedientes á su voluntad.

Las muestras que dieron de sí estos pocos, le encendió en su corazón un
ardiente deseo de poner luego manos á la obra, pareciéndole estas
disposiciones muy á propósito para introducir la fé en gente tan bien
inclinada. Y á la verdad podía bien esperar esto de los Chiriguanás, que
viven á la orilla del río Pilcomayo, pero no de los del río Bermejo,
pues antes éstos, renovando las antiguas canciones, porque otras veces
habían echado á los misioneros porque queríamos hacerlos esclavos de los
españoles y obligarlos al servicio personal y otras mil mentiras de este
jaez, le miraban con malos ojos y le decían que si pusiese el pie en sus
tierras se había de salir luego, ó que para quitarle de una vez de sus
ojos, le habían de quemar vivo.

Por eso, antes de pasar más adelante, me es preciso pintar aquí á lo
vivo el genio y natural de esta gente, para reconocerle siempre el
mismo, porque se transforman en tan diversos y contrarios semblantes,
que de otra suerte sería imposible el conocerlos. Son de genio
inconstante, más de lo que se puede creer, mudables á todo viento, no
guardan la palabra que dan, hoy parecen hombres y cristianos y mañana
apóstatas y animales, amigos de todos, aun de los españoles, cuando les
está á cuento para sus intereses, pero por la más leve causa rompen la
amistad. Y con todo eso, no es ese el mayor contraste que tienen para
introducir en ellos el conocimiento de los misterios y observancia de la
ley de Dios. El más fuerte impedimento es el mal ejemplo de los
cristianos viejos, gente ruda como los indios; no entiende otro lenguaje
mejor que el del ejemplo, y de la vida de los fieles infiere las
calidades de nuestra Santa Fé, y muchas veces les echan en la cara los
Misioneros que son demasiado duros con ellos en no permitirlos el uso de
muchas mujeres, cuando ven que los europeos tienen á su gusto cuantas se
les antoja; y por más que se les procura responder, nunca se les dice
tanto que baste á aquietarlos. Por lo cual, con sapientísimo y
prudentísimo acuerdo, los primeros operarios de esta provincia se
procuraron apartar lejos de las ciudades, buscando para sembrar el
Evangelio provincias remotas, si no del comercio, á lo menos de la
habitación de los forasteros, para que éstos no deshiciesen con su mal
ejemplo lo que ellos hacían con su predicación.

Y se practica esto hasta el día de hoy con tanto rigor, mediante la
piedad de nuestros Católicos Reyes, que á ningún europeo ó español de la
tierra, si no es de paso, se le permite poner el pie en las Reducciones
de los Guaraníes, excepto á los Gobernadores y Prelados eclesiásticos, á
quien por su oficio les incumbe el visitarlos. Ahora, pues, este
impedimento en los Chiriguanás, es gravísimo. Comercian continuamente
con las ciudades confinantes, y como más fácilmente se pegan los vicios
de los malos á los buenos que las virtudes de los buenos á los malos y
viciosos, al ver á unos ocupados en sacar el dinero de los paisanos, á
otros darse sin freno á los deleites de la carne, y en algunos, aunque
pocos, tan muerta la fé que no hacen escrúpulo de faltar á los Divinos
preceptos, y en mostrar menos reverencia á los misterios de la Iglesia,
no es fácil decir cuánto crédito gana con ellos lo malo, y cuánto odio y
desprecio cobran, así á las personas como á la religión que profesan.

Y aunque la innata piedad de los españoles resplandezca aquí tanto como
en cualquiera otra parte, que en ella se pierde la malicia toda de
algunos, con todo eso, como dije, en los corazones de estos bárbaros se
imprimen más fácilmente los vicios y maldades que las virtudes y
devoción. Y si tal vez, al oir la explicación de la doctrina cristiana,
ó alguna de aquellas incontrastables verdades que tienen fuerza de hacer
volver en sí á quien de sí vive olvidado, despierta en ellos algún buen
pensamiento, apenas nace cuando le sofoca su inconstantísimo genio, y el
mal ejemplo de los forasteros, como muchas veces lo vemos y tocamos con
las manos. Esto supuesto, volvamos ya á nuestra narración.

Habiendo el P. Arce probado y experimentado por muchos días el fervor de
este cacique y sus vasallos, le pareció fundar aquí Reducción con
esperanza de feliz suceso. Con este fin los remitió á su tierra,
acompañados de cuatro indios Guaranís que llevaba consigo, dándoles
orden á éstos de que explorasen la voluntad del pueblo y corriesen las
Rancherías situadas en la orilla del Pilcomayo, que en breve les
seguiría, junto con D. Diego Porcel, piísimo caballero, y muy amado de
los infieles, por su afabilidad y buen trato, para que le ayudase en
aquel negocio, y con su autoridad tuviese refrenados á los caciques del
río Bermejo; pero Dios no quiso de éste más que la buena voluntad, para
premiarla eternamente en el cielo; porque siendo ya muy viejo y de edad
decrépita, á pocas leguas de camino, sorprendido de un accidente, le fué
preciso volver atrás; pero en su lugar sustituyó á un hijo suyo, con
quien poniéndose en camino el P. Joseph por el mes de Mayo de 1690,
después de algunas jornadas, llegó á ciertas rancherías que estaban á
orillas del Pilcomayo, donde fué recibido con singular afecto de los
paisanos, que actualmente estaban llorando la muerte de algunos de los
suyos, por causa de las discordias que había entre Cambaripa y
Tataberiy. Eran estos los dos Caciques de mayor nombre y poder de la
tierra; y para dar principio á la nueva cristiandad, era necesario
concordarlos entre sí, y apagada toda malevolencia, volverlos á hacer
amigos.

A este fin quería el santo varón ir en persona á meterse de por medio y
hacer las paces, y hubiéralo hecho á no ver que era manifiestamente
echarse á morir entre las armas de los Tobas, confederados con
Tataberiy, que infestaban los caminos.

En esta coyuntura vino un mensajero de Cambaripa, pidiéndole le diese de
su parte, si pudiese hallar algún pronto y eficaz remedio á su ruina, y
á la de aquellos sus vasallos, porque no tenía tiempo para detener ó
resistir á un mismo tiempo á tantos enemigos ni de buscar escape á su
vida con la fuga, por estar mal herido de los contrarios.

Atravesó esta nueva el corazón del P. Arce; y para repararle aquel
fracaso al país, volvió luego atrás á fin de recoger de la piedad de los
españoles algún socorro de armas; y á la vuelta templó Dios con
alternados consuelos el dolor de aquel accidente, porque los Chiriguanás
del río Bermejo, que antes se habían mostrado tan adversos y duros,
ablandados ya sus corazones con las influencias del Espíritu Santo, le
salieron al encuentro, y Cambichuri, el cacique más poderoso, le mostró
grandes finezas de amor, convidándole á que fuese á predicar á sus
vasallos y que haría de él cuanto el Padre gustase.

Llegó á Tarija, y alcanzando de los Regidores una compañía de soldados,
se volvió lo más presto que pudo, llevando por su compañero al P. Juan
Bautista de Zea; y aunque el camino era áspero y peligroso y la poca
comodidad con que trataban su cuerpo estos Evangélicos operarios les
hacía más trabajoso el caminar, con todo eso estaban insensibles á toda
molestia y trabajo por la abundante copia de delicias celestiales de que
gozaban, bautizando en aquellas soledades gran número de niños y no
pocos adultos que viéndose ya cercanos á la muerte, cambiaban de buena
gana la vida con esperar la eterna bienaventuranza. Finalmente, á 26 de
Septiembre, entraron en las rancherías de Tataberiy, donde se había de
tratar la paz.

Salió éste á cumplimentarle, acompañado de cuarenta de los suyos, y
hospedóle en la casa más acomodada del pueblo, y empezando desde luego á
tratar del negocio de la paz, supo darse tan buena maña el P. Arce, que
redujo á los dos caciques á que se prometiesen mútuamente la paz y
renovasen entre sí su antigua amistad; y fuera de eso concluyó, se
hiciesen también las amistades entre los parientes de los muertos y los
matadores, que fué lo más difícil de alcanzar.

Celebró el pueblo estas paces con solemnidad y alegría incomparable;
pero sobre todos, quien dió mayores muestras de contento fué Cambaripa;
y Tataberiy se aficionó increíblemente á los misioneros, y por medio de
ellos á la Santa ley de Cristo; pidióles que se quedasen allí para
enseñarles los Divinos Preceptos, prometiendo alistarse cuanto antes en
el número de los fieles; y en prendas de eso le dió para que bautizase
un hijo único que tenía. Pero los Padres, antes de hacer pie firme en
algún lugar, querían correr toda la provincia; por lo cual, dándoles
buenas esperanzas, se partieron, asistidos siempre del hijo de aquel
buen caballero, que jamás quiso apartarse de su lado en aquella
peregrinación; y pasando luego á las riberas del río Parapití y,
pobladas de muchas rancherías, fueron recibidos de todos con señas de
grande afecto y tratados lo mejor que la pobreza y penuria del país
permitían.

De aquí tiraron hacia las montañas del Charaguay á cuyas faldas viven la
mayor parte de los Chanés y muchos Chiriguanás. Tuvieron aquí no poco
que hacer en componer á los paisanos con los vasallos de Taquiremboti;
pero puestos éstos en acuerdo, prosiguieron su viaje, no encontrando
otra cosa que rancherías destruídas, habiéndose retirado á otras partes
la gente, por no padecer los infortunios y desventuras que trae consigo
la guerra.

Finalmente, padecidos no pocos ni ligeros peligros de perecer, llegaron
al río Guapay, donde fueron recibidos de sus moradores con increíbles
finezas, y los Caciques Manguta y Fayo les suplicaron vivamente se
quedasen en aquel paraje para instruirlos en los misterios de nuestra
Santa Fe y enseñarles el camino del cielo.

El P. Arce, que por entonces tenía otros designios, les prometió que en
otra ocasión les cumpliría sus deseos, con que administrando el Santo
bautismo á cuatro que estaban en peligro de muerte, se prevenía ya para
la partida.

A este tiempo vino una india, hermana del cacique Tambacurá, y se echó á
sus piés muy afligida y desconsolada porque el gobernador de Santa Cruz
de la Sierra enviaba á prender á su hermano para castigarle; y
manifestando su dolor le dijo tantas razones y le enseñó tales ruegos y
súplicas el amor á la sangre, para que le librasen de aquel golpe que,
como decía, le habían maquinado por rencor y envidia sus enemigos, que
hubieron de condescender los Padres á sus peticiones para que tocasen
con las manos y viesen aquellas gentes que ellos no miraban sino á su
utilidad y que en las ocasiones eran su escudo y refugio, para
aficionarlos por este camino á nuestra santa ley. Este fué su designio é
intento, pero no el de Dios, que muchas veces se vale de los intereses
humanos para llevar á su fin las disposiciones de su eterna providencia.
Y tal fué la ida de estos misioneros á Santa Cruz de la Sierra, porque
yendo solamente á impetrar la vida temporal de un indio, los llevaba
Dios para que fuera de toda esperanza rescatasen á innumerables pueblos
de la esclavitud del demonio. Partieron, pues, del Guapay con Tambacurá
á Santa Cruz, donde recibidos con mucha cortesanía del gobernador don
Agustín de Arce piísimo caballero, alcanzaron por merced y gracia la
vida de aquel pobre hombre, que de otra manera lo hubiera pasado muy
mal.

Estas demostraciones de estima y afecto obligaron á nuestros Padres á
que con confianza le manifestasen su designio de convertir á la fé á los
Chiriguanás y á que se dignase interponer su autoridad contra cualquiera
que osase oponerse á esta empresa. Parecióle al sabio gobernador que era
gastar inútilmente el tiempo y el trabajo con aquellos indios, por lo
cual les empezó á persuadir con sólidas razones enderezasen á otra parte
sus pensamientos y apostólico celo, porque eran gente obstinada en la
idolatría, salvaje en las costumbres, y sobremanera adversos á las leyes
y pureza de la vida cristiana, é inconstantes en lo que emprenden; que
ya en otras ocasiones habían probado á reducirles fervorosísimos
Misioneros, y después de grandes trabajos y fatigas no habían sacado
otro fruto de sus sudores sino escarnios, oprobios y malos
tratamientos.

Vivía entonces muy fresca la memoria del fervorosísimo P. Martín del
Campo, de la provincia del Perú, que después de haber gastado con ellos
algunos meses, vista su obstinación, se vió precisado á irse á otra
parte á emplear sus fervores. Por tanto les aconsejaba pusiesen la mira
en otros países donde no se perdiesen á sí mismos, y ganasen felizmente
á los otros.

Confinaban con aquella ciudad los indios Chiquitos que poco antes habían
hecho paces con los españoles y pedían predicadores del Evangelio, que
les enseñasen la ley divina. No podía el buen gobernador darles gusto,
enviando misioneros de la provincia del Perú por estar estos empleados
en cultivar las naciones de los Moxos, por lo cual ofreció á nuestros
misioneros la copiosa mies de esta gentilidad, donde su fervor hallaría
en qué satisfacerse á su gusto, y su celo campo donde acrecentar la
gloria divina, que aquí no serían mayores los trabajos que el fruto, ni
derramarían gota de sudor en esta tierra, que no fuese semilla de que
cogiesen la conversión de muchas almas. Y que para que emprendiesen con
más calor esta misión, escribiría de su mano cartas muy eficaces al
Provincial de esta provincia, á nuestro Padre general Tirso González, su
íntimo amigo.

Este razonamiento del buen gobernador despertó en el corazón de
aquellos varones apostólicos un júbilo incomparable, viendo se les
descubría otro campo en que padecer otro tanto en servicio de Dios: por
lo cual, en cuanto á ellos tocaba, se ofrecieron al bien de aquella
nación, sin hacer caso de su vida ni temer á los trabajos y fatigas que
les pudiese costar aquella nueva empresa, sólo con que la insinuación de
los superiores les destinase á ella; y así dijeron, que obtenida
licencia de sus superiores, correrían allá gustosos para domesticar
aquellos bárbaros y reducirlos al conocimiento del verdadero Dios y á la
obediencia de la Majestad Católica. Y con esto, despedidos del
gobernador dieron la vuelta.

Al pasar el río Guapay, de vuelta para Tarija, les cercaron una gran
multitud de infieles, rogándoles fundasen una Reducción en aquel paraje
para cuidar y atender al bien de sus almas, que les daban palabra que en
breve abrazarían todos la ley de Cristo.

No les pareció bien á los Misioneros dejarlos descontentos, por lo cual,
levantando en aquel sitio un Rancho, celebraron, á vista del pueblo, el
Santo sacrificio de la Misa; y por ser aquel día consagrado á la
Presentación en el templo de la Virgen Nuestra Señora la pusieron debajo
de su patrocinio; y esto con tanto aplauso y contento de los naturales,
que corriendo la voz de lo sucedido por las otras Rancherías, se
ofrecieron muchos caciques á fundar allí Ranchos con todos sus vasallos.

Partiéronse de aquí los Padres para disponer en Tarija lo necesario para
llevar adelante aquella empresa, y Dios Nuestro Señor, para premiar los
trabajos pasados en su servicio y animarlos en las fatigas que habían de
padecer en adelante, les concedió luego un fruto de bendición, que
apenas nació cuando se trasplantó en los jardines celestiales, este fué
un niño que apenas fué lavado de mancha de la culpa original con las
aguas del Santo Bautismo, cuando incontinenti voló á gozar eternamente
de Dios.

Incomparable fué el consuelo de estos santos varones con tan noble
ganancia, pero no menor la rabia del demonio que de tan buenos
principios adivinaba el gran menoscabo que se había de seguir á sus
intereses, y que si la fé cristiana fuese ganando crédito y seguidores,
perdería en poco tiempo el dominio del país; y como su mal y daño estaba
á los principios y le podía reparar, procuró, con todo su esfuerzo
arrancar de raíz aquellos buenos principios, para lo cual tenía allí de
su bando ciertos apóstatas muy poderosos, tanto peores que los otros en
su vida, cuanto es ordinario que sea más perdido en sus costumbres
quien abandona la fé que quien jamás la profesó en su vida.

Entre estos había dos caciques llamados Urbano Garnica y Pedro de Santa
María, que teniendo para su placer muchas concubinas, llevaban muy mal
tomase campo en aquella tierra Cristo Nuestro Señor y su ley santísima,
con lo cual ellos se habían de ver precisados á desamparar el país ó á
salir del cieno de la deshonestidad. Por tanto, conmovidos estos del
enemigo infernal, y mucho más del amor á la carne, empezaron á esparcir
por el vulgo mil calumnias contra los misioneros, y mucho más aquellas
que mejor les estaba creyese el pueblo; decían que eran espías de los
enemigos, que no pretendían otra cosa que sujetarlos á los españoles, y
con pretexto de reducirlos á la fé católica, privarlos de su antigua
libertad, que en breve se verían hambrientos y deseosos de aquellos
placeres de que ahora á su gusto se saciaban; verían sus carnes flacas,
sus espaldas acardenaladas de los golpes de los nuevos señores, cuyo
yugo cargaban sobre sus cuellos, junto con el de Cristo; y en prueba de
eso, tenían ellos aún en el cuerpo las cicatrices de los cruelísimos
azotes que llevaron cuando cristianos, por más que trabajaban de día y
de noche sin ninguna compasión, para llenar á su costa las bolsas de
sus amos, y semejantes á estas decían otras innumerables mentiras, como
les venía á cuento el fingirlas para su intento. No se dijeron al aire,
porque ahora el deseo que tenían los bárbaros de hacerse cristianos
estaba en sus primeros fervores, no hicieron en ellos mucha mella estos
dichos; no obstante, resfriándose de allí á poco aquel primer fervor,
consiguieron los apóstatas su intento de alborotar el país y enfurecer
el pueblo para que echasen á los Padres y los remitiesen á donde habían
venido.

Entrado ya el año de 1691, partieron los PP. Juan Bautista de Zea y
Diego Centeno por el río Guapay, á cultivar el nuevo pueblo de la
Presentación, y el P. Arce al valle de las Salinas, á donde acudió gran
número de infieles, de los cuales muchos se le mostraban aficionados y
otros le mostraban mal rostro, señal de lo que maquinaban en su corazón,
que era darle muerte, como lo hubieran ejecutado á no haberles disuadido
de tan malvado intento los indios de Tariquea.

Procuraba aquí el apostólico Padre poner forma á las cosas de la
reciente iglesia; pero el demonio, que soplaba en el corazón de los
apóstatas, cuanto el buen Padre trabajaba en muchas semanas, lo deshacía
en pocas horas; y por apéndice de estos desastres, tuvo noticia de que
los Tobas, cruelísimos enemigos de Dios y de los españoles, vistos sus
intentos, se habían puesto en armas, y en gran número venían destruyendo
el país; con lo cual, esperando de hora en hora sus furias, se
esforzaban á recibir con gran ánimo la muerte si fuese voluntad de Dios
Nuestro Señor, imitando á sus súbditos, de quien corría fama que habían
caído en las manos de aquellos malvados y sido muertos con crueldad
igual á su fiereza.

Pero como Nuestro Señor, con estas desgracias, no quería de su siervo
otra cosa sino las primeras pruebas y noviciado de una vida apostólica,
hizo desvanecer en breve aquellos temores y hubo luego aviso de que los
PP. Zea y Centeno habían llegado á salvamento en el pueblo de la
Presentación, y de que los Tobas se habían retirado á sus tierras, con
lo cual pudo seguramente pasar á Tariquea para disponer más apriesa los
ánimos de la gente para abrazar la santa fé.

Aquí fué recibido y hospedado con mucho amor y benevolencia del señor
del lugar, quien entendida la causa de su ida, mandó luego echar bando
por todas las Rancherías del contorno, que se juntasen día señalado
todos los caciques á Concejo, para resolver el negocio de su conversión;
y se ejecutó así el día último de Julio, consagrado á nuestro gran
Padre y Patriarca San Ignacio.

Y porque será del gusto de los lectores saber las ceremonias y modo de
que usaron en su Asamblea, daré de ellos una breve y sucinta noticia.

Entrados á parlamento en lo más oscuro de la noche, dieron principio á
la función con una sinfonía de flautas y pífanos, y cantando y bailando
al son de ellos discurrían sobre el negocio, concluyendo cada baile que
duraba tres ó cuatro credos con brindis.

Al rayar el alba, aunque hacía viento muy frío que helaba, por ser aquí
este mes el corazón del invierno, se fueron todos á bañar al río; y para
hacer más alegre la fiesta, adornaron sus cabezas con hermosos penachos
afeitándose el rostro con colores muy feos, imaginando crecían en
belleza y hermosura, cuando parecían otros tantos diablos.

Habiendo ya esclarecido el día, tomaron un desayuno para cobrar aliento
y brío para proseguir su acuerdo en la forma que antes. ¿Quién creía, ó
por mejor decir, quién se atrevía á esperar resolución nada favorable en
un Concejo semejante? Pero no obstante eso, determinaron de común
consentimiento admitir en sus tierras á Cristo y á su ley santísima, y
enviaron á dar aviso de su resolución al P. Arce, quien debajo de una
enramada estaba encomendando á Nuestro Señor con fervor este negocio;
pero le pusieron tres condiciones: La primera, que la Reducción se
fundase en aquel paraje. La segunda, que no fuesen obligados á
desterrarse de sus tierras los que quisieren vivir en el gentilismo, ó
mantener muchas mujeres para su uso; y la tercera finalmente, que sus
hijos no fuesen destinados al servicio de la Iglesia.

Aceptó el santo varón el partido, esperando que el tiempo, y mucho más
la sangre de Jesucristo les ablandaría los corazones y darían aquellos
frutos de bendición que su celo y sus fatigas les prometían; ni eran mal
fundadas sus esperanzas porque Taricú, principalísimo, en nombre de
todos, le dió las gracias de querer emplearse en provecho de sus almas;
y las dió también á Nuestro Señor porque se había dignado de enviarles
quien sin ningún interés suyo les enseñase el camino del cielo. Y porque
todo esto sucedió, como dije, en el día consagrado á N. P. S. Ignacio,
puso el P. Arce la Reducción debajo de su patrocinio.

Mientras que las cosas corren aquí con algún viento favorable, me es
preciso dar una sucinta relación de la provincia de los Chiquitos, en
que al mismo tiempo se fundó, aunque con fin más feliz, una nueva
cristiandad, y será el blanco principal de esta mi Relación.



CAPÍTULO II.

Situación de la provincia de Chiquitos, costumbres y
calidades de los naturales.


La provincia, á quien vulgarmente llamamos de los Chiquitos, es un
espacio de tierra de doscientas leguas de largo y ciento de ancho; por
el Poniente mira á Santa Cruz de la Sierra, y algo más lejos á las
misiones de los Moxos, que pertenecen á nuestra provincia del Perú. Por
Levante baja hasta el famoso lago de los Xarayes, á quien con razón
llamaron el mar Dulce los primeros conquistadores, por su amplitud y
grandeza. Por la Tramontana la cierra una gran cadena de montes bien
larga, que corriendo de la parte de Levante á Poniente, remata en este
lago. Por el Mediodía mira al Chaco y á un gran lago, ó por mejor decir,
golfo del río Paraguay, que forma aquí una bellísima ensenada, cuyas
riberas están pobladas de gran multitud de árboles y se llamó desde sus
principios este seno ó ensenada el puerto de los Itatines.

Bañan á esta provincia de Chiquitos dos ríos: uno el Guapay, que
naciendo en las montañas de Chuquisaca baja por una llanura abierta por
junto á un pueblo de los Chiriguanás llamado Abapó, y corriendo hacia
Oriente, ciñe á lo largo en forma de media luna, á Santa Cruz de la
Sierra; y tirando de aquí entre Septentrión y Poniente, riega y baña las
llanuras que están á la falda por ambas partes; y finalmente desagua en
la laguna Mamoré, en cuya costa están fundados algunos pueblos, ya
cristianos, de los Moxos. El otro, el Aperé ó San Miguel, que nace en
los Alpes del Perú, y atravesando por los Chiriguanás (en cuyas tierras
muda su nombre en el de Parapity), se pierde finalmente en unos bosques
muy espesos, por las muchas vueltas que da hasta cerca de Santa Cruz la
Vieja, donde los años pasados se fundó la Reducción de San Joseph, y
girando entre Septentrión y Poniente, baña las Reducciones de San
Francisco Xavier y de la Concepción, desde donde tira derechamente á
Mediodía; y recibiendo en su madre muchos arroyos del contorno, pasa
por las Reducciones de Baurés, que pertenecen á las misiones de los
Moxos, y de aquí va á desaguar en el Mamoré, y este en el gran río
Marañón ó de las Amazonas.

El país, por la mayor parte es montuoso y poblado de espesísimos
bosques, muy abundantes de miel y de cera por la gran multitud de abejas
de varias especies, entre las cuales hay una casta que llaman _Opemús_,
la más semejante á las de Europa, cuya miel es odorífera y fragante, y
blanquísima su cera, aunque algo blanda. Abundan también de muchos
monos, gallos, tortugas, antas, ciervos, cabras monteses y también de
culebras y víboras de extraños venenos, porque hay algunas que luego que
muerden se hinchan los cuerpos de los pacientes y destilan sangre por
todos sus miembros, ojos, oídos, boca, narices y aun de las uñas; pero
el doliente, como echa por tantas partes aquel pestilente humor, no
muere. Otras hay cuyo veneno (aunque hayan mordido en la punta del pie)
se sube al punto á la cabeza, quitando las fuerzas y privando del
juicio, y de aquí extendiéndose por dentro de las venas mata
irremediablemente, causando delirio, y hasta ahora no se les ha podido
encontrar eficaz remedio.

El terruño de suyo es seco, pero en tiempo de lluvias, que duran desde
Diciembre hasta Mayo, se anega tan disformemente la campaña, que se
cierra el comercio y se forman muchos ríos y grandes lagunas, que
abundan de muchos géneros de pescado, los cuales pescan con cierta pasta
amarga con que atontados salen á la superficie del agua.

Pasado el invierno se secan luego los llanos y para sembrar es menester
desmontar con gran trabajo los bosques y cultivar las colinas y cumbres
de los montes que rinden muy bien el maíz ó trigo de las Indias, arroz,
algodón, azúcar, tabaco y otros frutos propios del país, como plátanos,
piñas, maní, zapallos (que es una especie de calabazas, mejores y más
sabrosas que las de Europa); el grano, empero, y la vita, no se puede
coger en estas tierras.

El clima es cálido y destemplado, causa de muchos accidentes apopléticos
y frecuentes contagios que suelen hacer gran riza en los naturales,
porque estos bárbaros no saben aplicar sino dos remedios. El primero es
chupar los cuerpos enfermos, oficio propio de sus caciques y capitanes,
que en su idioma llaman Iriabós, los cuales con este oficio se hacen
mucho lugar entre los naturales, con harta ganancia, porque en vez de
guisar la gallina y las otras viandas más exquisitas para el enfermo, se
lo come todo el chupador, y al enfermo no le dan sino la ordinaria
vianda de un puñado de maíz bien mal cocido; y si no lo quieren comer,
no les da mucho cuidado, contentos con la respuesta del enfermo: _¿cómo
he de comer si no tengo gana?_ Por lo cual tengo para mí que los más
mueren de necesidad más que de enfermedades, de la cual no dan otra
relación al sobredicho médico que mostrarle la parte dolorida y decirle
por dónde han andado los días antecedentes: de aquí pasa este á examinar
si el enfermo ha derramado la chicha (bebida algo semejante á la
cerveza) si ha echado á los perros algún pedazo de carne de tortuga,
ciervo ó de otro viviente; y si le halla reo de este delito, dice que el
alma de estos animales, para vengar su injuria se le ha entrado en el
cuerpo, y le atormenta á medida de su afrenta. De donde es, que para
darle algún alivio le chupan la parte lesa, ó también dan en el suelo
grandes golpes con la macana alrededor del enfermo para espantar aquella
alma y ahuyentarla. Con esto se queda el doliente como antes, si no es
que por ventura sucede tal vez que sanan naturalmente.

Hase observado en estos médicos que después de recibido el Santo
Bautismo, por mucho que hacen no pueden vomitar una materia sucia y
hedionda como antes lo hacían todas las veces que chupaban algún
miembro del enfermo, dándose el demonio por desobligado de mantener el
pacto implícito que con ellos tenía, porque explícito y cierto no tenían
ninguno.

El otro remedio es bien cruel y propio de bárbaros, y era matar á las
mujeres que se persuadían eran causa de la enfermedad (puede ser que sus
mayores tuviesen alguna luz de que por una mujer había entrado en el
mundo la muerte) y echándolas de este mundo, creían quedar ellos libres
del tributo de la muerte. Por eso importunaban al médico les dijese qué
mujer les había puesto en su cuerpo aquella enfermedad, y éste decía que
era esta ó aquella que primero se le ofrecía ó con quien tenía algún
enojo, ó con su marido ó parentela y cogiendo sola á la miserable la
quitaban á golpes y palos la vida. Y no acababan de caer en la cuenta
del engaño, aun viendo por experiencia que no aprovechaba nada para
escaparse de la muerte esta receta. Proviene esto de una necia
imaginación que tienen de que las enfermedades provienen de causa
extrínseca y no de la interior alteración de los humores, porque no son
capaces de llegar á penetrar con el entendimiento á donde no alcanza la
grosería de los sentidos corporales (propiedad de todos los indios
occidentales), bien que por otra parte son hábiles y despiertos para
los demás. Y viendo que los Misioneros curaban con purgas y sales, no
acababan de persuadirse que la sangre y los otros humores de que se
alimenta la parte inferior del hombre podía corromperse y causar
malignos efectos y malas impresiones aun en el alma; por esto, por la
más leve indisposición se querían sangrar, y pidiéndoles el brazo,
respondían que no en él, sino en la parte que les dolía, había de ser la
sangría; y experimentando con estos remedios mejoría, dieron de mano á
los antiguos médicos burlándose de sus fraudes y engaños y execrando la
crueldad que habían usado contra las mujeres.

Son de temperamento ígneo y vivaz más que lo ordinario de estas
naciones, de buen entendimiento, amantes de lo bueno, nada inconstantes
ni inclinados á lo malo, y por esto muy ajustados á los dictámenes de la
razón natural, ni se hallan entre ellos aquellos vicios é inmundicias
sensuales de la carne que á cada paso se ven y se lloran en otros países
de gentiles ya convertidos. Su estatura es por lo ordinario más que
mediana; las facciones del rostro no desemejantes de las nuestras,
aunque el color es de aceituna, con que fácilmente se distinguen de los
europeos; en pasando de veinte años se dejan crecer el cabello, y quien
le tiene mejor y más grande, tiene sobre los otros una cierta hermosura
señoril; no crian barba, sino tarde y poca. Cuanto al vestir, los
hombres andan totalmente desnudos; las mujeres traen una camiseta de
algodón que llaman _Tipoy_, con mangas largas hasta el codo y lo demás
del brazo desnudo; los caciques y los principales usan también de este
vestido, aunque un poco más corto. Adornan el cuello y las piernas con
muchas sartas de ciertas bolillas que parecen á la vista esmeraldas y
rubíes de que también usan para hacer sartas de cascabeles en los días
más festivos. Horádanse las orejas y el labio inferior, del cual cuelgan
plumas de muchos colores, y de éste traen pendiente un pedazo de estaño;
llevan también en la cintura una bellísima faja de plumas muy vistosas
por la diversidad y proporción de los colores. Son de ánimo valeroso,
guerrero y bien dispuestos en lo personal para el manejo de las armas,
una de las cuales es la flecha, en que son muy valientes y diestros; y
para prueba y señal de su destreza, traen colgadas muchas colas de
animales y plumas de pájaros que han cazado: otra de sus armas es la
macana ó maza, que es de una madera muy dura y pesada en forma de palas,
con que se juega en Europa á la pelota, solo que es más larga, en el
medio es gruesa y por los lados aguda como la espada para poder pelear
de cerca.

No tienen gobierno ni vida civil, aunque para sus resoluciones oyen y
siguen el parecer de los más viejos. La dignidad de cacique no se dá por
sucesión, sino por merecimientos y valor en las guerras y en hacer
prisioneros á sus enemigos á quien asaltan sin otro motivo más que por
quitarles algún pedazo de hierro ó por alcanzar fama y nombre de
valerosos en la guerra.

De genio totalmente contrario, son las naciones vecinas que viven
pacíficas y quietas en sus confines y por eso les es de terror y espanto
la milicia de los Chiquitos, los cuales, después de hacerles esclavos de
guerra como si fueren sus parientes en sangre, ó muy amigos, los casan
muchísimas veces con sus mismas hijas, aunque su matrimonio no se puede
llamar tal porque no es indisoluble; los particulares no se pueden casar
sino con una sola mujer, bien que pueden echarla de casa cuando se les
antoja y tomar otra. Solamente los caciques toman dos y tres mujeres, y
éstas, aunque sean hermanas, las cuales no tienen otro empleo que cocer
la chicha, corriendo por cuenta de los maridos el recibir y hospedar á
los forasteros y servirles con esta bebida que hacen de maíz, mandioca y
otras frutas; en el color se da algún aire al chocolate y en los
efectos es muy semejante al vino.

La ceremonia que usan en sus casamientos es como sigue: Ningún padre
dará su hija á marido, si éste no ha hecho antes alguna proeza; por eso,
el que se quiere casar, sale antes á caza, y muertos cuantos animales
puede, da la vuelta con un centenar de liebres, y sin hablar palabra las
pone á la puerta de la mujer de quien está enamorado, y por la calidad y
cantidad de la caza, juzgan los parientes si la merece por esposa.

La educación de sus hijos es en todo conforme á su tosquedad bárbara,
dejándolos vivir sin temor ni respeto de los parientes, hechos señores
de sí mismos, soltándoles las riendas para que corran á donde la
disolución y fervor juvenil de los años los arrastra.

Viven pocos juntos como república sin cabeza, que cada uno es señor de
sí mismo, y por cualquier ligero disgusto se apartan unos de otros.

Las casas no son más que unas cabañas de paja dentro de los bosques, una
junto á otra sin algún orden ó distinción; y la puerta es tan baja que
sólo se puede entrar á gatas, causa porque los españoles les dieran el
nombre de Chiquitos; y ellos no dan otra razón de tener así las casas
sino que lo hacen por librarse del enfado y molestia que les causan las
moscas y mosquitos, de que abunda extrañamente el país en tiempo de
lluvias, y también porque sus enemigos no tengan por donde flecharlos de
noche, lo cual sería inevitable si fuese grande la puerta; fuera de
ésta, no tienen otro ajuar que una estera bien débil que al más leve
soplo del aire se cae.

Los libres y solteros, que después de los catorce años ya no viven más
con sus padres, viven todos juntos en una casa, que no es otra cosa sino
una enramada descubierta por todos lados, la cual sirve también, en
tiempo de sus visitas y cumplimientos, para recibir y alojar á los
forasteros que vienen de otras partes, á los cuales regalan con lo mejor
del país y con aquella su apreciada bebida, y acude todo el pueblo para
festejar y participar, junto con los forasteros, del refresco; pero
antes conjuran al demonio para que no venga á perturbar la alegría del
festín; la ceremonia es salir algunos de ellos de la choza y, con
grandes exclamaciones, dar en el suelo con las macanas.

Sus festines y banquetes suelen durar dos ó tres días y noches enteras,
poniendo su mayor magnificencia y explendor en la copia y fortaleza de
aquel su vino, cuyos humos al punto se les suben á la cabeza y los
privan de aquel poco juicio y sexo que antes tenían, por lo cual sus
fiestas y alegrías acaban en riñas, heridas y muertes, porque los
rencores y odios guardados y encubiertos ó disimulados mucho tiempo en
lo más secreto del corazón por cobardía y temor, brotan y salen fuera en
estas ocasiones y vienen á las manos con furia.

Después los forasteros, en agradecimiento, los convidan y llevan á sus
rancherías, correspondiendo con el mismo trato, cumplimientos y bárbara
cortesanía, y éstas son todas sus andanzas y peregrinaciones. Bien que
aunque no tengan forasteros á quien festejar y banquetear, son entre sí
muy frecuentes los convites á beber la chicha; y este ha sido el único y
no leve impedimento que se ha hallado en la vida política, y reducidos
por medio del santo bautismo al gremio de la Iglesia, siendo cosa muy
cierta y verdadera que _fustra docentur in fide, nisi ab eis removeatur
ebrietas_, que de ellos y de las otras naciones de estas Indias escribió
el doctísimo y sapientísimo obispo el ilustrísimo señor don Alonso de la
Peña Montenegro[IV.].

Por eso nuestros Misioneros pusieron todo esfuerzo desde los principios
en exterminar y arrancar este vicio, y juntamente aquellos festines y
banquetes; usaron de muchos medios, ya suaves, ya severos, de romper los
cántaros, reprenderlos, derramarles la chicha y deshacer sus brutales
juntas, cosa que les provocaba á cólera y á venganza á aquellos
bárbaros, que se enfurecían y exasperaban tanto, que muchas veces
echaron furiosamente mano á las macanas y á las flechas para matarlos.

Quiso Nuestro Señor, finalmente, premiar sus industrias y santo celo,
desterrando y arrancando del corazón de aquellos bárbaros vicio tan
arraigado, mediante los sudores y virtud (como es constante opinión
entre nosotros) del P. Antonio Fideli, italiano, que fué el primero que
murió en esta apostólica empresa, por Marzo de 1702, consumido de las
fatigas y trabajos que padeció en cultivar esta nueva viña del Señor.

Después de su muerte dejaron del todo estos pueblos la embriaguez y las
demás bárbaras costumbres, mudanza por cierto de la mano del Altísimo,
pues aun entre cristianos más cultivados se ve todos los días que los
dados á la embriaguez, es necesario un milagro de la gracia divina para
que le dejen; pues ¿cuánto más sería necesario para estos bárbaros que
le habían mamado con la leche?

Su distribución y repartimiento del tiempo es el siguiente: Al rayar el
alba se desayunan, y juntamente tocan ciertos instrumentos de su música,
semejantes á las flautas, hasta que se seca el rocío, de que se guardan
como nocivo á la salud; de aquí van á trabajar, cultivando la tierra con
palos de madera, tan dura, que suple la carestía de arados ó azadones de
acero; trabajan hasta el medio día, y entonces se vuelven á comer. Lo
restante del día gastan en paseos, visitas y cumplimientos y en brindis
y meriendas, en señal de amor y amistad; anda alrededor un jarro ó vaso
de chicha, de que todos toman un sorbo, y también se ejercitan en muchos
juegos deleitables y caballeros. Uno, entre otros, es semejante al de
la pelota de Europa. Júntanse muchos en la plaza con buen orden, echan
al aire una pelota, y luego, no con las manos, sino con la cabeza, la
rebaten con maravillosa destreza, arrojándose aún en tierra para
cogerla.

El mismo ceremonial de visitas practican entre sí las mujeres, que
tienen tiempo para hacer esto y mucho más, porque las haciendas
domésticas se reducen á solo proveer la casa de agua y leña, y guisar
con sólo agua un puñado de maíz, legumbres, zapallos ó alguna otra cosa
que han encontrado en el bosque, y sólo suelen hilar cuanto les basta
para hacerse el _Tipoy_ ó á lo más para tejer una camiseta y una red ó
amaca en que dormir con sus maridos; pero les cuesta mucho el labrar por
no tener aptos instrumentos.

No duermen sino en el suelo sin otra cama que una estera, y á lo más
unos palos toscos y desiguales, juntos entre sí, y á no tener hechos
callos que les defienden de lo áspero de su cama, les sería de no leve
mortificación.

Al ponerse el sol tienden su mesa para cenar, y poco después se retiran
á dormir. Sólo los libres ó solteros se juntan de noche á bailar entre
sí y á tocar junto á su Rancho, y de aquí van continuando la danza por
los caminos de esta manera: hacen una gran rueda y en medio ponen á dos
que tocan las flautas á cuyo compás canta y da vueltas toda la rueda sin
mudanza alguna; detrás de los hombres hacen otro semejante baile las
mujeres, y estos bailes duran dos ó tres horas, hasta que cansados se
echan á dormir.

El tiempo de caza y pesca es después de haber hecho la cosecha del maíz
y del arroz. Repartidos en muchas cuadrillas van á los bosques por dos y
tres meses y cazan jabalíes, monos, tortugas, osos, hormigueros,
ciervos, cabras monteses; y para que no se corrompa la carne, usan
chamuscarla de manera que se pone dura como un palo; y se tiene por
dichoso quien trae su cesta ó canasta (á que llaman panaquíes) muy
llena, porque todos le dan el parabién y le aclaman de esforzado y
valiente. Por el mes de Agosto ya están todos de vuelta, porque es el
tiempo de la sementera.

En materia de religión son brutales totalmente y se diferencian de los
otros bárbaros, pues no hay nación por inculta y bárbara que sea, que no
reconozca y adore alguna deidad; pero éstos no dan culto á cosa ninguna
visible ni invisible, ni aun al demonio, aunque le temen. Bien es verdad
que creen son las almas inmortales y á sus difuntos los entierran
poniéndoles en la sepultura algunas viandas y sus arcos y flechas para
que en la otra busquen á costa del trabajo de sus manos, con qué poder
vivir, y de esta manera quedan persuadidos que no les precisará el
hambre á querer volver á este mundo. Aquí paran, sin pasar adelante, á
investigar á dónde van á morar, ni quién es el artífice de tan bellas
criaturas que les dió el ser y le sacó de la nada, ni saben dar razón de
esto.

A sola la luna honran con título de madre pero sin darla culto, y cuando
se eclipsa, salen con grandes gritos y aspavientos disparando al aire
una gran tempestad de flechas para defenderla contra los perros que
dicen que allá en el cielo andan tras ella y la muerden hasta que la
hacen derramar sangre de todo el cuerpo, que á su juicio es la causa del
eclipse; y todo el tiempo que éste dura, permanecen ellos en esta
función hasta que vuelve á su resplandor y estado antiguo.

Cuando truena y caen rayos creen que algún difunto que vive allá con las
estrellas, está enojado con ellos, y aunque muchas veces caen rayos y
centellas, no hay memoria de que hayan hecho daño ni muerto á ninguno.

No tienen, pues, ni adoran otro Dios que á su vientre, ni entienden en
otra cosa que en pasar buena vida, la mejor que pueden, viviendo en
todo como brutos animales. Aborrecen mucho á los hechiceros, y á los
otros familiares del demonio como á capitales enemigos del género
humano, y los años pasados hicieron en ellos un cruel estrago,
quitándoles las vidas; y ahora, con una ligera sospecha de que alguno
ejercita este oficio, al punto le despedazan á grandes golpes de sus
macanas. Son muy supersticiosos en inquirir los sucesos futuros por
creer firmemente que todas las cosas suceden bien ó mal, según las
buenas ó malas impresiones que influyen las estrellas; por esto, para
conocer los puntos de sus aventuras, observan, no ya el curso de los
cielos ó los aspectos benéficos de los planetas, que á tanto no
alcanzan, sino algunos agüeros que toman de los cantos de los pájaros,
de los animales y de los árboles y otros innumerables de este género; y
si sus pronósticos son infaustos, de enfermedades, contagios, ó de que
han de venir á sus tierras á hacer correrías los Mamalucos, para
maloquear, que es lo mismo que hacerlos esclavos, tiemblan y se ponen
pálidos como si se les cayese el cielo encima ó les hubiese de tragar la
tierra; y esto sólo basta para que abandonen su nativo suelo y que se
embosquen en las selvas y montes, dividiéndose y apartándose los padres
de los hijos, las mujeres de los maridos, y los parientes y amigos,
unos de otros, con tal división, como si nunca entre ellos hubiese
habido ninguna unión de sangre, de patria ó de afectos. Por esto les
parece menos insoportable el venderse los unos á los otros: el padre á
la hija, el marido á la mujer, el hermano á la hermana; y esto por
codicia de solo un cuchillo ó una hacha, ó de otra cosa de poca monta,
aunque los compradores sean sus mortales enemigos, que hayan de hacer de
ellos lo que su odio, pasión ó enemistad les dictare. Lo cual ha dado no
poco que entender á los ministros del Evangelio para reducirlos á que
vivan juntos en un paraje y en unas mismas casas donde se porten como
racionales y puedan ser instruídos en los misterios de la santa fe para
creerlos, y en los preceptos de nuestra santa ley para observarlos.

Con todo eso y el no conocer ni venerar deidad alguna ni hacer estima
del demonio, era muy buena disposición para introducir en ellos el
conocimiento del verdadero Dios, tanto más que no permitían viviesen
entre ellos los que tuviesen trato familiar con el demonio, gravísimo y
antiguo impedimento para conducir á la ciega gentilidad al gremio de la
Santa Iglesia, con que estaban como una materia primera, indiferente y
capaz de cualquiera forma, por singular providencia del cielo, que no
permitiese se adelantase á tomar posesión de sus almas antes que la ley
de Dios, secta ninguna ó idolatría de las muchas que tenían las naciones
confinantes, con ser así que decían mucho con su genio y bárbaras
costumbres.

Lo que toca á su idioma y lenguaje es tan difícil, que para saberla y
aprenderla no basta muchos años. No quiero hablar en este punto, sino
que se oiga á un misionero que escribiendo los años pasados desde
aquellas misiones á un confidente suyo, se lamenta mucho de que por más
conato que puso, no pudo aprenderla. «Cada Ranchería (dice) usa lenguaje
diferentísimo y difícil, y mucho más que todos, el de los Chiquitos, lo
cual me causa grande pena y desconsuelo y me falta poco para persuadirme
que no podré emplear mis sudores y fatigas en provecho de esta nueva
cristiandad por falta de lengua. Hasta ahora no se ha acabado el
Vocabulario, y estando aún en la C, hay ya veinticinco cuadernos. La
Gramática es dificilísima y el artificio y definición de los verbos es
increíble. No hay paciencia para haber de decir con diferentes verbos y
conjugaciones: yo amo; yo amo á Pedro; yo lo amo; yo me amo; yo la amo;
yo le amo; por esto amo; con tal inconsecuencia en las conjugaciones,
que aprovecha poco saber conjugar un verbo para poder hacer lo mismo con
otro. En cinco meses que ha que estoy aquí, apenas he aprendido cuatro
conjugaciones, habiendo sudado y trabajado de noche y de día. Juzgo que
los que deben venir acá han de ser mozos santos y hábiles, porque de
otra suerte, nunca harán nada. Los gentiles de otras naciones no pueden
aprenderla sino cuando niños. El P. Pablo Restivo, que con un mes de
estudio en la lengua Guarany pudo ejercitar nuestros misterios en todo
el tiempo que ha estado aquí, nunca se ha atrevido á predicar. El P.
Juan Bautista Xandra, por haber venido adulto, entiende poquísimo. De
los Padres más antiguos que cuentan veinticinco y más años de Misioneros
en estas Reducciones, ninguno hay que lo sepa con perfección y dicen que
á veces los indios no se entienden entre sí. ¿Qué diré de la
pronunciación? De cuatro en cuatro echan de la boca las palabras y nada
se entiende, como si no pronunciasen nada. Pondré aquí el alabado y la
forma de persignarse, como le cantan todos los días, no como le
pronuncian, porque si uno lo lleva escrito en la mano, no los podrá
entender una palabra, y no sé como se pueden entender entre sí.»

Alabado sea      el Santísimo Sacramento     que      está
  _Anauscia_        _Santisime Sacramento_       _naqui_     _ane_

en el     Altar,      y también      la Virgen Santa María
  _ycu_    _Altar_,       _inta yto_          _Virgen Santa Maria_

desde su origen       está  libre       y pura       cuando
  _ninnemooco_          _oximanane_     _quichetenna_      _onumo_

tuvo principio       el Ser       del primer         pecado
      _ayboyi_           _yy_       _tnicocinitanna_    _ninihaiti_

antiguo.
_ticanni_.

La fórmula de hacerse la señal de la santa cruz es de la manera que se
sigue:

Por la señal    de la Santa Cruz    defiende    á nosotros
_Oi naucipi_    _Santa Crucis_    _oquimay_    _zoychacu_

Dios nuestro      de      aquellos      que      aborrecen
 _Zoichupa_         _mo_       _anama_        _po_       _chineneco_

à nosotros       en el       nombre       del        Padre
_zumanene_         _au_         _niri_       _naqui_     _Yaytotik_

y            del            Hijo           y           del
_ta_          _naqui_          _Aytotik_        _ta_         _naqui_

Espíritu Santo.
_Espiritu Santo_.

«¿Qué le parece á V. R.? ¡Extraña cosa por cierto! He escrito aquí estas
palabras para que V. R. me tenga compasión y ruegue á Nuestro Señor me
conceda alguna cosa del don de lenguas. Es verdad que tiene una cosa de
bueno esta gente, que aunque uno pronuncie mal y hable peor, luego al
punto le entienden.»

Esta es la carta de aquel misionero y esta es la dificultad más ardua,
pero la más necesaria de vencer en quien emprende el oficio de la
predicación apostólica de esta provincia.

Y á la verdad, lo que más espanta y detiene el celo de operarios muy
fervorosos, es tanta diversidad de lenguas, pues á cada paso se
encuentran en estos pueblos una ranchería de cien familias, á lo más,
que tiene lenguaje muy diverso de los otros del contorno, causa de que
sean tantas las lenguas, que parece increíble. Más de ciento cincuenta
lenguas y más diferentes entre sí que la española y la francesa,
hallaron los PP. Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda en las naciones
que pueblan las riberas del Marañón, cuando por orden de Felipe IV
entraron á reconocer aquellas provincias; en quince lenguas, si mal no
me acuerdo, se habla en las misiones de los Moxos, siendo así que no
llegan los convertidos á treinta mil; y en estas nuestras Reducciones de
Chiquitos hay neófitos de tres y cuatro lenguas. Con todo esto, para
quitar este impedimento á la santa fe, se ha procurado que todos los
indios aprendan la lengua de los Chiquitos, lo cual no se podrá hacer en
adelante, porque si las naciones en cuya conversión se trabaja ahora,
pasan del número de tres ó cuatro mil almas, será necesario hacer otra
nueva Reducción y nos veremos obligados á acomodarnos á su lengua, para
lo cual habrán los Misioneros de estudiar precisamente la lengua de los
Mototocos, que usan los Zamucos, y la de los Guarayos que hablan en
Guarany, fuera de la lengua de los Chiquitos.



CAPÍTULO III

Descubren los españoles la nación de los Chiquitos y
destrúyenla, así ellos como los Mamalucos, de quienes
se da una sucinta relación.


Nuflo de Chaves, el año de 1557, navegó por orden de Domingo Martínez,
gobernador del Paraguay, hacia el origen del río que da nombre á toda la
provincia, acompañado de trescientos soldados, con el fin de fabricar un
castillo en una isla que estaba junto al afamado lago de los Xarayes,
con pretexto de avecindarse más al Perú.

Entróse tierra adentro del país de los Chiquitos, y caminando cosa de
setenta leguas hacia el Poniente, fabricó á la falda de una montaña una
población, á quien puso por nombre Santa Cruz de la Sierra. Pero
disgustados muchos de los suyos con Nuflo de Chaves por esta causa, se
volvieron á su tierra.

Los que se quedaron en Santa Cruz, con su afabilidad y buen trato
ganaron la voluntad y afecto de los paisanos, y dividiéndolos en
encomiendas les obligaron á que cada año diesen á los encomenderos algún
poco de algodón y algunas vituallas en señal de vasallaje. Mas como el
interés no tiene freno, ni gobierno, ni leyes con que regularse, algunos
que tenían una insaciable codicia de enriquecer, empezaron á cargar de
modo á los nuevos súbditos, que eran insufribles á su pobreza; y no
satisfechos con eso, les quitaban los hijos á las madres para servirse
de ellos; por lo cual, amotinándose algunos indios, se rescataron y
libraron de aquellos maltratamientos, con muerte de sus señores; y de
allí á poco fué común el motín en todos los indios, hasta que por orden
del virrey del Perú, D. Francisco de Toledo, se mudaron á otra parte los
españoles, fabricando la ciudad de San Lorenzo, cabeza de la provincia
de Santa Cruz, cincuenta leguas más al Occidente.

Los pueblos Penoquís y otros confinantes no quisieron desamparar el
nativo suelo, y con la antigua libertad se volvieron á los ritos
bárbaros y gentílicos. No obstante el mandato del Rey, no fué obedecido
de todos los españoles, porque algunos se fueron entre los Moxos,
doscientas leguas distante de San Lorenzo, y embarcándose en una pequeña
embarcación en el río Mamoré, entraron por la boca del río Marañón en el
Oceano, y con no poca ventura, llegaron á Europa; otros se quedaron en
los Chiquitos, y al pie de una montaña fabricaron un pueblecillo á quien
llamaron San Francisco, junto al cual está hoy fundada la Reducción de
San Francisco Xavier.

El tiempo que aquí vivieron fundaron algunas encomiendas de Quicmes
Paraníes y de Suberecas, las cuales se vieron precisados á dejar, cuando
abandonado también aquel lugar, se retiraron á tomar casa en San
Lorenzo. Sólo algunos Quicmes y Paraníes se fueron con ellos y fundaron
en Cotocá, tierra poco distante de aquella ciudad, y hoy están debajo
del cuidado y gobierno espiritual de nuestra provincia del Perú.

Poco después de esta mudanza, deseosos los bárbaros de tener algunas
herramientas, pasando el Guapay se ponían en celada escondidos en las
matas, y aguardando la ocasión de la noche, asaltaban los villajes á los
españoles, robando cuantos más cuchillos, hachas, azadones y otros
pedazos de hierro podían, sin causar otro daño; pero como creciendo la
codicia en los bárbaros creciese también la audacia, se atrevieron á
coger á los campesinos, y matarlos á su salvo.

Espiaron los vecinos quiénes eran los que hacían el daño, y advirtiendo
que eran los Chiquitos, quisieron volver sobre ellos los daños
recibidos, pero muy á su costa, porque dos veces volvieron con la peor
parte y se vieron constreñidos á retirarse, perdiendo el crédito y la
honra.

Heridos altamente los españoles en lo más vivo de la reputación,
sentidos de que osasen los bárbaros manchar la gloria y nombre que á
costa de tantos sudores y tanta sangre habían ganado entre todas las
naciones, no haciendo ya caso del daño recibido en sus haciendas, sino
sólo de la pérdida de la honra, poniendo en armas un trozo de gente, más
respetable por su valor que por su número, presentaron batalla á los
enemigos, los cuales divididos unos de otros, á los primeros mosquetazos
fueron desbaratados, quedando muchos de ellos prisioneros de guerra.

Perdieron con este género de armas su nativo coraje los Chiquitos; y
para defenderse en lo venidero del enojo armado de los vencedores,
derramados y divididos, se huyeron á las selvas, apartándose á lo más
retirado y espeso de los bosques; con todo eso, aun aquí les dieron caza
los españoles muchas veces para vengar su afrenta, que tenían muy fija
en el corazón, haciendo esclavos para su uso muchas cuadrillas de
ellos; hasta que abatida con tantos golpes la altivez de los Chiquitos,
vinieron el año de 1690 mensajeros de parte de los Pacarás, Zumiquies,
Cozos y Piñocas á San Lorenzo, en nombre de sus caciques, á pedir merced
y paz á D. Agustín de Arce, Gobernador en la ocasión de Santa Cruz, con
que cesaron las hostilidades de los españoles, pero no se pudieron ver
libres de los gravísimos daños y pérdida de gente originada, así de las
guerras pasadas como de los frecuentes contagios y por otros desastres
que echo de buena gana en olvido, por no atribuir á culpa común de
todos, lo que ha sido sólo malicia particular de algunos pocos.

Ha sido también causa de su disminución las contínuas correrías ó
malocas (como llamamos acá) de los Mamalucos del Brasil, que pasando el
río Paraguay y haciendo grandes presas en estos miserables, han reducido
á poco menos que nada estos pueblos. Y ya que muchas veces habré de
escribir las maldades de esta gente, no será fuera del intento de dar de
ellos aquí una breve noticia.

Había la valerosísima nación portuguesa fundado muchas colonias en las
partes Mediterráneas del Brasil, una de ellas era Piratininnga, ó como
otros dicen, San Pablo. Sus moradores, por falta de mujeres europeas,
mezclaron su noble sangre con la vilísima de los bárbaros, mejor dijera
que le mancharon, porque los hijos, saliendo más semejantes á las madres
que á los padres, degeneraron en breve de manera que avergonzadas y
corridas las ciudades vecinas, renunciaron su amistad; y porque la
vileza de éstos no empañare ni aun levemente los candores de la
generosidad del nombre lusitano en el mundo, los llamaron Mamalucos.
Mantuviéronse éstos mucho en la devoción á Dios y á su príncipe por el
celo del admirable P. Joseph Ancheta y sus compañeros, que fundaron allí
Colegio; hasta que cansados de vivir ajustados á los dictámenes de la
conciencia, y perdiendo el temor á las leyes, echaron á nuestros Padres
y sacudieron el yugo de ambas majestades, divina y humana de tal manera,
que obedeciesen al Rey de Portugal cuando les estuviese bien, y á Dios,
cuando la necesidad fuese extrema.

A éstos se juntaron gran número de hombres perdidos, italianos,
españoles, holandeses y la hez de todas las naciones, que para librarse
de las penas merecidas por sus delitos, ó para vivir dando rienda á todo
género de vicios y deshonestidades, y también corrompido de las feas y
malignas impresiones de los herejes modernos, acrecentar el número y el
orgullo de los habitadores y moradores de San Pablo.

Y á la verdad, el sitio de la ciudad, el clima de la tierra, todo era
muy á propósito para su genio depravado y vida brutal. Está fundada unas
trece leguas del Oceano sobre unos peñascos que por todas partes
alrededor forman precipicios que hacen inaccesible la entrada, si no es
por una angosta senda, que pueden impedir bien pocos hombres; á la falda
de la montaña hay algunas aldeas para el servicio del Gobernador, de los
forasteros y de los mercaderes, á quienes no se permite pasar más
adelante; el clima es templadísimo por estar en veinticuatro grados
entre las dos zonas tórrida y templada, y el aire tan puro y saludable
que le hace uno de los más amenos y deliciosos países de estas Indias
Occidentales.

La tierra, ya por beneficio de la Naturaleza, ya por industria del arte,
produce todo lo necesario para pasar la vida con comodidad,
abundantísima de trigo, ganado, azúcar y otros aromas de que puede
proveer á las tierras vecinas con abundancia, ni les faltan tampoco
ricos minerales de oro y otros metales. Libres, pues, de toda ley los
naturales de esta ciudad, se dieron á discurrir por el contorno,
haciendo esclavos á los indios en gran multitud, robándoles su
hacienda; y viendo que no ha hecho algún castigo en ellos, sino
publicado solamente algunas prohibiciones y edictos que no han sido
obedecidos, han proseguido por espacio de ciento treinta años en sus
infames latrocinios, que fuera de dos millones de almas que se sabe han
destruído ó reducido á miserable esclavitud, han hecho despoblar algunas
ciudades de españoles y más de mil leguas en tierra hacia el Marañón,
experimentando esta nuestra provincia las primeras furias de su arrojo
en la destrucción de catorce Reducciones que se habían fundado con
increíbles trabajos y sudores en la nación de los Guaraníes, que en
número de cerca de quinientos mil se había reducido al gremio de nuestra
santa fe.

Verdad es que en tantas presas no gozan de cien partes la una, porque la
mayor parte, consumida de los trabajos é incomodidades del camino hasta
San Pablo, fallece antes de llegar, y los otros empleados en la labor de
las minas ó en el cultivo de los campos, con poco sustento y muchos
azotes y malos tratamientos, no estando por otra parte acostumbrados al
trabajo, en poco tiempo se consumen y aniquilan; y sé por cédula real
que he visto, que de trescientos mil indios cautivados en espacio de
cinco años, no llegaron á salvamento al Brasil más que veinte mil. Ni
ha sido éste sólo el daño que nos han causado estos crueles hombres; lo
peor es el habernos hecho aborrecibles y abominables á todas las
naciones, usando de las mismas trazas é industrias de que usan y se
valen nuestros Misioneros para reducir los gentiles al conocimiento del
verdadero Dios y á la observancia de su santa ley. Fingen, pues, los
dichos Mamalucos que son jesuitas, usando el nombre de Padre, nombre
venerable y que estima mucho á toda la gente, aun á los infieles; hácese
uno súbdito, otro superior, y aun Provincial; y en la rota que
padecieron los españoles el año 1696 fué hecho prisionero uno, llamado
Juan Rodríguez, á que añadía el título de Payguazú, que en Guaraní es lo
mismo que Padre Grande.

Después, enarbolando cruces y mostrándoles retratos de Cristo Nuestro
Señor y su Santísima Madre, entran en las tierras, acariciando la gente
con regalos y brujerías, persuadiéndoles dejen su nativo suelo y sus
pobres Ranchos para fundar una numerosa Reducción, junto con otros
pueblos; y cuando ya los tienen asegurados, meten en prisiones á los
caciques y principales y se llevan por delante la chusma.

Esta infernal astucia nos ha hecho totalmente sospechosos á estas
naciones, y muchas veces corremos riesgos de la vida y se nos malogran
las empresas, como nos ha sucedido en los viajes por el río Paraguay, en
que ningún infiel se quiere fiar de nosotros.

Pero no deja Nuestro Señor sin castigo, aun en esta vida, maldad tan
enorme, porque los más tienen malas muertes, y lo peor es que raro es el
que de ellos se arrepiente y pide perdón de sus culpas y maldades,
porque se dejan arrastrar de la desesperación y se van al infierno; y
hay sujeto de los nuestros, testigo de vista, que dice que en la rota
sobredicha el año de 1696, ninguno de los que murieron en el campo ó se
ahogaron en el río, pidió confesión ni dió señal alguna de
arrepentimiento.

Pero no obstante que dichos Mamalucos, ya con engaños, ya con bocas de
fuego, han hecho tan horrendo estrago en estas naciones, incapaces de
resistirles con sus débiles y flacas armas, algunas veces, en no pocos
reencuentros, han vuelto con las manos en la cabeza, y ha sido sujetado
su orgullo por los indios; porque éstos, arrestados de una vez á morir ó
vencer, se han portado con tal valor y esfuerzo, que ya en emboscadas,
ya en campaña abierta, cara á cara han vencido el orgullo enemigo,
quedando prisioneros los que querían echar en prisiones á los indios.



CAPÍTULO IV

Da principio el P. Joseph de Arce á la nueva Iglesia
de los Chiquitos, vencidas muchas dificultades.


Entrado, pues, ya el año de 1691 pasó el Padre Provincial de esta
provincia, Gregorio de Orozco, á visitar el Colegio de Tarija para
entrar por allí á las tierras de los Chiriguanás y probar á lo menos por
algún poco de tiempo las incomodidades que sus súbditos habían de
tolerar después años enteros y hallarse en alguno de tantos peligros en
que después ellos habían de vivir continuamente. Aquí recibió las cartas
del gobernador de Santa Cruz de la Sierra y las súplicas del P. Arce,
que desde Tariquea había venido para meter fuego más de cerca á negocio
de tanto servicio de Dios y bien de las almas, con esperanza de que
algún día tendría la fortuna de regar con sus sudores aquel nuevo campo
y de derramar en él, por último, su sangre, predicando la fe.

Hallóse perplejo el Provincial en la resolución que tomaría, porque el
celo de la salud de las almas le persuadía abrazase á un mismo tiempo
muchas empresas y diese principio, cuanto le fuese posible, á nuevas
obras para la dilatación de la fe; por otra parte, veía la grande
carestía de operarios que había y que apenas se podían mantener las
Misiones antiguas, cuanto más emprender otras nuevas.

Pesando, pues, atenta y maduramente estos motivos, le pareció que el
primero no solo contrapesaba, sino prevalecía al segundo, esperando en
Dios que le proveería de Misioneros, como de hecho sucedió, pues
llegaron aquel mismo año á Buenos Aires cuarenta y cuatro sujetos de la
Compañía, que darán mucha materia á la historia de esta provincia, y los
despachaba de España el P. Procurador de esta provincia, Diego Francisco
de Altamirano, á cargo del P. Antonio Parra, que venía por superior de
todos.

Con esto el P. Orozco ordenó al P. Arce que fuese en busca del origen
del río Paraguay explorando en el ínterin las voluntades de los
Chiquitos y de las otras naciones que hallase dispuestas á recibir el
Santo Bautismo, y que á lo largo de la costa de aquel río esperase á los
Padres Constantino Díaz, natural de Ruinas, en Cerdeña; Juan María
Pompeyo, de Benevento, en el reino de Nápoles, Diego Claret, de Namur,
en la Galo-Bélgica; Juan Bautista Neuman, de Viena, en Austria; Enrique
Cordule, de Praga, en Bohemia; Felipe Suárez, de Almagro, en la Mancha,
y Pedro Lascamburu, superior de todos, de Irún, en Guipúzcoa; todos los
cuales, saliendo de las Misiones de los Guaraníes, emprendían por agua
el camino hacia el lago de los Xarayes para ser sus compañeros en la
conversión de aquellos pueblos.

Alegre el santo varón con la posesión de tanta dicha, como verse digno
de una señalada Misión, sin perder punto de tiempo, se partió de Tarija
con el hermano Antonio Rivas, y llegando á Santa Cruz de la Sierra, se
aparejaba ya para pasar adelante en su derrota, cuando el infierno, que
interesaba tanto en que se embarazasen sus designios, levantó contra él
un torbellino de persecución tan fiero, que si no hubiera encontrado con
un corazón y celo tan apostólico, hubiera bastado á contrastarle
totalmente: porque habiendo sucedido otro Gobernador, á D. Agustín de
Arce, mudaron las cosas de semblante y tomaron otro color, y sabiendo
sus intentos, procuraron apartarle de su propósito con cuantas más
razones y autoridad pudieron, diciéndole era aquella una empresa que no
saldría felizmente por más fatigas que padeciese por conseguirla; que
siendo los Chiquitos, como decían, muy bárbaros y bestiales, ¿cómo había
de poder sujetarlos de grado al yugo de Cristo y refrenar sus depravadas
costumbres con la estrechez de la ley Evangélica, cuando ellos jamás
habían querido aplicarse á ninguna de tantas idolatrías de los
confinantes con ser muy conformes con la disolución de sus procederes?
¿Cómo había de introducir el amor de Dios y del prójimo en corazones
faltos, aun de lo que la naturaleza dicta á las fieras más crueles y
salvajes? Que era mucha su animosidad, si ya no era temeridad revestida
de celo, en querer arrojarse á morir, cuando menos mal le fuese, á ser
vendido bárbaramente; que no se fiase de la voluntad que aquéllos
salvajes habían mostrado de ser cristianos, pues todo lo hacían á fin de
dejar descuidar á los españoles, y cogiéndolos de improviso, robarles
las haciendas con insultos. Y que cuando aquéllas razones no les
conveciesen para desistir de la empresa, advirtiese y supiese que el
clima era sobremanera nocivo á la complexión de los extraños, y que
padeciendo casi todos los años contagio aquellos pueblos, no le
perdonarían á él. Que por tanto enderezase sus designios á otra mies y
escogiese otro campo que correspondiese el cultivo con fruto más digno
de sus fatigas.

Con estos y otros argumentos de este jaez procuraban muchos caballeros
(mejor diré el mismo infierno) apagar la encendida caridad que ardía en
el pecho del P. Joseph, pero viendo que nada aprovechaba, intentó otra
máquina más formidable. Esta fué el interés, único contagio de las cosas
hechas, ó que se han de hacer por Dios.

Habíase formado tiempo antes una Compañía (llamémosla así) de mercaderes
europeos que hacían feria de los indios, y los compraban tan baratos,
que una mujer con su hijo, valía tanto como entre nosotros vale una
oveja con su cordero.

Entraban éstos en las tierras de los indios circunvecinos y en breve
tiempo hacían gran presa de esclavos; y cuando no tenían bastantes, so
color de vengar alguna injuria recibida, daban de improviso sobre las
Rancherías y pasada á cuchillo la gente que podía tomar armas, ó si no
abrasada viva dentro de sus casas, llevaban cautiva la chusma, y vendían
en el Perú estas mercancías muy caras, con que al año montaba la
ganancia muchos millares de escudos.

Llevaba muy mal la piedad de los españoles que la codicia destruyese y
acabase aquellos pueblos é infamase el buen nombre de la nación, y no
menos se sentía la fe de que tales maldades de los suyos la
desacreditasen ó hiciesen sumamente abominable con todas aquellas
naciones; pero por no romper á las claras con aquellos mercaderes y
alborotar la provincia, no se atrevían los Regidores á reclamar en
Tribunal Supremo; hasta que los años pasados, estimulados de nuestros
misioneros, de los Moxos y de los Chiquitos, se quejaron gravemente en
la Real Audiencia de Chuquisaca, pero por haber ido á defender
mercancías tan inícuas en la Audiencia cierta persona de mucha autoridad
y juntamente muy rica y poderosa, aquel sapientísimo Senado, temeroso de
alguna revolución en la provincia, tuvo por consejo más acertado remitir
toda la causa al Príncipe de Santo Bonol Virey y Capitán general de
estos Reinos de Perú, quien con cristiana piedad despachó rigurosas
provisiones, so pena de perdimiento de bienes y destierro del país, á
cualquiera que osase comprar y vender á los indios: y al Gobernador que
lo permitiese, condenó en privavación de oficio y multó en doce mil
pesos para el Fisco Real.

De esta manera, con incomparable gozo y júbilo de los españoles, se
desterró y exterminó totalmente de toda aquella provincia de Santa Cruz
de la Sierra esta infame mercancía, que apoyada de la codicia se había
mantenido allí de pie firme, con gran dolor de los celosos.

He querido referir aquí todo lo dicho, atendiendo más al enlace de los
infieles que á las circunstancias de los tiempos en que sucedieron.
Prosigamos ahora nuestra historia.

Habiendo, pues, llegado el P. Joseph á Santa Cruz, halló entablada tan
de asiento esta mercancía, y tan apoyada con la autoridad de gente de
mucha suposición, que á pecho menos constante y firme que el suyo, á
quien nunca asustó el miedo, ni respeto humano, hubiera sido imposible
resistir á la fuerza de tantos contrastes; por lo cual es inexplicable
lo que padeció y trabajó para desarraigar trato tan inícuo; porque
echando de ver los interesados que de poner los nuestros el pie en
aquellas naciones se les había de seguir menoscabo cierto de sus
intereses y aun acabárseles del todo, se le opusieron con todo el
esfuerzo posible, previendo de antemano lo que no mucho tiempo después
sucedió, que nuestros católicos reyes, por instancias de los nuestros,
harían aquellos pueblos vasallos suyos, y libres é independientes y los
encabezarían en su Real Corona, de que les resultaría ruina irreparable
de su grangería.

Pero fueron vanas todas las baterías que asestaron contra su designio,
porque cuando este santo varón conocía era voluntad de Dios lo que
emprendía, no había respeto humano, miedo de peligro, ni fuerza de
embarazos poderosa á hacerle dar un paso atrás, ni desistir de lo
comenzado.

Interpuso ruegos y súplicas muy eficaces y supo hablar con tanta energía
de espíritu, que aquellos mercaderes, teniendo la nota de impíos y
crueles, se dieron por vencidos, mejor diré y con más verdad,
persuadidos á que, ó consumido de los muchos trabajos que era preciso
padecer, ó muerto á manos de los bárbaros, acabaría en breve la vida, le
dieron paso franco para que desahogase su santo celo.

Sólo faltaba ya quien le sirviese de guía en su viaje, porque sin ella
era imposible entrar y penetrar las tierras de los Chiquitos; y me
persuado que el no hallar por entonces algún práctico en los caminos,
fué astucia y traza del demonio, que preveía la ruina que había de
causar á su partido el celoso Misionero. Pero era éste incansable y no
dejaba piedra por mover para conseguir su condución á aquellas
provincias; con que á costa de bastantes trabajos halló, finalmente,
dos hombres de aguante, con quienes se concertó para que le guiasen y
llevasen hasta las primeras Rancherías de los Piñocas.

Triunfante, pues, de esta manera de todo el infierno, que contra él se
había conjurado, se puso en camino á los nueve de Diciembre; y sabiendo
que el contagio hacía por aquel tiempo gran riza en aquella gente, cada
momento le parecía un siglo por llegar cuanto antes y poder remediar, ya
que no los cuerpos, á lo menos las almas de aquellos miserables.

Por eso le parecía poco arrojarse por los despeñaderos, subir sierras
muy altas, vadear ríos muy peligrosos, meterse por pantanos muy
cenagosos y profundos y pasar otros grandes riesgos de la vida; antes en
todos éstos se hallaba una suavidad indecible, llevando siempre muy fijo
el corazón y la mente en el extremo abandono en que se hallaban aquellos
pobres gentiles; no tenía reposo ni quietud viendo la pérdida de tantos;
y lo que más le llegaba al alma, que ellos mismos, de grado, pedían ser
lavados en las saludables aguas del santo bautismo.

Por fin, á los últimos de Diciembre, llegó más muerto que vivo por los
muchos trabajos, fatigas y molestias que sufrió, á las tierras tan
deseadas de los Piñocas.

Inexplicable fué el consuelo que recibió el buen Padre de ver
satisfechos plenamente sus ardientes deseos; pero templaban su júbilo
las graves miserias y aflicciones de sus amados Chiquitos; sacábale
muchas lágrimas á los ojos el ver aquellos desdichados tendidos y
arrojados por los suelos: unos en descampado, sin abrigo alguno, otros
con sólo el reparo de una choza cubierta sólo de algunas hojas de
árboles, y otros luchando con la muerte, y muchos muertos en su
infidelidad; traspasábale el corazón oir á algunos lamentarse
inconsolablemente por haber muerto sus parientes sin haber tenido la
dicha de ser (decían) hijos de Dios, como ellos con grande instancia lo
habían pedido. Pero en medio de tanta calamidad fué de grande consuelo y
alegría á aquellos bárbaros ver en sus países un ministro de nuestra
santa fe.

Recibiéronle y tratáronle con tierno afecto, dándole de buena gana parte
de su pobreza y regalándole con algunas frutas silvestres, que eran las
delicias de más precio que tenían en aquellas miserias. Suplicáronle se
quedase con ellos y no los abandonase en medio de tanta aflicción,
prometiendo levantarle iglesia y casa y proveerle de lo necesario para
su sustento. Condujéronle desde aquí á un paraje poco distante,
diciéndole que escogiese allí sitio acomodado y que luego se pasarían
todos juntos á fundar una Reducción.

Viendo, pues, y considerando el P. Arce la buena disposición de la
gente, y que si se ausentaba de ellos los dejaba en un total desamparo,
se resolvió á quedarse; y estando ya próximo el tiempo de las lluvias
que inundan las campañas y cierran los caminos para ir á encontrar en
las riberas del río Paraguay á sus conmisioneros, que venían de las
Reducciones de los Guaraníes, le pareció más conforme á las órdenes que
llevaba de su Provincial hacer aquí alto y dar principio á aquella nueva
cristiandad que daba tan buenas esperanzas de que correspondería en
adelante con la multitud y fervor de los fieles al cultivo y celo de los
obreros evangélicos.

No es fácil decir el contento y júbilo que de esta resolución recibieron
los indios, rebosándoles á los ojos la alegría del corazón en tiernas
lágrimas de consuelo que derramaban, y festejando con ademanes y
ceremonias propias suyas aquella determinación; y por estar tan flacos
que apenas se podían tener en pie por el reciente contagio, pusieron
luego por obra lo que habían prometido, y el último día del año
escogieron sitio para fabricar iglesia, donde enarbolando una gran cruz
y estando todos arrodillados en tierra, entonó el Padre las letanías de
Nuestra Señora, consagrando de esta manera aquella provincia que había
de ser tan fiel á Dios Nuestro Señor y tan devota de su Santísima Madre.

Y yendo aquel día todos juntos á cortar madera al bosque para la
fábrica, trabajaron con tanto fervor y brío, que en menos de dos semanas
se acabó y perfeccionó la iglesia, pobre y tosca en lo material, pero
preciosa por la piedad de los artífices, que á competencia se esmeraban
en trabajar en la obra.

Dedicóse al glorioso apóstol de las Indias San Francisco Xavier, para
que desde el cielo mirase propicio con ojos de piedad aquella viña
inculta de gentilidad, y la convirtiese con celestiales bendiciones en
Jardín del Paraíso.

No le salieron al Padre fallidas sus esperanzas. Todos, así por la
mañana como por la tarde, se juntaban aquí á oir la explicación de la
doctrina cristiana, y por el ardiente deseo que tenían de ser cuanto
antes contados y escritos en el número de los hijos de Dios, no le
dejaban tiempo para tomar el sueño preciso, ni para comer ó rezar el
Oficio Divino, preguntándole aquello que, ó no habían entendido bien, ó
de que se habían olvidado, con lo cual en breve se hicieron dignos de
la gracia; pero con muy acertado consejo determinó diferírsela por algún
tiempo á los adultos para que el deseo de ser cristianos los estimulase
á desarraigar cuanto antes su innata barbarie y olvidar sus brutales
costumbres, que aprendiéndose desde la cuna y creciendo en ellas con los
años y convirtiéndolas casi en naturaleza con el uso, se olvidan
difícilmente y no se dejan sin gran trabajo.

Bautizóse solamente como cosa de cien niños, algunos de los cuales antes
de perder la inocencia bautismal fueron á gozar de Dios, siendo
primicias de aquella nueva Viña del Señor.

Era indecible el gozo y consuelo del ferviente Misionero, viendo crecer,
por medio de la gracia del Espíritu Santo, á aquellas plantas noveles,
no sólo en la piedad, sino en el número; porque corriendo la voz de que
había en el país un predicador de la ley santa, los indios Penoquís, que
estaban más adelante, hacia Santa Cruz la Vieja, le despacharon una
embajada pidiéndole les hiciese una gracia y se dignase visitarlos,
porque querían hacerse también ellos cristianos, y que si no iba, ellos,
con su buena licencia, vendrían á verse con él. Respondióles el santo
Padre que viniesen muy enhorabuena que los recibiría á todos con los
brazos abiertos.

Vinieron, pues, y con ellos creció tanto el número de los Catecúmenos,
que ya la iglesia, aunque muy grande, no era capaz de tanto concurso, y
fueron tantos los trabajos del santo varón, que sin tomar descanso,
sudaba de día y de noche en cultivar aquellas almas, que aunque el vigor
de la caridad le daba espíritu y aliento para sufrir los trabajos, con
todo eso cayó enfermo de pura flaqueza del cuerpo que se rindió
debilitado al grande peso de las fatigas y contínuas incomodidades en
que vivía, y asaltándole una ardientísima fiebre que no le dejaba tener
en pie, se vió precisado á postrarse en el duro suelo debajo de una
choza descubierta por todos lados, en la cual, falto de todo conorte y
destituído de todo remedio humano, en pocos días le consumió y trabajó
tanto, que se vió reducido poco menos que á los últimos períodos de su
vida.

Pero Dios Nuestro Señor, con las dulzuras y remedios del cielo, de que
en lances tales suele ser liberalísimo con sus siervos, le confortó de
tal manera, que en brevísimo tiempo pudo levantarse y volver á las
tareas primeras. Pero apenas se había recobrado, cuando con gran dolor
de su corazón se vió precisado á volver á Tarija, á fin de entender la
voluntad del nuevo Provincial de esta provincia, P. Lauro Núñez.

Despidióse, pues, de sus neófitos con mutuo sentimiento y dolor por el
amor que el P. Joseph les tenía, y con que ellos le correspondían, dando
antes orden de que mudasen la Reducción á lugar más cómodo y más abierto
en las riberas del río de San Miguel, y pasando de aquí á los
Chiriguanás encomendó el pueblo de la Presentación al cuidado del P.
Juan Bautista de Zea y el de San Ignacio á los PP. José Tolú y Felipe
Suárez.

Dispuestas así las cosas de aquella cristiandad, pasó á Tarija, donde el
nuevo Provincial ordenó que el P. Juan Bautista de Zea le sucediese en
el oficio de Superior, y él se quedase en la Presentación, y los PP.
Diego Zenteno y Francisco Hervás pasasen á los Chiquitos.

Cuánto trabajaron y sudaron estos varones Apostólicos en fundar,
conservar y acrecentar aquesta nueva iglesia, lo diremos en otro lugar
difusamente.



CAPÍTULO V

Los Mamalucos intentan la destrucción de estos pueblos;
pero sus intentos salieron frustrados.


Mientras de esta cristiandad navegaban viento en popa, aumentándose cada
día más el número de los convertidos á nuestra santa fe, y si bien el
demonio veía se le frustraban sus diabólicas trazas, no perdía el ánimo;
antes bien, procuró con todo el esfuerzo posible cortar de un golpe la
felicidad presente y las esperanzas futuras, atizando ó instigando á los
Mamalucos del Brasil para que viniesen á quitar las vidas á los neófitos
y destruir el país á sangre y fuego; y le hubiera salido como esperaba,
si Dios, á quien tocaba defender á sus fieles de aquel infortunio, no
hubiera frustrado sus designios, disponiendo recayesen sobre la cabeza
de sus aliados los que había maquinado para total ruina de los
cristianos.

Habían dichos Mamalucos entrado en aquella provincia los años pasados
para hacer sus robos acostumbrados, y asaltando de improviso algunas
Rancherías de Chiquitos, hacer á muchos esclavos.

Cobraron con este lance ánimos y atrevimiento para dar en tierra de los
Penoquís, con esperanza de lograr en ellos un rico botín. Presintieron
éstos la venida de los enemigos, y viéndose sin fuerzas ni armas para
salirles a encuentro y hacerles resistencia en campaña abierta,
determinaron repararse con la industria, ya que no podían defenderse con
las armas.

En orden á esto hicieron que se escondiesen algunos junto al camino
estrecho de una selva por donde habían de pasar los enemigos, y aquí
escondidos esperaron hasta que entraron ya por esta senda estrecha,
contra quienes luego que fueron descubiertos por entre los árboles,
jugaron á su salvo sus flechas envenenadas con ponzoña tan activa, que
de recibir la herida á caerse muertos era muy poco lo que pasaba.

Los que quedaron con vida exploraron por todas partes de dónde venía
aquella tempestad, y después de algún tiempo cayeron en el engaño; pero
no pudiendo por entonces vengar de otra manera aquella injuria ni la
muerte de los compañeros, que con guardar en sus pechos la venganza para
otra ocasión, mal de su grado, hubieron de volver atrás.

Por tanto, á principios del año siguiente se embarcó un cuerpo de ellos
en el río Paraguay, y entrados en la laguna Mamoré aportaron y
desembarcaron en el puerto de los Itatines. De aquí prosiguieron su
derrota por entre Oriente y Mediodía; y atravesando unas veces selvas
muy espesas, otras subiendo montañas muy fragosas (cuánto puede la
codicia), llegando á las Rancherías de los Taus, y hecha de ellos buena
presa, pasaron á ejecutar su venganza en los Penoquíes, que de muy
confiados se perdieron, porque aunque de Ranchería en Ranchería se
corrió la voz hasta el pueblo de San Francisco Xavier de que venía el
enemigo, ellos no dieron paso para prevenir alguna defensa, ó á lo menos
para retirarse y guarecerse en aquella Reducción; y porque pudiendo no
quisieron, después, cuando quisieron, no pudieron escapar las vidas,
porque aquellos malvados, caminando con industria por librarse de sus
envenenadas saetas, dieron sobre ellos de improviso.

No obstante esto, tuvieron ánimo los Penoquíes para exponerse á la
defensa lo mejor que pudieron y resistir el primer encuentro; pero los
enemigos, astutos y sagaces, los detuvieron un tanto fingiendo se
disponían á pelear, pero era sólo para hacer tiempo á que los compañeros
de la retaguardia se hiciesen dueños de la tierra por otro lado y
cogiesen la chusma de las mujeres y niños.

Advirtieron los indios esto cuando ya los enemigos habían logrado su
intento, y viéndose burlados con la pérdida de prendas tan amadas, por
cuya defensa habían tomado las armas, se desanimaron totalmente, con que
vueltas las espaldas como mejor pudieron, se retiraran á los bosques sin
resistencia de los vencedores, que juzgaban que el amor á su sangre los
traería esclavos voluntarios, como de hecho sucedió; por cuyo motivo los
vencedores no los pusieron en prisiones sino que los trataron con
afabilidad y cortesía, y vistieron á los caciques de trajes y aderezos
vistosos, prometiéndoles mil dichas y felicidades en San Pablo y de esta
manera engañarlos y tomarlos por guía para otras tierras y para llegar á
la Reducción de San Francisco Xavier, que ya se había mudado,
transportándola á la otra banda del río San Miguel.

Llegó la noticia de esta desgracia hasta los pueblos de los Chiriguanás
de que fué inexplicable la aflicción que tuvo el P. Arce, viendo que
los enemigos como un torbellino salido del abismo, arrasaban aquel su
Paraíso, que tanto le había costado el plantarle y al punto fué desalado
á repararle y defender la vida de sus neófitos.

A este fin, no sin grande riesgo suyo, quiso registrar el país para
observar más de cerca los pasos del enemigo; y pasando por las
Rancherías de los Boxos, Tabiquas y Taus, fué recibido de ellos con
mucho agrado.

Aquí los que se habían escapado le noticiaron de los designios de los
Mamalucos, y tomando ocasión de la tempestad que les amenazaba, les
persuadió se juntasen en un cuerpo y fundasen un Reducción en sitio
ventajoso para defenderse de las correrías de aquellas fieras infernales
y lo que antes no había podido recabar con ruegos, poniéndoles por
motivo su eterna salvación, lo obtuvo ahora el deseo de salvar sus
vidas.

Juntáronse, pues, todos en una llanura que baña el río Jacopó, en que
poco antes se había dado principio á la Reducción de San Rafael, bien
acomodada para defenderse por causa de una espesísima selva, en que
tenían puestas todas sus esperanzas, y retiradas allí sus pocas
alhajuelas, no se atrevieron á menearse de aquel puesto hasta que se
serenó aquella borrasca, con que el Apostólico Padre, que se detuvo
allí algunos días á fin de penetrar los designios del enemigo, tuvo
ocasión cómoda para bautizar á los niños é instruir en los misterios de
nuestra santa fe á los grandes, á quienes el temor de la esclavitud de
los Mamalucos hizo abrir los ojos para que saliesen de la del demonio;
pero el Padre, advertido, no quiso bautizarlos por entonces, reservando
para mejor ocasión satisfacer sus deseos; y animándolos á la
perseverancia, dió la vuelta á la Reducción de San Francisco Xavier; y
de aquí, con toda presteza, pasó á Santa Cruz de la Sierra, para dar
cuenta al Gobernador de los movimientos del enemigo, y juntatamente á
animar á la gente de armas á salir en campaña á pelear con él y ponerle
en fuga, en que no tuvo mucho que hacer para mover la piedad tan innata
de los españoles que en todas partes resplandece igualmente que el valor
haciéndoles que tomasen por suyas las ofensas de los indios Chiquitos y
defendiesen con su propia sangre aquella nueva iglesia, principalmente
que se podía con razón temer que el orgullo de los Mamalucos osase
también invadir la ciudad si ellos no le saliesen al encuentro para
atajarle ó cortarle los pasos.

Alistáronse, pues, en pocas horas ciento y treinta soldados bien
pertrechados de armas y municiones y lo principal de valor, y porque el
tiempo no daba mucho lugar, marcharon á largas jornadas hacia el pueblo
de San Francisco Xavier, donde recogiendo cerca de trescientos indios
muy diestros en jugar el arco y flecha, fueron en busca de los enemigos
á las tierras de los Penoquís creyendo que allí los hallarían
acuartelados, cuando por medio de los espías supieron que habían entrado
en el pueblo de San Francisco Xavier, que ellos habían desamparado y
abandonado poco antes, en donde como los Mamalucos no hubiesen hallado
nada que robar se disponían para ir á sorprender la ciudad de Santa
Cruz.

Con esta nueva fué inexplicable la alegría que mostraron los españoles
esperando en su valor poder dar su merecido á aquellos infames, lo cual
debía de temer ó pronosticárselo su corazón presagioso al capitán de los
enemigos, pues vistas en San Francisco Xavier tantas pisadas de
caballos, sospechó que estaban prevenidos los españoles y quería
volverse atrás, lo cual hubiera ejecutado á no haberle dicho algunos
indios del país que poco antes había pasado por allí el ganado de la
Reducción de San Francisco Xavier.

Enderezó, pues, su marcha nuestro ejército hacia donde estaban acampados
los enemigos, y al entrar la noche llegaron cerca de donde estaban y
determinaron aguardar á la mañana del día siguiente, que era el del
glorioso mártir español San Lorenzo, principal abogado y patrón de
aquella provincia, para presentarles la batalla.

Con esto los soldados tuvieron algún tiempo para reposar, y como no se
creía que la batalla había de ser muy sangrienta de ambas partes por
haberse de pelear con gente tan diestra en manejar las armas, quisieron
los más ajustar con Dios las partidas de su conciencia, para lo cual les
oyeron de confesión seis Padres que á este fin habían venido de allí.

En esto se gastó buena parte de la noche, y habiendo tomado un poco de
sueño, al despuntar el alba se tocó á marcha, mandando los oficiales que
puestos en orden los soldados, y con el fusil en punto, avanzasen á
vista de los enemigos y si no rindiesen las armas, los atacasen.

Pero Dios Nuestro Señor que había tomado á su cuenta el castigo de las
maldades de aquellos malvados, quiso que pagasen ahora la pena, y
singularmente los capitanes, que aquí quedaron muertos, pagando
juntamente de una vez todas las deudas de las iniquidades que habían
cometido en la destrucción de los pueblos de Villarica del Espíritu
Santo en la gobernación del Paraguay, disponiendo fuese la victoria, no
á costa de mucha sangre de ambas partes como se pensaba, sino á costa de
los nuestros y á mucha de los enemigos; porque mientras un indio
intimaba el orden á los enemigos, adelantándose ciertos soldados para
recibir las armas de los capitanes, un criado de éstos les detuvo
disparándoles un fusilazo, matando á uno de ellos.

No pudo sufrir esto Andrés Florián, valerosísimo caballero español, y
respondió luego con otro tiro semejante, de que derribó en tierra á
Antonio Ferraez de Araujo, y sacando su puñal arremetió á Manuel Frías y
le mató á puñaladas, quedando al primer paso muertos los dos capitanes
enemigos. Quedando con esto los Mamalucos sin caudillos, sin gobierno y
sin alientos, se turbaron del todo, y tirando sus armas se arrojaron al
río que les recibió, no para librarles como esperaban, sino para
sepultarles en sus corrientes, de que ya cansados, por más esfuerzos que
hicieron, no pudieron librarse.

Viendo los españoles y nuestros neófitos que Dios manifiestamente estaba
de su parte, fueron con grande ánimo en su alcance, y con una tempestad
de saetas y mosquetazos que les dispararon, hicieron en ellos sangriento
estrago. También nuestros Misioneros quisieron entrar á la parte de
hecho tan estupendo, asistiendo con el Crucifijo en las manos, y sin
hacer caso de la vida iban delante con sus armas espirituales, no sólo
en ayuda de los vencedores, sino también de los vencidos, á quienes
procuraban ayudar.

De los enemigos sólo seis escaparon con vida, de los cuales tres,
malamente heridos, quedaron prisioneros. Nuestros heridos no fueron
muchos, y los muertos ocho solamente, dos indios y seis españoles.

Fué increíble la fiesta y regocijo de los españoles y de nuestros indios
por tan señalada victoria obtenida tan á poca costa; y fué sentimiento
común que Dios había peleado con ellos contra sus enemigos en defensa de
su honra y de aquella nueva cristiandad. Por lo cual los soldados dieron
á S. M. solemnemente las gracias al uso militar, con repetidos tiros de
fusil y mosquetes, y los indios con torneos y juegos á su usanza,
concluyeron la alegría de aquel día.

Pero no fué cumplido el contento, porque mientras se trataba de
exterminar lo restante de los enemigos que habían quedado en las tierras
de los Penoquís en guardia de la presa que montaban más de mil
quinientas almas y de limpiar totalmente el país, nacieron, no sé de
qué origen, algunas disensiones entre los cabos, con que se tuvo por
mejor consejo levantar el campo y volver á la ciudad de San Lorenzo, de
donde saliéronlos á recibir el gobernador, alcaldes y regidores con toda
la ciudad; fueron recibidos con festivos repiques de las campanas de
todas las iglesias y con muchos tiros de artillería que disparó el
castillo, y por muchos días se celebró con gran magnificencia aquella
poco menos que milagrosa victoria.

Los tres Mamalucos que escaparon, caminaron con la presteza posible
siguiendo su fuga y llevaron tan infausta nueva á sus compañeros,
quienes habiendo entendido contra toda su esperanza la última
destrucción de los suyos, quedaron yertos de miedo, y como si ya viesen
cerca de sí á los vencedores, se retiraron á toda prisa, llevándose los
más esclavos que pudieron, y embarcados en el río Paraguay navegaron á
boga y remo camino de San Pablo, cuando encontrándose con una compañía
de sus mismos paisanos que iban al mismo fin de apresar piezas (como acá
llamamos) ó indios, les contaron el suceso referido; pero los que venían
de San Pablo, oída la causa de aquella vuelta tan desacostumbrada que
daban á su tierra tan perdidos de ánimo, los empezaron á burlar de que
por tales encuentros se desanimasen tanto; con que ya de vergüenza, ya
con esperanza de rehacerse de la pérdida pasada, mudaron de parecer y se
aunaron con ellos, y todos juntos dieron sobre algunas Rancherías de
indios, de los cuales fueron rechazados con braveza y valor; por lo
cual, mal de su grado, con las manos poco menos que vacías, se vieron
precisados á volverse á San Pablo.

Mientras éstos atravesaban la laguna Mamoré, ciertos Guarayos que por
gran tiempo habían militado á su sueldo, abiertos los ojos y volviendo
sobre sí mismos para ponderar el poco bien y mucho mal que se les hacía,
y que al fin no podían esperar de aquel azaroso oficio más que una
muerte desgraciada por término de una vida infeliz, resolvieron desertar
y buscar lugar donde vivir con seguridad y reposo, y valiéndose de la
obscuridad de la noche se retiraron hacia Poniente á una campaña, dos
jornadas más adelante de aquel lago, y por hallarse sin mujeres hicieron
las amistades con los Curacanes, sus confinantes por el lado del
Septentrión. Estos, pues, no mucho después, deseando salir de la
gentilidad y hacerse cristianos, se vinieron á vivir y hacer sus casas
en nuestra Reducción de San Juan Bautista.

De mucho provecho fué esta victoria, porque después acá no se han
arriesgado más los Mamalucos á poner el pie en los contornos de
aquellas Reducciones, y solamente en el año 1718 plantaron un fuerte en
las riberas del río Paragua, ochenta leguas distante del pueblo de San
Rafael, con que se espera que convertidas en breve con el favor de Dios
cincuenta ó sesenta mil almas, como nos prometen las esperanzas, se les
impedirá también el hacer corso por aquel río, porque los neófitos por
singular privilegio de nuestros católicos reyes, pueden usar armas de
fuego con que fácilmente podrán quebrantar el orgullo de estos
corsarios, como sucedió en las misiones de Guaranís, á quienes no
cesaron de molestar hasta que aquellos pueblos dieron una grande rota á
cinco mil Mamalucos que habían pasado al último exterminio de aquella
cristiandad.



CAPÍTULO VI

Con los sucesos pasados se entibia algo la santa fe:
muere el P. Antonio Fideli y se habla largamente de
los trabajos de los Misioneros.


Aunque la fortuna de esta tempestad no deshizo esta nueva cristiandad,
no obstante, la conmovió no levemente y cortó al mejor tiempo el curso
próspero de nuevos aumentos, porque agostó las floridas esperanzas de
acrecentar con buen número de almas la Reducción de San Francisco
Xavier, y aun de fundar otras en los Penoquís, Xamarós y Quicmes, que
estaban bien dispuestos para alistarse en el número de los fieles; antes
bien de este accidente provino la destrucción de las dos Reducciones de
Chiriguanás, aunque tan distantes y remotas del peligro.

No habló al aire aquel sabio caballero don Agustín de Arce, cuando dijo
se perdía inútilmente el tiempo y el trabajo con aquella gente, y ahora
lo tocaron con las manos los Misioneros, á los cuales amaban aquellos
bárbaros solo por lo que sacaban de su pobreza.

Por más que hacían los Padres no querían acudir á los Divinos Oficios ni
oir la doctrina cristiana, que al entrar la noche se explicaba, ni aun
quisieron darles un muchacho que les ayudase en las haciendas de casa y
sirviese en la iglesia y cultivase un pequeño huertecillo.

Con todo eso perseveraban los Misioneros sufriendo grandes incomodidades
y trabajos que les hacía fáciles de tolerar la esperanza de coger algún
fruto de paciencia, hasta que enfadados los bárbaros de tantos sermones
y pláticas que les hacían se determinaron echarles del país con pretexto
de que eran enviados por los Mamalucos para juntarlos y entregarlos á
todos en sus manos como lo habían (según decían ellos) hecho con los
Chiquitos, bien que había entre ellos muchos que de esta mentira eran
testigos de vista por haber ido sirviendo á los españoles en la guerra
referida.

Divulgóse esta voz por el pueblo, y fuese por malicia de ellos ó por
ardid diabólico del demonio, que perdía mucho en la conversión de
aquellos bárbaros, comenzó la chusma á hacer muchos maltratamientos al
venerable P. Lucas Caballero y al P. Felipe Suárez, antes que con
detestable atrevimiento pusiesen fuego á la iglesia, de donde por este
insulto se vieron obligados á salir y pasarse á un rancho ó choza poco
distante; pero ni aun aquí pudieron parar, porque los bárbaros les
buscaron por todas partes armados con sus arcos y macanas, y hubiéranlos
hecho pedazos si no hubiera sido porque esperaban á sus caciques que
estaban no muy lejos de allí.

Viendo los nuestros que las cosas estaban de tan mal semblante,
resolvieron en la oscuridad de la noche retirarse hacia Santa Cruz de la
Sierra y de aquí pasar á Pari, donde se había mudado la Reducción de San
Francisco Xavier.

Llegada la noticia de este suceso al P. Superior Joseph Pablo de
Castañeda, sospechó prudentemente que lo mismo ó peor sucedería á la
Reducción de San Ignacio, y así ordenó á los Padres que allí residían,
se retirasen procurando escapar de las garras de aquellas fieras lo
mejor que pudiesen, encaminándose á los Chiquitos, donde Dios Nuestro
Señor quiso consolar á sus siervos con mejor logro de sus fatigas y
sudores.

Por causa de las revoluciones pasadas y por lo que en adelante se podía
temer, se mudó la Reducción de San Francisco Xavier desde el río de San
Miguel á una llanura llamada Pari, ocho leguas distante de Santa Cruz de
la Sierra, donde también se repararon algunos Piñocas y Xamarós que
escaparon de las manos de los Mamalucos, con que se fabricó una
Reducción bien numerosa.

Pero no obstante esta mudanza que ahora hicieron, se vieron precisados á
retirarse de las cercanías de aquella ciudad por causa del gradísimo
daño que suele causar á los recién convertidos á nuestra santa fe el mal
ejemplo de los cristianos viejos que han nacido y vivido en ella, los
cuales hacen abominable nuestra ley santa con sus escandalosos
procederes; y si la profesan con las palabras la niegan con las obras,
viviendo más con la libertad de infieles, que arreglados á los
dictámenes cristianos de nuestra religión santísima.

Llegábase á esto el vil interés de tal cual, que degenerando de la
innata piedad de sus mayores, no hacía escrúpulo de apresar ya á este,
ya al otro de aquellos pobres indios cristianos y reducirlos á miserable
esclavitud.

Por estos motivos, pues, hubieron los nuestros de trasplantar aquellas
tiernas plantas á lugar más retirado, encomendando este negocio al
cuidado del venerable P. Lucas Caballero; y aunque en tales mudanzas
perecieron muchos por las incomodidades y enfermedades que les
sobrevinieron, de que participaron también nuestros misioneros, no
obstante, poco después volvió la Reducción á su antiguo esplendor,
porque vinieron luego otros infieles que se incorporaron en ella.

La segunda Reducción que se fabricó fué la de San Rafael, distante de la
otra diez y ocho días de camino hacia el Oriente, escogiendo y señalando
el sitio para ella los PP. Juan Bautista de Zea y Francisco Hervás, á
fines de Diciembre del año de 1696 y trayendo á ella algunos Tabicas y
Taus y otros que habían ya prometido al P. Arce que abrazarían nuestra
santa ley, llegaban á mil las almas, aunque la peste que hubo luego se
llevó gran parte de ellos; con que á instancia de los mismos indios se
volvió esta Reducción á su antiguo sitio, que era muy á propósito para
el intento de los nuestros, que deseaban establecer el comercio de estas
Reducciones con las de los Guaranís por el río Paraguay.

Fundaron, pues, sus casas y se poblaron á las orillas del río Guabys,
que se cree desemboca en el río Paraguay.

La tercera Reducción se puso debajo del patrocinio del señor San Joseph,
á instancias del piadosísimo señor marqués de Toxo, D. Juan Joseph
Campero, insigne bienhechor de esta cristiandad, y se fabricó sobre un
monte, por cuya falda corre un riachuelo que fecunda un gran espacio de
tierra llana; fundáronla los Padres Felipe Suárez y Dionisio de Avila,
que por gran tiempo fueron inseparables compañeros en sus trabajos y
sudores, no teniendo muchas veces con qué acallar el hambre y reparar el
cuerpo en tantas y tan largas fatigas; y así, para que oprimidos de las
incomodidades no diesen con la carga en tierra, les vino no mucho
después á ayudar el P. Antonio Fideli. Pero les duró poco tiempo este
consuelo, porque en breve quedó postrado de tan insufribles trabajos;
pues por más remedios que según la pobreza de aquellas tierras se le
procuraron aplicar, nunca se pudo recobrar.

Dicho P. Fideli, como era recién venido de Europa, y hallando campo tan
grande á su celo, no paraba de día ni de noche en domesticar aquellos
salvajes; y mientras sus compañeros iban en busca de gentiles, él se
ocupaba en limpiar á aquellos nuevos cristianos de los resabios de su
vida brutal, con que se podía quizás manchar la pureza de su fe y la
inocencia de nuestra religión cristiana; era su tarea cuotidiana juntar
de día á los niños toda la mañana, y al entrar la noche á los adultos;
para hablarles de las cosas que debían creer y obrar; acudir á todos
tiempos á sus necesidades sin negarse á nada; cuidar de las almas y de
los cuerpos de los enfermos, velándolos de día y de noche y dándoles
sepultura después de muertos; y en tantos trabajos no tenía otra cosa
con qué mantener sus fuerzas para llevar tan gran peso, que un poco de
pan muy desabrido que allí se hace de unas raíces que llaman mandioca,
la cual, hecha harina, se amasa y hace un pan bien malo, el cual solía
acompañar con un pedazo de carne de algún animal del monte, asada, como
la comen los indios, dura y desabrida, y por gran regalo alguna fruta
silvestre.

Pero en medio de tan mal tratamiento, nunca daba treguas al trabajo, y
esto con tal alegría de su espíritu, como si el cuerpo se mantuviese con
el pasto espiritual del alma, hasta que postrada totalmente la
naturaleza, no pudo volver en sí, por más medicamentos que según la
posibilidad del país le procuraron aplicar sus compañeros, que le amaban
tiernamente; con que no bien cumplidos dos años en estas Misiones, pasó
al eterno descanso para recibir el galardón de sus apostólicas fatigas,
en el mismo pueblo de San Joseph, el día 1.º de Marzo de 1702.

Pero lo que no pudo hacer en la tierra en provecho de aquella nueva
cristiandad, lo hizo bien presto y más eficazmente con sus oraciones
desde el cielo, porque aquellos neófitos dejaron luego la embriaguez y
otros vicios que trae consigo esta bestial costumbre, cosa que hasta
entonces había costado mucho trabajo sin fruto. Sintieron los indios
inconsolablemente la pérdida de su amantísimo Misionero á quien ellos
llamaban Padre cariñosísimo de su alma.

Fué el P. Fideli natural de Ciudad de Regio, en Calabria, hijo de padres
de la primera nobleza de ella, bien que por su humildad y desprecio del
mundo jamás dió la menor noticia de su calidad.

Los primeros años de su juventud los pasó aprendiendo buenas letras en
el Seminario de San Francisco Xavier de Nápoles, donde le enviaron á
estudiar sus padres.

Aquí, en la flor de su edad, le llamó Dios á la Compañía, donde luego
que entró en ella se dió de veras al estudio de la virtud en que salió
aventajado, y se mantuvo con vida ejemplar en la larga carrera de sus
estudios, con igual aprobación, así de los Superiores como de los
compañeros, de los cuales era á un mismo tiempo amado por la dulzura de
su trato afable y caritativo y venerado por la solidez de sus virtudes
siempre igual á sí mismo, y manteniendo un tenor de alegría
inalterable, afabilísimo con todos, y liberal y pronto á servir á sus
hermanos aun en las cosas más difíciles.

Parecióle poco lo que obraba en bien de las almas y servicio de Dios en
su provincia de Nápoles, por cuya causa pidió con instancia de nuestro
Padre general, le concediese licencia de pasar á Indias, y conociendo su
fervor, le dió su paternidad grata licencia, asignándole para que pasase
á esta provincia en la Misión que conducía á ella su procurador general,
P. Ignacio Frías.

Despacháronle, pues, á Cádiz el año 1696 para embarcarse á esta
provincia; pero por no haber oportunidad de embarcación le fué preciso
esperar dos años en Sevilla, donde en la casa profesa dió muestra de su
espíritu con singular edificación de los nuestros, trabajando de día y
de noche en los ministerios propios de la Compañía.

Su tarea casi cotidiana era gastar siete y ocho horas en oir
confesiones, porque acudían todo género de personas nobles y plebeyas,
que le amaban como padre y veneraban como santo, y él les correspondía
con afecto de fina caridad.

Ocupado en estos ejercicios, se llegó el tiempo de embarcarse, y pasando
de Sevilla á Cádiz, se dió á la vela para Buenos Aires el año de 1698
en compañía de otros cuarenta y cinco Jesuitas repartidos en tres naves,
con viaje se puede decir afortunado; porque después de grandes
infortunios que padecieron en veintidós meses de navegación, plugo á
Dios Nuestro Señor traerlos salvos al puerto de Buenos Aires.

Hubo varias causas de esta larga tardanza, y la principal fué el
apartarse y dividirse las naves pocos días después de la partida de
Cádiz, y perderse de vista la una de la otra, que encontrando
rapidísimas corrientes que la desviaban, furiosísimos vientos que la
maltrataban, disformes tempestades que la echaron á las costas de
Guineos, se vió precisada la almiranta, en que le cupo venir á nuestro
P. Antonio, á aferrar en la isla de Santiago, una de las islas
Hespérides, que llamamos ahora Cabo Verde.

Aquí fueron recibidos de los religiosísimos Padres de la venerable Orden
de San Francisco que quisieron hospedarlos en su convento para que no
sintiesen algún maligno efecto de aquel clima, sumamente nocivo á los
forasteros, causa porque llaman á este promontorio sepulcro de los
europeos, como lo experimentaron los demás pasajeros, de quienes la
mayor parte cayeron enfermos, y más de ciento perdieron allí la vida y
las esperanzas de enriquecer que los conducía á las Indias. _Pero de
los nuestros ninguno murió por la grande caridad que con ellos usaron
los religiosos, que con indecible amor cuidaban de su salud,
advirtiéndoles lo que debían hacer y de lo que se debían guardar para
conservarla._

En el tiempo que aquí se detuvieron, el Superior de los nuestros P.
Joseph Ortega, nuestro P. Antonio y P. Pedro Carena, asistieron á los
enfermos del navío con increíble trabajo y no menor fruto y consuelo de
los que morían en sus manos. _Hubiéronse finalmente de partir de aquella
isla, en cuya despedida fué indecible el consuelo que por verlos partir
á todos sanos sin haber muerto ninguno, mostraron los religiosos, y con
especialidad el Padre guardián del convento, quien llorando de gozo les
dijo no podía contener las lágrimas viendo que no sólo salían los mismos
Jesuitas que habían entrado, sino uno más (aludiendo á un pretendiente
que allí había recibido en la Compañía, con licencia que para ello
llevaba el Padre Superior) pues cuando los vió entrar se había
entristecido notablemente, juzgando, llevado de la experiencia, serían
pocos los que escapasen con vida. Pero el haber librado todos bien se
debió, como dije, á la mucha caridad de los religiosos y del mismo Padre
guardián._ De quien despedidos, por fin se embarcaron, pero les
sobrevinieron tales accidentes, que se vieron obligados nuevamente á
arribar al Brasil, donde reparada nuevamente la nave, y habiendo
experimentado la caridad grande que en todas partes usan con los
huéspedes, los Padres portugueses se dieron tercera vez á la vela y
llegaron á salvamento en el puerto de Buenos Aires para gastar la vida y
sudor en provecho de los pobres indios; bien que si en el mar hubiera
perdido la vida, hubiera tenido una muerte coronada con el mérito de
grandes fatigas padecidas por acudir al bien de la gente de su nave por
todo el espacio de tiempo que duró esta trabajosísima navegación, que
fué casi de dos años, al fin de los cuales pasó con sus compañeros el
año de 1700 desde Buenos Aires á este Colegio de Córdoba, donde se
consagró á Dios más estrechamente por la profesión de cuatro votos, é
inmediatamente pasó á la Misión de los Chiquitos, donde _consummatus in
brevi explebir tempora multa_ (Sap. 4.)

Pero volviendo al hilo de la historia, digo que esta Reducción de San
Joseph, de indios Boxos, Taotos, Penotos y algunas familias de Xamarós y
Piñocas, es felicísima á la suerte de los Misioneros que allí asisten,
por ser este pueblo la puerta por donde se entra á otras muchas
naciones, por lo cual ofrece comodidad, así para reducir muchas almas á
nuestra santa fe, como para ganarse muchas coronas de premios en la
gloria.

La cuarta Reducción es la de San Juan Bautista, poblada de indios de
nación Xamarós; fundáronla los PP. Juan Bautista de Zea y Juan Patricio
Fernández, por el mes de Junio del año de 1699, de los cuales, el
primero, después de haber acabado con los indios Tanipuicas, Curicas y
Pequiquas, que le diesen palabra de reducirse cuanto antes al rebaño de
Cristo, se partió de allí con extremo dolor suyo por orden de los
Superiores para ir á gobernar nuestras Misiones del Uruguay, recayendo
todo el peso de esta reducción sobre el P. Juan Patricio, á quien las
enfermedades contínuas, la extrema pobreza y las graves fatigas,
sirvieron de rémora los primeros tres años, para que no saliese en busca
de gentiles, á quienes el ejemplo de sus confinantes había encendido el
corazón en deseos de vivir como racionales en vida política, y hacerse
juntamente cristianos; pero finalmente, sus sudores y trabajos ganaron
para Cristo á los Suberecas, Petas, y á ciertos Piñocas, quienes parece
no fueron á otra cosa á esta Reducción, que para renacer á Dios por las
aguas del santo bautismo, para pasar luego á la celestial Jerusalem,
rindiendo las vidas á la fuerza del contagio que por toda aquella
comarca hacía en toda suerte de personas grande riza y estrago.

El consuelo de ver sazonados tan presto para el cielo aquellos poco
antes silvestres frutos, endulzaba los trabajos y fatigas de aquel varón
apostólico y le animaba á emprender otras santas correrías; pero se
frustraban sus santos intentos, mientras no mudaba su pueblo á mejor
temple y á aires más saludables, porque aquellos bárbaros no querían
reducirse al gremio de la santa Iglesia por temor de la peste, que mucho
tiempo antes parece se había arraigado en aquel sitio, por cuya causa se
mudó la Reducción á otro paraje más cómodo y menos nocivo.

Mas ya que hemos insinuado alguna cosa de los trabajos de nuestros
operarios en estas Misiones, juzgo esta ocasión cómoda y oportuna para
referir más por extenso el modo de vivir de los Jesuitas que cultivaron
y cultivan esta viña del Señor, regándola con sus sudores y aun con su
sangre, por no quitar su debida estimación á la virtud, y defraudarnos á
nosotros de los ejemplos que podemos imitar. Y el primer lugar se debe
dar al modo de hacer misiones, diré mejor, de salir á caza de bárbaros
que habitan como fieras en las cavernas de los montes ó en las espesuras
de los bosques.

Cogían, pues, y cogen al presente su breviario debajo del brazo, y con
una cruz en la mano se ponían y ponen en camino sin otra prevención ó
mataloje que la esperanza en la Providencia Divina, porque allí no había
otra cosa; llevan en su compañía veinte y cinco ó treinta cristianos
nuevos que á los Padres servían y sirven de guías é intérpretes, y con
los paisanos hacían oficio de Predicadores y Apóstoles y caminan ya las
treinta, ya las cuarenta leguas, siempre con una hacha en la mano para
desmontar y abrir camino por la espesura de los bosques; otras veces
encontraban lagunas y pantanos que pasaban á pie con el agua á la boca,
y para dar ánimos á los neófitos eran los primeros en vadear los ríos ó
en arrojarse por los despeñaderos más difíciles, ó en entrar en las
grutas y cuevas con sobresalto y susto de estar allí escondidas las
fieras ú hombres; y después de tantas fatigas y trabajos no hallaban á
la noche para repararse otro regalo que algunas raíces silvestres con
qué romper el ayuno, y algunos días no tenían con qué apagar la sed,
sino un poco de rocío que quedaba entre las hojas de los árboles, y por
cama la tierra dura, sin otro reparo contra los rigores de la noche, que
la sombra de un árbol ó una estera sostenida de cuatro palos; y
últimamente en continuo temor y riesgo de la vida, porque los bárbaros,
asombrados con el temor, juzgaban que eran sus enemigos los Mamalucos
del Brasil, vestidos de Jesuitas y por eso están siempre con la macana
en la mano ó con las flechas á punto, ó si no en emboscadas para
quitarles la vida sin que los defiendan los neófitos.

Y porque estos no parezcan encarnizamientos de mi pluma, insinuaré aquí
lo que de los Zamucos escribió años pasados el Padre Misionero, que
entendía en la conversión de aquella gente al P. Juan Patricio
Fernández, al presente Rector del Colegio de Santiago del Estero, que
con las veces del P. Provincial de esta provincia visitaba aquellas
Misiones:

«Por no alargarme (dice) no escribo cómo llegué á este pueblo de los
Zamucos, contra el parecer de los prácticos del país, y á más el caminar
muchas leguas con el agua hasta la cintura; atribuí el feliz suceso al
dedo de Dios, pues que fuerzas humanas no podían vencer los obstáculos
insuperables que se me interpusieron, mereciéndolo los sudores y
trabajos, hambre y sed de su primer apóstol el Padre Juan Bautista de
Zea.»

Hasta aquí el dicho Misionero. Pero aunque caminaban por su extrema
pobreza, desprevenidos de toda provisión, no por eso Dios Nuestro
Señor, por cuya cuenta corría la vida de sus siervos, los abandonaba en
tales trabajos, emprendidos por sólo su amor y por el provecho de las
almas; antes, cuando era necesario, obraba en su favor milagros, ya
librándoles de las furias y saetas de los bárbaros, como muchas veces
sucedió al venerable P. Lucas Caballero, ya proveyéndoles de sustento y
dándoles vigor y aliento á la naturaleza, en prueba de lo cual escribió
el P. Miguel de Yegros al P. Lauro Núñez, provincial á la sazón de esta
provincia, cuando él, con el P. Francisco Hervás, fueron el año 1702 á
descubrir el río Paraguay.

«Partimos (dice) por el mes de Mayo acompañados de cuarenta neófitos,
con sola la confianza en Dios por estar recién fundada la Reducción de
San Rafael, emprendiendo el viaje los buenos cristianos puesta la
esperanza en la Santísima Virgen, que nos socorrió por el camino como de
milagro, viniéndosenos á las manos la caza y la pesca cuando nos
hallábamos en grandes angustias, pasando gran trabajo y venciendo
gravísimas dificultades en los montes y en las llanuras anegadas del
agua, por dos meses enteros que tardamos en llegar á las riberas del río
Paraguay, con riesgo y temor continuo de los bárbaros.»

Y este puntualmente era y es el modo que todavía observan los Misioneros
en estas correrías. Pero con ser tan grandes las fatigas y tan pesadas
las aflicciones que padecen, no obstante eso, es mucho mayor sin
comparación el consuelo que tienen cuando vuelven con las manos llenas
de cuatrocientas ó quinientas almas; y si á veces no tantas, á lo menos
con la esperanza de ganarlas al año siguiente, porque los más de los
bárbaros quieren antes certificarse si aquel celo que les muestran es de
sus almas para darles el Paraíso ó por el interés de llevarlos para
ponerlos en esclavitud, y por eso acostumbran despachar alguno de los
suyos para explorar el país, la gente y los Misioneros de la nueva
Reducción.

Después de esto, cuanto hayan trabajado nuestros Misioneros en criar y
mantener estas tiernas plantas, no se puede explicar mejor que
refiriendo sinceramente, sin añadir nada de mío, algún hecho particular
y parte de carta verídica, como lo haré, donde quiera que halle
coyuntura, trasladando fielmente los originales con que esta historia
quedará más fidedigna y el gusto de los lectores más satisfecho.

Dice, pues, el hermano Juan de Avila, compañero que fué del P. Visitador
de esta provincia, Antonio Garriga y del P. Provincial Luis de la Roca,
cuando como adelante diré, visitó aquellas Doctrinas sujeto de mucho
juicio y capacidad en una carta que desde allí escribió:

«Así como para fundar las Misiones del Paraguay padecieron increíbles
trabajos aquellos primeros varones apostólicos, sacando á los indios de
las selvas y entablando en ellos vida cristiana y política hasta
ponerlos en el estado en que hoy día se mantienen, divididos en treinta
Reducciones, así también no han sido menores los trabajos y sudores de
estos primeros que han fundado la cristiandad de los Chiquitos. No es
fácil de decir lo que al descubierto les han dado que sufrir los
enemigos y ocultamente los amigos, la carestía de todo lo necesario para
la vida humana, los profundos pantanos, inaccesibles montañas, bosques
impenetrables, fieras, climas destemplados, sed, hambre, extrema
desnudez, total abandono de todas las cosas y jurada guerra de todo el
infierno. Pudiera descender á casos particulares que he visto y oído si
no fueran bien sabidos y me son materia contínua de rubor y confusión.
No traer sobre sí sino un vestidillo de tela baladí, hecho pedazos, y no
pocas veces vestirse de pieles de animales; no traer otros zapatos que
un pedazo de cuero crudo atado con otro cordel de cuero por las plantas
de los piés, y en la cabeza, para reparo del sol ardientísimo que allí
hace, uno como sombrero, pero también de cuero, la cama sin ningún
alivio, la vianda ordinaria, un puñado de maíz, y éste tan escaso, que
apenas era bastante para mantenerles las fuerzas, vivir gran tiempo sin
el consuelo siquiera de ver á alguno de sus compañeros, y estando
afligidos de largas y penosas enfermedades, no tener á dónde volver los
ojos.»

Así el dicho hermano; y yo en prueba de todo lo que él dice, quiero
apuntar algunos casos en particular.

Díjome, no ha mucho, un Padre qué fué Superior de aquellas Reducciones,
que por muchos meses no tuvo otra cosa de qué sustentarse, sino raíces
de yerbas, y faltándole éstas también, acosado de la hambre, se vió
precisado á andar en busca de frutas silvestres.

Cuando el P. Gregorio Cabral fué en nombre del P. Simón de León,
Provincial de esta provincia, á visitar aquellas Misiones, le cogió el
invierno (que allí no se mide por el frío, que no hace, sino por el
romper de las lluvias) le cogió debajo de una enramada, donde con siete
Misioneros pasó largo tiempo sin otro sustento que una fruta silvestre á
que llaman _Motaquí_, con alguna cosa de leche; y el día de Pascua, por
gran regalo, les dieron los neófitos una mazorca ó espiga de maíz. Pero
no tuvo otro tanto el mismo día el P. Zea, que presentándole por gran
regalo ciertos panecillos bien pequeños, no pudo probar bocado de ellos
por ser amargos como la hiel.

No me ha parecido supérfluo contar estas menudencias, para que quien en
los hombres apostólicos no mira otra cosa que conversiones de infieles,
adviertan también cuánto les cuestan y considere si tiene necesidad de
una generosísima caridad quien se emplea en buscar la gloria de Dios y
en mirar por la eterna salvación de las almas. Y ciertamente el no
acobardarse con los peligros, el no volver las espaldas á tantos
trabajos, el no retirarse y no dejar una vida en que á cada paso se
encuentra con la muerte, pereciendo aquí de hambre, perdiéndose allí por
los bosques, ahora andando entre flechas y macanas, ahora enmedio de
pueblos furiosos, es virtud difícil de hallarse, y con todo eso esta
virtud es necesaria siempre á quien emprende en países remotos y entre
gente bárbara el oficio de la predicación Apostólica.

Pero lo que me llena de estupor y maravilla, es que en medio de tantos
trabajos é incomodidades, no hayan hasta ahora muerto entre tantos
operarios más que tres ó cuatro, siendo así que hay quien ha trabajado
veinticinco y treinta años; pero es singular providencia del Altísimo,
que quien ningún caso ha hecho de su vida por su servicio, se conserve
más sano y mejor que si hubiera vivido en las comodidades de un colegio,
como yo ví, con grande estupor, en el P. Juan Bautista de Zea, que en
edad de sesenta y cinco años parecía joven de poco más de treinta en el
aliento y valor.

Verdad es que hoy día se han aligerado en gran parte tantos trabajos,
porque introducida en aquella gente, con la santa fe la vida civil y
política, lo pasan un poco mejor los Misioneros, y la piedad de muchos
caballeros les provee de algunas cosas con que ocurrir á las necesidades
domésticas.

Y ahora entiendo con cuánta razón claman los Superiores de esta
provincia á nuestros Padres generales, diciendo que no es esta vocación
de cualquiera, sino de hombres solamente de virtud muy grande y bien
probada. Y á la verdad, uno entre otros engaños en que vivía cuando en
Europa ardía en deseos encendidos de venir á Indias, era persuadirme que
para un Misionero Apostólico de estas partes, bastaba tener un gran celo
de las almas; pero quien leyere esta relación, hallará que son más las
ocasiones de ejercitar la interna abnegación del ánimo, la paciencia,
la humildad y la mortificación en sí mismo, que el celo de las almas con
los otros, cuando yo refiero aquí poco más que trabajos corporales, que
son la menor parte de los que se ofrecen que sufrir.

Por tanto, quiero poner aquí una carta que me escribió un compañero mío,
á quien lloro y reverencio á un tiempo, el cual, con otros cuarenta y
tres de la Compañía que conducía á la provincia de Quito, su procurador
general Padre Nicolás de la Puente, por impenetrables consejos de Dios,
se ahogó en el navío _Caballo Marino_ que se fué á pique el año de 1717.
Dice, pues así:

«La circunstancia de que quizás no nos volveremos á ver más en Europa,
me anima á escribir ésta á mi hermano, que espero le hallará en Cádiz, á
fin de darle el último vale, y con el corazón un humilde abrazo,
alegrándome, juntamente con el más vivo de mis afectos, por su ya
próxima suerte de dejar este mundo engañoso de acá y de ir en busca de
otro mejor, ó para mejorarlo. Conozcamos, hermano mío carísimo, nuestra
fortuna, la cual estoy por decir que es la mayor de cuantas Dios puede
conceder á sus escogidos. ¿Y qué? ¿Por ventura es cosa de poca monta
vivir desconocido, y si tengo de decir la verdad, despreciado de todos,
ó á lo menos poco estimado? ¡Oh, afortunados nosotros, si de cosa tan
grande fuéramos participantes! ¡Ánimo, hermano mío muy amado! ¡aliento,
vamos, vamos! mas ¿dónde? á las Indias, esto es, al Calvario. ¿A qué
fin? A coronarnos, sí, pero de espinas; á descansar, sí, pero sobre una
cruz. Aquí acabo, porque desde aquí deben comenzar los deseos de un
Jesuita indiano. Pidamos á Dios y á su Madre Santísima que destierre de
nuestro corazón todo otro afecto y no deje en él sino el ardientísimo
deseo de padecer por amor de quien nos amó hasta dar por nosotros la
vida.»



CAPÍTULO VII

Fervor y virtud de la nueva cristiandad, premiada de
Dios Nuestro Señor con muchos sucesos milagrosos.


Eran verdaderamente grandes, como hemos visto, los trabajos y fatigas de
los Padres en domesticar este inculto campo de la gentilidad; pero no
obstante eso, les parecía nada, aunque hubieran sido sin comparación
mucho mayores, viendo cuán bien prendía y se lograba la semilla de la
predicación evangélica, y cuán presto se sazonaba en frutos dignos del
Paraíso; mas en esto no quiero yo poner nada de mío, sino sólo hacer
hablar á los mismos sembradores de esta semilla, que se maravillan de
ello y se dan el parabién con júbilos de incomparable consolación.

«En el conocimiento de Dios (dice uno de ellos) y en la observancia de
la ley divina, se puede con toda verdad, sin rastro de encarecimiento,
afirmar que esta selva de bestias y de vicios es ahora un retrato de la
primitiva Iglesia. Bendigo infinitamente las santas llagas del Redentor
(dice otro) que comparada la vida pasada y presente de esta gente, son
ahora tan diferentes de sí mismos, cuando eran idólatras, que parecen en
cierta manera reengendrados en la inocencia original.»

Añade el P. Sebastián de Samartín, Superior que fué de aquellas
Reducciones:

«Todo se puede sufrir por ellos, por el afecto que tienen á la fe, á la
devolución y á lo que es Dios ó de Dios.»

Pero más por extenso habla el Padre Misionero de la Reducción de San
Joseph de la piedad de su pueblo, en la Cuaresma del año de 1705.

«No es fácil de decir el fervor que estos santos días mostraron los
nuevos cristianos en las cosas de Dios; oían la paladra de Dios con gran
gusto y no con menor fruto y compunción, de suerte que me parecía estar
entre españoles muy piadosos. El acto de contricción que se usa al fin
de los sermones, le hacían con tanto sentimiento, que lloraban
muchísimo. El cual mostraron también en la disciplina larga
verdaderamente no poco, pero no tanto que satisfaciese á su fervor, por
lo cual costaba mucho el hacerles cesar, pidiendo á gritos misericordia
á Nuestro Señor, y repitiendo fervorosísimos actos de contricción y
propósitos de no ofender más á su Divina Majestad, principalmente en su
innato vicio de la embriaguez, del cual, con el favor de Dios, se han
olvidado totalmente, pero donde se conocía más claramente su piedad y el
verdadero dolor y arrepentimiento de sus culpas, era en el acto de la
confesión sacramental á que se llegaban llorando tan amargamente que me
sacaban lágrimas á los ojos y me llenaban de increíble consuelo, dando
gracias á la Divina Misericordia que obra en gente de suyo tan bárbara y
nueva en la fe tan prodigiosos efectos.»

Así aquel Misionero que prosigue diciendo otras mil cosas de bondad y
devoción de sus cristianos, que sirven de no pequeña confusión y rubor á
quien ha nacido y vivido en el gremio de la Santa Iglesia.

Bien que por lo que toca á la pureza de su conciencia dan otros
Misioneros relación más distinta, diciendo que hacen mucho escrúpulo de
retener cosa ajena por pequeña que sea, que muchas veces apenas se les
halla materia suficiente para la absolución; que luego que sienten el
menor remordimiento de cualquiera culpa, por ligera que sea, y sólo en
apariencia á veces, corren volando á llorarla delante de Dios y pedir
remedio á sus ministros, aunque estén actualmente ocupados en las
labores del campo, ó de noche reposando, y singularmente se refiere de
una buena mujer que pareciéndole aún esto poca parte para mantenerse
inocente, importunó tanto al cielo con sus plegarias para que la pusiese
donde estuviese más segura de manchar su alma, que al fin logró feliz
despacho de sus súplicas, porque el día solemne de la Ascensión,
asaltada de un accidente casi repentino, recibidos todos los
Sacramentos, fué por la muerte á gozar la gracia que deseaba.

Ni esta inocencia es solamente de algunos á quien Dios Nuestro Señor
mira con ojos más piadosos, y cuyas almas fortalece con mayor copia de
bendiciones celestiales, sino que es común en todas las Reducciones, á
lo menos en lo exterior, porque algunos de los regidores del pueblo
tienen por oficio sindicar las costumbres de los demás, y cuando tal vez
alguno, por sugestiones de la carne se rinde al vicio sensual,
vistiéndole primero de penitente, le hacen confesar su culpa y pedir
perdón á Dios en medio de la iglesia, de donde llevado á la plaza, le
azotan ásperamente delante de todos.

Pero no me causa tanta maravilla la penitencia que estos culpados hacen,
siendo descubiertos por ajenas diligencias, cuanto la sincera confesión
de un Cathecúmeno y de una india. Supo aquél que un cristiano había sido
castigado con el rigor que he dicho, y parecióle tan bien esta justicia,
que instantáneamente suplicó se usase con él de semejante castigo,
porque yo, dijo, soy reo del mismo pecado; y la india, habiendo caído
secretísimamente en una fragilidad, no paró hasta que con gran
sentimiento manifestó su culpa á los Regidores, pidiéndoles con muchos
ruegos y súplicas se ejecutase en ella el público castigo, afirmando que
le movía á hacer esto la ofensa cometida contra Dios, y el no haber
seguido los ejemplos de tantos que habían resistido al incentivo de la
carne con la consideración de la presencia de Dios que en todas partes
asiste, con la memoria de las penas eternas del infierno y con los otros
medios que les han enseñado los Padres.

Y lo que es más en unos bárbaros hechos á vivir en su libertad sin
frenos de castigos y penas, que ninguno de ellos se siente de esta
severidad que se usa para corregir sus deslices. Mas lo que parece
milagro es que los Chiquitos de tal suerte han depuesto las enemistades
con los confinantes, mamadas con la leche, fomentadas del genio,
defendidas con las armas y hechas implacables con la sangre derramada,
que cuando antes no podían sufrir ni aun ver á sus enemigos en el mundo,
ahora están con ellos en una misma Reducción, viven en una misma casa y
comen á una mesa, convirtiendo los odios y rencores en otro tanto amor
de unos con otros, como si no tuvieran otro padre que á Dios y todos
fueran una familia de Jesucristo.

Esto pudiera parecer lo sumo de la virtud en unos cristianos nuevos si
no hubieran pasado adelante á dejarse despedazar á gusto de los
gentiles, por no faltar, como á ellos les parecía en un punto, á la
santa ley de Dios. Oyeron ellos que Dios mandaba no se volviese mal por
mal, y que á los ultrajes é injurias, aun en la vida, no se respondiese
sino con mansedumbre y sufrimiento.

A poco tiempo fueron algunos neófitos (como adelante diremos) á buscar
infieles para reducirlos al conocimiento de Dios, y encontrándose de
improviso con una Ranchería, los paisanos dieron sobre ellos con sus
macanas y flechas; pero los cristianos, aunque muy animosos y bien
pertrechados de armas con que fácilmente se hubieran podido defender, no
obstante, por no hacerles mal alguno, se dejaron quitar las vidas.

Otros, habiendo salido á otra empresa semejante, ni aun quisieron llevar
armas consigo, y entrando en una tierra enarbolaron en ella la imagen de
Nuestra Señora, exhortando á la gente la hiciese reverencia; pero la
respuesta que tuvieron fué ver caer sobre sí una tempestad de saetas, de
que muchos quedaron allí muertos. Supieron esto los Misioneros y
lloraron de consuelo pareciéndoles un prodigio de la gracia en una
nación tan soberbia y vengativa.

Y á la verdad, afecto tan tierno á las cosas de Dios, horror tan grande
al pecado y á todo lo que huele á vicio, se debe atribuir á la santa
vida que observan y á los contínuos ejercicios de piedad que todos,
indiferentemente, sin distinción de sexo ni condición, practican.

Tres veces al día, al romper del alba, á medio día y á la noche, juntos
los niños y las niñas cantan á coros distintos gran número de oraciones
y decoran de memoria lo que el Misionero les ha explicado del Catecismo.

Todos los días de fiesta se junta el pueblo á oir algún punto de la
doctrina cristiana ó sermón, después de haber cantado solemnemente la
misa. Al levantarse y acostarse se encomiendan á Dios, á la Reina de los
Ángeles y al Santo Ángel de la Guarda, con devotas oraciones que en
bautizándose aprenden; de otras usan al entrar en la Iglesia y cuando el
Sacerdote eleva la Sagrada Hostia ó el Cáliz. Antes de sentarse á comer
echan en pie la bendición, y fuera de eso no comen ninguna vianda fuera
de la mesa sin que primero la bendigan con la santa cruz. Cuando son
admitidos á la participación de los divinos misterios, no es fácil de
explicar con cuánta devoción y tiernos coloquios se llegan á comulgar y
cuánto después procuran mantener su corazón puro y limpio de toda mancha
de pecado.

Pudiera traer muchos ejemplos en confirmación de esto, pero por no
causar fastidio á los lectores, me contentaré con referir uno sólo.
Deseaban ciertos mozos recibir el Pan de los Ángeles; mas el Padre les
dió á entender que no se lo concedería jamás si primero no corregían y
enmendaban cierta libertad que tenía algún resabio de gentilismo; ellos,
sin otra diligencia, obedecieron luego; y aunque les costaba no poco, se
enmendaron totalmente de la dicha costumbre. Preguntóles después si
habían vuelto á recaer y admirándose mucho, respondieron que cómo era
posible ofender á su Señor después de haberle dado acogida en su
corazón.

Pero cuando estas Reducciones parecen un paraíso (dice un sujeto que las
ha visto), es por la noche, cuando todos cantan las cosas de nuestra
Santa fe, puestas en cierto modo de música muy llano, lo cual hacen los
niños y niñas en las calles públicas al pie de las cruces, y los hombres
en sus casas y en lugar separado de las mujeres; después rezan el
rosario y concluyen esta devota función con cánticos en alabanza de
Cristo Señor Nuestro, y de su Santísima Madre Nuestra Señora la Virgen
María, á quien profesan afecto tiernísimo, no llamándola con otro título
que de Madre; todos los sábados y las vísperas de las festividades
consagradas á su nombre, cantan la misa á son de instrumentos músicos,
cuales se usan entre ellos, y jamás van á trabajar al campo ó vuelven de
su labor sin que primero entren en la iglesia á hacer oración delante de
su imagen.

Lo mejor de sus pobres haberes emplean en servicio de esta Señora, y
quieren antes ser pobres que faltar un punto en su culto; y una vez que
un Padre quería que vendiesen la cera de las abejas llamadas _Opemús_,
que es blanquísima, y la mejor, le respondieron resueltamente: «No
quiera Dios que se expenda en provecho nuestro lo que hemos ofrecido á
su Madre Santísima, pues si nosotros nos privamos de esta cera por amor
suyo, á ella le tocará socorrer nuestra pobreza.»

Finalmente, para última prueba de la devoción de estos nuevos
cristianos, daré noticia de ciertas precesiones públicas suyas, las
cuales, si á algunos parecieren menudencias de que no se debe hacer
caso, digo que en otros pudiera parecer así pero no en gente para quien
fué necesario un oráculo del Vaticano para creer que eran capaces de la
ley de Dios: «Pues los primeros descubridores de las Indias juzgaron
falsa y temerariamente que no eran racionales sino brutos, incapaces de
razón; y fundados en este error los españoles de la isla de Santo
Domingo y las demás, teniéndolos por animales, los cargaban tres y
cuatro arrobas acuestas, los sacaban y llevaban muchas leguas y esta
opinión se entendió después con harto daño de los naturales, de suerte
que en Nueva España, juzgándoles imprudentemente por bestias con forma
humana, los trataban como si lo fueran, negando, por el consiguiente,
ser capaces de la Bienaventuranza y de los Santos Sacramentos, y llegó á
tanto esto, que obligó á D. Fr. Juan Garcés, primer Obispo de Haxcala,
Dominico, año 1636[V.] á escribir una carta llena de piedad y erudición,
informando la verdad al Sumo Pontífice Paulo III, quien con Breve y
Bula especial, definió y declaró á los indios por hombres racionales y
capaces de la fe católica, como todas las demás naciones de la Europa y
de todo el mundo: _Indos ipsos utpoté veros homines, non solúm
christianæ, fidei capaces existere decernimus et declaramus,
etcétera_.[VI.] Siendo, pues, tales los indios, que ha habido quien los
haga irracionales, aun á los menos bárbaros, y siendo estos Chiquitos
unos de los de la clase de los más bárbaros (_P. Acosta in Prooem. ad
lib. de Procur. Indor, salute_, según lo que enseña el P. Joseph Acosta,
D. Juan Solorzano, _Lib. de Politic. Indian._ capítulo 9, pág. 41, y el
ilustrísimo señor Obispo de Quito D. Alonso de la Peña Montenegro, libro
2 del _Itinerario in Prologo_, página 141 y otros muchos autores) nadie
tendrá por cosa de menos monta estas señales exteriores de devoción que
ya refiero.»

La noche, pues, del Jueves Santo, después de haber oído un fervorosísimo
sermón de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, se visten un hábito
acomodado á la tristeza de aquel santo tiempo; y para imitar al Redentor
penando, llevan algunos á cuestas cruces muy pesadas; otros se ciñen de
agudas espinas la cabeza; quién atadas atrás la manos, va arrastrado por
tierra; quién derecho con los brazos extendidos en forma de cruz, los
más se azotan ásperamente con terribles disciplinas; cierra la procesión
una tropa de niños que de dos en dos llevan los instrumentos de la
Pasión del Señor.

Después, al pie de un devoto Crucifijo puesto delante del santo
sepulcro, todos por su orden, con lágrimas de tiernísimos sentimientos
en los ojos, le ofrecen los frutos de sus sementeras, «llenándose entre
tanto (dice un Misionero) de consuelo nuestros corazones al ver
postradas estas almas delante del Divino Cordero que las rescató con su
sangre; las cuales poco antes andaban como fieras descarriadas y
perdidas por las selvas.»

La otra procesión hacen el día del _Corpus_, á la cual convidan las
naciones confinantes de los gentiles; componen, pues, las calles lo más
ricamente que á su pobreza es posible, y en lugar de tapices recamados
de oro ó de colgaduras de damasco, adornan con ingenioso artificio las
fachadas de las casas de ramos de palma, hermosamente enlazados unos con
otros; á las cabeceras de las calles levantan arcos triunfales que
visten de cuanto hermoso y florido hay en sus huertas y bosques; lo
mejor de los aderezos y bordaduras labradas hermosa y delicadísimamente
de plumas, lo pone cada uno delante de su casa; y á fin de que todas las
criaturas, aun irracionales, rindan homenaje y tributo de reverencia al
común Señor de todas, salen días antes á caza de pájaros y de fieras,
aunque sean tigres y leones, y bien atados los ponen en el camino por
donde ha de pasar el Santísimo Sacramento, y juntamente arrojan por el
suelo el maíz y las demás semillas de que han de hacer sus sementeras
para que sea bendito de Dios y las haga multiplicar á la medida de su
necesidad; pero lo mejor de esta devotísima fiesta es la tiernísima
devoción y fervor con que acompañan aquel trabajo á gloria de su
Criador.

Y no piense nadie que Dios Nuestro Señor se deja (á modo de decir)
vencer de la piedad de estos sus nuevos fieles, antes bien parece, por
decirlo así, que ha andado con ellos á competencia, de suerte que,
cuanto ellos más se emplean en su servicio, tanto más les retorna y
recompensa con beneficios, porque como por experiencia sabemos, suele
ser sobremanera amoroso y benéfico en la primera formación de aquellos,
que escoge para cimientos de alguna nueva Iglesia entre infieles y usa
más largamente en provecho suyo de sus bendiciones, no sólo en las
necesidades espirituales, sino también en las corporales.

Perdíanse una vez los sembrados por falta de agua, y apenas la pidieron
los neófitos, cuando rompió en abundantísimas lluvias.

Hacía gran estrago en la gente del pueblo de San Rafael una pestilencia;
corrió luego el pueblo á la iglesia á pedir á Dios misericordia, y al
punto cesó el contagio, de suerte que ninguno de los tocados de él murió
en adelante, ni de los sanos enfermó alguno.

Había también aquí gran carestía de víveres, por cuya causa algunas
buenas mujeres representaron á Dios su necesidad, diciéndole la una:
«Señor y Dios Nuestro Jesucristo, dadnos qué comer, porque si no nos
morimos.» Y otra: «Señor ¿queréis que me muera? Mirad que me estoy
cayendo de hambre», y aquel año fueron abundantísimas las cosechas.

Habían de ir al monte los cristianos del pueblo de San Juan Bautista á
hacer provisión de carne, pero por no haberse concluído la fábrica de la
iglesia se quedaron trabajando por acabarla de fabricar con toda
perfección, fiándose de Dios que los proveería como de hecho sucedió,
porque de allí á poco salieron del bosque muchos jabalíes en tropas; y
para que claramente se conociese que era cosa de Dios, se pararon junto
á la Reducción, para que la gente pudiese á su salvo matar los que eran
suficientes para socorrer á su necesidad.

Pero sería nunca acabar si quisiésemos referir una por una las finezas
que Dios Nuestro Señor ha usado con ellos. Sea solamente última prueba
de ellas que estiman más estos neófitos un rosario que cualquiera otra
cosa, por hermosa y preciosa que sea, y con razón, porque le sirve de un
seguro reparo y escudo en las desgracias y peligros que encuentran en
sus caminos; y los nombres santísimos de Jesús y de María, los han
librado muchas veces de evidentes riesgos de ser hechos pedazos de las
fieras. Referiré un solo caso, digno entre los otros de particular
memoria.

Andaba á caza por un bosque cierto cristiano llamado Diego, digno de ser
nombrado por la santa vida que observaba, cuando de improviso vió venir
hacia sí una tigre que andaba también por allí á caza, y no se podía
escapar el indio sin que ella le despedazase; antes le acometió con tan
gran furia para despedazarlo, que no le dió lugar más que á invocar los
poderosos nombres de Jesús y de María, á cuya invocación la fiera, que
ya le tenía entre sus garras, le soltó y se volvió hacia atrás sin
hacerle otro daño que unos rasguños bien ligeros en la cara y en los
brazos para memoria del milagro y del beneficio de haber recibido
segunda vez la vida de mano de la Santísima Virgen; porque habiendo
enfermado poco antes y no podido sanar por más medicinas que, según la
posibilidad, se le habían aplicado, sólo se afligía por no poder ayudar
á la fábrica de la Iglesia; volvióse, por tanto, á la Madre de
misericordia, pidiéndola con instancia la salud, y al día siguiente,
libre de toda enfermedad, se fué á trabajar á la obra, predicando con
las palabras y mucho más con el ejemplo, la devoción con la reina del
cielo.

Esta merced fué en provecho de uno solo; pero otra fué hecha á un pueblo
entero en señal de agradecimiento. Retirábanse una noche, acabado de
rezar el rosario, á sus casas, cuando de repente descendió del cielo un
globo de luz que esparció por el contorno sus rayos y llenó á un mismo
tiempo sus corazones de júbilo y reverencia; y que esto fuese cosa más
que natural lo demostraron los efectos causados en aquella santa
cristiandad.

Verdad es que, como siempre sucede, entre tantos buenos no faltaban
algunos malos y perversos que hacían más aprecio del cuerpo que del
alma; pero Dios Nuestro Señor usó con ellos del poder de su brazo
omnipotente, ya ablandando durísimos pecadores con modos
extraordinarios y singulares, ya castigando tal vez con los azotes de su
justicia á los obstinados que á buenas no se rendían, haciendo con eso
que otros que lo veían abrazasen la ley de Dios.

Referiré aquí algunos pocos sucesos de estos más dignos de memoria. Y
sea el primero un cierto indio llamado Santiago Quiara, el cual,
llevando mal el apartamiento de una concubina suya que había dejado en
el bautismo, volvió á admitirla en su casa. Pero luego le fué Dios á la
mano con una enfermedad que, privándole de la luz del cuerpo, desterró
de su alma las tinieblas del pecado. Hiciéronsele, pues, dos nubes en
los ojos que creciendo poco á poco le privaron totalmente del uso de
ellos; y por más que la caridad de los Padres se fatigó en aplicarle
remedio, no pudo aprovecharle de nada. Con esto entró dentro de sí el
doliente, y adivinando que la causa de esta desventura no era otra cosa
que sus pecados, se volvió con mejor consejo al médico divino,
suplicándole vivamente le diese remedio, no tanto á él, que no lo
merecía, cuanto á su familia, que alrededor de él lloraba sin tener un
bocado de pan que llevar á la boca. Estando una noche en su casa
examinando sus pecados y pensando en las miserias de su vida,
prorrumpió en esta fervorosísima súplica á Cristo, Señor Nuestro, y á su
beatísima Madre.

«Oh, Jesús mío, tened misericordia de mí (así puntualmente lo refirió él
á todo el pueblo, á quien por orden de los Padres manifestó su milagrosa
curación). Oh, Jesús mío: aunque no lo merezco, perdonadme mis pecados,
y restituidme el uso de mis ojos; reconozco, Señor, y confieso que este
trabajo es justísimo castigo de mis culpas; pésame en el alma de
haberlas cometido, y propongo de nunca jamás volver á caer en ellas.
Virgen María Madre de Dios y mía, aplacad la indignación de vuestro
Santísimo Hijo y alcanzad á mi alma el perdón de mis pecados y á mi
cuerpo la vista perdida. ¡Oh, Dios y Padre mío! movéos á misericordia y
pues podéis tan fácilmente, concededme la gracia que os pido, que yo
prometo de jamás ofenderos en adelante, y de observar perfectamente, con
la diligencia que me fuere posible, vuestra ley santa.»

Mientras así estaba llorando delante de Dios, oyó una voz, como de quien
estaba enojado, que hablaba con él y le decía:

«Por tu amancebamiento y por las confesiones mal hechas, te ha
sobrevenido esta desgracia.»

Al oir estas palabras, que le penetraron hasta el alma, salió como fuera
de sí, y en aquel punto se vió cercado de una luz tan bella, que la del
sol, en su comparación, era muy tenue y despedía una fragancia tan suave
é incomparable con ninguna cosa odorífera de la tierra, que
manifiestamente se conocía que era don del cielo; sus carnes se le
pusieron tan delicadas como de un niño recién nacido, y se movía con
tanta agilidad como si estuviera despojado de la pesada carga del
cuerpo.

Respondió entonces el hombre, deshaciéndose en lágrimas de consuelo y
juntamente de dolor:

«Confieso, Padre y Señor mío, mis pecados, que dejé mi legítima mujer y
me volví á mi antigua amistad, de que fuertemente me pesa. Así es (oyó
que le replicaban) confiésate y haz penitencia de tus culpas.»

Desapareció la visión; y vuelto en sus sentidos, se halló perfectamente
sano.

Pero mirando la fealdad de su cuerpo y la vileza de este mundo comparada
con lo que había visto y gozado, deseaba haberse verdaderamente muerto,
y no sólo en apariencia, sino en realidad para continuar en el gozo de
tanto bien, y se ponía las manos sobre los ojos, que bellos y claros
había recobrado, para que no fijasen la vista en las miserias de acá
abajo; y hasta hoy día, cuando se pone á pensar en este su éxtasis ú
otro alguno se le trae á la memoria, no puede contener las lágrimas y
sollozos.

Fué notable el fruto que causó este milagroso suceso; apenas quedó
hombre de conciencia que no ajustase de nuevo todas las partidas con
Dios con una confesión general; pero quien experimentó mayores los
efectos fueron los dos pueblos de San Joseph y de San Francisco Xavier,
que muchas veces le habían consolado y servido en aquella enfermedad.

La mudanza de vida que hizo este afortunadísimo neófito, fué la que se
podía esperar de la gracia del Espíritu Santo, que le había tan
abundantemente entrado en su corazón.

No fué menor el efecto (aunque sí diverso el modo) de convertir á un
hechicero y gran familiar del demonio. Este, pues, sacado del monte
donde vivía como bruto por el infatigable celo del P. Lucas Caballero,
apenas había puesto el pie en la reducción de San Joseph, cuando cayó
enfermo; é imaginando que aquellos dolores eran otros lamentos y
súplicas de su alma, hambrienta de los placeres y deleites pasados, se
condenó á sí mismo de demasiado ligero, y poco á poco se volvió á sus
pensamientos antiguos, y en sus deseos se volvió infiel en su corazón, ó
por mejor decir, bestia.

Una noche, pues, ardiendo más en tales deseos, que con la fiebre que
interiormente le abrasaba, sintió que se acercaba una como multitud de
gente que hacía gran estruendo y ruido, y era una cuadrilla de demonios
que huía de la iglesia maldiciendo aquel santo lugar y á los neófitos
que en él se estaban disciplinando, y llegándose á su choza le dijeron:

«Mira, mira cómo se azotan los indios; ¿no ves con cuánta razón te
predicamos que no te dejes engañar de las patrañas de estos malvados?
(decíanlo por los Padres); líbrate tú de esto volviéndote á tu bosque,
porque sino descargaremos sobre tus espaldas los mismos azotes.»

El indio enfermo no vió á los demonios, sino sólo una sombra espantosa
de donde salía tan perversa admonición. Pero erraron esta vez, como
otras muchas veces, sus tiros los demonios porque en lugar de salir con
sus intentos, perdieron la presa; llenóse el miserable todo de pavor, y
miedo, porque el corazón le decía que esta era cosa del infierno, y no
sabía cómo echarlos de sí; había oído decir que los dulcísimos nombres
de Jesús y de María tenían poder contra esta canalla, pero no se
ofrecían á la memoria, hasta que después de mucho trabajo se le
ofrecieron y los pronunció: entonces los demonios, como si se viniese
abajo toda la casa, huyeron con gran furia, y él, curado en el alma de
sus liviandades, entró por el camino de la salvación, con más firmes
propósitos y más seso que antes; y con tal mudanza y arrepentimiento de
sus yerros, que estando aún con la fiebre se levantó de la cama y fué
corriendo á echarse á los piés del P. Caballero, y con más lágrimas que
palabras le pidió el santo bautismo.

Estos dos casos que he referido no fueron más que visiones, una de
consuelo y otra de terror, para mejorar el alma á los dos á quienes se
mostraron. Más caro les costó á los dos siguientes el obstinarse contra
las saludables admoniciones de los Misioneros:

El primero, cristiano recién bautizado, enfadado de vivir como hombre y
en la ley de Cristo, en el pueblo de San Rafael, se huyó entre los
infieles, y como es tan violento el vivir sin ningún gusto, no gustando
él ya más de Dios, le fué fácil al demonio inducirle á tomar otro
deleite, y le ofreció al punto ocasión cómoda y oportuna en una mujer de
mala vida, con quien había estado mal amistado en su gentilidad.

El Misionero de aquella Reducción, que con sus sudores había ganado
aquella alma para Dios, envió al punto tras él á algunos fervorosos
cristianos, que habiéndole alcanzado en una Ranchería de infieles, le
reconvinieron con la promesa que había hecho á Dios en el bautismo y
con la palabra que había dado á los Padres de quedarse en el pueblo de
San Rafael. Él, disimulado, los recibió con una falsa alegría en el
semblante y con palabras fingidas, que ya tenía premeditadas; y, ó
porque esperase apartarlos de la fe y hacerles renegar ó porque pensó
por entonces contemporizar con ellos, les quiso prevenir un expléndido
banquete; para eso se fué á caza, y habiendo muerto un animal, mientras
alegre y contento pensaba cómo llevar al cabo su designio, oyó hacer
gran ruido detrás de sí, como de quien quería embestir á otro; helósele
la sangre con el susto al miserable, y tenía razón, porque era una
víbora de desmedida grandeza que venía á dar sobre él y matarle; vuelto
en sí y cobrando aliento, levantó la macana y la detuvo con un golpe.
Irritada de esto la víbora, procuró con más furia agarrarle por el
pescuezo; retiróse él hacia atrás queriendo evadir el salto con otro
golpe; mas por su desgracia se le cayó de la mano la macana y con ella
aquel poco de ánimo que en tan peligroso lance le alentaba; pero como el
amor de la vida es muy ingenioso en hallar trazas y valerse de todo para
mantenerla, echando mano al arco y al carcax de las flechas que traía
atados á la cintura, se reparaba lo mejor que podía de la furia de la
bestia; sudaba mucho entretanto, daba altísimos gritos y pedía socorro,
pero en vano, porque no había nadie que pudiese ayudarle; por lo cual
desesperado de poder escapar con la vida de tan obstinada contienda, no
teniendo más fuerzas para resistir, quería ya rendirse á discreción del
enemigo, á no haber sucedido con gran ventura del miserable, que tirando
la víbora á cogerle por la garganta, dió con la suya sobre la punta de
una saeta y se hirió malamente, con que acobardada y cansada se paró
algún tanto y dió tiempo al apóstata para salvarse huyendo; el cual,
casi fuera de sí, llegó á la Ranchería, y referido el suceso, los
infieles le interpretaron como les hacía más al caso; pero los
cristianos, más advertidos, adivinaron sabiamente que esto le había
sucedido, no tanto para peligro del cuerpo, cuanto para aviso del alma,
según su necesidad; porque llamado y admitido de Dios á ser su hijo por
el santo bautismo le había después feamente dejado, volviéndose á vivir
entre gentiles.

Cuadró á todos la interpretación, pero singularmente al apóstata, á
quien el remordimiento de la conciencia le decía lo mismo á su corazón
con más eficacia; por lo cual, sin detenerse, fué con todos los infieles
que allí había derechamente á San Rafael; éstos para alistarse en el
número de los Cathecúmenos y aquél para enmendar y satisfacer con la
penitencia su pecado, como lo hizo, viviendo de allí en adelante en
temor de Dios y con honestidad ejemplar.

Más terrible aún fué el modo con que otro entró en juicio y cobró
aprecio de las cosas de su alma: Habíase reducido á nuestra Santa fe en
el pueblo de San Joseph un gentil, y en el bautismo había dejado una
amiga, con quien antes había vivido en el cieno de muchas
deshonestidades; pero duróle poco tiempo este buen propósito y este
retiro y resistencia á los placeres y gustos de la carne, porque
habiéndose encontrado con la amiga antigua, su vista le abrasó otra vez
el corazón y le encendió los deseos primeros; después, para que ninguno
le fuese á la mano en sus deshonestidades, tramó secretamente la fuga
con otras tres mujeres de sus mismos intentos y se escondió en un
bosque; de suerte que por mucho que otros indios de mejor conciencia los
buscaron, por orden de los Padres, jamás le pudieron encontrar.

Entonces uno de los Padres Misioneros echó de ver que aquel no era mal
que se había de curar sino con el remedio de algún extraordinario
auxilio de la Divina Misericordia. Por esto empezó á llorar amargamente
por aquel ciego miserable, y tantas súplicas hizo á la beatísima
Trinidad, y á la Reina del cielo y á las santas almas del purgatorio,
que se le cumplió su deseo con modo bien singular, porque mientras él
festejaba sus brutales deshonestidades, estando el cielo serenísimo, sin
la menor señal de tempestad, estalló un terrible trueno en medio del
aire, y tras él se despidió un rayo que vino á dar á sus piés; y el
indio, ó por furia del rayo ó por el miedo que tenía, cayó en tierra
como muerto. De aquí vuelto en sí, después de gran rato y abriendo los
oídos á aquel llamamiento de Dios, lleno de susto y pavor de que no le
sucediese cosa peor, se dió á llorar amargamente su pecado; tomó en las
manos el rosario que traía al cuello, empezó á pedir piedad y
misericordia á Dios prometiendo ser totalmente otro en adelante,
constante y leal en su servicio, y al punto puso en ejecución su
propósito, retirándose al pueblo de San Francisco Xavier, porque no tuvo
ánimo de volver á San Joseph y porque la vista de su amiga no le
despertase el apetito. Dios se la quitó de delante con una enfermedad,
en que arrepentida de sus culpas y deshaciéndose en lágrimas de
contricción y arrepentimiento, sin permitir que jamás entrase su galán
en su Rancho, pasó con grande esperanza de su salvación á la otra vida;
con que ella difunta, volvió él á su Reducción, donde comenzó nuevas
obras y entabló nueva vida, que prosiguió con tanto contento y gozo de
su espíritu, que jamás en adelante volvió á los torpes y brutales gustos
de la carne.

Pasemos ahora á referir otros, á quien Dios Nuestro Señor, con doblado é
irremisible castigo, puso por ejemplo y terror de los demás, quitándoles
la vida temporal y la comodidad de conseguir la eterna.

Tocó en primer lugar esta infeliz suerte á un mancebo, de nación Peta,
que estaba de mala gana en el pueblo de San Juan Bautista, en quien, por
más que la caridad de los nuestros y sus saludables amonestaciones y
consejos procuraron ablandar la dureza de su corazón, no aprovecharon
nada para que se quedase allí; antes, por no ser detenido, se huyó
secretamente cuando el pueblo asistía en la iglesia á los divinos
oficios. Mas no tardó mucho en venir sobre él la divina justicia que le
esperaba en un desierto solo, sin que hubiese á quien volver los ojos;
allí, pues, se le hinchó disformemente una rodilla y se le empezó á
podrir, criando materia y gusanos y echando una hediondez intolerable,
con que rabiando de dolor murió sin tener quien le diese aun la
sepultura de las bestias, ya que había ido como una de ellas; y
claramente conocieron todos que esto le había sucedido en pena á su
obstinación, porque por más á prisa que fueron algunos neófitos á
socorrerle, no llegaron á tiempo y sirvió su desgraciada muerte para que
ninguno en adelante sacase el pie de la Reducción sin haber ajustado
antes con Dios las partidas de su conciencia y pedido la bendición á la
Santísima Virgen.

Aún peor le sucedió á un hechicero, gran ministro del demonio, en el
pueblo de San Francisco Xavier, pues los mismos cristianos le mataron á
palos porque con sus mentiras y patrañas no dejaba de molestar al
sencillo pueblo, y desacreditar y vituperar la santa é inocente vida de
los Misioneros; ni le valió la autoridad de los Padres, que le sufrían
con paciencia y le habían librado dos veces de la furia del pueblo,
porque mientras un día, montado en cólera, vendía por misterios las
fantasías y por verdades los sueños de su mala cabeza á ciertos nuevos
cristianos, y desfogaba su cólera contra los Padres con palabras
injuriosas y de escarnio, decía cosas tan indignas, que á un cacique
principal, cristiano de muchos años, no le pareció que se podían ya
sufrir; por lo cual, poniéndose delante de él, le quitó la gana de
predicar más y de vivir, quebrándole los dientes en la boca y los sesos
en la cabeza con un palo.

Acabaré esta funesta narración con un espantoso suceso que por mucho
tiempo quedó en la memoria para terror y ejemplo de toda aquella nueva
cristiandad.

Felipe Motoré, Tabica de nación, vencido en las contínuas sugestiones
del demonio y de la carne, volvió públicamente en casa de una amiga
dejando á su mujer, sin reparar ni hacer escrúpulo de tenerla
públicamente como si fuese su propia mujer.

Desagradó esto indeciblemente á todos, singularmente á los Padres, que
veían con tal ejemplo abierta la puerta para que otros hiciesen lo
mismo, y que por más que hubiesen trabajado y sudado en desarraigar tal
abuso y establecer el nudo indisoluble del matrimonio, se destruiría en
breve; y como sucede entre bárbaros que el pueblo indómito se va en pos
de quien tiene entre ellos alguna soberanía y preeminencia, le seguirían
todos.

Pero Dios Nuestro Señor tomó por su cuenta el remediar este escándalo, y
no tardó mucho en darle su merecido, quitándole de allí á poco la vida y
arrojándole al abismo, reparando juntamente los daños que pudiera haber
causado y causaría en adelante.

Mientras que alegre y contento saltaba de placer y hacía fiesta por este
su perniciosísimo escándalo, le empezó á correr por las venas un humor
pestilente y se le encendió una fiebre ardientísima, que en pocos días
le condujo á las puertas de la muerte.

Acudieron los nuestros á visitarle, persuadidos á que también á éste
como á otros la tribulación le habría abierto los ojos para arrepentirse
de su pecado; pero sorprendido de un accidente y sintiendo que se le
acababa la vida, llamó á sus parientes y amigos y les dijo:

«Verdaderamente, hermanos míos, que soy desgraciado é infeliz, pues por
mis delitos pasados estoy condenado á arder para siempre en las penas
eternas del infierno. Mirad á los demonios que vienen á llevarme
arrastrando, para que sea su compañero en las penas, como lo fuí en los
pecados. El no haber dado crédito á los sabios consejos de los
Misioneros y el admitir de nuevo públicamente la amiga, son la causa de
esta mi sempiterna desventura, oid vosotros de buena gana la santa
doctrina y poned en ejecución cuanto en bien de vuestras almas se os
enseña, para que no vengais conmigo á llorar inconsolablemente en el
infierno aquellas culpas y yerros que para borrarlos no me será bastante
una eternidad de suplicios.»

Afligidísimos quedaron los circunstantes; y aquellos á quienes la
deshonestidad y la disolución les decían en el corazón que eran dignos
de semejante fin, se helaron de pavor y susto. Otros creyeron que con la
enfermedad maligna que tenía había delirado de aquella suerte, y por
esto le llevaron á la iglesia, en donde, celebradas las exequias, le
enterraron. Pero Dios Nuestro Señor dió bien presto á conocer que
aquellas palabras no habían sido delirios de una cabeza desvanecida,
sino una sincera confesión de la justa venganza del cielo. Porque á
pocos días vieron salir de la iglesia en grandes nublados un humo negro
y denso, que parecía se abrasaba toda ella. Acudió luego toda la gente á
apagar aquel que creían incendio; y registrando de dónde salía aquel
humo, vieron que le arrojaba la tierra que estaba sobre el cuerpo de
aquel desdichado; por lo cual echaron sobre él agua en grande
abundancia, pero ¿qué sucedería? Comenzó á bullir la tierra y á
levantarse, arrojando fuera una espesa y espantosa niebla que parecía se
abrasaba todo el lugar y que allí estaba escondido y oculto un gran
volcán de llamas.

Por tanto, abierta la sepultura, se halló el cuerpo sin la menor
corrupción, como si aquella tierra bendita rehusase mezclarse con
aquellos miembros, cuya alma era un tizón del infierno; pero exhalaba el
cuerpo un espantoso y hediondo humo, con que se veía bien claro que era
cosa más que natural. Por lo cual, sacado fuera el cadáver le arrojaron
en una laguna, la cual también comenzó luego á moverse y bullir, como si
allí se abrasase algún hierro ardiendo.

Aterróse no poco el pueblo con tan funestos accidentes, y por mucho
tiempo no se habló sino del infeliz Felipe Motoré, ni les fué necesario
á los Padres cansarse mucho en predicar la honestidad y perseverancia en
los matrimonios.

Curiosos después los indios de saber á dónde había ido á parar el
cuerpo, le buscaron dentro del agua; pero por más que registraron toda
la laguna, nunca jamás le pudieron encontrar, dando con esto motivo para
conjeturar prudentemente que fué sepultado en los abismos para hacer
compañía en las penas al alma, ya que la había incitado y hecho
participante de las brutales torpezas de la carne.

Pasemos ya de materia tan funesta y describamos por último una visión
que tuvo un neófito, por la cual mejoraron increíblemente las cosas de
esta cristiandad y fué más gustosa que todo cuanto he dicho hasta ahora.
Para lo cual me será preciso interrumpir á ratos brevemente la narración
para inteligencia de las cosas que en ella se insinúan, y la referiré
por extenso, como puntualmente la escribieron á su Provincial los PP.
Lucas Caballero y Felipe Suárez.

Un cristiano llamado Lucas Xarupá, asaltado de una fiebre maligna, le
redujo en pocos días á los últimos períodos de la vida; á este tiempo le
sobrevino un fortísimo parasismo que le privó totalmente del uso de los
sentidos, sino es ya que (como él afirmó) murió verdaderamente.

Salida el alma del cuerpo, le salieron al encuentro dos, con semblantes
de hombre, que le convidaban á que fuese con ellos á otro país.

Paróse un poco temiendo no fuesen demonios; pero observando las
facciones de sus rostros, la belleza de los vestidos y de las cruces que
traían en las manos, y la afabilidad de sus palabras, creyó que era cosa
del cielo; por lo cual, perdido el miedo, se fué tras ellos por una
cuesta empinada, por la cual se montaba á unas altas cumbres; la senda
era estrecha, difícil y sembrada toda de abrojos y espinas tejidas entre
sí á manera de cruces; por lo cual era menester caminar con tiento paso
á paso para no maltratarse; y hubiera desfallecido por la pena y dolor
que sentía en pisar las espinas si sus guías no le hubiesen alentado y
confortado con la amabilidad de su vista y con la luz que echaban de
sí; llegó entre tanto á donde por la mano izquierda había un camino
real, ancho y llano y bellísimo á la vista por su verdor, hermosamente
esmaltado de todo género de flores. Quiso seguir este camino, mas sus
conductores le advirtieron que mirase dónde iba á parar aquella
hermosura, y vió que iba á rematar en ciertas profundidades y altísimos
precipicios, de donde salían disonantísimos gritos y vocinglería, de
suerte que se persuadió estaban celebrando allí sus paisanos algún
solemne banquete; pero bien presto le sacó del engaño una cuadrilla de
demonios feísimos con terribles semblantes y descompasados movimientos
del cuerpo; unos con cara de tigres, otros de dragones y cocodrilos y
algunos con apariencias de tan monstruosas y terribles formas, que no
sufría el ánimo mirarlos; echaban todos por la boca y por las otras
partes del cuerpo llamas de color negro y espantoso, y gritando y
discurriendo de una parte á otra remedaban las danzas y bailes de los
indios, hasta que agarrándose del pobre neófito, que estaba todo
temblando creyendo que aquella fiesta era por él, hicieron gran fiesta
gritando:

«El, él es, Xarupá nuestro amigo, que antiguamente era nuestro devoto y
usaba de los hechizos maléficos que enseñamos á sus abuelos.»

A tales cortesías, se le recrecía el susto de que no le asiesen y
echasen mano de él, para llevárselo al infierno. Pero los ángeles le
aseguraron, de que no osarían moverse ni menearse contra él. Entonces
saltó fuera de enmedio de aquella canalla un cruelísimo verdugo,
arrastrando un condenado como á un vilísimo jumento, atadas las manos y
los piés con cadenas de acero ardiendo; traía á la garganta un collar
ancho de hierro que le forzaba, mal de su grado, á tener derecha la
cabeza para su mayor confusión y vergüenza: daba en tierra á cada paso
por la violencia con que el inhumano verdugo le tiraba; pero los
demonios que venían detrás, con una tempestad de azotes que llovían
sobre su cuerpo y con otras cruelísimas befas, le obligaban á caminar.
Daba entratanto el miserable horrendos gemidos y suspiros maldiciendo su
desventura y lamentándose desesperadamente. Ardía todo en vivas llamas
como también el demonio que le tiraba, el cual traía á la cintura, en
señal del oficio, un grande haz de víboras, que le despedazasen; y
vuelto á Lucas, con fiereza propia del infierno, le dijo:

«También tú alguna vez te entendías conmigo y eras de mi servicio,
siento mucho que me hayas dejado, vinieras ahora á cortejarme si estos
Padres no hubieran venido á tu Ranchería á predicar la ley de Cristo: no
lo puedo sufrir; no hacen otra cosa, más que hablar mal de mí y de mis
cosas. Pero no, no todos los paisanos han de ir al cielo; muchos aún
duran en mal estado, y obstinados en sus costumbres gentílicas. Me
atraviesa el corazón verme forzado á venir aquí, para que tú veas
nuestras miserias, y de qué suerte es el galardón que damos á los que
siguen nuestro partido, y tú vayas después á contarlo, porque en
adelante perderemos el crédito, y los tuyos dejando los vicios y
supersticiones abrazarán la nueva fe; y si tú á esta hora no hubieras
tomado esta resolución, fueras ahora compañero de este que tengo aquí en
mi poder. Mírale, mírale, ¿le conoces?»

Tenía tan demudado el semblante, feo y hecho un tizón de fuego, que mal
le podía conocer; pero, finalmente, después de fijar muchas veces en él
la vista, reconoció quién era. Este es (le dijeron los ángeles) Antonio
Tapochí, que ni aun en la hora de su muerte se quiso arrepentir, y por
más que los suyos le exhortaron á que mirase por su alma y se dispusiese
á bien morir, nunca quiso darles oídos y echaba de sí con enojo y
despecho á quien le animaba á que pidiese perdón á Dios y llorase y
confesase sus culpas. Entonces el desgraciado Antonio, dando un profundo
suspiro y volviéndose á Lucas, le habló de esta manera.

«¡Ay, desdichado de mí, que no quise creer á los Padres! ¡Qué penas, qué
dolores, qué grandes é insufribles tormentos padezco por haber ofendido
á Dios, sin hacer caso de su doctrina y de sus ministros que la
predicaban! ¿Estos suplicios no han de tener jamás fin? ¡He de padecer y
llorar eternamente, sin esperanza de alivio! ¡Felices mil veces vosotros
que podéis esperar la eterna bienaventuranza, y libraros de este
infinito piélago de amarguras y de las manos de los verdugos, peores que
las mismas penas!»

Esto que ves del desventurado fin de este desdichado (le dijeron los
ángeles) refiérelo á tus paisanos, y diles que también está en el
infierno el cacique Miguel Matoquí (era éste de nación Piñoca y de los
primeros que sujetaron la cerviz al yugo de Cristo; pero enfadado de
vivir con las reglas y leyes del cristiano, se huyó entre los gentiles,
llevando consigo sus hijos y su mujer; la cual, no pudiendo hacer por
entonces otra cosa, le siguió, volvióle de nuevo á San Francisco Xavier
el P. Caballero, pero siempre perseveró él en sus primeros
pensamientos, y en el corazón era gentil, aunque en la apariencia se
mostraba hombre cristiano.) En la última enfermedad recibió los Santos
Sacramentos por no dar qué decir; pero en la agonía mostró que, así como
había vivido como bestia, también como tal quería morir; también se
condenó el malvado hechicero Poó, el cual está en lo más profundo del
infierno, atormentado horriblemente por dos demonios, que fueron sus
inseparables compañeros mientras vivió, y por instigación suya pretendió
desacreditar la buena fama de los Padres y vituperar la santa ley de
Dios, incitando á los más neófitos que podía á apostatar y volver á sus
antiguos vicios.

Da también noticia á los tuyos (prosiguieron los ángeles) de aquéllos
que se han salvado y gozan ahora de la eterna bienaventuranza en el
Paraíso. Salvóse Andrés Zurubi, que después de tres días de Purgatorio
voló al cielo (vivió este neófito una vida ejemplarísima; en las
privadas disciplinas de los viernes y en las públicas, que en ciertos
días del año en las principales solemnidades se hacen por las calles,
era el primero en la frecuencia de los Sacramentos, en las oraciones, en
la iglesia y al pie de las cruces contínuo; lloraba tan amargamente sus
pecados, que no pocas veces sacaba lágrimas á los ojos de los
misioneros; llevó la última enfermedad con grandísima paciencia,
mostrando en ella grandes y encendidos deseos de morir para ver á Cristo
Nuestro Señor, sabiendo el buen trueque que muriendo hacía cambiando
esta breve y miserable vida por la eterna y bienaventurada. Estando á
los últimos, le envió un Padre la imagen de San Francisco Xavier para
que le pidiese la salud; pero él, en lugar de pedirle la vida, le
suplicó que si aún no se le había llegado su hora, le alcanzase luego de
Dios se le llegase; y en efecto, fué al punto oído, porque mientras
explicaba al glorioso apóstol sus deseos, plácidamente espiró; y
preguntando al niño que le había llevado la santa imagen cómo estaba el
enfermo, respondió llorando que ya había muerto; y con un modillo, á
manera de quien estaba enojado, añadió: «¿Y cómo no había de morir, si
pidió él ir á ver á Jesucristo y Su Madre Santísima?»

Vive también (le añadieron sus guías) en la celestial Jerusalén con
nosotros Agustín Zurubi y su buena mujer, por medio de los grandes y
ardientes deseos que tuvo siempre de ver á Dios (era el Agustín
cristiano de buen corazón, devoto, humilde, obediente y de conciencia
delicada; asaltado de la última enfermedad, gastaba el tiempo
solemnemente en rezar el rosario, y en tiernos coloquios con Dios y con
la Reina del cielo; y en la hora de su muerte vió algunos espíritus
bienaventurados que le convidaban al Paraíso, de lo cual dió aviso él á
un compañero suyo, y con los nombres de Jesús y María en la boca entregó
el alma á su criador. La mujer, desde que recibió el santo bautismo,
vivió como un ángel, y el confesor no hallaba en ella materia de qué
absolverla).

Exhorta á sus paisanos (prosiguieron los ángeles) que tengan gran
respeto y reverencia á los Misioneros, ministros de Dios, y á que,
depuestas y olvidadas las discordias y rencores, se amen como buenos
cristianos.

Explica al pueblo la terribilidad de los suplicios eternos, porque no
pocos perseveran todavía, obstinados en sus vicios, y se hacen sordos á
los avisos de los Padres y al llamamiento de Dios.

Dí que se mude cuanto antes la Reducción á paraje más vecino y cercano á
los infieles, porque Jesucristo, por la desobediencia de los tuyos ha
enviado aquí la peste y nunca cesará hasta que os rindais de buena gana
á su voluntad, pues es cosa fuera de razón que los obreros Evangélicos
pierdan el tiempo en cultivar pocas almas, mientras se pierden tantos
millares por falta de quien les enseñe el camino de salvación.

Dí á los cristianos que fueron á anunciar el Nombre de Dios á los
infieles, que su misión agradó mucho á Jesucristo, y que por los
trabajos é incomodidades que en ella sufrieron, les tiene prevenido en
el cielo un premio incomparable; que no teman nada las saetas, las
macanas y la muerte á manos de los gentiles, porque recibirán de Dios
gloria y galardón correspondiente; y para que se te dé crédito y fe,
verás ahora alguna cosa de la eterna bienaventuranza.

Entonces, en un momento, desapareció el condenado y aquella
terribilísima representación del infierno, y luego le pusieron los
ángeles á las puertas de la Celestial Jerusalén, de tal riqueza y
hermosura, cual las pinta el apóstol San Juan en su Apocalypsi.

Apenas había metido dentro el pie, cuando le salieron al encuentro dos
bellísimos jóvenes, trayendo en las manos cruces resplandecientes, los
cuales le introdujeron en un ameno jardín, donde por la fragancia de las
flores, que no se puede comparar con ninguna de acá, y con la belleza de
lo que veía, estaba como en extásis admirado; y siendóle presentada una
fruta semejante á la granada, con sólo llegarla á sus labios, se le
inundó el corazón de tanto gozo y consuelo, que creía que en él estaba
lo mejor y aun el todo del don de los ciudadanos del cielo; pero le fué
dicho al oído, que estaba muy lejos el piélago de la bienaventuranza, en
que engolfándose los Bienaventurados, se hallan plenamente hartos,
satisfechos y contentos; y que lo que tenía delante, no era otra cosa
más que un asomo, una muestra de lo que quedaba que gozar, bueno y sólo
para hacer bienaventurados los sentidos, y la inferior porción del
hombre, incapaz de los deleites que trae consigo al entendimiento el
conocimiento y la vista clara de la divina esencia.

No acababa el buen Lucas de echar los ojos por todas partes, donde veía
nuevas delicias y bellezas; y hubiera querido detenerse algún tanto aquí
ó pasar adelante, pero le atajó sus designios y embarazó su gusto un
escuadrón de espirítus bienaventurados; y el más autorizado entre ellos
que en el aire del semblante, en la majestad de sus pasos y en la cruz
resplandeciente que traía, creyó era príncipe de la milicia celestial;
el cual, volviéndose á mirar á Lucas, le dijo con palabras algo severas:

¿Y tú? ¿Cómo estás aquí? ¿Te has confesado? Respondió que sí, á que
añadió: ¿Y estos tres pecados? y nombróselos.

Enmudeció el pobre, porque decía era verdad, que no había hecho caso de
ellos en la confesión, por ignorancia suya.

Entonces le dijo el ángel: Estos afean mucho tu alma, y la impiden el
venir á gozar cara á cara de la vista de Dios. Dí á la gente, que no hay
otro modo de venir al cielo, sino manifestando sinceramente las culpas
en la confesión, como os lo dicen los Padres; las cuales palabras
pronunció con tanta fuerza y eficacia, que como un gran trueno le
hicieron temblar todo.

Con esto dió la vuelta con sus compañeros y hubiera querido el neófito
detenerlos para ver más de cerca las cosas tan grandes que había oído
decir de Dios y de su gloria, y ver aquel inefable prodigio de cómo las
almas son bienaventuradas, no menos porque se ven en Dios que porque ven
á Dios en sí mismo; pero aquel príncipe le hizo entender que ninguno que
está feo con la culpa podía mirarse como en un espejo en Dios, ni hacer
de sí mismo espejo en que se mire Dios; antes que saliese de allí y
volviese acá para borrar con la penitencia y confesión aquellas culpas.

Despidióse, pues, el pobre hombre de aquel dichosísimo lugar, mas cuando
empezaba á entrar por el primer camino, vió que le salía al encuentro la
Reina del cielo, servida de gran multitud de santos, que despedía de su
rostro tantos rayos y resplandores, que quedó pasmado de la belleza y
atónito de la majestad de su semblante; y saludándole su Majestad á él
en su lengua, con aire de enojada le preguntó qué llevaba colgado al
cuello. Este rosario no es tuyo, sino de mi hijo (y nombró al mancebo á
quien Lucas se lo había quitado por fuerza), el cual, en premio de haber
acertado con la saeta al blanco, quiso más mi rosario que otras cosas
que se le ofrecían; vuelvéselo cuanto antes, porque con esta tu
violencia le causaste gran pesar; y al decir esto desapareció, y sus
conductores ó guías le volvieron al mundo, y encontrando á cada paso
tropas de espíritus infernales que andaban discurriendo y ahullando á
manera de lebreles que andan en busca de las fieras, se llenó todo de
espanto y horror.

Llegado junto á su cuerpo, que poco antes había dejado, no le pareció
más que una disforme masa de barro y se maravillaba consigo mismo y no
acababa de creer que aquél era en quien poco antes ejercitaba todas las
operaciones y facultades naturales, y no cesaba de lamentarse y quejarse
con sus compañeros, sino que éstos, sonriéndose, le dijeron:

Aquí conocerás qué cosa eres tú, cargado de esta vil y hendionda
materia.

Con lo cual al punto se desaparecieron de sus ojos, se acabó la visión y
Lucas Xarupá, ó por mejor decir, su alma, volviendo á entrar en su
cuerpo como si despertase de un profundo sueño, ó como él decía, como si
resucitase, su primera diligencia fué hacer llamar al dueño del rosario,
y pidiéndole perdón de la injuria, luego en aquel punto se vió libre de
la fiebre que aún duraba.

Quedaron atónitos los circunstantes de que con tan leve remedio se
hubiese librado de aquella penosa enfermedad; mas cuando oyeron lo que
por orden de Dios les refirió, fué increíble la conmoción, las lágrimas
y el fruto; ni se quedó aquí solo, sino que en donde quiera que llegó la
voz de este suceso se vieron los mismos efectos; y quien era bueno se
alentó á perseverar, y quien malo, con la memoria de aquellos suplicios,
corrigió el humor pecante que en él predominaba. Y el resucitado comenzó
una vida tanto mejor, que si antes era bueno, después era un santo.

Quédame ahora, por fin y remate, que decir algo del celo de estos buenos
cristianos en anunciar la ley divina y llevar la luz del Evangelio á los
que aún duran en las tinieblas y vicios del gentilismo; parece que no
viven contentos en la nueva vida que han empezado á profesar si no traen
á otros á gozar del mismo bien.

Para prueba de lo cual, daré el primer lugar á los Misioneros, que, como
testigos de vista y de experiencia, no acaban de hablar de este
particular.

«En este caso, y con otros milagrosos sucesos (así concluye una carta
suya un Misionero de la Reducción de San Francisco Xavier, después de
haber escrito la visión que poco ha referí), se ha encedido en este
pueblo un gran fuego de caridad y de celo, para llevar el nombre de Dios
á los infieles sin hacer caso de os trabajos y fatigas y de la muerte,
con que han de encontrarse á cada paso.»

«La fe, á Dios gracias, va cada día en aumento (dice otro) y desean
muchísimos, sin hacer caso ninguno de su vida, introducirla en los
gentiles circunvecinos.

«Estoy esperando (escribe el P. Caballero) á ciertos neófitos que el año
pasado recibieron el santo bautismo, los cuales, movidos á compasión de
sus paisanos se ofrecieron á ir allá para reducirlos al rebaño de
Cristo, para que sean participantes del bien de que ellos gozan.»

Así cuentan de un tal indio llamado Ignacio que no sabe vivir sin andar
en busca de infieles y ganando almas á Cristo; y el P. Juan Bautista de
Zea, en su ida á los Zamucos, le escogió por capitán de los demás, y á
él singularmente fiaba los negocios más graves del bien de aquella
gente.

Otro tanto escribe el P. Agustín Castañares de otro indio del pueblo de
San Rafael, llamado Antonio, que procuraba librar cuantas almas podía de
las garras de los Mamalucos y ponerlas en cobro en su Reducción.

Apenas se serena el cielo, después del tiempo de las lluvias, cuando
luego se previenen para sus misiones, y se tiene por dichoso quien más
padece y quien más almas trae al conocimiento de Dios, y gastan en esta
empresa tres y cuatro meses, hasta que encuentran paraje donde poder
hacer cosecha de almas.

Después es cosa de ver las fiestas y alegrías que hace el pueblo al
tiempo de su vuelta, y la caridad y amor con que reciben á sus nuevos
huéspedes, aunque sean antiguos, implacables enemigos suyos, mueven á
devoción y á lágrimas á los Padres.

Dánles parte de su pobreza, admítenlos en su casa y quisieran meterlos
también en su corazón, de suerte que presto se olvidan los bárbaros de
su nativo suelo y se enamoran de la santa ley divina, de la cual ven en
sus huéspedes ingerida tan bella virtud entre hombres tan salvajes como
ellos, pues es un gran milagro que aun en las necesidades extremas usen,
cuando son gentiles, de piedad unos con otros, aun aquellos á quien la
Naturaleza ha estrechado con los fuertes lazos de la sangre.

Y á la verdad, esta nueva cristiandad se debe á sí misma gran parte de
su esplendor y aumento; pues se extiende á tanto su ardiente celo que,
sin reparar en peligros evidentes de la vida, se entran por las selvas,
ya solos, ya con los Padres Misioneros, á solicitar la conversión de los
infieles, siendo ya más de ciento los que han derramado su sangre y
ofrecido gustosos sus vidas por dilatar los reinos de Jesucristo entre
aquellas bárbaras naciones. Como lo verá claramente quien atentamente
leyere esta relación.

Y ayuda Nuestro Señor á estos sus siervos muchas veces, aun con
milagros, á fin de confirmarlos más en la fe y de que viéndolos los
infieles corran á pedir el bautismo.

Contaré dos solos por no alargarme ni cansar á los lectores.

El primero es de ciertos neófitos que habiendo salido á llevar el nombre
de Dios á una Ranchería de indios Penoquís, mientras que con fervor de
espíritu exhortaban á aquellos bárbaros á dejar su patria, abandonar el
gentilismo y entrar en el rebaño de Cristo, vinieron algunas mujeres
espantadas, gritando: «Desgracia, desgracia, que el agua de una laguna
cercana que servía para el abasto del pueblo había tomado forma y color
de sangre», pronóstico para ellos de mala ventura.

Empezaron luego los paisanos á discurrir sobre el caso haciendo diversas
interpretaciones, según la pasión de cada uno; mas los cristianos al
punto les descifraron el caso, diciendo que aquella era fraude y traza
del demonio para apartarlos de que abrazasen la ley del verdadero Dios,
y en señal de eso fueron allá todos juntos, y vista la extraña mutación,
tomando los cristianos con gran fe el rosario en la mano, bendijeron el
agua y le metieron dentro de ella; al punto, desvanecida aquella
apariencia, volvió el agua á su antiguo color y sabor que antes tenía.

Aún es más maravilloso otro caso que sucedió á estos mismos, los cuales,
repartidos por muchas Rancherías distantes unas de otras cosa de una
legua, juntaban gente para reducirla á la santa fe y conducirla á la
Reducción.

Vieron que allí cerca se levantaba en alto gran nublado de humo y grande
fuego, sin saber de dónde venía ni quién le hubiese encendido (y por
ventura también esta fué astucia del enemigo infernal), y que venía á
dar sobre ellos; y porque hacía gran viento se podía mal asegurar la
vida y la hacienda con la fuga; y más que las llamas prendían ya en la
primera Ranchería.

Entonces los paisanos, todos juntos, recurrieron á algunos neófitos,
rogándoles con lágrimas en los ojos que si eran verdaderas las cosas que
les predicaban de Cristo y de su Santísima Madre, los llamasen ahora en
su ayuda en lance tan peligroso; y puestos todos de rodillas pidieron á
Dios favor y misericordia, prometiendo los infieles recibir el bautismo
y su santa ley.

¡Oh, caso milagroso! El fuego pasó adelante sin hacer el menor daño en
la casa donde se habían recogido, y ellos lo tuvieron induvitablemente
por milagro, porque la dicha casa estaba en el centro del lugar y todas
las otras se redujeron á ceniza. Ni paró aquí el prodigio, porque
acercándose el fuego á la segunda Ranchería puso á sus moradores en gran
espanto; mas los cristianos echaron luego mano del remedio. Hallábase
aquí el capitán de todos, quien llevaba la imagen de la reina del cielo;
á éste, pues, ordenaron que saliese á encontrar el incendio y le pusiese
para defensa la santa imagen delante de su furia.

¡Cosa maravillosa! Partiéronse por medio las llamas sin hacer allí el
más mínimo daño, siendo así que todas las casas eran de paja. Y para
prueba más manifiesta del milagro se llegaron las llamas á una casa y
formaron sobre ella un arco, pero sin lesión alguna.

Con esto se confirmaron los cristianos en la fe y en la devoción á la
Madre de Dios, y los bárbaros, vencidos más del prodigio que de su
promesa, se alistaron en el número de los fieles.



CAPÍTULO VIII

Preténdese descubrir el río Paraguay para comunicarse
estas Misiones con las Reducciones de los Guaraníes.


Desde los primeros años en que se dió principio á la Conversión de los
Chiriguanás y Chiquitos, con intento de penetrar al Chaco para reducir á
nuestra santa fe las naciones que viven en el vastísimo espacio de
tierra que hay entre Torija y el Paraguay, se juzgó siempre llevar al
fin pretendido, el abrir camino por aquel río y hacer escala á las
Misiones del Paraguay ó Guaraníes, á fin de que fuesen más fácilmente
proveídas estas Reducciones de los Chiquitos, y los nuestros tuviesen
comodidad de conferir á boca con el Padre Provincial y recibir los
socorros más oportunos á su necesidad, fuera de que no sería menor el
consuelo de los Provinciales en ver las fatigas y sudores de sus
súbditos en la conversión de los gentiles, y acabar en poco menos de un
año la visita de esta tan vasta provincia; pues cuando ahora es
necesario caminar dos mil y quinientas leguas para visitarla toda,
descubierto este camino por el río Paraguay, sólo se andarían mil y
quinientas leguas en visitar Misiones y provincia.

Consideradas estas utilidades, han puesto por obra los medios más
concernientes al fin pretendido, aunque por secretos juicios de Dios
nunca se pudieron llevar á cabo, sino después de mucho tiempo, y eso sin
fruto.

Pero no por eso debo pasar en silencio las fatigas y trabajos que en
esta empresa padecieron y sufrieron nuestros Misioneros, por no
privarlos de aquella gloria, que aun acá en la tierra se debe á quien
todo se ocupa en promover la gloria Divina.

Dije ya arriba que el principal motivo de fundar la Reducción de San
Rafael junto al río Guabys fué por la vecindad con el río Paraguay, á
cuyo descubrimiento partieron por el mes de Mayo del año de 1702 los PP.
Francisco Hervás y Miguel de Yegros, llevando por guías, ó como aquí
decimos por vaqueanos, cuarenta indios, sin otra provisión que la
confianza en Dios y fiados en la protección de la Reina del cielo y de
los Arcángeles San Miguel y San Rafael.

Ni les salieron fallidas sus esperanzas, porque en todo el viaje se
hallaron provistos de montería y de pesca con tal providencia, que en
las mayores angustias era más abundante y de mejor cualidad el socorro.

Llevaban consigo un Cathecúmeno, de cierta nación, que los años pasados
había sido impedimento para descubrir este río; procuró éste con grande
eficacia que sus paisanos recibiesen la ley divina, y que los Misioneros
fuesen recibidos y bien tratados en tres Rancherías, de Curuminas,
Batasiz y Xarayes, donde se quedó, por estar mal proveído de ropa y por
habérsele clavado una espina en un pie, y después de pocos días pasó á
la otra vida sin recibir el Santo Bautismo, siendo así que se había
empleado con fervor en que otros lo recibiesen.

Vencidas, pues, muchas dificultades y pasadas no pocas incomodidades que
se hicieron precisas por haber de caminar por espesos bosques y agrias
montañas, y pasar pantanos y lagunas, á más del contínuo susto y temor
de caer en manos de enemigos, llegaron á plantar una cruz en las riberas
de un río, que juzgaron era el del Paraguay, ó á lo menos un brazo de él
(en lo cual padecieron grande engaño, porque no era río, sino un gran
lago que iba á rematar en un espesísimo bosque de palmas).

En este ínterin maquinaron ciertos indios dar la muerte á su salvo á los
Padres cuando diesen la vuelta por sus tierras; pero disuadidos de esta
traición por otros de mejor conciencia, les salieron al encuentro y se
fueron con toda la gente de aquellas Rancherías en compañía de los
Padres al pueblo de San Rafael, donde tomaron casa.

Con la noticia de este descubrimiento, determinó el P. Joseph de Tolú,
Superior á la sazón de estas Reducciones, que veniese á la provincia el
P. Francisco Hervás á dar esta noticia al Padre Provincial Lauro Núñez,
que ya segunda vez la gobernaba.

No se puede creer el júbilo y gozo que éste tuvo con semejante aviso; y
con toda presteza escogió cinco Misioneros antiguos de los Guaranís, con
un hermano coadjutor, para que por la banda del Paraguay descubriesen el
camino que ya juzgaban se había descubierto por la banda de los
Chiquitos. Estos fueron el P. Bartolomé Ximénez (que habiendo ido
Procurador á Roma de vuelta á esta provincia, voló, cargado de años y
merecimientos al cielo, el día 22 de Julio de 1717 en el puerto de
Buenos Aires), los PP. Juan Bautista de Zea, Joseph de Arce, Juan
Bautista Neuman, Francisco Hervás y el hermano Silvestre González.

Y porque á alguno no le desagradará leer los sucesos de este viaje,
tomaré el trabajo de transladar fielmente una relación diaria de todo lo
que hizo uno de los sujetos que iban, la cual, después de mucha
diligencia que puse en hallarla, llegó finalmente á mis manos y es como
sigue:

«Salimos (dice) á 10 de Mayo del año 1703, del puerto de nuestra
Reducción de la Candelaria, para dar fondo en el de Atinguí; y de allí á
27 del mismo mes, tomamos tierra en el Itatí, donde nos recibió con
singular afecto el P. Fray Gervasio, de la venerable orden de San
Francisco, cura que era del aquel pueblo.

De aquí, tiramos hacia el río Paraminí, por donde en el río Paraná
desemboca el río Paraguay, y montamos aquel cabo, no sin gran dificultad
por la furia de los vientos que nos dieron que hacer muchos días.

Finalmente á 22 de Junio, aferramos en el puerto de la Asunción, donde
nos recibieron con la acostumbrada caridad que usa la Compañía, los
Padres de aquel colegio, y después de cuatro días partimos de allí,
llevando una barca grande, cuatro balsas, dos piraguas y una canoa.

Habiendo caminado las balsas cuarenta leguas, descubrieron á lo lejos
algunas canoas de indios Payaguás, que se creyó eran espías de esta
nación.

Deseamos hablarles y dárnosles á conocer para quitarles todo miedo y
sospecha y exhortarles á que ya de una vez ajustasen paces con los
españoles y quisiesen hacerse cristianos.

Entróse para este fin, en una canoa el P. Neuman con el hermano
Silvestre González y llegando cerca de ellos quería eficazmente entablar
con ellos tratados de acuerdo. Pero no surtió efecto el deseo de que
ellos quiesen llegarse, gritando en alta voz: _Pée pemomba ore camarada
Buenos-Ayres viarupi_, que en castellano quiere decir, que temían de
nuestra gente, quienes habían destruído á sus paisanos en los confines
de Buenos Aires.

Por lo cual, desconfiando el P. Neuman de poderlos reducir, dió la
vuelta, dejando colgados de un árbol de la playa, algunos abalorios y
otras cosillas.

Viendo, pues, aquellos bárbaros que las caricias de los nuestros no se
quedaban en solas palabras, fueron luego corriendo á coger aquellas
chucherías y con más ánimo y seguridad, se llegaron cuatro de ellos al
pie de una balsa, donde dejaron algunas esteras labradas con lindo arte
y tejidas delicadísimamente: prosiguióse muchos días este tratado,
siendo el faraute Aniceto Guarie, fervorosísimo cristiano,
vice-corregidor de la Reducción de San Cosme; el cual, deseoso de la
reducción de aquellos infieles, procuraba, con modo muy afable y cortés,
entrar con ellos para salir con la suya.

Es la nación de los Payaguás, de vilísima condición, cobarde, pérfida y
pronta á maquinar traiciones y en breve manifestaron estas malas
cualidades; porque habiéndose acercado nuestro Aniceto el día 12 de
Julio á ciertos Payaguás, con algunas bujerías que ellos estiman, para
exhortarlos y reducirlos á recibir el santo bautismo, salió de una
ensenada poco distante una manga de estos traidores, dividida en dos
canoas y dando sobre él á traición le mataron á él y á otros compañeros
con fieros golpes de macana; y ejecutadas estas bárbaras muertes,
echaron á huir desesperadamente para librarse de nuestros cristianos,
los cuales advirtieron bien tarde la fatalidad; é ídos al lugar del
insulto, hallaron los cuerpos de los compañeros, sin poder dar con el de
Aniceto; y al siguiente día celebramos las exequias por sus almas; con
que se puede piadosamente creer habrá Dios usado misericordia con ellos
por el celo con que se ofrecieron á tratar con estos pérfidos gentiles.

Viendo los Payaguás que nuestra gente no hacía ninguna demostración de
sentimiento por este suceso, tomando atrevimiento, resolvieron
desalojarnos el día siguiente de donde estábamos, dejándose ver una
multitud de canoas divididas en dos escuadras, de las cuales, llegándose
una á tierra desembarcó alguna gente y la otra discurría por el río,
pero no se atrevieron á ponerse á tiro; antes, poco después se
retiraron, no dejándose después ver más, sino á lo lejos, á fin de
espiar nuestros pasos: una sóla vez, en la oscuridad de la noche, osaron
molestar por tierra las balsas, tirando contra ellas piedras y flechas;
mas nuestros cristianos, con poca diligencia, los pusieron en fuga.

Este fué el único encuentro que tuvimos con estos enemigos, con quienes,
si se hubieran coligado los Guaycurús, gente infiel, pero valerosa y
enemicísima de la fe católica, difícilmente hubiéramos podido escapar y
librarnos de sus asechanzas y celadas en un río poblado por todas partes
de islas y de ensenadas.

A siete de Agosto llegamos á la boca del río Xexui, por donde antes que
los Mamalucos destruyesen los pueblos de Maracayá, Terecaní y la
Candelaria, se conducía todos los años á la Asunción gran cantidad de la
célebre yerba del Paraguay; el día 19, caminando á lo largo de la
ribera, vimos una tierra de Payaguás, cuyos moradores se habían poco
antes retirado á una grande isla que estaba frente á nosotros.

Apenas dimos allí fondo cuando saltaron en tierra nuestros indios, y
sentidos de la muerte de sus compañeros la robaron y saquearon toda; era
esta tierra del cacique Jacayrá, donde él mantiene algunos vasallos para
la fábrica de las canoas.

El día 21 encontramos un fortín con empalizada y sobre ella tres grandes
cruces, y sospechando nosotros que los Mamalucos habrían hecho allí
alguna de sus misiones, supimos después que esto había sido traza é
invención de los Payaguás para que Dios los librase de una grande
multitud de tigres que infestaban extrañamente el país.

Vimos poco después andar en la playa doce bárbaros, pero sin darnos
molestia; no obstante, lo que más nos maravilló fué que hasta el día 30
de Agosto no se vieron sino dos canoas de Guachicos antes de llegar al
Tepotii.

La boca de este río dista como cosa de treinta leguas de la del río
Piray. Más adelante hay una hilera de escollos por entre los cuales pasa
una furiosa corriente que de ordinario los encubre. Pero cuando allí
cerca lleva el río poca agua, se ven en la cima de una de aquellas
piedras ciertas huellas de hombre, que dicen los naturales son del
apóstol Santo Thomé.

Poco más adelante, enfrente, se ven doce altísimas rocas, alegres á la
vista, excediendo naturaleza á la hermosura del arte. Aquí empezaron
los Guaycurús á encender fuegos y hacer humaredas, que son los correos
volantes para avisar á los pueblos circunvecinos de que andan por allí
enemigos.

Siete leguas después de estos montes corre su río, junto al cual está
situada la laguna Neugetures, en que entra un río que baja de las
tierras de los Guamas. A lo largo de esta laguna viven lo más del año
estos bárbaros, y allí crían muchas manadas de caballos y mulas,
sirviéndose de los Guamas como de esclavos, para cultivar la tierra y
sembrar el tabaco que se dá aquí en gran abundancia.

Otras naciones confinan con estas, entre las cuales había una llamada
_Lenguas_, cuyo idioma es semejante al de los Chiquitos.

Dos leguas más adelante de esta laguna desemboca el Mboimboi, junto al
cual antiguamente hubo una Reducción en que trabajaban en provecho de
los naturales los PP. Cristóbal de Arenas y Alonso Arias.

Sucedió que el segundo, llamado á las tierras de los indios Guatos para
administrarles el Santo Sacramento del bautismo, se encontró con una
cuadrilla de Mamalucos, los cuales le mataron á mosquetazos; y el otro,
cayendo poco después en las mismas manos, salió tan maltratado, que en
breve acabó de vivir y padecer.

De aquí hasta los Xarayes en dilatadísimas campañas por beneficio de la
naturaleza, sin ninguna industria del arte, se cría inmensa cantidad de
arroz, de que todos los años hacen provisión los Payaguás, Guatos,
Nanuiquas, Caracarás, Guacamás, Guaresis y otros pueblos confinantes.

A 22 de Septiembre pasamos las montañas de Cuñayegua, que tienen en
frente de sí en la otra banda las del Ito, donde viven los Sinemacas.

Aquí fueron á predicar la santa ley de Cristo los PP. Justo Mansilla,
Flamenco, y Pedro Romero, español, el cual fué muerto con el hermano
Mateo Fernández por los indios Chiriguanás, porque les persuadía que por
ser cristianos no podían tener más que una mujer.

En una isla, cinco leguas más adelante, se habían retirado dos caciques,
Jarechacu y Arapichigua, con todos sus vasallos Payaguás, que al vernos
despacharon luego siete canoas á la grande isla de los Orejones, para
dar aviso á aquellas gentes, como lo suelen hacer en tales ocasiones, y
por eso se veían de cerca y de lejos muchos humos en el aire, por lo
cual en todo aquel contorno son los Payaguás tenidos en grande
estimación, que les es de mucho provecho, por lo que les dan de tabaco,
cueros, telas y vituallas, de que están abastecidos con grande
abundancia.

Desde el Tobatí pasamos junto á las montañas del Taraguipitá, de donde
cuatro Misioneros enviados por el P. Antonio Ruiz se esparcieron por
esta dilatada gentilidad á predicar el Evangelio. Estos fueron los PP.
Ignacio Martínez, español, Nicolás Hernat, francés, Diego Ferrer y Justo
Mansilla, flamencos. El primero fué llamado al Perú á la misión de los
Chiriguanás; los otros dos, oprimidos de las fatigas y trabajos en un
total desamparo de todo humano consuelo, con una muerte semejante á la
del grande apóstol del Oriente San Francisco Xavier, pasaron al eterno
descanso; el último, que quedó sólo, cansado de los muchos trabajos,
falleció también en breve tiempo.

Ocho leguas sobre el Tobatí, desemboca por dos partes el río Mbotetei,
por donde bajan al Paraguay á hacer sus correrías los Mamalucos.

Enfrente de estas dos bocas del río Mbotetei, por la otra banda
desemboca el Mandiy, que baña las faldas de los montes Taraguipiti que,
encadenándose con los del Tambayci y Garaguy, se extienden á lo largo de
las costas del Paraguay, hasta cerca de la célebre isla de los
Orejones.

Desde el río Mbotetei hasta los Xarayes, se extiende el país en vastas
campañas, habitadas antiguamente de los Guaycharapos é Itatines; pero
molestados de los Mamalucos los abandonaron, internándose en espesos y
grandes bosques, que desde la laguna Jaragui, por cincuenta leguas,
tiran hasta Santa Cruz la Vieja.

Finalmente, á 29 de Septiembre, montadas las dos bocas del Mbotetei,
llegamos á donde el Paraguay, dividido en dos brazos, forma á lo largo
una isla de veinte leguas.

Por estar ya en tierra de los Chiquitos se comenzaron á hacer muchas
diligencias para hallar la cruz que el año pasado levantaron los PP.
Francisco Hervás y Miguel de Yegros, reconociendo muchos lagos y
ensenadas.

A 12 de Octubre, habiendo dado fondo en el Paroguamini, encontramos con
unos Payaguás, los cuales, aunque temían á nuestros indios, se llegaron
no obstante á nosotros y nos presentaron biétole y otras frutas de la
tierra, á que correspondimos cortesmente con otros regalos.

A 17 dimos fondo á vista de la laguna Jaragui que se oculta por gran
trecho entre bosques y montes hasta cerca de la de los Orejones. Aquí
una parte del Paraguay está hoy día habitada de gran número de
infieles; pero el lado izquierdo es el más poblado, porque se pueden
defender más fácilmente de las inopinadas invasiones de los Mamalucos, á
causa de que estando rodeados de grandes lagunas y pantanos, se hace muy
difícil y casi imposible el paso á aquellos malvados.

Señalaré aquí algunas naciones de una y otra banda. A mano derecha están
los Guarás, Lenguas, Chibapucus, Ecanaquis, Napiyuchus, Guarayos,
Tapyminis, Ayguas, Cunicanis, Arianes, Curubinas, Coes, Guaresis,
Jarayes, Caraberes, Urutues, Guahones, Mboyaras, Paresis, Tapaquis. De
la otra banda izquierda están los Payaguás, Guachicos, Itatines, Aginis,
Sinemacas, Abiais, Abaties, Guitihis, Cubieches, Chicaocas, Coroyas,
Trequis, Gucamas, Guatus, Mbiritis, Eleves, Cuchiais, Tarayus, Jasintes,
Guatoguaguazus, Zurucuas, Ayuceres, Quichiquichis, Xaimes, Guañanis,
Curuaras, Cuchipones, Aripones, Arapares, Cutuares, Itapares, Cutaguas,
Arabiras, Cubies, Guannaguazus, Imbues, Nambiquas.

Verdad es, que estas naciones las más se reducen á dos ó tres
Rancherías, otras á poco más de trescientas ó cuatrocientas almas y
otras también en mayor número, y se distinguen por la diferencia de las
lenguas, porque todas tienen distinto idioma, ni se entienden entre sí,
aunque vecinas y confinantes, porque ó son enemigas, ó no tienen
comercio unas con otras.

El día 18, dejando á la mano derecha la laguna Tuquis, montamos la boca
del río Paraiguazú, que venía colorado con una creciente furiosa de
agua.

De allí á poco encontramos una canoa con sólo un indio, mozo bien
dispuesto y de fuerzas, de nación Mbiritiy, que sin ningún temor se
llegó á la barca; hicímosle mil caricias, y aunque ni él entendía
nuestra lengua ni nosotros la suya, con todo eso, con señas y ademanes
nos dió á entender que su Ranchería distaba de allí dos ó tres jornadas
de camino.

Poco después le despedimos; pero habiendo experimentado él tanto amor y
afecto en nosotros, sentía mucho dejarnos, por lo cual, diciéndole por
señas si quería entrar en la barca, él sin reparo alguno se entró dentro
con sus armas y con su cama, que era una estera de linda hechura, y
regaló á nuestros indios con un grande Capivará (son estos unos puercos
del agua, en todo semejantes á los de tierra), que poco antes había
muerto.

De allí á tres días, viendo que nosotros tirábamos á lo largo de la
costa por no empeñarnos en medio en las islas, se despidió
prometiéndonos que volvería presto, y nosotros, por medio de él,
enviamos al cacique y principales de la nación varias cosillas que
estiman estos bárbaros.

Cumplió su palabra, y después de poco tiempo estuvo de vuelta; pero
pretendiendo atravesar un gran brazo de río en tiempo que hacía gran
viento, naufragó á nuestra vista, y apenas pudo salvar su persona, que
cayó, por nuestra desgracia, en manos de los Payaguás, que le remitieron
á los suyos.

Finalmente, á 31 de Octubre, entramos en el famoso lago de los Xarayes,
en donde entran muchos ríos navegables, y de dicho lago (con unánime
consentimiento de los geógrafos) nace el gran río Paraguay.

A la boca de este lago está situada la célebre isla de los Orejones,
poblada en algún tiempo de muchísima gente y asolada y destruída ahora
por los Mamalucos. El clima de esta isla es saludable y templado, aunque
está en diecisiete grados y pocos minutos de altura. Tiene de longitud
cuarenta leguas y diez de ancho, aunque otros la hacen doblado mayor; el
terreno es muy fértil y abundante, aunque en parte sobresale en montañas
llenas de árboles muy á propósito para labrarlos. Los primeros
descubridores la llamaron el Paraíso; nosotros, empero, no observamos
en ella cosa de más monta que el clima.

Hiciéronse aquí increíbles diligencias para hallar la cruz tan deseada;
pero por más que hicimos, así por tierra como por agua, no pudimos
descubrir la más mínima señal de hacia qué parte cayesen las Reducciones
de los Chiquitos.

Los PP. José de Arce, Juan Bautista de Zea y Francisco Hervás,
suplicaron al P. Superior Bartolomé Ximénez que pasasen adelante á las
Rancherías de los infieles á tomar lengua; pero siendo éste de contrario
parecer, fué necesario rendirse; antes bien, conociendo que menguaba la
corriente más cada día y corría peligro el barco de hacerse pedazos en
los escollos ciegos si se parasen allí algún tiempo más, determinó dar
la vuelta después de haber gastado mes y medio en andar en busca del
camino.

Fué increíble el sentimiento de los mismos Padres al ver que se
frustraban sus esperanzas y tantas fatigas y trabajos como habían
sufrido; por lo cual, postrándose de rodillas delante del P. Superior,
le pidieron vivamente les diese licencia de quedarse en aquella grande
isla de los Orejones, donde se entretendrían, hasta que creciendo las
aguas y hecha amistad con los infieles, se informasen del camino, y
pasado el invierno se irían á las Reducciones de los Chiquitos.

Admiró el P. Superior su fervor; mas temiendo no fuese que este
apostólico celo los empeñase, con gravísimo riesgo de sus vidas, en
empresas que no pudiesen salir sino con grandísima dificultad, juzgó no
podía condescender con sus instancias.

Por tanto, á 12 de Octubre, nos dispusimos para salir de aquel lago ó
mar dulce; y aunque siempre estábamos con temor de algún escollo
encubierto debajo de agua, con todo esto, mediante el favor de Dios,
caminamos á voga y remo sin ningún riesgo, sólo que los vientos, que
siempre soplaron por la proa, nos retardaron para que nos adelantásemos.

Después de haber caminado cien leguas descubrimos tres canoas con cuatro
hombres que, vogando á toda fuerza de remos, se nos acercaron insinuando
que querían hablarnos; el uno era Payaguá y los otros Guaranís,
cristianos antiguos, que saltando ligeramente en nuestra barca, dijeron
resueltamente que se querían quedar con nosotros, aunque les pesase á
sus caciques.

Viendo nosotros su buena voluntad, determinamos que nuestros indios los
defendiesen en caso que sus caciques intentasen cobrarlos á fuerza de
armas; pero ellos les dieron de buena gana licencia, creciendo en ellos
la estimación de nosotros, pues los Guaranís dejaban su hacienda y
parientes sólo por venir á nuestras Reducciones y vivir en la
observancia de la ley divina. Por lo cual nos cobraron tanto afecto, que
como si fuesen amigos antiguos, entraron los dos caciques con toda
seguridad y confianza en nuestro barco y se pusieron al lado del P.
Superior.

Hallada tan buena coyuntura, se les habló con toda eficacia del bien de
sus almas y cuánto interesaban en que nosotros los tomásemos á nuestro
cargo, pues fuera de conseguir la salvación eterna y vivir como hombres
é hijos de Dios, pasarían una vida quieta y libre de todo peligro,
obligándose todos los pueblos de los Guaranís á defenderlos de los
Mamalucos y Guyacurús, que cada año tanto les molestan.

Ofreciéronse de buena gana los dos caciques con todos sus vasallos á
recibir el santo bautismo, y que exhortarían á hacer lo mismo á los
Guatos y Guacharapos, para que unidos todos en un cuerpo, fundasen una
Reducción.

Para asegurarnos más de este su buen daseo, les pedimos algunos infieles
que ellos en años pasados habían hecho esclavos, para que instruídos en
los misterios de nuestra santa fe, sirviesen después de intérpretes á
los Misioneros, ofreciéndoles en contracambio ciertos platos de estaño,
cuchillos, anzuelos, avalorios y otras cosas de este jaez.

De buena gana nos entregaron seis niños; dos de los cuales eran
Penoquís, uno Sinemaca, otro Erebé, otro Curubina y el último Guarayo,
los cuales á la vuelta, encomendamos al P. Jerónimo Herrán, para que en
su Reducción los impusiese en los preceptos de la ley divina.

Entablada con esto la amistad de entrambas partes, se despidieron de
nosotros los caciques, contentos y alegres con la esperanza de tener
dentro de poco tiempo Misioneros, y ordenaron á algunos de sus vasallos
que nos sirviesen con sus canoas, proveyéndonos de pescado por espacio
de ciento y ciencuenta leguas de camino, que no fué pequeño socorro por
la carestía de vituallas, de que ya padecía mucho nuestra gente y los
PP. apenas tenían con qué sustentarse, por haberse corrompido ya el
vizcocho y echado á perder el maíz; y el cuotidiano mantenimiento del P.
Superior, por espacio de cuatro meses, fué sólo una simple escudilla de
habas.

Finalmente, como mejor se pudo, tiramos adelante hasta tocar en las
riberas donde vivían los Payaguás, matadores del buen Aniceto y sus
compañeros; deseamos ganarlos y reducirlos al gremio de la Santa
Iglesia; y para eso por medio de los Payaguás amigos, les enviamos una
embajada asegurándoles de nuestro buen ánimo para con ellos y que les
perdonábamos la traición pasada, que más por temor de alguna trama de
sus enemigos, que por malicia, habían maquinado; que tomasen el partido
de compañeros nuestros y fabricasen una Reducción, porque de otra
manera, habiendo nosotros de frecuentar aquel camino, nuestros indios
sujetarían su orgullo; y que para satisfacción de lo pasado, nos
restituyesen los esclavos españoles que tenían.

Supieron los mensajeros tratar con tanta destreza el negocio, que poco
después nos salieron ellos al encuentro, trayendo en una gran canoa á un
español llamado Juan García, y se excusaron buenamente de la traición
pasada; mas aún ahora se mostraron pérfidos y mentirosos, porque
preguntados si tenían más esclavos respondieron que no, y supimos
después en la Asunción que tenían otros tres.

Después de haber renovado la amistad se nos mostró la mayor parte sobre
veinte canoas puestas á la fila, y uno á uno entraron en la barca para
recibir algún regalo.

El día siguiente vinieron los caciques llamados ambos Jacayrá,
presentándonos gran cantidad de fruta de la tierra. Después nos
significaron el deseo que tenían ellos también de hacerse cristianos y
fundar una Reducción en que los nuestros los instruyesen en los
misterios de la santa ley de Dios.

Tenían canoas de bella hechura, y viendo la gana que teníamos, nos
ofrecieron una bellísima, que nos trajeron al día siguiente.

En este estado dejamos el negocio de su conversión; pero hay poco que
esperar de ella, porque aunque hayan hecho tan largas ofertas no hay
mucho que fiarse de ellos porque son pérfidos, revoltosos, inconstantes,
y que en tanto mantienen su palabra en cuanto les está á cuento.

Al presente están divididos en dos facciones, la una discurre hacia el
lago de los Xarayes, por espacio de doscientas leguas; la otra hacia la
ciudad de la Asunción, cautivando gente y robando las haciendas y cuanto
les viene á las manos, y muchas veces se coligan con los Guaycurús en
daño de los españoles.

Pero lo que causa admiración es que tengan tanto orgullo, siendo así que
apenas cuentan trescientos ó cuatrocientos hombres de tomar armas,
porque cada año procuran diezmarlos los Mamalucos, y muchas veces rompen
también con los Guaycurús y se destruyen.

Otro no pequeño motivo les retrae de ser cristianos, y es que esta
nación es vagabunda, no estando jamás firme muchos días en un lugar, hoy
están en tierra firme y mañana en alguna isla, ni pueden de otra suerte
vivir, porque sustentándose con caza y pesca, no se puede hallar siempre
ésta en un mismo lugar, y como los Guaycurús, Charruas, Jarós y Pampas
no tienen firmeza en tierra, así los Payaguás en este río, y les
sucedería á ellos lo que á los Jarós, que dos veces pidieron Misioneros
y fundaron Reducción, y ambas á dos, enfadados de vivir debajo de un
mismo cielo, volviéndose á su antigua costumbre de vagabundos se
huyeron, por lo cual es necesario que estos Payaguás se junten con los
Guatos y Guaciarapos, pueblos estables y permanentes: pero el hacer esta
unión costaría más sangre y más sudores de lo que montase el buen éxito
del negocio.

Con todo eso, los dos fervorosos Misioneros Joseph de Arce y Juan
Bautista de Zea, deseaban se pusiese por obra este intento, allanando
con su celo las dificultades tan grandes que se ofrecían. Pero el P.
Superior fué de contrario parecer, no queriendo arriesgar las vidas de
estos dos apostólicos operarios, con que sin otro efecto proseguimos
nuestro viaje, cuando á 2 de Diciembre corrió dos veces peligro de
hacerse pedazos la barca en que íbamos. El primero fué por la mañana,
quedando encallado en unos arenales, y entró tan profundamente la
quilla, que muy trabajosamente, con el ayuda de las otras embarcaciones,
se pudo desencallar y sacar fuera de la arena. En este lance suplicamos
con grande afecto á la Santísima Virgen, y con su favor, cuando creíamos
entrase el agua por muchas partes, se halló que no había padecido nada.

Pero mayor fué el peligro y el susto al entrar la noche, porque soplando
muy recio el viento y alterado el río, y caminando el barco á todo
riesgo, dió de golpe en un escollo ciego y la furia del agua y del
viento la estrelló de escollo en escollo hasta arrojarla sobre la
ribera.

Aquí nos sorprendió á todos el susto y ya esperábamos que se había de
hacer pedazos y correr peligro nuestra vida; pero la piadosísima Señora
quiso hacernos cumplida la gracia, saliendo, así nosotros como la barca,
sanos y salvos de aquel riesgo.

A 4 de Enero ordenó el P. Superior que adelantándose tres barcos á vela
y remo procurasen cuanto antes entrar en el puerto de la Asunción para
llevar al P. Juan Bautista Neuman, que afligido sobremanera de la
disentería estaba poco menos que reducido á los últimos períodos de la
vida.

Por fin, el día 7, dimos todos fondo en aquel puerto, donde al
desembarcar nos salió á recibir el Gobernador, la nobleza y el pueblo en
gran multitud, que quisieron en todo caso, por más que nosotros lo
rehusamos, conducirnos hasta el colegio, donde tuvimos la triste nueva
del fallecimiento de aquel buen Padre. Venía tan maltratado y tan
acabado de fuerzas por los trabajos del viaje, fuera de que en muchas
semanas no se le pudo dar á comer otra cosa que un triste puñado de maíz
corrompido, que una hora después de haber entrado en nuestro colegio
pasó á recibir en la Jerusalén celestial el galardón de tantos trabajos.

A sus exequias asistieron el Cabildo eclesiástico y secular y todas las
religiones que quisieron honrar, como ellos decían, el cadáver de un
santo mártir, pues que las fatigas y trabajos sufridos por la gloria de
Dios y bien de las almas le habían acabado.

A 9 del mismo mes salimos de la Asunción para volver á los Guaranís,
donde últimamente, á 4 de Febrero, dimos fin á tan larga navegación.

Nueve meses hemos gastado en este viaje; hannos faltado dieciséis indios
por la escasez de los víveres y por la disentería que á casi todos nos
afligió, y á habernos tardado un poco más hubieran muerto otros
Misioneros con grave perjuicio de tantas almas, á cuya conversión
estaban destinados.» Hasta aquí la relación de este viaje.

Notable fué el sentimiento del P. Provincial viendo desvanecidos medios
tan eficaces para el intento; mas no por eso desistió abandonando la
empresa, y así, pasado el año siguiente á la visita del colegio de
Tarija, ordenó al Padre Juan Patricio Fernández que fabricase algunas
canoas en las riberas que se creía eran del río Paraguay, enviase por
allí al P. Miguel de Yegros, con el hermano Enrique Adamo, á la
Asunción, acompañándoles los Xarayes prácticos del río y valientes
vogadores.

Partió al punto el P. Juan Patricio con los dos compañeros y cien indios
del pueblo de San Rafael por el mes de Octubre de aquel año, para ver si
aquel río, junto al cual el P. Francisco Hervás había levantado la cruz,
era el Paraguay; pero á tres jornadas de camino halló que se perdía en
aquel que parecía río en unos palmares, sin saber dónde era su término;
con todo eso pasó ochenta leguas más adelante para reconocer dónde
estaba la cruz; pero llegando allí vió que no era este el río Paraguay
ni ramo suyo, sino un gran lago que en el tiempo de las lluvias se
extendía por aquellos valles.

Descubríanse desde aquí montañas muy altas entre Oriente y Mediodía, y
creyendo que á la falta de ellas correría el deseadísimo río, determinó
ir allá, como lo hizo; el viaje era incómodo y trabajoso, porque todo él
había de ser por la cumbre de la montaña; pasó por cierta Ranchería de
Guarayos destruídos por los Mamalucos, encontró muchas lagunas, registró
la más grande y profunda para ver si desaguaba en el río Paraguay, pero
todo sin provecho.

Ya era la mitad de Diciembre y amenazaba el cielo inundar las campañas
con las lluvias, que cerraban el camino para la vuelta; pero con todo
eso, porque tantos trabajos no quedasen frustrados, quiso gastar otros
ocho días en aquella empresa que tantos, y no más, parecían necesarios
para llegar á las costas del Paraguay, como lo afirmaban algunos indios
viejos, quienes por unas montañas fragosas que tenían delante, se
acordaban del país, por donde cuando mozos anduvieron con sus paisanos
para mover guerra á los Guarayos que viven á la ribera del río Paraguay.

Llegaron allá después de ocho días, habiendo gastado los tres en abrir
camino por un espeso bosque, sin hallar con qué apagar la sed sino
exprimiendo ciertas raíces que llaman Bocurús.

Poco más adelante descubrieron una laguna muy grande cercada de una
corona de montes que hacia el Oriente abrían boca, por donde la laguna
descargaba sus aguas, y por el Poniente la ceñía un bosque espesísimo.
Preguntóles el P. Juan Patricio Fernández si esta laguna iba á
desembocar en el río Paraguay, á que respondieron que no sabían, mas un
Penoquí de aquellos que se escaparon de las manos de los Mamalucos,
añadió que por aquella laguna habían entrado los enemigos á discurrir y
registrar el país, y por la banda del Oriente se descubría un arenal,
donde desembarcando dichos Mamalucos habían dejado las canoas y tomando
camino por tierra, habían ido á caza á los indios Taus.

Oído esto, mandó al momento fabricasen una canoa, pero no hallando
madero á propósito, y estando ya en el corazón del invierno, le fué
forzoso volver atrás y dejar la empresa para mejor tiempo.

Repartiendo, pues, á la gente las vituallas que había reservado para su
viaje á la Asunción, la envió á reconocer aquel arenal y camino de los
Mamalucos.

A dos jornadas de camino dió dicha gente en una pequeña Ranchería de
Guarayos de sesenta almas, que condujeron consigo al pueblo de San Juan
Bautista, á donde llegaron sanos y salvos el Sábado Santo del mismo año.

El P. Juan Patricio y sus compañeros gastaron veinticinco días para
entrar en San Rafael, por estar, á causa de las lluvias innundada toda
la campaña, por cuya causa se veían obligados á caminar descalzos, todos
calados de agua, y era gran fortuna topar á la noche con algún
montecillo, aunque pantanoso, donde hacer alto, aunque no para tomar
algún reposo y aliento en el sueño, por no permitirlo la infinita
multitud de mosquitos y tábanos que produce la humedad.

Tantas fatigas, maltratamientos y trabajos causaron en estos Misioneros
graves enfermedades y por gran fortuna pudieron ellos convalecer; mas no
así el hermano Enrique Adamo, que consumido y deshecho de los excesivos
trabajos y no teniendo fuerzas para recobrarse, pasó el día 27 de Julio
de 1705 á la bienaventuranza, para recibir el galardón de sus fatigas.

Era este hermano enfermero en la Casa Profesa de Roma, cuando llegando á
aquella corte el P. Ignacio de Frías, procurador general de esta
provincia, obtuvo licencia de nuestro Padre general Tirso González para
venir por su compañero y pasar á las Misiones de los Guaranís, de donde
fué á ejercitar el mismo oficio de enfermero á este colegio de Córdoba,
y de aquí fué á las Misiones de los Chiquitos, á que siempre tuvo grande
afecto y con su celo é industria procuró los progresos de ellas, hasta
perder la vida en la demanda.

De los Guarayos que se avecindaron en San Juan Bautista había algunos
que entendían la lengua castellana, con lo cual pudo el P. Juan Patricio
Fernández informarse del Paraguay y del puerto donde los Mamalucos daban
fondo para tomar noticias de la tierra de los Chiquitos y aun ellos se
ofrecieron á ir con él allá.

Por tanto, despachó algunos indios á abrir camino en los bosques de los
Taus, los cuales llegando á la última Ranchería de estos, situada á la
falda de las sierras de Santa Cruz la Vieja, descubrieron á los Paisanos
el intento de su ida, los cuales se lo disuadieron diciéndoles que no
podrían tenerse en pie las caballerías por aquellas cuestas tan fragosas
y les señalaron un camino no tan difícil, aunque todo de bosque pero
todo lleno de arroyos y en algunos lugares se dilataba en fértiles
campañas.

Al principio de Agosto partió en su seguimiento el P. Fernández con el
P. Juan Bautista Xandra y dos Guarayos, paróse en las tierras de los
Guarayos, donde halló á ciertos cristianos que habían venido de la
Reducción de San Joseph para exhortar á aquella gente á alistarse debajo
de las banderas de Cristo, y consiguieron su pretensión porque
abandonando todos su nativo suelo, se redujeron á vivir en nuestras
Reducciones.

Detuviéronse aquí los Padres tres días esperando á los neófitos que
habían despachado á reconocer el nuevo camino; de aquí prosiguieron su
viaje, aunque bañados de sudor, siendo necesario abrir camino con hachas
y picos por una espesísima selva, hasta que entraron en una campaña de
bellísima vista, enfrente de la cual estaba la laguna Mamoré, á donde se
encaminaban.

Llegaron, finalmente, á la playa donde solían desembarcar los Mamalucos,
en donde halló el P. Superior cinco largas cadenas que habían enterrado
allí aquellos crueles hombres.

Esta playa es un brazo de tierra, algunas millas dentro de la laguna, y
corre hacia Oriente y divide aquella laguna en dos ensenadas, una de las
cuales se extiende al Septentrión y la otra al Mediodía; y así por lo
que veía como por lo que sabía por relaciones ajenas, se certificó que
dicha laguna desembocaba en el río Paraguay.

Quiso el Padre adelantarse y pasar adelante, para lo cual mandó á los
indios que buscando un grueso leño fabricasen de él una canoa; y ellos,
no muy lejos de allí, hallaron un árbol bien á propósito para el caso,
el cual, dispuesto en forma de canoa y echado al agua, apenas los
Chiquitos que entraron dentro habían aprestado los remos para vogar,
cuando se volcó y aquellos pobres cayeron al agua, de donde con gran
trabajo salieron diciendo: «Esto no es para nosotros.»

Estando, pues, por aquel lado muy alterada la laguna por el viento que
soplaba, les ordenó el P. Fernández pasasen la canoa á la otra ensenada;
mas sondando los indios el fondo del agua no se quisieron arriesgar á
ponerse otra vez en peligro; pidióles el Padre que á lo menos le pasasen
á la otra banda, lo cual también rehusaron por ser manifiesto el peligro
de que la impetuosa corriente del agua volcase la canoa y él se hundiese
sin poder ser socorrido: parecía azar y siniestro accidente que no
sufriesen el efecto pretendido tantas diligencias y trabajos sufridos
por descubrir el puerto tan deseado del Paraguay; pero no fué sino
providencia singularísima del Altísimo, que no menos cuidaba de su
gloria que de la vida de sus siervos, porque si nuestros Misioneros de
las Reducciones de los Chiquitos bajaban á la de los Guaranís, caían en
manos de los Payaguás, que habían jurado vengar la muerte de sus
paisanos con la muerte y estrago de cualquier español que encontrasen,
como poco después lo escribió el P. Provincial, ordenando que ninguno de
los nuestros bajase por allí á los Guaranís, y que si alguno estuviese
ya en camino, diese la vuelta luego á los Chiquitos.

La causa del rompimiento fué que cuando aquellos cinco Misioneros de
quien poco antes hablé, llevaron consigo á la ciudad de la Asunción los
más nobles de aquella nación, no fueron éstos recibidos de la ciudad con
buena cara, temiendo que venían á reconocer la tierra y darles de
improviso un asalto y saquearla; con todo eso, por respeto de los
nuestros, los trató cortesmente el Gobernador, y acariciados con mil
regalos y presentes se volvieron á sus tierras.

Poco después, no sé con qué motivo, discurrían por el río algunos
españoles, y encontrándose con una escuadra de aquellos bárbaros les
dieron una carga cerrada de mosquete, y con la muerte de algunos
pusieron á los demás en fuga.

Con esto se rompió la paz, y jamás los Payaguás se fiarán de los
nuestros, y mucho menos de los españoles; antes bien, estarán siempre
alerta para vengarse de la injuria recibida, como lo han ejecutado con
harto daño de toda aquella gobernación del Paraguay.



CAPÍTULO IX

Múdanse á otro paraje las Reducciones; pasa el Padre
Superior á Tarija y desastres de los neófitos.


Por haberse ocupado el P. Superior en la empresa que acabo de referir,
no se había puesta en ejecución el orden del P. Visitador de estas
Reducciones, José Pablo de Castañeda de que se buscase sitio mejor y más
sano para fabricar de nuevo las Reducciones; por lo cual quiso al
presente ponerlo por obra, á que no poco ayudaron las enfermedades y el
contagio.

Considerado pues, el sitio más conforme á la salud de aquellos pueblos,
y para reducir á la fe las naciones confinantes, determinó con mucho
gusto de los neófitos, que la Reducción de San Rafael se trasladase y
plantase sobre un monte poco distante de su primera fundación, donde se
halla al presente, con gran provecho de los infieles que allí van á
vivir y tomar casa.

La Reducción de San Juan Bautista se mudó al Zapoco, riachuelo de poca
agua, pero cómodo, á que también se juntaron otros infieles.

En la Reducción de San Joseph, por no cuadrales á los indios el sitio
que se escogió para mudarla, se tuvo por mejor trasladarla á Santa Cruz
la Vieja, en cuya elección, cuan bien adivinasen los neófitos, se
descubre por el estado próspero en que siempre se ha mantenido, y por
ser escala á las naciones infieles del Chaco.

No ha dejado, empero, el demonio de hacer de las suyas, para arrancarla
de aquí viendo cuánto daño se le ha seguido á su partido; pero
descubiertas sus trazas y marañas, se redujeron todas á humo.

La otra de San Francisco Xavier se pasó trece leguas más adelante hacia
el Septentrión y siempre ha ido en aumento, de suerte que ha sido
necesario dividirla en otras Reducciones.

Escogido, pues, el lugar para la nueva fundación, ordenó el P. Superior
no se emprendiese la fábrica, sin haber hecho primero la sementera y
tener con qué vivir: mas el pueblo no quiso esperar tanto, por ver
siempre á sus ojos la muerte en aquel clima inficcionado mucho tiempo
antes de la peste; por lo cual se vieron los Padres precisados á seguir
los indios, y el P. Superior, pasando á San Joseph, halló solos á los
Misioneros, que con su ajuar estaban ya de partida para seguir á los
neófitos.

De aquí se condujo á la villa de Tarija á tratar los negocios de aquella
cristiandad con el nuevo Provincial P. Blas de Silva, que desde el día
16 de Septiembre de 1706 gobernaba esta provincia, llevando consigo los
Guarayos prácticos del Paraguay.

Llegado, pues, á la dicha villa, refirió las noticias más seguras del
puerto que había en el río Paraguay y destinó aquellos indios para que
se despachasen á los Guaranís, á fin de que guiasen con seguridad otros
Misioneros á los Chiquitos.

De todo esto hizo poco caso el P. Provincial, diciendo serían estos
indicios como los pasados, de que no se debía tener cuenta ni arriesgar
á otros Apostólicos operarios que trabajaban en otras partes con igual
gloria de Dios y provecho de las almas. Que fuesen los Misioneros de los
Chiquitos los primeros que rompiesen el camino, que por una contingencia
no quería, á tanta costa, exponer otros sujetos en aquella trabajosa
empresa. A que no pudiendo replicar el P. Fernández, esperó mejor tiempo
para lograr sus deseos: y por estar ya á los fines de Diciembre y
cerrados los caminos con las lluvias, se quedó en Tarija, confirmado en
el gobierno de aquellas Misiones; y el año siguiente de 1707 volvió á
ellas con otros dos operarios, el P. Pablo Restivo, siciliano, Misionero
antiguo de los Guaranís, y el P. Juan Bautista de Zea con el oficio de
Visitador, en nombre del Provincial, el cual pensaba abrir nuevo camino,
porque había recibido orden el P. Felipe Suárez que desde el pueblo de
San Joseph, allanase el camino, costeando el río San Miguel, porque se
ahorraban muchas jornadas de viaje y se libraban de los vados peligrosos
del río Guapay y por aquí habían ido antiguamente los Chiriguanás á caza
de indios Penoquís, aunque les salió mal esta invasión, porque cogidos
de los Penoquís en una emboscada, los pasaron á todos un palo por las
entrañas, y así traspasados los levantaron en el aire y los pusieron á
los lados del camino para muestra de lo que harían con otros si se
moviesen á cosa semejante.

El P. Suárez, por el mes de Mayo puso por obra la voluntad del P. Zea,
aunque no pudo llegar hasta las Rancherías de los Chiriguanás por no
tener con qué sustentar á buen número de indios Chiquitos, que allanaban
el camino. Con todo eso, teniendo á la vista aquella punta de montes que
habitan los Chiriguanás, se avanzó con dos indios para ver si descubría
alguna Ranchería.

A pocos pasos vió que venía hacia sí uno de los Chiriguanás, que
despavorido á la vista del P. Felipe, como de enemigos, metió las
espuelas al caballo, y llegando á toda carrera á su Ranchería dió aviso
que venían Mamalucos, con que se previno para la defensa y puso en armas
todo el contorno. Por lo cual, no teniendo el Padre quien le guiase y
viéndose abandonado de sus cristianos, dió la vuelta á San Joseph, y
aunque no pudo noticiar de lo sucedido al P. Fernández, lo supo éste en
el valle de las Salinas por aquella voz que se divulgó, de la cual
conjeturó había sido lo que había intentado el P. Felipe.

A fines de Septiembre se partió el P. Fernández á los Chiquitos, y
llegando á las tierras de los Chiriguanás, llamadas Palmares, tuvo
noticias más ciertas del camino que habían abierto los Chiquitos. Por lo
cual resolvió el P. Visitador Juan Bautista de Zea, dejado el camino
antiguo, tirar al Oriente hacia el río Parapití á una Ranchería de
Chiriguanás, llamada Charaguá, por donde pasa aquel río; aquí trató con
dos caciques para que le guiasen hasta donde había llegado el P. Suárez,
ofreciéndose éstos al punto, anticipándoles los nuestros una buena paga;
pero el día antes de la partida, estando bien tomados de la chicha, que
es su vino, descubrieron cuanto maquinaban en su corazón, y era la
causa de todo que sus parientes habían montado en cólera porque
enseñaban á los Padres aquel camino por donde en adelante vendrían á
robarlos y hacerlos esclavos los Mamalucos, diciéndoles era mejor
matarlos á macanazos, ó si no á lo menos conducirlos á donde los tigres
hiciesen estrago en ellos; los caciques, empero, querían mantener la
palabra sin moverles nada estas razones que alegaban, más por deseo de
la ganancia que sacaban, que por certidumbre que tuviesen de los
peligros que les podrían suceder. Por lo cual el día siguiente se
aprestaron puntualmente para ir sirviendo á los Padres y los acompañaron
hasta el Parapití.

Pocas millas faltaban para llegar al lugar donde el P. Suárez había
vuelto atrás, cuando los dos caciques se dejaron salir de la boca estas
palabras: «Gran lástima tenemos de vosotros, porque os han de robar y
matar los Tuquís que discurren por este camino». Tuquís llaman á los
pueblos que no son de su nación.

El P. Visitador hacía que no los entendía y quería pasar adelante, pero
aconsejándose con sus compañeros, sospechó maquinaban alguna traición
los Chiriguanás, y que con el pretesto de los Tuquís, querían encubrir
sus tramas; pues fuera de ellos no había otros en el país que habían
registrado bien los Chiquitos, por lo cual, so color de que las
caballerías se habían cansado y que no podrían andar lo que les faltaba
de camino, se dieron prisa á volver atrás para escapar de las uñas de
aquellos bárbaros, que por sólo robarles las pobres cosillas que
llevaban consigo, les querían hacer traición. Y no se engañaron, pues se
encontraron con muchas cuadrillas de aquellos bárbaros que, preguntados
á dónde iban, respondieron que á pescar en el Parapití; pero se les
escaparon de las manos estos peces que iban á buscar.

No se perdió del todo tan largo viaje, ni las fatigas y trabajos que
padecieron estos fervorosos operarios, disponiéndolos Dios para que las
almas de dos niños consiguiesen la feliz suerte de su predestinación.

Estaban éstos en el Charaguá ya para expirar, cuando fueron llamados los
nuestros para que les aplicasen algún remedio corporal; pero viendo
ellos perdida la esperanza de la vida temporal, les procuraron el
remedio del alma con el santo bautismo, y apenas le recibieron, cuando
fueron á gozar de aquella bienaventuranza que, ciegos sus padres, tanto
aborrecían. Lo cual llenó tanto de júbilo á aquellos varones
apostólicos, que por ello sólo les parecieron bien empleados tantos
sudores y fatigas.

A causa de estos embarazos no pudieron llegar á los Chiquitos hasta
mediado Diciembre, con que les fué preciso hacer alto en la Reducción de
San Francisco Xavier por las lluvias que ya inundaban el país.

Poca gente halló el P. Visitador Zea en las Reducciones, porque apenas
los indios habían levantado sus casas, y recogido algunas mieses para su
manutención, cuando se partieron al punto á reconocer el país y sus
confines y espiar las Rancherías de los infieles, porque ya que había
sido costumbre antigua suya hacer guerra á los confinantas y tomarlos
por esclavos, se valieron de eso los nuestros para dilatar la gloria de
Dios y en provecho de aquellos infieles que vivían en las tinieblas de
la muerte y de la infidelidad; persuadiéronles, pues, que fuesen por las
Rancherías de los circunvecinos, pero sin causarles el menor daño ni en
las vidas ni en la haciendas; antes bien, que con afabilidad y con otros
buenos modos, les diesen noticias de Dios y de las cosas del cielo,
enseñándoles el fin para que habían sido criados y vivían en el mundo,
la necesidad de abrazar la ley de Cristo para ser eternamente felices,
y que procurasen ganarse el afecto de alguno de ellos, para que
sirviese de guía é intéprete á los Misioneros.

Los buenos cristianos empezaron á ejercitar tan puntualmente la lección
que se les dió, que por no traspasarla aún levemente, se dejaban hacer
pedazos de los bárbaros, por lo cual fué necesario explicarles lo que
podían hacer si fuesen acometidos para que no sucediese en adelante lo
que sucedió á unos indios de la Reducción de San Joseph, que yendo en
busca de las Salinas dieron en una Ranchería de infieles; entraron en
ella sin armas, desplegado sólo el estandarte con la imagen de Nuestra
Señora, y con palabras suaves y corteses procuraron domesticar la
fiereza de los moradores; pero éstos, mirándolos con malos ojos, dieron
sobre ellos como tigres é hicieron en ellos tan cruel estrago, que sólo
un indio con dos muchachos pudo escapar con vida.

Otro tanto, si no ya peor, porque fueron más en número, sucedió á los de
San Juan Bautista. Internáronse éstos en país enemigo, ochenta y más
leguas á una tierra de infieles cercada alrededor de profundos fosos de
agua, junto á los cuales tenían fabricadas sus casas; entraron dentro
los nuestros y dos solos de sus moradores, porque los demás estaban
trabajando en el campo, salieron fuera á hacerles frente y á
amenazarles con sus flechas.

Viendo uno de éstos que los cristianos no desistían de avanzarse, hirió
con una saeta al que llevaba la imagen de Nuestra Señora, á quien ellos
no hicieron otro daño que quitarle las armas (cosa maravillosa digna de
tenerse por milagro aun en los aprovechados en el espíritu, no ya en
bárbaros, en cuyos corazones reina más la venganza que en el cuerpo el
alma); pero las mujeres, empuñando las armas, fueron á los sembrados á
avisar á los hombres, los cuales, dejada la labor, volvieron al punto
con ánimo de hacer en ellos una gran carnicería; pero viendo el número,
y habiendo con daño propio probado otras veces el coraje y aliento de
los Chiquitos, se detuvieron y previnieron la mesa en qué repararse de
la hambre, hablando más por señas que con palabras por ser de diferentes
lenguas.

Poco después vino el cacique, que al punto hizo retirar á los suyos y
ordenó que recogiesen las armas que los nuestros, en señal de paz,
habían puesto en el suelo.

Llevaban esto de mala gana los Chiquitos; pero su Capitán, fervorosísimo
en la fe, cuando antes de convertirse parecía una fiera, mandó que se
las dejasen coger, queriendo con tal bondad y mansedumbre ganarles el
afecto y la voluntad, y sus almas para Cristo. Pero aprovechó poco,
porque luego que los vieron desarmados cargaron los bárbaros sobre ellos
y hubieran hecho en ellos un grande estrago, hasta no dejar ninguno
vivo, si no se hubieran entrado algunos pocos dentro de los fosos;
quedaron muchos heridos, y por muchos meses llevaban en el cuerpo las
señales del fervor y deseo que fomentaban en sus pechos de verter la
sangre por Cristo.

Fué uno de ellos herido en el vientre, y la punta de la flecha le dañó
las entrañas; el cual con gran trabajo le condujeron á casa en brazos
ajenos, y postrado en la cama por mucho tiempo, hasta que no le quedó
más que la piel sobre los huesos, perdida la esperanza de sanar trató un
Misionero de disponerle para morir, diciéndole que perdonase á sus
enemigos y se tuviese por dichoso en dar su vida por llevar á otros la
luz del Evangelio, que imitase á su buen Redentor que por sus enemigos
pidió perdón á su Eterno Padre, amándoles con amor infinito, en
recompensa de las injurias recibidas.

El buen indio lo oyó con gusto, y con lágrimas de tierno afecto, los
perdonó y ofreció á Dios su vida por la salvación de aquéllos que le
habían tan gravemente ofendido, y así le administró los Sacramentos y
esperaba por instantes su feliz tránsito á mejor vida.

El día siguiente preguntó al enfermero en qué estado se hallaba el
enfermo, á que respondió que estaba fuera de peligro, y que aquel Señor
que había recibido le había quitado todo el mal.

No acababa el Padre de creerlo; pero hallando que era verdad, preguntó
al indio, ya sano, qué le había sucedido. A que él satisfizo, diciendo:
«El Señor, que tú ayer me diste, me ha librado y esta noche arrojé fuera
todo el mal.»

Valiéndose de este caso, exhortó el Misionero á aquellos nuevos
cristianos á perseverar en el bien comenzado y á amar á Dios, que con
tal milagro manifestaba cuánto le agradaban sus fervores.

Empero, no faltó quien tomase venganza de aquella crueldad, porque los
Piñocas andando también ellos en busca de almas, se encontraron acaso
con ellos, y reconociéndolos por los rosarios y cruces que llevaban
colgadas al cuello, despojos de los muertos (estos son los atavíos y
adornos que tanto aprecian aquellos cristianos); aun con todo eso no los
hubieran atacado, si el remordimiento de la conciencia no hubiese
atizado á los infieles; los cuales, mientras se ponían en armas,
recibieron de los Piñocas tal carga, que muchos de ellos cayeron muertos
en tierra y entre ellos el cacique, autor de la traición.

Mejor fortuna corrieron otros indios de la misma Reducción de San Juan
Bautista, que entrados en una Ranchería de Puraxís, lograron reducir á
la Santa fe cincuenta familias, y con ellos, alegres y contentos, dieron
la vuelta á su Ranchería.

Siendo informado el P. Visitador del estraño encuentro de los de la
Reducción de San Joseph, ordenó que cien indios del mismo pueblo,
pertrechados de armas, volviesen, no para castigar la crueldad de
aquellos malvados, sino para traer los huesos de los muertos para darles
honrosa sepultura y que con buenos modos, aunque siempre con las armas
en la mano, les certificasen sinceramente del fin porque iban á su
pueblo y del amor que, aun después de cometida aquella bárbara
atrocidad, les tenían.

Partieron al punto; y aunque á costa de grandes trabajos por la falta de
agua, de suerte que no tenían para refrigerar la sed sino un poco de
rocío que recogían en los cardos silvestres al fin llegaron al lugar de
la matanza, donde sólo hallaron los cuerpos de sus hermanos, pero no á
los matadores, á quienes obligó el temor del castigo á retirarse á donde
tan fácilmente no pudiesen ser hallados.

Querían los cristianos ir en su seguimiento, pero no siendo prácticos en
los caminos defirieron esta empresa para tiempo más oportuno y cargando
en sus hombros los cadáveres, dieron la vuelta á su Reducción, donde
tuvieron no poca materia de alegría en los dos pueblos que vieron se
fundaban de nuevo; el uno con el título de San Ignacio de los Bocas, y
el otro de la Concepción, donde se juntaron los pueblos de lenguas muy
diferentes, que en sus correrías hacia el Mediodía había descubierto el
V. P. Lucas Caballero.

Señaló por Superior de la primera al P. Joseph de la Mata, y él se fué
por su compañero, con raro ejemplo y edificación de todos en usar del
oficio para escoger el cultivo del campo más duro y sembrado de espinas
y de cruces (de que daré abajo pruebas mayores). Mas este su celo le
hubo de costar presto la vida, porque siendo como era Misionero
verdaderamente Apostólico, incapaz de reposo y descanso, apenas llegó á
la nueva Reducción cuando al punto quiso ganar para Cristo á los Auropés
y Tabacis, siendo preciso para conseguirlo pasar profundos pantanos y
lagunas, caminando muchas veces bañado, así del agua que caía del cielo
como del mucho sudor en que se resolvía para vencer no pocos ni ligeros
embarazos. De aquí se le originó un humor maligno, que corriendo por el
cuerpo, le ocupó todo en breve con una monstruosa hinchazón, en que
peligraba ya la vida, á no haberle acudido el P. Mata con algunos
remedios, que no tanto por su actividad cuanto por voluntad de Dios, le
repararon algún tanto; y para que se restituyese del todo á su antigua
salud, fué preciso mudase de aires, pasando á San Rafael, donde tuvo
dilatado campo para ejercitar su celo, saliendo á caza de bestias
racionales (que así se pueden llamar aquellos bárbaros) las cuales
domesticadas redujo al redil de la Iglesia.

Parecía que iba á competencia con el V. Padre Caballero en ganar almas
para Dios y para sí mismo muchos méritos; y es obligación mía dar aquí
por extenso noticias de las heroicas virtudes de entrambos: de las del
primero tendré abajo ocasión oportuna; de las del V. P. Lucas la daré en
los capítulos siguientes, concluyendo la narración con el felicísimo
martirio que padeció el año de 1711.



CAPÍTULO X

Nacimiento, entrada en la Compañía y primeros
fervores del venerable P. Lucas Caballero.


Nació el venerable P. Lucas en Villamear, lugar de Castilla la Vieja.
Sus padres eran de lo principal de él y acomodados en bienes de fortuna.
Pasó los primeros años de su niñez en casa de un tío suyo, sacerdote de
ejemplarísimas costumbres, y en quien aprendió una gran madurez de
juicio y gravedad en las acciones, de suerte que en la niñez nada tenía
pueril ni mostraba ternura, sino en la piedad, ni gusto sino en los
ejercicios de devoción, y en todo mostraba una virginal modestia, tan
delicada, que se ofendía de ver ó de oir acción ó palabra menos
recatada.

Habiendo pasado aquel santo sacerdote á mejor vida, pasó á vivir á casa
de otro tío suyo, también sacerdote, pero de diferentes costumbres y
proceder; no obstante eso, el devoto niño fortalecido con la gracia del
Espíritu Santo no empañó con el menor defecto el candor de su inocencia,
aunque para conservarla pura hubo tal vez de desatender la autoridad de
su tío que era de rotas costumbres, manteniéndose modesto, retirado y
atendiendo sólo á las cosas de su alma y al servicio de Dios.

Aprendió los primeros rudimentos de la Gramática en nuestro Colegio de
San Ambrosio en Valladolid, donde con el trato de los nuestros se
aficionó á la Compañía y pidió con instancias ser admitido en ella; y
hechos los exámenes y pruebas acostumbradas, pasó al noviciado de
Villagarcía, grande y religioso Seminario de Varones Apostólicos en
ambos mundos. Aquí llenó las esperanzas que de él se tenían con el
fervor de espíritu y con la inocencia de la vida, teniendo todo su gusto
en Dios.

Tuvo por este tiempo noticias de la llegada á España de los PP.
Cristóbal de Grijalva y Tomás Domidas, procuradores de esta provincia,
que venían por operarios evangélicos para cultivar y mantener esta
dilatada viña del Señor.

Encendióse luego en deseos fervorosos de ser uno de los señalados para
pasar á Indias, á cuyo fin hizo á Dios Nuestro Señor repetidas súplicas
para que se dignase su Divina Majestad de escogerle para propagar su
gloria y llevar la luz de la fe á los que viven en las sombras de la
gentilidad, ofreciéndose con voluntad pronta á los trabajos y á los
peligros de la vida hasta derramar su sangre por la fe.

Agradaron al cielo estas ofertas como lo dieron á entender los efectos;
porque teniéndole los Superiores como hábil para grandes empresas en el
servicio de Dios, ciertos de lo sólido de sus virtudes le concedieron
licencia, y poco después, en compañía de otros setenta Misioneros, se
dió en Cádiz á la vela, y después de una trabajosa navegación en que
murieron ocho de los nuestros, arribó á Buenos Aires, primer puerto de
esta provincia, y de allí pasó á Córdoba de Tucumán, donde con crédito
de ingenioso concluyó sus estudios.

No quiero omitir lo que él por humildad, y para enseñanza nuestra,
refirió á un confidente suyo, y fué que viéndose en la filosofía
superior á los otros condiscípulos en las funciones domésticas, se dejó
llevar de alguna vana complacencia de sí mismo y se descuidó en rezar la
oración del angélico doctor, que acostumbraba antes de estudiar, pero de
aquí se le originó oscurecérsele algún tanto el entendimiento, y le fué
necesario después sudar y trabajar mucha para entender las materias
teológicas.

Acabados sus estudios y recibidas las sagradas órdenes, empleó su celo
en las Misiones de la jurisdicción de la ciudad de Córdoba con igual
gloria de Dios y aprovechamiento de las almas, así de los indios como de
los españoles, que por su pobreza viven en aquellos desiertos y tierras,
sin otra doctrina ni instrucción en la ley de Dios que la que les dan
los nuestros cuando van á sus estancias y ranchos, siendo para ellos
éste su día de Pascua y el de mayor devoción de todo el año; con lo cual
recogió abundante cosecha de almas y de trabajos; aquéllas para Cristo y
éstos para sí, por ser esta misión de las más difíciles y trabajosas que
tenemos.

De aquí pasó á la conversión de los indios Pampas que confinan con este
obispado, la cual empresa procuró seguir con todo empeño porque le
traspasaba el corazón la pérdida de tantas almas metidas en las
tinieblas de la gentilidad, viviendo, como viven, tan cercanas á los
resplandores del Evangelio.

No es fácil referir cuánto sudó y trabajó para reducir á estos infieles,
pero todo en vano, porque rehusaron obstinadamente recibir el santo
bautismo y reducirse á vida política, con que se vió precisado á
abandonarlos totalmente por no perder á un tiempo la vida y los deseos
que ardían en su pecho de campo más dilatado y espacioso donde fuese
más cierta la cosecha, como menos resistencia del terreno para recibir
la semilla del Evangelio.

A este tiempo se trataba con más calor de emprender la misión y
reducción de los Chiriguanás y Chiquitos, por lo cual el Padre pidió y
obtuvo el ser señalado por uno de los primeros á quien tocase la suerte
de reducir aquellos pueblos gentiles al conocimiento de su Criador.

Pusiéronle á cuidar de la Reducción de Nuestra Señora del Guapay, donde
estuvo dos años, logrando más frutos de paciencia, hambre, sed, befas y
escarnios de los infieles que almas para Cristo, por ser los Chiriguanás
gente bárbara, sobremanera obstinada, á quien ni amedrentan los castigos
ni los beneficios domestican, pues habiendo usado Dios Nuestro Señor con
ellos de ambos medios, ya procurando atraerlos con milagros y con el
fervor de varones apostólicos, ya asombrándoles con tempestades furiosas
y rayos del cielo, y con la carestía y pestilencia de la tierra,
perseveran protervos en su obstinación.

Acostumbrados, pues, estos bárbaros á sacudir el suave yugo del
Evangelio por estar ya enfadados del celo del V. P. Lucas y sus
compañeros, fingiendo que sólo habían venido á sus tierras para
juntarlos y entregarlos á los Mamalucos del Brasil, los echaron del país
y destruyeron la iglesia que habían fabricado, por cuya causa se retiró
á los Chiquitos, en el pueblo de San Francisco Xavier, donde hallando el
terreno más dispuesto al cultivo de la fe, asistía á aquellos nuevos
fieles con increíble celo y amor; y á la verdad, era bien necesario su
espíritu y fervor para acudir y socorrer las necesidades de aquella
iglesia, afligida no menos de la peste que de la carestía de todo lo
necesario, no dando treguas ni de día ni de noche á las fatigas y
trabajos que le redujeron con una grave enfermedad al último trance de
la vida, con extremo dolor de sus compañeros que le veneraban como á
santo, y de los neófitos, que le amaban como á Padre.

Mas en esta aflicción quiso Dios consolar á todos, dándole en breve
tiempo entera salud para que regase con su sangre aquella nueva viña del
Señor (condición al parecer precisa para que la fe arraigue con
permanencia en los campos donde se planta) que en adelante había de
rendir copiosos frutos.

De esta Reducción salía frecuentemente el P. Lucas á discurrir por las
tierras circunvecinas y andaba á caza de almas por los montes y bosques,
y confiando sólo en la Providencia Divina no cuidaba de sí mismo ni de
su salud, sucediéndole las más de las veces no tener otra cosa de qué
alimentarse sino con raíces ó frutas silvestres.

Los trabajos y fatigas, juntas con ardientísimas fiebres, lo postraban
en el suelo, sin tener más médico que la Providencia Divina, ni más
remedio que la conformidad con Dios, no hallando ni aun una choza en qué
recobrarse en tales lances, expuesto á las injurias del tiempo; pero
entonces Dios le llenaba de consuelos el alma, dándole tal vigor á su
espíritu que redundaba en el cuerpo, de tal manera que ya ni sentía la
enfermedad ni le rendían las fatigas; antes, emprendía los viajes más
incómodos y los mayores peligros para traer almas al rebaño de Cristo.

No son estas solamente expresiones mías, sino testimonio de un Superior
suyo, quien dice que después de tantos malos tratamientos de su vida, no
le pagaba con otra cosa que con reprensiones, á fin de que pusiese freno
á sus fervores que, mirados con los ojos materiales, excedían y pasaban
los términos de la prudencia; pero siendo él gobernado de espíritu
superior á toda prudencia humana, sin poder contener su celo corría
siempre más á donde la cosecha de las almas y de trabajos era mayor.

Llegó una vez á una Ranchería de infieles con el semblante tan
desfigurado, tan falto de fuerzas y pobre de vestido, que por burla
preguntaron aquellos infieles á sus compañeros si era el Padre algún
esclavo fugitivo de los españoles á quien hubiesen tan malparado á
golpes y azotes. No obstante, les predicó el santo varón la fe de Cristo
con tanto fervor y espíritu, que si él no pudo luego reducirlos,
viniendo poco después otro Misionero sacó de ellos fruto muy copioso.

Y aunque el apostólico Padre se hacía tan cruda guerra á sí mismo,
siempre le parecía todo poco por el ansia de padecer siempre más y más.
Oíasele muchas veces desahogar su corazón en deseos de más cruces y
trabajos y quejarse amorosamente al Señor porque andaba S. M. tan escaso
con él en darle aquellos trabajos y martirios que con tanta liberalidad
repartía á otros, porque aún no entendía que Dios le difería el
cumplimiento de sus deseos para que creciesen los méritos y adelantase
la gloria de su Criador, sufriendo otras muchas cruces que le tenía
preparadas por llevar su nombre á otros pueblos y naciones.

En el año de 1704 salió en busca de los Puraxís que se habían retirado á
una espesa selva para defenderse de los asaltos de algunos europeos que
sin temor á las leyes, sobre el seguro de estar lejos de la vista de
quien pudiese castigar sus excesos, se tomaban la licencia de hacer
esclavos á los paisanos y venderlos á su gusto como tales; y llegando á
donde uno de estos estaba alojado junto á aquellos pueblos, le recibió
con mal semblante y peores palabras, diciendo al V. P. que aquel no era
tiempo de hacer misiones, y así que se volviese y metiese en su
Reducción, porque si no lo hacía por bien, le obligaría, mal de su
grado, á que lo hiciese.

Eran buenas estas palabras para espantar cobardes ánimos, no para
entibiar el celo ardiente de un apóstol; y así, respondiéndole el Padre
afable y cortesmente, prosiguió su viaje, mas no halló indio alguno en
sus Rancherías, porque todos andaban huídos por los montes y selvas y
sólo se dejaba ver tal cual, que desde las copas de los árboles
exploraba los pasos de los españoles.

Esto le obligó á que trepase por los árboles para poder llegar á sus
albergues y cavernas, donde los recogió y predicó la fe y administró á
los niños el santo bautismo; y porque con la falta de lluvias se les
perdían irreparablemente los sembrados, se echó á sus piés aquella pobre
gente y más con lágrimas que con palabras, le pidieron que si tanto
podían con el Dios que predicaba sus súplicas, les alcanzase nuevo
remedio en aquella necesidad.

Enternecióse el buen Padre de sus lágrimas, y haciéndoles poner á todos
de rodillas delante de una cruz y levantadas las manos al cielo, les
mandó pidiesen agua á la fuente de todos los bienes, que es Dios.

No se hizo Dios sordo á las súplicas de aquellos nuevos fieles y así les
concedió su petición con lluvia copiosísima. Rabiaba de pesar el demonio
al ver que se le escapa de sus garras esta gente de quien hasta entonces
había estado en pacífica posesión y movió una tempestad terrible contra
él.

Salió uno de aquellos europeos, de quien poco ha hice mención, hombre
perdido y cruel y encendido en cólera por ver más que nunca perdidos
ahora sus intereses, maquinó con el fomento de otros parciales, hacer de
un golpe dos tiros, que fueron recoger gran número de esclavos y
malquistar al P. Lucas con aquellos pueblos, de suerte que jamás osase
ponerse delante de ellos.

Con este designio pasó los Puraxís, y les dijo que no creyesen á aquel
Padre, porque era un Mamaluco disfrazado en traje de jesuita; y para que
viesen que decía verdad, á la vuelta (había pasado el V. Padre á
reducir la nación de Tapacurás) le haría prender, y cargado de prisiones
le remitiría á Santa Cruz de la Sierra.

No dió la gente á sus palabras todo el crédito que deseaba; pero no
obstante, combatidos sus ánimos de dos diversos afectos, de temor de que
en la realidad fuese Mamaluco y del amor que le tenían, estaban tristes
y melancólicos.

Luego que el santo varón supo este enredo, les descubrió los fraudes del
enemigo y procuró aquietarlos con buenas razones.

Poco después dió la vuelta con su gente aquel malvado, y afrentando al
Padre con palabras llenas de oprobios, faltó poco para poner en él las
manos. Por último, le intimó en nombre de S. M. Católica (que en tales
empresas fingen estos malvados la autoridad real para abusar de ella
cuando les está á cuento ó se atraviesan sus intereses) que se retirase
luego de aquel país y fuese á dar razón al gobierno de Santa Cruz.

Este tan pesado lance no descompuso ni alteró en el P. Lucas aquella
serenidad de ánimo que siempre mostraba en el semblante, sino atento
solamente á reparar el daño que de aquí se podía seguir, le respondió
con aquella intrépida y santa libertad que le daba el espíritu de Dios;
que sabía bien se enderezaban todos sus designios, no á otro fin, sino á
hacerle aborrecido de aquella gente para que en adelante jamás le
admitiesen en aquellas tierras ni le diesen oídos. Que qué diría el
pueblo de Santa Cruz al ver llevar preso á un pobre religioso porque
predicaba la fe. Que no se fiase de su poder, pues Dios Nuestro Señor y
la Majestad Católica del Rey, no tenían lejos las armas, aun de aquellos
desiertos remotos, para hacerle pagar un atentado tan temerario é
injusto; y por fin, que no esperase contrastar con sus embustes la
piedad y celo de aquella piadosa ciudad y sus regidores. Replicóle el
hombre perdido con furia que obedeciese. Mas el P. Lucas, no haciendo
caso alguno de lo que le pudiese suceder por los enredos y calumnias de
aquel hombre descarado, determinó quedarse para deshacer la máquina
fabricada para daño y ruina de aquella nueva cristiandad.

A este tiempo le trajeron los Paraxís un indio Manacica, que hecho
esclavo de aquel hombre, había tenido maña para huirse de él, y puesto
en libertad se acompañó con los neófitos.

Entendía este Manacica alguna cosa del idioma de los Chiquitos, era de
buen entendimiento, cuanto cabe en un bárbaro; observaba con atención
las ceremonias sagradas, la forma de bautizar, el ponerse de rodillas
delante de la santa cruz, el levantar las manos al cielo, las preces
sagradas que muchas veces al día entonaba el santo varón en voz alta; y
pareciéndole todo conforme á su genio y á la razón, procuraba hacer lo
mismo.

Advertido esto muchas veces por el P. Lucas, y coligiendo lo que sería
toda la nación, por lo que veía en aquel sólo, determinó emprender su
conversión.



CAPÍTULO XI

Pasa el venerable P. Lucas á los Manacicas, quieren
matarle los indios Sibacás y el cielo toma por él venganza.


Alegres los indios de que aquel europeo aterrado del ánimo del
apostólico Padre hubiese desamparado el país sin hacer presa en ellos,
como les había amenazado, penetraron á lo más enmarañado del bosque, y
Zuriquios, cacique de aquella Ranchería, le pidió que fuese á los
Aruporés, que ellos le acompañarían: los hablaremos, dijo el cacique, y
los entretendremos para que no se pierdan y anden descarnados por temor
de los enemigos, y todos nosotros los Puraxís y Tubacís nos juntaremos
con ellos para hacer un pueblo en que tú nos puedas doctrinar y dar el
santo bautismo; porque de otra suerte nos esparciremos por estos bosques
de tal manera, que ni tú ni otros nos puedan jamás encontrar.

El santo Padre que no deseaba otra cosa, se puso al punto en camino, y
llegando allá en pocos días, halló la gente tan bien dispuesta á recibir
la fe de Cristo, que de una vez bautizó ochenta ó más niños. No quiso
por entonces bautizar á los adultos, porque la experiencia le había
enseñado á usar con ellos de lentitud.

De aquí pasó á otra Ranchería, donde falto de fuerzas, sin poder
sostener tantas fatigas y trabajos, desmayó de pura flaqueza, y asaltado
de una fiebre ardientísima, se echó debajo de un árbol en un total
desamparo de todo humano consuelo, abandonado aun de los neófitos
Piñocas, y persuadiéndose no le restaba mucho tiempo de vida, se iba
disponiendo para el último trance.

Los indios del país se dolían grandemente de que por haber los enemigos
asolado la tierra, no tenían con qué socorrerle y reparar su flaqueza;
pero hallando por gran ventura una gallina, se la ofrecieron, mas el
santo Padre rehusó aquel alivio y quiso resueltamente se guisase para
dar de comer á un neófito que junto á él yacía enfermo.

En este estado se hallaba, cuando sintió en su corazón que era voluntad
de Dios se ofreciese á llevar en Santo Nombre á los Manacicas, que con
esta oferta se restituiría á sus fuerzas. Al punto prometió, no sólo
darle á conocer á nuevas gentes, sino derramar su sangre por el bien de
los prójimos, si fuese esta su voluntad santísima.

Agradó al cielo esta oferta y al momento se recobró el cuerpo de sus
antiguas fuerzas, y no habiendo podido los días antecedentes atravesar
bocado, pudo luego comer lo que la piedad de los bárbaros le ofrecían;
lo cual, aunque mal guisado, fué bastante á recobrarle del todo.

Vino á darle el parabién de su perfecta mejoría Pou, cacique del lugar,
con algunos de sus vasallos, y el ferventísimo P. Lucas, acordándose de
la promesa hecha á Dios, trató luego de la empresa, y con cuantas
razones le dictó el amor de Dios y del prójimo, le exhortó á que fuese
su compañero en aquella empresa.

Parecióle al cacique que este negocio no tendría éxito feliz, por ser
los Manacicas en valor terribles y en número muchísimos, y sobremanera
opuestos á los españoles, pues por la matanza reciente que éstos habían
hecho, tenían jurado de vengarse, no dejando con vida á cualquiera que
cayese en sus manos; que ir allá era lo mismo que ir á buscar por sí
mismo la muerte, y que encontraría en el viaje tantos peligros cuantos
serían las agudísimas puntas que ellos habían sembrado por todo el
camino, como él mismo lo había experimentado el año antecedente,
viéndose precisado á dar la vuelta por no quedar estropeado.

Finalmente, el cacique que le miraba como á padre amoroso y le
reverenciaba como á Santo por la extremada piedad con que sentía todos
sus males, le dijo por último para apartarle de su santo propósito:

«Padre, si te acometieran los Manacicas, ¿con qué te defenderás tú
sólo?»

A lo cual el apostólico Padre, sacando del seno un Santo Cristo, le
respondió:

«Mira (son palabras suyas), mira aquí el escudo con que repararé sus
furias; nada temo, porque Cristo me ordena que lleve allá su santa ley;
no pueden ellos quitarme ni un cabello si él no quiere, y aun cuando yo
padeciese ésta, que vosotros llamáis desgracia, de ser muerto á sus
manos, ella sería mi suma felicidad; si vosotros tenéis miedo, podéis
quedaros antes de llegar á sus pueblos, que yo me iré sólo; y si me
recibieren con buen semblante, volveré á llamaros, y si no volviere, os
podéis huir.»

Animados de tan fervorosas palabras aquellos bárbaros, respondieron
unánimes y conformes:

«Eso no, no huiremos nosotros, y si te matan, por el amor que te
tenemos, vengaremos tu muerte aunque nos hagan pedazos.»

Y sin más tardanza, tocando al arma el cacique escogió una florida
escuadra de soldados y se los trajo á la presencia del Padre, en donde
cada uno con brío extraordinario prometió morir á su lado si los
Manacicas osasen hacerle algún ultraje.

Pero antes de ponerse en camino le pidió la gente les predicase la ley
que debían profesar, que bautizase á los niños y pidiese á Dios agua
porque sus sembrados se perdían por falta de lluvias.

Viendo el Padre Lucas que era justa su demanda y que sus corazones
estaban tan inclinados á lo bueno, hizo el día siguiente al romper del
alba enarbolar una grande cruz, aunque mal compuesta de dos leños toscos
atravesados y rodeado de muchos niños, mujeres y soldados hizo oración
delante de ella, representando á Dios Nuestro Señor los méritos de la
muerte de su Hijo Jesucristo que le recordaba aquella cruz, pidiéndole
por ellos no se negase á su piedad paternal y á la grande necesidad de
aquellos miserables, enviándoles una lluvia que no le costaría más que
una insinuación de su voluntad para ganar aquellas almas por las cuales
su unigénito Hijo había derramado su sangre sobre la tierra.

Aunque tan fervorosa y eficazmente rogaba, no se movió Dios esta vez á
oir tan presto sus súplicas como lo había hecho en otras Rancherías,
para que con la dilación del favor se arrepintiese el pueblo y arrojase
de su corazón el odio y la venganza; por tanto ordenó el Padre que á la
tarde se volviese á juntar el pueblo al pie de la misma cruz, y con
aquella energía que comunicaba á la lengua un corazón abrasado del amor
y celo, les declaró como Dios es juez de nuestras acciones, buenas ó
malas, y que las castiga en esta ó en la otra vida, con penas á ellas
proporcionadas; díjoles: Nuestro Señor Jesucristo está justamente airado
con vosotros, ni quiere oir vuestras súplicas ni socorrer vuestras
miserias, porque habéis sido causa de gravísimos daños que han padecido
los Tapacurás y Manacicas; y porque habéis hecho guerras á vuestros
parientes los Aruporecas, no perdonando á incendios y prisiones y la
inhumana matanza de tanta gente, pide contra vosotros venganza al cielo.
Jesucristo manda en su ley que no se cause daño á ninguno, sea amigo ó
enemigo, sino que se perdone de corazón á cualquiera que nos ofendiere.
Es verdad que eran vuestros enemigos y que habían maltratado vuestras
haciendas, pero de un leve daño, no habíais de haber tomado
satisfacción con tantas crueldades. Por tanto, mientras no os
arrepintiéreis de lo pasado é hiciereis cordial amistad con vuestros
enemigos, no proveerá Dios vuestra necesidad.

No fué necesario más para que todos aquellos indios se pusiesen á punto
de caminar; y Dios, atendiendo á las súplicas de su siervo, apenas
habían caminado una milla cuando empezó á cubrirse el aire de nubes y
cayó una copiosísima lluvia que con increíble júbilo de la gente llenó
los pozos y aseguró las esperanzas de coger abundante cosecha.

Tardaron muchos días en llegar al río Arubaitú, ó como otros le llaman,
Zuquibuiquí. Aquí dieron algunas señales de temor los Puraxís, porque el
enemigo infernal, para desbaratar los disignios del Misionero, había
persuadido á los Manacicas pusiesen escondidas en la tierra gran número
de puntas de madera durísima; y descubriéndolas los Puraxís, le
suplicaron al Padre diese la vuelta, porque si no era evidente el riesgo
de quedar muchos heridos é inhábiles para caminar; y cayeron tanto de
ánimo, que sólo Dios pudo infundirles valor para pasar adelante.

«Confieso (escribe el mismo Padre Lucas á su Provincial) que aunque es
grande el valor de los Puraxís, y es también grande el amor y
reverencia que me tienen, aunque infieles y recién conocidos, con todo
eso, sólo el brazo de Dios Omnipotente pudo infundirles aliento y vigor
para proseguir, á fin de mostrar que por medio de instrumentos débiles y
flacos, quería abrir el camino de la salud eterna á aquellos nuevos
pueblos y naciones. Y á dos palabras que dije se levantó Pou, el cacique
y tras él sus vasallos; llegados á una empalizada pusieron á punto los
arcos y las flechas; de aquí paso á paso, en profundo silencio, por no
ser descubiertos antes de tiempo, avanzaron por fin.»

Y aquí es donde confiesa el santo varón que representándosele tan
cercana la muerte, temió de suerte que se le erizaron los cabellos, por
ventura para que entendiese que toda su virtud era de Dios.

«Confieso (prosigue hablando de sí) que experimenté un natural pavor
considerando que yo había de ir delante de todos y romper el primero las
furias de los bárbaros y teñir de mi sangre las saetas envenenadas; pero
el deseo de ver á Cristo me alentaba en este trance á todo riesgo,
aunque con razón temía de mí lo que por humildad decía el Apóstol San
Francisco Xavier de sí mismo que mis pecados serían mi más fuerte
escudo que me defendiese de la muerte. Pero no me daba menos ánimos y
esfuerzo mi paje Diego, neófito, que de sólo mirarle me sacaba las
lágrimas de los ojos y del corazón mil afectos de agradecimiento á las
llegas del Redentor, que había infundido en su pecho, poco antes
bárbaro, tanto amor para con su Majestad y su Santa ley, porque
levantadas al cielo las manos, con un rostro de ángel, estaba ofreciendo
á Dios su vida para perderla en su servicio y sus sudores para plantar
la santa fe entre los infieles.»

Pasaron adelante de la empalizada, y entrados en la Ranchería se
hallaron sin gente, no viendo por todas partes más que incendios,
ruinas, cadáveres y un desapiadado estrago de hombres.

Quisieron volver atrás los Puraxís, pero asegurados de un paisano, su
intérprete, llamado Izú, de que no lejos de allí había otras tierras, y
mucho más animados del Padre que á pie los guiaba, pasaron adelante, y
descubierta de lejos otra Ranchería se pararon pálidos los Puraxís,
temerosos de algún infeliz suceso, y el cacique de ellos, Pou, hizo
señas al Padre para que se adelantase.

Iba delante de todos el santo Misionero disponiéndose á morir con los
actos más encendidos de caridad; y para que el ímpetu de las flechas no
le quitase de las manos el Santo Cristo, se le ató á ellas, y quedándose
atrás los compañeros sólo le seguía el intérprete, el cual, á pocos
pasos, con semblante compasivo, clavó los ojos en el Padre avisándole
del riesgo en que se metía y del cual quizás no le podría librar.

Quedaba ya poco de día cuando entró con el intérprete en la Ranchería.
Apenas le vieron los paisanos cuando con gritos y voces descompasadas
mandaron á las mujeres y demás chusma que se huyesen, y ellos echaron
mano á las armas aguardándole con semblante feroz y con ojos que
despedían llamas.

El intérprete Izú levantó la voz, diciendo no matasen á aquel hombre que
no era enemigo suyo.

«Soy Misionero (añadió el P. Lucas) que vengo á predicar la santa ley de
Cristo.»

No hicieron los Manacicas caso de cuanto se les decía, y sin otra
diligencia se pusieron todos á punto de pelea. A este tiempo se llegó al
santo Padre el cacique Pou, diciéndole á voces:

«Nos quieren matar á todos y nos van cercando para que ninguno escape
con vida.»

El P. Lucas, sin turbarse nada, procuraba animarlos, y la naturaleza,
que poco antes, lejos de los peligros, había sentido algún miedo, ahora
de nada temió.

«Digo ingenuamente (escribe de sí) que en el mayor riesgo depuse en un
punto todo temor y oí interiormente una voz que me decía: No morirás
ahora; y aunque cubierto de un torbellino de flechas y rodeado de gente
que se me acercaba para hacerme pedazos, estaba en la plaza con el
Crucifijo en la mano, con tanta serenidad de ánimo y de rostro como si
me hallase en una iglesia de cristianos.»

Viendo Izú el trance tan peligroso en que estaban las cosas, se puso en
medio de sus paisanos, y pudo tanto con la eficacia de sus palabras, y
mucho más con la gracia de Dios, que interiormente labraba en aquellos
corazones bárbaros é inhumanos, que detuvo sus furias y apagó todo el
odio; después, aunque muy nuevo en la fe, habló tanto de Dios y predicó
de su santa ley, que aquellos bárbaros, así como estaban con las manos
llenas de saetas envenenadas, se fueron llegando uno á uno al P. Lucas,
y puestos de rodillas, con humilde reverencia, besaron las llagas del
Santo Cristo. A lo cual ayudó no poco el cacique de los Puraxís, que en
voz alta decía:

«Venid, amigos, á rendir homenaje á nuestro Criador Jesucristo;
adoradle y haceos vasallos suyos.»

¡Espectáculo verdaderamente digno de alabar por él á la Divina
Misericordia! Ver á unos infieles instruídos pocos días antes en las
cosas de nuestra santa fe, y aún no reengendrados en las santas aguas
del bautismo ser ya predicadores del Evangelio; y una nación que no
mucho antes había respiraba sólo fiereza, verla con una mudanza propia
de la diestra del Altísimo, humillada á los piés de Cristo; de lo cual
no pudo contenerse el venerable Padre sin prorrumpir en un llanto
tiernísimo, todo de alegría, y no cesaba de dar mil gracias á Dios con
tanto mayor fervor cuanto aquel beneficio había sido más fuera de toda
esperanza.

Después que todos los paisanos se arrodillaron á los piés de Cristo,
estando la plaza llena de gente, se hicieron paces entre las dos
naciones; y aunque se entendían muy poco por la diferencia de los
idiomas, con todo, había algunos que sabiendo algo de la lengua de los
Chiquitos, sirvieron de intérpretes.

Luego el intérprete Izú, dando calor á sus parientes, hizo componer una
cruz lo más pulidamente que se pudo y la enarboló el santo Padre con
indecible alegría en un lugar eminente para que fuese trofeo de la
victoria que el cielo había conseguido del infierno y señal de la
posesión que Cristo y su fe tomaban en aquel día de la nación de los
Manacicas.

Y parece que agradó al cielo esta devota acción, porque los principales
del pueblo se mostraron luego tan aficionados á lo bueno, que le
suplicaron al Padre con eficacísimos ruegos se quedase entre ellos para
enseñarles el camino de la salvación eterna; mas por mucho que el P.
Lucas deseaba lo mismo, no les pudo dar gusto por entonces, porque ya
entraba el invierno; pero les dió palabra que á la primavera siguiente
volvería á vivir de asiento entre ellos.

A otro día, al rayar el alba, vinieron todas las mujeres con niños en
los brazos para que los bautizase; y habiendo sabido que habían venido
allí los indios Curucarecás para ajustar paces con los Manacicas, los
hizo llamar, y congregados al pie de la cruz extinguió todo el odio de
ambas naciones con una fervorosísima plática y les hizo efectuar con
juramento mutua paz y amistad; y para colmo de sus júbilos concurrieron
allí también al mismo tiempo los Zoucas, Sosiacas, Iritucas y Zaacas,
que la misma noche antecedente tuvieron aviso de su venida; y si se
hubiese detenido aquí dos días más hubiera visto gente de otras muchas
Rancherías, porque en aquel contorno, por la parte que tira al gran río
Marañón, están las tierras muy pobladas; pero sus compañeros, recelando
que las lluvias no cerrasen los caminos, quisieron volverse luego, con
que se vió precisado el Santo Padre á retirar la mano de aquella mies
que ya estaba sazonada para la siega; y despedido de aquel pueblo, que
sintió mucho su partida tan imprevista, se previno para dar la vuelta, y
queriendo montar á caballo le cerraron en rueda todos los Manacicas para
servirle y le quisieron acompañar por largo trecho del camino, con no
poca admiración del P. Lucas, que jamás había visto tal cortesía en las
otras bárbaras naciones con quienes había tratado.

Es cosa muy ordinaria en la Divina Providencia que los casos fortuitos
sean disposiciones suyas cuando no quiere echar mano de los prodigios
para los altos fines que pretende; y tal fué ahora la súbita resolución
de los Puraxís.

Si el P. Lucas se hubiera detenido pocas horas más en aquella tierra,
fuera inevitable la pelea de aquellos bárbaros entre sí, porque aquella
noche misma, en la Ranchería de los Sibacás, el demonio, á quien adoran
en la misma forma en que se manifiesta y deja ver, habló á su sacerdote
(á quien ellos llaman _Mapono_) mandándole diese orden al cacique que
recogiendo la gente que podía tomar armas fuese á dar muerte á aquel
Padre que poco antes había llegado á los Igritucas (así se llamaba
aquella Ranchería de los Manacicas), porque era su grande enemigo, y
añadió que no entrasen allí, porque no le hallarían, sino que armándole
una celada en el camino le aguardasen allí.

Obedecieron con toda prontitud por estar acostumbrados á ejecutar muchas
veces semejantes órdenes. Pero llegados al lugar desde donde habían de
hacer el tiro, dijo el capitán al Mapono que era bien entrar en aquella
tierra y tomar noticia de qué Padre era aquel y á qué fin había venido;
pues no era puesto en razón quitar la vida á quien ni aun de vista
conocían.

El Mapono se hubo de volver loco de dolor al ver esta determinación tan
resuelta del capitán, de que no le pudo apartar con toda la fuerza de
sus palabras diabólicas; habló con grande energía á los soldados para
que ejecutasen el orden como el demonio quería, porque si no saldrían
vanas todas sus diligencias y se escaparía de sus manos aquel enemigo
jurado de su Dios.

Todo, empero, fué en vano, porque aprobando todos unánimes la
determinación del capitán, le fué preciso al Mapono seguirlos, aunque se
deshacía de rabia.

Habiendo, pues, llegado á aquella Ranchería, preguntaron que qué Padre
había venido allí, porque por mandato de su Dios, de quien era enemigo,
venían á matarlo. No haréis tal cosa, replicó Chabi, el cacique, pues
para ejecutar esto yo sólo era bastante, ni eran necesarias vuestras
manos; mas vista la confianza con que aquí se entró y oídas sus palabras
llenas de amor, no tuve causa para hacerle algún ultraje; presentóme
este cuchillo con otras cosas, por lo cual le estoy muy obligado y tengo
con él estrecha amistad. Con los Puraxís, nuestros enemigos antiguos, he
hecho paces; por tanto, volveos de donde vinísteis, porque no consentiré
que paséis adelante; y á las palabras añadió las obras, mandando á los
suyos que puestos en orden apretasen las armas.

Con respuesta tan animosa se amilanaron los Sibacás, y no queriendo
exponerse á la fortuna de una batalla en que podían llevar la peor
parte, dieron todos la vuelta.

Quería el Mapono, ya que no se había logrado el designio de coger al
Padre entre sus garras, desfogar á lo menos su rabia con la santa cruz
que allí estaba enarbolada, y blandiendo la macana la quiso derribar.

Esto también le estorbó el cacique, afirmando que él tenía de aquel
madero grande estimación y aprecio porque había visto que el Padre le
adoraba; con lo cual, maldiciendo el Mapono su fortuna, se volvió á su
tierra con esperanza de haberlo á las manos el año siguiente y hacer en
él el estrago que deseaba, lo cual hubiera por ventura ejecutado si Dios
no hubiera desvanecido sus designios queriendo no quedasen sin venganza
por más tiempo los intentos dañados de aquel bárbaro apasionado por el
demonio, y ganando veneración y aprecio el propagador de su santa ley
con el castigo proporcionado á gente que no estima otra cosa sino lo que
ve por los ojos ó toca con las manos.

Fué pues, el caso, que se encendió por toda aquella comarca un contagio
furioso que hizo tal estrago en los hombres, que de los cómplices en
matar al Padre ninguno quedó con vida; y lo que causaba más maravilla,
era que apenas les tocaba la peste, cuando desvariando salían fuera de
sí y se iban por los bosques, donde ya por la enfermedad, ya por la
hambre, se caían muertos, quedando los cadáveres tan abominables como si
fueran tizones del infierno.

No pasó así con los niños, lavados con las saludables aguas del santo
bautismo, cuyos cuerpecitos quedaron blancos y hermosos como si aun á
ellos se les hubiese comunicado el candor de sus inocentes almas.

El primero que cayó en las manos de la divina justicia, fué aquel
ministro diabólico, que incitó á los suyos á poner por obra lo que su
dios le había inspirado. Había éste jurado se había de beber la sangre
del apostólico Padre, luego que el tiempo le ofreciese comodidad sin
hacer caso de cualquiera de los suyos que se lo procurase impedir, no
conociendo, por estar ciego de su pasión, ó no queriendo creer que otro
Señor más poderoso, de cuyas manos no podía él huir, había de embarazar
y desvanecer sus intentos. La misma pena llevaron otros que se
atrevieron á ultrajar la santa cruz que el P. Lucas había hecho levantar
en los Tapacurás para que en ella tuviese la gente á donde acudir por
socorro en sus necesidades.

Llegó allí un Mapono con otros de su profesión y á muchos golpes de
macana la hicieron pedazos, ultrajándola con cuantos escarnios y
afrentas sabe y puede hacer y decir un celo diabólico; pero fué muy á
costa de los agresores, porque en breve pagaron con muerte desastrada su
delito. Los Arupurés, habiendo oído el descarado atrevimiento de
aquellos malvados, aunque no tenían noticia alguna de los misterios que
se obraron en aquel Sagrado leño, llevaron mal aquella injuria, y
aprobaron el castigo que de ellos había tomado el cielo.



CAPÍTULO XII

Descríbese el país y cualidades de los Manacicas,
su religión y ritos de ella.


Para mayor claridad de lo que me resta por referir de las apostólicas
Misiones de este fervorosísimo operario, es preciso interrumpir el hilo
de la historia para dar una breve noticia del país y cualidades de los
Manacicas, y después de su religión, ritos y ceremonias.

Esta nación, que se divide en veintidós Rancherías, está situada hacia
el Septentrión, dos jornadas del pueblo de San Francisco Xavier, entre
espesos y grandes bosques, de suerte que escribe el P. Lucas que por
mucho tiempo, apenas tuvo alguna vez ocasión de mirar cara á cara al
sol.

Tiran estos bosques de Oriente á Poniente y rematan en unas soledades
inundadas la mayor parte del año.

Es abundante el país de frutas silvestres y de fieras, una de las cuales
es el famacosio; tiene éste la cabeza de tigre, en el cuerpo se parece
al mastín, bien que no tiene cola; es más feroz y ligero que ninguno de
los otros animales, de suerte que ninguno se puede escapar de sus
garras, y si alguno para defenderse de él se sube á algún árbol, se
juntan muchos en un momento, caban la tierra y arrancan las raíces hasta
que caiga el tronco.

Para matar á este animal, los indios usan de esta traza: júntanse
muchos, y levantando una estacada, se meten dentro de ella, desde allí
hacen gran ruído y estrépito para llamar á aquellos animales, y mientras
ellos de fuera procuran echar por tierra la empalizada, los indios,
mirando por las rendijas, los flechan y matan á su salvo.

Hállase allí la vainilla y tutumas, que es una especie de cocos grandes
á manera de melones, bien que no es fruto de la palma como los cocos,
sino de un árbol muy grueso que los produce, no en las ramas, sino en el
tronco porque las ramas no puede sustentar su peso.

Bañan el país algunos ríos muy abundantes de pesca; el terreno es fertil
y las mieses generalmente son buenas.

La gente es de buena estatura y bien hecha, aunque de color de
aceituna. Hay no pequeña parte del pueblo que tiene como de herencia un
género de lepra, que parece que los cuerpos están cubiertos de escamas
de pescado, pero no les causa molestia ni fastidio.

Son en la guerra tan esforzados y valientes como los Chiquitos, y
antiguamente eran una misma nación, y por las discordias se dividieron,
de donde les vino el corromper el idioma Chiquito; y la idolatría, que
no tienen los Chiquitos, la aprendieron de las naciones confinanters,
como también el ser caribes ó comedores de carne humana.

Sus Rancherías las forman con algún género de arquitectura, con calles y
plazas bien proporcionadas; tienen tres ó cuatro casas grandes con
repartimiento de salas y cámaras en que viven los capitanes y el cacique
principal. Estas mismas sirven para las funciones públicas de convites y
banquetes, y son juntamente templo de los dioses.

Las casas de los particulares están también con proporción y en ellas
reciben á los forasteros que los van á visitar. Y lo que más admira es
que para fabricarlas no usan de otro instrumento que de una hacha de
piedra con que cortan maderos muy gruesos, aunque con mucha dificultad.

Las mujeres ponen mucho cuidado en la fábrica de telas y vasos de
tierra, para los cuales dejan por mucho tiempo podrir el barro y labran
los vasos tan hermosos y delicados que al sonido parecen de metal.

Sus Rancherías están poco distantes unas de otras, y por eso es
frecuente entre ellos la comunicación, los convites y la embriaguez.

Cuando los de una Ranchería quieren hacer algún banquete á los de otra,
el cacique envía á convidarlos con algunos mensajeros y en su casa se
hacen los bailes y danzas generales.

El orden que tienen en todas las funciones públicas es este: El cacique
toma el primer lugar, el segundo es de los sacerdotes, el tercero de los
médicos, el cuarto de los capitanes, y después de ellos se sienta el
resto de la nobleza.

Al cacique, no solamente dan esta preeminencia, sino que le rinden
entera obediencia y vasallaje; fabrícanle sus casas, cultívanle los
campos y le mantienen abundante mesa de todo lo bueno y mejor del país.
El sólo manda y castiga con gran rigor á los reos quebrándoles los
huesos con horrendos bastonazos.

Las mujeres rinden también obediencia á la mujer principal del cacique
(el cual tiene cuantas quiere). Páganle el diezmo de la pesca y de la
caza, á la cual no salen sin haber primero pedido licencia al cacique.

El Gobierno va por sucesión, y el hijo primogénito del cacique gobierna
á los jóvenes y se cría con espíritus generosos y señoriles, y cuando
llega á edad de manejar los negocios públicos, gobierna en lugar de su
padre, que da al hijo la investidura y posesión del Gobierno con muchas
ceremonias y ritos; mas no por eso los vasallos pierden el amor y
respeto al señor pasado; antes, cuando pasa de esta vida, le hacen
solemnísimas exequias con infinitas supersticiones y llantos, y su
sepulcro es una bóveda subterránea bien fortificada con palos y con
piedras para que la humedad no corrompa los huesos y la tierra no le sea
pesada.

En cuanto al número son muchísimos, repartidos en Rancherías numerosas,
porque el país de los Manacicas forma una como pirámide que se extiende
desde el Mediodía al Septentrión, en cuya extremidad viven ellos, y en
el medio habitan otros pueblos tan discordes en el idioma cuanto
conformes en su vida bárbara.

Bases de esta pirámide son: la de Levante es de las Quimomecas y de los
Tapacurás la del Poniente. Después, por la banda del Norte, dejando
fuera á los Puizocas y Paunacas, la ciñen dos grandes ríos llamados
Potaquísimo y Zununaca, á los cuales rinden tributo con sus aguas otros
muchos arroyos ó riachuelos que atraviesan y fecundan el país. Las
primeras Rancherías de hacia Levante son las de los Eirinucas,
Mopoficas, Zibacas, Jurucarecas, Quiviquicas, Cozocas, Subarecas,
Ibocicas, Ozonimaaca, Tunumaaca, Zouca, Quitesuca, Osaaca, Matezupinica,
Totaica, Quimomeca. Por el Poniente están las de Zounaaca, Quitemuca,
Ovizibica, Beruca, Obariquica, Obobococa, Monocaraca, Quizemaaca,
Simomuca, Piquica, Otuquimaaca, Oiutuuca, Bararoca, Quimamaca, Cuzica,
Pichazica.

Estas Rancherías y quizás muchas más de que aún no se tiene noticia,
están situadas al pie de esta pirámide; y tirando de aquí hacia la punta
al Norte, se encuentran Quimiticas, Zouca, Boviruzaica, Sepeseca,
Otaroso, Tobaicica, Munaisica, Zaruraca, Obisisioca, Baquica,
Obobizooca, Sosiaca, Otenenema, Otigoca, Barayzipunoca, Zizooca,
Tobazica. A éstos están confinantes los Zibacas, que hasta ahora no han
sido jamás acometidos ni robados de los Mamalucos, que han destruído y
asolado lo restante del país que se extiende hacia el río Paraguay.

Entre Levante y Septentrión, detrás de los Zabicas, habitan, bien que
distantes muchas leguas, los Parabacas, Quiziacas, Naquicas y los
Mapasinas, gente valerosa, pero destruída en buena parte de cierto
género de pájaros llamados peresiucas que viven debajo de tierra, y
aunque del tamaño ordinario de un pájaro, son de tan extraña fuerza y
fiereza que en viendo algún indio dan sobre él y le matan.

Enfrente de éstos están los Mnochozuus, los Picozas que andan
brutalmente desnudos, aun las mujeres, que sólo traen pendiente del
cuello una faja para acomodar los niños.

La nación de los Tapacurás se extiende entre Poniente y Septentrión y
viven también á lo animal, totalmente desnudos, y á más de eso comen
carne humana. Están muy cercados á estos los Boures, Oyures, Sepes,
Carababas, Payzinones, Toros, Onunaisis, Penoquís, Jovatubes, Zutimus,
Oyurica, Sibu, Otezoo, Baraisi, Canamasi, Comano, Mochosi, Tesu,
Pochaquiunape, Mayeo, Omenasisopa, Omemoquisoo, Botaquichoca,
Ochizirisa, Jobarusica, Zazuquichoco, Tepopechosisos, Sofoaca,
Zumonocococa y otras muchísimas, de que aun no se ha tenido distinta
relación.

En cuanto á la religión, ceremonias y ritos de que usan, se puede decir
que es una de las más supersticiosas que hay entre tantas naciones de
estas Indias Occidentales. Pero antes de referir lo que toca á su falsa
religión, diré brevemente lo que tienen de la verdadera, bien que
mezclados con muchos errores y fabulosas invenciones.

Tienen algunos vislumbres de la predicación del apóstol Santo Thomé, que
publicó en estas provincias el Evangelio y también tienen alguna confusa
noticia de la venida del Redentor al mundo.

Creen, por tradición de sus mayores, que en los siglos pasados, una
bellísima señora, concibió un hermoso niño sin obra de varón. Crecido en
edad este niño, obró cosas maravillosas, que le ganaron el estupor y
asombro del mundo, como eran sanar enfermos, resucitar muertos, dar
vista á ciegos, piés á tullidos y vencer otros imposibles á las fuerzas
naturales. Finalmente un día dijo, á una numerosísima turba que le
seguía: Veis que mi naturaleza es diferente de la vuestra; y
levantándose en el aire á vista de todos, se transformó en este sol que
ahora vemos.

Los sacerdotes (que como abajo diremos vuelan cuando quieren por el
aire), dicen al pueblo que es el sol un hombre luminoso, aunque nosotros
desde la tierra no discernimos sus facciones ni el semblante.

Esto es lo que saben del misterio de la Encarnación, mas no por eso dan
veneración alguna á aquel personaje, que obró cosas tan extrañas, y sólo
adoran á los demonios no en figura de piedra, leño ó metal, sino
monstruosísimos como se dejan ver de estos indios; y de esto están tan
contentos y jactanciosos, que dan en rostro á los nuevos cristianos con
su simpleza en honrar en las pinturas y estátuas dioses mudos y ciegos,
que no ven, ni hablan, ni oyen.

Ni se contenta el demonio con sólo hacerse adorar de esta gente
usurpando la adoración y culto que se debe al verdadero Dios, sino por
escarnio é injuria de la Iglesia de Cristo, ha querido en este rincón
último del mundo remedarla, transformándola en un ser monstruoso,
convirtiendo los misterios en fábulas, los sacramentos en
supersticiones, las ceremonias en sacrilegios. Y primeramente les enseñó
una tal Trinidad de dioses principales (á distinción de otros de menos
autoridad y crédito) Padre, Hijo y Espíritu, no Santo, colateral de
aquellos dos: llámase el Padre _Omequeturique_ ó _Uragozoriso_; el Hijo
_Urasana_ y el Espíritu _Urapo_.

Tienen también otro diablo, remedo de la Santísima Virgen, que fingen es
madre del Dios _Urasana_ y mujer de su padre Omequeturique. Déjase ver
esta diosa con rostro resplandeciente; transfigurándose en ángel de luz;
los dioses aparecen horribles y sucios; la cabeza y el rostro de color
de sangre, orejas de jumento, la nariz chata, ojos en extremo grandes,
de que despiden ardientes llamas, los cuerpos de color resplandeciente;
el vientre le ciñen vívoras y dragones.

El primero que habla es _Omequeturiqui_, y esto con voz alta; el segundo
es su hijo y habla con las narices, el último habla _Urapo_ y tiene una
voz semejante á un trueno; el Padre es el dios de la justicia y castiga
á los malos, ya con un palo, ya con otro instrumento semejante; el Hijo
y el Espíritu son los abogados, pero mucho más la diosa.

El templo para estas deidades es, como ya dije, el palacio del cacique,
á donde ellos vienen cuando hay junta general del pueblo ó se hacen
solemnes exequias.

En estas fiestas ordena el cacique á los suyos que tejan gran número de
esteras, y hecho de ellas unas grandes cortinas, cubren y cierran una
parte de la sala y este es el _Santa Sanctorum_ en que entran los
dioses, á quien con nombre común llaman Tinimaacas que saliendo del
infierno fingen que bajan del cielo y turbando con ruido descompasado
todo el aire, tiembla la casa y toda aquella tapicería ó cortinaje de
esteras.

El pueblo, que está bebiendo ó bailando, le saluda y da la bienvenida
con gritos descompasados y mucha algazara, diciendo: _¿Tata equice?_
Padre, ¿ya has venido? á que responde él con el título de _Panitoques_,
esto es: «¿Hijos qué hacéis? ¿Estáis bebiendo ó comiendo? Bebed y comed,
que me dáis grande gusto, y tengo de vosotros gran cuidado y
providencia; yo he criado la caza y la pesca y cuanto bueno hay para
vosotros.»

Con estos tres dioses vienen, para cortejarlos, una tropa de demonios, y
en señal de respeto y reverencia están en pie. Los indios creen que
estas son las ánimas de sus enemigos, con quien tienen guerras y también
otras gentes extrañas. A este tiempo que hablan los dioses, el pueblo se
está quieto y en silencio, así para oir sus oráculos, como también
porque al principio afectan seriedad, hasta que la _chicha_ (que es su
bebida) les calienta la cabeza; después de lo cual se siguen los bailes,
las riñas, las heridas y muertes, de que hacen gran fiesta aquella
maldita canalla de dioses, y cuando ven que se paran procuran atizarlos,
diciendo: «¿Qué es lo que hacéis fieles míos? Mucho silencio es este,
¿por qué no bebéis y bailáis?» Y al punto el sacerdote ó Mapono se
reviste de gravedad, y en nombre de los dioses les manda que beban y
bailen y llenen de ruído la iglesia para que ninguno se muera de
tristeza.

También muestran tener sed estos dioses y para refrigerarla piden á los
indios de beber. Para esta honra se levantan en pie el indio é india más
ancianos y venerables de todo el pueblo con una taza llena de flores y
esmaltes hecha sólo para que beba aquella deidad fingida, le dan con la
mano derecha tres veces á beber, y con la siniestra levantan la estera.
Saca el demonio una mano muy sucia y con uñas muy largas con que toman
la taza y beben todos tres por su orden, bien que su modo de beber es
más propio de brutos que de hombres, y mucho menos de lo que se fingen.

Después Urasana toca dentro del Tabernáculo una sinfonía que se oye bien
lejos á la cual corresponden con bailes sus devotos. A ninguno es lícito
mirar al _Santa Sanctorum_, sino sólo al Mapono ó sacerdote que es un
grande hechicero ú hombre diabólico, y si alguno de los otros hechiceros
de menos ciencia y menores proezas en el oficio quiere echar la vista
dentro para verlos, le detiene el Mapono amenazándole que pagará al
momento su delito con la vida. Sólo el Mapono es el valido y el
confidente, y es quien obra cosas extrañísimas. En cada Ranchería hay
uno ó dos, y á veces más. Entra éste á recibir audiencia de los dioses
y se sienta á la par con ellos. Propóneles sus dudas, oye los oráculos y
las profecías y tal vez las oye también el pueblo, porque suelen hablar
en voz muy alta.

Cuando el pueblo está en el mayor fervor de sus bailes y grescas, sale
de la audiencia el Mapono y declara las respuestas, que las más de las
veces son de buenas fortunas, de lluvias, de buenas cosechas, de caza,
de pesca y de todo lo que á ellos más les agrada, aunque las más de
estas fortunas y dichas les salen vanas y mentirosas, de suerte, que
algunos más arrestados, al oir tales promesas, responden con risas: los
dioses han bebido bien; mas si estas palabras llegan á oídos del Mapono,
sale con furia diabólica del tabernáculo, amenazándoles muertes,
tempestades y rayos, con que les hace callar.

Muchas veces usa también el demonio provocarlos contra los confinantes,
ordenándoles que asalten sus Rancherías, hagan estragos en la gente y
roben y saqueen sus haciendas; con lo cual están siempre en continuas
revueltas.

Algunos pocos, aun con ser rudos y bárbaros, advierten los fraudes y
engaños diabólicos; pero los más creen nacer esto de la gran providencia
y amor que sus dioses les tienen, no obstante que toquen con la
experiencia que al mejor tiempo son de ellos abandonados y vencidos y
despojados de sus enemigos.

Acabados los oráculos, se hacen las ofrendas de la pesca y de la caza y
aquellas diabólicas majestades, en señal de agradecimiento, llevan
alguna cosa á la boca.

Después vuelan con el Mapono por el aire, temblando á este tiempo tanto
la iglesia, que parece se viene al suelo. Desaparece por mucho tiempo el
Mapono, fingiendo que se va con sus dioses al cielo. Vuelve después
conducido en brazos de la diosa _Quipoci_, en cuyo seno descansa y
duerme, mientras ella canta; y aunque la oyen no se deja ver de ellos,
porque se está retirada dentro del tabernáculo.

Hacen todos mucha fiesta en señal de grande alegría por su venida y la
tratan como Madre de Dios, de la manera que nosotros á la Virgen
Santísima.

Dánle la bienvenida con mil títulos de afecto y reverencia á que ella
corresponde llamándolos hijos y diciéndoles que es su verdadera madre,
que los defiende de la indignación de los dioses, que son crueles y
sangrientos, molestándoles con enfermedades y desventuras.

Por esto la invocan frecuentemente en sus aflicciones, aprietos y
calamidades, y ella viene y les consuela y confabula con los otros
dioses cuando viene en su compañía.

Parece este diablo más humano que los otros, mas al fin es de la misma
raza y tan cruel como ellos. Cuando está en el tabernáculo canta con
mucha melodía mientras bailan las mujeres, siguiendo y repitiendo éstas
el canto de la diosa, cuyo contenido es sus guerras y victorias.

Síguese después la ceremonia del brindis y de las ofrendas, y luego
vuela por los aires con grande aplauso y fiesta del pueblo. Pero esta
diosa no se lleva consigo al Mapono como lo hacen los otros dioses;
antes bien, no siempre que el Mapono baja del cielo, viene en brazos de
la diosa. Son muchos sus viajes y sus funciones. Baja tal vez en medio
de la iglesia en la mayor bulla del pueblo, que se asombra y desordena
por el ruido y estrépito que hace, cortejándole y trayéndole en sus
manos una gran tropa de demonios, los cuales no pocas veces se suelen
burlar de él á costa suya, porque de lo más alto del templo le dejan
caer á plomo en tierra muy maltratado y á pique de morir, como no ha
mucho tiempo que sucedió en la tierra de los Mopoosicas.

La postura del cuerpo para volar, es en forma de alas y en pie derecho
cuando vuela hacia arriba; y cabeza abajo cuando baja á la tierra.

Fuera de estos dioses, adoran otra casta de deidades, á quien llaman
_Isituús_, que quiere decir señores del agua. Su ejercicio es andar por
los ríos y lagunas, llenándolos de pescados para el mantenimiento de sus
devotos.

A estos Isituús invoca la gente en las pescas, incensándolos con humo de
tabaco, de que usan para aturdir los peces, y si logran buena pesca,
agradecidos al beneficio van al templo y les ofrecen alguna porción de
pescado con los mismos ritos que á los otros dioses.

Tales deidades y tal religión tienen sacerdotes semejantes. Al principal
llaman Mapono, y es el maestro, con quien el pueblo consulta las cosas
de su conciencia y á quien manifiestan sus necesidades, de las cuales
hace relación en el Consejo de los dioses y les solicita el remedio.

No habla solamente en la iglesia con los demonios, sino que ellos se
dignan también de visitarle en su casa y tratarlo con toda afabilidad y
cortesía.

En estas visitas lo pagan las mujeres del Mapono, que se ven obligadas á
huir por el espanto y terror de aquellas horribles y monstruosas
visiones.

Por esto, no sólo es respetado, sino también temido de todos, pudiendo á
su antojo causar daño y matar á quien quiere, y para hacer mayor
ostentación de su poder, tiene la casa llena de víboras y serpientes, y
cuando vuelve á casa de sus funciones eclesiásticas, viene acariciando
en sus brazos semejantes animales.

La forma de consagrarle y las ceremonias de que usan para esta función
son extrañas y conformes al que ha de servir á tales deidades.

Es el Mapono la persona más venerada del pueblo, y de la misma manera
que al cacique, se le dan á él los diezmos de la caza y de las cosechas.
Vive en una casa bien labrada, cuanto cabe en la industria de aquellos
bárbaros, y á veces, por gozar con más frecuencia de las visitas del
cielo, se retira solitario al yermo.

Los que quieren entrar en este oficio, antes de tener barba, empiezan á
aprender las ceremonias y á acostumbrarse á tratar con los dioses. Para
esto suele el Mapono más venerable coger en brazos al aprendiz, ponerle
á mirar á la luna cuando está llena, estirarle los dedos mandándole que
se deje crecer las uñas, llevarle por los aires y ponerle en el seno de
la diosa _Quipoci_; vuelve el miserable de aquellos éxtasis afligido y
desmayado, de suerte que apenas, después de muchos días, recobra sus
fuerzas.

Fuera de esto, observan rigurosísimos ayunos y abstinencia perpetua de
ciertos animales y frutas, singularmente de la granadilla, que
vulgarmente llamamos _Flor de la Pasión_, por estar retratados en ella
los instrumentos de nuestra Redención. Ni se contentan los demonios de
ser reverenciados de sus sacerdotes con ayunos y penitencias; antes
bien, mandan hacer rigurosos ayunos á todo el pueblo. Uno, entre los
otros, es semejante á los nuestros y es el que se guarda en la
dedicación del templo, en que por espacio de cinco días no se puede
comer carne; y vestida de luto la Ranchería se prohiben las músicas,
banquetes y bailes. Guárdase estrecho silencio y no se gasta el tiempo
en otra cosa que en tejer esteras para el adorno del Tabernáculo. El
último día se pone en la iglesia mesa franca, abastecida de lo mejor del
país.

Para dar principio á la fiesta, la vieja más devota y al parecer más
santa, saludando al cacique con reverente inclinación, baja la cabeza,
que hiere el cacique ligeramente tres veces con una piedra curiosamente
labrada; después da vueltas de rodillas á todo el templo con grandes
suspiros y devoción; luego el Mapono bendice todas las partes del templo
para santificarle, y con otras ceremonias, que sería largo contar,
consagra aquel lugar; y por último, se fenece la fiesta con una gran
comida y celebrando un solemne festín de músicas y bailes.

Acerca del último fin y eterna bienaventuranza, tienen estos ciegos
idólatras muchos errores. Creen la inmortalidad de las almas, á quien
llaman _Oquipau_, y que han de vivir y gozarse eternamente en el cielo,
á donde las llevan sus sacerdotes.

Cuando alguno muere le celebran sus exequias, más ó menos, según su
esfera. Después la madre y mujer del difunto van al templo con su
ofrenda, poniéndose cerca del Tabernáculo. Vienen luego los diablos, y
fingiéndose ser el uno el alma del difunto, consuela á la mujer con
palabras tiernas y afectuosas, dándole esperanzas de que en breve se
volverán á ver en el Paraíso; luego el Mapono rocía el alma con agua
para limpiarla de las manchas de los pecados, como usamos nosotros con
el agua bendita; y con eso se despide el alma de su madre y mujer. Al
punto el Mapono se la echa á cuestas y vuela en alto, quedando la mujer
llorando su desventura hasta que tiene noticia de su marido. Vuelve el
Mapono, después de largo rato, con alegres nuevas, diciéndola que
enjugue las lágrimas, deje de llorar y deponga el luto, porque su marido
queda gozando de la vida beatífica de los dioses y la espera para que la
haga compañía eternamente en el cielo.

Es cosa digna de saberse la jornada que hace el Mapono con el alma y lo
que ésta padece hasta llegar al Paraíso.

El país por donde pasa es todo selvas, montañas y valles, por donde
corren muchos ríos caudalosos, y por los remansos de lagunas y grandes
pantanos, para cuyo pasaje se gastan muchos días, con gran dificultad se
llega á una encrucijada de muchos caminos, junto á la cual corre un gran
río, sobre que hay un puente de madera, en el cual asiste de día y de
noche un dios llamado _Tatusiso_, cuyo oficio es pasar por aquel puente
las almas y ponerlas los Maponos en el camino del cielo.

El traje y porte de este Dios es puntualmente aquel en que la fantasía
loca de los poetas representa á su Caronte, pálido el semblante, la
frente horrorosa, sin cabellos la cabeza, cubierto de llagas é
inmundicias el cuerpo, y por vestido un trapo con que cubrirse
honestamente.

Este dios jamás baja á la iglesia á oir las súplicas de sus devotos,
porque su oficio nunca le da treguas, pues á todas horas tiene
viandantes que pasar.

Sucede muchas veces que mientras pasa el Mapono con el alma,
especialmente si es de algún muchacho, la pide _Tatusiso_ que se pare
para limpiarle de las inmundicias, y si aquél lo rehusa, lo sufre unas
veces; pero no pocas, encendido en cólera, coge al alma y la arroja para
que se anegue en el río. De aquí dicen que se originan mil desgracias en
el mundo, y para que estos desatinos sean creidos de la gente, se vale
el demonio de algunos sucesos naturales para que se confirmen aquellos
miserables en su creencia.

Poco ha que sucedió en la tierra de los Jurucarés, que deshaciéndose el
cielo en copiosísimas lluvias se perdían los sembrados. Afligida y
desconsolada la gente, suplicó al Mapono preguntase á sus dioses la
causa de este infortunio. A que respondieron que ya lo sabían, y era,
que llevando al cielo el alma de un niño, cuyo padre vivía allí, trató
con poca reverencia á _Tatusiso_, y no se quiso dejar limpiar, por lo
cual, enfurecido aquel dios, la echó en el río. Oyendo esto su padre,
hubo de salir fuera de sí de puro dolor, y se afligía tanto, que causaba
compasión, porque le amaba como á su misma vida, y ya que no había
podido gozarle en este mundo, se consolaba á lo menos juzgándole ya
feliz y bienaventurado en el cielo. Alentóle el Mapono dándole buenas
esperanzas si le aprestaba una barquilla en que ir á sacarle de lo
profundo del río.

Aprestó luego el padre una canoa, y el Mapono, cargándosela en sus
espaldas, voló por los aires y desapareció, poco después se serenó el
cielo, con lo cual volvió el Mapono con alegres nuevas, pero la canoa
jamás pareció.

El Paraíso donde descansan las almas es bien pobre de contentos y
placeres. Fingen que hay en él ciertos árboles muy gruesos que destilan
un género de goma con que se mantienen las almas, y que hay monos que en
el aspecto parecen etiopes; que hay también miel y algún poco de
pescado; da vueltas por todo aquel lugar una grande águila de quien
fingen muchas fábulas ridículas, dignas de compasivo llanto por la
ceguedad de esta gente.

Tantos son los dioses cuantas son las mansiones en su Paraíso; pero la
de la diosa _Quipoci_ hace muchas ventajas á las demás en comodidades y
riquezas. Los _Isituucas_, ó dioses del agua, tienen abastecido el cielo
de pescados, plátanos y papagayos, y aquí gozan de su eterna
bienaventuraza los que mueren ahogados en los ríos, á los cuales por
esto llaman _Asinerás_; á los que mueren en los bosques y selvas
_Iriticús_, y á los que mueren en su casa _Posibacas_; poniendo el
mérito, no ya en las obras, sino en la diversidad de lugares en donde
los coge la muerte.

Basta haber insinuado esto de la bárbara idolatría de los Manacicas para
que se pueda hacer algún concepto de los trabajos y fatigas que padeció
el venerable P. Lucas en ganarlos para Cristo.


FIN DEL TOMO PRIMERO

_Acabóse de imprimir el tomo XII de la_
COLECCIÓN DE LIBROS QUE TRATAN
DE AMÉRICA, _en Madrid, en
la imprenta de Tomás
Minuesa, calle de
Juanelo, núm. 19,
á 8 de Abril
de 1895_.



INDIOS CHIQUITOS

DEL

PARAGUAY



BIBLIOTECA PARAGUAYA

RELACIÓN HISTORIAL

DE LAS MISIONES

DE INDIOS

CHIQUITOS

QUE EN EL PARAGUAY TIENEN LOS PADRES
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

ESCRITA POR

EL P. J. PATRICIO FERNÁNDEZ, S. J.

Reimpresa fielmente según la primera edición
que sacó á luz el P. J. Herrán, en 1726.

VOLUMEN II

LIBRERÍA Y CASA EDITORA

DE

A. DE URIBE Y COMPAÑIA

_Asunción del Paraguay._

1896



CAPÍTULO XIII

_Continúa el V. P. Lucas Caballero su
Misión de los Manacicas._


Viendo el fervorosísimo operario un nuevo campo en que sembrar la
palabra Evangélica para recoger no menos almas para el cielo que
merecimientos para sí mismo, deseaba poner cuanto antes manos á la obra;
no obstante, considerando sabiamente que era necesario asistir también á
tantos Catecúmenos como había en el pueblo de San Francisco Xavier, y
que era mejor tener pocos y bien doctrinados que muchos é ignorantes,
que aunque se ganan fácilmente, con la misma facilidad también se
pierden, se resolvió á gastar la mayor parte de aquel año en este
ejercicio, usando de todas las industrias de su caridad y de su celo en
desarraigar de los Xavieristas la barbarie, la lascivia, la embriaguez y
cuantos males trae consigo la vida brutal, é imprimir en ellos las
virtudes y buenas costumbres que se requieren para vivir como
cristianos.

No obstante, en medio de este afán hizo algunas correrías por los países
descubiertos, fomentando en aquella gente los deseos de recibir el santo
bautismo, y juntamente tomando noticia de cuántas eran las Rancherías,
las lenguas y el número de los indios del país; y teniendo distinta
relación de todo, meditaba emprender el año siguiente con más calor el
negocio de su conversión, y en serenándose el tiempo penetrar la tierra
más adentro; pero le frustraron en parte estos designios los achaques
que le afligieron largo tiempo, y las súplicas de sus neófitos de San
Xavier, que le rogaron mudase la Reducción á otro lugar, á causa de ser
el clima que al presente tenían, notablemente nocivo á la salud.

Por este motivo no pudo antes de mediado Octubre, cuando ya el tiempo
amenazaba con lluvias, salir con algunos de los más fervorosos; los
cuales, confortados antes en el alma con el pan divino de la Eucaristía,
habían ofrecido la vida por anunciar el santo nombre de Dios á los que
vivían en las oscuras tinieblas de la infidelidad.

Iban éstos, empero, tristes y desconsolados por estar persuadidos no
había de tener buen fin su viaje, ya por las muchas lluvias con que se
anegaban las campañas, ya por haber hallado el camino sembrado de
agudísimas puntas clavadas en el suelo con sutil astucia por los
enemigos de la fe, para retraerlos de pasar adelante.

Presto se desvanecieron estos temores, porque á pocas leguas no hallaron
ya estas puntas y las tempestades del cielo no pasaban muy adelante,
antes apenas hallaban agua para beber; y habiendo con gran trabajo
subido una montaña muy agria, no tuvieron en dos días con qué apagar la
sed, sino con la humedad del barro, que exprimido, más parecía comida
que bebida. Mas Dios, Nuestro Señor, que nunca en las necesidades
desampara á los suyos, acudió á la del P. Lucas con copia de agua clara
y cristalina, que fuera de toda esperanza, halló en el cóncavo de un
árbol.

Finalmente, habiendo llegado á las primeras Rancherías, halló aquella
gente constante en sus primeros intentos, y sólo hubo que hacer en
allanarles una grande dificultad, y era quitarles las discordias y
ponerlos en paz; porque entre las otras perversidades á que los
incitaba el enemigo infernal, era una irritar á unos contra otros y
sembrar discordias entre ellos para tener ganancia de almas.

Hablóles con grande energía de las utilidades de la paz, descubriendo
los fraudes y engaños del enemigo que nada deseaba más que tenerlos por
compañeros de sus maldades en esta vida, y de las eternas penas del
infierno en la otra.

Convencidos aquellos bárbaros de las razones, y movidos de las súplicas
del Apostólico Padre, prometieron hacer las amistades con las tierras
confinantes y luego con las más remotas.

Habiéndose detenido para esto allí dos días, pasó adelante acompañado de
algunos paisanos. Un día entero gastó en pasar una fragosa montaña, con
grande trabajo y riesgo, no de los indios acostumbrados á trepar
fácilmente por las peñas, sino del Padre; y siéndole preciso hacer alto
á la falda, no halló con qué desayunarse; por lo cual un cristiano, de
nación Manacica, movido de compasión, quiso componerle unas yerbas que
eran las delicias de sus dioses, mas por mucho que estuvieron al fuego,
jamás se pudieron cocer. No obstante, la carestía y la hambre se las
hizo sabrosas, y sonriéndose, dijo: «Grande hambre y mucho calor tienen
en el estómago estos dioses, que con tales viandas se alimentan.»

Llevando mal el demonio tanta constancia en el santo Misionero, procuró
con todo el esfuerzo posible, desvanecer sus designios, ya haciendo que
los indios perdiesen el camino, ya embarazándole los pasos, ya
haciéndole rodar del caballo, ya hiriéndole con las ramas de los
árboles; y en suma, hasta las espinas y abrojos le maltrataron el
cuerpo, y los tábanos, con sus agudísimos aguijones, le mortificaron de
suerte que apenas podía tenerse en pie y era necesario que los neófitos
le desmontasen y subiesen á caballo.

Finalmente, á pesar del infierno, llegó á vista de los Zibicas; pero
antes de entrar en la Ranchería, envió delante á Numani, cristiano
fervorosísimo, para que reconociese si estaban dispuestos á recibir la
fe; no tuvo éste mucho que hacer, porque la muerte desgraciada de los
que el año antecedente habían osado poner en él las manos, les había
persuadido que el siervo de Dios era amigo estrecho del demonio, y que
por tanto se le debía hospedar, no por algún provecho de sus almas, sino
para que no les causase algún daño corporal.

Viendo el buen P. Lucas que había allí poca esperanza de sembrar la
semilla evangélica, á causa de la mala opinión que de él tenían, se
encomendó á sí y al cacique á la suave y poderosa gracia del Espíritu
Santo; y llamándole aparte, procuró lo primero, con el mejor modo que
pudo, quitarle de la cabeza aquel error, y después le manifestó el fin
de su venida, y el bien que recibiría si abrazase la santa ley de
Jesucristo.

Mientras le hablaba el Padre, penetró Dios el alma de aquel bárbaro con
un rayo de divina luz; de suerte, que aún no bien enteramente discípulo,
salió á predicar como maestro en su pueblo, que no necesitaba mucho del
magisterio de sus palabras cuando le sobraba el ejemplo de su Mapono
para inducirle á hacer lo mismo. Era este joven hijo de aquél que había
jurado beberse la sangre del siervo de Dios, si el cielo con la muerte
no le hubiese atajado los deseos.

Para ganar á éste á la santa fe, se empeñó un cristiano, joven también y
su paisano, llamado Diego, y á pocos lances le redujo, porque no le
había aún corrompido el corazón con la malicia; y más por ignorancia del
entendimiento que por mala disposición de la voluntad, no seguía lo
bueno, porque no conocía la verdad.

Habiendo ganado aquella noche á dos de los principales, no tardó mucho
el pueblo en juntarse todo el día siguiente, y después de un largo
razonamiento de los misterios de nuestra Santa Fe, y de las obligaciones
para vivir cristianamente, hizo el santo varón levantar una cruz y junto
á ella armar el altar portátil, con las imágenes de Cristo Nuestro
Señor, de la Santísima Virgen y de San Miguel Arcángel; y arrodillados
todos las adoraron profundamente, gritando en alta voz: «Jesucristo,
Señor nuestro, vos sois nuestro Padre; María Santísima, Vos, señora,
sois nuestra Madre» y no contentos con esto, repitieron lo mismo con
gran fiesta y alegría y con danzas, guiadas más de la devoción que del
arte. Con este espectáculo lloraban de alegría los neófitos, dando mil
gracias al Redentor, de cuya sangre se veían tan claros y manifiestos
los efectos en la conversión de esta gente; pero incomparablemente mayor
era el júbilo del P. Lucas, que inundado el corazón de celestiales
consuelos, volviéndose á mirar al cielo, exclamaba:

«Conténtome, Dios mío, en paga de mis trabajos y sudores, con ver que
las criaturas os reconocen por su Criador y Señor. Sólo con que éstas
os amen y os adoren, no quiero otro galardón.»

Cuánto agradasen á Dios estas sus ofertas, no me es lícito escudriñarlo;
y por ventura, en premio de acto tan generoso, concedió Su Majestad á
algunos de estos bárbaros un don tan excelente de fe, que antes de
recibir el bautismo, la conservaron incorrupta, y quisieron más perder
con el martirio la vida, que negarla.

Singularmente es digna de eterna memoria la persecución que sufrió del
común enemigo el Mapono; la cual, haciendo una breve interrupción,
quiero referir aquí, aunque sucedió años después.

Pesábales mucho á los demonios verse despojados del dominio de aquella
Ranchería, que por muchos siglos había estado á su devoción; usaron de
toda su astucia y poder diabólico para reducirla á su antiguo culto y
adoración; y apareciéndose á aquel fervoroso cristiano, que antes había
sido su ministro muy querido, le reprehendió ásperamente, porque él, á
quien tocaba por oficio, no hacía sus partes para que volviese á su
estado el antiguo culto, sus iglesias y sacrificios. ¿No ves (le
dijeron) que el cacique Payaizá ha profanado los altares, quebrado los
vasos sagrados, y execrado los Tabernáculos, y el cacique Potumaní ha
abandonado la suntuosa fábrica, que tenía destinada para nosotros: se
han dejado engañar de las necedades y locuras de este traidor maldito,
que tiene arte de encantamento para trabucar los entendimientos, predica
fábulas por misterios, y cuantas mentiras le vienen á la imaginación?
Vuelve, por tanto, en tu acuerdo, y con todo el poder de autoridad y
razones, restaura las ruinas de la religión, restituye el culto y haz
recuerdo al pueblo de sus promesas, y al cacique de sus obligaciones,
porque si no, te juramos de hacer grande estrago en la gente del pueblo,
que servirá de ejemplo, y memoria de terror por todo el país.

Rióse el fervoroso joven de sus amenazas, y por más que se empeñaron,
nunca pudieron conseguir que dijese en público una sola palabra en su
abono.

Ofendida excesivamente la soberbia diabólica de tal desprecio, se
echaron sobre él, y con una fiera tempestad de muchos y crueles golpes,
le pisaron, hirieron y maltrataron tanto, que le hicieron arrojar por la
boca gran copia de sangre; y por más que repitieron los golpes, aunque
lo redujeron á los últimos peligros de la vida, nunca pudieron
contrastar su constancia. Tan profundas raíces habían echado en su
ánimo la fe y la piedad, que el P. Lucas, y por su medio el Espíritu
Santo, habían plantado en su corazón.

Un amigo, compadecido de sus trabajos, le exhortó, que á lo menos en lo
exterior, mostrase algún respeto á los demonios y les diese gusto,
hablando al cacique para que les fabricase su iglesia. Mas él, enojado,
le echó de sí diciendo quería acabar la vida que le quedaba, antes que
faltar un ápice á la ley que profesaba á Jesucristo, á quien sólo
reconocía por Dios y Señor. Tan heroica virtud en un cristiano tan
nuevo, no pudo dejar de ser premiada de Dios, que le restituyó á su
antigua salud y fuerzas.

Volviendo ahora al hilo de la historia, bautizados los niños, no sólo de
aquélla, sino de otras Rancherías, trató el P. Lucas de pasar á los
Quiriquicas; mas los neófitos, á causa del invierno que amenazaba,
emprendían de mala gana; aquel dificultoso viaje: empero
representándoles el P. Lucas el galardón con que Dios premiaría sus
fatigas en el cielo, los alentó tanto, que se sintieron increíblemente
confortados á proseguir y durar en él.

Sólo faltaba persuadir al cacique Patozi que viniese con sus vasallos á
abrir camino por medio de espesos bosques, y juntamente á hacer las
paces con los Quiriquicas, porque el dicho cacique temía, con grande
fundamento, le habían de quitar la vida los Quiriquicas, por el
implacable odio que le tenían; no obstante esta dificultad, venció al
cacique para emprender el viaje la reverencia y amor que al Padre tenía;
y tomando una escogida escuadra de soldados bien armados, por si acaso
fuese necesario, se fué tras el Padre; pero éste le dijo que no usase de
las armas sino cuando fuese necesario para defender sus vidas de las
saetas enemigas; que por lo que á sí tocaba, nada se le daba de vivir ó
morir; y como fuese del agrado de Dios y honra suya, derramaría gustoso
la sangre por adelantar la gloria divina.

A su imitación los neófitos, dejadas las armas, se ofrecieron á
acompañarle en el peligro y en poner á riesgo su vida; y para que no
hubiese alguno que faltase á sus órdenes, puso á la punta de todos á un
santo indio, llamado Juan Quiara, amado de todos, aun de los gentiles,
por la bondad de su vida é inocencia de sus costumbres.

Ajustadas las cosas en esta forma, se pusieron en camino, y tuvieron no
poco qué hacer, primero con un bosque espesísimo en que gastaron
algunos días para abrirle, después con la hambre, no hallando con qué
sustentarse, sino una fruta silvestre que sola la carestía de otro
manjar hacía dulce y sabrosa; conocióse entonces la ternura de afecto y
la reverencia que tenían los gentiles al P. Lucas, porque viéndole
descaecido, y que por la suma flaqueza apenas se podía tener en pie, le
buscaban á costa de gran trabajo, algún poco de miel, y se quitaban la
comida de la boca para tener con qué mantenerle sus fuerzas.

Estando ya cerca se adelantaron dos cristianos á reconocer la tierra y
observar los movimientos de los paisanos, queriendo entrar sin ser
sentidos en la Ranchería, para que no se alborotasen ó pusiesen en
huida; mas Patozi, el cacique, con sabia advertencia, dijo que era en
vano esta diligencia, porque los demonios habían avisado ya á los
Maponos, y por medio de ellos á los capitanes. Y decía la verdad, porque
pocos días antes, estando junto al pueblo para sus acostumbradas
devociones, bajó al Tabernáculo el diablo Cozoriso, y con semblante
triste y melancólico, le avisó de la venida de un enemigo suyo jurado
que le había desterrado de otros países, trayendo en la mano una cruz,
que era la ruina de su religión; y diciendo esto, prorumpió en un
copioso llanto, como compadeciéndose de sí mismo, que ¿á dónde iría en
partiéndose de allí? ¿Dónde podría con seguridad repararse para no ser
desalojado? Que por tanto, si le amaban, tomasen luego las armas, y con
el valor, y con el brazo fuerte, sostuviesen en pie su culto, que de
otra suerte caería presto por tierra.

Con semejante nueva se conmovió todo el pueblo, y al mismo punto se
encendió en rabia y furor contra cualquiera que maquinase algo en daño
de la religión; pero no el Mapono, que argumentando é infiriendo cuán
grande hombre y mayor que sus dioses debía ser aquél á quien sus dioses
temían, les respondió con voz y ademán de enojado:

«Si este forastero es vuestro enemigo ¿porqué vosotros le dejáis el paso
franco? ¿Por qué no le echáis del mundo, ó á lo menos tan lejos de aquí,
que no se ponga á riesgo vuestra reputación? ¿Es este vuestro poder? Si
necesitáis de nuestras armas para defenderos, ó no sois lo que mostráis,
ó mostráis ser lo que no sois.»

Esta conclusión, deducida de los principios de la razón natural, fué
bastante para que la gracia del Espíritu Santo penetrase de allí á poco
su corazón, y de un tizón que era del infierno, le convirtiese en un
ángel del Paraiso.

El cacique y los nobles, juntos en Consejo, determinaron echar el resto
de sus fuerzas y poder para reparar los daños y ruina de su religión,
mas no sin temor de salir con sus intentos, cuando aún sus mismos dioses
temían.

Mientras esta gente estaba en arma y en confusión, se adelantó el Santo
Misionero con Patozi y dos muchachos muy fervorosos, dejando toda la
demás gente algo distante.

Apenas los espías los divisaron de lejos, cuando dando gritos muy
descompasados se huyeron la tierra adentro, y tras ellos, con su cruz en
la mano, marchó á caballo el P. Lucas, porque las llagas de las piernas
no le permitían ir á pie.

Los paisanos, puestos en orden, le salieron al encuentro para hacerle
frente; y partidos en dos alas, le rodearon para que por ninguna parte
tuviese paso libre por dónde huir.

Estando las cosas en este estado, se le ofreció á un mozo cristiano
enarbolar una imagen de la Madre de Dios, que llevaba en la mano; y con
la confianza de que la piadosísima Señora usaría entonces de su poder
para librarlos de aquel peligro, la levantó en alto, y lo mismo fué
mirarla los bárbaros, que perder el uso de los brazos, sin poder tirar
las saetas que ya tenían á punto, y flechados los arcos.

Atónitos y despavoridos de este suceso los bárbaros, recelosos de que no
les sucediese peor, huyeron precipitadamente retirándose á un bosque no
muy distante, de donde ninguno se atrevió á salir, quedándose por
providencia de Dios un solo indio de ellos llamado _Sonema_, que después
los ayudó mucho para la conversión.

El día siguiente, el Apostólico Padre, aunque no se podía tener en pie,
no sufriéndole el corazón ver entronizado al demonio en dos templos,
hizo que le llevasen allá sus compañeros; echó por tierra aquellos
infames Tabernáculos, hizo pedazos las estátuas y encendiendo en la
plaza una grande hoguera, quemó en ella todos los arreos y ornamentos de
la impía idolatría, no sin temor de sus neófitos, que recelaban no
diesen sobre ellos los bárbaros, ofendidos de aquella afrenta de sus
dioses, para vengar su agravio.

Pasáronse dos días sin que los Quiriquicas saliesen fuera de las
tinieblas de aquel bosque; por lo cual, desesperanzado Patozi de poder
hacer las paces y establecer una mutua amistad, á cuyo fin había venido,
tuvo por mejor dar la vuelta, y persuadió á esto al P. Lucas con cuantas
razones y súplicas le dictó su afecto; y sobre todo, ponderando cuanto
fué posible el manifiesto peligro en que quedaba de que los Quiriquicas
desahogasen en él sólo la fiereza del odio que contra todos habían
concebido.

Respondióle el Padre que se volviesen en buen hora él y sus vasallos,
porque él tenía firme resolución de no volver el pie atrás hasta haber
anunciado el Santo Nombre de Dios á aquella gente, aunque para esto le
fuese necesario perder la vida.

Fuéronse, pues, Patozi y los suyos, sin quedar con el P. Lucas más que
cinco santos mancebos, resueltos á correr la misma fortuna, y dar la
vida por aprovechar á sus prójimos.

No teniendo, pues, el Padre, más defensa que la confianza en Dios, se
puso á rezar el Oficio Divino, cuando vió de repente junto á sí al
cacique de los Quiriquicas, hombre de grande estatura y bien dispuesto;
el cual, creyendo que en el Breviario estaban los hechizos que á él y
los suyos impidieron el uso de los brazos, hizo fuerza por quitársele de
las manos; mas el Padre, con buenas razones y modo propio de una
caridad Apostólica, procuró disuadirle de su error, y prosiguió hablando
de Cristo y de su santa ley, descubriéndole la perversidad y los engaños
de sus _Tinimaacas_.

Al oir estas cosas se contuvo el bárbaro, ó fuese por virtud milagrosa
de Dios ó por natural genio suyo, y sin responder palabra le volvió las
espaldas; é ido á su casa, con un buen manojo de flechas se tornó á los
suyos.

Diéronse entonces por perdidos los neófitos, y al santo varón le saltaba
de júbilo el corazón en el pecho, esperando llegar finalmente al término
de sus deseos, regando aquella tierra con su sangre, para que en los
años siguientes correspondiese con abundante fruto á los trabajos y
sudores de quien la cultivase y á la verdad por poco se le hubieran
cumplido sus deseos, porque juntándose en lo más oscuro de la noche los
más principales para tomar la última resolución, estuvieron gran rato
dudosos de lo que harían: y sólo aquel milagro de habérseles pasmado los
brazos cuando le quisieron flechar, obligó á todos al miedo de que no
les sucediese lo mismo si intentasen matarle; mas no por eso aplacaron
la ira del cielo, que había tomado á su cuenta la venganza de aquella
injuria; y así encendió entre ellos una enfermedad pestilencial, que
quitó la vida á los más culpados.

No ayudó poco á la resolución de que se rindiesen aquel indio _Sonema_,
que acudiendo á la junta dijo tantas cosas en alabanza del P. Lucas y de
la Santa Fe, de que ya había oído alguna cosa, que de común
consentimiento determinaron volver á su ranchería al amanecer y ponerse
en manos del santo varón.

Saliendo, pues, de aquel bosque, y entrando unos tras otros en la
Ranchería, se fueron derechos al rancho donde yacía el P. Lucas, quien
con aquel su modo amabilísimo los recibió con muchísimo agasajo y
pareció que Nuestro Señor, para dárseles á estimar y respetar, había
puesto en su semblante un no sé qué más que humano; por lo cual, la
gente, en ademán de quien le pedía perdón, se postró á sus piés y no
hubo ninguno de ellos, aun de los más osados, que se atreviese á partir
de su presencia sin licencia del Padre.

Vino el último de todos el Mapono que con toda su chusma se puso muy
humilde y modesto delante del apostólico varón, quien recibiéndole con
los brazos abiertos le sentó á su lado, y empezando á hablar de la
Religión, mostró cómo sin el conocimiento del verdadero Dios, y sin la
fe de Jesucristo no era posible salvarse, diciendo también de los
Tinimaacas y de aquella diabólica Trinidad cuanto le dictó el celo de la
gloria divina y la santa indignación de verlos triunfar por tantos
siglos hechos señores de aquella tierra.

Estaba todo el pueblo deseoso de ver el fin de aquel suceso, esperando
los unos que montando en cólera el Mapono se empeñase en defender, más
con obras que con palabras, la divinidad de los demonios, y los otros se
prometían éxito más feliz, en que no se engañaron; porque el Mapono
quedó asombrado y como aturdido; y siendo, como era, hombre de buen
natural, de ingenio pronto y de entendimiento agudo, Dios Nuestro Señor,
compadecido de él, le sacó de sus engaños, le alumbró el entendimiento y
movió su corazón con tanta eficacia de su gracia, que luego pidió ser
cristiano; y en prueba de las veras con que lo decía, confesó delante de
todos que él había estado engañado y había engañado á los demás; y que
se desdecía y retractaba de cuanto había aprendido y les había enseñado;
que no había otro Dios que Jesucristo; y que su santa ley, no sólo era
mejor que la de ellos, sino la única y necesaria para la salvación
eterna del alma; y que para enmienda de lo pasado, no sólo exhortaba á
sus paisanos que la abrazasen, sino que iría á los Jurucarés, Cozacas y
Quimiticas para reducirlos á que hiciesen lo mismo.

Con una tan ilustre confesión, tanto más digna de agradecimiento cuanto
menos esperada, haciendo increíble fiesta los neófitos y gritando de
contento, se arrojaron todos á darle muchos abrazos; pero á ninguno cupo
mayor júbilo que al V. Padre, que con la conversión de éste sólo dió por
reducido á todo el pueblo al gremio de la Santa Iglesia.

Haciendo, pues, labrar una grande cruz, se fué con ella en procesión á
la plaza, en donde la colocó en el mejor lugar por trofeo de la
victoria, y en señal de la posesión que Cristo y su santa ley tomaban
aquel día de los Quiriquicas; y los cristianos entonaron las letanías á
dos coros de música, lo que á los bárbaros, que nunca hasta entonces
habían oído harmonía de buen concierto, les pareció cosa del cielo, y
estaban como absortos oyéndola. Hecho esto, mandó que trajesen los niños
para bautizarlos.

«Al punto (son palabras del P. Lucas) me ofrecieron tantos, que gasté un
día entero en sus bautismos, y cansándose el cuerpo en este ejercicio,
pero alegrándose el espíritu al ver tanta multitud de niños admitidos á
la filiación de Dios en las saludables aguas del bautismo y á sus
padres reducidos de obstinados idólatras á fervorosos cathecúmenos. No
sabían apartarse de mi lado para aprender lo que les era necesario hacer
para alcanzar en premio la eterna bienaventuranza.»

Detúvose aquí algunos días para confirmarlos más en la fe, para que
pudiesen resistir á las sujestiones del común enemigo, y luego se
dispuso á la partida, la cual, en qué forma la ejecutó, será mejor oirlo
de la boca del Padre:

«Empezando á moverme (dice) se vino tras mí todo el pueblo llorando y
lamentándose y diciendo: Padre mío, Padre mío, tú te vas, dejándonos en
un extremo desamparo; no te olvides de nosotros, volved, por compasión
de nosotros, el año que viene; y volviéndose á mis compañeros les
suplicaban que entonces me condujesen acá. De esta manera vinieron tras
mí por algún trecho del camino, no pudiendo yo responderles palabra por
las lágrimas que me corrían de los ojos, y por un inexplicable consuelo
que me ocupaba el corazón, considerando cuán fácil es á la divina
omnipotencia mudar los corazones y voluntades humanas, pues sólo con
querer puede en un instante convertir los tizones del infierno en
piedras resplandecientes del Paraíso; no cesaba de bendecir y besar las
santas llagas del Redentor, á cuyos méritos reconocía deber el feliz
éxito de esta Misión. Ofreciéronme muchos niños para que desde luego los
llevase para servir en la iglesia, y de ellos escogí sólo tres, no
queriendo cargar de mayor peso y molestia á mis compañeros.»

En tres días se puso en la Ranchería de su aficionadísimo Patozi, de
quien fué recibido como si volviese de la otra vida; y siendo ya muy
entradas las aguas que no le permitían detenerse, dió la vuelta á San
Francisco Xavier, con no poco pesar y dolor de los paisanos á quienes
dejaba.



CAPÍTULO XIV

_Vuelve el P. Lucas á los Manacicas, visita
todas sus Rancherías y se restituye
por otro camino á la Reducción
de San Francisco Xavier._


Aunque el apostólico operario procuraba registrar todas las tierras de
esta nación, no obstante, así porque era necesario abrir camino á costa
de sudores y trabajos y por eso gastar mucho tiempo, como por donde
quiera que entraba quería arrancar de raíz la idolatría y plantar la fe,
y en esto se le pasaban meses enteros, no pudo los años antecedentes
visitar y ver todas las Rancherías, para lo cual le fué preciso esperar
á la primavera del año 1707.

Estando, pues, todo este país, según ya dije, en forma de una pirámide,
que por ambos lados confina con los Chiquitos, era su ánimo correr todas
las tierras hasta los Auropés, y así darse las manos por dos caminos
con los Chiquitos; mas para empresa tan grande era necesario vencer
grandísimas dificultades y estorbos del camino.

Pero Dios Nuestro Señor, á quien se le recrecía tanta gloria accidental
en este designio, quiso, no solamente satisfacer sus deseos con el éxito
feliz, sino mostrar también cuánto le agradaban sus sudores con muchos
sucesos milagrosos, para darle á él ánimo en tantos trabajos y afanes, y
á los infieles más claro conocimiento de su fe.

Prevenido, pues, el santo varón de tanta mayor caridad y celo, cuanto
era necesario para tamaña empresa, y animados algunos de los más
fervorosos neófitos, no sólo para ser sus compañeros, sino también para
dar la vida en testimonio de aquella ley que iban á plantar entre los
bárbaros, se puso en camino á los 4 de Agosto de 1707 y llegando el día
de la Asunción de la Santísima Virgen á las riberas del río Zununaca, se
encontró con los Zibacas, de quien fué recibido con muestras de grande
amor, y _Putumaní_, su cacique, le regaló con mucha pesca y se partió á
largas jornadas á su tierra, donde dió orden á sus vasallos que le
allanasen el camino, y desde allí diariamente le proveyó de comida y
bebida, hasta que entrando el Padre en su Ranchería le salió á recibir
el pueblo, muchachos, mujeres, y aun las que criaban, con sus niños en
los brazos; y el cacique le cumplimentó, no ya como bárbaro, sino con
términos muy corteses, y llegando á la plaza le cercaron todos en rueda,
y con semblantes y voces de increíble alegría, le daban la bienvenida,
besándole la mano, y pidiéndole les echase su bendición.

Alegrísimo el siervo de Dios con tan buen principio de su misión, de
donde infería el logro de sus deseos, se puso luego á tratar las paces
de aquella gente con los Ziritucas, á quienes por un leve disgusto
habían jurado dar la muerte; y asegurándose aquellos entre los bosques,
habían saqueado y robado toda la tierra, y pegado fuego á las casas.

Llamando, pues, aparte al cacique, y á los principales, les dió á
conocer la gravedad de su delito, y les ordenó enviasen á llamar á los
Ziritucas y volviesen á entablar con ellos una buena amistad.

Vinieron los Ziritucas, diéronle grandes quejas de los Zibacas, pidiendo
les obligase á resarcirles los daños, y que les restituyesen las
haciendas que les habían robado y tenían aún en su poder.

Llamó entonces á los Zibacas, que bajaron la cabeza y no tuvieron que
responder otra cosa sino es que la cólera y la venganza les había hecho
pasar los términos de la razón; que arrepentidos de lo hecho, querían ya
ser sus compañeros y hermanos; mas para no tener obligación de
restituirles su hacienda, añadieron con sutil astucia, que los habían
mantenido á su costa por espacio de nueve cosechas.

No vino en esto el P. Lucas, y les mandó, mal de su grado, que
restituyesen luego las haciendas á sus dueños; y no hubo ninguno, aun de
los más atrevidos, que osase contradecirle, porque la reverencia que le
habían cobrado, por el severo castigo con que Dios había vengado las
injurias que algunos le hicieron en los años pasados, les quitó el
atrevimiento para resistirse.

El día siguiente juntó el pueblo en la plaza al pie de una cruz, donde
el santo misionero explicó la ley de Cristo que habían de guardar para
alcanzar la salvación, descubriendo juntamente todas las maldades de los
Maponos y de aquellas diabólicas deidades con singular gusto y contento
de los oyentes que le interrumpían muchas veces, gritando en alta voz y
diciendo querían á Jesucristo por su Dios y su Padre, y á la reina de
los Ángeles por su madre y Señora, y detestaban y maldecían de los
Tinimaacas.

Luego, para que las cosas que habían oído se les quedasen más vivas en
la memoria, hizo á sus neófitos cantar las excelencias de nuestra fe y
los vituperios de aquellos dioses, en ciertas canciones que él mismo
había compuesto en aquel idioma, de lo cual recibió tanto gusto y
contento aquella buena gente, que las quisieron oir muchas veces para
aprenderlas, con tanto empeño, que en gran rato no dejaron descansar á
los cantores.

Tan buena disposición de este pueblo para alistarse en el número de los
cristianos, no fué tanto obra del P. Caballero, que el año antecedente
les había predicado la ley de Dios, cuanto de la Virgen Santísima
Nuestra Señora, que poco antes, con un insigne milagro, había dispuesto
los corazones de aquellos bárbaros para que prendiese en ellos la
semilla de la predicación Evangélica y rindiese fruto correspondiente á
los sudores del sembrador. Esta fué la sanidad que milagrosamente dió la
madre de Dios á _Zumacaze_, sobrino del cacique, que abrasado por muchas
semanas continuas de una maligna fiebre, se le habían secado las carnes
y consumido las fuerzas, de suerte que, como incurable, le habían, á su
usanza, dejado en un total desamparo.

Viendo _Zumacaze_ el caso desesperado y más pesaroso de perder la
bienaventuranza sin el bautismo que la vida corporal, volvió su
confianza toda á la Santísima Virgen, cuyas alabanzas y poder había oído
muchas veces, y por eso la invocaba con frecuencia, diciendo:

«Señora mía, creo que sois la verdadera Madre de las gentes, y que la
diosa Quipoci es un diablo engañador; creo en tí y en Jesucristo, y te
suplico no permitas que yo muera infiel, para que no me condene
eternamente; quitadme esta fiebre, hasta que recibido el santo bautismo,
te pueda ir á ver allá en el cielo.»

No podía hacerse sorda la Madre de Misericordia á las plegarias de quien
era tan devoto suyo, aun antes de ser cristiano; por lo cual, mientras
él con encendido afecto y esperanza grande repetía esta oración, se le
apareció de improviso al medio día la Reina del cielo, despidiendo de sí
tantos resplandores en las manos y rostro, que todo el rancho estaba
bañado con luces, y con semblante amabilísimo, le dijo:

«Yo soy aquella á quien tú invocas; confía, hijo, que sanarás; cree lo
que enseña el Padre, y dí en mi nombre á tus paisanos que hagan lo
mismo.»

Desapareció entonces la Santísima Virgen, y en aquel punto se halló el
enfermo perfectamente sano. Acudió á verle todo el pueblo, y oída la
causa de su milagrosa sanidad, se encendieron sus corazones en vivos
deseos de ser cristianos.

No se acabaron aquí las bendiciones del cielo; antes teniendo aquellos
bárbaros al P. Lucas un amor de padre, y reverenciándole como á santo,
trajeron á su presencia todos los enfermos, pidiéndole, que pues era
ministro de un Dios tan poderoso, intercediese ahora por ellos.

No podía él ya justamente hacerse desentendido á aquellas súplicas, y
más cuando la gracia no sería menos poderosa que la eficacia de sus
palabras para su conversión, y para que con la salud del cuerpo
recibiesen también la del alma; por esto preguntaba á los enfermos si de
corazón creían en Jesucristo, y querían bautizarse; y respondiendo ellos
que sí verdaderamente.

«Leído el Evangelio _super ægros_--(son palabras del P. Lucas)--me daba
Dios ánimo de decir: _fiat vobis ficut credidistis_, y al punto quedaron
sanos. Corrió la voz de lo sucedido desde esta Ranchería á las otras de
la tierra; y plugo á Dios darme la milagrosa virtud de las curaciones,
para traerlos casi contra su voluntad á su conocimiento, porque sanando
milagrosamente, conocían con claridad cuánta diferencia había entre el
Dios de los cristianos y los Tinimaacas.» Hasta aquí el venerable Padre.

Bautizados después los niños, le suplicaron el cacique y los principales
fuese á los Jurucarés, que tenían alborotado todo el contorno, saqueando
todas los Rancherías y matando á sus moradores.

Condescendió gustoso con sus súplicas, porque teniendo noticia cierta
que los Jurucarés tenían gran devoción al demonio y á sus ministros, él,
que tenía encendidos deseos del martirio, esperaba que se le satisfarían
plenamente.

Apenas se puso en camino, cuando toda la alegría festiva del pueblo se
convirtió en otra tanta melancolía y tristeza. Fuéronse todos tras él
con las lágrimas en los ojos, y cogiéndole las manos no acababan de
besárselas, y fué esto de suerte que movieron á compasión al cacique, á
cuyos ruegos se partía tan presto; procuró el Padre consolarlos dándoles
esperanzas de que cuanto antes pudiese volvería á visitarlos, y que si
no fuese él, sería á lo menos otro de sus compañeros.

Tres días gastó en el camino, afligido sobremanera de la sed, ocasionada
del sol ardientísimo. Al tercero, á eso del medio día, creyendo estar
aún muy lejos de los Jurucarés, se halló casi á sus puertas; y no
pudiendo dejar de ser descubiertos, llamó á sus cristianos y les
manifestó el riesgo evidente que corrían de perder la vida á mano de
aquellos bárbaros, enemigos capitales del nombre de Cristo, si Dios no
los libraba milagrosamente; por lo cual, hecho un fervoroso acto de
contrición, les dió la absolución general.

Al ver esto, se echó á sus piés un gentil y le pidió con eficacísimas
instancias le hiciese cristiano, dando palabra al Padre de que viviría
entre cristianos, lo cual agradó tanto al santo varón, cuanto más
claramente conoció que sola la gracia del Espíritu Santo le había movido
á pedir el bautismo.

Mas no les cogió de improviso su venida á los de la Ranchería, porque
dos días antes, estando todo el pueblo en sus devociones y súplicas,
les dieron noticia aquellas diabólicas deidades de que venían el Padre y
sus compañeros, diciendo _Uracozoriso_, con lágrimas en los ojos:

--Ya me veo obligado á buscar en otras partes otros que me adoren,
porque de ésta mi iglesia me echa un grande enemigo mío, que ya se
acerca: huíos también vosotros. Trae este hombre en la mano un
instrumento (decíalo por la cruz) en que no puedo fijar la vista.

Oyó sus llantos y lamentos el pueblo, y procuró consolarle con mil dones
y ofrendas; mas él, con sus compañeros, les volvieron el rostro,
haciendo, como de concierto, un doloroso llanto, levantando el grito y
los aullidos á manera de desesperados.

Causó esto en el pueblo gran confusión y espanto, el cual creció hasta
que el demonio, en forma de un grande pájaro, despertando al cacique, le
estimuló y exhortó á la fuga, por lo cual, así el cacique como el Mapono
más venerable y de más años, y en pos de ellos gran parte de la plebe,
se huyeron á los bosques, metiéndose en las grutas de las fieras.

Habíanse quedado algunos en el pueblo que estaban ya de partida, cuando
el V. Padre, á pie, y con la cruz en la mano, acompañado de algunos
cristianos más fervorosos, entró en la Ranchería, llevando en alto la
imagen de la Santísima Virgen.

Apenas le divisaron los paisanos, cuando se pusieron en fuga, y de ellos
detuvieron á algunos los compañeros del Padre, no sin riesgo, porque
enfurecido un bárbaro, descargó en la cabeza de un muchacho cristiano
tan fiero golpe, con una hacheta de piedra, que si Dios por su
misericordia no hubiera permitido que errase el golpe, se la hubiera
partido por medio.

Procuraron aquietarlos con buenas palabras y quitarles de la cabeza
aquellas sombras y sospechas con que el enemigo infernal había maquinado
impedir su conversión.

Luego, llamando el P. Caballero á un mozo de buen aire y bien agestado,
procuró ganarle para sí con aquellos modos de amor y caridad que enseña
á los varones apostólicos el celo de la salvación de los prójimos; y
regalándole con mil cosillas de las que aprecian los bárbaros, le
despachó á los que se habían huído; y Dios le puso en el corazón tal
afecto para con el Misionero y en la lengua tal eficacia, que dentro de
un breve rato volvió con una tropa de paisanos, y poco á poco los
condujo á todos.

Miraban al Padre asombrados, y le imaginaban ó un monstruo ó cosa de la
otra vida, pues, tenía tanto poder para desterrar á los Tinimaacas y
echarlos de sus tierras; mas á sus dulces y suaves palabras se
recobraron: y aunque ignorantes, reflexionando en aquellos lamentos y
desesperaciones de sus dioses, infirieron, por evidente conclusión, que
eran muy flacos y de ningún poder, pues no podían resistir á aquel
hombre, con lo cual se le aficionaron increíblemente, y desterrado de
sus corazones todo temor, hospedaron con igual afecto en sus ranchos ó
chozas al Padre y á sus compañeros.

El día siguiente, juntó todo el pueblo en la plaza al pie de una cruz
que allí había enarbolado les explicó los misterios que debían creer y
los preceptos que habían de observar, descubriendo la vanidad de sus
deidades y perversidad y fraude de los sacerdotes; y públicamente el más
viejo de todos, que había encanecido en la malicia, no pudiendo negarse
á las luces de la verdad, con que el Padre le daba en los ojos, se
rindió vencido, y confesó que había engañado á los demás por tener con
qué sustentarse.

Oíale la gente con silencio y atención, y aún con aplauso y placer,
principalmente cuando refirió la creación del mundo, y la caída de los
ángeles prevaricadores, á quienes habían sido muy devotos y fieles.

Continuó por algunos días la explicación de la doctrina cristiana,
oyéndole siempre con igual gusto y provecho; y pareciéndole ya tiempo de
quitarles todas las ocasiones de recaer en la idolatría, ordenó que
trajesen á la plaza los tabernáculos, las esteras y cuanto servía al
culto de sus dioses, y pisándolo todo por escarnio y llenándolo de
inmundicia, lo hizo abrasar, reservando solamente un instrumento
astronómico de bronce, que representaba al sol y luna con los otros
signos del Zodiaco; don que muchos siglos antes les habían dado los
demonios, y después todos juntos se pusieron á bailar y cantar algunas
canciones al son de los instrumentos que entre ellos se usan.

Ayudaron no poco á la conversión de esta gente los indios Zibacas, cuyo
cacique, dijo en alabanza de la ley cristiana, tales cosas, que sin duda
le dictaba las palabras el Espíritu Santo, á quien tenía en el corazón,
que el mismo P. Caballero quedó no poco maravillado; y no hacían nada
menos sus vasallos, los cuales, no pudiendo detenerse más tiempo por
causa de sus labores, se fueron con gran dolor á despedir del V. Padre,
quien describiendo esta despedida, habla de esta manera:

«Con cuántas lágrimas y suspiros se despidiesen, no puedo expresarlo
bastantemente; no sabían apartarse de mí, y yo no sentía menos su
partida; procuré consolarlos, diciendo que el año siguiente, queriendo
Dios, volvería y les enseñaría más despacio su santa ley.»

Aunque se partieron los Zibacas, tan aficionados y devotos del P. Lucas,
no por eso se resfriaron en su amor los Jurucarés, ni hubo cosa, aunque
muy difícil, que no hiciesen por él.

Exhortóles á que depusiesen las armas y ajustasen paces con los
confinantes, y ninguno hubo que no viniese en ello, y antes ellos
quisieron ir en persona á pedir la paz á los Pizocas, mostrando que las
obras correspondían bien á las palabras que le daban.

El cacique de más autoridad, antes de ponerse en camino, le suplicó con
eficacísimos ruegos le administrase el santo bautismo, porque cargado ya
de años y lleno de canas, le quedaba poco de vida; y ya que por la
misericordia de Dios había conocido la verdad, la quería también abrazar
para que el conocimiento no le sirviese de eterna confusión.

Enternecióse el santo varón con tan justa demanda; mas no pudo darle
consuelo, porque tenía orden estrecha de los Superiores para no
bautizar, á ningún adulto antes de fabricar la Reducción; por lo cual se
excusó con lo mejor que pudo de no poder condescender con su petición,
aunque lo deseaba sumamente; y que si él daba la palabra y perseveraba
en aquel sabio y santo propósito, no tardaría mucho, ó en volver él
mismo, ó si no pudiese, enviaría otro de sus compañeros en su lugar para
que le pusiese en el camino de la salvación eterna.

Ya que no pudo conseguir esto el buen cathecumeno, quiso que á lo menos
en prenda de su promesa, le diese una pequeña cruz para traer al cuello
y para muestra de otras que quería fabricasen sus vasallos, porque
entendida la virtud de aquel santo Leño, quería ponerla en todas partes,
para que por su respeto no osase el demonio causarles algún daño en la
vida ó hacienda. Bautizados, pues, aquí los muchachos, pasó á los
Quiriquicas, donde el año antecedente la Reina de los Ángeles le había
defendido de sus flechas.

Saliéronle al encuentro todos, hombres y mujeres, y le hospedaron
cortesmente en su Ranchería, mas no con aquellas demostraciones de
afecto que el Padre esperaba; y sin duda fué porque había ya algunos
días que estaba hecha la Ranchería un hospital de enfermos y moribundos
por una epidemia pestilente que hacía gran estrago en todos, y lo peor
era que echaban la culpa al Padre, diciendo que por haber querido
matarle, había hecho venir de otro lugar la peste para vengar su
agravio.

Fué luego á visitar los enfermos y con extremo dolor suyo vió morir á su
vista una mujer, sin tener tiempo para administrarle el santo bautismo;
leyó sobre todos el Evangelio _Super ægros_; mas Dios quiso diferir
algún tanto el favor para que la gente tuviese en mayor aprecio y
veneración su santa ley, y por ella á su ministro, y así fueron
mejorando poco á poco los apestados; y entonces ordenó el santo varón
que por las tardes se juntasen todos en la plaza; allí, desde un lugar
eminente, les explicó la verdadera causa de aquel accidente; que no era
él la causa por ser hombre flaco y miserable, y de ningún poder como
ellos, sino sólo Dios del cielo, á quien él servía, que había tomado á
su cuenta la venganza de la injuria que á él le habían hecho; que por
tanto se quejasen de sí mismo, que á él le pesaba mucho de aquel mal.
Interrumpióle el cacique diciendo se habían muerto ya los que le habían
hecho aquel agravio. A lo cual dijo el P. Caballero: «No soy el autor
de este estrago, Jesucristo, criador del Universo, lo es: á Su Majestad
es necesario pedirle que cese, y esperar de él la gracia y
misericordia.»

Mientras estaba en estas pláticas, le vinieron á avisar que estaba para
espirar el cacique _Sanucare_. Rompió al punto el discurso para acudir á
donde le llamaba la extrema necesidad, pero fué en vano, porque el mal,
que era fuertemente maligno, le había sacado de juicio, y estaba ya
delirando con frenesí; y por más remedios de que se valió, nunca le pudo
volver en sí.

Afligidísimo por esta causa, se salió del Rancho del enfermo y postrado
en tierra, con lágrimas y súplicas muy afectuosas, empezó á pedir á Dios
que por su piedad y por los merecimientos de su Hijo Santísimo, le
concediese la gracia de darle á aquella alma, comprada con el precio de
su sangre, el uso de la razón.

Al punto cesó el delirio y volvió en sí el enfermo, de suerte que el
Padre tuvo tiempo para instruirle en los divinos misterios y lavarle con
las santas aguas del bautismo; y sugiriéndole afectos de contrición y
esperanza en Dios, espiró en breve.

El día siguiente ordenó una devota procesión para obtener para aquella
pobre gente el remedio de su calamidad. Mas lo que sucedió, será mejor
oirlo de boca del santo Padre:

«Acompañado (dice) de cristianos y gentiles enarbolé una imagen de la
madre de Dios, dando vueltas por toda la tierra, llevándola á las casas
de los enfermos, y lleno de confianza, le decía Nuestro Señor: Mirad,
Señor, á vuestra misericordia, y no entreguéis al estrago de la peste
estos nuevos fieles; no diga este pueblo, tierno en la fe y débil en la
virtud, que sois muy riguroso en los castigos; si para mi defensa
echasteis mano de los milagros, mostrad ahora vuestro poder en sanarlos,
para gloria de vuestra ley. Entraba con esta confianza en las casas de
los enfermos apestados y arrodillados todos, así cristianos como
gentiles, rezábamos el Ave-María; luego preguntaba al enfermo si creía
de corazón en Jesucristo y confiaba en su Santísima Madre, y
respondiéndome que sí, le aplicaba una estampa de San Francisco Xavier
para que me fuese intercesor con la Reina del cielo, y mis pecados no
impidiesen su piedad; por último, le tocaba con la imagen de la Virgen
Nuestra Señora, y de esta manera, en pocos, días cesó la peste y aún los
de más peligro recobraron la salud.» Así el Venerable Padre.

Consolado con este favor aquel pueblo, se puso luego en camino hacia los
Cozacas para llegar á los Tapacurás, antes que el tiempo rompiese en
lluvias y cerrase los caminos. En esta jornada vino Patozi, el cacique
de los Moposicas, con gran número de sus vasallos, y se le quejó mucho
porque no iba á sus tierras, usando de cuantas artes y modos de ruegos
supo para moverle á compasión; con todo eso, aunque el Padre lo deseaba
mucho, no lo pudo consolar, por no querer torcer su viaje á otras
Rancherías del Norte ó del Mediodía, sino sólo tirar derechamente á
Poniente; y reconocida su buena voluntad, le convidó á que le acompañase
hasta los Cozocas, que ya tenía á la vista.

Luego confortó en el alma con un fervorosísimo razonamiento á sus
neófitos, y les exhortó á ofrecer su vida á aquel Señor que por el bien
de las nuestras dió la suya; porque el demonio, que llevaba muy mal
tantas pérdidas, sin haberlas podido remediar, había hecho el último
esfuerzo con los Cozocas para que le quitasen la vida; lo mismo deseaba
el santo Misionero; y hablando con sus cristianos, sólo sentía que la
rabia del enemigo infernal y de sus secuaces no tuviesen permisión para
matarlo.

Estábanle mirando los Cozocas desde la plaza de su Ranchería, y apenas
el Padre se puso á mirarlos con la cruz en la mano, cuando prorumpiendo
en gritos descompasados, á la usanza de bárbaros, le dispararon una
tempestad de saetas, que á no repararlas Dios con su mano poderosa,
hubiera quedado muerto.

Los cristianos y cathecúmenos, viendo las cosas tan contrarias, se
retiraron atrás. Sólo iba al lado del siervo de Dios un joven
fervorosísimo, deseoso de dar la vida en testimonio de la fe, que pocos
meses antes había abrazado. Seguíanle otros cuatro, uno de los cuales
llevaba en alto la imagen de la Madre de Dios. Procuró el apostólico
Padre sosegar con su angelical rostro y afables y corteses palabras
aquellas furias del infierno.

Todo fué en vano, porque envenenados los bárbaros contra Jesucristo y su
ley, sin hacer caso de nada, le apuntaron y dispararon un gran número de
saetas á su cabeza, mas nunca pudieron acertar; antes bien veían
manifiestamente que volvían atrás las flechas, como si una mano
contraria las tirara; y una disparada con tal ímpetu que le hubiera
pasado de parte á parte; pero al llegar la detuvo sin duda Dios, é hizo
caer sin fuerza á los piés del Padre. Con otra hirieron en el vientre á
un cristiano que llevaba la imagen, y alegrísimo el buen muchacho de su
dichosa suerte, se retiró aparte para gastar con Dios los últimos
períodos de su vida, con no menos gloria suya que envidia del P. Lucas,
que abrazándole estrechamente, se dolía de que en pena de sus pecados no
merecía acompañarle en la muerte.

Entre tanto, el Mapono atizaba con rabia infernal á los suyos, y cerca
de una hora estuvieron disparándole saetas sin causarle más daño que
romperle el vestido; bien que al levantar en alto aquella santa imagen,
le corrieron por los brazos extraños dolores y le impidieron el uso de
ellos.

Mientras ellos procuraban valerse de todas las suertes de su crueldad y
fiereza para darle la muerte, los cathecúmenos desde lejos procuraban
librarle de ella, amenazando á los Cozocas que vendría sobre ellos la
ira de Dios y les daría su merecido, como á su costa ellos lo habían
experimentado; y ó fuese porque el temor les hiciese caer en la cuenta,
ó porque Dios reprimiese su orgullo, dándoles más acerbos dolores en los
brazos, se pararon algún rato y dieron tiempo y oportunidad al siervo de
Dios para acercarse al Mapono, y con modo cortés y afable le dió á
conocer el poder de Jesucristo, que por más que él y los suyos lo
intentasen, si no era voluntad de su Divina Majestad, no le podrían
quitar un cabello; y que sus Tinimaacas, por más que se jactasen de que
eran señores del cielo y dueños del mundo, al fin no eran otra cosa que
miserables y flacas criaturas condenadas por su culpa á cárcel perpetua
en el infierno.

Entre tanto que él hablaba así al Mapono, puso Dios los ojos de su
piedad sobre aquel bárbaro, y penetrándole lo interior del alma, sosegó
aquellas furias; con lo cual, cambiado el furor en agrado, le hospedó
cortesmente en su casa, poniéndole la mesa abastecida de lo mejor del
país.

Estando en esto se echó á sus piés un gentil, y con lágrimas en los ojos
le pidió que al punto le bautizase, porque temía mucho no le matasen
allí á traición por causa de algunos disgustos antiguos, y no quería
perder con el cuerpo la vida del alma. Dióle gusto el P. Lucas y quiso
celebrar, como celebró, la sagrada función de aquel bautismo en uno de
los templos, por más que le pesaba al demonio y á los de su partido.

El mismo día había despachado el Mapono un mensaje á _Abetzaico_,
cacique de los Subarecas, para que con su milicia viniese á ayudarle á
exterminar ó desterrar del mundo al enemigo capital de los dioses y á
sus compañeros; mas desbarató sus designios un ángel, el cual,
apareciéndole, no sé si en sueños ó despierto, le ordenó que fuese á
encontrar al Padre y le recibiese en su tierra y oyese su doctrina.

Vino el cacique sin armas, servido de dos de sus vasallos, y noticiado
del atrevimiento de los Cozocas, se encolerizó sobremanera contra el
Mapono; y hubiera puesto en él las manos, á no haber venido á buen
tiempo uno que daba aviso de que dos cristianos heridos estaban ya para
espirar. El P. Lucas nos dirá mejor con sus palabras lo que entonces
sucedió:

«Acudí (dice) á donde yacían tendidos sobre la tierra aquellos mis dos
muchachos; que á la verdad era espectáculo digno de mover á cualquiera á
compasión, verlos tan malamente heridos que el suelo estaba bañado en su
sangre, cubiertos de moscas, que parecían cadáveres, sin tener un trapo
con qué cubrir las llagas, y ser necesario por esto servirse de las
hojas de los árboles; causábame, empero, grande admiración y asombro su
paciencia, los tiernos coloquios que hacían á la Santísima Virgen,
alegrándose de derramar la sangre y morir por aprovechar á sus prójimos,
y en servicio de su santísimo hijo. Uno de ellos era Manacica de nación,
bautizado pocos meses antes y me servía de intérprete; tenía atravesado
el brazo con una flecha, y por eso, heridos los nervios, le causaban
desmayos y pasmos mortales; al otro, herido en el vientre, se le habían
salido en gran parte las entrañas. Ordené que los llevasen debajo de una
enramada, donde queriendo volver á poner en su lugar las entrañas á este
último, fué necesario cortarle parte de ellas. Encomendose con grande
confianza á la Reina de los Ángeles, y después de un ligero sueño se
halló perfectamente sano; el otro se restituyó en breve á su entera
salud, hallando su brazo libre y expedito, sin otro remedio que el de
Dios y su Providencia, pues allí no había otro.» Hasta aquí el P. Lucas.

Detúvose allí algunos días para arrancar de raíz la idolatría y
disponerlos á recibir la santa ley de Cristo; y aunque al principio le
fué preciso ir ganando tierra poco á poco, venciendo al fin la gracia
del Espíritu Santo, abrieron los ojos aquellos bárbaros y se ofrecieron
de buena gana á alistarse en el número de los fieles, presentando en
prendas de esta verdad á sus hijos para que desde luego fuesen lo que
ellos de allí á poco habían de ser.

Llevaba mal _Abetzaico_, que se detuviese el Padre tanto con los
Cozocas; y se lamentaba tanto de esta tardanza, que precisó al siervo de
Dios á despedirse de aquí é ir á su tierra, donde no hubo bien llegado,
cuando fueron inexplicables las alegrías y señales de júbilo que
mostraron los Subarecas, saliéndole á recibir y haciendo fiestas á su
usanza propias para cuando quieren mostrar extraordinaria alegría.

Cuál fuese la pompa, y lo que más importa, el santo fervor de devoción
con que desde el primero al último veneraron estos nuevos cathecúmenos
la Santa Cruz, no es fácil referirlo.

El cacique y los principales quisieron tener la honra de formarla y
ponerla en la plaza, no permitiendo que otros más inferiores pusiesen la
mano en esta obra; luego, arrodillados todos al rededor de la cruz, la
adoraron humildemente, y entre tanto, las mujeres y el resto del pueblo
estaba bailando y cantando al son de sus instrumentos, y los cantares
eran alabanzas de la Cruz, de la santa ley de Dios y de la Santísima
Virgen; ni se acabaron las fiestas aquel día, antes bien las continuaron
por muchos días, no sabiendo ponderar el consuelo que tenían, por haber
de ser cuanto antes cristianos, y levantado y adorado en su tierra el
árbol de nuestra Redención. Y Dios Nuestro Señor, para confirmarlos en
la fe, y mostrar cuánto se agradaba de aquella devoción y fervor,
restituyó la salud á todos los enfermos y calenturientos con sólo leer
el Padre sobre estos el Santo Evangelio.

Qué júbilos de alegría sentía en el corazón y qué lágrimas de consuelo
le corrían de los ojos al P. Caballero, confiesa él mismo que no lo
podía explicar, acordándose que aquellos mismos que ahora con tanta
veneración adoraban la cruz, y en ella á Jesucristo, eran los que poco
antes adoraban á los demonios feos y abominables.

Mas no por esto se olvidaba del término de su viaje, por cuya causa se
hubo de despedir de los Subarecas, no sin grandes lamentos y llanto
universal de aquella buena gente, la cual, viendo que no le podían tener
más tiempo en tierra por entonces, quiso que la flor de la juventud le
fuese acompañando para ir allanando el camino y proveyéndole de víveres
al Padre y á sus compañeros, lo que ejecutaban á competencia con los
Cozocas.

Ya habían caminado algunas jornadas cuando cayeron enfermos once de sus
neófitos, con increíble dolor del santo misionero; mas el modo como
sanaron, lo escribe él mismo por estas palabras á su Provincial.

«Padecía yo (dice el P. Lucas) la enfermedad de todos, y me penetraba el
corazón el escándalo de los gentiles, los cuales se maravillaban mucho
que gozando ellos de muy buena salud, enfermasen los cristianos, con lo
cual parecía querer decir que aquella ley no era tan santa como yo se la
había pintado, pues sus profesores estaban sujetos á las enfermedades
sin poder librarse con solas cuatro palabras, como á ellos no pocas
veces les había sucedido. Quejeme amorosamente á mi Señor Jesucristo y á
su Santísima Madre, diciendo:

»--Bien conozco, Señor, que mis pecados merecen esto y mucho más; pero,
mirad, Señor, por vuestra gloria; no digan los infieles que los
cristianos tienen un Dios que no tiene entrañas de compasión con
aquellos que le adoran: _Ne dicat gentes ¿ubi est Deus eorum?_ Mirad,
Señor, que los neófitos tendrán horror á los trabajos y fatigas de la
Misión, si perseguidos de los infieles bárbaros y afligidos de las
enfermedades, no acudís presto á socorrerlos y librarlos. ¿Quién me
acompañará en estos desiertos para abrirme camino y servirme de
intérprete para declarar vuestra ley? Si obráis milagros para sanar á
los infieles, ¿por qué no haréis lo mismo con los cristianos?

»No tardó mucho en moverse á piedad el Padre de las misericordias y Dios
de toda consolación, porque la víspera de los Ángeles Custodios se dejó
ver muy resplandeciente uno de estos bienaventurados espíritus, de uno
que estaba con calentura, y le dijo:

»--Esta enfermedad que padecéis os ha venido en lugar de la muerte que
habíais de llevar de manos de los bárbaros. Confiad en Dios, que cesará
el mal. Grande será el premio que tendréis allá en el cielo por los
trabajos y fatigas que padecéis por dar á conocer á Dios á vuestros
paisanos.

»Con eso creció en todos la confianza; quise yo darles una bebida, no sé
si purga ó bebida, porque no conocía su fuerza, con lo cual creció el
mal; y no sufriendo los ardores de las fiebres ardientísimas, y
haciéndose llevar al río, se arrojaron al agua para templar con lo
exterior de aquel frío el calor de sus fiebres; y sin otro remedio
quedaron todos sanos y salvos.» Hasta aquí el V. P. Lucas.

Y á la verdad era necesaria tal enfermedad y tal milagro para que
perseverasen hasta el fin del viaje; porque atemorizados de tantos
riesgos y peligros de la muerte que á cada paso encontraban, ya á manos
de los bárbaros, ya de la sed ó de la hambre, se habían los neófitos
resfriado no poco en el celo de anunciar el santo nombre de Dios á los
que vivían en las tinieblas de la infidelidad, y cayendo ahora en la
cuenta y reconociendo mejor las cosas, postrados todos por tierra
pidieron al Padre perdón de su temor y flaqueza, y se ofrecieron á Dios
con corazón valiente y firme para vencer cuantas asperezas y
dificultades encontrasen, aunque fuese necesario perder la vida en su
servicio.

Pusiéronse nuevamente en camino con esta resolución por una senda
estrecha y difícil de un bosque espesísimo, con no pequeño trabajo; y
después de caminadas pocas leguas, perdieron el rastro de la senda, no
sabiendo dónde estaban, ni por dónde tomar rumbo, por cuya causa
anduvieron perdidos por espacio de un mes entero, ya trepando por
fragosas montañas, ya metiéndose por lo más interior del bosque; sin
tener otra cosa que comer sino hojas de árboles y raíces silvestres, ni
en qué descansar y tomar un corto sueño sino una red colgada de un
árbol, á cielo descubierto.

En este aprieto, al P. Caballero, que era de complexión delicada y de
suyo enfermizo, y que por los trabajos é incomodidades apenas se podía
tener en pie, le sobrevino una tan gran flaqueza de estómago, que no
podía retener manjar ninguno por lijero y de poca substancia que fuese;
pero no obstante esto, la virtud de su espíritu suplía las fuerzas que
faltaban al cuerpo, siendo el primero que animaba á los otros á
arrojarse á los peligros y que con sus mismas manos abría el camino.

Finalmente, con algunas frutas ásperas y desabridas al paladar, se
recobró á sus fuerzas antiguas, echando Dios su bendición en aquel
remedio, más á propósito para enfermar á los sanos que para sanar
enfermos.

Aterrados de tantas dificultades los gentiles se volvieron atrás y lo
mismo hubieran hecho no pocos de los cristianos, si la Madre de Dios, en
cuya gloria redundaba el buen suceso de aquella empresa, no se hubiera
aparecido á uno de los más desanimados, y reprendiéndole ásperamente de
su poco ánimo y la falta de fidelidad á lo prometido á Dios.

Por último, haciendo el P. Lucas fervorosísima oración al arcángel San
Rafael y á los ángeles Custodios de aquellas naciones, vino á salir á la
Ranchería de los Aruporecas, donde los años pasados había hecho una
Misión y rogado á su cacique que le acompañase con algunos de sus
vasallos hasta las Rancherías de los Tapacurás, se escusó de hacerlo,
temeroso de que los Tapacurás se vengasen de los daños que habían
padecido en una guerra que les había hecho; mas dándole el Padre su
palabra de que ajustaría la paz, se rindió el cacique á ir acompañando
al siervo de Dios.

Guiado, pues, de una escuadra de Aruporecas, se puso en pocos días á
vista de los Tapacurás; pero antes de entrar envió á la Ranchería un
neófito, de nación Tapacurá para que le recibiesen cortesmente y no
hiciesen algún desmán contra sus enemigos los Aruporecas.

Sintieron mucho los Tapacurás su venida, mas con todo eso, disimulando
el disgusto, le salieron á recibir, y hospedándole en una casa
acomodada, le hicieron muchos presentes de frutas y caza: no obstante,
cuando quiso dar principio á sus apostólicos ministerios, se hicieron
sordos y aun le impidieron obstinadamente que pasase á las Rancherías de
su nación, y solo le querían conducir á tierras de los enemigos. Lo
mismo respondió _Maymané_, cacique de otro pueblo, que había venido á
cumplimentar al Padre. Es digna de saberse la causa de todo esto.

Había el santo varón los años pasados enarbolado en esta tierra una
cruz; vinieron allí unos ministros del demonio, acompañados de una tropa
de indios Cuzicas, Quimomecas y Pichasicas, y sacándola del hoyo en que
estaba fijada, la hicieron pedazos con mucha irrisión y escarnio.

No tardó mucho la ira del cielo en vengar el atrevimiento de aquellos
malvados y desagraviar la Santa Cruz, porque se encendió entre ellos una
peste que hizo tal estrago que en breve quedaron muertos aun los menos
culpados en aquel delito, siendo muy pocos los que escaparon de aquella
parcialidad. Por esta causa temían estos que sucediese lo mismo aquí y
en los otras lugares de su nación, por lo cual, á fin de prevenir el
daño propio, le exhortaron á que se fuese á los Paunacas ó á donde más
gustase, porque ignorantes ó ciegos en sus errores, no conocían que si
por las injurias hechas á la santa cruz les venían tantas desgracias y
desastres, la reverencia y devoción que la tuviesen les alcanzaría
mucho mejor del cielo la bendición.

No por esto desmayó el siervo de Dios, antes tomando materia de este
mismo temor para predicarles, lo hizo con tanto fervor de espíritu y
eficacia de palabras, mostrando que no eran menos dignos de muerte los
que osaban injuriar á la santa cruz que los que impedían su culto; y así
convencidos, se rindieron á su voluntad, y levantándola en alto en medio
de la plaza, todos con reverente inclinación la adoraron y se ofrecieron
á pasar con él á otras tierras.

Bautizados, pues, allí los niños, prosiguió con ellos su viaje, pero
hallaron desiertas las Rancherías; porque el demonio, que llevaba mal
tantas ventajas de la gloria divina, había con infernal astucia
persuadido á la gente que se mudasen á otro lugar donde no les pudiesen
hallar tan fácilmente; fueron no obstante esto siguiendo el rastro, y al
salir de una espesa selva dieron en una bellísima campaña, muy amena y
alegre á la vista; pero por la mayor parte pantanosa, por los muchos
manantiales de agua que en ella había. Descalzóse el P. Caballero y
empezó á pasarla, y tras él los indios, y á la verdad lo que padeció en
aquel paso ninguno lo puede decir mejor que él mismo que lo
experimentó. Escríbelo así el venerable Misionero:

«Pasábamos el agua á las rodillas, y eran tan profundos los pantanos,
que apenas podía sacar el pie, cayendo y levantando á cada paso; acabó
de empaparme en agua una lluvia deshecha que duró muchas horas. Y lo que
me causó más tormento fué un género de paja que allí había, de dientes
tan agudos como de sierra, que me desolló los muslos y piernas, de que
aún tengo ahora las señales, y duró este martirio más de media legua.»

Después de tantos trabajos dió con una Ranchería, cuyos moradores,
viéndole tan desfigurado, se maravillaron no poco de que quisiese
padecer tanto solo por el provecho y salvación eterna de sus almas.
Hubieran mostrado la fineza de su afecto si la pobreza y carestía de lo
necesario se lo hubiera permitido; con todo eso buscaron alguna cosa, la
mejor que hallaron, para proveerle de mantenimiento.

Viendo el cacique de los Paunacas tanta miseria y pobreza en aquella
gente le convidó cortesmente para que fuese á su tierra, donde con más
comodidad podría repararse y recobrar sus fuerzas. Aceptó el Padre al
punto la oferta, no tanto por restituirse á su salud, de que no se le
daba mucho, cuanto por anunciarles el nombre de Dios y ganar fieles á la
Iglesia.

En compañía, pues, de gran multitud de bárbaros, se partió allá el día
siguiente y en el camino les cogió una tan furiosa tempestad de agua,
que por más prisa que se dió se deshicieron sus pobres zapatos; con que
hasta la vuelta se vió precisado á andar descalzo, caminando por bosques
y montañas muy agrias y por llanuras sembradas de yerbas muy espinosas.

Saliéronle al encuentro los Paunacas, con señales de grande fiesta y
amor, á que no pudo corresponder el santo varón sino con un semblante
alegre y risueño, porque ni ellos entendían su lengua ni el Padre la de
ellos, ni tenían intérprete por cuyo medio se pudiesen declarar: y así
fué preciso trabajar más con las manos en obras de caridad, que con la
lengua en la predicación; no obstante todo eso, por señas, y con tal
cual palabra que entendieron, les explicó el fin de su venida; pero el
enemigo infernal, por no llevar también aquí la peor parte, persuadió al
pueblo despachasen los niños á otro lugar, para que el Padre Lucas no se
los sacase de sus garras, reengendrándolos al cielo con el santo
bautismo; por lo cual, con increíble dolor del santo varón, por no poder
recoger allí el mejor y más seguro fruto de su Misión, quiso vengarse
levantando una gran cruz delante de un templo del demonio, en lo cual
trabajó no poco, porque se le opusieron obstinadamente aquellos
bárbaros, y faltó poco para que no pusiesen en él las manos; pero el
siervo de Dios, que nada deseaba más que ser muerto por Cristo, no
desistió de su empeño, antes á su vista hizo pedazos pisó algunas
figuras y retratos del demonio, con no poco horror de los gentiles,
temiendo cayese sobre todos una tempestad de rayos y saetas.

Por entrar ya el invierno se vió precisado á salir presto de aquí, y
volver á pasar de nuevo á pie descalzo aquella campaña pantanosa, con lo
cual se le abrieron las llagas y apenas podía moverse.

Por esta causa, sus compañeros, movidos por una parte de compasión, y
por otra viendo que estaban mal aviados y que el viaje que les faltaba
era de muchas semanas, le pidieron apretadamente se quedase entre los
Tapacurás hasta la primavera. Mas el Padre, á quien dolían más las
necesidades comunes de las almas que las del cuerpo, alentándolos, no
tanto con las palabras cuanto con el ejemplo, pasó adelante, y á pocas
jornadas le dejaron los Aruporecas por causa de los ríos soberbios, ya
con las crecientes, y los neófitos pasaron no sin gran riesgo, en una
pequeña canoa el río Ziresirio «y sin guía ni rumbo, (escribe el mismo
Padre) caminamos por ríos, lagunas y pantanos sin hallar ni tener algún
mantenimiento para soportar tantos trabajos, sino hojas de árboles y
raíces de yerbas; acordeme haber oído que cerca de los Bohocas se
descubría en alto una montaña; mandé á mis compañeros que subiéndose en
las copas de los árboles registrasen la tierra; y descubriéndola al fin,
por gran ventura, caminamos hacia allá, y con el favor de Dios, después
de tres semanas de camino, con mil trabajos y fatigas, entramos en su
Ranchería, donde recibidos con gran fiesta y alegría, nos proveyeron de
cuantos víveres les fué posible para nuestro reparo.» Así el P. Lucas.
Detúvose aquí algún tiempo para recobrar así él, como sus compañeros,
las fuerzas con que proseguir el viaje hasta la Reducción de San
Francisco Xavier y de esta manera tuvo comodidad y tiempo para confirmar
á los Bohocas en el amor de Cristo y devoción á la santa cruz.

Observó un día que en la choza ó Rancho donde le habían hospedado había
unas disciplinas con pelotillas de cera, armadas de agudas espina y
sabiendo que en otras partes había también un gran número de ellas,
entró en sospechas de que fuese alguna superstición; llamó aparte al
cacique _Soriocó_, y quiso informarse de él, preguntándole la causa de
esta novedad, la cual me parece cometería un grande yerro si la
refiriese con otras palabras que las de aquel bárbaro, según la declaró
el Padre Caballero:

«--Habían venido aquí (dijo el cacique) á hacer sus Ranchos los
Borillos, gente de genio altivo y soberbio, que burlándose de nosotros y
de nuestras costumbres, nos tenían en poco. Enfadados nosotros de este
desprecio, en lo más oscuro de la noche nos conjuramos contra ellos, y
matamos á todos los varones, reservando las mujeres para nuestro uso.

»Dentro de breve tiempo vino sobre nosotros un contagio que hizo tal
estrago, que pensamos perecer todos, y creyendo que era castigo del
cielo, en pena de aquel delito, nos acordamos de que los cristianos,
para aplacar la justicia de Dios se disciplinaban hasta derramar sangre
de las espaldas.

»Por lo cual, levantando en alto aquesta cruz que aquí ves, nos azotamos
ásperamente muchas veces al pie de ella, pidiendo á Dios misericordia y
perdón de nuestras culpas: cesó al punto la pestilencia, de suerte que
desde aquella hora en adelante no murió ninguno de los tocados de la
peste, y ninguno de los sanos enfermó del contagio; y una noche estando
presentes muchos del pueblo que lo vieron, bajó del cielo un mancebo
bellísimo con el rostro muy resplandeciente, y postrado en tierra la
adoró; desde entonces tenemos nosotros en gran veneración á este santo
madero, y deseamos abrazar cuanto antes la fe de Jesucristo.» Hasta aquí
el buen cacique.

No es fácil de explicar cuánto se animó el santo misionero á llevar al
fin la obra comenzada de juntar en una Reducción aquellos pueblos, para
instruirlos en los misterios que deben creer, y en los mandamientos que
deben observar, viendo que agradaban á Dios sus designios, y los
bendecía desde el cielo con sus influjos.

Despidióse al fin de aquella gente y enderezó su viaje hacia la
Reducción de San Francisco Xavier, donde por Enero del año 1708, después
de cinco meses no menos de méritos para sí mismo por los trabajos y
afanes tolerados, que útiles al cielo, por la conquista de tantas almas,
llegó deshecho y consumido de las fatigas de sus apostólicos
ministerios, para recobrarse y tomar aliento, no tanto en el cuerpo, de
que cuidaba poco, cuanto en el espíritu para poder volver en abriendo el
tiempo, á fundar una nueva Reducción en los países descubiertos.



CAPÍTULO XV

_Funda el V. P. Lucas Caballero la Reducción
de Nuestra Señora de la Concepción,
y es muerto á manos de los
infieles Puyzocas._


Tenía orden el P. Lucas, como ya he insinuado, del P. Visitador de
aquellas Reducciones Juan Bautista de Zea, de escoger un sitio cómodo en
campaña abierta, en medio de aquellas Rancherías, de diferentes lenguas,
para que en él se pudiesen juntar aquellos pueblos, y ser allí impuestos
en la vida civil, é instruídos en la ley divina.

Tenía poco en qué escoger, por estar todo el país poblado de espesísimos
bosques: sólo entre los Tapacurás y Paunacas se descubría un valle, mas
por la mayor parte estaba lleno de lagunas y pantanos, fuera de haber en
él infinita multitud de mosquitos y tábanos que de día y de noche
causaban insufrible molestia.

No obstante, constreñido de la necesidad, puso aquí casa el Venerable
Padre y dió principio á la Reducción de la Inmaculada Concepción, á
orillas de una grande laguna donde vivía gente de muchos idiomas y
diferentes costumbres.

Eran éstos los Paunapas, Unapes y Carababas, pueblos sobremanera
salvajes, de poco ánimo y cobardes; todos, hombres y mujeres, andan
bárbaramente desnudos, y aunque de distintas lenguas y costumbres que
los Manacicas, tienen la misma religión de adorar al demonio en la forma
que se les manifiesta.

Propúsoles el santo varón, con su acostumbrada energía las
supersticiones que debían abandonar y los misterios y preceptos que
habían de creer y guardar para merecer el favor de Dios en esta vida y
la eterna bienaventuranza en la otra.

Ellos, atraídos de la esperanza del premio, y atemorizados de los
castigos, si no obedecían á la voluntad de Dios, le dieron palabra,
unánimes y conformes, de obedecer pronto á su voluntad, con tal que sólo
les permitiese la _chicha_, bebida ordinaria suya, porque el agua les
causaba dolores agudos en el estómago.

Es esta gente muy dada al trabajo, porque no tienen otro Dios á quien
más estimen que sus campos y sembrados, y tienen en poco al demonio, y
sólo le estiman en cuanto se persuaden les está bien á sus intereses.

No usan ir á cazar á los bosques, ni ir á coger miel y solamente se
apartan de sus casas aquel espacio de tierra que les puede durar un
frasco de aquél su vino, que es su única provisión y matalotaje en los
caminos.

No tuvo el P. Lucas mucha dificultad en permitirles el uso de aquella
bebida, porque no causaba en ellos embriaguez, único motivo para
desterrarla de las otras Reducciones.

Tuestan el maíz hasta que se hace carbón, y después bien pisado ó molido
le ponen á cocer en unas grandes calderas ó paylas de barro, y aquella
agua negra y sucia que sacan, es toda la composición de la chicha, de
que ellos gustan tanto que gastan buena parte del día en brindis, no
durando el trabajo en el campo sino desde la mañana hasta el medio día;
mas aunque prometieron ellos dejar sus antiguas diabólicas
supersticiones, no las olvidaron tan fácilmente.

Sospechó el P. Lucas que algunos ocultamente no observaban éste su
orden, haciendo y celebrando los funerales y exequias con los ritos y
ceremonias del gentilismo: y para cogerlos _in fraganti_, puso algunos
que los espiasen.

Dentro de poco murió una mujer y luego determinaron los infieles hacerle
el entierro á su usanza. Compusieron para eso un galpón ó templo hecho
de ramas trabadas, con las mejores labores que les fuese posible, y
levantaron en medio dos palos para trono del demonio, que en forma
visible viene á recibir las ofrendas, á oir las súplicas y á agradecer
los sacrificios que hacen por el alma del difunto. Ciñen la enramada de
una red, dentro de la cual no entran otros que el Mapono y los más
cercanos parientes del muerto.

Celebraban estas exequias, para que no fuesen descubiertos, en lo más
oscuro de la noche, y estaban ya en lo mejor y más devoto de la función,
cuando de repente llegó el Padre Lucas, y fijando la vista dentro de
aquel infame sagrario, vió en medio de aquellas tinieblas centellear los
ojos del enemigo infernal, que lleno de majestad y terror estaba sentado
sobre aquellos dos palos; y aunque al siervo de Dios se le erizaron los
cabellos y se extremeció de horror, quiso, no obstante eso, arrojarse
dentro. Lo cual, no pudiendo sufrir el demonio, desapareció en un
momento, arrebatando en cuerpo y alma á su sacerdote, que jamás pareció,
gritando que nunca le verían más en aquel lugar, de dónde, mal de su
grado, era arrojado con deshonra y vergüenza.

Reprendióles el fervoroso Misionero, con celo ardiente, su poca fe, y
con el ejemplo del Mapono, llevado vivo por el demonio al infierno, les
hizo conocer claramente que no era otra su intención que hacerles perder
de una vez el cuerpo y alma.

Tomaron casa en la Reducción los más cercanos pueblos de los Manacicas,
dejando los más distantes, situados hacia el Oriente, al celo del P.
Francisco Hervás para que los condujese al pueblo de San Francisco
Xavier: mas el P. Hervás, con extremo dolor y sentimiento, no encontró
otra cosa que cadáveres y huesos de muertos, por haber hecho en aquellos
pobres infieles un estrago fatal el furioso contagio que poco antes
había infestado aquel país.

Tuvo allí el P. Caballero noticia cierta de otra nación con quien los
Manacicas andaban siempre en guerras y hostilidades, por lo que se le
inflamó el corazón en encendidísima caridad y deseo de verlos y
traerlos al conocimiento de su Criador, especialmente que no eran tan
rudos y salvajes como los otros pueblos, que á costa de tantos trabajos
y sudores había reducido al rebaño de Cristo.

Estaban sus Rancherías bien pobladas, con gobierno civil y político; las
casas, calles y plazas estaban bien ordenadas; fabricaban de plumas
bellísimos escudos, y las mujeres tejían sus vestidos con grande arte,
bordándolos con flores en proporción y orden.

Estas noticias le avivaron el deseo de registrar aquel país y conocer á
sus naturales; y así, no haciendo caso del riesgo de perder la vida,
animó y exhortó á algunos de sus neófitos á que le acompañasen.

Puesto, pues, en camino, apenas tocó en la primera tierra, pocas millas
distante, le salió al encuentro una cuadrilla de bárbaros, que le
recibieron con una tempestad de saetas, no queriendo en ninguna manera
dar oídos á sus palabras; no por eso perdió el Padre un punto de su
aliento y valor; antes bien, sin temor alguno, se iba acercando á ellos,
que viendo tanta generosidad, y que no le podían acertar con ningún
flechazo, mudaron la nativa fiereza en otra tanta cortesía y respeto.

Recibiéronle con muestras de grande benevolencia, presentándole frutas
del país y algunos escudos primorosamente adornados de plumas. La casa
en que le hospedaron caía hacia el templo, con lo cual tuvo comodidad
para observar los ritos y supersticiones en el entierro de un difunto.

Al entrar la noche trajeron el cadáver en medio de la plaza, donde
dándole sus amigos y parientes los últimos abrazos, le pusieron sobre un
haz de leña, dispuesto en forma de pira; luego le pegaron fuego y
redujeron el cadáver á cenizas, que recogidas con infinitas ceremonias y
llantos, las depositaron en una urna de barro.

Esta vista y espectáculo causó gran temor y espanto á los neófitos, y
viendo entre tanto que venían á la plaza muchas cuadrillas de gente que
andaba rondando y tomando los puestos y boca-calles, bien que quietos y
en silencio, sospecharon que semejantes exequias se disponían para
ellos, por lo cual se quisieron luego poner en salvo; causa porque le
hicieron al siervo de Dios tales instancias, que le fué necesario
salirse antes de amanecer y volverse, con increíble dolor suyo, porque
perdía la esperanza de reducir en breve aquella no mal dispuesta nación
al conocimiento de Cristo, y de lograr en poco tiempo una copiosa
ganancia de almas para el cielo.

Consolóse, empero, con la esperanza de recoger el año siguiente aquella
mies, mas aun esta esperanza se le desvaneció también dentro de poco,
porque una tropa de mercaderes europeos de la profesión que arriba dije,
dió de improviso sobre tres de sus Rancherías, donde destrozados los
principales y hecho notable estrago en todos los adultos, hasta llegar á
quemarlos vivos en sus casas cuando no querían rendirse, las destruyeron
totalmente, llevando por esclavos á toda la chusma de niños y mujeres,
de que buena parte pereció en el camino, rendida á los trabajos y malos
tratamientos de aquellos bárbaros vencedores.

Quiso, con todo eso, el Apostólico Padre pasar adelante, pero halló la
gente confinante tan envenenada por aquella cruelísima matanza, urdida y
maquinada á traición, que quería vengar la injuria en las vidas de los
nuevos cristianos; por lo cual le fué preciso retirarse con presteza
para que los inocentes no pagasen la pena de los culpados, difiriendo la
empresa para cuando el tiempo pusiese en olvido el agravio y desahogando
entre tanto su celo en otras tierras, cuyos moradores iba juntando en
la nueva Reducción, la cual trasladó á sitio más cómodo para la salud de
los cathecúmenos, en una llanura que de la banda de Oriente miraba á los
Puyzocas, por el Norte á los Cozocas y á los Cosiricas por Occidente.

Aquí no daba treguas á las fatigas, imponiendo á los bárbaros, con
increíble paciencia, en costumbres civiles y políticas, enseñándoles la
observancia de los preceptos de la ley de Dios é instruyéndolos en los
Misterios de la fe; siendo ésta la tarea continua de todo tiempo y de
todas horas, y olvidado de sí mismo, sólo atendía al bien de los
prójimos, de suerte, que aun el necesario alimento para conservar la
vida apenas había día que no le repartiese con sus cristianos, gozoso y
contento con dilatar la gloria de su Señor, y en comprar, á costa de sus
sudores, la eterna bienaventuranza á aquella miserable gentilidad; y
cuando cansada la naturaleza de tanto trabajo pedía algún reposo, se
escondía en la iglesia, y todo absorto en las cosas divinas, se encendía
en el amor de Dios, tanto, que no sabía apartarse de su amadísimo bien,
hasta que no pudiendo sufrir más el cuerpo flaco, tomaba aquel corto
sueño que era necesario para cobrar aliento y vigor, volviendo con más
brío y denuedo á cultivar aquellas nuevas plantas. Estaba entre tanto
pensando en las Apostólicas correrías que meditaba hacer á los
Cosiricas, en abriendo el tiempo, especialmente porque éstos le enviaron
una embajada para que los fuese á alistar en el número de los
convertidos, ofreciendo sitio cómodo para fundar en él una Reducción.

Entró en duda de si sería más del servicio de Dios el aceptar la oferta
de estos Cosiricas ó pasar á los Puyzocas, sobre que no le pareció tomar
resolución cierta antes de conocer cuál fuese la voluntad de Dios; por
lo cual, en espacio de muchos meses, en lo más oscuro de la noche se
recogía á hacer oración (tomando para sí la noche y dando á los prójimos
el día por no faltar á sus necesidades) pidió á los ángeles Custodios de
aquellas naciones le alumbrasen el entendimiento con algún rayo de su
luz, para que pudiese conocer con certeza cuál era en este negocio el
divino beneplácito: y tuvo revelación ó luz interior de que la voluntad
y agrado de Dios era que pasase á las tierras de los Puyzocas, y se
pusiese á todo riesgo, sin hacer caso de su vida; y no sé de qué manera
(porque las noticias que de aquellas Reducciones han venido no lo
expresan).

Tuvo también anuncios de que el cielo había ya oído sus súplicas, y
determinado dar cumplimiento á sus deseos de sacrificar la vida por las
glorias de su Criador; y de cuáles fuesen los júbilos de su corazón y
cuáles las alegrías, más fácil es pensarlo que decirlo. Pero no
obstante, quiso Dios quitarle un poco de aquel exceso de dulzura en que
estaba su alma felizmente anegada, permitiendo á la parte inferior
trabajase y diese que hacer á la superior, para que fuese tanto más
glorioso el triunfo y la palma, cuanto fuese más dificultosa la
victoria; porque corriéndole por las venas un sudor frío, se puso pálido
y se le representó tan fiera la vista de la muerte, que le hizo muchas
veces entrar en duda si debía ejecutar aquella empresa; y cada vez que
pensaba en ella temblaba todo, y mostraba en lo exterior señales de la
batalla interior; y no sé si por sus ordinarias enfermedades ó por nueva
destemplanza de los humores que causaba á todos los miembros aquel
combate del espíritu y de la carne, le bajó á las piernas un humor
maligno que le obligó á hacer cama, pretendiendo, al parecer, la
naturaleza, con aquellos extremos, conservar la vida, á quien tan de
cerca amenazaba la muerte; y de hecho el V. Padre estaba en gran
perplegidad y angustia de ánimo, de suerte que no se atrevía á resolver
por sí mismo, y era espectáculo digno de compasión verlo batallar
consigo mismo, venciendo una vez más, y quedando otra vencido, siempre
pensativo y como asombrado con esta lucha.

Al fin volvió Dios los ojos de su piedad al V. Padre, que por tan largo
tiempo, en hambre, sed, pobreza y tantos trabajos, había sido su
fidelísimo siervo, y penetrándole lo íntimo del alma con un rayo de luz,
esclareció aquella densa niebla, que antes le tenía en oscuridad y
tinieblas, y le infundió tal valor y aliento en el espíritu, que vencida
del primer lance la carne, dijo con gran denuedo:

«--Que por sentir tanta repugnancia quería, á pesar suyo, poner manos á
la obra.»

Son palabras suyas; y estando ya de partida, escribió á un comisionero
suyo, avisándole con confianza de lo sucedido y pidiéndole sus
oraciones, añadió:

--_Spiritus quidém promptus est, caro autem infirma._

Por último, se puso en camino hacia los Puyzocas, acompañado de treinta
y seis Manacicas recién bautizados; y llegando á la primera tierra de
aquella nación, fué recibido con muestras de grande amor y
benevolencia, presentándole la gente frutas del país en grande
abundancia y encubriendo de esta manera lo que maquinaban: de allí pasó
á la segunda Ranchería, pero llevado en brazos ajenos, porque así por la
flaqueza del cuerpo como por un pantano que había de por medio, no se
podía tener en pie; aquí también fué recibido con una falsa alegría y
con alhagüeñas palabras, que los traidores tenían ya premeditadas, y
habiéndole entretenido el cacique en conversación, encubriendo en su
pecho sus dañados intentos, ordenó entre tanto á su gente que llevasen á
los forasteros á sus casas, dividiéndolos de manera que hubiese pocos en
cada una, para hacer así el tiro con más seguridad.

Apenas los nuevos cristianos se habían sentado á la mesa, ignorantes de
lo que contra ellos se maquinaba, salieron de repente en tropa muchas
mujeres desnudas, las cuales tiraron ciertas líneas de color negro en
sus rostros (ceremonia que usa esta nación con los que quieren matar) de
la cual los cristianos se maravillaron mucho; y luego dieron sobre ellos
muchos indios con gran furia y mataron, con poco trabajo, á la mayor
parte de los cristianos.

Escaparon, por gran ventura, de aquella matanza algunos pocos, los
cuales fueron al punto á dar aviso al P. Caballero, que habiéndose
quedado sólo en su Rancho, todo absorto en Dios, rezaba el Oficio
Divino; y no sufriendo un neófito verle expuesto al estrago de aquellos
bárbaros, lo puso sobre sus espaldas para librar su vida con la fuga.

Fué esto en vano, porque no queriendo los traidores se les escapase de
entre las manos aquél á quien tanto aborrecían por la ley santa que les
predicaba, le siguieron y le clavaron una flecha en las espaldas.

Sintiéndose el Padre mortalmente herido, pidió al neófito que lo dejase
allí; y clavando luego en tierra una cruz, que llevaba en las manos, se
puso de rodillas delante de ella ofreciendo la sangre que derramaba por
sus mismos matadores, é invocando los dulcísimos nombres de Jesús y de
María, quebrada y deshecha la cabeza á grandes golpes de macana, entregó
su espíritu en manos de su Criador el día 18 de Septiembre del año 1711.

El mismo fin tuvieron veintiséis de sus compañeros neófitos, que
lograron la suerte de dar sus vidas en testimonio de aquella fe que poco
antes habían empezado á profesar. Libróse un muchacho que le servía para
ayudar á misa, el cual, viendo las cosas de mala data montó á caballo,
y á rienda suelta se pudo escapar; y entrando en lo espeso del bosque,
desde donde en compañía de otros neófitos que también se habían huído,
llegaron muy consumidos á la Reducción de la Inmaculada Concepción,
donde, de las heridas, murieron cinco en breves días.

Así acabó el V. P. Lucas el curso de su predicación, llena de tantos
trabajos, afanes y fatigas, con la mayor muestra de amor de Dios y de
los prójimos, sacrificándose á sí mismo todo, por traer al conocimiento
de su Criador los que vivían en las tinieblas y sombra de la gentilidad.

Aún no se dió por bien satisfecha la crueldad de los bárbaros, por lo
cual, poco después, temerosos de que viniesen á castigar su infame
traición los cristianos de la Concepción, enviaron allá espías que
observasen los movimientos de los fieles; y encontrando fuera de poblado
alguna gente, mataron á un indio y apresaron y llevaron dos mujeres, lo
que causó tal espanto en el pueblo de la Concepción, que todos se iban
huyendo por los bosques como si estuviesen ya á las puertas los
enemigos, por lo cual le fué necesario al P. Juan de Benavente suplicar
al gobierno de Santa Cruz de la Sierra que pusiese freno al
atrevimiento y ferocidad de los Puyzocas.

Vino luego una compañía de valerosos soldados á domar aquella nación y
vengar la muerte del P. Caballero, y llevar su santo cadáver á aquella
Reducción.

Llegaron allá los españoles al ponerse el sol, por lo cual quisieron
esperar al día siguiente para recoger las sagradas cenizas.

En la mayor oscuridad de la noche vieron, no muy lejos de donde se
habían acampado, una llama en forma de antorcha, que muchas veces se
encendía y apagaba. Maravillados de esto, apenas amaneció cuando fueron
á reconocer aquel lugar, y hallaron que resplandecía aquella antorcha
sobre el cuerpo del Venerable Padre «que estaba en un pantano en una
admirable postura, hincada en tierra la rodilla izquierda, extendido el
pie derecho en un hoyo del pantano, la cabeza reclinada sobre la mano
siniestra, y delante plantada la cruz, como mirándola.»

Esta vista les acrecentó el asombro y veneración, y más hallándole
entero, fresco é incorrupto, sin despedir mal olor, que parecía cosa más
que natural, habiendo pasado tanto tiempo de soles ardientísimos, y por
otra parte, la humedad del lugar, que como dije, era un pantano; fuera
de que los cuerpos de sus compañeros estaban ya corrompidos.

«Los soldados de Santa Cruz le quitaron por reliquias las uñas, el
rosario que llevaba y la cruz que un portugués que se halló en la
función presentó al Sr. Marqués de Tojo, insigne bienhechor de aquellas
Misiones, y su señoría la apreció mucho como reliquia de un apóstol, que
así le llamaba el marqués.

»Estando en este piadoso despojo, recelaron los Santacruzeños no les
acometiesen en mayor número los infieles; y pesarosos de haber dejado
sus mulas maneadas muchas leguas de allí para poder entrar por los
bosques al lugar del martirio, pidieron á Dios, por intercesión del
Venerable mártir, los socorriese; apenas hicieron esta oración cuando
oyeron un gran ruido que juzgaron ser de los enemigos que venían sobre
ellos, por lo cual se pusieron en armas; mas quedaron pasmados cuando
vieron que eran sus mulas, que sueltas de las maneas, venían desde tan
lejos corriendo derechas al lugar donde estaban.»

Tomaron con gran veneración el santo cuerpo y le llevaron á la
Concepción, pidiendo al P. Benavente, en paga de este trabajo, algunos
pedazos de sus vestidos por reliquia, lo que no se les pudo negar,
viendo su piedad y afecto; y parece que Dios ha querido honrar los
merecimientos y celo de su siervo, con muchos milagros que omito por
ahora.

No pudieron, empero, aquellos piadosos españoles dar su merecido á los
bárbaros matadores, porque atormentados éstos de la conciencia y de su
pecado, se huyeron por diversas partes, entrándose por los bosques y
selvas; mas aunque se libraron de la justa indignación de los españoles,
no se pudieron librar de las manos de Dios; porque el primero de los
Puyzocas que se atrevió á echar mano del V. Padre por la sotana, pagó
dentro de pocos días su temerario atrevimiento con muerte desastrada;
los otros murieron consumidos de la peste; bien que el mayor castigo que
contra aquella nación fulminó el cielo fué dejarlos en su infidelidad,
pues hasta ahora no sabemos que alguno de dicha nación, detestando sus
errores, se haya reducido al rebaño de Cristo.

Aunque de lo dicho hasta aquí se puede colegir la santidad de este
Apostólico Misionero, con todo eso, no quiero defraudar á sus
merecimientos la gloria, y á nosotros el ejemplo de sus heroicas
virtudes; bien que será con toda brevedad. Fué hombre casi sin igual en
el celo de ampliar el conocimiento de Dios y reducir almas á la santa
fe, digno verdaderamente de ser contado entre aquellos que _tradiderunt
animas suas pro nómine Dómini Iesu Christi_.

Sus conmisioneros hablan de él con singular estima, y no le ponen otra
falta que de muy intrépido en los peligros y riesgos, cuando había de
llevar la ley divina entre los bárbaros é infieles; y he oído á un
Superior suyo que no acababa de maravillarse cómo siendo de complexión
delicada, y enfermizo, podía tolerar tantas fatigas y tener tanto
aliento y vigor cuando emprendía algún negocio del servicio de Dios, á
que se añade que trabajaba en un clima muy destemplado, poco sano á los
naturales y mucho menos á los forasteros.

Era dotado de castidad tan angélica, que murió con la entereza virginal,
sin empañarla ni aun con la más leve sombra de mancha; antes viéndose en
un clima en que domina la lascivia tanto, y entre gente muy disoluta en
la deshonestidad, alcanzó del cielo que aquellas tentaciones y estímulos
á que había de estar sujeto, ó por universal pena del pecado ó por
maligna sugestión del enemigo infernal, se le conmutasen en otra
materia, de suerte que no fuese tentado de perder esta preciosa joya, y
entre tanto no le faltasen enemigos domésticos que vencer.

Poseía en grado heroico la virtud de la obediencia y verdaderamente que
á las grandes pruebas que en ella tuvo, hubiera cedido otra menos
rendida voluntad: ver delante de sí gran número de infieles que le
pedían el santo bautismo, y por obediencia contener su ardientísimo celo
en no administrársele, ser convidado á fundar nuevas Reducciones; de que
resultaban grande provecho á las almas, y á Dios tanta gloria, y á una
insinuación del Superior no moverse del lugar que le estaba señalado;
retirarse de improviso de los lugares en que tenía copiosa mies de
almas, fueron las ocasiones que tuvo este santo varón en que hacer
ostentación de su heroica obediencia; sujetando y rindiendo su misma
voluntad y aun su juicio.

Al que no mira estas cosas sino con los ojos corporales, le parecerá de
poca virtud tales ejercicios de obediencia; pero en la realidad éste es
el yugo más grave y más pesado que oprime á los Misioneros.

En estos lances campeaba maravillosamente su virtud. Y una vez (no sé
por qué causa, porque las relaciones de allá no lo expresan, pero bien
lo pudiéramos conjeturar, se hizo tanta fuerza para vencerse y sujetar
su voluntad á las órdenes de los Superiores que cayó gravemente enfermo.

Acompañaba esta obediencia con no menor humildad y bajo concepto de sí
mismo. No hallaba en sí otra cosa sino materia de abatimiento y
confusión; y aunque á cualquiera parte de estas trabajosísimas Misiones
que volviese los ojos, no hallase sino materia de consuelo, así por los
sudores derramados como por las conversiones de tantos infieles; con
todo eso lo desestimaba todo, y sólo le parecían grandes sus defectos,
atribuyendo á ellos el no haber vertido su sangre en testimonio de la
fe, aunque Dios le libraba de la muerte con manifiestos milagros, y se
quejaba principalmente de sí mismo.

De este bajo concepto nacía el maltratar tanto á su cuerpo; cuidando tan
poco de él como si fuese una bestia; con una escudilla de arroz ó maíz
mal guisado, y con frutas silvestres, pasaba ordinariamente; y cuando
comía un pez mal cocido, le parecía un gran regalo.

Finalmente, era tan despegado de las cosas de la tierra (son palabras de
un conmisionero suyo) que parecía carecer de inclinaciones de hombre, y
que era sólo nacido para dilatar la gloria de Dios y procurar el bien de
las almas; éstos eran sus deseos, éstas sus ansias y esto todo él mismo.

No es, pues, maravilla, el que quisiese Dios coronar á siervo tan
adornado de méritos y de virtudes con tan felicísima muerte.



CAPÍTULO XVI

_Conversión de los Morotocos y Quíes,
y descubrimiento de nuevo camino
para estas Misiones por el río
Paraguay._


Habiendo el P. Juan Bautista de Zea visitado la Reducción de San Joseph,
ordenó que se fuese en busca de las Rancherías de los Tapuyquias, por lo
cual se pusieron luego en camino algunos indios de nación Boxos,
llevando consigo uno de los Tapuyquias que habían ellos cautivado cuando
eran aún gentiles.

Después de muchos días llegaron á dar en un camino lleno de huellas de
hombres, por donde se persuadieron los Boxos que poco antes habían
pasado por allí los Tapuyquias, cuando impensadamente llegaron á una
sementera, donde estaba trabajando actualmente un indio anciano con su
familia.

Perdióse de ánimo éste á la vista de los nuestros, y con palabras y
ademanes de quien suplicaba, les pidió no le matasen.

Burláronse los Boxos de su súplica, y le quitaron todo el susto,
presentándole un cuchillo; y guiándolos el viejo, que bailaba de
contento con aquel presente, fueron recibidos de los paisanos con gran
benevolencia, á que correspondieron los neófitos dándoles algunas cosas
de Europa, tenidas en poca estima entre nosotros, pero de ellos muy
apreciadas.

No se entendían, por ser de diferentes lenguas; pero con todo eso,
alcanzaron y consiguieron traer consigo dos jóvenes, que aprendida la
lengua de los Chiquitos, sirviesen después de intérpretes.

No eran estos indios Tapuyquias, como se había pensado, sino Morotocos;
ó como otros los llaman, Coroinos. Son gente de grande estatura y de
buenas fuerzas; usan de flechas y lanzas que hacen de una madera
durísima, y la manejan con gran destreza. Son pocos en número, así por
las pestes, como por las guerras que traen con los vecinos, y también
porque contentándose con solos dos hijos matan á los otros, con lo cual
las mujeres se libran de toda molestia y fastidio, para de esa manera
poder vivir á su antojo en toda deshonestidad.

Honran á las mujeres con el título de señoras, y verdaderamente lo son,
porque ellas mandan á sus maridos, y por su capricho se mudan de un
lugar á otro; jamás ponen mano en las haciendas domésticas, sino que se
sirven de sus maridos, aun para los ministerios más humildes.

Aunque tienen caciques y capitanes, no por eso tienen ni gobierno ni
religión, y sólo tienen alguna reverencia á los familiares del diablo.

El país es el más desdichado de aquellas naciones; de terruño estéril y
silvestre y rodeado todo de montes; y la comida es peor que en otras
partes, pues la gente apenas se sustenta de otra cosa que de algunas
raíces de que abundan los bosques.

Para beber tienen unas selvas de palmas, de cuyos troncos sacan el
meollo grueso y esponjoso, que exprimido suple la falta de agua.

En el invierno hace allí gran frío y también hiela, lo que á los
paisanos, aunque andan desnudos, no causa molestia, por tener la piel
con dos dedos de callos, y por eso son robustos, forzudos y de mucho
aguante, de suerte que hay hombres y mujeres que pasan de los cien años,
y mueren sin otra enfermedad que la vejez.

A los dos mancebos de esta nación cuadró mucho el modo de vivir de los
cristianos, y después también á los otros, los cuales, viendo tanta
abundancia de víveres y tan pingües las cosechas de los campos, daban
señas con grandes fiestas á su usanza de la extraordinaria alegría que
sentían, viendo tenían tanto con qué pasar la vida cómodamente y con
menos trabajos, y quedándose entre los cristianos se prometían salir de
sus desdichas y miseria de sus tierras.

A los fines de Junio del mismo año se prevenía el P. Felipe Suárez para
ir á cinco Rancherías de Morotocos, á atraer la gente al conocimiento
del verdadero Dios; pero se hubo de detener algún tiempo por haber
recibido carta del P. Visitador y Vice-Provincial Antonio Garriga, en
que le ordenaba sucediese al P. Juan Patricio Fernández en el oficio de
Superior de aquellas Misiones; con todo eso, por no perder la ocasión,
fué allá y trajo felizmente para Dios el pueblo, del cual muchos se
inquietaron después y quisieron volverse á sus antiguas miserias, por
ser el clima poco conforme á su salud; mas premiando Dios los trabajos y
fatigas de su siervo, que verdaderamente fueron grandes, especialmente
una ardientísima sed de cinco días, sin tener una gota de agua con qué
refrigerarla, se quietaron, finalmente, y se redujeron todos á ser
cristianos y tomar casa fija en San Joseph.

Con la venida de éstos se tuvo noticia cierta de otros infieles como
fueron los Quíes, confinantes con los Morotocos, pero de diferente
lengua; los Curacates, situados hacia el Norte; los Zamucos, que aunque
hablan la misma lengua de los Morotocos y usan de sus mismas armas, no
obstante se distinguen de ellos en que se rapan la cabeza como los Tobas
y Mocovíes, y en que las mujeres visten con más honestidad, cubriéndose
desde la cintura hasta las rodillas; los Carerás y Zatienos ó Ibirayas,
que viven junto á unas salinas, y otras naciones hacia el Mediodía, las
cuales se extienden hacia las provincias amplísimas del Chaco.

Recibidas estas noticias, se trató luego de ganar á Cristo á los
Curacates y Quíes; los cuales viven á orillas de un río que desemboca en
el gran río Paraguay.

Despacharon, pues, allá algunos Boxos y Chiquitos, que en pocos días
llegaron á las tierras de los Quíes, que aunque no hicieron resistencia,
no obstante, no se fiaron ni dieron crédito á las caricias y cortesías
de los nuestros; antes bien les dieron en cara con el estrago que en
ellos habían hecho con sus armas los años pasados, de que aún
conservaban muchos las señales y cicatrices; con todo eso, se llevaron
consigo los neófitos á unos dos muchachos, para que aprendida la lengua
Chiquita, fuesen después intérpretes. Deseosos sus padres de saber el
fin que habían tenido estos dos muchachos, vinieron á la Reducción,
donde fueron recibidos con gran fiesta y alegría, y tratados por los
cristianos con igual liberalidad, de que quedaron tan prendados, que se
vinieron luego al punto ellos y después lo restante de la gente á vivir
en San Joseph y sujetarse al suave yugo de la ley de Dios; y aunque
algunas familias todavía se querían quedar en sus tierras, sin saber
desamparar de una vez sus Ranchos, por tirarles el amor de la patria y
nativo suelo, cedieron, finalmente, al celo del P. Felipe Suárez, cuando
el año de 715 pasó por allí de camino para ir é encontrar á algunos
Misioneros que se creía pasaban de las Reducciones de los Guaranís á
aquellas de los Chiquitos.

Para la Misión á los Curacates no quiso llevar en su compañía el P. Zea
ningún indio Chiquito, porque no temiesen aquéllos y huyesen; y así se
fué sólo con algunos Morotocos.

Llegando á la primera Ranchería de los Cucarates halló en ella algunos
Zamucos, que habían venido á visitarle; hablóles el Padre con toda la
eficacia de su espíritu, que era grande, por medio de un intérprete,
haciéndoles un rico presente de cuchillos, cuñas ó destrales y otros
instrumentos para cultivar la tierra.

No querían éstos admitir el presente, porque los Cucarates se habían
enojado con ellos, como si hubiesen venido á visitar al Padre movidos
del interés, y porque cuanto se les daba á los Zamucos tanto menos había
que dar á los Cucarates.

No obstante eso, el P. Zea les obligó á que le recibiesen, diciendo que
Dios daría para todos. O fuese por esto, ó porque los Cucarates no se
quisiesen reducir á la santa fe, echó mano del P. Zea un cacique suyo, y
se lo llevaba aparte para matarle, diciendo que ¿á qué fin venía á
engañarlos?

El santo varón, que no deseaba otra cosa, impidió á sus cristianos que
le defendiesen; mas un valiente Morotoco, no sufriéndole el corazón ver
matar á su vista á aquel Venerable Misionero, con gran valor y denuedo
se le quitó de las manos, diciendo al cacique:

--¿Por qué quieres matar á nuestro Padre, siendo tan bueno?

Admirando el P. Zea (no sin dolor suyo de ver perdida la ocasión de la
corona del martirio, que tenía tan próxima) la acción de aquel bárbaro,
que siendo poco antes poco menos que un bruto, ahora era defensor de la
ley divina, y de sus predicadores, no cesaba de dar mil gracias al cielo
y á las Llagas de Nuestro Redentor, cuya sangre era tan eficaz en los
corazones bárbaros é inhumanos.

Mas no fué del todo inútil esta ida del Padre Zea, porque algunas
familias de mejor condición, se redujeron á San Joseph, y después, poco
á poco, han ido siguiendo su ejemplo las otras.

«También se pudo aquí informar con individualidad de la nación de los
Zamucos, cuyo cacique le dijo que había en su tierra seis pueblos tan
grandes como el de San Joseph, que entonces constaba de quinientos
indios; y otros seis medianos y menores, muy cercanos unos de otros, y
en todos ellos mucho gentío de la misma nación y lengua; y que no pocos
estaban poblados á orillas de un río grande que corría de Oriente á
Poniente; y añadió el cacique traían guerras continuas con los Tobas,
Caipotourades y otras naciones sus fronterizas, que tenían innumerable
gente; de donde infería ser el Chaco, donde consta haber mucho número de
Naciones; y siendo así se abría por allí puerta para la comunicación más
breve de aquellas Misiones con esta provincia, cosa que siempre se ha
deseado sumamente, aunque no se ha conseguido hasta ahora.»

Ahora, pues, apartándome un poco de la historia, referiré el viaje, las
desgracias y la muerte de dos Apostólicos operarios, Joseph de Arce y
Bartolomé de Blende, que después de una molestísima peregrinación por el
río Paraguay, arribaron, con no menos envidia de los otros que gloria
suya, al puerto seguro de la eterna bienaventuranza.

Estos, pues, á los fines de Enero de 1715 salieron del puerto de la
Asunción acompañados hasta la ribera por el gobernador de aquella
provincia y de toda la ciudad, la cual hizo exponer públicamente el
Santísimo en la catedral para que Dios les diese felicísimo viaje.

Contar, por extenso, los peligros de caer en manos de enemigos, no menos
de Dios que de los españoles, de naufragar en escollos, de encallar en
la arena, de contrariedad de vientos, de tempestades en el agua y en el
aire, sería nunca acabar; parecía que todo el infierno había tocado al
arma y salido del abismo para impedir con todo el esfuerzo posible el
feliz logro de este viaje; y Dios, cuyos juicios, como dijo David, son
un abismo insondable, permitió no se lograse una empresa tan deseada de
tantos pueblos y ciudades.

El primer contraste que tuvieron fué la perfidia de los Payaguás, que
entreteniéndolos con buenas palabras y con muestras de tener ardientes
deseos de ser cristianos, intentaron sorprenderlos á traición, quitarles
las vidas, así á ellos como á los indios cristianos que los conducían, y
pegando fuego al barco, robar y aprovecharse de la clavazón de hierro;
mas frustrado su impío designio por aviso secreto de algunos menos
inhumanos que había entre ellos; y sin embargo, tuvo osadía para salir
al descubierto contra ellos en sus ligerísimas canoas un cuerpo de
doscientos indios, que, como más abajo veremos, lograron al fin cogerlos
desprevenidos y matarlos á traición.

Más adelante, los Guaycurús, gente valerosísima, pero jurados enemigos
del nombre de Cristo y de los españoles, en todos tiempos y lugares,
por gran espacio del camino, de día y de noche, les disputaron el paso
con las armas y estuvieron siempre á la mira para ver si podían dar
sobre ellos y apresar el barco, y ó prender ó matar á los pasajeros; y
una vez, á no haberse, por misericordia de Dios, levantado de repente un
viento que llevó la embarcación á otro paraje, hubieran caído
infaliblemente en sus manos, dando en una celada de centenares de dichos
Guaycurús, que, escondidos en el agua hasta la garganta, esperaban para
dar en ellos, á que el barco se pusiese á la bolina para pasar una
estrechura, que por haber bajado la creciente, era muy difícil de
montar.

Al fin se libraron de sus continuos asaltos á costa de un rico presente
de cuchillos, cuñas de hierro y algunas varas de lienzo, que los pueblos
de los Guaranís enviaban de limosna á la cristiandad de los Chiquitos.

Finalmente, los vientos, siempre contrarios, les obligaron á caminar á
fuerza de remo; y unas veces por encallar el barco en la arena, se veían
obligados, para que desencallase, á alejarlo, transportando la carga á
la ribera; y otras, dando en los escollos, les hacía andar en continuo
susto y sobresalto.

A esto se les añadía el cuidado de tomar lengua de los Chiquitos, del
camino y de á dónde caían aquellas Misiones; y los infieles, de
industria, les daban mil nuevas felices que venían á parar, por último,
en burlas y befas; y Dios, cuyos juicios son inescrutables, no permitió
el que se les ofreciese reconocer la playa hacia el Norte, donde el P.
Juan Patricio Fernández había dejado algunas señales, por las cuales se
pudiesen encaminar á la Reducción de San Rafael.

Y así, navegando á todas partes por el río en afán continuo, sin tomar
reposo ni descanso, gastaron cerca de siete meses hasta mediado Agosto;
pero no sufriéndole el corazón al celosísimo P. Arce que se frustrase
aquel viaje y tantas fatigas como habían sucedido los años pasados, tomó
una resolución que sólo la pudo excusar de temeraria su ardientísimo
celo de las almas, su confianza en Dios y el amor que tenía á estas
Misiones, como primer Apóstol de ellas; y fué que dejada la barca y
escogidos doce indios, los más valientes y fervorosos en la fe,
emprendió el viaje por tierra con ánimo firme de buscar las Reducciones
de los Chiquitos, aunque fuese con peligro de caer en manos de los
bárbaros que le quitasen la vida, ó de morir de hambre y sed por
aquellos desiertos y tierras incógnitas.

Lo que padeció en aquel camino por espacio de dos meses, cuántas
fatigas, cuántos trabajos y penalidades, para no decirlo con mis
palabras, pondré aquí parte de la relación que hicieron cinco indios de
sus compañeros en aquel viaje. Dicen, pues, así en su relación:

Cogiendo el Padre su cruz se partió del Mamoré por tierra, acompañado de
cuatro indios, dando orden á los demás que no se partiesen de allí. A
pocos días recibimos un billete suyo, en que nos decía le siguiésemos
los otros ocho, y después de algunos días de camino, por una humareda
que vimos á los lejos, conocimos dónde estaba: y llegados, nos recibió
con los brazos abiertos, pero en todo aquel día no tuvimos qué llegar á
la boca.

Viendo las angustias y trabajos del Padre, volvimos cuatro al barco, y
tomando algunos víveres, volvimos á buscar al Padre con toda presteza;
hallámosle sólo, porque los demás, no teniendo qué comer, habían ido á
cercar con fuego un conejito.

Con tantos trabajos y falta de comida y bebida, se había puesto tal, que
sólo tenía la piel sobre los huesos. Fué increíble el júbilo que tuvo
cuando nos vió, abrazándonos, bañados sus ojos en lágrimas.

Proseguimos el viaje, caminando un día entero por un bosque espesísimo,
y era tal la espesura, que no sabíamos por dónde íbamos.

Estando el Padre en estas angustias, sin saber qué hacerse ni á dónde
volverse, nos dijo:

--Hijos, el que estuviere cansado de los trabajos, vuélvase al barco.

A que respondimos todos unánimes, que estábamos aparejados á seguirle á
donde quiera que fuese; no tuvimos aquel día otra agua que beber sino de
un pantano de malísimo olor.

Caminamos hacia la costa del río Paraguay, donde habiendo cazado un
ciervo, estábamos, afligidos por la falta de agua, mas cavando uno de
nuestros compañeros un pozo, por gran providencia de Dios, á dos brazas
descubrió una vena de agua.

Pasamos aquí la noche, y entrando el día siguiente en un bosque muy
espeso, nos fué preciso abrir camino con gran fatiga y sudor hasta salir
fuera de él á campaña abierta.

Juzgó entonces el P. Joseph que ya nosotros estábamos consumidos y
cansados de tantas molestias y penas, por lo cual nos volvió á decir:

--El que quisiere volverse, vuélvase en buen hora, que yo estoy
determinado á pasar adelante y á cumplir la voluntad de Dios y de mis
superiores. Uno y más años caminaré por estos bosques si Dios me quiere
conservar la vida hasta llegar al término deseado. Si encontráremos
infieles, nos pararemos entre ellos y les enseñaremos la ley de Dios.

Tal brío y tal aliento tenía el P. Joseph, afligido de la hambre, sed,
cansancio, y también de la desnudez (porque estando durmiendo junto al
fuego se le quemó su pobre sotana) causándonos no poca maravilla que
estando tan falto de fuerzas, que apenas se tenía en pie, no dudase
llevar adelante, á tanta costa suya, un negocio tan difícil y casi
desesperado.

Animados con su aliento y brío, nos entramos por un espeso bosque, donde
el santo varón, pasando por las matas y troncos, armados de durísimas
espinas por todas partes, dejaba aquellos andrajos de su sotana que
habían escapado del fuego, cayendo á cada paso sin poderse levantar, con
que era preciso darle la mano.

De esta manera, con gran fatiga, llegamos á un río, donde recobrados con
algunos peces que pescamos, hicimos alto en donde poco antes había
estado una tropa de infieles.

Estaba ya tan acabado de fuerzas el P. Joseph, que era muy poco lo que
podía caminar, y entre tanto se pasaron muchos días sin llegar á la boca
sino alguna poca de fruta silvestre.

Era admirable su paciencia y serenidad de ánimo en estos lances, sin
mostrar el menor sentimiento cuando no tenía qué comer, gastando el
tiempo absorto en Dios; y todas las mañanas, antes de ponerse en camino,
estaba de rodillas largo espacio.

Hallamos cierta fruta silvestre que sólo nos hacía comer la extrema
necesidad. Algunos exploradores que iban delante descubrieron á lo lejos
una humareda, de que tuvimos todos grande alegría.

A primero de Octubre hicimos alto á la orilla de un río, donde nos
pudimos reparar con pescado y tortugas que hallamos en una laguna.
Pasamos adelante y nos faltó totalmente la comida y bebida, y no
teníamos qué dar al Padre sino unos palmitos, que primero nos sirvieron
de alimento, mas después experimentamos malignos efectos, causando al
Padre gran dolor de estómago, y una fiera inflamación de las entrañas,
con ardientísima sed.

En esta enfermedad se le acabaron tanto las fuerzas y se consumió de
manera que creyendo ser ya llegado el fin de su vida, nos suplicó que
le condujésemos á orillas de algún río, y que dejándole allí nos
volviésemos al Paraguay.

Hallámonos en grandes angustias, no sólo por esto que nos decía, cuanto
porque tenía el semblante más de cadáver que de cuerpo vivo: y queriendo
consolarnos, no pudo proferir palabra por habérsele inflamado la lengua.

Nosotros, á quienes más dolía la pérdida de la vida del Padre que la
nuestra, dijimos resueltamente que le queríamos seguir en todos
trabajos, y aun perder la vida si fuese necesario.

Recobróse algún tanto, y dando aliento á la naturaleza el vigor del
espíritu, se puso en camino cayendo y levantando á cada paso; y al
cuarto día, hallando un poco de miel silvestre, se la presentamos al
Padre para apagar la sed.

Estando uno de nosotros en un árbol, vió una humareda hacia el Poniente,
que habían hecho los indios cristianos del P. Zea al volver de las
costas del río Paraguay, como se supo después; y caminando hacia allá,
quisimos llevar al Padre en una hamaca, porque temíamos mucho que á
pocos pasos se cayese muerto si iba por su pie; mas él lo rehusó
diciendo que quería padecer con nosotros hasta el último instante de su
vida.

El día siguiente, que era viernes, no hallamos qué comer, y el sábado,
por providencia de Dios, cogimos alguna caza y una tortuga para el
Padre.

Al fin quiso Dios consolarnos, descubriéndose el camino tan deseado de
los Chiquitos. Increíble fué el júbilo que tuvo el santo varón, no
cesando de dar gracias, y exhortándonos con las lágrimas en los ojos á
que hiciésemos lo mismo, entonó las letanías de Nuestra Señora; y
llegando poco después al lugar donde el día antecedente había dicho misa
el P. Juan Bautista de Zea, nos juntó á todos, y más con lágrimas que
con palabras, nos agradeció tantos trabajos como habíamos pasado por él,
y que toda su vida se acordaría de nosotros.

Este consuelo se convirtió en pena al reconocer que perdido su santo
Cristo y buscado por todas partes no se pudo hallar, y en toda aquella
noche no pegó los ojos por la pérdida de su Señor, que le había dado
tanto aliento y vigor en aquellas angustias, hasta llegar al término
deseado.

A otro día tuvimos provisión de agua y pescado, y encontrándonos con
dos cristianos que llevaban el altar portátil del P. Zea, nos
encaminaron allá. Cuáles fuesen las salutaciones y alegrías de estos dos
apostólicos Misioneros al verse juntos, después de tantos trabajos, no
lo podemos explicar; porque más hablaban con los ojos y con los suspiros
que con la lengua.

Hasta aquí la relación de los indios.

Apenas llegó el P. Arce á San Rafael, cuando sin tomar algún descanso
para recobrarse, por consejo del P. Superior, se puso en camino hacia la
laguna Mamoré, cuyo camino, aunque más corto, era semejante al pasado.

Llegado allá hizo las diligencias posibles para encontrar al P. Blende y
el barco; pero fué en vano; porque éste, después de haber esperado mucho
tiempo, se había partido, obligado de la violencia de sus compañeros.

A este tiempo recibió una carta del P. Vice-Provincial en que le avisaba
que le esperase, porque quería embarcarse.

Respondióle el P. Arce que se detuviese su Reverencia en San Rafael, que
él en una canoa iría á los Payaguás, de quien por haberse ya ganado su
ánimo y afecto, se prometía que le conducirían á la Asunción, de donde
por Abril del año siguiente, volvería para llevarle.

No esperó la respuesta el P. Provincial, sino que se puso luego en
camino hacia el Mamoré, acompañado del P. Zea, que después de cinco
meses de trabajosas Misiones en aquellos desiertos, se ofreció á
servirle de guía; y lo que causa más admiración es que estaba resuelto,
si no estuviese pronto el barco del P. Arce, á hacer algunas canoas y
conducir en ellas al P. Vice-Provincial hasta la Asunción, por medio de
tantos peligros y enemigos.

Mas Dios Nuestro Señor aceptó los deseos del P. Vice-Provincial para
premiarlos, pero no la ejecución, porque hubiera caído en manos de
aquellos bárbaros, que á su antojo le hubieran hecho pedazos.

Apenas habían caminado treinta y tres ó treinta y cuatro leguas, cuando
cargaron tantas lluvias y hallaron tan profundos pantanos, que no
pudieron pasar adelante, sino con evidente peligro de quedar allí
anegados, como dijeron algunos Guaranís que traían al P.
Vice-Provincial.



CAPÍTULO XVII

_Son muertos de los Payaguás los Padres
Joseph de Arce y Bartolomé Blende
y se da una sucinta relación
de sus virtudes._


Después que el P. Arce se apartó del Padre Blende para encontrar por
tierra las Misiones de los Chiquitos, esperó éste dos meses en aquel
paraje resuelto á no partir de allí hasta tener primero noticia de su
compañero; pero dos españoles que estaban con el P. Blende, el uno,
piloto, y el otro capitán de la gente, disgustados mucho antes con el P.
Arce porque les había prohibido la compra de esclavos, comenzaron á
enfadarse de tan larga detención, y con verdaderas ó aparentes razones,
hicieron instancia al P. Blende para que se volviesen.

Al principio se negó resueltamente, exhortándoles á sufrir aquellas
incomodidades y trabajos por amor de Dios; mas no cesando las palabras,
los lamentos, las quejas y aun también las amenazas de dejarle sólo á la
discreción de tantos bárbaros que habitaban á lo largo de la costa, le
fué necesario condescender con ellos.

Entendida esta resolución por Quatí, cacique de los Payaguás, se fueron
tras ellos, así él como sus vasallos, con intención de vivir en las
Reducciones de los Guaranís, y hacerse cristianos; mas reconociendo que
entre los suyos había aún algunos, cuyo caudillo era un cristiano
apóstata llamado Ambrosio, que estaban obstinados en vivir á su
libertad, y eran los familiares del demonio y hechiceros, determinó
apartarse de ellos é irse adelante con su chusma en sus canoas, que son
ligerísimas.

Persuadió también á otros de su nación, confinantes con la ciudad de la
Asunción que siguiesen su resolución, y todos juntos, alegres y
contentos prosiguieron el viaje.

En este estado se hallaba la conversión de estas almas tan perdidas y
todos esperaban feliz suceso, si el enemigo común no hubiera malogrado
los intentos por medio de aquellos pérfidos apóstatas.

Alegre, pues, el santo varón, y contento con la ganancia que le parecía
haber logrado, dió fondo al ponerse el sol, junto á una barranca,
llamada Tare, á donde aquellos traidores le vinieron á visitar, dando
fingidas muestras de amor y arrepentimiento.

El Padre, que no deseaba otra cosa, los recibió con aquel afecto con que
amaba el bien de sus almas, y procuró, con todas las industrias de un
celo Apostólico, confirmarlos en aquellos buenos propósitos.

Los Payaguás, para disimular mejor su traición, le suplicaron que
llevase su chusma en el barco, que ellos le seguirían en sus canoas.

Levantóse un viento fresco, y el barco se adelantó tanto á las canoas,
de suyo velocísimas, que apenas en tres días le pudieron dar alcance,
estando continuamente los bárbaros recelosos de que se les desvaneciesen
sus intentos; y por no exponerse á riesgo de perder el lance, se
metieron todos en el barco, con pretexto de que el Padre les diese
alguna comida.

El primero que entró fué un mancebo llamado _Cotaga_, hijo de un grande
hechicero, al cual tenía el Padre grande afecto, y por ganarle la
voluntad le sentaba siempre á su lado.

Este, pues, entró y se puso junto al Padre, como solía; otro se puso al
lado de un español que gobernaba el timón, y echando la vista á una
hacha ó destral, que estaba allí cerca, se sentó sobre ella disimulado,
y haciéndose señas el uno al otro, el que escondía la hacha echó mano de
ella con gran destreza, y tirándole al piloto, de un golpe le cortó la
cabeza.

Al mismo tiempo _Cotaga_ se echó sobre el Padre para que no tuviese
lugar de defenderse; y el otro con un recio golpe le partió por medio la
cabeza, y viéndole aún palpitar, le descargó con más furia el segundo;
luego los otros traidores acometieron á los neófitos, y en poco tiempo
les dieron cruel muerte; y á un indio llamado Francisco Guarayo, que
ayudaba á misa al Padre, le mataron á lanzadas.

Después, saltando de alegría por esta feísima traición, les cortaron á
todos las cabezas y pusieron tendidos los cadáveres en la orilla de una
isla que allí hacia el río poniendo en medio de todos al del dichoso P.
Blende; pegaron fuego al barco para quitarle la clavazón de hierro; y de
los ornamentos y demás alhajas sagradas destinadas para la nueva iglesia
de los Chiquitos, después de escarnecerlos y ultrajarlos, las hicieron
pedazos, tomando cada uno la parte que le cupo de tan impío botín y
sacrílego despojo.

No quedaron satisfechos estos enemigos de Dios y de su ley con tan
horrenda traición; antes tomando de ellas más ánimo, instigados del
demonio y de los hechiceros, se previnieron al último acto de la
tragedia con la muerte del P. Arce para apartar de sí á quien les
reprendía sus bestiales costumbres, é impedir juntamente que los de su
nación no abrazasen la santa fé, por lo cual se pusieron á espiar por
dónde había de pasar el Padre.

Este, pues, no habiendo podido encontrar el barco, habiendo compuesto lo
mejor que pudo una pequeña embarcación, se embarcó en ella con trece
neófitos, sus fidelísimos compañeros en tantos riesgos y peligros, al
principio de Diciembre.

Caminó prósperamente por muchos días, hasta que llegó á aquella isla en
cuya playa yacían tendidos los cadáveres, y observando que eran cuerpos
recién muertos, saltaron en tierra los indios y reconocieron que eran
sus compañeros.

Qué sentimiento y lágrimas de consuelo causó en el santo varón el ver
martirizado á su compañero, y por otra parte qué dolor tendría de
haberle perdido, esto más fácil es discurrirlo que explicarlo; abrazóle,
bañóle en lágrimas de santa envidia, y le hubiera de buena gana llevado
consigo, á haber sido capaz de ello la embarcación.

No sabía aún que Dios le quería dar en breve, con semejante corona, el
galardón de tantos trabajos y fatigas sufridas por acrecentar su gloria
y el bien de las almas.

Viendo esta carnicería los neófitos, le dijeron:

--Padre, demos la vuelta, porque los Payaguás están enconados con
nosotros y nos matarán, como lo han hecho con los demás.

--Eso no--respondió el Padre--porque estamos ya muy distantes: Dios será
con nosotros, pues que por su amor nos hemos puesto en camino.

Querían, á lo menos los indios prevenir las armas, y nuestros Guaranís
sus mosquetes. Ni aun esto les permitió, diciendo que quería morir por
Cristo, y les exhortó con palabras ardientes á sacrificar á Dios sus
vidas, diciéndoles:

--Si nuestros trabajos y sudores no han sido suficientes para conducir
al fin deseado esta empresa, lo supliremos á lo menos con la sangre; que
no podían hacer obra más agradable á Dios ni á sí mismos más provechosa,
que perder la vida en testimonio de aquella fe que profesaban; que no
perdiesen aquella corona que se les ofrecía y que tantos andaban
buscando sin tener la suerte de encontrarla; y que se verían en breve
eternamente felices en el cielo, con sólo ofrecer de buena voluntad sus
cabezas á las macanas de los Payaguás.

Con este razonamiento se animaron aquellos buenos cristianos á no hacer
caso de su vida temporal é imitar el ejemplo y valor del santo
Misionero.

Pasaron un poco adelante, cuando de repente cayeron en las celadas de
aquellos malvados, los cuales saliendo con presteza al encuentro, al
primer lance aferraron la embarcación y la llevaron á tierra; el primero
que entró en ella fué aquel maldito indio Cotaga, que llegándose al P.
Arce, le sacó á la playa echándole con ímpetu en el suelo y fué menester
muy poco, porque estaba ya consumido de fuerzas y sólo se tenía en pie
en cuanto el aliento y fervor de su espíritu le daban ánimo y vigor;
sacó luego su macana aquel sacrílego infiel, y le dió tan fiero golpe en
la cabeza que le quitó al punto la vida, sin poder decir otra cosa,
sino:

--Hijos míos, muy amados, ¿por qué hacéis esto?

A este tiempo en la ciudad de la Asunción el R. P. M. Fr. Joseph de
Zerza, comendador del convento de Nuestra Señora de la Merced, amigo muy
íntimo del siervo de Dios, por haber sido su discípulo en la filosofía,
le vió entrar en su celda y le dijo con tierno afecto:

--Hijo, encomiéndame á Dios, porque me hallo en grandes angustias.

Esto sucedió poco antes que le matasen, según el cómputo que después se
hizo; por lo cual el día siguiente ordenó á sus súbditos que dijesen la
misa por su intención; y se vió obligado á descubrirles la causa por el
semblante pálido y descolorido que tenía.

Después de haber aquellos malvados cometido esta bárbara traición,
dieron sobre los compañeros del P. Joseph, los cuales, movidos ya, de
sus palabras, y mucho más de su ejemplo, se dejaron matar sin la menor
resistencia, haciendo este acto de generosidad y mansedumbre, cuando tan
fácilmente, aunque tan pocos, se podían defender á sí mismos y al Padre
con los mosquetes que traían.

Mas no quiso Dios que muriesen todos, para que tuviésemos noticia de la
felicísima suerte de estos dos operarios Apostólicos; á algunos, pues,
dejaron con la vida, bien que condenados á esclavitud perpetua.

Los matadores transportaron el cuerpo del P. Arce á la otra banda del
río, y le entregaron á los Guaycurús, que también habían echado leña al
fuego, y tenido parte en este cruel delito.

Tomaron éstos el cadáver del santo mártir y se enfurecieron contra él
con grande inhumanidad, hiriéndole con sus lanzas, y sólo desearon
ensangrentarse más cuando ya no había qué maltratar y herir.

Aquel apóstata Ambrosio, que había sido la causa principal de esta
impiedad, despachó luego algunos de sus cómplices á avisar de lo
sucedido á la gente que iba á Nuestras Misiones de los Guaranís á
alistarse en el número de los fieles.

Apenas lo supo Quatí, el cacique principal de todos, y el más fervoroso
en el deseo de recibir el santo bautismo, cuando saliendo de sí de
dolor, dió la vuelta con todos sus vasallos para vengar las muertes de
los Padres.

Los delincuentes, viendo que no se podían escapar de la furia de aquel
valeroso cacique, llamaron en su favor á los Guaycurús; pero con todo
eso los acometió Quatí con grande valor, y á la primera embestida mató
á no pocos de los cómplices; los otros, no pudiendo resistirle, se
entraron huyendo por las selvas, y por mucho tiempo no osaron salir de
ellas; por lo cual todos los días este cacique daba en rostro á los
menos malos con tan enorme delito, diciéndoles que ¿á qué fin habían
quitado la vida á los Padres que tanto bien les hacían y los querían
tanto? que se fuesen á los Mamalucos y viesen si ellos los trataban
mejor.

Dejaron los traidores en su fuga los ornamentos del altar y otras
alhajas sagradas, que, aunque profanadas y hechas pedazos, las recogió
Quatí para restituirlas, porque todavía mantenía su buen deseo de ser
cristiano; mas éste al fin se desvaneció por haber algunos caciques de
su nación, confinantes con la Asunción, roto las paces con los
españoles.

Ha sido bien particular la providencia que Dios ha tenido para darnos
noticia de todos estos sucesos.

Había ya poco menos de dos años que no se sabía el fin de estos dos
Apostólicos operarios, por lo cual estábamos sobre manera afligidos y
desconsolados.

Creían algunos que, viéndose imposibilitados á volver á la Asunción, se
habían internado por el país á predicar en él la santa ley de Dios; y
era fundamento para este juicio el celo insaciable de entrambos, pues á
donde quiera que se les ofreciese ocasión de predicar, iban aun á costa
de grandes sudores y trabajos; otros discurrían mejor que habían sido
muertos por los Payaguás, ó á lo menos hechos esclavos.

Y en carta que he visto escrita de la Asunción de 30 de Abril de 1717,
escrita después del castigo de muerte que se dió á los Payaguás dichos,
se decía corría por cierto en aquella ciudad que había muerto sólo el P.
Arce, y al P. Blende le tenían los mismos Payaguás cautivo con algunos
de sus indios, y que al piloto español le habían vendido á los
Guaycurús.

Quiso Dios al fin consolarnos con noticia cierta del felicísimo arribo
de estos dos Misioneros al puesto de la bienaventuranza, con una muerte
tan gloriosa.

Fueron, pues, testigos de vista de todo lo sucedido, cuatro cristianos,
compañeros del P. Arce, cuyos nombres eran: Joseph Mazzabis, Jacinto
Poquibiqui, Pablo Tubarí y Pedro Melchor Guarayo, que habiendo estado
esclavos de los Payaguás, fueron rescatados por los Padres en el primer
viaje, y en este los había llevado consigo el Padre para intérpretes de
aquella lengua.

Estos ahora también quedaron esclavos segunda vez de los Payaguás.

Los cuatro, pues, con una india, de nación Asionés, también esclava, por
el mes de Enero de 718, se salieron de entre los Payaguás, con pretexto
de ir á buscar algunas frutas silvestres, llamadas motaquís, y
dejándolos descuidar, cogieron dos canoas y se dieron á la vela, vogando
con la fuerza que les daba el deseo de la libertad y el temor de ser
alcanzados de sus cruelísimos dueños.

Navegaron cosa de doscientas leguas hacia la laguna Mamoré, donde,
dejadas las canoas, se metieron por la espesura de los bosques para no
caer en manos de los Guaycurús; y tomando el camino hacia el pueblo de
San Rafael de los Chiquitos, consumidos de los trabajos y de la hambre,
llegaron, con mucha dificultad al dicho pueblo, y dieron las noticias
que yo aquí he referido.

Ya es tiempo de dar alguna noticia de estos dos celosísimos Misioneros
para ilustrar esta historia con la relación de su vida y virtudes, bien
que será con toda concisión.

Nació el P. Joseph de Arce á nueve de Noviembre del año de 1651, en la
isla de la Palma, una de las Canarias.

Sus padres, no menos ilustres en la sangre que en la piedad, le criaron
en el santo temor de Dios y devoción á la reina de los Ángeles; y
descubriendo en él una índole que prometía grandes esperanzas para los
adelantamientos de su familia, le enviaron en edad tierna á la
Universidad de Salamanca, donde con la cultura de las ciencias se
hiciese apto para conseguir alguna dignidad eclesiástica ó secular,
según el estado que eligiese.

Mas Dios Nuestro Señor que muchísimas veces se vale de los intereses
humanos, para lograr mejor el fin de su eterna providencia, se sirvió de
la ida de nuestro Joseph á aquella Universidad para llamarle á la
Compañía y después al Apostolado en las Indias.

Ponía empeño en el estudio de las letras, con la mira siempre á lo que
el mundo promete y después no cumple; pero como más por disposición
ajena que por voluntad propia, había puesto sus esperanzas en las cosas
caducas y perecederas, tuvo poco que hacer en él el desengaño; pues
considerando los innumerables que llenos como él de esperanzas se habían
alistado en las banderas del mundo y no habían alcanzado más premio,
después de sus trabajos y fatigas, que quedar desvanecidos y burlados
sus intentos, se persuadió á que lo mismo le sucedería á él, si mal
aconsejado tomase su partido; pero que si ofreciese sus sudores y
trabajos á Dios en el camino de la virtud, lograría, por premio, la
gloria.

Estas y otras reflexiones le alumbraron no poco el entendimiento, y
encendieron la voluntad en el amor á las cosas del alma, de Dios y de la
eternidad, hasta que labrando interiormente el Espíritu Santo con su
gracia en su corazón este desengaño, le trocó totalmente en otro hombre;
y así, resuelto á ser religioso, se sintió llamar eficazmente á la
Compañía; y como ya estaba descarnado de las cosas del siglo, fácilmente
obedeció á las inspiraciones del cielo, y recibido en la Compañía en el
mismo Colegio de Salamanca, á los 3 de Julio de 1669, pasó luego á tener
su noviciado en Villagarcía.

Apenas nuestro novicio puso el pie en aquella santa casa, cuando, como
árbol escogido, trasplantado junto á las corrientes de las aguas de la
gracia, comenzó á dar frutos de todas las virtudes.

Estaba entonces en los dieciocho años de su edad, y era de natural
ardiente y vivo; mas sujetó y rindió tanto esta viveza desde los
primeros meses de noviciado, que no dejó pasión que no domase, regla que
no observase, virtud que no practicase, ajustándose muy desde luego
perfectamente al modelo y nivel de nuestras constituciones.

Cumplido tan santamente su noviciado, pasó á los estudios mayores, donde
juntando el fervor y devoción con las ciencias, concibió ardientes
deseos de consagrarse á Dios más estrechamente en las Misiones de las
Indias y seguir más de cerca las pisadas del glorioso apóstol San
Francisco Xavier.

Para el cumplimiento de sus deseos le ofreció ocasión muy oportuna la
venida á Europa del P. Cristóbal de Altamirano, Procurador general de la
provincia del Paraguay, á cuyo cargo estaba llevar sujetos de la
Compañía que conservasen y dilatasen la fe en aquellas dilatadas
provincias.

Consultó primero este negocio en la oración con Dios y con su grande
abogado San Francisco Xavier, y luego manifestó sus deseos á los
Superiores, pidiéndoles con mucha instancia le diesen licencia para
pasar al Paraguay.

Nuestro Padre general Juan Pablo de Oliva, sabiendo la santa y loable
costumbre de las provincias de España, en no retener en Europa los
sujetos que Dios escoge para predicadores de su santo nombre en el Nuevo
Mundo, remitió la licencia á arbitrio del P. Provincial de la provincia
de Castilla, que á la sazón lo era el P. Pedro Jerónimo de Córdoba, á
quien pareciéndole ser el hermano Arce joven de quien se podía esperar
mucho fruto en la conversión de los indios, por su modo de vida ajustada
y conforme al espíritu de la Compañía, sin haber jamás descaecido un
punto en la carrera de la perfección, aun en el tiempo más peligroso de
los estudios, le destinó luego prontamente para esta provincia.

Llegó á Buenos Aires el año de 1674, habiéndose portado en toda la
navegación con grande ejemplo y edificación; y fué tal el que dió de su
porte religioso en aquel puerto, que he oído á un sujeto, que ahora es
de la Compañía y entonces era seglar, que no se cansaba de mirarle
cuando salía fuera del colegio y se iba tras él sin acabar de admirar su
silencio, recogimiento y compostura exterior y una modesta alegría que
manifestaba en su rostro el espíritu del Señor, de que estaba lleno su
corazón.

Cuál fuese después en las Indias, no me parece lo podré declarar mejor
ni con prueba más cierta y convincente, que con el universal sentir de
toda esta provincia, que le acomodó aquellas palabras _copiossisime
Sanctus_, con que San Agustín epilogó las virtudes de su grande amigo
San Paulino, fundado este concepto tan alto en el grande celo, humildad
profundísima, ardientísima caridad, trabajos apostólicos, desprecio de
sí mismo y de su vida y otras heroicas virtudes, que conservó
invariablemente en el largo espacio de cuarenta y uno ó cuarenta y dos
años que aquí gastó en servicio de Dios y provecho de las almas.

No repetiré aquí sus fatigas en las provincias de Chiriguanás, de
Chiquitos y de los Guaranís y en el descubrimiento del río Paraguay, las
conversiones que allí hizo, las iglesias que fundó, las repetidas veces
que estuvo en peligro de perder la vida, el trabajo en aprender con
excelencia tantos bárbaros y diferentes idiomas, Chiquito, Quichuo,
Guaraní, Chiriguaná y Payaguá; sus continuas tareas en provecho de las
almas y aun de los cuerpos de los infieles y neófitos, las grandes y
molestísimas persecuciones que por esta causa padeció, hasta llegar á
ser mortificado y reprendido públicamente como hombre sin prudencia y
sin juicio.

Sólo diré algo de otras virtudes suyas; y en primer lugar se ofrece
luego á la vista aquella admirable concordia que tuvieron en el Padre
Joseph de Arce los empleos de Marta y María; esto es, la vida activa y
la contemplativa, las ocupaciones exteriores en servicio y ayuda de los
prójimos, y la interior y estrecha unión con Dios.

Lloran continuamente los Misioneros y se desconsuelan mucho viendo que
después de haberse empleado todo el día en provecho de los neófitos, sin
tener el menor descanso, después, entrada la noche, apenas pueden
recogerse á solas con Dios un rato.

Mas el P. Arce, después de sus ordinarias ocupaciones en ayuda de los
prójimos, luego que se ponía en presencia de Dios en la oración, estaba
tan dentro de sí, que todo lo que no era Dios lo dejaba lejos de sí; y
sé de persona fidedigna, testigo de vista, que le veía orar delante del
Santísimo Sacramento, que observaba en el Padre tan devota compostura, y
tal inmovilidad de cuerpo y de sentidos, que le compungía no poco y
ayudaba para atender con mayor devoción á este santo ejercicio; bien que
su orar y estar en la presencia de Dios, no se reducía á horas
determinadas, sino que jamás perdía de vista aquel infinito bien, de
suerte que estaba todo en lo que hacía, y todo en aquél por quien lo
hacía, no solamente obrando por amor sino amando en el mismo obrar; y
cualquiera que fijaba en él los ojos lo conocía manifiestamente.

Por tanto, no conociendo él en todo el mundo, belleza digna de amar, ni
bondad á qué aficionar aún el más mínimo de sus deseos, sino mirando en
sólo Dios, que era siempre para él todo lo amable por su belleza y todo
lo apetecible por su bondad, se olvidó y perdió de vista todas las cosas
de la tierra y aun á sí mismo; cátedras, púlpitos y cualquier otro
oficio honorífico de los que tal vez suelen estimar los menos
desengañados en el pequeño mundo de la religión, eran para el P. Arce
cargas insufribles, y por eso, como vimos, no acabó de llorar y de hacer
instancias á los Superiores, hasta que le descargaron de la ocupación de
leer las Facultades mayores en la Real Universidad de Córdoba de
Tucumán.

Y para que más pleno concepto se haga de lo que se despreciaba á sí
mismo, referiré sólo un caso, digno singularmente de tenerse en eterna
memoria, y lo he sabido de sujetos de la Compañía, que fueron testigos
de vista.

Tenía aventajado talento de púlpito el Padre Joseph, y por esto se le
había encargado predicase sobre las virtudes de su grande apóstol San
Francisco Xavier á un lucido y numeroso auditorio en la ciudad de
Córdoba, en el día de la fiesta del santo, que aquí se guarda de
precepto; mas el Padre, á quien resultaba no poca honra de aquella
función, la quiso convertir toda en provecho propio; por tanto, subiendo
al púlpito; se volvió al Ilmo. Sr. Obispo de Tucumán, D. Fr. Nicolás de
Ulloa, de la esclarecida orden de San Agustín, y excusándose con
protesta de que no tenía habilidad para componer ni decir cosa buena,
explicó, con períodos mal formados y peor dichos, algunos puntos de la
doctrina cristiana; y no paró aquí su propio abatimiento y desprecio,
pues lo que el Padre empezó de su voluntad, otro lo acabó, sin que él lo
pensase, con burla; porque cierto mozo, discípulo suyo en la filosofía,
saliendo pocos días después al teatro público en traje de bufón,
representó al vivo aquella misma acción del púlpito, glosándola de
manera que movió á, risa á los circunstantes, con no pequeño desdoro y
desprecio del P. Arce.

Estuvo éste tan lejos de sentirse de aquel desmán de su discípulo, que
antes, alegrándose sumamente, le dió muchos abrazos y agradecimientos á
su injuriador, de lo cual él no poco se compungió, y fué en adelante
perpetuo panegirista de sus virtudes.

El vestido que usaba era tan vil y despreciable, y la sotana tan pobre y
remendada, que el mendigo más miserable no pudiera vestir más
pobremente. Su comida, tan parca y mal guisada, que ni aun los bárbaros,
que viven como brutos en las selvas, la hubieran podido aguantar tan
largo tiempo; y pasó por las manos de muchos una calabaza, que le servía
de olla, escudilla y vaso; de ordinario pasaba con maíz, sin otro
aderezo que el que de suyo tiene este desabrido manjar, cocido en agua,
y cuando sus enfermedades le obligaban, añadía un pedacillo de carne mal
asada.

Concluiré el elogio de este varón Apostólico con un acto que por ventura
es el más digno de saberse y que él sólo bastaba para contarle entre los
heroes de esta provincia; para cuya inteligencia me es preciso tomar la
relación de más lejos.

Habíase roto, no sé por qué causa, la antigua paz y amistad entre los
indios Guaraníes y la nación de los Guanoás; los ánimos de éstos
estaban tan exasperados, que habían jurado de no dejar con vida á
cualquier Guaraní que cayese en sus manos; ni paraba aquí el daño de
estas enemistades, sino que amenazaban también la total ruina y
destrucción de la floridísima cristiandad del Uruguay y Paraná; porque
los Guanoás no permitían que los cristianos, para la manutención de sus
pueblos, que no usan otra comida que carne, pasasen el Uruguay á hacer
provisión de vacas, de que solían juntar veinte ó treinta mil cada año
en las vastísimas campañas que están á orillas del mar Atlántico; por lo
cual la hambre y carestía afligía muchísimo á la gente de las
Reducciones.

Nuestros Misioneros habían usado de muchos y eficacísimos medios para
apagar toda malevolencia y odio entre las dos naciones y reducirlos á su
antigua amistad, pero todo había sido en vano.

Quisieron, lo primero, probar si podían convertir á la santa fe á los
Guanoás; pero ellos lo rehusaron obstinadamente, dándoles por respuesta
la misma razón porque los Jarós eran perdidísimos idólatras; conviene á
saber, que el Dios de los cristianos sabía tanto, que no le era nada
oculto, y por ser inmenso estaba en todos lugares mirando lo que en
ellos se hace; que no querían tener un Dios que tuviese tanta ciencia y
los ojos tan abiertos; que en sus bosques y cavernas vivían ellos con
más paz y libertad sin tener un síndico ni juez continuo de sus
acciones.

No aprovechando este medio, se tomó otro expediente que sólo parecía más
concerniente al intento y fué comprar la amistad y benevolencia de la
nobleza Guanoá con algunos presentes de cosas ordinarias entre nosotros,
mas entre ellos muy apreciadas. Pero ni aún de esta manera se pudo
reducir su obstinación á tratado de paz y concordia.

Entre tanto crecía la carestía, lloraban los pueblos y se podía temer
con fundamento que la peste ó la desesperación destruyese aquella
ilustrísima iglesia. Viendo esto el P. Arce, se ofreció á ir en persona
á hablar á los principales caciques de los Guanoás y arriesgar su vida
para rescatar de aquellas miserias las ánimas y los cuerpos de tantos
millares de cristianos y arrojarse á la furia de la tempestad, para que
con sola su muerte se serenase del todo.

Y en la realidad se tenía por cierto había de perder la vida, por las
manifiestas señales del odio que nos tenían los Guanoás; por lo cual los
nuestros, al darle los últimos abrazos á la despedida, le lloraban como
si de cierto fuese á morir.

El, con una serenidad de rostro imperturbable, se puso en camino,
pidiendo á Dios aceptase su vida en sacrificio de placación y paz, ó de
la manera que más le agradase á su Majestad, y le fué necesario padecer
semejantes trabajos, á los que toleró en su viaje á las Misiones de los
Chiquitos.

Los bárbaros, admirando la generosidad y grandeza de su ánimo, ó ya
fuese por su virtud, de que ellos también hacían grande aprecio, ó por
la destreza y eficacia de sus agencias, ajustó por fin tan difícil
negocio, se estableció la antigua y mutua paz entre ellos y se remedió
la necesidad y hambre de tantos pueblos. Falleció este incomparable
varón por el mes de Diciembre de 1715 en edad casi de setenta y cinco
años, cuarenta y seis de religión y veintinueve de profesión de cuatro
votos que había hecho á los 15 de Agosto de 1686. Fué un trienio Rector
del colegio de Tarija, en que promovió mucho la observancia y religiosa
nuestros ministerios.

Dejemos ya á este admirable varón y pasemos á dar alguna noticia de su
apostólico compañero.

Nació, pues, el P. Bartolomé Blende á 24 de Agosto de 1675 en la ciudad
de Bruxas, una de las principales del condado de Flandes, de padres
nobles.

Era dotado de excelente ingenio, y para lograrle, empezó á estudiar en
su patria las letras humanas y alguna cosa de filosofía; mas llamado de
Dios á aprender en la Compañía de Jesús la sabiduría del Evangelio, no
tuvo mucho trabajo en obedecer, pues aun en medio de los peligros del
mundo, vivía con mucha religión y piedad.

Habiendo vivido en su provincia de Flandes cerca de quince años, alcanzó
de nuestro Padre general Miguel Ángel Tamburini licencia para pasar á
las Indias, cosa que por largo tiempo había deseado.

Pasó de Flandes á Madrid, donde en su Colegio imperial esparció en breve
el olor de su santidad y virtud, y formaron todos universalmente un
concepto extraordinario de que era varón apostólico y dotado de aquellos
talentos que son necesarios para las Misiones de las Indias; por lo
cual, mucho tiempo después de su partida, duró allí fresca la memoria de
sus virtudes. De Madrid fué á Cádiz, donde se embarcó á 2 de Marzo de
1710 en los navíos que salían para el puerto de Buenos Aires en
compañía de otros ochenta y nueve jesuitas de varias naciones, pero
todos de un mismo espíritu, que los conducía de Europa á la América á
las fatigas y penalidades de las trabajosas Misiones del Paraguay y
Chile.

Mientras el día siguiente navegaban viento en popa, se levantó una
espesa niebla, y cubiertos de ella se acercaron tres navíos holandeses,
los cuales con grande estrépito y ruido de batalla los arrestaron,
disparándoles un tiro de artillería y estuvo á pique de haber un combate
sangriento de ambas partes, defendiendo los unos sus haberes y las
grandes esperanzas con que se habían embarcado, y los otros, esperando
hacerse ricos con un cuantioso despojo; mas como los españoles al cargar
sus navíos de registro, no observen la común medida del peso que á
proporción del buque se debe cargar, sino que meten más géneros de los
que caben, añadiéndose á esto la gruesa cantidad de provisiones para
seis ó siete meses, de ahí nace ir tan hundidos en el agua, que sólo
llevan fuera lo que es preciso para que se mantengan en ella, quedando
inútil la más de la artillería para pelear, por ir las andanas dentro
del agua.

Por esta causa, juzgando cuerdamente los capitanes que era menos mal
rendirse que pelear, pues rindiéndose tenían esperanza, que por la
protección de la reina de Inglaterra, de quien tenían pasaporte, se les
volvería la mayor parte de sus haciendas, echaron banderas; y aunque lo
contradijeron los marineros y los pasajeros gritasen protestando que se
ponían á manifiesto peligro sus personas y caudales, se rindieron
totalmente.

No es fácil de decir con qué algazara y furor entraron los vencedores en
los navíos, que despojando á los oficiales y pasajeros los trataron con
un modo muy extraño y cruel, registrando los pechos aun á los mismos
capitanes con instrumentos sútiles de hierro para ver si por ventura
habían escondido en el seno algunos pedazos de oro ú otra cosa preciosa.
Lo que pareció tan mal, aun á los senadores y magistrados de Holanda,
que llamando á los capitanes holandeses á Amsterdam á dar razón de sí,
les privaron y depusieron de sus oficios.

Los nuestros, pues, á quienes la sotana de la Compañía hacía dignos de
peor tratamiento en el juicio de los herejes, fueron de ellos muy
maltratados, quitándoles á todos su ropa y lo demás, y echándolos en el
lugar peor y más desacomodado de las naves, con sólo el mantenimiento
preciso para no morir.

Entre tanto los vencedores banqueteaban y se regalaban muy festivos con
la provisión que habían hallado en los navíos, mas á costa de los
vencidos todo; porque tomados del vino y brevajes que hacían, salían tan
fuera de sí, que á manadas andaban discurriendo por todas partes, de
popa á proa, tomando por entretenimiento y placer escarnecerlos á todos
con mofas injuriosas, con visajes ridículos, y tratándolos tan
infamemente, como si fuesen una vil canalla de turcos.

También los nuestros mantenían á su costa gran parte ó la mayor de esta
fiesta; porque como echando mano de ellos les registrasen aun los más
secretos senos, y hallasen en el lugar de joyas cilicios, cadenillas y
disciplinas, montando en cólera por verse burlados, les sacudían
reciamente con ellas; otras veces, como queriendo usar con ellos de
misericordia por verlos pálidos y consumidos de tantos trabajos, les
ofrecían unos grandes vasos llenos de licores suyos propios; y si por
modestia ó por otra causa rehusaban llegarlos á los labios, les
obligaban á ello con la pistola en la mano.

En tantas y tan duras aflicciones, que les duraron desde 26 de Marzo
hasta 6 de Abril era el P. Blende el consuelo y alivio de todos, y con
su afabilidad y cortesía se ganó la voluntad del capitán holandés, con
que pudo alcanzar algún alivio para sus hermanos, hasta que dieron fondo
en Lisboa el domingo de Lázaro en la tarde.

En aquella ciudad, á donde había llegado la fama de lo sucedido habían
ya prevenido el insigne colegio de San Antonio y el Noviciado algunas
lanchas en que salieron á recibir á los nuestros, y con el mayor cariño
y amor que es imaginable, les procuraron reparar de los trabajos
pasados, y por todo el tiempo que allí se detuvieron usaron con ellos de
todas aquellas finezas de caridad que son tan propias y antiguas en
aquella observantísima provincia de Portugal.

No pudo el P. Bartolomé de Blende gozar de estas caritativas
demostraciones, porque á las repetidas instancias del ilustrísimo señor
D. Pedro Levanto, arzobispo de Lima, á quien en Lisboa no quisieron
dejar los holandeses por ser persona de tanta distinción, fué preciso le
ordenasen los Superiores fuese acompañando á su ilustrísima hasta
Holanda; para lo cual, disfrazado en traje de secular porque vestido de
Jesuita no le permitieron ir los holandeses, pasó á Amsterdam, no sin
conocido provecho de muchos de los mismos holandeses, ocultos católicos
á quienes en secreto confesó y exhortó á mantenerse constantes y firmes
en la fé.

Puesto, finamente, en libertad aquel prelado volvió con él á Sevilla,
donde á 15 de Agosto de 1711 hizo la profesión de cuatro votos.

De aquí se partió otra vez á Cádiz sin querer recibir ninguno de los
riquísimos presentes que el ilustrísimo señor Levanto le ofrecía, en
agradecimiento de lo mucho que había cooperado con los ministros de la
república de Holanda para que su ilustrísima fuese restituído á su
libertad.

Sólo admitió unos libritos de devoción, útiles para introducir, aun en
gentes de poca ó ninguna conciencia, sentimientos de piedad cristiana, y
para aumentar la estima y reverencia de la reina de los Ángeles, de
quien era devotísimo.

Hízose á la vela á 27 de Diciembre del año mismo de 711. Y aun en esta
segunda navegación fué con sus compañeros apresado de los ingleses, que
disparando una bala de artillería para pedir bandera, dió el golpe muy
cerca del lugar donde venía el P. Blende, que con los demás se prevenía
para la muerte, caso que se llegase á rompimiento, para que á toda
priesa se prevenían las armas; y aun en este caso, en que turbados todos
con el peligro de muerte, andaban en continuo susto y sobresalto, él,
con una serenidad de rostro angelical, después de haber echado á todos
los Jesuitas y otras personas de su posición, hombres y mujeres, que se
habían refugiado á la Cámara de Santa Bárbara, la absolución general, se
puso muy despacio á oir las confesiones de algunos que se pudieron
confesar.

A este tiempo se reconoció ya que los agresores eran ingleses, con que
viniendo ellos á nuestra capitana, se les hizo demostración del
pasaporte de la reina Ana que traía, y dejaron pasar libres las naves.

Caminóse después con varia fortuna, y al P. Bartolomé le encargó el P.
Procurador general, Francisco Burgués, el cuidado de los novicios, como
lo había hecho el tiempo que estuvieron detenidos en Cádiz, y mostró
siempre con ellos entrañas y ternura de verdadera madre, no sólo en su
aprovechamiento espiritual, sino aun en el alivio corporal; de suerte
que para estar más pronto á socorrerlos en sus necesidades, renunció la
comodidad de venir en la cámara de popa, y quiso vivir con ellos en la
de Santa Bárbara, lugar incomodísimo y de que rarísimas veces salió para
repararse con el viento fresco en la plaza de Armas, contento sólo con
las delicias y conortes del cielo, que jamás le faltaban, gastando lo
más del tiempo en contínua y estrecha unión con Dios.

Llegado á Buenos Aires á 8 de Abril del año siguiente de 712 y esperando
allí algunos pocos meses las embarcaciones de las doctrinas, pasó en
ellas, con otros cuatro de sus conmisioneros, por orden del P.
Visitador, Antonio Garriga, á las Misiones de los Guaranís, no sin dolor
y sentimiento de sus novicios, que deseaban gozarle por más largo tiempo
y tener á la vista un ejemplar perfecto de Jesuita indiano, para copiar
en sí aquellas tan grandes y tan excelentes virtudes que son necesarias
á quien en país tan extraño y entre gente tan bárbara, por naturaleza y
por los vicios, debe ejercitar el oficio de la predicación Apostólica.

Lo que obró después en servicio de Dios y de las almas en aquellas
Reducciones no se puede decir fácilmente; pero se puede conjeturar
bastantemente, de que entre tantos, por otra parte dignísimos, fué
escogido por compañero del Apostólico P. Arce para ir al descubrimiento
del puerto de los Itatines, por donde se hiciese escala para la
comunicación con las Misiones de los Chiquitos, y para observar la
voluntad de las naciones cincunvecinas á la ley de Cristo, en cuya
empresa felizmente murió.

Hombre verdaderamente de virtudes y talentos, de que se esperaba mucho
para la exaltación de la fe, si Dios, que desde el cielo ordena las
cosas de la tierra, muy al revés de lo que alcanzan nuestros cortos
juicios, no hubiera privado de él al Paraguay, poco después que se le
dió y llamádole á recibir el descanso eterno cuando estaba con fuerzas y
vigor para trabajar por muchos años.

Murió el año de 715; no se sabe el día, pero se cree fué su muerte á los
últimos de Noviembre, en edad de 40 años y 21 de religión, en que había
entrado á 1.º de Octubre de 1694.



CAPÍTULO XVIII

_Fúndase una Reducción nueva y el
P. Juan Bautista de Zea emprende
la Misión de los
Zamucos._


Ya es tiempo de que volvamos á atar el hilo de la historia, interrumpida
con esta larga, bien que útil digresión, y en primer lugar á dar una
vista á la Reducción de San Juan Bautista, para pasar después á hablar
por extenso de las trabajosísimas Misiones que en estos años emprendió á
gloria de Dios y bien de las almas, el Apostólico P. Juan Bautista de
Zea.

Ya dijimos en el capítulo XVI cómo para suplir la falta de sujetos se
habían extinguido dos pueblos, y el uno de la advocación de San Juan
Bautista; mas por este tiempo se volvió á fundar otro con la misma
advocación.

Habíanse, pues, agregado á San Joseph buen número de Morotocos y Quíes,
y para mantener tanta gente era el terruño algo estéril, y cortas las
cosechas; por lo cual era necesario dividir aquel pueblo y buscar en
otra parte lugar para fundar en él otro nuevo.

Trece leguas de San Joseph, hacia Levante, había una campaña llamada el
Naranjal, estéril, no tanto por infelicidad de la tierra, cuanto por no
haber quien la cultivase.

De común consentimiento escogieron, entre los otros, este paraje los
neófitos, y tomó luego habitación en él la gente de cuatro naciones y de
otros tantos idiomas, Boros, Penotos, Taus y Morotocos, poniendo por
nombre á aquel pueblo San Juan Bautista; y para esto se atendió tanto á
que tuviesen cómodamente con qué pasar la vida, cuanto á que en bárbaros
nuevos en la fe, viniendo muchos en número y envejecidos en los vicios,
es cosa de increíble trabajo quitarles las malas costumbres, hacerlos
olvidar las antiguas supersticiones y reducirlos á la estrechez de la
ley y vida cristiana; y como decía graciosamente un Misionero, son ellos
tan niños, sin uso de razón que para criarlos con vida de hombres
racionales, es necesario estar en continuo ejercicio de todas las
virtudes, en especial de la paciencia, del celo, agrado y de aquella que
todo lo obra, la caridad, sufriéndoles infinitas impertinencias y
necedades, acomodándose á su modo y transformándose en cada uno de ellos
para ganarlos y conducirlos todos á Dios.

Encargóse este nuevo pueblo al P. Juan Bautista Xandra, sardo de nación,
el cual procuró, con todo el fervor de su espíritu, que la gente
fabricase sus Ranchos y labrase la tierra, de suerte que volviendo de
allí á poco el Padre Zea de los Zamucos, con no tan buen suceso como
esperaba, se consoló no poco con lo que vió en el nuevo pueblo de San
Juan, y tomó ánimo para arriesgar de nuevo la vida en la empresa de los
Zamucos.

Esta conversión de Zamucos es aquella obra que emprendo ahora escribir,
en que por haber sido la última de este obrero evangélico; así como el
sol en su horizonte, cuanto más precipitado corre al ocaso, tanto se
muestra más luminoso y bello, así este sol apostólico echó el resto de
su incomparable caridad cuando más cercano á su muerte; y aunque
consumido, no menos de los años que de los trabajos, tuvo tantas
fuerzas y aliento, que pudo llegar á plantar triunfante la bandera de
Cristo en país inaccesible, no tanto por la barbaridad de sus moradores,
cuanto por su sitio natural; bien que después, por los inescrutables
juicios de Dios, cometida á otros aquella grande obra, se frustraron por
algún tiempo tantas fatigas, y las esperanzas concebidas de penetrar por
aquí á las vastísimas provincias del Chaco.

Fortalecido, pues, su espíritu con largas oraciones y súplicas á Dios
Nuestro Señor para la feliz conducta de aquel negocio, se puso en camino
para los Zamucos por Julio de 1716, acompañado de cien neófitos, y á
pocas leguas se le opuso el infierno con horribles tempestades en el
aire, torbellinos de agua y viento, crecientes de ríos y otras mil
incomodidades; de manera que en andar cosa de catorce leguas, gastó
diecinueve días, mas no sin algún fruto; porque dando una ligera corrida
á registrar algunas Rancherías de los Tapuyquias, ya asoladas, halló
allí treinta almas que perseveraban aún en las tinieblas del gentilismo;
y ganadas para Cristo, las despachó al pueblo de San Joseph.

Alegre con esta ganancia impensada, pasó adelante, y á pocas leguas
encontró con un bosque de diez leguas de largo, horrible á la vista, y
tan difícil de penetrar por él, que nunca le había visto semejante en
todas sus correrías.

Lo que aquí hizo y padeció, con ningunas palabras lo podré mejor referir
que con las que el mismo P. Zea se lo escribió al P. Vice-Provincial
Luis de la Roca:

«Los indios (dice) no obstante que desconfiaban llegar al cabo,
comenzaron á trabajar y á desmontar la espesura; mas á la mitad de ella
desmayaron totalmente y se resolvieron á dejarla, y tuve por milagro el
poder detenerlos; y para animarlos á llevar al cabo lo comenzado, me
puse yo á la frente con una hacha en la mano, á veces con el azadón y
otras llevándoles agua para refrigerarlos de los incendios del
ardientísimo sol que hacía, y de esta manera, con el favor de Dios, en
diecinueve días de trabajo, se acabó de romper el bosque.

»Mas lo que se hacía insufrible era el no tener de día ni de noche
treguas de las sangrientas molestias de infinitos mosquitos y tábanos de
varias especies, molestísimos, cuyos aguijones nos desfiguraron
sobremanera y nos duraron por mucho tiempo las señales.

»Puse por nombre á este bosque el Purgatorio, para que quien los años
siguientes viniere á este país en busca de almas, sepa cuánto le han de
costar.»

Hasta aquí el P. Zea.

Abierto finalmente el camino salieron á campaña rasa, donde no hallaron
cosa de comer el Padre ni sus compañeros para repararse de los trabajos
pasados, porque no había en aquel lugar ninguna caza ni laguna de
pescado, ó alguna colmena, como hay por otras partes.

Sólo había gran copia de agua estantía en las lagunas, y algunas raíces
duras y tan amargas como la hiel, y de éstas no en mucha abundancia; por
esta causa perdió las esperanzas de llegar al término de su viaje,
porque fuera de lo dicho, habían también con los trabajos caído enfermos
no pocos de los neófitos, y los demás apenas se podían tener por la
falta de alimento.

Con todo eso pasó adelante, á dos jornadas distante de la última
Ranchería de los Cucarates, le suplicaron algunos Orerobates y Morotocos
torciese algún tanto el camino y fuese á tres Rancherías de su nación á
reducir á aquellos sus paisanos al conocimiento del Dios verdadero.

Condescendió con ellos de buena gana el santo varón, y dando orden al
resto de su comitiva que le esperasen junto á los Cucarates con solos
algunos pocos dió la vuelta hacia las dichas Rancherías, y en menos de
dos días entró en aquellas tierras donde no halló ni aun una sola alma,
porque la carestía había obligado á los paisanos á esparcirse por los
bosques en busca de comidas; por tanto, fueron tras ellos los cristianos
sin perder tiempo; mas los infieles, juzgándolos, ó enemigos ó indios
Chiquitos, de quien se temen en gran manera, huyeron, hasta que
desengañados, por haberse dado á conocer los nuestros, se pararon.

Pero fué en vano hablarlos de que se hiciesen cristianos, porque no
venían bien en abandonar su nativo suelo y tomar casa en otro paraje, y
de otra manera no podían ser doctrinados en las cosas de la fe y
admitidos al santo bautismo; por cuya razón, viendo el P. Zea que no era
aún llegado el tiempo para su conversión, dió la vuelta en busca de sus
compañeros; mas no le salieron en vano sus fatigas, porque corriendo por
algunas Rancherías ya desiertas, halló allí poco más de setenta almas
que redujo con facilidad á la fe, y dejándolas al cuidado de algunos de
sus neófitos que las guiasen y condujesen hasta San Joseph, alegrísimo
el siervo de Dios de haber en tres días sacado de las garras del demonio
tantos infieles, llegó junto á la última Ranchería de los Cucarates,
donde le esperaban sus compañeros, á los cuales el espíritu maligno
había puesto en el corazón tal desesperación del éxito feliz de aquella
empresa, que por más que los animó no pudo jamás conseguir con ellos que
pasasen adelante; y ¿qué podría hacer él solo si faltaba por romper otro
bosque semejante al pasado?

Detenerse aquí, y con el ayuda de otros infieles penetrar á los Zamucos
era imposible, porque todos, al ver á los Chiquitos, se habían retirado
muy adentro.

Por tanto, con increíble sentimiento y dolor de su corazón, se vió
obligado á volver atrás y diferir la empresa hasta el año siguiente:

Mas el celo de las almas y de la mayor gloria de Dios, que estimulaban
al Apostólico Padre á proseguir lo comenzado, no le dejaron esperar á
que abriese el tiempo, y aunque de las continuas lluvias que caían
estaban anegadas las campañas, resolvió exponerse segunda vez á los
riesgos y peligros pasados.

Cuáles y cuántos fuesen, no lo refiere el Padre por extenso, pero sí
explica lo bastante para comprender el valor y aliento que tenía en los
negocios del servicio de Dios.

«Lo mismo (dice) era tratar de esta Misión que tocar al arma el infierno
para deshacerla, romper el aire con furiosas tempestades y mover en la
tierra persecución aún más terrible; porque unos me persuadían á que era
temerario atrevimiento esta empresa y que no había de salirme bien con
los esfuerzos humanos. Otros, con más errado juicio, decían que se
perdía inútilmente el tiempo y el trabajo en la conversión de pocos
cuando había cerca tantos países donde á menos costa se ganaría para
Dios muy grande multitud de almas.»

Así nos pinta, como en bosquejo, los esfuerzos de los hombres y de los
demonios para apartarle de sus intentos; mas todo se desvaneció, porque
cuando Dios le llamaba, ni persuasión de razones, ni terror de peligros,
ni embarazos que se le atravesasen, eran poderosos para apartarle de sus
intentos.

Llamó, pues, un día á doce de los más fervorosos cristianos, y de igual
ánimo en los peligros, y con gran copia de razones les exhortó á que
quisiesen ser sus compañeros en aquella empresa, diciéndoles que en el
cielo les daría Dios el galardón de lo que por su amor padeciesen; que
debían procurar el bien de los otros y moverse á compasión de tantas
almas oprimidas de la tiranía del demonio, de quien ellos, por la
misericordia divina, habían sacudido el yugo; que no se espantasen de
los trabajos y riesgos que se les ofrecían porque corría por cuenta del
cielo el librarlos de ellos; fuera de que él sería el primero en
exponerse á los peligros y ellos en su seguimiento vendrían pisando sus
huellas; él tantearía primero los vados de los ríos, se arrojaría por
los pantanos, echaría mano del hacha, y si osasen acometerlos los
bárbaros, él se ofrecería á servirles de escudo.

Esto y más les dijo este generosísimo propagador de la ley de Dios, con
grande energía de espíritu, porque de suyo era elocuentísimo. Y á la
verdad era necesaria tal eficacia en sus palabras para que sus indios
perseverasen y pudiesen sufrir tantos trabajos.

Persuadióles lo que quería, y con estos pocos compañeros, en el mayor
rigor del tiempo, por Febrero del año siguiente, pasó á reconocer el
bosque que faltaba por abrir para entrar en los Zamucos; y pareciéndole
cobardía el no poner luego manos á la obra para allanar aquella
dificultad, cogiendo una hacha y otras á su imitación los neófitos,
comenzó á hacer el camino.

«Por espacio de quince días (dice él mismo en una carta) desde el
amanecer hasta puesto el sol, trabajé en desmontar parte de aquella
selva, las más de las veces con el agua hasta la cintura, á pie descalzo
por entre aquellos espinares, perdiendo á cada paso el camino, porque la
violencia del agua nos llevaba de una parte á otra.»

Trabajando con este tesón llegaron hasta la mitad del bosque, donde
conoció el santo varón que de aquella manera no tanto se habían de
sufrir trabajos y vencer dificultades, cuando contrastar poco menos que
un imposible; pues fuera del riesgo que había, de que creciendo un poco
más el agua quedasen todos anegados, no tenían un palmo de tierra donde
reposar de noche, y la molestia y enfado de los mosquitos era más
insufrible que estar debajo del agua; por esto se vió precisado á volver
atrás hasta que se serenase el tiempo y tomasen nuevo vigor y aliento
sus compañeros, aunque el Venerable Padre, á quien los consuelos del
cielo infundían tanto ánimo y valor en tantas angustias, que el celo de
las almas le hacía casi insensibles todos los trabajos.

Llegaron todos sanos y salvos el Sábado Santo á la Reducción de San
Juan Bautista, habiendo gastado más de cuarenta días en el viaje.

Al siguiente día de Pascua de Resurrección trató el P. Zea de ajustar
las paces y reducir al conocimiento de Dios los Carerás, para limpiar de
esta manera el camino de peligros y encuentros con aquellos caribes, que
causaban no poco terror á los pasajeros y servían de embarazo á la
dilatación de la santa fe.

Son estos Carerás de la misma lengua y nación que los Morotocos, con los
cuales poco antes habían roto la paz por litigios y contiendas que
tenían entre sí, y se habían seguido, de ambas partes, muchas muertes y
ruinas, hasta que cansados de pelear y hacer guerra los Carerás enviaron
mensajeros á los Morotocos para volver á su antigua amistad; pero contra
todo el derecho de las gentes, dieron éstos inhumanamente la muerte á
dichos mensajeros.

Irritó tanto esta alevosía á los Carerás, que se conjuraron para
destruir á los Morotocos, sin dar cuartel á ninguno de ellos; antes
bien, haciendo pedazos á cualquiera que caía en sus manos, y celebrando
con sus carnes banquetes de cruelísima alegría.

A domesticar, pues, estas fieras y reducirlas al rebaño de Cristo se
partieron ciento y sesenta indios cristianos del pueblo de San Joseph, y
entrando en su Ranchería, procuraron introducir tratados de paz; mas los
Carerás, sin querer dar oídos á estas pláticas, se pusieron luego en
arma, y del primer golpe mataron un indio cristiano é hirieron á otros
dos.

Los neófitos, entonces, ofendidos, dieron sobre ellos, disparándoles una
tempestad de flechas, de que muchos quedaron muertos: irritados, los que
pudieron, escaparon, y sólo se recogieron dieciséis de la chusma, que
traídos á San Joseph, se redujeron á nuestra santa fe.

Los fugitivos, en varias ocasiones, quisieron matar al P. Zea; mas Dios,
que le guardaba, le libró siempre, de varias maneras, de su furor y
crueldad.

Mientras sucedía lo referido con los Carerás, se estaba disponiendo el
infatigable Misionero para llevar al cabo y conseguir el fin glorioso de
tan trabajosa empresa; para la cual, escogiendo segunda vez algunos
cristianos de más valor y fuerzas, partió á fines de Mayo de 717, y
llegando al lugar de sus sudores, se puso luego con mayor brío á cortar
árboles y á allanar la tierra, facilitando este trabajo y fatiga la
esperanza de feliz suceso.

Parecía casi imposible quitar aquel embarazo; pero nada le es
inaccesible, nada duro de vencer, á quien ha ofrecido su espíritu á
Dios, y á los prójimos su vida en obsequio de la caridad.

Al cabo de veinte días se llegó á abrir del todo aquel impenetrable
bosque, y á los 12 de Julio llegó á la primera Ranchería de los Zamucos.

Estos, á quienes había llegado antes la fama de su venida, le festejaron
con demostraciones de extraordinaria alegría; cercáronle todos en rueda,
y los varones todos, uno por uno, le fueron besando la mano; querían
hacer lo mismo las mujeres; mas el santo varón que se deshacía todo en
lágrimas de consuelo, les dió á besar la imagen de la Virgen santísima,
que traía en la mano.

Cumplimentaron después á los neófitos, abrazándoles en señal de paz y de
amor, y les alojaron en sus casas, dándoles parte de la pobreza y
escasez del país.

El día siguiente juntó el pueblo en la plaza, les dió razón y juntamente
una breve noticia de Dios, de su santa ley, y los preguntó si querían
que los Misioneros viniesen á predicarles allí la fe de Jesucristo, y
enseñarles el camino del cielo.

Respondieron ellos que había mucho tiempo que lo deseaban, y el no ser
ya cristianos era porque no tenían quién les explicase los misterios de
la fe que habían de creer, ni los mandamientos que debían observar.

--Pues si es así--añadió el Padre, bañado en alegría--es necesario
levantar primero iglesia á vuestro criador y señor, y que os juntéis
todos en un pueblo.

A esta propuesta se levantaron dos caciques principales, diciendo que lo
harían de buena voluntad, mas no allí, sino en mejor sitio, y que
juntarían luego al punto toda la gente del contorno para fundar una
reducción numerosa.

Entre tanto hizo el P. Zea enarbolar una cruz en un alto, y puestos
todos de rodillas delante de ella, la adoraron; y entonadas las letanías
de la Virgen, puso aquel pueblo debajo del patrocinio y tutela de
nuestro Padre San Ignacio, cuya advocación le dió.

Hubiérase quedado allí de buena gana para dar calor á la buena voluntad
de los Zamucos si hubiera llevado consigo los ornamentos sagrados y el
altar portátil, aunque le fuese forzoso sufrir muchas incomodidades, y
no tener otra cosa para comer que agua y algunas raíces de yerbas
silvestres; por esta causa se hubo de despedir de ellos y volverse por
entonces con igual sentimiento y dolor del que se partía y de los que se
quedaban.

A la vuelta tuvo ocasión oportuna de ganar para Cristo á cien indios de
varias naciones Zinotecas, Japorotecas y Cucarates que se trajo consigo
á la Reducción de San Juan Bautista, en donde mientras se estaba
disponiendo de nuevo para volver á sus Zamucos, recibió orden de nuestro
Padre General Miguel Ángel Tamburini, de que tomase á su cargo el
gobierno de provincia; á que obedeció prontamente, no sin incomparable
dolor de su corazón.

Y porque con esta ocasión murió al bien público de estas misiones,
dejando después de dos años poco menos, la vida en el empleo de
Provincial, haremos aquí una breve relación de los méritos que
partiéndose de aquí llevó consigo al Paraguay, para ejemplo de los
súbditos, y después al cielo, para recibir la corona debida á los
operarios apostólicos.

Fué el P. Juan Bautista de Zea, natural de Goaze, lugar de Castilla la
Vieja, en donde nació á 18 de Marzo de 1654.

Aquí aprendió los primeros rudimentos de la gramática, aunque por la
calidad del lugar y de los maestros, aprovechó más en la devoción que en
las letras, creciendo no menos en la virtud que en los años.

Para estudiar las ciencias mayores pasó á la Universidad de Valladolid,
donde dió buenas muestras de ingenio en las ciencias especulativas, pero
mucho más en la de los santos.

Sobresalía en él una modestia virginal, una inocencia de costumbres tan
cristianas como amables, un desprecio grande de las cosas del mundo, y
un no gustar de otra cosa que de Dios y de su alma.

Poco era menester para que quien estaba tan despegado de los afectos de
la carne y sangre se rindiese á la voluntad divina que le llamaba á la
Compañía, en que á 13 de Agosto de 1671 le recibió el doctísimo P. Diego
de la Fuente Hurtado, el cual descubriendo con luz soberana, y
anteviendo los fines á que Dios tenía destinado al nuevo Jesuita,
pronosticó de él cosas grandes en el servicio de Dios y aumento de la
santa Iglesia, y de allí adelante le amó siempre y le veneró como á
santo.

Apenas el hermano Zea se vistió la sotana de la Compañía, cuando
haciéndose cargo de las nuevas obligaciones que con ella había
contraído, procuró dar á ellas entero cumplimiento; y como si empezara
de nuevo el camino de la virtud, se miraba en las virtudes de sus
connovicios, observando cuanto en ellos era digno de ser imitado para
copiar en sí mismo la perfección de todos.

Dándosele para leer y considerar nuestras reglas, se las puso delante
como modelo, á que se arregló perfectamente en lo interior y exterior.

Tuvo muy poco en qué vencerse para entregar del todo su corazón á Dios,
no queriendo ni amando, ni pensando en otro bien que en Su Majestad; y
testifica sujeto que le conoció estudiando la filosofía, que habiéndole
dado los Superiores el cuidado del reloj de casa, se estaba sólo en un
aposento bien incómodo sin salir de él sino obligado de las funciones
escolásticas ó domésticas.

Aquí todo el tiempo que le sobraba de las tareas del estudio lo daba á
Dios, y rarísima vez á los hombres, porque usaba muy poco de su
conversación, y esto solamente cuando lo pedía la obligación.

Pasó después á estudiar la teología á Salamanca, y á este tiempo corrió
la noticia por las provincias de España de haber llegado á Cádiz los
PP. Cristóbal de Grijalva y Tomás Dombidas, procuradores del Paraguay, y
poniéndose á considerar sobre la conversión de los idólatras y el
extremo desamparo en que están innumerables pueblos del Occidente,
dilatado campo en que ofrece copiosísima mies á muchos operarios
Evangélicos, si hubiese muchos que despreciando las comodidades propias
atendiesen á la eterna salvación de las almas; se le encendió el corazón
en deseos de ser uno de los escogidos á quien tocase la suerte de ser
señalado para la Misión de la dilatadísima provincia del Paraguay; por
tanto puso luego todo empeño en alcanzar licencia de sus Superiores, los
cuales sintieron mucho su petición, porque por una parte no querían
privarse de él, y por otra no querían oponerse á la voluntad de Dios,
conocida claramente en su vocación, prevaleció finalmente la América, y
la abandonada gentilidad del Paraguay: por lo cual, nuestro Zea,
contento y alegrísimo se partió de su provincia de Castilla, á quien
como hijo profesó siempre tiernísimo afecto; y sus condiscípulos le
siguieron con el corazón, conservando su dulcísima memoria;
singularmente se esmeró en esto su maestro en la filosofía el P.
Baltasar Rubio, confesor que fué de la serenísima reina de España doña
María Luisa de Saboya; éste le siguió con el afecto; con sus oraciones y
con sus cartas pues cuando se ofrecía ocasión siempre le escribía, por
tener del P. Zea subido concepto, como en ellas lo manifestaba.

Ordenóse de sacerdote antes de embarcarse para esta provincia, á que
pasó el año de 1681 y apenas se dieron á la vela en Cádiz, cuando se le
ofreció ocasión en qué dar muestras del espíritu y virtudes, de las
cuales iba abundantemente prevenido para aquel viaje.

Cayeron enfermos casi todos sus compañeros, que llegaban á sesenta,
porque se marearon con extraordinaria inapetencia y fastidio de la
comida; á que se siguieron otras enfermedades, de que murieron ocho de
los Jesuitas, como dije en la vida del P. Caballero, que pasó también á
Indias en esta ocasión.

El P. Zea era entonces todo para todos, sirviéndoles no solamente de
enfermero, sino de cocinero, aunque sin experiencia en tales oficios;
mas la caridad, que es maestra muy ingeniosa, le enseñó estos y otros
oficios para servir á sus hermanos.

Convalecidos éstos, empleó todos sus pensamientos y celo en la chusma
de los grumetes del navío, tomando á su cargo el cuidado espiritual de
ellos con las pláticas, exhortaciones, confesiones y todos los otros
ejercicios conducentes al aprovechamiento de las almas, no dejando,
entre tanto, obra ninguna, por vil y repugnante que fuese, que no la
ejecutase en servicio de ellos, por ganarlos para Dios, y de mejor gana
y más alegremente hacía aquellas que eran de mayor trabajo y desprecio.

Con este porte tan santo procedió toda la navegación, que duró tres
meses, con aprovechamiento maravilloso de muchos, á quien redujo á bien
vivir, ya valiéndose de las verdades eternas, ya poniéndoles á la vista
tantos peligros y tempestades del mar, que aun á los más perdidos suelen
obligar á cuidar de la conciencia y del alma, que antes tenían en tal
olvido ó parecía no tenerla.

Lo que obró después que llegó á las Indias y en qué oficios se empleó en
el largo curso de su vida, no lo he podido averiguar, por la distancia
de los lugares donde vivió y trabajó, y por haber muerto muchos de la
Compañía que le trataron familiarmente. Pero sé que por el aprecio que
desde el principio hicieron de él los Superiores, poco después que llegó
de España le hicieron ministro del Colegio Máximo de Córdoba, donde se
cría la religiosa juventud de toda esta provincia.

Después fué Superior de las Misiones del Uruguay, Visitador de la de los
Chiquitos, Vice-Rector del Colegio de Córdoba, y estuvo también señalado
Rector del Colegio de las Corrientes, á que por motivos que tuvo
propuso; y últimamente fué Provincial de esta provincia, oficio en que
le cogió la muerte al año y medio de su gobierno.

Ahora sólo diré brevemente alguna cosa de sus virtudes, reservando para
mejor ocasión el dar por extenso relación completa de sus muchas
empresas y acciones heroicas. Y en primer lugar diré de su pobreza
religiosa.

Fué siempre pobrísimo en su vestido, tanto, que por los muchos remiendos
que tenía, decía con gracia un Misionero, que había en él más accidentes
que substancia; él mismo lo remendaba por sus manos; jamás mudó otro,
hasta que el primero, por no poder ya subsistir, se le caía á pedazos.

Al entrar en Buenos Aires, siendo Provincial, le rogó su secretario el
P. Juan de Alzola, que, á lo menos en aquella ciudad, se dejase ver con
sotana un poco decente, pues la que llevaba estaba de muy desteñida,
casi blanca, porque si no le obligaría á él á que se vistiese otra
semejante.

--Yo le mando á V. R.--respondió el P. Zea--que no haga mudanza ninguna
en su vestido y deje que yo me goce en esta pobreza, de que hago más
aprecio que de cuantas púrpuras visten los monarcas y emperadores.

Todos los muebles de su aposento eran una red, ó como aquí llamamos,
hamaca, para dormir, sin colchón ni almohada, unos cuantos libros
devotos y un Santo Cristo.

Su breviario era tan viejo y hecho pedazos, que sólo ayudado de la
memoria podía satisfacer á la obligación de rezar el oficio divino; su
mayor tesoro eran los instrumentos de penitencia, con que maceraba su
carne, cilicio, cadenas de hierro, cruces armadas de agudas puntas y
otros de este jaez, con que redujo su cuerpo á perpetua esclavitud, con
aquel santo temor con que se armó también contra sí mismo el Apóstol San
Pablo.

En sus viajes sólo comía un poco de pan y alguna otra vianda, de que
usan los pobres indios; bien que cuanto al pan ú otro de los manjares
que usan los europeos, en muchos años no probó bocado; contento sólo con
un puñado de maíz mal cocido y en muchas ocasiones con raíces ó frutas
silvestres, pues muchas veces no tenía ni hallaba otra cosa en los
bosques; y cuando comía con más esplendidez era, ó algún pececillo ó
unas hierbas cocidas sin algún aderezo; y vivía tan gozoso y alegre en
esta pobreza y miseria, que en su última enfermedad le eran molestas y
pesadas las comodidades que usa con sus enfermos la Compañía.

No fué inferior á la pobreza su obediencia, de que dió pruebas
maravillosas, las cuales, por ventura, alguno que no mira la verdadera
santidad sino con los ojos del cuerpo, tendrá en poco, pero no quien
mirando las cosas con los ojos limpios y claros del espíritu, mide la
perfección de las virtudes, no con lo que muestran en la apariencia,
sino con lo que en la realidad son en sí mismo.

Era, como después veremos, varón de celo ardientísimo y de natural sobre
manera ardiente; con todo eso, á una leve insinuación de sus superiores,
desde las Misiones de los Guaranís, donde trabajaba en grandes obras del
servicio de Dios y provecho de las almas, se redujo, sin la menor
propuesta, á las angustias de un aposento en un colegio, con el empleo
de enseñar á los niños los primeros rudimentos de la gramática. A otra
insinuación de su Provincial, mientras estaba reduciendo al gremio de la
iglesia gran número de infieles, dejando al punto aquella grande obra,
pasó á las Reducciones del Uruguay, como si dijéramos, de un cabo del
mundo al otro, pues distaban éstas más de mil y doscientas leguas de las
otras donde estaba; y un viaje de veinticuatro horas, volvió á
desandarle, por obediencia, en veinticuatro días.

Finalmente, donde esta virtud campeó con admiración de todos, fué cuando
estando en el fervor de sus conversiones y á lo mejor de la obra de
reducir á la fe á los Zamucos y fundar aquella nueva cristiandad,
levantó al punto las manos de la labor, sin esperanza de volver jamás á
proseguirla, á un orden de nuestro Padre general de que tomase á su
cargo el gobierno de esta provincia; él mismo confesó con toda
ingenuidad que le costó la ejecución de este orden increíble dolor y
sentimiento, y que jamás había sentido tanta repugnancia su natural como
en este caso de ser Superior; y aunque fácilmente se hubiera podido
excusar de aquella carga, para él tan pesada, con todo eso, por no dejar
de obedecer, la aceptó prontamente, y sin dilación se vino á largas
jornadas al Tucumán, sufriendo por el camino increíbles trabajos é
incomodidades.

Mas en lo que sobre todo se hizo admirable entre los nuestros fué en el
celo de las almas y en la conversión de los infieles. El dilatar la fe,
el predicar á los cristianos, el reducir á los gentiles, no parecía en
él obra de virtud, sino inclinación y apetito natural; por lo cual no
sabía vivir de otra suerte ni en otra ocupación recibía gusto, sino en
esta de conducir almas al conocimiento y amor de Dios, y en este
ejercicio estaba toda su quietud y descanso y para aliviarle en todas
enfermedades, no había mejor medio que hablarle de nuevas empresas en
bien de las almas, de la santa vida de los nuevos cristianos y de nueva
conversión de infieles á la santa iglesia.

Ojalá pudiera yo trasladar aquí algunas cartas suyas, que tengo en mi
poder, para que vieran todos que no pudieran los enamorados del mundo y
de la carne explicar con más vivas expresiones sus contentos y deseos,
cuanto este obrero Evangélico manifiesta los sentimientos de su corazón
en los negocios del servicio de Dios; los lamentos y quejas que hace de
su mayor enemigo el demonio cuando se le atravesaba, ó hacía se le
desvaneciesen sus designios. Por eso no me causa admiración que con
ánimo invicto sufriese muchas persecuciones y reparase, aun con la
pérdida de su reputación, los daños, bien que ligeros, de su
cristiandad; antes dando cuenta de estas sus borrascas al P. Francisco
Burgés, Procurador general de esta provincia, en carta de 29 de
Septiembre de 1705, escrita á Madrid, le dice así:

«Para mí no puede haber mayor gloria que el que me persigan por llevar
adelante aquella nueva cristiandad de los Chiquitos que tantos trabajos
y sudores me ha costado desde los principios.»

Y decía la verdad; porque si se habla de solos trabajos que se padecen
en desvastar é instruir á estos gentiles, que en las facciones son
hombres, pero en las obras se distinguen poco de los brutos, sufría y
hacía por ellos cuanto puede hacer un verdadero padre, para provecho
espiritual y corporal de sus hijos, porque á él la virtud le había dado
tan tiernas entrañas y amor de verdadero padre, como los padres
naturales suelen tenerlas por naturaleza con los hijos; de día y de
noche trabajaba, no sólo para bien de las almas, sino también de los
cuerpos de sus neófitos, ya proveyendo de víveres en abundancia á los
hambrientos, ya componiendo recetas y aplicando remedios á los
enfermos, y aunque se revistiese la naturaleza, tratando y limpiando sus
llagas con tal desembarazo, como si no sintiese la menor repugnancia y
asco en sí mismo; el mismo amor le enseñó á ser juez y árbitro en sus
litigios, gastando mucho tiempo en oirles contar, con paciencia y
dulzura inexplicable, las diferencias que tenían entre sí, para lograr
así el mantener y conservar entre ellos la paz porque antes de ser
cristianos, cada uno por su propia autoridad se hacía justicia y vengaba
sus agravios con las armas.

Esto y mucho más hacía y sufría por los pobres indios: y aunque otros no
pudieran tolerar el contínuo peso de vida tan trabajosa y con tan poco
alivio, con todo eso él duró en ella por muchos años, y cada día se
hallaba con tanto vigor como si en aquel comenzase; de lo cual, como
dije en otra parte, no acababa yo de maravillarme; pues cuando oídos sus
trabajos en la Misión de los Zamucos le consideraba consumido de fuerzas
y que apenas se podía tener en pie, le ví poco después en Córdoba, con
alientos y vigor de joven, siendo así que ya contaba sesenta y cuatro
años de edad.

A tantas fatigas por el bien de aquellos nuevos cristianos, se añadió
otra trabajosísima, de aprender tantos y tan dificultosos idiomas
bárbaros, para que al tiempo que ellos en las obras le experimentaban
padre, no le tuviesen en la lengua por extranjero.

Cosa era esta que á un hombre de su edad le pudiera ser muy enfadosa y
de mucho empacho; mas el celo de las almas le obligó á volver á la
condición y simplicidad de niño para aprender uno por uno los vocablos y
significados de aquellas lenguas, y para expresar las voces con los
acentos propios de los bárbaros, y no rehusando hacerse discípulo de los
mismos infieles, los tomaba por intérpretes para traducir en su idioma
los misterios y preceptos de la ley de Dios, procurando después
enseñárselos á ellos con trabajo contínuo de meses y años enteros.

Tales entrañas de caridad experimentamos también nosotros cuando le
gozamos en el oficio de Provincial; era muy liberal, humano y afable con
sus súbditos, guardando con ellos la gravedad precisamente necesaria
para ser obedecido; y todos, no solamente le amaban por su agradable
trato, por el candor de sus inocentes costumbres y por una singular é
inseparable sinceridad, con que tenía el corazón en los labios, y el
alma patente en el rostro, mas también le reverenciaban como á Santo; de
que dieron muy claras muestras, cuando asaltado de una lenta calentura,
con otras enfermedades poco á poco le condujo al término de sus días.

Avisado del peligro que corría su vida, en vez de espantarse ó temer la
muerte, parecía que le salía al encuentro con generosidad y fortaleza de
ánimo, confiado en la misericordia de aquel Señor que le había concedido
cuarenta y ocho años para servirle en la Compañía, y treinta y ocho en
las Indias.

Por muchos días hizo este Colegio de Córdoba muchas rogativas y
penitencias para pedir y suplicar á Nuestro Señor no le quitase tan
presto un Superior y Padre tan necesario al bien público, y tan amado de
todos.

Pero al fin quiso Dios llevarle á la gloria, como de su bondad
esperamos, á darle el premio debido á sus méritos; la víspera de la
Santísima Trinidad recibió todos los Sacramentos, sin dar la menor señal
de temer la muerte, y se entretuvo todo aquel día, parte, en dar
disposiciones con mucha serenidad, acerca del gobierno de la provincia,
y parte en suavísimos coloquios con su crucificado Redentor, en cuyas
manos entregó su espíritu, al entrar el día de la Santísima Trinidad, de
cuya vista iba á gozar en la bienaventuranza.

Fué su muerte á los sesenta y cinco años de su edad, á 4 de Junio de
1719.

El mismo día se celebró su entierro, á que asistió el Ilustrísimo Sr.
Obispo de esta diócesis, gran número de religiosos de todas órdenes, el
cabildo secular, lo principal de la nobleza, y mucho pueblo; los
nuestros repartieron entre sí sus pobres alhajas, que se reducían á
instrumentos de penitencia y algunos libritos de votos, para tenerlos
por reliquias y conservar siempre fresca la memoria del incomparable
varón que habían perdido, no menos venerable y digno de eterna alabanza
por la santidad de su vida que por las muchas almas de que enriqueció á
la iglesia toda.



CAPÍTULO XIX

_Continúa el Padre Miguel de Yegros la
Misión de los Zamucos, á cuyas
manos muere el hermano
Alberto Romero._


Habiendo ordenado el nuevo Provincial Padre Juan Bautista de Zea que el
P. Miguel de Yegros, en pasando las lluvias, fuese con el hermano
Alberto Romero á fundar la Reducción de nuestro P. San Ignacio, se
anticipó el P. Yegros algún tiempo, así por escoger con tiempo sitio á
propósito, como por no exponerse á peligro de no hallar agua qué beber
en el camino; por tanto, á principios de Abril empezó su viaje; mas
entrando en el bosque de los Zamucos, se vió obligado á volver atrás por
tener tanta falta de agua, que ni la gente ni las caballerías tenían
con qué apagar la sed.

Púsose en camino segunda vez por Septiembre, y llovió tanto, que
anegadas las campañas de los Cucarates, apenas pudo llegar al término de
su viaje.

Lo que padeció en este viaje lo referiré con las mismas palabras con que
él, habiendo vuelto de los Zamucos, se lo escribió en carta de 27 de
Octubre de aquel año de 1718 al P. Visitador de los Chiquitos, Juan
Patricio Fernández, desde el pueblo de San Juan.

«Por no alargarme (dice) no describo aquí cómo conseguí el llegar á este
pueblo, contra el parecer y juicio de todos los prácticos de de estos
caminos y contra toda disposición del tiempo; y los pocos Morotocos que
llevé conmigo y se adelantaron á entrar en la montaña hubieron de
perecer de sed, aunque consiguieron con gran valor el llegar al pueblo;
y yo, que de ahí á algunos días los seguí, fuí nadando en agua (como
dicen) por toda la montaña, que ya servía de enfado y de embarazo al que
iba de posta y de ligera.

»Sólo lo atribuí al dedo de Dios, pues cuando la piedad y misericordia
divina se inclina á obrar, no hay imposibles, y más cuando precedieron
los sudores, trabajos, necesidades y hambres de su primer conquistador
de esta nación nuestro dignísimo P. Provincial Juan Bautista de Zea.»

Despachó, pues, delante el P. Yegros algunos indios cristianos que
avisasen al cacique principal de los Zamucos de su venida, y que le
llevasen en su nombre un bastón, hermosamente guarnecido, y una camiseta
colorada, que son las galas que ellos estiman.

Llegaron los mensajeros y fueron recibidos con grande amor y cortesía, y
fueron sentados á la mesa del cacique, cuyas viandas se reducían á
raíces de cardos silvestres, que era todo su mantenimiento, y por gran
regalo les ofrecieron un vaso de agua, porque había allí tal carestía,
que cada uno estaba esperando la suerte de poder coger tanta cuanta
cabía en la palma de mano, de un pequeño manantial que salía de un
peñasco.

Dos días después se partieron los cristianos, acompañados del cacique
principal, con otros de los suyos, y encontrándose en el bosque con el
P. Miguel, dieron la vuelta, y á 5 de Octubre llegaron á donde el P. Zea
el año antecedente había levantado la cruz.

Increíble fué el júbilo y la fiesta que hizo aquella buena gente,
manifestando el gusto que tenían de ver en sus países á nuestros
Misioneros, diciendo en nombre de todos el cacique principal, indio, por
cierto digno de estimación, que no obstante sus grandes necesidades,
hambres y pobreza no se había apartado de su pueblo ni permitido que los
suyos se alejasen por estar en continua esperanza de que habían de ir
los nuestros, habiendo enviado varias veces, y él mismo ido en persona,
á registrar los caminos para ver si parecían.

Igual fué también la alegría del P. Miguel que veía ya logrados los
sudores del P. Zea, que con tantos trabajos había empezado á plantar
aquella viña, y para su fecundidad le llovía del cielo copiosas
bendiciones.

Trató luego con aquel cacique y con todos los demás principales, del fin
de su ida á aquellos pueblos, que era el fundar Reducción en sus tierras
y quedarse con ellos; á cuyo fin les pidió le diesen paso franco y guías
para todos los demás pueblos, para escoger en ellos el que fuese más
acomodado para la fundación, y en particular hacia los que estaban al
Poniente cercanos á las salinas, donde habían informado al Padre había
parajes muy buenos para pueblos, aguadas, montañas y palmeras para
estancias de ganados, interesándose en esto también el irse acercando á
los demás pueblos de los Chiquitos, con camino más derecho y más breve.

«Oyéndome el cacique (son palabras del Padre Miguel, en la carta para el
P. Juan Patricio Fernández). Oyéndome el cacique éstas y otras
conveniencias, dió un grito y suspiró, diciendo:

»--Me tuviera por ingrato y vil, después de tantas finezas y estimación
que habéis hecho de mí, si en alguna cosa os mintiera y engañara, y
negando lo que me pedís os desazonara; y aunque no me queráis creer, os
desengaño, Padre, de que en todas nuestras tierras no hallaréis parajes,
ni las comodidades que decís para fundar, pues lo mismo que véis y
reconocéis en este mi pueblo, sucede en todos los demás; y aunque en
tiempo de lluvias, por causa de las avenidas, corren algunas cañadas con
abundancia de agua, mas pasados algunos meses no quedan más que las
madres secas, y sin agua, por lo cual luego nos desparramamos con
nuestras chusmas á buscar qué comer y qué beber.

»No obstante esta respuesta, le volví á instar con otras razones más
eficaces que Nuestro Señor me inspiró, que me dejase pasar siquiera á
visitar al cacique de los pueblos del Poniente, dándome guías y quien me
abriese alguna senda para poder pasar á la ligera.

»Respondióme á esta petición el cacique:

»--Te aseguro, Padre, por el amor que te tengo, que si vas, tú y todos
tus compañeros, pereceréis de sed.»

Hasta aquí el P. Miguel, que oyendo esto se retiró aparte para
encomendar á Nuestro Señor aquel negocio.

Entonces el cacique juntó á todo el pueblo en la plaza y le reprendió
con palabras muy sentidas el que hubiese alguno de ellos mentido y
engañado al P. Misionero con decirle que había en sus tierras los
parajes y comodidades ya dichas para fundación; y les añadió que quedaba
muy avergonzado de que hubiesen dado ocasión para que el Padre juzgase
que él le engañaba, negándole lo que ellos mismos tanto deseaban; y por
fin mandó á todos que obedeciesen en todo á la voluntad del P. Miguel.
Estaba éste retirado en su Rancho, rogando á Nuestro Señor que no se
frustrase esta fundación y Reducción de todo el gentío cercano y
encomendando á Su Majestad la resolución que tomaría en este caso.

Luego supo por medio del intérprete, que había estado oyendo de secreto
al cacique, todo el razonamiento que éste había hecho á los suyos en la
plaza.

«Con lo cual (prosigue el Padre en su relación) me determiné á
proponerles si gustarían de fundar y juntarse para este efecto fuera de
sus montañas y al remate de las campañas de las Japeras de los
Cucarates, por ser tierras muy cabales para una fundación, aunque sólo
de paso vistas y registradas con ánimo (si viniesen en ello) de
registrarlo mejor á la vuelta, trayendo alguno de ellos conmigo para ver
los parajes.

»Llamé de allí á un rato al cacique y le propuse todo esto; á que sin
dejarme pasar adelante, con grande algazara respondió que era grande
elección, y que ya había estado y visto todas aquellas campañas, y que
le parecieron muy buenas y á propósito para el fin, y que me siguiera
luego con toda su gente y todos los demás pueblos vecinos, á no tener
todos sus zapallares ya en flor y muchos que ya comenzaban á dar, y que
no sembrarían otra cosa, sino que en acabando los juntaría y convocaría
toda aquella gente, y se vendría luego al sitio que yo dejase señalado
para el pueblo, y enviaría conmigo alguno de los principales para que
registrasen y viesen el puesto para dicho pueblo; y en volviendo á
darles cuenta de lo visto, tomaría luego el camino para aquel paraje.

»Con esto resolví volverme después de dos días, porque no había agua que
beber; y en estos dos días que estuve allí, fué forzoso beber de unos
charquitos que se habían juntado en una cañada, una legua del pueblo, de
un aguacero que cayó, que más era barro que agua; y de una poca que
ellos tenían recogida, llovediza, en unos calabazos, nos dieron uno, por
gran fineza, y vendido por un poco de maíz.

»Poco después que se sosegaron los del pueblo, cerrada ya la noche, vino
el cacique, acompañado con algunos viejos, á pedirme audiencia junto á
mi toldo; y dándoles asiento por señal de alegría y albricias, me dijo
el cacique:

»--Padre, no te aflijas, que después del año en que se haya poblado el
sitio que nos señalares, iré con la gente de este mi pueblo hacia el
Sur, en tres días de camino de montaña, á traer y convidar á otra
provincia de Zamucos (con quienes antiguamente estábamos amigos y
quebramos con ellos) que son diez pueblos de tanto número como nosotros;
y de ahí á un día de camino, en que remata la montaña y comienzan las
campañas, está innumerable gentío que llega hasta á los pueblos que
llamamos nosotros de los españoles. Estos guerrean siempre con esta otra
provincia de Zamucos, que se llaman Ugaroñós (de los cuales hay uno en
este pueblo de San Juan, que antiguamente vino con sus padres á esta
otra provincia, y de ahí á los Morotocos; y cuando andaba con los
Padres, llegó á ver todo ese gentío, que es el Chaco, y á un lado
algunos pueblos de Guarayos.) Agradecíle sumamente las noticias al
cacique, quien volvió á añadir estaban contentísimos con el paraje que
les había insinuado, muy á propósito para poder desde ahí con más
facilidad y brevedad penetrar hasta las naciones dichas, pues desde más
lejos había venido yo á sus tierras y pueblos; y dándome otras noticias
de otros gentíos por diversos rumbos, se despidió para irse á
descansar.»

Así el P. Miguel; el cual, queriendo al otro día despedirse de ellos, se
levantó una gritería y llanto de toda la gente, á quien el deseo del
santo bautismo no daba aliento para ver partir al Padre Misionero; mas
dándoles palabra de que cuanto antes los volvería á ver, se quietaron; y
levantadas al cielo las manos, pedían á Dios les diese feliz viaje y que
volviese presto.

Partióse, finalmente, echando mil bendiciones á aquel pueblo, tan
deseoso de recibir la santa fe, trayéndose en su compañía aquellos
Zamucos enviados de su cacique; y reconocido el país de los Cucarates,
pasó á San Juan Bautista, donde los neófitos recibieron y acogieron á
los dos cathecúmenos con extraordinario afecto, tratándolos con aquellas
cortesías que el celo del bien de sus almas y el amor á Dios dictan á
los que son nuevos en la santa fe.

Llegó, pues, de vuelta de los Zamucos al pueblo de San Juan á 26 de
Octubre de aquel mismo año de 1718 y luego participó las noticias de
todo lo referido en este capítulo al Padre Visitador de aquellas
Misiones, Juan Patricio Fernández, quien atribuyendo á singular
misericordia de Dios y á los méritos y sudores del apostólico P. Zea que
aquellos bárbaros estuviesen tan deseosos del santo bautismo y tan
contentos y prontos á dejar sus tierras hizo luego despachar los dos
Zamucos que trajo el P. Miguel de Yegros, con aviso al cacique de que se
fuese con todos sus vasallos á las tierras de los Cucarates, porque en
breve se partiría allá el P. Miguel con el hermano Alberto Romero.

¡Quién creyera que una obra, encaminada con tantos trabajos y sudores y
con tanta felicidad, de donde resultaría á Dios grande gloria y á la
iglesia mucho número de fieles, se destruyese en un momento, y de tal
manera, que hasta ahora no se les ha podido reducir, bien que siempre se
intenta!

La causa de esta novedad la atribuyen todos á la natural inconstancia é
inestabilidad de los indios; mas si yo á este común sentir pudiese
añadir el mío particular, diría que ha tenido más alta causa este
infeliz suceso; porque siendo la conversión de las almas obra
principalmente de Dios, deja Su Majestad muchas veces que las industrias
humanas, y la virtud de los medios que ponemos, no surtan efecto, para
que desconfiados nosotros de ellos, atribuyamos á sola la virtud de su
gracia aquellos sucesos que efectuándose prósperamente, sería fácil cosa
nos los atribuyésemos á nosotros mismos.

Mas sea lo que fuere de esto, salieron por Agosto de 1719 el P. Miguel
de Yegros y el hermano Alberto, llevando todo recado para celebrar la
Misa y lo demás necesario para fundar la iglesia de la nueva Reducción
de San Ignacio Nuestro padre, llegando á la campaña que los Zamucos
habían escogido para fundarla, no hallaron persona alguna; y enviando
algunos por todas partes para tomar noticia de esta gente, hallaron su
pueblo quemado, y supieron que se había retirado algunas jornadas lejos
de allí, junto á una laguna abundante de pesca, cerrando los pasos por
donde se les podía seguir.

Resolvió ir en persona el hermano Alberto en su seguimiento á buscarlos,
como lo hizo, y habiéndolos encontrado, los reconvino con la palabra que
habían dado á Dios y á los Padres de querer ser cristianos y vivir
juntos en un pueblo, en el lugar que ellos mismos habían escogido y
señalado.

Hiciéronle al principio buen semblante los bárbaros y con muestras de
alegría fingieron querer estar á lo prometido; y en señal de eso, se
encaminaron con él hacia el sitio señalado, encubriendo entre tanto en
el corazón su premeditada alevosía, y por muchos días fueron
entreteniendo con buenas palabras al hermano que procuraba, con todas
las finezas de su gran caridad, ganarles las voluntades con beneficios.
Al fin se quitaron la máscara el día 1.º de Octubre, y muertos á
traición doce cristianos, un infame cacique asió de la garganta al santo
hermano y con el filo de una pesada macana le partió la cabeza,
despojóle después bárbaramente, y de miedo de que no viniesen sobre
ellos á vengar aquella muerte los Chiquitos, se huyeron todos juntos,
sin saberse dónde.

El P. Miguel, avisado de este suceso por dos cristianos que por gran
ventura se pudieron escapar del estrago, se volvió con increíble dolor
de su corazón por no poder hacer más; y divulgada por todos los pueblos
la nueva de la muerte del santo hermano, le lloraron inconsolablemente
los indios, los cuales, en recompensa de las buenas obras que de él
habían recibido, le celebraron solemnes exequias en todos sus pueblos,
cuanto cupo, y fué posible en su pobreza; y yo, para acabar este
capítulo, daré aquí una breve noticia de su vida y virtudes, por serle
muy debida esta memoria.

Fué el hermano Alberto Romero de nación español y natural de Segovia,
hijo de padres honrados y de profesión mercader, bien acomodado; mas
deseoso de ver tierras y hacer mayor fortuna, pasó con otros mercaderes
Perú, esperando hallar aquí fortuna igual á sus deseos.

No le salieron fallidas sus esperanzas, porque adquirió buen caudal y
fué de todos muy estimado; y así la Real Audiencia como el arzobispo de
Chuquisaca, le cometieron negocios de mucha monta para bien público; mas
como sea tan ordinario en las cosas humanas el hacerse y deshacerse en
un punto, mudando semblante á cada paso la fortuna, sin durar mucho en
un estado, ya sea próspera, ya adversa, siendo sólo semejante á sí
misma, en ser siempre inconstante, habiendo estado siempre para nuestro
Alberto risueña y propicia, experimentó en sí estas mudanzas; porque de
repente, no sé por qué causa, si ya no fuese para que levantase sus
deseos á las cosas del cielo, cayó desplomada á tierra la gran máquina
de su prosperidad.

En poco tiempo perdió todo lo que en muchos años, y á costa de grandes
fatigas había adquirido, con que quedó reducido á mucha pobreza, mas no
sin ganancia, porque con este golpe volvió en sí, y viéndose ya anciano,
sin tener en la tierra riquezas ni méritos para el cielo, se dolió mucho
de lo mal que había empleado su corazón en ganar y adquirir bienes
caducos, sin quedarle de tanto tiempo perdido más que un perpetuo
remordimiento del mal logro de sus años.

Por tanto, resolvió darse todo á Dios, al cuidado de su alma y á las
cosas de la eternidad, gastando, como más próvido mercader, el resto de
su vida en el tráfico de bienes no sujetos á mudanzas y reveses de la
fortuna, en lo cual tuvo mejor logro que cuando en el mundo navegaba su
prosperidad viento en popa.

Y Dios, que muchas veces se agrada más de los que vienen á trabajar en
su viña á la última hora, que los que desde la primera hora del día
echan mano á la labor, se agradó sobremanera de su determinación, y le
dió luego de contado una plenitud de consuelo en su servicio, por prenda
de galardón que sobre todos sus méritos le tenía preparado aquí en la
tierra, y después eternamente en el cielo.

Por aquel tiempo, algunos piadosos españoles, recogiendo de los vecinos
de Tarija algunas limosnas, enviaban todos los años un copioso socorro á
la cristiandad de los Chiquitos y á los Misioneros lo necesario para
celebrar el santo sacrificio de la misa, y hacer con toda la devoción
posible las funciones sagradas.

Con esta provisión le enviaron una vez nuestros Padres del colegio de
Tarija, con quienes él trataba familiarmente, y luego le pagó Dios
aquella caridad muy largamente.

Porque considerando el fervor y santa vida de los nuevos cristianos y
las apostólicas fatigas de los obreros evangélicos, que con vivir en
semejantes trabajos, á los que de sí escribe el Apóstol San Pablo,
estaban siempre alegres y con una boca de risa, se mudó en otro hombre y
se le inflamó el corazón en vivísimos deseos de unirse más estrechamente
con Dios, y gastar su vida en servicio de aquella nueva cristiandad, y
de hecho dió luego muestras de cuán de veras lo decía.

Púsose luego á enseñar á los indios todos los oficios mecánicos, á
desmontar los bosques, á labrar la tierra y á manejar los arados para
cultivarla; con los enfermos, viejos y estropeados, tenía entrañas y
ternura de madre; no había cosa que por ellos no hiciese; con los
bárbaros que se convertían de nuevo, se deshacía en afectos de caridad,
no sabía apartarse de su lado, parecía que se los quería meter dentro
del corazón; y por bárbaros que fuesen, no dejaba de hacer con ellos
semejantes demostraciones, no mirando en ellos lo que parecían en el
exterior, sino el valor de sus almas, compradas por el Redentor con el
precio de toda su sangre.

Ni por trabajar tanto por las almas de sus prójimos se descuidaba de la
suya propia; recogíase muchas veces á tener oración, en el cual tiempo
las copiosas lágrimas que derramaba, eran indicios de los consuelos con
que Dios confortaba su espíritu.

Y á la verdad era bien necesario este consorte celestial para darle
ánimo y aliento en la dura y continuada batalla con el enemigo infernal,
que dolorido fuertemente de que un viejo idiota y sin letras corriese
por el camino de la más alta perfección y se burlase de él quitándole
tantas almas de sus manos, no le dejaba de perseguir de día ni de noche,
ya apareciéndole en forma de feísimos animales, ya espantándosele con
otras visiones abominables.

Duró esta terrible persecución más de tres años; mas nuestro Alberto,
asistido siempre de Dios y del ángel de su guarda, que si no estaba á su
lado en forma visible, á lo menos lo estaba con la invisible operación
en su corazón, jamás se dió por vencido, ni omitió las acostumbradas
obras de caridad, ni dió un paso atrás en el modo de vivir que había
emprendido.

Y por ventura, en premio de esta generosa constancia, se le encendió el
corazón en vivos deseos de entrar en la Compañía, que amaba
tiernísimamente; mas atendida su mucha edad, era necesaria la licencia
de nuestro Padre General, la que no se podía tan presto alcanzar; por lo
cual, para consolar en parte sus plegarias y sus lágrimas, el P. Vice
Provincial Luis de la Roca, cuando visitó aquellas Misiones, le admitió
por Donado hasta que viniese de Roma la licencia de recibirle por
hermano Coadjutor de la Compañía; pero el cielo le firmó más presto esta
licencia, y la Compañía triunfante le contó en el número de aquellos
campeones que bordaron la librea de Cristo con su propia sangre, antes
que acá en la tierra le contase la militante en el número de aquéllos,
que con los ministerios humildes de su estado la ayudan á la conversión
de las almas.



CAPÍTULO XX

_Progresos y aumentos de otras_
REDUCCIONES _en los años de 1717 y 1718_.


Aunque lo que he escrito en estos dos capítulos últimos, ha sucedido en
muchos años y en este tiempo se han convertido á la fe y ganado para el
cielo muchos centenares de infieles, todavía, por no confundir los
sucesos y Misiones de las Reducciones, los quise separar con ánimo de
referir ahora y dar noticia del fervor y mérito de los neófitos de las
otras tierras, dignándose Dios Nuestro Señor de premiar sus sudores con
abundante cosecha de infieles para animarlos á trabajar con mayor
aliento y fervor en servicio de la iglesia.

Los cristianos, pues, de la Reducción de San Francisco Xavier, hicieron
Misión por dos partes diversas.

Algunos Zamalos salieron en busca de unos infieles, que habían hallado
los años pasados y los habían dejado de recoger por falta Guarayos,
donde fueron bien recibidos; y aunque no se entendían, les hablaron por
señas y movieron á algunos á seguirlos y á recibir el santo bautismo.

Otros, de nación Piñocas, quisieron ir á los Puyzocas, que mataron al P.
Lucas Caballero mas apenas lo pudieron conseguir, porque en el camino
entraron en una Ranchería de los Cozocas, tan de improviso, que sentidos
de los paisanos, que estaban trabajando en sus sementeras, y creyendo
ser gente enemiga, se dieron á huir á toda furia por librar la vida; los
nuestros alcanzaron á algunos, y entrando en la Ranchería la hallaron
desierta, sin persona viviente.

Vieron en los Ranchos muchos escudos, tejidos de plumas de bellísimos
colores con mucho arte é industria; con éstos estaban adornadas las
cámaras donde estaban amontonados muchos huesos de difuntos y pedazos de
carne fresca, indicios de que eran comedores de carne humana.

Andan todos bien vestidos y tienen las mismas costumbres que los Baures
y Cosiricas, bien que usan de diferente lengua. Entre grandes y pequeños
recogieron 36.

Los cristianos del pueblo de la Concepción fueron á predicar la ley de
Cristo á los Cosiricas, mas no sacaron más logro que los trabajos.

Dos años antes habían ido á su Ranchería y habían traído cuatro para que
viesen las Reducciones, en donde fueron recibidos con grande amor y
cortesía.

Estos dos fueron con los neófitos para llevarlos á sus paisanos, de
quienes no fueron admitidos con mucho afecto, porque el demonio les puso
en sospecha de que eran Mamalucos ú otros enemigos que habían venido á
hacerlos esclavos. No obstante, los sentaron á la mesa y les presentaron
algunos regalos del país; mas concurriendo allí indios de otras tierras,
los cercaron en forma de media luna, disparándoles una tempestad de
flechas para hacerlos huir; los neófitos, sin hacer más que reparar los
golpes, se retiraron con buen orden, y en medio de que muchos hacían
instancia á los capitanes para responderles con las armas, venció la
parte de los mejores, que, á imitación del Redentor, no quisieron
volverles mal por mal; tres quedaron muertos; los otros, maltratados, se
volvieron á la Reducción.

De San Rafael salieron por dos partes en busca de almas; una tropa de
Taus ganó á la fe cuatrocientos y ochenta infieles, de nación Bacusones.

La otra, de Tabicas, fué á las riberas del río Paraguay en busca de
Curucanes.

Apenas llegaron á orillas del río, cuando un Chiquito con algunos otros,
se adelantó, y descubriendo una canoa que venía hacia ellos, se
escondieron detrás de algunos matorrales, creyendo ser los infieles que
buscaban; mas observando que era un negro con dos indios, que andaban
pescando, gritaron los compañeros del Chiquito: _¡Mamalucos!
¡Mamalucos!_ y se pusieron en fuga precipitada.

Apenas el negro vió sólo al Chiquito, cuando le apuntó con el arcabuz;
mas se detuvo en dispararle, porque el indio le gritó en voz alta: No me
mates, que soy cristiano como tú y no te hago daño; y para que lo
conociese más claramente, le mostró una imagen de Nuestra Señora con el
Niño en los brazos, la cual, el negro, dejando el arcabuz, adoró de
rodillas.

Juntáronse luego allí nuestros neófitos en número de ciento y cincuenta,
extendidos en buen orden sobre la ribera.

En este ínterin vino el Capitán de los Mamalucos, y llamando á un
Chiquito que entendía la lengua Guaraní, le preguntó quiénes eran y á
qué fin andaban por aquellas costas.

Respondió que eran hijos de nuestros Misioneros (esta es la frase que
usan ellos con los que les han reducido á la fe) y cristianos del pueblo
de San Rafael, que andaban en busca de infieles para conducirlos al
gremio de la santa madre iglesia.

--Para el mismo fin los buscamos nosotros,--respondió el capitán
Mamaluco; y añadió en ademán de enojado:

--¿Y por qué venís aquí si nosotros hemos llevado ya todos los infieles?

Preguntóle después qué Padre le instruía y enseñaba la fe y quién venía
con ellos.

Dijo que el P. Felipe Suárez, era cura de su pueblo, mas que ellos iban
solos.

--Y, pues,--replicó el Mamaluco--¿qué capitanes y conductores os
gobiernan?

Aquellos, con astucia más que de indios, les respondieron que sus
capitanes eran sesenta. Entonces, vuelto á los suyos, les dijo el
Mamaluco:

--Mucha gente tienen éstos alistada; y sin hablar más, haciendo tocar á
retirada, se embarcó con todos los suyos en las canoas, huyendo á todo
vogar, por no venir á las manos con tanta gente; y quiera el cielo que
así como los cristianos Guaranís, de mucho tiempo á esta parte son el
terror de estos crueles enemigos, así lo sean también los Chiquitos
reducidos á la fe y al gobierno civil. Los neófitos, alegres con el buen
logro de su astucia, anduvieron mucho trecho por aquella ribera, hasta
que finalmente dieron con la Ranchería de los Curucanes, donde siendo
bien recibidos, se pusieron todos en la plaza, de rodillas, á rezar el
Rosario de Nuestra Señora para que Su Majestad diese á aquellos gentiles
juicio (frase con que se explican cuando hacen oración por sí ó por
otros á Nuestro Señor y á la Santísima Virgen) para que todos abrazasen
la santa ley de Dios.

Mientras que los cristianos rezaban el Rosario, estaban los Curucanes
llenos de estupor, refugiados en sus Ranchos, sospechando que aquella
era alguna trama inventada en daño de ellos.

Acabaron los cristianos su santo ejercicio, y viéndose solos, fueron
siguiendo los pasos de los fugitivos y cogieron diez, los cuales
vinieron de buena gana á hacerse cristianos. Y éstos, habiendo vuelto el
año siguiente á aquella tierra, redujeron á la santa fe doscientos y
once, los cuales dieron noticia de otros muchos pueblos que eran
confinantes con ellos, como son Merojones, Guijones, Bacusones,
Betaminis, Aripayres, Zipes, Tades, Guarayos, Subarecas, Paricis y otros
muchos.

También se debe reputar entre los aumentos de esta Reducción un funesto
suceso, que para ejemplo de otros sucedió en ella.

Habíase bautizado en San Rafael una doncella de 18 años y se llamaba
Isabela, la cual, poco después, se había casado; mas el común enemigo,
pesaroso de que se le escapase de sus manos la que antes había sido toda
suya, resolvió tentarla cuanto pudo, trayéndola á la memoria su antigua
brutal vida.

Ella, pues, ya por estar en la flor de su edad y en lo mejor de la
juventud, ya por las sugestiones del demonio, se rindió, finalmente, á
sus apetitos, viviendo peor que antes: porque es ordinario que sea más
malo quien abandona la fe que quien jamás la ha profesado. Perdida,
pues, la vergüenza y el temor de Dios, se amistó mal con algunos de sus
iguales; y para que no llegase á oídos del Padre Cura de aquella
Reducción, se llegaba á los Santos Sacramentos frecuentemente, con
muestras de tierna devoción y algunas lágrimas en los ojos.

Mas Dios Nuestro Señor que ama tanto á aquella nueva iglesia, no tardó
mucho en castigar su hipocresía y lascivia, de suerte que quien supiese
el castigo escarmentase, y juntamente tuviese tiempo la miserable é
infeliz de pedir á Dios misericordia.

Estando durmiendo una noche en casa de su padre, prorrumpió de repente
en gritos y ahullidos, que parecía de mentada, y echando los ojos hacia
el techo, con grande espanto, decía á su padre:

--Mira, mira, que vienen los diablos á llevarme consigo al infierno y
saltando de la cama, quería huir, mas su padre la detuvo.

Quedó con aquella vista tan consumida de fuerzas y desmayada, que
parecía habérsele descuadernado todos los miembros. Estando de esta
manera medio fuera de sí, pero siempre obstinada en sus pecados, fué
avisado el P. Misionero del grave peligro de la enferma, mas no de la
causa, y mucho menos de su mal vivir; la primera diligencia del Padre
fué ajustar las cosas del alma de aquella infeliz; y viendo que estaba
ya cercana su muerte, le administró los Últimos Sacramentos; y
llegándose para decirla alguna palabra de Dios, se hacía sorda; y
fijando los ojos en un lugar, se procuraba descubrir, llamando y
convidando á los amigos con quienes había vivido mal, y haciendo los
mismos ademanes y feos movimientos que cuando estaba sana.

Sospechó el Padre que el demonio en forma visible hacía de las suyas con
la enferma; por lo cual, procuró confesarla con mayor diligencia, mas la
infeliz nunca quiso vomitar aquellos pecados feos, porque padecía tanto
en el alma y en el cuerpo.

Pareciéndole al Padre que el mal empezaba á dar algunas treguas, y que
los demonios, por la intercesión de Nuestro Padre San Ignacio, cuya
reliquia la aplicó, se habían ausentado de la cámara de la enferma,
precisado de otra ocupación, se partió de allí, con intento de volver
cuanto antes.

Apenas se había apartado algunos pasos, cuando la doliente, quitándose
del cuello la Santa Reliquia, empezó á llamar con palabras amorosas á
sus galanes y en ademán de quien se abrazaba con alguno, acabó la vida,
dejando á sus parientes afligidos y desconsolados por muerte tan
desgraciada.

Hízosele por la tarde su entierro, y luego aquella noche vino á llamar á
la puerta de la casa de su padre, y llamó á su marido, diciéndole:

--Ábreme, ¿no me conoces? Yo soy Isabel.

Levantóse despavorido y asustado el marido, y abriendo la puerta la vió
tan monstruosa que se quedó pasmado de asombro y espanto.

Después, yendo á nuestra casa, se manifestó al P. Misionero, el cual,
con el horror de verla, se desmayó y cayó en tierra medio muerto, y por
muchos días no pudo recobrarse.

Andúvose luego paseando por el corredor de casa, y dió muchos golpes en
la campana de la iglesia, mas nadie osó salir fuera, sospechando lo que
era.

De aquí salió y anduvo todas las calles de la Reducción, y con ahullidos
y bramidos como de fiera, aterrorizó sobremanera á toda la gente.

El día siguiente se apareció á una hermana suya y á otros, con semblante
horroroso, queriendo Dios que hubiese muchos testigos del caso, porque
quien necesitase del temor para vivir bien, no pudiese negar el hecho
para no temer.

Habiendo fallecido este año un fervorosísimo Misionero en estas
Reducciones, es razón que le demos aquí lugar á sus méritos, refiriendo
brevemente sus virtudes y sus apostólicas fatigas en servicio de Dios y
bien de las almas.

Este fué el P. Joseph Tolú, que á los setenta y cinco años de su edad
pasó de estos trabajos al eterno descanso en el pueblo de San Rafael, á
10 de Mayo de 1717.

Nació este santo varón á 22 de Noviembre de 1643 en Potago, lugar de la
isla Cerdeña; fué en aquella provincia recibido en la Compañía, teniendo
21 años de edad, á 2 de Mayo de 64 y el año de 74 pasó á esta provincia,
donde concluídos los estudios que le faltaban y recibidos los sagrados
órdenes, pasó á las Misiones de los Guaranís, donde vivió algún tiempo
con mucho fruto de los indios.

Aquí le quiso Dios dar á entender los muchos trabajos que le tenía
preparados para labrarle la corona de sus merecimientos, y fué de esta
manera:

Había acabado un día de decir misa, y mientras se retiraba á su
aposento á dar gracias á Nuestro Señor, se vió como en éxtasis, cercado
de una tropa de gente desconocida y se vió también á sí mismo cultivando
la tierra con un azadón en la mano, lleno todo de sudor, sin que alguno
de los presentes, movido á piedad, se determinase á quitarle de las
manos aquel rústico instrumento y á ayudarle en aquel oficio.

Quedó el P. Joseph extrañamente maravillado y pensativo, por no entender
qué se le quería significar con aquella visión, hasta que pasando poco
después por orden de los Superiores á la conversión de los Chiriguanás
lo conoció en la Reducción de San Ignacio, donde aunque había gran
multitud de gente, con todo eso el hablarles de su conversión era
predicar á las piedras, ó como dicen, en desierto, sin poder reducir ni
aun uno sólo de aquellos obstinados, ni tener aún un sirviente que le
asistiese en el altar, por lo cual se vió obligado á cultivar con sus
manos una huertecilla, y con el sudor de su rostro recoger alguna cosa
con qué pasar la vida; iba en persona al bosque á traer un haz de leña y
al río por un cántaro de agua, mirándole entre tanto aquellos bárbaros
sin moverse á ayudarle.

Acordóse entonces de lo que tanto antes Nuestro Señor le había mostrado,
y así sufrió con grande valor estas y otras gravísimas molestias de
aquellos bárbaros tan crueles, que le echaron los caballos á pacer en su
huerta, para quitarle en un momento el sudor de su rostro y el trabajo
de sus manos. Y en medio de ser aquella tierra tan difícil de cultivar y
tan dura á recibir la semilla de la palabra divina, pues aunque
trabajaba mucho recogía muy poco fruto, con todo eso no levantó las
manos de la labor hasta que le llamaron los Superiores para ser operario
en el Colegio de Tarija, donde tuvo campo en qué ejercitar su celo, con
menos trabajos, pero con más fruto. Aquí le sucedió un caso digno de
saberse:

Ofreciósele un día hacer una trompetilla por si acaso venía á confesarse
algún sordo, cuando poco después de venir á su aposento, entró en él un
hombre doliéndose mucho de que no se podía confesar á gusto por falta de
oído; consolóle el Padre, diciéndole que tenía un instrumento para oir
con facilidad.

Confesóse el buen hombre con gran júbilo de su corazón, y dando al Padre
mil agradecimientos, se despidió diciendo:

--Quédese V. R. con Dios, que yo me voy á comulgar y de allí á morir; y
sucedió así puntualmente.

Lo mismo sucedió con otro que tenía la misma pena, el cual estando sano
y robusto se confesó con el Padre y murió de allí á dos días, dejando
ambos prendas seguras de su eterna bienaventuranza, con la misericordia
que Dios había usado con ellos.

No pudo conseguir semejantes esperanzas de otro, que exhortado del P.
Tolú á que ajustase las cuentas de su conciencia con Dios por medio de
los ejercicios espirituales, luciese confesión general antes de
emprender un largo viaje le protestó con varios colores aparentes, que
no podía; mas apenas había caminado pocas leguas, cuando sorprendido de
una furiosa enfermedad, en pocos días se puso en camino para la otra
vida, con poco ó ningún aparejo.

Vivió en Tarija el P. Tolú hasta el año de 98 en que pasó con oficio de
Superior á las Misiones de los Chiquitos con gran júbilo de su corazón,
por ver puestos en ejecución los ardientes deseos de emplear sus fatigas
en la conversión de los infieles; y aunque las grandes y frecuentes
enfermedades le estimulaban á proponer su ningún talento para aquel
empleo, todavía, después que en una grave enfermedad, el dolor más
agudo que le traspasaba el corazón en aquellos extremos, fué el haberse
excusado una vez en ejecutar un orden de sus superiores, arrojándose en
manos de Dios, vino con aquel oficio á estas Reducciones en que por no
estar aún las cosas puestas en forma, tuvo ocasión de merecer mucho.

Lo más insufrible para su caridad eran las grandes necesidades y
trabajos de sus súbditos sin tener con qué socorrerlos y aliviarlos.

Procuró, no obstante esto, con todo el esfuerzo posible, por espacio de
cuatro años que fué Superior, adelantar aquella recién fundada
cristiandad, así con la conversión de nuevos infieles como en
desarraigar las bárbaras costumbres de los catecúmenos, exponiéndose por
eso muchas veces, con invencible constancia, á riesgos y peligros de la
vida.

Una de las muchas veces que se vió en estos aprietos fué en cierta
ocasión, que habiendo visto que un neófito se había teñido el rostro de
feísimos colores, al uso de su gentilidad, le dijo, llevado de su celo:

--Lindo estás por cierto, pareces un demonio (y así es en la realidad
cuando se tiñen el rostro).

Oyó el indio con disgusto estas palabras, y flechando su arco, le
asestó al pecho con una saeta.

Entonces el generoso Padre, desabrochando la sotana y jubón, le dijo:

--Apunta aquí para que no yerres el golpe, y quítame esta vida que tanto
deseo sacrificar á Dios por amor tuyo.

Quiso, empero, el cielo recibir la oferta y no la ejecución del
sacrificio, porque aquel bárbaro, atónito y lleno de confusión, al ver
tanto aliento, no osó pasar más adelante.

Su empleo más continuo é infatigable, fué instruir á algunos mozos más
despiertos, no sólo en las cosas de nuestra santa fe, más aún en el
servicio de la iglesia y de las funciones sagradas, enseñándoles el
canto eclesiástico y las otras sagradas ceremonias, ministerio de
trabajo y tedio increíble y sólo tolerable de una grande caridad y celo
ardiente, porque era necesario poco menos que hacerles mudar naturaleza,
domesticándolos y desvastándolos poco á poco, corrigiéndolos sin
exasperarlos, y tolerándolos algún tiempo mal acostumbrados y viciosos,
para hacerlos totalmente otros diversos de los que eran al principio.

Y en este ejercicio duró, sin interrumpirle, hasta lo último de su vida;
porque la esperanza del bien y frutos que veía se lograban en aquella
su infatigable tarea, se la hacía no sólo tolerable, sino suave.

En tales obras de apostólica caridad con los prójimos, no se olvidaba de
sí mismo, pues en medio de ser todas ejercicio de virtudes y aumento de
méritos, era, no obstante, muy delicado en la observancia regular,
portándose de suerte en las funciones de operario evangélico, que no se
descuidaba un punto en la guarda de las santas leyes y constituciones de
la vida religiosa, antes se retiraba muchas horas del día á vivir más
perfectamente para sí, para después obrar con más fervor con los
prójimos.

Era devotísimo de las santas almas del Purgatorio, á quien no solamente
había hecho en vida liberal donación de todas sus buenas obras sino
también después de su muerte, de todos los sufragios que por su alma se
dijesen, reservando sus grandes culpas, como él decía, para pagarlas con
las penas del Purgatorio.

Mas quiso Dios, por premio de ésta su heroica caridad, darle el
Purgatorio en esta vida, para que así fuese mayor su corona en la eterna
bienaventuranza, cargándole de tantas y tan graves enfermedades que le
inhabilitaron del todo á ejercitar del todo nuestros ministerios con
los neófitos, único conorte en sus tribulaciones, de suerte que solía él
decir que de este mundo no tenía sino _labor y dolor_.

Llamóle, finalmente, Nuestro Señor, á darle el galardón de tantos
trabajos y sudores, con una muerte propia de los santos, después de
haber estado más de dieciocho años en estas Misiones, á los setenta y
cuatro de su edad y cincuenta y tres de Compañía, en que había hecho la
profesión de cuatro votos á 15 de Agosto de 682.



CAPÍTULO XXI

_Breve descripción de la provincia del Chaco;
costumbres y cualidades naturales de
sus moradores, y fundación de una
nueva Reducción en ella._


La provincia del Chaco es un vastísimo espacio de tierra de trescientas
leguas de largo y ciento de ancho, situado entre las provincias del
Tucumán, de los Charcas, del Río de la Plata, del Paraguay y de Santa
Cruz de la Sierra, cercado por todas partes de una larguísima cadena de
montes, que empezando á levantarse desde la ciudad de Córdoba del
Tucumán, llegan hasta las opulentísimas minas de Lipes y Potosí; luego
tirando á Santa Cruz de la Sierra, rematan en la gran laguna Mamoré.

Es el terruño en partes maravillosamente abundante y fértil, por causa
de muchos arroyos ó riachuelos y dos grandes ríos que la bañan, los
cuales, naciendo de las montañas, atraviesan y riegan el país: y después
de muchas vueltas y rodeos desembocan en el gran río de la Plata y
forman en gran parte su desmedida grandeza.

Sus moradores, en tiempos pasados, eran muchísimos en número, de suerte
que en sólo el contorno de la ciudad de Guadalcazar, que hoy está
destruída, se contaban más de cuatrocientas Rancherías de diferentes
naciones y lenguas.

Las naciones más célebres son los Colchaquies, Tonocotes, Belelas,
Mocobies, Tobas, Malbalaes, Mataguayos, Aguilotes, Chumipies, Amulalaes,
Callagaes, Abipones, Payaguás, Guaycurús, Churamates, Ayoyas y Lules.

Es el temperamento de estas naciones ígneo y vivaz, la estatura más que
mediana, las facciones del rostro algo desemejantes de las nuestras, de
donde fácilmente se distinguen de los españoles y demás europeos; y
cuando se tiñen de colores, que es muy de ordinario, están sobre manera
feos, que parecen unos demonios; y sucedió, no mucho ha, en la ciudad
de Santa Fe, que saliendo á pelear con unos Abipones un capitán que
había militado en Europa, al verlos tan horribles, se quedó desmayado y
sin fuerzas.

Cuanto al vestir, los hombres se ciñen por la cintura una faja de que
cuelgan muchas plumas pendientes alrededor y en el resto desnudos: otros
se ponen sobre todo eso una corona de plumas en la cabeza; y algunas
naciones traen una como capa larga de cueros de venado, que llaman
Queyapi, para defenderse de las inclemencias, y desde el cuello hasta
abajo cuelgan una cinta emplumada sobre dicha capa.

Las mujeres se cubren algún tanto, lo que basta para no estar del todo
desnudas.

No tienen gobierno ni guardan vida política.

Sólo en cada tierra hay un cacique á quien ordinariamente tienen algún
respeto y reverencia.

Viven pocos juntos, porque como carecen de gobierno, y no tienen
cabezas, por cualquiera ligero disgusto se separan.

Sus casas no son más que un Rancho de paja dentro de los bosques, unos
en una parte y otros en otra, sin orden ni distinción; y ni aun eso
tienen los Payaguás, los cuales nunca están fijos en un lugar, y cada
noche hacen alto en diverso paraje; por lo cual no usan de otra casa que
una pequeña estera, para repararse del viento, y en lo demás duermen al
descubierto.

La mayor parte del tiempo gastan en buscar miel por las selvas, para
hacer su vino con que se embriagan muy frecuentemente. Y luego que se
les calienta la cabeza, y pierden aquel poco juicio que antes tenían, á
lo mejor de la embriaguez paran todas sus fiestas en peleas, heridas y
muertes; porque los rencores y los odios sepultados largo tiempo en sus
pechos alevosos, por cobardía y temor, salen á fuera en tales ocasiones
y se procuran vengar con furor increíble; y lo que causa más admiración
es que los parientes de los muertos no se sienten nada de la injuria
recibida, cuando vuelven en sí, por más estrecho que sea el parentesco.

En reducir estas naciones á vida racional y á la ley de Cristo emplearon
desde los primeros años del siglo pasado todo el fervor de su espíritu,
los Padres Juan Darío, italiano, y Gaspar Osorio Valderrábano, español,
por orden del P. Nicolás Mastrilli Durán, Provincial de esta provincia,
y tío del santo mártir Marcelo Mastrilli, pero no correspondiendo á la
labor la dureza de estos pueblos, con fruto digno de sus fatigas y
sudores emplearon en otra parte su celo.

La obstinación de estas naciones fué en gran parte originada de los
españoles, cosa que no se puede traer á la memoria sin dolor y lágrimas,
y por eso más quiero callarlo que escribirlo; y quien tuviere ánimo para
leerlo, lo podrá ver en otros historiadores.

Sólo diré que apenas se introdujo allí el conocimiento de la ley
cristiana, cuando en breve tiempo se hizo maravilloso fruto; y en tanto
que hubo allí hombres de virtud, fué en aumento la piedad y religión;
pero después que la codicia de los españoles oprimió con exceso á los
pobres inocentes indios, se dieron á la desesperación para librarse de
aquel cautiverio en que los tenían los españoles que los gobernaban, á
que se oponían los Jesuitas con todo esfuerzo, por ser contra lo que
repetidas veces tienen ordenado nuestros católicos monarcas.

Llevados, digo, los indios de la desesperación, procuraron buscar un
cruel remedio para redimir la opresión, y fué disponer secretamente una
conjuración y matar á los gobernadores como lo hicieron; y ha quedado en
ellos tal horror á todos los españoles, debajo del cual nombre
entienden á todos los demás europeos, que el común vocablo con que los
llaman es _enemigos_.

No obstante, el santo mártir P. Pedro Romero, español, y el infatigable
Misionero P. Joseph Orighi, hermano del eminentísimo señor Agustín
Orighi, y tío del eminentísimo Orighi, que vive al presente, quisieron
volver á promulgar el Evangelio entre los Guaycurús, y sin tener cuenta
de sus propias vidas, intentaron, con increíbles trabajos y fatigas,
domesticar su innata fiereza; pero sin hacer más fruto que bautizar
algunos párvulos, se vieron obligados á retirarse.

El año de 637 entraron por el Tucumán á convertir algunas naciones el P.
Gaspar Osorio, de quien poco ha hice mención, y el P. Antonio Ripario,
italiano, los cuales, el mayor fruto que sacaron de su empresa, fué
perder la vida por Cristo con glorioso martirio, de que tuvo antes bien
clara noticia el P. Osorio como lo declara en carta escrita á Roma á su
antiguo confesor nuestro cardenal Juan de Lugo.

Ambos, después de su muerte, se aparecieron vestidos de los ornamentos
sagrados y cercados de mucha luz á sus bárbaros matadores
reprendiéndolos su maldad y exhortándoles á que trajesen á su tierra
nuevos Jesuitas que los instruyesen en la fe de Cristo.

Lo que ellos, obstinados en sus vicios y errores no ejecutaron,
emprendieron los PP. Ignacio de Medina y Andrés de Luján el año de 1653
entrando á reducir á la fe aquellas naciones; pero aunque aplicaron su
fervor más intenso, no lograron sino las almas de algunos niños y
adultos moribundos, y armándose contra ellos secreta conjuración de los
bárbaros, hubieron de retirarse.

El año de 1673 entraron con el gobernador D. Ángelo de Peredo los PP.
Diego Francisco de Altamirano y Bartolomé Díaz, y pudieron fundar una
reducción de Mocovíes, con nombre de San Francisco Xavier, cuatro leguas
de la ciudad de Esteco, en que llegó á haber mil y ochocientas almas;
pero por juzgar el gobernador y sus consejeros convenir se encomendasen
á los españoles dichos indios repartidos en Encomiendas se deshizo aquel
pueblo; bien que en aquella entrada lograron los Padres bautizar más de
mil almas entre adultos y párvulos.

Prosiguióse esta empresa el año 1683 en el gobierno de D. Fernando de
Mendoza Mate de Luna, para la cual fueron señalados los Padres Juan
Antonio Solinas, natural de Olinis, en Cerdeña, y Diego Ruiz,
valenciano; habían ya agregado algunos indios Ojotades y Taños á una
nueva Reducción, con nombre de San Rafael; pero envidioso el común
enemigo, y temiendo de aquellos principios nuevos progresos, incitó por
medio de sus hechiceros á ciento cincuenta Tobas y á cinco tropas de
Mocovíes que quitasen la vida á los Misioneros: vinieron al lugar donde
estaban, y hallando sólo al Padre Solinas, por haber ido á Salta por
bastimentos el P. Ruiz, le dieron la muerte, y también á otro venerable
sacerdote llamado don Pedro Ortiz de Zárate, á 27 de Octubre de aquel
mismo año.

Con esta novedad se retiraron los Ojotades y Taños, catecúmenos, y ni
con la muerte de estos dos mártires, ni de los PP. Osorio y Ripario
quedaron esperanzas de que su sangre fuese semilla de cristianos en
aquella provincia, por la proterva obstinación de las más de sus
naciones, que con las repetidas hostilidades que hicieron á la provincia
del Tucumán, por su innato odio á la nación española, cerraron las
puertas á la esperanza de su conversión, hasta que siendo gobernador de
la provincia de Tucumán el piadoso caballero don Esteban de Urizar y
Arizpacochaga, brigadier de los reales ejércitos de S. M., reprimido
primero el orgullo de los Tobas y Mocovíes, quiso se sentase de nuevo la
empresa y se predicase la ley divina á la nación de los Lules; por lo
cual el P. Antonio Garriga, que á la sazón era Visitador de esta
provincia, señaló para esta conversión el año de 1710 al P. Antonio
Machoni, natural de la villa de Iglesias, en Cerdeña, el cual, habiendo
pasado de aquella provincia á ésta el año de 1698 y leído Filosofía en
esta Real Universidad de Córdoba, alcanzó emplearse en la conversión de
estos bárbaros.

Dió éste principio á la nueva cristiandad fundando una Reducción, á
quien puso debajo del patrocinio de San Esteban, compuesta de gente de
cuatro naciones, Lules, Toquistinés, Ixistinés y Oristinés, cuyos
ascendientes fueron antiguamente cristianos.

Son éstos de color de aceituna, de estatura ordinariamente grande, de
genio despierto y alegre, ni se entristecen fácilmente, sino es acaso en
sus desgracias domésticas; son prontos de entendimiento y aprenden
maravillosamente los oficios mecánicos: pero torpes y duros en creer lo
que no alcanzan los sentidos materiales.

Conservan por largo tiempo en su pecho la memoria de las injurias
recibidas, y aunque sientan partírseles el corazón de dolor y rabia, lo
esconden y encubren disimuladamente con un semblante enteramente alegre,
esperando coger al enemigo desprevenido para hacer con más seguridad el
tiro.

En lo que toca á religión, son finísimos ateistas, no dando culto ni
veneración á deidad alguna, si no es que digamos que su Dios es su
vientre, porque no entienden de otra cosa, procurando gozar en esta vida
todo el buen tiempo que pueden, viviendo como animales.

Parece, empero, esto menos tolerable, á causa de no reconocer ni aun las
leyes naturales, que cualquier hombre, por bárbaro y salvaje que sea,
con sólo ser hombre, venera y aprecia.

Los hijos, por la mayor parte, no tienen ningún respeto á sus padres;
antes tienen sobre ellos dominio, haciéndose obedecer de ellos con
grande descaro; y si les da gusto, osan poner en los padres las manos.

En sus enfermedades no se mueven á compasión, antes los abandonan con
increíble ingratitud y los dejan en manos de la hambre y enfermedad;
cosa que ni aun con las bestias usan; y fuera muchas veces entre ellos
mejor ser perro que hombre, porque de ellos se compadecen y quitan la
comida de la boca para sustentar una tropa de galgos.

Encontróse acaso el P. Machoni en una ocasión con algunos de estos
bárbaros que llevaban á enterrar á la madre de uno de ellos difunta, que
poco antes se había convertido á nuestra santa fe, y con ella querían
enterrar á un hijito suyo de pocos meses, porque ninguna india, aun sus
parientas, quería tomar el trabajo de criarle: quitósele luego de las
manos el Padre y por más que con la paga por delante se lo pidió y
suplicó, ninguna se movió á compasión; por lo cual se vió obligado
mientras vivió el niño á mantenerle con leche de cabra ú oveja, no sin
increíble dolor, viendo entre tanto á muchas madres tener pendientes de
sus pechos gran número de perritos para que no se muriesen de hambre.

Sus casamientos los celebran de mucha edad (si es que entre ellos
merecen el nombre de casamientos, pues cansada la mujer del marido, y
éste de ella, tienen franqueza y libertad de tomar otra ú otro á su
antojo) no casándose sino cuando ya están cansados de torpezas, no
experimentando ellos en sí ni el temor ni la vergüenza que la naturaleza
mezcló sabiamente en los placeres vedados para contener en la raya de lo
debido el genio de la concupiscencia desenfrenada.

No es fácil de explicar cuanto trabajase el buen P. Misionero con otro
compañero Jesuita, en instruir en los principios de la ley divina á
gente que parecía no tener ni aun el primer instinto de la naturaleza,
ni de qué medios de caridad y de celo se valieron para hacerlos, de
bestias, racionales, y de racionales, cristianos.

Eran los primeros con el azadón en la mano á romper la tierra, á manejar
los arados y á hacer todo lo demás que es necesario en la labor de los
campos para adiestrarlos á hacer lo mismo.

Después visitaban los enfermos y hacían con ellos todos los oficios de
caridad que haría una amorosa madre, quitándose de la boca la comida y
el sustento que les tenía señalado la piedad de los españoles por
remediar sus necesidades.

Sufrían con increíble paciencia sus contínuas impertinencias y
necedades, con la esperanza del bien que podían sacar de ellos. Pero
esto era lo menos respecto de lo que trabajaban en provecho de sus
almas; porque la deshonestidad, la venganza, la embriaguez la barbaridad
y otros mil vicios heredados con la sangre, crecidos con los años, y con
la costumbre convertidos en naturaleza, era poco menos que imposible
desarraigarlos de sus corazones; mas pudo tanto la incontrastable virtud
del Altísimo y la fineza de un celo apostólico, que poco á poco se
empezó á ablandar la dureza de corazones tan obstinados y á domesticarse
la barbaridad de ánimos tan salvajes.

El primer fruto que se sazonó con los sudores y fatigas de estos
fervorosísimos operarios, fueron muchas almas de niños que apenas
lavadas en las aguas saludables del santo bautismo, volaron con la
cándida estola de la inocencia á la eterna bienaventuranza, á tomar
posesión de aquella gloria, que en adelante gozarían los fieles de su
nación; después lograron las almas de muchos adultos que asaltados de
una peste que se encendió entre ellos, cambiaron gustosos la vida con la
esperanza del eterno descanso en el cielo, por medio del santo bautismo.

Uno, entre los demás, joven de pocos años, que no menos en las llagas de
su cuerpo, que en la paciencia del ánimo, parecía otro Job, se alistó
en el número de los hijos de Dios con suma alegría y júbilo de su
espíritu, y haciendo fervorosísimos actos de fe, esperanza y caridad,
pasó de esta peregrinación á la patria celestial.

Llevaba muy mal el común enemigo los progresos de la fe en nación tan
bárbara é inculta; por eso aplicó luego todo su esfuerzo para atajarlos
y sofocar la semilla del Evangelio, antes que se arraigase en los
corazones de los bárbaros.

El primer medio de que se valió fué procurar la muerte de los Misioneros
que le hacían tan cruda guerra, incitando á los infieles á que se la
diesen.

Intentáronlo ellos muchas veces; y una, entre otras, estuvieron ya
conjurados á matar al P. Machoni.

Habían estado algo lejos del pueblo haciendo un baile con grande bulla y
algazara, y poniendo en medio de la rueda un calabazo, que por arte del
demonio danzaba también con ellos, se convinieron todos en darle aquella
noche la muerte, para verse libres de una vez de su celo y reprensiones.

Oyóles acaso el Padre, y saliendo de su Rancho á saber la causa de
aquella novedad intempestiva, encontróse con una india que venía del
baile, bien que no tan fuera de sí como ellos, que estaban totalmente
embriagados; preguntóla el Padre por qué sus parientes metían tanto
ruido y daban tantas voces.

Ella, que sabía muy bien lo que trataban, procuró encubrirlo con una
falsa risa, respondiendo no sabía la causa.

Temióse el Misionero no fuese alguna borrachera; y para certificarse y
atajarla, instó á la india descubriese la verdad.

Ella, recelando por esta instancia que ya el P. lo supiese, le descubrió
toda la conjuración que contra su vida tenían tramada.

Recogióse en su Rancho ofreciendo á Dios su vida en sacrificio por el
bien de aquellas almas, y estuvo toda aquella noche esperando le
viniesen á matar; mas Nuestro Señor le libró para otras cosas de su
servicio, porque avisados los infieles por la dicha india de que el
Padre Misionero sabía ya sus intentos, no se atrevieron á darle la
muerte, recelando también no viniesen luego los españoles á vengarla.

Viendo el demonio que se le había desvanecido esta traza, se valió de
otra, y fué introducir en el pueblo el pernicioso error de que lo mismo
era echarles á los niños el agua del bautismo en la cabeza que
despedirse del cuerpo sus almas; y se imprimió tan altamente este engaño
en sus fantasías, que convirtiéndose el amor á los Padres en odio y
aversión, los miraban con mal corazón y huían de ellos como enemigos
jurados de su bien.

Y daba á eso calor el creerse ellos neciamente eternos; y aunque veían
todos los días quedárseles muertos en sus brazos sus amigos y parientes,
con todo eso, á la evidencia de los ojos prevalecía el error del
entendimiento.

Procuraban los nuestros con todas las fuerzas de su celo desvanecer
aquel engaño y errada persuasión, fomentada del demonio para daño de
aquella reciente cristiandad, y Dios Nuestro Señor, que suele mirar á
los nuevos fieles con ojos de mayor piedad, quiso remediar bien presto
este daño y consolar y animar juntamente la virtud de sus siervos.

Pasó el caso de esta manera:

Iba un día el P. Machoni llevando de Rancho en Rancho una holla de
comida para darla á los enfermos; encontróse con una india que traía al
pecho un niño que estaba ya para espirar; no pudo ella huir y esconder
tan presto su criatura de suerte que el Padre no la viese.

Procuró éste con dulcísimas palabras y mucha afabilidad mitigar el odio
de la madre y ganarla el ánimo, á fin de poder bautizar al niño; mas
todo fué en vano, porque el demonio hablando por boca de una mujer en
todo suya, no menos por la infidelidad que por la lascivia, y vomitando
contra el Misionero y contra aquel Santo Sacramento tantas injurias y
blasfemias cuantas diría un dementado en lo más ardiente de sus furias,
exhortaba á la madre no permitiese lavar á su hijo en las santas aguas
del bautismo; porque le sucedería lo que á otra madre mal aconsejada,
que ofreciendo su hijo para ser bautizado, lo mismo fué caer sobre el
niño el agua santa, que salir de esta vida.

Era la india de buen natural y no se dejaba fácilmente trabucar el
juicio con las necedades locas de los suyos, y mucho menos de la falsa
aprensión de que el santo bautismo era tósigo para quitar la vida,
conociendo á tantos españoles viejos, con canas, que habían sido
bautizados; por eso de buena gana ofreció el niño al Padre; el cual,
lleno de una generosa y humilde confianza en Dios, rogó á Su Majestad y
le suplicó quitase aquel embarazo á la santa fé, pues no le costaría más
que una insinuación de su voluntad; luego se volvió á San Francisco
Xavier, pidiéndole que mirase con ojos de misericordia á aquella ciega
gentilidad; y pues tanto procuraba la honra de Dios alcanzase de Su
Majestad que aquel santo Sacramento no sólo sirviese para librar el alma
de aquel inocente de la esclavitud del demonio, sino también para
librarle de la enfermedad corporal; y ofreció en agradecimiento de aquel
beneficio, que esperaba recibir, le llamaría Francisco Xavier.

Oyó el cielo los fervorosos ruegos de su siervo, pues luego que fué el
niño bautizado, quedó sano de su enfermedad.

Lo mismo sucedió á una muchacha, ya casadera, á quien por estar toda
helada y yerta, la lloraban sus parientes por muerta; mas luego que fué
bautizada, por las grandes instancias con que lo había pedido, como si
volviese de un profundo sueño, volvió en sí y á la vida. Con lo cual,
poco á poco cesó en el pueblo aquel falso temor, y las madres á porfía
daban sus hijos para que fuesen lavados en las santas y saludables aguas
del bautismo.

Bramaba de rabia el demonio viendo desvanecidos sus enredos; por eso
puso todo su esfuerzo en empañar el terso esplendor de los procederes de
uno de los Misioneros, infamándole con mil calumnias por medio de unos
apóstatas que estaban muy sentidos de que les impedía poder saciar el
apetito de la carne, con todos los más torpes y sucios placeres del
sentido; mas, á pesar suyo, salió triunfante la inocencia de costumbres
y fervor de vida apostólica de aquel buen Padre y fué obligado el
demonio por entonces á dejar franco el paso al Santo Evangelio en las
provincias amplísimas del Chaco, donde no sólo procuran los Jesuitas la
conversión de los infieles, sino la reforma de los españoles é indios,
acudiendo á confesar y á predicar los fuertes de españoles que por allí
hay como San Joseph y Valbuena; y acompañando á los soldados cuando van
de las ciudades á sujetar á los bárbaros que continuamente invaden
aquella provincia, los sirven de capellanes, exponiéndose á los mayores
riesgos y peligros de perder la vida, sin tener cuenta con las suyas; y
al mismo tiempo procuran reducir á los que apresan los españoles y
bautizar á los párvulos.

En estas empresas había trabajado gloriosamente nueve años el P.
Machoni, cuando en el nuevo gobierno de 1719 vino señalado por
secretario del P. Provincial Joseph de Aguirre, por cuya causa fué
preciso encargar el cuidado de aquella Reducción al P. Joaquín de
Yegros, con otros dos compañeros Jesuitas.

El nuevo Provincial y Secretario procuraron fomentar con todo esfuerzo
la conversión de nuevos infieles, á que cooperó como siempre el señor
gobernador de la provincia D. Esteban de Urizar.

El año, pues, de 1719, en una entrada que á los infieles hicieron los
vecinos de la ciudad de San Miguel de Tucumán, descubrieron un nuevo río
que se juzgó entonces ser el Pilcomayo; á la ribera de este río supieron
vivía mucha gente blanca, que tuvieron por españoles.

Con esta noticia determinó el señor gobernador que el año siguiente
fuesen á descubrir totalmente este río los tercios de la provincia de
Tucumán, pidiendo para capellán á uno de los Padres que estaban en la
Reducción de San Esteban.

Concediólo luego el P. Provincial, y esperanzado de que de este
descubrimiento se seguiría á Dios mucha gloria, determinó que por la
parte del río Paraguay entrasen por el Pilcomayo, que desemboca en aquel
río, algunos Misioneros de los Guaranís, con orden preciso de que sin
detenerse á reducir nación ninguna y sólo ganando la voluntad de los
naturales, penetrasen hasta encontrar con los soldados españoles que
entraban por la provincia de Tucumán, ó llegasen al paraje de los
Chiriguanás.

Todo esto era prevención para dos fines: el primero, que descubierta la
tierra y el río, se pudiese entrar por el Tucumán, Paraguay y Frontera
de Santa Fé, dándose la mano toda la gente de estas provincias, para
conquistar todo el Chaco, en que se lograría la conversión de muchas
almas.

El segundo, abrir por aquí camino más breve para las Misiones de los
Chiquitos, cosa que siempre sumamente se ha deseado, por evitar la suma
distancia que hay por el camino de Tarija, porque se presumía que los
Zamucos se acercaban mucho al Chaco y al Pilcomayo, y por allí también
entró en esta ocasión un Jesuita para venirse á encontrar con los demás.

Señaló, pues, el P. Provincial para entrar por lo boca del río Pilcomayo
á los PP. Gabriel Patiño y Lucas Rodríguez, ambos nacidos en la ciudad
de la Asunción, y á la sazón Misioneros de los Guaranís; y del colegio
del Paraguay despachó al hermano Bartolomé de Niebla, andaluz, y á un
donado portugués llamado Faustino Correa, con algunos indios Guaranís,
para que si fuese necesario defendiesen á los Padres de las invasiones
de los infieles.

Por los Zamucos entraron con algunos indios Chiquitos los PP. Felipe
Suárez y Agustín Castañares.

Los de la provincia de Tucumán no pudieron encontrar con Pilcomayo y
hallaron por fin que el descubierto por los Tucumaneses el año de 1719
no podía ser aquel río por ser éste pequeño y el Pilcomayo muy grande.

Los Chiquitos, habiendo caminado por los Zamucos, hacia donde se juzga
caer este río, nunca pudieron dar con él.

Los que entraron por la boca del Pilcomayo iban en un barco y algunos
botes: caminaron por dicho río, siempre á diversos rumbos, por las
repetidas vueltas con que corre: al principio hallaron algunos rastros
de indios, pero no los vieron.

Caminaron así cosa de ochenta leguas, parte por el río, parte por
lagunas, porque hay muchas á la orilla de este río, las cuales, cuando
baja el río, quedan divididas de él y hechas lagunas; mas cuando crece,
queda toda la campaña hecha un mar de agua, porque se incorporan con él.

A estas ochenta leguas reconocieron que la madre del río no era tan
honda que pudiese navegar por él el barco sin peligro manifiesto de
encallar; por lo cual determinó el P. Patiño pasar en los botes con el
hermano Niebla tres españoles y treinta y cuatro indios á registrar lo
restante hasta conseguir el fin de su empresa, dejando en el ínterin en
el barco al Padre Lucas Rodríguez, al donado y á la demás gente para que
aguardasen.

Fueron, pues, navegando los dos botes y caminaron otras trescientas
leguas, en que en diversas partes vieron indios de varias naciones, que
ya confinaban con los Chiriguanás.

Llegaron por fin á una nación no conocida, cuyos indios parecían de
buenos naturales, y eran de hermosos rostros y de buena estatura; las
indias tan blancas, que parecían españolas; tenían crías de yeguas y
muchas ovejas, de cuya lana hacen muy buenos tejidos; los caballos eran
sin número. La tierra fertilísima, en que tienen labranzas de los frutos
del país.

Saltaron en tierra y dieron á los naturales muchos donecillos que ellos
aprecian y por esto les mostraron mucho afecto, en que concibieron
esperanzas de reducirlos después fácilmente.

Mas algunos Tobas y Mocovíes que había entre ellos malograron estas
esperanzas, porque hablando á aquellos indios, les incitaron contra los
nuestros, maquinando una alevosa traición contra sus vidas.

Estaban allí de paz unos y otros, tratándose con muchas caricias todo el
tiempo que fué preciso para descansar, cuando habiendo ido tres de
nuestros indios á cortar leña, les acometieron los alevosos Tobas y
Mocovíes con los indios de aquella nación; mataron á los dos á flechazos
y al otro hirieron malamente, de suerte que murió de allí á algunos
días.

Los demás se retiraron á los botes que mandó el Padre cubrir de algunos
cueros de vaca para resistir.

Vinieron siguiendo á los nuestros más de 600 infieles, hasta los bateles
disparándoles una tempestad tan espesa de saetas, que parecía una manga
de langostas, pero ninguna les hizo daño, porque hallaban resistencia en
los cueros, que despedían las flechas; y aun siendo preciso que el P.
Patiño estuviese por dos veces en la proa descubierto á los tiros,
aunque por todas partes le caían las flechas, ninguna le tocó. Visto
esto procuraron retirarse de las furias de aquellos bárbaros, que con su
traición deshicieron por ahora y frustraron las esperanzas de poder
penetrar el Chaco, donde se esperaba, como dije, reducir muchas
naciones.

Volviéronse, pues, sin otro fruto, desandando con mucho trabajo el
camino de cuatrocientas leguas que hasta allí habían navegado.

Mas volviendo á la Reducción de San Esteban, este mismo año de 1721, se
contaban en ella muchas familias.

Encendióse por este tiempo una pestecilla de viruelas, de que murieron
luego dos.

Los demás cobraron tanto miedo á la muerte, que les amenazaban las
viruelas, que el mismo día que aquellos dos murieron, dejaron descuidar
á los nuestros y todos se huyeron menos dieciocho adultos y veinte
muchachos.

Luego que lo advirtieron los PP. Joaquín de Yegros y Lorenzo Fanlo
montaron á caballo en su seguimiento, y fueron á alcanzarlos por unos
cerros hacia Salta; mas siendo mucha la espesura de los bosques, y
fragosidad de las sierras, se desmontaron, y á pie los siguieron, con
increíble fatiga, porque no huían por vía recta, sino oblícua siempre,
porque decían que así no les podría seguir la peste, cansada de los
matorrales y revueltas. Tanta es su barbaridad.

Quedaron los Padres sin fuerzas antes de poderles dar alcance; y
volviéndose á su pueblo á cuidar de los que habían quedado enfermos,
despacharon tras los fugitivos á dos indios que llevaban consigo para
detenerlos, porque de los dieciocho adultos se les murieron los catorce,
á quienes asistieron con grande caridad, sin recelo del contagio, y
todos los demás enfermaron.

Los dos indios encontraron de allí á algunas leguas á los huídos, y por
más que hicieron, sólo les pudieron reducir á que bajasen donde estaban
los Padres.

Procuraron éstos que volviesen á la Reducción; mas sólo consiguieron por
entonces esperanzas de que se volverían acabada la peste. Por tanto,
dejándolos allí se volvieron los Padres al pueblo á cuidar de los que
habían quedado, enfermos los más, de los cuales murieron presto catorce
adultos, á quienes asistieron con grande celo y caridad, hasta darles
sepultura por sus propias manos.

Los fugitivos volvieron después de algún tiempo á su pueblo, por las
diligencias de los nuestros, que siempre tienen que trabajar aquí
gloriosamente, por la innata barbarie de todas estas naciones, como se
conocerá por lo referido.

Al presente se halla este pueblo en sumo peligro de su destrucción,
porque los Mocovíes y Tovas, que hasta ahora han estado enfrenados por
el valor del gobernador de la provincia de Tucumán, principal promotor
de esta Reducción, ahora vuelven á alzar cabeza; y habiendo muerto á los
soldados del fuerte de San Joseph y tenido atrevimiento para sitiar el
de Valbuena, se teme que den en este pueblo de San Esteban y le
destruyan por estar indefenso; bien que no por esto pierden los Jesuitas
las esperanzas de hacer mucho fruto en el Chaco, cumpliéndose la
profecía de su primer apóstol San Francisco Solano, que predicó el
Evangelio á los Lules, y de quien hay tradición en aquella tierra, que
habiendo profetizado la ruina de la ciudad de Eteco, que ha más de
treinta años que sucedió, predijo también que se convertirían estos
indios del Chaco.

Quiera Nuestro Señor se cumpla cuanto antes esta profecía.



CAPÍTULO XXII

_Últimas noticias de las Misiones de Chiquitos y
Chiriguanás._


Habiendo referido la destrucción de los dos pueblos que había entre los
Chiriguanás, será bien dar ahora razón de cómo volvieron los Jesuitas
años después á aquella nación.

Hallábase el P. Vice Provincial Luis de la Roca el año de 1715 visitando
el Colegio de Tarija, de paso para las Misiones de los Chiquitos, cuando
llegaron á aquella villa mensajeros de algunos pueblos de los
Chiriguanás pidiendo fuesen Padres á sus tierras á predicarles nuestra
santa fé y ministrarles el santo bautismo.

Extrañóse esta repentina mudanza, cuando se tenía tan experimentada la
obstinación de estos indios, y cuán dados estaban siempre á sus
antiguos vicios, causa por la cual se había alzado más de dieciséis años
había de su conversión, por no esperar hacer en ellos el menor fruto.
Mas luego se supo la causa de esta nueva resolución.

Fué, pues, el caso, que un cristiano de la misma nación, habiendo
apostatado de la fé y religión cristiana, murió, por justos juicios de
Dios, pertinaz en su apostasía.

Este, por permisión divina, se apareció, á pesar del infierno, á muchos
Chiriguanás, diciéndoles cómo por haber desamparado la religión
cristiana, estaba condenado á arder en llamas eternas.

Hizo notable conmoción en los bárbaros esta visión y les movió á que
fuesen ahora á pedir á Tarija predicadores del Evangelio.

El P. Vice-Provincial, por las repetidas experiencias de la inconstancia
de estos bárbaros dudaba mucho concedérselos; pero al fin se movió á
enviarles dos Jesuitas, así por hacer la última prueba de su
obstinación, como por condescender con la piadosa voluntad del señor
marqués del Valle de Tojo, que lo pedía encarecidamente.

Señaló, pues, para aquella conversión al P. Pablo Restivo, que á la
sazón era rector del colegio de Salta, y muy perito en la lengua Guaraní
que habla aquella nación, y por su compañero al P. Francisco Guevara que
se hallaba en el colegio de Tarija.

Fueron allá los dos Padres, y á costa de grandes trabajos procuraron
fundar una Reducción que llamaron de la Inmaculada Concepción, para que
con el favor y patrocinio de esta poderosa señora, renunciando los
Chiriguanás al demonio, se alistasen en las banderas de Cristo.

Lográronse algunos párvulos, á quien bautizaron, pero se opuso el
demonio á estos felices principios con todas sus máquinas y esfuerzo.

Apareciéronseles los ministros infernales en formas horrendas y
espantosas, á cuya vista caían desmayados en tierra los indios.
Acudieron por remedio á los Padres. Estos, animándoles á la confianza en
Dios, les mandaron que luego hiciesen muchas cruces de madera, las
cuales hicieron poner en sus casas, en las plazas, en las calles y en
los collados, adorándolas humildemente los bárbaros.

Al ver el infierno señal tan saludable desistió de perseguirlos, y en
adelante depusieron los indios todo miedo sin experimentar al menor
peligro.

Viéndose vencido de esta manera el demonio, se valió de otras trazas
diabólicas para perturbar la obra comenzada, incitando y conmoviendo
para ese fin á muchos de sus secuaces; pero Dios desvaneció sus intentos
haciendo de los mismos diabólicos ministros fieles coadjutores de los
Padres en aquella conversión.

Y para mayor abatimiento del demonio y promover la fe en esta Reducción,
se dignó Su Majestad de favorecerles con algunos sucesos, al parecer,
milagrosos. Entre otros, contaré sólo dos.

Estaba una india tan gravemente enferma, que ya sus parientes la
lloraban por muerta; llegó la enfermedad á término que ya estaba para
espirar.

En tal aprieto se volvieron á implorar el patrocinio de María Santísima,
pidiéndola con muchas lágrimas restituyese su salud á la enferma.

Tuvieron buen despacho sus súplicas, porque el mismo día que habían
hecho aquella oración á Nuestra Señora, al ponerse el sol cesó la
fiebre, que sobre manera la afligía y al día siguiente se halló
enteramente sana con admiración y asombro de todo el pueblo.

En otra ocasión padecía toda la comarca de mucha falta de lluvias, por
lo cual se perdían por instantes las sementeras: imploraron el favor de
la Virgen, y luego al punto el cielo, que estaba sereno, se entoldó de
nubes y descargó una copiosa lluvia, que fué el total remedio de su
necesidad.

Con estos y otros favores del cielo, se espera que al fin se rendirá y
ablandará del todo la dureza obstinada de los Chiriguanás, entre quienes
al presente trabajan los Padres, para lograr á lo menos las almas de los
párvulos, y con esperanzas de que los que nacieren y se criaren con la
leche de la religión cristiana mantendrán la fe y se podrán lograr en
toda la nación los sudores y fatigas pasadas de tanto apostólico
Misionero que en diferentes ocasiones han atendido á la labor de este
campo.

Ahora, para concluir esta relación, será bien dar breve noticia, así del
último estado de las Misiones en los Chiquitos, como de algunas
expediciones, en especial la de los Zamucos, según lo que hasta ahora se
ha podido saber por la distancia de los lugares.

Habíase tenido noticia en el pueblo de San Francisco Xavier de que
había algo lejos de allí una parcialidad de Guarayos que hablan la
lengua Guaraní, y se esperaba hacer en ellos mucho fruto, por lo cual el
año de 1719 fueron de aquel pueblo indios Chiquitos á hablarles sobre su
conversión, pero se volvieron sin fruto, porque llegando al paraje de
dicha nación, donde tenía sus pueblecillos, ya se habían huído, sin
quedar uno sólo; y aunque les siguieron los rastros por algunos días,
los perdieron en un río muy caudaloso, en que se embarcaron sin saber
para dónde.

Este mismo año, á 4 de Mayo, sucedió en San Rafael la fatalidad de
haberse quemado el pueblo, por lo cual estaban medio alzados los
gentiles que había en él, y se temían no se volviesen á los bosques,
porque también se habían quemado los frutos de que se mantenían; pero al
fin, con el favor de Dios se compuso todo, de suerte que este pueblo se
pudo empezar á dividir el año de 1721, saliendo de él una colonia, que
es la Reducción de San Miguel.

Pero en medio de estas desgracias se logró este año el buen suceso de
abrir nuevo camino, que mucho tiempo se había deseado, por las
cordilleras de los Chiriguanás, dejando el antiguo de Santa Cruz de la
Sierra, cuyo descubrimiento feliz se debió al celo incansable del santo
P. Francisco Hervás, que le abrió como se podía desear, y de suerte que
el año siguiente pudieron entrar por él dos nuevos Misioneros, que
fueron el P. Jaime Aguilar, aragonés, que pasaba también á visitar en
nombre del P. Provincial aquellas doctrinas, y el P. Juan Bautista
Speth, bávaro, que poco antes había venido de Europa. Y ahora es éste el
camino común por donde se tragina, abreviando por él muchas leguas.

En todos los pueblos, en los años siguientes, se han hecho sus correrías
á diversas naciones, pues estando todos ellos deseosos de convertir á
los muchos gentiles que se descubren cada día se aplican con celo á la
conversión.

Hacia el Norte, especialmente, es el gentío innumerable; bien que está
algo lejos: son tierras trabajosísimas y se descubren animales fieros y
extraordinarios.

Por tanto, es preciso ir con tiento, trayendo la gente en corto número
para poderla cuidar, porque con la mudanza de tierras, siempre mueren
muchos, causa de que en estas Reducciones no sea mucha más la gente y
aun en las Misiones de los Moxos es peor, por ser las tierras más
trabajosas, y cada día van á menos, si continuamente no reclutan los
pueblos con nuevos infieles, como lo procuran hacer aquellos fervorosos
Misioneros; bien que en las de los Chiquitos sabemos se ha logrado esta
diligencia, pues generalmente se reconoce haber ido en aumento, pues el
año de 1723 entraron ochenta familias de infieles en el pueblo de San
Rafael, y en el de San Juan noventa y dos almas, valiéndose Dios de un
medio bien especial para traer á los infieles que entraron en San
Rafael.

Fué el caso que habiendo habido una pestecilla en dicho pueblo el año de
1722, se huyeron de miedo por Agosto de aquel año dos parcialidades de
gente nueva, no de los Chiquitos, la una no había vuelto tan presto, la
otra se encontró con una nación de infieles, á quienes persuadieron se
hiciesen cristianos, lo que lograron felizmente, pues luego se redujeron
muchos, y volvieron con los fugitivos al pueblo las ochenta familias ya
dichas, en que había trescientas almas, y entre ellas un indio, que
hecho cautivo por unos Mamalucos que capitaneaba Hernando de Armenta,
portugués, se escapó de entre ellos, después de quince años de
cautiverio, y vino muy contento.

Ni paró aquí el fruto que sacó Dios de esta fuga, sino que dejaron
apalabrada toda la nación para venir luego en seguimiento de los demás.

Los pueblos que al presente hay, son seis.

Están todos por este orden:

Comenzando del Sur, San Juan está de San Joseph como nueve leguas; de
San Joseph á San Rafael son treinta; de aquí á San Miguel ocho; de San
Miguel á San Francisco Xavier cuarenta y dos, y de éste á la Concepción,
hay veinticuatro; de suerte que San Juan, que es el cabo hacia el Sur,
está en dieciocho grados y medio; y la Concepción, que es el otro cabo,
está en quince.

Ahora hay esperanzas de fundar otro, con nombre de Nuestro Padre San
Ignacio, hacia el Sur, en los Zamucos, que son más de mil doscientas
almas, é inmediatamente los Ugaranós, que tienen la misma gente.

Dichos Zamucos, ya vimos en el capítulo XIX cómo se alzaron y huyeron
dando muerte al hermano Alberto Romero y á sus compañeros Chiquitos.

No por eso perdieron nuestros Misioneros las esperanzas de reducirlos;
antes mientras más oposición hacía el demonio, se azoraban más á quitar
de sus garras infernales estas almas.

Procuraron luego de dar forma, cómo volver á reducirlos.

Entraron para este efecto los PP. Felipe Suárez y Agustín Castañares y
habiendo caminado noventa leguas, llegaron á un pueblo de Zamucos, y por
entonces no se consiguió reducirlos.

El año siguiente entraron los PP. Jaime de Aguilar y Agustín Castañares,
y habiendo salido á 29 de Abril, caminaron las noventa leguas que los
del año antecedente y hallaron desierto el pueblo en que estaban antes.

Pasaron veinte leguas más adelante á otro pueblo á donde dirigían la
derrota. Hallaron en él á sus moradores, que los recibieron de paz.

Sería dicho pueblo, llamado _Cucutades_, de cincuenta familias,
gobernado por tres principales caciques; uno de los cuales estaba
ausente. Después de mucha vocinglería de los infieles les propusieron
los Padres el fin de su ida á aquellas tierras, que era quedarse entre
ellos y ayudarles como á los Chiquitos.

Agradecieron los infieles la visita, y uno detrás de otro respondieron
los dos principales que no querían Padres en sus tierras; que aquella
sola noche durmiesen allí y al otro día se volviesen; porque si se
querían quedar mudarían ellos á otra parte.

Mucho sintieron los Padres esta no esperada respuesta; mas con todo eso
esperaban que aquella tarde mudarían de resolución; y á la verdad, ellos
así lo fingieron, diciendo entonces gustaban ya de que se quedasen entre
ellos; bien que siempre se remitían al parecer del principal que
faltaba, y decían venía ya de buen ánimo.

Esperáronle desde el día 27 de Mayo; y en esta demora, para ganar la
voluntad del pueblo, se les repartieron treinta cuñas á los indios, que
es lo que más aprecian, y á las indias muchos abalorios, con que todos
quedaron contentos, así infieles como los Padres y los cristianos
Chiquitos, bien que entre ellos no faltó quien alcanzase el fingimiento
de los bárbaros.

Esperaron hasta el sábado, víspera de la Santísima Trinidad, en que vino
el principal que faltaba, y era chupador y hechicero. Entró dando gritos
en su pueblo y plaza, diciendo que él era dios de aquellas tierras y
pueblo y que fuesen los Padres donde él estaba.

Los Padres, viendo que era necesario por entonces usar de gravedad para
abatir la soberbia de aquel ministro del demonio, le respondieron que no
habían de ir, sino que él había de venir donde ellos estaban. Al fin se
hizo así. Vino él donde estaban los Padres; éstos le recibieron
sentados. Dijo lo que los otros dos principales habían dicho al
principio, que no quería Padres en sus tierras, porque con los Padres se
les morirían los hijos y otros disparates semejantes, que aprobó todo el
pueblo, armándose y tiznándose todos menos uno de los principales que
habían estado antes y ora quedó medio en duda.

A este tiempo llegó de otro pueblo distante el matador del hermano
Alberto con otros doce ó trece de los suyos, que con sus persuasiones
confirmó al pueblo en su resolución.

Viendo los Padres su dureza, se vieron precisados á dar la vuelta, como
lo hicieron, y llegaron al pueblo de donde habían salido el día 16 de
Junio, llevando solas diez almas que quisieron de suyo irse con ellos á
la Reducción para hacerse cristianos, bien que no quedaron los Padres
sin esperanzas de que después les seguirían los demás, como de hecho
sucedió, así con estos como con otros. Porque dando en ellos los
infieles Ugaranós y habiendo habido muertes de una y otra parte, se
vinieron á San Juan dos parcialidades que hacían veinte familias y
llegaron á aquel pueblo á 25 de febrero de 1723.

Eran de dos pueblos de Zamucos; del uno llamado _Quiripecodes_, venía el
cacique _Sofiáde_ con dos hermanos suyos, matadores del hermano Alberto
y diez familias en que había cincuenta almas.

Del otro, llamado _Cucutades_, vino su capitán _Omate_, que fué el que
el año pasado había echado á los Padres de todas sus tierras, y traía
nueve familias de sus vasallos, que eran cuarenta y dos almas.

Los noventa y dos, pues, sin ser llamados ni convidados ahora se
vinieron huyendo de los Ugaranós que les hacían guerra y dijeron que
tras ellos vendrían los demás. Pero habiendo enfermado de peste todos,
se atemorizaron y dijeron que querían Padres en sus tierras, lo cual
concedido, se volvieron á ellas.

Por esta causa, el día 30 de Junio salió el P. Superior de aquellas
Misiones Francisco Hervás con el P. Castañares á fundar Reducción entre
ellos.

Llegaron después de cuarenta días de camino á los pueblos de Zamucos,
que hallaron totalmente desiertos; en busca de ellos fué solo con los
indios el P. Castañares, y hasta ahora no se sabe en qué ha parado.

El P. Superior Francisco Hervás llegó á los dichos pueblos tan postrado
de fuerzas por el cansancio y por sus continuos achaques, que habiendo
de quedar allí en un sumo desamparo, se vió precisado á volverse; y
habiendo llegado quince leguas de San Juan, le fué á confesar el P. Juan
Bautista de Xandra, aplicóle algún remedio, con que se alentó el P.
Hervás y pudo llegar en hombros de indios á San Juan, donde se le
administraron los demás Sacramentos y aplicaron algunos otros remedios,
pero sin efecto, por hallarse muy debilitado y con ardientes fiebres, y
al fin murió dos días después, á 24 de Agosto de 1723, teniendo 61 años
de edad, 44 de Compañía y 27 de profesión de cuatro votos. Y aunque sus
heroicas virtudes y grandes trabajos pedían de justicia se hiciese aquí
relación de su vida; mas la falta de noticias por la distancia nos
privan por ahora de este ejemplo y consuelo hasta mejor ocasión. Y esto
es lo que hasta ahora se ha obrado para reducir á los Zamucos, que
esperamos se conseguirá felizmente por el celo de los fervorosos
Misioneros. LAUS DEO.



MEMORIAL DEL PROVINCIAL

P. JOSEPH BARREDA

AL MARQUÉS DE VALDELIRIOS



MEMORIAL

QUE EL P. PROVINCIAL DE LA PROVINCIA

DEL

PARAGUAY

PRESENTÓ AL SEÑOR

MARQUÉS DE VALDELIRIOS

EN QUE LE SUPLICA

SUSPENDA LAS DISPOSICIONES DE GUERRA

CONTRA LOS INDIOS DE LAS MISIONES.

_Córdoba de Tucuman_

_1753._

PUBLÍCASE AHORA POR PRIMERA VEZ

1895



_Memorial que el P. Provincial de la provincia del Paraguay presentó al
Señor Marqués de Valdelirios, en que le suplica suspenda las
disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones._


Señor Comisario Real, Marqués de Valdelirios:

Joseph de Barreda, de la Compañía de Jesús, Prepósito Provincial del
Paraguay, parece ante V. S. para que en fuerza de su Real Comisión con
que está entendiendo en los tratados de la línea divisoria de las dos
Coronas de España y Portugal, se sirva de oir en justicia los clamores
con que esta provincia desea manifestar la fidelísima lealtad con que
hasta hora presente ha obedecido á ciegas y con pronto rendimiento las
cédulas reales y todas las órdenes conducentes á la evacuación de los
siete pueblos de Misiones que están entre el río Abiquy y las márgenes
del río Uruguay para que, según el consabido tratado, se entreguen á los
dominios de Portugal, y saliendo los indios que hoy los habitan á otros
territorios pertenecientes á la Corona de España, trasladen á ellos sus
bienes muebles y semovientes y fabricando nuevos pueblos é iglesias,
labren tierras para mantenerse de sus frutos.

A este fin, ya le consta á V. S. que antes que llegase á Buenos Aires y
á esta provincia, tenía actuadas todas las diligencias que me permitió
el tiempo en cumplimiento de los eficaces preceptos que nuestro M. R. P.
General, quien con igual empeño nos previno que si fuese posible
tuviésemos evacuados los citados pueblos antes que llegase V. S. y por
su mano recibiésemos las cédulas en que el Rey nuestro señor nos mandaba
lo mismo; y con efecto, cuando las recibimos, ya se habían empezado á
conquistar las voluntades de los indios con las eficaces persuasiones de
los Padres Misioneros y del que yo había señalado en mi lugar mientras
pasaba en persona á la ejecución de las Reales órdenes, y habiendo
convenido en dejar sus pueblos, empezaron á salir de ellos algunos
exploradores en busca de sitios y tierras competentes para su
transmigración, lo que consta á V. S. y al P. Luis Altamirano por las
cartas de las Misiones que en respuesta de las órdenes recibí en aquella
ciudad, donde también me enviaron Mapa de algunas tierras algo menos
proporcionadas, bien que todas son apartadas de los siete pueblos, que
algunas no distaban menos que 200 leguas de ellos para la mudanza el
cual Mapa mostré y entregué á V. S. en prueba de la pronta obediencia
con que desde la primera noticia y orden del M. R. P. General se
empezaron á actuar y se estaban actuando las diligencias más oportunas
para el deseado intento.

Pero entre las graves dificultades que se ofrecían en tan arduo empeño,
siempre hice presente á V. S. que la mayor y aún insuperable estaba en
el limitado tiempo que se concedía para tan vasta transmigración, lo
que, al juicio de los Padres más experimentados de aquellos países, era
físicamente imposible en el estrecho espacio de seis meses, razón que
movió y aún convenció al P. Comisario Luis Altamirano para pedir á V. S.
concediese á lo menos tres años de término, lo que también representé
al Rey nuestro señor, haciéndole demostración de que en menos tiempo era
intentar un imposible y consiguientemente compeler á sus rendidos
vasallos á que no ejecutasen según fuerzas naturales lo mismo que
deseaban obedecer.

Mas no habiéndose determinado por V. S. tiempo fijo, sino sólo prevenido
que fuese con toda brevedad y sí que con título de piedad se disimulase
alguna culpable omisión, hubo de pasar el P. Comisario Luis de
Altamirano en persona á dichas Misiones, y puesto en ellas comenzó con
imponderable empeño, celo y eficacia á actuar su comisión, con tan vivas
ansias de que se ejecutase luego todo lo prevenido, que no perdonó
diligencia alguna ni omitió instante en la actuación de sus prudentes
órdenes y arbitrios á que estuvieron tan prontos los PP. Misioneros para
obedecer sus mandatos, que en fuerzas de ellos aun los PP. más ancianos
y enfermos se esforzaron para alentar á los indios, unas veces con
ruegos y otras con amenazas, haciéndoles presente la obligación que
tenían de obedecer á su soberano y cuán bien les estaría exponerse á las
fatigas y aún perder sus bienes para acreditar su antigua lealtad.

Mas como al natural lento y espacioso de los indios cualquiera
movimiento acelerado era violencia, y en su tarda y escasa inteligencia
era novedad tan extraña é inteligible la que se les proponía por
concebirla muy contraria á la pacífica posesión de sus casas, sementeras
y bienes que tienen muy pegado su corazón, á pocos días de lo que habían
prometido á los PP., empezaron á llamarse engaño y excusarse, ya con el
poco tiempo que se les concedía, ya con los muchos trabajos que se les
prevenían en los caminos en el transporte de sus ganados, bienes y
familias, y el más arduo de volver á fabricar nuevas iglesias y casas, y
declarándose resistentes, apelaron: unos, á que sería menos malo
quedarse bajo el dominio de los portugueses; pero otros, que eran los
más, decían claramente no podían creer que el Rey nuestro señor, que por
tantas cédulas les había prometido ampararlos en sus tierras y
defenderlos de sus enemigos, podía faltar á lo prometido y pasar á
quitarles lo que con derecho natural habían adquirido y poseído por más
de 130 años, pues para tan riguroso castigo no hallaban haber cometido
ninguna culpa contra el Rey, antes, sí, estaban muy satisfechos de los
repetidos servicios con que habían procurado acreditar su obediencia,
exponiendo su sangre y sus vidas por defender los dominios de su
soberano.

Estas y otras razones, que ellos tienen fijas en sus memorias,
procuraron los PP. desvanecerlas con todas cuantas expresiones les
dictaba su deseo, y de que los indios podían ser capaces; pero no
teniendo qué responder á las vivas y eficaces exhortaciones de los
Padres, hubieran de cerrar del todo los oídos á sus voces; y rompiendo
el freno de la obediencia, que por tantos años los había sugetado,
empezaron á quebrantar su respeto, diciendo en voz alta no querían
mudarse porque esto no podía ser voluntad de su Rey y señor, sino
invención de los PP. que, secretamente, habían convenido con los
portugueses por medio del P. Comisario, á quien tienen por tal, y aún
aseguraban algunos lo habían conocido seglar en el Río Janeiro; pero no
desistiendo los Padres de su empeño, antes sí, conviniéndose para no
sólo persuadirlos con razones privadas, sino convertirlos con pública y
fervorosa predicación, los convocaron á las iglesias, y con un crucifijo
en las manos, y algunos puestos de rodillas y derramando muchas
lágrimas, les intimaron los castigos que debían esperar de la mano de
Dios y de su soberano Rey si no obedecían prontamente su mandato; en
fuerza de este eficaz asalto se compungieron los indios y, pidiendo
perdón de su desobediencia, prometieron de nuevo enmendarse, empezando
los PP. luego, y antes que se enfriase el fervor, á disponer
cabalgaduras, carros y demás aparatos para emprender el camino, al que
en la realidad salieron algunos guiados de los PP., que van como
caudillos para esforzar su lentitud é interior desconsuelo; pero á pocas
jornadas, con el hastío del camino y amor que les arrastraba á sus
casas, se fueron volviendo á sus pueblos, dejando á los PP. solos y
burlados en las campiñas; mas ni por esto desistieron los PP. desta
empresa, antes, sí, disimulando prudentes su desacato é inconstancia,
volvieron á buscarlos, reconviniéndolos con lo prometido; pero ellos, ya
del todo arrepentidos y aun despechados, tomaron por medio, para
librarse de las instancias de los PP., el amenazarlos con la muerte, la
que verdaderamente intentaron dar al Padre Cura de San Miguel, y ahora
Padre compañero suyo que estaba en las estancias, los que sin duda
hubieran perdido la vida si por orden del P. Comisario, que se informó
de su peligro, no se hubiesen retirado fugitivos; pues su depravado
ánimo lo manifestaron en un mozo que acompañó al P. Cura, y volviendo
poco después al pueblo á sacar unos caballos, lo hicieron pedazos á
lanzadas.

Este mismo desacato intentaron hacer con el P. Comisario, previniendo
600 hombres para irlo á buscar en el pueblo donde residía, y habiendo
sido avisado por cinco voces del eminentísimo peligro de su vida, hubo
de retirarse prudentemente, entendiendo que su presencia irritaba su
furor y que con su retiro podría serenarse aquella ciega pasión.

Después que salió el P. Comisario han continuado los PP. Misioneros
obedeciendo al que quedó en su lugar, sin desmayar un punto en su
empeño; pero sin más fruto que el de enfurecerse los indios cada día
más, continuando sus amenazas y desahogando su enojo en los
corregidores, como ministros de los Padres, de quienes se han valido
para que, persuadiéndolos á su modo, los alienten con su ejemplo; mas
también á éstos han intentado matar, y á uno de ellos sólo con la
aflicción de su peligro, murió á pocos días después que lo acometieron,
y otros cuatro estaban al presente mal heridos, ya sin valor ni
esperanza de resistir á los indios que fielmente están persuadidos á
que es ficción de los PP. y no voluntad de su Rey el quitarles las
tierras que han poseído por espacio de 130 años, cuyo derecho lo tienen
confirmado sus soberanos por repetidas cédulas y que en esta buena fe
han fabricado unos pueblos que no son como se dice aldeas, sino que
exceden en sus fábricas á las más de las ciudades, etc.

Estas provincias, en sus casas cubiertas de teja y resguardadas de
corredores de piedra para poder andar por ellos en tiempo de lluvias sin
mojarse y que sus iglesias son tan magníficas, que la que menos tiene de
costo con sus alhajas, llegarán á 100.000 pesos fuertes, fuera de la de
San Miguel en que trabajaron por diez años diariamente ya los 80, ya los
100 hombres, cuya fábrica toda es de piedra, cuando menos la valuaron en
200.000 pesos; á esto añaden el tierno recuerdo de sus hierbales
hortenses, que han criado y gastado en su prolijo trabajo y cultivo más
de treinta años por ser su fruto la continuada bebida de mañana y tarde,
y cuyo valor en los 7 pueblos será de 100.000 pesos; también vuelven los
ojos á sus sementeras de algodón, fruto de que hacen sus hilados y de
ellos sus tejidos para la ropa interior y exterior de que se visten
grandes y pequeños, viudas y huérfanas, y cuyo valor en los 7 pueblos no
es inferior al de los hierbales, y últimamente hacen presente que
saliendo de sus pueblos dejan en sus estancias más de 100.000 cabezas de
ganados de ovejas, vacas, caballos y mulas de que se sirven y con que
mantienen sus vidas y las de sus familias y de casi todos los pueblos de
Uruguay, y Paraná que de aquí surtían y reemplazaban el ganado de sus
estancias para que no se les acabasen del todo por no ser éstas por su
pequeñez y calidad capaces de multiplico, de que necesitan para su
sustento y servicio, y ven que haber de trasladar este ganado á otras
tierras es para ellos empresa imposible, así por no encontrarlas propias
para ellos, como porque aunque las hubiese como se imagina en distancia
de más de cien leguas, su conducción es para su imaginación otro más
arduo imposible, y caso que cerrando los ojos á su dificultad la
quisiesen vencer, esta es función que pide, no tiempo de pocos meses,
sino de años, con muy dobladas fatigas.

A estos tenaces pensamientos se han opuesto los PP. previniéndoles que
los ganados que no pudiesen sacar, se los pagaría el Rey nuestro señor
como lo tenía prevenido; á que responden que ellos no se han de mantener
ni con las promesas ni con los dineros, sino con las cabezas de sus
ganados, y que así, aunque se los paguen en doblones de oro, no tendrán
dónde comprar con ello lo necesario para su sustento y entre tanto
perecerán de hambre en los desiertos donde los Padres los quieren sacar
desterrados, y que últimamente claman unas veces con tristes gemidos y
otras con rabioso furor preguntan á los Padres qué delito han cometido
contra su Rey y señor para un castigo digno de los más traidores
vasallos. A este fin hacen muy tierna memoria de la cédula de 28 de
Diciembre de 1743 en que se dignó el señor Felipe V, de gloriosa
memoria, darse por grato de sus servicios (como de otras que mandó el
señor gobernador de Buenos Aires D. Bruno Zavala se las hiciese saber
por público pregón) y de las que tienen presente las palabras del último
párrafo, que son las siguientes:

«Y finalmente, reconociéndose de lo que queda referido en los puntos
expresados y de los demás papeles antiguos y modernos, vistos en mi
consejo con la reflexión que pide negocio de circunstancias tan graves,
que con hechos verídicos se justifica no haber en parte alguna de las
Indias mayor rendimiento á mi dominio y vasallaje y el de estos pueblos,
ni al Real Patronato y jurisdicción eclesiástica y Real, tan rendidos
como se verifica por las continuas visitas de Prelados eclesiásticos y
gobernadores y la ciega obediencia con que están á sus órdenes, en
especial cuando son llamados para la defensa de las tierras ú otra
cualquiera empresa; aprontándose 4.000 ó 6.000 hombres armados para
acudir donde se les manda, etc.»

Ahora, pues, dicen los indios á los Padres, si así hemos obedecido á
nuestro soberano, como él mismo lo declara, y ha sugetado el rebelión
del Paraguay con 12.000 hombres armados ya despojando por dos veces á
los portugueses de la colonia del Sacramento; ya estando la tercera vez
en el cerco de ella con 6.000 hombres por espacio de cuatro meses, la
que también hubiéramos ganado si no lo embarazaran los españoles y ya
últimamente renunciando al Rey nuestro señor más de un millón de pesos
fuertes que se habían de gastar en estas expediciones en que nos hemos
mantenido á nuestra costa y la de nuestro sudor y trabajo; volvemos á
preguntar, Padres, ¿estos son delitos para que nos castigue nuestro Rey
con perpetuo destierro de nuestros pueblos y casas y universal despojo
de todos nuestros bienes raíces y muebles? Esto no puede ser sino ardid
engañoso de los portugueses, y colisión de vosotros con ellos y traición
que nos estais armando desde el principio de nuestra conversión, como no
sin fundamento se lo recelaron nuestros antepasados, y en fin, la
traición que no excusasteis con ellos, porque no pudisteis la queréis
ejecutar ahora con nosotros ó nuestros pobres hijos.

Si todas estas quejas son verdaderas, ¿por qué no presentais al Rey
nuestro señor, como sois nuestros Padres y tutores la amargura y trabajo
á que nos estrechan sus Reales ministros, siendo sobre todas la más
sensible el que despreciando nuestras representaciones no vengan en
ninguno de los partidos á que hemos salido? pues hemos propuesto que ya
que por servir al rey nuestro señor hemos de salir de los pueblos á
vivir como bárbaros en los desiertos exponiéndonos á perecer de hambre y
que en la transmigración se mueran nuestras mujeres y pequeños hijos con
la mudanza de climas y con las fatigas é incomodidades de los caminos de
cien leguas. Pero que para este sacrificio son menester tres ó cuatro
años lo que no nos han concedido. También hemos propuesto quedarnos,
aunque con dolor, bajo el dominio de Portugal, y á esto se nos responde
que si nos quedamos ha de ser sólo para ser jornaleros y esclavos de los
portugueses, sin que tengamos dominio en nuestras casas que hemos
fabricado con nuestro sudor y trabajo y sin que seamos dueños de un
palmo de tierra para sembrar los granos necesarios para nuestro
sustento, ni licencia para coger una hoja de los hierbales que hemos
plantado con nuestras manos y regado con nuestro sudor, y todo esto se
nos niega al mismo tiempo que á los portugueses que han de dejar la
colonia se les concede libremente que si quieren se queden bajo del
dominio de España sin perder la posesión de sus casas y bienes, y si
quieren salir tienen libertad para venderlas ó donarlas como legítimos
dueños de ellas.

A vista de esta notable desigualdad, volvemos á preguntar:

--Padres Curas ¿qué delito hemos cometido contra nuestro rey y señor
para tan desmedido castigo?

Y últimamente, si nuestras razones no son oídas porque no tenemos
entendimiento para penetrar los justos motivos que para esto tienen los
soberanos, ya no tenemos ni tendremos otro consuelo que clamar al cielo
y entregarnos desde luego á la muerte; que en estas circunstancias será
el único alivio en nuestras penas; pero aún esta puerta que la abrió
liberal nuestro Redentor que derramó su preciosa sangre por redimir
nuestras almas se nos vaya cerrando con la cierta amenaza de que si no
dejamos los pueblos se han de ir nuestros Padres Curas para que ni
tengamos el consuelo de adorar á nuestro Redentor en el Sacramento del
Altar, ni el de oir una misa ni el de tener con quien confesarnos para
morir como cristianos, sino que perezcamos como si fuésemos bárbaros ó
infieles.

Es muy bueno que por el interés del cielo nos sugetamos á la ley santa
de Dios, nos recogimos á los pueblos, profesando rendida obediencia á
nuestros Padres Curas, y después de cristianos nos hicimos
voluntariamente vasallos del católico Rey de España para que,
amparándonos, fomentase nuestra devota cristiandad, como lo ha hecho
piadosamente con tan glorioso fruto (que según vosotros nos habéis
dicho) nuestro presente Pontífice Benedicto XIV en la Bula del año de
1741 en que encarga á los obispos del Brasil y en especial al del Río
de la Plata que con todas las armas de la Iglesia defienda y no permita
que se saquen de sus tierras y pueblos los indios, aunque sean infieles,
y mucho menos á los que son cristianos, y con efecto, excomulga Su
Santidad á los que tal quieren ó para ello diesen consejo, favor ó
ayuda, sea por el motivo ó pretexto que se fuese; y en otra del año 1743
nos propone, y á toda nuestra nación por ejemplar de buenos cristianos y
los más conformes á los de la primitiva Iglesia; nos pone en dicha Bula,
y ahora, como si no tuviésemos ese carácter, se nos ha de poner un
entredicho y extracción de todo pasto espiritual, privándonos de los
Sacramentos con el destierro de nuestros Pastores y Curas, para que por
necesidad quedemos desmembrados del gremio de la Iglesia, como si
fuésemos descomulgados, y para que como ovejas errantes salgamos
perdidos á los montes y huídos con los infieles, apostatemos de la fe y
de una vez nos sujetemos al tiránico imperio del demonio sin esperanza
ya de lograr el cielo?

¿Es creíble que dos Monarcas, uno católico como es nuestro Rey de
España, y otro fidelísimo como lo es el de Portugal, han de querer que
de un golpe se pierdan cerca de treinta mil almas bautizadas, que hay en
estos 7 pueblos, y poco después se pierdan también 63.339 que hay en los
pueblos del Paraná y en el del Uruguay (á todos los cuales menos uno les
quitan con esta división sus hierbales, y á 5 ó 6 de ellos sus estancias
y á todos el socorro que tenían de las nuestras y de nuestros
algodonares para sus vestuarios) para lo que se hace preciso que como
algunos nos lo tienen ofrecido, todos nos acompañen á la defensa
consiguientemente, experimentarán el mismo desamparo de los Padres y la
total ruina de sus almas.

Esto no lo podemos decir aunque nos lo prediquen nuestros Padres, porque
si los dos Reyes que dicen nos lo mandan estuvieran presentes para oir
nuestros ruegos, ó á lo menos fueran informados con verdad del estrecho
lance en que nos han puesto sus ministros, ciertamente que como
protectores de la cristiandad y piadosos Padres de nuestra pequeñez, no
permitieran el riesgo en que estamos, pues ya sabemos por boca de
nuestros Padres Curas que los Sumos Pontífices que dieron permiso á los
Reyes de España y Portugal para conquistar las Indias Meridionales, no
tuvieron otro motivo para que nos pudiesen buscar en nuestras tierras
sino el fin de que lográsemos los bienes eternos de nuestras ánimas,
aunque nos privásemos de la libertad en que vivíamos para sujetarnos á
ser vasallos de dos Monarcas que no conocíamos y siendo esto cierto se
podrá creer que estos mismos soberanos que en nuestra conquista no
tuvieron otro glorioso fin que el de propagar la fe de Jesucristo y
extender los dominios de la Santa Iglesia, estos mismos nos han de poner
en la necesidad de malograr el carácter de cristianos y en peligro de
que nos arrepintamos de haberlo recibido, por conservarlo nos sujetamos
á su obediencia y por ésta estamos al presente en el riesgo de perderlo
todo? Esto, Padres de nuestras almas, no lo hemos de creer por más que
nos lo esteis predicando, esto sin duda no es la voluntad de nuestro Rey
y señor, sino engaño de los que sin atender á nuestras almas sólo
aspiran al interés de los bienes temporales.

Señor Marqués, todas estas razones son las que, no con tanto concierto,
pero sí con mayor tenacidad, tienen los indios impresas en el corazón y
así con más viveza la manifiestan en su idioma, porque han sido los
primeros principios con que se han establecido en la fe promovida en la
cristiandad, y las que, sin apartarme un punto de la más rendida
obediencia al Rey nuestro señor y sus mandatos, las hago presente á V.
S., no para disculpar la resistencia de los indios, la que desde luego
repruebo una y muchas veces como lo están vituperando sus Padres Curas
con repetidas amenazas, y la que si cayera en otras capacidades, desde
luego juzgara dignísima de un pronto y gravísimo castigo, á no
considerar por una parte el corto alcance de sus entendimientos para
penetrar las superiores razones y dictámenes políticos de los soberanos,
y por otra estar faltos de aquella luz que era necesaria aún en los
hombres más instruídos para sujetarse á un sacrificio tan doloroso como
inesperado, para que V. S. en fuerza de ellas se haga cargo de los
motivos eficazmente impulsivos que contra sí tiene la poca advertencia
de que los pobres, con ciega obstinación los tiene precipitados y
resueltos á morir antes con el rigor de las armas que dejar
voluntariamente sus pueblos; resolución bárbara que teniendo atravesados
nuestros corazones, la están reprendiendo sus curas con la amenaza
prevenida de que los han de abandonar y salir de los pueblos por ser
indignos de su protección, siendo inobedientes á su Rey y Soberano; y á
este fin, ya sabe V. S. que tengo hecha renuncia de los pueblos
resistentes y de todos los que en adelante se manifestaren inobedientes
para que el señor gobernador de esta plaza, como Vice-patrón, y el señor
Obispo como pastor, los provea de párrocos para que del todo no se
pierdan sus almas.

Pero á esta amenaza resulta otro nuevo peligro, porque á ella responden
los indios que si les envían otros Curas que no los conocen ni acaso
saben su idioma, los recibirán con flechas como inútiles para su pasto
espiritual, y que llegando el caso de querer salir los Padres, sólo lo
conseguirán después de dejarlos enterrados, porque antes no lo
permitirán, aunque quisieran, y primero les quitarán la vida que darles
libertad para la fuga.

Y si en esta demanda se sacrifican los Padres á la muerte, como ya
recelan con mucho fundamento, no hay duda que con su sangre firmarán un
claro testimonio de su lealtad que tienen y siempre tendrán impresa en
sus corazones hasta la muerte.

Mas en estos estrechos términos que nunca se imaginaron posibles por la
ciega obediencia que hasta aquí han profesado los indios á los Padres,
pero ya los tocamos ciertos y con peligro de llorarlos sin remedio, no
puedo dejar de hacer presente á V. S. para descargo de mi conciencia,
que después de haber obedecido al Rey nuestro señor y atendido su
respeto con cuantas diligencias y medios ha ofrecido el vivo deseo de
esta provincia para desempeñar la confianza con que S. M. se ha dignado
fiar este negocio de nuestra lealtad, hemos llegado ya al último término
de la ejecución, en que es preciso descubrir el primer blanco de la
intención de los dos soberanos Monarcas, que es el del divino respeto, y
el de la sangre de Jesucristo derramada por aquellas pobres almas cuyos
superiores motivos tienen como diadema, esplendor y esmalte de sus
coronas los reyes católico y fidelísimo, pues éstos fueron los que
empeñaron con valiente resolución su cristiano celo para la conquista de
las Indias Meridionales, como lo expresa el señor Alejandro VI en la
bula en que señaló los límites de ambas Coronas.

De donde se infiere claramente que habiendo sido el primer blanco y
principal fin de sus Reales ánimos en tan gloriosa empresa la mayor
honra de Dios nuestro señor y propagación de nuestra santa fe á que tan
frecuente y liberalmente han concurrido con sus Reales haberes
posponiendo la extensión de sus dominios á la de la Santa Iglesia, no
nos podemos persuadir que cuando firmaron los presentes tratados se
pudiese imaginar ni á mucha distancia prevenir que pudiese llegar el
caso doloroso que ya estamos tocando en el peligro de que apostaten de
la fe treinta mil almas que son las que hay en los siete pueblos, y que
no sin fundamento temamos próximamente sigan el mismo errado camino
sesenta y nueve mil trescientas treinta y nueve que están en los pueblos
del Paraná, por saber están todos alborotados para salir á ayudar á sus
paisanos en caso de guerra en que también habrán de dejarlos los Padres
y por consiguiente resultará de la perdición de 100.000 almas cristianas
un necesario escándalo para todo el mundo y más para los herejes que
imprimirán en sus mercurios por la afrenta de la cristiandad que los
ministros de los Reyes que siempre han tenido por timbre de sus Coronas
estar bajo de las banderas de Jesucristo para defender y propagar su
iglesia han abandonado la más florida cristiandad de los indios y aun
obligado por el cumplimiento de sus tratados á la ruina eterna de
100.000 almas y dado con este destrozo ocasión á que innumerables almas
de infieles que están ya á las puertas de la iglesia se retiren
fugitivos y se recelen de los Misioneros confirmándose en el errado
dictamen que tuvieron los indios Guaraníes en el principio de su
conversión, creyendo que los Padres querían hacerlos cristianos para
entregarlos después á los portugueses ó para hacerlos esclavos de los
españoles, aprensión que no depusieron hasta que vieron que por su
defensa murió á manos de sus enemigos del golpe de un balazo el V. P.
Diego Alfaro que entonces era Superior de las Misiones.

Este lamentable daño, que tememos con mucho fundamento, lo debemos mirar
también como antecedentes de otras fatales consecuencias á que nos
obliga la experiencia que al presente tenemos en otras provincias, pues
habiendo tenido en el siglo pasado 300.000 indios de numeración
repartidos en el servicio de los encomenderos de la ciudades de
Santiago, Córdoba, Tucumán y Rioja, por las estorsiones que de ellos
padecían, se levantaron algunos indios rebeldes y fugitivos á los montes
del Chaco, que han sido y son al presente la ruina de todos estos
lugares y caminos, en que no se puede dar paso sin peligro de robos y
muertes por ser innumerables las que han ejecutado en estos próximos
años en los cristianos, llevándose los párvulos y mujeres cautivas á sus
montes.

Y si de este modo han oprimido todos estos lugares los infieles del
Chaco, descendientes de los que apostataron de la fe y del servicio de
los españoles, sin que después de cien años los hayan podido reducir por
armas, siendo sólo muy pocos los que después de infatigable trabajo y
derramamiento de sangre han conquistado los Jesuitas con el Evangelio,
qué no deberemos temer si todos los pueblos del Paraná y Uruguay y en su
compañía todos los infieles vecinos de las naciones de Charruas,
Minoanes Boanes y Guanaos se levantan y amotinados volviesen contra
todas estas ciudades, siendo las primeras al encuentro las del Río de la
Plata; ¿qué número de españoles podrá resistir á tan crecido número de
indios, que sin ponerse en campaña, sólo con asaltos nocturnos no
dejaran lugar que no talen, ni españoles que no degüellen?

Si todos estos eminentes riesgos, que no son imaginarios sino casi
ciertos y consiguientes al próximo en que estamos al presente, de que
apostaten los indios de los 7 pueblos y aún de los 30, se hiciesen
presentes al Rey nuestro señor y al fidelísimo de Portugal, con la
ingenuidad y verdad con que ya los estamos tocando, se podrá creer de
su católico y fidelísimo celo que es su ánimo y voluntad se atropelle la
gloria de Dios y respeto de la Iglesia por cumplimiento de los tratados
ya ajustados?

Esto no podemos imaginar sin que nos hagamos reos de lesa majestad con
el grandísimo agravio con que se herirán sus corazones cristianos y
Reales con el pensamiento de tan temeraria presunción.

Esto supuesto como cierto é infalible vuelvo ahora á levantar hasta el
cielo todo el grito con que aquellas pobres almas y los ángeles de su
guarda están clamando por su remedio, y con ellas puestas á los piés de
V. S. con el rendimiento debido á su carácter y persona, pido con toda
esta provincia, se conduela más que la pérdida de todos los bienes
temporales y aun de las vidas de aquellos pobres neófitos, de la ruina
eterna de sus almas.

Hago presente á V. S. que por ellas derramó nuestro Redentor Jesucristo
su preciosa sangre, y por ella y su divino respeto vuelvo á suplicar á
V. S. en descargo de mi conciencia, y so pena del cargo que se nos ha de
hacer en el tribunal de Dios nuestro señor, de tan irreparable pérdida,
se sirva de suspender la guerra que se previene hasta dar parte al Rey
nuestro señor, á cuyo supremo tribunal apelo en nombre de estos pobres
desvalidos, protestando violencia y fuerza en cualquier disposición que
sea en perjuicio de sus almas, pues lo que el Rey nuestro señor nos
tiene mandado, es que se entreguen los pueblos con paz, y esto mismo me
tiene ordenado mi R. P. General; y habiendo hasta el presente concurrido
á esta debida obediencia y estando también prontos para continuarla
hasta derramar nuestra sangre y perder la vida en prueba de nuestra
lealtad, debo recordar á V. S. que el Rey nuestro señor no manda, ni
podemos presumir mande concurramos á que con detrimento de la gloria de
Dios y contra el católico y fidelísimo ánimo de ambas Coronas, se
expongan al peligro de subersión 100.000 almas, cuya cristiandad es la
más florida de las Indias, y por este único motivo, cuando en lo demás
prontísimo para obedecer á V. S. con toda esta provincia en lo que no se
opusiera al servicio de Dios nuestro señor.

A V. S. pido y suplico se sirva de proveer esta mi rendida súplica, por
ser de caridad y justicia, y se digne mandar se me dé testimonio para
recurrir al Rey nuestro señor á quien será V. S. responsable si antes
de emprender la guerra no le da parte del peligroso estado en que se ha
puesto este negocio, que cuando se trató se concluyó muy distante de ser
en perjuicio de las almas, y por eso debemos suponer que en las
presentes circunstancias, cualquiera acción que las perjudique, será
contra la mente del católico Rey nuestro señor (que Dios guarde).

_Córdoba y Julio 19 de 1753._



INDICE

DE MATERIAS CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE
TRATAN DE AMÉRICA.


TOMO XII


                                          _Páginas._

Advertencia preliminar del editor        V

Al serenísimo señor D. Fernando,
príncipe de Asturias                     XI

Aprobación del P. Alberto Pueyo           1

Aprobación del P. Joseph de Silva         6

Michael Angelus Tamburinus                9

Licencia del ordinario                   10

Licencia del Consejo                     11

Suma de la tasa                          12

Prólogo de la obra                       13

Protesta del autor                          15

CAP. I.--Misiones de Chiquitos.--Su
principio, fundación y progresos.           17

CAP. II.--Situación de la provincia
de Chiquitos, costumbres y calidades
de los naturales                            43

CAP. III.--Descubren los españoles
la nación de los Chiquitos y destrúyenla,
así ellos como los Mamalucos,
de quienes se da una sucinta
relación                                    67

CAP. IV.--Da principio el P. Joseph
de Arce á la nueva iglesia de los
Chiquitos, vencidas muchas dificultades      77

CAP. V.--Los Mamalucos intentan la
destrucción de estos pueblos, pero
sus intentos salieron frustrados            92

CAP. VI.--Con los sucesos pasados se
entibia algo la santa fé; muere el
P. Fideli y se habla largamente
de los trabajos de los Misioneros.         105

CAP. VII.--Fervor y virtud de la nueva
cristiandad, premiada de Dios
nuestro señor con muchos sucesos
milagrosos                                 129

CAP. VIII.--Preténdese descubrir el
río Paraguay para comunicarse
estas Misiones con las Reducciones
de los Guaraníes                           180

CAP. IX.--Múdanse á otro paraje las
Reducciones; pasa el P. Superior
á Tarija y desastres de los neófitos       214

CAP. X.--Nacimiento, entrada en la
Compañía y primeros fervores del
V. P. Lucas Caballero                      229

CAP. XI.--Pasa el V. P. Lucas á los
Manacicas, quieren matarle los indios
Sibacás y el cielo toma por
él venganza                                242

CAP. XII.--Descríbese el país y cualidades
de los Manacicas, su religión
y ritos de ella                            260

TOMO XIII

CAP. XIII.--Continúa el P. Lucas
Caballero su Misión de los Manacicas         5

CAP. XIV.--Vuelva el P. Lucas á los
Manacicas, visita todas sus Rancherías
y se restituye por otro
camino á la Reducción de San
Francisco Xavier                            27

CAP. XV.--Funda el V. P. Lucas Caballero
la Reducción de Nuestra
Señora de la Concepción, y es
muerto á manos de los infieles
Puyzocas                                    67

CAP. XVI.--Conversión de los Morotocos
y Quíes, y descubrimiento
de nuevo camino para estas Misiones
por el río Paraguay                         87

CAP. XVII.--Son muertos de los Payaguás
los PP. Joseph de Arce y
Bartolomé Blende, y se da una sucinta
relación de sus virtudes                   109

CAP. XVIII.--Fúndase una Reducción
nueva y el P. Juan Bautista
de Zea emprende la Misión de los
Zamucos.      142

CAP. XIX.--Continúa el P. Miguel
de Yegros la misión de los Zamucos,
á cuyas manos muere el hermano
Alberto Romero.       173

CAP. XX.--Progresos y aumentos de
otras Reducciones en los años de
1717 y 1718.      191

CAP. XXI.--Breve descripción de
la provincia del Chaco; costumbres
y cualidades naturales de sus
moradores, y fundación de una
nueva Reducción en ella.        209

CAP. XXII.--Últimas noticias de
las Misiones de Chiquitos y Chiriguanás.       236

Memorial que el Provincial de la Provincia
del Paraguay presentó al
señor marqués de Valdelirios, en
que le suplica suspenda las disposiciones
de guerra contra los indios
de las Misiones.      251



INDICE

POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS

NOTABLES CONTENIDAS

EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS

QUE TRATAN DE AMÉRICA.



INDICE

POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS

NOTABLES CONTENIDAS

EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS

QUE TRATAN DE AMÉRICA.


A

                                           VOL. PÁGS.

Abren camino por los bosques los
neófitos para pasar á las tierras
de los Quiriquicas                          II    15

Abrese nuevo camino por las cordilleras
de los Chiriguanás                          II   241

Admíranse los Misioneros al ver
los trabajos y abnegación de los
indios Chiquitos recién convertidos
al cristianismo                              I   135

Agresión á los Misioneros por los
indios Tobas y Mocovíes                     II   232

Alevosía de los indios Tobas y Mocovíes   II  132

Alevosía de los indios Zamucos            II  185

Amotínanse los indios Zamucos
contra los Padres Misioneros              II  247

Aparición de la Santísima Virgen
á un indio llamado Zumacaze               II   32

Aprobación del P. Alberto Pueyo,
calificador de la suprema general
Inquisición                                I    1

Aprobación del P. Joseph de Silva          I    6

Apuntes sobre la vida y hechos del
P. Arce                                   II  120

Asombroso milagro en el pueblo de
San Juan Bautista                          I  143

Astucia de los indios Chiquitos           II  195

Astucia de los indios Guaycurús
para apoderarse de los Misioneros         II   99

Astucia de los indios Manacicas           II    7

Astucia de los indios Payaguás             I  188


B.

Banquetes que celebraban los caribes
Carerás con las carnes de
los Morotocos muertos          II 153

Bebida llamada chicha, que usan
los infieles; cómo la fabrican          II 69

Breve descripción de la provincia
del Chaco: costumbres y cualidades
de sus naturales y fundación
de una nueva Reducción
en ella          II 208

Breve y Bula del Papa Paulo III
declarando á los indios racionales
y capaces para recibir la fe
católica      I 139

Breves noticias de la vida, hechos
y virtudes del V. P. Lucas
Caballero             II 85


C.

Carga de mosquete que dieron los
españoles á los indios Payaguás.      I  212

Caso milagroso ocurrido en las Misiones
de los Penoquís       I 176

Castigos que imponían los corregidores
á los indios recién convertidos
á la fe católica            I 132

Celo apostólico del P. Arce; molestias,
persecuciones y peligros
por que pasó en las provincias
de Chiriguanás, Chiquitos y
Guaranís        II 125

Celo y servicios que prestan los indios
de San Rafael á los Misioneros
en la conversión de infieles      I 176

Ceremonias de los indios Puyzocas.      II  79

Ceremonias usadas por los indios
Tapacurás en las exequias de
sus muertos             I 278

Clima, productos, vegetación, etc.
en las Reducciones de los Chiquitos           I 145

Conjuración de los indios de la provincia
del Chaco contra los españoles          II 213

Conjuración de los indios Lules para
dar muerte al P. Machoni      II  222

Convenio de paz celebrado entre los
indios Ziritucas y Zibacas; mediación
del P. Caballero          II 30

Conversión de los Zamucos       II  176

Conversión de las naciones de indios
Zamucos           II 145

Conversión de los indios Chiriguanás;
causas que influyeron en
su ánimo para reducirse á la
santa fe          II 237

Conversión de los indios Zibicas      II   9

Conversión de los Morotocos y
Quíes, y descubrimiento de nuevo
camino para estas Misiones
por el río Paraguay          II 89

Conversión milagrosa de un hechicero
en la Reducción de San
Joseph            I 148

Conversión de los indios Chanés á
la fe de Jesucristo          I  32

Conversión de los Manacicas         I  254

Correrías de los indios Chiquitos
en busca de infieles que convertir
á la santa fe              II 196

Correrías de los Mamalucos del
Brasil por las márgenes del río
Paraguay                              I   71

Costumbres de los indios Cozocas      II  193

Costumbres que tenían los indios
Chiquitos para curar á sus enfermos;
mataban á las mujeres,
que suponían ser causa de las
enfermedades                          I   48

Crueldades de los indios Penoquís      I  217

Crueldad de los indios Puyzocas      II   80

Crueldades de los mercaderes europeos
con los indios Chiquitos              I   81

Cualidades de los indios Payaguás      I  186


Ch.

Chabi, cacique de los Zibacas, impide
que sus vasallos den muerte
al P. Lucas Caballero                 I  257


D.

Decídese el P. Arce á hacer la Misión
en las naciones de los Guanoás         II  131

Dedicatoria al príncipe de Asturias
D. Fernando                           I   XI

Desastrosa muerte de los neófitos
de la Reducción de San Juan
Bautista                              I  223

Descripción de las naciones de los
Chiriguanás                          II  242

Descripción geográfica de las Reducciones
de los Chiquitos en
las márgenes del río Paraguay         I   44

Descripción de las naciones de la
provincia del Chaco                  II  210

Descripción del país y cualidades
de los Manacicas; su religión y
ritos de ella                         I  261

Descripción del viaje que hicieron
los Padres Misioneros, desde la
Reducción de la Candelaria en
el descubrimiento del río Paraguay      I  185

Descripción de la isla de los Orejones      I 195

Descripción geográfica de las primeras
Misiones de los Chiquitos                I  19

Descubrimiento por los españoles
de la nación de los Chiquitos         I   67

Despedida de los indios Zibacas del
P. Caballero                         II   40

Destrucción de los indios Chiquitos
por los españoles y Mamalucos
del Brasil                            I   67

Destruye el P. Lucas Caballero los
tabernáculos y demás efectos
que usaban los Jurucarés para
el culto de sus dioses               II   39

Dilatación del imperio de las Coronas
de Castilla y Portugal en
las Indias Occidentales               I   20

Dioses á quienes rinden culto los
indios Tapacurás                      I  269

Discordias entre los caciques Cambaripa
y Tataberey, y tratados
de paz por mediación del Padre
Arce                                  I   31


E.

Ediciones publicadas de la Relación
historial de las Misiones de
de los Chiquitos                      I  VII

Edificios del pueblo de San Miguel      II  263

Efectos milagrosos ocurridos á un
indio llamado Santiago Quiara
en el pueblo de San Juan Bautista      I  145

El cacique Patozi y los suyos abandonan
al P. Caballero en su Misión
á los Quiriquicas                    II   20

El P. Lucas Caballero se pone en
camino hacia las tierras de los
Puyzocas                             II   78

El P. Lucas Caballero amenazado
por un mercader europeo; intenta
éste malquistar á los indios
con el Padre                          I  239

Embajada de los indios Penoquís al
P. Arce; invítanle á que pase á
sus tierras para abrazar la ley
de Jesucristo                         I   89

Embarque de Misioneros para las
Indias                               II  132

Emboscadas que preparaban los indios
para robar á los españoles
las armas y útiles de labranza        I   69

Encuentra el P. Arce los cadáveres
de sus compañeros                    II  113

Entrada del P. Yegros en las naciones
de los indios Zamucos;
trabajos que hicieron en la expedición      II 173

Entrada de los neófitos de San Juan
Bautista en la Ranchería de los
Puxarís                               I  226

Entrada de los PP. Jaime de Aguilar
y Agustín Castañares en las
naciones de los Zamucos              II  245

Entran ochenta familias de infieles
en el pueblo de San Rafael           II  283

Entrevista de los Misioneros con
un cacique de los Zamucos; éste
se niega á reducirse al gremio
de la Iglesia; ármanse los indios
para hacer salir de sus tierras
á los Padres                         II  247

Envía el gobernador de Santa Cruz
de la Sierra una Compañía de
soldados para castigar los desmanes
de los indios Puizocas               II   82

Es apresado por los holandeses el
navío que conduce los Misioneros
á las Indias                         II  134

Es preso por los holandeses el ilustrísimo
Sr. D. Pedro Levanto,
arzobispo de Lima                    II  137

Exhorta el P. Arce á los indios
neófitos para llevar á cabo la
conversión de los indios Payaguás      II  114

Expedición de los Chiquitos á las
naciones de los indios Guarayos      II  241

Expedición de los Misioneros por el
río Pilcomayo                        II  130

Expedición de los Padres Francisco
Hervás y Agustín Castañares
á las naciones de los Zamucos        II  248

Expedición de una compañía de
soldados españoles para castigar
los desmanes de los indios
Chiquitos                             I   70


F.

Fabrican los indios cruces de madera,
de orden de los Misioneros,
para librarse de las persecuciones
del demonio                          II  238

Fatigas y trabajos del P. Lucas Caballero
en la conversión de los
indios Chiquitos                      I  135

Fervor y virtud de la nueva cristiandad
de los Chiquitos, premiada
de Dios nuestro señor,
con muchos sucesos milagrosos.         I  129

Fidelidad del cacique de los indios
Zamucos; servicios que presta
á los Misioneros                     II  178

Fidelidad de los indios del pueblo
de San Miguel                        II  266

Fiestas que hacen los indios recién
convertidos para celebrar la solemnidad
del día del Corpus                    I  141

Funda el V. P. Lucas Caballero la
Reducción de Nuestra Señora
de la Concepción, y es muerto á
manos de los infieles Puyzocas       II   67

Fundación del pueblo de San Francisco      I   69

Fundación del pueblo llamado de la
Inmaculada Concepción, en las
naciones de los Chiriguanás          II  238

Fundación del pueblo San Francisco
Xavier                               II   15

Fundación de la iglesia de los Chiquitos      I   77

Fundación de la nueva cristiandad
de los Chiriguanás                   II  244

Fundación de las encomiendas de
Quicmes, Paraníes y Subarecas.         I   69

Fúndase una Reducción nueva y el
P. Juan Bautista de Zea emprende
la misión de los Zamucos             II  142


G.

Grana el P. Lucas Caballero la voluntad
de los indios Jurucarés;
son reducidos á la santa fe          II   37

Genio, usos y costumbres de los indios
Chiriguanás                           I   26

Guerras entre los indios Carerás y
los Morotocos                        II  153

Guerras entre los indios Guaraníes
y Guanoás                            II  129

Guerras entre los indios Quiriquepodes
y Cucutades                          II  248

Guían los indios Guarayos á los Misioneros
en el viaje al río Paraguay           I  216


H.

Horrorosa muerte de un indio apóstata;
efectos de la justicia divina         I  155

Hospitalidad y fiestas que celebran
los indios del pueblo de San Rafael
en honor á sus huéspedes              I  175

Hostilidades de los indios Guaycurús
á los Misioneros                     II   99

Hostilidades de los indios Payaguás
á los Misioneros                      I  187

Huída de los cristianos que fueron
hechos esclavos de los indios
Payaguás                             II  120

Huída de los indios Chiquitos á los
bosques y selvas, temerosos de
la venganza de los soldados españoles
                             I   70

Huyen á los bosques los indios
Puyzocas, después de haber dado
muerte al P. Lucas Caballero         II   84

Huyen los indios del pueblo de
San Rafael á causa de haberse
desarrollado la peste                II  243


I.

Idioma de los Indios Chiquitos        I   64

Idolatrías de los indios Manacicas;
cómo celebran sus entierros           I  280

Idolatrías y supersticiones de los
indios Tapacurás                      I  267

Indigno tráfico de los europeos en
las tierras de los indios Puraxís      I  237

Indios rebeldes y fugitivos se ocultan
en los montes del Chaco; salen
á los caminos á robar y matar
á los cristianos                     II  277

Indios Unapes, Paunapas y Carababas;
cualidades y costumbres.              II   68

Indios Morotocos; usos, costumbres
y cualidades                         II   90

Indios Payaguás; condición, usos
y costumbres                          I  186

Indios Guaycharapos é Itatines        I  192

Indios Manacicas                      I  244

Infamias de los Mamalucos del Brasil;
destruyen muchas ciudades
de indios                             I   74

Infatigables tareas del P. Zea en la
conversión de los indios Chiquitos      II  170

Intentan los indios Igritucas dar
muerte al P. Caballero                I  256

Intentan los Mamalucos destruir
las Rancherías de los indios
Chiquitos; pero sus intentos salieron
frustrados                            I   92

Intentan los Misioneros convertir á
la santa fe á los indios Guanoás      II  130

Intentan los indios dar muerte al
Padre Cura del pueblo de San
Miguel                              II  261

Intentan los Misioneros descubrir
el río Paraguay para comunicarse
las Misiones de los Chiquitos
con las Reducciones de
los Guaranís                          I  180

Intérnanse los neófitos de San Juan
Bautista en un país de infieles,
donde son muertos á traición          I  223


J.

Justicia que hicieron los nuevos
cristianos del pueblo de San
Francisco Xavier con un hechicero
que vituperaba la ley de
Cristo                                I  156


L.

Los españoles toman á su cargo la
defensa de los Chiquitos contra
los Mamalucos, á petición del
P. Arce                              I   99

Los holandeses maltratan á los Padres
Misioneros                           II  136

Los indios Cozocas se reducen al
gremio de la Iglesia                 II   51

Los indios Zamucos se niegan á recibir
á los Misioneros en sus tierras      II  246

Los indios Quiriquicas son reducidos
á la santa fe por el P. Lucas
Caballero                            II   23

Los indios Penoquís hacen una horrible
matanza en los Mamalucos,
de quienes eran perseguidos
para reducirlos á la esclavitud       I   93

Los indios de la Reducción de San
Joseph convertidos en fervorosos
cristianos; abnegación de esta
cristiandad                           I  130

Los indios Payaguás sorprenden á
los Misioneros; dan muerte al
P. Aniceto Neuman y otros
compañeros                            I  186

Los indios Cozacas disparan contra
el P. Caballero una tempestad
de flechas                      II   46

Los indios Puizocas entregan el
cadáver del P. Arce á los Guaycurús      II  117

Los indios del pueblo de San Miguel
amenazan á los corregidores
por aconsejar á los Padres
les trasladen á otros pueblos        II  262

Los indios Zamucos reciben con
alegría al P. Zea; fructuosos resultados
de la predicación Evangélica         II  156

Los indios Payaguás huyen á los
bosques, temerosos de la venganza
de los cristianos por la
traición de que éstos fueron víctimas      I  187

Los nuevos cristianos son muertos,
sin hacer resistencia, por los indios
Puyzocas                             II  116

Los PP. Misioneros se esfuerzan en
alentar á los indios para trasladarse
á otro pueblo                        II  258

Los soldados de Santa Cruz recogen
el cadáver del P. Caballero,
muerto á manos de los indios
Puyzocas                            II    83

Luchas entre los indios Carerás y
los Morotocos                       II   154


Ll.

Llegada del P. Joseph de Arce á
Buenos Aires                        II  124

Llegada de los Misioneros á las Riberas
del río Paraguay                     I  121

Llegada de los indios Chiquitos á
la ciudad de Santa Cruz; piden
al gobernador cesen las hostilidades
y persecuciones de los españoles      I   71

Llegada del P. Lucas Caballero á
Córdoba de Tucumán                    I  231

Llegada del P. Fernández á las
tierras de los Chiriguanás            I  218

Llegan á Buenos Aires cuarenta y
cuatro Misioneros de la Compañía
de Jesús; empiezan la conversión
en las naciones de los
Chiquitos                            I    78


M.

Maquinaciones de los indios para
dar muerte á los Padres Misioneros      I  183

Medios de que se valieron los Misioneros
para ajustar la paz entre
los indios Guaraníes y los
Guanoás                              II  129

Mensajeros de los Chiriguanás pidiendo
Misioneros al provincial
de Tarija                            II  240

Mensajeros de los Pacarás, Zumiquies,
Cozos y Piñocas, solicitan
del Gobernador D. Agustín
de Arce, el término de
las hostilidades de los españoles      I   71

Mercaderes europeos que hacían feria
con los indios                        I   81

Milagroso acontecimiento en el pueblo
de San Juan Bautista                  I  143

Milagrosa conversión de un indio
en el pueblo de San Rafael            I  151

Milagroso suceso ocurrido en el
pueblo de San Rafael                 II  197

Misión del P. Caballero á los Jurucarés      II   35

Misión del P. Zea á la nación de
los indios Cucarates                 II   95

Misión de los PP. Aguilar y Speth
á los Chiriguanás                    II  242

Misiones en la provincia del Chaco      II  212

Mudanza de las naciones de indios
recién convertidos                   II  215

Muerte del P. Neuman á manos de
los indios Payaguás                   I  186

Muerte de los PP. Solinas y Ruiz
á mano de los indios Mocovíes
y Tobas                              II  216

Muerte del hermano Alberto Romero
á mano de los indios Zamucos         II  185

Muerte del P. Superior Francisco
Hervás                               II  249

Muerte del P. Arce á manos de un
indio Payaguá llamado Cotaga         II  115

Muerte del P. Zea                    II  172

Muerte del P. Joseph Tolú            II  201

Muerte del P. Blende á manos de
los Payaguás                         II  112

Muerte del P. Lucas Caballero á
manos de los indios Puyzocas.         II   80

Muerte del P. Pedro Romero y
Hermano Mateo Fernández á
mano de los indios Chiriguanás        I  190

Muerte de los PP. Nicolás Hernat,
Diego Ferrer y Justo Mansilla.         I  191

Muerte del P. Fideli                  I  111

Muerte del hermano Enrique Adamo      I  208

Muerte del P. Bartolomé Ximénez
en el puerto de Buenos Aires en
1717                                  I  183

Muerte del P. Alonso Arias á mano
de los Mamalucos del Brasil           I  189


N.

Nacimiento, entrada en la Compañía
y primeros fervores del Padre
Caballero                             I  229

Nacimiento del río Paraguay           I  195

Nación de los indios Tapacurás        I  266

Naciones de los indios Manacicas      I  265

Naciones de infieles en las inmediaciones
del Chaco                            II   93

Naciones de infieles situadas en las
riberas del río Paraguay              I  193

Naufragio del navío Caballo Marino
en 1717                               I  127

Navegación por el río Paraguay       II  102

Noticias de la vida y virtudes del
P. Zea                               II  158

Nueva cristiandad de los Chiquitos
y pueblos que contenían en los
principios de las Misiones            I   18

Nuevas conversiones del P. Zea en
las naciones de los Zinotecas,
Japorotecas y Cucarates              II  157


O.

Obstáculos que hallaron los Misioneros
para llegar á las naciones
de indios Zamucos                    II  146

Obstinación de los indios Guanoás;
se ponen en práctica muchos
medios para su conversión            II  131

Ocúltanse en los bosques los indios
Zamucos, temerosos al ver á los
Chiquitos                            II  149

Odio de los indios Payaguás á los
españoles                             I  212

Odio que tenían á los cristianos los
indios Guanoás                       II  131

Ofrendas de los indios cristianos
á la Santísima Virgen                 I  137

Opinión de los primeros descubridores
de Indias acerca de los
naturales                             I  138

Oraciones fervorosas de los indios
pidiendo á Dios les recompense
con abundancia de cosechas            I  142

Origen de los Mamalucos del Brasil      I   72


P.

Paces de los indios Curucares con
los Manacicas                         I  255

Pasa el V. P. Lucas Caballero á
los Manacicas, quieren matarle
los indios Sibacás y el cielo toma
por él venganza                       I  242

Peligro que corre el P. Lucas Caballero
en su misión á los Quiriquicas       II   21

Peligro que corren los Misioneros
en las tierras de los Chiriguanás      I  219

Peligros en las Misiones de los indios
Chiriguanás                          II  242

Peligros y penalidades sufridas por
los Misioneros en su expedición
á los Zamucos                        II  174

Penalidades y trabajos del P. Arce
en las tierras de los Chiquitos.       I   85

Penitencias de los nuevos cristianos      I  133

Penitencias que se imponen voluntariamente
los nuevos cristianos                 I  140

Perfidia de los indios Payaguás      II   98

Portada de la primera edición de
esta obra, impresa en Madrid
en 1726                               I   IX

Portentoso milagro ocurrido con
un indio llamado Felipe Motoré;
efectos de terror que produce
el suceso en los nuevos cristianos      I  160

Predicación del Evangelio en la
nación de los Lules                 II  217

Primeras Misiones del P. Lucas
Caballero                            I  232

Primeras Misiones del P. Joseph
de Arce y satisfactorios resultados
en la conversión de los indios
Chiriguanás                          I   25

Principia el P. Caballero las Misiones
de los Zibacas                      II   28

Principio, fundación y progresos
de las Misiones de los PP. de
la Compañía de Jesús en el Paraguay      I   17

Profecías del apóstol San Francisco
Solano                               II  235

Progresos de las Misiones de los
PP. Zea y Centeno en las márgenes
del río Guapay                        I   39

Progresos y aumentos de otras reducciones
en los años de 1717
y 1718                               II  191


Q.

Quatí, cacique de los Guaranís,
toma por su cuenta la venganza
del P. Arce y sus compañeros      II  117

Quedan los compañeros del P. Arce
esclavos de los indios Payaguás      II  120

Quedan absortos los infieles al contemplar
la imagen de la Santísima
Virgen                               II   19

Quejas que dan los indios á los Padres
Misioneros, porque se les
obliga á cambiar de Reducción        II  267

Quémase el pueblo de San Rafael;
división de dicho pueblo             II  241


R.

Rebelión de los indios infieles en la
provincia del Chaco                 II  277

Reciben los infieles á los cristianos
á saetazos; muerte de muchos
neófitos                             I  135

Recibimiento que hicieron los indios
Zibacas al P. Lucas Caballero       II   28

Reducción de los indios Quiriquicas      II   24

Reducción de los indios Puraxís y
Tubacís                              I  242

Reducciones de indios en las riberas
de los ríos Paraná y Uruguay      I   17

Reducciones de indios Guaranís
y número de almas bautizadas
por los Misioneros en 1717            I   18

Regreso del P. Yegros de la conversión
de los indios Zamucos.                II  182

Remedios que aplican los Chiquitos
para curar á los enfermos             I   46

Reptiles venenosos que se crían en
las provincias de los Chiquitos
y mortíferas causas de sus picaduras      I   45

Rescatan los Misioneros varios
esclavos españoles que tenían
los indios Payaguás                   I  200

Resistencia de los indios Zamucos
á reducirse á la santa fe;
hacen salir de sus tierras á los
Misioneros                           II  247

Resistencia que hicieron los indios
Tobas á los Misioneros,
poniéndose en armas para impedir
la predicación del Evangelio          I   41

Revelación que tuvo un hechicero
en el pueblo de San Joseph;
arrepentimiento y conversión
de este bárbaro                       I  149

Riesgos y peligros de los Misioneros
en las naciones de los Zamucos       II  152

Riquezas del pueblo de San Miguel;
cultivo, frutos y desarrollo en
el comercio                          II  263

Ritos é idolatrías de los indios
Paunapes, Unapes y Carababas         II   70

Ritos y supersticiones de los indios
Manacicas                             I  264

Rompen las paces con los españoles
los indios confinantes con
la Asunción                          II  118

Rompimiento de la paz entre los
españoles é indios Payaguás           I  212


S.

Salen los indios Chiquitos en busca
de infieles para convertirles en
cristianos                            I  134

Salida de los PP. Francisco Hervás
y Miguel de Yegros, de la
Reducción de la Candelaria, al
descubrimiento del río Paraguay
en 1702                              I  181

Se ensañan los indios Guaycurús
con el cadáver del P. Arce          II  117

Señales que usaban los indios infieles
para avisar á sus compañeros
cuando venían los cristianos         I  191

Situación de la provincia de Chiquitos,
costumbres y calidades
de los naturales                     I   43

Son muertos de los Payaguás los
PP. Joseph de Arce y Bartolomé
Blende, y se da una sucinta
relación de sus virtudes            II  109

Suma de la tasa de esta obra, por
D. Baltasar de San Pedro, escribano
del Rey                               I   14

Suplican los indios Quiriquicas al
P. Caballero se quede en sus
tierras á predicarles la ley de
Jesucristo                           II   25

Supersticiones é idolatrías de los
indios                                I  270

Supersticiones de los indios Lules      II  224


T.

Temperamento, cualidades, usos,
costumbres, ritos y supersticiones
de los indios Chiquitos              I   49

Traición que hacen los indios Puyzocas
á los Manacicas                     II   79

Traiciones de los indios Payaguás.      I  186

Tratado de la línea divisoria de las
Coronas de España y Portugal.        II  256

U.

Últimas noticias de las Misiones
de Chiquitos y Chiriguanás           II  236

Último estado de las Misiones de
los Chiquitos                        II  240

Un indio del pueblo de San Rafael
impedía que los Mamalucos del
Brasil se apoderasen de sus paisanos      I  175

Usos y costumbres de los indios
de la provincia del Chaco            II  211


V.

Venganza de los indios Penoquís
contra los Chiriguanás                I  217

Vicios, deshonestidades y corrupción
de los Mamalucos del Brasil           I   72

Victoria de los soldados españoles
sobre los Mamalucos                  II  100

Visión que tuvo un neófito llamado
Lucas Xarupá, asaltado de una
fiebre                                I  162

Visita el P. Caballero la nación de
los indios Tapacurás                 II   57

Vuelve el P. Lucas Caballero á los
Manacicas                            II   27

Vuelven á intentar los Misioneros
convertir á los indios Zamucos       II  245


Z.

Zamucos; indios convertidos por el
P. Juan Bautista de Zea             II   146




Home