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Title: Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús Author: Fernández, Juan Patricio, 1661-1733 Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús" *** [Nota del transcriptor: La ortografía de las dos partes, aquí presentadas en un solo libro electronico, fue conservada.] COLECCIÓN DE LIBROS RAROS Ó CURIOSOS QUE TRATAN DE AMÉRICA TOMO DUODÉCIMO Imp. de T. Minuesa de los Ríos, Juanelo, núm. 19. RELACIÓN HISTORIAL DE LAS MISIONES DE INDIOS CHIQUITOS QUE EN EL PARAGUAY TIENEN LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS ESCRITA POR EL P. J. PATRICIO FERNÁNDEZ. S. J. REIMPRESA FIELMENTE SEGÚN LA PRIMERA EDICIÓN QUE SACÓ A LUZ EL P. G. HERRÁN, EN 1726 MADRID LIBRERÍA DE VICTORIANO SUÁREZ, EDITOR Preciados, núm. 48 1895 INDICE DE MATERIAS CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE TRATAN DE AMÉRICA. INDICE POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS NOTABLES CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE TRATAN DE AMÉRICA. ADVERTENCIA PRELIMINAR DEL EDITOR Ya los PP. Backer y Carayón han trazado, aunque no con la debida extensión, las biografías del autor de este libro y del P. Jerónimo Herrán que lo sacó por primera vez á luz, por lo que creemos excusado repetir lo que de todos los americanistas y personas á quienes pudiera interesar, es tan sabido. Si las vidas de los dos insignes Misioneros son bien conocidas, no sucede lo mismo con la obra que sacamos nuevamente á luz, pues ha llegado á hacerse tan rara, que es punto menos que imposible el hallar un ejemplar de la edición príncipe. Poco hay que decir respecto al valor histórico que este libro encierra, después de lo que han dicho las respetables autoridades que se han ocupado de él; sólo se ha de añadir que el P. Fernández, en las descripciones, pintura, detalles de la vida íntima, supersticiones, usos y costumbres de los indios Chiquitos, encuéntrase, por el vigoroso relato que nos da y el colorido exacto con que pinta las escenas, á la altura de los más graves historiadores. Inapreciables y de indiscutible mérito descriptivo son los retratos que nos hace de los principales caciques de los Guaraníes, Zamucos, Manacicas, Morotocos y Chiriguanás. Bajo este punto de vista y como manantial inagotable de datos biográficos, creemos que es obra de sumo interés; en los encuentros que unas tribus de indígenas tienen con otras, en el relato de las terribles y grandiosas luchas que entre sí sostienen los caciques, así como el de las solemnes, lucidas y pintorescas fiestas de aquellos idólatras, á nuestro humilde juicio hay poquísimos escritores de su mismo género, que, tratando asuntos análogos, le aventajen. Este libro es más leído en el extranjero que en la nación en cuya lengua se escribió, pues corren varias ediciones, en alemán, latín, italiano, etc., que se imprimieron poco después de su aparición en Madrid. Véase el título de la edición publicada en alemán: _Erbauliche und angenehme Geschichten derer Chiquitos, und anderer von denen Patribus der Gesellschafft Jesu in Paraquaria neube kehrten Volker... Wienn, P. Straub, 1729_. Volúmen en 8.º con frontis grabado, seis hojas preliminares sin numerar, 744 páginas y siete hojas de índice. A esta traducción alemana, que fué hecha por un Padre de la Compañía de Jesús, acompaña la obra del P. Acuña, _Nuevo descubrimiento del gran río de las Amazonas_, que ya publicamos y forma el tomo II de esta Colección. Título de la edición italiana: _Relazione istorica della Nuova cristianitá degl'Indiani detti Cichiti_.... Tradotta in italiano da Gio. Bat. Memmi, della Compagnia di Gesú. _Roma. Ant. de'Rosi, 1729_. En 4.º He aquí el título de la edición latina: _Historica relatio de Apostolicis missionibus patrum soc. Jes. apud Chiquitos, Paraquaria populos... hodie in linguam latinam translata ab alio ejusdem soc. Jes. sacerdote. Aug. Vindelicorum, M. Wolff 1733_. Es en 4.º mayor y consta de 19 hojas preliminares sin numerar, 276 páginas y 49 para el índice. El elocuente hecho de haber sido trasladada á estos idiomas, aun cuando no tuviese las innumerables bellezas que en ella se hallan, bastaba, á nuestro parecer, para ser merecedora del honor de la reimpresión. En cuanto á ésta, hemos tratado que salga de nuevo en absoluto igual (salvo la ortografía, que se ha modernizado) á la príncipe, que apareció en Madrid en sendo volumen en 4.º, por el impresor Manuel Fernández, en 1726. En general son raras las obras referentes á América anteriores á 1750; mas las relativas al Paraguay no ceden, en punto á escasez, á ninguno de los libros que tratan de las demás regiones del continente americano. Madrid 8 de Abril de 1895. RELACIÓN HISTORIAL DE LAS MISSIONES DE LOS Indios, que llaman Chiquitos, que están á cargo de los Padres de la Compañía de Jesvs de la Provincia del Paraguay. ESCRITA _Por el Padre Juan Patricio Fernández, de la misma Compañía_. SACADA A LUZ _Por el Padre Geronimo Herrán, Procurador General de la misma Provincia_. _QUIEN LA DEDICA_ Al Serenissimo Señor Don Fernando, Príncipe de Asturias. Año 1726. CON LICENCIA En Madrid: Por Manuel Fernández, Impressor de Libros, vive en la Calle del Almendro. AL SERENÍSIMO SEÑOR DON FERNANDO PRÍNCIPE DE ASTURIAS SEÑOR: La pequeñez del don desalienta mucho á quien ofrece; esto es común; pero en quien ofrece (como yo) á aquel respeto, de cuya magnitud nada queda capaz de llamarse grande, falta desde luego este motivo al temor reverente y se excitan todos los que hay para el cariño respetoso. Entre los astros, unos nos parecen grandes y otros pequeños, cuando precisamente ponemos en ellos los ojos; lo mismo sucede entre los montes; y entre éstos, algunos, por su agigantada elevación, se han grangeado sin disputa el título de altísimos; pero en dejándose ver la luciente majestad del sol, y en poniendo la atención en la desmedida altura del cielo, los astros todos son pequeños y los montes dejan de ser gigantes. El sol, sólo en la Escritura Sagrada, tiene el renombre de grande, _luminaré mains_ y sólo el cielo es alto, entre los que saben que respecto de él todo el orbe de la tierra se debe considerar como un punto. ¿Quién puede dudar que hay estimables preciosidades en la naturaleza, curiosas máquinas en el arte, sutilísimas invenciones del ingenio, eruditas y profundas operaciones de la ciencia, y hermosas y floridas composiciones de la retórica y de la poesía? Entre todas estas cosas, se hallarían muchas muy grandes, consideradas en sí; pero al elegir entre ellas alguna que ofrecer á V. A., nada se hallaría, no sólo grande, pero ni aún digno de emplear vuestro Real ánimo, mayor que todo. Entonces lo más precioso parecería despreciable, la curiosidad, desaliño, la sutileza, tosquedad y barbaridad la erudición. Se hallaría la ciencia ruda é ignorante, muda la retórica y la poesía balbuciente. Tanto minora siempre, aun á lo más excelso, la comparación con lo sumo. Y no obstante la innegable verdad de este principio, yo me atrevo, señor, á llamar grande lo que os ofrezco. Hoy pongo yo en vuestra alta comprehensión los trabajos de los Jesuitas, en la espiritual conquista de las desconocidas, incultas y bárbaras provincias del Paraguay, en el país que llaman de los _Chiquitos_. Ved aquí ya, señor, lo que con toda verdad puede llamarse grande, aun puesto á los Reales piés de V. A. y á vuestra vista; para lo que les bastaba al saberse mantener con el nombre de trabajos y fatigas, contra todo el golpe de la dicha, que les ocasiona el haber llegado á vuestra noticia y merecer vuestra atención piadosa. Prueba es esta que no necesitaba de otra alguna, y más cuando en nombre de los demás Jesuitas puedo confiadamente decir yo que fuera de la gloria de Dios, que debe ser en ellos (como hijos de Ignacio), el primer timbre de sus empresas, esta sola felicidad los hace y los hará arrojarse gustosos al casi inevitable tropel de los riesgos, y á la fatiga inmensa de tan continuados afanes. Mucho padecen, señor, como en esa sucinta relación se puede ver brevemente; pero les llena de un gozo indencible y de un consuelo inexplicable, el ver á costa de sus sudores, hijos de Dios, los que eran esclavos del demonio, y felices vasallos de un Príncipe como V. A. los que padecían una miserable libertad en la indómita servidumbre de su desdicha. Ya son deliciosos jardines del Rey del cielo, las enmarañadas selvas de la idolatría, y ya delicadas flores y tiernas plantas que produce y adelanta el riego evangélico, se atreven á recrear divertidamente vuestros primeros años, si antes pudieran asustar y asustaban temerosamente los años más endurecidos. No habrá quien niegue (si ha tenido alguna vez la dicha de veros) que les quita lo más de la realidad á los afanes y fatigas la fortuna apetecible de llegar á vuestra presencia, que aunque por lo común son descorteses los males y poco atentos los trabajos, hay dichas de tan superior esfera, á quien no se atreve su osadía, y se deja vencer, aunque precisada su obstinación, de su grandeza. En la realidad, ya desde hoy, somos los Jesuitas del Paraguay dichosos, aunque en esa relación que os presento, fuesen todavía como fatigados. Y no ellos solos, que también los que al nacer hijos de la predicación evangélica, se cuentan al mismo tiempo hijos vuestros, por sujetos á vuestro apetecible imperio, ni les queda más á que aspirar, ni harán nueva felicidad que apetecer. Por las puertas de la gracia de Dios verdadero entraron dichosamente á la del Príncipe más poderoso y más amable (que de otro modo no fuera posible) y ya que no tuvieron la dicha de nacer españoles para nacer vasallos de tanto Príncipe, tuvieron la inestimable fortuna de que los españoles Jesuitas (que creo que lo son dos veces) los hiciesen renacer para hacerlos lograr en una muchas felicidades. Vuelvo á decir, señor, que es grande lo que os ofrezco, aun ofrecido á V. A., á cuya vista sólo los trabajos, afanes y fatigas de los Jesuitas en cualquiera línea, pueden ser grandes, y en esta, del mayor aprecio de vuestra alta estimación. Y vuelvo á decir que basta esta sola prueba para desempeño de mi proposición que en otro sentido debiera con razón juzgarse osadía. Pero además de esta, tengo otra, no menor, que dar en el sublime juicio del generoso padre de V. A., nuestro amabilísimo Monarca. También su elevado dictamen ha juzgado grandes los afanes de los Jesuitas, y los frutos de ellos han merecido su aprobación, su patrocinio, sus influjos y sus liberalidades, y no puede ser pequeño lo que ha podido merecer tanto. Así lo publica nuestro reconocido agradecimiento, pues aunque en su católico celo nada hay en esta especie, que su generosidad lo juzgue exceso, verdaderamente que los favores y expresiones hechas á los Jesuitas del Paraguay, pudieran parecer exceso en otro amor y en otro Rey. Esto hace, señor, que V. A. haya de mirar como estimables efectos de la generosa piedad de vuestro padre, lo que se os ofrece como á tan amado y tan amante hijo, y este título lo hace crecer tanto, que fué en mí lo que últimamente resolvió mi respetuosa timidez, para ofrecer á un Fernando, Príncipe de Asturias, aquello que se dignó mirar como suyo un Philipo, Rey de las Españas. Confiadamente me atrevo ya á suplicaros que prosiga vuestra dignación los favores de vuestro gran padre, para lo que nos basta sólo que admitais benigno esta breve noticia de nuestras fatigas; que bien se yo y sabemos todos los Jesuitas, que la sombra sólo de vuestro augusto nombre, templará nuestros afanes, enjugará nuestros sudores y hará que respetuosa aun la envidia de tanta fortuna, pronuncie y para como aplausos y alabanzas, aun lo que aprenda y conciba como dicterios y calumnias. Y asegurados los Jesuitas (no digo envanecidos, aunque lícitamente pudiera), asegurados digo, en tanto patrocinio, no nos quedará más que desear, sino es el que aquel Dios, para cuya gloria y servicio contribuye vuestra feliz vida tanto, dilate por siglos vuestros años, os colme de felicidades y de triunfos, hasta que se vea la España envidiada de todas las demás naciones, sólo por la dicha de lograr en vuestra alteza tan singular Príncipe. Muy rendido vasallo de V. A., JERÓNIMO HERRÁN. APROBACIÓN DEL PADRE ALBERTO PUEYO DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS Calificador de la Suprema general Inquisición de España, etc. De orden de V. A. he visto con gusto la _Relación historial de los indios que llaman Chiquitos_, etc., y me persuado que el ministro evangélico que fuere menos fervoroso, la leerá con sentimiento y rubor, comparando el apostólico celo de aquellos incomparables misioneros con su tibieza, y sólo sentirá alivio en su dolor pidiendo á Dios que por su infinita piedad se compadezca de los años que ha mal empleado en ociosidad. Me sirve también de singular consuelo el ver, que por medio del fuego de la mayor gloria de Dios que arde en los corazones de mis hermanos los Jesuitas, misioneros de la provincia del Paraguay obra Dios los milagros que obraba en la primitiva Iglesia, porque cumplen estos á la letra lo que Cristo manda á los que profesan la vida apostólica, discurriendo por las inmensas campañas de aquella parte de América, trepando inaccesibles selvas y bosques venciendo la fragosidad de los montes, arrestados siempre á perder mil vidas, sólo por darla á infinitos bárbaros, que ciegos con las tinieblas de la gentilidad, viven más como fieras que como racionales. Y al mismo tiempo corresponde Cristo nuestro dueño, como infalible que es en sus promesas, con lo que nos dice por San Marcos, consolando y premiando abundantemente en esta vida las gloriosas tareas de sus siervos, comunicándoles el don de nuevas lenguas, que son infinitas como las naciones, que los nuestros aprenden casi milagrosamente para que prediquen el Evangelio, y es maravilla ver cómo aquellos bárbaros, á pocas razones de los misioneros, y viendo enarbolado el inestimable madero de la Cruz y la imagen de María Santísima, pasan á ser, casi de repente, no sólo cristianos en el deseo, sino misioneros fervorosos, apostados á perder la vida, derramando la sangre por la ley Evangélica, y al heroico creer, así de misioneros como de recién convertidos, se sigue lo que nos dice Cristo en el Evangelio, que es echar los misioneros, á vista de todos, los demonios de las Rancherías, que son sus pueblos, de que han estado en pacífica posesión por muchos siglos, con sólo decir aquellos fervosos Jesuitas el Evangelio ó poner las manos sobre los enfermos, se desvanecen los contagios frecuentes en aquellos países, obrando otras milagrosas curaciones; ni los venenos, ni la comida casi corrompida y muchas veces tan escasa, que se reduce á alguna frutilla silvestre, ocasiona el menor daño á la más delicada salud del misionero. El blanco, pues, que tienen estos Jesuitas en sus fatigas, es sólo convertir almas para Dios, y al mismo tiempo aumentar vasallos á nuestro gran Monarca, agregando nuevas provincias á su Corona, cumpliendo con la obligación de Jesuitas y de vasallos, en señal de la justa gratitud que debemos á este gran Príncipe que se ha dignado y digna tanto en favorecer á la Compañía, expendiendo al mismo tiempo su Real piedad muchos caudales, con que se ha fundado en tiempo de su reinado, mantenido y aumentado más y más aquella numerosa y nueva cristiandad de los Chiquitos. Aunque los Jesuitas, que se ocupan en estas gloriosas tareas son muchos, como es abundantísima la mies, son pocos los obreros: _Messi multa operarii autem pauci_. Quiera Dios, que es el dueño de la mies, mover los corazones de muchos, para que multiplicándose los operarios, sea muchas veces más copioso el precioso fruto, que tan felizmente se coje. Sobre todo, me parece que en ningún tiempo mejor que en este se pueden decir, pero con lágrimas en los ojos, aquellas divinas palabras de Cristo: _Parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis_, porque en la misiones, que llaman de los Chiquitos, ó de los Parvulillos, hay muchos, por no decir innumerables indios, que claman por Padres, y como ellos se explican, que les enseñen la verdadera ley. Pero, ¡oh lástima! No hay bastantes operarios que les repartan el inestimable y necesario Pan del Evangelio, que con tanta ansia desean: _Et non erat, qui frangeret eis_. ¿Qué Jesuita habrá á quien tan justos como lastimosos clamores no hieran el corazón ó no le saquen lágrimas á los ojos? ¿Y á quién no encenderá en vivos deseos de socorrer necesidad tan extrema? Pudiera dilatarme mucho más en ponderar las fatigas gloriosas de los Jesuitas: pero acabo, por no ser cansado, diciendo: que no habiendo hallado en este libro cosa que se oponga á las regalías de S. M. ni á nuestra Santa fe católica, ni á las buenas costumbres, juzgo que se debe dar al autor la licencia que pide. Y quizás Dios moverá los corazones á muchos de los que leyeren esta historia, para que afervorizados, pongan los más eficaces medios para ir á ayudar á la salvación de aquellos infelices indios, que por falta de quien les comunique la luz del Evangelio, miserablemente perecen. Este es mi sentir. De este Colegio Imperial de Madrid, á veinte y cuatro de Agosto de 1726. ALBERTO PUEYO. APROBACIÓN DEL PADRE JOSEPH DE SILVA DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS Predicador de S. M. y del Colegio Imperial. De orden de V. S. he visto y leído con gran gusto la _Relación historial de las misiones de los indios que llaman Chiquitos, que están á cargo de la Compañía de Jesús, en la provincia del Paraguay_; y si las quisiésemos cotejar con las conquistas Evangélicas del Oriente, que fueron el glorioso empleo de San Francisco Xavier, por las cuales mereció el título de Apóstol de la India, tendríamos muy poco que hacer para igualarlas; ya se miren las naciones bárbaras, que en tan dilatado campo de la idolatría han reconocido á Jesucristo y á su Santa ley, ya la diversidad de genios y costumbres de estas gentes, más propias de brutos que de racionales, cultivadas por nuestros misioneros con tanto afán y fatiga en estos tiempos, al parecer más reñidos con los cuidados de salvación agena; me parece que ha renovado Dios en su iglesia, por medio de estos operarios suyos, las señales de la primitiva, confirmando la predicación del Evangelio con los milagros que dijo San Marcos[I.] que acreditaban la predicación de los Apóstoles en la conquista del mundo. Toda la relación está llena de esta verdad, y confirmada con la sangre de muchos misioneros, muertos cruelmente á manos de los bárbaros, por conservar y mantener en su pureza la fe de Jesucristo. Puedo decir sin violencia, que atendidos sus trabajos y su celo en adelantar las conquistas, como se pueden ver en las innumerables reducciones ó pueblos que han hecho de los convertidos á la fe, que bastarían sin duda para enjugar las lágrimas de aquel siglo, en que San Gregorio lloraba la falta de operarios en la Iglesia, siendo tan abundante la mies en las naciones: _Ad messem multam operarij sunt pauci, quod non fine noerore et lachrymis loqui possumus_[II.]. Para estos obreros evangélicos reservó Dios sin duda gran parte de aquella gloria, que señaló al Apóstol de las gentes en su vocación, y destinó á la promulgación de la ley de Gracia, marcándole en la elección para que llevase su nombre á tantas y tan diversas naciones:[III.] _Ut porlet nomen meum coram gentibus et regibus et filijs Israel_. Y á la verdad, en esta _Relación historial_ se verá que han introducido la fe de Jesucristo los misioneros Jesuitas en la otra parte del mundo, que confina con la Tierra Austral incógnita, tocando en la que los cosmógrafos dicen que aún no está descubierta, y la llaman Tierra del Fuego. Dignos por cierto de aquél premio, que tiene Dios destinado para los que á costa de afanes, fatigas y sudores, hicieron adorar su nombre en los últimos términos del mundo, como lo dejó escrito Isaías y lo explicó San Pablo, que fué el mas fiel testigo de la predicación del Evangelio. Dejo para menos apasionadas plumas la confirmación de este dictamen mío, que podrá parecer sospechoso por interesado, y pongo por conclusión de la censura la que se merece una obra toda de la gloria de Dios, para que en la luz pública logren todos ejemplos de la virtud más heroica y del más apostólico celo. Este es mi dictamen, salvo, etc. En este Colegio Imperial de la Compañía de Jesús de Madrid y Agosto 21 de 1726. JOSEPH DE SYLVA. _Michael Angelus Tamburinus, praepositum generalis Societatis Jesu._ _Cum relationem Missionum á Patribus nostrae Societatis apud Chiquitos, in Paraquria, á Patre, Joanne Patritio Fernández, Societatis conscriptam, aliquot eiusdem Societatis Theologi recognoverint et in lucem edi posse probaverint; facultatem facimus, ut typis mandetur; fi ijs, ad quos pertinet ita videbitur; cuius rei gratia, has litteras manu nostra subscriptas, et Sigillo nostro munitas, dedimus Romae 16 Aprilis 1726._ MICHAEL ANGELUS TAMBURINUS. LICENCIA DEL ORDINARIO Nos el Dr. D. Cristóbal Damasio, canónigo de la insigne Iglesia colegial del Sacro Monte Ilipulitano Valparaiso, extramuros de la ciudad de Granada, inquisidor ordinario y Vicario de esta villa de Madrid y su partido, etc. Por la presente, y por lo que á Nos toca, damos licencia para que se pueda imprimir é imprima la _Relación historial de las misiones de los Chiquitos_, que están á cargo de los Padres de la Compañía de Jesús de la provincia del Paraguay, escrita por el Padre Juan Patricio Fernández, de la misma Compañía; por cuanto habiéndose reconocido, parece no tiene cosa que se oponga á nuestra santa fe católica y buenas costumbres. Dada en Madrid á 13 días del mes de Agosto año 1726. DOCTOR DAMASIO. Por su mandado, LORENZO DE SAN MIGUEL. LICENCIA DEL CONSEJO D. Baltasar de San Pedro Acevedo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor y del Gobierno del Consejo, certifico que por los señores de él se ha concedido licencia por una vez al P. Juan Patricio Fernández, de la Compañía de Jesús, para que por una vez pueda imprimir y vender un libro que ha compuesto, intitulado: _Relación historial de las Misiones de los indios que llaman Chiquitos en la provincia del Paraguay_, con tal que la dicha impresión se haga por el original que va rubricado y firmado al fin, de mi mano; y que antes que se venda se traiga al Consejo con certificación del corrector de estar conforme á él, para que se tase al precio á que se ha de vender, guardando en la impresión lo dispuesto por las leyes de estos reinos. Y para que conste, doy la presente en Madrid á 12 de Agosto de mil setecientos veintiséis. DON BALTASAR DE SAN PEDRO. SUMA DE LA TASA Tasaron los señores del Consejo Real este libro intitulado: _Relación historial de los indios que llaman Chiquitos en la provincia del Paraguay_, á seis maravedís cada pliego como más largamente consta de su original, despachado en el oficio de D. Baltasar de San Pedro Acevedo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor y del Gobierno de su Consejo, en Madrid á nueve de Septiembre de mil setecientos veintiséis años. DON BALTASAR DE SAN PEDRO. PRÓLOGO PARA ESTA OBRA En una breve relación de tan dilatadas y gloriosas empresas de los Misioneros Jesuitas que trabajan incesantemente en predicar la fe de Jesucristo á tan innumerables é incultas naciones del Paraguay y sus provincias, no es fácil poder escribir, como era razón, las vidas de muchos apostólicos obreros que han padecido martirio á manos de los infieles, y así me es preciso referir muy sucintamente parte de sus heroicas virtudes, dejando para mejor ocasión el sacarlas á luz con más extensión. En este supuesto, y en el de no ser historia con las formalidades que piden sus reglas, como de esta provincia la escribió el erudito P. Nicolás del Techo en lengua latina, sólo refiero las regiones en donde se han formado los pueblos de los nuevamente convertidos, y al mismo tiempo se describen sus situaciones, sus genios y sus diversos idiomas, para que se pueda comprender con menos dificultad el asunto de esta pequeña obra; que si se lograse con ella el encender en el corazón de los que ó tienen por instituto la conversión de las almas, ó por fervor cristiano la salvación de los infieles, un celo de dilatar la gloria de Dios en las conquistas del Evangelio, se dará por bien empleado el trabajo de sacarla á la luz pública, sin cuidado de que ó la censura ó la malicia le imponga aquellas acostumbradas notas que en el juicio prudente y cristiano sólo pueden servir para el desprecio y nunca para la atención; ojalá tenga yo muy frecuentes las noticias de estas apostólicas tareas para emplear con nuevo gusto el trabajo de publicarlas para mayor gloria de Dios, que es el fin principal de las Misiones de los Jesuitas. PROTESTA DEL AUTOR Siendo preciso tocar en esta _Relación historial_, aunque de paso, las Memorias de algunos varones apostólicos que murieron á manos de los infieles por la fe que predicaban, dejando en su muerte aquel olor de santidad que correspondía á sus heroicas virtudes, así como se refieren otros sucesos milagrosos que en confirmación de la fe parece que los hacía Dios por medio de sus siervos para alentarlos á los trabajos de su mayor gloria; no es mi ánimo en estos puntos y en otros semejantes que contiene esta _Relación_ el que se les dé más que aquella fe humana que se merecen los fundamentos que se refieren para escribirlos; y así estoy muy lejos de prevenir en la relación de ellos el juicio de la Iglesia; antes bien, protesto, el que los sujeto á la corrección de la Santa Sede, obedeciendo á los decretos de los Sumos Pontífices y de la Iglesia. CAPÍTULO PRIMERO Su principio, fundación y progresos. No es mi intento por ahora escribir la historia de la provincia del Paraguay de la Compañía de Jesús, la cual comprende cinco Gobiernos y otros tantos Obispados, en la longitud de cerca de seiscientas leguas. El que quisiere saber más por extenso lo que en esta dilatada provincia han trabajado gloriosamente los PP. de la Compañía de Jesús y padecido por la conversión de los gentiles, podrá leer la _Historia_ que de esta provincia escribió el P. Nicolás del Techo; advirtiendo que al tiempo, y cuando escribió dicha _Historia_, sólo se habían fundado veinte y cuatro Reducciones de indios á las riberas de los ríos Paranná y Uruguay, que componen el caudaloso y celebrado río de La Plata. Hoy llegan á treinta y una las reducciones de sólo los indios Guaranys, mucho más numerosas que las antecedentes, pues en el año de 1717 se contaban en dichas reducciones ciento y veintiún mil ciento sesenta y ocho almas, bautizadas únicamente por los PP. Misioneros de la Compañía de Jesús de dicha provincia. Los nombres de las reducciones ó pueblos de esta nueva cristiandad, son el pueblo de los Santos Apóstoles, el de la Concepción, el de los Santos Mártires del Japón, el de Santa María la Mayor, el de San Francisco Xavier, el de San Nicolás, el de San Luis Gonzaga, el de San Lorenzo, el de San Juan Bautista, el de San Miguel, el del Ángel de la Guarda, el de Santo Tomás Apóstol, el de San Francisco de Borja, el de Jesús María, el de Santa Cruz y el de los Santos Reyes. Estos á las riberas del gran río Uruguay. Los que se han fundado á la ribera del gran río Paranná, son el pueblo de San Ignacio, que llaman el Mayor, el de Nuestra Señora de la Fé, el de Santiago Apóstol, el de Santa Rosa, el de la Anunciación, el de la Purificación, el de San Cosme y San Damián, el de San Joseph, el de Santa Ana, el de Nuestra Señora de Loreto, el de San Ignacio, que llaman el menor, el del Corpus, el de Jesús, el de San Carlos y el de la Trinidad, aumentándose cada día más el número de convertidos y floreciendo en todos el primitivo fervor de la fe, que recibieron en el bautismo. El fin, pues, de esta Relación, se reduce á dar noticia de las nuevas misiones que esta apostólica provincia tiene al presente en la nación de indios, que llaman Chiquitos. Por donde la provincia de Tucumán confina por el Occidente con los reinos del Perú, se descubre un espacio de tierra que desde Santa Cruz de la Sierra, donde remata, y desde Tarija, donde empieza, tiene trescientas leguas de largo. Por el lado de Levante tiene aquella parte del Chaco, que va á hacer punta en el Tucumán; por el Poniente el Marañón, ó por mejor decir, á Santa Cruz de la Sierra, con quien más se afronta; por el Mediodía la provincia de las Charcas, y por la Tramontana mira de lejos á la provincia de los Itatines. Corre por medio de ella, de Septentrión al Austro, una cadena de montes, que empezando desde el Potosí llega hasta las vastísimas provincias del Guayrá. En ellos tienen su nacimiento tres grandes ríos, el Bermejo, el Pilcomayo y el Guapay, que bañan las campañas que están sitas á la falda, por una y otra parte de ambos montes, y de allí, atravesando un casi inmenso espacio de tierra, desembocan en el río Paraguay. Escogieron los Chiriguanás para su habitación este país, habrá como cosa de dos siglos, abandonando el nativo del Guayrá, y me parece no será fuera de propósito referir aquí la causa de esta mudanza. Al tiempo que las dos Coronas de Castilla y Portugal procuraban dilatar su imperio en estas Indias Occidentales, Alejo García, alentadísimo portugués, deseoso de servir al rey D. Juan el II, su amo, con las conquistas de nuevas provincias, tomando en el Brasil tres compañeros de su mismo ánimo y valor, después de haber caminado por tierra trescientas leguas hasta llegar á las costas del Paraguay, alistó por soldados dos mil indios: y habiendo caminado con ellos otras quinientas leguas por aquel río, aportó á los confines del imperio del Inga, donde, habiendo recogido mucho oro y plata, se volvió al Brasil; pero los bárbaros le quitaron á traición la vida. Temerosos éstos, ó de que viniesen sobre ellos las armas portuguesas á vengar la muerte de los suyos, ó llevados del interés, se pasaron y vinieron á vivir en el país ya dicho; y aunque pocos entonces, pues apenas pasaban de cuatro mil, ahora están muy numerosos, pues pasan de veinte mil, viviendo sin forma de pueblo, en tropas, y dándose á correr y robar las tierras circunvecinas; y por el deseo de carne humana, de que gustaban mucho, hacían á muchos de ellos cautivos; y cebados por muchos días, como se hace en Europa con los animales de cerda, celebraban banquetes de cruelísima alegría, con lo cual se hicieron formidables á los confinantes; y sólo con la venida de los españoles olvidaron la inhumana costumbre de comer carne humana, pero no la crueldad; de suerte que se dice haber destruído y aniquilado hasta el presente más de ciento y cincuenta mil indios. A reducir á estos bárbaros á vida política y cristiana, encaminaron sus designios, desde los principios del siglo pasado, los apostólicos Padres Manuel de Ortega, Martín del Campo, Diego Martínez, y sucesivamente otros; pero por más industrias de que se valió su ardiente celo, jamás pudieron ablandar la dureza de corazones tan obstinados, ni domesticar la ferocidad de ánimos tan salvajes, causa porque los abandonaron, como tierra en que se ha derramado inútilmente el grano Evangélico, para emplear sus fatigas en país que correspondiese á su cultura, con fruto más digno de sus trabajos; hasta que el año de 1686, habiendo ido dos Misioneros de esta provincia á ejercitar los ministerios de nuestra Apostólica Vocación á Tierra de Tarija, hicieron eco en aquellos desiertos las maravillas que obraba la divina palabra en las costumbres bien rotas y perdidas de aquella tierra. Entraron, pues, en acuerdo algunos caciques, y de común consentimiento enviaron mensajeros á los Padres, suplicándoles con eficacísimos ruegos se moviesen á compasión de sus almas, poniéndolas en el camino de la salvación; pero no tuvieron por entonces otra respuesta, sino que no podían asistirles hasta dar aviso á su Provincial, que á la sazón era el Padre Gregorio de Orozco, natural de Almagro, en la Mancha, sujeto de mucho celo y fervor, quien no pudo tan presto condescender con tan justas súplicas hasta abrir colegio, como lo hizo en la villa de Tarija. En escoger entre todos los sujetos que habían de dar principio á aquella Misión, tuvo el buen Provincial no poco que hacer para aquietar los deseos, súplicas y lágrimas de tantos como se le ofrecieron á esta ardua empresa; pero no había quien con más ardor lo desease, ni á quien con más razón se debiese hacer esta gracia, como el V. P. Joseph de Arce, natural de las islas Canarias, hombre de gran corazón y de igual celo, premiado de Nuestro Señor con una muerte gloriosa, de que daremos noticia adelante. Parece que San Francisco Xavier, antes que los Superiores, le destinó para esta empresa, pues viéndole éstos dotado de gran talento y feliz ingenio para las cátedras, aunque con increíble dolor del buen Padre, le habían aplicado á ellas; pero no tardó mucho en que se vieron precisados á mudar de parecer, porque siéndole al humildísimo Padre de intolerable peso esta lustrosa ocupación, no podía recabar con súplicas y lágrimas le aliviasen de ella, con que recurrió al asilo de San Francisco Xavier, suplicándole con muchas lágrimas el cumplimiento de sus deseos. Tuvo feliz despacho con tan poderoso intercesor su súplica, porque cayendo luego enfermo, le dieron, por descuido del enfermero, un remedio recetado para otros, el cual le redujo á los últimos períodos de la vida. Viéndose en este lance, pidió licencia al P. Provincial Tomás Baeza para hacer voto á su grande Abogado San Francisco Xavier, de que si alcanzaba la vida, la emplearía en la conversión de los infieles. El P. Provincial, reconociéndole ya desahuciado, le dió grata licencia para hacer su voto; y luego que le hizo, le aceptó el Santo desde el cielo, pues remitiendo de su fuerza el mal, en breves días quedó sano del todo. Y como en aquel tiempo se trataba con gran calor de la conversión á nuestra Santa Fé de las naciones que están hacia el estrecho de Magallanes, que descubiertas pocos años antes por el V. P. Nicolás Mascardi, italiano, sujeto de la provincia de Chile y mártir del Señor, pedían predicadores de nuestra Santa Ley, y por orden de nuestro piadosísimo Monarca Carlos II, estaban ya á punto algunos fervorosos misioneros para entrar en las tierras de los Patagones, fué también señalado el P. Arce. Pero á lo mejor de la obra se atravesó el infierno por medio de algunos Ministros del Rey, que atendiendo más á sus particulares intereses que al servicio de Dios y de la Monarquía, pretendieron sujetarlos con armas para hacerlos después esclavos suyos. Desvanecida, pues, esta misión con incomparable dolor de todos los buenos, fué destinado á llevar la luz del Evangelio á los Chiraguanás, y abrir camino en otras provincias á tantos hermanos suyos, que conducidos de su mismo espíritu y celo habían de seguirle, para sembrar en ellas la semilla de la predicación evangélica, los cuales, para hacerla más fecunda, la habían de regar, no sólo con sus sudores, sino también con su sangre. Pero antes de emprender esta obra, procuró armarse y fortalecerse con aquellas virtudes que reconocía necesarias para tan ardua y difícil empresa, porque le adivinaba presagioso su corazón que el común enemigo se había de poner en armas para no perder la tiránica posesión y señorío de una gente, que hasta entonces, con injuria de Dios Nuestro Señor, había estado siempre á su devoción. En el ínterin, pues, que el Padre estaba con todo su espíritu recogido en Dios tratando este negocio, vino del Pilcomayo un cacique con seis vasallos suyos, pidiéndole no difiriese un punto de ir á darles noticia de Dios Nuestro Señor; y luego manifestaron las veras con lo que decían las obras, oyendo con gusto y atención la explicación de la Doctrina Cristiana, y estando siempre obedientes á su voluntad. Las muestras que dieron de sí estos pocos, le encendió en su corazón un ardiente deseo de poner luego manos á la obra, pareciéndole estas disposiciones muy á propósito para introducir la fé en gente tan bien inclinada. Y á la verdad podía bien esperar esto de los Chiriguanás, que viven á la orilla del río Pilcomayo, pero no de los del río Bermejo, pues antes éstos, renovando las antiguas canciones, porque otras veces habían echado á los misioneros porque queríamos hacerlos esclavos de los españoles y obligarlos al servicio personal y otras mil mentiras de este jaez, le miraban con malos ojos y le decían que si pusiese el pie en sus tierras se había de salir luego, ó que para quitarle de una vez de sus ojos, le habían de quemar vivo. Por eso, antes de pasar más adelante, me es preciso pintar aquí á lo vivo el genio y natural de esta gente, para reconocerle siempre el mismo, porque se transforman en tan diversos y contrarios semblantes, que de otra suerte sería imposible el conocerlos. Son de genio inconstante, más de lo que se puede creer, mudables á todo viento, no guardan la palabra que dan, hoy parecen hombres y cristianos y mañana apóstatas y animales, amigos de todos, aun de los españoles, cuando les está á cuento para sus intereses, pero por la más leve causa rompen la amistad. Y con todo eso, no es ese el mayor contraste que tienen para introducir en ellos el conocimiento de los misterios y observancia de la ley de Dios. El más fuerte impedimento es el mal ejemplo de los cristianos viejos, gente ruda como los indios; no entiende otro lenguaje mejor que el del ejemplo, y de la vida de los fieles infiere las calidades de nuestra Santa Fé, y muchas veces les echan en la cara los Misioneros que son demasiado duros con ellos en no permitirlos el uso de muchas mujeres, cuando ven que los europeos tienen á su gusto cuantas se les antoja; y por más que se les procura responder, nunca se les dice tanto que baste á aquietarlos. Por lo cual, con sapientísimo y prudentísimo acuerdo, los primeros operarios de esta provincia se procuraron apartar lejos de las ciudades, buscando para sembrar el Evangelio provincias remotas, si no del comercio, á lo menos de la habitación de los forasteros, para que éstos no deshiciesen con su mal ejemplo lo que ellos hacían con su predicación. Y se practica esto hasta el día de hoy con tanto rigor, mediante la piedad de nuestros Católicos Reyes, que á ningún europeo ó español de la tierra, si no es de paso, se le permite poner el pie en las Reducciones de los Guaraníes, excepto á los Gobernadores y Prelados eclesiásticos, á quien por su oficio les incumbe el visitarlos. Ahora, pues, este impedimento en los Chiriguanás, es gravísimo. Comercian continuamente con las ciudades confinantes, y como más fácilmente se pegan los vicios de los malos á los buenos que las virtudes de los buenos á los malos y viciosos, al ver á unos ocupados en sacar el dinero de los paisanos, á otros darse sin freno á los deleites de la carne, y en algunos, aunque pocos, tan muerta la fé que no hacen escrúpulo de faltar á los Divinos preceptos, y en mostrar menos reverencia á los misterios de la Iglesia, no es fácil decir cuánto crédito gana con ellos lo malo, y cuánto odio y desprecio cobran, así á las personas como á la religión que profesan. Y aunque la innata piedad de los españoles resplandezca aquí tanto como en cualquiera otra parte, que en ella se pierde la malicia toda de algunos, con todo eso, como dije, en los corazones de estos bárbaros se imprimen más fácilmente los vicios y maldades que las virtudes y devoción. Y si tal vez, al oir la explicación de la doctrina cristiana, ó alguna de aquellas incontrastables verdades que tienen fuerza de hacer volver en sí á quien de sí vive olvidado, despierta en ellos algún buen pensamiento, apenas nace cuando le sofoca su inconstantísimo genio, y el mal ejemplo de los forasteros, como muchas veces lo vemos y tocamos con las manos. Esto supuesto, volvamos ya á nuestra narración. Habiendo el P. Arce probado y experimentado por muchos días el fervor de este cacique y sus vasallos, le pareció fundar aquí Reducción con esperanza de feliz suceso. Con este fin los remitió á su tierra, acompañados de cuatro indios Guaranís que llevaba consigo, dándoles orden á éstos de que explorasen la voluntad del pueblo y corriesen las Rancherías situadas en la orilla del Pilcomayo, que en breve les seguiría, junto con D. Diego Porcel, piísimo caballero, y muy amado de los infieles, por su afabilidad y buen trato, para que le ayudase en aquel negocio, y con su autoridad tuviese refrenados á los caciques del río Bermejo; pero Dios no quiso de éste más que la buena voluntad, para premiarla eternamente en el cielo; porque siendo ya muy viejo y de edad decrépita, á pocas leguas de camino, sorprendido de un accidente, le fué preciso volver atrás; pero en su lugar sustituyó á un hijo suyo, con quien poniéndose en camino el P. Joseph por el mes de Mayo de 1690, después de algunas jornadas, llegó á ciertas rancherías que estaban á orillas del Pilcomayo, donde fué recibido con singular afecto de los paisanos, que actualmente estaban llorando la muerte de algunos de los suyos, por causa de las discordias que había entre Cambaripa y Tataberiy. Eran estos los dos Caciques de mayor nombre y poder de la tierra; y para dar principio á la nueva cristiandad, era necesario concordarlos entre sí, y apagada toda malevolencia, volverlos á hacer amigos. A este fin quería el santo varón ir en persona á meterse de por medio y hacer las paces, y hubiéralo hecho á no ver que era manifiestamente echarse á morir entre las armas de los Tobas, confederados con Tataberiy, que infestaban los caminos. En esta coyuntura vino un mensajero de Cambaripa, pidiéndole le diese de su parte, si pudiese hallar algún pronto y eficaz remedio á su ruina, y á la de aquellos sus vasallos, porque no tenía tiempo para detener ó resistir á un mismo tiempo á tantos enemigos ni de buscar escape á su vida con la fuga, por estar mal herido de los contrarios. Atravesó esta nueva el corazón del P. Arce; y para repararle aquel fracaso al país, volvió luego atrás á fin de recoger de la piedad de los españoles algún socorro de armas; y á la vuelta templó Dios con alternados consuelos el dolor de aquel accidente, porque los Chiriguanás del río Bermejo, que antes se habían mostrado tan adversos y duros, ablandados ya sus corazones con las influencias del Espíritu Santo, le salieron al encuentro, y Cambichuri, el cacique más poderoso, le mostró grandes finezas de amor, convidándole á que fuese á predicar á sus vasallos y que haría de él cuanto el Padre gustase. Llegó á Tarija, y alcanzando de los Regidores una compañía de soldados, se volvió lo más presto que pudo, llevando por su compañero al P. Juan Bautista de Zea; y aunque el camino era áspero y peligroso y la poca comodidad con que trataban su cuerpo estos Evangélicos operarios les hacía más trabajoso el caminar, con todo eso estaban insensibles á toda molestia y trabajo por la abundante copia de delicias celestiales de que gozaban, bautizando en aquellas soledades gran número de niños y no pocos adultos que viéndose ya cercanos á la muerte, cambiaban de buena gana la vida con esperar la eterna bienaventuranza. Finalmente, á 26 de Septiembre, entraron en las rancherías de Tataberiy, donde se había de tratar la paz. Salió éste á cumplimentarle, acompañado de cuarenta de los suyos, y hospedóle en la casa más acomodada del pueblo, y empezando desde luego á tratar del negocio de la paz, supo darse tan buena maña el P. Arce, que redujo á los dos caciques á que se prometiesen mútuamente la paz y renovasen entre sí su antigua amistad; y fuera de eso concluyó, se hiciesen también las amistades entre los parientes de los muertos y los matadores, que fué lo más difícil de alcanzar. Celebró el pueblo estas paces con solemnidad y alegría incomparable; pero sobre todos, quien dió mayores muestras de contento fué Cambaripa; y Tataberiy se aficionó increíblemente á los misioneros, y por medio de ellos á la Santa ley de Cristo; pidióles que se quedasen allí para enseñarles los Divinos Preceptos, prometiendo alistarse cuanto antes en el número de los fieles; y en prendas de eso le dió para que bautizase un hijo único que tenía. Pero los Padres, antes de hacer pie firme en algún lugar, querían correr toda la provincia; por lo cual, dándoles buenas esperanzas, se partieron, asistidos siempre del hijo de aquel buen caballero, que jamás quiso apartarse de su lado en aquella peregrinación; y pasando luego á las riberas del río Parapití y, pobladas de muchas rancherías, fueron recibidos de todos con señas de grande afecto y tratados lo mejor que la pobreza y penuria del país permitían. De aquí tiraron hacia las montañas del Charaguay á cuyas faldas viven la mayor parte de los Chanés y muchos Chiriguanás. Tuvieron aquí no poco que hacer en componer á los paisanos con los vasallos de Taquiremboti; pero puestos éstos en acuerdo, prosiguieron su viaje, no encontrando otra cosa que rancherías destruídas, habiéndose retirado á otras partes la gente, por no padecer los infortunios y desventuras que trae consigo la guerra. Finalmente, padecidos no pocos ni ligeros peligros de perecer, llegaron al río Guapay, donde fueron recibidos de sus moradores con increíbles finezas, y los Caciques Manguta y Fayo les suplicaron vivamente se quedasen en aquel paraje para instruirlos en los misterios de nuestra Santa Fe y enseñarles el camino del cielo. El P. Arce, que por entonces tenía otros designios, les prometió que en otra ocasión les cumpliría sus deseos, con que administrando el Santo bautismo á cuatro que estaban en peligro de muerte, se prevenía ya para la partida. A este tiempo vino una india, hermana del cacique Tambacurá, y se echó á sus piés muy afligida y desconsolada porque el gobernador de Santa Cruz de la Sierra enviaba á prender á su hermano para castigarle; y manifestando su dolor le dijo tantas razones y le enseñó tales ruegos y súplicas el amor á la sangre, para que le librasen de aquel golpe que, como decía, le habían maquinado por rencor y envidia sus enemigos, que hubieron de condescender los Padres á sus peticiones para que tocasen con las manos y viesen aquellas gentes que ellos no miraban sino á su utilidad y que en las ocasiones eran su escudo y refugio, para aficionarlos por este camino á nuestra santa ley. Este fué su designio é intento, pero no el de Dios, que muchas veces se vale de los intereses humanos para llevar á su fin las disposiciones de su eterna providencia. Y tal fué la ida de estos misioneros á Santa Cruz de la Sierra, porque yendo solamente á impetrar la vida temporal de un indio, los llevaba Dios para que fuera de toda esperanza rescatasen á innumerables pueblos de la esclavitud del demonio. Partieron, pues, del Guapay con Tambacurá á Santa Cruz, donde recibidos con mucha cortesanía del gobernador don Agustín de Arce piísimo caballero, alcanzaron por merced y gracia la vida de aquel pobre hombre, que de otra manera lo hubiera pasado muy mal. Estas demostraciones de estima y afecto obligaron á nuestros Padres á que con confianza le manifestasen su designio de convertir á la fé á los Chiriguanás y á que se dignase interponer su autoridad contra cualquiera que osase oponerse á esta empresa. Parecióle al sabio gobernador que era gastar inútilmente el tiempo y el trabajo con aquellos indios, por lo cual les empezó á persuadir con sólidas razones enderezasen á otra parte sus pensamientos y apostólico celo, porque eran gente obstinada en la idolatría, salvaje en las costumbres, y sobremanera adversos á las leyes y pureza de la vida cristiana, é inconstantes en lo que emprenden; que ya en otras ocasiones habían probado á reducirles fervorosísimos Misioneros, y después de grandes trabajos y fatigas no habían sacado otro fruto de sus sudores sino escarnios, oprobios y malos tratamientos. Vivía entonces muy fresca la memoria del fervorosísimo P. Martín del Campo, de la provincia del Perú, que después de haber gastado con ellos algunos meses, vista su obstinación, se vió precisado á irse á otra parte á emplear sus fervores. Por tanto les aconsejaba pusiesen la mira en otros países donde no se perdiesen á sí mismos, y ganasen felizmente á los otros. Confinaban con aquella ciudad los indios Chiquitos que poco antes habían hecho paces con los españoles y pedían predicadores del Evangelio, que les enseñasen la ley divina. No podía el buen gobernador darles gusto, enviando misioneros de la provincia del Perú por estar estos empleados en cultivar las naciones de los Moxos, por lo cual ofreció á nuestros misioneros la copiosa mies de esta gentilidad, donde su fervor hallaría en qué satisfacerse á su gusto, y su celo campo donde acrecentar la gloria divina, que aquí no serían mayores los trabajos que el fruto, ni derramarían gota de sudor en esta tierra, que no fuese semilla de que cogiesen la conversión de muchas almas. Y que para que emprendiesen con más calor esta misión, escribiría de su mano cartas muy eficaces al Provincial de esta provincia, á nuestro Padre general Tirso González, su íntimo amigo. Este razonamiento del buen gobernador despertó en el corazón de aquellos varones apostólicos un júbilo incomparable, viendo se les descubría otro campo en que padecer otro tanto en servicio de Dios: por lo cual, en cuanto á ellos tocaba, se ofrecieron al bien de aquella nación, sin hacer caso de su vida ni temer á los trabajos y fatigas que les pudiese costar aquella nueva empresa, sólo con que la insinuación de los superiores les destinase á ella; y así dijeron, que obtenida licencia de sus superiores, correrían allá gustosos para domesticar aquellos bárbaros y reducirlos al conocimiento del verdadero Dios y á la obediencia de la Majestad Católica. Y con esto, despedidos del gobernador dieron la vuelta. Al pasar el río Guapay, de vuelta para Tarija, les cercaron una gran multitud de infieles, rogándoles fundasen una Reducción en aquel paraje para cuidar y atender al bien de sus almas, que les daban palabra que en breve abrazarían todos la ley de Cristo. No les pareció bien á los Misioneros dejarlos descontentos, por lo cual, levantando en aquel sitio un Rancho, celebraron, á vista del pueblo, el Santo sacrificio de la Misa; y por ser aquel día consagrado á la Presentación en el templo de la Virgen Nuestra Señora la pusieron debajo de su patrocinio; y esto con tanto aplauso y contento de los naturales, que corriendo la voz de lo sucedido por las otras Rancherías, se ofrecieron muchos caciques á fundar allí Ranchos con todos sus vasallos. Partiéronse de aquí los Padres para disponer en Tarija lo necesario para llevar adelante aquella empresa, y Dios Nuestro Señor, para premiar los trabajos pasados en su servicio y animarlos en las fatigas que habían de padecer en adelante, les concedió luego un fruto de bendición, que apenas nació cuando se trasplantó en los jardines celestiales, este fué un niño que apenas fué lavado de mancha de la culpa original con las aguas del Santo Bautismo, cuando incontinenti voló á gozar eternamente de Dios. Incomparable fué el consuelo de estos santos varones con tan noble ganancia, pero no menor la rabia del demonio que de tan buenos principios adivinaba el gran menoscabo que se había de seguir á sus intereses, y que si la fé cristiana fuese ganando crédito y seguidores, perdería en poco tiempo el dominio del país; y como su mal y daño estaba á los principios y le podía reparar, procuró, con todo su esfuerzo arrancar de raíz aquellos buenos principios, para lo cual tenía allí de su bando ciertos apóstatas muy poderosos, tanto peores que los otros en su vida, cuanto es ordinario que sea más perdido en sus costumbres quien abandona la fé que quien jamás la profesó en su vida. Entre estos había dos caciques llamados Urbano Garnica y Pedro de Santa María, que teniendo para su placer muchas concubinas, llevaban muy mal tomase campo en aquella tierra Cristo Nuestro Señor y su ley santísima, con lo cual ellos se habían de ver precisados á desamparar el país ó á salir del cieno de la deshonestidad. Por tanto, conmovidos estos del enemigo infernal, y mucho más del amor á la carne, empezaron á esparcir por el vulgo mil calumnias contra los misioneros, y mucho más aquellas que mejor les estaba creyese el pueblo; decían que eran espías de los enemigos, que no pretendían otra cosa que sujetarlos á los españoles, y con pretexto de reducirlos á la fé católica, privarlos de su antigua libertad, que en breve se verían hambrientos y deseosos de aquellos placeres de que ahora á su gusto se saciaban; verían sus carnes flacas, sus espaldas acardenaladas de los golpes de los nuevos señores, cuyo yugo cargaban sobre sus cuellos, junto con el de Cristo; y en prueba de eso, tenían ellos aún en el cuerpo las cicatrices de los cruelísimos azotes que llevaron cuando cristianos, por más que trabajaban de día y de noche sin ninguna compasión, para llenar á su costa las bolsas de sus amos, y semejantes á estas decían otras innumerables mentiras, como les venía á cuento el fingirlas para su intento. No se dijeron al aire, porque ahora el deseo que tenían los bárbaros de hacerse cristianos estaba en sus primeros fervores, no hicieron en ellos mucha mella estos dichos; no obstante, resfriándose de allí á poco aquel primer fervor, consiguieron los apóstatas su intento de alborotar el país y enfurecer el pueblo para que echasen á los Padres y los remitiesen á donde habían venido. Entrado ya el año de 1691, partieron los PP. Juan Bautista de Zea y Diego Centeno por el río Guapay, á cultivar el nuevo pueblo de la Presentación, y el P. Arce al valle de las Salinas, á donde acudió gran número de infieles, de los cuales muchos se le mostraban aficionados y otros le mostraban mal rostro, señal de lo que maquinaban en su corazón, que era darle muerte, como lo hubieran ejecutado á no haberles disuadido de tan malvado intento los indios de Tariquea. Procuraba aquí el apostólico Padre poner forma á las cosas de la reciente iglesia; pero el demonio, que soplaba en el corazón de los apóstatas, cuanto el buen Padre trabajaba en muchas semanas, lo deshacía en pocas horas; y por apéndice de estos desastres, tuvo noticia de que los Tobas, cruelísimos enemigos de Dios y de los españoles, vistos sus intentos, se habían puesto en armas, y en gran número venían destruyendo el país; con lo cual, esperando de hora en hora sus furias, se esforzaban á recibir con gran ánimo la muerte si fuese voluntad de Dios Nuestro Señor, imitando á sus súbditos, de quien corría fama que habían caído en las manos de aquellos malvados y sido muertos con crueldad igual á su fiereza. Pero como Nuestro Señor, con estas desgracias, no quería de su siervo otra cosa sino las primeras pruebas y noviciado de una vida apostólica, hizo desvanecer en breve aquellos temores y hubo luego aviso de que los PP. Zea y Centeno habían llegado á salvamento en el pueblo de la Presentación, y de que los Tobas se habían retirado á sus tierras, con lo cual pudo seguramente pasar á Tariquea para disponer más apriesa los ánimos de la gente para abrazar la santa fé. Aquí fué recibido y hospedado con mucho amor y benevolencia del señor del lugar, quien entendida la causa de su ida, mandó luego echar bando por todas las Rancherías del contorno, que se juntasen día señalado todos los caciques á Concejo, para resolver el negocio de su conversión; y se ejecutó así el día último de Julio, consagrado á nuestro gran Padre y Patriarca San Ignacio. Y porque será del gusto de los lectores saber las ceremonias y modo de que usaron en su Asamblea, daré de ellos una breve y sucinta noticia. Entrados á parlamento en lo más oscuro de la noche, dieron principio á la función con una sinfonía de flautas y pífanos, y cantando y bailando al son de ellos discurrían sobre el negocio, concluyendo cada baile que duraba tres ó cuatro credos con brindis. Al rayar el alba, aunque hacía viento muy frío que helaba, por ser aquí este mes el corazón del invierno, se fueron todos á bañar al río; y para hacer más alegre la fiesta, adornaron sus cabezas con hermosos penachos afeitándose el rostro con colores muy feos, imaginando crecían en belleza y hermosura, cuando parecían otros tantos diablos. Habiendo ya esclarecido el día, tomaron un desayuno para cobrar aliento y brío para proseguir su acuerdo en la forma que antes. ¿Quién creía, ó por mejor decir, quién se atrevía á esperar resolución nada favorable en un Concejo semejante? Pero no obstante eso, determinaron de común consentimiento admitir en sus tierras á Cristo y á su ley santísima, y enviaron á dar aviso de su resolución al P. Arce, quien debajo de una enramada estaba encomendando á Nuestro Señor con fervor este negocio; pero le pusieron tres condiciones: La primera, que la Reducción se fundase en aquel paraje. La segunda, que no fuesen obligados á desterrarse de sus tierras los que quisieren vivir en el gentilismo, ó mantener muchas mujeres para su uso; y la tercera finalmente, que sus hijos no fuesen destinados al servicio de la Iglesia. Aceptó el santo varón el partido, esperando que el tiempo, y mucho más la sangre de Jesucristo les ablandaría los corazones y darían aquellos frutos de bendición que su celo y sus fatigas les prometían; ni eran mal fundadas sus esperanzas porque Taricú, principalísimo, en nombre de todos, le dió las gracias de querer emplearse en provecho de sus almas; y las dió también á Nuestro Señor porque se había dignado de enviarles quien sin ningún interés suyo les enseñase el camino del cielo. Y porque todo esto sucedió, como dije, en el día consagrado á N. P. S. Ignacio, puso el P. Arce la Reducción debajo de su patrocinio. Mientras que las cosas corren aquí con algún viento favorable, me es preciso dar una sucinta relación de la provincia de los Chiquitos, en que al mismo tiempo se fundó, aunque con fin más feliz, una nueva cristiandad, y será el blanco principal de esta mi Relación. CAPÍTULO II. Situación de la provincia de Chiquitos, costumbres y calidades de los naturales. La provincia, á quien vulgarmente llamamos de los Chiquitos, es un espacio de tierra de doscientas leguas de largo y ciento de ancho; por el Poniente mira á Santa Cruz de la Sierra, y algo más lejos á las misiones de los Moxos, que pertenecen á nuestra provincia del Perú. Por Levante baja hasta el famoso lago de los Xarayes, á quien con razón llamaron el mar Dulce los primeros conquistadores, por su amplitud y grandeza. Por la Tramontana la cierra una gran cadena de montes bien larga, que corriendo de la parte de Levante á Poniente, remata en este lago. Por el Mediodía mira al Chaco y á un gran lago, ó por mejor decir, golfo del río Paraguay, que forma aquí una bellísima ensenada, cuyas riberas están pobladas de gran multitud de árboles y se llamó desde sus principios este seno ó ensenada el puerto de los Itatines. Bañan á esta provincia de Chiquitos dos ríos: uno el Guapay, que naciendo en las montañas de Chuquisaca baja por una llanura abierta por junto á un pueblo de los Chiriguanás llamado Abapó, y corriendo hacia Oriente, ciñe á lo largo en forma de media luna, á Santa Cruz de la Sierra; y tirando de aquí entre Septentrión y Poniente, riega y baña las llanuras que están á la falda por ambas partes; y finalmente desagua en la laguna Mamoré, en cuya costa están fundados algunos pueblos, ya cristianos, de los Moxos. El otro, el Aperé ó San Miguel, que nace en los Alpes del Perú, y atravesando por los Chiriguanás (en cuyas tierras muda su nombre en el de Parapity), se pierde finalmente en unos bosques muy espesos, por las muchas vueltas que da hasta cerca de Santa Cruz la Vieja, donde los años pasados se fundó la Reducción de San Joseph, y girando entre Septentrión y Poniente, baña las Reducciones de San Francisco Xavier y de la Concepción, desde donde tira derechamente á Mediodía; y recibiendo en su madre muchos arroyos del contorno, pasa por las Reducciones de Baurés, que pertenecen á las misiones de los Moxos, y de aquí va á desaguar en el Mamoré, y este en el gran río Marañón ó de las Amazonas. El país, por la mayor parte es montuoso y poblado de espesísimos bosques, muy abundantes de miel y de cera por la gran multitud de abejas de varias especies, entre las cuales hay una casta que llaman _Opemús_, la más semejante á las de Europa, cuya miel es odorífera y fragante, y blanquísima su cera, aunque algo blanda. Abundan también de muchos monos, gallos, tortugas, antas, ciervos, cabras monteses y también de culebras y víboras de extraños venenos, porque hay algunas que luego que muerden se hinchan los cuerpos de los pacientes y destilan sangre por todos sus miembros, ojos, oídos, boca, narices y aun de las uñas; pero el doliente, como echa por tantas partes aquel pestilente humor, no muere. Otras hay cuyo veneno (aunque hayan mordido en la punta del pie) se sube al punto á la cabeza, quitando las fuerzas y privando del juicio, y de aquí extendiéndose por dentro de las venas mata irremediablemente, causando delirio, y hasta ahora no se les ha podido encontrar eficaz remedio. El terruño de suyo es seco, pero en tiempo de lluvias, que duran desde Diciembre hasta Mayo, se anega tan disformemente la campaña, que se cierra el comercio y se forman muchos ríos y grandes lagunas, que abundan de muchos géneros de pescado, los cuales pescan con cierta pasta amarga con que atontados salen á la superficie del agua. Pasado el invierno se secan luego los llanos y para sembrar es menester desmontar con gran trabajo los bosques y cultivar las colinas y cumbres de los montes que rinden muy bien el maíz ó trigo de las Indias, arroz, algodón, azúcar, tabaco y otros frutos propios del país, como plátanos, piñas, maní, zapallos (que es una especie de calabazas, mejores y más sabrosas que las de Europa); el grano, empero, y la vita, no se puede coger en estas tierras. El clima es cálido y destemplado, causa de muchos accidentes apopléticos y frecuentes contagios que suelen hacer gran riza en los naturales, porque estos bárbaros no saben aplicar sino dos remedios. El primero es chupar los cuerpos enfermos, oficio propio de sus caciques y capitanes, que en su idioma llaman Iriabós, los cuales con este oficio se hacen mucho lugar entre los naturales, con harta ganancia, porque en vez de guisar la gallina y las otras viandas más exquisitas para el enfermo, se lo come todo el chupador, y al enfermo no le dan sino la ordinaria vianda de un puñado de maíz bien mal cocido; y si no lo quieren comer, no les da mucho cuidado, contentos con la respuesta del enfermo: _¿cómo he de comer si no tengo gana?_ Por lo cual tengo para mí que los más mueren de necesidad más que de enfermedades, de la cual no dan otra relación al sobredicho médico que mostrarle la parte dolorida y decirle por dónde han andado los días antecedentes: de aquí pasa este á examinar si el enfermo ha derramado la chicha (bebida algo semejante á la cerveza) si ha echado á los perros algún pedazo de carne de tortuga, ciervo ó de otro viviente; y si le halla reo de este delito, dice que el alma de estos animales, para vengar su injuria se le ha entrado en el cuerpo, y le atormenta á medida de su afrenta. De donde es, que para darle algún alivio le chupan la parte lesa, ó también dan en el suelo grandes golpes con la macana alrededor del enfermo para espantar aquella alma y ahuyentarla. Con esto se queda el doliente como antes, si no es que por ventura sucede tal vez que sanan naturalmente. Hase observado en estos médicos que después de recibido el Santo Bautismo, por mucho que hacen no pueden vomitar una materia sucia y hedionda como antes lo hacían todas las veces que chupaban algún miembro del enfermo, dándose el demonio por desobligado de mantener el pacto implícito que con ellos tenía, porque explícito y cierto no tenían ninguno. El otro remedio es bien cruel y propio de bárbaros, y era matar á las mujeres que se persuadían eran causa de la enfermedad (puede ser que sus mayores tuviesen alguna luz de que por una mujer había entrado en el mundo la muerte) y echándolas de este mundo, creían quedar ellos libres del tributo de la muerte. Por eso importunaban al médico les dijese qué mujer les había puesto en su cuerpo aquella enfermedad, y éste decía que era esta ó aquella que primero se le ofrecía ó con quien tenía algún enojo, ó con su marido ó parentela y cogiendo sola á la miserable la quitaban á golpes y palos la vida. Y no acababan de caer en la cuenta del engaño, aun viendo por experiencia que no aprovechaba nada para escaparse de la muerte esta receta. Proviene esto de una necia imaginación que tienen de que las enfermedades provienen de causa extrínseca y no de la interior alteración de los humores, porque no son capaces de llegar á penetrar con el entendimiento á donde no alcanza la grosería de los sentidos corporales (propiedad de todos los indios occidentales), bien que por otra parte son hábiles y despiertos para los demás. Y viendo que los Misioneros curaban con purgas y sales, no acababan de persuadirse que la sangre y los otros humores de que se alimenta la parte inferior del hombre podía corromperse y causar malignos efectos y malas impresiones aun en el alma; por esto, por la más leve indisposición se querían sangrar, y pidiéndoles el brazo, respondían que no en él, sino en la parte que les dolía, había de ser la sangría; y experimentando con estos remedios mejoría, dieron de mano á los antiguos médicos burlándose de sus fraudes y engaños y execrando la crueldad que habían usado contra las mujeres. Son de temperamento ígneo y vivaz más que lo ordinario de estas naciones, de buen entendimiento, amantes de lo bueno, nada inconstantes ni inclinados á lo malo, y por esto muy ajustados á los dictámenes de la razón natural, ni se hallan entre ellos aquellos vicios é inmundicias sensuales de la carne que á cada paso se ven y se lloran en otros países de gentiles ya convertidos. Su estatura es por lo ordinario más que mediana; las facciones del rostro no desemejantes de las nuestras, aunque el color es de aceituna, con que fácilmente se distinguen de los europeos; en pasando de veinte años se dejan crecer el cabello, y quien le tiene mejor y más grande, tiene sobre los otros una cierta hermosura señoril; no crian barba, sino tarde y poca. Cuanto al vestir, los hombres andan totalmente desnudos; las mujeres traen una camiseta de algodón que llaman _Tipoy_, con mangas largas hasta el codo y lo demás del brazo desnudo; los caciques y los principales usan también de este vestido, aunque un poco más corto. Adornan el cuello y las piernas con muchas sartas de ciertas bolillas que parecen á la vista esmeraldas y rubíes de que también usan para hacer sartas de cascabeles en los días más festivos. Horádanse las orejas y el labio inferior, del cual cuelgan plumas de muchos colores, y de éste traen pendiente un pedazo de estaño; llevan también en la cintura una bellísima faja de plumas muy vistosas por la diversidad y proporción de los colores. Son de ánimo valeroso, guerrero y bien dispuestos en lo personal para el manejo de las armas, una de las cuales es la flecha, en que son muy valientes y diestros; y para prueba y señal de su destreza, traen colgadas muchas colas de animales y plumas de pájaros que han cazado: otra de sus armas es la macana ó maza, que es de una madera muy dura y pesada en forma de palas, con que se juega en Europa á la pelota, solo que es más larga, en el medio es gruesa y por los lados aguda como la espada para poder pelear de cerca. No tienen gobierno ni vida civil, aunque para sus resoluciones oyen y siguen el parecer de los más viejos. La dignidad de cacique no se dá por sucesión, sino por merecimientos y valor en las guerras y en hacer prisioneros á sus enemigos á quien asaltan sin otro motivo más que por quitarles algún pedazo de hierro ó por alcanzar fama y nombre de valerosos en la guerra. De genio totalmente contrario, son las naciones vecinas que viven pacíficas y quietas en sus confines y por eso les es de terror y espanto la milicia de los Chiquitos, los cuales, después de hacerles esclavos de guerra como si fueren sus parientes en sangre, ó muy amigos, los casan muchísimas veces con sus mismas hijas, aunque su matrimonio no se puede llamar tal porque no es indisoluble; los particulares no se pueden casar sino con una sola mujer, bien que pueden echarla de casa cuando se les antoja y tomar otra. Solamente los caciques toman dos y tres mujeres, y éstas, aunque sean hermanas, las cuales no tienen otro empleo que cocer la chicha, corriendo por cuenta de los maridos el recibir y hospedar á los forasteros y servirles con esta bebida que hacen de maíz, mandioca y otras frutas; en el color se da algún aire al chocolate y en los efectos es muy semejante al vino. La ceremonia que usan en sus casamientos es como sigue: Ningún padre dará su hija á marido, si éste no ha hecho antes alguna proeza; por eso, el que se quiere casar, sale antes á caza, y muertos cuantos animales puede, da la vuelta con un centenar de liebres, y sin hablar palabra las pone á la puerta de la mujer de quien está enamorado, y por la calidad y cantidad de la caza, juzgan los parientes si la merece por esposa. La educación de sus hijos es en todo conforme á su tosquedad bárbara, dejándolos vivir sin temor ni respeto de los parientes, hechos señores de sí mismos, soltándoles las riendas para que corran á donde la disolución y fervor juvenil de los años los arrastra. Viven pocos juntos como república sin cabeza, que cada uno es señor de sí mismo, y por cualquier ligero disgusto se apartan unos de otros. Las casas no son más que unas cabañas de paja dentro de los bosques, una junto á otra sin algún orden ó distinción; y la puerta es tan baja que sólo se puede entrar á gatas, causa porque los españoles les dieran el nombre de Chiquitos; y ellos no dan otra razón de tener así las casas sino que lo hacen por librarse del enfado y molestia que les causan las moscas y mosquitos, de que abunda extrañamente el país en tiempo de lluvias, y también porque sus enemigos no tengan por donde flecharlos de noche, lo cual sería inevitable si fuese grande la puerta; fuera de ésta, no tienen otro ajuar que una estera bien débil que al más leve soplo del aire se cae. Los libres y solteros, que después de los catorce años ya no viven más con sus padres, viven todos juntos en una casa, que no es otra cosa sino una enramada descubierta por todos lados, la cual sirve también, en tiempo de sus visitas y cumplimientos, para recibir y alojar á los forasteros que vienen de otras partes, á los cuales regalan con lo mejor del país y con aquella su apreciada bebida, y acude todo el pueblo para festejar y participar, junto con los forasteros, del refresco; pero antes conjuran al demonio para que no venga á perturbar la alegría del festín; la ceremonia es salir algunos de ellos de la choza y, con grandes exclamaciones, dar en el suelo con las macanas. Sus festines y banquetes suelen durar dos ó tres días y noches enteras, poniendo su mayor magnificencia y explendor en la copia y fortaleza de aquel su vino, cuyos humos al punto se les suben á la cabeza y los privan de aquel poco juicio y sexo que antes tenían, por lo cual sus fiestas y alegrías acaban en riñas, heridas y muertes, porque los rencores y odios guardados y encubiertos ó disimulados mucho tiempo en lo más secreto del corazón por cobardía y temor, brotan y salen fuera en estas ocasiones y vienen á las manos con furia. Después los forasteros, en agradecimiento, los convidan y llevan á sus rancherías, correspondiendo con el mismo trato, cumplimientos y bárbara cortesanía, y éstas son todas sus andanzas y peregrinaciones. Bien que aunque no tengan forasteros á quien festejar y banquetear, son entre sí muy frecuentes los convites á beber la chicha; y este ha sido el único y no leve impedimento que se ha hallado en la vida política, y reducidos por medio del santo bautismo al gremio de la Iglesia, siendo cosa muy cierta y verdadera que _fustra docentur in fide, nisi ab eis removeatur ebrietas_, que de ellos y de las otras naciones de estas Indias escribió el doctísimo y sapientísimo obispo el ilustrísimo señor don Alonso de la Peña Montenegro[IV.]. Por eso nuestros Misioneros pusieron todo esfuerzo desde los principios en exterminar y arrancar este vicio, y juntamente aquellos festines y banquetes; usaron de muchos medios, ya suaves, ya severos, de romper los cántaros, reprenderlos, derramarles la chicha y deshacer sus brutales juntas, cosa que les provocaba á cólera y á venganza á aquellos bárbaros, que se enfurecían y exasperaban tanto, que muchas veces echaron furiosamente mano á las macanas y á las flechas para matarlos. Quiso Nuestro Señor, finalmente, premiar sus industrias y santo celo, desterrando y arrancando del corazón de aquellos bárbaros vicio tan arraigado, mediante los sudores y virtud (como es constante opinión entre nosotros) del P. Antonio Fideli, italiano, que fué el primero que murió en esta apostólica empresa, por Marzo de 1702, consumido de las fatigas y trabajos que padeció en cultivar esta nueva viña del Señor. Después de su muerte dejaron del todo estos pueblos la embriaguez y las demás bárbaras costumbres, mudanza por cierto de la mano del Altísimo, pues aun entre cristianos más cultivados se ve todos los días que los dados á la embriaguez, es necesario un milagro de la gracia divina para que le dejen; pues ¿cuánto más sería necesario para estos bárbaros que le habían mamado con la leche? Su distribución y repartimiento del tiempo es el siguiente: Al rayar el alba se desayunan, y juntamente tocan ciertos instrumentos de su música, semejantes á las flautas, hasta que se seca el rocío, de que se guardan como nocivo á la salud; de aquí van á trabajar, cultivando la tierra con palos de madera, tan dura, que suple la carestía de arados ó azadones de acero; trabajan hasta el medio día, y entonces se vuelven á comer. Lo restante del día gastan en paseos, visitas y cumplimientos y en brindis y meriendas, en señal de amor y amistad; anda alrededor un jarro ó vaso de chicha, de que todos toman un sorbo, y también se ejercitan en muchos juegos deleitables y caballeros. Uno, entre otros, es semejante al de la pelota de Europa. Júntanse muchos en la plaza con buen orden, echan al aire una pelota, y luego, no con las manos, sino con la cabeza, la rebaten con maravillosa destreza, arrojándose aún en tierra para cogerla. El mismo ceremonial de visitas practican entre sí las mujeres, que tienen tiempo para hacer esto y mucho más, porque las haciendas domésticas se reducen á solo proveer la casa de agua y leña, y guisar con sólo agua un puñado de maíz, legumbres, zapallos ó alguna otra cosa que han encontrado en el bosque, y sólo suelen hilar cuanto les basta para hacerse el _Tipoy_ ó á lo más para tejer una camiseta y una red ó amaca en que dormir con sus maridos; pero les cuesta mucho el labrar por no tener aptos instrumentos. No duermen sino en el suelo sin otra cama que una estera, y á lo más unos palos toscos y desiguales, juntos entre sí, y á no tener hechos callos que les defienden de lo áspero de su cama, les sería de no leve mortificación. Al ponerse el sol tienden su mesa para cenar, y poco después se retiran á dormir. Sólo los libres ó solteros se juntan de noche á bailar entre sí y á tocar junto á su Rancho, y de aquí van continuando la danza por los caminos de esta manera: hacen una gran rueda y en medio ponen á dos que tocan las flautas á cuyo compás canta y da vueltas toda la rueda sin mudanza alguna; detrás de los hombres hacen otro semejante baile las mujeres, y estos bailes duran dos ó tres horas, hasta que cansados se echan á dormir. El tiempo de caza y pesca es después de haber hecho la cosecha del maíz y del arroz. Repartidos en muchas cuadrillas van á los bosques por dos y tres meses y cazan jabalíes, monos, tortugas, osos, hormigueros, ciervos, cabras monteses; y para que no se corrompa la carne, usan chamuscarla de manera que se pone dura como un palo; y se tiene por dichoso quien trae su cesta ó canasta (á que llaman panaquíes) muy llena, porque todos le dan el parabién y le aclaman de esforzado y valiente. Por el mes de Agosto ya están todos de vuelta, porque es el tiempo de la sementera. En materia de religión son brutales totalmente y se diferencian de los otros bárbaros, pues no hay nación por inculta y bárbara que sea, que no reconozca y adore alguna deidad; pero éstos no dan culto á cosa ninguna visible ni invisible, ni aun al demonio, aunque le temen. Bien es verdad que creen son las almas inmortales y á sus difuntos los entierran poniéndoles en la sepultura algunas viandas y sus arcos y flechas para que en la otra busquen á costa del trabajo de sus manos, con qué poder vivir, y de esta manera quedan persuadidos que no les precisará el hambre á querer volver á este mundo. Aquí paran, sin pasar adelante, á investigar á dónde van á morar, ni quién es el artífice de tan bellas criaturas que les dió el ser y le sacó de la nada, ni saben dar razón de esto. A sola la luna honran con título de madre pero sin darla culto, y cuando se eclipsa, salen con grandes gritos y aspavientos disparando al aire una gran tempestad de flechas para defenderla contra los perros que dicen que allá en el cielo andan tras ella y la muerden hasta que la hacen derramar sangre de todo el cuerpo, que á su juicio es la causa del eclipse; y todo el tiempo que éste dura, permanecen ellos en esta función hasta que vuelve á su resplandor y estado antiguo. Cuando truena y caen rayos creen que algún difunto que vive allá con las estrellas, está enojado con ellos, y aunque muchas veces caen rayos y centellas, no hay memoria de que hayan hecho daño ni muerto á ninguno. No tienen, pues, ni adoran otro Dios que á su vientre, ni entienden en otra cosa que en pasar buena vida, la mejor que pueden, viviendo en todo como brutos animales. Aborrecen mucho á los hechiceros, y á los otros familiares del demonio como á capitales enemigos del género humano, y los años pasados hicieron en ellos un cruel estrago, quitándoles las vidas; y ahora, con una ligera sospecha de que alguno ejercita este oficio, al punto le despedazan á grandes golpes de sus macanas. Son muy supersticiosos en inquirir los sucesos futuros por creer firmemente que todas las cosas suceden bien ó mal, según las buenas ó malas impresiones que influyen las estrellas; por esto, para conocer los puntos de sus aventuras, observan, no ya el curso de los cielos ó los aspectos benéficos de los planetas, que á tanto no alcanzan, sino algunos agüeros que toman de los cantos de los pájaros, de los animales y de los árboles y otros innumerables de este género; y si sus pronósticos son infaustos, de enfermedades, contagios, ó de que han de venir á sus tierras á hacer correrías los Mamalucos, para maloquear, que es lo mismo que hacerlos esclavos, tiemblan y se ponen pálidos como si se les cayese el cielo encima ó les hubiese de tragar la tierra; y esto sólo basta para que abandonen su nativo suelo y que se embosquen en las selvas y montes, dividiéndose y apartándose los padres de los hijos, las mujeres de los maridos, y los parientes y amigos, unos de otros, con tal división, como si nunca entre ellos hubiese habido ninguna unión de sangre, de patria ó de afectos. Por esto les parece menos insoportable el venderse los unos á los otros: el padre á la hija, el marido á la mujer, el hermano á la hermana; y esto por codicia de solo un cuchillo ó una hacha, ó de otra cosa de poca monta, aunque los compradores sean sus mortales enemigos, que hayan de hacer de ellos lo que su odio, pasión ó enemistad les dictare. Lo cual ha dado no poco que entender á los ministros del Evangelio para reducirlos á que vivan juntos en un paraje y en unas mismas casas donde se porten como racionales y puedan ser instruídos en los misterios de la santa fe para creerlos, y en los preceptos de nuestra santa ley para observarlos. Con todo eso y el no conocer ni venerar deidad alguna ni hacer estima del demonio, era muy buena disposición para introducir en ellos el conocimiento del verdadero Dios, tanto más que no permitían viviesen entre ellos los que tuviesen trato familiar con el demonio, gravísimo y antiguo impedimento para conducir á la ciega gentilidad al gremio de la Santa Iglesia, con que estaban como una materia primera, indiferente y capaz de cualquiera forma, por singular providencia del cielo, que no permitiese se adelantase á tomar posesión de sus almas antes que la ley de Dios, secta ninguna ó idolatría de las muchas que tenían las naciones confinantes, con ser así que decían mucho con su genio y bárbaras costumbres. Lo que toca á su idioma y lenguaje es tan difícil, que para saberla y aprenderla no basta muchos años. No quiero hablar en este punto, sino que se oiga á un misionero que escribiendo los años pasados desde aquellas misiones á un confidente suyo, se lamenta mucho de que por más conato que puso, no pudo aprenderla. «Cada Ranchería (dice) usa lenguaje diferentísimo y difícil, y mucho más que todos, el de los Chiquitos, lo cual me causa grande pena y desconsuelo y me falta poco para persuadirme que no podré emplear mis sudores y fatigas en provecho de esta nueva cristiandad por falta de lengua. Hasta ahora no se ha acabado el Vocabulario, y estando aún en la C, hay ya veinticinco cuadernos. La Gramática es dificilísima y el artificio y definición de los verbos es increíble. No hay paciencia para haber de decir con diferentes verbos y conjugaciones: yo amo; yo amo á Pedro; yo lo amo; yo me amo; yo la amo; yo le amo; por esto amo; con tal inconsecuencia en las conjugaciones, que aprovecha poco saber conjugar un verbo para poder hacer lo mismo con otro. En cinco meses que ha que estoy aquí, apenas he aprendido cuatro conjugaciones, habiendo sudado y trabajado de noche y de día. Juzgo que los que deben venir acá han de ser mozos santos y hábiles, porque de otra suerte, nunca harán nada. Los gentiles de otras naciones no pueden aprenderla sino cuando niños. El P. Pablo Restivo, que con un mes de estudio en la lengua Guarany pudo ejercitar nuestros misterios en todo el tiempo que ha estado aquí, nunca se ha atrevido á predicar. El P. Juan Bautista Xandra, por haber venido adulto, entiende poquísimo. De los Padres más antiguos que cuentan veinticinco y más años de Misioneros en estas Reducciones, ninguno hay que lo sepa con perfección y dicen que á veces los indios no se entienden entre sí. ¿Qué diré de la pronunciación? De cuatro en cuatro echan de la boca las palabras y nada se entiende, como si no pronunciasen nada. Pondré aquí el alabado y la forma de persignarse, como le cantan todos los días, no como le pronuncian, porque si uno lo lleva escrito en la mano, no los podrá entender una palabra, y no sé como se pueden entender entre sí.» Alabado sea el Santísimo Sacramento que está _Anauscia_ _Santisime Sacramento_ _naqui_ _ane_ en el Altar, y también la Virgen Santa María _ycu_ _Altar_, _inta yto_ _Virgen Santa Maria_ desde su origen está libre y pura cuando _ninnemooco_ _oximanane_ _quichetenna_ _onumo_ tuvo principio el Ser del primer pecado _ayboyi_ _yy_ _tnicocinitanna_ _ninihaiti_ antiguo. _ticanni_. La fórmula de hacerse la señal de la santa cruz es de la manera que se sigue: Por la señal de la Santa Cruz defiende á nosotros _Oi naucipi_ _Santa Crucis_ _oquimay_ _zoychacu_ Dios nuestro de aquellos que aborrecen _Zoichupa_ _mo_ _anama_ _po_ _chineneco_ à nosotros en el nombre del Padre _zumanene_ _au_ _niri_ _naqui_ _Yaytotik_ y del Hijo y del _ta_ _naqui_ _Aytotik_ _ta_ _naqui_ Espíritu Santo. _Espiritu Santo_. «¿Qué le parece á V. R.? ¡Extraña cosa por cierto! He escrito aquí estas palabras para que V. R. me tenga compasión y ruegue á Nuestro Señor me conceda alguna cosa del don de lenguas. Es verdad que tiene una cosa de bueno esta gente, que aunque uno pronuncie mal y hable peor, luego al punto le entienden.» Esta es la carta de aquel misionero y esta es la dificultad más ardua, pero la más necesaria de vencer en quien emprende el oficio de la predicación apostólica de esta provincia. Y á la verdad, lo que más espanta y detiene el celo de operarios muy fervorosos, es tanta diversidad de lenguas, pues á cada paso se encuentran en estos pueblos una ranchería de cien familias, á lo más, que tiene lenguaje muy diverso de los otros del contorno, causa de que sean tantas las lenguas, que parece increíble. Más de ciento cincuenta lenguas y más diferentes entre sí que la española y la francesa, hallaron los PP. Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda en las naciones que pueblan las riberas del Marañón, cuando por orden de Felipe IV entraron á reconocer aquellas provincias; en quince lenguas, si mal no me acuerdo, se habla en las misiones de los Moxos, siendo así que no llegan los convertidos á treinta mil; y en estas nuestras Reducciones de Chiquitos hay neófitos de tres y cuatro lenguas. Con todo esto, para quitar este impedimento á la santa fe, se ha procurado que todos los indios aprendan la lengua de los Chiquitos, lo cual no se podrá hacer en adelante, porque si las naciones en cuya conversión se trabaja ahora, pasan del número de tres ó cuatro mil almas, será necesario hacer otra nueva Reducción y nos veremos obligados á acomodarnos á su lengua, para lo cual habrán los Misioneros de estudiar precisamente la lengua de los Mototocos, que usan los Zamucos, y la de los Guarayos que hablan en Guarany, fuera de la lengua de los Chiquitos. CAPÍTULO III Descubren los españoles la nación de los Chiquitos y destrúyenla, así ellos como los Mamalucos, de quienes se da una sucinta relación. Nuflo de Chaves, el año de 1557, navegó por orden de Domingo Martínez, gobernador del Paraguay, hacia el origen del río que da nombre á toda la provincia, acompañado de trescientos soldados, con el fin de fabricar un castillo en una isla que estaba junto al afamado lago de los Xarayes, con pretexto de avecindarse más al Perú. Entróse tierra adentro del país de los Chiquitos, y caminando cosa de setenta leguas hacia el Poniente, fabricó á la falda de una montaña una población, á quien puso por nombre Santa Cruz de la Sierra. Pero disgustados muchos de los suyos con Nuflo de Chaves por esta causa, se volvieron á su tierra. Los que se quedaron en Santa Cruz, con su afabilidad y buen trato ganaron la voluntad y afecto de los paisanos, y dividiéndolos en encomiendas les obligaron á que cada año diesen á los encomenderos algún poco de algodón y algunas vituallas en señal de vasallaje. Mas como el interés no tiene freno, ni gobierno, ni leyes con que regularse, algunos que tenían una insaciable codicia de enriquecer, empezaron á cargar de modo á los nuevos súbditos, que eran insufribles á su pobreza; y no satisfechos con eso, les quitaban los hijos á las madres para servirse de ellos; por lo cual, amotinándose algunos indios, se rescataron y libraron de aquellos maltratamientos, con muerte de sus señores; y de allí á poco fué común el motín en todos los indios, hasta que por orden del virrey del Perú, D. Francisco de Toledo, se mudaron á otra parte los españoles, fabricando la ciudad de San Lorenzo, cabeza de la provincia de Santa Cruz, cincuenta leguas más al Occidente. Los pueblos Penoquís y otros confinantes no quisieron desamparar el nativo suelo, y con la antigua libertad se volvieron á los ritos bárbaros y gentílicos. No obstante el mandato del Rey, no fué obedecido de todos los españoles, porque algunos se fueron entre los Moxos, doscientas leguas distante de San Lorenzo, y embarcándose en una pequeña embarcación en el río Mamoré, entraron por la boca del río Marañón en el Oceano, y con no poca ventura, llegaron á Europa; otros se quedaron en los Chiquitos, y al pie de una montaña fabricaron un pueblecillo á quien llamaron San Francisco, junto al cual está hoy fundada la Reducción de San Francisco Xavier. El tiempo que aquí vivieron fundaron algunas encomiendas de Quicmes Paraníes y de Suberecas, las cuales se vieron precisados á dejar, cuando abandonado también aquel lugar, se retiraron á tomar casa en San Lorenzo. Sólo algunos Quicmes y Paraníes se fueron con ellos y fundaron en Cotocá, tierra poco distante de aquella ciudad, y hoy están debajo del cuidado y gobierno espiritual de nuestra provincia del Perú. Poco después de esta mudanza, deseosos los bárbaros de tener algunas herramientas, pasando el Guapay se ponían en celada escondidos en las matas, y aguardando la ocasión de la noche, asaltaban los villajes á los españoles, robando cuantos más cuchillos, hachas, azadones y otros pedazos de hierro podían, sin causar otro daño; pero como creciendo la codicia en los bárbaros creciese también la audacia, se atrevieron á coger á los campesinos, y matarlos á su salvo. Espiaron los vecinos quiénes eran los que hacían el daño, y advirtiendo que eran los Chiquitos, quisieron volver sobre ellos los daños recibidos, pero muy á su costa, porque dos veces volvieron con la peor parte y se vieron constreñidos á retirarse, perdiendo el crédito y la honra. Heridos altamente los españoles en lo más vivo de la reputación, sentidos de que osasen los bárbaros manchar la gloria y nombre que á costa de tantos sudores y tanta sangre habían ganado entre todas las naciones, no haciendo ya caso del daño recibido en sus haciendas, sino sólo de la pérdida de la honra, poniendo en armas un trozo de gente, más respetable por su valor que por su número, presentaron batalla á los enemigos, los cuales divididos unos de otros, á los primeros mosquetazos fueron desbaratados, quedando muchos de ellos prisioneros de guerra. Perdieron con este género de armas su nativo coraje los Chiquitos; y para defenderse en lo venidero del enojo armado de los vencedores, derramados y divididos, se huyeron á las selvas, apartándose á lo más retirado y espeso de los bosques; con todo eso, aun aquí les dieron caza los españoles muchas veces para vengar su afrenta, que tenían muy fija en el corazón, haciendo esclavos para su uso muchas cuadrillas de ellos; hasta que abatida con tantos golpes la altivez de los Chiquitos, vinieron el año de 1690 mensajeros de parte de los Pacarás, Zumiquies, Cozos y Piñocas á San Lorenzo, en nombre de sus caciques, á pedir merced y paz á D. Agustín de Arce, Gobernador en la ocasión de Santa Cruz, con que cesaron las hostilidades de los españoles, pero no se pudieron ver libres de los gravísimos daños y pérdida de gente originada, así de las guerras pasadas como de los frecuentes contagios y por otros desastres que echo de buena gana en olvido, por no atribuir á culpa común de todos, lo que ha sido sólo malicia particular de algunos pocos. Ha sido también causa de su disminución las contínuas correrías ó malocas (como llamamos acá) de los Mamalucos del Brasil, que pasando el río Paraguay y haciendo grandes presas en estos miserables, han reducido á poco menos que nada estos pueblos. Y ya que muchas veces habré de escribir las maldades de esta gente, no será fuera del intento de dar de ellos aquí una breve noticia. Había la valerosísima nación portuguesa fundado muchas colonias en las partes Mediterráneas del Brasil, una de ellas era Piratininnga, ó como otros dicen, San Pablo. Sus moradores, por falta de mujeres europeas, mezclaron su noble sangre con la vilísima de los bárbaros, mejor dijera que le mancharon, porque los hijos, saliendo más semejantes á las madres que á los padres, degeneraron en breve de manera que avergonzadas y corridas las ciudades vecinas, renunciaron su amistad; y porque la vileza de éstos no empañare ni aun levemente los candores de la generosidad del nombre lusitano en el mundo, los llamaron Mamalucos. Mantuviéronse éstos mucho en la devoción á Dios y á su príncipe por el celo del admirable P. Joseph Ancheta y sus compañeros, que fundaron allí Colegio; hasta que cansados de vivir ajustados á los dictámenes de la conciencia, y perdiendo el temor á las leyes, echaron á nuestros Padres y sacudieron el yugo de ambas majestades, divina y humana de tal manera, que obedeciesen al Rey de Portugal cuando les estuviese bien, y á Dios, cuando la necesidad fuese extrema. A éstos se juntaron gran número de hombres perdidos, italianos, españoles, holandeses y la hez de todas las naciones, que para librarse de las penas merecidas por sus delitos, ó para vivir dando rienda á todo género de vicios y deshonestidades, y también corrompido de las feas y malignas impresiones de los herejes modernos, acrecentar el número y el orgullo de los habitadores y moradores de San Pablo. Y á la verdad, el sitio de la ciudad, el clima de la tierra, todo era muy á propósito para su genio depravado y vida brutal. Está fundada unas trece leguas del Oceano sobre unos peñascos que por todas partes alrededor forman precipicios que hacen inaccesible la entrada, si no es por una angosta senda, que pueden impedir bien pocos hombres; á la falda de la montaña hay algunas aldeas para el servicio del Gobernador, de los forasteros y de los mercaderes, á quienes no se permite pasar más adelante; el clima es templadísimo por estar en veinticuatro grados entre las dos zonas tórrida y templada, y el aire tan puro y saludable que le hace uno de los más amenos y deliciosos países de estas Indias Occidentales. La tierra, ya por beneficio de la Naturaleza, ya por industria del arte, produce todo lo necesario para pasar la vida con comodidad, abundantísima de trigo, ganado, azúcar y otros aromas de que puede proveer á las tierras vecinas con abundancia, ni les faltan tampoco ricos minerales de oro y otros metales. Libres, pues, de toda ley los naturales de esta ciudad, se dieron á discurrir por el contorno, haciendo esclavos á los indios en gran multitud, robándoles su hacienda; y viendo que no ha hecho algún castigo en ellos, sino publicado solamente algunas prohibiciones y edictos que no han sido obedecidos, han proseguido por espacio de ciento treinta años en sus infames latrocinios, que fuera de dos millones de almas que se sabe han destruído ó reducido á miserable esclavitud, han hecho despoblar algunas ciudades de españoles y más de mil leguas en tierra hacia el Marañón, experimentando esta nuestra provincia las primeras furias de su arrojo en la destrucción de catorce Reducciones que se habían fundado con increíbles trabajos y sudores en la nación de los Guaraníes, que en número de cerca de quinientos mil se había reducido al gremio de nuestra santa fe. Verdad es que en tantas presas no gozan de cien partes la una, porque la mayor parte, consumida de los trabajos é incomodidades del camino hasta San Pablo, fallece antes de llegar, y los otros empleados en la labor de las minas ó en el cultivo de los campos, con poco sustento y muchos azotes y malos tratamientos, no estando por otra parte acostumbrados al trabajo, en poco tiempo se consumen y aniquilan; y sé por cédula real que he visto, que de trescientos mil indios cautivados en espacio de cinco años, no llegaron á salvamento al Brasil más que veinte mil. Ni ha sido éste sólo el daño que nos han causado estos crueles hombres; lo peor es el habernos hecho aborrecibles y abominables á todas las naciones, usando de las mismas trazas é industrias de que usan y se valen nuestros Misioneros para reducir los gentiles al conocimiento del verdadero Dios y á la observancia de su santa ley. Fingen, pues, los dichos Mamalucos que son jesuitas, usando el nombre de Padre, nombre venerable y que estima mucho á toda la gente, aun á los infieles; hácese uno súbdito, otro superior, y aun Provincial; y en la rota que padecieron los españoles el año 1696 fué hecho prisionero uno, llamado Juan Rodríguez, á que añadía el título de Payguazú, que en Guaraní es lo mismo que Padre Grande. Después, enarbolando cruces y mostrándoles retratos de Cristo Nuestro Señor y su Santísima Madre, entran en las tierras, acariciando la gente con regalos y brujerías, persuadiéndoles dejen su nativo suelo y sus pobres Ranchos para fundar una numerosa Reducción, junto con otros pueblos; y cuando ya los tienen asegurados, meten en prisiones á los caciques y principales y se llevan por delante la chusma. Esta infernal astucia nos ha hecho totalmente sospechosos á estas naciones, y muchas veces corremos riesgos de la vida y se nos malogran las empresas, como nos ha sucedido en los viajes por el río Paraguay, en que ningún infiel se quiere fiar de nosotros. Pero no deja Nuestro Señor sin castigo, aun en esta vida, maldad tan enorme, porque los más tienen malas muertes, y lo peor es que raro es el que de ellos se arrepiente y pide perdón de sus culpas y maldades, porque se dejan arrastrar de la desesperación y se van al infierno; y hay sujeto de los nuestros, testigo de vista, que dice que en la rota sobredicha el año de 1696, ninguno de los que murieron en el campo ó se ahogaron en el río, pidió confesión ni dió señal alguna de arrepentimiento. Pero no obstante que dichos Mamalucos, ya con engaños, ya con bocas de fuego, han hecho tan horrendo estrago en estas naciones, incapaces de resistirles con sus débiles y flacas armas, algunas veces, en no pocos reencuentros, han vuelto con las manos en la cabeza, y ha sido sujetado su orgullo por los indios; porque éstos, arrestados de una vez á morir ó vencer, se han portado con tal valor y esfuerzo, que ya en emboscadas, ya en campaña abierta, cara á cara han vencido el orgullo enemigo, quedando prisioneros los que querían echar en prisiones á los indios. CAPÍTULO IV Da principio el P. Joseph de Arce á la nueva Iglesia de los Chiquitos, vencidas muchas dificultades. Entrado, pues, ya el año de 1691 pasó el Padre Provincial de esta provincia, Gregorio de Orozco, á visitar el Colegio de Tarija para entrar por allí á las tierras de los Chiriguanás y probar á lo menos por algún poco de tiempo las incomodidades que sus súbditos habían de tolerar después años enteros y hallarse en alguno de tantos peligros en que después ellos habían de vivir continuamente. Aquí recibió las cartas del gobernador de Santa Cruz de la Sierra y las súplicas del P. Arce, que desde Tariquea había venido para meter fuego más de cerca á negocio de tanto servicio de Dios y bien de las almas, con esperanza de que algún día tendría la fortuna de regar con sus sudores aquel nuevo campo y de derramar en él, por último, su sangre, predicando la fe. Hallóse perplejo el Provincial en la resolución que tomaría, porque el celo de la salud de las almas le persuadía abrazase á un mismo tiempo muchas empresas y diese principio, cuanto le fuese posible, á nuevas obras para la dilatación de la fe; por otra parte, veía la grande carestía de operarios que había y que apenas se podían mantener las Misiones antiguas, cuanto más emprender otras nuevas. Pesando, pues, atenta y maduramente estos motivos, le pareció que el primero no solo contrapesaba, sino prevalecía al segundo, esperando en Dios que le proveería de Misioneros, como de hecho sucedió, pues llegaron aquel mismo año á Buenos Aires cuarenta y cuatro sujetos de la Compañía, que darán mucha materia á la historia de esta provincia, y los despachaba de España el P. Procurador de esta provincia, Diego Francisco de Altamirano, á cargo del P. Antonio Parra, que venía por superior de todos. Con esto el P. Orozco ordenó al P. Arce que fuese en busca del origen del río Paraguay explorando en el ínterin las voluntades de los Chiquitos y de las otras naciones que hallase dispuestas á recibir el Santo Bautismo, y que á lo largo de la costa de aquel río esperase á los Padres Constantino Díaz, natural de Ruinas, en Cerdeña; Juan María Pompeyo, de Benevento, en el reino de Nápoles, Diego Claret, de Namur, en la Galo-Bélgica; Juan Bautista Neuman, de Viena, en Austria; Enrique Cordule, de Praga, en Bohemia; Felipe Suárez, de Almagro, en la Mancha, y Pedro Lascamburu, superior de todos, de Irún, en Guipúzcoa; todos los cuales, saliendo de las Misiones de los Guaraníes, emprendían por agua el camino hacia el lago de los Xarayes para ser sus compañeros en la conversión de aquellos pueblos. Alegre el santo varón con la posesión de tanta dicha, como verse digno de una señalada Misión, sin perder punto de tiempo, se partió de Tarija con el hermano Antonio Rivas, y llegando á Santa Cruz de la Sierra, se aparejaba ya para pasar adelante en su derrota, cuando el infierno, que interesaba tanto en que se embarazasen sus designios, levantó contra él un torbellino de persecución tan fiero, que si no hubiera encontrado con un corazón y celo tan apostólico, hubiera bastado á contrastarle totalmente: porque habiendo sucedido otro Gobernador, á D. Agustín de Arce, mudaron las cosas de semblante y tomaron otro color, y sabiendo sus intentos, procuraron apartarle de su propósito con cuantas más razones y autoridad pudieron, diciéndole era aquella una empresa que no saldría felizmente por más fatigas que padeciese por conseguirla; que siendo los Chiquitos, como decían, muy bárbaros y bestiales, ¿cómo había de poder sujetarlos de grado al yugo de Cristo y refrenar sus depravadas costumbres con la estrechez de la ley Evangélica, cuando ellos jamás habían querido aplicarse á ninguna de tantas idolatrías de los confinantes con ser muy conformes con la disolución de sus procederes? ¿Cómo había de introducir el amor de Dios y del prójimo en corazones faltos, aun de lo que la naturaleza dicta á las fieras más crueles y salvajes? Que era mucha su animosidad, si ya no era temeridad revestida de celo, en querer arrojarse á morir, cuando menos mal le fuese, á ser vendido bárbaramente; que no se fiase de la voluntad que aquéllos salvajes habían mostrado de ser cristianos, pues todo lo hacían á fin de dejar descuidar á los españoles, y cogiéndolos de improviso, robarles las haciendas con insultos. Y que cuando aquéllas razones no les conveciesen para desistir de la empresa, advirtiese y supiese que el clima era sobremanera nocivo á la complexión de los extraños, y que padeciendo casi todos los años contagio aquellos pueblos, no le perdonarían á él. Que por tanto enderezase sus designios á otra mies y escogiese otro campo que correspondiese el cultivo con fruto más digno de sus fatigas. Con estos y otros argumentos de este jaez procuraban muchos caballeros (mejor diré el mismo infierno) apagar la encendida caridad que ardía en el pecho del P. Joseph, pero viendo que nada aprovechaba, intentó otra máquina más formidable. Esta fué el interés, único contagio de las cosas hechas, ó que se han de hacer por Dios. Habíase formado tiempo antes una Compañía (llamémosla así) de mercaderes europeos que hacían feria de los indios, y los compraban tan baratos, que una mujer con su hijo, valía tanto como entre nosotros vale una oveja con su cordero. Entraban éstos en las tierras de los indios circunvecinos y en breve tiempo hacían gran presa de esclavos; y cuando no tenían bastantes, so color de vengar alguna injuria recibida, daban de improviso sobre las Rancherías y pasada á cuchillo la gente que podía tomar armas, ó si no abrasada viva dentro de sus casas, llevaban cautiva la chusma, y vendían en el Perú estas mercancías muy caras, con que al año montaba la ganancia muchos millares de escudos. Llevaba muy mal la piedad de los españoles que la codicia destruyese y acabase aquellos pueblos é infamase el buen nombre de la nación, y no menos se sentía la fe de que tales maldades de los suyos la desacreditasen ó hiciesen sumamente abominable con todas aquellas naciones; pero por no romper á las claras con aquellos mercaderes y alborotar la provincia, no se atrevían los Regidores á reclamar en Tribunal Supremo; hasta que los años pasados, estimulados de nuestros misioneros, de los Moxos y de los Chiquitos, se quejaron gravemente en la Real Audiencia de Chuquisaca, pero por haber ido á defender mercancías tan inícuas en la Audiencia cierta persona de mucha autoridad y juntamente muy rica y poderosa, aquel sapientísimo Senado, temeroso de alguna revolución en la provincia, tuvo por consejo más acertado remitir toda la causa al Príncipe de Santo Bonol Virey y Capitán general de estos Reinos de Perú, quien con cristiana piedad despachó rigurosas provisiones, so pena de perdimiento de bienes y destierro del país, á cualquiera que osase comprar y vender á los indios: y al Gobernador que lo permitiese, condenó en privavación de oficio y multó en doce mil pesos para el Fisco Real. De esta manera, con incomparable gozo y júbilo de los españoles, se desterró y exterminó totalmente de toda aquella provincia de Santa Cruz de la Sierra esta infame mercancía, que apoyada de la codicia se había mantenido allí de pie firme, con gran dolor de los celosos. He querido referir aquí todo lo dicho, atendiendo más al enlace de los infieles que á las circunstancias de los tiempos en que sucedieron. Prosigamos ahora nuestra historia. Habiendo, pues, llegado el P. Joseph á Santa Cruz, halló entablada tan de asiento esta mercancía, y tan apoyada con la autoridad de gente de mucha suposición, que á pecho menos constante y firme que el suyo, á quien nunca asustó el miedo, ni respeto humano, hubiera sido imposible resistir á la fuerza de tantos contrastes; por lo cual es inexplicable lo que padeció y trabajó para desarraigar trato tan inícuo; porque echando de ver los interesados que de poner los nuestros el pie en aquellas naciones se les había de seguir menoscabo cierto de sus intereses y aun acabárseles del todo, se le opusieron con todo el esfuerzo posible, previendo de antemano lo que no mucho tiempo después sucedió, que nuestros católicos reyes, por instancias de los nuestros, harían aquellos pueblos vasallos suyos, y libres é independientes y los encabezarían en su Real Corona, de que les resultaría ruina irreparable de su grangería. Pero fueron vanas todas las baterías que asestaron contra su designio, porque cuando este santo varón conocía era voluntad de Dios lo que emprendía, no había respeto humano, miedo de peligro, ni fuerza de embarazos poderosa á hacerle dar un paso atrás, ni desistir de lo comenzado. Interpuso ruegos y súplicas muy eficaces y supo hablar con tanta energía de espíritu, que aquellos mercaderes, teniendo la nota de impíos y crueles, se dieron por vencidos, mejor diré y con más verdad, persuadidos á que, ó consumido de los muchos trabajos que era preciso padecer, ó muerto á manos de los bárbaros, acabaría en breve la vida, le dieron paso franco para que desahogase su santo celo. Sólo faltaba ya quien le sirviese de guía en su viaje, porque sin ella era imposible entrar y penetrar las tierras de los Chiquitos; y me persuado que el no hallar por entonces algún práctico en los caminos, fué astucia y traza del demonio, que preveía la ruina que había de causar á su partido el celoso Misionero. Pero era éste incansable y no dejaba piedra por mover para conseguir su condución á aquellas provincias; con que á costa de bastantes trabajos halló, finalmente, dos hombres de aguante, con quienes se concertó para que le guiasen y llevasen hasta las primeras Rancherías de los Piñocas. Triunfante, pues, de esta manera de todo el infierno, que contra él se había conjurado, se puso en camino á los nueve de Diciembre; y sabiendo que el contagio hacía por aquel tiempo gran riza en aquella gente, cada momento le parecía un siglo por llegar cuanto antes y poder remediar, ya que no los cuerpos, á lo menos las almas de aquellos miserables. Por eso le parecía poco arrojarse por los despeñaderos, subir sierras muy altas, vadear ríos muy peligrosos, meterse por pantanos muy cenagosos y profundos y pasar otros grandes riesgos de la vida; antes en todos éstos se hallaba una suavidad indecible, llevando siempre muy fijo el corazón y la mente en el extremo abandono en que se hallaban aquellos pobres gentiles; no tenía reposo ni quietud viendo la pérdida de tantos; y lo que más le llegaba al alma, que ellos mismos, de grado, pedían ser lavados en las saludables aguas del santo bautismo. Por fin, á los últimos de Diciembre, llegó más muerto que vivo por los muchos trabajos, fatigas y molestias que sufrió, á las tierras tan deseadas de los Piñocas. Inexplicable fué el consuelo que recibió el buen Padre de ver satisfechos plenamente sus ardientes deseos; pero templaban su júbilo las graves miserias y aflicciones de sus amados Chiquitos; sacábale muchas lágrimas á los ojos el ver aquellos desdichados tendidos y arrojados por los suelos: unos en descampado, sin abrigo alguno, otros con sólo el reparo de una choza cubierta sólo de algunas hojas de árboles, y otros luchando con la muerte, y muchos muertos en su infidelidad; traspasábale el corazón oir á algunos lamentarse inconsolablemente por haber muerto sus parientes sin haber tenido la dicha de ser (decían) hijos de Dios, como ellos con grande instancia lo habían pedido. Pero en medio de tanta calamidad fué de grande consuelo y alegría á aquellos bárbaros ver en sus países un ministro de nuestra santa fe. Recibiéronle y tratáronle con tierno afecto, dándole de buena gana parte de su pobreza y regalándole con algunas frutas silvestres, que eran las delicias de más precio que tenían en aquellas miserias. Suplicáronle se quedase con ellos y no los abandonase en medio de tanta aflicción, prometiendo levantarle iglesia y casa y proveerle de lo necesario para su sustento. Condujéronle desde aquí á un paraje poco distante, diciéndole que escogiese allí sitio acomodado y que luego se pasarían todos juntos á fundar una Reducción. Viendo, pues, y considerando el P. Arce la buena disposición de la gente, y que si se ausentaba de ellos los dejaba en un total desamparo, se resolvió á quedarse; y estando ya próximo el tiempo de las lluvias que inundan las campañas y cierran los caminos para ir á encontrar en las riberas del río Paraguay á sus conmisioneros, que venían de las Reducciones de los Guaraníes, le pareció más conforme á las órdenes que llevaba de su Provincial hacer aquí alto y dar principio á aquella nueva cristiandad que daba tan buenas esperanzas de que correspondería en adelante con la multitud y fervor de los fieles al cultivo y celo de los obreros evangélicos. No es fácil decir el contento y júbilo que de esta resolución recibieron los indios, rebosándoles á los ojos la alegría del corazón en tiernas lágrimas de consuelo que derramaban, y festejando con ademanes y ceremonias propias suyas aquella determinación; y por estar tan flacos que apenas se podían tener en pie por el reciente contagio, pusieron luego por obra lo que habían prometido, y el último día del año escogieron sitio para fabricar iglesia, donde enarbolando una gran cruz y estando todos arrodillados en tierra, entonó el Padre las letanías de Nuestra Señora, consagrando de esta manera aquella provincia que había de ser tan fiel á Dios Nuestro Señor y tan devota de su Santísima Madre. Y yendo aquel día todos juntos á cortar madera al bosque para la fábrica, trabajaron con tanto fervor y brío, que en menos de dos semanas se acabó y perfeccionó la iglesia, pobre y tosca en lo material, pero preciosa por la piedad de los artífices, que á competencia se esmeraban en trabajar en la obra. Dedicóse al glorioso apóstol de las Indias San Francisco Xavier, para que desde el cielo mirase propicio con ojos de piedad aquella viña inculta de gentilidad, y la convirtiese con celestiales bendiciones en Jardín del Paraíso. No le salieron al Padre fallidas sus esperanzas. Todos, así por la mañana como por la tarde, se juntaban aquí á oir la explicación de la doctrina cristiana, y por el ardiente deseo que tenían de ser cuanto antes contados y escritos en el número de los hijos de Dios, no le dejaban tiempo para tomar el sueño preciso, ni para comer ó rezar el Oficio Divino, preguntándole aquello que, ó no habían entendido bien, ó de que se habían olvidado, con lo cual en breve se hicieron dignos de la gracia; pero con muy acertado consejo determinó diferírsela por algún tiempo á los adultos para que el deseo de ser cristianos los estimulase á desarraigar cuanto antes su innata barbarie y olvidar sus brutales costumbres, que aprendiéndose desde la cuna y creciendo en ellas con los años y convirtiéndolas casi en naturaleza con el uso, se olvidan difícilmente y no se dejan sin gran trabajo. Bautizóse solamente como cosa de cien niños, algunos de los cuales antes de perder la inocencia bautismal fueron á gozar de Dios, siendo primicias de aquella nueva Viña del Señor. Era indecible el gozo y consuelo del ferviente Misionero, viendo crecer, por medio de la gracia del Espíritu Santo, á aquellas plantas noveles, no sólo en la piedad, sino en el número; porque corriendo la voz de que había en el país un predicador de la ley santa, los indios Penoquís, que estaban más adelante, hacia Santa Cruz la Vieja, le despacharon una embajada pidiéndole les hiciese una gracia y se dignase visitarlos, porque querían hacerse también ellos cristianos, y que si no iba, ellos, con su buena licencia, vendrían á verse con él. Respondióles el santo Padre que viniesen muy enhorabuena que los recibiría á todos con los brazos abiertos. Vinieron, pues, y con ellos creció tanto el número de los Catecúmenos, que ya la iglesia, aunque muy grande, no era capaz de tanto concurso, y fueron tantos los trabajos del santo varón, que sin tomar descanso, sudaba de día y de noche en cultivar aquellas almas, que aunque el vigor de la caridad le daba espíritu y aliento para sufrir los trabajos, con todo eso cayó enfermo de pura flaqueza del cuerpo que se rindió debilitado al grande peso de las fatigas y contínuas incomodidades en que vivía, y asaltándole una ardientísima fiebre que no le dejaba tener en pie, se vió precisado á postrarse en el duro suelo debajo de una choza descubierta por todos lados, en la cual, falto de todo conorte y destituído de todo remedio humano, en pocos días le consumió y trabajó tanto, que se vió reducido poco menos que á los últimos períodos de su vida. Pero Dios Nuestro Señor, con las dulzuras y remedios del cielo, de que en lances tales suele ser liberalísimo con sus siervos, le confortó de tal manera, que en brevísimo tiempo pudo levantarse y volver á las tareas primeras. Pero apenas se había recobrado, cuando con gran dolor de su corazón se vió precisado á volver á Tarija, á fin de entender la voluntad del nuevo Provincial de esta provincia, P. Lauro Núñez. Despidióse, pues, de sus neófitos con mutuo sentimiento y dolor por el amor que el P. Joseph les tenía, y con que ellos le correspondían, dando antes orden de que mudasen la Reducción á lugar más cómodo y más abierto en las riberas del río de San Miguel, y pasando de aquí á los Chiriguanás encomendó el pueblo de la Presentación al cuidado del P. Juan Bautista de Zea y el de San Ignacio á los PP. José Tolú y Felipe Suárez. Dispuestas así las cosas de aquella cristiandad, pasó á Tarija, donde el nuevo Provincial ordenó que el P. Juan Bautista de Zea le sucediese en el oficio de Superior, y él se quedase en la Presentación, y los PP. Diego Zenteno y Francisco Hervás pasasen á los Chiquitos. Cuánto trabajaron y sudaron estos varones Apostólicos en fundar, conservar y acrecentar aquesta nueva iglesia, lo diremos en otro lugar difusamente. CAPÍTULO V Los Mamalucos intentan la destrucción de estos pueblos; pero sus intentos salieron frustrados. Mientras de esta cristiandad navegaban viento en popa, aumentándose cada día más el número de los convertidos á nuestra santa fe, y si bien el demonio veía se le frustraban sus diabólicas trazas, no perdía el ánimo; antes bien, procuró con todo el esfuerzo posible cortar de un golpe la felicidad presente y las esperanzas futuras, atizando ó instigando á los Mamalucos del Brasil para que viniesen á quitar las vidas á los neófitos y destruir el país á sangre y fuego; y le hubiera salido como esperaba, si Dios, á quien tocaba defender á sus fieles de aquel infortunio, no hubiera frustrado sus designios, disponiendo recayesen sobre la cabeza de sus aliados los que había maquinado para total ruina de los cristianos. Habían dichos Mamalucos entrado en aquella provincia los años pasados para hacer sus robos acostumbrados, y asaltando de improviso algunas Rancherías de Chiquitos, hacer á muchos esclavos. Cobraron con este lance ánimos y atrevimiento para dar en tierra de los Penoquís, con esperanza de lograr en ellos un rico botín. Presintieron éstos la venida de los enemigos, y viéndose sin fuerzas ni armas para salirles a encuentro y hacerles resistencia en campaña abierta, determinaron repararse con la industria, ya que no podían defenderse con las armas. En orden á esto hicieron que se escondiesen algunos junto al camino estrecho de una selva por donde habían de pasar los enemigos, y aquí escondidos esperaron hasta que entraron ya por esta senda estrecha, contra quienes luego que fueron descubiertos por entre los árboles, jugaron á su salvo sus flechas envenenadas con ponzoña tan activa, que de recibir la herida á caerse muertos era muy poco lo que pasaba. Los que quedaron con vida exploraron por todas partes de dónde venía aquella tempestad, y después de algún tiempo cayeron en el engaño; pero no pudiendo por entonces vengar de otra manera aquella injuria ni la muerte de los compañeros, que con guardar en sus pechos la venganza para otra ocasión, mal de su grado, hubieron de volver atrás. Por tanto, á principios del año siguiente se embarcó un cuerpo de ellos en el río Paraguay, y entrados en la laguna Mamoré aportaron y desembarcaron en el puerto de los Itatines. De aquí prosiguieron su derrota por entre Oriente y Mediodía; y atravesando unas veces selvas muy espesas, otras subiendo montañas muy fragosas (cuánto puede la codicia), llegando á las Rancherías de los Taus, y hecha de ellos buena presa, pasaron á ejecutar su venganza en los Penoquíes, que de muy confiados se perdieron, porque aunque de Ranchería en Ranchería se corrió la voz hasta el pueblo de San Francisco Xavier de que venía el enemigo, ellos no dieron paso para prevenir alguna defensa, ó á lo menos para retirarse y guarecerse en aquella Reducción; y porque pudiendo no quisieron, después, cuando quisieron, no pudieron escapar las vidas, porque aquellos malvados, caminando con industria por librarse de sus envenenadas saetas, dieron sobre ellos de improviso. No obstante esto, tuvieron ánimo los Penoquíes para exponerse á la defensa lo mejor que pudieron y resistir el primer encuentro; pero los enemigos, astutos y sagaces, los detuvieron un tanto fingiendo se disponían á pelear, pero era sólo para hacer tiempo á que los compañeros de la retaguardia se hiciesen dueños de la tierra por otro lado y cogiesen la chusma de las mujeres y niños. Advirtieron los indios esto cuando ya los enemigos habían logrado su intento, y viéndose burlados con la pérdida de prendas tan amadas, por cuya defensa habían tomado las armas, se desanimaron totalmente, con que vueltas las espaldas como mejor pudieron, se retiraran á los bosques sin resistencia de los vencedores, que juzgaban que el amor á su sangre los traería esclavos voluntarios, como de hecho sucedió; por cuyo motivo los vencedores no los pusieron en prisiones sino que los trataron con afabilidad y cortesía, y vistieron á los caciques de trajes y aderezos vistosos, prometiéndoles mil dichas y felicidades en San Pablo y de esta manera engañarlos y tomarlos por guía para otras tierras y para llegar á la Reducción de San Francisco Xavier, que ya se había mudado, transportándola á la otra banda del río San Miguel. Llegó la noticia de esta desgracia hasta los pueblos de los Chiriguanás de que fué inexplicable la aflicción que tuvo el P. Arce, viendo que los enemigos como un torbellino salido del abismo, arrasaban aquel su Paraíso, que tanto le había costado el plantarle y al punto fué desalado á repararle y defender la vida de sus neófitos. A este fin, no sin grande riesgo suyo, quiso registrar el país para observar más de cerca los pasos del enemigo; y pasando por las Rancherías de los Boxos, Tabiquas y Taus, fué recibido de ellos con mucho agrado. Aquí los que se habían escapado le noticiaron de los designios de los Mamalucos, y tomando ocasión de la tempestad que les amenazaba, les persuadió se juntasen en un cuerpo y fundasen un Reducción en sitio ventajoso para defenderse de las correrías de aquellas fieras infernales y lo que antes no había podido recabar con ruegos, poniéndoles por motivo su eterna salvación, lo obtuvo ahora el deseo de salvar sus vidas. Juntáronse, pues, todos en una llanura que baña el río Jacopó, en que poco antes se había dado principio á la Reducción de San Rafael, bien acomodada para defenderse por causa de una espesísima selva, en que tenían puestas todas sus esperanzas, y retiradas allí sus pocas alhajuelas, no se atrevieron á menearse de aquel puesto hasta que se serenó aquella borrasca, con que el Apostólico Padre, que se detuvo allí algunos días á fin de penetrar los designios del enemigo, tuvo ocasión cómoda para bautizar á los niños é instruir en los misterios de nuestra santa fe á los grandes, á quienes el temor de la esclavitud de los Mamalucos hizo abrir los ojos para que saliesen de la del demonio; pero el Padre, advertido, no quiso bautizarlos por entonces, reservando para mejor ocasión satisfacer sus deseos; y animándolos á la perseverancia, dió la vuelta á la Reducción de San Francisco Xavier; y de aquí, con toda presteza, pasó á Santa Cruz de la Sierra, para dar cuenta al Gobernador de los movimientos del enemigo, y juntatamente á animar á la gente de armas á salir en campaña á pelear con él y ponerle en fuga, en que no tuvo mucho que hacer para mover la piedad tan innata de los españoles que en todas partes resplandece igualmente que el valor haciéndoles que tomasen por suyas las ofensas de los indios Chiquitos y defendiesen con su propia sangre aquella nueva iglesia, principalmente que se podía con razón temer que el orgullo de los Mamalucos osase también invadir la ciudad si ellos no le saliesen al encuentro para atajarle ó cortarle los pasos. Alistáronse, pues, en pocas horas ciento y treinta soldados bien pertrechados de armas y municiones y lo principal de valor, y porque el tiempo no daba mucho lugar, marcharon á largas jornadas hacia el pueblo de San Francisco Xavier, donde recogiendo cerca de trescientos indios muy diestros en jugar el arco y flecha, fueron en busca de los enemigos á las tierras de los Penoquís creyendo que allí los hallarían acuartelados, cuando por medio de los espías supieron que habían entrado en el pueblo de San Francisco Xavier, que ellos habían desamparado y abandonado poco antes, en donde como los Mamalucos no hubiesen hallado nada que robar se disponían para ir á sorprender la ciudad de Santa Cruz. Con esta nueva fué inexplicable la alegría que mostraron los españoles esperando en su valor poder dar su merecido á aquellos infames, lo cual debía de temer ó pronosticárselo su corazón presagioso al capitán de los enemigos, pues vistas en San Francisco Xavier tantas pisadas de caballos, sospechó que estaban prevenidos los españoles y quería volverse atrás, lo cual hubiera ejecutado á no haberle dicho algunos indios del país que poco antes había pasado por allí el ganado de la Reducción de San Francisco Xavier. Enderezó, pues, su marcha nuestro ejército hacia donde estaban acampados los enemigos, y al entrar la noche llegaron cerca de donde estaban y determinaron aguardar á la mañana del día siguiente, que era el del glorioso mártir español San Lorenzo, principal abogado y patrón de aquella provincia, para presentarles la batalla. Con esto los soldados tuvieron algún tiempo para reposar, y como no se creía que la batalla había de ser muy sangrienta de ambas partes por haberse de pelear con gente tan diestra en manejar las armas, quisieron los más ajustar con Dios las partidas de su conciencia, para lo cual les oyeron de confesión seis Padres que á este fin habían venido de allí. En esto se gastó buena parte de la noche, y habiendo tomado un poco de sueño, al despuntar el alba se tocó á marcha, mandando los oficiales que puestos en orden los soldados, y con el fusil en punto, avanzasen á vista de los enemigos y si no rindiesen las armas, los atacasen. Pero Dios Nuestro Señor que había tomado á su cuenta el castigo de las maldades de aquellos malvados, quiso que pagasen ahora la pena, y singularmente los capitanes, que aquí quedaron muertos, pagando juntamente de una vez todas las deudas de las iniquidades que habían cometido en la destrucción de los pueblos de Villarica del Espíritu Santo en la gobernación del Paraguay, disponiendo fuese la victoria, no á costa de mucha sangre de ambas partes como se pensaba, sino á costa de los nuestros y á mucha de los enemigos; porque mientras un indio intimaba el orden á los enemigos, adelantándose ciertos soldados para recibir las armas de los capitanes, un criado de éstos les detuvo disparándoles un fusilazo, matando á uno de ellos. No pudo sufrir esto Andrés Florián, valerosísimo caballero español, y respondió luego con otro tiro semejante, de que derribó en tierra á Antonio Ferraez de Araujo, y sacando su puñal arremetió á Manuel Frías y le mató á puñaladas, quedando al primer paso muertos los dos capitanes enemigos. Quedando con esto los Mamalucos sin caudillos, sin gobierno y sin alientos, se turbaron del todo, y tirando sus armas se arrojaron al río que les recibió, no para librarles como esperaban, sino para sepultarles en sus corrientes, de que ya cansados, por más esfuerzos que hicieron, no pudieron librarse. Viendo los españoles y nuestros neófitos que Dios manifiestamente estaba de su parte, fueron con grande ánimo en su alcance, y con una tempestad de saetas y mosquetazos que les dispararon, hicieron en ellos sangriento estrago. También nuestros Misioneros quisieron entrar á la parte de hecho tan estupendo, asistiendo con el Crucifijo en las manos, y sin hacer caso de la vida iban delante con sus armas espirituales, no sólo en ayuda de los vencedores, sino también de los vencidos, á quienes procuraban ayudar. De los enemigos sólo seis escaparon con vida, de los cuales tres, malamente heridos, quedaron prisioneros. Nuestros heridos no fueron muchos, y los muertos ocho solamente, dos indios y seis españoles. Fué increíble la fiesta y regocijo de los españoles y de nuestros indios por tan señalada victoria obtenida tan á poca costa; y fué sentimiento común que Dios había peleado con ellos contra sus enemigos en defensa de su honra y de aquella nueva cristiandad. Por lo cual los soldados dieron á S. M. solemnemente las gracias al uso militar, con repetidos tiros de fusil y mosquetes, y los indios con torneos y juegos á su usanza, concluyeron la alegría de aquel día. Pero no fué cumplido el contento, porque mientras se trataba de exterminar lo restante de los enemigos que habían quedado en las tierras de los Penoquís en guardia de la presa que montaban más de mil quinientas almas y de limpiar totalmente el país, nacieron, no sé de qué origen, algunas disensiones entre los cabos, con que se tuvo por mejor consejo levantar el campo y volver á la ciudad de San Lorenzo, de donde saliéronlos á recibir el gobernador, alcaldes y regidores con toda la ciudad; fueron recibidos con festivos repiques de las campanas de todas las iglesias y con muchos tiros de artillería que disparó el castillo, y por muchos días se celebró con gran magnificencia aquella poco menos que milagrosa victoria. Los tres Mamalucos que escaparon, caminaron con la presteza posible siguiendo su fuga y llevaron tan infausta nueva á sus compañeros, quienes habiendo entendido contra toda su esperanza la última destrucción de los suyos, quedaron yertos de miedo, y como si ya viesen cerca de sí á los vencedores, se retiraron á toda prisa, llevándose los más esclavos que pudieron, y embarcados en el río Paraguay navegaron á boga y remo camino de San Pablo, cuando encontrándose con una compañía de sus mismos paisanos que iban al mismo fin de apresar piezas (como acá llamamos) ó indios, les contaron el suceso referido; pero los que venían de San Pablo, oída la causa de aquella vuelta tan desacostumbrada que daban á su tierra tan perdidos de ánimo, los empezaron á burlar de que por tales encuentros se desanimasen tanto; con que ya de vergüenza, ya con esperanza de rehacerse de la pérdida pasada, mudaron de parecer y se aunaron con ellos, y todos juntos dieron sobre algunas Rancherías de indios, de los cuales fueron rechazados con braveza y valor; por lo cual, mal de su grado, con las manos poco menos que vacías, se vieron precisados á volverse á San Pablo. Mientras éstos atravesaban la laguna Mamoré, ciertos Guarayos que por gran tiempo habían militado á su sueldo, abiertos los ojos y volviendo sobre sí mismos para ponderar el poco bien y mucho mal que se les hacía, y que al fin no podían esperar de aquel azaroso oficio más que una muerte desgraciada por término de una vida infeliz, resolvieron desertar y buscar lugar donde vivir con seguridad y reposo, y valiéndose de la obscuridad de la noche se retiraron hacia Poniente á una campaña, dos jornadas más adelante de aquel lago, y por hallarse sin mujeres hicieron las amistades con los Curacanes, sus confinantes por el lado del Septentrión. Estos, pues, no mucho después, deseando salir de la gentilidad y hacerse cristianos, se vinieron á vivir y hacer sus casas en nuestra Reducción de San Juan Bautista. De mucho provecho fué esta victoria, porque después acá no se han arriesgado más los Mamalucos á poner el pie en los contornos de aquellas Reducciones, y solamente en el año 1718 plantaron un fuerte en las riberas del río Paragua, ochenta leguas distante del pueblo de San Rafael, con que se espera que convertidas en breve con el favor de Dios cincuenta ó sesenta mil almas, como nos prometen las esperanzas, se les impedirá también el hacer corso por aquel río, porque los neófitos por singular privilegio de nuestros católicos reyes, pueden usar armas de fuego con que fácilmente podrán quebrantar el orgullo de estos corsarios, como sucedió en las misiones de Guaranís, á quienes no cesaron de molestar hasta que aquellos pueblos dieron una grande rota á cinco mil Mamalucos que habían pasado al último exterminio de aquella cristiandad. CAPÍTULO VI Con los sucesos pasados se entibia algo la santa fe: muere el P. Antonio Fideli y se habla largamente de los trabajos de los Misioneros. Aunque la fortuna de esta tempestad no deshizo esta nueva cristiandad, no obstante, la conmovió no levemente y cortó al mejor tiempo el curso próspero de nuevos aumentos, porque agostó las floridas esperanzas de acrecentar con buen número de almas la Reducción de San Francisco Xavier, y aun de fundar otras en los Penoquís, Xamarós y Quicmes, que estaban bien dispuestos para alistarse en el número de los fieles; antes bien de este accidente provino la destrucción de las dos Reducciones de Chiriguanás, aunque tan distantes y remotas del peligro. No habló al aire aquel sabio caballero don Agustín de Arce, cuando dijo se perdía inútilmente el tiempo y el trabajo con aquella gente, y ahora lo tocaron con las manos los Misioneros, á los cuales amaban aquellos bárbaros solo por lo que sacaban de su pobreza. Por más que hacían los Padres no querían acudir á los Divinos Oficios ni oir la doctrina cristiana, que al entrar la noche se explicaba, ni aun quisieron darles un muchacho que les ayudase en las haciendas de casa y sirviese en la iglesia y cultivase un pequeño huertecillo. Con todo eso perseveraban los Misioneros sufriendo grandes incomodidades y trabajos que les hacía fáciles de tolerar la esperanza de coger algún fruto de paciencia, hasta que enfadados los bárbaros de tantos sermones y pláticas que les hacían se determinaron echarles del país con pretexto de que eran enviados por los Mamalucos para juntarlos y entregarlos á todos en sus manos como lo habían (según decían ellos) hecho con los Chiquitos, bien que había entre ellos muchos que de esta mentira eran testigos de vista por haber ido sirviendo á los españoles en la guerra referida. Divulgóse esta voz por el pueblo, y fuese por malicia de ellos ó por ardid diabólico del demonio, que perdía mucho en la conversión de aquellos bárbaros, comenzó la chusma á hacer muchos maltratamientos al venerable P. Lucas Caballero y al P. Felipe Suárez, antes que con detestable atrevimiento pusiesen fuego á la iglesia, de donde por este insulto se vieron obligados á salir y pasarse á un rancho ó choza poco distante; pero ni aun aquí pudieron parar, porque los bárbaros les buscaron por todas partes armados con sus arcos y macanas, y hubiéranlos hecho pedazos si no hubiera sido porque esperaban á sus caciques que estaban no muy lejos de allí. Viendo los nuestros que las cosas estaban de tan mal semblante, resolvieron en la oscuridad de la noche retirarse hacia Santa Cruz de la Sierra y de aquí pasar á Pari, donde se había mudado la Reducción de San Francisco Xavier. Llegada la noticia de este suceso al P. Superior Joseph Pablo de Castañeda, sospechó prudentemente que lo mismo ó peor sucedería á la Reducción de San Ignacio, y así ordenó á los Padres que allí residían, se retirasen procurando escapar de las garras de aquellas fieras lo mejor que pudiesen, encaminándose á los Chiquitos, donde Dios Nuestro Señor quiso consolar á sus siervos con mejor logro de sus fatigas y sudores. Por causa de las revoluciones pasadas y por lo que en adelante se podía temer, se mudó la Reducción de San Francisco Xavier desde el río de San Miguel á una llanura llamada Pari, ocho leguas distante de Santa Cruz de la Sierra, donde también se repararon algunos Piñocas y Xamarós que escaparon de las manos de los Mamalucos, con que se fabricó una Reducción bien numerosa. Pero no obstante esta mudanza que ahora hicieron, se vieron precisados á retirarse de las cercanías de aquella ciudad por causa del gradísimo daño que suele causar á los recién convertidos á nuestra santa fe el mal ejemplo de los cristianos viejos que han nacido y vivido en ella, los cuales hacen abominable nuestra ley santa con sus escandalosos procederes; y si la profesan con las palabras la niegan con las obras, viviendo más con la libertad de infieles, que arreglados á los dictámenes cristianos de nuestra religión santísima. Llegábase á esto el vil interés de tal cual, que degenerando de la innata piedad de sus mayores, no hacía escrúpulo de apresar ya á este, ya al otro de aquellos pobres indios cristianos y reducirlos á miserable esclavitud. Por estos motivos, pues, hubieron los nuestros de trasplantar aquellas tiernas plantas á lugar más retirado, encomendando este negocio al cuidado del venerable P. Lucas Caballero; y aunque en tales mudanzas perecieron muchos por las incomodidades y enfermedades que les sobrevinieron, de que participaron también nuestros misioneros, no obstante, poco después volvió la Reducción á su antiguo esplendor, porque vinieron luego otros infieles que se incorporaron en ella. La segunda Reducción que se fabricó fué la de San Rafael, distante de la otra diez y ocho días de camino hacia el Oriente, escogiendo y señalando el sitio para ella los PP. Juan Bautista de Zea y Francisco Hervás, á fines de Diciembre del año de 1696 y trayendo á ella algunos Tabicas y Taus y otros que habían ya prometido al P. Arce que abrazarían nuestra santa ley, llegaban á mil las almas, aunque la peste que hubo luego se llevó gran parte de ellos; con que á instancia de los mismos indios se volvió esta Reducción á su antiguo sitio, que era muy á propósito para el intento de los nuestros, que deseaban establecer el comercio de estas Reducciones con las de los Guaranís por el río Paraguay. Fundaron, pues, sus casas y se poblaron á las orillas del río Guabys, que se cree desemboca en el río Paraguay. La tercera Reducción se puso debajo del patrocinio del señor San Joseph, á instancias del piadosísimo señor marqués de Toxo, D. Juan Joseph Campero, insigne bienhechor de esta cristiandad, y se fabricó sobre un monte, por cuya falda corre un riachuelo que fecunda un gran espacio de tierra llana; fundáronla los Padres Felipe Suárez y Dionisio de Avila, que por gran tiempo fueron inseparables compañeros en sus trabajos y sudores, no teniendo muchas veces con qué acallar el hambre y reparar el cuerpo en tantas y tan largas fatigas; y así, para que oprimidos de las incomodidades no diesen con la carga en tierra, les vino no mucho después á ayudar el P. Antonio Fideli. Pero les duró poco tiempo este consuelo, porque en breve quedó postrado de tan insufribles trabajos; pues por más remedios que según la pobreza de aquellas tierras se le procuraron aplicar, nunca se pudo recobrar. Dicho P. Fideli, como era recién venido de Europa, y hallando campo tan grande á su celo, no paraba de día ni de noche en domesticar aquellos salvajes; y mientras sus compañeros iban en busca de gentiles, él se ocupaba en limpiar á aquellos nuevos cristianos de los resabios de su vida brutal, con que se podía quizás manchar la pureza de su fe y la inocencia de nuestra religión cristiana; era su tarea cuotidiana juntar de día á los niños toda la mañana, y al entrar la noche á los adultos; para hablarles de las cosas que debían creer y obrar; acudir á todos tiempos á sus necesidades sin negarse á nada; cuidar de las almas y de los cuerpos de los enfermos, velándolos de día y de noche y dándoles sepultura después de muertos; y en tantos trabajos no tenía otra cosa con qué mantener sus fuerzas para llevar tan gran peso, que un poco de pan muy desabrido que allí se hace de unas raíces que llaman mandioca, la cual, hecha harina, se amasa y hace un pan bien malo, el cual solía acompañar con un pedazo de carne de algún animal del monte, asada, como la comen los indios, dura y desabrida, y por gran regalo alguna fruta silvestre. Pero en medio de tan mal tratamiento, nunca daba treguas al trabajo, y esto con tal alegría de su espíritu, como si el cuerpo se mantuviese con el pasto espiritual del alma, hasta que postrada totalmente la naturaleza, no pudo volver en sí, por más medicamentos que según la posibilidad del país le procuraron aplicar sus compañeros, que le amaban tiernamente; con que no bien cumplidos dos años en estas Misiones, pasó al eterno descanso para recibir el galardón de sus apostólicas fatigas, en el mismo pueblo de San Joseph, el día 1.º de Marzo de 1702. Pero lo que no pudo hacer en la tierra en provecho de aquella nueva cristiandad, lo hizo bien presto y más eficazmente con sus oraciones desde el cielo, porque aquellos neófitos dejaron luego la embriaguez y otros vicios que trae consigo esta bestial costumbre, cosa que hasta entonces había costado mucho trabajo sin fruto. Sintieron los indios inconsolablemente la pérdida de su amantísimo Misionero á quien ellos llamaban Padre cariñosísimo de su alma. Fué el P. Fideli natural de Ciudad de Regio, en Calabria, hijo de padres de la primera nobleza de ella, bien que por su humildad y desprecio del mundo jamás dió la menor noticia de su calidad. Los primeros años de su juventud los pasó aprendiendo buenas letras en el Seminario de San Francisco Xavier de Nápoles, donde le enviaron á estudiar sus padres. Aquí, en la flor de su edad, le llamó Dios á la Compañía, donde luego que entró en ella se dió de veras al estudio de la virtud en que salió aventajado, y se mantuvo con vida ejemplar en la larga carrera de sus estudios, con igual aprobación, así de los Superiores como de los compañeros, de los cuales era á un mismo tiempo amado por la dulzura de su trato afable y caritativo y venerado por la solidez de sus virtudes siempre igual á sí mismo, y manteniendo un tenor de alegría inalterable, afabilísimo con todos, y liberal y pronto á servir á sus hermanos aun en las cosas más difíciles. Parecióle poco lo que obraba en bien de las almas y servicio de Dios en su provincia de Nápoles, por cuya causa pidió con instancia de nuestro Padre general, le concediese licencia de pasar á Indias, y conociendo su fervor, le dió su paternidad grata licencia, asignándole para que pasase á esta provincia en la Misión que conducía á ella su procurador general, P. Ignacio Frías. Despacháronle, pues, á Cádiz el año 1696 para embarcarse á esta provincia; pero por no haber oportunidad de embarcación le fué preciso esperar dos años en Sevilla, donde en la casa profesa dió muestra de su espíritu con singular edificación de los nuestros, trabajando de día y de noche en los ministerios propios de la Compañía. Su tarea casi cotidiana era gastar siete y ocho horas en oir confesiones, porque acudían todo género de personas nobles y plebeyas, que le amaban como padre y veneraban como santo, y él les correspondía con afecto de fina caridad. Ocupado en estos ejercicios, se llegó el tiempo de embarcarse, y pasando de Sevilla á Cádiz, se dió á la vela para Buenos Aires el año de 1698 en compañía de otros cuarenta y cinco Jesuitas repartidos en tres naves, con viaje se puede decir afortunado; porque después de grandes infortunios que padecieron en veintidós meses de navegación, plugo á Dios Nuestro Señor traerlos salvos al puerto de Buenos Aires. Hubo varias causas de esta larga tardanza, y la principal fué el apartarse y dividirse las naves pocos días después de la partida de Cádiz, y perderse de vista la una de la otra, que encontrando rapidísimas corrientes que la desviaban, furiosísimos vientos que la maltrataban, disformes tempestades que la echaron á las costas de Guineos, se vió precisada la almiranta, en que le cupo venir á nuestro P. Antonio, á aferrar en la isla de Santiago, una de las islas Hespérides, que llamamos ahora Cabo Verde. Aquí fueron recibidos de los religiosísimos Padres de la venerable Orden de San Francisco que quisieron hospedarlos en su convento para que no sintiesen algún maligno efecto de aquel clima, sumamente nocivo á los forasteros, causa porque llaman á este promontorio sepulcro de los europeos, como lo experimentaron los demás pasajeros, de quienes la mayor parte cayeron enfermos, y más de ciento perdieron allí la vida y las esperanzas de enriquecer que los conducía á las Indias. _Pero de los nuestros ninguno murió por la grande caridad que con ellos usaron los religiosos, que con indecible amor cuidaban de su salud, advirtiéndoles lo que debían hacer y de lo que se debían guardar para conservarla._ En el tiempo que aquí se detuvieron, el Superior de los nuestros P. Joseph Ortega, nuestro P. Antonio y P. Pedro Carena, asistieron á los enfermos del navío con increíble trabajo y no menor fruto y consuelo de los que morían en sus manos. _Hubiéronse finalmente de partir de aquella isla, en cuya despedida fué indecible el consuelo que por verlos partir á todos sanos sin haber muerto ninguno, mostraron los religiosos, y con especialidad el Padre guardián del convento, quien llorando de gozo les dijo no podía contener las lágrimas viendo que no sólo salían los mismos Jesuitas que habían entrado, sino uno más (aludiendo á un pretendiente que allí había recibido en la Compañía, con licencia que para ello llevaba el Padre Superior) pues cuando los vió entrar se había entristecido notablemente, juzgando, llevado de la experiencia, serían pocos los que escapasen con vida. Pero el haber librado todos bien se debió, como dije, á la mucha caridad de los religiosos y del mismo Padre guardián._ De quien despedidos, por fin se embarcaron, pero les sobrevinieron tales accidentes, que se vieron obligados nuevamente á arribar al Brasil, donde reparada nuevamente la nave, y habiendo experimentado la caridad grande que en todas partes usan con los huéspedes, los Padres portugueses se dieron tercera vez á la vela y llegaron á salvamento en el puerto de Buenos Aires para gastar la vida y sudor en provecho de los pobres indios; bien que si en el mar hubiera perdido la vida, hubiera tenido una muerte coronada con el mérito de grandes fatigas padecidas por acudir al bien de la gente de su nave por todo el espacio de tiempo que duró esta trabajosísima navegación, que fué casi de dos años, al fin de los cuales pasó con sus compañeros el año de 1700 desde Buenos Aires á este Colegio de Córdoba, donde se consagró á Dios más estrechamente por la profesión de cuatro votos, é inmediatamente pasó á la Misión de los Chiquitos, donde _consummatus in brevi explebir tempora multa_ (Sap. 4.) Pero volviendo al hilo de la historia, digo que esta Reducción de San Joseph, de indios Boxos, Taotos, Penotos y algunas familias de Xamarós y Piñocas, es felicísima á la suerte de los Misioneros que allí asisten, por ser este pueblo la puerta por donde se entra á otras muchas naciones, por lo cual ofrece comodidad, así para reducir muchas almas á nuestra santa fe, como para ganarse muchas coronas de premios en la gloria. La cuarta Reducción es la de San Juan Bautista, poblada de indios de nación Xamarós; fundáronla los PP. Juan Bautista de Zea y Juan Patricio Fernández, por el mes de Junio del año de 1699, de los cuales, el primero, después de haber acabado con los indios Tanipuicas, Curicas y Pequiquas, que le diesen palabra de reducirse cuanto antes al rebaño de Cristo, se partió de allí con extremo dolor suyo por orden de los Superiores para ir á gobernar nuestras Misiones del Uruguay, recayendo todo el peso de esta reducción sobre el P. Juan Patricio, á quien las enfermedades contínuas, la extrema pobreza y las graves fatigas, sirvieron de rémora los primeros tres años, para que no saliese en busca de gentiles, á quienes el ejemplo de sus confinantes había encendido el corazón en deseos de vivir como racionales en vida política, y hacerse juntamente cristianos; pero finalmente, sus sudores y trabajos ganaron para Cristo á los Suberecas, Petas, y á ciertos Piñocas, quienes parece no fueron á otra cosa á esta Reducción, que para renacer á Dios por las aguas del santo bautismo, para pasar luego á la celestial Jerusalem, rindiendo las vidas á la fuerza del contagio que por toda aquella comarca hacía en toda suerte de personas grande riza y estrago. El consuelo de ver sazonados tan presto para el cielo aquellos poco antes silvestres frutos, endulzaba los trabajos y fatigas de aquel varón apostólico y le animaba á emprender otras santas correrías; pero se frustraban sus santos intentos, mientras no mudaba su pueblo á mejor temple y á aires más saludables, porque aquellos bárbaros no querían reducirse al gremio de la santa Iglesia por temor de la peste, que mucho tiempo antes parece se había arraigado en aquel sitio, por cuya causa se mudó la Reducción á otro paraje más cómodo y menos nocivo. Mas ya que hemos insinuado alguna cosa de los trabajos de nuestros operarios en estas Misiones, juzgo esta ocasión cómoda y oportuna para referir más por extenso el modo de vivir de los Jesuitas que cultivaron y cultivan esta viña del Señor, regándola con sus sudores y aun con su sangre, por no quitar su debida estimación á la virtud, y defraudarnos á nosotros de los ejemplos que podemos imitar. Y el primer lugar se debe dar al modo de hacer misiones, diré mejor, de salir á caza de bárbaros que habitan como fieras en las cavernas de los montes ó en las espesuras de los bosques. Cogían, pues, y cogen al presente su breviario debajo del brazo, y con una cruz en la mano se ponían y ponen en camino sin otra prevención ó mataloje que la esperanza en la Providencia Divina, porque allí no había otra cosa; llevan en su compañía veinte y cinco ó treinta cristianos nuevos que á los Padres servían y sirven de guías é intérpretes, y con los paisanos hacían oficio de Predicadores y Apóstoles y caminan ya las treinta, ya las cuarenta leguas, siempre con una hacha en la mano para desmontar y abrir camino por la espesura de los bosques; otras veces encontraban lagunas y pantanos que pasaban á pie con el agua á la boca, y para dar ánimos á los neófitos eran los primeros en vadear los ríos ó en arrojarse por los despeñaderos más difíciles, ó en entrar en las grutas y cuevas con sobresalto y susto de estar allí escondidas las fieras ú hombres; y después de tantas fatigas y trabajos no hallaban á la noche para repararse otro regalo que algunas raíces silvestres con qué romper el ayuno, y algunos días no tenían con qué apagar la sed, sino un poco de rocío que quedaba entre las hojas de los árboles, y por cama la tierra dura, sin otro reparo contra los rigores de la noche, que la sombra de un árbol ó una estera sostenida de cuatro palos; y últimamente en continuo temor y riesgo de la vida, porque los bárbaros, asombrados con el temor, juzgaban que eran sus enemigos los Mamalucos del Brasil, vestidos de Jesuitas y por eso están siempre con la macana en la mano ó con las flechas á punto, ó si no en emboscadas para quitarles la vida sin que los defiendan los neófitos. Y porque estos no parezcan encarnizamientos de mi pluma, insinuaré aquí lo que de los Zamucos escribió años pasados el Padre Misionero, que entendía en la conversión de aquella gente al P. Juan Patricio Fernández, al presente Rector del Colegio de Santiago del Estero, que con las veces del P. Provincial de esta provincia visitaba aquellas Misiones: «Por no alargarme (dice) no escribo cómo llegué á este pueblo de los Zamucos, contra el parecer de los prácticos del país, y á más el caminar muchas leguas con el agua hasta la cintura; atribuí el feliz suceso al dedo de Dios, pues que fuerzas humanas no podían vencer los obstáculos insuperables que se me interpusieron, mereciéndolo los sudores y trabajos, hambre y sed de su primer apóstol el Padre Juan Bautista de Zea.» Hasta aquí el dicho Misionero. Pero aunque caminaban por su extrema pobreza, desprevenidos de toda provisión, no por eso Dios Nuestro Señor, por cuya cuenta corría la vida de sus siervos, los abandonaba en tales trabajos, emprendidos por sólo su amor y por el provecho de las almas; antes, cuando era necesario, obraba en su favor milagros, ya librándoles de las furias y saetas de los bárbaros, como muchas veces sucedió al venerable P. Lucas Caballero, ya proveyéndoles de sustento y dándoles vigor y aliento á la naturaleza, en prueba de lo cual escribió el P. Miguel de Yegros al P. Lauro Núñez, provincial á la sazón de esta provincia, cuando él, con el P. Francisco Hervás, fueron el año 1702 á descubrir el río Paraguay. «Partimos (dice) por el mes de Mayo acompañados de cuarenta neófitos, con sola la confianza en Dios por estar recién fundada la Reducción de San Rafael, emprendiendo el viaje los buenos cristianos puesta la esperanza en la Santísima Virgen, que nos socorrió por el camino como de milagro, viniéndosenos á las manos la caza y la pesca cuando nos hallábamos en grandes angustias, pasando gran trabajo y venciendo gravísimas dificultades en los montes y en las llanuras anegadas del agua, por dos meses enteros que tardamos en llegar á las riberas del río Paraguay, con riesgo y temor continuo de los bárbaros.» Y este puntualmente era y es el modo que todavía observan los Misioneros en estas correrías. Pero con ser tan grandes las fatigas y tan pesadas las aflicciones que padecen, no obstante eso, es mucho mayor sin comparación el consuelo que tienen cuando vuelven con las manos llenas de cuatrocientas ó quinientas almas; y si á veces no tantas, á lo menos con la esperanza de ganarlas al año siguiente, porque los más de los bárbaros quieren antes certificarse si aquel celo que les muestran es de sus almas para darles el Paraíso ó por el interés de llevarlos para ponerlos en esclavitud, y por eso acostumbran despachar alguno de los suyos para explorar el país, la gente y los Misioneros de la nueva Reducción. Después de esto, cuanto hayan trabajado nuestros Misioneros en criar y mantener estas tiernas plantas, no se puede explicar mejor que refiriendo sinceramente, sin añadir nada de mío, algún hecho particular y parte de carta verídica, como lo haré, donde quiera que halle coyuntura, trasladando fielmente los originales con que esta historia quedará más fidedigna y el gusto de los lectores más satisfecho. Dice, pues, el hermano Juan de Avila, compañero que fué del P. Visitador de esta provincia, Antonio Garriga y del P. Provincial Luis de la Roca, cuando como adelante diré, visitó aquellas Doctrinas sujeto de mucho juicio y capacidad en una carta que desde allí escribió: «Así como para fundar las Misiones del Paraguay padecieron increíbles trabajos aquellos primeros varones apostólicos, sacando á los indios de las selvas y entablando en ellos vida cristiana y política hasta ponerlos en el estado en que hoy día se mantienen, divididos en treinta Reducciones, así también no han sido menores los trabajos y sudores de estos primeros que han fundado la cristiandad de los Chiquitos. No es fácil de decir lo que al descubierto les han dado que sufrir los enemigos y ocultamente los amigos, la carestía de todo lo necesario para la vida humana, los profundos pantanos, inaccesibles montañas, bosques impenetrables, fieras, climas destemplados, sed, hambre, extrema desnudez, total abandono de todas las cosas y jurada guerra de todo el infierno. Pudiera descender á casos particulares que he visto y oído si no fueran bien sabidos y me son materia contínua de rubor y confusión. No traer sobre sí sino un vestidillo de tela baladí, hecho pedazos, y no pocas veces vestirse de pieles de animales; no traer otros zapatos que un pedazo de cuero crudo atado con otro cordel de cuero por las plantas de los piés, y en la cabeza, para reparo del sol ardientísimo que allí hace, uno como sombrero, pero también de cuero, la cama sin ningún alivio, la vianda ordinaria, un puñado de maíz, y éste tan escaso, que apenas era bastante para mantenerles las fuerzas, vivir gran tiempo sin el consuelo siquiera de ver á alguno de sus compañeros, y estando afligidos de largas y penosas enfermedades, no tener á dónde volver los ojos.» Así el dicho hermano; y yo en prueba de todo lo que él dice, quiero apuntar algunos casos en particular. Díjome, no ha mucho, un Padre qué fué Superior de aquellas Reducciones, que por muchos meses no tuvo otra cosa de qué sustentarse, sino raíces de yerbas, y faltándole éstas también, acosado de la hambre, se vió precisado á andar en busca de frutas silvestres. Cuando el P. Gregorio Cabral fué en nombre del P. Simón de León, Provincial de esta provincia, á visitar aquellas Misiones, le cogió el invierno (que allí no se mide por el frío, que no hace, sino por el romper de las lluvias) le cogió debajo de una enramada, donde con siete Misioneros pasó largo tiempo sin otro sustento que una fruta silvestre á que llaman _Motaquí_, con alguna cosa de leche; y el día de Pascua, por gran regalo, les dieron los neófitos una mazorca ó espiga de maíz. Pero no tuvo otro tanto el mismo día el P. Zea, que presentándole por gran regalo ciertos panecillos bien pequeños, no pudo probar bocado de ellos por ser amargos como la hiel. No me ha parecido supérfluo contar estas menudencias, para que quien en los hombres apostólicos no mira otra cosa que conversiones de infieles, adviertan también cuánto les cuestan y considere si tiene necesidad de una generosísima caridad quien se emplea en buscar la gloria de Dios y en mirar por la eterna salvación de las almas. Y ciertamente el no acobardarse con los peligros, el no volver las espaldas á tantos trabajos, el no retirarse y no dejar una vida en que á cada paso se encuentra con la muerte, pereciendo aquí de hambre, perdiéndose allí por los bosques, ahora andando entre flechas y macanas, ahora enmedio de pueblos furiosos, es virtud difícil de hallarse, y con todo eso esta virtud es necesaria siempre á quien emprende en países remotos y entre gente bárbara el oficio de la predicación Apostólica. Pero lo que me llena de estupor y maravilla, es que en medio de tantos trabajos é incomodidades, no hayan hasta ahora muerto entre tantos operarios más que tres ó cuatro, siendo así que hay quien ha trabajado veinticinco y treinta años; pero es singular providencia del Altísimo, que quien ningún caso ha hecho de su vida por su servicio, se conserve más sano y mejor que si hubiera vivido en las comodidades de un colegio, como yo ví, con grande estupor, en el P. Juan Bautista de Zea, que en edad de sesenta y cinco años parecía joven de poco más de treinta en el aliento y valor. Verdad es que hoy día se han aligerado en gran parte tantos trabajos, porque introducida en aquella gente, con la santa fe la vida civil y política, lo pasan un poco mejor los Misioneros, y la piedad de muchos caballeros les provee de algunas cosas con que ocurrir á las necesidades domésticas. Y ahora entiendo con cuánta razón claman los Superiores de esta provincia á nuestros Padres generales, diciendo que no es esta vocación de cualquiera, sino de hombres solamente de virtud muy grande y bien probada. Y á la verdad, uno entre otros engaños en que vivía cuando en Europa ardía en deseos encendidos de venir á Indias, era persuadirme que para un Misionero Apostólico de estas partes, bastaba tener un gran celo de las almas; pero quien leyere esta relación, hallará que son más las ocasiones de ejercitar la interna abnegación del ánimo, la paciencia, la humildad y la mortificación en sí mismo, que el celo de las almas con los otros, cuando yo refiero aquí poco más que trabajos corporales, que son la menor parte de los que se ofrecen que sufrir. Por tanto, quiero poner aquí una carta que me escribió un compañero mío, á quien lloro y reverencio á un tiempo, el cual, con otros cuarenta y tres de la Compañía que conducía á la provincia de Quito, su procurador general Padre Nicolás de la Puente, por impenetrables consejos de Dios, se ahogó en el navío _Caballo Marino_ que se fué á pique el año de 1717. Dice, pues así: «La circunstancia de que quizás no nos volveremos á ver más en Europa, me anima á escribir ésta á mi hermano, que espero le hallará en Cádiz, á fin de darle el último vale, y con el corazón un humilde abrazo, alegrándome, juntamente con el más vivo de mis afectos, por su ya próxima suerte de dejar este mundo engañoso de acá y de ir en busca de otro mejor, ó para mejorarlo. Conozcamos, hermano mío carísimo, nuestra fortuna, la cual estoy por decir que es la mayor de cuantas Dios puede conceder á sus escogidos. ¿Y qué? ¿Por ventura es cosa de poca monta vivir desconocido, y si tengo de decir la verdad, despreciado de todos, ó á lo menos poco estimado? ¡Oh, afortunados nosotros, si de cosa tan grande fuéramos participantes! ¡Ánimo, hermano mío muy amado! ¡aliento, vamos, vamos! mas ¿dónde? á las Indias, esto es, al Calvario. ¿A qué fin? A coronarnos, sí, pero de espinas; á descansar, sí, pero sobre una cruz. Aquí acabo, porque desde aquí deben comenzar los deseos de un Jesuita indiano. Pidamos á Dios y á su Madre Santísima que destierre de nuestro corazón todo otro afecto y no deje en él sino el ardientísimo deseo de padecer por amor de quien nos amó hasta dar por nosotros la vida.» CAPÍTULO VII Fervor y virtud de la nueva cristiandad, premiada de Dios Nuestro Señor con muchos sucesos milagrosos. Eran verdaderamente grandes, como hemos visto, los trabajos y fatigas de los Padres en domesticar este inculto campo de la gentilidad; pero no obstante eso, les parecía nada, aunque hubieran sido sin comparación mucho mayores, viendo cuán bien prendía y se lograba la semilla de la predicación evangélica, y cuán presto se sazonaba en frutos dignos del Paraíso; mas en esto no quiero yo poner nada de mío, sino sólo hacer hablar á los mismos sembradores de esta semilla, que se maravillan de ello y se dan el parabién con júbilos de incomparable consolación. «En el conocimiento de Dios (dice uno de ellos) y en la observancia de la ley divina, se puede con toda verdad, sin rastro de encarecimiento, afirmar que esta selva de bestias y de vicios es ahora un retrato de la primitiva Iglesia. Bendigo infinitamente las santas llagas del Redentor (dice otro) que comparada la vida pasada y presente de esta gente, son ahora tan diferentes de sí mismos, cuando eran idólatras, que parecen en cierta manera reengendrados en la inocencia original.» Añade el P. Sebastián de Samartín, Superior que fué de aquellas Reducciones: «Todo se puede sufrir por ellos, por el afecto que tienen á la fe, á la devolución y á lo que es Dios ó de Dios.» Pero más por extenso habla el Padre Misionero de la Reducción de San Joseph de la piedad de su pueblo, en la Cuaresma del año de 1705. «No es fácil de decir el fervor que estos santos días mostraron los nuevos cristianos en las cosas de Dios; oían la paladra de Dios con gran gusto y no con menor fruto y compunción, de suerte que me parecía estar entre españoles muy piadosos. El acto de contricción que se usa al fin de los sermones, le hacían con tanto sentimiento, que lloraban muchísimo. El cual mostraron también en la disciplina larga verdaderamente no poco, pero no tanto que satisfaciese á su fervor, por lo cual costaba mucho el hacerles cesar, pidiendo á gritos misericordia á Nuestro Señor, y repitiendo fervorosísimos actos de contricción y propósitos de no ofender más á su Divina Majestad, principalmente en su innato vicio de la embriaguez, del cual, con el favor de Dios, se han olvidado totalmente, pero donde se conocía más claramente su piedad y el verdadero dolor y arrepentimiento de sus culpas, era en el acto de la confesión sacramental á que se llegaban llorando tan amargamente que me sacaban lágrimas á los ojos y me llenaban de increíble consuelo, dando gracias á la Divina Misericordia que obra en gente de suyo tan bárbara y nueva en la fe tan prodigiosos efectos.» Así aquel Misionero que prosigue diciendo otras mil cosas de bondad y devoción de sus cristianos, que sirven de no pequeña confusión y rubor á quien ha nacido y vivido en el gremio de la Santa Iglesia. Bien que por lo que toca á la pureza de su conciencia dan otros Misioneros relación más distinta, diciendo que hacen mucho escrúpulo de retener cosa ajena por pequeña que sea, que muchas veces apenas se les halla materia suficiente para la absolución; que luego que sienten el menor remordimiento de cualquiera culpa, por ligera que sea, y sólo en apariencia á veces, corren volando á llorarla delante de Dios y pedir remedio á sus ministros, aunque estén actualmente ocupados en las labores del campo, ó de noche reposando, y singularmente se refiere de una buena mujer que pareciéndole aún esto poca parte para mantenerse inocente, importunó tanto al cielo con sus plegarias para que la pusiese donde estuviese más segura de manchar su alma, que al fin logró feliz despacho de sus súplicas, porque el día solemne de la Ascensión, asaltada de un accidente casi repentino, recibidos todos los Sacramentos, fué por la muerte á gozar la gracia que deseaba. Ni esta inocencia es solamente de algunos á quien Dios Nuestro Señor mira con ojos más piadosos, y cuyas almas fortalece con mayor copia de bendiciones celestiales, sino que es común en todas las Reducciones, á lo menos en lo exterior, porque algunos de los regidores del pueblo tienen por oficio sindicar las costumbres de los demás, y cuando tal vez alguno, por sugestiones de la carne se rinde al vicio sensual, vistiéndole primero de penitente, le hacen confesar su culpa y pedir perdón á Dios en medio de la iglesia, de donde llevado á la plaza, le azotan ásperamente delante de todos. Pero no me causa tanta maravilla la penitencia que estos culpados hacen, siendo descubiertos por ajenas diligencias, cuanto la sincera confesión de un Cathecúmeno y de una india. Supo aquél que un cristiano había sido castigado con el rigor que he dicho, y parecióle tan bien esta justicia, que instantáneamente suplicó se usase con él de semejante castigo, porque yo, dijo, soy reo del mismo pecado; y la india, habiendo caído secretísimamente en una fragilidad, no paró hasta que con gran sentimiento manifestó su culpa á los Regidores, pidiéndoles con muchos ruegos y súplicas se ejecutase en ella el público castigo, afirmando que le movía á hacer esto la ofensa cometida contra Dios, y el no haber seguido los ejemplos de tantos que habían resistido al incentivo de la carne con la consideración de la presencia de Dios que en todas partes asiste, con la memoria de las penas eternas del infierno y con los otros medios que les han enseñado los Padres. Y lo que es más en unos bárbaros hechos á vivir en su libertad sin frenos de castigos y penas, que ninguno de ellos se siente de esta severidad que se usa para corregir sus deslices. Mas lo que parece milagro es que los Chiquitos de tal suerte han depuesto las enemistades con los confinantes, mamadas con la leche, fomentadas del genio, defendidas con las armas y hechas implacables con la sangre derramada, que cuando antes no podían sufrir ni aun ver á sus enemigos en el mundo, ahora están con ellos en una misma Reducción, viven en una misma casa y comen á una mesa, convirtiendo los odios y rencores en otro tanto amor de unos con otros, como si no tuvieran otro padre que á Dios y todos fueran una familia de Jesucristo. Esto pudiera parecer lo sumo de la virtud en unos cristianos nuevos si no hubieran pasado adelante á dejarse despedazar á gusto de los gentiles, por no faltar, como á ellos les parecía en un punto, á la santa ley de Dios. Oyeron ellos que Dios mandaba no se volviese mal por mal, y que á los ultrajes é injurias, aun en la vida, no se respondiese sino con mansedumbre y sufrimiento. A poco tiempo fueron algunos neófitos (como adelante diremos) á buscar infieles para reducirlos al conocimiento de Dios, y encontrándose de improviso con una Ranchería, los paisanos dieron sobre ellos con sus macanas y flechas; pero los cristianos, aunque muy animosos y bien pertrechados de armas con que fácilmente se hubieran podido defender, no obstante, por no hacerles mal alguno, se dejaron quitar las vidas. Otros, habiendo salido á otra empresa semejante, ni aun quisieron llevar armas consigo, y entrando en una tierra enarbolaron en ella la imagen de Nuestra Señora, exhortando á la gente la hiciese reverencia; pero la respuesta que tuvieron fué ver caer sobre sí una tempestad de saetas, de que muchos quedaron allí muertos. Supieron esto los Misioneros y lloraron de consuelo pareciéndoles un prodigio de la gracia en una nación tan soberbia y vengativa. Y á la verdad, afecto tan tierno á las cosas de Dios, horror tan grande al pecado y á todo lo que huele á vicio, se debe atribuir á la santa vida que observan y á los contínuos ejercicios de piedad que todos, indiferentemente, sin distinción de sexo ni condición, practican. Tres veces al día, al romper del alba, á medio día y á la noche, juntos los niños y las niñas cantan á coros distintos gran número de oraciones y decoran de memoria lo que el Misionero les ha explicado del Catecismo. Todos los días de fiesta se junta el pueblo á oir algún punto de la doctrina cristiana ó sermón, después de haber cantado solemnemente la misa. Al levantarse y acostarse se encomiendan á Dios, á la Reina de los Ángeles y al Santo Ángel de la Guarda, con devotas oraciones que en bautizándose aprenden; de otras usan al entrar en la Iglesia y cuando el Sacerdote eleva la Sagrada Hostia ó el Cáliz. Antes de sentarse á comer echan en pie la bendición, y fuera de eso no comen ninguna vianda fuera de la mesa sin que primero la bendigan con la santa cruz. Cuando son admitidos á la participación de los divinos misterios, no es fácil de explicar con cuánta devoción y tiernos coloquios se llegan á comulgar y cuánto después procuran mantener su corazón puro y limpio de toda mancha de pecado. Pudiera traer muchos ejemplos en confirmación de esto, pero por no causar fastidio á los lectores, me contentaré con referir uno sólo. Deseaban ciertos mozos recibir el Pan de los Ángeles; mas el Padre les dió á entender que no se lo concedería jamás si primero no corregían y enmendaban cierta libertad que tenía algún resabio de gentilismo; ellos, sin otra diligencia, obedecieron luego; y aunque les costaba no poco, se enmendaron totalmente de la dicha costumbre. Preguntóles después si habían vuelto á recaer y admirándose mucho, respondieron que cómo era posible ofender á su Señor después de haberle dado acogida en su corazón. Pero cuando estas Reducciones parecen un paraíso (dice un sujeto que las ha visto), es por la noche, cuando todos cantan las cosas de nuestra Santa fe, puestas en cierto modo de música muy llano, lo cual hacen los niños y niñas en las calles públicas al pie de las cruces, y los hombres en sus casas y en lugar separado de las mujeres; después rezan el rosario y concluyen esta devota función con cánticos en alabanza de Cristo Señor Nuestro, y de su Santísima Madre Nuestra Señora la Virgen María, á quien profesan afecto tiernísimo, no llamándola con otro título que de Madre; todos los sábados y las vísperas de las festividades consagradas á su nombre, cantan la misa á son de instrumentos músicos, cuales se usan entre ellos, y jamás van á trabajar al campo ó vuelven de su labor sin que primero entren en la iglesia á hacer oración delante de su imagen. Lo mejor de sus pobres haberes emplean en servicio de esta Señora, y quieren antes ser pobres que faltar un punto en su culto; y una vez que un Padre quería que vendiesen la cera de las abejas llamadas _Opemús_, que es blanquísima, y la mejor, le respondieron resueltamente: «No quiera Dios que se expenda en provecho nuestro lo que hemos ofrecido á su Madre Santísima, pues si nosotros nos privamos de esta cera por amor suyo, á ella le tocará socorrer nuestra pobreza.» Finalmente, para última prueba de la devoción de estos nuevos cristianos, daré noticia de ciertas precesiones públicas suyas, las cuales, si á algunos parecieren menudencias de que no se debe hacer caso, digo que en otros pudiera parecer así pero no en gente para quien fué necesario un oráculo del Vaticano para creer que eran capaces de la ley de Dios: «Pues los primeros descubridores de las Indias juzgaron falsa y temerariamente que no eran racionales sino brutos, incapaces de razón; y fundados en este error los españoles de la isla de Santo Domingo y las demás, teniéndolos por animales, los cargaban tres y cuatro arrobas acuestas, los sacaban y llevaban muchas leguas y esta opinión se entendió después con harto daño de los naturales, de suerte que en Nueva España, juzgándoles imprudentemente por bestias con forma humana, los trataban como si lo fueran, negando, por el consiguiente, ser capaces de la Bienaventuranza y de los Santos Sacramentos, y llegó á tanto esto, que obligó á D. Fr. Juan Garcés, primer Obispo de Haxcala, Dominico, año 1636[V.] á escribir una carta llena de piedad y erudición, informando la verdad al Sumo Pontífice Paulo III, quien con Breve y Bula especial, definió y declaró á los indios por hombres racionales y capaces de la fe católica, como todas las demás naciones de la Europa y de todo el mundo: _Indos ipsos utpoté veros homines, non solúm christianæ, fidei capaces existere decernimus et declaramus, etcétera_.[VI.] Siendo, pues, tales los indios, que ha habido quien los haga irracionales, aun á los menos bárbaros, y siendo estos Chiquitos unos de los de la clase de los más bárbaros (_P. Acosta in Prooem. ad lib. de Procur. Indor, salute_, según lo que enseña el P. Joseph Acosta, D. Juan Solorzano, _Lib. de Politic. Indian._ capítulo 9, pág. 41, y el ilustrísimo señor Obispo de Quito D. Alonso de la Peña Montenegro, libro 2 del _Itinerario in Prologo_, página 141 y otros muchos autores) nadie tendrá por cosa de menos monta estas señales exteriores de devoción que ya refiero.» La noche, pues, del Jueves Santo, después de haber oído un fervorosísimo sermón de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, se visten un hábito acomodado á la tristeza de aquel santo tiempo; y para imitar al Redentor penando, llevan algunos á cuestas cruces muy pesadas; otros se ciñen de agudas espinas la cabeza; quién atadas atrás la manos, va arrastrado por tierra; quién derecho con los brazos extendidos en forma de cruz, los más se azotan ásperamente con terribles disciplinas; cierra la procesión una tropa de niños que de dos en dos llevan los instrumentos de la Pasión del Señor. Después, al pie de un devoto Crucifijo puesto delante del santo sepulcro, todos por su orden, con lágrimas de tiernísimos sentimientos en los ojos, le ofrecen los frutos de sus sementeras, «llenándose entre tanto (dice un Misionero) de consuelo nuestros corazones al ver postradas estas almas delante del Divino Cordero que las rescató con su sangre; las cuales poco antes andaban como fieras descarriadas y perdidas por las selvas.» La otra procesión hacen el día del _Corpus_, á la cual convidan las naciones confinantes de los gentiles; componen, pues, las calles lo más ricamente que á su pobreza es posible, y en lugar de tapices recamados de oro ó de colgaduras de damasco, adornan con ingenioso artificio las fachadas de las casas de ramos de palma, hermosamente enlazados unos con otros; á las cabeceras de las calles levantan arcos triunfales que visten de cuanto hermoso y florido hay en sus huertas y bosques; lo mejor de los aderezos y bordaduras labradas hermosa y delicadísimamente de plumas, lo pone cada uno delante de su casa; y á fin de que todas las criaturas, aun irracionales, rindan homenaje y tributo de reverencia al común Señor de todas, salen días antes á caza de pájaros y de fieras, aunque sean tigres y leones, y bien atados los ponen en el camino por donde ha de pasar el Santísimo Sacramento, y juntamente arrojan por el suelo el maíz y las demás semillas de que han de hacer sus sementeras para que sea bendito de Dios y las haga multiplicar á la medida de su necesidad; pero lo mejor de esta devotísima fiesta es la tiernísima devoción y fervor con que acompañan aquel trabajo á gloria de su Criador. Y no piense nadie que Dios Nuestro Señor se deja (á modo de decir) vencer de la piedad de estos sus nuevos fieles, antes bien parece, por decirlo así, que ha andado con ellos á competencia, de suerte que, cuanto ellos más se emplean en su servicio, tanto más les retorna y recompensa con beneficios, porque como por experiencia sabemos, suele ser sobremanera amoroso y benéfico en la primera formación de aquellos, que escoge para cimientos de alguna nueva Iglesia entre infieles y usa más largamente en provecho suyo de sus bendiciones, no sólo en las necesidades espirituales, sino también en las corporales. Perdíanse una vez los sembrados por falta de agua, y apenas la pidieron los neófitos, cuando rompió en abundantísimas lluvias. Hacía gran estrago en la gente del pueblo de San Rafael una pestilencia; corrió luego el pueblo á la iglesia á pedir á Dios misericordia, y al punto cesó el contagio, de suerte que ninguno de los tocados de él murió en adelante, ni de los sanos enfermó alguno. Había también aquí gran carestía de víveres, por cuya causa algunas buenas mujeres representaron á Dios su necesidad, diciéndole la una: «Señor y Dios Nuestro Jesucristo, dadnos qué comer, porque si no nos morimos.» Y otra: «Señor ¿queréis que me muera? Mirad que me estoy cayendo de hambre», y aquel año fueron abundantísimas las cosechas. Habían de ir al monte los cristianos del pueblo de San Juan Bautista á hacer provisión de carne, pero por no haberse concluído la fábrica de la iglesia se quedaron trabajando por acabarla de fabricar con toda perfección, fiándose de Dios que los proveería como de hecho sucedió, porque de allí á poco salieron del bosque muchos jabalíes en tropas; y para que claramente se conociese que era cosa de Dios, se pararon junto á la Reducción, para que la gente pudiese á su salvo matar los que eran suficientes para socorrer á su necesidad. Pero sería nunca acabar si quisiésemos referir una por una las finezas que Dios Nuestro Señor ha usado con ellos. Sea solamente última prueba de ellas que estiman más estos neófitos un rosario que cualquiera otra cosa, por hermosa y preciosa que sea, y con razón, porque le sirve de un seguro reparo y escudo en las desgracias y peligros que encuentran en sus caminos; y los nombres santísimos de Jesús y de María, los han librado muchas veces de evidentes riesgos de ser hechos pedazos de las fieras. Referiré un solo caso, digno entre los otros de particular memoria. Andaba á caza por un bosque cierto cristiano llamado Diego, digno de ser nombrado por la santa vida que observaba, cuando de improviso vió venir hacia sí una tigre que andaba también por allí á caza, y no se podía escapar el indio sin que ella le despedazase; antes le acometió con tan gran furia para despedazarlo, que no le dió lugar más que á invocar los poderosos nombres de Jesús y de María, á cuya invocación la fiera, que ya le tenía entre sus garras, le soltó y se volvió hacia atrás sin hacerle otro daño que unos rasguños bien ligeros en la cara y en los brazos para memoria del milagro y del beneficio de haber recibido segunda vez la vida de mano de la Santísima Virgen; porque habiendo enfermado poco antes y no podido sanar por más medicinas que, según la posibilidad, se le habían aplicado, sólo se afligía por no poder ayudar á la fábrica de la Iglesia; volvióse, por tanto, á la Madre de misericordia, pidiéndola con instancia la salud, y al día siguiente, libre de toda enfermedad, se fué á trabajar á la obra, predicando con las palabras y mucho más con el ejemplo, la devoción con la reina del cielo. Esta merced fué en provecho de uno solo; pero otra fué hecha á un pueblo entero en señal de agradecimiento. Retirábanse una noche, acabado de rezar el rosario, á sus casas, cuando de repente descendió del cielo un globo de luz que esparció por el contorno sus rayos y llenó á un mismo tiempo sus corazones de júbilo y reverencia; y que esto fuese cosa más que natural lo demostraron los efectos causados en aquella santa cristiandad. Verdad es que, como siempre sucede, entre tantos buenos no faltaban algunos malos y perversos que hacían más aprecio del cuerpo que del alma; pero Dios Nuestro Señor usó con ellos del poder de su brazo omnipotente, ya ablandando durísimos pecadores con modos extraordinarios y singulares, ya castigando tal vez con los azotes de su justicia á los obstinados que á buenas no se rendían, haciendo con eso que otros que lo veían abrazasen la ley de Dios. Referiré aquí algunos pocos sucesos de estos más dignos de memoria. Y sea el primero un cierto indio llamado Santiago Quiara, el cual, llevando mal el apartamiento de una concubina suya que había dejado en el bautismo, volvió á admitirla en su casa. Pero luego le fué Dios á la mano con una enfermedad que, privándole de la luz del cuerpo, desterró de su alma las tinieblas del pecado. Hiciéronsele, pues, dos nubes en los ojos que creciendo poco á poco le privaron totalmente del uso de ellos; y por más que la caridad de los Padres se fatigó en aplicarle remedio, no pudo aprovecharle de nada. Con esto entró dentro de sí el doliente, y adivinando que la causa de esta desventura no era otra cosa que sus pecados, se volvió con mejor consejo al médico divino, suplicándole vivamente le diese remedio, no tanto á él, que no lo merecía, cuanto á su familia, que alrededor de él lloraba sin tener un bocado de pan que llevar á la boca. Estando una noche en su casa examinando sus pecados y pensando en las miserias de su vida, prorrumpió en esta fervorosísima súplica á Cristo, Señor Nuestro, y á su beatísima Madre. «Oh, Jesús mío, tened misericordia de mí (así puntualmente lo refirió él á todo el pueblo, á quien por orden de los Padres manifestó su milagrosa curación). Oh, Jesús mío: aunque no lo merezco, perdonadme mis pecados, y restituidme el uso de mis ojos; reconozco, Señor, y confieso que este trabajo es justísimo castigo de mis culpas; pésame en el alma de haberlas cometido, y propongo de nunca jamás volver á caer en ellas. Virgen María Madre de Dios y mía, aplacad la indignación de vuestro Santísimo Hijo y alcanzad á mi alma el perdón de mis pecados y á mi cuerpo la vista perdida. ¡Oh, Dios y Padre mío! movéos á misericordia y pues podéis tan fácilmente, concededme la gracia que os pido, que yo prometo de jamás ofenderos en adelante, y de observar perfectamente, con la diligencia que me fuere posible, vuestra ley santa.» Mientras así estaba llorando delante de Dios, oyó una voz, como de quien estaba enojado, que hablaba con él y le decía: «Por tu amancebamiento y por las confesiones mal hechas, te ha sobrevenido esta desgracia.» Al oir estas palabras, que le penetraron hasta el alma, salió como fuera de sí, y en aquel punto se vió cercado de una luz tan bella, que la del sol, en su comparación, era muy tenue y despedía una fragancia tan suave é incomparable con ninguna cosa odorífera de la tierra, que manifiestamente se conocía que era don del cielo; sus carnes se le pusieron tan delicadas como de un niño recién nacido, y se movía con tanta agilidad como si estuviera despojado de la pesada carga del cuerpo. Respondió entonces el hombre, deshaciéndose en lágrimas de consuelo y juntamente de dolor: «Confieso, Padre y Señor mío, mis pecados, que dejé mi legítima mujer y me volví á mi antigua amistad, de que fuertemente me pesa. Así es (oyó que le replicaban) confiésate y haz penitencia de tus culpas.» Desapareció la visión; y vuelto en sus sentidos, se halló perfectamente sano. Pero mirando la fealdad de su cuerpo y la vileza de este mundo comparada con lo que había visto y gozado, deseaba haberse verdaderamente muerto, y no sólo en apariencia, sino en realidad para continuar en el gozo de tanto bien, y se ponía las manos sobre los ojos, que bellos y claros había recobrado, para que no fijasen la vista en las miserias de acá abajo; y hasta hoy día, cuando se pone á pensar en este su éxtasis ú otro alguno se le trae á la memoria, no puede contener las lágrimas y sollozos. Fué notable el fruto que causó este milagroso suceso; apenas quedó hombre de conciencia que no ajustase de nuevo todas las partidas con Dios con una confesión general; pero quien experimentó mayores los efectos fueron los dos pueblos de San Joseph y de San Francisco Xavier, que muchas veces le habían consolado y servido en aquella enfermedad. La mudanza de vida que hizo este afortunadísimo neófito, fué la que se podía esperar de la gracia del Espíritu Santo, que le había tan abundantemente entrado en su corazón. No fué menor el efecto (aunque sí diverso el modo) de convertir á un hechicero y gran familiar del demonio. Este, pues, sacado del monte donde vivía como bruto por el infatigable celo del P. Lucas Caballero, apenas había puesto el pie en la reducción de San Joseph, cuando cayó enfermo; é imaginando que aquellos dolores eran otros lamentos y súplicas de su alma, hambrienta de los placeres y deleites pasados, se condenó á sí mismo de demasiado ligero, y poco á poco se volvió á sus pensamientos antiguos, y en sus deseos se volvió infiel en su corazón, ó por mejor decir, bestia. Una noche, pues, ardiendo más en tales deseos, que con la fiebre que interiormente le abrasaba, sintió que se acercaba una como multitud de gente que hacía gran estruendo y ruido, y era una cuadrilla de demonios que huía de la iglesia maldiciendo aquel santo lugar y á los neófitos que en él se estaban disciplinando, y llegándose á su choza le dijeron: «Mira, mira cómo se azotan los indios; ¿no ves con cuánta razón te predicamos que no te dejes engañar de las patrañas de estos malvados? (decíanlo por los Padres); líbrate tú de esto volviéndote á tu bosque, porque sino descargaremos sobre tus espaldas los mismos azotes.» El indio enfermo no vió á los demonios, sino sólo una sombra espantosa de donde salía tan perversa admonición. Pero erraron esta vez, como otras muchas veces, sus tiros los demonios porque en lugar de salir con sus intentos, perdieron la presa; llenóse el miserable todo de pavor, y miedo, porque el corazón le decía que esta era cosa del infierno, y no sabía cómo echarlos de sí; había oído decir que los dulcísimos nombres de Jesús y de María tenían poder contra esta canalla, pero no se ofrecían á la memoria, hasta que después de mucho trabajo se le ofrecieron y los pronunció: entonces los demonios, como si se viniese abajo toda la casa, huyeron con gran furia, y él, curado en el alma de sus liviandades, entró por el camino de la salvación, con más firmes propósitos y más seso que antes; y con tal mudanza y arrepentimiento de sus yerros, que estando aún con la fiebre se levantó de la cama y fué corriendo á echarse á los piés del P. Caballero, y con más lágrimas que palabras le pidió el santo bautismo. Estos dos casos que he referido no fueron más que visiones, una de consuelo y otra de terror, para mejorar el alma á los dos á quienes se mostraron. Más caro les costó á los dos siguientes el obstinarse contra las saludables admoniciones de los Misioneros: El primero, cristiano recién bautizado, enfadado de vivir como hombre y en la ley de Cristo, en el pueblo de San Rafael, se huyó entre los infieles, y como es tan violento el vivir sin ningún gusto, no gustando él ya más de Dios, le fué fácil al demonio inducirle á tomar otro deleite, y le ofreció al punto ocasión cómoda y oportuna en una mujer de mala vida, con quien había estado mal amistado en su gentilidad. El Misionero de aquella Reducción, que con sus sudores había ganado aquella alma para Dios, envió al punto tras él á algunos fervorosos cristianos, que habiéndole alcanzado en una Ranchería de infieles, le reconvinieron con la promesa que había hecho á Dios en el bautismo y con la palabra que había dado á los Padres de quedarse en el pueblo de San Rafael. Él, disimulado, los recibió con una falsa alegría en el semblante y con palabras fingidas, que ya tenía premeditadas; y, ó porque esperase apartarlos de la fe y hacerles renegar ó porque pensó por entonces contemporizar con ellos, les quiso prevenir un expléndido banquete; para eso se fué á caza, y habiendo muerto un animal, mientras alegre y contento pensaba cómo llevar al cabo su designio, oyó hacer gran ruido detrás de sí, como de quien quería embestir á otro; helósele la sangre con el susto al miserable, y tenía razón, porque era una víbora de desmedida grandeza que venía á dar sobre él y matarle; vuelto en sí y cobrando aliento, levantó la macana y la detuvo con un golpe. Irritada de esto la víbora, procuró con más furia agarrarle por el pescuezo; retiróse él hacia atrás queriendo evadir el salto con otro golpe; mas por su desgracia se le cayó de la mano la macana y con ella aquel poco de ánimo que en tan peligroso lance le alentaba; pero como el amor de la vida es muy ingenioso en hallar trazas y valerse de todo para mantenerla, echando mano al arco y al carcax de las flechas que traía atados á la cintura, se reparaba lo mejor que podía de la furia de la bestia; sudaba mucho entretanto, daba altísimos gritos y pedía socorro, pero en vano, porque no había nadie que pudiese ayudarle; por lo cual desesperado de poder escapar con la vida de tan obstinada contienda, no teniendo más fuerzas para resistir, quería ya rendirse á discreción del enemigo, á no haber sucedido con gran ventura del miserable, que tirando la víbora á cogerle por la garganta, dió con la suya sobre la punta de una saeta y se hirió malamente, con que acobardada y cansada se paró algún tanto y dió tiempo al apóstata para salvarse huyendo; el cual, casi fuera de sí, llegó á la Ranchería, y referido el suceso, los infieles le interpretaron como les hacía más al caso; pero los cristianos, más advertidos, adivinaron sabiamente que esto le había sucedido, no tanto para peligro del cuerpo, cuanto para aviso del alma, según su necesidad; porque llamado y admitido de Dios á ser su hijo por el santo bautismo le había después feamente dejado, volviéndose á vivir entre gentiles. Cuadró á todos la interpretación, pero singularmente al apóstata, á quien el remordimiento de la conciencia le decía lo mismo á su corazón con más eficacia; por lo cual, sin detenerse, fué con todos los infieles que allí había derechamente á San Rafael; éstos para alistarse en el número de los Cathecúmenos y aquél para enmendar y satisfacer con la penitencia su pecado, como lo hizo, viviendo de allí en adelante en temor de Dios y con honestidad ejemplar. Más terrible aún fué el modo con que otro entró en juicio y cobró aprecio de las cosas de su alma: Habíase reducido á nuestra Santa fe en el pueblo de San Joseph un gentil, y en el bautismo había dejado una amiga, con quien antes había vivido en el cieno de muchas deshonestidades; pero duróle poco tiempo este buen propósito y este retiro y resistencia á los placeres y gustos de la carne, porque habiéndose encontrado con la amiga antigua, su vista le abrasó otra vez el corazón y le encendió los deseos primeros; después, para que ninguno le fuese á la mano en sus deshonestidades, tramó secretamente la fuga con otras tres mujeres de sus mismos intentos y se escondió en un bosque; de suerte que por mucho que otros indios de mejor conciencia los buscaron, por orden de los Padres, jamás le pudieron encontrar. Entonces uno de los Padres Misioneros echó de ver que aquel no era mal que se había de curar sino con el remedio de algún extraordinario auxilio de la Divina Misericordia. Por esto empezó á llorar amargamente por aquel ciego miserable, y tantas súplicas hizo á la beatísima Trinidad, y á la Reina del cielo y á las santas almas del purgatorio, que se le cumplió su deseo con modo bien singular, porque mientras él festejaba sus brutales deshonestidades, estando el cielo serenísimo, sin la menor señal de tempestad, estalló un terrible trueno en medio del aire, y tras él se despidió un rayo que vino á dar á sus piés; y el indio, ó por furia del rayo ó por el miedo que tenía, cayó en tierra como muerto. De aquí vuelto en sí, después de gran rato y abriendo los oídos á aquel llamamiento de Dios, lleno de susto y pavor de que no le sucediese cosa peor, se dió á llorar amargamente su pecado; tomó en las manos el rosario que traía al cuello, empezó á pedir piedad y misericordia á Dios prometiendo ser totalmente otro en adelante, constante y leal en su servicio, y al punto puso en ejecución su propósito, retirándose al pueblo de San Francisco Xavier, porque no tuvo ánimo de volver á San Joseph y porque la vista de su amiga no le despertase el apetito. Dios se la quitó de delante con una enfermedad, en que arrepentida de sus culpas y deshaciéndose en lágrimas de contricción y arrepentimiento, sin permitir que jamás entrase su galán en su Rancho, pasó con grande esperanza de su salvación á la otra vida; con que ella difunta, volvió él á su Reducción, donde comenzó nuevas obras y entabló nueva vida, que prosiguió con tanto contento y gozo de su espíritu, que jamás en adelante volvió á los torpes y brutales gustos de la carne. Pasemos ahora á referir otros, á quien Dios Nuestro Señor, con doblado é irremisible castigo, puso por ejemplo y terror de los demás, quitándoles la vida temporal y la comodidad de conseguir la eterna. Tocó en primer lugar esta infeliz suerte á un mancebo, de nación Peta, que estaba de mala gana en el pueblo de San Juan Bautista, en quien, por más que la caridad de los nuestros y sus saludables amonestaciones y consejos procuraron ablandar la dureza de su corazón, no aprovecharon nada para que se quedase allí; antes, por no ser detenido, se huyó secretamente cuando el pueblo asistía en la iglesia á los divinos oficios. Mas no tardó mucho en venir sobre él la divina justicia que le esperaba en un desierto solo, sin que hubiese á quien volver los ojos; allí, pues, se le hinchó disformemente una rodilla y se le empezó á podrir, criando materia y gusanos y echando una hediondez intolerable, con que rabiando de dolor murió sin tener quien le diese aun la sepultura de las bestias, ya que había ido como una de ellas; y claramente conocieron todos que esto le había sucedido en pena á su obstinación, porque por más á prisa que fueron algunos neófitos á socorrerle, no llegaron á tiempo y sirvió su desgraciada muerte para que ninguno en adelante sacase el pie de la Reducción sin haber ajustado antes con Dios las partidas de su conciencia y pedido la bendición á la Santísima Virgen. Aún peor le sucedió á un hechicero, gran ministro del demonio, en el pueblo de San Francisco Xavier, pues los mismos cristianos le mataron á palos porque con sus mentiras y patrañas no dejaba de molestar al sencillo pueblo, y desacreditar y vituperar la santa é inocente vida de los Misioneros; ni le valió la autoridad de los Padres, que le sufrían con paciencia y le habían librado dos veces de la furia del pueblo, porque mientras un día, montado en cólera, vendía por misterios las fantasías y por verdades los sueños de su mala cabeza á ciertos nuevos cristianos, y desfogaba su cólera contra los Padres con palabras injuriosas y de escarnio, decía cosas tan indignas, que á un cacique principal, cristiano de muchos años, no le pareció que se podían ya sufrir; por lo cual, poniéndose delante de él, le quitó la gana de predicar más y de vivir, quebrándole los dientes en la boca y los sesos en la cabeza con un palo. Acabaré esta funesta narración con un espantoso suceso que por mucho tiempo quedó en la memoria para terror y ejemplo de toda aquella nueva cristiandad. Felipe Motoré, Tabica de nación, vencido en las contínuas sugestiones del demonio y de la carne, volvió públicamente en casa de una amiga dejando á su mujer, sin reparar ni hacer escrúpulo de tenerla públicamente como si fuese su propia mujer. Desagradó esto indeciblemente á todos, singularmente á los Padres, que veían con tal ejemplo abierta la puerta para que otros hiciesen lo mismo, y que por más que hubiesen trabajado y sudado en desarraigar tal abuso y establecer el nudo indisoluble del matrimonio, se destruiría en breve; y como sucede entre bárbaros que el pueblo indómito se va en pos de quien tiene entre ellos alguna soberanía y preeminencia, le seguirían todos. Pero Dios Nuestro Señor tomó por su cuenta el remediar este escándalo, y no tardó mucho en darle su merecido, quitándole de allí á poco la vida y arrojándole al abismo, reparando juntamente los daños que pudiera haber causado y causaría en adelante. Mientras que alegre y contento saltaba de placer y hacía fiesta por este su perniciosísimo escándalo, le empezó á correr por las venas un humor pestilente y se le encendió una fiebre ardientísima, que en pocos días le condujo á las puertas de la muerte. Acudieron los nuestros á visitarle, persuadidos á que también á éste como á otros la tribulación le habría abierto los ojos para arrepentirse de su pecado; pero sorprendido de un accidente y sintiendo que se le acababa la vida, llamó á sus parientes y amigos y les dijo: «Verdaderamente, hermanos míos, que soy desgraciado é infeliz, pues por mis delitos pasados estoy condenado á arder para siempre en las penas eternas del infierno. Mirad á los demonios que vienen á llevarme arrastrando, para que sea su compañero en las penas, como lo fuí en los pecados. El no haber dado crédito á los sabios consejos de los Misioneros y el admitir de nuevo públicamente la amiga, son la causa de esta mi sempiterna desventura, oid vosotros de buena gana la santa doctrina y poned en ejecución cuanto en bien de vuestras almas se os enseña, para que no vengais conmigo á llorar inconsolablemente en el infierno aquellas culpas y yerros que para borrarlos no me será bastante una eternidad de suplicios.» Afligidísimos quedaron los circunstantes; y aquellos á quienes la deshonestidad y la disolución les decían en el corazón que eran dignos de semejante fin, se helaron de pavor y susto. Otros creyeron que con la enfermedad maligna que tenía había delirado de aquella suerte, y por esto le llevaron á la iglesia, en donde, celebradas las exequias, le enterraron. Pero Dios Nuestro Señor dió bien presto á conocer que aquellas palabras no habían sido delirios de una cabeza desvanecida, sino una sincera confesión de la justa venganza del cielo. Porque á pocos días vieron salir de la iglesia en grandes nublados un humo negro y denso, que parecía se abrasaba toda ella. Acudió luego toda la gente á apagar aquel que creían incendio; y registrando de dónde salía aquel humo, vieron que le arrojaba la tierra que estaba sobre el cuerpo de aquel desdichado; por lo cual echaron sobre él agua en grande abundancia, pero ¿qué sucedería? Comenzó á bullir la tierra y á levantarse, arrojando fuera una espesa y espantosa niebla que parecía se abrasaba todo el lugar y que allí estaba escondido y oculto un gran volcán de llamas. Por tanto, abierta la sepultura, se halló el cuerpo sin la menor corrupción, como si aquella tierra bendita rehusase mezclarse con aquellos miembros, cuya alma era un tizón del infierno; pero exhalaba el cuerpo un espantoso y hediondo humo, con que se veía bien claro que era cosa más que natural. Por lo cual, sacado fuera el cadáver le arrojaron en una laguna, la cual también comenzó luego á moverse y bullir, como si allí se abrasase algún hierro ardiendo. Aterróse no poco el pueblo con tan funestos accidentes, y por mucho tiempo no se habló sino del infeliz Felipe Motoré, ni les fué necesario á los Padres cansarse mucho en predicar la honestidad y perseverancia en los matrimonios. Curiosos después los indios de saber á dónde había ido á parar el cuerpo, le buscaron dentro del agua; pero por más que registraron toda la laguna, nunca jamás le pudieron encontrar, dando con esto motivo para conjeturar prudentemente que fué sepultado en los abismos para hacer compañía en las penas al alma, ya que la había incitado y hecho participante de las brutales torpezas de la carne. Pasemos ya de materia tan funesta y describamos por último una visión que tuvo un neófito, por la cual mejoraron increíblemente las cosas de esta cristiandad y fué más gustosa que todo cuanto he dicho hasta ahora. Para lo cual me será preciso interrumpir á ratos brevemente la narración para inteligencia de las cosas que en ella se insinúan, y la referiré por extenso, como puntualmente la escribieron á su Provincial los PP. Lucas Caballero y Felipe Suárez. Un cristiano llamado Lucas Xarupá, asaltado de una fiebre maligna, le redujo en pocos días á los últimos períodos de la vida; á este tiempo le sobrevino un fortísimo parasismo que le privó totalmente del uso de los sentidos, sino es ya que (como él afirmó) murió verdaderamente. Salida el alma del cuerpo, le salieron al encuentro dos, con semblantes de hombre, que le convidaban á que fuese con ellos á otro país. Paróse un poco temiendo no fuesen demonios; pero observando las facciones de sus rostros, la belleza de los vestidos y de las cruces que traían en las manos, y la afabilidad de sus palabras, creyó que era cosa del cielo; por lo cual, perdido el miedo, se fué tras ellos por una cuesta empinada, por la cual se montaba á unas altas cumbres; la senda era estrecha, difícil y sembrada toda de abrojos y espinas tejidas entre sí á manera de cruces; por lo cual era menester caminar con tiento paso á paso para no maltratarse; y hubiera desfallecido por la pena y dolor que sentía en pisar las espinas si sus guías no le hubiesen alentado y confortado con la amabilidad de su vista y con la luz que echaban de sí; llegó entre tanto á donde por la mano izquierda había un camino real, ancho y llano y bellísimo á la vista por su verdor, hermosamente esmaltado de todo género de flores. Quiso seguir este camino, mas sus conductores le advirtieron que mirase dónde iba á parar aquella hermosura, y vió que iba á rematar en ciertas profundidades y altísimos precipicios, de donde salían disonantísimos gritos y vocinglería, de suerte que se persuadió estaban celebrando allí sus paisanos algún solemne banquete; pero bien presto le sacó del engaño una cuadrilla de demonios feísimos con terribles semblantes y descompasados movimientos del cuerpo; unos con cara de tigres, otros de dragones y cocodrilos y algunos con apariencias de tan monstruosas y terribles formas, que no sufría el ánimo mirarlos; echaban todos por la boca y por las otras partes del cuerpo llamas de color negro y espantoso, y gritando y discurriendo de una parte á otra remedaban las danzas y bailes de los indios, hasta que agarrándose del pobre neófito, que estaba todo temblando creyendo que aquella fiesta era por él, hicieron gran fiesta gritando: «El, él es, Xarupá nuestro amigo, que antiguamente era nuestro devoto y usaba de los hechizos maléficos que enseñamos á sus abuelos.» A tales cortesías, se le recrecía el susto de que no le asiesen y echasen mano de él, para llevárselo al infierno. Pero los ángeles le aseguraron, de que no osarían moverse ni menearse contra él. Entonces saltó fuera de enmedio de aquella canalla un cruelísimo verdugo, arrastrando un condenado como á un vilísimo jumento, atadas las manos y los piés con cadenas de acero ardiendo; traía á la garganta un collar ancho de hierro que le forzaba, mal de su grado, á tener derecha la cabeza para su mayor confusión y vergüenza: daba en tierra á cada paso por la violencia con que el inhumano verdugo le tiraba; pero los demonios que venían detrás, con una tempestad de azotes que llovían sobre su cuerpo y con otras cruelísimas befas, le obligaban á caminar. Daba entratanto el miserable horrendos gemidos y suspiros maldiciendo su desventura y lamentándose desesperadamente. Ardía todo en vivas llamas como también el demonio que le tiraba, el cual traía á la cintura, en señal del oficio, un grande haz de víboras, que le despedazasen; y vuelto á Lucas, con fiereza propia del infierno, le dijo: «También tú alguna vez te entendías conmigo y eras de mi servicio, siento mucho que me hayas dejado, vinieras ahora á cortejarme si estos Padres no hubieran venido á tu Ranchería á predicar la ley de Cristo: no lo puedo sufrir; no hacen otra cosa, más que hablar mal de mí y de mis cosas. Pero no, no todos los paisanos han de ir al cielo; muchos aún duran en mal estado, y obstinados en sus costumbres gentílicas. Me atraviesa el corazón verme forzado á venir aquí, para que tú veas nuestras miserias, y de qué suerte es el galardón que damos á los que siguen nuestro partido, y tú vayas después á contarlo, porque en adelante perderemos el crédito, y los tuyos dejando los vicios y supersticiones abrazarán la nueva fe; y si tú á esta hora no hubieras tomado esta resolución, fueras ahora compañero de este que tengo aquí en mi poder. Mírale, mírale, ¿le conoces?» Tenía tan demudado el semblante, feo y hecho un tizón de fuego, que mal le podía conocer; pero, finalmente, después de fijar muchas veces en él la vista, reconoció quién era. Este es (le dijeron los ángeles) Antonio Tapochí, que ni aun en la hora de su muerte se quiso arrepentir, y por más que los suyos le exhortaron á que mirase por su alma y se dispusiese á bien morir, nunca quiso darles oídos y echaba de sí con enojo y despecho á quien le animaba á que pidiese perdón á Dios y llorase y confesase sus culpas. Entonces el desgraciado Antonio, dando un profundo suspiro y volviéndose á Lucas, le habló de esta manera. «¡Ay, desdichado de mí, que no quise creer á los Padres! ¡Qué penas, qué dolores, qué grandes é insufribles tormentos padezco por haber ofendido á Dios, sin hacer caso de su doctrina y de sus ministros que la predicaban! ¿Estos suplicios no han de tener jamás fin? ¡He de padecer y llorar eternamente, sin esperanza de alivio! ¡Felices mil veces vosotros que podéis esperar la eterna bienaventuranza, y libraros de este infinito piélago de amarguras y de las manos de los verdugos, peores que las mismas penas!» Esto que ves del desventurado fin de este desdichado (le dijeron los ángeles) refiérelo á tus paisanos, y diles que también está en el infierno el cacique Miguel Matoquí (era éste de nación Piñoca y de los primeros que sujetaron la cerviz al yugo de Cristo; pero enfadado de vivir con las reglas y leyes del cristiano, se huyó entre los gentiles, llevando consigo sus hijos y su mujer; la cual, no pudiendo hacer por entonces otra cosa, le siguió, volvióle de nuevo á San Francisco Xavier el P. Caballero, pero siempre perseveró él en sus primeros pensamientos, y en el corazón era gentil, aunque en la apariencia se mostraba hombre cristiano.) En la última enfermedad recibió los Santos Sacramentos por no dar qué decir; pero en la agonía mostró que, así como había vivido como bestia, también como tal quería morir; también se condenó el malvado hechicero Poó, el cual está en lo más profundo del infierno, atormentado horriblemente por dos demonios, que fueron sus inseparables compañeros mientras vivió, y por instigación suya pretendió desacreditar la buena fama de los Padres y vituperar la santa ley de Dios, incitando á los más neófitos que podía á apostatar y volver á sus antiguos vicios. Da también noticia á los tuyos (prosiguieron los ángeles) de aquéllos que se han salvado y gozan ahora de la eterna bienaventuranza en el Paraíso. Salvóse Andrés Zurubi, que después de tres días de Purgatorio voló al cielo (vivió este neófito una vida ejemplarísima; en las privadas disciplinas de los viernes y en las públicas, que en ciertos días del año en las principales solemnidades se hacen por las calles, era el primero en la frecuencia de los Sacramentos, en las oraciones, en la iglesia y al pie de las cruces contínuo; lloraba tan amargamente sus pecados, que no pocas veces sacaba lágrimas á los ojos de los misioneros; llevó la última enfermedad con grandísima paciencia, mostrando en ella grandes y encendidos deseos de morir para ver á Cristo Nuestro Señor, sabiendo el buen trueque que muriendo hacía cambiando esta breve y miserable vida por la eterna y bienaventurada. Estando á los últimos, le envió un Padre la imagen de San Francisco Xavier para que le pidiese la salud; pero él, en lugar de pedirle la vida, le suplicó que si aún no se le había llegado su hora, le alcanzase luego de Dios se le llegase; y en efecto, fué al punto oído, porque mientras explicaba al glorioso apóstol sus deseos, plácidamente espiró; y preguntando al niño que le había llevado la santa imagen cómo estaba el enfermo, respondió llorando que ya había muerto; y con un modillo, á manera de quien estaba enojado, añadió: «¿Y cómo no había de morir, si pidió él ir á ver á Jesucristo y Su Madre Santísima?» Vive también (le añadieron sus guías) en la celestial Jerusalén con nosotros Agustín Zurubi y su buena mujer, por medio de los grandes y ardientes deseos que tuvo siempre de ver á Dios (era el Agustín cristiano de buen corazón, devoto, humilde, obediente y de conciencia delicada; asaltado de la última enfermedad, gastaba el tiempo solemnemente en rezar el rosario, y en tiernos coloquios con Dios y con la Reina del cielo; y en la hora de su muerte vió algunos espíritus bienaventurados que le convidaban al Paraíso, de lo cual dió aviso él á un compañero suyo, y con los nombres de Jesús y María en la boca entregó el alma á su criador. La mujer, desde que recibió el santo bautismo, vivió como un ángel, y el confesor no hallaba en ella materia de qué absolverla). Exhorta á sus paisanos (prosiguieron los ángeles) que tengan gran respeto y reverencia á los Misioneros, ministros de Dios, y á que, depuestas y olvidadas las discordias y rencores, se amen como buenos cristianos. Explica al pueblo la terribilidad de los suplicios eternos, porque no pocos perseveran todavía, obstinados en sus vicios, y se hacen sordos á los avisos de los Padres y al llamamiento de Dios. Dí que se mude cuanto antes la Reducción á paraje más vecino y cercano á los infieles, porque Jesucristo, por la desobediencia de los tuyos ha enviado aquí la peste y nunca cesará hasta que os rindais de buena gana á su voluntad, pues es cosa fuera de razón que los obreros Evangélicos pierdan el tiempo en cultivar pocas almas, mientras se pierden tantos millares por falta de quien les enseñe el camino de salvación. Dí á los cristianos que fueron á anunciar el Nombre de Dios á los infieles, que su misión agradó mucho á Jesucristo, y que por los trabajos é incomodidades que en ella sufrieron, les tiene prevenido en el cielo un premio incomparable; que no teman nada las saetas, las macanas y la muerte á manos de los gentiles, porque recibirán de Dios gloria y galardón correspondiente; y para que se te dé crédito y fe, verás ahora alguna cosa de la eterna bienaventuranza. Entonces, en un momento, desapareció el condenado y aquella terribilísima representación del infierno, y luego le pusieron los ángeles á las puertas de la Celestial Jerusalén, de tal riqueza y hermosura, cual las pinta el apóstol San Juan en su Apocalypsi. Apenas había metido dentro el pie, cuando le salieron al encuentro dos bellísimos jóvenes, trayendo en las manos cruces resplandecientes, los cuales le introdujeron en un ameno jardín, donde por la fragancia de las flores, que no se puede comparar con ninguna de acá, y con la belleza de lo que veía, estaba como en extásis admirado; y siendóle presentada una fruta semejante á la granada, con sólo llegarla á sus labios, se le inundó el corazón de tanto gozo y consuelo, que creía que en él estaba lo mejor y aun el todo del don de los ciudadanos del cielo; pero le fué dicho al oído, que estaba muy lejos el piélago de la bienaventuranza, en que engolfándose los Bienaventurados, se hallan plenamente hartos, satisfechos y contentos; y que lo que tenía delante, no era otra cosa más que un asomo, una muestra de lo que quedaba que gozar, bueno y sólo para hacer bienaventurados los sentidos, y la inferior porción del hombre, incapaz de los deleites que trae consigo al entendimiento el conocimiento y la vista clara de la divina esencia. No acababa el buen Lucas de echar los ojos por todas partes, donde veía nuevas delicias y bellezas; y hubiera querido detenerse algún tanto aquí ó pasar adelante, pero le atajó sus designios y embarazó su gusto un escuadrón de espirítus bienaventurados; y el más autorizado entre ellos que en el aire del semblante, en la majestad de sus pasos y en la cruz resplandeciente que traía, creyó era príncipe de la milicia celestial; el cual, volviéndose á mirar á Lucas, le dijo con palabras algo severas: ¿Y tú? ¿Cómo estás aquí? ¿Te has confesado? Respondió que sí, á que añadió: ¿Y estos tres pecados? y nombróselos. Enmudeció el pobre, porque decía era verdad, que no había hecho caso de ellos en la confesión, por ignorancia suya. Entonces le dijo el ángel: Estos afean mucho tu alma, y la impiden el venir á gozar cara á cara de la vista de Dios. Dí á la gente, que no hay otro modo de venir al cielo, sino manifestando sinceramente las culpas en la confesión, como os lo dicen los Padres; las cuales palabras pronunció con tanta fuerza y eficacia, que como un gran trueno le hicieron temblar todo. Con esto dió la vuelta con sus compañeros y hubiera querido el neófito detenerlos para ver más de cerca las cosas tan grandes que había oído decir de Dios y de su gloria, y ver aquel inefable prodigio de cómo las almas son bienaventuradas, no menos porque se ven en Dios que porque ven á Dios en sí mismo; pero aquel príncipe le hizo entender que ninguno que está feo con la culpa podía mirarse como en un espejo en Dios, ni hacer de sí mismo espejo en que se mire Dios; antes que saliese de allí y volviese acá para borrar con la penitencia y confesión aquellas culpas. Despidióse, pues, el pobre hombre de aquel dichosísimo lugar, mas cuando empezaba á entrar por el primer camino, vió que le salía al encuentro la Reina del cielo, servida de gran multitud de santos, que despedía de su rostro tantos rayos y resplandores, que quedó pasmado de la belleza y atónito de la majestad de su semblante; y saludándole su Majestad á él en su lengua, con aire de enojada le preguntó qué llevaba colgado al cuello. Este rosario no es tuyo, sino de mi hijo (y nombró al mancebo á quien Lucas se lo había quitado por fuerza), el cual, en premio de haber acertado con la saeta al blanco, quiso más mi rosario que otras cosas que se le ofrecían; vuelvéselo cuanto antes, porque con esta tu violencia le causaste gran pesar; y al decir esto desapareció, y sus conductores ó guías le volvieron al mundo, y encontrando á cada paso tropas de espíritus infernales que andaban discurriendo y ahullando á manera de lebreles que andan en busca de las fieras, se llenó todo de espanto y horror. Llegado junto á su cuerpo, que poco antes había dejado, no le pareció más que una disforme masa de barro y se maravillaba consigo mismo y no acababa de creer que aquél era en quien poco antes ejercitaba todas las operaciones y facultades naturales, y no cesaba de lamentarse y quejarse con sus compañeros, sino que éstos, sonriéndose, le dijeron: Aquí conocerás qué cosa eres tú, cargado de esta vil y hendionda materia. Con lo cual al punto se desaparecieron de sus ojos, se acabó la visión y Lucas Xarupá, ó por mejor decir, su alma, volviendo á entrar en su cuerpo como si despertase de un profundo sueño, ó como él decía, como si resucitase, su primera diligencia fué hacer llamar al dueño del rosario, y pidiéndole perdón de la injuria, luego en aquel punto se vió libre de la fiebre que aún duraba. Quedaron atónitos los circunstantes de que con tan leve remedio se hubiese librado de aquella penosa enfermedad; mas cuando oyeron lo que por orden de Dios les refirió, fué increíble la conmoción, las lágrimas y el fruto; ni se quedó aquí solo, sino que en donde quiera que llegó la voz de este suceso se vieron los mismos efectos; y quien era bueno se alentó á perseverar, y quien malo, con la memoria de aquellos suplicios, corrigió el humor pecante que en él predominaba. Y el resucitado comenzó una vida tanto mejor, que si antes era bueno, después era un santo. Quédame ahora, por fin y remate, que decir algo del celo de estos buenos cristianos en anunciar la ley divina y llevar la luz del Evangelio á los que aún duran en las tinieblas y vicios del gentilismo; parece que no viven contentos en la nueva vida que han empezado á profesar si no traen á otros á gozar del mismo bien. Para prueba de lo cual, daré el primer lugar á los Misioneros, que, como testigos de vista y de experiencia, no acaban de hablar de este particular. «En este caso, y con otros milagrosos sucesos (así concluye una carta suya un Misionero de la Reducción de San Francisco Xavier, después de haber escrito la visión que poco ha referí), se ha encedido en este pueblo un gran fuego de caridad y de celo, para llevar el nombre de Dios á los infieles sin hacer caso de os trabajos y fatigas y de la muerte, con que han de encontrarse á cada paso.» «La fe, á Dios gracias, va cada día en aumento (dice otro) y desean muchísimos, sin hacer caso ninguno de su vida, introducirla en los gentiles circunvecinos. «Estoy esperando (escribe el P. Caballero) á ciertos neófitos que el año pasado recibieron el santo bautismo, los cuales, movidos á compasión de sus paisanos se ofrecieron á ir allá para reducirlos al rebaño de Cristo, para que sean participantes del bien de que ellos gozan.» Así cuentan de un tal indio llamado Ignacio que no sabe vivir sin andar en busca de infieles y ganando almas á Cristo; y el P. Juan Bautista de Zea, en su ida á los Zamucos, le escogió por capitán de los demás, y á él singularmente fiaba los negocios más graves del bien de aquella gente. Otro tanto escribe el P. Agustín Castañares de otro indio del pueblo de San Rafael, llamado Antonio, que procuraba librar cuantas almas podía de las garras de los Mamalucos y ponerlas en cobro en su Reducción. Apenas se serena el cielo, después del tiempo de las lluvias, cuando luego se previenen para sus misiones, y se tiene por dichoso quien más padece y quien más almas trae al conocimiento de Dios, y gastan en esta empresa tres y cuatro meses, hasta que encuentran paraje donde poder hacer cosecha de almas. Después es cosa de ver las fiestas y alegrías que hace el pueblo al tiempo de su vuelta, y la caridad y amor con que reciben á sus nuevos huéspedes, aunque sean antiguos, implacables enemigos suyos, mueven á devoción y á lágrimas á los Padres. Dánles parte de su pobreza, admítenlos en su casa y quisieran meterlos también en su corazón, de suerte que presto se olvidan los bárbaros de su nativo suelo y se enamoran de la santa ley divina, de la cual ven en sus huéspedes ingerida tan bella virtud entre hombres tan salvajes como ellos, pues es un gran milagro que aun en las necesidades extremas usen, cuando son gentiles, de piedad unos con otros, aun aquellos á quien la Naturaleza ha estrechado con los fuertes lazos de la sangre. Y á la verdad, esta nueva cristiandad se debe á sí misma gran parte de su esplendor y aumento; pues se extiende á tanto su ardiente celo que, sin reparar en peligros evidentes de la vida, se entran por las selvas, ya solos, ya con los Padres Misioneros, á solicitar la conversión de los infieles, siendo ya más de ciento los que han derramado su sangre y ofrecido gustosos sus vidas por dilatar los reinos de Jesucristo entre aquellas bárbaras naciones. Como lo verá claramente quien atentamente leyere esta relación. Y ayuda Nuestro Señor á estos sus siervos muchas veces, aun con milagros, á fin de confirmarlos más en la fe y de que viéndolos los infieles corran á pedir el bautismo. Contaré dos solos por no alargarme ni cansar á los lectores. El primero es de ciertos neófitos que habiendo salido á llevar el nombre de Dios á una Ranchería de indios Penoquís, mientras que con fervor de espíritu exhortaban á aquellos bárbaros á dejar su patria, abandonar el gentilismo y entrar en el rebaño de Cristo, vinieron algunas mujeres espantadas, gritando: «Desgracia, desgracia, que el agua de una laguna cercana que servía para el abasto del pueblo había tomado forma y color de sangre», pronóstico para ellos de mala ventura. Empezaron luego los paisanos á discurrir sobre el caso haciendo diversas interpretaciones, según la pasión de cada uno; mas los cristianos al punto les descifraron el caso, diciendo que aquella era fraude y traza del demonio para apartarlos de que abrazasen la ley del verdadero Dios, y en señal de eso fueron allá todos juntos, y vista la extraña mutación, tomando los cristianos con gran fe el rosario en la mano, bendijeron el agua y le metieron dentro de ella; al punto, desvanecida aquella apariencia, volvió el agua á su antiguo color y sabor que antes tenía. Aún es más maravilloso otro caso que sucedió á estos mismos, los cuales, repartidos por muchas Rancherías distantes unas de otras cosa de una legua, juntaban gente para reducirla á la santa fe y conducirla á la Reducción. Vieron que allí cerca se levantaba en alto gran nublado de humo y grande fuego, sin saber de dónde venía ni quién le hubiese encendido (y por ventura también esta fué astucia del enemigo infernal), y que venía á dar sobre ellos; y porque hacía gran viento se podía mal asegurar la vida y la hacienda con la fuga; y más que las llamas prendían ya en la primera Ranchería. Entonces los paisanos, todos juntos, recurrieron á algunos neófitos, rogándoles con lágrimas en los ojos que si eran verdaderas las cosas que les predicaban de Cristo y de su Santísima Madre, los llamasen ahora en su ayuda en lance tan peligroso; y puestos todos de rodillas pidieron á Dios favor y misericordia, prometiendo los infieles recibir el bautismo y su santa ley. ¡Oh, caso milagroso! El fuego pasó adelante sin hacer el menor daño en la casa donde se habían recogido, y ellos lo tuvieron induvitablemente por milagro, porque la dicha casa estaba en el centro del lugar y todas las otras se redujeron á ceniza. Ni paró aquí el prodigio, porque acercándose el fuego á la segunda Ranchería puso á sus moradores en gran espanto; mas los cristianos echaron luego mano del remedio. Hallábase aquí el capitán de todos, quien llevaba la imagen de la reina del cielo; á éste, pues, ordenaron que saliese á encontrar el incendio y le pusiese para defensa la santa imagen delante de su furia. ¡Cosa maravillosa! Partiéronse por medio las llamas sin hacer allí el más mínimo daño, siendo así que todas las casas eran de paja. Y para prueba más manifiesta del milagro se llegaron las llamas á una casa y formaron sobre ella un arco, pero sin lesión alguna. Con esto se confirmaron los cristianos en la fe y en la devoción á la Madre de Dios, y los bárbaros, vencidos más del prodigio que de su promesa, se alistaron en el número de los fieles. CAPÍTULO VIII Preténdese descubrir el río Paraguay para comunicarse estas Misiones con las Reducciones de los Guaraníes. Desde los primeros años en que se dió principio á la Conversión de los Chiriguanás y Chiquitos, con intento de penetrar al Chaco para reducir á nuestra santa fe las naciones que viven en el vastísimo espacio de tierra que hay entre Torija y el Paraguay, se juzgó siempre llevar al fin pretendido, el abrir camino por aquel río y hacer escala á las Misiones del Paraguay ó Guaraníes, á fin de que fuesen más fácilmente proveídas estas Reducciones de los Chiquitos, y los nuestros tuviesen comodidad de conferir á boca con el Padre Provincial y recibir los socorros más oportunos á su necesidad, fuera de que no sería menor el consuelo de los Provinciales en ver las fatigas y sudores de sus súbditos en la conversión de los gentiles, y acabar en poco menos de un año la visita de esta tan vasta provincia; pues cuando ahora es necesario caminar dos mil y quinientas leguas para visitarla toda, descubierto este camino por el río Paraguay, sólo se andarían mil y quinientas leguas en visitar Misiones y provincia. Consideradas estas utilidades, han puesto por obra los medios más concernientes al fin pretendido, aunque por secretos juicios de Dios nunca se pudieron llevar á cabo, sino después de mucho tiempo, y eso sin fruto. Pero no por eso debo pasar en silencio las fatigas y trabajos que en esta empresa padecieron y sufrieron nuestros Misioneros, por no privarlos de aquella gloria, que aun acá en la tierra se debe á quien todo se ocupa en promover la gloria Divina. Dije ya arriba que el principal motivo de fundar la Reducción de San Rafael junto al río Guabys fué por la vecindad con el río Paraguay, á cuyo descubrimiento partieron por el mes de Mayo del año de 1702 los PP. Francisco Hervás y Miguel de Yegros, llevando por guías, ó como aquí decimos por vaqueanos, cuarenta indios, sin otra provisión que la confianza en Dios y fiados en la protección de la Reina del cielo y de los Arcángeles San Miguel y San Rafael. Ni les salieron fallidas sus esperanzas, porque en todo el viaje se hallaron provistos de montería y de pesca con tal providencia, que en las mayores angustias era más abundante y de mejor cualidad el socorro. Llevaban consigo un Cathecúmeno, de cierta nación, que los años pasados había sido impedimento para descubrir este río; procuró éste con grande eficacia que sus paisanos recibiesen la ley divina, y que los Misioneros fuesen recibidos y bien tratados en tres Rancherías, de Curuminas, Batasiz y Xarayes, donde se quedó, por estar mal proveído de ropa y por habérsele clavado una espina en un pie, y después de pocos días pasó á la otra vida sin recibir el Santo Bautismo, siendo así que se había empleado con fervor en que otros lo recibiesen. Vencidas, pues, muchas dificultades y pasadas no pocas incomodidades que se hicieron precisas por haber de caminar por espesos bosques y agrias montañas, y pasar pantanos y lagunas, á más del contínuo susto y temor de caer en manos de enemigos, llegaron á plantar una cruz en las riberas de un río, que juzgaron era el del Paraguay, ó á lo menos un brazo de él (en lo cual padecieron grande engaño, porque no era río, sino un gran lago que iba á rematar en un espesísimo bosque de palmas). En este ínterin maquinaron ciertos indios dar la muerte á su salvo á los Padres cuando diesen la vuelta por sus tierras; pero disuadidos de esta traición por otros de mejor conciencia, les salieron al encuentro y se fueron con toda la gente de aquellas Rancherías en compañía de los Padres al pueblo de San Rafael, donde tomaron casa. Con la noticia de este descubrimiento, determinó el P. Joseph de Tolú, Superior á la sazón de estas Reducciones, que veniese á la provincia el P. Francisco Hervás á dar esta noticia al Padre Provincial Lauro Núñez, que ya segunda vez la gobernaba. No se puede creer el júbilo y gozo que éste tuvo con semejante aviso; y con toda presteza escogió cinco Misioneros antiguos de los Guaranís, con un hermano coadjutor, para que por la banda del Paraguay descubriesen el camino que ya juzgaban se había descubierto por la banda de los Chiquitos. Estos fueron el P. Bartolomé Ximénez (que habiendo ido Procurador á Roma de vuelta á esta provincia, voló, cargado de años y merecimientos al cielo, el día 22 de Julio de 1717 en el puerto de Buenos Aires), los PP. Juan Bautista de Zea, Joseph de Arce, Juan Bautista Neuman, Francisco Hervás y el hermano Silvestre González. Y porque á alguno no le desagradará leer los sucesos de este viaje, tomaré el trabajo de transladar fielmente una relación diaria de todo lo que hizo uno de los sujetos que iban, la cual, después de mucha diligencia que puse en hallarla, llegó finalmente á mis manos y es como sigue: «Salimos (dice) á 10 de Mayo del año 1703, del puerto de nuestra Reducción de la Candelaria, para dar fondo en el de Atinguí; y de allí á 27 del mismo mes, tomamos tierra en el Itatí, donde nos recibió con singular afecto el P. Fray Gervasio, de la venerable orden de San Francisco, cura que era del aquel pueblo. De aquí, tiramos hacia el río Paraminí, por donde en el río Paraná desemboca el río Paraguay, y montamos aquel cabo, no sin gran dificultad por la furia de los vientos que nos dieron que hacer muchos días. Finalmente á 22 de Junio, aferramos en el puerto de la Asunción, donde nos recibieron con la acostumbrada caridad que usa la Compañía, los Padres de aquel colegio, y después de cuatro días partimos de allí, llevando una barca grande, cuatro balsas, dos piraguas y una canoa. Habiendo caminado las balsas cuarenta leguas, descubrieron á lo lejos algunas canoas de indios Payaguás, que se creyó eran espías de esta nación. Deseamos hablarles y dárnosles á conocer para quitarles todo miedo y sospecha y exhortarles á que ya de una vez ajustasen paces con los españoles y quisiesen hacerse cristianos. Entróse para este fin, en una canoa el P. Neuman con el hermano Silvestre González y llegando cerca de ellos quería eficazmente entablar con ellos tratados de acuerdo. Pero no surtió efecto el deseo de que ellos quiesen llegarse, gritando en alta voz: _Pée pemomba ore camarada Buenos-Ayres viarupi_, que en castellano quiere decir, que temían de nuestra gente, quienes habían destruído á sus paisanos en los confines de Buenos Aires. Por lo cual, desconfiando el P. Neuman de poderlos reducir, dió la vuelta, dejando colgados de un árbol de la playa, algunos abalorios y otras cosillas. Viendo, pues, aquellos bárbaros que las caricias de los nuestros no se quedaban en solas palabras, fueron luego corriendo á coger aquellas chucherías y con más ánimo y seguridad, se llegaron cuatro de ellos al pie de una balsa, donde dejaron algunas esteras labradas con lindo arte y tejidas delicadísimamente: prosiguióse muchos días este tratado, siendo el faraute Aniceto Guarie, fervorosísimo cristiano, vice-corregidor de la Reducción de San Cosme; el cual, deseoso de la reducción de aquellos infieles, procuraba, con modo muy afable y cortés, entrar con ellos para salir con la suya. Es la nación de los Payaguás, de vilísima condición, cobarde, pérfida y pronta á maquinar traiciones y en breve manifestaron estas malas cualidades; porque habiéndose acercado nuestro Aniceto el día 12 de Julio á ciertos Payaguás, con algunas bujerías que ellos estiman, para exhortarlos y reducirlos á recibir el santo bautismo, salió de una ensenada poco distante una manga de estos traidores, dividida en dos canoas y dando sobre él á traición le mataron á él y á otros compañeros con fieros golpes de macana; y ejecutadas estas bárbaras muertes, echaron á huir desesperadamente para librarse de nuestros cristianos, los cuales advirtieron bien tarde la fatalidad; é ídos al lugar del insulto, hallaron los cuerpos de los compañeros, sin poder dar con el de Aniceto; y al siguiente día celebramos las exequias por sus almas; con que se puede piadosamente creer habrá Dios usado misericordia con ellos por el celo con que se ofrecieron á tratar con estos pérfidos gentiles. Viendo los Payaguás que nuestra gente no hacía ninguna demostración de sentimiento por este suceso, tomando atrevimiento, resolvieron desalojarnos el día siguiente de donde estábamos, dejándose ver una multitud de canoas divididas en dos escuadras, de las cuales, llegándose una á tierra desembarcó alguna gente y la otra discurría por el río, pero no se atrevieron á ponerse á tiro; antes, poco después se retiraron, no dejándose después ver más, sino á lo lejos, á fin de espiar nuestros pasos: una sóla vez, en la oscuridad de la noche, osaron molestar por tierra las balsas, tirando contra ellas piedras y flechas; mas nuestros cristianos, con poca diligencia, los pusieron en fuga. Este fué el único encuentro que tuvimos con estos enemigos, con quienes, si se hubieran coligado los Guaycurús, gente infiel, pero valerosa y enemicísima de la fe católica, difícilmente hubiéramos podido escapar y librarnos de sus asechanzas y celadas en un río poblado por todas partes de islas y de ensenadas. A siete de Agosto llegamos á la boca del río Xexui, por donde antes que los Mamalucos destruyesen los pueblos de Maracayá, Terecaní y la Candelaria, se conducía todos los años á la Asunción gran cantidad de la célebre yerba del Paraguay; el día 19, caminando á lo largo de la ribera, vimos una tierra de Payaguás, cuyos moradores se habían poco antes retirado á una grande isla que estaba frente á nosotros. Apenas dimos allí fondo cuando saltaron en tierra nuestros indios, y sentidos de la muerte de sus compañeros la robaron y saquearon toda; era esta tierra del cacique Jacayrá, donde él mantiene algunos vasallos para la fábrica de las canoas. El día 21 encontramos un fortín con empalizada y sobre ella tres grandes cruces, y sospechando nosotros que los Mamalucos habrían hecho allí alguna de sus misiones, supimos después que esto había sido traza é invención de los Payaguás para que Dios los librase de una grande multitud de tigres que infestaban extrañamente el país. Vimos poco después andar en la playa doce bárbaros, pero sin darnos molestia; no obstante, lo que más nos maravilló fué que hasta el día 30 de Agosto no se vieron sino dos canoas de Guachicos antes de llegar al Tepotii. La boca de este río dista como cosa de treinta leguas de la del río Piray. Más adelante hay una hilera de escollos por entre los cuales pasa una furiosa corriente que de ordinario los encubre. Pero cuando allí cerca lleva el río poca agua, se ven en la cima de una de aquellas piedras ciertas huellas de hombre, que dicen los naturales son del apóstol Santo Thomé. Poco más adelante, enfrente, se ven doce altísimas rocas, alegres á la vista, excediendo naturaleza á la hermosura del arte. Aquí empezaron los Guaycurús á encender fuegos y hacer humaredas, que son los correos volantes para avisar á los pueblos circunvecinos de que andan por allí enemigos. Siete leguas después de estos montes corre su río, junto al cual está situada la laguna Neugetures, en que entra un río que baja de las tierras de los Guamas. A lo largo de esta laguna viven lo más del año estos bárbaros, y allí crían muchas manadas de caballos y mulas, sirviéndose de los Guamas como de esclavos, para cultivar la tierra y sembrar el tabaco que se dá aquí en gran abundancia. Otras naciones confinan con estas, entre las cuales había una llamada _Lenguas_, cuyo idioma es semejante al de los Chiquitos. Dos leguas más adelante de esta laguna desemboca el Mboimboi, junto al cual antiguamente hubo una Reducción en que trabajaban en provecho de los naturales los PP. Cristóbal de Arenas y Alonso Arias. Sucedió que el segundo, llamado á las tierras de los indios Guatos para administrarles el Santo Sacramento del bautismo, se encontró con una cuadrilla de Mamalucos, los cuales le mataron á mosquetazos; y el otro, cayendo poco después en las mismas manos, salió tan maltratado, que en breve acabó de vivir y padecer. De aquí hasta los Xarayes en dilatadísimas campañas por beneficio de la naturaleza, sin ninguna industria del arte, se cría inmensa cantidad de arroz, de que todos los años hacen provisión los Payaguás, Guatos, Nanuiquas, Caracarás, Guacamás, Guaresis y otros pueblos confinantes. A 22 de Septiembre pasamos las montañas de Cuñayegua, que tienen en frente de sí en la otra banda las del Ito, donde viven los Sinemacas. Aquí fueron á predicar la santa ley de Cristo los PP. Justo Mansilla, Flamenco, y Pedro Romero, español, el cual fué muerto con el hermano Mateo Fernández por los indios Chiriguanás, porque les persuadía que por ser cristianos no podían tener más que una mujer. En una isla, cinco leguas más adelante, se habían retirado dos caciques, Jarechacu y Arapichigua, con todos sus vasallos Payaguás, que al vernos despacharon luego siete canoas á la grande isla de los Orejones, para dar aviso á aquellas gentes, como lo suelen hacer en tales ocasiones, y por eso se veían de cerca y de lejos muchos humos en el aire, por lo cual en todo aquel contorno son los Payaguás tenidos en grande estimación, que les es de mucho provecho, por lo que les dan de tabaco, cueros, telas y vituallas, de que están abastecidos con grande abundancia. Desde el Tobatí pasamos junto á las montañas del Taraguipitá, de donde cuatro Misioneros enviados por el P. Antonio Ruiz se esparcieron por esta dilatada gentilidad á predicar el Evangelio. Estos fueron los PP. Ignacio Martínez, español, Nicolás Hernat, francés, Diego Ferrer y Justo Mansilla, flamencos. El primero fué llamado al Perú á la misión de los Chiriguanás; los otros dos, oprimidos de las fatigas y trabajos en un total desamparo de todo humano consuelo, con una muerte semejante á la del grande apóstol del Oriente San Francisco Xavier, pasaron al eterno descanso; el último, que quedó sólo, cansado de los muchos trabajos, falleció también en breve tiempo. Ocho leguas sobre el Tobatí, desemboca por dos partes el río Mbotetei, por donde bajan al Paraguay á hacer sus correrías los Mamalucos. Enfrente de estas dos bocas del río Mbotetei, por la otra banda desemboca el Mandiy, que baña las faldas de los montes Taraguipiti que, encadenándose con los del Tambayci y Garaguy, se extienden á lo largo de las costas del Paraguay, hasta cerca de la célebre isla de los Orejones. Desde el río Mbotetei hasta los Xarayes, se extiende el país en vastas campañas, habitadas antiguamente de los Guaycharapos é Itatines; pero molestados de los Mamalucos los abandonaron, internándose en espesos y grandes bosques, que desde la laguna Jaragui, por cincuenta leguas, tiran hasta Santa Cruz la Vieja. Finalmente, á 29 de Septiembre, montadas las dos bocas del Mbotetei, llegamos á donde el Paraguay, dividido en dos brazos, forma á lo largo una isla de veinte leguas. Por estar ya en tierra de los Chiquitos se comenzaron á hacer muchas diligencias para hallar la cruz que el año pasado levantaron los PP. Francisco Hervás y Miguel de Yegros, reconociendo muchos lagos y ensenadas. A 12 de Octubre, habiendo dado fondo en el Paroguamini, encontramos con unos Payaguás, los cuales, aunque temían á nuestros indios, se llegaron no obstante á nosotros y nos presentaron biétole y otras frutas de la tierra, á que correspondimos cortesmente con otros regalos. A 17 dimos fondo á vista de la laguna Jaragui que se oculta por gran trecho entre bosques y montes hasta cerca de la de los Orejones. Aquí una parte del Paraguay está hoy día habitada de gran número de infieles; pero el lado izquierdo es el más poblado, porque se pueden defender más fácilmente de las inopinadas invasiones de los Mamalucos, á causa de que estando rodeados de grandes lagunas y pantanos, se hace muy difícil y casi imposible el paso á aquellos malvados. Señalaré aquí algunas naciones de una y otra banda. A mano derecha están los Guarás, Lenguas, Chibapucus, Ecanaquis, Napiyuchus, Guarayos, Tapyminis, Ayguas, Cunicanis, Arianes, Curubinas, Coes, Guaresis, Jarayes, Caraberes, Urutues, Guahones, Mboyaras, Paresis, Tapaquis. De la otra banda izquierda están los Payaguás, Guachicos, Itatines, Aginis, Sinemacas, Abiais, Abaties, Guitihis, Cubieches, Chicaocas, Coroyas, Trequis, Gucamas, Guatus, Mbiritis, Eleves, Cuchiais, Tarayus, Jasintes, Guatoguaguazus, Zurucuas, Ayuceres, Quichiquichis, Xaimes, Guañanis, Curuaras, Cuchipones, Aripones, Arapares, Cutuares, Itapares, Cutaguas, Arabiras, Cubies, Guannaguazus, Imbues, Nambiquas. Verdad es, que estas naciones las más se reducen á dos ó tres Rancherías, otras á poco más de trescientas ó cuatrocientas almas y otras también en mayor número, y se distinguen por la diferencia de las lenguas, porque todas tienen distinto idioma, ni se entienden entre sí, aunque vecinas y confinantes, porque ó son enemigas, ó no tienen comercio unas con otras. El día 18, dejando á la mano derecha la laguna Tuquis, montamos la boca del río Paraiguazú, que venía colorado con una creciente furiosa de agua. De allí á poco encontramos una canoa con sólo un indio, mozo bien dispuesto y de fuerzas, de nación Mbiritiy, que sin ningún temor se llegó á la barca; hicímosle mil caricias, y aunque ni él entendía nuestra lengua ni nosotros la suya, con todo eso, con señas y ademanes nos dió á entender que su Ranchería distaba de allí dos ó tres jornadas de camino. Poco después le despedimos; pero habiendo experimentado él tanto amor y afecto en nosotros, sentía mucho dejarnos, por lo cual, diciéndole por señas si quería entrar en la barca, él sin reparo alguno se entró dentro con sus armas y con su cama, que era una estera de linda hechura, y regaló á nuestros indios con un grande Capivará (son estos unos puercos del agua, en todo semejantes á los de tierra), que poco antes había muerto. De allí á tres días, viendo que nosotros tirábamos á lo largo de la costa por no empeñarnos en medio en las islas, se despidió prometiéndonos que volvería presto, y nosotros, por medio de él, enviamos al cacique y principales de la nación varias cosillas que estiman estos bárbaros. Cumplió su palabra, y después de poco tiempo estuvo de vuelta; pero pretendiendo atravesar un gran brazo de río en tiempo que hacía gran viento, naufragó á nuestra vista, y apenas pudo salvar su persona, que cayó, por nuestra desgracia, en manos de los Payaguás, que le remitieron á los suyos. Finalmente, á 31 de Octubre, entramos en el famoso lago de los Xarayes, en donde entran muchos ríos navegables, y de dicho lago (con unánime consentimiento de los geógrafos) nace el gran río Paraguay. A la boca de este lago está situada la célebre isla de los Orejones, poblada en algún tiempo de muchísima gente y asolada y destruída ahora por los Mamalucos. El clima de esta isla es saludable y templado, aunque está en diecisiete grados y pocos minutos de altura. Tiene de longitud cuarenta leguas y diez de ancho, aunque otros la hacen doblado mayor; el terreno es muy fértil y abundante, aunque en parte sobresale en montañas llenas de árboles muy á propósito para labrarlos. Los primeros descubridores la llamaron el Paraíso; nosotros, empero, no observamos en ella cosa de más monta que el clima. Hiciéronse aquí increíbles diligencias para hallar la cruz tan deseada; pero por más que hicimos, así por tierra como por agua, no pudimos descubrir la más mínima señal de hacia qué parte cayesen las Reducciones de los Chiquitos. Los PP. José de Arce, Juan Bautista de Zea y Francisco Hervás, suplicaron al P. Superior Bartolomé Ximénez que pasasen adelante á las Rancherías de los infieles á tomar lengua; pero siendo éste de contrario parecer, fué necesario rendirse; antes bien, conociendo que menguaba la corriente más cada día y corría peligro el barco de hacerse pedazos en los escollos ciegos si se parasen allí algún tiempo más, determinó dar la vuelta después de haber gastado mes y medio en andar en busca del camino. Fué increíble el sentimiento de los mismos Padres al ver que se frustraban sus esperanzas y tantas fatigas y trabajos como habían sufrido; por lo cual, postrándose de rodillas delante del P. Superior, le pidieron vivamente les diese licencia de quedarse en aquella grande isla de los Orejones, donde se entretendrían, hasta que creciendo las aguas y hecha amistad con los infieles, se informasen del camino, y pasado el invierno se irían á las Reducciones de los Chiquitos. Admiró el P. Superior su fervor; mas temiendo no fuese que este apostólico celo los empeñase, con gravísimo riesgo de sus vidas, en empresas que no pudiesen salir sino con grandísima dificultad, juzgó no podía condescender con sus instancias. Por tanto, á 12 de Octubre, nos dispusimos para salir de aquel lago ó mar dulce; y aunque siempre estábamos con temor de algún escollo encubierto debajo de agua, con todo esto, mediante el favor de Dios, caminamos á voga y remo sin ningún riesgo, sólo que los vientos, que siempre soplaron por la proa, nos retardaron para que nos adelantásemos. Después de haber caminado cien leguas descubrimos tres canoas con cuatro hombres que, vogando á toda fuerza de remos, se nos acercaron insinuando que querían hablarnos; el uno era Payaguá y los otros Guaranís, cristianos antiguos, que saltando ligeramente en nuestra barca, dijeron resueltamente que se querían quedar con nosotros, aunque les pesase á sus caciques. Viendo nosotros su buena voluntad, determinamos que nuestros indios los defendiesen en caso que sus caciques intentasen cobrarlos á fuerza de armas; pero ellos les dieron de buena gana licencia, creciendo en ellos la estimación de nosotros, pues los Guaranís dejaban su hacienda y parientes sólo por venir á nuestras Reducciones y vivir en la observancia de la ley divina. Por lo cual nos cobraron tanto afecto, que como si fuesen amigos antiguos, entraron los dos caciques con toda seguridad y confianza en nuestro barco y se pusieron al lado del P. Superior. Hallada tan buena coyuntura, se les habló con toda eficacia del bien de sus almas y cuánto interesaban en que nosotros los tomásemos á nuestro cargo, pues fuera de conseguir la salvación eterna y vivir como hombres é hijos de Dios, pasarían una vida quieta y libre de todo peligro, obligándose todos los pueblos de los Guaranís á defenderlos de los Mamalucos y Guyacurús, que cada año tanto les molestan. Ofreciéronse de buena gana los dos caciques con todos sus vasallos á recibir el santo bautismo, y que exhortarían á hacer lo mismo á los Guatos y Guacharapos, para que unidos todos en un cuerpo, fundasen una Reducción. Para asegurarnos más de este su buen daseo, les pedimos algunos infieles que ellos en años pasados habían hecho esclavos, para que instruídos en los misterios de nuestra santa fe, sirviesen después de intérpretes á los Misioneros, ofreciéndoles en contracambio ciertos platos de estaño, cuchillos, anzuelos, avalorios y otras cosas de este jaez. De buena gana nos entregaron seis niños; dos de los cuales eran Penoquís, uno Sinemaca, otro Erebé, otro Curubina y el último Guarayo, los cuales á la vuelta, encomendamos al P. Jerónimo Herrán, para que en su Reducción los impusiese en los preceptos de la ley divina. Entablada con esto la amistad de entrambas partes, se despidieron de nosotros los caciques, contentos y alegres con la esperanza de tener dentro de poco tiempo Misioneros, y ordenaron á algunos de sus vasallos que nos sirviesen con sus canoas, proveyéndonos de pescado por espacio de ciento y ciencuenta leguas de camino, que no fué pequeño socorro por la carestía de vituallas, de que ya padecía mucho nuestra gente y los PP. apenas tenían con qué sustentarse, por haberse corrompido ya el vizcocho y echado á perder el maíz; y el cuotidiano mantenimiento del P. Superior, por espacio de cuatro meses, fué sólo una simple escudilla de habas. Finalmente, como mejor se pudo, tiramos adelante hasta tocar en las riberas donde vivían los Payaguás, matadores del buen Aniceto y sus compañeros; deseamos ganarlos y reducirlos al gremio de la Santa Iglesia; y para eso por medio de los Payaguás amigos, les enviamos una embajada asegurándoles de nuestro buen ánimo para con ellos y que les perdonábamos la traición pasada, que más por temor de alguna trama de sus enemigos, que por malicia, habían maquinado; que tomasen el partido de compañeros nuestros y fabricasen una Reducción, porque de otra manera, habiendo nosotros de frecuentar aquel camino, nuestros indios sujetarían su orgullo; y que para satisfacción de lo pasado, nos restituyesen los esclavos españoles que tenían. Supieron los mensajeros tratar con tanta destreza el negocio, que poco después nos salieron ellos al encuentro, trayendo en una gran canoa á un español llamado Juan García, y se excusaron buenamente de la traición pasada; mas aún ahora se mostraron pérfidos y mentirosos, porque preguntados si tenían más esclavos respondieron que no, y supimos después en la Asunción que tenían otros tres. Después de haber renovado la amistad se nos mostró la mayor parte sobre veinte canoas puestas á la fila, y uno á uno entraron en la barca para recibir algún regalo. El día siguiente vinieron los caciques llamados ambos Jacayrá, presentándonos gran cantidad de fruta de la tierra. Después nos significaron el deseo que tenían ellos también de hacerse cristianos y fundar una Reducción en que los nuestros los instruyesen en los misterios de la santa ley de Dios. Tenían canoas de bella hechura, y viendo la gana que teníamos, nos ofrecieron una bellísima, que nos trajeron al día siguiente. En este estado dejamos el negocio de su conversión; pero hay poco que esperar de ella, porque aunque hayan hecho tan largas ofertas no hay mucho que fiarse de ellos porque son pérfidos, revoltosos, inconstantes, y que en tanto mantienen su palabra en cuanto les está á cuento. Al presente están divididos en dos facciones, la una discurre hacia el lago de los Xarayes, por espacio de doscientas leguas; la otra hacia la ciudad de la Asunción, cautivando gente y robando las haciendas y cuanto les viene á las manos, y muchas veces se coligan con los Guaycurús en daño de los españoles. Pero lo que causa admiración es que tengan tanto orgullo, siendo así que apenas cuentan trescientos ó cuatrocientos hombres de tomar armas, porque cada año procuran diezmarlos los Mamalucos, y muchas veces rompen también con los Guaycurús y se destruyen. Otro no pequeño motivo les retrae de ser cristianos, y es que esta nación es vagabunda, no estando jamás firme muchos días en un lugar, hoy están en tierra firme y mañana en alguna isla, ni pueden de otra suerte vivir, porque sustentándose con caza y pesca, no se puede hallar siempre ésta en un mismo lugar, y como los Guaycurús, Charruas, Jarós y Pampas no tienen firmeza en tierra, así los Payaguás en este río, y les sucedería á ellos lo que á los Jarós, que dos veces pidieron Misioneros y fundaron Reducción, y ambas á dos, enfadados de vivir debajo de un mismo cielo, volviéndose á su antigua costumbre de vagabundos se huyeron, por lo cual es necesario que estos Payaguás se junten con los Guatos y Guaciarapos, pueblos estables y permanentes: pero el hacer esta unión costaría más sangre y más sudores de lo que montase el buen éxito del negocio. Con todo eso, los dos fervorosos Misioneros Joseph de Arce y Juan Bautista de Zea, deseaban se pusiese por obra este intento, allanando con su celo las dificultades tan grandes que se ofrecían. Pero el P. Superior fué de contrario parecer, no queriendo arriesgar las vidas de estos dos apostólicos operarios, con que sin otro efecto proseguimos nuestro viaje, cuando á 2 de Diciembre corrió dos veces peligro de hacerse pedazos la barca en que íbamos. El primero fué por la mañana, quedando encallado en unos arenales, y entró tan profundamente la quilla, que muy trabajosamente, con el ayuda de las otras embarcaciones, se pudo desencallar y sacar fuera de la arena. En este lance suplicamos con grande afecto á la Santísima Virgen, y con su favor, cuando creíamos entrase el agua por muchas partes, se halló que no había padecido nada. Pero mayor fué el peligro y el susto al entrar la noche, porque soplando muy recio el viento y alterado el río, y caminando el barco á todo riesgo, dió de golpe en un escollo ciego y la furia del agua y del viento la estrelló de escollo en escollo hasta arrojarla sobre la ribera. Aquí nos sorprendió á todos el susto y ya esperábamos que se había de hacer pedazos y correr peligro nuestra vida; pero la piadosísima Señora quiso hacernos cumplida la gracia, saliendo, así nosotros como la barca, sanos y salvos de aquel riesgo. A 4 de Enero ordenó el P. Superior que adelantándose tres barcos á vela y remo procurasen cuanto antes entrar en el puerto de la Asunción para llevar al P. Juan Bautista Neuman, que afligido sobremanera de la disentería estaba poco menos que reducido á los últimos períodos de la vida. Por fin, el día 7, dimos todos fondo en aquel puerto, donde al desembarcar nos salió á recibir el Gobernador, la nobleza y el pueblo en gran multitud, que quisieron en todo caso, por más que nosotros lo rehusamos, conducirnos hasta el colegio, donde tuvimos la triste nueva del fallecimiento de aquel buen Padre. Venía tan maltratado y tan acabado de fuerzas por los trabajos del viaje, fuera de que en muchas semanas no se le pudo dar á comer otra cosa que un triste puñado de maíz corrompido, que una hora después de haber entrado en nuestro colegio pasó á recibir en la Jerusalén celestial el galardón de tantos trabajos. A sus exequias asistieron el Cabildo eclesiástico y secular y todas las religiones que quisieron honrar, como ellos decían, el cadáver de un santo mártir, pues que las fatigas y trabajos sufridos por la gloria de Dios y bien de las almas le habían acabado. A 9 del mismo mes salimos de la Asunción para volver á los Guaranís, donde últimamente, á 4 de Febrero, dimos fin á tan larga navegación. Nueve meses hemos gastado en este viaje; hannos faltado dieciséis indios por la escasez de los víveres y por la disentería que á casi todos nos afligió, y á habernos tardado un poco más hubieran muerto otros Misioneros con grave perjuicio de tantas almas, á cuya conversión estaban destinados.» Hasta aquí la relación de este viaje. Notable fué el sentimiento del P. Provincial viendo desvanecidos medios tan eficaces para el intento; mas no por eso desistió abandonando la empresa, y así, pasado el año siguiente á la visita del colegio de Tarija, ordenó al Padre Juan Patricio Fernández que fabricase algunas canoas en las riberas que se creía eran del río Paraguay, enviase por allí al P. Miguel de Yegros, con el hermano Enrique Adamo, á la Asunción, acompañándoles los Xarayes prácticos del río y valientes vogadores. Partió al punto el P. Juan Patricio con los dos compañeros y cien indios del pueblo de San Rafael por el mes de Octubre de aquel año, para ver si aquel río, junto al cual el P. Francisco Hervás había levantado la cruz, era el Paraguay; pero á tres jornadas de camino halló que se perdía en aquel que parecía río en unos palmares, sin saber dónde era su término; con todo eso pasó ochenta leguas más adelante para reconocer dónde estaba la cruz; pero llegando allí vió que no era este el río Paraguay ni ramo suyo, sino un gran lago que en el tiempo de las lluvias se extendía por aquellos valles. Descubríanse desde aquí montañas muy altas entre Oriente y Mediodía, y creyendo que á la falta de ellas correría el deseadísimo río, determinó ir allá, como lo hizo; el viaje era incómodo y trabajoso, porque todo él había de ser por la cumbre de la montaña; pasó por cierta Ranchería de Guarayos destruídos por los Mamalucos, encontró muchas lagunas, registró la más grande y profunda para ver si desaguaba en el río Paraguay, pero todo sin provecho. Ya era la mitad de Diciembre y amenazaba el cielo inundar las campañas con las lluvias, que cerraban el camino para la vuelta; pero con todo eso, porque tantos trabajos no quedasen frustrados, quiso gastar otros ocho días en aquella empresa que tantos, y no más, parecían necesarios para llegar á las costas del Paraguay, como lo afirmaban algunos indios viejos, quienes por unas montañas fragosas que tenían delante, se acordaban del país, por donde cuando mozos anduvieron con sus paisanos para mover guerra á los Guarayos que viven á la ribera del río Paraguay. Llegaron allá después de ocho días, habiendo gastado los tres en abrir camino por un espeso bosque, sin hallar con qué apagar la sed sino exprimiendo ciertas raíces que llaman Bocurús. Poco más adelante descubrieron una laguna muy grande cercada de una corona de montes que hacia el Oriente abrían boca, por donde la laguna descargaba sus aguas, y por el Poniente la ceñía un bosque espesísimo. Preguntóles el P. Juan Patricio Fernández si esta laguna iba á desembocar en el río Paraguay, á que respondieron que no sabían, mas un Penoquí de aquellos que se escaparon de las manos de los Mamalucos, añadió que por aquella laguna habían entrado los enemigos á discurrir y registrar el país, y por la banda del Oriente se descubría un arenal, donde desembarcando dichos Mamalucos habían dejado las canoas y tomando camino por tierra, habían ido á caza á los indios Taus. Oído esto, mandó al momento fabricasen una canoa, pero no hallando madero á propósito, y estando ya en el corazón del invierno, le fué forzoso volver atrás y dejar la empresa para mejor tiempo. Repartiendo, pues, á la gente las vituallas que había reservado para su viaje á la Asunción, la envió á reconocer aquel arenal y camino de los Mamalucos. A dos jornadas de camino dió dicha gente en una pequeña Ranchería de Guarayos de sesenta almas, que condujeron consigo al pueblo de San Juan Bautista, á donde llegaron sanos y salvos el Sábado Santo del mismo año. El P. Juan Patricio y sus compañeros gastaron veinticinco días para entrar en San Rafael, por estar, á causa de las lluvias innundada toda la campaña, por cuya causa se veían obligados á caminar descalzos, todos calados de agua, y era gran fortuna topar á la noche con algún montecillo, aunque pantanoso, donde hacer alto, aunque no para tomar algún reposo y aliento en el sueño, por no permitirlo la infinita multitud de mosquitos y tábanos que produce la humedad. Tantas fatigas, maltratamientos y trabajos causaron en estos Misioneros graves enfermedades y por gran fortuna pudieron ellos convalecer; mas no así el hermano Enrique Adamo, que consumido y deshecho de los excesivos trabajos y no teniendo fuerzas para recobrarse, pasó el día 27 de Julio de 1705 á la bienaventuranza, para recibir el galardón de sus fatigas. Era este hermano enfermero en la Casa Profesa de Roma, cuando llegando á aquella corte el P. Ignacio de Frías, procurador general de esta provincia, obtuvo licencia de nuestro Padre general Tirso González para venir por su compañero y pasar á las Misiones de los Guaranís, de donde fué á ejercitar el mismo oficio de enfermero á este colegio de Córdoba, y de aquí fué á las Misiones de los Chiquitos, á que siempre tuvo grande afecto y con su celo é industria procuró los progresos de ellas, hasta perder la vida en la demanda. De los Guarayos que se avecindaron en San Juan Bautista había algunos que entendían la lengua castellana, con lo cual pudo el P. Juan Patricio Fernández informarse del Paraguay y del puerto donde los Mamalucos daban fondo para tomar noticias de la tierra de los Chiquitos y aun ellos se ofrecieron á ir con él allá. Por tanto, despachó algunos indios á abrir camino en los bosques de los Taus, los cuales llegando á la última Ranchería de estos, situada á la falda de las sierras de Santa Cruz la Vieja, descubrieron á los Paisanos el intento de su ida, los cuales se lo disuadieron diciéndoles que no podrían tenerse en pie las caballerías por aquellas cuestas tan fragosas y les señalaron un camino no tan difícil, aunque todo de bosque pero todo lleno de arroyos y en algunos lugares se dilataba en fértiles campañas. Al principio de Agosto partió en su seguimiento el P. Fernández con el P. Juan Bautista Xandra y dos Guarayos, paróse en las tierras de los Guarayos, donde halló á ciertos cristianos que habían venido de la Reducción de San Joseph para exhortar á aquella gente á alistarse debajo de las banderas de Cristo, y consiguieron su pretensión porque abandonando todos su nativo suelo, se redujeron á vivir en nuestras Reducciones. Detuviéronse aquí los Padres tres días esperando á los neófitos que habían despachado á reconocer el nuevo camino; de aquí prosiguieron su viaje, aunque bañados de sudor, siendo necesario abrir camino con hachas y picos por una espesísima selva, hasta que entraron en una campaña de bellísima vista, enfrente de la cual estaba la laguna Mamoré, á donde se encaminaban. Llegaron, finalmente, á la playa donde solían desembarcar los Mamalucos, en donde halló el P. Superior cinco largas cadenas que habían enterrado allí aquellos crueles hombres. Esta playa es un brazo de tierra, algunas millas dentro de la laguna, y corre hacia Oriente y divide aquella laguna en dos ensenadas, una de las cuales se extiende al Septentrión y la otra al Mediodía; y así por lo que veía como por lo que sabía por relaciones ajenas, se certificó que dicha laguna desembocaba en el río Paraguay. Quiso el Padre adelantarse y pasar adelante, para lo cual mandó á los indios que buscando un grueso leño fabricasen de él una canoa; y ellos, no muy lejos de allí, hallaron un árbol bien á propósito para el caso, el cual, dispuesto en forma de canoa y echado al agua, apenas los Chiquitos que entraron dentro habían aprestado los remos para vogar, cuando se volcó y aquellos pobres cayeron al agua, de donde con gran trabajo salieron diciendo: «Esto no es para nosotros.» Estando, pues, por aquel lado muy alterada la laguna por el viento que soplaba, les ordenó el P. Fernández pasasen la canoa á la otra ensenada; mas sondando los indios el fondo del agua no se quisieron arriesgar á ponerse otra vez en peligro; pidióles el Padre que á lo menos le pasasen á la otra banda, lo cual también rehusaron por ser manifiesto el peligro de que la impetuosa corriente del agua volcase la canoa y él se hundiese sin poder ser socorrido: parecía azar y siniestro accidente que no sufriesen el efecto pretendido tantas diligencias y trabajos sufridos por descubrir el puerto tan deseado del Paraguay; pero no fué sino providencia singularísima del Altísimo, que no menos cuidaba de su gloria que de la vida de sus siervos, porque si nuestros Misioneros de las Reducciones de los Chiquitos bajaban á la de los Guaranís, caían en manos de los Payaguás, que habían jurado vengar la muerte de sus paisanos con la muerte y estrago de cualquier español que encontrasen, como poco después lo escribió el P. Provincial, ordenando que ninguno de los nuestros bajase por allí á los Guaranís, y que si alguno estuviese ya en camino, diese la vuelta luego á los Chiquitos. La causa del rompimiento fué que cuando aquellos cinco Misioneros de quien poco antes hablé, llevaron consigo á la ciudad de la Asunción los más nobles de aquella nación, no fueron éstos recibidos de la ciudad con buena cara, temiendo que venían á reconocer la tierra y darles de improviso un asalto y saquearla; con todo eso, por respeto de los nuestros, los trató cortesmente el Gobernador, y acariciados con mil regalos y presentes se volvieron á sus tierras. Poco después, no sé con qué motivo, discurrían por el río algunos españoles, y encontrándose con una escuadra de aquellos bárbaros les dieron una carga cerrada de mosquete, y con la muerte de algunos pusieron á los demás en fuga. Con esto se rompió la paz, y jamás los Payaguás se fiarán de los nuestros, y mucho menos de los españoles; antes bien, estarán siempre alerta para vengarse de la injuria recibida, como lo han ejecutado con harto daño de toda aquella gobernación del Paraguay. CAPÍTULO IX Múdanse á otro paraje las Reducciones; pasa el Padre Superior á Tarija y desastres de los neófitos. Por haberse ocupado el P. Superior en la empresa que acabo de referir, no se había puesta en ejecución el orden del P. Visitador de estas Reducciones, José Pablo de Castañeda de que se buscase sitio mejor y más sano para fabricar de nuevo las Reducciones; por lo cual quiso al presente ponerlo por obra, á que no poco ayudaron las enfermedades y el contagio. Considerado pues, el sitio más conforme á la salud de aquellos pueblos, y para reducir á la fe las naciones confinantes, determinó con mucho gusto de los neófitos, que la Reducción de San Rafael se trasladase y plantase sobre un monte poco distante de su primera fundación, donde se halla al presente, con gran provecho de los infieles que allí van á vivir y tomar casa. La Reducción de San Juan Bautista se mudó al Zapoco, riachuelo de poca agua, pero cómodo, á que también se juntaron otros infieles. En la Reducción de San Joseph, por no cuadrales á los indios el sitio que se escogió para mudarla, se tuvo por mejor trasladarla á Santa Cruz la Vieja, en cuya elección, cuan bien adivinasen los neófitos, se descubre por el estado próspero en que siempre se ha mantenido, y por ser escala á las naciones infieles del Chaco. No ha dejado, empero, el demonio de hacer de las suyas, para arrancarla de aquí viendo cuánto daño se le ha seguido á su partido; pero descubiertas sus trazas y marañas, se redujeron todas á humo. La otra de San Francisco Xavier se pasó trece leguas más adelante hacia el Septentrión y siempre ha ido en aumento, de suerte que ha sido necesario dividirla en otras Reducciones. Escogido, pues, el lugar para la nueva fundación, ordenó el P. Superior no se emprendiese la fábrica, sin haber hecho primero la sementera y tener con qué vivir: mas el pueblo no quiso esperar tanto, por ver siempre á sus ojos la muerte en aquel clima inficcionado mucho tiempo antes de la peste; por lo cual se vieron los Padres precisados á seguir los indios, y el P. Superior, pasando á San Joseph, halló solos á los Misioneros, que con su ajuar estaban ya de partida para seguir á los neófitos. De aquí se condujo á la villa de Tarija á tratar los negocios de aquella cristiandad con el nuevo Provincial P. Blas de Silva, que desde el día 16 de Septiembre de 1706 gobernaba esta provincia, llevando consigo los Guarayos prácticos del Paraguay. Llegado, pues, á la dicha villa, refirió las noticias más seguras del puerto que había en el río Paraguay y destinó aquellos indios para que se despachasen á los Guaranís, á fin de que guiasen con seguridad otros Misioneros á los Chiquitos. De todo esto hizo poco caso el P. Provincial, diciendo serían estos indicios como los pasados, de que no se debía tener cuenta ni arriesgar á otros Apostólicos operarios que trabajaban en otras partes con igual gloria de Dios y provecho de las almas. Que fuesen los Misioneros de los Chiquitos los primeros que rompiesen el camino, que por una contingencia no quería, á tanta costa, exponer otros sujetos en aquella trabajosa empresa. A que no pudiendo replicar el P. Fernández, esperó mejor tiempo para lograr sus deseos: y por estar ya á los fines de Diciembre y cerrados los caminos con las lluvias, se quedó en Tarija, confirmado en el gobierno de aquellas Misiones; y el año siguiente de 1707 volvió á ellas con otros dos operarios, el P. Pablo Restivo, siciliano, Misionero antiguo de los Guaranís, y el P. Juan Bautista de Zea con el oficio de Visitador, en nombre del Provincial, el cual pensaba abrir nuevo camino, porque había recibido orden el P. Felipe Suárez que desde el pueblo de San Joseph, allanase el camino, costeando el río San Miguel, porque se ahorraban muchas jornadas de viaje y se libraban de los vados peligrosos del río Guapay y por aquí habían ido antiguamente los Chiriguanás á caza de indios Penoquís, aunque les salió mal esta invasión, porque cogidos de los Penoquís en una emboscada, los pasaron á todos un palo por las entrañas, y así traspasados los levantaron en el aire y los pusieron á los lados del camino para muestra de lo que harían con otros si se moviesen á cosa semejante. El P. Suárez, por el mes de Mayo puso por obra la voluntad del P. Zea, aunque no pudo llegar hasta las Rancherías de los Chiriguanás por no tener con qué sustentar á buen número de indios Chiquitos, que allanaban el camino. Con todo eso, teniendo á la vista aquella punta de montes que habitan los Chiriguanás, se avanzó con dos indios para ver si descubría alguna Ranchería. A pocos pasos vió que venía hacia sí uno de los Chiriguanás, que despavorido á la vista del P. Felipe, como de enemigos, metió las espuelas al caballo, y llegando á toda carrera á su Ranchería dió aviso que venían Mamalucos, con que se previno para la defensa y puso en armas todo el contorno. Por lo cual, no teniendo el Padre quien le guiase y viéndose abandonado de sus cristianos, dió la vuelta á San Joseph, y aunque no pudo noticiar de lo sucedido al P. Fernández, lo supo éste en el valle de las Salinas por aquella voz que se divulgó, de la cual conjeturó había sido lo que había intentado el P. Felipe. A fines de Septiembre se partió el P. Fernández á los Chiquitos, y llegando á las tierras de los Chiriguanás, llamadas Palmares, tuvo noticias más ciertas del camino que habían abierto los Chiquitos. Por lo cual resolvió el P. Visitador Juan Bautista de Zea, dejado el camino antiguo, tirar al Oriente hacia el río Parapití á una Ranchería de Chiriguanás, llamada Charaguá, por donde pasa aquel río; aquí trató con dos caciques para que le guiasen hasta donde había llegado el P. Suárez, ofreciéndose éstos al punto, anticipándoles los nuestros una buena paga; pero el día antes de la partida, estando bien tomados de la chicha, que es su vino, descubrieron cuanto maquinaban en su corazón, y era la causa de todo que sus parientes habían montado en cólera porque enseñaban á los Padres aquel camino por donde en adelante vendrían á robarlos y hacerlos esclavos los Mamalucos, diciéndoles era mejor matarlos á macanazos, ó si no á lo menos conducirlos á donde los tigres hiciesen estrago en ellos; los caciques, empero, querían mantener la palabra sin moverles nada estas razones que alegaban, más por deseo de la ganancia que sacaban, que por certidumbre que tuviesen de los peligros que les podrían suceder. Por lo cual el día siguiente se aprestaron puntualmente para ir sirviendo á los Padres y los acompañaron hasta el Parapití. Pocas millas faltaban para llegar al lugar donde el P. Suárez había vuelto atrás, cuando los dos caciques se dejaron salir de la boca estas palabras: «Gran lástima tenemos de vosotros, porque os han de robar y matar los Tuquís que discurren por este camino». Tuquís llaman á los pueblos que no son de su nación. El P. Visitador hacía que no los entendía y quería pasar adelante, pero aconsejándose con sus compañeros, sospechó maquinaban alguna traición los Chiriguanás, y que con el pretesto de los Tuquís, querían encubrir sus tramas; pues fuera de ellos no había otros en el país que habían registrado bien los Chiquitos, por lo cual, so color de que las caballerías se habían cansado y que no podrían andar lo que les faltaba de camino, se dieron prisa á volver atrás para escapar de las uñas de aquellos bárbaros, que por sólo robarles las pobres cosillas que llevaban consigo, les querían hacer traición. Y no se engañaron, pues se encontraron con muchas cuadrillas de aquellos bárbaros que, preguntados á dónde iban, respondieron que á pescar en el Parapití; pero se les escaparon de las manos estos peces que iban á buscar. No se perdió del todo tan largo viaje, ni las fatigas y trabajos que padecieron estos fervorosos operarios, disponiéndolos Dios para que las almas de dos niños consiguiesen la feliz suerte de su predestinación. Estaban éstos en el Charaguá ya para expirar, cuando fueron llamados los nuestros para que les aplicasen algún remedio corporal; pero viendo ellos perdida la esperanza de la vida temporal, les procuraron el remedio del alma con el santo bautismo, y apenas le recibieron, cuando fueron á gozar de aquella bienaventuranza que, ciegos sus padres, tanto aborrecían. Lo cual llenó tanto de júbilo á aquellos varones apostólicos, que por ello sólo les parecieron bien empleados tantos sudores y fatigas. A causa de estos embarazos no pudieron llegar á los Chiquitos hasta mediado Diciembre, con que les fué preciso hacer alto en la Reducción de San Francisco Xavier por las lluvias que ya inundaban el país. Poca gente halló el P. Visitador Zea en las Reducciones, porque apenas los indios habían levantado sus casas, y recogido algunas mieses para su manutención, cuando se partieron al punto á reconocer el país y sus confines y espiar las Rancherías de los infieles, porque ya que había sido costumbre antigua suya hacer guerra á los confinantas y tomarlos por esclavos, se valieron de eso los nuestros para dilatar la gloria de Dios y en provecho de aquellos infieles que vivían en las tinieblas de la muerte y de la infidelidad; persuadiéronles, pues, que fuesen por las Rancherías de los circunvecinos, pero sin causarles el menor daño ni en las vidas ni en la haciendas; antes bien, que con afabilidad y con otros buenos modos, les diesen noticias de Dios y de las cosas del cielo, enseñándoles el fin para que habían sido criados y vivían en el mundo, la necesidad de abrazar la ley de Cristo para ser eternamente felices, y que procurasen ganarse el afecto de alguno de ellos, para que sirviese de guía é intéprete á los Misioneros. Los buenos cristianos empezaron á ejercitar tan puntualmente la lección que se les dió, que por no traspasarla aún levemente, se dejaban hacer pedazos de los bárbaros, por lo cual fué necesario explicarles lo que podían hacer si fuesen acometidos para que no sucediese en adelante lo que sucedió á unos indios de la Reducción de San Joseph, que yendo en busca de las Salinas dieron en una Ranchería de infieles; entraron en ella sin armas, desplegado sólo el estandarte con la imagen de Nuestra Señora, y con palabras suaves y corteses procuraron domesticar la fiereza de los moradores; pero éstos, mirándolos con malos ojos, dieron sobre ellos como tigres é hicieron en ellos tan cruel estrago, que sólo un indio con dos muchachos pudo escapar con vida. Otro tanto, si no ya peor, porque fueron más en número, sucedió á los de San Juan Bautista. Internáronse éstos en país enemigo, ochenta y más leguas á una tierra de infieles cercada alrededor de profundos fosos de agua, junto á los cuales tenían fabricadas sus casas; entraron dentro los nuestros y dos solos de sus moradores, porque los demás estaban trabajando en el campo, salieron fuera á hacerles frente y á amenazarles con sus flechas. Viendo uno de éstos que los cristianos no desistían de avanzarse, hirió con una saeta al que llevaba la imagen de Nuestra Señora, á quien ellos no hicieron otro daño que quitarle las armas (cosa maravillosa digna de tenerse por milagro aun en los aprovechados en el espíritu, no ya en bárbaros, en cuyos corazones reina más la venganza que en el cuerpo el alma); pero las mujeres, empuñando las armas, fueron á los sembrados á avisar á los hombres, los cuales, dejada la labor, volvieron al punto con ánimo de hacer en ellos una gran carnicería; pero viendo el número, y habiendo con daño propio probado otras veces el coraje y aliento de los Chiquitos, se detuvieron y previnieron la mesa en qué repararse de la hambre, hablando más por señas que con palabras por ser de diferentes lenguas. Poco después vino el cacique, que al punto hizo retirar á los suyos y ordenó que recogiesen las armas que los nuestros, en señal de paz, habían puesto en el suelo. Llevaban esto de mala gana los Chiquitos; pero su Capitán, fervorosísimo en la fe, cuando antes de convertirse parecía una fiera, mandó que se las dejasen coger, queriendo con tal bondad y mansedumbre ganarles el afecto y la voluntad, y sus almas para Cristo. Pero aprovechó poco, porque luego que los vieron desarmados cargaron los bárbaros sobre ellos y hubieran hecho en ellos un grande estrago, hasta no dejar ninguno vivo, si no se hubieran entrado algunos pocos dentro de los fosos; quedaron muchos heridos, y por muchos meses llevaban en el cuerpo las señales del fervor y deseo que fomentaban en sus pechos de verter la sangre por Cristo. Fué uno de ellos herido en el vientre, y la punta de la flecha le dañó las entrañas; el cual con gran trabajo le condujeron á casa en brazos ajenos, y postrado en la cama por mucho tiempo, hasta que no le quedó más que la piel sobre los huesos, perdida la esperanza de sanar trató un Misionero de disponerle para morir, diciéndole que perdonase á sus enemigos y se tuviese por dichoso en dar su vida por llevar á otros la luz del Evangelio, que imitase á su buen Redentor que por sus enemigos pidió perdón á su Eterno Padre, amándoles con amor infinito, en recompensa de las injurias recibidas. El buen indio lo oyó con gusto, y con lágrimas de tierno afecto, los perdonó y ofreció á Dios su vida por la salvación de aquéllos que le habían tan gravemente ofendido, y así le administró los Sacramentos y esperaba por instantes su feliz tránsito á mejor vida. El día siguiente preguntó al enfermero en qué estado se hallaba el enfermo, á que respondió que estaba fuera de peligro, y que aquel Señor que había recibido le había quitado todo el mal. No acababa el Padre de creerlo; pero hallando que era verdad, preguntó al indio, ya sano, qué le había sucedido. A que él satisfizo, diciendo: «El Señor, que tú ayer me diste, me ha librado y esta noche arrojé fuera todo el mal.» Valiéndose de este caso, exhortó el Misionero á aquellos nuevos cristianos á perseverar en el bien comenzado y á amar á Dios, que con tal milagro manifestaba cuánto le agradaban sus fervores. Empero, no faltó quien tomase venganza de aquella crueldad, porque los Piñocas andando también ellos en busca de almas, se encontraron acaso con ellos, y reconociéndolos por los rosarios y cruces que llevaban colgadas al cuello, despojos de los muertos (estos son los atavíos y adornos que tanto aprecian aquellos cristianos); aun con todo eso no los hubieran atacado, si el remordimiento de la conciencia no hubiese atizado á los infieles; los cuales, mientras se ponían en armas, recibieron de los Piñocas tal carga, que muchos de ellos cayeron muertos en tierra y entre ellos el cacique, autor de la traición. Mejor fortuna corrieron otros indios de la misma Reducción de San Juan Bautista, que entrados en una Ranchería de Puraxís, lograron reducir á la Santa fe cincuenta familias, y con ellos, alegres y contentos, dieron la vuelta á su Ranchería. Siendo informado el P. Visitador del estraño encuentro de los de la Reducción de San Joseph, ordenó que cien indios del mismo pueblo, pertrechados de armas, volviesen, no para castigar la crueldad de aquellos malvados, sino para traer los huesos de los muertos para darles honrosa sepultura y que con buenos modos, aunque siempre con las armas en la mano, les certificasen sinceramente del fin porque iban á su pueblo y del amor que, aun después de cometida aquella bárbara atrocidad, les tenían. Partieron al punto; y aunque á costa de grandes trabajos por la falta de agua, de suerte que no tenían para refrigerar la sed sino un poco de rocío que recogían en los cardos silvestres al fin llegaron al lugar de la matanza, donde sólo hallaron los cuerpos de sus hermanos, pero no á los matadores, á quienes obligó el temor del castigo á retirarse á donde tan fácilmente no pudiesen ser hallados. Querían los cristianos ir en su seguimiento, pero no siendo prácticos en los caminos defirieron esta empresa para tiempo más oportuno y cargando en sus hombros los cadáveres, dieron la vuelta á su Reducción, donde tuvieron no poca materia de alegría en los dos pueblos que vieron se fundaban de nuevo; el uno con el título de San Ignacio de los Bocas, y el otro de la Concepción, donde se juntaron los pueblos de lenguas muy diferentes, que en sus correrías hacia el Mediodía había descubierto el V. P. Lucas Caballero. Señaló por Superior de la primera al P. Joseph de la Mata, y él se fué por su compañero, con raro ejemplo y edificación de todos en usar del oficio para escoger el cultivo del campo más duro y sembrado de espinas y de cruces (de que daré abajo pruebas mayores). Mas este su celo le hubo de costar presto la vida, porque siendo como era Misionero verdaderamente Apostólico, incapaz de reposo y descanso, apenas llegó á la nueva Reducción cuando al punto quiso ganar para Cristo á los Auropés y Tabacis, siendo preciso para conseguirlo pasar profundos pantanos y lagunas, caminando muchas veces bañado, así del agua que caía del cielo como del mucho sudor en que se resolvía para vencer no pocos ni ligeros embarazos. De aquí se le originó un humor maligno, que corriendo por el cuerpo, le ocupó todo en breve con una monstruosa hinchazón, en que peligraba ya la vida, á no haberle acudido el P. Mata con algunos remedios, que no tanto por su actividad cuanto por voluntad de Dios, le repararon algún tanto; y para que se restituyese del todo á su antigua salud, fué preciso mudase de aires, pasando á San Rafael, donde tuvo dilatado campo para ejercitar su celo, saliendo á caza de bestias racionales (que así se pueden llamar aquellos bárbaros) las cuales domesticadas redujo al redil de la Iglesia. Parecía que iba á competencia con el V. Padre Caballero en ganar almas para Dios y para sí mismo muchos méritos; y es obligación mía dar aquí por extenso noticias de las heroicas virtudes de entrambos: de las del primero tendré abajo ocasión oportuna; de las del V. P. Lucas la daré en los capítulos siguientes, concluyendo la narración con el felicísimo martirio que padeció el año de 1711. CAPÍTULO X Nacimiento, entrada en la Compañía y primeros fervores del venerable P. Lucas Caballero. Nació el venerable P. Lucas en Villamear, lugar de Castilla la Vieja. Sus padres eran de lo principal de él y acomodados en bienes de fortuna. Pasó los primeros años de su niñez en casa de un tío suyo, sacerdote de ejemplarísimas costumbres, y en quien aprendió una gran madurez de juicio y gravedad en las acciones, de suerte que en la niñez nada tenía pueril ni mostraba ternura, sino en la piedad, ni gusto sino en los ejercicios de devoción, y en todo mostraba una virginal modestia, tan delicada, que se ofendía de ver ó de oir acción ó palabra menos recatada. Habiendo pasado aquel santo sacerdote á mejor vida, pasó á vivir á casa de otro tío suyo, también sacerdote, pero de diferentes costumbres y proceder; no obstante eso, el devoto niño fortalecido con la gracia del Espíritu Santo no empañó con el menor defecto el candor de su inocencia, aunque para conservarla pura hubo tal vez de desatender la autoridad de su tío que era de rotas costumbres, manteniéndose modesto, retirado y atendiendo sólo á las cosas de su alma y al servicio de Dios. Aprendió los primeros rudimentos de la Gramática en nuestro Colegio de San Ambrosio en Valladolid, donde con el trato de los nuestros se aficionó á la Compañía y pidió con instancias ser admitido en ella; y hechos los exámenes y pruebas acostumbradas, pasó al noviciado de Villagarcía, grande y religioso Seminario de Varones Apostólicos en ambos mundos. Aquí llenó las esperanzas que de él se tenían con el fervor de espíritu y con la inocencia de la vida, teniendo todo su gusto en Dios. Tuvo por este tiempo noticias de la llegada á España de los PP. Cristóbal de Grijalva y Tomás Domidas, procuradores de esta provincia, que venían por operarios evangélicos para cultivar y mantener esta dilatada viña del Señor. Encendióse luego en deseos fervorosos de ser uno de los señalados para pasar á Indias, á cuyo fin hizo á Dios Nuestro Señor repetidas súplicas para que se dignase su Divina Majestad de escogerle para propagar su gloria y llevar la luz de la fe á los que viven en las sombras de la gentilidad, ofreciéndose con voluntad pronta á los trabajos y á los peligros de la vida hasta derramar su sangre por la fe. Agradaron al cielo estas ofertas como lo dieron á entender los efectos; porque teniéndole los Superiores como hábil para grandes empresas en el servicio de Dios, ciertos de lo sólido de sus virtudes le concedieron licencia, y poco después, en compañía de otros setenta Misioneros, se dió en Cádiz á la vela, y después de una trabajosa navegación en que murieron ocho de los nuestros, arribó á Buenos Aires, primer puerto de esta provincia, y de allí pasó á Córdoba de Tucumán, donde con crédito de ingenioso concluyó sus estudios. No quiero omitir lo que él por humildad, y para enseñanza nuestra, refirió á un confidente suyo, y fué que viéndose en la filosofía superior á los otros condiscípulos en las funciones domésticas, se dejó llevar de alguna vana complacencia de sí mismo y se descuidó en rezar la oración del angélico doctor, que acostumbraba antes de estudiar, pero de aquí se le originó oscurecérsele algún tanto el entendimiento, y le fué necesario después sudar y trabajar mucha para entender las materias teológicas. Acabados sus estudios y recibidas las sagradas órdenes, empleó su celo en las Misiones de la jurisdicción de la ciudad de Córdoba con igual gloria de Dios y aprovechamiento de las almas, así de los indios como de los españoles, que por su pobreza viven en aquellos desiertos y tierras, sin otra doctrina ni instrucción en la ley de Dios que la que les dan los nuestros cuando van á sus estancias y ranchos, siendo para ellos éste su día de Pascua y el de mayor devoción de todo el año; con lo cual recogió abundante cosecha de almas y de trabajos; aquéllas para Cristo y éstos para sí, por ser esta misión de las más difíciles y trabajosas que tenemos. De aquí pasó á la conversión de los indios Pampas que confinan con este obispado, la cual empresa procuró seguir con todo empeño porque le traspasaba el corazón la pérdida de tantas almas metidas en las tinieblas de la gentilidad, viviendo, como viven, tan cercanas á los resplandores del Evangelio. No es fácil referir cuánto sudó y trabajó para reducir á estos infieles, pero todo en vano, porque rehusaron obstinadamente recibir el santo bautismo y reducirse á vida política, con que se vió precisado á abandonarlos totalmente por no perder á un tiempo la vida y los deseos que ardían en su pecho de campo más dilatado y espacioso donde fuese más cierta la cosecha, como menos resistencia del terreno para recibir la semilla del Evangelio. A este tiempo se trataba con más calor de emprender la misión y reducción de los Chiriguanás y Chiquitos, por lo cual el Padre pidió y obtuvo el ser señalado por uno de los primeros á quien tocase la suerte de reducir aquellos pueblos gentiles al conocimiento de su Criador. Pusiéronle á cuidar de la Reducción de Nuestra Señora del Guapay, donde estuvo dos años, logrando más frutos de paciencia, hambre, sed, befas y escarnios de los infieles que almas para Cristo, por ser los Chiriguanás gente bárbara, sobremanera obstinada, á quien ni amedrentan los castigos ni los beneficios domestican, pues habiendo usado Dios Nuestro Señor con ellos de ambos medios, ya procurando atraerlos con milagros y con el fervor de varones apostólicos, ya asombrándoles con tempestades furiosas y rayos del cielo, y con la carestía y pestilencia de la tierra, perseveran protervos en su obstinación. Acostumbrados, pues, estos bárbaros á sacudir el suave yugo del Evangelio por estar ya enfadados del celo del V. P. Lucas y sus compañeros, fingiendo que sólo habían venido á sus tierras para juntarlos y entregarlos á los Mamalucos del Brasil, los echaron del país y destruyeron la iglesia que habían fabricado, por cuya causa se retiró á los Chiquitos, en el pueblo de San Francisco Xavier, donde hallando el terreno más dispuesto al cultivo de la fe, asistía á aquellos nuevos fieles con increíble celo y amor; y á la verdad, era bien necesario su espíritu y fervor para acudir y socorrer las necesidades de aquella iglesia, afligida no menos de la peste que de la carestía de todo lo necesario, no dando treguas ni de día ni de noche á las fatigas y trabajos que le redujeron con una grave enfermedad al último trance de la vida, con extremo dolor de sus compañeros que le veneraban como á santo, y de los neófitos, que le amaban como á Padre. Mas en esta aflicción quiso Dios consolar á todos, dándole en breve tiempo entera salud para que regase con su sangre aquella nueva viña del Señor (condición al parecer precisa para que la fe arraigue con permanencia en los campos donde se planta) que en adelante había de rendir copiosos frutos. De esta Reducción salía frecuentemente el P. Lucas á discurrir por las tierras circunvecinas y andaba á caza de almas por los montes y bosques, y confiando sólo en la Providencia Divina no cuidaba de sí mismo ni de su salud, sucediéndole las más de las veces no tener otra cosa de qué alimentarse sino con raíces ó frutas silvestres. Los trabajos y fatigas, juntas con ardientísimas fiebres, lo postraban en el suelo, sin tener más médico que la Providencia Divina, ni más remedio que la conformidad con Dios, no hallando ni aun una choza en qué recobrarse en tales lances, expuesto á las injurias del tiempo; pero entonces Dios le llenaba de consuelos el alma, dándole tal vigor á su espíritu que redundaba en el cuerpo, de tal manera que ya ni sentía la enfermedad ni le rendían las fatigas; antes, emprendía los viajes más incómodos y los mayores peligros para traer almas al rebaño de Cristo. No son estas solamente expresiones mías, sino testimonio de un Superior suyo, quien dice que después de tantos malos tratamientos de su vida, no le pagaba con otra cosa que con reprensiones, á fin de que pusiese freno á sus fervores que, mirados con los ojos materiales, excedían y pasaban los términos de la prudencia; pero siendo él gobernado de espíritu superior á toda prudencia humana, sin poder contener su celo corría siempre más á donde la cosecha de las almas y de trabajos era mayor. Llegó una vez á una Ranchería de infieles con el semblante tan desfigurado, tan falto de fuerzas y pobre de vestido, que por burla preguntaron aquellos infieles á sus compañeros si era el Padre algún esclavo fugitivo de los españoles á quien hubiesen tan malparado á golpes y azotes. No obstante, les predicó el santo varón la fe de Cristo con tanto fervor y espíritu, que si él no pudo luego reducirlos, viniendo poco después otro Misionero sacó de ellos fruto muy copioso. Y aunque el apostólico Padre se hacía tan cruda guerra á sí mismo, siempre le parecía todo poco por el ansia de padecer siempre más y más. Oíasele muchas veces desahogar su corazón en deseos de más cruces y trabajos y quejarse amorosamente al Señor porque andaba S. M. tan escaso con él en darle aquellos trabajos y martirios que con tanta liberalidad repartía á otros, porque aún no entendía que Dios le difería el cumplimiento de sus deseos para que creciesen los méritos y adelantase la gloria de su Criador, sufriendo otras muchas cruces que le tenía preparadas por llevar su nombre á otros pueblos y naciones. En el año de 1704 salió en busca de los Puraxís que se habían retirado á una espesa selva para defenderse de los asaltos de algunos europeos que sin temor á las leyes, sobre el seguro de estar lejos de la vista de quien pudiese castigar sus excesos, se tomaban la licencia de hacer esclavos á los paisanos y venderlos á su gusto como tales; y llegando á donde uno de estos estaba alojado junto á aquellos pueblos, le recibió con mal semblante y peores palabras, diciendo al V. P. que aquel no era tiempo de hacer misiones, y así que se volviese y metiese en su Reducción, porque si no lo hacía por bien, le obligaría, mal de su grado, á que lo hiciese. Eran buenas estas palabras para espantar cobardes ánimos, no para entibiar el celo ardiente de un apóstol; y así, respondiéndole el Padre afable y cortesmente, prosiguió su viaje, mas no halló indio alguno en sus Rancherías, porque todos andaban huídos por los montes y selvas y sólo se dejaba ver tal cual, que desde las copas de los árboles exploraba los pasos de los españoles. Esto le obligó á que trepase por los árboles para poder llegar á sus albergues y cavernas, donde los recogió y predicó la fe y administró á los niños el santo bautismo; y porque con la falta de lluvias se les perdían irreparablemente los sembrados, se echó á sus piés aquella pobre gente y más con lágrimas que con palabras, le pidieron que si tanto podían con el Dios que predicaba sus súplicas, les alcanzase nuevo remedio en aquella necesidad. Enternecióse el buen Padre de sus lágrimas, y haciéndoles poner á todos de rodillas delante de una cruz y levantadas las manos al cielo, les mandó pidiesen agua á la fuente de todos los bienes, que es Dios. No se hizo Dios sordo á las súplicas de aquellos nuevos fieles y así les concedió su petición con lluvia copiosísima. Rabiaba de pesar el demonio al ver que se le escapa de sus garras esta gente de quien hasta entonces había estado en pacífica posesión y movió una tempestad terrible contra él. Salió uno de aquellos europeos, de quien poco ha hice mención, hombre perdido y cruel y encendido en cólera por ver más que nunca perdidos ahora sus intereses, maquinó con el fomento de otros parciales, hacer de un golpe dos tiros, que fueron recoger gran número de esclavos y malquistar al P. Lucas con aquellos pueblos, de suerte que jamás osase ponerse delante de ellos. Con este designio pasó los Puraxís, y les dijo que no creyesen á aquel Padre, porque era un Mamaluco disfrazado en traje de jesuita; y para que viesen que decía verdad, á la vuelta (había pasado el V. Padre á reducir la nación de Tapacurás) le haría prender, y cargado de prisiones le remitiría á Santa Cruz de la Sierra. No dió la gente á sus palabras todo el crédito que deseaba; pero no obstante, combatidos sus ánimos de dos diversos afectos, de temor de que en la realidad fuese Mamaluco y del amor que le tenían, estaban tristes y melancólicos. Luego que el santo varón supo este enredo, les descubrió los fraudes del enemigo y procuró aquietarlos con buenas razones. Poco después dió la vuelta con su gente aquel malvado, y afrentando al Padre con palabras llenas de oprobios, faltó poco para poner en él las manos. Por último, le intimó en nombre de S. M. Católica (que en tales empresas fingen estos malvados la autoridad real para abusar de ella cuando les está á cuento ó se atraviesan sus intereses) que se retirase luego de aquel país y fuese á dar razón al gobierno de Santa Cruz. Este tan pesado lance no descompuso ni alteró en el P. Lucas aquella serenidad de ánimo que siempre mostraba en el semblante, sino atento solamente á reparar el daño que de aquí se podía seguir, le respondió con aquella intrépida y santa libertad que le daba el espíritu de Dios; que sabía bien se enderezaban todos sus designios, no á otro fin, sino á hacerle aborrecido de aquella gente para que en adelante jamás le admitiesen en aquellas tierras ni le diesen oídos. Que qué diría el pueblo de Santa Cruz al ver llevar preso á un pobre religioso porque predicaba la fe. Que no se fiase de su poder, pues Dios Nuestro Señor y la Majestad Católica del Rey, no tenían lejos las armas, aun de aquellos desiertos remotos, para hacerle pagar un atentado tan temerario é injusto; y por fin, que no esperase contrastar con sus embustes la piedad y celo de aquella piadosa ciudad y sus regidores. Replicóle el hombre perdido con furia que obedeciese. Mas el P. Lucas, no haciendo caso alguno de lo que le pudiese suceder por los enredos y calumnias de aquel hombre descarado, determinó quedarse para deshacer la máquina fabricada para daño y ruina de aquella nueva cristiandad. A este tiempo le trajeron los Paraxís un indio Manacica, que hecho esclavo de aquel hombre, había tenido maña para huirse de él, y puesto en libertad se acompañó con los neófitos. Entendía este Manacica alguna cosa del idioma de los Chiquitos, era de buen entendimiento, cuanto cabe en un bárbaro; observaba con atención las ceremonias sagradas, la forma de bautizar, el ponerse de rodillas delante de la santa cruz, el levantar las manos al cielo, las preces sagradas que muchas veces al día entonaba el santo varón en voz alta; y pareciéndole todo conforme á su genio y á la razón, procuraba hacer lo mismo. Advertido esto muchas veces por el P. Lucas, y coligiendo lo que sería toda la nación, por lo que veía en aquel sólo, determinó emprender su conversión. CAPÍTULO XI Pasa el venerable P. Lucas á los Manacicas, quieren matarle los indios Sibacás y el cielo toma por él venganza. Alegres los indios de que aquel europeo aterrado del ánimo del apostólico Padre hubiese desamparado el país sin hacer presa en ellos, como les había amenazado, penetraron á lo más enmarañado del bosque, y Zuriquios, cacique de aquella Ranchería, le pidió que fuese á los Aruporés, que ellos le acompañarían: los hablaremos, dijo el cacique, y los entretendremos para que no se pierdan y anden descarnados por temor de los enemigos, y todos nosotros los Puraxís y Tubacís nos juntaremos con ellos para hacer un pueblo en que tú nos puedas doctrinar y dar el santo bautismo; porque de otra suerte nos esparciremos por estos bosques de tal manera, que ni tú ni otros nos puedan jamás encontrar. El santo Padre que no deseaba otra cosa, se puso al punto en camino, y llegando allá en pocos días, halló la gente tan bien dispuesta á recibir la fe de Cristo, que de una vez bautizó ochenta ó más niños. No quiso por entonces bautizar á los adultos, porque la experiencia le había enseñado á usar con ellos de lentitud. De aquí pasó á otra Ranchería, donde falto de fuerzas, sin poder sostener tantas fatigas y trabajos, desmayó de pura flaqueza, y asaltado de una fiebre ardientísima, se echó debajo de un árbol en un total desamparo de todo humano consuelo, abandonado aun de los neófitos Piñocas, y persuadiéndose no le restaba mucho tiempo de vida, se iba disponiendo para el último trance. Los indios del país se dolían grandemente de que por haber los enemigos asolado la tierra, no tenían con qué socorrerle y reparar su flaqueza; pero hallando por gran ventura una gallina, se la ofrecieron, mas el santo Padre rehusó aquel alivio y quiso resueltamente se guisase para dar de comer á un neófito que junto á él yacía enfermo. En este estado se hallaba, cuando sintió en su corazón que era voluntad de Dios se ofreciese á llevar en Santo Nombre á los Manacicas, que con esta oferta se restituiría á sus fuerzas. Al punto prometió, no sólo darle á conocer á nuevas gentes, sino derramar su sangre por el bien de los prójimos, si fuese esta su voluntad santísima. Agradó al cielo esta oferta y al momento se recobró el cuerpo de sus antiguas fuerzas, y no habiendo podido los días antecedentes atravesar bocado, pudo luego comer lo que la piedad de los bárbaros le ofrecían; lo cual, aunque mal guisado, fué bastante á recobrarle del todo. Vino á darle el parabién de su perfecta mejoría Pou, cacique del lugar, con algunos de sus vasallos, y el ferventísimo P. Lucas, acordándose de la promesa hecha á Dios, trató luego de la empresa, y con cuantas razones le dictó el amor de Dios y del prójimo, le exhortó á que fuese su compañero en aquella empresa. Parecióle al cacique que este negocio no tendría éxito feliz, por ser los Manacicas en valor terribles y en número muchísimos, y sobremanera opuestos á los españoles, pues por la matanza reciente que éstos habían hecho, tenían jurado de vengarse, no dejando con vida á cualquiera que cayese en sus manos; que ir allá era lo mismo que ir á buscar por sí mismo la muerte, y que encontraría en el viaje tantos peligros cuantos serían las agudísimas puntas que ellos habían sembrado por todo el camino, como él mismo lo había experimentado el año antecedente, viéndose precisado á dar la vuelta por no quedar estropeado. Finalmente, el cacique que le miraba como á padre amoroso y le reverenciaba como á Santo por la extremada piedad con que sentía todos sus males, le dijo por último para apartarle de su santo propósito: «Padre, si te acometieran los Manacicas, ¿con qué te defenderás tú sólo?» A lo cual el apostólico Padre, sacando del seno un Santo Cristo, le respondió: «Mira (son palabras suyas), mira aquí el escudo con que repararé sus furias; nada temo, porque Cristo me ordena que lleve allá su santa ley; no pueden ellos quitarme ni un cabello si él no quiere, y aun cuando yo padeciese ésta, que vosotros llamáis desgracia, de ser muerto á sus manos, ella sería mi suma felicidad; si vosotros tenéis miedo, podéis quedaros antes de llegar á sus pueblos, que yo me iré sólo; y si me recibieren con buen semblante, volveré á llamaros, y si no volviere, os podéis huir.» Animados de tan fervorosas palabras aquellos bárbaros, respondieron unánimes y conformes: «Eso no, no huiremos nosotros, y si te matan, por el amor que te tenemos, vengaremos tu muerte aunque nos hagan pedazos.» Y sin más tardanza, tocando al arma el cacique escogió una florida escuadra de soldados y se los trajo á la presencia del Padre, en donde cada uno con brío extraordinario prometió morir á su lado si los Manacicas osasen hacerle algún ultraje. Pero antes de ponerse en camino le pidió la gente les predicase la ley que debían profesar, que bautizase á los niños y pidiese á Dios agua porque sus sembrados se perdían por falta de lluvias. Viendo el Padre Lucas que era justa su demanda y que sus corazones estaban tan inclinados á lo bueno, hizo el día siguiente al romper del alba enarbolar una grande cruz, aunque mal compuesta de dos leños toscos atravesados y rodeado de muchos niños, mujeres y soldados hizo oración delante de ella, representando á Dios Nuestro Señor los méritos de la muerte de su Hijo Jesucristo que le recordaba aquella cruz, pidiéndole por ellos no se negase á su piedad paternal y á la grande necesidad de aquellos miserables, enviándoles una lluvia que no le costaría más que una insinuación de su voluntad para ganar aquellas almas por las cuales su unigénito Hijo había derramado su sangre sobre la tierra. Aunque tan fervorosa y eficazmente rogaba, no se movió Dios esta vez á oir tan presto sus súplicas como lo había hecho en otras Rancherías, para que con la dilación del favor se arrepintiese el pueblo y arrojase de su corazón el odio y la venganza; por tanto ordenó el Padre que á la tarde se volviese á juntar el pueblo al pie de la misma cruz, y con aquella energía que comunicaba á la lengua un corazón abrasado del amor y celo, les declaró como Dios es juez de nuestras acciones, buenas ó malas, y que las castiga en esta ó en la otra vida, con penas á ellas proporcionadas; díjoles: Nuestro Señor Jesucristo está justamente airado con vosotros, ni quiere oir vuestras súplicas ni socorrer vuestras miserias, porque habéis sido causa de gravísimos daños que han padecido los Tapacurás y Manacicas; y porque habéis hecho guerras á vuestros parientes los Aruporecas, no perdonando á incendios y prisiones y la inhumana matanza de tanta gente, pide contra vosotros venganza al cielo. Jesucristo manda en su ley que no se cause daño á ninguno, sea amigo ó enemigo, sino que se perdone de corazón á cualquiera que nos ofendiere. Es verdad que eran vuestros enemigos y que habían maltratado vuestras haciendas, pero de un leve daño, no habíais de haber tomado satisfacción con tantas crueldades. Por tanto, mientras no os arrepintiéreis de lo pasado é hiciereis cordial amistad con vuestros enemigos, no proveerá Dios vuestra necesidad. No fué necesario más para que todos aquellos indios se pusiesen á punto de caminar; y Dios, atendiendo á las súplicas de su siervo, apenas habían caminado una milla cuando empezó á cubrirse el aire de nubes y cayó una copiosísima lluvia que con increíble júbilo de la gente llenó los pozos y aseguró las esperanzas de coger abundante cosecha. Tardaron muchos días en llegar al río Arubaitú, ó como otros le llaman, Zuquibuiquí. Aquí dieron algunas señales de temor los Puraxís, porque el enemigo infernal, para desbaratar los disignios del Misionero, había persuadido á los Manacicas pusiesen escondidas en la tierra gran número de puntas de madera durísima; y descubriéndolas los Puraxís, le suplicaron al Padre diese la vuelta, porque si no era evidente el riesgo de quedar muchos heridos é inhábiles para caminar; y cayeron tanto de ánimo, que sólo Dios pudo infundirles valor para pasar adelante. «Confieso (escribe el mismo Padre Lucas á su Provincial) que aunque es grande el valor de los Puraxís, y es también grande el amor y reverencia que me tienen, aunque infieles y recién conocidos, con todo eso, sólo el brazo de Dios Omnipotente pudo infundirles aliento y vigor para proseguir, á fin de mostrar que por medio de instrumentos débiles y flacos, quería abrir el camino de la salud eterna á aquellos nuevos pueblos y naciones. Y á dos palabras que dije se levantó Pou, el cacique y tras él sus vasallos; llegados á una empalizada pusieron á punto los arcos y las flechas; de aquí paso á paso, en profundo silencio, por no ser descubiertos antes de tiempo, avanzaron por fin.» Y aquí es donde confiesa el santo varón que representándosele tan cercana la muerte, temió de suerte que se le erizaron los cabellos, por ventura para que entendiese que toda su virtud era de Dios. «Confieso (prosigue hablando de sí) que experimenté un natural pavor considerando que yo había de ir delante de todos y romper el primero las furias de los bárbaros y teñir de mi sangre las saetas envenenadas; pero el deseo de ver á Cristo me alentaba en este trance á todo riesgo, aunque con razón temía de mí lo que por humildad decía el Apóstol San Francisco Xavier de sí mismo que mis pecados serían mi más fuerte escudo que me defendiese de la muerte. Pero no me daba menos ánimos y esfuerzo mi paje Diego, neófito, que de sólo mirarle me sacaba las lágrimas de los ojos y del corazón mil afectos de agradecimiento á las llegas del Redentor, que había infundido en su pecho, poco antes bárbaro, tanto amor para con su Majestad y su Santa ley, porque levantadas al cielo las manos, con un rostro de ángel, estaba ofreciendo á Dios su vida para perderla en su servicio y sus sudores para plantar la santa fe entre los infieles.» Pasaron adelante de la empalizada, y entrados en la Ranchería se hallaron sin gente, no viendo por todas partes más que incendios, ruinas, cadáveres y un desapiadado estrago de hombres. Quisieron volver atrás los Puraxís, pero asegurados de un paisano, su intérprete, llamado Izú, de que no lejos de allí había otras tierras, y mucho más animados del Padre que á pie los guiaba, pasaron adelante, y descubierta de lejos otra Ranchería se pararon pálidos los Puraxís, temerosos de algún infeliz suceso, y el cacique de ellos, Pou, hizo señas al Padre para que se adelantase. Iba delante de todos el santo Misionero disponiéndose á morir con los actos más encendidos de caridad; y para que el ímpetu de las flechas no le quitase de las manos el Santo Cristo, se le ató á ellas, y quedándose atrás los compañeros sólo le seguía el intérprete, el cual, á pocos pasos, con semblante compasivo, clavó los ojos en el Padre avisándole del riesgo en que se metía y del cual quizás no le podría librar. Quedaba ya poco de día cuando entró con el intérprete en la Ranchería. Apenas le vieron los paisanos cuando con gritos y voces descompasadas mandaron á las mujeres y demás chusma que se huyesen, y ellos echaron mano á las armas aguardándole con semblante feroz y con ojos que despedían llamas. El intérprete Izú levantó la voz, diciendo no matasen á aquel hombre que no era enemigo suyo. «Soy Misionero (añadió el P. Lucas) que vengo á predicar la santa ley de Cristo.» No hicieron los Manacicas caso de cuanto se les decía, y sin otra diligencia se pusieron todos á punto de pelea. A este tiempo se llegó al santo Padre el cacique Pou, diciéndole á voces: «Nos quieren matar á todos y nos van cercando para que ninguno escape con vida.» El P. Lucas, sin turbarse nada, procuraba animarlos, y la naturaleza, que poco antes, lejos de los peligros, había sentido algún miedo, ahora de nada temió. «Digo ingenuamente (escribe de sí) que en el mayor riesgo depuse en un punto todo temor y oí interiormente una voz que me decía: No morirás ahora; y aunque cubierto de un torbellino de flechas y rodeado de gente que se me acercaba para hacerme pedazos, estaba en la plaza con el Crucifijo en la mano, con tanta serenidad de ánimo y de rostro como si me hallase en una iglesia de cristianos.» Viendo Izú el trance tan peligroso en que estaban las cosas, se puso en medio de sus paisanos, y pudo tanto con la eficacia de sus palabras, y mucho más con la gracia de Dios, que interiormente labraba en aquellos corazones bárbaros é inhumanos, que detuvo sus furias y apagó todo el odio; después, aunque muy nuevo en la fe, habló tanto de Dios y predicó de su santa ley, que aquellos bárbaros, así como estaban con las manos llenas de saetas envenenadas, se fueron llegando uno á uno al P. Lucas, y puestos de rodillas, con humilde reverencia, besaron las llagas del Santo Cristo. A lo cual ayudó no poco el cacique de los Puraxís, que en voz alta decía: «Venid, amigos, á rendir homenaje á nuestro Criador Jesucristo; adoradle y haceos vasallos suyos.» ¡Espectáculo verdaderamente digno de alabar por él á la Divina Misericordia! Ver á unos infieles instruídos pocos días antes en las cosas de nuestra santa fe, y aún no reengendrados en las santas aguas del bautismo ser ya predicadores del Evangelio; y una nación que no mucho antes había respiraba sólo fiereza, verla con una mudanza propia de la diestra del Altísimo, humillada á los piés de Cristo; de lo cual no pudo contenerse el venerable Padre sin prorrumpir en un llanto tiernísimo, todo de alegría, y no cesaba de dar mil gracias á Dios con tanto mayor fervor cuanto aquel beneficio había sido más fuera de toda esperanza. Después que todos los paisanos se arrodillaron á los piés de Cristo, estando la plaza llena de gente, se hicieron paces entre las dos naciones; y aunque se entendían muy poco por la diferencia de los idiomas, con todo, había algunos que sabiendo algo de la lengua de los Chiquitos, sirvieron de intérpretes. Luego el intérprete Izú, dando calor á sus parientes, hizo componer una cruz lo más pulidamente que se pudo y la enarboló el santo Padre con indecible alegría en un lugar eminente para que fuese trofeo de la victoria que el cielo había conseguido del infierno y señal de la posesión que Cristo y su fe tomaban en aquel día de la nación de los Manacicas. Y parece que agradó al cielo esta devota acción, porque los principales del pueblo se mostraron luego tan aficionados á lo bueno, que le suplicaron al Padre con eficacísimos ruegos se quedase entre ellos para enseñarles el camino de la salvación eterna; mas por mucho que el P. Lucas deseaba lo mismo, no les pudo dar gusto por entonces, porque ya entraba el invierno; pero les dió palabra que á la primavera siguiente volvería á vivir de asiento entre ellos. A otro día, al rayar el alba, vinieron todas las mujeres con niños en los brazos para que los bautizase; y habiendo sabido que habían venido allí los indios Curucarecás para ajustar paces con los Manacicas, los hizo llamar, y congregados al pie de la cruz extinguió todo el odio de ambas naciones con una fervorosísima plática y les hizo efectuar con juramento mutua paz y amistad; y para colmo de sus júbilos concurrieron allí también al mismo tiempo los Zoucas, Sosiacas, Iritucas y Zaacas, que la misma noche antecedente tuvieron aviso de su venida; y si se hubiese detenido aquí dos días más hubiera visto gente de otras muchas Rancherías, porque en aquel contorno, por la parte que tira al gran río Marañón, están las tierras muy pobladas; pero sus compañeros, recelando que las lluvias no cerrasen los caminos, quisieron volverse luego, con que se vió precisado el Santo Padre á retirar la mano de aquella mies que ya estaba sazonada para la siega; y despedido de aquel pueblo, que sintió mucho su partida tan imprevista, se previno para dar la vuelta, y queriendo montar á caballo le cerraron en rueda todos los Manacicas para servirle y le quisieron acompañar por largo trecho del camino, con no poca admiración del P. Lucas, que jamás había visto tal cortesía en las otras bárbaras naciones con quienes había tratado. Es cosa muy ordinaria en la Divina Providencia que los casos fortuitos sean disposiciones suyas cuando no quiere echar mano de los prodigios para los altos fines que pretende; y tal fué ahora la súbita resolución de los Puraxís. Si el P. Lucas se hubiera detenido pocas horas más en aquella tierra, fuera inevitable la pelea de aquellos bárbaros entre sí, porque aquella noche misma, en la Ranchería de los Sibacás, el demonio, á quien adoran en la misma forma en que se manifiesta y deja ver, habló á su sacerdote (á quien ellos llaman _Mapono_) mandándole diese orden al cacique que recogiendo la gente que podía tomar armas fuese á dar muerte á aquel Padre que poco antes había llegado á los Igritucas (así se llamaba aquella Ranchería de los Manacicas), porque era su grande enemigo, y añadió que no entrasen allí, porque no le hallarían, sino que armándole una celada en el camino le aguardasen allí. Obedecieron con toda prontitud por estar acostumbrados á ejecutar muchas veces semejantes órdenes. Pero llegados al lugar desde donde habían de hacer el tiro, dijo el capitán al Mapono que era bien entrar en aquella tierra y tomar noticia de qué Padre era aquel y á qué fin había venido; pues no era puesto en razón quitar la vida á quien ni aun de vista conocían. El Mapono se hubo de volver loco de dolor al ver esta determinación tan resuelta del capitán, de que no le pudo apartar con toda la fuerza de sus palabras diabólicas; habló con grande energía á los soldados para que ejecutasen el orden como el demonio quería, porque si no saldrían vanas todas sus diligencias y se escaparía de sus manos aquel enemigo jurado de su Dios. Todo, empero, fué en vano, porque aprobando todos unánimes la determinación del capitán, le fué preciso al Mapono seguirlos, aunque se deshacía de rabia. Habiendo, pues, llegado á aquella Ranchería, preguntaron que qué Padre había venido allí, porque por mandato de su Dios, de quien era enemigo, venían á matarlo. No haréis tal cosa, replicó Chabi, el cacique, pues para ejecutar esto yo sólo era bastante, ni eran necesarias vuestras manos; mas vista la confianza con que aquí se entró y oídas sus palabras llenas de amor, no tuve causa para hacerle algún ultraje; presentóme este cuchillo con otras cosas, por lo cual le estoy muy obligado y tengo con él estrecha amistad. Con los Puraxís, nuestros enemigos antiguos, he hecho paces; por tanto, volveos de donde vinísteis, porque no consentiré que paséis adelante; y á las palabras añadió las obras, mandando á los suyos que puestos en orden apretasen las armas. Con respuesta tan animosa se amilanaron los Sibacás, y no queriendo exponerse á la fortuna de una batalla en que podían llevar la peor parte, dieron todos la vuelta. Quería el Mapono, ya que no se había logrado el designio de coger al Padre entre sus garras, desfogar á lo menos su rabia con la santa cruz que allí estaba enarbolada, y blandiendo la macana la quiso derribar. Esto también le estorbó el cacique, afirmando que él tenía de aquel madero grande estimación y aprecio porque había visto que el Padre le adoraba; con lo cual, maldiciendo el Mapono su fortuna, se volvió á su tierra con esperanza de haberlo á las manos el año siguiente y hacer en él el estrago que deseaba, lo cual hubiera por ventura ejecutado si Dios no hubiera desvanecido sus designios queriendo no quedasen sin venganza por más tiempo los intentos dañados de aquel bárbaro apasionado por el demonio, y ganando veneración y aprecio el propagador de su santa ley con el castigo proporcionado á gente que no estima otra cosa sino lo que ve por los ojos ó toca con las manos. Fué pues, el caso, que se encendió por toda aquella comarca un contagio furioso que hizo tal estrago en los hombres, que de los cómplices en matar al Padre ninguno quedó con vida; y lo que causaba más maravilla, era que apenas les tocaba la peste, cuando desvariando salían fuera de sí y se iban por los bosques, donde ya por la enfermedad, ya por la hambre, se caían muertos, quedando los cadáveres tan abominables como si fueran tizones del infierno. No pasó así con los niños, lavados con las saludables aguas del santo bautismo, cuyos cuerpecitos quedaron blancos y hermosos como si aun á ellos se les hubiese comunicado el candor de sus inocentes almas. El primero que cayó en las manos de la divina justicia, fué aquel ministro diabólico, que incitó á los suyos á poner por obra lo que su dios le había inspirado. Había éste jurado se había de beber la sangre del apostólico Padre, luego que el tiempo le ofreciese comodidad sin hacer caso de cualquiera de los suyos que se lo procurase impedir, no conociendo, por estar ciego de su pasión, ó no queriendo creer que otro Señor más poderoso, de cuyas manos no podía él huir, había de embarazar y desvanecer sus intentos. La misma pena llevaron otros que se atrevieron á ultrajar la santa cruz que el P. Lucas había hecho levantar en los Tapacurás para que en ella tuviese la gente á donde acudir por socorro en sus necesidades. Llegó allí un Mapono con otros de su profesión y á muchos golpes de macana la hicieron pedazos, ultrajándola con cuantos escarnios y afrentas sabe y puede hacer y decir un celo diabólico; pero fué muy á costa de los agresores, porque en breve pagaron con muerte desastrada su delito. Los Arupurés, habiendo oído el descarado atrevimiento de aquellos malvados, aunque no tenían noticia alguna de los misterios que se obraron en aquel Sagrado leño, llevaron mal aquella injuria, y aprobaron el castigo que de ellos había tomado el cielo. CAPÍTULO XII Descríbese el país y cualidades de los Manacicas, su religión y ritos de ella. Para mayor claridad de lo que me resta por referir de las apostólicas Misiones de este fervorosísimo operario, es preciso interrumpir el hilo de la historia para dar una breve noticia del país y cualidades de los Manacicas, y después de su religión, ritos y ceremonias. Esta nación, que se divide en veintidós Rancherías, está situada hacia el Septentrión, dos jornadas del pueblo de San Francisco Xavier, entre espesos y grandes bosques, de suerte que escribe el P. Lucas que por mucho tiempo, apenas tuvo alguna vez ocasión de mirar cara á cara al sol. Tiran estos bosques de Oriente á Poniente y rematan en unas soledades inundadas la mayor parte del año. Es abundante el país de frutas silvestres y de fieras, una de las cuales es el famacosio; tiene éste la cabeza de tigre, en el cuerpo se parece al mastín, bien que no tiene cola; es más feroz y ligero que ninguno de los otros animales, de suerte que ninguno se puede escapar de sus garras, y si alguno para defenderse de él se sube á algún árbol, se juntan muchos en un momento, caban la tierra y arrancan las raíces hasta que caiga el tronco. Para matar á este animal, los indios usan de esta traza: júntanse muchos, y levantando una estacada, se meten dentro de ella, desde allí hacen gran ruído y estrépito para llamar á aquellos animales, y mientras ellos de fuera procuran echar por tierra la empalizada, los indios, mirando por las rendijas, los flechan y matan á su salvo. Hállase allí la vainilla y tutumas, que es una especie de cocos grandes á manera de melones, bien que no es fruto de la palma como los cocos, sino de un árbol muy grueso que los produce, no en las ramas, sino en el tronco porque las ramas no puede sustentar su peso. Bañan el país algunos ríos muy abundantes de pesca; el terreno es fertil y las mieses generalmente son buenas. La gente es de buena estatura y bien hecha, aunque de color de aceituna. Hay no pequeña parte del pueblo que tiene como de herencia un género de lepra, que parece que los cuerpos están cubiertos de escamas de pescado, pero no les causa molestia ni fastidio. Son en la guerra tan esforzados y valientes como los Chiquitos, y antiguamente eran una misma nación, y por las discordias se dividieron, de donde les vino el corromper el idioma Chiquito; y la idolatría, que no tienen los Chiquitos, la aprendieron de las naciones confinanters, como también el ser caribes ó comedores de carne humana. Sus Rancherías las forman con algún género de arquitectura, con calles y plazas bien proporcionadas; tienen tres ó cuatro casas grandes con repartimiento de salas y cámaras en que viven los capitanes y el cacique principal. Estas mismas sirven para las funciones públicas de convites y banquetes, y son juntamente templo de los dioses. Las casas de los particulares están también con proporción y en ellas reciben á los forasteros que los van á visitar. Y lo que más admira es que para fabricarlas no usan de otro instrumento que de una hacha de piedra con que cortan maderos muy gruesos, aunque con mucha dificultad. Las mujeres ponen mucho cuidado en la fábrica de telas y vasos de tierra, para los cuales dejan por mucho tiempo podrir el barro y labran los vasos tan hermosos y delicados que al sonido parecen de metal. Sus Rancherías están poco distantes unas de otras, y por eso es frecuente entre ellos la comunicación, los convites y la embriaguez. Cuando los de una Ranchería quieren hacer algún banquete á los de otra, el cacique envía á convidarlos con algunos mensajeros y en su casa se hacen los bailes y danzas generales. El orden que tienen en todas las funciones públicas es este: El cacique toma el primer lugar, el segundo es de los sacerdotes, el tercero de los médicos, el cuarto de los capitanes, y después de ellos se sienta el resto de la nobleza. Al cacique, no solamente dan esta preeminencia, sino que le rinden entera obediencia y vasallaje; fabrícanle sus casas, cultívanle los campos y le mantienen abundante mesa de todo lo bueno y mejor del país. El sólo manda y castiga con gran rigor á los reos quebrándoles los huesos con horrendos bastonazos. Las mujeres rinden también obediencia á la mujer principal del cacique (el cual tiene cuantas quiere). Páganle el diezmo de la pesca y de la caza, á la cual no salen sin haber primero pedido licencia al cacique. El Gobierno va por sucesión, y el hijo primogénito del cacique gobierna á los jóvenes y se cría con espíritus generosos y señoriles, y cuando llega á edad de manejar los negocios públicos, gobierna en lugar de su padre, que da al hijo la investidura y posesión del Gobierno con muchas ceremonias y ritos; mas no por eso los vasallos pierden el amor y respeto al señor pasado; antes, cuando pasa de esta vida, le hacen solemnísimas exequias con infinitas supersticiones y llantos, y su sepulcro es una bóveda subterránea bien fortificada con palos y con piedras para que la humedad no corrompa los huesos y la tierra no le sea pesada. En cuanto al número son muchísimos, repartidos en Rancherías numerosas, porque el país de los Manacicas forma una como pirámide que se extiende desde el Mediodía al Septentrión, en cuya extremidad viven ellos, y en el medio habitan otros pueblos tan discordes en el idioma cuanto conformes en su vida bárbara. Bases de esta pirámide son: la de Levante es de las Quimomecas y de los Tapacurás la del Poniente. Después, por la banda del Norte, dejando fuera á los Puizocas y Paunacas, la ciñen dos grandes ríos llamados Potaquísimo y Zununaca, á los cuales rinden tributo con sus aguas otros muchos arroyos ó riachuelos que atraviesan y fecundan el país. Las primeras Rancherías de hacia Levante son las de los Eirinucas, Mopoficas, Zibacas, Jurucarecas, Quiviquicas, Cozocas, Subarecas, Ibocicas, Ozonimaaca, Tunumaaca, Zouca, Quitesuca, Osaaca, Matezupinica, Totaica, Quimomeca. Por el Poniente están las de Zounaaca, Quitemuca, Ovizibica, Beruca, Obariquica, Obobococa, Monocaraca, Quizemaaca, Simomuca, Piquica, Otuquimaaca, Oiutuuca, Bararoca, Quimamaca, Cuzica, Pichazica. Estas Rancherías y quizás muchas más de que aún no se tiene noticia, están situadas al pie de esta pirámide; y tirando de aquí hacia la punta al Norte, se encuentran Quimiticas, Zouca, Boviruzaica, Sepeseca, Otaroso, Tobaicica, Munaisica, Zaruraca, Obisisioca, Baquica, Obobizooca, Sosiaca, Otenenema, Otigoca, Barayzipunoca, Zizooca, Tobazica. A éstos están confinantes los Zibacas, que hasta ahora no han sido jamás acometidos ni robados de los Mamalucos, que han destruído y asolado lo restante del país que se extiende hacia el río Paraguay. Entre Levante y Septentrión, detrás de los Zabicas, habitan, bien que distantes muchas leguas, los Parabacas, Quiziacas, Naquicas y los Mapasinas, gente valerosa, pero destruída en buena parte de cierto género de pájaros llamados peresiucas que viven debajo de tierra, y aunque del tamaño ordinario de un pájaro, son de tan extraña fuerza y fiereza que en viendo algún indio dan sobre él y le matan. Enfrente de éstos están los Mnochozuus, los Picozas que andan brutalmente desnudos, aun las mujeres, que sólo traen pendiente del cuello una faja para acomodar los niños. La nación de los Tapacurás se extiende entre Poniente y Septentrión y viven también á lo animal, totalmente desnudos, y á más de eso comen carne humana. Están muy cercados á estos los Boures, Oyures, Sepes, Carababas, Payzinones, Toros, Onunaisis, Penoquís, Jovatubes, Zutimus, Oyurica, Sibu, Otezoo, Baraisi, Canamasi, Comano, Mochosi, Tesu, Pochaquiunape, Mayeo, Omenasisopa, Omemoquisoo, Botaquichoca, Ochizirisa, Jobarusica, Zazuquichoco, Tepopechosisos, Sofoaca, Zumonocococa y otras muchísimas, de que aun no se ha tenido distinta relación. En cuanto á la religión, ceremonias y ritos de que usan, se puede decir que es una de las más supersticiosas que hay entre tantas naciones de estas Indias Occidentales. Pero antes de referir lo que toca á su falsa religión, diré brevemente lo que tienen de la verdadera, bien que mezclados con muchos errores y fabulosas invenciones. Tienen algunos vislumbres de la predicación del apóstol Santo Thomé, que publicó en estas provincias el Evangelio y también tienen alguna confusa noticia de la venida del Redentor al mundo. Creen, por tradición de sus mayores, que en los siglos pasados, una bellísima señora, concibió un hermoso niño sin obra de varón. Crecido en edad este niño, obró cosas maravillosas, que le ganaron el estupor y asombro del mundo, como eran sanar enfermos, resucitar muertos, dar vista á ciegos, piés á tullidos y vencer otros imposibles á las fuerzas naturales. Finalmente un día dijo, á una numerosísima turba que le seguía: Veis que mi naturaleza es diferente de la vuestra; y levantándose en el aire á vista de todos, se transformó en este sol que ahora vemos. Los sacerdotes (que como abajo diremos vuelan cuando quieren por el aire), dicen al pueblo que es el sol un hombre luminoso, aunque nosotros desde la tierra no discernimos sus facciones ni el semblante. Esto es lo que saben del misterio de la Encarnación, mas no por eso dan veneración alguna á aquel personaje, que obró cosas tan extrañas, y sólo adoran á los demonios no en figura de piedra, leño ó metal, sino monstruosísimos como se dejan ver de estos indios; y de esto están tan contentos y jactanciosos, que dan en rostro á los nuevos cristianos con su simpleza en honrar en las pinturas y estátuas dioses mudos y ciegos, que no ven, ni hablan, ni oyen. Ni se contenta el demonio con sólo hacerse adorar de esta gente usurpando la adoración y culto que se debe al verdadero Dios, sino por escarnio é injuria de la Iglesia de Cristo, ha querido en este rincón último del mundo remedarla, transformándola en un ser monstruoso, convirtiendo los misterios en fábulas, los sacramentos en supersticiones, las ceremonias en sacrilegios. Y primeramente les enseñó una tal Trinidad de dioses principales (á distinción de otros de menos autoridad y crédito) Padre, Hijo y Espíritu, no Santo, colateral de aquellos dos: llámase el Padre _Omequeturique_ ó _Uragozoriso_; el Hijo _Urasana_ y el Espíritu _Urapo_. Tienen también otro diablo, remedo de la Santísima Virgen, que fingen es madre del Dios _Urasana_ y mujer de su padre Omequeturique. Déjase ver esta diosa con rostro resplandeciente; transfigurándose en ángel de luz; los dioses aparecen horribles y sucios; la cabeza y el rostro de color de sangre, orejas de jumento, la nariz chata, ojos en extremo grandes, de que despiden ardientes llamas, los cuerpos de color resplandeciente; el vientre le ciñen vívoras y dragones. El primero que habla es _Omequeturiqui_, y esto con voz alta; el segundo es su hijo y habla con las narices, el último habla _Urapo_ y tiene una voz semejante á un trueno; el Padre es el dios de la justicia y castiga á los malos, ya con un palo, ya con otro instrumento semejante; el Hijo y el Espíritu son los abogados, pero mucho más la diosa. El templo para estas deidades es, como ya dije, el palacio del cacique, á donde ellos vienen cuando hay junta general del pueblo ó se hacen solemnes exequias. En estas fiestas ordena el cacique á los suyos que tejan gran número de esteras, y hecho de ellas unas grandes cortinas, cubren y cierran una parte de la sala y este es el _Santa Sanctorum_ en que entran los dioses, á quien con nombre común llaman Tinimaacas que saliendo del infierno fingen que bajan del cielo y turbando con ruido descompasado todo el aire, tiembla la casa y toda aquella tapicería ó cortinaje de esteras. El pueblo, que está bebiendo ó bailando, le saluda y da la bienvenida con gritos descompasados y mucha algazara, diciendo: _¿Tata equice?_ Padre, ¿ya has venido? á que responde él con el título de _Panitoques_, esto es: «¿Hijos qué hacéis? ¿Estáis bebiendo ó comiendo? Bebed y comed, que me dáis grande gusto, y tengo de vosotros gran cuidado y providencia; yo he criado la caza y la pesca y cuanto bueno hay para vosotros.» Con estos tres dioses vienen, para cortejarlos, una tropa de demonios, y en señal de respeto y reverencia están en pie. Los indios creen que estas son las ánimas de sus enemigos, con quien tienen guerras y también otras gentes extrañas. A este tiempo que hablan los dioses, el pueblo se está quieto y en silencio, así para oir sus oráculos, como también porque al principio afectan seriedad, hasta que la _chicha_ (que es su bebida) les calienta la cabeza; después de lo cual se siguen los bailes, las riñas, las heridas y muertes, de que hacen gran fiesta aquella maldita canalla de dioses, y cuando ven que se paran procuran atizarlos, diciendo: «¿Qué es lo que hacéis fieles míos? Mucho silencio es este, ¿por qué no bebéis y bailáis?» Y al punto el sacerdote ó Mapono se reviste de gravedad, y en nombre de los dioses les manda que beban y bailen y llenen de ruído la iglesia para que ninguno se muera de tristeza. También muestran tener sed estos dioses y para refrigerarla piden á los indios de beber. Para esta honra se levantan en pie el indio é india más ancianos y venerables de todo el pueblo con una taza llena de flores y esmaltes hecha sólo para que beba aquella deidad fingida, le dan con la mano derecha tres veces á beber, y con la siniestra levantan la estera. Saca el demonio una mano muy sucia y con uñas muy largas con que toman la taza y beben todos tres por su orden, bien que su modo de beber es más propio de brutos que de hombres, y mucho menos de lo que se fingen. Después Urasana toca dentro del Tabernáculo una sinfonía que se oye bien lejos á la cual corresponden con bailes sus devotos. A ninguno es lícito mirar al _Santa Sanctorum_, sino sólo al Mapono ó sacerdote que es un grande hechicero ú hombre diabólico, y si alguno de los otros hechiceros de menos ciencia y menores proezas en el oficio quiere echar la vista dentro para verlos, le detiene el Mapono amenazándole que pagará al momento su delito con la vida. Sólo el Mapono es el valido y el confidente, y es quien obra cosas extrañísimas. En cada Ranchería hay uno ó dos, y á veces más. Entra éste á recibir audiencia de los dioses y se sienta á la par con ellos. Propóneles sus dudas, oye los oráculos y las profecías y tal vez las oye también el pueblo, porque suelen hablar en voz muy alta. Cuando el pueblo está en el mayor fervor de sus bailes y grescas, sale de la audiencia el Mapono y declara las respuestas, que las más de las veces son de buenas fortunas, de lluvias, de buenas cosechas, de caza, de pesca y de todo lo que á ellos más les agrada, aunque las más de estas fortunas y dichas les salen vanas y mentirosas, de suerte, que algunos más arrestados, al oir tales promesas, responden con risas: los dioses han bebido bien; mas si estas palabras llegan á oídos del Mapono, sale con furia diabólica del tabernáculo, amenazándoles muertes, tempestades y rayos, con que les hace callar. Muchas veces usa también el demonio provocarlos contra los confinantes, ordenándoles que asalten sus Rancherías, hagan estragos en la gente y roben y saqueen sus haciendas; con lo cual están siempre en continuas revueltas. Algunos pocos, aun con ser rudos y bárbaros, advierten los fraudes y engaños diabólicos; pero los más creen nacer esto de la gran providencia y amor que sus dioses les tienen, no obstante que toquen con la experiencia que al mejor tiempo son de ellos abandonados y vencidos y despojados de sus enemigos. Acabados los oráculos, se hacen las ofrendas de la pesca y de la caza y aquellas diabólicas majestades, en señal de agradecimiento, llevan alguna cosa á la boca. Después vuelan con el Mapono por el aire, temblando á este tiempo tanto la iglesia, que parece se viene al suelo. Desaparece por mucho tiempo el Mapono, fingiendo que se va con sus dioses al cielo. Vuelve después conducido en brazos de la diosa _Quipoci_, en cuyo seno descansa y duerme, mientras ella canta; y aunque la oyen no se deja ver de ellos, porque se está retirada dentro del tabernáculo. Hacen todos mucha fiesta en señal de grande alegría por su venida y la tratan como Madre de Dios, de la manera que nosotros á la Virgen Santísima. Dánle la bienvenida con mil títulos de afecto y reverencia á que ella corresponde llamándolos hijos y diciéndoles que es su verdadera madre, que los defiende de la indignación de los dioses, que son crueles y sangrientos, molestándoles con enfermedades y desventuras. Por esto la invocan frecuentemente en sus aflicciones, aprietos y calamidades, y ella viene y les consuela y confabula con los otros dioses cuando viene en su compañía. Parece este diablo más humano que los otros, mas al fin es de la misma raza y tan cruel como ellos. Cuando está en el tabernáculo canta con mucha melodía mientras bailan las mujeres, siguiendo y repitiendo éstas el canto de la diosa, cuyo contenido es sus guerras y victorias. Síguese después la ceremonia del brindis y de las ofrendas, y luego vuela por los aires con grande aplauso y fiesta del pueblo. Pero esta diosa no se lleva consigo al Mapono como lo hacen los otros dioses; antes bien, no siempre que el Mapono baja del cielo, viene en brazos de la diosa. Son muchos sus viajes y sus funciones. Baja tal vez en medio de la iglesia en la mayor bulla del pueblo, que se asombra y desordena por el ruido y estrépito que hace, cortejándole y trayéndole en sus manos una gran tropa de demonios, los cuales no pocas veces se suelen burlar de él á costa suya, porque de lo más alto del templo le dejan caer á plomo en tierra muy maltratado y á pique de morir, como no ha mucho tiempo que sucedió en la tierra de los Mopoosicas. La postura del cuerpo para volar, es en forma de alas y en pie derecho cuando vuela hacia arriba; y cabeza abajo cuando baja á la tierra. Fuera de estos dioses, adoran otra casta de deidades, á quien llaman _Isituús_, que quiere decir señores del agua. Su ejercicio es andar por los ríos y lagunas, llenándolos de pescados para el mantenimiento de sus devotos. A estos Isituús invoca la gente en las pescas, incensándolos con humo de tabaco, de que usan para aturdir los peces, y si logran buena pesca, agradecidos al beneficio van al templo y les ofrecen alguna porción de pescado con los mismos ritos que á los otros dioses. Tales deidades y tal religión tienen sacerdotes semejantes. Al principal llaman Mapono, y es el maestro, con quien el pueblo consulta las cosas de su conciencia y á quien manifiestan sus necesidades, de las cuales hace relación en el Consejo de los dioses y les solicita el remedio. No habla solamente en la iglesia con los demonios, sino que ellos se dignan también de visitarle en su casa y tratarlo con toda afabilidad y cortesía. En estas visitas lo pagan las mujeres del Mapono, que se ven obligadas á huir por el espanto y terror de aquellas horribles y monstruosas visiones. Por esto, no sólo es respetado, sino también temido de todos, pudiendo á su antojo causar daño y matar á quien quiere, y para hacer mayor ostentación de su poder, tiene la casa llena de víboras y serpientes, y cuando vuelve á casa de sus funciones eclesiásticas, viene acariciando en sus brazos semejantes animales. La forma de consagrarle y las ceremonias de que usan para esta función son extrañas y conformes al que ha de servir á tales deidades. Es el Mapono la persona más venerada del pueblo, y de la misma manera que al cacique, se le dan á él los diezmos de la caza y de las cosechas. Vive en una casa bien labrada, cuanto cabe en la industria de aquellos bárbaros, y á veces, por gozar con más frecuencia de las visitas del cielo, se retira solitario al yermo. Los que quieren entrar en este oficio, antes de tener barba, empiezan á aprender las ceremonias y á acostumbrarse á tratar con los dioses. Para esto suele el Mapono más venerable coger en brazos al aprendiz, ponerle á mirar á la luna cuando está llena, estirarle los dedos mandándole que se deje crecer las uñas, llevarle por los aires y ponerle en el seno de la diosa _Quipoci_; vuelve el miserable de aquellos éxtasis afligido y desmayado, de suerte que apenas, después de muchos días, recobra sus fuerzas. Fuera de esto, observan rigurosísimos ayunos y abstinencia perpetua de ciertos animales y frutas, singularmente de la granadilla, que vulgarmente llamamos _Flor de la Pasión_, por estar retratados en ella los instrumentos de nuestra Redención. Ni se contentan los demonios de ser reverenciados de sus sacerdotes con ayunos y penitencias; antes bien, mandan hacer rigurosos ayunos á todo el pueblo. Uno, entre los otros, es semejante á los nuestros y es el que se guarda en la dedicación del templo, en que por espacio de cinco días no se puede comer carne; y vestida de luto la Ranchería se prohiben las músicas, banquetes y bailes. Guárdase estrecho silencio y no se gasta el tiempo en otra cosa que en tejer esteras para el adorno del Tabernáculo. El último día se pone en la iglesia mesa franca, abastecida de lo mejor del país. Para dar principio á la fiesta, la vieja más devota y al parecer más santa, saludando al cacique con reverente inclinación, baja la cabeza, que hiere el cacique ligeramente tres veces con una piedra curiosamente labrada; después da vueltas de rodillas á todo el templo con grandes suspiros y devoción; luego el Mapono bendice todas las partes del templo para santificarle, y con otras ceremonias, que sería largo contar, consagra aquel lugar; y por último, se fenece la fiesta con una gran comida y celebrando un solemne festín de músicas y bailes. Acerca del último fin y eterna bienaventuranza, tienen estos ciegos idólatras muchos errores. Creen la inmortalidad de las almas, á quien llaman _Oquipau_, y que han de vivir y gozarse eternamente en el cielo, á donde las llevan sus sacerdotes. Cuando alguno muere le celebran sus exequias, más ó menos, según su esfera. Después la madre y mujer del difunto van al templo con su ofrenda, poniéndose cerca del Tabernáculo. Vienen luego los diablos, y fingiéndose ser el uno el alma del difunto, consuela á la mujer con palabras tiernas y afectuosas, dándole esperanzas de que en breve se volverán á ver en el Paraíso; luego el Mapono rocía el alma con agua para limpiarla de las manchas de los pecados, como usamos nosotros con el agua bendita; y con eso se despide el alma de su madre y mujer. Al punto el Mapono se la echa á cuestas y vuela en alto, quedando la mujer llorando su desventura hasta que tiene noticia de su marido. Vuelve el Mapono, después de largo rato, con alegres nuevas, diciéndola que enjugue las lágrimas, deje de llorar y deponga el luto, porque su marido queda gozando de la vida beatífica de los dioses y la espera para que la haga compañía eternamente en el cielo. Es cosa digna de saberse la jornada que hace el Mapono con el alma y lo que ésta padece hasta llegar al Paraíso. El país por donde pasa es todo selvas, montañas y valles, por donde corren muchos ríos caudalosos, y por los remansos de lagunas y grandes pantanos, para cuyo pasaje se gastan muchos días, con gran dificultad se llega á una encrucijada de muchos caminos, junto á la cual corre un gran río, sobre que hay un puente de madera, en el cual asiste de día y de noche un dios llamado _Tatusiso_, cuyo oficio es pasar por aquel puente las almas y ponerlas los Maponos en el camino del cielo. El traje y porte de este Dios es puntualmente aquel en que la fantasía loca de los poetas representa á su Caronte, pálido el semblante, la frente horrorosa, sin cabellos la cabeza, cubierto de llagas é inmundicias el cuerpo, y por vestido un trapo con que cubrirse honestamente. Este dios jamás baja á la iglesia á oir las súplicas de sus devotos, porque su oficio nunca le da treguas, pues á todas horas tiene viandantes que pasar. Sucede muchas veces que mientras pasa el Mapono con el alma, especialmente si es de algún muchacho, la pide _Tatusiso_ que se pare para limpiarle de las inmundicias, y si aquél lo rehusa, lo sufre unas veces; pero no pocas, encendido en cólera, coge al alma y la arroja para que se anegue en el río. De aquí dicen que se originan mil desgracias en el mundo, y para que estos desatinos sean creidos de la gente, se vale el demonio de algunos sucesos naturales para que se confirmen aquellos miserables en su creencia. Poco ha que sucedió en la tierra de los Jurucarés, que deshaciéndose el cielo en copiosísimas lluvias se perdían los sembrados. Afligida y desconsolada la gente, suplicó al Mapono preguntase á sus dioses la causa de este infortunio. A que respondieron que ya lo sabían, y era, que llevando al cielo el alma de un niño, cuyo padre vivía allí, trató con poca reverencia á _Tatusiso_, y no se quiso dejar limpiar, por lo cual, enfurecido aquel dios, la echó en el río. Oyendo esto su padre, hubo de salir fuera de sí de puro dolor, y se afligía tanto, que causaba compasión, porque le amaba como á su misma vida, y ya que no había podido gozarle en este mundo, se consolaba á lo menos juzgándole ya feliz y bienaventurado en el cielo. Alentóle el Mapono dándole buenas esperanzas si le aprestaba una barquilla en que ir á sacarle de lo profundo del río. Aprestó luego el padre una canoa, y el Mapono, cargándosela en sus espaldas, voló por los aires y desapareció, poco después se serenó el cielo, con lo cual volvió el Mapono con alegres nuevas, pero la canoa jamás pareció. El Paraíso donde descansan las almas es bien pobre de contentos y placeres. Fingen que hay en él ciertos árboles muy gruesos que destilan un género de goma con que se mantienen las almas, y que hay monos que en el aspecto parecen etiopes; que hay también miel y algún poco de pescado; da vueltas por todo aquel lugar una grande águila de quien fingen muchas fábulas ridículas, dignas de compasivo llanto por la ceguedad de esta gente. Tantos son los dioses cuantas son las mansiones en su Paraíso; pero la de la diosa _Quipoci_ hace muchas ventajas á las demás en comodidades y riquezas. Los _Isituucas_, ó dioses del agua, tienen abastecido el cielo de pescados, plátanos y papagayos, y aquí gozan de su eterna bienaventuraza los que mueren ahogados en los ríos, á los cuales por esto llaman _Asinerás_; á los que mueren en los bosques y selvas _Iriticús_, y á los que mueren en su casa _Posibacas_; poniendo el mérito, no ya en las obras, sino en la diversidad de lugares en donde los coge la muerte. Basta haber insinuado esto de la bárbara idolatría de los Manacicas para que se pueda hacer algún concepto de los trabajos y fatigas que padeció el venerable P. Lucas en ganarlos para Cristo. FIN DEL TOMO PRIMERO _Acabóse de imprimir el tomo XII de la_ COLECCIÓN DE LIBROS QUE TRATAN DE AMÉRICA, _en Madrid, en la imprenta de Tomás Minuesa, calle de Juanelo, núm. 19, á 8 de Abril de 1895_. INDIOS CHIQUITOS DEL PARAGUAY BIBLIOTECA PARAGUAYA RELACIÓN HISTORIAL DE LAS MISIONES DE INDIOS CHIQUITOS QUE EN EL PARAGUAY TIENEN LOS PADRES DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS ESCRITA POR EL P. J. PATRICIO FERNÁNDEZ, S. J. Reimpresa fielmente según la primera edición que sacó á luz el P. J. Herrán, en 1726. VOLUMEN II LIBRERÍA Y CASA EDITORA DE A. DE URIBE Y COMPAÑIA _Asunción del Paraguay._ 1896 CAPÍTULO XIII _Continúa el V. P. Lucas Caballero su Misión de los Manacicas._ Viendo el fervorosísimo operario un nuevo campo en que sembrar la palabra Evangélica para recoger no menos almas para el cielo que merecimientos para sí mismo, deseaba poner cuanto antes manos á la obra; no obstante, considerando sabiamente que era necesario asistir también á tantos Catecúmenos como había en el pueblo de San Francisco Xavier, y que era mejor tener pocos y bien doctrinados que muchos é ignorantes, que aunque se ganan fácilmente, con la misma facilidad también se pierden, se resolvió á gastar la mayor parte de aquel año en este ejercicio, usando de todas las industrias de su caridad y de su celo en desarraigar de los Xavieristas la barbarie, la lascivia, la embriaguez y cuantos males trae consigo la vida brutal, é imprimir en ellos las virtudes y buenas costumbres que se requieren para vivir como cristianos. No obstante, en medio de este afán hizo algunas correrías por los países descubiertos, fomentando en aquella gente los deseos de recibir el santo bautismo, y juntamente tomando noticia de cuántas eran las Rancherías, las lenguas y el número de los indios del país; y teniendo distinta relación de todo, meditaba emprender el año siguiente con más calor el negocio de su conversión, y en serenándose el tiempo penetrar la tierra más adentro; pero le frustraron en parte estos designios los achaques que le afligieron largo tiempo, y las súplicas de sus neófitos de San Xavier, que le rogaron mudase la Reducción á otro lugar, á causa de ser el clima que al presente tenían, notablemente nocivo á la salud. Por este motivo no pudo antes de mediado Octubre, cuando ya el tiempo amenazaba con lluvias, salir con algunos de los más fervorosos; los cuales, confortados antes en el alma con el pan divino de la Eucaristía, habían ofrecido la vida por anunciar el santo nombre de Dios á los que vivían en las oscuras tinieblas de la infidelidad. Iban éstos, empero, tristes y desconsolados por estar persuadidos no había de tener buen fin su viaje, ya por las muchas lluvias con que se anegaban las campañas, ya por haber hallado el camino sembrado de agudísimas puntas clavadas en el suelo con sutil astucia por los enemigos de la fe, para retraerlos de pasar adelante. Presto se desvanecieron estos temores, porque á pocas leguas no hallaron ya estas puntas y las tempestades del cielo no pasaban muy adelante, antes apenas hallaban agua para beber; y habiendo con gran trabajo subido una montaña muy agria, no tuvieron en dos días con qué apagar la sed, sino con la humedad del barro, que exprimido, más parecía comida que bebida. Mas Dios, Nuestro Señor, que nunca en las necesidades desampara á los suyos, acudió á la del P. Lucas con copia de agua clara y cristalina, que fuera de toda esperanza, halló en el cóncavo de un árbol. Finalmente, habiendo llegado á las primeras Rancherías, halló aquella gente constante en sus primeros intentos, y sólo hubo que hacer en allanarles una grande dificultad, y era quitarles las discordias y ponerlos en paz; porque entre las otras perversidades á que los incitaba el enemigo infernal, era una irritar á unos contra otros y sembrar discordias entre ellos para tener ganancia de almas. Hablóles con grande energía de las utilidades de la paz, descubriendo los fraudes y engaños del enemigo que nada deseaba más que tenerlos por compañeros de sus maldades en esta vida, y de las eternas penas del infierno en la otra. Convencidos aquellos bárbaros de las razones, y movidos de las súplicas del Apostólico Padre, prometieron hacer las amistades con las tierras confinantes y luego con las más remotas. Habiéndose detenido para esto allí dos días, pasó adelante acompañado de algunos paisanos. Un día entero gastó en pasar una fragosa montaña, con grande trabajo y riesgo, no de los indios acostumbrados á trepar fácilmente por las peñas, sino del Padre; y siéndole preciso hacer alto á la falda, no halló con qué desayunarse; por lo cual un cristiano, de nación Manacica, movido de compasión, quiso componerle unas yerbas que eran las delicias de sus dioses, mas por mucho que estuvieron al fuego, jamás se pudieron cocer. No obstante, la carestía y la hambre se las hizo sabrosas, y sonriéndose, dijo: «Grande hambre y mucho calor tienen en el estómago estos dioses, que con tales viandas se alimentan.» Llevando mal el demonio tanta constancia en el santo Misionero, procuró con todo el esfuerzo posible, desvanecer sus designios, ya haciendo que los indios perdiesen el camino, ya embarazándole los pasos, ya haciéndole rodar del caballo, ya hiriéndole con las ramas de los árboles; y en suma, hasta las espinas y abrojos le maltrataron el cuerpo, y los tábanos, con sus agudísimos aguijones, le mortificaron de suerte que apenas podía tenerse en pie y era necesario que los neófitos le desmontasen y subiesen á caballo. Finalmente, á pesar del infierno, llegó á vista de los Zibicas; pero antes de entrar en la Ranchería, envió delante á Numani, cristiano fervorosísimo, para que reconociese si estaban dispuestos á recibir la fe; no tuvo éste mucho que hacer, porque la muerte desgraciada de los que el año antecedente habían osado poner en él las manos, les había persuadido que el siervo de Dios era amigo estrecho del demonio, y que por tanto se le debía hospedar, no por algún provecho de sus almas, sino para que no les causase algún daño corporal. Viendo el buen P. Lucas que había allí poca esperanza de sembrar la semilla evangélica, á causa de la mala opinión que de él tenían, se encomendó á sí y al cacique á la suave y poderosa gracia del Espíritu Santo; y llamándole aparte, procuró lo primero, con el mejor modo que pudo, quitarle de la cabeza aquel error, y después le manifestó el fin de su venida, y el bien que recibiría si abrazase la santa ley de Jesucristo. Mientras le hablaba el Padre, penetró Dios el alma de aquel bárbaro con un rayo de divina luz; de suerte, que aún no bien enteramente discípulo, salió á predicar como maestro en su pueblo, que no necesitaba mucho del magisterio de sus palabras cuando le sobraba el ejemplo de su Mapono para inducirle á hacer lo mismo. Era este joven hijo de aquél que había jurado beberse la sangre del siervo de Dios, si el cielo con la muerte no le hubiese atajado los deseos. Para ganar á éste á la santa fe, se empeñó un cristiano, joven también y su paisano, llamado Diego, y á pocos lances le redujo, porque no le había aún corrompido el corazón con la malicia; y más por ignorancia del entendimiento que por mala disposición de la voluntad, no seguía lo bueno, porque no conocía la verdad. Habiendo ganado aquella noche á dos de los principales, no tardó mucho el pueblo en juntarse todo el día siguiente, y después de un largo razonamiento de los misterios de nuestra Santa Fe, y de las obligaciones para vivir cristianamente, hizo el santo varón levantar una cruz y junto á ella armar el altar portátil, con las imágenes de Cristo Nuestro Señor, de la Santísima Virgen y de San Miguel Arcángel; y arrodillados todos las adoraron profundamente, gritando en alta voz: «Jesucristo, Señor nuestro, vos sois nuestro Padre; María Santísima, Vos, señora, sois nuestra Madre» y no contentos con esto, repitieron lo mismo con gran fiesta y alegría y con danzas, guiadas más de la devoción que del arte. Con este espectáculo lloraban de alegría los neófitos, dando mil gracias al Redentor, de cuya sangre se veían tan claros y manifiestos los efectos en la conversión de esta gente; pero incomparablemente mayor era el júbilo del P. Lucas, que inundado el corazón de celestiales consuelos, volviéndose á mirar al cielo, exclamaba: «Conténtome, Dios mío, en paga de mis trabajos y sudores, con ver que las criaturas os reconocen por su Criador y Señor. Sólo con que éstas os amen y os adoren, no quiero otro galardón.» Cuánto agradasen á Dios estas sus ofertas, no me es lícito escudriñarlo; y por ventura, en premio de acto tan generoso, concedió Su Majestad á algunos de estos bárbaros un don tan excelente de fe, que antes de recibir el bautismo, la conservaron incorrupta, y quisieron más perder con el martirio la vida, que negarla. Singularmente es digna de eterna memoria la persecución que sufrió del común enemigo el Mapono; la cual, haciendo una breve interrupción, quiero referir aquí, aunque sucedió años después. Pesábales mucho á los demonios verse despojados del dominio de aquella Ranchería, que por muchos siglos había estado á su devoción; usaron de toda su astucia y poder diabólico para reducirla á su antiguo culto y adoración; y apareciéndose á aquel fervoroso cristiano, que antes había sido su ministro muy querido, le reprehendió ásperamente, porque él, á quien tocaba por oficio, no hacía sus partes para que volviese á su estado el antiguo culto, sus iglesias y sacrificios. ¿No ves (le dijeron) que el cacique Payaizá ha profanado los altares, quebrado los vasos sagrados, y execrado los Tabernáculos, y el cacique Potumaní ha abandonado la suntuosa fábrica, que tenía destinada para nosotros: se han dejado engañar de las necedades y locuras de este traidor maldito, que tiene arte de encantamento para trabucar los entendimientos, predica fábulas por misterios, y cuantas mentiras le vienen á la imaginación? Vuelve, por tanto, en tu acuerdo, y con todo el poder de autoridad y razones, restaura las ruinas de la religión, restituye el culto y haz recuerdo al pueblo de sus promesas, y al cacique de sus obligaciones, porque si no, te juramos de hacer grande estrago en la gente del pueblo, que servirá de ejemplo, y memoria de terror por todo el país. Rióse el fervoroso joven de sus amenazas, y por más que se empeñaron, nunca pudieron conseguir que dijese en público una sola palabra en su abono. Ofendida excesivamente la soberbia diabólica de tal desprecio, se echaron sobre él, y con una fiera tempestad de muchos y crueles golpes, le pisaron, hirieron y maltrataron tanto, que le hicieron arrojar por la boca gran copia de sangre; y por más que repitieron los golpes, aunque lo redujeron á los últimos peligros de la vida, nunca pudieron contrastar su constancia. Tan profundas raíces habían echado en su ánimo la fe y la piedad, que el P. Lucas, y por su medio el Espíritu Santo, habían plantado en su corazón. Un amigo, compadecido de sus trabajos, le exhortó, que á lo menos en lo exterior, mostrase algún respeto á los demonios y les diese gusto, hablando al cacique para que les fabricase su iglesia. Mas él, enojado, le echó de sí diciendo quería acabar la vida que le quedaba, antes que faltar un ápice á la ley que profesaba á Jesucristo, á quien sólo reconocía por Dios y Señor. Tan heroica virtud en un cristiano tan nuevo, no pudo dejar de ser premiada de Dios, que le restituyó á su antigua salud y fuerzas. Volviendo ahora al hilo de la historia, bautizados los niños, no sólo de aquélla, sino de otras Rancherías, trató el P. Lucas de pasar á los Quiriquicas; mas los neófitos, á causa del invierno que amenazaba, emprendían de mala gana; aquel dificultoso viaje: empero representándoles el P. Lucas el galardón con que Dios premiaría sus fatigas en el cielo, los alentó tanto, que se sintieron increíblemente confortados á proseguir y durar en él. Sólo faltaba persuadir al cacique Patozi que viniese con sus vasallos á abrir camino por medio de espesos bosques, y juntamente á hacer las paces con los Quiriquicas, porque el dicho cacique temía, con grande fundamento, le habían de quitar la vida los Quiriquicas, por el implacable odio que le tenían; no obstante esta dificultad, venció al cacique para emprender el viaje la reverencia y amor que al Padre tenía; y tomando una escogida escuadra de soldados bien armados, por si acaso fuese necesario, se fué tras el Padre; pero éste le dijo que no usase de las armas sino cuando fuese necesario para defender sus vidas de las saetas enemigas; que por lo que á sí tocaba, nada se le daba de vivir ó morir; y como fuese del agrado de Dios y honra suya, derramaría gustoso la sangre por adelantar la gloria divina. A su imitación los neófitos, dejadas las armas, se ofrecieron á acompañarle en el peligro y en poner á riesgo su vida; y para que no hubiese alguno que faltase á sus órdenes, puso á la punta de todos á un santo indio, llamado Juan Quiara, amado de todos, aun de los gentiles, por la bondad de su vida é inocencia de sus costumbres. Ajustadas las cosas en esta forma, se pusieron en camino, y tuvieron no poco qué hacer, primero con un bosque espesísimo en que gastaron algunos días para abrirle, después con la hambre, no hallando con qué sustentarse, sino una fruta silvestre que sola la carestía de otro manjar hacía dulce y sabrosa; conocióse entonces la ternura de afecto y la reverencia que tenían los gentiles al P. Lucas, porque viéndole descaecido, y que por la suma flaqueza apenas se podía tener en pie, le buscaban á costa de gran trabajo, algún poco de miel, y se quitaban la comida de la boca para tener con qué mantenerle sus fuerzas. Estando ya cerca se adelantaron dos cristianos á reconocer la tierra y observar los movimientos de los paisanos, queriendo entrar sin ser sentidos en la Ranchería, para que no se alborotasen ó pusiesen en huida; mas Patozi, el cacique, con sabia advertencia, dijo que era en vano esta diligencia, porque los demonios habían avisado ya á los Maponos, y por medio de ellos á los capitanes. Y decía la verdad, porque pocos días antes, estando junto al pueblo para sus acostumbradas devociones, bajó al Tabernáculo el diablo Cozoriso, y con semblante triste y melancólico, le avisó de la venida de un enemigo suyo jurado que le había desterrado de otros países, trayendo en la mano una cruz, que era la ruina de su religión; y diciendo esto, prorumpió en un copioso llanto, como compadeciéndose de sí mismo, que ¿á dónde iría en partiéndose de allí? ¿Dónde podría con seguridad repararse para no ser desalojado? Que por tanto, si le amaban, tomasen luego las armas, y con el valor, y con el brazo fuerte, sostuviesen en pie su culto, que de otra suerte caería presto por tierra. Con semejante nueva se conmovió todo el pueblo, y al mismo punto se encendió en rabia y furor contra cualquiera que maquinase algo en daño de la religión; pero no el Mapono, que argumentando é infiriendo cuán grande hombre y mayor que sus dioses debía ser aquél á quien sus dioses temían, les respondió con voz y ademán de enojado: «Si este forastero es vuestro enemigo ¿porqué vosotros le dejáis el paso franco? ¿Por qué no le echáis del mundo, ó á lo menos tan lejos de aquí, que no se ponga á riesgo vuestra reputación? ¿Es este vuestro poder? Si necesitáis de nuestras armas para defenderos, ó no sois lo que mostráis, ó mostráis ser lo que no sois.» Esta conclusión, deducida de los principios de la razón natural, fué bastante para que la gracia del Espíritu Santo penetrase de allí á poco su corazón, y de un tizón que era del infierno, le convirtiese en un ángel del Paraiso. El cacique y los nobles, juntos en Consejo, determinaron echar el resto de sus fuerzas y poder para reparar los daños y ruina de su religión, mas no sin temor de salir con sus intentos, cuando aún sus mismos dioses temían. Mientras esta gente estaba en arma y en confusión, se adelantó el Santo Misionero con Patozi y dos muchachos muy fervorosos, dejando toda la demás gente algo distante. Apenas los espías los divisaron de lejos, cuando dando gritos muy descompasados se huyeron la tierra adentro, y tras ellos, con su cruz en la mano, marchó á caballo el P. Lucas, porque las llagas de las piernas no le permitían ir á pie. Los paisanos, puestos en orden, le salieron al encuentro para hacerle frente; y partidos en dos alas, le rodearon para que por ninguna parte tuviese paso libre por dónde huir. Estando las cosas en este estado, se le ofreció á un mozo cristiano enarbolar una imagen de la Madre de Dios, que llevaba en la mano; y con la confianza de que la piadosísima Señora usaría entonces de su poder para librarlos de aquel peligro, la levantó en alto, y lo mismo fué mirarla los bárbaros, que perder el uso de los brazos, sin poder tirar las saetas que ya tenían á punto, y flechados los arcos. Atónitos y despavoridos de este suceso los bárbaros, recelosos de que no les sucediese peor, huyeron precipitadamente retirándose á un bosque no muy distante, de donde ninguno se atrevió á salir, quedándose por providencia de Dios un solo indio de ellos llamado _Sonema_, que después los ayudó mucho para la conversión. El día siguiente, el Apostólico Padre, aunque no se podía tener en pie, no sufriéndole el corazón ver entronizado al demonio en dos templos, hizo que le llevasen allá sus compañeros; echó por tierra aquellos infames Tabernáculos, hizo pedazos las estátuas y encendiendo en la plaza una grande hoguera, quemó en ella todos los arreos y ornamentos de la impía idolatría, no sin temor de sus neófitos, que recelaban no diesen sobre ellos los bárbaros, ofendidos de aquella afrenta de sus dioses, para vengar su agravio. Pasáronse dos días sin que los Quiriquicas saliesen fuera de las tinieblas de aquel bosque; por lo cual, desesperanzado Patozi de poder hacer las paces y establecer una mutua amistad, á cuyo fin había venido, tuvo por mejor dar la vuelta, y persuadió á esto al P. Lucas con cuantas razones y súplicas le dictó su afecto; y sobre todo, ponderando cuanto fué posible el manifiesto peligro en que quedaba de que los Quiriquicas desahogasen en él sólo la fiereza del odio que contra todos habían concebido. Respondióle el Padre que se volviesen en buen hora él y sus vasallos, porque él tenía firme resolución de no volver el pie atrás hasta haber anunciado el Santo Nombre de Dios á aquella gente, aunque para esto le fuese necesario perder la vida. Fuéronse, pues, Patozi y los suyos, sin quedar con el P. Lucas más que cinco santos mancebos, resueltos á correr la misma fortuna, y dar la vida por aprovechar á sus prójimos. No teniendo, pues, el Padre, más defensa que la confianza en Dios, se puso á rezar el Oficio Divino, cuando vió de repente junto á sí al cacique de los Quiriquicas, hombre de grande estatura y bien dispuesto; el cual, creyendo que en el Breviario estaban los hechizos que á él y los suyos impidieron el uso de los brazos, hizo fuerza por quitársele de las manos; mas el Padre, con buenas razones y modo propio de una caridad Apostólica, procuró disuadirle de su error, y prosiguió hablando de Cristo y de su santa ley, descubriéndole la perversidad y los engaños de sus _Tinimaacas_. Al oir estas cosas se contuvo el bárbaro, ó fuese por virtud milagrosa de Dios ó por natural genio suyo, y sin responder palabra le volvió las espaldas; é ido á su casa, con un buen manojo de flechas se tornó á los suyos. Diéronse entonces por perdidos los neófitos, y al santo varón le saltaba de júbilo el corazón en el pecho, esperando llegar finalmente al término de sus deseos, regando aquella tierra con su sangre, para que en los años siguientes correspondiese con abundante fruto á los trabajos y sudores de quien la cultivase y á la verdad por poco se le hubieran cumplido sus deseos, porque juntándose en lo más oscuro de la noche los más principales para tomar la última resolución, estuvieron gran rato dudosos de lo que harían: y sólo aquel milagro de habérseles pasmado los brazos cuando le quisieron flechar, obligó á todos al miedo de que no les sucediese lo mismo si intentasen matarle; mas no por eso aplacaron la ira del cielo, que había tomado á su cuenta la venganza de aquella injuria; y así encendió entre ellos una enfermedad pestilencial, que quitó la vida á los más culpados. No ayudó poco á la resolución de que se rindiesen aquel indio _Sonema_, que acudiendo á la junta dijo tantas cosas en alabanza del P. Lucas y de la Santa Fe, de que ya había oído alguna cosa, que de común consentimiento determinaron volver á su ranchería al amanecer y ponerse en manos del santo varón. Saliendo, pues, de aquel bosque, y entrando unos tras otros en la Ranchería, se fueron derechos al rancho donde yacía el P. Lucas, quien con aquel su modo amabilísimo los recibió con muchísimo agasajo y pareció que Nuestro Señor, para dárseles á estimar y respetar, había puesto en su semblante un no sé qué más que humano; por lo cual, la gente, en ademán de quien le pedía perdón, se postró á sus piés y no hubo ninguno de ellos, aun de los más osados, que se atreviese á partir de su presencia sin licencia del Padre. Vino el último de todos el Mapono que con toda su chusma se puso muy humilde y modesto delante del apostólico varón, quien recibiéndole con los brazos abiertos le sentó á su lado, y empezando á hablar de la Religión, mostró cómo sin el conocimiento del verdadero Dios, y sin la fe de Jesucristo no era posible salvarse, diciendo también de los Tinimaacas y de aquella diabólica Trinidad cuanto le dictó el celo de la gloria divina y la santa indignación de verlos triunfar por tantos siglos hechos señores de aquella tierra. Estaba todo el pueblo deseoso de ver el fin de aquel suceso, esperando los unos que montando en cólera el Mapono se empeñase en defender, más con obras que con palabras, la divinidad de los demonios, y los otros se prometían éxito más feliz, en que no se engañaron; porque el Mapono quedó asombrado y como aturdido; y siendo, como era, hombre de buen natural, de ingenio pronto y de entendimiento agudo, Dios Nuestro Señor, compadecido de él, le sacó de sus engaños, le alumbró el entendimiento y movió su corazón con tanta eficacia de su gracia, que luego pidió ser cristiano; y en prueba de las veras con que lo decía, confesó delante de todos que él había estado engañado y había engañado á los demás; y que se desdecía y retractaba de cuanto había aprendido y les había enseñado; que no había otro Dios que Jesucristo; y que su santa ley, no sólo era mejor que la de ellos, sino la única y necesaria para la salvación eterna del alma; y que para enmienda de lo pasado, no sólo exhortaba á sus paisanos que la abrazasen, sino que iría á los Jurucarés, Cozacas y Quimiticas para reducirlos á que hiciesen lo mismo. Con una tan ilustre confesión, tanto más digna de agradecimiento cuanto menos esperada, haciendo increíble fiesta los neófitos y gritando de contento, se arrojaron todos á darle muchos abrazos; pero á ninguno cupo mayor júbilo que al V. Padre, que con la conversión de éste sólo dió por reducido á todo el pueblo al gremio de la Santa Iglesia. Haciendo, pues, labrar una grande cruz, se fué con ella en procesión á la plaza, en donde la colocó en el mejor lugar por trofeo de la victoria, y en señal de la posesión que Cristo y su santa ley tomaban aquel día de los Quiriquicas; y los cristianos entonaron las letanías á dos coros de música, lo que á los bárbaros, que nunca hasta entonces habían oído harmonía de buen concierto, les pareció cosa del cielo, y estaban como absortos oyéndola. Hecho esto, mandó que trajesen los niños para bautizarlos. «Al punto (son palabras del P. Lucas) me ofrecieron tantos, que gasté un día entero en sus bautismos, y cansándose el cuerpo en este ejercicio, pero alegrándose el espíritu al ver tanta multitud de niños admitidos á la filiación de Dios en las saludables aguas del bautismo y á sus padres reducidos de obstinados idólatras á fervorosos cathecúmenos. No sabían apartarse de mi lado para aprender lo que les era necesario hacer para alcanzar en premio la eterna bienaventuranza.» Detúvose aquí algunos días para confirmarlos más en la fe, para que pudiesen resistir á las sujestiones del común enemigo, y luego se dispuso á la partida, la cual, en qué forma la ejecutó, será mejor oirlo de la boca del Padre: «Empezando á moverme (dice) se vino tras mí todo el pueblo llorando y lamentándose y diciendo: Padre mío, Padre mío, tú te vas, dejándonos en un extremo desamparo; no te olvides de nosotros, volved, por compasión de nosotros, el año que viene; y volviéndose á mis compañeros les suplicaban que entonces me condujesen acá. De esta manera vinieron tras mí por algún trecho del camino, no pudiendo yo responderles palabra por las lágrimas que me corrían de los ojos, y por un inexplicable consuelo que me ocupaba el corazón, considerando cuán fácil es á la divina omnipotencia mudar los corazones y voluntades humanas, pues sólo con querer puede en un instante convertir los tizones del infierno en piedras resplandecientes del Paraíso; no cesaba de bendecir y besar las santas llagas del Redentor, á cuyos méritos reconocía deber el feliz éxito de esta Misión. Ofreciéronme muchos niños para que desde luego los llevase para servir en la iglesia, y de ellos escogí sólo tres, no queriendo cargar de mayor peso y molestia á mis compañeros.» En tres días se puso en la Ranchería de su aficionadísimo Patozi, de quien fué recibido como si volviese de la otra vida; y siendo ya muy entradas las aguas que no le permitían detenerse, dió la vuelta á San Francisco Xavier, con no poco pesar y dolor de los paisanos á quienes dejaba. CAPÍTULO XIV _Vuelve el P. Lucas á los Manacicas, visita todas sus Rancherías y se restituye por otro camino á la Reducción de San Francisco Xavier._ Aunque el apostólico operario procuraba registrar todas las tierras de esta nación, no obstante, así porque era necesario abrir camino á costa de sudores y trabajos y por eso gastar mucho tiempo, como por donde quiera que entraba quería arrancar de raíz la idolatría y plantar la fe, y en esto se le pasaban meses enteros, no pudo los años antecedentes visitar y ver todas las Rancherías, para lo cual le fué preciso esperar á la primavera del año 1707. Estando, pues, todo este país, según ya dije, en forma de una pirámide, que por ambos lados confina con los Chiquitos, era su ánimo correr todas las tierras hasta los Auropés, y así darse las manos por dos caminos con los Chiquitos; mas para empresa tan grande era necesario vencer grandísimas dificultades y estorbos del camino. Pero Dios Nuestro Señor, á quien se le recrecía tanta gloria accidental en este designio, quiso, no solamente satisfacer sus deseos con el éxito feliz, sino mostrar también cuánto le agradaban sus sudores con muchos sucesos milagrosos, para darle á él ánimo en tantos trabajos y afanes, y á los infieles más claro conocimiento de su fe. Prevenido, pues, el santo varón de tanta mayor caridad y celo, cuanto era necesario para tamaña empresa, y animados algunos de los más fervorosos neófitos, no sólo para ser sus compañeros, sino también para dar la vida en testimonio de aquella ley que iban á plantar entre los bárbaros, se puso en camino á los 4 de Agosto de 1707 y llegando el día de la Asunción de la Santísima Virgen á las riberas del río Zununaca, se encontró con los Zibacas, de quien fué recibido con muestras de grande amor, y _Putumaní_, su cacique, le regaló con mucha pesca y se partió á largas jornadas á su tierra, donde dió orden á sus vasallos que le allanasen el camino, y desde allí diariamente le proveyó de comida y bebida, hasta que entrando el Padre en su Ranchería le salió á recibir el pueblo, muchachos, mujeres, y aun las que criaban, con sus niños en los brazos; y el cacique le cumplimentó, no ya como bárbaro, sino con términos muy corteses, y llegando á la plaza le cercaron todos en rueda, y con semblantes y voces de increíble alegría, le daban la bienvenida, besándole la mano, y pidiéndole les echase su bendición. Alegrísimo el siervo de Dios con tan buen principio de su misión, de donde infería el logro de sus deseos, se puso luego á tratar las paces de aquella gente con los Ziritucas, á quienes por un leve disgusto habían jurado dar la muerte; y asegurándose aquellos entre los bosques, habían saqueado y robado toda la tierra, y pegado fuego á las casas. Llamando, pues, aparte al cacique, y á los principales, les dió á conocer la gravedad de su delito, y les ordenó enviasen á llamar á los Ziritucas y volviesen á entablar con ellos una buena amistad. Vinieron los Ziritucas, diéronle grandes quejas de los Zibacas, pidiendo les obligase á resarcirles los daños, y que les restituyesen las haciendas que les habían robado y tenían aún en su poder. Llamó entonces á los Zibacas, que bajaron la cabeza y no tuvieron que responder otra cosa sino es que la cólera y la venganza les había hecho pasar los términos de la razón; que arrepentidos de lo hecho, querían ya ser sus compañeros y hermanos; mas para no tener obligación de restituirles su hacienda, añadieron con sutil astucia, que los habían mantenido á su costa por espacio de nueve cosechas. No vino en esto el P. Lucas, y les mandó, mal de su grado, que restituyesen luego las haciendas á sus dueños; y no hubo ninguno, aun de los más atrevidos, que osase contradecirle, porque la reverencia que le habían cobrado, por el severo castigo con que Dios había vengado las injurias que algunos le hicieron en los años pasados, les quitó el atrevimiento para resistirse. El día siguiente juntó el pueblo en la plaza al pie de una cruz, donde el santo misionero explicó la ley de Cristo que habían de guardar para alcanzar la salvación, descubriendo juntamente todas las maldades de los Maponos y de aquellas diabólicas deidades con singular gusto y contento de los oyentes que le interrumpían muchas veces, gritando en alta voz y diciendo querían á Jesucristo por su Dios y su Padre, y á la reina de los Ángeles por su madre y Señora, y detestaban y maldecían de los Tinimaacas. Luego, para que las cosas que habían oído se les quedasen más vivas en la memoria, hizo á sus neófitos cantar las excelencias de nuestra fe y los vituperios de aquellos dioses, en ciertas canciones que él mismo había compuesto en aquel idioma, de lo cual recibió tanto gusto y contento aquella buena gente, que las quisieron oir muchas veces para aprenderlas, con tanto empeño, que en gran rato no dejaron descansar á los cantores. Tan buena disposición de este pueblo para alistarse en el número de los cristianos, no fué tanto obra del P. Caballero, que el año antecedente les había predicado la ley de Dios, cuanto de la Virgen Santísima Nuestra Señora, que poco antes, con un insigne milagro, había dispuesto los corazones de aquellos bárbaros para que prendiese en ellos la semilla de la predicación Evangélica y rindiese fruto correspondiente á los sudores del sembrador. Esta fué la sanidad que milagrosamente dió la madre de Dios á _Zumacaze_, sobrino del cacique, que abrasado por muchas semanas continuas de una maligna fiebre, se le habían secado las carnes y consumido las fuerzas, de suerte que, como incurable, le habían, á su usanza, dejado en un total desamparo. Viendo _Zumacaze_ el caso desesperado y más pesaroso de perder la bienaventuranza sin el bautismo que la vida corporal, volvió su confianza toda á la Santísima Virgen, cuyas alabanzas y poder había oído muchas veces, y por eso la invocaba con frecuencia, diciendo: «Señora mía, creo que sois la verdadera Madre de las gentes, y que la diosa Quipoci es un diablo engañador; creo en tí y en Jesucristo, y te suplico no permitas que yo muera infiel, para que no me condene eternamente; quitadme esta fiebre, hasta que recibido el santo bautismo, te pueda ir á ver allá en el cielo.» No podía hacerse sorda la Madre de Misericordia á las plegarias de quien era tan devoto suyo, aun antes de ser cristiano; por lo cual, mientras él con encendido afecto y esperanza grande repetía esta oración, se le apareció de improviso al medio día la Reina del cielo, despidiendo de sí tantos resplandores en las manos y rostro, que todo el rancho estaba bañado con luces, y con semblante amabilísimo, le dijo: «Yo soy aquella á quien tú invocas; confía, hijo, que sanarás; cree lo que enseña el Padre, y dí en mi nombre á tus paisanos que hagan lo mismo.» Desapareció entonces la Santísima Virgen, y en aquel punto se halló el enfermo perfectamente sano. Acudió á verle todo el pueblo, y oída la causa de su milagrosa sanidad, se encendieron sus corazones en vivos deseos de ser cristianos. No se acabaron aquí las bendiciones del cielo; antes teniendo aquellos bárbaros al P. Lucas un amor de padre, y reverenciándole como á santo, trajeron á su presencia todos los enfermos, pidiéndole, que pues era ministro de un Dios tan poderoso, intercediese ahora por ellos. No podía él ya justamente hacerse desentendido á aquellas súplicas, y más cuando la gracia no sería menos poderosa que la eficacia de sus palabras para su conversión, y para que con la salud del cuerpo recibiesen también la del alma; por esto preguntaba á los enfermos si de corazón creían en Jesucristo, y querían bautizarse; y respondiendo ellos que sí verdaderamente. «Leído el Evangelio _super ægros_--(son palabras del P. Lucas)--me daba Dios ánimo de decir: _fiat vobis ficut credidistis_, y al punto quedaron sanos. Corrió la voz de lo sucedido desde esta Ranchería á las otras de la tierra; y plugo á Dios darme la milagrosa virtud de las curaciones, para traerlos casi contra su voluntad á su conocimiento, porque sanando milagrosamente, conocían con claridad cuánta diferencia había entre el Dios de los cristianos y los Tinimaacas.» Hasta aquí el venerable Padre. Bautizados después los niños, le suplicaron el cacique y los principales fuese á los Jurucarés, que tenían alborotado todo el contorno, saqueando todas los Rancherías y matando á sus moradores. Condescendió gustoso con sus súplicas, porque teniendo noticia cierta que los Jurucarés tenían gran devoción al demonio y á sus ministros, él, que tenía encendidos deseos del martirio, esperaba que se le satisfarían plenamente. Apenas se puso en camino, cuando toda la alegría festiva del pueblo se convirtió en otra tanta melancolía y tristeza. Fuéronse todos tras él con las lágrimas en los ojos, y cogiéndole las manos no acababan de besárselas, y fué esto de suerte que movieron á compasión al cacique, á cuyos ruegos se partía tan presto; procuró el Padre consolarlos dándoles esperanzas de que cuanto antes pudiese volvería á visitarlos, y que si no fuese él, sería á lo menos otro de sus compañeros. Tres días gastó en el camino, afligido sobremanera de la sed, ocasionada del sol ardientísimo. Al tercero, á eso del medio día, creyendo estar aún muy lejos de los Jurucarés, se halló casi á sus puertas; y no pudiendo dejar de ser descubiertos, llamó á sus cristianos y les manifestó el riesgo evidente que corrían de perder la vida á mano de aquellos bárbaros, enemigos capitales del nombre de Cristo, si Dios no los libraba milagrosamente; por lo cual, hecho un fervoroso acto de contrición, les dió la absolución general. Al ver esto, se echó á sus piés un gentil y le pidió con eficacísimas instancias le hiciese cristiano, dando palabra al Padre de que viviría entre cristianos, lo cual agradó tanto al santo varón, cuanto más claramente conoció que sola la gracia del Espíritu Santo le había movido á pedir el bautismo. Mas no les cogió de improviso su venida á los de la Ranchería, porque dos días antes, estando todo el pueblo en sus devociones y súplicas, les dieron noticia aquellas diabólicas deidades de que venían el Padre y sus compañeros, diciendo _Uracozoriso_, con lágrimas en los ojos: --Ya me veo obligado á buscar en otras partes otros que me adoren, porque de ésta mi iglesia me echa un grande enemigo mío, que ya se acerca: huíos también vosotros. Trae este hombre en la mano un instrumento (decíalo por la cruz) en que no puedo fijar la vista. Oyó sus llantos y lamentos el pueblo, y procuró consolarle con mil dones y ofrendas; mas él, con sus compañeros, les volvieron el rostro, haciendo, como de concierto, un doloroso llanto, levantando el grito y los aullidos á manera de desesperados. Causó esto en el pueblo gran confusión y espanto, el cual creció hasta que el demonio, en forma de un grande pájaro, despertando al cacique, le estimuló y exhortó á la fuga, por lo cual, así el cacique como el Mapono más venerable y de más años, y en pos de ellos gran parte de la plebe, se huyeron á los bosques, metiéndose en las grutas de las fieras. Habíanse quedado algunos en el pueblo que estaban ya de partida, cuando el V. Padre, á pie, y con la cruz en la mano, acompañado de algunos cristianos más fervorosos, entró en la Ranchería, llevando en alto la imagen de la Santísima Virgen. Apenas le divisaron los paisanos, cuando se pusieron en fuga, y de ellos detuvieron á algunos los compañeros del Padre, no sin riesgo, porque enfurecido un bárbaro, descargó en la cabeza de un muchacho cristiano tan fiero golpe, con una hacheta de piedra, que si Dios por su misericordia no hubiera permitido que errase el golpe, se la hubiera partido por medio. Procuraron aquietarlos con buenas palabras y quitarles de la cabeza aquellas sombras y sospechas con que el enemigo infernal había maquinado impedir su conversión. Luego, llamando el P. Caballero á un mozo de buen aire y bien agestado, procuró ganarle para sí con aquellos modos de amor y caridad que enseña á los varones apostólicos el celo de la salvación de los prójimos; y regalándole con mil cosillas de las que aprecian los bárbaros, le despachó á los que se habían huído; y Dios le puso en el corazón tal afecto para con el Misionero y en la lengua tal eficacia, que dentro de un breve rato volvió con una tropa de paisanos, y poco á poco los condujo á todos. Miraban al Padre asombrados, y le imaginaban ó un monstruo ó cosa de la otra vida, pues, tenía tanto poder para desterrar á los Tinimaacas y echarlos de sus tierras; mas á sus dulces y suaves palabras se recobraron: y aunque ignorantes, reflexionando en aquellos lamentos y desesperaciones de sus dioses, infirieron, por evidente conclusión, que eran muy flacos y de ningún poder, pues no podían resistir á aquel hombre, con lo cual se le aficionaron increíblemente, y desterrado de sus corazones todo temor, hospedaron con igual afecto en sus ranchos ó chozas al Padre y á sus compañeros. El día siguiente, juntó todo el pueblo en la plaza al pie de una cruz que allí había enarbolado les explicó los misterios que debían creer y los preceptos que habían de observar, descubriendo la vanidad de sus deidades y perversidad y fraude de los sacerdotes; y públicamente el más viejo de todos, que había encanecido en la malicia, no pudiendo negarse á las luces de la verdad, con que el Padre le daba en los ojos, se rindió vencido, y confesó que había engañado á los demás por tener con qué sustentarse. Oíale la gente con silencio y atención, y aún con aplauso y placer, principalmente cuando refirió la creación del mundo, y la caída de los ángeles prevaricadores, á quienes habían sido muy devotos y fieles. Continuó por algunos días la explicación de la doctrina cristiana, oyéndole siempre con igual gusto y provecho; y pareciéndole ya tiempo de quitarles todas las ocasiones de recaer en la idolatría, ordenó que trajesen á la plaza los tabernáculos, las esteras y cuanto servía al culto de sus dioses, y pisándolo todo por escarnio y llenándolo de inmundicia, lo hizo abrasar, reservando solamente un instrumento astronómico de bronce, que representaba al sol y luna con los otros signos del Zodiaco; don que muchos siglos antes les habían dado los demonios, y después todos juntos se pusieron á bailar y cantar algunas canciones al son de los instrumentos que entre ellos se usan. Ayudaron no poco á la conversión de esta gente los indios Zibacas, cuyo cacique, dijo en alabanza de la ley cristiana, tales cosas, que sin duda le dictaba las palabras el Espíritu Santo, á quien tenía en el corazón, que el mismo P. Caballero quedó no poco maravillado; y no hacían nada menos sus vasallos, los cuales, no pudiendo detenerse más tiempo por causa de sus labores, se fueron con gran dolor á despedir del V. Padre, quien describiendo esta despedida, habla de esta manera: «Con cuántas lágrimas y suspiros se despidiesen, no puedo expresarlo bastantemente; no sabían apartarse de mí, y yo no sentía menos su partida; procuré consolarlos, diciendo que el año siguiente, queriendo Dios, volvería y les enseñaría más despacio su santa ley.» Aunque se partieron los Zibacas, tan aficionados y devotos del P. Lucas, no por eso se resfriaron en su amor los Jurucarés, ni hubo cosa, aunque muy difícil, que no hiciesen por él. Exhortóles á que depusiesen las armas y ajustasen paces con los confinantes, y ninguno hubo que no viniese en ello, y antes ellos quisieron ir en persona á pedir la paz á los Pizocas, mostrando que las obras correspondían bien á las palabras que le daban. El cacique de más autoridad, antes de ponerse en camino, le suplicó con eficacísimos ruegos le administrase el santo bautismo, porque cargado ya de años y lleno de canas, le quedaba poco de vida; y ya que por la misericordia de Dios había conocido la verdad, la quería también abrazar para que el conocimiento no le sirviese de eterna confusión. Enternecióse el santo varón con tan justa demanda; mas no pudo darle consuelo, porque tenía orden estrecha de los Superiores para no bautizar, á ningún adulto antes de fabricar la Reducción; por lo cual se excusó con lo mejor que pudo de no poder condescender con su petición, aunque lo deseaba sumamente; y que si él daba la palabra y perseveraba en aquel sabio y santo propósito, no tardaría mucho, ó en volver él mismo, ó si no pudiese, enviaría otro de sus compañeros en su lugar para que le pusiese en el camino de la salvación eterna. Ya que no pudo conseguir esto el buen cathecumeno, quiso que á lo menos en prenda de su promesa, le diese una pequeña cruz para traer al cuello y para muestra de otras que quería fabricasen sus vasallos, porque entendida la virtud de aquel santo Leño, quería ponerla en todas partes, para que por su respeto no osase el demonio causarles algún daño en la vida ó hacienda. Bautizados, pues, aquí los muchachos, pasó á los Quiriquicas, donde el año antecedente la Reina de los Ángeles le había defendido de sus flechas. Saliéronle al encuentro todos, hombres y mujeres, y le hospedaron cortesmente en su Ranchería, mas no con aquellas demostraciones de afecto que el Padre esperaba; y sin duda fué porque había ya algunos días que estaba hecha la Ranchería un hospital de enfermos y moribundos por una epidemia pestilente que hacía gran estrago en todos, y lo peor era que echaban la culpa al Padre, diciendo que por haber querido matarle, había hecho venir de otro lugar la peste para vengar su agravio. Fué luego á visitar los enfermos y con extremo dolor suyo vió morir á su vista una mujer, sin tener tiempo para administrarle el santo bautismo; leyó sobre todos el Evangelio _Super ægros_; mas Dios quiso diferir algún tanto el favor para que la gente tuviese en mayor aprecio y veneración su santa ley, y por ella á su ministro, y así fueron mejorando poco á poco los apestados; y entonces ordenó el santo varón que por las tardes se juntasen todos en la plaza; allí, desde un lugar eminente, les explicó la verdadera causa de aquel accidente; que no era él la causa por ser hombre flaco y miserable, y de ningún poder como ellos, sino sólo Dios del cielo, á quien él servía, que había tomado á su cuenta la venganza de la injuria que á él le habían hecho; que por tanto se quejasen de sí mismo, que á él le pesaba mucho de aquel mal. Interrumpióle el cacique diciendo se habían muerto ya los que le habían hecho aquel agravio. A lo cual dijo el P. Caballero: «No soy el autor de este estrago, Jesucristo, criador del Universo, lo es: á Su Majestad es necesario pedirle que cese, y esperar de él la gracia y misericordia.» Mientras estaba en estas pláticas, le vinieron á avisar que estaba para espirar el cacique _Sanucare_. Rompió al punto el discurso para acudir á donde le llamaba la extrema necesidad, pero fué en vano, porque el mal, que era fuertemente maligno, le había sacado de juicio, y estaba ya delirando con frenesí; y por más remedios de que se valió, nunca le pudo volver en sí. Afligidísimo por esta causa, se salió del Rancho del enfermo y postrado en tierra, con lágrimas y súplicas muy afectuosas, empezó á pedir á Dios que por su piedad y por los merecimientos de su Hijo Santísimo, le concediese la gracia de darle á aquella alma, comprada con el precio de su sangre, el uso de la razón. Al punto cesó el delirio y volvió en sí el enfermo, de suerte que el Padre tuvo tiempo para instruirle en los divinos misterios y lavarle con las santas aguas del bautismo; y sugiriéndole afectos de contrición y esperanza en Dios, espiró en breve. El día siguiente ordenó una devota procesión para obtener para aquella pobre gente el remedio de su calamidad. Mas lo que sucedió, será mejor oirlo de boca del santo Padre: «Acompañado (dice) de cristianos y gentiles enarbolé una imagen de la madre de Dios, dando vueltas por toda la tierra, llevándola á las casas de los enfermos, y lleno de confianza, le decía Nuestro Señor: Mirad, Señor, á vuestra misericordia, y no entreguéis al estrago de la peste estos nuevos fieles; no diga este pueblo, tierno en la fe y débil en la virtud, que sois muy riguroso en los castigos; si para mi defensa echasteis mano de los milagros, mostrad ahora vuestro poder en sanarlos, para gloria de vuestra ley. Entraba con esta confianza en las casas de los enfermos apestados y arrodillados todos, así cristianos como gentiles, rezábamos el Ave-María; luego preguntaba al enfermo si creía de corazón en Jesucristo y confiaba en su Santísima Madre, y respondiéndome que sí, le aplicaba una estampa de San Francisco Xavier para que me fuese intercesor con la Reina del cielo, y mis pecados no impidiesen su piedad; por último, le tocaba con la imagen de la Virgen Nuestra Señora, y de esta manera, en pocos, días cesó la peste y aún los de más peligro recobraron la salud.» Así el Venerable Padre. Consolado con este favor aquel pueblo, se puso luego en camino hacia los Cozacas para llegar á los Tapacurás, antes que el tiempo rompiese en lluvias y cerrase los caminos. En esta jornada vino Patozi, el cacique de los Moposicas, con gran número de sus vasallos, y se le quejó mucho porque no iba á sus tierras, usando de cuantas artes y modos de ruegos supo para moverle á compasión; con todo eso, aunque el Padre lo deseaba mucho, no lo pudo consolar, por no querer torcer su viaje á otras Rancherías del Norte ó del Mediodía, sino sólo tirar derechamente á Poniente; y reconocida su buena voluntad, le convidó á que le acompañase hasta los Cozocas, que ya tenía á la vista. Luego confortó en el alma con un fervorosísimo razonamiento á sus neófitos, y les exhortó á ofrecer su vida á aquel Señor que por el bien de las nuestras dió la suya; porque el demonio, que llevaba muy mal tantas pérdidas, sin haberlas podido remediar, había hecho el último esfuerzo con los Cozocas para que le quitasen la vida; lo mismo deseaba el santo Misionero; y hablando con sus cristianos, sólo sentía que la rabia del enemigo infernal y de sus secuaces no tuviesen permisión para matarlo. Estábanle mirando los Cozocas desde la plaza de su Ranchería, y apenas el Padre se puso á mirarlos con la cruz en la mano, cuando prorumpiendo en gritos descompasados, á la usanza de bárbaros, le dispararon una tempestad de saetas, que á no repararlas Dios con su mano poderosa, hubiera quedado muerto. Los cristianos y cathecúmenos, viendo las cosas tan contrarias, se retiraron atrás. Sólo iba al lado del siervo de Dios un joven fervorosísimo, deseoso de dar la vida en testimonio de la fe, que pocos meses antes había abrazado. Seguíanle otros cuatro, uno de los cuales llevaba en alto la imagen de la Madre de Dios. Procuró el apostólico Padre sosegar con su angelical rostro y afables y corteses palabras aquellas furias del infierno. Todo fué en vano, porque envenenados los bárbaros contra Jesucristo y su ley, sin hacer caso de nada, le apuntaron y dispararon un gran número de saetas á su cabeza, mas nunca pudieron acertar; antes bien veían manifiestamente que volvían atrás las flechas, como si una mano contraria las tirara; y una disparada con tal ímpetu que le hubiera pasado de parte á parte; pero al llegar la detuvo sin duda Dios, é hizo caer sin fuerza á los piés del Padre. Con otra hirieron en el vientre á un cristiano que llevaba la imagen, y alegrísimo el buen muchacho de su dichosa suerte, se retiró aparte para gastar con Dios los últimos períodos de su vida, con no menos gloria suya que envidia del P. Lucas, que abrazándole estrechamente, se dolía de que en pena de sus pecados no merecía acompañarle en la muerte. Entre tanto, el Mapono atizaba con rabia infernal á los suyos, y cerca de una hora estuvieron disparándole saetas sin causarle más daño que romperle el vestido; bien que al levantar en alto aquella santa imagen, le corrieron por los brazos extraños dolores y le impidieron el uso de ellos. Mientras ellos procuraban valerse de todas las suertes de su crueldad y fiereza para darle la muerte, los cathecúmenos desde lejos procuraban librarle de ella, amenazando á los Cozocas que vendría sobre ellos la ira de Dios y les daría su merecido, como á su costa ellos lo habían experimentado; y ó fuese porque el temor les hiciese caer en la cuenta, ó porque Dios reprimiese su orgullo, dándoles más acerbos dolores en los brazos, se pararon algún rato y dieron tiempo y oportunidad al siervo de Dios para acercarse al Mapono, y con modo cortés y afable le dió á conocer el poder de Jesucristo, que por más que él y los suyos lo intentasen, si no era voluntad de su Divina Majestad, no le podrían quitar un cabello; y que sus Tinimaacas, por más que se jactasen de que eran señores del cielo y dueños del mundo, al fin no eran otra cosa que miserables y flacas criaturas condenadas por su culpa á cárcel perpetua en el infierno. Entre tanto que él hablaba así al Mapono, puso Dios los ojos de su piedad sobre aquel bárbaro, y penetrándole lo interior del alma, sosegó aquellas furias; con lo cual, cambiado el furor en agrado, le hospedó cortesmente en su casa, poniéndole la mesa abastecida de lo mejor del país. Estando en esto se echó á sus piés un gentil, y con lágrimas en los ojos le pidió que al punto le bautizase, porque temía mucho no le matasen allí á traición por causa de algunos disgustos antiguos, y no quería perder con el cuerpo la vida del alma. Dióle gusto el P. Lucas y quiso celebrar, como celebró, la sagrada función de aquel bautismo en uno de los templos, por más que le pesaba al demonio y á los de su partido. El mismo día había despachado el Mapono un mensaje á _Abetzaico_, cacique de los Subarecas, para que con su milicia viniese á ayudarle á exterminar ó desterrar del mundo al enemigo capital de los dioses y á sus compañeros; mas desbarató sus designios un ángel, el cual, apareciéndole, no sé si en sueños ó despierto, le ordenó que fuese á encontrar al Padre y le recibiese en su tierra y oyese su doctrina. Vino el cacique sin armas, servido de dos de sus vasallos, y noticiado del atrevimiento de los Cozocas, se encolerizó sobremanera contra el Mapono; y hubiera puesto en él las manos, á no haber venido á buen tiempo uno que daba aviso de que dos cristianos heridos estaban ya para espirar. El P. Lucas nos dirá mejor con sus palabras lo que entonces sucedió: «Acudí (dice) á donde yacían tendidos sobre la tierra aquellos mis dos muchachos; que á la verdad era espectáculo digno de mover á cualquiera á compasión, verlos tan malamente heridos que el suelo estaba bañado en su sangre, cubiertos de moscas, que parecían cadáveres, sin tener un trapo con qué cubrir las llagas, y ser necesario por esto servirse de las hojas de los árboles; causábame, empero, grande admiración y asombro su paciencia, los tiernos coloquios que hacían á la Santísima Virgen, alegrándose de derramar la sangre y morir por aprovechar á sus prójimos, y en servicio de su santísimo hijo. Uno de ellos era Manacica de nación, bautizado pocos meses antes y me servía de intérprete; tenía atravesado el brazo con una flecha, y por eso, heridos los nervios, le causaban desmayos y pasmos mortales; al otro, herido en el vientre, se le habían salido en gran parte las entrañas. Ordené que los llevasen debajo de una enramada, donde queriendo volver á poner en su lugar las entrañas á este último, fué necesario cortarle parte de ellas. Encomendose con grande confianza á la Reina de los Ángeles, y después de un ligero sueño se halló perfectamente sano; el otro se restituyó en breve á su entera salud, hallando su brazo libre y expedito, sin otro remedio que el de Dios y su Providencia, pues allí no había otro.» Hasta aquí el P. Lucas. Detúvose allí algunos días para arrancar de raíz la idolatría y disponerlos á recibir la santa ley de Cristo; y aunque al principio le fué preciso ir ganando tierra poco á poco, venciendo al fin la gracia del Espíritu Santo, abrieron los ojos aquellos bárbaros y se ofrecieron de buena gana á alistarse en el número de los fieles, presentando en prendas de esta verdad á sus hijos para que desde luego fuesen lo que ellos de allí á poco habían de ser. Llevaba mal _Abetzaico_, que se detuviese el Padre tanto con los Cozocas; y se lamentaba tanto de esta tardanza, que precisó al siervo de Dios á despedirse de aquí é ir á su tierra, donde no hubo bien llegado, cuando fueron inexplicables las alegrías y señales de júbilo que mostraron los Subarecas, saliéndole á recibir y haciendo fiestas á su usanza propias para cuando quieren mostrar extraordinaria alegría. Cuál fuese la pompa, y lo que más importa, el santo fervor de devoción con que desde el primero al último veneraron estos nuevos cathecúmenos la Santa Cruz, no es fácil referirlo. El cacique y los principales quisieron tener la honra de formarla y ponerla en la plaza, no permitiendo que otros más inferiores pusiesen la mano en esta obra; luego, arrodillados todos al rededor de la cruz, la adoraron humildemente, y entre tanto, las mujeres y el resto del pueblo estaba bailando y cantando al son de sus instrumentos, y los cantares eran alabanzas de la Cruz, de la santa ley de Dios y de la Santísima Virgen; ni se acabaron las fiestas aquel día, antes bien las continuaron por muchos días, no sabiendo ponderar el consuelo que tenían, por haber de ser cuanto antes cristianos, y levantado y adorado en su tierra el árbol de nuestra Redención. Y Dios Nuestro Señor, para confirmarlos en la fe, y mostrar cuánto se agradaba de aquella devoción y fervor, restituyó la salud á todos los enfermos y calenturientos con sólo leer el Padre sobre estos el Santo Evangelio. Qué júbilos de alegría sentía en el corazón y qué lágrimas de consuelo le corrían de los ojos al P. Caballero, confiesa él mismo que no lo podía explicar, acordándose que aquellos mismos que ahora con tanta veneración adoraban la cruz, y en ella á Jesucristo, eran los que poco antes adoraban á los demonios feos y abominables. Mas no por esto se olvidaba del término de su viaje, por cuya causa se hubo de despedir de los Subarecas, no sin grandes lamentos y llanto universal de aquella buena gente, la cual, viendo que no le podían tener más tiempo en tierra por entonces, quiso que la flor de la juventud le fuese acompañando para ir allanando el camino y proveyéndole de víveres al Padre y á sus compañeros, lo que ejecutaban á competencia con los Cozocas. Ya habían caminado algunas jornadas cuando cayeron enfermos once de sus neófitos, con increíble dolor del santo misionero; mas el modo como sanaron, lo escribe él mismo por estas palabras á su Provincial. «Padecía yo (dice el P. Lucas) la enfermedad de todos, y me penetraba el corazón el escándalo de los gentiles, los cuales se maravillaban mucho que gozando ellos de muy buena salud, enfermasen los cristianos, con lo cual parecía querer decir que aquella ley no era tan santa como yo se la había pintado, pues sus profesores estaban sujetos á las enfermedades sin poder librarse con solas cuatro palabras, como á ellos no pocas veces les había sucedido. Quejeme amorosamente á mi Señor Jesucristo y á su Santísima Madre, diciendo: »--Bien conozco, Señor, que mis pecados merecen esto y mucho más; pero, mirad, Señor, por vuestra gloria; no digan los infieles que los cristianos tienen un Dios que no tiene entrañas de compasión con aquellos que le adoran: _Ne dicat gentes ¿ubi est Deus eorum?_ Mirad, Señor, que los neófitos tendrán horror á los trabajos y fatigas de la Misión, si perseguidos de los infieles bárbaros y afligidos de las enfermedades, no acudís presto á socorrerlos y librarlos. ¿Quién me acompañará en estos desiertos para abrirme camino y servirme de intérprete para declarar vuestra ley? Si obráis milagros para sanar á los infieles, ¿por qué no haréis lo mismo con los cristianos? »No tardó mucho en moverse á piedad el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, porque la víspera de los Ángeles Custodios se dejó ver muy resplandeciente uno de estos bienaventurados espíritus, de uno que estaba con calentura, y le dijo: »--Esta enfermedad que padecéis os ha venido en lugar de la muerte que habíais de llevar de manos de los bárbaros. Confiad en Dios, que cesará el mal. Grande será el premio que tendréis allá en el cielo por los trabajos y fatigas que padecéis por dar á conocer á Dios á vuestros paisanos. »Con eso creció en todos la confianza; quise yo darles una bebida, no sé si purga ó bebida, porque no conocía su fuerza, con lo cual creció el mal; y no sufriendo los ardores de las fiebres ardientísimas, y haciéndose llevar al río, se arrojaron al agua para templar con lo exterior de aquel frío el calor de sus fiebres; y sin otro remedio quedaron todos sanos y salvos.» Hasta aquí el V. P. Lucas. Y á la verdad era necesaria tal enfermedad y tal milagro para que perseverasen hasta el fin del viaje; porque atemorizados de tantos riesgos y peligros de la muerte que á cada paso encontraban, ya á manos de los bárbaros, ya de la sed ó de la hambre, se habían los neófitos resfriado no poco en el celo de anunciar el santo nombre de Dios á los que vivían en las tinieblas de la infidelidad, y cayendo ahora en la cuenta y reconociendo mejor las cosas, postrados todos por tierra pidieron al Padre perdón de su temor y flaqueza, y se ofrecieron á Dios con corazón valiente y firme para vencer cuantas asperezas y dificultades encontrasen, aunque fuese necesario perder la vida en su servicio. Pusiéronse nuevamente en camino con esta resolución por una senda estrecha y difícil de un bosque espesísimo, con no pequeño trabajo; y después de caminadas pocas leguas, perdieron el rastro de la senda, no sabiendo dónde estaban, ni por dónde tomar rumbo, por cuya causa anduvieron perdidos por espacio de un mes entero, ya trepando por fragosas montañas, ya metiéndose por lo más interior del bosque; sin tener otra cosa que comer sino hojas de árboles y raíces silvestres, ni en qué descansar y tomar un corto sueño sino una red colgada de un árbol, á cielo descubierto. En este aprieto, al P. Caballero, que era de complexión delicada y de suyo enfermizo, y que por los trabajos é incomodidades apenas se podía tener en pie, le sobrevino una tan gran flaqueza de estómago, que no podía retener manjar ninguno por lijero y de poca substancia que fuese; pero no obstante esto, la virtud de su espíritu suplía las fuerzas que faltaban al cuerpo, siendo el primero que animaba á los otros á arrojarse á los peligros y que con sus mismas manos abría el camino. Finalmente, con algunas frutas ásperas y desabridas al paladar, se recobró á sus fuerzas antiguas, echando Dios su bendición en aquel remedio, más á propósito para enfermar á los sanos que para sanar enfermos. Aterrados de tantas dificultades los gentiles se volvieron atrás y lo mismo hubieran hecho no pocos de los cristianos, si la Madre de Dios, en cuya gloria redundaba el buen suceso de aquella empresa, no se hubiera aparecido á uno de los más desanimados, y reprendiéndole ásperamente de su poco ánimo y la falta de fidelidad á lo prometido á Dios. Por último, haciendo el P. Lucas fervorosísima oración al arcángel San Rafael y á los ángeles Custodios de aquellas naciones, vino á salir á la Ranchería de los Aruporecas, donde los años pasados había hecho una Misión y rogado á su cacique que le acompañase con algunos de sus vasallos hasta las Rancherías de los Tapacurás, se escusó de hacerlo, temeroso de que los Tapacurás se vengasen de los daños que habían padecido en una guerra que les había hecho; mas dándole el Padre su palabra de que ajustaría la paz, se rindió el cacique á ir acompañando al siervo de Dios. Guiado, pues, de una escuadra de Aruporecas, se puso en pocos días á vista de los Tapacurás; pero antes de entrar envió á la Ranchería un neófito, de nación Tapacurá para que le recibiesen cortesmente y no hiciesen algún desmán contra sus enemigos los Aruporecas. Sintieron mucho los Tapacurás su venida, mas con todo eso, disimulando el disgusto, le salieron á recibir, y hospedándole en una casa acomodada, le hicieron muchos presentes de frutas y caza: no obstante, cuando quiso dar principio á sus apostólicos ministerios, se hicieron sordos y aun le impidieron obstinadamente que pasase á las Rancherías de su nación, y solo le querían conducir á tierras de los enemigos. Lo mismo respondió _Maymané_, cacique de otro pueblo, que había venido á cumplimentar al Padre. Es digna de saberse la causa de todo esto. Había el santo varón los años pasados enarbolado en esta tierra una cruz; vinieron allí unos ministros del demonio, acompañados de una tropa de indios Cuzicas, Quimomecas y Pichasicas, y sacándola del hoyo en que estaba fijada, la hicieron pedazos con mucha irrisión y escarnio. No tardó mucho la ira del cielo en vengar el atrevimiento de aquellos malvados y desagraviar la Santa Cruz, porque se encendió entre ellos una peste que hizo tal estrago que en breve quedaron muertos aun los menos culpados en aquel delito, siendo muy pocos los que escaparon de aquella parcialidad. Por esta causa temían estos que sucediese lo mismo aquí y en los otras lugares de su nación, por lo cual, á fin de prevenir el daño propio, le exhortaron á que se fuese á los Paunacas ó á donde más gustase, porque ignorantes ó ciegos en sus errores, no conocían que si por las injurias hechas á la santa cruz les venían tantas desgracias y desastres, la reverencia y devoción que la tuviesen les alcanzaría mucho mejor del cielo la bendición. No por esto desmayó el siervo de Dios, antes tomando materia de este mismo temor para predicarles, lo hizo con tanto fervor de espíritu y eficacia de palabras, mostrando que no eran menos dignos de muerte los que osaban injuriar á la santa cruz que los que impedían su culto; y así convencidos, se rindieron á su voluntad, y levantándola en alto en medio de la plaza, todos con reverente inclinación la adoraron y se ofrecieron á pasar con él á otras tierras. Bautizados, pues, allí los niños, prosiguió con ellos su viaje, pero hallaron desiertas las Rancherías; porque el demonio, que llevaba mal tantas ventajas de la gloria divina, había con infernal astucia persuadido á la gente que se mudasen á otro lugar donde no les pudiesen hallar tan fácilmente; fueron no obstante esto siguiendo el rastro, y al salir de una espesa selva dieron en una bellísima campaña, muy amena y alegre á la vista; pero por la mayor parte pantanosa, por los muchos manantiales de agua que en ella había. Descalzóse el P. Caballero y empezó á pasarla, y tras él los indios, y á la verdad lo que padeció en aquel paso ninguno lo puede decir mejor que él mismo que lo experimentó. Escríbelo así el venerable Misionero: «Pasábamos el agua á las rodillas, y eran tan profundos los pantanos, que apenas podía sacar el pie, cayendo y levantando á cada paso; acabó de empaparme en agua una lluvia deshecha que duró muchas horas. Y lo que me causó más tormento fué un género de paja que allí había, de dientes tan agudos como de sierra, que me desolló los muslos y piernas, de que aún tengo ahora las señales, y duró este martirio más de media legua.» Después de tantos trabajos dió con una Ranchería, cuyos moradores, viéndole tan desfigurado, se maravillaron no poco de que quisiese padecer tanto solo por el provecho y salvación eterna de sus almas. Hubieran mostrado la fineza de su afecto si la pobreza y carestía de lo necesario se lo hubiera permitido; con todo eso buscaron alguna cosa, la mejor que hallaron, para proveerle de mantenimiento. Viendo el cacique de los Paunacas tanta miseria y pobreza en aquella gente le convidó cortesmente para que fuese á su tierra, donde con más comodidad podría repararse y recobrar sus fuerzas. Aceptó el Padre al punto la oferta, no tanto por restituirse á su salud, de que no se le daba mucho, cuanto por anunciarles el nombre de Dios y ganar fieles á la Iglesia. En compañía, pues, de gran multitud de bárbaros, se partió allá el día siguiente y en el camino les cogió una tan furiosa tempestad de agua, que por más prisa que se dió se deshicieron sus pobres zapatos; con que hasta la vuelta se vió precisado á andar descalzo, caminando por bosques y montañas muy agrias y por llanuras sembradas de yerbas muy espinosas. Saliéronle al encuentro los Paunacas, con señales de grande fiesta y amor, á que no pudo corresponder el santo varón sino con un semblante alegre y risueño, porque ni ellos entendían su lengua ni el Padre la de ellos, ni tenían intérprete por cuyo medio se pudiesen declarar: y así fué preciso trabajar más con las manos en obras de caridad, que con la lengua en la predicación; no obstante todo eso, por señas, y con tal cual palabra que entendieron, les explicó el fin de su venida; pero el enemigo infernal, por no llevar también aquí la peor parte, persuadió al pueblo despachasen los niños á otro lugar, para que el Padre Lucas no se los sacase de sus garras, reengendrándolos al cielo con el santo bautismo; por lo cual, con increíble dolor del santo varón, por no poder recoger allí el mejor y más seguro fruto de su Misión, quiso vengarse levantando una gran cruz delante de un templo del demonio, en lo cual trabajó no poco, porque se le opusieron obstinadamente aquellos bárbaros, y faltó poco para que no pusiesen en él las manos; pero el siervo de Dios, que nada deseaba más que ser muerto por Cristo, no desistió de su empeño, antes á su vista hizo pedazos pisó algunas figuras y retratos del demonio, con no poco horror de los gentiles, temiendo cayese sobre todos una tempestad de rayos y saetas. Por entrar ya el invierno se vió precisado á salir presto de aquí, y volver á pasar de nuevo á pie descalzo aquella campaña pantanosa, con lo cual se le abrieron las llagas y apenas podía moverse. Por esta causa, sus compañeros, movidos por una parte de compasión, y por otra viendo que estaban mal aviados y que el viaje que les faltaba era de muchas semanas, le pidieron apretadamente se quedase entre los Tapacurás hasta la primavera. Mas el Padre, á quien dolían más las necesidades comunes de las almas que las del cuerpo, alentándolos, no tanto con las palabras cuanto con el ejemplo, pasó adelante, y á pocas jornadas le dejaron los Aruporecas por causa de los ríos soberbios, ya con las crecientes, y los neófitos pasaron no sin gran riesgo, en una pequeña canoa el río Ziresirio «y sin guía ni rumbo, (escribe el mismo Padre) caminamos por ríos, lagunas y pantanos sin hallar ni tener algún mantenimiento para soportar tantos trabajos, sino hojas de árboles y raíces de yerbas; acordeme haber oído que cerca de los Bohocas se descubría en alto una montaña; mandé á mis compañeros que subiéndose en las copas de los árboles registrasen la tierra; y descubriéndola al fin, por gran ventura, caminamos hacia allá, y con el favor de Dios, después de tres semanas de camino, con mil trabajos y fatigas, entramos en su Ranchería, donde recibidos con gran fiesta y alegría, nos proveyeron de cuantos víveres les fué posible para nuestro reparo.» Así el P. Lucas. Detúvose aquí algún tiempo para recobrar así él, como sus compañeros, las fuerzas con que proseguir el viaje hasta la Reducción de San Francisco Xavier y de esta manera tuvo comodidad y tiempo para confirmar á los Bohocas en el amor de Cristo y devoción á la santa cruz. Observó un día que en la choza ó Rancho donde le habían hospedado había unas disciplinas con pelotillas de cera, armadas de agudas espina y sabiendo que en otras partes había también un gran número de ellas, entró en sospechas de que fuese alguna superstición; llamó aparte al cacique _Soriocó_, y quiso informarse de él, preguntándole la causa de esta novedad, la cual me parece cometería un grande yerro si la refiriese con otras palabras que las de aquel bárbaro, según la declaró el Padre Caballero: «--Habían venido aquí (dijo el cacique) á hacer sus Ranchos los Borillos, gente de genio altivo y soberbio, que burlándose de nosotros y de nuestras costumbres, nos tenían en poco. Enfadados nosotros de este desprecio, en lo más oscuro de la noche nos conjuramos contra ellos, y matamos á todos los varones, reservando las mujeres para nuestro uso. »Dentro de breve tiempo vino sobre nosotros un contagio que hizo tal estrago, que pensamos perecer todos, y creyendo que era castigo del cielo, en pena de aquel delito, nos acordamos de que los cristianos, para aplacar la justicia de Dios se disciplinaban hasta derramar sangre de las espaldas. »Por lo cual, levantando en alto aquesta cruz que aquí ves, nos azotamos ásperamente muchas veces al pie de ella, pidiendo á Dios misericordia y perdón de nuestras culpas: cesó al punto la pestilencia, de suerte que desde aquella hora en adelante no murió ninguno de los tocados de la peste, y ninguno de los sanos enfermó del contagio; y una noche estando presentes muchos del pueblo que lo vieron, bajó del cielo un mancebo bellísimo con el rostro muy resplandeciente, y postrado en tierra la adoró; desde entonces tenemos nosotros en gran veneración á este santo madero, y deseamos abrazar cuanto antes la fe de Jesucristo.» Hasta aquí el buen cacique. No es fácil de explicar cuánto se animó el santo misionero á llevar al fin la obra comenzada de juntar en una Reducción aquellos pueblos, para instruirlos en los misterios que deben creer, y en los mandamientos que deben observar, viendo que agradaban á Dios sus designios, y los bendecía desde el cielo con sus influjos. Despidióse al fin de aquella gente y enderezó su viaje hacia la Reducción de San Francisco Xavier, donde por Enero del año 1708, después de cinco meses no menos de méritos para sí mismo por los trabajos y afanes tolerados, que útiles al cielo, por la conquista de tantas almas, llegó deshecho y consumido de las fatigas de sus apostólicos ministerios, para recobrarse y tomar aliento, no tanto en el cuerpo, de que cuidaba poco, cuanto en el espíritu para poder volver en abriendo el tiempo, á fundar una nueva Reducción en los países descubiertos. CAPÍTULO XV _Funda el V. P. Lucas Caballero la Reducción de Nuestra Señora de la Concepción, y es muerto á manos de los infieles Puyzocas._ Tenía orden el P. Lucas, como ya he insinuado, del P. Visitador de aquellas Reducciones Juan Bautista de Zea, de escoger un sitio cómodo en campaña abierta, en medio de aquellas Rancherías, de diferentes lenguas, para que en él se pudiesen juntar aquellos pueblos, y ser allí impuestos en la vida civil, é instruídos en la ley divina. Tenía poco en qué escoger, por estar todo el país poblado de espesísimos bosques: sólo entre los Tapacurás y Paunacas se descubría un valle, mas por la mayor parte estaba lleno de lagunas y pantanos, fuera de haber en él infinita multitud de mosquitos y tábanos que de día y de noche causaban insufrible molestia. No obstante, constreñido de la necesidad, puso aquí casa el Venerable Padre y dió principio á la Reducción de la Inmaculada Concepción, á orillas de una grande laguna donde vivía gente de muchos idiomas y diferentes costumbres. Eran éstos los Paunapas, Unapes y Carababas, pueblos sobremanera salvajes, de poco ánimo y cobardes; todos, hombres y mujeres, andan bárbaramente desnudos, y aunque de distintas lenguas y costumbres que los Manacicas, tienen la misma religión de adorar al demonio en la forma que se les manifiesta. Propúsoles el santo varón, con su acostumbrada energía las supersticiones que debían abandonar y los misterios y preceptos que habían de creer y guardar para merecer el favor de Dios en esta vida y la eterna bienaventuranza en la otra. Ellos, atraídos de la esperanza del premio, y atemorizados de los castigos, si no obedecían á la voluntad de Dios, le dieron palabra, unánimes y conformes, de obedecer pronto á su voluntad, con tal que sólo les permitiese la _chicha_, bebida ordinaria suya, porque el agua les causaba dolores agudos en el estómago. Es esta gente muy dada al trabajo, porque no tienen otro Dios á quien más estimen que sus campos y sembrados, y tienen en poco al demonio, y sólo le estiman en cuanto se persuaden les está bien á sus intereses. No usan ir á cazar á los bosques, ni ir á coger miel y solamente se apartan de sus casas aquel espacio de tierra que les puede durar un frasco de aquél su vino, que es su única provisión y matalotaje en los caminos. No tuvo el P. Lucas mucha dificultad en permitirles el uso de aquella bebida, porque no causaba en ellos embriaguez, único motivo para desterrarla de las otras Reducciones. Tuestan el maíz hasta que se hace carbón, y después bien pisado ó molido le ponen á cocer en unas grandes calderas ó paylas de barro, y aquella agua negra y sucia que sacan, es toda la composición de la chicha, de que ellos gustan tanto que gastan buena parte del día en brindis, no durando el trabajo en el campo sino desde la mañana hasta el medio día; mas aunque prometieron ellos dejar sus antiguas diabólicas supersticiones, no las olvidaron tan fácilmente. Sospechó el P. Lucas que algunos ocultamente no observaban éste su orden, haciendo y celebrando los funerales y exequias con los ritos y ceremonias del gentilismo: y para cogerlos _in fraganti_, puso algunos que los espiasen. Dentro de poco murió una mujer y luego determinaron los infieles hacerle el entierro á su usanza. Compusieron para eso un galpón ó templo hecho de ramas trabadas, con las mejores labores que les fuese posible, y levantaron en medio dos palos para trono del demonio, que en forma visible viene á recibir las ofrendas, á oir las súplicas y á agradecer los sacrificios que hacen por el alma del difunto. Ciñen la enramada de una red, dentro de la cual no entran otros que el Mapono y los más cercanos parientes del muerto. Celebraban estas exequias, para que no fuesen descubiertos, en lo más oscuro de la noche, y estaban ya en lo mejor y más devoto de la función, cuando de repente llegó el Padre Lucas, y fijando la vista dentro de aquel infame sagrario, vió en medio de aquellas tinieblas centellear los ojos del enemigo infernal, que lleno de majestad y terror estaba sentado sobre aquellos dos palos; y aunque al siervo de Dios se le erizaron los cabellos y se extremeció de horror, quiso, no obstante eso, arrojarse dentro. Lo cual, no pudiendo sufrir el demonio, desapareció en un momento, arrebatando en cuerpo y alma á su sacerdote, que jamás pareció, gritando que nunca le verían más en aquel lugar, de dónde, mal de su grado, era arrojado con deshonra y vergüenza. Reprendióles el fervoroso Misionero, con celo ardiente, su poca fe, y con el ejemplo del Mapono, llevado vivo por el demonio al infierno, les hizo conocer claramente que no era otra su intención que hacerles perder de una vez el cuerpo y alma. Tomaron casa en la Reducción los más cercanos pueblos de los Manacicas, dejando los más distantes, situados hacia el Oriente, al celo del P. Francisco Hervás para que los condujese al pueblo de San Francisco Xavier: mas el P. Hervás, con extremo dolor y sentimiento, no encontró otra cosa que cadáveres y huesos de muertos, por haber hecho en aquellos pobres infieles un estrago fatal el furioso contagio que poco antes había infestado aquel país. Tuvo allí el P. Caballero noticia cierta de otra nación con quien los Manacicas andaban siempre en guerras y hostilidades, por lo que se le inflamó el corazón en encendidísima caridad y deseo de verlos y traerlos al conocimiento de su Criador, especialmente que no eran tan rudos y salvajes como los otros pueblos, que á costa de tantos trabajos y sudores había reducido al rebaño de Cristo. Estaban sus Rancherías bien pobladas, con gobierno civil y político; las casas, calles y plazas estaban bien ordenadas; fabricaban de plumas bellísimos escudos, y las mujeres tejían sus vestidos con grande arte, bordándolos con flores en proporción y orden. Estas noticias le avivaron el deseo de registrar aquel país y conocer á sus naturales; y así, no haciendo caso del riesgo de perder la vida, animó y exhortó á algunos de sus neófitos á que le acompañasen. Puesto, pues, en camino, apenas tocó en la primera tierra, pocas millas distante, le salió al encuentro una cuadrilla de bárbaros, que le recibieron con una tempestad de saetas, no queriendo en ninguna manera dar oídos á sus palabras; no por eso perdió el Padre un punto de su aliento y valor; antes bien, sin temor alguno, se iba acercando á ellos, que viendo tanta generosidad, y que no le podían acertar con ningún flechazo, mudaron la nativa fiereza en otra tanta cortesía y respeto. Recibiéronle con muestras de grande benevolencia, presentándole frutas del país y algunos escudos primorosamente adornados de plumas. La casa en que le hospedaron caía hacia el templo, con lo cual tuvo comodidad para observar los ritos y supersticiones en el entierro de un difunto. Al entrar la noche trajeron el cadáver en medio de la plaza, donde dándole sus amigos y parientes los últimos abrazos, le pusieron sobre un haz de leña, dispuesto en forma de pira; luego le pegaron fuego y redujeron el cadáver á cenizas, que recogidas con infinitas ceremonias y llantos, las depositaron en una urna de barro. Esta vista y espectáculo causó gran temor y espanto á los neófitos, y viendo entre tanto que venían á la plaza muchas cuadrillas de gente que andaba rondando y tomando los puestos y boca-calles, bien que quietos y en silencio, sospecharon que semejantes exequias se disponían para ellos, por lo cual se quisieron luego poner en salvo; causa porque le hicieron al siervo de Dios tales instancias, que le fué necesario salirse antes de amanecer y volverse, con increíble dolor suyo, porque perdía la esperanza de reducir en breve aquella no mal dispuesta nación al conocimiento de Cristo, y de lograr en poco tiempo una copiosa ganancia de almas para el cielo. Consolóse, empero, con la esperanza de recoger el año siguiente aquella mies, mas aun esta esperanza se le desvaneció también dentro de poco, porque una tropa de mercaderes europeos de la profesión que arriba dije, dió de improviso sobre tres de sus Rancherías, donde destrozados los principales y hecho notable estrago en todos los adultos, hasta llegar á quemarlos vivos en sus casas cuando no querían rendirse, las destruyeron totalmente, llevando por esclavos á toda la chusma de niños y mujeres, de que buena parte pereció en el camino, rendida á los trabajos y malos tratamientos de aquellos bárbaros vencedores. Quiso, con todo eso, el Apostólico Padre pasar adelante, pero halló la gente confinante tan envenenada por aquella cruelísima matanza, urdida y maquinada á traición, que quería vengar la injuria en las vidas de los nuevos cristianos; por lo cual le fué preciso retirarse con presteza para que los inocentes no pagasen la pena de los culpados, difiriendo la empresa para cuando el tiempo pusiese en olvido el agravio y desahogando entre tanto su celo en otras tierras, cuyos moradores iba juntando en la nueva Reducción, la cual trasladó á sitio más cómodo para la salud de los cathecúmenos, en una llanura que de la banda de Oriente miraba á los Puyzocas, por el Norte á los Cozocas y á los Cosiricas por Occidente. Aquí no daba treguas á las fatigas, imponiendo á los bárbaros, con increíble paciencia, en costumbres civiles y políticas, enseñándoles la observancia de los preceptos de la ley de Dios é instruyéndolos en los Misterios de la fe; siendo ésta la tarea continua de todo tiempo y de todas horas, y olvidado de sí mismo, sólo atendía al bien de los prójimos, de suerte, que aun el necesario alimento para conservar la vida apenas había día que no le repartiese con sus cristianos, gozoso y contento con dilatar la gloria de su Señor, y en comprar, á costa de sus sudores, la eterna bienaventuranza á aquella miserable gentilidad; y cuando cansada la naturaleza de tanto trabajo pedía algún reposo, se escondía en la iglesia, y todo absorto en las cosas divinas, se encendía en el amor de Dios, tanto, que no sabía apartarse de su amadísimo bien, hasta que no pudiendo sufrir más el cuerpo flaco, tomaba aquel corto sueño que era necesario para cobrar aliento y vigor, volviendo con más brío y denuedo á cultivar aquellas nuevas plantas. Estaba entre tanto pensando en las Apostólicas correrías que meditaba hacer á los Cosiricas, en abriendo el tiempo, especialmente porque éstos le enviaron una embajada para que los fuese á alistar en el número de los convertidos, ofreciendo sitio cómodo para fundar en él una Reducción. Entró en duda de si sería más del servicio de Dios el aceptar la oferta de estos Cosiricas ó pasar á los Puyzocas, sobre que no le pareció tomar resolución cierta antes de conocer cuál fuese la voluntad de Dios; por lo cual, en espacio de muchos meses, en lo más oscuro de la noche se recogía á hacer oración (tomando para sí la noche y dando á los prójimos el día por no faltar á sus necesidades) pidió á los ángeles Custodios de aquellas naciones le alumbrasen el entendimiento con algún rayo de su luz, para que pudiese conocer con certeza cuál era en este negocio el divino beneplácito: y tuvo revelación ó luz interior de que la voluntad y agrado de Dios era que pasase á las tierras de los Puyzocas, y se pusiese á todo riesgo, sin hacer caso de su vida; y no sé de qué manera (porque las noticias que de aquellas Reducciones han venido no lo expresan). Tuvo también anuncios de que el cielo había ya oído sus súplicas, y determinado dar cumplimiento á sus deseos de sacrificar la vida por las glorias de su Criador; y de cuáles fuesen los júbilos de su corazón y cuáles las alegrías, más fácil es pensarlo que decirlo. Pero no obstante, quiso Dios quitarle un poco de aquel exceso de dulzura en que estaba su alma felizmente anegada, permitiendo á la parte inferior trabajase y diese que hacer á la superior, para que fuese tanto más glorioso el triunfo y la palma, cuanto fuese más dificultosa la victoria; porque corriéndole por las venas un sudor frío, se puso pálido y se le representó tan fiera la vista de la muerte, que le hizo muchas veces entrar en duda si debía ejecutar aquella empresa; y cada vez que pensaba en ella temblaba todo, y mostraba en lo exterior señales de la batalla interior; y no sé si por sus ordinarias enfermedades ó por nueva destemplanza de los humores que causaba á todos los miembros aquel combate del espíritu y de la carne, le bajó á las piernas un humor maligno que le obligó á hacer cama, pretendiendo, al parecer, la naturaleza, con aquellos extremos, conservar la vida, á quien tan de cerca amenazaba la muerte; y de hecho el V. Padre estaba en gran perplegidad y angustia de ánimo, de suerte que no se atrevía á resolver por sí mismo, y era espectáculo digno de compasión verlo batallar consigo mismo, venciendo una vez más, y quedando otra vencido, siempre pensativo y como asombrado con esta lucha. Al fin volvió Dios los ojos de su piedad al V. Padre, que por tan largo tiempo, en hambre, sed, pobreza y tantos trabajos, había sido su fidelísimo siervo, y penetrándole lo íntimo del alma con un rayo de luz, esclareció aquella densa niebla, que antes le tenía en oscuridad y tinieblas, y le infundió tal valor y aliento en el espíritu, que vencida del primer lance la carne, dijo con gran denuedo: «--Que por sentir tanta repugnancia quería, á pesar suyo, poner manos á la obra.» Son palabras suyas; y estando ya de partida, escribió á un comisionero suyo, avisándole con confianza de lo sucedido y pidiéndole sus oraciones, añadió: --_Spiritus quidém promptus est, caro autem infirma._ Por último, se puso en camino hacia los Puyzocas, acompañado de treinta y seis Manacicas recién bautizados; y llegando á la primera tierra de aquella nación, fué recibido con muestras de grande amor y benevolencia, presentándole la gente frutas del país en grande abundancia y encubriendo de esta manera lo que maquinaban: de allí pasó á la segunda Ranchería, pero llevado en brazos ajenos, porque así por la flaqueza del cuerpo como por un pantano que había de por medio, no se podía tener en pie; aquí también fué recibido con una falsa alegría y con alhagüeñas palabras, que los traidores tenían ya premeditadas, y habiéndole entretenido el cacique en conversación, encubriendo en su pecho sus dañados intentos, ordenó entre tanto á su gente que llevasen á los forasteros á sus casas, dividiéndolos de manera que hubiese pocos en cada una, para hacer así el tiro con más seguridad. Apenas los nuevos cristianos se habían sentado á la mesa, ignorantes de lo que contra ellos se maquinaba, salieron de repente en tropa muchas mujeres desnudas, las cuales tiraron ciertas líneas de color negro en sus rostros (ceremonia que usa esta nación con los que quieren matar) de la cual los cristianos se maravillaron mucho; y luego dieron sobre ellos muchos indios con gran furia y mataron, con poco trabajo, á la mayor parte de los cristianos. Escaparon, por gran ventura, de aquella matanza algunos pocos, los cuales fueron al punto á dar aviso al P. Caballero, que habiéndose quedado sólo en su Rancho, todo absorto en Dios, rezaba el Oficio Divino; y no sufriendo un neófito verle expuesto al estrago de aquellos bárbaros, lo puso sobre sus espaldas para librar su vida con la fuga. Fué esto en vano, porque no queriendo los traidores se les escapase de entre las manos aquél á quien tanto aborrecían por la ley santa que les predicaba, le siguieron y le clavaron una flecha en las espaldas. Sintiéndose el Padre mortalmente herido, pidió al neófito que lo dejase allí; y clavando luego en tierra una cruz, que llevaba en las manos, se puso de rodillas delante de ella ofreciendo la sangre que derramaba por sus mismos matadores, é invocando los dulcísimos nombres de Jesús y de María, quebrada y deshecha la cabeza á grandes golpes de macana, entregó su espíritu en manos de su Criador el día 18 de Septiembre del año 1711. El mismo fin tuvieron veintiséis de sus compañeros neófitos, que lograron la suerte de dar sus vidas en testimonio de aquella fe que poco antes habían empezado á profesar. Libróse un muchacho que le servía para ayudar á misa, el cual, viendo las cosas de mala data montó á caballo, y á rienda suelta se pudo escapar; y entrando en lo espeso del bosque, desde donde en compañía de otros neófitos que también se habían huído, llegaron muy consumidos á la Reducción de la Inmaculada Concepción, donde, de las heridas, murieron cinco en breves días. Así acabó el V. P. Lucas el curso de su predicación, llena de tantos trabajos, afanes y fatigas, con la mayor muestra de amor de Dios y de los prójimos, sacrificándose á sí mismo todo, por traer al conocimiento de su Criador los que vivían en las tinieblas y sombra de la gentilidad. Aún no se dió por bien satisfecha la crueldad de los bárbaros, por lo cual, poco después, temerosos de que viniesen á castigar su infame traición los cristianos de la Concepción, enviaron allá espías que observasen los movimientos de los fieles; y encontrando fuera de poblado alguna gente, mataron á un indio y apresaron y llevaron dos mujeres, lo que causó tal espanto en el pueblo de la Concepción, que todos se iban huyendo por los bosques como si estuviesen ya á las puertas los enemigos, por lo cual le fué necesario al P. Juan de Benavente suplicar al gobierno de Santa Cruz de la Sierra que pusiese freno al atrevimiento y ferocidad de los Puyzocas. Vino luego una compañía de valerosos soldados á domar aquella nación y vengar la muerte del P. Caballero, y llevar su santo cadáver á aquella Reducción. Llegaron allá los españoles al ponerse el sol, por lo cual quisieron esperar al día siguiente para recoger las sagradas cenizas. En la mayor oscuridad de la noche vieron, no muy lejos de donde se habían acampado, una llama en forma de antorcha, que muchas veces se encendía y apagaba. Maravillados de esto, apenas amaneció cuando fueron á reconocer aquel lugar, y hallaron que resplandecía aquella antorcha sobre el cuerpo del Venerable Padre «que estaba en un pantano en una admirable postura, hincada en tierra la rodilla izquierda, extendido el pie derecho en un hoyo del pantano, la cabeza reclinada sobre la mano siniestra, y delante plantada la cruz, como mirándola.» Esta vista les acrecentó el asombro y veneración, y más hallándole entero, fresco é incorrupto, sin despedir mal olor, que parecía cosa más que natural, habiendo pasado tanto tiempo de soles ardientísimos, y por otra parte, la humedad del lugar, que como dije, era un pantano; fuera de que los cuerpos de sus compañeros estaban ya corrompidos. «Los soldados de Santa Cruz le quitaron por reliquias las uñas, el rosario que llevaba y la cruz que un portugués que se halló en la función presentó al Sr. Marqués de Tojo, insigne bienhechor de aquellas Misiones, y su señoría la apreció mucho como reliquia de un apóstol, que así le llamaba el marqués. »Estando en este piadoso despojo, recelaron los Santacruzeños no les acometiesen en mayor número los infieles; y pesarosos de haber dejado sus mulas maneadas muchas leguas de allí para poder entrar por los bosques al lugar del martirio, pidieron á Dios, por intercesión del Venerable mártir, los socorriese; apenas hicieron esta oración cuando oyeron un gran ruido que juzgaron ser de los enemigos que venían sobre ellos, por lo cual se pusieron en armas; mas quedaron pasmados cuando vieron que eran sus mulas, que sueltas de las maneas, venían desde tan lejos corriendo derechas al lugar donde estaban.» Tomaron con gran veneración el santo cuerpo y le llevaron á la Concepción, pidiendo al P. Benavente, en paga de este trabajo, algunos pedazos de sus vestidos por reliquia, lo que no se les pudo negar, viendo su piedad y afecto; y parece que Dios ha querido honrar los merecimientos y celo de su siervo, con muchos milagros que omito por ahora. No pudieron, empero, aquellos piadosos españoles dar su merecido á los bárbaros matadores, porque atormentados éstos de la conciencia y de su pecado, se huyeron por diversas partes, entrándose por los bosques y selvas; mas aunque se libraron de la justa indignación de los españoles, no se pudieron librar de las manos de Dios; porque el primero de los Puyzocas que se atrevió á echar mano del V. Padre por la sotana, pagó dentro de pocos días su temerario atrevimiento con muerte desastrada; los otros murieron consumidos de la peste; bien que el mayor castigo que contra aquella nación fulminó el cielo fué dejarlos en su infidelidad, pues hasta ahora no sabemos que alguno de dicha nación, detestando sus errores, se haya reducido al rebaño de Cristo. Aunque de lo dicho hasta aquí se puede colegir la santidad de este Apostólico Misionero, con todo eso, no quiero defraudar á sus merecimientos la gloria, y á nosotros el ejemplo de sus heroicas virtudes; bien que será con toda brevedad. Fué hombre casi sin igual en el celo de ampliar el conocimiento de Dios y reducir almas á la santa fe, digno verdaderamente de ser contado entre aquellos que _tradiderunt animas suas pro nómine Dómini Iesu Christi_. Sus conmisioneros hablan de él con singular estima, y no le ponen otra falta que de muy intrépido en los peligros y riesgos, cuando había de llevar la ley divina entre los bárbaros é infieles; y he oído á un Superior suyo que no acababa de maravillarse cómo siendo de complexión delicada, y enfermizo, podía tolerar tantas fatigas y tener tanto aliento y vigor cuando emprendía algún negocio del servicio de Dios, á que se añade que trabajaba en un clima muy destemplado, poco sano á los naturales y mucho menos á los forasteros. Era dotado de castidad tan angélica, que murió con la entereza virginal, sin empañarla ni aun con la más leve sombra de mancha; antes viéndose en un clima en que domina la lascivia tanto, y entre gente muy disoluta en la deshonestidad, alcanzó del cielo que aquellas tentaciones y estímulos á que había de estar sujeto, ó por universal pena del pecado ó por maligna sugestión del enemigo infernal, se le conmutasen en otra materia, de suerte que no fuese tentado de perder esta preciosa joya, y entre tanto no le faltasen enemigos domésticos que vencer. Poseía en grado heroico la virtud de la obediencia y verdaderamente que á las grandes pruebas que en ella tuvo, hubiera cedido otra menos rendida voluntad: ver delante de sí gran número de infieles que le pedían el santo bautismo, y por obediencia contener su ardientísimo celo en no administrársele, ser convidado á fundar nuevas Reducciones; de que resultaban grande provecho á las almas, y á Dios tanta gloria, y á una insinuación del Superior no moverse del lugar que le estaba señalado; retirarse de improviso de los lugares en que tenía copiosa mies de almas, fueron las ocasiones que tuvo este santo varón en que hacer ostentación de su heroica obediencia; sujetando y rindiendo su misma voluntad y aun su juicio. Al que no mira estas cosas sino con los ojos corporales, le parecerá de poca virtud tales ejercicios de obediencia; pero en la realidad éste es el yugo más grave y más pesado que oprime á los Misioneros. En estos lances campeaba maravillosamente su virtud. Y una vez (no sé por qué causa, porque las relaciones de allá no lo expresan, pero bien lo pudiéramos conjeturar, se hizo tanta fuerza para vencerse y sujetar su voluntad á las órdenes de los Superiores que cayó gravemente enfermo. Acompañaba esta obediencia con no menor humildad y bajo concepto de sí mismo. No hallaba en sí otra cosa sino materia de abatimiento y confusión; y aunque á cualquiera parte de estas trabajosísimas Misiones que volviese los ojos, no hallase sino materia de consuelo, así por los sudores derramados como por las conversiones de tantos infieles; con todo eso lo desestimaba todo, y sólo le parecían grandes sus defectos, atribuyendo á ellos el no haber vertido su sangre en testimonio de la fe, aunque Dios le libraba de la muerte con manifiestos milagros, y se quejaba principalmente de sí mismo. De este bajo concepto nacía el maltratar tanto á su cuerpo; cuidando tan poco de él como si fuese una bestia; con una escudilla de arroz ó maíz mal guisado, y con frutas silvestres, pasaba ordinariamente; y cuando comía un pez mal cocido, le parecía un gran regalo. Finalmente, era tan despegado de las cosas de la tierra (son palabras de un conmisionero suyo) que parecía carecer de inclinaciones de hombre, y que era sólo nacido para dilatar la gloria de Dios y procurar el bien de las almas; éstos eran sus deseos, éstas sus ansias y esto todo él mismo. No es, pues, maravilla, el que quisiese Dios coronar á siervo tan adornado de méritos y de virtudes con tan felicísima muerte. CAPÍTULO XVI _Conversión de los Morotocos y Quíes, y descubrimiento de nuevo camino para estas Misiones por el río Paraguay._ Habiendo el P. Juan Bautista de Zea visitado la Reducción de San Joseph, ordenó que se fuese en busca de las Rancherías de los Tapuyquias, por lo cual se pusieron luego en camino algunos indios de nación Boxos, llevando consigo uno de los Tapuyquias que habían ellos cautivado cuando eran aún gentiles. Después de muchos días llegaron á dar en un camino lleno de huellas de hombres, por donde se persuadieron los Boxos que poco antes habían pasado por allí los Tapuyquias, cuando impensadamente llegaron á una sementera, donde estaba trabajando actualmente un indio anciano con su familia. Perdióse de ánimo éste á la vista de los nuestros, y con palabras y ademanes de quien suplicaba, les pidió no le matasen. Burláronse los Boxos de su súplica, y le quitaron todo el susto, presentándole un cuchillo; y guiándolos el viejo, que bailaba de contento con aquel presente, fueron recibidos de los paisanos con gran benevolencia, á que correspondieron los neófitos dándoles algunas cosas de Europa, tenidas en poca estima entre nosotros, pero de ellos muy apreciadas. No se entendían, por ser de diferentes lenguas; pero con todo eso, alcanzaron y consiguieron traer consigo dos jóvenes, que aprendida la lengua de los Chiquitos, sirviesen después de intérpretes. No eran estos indios Tapuyquias, como se había pensado, sino Morotocos; ó como otros los llaman, Coroinos. Son gente de grande estatura y de buenas fuerzas; usan de flechas y lanzas que hacen de una madera durísima, y la manejan con gran destreza. Son pocos en número, así por las pestes, como por las guerras que traen con los vecinos, y también porque contentándose con solos dos hijos matan á los otros, con lo cual las mujeres se libran de toda molestia y fastidio, para de esa manera poder vivir á su antojo en toda deshonestidad. Honran á las mujeres con el título de señoras, y verdaderamente lo son, porque ellas mandan á sus maridos, y por su capricho se mudan de un lugar á otro; jamás ponen mano en las haciendas domésticas, sino que se sirven de sus maridos, aun para los ministerios más humildes. Aunque tienen caciques y capitanes, no por eso tienen ni gobierno ni religión, y sólo tienen alguna reverencia á los familiares del diablo. El país es el más desdichado de aquellas naciones; de terruño estéril y silvestre y rodeado todo de montes; y la comida es peor que en otras partes, pues la gente apenas se sustenta de otra cosa que de algunas raíces de que abundan los bosques. Para beber tienen unas selvas de palmas, de cuyos troncos sacan el meollo grueso y esponjoso, que exprimido suple la falta de agua. En el invierno hace allí gran frío y también hiela, lo que á los paisanos, aunque andan desnudos, no causa molestia, por tener la piel con dos dedos de callos, y por eso son robustos, forzudos y de mucho aguante, de suerte que hay hombres y mujeres que pasan de los cien años, y mueren sin otra enfermedad que la vejez. A los dos mancebos de esta nación cuadró mucho el modo de vivir de los cristianos, y después también á los otros, los cuales, viendo tanta abundancia de víveres y tan pingües las cosechas de los campos, daban señas con grandes fiestas á su usanza de la extraordinaria alegría que sentían, viendo tenían tanto con qué pasar la vida cómodamente y con menos trabajos, y quedándose entre los cristianos se prometían salir de sus desdichas y miseria de sus tierras. A los fines de Junio del mismo año se prevenía el P. Felipe Suárez para ir á cinco Rancherías de Morotocos, á atraer la gente al conocimiento del verdadero Dios; pero se hubo de detener algún tiempo por haber recibido carta del P. Visitador y Vice-Provincial Antonio Garriga, en que le ordenaba sucediese al P. Juan Patricio Fernández en el oficio de Superior de aquellas Misiones; con todo eso, por no perder la ocasión, fué allá y trajo felizmente para Dios el pueblo, del cual muchos se inquietaron después y quisieron volverse á sus antiguas miserias, por ser el clima poco conforme á su salud; mas premiando Dios los trabajos y fatigas de su siervo, que verdaderamente fueron grandes, especialmente una ardientísima sed de cinco días, sin tener una gota de agua con qué refrigerarla, se quietaron, finalmente, y se redujeron todos á ser cristianos y tomar casa fija en San Joseph. Con la venida de éstos se tuvo noticia cierta de otros infieles como fueron los Quíes, confinantes con los Morotocos, pero de diferente lengua; los Curacates, situados hacia el Norte; los Zamucos, que aunque hablan la misma lengua de los Morotocos y usan de sus mismas armas, no obstante se distinguen de ellos en que se rapan la cabeza como los Tobas y Mocovíes, y en que las mujeres visten con más honestidad, cubriéndose desde la cintura hasta las rodillas; los Carerás y Zatienos ó Ibirayas, que viven junto á unas salinas, y otras naciones hacia el Mediodía, las cuales se extienden hacia las provincias amplísimas del Chaco. Recibidas estas noticias, se trató luego de ganar á Cristo á los Curacates y Quíes; los cuales viven á orillas de un río que desemboca en el gran río Paraguay. Despacharon, pues, allá algunos Boxos y Chiquitos, que en pocos días llegaron á las tierras de los Quíes, que aunque no hicieron resistencia, no obstante, no se fiaron ni dieron crédito á las caricias y cortesías de los nuestros; antes bien les dieron en cara con el estrago que en ellos habían hecho con sus armas los años pasados, de que aún conservaban muchos las señales y cicatrices; con todo eso, se llevaron consigo los neófitos á unos dos muchachos, para que aprendida la lengua Chiquita, fuesen después intérpretes. Deseosos sus padres de saber el fin que habían tenido estos dos muchachos, vinieron á la Reducción, donde fueron recibidos con gran fiesta y alegría, y tratados por los cristianos con igual liberalidad, de que quedaron tan prendados, que se vinieron luego al punto ellos y después lo restante de la gente á vivir en San Joseph y sujetarse al suave yugo de la ley de Dios; y aunque algunas familias todavía se querían quedar en sus tierras, sin saber desamparar de una vez sus Ranchos, por tirarles el amor de la patria y nativo suelo, cedieron, finalmente, al celo del P. Felipe Suárez, cuando el año de 715 pasó por allí de camino para ir é encontrar á algunos Misioneros que se creía pasaban de las Reducciones de los Guaranís á aquellas de los Chiquitos. Para la Misión á los Curacates no quiso llevar en su compañía el P. Zea ningún indio Chiquito, porque no temiesen aquéllos y huyesen; y así se fué sólo con algunos Morotocos. Llegando á la primera Ranchería de los Cucarates halló en ella algunos Zamucos, que habían venido á visitarle; hablóles el Padre con toda la eficacia de su espíritu, que era grande, por medio de un intérprete, haciéndoles un rico presente de cuchillos, cuñas ó destrales y otros instrumentos para cultivar la tierra. No querían éstos admitir el presente, porque los Cucarates se habían enojado con ellos, como si hubiesen venido á visitar al Padre movidos del interés, y porque cuanto se les daba á los Zamucos tanto menos había que dar á los Cucarates. No obstante eso, el P. Zea les obligó á que le recibiesen, diciendo que Dios daría para todos. O fuese por esto, ó porque los Cucarates no se quisiesen reducir á la santa fe, echó mano del P. Zea un cacique suyo, y se lo llevaba aparte para matarle, diciendo que ¿á qué fin venía á engañarlos? El santo varón, que no deseaba otra cosa, impidió á sus cristianos que le defendiesen; mas un valiente Morotoco, no sufriéndole el corazón ver matar á su vista á aquel Venerable Misionero, con gran valor y denuedo se le quitó de las manos, diciendo al cacique: --¿Por qué quieres matar á nuestro Padre, siendo tan bueno? Admirando el P. Zea (no sin dolor suyo de ver perdida la ocasión de la corona del martirio, que tenía tan próxima) la acción de aquel bárbaro, que siendo poco antes poco menos que un bruto, ahora era defensor de la ley divina, y de sus predicadores, no cesaba de dar mil gracias al cielo y á las Llagas de Nuestro Redentor, cuya sangre era tan eficaz en los corazones bárbaros é inhumanos. Mas no fué del todo inútil esta ida del Padre Zea, porque algunas familias de mejor condición, se redujeron á San Joseph, y después, poco á poco, han ido siguiendo su ejemplo las otras. «También se pudo aquí informar con individualidad de la nación de los Zamucos, cuyo cacique le dijo que había en su tierra seis pueblos tan grandes como el de San Joseph, que entonces constaba de quinientos indios; y otros seis medianos y menores, muy cercanos unos de otros, y en todos ellos mucho gentío de la misma nación y lengua; y que no pocos estaban poblados á orillas de un río grande que corría de Oriente á Poniente; y añadió el cacique traían guerras continuas con los Tobas, Caipotourades y otras naciones sus fronterizas, que tenían innumerable gente; de donde infería ser el Chaco, donde consta haber mucho número de Naciones; y siendo así se abría por allí puerta para la comunicación más breve de aquellas Misiones con esta provincia, cosa que siempre se ha deseado sumamente, aunque no se ha conseguido hasta ahora.» Ahora, pues, apartándome un poco de la historia, referiré el viaje, las desgracias y la muerte de dos Apostólicos operarios, Joseph de Arce y Bartolomé de Blende, que después de una molestísima peregrinación por el río Paraguay, arribaron, con no menos envidia de los otros que gloria suya, al puerto seguro de la eterna bienaventuranza. Estos, pues, á los fines de Enero de 1715 salieron del puerto de la Asunción acompañados hasta la ribera por el gobernador de aquella provincia y de toda la ciudad, la cual hizo exponer públicamente el Santísimo en la catedral para que Dios les diese felicísimo viaje. Contar, por extenso, los peligros de caer en manos de enemigos, no menos de Dios que de los españoles, de naufragar en escollos, de encallar en la arena, de contrariedad de vientos, de tempestades en el agua y en el aire, sería nunca acabar; parecía que todo el infierno había tocado al arma y salido del abismo para impedir con todo el esfuerzo posible el feliz logro de este viaje; y Dios, cuyos juicios, como dijo David, son un abismo insondable, permitió no se lograse una empresa tan deseada de tantos pueblos y ciudades. El primer contraste que tuvieron fué la perfidia de los Payaguás, que entreteniéndolos con buenas palabras y con muestras de tener ardientes deseos de ser cristianos, intentaron sorprenderlos á traición, quitarles las vidas, así á ellos como á los indios cristianos que los conducían, y pegando fuego al barco, robar y aprovecharse de la clavazón de hierro; mas frustrado su impío designio por aviso secreto de algunos menos inhumanos que había entre ellos; y sin embargo, tuvo osadía para salir al descubierto contra ellos en sus ligerísimas canoas un cuerpo de doscientos indios, que, como más abajo veremos, lograron al fin cogerlos desprevenidos y matarlos á traición. Más adelante, los Guaycurús, gente valerosísima, pero jurados enemigos del nombre de Cristo y de los españoles, en todos tiempos y lugares, por gran espacio del camino, de día y de noche, les disputaron el paso con las armas y estuvieron siempre á la mira para ver si podían dar sobre ellos y apresar el barco, y ó prender ó matar á los pasajeros; y una vez, á no haberse, por misericordia de Dios, levantado de repente un viento que llevó la embarcación á otro paraje, hubieran caído infaliblemente en sus manos, dando en una celada de centenares de dichos Guaycurús, que, escondidos en el agua hasta la garganta, esperaban para dar en ellos, á que el barco se pusiese á la bolina para pasar una estrechura, que por haber bajado la creciente, era muy difícil de montar. Al fin se libraron de sus continuos asaltos á costa de un rico presente de cuchillos, cuñas de hierro y algunas varas de lienzo, que los pueblos de los Guaranís enviaban de limosna á la cristiandad de los Chiquitos. Finalmente, los vientos, siempre contrarios, les obligaron á caminar á fuerza de remo; y unas veces por encallar el barco en la arena, se veían obligados, para que desencallase, á alejarlo, transportando la carga á la ribera; y otras, dando en los escollos, les hacía andar en continuo susto y sobresalto. A esto se les añadía el cuidado de tomar lengua de los Chiquitos, del camino y de á dónde caían aquellas Misiones; y los infieles, de industria, les daban mil nuevas felices que venían á parar, por último, en burlas y befas; y Dios, cuyos juicios son inescrutables, no permitió el que se les ofreciese reconocer la playa hacia el Norte, donde el P. Juan Patricio Fernández había dejado algunas señales, por las cuales se pudiesen encaminar á la Reducción de San Rafael. Y así, navegando á todas partes por el río en afán continuo, sin tomar reposo ni descanso, gastaron cerca de siete meses hasta mediado Agosto; pero no sufriéndole el corazón al celosísimo P. Arce que se frustrase aquel viaje y tantas fatigas como habían sucedido los años pasados, tomó una resolución que sólo la pudo excusar de temeraria su ardientísimo celo de las almas, su confianza en Dios y el amor que tenía á estas Misiones, como primer Apóstol de ellas; y fué que dejada la barca y escogidos doce indios, los más valientes y fervorosos en la fe, emprendió el viaje por tierra con ánimo firme de buscar las Reducciones de los Chiquitos, aunque fuese con peligro de caer en manos de los bárbaros que le quitasen la vida, ó de morir de hambre y sed por aquellos desiertos y tierras incógnitas. Lo que padeció en aquel camino por espacio de dos meses, cuántas fatigas, cuántos trabajos y penalidades, para no decirlo con mis palabras, pondré aquí parte de la relación que hicieron cinco indios de sus compañeros en aquel viaje. Dicen, pues, así en su relación: Cogiendo el Padre su cruz se partió del Mamoré por tierra, acompañado de cuatro indios, dando orden á los demás que no se partiesen de allí. A pocos días recibimos un billete suyo, en que nos decía le siguiésemos los otros ocho, y después de algunos días de camino, por una humareda que vimos á los lejos, conocimos dónde estaba: y llegados, nos recibió con los brazos abiertos, pero en todo aquel día no tuvimos qué llegar á la boca. Viendo las angustias y trabajos del Padre, volvimos cuatro al barco, y tomando algunos víveres, volvimos á buscar al Padre con toda presteza; hallámosle sólo, porque los demás, no teniendo qué comer, habían ido á cercar con fuego un conejito. Con tantos trabajos y falta de comida y bebida, se había puesto tal, que sólo tenía la piel sobre los huesos. Fué increíble el júbilo que tuvo cuando nos vió, abrazándonos, bañados sus ojos en lágrimas. Proseguimos el viaje, caminando un día entero por un bosque espesísimo, y era tal la espesura, que no sabíamos por dónde íbamos. Estando el Padre en estas angustias, sin saber qué hacerse ni á dónde volverse, nos dijo: --Hijos, el que estuviere cansado de los trabajos, vuélvase al barco. A que respondimos todos unánimes, que estábamos aparejados á seguirle á donde quiera que fuese; no tuvimos aquel día otra agua que beber sino de un pantano de malísimo olor. Caminamos hacia la costa del río Paraguay, donde habiendo cazado un ciervo, estábamos, afligidos por la falta de agua, mas cavando uno de nuestros compañeros un pozo, por gran providencia de Dios, á dos brazas descubrió una vena de agua. Pasamos aquí la noche, y entrando el día siguiente en un bosque muy espeso, nos fué preciso abrir camino con gran fatiga y sudor hasta salir fuera de él á campaña abierta. Juzgó entonces el P. Joseph que ya nosotros estábamos consumidos y cansados de tantas molestias y penas, por lo cual nos volvió á decir: --El que quisiere volverse, vuélvase en buen hora, que yo estoy determinado á pasar adelante y á cumplir la voluntad de Dios y de mis superiores. Uno y más años caminaré por estos bosques si Dios me quiere conservar la vida hasta llegar al término deseado. Si encontráremos infieles, nos pararemos entre ellos y les enseñaremos la ley de Dios. Tal brío y tal aliento tenía el P. Joseph, afligido de la hambre, sed, cansancio, y también de la desnudez (porque estando durmiendo junto al fuego se le quemó su pobre sotana) causándonos no poca maravilla que estando tan falto de fuerzas, que apenas se tenía en pie, no dudase llevar adelante, á tanta costa suya, un negocio tan difícil y casi desesperado. Animados con su aliento y brío, nos entramos por un espeso bosque, donde el santo varón, pasando por las matas y troncos, armados de durísimas espinas por todas partes, dejaba aquellos andrajos de su sotana que habían escapado del fuego, cayendo á cada paso sin poderse levantar, con que era preciso darle la mano. De esta manera, con gran fatiga, llegamos á un río, donde recobrados con algunos peces que pescamos, hicimos alto en donde poco antes había estado una tropa de infieles. Estaba ya tan acabado de fuerzas el P. Joseph, que era muy poco lo que podía caminar, y entre tanto se pasaron muchos días sin llegar á la boca sino alguna poca de fruta silvestre. Era admirable su paciencia y serenidad de ánimo en estos lances, sin mostrar el menor sentimiento cuando no tenía qué comer, gastando el tiempo absorto en Dios; y todas las mañanas, antes de ponerse en camino, estaba de rodillas largo espacio. Hallamos cierta fruta silvestre que sólo nos hacía comer la extrema necesidad. Algunos exploradores que iban delante descubrieron á lo lejos una humareda, de que tuvimos todos grande alegría. A primero de Octubre hicimos alto á la orilla de un río, donde nos pudimos reparar con pescado y tortugas que hallamos en una laguna. Pasamos adelante y nos faltó totalmente la comida y bebida, y no teníamos qué dar al Padre sino unos palmitos, que primero nos sirvieron de alimento, mas después experimentamos malignos efectos, causando al Padre gran dolor de estómago, y una fiera inflamación de las entrañas, con ardientísima sed. En esta enfermedad se le acabaron tanto las fuerzas y se consumió de manera que creyendo ser ya llegado el fin de su vida, nos suplicó que le condujésemos á orillas de algún río, y que dejándole allí nos volviésemos al Paraguay. Hallámonos en grandes angustias, no sólo por esto que nos decía, cuanto porque tenía el semblante más de cadáver que de cuerpo vivo: y queriendo consolarnos, no pudo proferir palabra por habérsele inflamado la lengua. Nosotros, á quienes más dolía la pérdida de la vida del Padre que la nuestra, dijimos resueltamente que le queríamos seguir en todos trabajos, y aun perder la vida si fuese necesario. Recobróse algún tanto, y dando aliento á la naturaleza el vigor del espíritu, se puso en camino cayendo y levantando á cada paso; y al cuarto día, hallando un poco de miel silvestre, se la presentamos al Padre para apagar la sed. Estando uno de nosotros en un árbol, vió una humareda hacia el Poniente, que habían hecho los indios cristianos del P. Zea al volver de las costas del río Paraguay, como se supo después; y caminando hacia allá, quisimos llevar al Padre en una hamaca, porque temíamos mucho que á pocos pasos se cayese muerto si iba por su pie; mas él lo rehusó diciendo que quería padecer con nosotros hasta el último instante de su vida. El día siguiente, que era viernes, no hallamos qué comer, y el sábado, por providencia de Dios, cogimos alguna caza y una tortuga para el Padre. Al fin quiso Dios consolarnos, descubriéndose el camino tan deseado de los Chiquitos. Increíble fué el júbilo que tuvo el santo varón, no cesando de dar gracias, y exhortándonos con las lágrimas en los ojos á que hiciésemos lo mismo, entonó las letanías de Nuestra Señora; y llegando poco después al lugar donde el día antecedente había dicho misa el P. Juan Bautista de Zea, nos juntó á todos, y más con lágrimas que con palabras, nos agradeció tantos trabajos como habíamos pasado por él, y que toda su vida se acordaría de nosotros. Este consuelo se convirtió en pena al reconocer que perdido su santo Cristo y buscado por todas partes no se pudo hallar, y en toda aquella noche no pegó los ojos por la pérdida de su Señor, que le había dado tanto aliento y vigor en aquellas angustias, hasta llegar al término deseado. A otro día tuvimos provisión de agua y pescado, y encontrándonos con dos cristianos que llevaban el altar portátil del P. Zea, nos encaminaron allá. Cuáles fuesen las salutaciones y alegrías de estos dos apostólicos Misioneros al verse juntos, después de tantos trabajos, no lo podemos explicar; porque más hablaban con los ojos y con los suspiros que con la lengua. Hasta aquí la relación de los indios. Apenas llegó el P. Arce á San Rafael, cuando sin tomar algún descanso para recobrarse, por consejo del P. Superior, se puso en camino hacia la laguna Mamoré, cuyo camino, aunque más corto, era semejante al pasado. Llegado allá hizo las diligencias posibles para encontrar al P. Blende y el barco; pero fué en vano; porque éste, después de haber esperado mucho tiempo, se había partido, obligado de la violencia de sus compañeros. A este tiempo recibió una carta del P. Vice-Provincial en que le avisaba que le esperase, porque quería embarcarse. Respondióle el P. Arce que se detuviese su Reverencia en San Rafael, que él en una canoa iría á los Payaguás, de quien por haberse ya ganado su ánimo y afecto, se prometía que le conducirían á la Asunción, de donde por Abril del año siguiente, volvería para llevarle. No esperó la respuesta el P. Provincial, sino que se puso luego en camino hacia el Mamoré, acompañado del P. Zea, que después de cinco meses de trabajosas Misiones en aquellos desiertos, se ofreció á servirle de guía; y lo que causa más admiración es que estaba resuelto, si no estuviese pronto el barco del P. Arce, á hacer algunas canoas y conducir en ellas al P. Vice-Provincial hasta la Asunción, por medio de tantos peligros y enemigos. Mas Dios Nuestro Señor aceptó los deseos del P. Vice-Provincial para premiarlos, pero no la ejecución, porque hubiera caído en manos de aquellos bárbaros, que á su antojo le hubieran hecho pedazos. Apenas habían caminado treinta y tres ó treinta y cuatro leguas, cuando cargaron tantas lluvias y hallaron tan profundos pantanos, que no pudieron pasar adelante, sino con evidente peligro de quedar allí anegados, como dijeron algunos Guaranís que traían al P. Vice-Provincial. CAPÍTULO XVII _Son muertos de los Payaguás los Padres Joseph de Arce y Bartolomé Blende y se da una sucinta relación de sus virtudes._ Después que el P. Arce se apartó del Padre Blende para encontrar por tierra las Misiones de los Chiquitos, esperó éste dos meses en aquel paraje resuelto á no partir de allí hasta tener primero noticia de su compañero; pero dos españoles que estaban con el P. Blende, el uno, piloto, y el otro capitán de la gente, disgustados mucho antes con el P. Arce porque les había prohibido la compra de esclavos, comenzaron á enfadarse de tan larga detención, y con verdaderas ó aparentes razones, hicieron instancia al P. Blende para que se volviesen. Al principio se negó resueltamente, exhortándoles á sufrir aquellas incomodidades y trabajos por amor de Dios; mas no cesando las palabras, los lamentos, las quejas y aun también las amenazas de dejarle sólo á la discreción de tantos bárbaros que habitaban á lo largo de la costa, le fué necesario condescender con ellos. Entendida esta resolución por Quatí, cacique de los Payaguás, se fueron tras ellos, así él como sus vasallos, con intención de vivir en las Reducciones de los Guaranís, y hacerse cristianos; mas reconociendo que entre los suyos había aún algunos, cuyo caudillo era un cristiano apóstata llamado Ambrosio, que estaban obstinados en vivir á su libertad, y eran los familiares del demonio y hechiceros, determinó apartarse de ellos é irse adelante con su chusma en sus canoas, que son ligerísimas. Persuadió también á otros de su nación, confinantes con la ciudad de la Asunción que siguiesen su resolución, y todos juntos, alegres y contentos prosiguieron el viaje. En este estado se hallaba la conversión de estas almas tan perdidas y todos esperaban feliz suceso, si el enemigo común no hubiera malogrado los intentos por medio de aquellos pérfidos apóstatas. Alegre, pues, el santo varón, y contento con la ganancia que le parecía haber logrado, dió fondo al ponerse el sol, junto á una barranca, llamada Tare, á donde aquellos traidores le vinieron á visitar, dando fingidas muestras de amor y arrepentimiento. El Padre, que no deseaba otra cosa, los recibió con aquel afecto con que amaba el bien de sus almas, y procuró, con todas las industrias de un celo Apostólico, confirmarlos en aquellos buenos propósitos. Los Payaguás, para disimular mejor su traición, le suplicaron que llevase su chusma en el barco, que ellos le seguirían en sus canoas. Levantóse un viento fresco, y el barco se adelantó tanto á las canoas, de suyo velocísimas, que apenas en tres días le pudieron dar alcance, estando continuamente los bárbaros recelosos de que se les desvaneciesen sus intentos; y por no exponerse á riesgo de perder el lance, se metieron todos en el barco, con pretexto de que el Padre les diese alguna comida. El primero que entró fué un mancebo llamado _Cotaga_, hijo de un grande hechicero, al cual tenía el Padre grande afecto, y por ganarle la voluntad le sentaba siempre á su lado. Este, pues, entró y se puso junto al Padre, como solía; otro se puso al lado de un español que gobernaba el timón, y echando la vista á una hacha ó destral, que estaba allí cerca, se sentó sobre ella disimulado, y haciéndose señas el uno al otro, el que escondía la hacha echó mano de ella con gran destreza, y tirándole al piloto, de un golpe le cortó la cabeza. Al mismo tiempo _Cotaga_ se echó sobre el Padre para que no tuviese lugar de defenderse; y el otro con un recio golpe le partió por medio la cabeza, y viéndole aún palpitar, le descargó con más furia el segundo; luego los otros traidores acometieron á los neófitos, y en poco tiempo les dieron cruel muerte; y á un indio llamado Francisco Guarayo, que ayudaba á misa al Padre, le mataron á lanzadas. Después, saltando de alegría por esta feísima traición, les cortaron á todos las cabezas y pusieron tendidos los cadáveres en la orilla de una isla que allí hacia el río poniendo en medio de todos al del dichoso P. Blende; pegaron fuego al barco para quitarle la clavazón de hierro; y de los ornamentos y demás alhajas sagradas destinadas para la nueva iglesia de los Chiquitos, después de escarnecerlos y ultrajarlos, las hicieron pedazos, tomando cada uno la parte que le cupo de tan impío botín y sacrílego despojo. No quedaron satisfechos estos enemigos de Dios y de su ley con tan horrenda traición; antes tomando de ellas más ánimo, instigados del demonio y de los hechiceros, se previnieron al último acto de la tragedia con la muerte del P. Arce para apartar de sí á quien les reprendía sus bestiales costumbres, é impedir juntamente que los de su nación no abrazasen la santa fé, por lo cual se pusieron á espiar por dónde había de pasar el Padre. Este, pues, no habiendo podido encontrar el barco, habiendo compuesto lo mejor que pudo una pequeña embarcación, se embarcó en ella con trece neófitos, sus fidelísimos compañeros en tantos riesgos y peligros, al principio de Diciembre. Caminó prósperamente por muchos días, hasta que llegó á aquella isla en cuya playa yacían tendidos los cadáveres, y observando que eran cuerpos recién muertos, saltaron en tierra los indios y reconocieron que eran sus compañeros. Qué sentimiento y lágrimas de consuelo causó en el santo varón el ver martirizado á su compañero, y por otra parte qué dolor tendría de haberle perdido, esto más fácil es discurrirlo que explicarlo; abrazóle, bañóle en lágrimas de santa envidia, y le hubiera de buena gana llevado consigo, á haber sido capaz de ello la embarcación. No sabía aún que Dios le quería dar en breve, con semejante corona, el galardón de tantos trabajos y fatigas sufridas por acrecentar su gloria y el bien de las almas. Viendo esta carnicería los neófitos, le dijeron: --Padre, demos la vuelta, porque los Payaguás están enconados con nosotros y nos matarán, como lo han hecho con los demás. --Eso no--respondió el Padre--porque estamos ya muy distantes: Dios será con nosotros, pues que por su amor nos hemos puesto en camino. Querían, á lo menos los indios prevenir las armas, y nuestros Guaranís sus mosquetes. Ni aun esto les permitió, diciendo que quería morir por Cristo, y les exhortó con palabras ardientes á sacrificar á Dios sus vidas, diciéndoles: --Si nuestros trabajos y sudores no han sido suficientes para conducir al fin deseado esta empresa, lo supliremos á lo menos con la sangre; que no podían hacer obra más agradable á Dios ni á sí mismos más provechosa, que perder la vida en testimonio de aquella fe que profesaban; que no perdiesen aquella corona que se les ofrecía y que tantos andaban buscando sin tener la suerte de encontrarla; y que se verían en breve eternamente felices en el cielo, con sólo ofrecer de buena voluntad sus cabezas á las macanas de los Payaguás. Con este razonamiento se animaron aquellos buenos cristianos á no hacer caso de su vida temporal é imitar el ejemplo y valor del santo Misionero. Pasaron un poco adelante, cuando de repente cayeron en las celadas de aquellos malvados, los cuales saliendo con presteza al encuentro, al primer lance aferraron la embarcación y la llevaron á tierra; el primero que entró en ella fué aquel maldito indio Cotaga, que llegándose al P. Arce, le sacó á la playa echándole con ímpetu en el suelo y fué menester muy poco, porque estaba ya consumido de fuerzas y sólo se tenía en pie en cuanto el aliento y fervor de su espíritu le daban ánimo y vigor; sacó luego su macana aquel sacrílego infiel, y le dió tan fiero golpe en la cabeza que le quitó al punto la vida, sin poder decir otra cosa, sino: --Hijos míos, muy amados, ¿por qué hacéis esto? A este tiempo en la ciudad de la Asunción el R. P. M. Fr. Joseph de Zerza, comendador del convento de Nuestra Señora de la Merced, amigo muy íntimo del siervo de Dios, por haber sido su discípulo en la filosofía, le vió entrar en su celda y le dijo con tierno afecto: --Hijo, encomiéndame á Dios, porque me hallo en grandes angustias. Esto sucedió poco antes que le matasen, según el cómputo que después se hizo; por lo cual el día siguiente ordenó á sus súbditos que dijesen la misa por su intención; y se vió obligado á descubrirles la causa por el semblante pálido y descolorido que tenía. Después de haber aquellos malvados cometido esta bárbara traición, dieron sobre los compañeros del P. Joseph, los cuales, movidos ya, de sus palabras, y mucho más de su ejemplo, se dejaron matar sin la menor resistencia, haciendo este acto de generosidad y mansedumbre, cuando tan fácilmente, aunque tan pocos, se podían defender á sí mismos y al Padre con los mosquetes que traían. Mas no quiso Dios que muriesen todos, para que tuviésemos noticia de la felicísima suerte de estos dos operarios Apostólicos; á algunos, pues, dejaron con la vida, bien que condenados á esclavitud perpetua. Los matadores transportaron el cuerpo del P. Arce á la otra banda del río, y le entregaron á los Guaycurús, que también habían echado leña al fuego, y tenido parte en este cruel delito. Tomaron éstos el cadáver del santo mártir y se enfurecieron contra él con grande inhumanidad, hiriéndole con sus lanzas, y sólo desearon ensangrentarse más cuando ya no había qué maltratar y herir. Aquel apóstata Ambrosio, que había sido la causa principal de esta impiedad, despachó luego algunos de sus cómplices á avisar de lo sucedido á la gente que iba á Nuestras Misiones de los Guaranís á alistarse en el número de los fieles. Apenas lo supo Quatí, el cacique principal de todos, y el más fervoroso en el deseo de recibir el santo bautismo, cuando saliendo de sí de dolor, dió la vuelta con todos sus vasallos para vengar las muertes de los Padres. Los delincuentes, viendo que no se podían escapar de la furia de aquel valeroso cacique, llamaron en su favor á los Guaycurús; pero con todo eso los acometió Quatí con grande valor, y á la primera embestida mató á no pocos de los cómplices; los otros, no pudiendo resistirle, se entraron huyendo por las selvas, y por mucho tiempo no osaron salir de ellas; por lo cual todos los días este cacique daba en rostro á los menos malos con tan enorme delito, diciéndoles que ¿á qué fin habían quitado la vida á los Padres que tanto bien les hacían y los querían tanto? que se fuesen á los Mamalucos y viesen si ellos los trataban mejor. Dejaron los traidores en su fuga los ornamentos del altar y otras alhajas sagradas, que, aunque profanadas y hechas pedazos, las recogió Quatí para restituirlas, porque todavía mantenía su buen deseo de ser cristiano; mas éste al fin se desvaneció por haber algunos caciques de su nación, confinantes con la Asunción, roto las paces con los españoles. Ha sido bien particular la providencia que Dios ha tenido para darnos noticia de todos estos sucesos. Había ya poco menos de dos años que no se sabía el fin de estos dos Apostólicos operarios, por lo cual estábamos sobre manera afligidos y desconsolados. Creían algunos que, viéndose imposibilitados á volver á la Asunción, se habían internado por el país á predicar en él la santa ley de Dios; y era fundamento para este juicio el celo insaciable de entrambos, pues á donde quiera que se les ofreciese ocasión de predicar, iban aun á costa de grandes sudores y trabajos; otros discurrían mejor que habían sido muertos por los Payaguás, ó á lo menos hechos esclavos. Y en carta que he visto escrita de la Asunción de 30 de Abril de 1717, escrita después del castigo de muerte que se dió á los Payaguás dichos, se decía corría por cierto en aquella ciudad que había muerto sólo el P. Arce, y al P. Blende le tenían los mismos Payaguás cautivo con algunos de sus indios, y que al piloto español le habían vendido á los Guaycurús. Quiso Dios al fin consolarnos con noticia cierta del felicísimo arribo de estos dos Misioneros al puesto de la bienaventuranza, con una muerte tan gloriosa. Fueron, pues, testigos de vista de todo lo sucedido, cuatro cristianos, compañeros del P. Arce, cuyos nombres eran: Joseph Mazzabis, Jacinto Poquibiqui, Pablo Tubarí y Pedro Melchor Guarayo, que habiendo estado esclavos de los Payaguás, fueron rescatados por los Padres en el primer viaje, y en este los había llevado consigo el Padre para intérpretes de aquella lengua. Estos ahora también quedaron esclavos segunda vez de los Payaguás. Los cuatro, pues, con una india, de nación Asionés, también esclava, por el mes de Enero de 718, se salieron de entre los Payaguás, con pretexto de ir á buscar algunas frutas silvestres, llamadas motaquís, y dejándolos descuidar, cogieron dos canoas y se dieron á la vela, vogando con la fuerza que les daba el deseo de la libertad y el temor de ser alcanzados de sus cruelísimos dueños. Navegaron cosa de doscientas leguas hacia la laguna Mamoré, donde, dejadas las canoas, se metieron por la espesura de los bosques para no caer en manos de los Guaycurús; y tomando el camino hacia el pueblo de San Rafael de los Chiquitos, consumidos de los trabajos y de la hambre, llegaron, con mucha dificultad al dicho pueblo, y dieron las noticias que yo aquí he referido. Ya es tiempo de dar alguna noticia de estos dos celosísimos Misioneros para ilustrar esta historia con la relación de su vida y virtudes, bien que será con toda concisión. Nació el P. Joseph de Arce á nueve de Noviembre del año de 1651, en la isla de la Palma, una de las Canarias. Sus padres, no menos ilustres en la sangre que en la piedad, le criaron en el santo temor de Dios y devoción á la reina de los Ángeles; y descubriendo en él una índole que prometía grandes esperanzas para los adelantamientos de su familia, le enviaron en edad tierna á la Universidad de Salamanca, donde con la cultura de las ciencias se hiciese apto para conseguir alguna dignidad eclesiástica ó secular, según el estado que eligiese. Mas Dios Nuestro Señor que muchísimas veces se vale de los intereses humanos, para lograr mejor el fin de su eterna providencia, se sirvió de la ida de nuestro Joseph á aquella Universidad para llamarle á la Compañía y después al Apostolado en las Indias. Ponía empeño en el estudio de las letras, con la mira siempre á lo que el mundo promete y después no cumple; pero como más por disposición ajena que por voluntad propia, había puesto sus esperanzas en las cosas caducas y perecederas, tuvo poco que hacer en él el desengaño; pues considerando los innumerables que llenos como él de esperanzas se habían alistado en las banderas del mundo y no habían alcanzado más premio, después de sus trabajos y fatigas, que quedar desvanecidos y burlados sus intentos, se persuadió á que lo mismo le sucedería á él, si mal aconsejado tomase su partido; pero que si ofreciese sus sudores y trabajos á Dios en el camino de la virtud, lograría, por premio, la gloria. Estas y otras reflexiones le alumbraron no poco el entendimiento, y encendieron la voluntad en el amor á las cosas del alma, de Dios y de la eternidad, hasta que labrando interiormente el Espíritu Santo con su gracia en su corazón este desengaño, le trocó totalmente en otro hombre; y así, resuelto á ser religioso, se sintió llamar eficazmente á la Compañía; y como ya estaba descarnado de las cosas del siglo, fácilmente obedeció á las inspiraciones del cielo, y recibido en la Compañía en el mismo Colegio de Salamanca, á los 3 de Julio de 1669, pasó luego á tener su noviciado en Villagarcía. Apenas nuestro novicio puso el pie en aquella santa casa, cuando, como árbol escogido, trasplantado junto á las corrientes de las aguas de la gracia, comenzó á dar frutos de todas las virtudes. Estaba entonces en los dieciocho años de su edad, y era de natural ardiente y vivo; mas sujetó y rindió tanto esta viveza desde los primeros meses de noviciado, que no dejó pasión que no domase, regla que no observase, virtud que no practicase, ajustándose muy desde luego perfectamente al modelo y nivel de nuestras constituciones. Cumplido tan santamente su noviciado, pasó á los estudios mayores, donde juntando el fervor y devoción con las ciencias, concibió ardientes deseos de consagrarse á Dios más estrechamente en las Misiones de las Indias y seguir más de cerca las pisadas del glorioso apóstol San Francisco Xavier. Para el cumplimiento de sus deseos le ofreció ocasión muy oportuna la venida á Europa del P. Cristóbal de Altamirano, Procurador general de la provincia del Paraguay, á cuyo cargo estaba llevar sujetos de la Compañía que conservasen y dilatasen la fe en aquellas dilatadas provincias. Consultó primero este negocio en la oración con Dios y con su grande abogado San Francisco Xavier, y luego manifestó sus deseos á los Superiores, pidiéndoles con mucha instancia le diesen licencia para pasar al Paraguay. Nuestro Padre general Juan Pablo de Oliva, sabiendo la santa y loable costumbre de las provincias de España, en no retener en Europa los sujetos que Dios escoge para predicadores de su santo nombre en el Nuevo Mundo, remitió la licencia á arbitrio del P. Provincial de la provincia de Castilla, que á la sazón lo era el P. Pedro Jerónimo de Córdoba, á quien pareciéndole ser el hermano Arce joven de quien se podía esperar mucho fruto en la conversión de los indios, por su modo de vida ajustada y conforme al espíritu de la Compañía, sin haber jamás descaecido un punto en la carrera de la perfección, aun en el tiempo más peligroso de los estudios, le destinó luego prontamente para esta provincia. Llegó á Buenos Aires el año de 1674, habiéndose portado en toda la navegación con grande ejemplo y edificación; y fué tal el que dió de su porte religioso en aquel puerto, que he oído á un sujeto, que ahora es de la Compañía y entonces era seglar, que no se cansaba de mirarle cuando salía fuera del colegio y se iba tras él sin acabar de admirar su silencio, recogimiento y compostura exterior y una modesta alegría que manifestaba en su rostro el espíritu del Señor, de que estaba lleno su corazón. Cuál fuese después en las Indias, no me parece lo podré declarar mejor ni con prueba más cierta y convincente, que con el universal sentir de toda esta provincia, que le acomodó aquellas palabras _copiossisime Sanctus_, con que San Agustín epilogó las virtudes de su grande amigo San Paulino, fundado este concepto tan alto en el grande celo, humildad profundísima, ardientísima caridad, trabajos apostólicos, desprecio de sí mismo y de su vida y otras heroicas virtudes, que conservó invariablemente en el largo espacio de cuarenta y uno ó cuarenta y dos años que aquí gastó en servicio de Dios y provecho de las almas. No repetiré aquí sus fatigas en las provincias de Chiriguanás, de Chiquitos y de los Guaranís y en el descubrimiento del río Paraguay, las conversiones que allí hizo, las iglesias que fundó, las repetidas veces que estuvo en peligro de perder la vida, el trabajo en aprender con excelencia tantos bárbaros y diferentes idiomas, Chiquito, Quichuo, Guaraní, Chiriguaná y Payaguá; sus continuas tareas en provecho de las almas y aun de los cuerpos de los infieles y neófitos, las grandes y molestísimas persecuciones que por esta causa padeció, hasta llegar á ser mortificado y reprendido públicamente como hombre sin prudencia y sin juicio. Sólo diré algo de otras virtudes suyas; y en primer lugar se ofrece luego á la vista aquella admirable concordia que tuvieron en el Padre Joseph de Arce los empleos de Marta y María; esto es, la vida activa y la contemplativa, las ocupaciones exteriores en servicio y ayuda de los prójimos, y la interior y estrecha unión con Dios. Lloran continuamente los Misioneros y se desconsuelan mucho viendo que después de haberse empleado todo el día en provecho de los neófitos, sin tener el menor descanso, después, entrada la noche, apenas pueden recogerse á solas con Dios un rato. Mas el P. Arce, después de sus ordinarias ocupaciones en ayuda de los prójimos, luego que se ponía en presencia de Dios en la oración, estaba tan dentro de sí, que todo lo que no era Dios lo dejaba lejos de sí; y sé de persona fidedigna, testigo de vista, que le veía orar delante del Santísimo Sacramento, que observaba en el Padre tan devota compostura, y tal inmovilidad de cuerpo y de sentidos, que le compungía no poco y ayudaba para atender con mayor devoción á este santo ejercicio; bien que su orar y estar en la presencia de Dios, no se reducía á horas determinadas, sino que jamás perdía de vista aquel infinito bien, de suerte que estaba todo en lo que hacía, y todo en aquél por quien lo hacía, no solamente obrando por amor sino amando en el mismo obrar; y cualquiera que fijaba en él los ojos lo conocía manifiestamente. Por tanto, no conociendo él en todo el mundo, belleza digna de amar, ni bondad á qué aficionar aún el más mínimo de sus deseos, sino mirando en sólo Dios, que era siempre para él todo lo amable por su belleza y todo lo apetecible por su bondad, se olvidó y perdió de vista todas las cosas de la tierra y aun á sí mismo; cátedras, púlpitos y cualquier otro oficio honorífico de los que tal vez suelen estimar los menos desengañados en el pequeño mundo de la religión, eran para el P. Arce cargas insufribles, y por eso, como vimos, no acabó de llorar y de hacer instancias á los Superiores, hasta que le descargaron de la ocupación de leer las Facultades mayores en la Real Universidad de Córdoba de Tucumán. Y para que más pleno concepto se haga de lo que se despreciaba á sí mismo, referiré sólo un caso, digno singularmente de tenerse en eterna memoria, y lo he sabido de sujetos de la Compañía, que fueron testigos de vista. Tenía aventajado talento de púlpito el Padre Joseph, y por esto se le había encargado predicase sobre las virtudes de su grande apóstol San Francisco Xavier á un lucido y numeroso auditorio en la ciudad de Córdoba, en el día de la fiesta del santo, que aquí se guarda de precepto; mas el Padre, á quien resultaba no poca honra de aquella función, la quiso convertir toda en provecho propio; por tanto, subiendo al púlpito; se volvió al Ilmo. Sr. Obispo de Tucumán, D. Fr. Nicolás de Ulloa, de la esclarecida orden de San Agustín, y excusándose con protesta de que no tenía habilidad para componer ni decir cosa buena, explicó, con períodos mal formados y peor dichos, algunos puntos de la doctrina cristiana; y no paró aquí su propio abatimiento y desprecio, pues lo que el Padre empezó de su voluntad, otro lo acabó, sin que él lo pensase, con burla; porque cierto mozo, discípulo suyo en la filosofía, saliendo pocos días después al teatro público en traje de bufón, representó al vivo aquella misma acción del púlpito, glosándola de manera que movió á, risa á los circunstantes, con no pequeño desdoro y desprecio del P. Arce. Estuvo éste tan lejos de sentirse de aquel desmán de su discípulo, que antes, alegrándose sumamente, le dió muchos abrazos y agradecimientos á su injuriador, de lo cual él no poco se compungió, y fué en adelante perpetuo panegirista de sus virtudes. El vestido que usaba era tan vil y despreciable, y la sotana tan pobre y remendada, que el mendigo más miserable no pudiera vestir más pobremente. Su comida, tan parca y mal guisada, que ni aun los bárbaros, que viven como brutos en las selvas, la hubieran podido aguantar tan largo tiempo; y pasó por las manos de muchos una calabaza, que le servía de olla, escudilla y vaso; de ordinario pasaba con maíz, sin otro aderezo que el que de suyo tiene este desabrido manjar, cocido en agua, y cuando sus enfermedades le obligaban, añadía un pedacillo de carne mal asada. Concluiré el elogio de este varón Apostólico con un acto que por ventura es el más digno de saberse y que él sólo bastaba para contarle entre los heroes de esta provincia; para cuya inteligencia me es preciso tomar la relación de más lejos. Habíase roto, no sé por qué causa, la antigua paz y amistad entre los indios Guaraníes y la nación de los Guanoás; los ánimos de éstos estaban tan exasperados, que habían jurado de no dejar con vida á cualquier Guaraní que cayese en sus manos; ni paraba aquí el daño de estas enemistades, sino que amenazaban también la total ruina y destrucción de la floridísima cristiandad del Uruguay y Paraná; porque los Guanoás no permitían que los cristianos, para la manutención de sus pueblos, que no usan otra comida que carne, pasasen el Uruguay á hacer provisión de vacas, de que solían juntar veinte ó treinta mil cada año en las vastísimas campañas que están á orillas del mar Atlántico; por lo cual la hambre y carestía afligía muchísimo á la gente de las Reducciones. Nuestros Misioneros habían usado de muchos y eficacísimos medios para apagar toda malevolencia y odio entre las dos naciones y reducirlos á su antigua amistad, pero todo había sido en vano. Quisieron, lo primero, probar si podían convertir á la santa fe á los Guanoás; pero ellos lo rehusaron obstinadamente, dándoles por respuesta la misma razón porque los Jarós eran perdidísimos idólatras; conviene á saber, que el Dios de los cristianos sabía tanto, que no le era nada oculto, y por ser inmenso estaba en todos lugares mirando lo que en ellos se hace; que no querían tener un Dios que tuviese tanta ciencia y los ojos tan abiertos; que en sus bosques y cavernas vivían ellos con más paz y libertad sin tener un síndico ni juez continuo de sus acciones. No aprovechando este medio, se tomó otro expediente que sólo parecía más concerniente al intento y fué comprar la amistad y benevolencia de la nobleza Guanoá con algunos presentes de cosas ordinarias entre nosotros, mas entre ellos muy apreciadas. Pero ni aún de esta manera se pudo reducir su obstinación á tratado de paz y concordia. Entre tanto crecía la carestía, lloraban los pueblos y se podía temer con fundamento que la peste ó la desesperación destruyese aquella ilustrísima iglesia. Viendo esto el P. Arce, se ofreció á ir en persona á hablar á los principales caciques de los Guanoás y arriesgar su vida para rescatar de aquellas miserias las ánimas y los cuerpos de tantos millares de cristianos y arrojarse á la furia de la tempestad, para que con sola su muerte se serenase del todo. Y en la realidad se tenía por cierto había de perder la vida, por las manifiestas señales del odio que nos tenían los Guanoás; por lo cual los nuestros, al darle los últimos abrazos á la despedida, le lloraban como si de cierto fuese á morir. El, con una serenidad de rostro imperturbable, se puso en camino, pidiendo á Dios aceptase su vida en sacrificio de placación y paz, ó de la manera que más le agradase á su Majestad, y le fué necesario padecer semejantes trabajos, á los que toleró en su viaje á las Misiones de los Chiquitos. Los bárbaros, admirando la generosidad y grandeza de su ánimo, ó ya fuese por su virtud, de que ellos también hacían grande aprecio, ó por la destreza y eficacia de sus agencias, ajustó por fin tan difícil negocio, se estableció la antigua y mutua paz entre ellos y se remedió la necesidad y hambre de tantos pueblos. Falleció este incomparable varón por el mes de Diciembre de 1715 en edad casi de setenta y cinco años, cuarenta y seis de religión y veintinueve de profesión de cuatro votos que había hecho á los 15 de Agosto de 1686. Fué un trienio Rector del colegio de Tarija, en que promovió mucho la observancia y religiosa nuestros ministerios. Dejemos ya á este admirable varón y pasemos á dar alguna noticia de su apostólico compañero. Nació, pues, el P. Bartolomé Blende á 24 de Agosto de 1675 en la ciudad de Bruxas, una de las principales del condado de Flandes, de padres nobles. Era dotado de excelente ingenio, y para lograrle, empezó á estudiar en su patria las letras humanas y alguna cosa de filosofía; mas llamado de Dios á aprender en la Compañía de Jesús la sabiduría del Evangelio, no tuvo mucho trabajo en obedecer, pues aun en medio de los peligros del mundo, vivía con mucha religión y piedad. Habiendo vivido en su provincia de Flandes cerca de quince años, alcanzó de nuestro Padre general Miguel Ángel Tamburini licencia para pasar á las Indias, cosa que por largo tiempo había deseado. Pasó de Flandes á Madrid, donde en su Colegio imperial esparció en breve el olor de su santidad y virtud, y formaron todos universalmente un concepto extraordinario de que era varón apostólico y dotado de aquellos talentos que son necesarios para las Misiones de las Indias; por lo cual, mucho tiempo después de su partida, duró allí fresca la memoria de sus virtudes. De Madrid fué á Cádiz, donde se embarcó á 2 de Marzo de 1710 en los navíos que salían para el puerto de Buenos Aires en compañía de otros ochenta y nueve jesuitas de varias naciones, pero todos de un mismo espíritu, que los conducía de Europa á la América á las fatigas y penalidades de las trabajosas Misiones del Paraguay y Chile. Mientras el día siguiente navegaban viento en popa, se levantó una espesa niebla, y cubiertos de ella se acercaron tres navíos holandeses, los cuales con grande estrépito y ruido de batalla los arrestaron, disparándoles un tiro de artillería y estuvo á pique de haber un combate sangriento de ambas partes, defendiendo los unos sus haberes y las grandes esperanzas con que se habían embarcado, y los otros, esperando hacerse ricos con un cuantioso despojo; mas como los españoles al cargar sus navíos de registro, no observen la común medida del peso que á proporción del buque se debe cargar, sino que meten más géneros de los que caben, añadiéndose á esto la gruesa cantidad de provisiones para seis ó siete meses, de ahí nace ir tan hundidos en el agua, que sólo llevan fuera lo que es preciso para que se mantengan en ella, quedando inútil la más de la artillería para pelear, por ir las andanas dentro del agua. Por esta causa, juzgando cuerdamente los capitanes que era menos mal rendirse que pelear, pues rindiéndose tenían esperanza, que por la protección de la reina de Inglaterra, de quien tenían pasaporte, se les volvería la mayor parte de sus haciendas, echaron banderas; y aunque lo contradijeron los marineros y los pasajeros gritasen protestando que se ponían á manifiesto peligro sus personas y caudales, se rindieron totalmente. No es fácil de decir con qué algazara y furor entraron los vencedores en los navíos, que despojando á los oficiales y pasajeros los trataron con un modo muy extraño y cruel, registrando los pechos aun á los mismos capitanes con instrumentos sútiles de hierro para ver si por ventura habían escondido en el seno algunos pedazos de oro ú otra cosa preciosa. Lo que pareció tan mal, aun á los senadores y magistrados de Holanda, que llamando á los capitanes holandeses á Amsterdam á dar razón de sí, les privaron y depusieron de sus oficios. Los nuestros, pues, á quienes la sotana de la Compañía hacía dignos de peor tratamiento en el juicio de los herejes, fueron de ellos muy maltratados, quitándoles á todos su ropa y lo demás, y echándolos en el lugar peor y más desacomodado de las naves, con sólo el mantenimiento preciso para no morir. Entre tanto los vencedores banqueteaban y se regalaban muy festivos con la provisión que habían hallado en los navíos, mas á costa de los vencidos todo; porque tomados del vino y brevajes que hacían, salían tan fuera de sí, que á manadas andaban discurriendo por todas partes, de popa á proa, tomando por entretenimiento y placer escarnecerlos á todos con mofas injuriosas, con visajes ridículos, y tratándolos tan infamemente, como si fuesen una vil canalla de turcos. También los nuestros mantenían á su costa gran parte ó la mayor de esta fiesta; porque como echando mano de ellos les registrasen aun los más secretos senos, y hallasen en el lugar de joyas cilicios, cadenillas y disciplinas, montando en cólera por verse burlados, les sacudían reciamente con ellas; otras veces, como queriendo usar con ellos de misericordia por verlos pálidos y consumidos de tantos trabajos, les ofrecían unos grandes vasos llenos de licores suyos propios; y si por modestia ó por otra causa rehusaban llegarlos á los labios, les obligaban á ello con la pistola en la mano. En tantas y tan duras aflicciones, que les duraron desde 26 de Marzo hasta 6 de Abril era el P. Blende el consuelo y alivio de todos, y con su afabilidad y cortesía se ganó la voluntad del capitán holandés, con que pudo alcanzar algún alivio para sus hermanos, hasta que dieron fondo en Lisboa el domingo de Lázaro en la tarde. En aquella ciudad, á donde había llegado la fama de lo sucedido habían ya prevenido el insigne colegio de San Antonio y el Noviciado algunas lanchas en que salieron á recibir á los nuestros, y con el mayor cariño y amor que es imaginable, les procuraron reparar de los trabajos pasados, y por todo el tiempo que allí se detuvieron usaron con ellos de todas aquellas finezas de caridad que son tan propias y antiguas en aquella observantísima provincia de Portugal. No pudo el P. Bartolomé de Blende gozar de estas caritativas demostraciones, porque á las repetidas instancias del ilustrísimo señor D. Pedro Levanto, arzobispo de Lima, á quien en Lisboa no quisieron dejar los holandeses por ser persona de tanta distinción, fué preciso le ordenasen los Superiores fuese acompañando á su ilustrísima hasta Holanda; para lo cual, disfrazado en traje de secular porque vestido de Jesuita no le permitieron ir los holandeses, pasó á Amsterdam, no sin conocido provecho de muchos de los mismos holandeses, ocultos católicos á quienes en secreto confesó y exhortó á mantenerse constantes y firmes en la fé. Puesto, finamente, en libertad aquel prelado volvió con él á Sevilla, donde á 15 de Agosto de 1711 hizo la profesión de cuatro votos. De aquí se partió otra vez á Cádiz sin querer recibir ninguno de los riquísimos presentes que el ilustrísimo señor Levanto le ofrecía, en agradecimiento de lo mucho que había cooperado con los ministros de la república de Holanda para que su ilustrísima fuese restituído á su libertad. Sólo admitió unos libritos de devoción, útiles para introducir, aun en gentes de poca ó ninguna conciencia, sentimientos de piedad cristiana, y para aumentar la estima y reverencia de la reina de los Ángeles, de quien era devotísimo. Hízose á la vela á 27 de Diciembre del año mismo de 711. Y aun en esta segunda navegación fué con sus compañeros apresado de los ingleses, que disparando una bala de artillería para pedir bandera, dió el golpe muy cerca del lugar donde venía el P. Blende, que con los demás se prevenía para la muerte, caso que se llegase á rompimiento, para que á toda priesa se prevenían las armas; y aun en este caso, en que turbados todos con el peligro de muerte, andaban en continuo susto y sobresalto, él, con una serenidad de rostro angelical, después de haber echado á todos los Jesuitas y otras personas de su posición, hombres y mujeres, que se habían refugiado á la Cámara de Santa Bárbara, la absolución general, se puso muy despacio á oir las confesiones de algunos que se pudieron confesar. A este tiempo se reconoció ya que los agresores eran ingleses, con que viniendo ellos á nuestra capitana, se les hizo demostración del pasaporte de la reina Ana que traía, y dejaron pasar libres las naves. Caminóse después con varia fortuna, y al P. Bartolomé le encargó el P. Procurador general, Francisco Burgués, el cuidado de los novicios, como lo había hecho el tiempo que estuvieron detenidos en Cádiz, y mostró siempre con ellos entrañas y ternura de verdadera madre, no sólo en su aprovechamiento espiritual, sino aun en el alivio corporal; de suerte que para estar más pronto á socorrerlos en sus necesidades, renunció la comodidad de venir en la cámara de popa, y quiso vivir con ellos en la de Santa Bárbara, lugar incomodísimo y de que rarísimas veces salió para repararse con el viento fresco en la plaza de Armas, contento sólo con las delicias y conortes del cielo, que jamás le faltaban, gastando lo más del tiempo en contínua y estrecha unión con Dios. Llegado á Buenos Aires á 8 de Abril del año siguiente de 712 y esperando allí algunos pocos meses las embarcaciones de las doctrinas, pasó en ellas, con otros cuatro de sus conmisioneros, por orden del P. Visitador, Antonio Garriga, á las Misiones de los Guaranís, no sin dolor y sentimiento de sus novicios, que deseaban gozarle por más largo tiempo y tener á la vista un ejemplar perfecto de Jesuita indiano, para copiar en sí aquellas tan grandes y tan excelentes virtudes que son necesarias á quien en país tan extraño y entre gente tan bárbara, por naturaleza y por los vicios, debe ejercitar el oficio de la predicación Apostólica. Lo que obró después en servicio de Dios y de las almas en aquellas Reducciones no se puede decir fácilmente; pero se puede conjeturar bastantemente, de que entre tantos, por otra parte dignísimos, fué escogido por compañero del Apostólico P. Arce para ir al descubrimiento del puerto de los Itatines, por donde se hiciese escala para la comunicación con las Misiones de los Chiquitos, y para observar la voluntad de las naciones cincunvecinas á la ley de Cristo, en cuya empresa felizmente murió. Hombre verdaderamente de virtudes y talentos, de que se esperaba mucho para la exaltación de la fe, si Dios, que desde el cielo ordena las cosas de la tierra, muy al revés de lo que alcanzan nuestros cortos juicios, no hubiera privado de él al Paraguay, poco después que se le dió y llamádole á recibir el descanso eterno cuando estaba con fuerzas y vigor para trabajar por muchos años. Murió el año de 715; no se sabe el día, pero se cree fué su muerte á los últimos de Noviembre, en edad de 40 años y 21 de religión, en que había entrado á 1.º de Octubre de 1694. CAPÍTULO XVIII _Fúndase una Reducción nueva y el P. Juan Bautista de Zea emprende la Misión de los Zamucos._ Ya es tiempo de que volvamos á atar el hilo de la historia, interrumpida con esta larga, bien que útil digresión, y en primer lugar á dar una vista á la Reducción de San Juan Bautista, para pasar después á hablar por extenso de las trabajosísimas Misiones que en estos años emprendió á gloria de Dios y bien de las almas, el Apostólico P. Juan Bautista de Zea. Ya dijimos en el capítulo XVI cómo para suplir la falta de sujetos se habían extinguido dos pueblos, y el uno de la advocación de San Juan Bautista; mas por este tiempo se volvió á fundar otro con la misma advocación. Habíanse, pues, agregado á San Joseph buen número de Morotocos y Quíes, y para mantener tanta gente era el terruño algo estéril, y cortas las cosechas; por lo cual era necesario dividir aquel pueblo y buscar en otra parte lugar para fundar en él otro nuevo. Trece leguas de San Joseph, hacia Levante, había una campaña llamada el Naranjal, estéril, no tanto por infelicidad de la tierra, cuanto por no haber quien la cultivase. De común consentimiento escogieron, entre los otros, este paraje los neófitos, y tomó luego habitación en él la gente de cuatro naciones y de otros tantos idiomas, Boros, Penotos, Taus y Morotocos, poniendo por nombre á aquel pueblo San Juan Bautista; y para esto se atendió tanto á que tuviesen cómodamente con qué pasar la vida, cuanto á que en bárbaros nuevos en la fe, viniendo muchos en número y envejecidos en los vicios, es cosa de increíble trabajo quitarles las malas costumbres, hacerlos olvidar las antiguas supersticiones y reducirlos á la estrechez de la ley y vida cristiana; y como decía graciosamente un Misionero, son ellos tan niños, sin uso de razón que para criarlos con vida de hombres racionales, es necesario estar en continuo ejercicio de todas las virtudes, en especial de la paciencia, del celo, agrado y de aquella que todo lo obra, la caridad, sufriéndoles infinitas impertinencias y necedades, acomodándose á su modo y transformándose en cada uno de ellos para ganarlos y conducirlos todos á Dios. Encargóse este nuevo pueblo al P. Juan Bautista Xandra, sardo de nación, el cual procuró, con todo el fervor de su espíritu, que la gente fabricase sus Ranchos y labrase la tierra, de suerte que volviendo de allí á poco el Padre Zea de los Zamucos, con no tan buen suceso como esperaba, se consoló no poco con lo que vió en el nuevo pueblo de San Juan, y tomó ánimo para arriesgar de nuevo la vida en la empresa de los Zamucos. Esta conversión de Zamucos es aquella obra que emprendo ahora escribir, en que por haber sido la última de este obrero evangélico; así como el sol en su horizonte, cuanto más precipitado corre al ocaso, tanto se muestra más luminoso y bello, así este sol apostólico echó el resto de su incomparable caridad cuando más cercano á su muerte; y aunque consumido, no menos de los años que de los trabajos, tuvo tantas fuerzas y aliento, que pudo llegar á plantar triunfante la bandera de Cristo en país inaccesible, no tanto por la barbaridad de sus moradores, cuanto por su sitio natural; bien que después, por los inescrutables juicios de Dios, cometida á otros aquella grande obra, se frustraron por algún tiempo tantas fatigas, y las esperanzas concebidas de penetrar por aquí á las vastísimas provincias del Chaco. Fortalecido, pues, su espíritu con largas oraciones y súplicas á Dios Nuestro Señor para la feliz conducta de aquel negocio, se puso en camino para los Zamucos por Julio de 1716, acompañado de cien neófitos, y á pocas leguas se le opuso el infierno con horribles tempestades en el aire, torbellinos de agua y viento, crecientes de ríos y otras mil incomodidades; de manera que en andar cosa de catorce leguas, gastó diecinueve días, mas no sin algún fruto; porque dando una ligera corrida á registrar algunas Rancherías de los Tapuyquias, ya asoladas, halló allí treinta almas que perseveraban aún en las tinieblas del gentilismo; y ganadas para Cristo, las despachó al pueblo de San Joseph. Alegre con esta ganancia impensada, pasó adelante, y á pocas leguas encontró con un bosque de diez leguas de largo, horrible á la vista, y tan difícil de penetrar por él, que nunca le había visto semejante en todas sus correrías. Lo que aquí hizo y padeció, con ningunas palabras lo podré mejor referir que con las que el mismo P. Zea se lo escribió al P. Vice-Provincial Luis de la Roca: «Los indios (dice) no obstante que desconfiaban llegar al cabo, comenzaron á trabajar y á desmontar la espesura; mas á la mitad de ella desmayaron totalmente y se resolvieron á dejarla, y tuve por milagro el poder detenerlos; y para animarlos á llevar al cabo lo comenzado, me puse yo á la frente con una hacha en la mano, á veces con el azadón y otras llevándoles agua para refrigerarlos de los incendios del ardientísimo sol que hacía, y de esta manera, con el favor de Dios, en diecinueve días de trabajo, se acabó de romper el bosque. »Mas lo que se hacía insufrible era el no tener de día ni de noche treguas de las sangrientas molestias de infinitos mosquitos y tábanos de varias especies, molestísimos, cuyos aguijones nos desfiguraron sobremanera y nos duraron por mucho tiempo las señales. »Puse por nombre á este bosque el Purgatorio, para que quien los años siguientes viniere á este país en busca de almas, sepa cuánto le han de costar.» Hasta aquí el P. Zea. Abierto finalmente el camino salieron á campaña rasa, donde no hallaron cosa de comer el Padre ni sus compañeros para repararse de los trabajos pasados, porque no había en aquel lugar ninguna caza ni laguna de pescado, ó alguna colmena, como hay por otras partes. Sólo había gran copia de agua estantía en las lagunas, y algunas raíces duras y tan amargas como la hiel, y de éstas no en mucha abundancia; por esta causa perdió las esperanzas de llegar al término de su viaje, porque fuera de lo dicho, habían también con los trabajos caído enfermos no pocos de los neófitos, y los demás apenas se podían tener por la falta de alimento. Con todo eso pasó adelante, á dos jornadas distante de la última Ranchería de los Cucarates, le suplicaron algunos Orerobates y Morotocos torciese algún tanto el camino y fuese á tres Rancherías de su nación á reducir á aquellos sus paisanos al conocimiento del Dios verdadero. Condescendió con ellos de buena gana el santo varón, y dando orden al resto de su comitiva que le esperasen junto á los Cucarates con solos algunos pocos dió la vuelta hacia las dichas Rancherías, y en menos de dos días entró en aquellas tierras donde no halló ni aun una sola alma, porque la carestía había obligado á los paisanos á esparcirse por los bosques en busca de comidas; por tanto, fueron tras ellos los cristianos sin perder tiempo; mas los infieles, juzgándolos, ó enemigos ó indios Chiquitos, de quien se temen en gran manera, huyeron, hasta que desengañados, por haberse dado á conocer los nuestros, se pararon. Pero fué en vano hablarlos de que se hiciesen cristianos, porque no venían bien en abandonar su nativo suelo y tomar casa en otro paraje, y de otra manera no podían ser doctrinados en las cosas de la fe y admitidos al santo bautismo; por cuya razón, viendo el P. Zea que no era aún llegado el tiempo para su conversión, dió la vuelta en busca de sus compañeros; mas no le salieron en vano sus fatigas, porque corriendo por algunas Rancherías ya desiertas, halló allí poco más de setenta almas que redujo con facilidad á la fe, y dejándolas al cuidado de algunos de sus neófitos que las guiasen y condujesen hasta San Joseph, alegrísimo el siervo de Dios de haber en tres días sacado de las garras del demonio tantos infieles, llegó junto á la última Ranchería de los Cucarates, donde le esperaban sus compañeros, á los cuales el espíritu maligno había puesto en el corazón tal desesperación del éxito feliz de aquella empresa, que por más que los animó no pudo jamás conseguir con ellos que pasasen adelante; y ¿qué podría hacer él solo si faltaba por romper otro bosque semejante al pasado? Detenerse aquí, y con el ayuda de otros infieles penetrar á los Zamucos era imposible, porque todos, al ver á los Chiquitos, se habían retirado muy adentro. Por tanto, con increíble sentimiento y dolor de su corazón, se vió obligado á volver atrás y diferir la empresa hasta el año siguiente: Mas el celo de las almas y de la mayor gloria de Dios, que estimulaban al Apostólico Padre á proseguir lo comenzado, no le dejaron esperar á que abriese el tiempo, y aunque de las continuas lluvias que caían estaban anegadas las campañas, resolvió exponerse segunda vez á los riesgos y peligros pasados. Cuáles y cuántos fuesen, no lo refiere el Padre por extenso, pero sí explica lo bastante para comprender el valor y aliento que tenía en los negocios del servicio de Dios. «Lo mismo (dice) era tratar de esta Misión que tocar al arma el infierno para deshacerla, romper el aire con furiosas tempestades y mover en la tierra persecución aún más terrible; porque unos me persuadían á que era temerario atrevimiento esta empresa y que no había de salirme bien con los esfuerzos humanos. Otros, con más errado juicio, decían que se perdía inútilmente el tiempo y el trabajo en la conversión de pocos cuando había cerca tantos países donde á menos costa se ganaría para Dios muy grande multitud de almas.» Así nos pinta, como en bosquejo, los esfuerzos de los hombres y de los demonios para apartarle de sus intentos; mas todo se desvaneció, porque cuando Dios le llamaba, ni persuasión de razones, ni terror de peligros, ni embarazos que se le atravesasen, eran poderosos para apartarle de sus intentos. Llamó, pues, un día á doce de los más fervorosos cristianos, y de igual ánimo en los peligros, y con gran copia de razones les exhortó á que quisiesen ser sus compañeros en aquella empresa, diciéndoles que en el cielo les daría Dios el galardón de lo que por su amor padeciesen; que debían procurar el bien de los otros y moverse á compasión de tantas almas oprimidas de la tiranía del demonio, de quien ellos, por la misericordia divina, habían sacudido el yugo; que no se espantasen de los trabajos y riesgos que se les ofrecían porque corría por cuenta del cielo el librarlos de ellos; fuera de que él sería el primero en exponerse á los peligros y ellos en su seguimiento vendrían pisando sus huellas; él tantearía primero los vados de los ríos, se arrojaría por los pantanos, echaría mano del hacha, y si osasen acometerlos los bárbaros, él se ofrecería á servirles de escudo. Esto y más les dijo este generosísimo propagador de la ley de Dios, con grande energía de espíritu, porque de suyo era elocuentísimo. Y á la verdad era necesaria tal eficacia en sus palabras para que sus indios perseverasen y pudiesen sufrir tantos trabajos. Persuadióles lo que quería, y con estos pocos compañeros, en el mayor rigor del tiempo, por Febrero del año siguiente, pasó á reconocer el bosque que faltaba por abrir para entrar en los Zamucos; y pareciéndole cobardía el no poner luego manos á la obra para allanar aquella dificultad, cogiendo una hacha y otras á su imitación los neófitos, comenzó á hacer el camino. «Por espacio de quince días (dice él mismo en una carta) desde el amanecer hasta puesto el sol, trabajé en desmontar parte de aquella selva, las más de las veces con el agua hasta la cintura, á pie descalzo por entre aquellos espinares, perdiendo á cada paso el camino, porque la violencia del agua nos llevaba de una parte á otra.» Trabajando con este tesón llegaron hasta la mitad del bosque, donde conoció el santo varón que de aquella manera no tanto se habían de sufrir trabajos y vencer dificultades, cuando contrastar poco menos que un imposible; pues fuera del riesgo que había, de que creciendo un poco más el agua quedasen todos anegados, no tenían un palmo de tierra donde reposar de noche, y la molestia y enfado de los mosquitos era más insufrible que estar debajo del agua; por esto se vió precisado á volver atrás hasta que se serenase el tiempo y tomasen nuevo vigor y aliento sus compañeros, aunque el Venerable Padre, á quien los consuelos del cielo infundían tanto ánimo y valor en tantas angustias, que el celo de las almas le hacía casi insensibles todos los trabajos. Llegaron todos sanos y salvos el Sábado Santo á la Reducción de San Juan Bautista, habiendo gastado más de cuarenta días en el viaje. Al siguiente día de Pascua de Resurrección trató el P. Zea de ajustar las paces y reducir al conocimiento de Dios los Carerás, para limpiar de esta manera el camino de peligros y encuentros con aquellos caribes, que causaban no poco terror á los pasajeros y servían de embarazo á la dilatación de la santa fe. Son estos Carerás de la misma lengua y nación que los Morotocos, con los cuales poco antes habían roto la paz por litigios y contiendas que tenían entre sí, y se habían seguido, de ambas partes, muchas muertes y ruinas, hasta que cansados de pelear y hacer guerra los Carerás enviaron mensajeros á los Morotocos para volver á su antigua amistad; pero contra todo el derecho de las gentes, dieron éstos inhumanamente la muerte á dichos mensajeros. Irritó tanto esta alevosía á los Carerás, que se conjuraron para destruir á los Morotocos, sin dar cuartel á ninguno de ellos; antes bien, haciendo pedazos á cualquiera que caía en sus manos, y celebrando con sus carnes banquetes de cruelísima alegría. A domesticar, pues, estas fieras y reducirlas al rebaño de Cristo se partieron ciento y sesenta indios cristianos del pueblo de San Joseph, y entrando en su Ranchería, procuraron introducir tratados de paz; mas los Carerás, sin querer dar oídos á estas pláticas, se pusieron luego en arma, y del primer golpe mataron un indio cristiano é hirieron á otros dos. Los neófitos, entonces, ofendidos, dieron sobre ellos, disparándoles una tempestad de flechas, de que muchos quedaron muertos: irritados, los que pudieron, escaparon, y sólo se recogieron dieciséis de la chusma, que traídos á San Joseph, se redujeron á nuestra santa fe. Los fugitivos, en varias ocasiones, quisieron matar al P. Zea; mas Dios, que le guardaba, le libró siempre, de varias maneras, de su furor y crueldad. Mientras sucedía lo referido con los Carerás, se estaba disponiendo el infatigable Misionero para llevar al cabo y conseguir el fin glorioso de tan trabajosa empresa; para la cual, escogiendo segunda vez algunos cristianos de más valor y fuerzas, partió á fines de Mayo de 717, y llegando al lugar de sus sudores, se puso luego con mayor brío á cortar árboles y á allanar la tierra, facilitando este trabajo y fatiga la esperanza de feliz suceso. Parecía casi imposible quitar aquel embarazo; pero nada le es inaccesible, nada duro de vencer, á quien ha ofrecido su espíritu á Dios, y á los prójimos su vida en obsequio de la caridad. Al cabo de veinte días se llegó á abrir del todo aquel impenetrable bosque, y á los 12 de Julio llegó á la primera Ranchería de los Zamucos. Estos, á quienes había llegado antes la fama de su venida, le festejaron con demostraciones de extraordinaria alegría; cercáronle todos en rueda, y los varones todos, uno por uno, le fueron besando la mano; querían hacer lo mismo las mujeres; mas el santo varón que se deshacía todo en lágrimas de consuelo, les dió á besar la imagen de la Virgen santísima, que traía en la mano. Cumplimentaron después á los neófitos, abrazándoles en señal de paz y de amor, y les alojaron en sus casas, dándoles parte de la pobreza y escasez del país. El día siguiente juntó el pueblo en la plaza, les dió razón y juntamente una breve noticia de Dios, de su santa ley, y los preguntó si querían que los Misioneros viniesen á predicarles allí la fe de Jesucristo, y enseñarles el camino del cielo. Respondieron ellos que había mucho tiempo que lo deseaban, y el no ser ya cristianos era porque no tenían quién les explicase los misterios de la fe que habían de creer, ni los mandamientos que debían observar. --Pues si es así--añadió el Padre, bañado en alegría--es necesario levantar primero iglesia á vuestro criador y señor, y que os juntéis todos en un pueblo. A esta propuesta se levantaron dos caciques principales, diciendo que lo harían de buena voluntad, mas no allí, sino en mejor sitio, y que juntarían luego al punto toda la gente del contorno para fundar una reducción numerosa. Entre tanto hizo el P. Zea enarbolar una cruz en un alto, y puestos todos de rodillas delante de ella, la adoraron; y entonadas las letanías de la Virgen, puso aquel pueblo debajo del patrocinio y tutela de nuestro Padre San Ignacio, cuya advocación le dió. Hubiérase quedado allí de buena gana para dar calor á la buena voluntad de los Zamucos si hubiera llevado consigo los ornamentos sagrados y el altar portátil, aunque le fuese forzoso sufrir muchas incomodidades, y no tener otra cosa para comer que agua y algunas raíces de yerbas silvestres; por esta causa se hubo de despedir de ellos y volverse por entonces con igual sentimiento y dolor del que se partía y de los que se quedaban. A la vuelta tuvo ocasión oportuna de ganar para Cristo á cien indios de varias naciones Zinotecas, Japorotecas y Cucarates que se trajo consigo á la Reducción de San Juan Bautista, en donde mientras se estaba disponiendo de nuevo para volver á sus Zamucos, recibió orden de nuestro Padre General Miguel Ángel Tamburini, de que tomase á su cargo el gobierno de provincia; á que obedeció prontamente, no sin incomparable dolor de su corazón. Y porque con esta ocasión murió al bien público de estas misiones, dejando después de dos años poco menos, la vida en el empleo de Provincial, haremos aquí una breve relación de los méritos que partiéndose de aquí llevó consigo al Paraguay, para ejemplo de los súbditos, y después al cielo, para recibir la corona debida á los operarios apostólicos. Fué el P. Juan Bautista de Zea, natural de Goaze, lugar de Castilla la Vieja, en donde nació á 18 de Marzo de 1654. Aquí aprendió los primeros rudimentos de la gramática, aunque por la calidad del lugar y de los maestros, aprovechó más en la devoción que en las letras, creciendo no menos en la virtud que en los años. Para estudiar las ciencias mayores pasó á la Universidad de Valladolid, donde dió buenas muestras de ingenio en las ciencias especulativas, pero mucho más en la de los santos. Sobresalía en él una modestia virginal, una inocencia de costumbres tan cristianas como amables, un desprecio grande de las cosas del mundo, y un no gustar de otra cosa que de Dios y de su alma. Poco era menester para que quien estaba tan despegado de los afectos de la carne y sangre se rindiese á la voluntad divina que le llamaba á la Compañía, en que á 13 de Agosto de 1671 le recibió el doctísimo P. Diego de la Fuente Hurtado, el cual descubriendo con luz soberana, y anteviendo los fines á que Dios tenía destinado al nuevo Jesuita, pronosticó de él cosas grandes en el servicio de Dios y aumento de la santa Iglesia, y de allí adelante le amó siempre y le veneró como á santo. Apenas el hermano Zea se vistió la sotana de la Compañía, cuando haciéndose cargo de las nuevas obligaciones que con ella había contraído, procuró dar á ellas entero cumplimiento; y como si empezara de nuevo el camino de la virtud, se miraba en las virtudes de sus connovicios, observando cuanto en ellos era digno de ser imitado para copiar en sí mismo la perfección de todos. Dándosele para leer y considerar nuestras reglas, se las puso delante como modelo, á que se arregló perfectamente en lo interior y exterior. Tuvo muy poco en qué vencerse para entregar del todo su corazón á Dios, no queriendo ni amando, ni pensando en otro bien que en Su Majestad; y testifica sujeto que le conoció estudiando la filosofía, que habiéndole dado los Superiores el cuidado del reloj de casa, se estaba sólo en un aposento bien incómodo sin salir de él sino obligado de las funciones escolásticas ó domésticas. Aquí todo el tiempo que le sobraba de las tareas del estudio lo daba á Dios, y rarísima vez á los hombres, porque usaba muy poco de su conversación, y esto solamente cuando lo pedía la obligación. Pasó después á estudiar la teología á Salamanca, y á este tiempo corrió la noticia por las provincias de España de haber llegado á Cádiz los PP. Cristóbal de Grijalva y Tomás Dombidas, procuradores del Paraguay, y poniéndose á considerar sobre la conversión de los idólatras y el extremo desamparo en que están innumerables pueblos del Occidente, dilatado campo en que ofrece copiosísima mies á muchos operarios Evangélicos, si hubiese muchos que despreciando las comodidades propias atendiesen á la eterna salvación de las almas; se le encendió el corazón en deseos de ser uno de los escogidos á quien tocase la suerte de ser señalado para la Misión de la dilatadísima provincia del Paraguay; por tanto puso luego todo empeño en alcanzar licencia de sus Superiores, los cuales sintieron mucho su petición, porque por una parte no querían privarse de él, y por otra no querían oponerse á la voluntad de Dios, conocida claramente en su vocación, prevaleció finalmente la América, y la abandonada gentilidad del Paraguay: por lo cual, nuestro Zea, contento y alegrísimo se partió de su provincia de Castilla, á quien como hijo profesó siempre tiernísimo afecto; y sus condiscípulos le siguieron con el corazón, conservando su dulcísima memoria; singularmente se esmeró en esto su maestro en la filosofía el P. Baltasar Rubio, confesor que fué de la serenísima reina de España doña María Luisa de Saboya; éste le siguió con el afecto; con sus oraciones y con sus cartas pues cuando se ofrecía ocasión siempre le escribía, por tener del P. Zea subido concepto, como en ellas lo manifestaba. Ordenóse de sacerdote antes de embarcarse para esta provincia, á que pasó el año de 1681 y apenas se dieron á la vela en Cádiz, cuando se le ofreció ocasión en qué dar muestras del espíritu y virtudes, de las cuales iba abundantemente prevenido para aquel viaje. Cayeron enfermos casi todos sus compañeros, que llegaban á sesenta, porque se marearon con extraordinaria inapetencia y fastidio de la comida; á que se siguieron otras enfermedades, de que murieron ocho de los Jesuitas, como dije en la vida del P. Caballero, que pasó también á Indias en esta ocasión. El P. Zea era entonces todo para todos, sirviéndoles no solamente de enfermero, sino de cocinero, aunque sin experiencia en tales oficios; mas la caridad, que es maestra muy ingeniosa, le enseñó estos y otros oficios para servir á sus hermanos. Convalecidos éstos, empleó todos sus pensamientos y celo en la chusma de los grumetes del navío, tomando á su cargo el cuidado espiritual de ellos con las pláticas, exhortaciones, confesiones y todos los otros ejercicios conducentes al aprovechamiento de las almas, no dejando, entre tanto, obra ninguna, por vil y repugnante que fuese, que no la ejecutase en servicio de ellos, por ganarlos para Dios, y de mejor gana y más alegremente hacía aquellas que eran de mayor trabajo y desprecio. Con este porte tan santo procedió toda la navegación, que duró tres meses, con aprovechamiento maravilloso de muchos, á quien redujo á bien vivir, ya valiéndose de las verdades eternas, ya poniéndoles á la vista tantos peligros y tempestades del mar, que aun á los más perdidos suelen obligar á cuidar de la conciencia y del alma, que antes tenían en tal olvido ó parecía no tenerla. Lo que obró después que llegó á las Indias y en qué oficios se empleó en el largo curso de su vida, no lo he podido averiguar, por la distancia de los lugares donde vivió y trabajó, y por haber muerto muchos de la Compañía que le trataron familiarmente. Pero sé que por el aprecio que desde el principio hicieron de él los Superiores, poco después que llegó de España le hicieron ministro del Colegio Máximo de Córdoba, donde se cría la religiosa juventud de toda esta provincia. Después fué Superior de las Misiones del Uruguay, Visitador de la de los Chiquitos, Vice-Rector del Colegio de Córdoba, y estuvo también señalado Rector del Colegio de las Corrientes, á que por motivos que tuvo propuso; y últimamente fué Provincial de esta provincia, oficio en que le cogió la muerte al año y medio de su gobierno. Ahora sólo diré brevemente alguna cosa de sus virtudes, reservando para mejor ocasión el dar por extenso relación completa de sus muchas empresas y acciones heroicas. Y en primer lugar diré de su pobreza religiosa. Fué siempre pobrísimo en su vestido, tanto, que por los muchos remiendos que tenía, decía con gracia un Misionero, que había en él más accidentes que substancia; él mismo lo remendaba por sus manos; jamás mudó otro, hasta que el primero, por no poder ya subsistir, se le caía á pedazos. Al entrar en Buenos Aires, siendo Provincial, le rogó su secretario el P. Juan de Alzola, que, á lo menos en aquella ciudad, se dejase ver con sotana un poco decente, pues la que llevaba estaba de muy desteñida, casi blanca, porque si no le obligaría á él á que se vistiese otra semejante. --Yo le mando á V. R.--respondió el P. Zea--que no haga mudanza ninguna en su vestido y deje que yo me goce en esta pobreza, de que hago más aprecio que de cuantas púrpuras visten los monarcas y emperadores. Todos los muebles de su aposento eran una red, ó como aquí llamamos, hamaca, para dormir, sin colchón ni almohada, unos cuantos libros devotos y un Santo Cristo. Su breviario era tan viejo y hecho pedazos, que sólo ayudado de la memoria podía satisfacer á la obligación de rezar el oficio divino; su mayor tesoro eran los instrumentos de penitencia, con que maceraba su carne, cilicio, cadenas de hierro, cruces armadas de agudas puntas y otros de este jaez, con que redujo su cuerpo á perpetua esclavitud, con aquel santo temor con que se armó también contra sí mismo el Apóstol San Pablo. En sus viajes sólo comía un poco de pan y alguna otra vianda, de que usan los pobres indios; bien que cuanto al pan ú otro de los manjares que usan los europeos, en muchos años no probó bocado; contento sólo con un puñado de maíz mal cocido y en muchas ocasiones con raíces ó frutas silvestres, pues muchas veces no tenía ni hallaba otra cosa en los bosques; y cuando comía con más esplendidez era, ó algún pececillo ó unas hierbas cocidas sin algún aderezo; y vivía tan gozoso y alegre en esta pobreza y miseria, que en su última enfermedad le eran molestas y pesadas las comodidades que usa con sus enfermos la Compañía. No fué inferior á la pobreza su obediencia, de que dió pruebas maravillosas, las cuales, por ventura, alguno que no mira la verdadera santidad sino con los ojos del cuerpo, tendrá en poco, pero no quien mirando las cosas con los ojos limpios y claros del espíritu, mide la perfección de las virtudes, no con lo que muestran en la apariencia, sino con lo que en la realidad son en sí mismo. Era, como después veremos, varón de celo ardientísimo y de natural sobre manera ardiente; con todo eso, á una leve insinuación de sus superiores, desde las Misiones de los Guaranís, donde trabajaba en grandes obras del servicio de Dios y provecho de las almas, se redujo, sin la menor propuesta, á las angustias de un aposento en un colegio, con el empleo de enseñar á los niños los primeros rudimentos de la gramática. A otra insinuación de su Provincial, mientras estaba reduciendo al gremio de la iglesia gran número de infieles, dejando al punto aquella grande obra, pasó á las Reducciones del Uruguay, como si dijéramos, de un cabo del mundo al otro, pues distaban éstas más de mil y doscientas leguas de las otras donde estaba; y un viaje de veinticuatro horas, volvió á desandarle, por obediencia, en veinticuatro días. Finalmente, donde esta virtud campeó con admiración de todos, fué cuando estando en el fervor de sus conversiones y á lo mejor de la obra de reducir á la fe á los Zamucos y fundar aquella nueva cristiandad, levantó al punto las manos de la labor, sin esperanza de volver jamás á proseguirla, á un orden de nuestro Padre general de que tomase á su cargo el gobierno de esta provincia; él mismo confesó con toda ingenuidad que le costó la ejecución de este orden increíble dolor y sentimiento, y que jamás había sentido tanta repugnancia su natural como en este caso de ser Superior; y aunque fácilmente se hubiera podido excusar de aquella carga, para él tan pesada, con todo eso, por no dejar de obedecer, la aceptó prontamente, y sin dilación se vino á largas jornadas al Tucumán, sufriendo por el camino increíbles trabajos é incomodidades. Mas en lo que sobre todo se hizo admirable entre los nuestros fué en el celo de las almas y en la conversión de los infieles. El dilatar la fe, el predicar á los cristianos, el reducir á los gentiles, no parecía en él obra de virtud, sino inclinación y apetito natural; por lo cual no sabía vivir de otra suerte ni en otra ocupación recibía gusto, sino en esta de conducir almas al conocimiento y amor de Dios, y en este ejercicio estaba toda su quietud y descanso y para aliviarle en todas enfermedades, no había mejor medio que hablarle de nuevas empresas en bien de las almas, de la santa vida de los nuevos cristianos y de nueva conversión de infieles á la santa iglesia. Ojalá pudiera yo trasladar aquí algunas cartas suyas, que tengo en mi poder, para que vieran todos que no pudieran los enamorados del mundo y de la carne explicar con más vivas expresiones sus contentos y deseos, cuanto este obrero Evangélico manifiesta los sentimientos de su corazón en los negocios del servicio de Dios; los lamentos y quejas que hace de su mayor enemigo el demonio cuando se le atravesaba, ó hacía se le desvaneciesen sus designios. Por eso no me causa admiración que con ánimo invicto sufriese muchas persecuciones y reparase, aun con la pérdida de su reputación, los daños, bien que ligeros, de su cristiandad; antes dando cuenta de estas sus borrascas al P. Francisco Burgés, Procurador general de esta provincia, en carta de 29 de Septiembre de 1705, escrita á Madrid, le dice así: «Para mí no puede haber mayor gloria que el que me persigan por llevar adelante aquella nueva cristiandad de los Chiquitos que tantos trabajos y sudores me ha costado desde los principios.» Y decía la verdad; porque si se habla de solos trabajos que se padecen en desvastar é instruir á estos gentiles, que en las facciones son hombres, pero en las obras se distinguen poco de los brutos, sufría y hacía por ellos cuanto puede hacer un verdadero padre, para provecho espiritual y corporal de sus hijos, porque á él la virtud le había dado tan tiernas entrañas y amor de verdadero padre, como los padres naturales suelen tenerlas por naturaleza con los hijos; de día y de noche trabajaba, no sólo para bien de las almas, sino también de los cuerpos de sus neófitos, ya proveyendo de víveres en abundancia á los hambrientos, ya componiendo recetas y aplicando remedios á los enfermos, y aunque se revistiese la naturaleza, tratando y limpiando sus llagas con tal desembarazo, como si no sintiese la menor repugnancia y asco en sí mismo; el mismo amor le enseñó á ser juez y árbitro en sus litigios, gastando mucho tiempo en oirles contar, con paciencia y dulzura inexplicable, las diferencias que tenían entre sí, para lograr así el mantener y conservar entre ellos la paz porque antes de ser cristianos, cada uno por su propia autoridad se hacía justicia y vengaba sus agravios con las armas. Esto y mucho más hacía y sufría por los pobres indios: y aunque otros no pudieran tolerar el contínuo peso de vida tan trabajosa y con tan poco alivio, con todo eso él duró en ella por muchos años, y cada día se hallaba con tanto vigor como si en aquel comenzase; de lo cual, como dije en otra parte, no acababa yo de maravillarme; pues cuando oídos sus trabajos en la Misión de los Zamucos le consideraba consumido de fuerzas y que apenas se podía tener en pie, le ví poco después en Córdoba, con alientos y vigor de joven, siendo así que ya contaba sesenta y cuatro años de edad. A tantas fatigas por el bien de aquellos nuevos cristianos, se añadió otra trabajosísima, de aprender tantos y tan dificultosos idiomas bárbaros, para que al tiempo que ellos en las obras le experimentaban padre, no le tuviesen en la lengua por extranjero. Cosa era esta que á un hombre de su edad le pudiera ser muy enfadosa y de mucho empacho; mas el celo de las almas le obligó á volver á la condición y simplicidad de niño para aprender uno por uno los vocablos y significados de aquellas lenguas, y para expresar las voces con los acentos propios de los bárbaros, y no rehusando hacerse discípulo de los mismos infieles, los tomaba por intérpretes para traducir en su idioma los misterios y preceptos de la ley de Dios, procurando después enseñárselos á ellos con trabajo contínuo de meses y años enteros. Tales entrañas de caridad experimentamos también nosotros cuando le gozamos en el oficio de Provincial; era muy liberal, humano y afable con sus súbditos, guardando con ellos la gravedad precisamente necesaria para ser obedecido; y todos, no solamente le amaban por su agradable trato, por el candor de sus inocentes costumbres y por una singular é inseparable sinceridad, con que tenía el corazón en los labios, y el alma patente en el rostro, mas también le reverenciaban como á Santo; de que dieron muy claras muestras, cuando asaltado de una lenta calentura, con otras enfermedades poco á poco le condujo al término de sus días. Avisado del peligro que corría su vida, en vez de espantarse ó temer la muerte, parecía que le salía al encuentro con generosidad y fortaleza de ánimo, confiado en la misericordia de aquel Señor que le había concedido cuarenta y ocho años para servirle en la Compañía, y treinta y ocho en las Indias. Por muchos días hizo este Colegio de Córdoba muchas rogativas y penitencias para pedir y suplicar á Nuestro Señor no le quitase tan presto un Superior y Padre tan necesario al bien público, y tan amado de todos. Pero al fin quiso Dios llevarle á la gloria, como de su bondad esperamos, á darle el premio debido á sus méritos; la víspera de la Santísima Trinidad recibió todos los Sacramentos, sin dar la menor señal de temer la muerte, y se entretuvo todo aquel día, parte, en dar disposiciones con mucha serenidad, acerca del gobierno de la provincia, y parte en suavísimos coloquios con su crucificado Redentor, en cuyas manos entregó su espíritu, al entrar el día de la Santísima Trinidad, de cuya vista iba á gozar en la bienaventuranza. Fué su muerte á los sesenta y cinco años de su edad, á 4 de Junio de 1719. El mismo día se celebró su entierro, á que asistió el Ilustrísimo Sr. Obispo de esta diócesis, gran número de religiosos de todas órdenes, el cabildo secular, lo principal de la nobleza, y mucho pueblo; los nuestros repartieron entre sí sus pobres alhajas, que se reducían á instrumentos de penitencia y algunos libritos de votos, para tenerlos por reliquias y conservar siempre fresca la memoria del incomparable varón que habían perdido, no menos venerable y digno de eterna alabanza por la santidad de su vida que por las muchas almas de que enriqueció á la iglesia toda. CAPÍTULO XIX _Continúa el Padre Miguel de Yegros la Misión de los Zamucos, á cuyas manos muere el hermano Alberto Romero._ Habiendo ordenado el nuevo Provincial Padre Juan Bautista de Zea que el P. Miguel de Yegros, en pasando las lluvias, fuese con el hermano Alberto Romero á fundar la Reducción de nuestro P. San Ignacio, se anticipó el P. Yegros algún tiempo, así por escoger con tiempo sitio á propósito, como por no exponerse á peligro de no hallar agua qué beber en el camino; por tanto, á principios de Abril empezó su viaje; mas entrando en el bosque de los Zamucos, se vió obligado á volver atrás por tener tanta falta de agua, que ni la gente ni las caballerías tenían con qué apagar la sed. Púsose en camino segunda vez por Septiembre, y llovió tanto, que anegadas las campañas de los Cucarates, apenas pudo llegar al término de su viaje. Lo que padeció en este viaje lo referiré con las mismas palabras con que él, habiendo vuelto de los Zamucos, se lo escribió en carta de 27 de Octubre de aquel año de 1718 al P. Visitador de los Chiquitos, Juan Patricio Fernández, desde el pueblo de San Juan. «Por no alargarme (dice) no describo aquí cómo conseguí el llegar á este pueblo, contra el parecer y juicio de todos los prácticos de de estos caminos y contra toda disposición del tiempo; y los pocos Morotocos que llevé conmigo y se adelantaron á entrar en la montaña hubieron de perecer de sed, aunque consiguieron con gran valor el llegar al pueblo; y yo, que de ahí á algunos días los seguí, fuí nadando en agua (como dicen) por toda la montaña, que ya servía de enfado y de embarazo al que iba de posta y de ligera. »Sólo lo atribuí al dedo de Dios, pues cuando la piedad y misericordia divina se inclina á obrar, no hay imposibles, y más cuando precedieron los sudores, trabajos, necesidades y hambres de su primer conquistador de esta nación nuestro dignísimo P. Provincial Juan Bautista de Zea.» Despachó, pues, delante el P. Yegros algunos indios cristianos que avisasen al cacique principal de los Zamucos de su venida, y que le llevasen en su nombre un bastón, hermosamente guarnecido, y una camiseta colorada, que son las galas que ellos estiman. Llegaron los mensajeros y fueron recibidos con grande amor y cortesía, y fueron sentados á la mesa del cacique, cuyas viandas se reducían á raíces de cardos silvestres, que era todo su mantenimiento, y por gran regalo les ofrecieron un vaso de agua, porque había allí tal carestía, que cada uno estaba esperando la suerte de poder coger tanta cuanta cabía en la palma de mano, de un pequeño manantial que salía de un peñasco. Dos días después se partieron los cristianos, acompañados del cacique principal, con otros de los suyos, y encontrándose en el bosque con el P. Miguel, dieron la vuelta, y á 5 de Octubre llegaron á donde el P. Zea el año antecedente había levantado la cruz. Increíble fué el júbilo y la fiesta que hizo aquella buena gente, manifestando el gusto que tenían de ver en sus países á nuestros Misioneros, diciendo en nombre de todos el cacique principal, indio, por cierto digno de estimación, que no obstante sus grandes necesidades, hambres y pobreza no se había apartado de su pueblo ni permitido que los suyos se alejasen por estar en continua esperanza de que habían de ir los nuestros, habiendo enviado varias veces, y él mismo ido en persona, á registrar los caminos para ver si parecían. Igual fué también la alegría del P. Miguel que veía ya logrados los sudores del P. Zea, que con tantos trabajos había empezado á plantar aquella viña, y para su fecundidad le llovía del cielo copiosas bendiciones. Trató luego con aquel cacique y con todos los demás principales, del fin de su ida á aquellos pueblos, que era el fundar Reducción en sus tierras y quedarse con ellos; á cuyo fin les pidió le diesen paso franco y guías para todos los demás pueblos, para escoger en ellos el que fuese más acomodado para la fundación, y en particular hacia los que estaban al Poniente cercanos á las salinas, donde habían informado al Padre había parajes muy buenos para pueblos, aguadas, montañas y palmeras para estancias de ganados, interesándose en esto también el irse acercando á los demás pueblos de los Chiquitos, con camino más derecho y más breve. «Oyéndome el cacique (son palabras del Padre Miguel, en la carta para el P. Juan Patricio Fernández). Oyéndome el cacique éstas y otras conveniencias, dió un grito y suspiró, diciendo: »--Me tuviera por ingrato y vil, después de tantas finezas y estimación que habéis hecho de mí, si en alguna cosa os mintiera y engañara, y negando lo que me pedís os desazonara; y aunque no me queráis creer, os desengaño, Padre, de que en todas nuestras tierras no hallaréis parajes, ni las comodidades que decís para fundar, pues lo mismo que véis y reconocéis en este mi pueblo, sucede en todos los demás; y aunque en tiempo de lluvias, por causa de las avenidas, corren algunas cañadas con abundancia de agua, mas pasados algunos meses no quedan más que las madres secas, y sin agua, por lo cual luego nos desparramamos con nuestras chusmas á buscar qué comer y qué beber. »No obstante esta respuesta, le volví á instar con otras razones más eficaces que Nuestro Señor me inspiró, que me dejase pasar siquiera á visitar al cacique de los pueblos del Poniente, dándome guías y quien me abriese alguna senda para poder pasar á la ligera. »Respondióme á esta petición el cacique: »--Te aseguro, Padre, por el amor que te tengo, que si vas, tú y todos tus compañeros, pereceréis de sed.» Hasta aquí el P. Miguel, que oyendo esto se retiró aparte para encomendar á Nuestro Señor aquel negocio. Entonces el cacique juntó á todo el pueblo en la plaza y le reprendió con palabras muy sentidas el que hubiese alguno de ellos mentido y engañado al P. Misionero con decirle que había en sus tierras los parajes y comodidades ya dichas para fundación; y les añadió que quedaba muy avergonzado de que hubiesen dado ocasión para que el Padre juzgase que él le engañaba, negándole lo que ellos mismos tanto deseaban; y por fin mandó á todos que obedeciesen en todo á la voluntad del P. Miguel. Estaba éste retirado en su Rancho, rogando á Nuestro Señor que no se frustrase esta fundación y Reducción de todo el gentío cercano y encomendando á Su Majestad la resolución que tomaría en este caso. Luego supo por medio del intérprete, que había estado oyendo de secreto al cacique, todo el razonamiento que éste había hecho á los suyos en la plaza. «Con lo cual (prosigue el Padre en su relación) me determiné á proponerles si gustarían de fundar y juntarse para este efecto fuera de sus montañas y al remate de las campañas de las Japeras de los Cucarates, por ser tierras muy cabales para una fundación, aunque sólo de paso vistas y registradas con ánimo (si viniesen en ello) de registrarlo mejor á la vuelta, trayendo alguno de ellos conmigo para ver los parajes. »Llamé de allí á un rato al cacique y le propuse todo esto; á que sin dejarme pasar adelante, con grande algazara respondió que era grande elección, y que ya había estado y visto todas aquellas campañas, y que le parecieron muy buenas y á propósito para el fin, y que me siguiera luego con toda su gente y todos los demás pueblos vecinos, á no tener todos sus zapallares ya en flor y muchos que ya comenzaban á dar, y que no sembrarían otra cosa, sino que en acabando los juntaría y convocaría toda aquella gente, y se vendría luego al sitio que yo dejase señalado para el pueblo, y enviaría conmigo alguno de los principales para que registrasen y viesen el puesto para dicho pueblo; y en volviendo á darles cuenta de lo visto, tomaría luego el camino para aquel paraje. »Con esto resolví volverme después de dos días, porque no había agua que beber; y en estos dos días que estuve allí, fué forzoso beber de unos charquitos que se habían juntado en una cañada, una legua del pueblo, de un aguacero que cayó, que más era barro que agua; y de una poca que ellos tenían recogida, llovediza, en unos calabazos, nos dieron uno, por gran fineza, y vendido por un poco de maíz. »Poco después que se sosegaron los del pueblo, cerrada ya la noche, vino el cacique, acompañado con algunos viejos, á pedirme audiencia junto á mi toldo; y dándoles asiento por señal de alegría y albricias, me dijo el cacique: »--Padre, no te aflijas, que después del año en que se haya poblado el sitio que nos señalares, iré con la gente de este mi pueblo hacia el Sur, en tres días de camino de montaña, á traer y convidar á otra provincia de Zamucos (con quienes antiguamente estábamos amigos y quebramos con ellos) que son diez pueblos de tanto número como nosotros; y de ahí á un día de camino, en que remata la montaña y comienzan las campañas, está innumerable gentío que llega hasta á los pueblos que llamamos nosotros de los españoles. Estos guerrean siempre con esta otra provincia de Zamucos, que se llaman Ugaroñós (de los cuales hay uno en este pueblo de San Juan, que antiguamente vino con sus padres á esta otra provincia, y de ahí á los Morotocos; y cuando andaba con los Padres, llegó á ver todo ese gentío, que es el Chaco, y á un lado algunos pueblos de Guarayos.) Agradecíle sumamente las noticias al cacique, quien volvió á añadir estaban contentísimos con el paraje que les había insinuado, muy á propósito para poder desde ahí con más facilidad y brevedad penetrar hasta las naciones dichas, pues desde más lejos había venido yo á sus tierras y pueblos; y dándome otras noticias de otros gentíos por diversos rumbos, se despidió para irse á descansar.» Así el P. Miguel; el cual, queriendo al otro día despedirse de ellos, se levantó una gritería y llanto de toda la gente, á quien el deseo del santo bautismo no daba aliento para ver partir al Padre Misionero; mas dándoles palabra de que cuanto antes los volvería á ver, se quietaron; y levantadas al cielo las manos, pedían á Dios les diese feliz viaje y que volviese presto. Partióse, finalmente, echando mil bendiciones á aquel pueblo, tan deseoso de recibir la santa fe, trayéndose en su compañía aquellos Zamucos enviados de su cacique; y reconocido el país de los Cucarates, pasó á San Juan Bautista, donde los neófitos recibieron y acogieron á los dos cathecúmenos con extraordinario afecto, tratándolos con aquellas cortesías que el celo del bien de sus almas y el amor á Dios dictan á los que son nuevos en la santa fe. Llegó, pues, de vuelta de los Zamucos al pueblo de San Juan á 26 de Octubre de aquel mismo año de 1718 y luego participó las noticias de todo lo referido en este capítulo al Padre Visitador de aquellas Misiones, Juan Patricio Fernández, quien atribuyendo á singular misericordia de Dios y á los méritos y sudores del apostólico P. Zea que aquellos bárbaros estuviesen tan deseosos del santo bautismo y tan contentos y prontos á dejar sus tierras hizo luego despachar los dos Zamucos que trajo el P. Miguel de Yegros, con aviso al cacique de que se fuese con todos sus vasallos á las tierras de los Cucarates, porque en breve se partiría allá el P. Miguel con el hermano Alberto Romero. ¡Quién creyera que una obra, encaminada con tantos trabajos y sudores y con tanta felicidad, de donde resultaría á Dios grande gloria y á la iglesia mucho número de fieles, se destruyese en un momento, y de tal manera, que hasta ahora no se les ha podido reducir, bien que siempre se intenta! La causa de esta novedad la atribuyen todos á la natural inconstancia é inestabilidad de los indios; mas si yo á este común sentir pudiese añadir el mío particular, diría que ha tenido más alta causa este infeliz suceso; porque siendo la conversión de las almas obra principalmente de Dios, deja Su Majestad muchas veces que las industrias humanas, y la virtud de los medios que ponemos, no surtan efecto, para que desconfiados nosotros de ellos, atribuyamos á sola la virtud de su gracia aquellos sucesos que efectuándose prósperamente, sería fácil cosa nos los atribuyésemos á nosotros mismos. Mas sea lo que fuere de esto, salieron por Agosto de 1719 el P. Miguel de Yegros y el hermano Alberto, llevando todo recado para celebrar la Misa y lo demás necesario para fundar la iglesia de la nueva Reducción de San Ignacio Nuestro padre, llegando á la campaña que los Zamucos habían escogido para fundarla, no hallaron persona alguna; y enviando algunos por todas partes para tomar noticia de esta gente, hallaron su pueblo quemado, y supieron que se había retirado algunas jornadas lejos de allí, junto á una laguna abundante de pesca, cerrando los pasos por donde se les podía seguir. Resolvió ir en persona el hermano Alberto en su seguimiento á buscarlos, como lo hizo, y habiéndolos encontrado, los reconvino con la palabra que habían dado á Dios y á los Padres de querer ser cristianos y vivir juntos en un pueblo, en el lugar que ellos mismos habían escogido y señalado. Hiciéronle al principio buen semblante los bárbaros y con muestras de alegría fingieron querer estar á lo prometido; y en señal de eso, se encaminaron con él hacia el sitio señalado, encubriendo entre tanto en el corazón su premeditada alevosía, y por muchos días fueron entreteniendo con buenas palabras al hermano que procuraba, con todas las finezas de su gran caridad, ganarles las voluntades con beneficios. Al fin se quitaron la máscara el día 1.º de Octubre, y muertos á traición doce cristianos, un infame cacique asió de la garganta al santo hermano y con el filo de una pesada macana le partió la cabeza, despojóle después bárbaramente, y de miedo de que no viniesen sobre ellos á vengar aquella muerte los Chiquitos, se huyeron todos juntos, sin saberse dónde. El P. Miguel, avisado de este suceso por dos cristianos que por gran ventura se pudieron escapar del estrago, se volvió con increíble dolor de su corazón por no poder hacer más; y divulgada por todos los pueblos la nueva de la muerte del santo hermano, le lloraron inconsolablemente los indios, los cuales, en recompensa de las buenas obras que de él habían recibido, le celebraron solemnes exequias en todos sus pueblos, cuanto cupo, y fué posible en su pobreza; y yo, para acabar este capítulo, daré aquí una breve noticia de su vida y virtudes, por serle muy debida esta memoria. Fué el hermano Alberto Romero de nación español y natural de Segovia, hijo de padres honrados y de profesión mercader, bien acomodado; mas deseoso de ver tierras y hacer mayor fortuna, pasó con otros mercaderes Perú, esperando hallar aquí fortuna igual á sus deseos. No le salieron fallidas sus esperanzas, porque adquirió buen caudal y fué de todos muy estimado; y así la Real Audiencia como el arzobispo de Chuquisaca, le cometieron negocios de mucha monta para bien público; mas como sea tan ordinario en las cosas humanas el hacerse y deshacerse en un punto, mudando semblante á cada paso la fortuna, sin durar mucho en un estado, ya sea próspera, ya adversa, siendo sólo semejante á sí misma, en ser siempre inconstante, habiendo estado siempre para nuestro Alberto risueña y propicia, experimentó en sí estas mudanzas; porque de repente, no sé por qué causa, si ya no fuese para que levantase sus deseos á las cosas del cielo, cayó desplomada á tierra la gran máquina de su prosperidad. En poco tiempo perdió todo lo que en muchos años, y á costa de grandes fatigas había adquirido, con que quedó reducido á mucha pobreza, mas no sin ganancia, porque con este golpe volvió en sí, y viéndose ya anciano, sin tener en la tierra riquezas ni méritos para el cielo, se dolió mucho de lo mal que había empleado su corazón en ganar y adquirir bienes caducos, sin quedarle de tanto tiempo perdido más que un perpetuo remordimiento del mal logro de sus años. Por tanto, resolvió darse todo á Dios, al cuidado de su alma y á las cosas de la eternidad, gastando, como más próvido mercader, el resto de su vida en el tráfico de bienes no sujetos á mudanzas y reveses de la fortuna, en lo cual tuvo mejor logro que cuando en el mundo navegaba su prosperidad viento en popa. Y Dios, que muchas veces se agrada más de los que vienen á trabajar en su viña á la última hora, que los que desde la primera hora del día echan mano á la labor, se agradó sobremanera de su determinación, y le dió luego de contado una plenitud de consuelo en su servicio, por prenda de galardón que sobre todos sus méritos le tenía preparado aquí en la tierra, y después eternamente en el cielo. Por aquel tiempo, algunos piadosos españoles, recogiendo de los vecinos de Tarija algunas limosnas, enviaban todos los años un copioso socorro á la cristiandad de los Chiquitos y á los Misioneros lo necesario para celebrar el santo sacrificio de la misa, y hacer con toda la devoción posible las funciones sagradas. Con esta provisión le enviaron una vez nuestros Padres del colegio de Tarija, con quienes él trataba familiarmente, y luego le pagó Dios aquella caridad muy largamente. Porque considerando el fervor y santa vida de los nuevos cristianos y las apostólicas fatigas de los obreros evangélicos, que con vivir en semejantes trabajos, á los que de sí escribe el Apóstol San Pablo, estaban siempre alegres y con una boca de risa, se mudó en otro hombre y se le inflamó el corazón en vivísimos deseos de unirse más estrechamente con Dios, y gastar su vida en servicio de aquella nueva cristiandad, y de hecho dió luego muestras de cuán de veras lo decía. Púsose luego á enseñar á los indios todos los oficios mecánicos, á desmontar los bosques, á labrar la tierra y á manejar los arados para cultivarla; con los enfermos, viejos y estropeados, tenía entrañas y ternura de madre; no había cosa que por ellos no hiciese; con los bárbaros que se convertían de nuevo, se deshacía en afectos de caridad, no sabía apartarse de su lado, parecía que se los quería meter dentro del corazón; y por bárbaros que fuesen, no dejaba de hacer con ellos semejantes demostraciones, no mirando en ellos lo que parecían en el exterior, sino el valor de sus almas, compradas por el Redentor con el precio de toda su sangre. Ni por trabajar tanto por las almas de sus prójimos se descuidaba de la suya propia; recogíase muchas veces á tener oración, en el cual tiempo las copiosas lágrimas que derramaba, eran indicios de los consuelos con que Dios confortaba su espíritu. Y á la verdad era bien necesario este consorte celestial para darle ánimo y aliento en la dura y continuada batalla con el enemigo infernal, que dolorido fuertemente de que un viejo idiota y sin letras corriese por el camino de la más alta perfección y se burlase de él quitándole tantas almas de sus manos, no le dejaba de perseguir de día ni de noche, ya apareciéndole en forma de feísimos animales, ya espantándosele con otras visiones abominables. Duró esta terrible persecución más de tres años; mas nuestro Alberto, asistido siempre de Dios y del ángel de su guarda, que si no estaba á su lado en forma visible, á lo menos lo estaba con la invisible operación en su corazón, jamás se dió por vencido, ni omitió las acostumbradas obras de caridad, ni dió un paso atrás en el modo de vivir que había emprendido. Y por ventura, en premio de esta generosa constancia, se le encendió el corazón en vivos deseos de entrar en la Compañía, que amaba tiernísimamente; mas atendida su mucha edad, era necesaria la licencia de nuestro Padre General, la que no se podía tan presto alcanzar; por lo cual, para consolar en parte sus plegarias y sus lágrimas, el P. Vice Provincial Luis de la Roca, cuando visitó aquellas Misiones, le admitió por Donado hasta que viniese de Roma la licencia de recibirle por hermano Coadjutor de la Compañía; pero el cielo le firmó más presto esta licencia, y la Compañía triunfante le contó en el número de aquellos campeones que bordaron la librea de Cristo con su propia sangre, antes que acá en la tierra le contase la militante en el número de aquéllos, que con los ministerios humildes de su estado la ayudan á la conversión de las almas. CAPÍTULO XX _Progresos y aumentos de otras_ REDUCCIONES _en los años de 1717 y 1718_. Aunque lo que he escrito en estos dos capítulos últimos, ha sucedido en muchos años y en este tiempo se han convertido á la fe y ganado para el cielo muchos centenares de infieles, todavía, por no confundir los sucesos y Misiones de las Reducciones, los quise separar con ánimo de referir ahora y dar noticia del fervor y mérito de los neófitos de las otras tierras, dignándose Dios Nuestro Señor de premiar sus sudores con abundante cosecha de infieles para animarlos á trabajar con mayor aliento y fervor en servicio de la iglesia. Los cristianos, pues, de la Reducción de San Francisco Xavier, hicieron Misión por dos partes diversas. Algunos Zamalos salieron en busca de unos infieles, que habían hallado los años pasados y los habían dejado de recoger por falta Guarayos, donde fueron bien recibidos; y aunque no se entendían, les hablaron por señas y movieron á algunos á seguirlos y á recibir el santo bautismo. Otros, de nación Piñocas, quisieron ir á los Puyzocas, que mataron al P. Lucas Caballero mas apenas lo pudieron conseguir, porque en el camino entraron en una Ranchería de los Cozocas, tan de improviso, que sentidos de los paisanos, que estaban trabajando en sus sementeras, y creyendo ser gente enemiga, se dieron á huir á toda furia por librar la vida; los nuestros alcanzaron á algunos, y entrando en la Ranchería la hallaron desierta, sin persona viviente. Vieron en los Ranchos muchos escudos, tejidos de plumas de bellísimos colores con mucho arte é industria; con éstos estaban adornadas las cámaras donde estaban amontonados muchos huesos de difuntos y pedazos de carne fresca, indicios de que eran comedores de carne humana. Andan todos bien vestidos y tienen las mismas costumbres que los Baures y Cosiricas, bien que usan de diferente lengua. Entre grandes y pequeños recogieron 36. Los cristianos del pueblo de la Concepción fueron á predicar la ley de Cristo á los Cosiricas, mas no sacaron más logro que los trabajos. Dos años antes habían ido á su Ranchería y habían traído cuatro para que viesen las Reducciones, en donde fueron recibidos con grande amor y cortesía. Estos dos fueron con los neófitos para llevarlos á sus paisanos, de quienes no fueron admitidos con mucho afecto, porque el demonio les puso en sospecha de que eran Mamalucos ú otros enemigos que habían venido á hacerlos esclavos. No obstante, los sentaron á la mesa y les presentaron algunos regalos del país; mas concurriendo allí indios de otras tierras, los cercaron en forma de media luna, disparándoles una tempestad de flechas para hacerlos huir; los neófitos, sin hacer más que reparar los golpes, se retiraron con buen orden, y en medio de que muchos hacían instancia á los capitanes para responderles con las armas, venció la parte de los mejores, que, á imitación del Redentor, no quisieron volverles mal por mal; tres quedaron muertos; los otros, maltratados, se volvieron á la Reducción. De San Rafael salieron por dos partes en busca de almas; una tropa de Taus ganó á la fe cuatrocientos y ochenta infieles, de nación Bacusones. La otra, de Tabicas, fué á las riberas del río Paraguay en busca de Curucanes. Apenas llegaron á orillas del río, cuando un Chiquito con algunos otros, se adelantó, y descubriendo una canoa que venía hacia ellos, se escondieron detrás de algunos matorrales, creyendo ser los infieles que buscaban; mas observando que era un negro con dos indios, que andaban pescando, gritaron los compañeros del Chiquito: _¡Mamalucos! ¡Mamalucos!_ y se pusieron en fuga precipitada. Apenas el negro vió sólo al Chiquito, cuando le apuntó con el arcabuz; mas se detuvo en dispararle, porque el indio le gritó en voz alta: No me mates, que soy cristiano como tú y no te hago daño; y para que lo conociese más claramente, le mostró una imagen de Nuestra Señora con el Niño en los brazos, la cual, el negro, dejando el arcabuz, adoró de rodillas. Juntáronse luego allí nuestros neófitos en número de ciento y cincuenta, extendidos en buen orden sobre la ribera. En este ínterin vino el Capitán de los Mamalucos, y llamando á un Chiquito que entendía la lengua Guaraní, le preguntó quiénes eran y á qué fin andaban por aquellas costas. Respondió que eran hijos de nuestros Misioneros (esta es la frase que usan ellos con los que les han reducido á la fe) y cristianos del pueblo de San Rafael, que andaban en busca de infieles para conducirlos al gremio de la santa madre iglesia. --Para el mismo fin los buscamos nosotros,--respondió el capitán Mamaluco; y añadió en ademán de enojado: --¿Y por qué venís aquí si nosotros hemos llevado ya todos los infieles? Preguntóle después qué Padre le instruía y enseñaba la fe y quién venía con ellos. Dijo que el P. Felipe Suárez, era cura de su pueblo, mas que ellos iban solos. --Y, pues,--replicó el Mamaluco--¿qué capitanes y conductores os gobiernan? Aquellos, con astucia más que de indios, les respondieron que sus capitanes eran sesenta. Entonces, vuelto á los suyos, les dijo el Mamaluco: --Mucha gente tienen éstos alistada; y sin hablar más, haciendo tocar á retirada, se embarcó con todos los suyos en las canoas, huyendo á todo vogar, por no venir á las manos con tanta gente; y quiera el cielo que así como los cristianos Guaranís, de mucho tiempo á esta parte son el terror de estos crueles enemigos, así lo sean también los Chiquitos reducidos á la fe y al gobierno civil. Los neófitos, alegres con el buen logro de su astucia, anduvieron mucho trecho por aquella ribera, hasta que finalmente dieron con la Ranchería de los Curucanes, donde siendo bien recibidos, se pusieron todos en la plaza, de rodillas, á rezar el Rosario de Nuestra Señora para que Su Majestad diese á aquellos gentiles juicio (frase con que se explican cuando hacen oración por sí ó por otros á Nuestro Señor y á la Santísima Virgen) para que todos abrazasen la santa ley de Dios. Mientras que los cristianos rezaban el Rosario, estaban los Curucanes llenos de estupor, refugiados en sus Ranchos, sospechando que aquella era alguna trama inventada en daño de ellos. Acabaron los cristianos su santo ejercicio, y viéndose solos, fueron siguiendo los pasos de los fugitivos y cogieron diez, los cuales vinieron de buena gana á hacerse cristianos. Y éstos, habiendo vuelto el año siguiente á aquella tierra, redujeron á la santa fe doscientos y once, los cuales dieron noticia de otros muchos pueblos que eran confinantes con ellos, como son Merojones, Guijones, Bacusones, Betaminis, Aripayres, Zipes, Tades, Guarayos, Subarecas, Paricis y otros muchos. También se debe reputar entre los aumentos de esta Reducción un funesto suceso, que para ejemplo de otros sucedió en ella. Habíase bautizado en San Rafael una doncella de 18 años y se llamaba Isabela, la cual, poco después, se había casado; mas el común enemigo, pesaroso de que se le escapase de sus manos la que antes había sido toda suya, resolvió tentarla cuanto pudo, trayéndola á la memoria su antigua brutal vida. Ella, pues, ya por estar en la flor de su edad y en lo mejor de la juventud, ya por las sugestiones del demonio, se rindió, finalmente, á sus apetitos, viviendo peor que antes: porque es ordinario que sea más malo quien abandona la fe que quien jamás la ha profesado. Perdida, pues, la vergüenza y el temor de Dios, se amistó mal con algunos de sus iguales; y para que no llegase á oídos del Padre Cura de aquella Reducción, se llegaba á los Santos Sacramentos frecuentemente, con muestras de tierna devoción y algunas lágrimas en los ojos. Mas Dios Nuestro Señor que ama tanto á aquella nueva iglesia, no tardó mucho en castigar su hipocresía y lascivia, de suerte que quien supiese el castigo escarmentase, y juntamente tuviese tiempo la miserable é infeliz de pedir á Dios misericordia. Estando durmiendo una noche en casa de su padre, prorrumpió de repente en gritos y ahullidos, que parecía de mentada, y echando los ojos hacia el techo, con grande espanto, decía á su padre: --Mira, mira, que vienen los diablos á llevarme consigo al infierno y saltando de la cama, quería huir, mas su padre la detuvo. Quedó con aquella vista tan consumida de fuerzas y desmayada, que parecía habérsele descuadernado todos los miembros. Estando de esta manera medio fuera de sí, pero siempre obstinada en sus pecados, fué avisado el P. Misionero del grave peligro de la enferma, mas no de la causa, y mucho menos de su mal vivir; la primera diligencia del Padre fué ajustar las cosas del alma de aquella infeliz; y viendo que estaba ya cercana su muerte, le administró los Últimos Sacramentos; y llegándose para decirla alguna palabra de Dios, se hacía sorda; y fijando los ojos en un lugar, se procuraba descubrir, llamando y convidando á los amigos con quienes había vivido mal, y haciendo los mismos ademanes y feos movimientos que cuando estaba sana. Sospechó el Padre que el demonio en forma visible hacía de las suyas con la enferma; por lo cual, procuró confesarla con mayor diligencia, mas la infeliz nunca quiso vomitar aquellos pecados feos, porque padecía tanto en el alma y en el cuerpo. Pareciéndole al Padre que el mal empezaba á dar algunas treguas, y que los demonios, por la intercesión de Nuestro Padre San Ignacio, cuya reliquia la aplicó, se habían ausentado de la cámara de la enferma, precisado de otra ocupación, se partió de allí, con intento de volver cuanto antes. Apenas se había apartado algunos pasos, cuando la doliente, quitándose del cuello la Santa Reliquia, empezó á llamar con palabras amorosas á sus galanes y en ademán de quien se abrazaba con alguno, acabó la vida, dejando á sus parientes afligidos y desconsolados por muerte tan desgraciada. Hízosele por la tarde su entierro, y luego aquella noche vino á llamar á la puerta de la casa de su padre, y llamó á su marido, diciéndole: --Ábreme, ¿no me conoces? Yo soy Isabel. Levantóse despavorido y asustado el marido, y abriendo la puerta la vió tan monstruosa que se quedó pasmado de asombro y espanto. Después, yendo á nuestra casa, se manifestó al P. Misionero, el cual, con el horror de verla, se desmayó y cayó en tierra medio muerto, y por muchos días no pudo recobrarse. Andúvose luego paseando por el corredor de casa, y dió muchos golpes en la campana de la iglesia, mas nadie osó salir fuera, sospechando lo que era. De aquí salió y anduvo todas las calles de la Reducción, y con ahullidos y bramidos como de fiera, aterrorizó sobremanera á toda la gente. El día siguiente se apareció á una hermana suya y á otros, con semblante horroroso, queriendo Dios que hubiese muchos testigos del caso, porque quien necesitase del temor para vivir bien, no pudiese negar el hecho para no temer. Habiendo fallecido este año un fervorosísimo Misionero en estas Reducciones, es razón que le demos aquí lugar á sus méritos, refiriendo brevemente sus virtudes y sus apostólicas fatigas en servicio de Dios y bien de las almas. Este fué el P. Joseph Tolú, que á los setenta y cinco años de su edad pasó de estos trabajos al eterno descanso en el pueblo de San Rafael, á 10 de Mayo de 1717. Nació este santo varón á 22 de Noviembre de 1643 en Potago, lugar de la isla Cerdeña; fué en aquella provincia recibido en la Compañía, teniendo 21 años de edad, á 2 de Mayo de 64 y el año de 74 pasó á esta provincia, donde concluídos los estudios que le faltaban y recibidos los sagrados órdenes, pasó á las Misiones de los Guaranís, donde vivió algún tiempo con mucho fruto de los indios. Aquí le quiso Dios dar á entender los muchos trabajos que le tenía preparados para labrarle la corona de sus merecimientos, y fué de esta manera: Había acabado un día de decir misa, y mientras se retiraba á su aposento á dar gracias á Nuestro Señor, se vió como en éxtasis, cercado de una tropa de gente desconocida y se vió también á sí mismo cultivando la tierra con un azadón en la mano, lleno todo de sudor, sin que alguno de los presentes, movido á piedad, se determinase á quitarle de las manos aquel rústico instrumento y á ayudarle en aquel oficio. Quedó el P. Joseph extrañamente maravillado y pensativo, por no entender qué se le quería significar con aquella visión, hasta que pasando poco después por orden de los Superiores á la conversión de los Chiriguanás lo conoció en la Reducción de San Ignacio, donde aunque había gran multitud de gente, con todo eso el hablarles de su conversión era predicar á las piedras, ó como dicen, en desierto, sin poder reducir ni aun uno sólo de aquellos obstinados, ni tener aún un sirviente que le asistiese en el altar, por lo cual se vió obligado á cultivar con sus manos una huertecilla, y con el sudor de su rostro recoger alguna cosa con qué pasar la vida; iba en persona al bosque á traer un haz de leña y al río por un cántaro de agua, mirándole entre tanto aquellos bárbaros sin moverse á ayudarle. Acordóse entonces de lo que tanto antes Nuestro Señor le había mostrado, y así sufrió con grande valor estas y otras gravísimas molestias de aquellos bárbaros tan crueles, que le echaron los caballos á pacer en su huerta, para quitarle en un momento el sudor de su rostro y el trabajo de sus manos. Y en medio de ser aquella tierra tan difícil de cultivar y tan dura á recibir la semilla de la palabra divina, pues aunque trabajaba mucho recogía muy poco fruto, con todo eso no levantó las manos de la labor hasta que le llamaron los Superiores para ser operario en el Colegio de Tarija, donde tuvo campo en qué ejercitar su celo, con menos trabajos, pero con más fruto. Aquí le sucedió un caso digno de saberse: Ofreciósele un día hacer una trompetilla por si acaso venía á confesarse algún sordo, cuando poco después de venir á su aposento, entró en él un hombre doliéndose mucho de que no se podía confesar á gusto por falta de oído; consolóle el Padre, diciéndole que tenía un instrumento para oir con facilidad. Confesóse el buen hombre con gran júbilo de su corazón, y dando al Padre mil agradecimientos, se despidió diciendo: --Quédese V. R. con Dios, que yo me voy á comulgar y de allí á morir; y sucedió así puntualmente. Lo mismo sucedió con otro que tenía la misma pena, el cual estando sano y robusto se confesó con el Padre y murió de allí á dos días, dejando ambos prendas seguras de su eterna bienaventuranza, con la misericordia que Dios había usado con ellos. No pudo conseguir semejantes esperanzas de otro, que exhortado del P. Tolú á que ajustase las cuentas de su conciencia con Dios por medio de los ejercicios espirituales, luciese confesión general antes de emprender un largo viaje le protestó con varios colores aparentes, que no podía; mas apenas había caminado pocas leguas, cuando sorprendido de una furiosa enfermedad, en pocos días se puso en camino para la otra vida, con poco ó ningún aparejo. Vivió en Tarija el P. Tolú hasta el año de 98 en que pasó con oficio de Superior á las Misiones de los Chiquitos con gran júbilo de su corazón, por ver puestos en ejecución los ardientes deseos de emplear sus fatigas en la conversión de los infieles; y aunque las grandes y frecuentes enfermedades le estimulaban á proponer su ningún talento para aquel empleo, todavía, después que en una grave enfermedad, el dolor más agudo que le traspasaba el corazón en aquellos extremos, fué el haberse excusado una vez en ejecutar un orden de sus superiores, arrojándose en manos de Dios, vino con aquel oficio á estas Reducciones en que por no estar aún las cosas puestas en forma, tuvo ocasión de merecer mucho. Lo más insufrible para su caridad eran las grandes necesidades y trabajos de sus súbditos sin tener con qué socorrerlos y aliviarlos. Procuró, no obstante esto, con todo el esfuerzo posible, por espacio de cuatro años que fué Superior, adelantar aquella recién fundada cristiandad, así con la conversión de nuevos infieles como en desarraigar las bárbaras costumbres de los catecúmenos, exponiéndose por eso muchas veces, con invencible constancia, á riesgos y peligros de la vida. Una de las muchas veces que se vió en estos aprietos fué en cierta ocasión, que habiendo visto que un neófito se había teñido el rostro de feísimos colores, al uso de su gentilidad, le dijo, llevado de su celo: --Lindo estás por cierto, pareces un demonio (y así es en la realidad cuando se tiñen el rostro). Oyó el indio con disgusto estas palabras, y flechando su arco, le asestó al pecho con una saeta. Entonces el generoso Padre, desabrochando la sotana y jubón, le dijo: --Apunta aquí para que no yerres el golpe, y quítame esta vida que tanto deseo sacrificar á Dios por amor tuyo. Quiso, empero, el cielo recibir la oferta y no la ejecución del sacrificio, porque aquel bárbaro, atónito y lleno de confusión, al ver tanto aliento, no osó pasar más adelante. Su empleo más continuo é infatigable, fué instruir á algunos mozos más despiertos, no sólo en las cosas de nuestra santa fe, más aún en el servicio de la iglesia y de las funciones sagradas, enseñándoles el canto eclesiástico y las otras sagradas ceremonias, ministerio de trabajo y tedio increíble y sólo tolerable de una grande caridad y celo ardiente, porque era necesario poco menos que hacerles mudar naturaleza, domesticándolos y desvastándolos poco á poco, corrigiéndolos sin exasperarlos, y tolerándolos algún tiempo mal acostumbrados y viciosos, para hacerlos totalmente otros diversos de los que eran al principio. Y en este ejercicio duró, sin interrumpirle, hasta lo último de su vida; porque la esperanza del bien y frutos que veía se lograban en aquella su infatigable tarea, se la hacía no sólo tolerable, sino suave. En tales obras de apostólica caridad con los prójimos, no se olvidaba de sí mismo, pues en medio de ser todas ejercicio de virtudes y aumento de méritos, era, no obstante, muy delicado en la observancia regular, portándose de suerte en las funciones de operario evangélico, que no se descuidaba un punto en la guarda de las santas leyes y constituciones de la vida religiosa, antes se retiraba muchas horas del día á vivir más perfectamente para sí, para después obrar con más fervor con los prójimos. Era devotísimo de las santas almas del Purgatorio, á quien no solamente había hecho en vida liberal donación de todas sus buenas obras sino también después de su muerte, de todos los sufragios que por su alma se dijesen, reservando sus grandes culpas, como él decía, para pagarlas con las penas del Purgatorio. Mas quiso Dios, por premio de ésta su heroica caridad, darle el Purgatorio en esta vida, para que así fuese mayor su corona en la eterna bienaventuranza, cargándole de tantas y tan graves enfermedades que le inhabilitaron del todo á ejercitar del todo nuestros ministerios con los neófitos, único conorte en sus tribulaciones, de suerte que solía él decir que de este mundo no tenía sino _labor y dolor_. Llamóle, finalmente, Nuestro Señor, á darle el galardón de tantos trabajos y sudores, con una muerte propia de los santos, después de haber estado más de dieciocho años en estas Misiones, á los setenta y cuatro de su edad y cincuenta y tres de Compañía, en que había hecho la profesión de cuatro votos á 15 de Agosto de 682. CAPÍTULO XXI _Breve descripción de la provincia del Chaco; costumbres y cualidades naturales de sus moradores, y fundación de una nueva Reducción en ella._ La provincia del Chaco es un vastísimo espacio de tierra de trescientas leguas de largo y ciento de ancho, situado entre las provincias del Tucumán, de los Charcas, del Río de la Plata, del Paraguay y de Santa Cruz de la Sierra, cercado por todas partes de una larguísima cadena de montes, que empezando á levantarse desde la ciudad de Córdoba del Tucumán, llegan hasta las opulentísimas minas de Lipes y Potosí; luego tirando á Santa Cruz de la Sierra, rematan en la gran laguna Mamoré. Es el terruño en partes maravillosamente abundante y fértil, por causa de muchos arroyos ó riachuelos y dos grandes ríos que la bañan, los cuales, naciendo de las montañas, atraviesan y riegan el país: y después de muchas vueltas y rodeos desembocan en el gran río de la Plata y forman en gran parte su desmedida grandeza. Sus moradores, en tiempos pasados, eran muchísimos en número, de suerte que en sólo el contorno de la ciudad de Guadalcazar, que hoy está destruída, se contaban más de cuatrocientas Rancherías de diferentes naciones y lenguas. Las naciones más célebres son los Colchaquies, Tonocotes, Belelas, Mocobies, Tobas, Malbalaes, Mataguayos, Aguilotes, Chumipies, Amulalaes, Callagaes, Abipones, Payaguás, Guaycurús, Churamates, Ayoyas y Lules. Es el temperamento de estas naciones ígneo y vivaz, la estatura más que mediana, las facciones del rostro algo desemejantes de las nuestras, de donde fácilmente se distinguen de los españoles y demás europeos; y cuando se tiñen de colores, que es muy de ordinario, están sobre manera feos, que parecen unos demonios; y sucedió, no mucho ha, en la ciudad de Santa Fe, que saliendo á pelear con unos Abipones un capitán que había militado en Europa, al verlos tan horribles, se quedó desmayado y sin fuerzas. Cuanto al vestir, los hombres se ciñen por la cintura una faja de que cuelgan muchas plumas pendientes alrededor y en el resto desnudos: otros se ponen sobre todo eso una corona de plumas en la cabeza; y algunas naciones traen una como capa larga de cueros de venado, que llaman Queyapi, para defenderse de las inclemencias, y desde el cuello hasta abajo cuelgan una cinta emplumada sobre dicha capa. Las mujeres se cubren algún tanto, lo que basta para no estar del todo desnudas. No tienen gobierno ni guardan vida política. Sólo en cada tierra hay un cacique á quien ordinariamente tienen algún respeto y reverencia. Viven pocos juntos, porque como carecen de gobierno, y no tienen cabezas, por cualquiera ligero disgusto se separan. Sus casas no son más que un Rancho de paja dentro de los bosques, unos en una parte y otros en otra, sin orden ni distinción; y ni aun eso tienen los Payaguás, los cuales nunca están fijos en un lugar, y cada noche hacen alto en diverso paraje; por lo cual no usan de otra casa que una pequeña estera, para repararse del viento, y en lo demás duermen al descubierto. La mayor parte del tiempo gastan en buscar miel por las selvas, para hacer su vino con que se embriagan muy frecuentemente. Y luego que se les calienta la cabeza, y pierden aquel poco juicio que antes tenían, á lo mejor de la embriaguez paran todas sus fiestas en peleas, heridas y muertes; porque los rencores y los odios sepultados largo tiempo en sus pechos alevosos, por cobardía y temor, salen á fuera en tales ocasiones y se procuran vengar con furor increíble; y lo que causa más admiración es que los parientes de los muertos no se sienten nada de la injuria recibida, cuando vuelven en sí, por más estrecho que sea el parentesco. En reducir estas naciones á vida racional y á la ley de Cristo emplearon desde los primeros años del siglo pasado todo el fervor de su espíritu, los Padres Juan Darío, italiano, y Gaspar Osorio Valderrábano, español, por orden del P. Nicolás Mastrilli Durán, Provincial de esta provincia, y tío del santo mártir Marcelo Mastrilli, pero no correspondiendo á la labor la dureza de estos pueblos, con fruto digno de sus fatigas y sudores emplearon en otra parte su celo. La obstinación de estas naciones fué en gran parte originada de los españoles, cosa que no se puede traer á la memoria sin dolor y lágrimas, y por eso más quiero callarlo que escribirlo; y quien tuviere ánimo para leerlo, lo podrá ver en otros historiadores. Sólo diré que apenas se introdujo allí el conocimiento de la ley cristiana, cuando en breve tiempo se hizo maravilloso fruto; y en tanto que hubo allí hombres de virtud, fué en aumento la piedad y religión; pero después que la codicia de los españoles oprimió con exceso á los pobres inocentes indios, se dieron á la desesperación para librarse de aquel cautiverio en que los tenían los españoles que los gobernaban, á que se oponían los Jesuitas con todo esfuerzo, por ser contra lo que repetidas veces tienen ordenado nuestros católicos monarcas. Llevados, digo, los indios de la desesperación, procuraron buscar un cruel remedio para redimir la opresión, y fué disponer secretamente una conjuración y matar á los gobernadores como lo hicieron; y ha quedado en ellos tal horror á todos los españoles, debajo del cual nombre entienden á todos los demás europeos, que el común vocablo con que los llaman es _enemigos_. No obstante, el santo mártir P. Pedro Romero, español, y el infatigable Misionero P. Joseph Orighi, hermano del eminentísimo señor Agustín Orighi, y tío del eminentísimo Orighi, que vive al presente, quisieron volver á promulgar el Evangelio entre los Guaycurús, y sin tener cuenta de sus propias vidas, intentaron, con increíbles trabajos y fatigas, domesticar su innata fiereza; pero sin hacer más fruto que bautizar algunos párvulos, se vieron obligados á retirarse. El año de 637 entraron por el Tucumán á convertir algunas naciones el P. Gaspar Osorio, de quien poco ha hice mención, y el P. Antonio Ripario, italiano, los cuales, el mayor fruto que sacaron de su empresa, fué perder la vida por Cristo con glorioso martirio, de que tuvo antes bien clara noticia el P. Osorio como lo declara en carta escrita á Roma á su antiguo confesor nuestro cardenal Juan de Lugo. Ambos, después de su muerte, se aparecieron vestidos de los ornamentos sagrados y cercados de mucha luz á sus bárbaros matadores reprendiéndolos su maldad y exhortándoles á que trajesen á su tierra nuevos Jesuitas que los instruyesen en la fe de Cristo. Lo que ellos, obstinados en sus vicios y errores no ejecutaron, emprendieron los PP. Ignacio de Medina y Andrés de Luján el año de 1653 entrando á reducir á la fe aquellas naciones; pero aunque aplicaron su fervor más intenso, no lograron sino las almas de algunos niños y adultos moribundos, y armándose contra ellos secreta conjuración de los bárbaros, hubieron de retirarse. El año de 1673 entraron con el gobernador D. Ángelo de Peredo los PP. Diego Francisco de Altamirano y Bartolomé Díaz, y pudieron fundar una reducción de Mocovíes, con nombre de San Francisco Xavier, cuatro leguas de la ciudad de Esteco, en que llegó á haber mil y ochocientas almas; pero por juzgar el gobernador y sus consejeros convenir se encomendasen á los españoles dichos indios repartidos en Encomiendas se deshizo aquel pueblo; bien que en aquella entrada lograron los Padres bautizar más de mil almas entre adultos y párvulos. Prosiguióse esta empresa el año 1683 en el gobierno de D. Fernando de Mendoza Mate de Luna, para la cual fueron señalados los Padres Juan Antonio Solinas, natural de Olinis, en Cerdeña, y Diego Ruiz, valenciano; habían ya agregado algunos indios Ojotades y Taños á una nueva Reducción, con nombre de San Rafael; pero envidioso el común enemigo, y temiendo de aquellos principios nuevos progresos, incitó por medio de sus hechiceros á ciento cincuenta Tobas y á cinco tropas de Mocovíes que quitasen la vida á los Misioneros: vinieron al lugar donde estaban, y hallando sólo al Padre Solinas, por haber ido á Salta por bastimentos el P. Ruiz, le dieron la muerte, y también á otro venerable sacerdote llamado don Pedro Ortiz de Zárate, á 27 de Octubre de aquel mismo año. Con esta novedad se retiraron los Ojotades y Taños, catecúmenos, y ni con la muerte de estos dos mártires, ni de los PP. Osorio y Ripario quedaron esperanzas de que su sangre fuese semilla de cristianos en aquella provincia, por la proterva obstinación de las más de sus naciones, que con las repetidas hostilidades que hicieron á la provincia del Tucumán, por su innato odio á la nación española, cerraron las puertas á la esperanza de su conversión, hasta que siendo gobernador de la provincia de Tucumán el piadoso caballero don Esteban de Urizar y Arizpacochaga, brigadier de los reales ejércitos de S. M., reprimido primero el orgullo de los Tobas y Mocovíes, quiso se sentase de nuevo la empresa y se predicase la ley divina á la nación de los Lules; por lo cual el P. Antonio Garriga, que á la sazón era Visitador de esta provincia, señaló para esta conversión el año de 1710 al P. Antonio Machoni, natural de la villa de Iglesias, en Cerdeña, el cual, habiendo pasado de aquella provincia á ésta el año de 1698 y leído Filosofía en esta Real Universidad de Córdoba, alcanzó emplearse en la conversión de estos bárbaros. Dió éste principio á la nueva cristiandad fundando una Reducción, á quien puso debajo del patrocinio de San Esteban, compuesta de gente de cuatro naciones, Lules, Toquistinés, Ixistinés y Oristinés, cuyos ascendientes fueron antiguamente cristianos. Son éstos de color de aceituna, de estatura ordinariamente grande, de genio despierto y alegre, ni se entristecen fácilmente, sino es acaso en sus desgracias domésticas; son prontos de entendimiento y aprenden maravillosamente los oficios mecánicos: pero torpes y duros en creer lo que no alcanzan los sentidos materiales. Conservan por largo tiempo en su pecho la memoria de las injurias recibidas, y aunque sientan partírseles el corazón de dolor y rabia, lo esconden y encubren disimuladamente con un semblante enteramente alegre, esperando coger al enemigo desprevenido para hacer con más seguridad el tiro. En lo que toca á religión, son finísimos ateistas, no dando culto ni veneración á deidad alguna, si no es que digamos que su Dios es su vientre, porque no entienden de otra cosa, procurando gozar en esta vida todo el buen tiempo que pueden, viviendo como animales. Parece, empero, esto menos tolerable, á causa de no reconocer ni aun las leyes naturales, que cualquier hombre, por bárbaro y salvaje que sea, con sólo ser hombre, venera y aprecia. Los hijos, por la mayor parte, no tienen ningún respeto á sus padres; antes tienen sobre ellos dominio, haciéndose obedecer de ellos con grande descaro; y si les da gusto, osan poner en los padres las manos. En sus enfermedades no se mueven á compasión, antes los abandonan con increíble ingratitud y los dejan en manos de la hambre y enfermedad; cosa que ni aun con las bestias usan; y fuera muchas veces entre ellos mejor ser perro que hombre, porque de ellos se compadecen y quitan la comida de la boca para sustentar una tropa de galgos. Encontróse acaso el P. Machoni en una ocasión con algunos de estos bárbaros que llevaban á enterrar á la madre de uno de ellos difunta, que poco antes se había convertido á nuestra santa fe, y con ella querían enterrar á un hijito suyo de pocos meses, porque ninguna india, aun sus parientas, quería tomar el trabajo de criarle: quitósele luego de las manos el Padre y por más que con la paga por delante se lo pidió y suplicó, ninguna se movió á compasión; por lo cual se vió obligado mientras vivió el niño á mantenerle con leche de cabra ú oveja, no sin increíble dolor, viendo entre tanto á muchas madres tener pendientes de sus pechos gran número de perritos para que no se muriesen de hambre. Sus casamientos los celebran de mucha edad (si es que entre ellos merecen el nombre de casamientos, pues cansada la mujer del marido, y éste de ella, tienen franqueza y libertad de tomar otra ú otro á su antojo) no casándose sino cuando ya están cansados de torpezas, no experimentando ellos en sí ni el temor ni la vergüenza que la naturaleza mezcló sabiamente en los placeres vedados para contener en la raya de lo debido el genio de la concupiscencia desenfrenada. No es fácil de explicar cuanto trabajase el buen P. Misionero con otro compañero Jesuita, en instruir en los principios de la ley divina á gente que parecía no tener ni aun el primer instinto de la naturaleza, ni de qué medios de caridad y de celo se valieron para hacerlos, de bestias, racionales, y de racionales, cristianos. Eran los primeros con el azadón en la mano á romper la tierra, á manejar los arados y á hacer todo lo demás que es necesario en la labor de los campos para adiestrarlos á hacer lo mismo. Después visitaban los enfermos y hacían con ellos todos los oficios de caridad que haría una amorosa madre, quitándose de la boca la comida y el sustento que les tenía señalado la piedad de los españoles por remediar sus necesidades. Sufrían con increíble paciencia sus contínuas impertinencias y necedades, con la esperanza del bien que podían sacar de ellos. Pero esto era lo menos respecto de lo que trabajaban en provecho de sus almas; porque la deshonestidad, la venganza, la embriaguez la barbaridad y otros mil vicios heredados con la sangre, crecidos con los años, y con la costumbre convertidos en naturaleza, era poco menos que imposible desarraigarlos de sus corazones; mas pudo tanto la incontrastable virtud del Altísimo y la fineza de un celo apostólico, que poco á poco se empezó á ablandar la dureza de corazones tan obstinados y á domesticarse la barbaridad de ánimos tan salvajes. El primer fruto que se sazonó con los sudores y fatigas de estos fervorosísimos operarios, fueron muchas almas de niños que apenas lavadas en las aguas saludables del santo bautismo, volaron con la cándida estola de la inocencia á la eterna bienaventuranza, á tomar posesión de aquella gloria, que en adelante gozarían los fieles de su nación; después lograron las almas de muchos adultos que asaltados de una peste que se encendió entre ellos, cambiaron gustosos la vida con la esperanza del eterno descanso en el cielo, por medio del santo bautismo. Uno, entre los demás, joven de pocos años, que no menos en las llagas de su cuerpo, que en la paciencia del ánimo, parecía otro Job, se alistó en el número de los hijos de Dios con suma alegría y júbilo de su espíritu, y haciendo fervorosísimos actos de fe, esperanza y caridad, pasó de esta peregrinación á la patria celestial. Llevaba muy mal el común enemigo los progresos de la fe en nación tan bárbara é inculta; por eso aplicó luego todo su esfuerzo para atajarlos y sofocar la semilla del Evangelio, antes que se arraigase en los corazones de los bárbaros. El primer medio de que se valió fué procurar la muerte de los Misioneros que le hacían tan cruda guerra, incitando á los infieles á que se la diesen. Intentáronlo ellos muchas veces; y una, entre otras, estuvieron ya conjurados á matar al P. Machoni. Habían estado algo lejos del pueblo haciendo un baile con grande bulla y algazara, y poniendo en medio de la rueda un calabazo, que por arte del demonio danzaba también con ellos, se convinieron todos en darle aquella noche la muerte, para verse libres de una vez de su celo y reprensiones. Oyóles acaso el Padre, y saliendo de su Rancho á saber la causa de aquella novedad intempestiva, encontróse con una india que venía del baile, bien que no tan fuera de sí como ellos, que estaban totalmente embriagados; preguntóla el Padre por qué sus parientes metían tanto ruido y daban tantas voces. Ella, que sabía muy bien lo que trataban, procuró encubrirlo con una falsa risa, respondiendo no sabía la causa. Temióse el Misionero no fuese alguna borrachera; y para certificarse y atajarla, instó á la india descubriese la verdad. Ella, recelando por esta instancia que ya el P. lo supiese, le descubrió toda la conjuración que contra su vida tenían tramada. Recogióse en su Rancho ofreciendo á Dios su vida en sacrificio por el bien de aquellas almas, y estuvo toda aquella noche esperando le viniesen á matar; mas Nuestro Señor le libró para otras cosas de su servicio, porque avisados los infieles por la dicha india de que el Padre Misionero sabía ya sus intentos, no se atrevieron á darle la muerte, recelando también no viniesen luego los españoles á vengarla. Viendo el demonio que se le había desvanecido esta traza, se valió de otra, y fué introducir en el pueblo el pernicioso error de que lo mismo era echarles á los niños el agua del bautismo en la cabeza que despedirse del cuerpo sus almas; y se imprimió tan altamente este engaño en sus fantasías, que convirtiéndose el amor á los Padres en odio y aversión, los miraban con mal corazón y huían de ellos como enemigos jurados de su bien. Y daba á eso calor el creerse ellos neciamente eternos; y aunque veían todos los días quedárseles muertos en sus brazos sus amigos y parientes, con todo eso, á la evidencia de los ojos prevalecía el error del entendimiento. Procuraban los nuestros con todas las fuerzas de su celo desvanecer aquel engaño y errada persuasión, fomentada del demonio para daño de aquella reciente cristiandad, y Dios Nuestro Señor, que suele mirar á los nuevos fieles con ojos de mayor piedad, quiso remediar bien presto este daño y consolar y animar juntamente la virtud de sus siervos. Pasó el caso de esta manera: Iba un día el P. Machoni llevando de Rancho en Rancho una holla de comida para darla á los enfermos; encontróse con una india que traía al pecho un niño que estaba ya para espirar; no pudo ella huir y esconder tan presto su criatura de suerte que el Padre no la viese. Procuró éste con dulcísimas palabras y mucha afabilidad mitigar el odio de la madre y ganarla el ánimo, á fin de poder bautizar al niño; mas todo fué en vano, porque el demonio hablando por boca de una mujer en todo suya, no menos por la infidelidad que por la lascivia, y vomitando contra el Misionero y contra aquel Santo Sacramento tantas injurias y blasfemias cuantas diría un dementado en lo más ardiente de sus furias, exhortaba á la madre no permitiese lavar á su hijo en las santas aguas del bautismo; porque le sucedería lo que á otra madre mal aconsejada, que ofreciendo su hijo para ser bautizado, lo mismo fué caer sobre el niño el agua santa, que salir de esta vida. Era la india de buen natural y no se dejaba fácilmente trabucar el juicio con las necedades locas de los suyos, y mucho menos de la falsa aprensión de que el santo bautismo era tósigo para quitar la vida, conociendo á tantos españoles viejos, con canas, que habían sido bautizados; por eso de buena gana ofreció el niño al Padre; el cual, lleno de una generosa y humilde confianza en Dios, rogó á Su Majestad y le suplicó quitase aquel embarazo á la santa fé, pues no le costaría más que una insinuación de su voluntad; luego se volvió á San Francisco Xavier, pidiéndole que mirase con ojos de misericordia á aquella ciega gentilidad; y pues tanto procuraba la honra de Dios alcanzase de Su Majestad que aquel santo Sacramento no sólo sirviese para librar el alma de aquel inocente de la esclavitud del demonio, sino también para librarle de la enfermedad corporal; y ofreció en agradecimiento de aquel beneficio, que esperaba recibir, le llamaría Francisco Xavier. Oyó el cielo los fervorosos ruegos de su siervo, pues luego que fué el niño bautizado, quedó sano de su enfermedad. Lo mismo sucedió á una muchacha, ya casadera, á quien por estar toda helada y yerta, la lloraban sus parientes por muerta; mas luego que fué bautizada, por las grandes instancias con que lo había pedido, como si volviese de un profundo sueño, volvió en sí y á la vida. Con lo cual, poco á poco cesó en el pueblo aquel falso temor, y las madres á porfía daban sus hijos para que fuesen lavados en las santas y saludables aguas del bautismo. Bramaba de rabia el demonio viendo desvanecidos sus enredos; por eso puso todo su esfuerzo en empañar el terso esplendor de los procederes de uno de los Misioneros, infamándole con mil calumnias por medio de unos apóstatas que estaban muy sentidos de que les impedía poder saciar el apetito de la carne, con todos los más torpes y sucios placeres del sentido; mas, á pesar suyo, salió triunfante la inocencia de costumbres y fervor de vida apostólica de aquel buen Padre y fué obligado el demonio por entonces á dejar franco el paso al Santo Evangelio en las provincias amplísimas del Chaco, donde no sólo procuran los Jesuitas la conversión de los infieles, sino la reforma de los españoles é indios, acudiendo á confesar y á predicar los fuertes de españoles que por allí hay como San Joseph y Valbuena; y acompañando á los soldados cuando van de las ciudades á sujetar á los bárbaros que continuamente invaden aquella provincia, los sirven de capellanes, exponiéndose á los mayores riesgos y peligros de perder la vida, sin tener cuenta con las suyas; y al mismo tiempo procuran reducir á los que apresan los españoles y bautizar á los párvulos. En estas empresas había trabajado gloriosamente nueve años el P. Machoni, cuando en el nuevo gobierno de 1719 vino señalado por secretario del P. Provincial Joseph de Aguirre, por cuya causa fué preciso encargar el cuidado de aquella Reducción al P. Joaquín de Yegros, con otros dos compañeros Jesuitas. El nuevo Provincial y Secretario procuraron fomentar con todo esfuerzo la conversión de nuevos infieles, á que cooperó como siempre el señor gobernador de la provincia D. Esteban de Urizar. El año, pues, de 1719, en una entrada que á los infieles hicieron los vecinos de la ciudad de San Miguel de Tucumán, descubrieron un nuevo río que se juzgó entonces ser el Pilcomayo; á la ribera de este río supieron vivía mucha gente blanca, que tuvieron por españoles. Con esta noticia determinó el señor gobernador que el año siguiente fuesen á descubrir totalmente este río los tercios de la provincia de Tucumán, pidiendo para capellán á uno de los Padres que estaban en la Reducción de San Esteban. Concediólo luego el P. Provincial, y esperanzado de que de este descubrimiento se seguiría á Dios mucha gloria, determinó que por la parte del río Paraguay entrasen por el Pilcomayo, que desemboca en aquel río, algunos Misioneros de los Guaranís, con orden preciso de que sin detenerse á reducir nación ninguna y sólo ganando la voluntad de los naturales, penetrasen hasta encontrar con los soldados españoles que entraban por la provincia de Tucumán, ó llegasen al paraje de los Chiriguanás. Todo esto era prevención para dos fines: el primero, que descubierta la tierra y el río, se pudiese entrar por el Tucumán, Paraguay y Frontera de Santa Fé, dándose la mano toda la gente de estas provincias, para conquistar todo el Chaco, en que se lograría la conversión de muchas almas. El segundo, abrir por aquí camino más breve para las Misiones de los Chiquitos, cosa que siempre sumamente se ha deseado, por evitar la suma distancia que hay por el camino de Tarija, porque se presumía que los Zamucos se acercaban mucho al Chaco y al Pilcomayo, y por allí también entró en esta ocasión un Jesuita para venirse á encontrar con los demás. Señaló, pues, el P. Provincial para entrar por lo boca del río Pilcomayo á los PP. Gabriel Patiño y Lucas Rodríguez, ambos nacidos en la ciudad de la Asunción, y á la sazón Misioneros de los Guaranís; y del colegio del Paraguay despachó al hermano Bartolomé de Niebla, andaluz, y á un donado portugués llamado Faustino Correa, con algunos indios Guaranís, para que si fuese necesario defendiesen á los Padres de las invasiones de los infieles. Por los Zamucos entraron con algunos indios Chiquitos los PP. Felipe Suárez y Agustín Castañares. Los de la provincia de Tucumán no pudieron encontrar con Pilcomayo y hallaron por fin que el descubierto por los Tucumaneses el año de 1719 no podía ser aquel río por ser éste pequeño y el Pilcomayo muy grande. Los Chiquitos, habiendo caminado por los Zamucos, hacia donde se juzga caer este río, nunca pudieron dar con él. Los que entraron por la boca del Pilcomayo iban en un barco y algunos botes: caminaron por dicho río, siempre á diversos rumbos, por las repetidas vueltas con que corre: al principio hallaron algunos rastros de indios, pero no los vieron. Caminaron así cosa de ochenta leguas, parte por el río, parte por lagunas, porque hay muchas á la orilla de este río, las cuales, cuando baja el río, quedan divididas de él y hechas lagunas; mas cuando crece, queda toda la campaña hecha un mar de agua, porque se incorporan con él. A estas ochenta leguas reconocieron que la madre del río no era tan honda que pudiese navegar por él el barco sin peligro manifiesto de encallar; por lo cual determinó el P. Patiño pasar en los botes con el hermano Niebla tres españoles y treinta y cuatro indios á registrar lo restante hasta conseguir el fin de su empresa, dejando en el ínterin en el barco al Padre Lucas Rodríguez, al donado y á la demás gente para que aguardasen. Fueron, pues, navegando los dos botes y caminaron otras trescientas leguas, en que en diversas partes vieron indios de varias naciones, que ya confinaban con los Chiriguanás. Llegaron por fin á una nación no conocida, cuyos indios parecían de buenos naturales, y eran de hermosos rostros y de buena estatura; las indias tan blancas, que parecían españolas; tenían crías de yeguas y muchas ovejas, de cuya lana hacen muy buenos tejidos; los caballos eran sin número. La tierra fertilísima, en que tienen labranzas de los frutos del país. Saltaron en tierra y dieron á los naturales muchos donecillos que ellos aprecian y por esto les mostraron mucho afecto, en que concibieron esperanzas de reducirlos después fácilmente. Mas algunos Tobas y Mocovíes que había entre ellos malograron estas esperanzas, porque hablando á aquellos indios, les incitaron contra los nuestros, maquinando una alevosa traición contra sus vidas. Estaban allí de paz unos y otros, tratándose con muchas caricias todo el tiempo que fué preciso para descansar, cuando habiendo ido tres de nuestros indios á cortar leña, les acometieron los alevosos Tobas y Mocovíes con los indios de aquella nación; mataron á los dos á flechazos y al otro hirieron malamente, de suerte que murió de allí á algunos días. Los demás se retiraron á los botes que mandó el Padre cubrir de algunos cueros de vaca para resistir. Vinieron siguiendo á los nuestros más de 600 infieles, hasta los bateles disparándoles una tempestad tan espesa de saetas, que parecía una manga de langostas, pero ninguna les hizo daño, porque hallaban resistencia en los cueros, que despedían las flechas; y aun siendo preciso que el P. Patiño estuviese por dos veces en la proa descubierto á los tiros, aunque por todas partes le caían las flechas, ninguna le tocó. Visto esto procuraron retirarse de las furias de aquellos bárbaros, que con su traición deshicieron por ahora y frustraron las esperanzas de poder penetrar el Chaco, donde se esperaba, como dije, reducir muchas naciones. Volviéronse, pues, sin otro fruto, desandando con mucho trabajo el camino de cuatrocientas leguas que hasta allí habían navegado. Mas volviendo á la Reducción de San Esteban, este mismo año de 1721, se contaban en ella muchas familias. Encendióse por este tiempo una pestecilla de viruelas, de que murieron luego dos. Los demás cobraron tanto miedo á la muerte, que les amenazaban las viruelas, que el mismo día que aquellos dos murieron, dejaron descuidar á los nuestros y todos se huyeron menos dieciocho adultos y veinte muchachos. Luego que lo advirtieron los PP. Joaquín de Yegros y Lorenzo Fanlo montaron á caballo en su seguimiento, y fueron á alcanzarlos por unos cerros hacia Salta; mas siendo mucha la espesura de los bosques, y fragosidad de las sierras, se desmontaron, y á pie los siguieron, con increíble fatiga, porque no huían por vía recta, sino oblícua siempre, porque decían que así no les podría seguir la peste, cansada de los matorrales y revueltas. Tanta es su barbaridad. Quedaron los Padres sin fuerzas antes de poderles dar alcance; y volviéndose á su pueblo á cuidar de los que habían quedado enfermos, despacharon tras los fugitivos á dos indios que llevaban consigo para detenerlos, porque de los dieciocho adultos se les murieron los catorce, á quienes asistieron con grande caridad, sin recelo del contagio, y todos los demás enfermaron. Los dos indios encontraron de allí á algunas leguas á los huídos, y por más que hicieron, sólo les pudieron reducir á que bajasen donde estaban los Padres. Procuraron éstos que volviesen á la Reducción; mas sólo consiguieron por entonces esperanzas de que se volverían acabada la peste. Por tanto, dejándolos allí se volvieron los Padres al pueblo á cuidar de los que habían quedado, enfermos los más, de los cuales murieron presto catorce adultos, á quienes asistieron con grande celo y caridad, hasta darles sepultura por sus propias manos. Los fugitivos volvieron después de algún tiempo á su pueblo, por las diligencias de los nuestros, que siempre tienen que trabajar aquí gloriosamente, por la innata barbarie de todas estas naciones, como se conocerá por lo referido. Al presente se halla este pueblo en sumo peligro de su destrucción, porque los Mocovíes y Tovas, que hasta ahora han estado enfrenados por el valor del gobernador de la provincia de Tucumán, principal promotor de esta Reducción, ahora vuelven á alzar cabeza; y habiendo muerto á los soldados del fuerte de San Joseph y tenido atrevimiento para sitiar el de Valbuena, se teme que den en este pueblo de San Esteban y le destruyan por estar indefenso; bien que no por esto pierden los Jesuitas las esperanzas de hacer mucho fruto en el Chaco, cumpliéndose la profecía de su primer apóstol San Francisco Solano, que predicó el Evangelio á los Lules, y de quien hay tradición en aquella tierra, que habiendo profetizado la ruina de la ciudad de Eteco, que ha más de treinta años que sucedió, predijo también que se convertirían estos indios del Chaco. Quiera Nuestro Señor se cumpla cuanto antes esta profecía. CAPÍTULO XXII _Últimas noticias de las Misiones de Chiquitos y Chiriguanás._ Habiendo referido la destrucción de los dos pueblos que había entre los Chiriguanás, será bien dar ahora razón de cómo volvieron los Jesuitas años después á aquella nación. Hallábase el P. Vice Provincial Luis de la Roca el año de 1715 visitando el Colegio de Tarija, de paso para las Misiones de los Chiquitos, cuando llegaron á aquella villa mensajeros de algunos pueblos de los Chiriguanás pidiendo fuesen Padres á sus tierras á predicarles nuestra santa fé y ministrarles el santo bautismo. Extrañóse esta repentina mudanza, cuando se tenía tan experimentada la obstinación de estos indios, y cuán dados estaban siempre á sus antiguos vicios, causa por la cual se había alzado más de dieciséis años había de su conversión, por no esperar hacer en ellos el menor fruto. Mas luego se supo la causa de esta nueva resolución. Fué, pues, el caso, que un cristiano de la misma nación, habiendo apostatado de la fé y religión cristiana, murió, por justos juicios de Dios, pertinaz en su apostasía. Este, por permisión divina, se apareció, á pesar del infierno, á muchos Chiriguanás, diciéndoles cómo por haber desamparado la religión cristiana, estaba condenado á arder en llamas eternas. Hizo notable conmoción en los bárbaros esta visión y les movió á que fuesen ahora á pedir á Tarija predicadores del Evangelio. El P. Vice-Provincial, por las repetidas experiencias de la inconstancia de estos bárbaros dudaba mucho concedérselos; pero al fin se movió á enviarles dos Jesuitas, así por hacer la última prueba de su obstinación, como por condescender con la piadosa voluntad del señor marqués del Valle de Tojo, que lo pedía encarecidamente. Señaló, pues, para aquella conversión al P. Pablo Restivo, que á la sazón era rector del colegio de Salta, y muy perito en la lengua Guaraní que habla aquella nación, y por su compañero al P. Francisco Guevara que se hallaba en el colegio de Tarija. Fueron allá los dos Padres, y á costa de grandes trabajos procuraron fundar una Reducción que llamaron de la Inmaculada Concepción, para que con el favor y patrocinio de esta poderosa señora, renunciando los Chiriguanás al demonio, se alistasen en las banderas de Cristo. Lográronse algunos párvulos, á quien bautizaron, pero se opuso el demonio á estos felices principios con todas sus máquinas y esfuerzo. Apareciéronseles los ministros infernales en formas horrendas y espantosas, á cuya vista caían desmayados en tierra los indios. Acudieron por remedio á los Padres. Estos, animándoles á la confianza en Dios, les mandaron que luego hiciesen muchas cruces de madera, las cuales hicieron poner en sus casas, en las plazas, en las calles y en los collados, adorándolas humildemente los bárbaros. Al ver el infierno señal tan saludable desistió de perseguirlos, y en adelante depusieron los indios todo miedo sin experimentar al menor peligro. Viéndose vencido de esta manera el demonio, se valió de otras trazas diabólicas para perturbar la obra comenzada, incitando y conmoviendo para ese fin á muchos de sus secuaces; pero Dios desvaneció sus intentos haciendo de los mismos diabólicos ministros fieles coadjutores de los Padres en aquella conversión. Y para mayor abatimiento del demonio y promover la fe en esta Reducción, se dignó Su Majestad de favorecerles con algunos sucesos, al parecer, milagrosos. Entre otros, contaré sólo dos. Estaba una india tan gravemente enferma, que ya sus parientes la lloraban por muerta; llegó la enfermedad á término que ya estaba para espirar. En tal aprieto se volvieron á implorar el patrocinio de María Santísima, pidiéndola con muchas lágrimas restituyese su salud á la enferma. Tuvieron buen despacho sus súplicas, porque el mismo día que habían hecho aquella oración á Nuestra Señora, al ponerse el sol cesó la fiebre, que sobre manera la afligía y al día siguiente se halló enteramente sana con admiración y asombro de todo el pueblo. En otra ocasión padecía toda la comarca de mucha falta de lluvias, por lo cual se perdían por instantes las sementeras: imploraron el favor de la Virgen, y luego al punto el cielo, que estaba sereno, se entoldó de nubes y descargó una copiosa lluvia, que fué el total remedio de su necesidad. Con estos y otros favores del cielo, se espera que al fin se rendirá y ablandará del todo la dureza obstinada de los Chiriguanás, entre quienes al presente trabajan los Padres, para lograr á lo menos las almas de los párvulos, y con esperanzas de que los que nacieren y se criaren con la leche de la religión cristiana mantendrán la fe y se podrán lograr en toda la nación los sudores y fatigas pasadas de tanto apostólico Misionero que en diferentes ocasiones han atendido á la labor de este campo. Ahora, para concluir esta relación, será bien dar breve noticia, así del último estado de las Misiones en los Chiquitos, como de algunas expediciones, en especial la de los Zamucos, según lo que hasta ahora se ha podido saber por la distancia de los lugares. Habíase tenido noticia en el pueblo de San Francisco Xavier de que había algo lejos de allí una parcialidad de Guarayos que hablan la lengua Guaraní, y se esperaba hacer en ellos mucho fruto, por lo cual el año de 1719 fueron de aquel pueblo indios Chiquitos á hablarles sobre su conversión, pero se volvieron sin fruto, porque llegando al paraje de dicha nación, donde tenía sus pueblecillos, ya se habían huído, sin quedar uno sólo; y aunque les siguieron los rastros por algunos días, los perdieron en un río muy caudaloso, en que se embarcaron sin saber para dónde. Este mismo año, á 4 de Mayo, sucedió en San Rafael la fatalidad de haberse quemado el pueblo, por lo cual estaban medio alzados los gentiles que había en él, y se temían no se volviesen á los bosques, porque también se habían quemado los frutos de que se mantenían; pero al fin, con el favor de Dios se compuso todo, de suerte que este pueblo se pudo empezar á dividir el año de 1721, saliendo de él una colonia, que es la Reducción de San Miguel. Pero en medio de estas desgracias se logró este año el buen suceso de abrir nuevo camino, que mucho tiempo se había deseado, por las cordilleras de los Chiriguanás, dejando el antiguo de Santa Cruz de la Sierra, cuyo descubrimiento feliz se debió al celo incansable del santo P. Francisco Hervás, que le abrió como se podía desear, y de suerte que el año siguiente pudieron entrar por él dos nuevos Misioneros, que fueron el P. Jaime Aguilar, aragonés, que pasaba también á visitar en nombre del P. Provincial aquellas doctrinas, y el P. Juan Bautista Speth, bávaro, que poco antes había venido de Europa. Y ahora es éste el camino común por donde se tragina, abreviando por él muchas leguas. En todos los pueblos, en los años siguientes, se han hecho sus correrías á diversas naciones, pues estando todos ellos deseosos de convertir á los muchos gentiles que se descubren cada día se aplican con celo á la conversión. Hacia el Norte, especialmente, es el gentío innumerable; bien que está algo lejos: son tierras trabajosísimas y se descubren animales fieros y extraordinarios. Por tanto, es preciso ir con tiento, trayendo la gente en corto número para poderla cuidar, porque con la mudanza de tierras, siempre mueren muchos, causa de que en estas Reducciones no sea mucha más la gente y aun en las Misiones de los Moxos es peor, por ser las tierras más trabajosas, y cada día van á menos, si continuamente no reclutan los pueblos con nuevos infieles, como lo procuran hacer aquellos fervorosos Misioneros; bien que en las de los Chiquitos sabemos se ha logrado esta diligencia, pues generalmente se reconoce haber ido en aumento, pues el año de 1723 entraron ochenta familias de infieles en el pueblo de San Rafael, y en el de San Juan noventa y dos almas, valiéndose Dios de un medio bien especial para traer á los infieles que entraron en San Rafael. Fué el caso que habiendo habido una pestecilla en dicho pueblo el año de 1722, se huyeron de miedo por Agosto de aquel año dos parcialidades de gente nueva, no de los Chiquitos, la una no había vuelto tan presto, la otra se encontró con una nación de infieles, á quienes persuadieron se hiciesen cristianos, lo que lograron felizmente, pues luego se redujeron muchos, y volvieron con los fugitivos al pueblo las ochenta familias ya dichas, en que había trescientas almas, y entre ellas un indio, que hecho cautivo por unos Mamalucos que capitaneaba Hernando de Armenta, portugués, se escapó de entre ellos, después de quince años de cautiverio, y vino muy contento. Ni paró aquí el fruto que sacó Dios de esta fuga, sino que dejaron apalabrada toda la nación para venir luego en seguimiento de los demás. Los pueblos que al presente hay, son seis. Están todos por este orden: Comenzando del Sur, San Juan está de San Joseph como nueve leguas; de San Joseph á San Rafael son treinta; de aquí á San Miguel ocho; de San Miguel á San Francisco Xavier cuarenta y dos, y de éste á la Concepción, hay veinticuatro; de suerte que San Juan, que es el cabo hacia el Sur, está en dieciocho grados y medio; y la Concepción, que es el otro cabo, está en quince. Ahora hay esperanzas de fundar otro, con nombre de Nuestro Padre San Ignacio, hacia el Sur, en los Zamucos, que son más de mil doscientas almas, é inmediatamente los Ugaranós, que tienen la misma gente. Dichos Zamucos, ya vimos en el capítulo XIX cómo se alzaron y huyeron dando muerte al hermano Alberto Romero y á sus compañeros Chiquitos. No por eso perdieron nuestros Misioneros las esperanzas de reducirlos; antes mientras más oposición hacía el demonio, se azoraban más á quitar de sus garras infernales estas almas. Procuraron luego de dar forma, cómo volver á reducirlos. Entraron para este efecto los PP. Felipe Suárez y Agustín Castañares y habiendo caminado noventa leguas, llegaron á un pueblo de Zamucos, y por entonces no se consiguió reducirlos. El año siguiente entraron los PP. Jaime de Aguilar y Agustín Castañares, y habiendo salido á 29 de Abril, caminaron las noventa leguas que los del año antecedente y hallaron desierto el pueblo en que estaban antes. Pasaron veinte leguas más adelante á otro pueblo á donde dirigían la derrota. Hallaron en él á sus moradores, que los recibieron de paz. Sería dicho pueblo, llamado _Cucutades_, de cincuenta familias, gobernado por tres principales caciques; uno de los cuales estaba ausente. Después de mucha vocinglería de los infieles les propusieron los Padres el fin de su ida á aquellas tierras, que era quedarse entre ellos y ayudarles como á los Chiquitos. Agradecieron los infieles la visita, y uno detrás de otro respondieron los dos principales que no querían Padres en sus tierras; que aquella sola noche durmiesen allí y al otro día se volviesen; porque si se querían quedar mudarían ellos á otra parte. Mucho sintieron los Padres esta no esperada respuesta; mas con todo eso esperaban que aquella tarde mudarían de resolución; y á la verdad, ellos así lo fingieron, diciendo entonces gustaban ya de que se quedasen entre ellos; bien que siempre se remitían al parecer del principal que faltaba, y decían venía ya de buen ánimo. Esperáronle desde el día 27 de Mayo; y en esta demora, para ganar la voluntad del pueblo, se les repartieron treinta cuñas á los indios, que es lo que más aprecian, y á las indias muchos abalorios, con que todos quedaron contentos, así infieles como los Padres y los cristianos Chiquitos, bien que entre ellos no faltó quien alcanzase el fingimiento de los bárbaros. Esperaron hasta el sábado, víspera de la Santísima Trinidad, en que vino el principal que faltaba, y era chupador y hechicero. Entró dando gritos en su pueblo y plaza, diciendo que él era dios de aquellas tierras y pueblo y que fuesen los Padres donde él estaba. Los Padres, viendo que era necesario por entonces usar de gravedad para abatir la soberbia de aquel ministro del demonio, le respondieron que no habían de ir, sino que él había de venir donde ellos estaban. Al fin se hizo así. Vino él donde estaban los Padres; éstos le recibieron sentados. Dijo lo que los otros dos principales habían dicho al principio, que no quería Padres en sus tierras, porque con los Padres se les morirían los hijos y otros disparates semejantes, que aprobó todo el pueblo, armándose y tiznándose todos menos uno de los principales que habían estado antes y ora quedó medio en duda. A este tiempo llegó de otro pueblo distante el matador del hermano Alberto con otros doce ó trece de los suyos, que con sus persuasiones confirmó al pueblo en su resolución. Viendo los Padres su dureza, se vieron precisados á dar la vuelta, como lo hicieron, y llegaron al pueblo de donde habían salido el día 16 de Junio, llevando solas diez almas que quisieron de suyo irse con ellos á la Reducción para hacerse cristianos, bien que no quedaron los Padres sin esperanzas de que después les seguirían los demás, como de hecho sucedió, así con estos como con otros. Porque dando en ellos los infieles Ugaranós y habiendo habido muertes de una y otra parte, se vinieron á San Juan dos parcialidades que hacían veinte familias y llegaron á aquel pueblo á 25 de febrero de 1723. Eran de dos pueblos de Zamucos; del uno llamado _Quiripecodes_, venía el cacique _Sofiáde_ con dos hermanos suyos, matadores del hermano Alberto y diez familias en que había cincuenta almas. Del otro, llamado _Cucutades_, vino su capitán _Omate_, que fué el que el año pasado había echado á los Padres de todas sus tierras, y traía nueve familias de sus vasallos, que eran cuarenta y dos almas. Los noventa y dos, pues, sin ser llamados ni convidados ahora se vinieron huyendo de los Ugaranós que les hacían guerra y dijeron que tras ellos vendrían los demás. Pero habiendo enfermado de peste todos, se atemorizaron y dijeron que querían Padres en sus tierras, lo cual concedido, se volvieron á ellas. Por esta causa, el día 30 de Junio salió el P. Superior de aquellas Misiones Francisco Hervás con el P. Castañares á fundar Reducción entre ellos. Llegaron después de cuarenta días de camino á los pueblos de Zamucos, que hallaron totalmente desiertos; en busca de ellos fué solo con los indios el P. Castañares, y hasta ahora no se sabe en qué ha parado. El P. Superior Francisco Hervás llegó á los dichos pueblos tan postrado de fuerzas por el cansancio y por sus continuos achaques, que habiendo de quedar allí en un sumo desamparo, se vió precisado á volverse; y habiendo llegado quince leguas de San Juan, le fué á confesar el P. Juan Bautista de Xandra, aplicóle algún remedio, con que se alentó el P. Hervás y pudo llegar en hombros de indios á San Juan, donde se le administraron los demás Sacramentos y aplicaron algunos otros remedios, pero sin efecto, por hallarse muy debilitado y con ardientes fiebres, y al fin murió dos días después, á 24 de Agosto de 1723, teniendo 61 años de edad, 44 de Compañía y 27 de profesión de cuatro votos. Y aunque sus heroicas virtudes y grandes trabajos pedían de justicia se hiciese aquí relación de su vida; mas la falta de noticias por la distancia nos privan por ahora de este ejemplo y consuelo hasta mejor ocasión. Y esto es lo que hasta ahora se ha obrado para reducir á los Zamucos, que esperamos se conseguirá felizmente por el celo de los fervorosos Misioneros. LAUS DEO. MEMORIAL DEL PROVINCIAL P. JOSEPH BARREDA AL MARQUÉS DE VALDELIRIOS MEMORIAL QUE EL P. PROVINCIAL DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY PRESENTÓ AL SEÑOR MARQUÉS DE VALDELIRIOS EN QUE LE SUPLICA SUSPENDA LAS DISPOSICIONES DE GUERRA CONTRA LOS INDIOS DE LAS MISIONES. _Córdoba de Tucuman_ _1753._ PUBLÍCASE AHORA POR PRIMERA VEZ 1895 _Memorial que el P. Provincial de la provincia del Paraguay presentó al Señor Marqués de Valdelirios, en que le suplica suspenda las disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones._ Señor Comisario Real, Marqués de Valdelirios: Joseph de Barreda, de la Compañía de Jesús, Prepósito Provincial del Paraguay, parece ante V. S. para que en fuerza de su Real Comisión con que está entendiendo en los tratados de la línea divisoria de las dos Coronas de España y Portugal, se sirva de oir en justicia los clamores con que esta provincia desea manifestar la fidelísima lealtad con que hasta hora presente ha obedecido á ciegas y con pronto rendimiento las cédulas reales y todas las órdenes conducentes á la evacuación de los siete pueblos de Misiones que están entre el río Abiquy y las márgenes del río Uruguay para que, según el consabido tratado, se entreguen á los dominios de Portugal, y saliendo los indios que hoy los habitan á otros territorios pertenecientes á la Corona de España, trasladen á ellos sus bienes muebles y semovientes y fabricando nuevos pueblos é iglesias, labren tierras para mantenerse de sus frutos. A este fin, ya le consta á V. S. que antes que llegase á Buenos Aires y á esta provincia, tenía actuadas todas las diligencias que me permitió el tiempo en cumplimiento de los eficaces preceptos que nuestro M. R. P. General, quien con igual empeño nos previno que si fuese posible tuviésemos evacuados los citados pueblos antes que llegase V. S. y por su mano recibiésemos las cédulas en que el Rey nuestro señor nos mandaba lo mismo; y con efecto, cuando las recibimos, ya se habían empezado á conquistar las voluntades de los indios con las eficaces persuasiones de los Padres Misioneros y del que yo había señalado en mi lugar mientras pasaba en persona á la ejecución de las Reales órdenes, y habiendo convenido en dejar sus pueblos, empezaron á salir de ellos algunos exploradores en busca de sitios y tierras competentes para su transmigración, lo que consta á V. S. y al P. Luis Altamirano por las cartas de las Misiones que en respuesta de las órdenes recibí en aquella ciudad, donde también me enviaron Mapa de algunas tierras algo menos proporcionadas, bien que todas son apartadas de los siete pueblos, que algunas no distaban menos que 200 leguas de ellos para la mudanza el cual Mapa mostré y entregué á V. S. en prueba de la pronta obediencia con que desde la primera noticia y orden del M. R. P. General se empezaron á actuar y se estaban actuando las diligencias más oportunas para el deseado intento. Pero entre las graves dificultades que se ofrecían en tan arduo empeño, siempre hice presente á V. S. que la mayor y aún insuperable estaba en el limitado tiempo que se concedía para tan vasta transmigración, lo que, al juicio de los Padres más experimentados de aquellos países, era físicamente imposible en el estrecho espacio de seis meses, razón que movió y aún convenció al P. Comisario Luis Altamirano para pedir á V. S. concediese á lo menos tres años de término, lo que también representé al Rey nuestro señor, haciéndole demostración de que en menos tiempo era intentar un imposible y consiguientemente compeler á sus rendidos vasallos á que no ejecutasen según fuerzas naturales lo mismo que deseaban obedecer. Mas no habiéndose determinado por V. S. tiempo fijo, sino sólo prevenido que fuese con toda brevedad y sí que con título de piedad se disimulase alguna culpable omisión, hubo de pasar el P. Comisario Luis de Altamirano en persona á dichas Misiones, y puesto en ellas comenzó con imponderable empeño, celo y eficacia á actuar su comisión, con tan vivas ansias de que se ejecutase luego todo lo prevenido, que no perdonó diligencia alguna ni omitió instante en la actuación de sus prudentes órdenes y arbitrios á que estuvieron tan prontos los PP. Misioneros para obedecer sus mandatos, que en fuerzas de ellos aun los PP. más ancianos y enfermos se esforzaron para alentar á los indios, unas veces con ruegos y otras con amenazas, haciéndoles presente la obligación que tenían de obedecer á su soberano y cuán bien les estaría exponerse á las fatigas y aún perder sus bienes para acreditar su antigua lealtad. Mas como al natural lento y espacioso de los indios cualquiera movimiento acelerado era violencia, y en su tarda y escasa inteligencia era novedad tan extraña é inteligible la que se les proponía por concebirla muy contraria á la pacífica posesión de sus casas, sementeras y bienes que tienen muy pegado su corazón, á pocos días de lo que habían prometido á los PP., empezaron á llamarse engaño y excusarse, ya con el poco tiempo que se les concedía, ya con los muchos trabajos que se les prevenían en los caminos en el transporte de sus ganados, bienes y familias, y el más arduo de volver á fabricar nuevas iglesias y casas, y declarándose resistentes, apelaron: unos, á que sería menos malo quedarse bajo el dominio de los portugueses; pero otros, que eran los más, decían claramente no podían creer que el Rey nuestro señor, que por tantas cédulas les había prometido ampararlos en sus tierras y defenderlos de sus enemigos, podía faltar á lo prometido y pasar á quitarles lo que con derecho natural habían adquirido y poseído por más de 130 años, pues para tan riguroso castigo no hallaban haber cometido ninguna culpa contra el Rey, antes, sí, estaban muy satisfechos de los repetidos servicios con que habían procurado acreditar su obediencia, exponiendo su sangre y sus vidas por defender los dominios de su soberano. Estas y otras razones, que ellos tienen fijas en sus memorias, procuraron los PP. desvanecerlas con todas cuantas expresiones les dictaba su deseo, y de que los indios podían ser capaces; pero no teniendo qué responder á las vivas y eficaces exhortaciones de los Padres, hubieran de cerrar del todo los oídos á sus voces; y rompiendo el freno de la obediencia, que por tantos años los había sugetado, empezaron á quebrantar su respeto, diciendo en voz alta no querían mudarse porque esto no podía ser voluntad de su Rey y señor, sino invención de los PP. que, secretamente, habían convenido con los portugueses por medio del P. Comisario, á quien tienen por tal, y aún aseguraban algunos lo habían conocido seglar en el Río Janeiro; pero no desistiendo los Padres de su empeño, antes sí, conviniéndose para no sólo persuadirlos con razones privadas, sino convertirlos con pública y fervorosa predicación, los convocaron á las iglesias, y con un crucifijo en las manos, y algunos puestos de rodillas y derramando muchas lágrimas, les intimaron los castigos que debían esperar de la mano de Dios y de su soberano Rey si no obedecían prontamente su mandato; en fuerza de este eficaz asalto se compungieron los indios y, pidiendo perdón de su desobediencia, prometieron de nuevo enmendarse, empezando los PP. luego, y antes que se enfriase el fervor, á disponer cabalgaduras, carros y demás aparatos para emprender el camino, al que en la realidad salieron algunos guiados de los PP., que van como caudillos para esforzar su lentitud é interior desconsuelo; pero á pocas jornadas, con el hastío del camino y amor que les arrastraba á sus casas, se fueron volviendo á sus pueblos, dejando á los PP. solos y burlados en las campiñas; mas ni por esto desistieron los PP. desta empresa, antes, sí, disimulando prudentes su desacato é inconstancia, volvieron á buscarlos, reconviniéndolos con lo prometido; pero ellos, ya del todo arrepentidos y aun despechados, tomaron por medio, para librarse de las instancias de los PP., el amenazarlos con la muerte, la que verdaderamente intentaron dar al Padre Cura de San Miguel, y ahora Padre compañero suyo que estaba en las estancias, los que sin duda hubieran perdido la vida si por orden del P. Comisario, que se informó de su peligro, no se hubiesen retirado fugitivos; pues su depravado ánimo lo manifestaron en un mozo que acompañó al P. Cura, y volviendo poco después al pueblo á sacar unos caballos, lo hicieron pedazos á lanzadas. Este mismo desacato intentaron hacer con el P. Comisario, previniendo 600 hombres para irlo á buscar en el pueblo donde residía, y habiendo sido avisado por cinco voces del eminentísimo peligro de su vida, hubo de retirarse prudentemente, entendiendo que su presencia irritaba su furor y que con su retiro podría serenarse aquella ciega pasión. Después que salió el P. Comisario han continuado los PP. Misioneros obedeciendo al que quedó en su lugar, sin desmayar un punto en su empeño; pero sin más fruto que el de enfurecerse los indios cada día más, continuando sus amenazas y desahogando su enojo en los corregidores, como ministros de los Padres, de quienes se han valido para que, persuadiéndolos á su modo, los alienten con su ejemplo; mas también á éstos han intentado matar, y á uno de ellos sólo con la aflicción de su peligro, murió á pocos días después que lo acometieron, y otros cuatro estaban al presente mal heridos, ya sin valor ni esperanza de resistir á los indios que fielmente están persuadidos á que es ficción de los PP. y no voluntad de su Rey el quitarles las tierras que han poseído por espacio de 130 años, cuyo derecho lo tienen confirmado sus soberanos por repetidas cédulas y que en esta buena fe han fabricado unos pueblos que no son como se dice aldeas, sino que exceden en sus fábricas á las más de las ciudades, etc. Estas provincias, en sus casas cubiertas de teja y resguardadas de corredores de piedra para poder andar por ellos en tiempo de lluvias sin mojarse y que sus iglesias son tan magníficas, que la que menos tiene de costo con sus alhajas, llegarán á 100.000 pesos fuertes, fuera de la de San Miguel en que trabajaron por diez años diariamente ya los 80, ya los 100 hombres, cuya fábrica toda es de piedra, cuando menos la valuaron en 200.000 pesos; á esto añaden el tierno recuerdo de sus hierbales hortenses, que han criado y gastado en su prolijo trabajo y cultivo más de treinta años por ser su fruto la continuada bebida de mañana y tarde, y cuyo valor en los 7 pueblos será de 100.000 pesos; también vuelven los ojos á sus sementeras de algodón, fruto de que hacen sus hilados y de ellos sus tejidos para la ropa interior y exterior de que se visten grandes y pequeños, viudas y huérfanas, y cuyo valor en los 7 pueblos no es inferior al de los hierbales, y últimamente hacen presente que saliendo de sus pueblos dejan en sus estancias más de 100.000 cabezas de ganados de ovejas, vacas, caballos y mulas de que se sirven y con que mantienen sus vidas y las de sus familias y de casi todos los pueblos de Uruguay, y Paraná que de aquí surtían y reemplazaban el ganado de sus estancias para que no se les acabasen del todo por no ser éstas por su pequeñez y calidad capaces de multiplico, de que necesitan para su sustento y servicio, y ven que haber de trasladar este ganado á otras tierras es para ellos empresa imposible, así por no encontrarlas propias para ellos, como porque aunque las hubiese como se imagina en distancia de más de cien leguas, su conducción es para su imaginación otro más arduo imposible, y caso que cerrando los ojos á su dificultad la quisiesen vencer, esta es función que pide, no tiempo de pocos meses, sino de años, con muy dobladas fatigas. A estos tenaces pensamientos se han opuesto los PP. previniéndoles que los ganados que no pudiesen sacar, se los pagaría el Rey nuestro señor como lo tenía prevenido; á que responden que ellos no se han de mantener ni con las promesas ni con los dineros, sino con las cabezas de sus ganados, y que así, aunque se los paguen en doblones de oro, no tendrán dónde comprar con ello lo necesario para su sustento y entre tanto perecerán de hambre en los desiertos donde los Padres los quieren sacar desterrados, y que últimamente claman unas veces con tristes gemidos y otras con rabioso furor preguntan á los Padres qué delito han cometido contra su Rey y señor para un castigo digno de los más traidores vasallos. A este fin hacen muy tierna memoria de la cédula de 28 de Diciembre de 1743 en que se dignó el señor Felipe V, de gloriosa memoria, darse por grato de sus servicios (como de otras que mandó el señor gobernador de Buenos Aires D. Bruno Zavala se las hiciese saber por público pregón) y de las que tienen presente las palabras del último párrafo, que son las siguientes: «Y finalmente, reconociéndose de lo que queda referido en los puntos expresados y de los demás papeles antiguos y modernos, vistos en mi consejo con la reflexión que pide negocio de circunstancias tan graves, que con hechos verídicos se justifica no haber en parte alguna de las Indias mayor rendimiento á mi dominio y vasallaje y el de estos pueblos, ni al Real Patronato y jurisdicción eclesiástica y Real, tan rendidos como se verifica por las continuas visitas de Prelados eclesiásticos y gobernadores y la ciega obediencia con que están á sus órdenes, en especial cuando son llamados para la defensa de las tierras ú otra cualquiera empresa; aprontándose 4.000 ó 6.000 hombres armados para acudir donde se les manda, etc.» Ahora, pues, dicen los indios á los Padres, si así hemos obedecido á nuestro soberano, como él mismo lo declara, y ha sugetado el rebelión del Paraguay con 12.000 hombres armados ya despojando por dos veces á los portugueses de la colonia del Sacramento; ya estando la tercera vez en el cerco de ella con 6.000 hombres por espacio de cuatro meses, la que también hubiéramos ganado si no lo embarazaran los españoles y ya últimamente renunciando al Rey nuestro señor más de un millón de pesos fuertes que se habían de gastar en estas expediciones en que nos hemos mantenido á nuestra costa y la de nuestro sudor y trabajo; volvemos á preguntar, Padres, ¿estos son delitos para que nos castigue nuestro Rey con perpetuo destierro de nuestros pueblos y casas y universal despojo de todos nuestros bienes raíces y muebles? Esto no puede ser sino ardid engañoso de los portugueses, y colisión de vosotros con ellos y traición que nos estais armando desde el principio de nuestra conversión, como no sin fundamento se lo recelaron nuestros antepasados, y en fin, la traición que no excusasteis con ellos, porque no pudisteis la queréis ejecutar ahora con nosotros ó nuestros pobres hijos. Si todas estas quejas son verdaderas, ¿por qué no presentais al Rey nuestro señor, como sois nuestros Padres y tutores la amargura y trabajo á que nos estrechan sus Reales ministros, siendo sobre todas la más sensible el que despreciando nuestras representaciones no vengan en ninguno de los partidos á que hemos salido? pues hemos propuesto que ya que por servir al rey nuestro señor hemos de salir de los pueblos á vivir como bárbaros en los desiertos exponiéndonos á perecer de hambre y que en la transmigración se mueran nuestras mujeres y pequeños hijos con la mudanza de climas y con las fatigas é incomodidades de los caminos de cien leguas. Pero que para este sacrificio son menester tres ó cuatro años lo que no nos han concedido. También hemos propuesto quedarnos, aunque con dolor, bajo el dominio de Portugal, y á esto se nos responde que si nos quedamos ha de ser sólo para ser jornaleros y esclavos de los portugueses, sin que tengamos dominio en nuestras casas que hemos fabricado con nuestro sudor y trabajo y sin que seamos dueños de un palmo de tierra para sembrar los granos necesarios para nuestro sustento, ni licencia para coger una hoja de los hierbales que hemos plantado con nuestras manos y regado con nuestro sudor, y todo esto se nos niega al mismo tiempo que á los portugueses que han de dejar la colonia se les concede libremente que si quieren se queden bajo del dominio de España sin perder la posesión de sus casas y bienes, y si quieren salir tienen libertad para venderlas ó donarlas como legítimos dueños de ellas. A vista de esta notable desigualdad, volvemos á preguntar: --Padres Curas ¿qué delito hemos cometido contra nuestro rey y señor para tan desmedido castigo? Y últimamente, si nuestras razones no son oídas porque no tenemos entendimiento para penetrar los justos motivos que para esto tienen los soberanos, ya no tenemos ni tendremos otro consuelo que clamar al cielo y entregarnos desde luego á la muerte; que en estas circunstancias será el único alivio en nuestras penas; pero aún esta puerta que la abrió liberal nuestro Redentor que derramó su preciosa sangre por redimir nuestras almas se nos vaya cerrando con la cierta amenaza de que si no dejamos los pueblos se han de ir nuestros Padres Curas para que ni tengamos el consuelo de adorar á nuestro Redentor en el Sacramento del Altar, ni el de oir una misa ni el de tener con quien confesarnos para morir como cristianos, sino que perezcamos como si fuésemos bárbaros ó infieles. Es muy bueno que por el interés del cielo nos sugetamos á la ley santa de Dios, nos recogimos á los pueblos, profesando rendida obediencia á nuestros Padres Curas, y después de cristianos nos hicimos voluntariamente vasallos del católico Rey de España para que, amparándonos, fomentase nuestra devota cristiandad, como lo ha hecho piadosamente con tan glorioso fruto (que según vosotros nos habéis dicho) nuestro presente Pontífice Benedicto XIV en la Bula del año de 1741 en que encarga á los obispos del Brasil y en especial al del Río de la Plata que con todas las armas de la Iglesia defienda y no permita que se saquen de sus tierras y pueblos los indios, aunque sean infieles, y mucho menos á los que son cristianos, y con efecto, excomulga Su Santidad á los que tal quieren ó para ello diesen consejo, favor ó ayuda, sea por el motivo ó pretexto que se fuese; y en otra del año 1743 nos propone, y á toda nuestra nación por ejemplar de buenos cristianos y los más conformes á los de la primitiva Iglesia; nos pone en dicha Bula, y ahora, como si no tuviésemos ese carácter, se nos ha de poner un entredicho y extracción de todo pasto espiritual, privándonos de los Sacramentos con el destierro de nuestros Pastores y Curas, para que por necesidad quedemos desmembrados del gremio de la Iglesia, como si fuésemos descomulgados, y para que como ovejas errantes salgamos perdidos á los montes y huídos con los infieles, apostatemos de la fe y de una vez nos sujetemos al tiránico imperio del demonio sin esperanza ya de lograr el cielo? ¿Es creíble que dos Monarcas, uno católico como es nuestro Rey de España, y otro fidelísimo como lo es el de Portugal, han de querer que de un golpe se pierdan cerca de treinta mil almas bautizadas, que hay en estos 7 pueblos, y poco después se pierdan también 63.339 que hay en los pueblos del Paraná y en el del Uruguay (á todos los cuales menos uno les quitan con esta división sus hierbales, y á 5 ó 6 de ellos sus estancias y á todos el socorro que tenían de las nuestras y de nuestros algodonares para sus vestuarios) para lo que se hace preciso que como algunos nos lo tienen ofrecido, todos nos acompañen á la defensa consiguientemente, experimentarán el mismo desamparo de los Padres y la total ruina de sus almas. Esto no lo podemos decir aunque nos lo prediquen nuestros Padres, porque si los dos Reyes que dicen nos lo mandan estuvieran presentes para oir nuestros ruegos, ó á lo menos fueran informados con verdad del estrecho lance en que nos han puesto sus ministros, ciertamente que como protectores de la cristiandad y piadosos Padres de nuestra pequeñez, no permitieran el riesgo en que estamos, pues ya sabemos por boca de nuestros Padres Curas que los Sumos Pontífices que dieron permiso á los Reyes de España y Portugal para conquistar las Indias Meridionales, no tuvieron otro motivo para que nos pudiesen buscar en nuestras tierras sino el fin de que lográsemos los bienes eternos de nuestras ánimas, aunque nos privásemos de la libertad en que vivíamos para sujetarnos á ser vasallos de dos Monarcas que no conocíamos y siendo esto cierto se podrá creer que estos mismos soberanos que en nuestra conquista no tuvieron otro glorioso fin que el de propagar la fe de Jesucristo y extender los dominios de la Santa Iglesia, estos mismos nos han de poner en la necesidad de malograr el carácter de cristianos y en peligro de que nos arrepintamos de haberlo recibido, por conservarlo nos sujetamos á su obediencia y por ésta estamos al presente en el riesgo de perderlo todo? Esto, Padres de nuestras almas, no lo hemos de creer por más que nos lo esteis predicando, esto sin duda no es la voluntad de nuestro Rey y señor, sino engaño de los que sin atender á nuestras almas sólo aspiran al interés de los bienes temporales. Señor Marqués, todas estas razones son las que, no con tanto concierto, pero sí con mayor tenacidad, tienen los indios impresas en el corazón y así con más viveza la manifiestan en su idioma, porque han sido los primeros principios con que se han establecido en la fe promovida en la cristiandad, y las que, sin apartarme un punto de la más rendida obediencia al Rey nuestro señor y sus mandatos, las hago presente á V. S., no para disculpar la resistencia de los indios, la que desde luego repruebo una y muchas veces como lo están vituperando sus Padres Curas con repetidas amenazas, y la que si cayera en otras capacidades, desde luego juzgara dignísima de un pronto y gravísimo castigo, á no considerar por una parte el corto alcance de sus entendimientos para penetrar las superiores razones y dictámenes políticos de los soberanos, y por otra estar faltos de aquella luz que era necesaria aún en los hombres más instruídos para sujetarse á un sacrificio tan doloroso como inesperado, para que V. S. en fuerza de ellas se haga cargo de los motivos eficazmente impulsivos que contra sí tiene la poca advertencia de que los pobres, con ciega obstinación los tiene precipitados y resueltos á morir antes con el rigor de las armas que dejar voluntariamente sus pueblos; resolución bárbara que teniendo atravesados nuestros corazones, la están reprendiendo sus curas con la amenaza prevenida de que los han de abandonar y salir de los pueblos por ser indignos de su protección, siendo inobedientes á su Rey y Soberano; y á este fin, ya sabe V. S. que tengo hecha renuncia de los pueblos resistentes y de todos los que en adelante se manifestaren inobedientes para que el señor gobernador de esta plaza, como Vice-patrón, y el señor Obispo como pastor, los provea de párrocos para que del todo no se pierdan sus almas. Pero á esta amenaza resulta otro nuevo peligro, porque á ella responden los indios que si les envían otros Curas que no los conocen ni acaso saben su idioma, los recibirán con flechas como inútiles para su pasto espiritual, y que llegando el caso de querer salir los Padres, sólo lo conseguirán después de dejarlos enterrados, porque antes no lo permitirán, aunque quisieran, y primero les quitarán la vida que darles libertad para la fuga. Y si en esta demanda se sacrifican los Padres á la muerte, como ya recelan con mucho fundamento, no hay duda que con su sangre firmarán un claro testimonio de su lealtad que tienen y siempre tendrán impresa en sus corazones hasta la muerte. Mas en estos estrechos términos que nunca se imaginaron posibles por la ciega obediencia que hasta aquí han profesado los indios á los Padres, pero ya los tocamos ciertos y con peligro de llorarlos sin remedio, no puedo dejar de hacer presente á V. S. para descargo de mi conciencia, que después de haber obedecido al Rey nuestro señor y atendido su respeto con cuantas diligencias y medios ha ofrecido el vivo deseo de esta provincia para desempeñar la confianza con que S. M. se ha dignado fiar este negocio de nuestra lealtad, hemos llegado ya al último término de la ejecución, en que es preciso descubrir el primer blanco de la intención de los dos soberanos Monarcas, que es el del divino respeto, y el de la sangre de Jesucristo derramada por aquellas pobres almas cuyos superiores motivos tienen como diadema, esplendor y esmalte de sus coronas los reyes católico y fidelísimo, pues éstos fueron los que empeñaron con valiente resolución su cristiano celo para la conquista de las Indias Meridionales, como lo expresa el señor Alejandro VI en la bula en que señaló los límites de ambas Coronas. De donde se infiere claramente que habiendo sido el primer blanco y principal fin de sus Reales ánimos en tan gloriosa empresa la mayor honra de Dios nuestro señor y propagación de nuestra santa fe á que tan frecuente y liberalmente han concurrido con sus Reales haberes posponiendo la extensión de sus dominios á la de la Santa Iglesia, no nos podemos persuadir que cuando firmaron los presentes tratados se pudiese imaginar ni á mucha distancia prevenir que pudiese llegar el caso doloroso que ya estamos tocando en el peligro de que apostaten de la fe treinta mil almas que son las que hay en los siete pueblos, y que no sin fundamento temamos próximamente sigan el mismo errado camino sesenta y nueve mil trescientas treinta y nueve que están en los pueblos del Paraná, por saber están todos alborotados para salir á ayudar á sus paisanos en caso de guerra en que también habrán de dejarlos los Padres y por consiguiente resultará de la perdición de 100.000 almas cristianas un necesario escándalo para todo el mundo y más para los herejes que imprimirán en sus mercurios por la afrenta de la cristiandad que los ministros de los Reyes que siempre han tenido por timbre de sus Coronas estar bajo de las banderas de Jesucristo para defender y propagar su iglesia han abandonado la más florida cristiandad de los indios y aun obligado por el cumplimiento de sus tratados á la ruina eterna de 100.000 almas y dado con este destrozo ocasión á que innumerables almas de infieles que están ya á las puertas de la iglesia se retiren fugitivos y se recelen de los Misioneros confirmándose en el errado dictamen que tuvieron los indios Guaraníes en el principio de su conversión, creyendo que los Padres querían hacerlos cristianos para entregarlos después á los portugueses ó para hacerlos esclavos de los españoles, aprensión que no depusieron hasta que vieron que por su defensa murió á manos de sus enemigos del golpe de un balazo el V. P. Diego Alfaro que entonces era Superior de las Misiones. Este lamentable daño, que tememos con mucho fundamento, lo debemos mirar también como antecedentes de otras fatales consecuencias á que nos obliga la experiencia que al presente tenemos en otras provincias, pues habiendo tenido en el siglo pasado 300.000 indios de numeración repartidos en el servicio de los encomenderos de la ciudades de Santiago, Córdoba, Tucumán y Rioja, por las estorsiones que de ellos padecían, se levantaron algunos indios rebeldes y fugitivos á los montes del Chaco, que han sido y son al presente la ruina de todos estos lugares y caminos, en que no se puede dar paso sin peligro de robos y muertes por ser innumerables las que han ejecutado en estos próximos años en los cristianos, llevándose los párvulos y mujeres cautivas á sus montes. Y si de este modo han oprimido todos estos lugares los infieles del Chaco, descendientes de los que apostataron de la fe y del servicio de los españoles, sin que después de cien años los hayan podido reducir por armas, siendo sólo muy pocos los que después de infatigable trabajo y derramamiento de sangre han conquistado los Jesuitas con el Evangelio, qué no deberemos temer si todos los pueblos del Paraná y Uruguay y en su compañía todos los infieles vecinos de las naciones de Charruas, Minoanes Boanes y Guanaos se levantan y amotinados volviesen contra todas estas ciudades, siendo las primeras al encuentro las del Río de la Plata; ¿qué número de españoles podrá resistir á tan crecido número de indios, que sin ponerse en campaña, sólo con asaltos nocturnos no dejaran lugar que no talen, ni españoles que no degüellen? Si todos estos eminentes riesgos, que no son imaginarios sino casi ciertos y consiguientes al próximo en que estamos al presente, de que apostaten los indios de los 7 pueblos y aún de los 30, se hiciesen presentes al Rey nuestro señor y al fidelísimo de Portugal, con la ingenuidad y verdad con que ya los estamos tocando, se podrá creer de su católico y fidelísimo celo que es su ánimo y voluntad se atropelle la gloria de Dios y respeto de la Iglesia por cumplimiento de los tratados ya ajustados? Esto no podemos imaginar sin que nos hagamos reos de lesa majestad con el grandísimo agravio con que se herirán sus corazones cristianos y Reales con el pensamiento de tan temeraria presunción. Esto supuesto como cierto é infalible vuelvo ahora á levantar hasta el cielo todo el grito con que aquellas pobres almas y los ángeles de su guarda están clamando por su remedio, y con ellas puestas á los piés de V. S. con el rendimiento debido á su carácter y persona, pido con toda esta provincia, se conduela más que la pérdida de todos los bienes temporales y aun de las vidas de aquellos pobres neófitos, de la ruina eterna de sus almas. Hago presente á V. S. que por ellas derramó nuestro Redentor Jesucristo su preciosa sangre, y por ella y su divino respeto vuelvo á suplicar á V. S. en descargo de mi conciencia, y so pena del cargo que se nos ha de hacer en el tribunal de Dios nuestro señor, de tan irreparable pérdida, se sirva de suspender la guerra que se previene hasta dar parte al Rey nuestro señor, á cuyo supremo tribunal apelo en nombre de estos pobres desvalidos, protestando violencia y fuerza en cualquier disposición que sea en perjuicio de sus almas, pues lo que el Rey nuestro señor nos tiene mandado, es que se entreguen los pueblos con paz, y esto mismo me tiene ordenado mi R. P. General; y habiendo hasta el presente concurrido á esta debida obediencia y estando también prontos para continuarla hasta derramar nuestra sangre y perder la vida en prueba de nuestra lealtad, debo recordar á V. S. que el Rey nuestro señor no manda, ni podemos presumir mande concurramos á que con detrimento de la gloria de Dios y contra el católico y fidelísimo ánimo de ambas Coronas, se expongan al peligro de subersión 100.000 almas, cuya cristiandad es la más florida de las Indias, y por este único motivo, cuando en lo demás prontísimo para obedecer á V. S. con toda esta provincia en lo que no se opusiera al servicio de Dios nuestro señor. A V. S. pido y suplico se sirva de proveer esta mi rendida súplica, por ser de caridad y justicia, y se digne mandar se me dé testimonio para recurrir al Rey nuestro señor á quien será V. S. responsable si antes de emprender la guerra no le da parte del peligroso estado en que se ha puesto este negocio, que cuando se trató se concluyó muy distante de ser en perjuicio de las almas, y por eso debemos suponer que en las presentes circunstancias, cualquiera acción que las perjudique, será contra la mente del católico Rey nuestro señor (que Dios guarde). _Córdoba y Julio 19 de 1753._ INDICE DE MATERIAS CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE TRATAN DE AMÉRICA. TOMO XII _Páginas._ Advertencia preliminar del editor V Al serenísimo señor D. Fernando, príncipe de Asturias XI Aprobación del P. Alberto Pueyo 1 Aprobación del P. Joseph de Silva 6 Michael Angelus Tamburinus 9 Licencia del ordinario 10 Licencia del Consejo 11 Suma de la tasa 12 Prólogo de la obra 13 Protesta del autor 15 CAP. I.--Misiones de Chiquitos.--Su principio, fundación y progresos. 17 CAP. II.--Situación de la provincia de Chiquitos, costumbres y calidades de los naturales 43 CAP. III.--Descubren los españoles la nación de los Chiquitos y destrúyenla, así ellos como los Mamalucos, de quienes se da una sucinta relación 67 CAP. IV.--Da principio el P. Joseph de Arce á la nueva iglesia de los Chiquitos, vencidas muchas dificultades 77 CAP. V.--Los Mamalucos intentan la destrucción de estos pueblos, pero sus intentos salieron frustrados 92 CAP. VI.--Con los sucesos pasados se entibia algo la santa fé; muere el P. Fideli y se habla largamente de los trabajos de los Misioneros. 105 CAP. VII.--Fervor y virtud de la nueva cristiandad, premiada de Dios nuestro señor con muchos sucesos milagrosos 129 CAP. VIII.--Preténdese descubrir el río Paraguay para comunicarse estas Misiones con las Reducciones de los Guaraníes 180 CAP. IX.--Múdanse á otro paraje las Reducciones; pasa el P. Superior á Tarija y desastres de los neófitos 214 CAP. X.--Nacimiento, entrada en la Compañía y primeros fervores del V. P. Lucas Caballero 229 CAP. XI.--Pasa el V. P. Lucas á los Manacicas, quieren matarle los indios Sibacás y el cielo toma por él venganza 242 CAP. XII.--Descríbese el país y cualidades de los Manacicas, su religión y ritos de ella 260 TOMO XIII CAP. XIII.--Continúa el P. Lucas Caballero su Misión de los Manacicas 5 CAP. XIV.--Vuelva el P. Lucas á los Manacicas, visita todas sus Rancherías y se restituye por otro camino á la Reducción de San Francisco Xavier 27 CAP. XV.--Funda el V. P. Lucas Caballero la Reducción de Nuestra Señora de la Concepción, y es muerto á manos de los infieles Puyzocas 67 CAP. XVI.--Conversión de los Morotocos y Quíes, y descubrimiento de nuevo camino para estas Misiones por el río Paraguay 87 CAP. XVII.--Son muertos de los Payaguás los PP. Joseph de Arce y Bartolomé Blende, y se da una sucinta relación de sus virtudes 109 CAP. XVIII.--Fúndase una Reducción nueva y el P. Juan Bautista de Zea emprende la Misión de los Zamucos. 142 CAP. XIX.--Continúa el P. Miguel de Yegros la misión de los Zamucos, á cuyas manos muere el hermano Alberto Romero. 173 CAP. XX.--Progresos y aumentos de otras Reducciones en los años de 1717 y 1718. 191 CAP. XXI.--Breve descripción de la provincia del Chaco; costumbres y cualidades naturales de sus moradores, y fundación de una nueva Reducción en ella. 209 CAP. XXII.--Últimas noticias de las Misiones de Chiquitos y Chiriguanás. 236 Memorial que el Provincial de la Provincia del Paraguay presentó al señor marqués de Valdelirios, en que le suplica suspenda las disposiciones de guerra contra los indios de las Misiones. 251 INDICE POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS NOTABLES CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE TRATAN DE AMÉRICA. INDICE POR ORDEN ALFABÉTICO DE LAS COSAS NOTABLES CONTENIDAS EN LOS TOMOS XII Y XIII DE LIBROS RAROS QUE TRATAN DE AMÉRICA. A VOL. PÁGS. Abren camino por los bosques los neófitos para pasar á las tierras de los Quiriquicas II 15 Abrese nuevo camino por las cordilleras de los Chiriguanás II 241 Admíranse los Misioneros al ver los trabajos y abnegación de los indios Chiquitos recién convertidos al cristianismo I 135 Agresión á los Misioneros por los indios Tobas y Mocovíes II 232 Alevosía de los indios Tobas y Mocovíes II 132 Alevosía de los indios Zamucos II 185 Amotínanse los indios Zamucos contra los Padres Misioneros II 247 Aparición de la Santísima Virgen á un indio llamado Zumacaze II 32 Aprobación del P. Alberto Pueyo, calificador de la suprema general Inquisición I 1 Aprobación del P. Joseph de Silva I 6 Apuntes sobre la vida y hechos del P. Arce II 120 Asombroso milagro en el pueblo de San Juan Bautista I 143 Astucia de los indios Chiquitos II 195 Astucia de los indios Guaycurús para apoderarse de los Misioneros II 99 Astucia de los indios Manacicas II 7 Astucia de los indios Payaguás I 188 B. Banquetes que celebraban los caribes Carerás con las carnes de los Morotocos muertos II 153 Bebida llamada chicha, que usan los infieles; cómo la fabrican II 69 Breve descripción de la provincia del Chaco: costumbres y cualidades de sus naturales y fundación de una nueva Reducción en ella II 208 Breve y Bula del Papa Paulo III declarando á los indios racionales y capaces para recibir la fe católica I 139 Breves noticias de la vida, hechos y virtudes del V. P. Lucas Caballero II 85 C. Carga de mosquete que dieron los españoles á los indios Payaguás. I 212 Caso milagroso ocurrido en las Misiones de los Penoquís I 176 Castigos que imponían los corregidores á los indios recién convertidos á la fe católica I 132 Celo apostólico del P. Arce; molestias, persecuciones y peligros por que pasó en las provincias de Chiriguanás, Chiquitos y Guaranís II 125 Celo y servicios que prestan los indios de San Rafael á los Misioneros en la conversión de infieles I 176 Ceremonias de los indios Puyzocas. II 79 Ceremonias usadas por los indios Tapacurás en las exequias de sus muertos I 278 Clima, productos, vegetación, etc. en las Reducciones de los Chiquitos I 145 Conjuración de los indios de la provincia del Chaco contra los españoles II 213 Conjuración de los indios Lules para dar muerte al P. Machoni II 222 Convenio de paz celebrado entre los indios Ziritucas y Zibacas; mediación del P. Caballero II 30 Conversión de los Zamucos II 176 Conversión de las naciones de indios Zamucos II 145 Conversión de los indios Chiriguanás; causas que influyeron en su ánimo para reducirse á la santa fe II 237 Conversión de los indios Zibicas II 9 Conversión de los Morotocos y Quíes, y descubrimiento de nuevo camino para estas Misiones por el río Paraguay II 89 Conversión milagrosa de un hechicero en la Reducción de San Joseph I 148 Conversión de los indios Chanés á la fe de Jesucristo I 32 Conversión de los Manacicas I 254 Correrías de los indios Chiquitos en busca de infieles que convertir á la santa fe II 196 Correrías de los Mamalucos del Brasil por las márgenes del río Paraguay I 71 Costumbres de los indios Cozocas II 193 Costumbres que tenían los indios Chiquitos para curar á sus enfermos; mataban á las mujeres, que suponían ser causa de las enfermedades I 48 Crueldades de los indios Penoquís I 217 Crueldad de los indios Puyzocas II 80 Crueldades de los mercaderes europeos con los indios Chiquitos I 81 Cualidades de los indios Payaguás I 186 Ch. Chabi, cacique de los Zibacas, impide que sus vasallos den muerte al P. Lucas Caballero I 257 D. Decídese el P. Arce á hacer la Misión en las naciones de los Guanoás II 131 Dedicatoria al príncipe de Asturias D. Fernando I XI Desastrosa muerte de los neófitos de la Reducción de San Juan Bautista I 223 Descripción de las naciones de los Chiriguanás II 242 Descripción geográfica de las Reducciones de los Chiquitos en las márgenes del río Paraguay I 44 Descripción de las naciones de la provincia del Chaco II 210 Descripción del país y cualidades de los Manacicas; su religión y ritos de ella I 261 Descripción del viaje que hicieron los Padres Misioneros, desde la Reducción de la Candelaria en el descubrimiento del río Paraguay I 185 Descripción de la isla de los Orejones I 195 Descripción geográfica de las primeras Misiones de los Chiquitos I 19 Descubrimiento por los españoles de la nación de los Chiquitos I 67 Despedida de los indios Zibacas del P. Caballero II 40 Destrucción de los indios Chiquitos por los españoles y Mamalucos del Brasil I 67 Destruye el P. Lucas Caballero los tabernáculos y demás efectos que usaban los Jurucarés para el culto de sus dioses II 39 Dilatación del imperio de las Coronas de Castilla y Portugal en las Indias Occidentales I 20 Dioses á quienes rinden culto los indios Tapacurás I 269 Discordias entre los caciques Cambaripa y Tataberey, y tratados de paz por mediación del Padre Arce I 31 E. Ediciones publicadas de la Relación historial de las Misiones de de los Chiquitos I VII Edificios del pueblo de San Miguel II 263 Efectos milagrosos ocurridos á un indio llamado Santiago Quiara en el pueblo de San Juan Bautista I 145 El cacique Patozi y los suyos abandonan al P. Caballero en su Misión á los Quiriquicas II 20 El P. Lucas Caballero se pone en camino hacia las tierras de los Puyzocas II 78 El P. Lucas Caballero amenazado por un mercader europeo; intenta éste malquistar á los indios con el Padre I 239 Embajada de los indios Penoquís al P. Arce; invítanle á que pase á sus tierras para abrazar la ley de Jesucristo I 89 Embarque de Misioneros para las Indias II 132 Emboscadas que preparaban los indios para robar á los españoles las armas y útiles de labranza I 69 Encuentra el P. Arce los cadáveres de sus compañeros II 113 Entrada del P. Yegros en las naciones de los indios Zamucos; trabajos que hicieron en la expedición II 173 Entrada de los neófitos de San Juan Bautista en la Ranchería de los Puxarís I 226 Entrada de los PP. Jaime de Aguilar y Agustín Castañares en las naciones de los Zamucos II 245 Entran ochenta familias de infieles en el pueblo de San Rafael II 283 Entrevista de los Misioneros con un cacique de los Zamucos; éste se niega á reducirse al gremio de la Iglesia; ármanse los indios para hacer salir de sus tierras á los Padres II 247 Envía el gobernador de Santa Cruz de la Sierra una Compañía de soldados para castigar los desmanes de los indios Puizocas II 82 Es apresado por los holandeses el navío que conduce los Misioneros á las Indias II 134 Es preso por los holandeses el ilustrísimo Sr. D. Pedro Levanto, arzobispo de Lima II 137 Exhorta el P. Arce á los indios neófitos para llevar á cabo la conversión de los indios Payaguás II 114 Expedición de los Chiquitos á las naciones de los indios Guarayos II 241 Expedición de los Misioneros por el río Pilcomayo II 130 Expedición de los Padres Francisco Hervás y Agustín Castañares á las naciones de los Zamucos II 248 Expedición de una compañía de soldados españoles para castigar los desmanes de los indios Chiquitos I 70 F. Fabrican los indios cruces de madera, de orden de los Misioneros, para librarse de las persecuciones del demonio II 238 Fatigas y trabajos del P. Lucas Caballero en la conversión de los indios Chiquitos I 135 Fervor y virtud de la nueva cristiandad de los Chiquitos, premiada de Dios nuestro señor, con muchos sucesos milagrosos. I 129 Fidelidad del cacique de los indios Zamucos; servicios que presta á los Misioneros II 178 Fidelidad de los indios del pueblo de San Miguel II 266 Fiestas que hacen los indios recién convertidos para celebrar la solemnidad del día del Corpus I 141 Funda el V. P. Lucas Caballero la Reducción de Nuestra Señora de la Concepción, y es muerto á manos de los infieles Puyzocas II 67 Fundación del pueblo de San Francisco I 69 Fundación del pueblo llamado de la Inmaculada Concepción, en las naciones de los Chiriguanás II 238 Fundación del pueblo San Francisco Xavier II 15 Fundación de la iglesia de los Chiquitos I 77 Fundación de la nueva cristiandad de los Chiriguanás II 244 Fundación de las encomiendas de Quicmes, Paraníes y Subarecas. I 69 Fúndase una Reducción nueva y el P. Juan Bautista de Zea emprende la misión de los Zamucos II 142 G. Grana el P. Lucas Caballero la voluntad de los indios Jurucarés; son reducidos á la santa fe II 37 Genio, usos y costumbres de los indios Chiriguanás I 26 Guerras entre los indios Carerás y los Morotocos II 153 Guerras entre los indios Guaraníes y Guanoás II 129 Guerras entre los indios Quiriquepodes y Cucutades II 248 Guían los indios Guarayos á los Misioneros en el viaje al río Paraguay I 216 H. Horrorosa muerte de un indio apóstata; efectos de la justicia divina I 155 Hospitalidad y fiestas que celebran los indios del pueblo de San Rafael en honor á sus huéspedes I 175 Hostilidades de los indios Guaycurús á los Misioneros II 99 Hostilidades de los indios Payaguás á los Misioneros I 187 Huída de los cristianos que fueron hechos esclavos de los indios Payaguás II 120 Huída de los indios Chiquitos á los bosques y selvas, temerosos de la venganza de los soldados españoles I 70 Huyen á los bosques los indios Puyzocas, después de haber dado muerte al P. Lucas Caballero II 84 Huyen los indios del pueblo de San Rafael á causa de haberse desarrollado la peste II 243 I. Idioma de los Indios Chiquitos I 64 Idolatrías de los indios Manacicas; cómo celebran sus entierros I 280 Idolatrías y supersticiones de los indios Tapacurás I 267 Indigno tráfico de los europeos en las tierras de los indios Puraxís I 237 Indios rebeldes y fugitivos se ocultan en los montes del Chaco; salen á los caminos á robar y matar á los cristianos II 277 Indios Unapes, Paunapas y Carababas; cualidades y costumbres. II 68 Indios Morotocos; usos, costumbres y cualidades II 90 Indios Payaguás; condición, usos y costumbres I 186 Indios Guaycharapos é Itatines I 192 Indios Manacicas I 244 Infamias de los Mamalucos del Brasil; destruyen muchas ciudades de indios I 74 Infatigables tareas del P. Zea en la conversión de los indios Chiquitos II 170 Intentan los indios Igritucas dar muerte al P. Caballero I 256 Intentan los Mamalucos destruir las Rancherías de los indios Chiquitos; pero sus intentos salieron frustrados I 92 Intentan los Misioneros convertir á la santa fe á los indios Guanoás II 130 Intentan los indios dar muerte al Padre Cura del pueblo de San Miguel II 261 Intentan los Misioneros descubrir el río Paraguay para comunicarse las Misiones de los Chiquitos con las Reducciones de los Guaranís I 180 Intérnanse los neófitos de San Juan Bautista en un país de infieles, donde son muertos á traición I 223 J. Justicia que hicieron los nuevos cristianos del pueblo de San Francisco Xavier con un hechicero que vituperaba la ley de Cristo I 156 L. Los españoles toman á su cargo la defensa de los Chiquitos contra los Mamalucos, á petición del P. Arce I 99 Los holandeses maltratan á los Padres Misioneros II 136 Los indios Cozocas se reducen al gremio de la Iglesia II 51 Los indios Zamucos se niegan á recibir á los Misioneros en sus tierras II 246 Los indios Quiriquicas son reducidos á la santa fe por el P. Lucas Caballero II 23 Los indios Penoquís hacen una horrible matanza en los Mamalucos, de quienes eran perseguidos para reducirlos á la esclavitud I 93 Los indios de la Reducción de San Joseph convertidos en fervorosos cristianos; abnegación de esta cristiandad I 130 Los indios Payaguás sorprenden á los Misioneros; dan muerte al P. Aniceto Neuman y otros compañeros I 186 Los indios Cozacas disparan contra el P. Caballero una tempestad de flechas II 46 Los indios Puizocas entregan el cadáver del P. Arce á los Guaycurús II 117 Los indios del pueblo de San Miguel amenazan á los corregidores por aconsejar á los Padres les trasladen á otros pueblos II 262 Los indios Zamucos reciben con alegría al P. Zea; fructuosos resultados de la predicación Evangélica II 156 Los indios Payaguás huyen á los bosques, temerosos de la venganza de los cristianos por la traición de que éstos fueron víctimas I 187 Los nuevos cristianos son muertos, sin hacer resistencia, por los indios Puyzocas II 116 Los PP. Misioneros se esfuerzan en alentar á los indios para trasladarse á otro pueblo II 258 Los soldados de Santa Cruz recogen el cadáver del P. Caballero, muerto á manos de los indios Puyzocas II 83 Luchas entre los indios Carerás y los Morotocos II 154 Ll. Llegada del P. Joseph de Arce á Buenos Aires II 124 Llegada de los Misioneros á las Riberas del río Paraguay I 121 Llegada de los indios Chiquitos á la ciudad de Santa Cruz; piden al gobernador cesen las hostilidades y persecuciones de los españoles I 71 Llegada del P. Lucas Caballero á Córdoba de Tucumán I 231 Llegada del P. Fernández á las tierras de los Chiriguanás I 218 Llegan á Buenos Aires cuarenta y cuatro Misioneros de la Compañía de Jesús; empiezan la conversión en las naciones de los Chiquitos I 78 M. Maquinaciones de los indios para dar muerte á los Padres Misioneros I 183 Medios de que se valieron los Misioneros para ajustar la paz entre los indios Guaraníes y los Guanoás II 129 Mensajeros de los Chiriguanás pidiendo Misioneros al provincial de Tarija II 240 Mensajeros de los Pacarás, Zumiquies, Cozos y Piñocas, solicitan del Gobernador D. Agustín de Arce, el término de las hostilidades de los españoles I 71 Mercaderes europeos que hacían feria con los indios I 81 Milagroso acontecimiento en el pueblo de San Juan Bautista I 143 Milagrosa conversión de un indio en el pueblo de San Rafael I 151 Milagroso suceso ocurrido en el pueblo de San Rafael II 197 Misión del P. Caballero á los Jurucarés II 35 Misión del P. Zea á la nación de los indios Cucarates II 95 Misión de los PP. Aguilar y Speth á los Chiriguanás II 242 Misiones en la provincia del Chaco II 212 Mudanza de las naciones de indios recién convertidos II 215 Muerte del P. Neuman á manos de los indios Payaguás I 186 Muerte de los PP. Solinas y Ruiz á mano de los indios Mocovíes y Tobas II 216 Muerte del hermano Alberto Romero á mano de los indios Zamucos II 185 Muerte del P. Superior Francisco Hervás II 249 Muerte del P. Arce á manos de un indio Payaguá llamado Cotaga II 115 Muerte del P. Zea II 172 Muerte del P. Joseph Tolú II 201 Muerte del P. Blende á manos de los Payaguás II 112 Muerte del P. Lucas Caballero á manos de los indios Puyzocas. II 80 Muerte del P. Pedro Romero y Hermano Mateo Fernández á mano de los indios Chiriguanás I 190 Muerte de los PP. Nicolás Hernat, Diego Ferrer y Justo Mansilla. I 191 Muerte del P. Fideli I 111 Muerte del hermano Enrique Adamo I 208 Muerte del P. Bartolomé Ximénez en el puerto de Buenos Aires en 1717 I 183 Muerte del P. Alonso Arias á mano de los Mamalucos del Brasil I 189 N. Nacimiento, entrada en la Compañía y primeros fervores del Padre Caballero I 229 Nacimiento del río Paraguay I 195 Nación de los indios Tapacurás I 266 Naciones de los indios Manacicas I 265 Naciones de infieles en las inmediaciones del Chaco II 93 Naciones de infieles situadas en las riberas del río Paraguay I 193 Naufragio del navío Caballo Marino en 1717 I 127 Navegación por el río Paraguay II 102 Noticias de la vida y virtudes del P. Zea II 158 Nueva cristiandad de los Chiquitos y pueblos que contenían en los principios de las Misiones I 18 Nuevas conversiones del P. Zea en las naciones de los Zinotecas, Japorotecas y Cucarates II 157 O. Obstáculos que hallaron los Misioneros para llegar á las naciones de indios Zamucos II 146 Obstinación de los indios Guanoás; se ponen en práctica muchos medios para su conversión II 131 Ocúltanse en los bosques los indios Zamucos, temerosos al ver á los Chiquitos II 149 Odio de los indios Payaguás á los españoles I 212 Odio que tenían á los cristianos los indios Guanoás II 131 Ofrendas de los indios cristianos á la Santísima Virgen I 137 Opinión de los primeros descubridores de Indias acerca de los naturales I 138 Oraciones fervorosas de los indios pidiendo á Dios les recompense con abundancia de cosechas I 142 Origen de los Mamalucos del Brasil I 72 P. Paces de los indios Curucares con los Manacicas I 255 Pasa el V. P. Lucas Caballero á los Manacicas, quieren matarle los indios Sibacás y el cielo toma por él venganza I 242 Peligro que corre el P. Lucas Caballero en su misión á los Quiriquicas II 21 Peligro que corren los Misioneros en las tierras de los Chiriguanás I 219 Peligros en las Misiones de los indios Chiriguanás II 242 Peligros y penalidades sufridas por los Misioneros en su expedición á los Zamucos II 174 Penalidades y trabajos del P. Arce en las tierras de los Chiquitos. I 85 Penitencias de los nuevos cristianos I 133 Penitencias que se imponen voluntariamente los nuevos cristianos I 140 Perfidia de los indios Payaguás II 98 Portada de la primera edición de esta obra, impresa en Madrid en 1726 I IX Portentoso milagro ocurrido con un indio llamado Felipe Motoré; efectos de terror que produce el suceso en los nuevos cristianos I 160 Predicación del Evangelio en la nación de los Lules II 217 Primeras Misiones del P. Lucas Caballero I 232 Primeras Misiones del P. Joseph de Arce y satisfactorios resultados en la conversión de los indios Chiriguanás I 25 Principia el P. Caballero las Misiones de los Zibacas II 28 Principio, fundación y progresos de las Misiones de los PP. de la Compañía de Jesús en el Paraguay I 17 Profecías del apóstol San Francisco Solano II 235 Progresos de las Misiones de los PP. Zea y Centeno en las márgenes del río Guapay I 39 Progresos y aumentos de otras reducciones en los años de 1717 y 1718 II 191 Q. Quatí, cacique de los Guaranís, toma por su cuenta la venganza del P. Arce y sus compañeros II 117 Quedan los compañeros del P. Arce esclavos de los indios Payaguás II 120 Quedan absortos los infieles al contemplar la imagen de la Santísima Virgen II 19 Quejas que dan los indios á los Padres Misioneros, porque se les obliga á cambiar de Reducción II 267 Quémase el pueblo de San Rafael; división de dicho pueblo II 241 R. Rebelión de los indios infieles en la provincia del Chaco II 277 Reciben los infieles á los cristianos á saetazos; muerte de muchos neófitos I 135 Recibimiento que hicieron los indios Zibacas al P. Lucas Caballero II 28 Reducción de los indios Quiriquicas II 24 Reducción de los indios Puraxís y Tubacís I 242 Reducciones de indios en las riberas de los ríos Paraná y Uruguay I 17 Reducciones de indios Guaranís y número de almas bautizadas por los Misioneros en 1717 I 18 Regreso del P. Yegros de la conversión de los indios Zamucos. II 182 Remedios que aplican los Chiquitos para curar á los enfermos I 46 Reptiles venenosos que se crían en las provincias de los Chiquitos y mortíferas causas de sus picaduras I 45 Rescatan los Misioneros varios esclavos españoles que tenían los indios Payaguás I 200 Resistencia de los indios Zamucos á reducirse á la santa fe; hacen salir de sus tierras á los Misioneros II 247 Resistencia que hicieron los indios Tobas á los Misioneros, poniéndose en armas para impedir la predicación del Evangelio I 41 Revelación que tuvo un hechicero en el pueblo de San Joseph; arrepentimiento y conversión de este bárbaro I 149 Riesgos y peligros de los Misioneros en las naciones de los Zamucos II 152 Riquezas del pueblo de San Miguel; cultivo, frutos y desarrollo en el comercio II 263 Ritos é idolatrías de los indios Paunapes, Unapes y Carababas II 70 Ritos y supersticiones de los indios Manacicas I 264 Rompen las paces con los españoles los indios confinantes con la Asunción II 118 Rompimiento de la paz entre los españoles é indios Payaguás I 212 S. Salen los indios Chiquitos en busca de infieles para convertirles en cristianos I 134 Salida de los PP. Francisco Hervás y Miguel de Yegros, de la Reducción de la Candelaria, al descubrimiento del río Paraguay en 1702 I 181 Se ensañan los indios Guaycurús con el cadáver del P. Arce II 117 Señales que usaban los indios infieles para avisar á sus compañeros cuando venían los cristianos I 191 Situación de la provincia de Chiquitos, costumbres y calidades de los naturales I 43 Son muertos de los Payaguás los PP. Joseph de Arce y Bartolomé Blende, y se da una sucinta relación de sus virtudes II 109 Suma de la tasa de esta obra, por D. Baltasar de San Pedro, escribano del Rey I 14 Suplican los indios Quiriquicas al P. Caballero se quede en sus tierras á predicarles la ley de Jesucristo II 25 Supersticiones é idolatrías de los indios I 270 Supersticiones de los indios Lules II 224 T. Temperamento, cualidades, usos, costumbres, ritos y supersticiones de los indios Chiquitos I 49 Traición que hacen los indios Puyzocas á los Manacicas II 79 Traiciones de los indios Payaguás. I 186 Tratado de la línea divisoria de las Coronas de España y Portugal. II 256 U. Últimas noticias de las Misiones de Chiquitos y Chiriguanás II 236 Último estado de las Misiones de los Chiquitos II 240 Un indio del pueblo de San Rafael impedía que los Mamalucos del Brasil se apoderasen de sus paisanos I 175 Usos y costumbres de los indios de la provincia del Chaco II 211 V. Venganza de los indios Penoquís contra los Chiriguanás I 217 Vicios, deshonestidades y corrupción de los Mamalucos del Brasil I 72 Victoria de los soldados españoles sobre los Mamalucos II 100 Visión que tuvo un neófito llamado Lucas Xarupá, asaltado de una fiebre I 162 Visita el P. Caballero la nación de los indios Tapacurás II 57 Vuelve el P. Lucas Caballero á los Manacicas II 27 Vuelven á intentar los Misioneros convertir á los indios Zamucos II 245 Z. Zamucos; indios convertidos por el P. Juan Bautista de Zea II 146
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