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Title: Historia de una parisiense
Author: Feuillet, Octave, 1821-1890
Language: Spanish
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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

OCTAVIO FEUILLET

HISTORIA

DE

UNA PARISIENSE

TRADUCCIÓN DE D. V. DE M.

BUENOS AIRES 1919

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.--Buenos Aires



HISTORIA DE UNA PARISIENSE



I


Sería excesivo pretender que todas las jóvenes casaderas son unos
ángeles; pero hay ángeles entre las jóvenes casaderas. Esto no es una
rareza, y, lo que parece más extraño, es que quizá en París es menos
raro que en otra parte. La razón es sencilla. En ese gran invernáculo
parisiense, las virtudes y los vicios, lo mismo que los genios, se
desarrollan con una especie de exuberancia y alcanzan el más alto grado
de perfección y refinamiento. En ninguna parte del mundo se aspiran más
acres venenos ni más suaves perfumes. En ninguna otra parte, tampoco,
la mujer, cuando es bella, puede serlo más: ni cuando es buena, puede
ser más buena.

Se sabe que la marquesa de Latour-Mesnil, aunque había sido de las más
bellas y de las mejores, no por eso había sido feliz con su marido. No
porque fuera un mal hombre, pero le gustaba divertirse, y no se divertía
con su mujer. Por consiguiente, la había abandonado en extremo: ella
había llorado mucho en secreto, sin que él se hubiese apercibido ni
preocupado; después había muerto, dejando a la marquesa la impresión de
que era ella quien había quebrado su existencia. Como tenía un alma
tierna y modesta, fue bastante buena para culparse a sí misma, por la
insuficiencia de sus méritos, y queriendo evitar a su hija un destino
semejante al suyo, puso todo su empeño en hacer de ella una persona
eminentemente distinguida, y tan capaz como puede serlo una mujer, de
mantener el amor en el matrimonio. Esta clase de educaciones exquisitas
son en París, como en otras partes, el consuelo de muchas viudas cuyos
maridos viven, sin embargo.

La señorita Juana Berengére de Latour-Mesnil había recibido felizmente
de la naturaleza todos los dones que podían favorecer la ambición de una
madre. Su espíritu naturalmente predispuesto y activo, prestose
maravillosamente desde la infancia a recibir el delicado cultivo
maternal. Después, maestros selectos y cuidadosamente vigilados,
acabaron de iniciarla en las nociones, gustos y conocimientos que hacen
el ornato intelectual de una mujer. En cuanto a la educación moral, su
madre fue su único maestro, quien por su solo contacto y la pureza de su
propia inspiración, hizo de ella una criatura tan sana como ella misma.

A los méritos que acabamos de indicar, la señorita de Latour-Mesnil
había tenido el talento de añadir otro, de cuya influencia no es dado a
la naturaleza humana libertarse: era extremadamente linda; tenía el
talle y la gracia de una ninfa, con una fisonomía un poco selvática y
pudores de niña. Su superioridad, de la que se daba alguna cuenta, la
turbaba; sentíase a la vez orgullosa y tímida. En sus conversaciones a
solas con su madre, era expansiva, entusiasta, y hasta un poco
charlatana: en público permanecía inmóvil y silenciosa, como una bella
flor; pero sus magníficos ojos hablaban por ella.

Después de haber llevado a cabo con ayuda de Dios aquella obra
encantadora, la marquesa habría deseado descansar, y ciertamente que
tenía derecho a hacerlo. Pero el descanso no se hizo para las madres, y
la marquesa no tardó en verse agitada por un estado febril que
comprenderán muchas de nuestras lectoras. Juana Berengére, había
cumplido ya diez y nueve años y tenía que buscarle un marido. Es ésta,
sin contradicción, una hora solemne para las madres. Que se sientan muy
conturbadas no nos extraña; extrañaríamos que no lo estuvieran aún más.
Pero si alguna madre debió sentir en aquellos momentos críticos mortales
angustias, es aquella que, como la señora de Latour-Mesnil, había tenido
la virtud de educar bien a su hija; aquella en que, modelando con sus
manos puras a aquella joven había conseguido pulir, purificar y
espiritualizar sus instintos. Esa madre tiene que decirse, que una
criatura así dirigida y tan perfecta, está separada de ciertos hombres
que frecuentan nuestras calles y aún nuestros salones, por un abismo
intelectual y moral tan profundo como el que la separa de un negro de
Zululand. Tiene indispensablemente que decirse, que entregar a su hija
a uno de esos hombres, es entregarla a la peor de las alianzas, y
degradar indignamente su propia obra. Su responsabilidad, en semejante
materia, es tanto más pesada, cuanto que las jóvenes francesas, con
nuestras costumbres, se hallan completamente imposibilitadas para tomar
una parte seria en la elección de un marido.

Con pocas excepciones, ellas aman desde un principio candorosamente, a
aquel que le designan por esposo, porque lo adornan con todas las buenas
cualidades que desean.

Era, pues, con demasiada razón que la señora Latour-Mesnil se preocupaba
de casar bien a su hija. Pero lo que una mujer honesta y espiritual como
ella, entendía por casar bien a su hija, sería difícil concebirlo, si no
se viese todos los días que las experiencias personales más dolorosas,
el amor maternal más verdadero, el espíritu más delicado y aun la
piedad más acendrada, no bastan para enseñar a una madre la diferencia
que existe entre un bello casamiento y uno bueno. Puede al mismo tiempo
hacerse lo uno y lo otro y es seguramente lo mejor; pero hay que
cuidarse mucho, porque sucede con frecuencia que un bello casamiento es
todo lo contrario de un buen casamiento, porque deslumbra y por
consiguiente enceguece.

Un bello casamiento para una joven que, como la señorita Latour-Mesnil,
debía llevar quinientos mil francos de dote, constituye tres o cuatro
millones. Verdaderamente, parece que una mujer puede ser feliz con
menos. Pero en fin, confesarase que es difícil rehusar cuatro millones
cuando se ofrecen. Así, pues, en 1870 el barón Maurescamp ofreció seis o
siete a la señorita Latour-Mesnil por intermedio de una amiga que había
sido su querida, pero que era una buena mujer.

La señora Latour-Mesnil contestó con la dignidad conveniente, que la
proposición la lisonjeaba, y que sólo pedía algunos días para
reflexionar y tomar informes. Pero así que la embajadora hubo salido,
salió corriendo en busca de su hija, la estrechó contra su corazón y se
echó a llorar.

--¿Un marido, entonces?--dijo Juana, fijando en su madre su mirada de
fuego.

La madre hizo un gesto afirmativo.

--¿Quién es ese señor?--replicó Juana.

--El señor de Maurescamp...; mira, hijita mía, ésta es demasiada
felicidad...

Habituada a creer a su madre infalible y viéndola tan feliz, la señorita
Juana no tardó en serlo también, y las dos pobres criaturas mezclaron
por largo rato sus besos y sus lágrimas.

Durante los ocho días que se siguieron y que la señora Latour-Mesnil
creyó consagrar a una investigación minuciosa sobre la persona de
Maurescamp, su verdadera ocupación no fue otra que la de cerrar los ojos
y los oídos, para que no la despertasen de su sueño. Recibió, además, de
su familia y amigos tan entusiastas felicitaciones con motivo de tan
magnífica alianza, y vio tantos celos y enojos en los ojos de las otras
madres rivales, que tuvo suficiente motivo para fortificarse en su
determinación. El señor de Maurescamp fue, pues, aceptado.

Otros matrimonios más ridículos se hacen; por ejemplo, aquéllos que se
arreglan en una entrevista única en un palco de la Opera, entre dos
desconocidos que después se conocerán demasiado. Al menos, la señora
Latour-Mesnil y su hija habían encontrado muchas veces en los salones al
señor de Maurescamp; no era de sus íntimos, pero le habían visto aquí y
allá, en el teatro, en el bosque: sabían cómo se llamaba, y conocían sus
caballos. Esto era algo.

Por otra parte, el señor de Maurescamp no dejaba de presentar ciertos
rasgos especiales. Era un hombre de unos treinta años que llevaba con
cierto brillo la vida parisiense. Sus títulos eran herencia de su
abuelo, general bajo el primer imperio, y su fortuna, de su padre, quien
la había adquirido honradamente en la industria. Él mismo, ocupaba,
gracias a su título, algunas agradables canonjías en las altas
sociedades financieras. Hijo único y millonario, había sido muy engreído
por su madre, sus criados, sus amigos, y sus queridas. Su confianza en
sí mismo, su suficiencia, su gran fortuna, imponían a las gentes, y aun
había algunos que lo admiraban. Le escuchaban en sus reuniones con
cierto respeto. Hastiado, escéptico, satírico, frío y altanero para con
todo lo que no era práctico; profundamente ignorante, a más, hablaba con
voz ronca y alta, con autoridad y preponderancia. Tenía formadas sobre
las cosas de este mundo, y particularmente sobre la mujer a quien
despreciaba, algunas ideas bastante mediocres, que erigía en principios
y sistemas, solo porque tenían el honor de pertenecerle: «Yo tengo por
principio... Entra en mis principios... Tengo por sistema... He aquí mi
sistema...» Estas fórmulas aparecían a cada momento en sus labios. Si
hubiese nacido pobre, no hubiera sido sino un hombro como cualquier
otro: rico, era un necio.

La elección que este personaje había hecho de la señora de
Latour-Mesnil, puede sorprender a primera vista. Primeramente, era un
acto de gran vanidad, y también un cálculo. Se hablaba en la alta
sociedad de la señorita Latour-Mesnil como de una joven completa.
Habituado a no rehusarse nada, y a ser el primero en todo, pareciole
glorioso adornar su sombrero con aquella flor rara. A más de eso, tenía
por principio que el verdadero medio para no ser desgraciado en el
matrimonio, era el de unirse a una joven perfectamente educada. El
principio no era malo en sí. Pero lo que ignoraba Maurescamp; era que
para arrancar una de esas plantas selectas del invernáculo materno, y
trasplantarla con éxito al terreno de los casados, hay que ser un
horticultor de primer orden.

Físicamente era el señor de Maurescamp un grande y bello joven, de color
un poco encendido y de una elegancia un poco pesada. Fuerte como un
toro, parecía deseoso de aumentar indefinidamente sus fuerzas; por la
mañana ejercitábase en el balancín, tiraba las armas, bañábase dos veces
al día con agua helada, y desarrollaba orgulloso dentro de un ancho
gabán su busto suizo.

Tal era el hombre a quien la señora de Latour-Mesnil juzgó digno de
confiarle el ángel que tenía por hija. Es verdad que tenía una excusa,
que es la de todas las madres en casos análogos: sentíase un poco
enamorada de su futuro yerno, y sumamente agradecida por la distinción
que había hecho con su hija; parecíale en extremo inteligente y
espiritual, puesto que había sabido apreciar su inteligencia; y
juzgábale honrado y delicado por haber preferido su belleza y sus
cualidades, a otras ventajas más positivas.

En cuanto a Juana, ya lo hemos dicho, se hallaba dispuesta a aceptar
ciegamente la elección hecha por su madre. Por otra parte, como todas
las jóvenes preparábase a enriquecer con sus dotes personales al primer
hombre a quien le permitiesen amar, a adorarle con su propia poesía, a
reflejar en él su belleza moral, y transfigurarle, en fin, con la pureza
de su brillo.

Hay que convenir también, en que así que el señor de Maurescamp hubo
sido admitido a hacerle la corte, su actitud, sus procederes y lenguaje,
respondieron pasablemente a la idea que una joven puede formarse de un
hombre enamorado y amable. Todos los pretendientes que tienen mundo y
una bolsa bien llena, se parecen poco más o menos. Los bombones, los
ramos y las alhajas los adornan con suficiente poesía. A más, los menos
romancescos conocen por instinto que en ciertas ocasiones hay que hacer
un cierto gasto de idealismo, y no es raro el ver a algunos hombres
exaltarse poéticamente delante de su prometida, por la primera y última
vez en su vida, como cuando se les habla de un modo especial a los
niños y a los perritos, cuando se quiere atraerlos.

Esta faz de ilusión y de encantamiento se prolongó para Juana, desde la
magnificencia del canastillo hasta los dulces esplendores del matrimonio
religioso. En aquel día supremo, arrodillada ante el altar mayor de
Santa Clotilde, bajo el resplandor estelario de los cirios en medio del
grupo de flores que la rodeaban, la mano en la mano del esposo, el
corazón desbordando de piadoso reconocimiento y de amor dichoso, Juana
de Berengére alcanzó al cielo.

No es temerario asegurar que después de esas horas encantadas el
matrimonio no es sino una decepción para las tres cuartas partes de las
mujeres. Pero la palabra decepción es bien débil para expresar lo que
experimentará un alma y una inteligencia culta y delicada, en la
intimidad de un hombre vulgar...

Sería difícil formular convenientemente cómo juzgaba a la mujer el
señor de Maurescamp. Habrase dicho lo bastante, y aún demasiado, dejando
entender que para él el amor no era otra cosa que el deseo, la virtud de
la mujer el deseo satisfecho.

El señor de Maurescamp se equivocaba de fecha: habría podido tener razón
para sus teorías en aquella época en que el hombre y la mujer apenas se
diferenciaban de las bestias. Olvidaba torpemente que una joven
parisiense, esmeradamente educada, no dejaba seguramente de ser una
mujer, pero que había dejado absolutamente de ser una bestia. Si vuelve
a ser una salvaje, lo que no carece de ejemplos, es su marido quien la
habrá impulsado.



II


Desde los primeros días ya hubo en aquel joven menaje un ligero tinte de
frialdad de una y otra parte. En ella era la amargura de hallar en el
amor y la pasión, tanta diferencia con lo que se había imaginado; en él,
el disgusto de un hombre bello que no se siente apreciado. Sin embargo,
la señora de Maurescamp, a pesar del caos que se agitaba en su espíritu,
mostrábase ante su madre y ante el público con esa frente serena e
impasible que sorprende siempre en las jóvenes, recién casadas, y que
atestiguan el poder del disimulo en la mujer. La organización de su
nueva vida en su gran hotel de la Avenida de Alma, el aturdimiento de
las fiestas que saludaron su enlace, el brillo de su tren de casa, de
sus equipajes y vestidos, todo la ayudó, sin duda, porque al fin era
mujer, a pasar sin reflexionar mucho, los primeros tiempos de su unión.

Pero los goces del lujo y de la vida material, a más de que no eran
absolutamente nuevos para la joven, son de aquellos que cansan más
pronto. Por otra parte, había vivido con su madre en una región más
elevada, para que pudiera contentarse con las banalidades de una
existencia mundana, y en medio de aquel torbellino sentíase invadida a
cada instante por la nostalgia de las alturas. El sueño más halagüeño de
su juventud había sido el de continuar con su esposo en la más tierna y
ardiente unión de las almas, la especie de vida ideal en que su madre la
había iniciado participando con ella de sus lecturas favoritas, sus
pensamientos y reflexiones sobre todas las cosas, sus creencias, y
finalmente, sus entusiasmos ante los grandes espectáculos de la
naturaleza o las bellas obras del genio.

Puede juzgarse cómo aceptaría el caballero de Maurescamp semejante
comunidad.

Aquella vida ideal tan saludable para todos, tan necesaria a la mujer,
rehusósela a su esposa, no solamente por ignorancia y torpeza, sino
también por sistema. A este respecto tenía igualmente su principio, y
era: que el espíritu romanesco es la verdadera y única causa de la
perdición de las mujeres. Por consiguiente, consideraba que todo lo que
puede exaltarles la imaginación, la poesía, la música, el arte bajo
todas las formas, y aun la religión, no debe permitírsele sino en
pequeñas dosis. Más de una vez intentó la joven interesarlo en lo que a
ella le interesaba. Poseía una bella voz, y le cantaba los aires que
más le gustaban, pero así que su canto expresaba un poco de pasión:

--¡No! ¡No!--exclamaba su marido burlándose--, ¡menos alma, querida, o
me desmayo!

Gustaba ella de los poetas y romancistas ingleses: elogiábale a
Tennyson, a quien adoraba y empezaba a traducirle un pasaje.
Inmediatamente el señor de Maurescamp, con el mismo tono de burla,
poníase a dar gritos de condenado y a dar golpes sobre el piano para no
oír. Así era como pretendía hacerla perder el gusto por la poesía, sin
pensar que arriesgaba más bien disgustarla de la prosa. En el teatro, en
las exposiciones, en los viajes, las mismas burlas y las mismas sátiras
frías a propósito de todo lo que despertaba en su mujer una emoción un
poco viva.

Madama de Maurescamp tomó, pues, poco a poco la habitud de
reconcentrarse en todo aquello que da precio a la vida de todo ser
delicado y generoso. No viendo aparecer las llamas, su marido creyó
extinguido el incendio, y se glorificó por ello.

--Todos estos diablillos de mujeres--decía a sus amigos del círculo--,
viven siempre en las nubes, y eso acaba mal He tomado la mía pequeñita,
y he soplado sobre todas esas estupideces de romanticismo... Ahora está
tranquila, y yo también... ¡Oh! ¡Dios mío! Es necesario que una mujer se
mueva, que camine, que recorra las tiendas, que vaya con sus amigos a
los lunchs, que monte a caballo, que cace; ésta es la vida de la
mujer... Así no tiene tiempo para pensar. ¡Esto es perfecto! En tanto
que si se queda en un rincón a soñar con Chopín o Tennyson... ¡Bah!
Estáis perdidos... Este es mi sistema.

Era imposible que la mezquindad de semejante sistema y la carencia
intelectual de su marido, pudiesen escapar a una inteligencia tan
activa como la de la señora Maurescamp. No fue mucho tiempo víctima de
sus aires de suficiencia y maneras autoritarias. No siempre conocen los
hombres a sus mujeres, pero las mujeres conocen siempre a sus maridos.
No había pasado un año cuando ya habían desaparecido todas las
ilusiones: y la señora de Maurescamp veíase obligada a reconocer que
estaba ligada para siempre a un hombre de sentimientos bajos y de
inteligencia nula, sintiendo a más con horror que despreciaba a su
marido.

Mucho mérito tiene una mujer cuando apercibida de tales miserias,
permanece siendo amable y sumisa esposa. La señora de Maurescamp tuvo
ese mérito; pero para tenerlo viose obligada muchas veces a acordarse de
que era cristiana, es decir, que pertenecía a una religión que ama las
pruebas y el sacrificio.

No por eso dejó de ser feliz ante un acontecimiento muy previsto que
tuvo lugar dos años después de su casamiento, y que prometiéndole un
grato consuelo, asegurábale en su hogar una independencia y una soledad
relativas. El nacimiento de un hijo vino pronto a darle el único goce
puro que experimentara desde el día de su enlace: única felicidad, en
efecto, que realizan en el matrimonio los goces prometidos.

Como se comprende, ella quiso criar a su hijo; llenaba aquel deber con
tanto más placer, cuanto que le permitía ganar tiempo y prolongar
respecto de su marido una situación con la que se avenía perfectamente.
Pero llegó al fin el momento en que el niño debía ser despechado. Fue
por ese tiempo que el señor de Maurescamp tuvo una noche la sorpresa de
ver a su mujer bajar al comedor con su cabeza adornada a la Tito;
habíase hecho cortar sus magníficos cabellos con el pretexto de que se
le caían, y esto, no era cierto; pero esperaba que aquel pequeño
sacrificio, afeándola, le evitaría otros más penosos. Había contado sin
la huéspeda. Su esposo halló, por el contrario, que aquel adorno de
soldadito, le sentaba muy bien dándole cierto aire original. La pobre
mujer no sacó sus gastos y se resignó a dejarse crecer el cabello
nuevamente.

Sin embargo, la libertad a que aspiraba en el secreto de su corazón
debía venirle, por decirlo así, de sí misma, y del lado por donde menos
la esperaba.

Una criatura tan noble y tan atractiva como ella, debía inspirar, así
como sentir, la más profunda, ardiente y duradera de las pasiones: era
digna de ocupar un lugar entre los amantes inmortales a quienes la
historia y la leyenda han consagrado sus páginas imperecederas.

El amor de Maurescamp, sin embargo, no contenía ningún elemento durable:
era, para emplear una expresión de actualidad, un amor naturalista, y
los amores naturalistas, aunque no se parecen a la rosa, tienen, sin
embargo, su efímera duración. Decíase, y así lo dejaba comprender a sus
amigos, que se había casado con una estatua, bastante agradable a la
vista, pero cuya frialdad habría desanimado al mismo Pigmalión.

Decía esto en términos menos honestos, tomando sus comparaciones de la
historia natural con preferencia a la mitología. La verdad es que el
señor de Maurescamp, que era sumamente celoso, no estaba disgustado de
una circunstancia que creía ser una garantía para su hogar. En una
palabra, disgustado al verse desairado, fastidiado de los escrúpulos y
objeciones que se le oponían sin cesar, y ocupado, a más, por otro lado
más agradablemente, retirose a su tienda definitivamente, de donde su
mujer ni aun intentó sacarle.



III


Sería un error creer que porque una mujer renuncie al amor de su marido
en particular, deje por eso de amar en general. Después de los primeros
desencantos de una unión desigual, la mujer se repone del choque y se
reconcentra. Continúa su sueño interrumpido, reforma su ideal alterado
por un momento; y dícese, no sin razón, que es imposible que el mundo se
ocupe tanto del amor, por nada; que no es posible que este gran
sentimiento que llena la fábula y la historia, cantado por los poetas,
glorificado por todas las artes, eterna ocupación de los hombres y de
los dioses, no sea en realidad más que una quimera, y una quimera
desagradable a más. No puede persuadirse de que tales homenajes sean
consagrados a una divinidad vulgar, que tan magníficos altares se
levanten de siglos en siglos a un ídolo de barro. El amor sigue siendo,
por consiguiente, a pesar de todo y por todo, la principal ocupación del
pensamiento, y la perpetua obsesión del corazón. Sabe que existe, que
otros lo han conocido, y se resigna difícilmente a vivir y morir sin
conocerlo ella también.

Es seguramente un peligro para una mujer, el conservar y nutrir, después
de las decepciones del matrimonio, el ideal de un amor desconocido; pero
hay un peligro aún mayor para ella, y es perderlo.

Por esa época, madama de Maurescamp se ligó con una estrecha amistad con
madama de Hermany, dos años mayor que ella. La amistad es la tendencia
natural de una mujer honesta, que quiere seguir siéndolo, y que siente
el vacío de su corazón. Por mucho que se vanagloriase de su
independencia conquistada, Juana de Maurescamp sólo tenía veinticuatro
años, y su misma rectitud la hacía mirar con horror la larga perspectiva
de soledad y abandono que se extendía ante ella. Ni su madre, a quien
ocultaba su pena por temor de que viera en ello un reproche, ni su hijo,
demasiado niño para poderla ocupar mucho tiempo, ni su fe desvirtuada
por la indiferencia irónica de la gente, nada era bastante a su inmensa
necesidad de confianza, expansión y sostén. Abandonose, pues, con todo
el ardor de su alma, un poco exaltada, a aquel sentimiento que creyó le
sirviese desconsuelo y a la vez de salvaguardia.

La señora de Hermany, a quien honraba con su amistad, era entonces,
como lo es todavía, una mujer sumamente seductora. Pertenecía a la
variedad rara y exquisita de las rubias trágicas; sin ser muy alta,
imponía por la perfección de su belleza, por el brillo extraño de sus
ojos de un azul sombrío, por el royo de inteligencia de su frente ancha
y pura; tenía en los extremos de su boca un pliegue misterioso, que
parecía formado por un amargo desdén. Decíase que había sido muy
desgraciada, y una cierta conformidad en su destino la ligaba con la
señora de Maurescamp. Habíanla casado como a ella, con una ligereza
culpable, y como ella también llegado, aunque por distinto camino, a ese
divorcio convencional, tan frecuente en los matrimonios de la alta
sociedad. Habíase casado con su primo Hermany, joven de un físico
agradable, pero, con la costumbre y los vicios de un truhán. Se repetía
que no solamente había continuado su vida de soltero sino que se la
había hecho participar a su mujer, ya sea por una especie de malignidad
perversa, bastante a la moda, ya simplemente por ignorancia. Participaba
con él de las fiestas del mundo de contrabando, de las partidas de
jóvenes, de las carreras, de los almuerzos en los restaurants. Contábase
que en uno de estos almuerzos al cual asistía un príncipe extranjero,
ofendida la joven al fin por el lenguaje que se tenía en su presencia,
había abofeteado a uno de los convidados; algunos pretendían que había
sido a su mismo marido, otros que al mismo príncipe. De cualquier modo,
desde aquel incidente, que hubiese o no recibido la famosa cachetada, el
señor Hermany había sido invitado a considerarse como viudo. No lo
sintió mucho, porque su mujer, en quien no podía desconocer la más
humillante superioridad, le inspiraba tanto temor, que muchas veces se
embriagaba para darse valor al presentarse delante de ella.

Esta leyenda, que era casi una historia, era conocida de la señora de
Maurescamp, y ella prestábale gustosa todo aquello que pudiese hacer más
interesante el papel de la señora Hermany. Representábasela joven y
bella, sumergida en aquella sociedad infame, de la que la veía salir
indignada y sin mancha, y se gozaba en colocar sobre su frente la
aureola de las jóvenes mártires del cristianismo.

Lisonjeada y agradecida por aquel culto bondadoso, retribuíale la señora
de Hermany su afecto con menos entusiasmo, pero con más sinceridad. Muy
espiritual, instruida, algo artista, era muy capaz de apreciar los
méritos de su amiga, y de competir con ella.

Pronto estuvo al cabo de todos sus secretos, y Juana creyó conocer los
suyos. Sus existencias estaban ligadas íntimamente. Visitaban juntas y
juntas recorrían las tiendas; tenían el mismo palco en la ópera
francesa; iban juntas a los cursos de la Sorbona, y cuando llegó el
verano, las dos se establecieron en Deauville, en el mismo pueblo.

Fue allí donde acaeció un acontecimiento que debía dejar un recuerdo
profundo en el alma de la señora de Maurescamp.

Aunque conduciéndose muy bien las dos graciosas amigas, vivían en el
gran mundo y eran muy rodeadas. Tan linda pareja, como decía la señora
de Hermany, no podía dejar de llamar la atención de los admiradores.

Los aficionados al baile, de París, poblaban la costa, desde Trouville
hasta Cabourg. A más, los señores de Maurescamp y de Hermany, con la
deferencia de todos los maridos, tenían buen cuidado de llevarles
algunos amigos todos los sábados por la noche, por si acaso.

Los homenajes de todos aquellos dilettantes eran acogidos sin cortedad
ni familiaridad, con la seguridad tranquila y risueña que caracteriza a
las mujeres de la sociedad que son honestas, y también a las que no lo
son.

Por la noche tenían su conciliábulo antes de acostarse, y pasaban en
revista burlesca a todos los pretendientes del día: llamaban ellas a eso
la matanza de los inocentes, y algunas veces, la cacería de las
antorchas. La señora Hermany era en esta ejecución nocturna,
verdaderamente feroz. Entre los que trataba más mal, figuraba un joven
llamado Salville, a quien llamaba el bello Salville, y que era, según
decía, el más estúpido director del cotillón que jamás hubiese conocido.
A la señora de Maurescamp, menos amarga, le parecía bello, y buen
muchacho, sobre lo cual, la señora de Hermany le reprochaba, riendo, su
gusto de pensionista y lavandera, por los mosquitos. En cuanto a ella,
si no estuviese, por muchas razones, desencantada de los enamorados, no
podría amar sino a un hombre maduro; y en seguida hacía de este hombre
maduro a quien ella habría amado, un retrato severo y magistral, que
desgraciadamente no se parecía a nadie.

Una noche, a fines de agosto, Juana habíase retirado a su habitación
para escribir a su madre antes de acostarse. Era más de la una de la
noche cuando terminó su correspondencia. La noche estaba tormentosa, y
al acercarse a una ventana, vio los relámpagos que recorrían el
horizonte, y rozaban silenciosamente el mar. Por intervalos, truenos
lejanos, semejantes al mugido del león en los desiertos de África,
mezclábanse a la fiesta. Ella sabía que madama de Hermany adoraba estas
grandes escenas dramáticas de la Naturaleza, y creyéndola aún
levantada, pues se había dicho que ella también escribiría hasta tarde,
bajó al piso inferior y llamó suavemente a la puerta. No recibiendo
respuesta, la creyó dormida; entonces, tuvo la idea de bajar al piso
bajo, para ver mejor a través de las grandes ventanas de la baranda, el
espectáculo de la tempestad sobre el Océano. Cuando abrió la puerta del
salón, con su candelero en la mano, entrevió en la media obscuridad, dos
formas humanas que se levantaron violentamente; dio un grito de temor
que contuvo inmediatamente al reconocer a la señora de Hermany, quien
adelantándose le tomó violentamente de los puños, diciéndole vivamente:

--¡Silencio!

En seguida, volviéndose hacia un joven que permanecía en medio del salón
en una actitud bastante embarazosa:

--Vamos, vete--le dijo.

El joven saludó y salió por la puerta del salón; era el bello Salville.

La señora de Maurescamp, en extremo admirada de aquel doble
descubrimiento, dejó caer la bujía, que se apagó; después de algunos
segundos de inmóvil estupor, dejose caer sobre un diván que tenía cerca
y cubriéndose el rostro con las dos manos, púsose a sollozar.

La señora de Hermany, yendo y viniendo por el salón a obscuras, en el
desorden de una bacante, detúvose al fin delante de Juana:

--¿Creía que era una santa?--dijo.

--Sí--contestó sencillamente Juana.

La señora de Hermany, encogiéndose de hombros, dio todavía algunos
pasos. Después, volviéndose bruscamente:

--¿Cómo habéis podido creer eso?--volvió a decir--. ¿Cómo es que habéis
podido pensar que saliese ilesa de esos cenagales donde el miserable de
mi marido me ha lanzado?

Juana no contestaba, ahogada por los sollozos.

--¿Sufres, hija mía?

--Mucho.

--Vamos, ven, entonces, a respirar el aire libre, ven.

Y tomándola de la mano, la levantó con alguna violencia y la llevó
fuera. Hízola sentar a algunos pasos de la baranda, sobre el terrazo, y
permaneció de pie, recostada sobre una de las columnillas que sostenía
la galería. Miraba a la mar sobre la que continuaban pasando algunas
luces intermitentes.

Después de un largo silencio, alzó la voz nuevamente:

--Eres una loca, querida Juana--dijo--, eres una loca, como yo lo he
sido, como lo somos todas en el principio de la vida. Mi marido, después
de todo, me ha hecho un servicio sin quererlo; me ha libertado de mis
pañales, y aliviado de mis excesos de idealismo. La verdad es, querida
mía, que todas somos ridículamente educadas... Esas educaciones etéreas
falsean nuestro entendimiento... Lo cierto es que no hay nada en la
tierra, ni en el cielo, mucho lo temo, que pueda responder a la idea que
nos hemos formado de la felicidad... Nos educan como a espíritus puros,
y en realidad no somos más que mujeres... hijas de Eva... nada, nada
más. Nos vemos obligadas a descender o a morir, sin haber vivido...
Quien quiera hacer de ángel, hace de estúpida, ¿sabes? ¡Ah! ¡Mi Dios!
Nadie empezó a vivir con un corazón más puro que yo, os lo aseguro, ni
con ilusiones más generosas, ni más elevadas creencias... Pues bien, yo
he reconocido, un poco antes que otras, gracias a mi honrado marido, que
todo eso era sin objeto, sin aplicación, ni realidad... que nadie me
comprendía... que hablaba una lengua desconocida en nuestro planeta...
que yo era la única de mi especie, en una palabra. He tenido que
resignarme a elegir, aceptar los únicos placeres de que este mundo
dispone...; después de haber soñado con amores extraordinarios, he
tenido que contentarme con un vulgar..., pero, no hay otros, porque hay
que responder a nuestro destino, y el destino de una mujer es amar y ser
amada... ¡Esto es todo, querida!

--¿Qué quieres? Soy un ángel caído... y trato de arrastraros en mi
caída... ¿No es verdad? ¿No es ése vuestro pensamiento?... Así lo leo en
vuestros grandes ojos, a cada relámpago que pasa...; A más de esto, la
decoración está ahí. Ese cielo y ese mar ardiente... y yo aquí, con el
cabello en desorden y presentando mi frente a la tempestad... Muy
poético, ¿no es verdad? De todos modos, soy bien miserable al deciros
tales cosas; siempre hay tiempo para aprender.

--¿Por qué me lo decís?--preguntó Juana, que durante aquel extraño
discurso había recobrado alguna calma.

--¿Acaso lo sé yo?--dijo la señora de Hermany--. ¡Ah! ¡gracias a Dios ya
llueve!

Bajó rápidamente dos o tres escalones de la gradería, y expuso su cabeza
a la lluvia, que empezaba a caer con fuerza, recogiendo las gruesas
gotas en sus manos y refrescándose con ellas la frente.

--Os ruego, Luisa, que entréis--dijo con dulzura Juana.

Subió lentamente y parándose delante de su amiga:

--Tendremos que separarnos--dijo con tono breve y altanero.

--¿Por qué?--dijo Juana--, yo no tengo la pretensión de reformar el
mundo... lo único que os pido es que no me habléis nunca de vuestros
amores ni de los míos. Sobre todo lo demás, nos entenderemos
perfectamente... Nuestra amistad será para mí un gran recurso, y creo
que la mía podrá seros útil.

La señora de Hermany la estrechó apasionadamente contra su pecho, y
besándola:

--Gracias--le dijo.

Volviéronse ambas a sus habitaciones; y dos horas después, cuando, el
día empezaba a aclarar, Juana estaba todavía sentada a los pies de su
lecho con las mejillas húmedas y la mirada fija en el espacio.



IV


Nada conmueve más nuestro ser moral como el descubrimiento de las
debilidades de aquellos que personificaban para nosotros lo bueno y lo
digno; sean ellos nuestros padres, nuestros amigos o nuestros maestros.
Cuando cesamos de estimar a los que habíamos consagrado nuestra
estimación y respeto, nos sentimos impulsados a dudar de las mismas
virtudes que antes admirábamos. Los falsos ídolos nos hacen dudar hasta
de la misma religión.

Esta fue la razón especiosa y muy humana que hizo que la señora de
Maurescamp, no quedándole duda de la perversidad de los sentimientos de
su amiga, cayese en desalientos tan afligentes como peligrosos. De un
carácter demasiado elevado para romper ruidosamente con aquélla con
quien había tenido tan estrecha amistad, tanto en privado como en
público, no por eso, dejó de conocer que aquella amistad había pasado.
La aureola esplendorosa que había colocado sobre su frente, habíase
extinguido para siempre, y extinguiéndose en el barro, como las luces de
los fuegos artificiales. Habríale perdonado un amor menos culpable, que
hubiese sido disculpado por su objeto; habríale perdonado Petrarca,
Dante, Goethe, pero no le perdonaba al bello Salville. No le perdonaba
su afectación hipócrita en llenarle de ridículo, y, sobre todo, no le
perdonaba que hubiese intentado desmoralizarla, exponiéndola con un
orgullo de demonio, su teoría perversa, y tanto menos la perdonaba,
cuanto que sentía que había casi logrado su objeto, y que poco a poco el
veneno iba infiltrándose en sus venas.

En efecto, bajo la impresión de aquel nuevo desencanto, Juana de
Maurescamp frecuentó la sociedad, desde entonces, con menos ilusiones y
optimismo que antes. Observó con ojos más experimentados lo que pasaba a
su alrededor; muchos comentarios que había tenido por calumnias,
pareciéronle verosímiles; y muchas relaciones que juzgara inocentes,
fuéronle sospechosas. Habiendo creído ver en el mundo más virtudes que
las que hay en realidad, empezaba a no creer en ninguna. Preguntábase si
en efecto no sería única en la especie, como se lo había dicho la señora
de Hermany, y si, sus sentimientos e ideas sobre la vida, y, sobre todo,
sobre el amor, no eran solamente el resultado de una educación
artificial y de una imaginación falseada por las utopías de los poetas;
y, finalmente, si el placer, tal cual era, no era mejor que nada.

Es un espectáculo tierno y conmovedor el que presenta una joven honesta,
que ha llegado a una época de la vida mundana, casi inevitable, luchando
en su agonía, y expuesta a caer de un momento a otro, de un exceso de
idealismo, a un exceso de realidades.

A más de los filósofos, hay siempre un buen número de curiosos
dispuestos a seguir con interés está especie de pequeños dramas. El
mundo está lleno de gente que no se ocupa en otra cosa, que esperan
también que les llegue su turno, y que se ingenian en precipitar el
desenlace. Uno de los más desdeñosos de la especie, era entonces el
vizconde de Monthélin, muy conocido en la alta sociedad parisiense. M.
de Monthélin amaba exclusivamente el amor, y con ello tenía ya un título
para con las damas. No jugaba, ni fumaba, ni iba al círculo. Cuando,
después de comer, todos los hombres se reunían para fumar, él se quedaba
con las señoras. Con esto conseguía grandes ventajas, de las que abusaba
gustoso. No era ya joven, pero era elegante, buen decidor, con aire
caballeresco y un corazón que era una verdadera cloaca de corrupción. Su
ya larga existencia la tenía consagrada a husmear los matrimonios en
desgracia, y acabar con ellos. Era su especialidad. Dos o tres duelos,
uno de ellos con el conde Jacobo de Lerne, que habíale llamado el
tiburón de los salones, habían puesto el colmo a su reputación.

Desde el invierno que siguió a la estadía de las dos amigas en Douville,
no quedó duda de que el señor de Monthélin miraba a la señora de
Maurescamp como una presa ya casi segura. Viósele estrechar su amistad
con su marido, al mismo tiempo que estrechaba el círculo de sus
operaciones alrededor de Juana. Sus visitas a la hora del crepúsculo
fueron cada vez más frecuentes; arreglose de modo de poderla encontrar
por las mañanas en el bosque, y presentábase regularmente en su palco el
viernes en la Opera y los martes en los Franceses.

En su profunda enervación moral y en su aislamiento desesperado, Juana,
casi sin defenderse, dejábase arrastrar por esa fascinación que ejerce
casi siempre sobre las de su sexo, la insistente persecución de un
hombre.

Sentíase poco a poco presa de vértigos de las continuadas y sabias
evoluciones que el señor de Monthélin describía en torno suyo. Empezó a
concederle esos pequeños favores, que son casi siempre el preludio del
completo abandono. Es así como fue tomando la costumbre de informarle de
las visitas que pensaba hacer, de las casas donde podría hallarla; y
hasta le indicaba las horas en que la encontraría sola en su casa; en
los bailes, como él no bailaba, le reservaba algunos bailes sentados, es
decir, las ocasiones a solas, tras del abanico, bajo la sombra de un
cortinado o de una palmera en el invernáculo. Estos manejos, a falta de
otros, causábanle una turbación que la entretenía; la emoción del
peligro, que agitaba sus nervios, hacíale creer en una pasión. En una
palabra, la desgraciada y noble Juana se hallaba en vísperas de la caída
más vulgar, cuando un tercer personaje intervino en el escenario.

Era una mujer, una anciana, la condesa de Lerne; madre de Jacobo de
Lerne, que había sido herido en duelo, algunos años antes, por el señor
de Monthélin.

La señora de Lerne había sido siempre una mujer sin principios, pero sin
malevolencia, aunque muy espiritual. Tenía el buen sentido de no haberse
hecho mogigata, después de haber sido una coqueta. Su indulgencia por
las debilidades por que ella también había pasado, su buen humor, sus
buenos consejos, y su situación de familia y de fortuna, valíanle, a
pesar de los recuerdos todavía vivos de su juventud, la simpatía
general. Su salón era muy buscado; allí se reunían los hombres más
distinguidos en la política, la literatura y las artes. Agregaba algunas
jóvenes bellezas, como para adornar el paisaje. Juana de Maurescamp, con
su elegante hermosura, y tímida superioridad, era uno de los encantos de
aquel salón modelo. La vieja condesa prodigábale todo género de
atenciones y lisonjas para atraerla y retenerla. Dos razones tenía para
obrar así; la primera, muy confesable, era aumentar el brillo de sus
reuniones; la segunda, menos cristiana, hacer de ella la querida de su
hijo.

Hacía siete u ocho años que había perdido a su hijo mayor, Guy de
Lerne; el segundo, Jacobo, salía de Saint-Cyr al tiempo de la muerte de
su hermano. Viendo a su madre sola, dio su dimisión para vivir a su
lado. Era un joven muy bien dotado, que si hubiese querido dar impulso a
sus dotes naturales, habría llegado a ser un hombre de talento. Pintaba
acuarelas muy agradables, pero sobre todo era excelente músico, y
algunas de sus composiciones, valses, «berceuses» y sinfonías eran de un
mérito superior. Pero sea indolencia natural, sea el desaliento de ver
interrumpida su carrera, no era otra cosa que un simple dilettante, y
para complemento, se había convertido en un mal sujeto. Excepto en casa
de su madre, donde el deber lo retenía, poco se le veía en la buena
sociedad, donde nada se divertía, y sí mucho en la mala, donde parecía
gozar inmensamente. La señora de Lerne había intentado casarle en los
primeros tiempos, hay que hacerle esta justicia; pero se había
manifestado tan recalcitrante sobre aquel artículo, que había variado de
pronto sobre sus ideas de una unión honorable que lo sacase cuando menos
de sus malas compañías.

Hacía tiempo que había echado los ojos para tan laudable destino, sobre
Juana de Maurescamp, cuyo desastre conyugal no había escapado a su vieja
experiencia. Sin entrar al respecto con su hijo en explicaciones
malsanas, trató siempre que pudo de ponerle ante sus ojos a aquella
seductora criatura, sin descuidar ninguna ocasión de revelar sus bellas
cualidades. Pero Jacobo, aunque evidentemente impresionado de la extrema
belleza de Juana y de su distinguida inteligencia, no había manifestado
sino un interés distraído. Fue entonces cuando la condesa, que vigilaba
atentamente a la joven, viéndola a punto de caer en los lazos de
Monthélin, resolvió dar un golpe teatral, tanto en el interés de su hijo
cuanto por odio hacia el hombre que había podido matarle.

Escribió una mañana a Juana, diciéndole que iría a verla, salvo
contraorden, a las tres de la tarde, porque tenía que confiarle algo muy
importante y agradable. Juana, algo intrigada con aquel misterio, la
esperó a la hora indicada. Viola entrar en su gabinete con un sirviente
portador de una de esas casillas de mimbre, adornada con cordones,
franjas y borlas, que se usan ahora para los perros. La condesa llevaba
maternalmente entre sus brazos a un pequeño perrillo de pelo largo y
sedoso, una verdadera miniatura de faldero blanco y rojo, que decía ser
originario de Méjico y que era admirado y codiciado por todos sus
conocedores.

--Mi muy querida--dijo--, me habéis dicho que estabais enamorada de
Toby. Permitidme que os lo regale.

La señora de Maurescamp exclamó:

--Pero, ¡es posible!

--Hace mucho tiempo que me preguntaba qué es lo que podría hacer para
agradecer a una joven tan amable y encantadora como vos, su bondad y
fidelidad para con una amiga anciana... Es una cosa tan rara... Estoy
tan agradecida, ¡tan agradecida! Al fin he hallado algo que pueda
agradaros, y soy feliz, podéis creerlo.

Juana no recordaba muy bien la ocasión en que había manifestado su
entusiasmo por _Toby_, pero, no por esto, dejaba de apreciar el
sacrificio que se le hacía.

--¡Ah, señora, querida señora!--dijo toda confundida--. ¿Pero, cómo
podré aceptar un animal tan lindo, tan gracioso, tan extraordinario?
¡Pero qué privación! ¡oh Dios mío! ¡y esa casilla tan preciosa!

No, no es posible... y para acabar la frase, Juana saltó al cuello de la
condesa de Lerne, cosa que hizo aullar a _Toby_.

--Ven, amor mío--dijo Juana tomándolo en sus brazos y cubriéndolo de
caricias.

Sentáronse, y la señora condesa, contestando a las preguntas repetidas
de Juana, diole instrucciones sobre el modo de cuidarlo, alimentarlo, y
hasta de medicamentar a _Toby_.

En seguida se informó de la salud de Maurescamp, añadiendo:

--No sé por qué os lo pregunto, no hay sino mirarlo... su salud es
admirable. ¡Es un hombre magnífico... magnífico! Da gusto ver un hombre
así...

--¿Y vuestro hijo?--preguntó Juana--. ¿Cómo está?

--¿Mi hijo?... ¡Ah! él es otra cosa... delicado de naturaleza... ya
sabéis, artista, pero en fin, ¡sino fuera más que eso!

--Pero, ¿es un buen hijo?--dijo tímidamente Juana.

--Ciertamente, es un buen hijo; en cuanto a esto, sí, es un buen hijo,
no hay duda. Y, decidme, queridita, ¿estaréis libre mañana? Es mi
miércoles... ¿Queréis venir a comer con nosotros? Os encontraréis con
vuestra amiga la señora de Hermany.

--Con mucho gusto... Creo que el señor de Maurescamp no tiene ningún
compromiso.

--Perfectamente, entonces... Pues bien, cuento con vosotros.

Levantose la señora de Lerne como para retirarse, pero antes quiso
despedirse de _Toby_ y Juana volvió a manifestarle sus agradecimientos.
Al fin la palabra que esperaba la señora de Lerne salió de sus labios:

--¡Dios mío! ¿qué podré hacer yo a mi vez que pueda seros agradable?

La condesa volviose bruscamente hacia ella y mirándola con su amable
sonrisa de vieja:

--Casad a mi hijo--díjola.

--¡Ah! en cuanto a eso--contestó alegremente la señora de Maurescamp--,
es una empresa de que no me siento capaz.

--¿Por qué, pues?--repuso en el mismo tono la condesa--. Por el
contrario, yo os considero capaz para todo.

Juana abrió, sin contestarle, sus grandes ojos interrogadores.

--Yo estoy verdaderamente convencida de que mi hijo aceptaría gustoso la
mujer que le designarais.

--Pero, ¿qué ocurrencia, mi querida señora?--continuó Juana, mirándola
siempre con la misma sorpresa.

--No me chanceo... Y si tuvieseis una hermana que se os pareciese,
sería asunto concluido.

--Os aseguro--dijo Juana--, qué no os comprendo... Vuestro hijo apenas
me conoce.

--Perdón... os pido mil perdones; mi hijo os conoce perfectamente... es
muy observador... Muy perspicaz... Sé perfectamente que os aprecia
mucho... No tengo más que decir sobre eso... Pero estoy segura de que,
en cuanto a esta cuestión del matrimonio, tendríais grande influencia
sobre él... Y si le propusieseis, supongo, a una joven, una de vuestras
amigas... pues bien, yo creo que la aceptaría con los ojos vendados, os
lo aseguro.

--¡No creo una palabra!--exclamó Juana.

--Y yo estoy segura... Ensayad y veréis.

Las dos echáronse a reír.

--No, seriamente--replicó la condesa--, pensad un poco en ello...
Buscad entre vuestras amigas, entre vuestras conocidas... ¡Ah! me
haríais un gran servicio.

--Pero os diré primeramente que vuestro hijo me da mucho miedo.

--¡Oh!--exclamó la condesa estupefacta.

--Positivamente... Tiene un aire tan burlesco... Es tan mordaz, tan
acerbo... Y en fin...

La joven pareció perpleja.

--Y a más es un calavera, ¿no es verdad?

--¡Oh! ¡Dios mío! Yo no sé, yo no tengo que ver con esto.

--Sí--dijo la condesa--, es un calavera, no hay duda, pero como todos
estos perdidos, tiene un corazón de oro, y a más de todo esto, es
encantador... ¡Ah! que obra de caridad sería la vuestra, hija mía, si me
ayudaseis a librarlo de las garras de esa Lucy Marry... porque es Lucy
Marry ahora, ¿sabíais?

--¡Ah!

--Sí, de la Opera... la que hace de paje... ¡Esto es horrible, horrible!
Ya veréis eso con vuestro hijo. Mientras tanto, tratad de casar al mío,
y qué bueno sería eso... y nadie, os lo repito, sino vos, puede hacer
ese milagro... ¡Adiós, querida hermosa! Volvió a besarla, y ya en la
puerta, antes de salir, volvió a decirle:

--Mañana le diréis algo, ¿no?

--¡Vaya! veré de hacerlo--dijo Juana.

La condesa se retiró al fin muy contenta de su campaña y no tenía por
qué no estarlo, pues por la primera vez, desde muchos meses atrás, se
ocupaba Juana de otro hombre que no fuese Monthélin. Había comprendido
muy bien lo que la señora de Lerne le había dicho con insinuaciones y
palabras solapadas, a saber, que tenía en su hijo Jacobo un admirador
fervoroso. Esto la intrigaba, ¿Cómo? ¿por qué? ¿Qué relación existía
entre ellos? Nada de esto podía explicarse.

Tendiose en su sillón y trató de recordar las ocasiones en que se había
encontrado con él, las palabras que le había dicho, su actitud y la
expresión de su mirada. Era cierto que aquel mocetón, frío, espiritual y
fastidiado, le había intimidado siempre; sentíase inquieta cuando se le
acercaba en su salón. Creyó recordar, sin embargo, que siempre la había
tratado con una cortesía excepcional, dispensándola de las bromas
burlescas con que gratificaba a las demás mujeres. Halagábala el pensar
que era respetada por aquel libertino. Trajo a su memoria, aquella bella
fisonomía cansada y altanera, aquellos ojos penetrantes, sus mejillas
limpias y sus largos bigotes caídos a lo tártaro. Sonriose a la idea de
tomar a aquel personaje, terror de las jóvenes, bajo su protección
maternal; pero acabó por decirse que nunca se atrevería a hacerlo.

Entregada estaba a estas reflexiones, alisando con su blanca mano las
grandes orejas de _Toby_, cuando la puerta dio paso a la bella presencia
y a las patillas azulejas del señor de Monthélin.

El joven _Toby_ que no había visto todavía al tiburón de los salones,
porque el señor de Monthélin no iba a casa de la señora de Lerne, le
tomó seguramente por un malhechor, y sin embargo, le demostró que no le
temía. Bajose de las rodillas de su señora, y se apostó resueltamente
delante de ella ladrando furiosamente, y aun atacando a su enemigo.

No hay nada que desconcierte tanto a un galanteador de damas, sobre todo
cuando tiene pretensiones a sus favores como un pequeño incidente de esa
especie. Juana de Maurescamp, que era tan sagaz como cualquier otra, y
aun más, no, pudo dejar de reírse del contraste que ofrecía el señor de
Monthélin con su expresión amable y la inquietud manifiesta que le
causaba la agresión de _Toby_. Así fue como _Toby_, cual si estuviese en
el complot de la señora de Lerne, contribuyó a su-buen éxito con su
humilde contingente.

Después de aquel estreno comprendió Monthélin que una escena de amor era
imposible. Limitose, pues, aquel día a tocar ligera y melancólicamente
lo concerniente al amor, y resignose a acariciar a _Toby_, puesto que no
podía ahogarlo.



V


Al día siguiente, al subir al cupé de su marido para ir a casa de Lerne,
sentíase Juana agitada. Habíale preocupado mucho el traje que llevaría;
después de muchas reflexiones, decidiose a ponerse un traje austero, en
armonía con la gravedad del rol que iba a desempeñar aquella noche.

Púsose únicamente un vestido de terciopelo punzó, obscuro. Era lástima
que sus brazos y hombros quedasen al descubierto en su deslumbrante
desnudez; la severidad de su actitud sufría una alteración. Pero no
podía hacerlo de otro modo.

En la mesa fue colocada a la izquierda de Jacobo, que tenía a su derecha
a la señora de Hermany. Como había acalorado un poco su imaginación
sobre el culto secreto que le consagraba el joven, no dejó de parece ríe
al principio que aquel culto era por demás discreto. El señor de Lerne
apenas le dirigía la palabra, y se consagraba exclusivamente a su vecina
de la derecha. No teniendo otra cosa en qué ocuparse prestó el oído a su
conversación; entre otras cosas, oyó que la señora de Hermany le
reprochaba el poner sobrenombres a todo el mundo.

--Supongo--le dijo--que yo también tendré el mío.

--Sin duda alguna--contestó Jacobo.

--¿Y cuál?--preguntó la joven rubia alzando su frente angelical.

--«¡Agua que duerme!»--dijo el joven, inclinándose un poco hacia ella.

La señora de Hermany se ruborizó; después, mirándole de frente con aire
de niña en su primera comunión:

--¿Y por qué «Agua que duerme»?

--Por nada... es un nombre indio.

--Y yo, señor, ¿tengo también un apodo?--preguntó Juana sonriendo.

--¿Vos?--dijo. Fijó en ella la mirada, saludola ligeramente y añadió en
tono serio:--¡No!

Viéndola un poco turbada, cambió inmediatamente de conversación,
hablando de las piezas nuevas, de los museos, de los países extranjeros
que había visitado, pareciendo hacerle aquellas ligeras observaciones,
únicamente para tener el gusto de oír sus respuestas, y mirándola con
aire grave y dulce, como para animarla a contestarle con exactitud.

¡No había duda! Sí, decididamente algo había de extraordinario. En el
modo de hablarla, escucharla y mirarla, notábase una mezcla indefinible
de bondad y distinción que parecía reservada únicamente para ella. ¿Cómo
ella no se había apercibido antes?... ¡Qué singularidad!... Y tanto más
singular era lo que sucedía, cuanto que ella no era, no, absolutamente
de aquellas a quienes aprecia un hombre semejante. Pero, al fin, era una
fineza de su parte, y Juana desde entonces se consagró con todo empeño e
interés a la tarea de casar a aquel joven que, a pesar de sus malas
compañías, conservaba todavía algunas buenas cualidades.

Pasó revista inmediatamente en su memoria a todas las jóvenes que
conocía y que pudieran convenirle, pero en aquel momento no encontró
ninguna.

Después de la comida, una parte de los convidados pasó a la pieza de
fumar; el señor de Lerne les seguía, cuando su madre le detuvo.

--Jacobo--díjole--, toca tu último vals a la señora de Maurescamp antes
que lleguen los demás convidados; no te lo ha oído, y estoy segura de
que le gustará.

--Os pido que lo hagáis, señor--dijo Juana.

El señor de Lerne saludó y sentose al piano. Tocó el vals nuevo y
algunas otras piezas nuevas que le pidió Juana.

Como sucede casi siempre en tales casos, los convidados, después de
haber escuchado un rato, retiráronse a conversar cada uno por su lado.
La señora de Maurescamp quedó sola como dilettante obstinada, cerca del
piano y de Jacobo, en una de las extremidades del salón.

Cuando el joven hubo terminado una ritornela brillante y paseaba
distraído sus dedos sobre el teclado, Juana creyó llegado el momento
fisiológico:

--¡Qué talento tenéis!--díjole--, y a más, pintáis muy bien, según
dicen.

--Borroneo un poco...

--¡Qué cosas tan curiosas hay en este mundo... cosas
inexplicables!--articuló la joven como hablándose a sí misma.

--¿Soy yo, señora, quien os sugiere esa reflexión?

--Sí, tenéis todos los gustos que pueden detener a un hombre en su
casa... y vivís... en el círculo...

--¡Dios, mío! ¡Vaya!--dijo el señor de Lerne.

--Señor Jacobo--replicó Juana, cuyo abanico se agitó violentamente.

--¿Señora?

--¿Os voy a parecer muy indiscreta?

--¡Soy tan indulgente!...

--Vuestra madre desea veros casado.

--Me lo figuro, señora.

--¿Y vos no lo queréis?

--No, señora, absolutamente.

--¿Tenéis alguna razón para ello?

--Una sola, y es que no conozco una sola que sea digna de mí.

--¡Ah! ¡Mi Dios!

--Es decir, perdón...--replicó Jacobo con la misma gravedad--: estáis
vos... pero vos no sois libre... y por otra parte...

--Por otra parte, ¿qué?--preguntó la joven, tendiendo el arco de sus
cejas.

--Por otra parte... vos, vos misma estáis a punto de caer.

--¡Pero, señor Jacobo!

--Excusadme, es mi opinión.

--¿Por qué?--continuó Juana.

--Por que elegís mal vuestros amigos.

--¿Eso quiere decir, supongo, que hago mal en no elegir al señor Jacobo
de Lerne?

--No... de veras... no. Y, sin embargo, tal cual me veis, había nacido
para comprender y aun para participar de los amores de los ángeles.

--¡Ah! francamente--dijo riendo la señora de Maurescamp--, si he de dar
crédito a las voces que corren, os halláis muy lejos de los amores de
los ángeles.

--¿Qué queréis? Me han desanimado--dijo el señor de Lerne riendo a su
vez--. ¿Me permitís, señora, contaros una historia escandalosa?...

--Me interesará mucho... pero supongo que tendré que irme a la mitad.

--Yo no lo creo. Es una historia que os aclarará muchas... es la de mis
primeros amores... en que me conduje como un miserable... Pero no
anticipemos. Tenía, señora, veintiún años, y por extraño que parezca, no
había amado todavía... Tenía entonces, de las mujeres y del amor, una
idea extraordinariamente elevada, casi santa. Tenía en mi corazón un
verdadero tesoro de abnegación, de amor y de respeto, al que no me era
dado dar una mala colocación. En fin, encontré una mujer a quien amé,
como ella quería ser amada, y que no amó como ella quiso amarme.
Pertenecía al mundo más aristocrático. Estaba mal casada, sobre eso no
hay que decir, y era muy desgraciada, no era joven ya, pero por eso
mismo la amé más todavía, pues había sufrido mucho... Bella en extremo
todavía, aunque rubia; y a más de una honestidad timorata que me
desesperó más de una vez... Porque, en fin, aunque me era sagrada, yo
tenía veinte años... Pero había que respetarla o alejarme de ella...

Nuestras entrevistas eran raras y cortas. Su marido era celoso y la
vigilaba de cerca. Podíamos muy bien darnos algunas citas por los medios
más vulgares. Pero todo lo que era vulgar, todo lo que hubiese podido
degradar nuestro amor, nos repugnaba igualmente a ambos... Los meses se
pasaron en este encantamiento y en esa contrariedad. A pesar de sus
reservas, muy penosas sin duda, que su conciencia me imponía, quizá a
causa de esa misma reserva, sentíame tan enamorado y tan feliz, como se
puede serlo en este mundo; sentía la más grande alegría al dar a aquella
criatura tan querida, toda su felicidad perdida, sin tener ningún
remordimiento serio, porque lo poco que me concedía, habríaselo
concedido a un hermano, y sin embargo, ese poco era para mí la más
suprema voluptuosidad.

En una hermosa noche del mes de octubre, durante las cacerías--éramos
vecinos en el campo--, su marido había ido a pasar veinticuatro horas a
París... A fuerza de súplicas y de juramentos, pude conseguir que me
concediese pasar una hora en su habitación...

--¡Perdón!...--dijo la señora de Maurescamp, levantándose de su
asiento--, ¿si me fuese?

--No, no, no temáis nada.

--La habitación estaba en el primer piso y se abría sobre el parque.
Penetré allí hacia media noche por una ventana un poco alta y de un
acceso bastante difícil a cuyo alrededor había, lo recuerdo, algunos
bejucos y jazmines y clemátides que esparcían por la noche un olor
exquisito, no sé si fue aquel olor un poco capitoso, o la impresión
nueva para mí de aquella habitación personal... pero debo confesaros que
aquella noche estaba menos resignado que nunca a los, escrúpulos
inhumanos que se me oponían... Aquélla fue una escena dolorosa que no
recuerdo sin avergonzarme...

La pobre mujer acabó por arrojarse a mis pies, con las manos juntas,
suplicándome que fuese honrado y preguntándome con lágrimas en los ojos,
si no era feliz, si podría serlo jamás tanto, si podría serlo a expensas
de su reposo, de su honor y aun de su vida... porque ella no
sobreviviría a su deshonra... En fin, ella venció. Yo cedí en parte a
sus lágrimas, en parte a mis propios sentimientos que me decían que no
podía haber más allá de aquella amistad apasionada e inocente... Ella me
lo agradeció besándome como loca las manos y yo salí por donde había
entrado.

Apenas había puesto el pie en la arena del camino cuando me volví para
enviarle un último beso, murmurando: ¡hasta mañana! Vila a la claridad
de la luna parada e inmóvil dentro del marco de la ventana, los brazos
cruzados sobre el pecho, el busto un poco echado hacia atrás. Al envío
del beso, contestó con un ligero movimiento de hombros; en seguida con
su bella voz de contralto que tanto adoraba, dejó caer lentamente estas
palabras: ¡Adiós... imbécil!

Después no he vuelto a verla. Desde aquel momento me cerró su puerta,
su ventana y su corazón.

La señora de Maurescamp habíale escuchado con extremada atención. Cuando
hubo concluido, mirole fijamente:

--¿Y qué consecuencia sacáis de eso?--díjole.

--He sacado por consecuencia que las mujeres honestas eran demasiado
fuertes para mí.

--A la verdad, señor, que si para justificar vuestro desprecio por
nuestro afecto no tenéis más motivos que ese recuerdo de vuestra
juventud...

--¡Oh, tengo otros!--dijo el señor de Lerne.

Pronunció esas palabras con un tono tan singular que Juana lo miró, y
sorprendida quedó de la expresión casi dolorosa que repentinamente había
contraído su frente y sus labios.

--¡Tengo recuerdos atroces!--añadió el joven insistiendo.

Después, con un acento conmovido, añadió:

--Sois una joven llena de bondad y delicadeza, a quien estimo en
extremo, pero esos motivos no puedo decirlos, ni a vos misma.

Levantose Juana algo turbada y alzando su tapado:

--Creo que me comprometo--dijo risueña.

El señor de Lerne se levantó también inmediatamente diciendo:

--Perdón por haberos detenido tanto tiempo.

--¡Pero yo no renuncio!--dijo ella graciosamente al alejarse.

Él se inclinó sin contestar.

La larga conversación de la señora de Maurescamp y Jacobo, no había
dejado de despertar la curiosidad más o menos benévola de los invitados
de la señora de Lerne. Juana se apercibió de ello, y para destruir el
carácter sospechoso que pudiese tener aquella entrevista, dijo en voz
alta a la condesa, que pasaba por su lado:

--¡Ninguna esperanza, señora! ¡He perdido mi tiempo!

La madre de Jacobo, que había observado desde lejos con vivo interés la
fisonomía de los dos interlocutores, no era de la opinión de Juana.
Juzgó, por el contrario, que la joven no había perdido su tiempo y que
todavía había que esperar.



VI


Se sabe cómo empieza el amor. No se sabe absolutamente de dónde nace la
simpatía. Es casi imposible darse cuenta de esos lazos delicados y
complejos que ligan repentinamente dos corazones y dos inteligencias en
ese sentimiento caprichoso. Aunque el atractivo femenino no sea un
obstáculo, no es sin embargo indispensable, puesto que la simpatía se
encuentra con frecuencia entre personas del mismo sexo y que no asusta a
los cabellos blancos.

El acuerdo súbito que se establece entre dos seres hasta entonces
desconocidos uno de otro, esa vivacidad de impresiones recíprocas, esa
buena inteligencia mutua de las miradas, esa facilidad de expansión y
necesidad de confidencia, ¿en qué secreta relación de ideas, y gustos,
cualidades o defectos debemos buscar la causa sutil? Ignorámoslo; pero
ese sentimiento indefinible, ya se habrá comprendido que Juana y Jacobo,
después de su conversación confidencial, no tardarían en experimentarlo.
Aunque separados en apariencia por abismos, aquel libertino cansado y
aquella joven sin mancha se comprendían perfectamente. A pesar de ser
tan diferentes, sentían que había en el fondo de sus almas algo que les
disponía a las mismas impresiones, a las mismas apreciaciones de las
cosas, a las mismas pruebas en la vida, a los mismos goces y a los
mismos dolores.

Todos encuentran seres simpáticos, son las buenas fortunas de la vida
mundana; en la movilidad y extensión de las relaciones parisienses, no
duran con frecuencia más que el espacio de una comida, u otra reunión.
Gustan uno de otro, llegan a exaltarse, confíanse sus secretos, llegan
casi hasta a amarse, y no vuelven a verse hasta el año siguiente.

Hay que empezar de nuevo. Pero entre la señora de Maurescamp y Jacobo de
Lerne no sucedería lo mismo; pertenecían a la misma sociedad y a las
mismas relaciones, y necesariamente tenían que volver en breve tiempo a
su conversación suspendida.

A más de eso, el señor de Lerne, después de haber cavilado dos o tres
días, acabó por decirse que él debía una visita a la señora de
Maurescamp. ¿Por qué quería ella casarlo? ¿Qué misterio era aquél? En
todo caso, era una muestra de interés por su persona que lo obligaba a
una demostración de agradecimiento. Por consiguiente, fue una tarde a
su casa al azar, a eso de las cinco. Encontrose allí con Monthélin,
acomodado cerca del fuego. El señor de Monthélin, que tenía ya demasiado
con la presencia de _Toby_, se exasperó tanto al ver a de Lerne que
perdió su sangre fría ordinaria; persistió contra todas las
conveniencias en prolongar indefinidamente su visita, a tal extremo, que
de Lerne tuvo que tomar el partido de retirarse el primero, aunque
hubiese llegado el último. El señor de Monthélin no ganó gran cosa, y la
excesiva frialdad de Juana, después de la partida de Jacobo, le hizo ver
que había cometido una imprudencia, y para repararla, se apresuró como
es casi seguro, a cometer otra.

--¿Parecéis disgustada conmigo--dijo sonriendo--, porque no he cedido el
lugar al señor de Lerne?

--Naturalmente--contestó la joven--, habíais llegado antes que él, y
quedaros cuando él se va es daros unos aires de dueño de casa a los que
nada os ha autorizado, según creo.

--Es cierto--contestó--, os pido mil perdones; pero ya sabéis que el
sentimiento no razona.

--Hacéis mal. Después de esto, vuestra posición respecto del señor de
Lerne después de vuestro duelo, os impone ciertas atenciones
particulares.

--Es justo; pero, ¿cómo tener valor para alejarme?

--A propósito--interrumpió la señora de Maurescamp--. ¿Cuál ha sido el
motivo de este duelo? ¿Puede saberse?

--¡Oh! nada, habladurías.

--¿Habladurías? ¿Qué habladurías?

--Una palabra hiriente que me refirieron.

--¡Ah! ¿Qué palabra? ¿No queréis decírmela? ¿Preferís que yo la
adivine?

--¿Entonces lo sabéis?--dijo Monthélin.

--Sí, la sé--contestó.

--Qué torpeza, ¿eh?

--Pero no... no tanto.

--¿Supongo que no será él quien os la ha dicho, al menos?

--Es demasiado caballero para hacerlo--contestó Juana.

Viendo el señor de Monthélin que el torneo de palabras no era en ventaja
suya, volvió a pedir disculpas y se retiró.

En virtud del proverbio persa: «No te prodigues y te amarán», las
visitas del conde de Lerne eran en general consideradas por las damas
como pequeñas fiestas por aquéllas que eran favorecidas. La gracia de su
persona, su talento, sus habilidades, y aun el tinte un poco vivo de sus
costumbres, hacíanlo un personaje particularmente interesante. Fue,
pues, para la señora de Maurescamp una verdadera contrariedad que en su
primera visita hallase en su casa tan poco atractivo, y sobre todo, que
se encontrase con Monthélin instalado bajo un pie de intimidad casi
comprometedor.

Sin darse cuenta de cómo podría explicarse con el señor de Lerne sobre
un asunto tan delicado, esperó, sin embargo, impaciente el miércoles
siguiente, esperando encontrarle en la recepción de su madre. Pero al
llegar a casa de la condesa tuvo el desagrado de saber que Jacobo tenía
un fuerte dolor de cabeza que le retenía en la cama. Con razón o sin
ella, creyó ver en esta circunstancia un acto de desdén, o cuando menos
de mal humor para con ella. El aprecio de aquel joven de una vida tan
poco ejemplar había llegado a serle repentinamente tan necesario, que la
idea de dejarle por un tiempo indeterminado bajo una mala impresión, le
era insoportable. En circunstancias excepcionales era mujer de
resolución; reunió todo su valor, y tomando aparte a la condesa, le
dijo:

--Pues bien, querida señora, creo que verdaderamente, he desesperado
demasiado pronto de poder convencer a vuestro hijo... Anteayer vino a mi
casa, y como no es muy visitador, creo que tenía algo serio que
decirme... que quería hablarme del gran asunto del matrimonio.
Desgraciadamente, yo no estaba sola... Lo siento mucho, sobre todo, si
un buen pensamiento le hubiese llevado.

--Nada más probable, hija mía, pero, gracias a Dios, eso no es
irreparable, si queréis, ¿cuándo podrá encontraros, si llega a desear
visitaros nuevamente?

--Si llega a desearlo...--replicó la señora de Maurescamp arrugando su
frente en signo de reflexionar...--Pues bien, veamos... mañana a la
tarde... después de comer... Justamente... mañana a la tarde no
salgo...

--Yo lo informaré, y estad segura de que os adora.

La señora de Maurescamp pasó la mañana del día siguiente arrepentida
amargamente del paso que había dado; su alma delicada y solitaria le
reprochaba su avance. Si el señor de Lerne no venía, ¡qué mortificación!
Si venía, ¿no tendría derecho para creer en una cita? ¿No llegaría a
figurarse que la cuestión del casamiento no era más que un pretexto para
encubrir una provocación audaz?

La tarde llegó; después de comer, el señor de Maurescamp jugaba un rato
con su hijo Roberto en el pequeño salón botón de oro, de su mujer, y en
seguida iba, como era su costumbre, a fumar un cigarro al _boulevard_.

Juana continuó ejecutando febrilmente en el piano, una serie de valses
y mazurcas, mientras que su hijo, vestido de blanco y con cinturón
punzó, daba saltos con su aya inglesa y _Toby_. Oyendo abrir la puerta,
dejó repentinamente de tocar; era un sirviente.

--¿Recibe la señora condesa?

--Sí, ¿quién está ahí?

--El señor conde de Lerne, señora.

--Hacedle entrar.

Alzó a su hijo y le dio un beso, en seguida, sentose gravemente en un
sillón teniéndolo en sus brazos como las madonas tienen a su _bambino_.

Jacobo de Lerne, al entrar, contempló aquel cuadro de santidad, que
hubiera podido hacerle creer, al menos así se lo figuraba Juana, que las
circunstancias eran más serias e importantes que lo que podría haberse
imaginado. Sin embargo, pareció que no se había sorprendido, ni mostrose
contrariado; púsose a acariciar a Roberto, cual si no lo hubiese llevado
otro objeto. Después de algunos minutos, la señora de Maurescamp tomó
el partido de mandarlo a acostar, puesto que no servía para otra cosa.

El niño acababa de salir, cuando una fuerte ráfaga de viento sacudió las
persianas del salón.

--¡Ah! ¡Dios mío!--exclamó Juana--, ¿oís? es una verdadera tempestad y
nieva también, ¿verdad?

--¡Nieva mucho!--dijo Lerne--. Es muy agradable estar al lado de vuestro
fuego, con un tiempo semejante...

--Cuando os digo--replicó Juana riendo--que sois un hombre casero.

--¡Ah! ¡en eso estamos! Pero, señora, decidme al fin, ¿por qué deseáis
tanto que me case? Tan, original idea no, puede ser vuestra... Si he
comprendido bien el otro día, es mi madre quien os la ha sugerido.

--Sí, ciertamente.

--¡Ah!--dijo--, es mi madre.

Quedose pensativo, después de un instante:

--Siento--añadió--no poder hacer lo que mi madre y vos deseáis, pues ya
lo he dicho, no quiero casarme.

--¿Porque no hay en el mundo ninguna mujer digna de vos? Ya es sabido.

--¡Por Dios, señora, permitidme explicaros...! Vos sabéis que en materia
de religión las gentes que menos la practican son las más exigentes y
más austeras. Con nada están satisfechas. Yo, os dicen ellas, si yo
creyese, ya lo veríais... haría esto y lo otro... en fin, la
perfección... Pues bien, yo soy lo mismo en materia de casamiento... Lo
comprendo de tal manera, que creo que nadie es capaz de comprenderlo
como yo... Esta es la razón por que no me caso.

--¿Cómo lo comprendéis? Veamos--dijo la joven en un tono de una ligera
ironía.

--Os reiríais de mí, si os lo dijese.

--Creo que no. Ensayad.

--Pues bien, señora, el matrimonio es para mí el amor por excelencia...
Puede ser que el amor en el matrimonio sea un sueño, pero es el mejor de
los sueños, y si alguna vez se realiza, aunque sea a medias, no debe
haber en el mundo nada más agradable y elevado. Es el único que merezca
verdaderamente el nombre de amor, porque es el único también al que la
idea religiosa le da algo de eterno... El divorcio, de que se habla
tanto este año, me desagrada por eso... Porque le quita al matrimonio el
sentimiento de lo infinito... Ese sentimiento puede ser una traba para
las almas vulgares o para los mal casados. Pero imaginaos dos seres que
se han elegido antes de unirse, que se conocen bien, que se estiman, en
fin, que se aman, y pensad cuánto debe añadir a su felicidad la
certidumbre de su duración sin fin. Es un camino encantado el que
siguen aquellos dos seres. Viendo con arrobamiento que se pierde en los
horizontes sin límites donde el cielo se confunde con la tierra... ¿Os
fastidio, señora?

--No--dijo Juana.

--Pues bien--añadió el señor de Lerne--, no me imagino una existencia
más completa que la de esos viajeros, que son al mismo tiempo dos
amigos. Su ser es doble. Todos sus sentimientos son más vivos, sus
alegrías mayores; sus penas disminuyen. Si son inteligentes, como
supongo, llegarán a serlo más. Si son honestos, serán mejores. Por su
íntimo contacto, por el cambio continuo, por la tierna emulación y el
deseo mutuo de no desmerecer uno de otro. En estos tiempos de
perturbaciones por que pasamos, habría soñado más que nunca en una unión
de una intimidad sin igual entre dos seres igualmente generosos y
delicados, apoyándose y fortificándose el uno al otro, para conservar a
la vez el corazón elevado y los gustos puros... Para mantenerse fieles a
sus antepasados, en cuanto al honor y a los viejos maestros, en cuanto
al arte y poesía. Para admirar juntos lo que es eternamente bello y
despreciar lo que no lo es, para refugiarse en las alturas como en un
arca y hablar allí de todo lo que conmueve el corazón o el pensamiento
de esta hora de los siglos, ¿Qué más os diré?... para poner en común su
creencia... o sus dudas. Para pensar alguna vez juntos en Dios, creer,
buscarlo y llorarlo... ¡Ya veis, señora, que todo esto es puramente
locura!

La actitud de Juana, mientras escuchaba al señor de Lerne, era
encantadora; un poco inclinada hacia adelante, mirábale con sus grandes
ojos admirados, cual si viese surgir ante ella una fuente de delicias, y
sus labios se entreabrían como para beber en ella.

Guando hubo cesado de hablar, vio a la joven secar furtivamente una
lágrima que corría por sus mejillas. Turbado él mismo, por un movimiento
irreflexivo de simpática atracción, le tendió la mano.

Juana retiró suavemente la suya tomando un aire circunspecto.

--Perdón--dijo el joven--, creía que éramos amigos.

--Todavía no--articuló ella.

--¿No tenéis confianza? ¿Parezco yo un hombre que os hace la corte?

--Cada uno tiene su modo de hacerla--dijo ella con imperceptible
sonrisa.

--Confesad que la mía sería singular.

Púsose a jugar con mano febril con algunos objetos que había sobre la
mesa; sus ojos se detuvieron en una fotografía del pequeño Roberto;
tomola y contemplola atentamente.

--Es lindo mi hijo, ¿no es verdad?

--¡Precioso! ¿Por qué lo tomasteis en vuestros brazos cuando yo entré?

--No sé, por casualidad.

--No, no fue el acaso... Queríaisme decir con ello: Si vienes como
amigo, enhorabuena; si vienes como enamorado, he aquí mi respuesta.

--Es verdad... ¿No os parece buena?

--Ninguna otra puede ser mejor--replicó Jacobo cuya voz temblaba un
poco--; y si algo me admira--prosiguió con extraña animación--, es que
las mujeres, en el momento de caer, no las detenga con más frecuencia el
recuerdo de sus hijos... ¿Creen ellas que no llegará un día en que sus
hijos sepan por las habladurías de la gente, su conducta ligera o
culpable? Y el hombre que no respeta a su madre, ¿qué queréis que
respete en el mundo? Faltándole el respeto a su madre, todo le falta,
todo se desmorona... Ya no existe para él el mundo moral... Desde que no
tiene fe en su madre, no la tiene en nada. Su vida es un desencanto
eterno, y si las mujeres pudiesen ver lo que pasa en el corazón de un
hijo desgraciado, en el momento que llega a saber... a sospechar de su
madre...

El señor de Lerne se detuvo oprimido por un sollozo.

Hizo el movimiento desesperado de un hombre que no puede contener sus
impresiones, volvió la cabeza y cubrió sus ojos con sus manos.

Juana, como todo el mundo, había oído hablar de la juventud demasiado
ligera de la condesa de Lerne; y comprendió.

Hubo un momento de penoso silencio. La señora de Maurescamp dejó
violentamente su sillón y avanzando dos pasos tendió la mano al joven.

Jacobo se levantó de su asiento, sus ojos se encontraron, estrechó con
fuerza la mano que se le tendía, saludó y salió.

Aquella brusca partida dejó inmóvil por un instante a la señora de
Maurescamp; dio algunos pasos inciertos por el salón, y en seguida
dejose caer en un confidente, entregada a la más profunda meditación,
sosteniendo con la mano su cabeza y enjugando a intervalos las lágrimas
que caían lentamente de sus ojos. ¿Por qué lloraba? En la turbación en
que aquella escena la había dejado, no se daba cuenta ella misma de sus
lágrimas.

El sonido del timbre en el vestíbulo hízola repentinamente contraer sus
cejas; algunos momentos después la puerta se abrió para dar paso al
señor de Monthélin.

--He sabido por el señor de Maurescamp que no salíais hoy y me he
atrevido...

--Sois muy amable... Acercaos al fuego, pues.

Una mirada había bastado al señor de Monthélin para conocer que Juana
había llorado. No era la primera vez que sorprendía un síntoma igual, en
una mujer abandonada de su marido, y tenía por costumbre, no sin razón,
augurar de ahí, favorablemente respecto a sus pretensiones.

Justamente en esos momentos, el señor de Maurescamp, desertando del
cuerpo coreográfico, hacía ostentación de sus relaciones con una amazona
americana, Diana Grey, cuya aparición en el circo de Invierno había sido
uno de los acontecimientos de la estación. Desde algunos días se la veía
conducir alrededor del lago un par de caballos negros, cuya procedencia
nadie ignoraba. El señor de Monthélin creyó, pues, que aquella
circunstancia debía tener alguna relación secreta con el estado de
tristeza en que veía a la señora de Maurescamp.

El sobrenombre grotesco con que Jacobo de Lerne había gratificado al
señor de Monthélin puede hacer creer al lector que este personaje tenía
algo de ridículo, pero nada menos que eso. Era, en efecto, un seductor
muy serio y muy peligroso. Tenía para con las damas el prestigio
singular de los hombres de buena fortuna; y parecíale menos vergonzoso
el ser seducida por él que por algún otro. Era bien formado, alto y
valiente, y sin tener lo que se llama talento, poseía, a fuerza de
aplicación y gusto por su oficio, una habilidad temible para adivinar
las ocasiones y aprovecharse de ellas. Sabía mejor que nadie, que hay en
la vida de las mujeres esas horas de enervación y de presión moral,
horas, por decirlo así, sin defensa, de las que un hombre de penetración
y atrevido sabe sacar terribles ventajas. Es así como se explica que
mujeres distinguidas lleguen a ser algunas veces presa de la más vulgar
de las galanterías.

El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora de
Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia
y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos
instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención
distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba
recostada y,

--Apenas me escucháis--dijo--. ¿Qué tenéis?

--Nada.

--¿Habéis llorado?

--Puede ser.

--¿No soy vuestro viejo amigo, para recibir la confidencia de vuestras
penas?

--Yo no tengo penas... No sé lo que tengo...

Tomole con firmeza las dos manos acercándose más y mirándola fijamente.

--¡Pobre hija mía!--dijo a media voz--, ¡si supieseis cuánto os amo!

Al mismo tiempo sintió Juana que el brazo de Monthélin rodeaba su
cintura. Despertose como de un sueño, levantose y rechazándole
violentamente exclamó:

--¡Ah, mi pobre señor! Si supieseis qué mal momento habéis elegido.

No había como equivocarse sobre el acento de su voz y la expresión de su
semblante, el sentimiento que la animaba era claramente el del desdén
más frío e implacable. El señor de Monthélin debió convencerse de que
aquella ocasión habíala olfateado mal. Sólo le quedaba hacer una
retirada honrosa.

--Creo--dijo--que el señor de Lerne sale de aquí... Vamos ¡él se venga,
es en buena guerra!

--Tomó su sombrero, se inclinó profundamente y ganó la puerta.

Juana, al quedarse sola, comprendió por primera vez, el peligro real y
odioso que había corrido casi inconscientemente. Diose cuenta de que en
pocos días, tal vez en algunas horas, por desalientos, por indolencia,
habría llegado a ser, sin amor, sin amistad, sin excusa, la víctima
inerte y estúpida de aquel cobarde libertino. Comprendió cuan cerca se
había hallado del borde de aquel abismo y lo lejos que de él se hallaba
en aquel momento. Díjose que las lágrimas que había derramado eran
lágrimas de felicidad; y como transportada de alegría, echando hacia
atrás con sus dos manos su abundante cabellera, murmuró:

--¡Estoy salvada!



VII


Es inútil decir a nuestros lectores, y sobre todo a nuestras lectoras,
que desde aquella tarde, y sin más explicaciones, se estableció una
amistad regular y de las más estrechas, entre Juana de Maurescamp y
Jacobo de Lerne.

Juana entró desde entonces en una nueva faz de su vida, llena de
delicias. Sentíase renacer; volvía a tener ilusiones, creencias, y esos
impulsos entusiastas que habían encantado su juventud; recobraba sus
alas. Veía realizado su sueño en aquel sentimiento que la ligaba para
siempre al señor de Lerne. Sus almas habíanse tocado en un momento
dado, en puntos tan sensibles y delicados, que habían quedado como
imantadas. No tardaron en convencerse ambos de que sólo vivían en
aquellos momentos en que se hallaban juntos. Comprendíalo ella en la
radiante expresión de Jacobo, así que la veía, en la tierna expresión de
su voz, en la presión suave y respetuosa de su mano. Veía su empeño en
encontrarse con ella siempre que podía, sin comprometerla, y estábale
reconocida, tanto por sus demostraciones como por sus escrúpulos. Notaba
que sus gustos habían cambiado y que se había hecho mundano para
complacerla, más que todo, por su lenguaje y maneras reservadas para con
ella. Jamás una palabra de galantería, pero sí una confianza absoluta y
la deferencia lisonjera de elevar la conversación cuando se dirigía a
ella, demostrándole de ese modo tan galante, sin decirle una palabra,
que con ella no podía hablarse vulgaridades como a las demás, porque
estaba mucho más arriba de todos y de todas.

Un día supo que había roto sus relaciones con Lucy Marry. Tal noticia,
la encantó y la alarmó al mismo tiempo. Aquel sacrificio, hecho en honor
suyo, ¿no la comprometería demasiado? Reprochose tomarle toda su vida,
cuando ella no podía consagrarle la suya. Para tranquilizar su
conciencia, resolvió heroicamente volver a impulsarle al matrimonio,
empleando toda su elocuencia. Recordole en consecuencia, que su misión
era casarle, que eso para ella era una cuestión de honor.

--Por otra parte--añadió--, cierta tarde me habéis expuesto unas teorías
sobre el matrimonio, que me parecen muy edificantes; sería lástima que
tan bello programa no se convirtiese en realidad, alguna vez siquiera en
la vida.

--¿Pero no veis que trato de realizarlo con vos?

Ruborizose la joven mirándole con cierta timidez.

--Supongo que no temeréis nada, tengo a vuestro hijo entre los dos.
Aunque no lo quisiera, no podría ser sino vuestro amigo, lo demás sería
deshonrarme ridículamente a vuestros ojos y a los míos. Sería un
verdadero tartufo... ya veis que es imposible...

--¡Gracias a Dios! Pero paréceme a mí imposible que la amistad pueda
únicamente llenar la vida de un hombre. Considerome cruelmente egoísta
en usurpar vuestra existencia por tan poco.

--Señora--contestó alegremente Jacobo--, no os aflijáis por eso; os
aseguro que no soy digno de lástima. Tengo algo de místico, y en otros
tiempos hubiera hecho como algunos jóvenes, que a consecuencia de
ciertas tempestades de la vida, se encerraban en un claustro o en las
Tebaidas del Port-Royal. Y por cierto que ellos no encontraban una amiga
como vos. Os lo digo, seriamente, vos sois para mí, mi refugio y mi
salvación. Hay todavía en mí un desborde de vida, del que he podido
tomar mi parte, pero al fin, estoy saciado... Saciado hasta el extremo.
Sentíame como sumergido en el fango... En una palabra, ansío un ideal
elevado y aun austero, y lo encuentro en el sentimiento que experimento
por vos; y este sentimiento, que es el amor, mucho me lo temo, es
también una religión. Pero podéis estar tranquila, y sobre todo... sed
feliz. Amadme un poco y no hablemos más de esto. Voy a leeros una página
de vuestro querido Tennyson, el más casto de los poetas. No puede venir
más al caso.

Otra noche, algunos meses después, era ella quien tranquilizaba al
joven. Debía ella partir a la mañana siguiente con su madre y su hijo
para Dieppe, donde iba a pasar algunos días. El señor de Lerne había ido
a despedirse. Aunque la separación debía ser corta, no le fue dado dejar
de sentirse emocionada y sin fuerzas. Temiendo manifestar demasiado
sentimiento, llevó la reserva hasta mostrarse fría. Admirado de su
actitud concentrada y algo burlona, el señor de Lerne púsose también
silencioso y disgustado. Cuando se dieron la mano para despedirse, notó
Juana en su mirada una singular expresión de inquietud y desconfianza.

--Apuesto--dijo la joven sonriendose--que adivino vuestro pensamiento.

--Veamos.

--Os preguntáis si no voy yo a decir a mi turno como aquella dama:
«¡Adiós, imbécil!»

--Es cierto... y en verdad que tendríais razón para hacerlo, pero somos
un par de locos.

--¡Ah! ¡Desgraciado! no digáis eso... no lo penséis siquiera... ¡Os
estoy tan agradecida, por el contrario! ¡Os debo tanto, amigo mío!...
Mirad, os voy a decir una cosa que os sorprenderá mucho... según creo,
pero en fin, voy a decírosla... pues bien, vos me habéis salvado. ¡Sin
vos, estaba perdida!... Ahora podéis estar seguro de que no deseo
perderme con vos... ¡Ah, amigo mío, caeríamos de tan alto! Pensadlo
bien... Seríamos mil veces más culpables que otros, nos
envileceríamos... ¿No es verdad? Quedémonos, pues, donde estamos... Os
amaré más, os estimaré, os bendeciré, amigo mío, desde el fondo de mi
alma, y, ahora, adiós, querido imbécil. Escribidme.

Era así como se fortalecían mutuamente cuando se sentían débiles.

Empeñada en dar a sus relaciones un carácter cada vez más serio y
elevado, la digna joven habíale pedido a Jacobo que le trazase un plan
de estudios y lecturas. Decía que aquello era para que él no se
aburriese demasiado a su lado. Jacobo pasó el tiempo de su ausencia
ocupado en formarle una biblioteca en que los escritores del siglo XVII
tenían una colocación especial, entre las obras de crítica moderna, y
las numerosas colecciones de Memorias históricas. Esto fue el asunto de
su correspondencia durante la permanencia de Juana en Dieppe. A su
vuelta, consagrose a su biblioteca con ardor, y desde entonces hubo un
lazo más entre ellos, el del discípulo con el maestro, porque el señor
de Lerne, que era instruido y letrado, era para la joven un guía y un
comentador, del mismo género. Desde entonces, sus conversaciones, sus
admiraciones simpáticas, y aun sus discusiones sobre literatura o
historia, añadieron mayor interés a su tierna intimidad.



VIII


Ese género de amistades reparadoras, que son el sueño de tantas mujeres
mal casadas, o cuando menos de las mejor casadas, necesitan
indudablemente para conservarse puras, de caracteres excepcionales, y
también de ciertas circunstancias como las que habían ligado a Juana de
Maurescamp con el señor de Lerne. Pero en fin, esos amores heroicos no
carecen de ejemplos en el mundo, aunque el mundo no crea en ellos. El
mundo no gusta de estos méritos que traspasan los límites comunes, que
son los suyos. A más, los amores inocentes, son los que menos se
ocultan; desdeñando la hipocresía, dan margen más fácilmente a la
maledicencia. Nadie extrañará, pues, que la gente juzgase con su
escepticismo e indelicadeza acostumbrada, las relaciones de una
naturaleza tan pura como las que se habían establecido entre aquellos
jóvenes.

El hombre menos capaz de comprender un afecto de esa especie, era
ciertamente el barón de Maurescamp. Aunque fuese muy celoso, más por
amor propio que por su amor a Juana, nunca se había ocupado de
desconfiar de su amigo Monthélin, quien, sin embargo, tan cerca se había
hallado de comprometer su honor, pero en cambio, con el tacto habitual
de su cofradía, no dejó de abrir desmesuradamente los ojos, ante la
intimidad irreprochable de su mujer con Jacobo de Lerne. Detestaba por
instinto al joven, quien le era superior en todo sentido; muchas veces
había sido su rival en las regiones del mundo galante, donde la
distinción de la inteligencia y la elevación de los sentimientos
conservan siempre su prestigio. Pareciole demasiado duro al señor de
Maurescamp el tenerle por rival hasta en su interior conyugal, y hay que
convenir en que si él no hubiese sido el menos recto y el más culpable
de los maridos, su susceptibilidad en aquella ocasión habría sido de las
más disculpables.

Juana habíase apercibido más de una vez del mal humor con que su marido
soportaba las asiduidades del señor de Lerne, pero fuerte en su
conciencia, habíase preocupado poco de ello. Sin embargo, durante su
permanencia en Dieppe, varias veces intentó mostrarle las cartas que
recibía de Jacobo, a fin de tranquilizarlo respecto al carácter amistoso
de sus relaciones. Para convencerlo mejor, ingeniose tan bien varias
veces para hacerlo permanecer en el salón entre ella y Jacobo, tratando
de alejar de sus relaciones hasta la sombra de un misterio. Pero todos
sus afanes estuvieron muy lejos de alcanzar el éxito que deseaba. El
señor de Maurescamp no se encontraba bien; sentíase irritado del papel
secundario que desempeñaba en tales ocasiones; encogíase de hombros,
decía dos o tres bromas groseras y se marchaba. A pesar de todo, la
verdad tiene tanta fuerza, que a veces sentíase inclinado a creer que
sus relaciones eran en efecto puramente sentimentales. Pero no por esto
sentía un odio menos reconcentrado y violento, y que no esperaba sino
una ocasión para manifestarse.

Desgraciadamente, la ocasión no tardó en presentarse. Como lo hemos
dicho ya, hacía cerca de un año que el señor de Maurescamp estaba
enamorado de Diana de Grey, joven amazona americana, que entonces
llamaba mucho la atención en París. Esta criatura, hija de un acróbata
de baja esfera, y sumergida en el fango, no dejaba por esto de poseer la
belleza pura y fresca del lirio. Pálida, delgada, elegante, de una
perfección plástica, de una depravación singular, a la que unía la
ferocidad anglo-sajona, reunía, pues, todas las cualidades apropiadas
para subyugar a un hombre como el señor de Maurescamp. Así, pues,
habíale inspirado una de esas pasiones terribles y serviles que son en
general el privilegio de los viejos, pero que los jóvenes depravados
experimentan algunas veces como anticipación hereditaria. Primeramente
le había conquistado con su gracia y su fama, y acabó de subyugarle con
los caprichos fantásticos con que lo atormentaba. Hay hombres que, como
la mujer de Sganarelle, gustan de que se les castigue. El señor de
Maurescamp era de este número, y fue al respecto, servido a su gusto
por la graciosa americana. Si lo hubiese querido, habríale hecho pasar a
latigazos por uno de esos arcos de papel, por donde ella pasaba todas
las noches en el circo; pero prefirió hacerse regalar un lindo hotel en
las cercanías del Bosque de Bolonia con todo lo necesario para vivir en
él confortablemente. Mediante esta compensación, comprometiose a que,
una vez terminado su compromiso, renunciaría a su carrera artística, y
colmaría los votos del señor de Maurescamp.

En los primeros días de abril de 1877, esta singular persona tuvo la
idea de estrenar su casa convidando algunos de sus amigos a un almuerzo.
Ella misma hizo la lista de los convidados, y con gran disgusto del
señor de Maurescamp, el nombre del señor de Lerne se hallaba también
inscripto; conocíalo ella apenas, pero había oído hablar mucho de él,
puesto que había dejado en la alta bohemia parisiense una reputación de
amable compañero y de caballerosidad. Jacobo había roto completamente
con la sociedad en que Diana Grey era una de las estrellas; pero
temiendo, sin razón, herir la susceptibilidad de Maurescamp, si rehusaba
la invitación de su querida, aceptó.

Diana Grey colocó al señor de Lerne a su derecha, y desde el principio
del almuerzo, ocupose de él de una manera muy marcada. Jacobo hablaba
perfectamente el inglés; y ella gozaba de conversar en un idioma que el
señor de Maurescamp no tenía la ventaja de poseer. Jacobo hacía todo lo
posible por substraerse a las amabilidades demasiado expresivas de su
vecina y trataba de hablar en francés; pero ella no quería y volvía
resueltamente a hablar en inglés, vaciando a su salud copas llenas de
«pale ale», mezclada con Oporto. Al mismo tiempo lanzaba miradas
despreciativas y provocadoras a Maurescamp, que se hallaba frente a ella
en la mesa, y que estaba visiblemente contrariado.

Las mujeres de la especie de Diana Grey, toman represalias salvajes de
los hombres que las compran.

El almuerzo fue un poco frío. La dueña de casa parecía la única que se
divertía francamente. Cuando hubieron concluido, Jacobo de Lerne,
pretextando una cita por negocios, se apresuró a substraerse a aquella
situación enojosa.

Diana Grey, así que se hubo ido, encendió un cigarrillo, y tendiéndose
en un diván a la americana bebió su Oporto. Apercibiose entonces de que
Maurescamp estaba disgustado, y para componer las cosas, le dijo, con
ligero acento:

--Mi gordo «boy», es muy interesante el amante de vuestra mujer... tengo
un capricho por él, ¿sabéis?

--¿Estáis ebria, Diana?--dijo Maurescamp poniéndose muy encendido--.
Estáis ebria, y os olvidáis de quien habláis.

--¿Porque hablo de vuestra mujer? ¿Pues no me habláis vos también de
ella, querido amigo? Me habéis dicho que era un hielo... ¡Un hielo! ¡Ah,
qué bueno! ¿y habéis creído eso? ¡pobre ángel! Es una cosa sumamente
graciosa que todos los maridos crean que sus mujeres son de escarcha...
¡Pero nosotras sabemos que son todo lo contrario para sus amantes!

Y continuó arrojando bocanadas de humo de su cigarrillo por entre sus
labios rosados.

--Está completamente ebria--dijo uno de los convidados a Maurescamp. Y
es lástima, pues sin eso sería perfecta.

Una hora después, cuando todos hubiéronse ido, Diana confesó
secretamente a Maurescamp, que en efecto, estaba ebria, y que por
consiguiente, todo lo que había dicho, no debía tomarse en cuenta;
después de lo cual pidió perdón y lo obtuvo.

Pero la señora de Maurescamp no obtuvo el suyo. Hacía ya mucho tiempo
que su marido no la amaba, y mucho tiempo que había comenzado a odiarla.
Porque en esa clase de desinteligencia, es raro que el desacuerdo se
detenga en la indiferencia. Las odiosas y cínicas palabras proferidas
públicamente por Diana eran, por otra parte, elegidas expresamente para
exasperar al señor de Maurescamp. Sin tener mucha imaginación, tenía la
bastante para figurarse a su mujer, que no había tenido sino frialdades
y desprecios para él, abandonándose en brazos de otro a los vivos
transportes de la pasión, y esa imagen, desagradable para cualquier
otro, lo era en supremo grado para un hombre vanidoso, altanero, y tan
engreído y sanguineo como era el señor de Maurescamp. No se detuvo a
pensar que podía ser algo injusto el hacer depender el reposo, el honor
y la vida de su mujer, de aquella habladuría de su querida en estado de
embriaguez. Sentía rebosar en su pecho los sentimientos de despecho,
celos, y odio que se condensaban hacía tanto tiempo contra su mujer y
contra Jacobo de Lerne, y resolvió poner término a sus relaciones,
vengándose a un mismo tiempo de ambos.

La ocasión para un duelo pareciole especialmente oportuna, los
incidentes del almuerzo podían suministrarle un pretexto especioso, que
tendría la doble ventaja de dejar el nombre de su mujer fuera de las
querellas y asegurar a él la elección de las armas. Era hábil en el
manejo de la, espada, y aunque bravo por naturaleza, no se sentía con
humor de despreciar aquella ventaja.



IX


Bajó a los Campos Elíseos, mascando un cigarro apagado, viéndolo todo
color de fuego.

Veinte minutos después entraba al Círculo y encontrábase allí con
algunos de los convidados de la mañana; entre otros a los señores de
Monthélin y Hermany. Encerrose con ellos en un saloncito reservado.
Díjole que se consideraba ofendido por la actitud observada por el señor
de Lerne en casa de Diana Grey, por su afectación en hablar en inglés,
durante el almuerzo, sabiendo, como sabía, que él, el dueño de la casa,
no entendía aquel idioma, y finalmente, por su conducta en general,
impertinente y provocadora.

Los señores de Monthélin y Hermany, perfectos caballeros, aunque algo
les faltara, no hicieron observación alguna contra la poca importancia
de los cargos, comprendiendo que era únicamente un pretexto para ocultar
otros más serios y legítimos.

El señor de Maurescamp añadió: que tenía por sistema terminar tal clase
de negocios lo más pronto posible, para evitar la publicidad, y, sobre
todo, la intervención tan terrible de las señoras. Rogó, por
consiguiente, a aquellos señores que fuesen inmediatamente a verse con
el señor de Lerne, y arreglasen aquel asunto que confiaba a su amistad.

El señor de Monthélin manifestó que su duelo con de Lerne le inhibía de
aceptar la misión que quería confiársele. En consecuencia, el señor de
Maurescamp pensó en otro de sus amigos, el señor de la Jardye,
igualmente miembro del Círculo, y a quien Hermany fue a buscar en una
sala contigua. El señor de la Jardye gustaba mucho de las ocasiones que
le permitían darse importancia. Trató, sin empeño alguno, únicamente por
la forma, de hacer oír algunas palabras conciliadoras; pero había sido
de los que asistieron al almuerzo de Diana Grey, y acabó por declarar,
que puesto que le tomaban su parecer, su opinión era que en aquella
ocasión habían pasado al señor de Maurescamp cosas muy difíciles de
tragar, y por consiguiente, estaba a las órdenes del señor de
Maurescamp.

Mientras tanto, el señor de Lerne se hallaba muy lejos de imaginarse la
fiesta que le armaban. Paseose tranquilamente por el bosque, según su
costumbre, y a las diez entró en su casa. Encontrose con las tarjetas de
la Jardye y Hermany bajo un sobre cerrado, con estas palabras escritas
con lápiz:

«Venidos por asuntos personales del barón de Maurescamp.--Tendrán el
honor de volver a las diez y media.»

No tuvo que reflexionar mucho para adivinar de lo que se trataba. Aunque
ignoraba las infames palabras de Diana después de su partida, no había
escapádosele la irritación de Maurescamp durante el almuerzo, y diose
cuenta inmediatamente de la verdad de la situación. Maurescamp
aprovechaba aquel primer pretexto que se le presentaba para satisfacer
su odio de marido celoso, sin comprometer a su mujer.

Nada tenía que decir a esto. Escribió a sus amigos Julio de Rambert y
Juan de Evelyn, inglés este último; hizo llevar las cartas
inmediatamente y tuvo el gusto de verlos llegar algunos minutos después
de haber recibido a Jardye y Hermany.

Dejó solos a los cuatro testigos y permaneció a su disposición en la
pieza contigua.

El asunto era de los que no se disputan largo tiempo, porque todos los
interesados saben que bajo motivos ostensibles se oculta otro, que es el
verdadero, y que por común acuerdo todos saben que no puede ser
discutido ni contestado. A los agravios alegados por los señores de
Jardye y Hermany en nombre del barón, los señores Rambert y Evelyn
contestaron en el de su cliente, que tales agravios eran imaginarios,
pero puesto que el señor de Maurescamp se consideraba ofendido, el señor
de Lerne, no podía dejar de inclinarse ante su apreciación. Los señores
de Maurescamp y de Lerne, deseaban, a más de eso, que el asunto
terminase lo más pronto posible, para evitar la publicidad.

En cuanto a la elección de las armas, los testigos del señor de Lerne no
estuvieron menos conformes. Jacobo les había confiado bajo el sello del
secreto algo muy delicado. En principio habíales dicho: «Acepto la
espada, lo acepto todo; pero vosotros sabéis que fui herido en el brazo
derecho, cuando mi duelo con Monthélin; a consecuencia de esta herida,
tengo un poco de debilidad en este brazo; es poca cosa, y tal vez
depende del estado de la temperatura, pero, en fin, tal vez no me
moleste en el terreno. No puedo valerme de este pretexto porque es
visible. Me ven tocios los días tocar el piano con mano firme, y podrían
creer que invento una escapada para librarme de la tizona de Maurescamp,
que tira muy bien. Pero si podéis obtener la pistola, por medio de
algún argumento honorable, sería muy conveniente para mí.»

Esforzáronse, en consecuencia, en demostrar a los testigos de
Maurescamp, que, planteada como estaba la cualidad de ofensor y
ofendido, quedaba en realidad dudosa entre los combatientes. La
provocación dirigida por Maurescamp al señor de Lerne, a causa de un
incidente cuya futilidad no podía desconocerse, ¿no tenía en sí un
carácter excesivo que se asimilaba a una verdadera agresión? Parecíales
entonces justo y conveniente que la elección de las armas recayese en
aquel que había sido provocado, hasta cierto punto gratuitamente, o a lo
menos que la elección se librase al azar. Los señores de la Jardye y
Hermany contestaron con fría urbanidad, que no podía cuestionarse
seriamente aquella transposición de papeles, en tan desgraciado asunto,
y que la negativa persistente en reconocer los derechos de su cliente a
su calidad de ofendido, equivalía por parte del señor de Lerne a una
acusación de reparación, que no podía de ninguna manera entrar en sus
intenciones. Los señores de Rambert y Evelyn no creyeron deber insistir
más.

Discutiose mucho después sobre si los testigos del señor de Lerne
obraban bien o mal.

Unos pretendían que, estando impuestos de su enfermedad, por ligera que
fuese, no podían permitir el combate, en condiciones evidentemente
desiguales: otros, más competentes, según parece, tienen como primer
deber que observar religiosamente las instrucciones de su mandato, que
les confía, en primer lugar, su honor, en segundo lugar su vida.

Fue, pues, convenido que el combate sería a espada y que a la mañana
siguiente se encontrarían a las tres de la tarde, en Soignies, sobre la
frontera belga.

Jacobo oyó sin emoción aparente el resultado de la conferencia;
agradeció a aquellos señores sus buenas intenciones y sus esfuerzos;
díjoles alegremente que esperaba salir bien, a pesar de esto, y dioles
cita para la mañana siguiente a las siete en la estación del Norte.

Así que se quedó solo, tomó un aire serio justificado por las
circunstancias. Por un sentimiento de delicadeza muy natural, pero
excesivo, no había querido confesar ni aun a sus amigos el verdadero
estado de su brazo herido: la verdad era que todo ejercicio violento, y
sobre todo el de la esgrima, determinaban en aquel desgraciado brazo un
malestar y un entorpecimiento que debían dar una gran ventaja a un
tirador tan consumado como el señor de Maurescamp. El señor de Lerne
pensó en esta circunstancia, con entereza, pero, aunque no se sintiese
intimidado, ni se creyese un hombre muerto, no dejó de conocer, que iba,
sin embargo, a afrontar un gran peligro.

Hizo sus disposiciones, en consecuencia. Por fortuna, su madre pasaba
aquel día en el campo, amábala, aunque había sufrido mucho por ella; y
considerose feliz en que la casualidad le evitase la contrariedad de su
presencia. Pero faltábale pasar aquella misma noche por otra prueba tan
dolorosa, o tal vez mayor que aquélla. La señora de Hermany daba un gran
baile, y hacía mucho que habían convenido entre él y Juana encontrarse
en él. Esa misma mañana habíanse renovado la promesa en el bosque.

Por más de una razón vio de Lerne que no podía dejar de ir al baile.
Creía que su ausencia inquietaría a Juana si por acaso hubiesen llegado
a sus oídos los rumores de duelo; su presencia y actitud la
tranquilizarían. Pero, ante todo, parecíale que el buen nombre de su
amiga le imponía aquel sacrificio heroico, y, a más, el señor de
Maurescamp había tomado a su querida y no a su mujer como pretexto.
Creyó, pues, que el mejor medio de asociarse a sus intenciones, y
desconcertar al público, era mostrarse esa noche con la señora de
Maurescamp en los mismos términos de siempre. Aunque haciendo un gran
esfuerzo, hízolo como un deber de delicadeza.



X


Escribió dos cartas, una para su madre y otra para Juana, y a las once
apareció risueño en el hotel de Hermany.

El dueño de casa, testigo de su adversario, abrió tamaños ojos a la
aparición de aquel convidado inesperado; pero repúsose pronto y
recibiolo ceremoniosamente, encontrando, como lo dijo después, que
aquello era perfecto, irreprochable, y que probaba un estómago de
privilegio. La rubia señora de Hermany, más bella, más misteriosa y más
perversa que nunca, vio que el señor de Lerne buscaba a alguien en la
multitud y, mirándole fijamente, le dijo breveniente: «Segunda puerta
ala izquierda. En el invernáculo, bajo del tercer palmero a la derecha,
y decid después que no soy buena...»

Jacobo saludó gravemente, y siguió la indicación. Penetrábase al
invernáculo por dos arcadas de las cuales una estaba ocupada por la
orquesta. El invernáculo era otro gran salón de cúpula, ofreciendo
magnífico conjunto de enormes jarrones azules realzados por adornos de
oro, dobles cajas de plantas, estatuas medio ocultas bajo el ramaje,
divanes rodeados de taburetes, y banquillos esparcidos bajo los grandes
abanicos de las palmeras, de los bejucos colgantes con sus pálidas
flores color de cera, y de las hojas barnizadas y espesas corolas
blancas de las magnolias. Un ambiente cálido de la zona tropical
saturaba el aire, y de vez en cuando oíase salir un murmullo de colmena,
que a veces se elevaba como para dominar los ecos bulliciosos de la
orquesta.

En uno de estos grupos, bajo del tercer palmero, a la derecha, hallábase
Juana de Maurescamp escuchando distraída a tres o cuatro suspirantes de
distintas edades. Al apercibir a Jacobo esparciose por su semblante esa
sonrisa plena que las mujeres reservan para sus hijos o sus amantes, y
que los maridos ven raras veces. Aquella sonrisa bastó para tranquilizar
a Jacobo y convencerle de que ningún ruido había llegado a los oídos de
Juana.

A la llegada del conde de Lerne, los astros secundarios que habían
girado a su alrededor se eclipsaron sucesivamente con un sentimiento
mezclado de disgusto y deferencia; porque, aunque calumniando
generalmente a Juana por sus relaciones con Jacobo, generalmente también
sentían que había algo que tenían que respetar. Pero antes de quedarse
solo con Juana, Jacobo había tenido tiempo de hacerse algunas
reflexiones amargas; parado frente a ella, parecíale, tanto le había
sorprendido su elegante belleza, que la veía por la primera vez. Llevaba
con la castidad de Diana la moda indecorosa de aquella época, y mostraba
fuera de su estrecha bata obscura, su busto casi entero y su brazos
flexibles y puros. Sus negros cabellos, colocados algo bajos como los de
las diosas, hallábanse algo torcidos simplemente en un rodete que caía
sobre su nuca. Su cabeza, un poco echada hacia atrás, a causa de su
peso, enderezábase un poco rígida en una actitud algo altiva y
triunfante. Sentíase bella y gozábase de ello, dejando entrever la
blancura de sus dientes, por entre la púrpura de sus labios ligeramente
abultados. Al mirar a aquella criatura encantadora, animada por todas
las gracias de la inteligencia y de la pasión, sintiose Jacobo animado
por un impulso casi brutal de deseo, pesadumbre y enojo; habíala
respetado, echose aquella violencia. ¡Había tenido aquel heroísmo loco!
y ¿cuál era su recompensa?

Con la extraña rapidez de percepción que caracteriza a la mujer, creyó
Juana sorprender algo de lo que pasaba, en la mirada riente y turbación
del joven; un ligero rubor cubría su frente, hizo girar su abanico y
levantando la cabeza con cierta timidez medrosa:

--¿Qué tenéis?--díjole--. ¿Por qué me miráis así?

--¡Estáis tan bella!--contestó Jacobo bajando la voz--. ¡Me hacéis mal!

--Eso pasará--dijo Juana riendo--. Vamos, amigo, nada más al respecto,
¿para qué? ¿volvéis al materialismo?

--Sí, pasablemente en este momento.

--Me entristecéis, ¿sabéis?

--Pero, en fin--dijo sentándose--, al fin no soy un puro espíritu.

--Pues bien, yo lo soy--dijo riéndose como una niña--, y estoy encantada
de serlo; a más, es culpa vuestra.

En seguida, con tono serio y penetrado:

--¡Ah!--dijo--, si yo estuviese segura de que erais feliz, amigo mío,
¡cuan feliz sería yo también! En esto pensaba antes que llegaseis.

--¿Es usted verdaderamente feliz?--preguntole el joven con voz algo
conmovida.

--¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz!...--replicó ella con una graciosa efusión--: y
por usted, puede vanagloriarse. Hay momentos en que me asusto de mi
felicidad; paréceme que es demasiada. Imagínese--prosiguió bajando un
poco la voz--: amo, soy amada, y todo esto sin remordimientos, en paz
con el presente y sin ningún temor para el porvenir... porque, gracias a
Dios y a usted, amigo mío, podré ver sin terror aparecer la primera
arruga, que es el espectro y el castigo de los amores vulgares. Estoy
segura de que envejeceré sin pena... casi con alegría... Porque, siendo
menos joven tendré más libertad, estaré menos sujeta a las
conveniencias, más cerca de usted... menos comprometedora, en fin...
Así, por ejemplo, pienso con delicia que podremos viajar juntos... Y
para eso hay que envejecer; pero, entretanto, si supiese cómo se han
transformado para mí el mundo y la vida, desde que soy amada, como deseo
serlo... Puede estar orgulloso del milagro que ha hecho. Parece que ha
modificado, elevado, purificado mis instintos... todo mi ser... que me
hubiese enseñado... ¿cómo lo diré? el origen divino de las cosas,
enseñándome a ver, a comprender el lado bueno de todo lo que he dicho...
de cuanto veo y cuanto siento... Así es que, gozando como nadie en el
mundo, mis alegrías son celestiales... Placeres de los ángeles. Todo lo
que pasa a mi alrededor aparéceme bajo una nueva luz, y todo revestido
de una belleza desconocida para mí... Es una niñería, pero hace un
momento que paseándome por el bosque miraba los árboles... que pasaban
antes desapercibidos y decíame: «¡Qué cosa tan bella es un árbol, qué
sólido es, qué elegante, cuan lleno de vida!...» No hay un solo objeto
en la naturaleza, desde la más ligera hierba, que no me cause
admiración, y me deje en éxtasis. Estoy segura... ¿no lo cree usted
también? de que todas las cosas de este, mundo tienen dos fases, la una
material y hasta cierto punto vulgar que es visible para todos; la otra,
misteriosa e ideal, que es el secreto y la revelación de Dios, y la que
veo con los ojos que es su obra de usted, amigo mío.

Mientras la escuchaba, sufriendo secretas agonías, la fisonomía de
Jacobo había ido tomando una expresión dulce y seria.

--Sí--dijo al fin, lentamente y la voz algo alterada mirándola con una
ternura infinita--, sí, debe haber un Dios y una vida mejor... y almas
inmortales, puesto que hay un ser como usted...

--¿Pero, qué tiene? ¡Gran Dios!--exclamó de pronto.

Creyó que estaba indispuesto: habíase puesto repentinamente en extremo
pálido, y su mirada, dilatada en el espacio, estaba fija como ante una
aparición aterradora. Volviéndose bruscamente apercibió al señor de
Maurescamp, apoyado en el marco de la puerta de entrada al invernáculo;
mirábalos fijamente y sus ojos y facciones encendidas demostraban tanta
cólera, que el señor de Lerne se levantó inmediatamente temiendo algún
acto de violencia.

El señor de Maurescamp avanzó entonces a pasos mesurados, luchando
evidentemente contra el desencadenamiento de sus pasiones; sin embargo,
observado por todos, y bajo la impresión del silencio en que quedó todo
el salón, consiguió moderar su impulso, y llegando donde estaba su
mujer, díjole con voz ronca y contenida:

--Vuestro hijo está enfermo... Venid.

Juana dio un ligero grito, hízole algunas preguntas precipitadas, pero
conociendo en su actitud y lenguaje que la enfermedad del niño no era
sino un pretexto, siguiole sin añadir una palabra más.

El señor de Maurescamp, después de haber estado un momento en la Opera,
había regresado al Círculo, y sabido allí por casualidad la presencia
del conde de Lerne en el baile de los Hermany. Sabía que su mujer debía
ir a él. Como no tenía ninguna delicadeza en sus sentimientos ni en su
corazón, ni aun se le ocurrieron los motivos honorables que habían
dictado el proceder de Jacobo. No vio otra cosa que un insolente alarde
de que su mujer era cómplice, e inmediatamente se trasladó al hotel
Hermany, sin ningún plan preconcebido, y sólo impulsado por un
sentimiento de odio y de enojo que no debía detenerse ante ninguna
consideración ni aun ante un escándalo público. Como se ha visto,
gracias a una suprema inspiración, no lo fue tanto como se temió, pero
sí lo bastante para empañar para siempre, en un minuto, el honor de su
mujer y el suyo.



XI


Mientras se esparcía por los salones, entre cuchicheos y risas, la nueva
de la desaparición de Juana, arrebatada por su marido, el señor de
Maurescamp sentábase bruscamente al lado de su mujer en su cupé. Desde
que no tuvo testigos dejó de hablar de su hijo. Aquel silencio y su
actitud airada no podían dejar a la pobre mujer la menor ilusión.
Sentíase atemorizada.

Sentía ese estupor de una persona herida por el rayo, en el esplendor de
su existencia, en su honor, en su inocencia; la indignación de una mujer
honesta públicamente insultada, el temor vago de una catástrofe
desconocida, próxima y terrible. En su tribulación sin nombre,
permanecía silenciosa, esperando que él hablase; pero en vano; y el
trayecto bastante corto de la Avenida Gabriel a la Avenida de Alma, se
pasó sin que una palabra se hubiera cambiado entre ellos.

Juana, sin embargo, empezaba a despejar su espíritu, naturalmente
valeroso, del caos de sentimientos en que la primera sorpresa la había
sumergido. Atravesó con paso firme, a la vista de tres o cuatro criados
inmóviles, el gran vestíbulo sonoro de su palacio, y subió la escalera,
silenciosa, pero llegado que hubo al primer descanso de la escalera de
sus habitaciones, se apercibió de que su marido seguía adelante:

--Perdón--le dijo--; hacedme el gusto de entrar ahí, tengo que hablaros.

Dudó unos instantes; como la mayor parte de los hombres, no gustaba de
explicaciones, pues en realidad era un carácter violento, más bien que
fuerte; el acento tranquilo de su mujer le imponía, aunque le irritaba.
Siguiola, pues, pero con más enojo que antes.

Cerró la puerta, pasó al saloncito que estaba antes de su dormitorio y,
volviéndose hacia el barón y mirándole:

--Y bien, ¿qué es lo que hay?--dijo.

--Lo que hay, es que mataré a tu amante mañana por la mañana, eso es lo
que hay.

Ella juntó sus manos haciéndolas chocar con estrépito, y continuó
mirándole, con los labios entreabiertos como excitando.

--Hace mucho tiempo--replicó Maurescamp jurando e irritándose a sí mismo
con la violencia de su lenguaje--; hace mucho que me están ustedes
provocando... que ambos me ultrajan... que me cubren de ridículo... eso
va a concluir.

--Es usted un desgraciado loco--dijo Juana con dulzura--. Yo no tengo
amante... pero sepamos... ¿qué es lo que quiere decir? ¿Ya a provocar en
duelo al señor de Lerne?

--No hay que provocar, es cosa hecha--contestó con el mismo acento de
fanfarronería grosera--; mañana nos batimos.

La joven volvió a juntar sus manos, y dejó oír un gemido sordo.

Su marido pareció apercibirse de su brutalidad, y prosiguió precipitando
las palabras y casi balbuciente:

--Es claro que no tenía la intención de prevenirle... eso no entra en
mis habitudes... pero usted lo ha querido... me ha obligado a ello... me
precipita... Es él a más quien ha colmado la medida esta noche...
Continuar haciendo la corte públicamente a la esposa cuando se bate al
día siguiente con el marido, es indigno de un caballero... es innoble.

--El señor de Lerne no me ha cortejado ni esta noche, ni nunca--dijo
Juana con energía--, al menos como usted lo comprende. Su honor, es
usted quien lo ha comprometido; su duelo con el señor de Lerne sería una
locura... una mala acción... un crimen... porque, se lo juro por Dios y
por la vida de mi hijo... que jamás ha sido para mí otra cosa que mi
amigo.

--¡Se entiende!--replicó Maurescamp en tono de burla--. ¡Vamos, creo que
esto es ya bastante y aún demasiado! Y dio algunos pasos hacia la
puerta.

Pero Juana, poniéndose delante:

--No, se lo suplico, no se vaya aún... ¡si supiese usted lo que es para
una mujer... que ha sufrido, que a más ha luchado... resistido, pero que
al fin ha permanecido honesta, pura, fiel, y que se ve no sólo
sospechada, sino más todavía, condenada, castigada con este cúmulo de
injusticia y de dureza! ¡Si supiese usted lo que pasa entonces por la
cabeza de esta desgraciada! ¡Si supiese usted lo que podría hacer de mí,
aunque no me agradezca nada tratándome... de imprudente, cuando más,
como si fuese la causa de todo!

--¡Ah! basta--repuso el conde con dureza, procurando desasirse.

Pero ella le retuvo todavía, empujándole suavemente delante de sí, con
ademán suplicante; recostose el barón en la chimenea con la actitud
resignada del verdugo.

--Ya sabe usted--dijo Juana--, tan bien como yo misma, la historia de
nuestro pobre menaje... Poco tiempo me amó usted, amigo mío...
seguramente por culpa mía... yo no le agradaba... mis gustos no eran los
suyos... todo lo que hacía... todo lo que a mí me gustaba, usted lo
rechazaba... Me ha abandonado... buscó sus placeres, nada más natural...
Conocía usted que nada podía decirle puesto que no tenía el poder de
retenerle. Pero yo era más joven entonces, amigo mío, pues ya hace años
de eso, y entonces, sí, corrí peligro, se lo confieso. Sola en el mundo,
descorazonada, enervada, sin sostén... rodeada de malos ejemplos,
entregada a malos consejeros, perseguida y casi pervertida por gentes
que no sospecha... sí, hubo un momento en que me sentí sin corazón, sin
virtud, y próxima a caer... Pues bien, es la amistad que me ha
salvado... esta amistad de que me hace un crimen... El señor de Lerne ha
sido para mí...

--¡Un hermano!--interrumpió el señor de Maurescamp con el mismo tono de
ironía insultante.

--¡Sea!--replicó Juana animándose--, un hermano... si así lo quiere...
Pero, en fin, él me ha salvado, esto es lo que hay de cierto. Cuando iba
a tomar gusto por los placeres prohibidos, es él quien me ha vuelto al
de los placeres permitidos... Y si su mujer no es hoy una mujer mundana,
es quizá a él a quien lo debe usted... y quiere usted matarle, ¿es eso
justo y honorable? Diga.

--Justo o no, haré lo que pueda; se lo prometo; vamos, déjeme.

--Pero ¡gran Dios! qué hombre es usted, si no me cree... y si creyéndome
persiste en sus designios de odio y de venganza... No, no, no dejará de
hacer usted un llamado a su razón, a su justicia y a su lealtad... No
quisiera herirle, Dios lo sabe... pero en un interior como el nuestro,
en una situación como la mía... ¿qué quiere que una joven haga de su
tiempo, de su corazón, de su pensamiento y de su vida?... Usted tiene
sus queridas... déjeme siquiera mis amigos... y puede estar seguro de
que tendrá que elegir entre los amigos confesados, y los amantes
ocultos.

--Pero, decididamente--exclamó el señor de Maurescamp--, ¿qué es lo que
quiere usted? ¿qué me pide? Prentende, acaso, ¡esto sería demasiado
fuerte! que vaya a tender la mano al señor de Lerne, excusarme con él, y
pedirle que vuelva a reanudar sus relaciones con usted?

--Sí--contestó con energía...--eso es lo que le pido. Sin excusas, se
entiende; y al pedirle esto, le pido una cosa enteramente justa,
honorable y sensata... porque en realidad es el único medio de reparar
el mal que ha hecho a su honor y al mío... Es el único medio de imponer
a las calumnias, a las que ha dado origen con su conducta de esta noche,
y a las que este duelo daría un carácter irreparable de verdad. Si es
capaz de hacer justicia a su mujer inocente, la verdad tiene mucha
fuerza, le creerán, y yo, amigo mío, si pudiera comprender lo agradecida
que le quedaría, con cuán piadoso respeto se lo probaría, respetando en
adelante sus susceptibilidades, que tal vez he descuidado demasiado...
¿y quién sabe, también si esa acción generosa, no sería entre nosotros
un nuevo vínculo?... Probados los dos por la desgracia, mejor instruidos
por, la experiencia... y los pesares... ¿quién sabe si nuestros
corazones no se unen?... ¡quién sabe! ¡bah! de usted dependería, se lo
aseguro... llegar a ser para mí mi mejor, mi único amigo.

--Todo esto es muy bello, sin duda--dijo el señor de Maurescamp,
enderezándose dentro de su corbata--, pero es puramente novela...
¡Siempre ese miserable espíritu de romanticismo que les pierde a todas!

--¡Ah, mi Dios!--replicó la pobre mujer, vertiendo lágrimas...--pues
bien, ¿qué es lo que queréis? decid, ¿qué exige?... ¿que despida al
señor de Lerne, que no le vea más?... ¿que le sacrifique esta amistad, y
cuantas pueda tener en adelante? Sea, se lo prometo... me comprometo a
hacerlo... viviré sola... viviré como pueda... a más, mi hijo crece...
me ocuparé de él... él será mi amigo... Sí, así será... se lo juro, y
cumpliré mi palabra... Pero, por favor, por favor, amigo mío, no lleve a
efecto ese duelo... No hay razón, no hay motivo para ello; es una
monstruosidad, se lo aseguro. ¡Mire, se lo pido de rodillas!

Y echose a sus pies, desatinada y llorosa.

--Se lo pido con las manos juntas... con todo mi corazón, con todas mis
lágrimas... sed bueno... se lo ruego; tened compasión, no me
desespere...

--¡Vamos, ahora es melodrama!--dijo Maurescamp, rechazándola.

--¡Ah, desgraciado!--exclamó la joven levantándose, y enjugando sus
ojos; y tomándole violentamente las dos manos añadió con voz contenida:

--No sabe usted lo que hace, no, no lo sabe; no le diré que mate, sería
demasiado decirle, pero usted me condena.

Y soltándole con ímpetu las manos:

--Puede irse--dijo--, ¡adiós!

El señor de Maurescamp salió.

Permaneció la joven por algunos momentos agobiada y como anonadada sobré
el tapiz, el cabello en desorden, la mirada fija y seca, agitando una
mano por intervalos, con un movimiento de extravío. Fue sacada de aquel
abatimiento por algunos ligeros golpes dados a la puerta de su salón.
Levantose inmediatamente. Era su camarera, anunciándole que la señora de
Lerne deseaba hablar un momento con la señora baronesa.

--¡La señora de Lerne!

--Sí, señora... ¿Diré que la señora está un poco enferma? La señora no
tiene buen aspecto.

--Hazla entrar.

La señora condesa de Lerne apareció, lívida, la mirada extraviada,
todas las líneas de su cara hundidas, y convulsas. Sin fijarse desde
luego en el desorden en que se hallaba Juana, fue hacia ella con el paso
rígido de un espectro y dijo clavándole la vista:

--¡Su marido se bate mañana con mi hijo!

--Lo sé--contestó Juana--; acaba de decírmelo.

--¡Ah!--replicó amargamente la anciana señora--. ¿Acaba de decírselo?
¡Es el acto de un cobarde!

--Sí, pero usted, ¿cómo lo sabe?

--Por Luis, el viejo criado de mi hijo, que ha sospechado algo hace
poco, y que después ha oído toda la conversación de los testigos.

--¿Y usted sabe, señora--replicó Juana--, que no hay nada malo entre su
hijo y yo?

A la verdad que aquello era nuevo para la vieja condesa. Y en su
tribulación, no pudo disimular una especie de sorpresa candorosa:

--Pero, entonces--dijo--, ¿no hay pruebas?

--¿Pruebas de qué? ¡Puesto que no hay nada!...

--¿Y su marido no ha querido creerla?

--No.

--Entonces, ¿nada hay que esperar?

--¡Nada!

La señora de Lerne dejose caer en un sillón y quedó inmóvil, muda,
inerte. Después de un silencio, Juana se le acercó.

--¿Su hijo está en su casa?

--Sí.

--¿Su carruaje está abajo?--insistió Juana--. Pues bien, partamos... iré
con usted... quiero verle.

Mientras hablaba, cubría su cabeza con un velo y envolvíase en sus
pieles.

La señora de Lerne se levantó indecisa.

--¿Es prudente lo que hace?

--¿Qué cosa peor puede suceder?--dijo Juana con un gesto de suprema
indiferencia, induciéndola a salir.

La condesa vivía en la Avenida Montaigne. En un momento estuvieron allí.
Mientras iban, impuso a Juana con palabras entrecortadas de todo lo que
sabía, de la causa aparente del duelo, del nombre de los testigos, del
arma elegida, de la hora y lugar de la cita.

Era cerca de la una de la mañana, y Jacobo terminaba sus últimas
disposiciones, cuando vio con estupor abrirse violentamente la puerta de
su biblioteca y dar paso a Juana.

--¡Ah, Dios mío!--exclamó--. ¡Usted... es posible!

--Sí, lo sabemos todo, su madre y yo--dijo Juana sofocada--, y he
venido, he querido venir... aquí estoy.

--¡Mi madre también!...--murmuró Jacobo--. ¡Ah, qué contrariedad!...
¡Qué desagrado! Pero, ¡pobre amiga mía! ¿qué viene a hacer aquí? Se
pierde.

--Lo sé--contestó dolorosamente dejándose caer en una silla--, pero he
querido verle una vez más.

Y sollozaba.

--Querida señora... hija mía...--dijo él con dulzura; tomándole la
mano--; reponeos; se lo pido, y volved pronto a su casa... Esté usted
segura de que este duelo no tendrá consecuencias funestas... Entre dos
hombres que saben tirar, y que son casi de la misma fuerza, un duelo no
es más que un asalto sin peligro.

--¡Ah, le odia tanto!

Las lágrimas la sofocaron.

--De modo que esto ¡se acabó! ¡Se acabó para siempre! ¡Oh, qué
injusticia! ¡Dios mío! ¡qué injusticia!

--Querida hija mía--repuso Jacobo--, retírese, se lo pido... ¿supongo
que no tratará de quitarme la calma en este momento? ¿No es cierto?...
Decidle a mi madre también, que le suplico que sea razonable, que no hay
ni la sombra de un peligro, ni la sombra... si quiere dejarme tranquilo.

--Pues bien--dijo Juana levantándose--. Adiós, pues, adiós; mucho nos
hemos querido, ¿no es verdad?

--Sí, hija mía, sí.

Mirolo algunos instantes sin hablar, y acercándose un poco:

--Sí--repitió.

Y presentándole su frente:

--Bésame ahí--dijo--, a fin deque, si mueres, tengas a lo menos eso.

Jacobo depositó un beso en los cabellos de Juana, y sosteniéndola con un
brazo, condújola fuera de la habitación hasta las primeras gradas de la
escalera.

--Pronto, a su casa--díjole besándole la mano precipitadamente.

Y alejose.



XII


La señora de Maurescamp volvió pronto a su casa, conducida por la señora
de Lerne. Su ausencia había sido corta. Sus criados no vieron nada de
extraordinario y su imprudente paso quedó ignorado de su marido.

Hacia las cinco de la mañana acababa de adormecerse, quebrantada por el
cansancio y las emociones, cuando la despertó un ruido que se sentía
arriba de su cabeza. Sentía pasos y roces sordos, sobre el piso;
comprendió que su marido procedía anticipadamente a los preparativos del
viaje.

Un momento después oyó el rodar de un carruaje por el patio, después
bajo la bóveda de la entrada; había partido.

Levantose. Su cabeza ardía. Abrió una de las ventanas que daban al
jardín y cruzó sus brazos sobre la baranda. El aspecto del cielo, de las
nubes, de las paredes, de las primeras hojas, todo tomaba a sus ojos un
aspecto extraño y fantástico. Escuchaba vagamente el alegre murmullo de
una bandada de gorriones que saludaban el amanecer de una bella mañana
de primavera.

Salió bruscamente de su contemplación para ir a presidir, como tenía por
costumbre, el levantarse de su hijo y su arreglo matinal. Prolongó
aquellos cuidados lo más posible, tratando de hacerse la ilusión de un
estado de cosas regular y tranquilo.

Cuando la mañana avanzó, su soledad, en medio de las ansias que la
devoraban, llegó a serle intolerable, y decidiose a llamar a su madre.
Su ternura generosa había trepidado hasta entonces en hacerla
participar de aquellas horas angustiosas. Pero sentía que perdía la
cabeza. Informó, pues, a la señora de Latour-Mesnil de lo que pasaba,
por medio de un billete que le envió con un expreso.

Si la madre de Juana hace mucho que no figura en las páginas de este
relato, es porque no teníamos nada que decir que el lector no haya
adivinado. Una palabra bastará, sin embargo, para llenar este vacío.

La señora de Latour-Mesnil se moría poco a poco, a causa del bello
casamiento que le había hecho hacer a su hija. Sufría de una afección al
hígado, complicada con graves desórdenes del corazón. Era en vano que
Juana, no solamente no le hiciera reproches, ni aun le confiase nada.
Era demasiado mujer, y demasiado madre; había sufrido demasiado ella
misma, para que pudiera engañarse sobre la verdad de las cosas, y no se
perdonaba la extraña ceguedad con que había entregado a su hija a un
destino peor que el suyo.

Algunas madres se consuelan del amor oficial de sus hijas con la
felicidad de contrabando que les conocen, o que les suponen. Tales
consuelos no eran para la señora de Latour-Mesnil, y si algo podía,
agravar más el dolor y los remordimientos de haber entregado su hija a
una desgracia irreparable, era la mortal aprensión, de que tal vez la
había entregado tan bien al deshonor.

Muchas habían sido sus perplejidades al respecto, y el solo día feliz
que la pobre mujer hubiese tenido, en muchos años, era el reciente en
que su hija, viendo su inquietud por su relación con el señor de Lerne,
le había saltado al cuello exclamando:

--¡Mira como te abrazo!... no lo haría así, si fuese culpable. ¡No! ¡no
me atrevería!

La señora de Latour-Mesnil, a quien el billete de su hija había dado la
primera noticia sobre el duelo del señor de Maurescamp con el señor de
Lerne, llegó a casa de su hija a eso del mediodía. Primeramente entre
las dos mujeres hubo más lágrimas que palabras. Después de los primeros
desahogos, sintiose Juana más aliviada al contestar a las preguntas
reiteradas de su madre, refiriéndole lo que sabía sobre las
circunstancias del desafío, los incidentes del baile, la escena entre
ella y su marido y hasta su visita precipitada a casa de Jacobo.

Mientras hablaba con una volubilidad febril unas veces caminando, otras
sentada, no dejaba de lanzar rápidas miradas alrededor de la chimenea.
Ella sabía que el duelo debía efectuarse a las tres y media. A medida
que la hora fatal se aproximaba, sentíase más agitada, pero hablaba
menos; su andar maquinal de un salón a otro, se aceleraba; su semblante
se encendía, y sus labios no hacían sino articular por intervalos
algunas exclamaciones de niña:

--¡Oh mamá!... ¡mi pobre mamá!... ¡qué crueldad!... ¡qué injusticia!...
¡qué injusticia!... ¡Dios mío!

Su madre, alarmada por su estado de exaltación, se levantó y trató de
llevarla a su dormitorio.

--Ven a tu cuarto, hija mía--decíale--, vamos a rezar.

--¿Rezar? ¡madre mía!--le dijo Juana con dureza--. ¿Y por quién quiere
que rece? ¿Por mi marido o por el otro?... ¿Quiere que sea hipócrita o
sacrílega?

--¡Ah! ruega por tu pobre madre, que tiene tanta necesidad de
perdón--exclamó la señora de Latour-Mesnil arrodillándose y ocultando
su frente entre las manos.

--¡Madre, madre mía!--dijo Juana levantándola con fuerza, y
estrechándola contra su corazón. ¿Qué tengo que perdonarle? ¿no me he
engañado yo también?

--Tú podías engañarte... ¡Pero yo!... yo, tu madre, tu consejera, tu
guía; instruida por la vida. ¡Ah, cuán culpable he sido! ¡Cuán culpable
en no haber elegido mejor para ti! Para ti tan digna de ser feliz,
¡pobre hija mía!... A ti, que eres tan honesta, ve a donde te he
conducido.

--Pero soy siempre digna, madre mía--dijo Juana, distraída.

Repentinamente, mostrole con el índice la esfera del reloj. La señora de
Latour-Mesnil vio que eran las tres; una sonrisa nerviosa crispaba los
labios de Juana. Tomose del brazo de su madre y se paseó sin pronunciar
una palabra. Suspiraba profundamente de tiempo en tiempo.

Después de algunos momentos:

--Probablemente ya todo habrá concluido--dijo--, porque para esas cosas
son muy exactos, y duran poco tiempo, según dicen... pero lo que hay de
terrible es que no sabremos nada hasta de aquí a dos o tres horas. He
hecho una cosa, que quién sabe si la aprobará usted... pero, ¿a quién
podía dirigirme para tener noticias? Me era imposible esperar hasta
mañana, porque el señor de Maurescamp, naturalmente, no me escribirá...
Por eso, le he rogado a Luis, el viejo sirviente del señor de Lerne, que
me envíe un despacho, así que todo haya terminado.

La señora de Latour-Mesnil, anonadada, no contestó sino por un
movimiento indeciso.

En ese momento sintieron el timbre del vestíbulo que daba a la
habitación del conserje. Como la puerta del hotel había permanecido
rigurosamente cerrada toda la mañana, aquel anuncio de una visita
parecioles singular.

--¡Ya!--murmuró Juana, acercándose vivamente a una ventana que se abría
sobre el patio--. ¡Ya! ¡es imposible!

Corrió la cortina y reconoció en el personaje que subía la escalera de
la galería, a un maestro de esgrima, o más bien a un preboste nombrado
Lavarede, que tenía por costumbre venir al palacio tres veces a la
semana para tirar las armas con el señor de Maurescamp. Muy celoso de su
habilidad en la esgrima, a pesar de frecuentar asiduamente la sala de
armas, ejercitábase también en su casa, tal vez para no hacer sabedor al
público de todos los secretos de su manejo.

La aparición de aquel hombre, en medio de los pensamientos que
preocupaban a Juana y a su madre, las llenó de admiración y alarma.
Interrogábanse en voz baja con inquietud, cuando un sirviente se
presentó a la puerta del salón, y dijo:

--Señora, es el señor de Lavarede, el maestro de armas, que no sabía que
el señor barón estuviese de viaje, y pregunta si el señor barón estará
muchos días ausente, y si podrá volver pasado mañana.

--Decid que no sé, que se le hará prevenir.

El sirviente salió.

Después de algunos momentos de reflexión, la joven lo volvió a llamar.

--Augusto--le dijo--, deseo hablar al señor Lavarede... hazle entrar en
el comedor, voy a bajar.

Y volviéndose a su madre:

--Venga conmigo--añadió--, quiero hablar dos palabras con ese hombre...
después iremos al jardín... nos hará bien... hace muy buen tiempo...
venga.

Bajaron dándose el brazo y se encontraron en el comedor con un hombre
como de cuarenta años, que tenía la apostura dura y correcta de un
militar, en traje de particular.

--Caballero--le dijo la señora de Maurescamp, con una voz un poco
temblona--, deseo hablarle... Mi marido partió esta mañana para
Bélgica... parece que ignora usted el motivo de su viaje...

--Sí, señora, lo ignoro.

--¿Los sirvientes no le han dicho nada?

--No, señora.

--Tal vez ellos mismos lo ignoran; ha pasado todo tan rápidamente...
Pues bien, señor, la causa de ese viaje, ¿la sospecha usted, la adivina,
sin duda, en el estado de tribulación en que nos ve a mi madre y a
mí?... ¡A estas horas el señor de Maurescamp se bate en duelo! El
maestro de armas sólo contestó con un ligero movimiento de sorpresa y un
serio saludo.

--Señor--replicó la señora de Maurescamp, cuya palabra era al mismo
tiempo precipitada e indecisa--, señor, ya comprenderá nuestra
ansiedad... ¿Puede decirnos algo para tranquilizarnos?

--Perdón, señora, ¿puedo saber quién es el adversario?

--El adversario es el señor de Lerne.

--¡Oh! en ese caso puede estar bien tranquila.

Juana miró fijamente a su interlocutor.

--¿Tranquila?... ¿por qué?

--El señor conde de Lerne, señora--añadió el preboste, es uno de los que
frecuentan nuestra sala, lo era al menos... conozco perfectamente su
fuerza... tiraba muy bien, y hubo un tiempo en que hubiera podido luchar
con el señor barón... pero después de su duelo con Monthélin ha perdido
mucho... se cansa pronto, y no es dudoso que el señor barón dé pronto
cuenta de él. Pienso, pues, que la señora puede estar tranquila.

--Entonces--dijo Juana después de una pausa--, ¿usted cree que va a dar
muerte al señor de Lerne?

--¡Oh, matarle! espero que no... pero indudablemente le herirá o le
desarmará, lo que es más probable, sobre todo si la querella no es muy
seria.

--Pero, en fin, señor--replicó la joven balbuceando--; ¿usted cree...
está seguro, que no tengo nada que temer por mi marido?... ¿que no puede
ser herido?

--Estoy persuadido de ello.

--Bien, señor... gracias; le saludo, señor.

Siguiole con la vista, hasta que hubo salido, y tomando después la mano
de su madre:

--¡Ah, madre!--dijo--. ¡Siento que me voy volviendo criminal!

Las puertas ventanas del comedor se abrían al nivel del jardín. La madre
y la hija entraron en él y se sentaron juntas en un banco rodeado de
lilas cuyas hojas empezaban a brotar. Apenas sentada Juana exclamó:

--Madre mía, después de lo que ha dicho ese hombre, si le mata... será
un verdadero asesinato...

--Hija mía querida, te ruego que te calmes; ¡me haces tanto mal, tanto
mal!... A más, lo que ha dicho ese hombre es por tranquilizarnos...
porque, en fin, tu marido no es un monstruo, y entre gente de honor, no
pueden suceder ciertas cosas. Si el señor de Lerne sufre realmente del
brazo, si su brazo está debilitado...

--Sí--dijo Juana--, muchas veces me he apercibido de ello.

--Puen bien--prosiguió la madre--, tu marido lo habrá notado
inmediatamente y se habrá contentado con desarmarle.

--¡Ah, madre mía, le odia tanto! ¡nos odia tanto a los dos!... y no es
bueno, a más de eso; ¡es malo!

Sin embargo, se adhirió a aquel pensamiento que le sugería su madre: eso
es bastante verosímil, si el señor de Maurescamp era hombre de honor,
como el mundo lo entiende... no querría abusar de la desigualdad de
fuerza... después, habríase acordado durante el viaje de todo lo que
ella le había dicho... habría reflexionado más a sangre fría, habría
llegado casi convencido de su inocencia... casi tranquilo... menos ávido
de venganza...

Sentía también en todo lo que la rodeaba una influencia benéfica y
tranquilizadora; sentíala en el silencio de aquel jardín con sus altos
muros enclaustrados, en el aire puro y en el azul del cielo. En el olor
de las plantas, y en la suavidad de un bello día, que ya declinaba. La
imaginación no puede sino difícilmente asociar las ideas de violencia y
escenas de sangre, a la tranquilidad encantadora de la naturaleza y a
los que respiran el bienestar del campo y sus jardines, que ese
bienestar debe reinar por todas partes.

El tiempo corría, mientras tanto, sin ninguna nueva emoción; las
anteriores iban calmándose un poco, Juana y su madre, tomadas de la mano
y sin hablar sentíanse como adormecidas por un suave entorpecimiento de
los sentidos.

Era un poco más de las cinco de la tarde, cuando Juana se enderezó
repentinamente; había vuelto a oír resonar el timbre del vestíbulo.

--Esta vez sí... ahí está--dijo.

Dos minutos pasaron; Juana y su madre estaban paradas con la vista fija
en la puerta del vestíbulo. Un sirviente apareció con una bandeja en la
mano.

--Es un despacho para la señora--dijo.

--Dadme--dijo Juana adelantándose dos pasos.

Esperó que el sirviente se hubiese retirado, y, sin abrir el telegrama
miró a su madre.

--¡Déjame abrirle!--murmuró la señora de Latour-Mesnil tratando de tomar
el telegrama.

--No--dijo la joven sonriendo--, tendré valor. ¡Bah!

Rompió el sobre azul. Apenas hubo echado una mirada sobre su contenido,
cuando se le cayó de las manos; su mirada quedó fija, sus labios se
agitaron convulsivamente; abrió en cruz sus brazos, dio un grito
prolongado que se sintió por todo el palacio y cayó redonda sobre la
arena a los pies de su madre.

Mientras que los criados acudían al oír aquel grito siniestro, la señora
de Latour-Mesnil, desatinada, se arrojaba sobre su hija, y al mismo
tiempo que le prodigaba sus cuidados, levantaba febrilmente el
telegrama.

Esto fue, lo que leyó:

      «Soignies, tres y media.

»El señor Jacobo, herido mortalmente, acaba de sucumbir.--Luis.»



XIII


Seis meses después, a mediados de octubre del mismo año de 1877, nos
hallamos con el señor y la señora de Maurescamp, instalados maritalmente
en la Venerie, magnífica propiedad situada entre Creil y Compiègne, cuya
adquisición la había hecho el señor de Maurescamp diez y ocho meses
antes. Era gran cazador, y en Venerie había mucha caza, lo que le había
determinado a comprar aquel dominio, para no tener que alquilar cacería
por un lado o por otro, todos los años. Tenía invitados para el
principio de la estación de la caza, a un gran número de amigos, entre
otros a los señores de Monthélin, Hermany, de la Jardye y Saville, con
los cuales la señora de Maurescamp llenaba perfectamente bien los
deberes de castellana, con gracia y aun con alegría. Creíase
generalmente que su alegría estaba de más, y que después de haber sido,
hacía tan poco tiempo, con razón o sin ella, la causa de la muerte de un
hombre, debía sentir, o, cuando menos, aparentar alguna tristeza. Pero
el corazón de una mujer tiene secretos impenetrables.

A consecuencia del duelo que había terminado de un modo tan fatal para
el conde de Lerne, ningún argumento, ningún ruego, habrían podido
determinar a Juana Maurescamp a permanecer bajo el mismo techo conyugal
y esperar en él a su marido. Esa noche se refugió en casa de su madre,
llevándose valerosamente a su hijo. La señora de Latour-Mesnil tuvo la
delicada misión de negociar con el señor de Maurescamp las cláusulas y
condiciones de una existencia temporaria, y arreglada a las
circunstancias. Halló a su yerno menos recalcitrante de lo que ella
esperaba; a él mismo no le disgustaba el no afrontar la presencia de su
mujer tan en seguida concediendo que tal vez por simples sospechas había
procedido con demasiada ligereza e ido demasiado lejos.

Nadie siente una gran satisfacción en haber muerto a un hombre; y el
señor de Maurescamp, por poco sentimental que fuese, no dejaba de
experimentar ciertos remordimientos, que se adivinaban en las
disposiciones conciliadoras que manifestó a la señora de Latour-Mesnil.
Convínose, pues, en que la señora de Maurescamp quedaría con su hijo, y
que acompañaría a su madre primeramente a Vichy y después a Suiza y
Vevey, donde pasarían el verano. Mientras tanto, los sentimientos de uno
y otro se calmarían, modificándose, tanto más, cuanto que en todo
aquello no había habido sino una serie de errores.

Aquel duelo había ocupado a París durante ocho días.

La catástrofe final llegó a producir un movimiento de opinión favorable
a la reputación de la señora de Maurescamp; había, entre la crueldad de
aquel desenlace y las ligeras imprudencias de conducta que podían
reprocharse a Juana y al señor de Lerne, una desproporción tal, que se
impuso a todos y desarmó a la calumnia. La opinión general fue que el
señor de Maurescamp se había mostrado feroz e implacable, para con un
hombre que no tenía más crimen, según se creía, que el haber dado
lecturas con su mujer. Estos rumores y apreciaciones de las gentes,
tranquilizando la vanidad del barón y lisonjeando su orgullo,
contribuyeron a la reconciliación de los esposos.

La señora de Maurescamp manifestose en los primeros tiempos
completamente rebelde a toda idea de reconciliación. Pero después de dos
o tres meses pasados en un estado de estupor desesperado, pareció
despertarse repentinamente bajo la impresión de nuevas reflexiones.
Declaró a su madre que cedía a sus consejos, que volvería a casa de su
marido y que sólo pedía algunos meses de retardo.

--Es necesario--dijo, no sin un resto de amargura--dejar tiempo para que
se le sequen las manos.

Desde entonces su humor cambió completamente; parecía gozan: con la vida
y el porvenir presentarle algún interés, bastante para reanimar un poco
su actividad y su espíritu.

Volvió, pues, a reunirse a su marido a fines de septiembre y entró en su
casa tan naturalmente, cual si volviera de un viaje. A decir verdad, el
señor de Maurescamp pareció el más embarazado de los dos. Por otra
parte, nunca habían tenido la costumbre de las grandes expansiones; por
consiguiente, nada parecía cambiado entre ellos; tocó sonriéndose la
mano que él le tendió a su llegada, y la salud de su querido Roberto, su
buen aspecto, su crecimiento rápido, diéronle un asunto fácil de
conversación, que allanó todas las dificultades. Algunos días después
fueron a instalarse al castillo de la Venerie, donde la presencia de los
invitados debía evitarles el disgusto de las largas conversaciones.

Ya se comprende que la señora de Maurescamp fue por mucho tiempo para
los huéspedes del castillo, como para los vecinos de la campaña, un
objeto de la más insistente curiosidad; era imposible dejar de observar
con especial atención la fisonomía y el porte de una joven cuyo nombre
acababa de estar mezclado en una aventura tan trágica como misteriosa,
y trascendente. Los curiosos no sacaron su gasto; la actitud de Juana
era reposada y natural, a menos de suponerle una gran dosis de disimulo
(cosa que no es temeraria suponer a su sexo), y había razón para pensar
que había tomado definitivamente el partido de sobreponerse a los
pesares y desagrados personales por que había pasado en época tan
reciente.

Hallaban, pues, las gentes, como lo hemos dicho antes, que llevaba con
demasiada despreocupación el duelo de un hombre muerto por ella, que,
cuando menos, había sido su amigo.

--¡Esto no es animador!--dijo un día el bello Saville a la señora de
Hermany--; si el pobre de Lerne resucitase por algunos instantes, su
asombro no tendría límites.

--¿Por qué, amigo mío?

--¡Porque esto es chocante!--dijo el bello Saville, que no era un
águila pero que tenía buen corazón--, se diría que la muerte de ese
pobre muchacho ha sido una satisfacción para ella. Nunca la he visto más
animada, más satisfecha... ¡Y hacednos matar por estas señoras!

--Pero, amigo mío, nadie piensa en hacerle a usted matar...
Tranquilícese... y en cuanto a mi amiga Juana, es una persona a quien no
se debe juzgar a la ligera... Yo no sé; todo lo que pasa en esa linda
cabeza... pero hay en su pupila algo que no me agradaría si fuese su
marido.

--Pues yo no veo nada en su pupila--dijo Saville;

--¡Naturalmente!--contestole la señora Hermany.

Aquel buen humor de Juana, que chocaba a todos, estaba muy lejos de
desagradar a su marido; por el contrario, gustábale mucho.

--Es una mujer domada--se decía--. Esto es lo que hay; está domada. Ese
es mi sistema, domar a las mujeres... Después que la mía ha recibido una
lección, un poco fuerte, es verdad, ha recobrado su buen sentido
práctico... ahora es cien veces más feliz y más amable que nunca...
¡Esto es perfecto, perfecto!

Habíase operado, en efecto, en los gustos y las costumbres de Juana un
cambio muy original y digno de estudio; en vez de consagrarse casi
exclusivamente como antes, a los goces del alma y de la inteligencia,
habíase despertado en ella un gusto demasiado exclusivo por los placeres
físicos. No abría un libro, el piano permanecía cerrado, su querida
cartera no recibía ya sus impresiones, ni los extractos de sus poetas
favoritos; había perdido su tendencia al entusiasmo y a conmoverse
tiernamente, que tanto la había distinguido, y contraído la tan vulgar y
detestable manía parisiense de la crítica perpetua. La equitación, la
caza, el ballar, el baile, eran entonces sus pasiones favoritas.

Seguía a caballo las cacerías en los bosques de Compiègne, a pie las
cacerías de tiro en los bosques de la Venerie y por la noche era una
valsante infatigable. Los nombres nunca la habían visto más seductora, y
hay que añadir que nunca creyeron que fuese tan coqueta; pues lo era, y
tenía a más en aquel arte, nuevo para ella, la inconsciencia de una
principianta que no conocía todavía lo justo de la medida. Las
vivacidades de su conducta y de su lenguaje sobrepasaban algunas veces
al nivel que separa a las gentes de buena sociedad de la mala. Pero
Maurescamp no se disgustaba por ello; divertíale más bien y se reía con
sus amigos.

--Ya está curada--decía--. Empieza una vida nueva... se excede un poco
en el lenguaje, es verdad... como las recién casadas, que dicen
disparates al día siguiente de su boda... pero eso pasará.

Sin embargo, después de algún tiempo acabó por notar que su mujer
buscaba con demasiado empeño la sociedad de los hombres. Que les
acompañara constantemente a la caza, paso y salas de billar, pase; pero
lo que le sorprendió sobremanera fue verla seguirlos hasta la sala de
arreos, donde se reunían todas las mañanas a tirar las armas. Esta sala
era una gran pieza monumental, con piso de mosaico, bien abrigada, muy
clara y muy adecuada para esta clase de _sport_.

Altos bancos cubiertos de espartería se hallaban colocados a lo largo de
las paredes y servían de asiento a los espectadores. La primera vez que
Maurescamp y sus amigos vieron por entre el humo de sus cigarros a Juana
sentada en uno de esos bancos, sintiéronse no solamente sorprendidos,
sino también disgustados. Había entrado sin hacer ruido, sin ser
notada, sentándose silenciosa y observaba a los tiradores. A todos les
pareció extraordinario que una joven a quien tenían por delicada y
sensible, encontrase placer en un espectáculo que no podía dejar de
traerle a la memoria un recuerdo funesto. Hubo, sin embargo, que
habituarse a su presencia, porque desde este día no dejó de ir a la sala
de armas, a las horas que lo hacían el señor de Maurescamp y sus
huéspedes. Parecía observarlos con particular interés; algo inclinada
bien adelante, seria, con la mirada fija, absorbíase por completo en la
contemplación de las paradas y réplicas cambiadas entre los adversarios.
Pero, sobre todo, era cuando su marido estaba en escena, que se le veía
prestar la más profunda atención, tan profunda, que llegaba a contrariar
hasta a su propio marido.

Juana llegó, a fuerza de aplicación, a conocer bastante la esgrima;
dábase cuenta con bastante exactitud de los golpes y de la fuerza de los
tiradores. Fue así como llegó a comprender que su marido era
efectivamente, como lo había oído decir, un tirador diestro, de una
solidez y una fuerza muy notables, y que hasta entonces no había otro
que pudiera competir con él sin demasiada desigualdad, sino el señor de
Monthélin, hasta llegar a tener ventaja sobre el barón, en dos o tres
asaltos, lo que le valió de Juana algunas palabras amables.



XIV


El señor de Monthélin, es necesario decirlo, viéndose desembarazado de
su rival, el conde de Lerne, había recobrado poco a poco su antiguo
papel de suspirante y amigo. Por aquel entonces, creyose ver seriamente
alentado, y empezó a abrigar esperanzas que no creía ilegítimas, cuando
un nuevo acontecimiento vino a trastornar sus manejos.

A más de los huéspedes habituales del castillo, el señor de Maurescamp
invitaba de tiempo en tiempo a las cacerías de la Venerie, a algunos
oficiales de la guarnición de Compiègne, a quienes había conocido en
París, en las cacerías de los bosques. Entre estos oficiales, que eran
casi todos de la mejor sociedad, había uno que hacía excepción, y que
todos se admiraban verlo admitido en la Venerie. Era un joven capitán de
cazadores, llamado Sontis, bien nacido, pero mal educado, de un
libertinaje insolente, y de costumbres groseras. Su físico no compensaba
lo que le faltaba en educación social y moralidad. Era pequeño, feo, de
color bilioso, muy delgado, con escasos cabellos de un rubio claro y
ojos grises, de una expresión dura y cínicamente burlones. Pero era un,
_sportsman_, completo; en materia de equitación, de carreras, de caza, y
generalmente en todo lo concerniente al _sport_, era no solamente un
conocedor de los más competentes, sino un ejecutante de una habilidad
superior. Esas cualidades especiales habían cautivado al señor de
Maurescamp, quien se había propuesto, hacía ya algún tiempo, hacerse
criador y montar una caballeriza de cacerías; no cesaba de tener
conferencias sobre tan importante asunto con el capitán de Sontis, y
apreciaba altamente sus preciosos consejos.

En cambio, la señora de Maurescamp había concebido por el joven, desde
la primera vez que le vio, la más grande antipatía, la que no se cuidaba
de disimular. Fue, pues, con disgusto que le vio instalarse por tres
semanas en la Venerie, en los primeros días de noviembre, pues hasta
entonces, sólo había asistido a las comidas o al almuerzo con motivo de
la caza.

Desde la primera mañana de su instalación, fue invitado cortésmente para
acompañar al dueño de casa y dos o tres más de sus huéspedes, a pasar a
la sala de los arneses, para hacer un poco de esgrima, si lo tenía a
bien. El señor de Sontis contestó que tendría mucho gusto en ejercitar
un poco su muñeca, pues hacía mucho que no tiraba. Después de ensayarse
un poco contra las paredes, aceptó un pequeño asalto anodino con el
señor de Maurescamp.

Pusiéronse, pues, frente uno de otro y no fue poca la sorpresa de éste,
al encontrarse que aquel pequeño personaje poseía una agilidad, golpe de
vista, y alcance de tigre. Algo impresionado al principio por la fuerza
del manejo del señor de Maurescamp, repúsose prontamente y tomó una
ventaja absoluta en el segundo ataque. El señor de Maurescamp,
desazonado, dijo, riendo, que esperaba tomar su desquite a la mañana
siguiente.

--Como guste--contestó de Sontis--, estoy a sus órdenes; pero le
advierto que ya conozco su manejo, y que no me tocará sino cuando yo lo
quiera.

--¡Ya veremos!--contestó Maurescamp con bastante sequedad.

Juana había asistido aquella mañana, como tenía por costumbre, a la
lección de esgrima. Al salir notábase en ella un aire grave y
meditabundo que no le era habitual desde que había empezado su nueva
existencia. Todo el día estuvo pensativa.

A la mañana siguiente, no faltó a la cita.

El señor de Maurescamp y de Sontis emprendieron un asalto, al cual la
pequeña escena del día anterior daba un interés excepcional. La
curiosidad de los espectadores estaba en extremo sobreexcitada; pero la
de la señora de Maurescamp había llegado al último grado, y la expresión
de su rostro, mientras seguía las fases y peripecias de la lucha,
demostraba su interés, o más bien una ansiedad que no estaba en armonía
con las circunstancias.

Aquel asalto fue un desastre para el señor de Maurescamp. El joven
oficial de cazadores, aunque muy inferior en fuerza muscular, poseía, a
pesar de su débil apariencia, un temple de acero. Hacía mucho tiempo ya
que era reputado maestro en punto a esgrima, y no tardó en darse cuenta
del lado débil y deficiente del manejo, por otra parte muy temible, del
señor de Maurescamp. Había notado que tenía en el asalto el defecto
habitual de los hombres vigorosos y muy sanguíneos, es decir, la
tendencia a fiar demasiado en su vigor, y aun a abusar inconscientemente
de los efectos de fuerza. Dotado él mismo de una agilidad y precisión de
mano incomparable, y tan seguro de su vista como de su mano, el señor de
Sontis no daba entrada a su adversario; lo ofuscaba y deslumbraba con su
rápido cambio, aprovechándose de los desvíos a los cuales se entregan
siempre en la parada las espadas violentas, al lanzar desenganches de
una rapidez fulminante. El señor de Maurescamp tenía ante sí una espada
invisible e infatigable. No la sentía, puede decirse, sino cuando tocaba
su pecho. En resumen, recibió en aquel asalto cinco o seis botonazos y
no dio ninguno.

El amor propio muy irritable del señor de Maurescamp no le permitió
declarar su inferioridad decisiva. Convino solamente en que aquel día no
estaba en juego. Quiso renovar la prueba en los días siguientes; pero no
obtuvo ninguna ventaja, y si consiguió dos o tres veces en otros asaltos
consecutivos, hacer sentir el botón de su florete al señor de Sontis,
todos creyeron ver en ello un acto de deferencia por parte del joven. En
una palabra, el señor de Maurescamp, disgustado y herido, se abstuvo
desde entonces con diferentes pretextos de dar asaltos por la mañana.

Las mujeres gustan de los valientes y victoriosos. Fue seguramente a
consecuencia de este noble sentimiento, tan notable en las de su sexo,
que la señora de Maurescamp pareció perdonar al joven oficial de
cazadores su fea figura y mala reputación, y empezó muy visiblemente a
honrar con su benevolencia a un hombre por el cual sólo había demostrado
hasta entonces la más despreciativa indiferencia, y hasta aversión.

Por poco preparado que estuviese para aventuras de aquella importancia,
no pudo dejar de comprender el señor de Sontis el carácter de las
atenciones con que era favorecido. Mantúvose reservado, sin embargo, sea
que habituado a los amores de soldado, se sintiera intimidado ante
aquella dama elegante y distinguida, sea que sospechase (porque era muy
suspicaz) algún lazo oculto en aquellas provocaciones, que tenía tal vez
el buen sentido de conocer que no las merecía.

Por extraña que fuese la aventura, parecía no quedar duda sobre que
aquella mujer tan atractiva, delicada y honesta, estaba enamorada de
aquel mal sujeto, palidote y vulgar. Durante la última semana de la
permanencia del joven en la Venerie, los síntomas de la loca pasión de
Juana se revelaban cada vez más a las miradas curiosas de los celosos
que la observaban. Admirábanse al mismo tiempo, de que aquel manejo tan
significativo pasara inapercibido para aquel que tenía más interés en
comprenderlo, es decir, para el barón de Maurescamp, que, sin embargo,
había dado pruebas de susceptibilidad conyugal. Y tanto más se
admiraban, cuanto que Juana ponía muy poco empeño en disimular; más bien
era imprudente.

Con mucha frecuencia daba a su marido el espectáculo de sus apartes
misteriosos con el señor de Sontis; elegía indiscretamente el momento en
que su marido atravesaba el patio, para arrojar por la ventana alguna
flor de su corpino al oficial de cazadores; quedábase atrás con él, en
los paseos a caballo, perdíase en el bosque, y no volvía hasta el caer
de la noche en momento en que el barón empezaba a impacientarse, cuando
no a inquietarse. Finalmente, valsaba toda la noche con el capitán,
hablándole con sonrisas y miradas incendiarias.

Por muy reservado y desconfiado que fuese de Sontis, era imposible que
resistiese mucho tiempo a tales demostraciones. Tal vez también recibió
suficientes gajes para disipar sus aprensiones. De cualquier manera que
sea, no tardó en participar de la pasión violenta que había inspirado.
Aquel amor, tan nuevo para él, causábale una exaltación sombría y
huraña, con lo que parecía divertirse la señora de Maurescamp.

El señor de Maurescamp continuaba no viendo nada.

Sin embargo, por una u otra razón, parecía preocupado, menos expansivo,
menos bullicioso y preponderante que de costumbre, y hasta triste. Su
fisonomía encendida, poníase pálida y desencajada. A un observador
inteligente habríanle llamado la atención las miradas audazmente cínicas
que su mujer le lanzaba, y el desagrado con qué el barón procuraba
evitarlas.

El 28 de noviembre era el día señalado para la partida del capitán. Ese
día no hubo caza. El señor de Maurescamp había ido esa mañana a vigilar
las reparaciones que se hacían en el pabellón del guardabosque.

Para volver al castillo, tenía por costumbre, dejando los caminos
principales del bosque, tomar uno que él llamaba de Diana, y que
acortaba la distancia. Atravesaba un espeso bosque que formaba recodo
con el antiguo parque, y del que debía hacerse un jardín; mientras
tanto, permanecía inculto y formaba un bosquecillo tupido y solitario.
La Avenida de Diana debía su nombre a una antigua estatua, cuyo zócalo
era lo único que quedaba en pie. Lugar tan retirado y misterioso, era a
propósito para paseos y coloquios de enamorados. Pero, sin embargo, fue
una grande imprudencia la de Juana, la de elegirlo para su despedida del
oficial de cazadores. No ignoraba la excursión matinal de su marido a la
casa del guardabosque, sabía el camino que debía tomar a su regreso,
¿cómo podría llevar la ceguedad de la pasión, hasta el extremo de
olvidarse de que era probable que pasase por el lugar de la entrevista,
a la misma hora que tendría efecto?

Sea lo que sea, ahí se hallaban ella y él, entregados uno al otro;
habíanse sentado sobre un viejo banco rústico rodeado de árboles,
frente a la estatua derrumbada. En vísperas de alejarse, el oficial de
cazadores era más exigente, y ella más débil. Hablábanse en voz baja,
estrechadas sus manos y mirándose en los ojos, cuando el señor de Sontis
sorprendió en la mirada de Juana una llama, que ciertamente no le estaba
designada; volviose inmediatamente hacia el lado del bosque, siguiendo
la dirección de la mirada de la joven, y vio, algo oculto entre los
árboles, hacia la extremidad del camino, a un hombre que parecía
indeciso en continuar o no; aquel hombre dio súbitamente vuelta a la
espalda, y tomó otro camino, desapareciendo entre el ramaje.

--¿Es el marido de usted?--preguntó.

--Sí.

--¿Cree usted que nos ha visto?

--Lo ignoro. ¡Pero si nos ha visto, es un cobarde!

Que les hubiera visto o no, el señor de Maurescamp entró tranquilamente
en el castillo por la avenida más larga pero mejor del nuevo parque.
Volvió a salir casi inmediatamente y pasó el resto del día
inspeccionando sus plantaciones y el corte de sus bosques. No volvió a
entrar sino al primer toque que llamaba a comer.

Talvez fue a causa de su preocupación, que el capitán creyó notar, al
entrar en el salón, algo de tirantez y alteración en el rostro del señor
de Maurescamp.

Iban a comer. Había en la mesa como veinte convidados. Disgustáronse un
poco al ver a la señora de Maurescamp sentar a su lado al capitán de
cazadores, que era entre los convidados uno de los más jóvenes y de
menos consideración; pero se iba al día siguiente y esa circunstancia
explicó, en cierto modo, el excesivo honor que se le hacía. Sea que el
detalle de etiqueta hubiese desagradado a cierto número de convidados,
sea que hubiese en el aire uno de esos vagos presentimientos precursores
de las grandes catástrofes, el principio de la comida fue silencioso y
frío. Pero la abundancia y excelencia de los vinos con que se rociaba
una exquisita comida, no tardaron en disipar las nubes, despejar las
frentes y despertar las inteligencias.

La animación de las conversaciones acabó por tomar un diapasón más alto
que de costumbre, como sucede con bastante frecuencia cuando se ha
vencido un primer momento de frialdad embarazosa. En una palabra,
aquella comida, que había empezado tan lúgubremente, acabó de ser una
brillante fiesta de cazadores y hombres de mundo, a la que la presencia
de algunas lindas mujeres daba mayor animación. El mismo señor de
Maurescamp, que era siempre sobrio en la bebida pero aquel día había
vaciado su copa algo más de lo conveniente, parecía libre de las nubes
que desde algún tiempo atrás ofuscaban su mente. Tal vez festejaba
secretamente la partida de sus huéspedes importunos. Pero de todos
modos, había recobrado su tono de seguridad e importancia, y quiso
regalar a sus convidados, con su voz ronca e imperiosa, con algunos de
sus principios y sistemas favoritos.

La señora de Maurescamp prodigaba, mientras tanto, al señor de Sontis,
tantos agasajos que a pesar de su aplomo, el joven se encontraba
visiblemente confundido; al mismo tiempo, como para imitar a su marido,
entreteníase en beber copas llenas de Sauternes y Champagne, lo que le
proporcionaba accesos de una alegría extraordinaria. En medio de esas
crisis de risas estrepitosas caía por intervalos en una gran laxitud,
semejante a una bacante fatigada.

A los postres declaró que tomaría el café en el comedor.

--Esta animación--dijo--perdería su encanto, si cada uno se iba por su
lado.

Quedaríanse, pues, todos reunidos y permitiría fumar a los hombres. Tal
declaración fue aplaudida por todos los convidados.

Sirviose el café y circularon los cigarros.

Juana anunció que quería fumar, y tomó un cigarro para ensayarse.

--Le va a hacer mal--exclamó el señor de Maurescamp;--tomad un
cigarrillo.

--No, no, quiero un cigarro--dijo la joven cuyos ojos estaban algo
empañados.

El señor de Maurescamp se encogió de hombros y quedó callado.

Juana encendió en un fósforo su cigarro y se puso a fumar con el mayor
aplomo en medio de las aclamaciones de los asistentes.

Al cabo de algunos instantes:

--Es verdad--dijo,--¡esto me hace mal!

Y, volviéndose al capitán que estaba a su derecha, y quitándose el
cigarro húmedo de sus labios:

--Tome--le dijo,--acábelo usted.

Aquel movimiento, aquellas sencillas palabras, pareció que habían
petrificado a aquellos veinte convidados, tan animados y bulliciosos un
momento antes. El silencio que se produjo fue tal, que podía oírse fuera
de la sala, que parecía desierta, el murmullo del viento entre las
ramas.

Todas las miradas, que primeramente se habían fijado en Juana,
volviéronse a su marido, sentado frente a ella.

El señor de Maurescamp, extremadamente pálido, miraba a de Sontis y
esperaba.

El oficial de cazadores vacilaba, interrogando con seriedad los ojos de
Juana.

--Y bien--díjole.--¿De qué tiene usted miedo?

No vaciló más; tomó el cigarro que le presentaba la joven y lo puso
entre sus labios.

En el mismo instante, el barón de Maurescamp sacaba el que tenía en la
boca y se lo arrojaba a la cara al señor de Sontis, diciéndole:

--Concluya también el mío, capitán.

El cigarro, a medio fumar, fue a dar en el rostro del capitán,
despidiendo algunas chispas.

Todos se habían puesto de pie. Juana, en medio de la confusión y estupor
general, completamente despejada, de pie también, fría, impasible, se
apoyaba con una mano en una silla. Su bella fisonomía, que hemos visto
tan pura y delicada, parecía cubierta con la máscara de Tisofona;
expresaba esa mezcla de horror y alegría salvaje, que debió verse en la
frente encantadora de María Estuardo, cuando oyó la explosión que la
vengaba del asesino de Rizzio.



XV


En seguida de esta escena, cuyas consecuencias amenazaban ser trágicas,
la mayor parte de los invitados se eclipsaron discretamente; los vecinos
de la campaña tomaron sus carruajes, precipitadamente, y los otros el
tren de la tarde para irse a París. En el castillo, sólo quedaron los
amigos más íntimos. El capitán había sido, naturalmente, el primero que
se retirara. Había ido a instalarse por aquélla noche en el hotel más
próximo a la Venerie. Siendo inevitable un duelo, dos oficiales de su
regimiento, que habían asistido también a la comida, se pusieron
inmediatamente de acuerdo con los señores de Hermany y de la Jardye,
que debían ser nuevamente los padrinos del barón. No volveremos a
fatigar a nuestros lectores con los detalles de los preparativos que se
hicieron entre los padrinos de ambos rivales. Se comprende que no se
trató de ninguna clase de arreglo; en cuanto a la elección de las armas,
claro está que el señor de Maurescamp, después de lo que había pasado en
las diferentes ocasiones que habían tirado el florete con de Sontis,
habría preferido la pistola; pero si el acto de tan mal gusto del
oficial, de aceptar la oferta de la señora de Maurescamp, habíale dado
al marido el papel de ofendido, éste había perdido su derecho, dejándose
llevar de otro más sangriento. Por otra parte, el orgullo del señor de
Maurescamp, inspirándole bien, le hizo aceptar la espada sin
trepidación, cualesquiera que fuesen las consecuencias.

Fue resuelto que el encuentro se verificase a la mañana siguiente a las
diez, en un claro del bosque de Marnes, contiguo a la Venerie, porque no
pareció conveniente hacerlo en los mismos dominios del barón de
Maurescamp.

Poco sueño tenían los del castillo aquella noche. Los extraños
celebraban en su aposento sus conciliábulos animados; transmitíanse las
opiniones de una pieza a otra. Los hombres discutían lo tocante al
honor; las mujeres, excitadas y nerviosas, peroraban a media voz,
enjugaban algunas lágrimas, y en su interior estaban contentísimas. Es
inútil decir que el personal de la servidumbre estaba conmovido bajo las
mismas emociones; es decir, experimentando esa inquietud alegre y ese
agradable estado febril en que nos ponen generalmente los males ajenos.

En cuanto a los dueños de casa, es bastante verosímil que tampoco
dormirían. Comprendiendo el señor de Maurescamp que el caso era de los
más graves, viose obligado a poner en oí den sus negocios. Juana no
quiso ver a nadie; se supo únicamente por su camarera que había pasado
la noche paseándose de uno extremo a otro, y hablando en voz alta «como
una actriz».

Cerca de una hora hacía que un sol pálido de fines de noviembre se había
alzado sobre los árboles del bosque, cuando el señor de Maurescamp, cuyo
dormitorio estaba en el primer piso, salía al patio a fumar un cigarro.
Yendo caminando, llegó a la reja de la entrada, donde se halló con un
joven paisano, de trece a catorce años, que quedó sorprendido al verlo;
el barón creyó reconocer en él a un muchacho empleado en una posada del
pueblo. La turbación del muchacho fue tanta, que el señor de Maurescamp,
a pesar de sus preocupaciones, no pudo dejar de notarla.

--¿Qué quieres? ¿A dónde vas?--preguntole.

--Al castillo--balbuceó el muchacho, poniéndose colorado--. Al mismo
tiempo, ocultaba confundido una de sus manos dentro de su blusa.

--¿Qué vas a hacer al castillo?--volvió a preguntarle.

--A ver a la señorita Julia.

Julia era la camarera de Juana.

--¿Quién te envía, hijo mío?

--Un señor--murmuró el niño, cada vez más intimidado.

--¿Un señor que está alojado en tu hotel, no es verdad?

--Si.

--¿Un oficial?

--Sí.

--¿Qué ocultas ahí, en tu blusa? ¿Una carta? ¿Qué? Dámela... vamos...
dámela....

El muchacho, próximo a llorar, dejose tomar por grado o por fuerza, un
papel que estrujaba en sus manos crispadas.

La carta no tenía dirección.

--¿Para quién es esta carta?

--Para la señora.

--¿De modo que te la han dado para la señorita Julia, para que ella se
la dé a la señora?

El niño indicó que sí.

--Pues bien, hijo mío, yo voy a hacer la comisión... Ven conmigo a
esperar la contestación, si hay alguna.

Y el señor de Maurescamp, seguido del muchacho, volvió sobre sus pasos,
atravesó rápidamente el patio y entró en sus habitaciones.

Apenas estuvo en ellas, cuando rompiendo el sobre de la carta destinada
a su mujer, leyó estas palabras que no estaban firmadas, pero cuya
procedencia no había como poner en duda:

«Esté tranquila. Por su cariño tendré consideración con él.»

El primer movimiento del señor de Maurescamp, siempre dispuesto a la
cólera, fue romper y echar al fuego aquel insolente billete. Pero una
reflexión lo contuvo. Tomó un sobre nuevo de su bufete y colocole en él.
Repentinamente había sido asaltado por una extraña curiosidad; quería
saber si su mujer contestaba, y lo que contestaría.

Fue adonde estaba el muchacho y díjole entregándole la carta:

--Hijo mío, no he podido encontrar a la señorita Julia... Debe estar
ocupad.... Llama en aquella puerta de enfrente y pregunta por ella. Toma
cien sueldos por tu trabajo.

El muchacho dio las gracias y fue hacia la puerta indicada.

Por su parte, el señor de Maurescamp fue de nuevo hacia la verja, salió
del patio y tomó el camino del pueblo, paseándose en él a pasos cortos.

¡Cosa singular! dentro de una hora iba a jugar su vida en las peores
condiciones; y aquel pensamiento, por serio que fuese, había sido
dominado completamente por ese otro. ¿Qué contestaría su mujer?

En realidad, este hombre, de una energía puramente física, no había
podido resistir a las ansiedades que le habían torturado en silencio
desde algunos días atrás. Su moral se hallaba afectada por el asombro
que le causaba aquel odio sombrío, aquella venganza premeditada, sabia,
implacable, con que era perseguido. Habituado a mirar a las mujeres como
a juguetes de niño, estaba estupefacto y hasta aterrorizado al encontrar
en uno de esos seres débiles y despreciables, una profundidad de miras y
una fuerza de voluntad, contra las cuales todas sus fuerzas personales,
vigor físico, fortuna, situación social, autoridad de esposo, no tenían
ninguna salvaguardia y estaban reducidos a la nada.

Tal vez habría pagado mucho en aquel momento de desaliento, por una
palabra de bondad, de interés, y hasta de compasión, de aquella mujer
tan despreciada en otro tiempo... Tal vez esperaba encontrarla en
aquella contestación esperada...

Al cabo de algunos instantes el muchacho reapareció, saliendo del
castillo, completamente tranquilizado con el desenlace de su primera
entrevista, con el señor de Maurescamp, ni aun intentó ocultar
nuevamente el mensaje de que era portador. Pasaba sonriendo y saludando.

--¡Ah!--dijo el barón deteniéndolo--, ¿Tienes una contestación?
muéstramela. Yo sé de lo que se trata y tal vez tengo algo que añadir.

Poníale al mismo tiempo una moneda de plata en la mano.

Tomó la carta, y como el sobre estaba todavía húmedo no tuvo que
romperlo, halló dentro el billete de de Sontis que la señora de
Maurescamp devolvía, habiendo puesto después de las palabras del
capitán, esta breve contestación:

«Le ruego que no se incomode.»

El señor de Maurescamp, después de leer esto, dobló el billete, púsolo
en el sobre y lo entregó al muchacho, alejándose en seguida.



XVI


Hora y media después, el duelo tenía lugar en el bosque de Mames, y el
señor de Maurescamp había recibido una herida en medio del pecho.

Creyose por mucho tiempo que no sobreviviría, pues sus pulmones estaban
atacados. Pero la fuerza de su temperamento lo ha salvado. Su salud se
mantiene delicada, y su moral parecía igualmente afectada para siempre.

Parece convencido, como la mayor parte de la gente, de que su mujer, en
lo tocante al capitán de Sontis, no tiene más culpa que haber bebido
demasiado Sauternes, y haber fumado un habano, cuyo humo la había
privado de la conciencia de sus actos. Por consiguiente, ha podido vivir
con ella en términos convenientes y tener también a su respecto cierta
deferencia resignada y sumisa, muy sorprendente en un hombre muy
imperioso y dominante.

Es verdad que ha conseguido modificar por completo el temperamento de su
mujer, y que debe estar muy orgulloso de su obra. Juana no es ya
romancesca; ya no lee a Tennyson. Después que le mataron a su cómplice
de idealismo, el ideal ha muerto para ella. Después de haber afectado
primeramente por un espíritu de ironía vengativa, movimiento y
sensualismo, ha tomado gusto por su papel y lo desempeña hábilmente.

Fría, satírica, mundana furiosa, en extremo coqueta, indiferente a todo,
parece ser que después de la muerte de su madre, su único sentimiento
digno y elevado, es el que la conduce tres veces por semana, cerca del
lecho de una anciana paralítica que ha vuelto al estado de la infancia;
la condesa de Lerne.

Nada más añadiremos sobre Juana Berengére de Latour-Mesnil, baronesa de
Maurescamp. Ha cesado de interesarnos, como probablemente sucederá al
lector, desde que su atroz contestación al billete de de Sontis nos
demostró que el ángel habíase convertido en un demonio.

El final de esta historia, asaz verídica, es que, en el mundo moral, no
nacen monstruos: Dios no los cría; pero los hombres sí, y muchos. Esto
es lo que no deben olvidar las madres.

FIN





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