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Title: Marta y María
Author: Palacio Valdés, Armando, 1853-1938
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Marta y María" ***


MARTA Y MARÍA

NOVELA DE COSTUMBRES

ORIGINAL DE

D. ARMANDO PALACIO VALDÉS



ÍNDICE


PRÓLOGO                                                            Pág. 5

ACLARACIÓN                                                              7

I.--Desde la calle                                                      9

II.--El sarao de los señores de Elorza                                 17

III.--La novena del Sagrado Corazón de Jesús                           39

IV.--De cómo el marqués de Peñalta fue convertido en duque de Turingia 59

V.--Camino de perfección                                               78

VI.--En busca del Menino                                               94

VII.--El alma y el esposo                                             111

VIII.--Como ustedes gusten                                            123

IX.--Excursión al Moral y a la Isla                                   136

X.--Sigue la excursión                                                150

XI.--¡Caso extraño!                                                   167

XII.--Antecedentes                                                    177

XIII.--En que se narran los trabajos de una virgen cristiana          194

XIV.--Pálida mors                                                     213

XV.--Gocémonos, amado                                                 230

XVI.--El sueño del marqués de Peñalta                                 245



PRÓLOGO


No está fundado el libro, que hoy tengo el honor de ofrecer al público,
sobre hechos usuales y corrientes, ni se narran en él sucesos que
estemos avezados a presenciar todos los días. Tal vez por ello se le
acuse de falso o inverosímil y se le juzgue como un producto de la
fantasía lejano de toda realidad. Me someto y resigno de antemano a
estas censuras, reservándome el derecho de protestar interiormente, ya
que no de público, contra la injusticia de tal acusación. Porque--lo he
de decir, aunque perezca mi gloria de inventor--todos los hechos
fundamentales de esta novela se han efectuado. El autor no hizo más que
relacionarlos y darles unidad.

Tengo la presunción de creer, por lo tanto, que aunque _Marta y María_
no sea una novela bella, es una novela realista. Sé que el
realismo--actualmente llamado naturalismo--tiene muchos adeptos
inconscientes, quienes suponen que sólo existe la verdad en los hechos
vulgares de la existencia y que sólo estos son los que deben ser
traducidos al arte. Por fortuna no es así. Fuera de los mercados, los
desvanes y las alcantarillas existe también la verdad. El mismo apóstol
del naturalismo, Emilio Zola, lo reconoce pintando escenas de acabada y
sublime poesía, que riñen ciertamente con sus exageradas teorías
estéticas.



_ACLARACIÓN_


_No he querido en la presente obra herir al misticismo verdadero ni
ridiculizar la vida contemplativa. Cervantes, el gran maestro de nuestra
literatura, tampoco quiso atacar al honor y al heroísmo en su inmortal_
Quijote. _Aunque yo piense que la esencia del Cristianismo es caridad y
por lo tanto vida activa, entiendo asimismo que sin una fe viva, esto
es, sin la unión mística y amorosa de nuestro espíritu con el Creador,
la misma caridad no puede beatificarnos. Pero existen y han existido
siempre seres que transportan la santidad del corazón a la fantasía, de
la vida a la quimera, como el ingenioso hidalgo transportaba el
heroísmo, y contra estos espíritus exaltados, imaginativos, en el fondo
vanidosos y egoístas, van las presentes páginas. Así como las aventuras
novelescas de los libros de caballerías enloquecían a los espíritus
débiles, ciertas exageraciones en que incurren los biógrafos de los
santos son extremadamente peligrosas para los temperamentos no bien
equilibrados. Sólo los corazones sencillos son gratos a Dios y a los
hombres. O niños o como niños, ha dicho el Salvador. En tal pensamiento
he pretendido inspirarme para escribir este libro. No obstante, como
algunas personas piadosas han creído ver en él menosprecio de la vida
contemplativa y burla de las gracias sobrenaturales que Dios ha operado
en algunas santas que la Iglesia venera, y como realmente al arrojar
piedras sobre el falso misticismo pude haber salpicado al verdadero,
cúmpleme declarar que si esto ha sucedido, lo deploro. No doy a ninguna
de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que
pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia
Católica, a las cuales me glorio de vivir sometido._

_A. P. V._



I

DESDE LA CALLE


Dentro del soportal la gente se estrujaba sin compasión: cada cual hacía
prodigios de habilidad para burlar la ley física de la impenetrabilidad
de los cuerpos, reduciendo el suyo a un volumen imaginario. La noche era
densa y oscura como pocas. Los pies de los curiosos se buscaban en las
tinieblas, y al encontrarse prodigábanse caricias harto expresivas. Los
codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos
de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente
la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro!
¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico _chiis chiis_ de la muchedumbre le
obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio. El
silencio era a la sazón la necesidad más apremiante que sentían los
vecinos de Nieva allí congregados. El menor ruido era considerado como
acto sedicioso y castigado inmediatamente con un _chicheo_ amenazador.
Estaban prohibidas las toses y los estornudos, y con penas más
aflictivas aún la risa y las conversaciones. Se sudaba muchísimo, aunque
la noche no era de las más templadas de otoño.

En los soportales de las casas de enfrente acaecía poco más o menos lo
mismo; pero en la calle había poca gente, porque estaba cayendo
pausadamente una agua menudísima que los vecinos de Nieva se habían
acostumbrado a no despreciar, pues a la postre, y a pesar de sus modos
blandos y sutiles, moja como cualquiera otra. Sólo unas cuantas personas
con paraguas y algunas otras que, no teniéndolo, se amparaban de su
filosofía permanecían a pie firme en medio del arroyo.

Los balcones de la casa de Elorza se hallaban entreabiertos, y por la
abertura salía una viva y regocijada claridad que tornaba aún más triste
la noche oscura y húmeda del exterior. También salían por intervalos
torrentes de notas armoniosas desprendidas de un piano.

La casa de Elorza era la primera de una calle estrecha y larga y
guarnecida por ambos lados de soportal, como casi todas las de la villa
de Nieva. Su fachada más importante miraba, pues, a esta calle; pero
tenía otra con balcones a la plaza del pueblo, que era amplia y hermosa
como la de una ciudad. Aunque la oscuridad no nos permite descubrir
exactamente el aspecto de la casa, se puede asegurar que es un edificio
de piedra labrada y de un solo piso, con espacioso soportal, cuya
arquería elegante y soberbia declara desde luego la jerarquía de sus
dueños. Este soportal, que bien merece los honores de pórtico, contrasta
notablemente con el de las casas que le siguen, bajo y estrecho, y
sostenido por pilares redondos y toscos sin ornamento alguno. También se
observa la misma diferencia en el piso, que en el soportal de que
hablamos es de losa bien aderezada, mientras los demás ofrecen solamente
un incómodo pavimento empedrado de guijarros. Sin osar, por tanto,
llamarla un palacio, no es aventurado afirmar que aquella mansión había
sido construidaa por una persona principal para su exclusivo uso y
regalo. La circunstancia de tener sólo un piso, bien claramente lo
decía. Exige la verdad que manifestemos asimismo que el arquitecto había
dado pruebas de buen gusto al trazar el plano del edificio, pues sus
proporciones no podían ser más elegantes y correctas. Pero lo que más
saltaba a la vista en él, sin duda alguna, era cierto bienestar amable y
aristocrático, exento de presunción que, aunque lograse inspirar
envidia, no despertaba ciertamente en el corazón de la plebe los odios y
rencores que excita siempre la opulencia soberbia.

El ceñudo firmamento dejaba caer sin cesar toda la ceniza húmeda y fría
de que estaban preñadas sus nubes. Las sombras envolvían y borraban los
contornos de la casa, amontonándose en lo interior de los arcos y en los
huecos de sus molduras de piedra; pero no intentaban siquiera acercarse
a la abertura luminosa y feliz de los balcones, que las rechazaba con
espanto. Miraban furtivamente el dorado paraíso de lo interior, y roídas
por la envidia descargaban su indignación acuosa sobre la cabeza de los
filósofos que escuchaban al descubierto.

El apiñado grupo de curiosos que se guarecía en los soportales de
enfrente no apartaba los ojos de aquellos balcones, mientras los que se
agrupaban debajo de los arcos de la casa, careciendo de tal recurso,
ateníanse exclusivamente a sus orejas, cuya capacidad receptiva
procuraban perfeccionar colocando la palma de la mano por detrás de su
pabellón y doblándolo un poquito hacia adelante. La oscuridad era grande
en ambos soportales, porque los faroles del municipio despedían sus
pálidos rayos a respetable distancia. Sólo servían para esclarecer en
apartados parajes de la plaza un círculo bastante reducido, produciendo
reflejos tristes sobre las piedras mojadas del suelo. Entre las sombras
brillaba de vez en cuando el fuego de un cigarro, que con su lumbre roja
iluminaba un instante los bigotes del fumador. Allá a lo lejos, en la
esquina, aun permanecía abierta una tienda de quincalla; mas podía verse
la sombra del dueño cruzar con frecuencia por delante de la puerta
arreglando ya sus cosas para cerrarla. En el piso principal de la misma
casa, los balcones se hallaban abiertos de par en par. Por ellos salían
voces, risas desentonadas y chasquidos de bolas de billar, que
afortunadamente llegaban muy debilitados al soportal. Era el café de la
Estrella, concurrido hasta las altas horas de la noche por una docena de
indefectibles parroquianos. Reinaba, pues, silencio, aunque no podía
evitarse el zumbido particular que origina la aglomeración de gente en
un sitio, producido por el roce de los pies, el movimiento de los
cuerpos, y sobre todo por las frases reprimidas que en tono de falsete
dejaban caer los unos en los oídos de los otros.

El piano, en el momento de dar comienzo la presente historia, preludiaba
con sonidos vibrantes el _allegro_ apasionado de la _Traviata_ «_gran
Dio, morir si giovine_». Terminado el preludio, empezó un acompañamiento
suave y discreto. La ansiedad era grande. Al fin, sobre el
acompañamiento se alzó una voz clara y dulcísima que sonó en toda la
plaza como eco del cielo. Los dos grupos de curiosos se estremecieron
cual si hubiesen tocado con el dedo en el botón de una máquina
eléctrica, y un murmullo sordo de complacencia corrió por encima de
ellos.

--Es María--dijeron tres o cuatro, esperando que no les oyese más que el
cuello de la camisa.

--¡Ya era tiempo!--apuntó uno en voz algo más alta.

--Ésta sí que canta en la mano, ¡olé!, y no el otro bestia de la fábrica
de conservas--exclamó un tercero todavía más indiscreto.

--¡Tengan ustedes la bondad de callarse, señores, para que podamos
oír!--gritó una voz irritada.

--¡Que se calle ése!

--¡Fuera!

--¡Silencio!

--¡Chis, chiis, chiis!

--¡Siempre he dicho que no hay gente peor educada que la de este
pueblo!--volvió a exclamar la voz colérica.

--¡Cállese usted!

--¡No sea usted estúpido, hombre!

--¡Chis, chiis, chiis!

Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi,
interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los
entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando
con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las
encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentaban
el poder y la extensión de aquella voz amable, ¡amable sobre todo
elogio! Para un inteligente de los que se sientan embozados en la
escalerilla del paraíso del Teatro Real, es posible que no fuese la
cantante un prodigio de maestría en el _atacar, filar y trinar_ las
notas; mas para los que no se ven atormentados por escrúpulos
filarmónicos, puede afirmarse que cantaba muy bien y que poseía
especialmente una voz hechicera, de timbre apasionado que llegaba hasta
lo profundo del alma.

Los curiosos de ambos soportales, lo mismo que los filósofos del arroyo,
daban pruebas inequívocas de hallarse conmovidos. La afición a la música
en los pueblos ofrece siempre un carácter más violento e impetuoso que
en las capitales. Quizá se deba a que en éstas anda prodigada en demasía
por iglesias, teatros y salones, mientras en aquéllos sólo alguna que
otra vez pueden gustarla. Nadie chistaba ni se movía un punto de su
sitio. Con la boca entreabierta y la mirada perdida seguían extáticos el
curso de aquella melodía desesperada en que Violeta se lamentaba de
morir después de haber penado tanto. Los más sensibles empezaban a
soltar lágrimas, recordando alguna aventura galante de su vida juvenil.
El cielo seguía dejando caer, inflexible, su depósito inagotable de
polvo líquido. Dos de los filósofos del arroyo se palparon la ropa,
sacudieron el sombrero y, lanzando una sorda imprecación a los
elementos, vinieron a refugiarse al soportal, produciendo al llegar leve
disturbio entre sus convecinos.

Algo alejados de ambos grupos y arrimados a una columna, se percibían no
muy distintamente tres bultos menudos, con los cuales necesitamos poner
al lector en relación por breves instantes. Uno de ellos sacó una
cerilla para encender el cigarro, y aparecieron tres rostros de catorce
o quince años, frescos, risueños y maliciosos que volvieron a borrarse
al morir el fósforo.

--Oye, Manolo--dijo uno apagando todo lo posible la voz--, ¿quién te ha
dado esa boquilla?

--Pues se la he _limpiado_ a mi hermano.

--¿Es de ámbar?

--De ámbar y espuma de mar: le ha costado tres duros en Madrid.

--¡Pobre de ti si llega a saber que has sido tú...!

--Calla, tonto. ¿Para qué está el criado en casa, sino para pagar estas
culpas?...

Un sujeto que estaba más cerca que los demás, les mandó callar
ásperamente. Los chiquillos obedecieron. Mas de pronto dijo Manolo con
voz apenas perceptible:

--Escuchad, muchachos. ¿Queréis que yo deshaga esto en un instante?

--¡Sí, Manolo; sí, Manolo!--repusieron precipitadamente los otros, que,
por lo visto, tenían gran confianza en las facultades destructoras de su
compañero.

--Pues vais a ver; estaos quietos ahí.

Y apartándose poco trecho de ellos se agazapó al lado de una puerta y
soltó tres chillidos descomunales, idénticos a los que lanzan los perros
cuando se les castiga. Un ladrido inmenso, furioso, universal, resonó
inmediatamente por los espacios. Los perros todos de la población,
unidos y compactos como un solo mastín, protestaban enérgicamente
contra la pena infligida a un semejante suyo. El canto de María se
perdió completamente dentro de aquel formidable ladrido. La multitud que
escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó tumultuosamente unos
instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los malditos
animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo
inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos,
en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez
más raros y lejanos. Sólo el perro del comercio de quincalla, que
acababa de cerrarse, continuó algún tiempo ladrando con furia. Al fin
también éste cesó, aunque muy a disgusto. El canto de la moribunda
Violeta volvió a escucharse, puro y límpido como antes. Los oyentes
tornaron a reanudar las suaves emociones que les había producido, si
bien un poco inquietos y nerviosos, como si temiesen a cada instante
verse privados de aquel placer.

Manolo se acercó a sus compañeros ahogando la risa y fue recibido
también con risas y aplausos ahogados.

--Anda, Manolito, chilla otra vez.

--Esperad, esperad un poco; hace falta que estén descuidados.

Pasado un rato, Manolo se alejó de nuevo cautelosamente, y, rodeando el
grupo, fue a situarse en el extremo opuesto. Desde allí lanzó otros tres
lamentos como los anteriores, y el mismo ladrido atronador pobló el
espacio respondiendo a ellos. La muchedumbre se alborotó nuevamente,
pero con mucho mayor estrépito. Todos hablaban a un tiempo y lanzaban
furiosas exclamaciones.

--¡Esto es horrible!

--¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros!

--¡El perro que chilla es el que tiene la culpa!

--¡Maldito!...

--¡Condenado!...

--¡Silencio, silencio, que ya se oye algo!

--¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte!

--¡Silencio, silencio!

--¡Chis, chiis, chiiiiis!

Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por
oportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma. El cántico de
Violeta tornó a aparecer lleno de dulzura melancólica y de pasión. La
voz de María sollozaba de tal suerte al interpretarlo, que el corazón se
oprimía y las lágrimas brotaban en los ojos. Un solo perro, el del
comercio de quincalla, siguió ladrando con persistencia sumamente
incómoda, pues la voz de la cantante no acababa de llegar a los oídos
del público con la debida pureza. Un hombre con garrote en mano se
destacó del grupo, y expuesto a la intemperie, atravesó la plaza para
hacerle callar; mas el perro olió en seguida la caña y puso pies en
polvorosa. El hombre se metió otra vez en el soportal. Al fin reinaba
completo silencio en la plaza y los aficionados disfrutaban a su sabor
del concierto de los señores de Elorza.

¿Qué había sido de Manolo? Sus compañeros le aguardaban hacía rato para
tributarle los elogios a que se había hecho acreedor; pero no acababa de
aparecer.

El más pequeño preguntó, al fin, tímidamente, al otro:

--Di, ¿qué le harían si le cogiesen chillando?

--Pues nada: le administrarían un poco de jarabe de bastón.

El que había hecho la pregunta se estremeció levemente y guardó
silencio.

--Pero ¡ca!--continuó el otro--, no le han cogido, no. ¡Bueno es él para
dejarse atrapar!

En este momento Manolo lanzó dos gritos más rabiosos aún desde el
soportal de enfrente, y con la misma rabia contestaron ladrando los
perros de la vecindad. No es posible describir lo que entonces acaeció
en la muchedumbre de oyentes de uno y otro soportal. El tumulto que se
produjo fue en realidad imponente. Una porción de manos se agitaron en
la oscuridad esgrimiendo terribles bastones y paraguas. Y de ambos
grupos salió un coro de imprecaciones nada lisonjeras para la raza
canina. La confusión y el desorden se apoderaron de todas las cabezas.
Los pechos no respiraban más que venganza y exterminio.

--¡Matad a ese perro indecente!--gritó una voz dominando el tumulto.

--¡Sí, sí, rompedle el espinazo!--repuso otro buscando ya el género de
muerte más adecuado.

--¡Ese perro, ese perro!

--Pero ¿dónde está ese maldito?

--Buscadlo y rompedle el espinazo.

--Y si no se encuentra el perro, rompédselo al amo.

--¡Mala centella los mate a los dos!

El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan
escandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un
chirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que por
ellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendo
resfriarse, se retiraron al instante. En la casa de Elorza se asomaron
tres o cuatro personas, que también se metieron velozmente, y ¡oh
dolor!, al retirarse cerraron tras sí los balcones.

--¡Ea, ya oímos lo que teníamos que oír!

--¿Han cerrado los balcones?

--Sí, señor, los han cerrado y han hecho perfectamente.

De aquella muchedumbre salió un suspiro apagado de fatiga y de rabia.
Hubo silencio durante un momento, como tributo rendido a sus esperanzas
muertas. Nadie se movía de su sitio. Al fin uno dijo en alta voz:

--Señores, buenas noches y divertirse. Me voy a la cama.

Este saludo les sacó de su estupor. Los grupos empezaron a disolverse
lentamente, no sin lanzar coléricas exclamaciones. Algunas personas se
alejaron caminando dentro de los soportales. Otras atravesaron la plaza
con los paraguas abiertos. Los menos, permanecieron en el mismo sitio
haciendo interminables comentarios sobre lo que acababa de ocurrir. Al
fin quedó una media docena de curiosos, que, fatigados de murmurar en
aquel paraje, se fueron a hacer lo mismo al café de la Estrella.
Mientras salvaban la distancia que mediaba entre el soportal y el café,
una voz irritada, la misma que había protestado contra la mala educación
de aquel pueblo, decía con más cólera aún:

--¡Siempre he dicho que no hay perros peor enseñados que los de esta
villa!



II

EL SARAO DE LOS SEÑORES DE ELORZA


--¡Qué lástima, Isidorito, que usted no hubiese estudiado para médico!
¡No sé por qué se me figura que habría de tener usted mucho ojo para las
enfermedades!

El joven se ruborizó de placer.

--Doña Gertrudis, me honra usted demasiado; no tengo otro mérito que el
de fijarme bien en lo que traigo entre manos, lo cual me parece de
absoluta necesidad en cualquier carrera a que uno se consagre.

--Tiene usted muchísima razón. Lo primero es fijarse en lo que se tiene
delante y no andar pensando en musarañas. Y si no, aplique usted el
cuento a don Máximo. No se le puede negar mucha sabiduría y buen deseo,
pero tiene la desgracia de no fijarse en nada de lo que le dicen, y por
eso no da casi nunca en el clavo. ¿Quiere usted decirme, Isidorito, cómo
es posible que acierte a curar un hombre que cuando el enfermo le está
contando lo que padece se pone a tajar un lápiz o a tocar el tambor con
los dedos? ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido por su causa! ¡Que Dios
no le tome en cuenta el mal que me ha hecho! Mi marido le quiere
mucho... y yo también, no vaya usted a creer... En medio de todo es un
buen sujeto, y hace veinticuatro años que entra en casa; pero hay que
decir la verdad aunque cueste trabajo: el pobre señor tiene la desgracia
de no fijarse..., de no fijarse poco ni mucho.

--Exacto, exacto. Don Máximo carece, a mi juicio, de las dotes de
observación indispensables para el arte que ejercita. Quizá se sorprenda
usted de que califique de arte a la medicina en vez de ciencia: es una
opinión particular mía que estoy dispuesto a sostener contra cualquiera,
lo mismo en privado que en público. La medicina, a mi juicio, no es otra
cosa todavía que una profesión empírica, puramente empírica. Repito que
es una opinión particular y que, como tal, la expongo; pero abrigo la
confianza de que será muy pronto una verdad universalmente aceptada.

--La verdad es, Isidorito, que a mí no acaba de entenderme. Anteayer
pasé todo el día con un ruido en la cabeza, como si estuviese tocando
dentro de ella una banda de tambores. Al mismo tiempo esta rodilla
izquierda se me había inflamado de tal modo que no pude ir siquiera
desde mi cuarto al comedor. Le mandé recado a don Máximo, y hasta el
oscurecer no vino. Le digo a usted que pasé un día cruel, y que si no
hubiera sido por unos parches de sebo, que a medianoche me puso mi hija
Marta en las sienes, me hubiese muerto sin remedio, porque don Máximo no
tuvo por conveniente mandar encender luz siquiera para verme.

--Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto. Vea usted cómo los
remedios caseros, administrados sin otro discernimiento que el que
comunica la rutina, por los resultados obtenidos en una larga serie de
casos, obran a veces sobre el organismo de modo más favorable que una
medicación científica. No acaece otro tanto en nuestra profesión,
señora, donde todos los casos que puedan ocurrir están de antemano
previstos por las leyes o por la jurisprudencia elevada a la categoría
de ley. No hay un solo litigio que no tenga ya su resolución adecuada en
los códigos civiles, ni puede cometerse absolutamente ningún delito o
falta que no esté comprendido en algún artículo del Código penal. Y para
que jamás pueda quedar nada al libre arbitrio de los tribunales (excepto
la interpretación _usual_), tenemos como derecho supletorio el canónico,
que es un abundante venero de reglas de conducta, aunque basadas todas
ellas principalmente en la equidad.

--Cierto, cierto, Isidorito. Los médicos no entienden absolutamente una
palabra. Si yo pudiese meter en frascos otra vez las medicinas que he
tomado, podía muy bien abrir botica. Ya ve usted que estoy como el
primer día... ¡Lo mismo que el primer día!..., sin adelantar un paso
siquiera... Dios me concede mucha resignación, que si no... Mire usted,
ayer estuve regularmente, pero lo que es hoy, por ser día de mi santo,
me encuentro fatal, fatal... Un desasosiego en todo el cuerpo..., un
hormigueo en las piernas..., un ruido en los oídos... Usted, que tiene
tanto talento, ¿no sabría lo que es este ruido en los oídos?

--Señora, yo creo..., ejem..., que esa enfermedad obedece a un estado
puramente nervioso... Las alteraciones nerviosas son tan variadas y
extrañas..., ejem..., que no es posible someterlas a principios fijos,
sino más bien conviene no sentar ninguna regla y estudiarlas en detalle,
o sea cada una de por sí.

Trabajo le costó, pero al fin salió del paso. Isidorito era un muchacho
macilento y encogido, con hondos y precoces surcos en las mejillas, de
pelo ralo y ojos saltones. Se le tenía por uno de los jóvenes más
formales o acaso el más formal de la villa y servía siempre de espejo a
los padres de familia para afear la conducta de sus hijos
calaveras:--«¿No ves a Isidorito qué bien se produce en sociedad, y con
qué aplomo habla sobre todas las cuestiones?»--«¡Ah, si tú fueses como
Isidorito, qué vejez tan dulce me harías pasar!»--«¡Vergüenza te había
de dar que Isidorito se hubiese hecho doctor hace ya cuatro años, y tú
no hayas logrado graduarte de licenciado todavía, zopenco!»

Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa
en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un
sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años
de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los
sesenta. En su rostro descaecido y marchito, sin embargo, no se habían
borrado aún enteramente los rasgos de una belleza excepcional, que había
dado mucho que decir allá por los años de 1846 al 48, y que le valiera
multitud de romances, sonetos y acrósticos de los más eminentes poetas
de la villa, insertos en un periódico semanal que entonces se publicaba
en Nieva con el título de _El Judío Errante_. Doña Gertrudis guardaba
con gran esmero una colección lujosamente encuadernada de _Judíos
Errantes_ y solía asegurar a los amigos que si el joven que firmaba sus
acrósticos con una V y tres estrellas no hubiese fallecido de una tisis
galopante, sería a la fecha el poeta a la moda, y que si otro muchacho,
llamado Ulpiano Menéndez, que se ocultaba bajo el seudónimo de _El Moro
de Venecia,_ no se hubiera marchado a América a hacer fortuna en el
comercio, sería por lo menos tanto como Zorrilla o Espronceda. Don
Mariano, su esposo, participaba de la misma convicción, aunque en otra
época, tanto el poeta lírico como el comerciante le habían causado
grandes desasosiegos y turbado no pocas veces la paz de sus relaciones
amorosas. Pero era hombre justificado y amigo de dar a cada uno lo suyo.

Doña Gertrudis estaba rebujada en una magnífica manta de felpa, y tenía
la cabeza cubierta con una cofia, por debajo de la cual enseñaba algunos
cabellos entre rubios y blancos. Su rostro era de singular blancura
mate, fino y correcto. Los ojos azules y sumamente tristes. Más que de
la enfermedad advertíanse en aquel rostro las huellas de la clausura.

--Me mata, me mata este ruido en los oídos. No puedo comer, no puedo
dormir, no puedo sosegar en ninguna parte.

--Juzgo que debiera usted permanecer en la cama.

--Es peor, Isidorito, es peor. En la cama no puedo prender los ojos.
Empiezo a dar vueltas como un molinillo y llega a producirme fiebre.
Estoy mucho más enferma de lo que se cree. Ya se verá cómo esto tiene
mal fin. Hoy me encuentro tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el
pulso, Isidorito, y dígame usted si tengo fiebre.

Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don
Máximo, que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron
la vista hacia allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y
volvió a ocultar su mano velozmente dentro de la manta.

--Ya tiene un nuevo médico de cámara su señora--apuntó don Máximo con
acento irónico.

--¡Bah, bah, bah!... ¿Con qué perro o gato de la villa habrá dejado mi
mujer de celebrar consulta? Estos días anda furiosa con usted y dice que
se va a morir sin que usted haga caso de ella. Yo la encuentro mejor que
nunca... Pero vamos a ver, don Máximo, ¿usted cree de buena fe que
podemos aceptar el trazado de Miramar?

--¿Y por qué no?

--¿No comprende usted que nos hundimos para siempre?

--Don Mariano, me parece que está usted obcecado. Lo que le importa a
Nieva es tener ferrocarril pronto, pronto, pronto.

--Lo que le importa a Nieva es tener ferrocarril bueno, bueno, bueno. El
trazado de Miramar sería nuestra ruina, porque nos acerca a Sarrió, que,
como usted sabe muy bien, tiene más importancia comercial y marítima que
nosotros. En pocos años nos tragaría como una pepita de cereza. Además
debe usted tener en cuenta que habiendo quince kilómetros desde el
empalme hasta Nieva y doce solamente a Sarrió, ninguna mercancía dejará
de preferir este punto para exportarse. Si a esto agrega usted que tarde
o temprano...

Un golpe violento de tos cortó la palabra a don Mariano. Era un hombre
grueso, alto, con barba y cabellos blancos; aquélla muy crecida. Sus
ojos negros brillaban como los de un joven, y en sus mejillas sonrosadas
el tiempo no había conseguido labrar profundos surcos. Sin duda había
sido uno de los jóvenes más gallardos de su época. Tal como ahora le
hallamos, todavía llamaba la atención por su fisonomía simpática y
venerable, y por su figura atlética. Con la violencia de la tos, su
temperamento sanguíneo experimentó una fuerte sacudida: el rostro se
coloreó excesivamente. Cuando hubo cesado, tornó a coger el hilo del
discurso.

--Si a esto agrega usted que tarde o temprano tendremos un buen puerto,
ya sea en El Moral o en el mismo Nieva, porque la guerra no ha de durar
eternamente ni el Gobierno ha de dejarnos reducidos siempre a la
condición de parias, ya verá usted qué vuelo toma en un instante el
comercio de la villa y qué pronto le hacemos sombra a Sarrió.

--Bien, bien: convengo en que el trazado de Sotolongo ofrece algunas
ventajas; pero usted bien sabe que por ahora ni en mucho tiempo no hay
que soñar con él, mientras que el de Miramar lo tenemos en la mano. El
Gobierno está profundamente interesado en ello, porque no hay otro medio
de proteger nuestra fábrica de armas. Ya comprende usted que si los
carlistas llegasen a romper la línea de Somosierra, entrarían aquí como
Pedro por su casa, tomarían las armas que les pareciera, inutilizarían
la fábrica y podrían marcharse por el valle de Cañedo sin peligro
alguno. Por ahora no hay cuidado que rompan la línea, ya lo sé, pero
¿quién puede asegurar lo que sucederá con el tiempo? Además, ¿no puede
llegar un día en que el mismo elemento carlista que aquí tenemos levante
la cabeza? Pues si hubiese ferrocarril, cualquiera que él fuese, nada
más fácil que poner aquí en dos horas cuatro o cinco mil hombres...

--En primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo
confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de
la Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el
fomento de nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger
una fábrica. Hágase usted cargo de que es obra para siempre y que, si
desde su origen adolece de un vicio grave, este vicio pesará eternamente
sobre nuestra villa. En segundo lugar, los carlistas no pasarán jamás de
Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la cabeza, demasiado comprende
usted que no es posible, porque cuentan con muy pocos elementos..., y
eso que bien lo trabajan.

--¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos... y no
dormirse... Y en último resultado, más vale pájaro en mano... Pero
dígame usted, don Mariano, hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de
arreglar las cocheras?

Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los
bolsillos de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista
hacia un rincón de la sala.

--Martita, ven acá.

Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con
nadie, llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban
ya bien señaladas en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin
embargo. Era blanca, con ojos y cabellos negros, mas su semblante no
ofrecía la expresión provocativa que suele tener esta clase de rostros.
Las facciones no podían ser más correctas ni el conjunto más armonioso.
Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida que la animase.
Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.

--Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda
de la mesa de escribir y tráeme la petaca.

La niña se alejó presurosa y no tardó en volver con ella.

--Vamos a fumar al comedor--dijo don Mariano tomando a don Máximo del
brazo.

Y ambos salieron del salón por una de las puertas laterales.

Marta volvió a sentarse otra vez en el mismo sitio. Las señoras que se
hallaban cerca estaban empeñadas en una conversación animadísima en la
cual ella no tomaba parte. Quedose, pues, sentada, paseando su mirada
indiferente de una a otra parte de la sala, deteniéndola ahora en un
grupo, ahora en otro de circunstantes y fijándola más particularmente en
el pianista que _ejecutaba_ a la sazón la sinfonía de _Semíramis_.

Pocas veces había presentado el salón de los señores de Elorza aspecto
tan brillante. Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados
por señoras ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La
araña de cristal que colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes
de luz que iban a caer sobre su tersa piel produciendo visos nacarados.
Los espejos reflejaban de uno y otro lado aquellos pechos hasta el
infinito. El severo papel verde botella del salón realzaba su blancura.
Marta tenía frente a sí a las señoras de Delgado; tres hermanas, una
viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras no
fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus
espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos. Cerca de ellas
estaba la señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros
maliciosos, huérfana y rica. Un poco más allá la señora de Ciudad,
dormitando sosegadamente hasta que llegaba la hora de recoger a las seis
hijas que tenía diseminadas por los distintos parajes de la sala. Allá,
en un rincón, su hermana María charlaba íntimamente con un joven. Los
ojos de la niña rodaban de un sitio a otro lentamente. La música le
interesaba poco. Parecía estar segura de no ser observada por nadie, y
su rostro tenía la expresión glacial e indiferente del que se encuentra
solo en su cuarto.

Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban
lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde
allí miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los
divanes. Otros se mantenían en pie detrás del piano, esperando que un
compás de silencio les diese tiempo para expresar por medio de
exclamaciones reprimidas la admiración que rebosaba de su alma. Sólo muy
pocos, bien quistos de la suerte, habían logrado que alguna señora
refrenase con la mano, en obsequio suyo, el vuelo exuberante de sus
faldas de seda y les hiciese un lugarcito a su lado. Orgullosos de tal
prerrogativa, manoteaban sin cesar y derrochaban su ingenio para
entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que
tomaban parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que
salía del piano colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y
apagaba enteramente el cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin
embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en
algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y
cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que
charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía
volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El
calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La
atmósfera, sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del
perfume de pomadas y esencias con los efluvios de los cuerpos que ya
transpiraban. En esta mixtura de olores predominaba el aroma acre de los
polvos de arroz.

Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido
profundamente en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba
a mal. Isidorito levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta
del gabinete. Desde aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar
miradas abrasadoras, largas y profundas sobre la señorita de Morí, que
recibió los fuegos de la batería con una calma heroica. Isidorito había
amado a la señorita de Morí desde que tuvo conocimiento de lo que eran
dotes y bienes parafernales, asombrando después por su fidelidad a toda
la villa. Aquella pasión había hecho presa de tal suerte en su alma, que
jamás se le vio cruzar la palabra ni dirigir una mirada incendiaria a
otra mujer que no fuese la citada señorita.

Pero Isidorito, contra lo que pudiera creerse dados sus vastos
conocimientos jurídicos y su formalidad no menos vasta, experimentaba
una leve contrariedad en sus amores. La señorita de Morí tenía por
costumbre prodigar sonrisas amables a todo el mundo, derrochar miradas
largas y apasionadas con todos los jóvenes de la población; con todos...
menos con Isidorito. Esta conducta inexplicable no dejaba de causarle
algunas inquietudes, obligándole a meditar frecuentemente sobre la
sabiduría de los legisladores romanos que jamás quisieron otorgar
capacidad jurídica a la mujer. Había sido nombrado recientemente fiscal
municipal del distrito, lo cual, al constituirle en autoridad, le daba
gran prestigio entre sus convecinos. Pues bien, la señorita de Morí,
lejos de dejarse fascinar por la nueva posición de su apasionado,
pareció encontrar ridículo tal nombramiento, a juzgar por el empeño con
que desde entonces trató de evitar toda comunicación visual con él. Pero
nuestro joven no se dejó abatir por estas nubecillas tan frecuentes
entre enamorados y continuó bloqueando, unas veces por medio de pláticas
eruditas y otras con actitudes lánguidas y románticas, la carita redonda
y los tres mil duros de renta de la inquieta damisela.

Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid
convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que
se había formado para escucharle. Era una tertulia o _petit comité_,
como lo llamaba el ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde
el núcleo estaba constituido por tres señoritas de Ciudad.

--Eso no es más que una galantería de usted, Suárez--dijo una señora.

--¡Ya se ve!--repitieron varias.

--Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo
podrá decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son
totalmente hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros
agradables y simpáticos que aquí veo. Porque no les extrañará a ustedes
que les diga que el número de feas es allí mucho mayor que el de
hermosas.

--¡Bah! ¡bah! En Madrid es donde se encuentran las mujeres más bonitas
y, sobre todo, más elegantes.

--Eso ya es otra cosa: elegantes, sí; pero bonitas, no paso por ello.

--Pues aunque usted no pase.

--Señoras, hay una razón para que ustedes sean más bonitas que las
madrileñas: es una razón que pueden apreciar mejor los que, como yo, se
han dedicado a las bellas artes. Aquí hay el color y la forma, que allí
no existen. Esta noche, afortunadamente, tengo ocasión de observarlo y
de establecer comparaciones que resultan muy favorables para ustedes.
Ahora que nos permiten contemplar lo que ordinariamente cubren con tal
cuidado, puedo asegurar que ustedes tienen forma de mujer, la forma que
tanto admiramos en las estatuas griegas y en las pinturas flamencas,
mórbida, blanca, transparente, mientras que al entrar en un salón de
Madrid no se tropieza más que con esqueletos en traje de baile...

Las señoras rieron, tapándose la cara con los abanicos.

--¡Qué lengua, qué lengua tiene usted, Suárez!

--No me sirve más que para decir lo que es cierto. Las niñas de Madrid
me hacen el efecto de sombras chinescas. En ustedes encuentro seres
visibles, palpables... y hasta confortables.

Marta observó que la bujía de un candelabro se estaba concluyendo y que
iba a hacer estallar la arandela de cristal. Se levantó y fue a apagarla
con un soplo. Después, al sentarse nuevamente, lo hizo en sitio
distinto.

El pianista terminó sin novedad su sinfonía. Las conversaciones cesaron
de golpe. Algunos batieron las palmas y otros dijeron: «¡Muy bien, muy
bien!» Ninguno le había escuchado. El pianista se creyó indemnizado de
sus fatigas, y asomando la cara ruborosa por encima del piano, dio las
gracias a la sociedad con sonrisa triunfal. Un joven que traía el pelo
sobre la frente al estilo de los elegantes de Madrid aprovechó este
momento de felicidad para obligarle a tocar un vals-polca.

Desde los primeros acordes se pudo notar extraordinaria agitación en la
juventud de las puertas, que se enervaba a ojos vistas por la falta de
ejercicio. Algunos empezaron a meterse los guantes apresuradamente;
otros se aliñaron los cabellos con la mano y apretaron el nudo de la
corbata. Uno preguntó con voz alterada:

--Es mazurca, ¿verdad?

--No; es vals-polca.

--¿Cómo vals-polca?

--¿No lo estás oyendo?

--¡Ah, sí, es verdad! ¡Pues, señor, ese bruto del piano se empeña en que
yo no baile con Rosario esta noche!

Todos parecían inquietos y nerviosos como si fuesen a entrar en fuego.
Los más atrevidos salieron con paso rápido al medio de la sala y se
acercaron a las jóvenes, disimulando su emoción con una sonrisa
petulante. Cuando la señorita invitada se levantaba para apoyarse en su
brazo, empezaban a sentirse dueños de sí mismos. Otros menos osados
daban tres o cuatro chupadas intensas al cigarro, despidiendo el humo
hacia el pasillo, y, después de arrojar la punta, se dirigían
pausadamente hacia alguna joven de las menos agraciadas, que les pagaba
su atención con una sonrisa henchida de promesas amables. Los más
cobardes forcejeaban con los guantes buen rato y concluían por rogar a
algún señor grave que les abrochase los botones. Terminada la operación
y al disponerse a bailar, se encontraban con que no había ninguna
muchacha sentada. Entonces se resignaban a bailar con alguna mamá.

Una en pos de otra, todas las parejas rompieron el baile. Marta
permaneció sentada. Dos o tres pollastres habían venido muy almibarados
y dándose aires de protección a invitarla, pero les contestó que no
sabía bailar. El motivo verdadero de la negativa era que a su padre no
le gustaba que empezase tan niña a figurar en sociedad. Quedose, pues,
mirando atentamente cómo daban vueltas los demás. Sus grandes ojos
negros se iban posando con plácida expresión sobre cada una de las
parejas que por delante de ella cruzaban. Algunas le interesaban más que
otras, y las seguía con la vista. Las actitudes, los movimientos y la
traza de ellas eran tan distintos que ofrecían estudio curioso. Un joven
largo y delgado doblaba cuanto podía el espinazo para abrazar a una
señorita diminuta que se empinaba sobre la punta de los pies. Una dama
ajamonada y obesa se apoyaba lánguidamente sobre el hombro de un
muchacho, embadurnándole la levita con el _blanco cera de Circasia_.
Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de ninguna clase, y pisaban
con frecuencia a sus parejas, que concluían por declararse fatigadas y
pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos, estropeando la
alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de ama de
casa. Al cabo de un rato los rostros empezaron a reflejar el cansancio,
poniéndose rojos o pálidos, según el temperamento de cada uno. Con la
boca entreabierta, las mejillas inflamadas y la frente cubierta de
sudor, no ofrecían otra expresión que la de la estupidez más cumplida.
En un principio habían sonreído y hasta habían dejado escapar de sus
labios alguna palabra galante; pero muy pronto cesaron las galanterías y
se apagó la sonrisa. Todos concluyeron por brincar graves y silenciosos,
como si una mano invisible descargase latigazos sobre ellos para que lo
hiciesen. Marta cerraba de vez en cuando los ojos, y de esta suerte
evitaba el mareo que empezaba a acometerle.

Al fin dejó de sonar el piano repentinamente. Las parejas, en virtud del
impulso adquirido, dieron otros tres o cuatro saltos sin música, lo cual
hizo sonreír a Marta. Antes de sentarse, las muchachas pasearon unos
momentos por el salón de bracero con sus galanes, anudando alguna rota e
interesante plática. El pianista recibía las gracias efusivas del
pollastre del pelo por la frente. Al cabo, las damas fueron sentándose
en sus respectivos sitios, y los galanes se replegaron de nuevo hacia
las puertas, limpiándose el sudor con el pañuelo. Los que habían bailado
con las bellezas de la sala tenían la cara resplandeciente de felicidad
y acogían, sonriendo, las bromitas de sus amigos, mientras los que
habían apechugado con las feas, un tanto mohínos, ponían por las nubes
la destreza en el baile de sus parejas.

El joven del pelo por la frente inició la idea de que cantase don
Serapio, y recorrió los diversos grupos del salón haciendo propaganda
instantánea y satisfactoria de tan feliz pensamiento.

--Sí, sí, que cante don Serapio.

--Que cante don Serapio, que cante don Serapio.

--¡Señores, por Dios! Estoy sumamente acatarrado.

--Mil gracias, señoras, mil gracias. Quisiera poseer en este momento la
voz de un ángel, porque los ángeles sólo deben escuchar a los ángeles.

El piropo produjo excelente efecto en la parte femenina del salón. La
parte masculina lo recibió con sonrisas burlonas.

--Siempre hemos tenido gusto en escucharle; ya lo sabe usted.

--Porque siempre va unida a la belleza la bondad. Los rostros son espejo
de las almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser
ustedes benévolas conmigo?

El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las
señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente.

--A cantar, a cantar, don Serapio.

--¡Pero si no tengo nada ensayado!... No sé cómo arreglarme para
corresponder a tanta bondad... Además, estoy ronco.

Don Serapio se hizo de rogar todavía algún tiempo. Por último se fue
acercando al piano rodeado de señoras, a quienes dirigía sonrisas y
palabras llenas de almíbar, y terminó por sacar disimuladamente un rollo
de papeles de música que traía en el bolsillo interior de la levita. El
pianista se hizo cargo al instante de la maniobra, y le ayudó,
quitándoselo rápidamente de la mano.

--Don Serapio, va usted a cantar..., va usted a cantar... la romanza
_Lontano a te_--dijo, desplegándola sobre el atril.

--¡Oh, por Dios! Es demasiado sentimental, y estas señoras no están
ahora por el romanticismo...

--Al contrario, don Serapio--exclamó una de las señoritas de Delgado--,
las mujeres, en esta época de interés y de cálculo, somos las que
debemos rendir culto al sentimiento y al corazón.

--¡Siempre tan linda como discreta!--manifestó el cantante inclinándose
hasta el suelo.

Comenzó a preludiar el piano. Don Serapio, antes de emitir nota alguna,
arqueó repetidas veces las cejas y estiró cuanto pudo el cuello en señal
de asentimiento. Pasaba de los cincuenta, aunque las pomadas, tinturas y
cosméticos le diesen aspecto de joven a cierta distancia. De cerca, sus
bigotes engomados a la perfección no bastaban a compensar las patas de
gallo y arrugas de todo linaje que le cruzaban el rostro. Era fabricante
de conservas alimenticias y solterón empedernido, no porque dejase de
honrar al bello sexo y tenerle en gran estima, sino porque pensaba que
el matrimonio era la muerte del amor y sus ilusiones. No había hombre
más azucarado y mantecoso en conversación con las damas, ni jamás tuvo
galán un surtido más numeroso de requiebros para soltarles. En casi
todos ellos jugaba mucho papel _el fuego de la pasión, la pérdida del
albedrío, el aliento perfumado, los latidos del corazón_ y otras cuantas
lindezas análogas, todas trasnochadas. Esto en cuanto a las señoras. En
cuanto a las doncellas de labor y cocineras, no paraban aquí los
galanteos de don Serapio. Se le consideraba como uno de los más
terribles y dañinos seductores de este género; y era cosa bien sabida en
Nieva que más de una vez y más de dos habían ido a la fábrica con algún
tierno infante entre los brazos a armarle un escándalo mayúsculo, que él
se había apresurado a conjurar con los rellenos de su gaveta.
Ordinariamente hacía una vida arreglada, levantándose muy de mañana,
yendo a la fábrica a despachar las cuentas y a inspeccionar el
condimento de los pescados y mariscos y viniendo a eso de las cinco de
la tarde a jabonarse y vestirse para emprender su paseo o sus visitas
que no eran pocas, y que terminaban siempre a las once de la noche. La
única lectura que le agradaba, las novelas de crímenes.

La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un
joven humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo
averiguarse si era tenor, barítono o bajo. En cambio, cantaba con un
sentimiento capaz de derretir a las piedras, del cual podía juzgarse por
los movimientos infinitos de sus cejas y por la expresión de desconsuelo
que tomaba su fisonomía así que se hallaba frente al piano. Nadie vio un
rostro tan arqueado, estirado y compungido. La romanza _Lontano a te_,
más que ninguna otra, tenía el privilegio de despertar su sensibilidad y
dar a sus ojos expresión extremadamente amarga.

Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor de
hallarse lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casa
seguía conversando en el paraje más retirado de la sala con un joven de
fisonomía abierta y simpática, moreno, de ojos negros y bigote
naciente.

--Enrique no entendió bien mi encargo--decía el joven--. Yo le pedía que
me remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo
vulgarísimo hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana
mismo sin mostrártelo siquiera.

--No te moleste más; es igual uno u otro.

--¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted
tan indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajese
el dichoso aderezo reirías en grande.

--No lo creas.

--¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho del
sombrero que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?

--Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara.
La verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o un
aderezo que otro.

--Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. El
aderezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo...
Dejemos el aderezo... Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo... ¡Ah,
sí! Es necesario que escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la carta
que de él recibí hoy, no sabe todavía el día en que nos casamos. Creo
que debemos escribirle los dos en una misma carta, ¿no te parece?

--Como tú quieras.

--Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.

Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio,
que se lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y
tristeza en que su dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado se
llevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estaban
cerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas por
cualquier cosa.

--¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va
a correr hacia atrás el peluquín.

--No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que
goce sin ofender a Dios ni al prójimo.

--No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente... Pero
observo, niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta
parte. ¿Tratas de hacerle competencia al cura de la parroquia?

--Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como
dices, no debían ofenderte mis consejos.

--No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los
sigo... cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos de
hablar en broma. En fin, tiempo te queda para sermonearme a tu gusto,
¿verdad? No sólo tiempo sino espacio también. Puedes ir echándome
sermones desde Nieva hasta Madrid, después de Madrid hasta París, y
desde París a Milán, y desde Milán a Venecia, y después hasta Roma y
Nápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra, Bruselas, París y Madrid
hasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un predicador tan monísimo
por todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el itinerario de
nuestro viaje?

--Bien.

--¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no te
interesa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú no
hagas en él las modificaciones que creas convenientes o lo varíes por
entero si te place. El mismo interés tengo en ir a París y Roma que a
Berlín o a Londres. ¡Figúrate lo que me importará, yendo contigo, viajar
por un lado o por otro!

--Lo que tú determines estará bien.

--Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?

--Ya te he dicho que sí.

--Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreír
una vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamente
necesarias. ¿A qué viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?

--¿Por qué había de estarlo?

--Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otro
modo no tiene explicación el tono displicente con que me respondes hace
rato.

--Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.

Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándola
en don Serapio.

--Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada,
harías mal en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si por
ventura la hubiese cometido. La conciencia no me acusa de nada...

--Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!

María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar la
vista del cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.

--Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...

Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:

--Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro...
Todos ganarán en ello menos yo...

--¿Pues?

--Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuando
estamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segunda
porque vas a separarte de mí.

--No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quien
disgusta... y mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamos
juntos mucho más tiempo de lo que debiéramos.

--Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes en
público. Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la pura
verdad. Por más que estemos juntos algunas horas del día, aun me parece
poco. Quisiera que lo estuviésemos todas. En un hombre que se va a casar
dentro de mes y medio no creo que tenga mucho de particular este
deseo...

Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:

--Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En los
años que llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra del
hastío. Cuando estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tan
bien; cuando estoy lejos pienso que estaría mejor junto a ti. Esto es
una garantía de que nunca nos cansaremos el uno al lado del otro, ¿no es
verdad? Por mi parte te hago juramento de que si llegamos a viejos me
gustará más estar a tu lado que tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosa
nos espera y cuánto tiempo hace que sueño con ella!... ¿Te acuerdas
cuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú ocho años y yo diez,
mi pobre mamá nos hizo cogernos de la mano diciéndonos gravemente:
«¿Queréis ser marido y mujer?... Pues daos un beso y cuidado con
enfadarse más.» Desde entonces nunca pensé que podía casarme con otra
mujer más que contigo.

María no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijeza
extraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante de
conservas.

--¿Sabes una cosa?

--¿Qué?

--Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no los
he abierto. Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona de
marquesa. Aunque te rías, no dejaré de decirte que me dio un salto el
corazón al ver la corona. Me pareció que ya estábamos unidos, que no
había que esperar estos mortales cuarenta y cinco días. No sé lo que
daría por que hoy fuese el último de diciembre. Dime, feísima ¿no tienes
deseos de llamarte la marquesa de Peñalta, de ser mía, mía para siempre?

María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio,
repuso:

--Así, así.

Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad.
Ricardo permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover
siquiera un dedo. Después se levantó bruscamente y salió de la sala.

Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando
en una última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría
sin remisión. El pianista secundó este grito de dolor con una escala en
octavas estrepitosas. Sonó un largo palmoteo y se dirigieron al cantante
por parte de las damas sonrisas afectuosas de aprobación. La juventud de
las puertas, siempre bromista, se empeñó en hacerle repetir la romanza;
pero don Serapio tuvo bastante buen olfato para advertir que los
aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a complacerla.

Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea la
siguiente alocución:

--Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista...
Todos esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno de
esos momentos felices..., que otras veces nos ha proporcionado...,
¿verdad?

--Eso es: que cante María.

--Sí, cantará, porque es muy amable.

El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hasta
el piano.

Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo como
siempre un estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, qué
hermosa!--¡Esta chica cada día es más bonita!--¡Qué gusto exquisito
tiene para vestirse!--¡Parece una reina!» Estas y otras muchas frases
laudatorias fueron las que se dijeron al oído los tertulios de los
señores de Elorza.

Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada,
flexible y elegante como las bellas damas del Renacimiento que los
pintores italianos escogían para modelos. La línea de su cuello mórbido
y lustroso recordaba las estatuas griegas. Este cuello servía de sostén
a una cabeza rubia de rostro blanco, levemente sonrosado en las
mejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos y ojos azules.
Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una expresión
persuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquella
esclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico de
los acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba un
leve círculo morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.

--Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica--dijo una
señora.

--Lo celebraré, porque este señor don Serapio me había descompuesto los
oídos para una temporada.

--¡Oh, María es una profesora!

--Lo que reconozco por ahora es que tiene una figura preciosa.

--¡Pues cuando usted la oiga!...

--Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja!

--¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza?

--Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llama
Marta. Ha de ser muy linda también.

--En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es una
belleza vulgar, mientras que su hermana...

--Silencio, que ya empieza.

Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal de
don Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó varios
trozos de ópera que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuando
terminó, los aplausos fueron tan vivos y prolongados que la hicieron
ruborizarse.

Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida a
la de la Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podría
competir con las primeras contraltos.

Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estar
fijas sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermoso
semblante de María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:

--Mamá, me duele muchísimo la cabeza.

--¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo también
de dolor.

--Quisiera irme a acostar.

--Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.

--Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.

María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no ser
notada, salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él a
beber un vaso de agua azucarada y quedó un instante inmóvil con la
mirada puesta en el vacío. La sombra de tristeza había obscurecido mucho
más su semblante.

Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al final
había una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenas
hubo subido cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por el
brazo y dejó escapar un grito de susto. Al volverse percibió con
dificultad el rostro pálido y angustiado de su novio.

--¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?

--Vi que salías del comedor y te he seguido.

--¿Para qué?

--Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho en
el salón. ¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Crees
que puedo renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir de
dicha, a todos los sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cien
veces infame, mil veces infame, ahora aquí entre los dos, después en
plena tertulia, después ante el mundo entero?... ¡Ven, ven,
miserable!... ¡Ven, a que te lo llame delante de todo el mundo!...

Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una carta
las últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia hacia
la sala, sujetándola fuertemente por la muñeca.

María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sin
oponer resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera.
Mas al llegar al pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálido
que le hizo soltar su presa y retroceder con espanto. Inmediatamente los
brazos de María se anudaron a su cuello y sintió en los labios la
presión de otros labios.

--¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!

Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadas
de una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra su
pecho sin contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvo
un poco más sereno, le preguntó con voz débil:

--¿Me quieres?

--Con toda mi alma.

--¿No fue más que un instante de mal humor?

--Nada más.

--¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundo
no lo pasaría otra vez.

--¿No quedas bien pagado, di?

--Sí, hermosa.

--Suelta. Me voy a acostar. ¡Tengo un dolor de cabeza tan fuerte!...

--Espera un poco... Déjame darte un beso en la frente... Ahora otro en
los ojos... Ahora otro en los labios... Ahora en las manos...

--Adiós.

--Adiós.

--Suelta, Ricardo, suelta...

El joven la tenía sujeta aún por las manos, riendo de felicidad. María
forcejeaba por desasirse, riendo también.

--Vamos, déjame marchar; no seas tonto.

--Porque no soy tonto no te dejo marchar.

--Mira que me duele la cabeza.

--Bien, pues te dejo.

--Hasta mañana. ¡Cuidado con bailar ahora!

--No tengas cuidado. Me voy a marchar en seguida. Hasta mañana.

María se escapó corriendo, Ricardo trató de alcanzarla otra vez saltando
por la obscura escalera; pero no pudo. La joven le dio las buenas noches
con una alegre carcajada desde arriba.

Al penetrar de nuevo en el salón, Ricardo sonreía como un
bienaventurado. El brillo de la araña le trastornó un poco y se apresuró
a sentarse.

El gabinete de María, al llegar a él su dueña, estaba sumido en las
tinieblas. Buscó a tientas las cerillas y encendió una lámpara de bomba
esmerilada. Estaba decorado con lujo y con un gusto que rara vez suele
verse en los pueblos secundarios. Los muebles vestidos de raso azul; las
cortinas y el papel de las paredes, del mismo color. En el hueco de dos
ventanas había un armario de caoba con espejo de cuerpo entero. El
tocador, abrumado bajo el peso de los frascos, arrimado a la pared
opuesta. La alfombra era blanca con flores azules. El esmero exquisito
con que todos los objetos se hallaban colocados en sus puestos, la
elegancia y coquetería de los muebles y el perfume delicado que al
entrar se percibía, bien claramente anunciaban el sexo y la calidad de
la persona que lo habitaba.

Cuando María dio luz a la lámpara se encontraron sus ojos con los de una
imagen del Redentor que ocupaba el centro de la mesa donde la luz ardía.
Era de madera primorosamente tallada y pintada y con cierta expresión
triste y apacible en el rostro que había sido la que moviera la joven a
comprarla. Al tropezar con la mirada dulce pero glacial de la imagen, se
apagó la sonrisa feliz que aun vagaba por sus labios, quedando inmóvil y
hondamente pensativa. Poco a poco y a influjo sin duda de las ideas que
la embargaron, su rostro perdió la expresión habitual y fue adquiriendo
otra dolorida y humilde como la de una Magdalena. En aquel momento los
acordes del piano subieron vibrando por la obscura escalera, señalando
los primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer de rodillas
y dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba. Sus labios se apretaron
convulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabras
ininteligibles.

Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó con
acento de dolor:

--¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!... ¡Qué mal os pago el
amor que me tenéis!... ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!

Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba.
Era pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión de
estampas de Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón de
gasa, blanco y risueño como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre la
mesa de noche y con semblante más tranquilo se desnudó en breves
instantes.

Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagó
la lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente,
sobre la boca y sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lecho
cubierto de seda y batista, tierno y perfumado y henchido de sensuales
caricias, la estuvo reclamando en vano toda la noche. Así permaneció
extendida sobre el pavimento hasta que la luz del día rayaba.



III

LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente del
suelo. Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibió
el sonido de las campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños.
Se había equivocado; todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, y
saliendo al gabinete se puso a orar humildemente postrada frente a la
imagen de Jesús. Como no tenía puesta más que una fina camisa de
batista, el frío la traspasó en seguida y empezó a tiritar; pero no
quiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes chocaron
fuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar la
postura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanas
del gabinete y apagó la luz.

Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de la
señorita de Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre que
estaban lejos de tener ordinariamente. El frío de la mañana los
penetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos,
esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza y
esplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz,
producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de un
moribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado que
la casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba por
encima de ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de sus
paredes. La torre no contenía más que dos habitaciones: la de María,
compuesta de gabinete y alcoba, y la de su doncella Genoveva, que
constaba de un solo cuarto. Eran las habitaciones más frías, pero
también las más alegres de la casa. Las pocas veces que el sol se
dignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía sin
miramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interior
reflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas,
estropeando el charol de los armarios y regalándose, en fin, de mil
diversas formas. Todo esto, por supuesto, si Genoveva no había tenido la
precaución de echar las cortinas a tiempo. Eran también las más
silenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban hasta ellas, y los de
fuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las turbaran.
Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre,
producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unas
veces, riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesen
herméticamente cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba ni
reñía, contentándose con zumbar perpetuamente, pero con mucha
discreción, como los caracoles de mar cuando se acercan al oído.

María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de las
ventanas que daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle.
Desde aquella ventana se oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral,
que era el sitio por donde comunicaba con el mar. No mediría más de una
legua de largo; el ancho variaba extremadamente, según se la viese en
baja o pleamar, en mareas vivas o muertas. Cuando las grandes mareas
alcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de las colinas
cubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la hora
de bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hilo
estrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinas
limítrofes y este canal quedaba por ambas orillas una extensa superficie
gris de limo suelto, salpicado de charcos de agua donde los pilluelos
del muelle gustaban de hundirse y revolcarse hasta que se embadurnaban
asquerosamente para ir luego a lavarse arrojándose de cabeza en el
canal. Por encima de las tapias de la huerta asomaban los palos de
algunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados en el muelle,
los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.

La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavía
profundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo el
perfil de los montes lejanos. Después fue a tomar un libro que tenía en
la mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía
leer. Aun no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla y
se acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales.
El cielo iba agrandando sus claraboyas por la parte de El Moral sin
infundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente no servía más
que para esclarecer su semblante hosco. Se preparaba un día desapacible,
como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la mayor
parte del año.

El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles y
objetos que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos y
risueños como las bailarinas de las óperas cuando a un golpe de la
orquesta se despojan del manto que las transformaba en espectros. Pero
la luz no sonreía; cada vez se mostraba más triste y severa. Por delante
de las grandes nubes de un color violeta obscuro que se amontonaban allá
en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El Moral cruzaban
velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados de una gasa;
signo cierto de borrasca.

María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga
de aire y de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un
poco hacia atrás y vio llorar a todos los cristales a la vez. Por algún
tiempo se entretuvo en seguir con la vista el camino más o menos rápido
y tortuoso que las gotas de agua seguían al bajar por la superficie
tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le trajo a la
memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma
ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era
siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres
que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse
de lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito.
Pero don Mariano temía concederle este permiso porque los cuartos de la
torre eran fríos y la salud de la niña delicada. Al fin, rendido por sus
ruegos y halagos, consintió en ello, después de haber tapizado las
habitaciones esmeradamente y con la condición de que Genoveva durmiese
cerca de ella.

Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el
pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho
prodigiosos adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a
la melancolía y al llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin
motivo alguno y cuando menos se esperaba; pero las lágrimas eran tan
dulces y sentía con ellas placer tan intenso, que en muchas ocasiones
las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces, contemplando desde aquella
ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y los últimos
resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por una
profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces
había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no
acertaba a decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la
pintura, en la cual también había descollado, despertó su inclinación
hacia la luz y el paisaje, lo cual contribuyó asimismo a que solicitase
con ardor las habitaciones de la torre. Una vez instalada en ellas con
su piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer más dichosa de la
tierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un cielo
azul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasar
el viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el
suelo los papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en
un globo y se hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced
de todas las venturas. Y esta ilusión, que procuraba conservar con
empeño, la hacía feliz algunos momentos. Por la noche solía abrir
también algunas veces las contraventanas y encender, además de la
lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se
hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe
parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se
decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si
alguna embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que,
amedrentada por la obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de
adentro, concluía por asustarse de tanta iluminación y empezaba a apagar
las luces apresuradamente.

Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo _la jaula de María_.
Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña
revoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando
los objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro.
Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallaba
en el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatina
o romanza que estudiaba. Don Mariano nunca dejaba de exclamar con su
habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el pajarito!» Y todos sonreían
también llenos de complacencia; porque en la casa todo el mundo quería y
admiraba a la niña.

En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la
torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los
ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la
biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de
todos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor. Así
que durante una larga temporada no leyó más que relaciones sangrientas
de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se placía el
fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó gran
cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su
curiosidad, teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día
y de la noche, no dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni
poético con que recrearse, y las olvidaba al día siguiente de leídas.
Además, la aterraban demasiado: no pocas veces le habían quitado el
sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva que se acostase a
su lado porque se moría de miedo.

Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las
señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse
ricamente abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas
de la escuela romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero
muchas de ellas ya grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos
solían tener las hojas algunas manchas amarillentas, lo cual ponía de
manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el
libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe. Ya
sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con extrema
facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: _Ivanhoe_,
_La dama del lago_, _Maclovia y Federico o Las minas del Tirol_, _Saint
Clair de las islas o Los desterrados a la isla de Barra_, _Oscar y
Amanda_, _El castillo del Águila Negra_, etc. Estas le hicieron gozar
muchísimo más. Entró de lleno, con vida y alma, en la región de las
quimeras deliciosas con que el ilustre Walter Scott y otros novelistas
no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una Edad Media para
su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas estupendas, de
castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más seducía
a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que
los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese
varón o hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que
empeñarse en llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través
de la oposición de los padres y tutores, y por encima de las asechanzas
que les tendían, los amantes desdeñados, purificados con mil pruebas
diversas, padeciendo mucho y llorando mucho más, al cabo salían siempre
triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita de Elorza prometía
secretamente en el santuario de su alma guardar la misma fidelidad al
primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en
las adversidades.

Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil
espíritu, y durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no
lograban cautivarla, pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el
amor de la heroína, puro como el diamante y tan firme, había realizado.
Y tomando la acción donde el novelista la había dejado, que era siempre
en el acto de celebrarse las bodas de los atribulados amantes, la
proseguía en su imaginación fingiéndose con todos sus pormenores la vida
venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos y recorriendo
con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente habían caído
sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones
irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía
que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de _chaquet_ o
_americana_ lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la
forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo
jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor
fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de
ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y
devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de villano,
pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su
sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba,
acompañándose con el laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir
con él por los campos hasta algún castillo ignorado, lejos de la tiranía
de su padre y del esposo aborrecido que le quería dar. La noche estaba
obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la
escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy
lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?» María oía tocar
suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del
lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero,
sino el viento, quien la llamaba suspirando. Por aquella época no podía
ver durante la noche cruzar un bote hacia el puerto sin estremecerse. El
misterio que guarda siempre una embarcación que se divisa entre las
sombras le hacía pensar vagamente en una celada tendida por algún amante
ignorado y brutal que, temiendo ser desairado, quería arrebatarla por la
fuerza de su casa, y arrastrarla a lejanas riberas donde pudiese
satisfacer con ella sus bárbaros deseos. Necesitaba observar que el bote
atracaba sosegadamente en el muelle y descargaban de él algunos barriles
y cajones para sentir desvanecerse su ilusión.

Pero la novela que más honda impresión le produjo fue sin disputa la
titulada _Matilde o Las cruzadas_. Ésta, mejor que ninguna otra,
consiguió trasladar su espíritu a la época singular y brillante que
representaba, haciéndola asistir a aquella lucha heroica trabada debajo
de los muros de Jerusalén. Fácil es de concebir, no obstante, que no
eran las batallas entre infieles y cristianos lo que más la interesaba
de la relación, sino aquel amor extraño, inverosímil, tanto como tierno
y fogoso, que prendió en el corazón de la heroína hacia uno de los
guerreros moros que usurpaban el sepulcro del Señor. La señorita de
Elorza disculpaba y hasta aplaudía con toda su alma esta pasión, donde
el pecado de amar a uno de los más terribles enemigos de Cristo prestaba
mayor atractivo y un sabor más picante. ¡Cómo no apasionarse de aquel
ínclito Malec-Kadel tan fiero y terrible en los combates, tan tierno y
sumiso con su dama, tan noble y generoso en todas ocasiones! ¡Ah, si
ella hubiera estado en lugar de Matilde, hubiera amado del mismo modo a
despecho de todas las leyes humanas y divinas! Este moro fue el
personaje que más la sedujo en toda su vida, hasta el punto de
inspirarle un cuadro muy bonito en que lo representaba sobre la cubierta
del buque donde iba con Matilde, salvándola de las garras de sus
enemigos, teniéndola protegida con la mano izquierda y cercenando
cabezas con la derecha, como quien siega mieses en verano. Cuando mejor
pudo comprobarse este entusiasmo fue a la llegada de un turco a Nieva
vendiendo objetos de nácar y babuchas. Quedó tan sorprendida al verle
pasar por delante de casa y a tal punto excitada su curiosidad que no
paró hasta trabar relación con él, haciéndole sufrir largo
interrogatorio acerca de la campiña de Jerusalén, donde se efectuaron
las escenas amorosas que tan impresionada la tenían, de las costumbres,
de los trajes y del gobierno de los agarenos. Mas el turco, ya porque no
tuviese humor de andar en parlamentos, o por razón de ser natural de
Reus, en la provincia de Tarragona, y no haber estado en su vida en
Palestina, respondió con sobrada concisión a sus preguntas.

No obstante, hacía ya mucho tiempo que María no tomaba una novela en las
manos. El recuerdo de esa época en que tantas había devorado, produjo
leve turbación en su fisonomía e hizo nacer en su tersa frente una
arruga ancha y profunda.

Las ráfagas de viento cargadas de lluvia batieron durante largo rato los
cristales hasta que enteramente los lavaron. Poco a poco se fueron
haciendo sus golpes menos frecuentes; al cabo cesaron por completo. La
luz había crecido en tanto, extendiendo por todo el nublado firmamento y
mostrando ya los bultos de las colinas lejanas de Occidente, que se
veían por la ventana de la pared opuesta. El temporal se resolvió, como
ordinariamente, en lluvia fina y menuda que empezó a descender con
pausa, tendiendo por la atmósfera un velo sutil y tremante, formado de
hilos de agua, el cual amortiguaba aún más el brillo de la luz naciente
y borraba los contornos de los objetos lejanos. La marea subía. La gran
sábana de agua que se extendía hasta El Moral tomaba un color terroso
por los bordes, obscuro y profundo por el centro.

María cogió de nuevo el libro, acercó una silla a la ventana y,
sentándose en ella, se puso a leer, porque la luz ya se lo permitía. Era
la _Vida de Santa Teresa_ escrita por ella misma, encuadernada con la
pasta sólida de filos dorados que caracteriza a los libros religiosos.

A medida que se enfrascaba en la lectura, el rostro de la joven se fue
serenando más y más, y la profunda arruga de la frente concluyó por
desaparecer. Leía el capítulo segundo, en que la santa manifiesta cómo
mostró afición en los primeros años de su juventud a los libros de
caballerías y a las vanidades del tocador, y da cuenta con palabras
encubiertas de unas relaciones amorosas que por la misma época mantuvo.
Cuando levantó los ojos del libro advertíase en ellos cierto regocijo o
satisfacción íntima.

Sonaron al fin verdaderamente las campanas de San Felipe. Dejó
bruscamente el libro y abrió la puerta del cuarto de su doncella:

--¡Genoveva, Genoveva!

--Ya estoy despierta, señorita.

--Levántate; ya tocan en San Felipe.

En un abrir y cerrar de ojos se levantó, se vistió y apareció en el
gabinete de su ama. Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o
menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor
de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy
lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del
Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las
sirvientas provincianas. Había entrado en la casa cuando María apenas
contaba un año para servirla de niñera, y nunca más la dejó, siendo
ejemplar notable de criada fiel y consecuente.

--¿Desde cuándo está ya vestida mi palomita?

--Hace ya cerca de una hora, Genoveva. Creí escuchar las campanas y me
engañé. Ahora suenan de veras. No perdamos tiempo; toma los paraguas y
vámonos...

--Vamos, vamos cuando usted quiera, señorita; ya estoy lista.

Ambas se pusieron las mantillas, y procurando no hacer ruido bajaron
hasta el portal, abrieron con precaución la puerta, que aun se hallaba
cerrada, y salieron a la calle, que atravesaron con los paraguas
abiertos hasta llegar al soportal de enfrente.

La villa de Nieva, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus
calles, de uno o de otro lado; a veces de los dos. Suele ser mezquino,
bajo, desigual y sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin
adornos de ningún género; muy mal empedrado asimismo. Sólo en tal o cual
paraje, donde alguna casa se había reedificado, ofrecía mayor amplitud y
un pavimento más cómodo. Si todas las casas se restaurasen (y no hay
duda que sucederá con el tiempo), la villa, merced a este sistema de
construcción, tomaría cierto aspecto monumental que la haría digna de
verse. Tal cual es, si no de apariencia muy bella, a lo menos ofrece
comodidad a los transeúntes, que no se mojan más que cuando quieren
pasar de una acera a otra. Y ciertamente que anduvieron precavidos sus
ilustres fundadores, pues en punto a llover firme y acompasado, no hay
población en España que le pueda alzar el gallo a nuestra villa.

Guarecidas de la lluvia ama y criada, atravesaron la plaza por uno de
sus flancos, internándose después por una calle estrecha, larga y
solitaria. Los honrados habitantes dormían el sueño dulce de la mañana.
Sólo de vez en cuando tropezaban con algún marinero cubierto de burdo
capote impermeable que, con los enseres de pescar en la mano y haciendo
gran ruido con sus enormes botas de agua, se dirigía a paso largo hacia
el muelle.

--¿Va usted bien abrigada, señorita? ¡Mire usted que hace un frío!...
Parece que estamos ya en enero.

--Sí; me he puesto cuerpo de terciopelo, y además este gabán está bien
forrado.

--Eso, eso, mi corazón. Si papá sabe que salimos tan de mañana, me va a
reñir porque se lo consiento. Es usted demasiado virtuosa, señorita.
Pocas o ninguna llevarán a la edad de usted vida tan santa...

--Calla, calla, Genoveva, no digas eso; no soy más que una miserable
pecadora; mucho más miserable de lo que tú te figuras.

--¡Señorita, por Dios!... No soy yo quien lo dice, sino todo el mundo...
Ayer me decía doña Filomena que la edificaba verla a usted oír la misa y
comulgar y que daría cualquier cosa porque sus hijas fuesen lo mismo...
Y razón tiene para desearlo, porque una de ellas, la última, es de la
piel del diablo... ¿Querrá usted creer, señorita, que el otro día arañó
a su hermana en la iglesia, sobre si había de confesar una primero que
otra?... ¡Bonito arrepentimiento! ¡Si da vergüenza, señorita, da
vergüenza el ver cómo andan algunas por la iglesia! ¡Parece que están en
su casa! ¡Ay, no se hacen cargo las pobrecitas de que están en la casa
del Señor de los cielos y tierra que les ha de pedir cuenta de su
pecado!... ¿No le ha enseñado doña Filomena el rosario que le mandó su
hermano de la Habana? ¡Es una maravilla! Todo de marfil y de oro con un
crucifijo grande de oro macizo. Para rezar no hace falta tanto lujo,
¿verdad, señorita?

--Para rezar no hace falta más que un corazón limpio y humilde.

--¡Ay, señorita, qué bien habla usted! Parece mentira que no tenga más
que veinte años. Pero cuando Dios quiere conceder dones a una criatura,
lo mismo da que sea joven o vieja, rica o pobre. Todos los días pido a
la Virgen Santísima que le conserve la salud para que sirva de ejemplo a
los que están en pecado mortal.

--Lo que debes pedir, Genoveva, es que purifique mi alma y me perdone
los muchos que he cometido.

--¡Bendito sea Dios! Si usted necesita que la perdonen siendo tan
piadosa y humilde, ¡qué necesitaremos los demás! No sea tan severa
consigo misma. Fray Ignacio la estima a usted tanto que no se cansa de
elogiarla... y eso que no tiene la manga muy ancha, como usted sabe... A
estas horas ya debe de estar en la sacristía el santo varón aguardando a
la gente. ¡Qué salud tiene!... Parece que Dios lo hace... No come, no
duerme, no descansa un momento... y, sin embargo, cada día está más
fuerte y con más ánimo para servir a Dios... No sé cómo puede pasar
tantas horas en el confesonario sin tomar alimento... Sólo el Señor
puede darle fuerzas. Bendito sea por siempre jamás. Amén.

--Es verdad; Dios obra verdaderos milagros con él, porque hace falta en
el mundo. ¡Oh, Dios mío, qué sería de mi alma si estos santos misioneros
no hubieran llegado a abrirme los ojos!

--Aunque la hayan ayudado mucho en el camino de la salvación, antes de
que ellos viniesen ya era usted muy buena y frecuentaba los
sacramentos...

--¡Qué poco es eso, Genoveva, cuando no se escudriñan los últimos
pliegues de la conciencia!

--Dígame, señorita, ¿ha visto en sueños hoy, como las noches pasadas, el
hermoso pájaro de plumas de fuego con la cruz en el pico?

María se detuvo repentinamente y se llevó la mano al pecho, como si
hubiese recibido un golpe. Después volvió a emprender la marcha y
exclamó sordamente:

--Esta noche no podía verlo.

--¿Por qué, corazón?

No contestó. Siguió caminando algún tiempo y dejó escapar un gemido.
Después parose nuevamente, y echando los brazos al cuello a su doncella,
comenzó a sollozar con amargura.

--¡Soy muy mala, Genoveva, soy muy mala! Mi corazón no acaba de verse
libre de impurezas; el demonio y la carne me tienen aún sujeta. ¡Si
supieses qué pecado he cometido ayer!

--Calle, calle, no se desconsuele. ¡Qué pecado había usted de cometer,
cordera!

--Sí, sí; soy más mala de lo que piensas. Cuanta más luz recibo de Dios,
más me empeño en hundirme en las tinieblas; cuantos más favores me
otorga, más ingrata soy hacia Él.

--Dios es infinitamente misericordioso, señorita.

--Pero infinitamente justo también...

--Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone
por su intercesión... Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse
y todo queda perdonado.

Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a
cierta plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y
severa de una gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni
por otra cualidad buena o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo
como la fachada y entraron en el templo, que era igualmente pardo y
enorme. Estas cualidades concluían por caracterizarlo. Constaba de tres
naves, la del centro ancha y elevada como la de una catedral; las de los
lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro tiempo, muy
lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y
salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente
tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un
principio tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la
figura rígida de algún santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y
angustiado de un Eccehomo.

Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo,
diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la
cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las
ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por
ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus
pecados en el sagrado tribunal de la penitencia. Algunos sacerdotes
tenían abiertas las puertas del confesonario y se les veía con sotana y
bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla, reflejando en su
rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que sentían.
Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al
pasar, la presencia de un ser humano.

La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los
ángulos y los huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las
enormes lámparas de metal amarillo se balanceaban en el espacio sujetas
al techo por un cordel. Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones
abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso
a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del
altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro altarcito sobre
el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto, dejando
ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado de
llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos
que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la
iglesia. Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la
novena del Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.

Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar
a su señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario
esperando al sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un
poco de temor mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor
confuso de humedad y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la
penetraba de respeto. Los momentos que precedían a la confesión eran de
sobresalto amable para María. El aparato y misterio de que estaba
rodeada aquella confidencia íntima, la más íntima que en el mundo
existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la turbaba hasta
el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves
temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al
rostro y se lo encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados,
sino en la manera que tendría de relatarlos.

La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el
confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se
introdujo en él. María, trémula y enternecida, se acercó a la
ventanilla. Cuando se separó, al cabo de una media hora, tenía los ojos
enrojecidos y las mejillas pálidas.

La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente
de mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo
verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más
se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo
anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño
de tisú de oro. Los fieles, desde los más apartados parajes de la
iglesia, se fueron replegando hacia el centro, formando apretado grupo
en torno del púlpito. María y Genoveva hicieron lo mismo. El sacerdote
hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en alta voz. Terminado el
rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado Corazón de Jesús. El
clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz gangosa y
lastimera exclamó:

«_¡Oh corazón!_--La muchedumbre repitió con solemne rumor:--¡Oh
corazooón!--_amantísimo_--amantísimooo--_santísimo_--santísimooo--_y
melifluo_--y melifluooo--_de mi divino Jesús_--de mi divino
Jesús.--_Corazón_--corazooón--_lleno de llamas_--lleno de llamas--_de
purísimo amor_--de purísimo amooor.»

María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios,
puestos los ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando
cara a cara al sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.

Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a
Dios, por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera,
y la muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió
fervorosamente a Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato
vacilando sin saber qué pedir, y, por último, pidió paciencia para
sufrir los dolores de reuma. El cura leyó con voz gangosa que se
arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente


EJEMPLO

«En la ciudad de Munich vivía no ha muchos años una dama de
extraordinaria hermosura que hacía una vida ejemplar; de modo que todos
le daban el nombre de santa. Acaeció que un día llegó a su casa un
mancebo muy gallardo a hacerle visita de parte de una prima suya, y al
instante logró el demonio que se prendase de él perdidamente. Fue su
pasión tan loca y miserable, que al cabo de algún tiempo de relaciones
consintió en un pecado de impureza ofendiendo a Dios gravemente. Caída
en el pecado, viose abismada en una melancolía profunda, porque si bien
rechazó prontamente al que había sido la causa de su culpa, la infeliz
se creyó condenada al infierno. Comenzó a llevar una vida áspera,
mortificándose con ayunos y penitencias sin conseguir desechar su
horrible pensamiento. Al fin, por consejo de un peregrino que por allí
acertó a pasar, dispuso hacer una novena al Sagrado Corazón de Jesús. Al
quinto día de rezarla devotamente, hallándose por la noche en su lecho,
oyó un gran estrépito y vio escaparse de su habitación un demonio
aullando horriblemente y dejando tras sí un hedor intolerable. A la
mañana siguiente se encontró curada de su melancolía y muy confiada en
la infinita misericordia de Dios.»

Los fieles se apretaron más en torno del púlpito para escuchar el
ejemplo y gustaron con deleite su sabor novelesco. La novena terminó con
una oración en latín. La muchedumbre rezó un Avemaría y un Credo. El
clérigo bajó de la tribuna.

Hubo fuerte y prolongado rumor en la iglesia. El grupo de mujeres se
abrió, se ensanchó, se revolvió charlando todas a un tiempo. Volvieron a
sonar los chasquidos de las almadreñas sobre las losas húmedas y sucias
del pavimento. Un monaguillo fue a despabilar los cirios que ardían en
torno de la imagen de Jesús, y de pie sobre el altar, con su cabeza
rapada y sus ojos maliciosos, hizo muecas profanas a otros chicos que
sus madres tenían orando de rodillas. Algunos clérigos salieron de los
confesonarios y cruzaron hacia la sacristía a paso largo. Uno fue
detenido en medio de la iglesia por varias señoras y estuvo hablando un
buen rato con ellas, aunque con visibles deseos de dejarlas. Por los
vidrios emplomados de los grandes rosetones pasaba ya toda la claridad
del día que evaporaba el misterio del templo, dejándolo triste, pobre y
sucio como en realidad era. Dos o tres pollastres matinales con cuello
bajo y los puños muy sacados entraron lanzando rápidas miradas
investigadoras a todos los sitios. A un sacristán se le ocurrió abrir el
cancel de la puerta de par en par y una multitud inquieta y estrepitosa,
que no había madrugado a rezar la novena, fue penetrando en la vasta
nave a escuchar la palabra del misionero que en aquel momento subía al
púlpito con ademán recogido y fervoroso.

Cuando estuvo en pie dominando el concurso con la sagrada paloma de
madera pintada sobre su cabeza, el ruido se fue apagando poco a poco. La
muchedumbre, extraordinariamente engrosada, se apiñó otra vez debajo de
la tribuna. Había ya muchos hombres que no venían por pura devoción,
sino también con el objeto de juzgar el sermón literariamente. Mas por
la puerta seguían entrando grandes oleadas de gente que turbaban a los
fieles de adentro e impedían establecer el silencio. María y Genoveva
fueron arrastradas diferentes veces de un punto a otro por el vaivén de
la muchedumbre. El orador aguardó en vano que se apagara el rumor. Al
fin, extendiendo el brazo en forma académica hacia la puerta, exclamó
con énfasis, como quien se encuentra ya en pleno discurso:

--¡Cerrad ese cancel!

Las puertas se cerraron lentamente, como si nadie las tocara. Los fieles
se fueron acomodando en su sitio. Durante un rato se oyeron muchas
toses. Al fin cesaron y el templo quedó en un silencio frágil y
artificioso, a menudo roto por algún constipado rebelde o por el
trompeteo de una nariz al sonarse.

El orador era joven, alto y delgado, con grandes ojos negros enclavados
en un rostro pálido y correcto. Vestía también sotana con sobrepelliz y
bonete. Infundía respeto por su gravedad dulce y mansa.

Se quitó el bonete y dijo unas cuantas palabras en latín que nadie pudo
escuchar. Después, poniéndose de nuevo el bonete y abalanzándose sobre
la baranda, exclamó en alta voz:

«Amados hermanos en Jesucristo...»

Poseía una voz clara, de timbre dulce y simpática en extremo, que
prestaba mayor realce a la gravedad de su rostro. Principió mostrando un
asombro irónico de que aun hubiera quien dejase las vanidades del mundo
para escuchar la palabra de Dios y felicitó calurosamente a los fieles
que habían acudido a tomar parte en la novena del Sagrado Corazón de
Jesús.

Dedicó la primera parte de su oración a describir los tormentos del alma
apartada de su Dios por el pecado y trazó un cuadro minucioso y perfecto
de las ofensas e injurias con que diariamente traspasamos el dulce
Corazón de Jesús. Al pintar los sufrimientos que el pecado origina,
abandonó el camino trillado de hablar de las penas materiales del
infierno, y sólo describió los padecimientos espirituales, las congojas
y las angustias que el alma siente cuando se ve privada por su culpa del
amor del Creador; pero los pintó con tan sombríos colores y con tal
fuerza de expresión, que aquel padecer infinito, aquella soledad
profunda, aquel silencio y obscuridad causaron más efecto en la fantasía
del concurso que el fuego y las culebras de costumbre.

María sintió miedo y tristeza. Se acordó de sus pecados y pensó con
horror que podía morir de repente y condenarse. Entonces hizo solemne
promesa interior de enmendarse. Pero ¿cómo? Para cambiar de vida era
preciso romper el lazo que más la ataba a la tierra y al pecado.
Acometiole una turbación profunda, preñada de lágrimas, que no pudo
verter. La voz clara y armoniosa del sacerdote resonaba en la gran nave
relatando sin fatiga, uno a uno, los dolores del condenado. La
muchedumbre escuchaba inmóvil y aterrada. Allá en el fondo, cerca del
altar mayor, la imagen del Salvador, rodeada de cirios, parecía una gran
mancha roja cuyos resplandores hacían pasar algunas sombras fugitivas
por las paredes del templo.

«Pero la clemencia divina es inagotable. No hay pecado, por enorme que
sea, que no pueda borrarse por la misericordia de Dios. El amor del
Salvador a las almas que ha redimido con su sangre no se marchita y
fenece como el de los hombres. Como un amante padre, como un esposo
enamorado, está siempre dispuesto a abrir los brazos al pecador
arrepentido. Si pecaseis, lavad con lágrimas de arrepentimiento los pies
del Redentor, como hizo la santa María Magdalena, y seréis salvos.
Acordaos de aquella triste pecadora que, transida de pena, desmayada de
amor, da consigo a los pies de Jesús y se los lava con sus lágrimas y se
los limpia con sus cabellos y se los unge, sin que se escuche una
palabra de su boca porque se derrite en fuego de amor. ¡Oh lágrimas
derramadas por Dios, y cuánto valéis y cuánto podéis y cuánto acabáis!
Para alcanzar perdón más valen las lágrimas que las palabras, porque las
lágrimas, como dice San Máximo, son ruegos callados, no piden perdón,
sino que lo merecen. Con las lágrimas no se engaña como con las
palabras. Por eso San Pedro, para obtener el perdón de su culpa, no usó
de las palabras, con las cuales había pecado, había mentido, había
blasfemado y renegado, sino que lloró con amargo llanto y fue creído y
perdonado. Son las lágrimas moneda que no se puede falsificar, único
refugio nuestro: lavan las manchas de nuestros pecados, aplacan la ira
de Dios, alcanzan el perdón, alegran el alma, fortifican la fe, aumentan
la esperanza y encienden la caridad. El mismo divino Jesús lo ha dicho:
«Bienaventurados los que lloran, porque sacarán fruto de consuelo.»

María se sintió enternecida. Aquel fervoroso panegírico de las lágrimas
ahuyentó el temor de su pecho. Al considerar la bondad inagotable de
Jesucristo, que después de haber sufrido tanto y haber derramado su
preciosa sangre por nosotros, olvida a cada instante las mayores ofensas
con sólo presentarse a él arrepentido, la conmovió hasta lo último.
Representose a la santa de su nombre, María Magdalena, bañada en llanto
a los pies del Redentor, y pensó que ella hubiera hecho lo mismo. Un
torrente de lágrimas se escapó de sus ojos al imaginar que ya estaba
postrada delante de Jesús. Las mujeres que se hallaban cerca la vieron
llorar y le dirigieron miradas respetuosas de admiración cuchicheando
entre sí.

Terminó el sermón exhortando a los fieles, con arranques de elocuencia
henchidos de imágenes, a que se muestren devotos del Sagrado Corazón de
Jesús. «Un cuarto de hora todos los días de plática amable con este
Sagrado Corazón proporciona al alma el gozo más puro que puede tener en
la tierra. _Gustate, et videte quoniam suavis est Dominus_. Probad a
conversar un rato con el Señor, y sentiréis las delicias celestiales y
los contentos especialísimos que hallan los que le aman. Todo cuanto hay
en el mundo es locura y engaño; festines, comedias, tertulias,
diversiones y lo demás que los hombres tienen por bienes están mezclados
con hiel y sembrados de espinas. No dudéis que el Corazón de Jesús da
más gustos y consuelos a las almas que van a visitarle con devoción y
recogimiento que el mundo con todos sus pasatiempos y placeres insulsos.
¡Qué delicia es estar hablando un instante con el amabilísimo Jesús,
pronto siempre a escuchar nuestros ruegos! ¡Descubrirle uno su pecho
como se hace con un amigo íntimo! ¡Pedirle su gracia, su amor y su
gloria! ¡Oh amados míos, _gustate et videte, gustate et videte_!»

El orador terminó los últimos párrafos de su oración siempre con estas
palabras: _gustate et videte, gustate et videte!_

Al concluir, deseando la gloria eterna a todos, estaba pálido de fatiga.
Algunas gotas de sudor se deslizaban por su frente espaciosa. Había
dicho la última parte de su discurso con creciente agitación y
entusiasmo que supo transmitir a los oyentes. María, después de haber
llorado, quedó sosegada y hasta contenta. Genoveva le dijo al oído,
mientras bajaba el sacerdote del púlpito:

--Señorita, acabo de ver entre la gente a don César.

La niña se inmutó ligeramente. El grupo comenzó a disolverse,
extendiéndose por todo el ámbito del templo. La mayor parte de la gente
acudió a la puerta en tropel, empujándose para salir. Después de algunas
apreturas, María y Genoveva consiguieron verse en el pórtico y
emprendieron el camino hacia casa. Mas la señorita de Elorza volvía con
frecuencia la cabeza. Un caballero anciano, alto, delgado, pálido, con
perilla y grandes bigotes blancos, vestido de negro de pies a cabeza,
las seguía a larga distancia. Al entrar en el soportal de una calle
estrecha y solitaria, el caballero apretó el paso y las mujeres lo
aflojaron, de suerte que muy presto se juntaron. El caballero se dirigió
a María y le dijo gravemente en voz baja:

--Señorita, esta noche llegué de donde usted sabe.

--He pedido a Dios que le trajese a usted bueno, don César.

--Gracias, gracias. ¿Ha terminado usted de bordar el estandarte?

--Sí, señor.

--¿Y los corazones de franela?

--También.

--Está bien, señorita. Tendré presente su diligencia y entusiasmo.

Don César no movió un pliegue de su rostro varonil en esta conversación.
Sus ojos, de una extraña firmeza que rayaba en ferocidad, no se
apartaban de la niña. Guardó silencio un instante, meditando alguna
cosa, y al cabo lo rompió diciendo con tono conciso de mando:

--Mañana a estas horas preséntese usted donde otras veces. Tenemos que
darle algunas comisiones.

--No faltaré.

Don César advirtió que dos jóvenes acababan de doblar la esquina y
venían hacia ellos. Entonces, sin despedirse, se apartó de las mujeres
pasando a la acera de enfrente.



IV

DE CÓMO EL MARQUÉS DE PEÑALTA FUE CONVERTIDO EN DUQUE DE TURINGIA


Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las
diez de la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor
solamente quien le empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también
la triste soledad que reinaba hacía tiempo en el inmenso y vetusto
caserón en donde vivía; porque nuestro joven se hallaba solo en el mundo
desde hacía poco más de un año. Su padre, el viejo marqués de Peñalta,
había fallecido cuando él no contaba más de seis años de edad. Apenas
recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las sábanas del
lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de morir.
Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y
le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle
preguntar: «¿Por qué lloráis todos hoy?»

Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces
que asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus
faldas, sin consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por
temor de que se lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a
acostarle por las noches, rezando con él un sinfín de oraciones
inocentes, y esperando sentada, con los brazos cruzados, a que se
durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los pies. Al llegar
a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su hijo,
porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso
ser artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable
decisión del niño! La primera vez que partió a Segovia, la buena señora
creyó morir; se empeñó en no salir de casa hasta que su hijo volviese, y
cumplió su empeño. Cuando venía a pasar las vacaciones, no se saciaba de
estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y adivinando en los ojos sus
más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente. Dos o tres días
antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le
tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un
millón de veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien
durante el viaje y que no saldría por las noches de casa. Lo único que
lograba distraerla algunos momentos era el arreglo del baúl del cadete,
al cual consagraba tantos y tan prolijos cuidados que nada se echaba de
menos en él, desde las prendas más usuales de ropa hasta un pedazo de
tafetán de golpes y un paquete de hilas para el caso de herirse. Ricardo
evitaba siempre la despedida, escapándose.

Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su
aplicación, terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el
colegio todo el mundo le quería, lo mismo alumnos que profesores. Era
uno de esos muchachos francos y entrañables con los cuales es difícil
reñir, y que todos buscamos para depositar alguna misteriosa confidencia
del corazón en los amargos trances de la vida. Siempre se le encontraba
risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la confianza
dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que él
no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento
conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni
mucho menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en
las frecuentes reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban
generalmente en los bailes de candil, había tirado al suelo tres o
cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo cual llamaba tanto más la
atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento y atlético en su
figura.

Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el
coronel a su pabellón y le preguntó:

--¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?

Ricardo se puso pálido como un muerto.

--¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?

--No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra
un poco enferma.

Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un
torrente de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.

La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón.
Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le
habían ido a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el
andén, se fue a sentar en un rincón del carruaje envuelto en una manta,
aparentando dormir para entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos
pensamientos. ¡Oh, qué pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se
representó el ángel tutelar de su infancia, a la madre de su corazón
muriendo sola, sin recibir el beso postrero de su hijo, tal vez
llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía. Recordaba
que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada y
que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus
besos más vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el
presentimiento de que no había de verle más. En sus ojos rasgados y
húmedos se leía un ruego ferviente y silencioso: que dejase la carrera y
no se apartase de ella. Pero él, pagado de las vanidades sociales y
seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la
desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía
ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los
adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la
cabeza fuera del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para
evitar que los sollozos le ahogaran.

El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto
en las sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco
se iba transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes
que se cernían sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad
silenciosa de la naturaleza muerta calmaba su excitación, pero le hacía
pensar con temblores de frío en la profunda soledad que le aguardaba. Se
había roto el lazo de amor que le ataba a la tierra, y por el cual se
creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía en el mundo ningún
ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha del tren
agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El
traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a
la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor
como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El
ritmo sonoro y metálico de las ruedas parecía decirle también con acento
más implacable: ¡solo!, ¡solo! Paseaba su mirada triste por los senos
profundos del horizonte y éste le devolvía, en trémulos y fatídicos
reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de sombras, tristeza por
tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad roja, que
teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había
árboles, los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por
delante de su vista como las horas felices de la niñez. Por encima de su
cabeza flotaba el negro y colosal penacho de humo sujeto al cañón de la
máquina que al disiparse en la atmósfera se partía formando mil
extraños y monstruosos fantasmas. Estos fantasmas, al huir de la vía
arrastrándose por el suelo, le decían también lúgubremente: ¡solo!,
¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje
desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la
ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.

Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un
joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y
una niña de cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba
abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de
un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el
otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de
sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa,
enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado de la conversación
de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada reprimida,
despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era
hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta,
la estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención
en él. Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de
parada», todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres
disponiéndose a salir. Sólo entonces fijó la joven en él una mirada
suave y prolongada, diciéndole al tiempo de salir con sonrisa triste y
compasiva: «Buenas noches, que usted lleve feliz viaje.» No ofrecía duda
que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió profunda pena de
que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún vínculo
de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a mi
madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me
ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje
se cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la
máquina y el tren prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que
clamaba sin cesar en el silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron
silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de
conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con
traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le
recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció
más que entonces. La única persona con quien tenía gusto de hablar era
con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya
casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de
vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo,
no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación
desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para nuestro joven, en la
temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar de refugio
donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le
hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre
había sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y
simpatía, que fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión
convidan y la frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando
ni él ni ella habían estado enamorados nunca. Mucho antes de que se
formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio
del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un
matrimonio indicado y pedido por la opinión pública. Porque es de
advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas de
la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya
a la riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron
declarados marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres
de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto
acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los
muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la
mayor humildad el fallo soberano.

Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó
muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro.
De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una
cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un
patio bastante amplio con fuente en el medio. A este patio venía a
parar una anchurosa escalera de piedra con balaustrada de la misma
materia. Estaba ya gastada y necesitaba reparos en algunos sitios. En el
primer descanso esta escalera se partía en dos brazos, uno de los cuales
conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de los criados.
El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o galería de
cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo,
al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construidaa en
época relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones
solariegos, como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se
había atendido tanto a la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada
distribución de las habitaciones para los usos de la vida. No era triste
y obscura como suelen serlo aquéllos. Por el contrario, todo su interior
denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues, un edificio grande
sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad desgraciada de las
construcciones modernísimas. Manteníase en un término de conciliación
entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de
aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.

La casa reflejaba en cierto modo la posición de sus dueños. Ambos eran
hijos de las familias más principales, no tan sólo de Nieva, sino de la
provincia en que esta villa radica. La señora era hermana del marqués de
Revollar, que tanto había figurado en Madrid hacía pocos años por su
increíble disipación y prodigalidad, y que ahora, totalmente arruinado y
perseguido de cerca por sus acreedores, había corrido a refugiarse en
las huestes del Pretendiente, a quien servía como ministro y consejero.
Don Mariano procedía de una familia menos gloriosa y añeja, pero mucho
más acaudalada. Su abuelo había traído una fortuna inmensa de Méjico en
las postrimerías del pasado siglo, y con ella se había hecho el
terrateniente más poderoso de Nieva y fabricado la casa de que estamos
hablando. Lo mismo él que su hijo y su nieto habían procurado dar lustre
a los millones enlazándose con familias nobles.

Ricardo penetró por las habitaciones de la casa de Elorza con la
indiferencia del que se encuentra dentro de la suya, sin quitarse
siquiera el sombrero. Cuando entró en el gabinete de doña Gertrudis,
esta señora se hallaba tomando una taza de caldo ayudada por dos
criadas. Al ver a nuestro joven dejó la taza sobre el velador que tenía
delante y echándose hacia atrás en la butaca, exclamó con acento
dolorido:

--¡Ay, querido, en qué mal hora llegas!

--Pues ¿qué pasa?

--¡Que me muero, Ricardo, que me muero!

--¿Se siente usted peor?

--Sí, hijo mío, sí, me siento muy mal: no es posible decir lo mal que me
siento. Si no me muero hoy, no me muero nunca. Toda la noche la pasé en
un puro grito... Después..., después ese tigre de don Máximo no ha
venido todavía a pesar de haberle enviado dos recados... ¡Que Dios le
perdone!... ¡Que Dios le perdone!

Doña Gertrudis cerró los ojos como si se dispusiese a morir sin auxilios
temporales ni espirituales.

Ricardo, acostumbrado a estos exabruptos, permaneció buen rato
silencioso. Al cabo dijo en tono indiferente:

--¿No sabe usted?... Enrique ha conseguido cambiar el aderezo, y ayer ha
llegado el otro sin novedad.

--Vaya, gracias a Dios--repuso doña Gertrudis, abriendo los ojos--. Bien
creí que no se lo cambiarían.

--¿Por qué no?

--¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antigualla
de la cual no sé cómo saldrán ahora.

--Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias.
¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?

--Eso también es verdad..., ¿pero no sabes tú que a los comerciantes les
ciega la avaricia?... ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo ver
a los comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.

Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para el
comercio, que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo también
a la industria y en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevo
los ojos con un gesto de dolor, y siguió de esta manera:

--Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por mi
causa tendréis que dilatar la boda... Me encuentro muy mal, muy mal...
El corazón me dice que me he de morir antes de que llegue el día del
matrimonio... Y la verdad es que más vale que me muera si he de padecer
tanto...

--Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedad
tendrá que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana y
gorda que dará gusto verla.

En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.

--Esas son tonterías, Ricardo... Mi enfermedad es mortal, y si no ya se
vera... Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer...
No me quejo de mimo, no... ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezco
sentada en esta butaca!

Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendición
nupcial sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora no
había hecho otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de su
cuerpo, arrastrando una vida mezquina al través de las enfermedades más
extrañas e inverosímiles que jamás se hubiesen visto. Antes de dar a luz
su primera hija María, había padecido de vómitos de sangre y consunción.
Después del parto, y por algunos años, hasta el nacimiento de su segunda
hija Marta, padeció un mal dolorosísimo del corazón, tan acerbo y cruel
que muchas veces le privaba del sentido. Las manifestaciones de esta
enfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban terror a
cualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se lo
estrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metían
entre hielo, y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada las
pieles y franelas que le ponían sobre el pecho, hasta que por una brusca
transición entraba en un horno encendido donde se abrasaba de tal suerte
que hacía pedazos con sus manos crispadas cuanta ropa le habían echado
antes encima; otras, en fin, sentía un animal que clavaba en él los
dientes, produciéndole tan agudos dolores que no le dejaban fuerzas para
gritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente confundido
delante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el próximo
fin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba al
instante sana y salva. Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni su
extraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perder
enteramente la fe en ella. Seguía visitando la casa con mucha
frecuencia, pero siempre a la hora de costumbre, que rara vez alteraba
por más que doña Gertrudis le moliese muchos días a recados,
suplicándole se personase acto continuo en su alcoba. Don Máximo
concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su noble
cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir
de _cajigalinas_ de mujeres. El significado exacto del vocablo
_cajigalinas_ jamás se supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó a
averiguar si era invención particular de don Máximo o si procedía de
algún idioma antiquísimo, muerto ya, que el licenciado hubiese
estudiado. La palabra por su raíz parece de origen semítico, pero no es
posible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo decidan. Lo
que sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo dar a
entender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con esto
para que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en lo
referente a los males de doña Gertrudis.

Después del nacimiento de Marta, las dolencias de doña Gertrudis no
desaparecieron, sino que cambiaron de rumbo. El corazón quedó un tanto
sosegado, pero en cambio todos los músculos o tendones de la atribulada
señora empezaron a contraerse con fuertes dolores, impidiéndole por
algunos meses servirse en absoluto de sus miembros, dejándola reducida
al cabo, como gran mejoría, a caminar apoyada en su marido o en una de
sus hijas. Don Máximo, en los comienzos de esta nueva fase, mostrose
preocupado y caviloso, estudió con ojo avizor los síntomas y
antecedentes, recetó los antiespasmódicos por azumbres, echó mano, en
una palabra, de todos los recursos que la ciencia (la ciencia de don
Máximo) ofrecía para tales ocasiones; pero sin lograr resultados
satisfactorios. Al cabo, el vocablo _cajigalinas_, de origen semítico,
apareció nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entrar
en las habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa de
incredulidad vagase por su rostro atezado.

Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y después
salió a dar vueltas por la casa en busca de las niñas. Halló a Marta en
la cocina muy ocupada en heñir la masa de una empanada.

--¿Y María, _ma petite ménagère_?

--Está en su cuarto arreglándose; no tardará en bajar.

--Si te molesto en tu trabajo, me voy; si no, me quedo.

--No me molestas, si te quitas un poco de la luz..., así...; ya estás
bien.

--Corriente; me quedo para aprender a hacer..., ¿qué es lo que estás
haciendo?

--Una empanada de jamón.

--Pues a hacer una empanada de jamón.

La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió de
nuevo la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa baja
destinada, a juzgar por su lustre, a la operación que ejecutaba. Tenía
puesto un enorme delantal blanco cómo el de las cocineras y en la cabeza
una cofia también blanca. Sus ojos negros, brillantes, lucían mejor con
este traje, lo mismo que sus cabellos de azabache. Había alzado las
mangas del vestido y mostraba al descubierto unos brazos mórbidos y
mejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad. Estos
brazos anunciaban una mujer en plena posesión de todos los atractivos
punzantes, de todas las graciosas curvas de su sexo: eran unos brazos
blancos y tersos de virgen flamenca, firmes y macizos como los de una
doncella de labor; lo mismo podrían servir de modelo a un estatuario que
para arreglar una cama a las mil maravillas. Con ellos hacía rodar de un
lado a otro por encima de la mesa un pedazo grande de pasta amarillenta,
arrastrándolo y doblándolo constantemente sobre sí sin darse punto de
parada. La masa se desprendía suavemente de la tabla por efecto de la
manteca de que estaba impregnada con levísimo rumor parecido al roce de
la seda. Algunas criadas daban vueltas por la cocina atendiendo a sus
quehaceres. Ricardo contempló un instante la operación en silencio; pero
no tardó en exclamar con señales de asombro:

--¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad!

Las criadas volvieron la cabeza. Marta también alzó la suya.

--Pues, ¿qué pasa?

--Pero, niña, ¿dónde te has comprado esos brazos tan rollizos?

La niña se ruborizó, y entre risueña y molesta llevó la mano a las
mangas del vestido bajándolas un poquito.

--Vamos, ¿ya principias? Mira, para eso no te he permitido que te
quedases.

--Es que ahora ya merece la pena quedarse, aunque mandases lo contrario.

--Bien, haz lo que quieras; pero déjame trabajar en paz.

--Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entrado
en mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes...
Sabía que era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo había
de sospechar...? Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera.

Las criadas reían. Marta amasaba con afán, haciendo gestos de
resignación como quien está dispuesto a sufrir una broma hasta el fin.
Ricardo prosiguió:

--Y eso que había oído hablar a María de ellos; pero en términos
vagos... No eran bien precisas sus noticias. Lo mejor en estos casos
para hacerse cargo del asunto es verlo por sí propio. ¡Al que se meta
contigo no le arriendo la ganancia!... La verdad es que, bien mirado,
una niña de catorce años no tiene derecho a poseer unos brazos como
esos.

Marta suspendió su obra para reír.

--¡Jesús, qué pesadísimo eres, criatura; no se te puede sufrir!

Después, su semblante adquirió la expresión plácida y grave que lo
caracterizaba, y emprendió nuevamente el trabajo hundiendo en la masa
blanda una y otra vez sus puños tersos y rosados. La pasta iba adoptando
sucesivamente diversas formas bajo la presión continuada de las manos
breves pero firmes de la niña.

Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en varios
trozos, y tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con gran
cuidado.

Ricardo preguntó con timidez.

--¿Me dejas que te ayude, Martita?

--No sabes.

--Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien el
negocio.

--¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.

Ricardo no tuvo más remedio que ir a lavarse las manos.

--Está bien; ahora toma este otro rollo y extiende este pedazo de pasta
hasta que lo conviertas en una lámina redonda.

El nuevo panadero se puso a la obra con ardor, con demasiado ardor, pues
la pasta se agujereó varias veces de puro fina. Las criadas le
contemplaban admiradas y sonrientes, mientras Marta permanecía grave y
atenta a su tarea. En la cocina se respiraba una atmósfera sofocante,
calentada por las chapas de hierro incandescente del fogón e impregnada
de olores espesos de manjares a medio guisar, que empachan y repugnan al
estómago cuando está ahíto y lo irritan y soliviantan cuando ayuno.

Ricardo no podía estarse callado un instante. Mientras hacía resbalar el
rollo sobre la pasta con más precaución que si se tratase de
confeccionar un filtro mágico, no cesaba de hacer preguntas y dirigir
observaciones de todo género a Marta acerca de la empanada que tenía
entre manos. «¿Cuántos huevos había echado en la harina? ¿Qué cantidad
de manteca? ¿Con quién había aprendido a hacer empanadas? ¿Cuánto tiempo
necesitaba estar en el horno?, etc., etc.» Marta respondía lacónicamente
y sin levantar la vista a todas las preguntas, dejando asomar a sus
labios una vaga sonrisa de superioridad condescendiente.

--Oye, Marta, ¿qué diría Manolito López si nos viera en este momento?

--¿Qué había de decir? Lo que se le antojara--contestó la niña
ruborizándose levemente.

--¿No tendría celos al vernos tan cerca uno de otro?

--¿Pues?

--¡Qué sé yo!... Como está tan enamorado, según dicen...

--¡Qué ganas tienes de embromarme!

--Chica, es lo que se corre por ahí; yo no pongo nada de mi cosecha.

--Bien, pues dale expresiones, como tú dices.

--Se las daré en cuanto le vea.

--¡Vamos, no seas tonto!

Marta profirió esta exclamación demostrando en el acento cierto
sobresalto. Se conocía que le molestaba un poco la broma. El fundamento
que Ricardo tenía para dársela era deleznable, como sucede casi siempre
en la adolescencia; pero verdadero hasta cierto punto. Los zagalillos de
catorce o quince años, llamados por el vulgo _pipiolos_, corren en pos
de las zagalas de la misma edad y establecen con ellas, tácitamente la
mayor parte de las veces, ciertas relaciones que remedan los amores de
los jóvenes. Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es novio de
Fulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que le
importe gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a la
salida del colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a la
doncella que la conduce; en las giraldillas que se forman en las
romerías la saca a bailar con más frecuencia que a las otras; cuando es
un poco atrevido le suele ofrecer dulces en cucurucho de papel dorado, y
pasa por delante de su casa varias veces el día que se pone traje o
sombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con desenfado,
para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba a
mojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suya
el arrojo y coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que posee
en pomadas o aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asiste
con la cabeza lamida y reluciente como un gato cuando sale del agua. La
tarde en que se enfada porque ella no le hace caso, la sigue de cerca en
el paseo, entre varios amigos, soltando palabras groseras y carcajadas
estúpidas, y llegando a veces a tirarle por las trenzas del pelo, hasta
que con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar.

La conducta de Fulanita suele ser análoga. No le importa tampoco un
ardite de Fulanito; pero como dicen que es su novio, hace lo posible por
que lo parezca; y así, vuelve la cabeza a menudo para mirarle cuando
sale del colegio; en la giraldilla le saca a bailar más veces que a los
otros; sale al balcón cuando él pasa y se ruboriza cuando la bromean.
Pero estos seudoamores casi nunca prevalecen ni se convierten en
verdaderos. Tácitamente principian, tácitamente viven y tácitamente
concluyen cuando la niña _se pone de largo_. La razón de tal frialdad es
muy obvia. Fulanito no se encuentra todavía en la edad de las pasiones,
sino en la de la gimnasia, los _suspensos_ y los cigarros de salvia.
Fulanita está siempre a mucha mayor altura por lo que respecta a la vida
del corazón, y en su interior desprecia profundamente a Fulanito, que no
sabe divagar un poco sobre la simpatía y el amor, ni es capaz de besar
un abanico que cae de la mano, ni tiene pizca de bigote. Por eso,
generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta más de tela al
vestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual lo
encuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida.

Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestra
Marta con Manolito López. A las causas generales que marchitan y secan
en flor semejantes inclinaciones, debe agregarse en este caso la poca
conformidad de los caracteres. Manolito, si bien de rostro expresivo y
hasta hermoso, era travieso, ruidoso, pendenciero e insolente. Una buena
cualidad se reconocía en él: la de no ser rencoroso. Marta era apacible,
callada, firme, circunspecta y reservada. El defecto que en su casa le
señalaban era el de ser un poco terca. No era posible, pues, una
antítesis más perfecta. Si así no fuese, Marta hubiera llegado a querer
a Manolito, porque su temperamento repugnaba la mudanza lo mismo en los
muebles del cuarto que en los sentimientos de su corazón.

Cuando terminaron de modelar varias capas delgadas de pasta, Marta las
fue colocando unas encima de otras en una tartera de cobre, formando el
lecho de la empanada. Después una de las criadas le trajo el jamón,
convenientemente aderezado y cortado en rajas. El pringue sazonado de
especias exhalaba un olor irritante y apetitoso que hacía la boca agua.
Una vez puestas las rajas sobre el lecho del modo más adecuado, la niña
se puso a extender nuevas capas de pasta sobre el jamón. Ricardo ya no
la ayudaba; al parecer, se había cansado. Mas cuando se trató de
ejecutar los adornos de la tapa, acudió de nuevo a prestarle auxilio,
complaciéndose largamente en ejecutar con la masa mil suerte de
mosaicos, arabescos y primores de toda clase, que no había más que ver.
Marta puso término a tan prolijas labores quitándole la pasta de la
mano, porque no acababa nunca. Hecha la empanada, fue la misma niña a
meterla en el horno, y siguiendo una piadosa costumbre tradicional de
aquella tierra, se santiguó y rezó un padrenuestro, para obtener
resultado feliz.

--¿Sabes una cosa, Martita?

--¿Qué te pasa?

--Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, se
me ha despertado un apetito más que regular.

--Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.

Y le condujo al comedor, que estaba cerca, y le hizo sentarse a la mesa.
Después sacó de un armario cubierto, servilleta, pan, vino, un plato de
pavo en galantina y un tarro de dulce, y se lo fue colocando delante,
uno en pos de otro, con el sosiego y compás que caracterizaban todos sus
movimientos.

--Coma usted, señor marqués; coma usted.

Llamar a Ricardo señor marqués era una de las bromas más picantes que
Marta se autorizaba respecto a su futuro hermano. No estaba en la índole
de su genio dirigir cuchufletas y epigramas. Los que salían de su boca
alguna vez eran para disimular una caricia que su carácter reservado le
impedía hacer abiertamente a nadie, ni aun a su misma hermana.

Ricardo se puso a despachar un pedazo de pavo al estómago con toda
solemnidad, empujándolo de vez en cuando con tragos de Valdepeñas,
mientras la niña, en pie, lo contemplaba risueña y satisfecha, gozando
con el voraz apetito de su amigo, y cuidando de escanciarle vino y
arrimarle los platos siempre que hacía falta.

--Eres una gran mujer, Martita--decía Ricardo con la boca llena--. Se te
puede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por las
señales de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado... En
cuanto vea a Manolito López le diré que no piense en otra mujer si
quiere ponerse gordo y rollizo (que buena falta le hace)... Si a mí me
cuidas de ese modo, ¡cómo le cuidarás a él!... Basta, basta, Martita, no
me pongas tanto dulce... Tú quieres, por lo visto, que pille una
indigestión aquí en secreto... Está bien ese pavo: merece los honores
que le he hecho... Échame un poquito de vino...

Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos,
por donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecía
que era ella la que se estaba atracando.

--Mira, chica, haz el favor de comer tú también, porque me da pena
verte. Parece que te han castigado...

La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó. Sin
embargo, cortó un pedacito de pan y empezó a roerlo gravemente con sus
dientes blancos y menudos.

--Te profetizo que no tardarás en despachar ese plato de dulce,
Martita... La cuestión es empezar... Ya verás, ya verás... Lo peor es
que ya son las doce, y que a la hora de comer me voy a hallar sin
apetito... Martita, no seas tonta y cómete ese dulce que te está
apeteciendo...

Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en el
comedor Genoveva, diciéndoles:

--A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansando
sobre la cama.

--Voy allá--exclamó Marta, ausentándose velozmente.

--De su parte traigo para usted este recado, señorito--añadió la
doncella, presentándole una carta.

Pero al ver que el joven trataba de romper el sobre, le dijo:

--La señorita le encarga que no la lea hasta que se vaya de casa.

--Bueno, bueno--articuló Ricardo un poco alterado.

Y tomando el sombrero y sin despedirse de nadie, se fue a escape a su
casa devorado por la impaciencia, y rompiendo el sobre con mano
temblorosa, leyó la carta que sigue:

«Mi queridísimo Ricardo: Hace ya tiempo que deseo comunicarte un
pensamiento que me preocupa, sin atreverme a ello. Conozco bien tu
genio; eres impetuoso en extremo, y tal vez antes de reflexionar sobre
mis palabras y equivocándote acerca de su sentido, te inflamarías como
una pólvora, lo echarías todo a rodar y me asustarías horriblemente como
en la noche que celebramos el santo de mamá. Por eso, después de vacilar
mucho, me resuelvo a decírtelo por escrito y no de palabra.

»El pensamiento que me agita estos días es el de suplicarte que
aplacemos todavía algún tiempo nuestro matrimonio. No te enfades,
Ricardo mío, y sigue leyendo con calma. Estoy segura de que lo primero
que se te ocurre pensar es que no te quiero. ¡Cómo te equivocarás si lo
piensas! Si pudieses leer en mi alma, verías que tu amor tiene
avasallada mi conciencia, lo cual deploro amargamente. Pero no se trata
ahora de esto.

»¿Estás seguro, Ricardo, de que tú y yo nos hallamos convenientemente
preparados para tomar un estado que arrastra consigo tantos y tan graves
cargos? ¿Has meditado bien lo que significa el sacramento del
matrimonio? ¿No habrá en nuestros corazones más bien una inclinación
irreflexiva mezclada tal vez de impulsos carnales que el propósito firme
de emprender una vida austera y piadosa como conviene a una familia
cristiana, educando a nuestros hijos en el temor de Dios y en la
práctica de las virtudes? Si reflexionas un poco en lo frívolos que
hasta ahora han sido nuestros amores y en los pecados que constantemente
cometemos, no podrás menos de convenir conmigo en que dos muchachos tan
desprovistos de gravedad y sólida virtud no están facultados por Dios
para educar y dirigir una familia. Sentiría un gran remordimiento de
conciencia casándome hoy (y tú debes de sentirlo también) y creería que
Dios no podría bendecir ni hacer dichosa nuestra unión. Para que la
bendiga es necesario que nos hagamos dignos de celebrarla, dejando para
siempre el modo frívolo y mundano que tenemos de querernos por otro más
elevado y espiritual, cesando por completo en ciertas expansiones
terrenales a que nuestro gran amor nos impulsa, y preparándonos durante
algunos meses, por lo menos, con una vida virtuosa y devota, haciendo
algunos sacrificios y obras de caridad, y pidiendo a Dios constantemente
que ilumine nuestro espíritu y nos dé fuerzas para cumplir los deberes
que el nuevo estado nos impone.

»Hay un ejemplo en la historia que nos debe alentar mucho para llevar a
cabo lo que te propongo. La Amada Santa Isabel de Hungría estuvo
desposada desde su tierna edad con el duque Luis de Turingia, pero sin
que las bodas se celebrasen hasta que ambos llegaron a la edad oportuna.
Celebrados los desposorios, Isabel y Luis no volvieron a separarse,
habitando el mismo palacio como si fuesen hermanos, hasta que por la
voluntad de Dios fueron marido y mujer. Los piadosos sentimientos de los
dos novios, junto con la austera educación que les dieron, hizo que su
cariño fuese siempre puro y limpio, fundando la inalterable unión de sus
corazones, no sobre los efímeros sentimientos de un atractivo puramente
humano, sino sobre una fe común y la severa observancia de todas las
virtudes que esta fe enseña. Hasta que el matrimonio los unió con
vínculo indisoluble, siempre se llamaron hermanos, y aun después de
casados continuaron dándose a menudo este dulce nombre.

»Te confieso, Ricardo, que el espectáculo de estos nobles y santos
jóvenes me seduce hasta un grado indecible. El amor santificado de tal
suerte es mil veces más hermoso y proporciona al corazón goces más puros
y elevados. ¿Por qué no habíamos de seguir hasta donde nos fuese posible
las huellas de estos esposos, dechado de abnegación y de ternura tanto
como de pureza y fidelidad? ¿Por qué no habías de imitar tú, amado
Ricardo, la virtud severa del joven duque de Turingia, la nobleza y
dignidad de todos sus actos, la inocencia y la modestia de su alma,
jamás desmentida, y que en nada se oponían al valor y fortaleza de que
siempre dio relevantes pruebas? Por mi parte te prometo imitar en la
medida de mis débiles fuerzas la ternura, la obediencia y fidelidad de
su santa esposa Isabel, viviendo sujeta a la ley de Dios dentro del
cariño que te profeso.

»Esto es lo que te propongo y deseo que hagamos. No te enfades, por
Dios, querido Ricardo. Reflexiona sobre lo que te acabo de decir y verás
como tengo razón. No dudes de que te quiere mucho, mucho, la que es _por
ahora_ tu hermana,

MARÍA.»



V

CAMINO DE PERFECCIÓN


La carta que acabamos de leer señala una etapa importantísima en la vida
de nuestros amantes. Ricardo principió por enfurecerse y escribir una
larga contestación a su novia, dando por terminadas sus relaciones, que
no llegó a enviar a su destino. Después celebró con ella una
conferencia, donde se desató en denuestos. Todo cuanto venía escrito en
su epístola no era más que un tejido de necedades y simplezas, fabricado
adrede para disimular su perfidia. Bien podía despedirle de otro modo
menos grotesco, pues ya que no tuviese derecho a su amor, al menos podía
y debía exigir la franqueza y lealtad que él había usado siempre; desde
mucho tiempo atrás venía notando su frialdad y desvío, pero jamás pudo
creer se sirviese para desatar el lazo que los unía de pretexto tan
ridículo, etc., etc. María recibió con humildad tal granizada de
insolencias, afirmando con palabras tiernas y persuasivas, siempre que
le dejaba un instante para hablar, que le seguía amando con toda su
alma; que podía poner a prueba su amor siempre que quisiera, pues
resuelta estaba a hacer por él cuantos sacrificios exigiese menos el de
su conciencia; que le atravesaban el pecho las sospechas de traición y
de engaño, pero que se las perdonaba, teniendo presente el estado de
exaltación en que se hallaba; que sentía igualmente en el alma que
calificase de grotescos y ridículos los móviles de su resolución, cuando
ella los tenía por tan respetables, y, en fin, que le rogaba se calmase.

Ya que hubo desahogado su bilis el joven marqués, sin resultado,
comenzaron a desmayar sus ánimos y entró por el camino de las buenas
razones, pasando en seguida al de los ruegos, aunque sin lograr mejor
éxito. Empleó todos los recursos del ingenio y el lenguaje tierno y
expresivo que le dictaba su honrado corazón a fin de convencerla de que
ni ella ni él se hallaban, por fortuna, en el caso de ponerse a llorar
sus pecados como dos criminales, pues si no eran más buenos, por lo
menos lo eran tanto como el vulgo de los mortales; y en cuanto a tino y
seso para gobernarse y gobernar a sus hijos en el matrimonio, no se
creía tampoco menos apto que los demás, y que, en último término,
pasarían por donde otros pasaron. Todo fue inútil. La joven opuso
razones a razones y un silencio firme y obstinado a las súplicas
salpicadas de ternezas de su amante.

Éste, en tal estado de tribulación, de que no hace mérito el padre
Rivadeneira en su tratado, fue derecho a contar el caso y a pedir
consejo y ayuda a don Mariano, a quien quería como a un padre. Dicho
señor mostrose altamente sorprendido y confuso al leer la carta de su
hija. Leyola repetidas veces, como si no acabara de dar en la clave, y a
cada nueva lectura la encontraba más turbia e inexplicable. Por último,
se la devolvió, con un gesto de susto, manifestando que su hija debía de
haber perdido el juicio, porque no entendía nada de aquella monserga.

En efecto, don Mariano era un creyente sincero, que cumplía
escrupulosamente con los preceptos morales de la religión, pero que
miraba con un poco de tibieza, ya que no con desdén, los referentes al
culto. Nunca había dudado de las verdades religiosas aprendidas en la
niñez; pero jamás había dado capital importancia a las misas y
oraciones, ni había pasado en las iglesias más que el tiempo
estrictamente necesario. Sabía distinguir, cuando se trataba de estos
asuntos, entre la religión y los curas, profesando hacia éstos cierta
enemistad volteriana, que le venía de casta, al decir de doña Gertrudis,
pues su abuelo, el mejicano, había sostenido relaciones amistosas y
larga correspondencia con un miembro de la Convención francesa. Tenía fe
incontrastable en el progreso moderno, y echaba mano de los inventos
realizados continuamente por la industria humana para combatir los
argumentos deleznables, y pulverizarlos, de sus constantes enemigos los
partidarios de la tradición, entre los cuales no era el menos
empedernido y molesto su mujer. Se recibía, verbigracia, en la casa un
telegrama de cualquier pariente o amigo; don Mariano, con sonrisa
triunfal, después de leerlo, se lo alargaba a su señora, diciendo:

--Toma; este endiablado invento moderno viene a comunicarnos que tu
hermano ha llegado bueno a París.

Gustaba de hacer consideraciones picarescas sobre el espanto que se
apoderaría de nuestros abuelos, si de repente los metiesen en el coche
de un ferrocarril, o les dijesen que podían conferenciar cuando
quisieran con un amigo residente en la Habana. En cuanto tenía noticia
por los periódicos de cualquier invención peregrina, corría a leerle el
suelto a su mujer, y guardaba el periódico para leérselo igualmente a
los muchos tradicionalistas que frecuentaban la casa. Si el invento no
era costoso, hacía que le remitiesen la máquina, aunque no le sirviese
para nada. Así, que tenía la casa poblada de artefactos curiosos, casi
todos empolvados y descompuestos por la falta de uso; máquinas de hacer
hielo, manteca, sidra, pitillos, etc.; telégrafos de salón,
estereoscopios, cacerolas para asar la carne con un pedazo de papel,
salvavidas, bastones con silla y carabina, paraguas con tienda de
campaña, impermeables y otro sinfín de objetos extraños. Cuando la
máquina no daba el resultado apetecido, don Mariano tenía un disgusto,
se creía humillado y temiendo que por esto sufriese menoscabo la prez de
la civilización moderna, no hablaba del aparato delante de su señora, o
viéndose obligado, escurría el bulto, como suele decirse, por la
tangente, atribuyendo siempre el éxito desgraciado a su propia torpeza y
no a la calidad del invento.

Este amor fervoroso que profesaba a los increíbles adelantos de la época
presente, y la lucha que dentro y fuera de casa sostenía a todas horas
contra los amigos de la tradición, le impulsaban en ocasiones a valerse
de armas prohibidas, como eran, por ejemplo, el exagerar el poder de la
industria moderna, forjando nuevas y estupendas empresas que él daba por
comenzadas, cuando a nadie se le habían pasado aún por la cabeza. Un día
asombraba a sus amigos manifestándoles que se pensaba muy seriamente en
establecer un puente flotante entre Europa y América, por el cual se
podría ir en ferrocarril al Nuevo Mundo; otro, los dejaba atónitos
diciéndoles que se estaba construyendo un telescopio que traería la luna
a media legua de distancia, con el que podríamos percibir si en este
satélite había seres movientes; otro, les llenaba de admiración
noticiándoles que en los Estados Unidos habían trasladado entera una
catedral de un pueblo a otro, por medio de la presión hidráulica. En
materia de progresos mecánicos don Mariano tenía más imaginación que
Shakespeare. La política nacional le preocupaba poco en comparación del
incesante y sublime progreso realizado por la humanidad, y odiaba las
exageraciones que en su concepto lo retrasaban. Estaba afiliado al
partido conservador liberal.

Con estos antecedentes fácil es imaginarse el efecto que la carta de su
hija le causaría. Considerola como una extravagancia de las muchas que
la niña había padecido en su vida, y prometió a Ricardo solemnemente
hacerla desistir de aquella tontería. Mas después de haberla llamado a
su cuarto y pasar encerrado con ella cerca de dos horas, empezó a
sospechar que la cosa no era tan fácil como a primera vista parecía. Ni
con echarlo a broma haciendo chacota de su austero propósito, ni con
mostrarse enojado, ni con bajarse a las súplicas logró nada nuestro buen
caballero. María opuso a estos ataques, como había hecho con su novio,
una actitud humilde, pero resuelta, imposible de vencer. A unos y a
otros no les quedó otro recurso que resignarse, y eso hicieron de mal
grado con la secreta esperanza de que la joven cambiaría pronto de
acuerdo una vez satisfecho el capricho. Aplazose, por tanto, la boda
indefinidamente, y el pobre Ricardo empezó a desempeñar su papel de
duque de Turingia, casi tan mal como un actor español. Las entrevistas
con María fueron desde entonces menos frecuentes y familiares. La joven
parecía huirle y evitar las ocasiones de conversar con él íntimamente
como antes. Ricardo las buscaba con empeño y las aprovechaba unas veces
para dirigirle amargas reconvenciones, otras para decirle con labio
balbuciente mil frases apasionadas. Ella se mostraba siempre dulce y
cariñosa, mas procurando encaminar la conversación hacia asuntos serios.
Ricardo siguió acariciándola siempre que tenía ocasión para hacerlo;
pero no volvió a obtener de ella la acostumbrada reciprocidad por más
que hizo increíbles esfuerzos para conseguirlo. Y no sólo no logró este
favor, sino que poco a poco la joven evitó que él se propasase a lo
primero, hablándole siempre delante de gente. Un día que la encontró
sola en el comedor, se dijo con íntimo gozo: «Esta es la mía.» Y,
acercándose a ella cautelosamente por detrás, le dio un sonoro beso en
el cuello. María se levantó bruscamente de la silla y le dijo con cierta
dulzura no exenta de severidad.

--Ricardo, no vuelvas a hacer eso.

--¿Pues?

--Porque no me gusta.

--¿Desde cuándo?

--Desde siempre; no seas tonto.

Estas palabras las dijo ya con enojo, y señaló otra etapa desgraciada de
los amores de Ricardo. Cesaron casi en absoluto aquellos felices
momentos de tiernas expansiones, dulces y amables como los placeres de
los ángeles, cuyo recuerdo esparce por toda la vida, hasta por la del
hombre más prosaico, una vaga y poética melancolía que ayuda a sufrir
los contratiempos de la existencia y a contemplar sin envidia la
felicidad ajena. Lo más que recabó el joven marqués de su amada fue que
le permitiese besarla en la frente de vez en cuando a título de hermano.
Y no es necesario manifestar a los experimentados lectores que con este
ayuno forzoso el amor del joven, lejos de mermarse, creció y se
sobresaltó hasta lo indecible; porque deben suponerlo.

María pudo entregarse de lleno a la vida de perfección, a la cual
aspiraba con vehemencia. Las horas del día le parecían pocas para orar,
lo mismo en la iglesia que en su casa, y para llorar sus pecados.
Frecuentaba los sacramentos cada vez más, y asistía y tomaba parte con
su presencia y dinero en todas las solemnidades religiosas que se
celebraban en la villa. El tiempo que le dejaban libre sus oraciones lo
empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron al poco tiempo una
biblioteca casi tan numerosa como la de novelas. Las vidas de las santas
le placían sobre todos los demás. Devoró pronto una multitud, fijándose,
como es lógico, en las de aquellas que más gloria alcanzaron y más
esplendor han dado a la Iglesia: la vida de Santa Teresa, la de Santa
Catalina de Siena, la de Santa Gertrudis, Santa Isabel, Santa Eulalia,
Santa Mónica y la de algunas otras que, sin hallarse canonizadas aun,
fueron célebres por su piedad y por las gracias espirituales que Dios
les otorgó, como la Beata Margarita de Alacoque, Mademoiselle de Melum,
etcétera. Estas lecturas causaron profundísima impresión en el ánimo
ardiente y exaltado de nuestra joven, empujándola más y más por el
camino de la devoción. Los increíbles y maravillosos esfuerzos de
aquellas almas heroicas que, por el amor y la caridad, lograron elevarse
al cielo y gozar por anticipado en la tierra de las gracias reservadas a
los bienaventurados la llenaban de íntima y fervorosa admiración.
Extasiábase ante los incidentes más insignificantes de la existencia de
las santas, en los cuales solía mostrar Dios que las tenía elegidas para
sí y que no permitía que el mundo se las arrebatase, como, por ejemplo,
la escena del milagroso sapo que Santa Teresa vio hallándose conversando
en el jardín con un caballero hacia quien se sentía inclinada; la muerte
inopinada de Buenaventura, hermana de Santa Catalina, que encaminaba a
esta santa por la senda mundanal del adorno del cuerpo y los placeres, y
otros muchos de que están llenos los libros referidos. María admiraba a
las insignes heroínas de la religión, como se admiran los fenómenos y
prodigios de la naturaleza, con emoción y asombro. Mucho tiempo se pasó
sin que osara levantar sus ojos hasta ellas para imitarlas. Limitábase a
pedirles con interminables oraciones que intercediesen para que Dios le
perdonase sus pecados. Compraba las mejores efigies que de ellas
encontraba, y después de ponerles un rico marco, las colgaba de las
paredes de su cuarto. Para hacerlo hubo necesidad de descolgar a
Malec-Kadel y a otros varios guerreros de la Edad Media que las tenían
invadidas. Le seducían en alto grado las escenas de los años infantiles
y los primeros pasos que las bienaventuradas habían dado en el camino de
la perfección. Pero al llegar a aquella parte de la vida que determina
el apogeo de su gloria en la tierra, cuando Dios, vencido de su
constante amor, de su fidelidad y de los pasmosos sacrificios que se
imponen, comienza a otorgarles favores y regalos espirituales por medio
de éxtasis y visiones, quedaba un poco turbada y hasta aterrada. No
comprendía aún el goce místico de la comunicación directa y sensible
entre el alma y su Dios, y se confesaba con gran remordimiento que si
en ella se efectuase una de estas maravillosas visiones sentiría mucho
más miedo que placer.

No tardó, sin embargo, en nacer en su corazón el deseo de imitarlas. De
la admiración a la imitación va siempre poco trecho. Principió por donde
debía, esto es, por imitar su humildad. Hasta entonces había sido
modesta, aunque no tanto que no le gustase verse lisonjeada y aplaudida;
mas a partir de esta época no sólo huyó toda alabanza con cuidado, sino
que rechazó las que le dirigían y hasta procuró ocultar sus habilidades
para quitar a los amigos la ocasión de ensalzarla. Principió a hablar lo
menos posible, tanto con los de fuera como con los de casa, y a ejecutar
al instante cualquier cosa que le suplicaran, lamentándose en su
interior de que no se lo mandasen en términos ásperos. Hizo con maña que
los criados le sirviesen en la mesa después que a todos los demás y que
le pusiesen siempre pan duro en vez de tierno. Para vencer los naturales
impulsos del amor propio se mostró más afable con las personas que le
habían causado algún disgusto que con las otras, y bastaba que una le
hiriese más o menos en el orgullo para que inmediatamente la colmase de
atenciones como si le debiese gratitud. En cambio, con las que sabía que
la querían y la admiraban gustaba de aparecer desabrida para que no la
tuviesen en mejor concepto del que merecía.

Enderezada por esta piadosa vía, que todos los santos han recorrido,
para honra de Dios y del género humano, y socorrida de su viva
imaginación, llevó a cabo una porción de actos extraños y hasta
incomprensibles para aquellos cuya atención está convertida al mundo y
no a las prácticas religiosas, actos que el ilustre biógrafo de Santa
Isabel califica de _secretas y santas fantasías_, que son los peldaños
místicos por donde el alma sube a la perfección y se comunica con Dios.
Un día, por ejemplo, le venía en mientes comer con los criados
humildemente como si fuese uno de ellos. Para realizarlo simulaba a la
hora de comer una jaqueca y se quedaba en su cuarto; y cuando la familia
se hallaba reunida en el comedor bajaba muy despacito a la cocina, y
allí se estaba todo el tiempo que duraba la comida, sirviéndose por sí
misma las sobras de la mesa, con sorpresa y admiración de la
servidumbre.

Otro día, en que, a su parecer, no había contestado con bastante respeto
a su padre, se presentaba repentinamente en el despacho, se hincaba de
rodillas y le pedía perdón. Don Mariano la levantaba del suelo con ojos
espantados.

--¡Pero, hija mía, si no me has ofendido en nada ni has cometido falta
ninguna!... Y aunque la hubieses cometido no es para hacer esos
extremos... ¡Vaya una tontería!... Anda, dame un beso y vete a coser con
tu hermana, y no vuelvas a asustarme con tales boberías.

María no encontraba en el seno de su familia las contrariedades que
hubiera deseado para probarse. Su padre y su hermana, aunque no la
alentasen en las devociones, nada le decían en contra, y cada día le
otorgaban mayores muestras de cariño, pues a ello les invitaba la
creciente dulzura y afabilidad de su carácter. Su madre la adoraba con
pasión loca y aplaudía ciegamente todos sus actos de piedad. No se
cansaba de alabar la virtud y el talento de su primogénita. Los criados,
y muy particularmente Genoveva, hacían coro también a estas alabanzas
difundiendo por la villa la fama de sus virtudes y formando en torno
suyo una aureola de respeto y santidad. Nuestra joven hubiera preferido
para los efectos de su salvación tener un padre bárbaro y tirano que la
mandase con dureza, o una madre despegada o una hermana envidiosa que no
la dejase vivir, pues ninguna santa se había librado de padecer
persecuciones dentro de su familia, al decir de las historias que leía.
Dolíase interiormente del sosiego y felicidad que en su casa disfrutaba,
pensando en que nada sufría por el Dios que nos redimió con su sangre.
Ansiaba que le levantasen una calumnia como las que Palmerina hizo
sufrir a Santa Catalina de Siena, a fin de que la despreciasen y
maltratasen; pero a ninguna persona de su casa ni de fuera se le pasaba
por la imaginación semejante cosa.

Para compensar esta ausencia de persecuciones mortificábase con ayunos y
penitencias, ejecutando siempre lo que más le disgustaba. Le repugnaba
algún manjar de la mesa; pues se imponía la penitencia de comerlo,
dejando, en cambio, otros que le placían extremadamente. Llegó hasta
echar en algunos acíbar, a imitación de lo que hacía San Nicolás de
Tolentino. Los viernes ayunaba rigurosamente a pan y agua, haciendo
prodigios de habilidad para que su padre no cayese en la cuenta, pues de
notarlo tenía por seguro que no se lo consentiría.

Traía siempre un medallón al cuello con el retrato de su novio. Un día
que éste consiguió hablar un momento a solas con ella, le dijo:

--Oye, Ricardo; si no te enfadas, te diría una cosa.

--¿Qué es?--se apresuró a preguntar el joven con el sobresalto de quien
teme siempre alguna desgracia.

--Estoy viendo que te vas a enfadar..., pero te lo diré. He quitado tu
retrato del medallón.

La fisonomía de Ricardo expresó el asombro.

--Y lo peor es que lo he sustituido con otro...

La expresión de asombro se trocó en dolorida, de tal modo, que María, al
contemplar aquel rostro contraído y rebosando de aflicción, no pudo
menos de soltar una carcajada sonora y fresca como las que en otro
tiempo salían a cada instante de su boca y que poco a poco habían ido
cesando, como si se hubiese apagado el foco de luz y alegría de donde se
escapaban.

--¡Dios mío, qué cara has puesto!... Espera; para que sufras más voy a
mostrarte tu sustituto.

Y, quitando el medallón del cuello, se lo presentó. Tenía la efigie de
Jesús coronado de espinas. Ricardo sonrió entre satisfecho y molesto.

--Ahora, bésalo.

El joven obedeció al punto posando los labios sobre la imagen del Señor
y un poco también sobre los dedos rosados que la apretaban. María se
escapó corriendo.

Al par que se ejercitaba en la humildad no descuidaba tampoco otra
virtud, que es, por decirlo así, el fundamento de nuestra religión y el
timbre mayor de gloria que la criatura puede ofrecer a Dios: la virtud
de la candad. Bastábale a nuestra joven su excelente corazón y el
ejemplo de sus padres para aliviar siempre que podía las miserias del
prójimo; pero añadíase a esto tener presente a la continua los
increíbles esfuerzos de abnegación y caridad llevados a cabo por las
santas que con más fervor veneraba, particularmente la santa duquesa de
Turingia, que mereció el nombre de _Madre de los pobres_. Así que,
mostrábase compasiva hacia todos los miserables, y no perdía ocasión de
remediar sus necesidades con mano próvida. Todo el dinero que su padre
le daba empleábalo en hacer limosnas. Visitaba, en compañía de Genoveva,
las casas de algunos pobres, a los cuales aliviaba, no sólo con dinero,
sino también con palabras de consuelo, atento que no sólo de pan vive el
hombre. Para ejercitarse en la humildad, al tenor de lo que practicaba
muy a menudo la santa reina de Escocia, Margarita, hizo venir en secreto
algunos pordioseros a su cuarto y les lavó los pies con el mayor esmero.
Cada uno de estos actos piadosos le llenaba de una santa e íntima
alegría que jamás había experimentado anteriormente. Tomó la costumbre
de no despedir sin limosna a ningún pobre que se la pidiese, pues,
además de dictárselo así su corazón, tenía la multitud de casos en que
Nuestro Señor o la Virgen se habían aparecido bajo la forma de
pordioseros a muchos santos y santas. El temor y el deseo de que otro
tanto le sucediese a ella, la obligaba a escudriñar el semblante de los
pobres con cierta emoción. Mas como su peculio no bastase para atender a
tan numerosas caridades, diose traza para obtener dinero de su padre
valiéndose de mil ardides inocentes; un día pidiéndole para una
sombrilla, otro para un reloj, otro para un estuche de costura,
etcétera. Tanto fue lo que abusó, no obstante, que don Mariano sospechó
la verdad y señaló un límite a sus larguezas. Su hija le hubiera
arruinado con la mayor inocencia.

Arrastrada por su ardiente caridad, quiso también probarse en cuidar
enfermos, sobre todo aquellos que padecían enfermedades repugnantes.
Supo que cerca de su casa una mujer padecía de llagas en el pecho, y
tomó la resolución de ir todas las mañanas a curárselas, lo cual puso en
práctica al instante. Mas al hacerle la primera cura, queriendo añadir a
ella lo que había leído en la historia de Santa Catalina, esto es,
queriendo besar las llagas de la enferma, fue tanto el asco y el horror
que se le apoderó, que le dio un vahído, se puso muy mala y fue
necesario que Genoveva la llevase en brazos a casa. La pobrecita no
atribuyó, como era justo, su fracaso a la debilidad de estómago, sino a
falta de virtud, y se aplicó con creciente afán a mejorar su vida.

Genoveva era en todos esos ejercicios de piedad, más bien compañera y
confidente íntimo que su doncella. Ayudábala sin comprender en muchos
casos adónde iba a parar, persuadida enteramente a que no iría por mal
camino, pues tenía fe ciega en la discreción de su señorita. Más que
cariño era una especie de idolatría la que le profesaba, donde se
mezclaba la admiración de su belleza, el respeto de su talento y el
orgullo de haber visto nacer y contribuido a criar aquel prodigio. María
no había logrado infundir en ella el entusiasmo místico de que se sentía
poseída, porque Genoveva no era de suyo inflamable, y una ignorancia
supina la ponía a cubierto de toda suerte de entusiasmos; pero había
conseguido con sus actos y pláticas religiosas despertar en ella el
fanatismo que duerme siempre en el fondo de las almas vulgares e
ignorantes.

Una noche, después de recogida la familia y los criados, se hallaban
ambas en el gabinete de la torre. María leía a la luz del quinqué de
bomba esmerilada, mientras Genoveva, sentada en otra silla, frente a
ella, se ocupaba en hacer calceta. Acaecíales muchas veces pasar de esta
manera una o dos horas antes de acostarse, pues la señorita estaba
acostumbrada de antiguo a leer en las altas horas de la noche.

No parecía tan absorta en la lectura como otras veces. Posaba el libro
con frecuencia sobre la mesa y se quedaba largo rato pensativa con la
mano en la mejilla. Tornaba a cogerlo vacilando, para dejarlo otra vez
muy presto. Su cuerpo estaba nervioso, a juzgar por los crujidos que
dejaba escapar la silla. De vez en cuando fijaba en Genoveva una larga
mirada en que se vislumbraba un deseo inquieto y temeroso y cierta lucha
interior con algún pensamiento que la preocupaba. Genoveva, en cambio,
aquella noche estaba más embebida en la calceta que nunca, entreverando,
sin duda, por sus puntos, una muchedumbre de consideraciones más o menos
filosóficas que la obligaban tal vez que otra a dar con la frente en las
manos, lo mismo que cuando se dormita.

Por último, la señorita decidiose a romper el silencio.

--Genoveva, ¿quieres leer este trozo de la vida de Santa Isabel?--dijo
alargándole el libro.

--Con mil amores, señorita.

--Mira, ahí donde dice: _Cuando su marido_...

Genoveva comenzó a leer para sí el párrafo; pero muy presto la
interrumpió María, diciéndole:

--No, no; lee en voz alta.

Entonces obedeció, leyendo lo que sigue:

_«Cuando su marido estaba ausente, ella pasaba la noche entera en vela
con Jesús, el esposo de su alma. Pero no se reducían a sólo éstas las
penitencias que se imponía la joven e inocente princesa. Bajo los trajes
más espléndidos llevaba siembre un cilicio a raíz de la carne; hacíase
azotar en secreto y con dureza todos los viernes en memoria de la Pasión
dolorosa de Nuestro Señor y diariamente durante la Cuaresma (a fin, dice
un historiador, de pagar en algún modo al Señor el suplicio de los
azotes), presentándose luego delante de la corte con alegre y sereno
semblante. Andando el tiempo trasladó esta austeridad a las altas horas
de la noche, y entrándose en un aposento inmediato a la cámara donde
dormía con su esposo, hacía que sus doncellas le diesen áspera
disciplina, volviendo después al lado de su marido más alegre y amable
que nunca, confortada con estos rigores contra su misma y su propia
debilidad. Así es como ella, dice un poeta contemporáneo, procuraba
acercarse a Dios y romper las ligaduras de la cárcel de su carne como
valerosa guerrera del amor del Señor..._»

--Basta, no leas más: ¿qué te parece?

--Ya he leído muchas veces esto mismo.

--Es verdad; pero ¿qué pensarías si yo tratase de hacer algo
parecido?--se arrojó a decir con precipitación, como quien se decide a
proferir una cosa que le ha preocupado mucho.

Genoveva se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, sin comprender.

--¿No entiendes?

--No, señorita.

María se levantó, y echándole los brazos al cuello, le dijo al oído con
el rostro encendido de rubor:

--Quiero decir, tonta, que si tú te avinieses a hacer el oficio de las
doncellas de Santa Isabel, yo imitaría a la santa esta noche.

Genoveva comprendió vagamente; pero todavía preguntó:

--¿Qué oficio?

--Tonta, retonta, el de darme algunos azotes en memoria de los que
recibió Nuestro Señor y todos los santos y santas a su ejemplo.

--¡Señorita, qué está usted diciendo! ¿Cómo se le ha metido una cosa
como esa en la cabeza?

--Se me ha metido porque quiero mortificarme y humillarme a un mismo
tiempo. Esta es la penitencia verdadera y más agradable a los ojos de
Dios por la razón de que Él mismo la sufrió por nosotros. He intentado
hacerla por mí, pero no he podido, y además no es tan eficaz como
sufriendo la humillación de recibirla por mano ajena... Conque no
dejarás de satisfacerme este deseo, ¿verdad?

--No, señorita, de ninguna manera... No puedo hacer eso...

--¿Por qué, tonta? ¿No ves que es por mi bien? Si yo dejara de librarme
de algunos días de purgatorio por no hacer lo que te pido, ¿no tendrías
un remordimiento?

--Pero mi palomita del alma, ¿cómo quiere usted que yo la maltrate,
aunque sea para su bien?

--Pues no tienes más remedio que hacerlo, porque es una promesa y tengo
que cumplirla... Tú me has ayudado hasta ahora en el camino de la
virtud... No me abandones a lo mejor. No lo harás, Genovita, ¿no es
verdad que no lo harás?

--¡Señorita, por Dios, no me mande usted eso!

--¡Vamos, Genovita! Te lo pido por el cariño que me tienes.

--No..., no..., no me pida eso.

--Anda, querida, dame ese gusto... No sabes el sentimiento que tendré si
no me lo das... Creeré que has dejado de quererme...

María agotó todos los recursos del ingenio para convencerla. Sentada
sobre sus rodillas la cubría de caricias, le hacía mimos, enfadándose
unas veces, suplicando otras y siempre poniendo unos ojos zalameros a
los cuales parecía imposible resistirse. Semejaba una niña que demanda
un juguete que le tienen guardado. Cuando vio a su doncella un poco
ablandada o más bien fatigada de negar, le dijo con graciosa
volubilidad:

--Verás, tonta; no vayas a creer que es una cosa del otro jueves...
Mucho peor es un fuerte dolor de muelas y ya sabes que los he sufrido
bastante a menudo... La imaginación te hace creer que es una cosa
terrible, cuando, en realidad, tiene muy poco de particular... Todo
depende de que ahora no se usa porque la virtud se ha desterrado del
mundo; pero en los buenos tiempos de la religión era cosa común y
corriente y nadie que se preciara de buen cristiano dejaba de hacer esta
penitencia... Vamos, prepárate a darme ese gusto y hacer al mismo tiempo
una buena obra... Aguarda un poco... Voy a buscar lo que nos hace
falta...

Y, corriendo a la cómoda, abrió un cajón y sacó de él unas disciplinas,
unas verdaderas disciplinas, con su mango torneado de madera y sus
ramales de cuero. Después, toda agitada y nerviosa, con las mejillas
encendidas, fuese a Genoveva y se las puso en la mano. Ésta las tomó sin
saber lo que hacía, de un modo automático. Estaba completamente
estupefacta. La joven volvió a acariciarla, animándola nuevamente con
frases persuasivas, sin que ella profiriese una palabra. Entonces la
señorita de Elorza, con mano trémula, comenzó a desabotonarse la bata de
color azul que traía. Tenía pintado en el rostro el goce irritado y
ansioso del capricho que va a ser satisfecho. Sus pupilas brillaban con
luz inusitada, dejando adivinar vivos y misteriosos placeres. Los labios
secos, como los de un sediento. Había crecido el círculo morado que
rodeaba sus ojos y tenía rosetas de un encarnado subido en los pómulos.
Respiraba agitadamente por las narices, más abiertas que de ordinario.
Sus manos pálidas y aristocráticas, de dedos afilados y uñas sonrosadas,
soltaban con extraña velocidad los botones de la bata. Con rápido
movimiento despojose de ella.

--Verás, no tengo más que la camisa y la chambra. Ya me había preparado.

En efecto, quitose, o por mejor decir, arrancose la chambra y quedó
cubierta solamente de la camisa. Detúvose un instante, echó una mirada
al instrumento que Genoveva tenía en la mano y corrió por su cuerpo un
estremecimiento de frío, de placer, de angustia, de terror y de ansia,
todo en una pieza. Con voz baja y alterada por la emoción dijo:

--¡Que no sepa papá esto!

Y la camisa de batista se deslizó por el cuerpo, deteniéndose un
instante en las caderas y cayendo después pausadamente al suelo. Quedó
desnuda. Genoveva la contempló con ojos extáticos y la joven sintiose un
poco avergonzada.

--No te enfadarás conmigo, ¿eh, Genovita?--preguntó sonriendo.

La doncella no acertó más que a decir:

--¡Señorita, por Dios!...

--Cuanto más pronto mejor, porque voy a constiparme.

De este modo quería obligar aún más a su doncella. Con ademán febril le
arrancó las disciplinas de la mano izquierda, se las puso en la derecha,
le echó nuevamente los brazos al cuello, y, dándole un beso, le dijo muy
quedo al oído en tono jovial:

--Has de dar fuerte, Genovita, porque así lo he prometido a Dios.

Un violento temblor se apoderó de su cuerpo al decir estas palabras;
pero un temblor delicioso que le penetró hasta los huesos. Luego,
tomando a Genoveva de la mano, la atrajo un poco hacia la mesa donde
estaba la imagen del Salvador.

--Aquí ha de ser..., hincada de rodillas delante de Nuestro Señor.

La voz se le anudaba en la garganta. Estaba pálida. Postrose, en efecto,
humildemente ante la imagen, persignose rápidamente, cruzó las manos
sobre el pecho, y, volviendo el rostro hacia su doncella con sonrisa
dulce, le dijo:

--Ya puedes empezar.

--¡Señorita, por Dios!...--tornó a exclamar Genoveva toda confusa.

Por los ojos de la señorita pasó un relámpago de cólera que se apagó al
instante; pero le dijo en tono un poco irritado:

--¿Estamos en eso?... Obedece y no seas terca. La doncella, dominada y
convencida de que ayudaba a una obra de piedad, obedeció, descargando
las disciplinas harto suavemente sobre las desnudas espaldas de la
señorita.

Y en verdad que parecía sacrilegio tocar en aquel cuerpo, prodigio de
hermosura y elegancia. María no poseía aún, ni era de presumir que
poseyera nunca, atento su temperamento, la plenitud de la forma
femenina. Era un poco delgada para que pudiera servir de modelo a un
escultor. Pero esto mismo constituía atractivo más poderoso para los que
gustan de contemplar en la belleza de la mujer el sello del espíritu, y
anteponen a la hermosura clásica de la forma la delicadeza y la
elegancia. Los brazos eran finos y frágiles, como los de un niño, pero
admirablemente torneados; el cuello, flexible y esbelto, como el de la
gacela, se unía a los hombros por una línea fugitiva y ondulante, cuya
suprema gracia sólo se encuentra en las vírgenes de Rafael.

Los primeros azotes de la doncella fueron tan suaves y comedidos, que no
dejaron rastro alguno en aquella preciosa epidermis. Pero María se
irritó; quiso que fuesen más fuertes.

--No, así no; con más fuerza... Pero espera un instante; déjame quitar
estas joyas, que son ridículas en este momento.

Y velozmente sacó todas las sortijas de los dedos, se arrancó los
pendientes de las orejas y depositó el puñado de oro y pedrería a los
pies de Jesús. También Santa Isabel, cuando oraba en la iglesia,
depositaba la corona ducal al pie del altar.

Volvió a la misma actitud humilde, y Genoveva, viendo que no podía pasar
por otro camino, empezó a macerar sin duelo las carnes de su piadosa
ama. El quinqué despedía luz tibia y difusa, que bañaba el pequeño
gabinete de una claridad discreta. Sólo al reflejarse en las joyas que
yacían a los pies del Redentor lanzaba hermosos y fugaces destellos. El
silencio en aquellas horas era absoluto: ni aun el viento dejaba oír su
voz plañidera en las ventanas. Respirábase en el cuarto una atmósfera de
misterio y recogimiento que enajenaba a María y la penetraba de un
placer embriagador. Su hermoso cuerpo, desnudo, se estremecía cada vez
que cruzaban por él las correas de las disciplinas con un dolor no
exento de voluptuosidad. Apretaba la frente contra los pies del
Redentor, respirando ansiosamente y con cierta opresión, y sentía latir
en sus sienes la sangre con singular violencia, mientras el dorado y
sutil vello de su nuca se levantaba de un modo imperceptible a impulso
de la emoción que la embargaba. De vez en cuando sus labios, pálidos y
trémulos, decían en voz baja:

--¡Sigue, sigue!

Los azotes habían dejado ya algunos surcos de color de rosa en su
cándida epidermis, sin que hubiese pedido tregua. Mas llegó un instante
en que el bárbaro instrumento hizo saltar sobre ella una gota de sangre.
Genoveva no pudo contenerse; tiró las disciplinas muy lejos y se arrojó
llorando a abrazar a su señorita, cubriéndola de caricias y pidiéndole,
por la salvación de su alma, que no la obligase a hacer semejante
atrocidad. María la consoló, asegurándole que le había dolido muy poco
la flagelación. Y ya un tanto apagado su ardor y calmados sus impulsos
ascéticos, despidiose de ella, pasando a recogerse a su alcoba.



VI

EN BUSCA DEL MENINO


--Te conozco, Ricardo, déjame.

Ricardo callaba.

--Vamos, déjame; mira que necesito concluir pronto para llevar el caldo
a mamá.

El joven seguía tapándole los ojos por detrás sin decir una palabra.

--Por Dios me dejes, Ricardo... Ya no tiene gracia, después de haberte
conocido...

--En castigo de no haber encontrado graciosa la broma, no te suelto.

--Bueno, pues confieso que tiene mucha gracia.

--Eso ya es otra cosa... Si te sometes te dejo..., pero con
precauciones.

Marta, en cuanto se vio libre, corrió con la escoba enarbolada detrás de
él, aunque sin lograr alcanzarle; por lo cual dio la vuelta y siguió
barriendo el comedor. Aun no se había arreglado. Vestía una bata suelta
de color carmesí bastante usada, y traía el cabello sujeto con una
redecilla blanca. Mas pasaba una cosa singular con esta niña. Con el
vestido usado, y descosido a veces, de trajinar por la casa, y el
cabello al desgaire, estaba más linda que cuando se ponía de tiros
largos. Bien fuese porque la índole de su belleza no era para brillar
con los trajes ricos y suntuosos, como la de su hermana, bien porque la
falta de costumbre de ponérselos (pues rara vez usaba los que le
compraban), la hiciese aparecer atada y encogida cuando iba al paseo, lo
cierto es que aquí y en el teatro Marta llamaba poco la atención y
quedaba totalmente oscurecida por la hermosura altiva y espléndida de su
hermana. En cambio, dentro de casa, aumentaban sus gracias sobremanera;
sus movimientos eran sueltos y desembarazados, los ojos adquirían brillo
y animación y todo su cuerpo cobraba una libertad que perdía así que
ponía el pie en la calle.

Barría sin apresurarse, con firmeza y sosiego, como quien cuenta siempre
llegar a tiempo, tarareando muy bajito un pasacalle. No tenía voz para
el canto ni gran afición a la música, y todos los esfuerzos de sus
maestros y su buena voluntad para el estudio se estrellaron contra esta
ausencia de facultades filarmónicas. Las obras maestras de la música y
aun las _fantasías_, _réveries_ y _nocturnos_ que María tocaba en el
piano la dejaban fría, sin comprender su mérito. En cambio, confesaba,
avergonzada, que ciertas melodías de zarzuela y muchas canciones
populares la encantaban. Otra cosa no confesaba, aunque no era menos
cierta. La música que algunas veces acompaña a los entierros, que por
regla general es pésima y compuesta casi exclusivamente de instrumentos
de bronce, la conmovía profundamente hasta hacerle derramar lágrimas. No
cantaba, pues, casi nunca, pero solía tararear suavemente cuando
ejecutaba alguna labor, como ahora. De vez en cuando se paraba a tomar
aliento, apoyándose un instante en la escoba, y después de echar hacia
atrás algunos rizos que le caían por la frente, seguía su tarea.

Ricardo apareció de nuevo en la puerta.

--¿Martita, estás enfadada aún?

--Sí que lo estoy--repuso entre severa y risueña--y escape usted pronto,
señor marqués, antes que le siente las costuras con el palo de la
escoba.

--¿Pero de veras estás enfadada?

--De veras lo estoy.

--Pues bien, te pido perdón humildemente--dijo poniéndose de rodillas--.
Dame todos los escobazos que quieras, porque yo no pienso moverme.

--Vamos, álzate y no hagas boberías... Mira que te estás manchando los
pantalones...

--Aunque me manchase el mismísimo cuello de la camisa, no me movería,
mientras no me perdones.

--¡Qué payaso eres, Ricardo!

--Muchas gracias.

--¿Quieres alzarte, criatura?

--No, mientras no me perdones.

--Has de ser formal, Ricardo.

--Hablaremos de eso con espacio... ¿Me perdonas?

--Sí, pesado, sí; levántate.

Ricardo se levantó, aproximose a Marta y sacudiéndola fuertemente,
exclamó:

--¡Chiquita, qué remonísima eres!... No me admira que Manolito... Ya me
entiendes...

--¡Vaya un modo de empezar a ser formal!

--Lo seré con el tiempo; no te apures.

--Bien, pues ahora déjame concluir para llevar el caldo a mamá.

--¿Sabes que he recorrido toda la casa y no he hallado a nadie?

--Mamá aun no ha salido de su cuarto y papá y María están fuera.

--María en la iglesia, como siempre, ¿verdad?

--No fue más que a misa; pronto vendrá.

--¡Ya, ya!--exclamó el joven, poniéndose repentinamente grave y
silencioso.

Marta dio fin a su tarea bajo la inspección seria y no muy atenta de su
futuro hermano.

--¿Quieres aguardarme? No tardaré en venir...

Ricardo hizo un signo de asentimiento, y mientras la niña estuvo
ausente, subió uno de los transparentes de los balcones y se puso a
tocar el tambor con los dedos sobre los cristales, posando una mirada
vaga y perdida en las casas de la vecindad.

No tardó en presentarse otra vez Marta.

--Anda, vente conmigo; voy a meter ropa en el armario.

Ricardo siguió a la niña como un cordero hasta una habitación clara y
llena de armarios que daba a la huerta. En el centro de ella y sobre una
mesa se hallaba una gran cesta atestada de ropa recién lavada.

--¿Quieres ayudarme a bajar esta cesta y ponerla aquí cerca del armario?

--¡Pues no faltaba más!

La cesta era enorme y costó trabajo llevarla al sitio designado.
Mientras la conducían se les soltó la risa, lo que les obligó más de una
vez a dejarla en el suelo.

El joven, con los esfuerzos, se ponía muy colorado, y esto hacía reír de
tal modo a la niña que le privaba en absoluto de las fuerzas. Reía pocas
veces, mas cuando se le soltaba la llave no había quien la atajase.
Ricardo, con sus instintos de _clown_, procuraba hinchar los carrillos y
ponerse aún más colorado. Se le había disipado por completo el mal
humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho: ambos permanecían inclinados
y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del suelo, la una
desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación cómica.

--¡Qué militar tan valiente que no puede con una cesta de
ropa!--exclamaba la niña en el colmo de la alegría.

--¡Quisiera yo ver aquí a Prim y a Espartero y hasta al mismo Napoleón!
Esta no es una cesta cualquiera... Hay aquí lencería para un
regimiento...

--¡Quita allá! Si no fuese que me haces reír, yo sola era capaz de
llevarla.

Después de mucha risa y no poca brega, llegó la cesta a su destino.
Marta abrió el armario, del cual se escapó el olor especial, fresco y
penetrante de la ropa blanca. La niña lo aspiró algunos momentos con
delicia mientras hacía hueco, trasladando las piezas de unos estantes a
otros, a la nueva ropa que iba a introducir. Después quiso llamar a
Carmen, una de las doncellas, para que le ayudase a estirar las sábanas,
pero Ricardo le preguntó tímidamente:

--Oye, chica, ¿no serviría yo para eso?

--¡Oh! Si tú quisieras...

--¡Pues no había de querer!... Oro molido que fuese, preciosa... Tú
dispones de mí como reina y señora...

--No será tanto.

--No rebajo nada..., puedes ponerme a prueba.

--Bien, pues, por lo pronto te mando que tomes las dos puntas de esta
sábana y que tires hacia allá con fuerza... ¡No tanto, hombre, que me
arrastras!... ¡Basta, basta! Ahora dobla como yo..., así..., una punta
con otra... Bien, ahora tira otra vez..., más..., más todavía...
¡Basta!... Ahora vuelve a doblar..., tira otra vez... ¡Bastante!...
Acércate ahora a mí... Trae... Esto corre ya de mi cuenta... Vamos a
otra... Toma las dos puntas..., sacude bien y estira... Ten cuidado que
ésta tiene guarnición..., no vayas a romperla... Estas son las sábanas
de mamá y María.

--¡Qué ajena estará María de que yo estiro ahora sus sábanas!--exclamó
Ricardo soltando una carcajada.

--Pues sí que lo son. A mamá y a ella les gustan muy finas y se las
hacen de batista. A papá y a mí nos gustan más gruesas. Yo no puedo
soportar las sábanas finas...; me deslizo dentro de ellas y no encuentro
sitio. A papá tenemos que ponérselas sin ninguna clase de encaje, porque
el tacto del almidón le crispa los nervios y el ruido que produce le
despierta. Es una manía. Figúrate que cuando va de viaje y en alguna
casa le ponen sábanas con guarnición, tiene la paciencia de deshacer la
cama para meter los encajes debajo del colchón..., a los pies... A mí
tampoco me gustan, pero si me las ponen, me conformo... Papá tiene
muchas manías: todas las noches se ha de quedar dormido con el cigarro
en la boca... Yo ando cerca de su cuarto dando vueltas hasta que observo
que se duerme, y entonces entro muy despacito, le quito el cigarro de la
boca y apago la luz... ¡No tires tanto, que ya me duelen los brazos!...
La verdad es que te obligo a hacer unas cosas bien impropias de un
militar, ¿no es verdad?

--No lo creas: en el colegio, y aun después que salimos, en las casas de
huéspedes, nos vemos precisados a hacer cosas peores. ¡Cuántos botones
habré pegado yo en mi vida! ¡Y cuántas veces habré recosido los
pantalones cuando se rozaban por debajo!

--¿De veras?

--¡Vaya!

Marta se maravillaba sinceramente. No comprendía que un hombre tuviera
que descender a estos oficios habiendo tantas mujeres en el mundo, y se
informaba menudamente de las particularidades de la vida de colegio;
cómo los trataban, qué comían, a qué hora se acostaban, quién les hacía
las camas, les lavaba la ropa y se la planchaba; si los colchones eran
duros o blandos, si bebían vino, cuántas veces a la semana les mudaban
las toallas, etc., etc. Ricardo satisfacía a todas estas preguntas
haciendo una relación circunstanciada de sus hábitos de colegial con la
verbosidad del que tiene los recuerdos muy frescos y no le pesa traerlos
a cuento. De las costumbres pasaba a las aventuras, narrando las que
podían ser narradas delante de una niña, y entreteniéndose sobre todo a
pintar con negras tintas las desdichas de la época de _novatada_ y las
crueldades que con ellos ejecutaban los _antiguos_. Les obligaban a
pasar noches enteras haciendo pitillos de arena para que después
saliesen mejor hechos los de tabaco; en el paseo no les permitían
levantarse del asiento de piedra que les habían señalado de antemano;
les ponían en el cepo de campaña sin motivo alguno, aunque fuese después
de comer, sólo por divertirse; los que eran más débiles solían vomitar o
caer desmayados...

Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblante
todas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las
sábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del
narrador. De vez en cuando soltaba una exclamación: «¡Pero, Dios mío,
eso es una atrocidad! ¡Esos hombres estaban locos! ¿Por qué no dábais
parte al jefe de tales atrocidades?» Ricardo no podía convencerla de que
hubiera sido inútil revelarse ni dar parte al coronel, pues la
_novatada_ era costumbre tradicional en el colegio, que los jefes no
querían arrancar. A todas sus razones contestaba: «Pues yo me hubiera
presentado al coronel, y si no me hacían justicia me escaparía del
colegio.»

--Vamos, no te pongas tan furiosa, Marta, que ya ha pasado. Así se hacen
los hombres sufridos. Voy a narrarte ahora una cosa que me sucedió con
el coronel. Después que salí a teniente...

Y, cambiando de rumbo, se ponía a contar aventuras chistosas y pasos
divertidos que desarrugaban el rostro de la niña y concluían por hacerla
reír a carcajadas. Poco a poco la cesta se iba vaciando y pasando su
contenido al armario, que despedía siempre su olor punzante y un poco
agrio de lencería lavada. Este olor había invadido toda la habitación y
la refrescaba con un perfume de salud y de limpieza más grato que todas
las esencias y pomadas. Era el perfume que acompañaba siempre a Marta,
al decir de su padre, y parecía exclusivamente creado para ella. Cuando
iba sola a abrir los armarios, experimentaba gran deleite en meter la
cabeza dentro de ellos y hundirla entre la ropa, gozando de la frialdad
del lienzo en el rostro y aspirando con voluptuosidad su aroma
saludable. La luz que penetraba a torrentes por el blanco tul de las
cortinas, la charla incesante y las sonoras carcajadas de los jóvenes
llenaban la pieza de alegría y animación. Se le llamaba «el cuarto de la
plancha», porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Las
paredes que no ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente de
blanco.

Carmen entró como un huracán por la puerta gritando:

--¡Señorita Marta, señorita Marta!

--¿Qué sucede?--preguntó ésta con sobresalto.

--¡Que el Menino se ha escapado, señorita!

La niña dejó caer la sábana que tenía en las manos y exclamó con
estupor:

--¿Se ha escapado?

--Sí, señorita; al pasar ahora por la galería, voy a mirar a la jaula y
me encuentro la puerta abierta y que el pájaro no está allí.

--¡Vamos allá, vamos allá!

Y todos corrieron en tropel a la galería. En efecto, el Menino se había
fugado. Por un descuido deplorable, Marta, al darle de comer y colocarlo
al aire libre en la galería para que se alegrara con la perspectiva de
la huerta y el canto de los otros pájaros, había dejado abierta la
puerta de la jaula. Hacía tres años que el Menino estaba en poder de
nuestra niña y en todo este tiempo no había dado señal alguna de nutrir
en su cerebro proyectos de evasión; antes por el contrario, el
grandísimo hipócrita mostraba siempre que podía que se le daba un bledo
por la libertad y que había renunciado a ella de buen grado en obsequio
de su amabilísima ama. Desde mucho tiempo atrás salía de la jaula a
tomar con ella el chocolate, se le ponía sobre el hombro, le picaba
suavemente en las manos a guisa de caricia, brincaba de aquí para allá
sobre los muebles, y cuando tocaban a retirarse se metía otra vez en la
jaula tranquilo como un cordero. Todo hacía presumir que era un canario
dichoso que daba por bien perdida la libertad a cambio de ser cuidado y
atendido por una niña tan linda y estar facultado para dar cuando
quisiera algunos picotazos en sus mejillas sonrosadas. Y dejando a un
lado estos goces más o menos espirituales, por los que más de un
muchacho en la villa haría estupendos sacrificios, y atendiendo
únicamente al aspecto material de la existencia, o sea al bienestar del
cuerpo, menester es dejar escrito que el Menino estaba en su jaula como
un arzobispo y tratado a qué quieres cuerpo, y pide por esa boca;
cañamón por aquí, alpiste por allá, unas veces lechuga, otras, sopas de
chocolate, otras, migajas remojadas en leche; en fin, que pedir más era
ofender a Dios. Y en orden al aseo y limpieza de la habitación, tampoco
podía envidiar a nadie: todas las mañanas la misma Marta se encargaba de
barrer lo que el puerco de él ensuciaba, dejándole la jaula como un
espejo. Pues a pesar de que la opinión general era que se hallaba muy a
su gusto y que no se cambiaría por el director de la Fábrica del Sello,
lo cierto es que el Menino esperaba con impaciencia la ocasión de
escaparse; se había dejado dominar por la melancolía, se le había
agriado el carácter y tenía la bilis excitada por la falta de ejercicio.
Si no hubiera salido a respirar el aire fresco, el día menos pensado se
hubiese levantado la tapa de los sesos contra las rejas de la jaula.

Debajo de ella deliberaron brevemente nuestros jóvenes lo que habían de
hacer. Marta estaba atribulada. Decidiose que Carmen, con la planchadora
y el jardinero, irían a recorrer la huerta, pues se sospechaba que
faltándole práctica, no había de volar muy lejos del primer arranque,
mientras Marta y Ricardo lo buscarían por toda la casa en la
contingencia de que se hubiese quedado dentro brincando por las salas,
como lo había hecho ya otra vez. Marta se constituyó en guía y
registraron desde luego la habitación contigua al corredor; una gran
sala cuadrada con dos alcobas en el fondo, donde ella y María habían
dormido de niñas con sus respectivas doncellas. El papel de la
habitación representaba escenas de caza que impresionaban mucho a Marta
cuando chiquita, sobre todo una que figuraba a un ciervo moribundo
sujeto por media docena de perros feroces. Recorrieron después algunos
gabinetes destinados a los forasteros que viniesen de huéspedes a la
casa; pasaron a los cuartos de las muchachas; bajaron a la cocina, que
estaba en un entresuelo, y tornaron a subir sin obtener resultado.
Después se fueron al cuarto de don Mariano, que era un magnífico
gabinete con dos balcones a la plaza, decorado con gusto severo y
clásico; grandes sillones de cuero, ricos tapices, escritorio de ébano y
armarios para los libros de la misma madera. En las paredes colgaban
algunos retratos de familia pintados al óleo.

Marta experimentaba siempre en este gabinete una sensación de bienestar
y alegría que no gustaba en las demás habitaciones de la casa. Había en
esta sensación una mezcla religiosa de respeto y enternecimiento en que
se confundían todos los recuerdos de la infancia impregnados de ese amor
filial exclusivo, fervoroso y absorbente, que produce la cólera rabiosa
de los niños cuando la niñera les arranca de los brazos paternos y el
ansia de ir a ellos cuando vuelven a tenerlos cerca. Así que tuvo
fuerzas y habilidad para hacerlo, nunca permitió que nadie arreglara
aquel cuarto más que ella. Por la mañana pasaba siempre media hora de
amable sosiego y dulzura limpiando los enormes sillones, que le costaba
gran trabajo mover de su sitio, y haciendo la vasta cama de don Mariano.
Sentíase feliz en medio de aquella habitación grave y patriarcal. Los
colosales armarios, la mesa, los sillones, los cuadros y las figuras
circunspectas de los tapices posaban sobre ella una mirada silenciosa y
benévola, en la cual sentía agitarse la gran sombra protectora de su
padre.

Ricardo quedó parado ante un retrato.

--¿Esta es tu tía, eh?... ¡Cómo te pareces a ella!... Lástima fue que se
hubiese muerto tan joven... Era una mujer muy simpática.

--¡Ya quisiera yo parecerme a ella!... Era alta y yo soy chiquita.

--¿Qué importa eso?... Te pareces y mucho... Y es natural, después de
todo, porque se parece a tu padre y tú eres Elorza de los pies a la
cabeza. ¡Qué grandes armarios de libros tiene don Mariano!... Hay aquí
para entretenerse un rato...

--Pues María se ha leído la mayor parte.

--¿Y tú?

--¡Oh, yo leo muy poco!... Soy muy holgazana... Papá dice que me estorba
lo negro--repuso la niña con su ingenua sonrisa y un poco avergonzada.
Después añadió:--Mira tú, Ricardo, no es verdad completamente lo que
dice papá. Aunque no tenga afición a los libros, algunos me gustan; pero
apenas tiene uno tiempo para tomarlos en la mano... Yo no sé cómo me
arreglo que no tengo una hora mía..., unas veces por uno y otras por
otro...

--Confiesa, chica, que no te gustan y punto concluido.

--Si tú quieres lo confesaré, pero no es verdad; algunos me gustan.

--¿Y el Menino?

--¡Ay, sí, vamos, vamos!

Entraron en la habitación contigua, que era la de doña Gertrudis, la
cual les aseguró que por allí no había parecido casta de Menino alguna,
aun cuando ella tuviese en la cabeza una verdadera pajarera que le
impedía sosegar un instante; y en su consecuencia pasaron al cuarto
inmediato, que era el de Marta. Era una habitación que parecía forrada
de espejos, pues todo estaba bruñido allí, desde el pavimento de madera
hasta los hierros de los balcones. Lo que no estaba barnizado por mano
del ebanista lo estaba a fuerza de trapo. La gran manía de Marta, la que
le proporcionaba más alegría y más pesadumbre, era el lustre. Su
inclinación exagerada a la limpieza le había llevado por una pendiente
rápida a pretender sacar brillo a todos los objetos y muebles de la casa
y muy particularmente a los de su cuarto. Todos los días, ayudada de la
doncella, los frotaba con una bayeta bien seca, sobándolos con afán
incansable hasta lograr que lanzasen vivos reflejos. Entonces, toda
sofocada, a veces sudando como un río, con el cabello en desorden y las
mejillas encarnadas, levantaba la bayeta y permanecía un rato
contemplando su obra, los hermosos destellos que la luz producía en el
objeto bruñido, con una satisfacción íntima y verdadera, con entusiasmo
casi místico. En casa le daban mucha cantaleta, lo cual hacía que se
ocultase para desempeñar esta tarea y que procurase cerrar su cuarto a
todo el mundo. Ricardo no había entrado nunca en él. Así que sin pensar
en el Menino se puso a contemplarlo con atención curiosa e impertinente.
Pasaba revista a los cuadros, se detenía ante el tocador, abría los
frascos, palpaba las cortinas y hasta entraba en la alcoba para ver la
cama, dejando escapar exclamaciones de asombro por lo bien arreglado que
estaba todo y especialmente por el lustre particular de los muebles.

--¡Qué cuarto tan lindo tienes, chica!... Parece una taza de plata...
¡Qué camita tan blanda y tan mona!

--Ricardo, no seas curioso..., anda..., vámonos. El Menino no está aquí.

La niña se sentía turbada por la atención del joven. Todas las mujeres
bien nacidas tienen el pudor de su cuarto, si vale la frase; porque hay
siempre en él como impregnado algo de lo íntimo de su alma y de su
cuerpo que repugna mostrar a un hombre. Pero a este pudor se añadía en
Marta la vergüenza de que se descubriesen sus manías infantiles y
obstinadas como la del lustre, la de colocar los frascos del tocador con
cierta simetría propia de un altar y otras tales que servían a los suyos
para embromarla a la hora de comer. Por esto se empeñaba en hacerle
salir tirando con fuerza de él.

--Anda, Ricardo..., no hay nada que ver aquí..., vámonos, vámonos...

--Déjame, niña, déjame contemplar esta monada de cuarto... ¡Qué
precioso!--y metiendo la nariz por la cama decía con mucha
seriedad:--¡Huele a Marta!

--¿Quieres callar, majadero?

--A ti no te costará trabajo conservar tu habitación de este modo; pero
lo que es yo te aseguro, chica, que ni con pena de la vida podría
tenerla así... ¡Si vieses mi cuarto, Martita!

--Sí, sí..., bueno estará... Siempre fuiste un adán... ¡Pero anda,
criatura, vámonos!

--Vámonos cuando quieras... Mi cuarto es una cuadra comparado con éste;
pero considera que allí entran los perros, los gatos, el jardinero con
los zapatos sucios, el cochero con el olor de la cuadra y en fin todo
bicho viviente... No es mía la culpa...

Después del cuarto de Marta recorrieron otras piezas, el comedor, el
salón, la galería del patio, otra sala de confianza y algunas más sin
que el dichoso Menino se dejase ver en ninguna parte. Como quedasen
parados en medio de un pasillo sin saber adónde dirigirse, a Marta le
vino de repente una idea y dijo:

--Vamos al terrado: aun no hemos estado allá.

El terrado no era a la sazón más que una vasta sala embaldosada de
mármol y cubierta de cristales de color. Llamábase el terrado porque lo
había sido en otro tiempo, pero don Mariano lo había cerrado con
cristalería hacía pocos años, transformándolo en una hermosa y
fantástica habitación de gusto árabe donde se iba a tomar café en las
tardes de verano con sus hijas y algún amigo. Estaba por amueblar. Sólo
había en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas cuantas
mecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala se
hallaba anegada en luz. El sol, desquitándose aquella mañana de sus
largos y frecuentes encierros, salía fogoso y resuelto a visitar todos
los rincones de la villa, y al tropezar con los mil cristales del
terrado de Elorza, no queriéndola ver mejor, pasaba por ellos y se
zambullía dentro con un esperezo vivo y ansioso que abrazaba enteramente
el ámbito del salón. Era un mágico espectáculo. Millares de luces rojas,
verdes, amarillas, carmesíes, grises y azules ardían dentro de él,
poblando el pavimento, la techumbre y las paredes, descomponiéndose en
infinitos matices que regocijaban los ojos y los deslumbraban. Sobre el
mosaico del suelo caía una lluvia de rayos intensos donde flotaba un
polvo ligero y coloreado, y estos rayos se cruzaban y tejían en el
espacio formando una tela flamígera, sutil y vistosa, por cuyos
intersticios pasaban los fugaces destellos de otros rayos más pálidos
donde flotaba un polvo aun más aéreo. Y estos velos de polvo, de rayos,
de destellos y de colores extendiéndose unos detrás de otros, a pesar
de su transparencia apenas dejaban ver con vaga indecisión, como al
través de una bruma, los cristales y arabescos de las paredes. El sol
derrochaba sus tesoros de luz y color, como un bajá turco, en el recinto
de aquella cámara oriental, demostrando una vez más que cuando él se
empeña en formar una decoración brillante y fantástica, no hay
tramoyista de teatro con todas sus lentejuelas, bengalas y telones que
le ponga el pie delante.

Nuestros jóvenes quedaron un instante absortos ante el caprichoso y
mágico trabajo de la luz, enteramente olvidados del Menino, y sin
decirse una palabra penetraron en la sala y llegaron hasta el medio con
el paso lento y vacilante del que entra en un baño. En efecto, quedaron
sumergidos y anegados en un vapor luminoso donde nadaban todos los
colores posibles.

--¡Qué hermoso está el terrado hoy!--acabó por decir Marta.

--¡Parece la habitación de un palacio encantado!... Aquí estarían mejor
que nosotros un moro con turbante blanco y una odalisca cubierta de
brocado y pedrería... ¡Qué juegos de luz tan caprichosos!... Espera un
poco, Martita, ponte aquí frente a este rayo de luz roja... ¡Si vieras
qué semblante tan particular tienes ahora!... Pareces una gitana..., una
hija del desierto.

En efecto, aquella luz tostaba el blanco rostro de la niña, lo encendía
con reflejos de sol moribundo y lo animaba con la expresión ardiente y
feroz de las naturalezas meridionales. Toda la inocencia de sus ojos,
toda la pureza de sus contornos virginales se borraba bajo el poder de
aquella llama maliciosa y lasciva, transformándola en un ser distinto,
fiero y voluptuoso al mismo tiempo, bien lejano por cierto del
verdadero. Ricardo lo comprendió y le dijo:

--No; este color no te conviene... Vente a este otro...

Y la puso debajo de un rayo de luz verde.

--¡Jesús; pareces una muerta!... No, no; éste tampoco... Aquí; a ver el
color amarillo... No estás mal..., pero te hace rubia, y las morenas
deben quedarse morenas, quiero decir, las pelinegras, porque ya sabemos
que tú eres blanca. Vamos a ver el azul... ¡Oh, sorprendente!...
¡Maravilloso!... ¡Qué hermosa estás, criatura!

Tenía razón el joven marqués. El color azul, que es el más espiritual,
el más puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablemente
al rostro cándido de Marta. El rayo de luz caía sobre él como una
caricia del cielo, bañándolo suavemente de una claridad diáfana. La
negra cabellera quedaba teñida de azul profundo mientras el óvalo
adorable de su rostro y el cuello firme y mórbido se coloreaban
levemente por un azul celeste. La línea delicada y correcta de sus
facciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante se
transfiguraba con una expresión angélica de beatitud.

No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomía
arrobada y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era la
Marta verdadera, ingenua y modesta en su expresión como en sus rasgos,
sino otra Marta afectada, teatral y fantástica. Ricardo concluyó por
decirle que con ninguna luz estaba mejor que con la natural.

La niña exclamó de repente:

--¡Y el Menino, Ricardo!

--Es verdad; nos habíamos olvidado... ¿Pero dónde vamos ahora?... Ya lo
hemos recorrido todo...

--Vamos a la habitación de María... Tal vez se haya subido allá...

--No me parece probable..., pero, en fin, vamos.

Subieron a la torre, sin lograr mejor resultado. Ni en la habitación de
María ni en la de Genoveva descubrieron rastro del canario. Ricardo
sintió cierta emoción al entrar en el cuarto de su amada, que no pasó
inadvertida para Marta. Quedose grave y silencioso, y se puso a examinar
con afán cuanto allí había, moviendo los objetos, destapando los frascos
y hasta abriendo los cajones; de tal suerte que la niña se vio obligada
a decirle:

--No enredes, Ricardo... Cuando venga María y vea sus cosas revueltas se
va a enfadar.

--¡Y qué importa que se enfade!--respondió con alguna aspereza el joven.

--Es que me va a echar la culpa a mí.

--Bien, pues dile que he sido yo y asunto arreglado.

Entró en la alcoba, levantó las cortinas del lecho, tomó en la mano los
libros que había sobre la mesa de noche, tornó a dejarlos y concluyó por
tirar del cajón de la mesilla. Había dentro una porción de objetos
hacinados, entre los cuales metió la mano, sacando uno por demás
extraño.

Era una cruz ancha de cuero, llena de pinchos de bronce por uno de los
lados y con un cordón para colgar al cuello.

--¿Qué es esto?--dijo dándole vueltas en la mano con asombro.

Marta adivinó lo que era.

--¡Déjalo, déjalo por Dios, Ricardo!... Se va a enfadar mucho María...

--¡Jesús, qué barbaridad!... ¡Esto debe de ser un cilicio!

--Puede ser..., pero déjalo, déjalo por Dios.

El joven lo arrojó otra vez con violencia dentro del cajón, haciendo un
gesto de desprecio y repugnancia.

--María se ha vuelto loca... ¡Esto es una atrocidad que a nada conduce!

--¡No digas eso, que es pecado!... María es muy virtuosa...

--¡Virtuosa!..., ¡virtuosa!--murmuró con cólera el joven--. También tú
lo eres sin necesidad de tales extravagancias...

--¡No me compares a mí con María!

Ricardo se puso a dar paseos por el cuarto, agitadamente y sin
pronunciar palabra. Después volvió a la alcoba y tornó a sacar el
cilicio del cajón, examinándolo con más cuidado.

--Parece que estos pinchos forman letras... Mira... ¿Tú sabes lo que
dicen?

--No, yo no leo nada; será aprensión tuya.

--Sí, sí; aquí hay una inscripción... Pero, en fin, no quiero molestarme
descifrándola... Todas estas cosas no son más que ridiculeces...
Vámonos, chica, vámonos... Dejemos a cada loco con su tema...

Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta. Al
cruzar por delante de una de las ventanas del gabinete, la niña lanzó un
grito de sorpresa y alegría:

--¡Mira, mira, Ricardo!..., ¡mira dónde está el Menino!

El joven se abalanzó a la ventana, y vio sobre el tejado de la casa, no
a mucha distancia, dando brinquitos de satisfacción, muy orondo y
espetado, al Menino en persona.

--¡Qué bribón, adonde se ha ido!... Es menester cogerle... ¿Por dónde se
sale al tejado?

--Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a la
buhardilla.

--Pues, vamos.

Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaron
la escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estaba
sumamente obscura y el joven subía con mucho trabajo.

En el segundo tramo dio un tropezón.

--¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!... Te vas a lastimar; dame
la mano que yo te guiaré.

Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la de
una amazona. No tenía la suavidad del raso como las de María, porque los
trabajos de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía la
tersura amable de una epidermis rebosando de salud y de sangre. No
estaba ardorosa tampoco como aquélla, sino siempre tibia y serena, y
apercibida a toda molestia como las de una hija del pueblo.

El joven marqués no pudo hacer estas observaciones, porque marchaba
atento solamente a no caerse. Entraron en un desván, débilmente
esclarecido aquí y allá por algunos delgadísimos rayos de sol, que por
los intersticios de las rejas se colaban. Después de caminar un rato,
Marta soltó la mano, diciendo:

--Aguarda ahí; voy a abrir la ventana.

Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la
buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y
consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro
joven.

--¡Aquí está, aquí está el Menino!--gritó Marta desde arriba con
entusiasmo--. ¡Está muy cerca!... ¡Menino! ¡Menino!... ¡Ven acá,
tonto!... ¡Toma, toma!... ¿No me conoces?...

El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír la
voz de su dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como para
escuchar. Los rayos del sol que caían de plano sobre él bañaban su
plumaje amarillo, haciéndole resaltar de tal suerte sobre el color rojo
del tejado, que parecía un pedacito de oro animado. Dio tres o cuatro
brinquitos en son de acercarse a Marta y dijo _pi_... _pii_.

--¿Quieres que suba a ver si le cojo?--preguntó Ricardo.

--No; aguarda un poco..., parece que viene él... Menino, Menino..., ven
acá, mono..., ven acá..., toma...

El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró,
ladeando otra vez la cabeza para escuchar. No es fácil saber lo que
entonces pasó por su cerebro; algo de ruin y de bajo y de deshonroso
para la raza a que pertenece debió de ser, porque olvidando en un punto
los cariñosos cuidados de su ama, sus continuas caricias, los muchos
chocolates que con ella compartió, el regalo de los bizcochos y los
copiosos tarros de alpiste, se espulgó con grande indiferencia ante su
vista, dijo varias veces _pii_, _pii_, con cierta sorna, y abriendo las
alas se tendió por el espacio yendo a perderse entre el follaje de las
huertas vecinas.

Marta lanzó un grito de dolor.

--¡Dios mío, se ha ido!

--¿Se ha ido?

--¡Sí!

--¿Muy lejos?

--Se perdió de vista.

--¡Pues señor, la hemos hecho buena!

Ricardo subió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de la niña
miró y remiró hasta sacarse los ojos, sin ver absolutamente nada que
semejase de una legua a canario. Cuando volvió la vista a Marta observó
que por sus mejillas rodaba una lágrima.

--¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta?

--Tienes razón--repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándose
la lágrima con el pañuelo--. Pero me había encariñado con él como con
una persona... Ya ves..., ¡hacía tres años que le cuidaba!...



VII

EL ALMA Y EL ESPOSO


El rocío de la Gracia seguía cayendo copiosamente sobre el alma de la
primogénita de los señores de Elorza. Las virtudes cristianas florecían
en ella como rosas místicas henchidas de fragancia, y uno por uno, con
la impaciencia y ardor que imprimía a todas sus acciones, iba subiendo
los peldaños de la escala de perfección que conduce al cielo. Sus actos
de caridad y de humildad no sólo llenaban de asombro a las personas que
vivían cerca de ella, sino que se esparcían ya por toda la villa,
sirviendo de ejemplo edificante a jóvenes y viejos y de terna a las
conversaciones de sacristía. Los ayunos y penitencias de toda clase,
cada vez más frecuentes y ásperos, aumentaban el entusiasmo y la
seráfica alegría de su alma, pero enflaquecieron al cabo notablemente el
cuerpo. Su frágil naturaleza empezaba a rebelarse contra tanta
mortificación y a mostrarse dolorida a cada instante, unas veces en el
corazón, otras en el estómago, otras en la cabeza, aunque todo lo sufría
con una resignación digna de envidia, y sin que la hiciesen cejar en sus
santos propósitos. Padecía frecuentes desmayos, que la tenían largo
tiempo sin sentido, y fuertes convulsiones. Algunos días, así que tomaba
alimento lo devolvía, y en otros se quejaba de agudos dolores de cabeza.
Don Máximo comenzó a recetar los preparados de hierro, baños de mar y
vino de quina, con cuya medicación algo se mejoró, aunque poco. El
doctor concluyó por afirmar que mientras no cambiase enteramente de
régimen de vida no desaparecerían estos achaques; pero fue imposible
reducirla a ello.

María comenzó a observar con gozo íntimo, del cual se acusaba a su
confesor bañada en lágrimas, que infundía admiración y respeto a la
gente; que cuando salía a la calle la saludaban algunos con frases de
elogio y cuando estaba en la iglesia la miraban todos los fieles con
particular insistencia. A sus oídos llegaban, por boca de los criados,
muchas frases lisonjeras, que merecían sus virtudes a los sacerdotes
más venerables y a las almas más piadosas de la población, y
percibiendo en ellas cierto sabor dulce, les prohibió que se las
repitiesen. Algunas señoras consultaban con ella sus casos de
conciencia, y la hicieron presidenta de una escuela dominical de
adultas, a las cuales comenzó a explicar la doctrina y la moral
cristianas, con tanta claridad y elocuencia que no había otra cosa de
qué hablar. Al segundo domingo se llenó el local que el Ayuntamiento les
había cedido en un antiguo convento, no sólo de criadas y jornaleras,
para las cuales se había fundado el instituto, sino también de las
personas más distinguidas de la villa, ganosas de comprobar lo que la
fama decía de la joven. Y en efecto, pudieron cerciorarse de que poseía
especiales dotes para la enseñanza; una palabra sencilla y animada,
maneras humildes y paciencia nunca desmentida. Las muchachas hicieron
notables progresos bajo su dirección. No contenta con esto, suplicó y
obtuvo de su padre que le cediese un pabellón que había en la huerta
para reunir allí todos los días una docena de niñas huérfanas y
enseñarles a leer, escribir y rezar y darles una educación apropiada a
su sexo y posición social. La extremada dulzura con que trataba a las
discípulas le granjearon pronto su cariño y hasta su adoración.

En todas partes recibía nuestra virtuosa heroína testimonios
inexcusables del gran aprecio con que era mirada, pero muy
particularmente en la sociedad de devotos y beatas, donde se la
consideraba como un faro luminoso que había de reportar ventajas a la
religión. En los tiempos de incredulidad a que habíamos llegado, el
espectáculo de una joven tan linda, tan instruidaa y tan principal,
consagrada exclusivamente al ejercicio de las virtudes y de los actos
religiosos, no podía menos de influir saludablemente en las costumbres
de la villa.

Cierta mañana, al retirarse de las gradas del altar, donde acababa de
recibir la comunión, ofrecía su rostro tal expresión edificante, que una
mujer salió del concurso, y arrodillándose delante de ella le pidió su
bendición. María, turbada y confusa, quiso negarse; pero al fin no tuvo
más remedio que ceder a sus instancias. En otra ocasión, pasando por uno
de los arrabales con Genoveva, otra mujer que estaba a la puerta de una
pobre vivienda, con un niño moribundo entre los brazos, le suplicó que
le tomase entre los suyos y rezase un padrenuestro por él. María así lo
hizo por complacerla, protestando de que ella era una miserable pecadora
a quien Dios no podía escuchar; pero el niño, apenas se vio acariciado
por tan hermosa mano, comenzó a sonreír y no tardó muchos días en
ponerse bueno. Esta maravillosa cura, pregonada por la agradecida madre,
hizo gran ruido en el pueblo. Desde entonces la casa de Elorza se vio
invadida por una muchedumbre de mujeres que venían con niños enfermos a
pedir a la señorita María que los tomase en brazos y los bendijese. Como
esto tenía visos de milagro, al decir de la gente, nuestra joven se
apresuró a consultar con su confesor si debía continuar cediendo a los
ruegos de las afligidas madres, y el sacerdote, después de tomarse un
día para reflexionar, le contestó que no veía ningún inconveniente,
antes creía que de ello pudieran redundar algunas ventajas a la fe.
¿Cómo es posible, preguntó María, que Dios quiera obrar actos milagrosos
por medio de una criatura tan ruin y tan pecadora como yo? A lo cual
replicaba el confesor que significaba gran osadía pretender escrutar los
altos designios de Dios, y que se abstuviese de hacer tan irrespetuosas
consideraciones; que Dios se valía de quien quería para manifestar su
santa voluntad, y que de todas suertes, aunque no hubiese en ello
milagro, nunca era malo atribuir al poder del supremo Hacedor los bienes
que experimentamos, lo mismo en el alma que en el cuerpo. María acataba
estas razones y procuraba hacerse digna por todos los medios que estaban
a su alcance, por la oración, por la humildad y la penitencia, de
aquellas increíbles gracias que Dios ponía en su mano.

Poco a poco, y por virtud del apartamiento a que su vida piadosa la
obligaba, iban aflojándose en su alma los lazos terrenales. Principió
por huir toda diversión y entretenimiento mundanos, como bailes, teatros
y paseos, donde antes brillaba por su hermosura y elegancia, llegando al
extremo de aborrecerlos. Abstúvose después de ciertos recreos lícitos
como cantar y tocar música profana, jugar a los naipes, correr por la
huerta, tomar parte en las tertulias de su casa. En su afán de
mortificarse concluyó por no contemplar a menudo el paisaje desde las
ventanas de su cuarto y privarse de aspirar el aroma de las flores y el
perfume de las esencias. Todavía le quedó, no obstante, y por mucho
tiempo el gusto de vestirse con elegancia, lo cual procedía de cierta
reflexión que había leído en un libro devoto francés, aconsejando a las
jóvenes que no descuidasen el aseo y afeite del cuerpo, pues Dios se
complacía en verlas hermosas y saber que para Él solamente se adornaban.
Al mismo tiempo que se iba despegando de los placeres de este mundo se
amortiguaban en su corazón los sentimientos de amor hacia las criaturas,
aun hacia aquellas que más de cerca la tocaban. Comprendiendo que para
amar a Dios es indispensable despojarse de los afectos terrenales,
porque ningún otro afecto es digno de entrar en un corazón consagrado al
Criador, se apartaba cada vez más del cariño, no sólo de su prometido,
sino también de sus padres y hermana. Cesaron las frecuentes expansiones
de amor que con todos tenía y por donde se revelaba la ternura de su
apasionado espíritu. Cuando veía a su padre por la mañana, ya no se
arrojaba a su cuello y le cubría de caricias. Con su hermana ya no
desahogaba los secretos y pesares de su corazón. A todos los mantenía
alejados por una prudente reserva revestida de dulzura y humildad.

El calor que escatimaba a los humanos iba subiendo, no obstante, como
perfumado incienso, a un sitio más elevado, a un objeto infinitamente
más digno de él. Su corazón no podía permanecer inactivo; necesitaba
amar porque era su ley; necesitaba rebosar de entusiasmo por algo, en lo
cual pensara en todos los instantes de la vida y a lo que dedicase
continuos sacrificios. María no podía apetecer ni amar nada sin sentirse
agitada por una fiebre que la consumía. Cuando era niña había amado a
otra de la misma edad, morena, de grandes ojos negros y duros, y la
había amado con tal pasión que se había convertido en su esclava
voluntariamente. La niña de los ojos negros, hija de un pobre menestral
de la villa, la trataba con la autoridad de reina y señora, le exigía
todos los juguetes de que era poseedora, la obligaba a plegarse a todos
su caprichos, la humillaba siempre que quería, y frecuentemente la
maltrataba de palabra y de obra, sin que por eso disminuyese poco ni
mucho el cariño de su apasionada amiga. En cierta ocasión, estando las
dos planchando las enaguas de una muñeca, la cruel muchacha le dijo con
cierto tonillo de burla:--Si tanto me quieres, ¿a que no eres capaz de
ponerte por mí esta plancha en un brazo? María levantó con decisión la
manga del vestido y aplicó la plancha encendida al brazo, ocasionándose
una horrible quemadura. Por estas y otras cosas de que don Mariano tuvo
noticia, puso en la calle a la amiguita y le prohibió pisar en adelante
el portal de su casa, lo cual hizo enfermar a su hija de dolor.

Cuando un corazón es de tal suerte inflamable, su aspiración constante
es la de abrasarse y consumirse en algún amor extraordinario, y cuando
no lo tiene lo busca como el sediento la fuente de agua cristalina.
María lo había buscado y lo había hallado; un amor puro e inmortal,
sublime y maravilloso; el amor de un Dios que reduce a polvo los astros
y se entrega como un manso cordero al alma enamorada. Este amor, que iba
prendiendo cada vez con más violencia en su espíritu, no sólo se
manifestaba en actos casi incomprensibles de humildad y mortificación,
sino que se escapaba continuamente de sus labios con frases apasionadas
que iban a refugiarse como tímidas avecillas en el sagrado Corazón de
Jesús. En un principio había orado con admiración respetuosa, con el
alma y el cuerpo prosternados, más asustada que enternecida, como el que
hace una declaración de amor; pero así que por mil señales manifiestas
comprendió que Jesús correspondía a su pasión y se la pagaba con creces,
encontró más libertad y elocuencia en sus palabras y una felicidad más
firme en todo su ser.

Los momentos más dichosos de su existencia eran los que consagraba a la
oración, que más bien era un tierno coloquio de dos enamorados,
incomprensible para los que no han sondeado jamás los profundos secretos
del amor divino ni han gustado las dulzuras de la unión mística. A
fuerza de conversar con Dios, de comunicarle sus más íntimos
pensamientos e impresiones y de confesarle con lágrimas todos los días
las más leves flaquezas de su conciencia, había llegado a establecer
con Él una santa familiaridad llena de dichas y consuelos. A la hora del
crepúsculo, cuando cesaba en sus piadosas tareas, que la tenían ocupada
todo el día, acostumbraba a recogerse en su cuarto para gozar a su sabor
de los regalos y deleites que Jesús le otorgaba en sus fervorosas
súplicas como recompensa de los trabajos y mortificaciones del día.

En una tarde plácida y serena de las postrimerías del invierno, María se
hallaba en su cuarto haciendo oración, postrada ante la imagen de Jesús.
Todas las ventanas estaban abiertas para recoger la luz que ya se iba
escapando lentamente. Por la que miraba a la tierra veíase la extensa
llanura de prados y las suaves colinas que la circundaban bañadas en un
vapor azul que se hacía cada vez más denso hasta convertirse en niebla.
Por la que daba a la ría se veía la superficie de ésta tranquila,
inmóvil, como si de improviso toda aquella agua se hubiese convertido en
piedra. Cerca del Moral había cuatro o cinco montecillos de arena,
llamados con propiedad los Arenales, que heridos por los moribundos
rayos del sol brillaban como grandes topacios. Ni el más leve ruido
turbaba el silencio del gabinete, que en aquel momento semejaba, por lo
sombrío y recogido, un gran confesonario.

Una hora larga hacía que la joven conversaba con el Amado de su corazón,
sin que ningún pensamiento terrestre se deslizase en su arrobado
espíritu. Nunca se sintiera tan abstraída y despegada de la carne y de
los intereses mundanos. Todo el calor de su cuerpo se había refugiado en
el corazón, que latía con inusitado brío. Tenía los ojos cerrados.
Después de haber rezado todas las oraciones que sabía de memoria,
algunas compuestas por ella, dejó descansar los labios y se entregó a
una suave meditación, donde su fantasía se espació como en un campo
infinito esmaltado de flores. Lo mismo el confesor que los libros
devotos le aconsejaban que pensase con frecuencia en la cruenta pasión y
muerte del Redentor, y así lo había hecho hasta entonces, embargada de
dolor y anegada en lágrimas. Se le clavaba en el alma aquel rostro
contraído y angustiado de Jesús en la cruz, aquellos ojos entornados y
moribundos, donde aun ardían el amor y la bondad eterna de un Dios.
Cuando le veía marchar hacia el Calvario, cargado con el pesado leño y
caer una, dos y tres veces, rendido de fatiga, sin encontrar en los
feroces rostros que le rodeaban una mirada de compasión, sentía
anudársele la garganta y estallar el pecho en sollozos. Asistía uno por
uno a todos los dolores de Cristo, desde la memorable noche del huerto
hasta el instante de cerrar los ojos para siempre entre dos ladrones,
víctima de la perfidia de los hombres. Las sublimes palabras de perdón
que al expirar pronunció, sonaban en sus oídos como una promesa del
cielo y una esperanza de verle aún rodeado de gloria en la otra vida.

Pero en aquel instante su pensamiento huía de las escenas de muerte. En
torno de él flotaban imágenes risueñas y gloriosas que le infundían una
amable alegría que pocas veces había sentido, acompañada de indecible
bienestar corporal. Creía sentir un suavísimo calor que irradiaba del
corazón hasta las manos y los pies, como si la sumergiesen en un baño de
leche tibia. Al mismo tiempo, unas manos delicadas y fragantes le tenían
cerrados los ojos, mientras un hálito dulce le refrescaba la frente. El
gabinete de la torre se henchía de vagos y tenues sonidos que su
imaginación transformaba en conciertos misteriosos. Estaba tan fuera de
sí que no sabía si se hallaba en realidad despierta, por más que
conservase todas sus potencias. Poco a poco empezó a perder la voluntad;
trató de abrir los ojos y no pudo; trató de separar las manos que tenía
cruzadas, y tampoco lo consiguió. Una fuerza superior la ataba, pero tan
dulcemente, que por nada en el mundo rompería aquellos lazos. Era un
desmayo celestial de todo el ser que la sumía en deleites ignorados por
ella hasta entonces. Las lágrimas resbalaban por su rostro como un licor
exquisito que bañaba sus labios de dulzura, y desde los labios corría
por lo interior de su cuerpo y penetraba en los huesos como unción
suavísima, como un gran olor. Este licor la embriagaba y la fortalecía a
la vez, y no se cansaba de beberlo. La salud penetraba como un torrente
en su marchito cuerpo, prestándole una fuerza incomprensible; entraba en
una vida plena y divina donde no existen los dolores, en un letargo
extático lleno de molicie, del cual nacían muchedumbre de vagos deseos,
como flores que abren su cáliz un instante y difunden por el aire su
perfume. Los deseos de su alma también se difundían y apagaban en la
inmensa alegría que la embargaba.

Mientras el cuerpo dormía en este dulce enajenamiento de los sentidos,
velaba el espíritu con actividad maravillosa. Su memoria estaba bañada
de claridad y la imaginación se lanzaba con raudo vuelo dando vuelta a
los orbes. En vez de meditar sobre la muerte del Señor, pensaba con
íntima complacencia en su adorable vida y recorría todos los pasos
completamente embelesada, representándoselos con tal verdad como si
realmente hubiese asistido a ellos. Veía primeramente a Jesús naciendo
en la gruta de las cercanías de Belén, abrazando con sus tiernos brazos
el cuello de la Virgen y sonriendo a los pastores y a los magos que de
luengas tierras vinieron a adorarlo. Veíale en seguida transportado a
Egipto, recorriendo los desiertos de la Arabia, durmiendo sobre el
regazo de su madre debajo de algún árbol o en el fondo de alguna cueva.
Después lo encontraba en los pórticos del templo de Jerusalén sentado en
medio de los doctores, cuando sólo tenía doce años, con sus largos
cabellos de color de bronce y la blanca túnica, que formaba graciosos
pliegues hasta cubrirle los pies, asombrando a todos tanto por su
belleza sobrehumana como por la profunda sabiduría de sus palabras.
Contemplábale en su modesto albergue de Nazareth, en la paz de una vida
obscura y contemplativa, nutriendo su divino espíritu de las sublimes
verdades que el Eterno Padre le comunicaba en sus frecuentes solitarios
paseos. Asistía después a sus primeras predicaciones por la Galilea y al
primer milagro con que dio testimonio de su poder infinito en las bodas
de Caná. Acompañábale a Cafarnaum, cuando de pie sobre una barca de
pescar, mecida suavemente por las olas, dirigía su palabra, más clara
que el sol que los alumbraba, más dulce que la brisa de la tarde, a la
muchedumbre congregada a la orilla. Volvía con Él a Nazareth, de donde
sus rebeldes e ingratos compatriotas le arrojaron sin dejarse vencer de
su dulzura y elocuencia. Marchaba a Bethania, donde la santa de su
nombre, María Magdalena, y Marta, su hermana, tuvieron la dicha de
hospedarle y aquélla de escucharle sentada a sus pies por largo tiempo.
En todas partes le veía sereno y hermoso como lo pinta la tradición, con
sus ojos azules de inexplicable dulzura, el cutis sonrosado y
transparente, la barba apuntada y su dorada cabellera partida por el
medio cayendo en ondas sobre los hombros. Los numerosos retratos que
había visto, no sólo de su divina persona, sino del país donde las
predicaciones se efectuaron, unido a su poderosa fantasía, la
transportaban a los tiempos de la Redención, como nadie pudiera
imaginarse. Pero donde más se placía su imaginación era en verle entrar
triunfante en Jerusalén, seguido de una muchedumbre embriagada de
entusiasmo, en medio de hosannas y bendiciones. Entonces su hermoso
rostro, que desaparecía casi entre el follaje de los ramos y las palmas,
tomaba una expresión divina; sus ojos, tan apacibles, brillaban con el
fulgor de la omnipotencia y sus manos se extendían sobre la ciudad,
perdonándola de antemano el bárbaro deicidio. ¡Oh, cómo se recreaba su
alma con esta escena poética y tierna en que Jesús alcanzó sobre la
tierra un poco de la adoración que se le debe! Si ella se hubiese
encontrado en aquellos parajes, formaría parte del séquito del Rey de
los Reyes y elevaría su voz para aclamarle. La mezcla que había en Él de
poder y de humildad, de fuerza y dulzura, la llenaba de entusiasmo y de
admiración.

Sabía, no obstante, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén
repetíase diariamente en un sentido místico; que el divino Señor gozaba
más entrando en el alma de sus escogidos que en la ingrata hija de Sión;
que el amor era poderoso contra el dueño absoluto de todas las cosas y
tenía placer en entregarse a quien se lo profesaba. Mas para ello era
necesario amarle mucho, amarle de tal modo que se prefiriesen los
dolores y tormentos venidos de su mano a los deleites más exquisitos de
la tierra, amarle hasta desfallecer y morir en su presencia y caer
rendida a sus pies bajo el imperio de su mirada; era necesario pasar
largas horas buscándole en las profundidades del cielo, en el sosiego de
la tarde, en la hermosura de las flores, de los pájaros y de todas las
criaturas, al lado de los moribundos, en el centro de los dolores y
penitencias; era necesario dejar correr las horas en extática oración,
sintiendo resbalar las lágrimas y quemar las mejillas; era necesario
obedecer a todos, ser la sierva humilde de todos, despegarse de todo lo
criado, hasta de sus mismos padres, y aborrecerse a sí misma para ser la
amada de Jesús. ¡Así, así le amaba ella! ¡Cuántas horas del día y de la
noche había pasado pensando en Él! ¡Cuántas lágrimas había derramado por
su causa! ¡Cuántas veces en el silencio de la noche había salido su alma
_con ansias en amores inflamada_ como la Esposa del místico Cantar, en
busca del Dueño de su corazón! Y cuando de esta manera le buscaba
ardiendo en amoroso deseo, nunca dejaba de hallarle. En cierta ocasión,
habiendo pasado todo el día curando a los enfermos del hospital, a la
hora de acostarse sintió tan gran placer en su alma y en su cuerpo, que
faltó poco para que se desmayase. Humillándose delante de alguno también
percibía un dejo exquisito. Macerando su cuerpo con áspera disciplina,
había sentido más deleite que jamás le había proporcionado el mundo con
sus desabridos placeres. De esta suerte Jesús le empezaba a pagar
subidamente el amor que le profesaba, transformando para ella en regalo
lo que para otros era dolor y penitencia.

Esta última consideración penetró tan agudamente en su espíritu, que la
hizo prorrumpir en un sinfín de gracias y bendiciones, que permanecieron
encerradas en el corazón sin brotar a los labios. Sus labios estaban
mudos, inmóviles como los de la esfinge, sin osar reproducir por medio
de sonidos los inefables pensamientos que cruzaban por su mente.
Escuchaba dentro de sí mil voces suaves que le hablaban, pero sin
comprender lo que decían: sentíase suspendida por unos delicados brazos,
que sin cesar la acariciaban y advertía cerca, aunque sin verla, como la
presencia de un ser sobrenatural que la consolaba con su aliento.
Entonces se persuadió de un modo repentino a que el Señor la amaba. Vio
claramente con los ojos del espíritu que el esposo acudía ya a la voz de
la esposa y no deseaba más que unirse a ella para enriquecerla y
regalarla eternamente. Ya estaba cerca: lo sentía a su lado y se
deshacía en ansias de verle; pero Él no se mostraba, no acababa de
rendirse a sus tiernas y amorosas súplicas. Como el que muestra una
golosina a un niño y se la oculta, y de nuevo se la enseña y torna a
ocultársela para encenderle más el apetito, así el divino Esposo la
tenía suspensa y embelesada, irritando más y más su deseo. La apasionada
estrofa de San Juan de la Cruz acudió a su memoria:

     ¡Ay, quién podrá sanarme!
    Acaba de entregarte ya de vero,
    No quieras enviarme
    De hoy ya más mensajero,
    Que no saben decirme lo que quiero.

Y mil veces la estuvo repitiendo en su interior con una sublime congoja
en que le parecía que el alma quería salírsele por la boca. Pero su boca
seguía muda. Quería gritar, romper en alabanzas de Jesús, desahogar los
ímpetus fervorosos de su pecho, y no le era posible. Sentía una extraña
opresión que la mataba con una muerte celestial que no trocara por cien
vidas.

Un deseo punzante, ansioso, irresistible se apoderó súbito de su
corazón. Jesús, el Rey de las almas, había otorgado a alguna favores que
espantaban por los grandes e incomprensibles. A Santa Isabel, después de
sus prodigiosos actos de caridad y penitencia, se le había aparecido y
le dijo: «Isabel, si tú quieres ser mía, yo quiero ser tuyo también, y
nunca separarme de ti». A Santa Catalina de Siena la venía
frecuentemente a consolar a su celda, platicaba y paseaba con ella y
muchas veces la ayudaba a rezar sus oraciones. A Santa Teresa la tomaba
entre sus brazos, sin que pudiese desprenderse y la acariciaba y la
besaba. ¡Si ella lograse un regalo parecido! Apenas nació en su mente
este pensamiento atrevido se espantó de él y sintió tanta vergüenza que
de buen grado se hubiera ocultado debajo de la tierra. ¡Oh, no, Dios
mío! ¡Quién era ella para recibir una gracia semejante, otorgada
solamente a las mártires de la caridad y a las seráficas vírgenes que
brillan en el cielo como claros luceros! ¡Perdón, Jesús mío, perdón!

Mas aquel osado deseo no quiso apartarse de su espíritu y continuó
persiguiéndola sin que a pesar de muchos esfuerzos lograse desecharlo.
Ella no era digna de tanta gloria, bien lo sabía, pero su deseo era
hijo del amor que el divino Jesús le había infundido en el pecho; de
suerte que no era ella, sino el mismo Jesús el autor de este deseo. Si
no la hubiese abrasado en su celestial afecto y empezado a otorgar
favores tan gratos como inmerecidos, nunca le hubiera venido a la cabeza
idea tan disparatada. No, no pedía tanta gracia, tanto consuelo; le
bastaba con lo que Jesús se dignase darle, con algunas migajitas de su
amor inmortal. Se consideraría la más dichosa de las vírgenes del cielo
si al cabo de largos años de oración y penitencia, de amarguras y
tribulaciones, Jesús le consintiera poner los labios una sola vez en su
divino rostro. ¿Oh Jesús mío, será pecado el pedir esto? ¿Podrá merecer
jamás esta ruin criatura un gozo tan infinito?

Alzó los ojos. Jesús, con su nimbo dorado que brillaba entre las sombras
reflejando la última y triste claridad de la ventana, y su luenga túnica
de infinitos pliegues, extendía las manos hacia ella, clavándole al
mismo tiempo una mirada dulce y profunda. Corrió por sus venas una
sensación de frío cual si se sintiera próxima a la muerte; pero al
instante fue substituida por otra de calor intenso que la hizo sudar por
todos los poros del cuerpo. Comprendía vagamente que se estaba
efectuando un adorable misterio a su vista, y un santo temor la
sobrecogió. El gabinete estaba envuelvo en la sombra: las ventanas
parecían grandes ojos opacos que miraban por sus muros. Un
enternecimiento suave y lánguido apoderose de su ser y la inundó de
felicidad. Desapareció el temor. Entraba en ella la certidumbre de ser
querida por Jesús, de ser la amada de un Dios. La ternura, la
admiración, la dicha rebosaban de su pecho y ya no pudo apartar los ojos
de los del Señor, bebiendo en ellos el misterio e inefable deleite de la
gloria.

El mismo deseo se presentó de nuevo en su mente. Esta vez lo formuló con
palabras, cuyo aliento cálido resbaló por sus manos cruzadas delante de
la boca.

--Jesús mío, ¿permitiréis a vuestra sierva poner los labios en vuestra
divina persona?

Jesús se inclinó aún más. María sintió que los cabellos se le erizaban y
el corazón quería salírsele del pecho. Jesús había hablado. Su voz
penetró como una música en el alma de la joven, que se creyó muerta y
trasladada al cielo.

Jesús había dicho:

--_Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven._

--¡Señor, yo no soy digna!--exclamó María con un grito de angustia y de
dicha a la vez.

Jesús volvió a decir:

--_Toda eres hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha._

--¡Jesús mío, os amo sobre todas las cosas!

--_Paloma mía, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos, porque tu
voz es dulce y tu rostro hermoso_--replicó Jesús inclinándose todavía
más.

Entonces la joven, arrebatada de gloria y entusiasmo, se abrazó a las
rodillas del Señor y las inundó de lágrimas, diciendo entre sollozos,
como la esposa del texto sagrado:

--_Mi alma se ha derretido cuando habló mi amado._

Y poco a poco sus brazos, anudados al cuerpo de Jesús, fueron subiendo
hasta estrecharle el cuello. Faltole el aliento y sintió escapar su
memoria, su imaginación y todas sus potencias, perdiéndose en una
alegría inmensa y ansiosa, donde todo el ser se bañaba como en un éter
purísimo. Acercó el rostro al del Señor; tocó con sus mejillas las del
Amado, posó los labios en la blancura de su frente, en el fulgor de sus
ojos, en el coral de sus labios.

Y en la sala de la torre, silenciosa, hundida en las tinieblas, sonó por
largo tiempo un ruido de sollozos y besos comprimidos. Al cabo, un
cuerpo humano, el cuerpo de la señorita de Elorza, privado de sentido,
rodó pesadamente por el suelo. Genoveva, al entrar con luz, después de
un rato, todavía la halló desmayada, con los ojos abiertos e inmóviles,
reflejando en su rostro una celestial alegría.



VIII

COMO USTEDES GUSTEN


Llegó la primavera. Los vientos del N. E., a modo de escoba gigantesca
manejada por la mano de algún dios aficionado a la limpieza, barrían a
menudo el polvo y la ceniza del firmamento. Los marineros que salían de
madrugada a la pesca, al poner el pie en el muelle veían muchas veces un
gran pedazo de cielo azul sobre las casas lejanas del Moral, que se iba
extendiendo lentamente hacia los cuatro puntos cardinales, dejando
suspensas sobre el horizonte algunas levísimas rayas de niebla de color
violeta semejando grandes cejas. La vasta sábana de la ría, en vez de
los tristes y metálicos reflejos del invierno, dejaba escapar ahora
hermosos destellos azules, y las cáscaras de nuez, llamadas barcos por
mal nombre, cabeceaban impacientes en la dársena como otros potros
preparados a salir. Mas por las tardes todavía el invierno reivindicaba
sus derechos, ora esparciendo sobre la villa y la ría una espesa capa de
niebla, que no tardaba en deshacerse en cierzo, ora haciendo correr por
el cielo furiosamente negras y colosales nubes que iban a descargar su
peso a lo interior. Algunos días no obstante, a la puesta del sol, un
soplo de aire tibio llegaba de la parte de tierra, que advertía
deliciosamente a los pacíficos habitantes de Nieva de la presencia en
aquel partido judicial de la más amable y coqueta de las estaciones. Y
este soplo de aire cargado de perfumes, subiendo por la nariz al cerebro
de los vecinos más inclinados a la poesía y a las dulces expansiones del
corazón, se portaba como enemigo declarado del sosiego de los espíritus
femeninos y perturbador de la paz de las familias.

La villa dormía plácidamente como una sultana, recibiendo la caricia
halagüeña de este soplo. Sin embargo, debajo de sus techos el sosiego
era más aparente que real. Una gran parte del vecindario seguía
durmiendo como antes a pierna suelta, pero otra no menos numerosa y
estimable, sin saber a qué atribuirlo, despertaba varias veces en el
curso de la noche y se pasaba en ocasiones una hora con la luz encendida
leyendo los artículos de _El Tiempo_, sin lograr conciliar el sueño.
Bebíase gran copia de vasos de agua; soñábanse cincuenta mil disparates,
que al recordarlos por la mañana hacían sonreír con enternecimiento a
los honrados moradores, y más de uno y más de dos atraparon una fluxión
de pecho por habérseles caído la ropa de la cama. Despachábase en las
dos boticas del pueblo una cantidad extraordinaria de cebada perlada;
algunos rechazaban a la mesa el vino, con sorpresa de sus consortes; y
dulcificábase extremadamente el carácter de los señoritos en el trato
con las criadas. El librero de la calle de la Industria pedía a Madrid
algunas novelas de Paul de Kock por encargo de sus parroquianos, y el
profesor de piano hacía análoga reclamación a los editores de música, de
varias romanzas sentimentales con títulos apasionados como _Vorrei
morir_, _Tutto per te_, _Non posso vivere_ y otras de igual jaez, por
empeño de sus discípulas. Las golondrinas comenzaban a instalarse en los
corredores, y después de cortejarse unos cuantos días por el aire
persiguiéndose con gritos descompasados y partiéndose solas las parejas
a los sitios más escondidos de las huertas, sin respeto alguno al _qué
dirán_ y a las buenas formas, celebraban sus bodas con la misma
grosería, sin consultar la voluntad de los papás, ni suplicar dispensa
cuando la necesitaban, ni proclamarse por conducto del párroco, ni
encargar _trousseau_ a París, ni recibir un mal juego de café de los
parientes, ni pasar papeletas impresas a los amigos y conocidos
participando su efectuado enlace, ni siquiera insertar en _La
Correspondencia de España_ un suelto diciendo: «Ayer, ante numerosa y
escogida concurrencia, en la que figuraba lo más eminente de la nobleza,
la política y la literatura, se verificó en casa de la desposada el
anunciado matrimonio de la bellísima y distinguida golondrina doña
Fulana de Tal con el acaudalado golondrino don Zutano de Cual. Después
de servirse un espléndido _buffet_, los novios partieron a su rica
posesión de los Robledales, en Aragón». Y quien habla de las golondrinas
claro está que se refiere igualmente a toda la caterva de pájaros que
habían sentado sus reales tanto en las huertas de Nieva como en los
inmensos pinares que bordaban las orillas de su ría.

Entre las personas en quienes la influencia de este soplo primaveral se
ejercitaba de un modo más señalado (dejando aparte, por supuesto, a la
señorita de Delgado, con quien nadie se atrevería a mantener competencia
en materia de sensaciones, sentimientos, emociones y todo lo referente a
la vida del corazón) contábase nuestro conocido Manolito López. Su
apreciable familia observaba con grata sorpresa, no sólo que el
carácter del chico se dulcificaba a ojos vistas, sino también que
crecían y se propagaban en él de un modo inusitado la inclinación al
aseo y los hábitos de compostura. Esta loable inclinación manifestábase
en todas las prendas de vestir que adornaban su persona, pero muy
particularmente en el calzado. Un tarro de betún superior cada quince
días no era bastante para el consumo de sus botas, gastando mucha parte
de la mañana y de sus fuerzas físicas en ponerlas relucientes como un
espejo, y aun así no estaba contento. Hubiera necesitado Manolito que el
brillo del diamante brasileño y el de todos los de las coronas reales
europeas, el de los mares y el de los astros viniera a refugiarse a
ellas para quedar enteramente satisfecho. Después de dar la última mano
de gato a sus cabellos, Manolito salía siempre en la amable compañía de
sus botas charoladas a pasear por delante de la casa de Elorza, y calle
arriba, calle abajo, allí se estaba todo el tiempo que le permitían sus
ocupaciones y alguna parte también del que le prohibían. Los balcones de
la casa permanecían por regla general herméticamente cerrados, pero
Manolito, a juzgar por el gracioso contoneo que adoptaba al cruzar por
delante, debía de sospechar que unos ojos fijos y enamorados le estaban
siempre observando por detrás de las rendijas. Tal vez que otra los
balcones se abrían, apareciendo en ellos la figura de Carmen, de
Genoveva, de Adela o de algún otro sirviente, que le dirigían miradas no
bastantemente respetuosas, atendiendo a la edad (quince años y tres
meses) y al carácter de nuestro joven. De raro en raro solía aparecer
también la linda cabeza de Marta, que paseaba sus ojos un instante por
los contornos de la casa con expresión indiferente; la cual, dicho sea
en honor de la verdad, no se trocaba en apasionada y halagüeña a la
vista de Manolito, antes bien continuaba de la misma suerte, apagada y
severa, como si nuestro joven no tuviese más personalidad que una
columna de los soportales, o que el reloj del Ayuntamiento o el letrero
del café de la Estrella o cualquiera de los objetos inanimados sobre los
que se espaciaban los ojos de la niña. Manolito quedaba algunos momentos
turbado, como si hallándose navegando por los mares del Polo viese de
improviso llegar hacia él una enorme montaña de hielo, pero no tardaba
en reponerse, exclamando para sus adentros: «¡Qué disimulada es esta
chica!» Y aunque los balcones se cerrasen inmediatamente con chirrido
desdeñoso y permaneciesen tapiados todo el día, Manolito no dejaba de
pasear arriba y pasear abajo, atrincherado siempre en su convicción de
que por los intersticios de las cortinas unos ojos extáticos y húmedos
de amor le clavaban mil saetas apasionadas.

Pero donde la primavera ejercía un imperio más absoluto y hasta
despótico (dejando siempre a salvo, por supuesto, el espíritu poético de
la señorita de Delgado) era en la huerta de los señores de Elorza. Allí,
sin consultar para nada la voluntad de las flexibles mimosas ni de las
redondas acacias, ni de las imponentes catalpas, ni la de ningún otro
árbol o arbusto, flor o legumbre, por respetable que fuese, comenzó a
vestirlos todos de verde, matizando los trajes cuidadosamente, a éste
dándole uno obscuro y profundo, a aquél claro y deslumbrante, al otro
pálido y amarillento, haciendo con ellos una especie de mascarada
risueña y original que lisonjeaba la vista de los que aun persisten en
tener afición a las obras de la naturaleza. Sobre este traje brillaban
como honoríficas condecoraciones algunas flores, amarillas, blancas,
azules o encarnadas, prestas a embalsamar el ambiente con los suaves
aromas que guardan en su corazón.

La huerta era extensa, como pocas, dilatándose desde la plaza, donde se
alzaba la casa de don Mariano, hasta el muelle, por un lado, y por el
otro hasta las últimas casas del pueblo. Y ora porque no fuese muy fácil
cuidar esmeradamente tan gran pedazo de tierra, bien porque don Mariano
no quisiera, como hombre de gusto, imponer su ley a la naturaleza,
estableciendo en su finca un régimen tiránico de tijeras y líneas
geométricas, lo cierto es que ofrecía toda ella el vigor desordenado, la
exuberancia y la espontaneidad que no suele verse ya sino en las huertas
provincianas gobernadas aún por un sistema español amplio y tolerante.
Las calles, aunque tiradas a cordel, según prescribía la moda en el
tiempo en que se abrieron, estaban ya torcidas, gracias a las invasiones
o a las deficiencias de los setos de membrillo, boj y rosal. Los
árboles cerraban en muchos parajes estas calles con bóveda espesa,
prestándoles un tinte de amable misterio, que digan lo que quieran, es
el hechizo mayor de los jardines, y apelamos al testimonio de todas las
almas ardientes elevadas, particularmente a la de la señorita de
Delgado.

Por detrás de los árboles y al través de los setos se veía algún fauno o
sátiro de piedra, deteriorado, con grandes manchas verdes por las
espaldas musculosas, arrojando agua por narices y boca; en esta
agradable ocupación había pasado toda su vida. Las flores no tenían en
el jardín de Elorza los monstruosos privilegios que suelen gozar en los
flamantes parques modernos, sino que se habían establecido en un pie de
igualdad con las modestas cuanto suculentas legumbres. Al lado de un
grupo o _cesto_ de dalias crecía una esparraguera, y a la vista de un
magnífico _macizo_ de _cannas índicas_ y _calladium_ prosperaba un
bosque de alcachofas y un cuadro de berzas de la Alsacia. En una de las
esquinas había un gran tendejón donde yacían hacinados muebles viejos de
la casa, algunos coches estropeados, aperos de jardinería, etc., etc.
Circundaba toda la huerta una tapia de bastante espesor y elevación por
donde trepaban la yedra y la madreselva cautelosamente hasta asomar sus
hojas por encima como pilluelos que entrasen a robar fruta y tratasen
antes de espiar al jardinero. Sobre uno de los lienzos de la tapia se
alzaban los palos de los barcos del muelle, que con sus numerosos
cables, enlazándose y cruzándose en todos sentidos, semejaban de lejos
arañas monstruosas. Una gran puerta enrejada de hierro ponía en
comunicación a la huerta con el muelle.

La hija menor de los dueños de esta huerta se hallaba una mañana en ella
cortando flores con las tijeras que pendían de su cintura y colocándolas
después con mucha delicadeza en un cestillo de mimbre. Las iba eligiendo
de un lado y de otro, parándose a veces a reflexionar delante de
algunas, y dejándolas intactas para ir en seguida hacia otras y volver
más tarde a las primeras, dando un sinfín de vueltas en todas
direcciones con paso vacilante. Se hallaba tan embebida en las
profundidades de alguna combinación referente al ramo de jardinería, que
se dejaba tostar sin piedad por un magnífico sol iracundo y soberbio,
como pocas veces solía estarlo. Desde la última vez que la vimos había
experimentado en su figura algún leve cambio, no muy fácil de definir.
Acababa de cumplir los catorce años. Su desarrollo físico, siempre
exuberante y vigoroso, había dado una sacudida en los últimos tres
meses, no estirándola y enflaqueciéndola a la par, como sucede
generalmente con las niñas en esta edad, sino acabando de modelarla como
un hermoso juguete. Marta iba a quedarse pequeñita. La naturaleza estaba
dando los últimos toques a su figura, abultando la línea de su cadera,
redondeando sus brazos, hinchando su seno virginal y perfilando la
elipse de su rostro, sin acordarse para nada de otorgarle tres dedos más
de estatura, que eran los que le hacían falta. Por eso un teniente de
caballería andaluz, al hacerle un favor y un disfavor en el juego de
prendas, le había dicho recientemente: «--Ez uzté mu bonita, pero ez
uzté mu redondita». Y esto había servido para que los amigos de la casa
la llamasen festivamente la _redondita_ y la mareasen a la continua con
el «ez uzté mu bonita, etcétera». La expresión del rostro continuaba
siendo tan plácida, tan grave y dulce como antes. No obstante, sus
grandes ojos negros, serenos y límpidos, que, como hemos dicho, ofrecían
cierta singular inmovilidad semejante a la de los que padecen de _gota
serena_, adquirían un movimiento tan sosegado y tan dulce que una de las
señoritas de Ciudad, la misma que la había presentado al ingeniero
Suárez, no pudo menos de exclamar la noche anterior:

--¿No repara usted qué mirada tan suave tiene Martita?

--En efecto--repuso el ingeniero--, esa niña parece que acaricia con los
ojos cuanto mira.

Al mismo tiempo propendían a quedársele húmedos, lo cual aumentaba aún
más su brillo y su ternura. Vestía en aquel momento un traje morado
obscuro extremadamente ceñido y plegado al cuerpo, y si bien, a petición
suya, se los hacían ya un poco más largos, todavía al bajarse para
cortar las flores enseñaba gran parte de unas espléndidas y bien
torneadas pantorrillas, que corrían pareja con los brazos de marras.

Después que hubo cortado, a su juicio, las suficientes flores, fue a
sentarse en un banco de piedra a la sombra, y poniendo el cesto a su
lado y sacando un ovillo de hilo, se dispuso con gran calma a hacer un
ramillete. Tomó primero una magnífica rosa blanca de las llamadas de té,
le quitó todas las espinas y foliolos y ató en torno suyo una serie de
hojas de malva. Al llegar a este punto de la operación apareció Ricardo.
Marta levantó la cabeza al oír los pasos y la bajó rápidamente para
continuar su obra.

--Te andaba buscando, Martita.

--¿Para?

--Para nada..., para verte... ¿Te parece poco?

--Si no es más, me parece poco, sí.

--¿Acaso no quieres que te vea?

--No digo eso..., pero como no hace aún veinticuatro horas que has
estado en casa...

--De todos modos tenía ganas de verte.

Marta calló y siguió su tarea poniendo en torno de la rosa y apoyados en
las hojas de malva tres _pensamientos_ obscuros. Ricardo había cambiado
también un poco desde la última vez que le vimos. Su rostro estaba
levemente descaecido, y a la ordinaria expresión de alegría había
sucedido otra como de fatiga, que a veces rayaba en triste y amarga.
Indudablemente no había sido muy feliz en los últimos meses. Ya sabemos
que no tenía motivos para serlo. La perpetua lucha que necesitaba
sostener con los escrúpulos de María y el desvío sincero o fingido que
observaba en ella constituían un disgusto sordo y continuado que le
amargaba la existencia. Los breves ratos en que conseguía hablar con su
adorada, en vez de dedicarlos a las dulces expansiones del amor, se
pasaban ordinariamente en reyertas y reconvenciones o cuando menos en
largos discursos suasorios de la una y la otra parte; Ricardo
convenciendo a María de que sus prácticas piadosas eran una exageración
incompatible con la naturaleza humana; María tratando de persuadir a
Ricardo a que abandonase las frivolidades del mundo y emprendiese el
camino de la virtud, que es el de la salvación.

Después que hubo contemplado silenciosamente por un momento la obra de
Marta, le preguntó:

--¿Para quién es ese ramo?

--Para María, que quiere empezar esta tarde sus flores a la Virgen. Me
ha pedido que le hiciese dos y ya tengo uno en casa.

Un relámpago de alegría pasó por los ojos del joven al oír el nombre de
su amada y empezó a interesarse en el arreglo del ramillete. Marta notó
perfectamente la alegría y el interés de su futuro hermano.

Entre los tres _pensamientos_ colocó tres claveles, uno rojo, otro de
color de rosa y otro blanco. Después tomó algunas hojas de almoraduj y
rosal, y ciñó con ellas el naciente ramo. En seguida colocó alrededor
una faja de margaritas alternando los colores: encarnada, blanca, azul y
jaspeada.

--Ahora debes poner más claveles--apuntó Ricardo con la osadía del
ignorante.

--Cállate, Ricardo; no sabes lo que dices... Ahora se pone un relleno de
almoraduj y malva para que las margaritas tengan donde apoyarse... Es
necesario que las flores vayan sueltas y no se toquen unas a otras para
que cada cual conserve su forma dentro del ramo... ¿Lo ves?... Ahora ya
puede agregarse una faja de rosas sin temor de chafar las margaritas,
una blanca, otra encarnada..., una blanca..., otra encarnada... Basta...

El hilo daba vueltas entre sus dedos, apretando suavemente las flores.
El ramillete iba tomando una forma piramidal bien proporcionada.
Ricardo, al dirigir la vista al cestillo, vio unos geranios de color
rojo extremadamente vivo y exclamó:

--¡Oh qué geranios tan hermosos!... Este color tan vivo debe convenirte
muy bien, Martita... Ponte uno en el pelo...

La niña, sin hacerse de rogar, cogió el que le presentaba y se lo colocó
entre sus negros cabellos por encima de la oreja. Esta combinación tan
vulgar de lo negro con lo encarnado que todas las niñas conocen se
manifestó más armoniosa que otras veces por la intensidad excepcional
tanto de lo obscuro como de lo rojo. El geranio, al trasladarse a aquel
sitio, pareció haber cumplido su destino en la tierra, brillando más
hermoso y satisfecho que nunca.

Ricardo contempló la cabeza de Marta con verdadera admiración, mientras
por los labios y los ojos de ésta vagaba una inocente sonrisa de
triunfo.

En torno de las rosas colocó en vez del relleno verde de almoraduj y
malva otro de alelíes blancos y morados y en seguida una faja de
geranios de todos colores, combinándolos graciosamente. Estaba hecho el
ramillete. Para cerrarlo cogió algunos puñados de tomillo y los fue
agregando a fin de que le sirviesen de apoyo. Las flores todas,
artísticamente combinadas, aparecían sueltas, ostentando cada cual su
propia forma perfectamente unidas al todo.

Marta levantó el ramo en alto, diciendo con orgullo infantil:

--¿No está bien?..., ¿no está bien?

--¡Admirable!..., ¡admirable!--prorrumpió Ricardo, y en el colmo del
entusiasmo tomó el ramo, le dio una porción de vueltas y poniéndolo
después en el cestillo cogió una mano de la niña y se la llevó a los
labios.

Marta se puso tan encarnada como el geranio que llevaba en el pelo y la
retiró velozmente. Ricardo, mirándola con sonrisa burlona, le dijo:

--¿Qué es eso, señorita? ¿Qué es eso? ¿Se avergüenza usted ya de que le
besen una mano cuando no hace todavía cuatro meses que la besábamos
todos en la mejilla?... No paso por ello... De ningún modo paso por
ello...

Y tomándole a la fuerza las dos manos empezó a repartir besos en ellas a
toda prisa sin darse punto de descanso hasta que creyó percibir algo
raro sobre su cabeza y la levantó. Marta estaba llorando. La sorpresa
del joven fue tan grande que soltó las manos sin decir palabra. La niña
se tapó con ellas la cara y comenzó a sollozar con vivo sentimiento.

--Martita, ¿qué te pasa?... ¿Qué tienes?--le preguntó todo asustado,
bajándose para verle el rostro.

--Nada, nada..., déjame.

--¿Pero por qué lloras?... ¿Te he lastimado?... ¿Te he ofendido?...

--No, no..., déjame, Ricardo..., déjame, por Dios.

Y levantándose del banco echó a correr en dirección de la casa,
limpiándose los ojos. Ricardo la vio alejarse, cada vez más sorprendido,
y permaneció algún tiempo en el banco tratando inútilmente de explicarse
la conducta de la niña. Después se levantó y comenzó a pasear por la
huerta. Al cabo de un rato se había olvidado enteramente del llanto de
Marta. Otras memorias más punzantes vinieron a turbarle el ánimo y a
embeber su atención. Una hora lo menos pasó dando vueltas por el parque
meditando en ellas, cuando al cruzar por delante del banco donde
estuviera sentado con la niña se fijó en que el ramo de ésta aun
permanecía dentro del cesto, como lo había dejado, y ocurriéndosele que
no estaba bien allí quiso llevarlo a casa. A la primera sirvienta con
quien tropezó le preguntó dónde se hallaba la señorita.

--Me parece que debe de estar en la habitación de la señora.

Se encaminó hacia allá. A la puerta misma del cuarto de doña Gertrudis
encontró a Marta, que salía de evacuar sin duda algún encargo de su
madre. La niña, que aun llevaba el geranio rojo en el pelo, así que le
vio dirigiole una sonrisa dulce, con señales de hallarse avergonzada.

--¿Estás enfadada todavía, Martita?--le preguntó en voz baja.

--Nunca lo estuve, Ricardo.

--¿Y aquel lloriqueo?...

--No sé yo misma lo que ha sido... Hace algunos días que no me encuentro
bien... y sin saber por qué se me sueltan las lágrimas...

--Pues lo celebro en el alma, preciosa. No puedes figurarte lo que
sentía haberte disgustado.

--¡Bah!...

--¡Y con qué sentimiento llorabas!... Creí que te pasaba algo grave de
veras... ¿Has tenido algún disgusto hoy?

--No, no, no he tenido nada. Vuelvo en seguida... Hasta ahora.

El marqués de Peñalta entró en el cuarto de doña Gertrudis, donde se
hallaban a la sazón conversando don Mariano y don Máximo, que no
manifestaban de modo alguno en su rostro la zozobra angustiosa, la
palidez y el espanto de los que presencian la agonía de un moribundo; lo
cual irritaba de tal manera a doña Gertrudis, que casi se hubiera
alegrado de morir en aquel momento sólo por darles un susto. Estaba,
como siempre, arrellanada en su butaca, tapadas las piernas y los pies
con una magnífica piel de cabra selvática, repartiendo miradas de amarga
desolación entre el cielo raso y una copa de leche que tenía en la
mano. De vez en cuando la acercaba a los labios y tragaba parte de su
contenido alzando en seguida los ojos y exclamando interiormente: «¡Dios
mío, que pase de mí este cáliz!» Tal vez que otra posábalos también con
inefable serenidad en sus verdugos, expresándoles de una manera
conmovedora que si Dios les perdonaba su crueldad, ella, por su parte,
no tenía inconveniente en otorgarles un amplio y generoso perdón; aunque
mucho dudaba que el Supremo Hacedor se lo concediera.

Ricardo fue a sentarse cerca de los verdugos sin ceremonia alguna,
porque ya había tenido ocasión aquella mañana de disertar profundamente
una buena hora sobre los nervios de doña Gertrudis. Ésta, haciéndose
cargo de que quien alterna con delincuentes está muy expuesto a caer en
el crimen, le comprendió de antemano en la omnímoda y liberal amnistía
que tenía decretada a favor de sus malhechores.

--Yo no consentiría ni periódicos facciosos como _La Tradición_, ni
autoridades que no obedeciesen puntual e incondicionalmente al Gobierno,
don Máximo.

--Estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto; aun nos encontramos en
un período de lucha y es menester apelar a procedimientos excepcionales.
Pero no me negará usted que bajo un régimen normal, la libertad...

--¡Qué libertad ni qué calabazas!... Libertad para trabajar..., ésa es
la única que nos hace falta... Caminos, puentes, fábricas, saneamientos
de terrenos, ferrocarriles y puertos; eso es lo que pide nuestra
desgraciada nación... La libertad que ustedes los progresistas
ambicionan es la libertad de morirse de hambre... Cuando considero que
si no hubiera sido por la _Gloriosa_ nuestro ferrocarril estaría ya a
punto de terminarse, me acomete tal desesperación...

--Esto no es más que un sacudimiento pasajero, don Mariano... ¡Ya verá
usted qué pronto luce el iris de paz!

--Sí, sí..., ¡ya escampa!... ¿Ha leído usted el artículo de entrada de
_La Tradición_? (_La Tradición_ era un periódico que se publicaba en
Nieva los jueves.) Pues cuando lo lea ya verá usted qué arcos iris nos
preparan los partidarios del altar y del trono...

--¿Está muy fuerte?

--Poca cosa... Dice que todos los buenos católicos deben empuñar las
armas, para exterminar la caterva de impíos y desalmados que hoy nos
gobiernan...

En aquel momento entraba Marta en el gabinete. Al pasar por delante de
Ricardo, éste la cogió de una mano y la obligó a sentarse sobre sus
rodillas, haciéndole una muda caricia con los ojos, sin dejar de atender
a la conversación. La niña se sentó sin resistencia y escuchó también en
silencio.

--¿Pero de veras dice eso?--preguntó don Máximo.

--¡Y tan de veras!... Léalo usted y se edificará... Para mí, los
carlistas de acá están meditando y aun fraguando algún golpe de mano. El
comandante general descuida demasiado esta región y distrae todas las
fuerzas en perseguir las partidas de la montaña... La Fábrica necesita
siempre una fuerte guarnición por lo que pueda acaecer... ¡Pues apenas
es presa codiciada por ellos!...

--Yo no creo que se atrevan nunca a intentar nada por ese lado. Y si no
que lo diga el marqués...

Ricardo no oyó bien las últimas palabras de don Máximo porque estaba
saludando con sonrisa apasionada a María, que entraba a la sazón.
Después que se hubo sentado cerca de doña Gertrudis y cambiado con él
algunas miradas, fue cuando se acordó de la pregunta que le dirigían.

--¿Qué decía usted, don Máximo?

--Que yo no creo que los carlistas intenten nada contra la Fábrica...
Sería una empresa ridícula.

--¡Oh!, no tanto..., no tanto como usted se figura, don Máximo... Hoy
por hoy con la escasa guarnición que tenemos no sería un imposible ni
mucho menos el sorprenderla... ¡Cuántas veces he pensado, haciendo la
guardia de noche, que treinta hombres decididos me podían poner en un
apuro!... Si lograsen entrar, la cosa estaba resuelta, bien pueden
ustedes creerlo...

--¿Lo oye usted, hombre inconvencible, lo oye usted?... Ya verá usted
cómo nos hemos de acordar de Santa Bárbara después que caigan rayos y
centellas... Pero escucha una cosa, Ricardo, ¿por qué no aprovecháis
para la defensa de la Fábrica los últimos adelantos que se han hecho en
la luz eléctrica?

--¿Cómo?

--A mí se me figura que colocando en distintos parajes de ella unos
cuantos focos de luz eléctrica que el oficial de guardia pudiese
encender con sólo apretar un botón, se podría evitar muy bien el peligro
de una sorpresa; y si al mismo tiempo se colgasen una buena cantidad de
campanas poderosas, movidas igualmente por la electricidad, que
produjesen alarma instantánea en la población y despertasen a los
obreros, que por lo común viven cerca... Martita, ¿qué tienes?--exclamó
de improviso cortando el hilo del discurso.

Todos acudieron a ella. La niña, que continuaba sentada sobre las
rodillas de Ricardo, se había ido poniendo pálida sin que nadie se
hiciese cargo. Cuando don Mariano se fijó en ella, casualmente, estaba
blanca como el papel.

--¿Qué te pasa, hija mía?

--¿Qué tienes, Martita?

--Me siento un poco mal. Dadme un vaso de agua. María corrió por ella.
Don Máximo le tomó el pulso y dijo:

--No es más que un amago de vahído, que se cortará con el agua.

En efecto, después que la bebió y se hubo sentado en el sofá empezó a
serenarse, y a los pocos minutos ya estaba completamente bien. Siguió la
conversación.



IX

EXCURSIÓN AL MORAL Y A LA ISLA


Quince días por lo menos se habló de la excursión al Moral y a la Isla.
Durante el invierno las jóvenes tertulianas de la casa de Elorza habían
querido formar un capital, con los productos de la aduana y lotería,
destinado a sufragar los gastos. Don Mariano las dejó formarlo,
sonriendo bellacamente cada vez que le participaban el estado de la
caja. Mas cuando llegó la época fijada para la excursión, a presencia de
toda la tertulia tomó el puñado de plata del cajoncito donde se
guardaba y se lo entregó al cura de Nieva para que lo repartiese entre
los feligreses que más lo necesitaran.

--¿Pues qué--exclamó el noble caballero al mismo tiempo--; no es cien
veces mejor dedicar este dinero a matar el hambre en algunos pobres, que
a un pasatiempo frívolo y excusado?

--Es cierto, es cierto--dijeron las niñas poniendo una cara que no
hacía, en verdad, recordar las puras satisfacciones de la virtud y las
alegrías del justo.

Aquella noche se habló, se cantó y se bailó poco en la tertulia de
Elorza. La virtud, severa por naturaleza, no gusta de manifestaciones
ruidosas. Muchachos y muchachas expresaban la íntima y pura satisfacción
que aquel sacrificio les había inspirado con una inefable serenidad que
los tenía mudos y quietos la mayor parte del tiempo, cual si meditasen
profundamente sobre algún texto del Evangelio.

Grande, pues, debió ser el disgusto que sintieron todos cuando don
Mariano les dijo a última hora:

--Señoras y señores: el jueves, a las ocho de la mañana, agradecería a
ustedes en el alma que diesen una vuelta por el muelle convenientemente
provistos de sombrero, quitasol, abrigo, etcétera. Nada más fácil que a
esa hora los marineros de mi falúa se empeñen en llevarnos al Moral, y
como ustedes comprenden no sería cortés el desairarlos.

La tertulia deploró esta determinación que la privaba de sacrificarse
por la fraternidad universal, con risa inextinguible, voces y
movimientos desordenados:--«¡Qué don Mariano éste!--¡Siempre ha de tener
esas bromas!--El jueves, el jueves, ¿qué tengo yo que hacer el jueves?
¡Ah, me parece que nada!--¿Llevaremos el impermeable? Yo creo que basta
con el abrigo, etcétera.»

Y en efecto, el jueves a las ocho de la mañana, la falúa de don Mariano
y la de la Sanidad, limpias y aderezadas como dos muchachas en día de
romería, aguardaban impacientes a la gente cabeceando una al lado de
otra en el atracadero del muelle. Cuatro marineros daban la última mano
en cada una al arreglo del aparejo, dirigiendo de vez en cuando miradas
escrutadoras ora a la ría, bien a las calles que desembocaban en el
muelle. Los señores no aparecían y la marea ya había bajado dos pies y
medio. Alguno de los marineros expresaba sus impresiones desagradables
por la tardanza con un rugido no bastante _fashionable_. Últimamente
apareció un grupo abigarrado de damas y caballeros, donde predominaban
los sombreros de paja y las manteletas encarnadas, y el viejo lobo
marino que acababa de jurar como un carretero, blasfemó otra vez de puro
satisfecho y colocó una tabla entre el atracadero y la falúa para que
pasase la gente. El primero que saltó fue don Mariano. La falúa se
inclinó blandamente sobre un costado al recibir el peso de su amo, como
si le hiciese una reverencia cariñosa. Las niñas todas, incluyendo por
supuesto a las señoritas de Delgado, fueron saltando después, apoyadas
en la atlética mano de don Mariano; los caballeros las siguieron. Una
vez llena la primera falúa, pasose a cargar la segunda, que a su vez no
tardó también en llenarse. En la primera iban, entre otras personas
distinguidas, las dos señoritas de Delgado con su hermana la viuda, que
iba autorizándolas con su presencia; las de Merino con su hermano
Bonifacio, el más complaciente de todos los hermanos; tres o cuatro
oficiales de la Fábrica, don Mariano, don Máximo, Martita y Ricardo.
María no iba por impedírselo el hábito que había ofrecido con voto de no
asistir a ninguna fiesta. Tampoco los achaques de doña Gertrudis la
dejaban tomar parte en la excursión. En la segunda se hallaba ya bien
acomodada nuestra amiga, la simpática y vivaracha señorita de Mory,
escrutada de cerca por los ojos saltones del ilustrado Isidorito.
También pudimos distinguir entre otras una jovencita muy linda llamada
Rosario, con quien el pollo que está a su lado no había podido bailar la
noche del sarao de Elorza a causa de la guerra que el pianista tenía
declarada a las mazurcas. Los marineros iban ya a zafar los cables para
emprender la marcha, cuando de una de las falúas salió una voz
preguntando:

--¿Y las de Ciudad?

Faltaban las de Ciudad. Don Mariano y el médico de la Sanidad quedaron
consternados al oír este nombre que envolvía un guarismo tan respetable.
Antes de que pudieran salir de su consternación ya habían aparecido por
una de las bocacalles del muelle las seis señoritas acompañadas por su
papá, su mamá, el ingeniero Suárez y dos hermanitos de menor edad. En
las falúas ya era imposible acomodar tanta gente: fue necesario buscar
otra y tripularla con los primeros marineros que se hallaron, entre lo
cual se perdió un tiempo precioso. Mas al fin, como todo se arregla en
este mundo menos la muerte, las señoritas de Ciudad con sus adyacentes
quedaron bien empaquetadas en una embarcación destinada a la pesca, y el
patrón de la Sanidad pudo dar señal de marcha. Los doce remos de las
falúas empezaron a caer acompasadamente en el agua con chapoteo
lánguido, como brazos que se esperezan.

La superficie de la ría estaba tersa, inmóvil y brillante, como la de un
espejo: la luz proyectaba sobre ella algunas extensas manchas argentadas
hacia el centro y otras obscuras en los bordes. El cielo se presentaba
velado por un levísimo toldo de nubes que hacían soberbia competencia a
los quitasoles y sombreros de las señoras. Sólo una tenue brisa cargada
con los acres olores de los pinos de la orilla venía a besar tímidamente
la espalda turgente de las aguas y los cuellos no menos turgentes y
frescos de las señoras. No era todavía una brisa legítimamente marinera
sino mestiza, con las cualidades de mar y tierra.

Los remos cobraron al fin toda su agilidad y removieron airados con sus
palmas el cristal de las aguas, produciendo en ellas remolinos fugaces y
espumosos. Todos los semblantes expresaban la cándida alegría que
comunica el movimiento y el espectáculo siempre nuevo y hermoso de la
naturaleza. Las jóvenes inclinadas sobre el carel de la embarcación
sumergían con deleite las manos en el agua, dejándola deslizarse con
ruido entre sus blancos dedos ceñidos de sortijas, charlaban, gritaban,
reían y se apostrofaban de una embarcación a otra. Los muchachos les
salpicaban el rostro con los bastones y se inclinaban de repente sobre
un costado para asustarlas, complaciéndose grandemente con sus gritos
desesperados. Todo era ruido y algazara en la diminuta escuadrilla.
Según avanzaba hacia El Moral, las cualidades marineras de la brisa
fueron sobrepujando a las terrestres: se hizo más intensa, llegando
hasta soplar con violencia en algunos parajes, cuando las falúas
pasaban frente a alguna cañada formada por las colinas o lomas que
cerraban la cuenca de la ría. Las cintas de los sombreros, los
gallardetes de los palos de popa, los pañuelos y las corbatas comenzaron
a tremolar vivamente. Los viajeros sintieron el dulce ensordecimiento
que produce el viento agudo del mar, nutrido de sales. Algunos pajaritos
acuáticos de poca importancia salieron de una de las orillas y pasaron
volando sobre las falúas, lo cual fue causa para que don Serapio, en un
rapto de entusiasmo marítimo, se pusiese en pie sobre la popa y agarrado
al palo de la bandera entonase como un energúmeno la canción que
empieza:

    _Al ver en la inmensa llanura del mar
    Las aves marinas con rumbo hacia acá,
    siguiendo envidioso su vuelo fugaz,_ etcétera.

Si la ría pudiera ruborizarse no dejaría de hacerlo al oírse calificar
tan hiperbólicamente de _inmensa llanura_, si no es que creyéndolo broma
de mal género lo echase a mala parte y se enojase seriamente. De todos
modos, el viento se encargó de vengarla arrebatando de improviso el
sombrero del inspirado cantante y cortando el arroyuelo, por no decir el
torrente, de su voz. La falúa que venía detrás lo recogió y lo entregó
muy bien remojadito a su dueño, que no manifestó deseos por el momento
de seguir apostrofando a las aves marinas.

La escuadrilla continuaba acercándose al puñado de casas de El Moral,
que distaban de Nieva legua y media próximamente. La villa se iba
alejando cada vez más de nuestros viajeros, ofreciendo a sus ojos un
espectáculo hermoso. Estaba asentada en la misma falda de una montaña no
muy elevada, guarnecida por todos lados de huertas frondosas y bosques
de laurel y naranjo. Su blanco caserío parecía colocado en tal sitio por
una mano de artista amiga de combinar los recursos de la naturaleza para
producir la emoción estética, como diría un revistero de teatros. La
blancura deslumbrante de la villa resaltaba sobre el verde obscuro de la
montaña como un gran pedazo de nieve desprendido de la cúspide. La
sábana argentada de la ría extendiéndose a sus pies esperaba inmóvil y
sumisa que viniera a caer en su seno. Las suaves colinas vestidas de
pinos que bordeaban las orillas y que nuestros viajeros iban dejando
atrás una en pos de otra semejaban lomos erizados de animales
monstruosos y fantásticos.

Las conversaciones de falúa a falúa fueron cesando. Las embarcaciones
recobraron su autonomía viviendo para sí. Oigamos algo de lo que se
charlaba en ellas.

EN LA FALÚA DE ELORZA.--Yo soy muy viejo, don Máximo, pero cuento que
mis hijas han de ver esta ría perfectamente canalizada. La cantidad de
agua que penetra por la boca del puerto es capaz de producir, si no
estuviese diseminada, un fondo suficiente para los buques de más calado.
La cuestión es encauzarla. ¿Y cómo se consigue esto? Pues ha de ser
forzosamente por medio de dos escolleras paralelas que arranquen en la
misma barra y vengan a parar a Nieva. El agua, lo mismo en el flujo que
en el reflujo, pasará entre ellas con mayor velocidad trabajando sobre
el fondo hasta profundizarlo. Poco a poco el espacio comprendido entre
el canal y las orillas irá quedando en seco y podrá sanearse fácilmente.
Una vez saneados estos grandes espacios, no dudo que por ellos se ha de
extender la población de Nieva a orillas del hermoso canal, que se verá
surcado constantemente por toda clase de embarcaciones. La moderna villa
fundada en una planicie tan dilatada tendrá seguramente sus calles
trazadas a cordel como las de las ciudades americanas y magníficos
muelles. Pero el verdadero puerto no puede ser aquí, sino en el
surgidero de los arenales... Muy pronto pasaremos por delante de él...
Es un sitio abrigado y extenso donde puede maniobrar una escuadra
entera... Hoy tiene poca profundidad, lo sé perfectamente, pero el fondo
es de arena y sabe usted que con las máquinas poderosas de dragar que
hay ahora en muy poco tiempo se le puede dar dos o tres metros más de
calado... Entonces Nieva será el puerto más importante del Cantábrico.
La mayor parte de nuestros productos mineros se exportarán por él,
porque la dársena de Sarrió es muy chica y no hay posibilidad de darle
más amplitud. En vez de ir a los puertos franceses a pasar el verano,
los españoles vendrán a estas hermosas provincias del Norte,
abandonadas hoy por falta de vías de comunicación... ¿Qué Biarritz se
puede comparar en el verano a estos sitios frescos y deliciosos? ¿Qué
playa de Arcachón puede sostener la competencia con las nuestras de
Miramar y las Huelgas?...

A BORDO DE LA SANIDAD.--Hoy he dormido perfectamente después de una
porción de noches que llevo sin pegar apenas los ojos--dijo la señorita
de Mory a su amiga Rosario que estaba sentada a su lado--. No sé qué
tengo hace algún tiempo... Me siento nerviosa... Me duele la cabeza al
levantarme de la cama... Yo creo que necesito refrescarme.

--Tal vez necesite usted refrescar el corazón, señorita--se aventuró a
decir Isidorito con el rostro espantosamente contraído por una sonrisa.

--No sabía yo que se despachasen también en la botica refrescos para el
corazón--repuso la joven con gesto desdeñoso, dirigiendo sus palabras a
Rosario.

--¡Oh! no, señorita; en la botica no. El corazón no se cura con los
preparados de la terapéutica ordinaria ni con ninguna fórmula de la
farmacopea, porque tiene, aparte de su naturaleza física semejante a la
de las demás vísceras, otra naturaleza puramente espiritual en el uso
corriente de la conversación, que no puede ser influida sino por
medicamentos morales. Al decir que tal vez necesitase usted refrescar el
corazón quería indicar que acaso convendría que usted desterrase de él
ciertas preocupaciones de carácter amoroso que algunas veces lo suelen
alterar.

--No tengo esas preocupaciones que usted dice, ni pienso en tenerlas,
por ahora, Dios mediante--respondió la señorita con el mismo gesto
desabrido y dirigiéndose siempre a Rosario.

--No puede usted afirmar eso de un modo tan categórico.

--¿Pues?

--Porque en la edad que usted tiene es muy difícil, por no decir
imposible, sondar las profundidades del espíritu y escudriñar todos sus
pliegues. Frecuentemente las impresiones se introducen en nuestra alma
de un modo subrepticio, sin que nos demos cuenta de ello; empiezan
siendo vagas y fugitivas y por lo mismo pasan inadvertidas; pero
lentamente van tomando cuerpo, haciéndose fuertes, y concluyen por
apoderarse de la persona y gobernarla a su talante. Entonces pasan a la
categoría de pasiones.

--Pues yo sé perfectamente lo que siento y lo que no siento.

--¡Oh! no, señorita; permítame usted que le diga que no lo puede saber.

--¡Hombre, tiene gracia! ¿No he de saber yo lo que siento?... Pues
entonces lo sabrá usted...

--Quizá lo sepa mejor. La observación de sí mismo, según todos los
filósofos y moralistas, es más difícil que la de los demás, y son pocos
los que logran conocerse bien. Por otra parte, la juventud es
irreflexiva de suyo y, sobre todo, las mujeres no saben darse cuenta
cabal de sus inclinaciones y de las vagas emociones que cruzan por su
corazón.

--Mire usted; las mujeres son como Dios las crió, y los hombres también.

--No lo dudo; pero Dios las ha criado así, con una capacidad sensitiva
(si vale expresarse de esta suerte) más viva y delicada que la de los
hombres. Se puede decir que han nacido exclusivamente para el amor y que
el amor debe llenar su existencia. El amor y las consecuencias que de él
se desprenden constituyen el primer fin de la unión conyugal o sea del
matrimonio. Tal es lo que se encuentra establecido en todas las
legislaciones y muy particularmente en la canónica, que es la fuente más
pura de todas ellas. La mujer, por consiguiente, obra más bien impulsada
por la fantasía y el sentimiento, que por la razón...

--¡Jesús, cuántas cosas sabe Isidorito de las pobres mujeres!--exclamó
la señorita de Mory en tono entre irritado y burlón.

El fiscal municipal quedó un poco acortado, pero al cabo prosiguió
diciendo sin dejar la seudosonrisa que le atormentaba la cara:

--Siendo, por tanto, el amor el móvil más poderoso, por no decir el
único, de la vida de la mujer, nada tiene de particular que haya
supuesto que una joven como usted se encuentre agitada por ese
sentimiento omnipotente y pague tributo a lo que constituye una ley
indeclinable de la vida. Vea usted ahora cómo no andaba descaminado al
afirmar que tal vez necesitase usted refrescar el corazón o, lo que es
igual, aligerarlo de alguna impresión demasiado punzante.

--¡Ay Dios, qué pesado!--dijo la señorita de Mory en voz baja; y en alta
voz repuso--: Pues se equivoca usted de medio a medio, Isidorito; nada
me pincha ni me punza por ahora.

--Permítame usted que lo dude.

--Es usted muy dueño de dudarlo, pero le aseguro que lo sé de muy buena
tinta.

--De todos modos, en buena lógica, por más que usted asegure lo
contrario, no hay posibilidad de sostener una afirmación semejante. No
sólo la razón y el buen sentido se oponen a ello, sino que de la
observación más superficial de los hechos resulta: primero, que el amor
es un sentimiento natural y constante en las jóvenes; segundo, que en
usted no existen motivos para sustraerse a él, y tercero, que el hecho
de dormir poco y agitadamente hace muy verosímil la suposición de que
usted se encuentra enamorada.

La señorita de Mory se encogió de hombros, hizo una mueca desdeñosa con
los labios y sin dignarse responder entabló conversación con su amiga
Rosario.

Isidorito había triunfado, como siempre, de su contrario. Porque para el
joven fiscal la mujer con quien hablara era su contrario y se creía en
el caso de envolverla en los pliegues de su lógica y estrecharla de
cerca hasta que la rendía lo mismo que a un litigante rebelde. De este
modo pensaba captarse la admiración y el respeto del sexo femenino. Mas
el sexo femenino (dicho sea en su desdoro) no sólo no admiraba a
Isidorito por su lógica contundente, por su formalidad y por sus vastos
conocimientos jurídicos, sino que le miraba con marcada ojeriza y huía
su conversación cual si se tratase de un ruido enfadoso.

La señorita de Mory, con quien había sostenido controversias reñidísimas
sobre la naturaleza del amor y la amistad, las dulzuras del recuerdo,
las amarguras del olvido, la simpatía y todo lo demás referente al
corazón, en las cuales siempre salía, por de contado, victorioso, había
llegado a aborrecerle de muerte. Así que nuestro sensato joven se
hallaba a más de cien leguas de los tres mil duros de renta de la
graciosa heredera cuando creía estar tocándolos ya con la punta de los
dedos. Su formalidad jamás desmentida, su elocuencia reposada y serena,
sus levitas prolongadas, sus ideas de orden y su jurisprudencia se
habían estrellado contra una prevención tan cruel como injustificada.

EN LA FALÚA DE LAS DE CIUDAD.--¡María Julia, Consuelo, mirad qué _bonito
hace_ el agua metiendo la mano dentro!

--¡Lindísimo!

--Se va usted a mojar el vestido, Amparo.

--¡Mire usted qué penachitos blancos tan monos salen por entre los
dedos, Suárez!

--Preciosos..., pero se va usted a mojar la manga del vestido.

--Aguarde usted un poco... Me la voy a remangar... Ea, ya está bien...
Mire usted, mire usted...

--Todavía me parece que se moja... Levántela usted un poquito más...

--¿Más?

--Sí.

--¡Pero me voy a descubrir todo el brazo!

--¡Qué importa!

--Tiene usted razón; el tiempo no está para constiparse. Ahora me parece
que ya queda bien... ¡Huy, qué fría está el agua!... ¡En la mano no se
nota, pero en los brazos!... Mire usted, mire usted cómo salta...
Poniendo la palma de la mano contra la corriente se sube por el brazo
arriba... ¿No ve usted qué hermosa y transparente está hoy?...

--Hablando con franqueza le diré--murmuró el ingeniero al oído de
Amparo--que en este momento me llama más la atención su lindo brazo.

--Si no se calla usted, pícaro, le sacudo el agua en la cara--manifestó
la niña en medio de castas contorsiones.

--Aunque usted me echase a la ría lo seguiría diciendo... Yo soy artista
ante todo, ya lo sabe usted... Nada hay tan hermoso como la forma
humana... cuando es hermosa; y ese brazo sostiene la competencia con los
más acabados modelos del arte escultórico.

--Vamos, no sea usted bromista... Mi brazo es como otro brazo
cualquiera... Lo que hay es que ya voy sintiendo frío en él... ¡Caramba
con el agua! ¡Parecía tan templadita al principio!... ¡Y cómo se va
enfriando poco a poco hasta que se le mete a una por los huesos!...

--Sáquelo usted, sáquelo usted... Vamos a secarlo.

Y Amparito lo sacó, en efecto, del agua, y lo entregó inocentemente al
ingeniero, que se puso a secarlo con el pañuelo, prodigándole cuidados
exquisitos y diciendo al mismo tiempo:

--¡Pero qué brazo tan precioso tiene usted, Amparito!... ¡Qué
blancura!... ¡Qué cutis delicado!... ¡Y qué bien torneado sobre todo!...
El brazo de la mujer ha de ser así..., redondo y fino, como el de la
Venus de Médicis... La disminución hacia la muñeca debe ser gradual y
proporcionada... La verdad es que si el resto del cuerpo corresponde al
brazo, es usted una de las mujeres mejor formadas que un artista puede
apetecer para modelo... Las mujeres bien hechas son ahora bastante
escasas. A esto se debe la decadencia de la escultura, según los
críticos. Si hubiera muchas como usted, no podrían decir eso,
seguramente... ¡Qué brazo, qué brazo tan lindo!... No puede usted
figurarse el placer que siento al tener una obra tal de arte entre las
manos...

El ingeniero al decir esto daba tantas vueltas al brazo de la niña, lo
manoseaba tanto, que el señor de Ciudad, que contemplaba la operación
desde la proa con ojos torvos, no pudo menos de exclamar en tono
colérico:

--Amparo, ¿quieres bajarte esa manga?... ¡Chicuela más tonta!...

La niña se ruborizó y bajó la manga. El ingeniero, no pudiendo
desenvolver sus teorías artísticas con el modelo a la vista, renunció
por algún tiempo al uso de la palabra.

Las falúas estaban ya delante de los Arenales. El sol había conseguido
hacer algunos agujeros en el toldo nubloso y amenazaba desgarrarlo por
completo en plazo más o menos breve. El manojo de rayos que por estos
agujeros caía sobre los montecillos de arena, hacíalos brillar como
enormes pepitas de oro derramando sus resplandores sobre toda la
extensión de la sábana de agua. A veces, cuando los rayos del sol
fenecían momentáneamente por la interposición de alguna nube, los
resplandores se apagaban y la arena tomaba los matices grises y dorados
de las telas amarillas de seda. Los viajeros convinieron todos en que
aquellos arenales daban una idea bastante aproximada de los desiertos de
África, y don Mariano expresó la opinión de que sería muy fácil fijar la
arena por medio del esparto y otras plantas adecuadas y convertirlos
pronto en magníficos bosques de pinos.

El valle, que en la mitad del camino se abría adquiriendo mayor
amplitud, tornaba a cerrarse al llegar al Moral. Las aguas se mostraban
más inquietas, revelando la proximidad del mar. Las colinas que
protegían el pueblecillo con sus faldas pedregosas y sus cimas desnudas
y tristes, también lo anunciaban. Empezaba a sentirse el hálito del
monstruo que soplaba vivo y soberbio por la estrecha boca de la ría y
escuchábase a lo lejos el sordo y formidable rumor de sus entrañas. Las
falúas tropezaban aquí y allá con algunos pañuelos de espuma que venían
rodando sobre el agua como jirones desgarrados del manto de algún dios
que hubiese combatido toda la noche con los monstruos del océano.

Llegaron al Moral. Don Mariano les tenía preparado un suculento
refrigerio dentro de un vasto almacén que allí poseía, y la numerosa
comitiva demostró una vez más que los aires del mar son el más excelente
aperitivo para todos los estómagos. Cuando hubieron dado buena cuenta de
él y descansado un ratito, tornaron a embarcarse para continuar su
excursión. A poco trecho del Moral se hallaba la boca del puerto, por
donde salieron, dejando a la derecha la torre del faro colocada sobre
una eminencia. Los marineros soltaron el remo e izaron las velas para
aprovechar el viento fresco del N. E. que los empujaba. Eran las once de
la mañana. El toldo nubloso se había replegado enteramente sobre el
horizonte, mostrando al descubierto un hermoso cielo diáfano y azul,
donde el sol nadaba altivo y encendido como nunca.

El mar se desplegó ante los ojos de nuestros viajeros como una mancha
azul, enorme, infinita, que cerraba por todas partes la esfera celeste
para recoger su luz y su armonía. Sobre esta mancha azul la madeja
luminosa del sol hacía brillar otra de plata poblada de luces trémulas y
chispeantes que se extendía en línea recta hacia el Occidente. En cada
una de las crestas que la brisa levantaba en el agua, los rayos del
astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al mezclarse y
confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la ebullición
monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano.
Los viajeros siguieron con la vista aquella línea argentada sin
desplegar los labios por un buen espacio, gustando la impresión
profundamente amable y solemne que el mar produce siempre en el alma.
Los contornos de la Isla se dibujaban a lo lejos, desvaídos y confusos
por el exceso de la luz, frente a la misma embocadura de la ría, a unas
cinco millas de la costa. En torno de ella percibíanse grandes jirones
de espuma que crecían y menguaban alternativamente ciñéndola de un
blanco cinturón de encaje. El viento soplaba recio, pero franco y
benigno, porque tenía espacio donde extenderse. Las tres falúas con las
velas desplegadas cortaban el agua una en pos de otra como otras tantas
gaviotas que se persiguieran. Las maromas rechinaban, los palos gemían
en los agujeros que los aprisionaban y las velas se doblaban bajo el
soplo de la brisa, inclinando las embarcaciones harto más de lo que
desearan las señoras. El agua al dejar paso se rompía, produciendo un
garganteo flautado que sonaba en la proa, deslizándose después por ambos
costados con rumor de sedería que se despliega.

Don Serapio sintiose acometido nuevamente de un rapto marítimo, y
sujetando el sombrero con una mano y accionando dramáticamente con la
otra, cantó:

    Dichoso aquel que tiene
    su casa a flote
    y a quien el mar le mece
    su camarote.

La voz indefinible del fabricante de conservas tuvo el honor de unirse
al eterno concierto de los mares, como uno de tantos ruidos de olas que
chocan o piedras que se arrastran. El viento no quiso encargarse de
llevarla a veinte varas de distancia siquiera.

Las falúas al resbalar sobre la espalda turgente de las olas subían y
bajaban con movimiento blando y perezoso, que agradó en un principio a
los pasajeros. Se dejaban columpiar dulcemente; cerraban los ojos con
sonrisa voluptuosa y feliz, entregándose de nuevo a los sueños vagos y
poéticos que la brisa del mar despertaba en su mente. ¡Quién había de
decir, ¡ay!, que los que tan gratamente soñaban y se mecían en un mundo
risueño de fantasmas vaporosos y doradas ilusiones se habían de ver a
los pocos minutos con la cabeza tristemente inclinada sobre el mar, el
cuello apoyado en el carel como si fuese un tajo, el rostro lívido y los
ojos fijos en el agua, cual si tratasen de escrutar los arcanos del
océano! ¡Oh terrible instabilidad de las cosas humanas!

¿Pero qué pasaba en la falúa de la Sanidad para que diese la vuelta y se
apartase de sus compañeras? Un suceso imprevisto y muy enojoso
ciertamente. A Isidorito le había hecho daño el almuerzo. Al poco rato
de salir del Moral empezó a quedarse pálido y silencioso, sin que nadie
lo echase de ver, hasta que la palidez subió tanto de punto que
realmente parecía un cadáver. Entonces se creyó que era mareo y le
mandaron meter los dedos en la boca; pero el fiscal municipal, harto
bien al corriente de la tragedia que en aquel momento se representaba en
su estómago, no quiso hacerlo y suplicó humildemente que si era posible
diesen la vuelta y lo dejasen en tierra. Todos quedaron estupefactos
ante aquella proposición, y la falúa prosiguió su rauda marcha, como si
no la hubiese oído. Mas al cabo de un rato, Isidorito la formuló de un
modo más enérgico y los marineros se vieron precisados a contestar que,
aunque no imposible, el tocar en tierra otra vez les haría perder una
hora de tiempo. Pasó otro rato. Isidorito se levantó de improviso con el
rostro desencajado y extendiendo su diestra hacia la tierra, exclamó con
voz poderosa y angustiada:--¡Vuelta, vuelta por Dios, o me arrojo al
agua!--Entonces la falúa, no queriendo ser cómplice de un suicidio, giró
sobre sí misma, dejó caer la vela, y echando los remos al agua, comenzó
a caminar lo más velozmente que pudo al punto más cercano de la costa.
Hay datos, no obstante, para creer que el distinguido jurisconsulto no
llegó a tierra con suficiente oportunidad. La señorita de Mory se creyó
bastante vengada de las muchas molestias que su inflexible lógica le
había ocasionado.



X

SIGUE LA EXCURSIÓN


En tanto el océano, indiferente a las risas y a las angustias de
aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el
incendio del sol en toda su intensidad, gozando este placer augusto con
el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía
espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas
en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del
horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía
jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el
espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o
dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se
perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz
solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda
en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del
universo.

Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos
como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a
ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en
mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de
muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se
desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaban
al término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por
fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron
subir por estrecho y peligroso sendero labrado en la roca, para
encontrarse al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este
nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad
de don Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en
cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de
gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte
vestida de tojo, donde las liebres y los conejos tenían su guarida. Por
casi todos lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la
batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades
de las rocas que la circundaban. Don Mariano había edificado en el
centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a
poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un
comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien
amueblada y circuída de un jardincito donde crecían de mala gana algunos
árboles de adorno.

Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que
había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido
paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a
la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual.
Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se
habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión
descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos
sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los
precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía
cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando
hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría
a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo
estuvo arreglado, don Mariano lo notificó por medio de sus criados, y
unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y
entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa
atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó
sentar a tanta gente; pero al fin se consiguió gracias a la actividad
del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el
pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del
sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.

La comida fue digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se
echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación
familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la
mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla
desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada
comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se
encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los
manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la
comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos
elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo
género al orador. Don Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante
mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida,
a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores
alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador
concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres
consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que
la _papalina_ de don Máximo era la menos divertida que jamás había
visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y
atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la
mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones
que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los
pueblos modernos; hizo un elogio tan brillante como acabado de sus
actitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre;
habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha
complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por
la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce
compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas.
Inmediatamente se levantó don Serapio, y con lengua bastante gorda
propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba
se estableciese definitivamente en la Isla, a fin de poblarla, invitando
a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La
circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las
criadas que servían la mesa, al terminar su invitación, despertó contra
él una tempestad de silbidos e interrupciones. No pudiendo explicar
satisfactoriamente su conducta, don Serapio se fue muy incomodado a dar
una vuelta por la cocina. Al poco rato sonó allá una bofetada.

Siguieron los brindis, cada vez más acalorados y tempestuosos, de tal
modo que nadie se entendía. Uno de los más celebrados fue el de Martita,
quien por consejo de Ricardo, que estaba a su lado, había bebido tres
copas de champagne y no sabía lo que le pasaba. La pobre niña, tan
reservada y silenciosa por temperamento, empezó a charlar por los codos,
dirigiendo pullas muy saladas a todos los presentes, que las acogían con
regocijo y aplauso. Cuando una señora le dijo que estaba borracha, se
puso muy seria y afirmó que sólo estaba un poco alegre, lo cual nada
tenía de particular teniendo en cuenta sus pocos años. Esta salida hizo
reír a los convidados. Los vapores del champagne habían coloreado sus
mejillas fuertemente y le producían alguna sofocación. Mientras hablaba
no cesaba de darse aire con el pañuelo. Sus ojos, tan fijos y serenos
ordinariamente, habían adquirido singular movilidad y cierto brillo
malicioso que consiguió llamar la atención de Suárez el ingeniero. El
mismo timbre de la voz se le había modificado de un modo notable,
haciéndose más grave y firme. Parecía que se operaba en ella una
anticipación artificial y momentánea de la plenitud del sexo.

Cuando concluyeron de disparatar, don Mariano hizo que sacaran las mesas
del salón, para que bailasen los jóvenes. Un piano, jubilado por su
respetable ancianidad en aquel retiro, fue el que marcó con voz cascada
el compás de una mazurca. Como era de esperar, el baile perdió al
instante toda gravedad y ceremonia y se convirtió en torbellino de
saltos, gritos y risas. Marta, que bailaba con Ricardo, le dijo de
pronto:

--No puedo soportar este calor: ¿quieres que salgamos un poco a tomar el
fresco?

--Vamos; yo también estoy muy sofocado.

Cuando estuvieron en el jardín, le dijo:

--Si quisieras hacer conmigo una expedición, te llevaría a un sitio que
no conoce aquí nadie más que papá y yo; una playa oculta entre las
rocas. Hasta que se está en ella no se la ve... Es un sitio precioso...

--¡Vaya si quiero! Demasiado sabes la afición que tengo a los pasajes,
y sobre todo a los del mar... ¿Por dónde se va?

--Sígueme..., ya verás.

Marta emprendió la marcha hacia un bosque de pinos situado no muy lejos
de la casa y Ricardo la siguió. Vestía la niña un traje azul marino, con
adornos de encaje blanco, y en la cabeza llevaba sombrero de paja
adornado con una guirnalda de campanillas rojas.

--Después que lleguemos a ese bosque vas a experimentar una sorpresa.

--¿De veras?

--Ya verás, ya verás.

En efecto, así que estuvieron en el bosque y caminaron algún tiempo por
él, tropezaron con una cueva tapada a medias por los árboles y la
maleza. Marta, sin decir palabra, se introdujo en ella, y en dos
segundos desapareció. Ricardo quedó un instante parado y altamente
sorprendido; pero una fresca carcajada que sonó dentro le sacó de su
estupor.

--¿Qué es eso; no te atreves a entrar, cobarde?

--¿Pero chica, no ves que puedes hacerte daño?

--¡Entre usted, bravo guerrero!

--Bien..., ya que te empeñas...

Cuando se había unido a Marta observó que la cueva se abría bastante y
estaba tapizada de arena.

--¡Oh, no pensé que era tan grande y cómoda!

--Bueno; pues ahora sígueme.

--¿Adónde?

--¡Qué preguntón eres!... Ya lo sabrás, hombre; ya lo sabrás.

Entró por la cueva adelante, que cada vez se iba haciendo más obscura,
seguida de Ricardo, el cual no apartaba la vista de ella temiendo a cada
instante verla caer o chocar con algún obstáculo. Al cabo de poco tiempo
borrose la silueta de la niña en el fondo obscuro de la caverna, y
Ricardo se halló en verdaderas tinieblas.

--No tengas cuidado: sigue, que no te pasará nada... Iré hablando para
que camines en dirección de la voz... Si quieres que te dé la mano, te
la daré... ¿No?..., bueno, no te quedes atrás... Dentro de muy poco
tiempo empezarás a bajar..., pero es una pendiente suave... ¿Lo ves?...
No te quejarás del suelo..., aunque uno se cayese no se haría mucho
daño... No tardaremos en ver luz... Ten cuidado... inclínate a la
derecha, que el camino hace ahora una revuelta... ¡Ea, ya tenemos
claridad!

Un punto luminoso se veía efectivamente a los pies de nuestros jóvenes a
unas cien varas de distancia. La silueta de Marta volvió a romper las
tinieblas y a resaltar sobre la escasa claridad que entraba por el
agujero. Oyose en la cueva un sordo y prolongado rumor que hacía
sospechar la proximidad del océano. A los pocos minutos salían a la luz.

Ricardo quedó extasiado ante el espectáculo que se ofreció a su vista.
Estaban frente al mar, en medio de una playa rodeada de altísimos
peñascos cortados a pico. Parecía imposible salir de ella sin arrojarse
a las olas, que venían majestuosas y sonoras a desplomarse sobre su
dorada arena festoneándola con sábanas de espuma. Nuestros jóvenes
avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra,
embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del océano que
semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus
profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía
brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive
suave. Se pasaban los meses y los años sin que la planta de un hombre
imprimiese su huella en él. Los altos muros negros y carcomidos, que
cerraban en semicírculo la playa, esparcían sobre ella silencio triste.
Sólo el grito de algún pájaro marino, al cruzar de un peñasco a otro,
turbaba la eterna y misteriosa plática del mar.

Ricardo y Marta continuaron avanzando hacia el agua lentamente,
dominados por el respeto y la admiración. Según caminaban, la arena se
iba haciendo más blanda; las huellas de sus pies se llenaban
inmediatamente de agua. Al acercarse, observaron que las olas crecían y
que sus volutas retorcidas en el momento de desplomarse los taparían si
se pusiesen debajo. Venían graves, firmes, imponentes hacia ellos, como
si tuviesen seguridad de arrollarlos y sepultarlos para siempre entre
sus pliegues, pero a las cinco o seis varas de distancia se dejaban caer
en tierra desmayadas, expresando su pesar con un rugido inmenso y
prolongado. Los torrentes de espuma que salían de su ruina venían
extendiéndose y resbalando por la arena a besarles los pies.

Al cabo de algún tiempo de contemplarlas fijamente, Marta sintiose
turbada. Creyó advertir en ellas cada vez más ansia de tragarla y que
expresaban su deseo con gritos rabiosos y desesperados. Retrocedió un
poco y tomó la mano de Ricardo sin comunicarle el miedo pueril que la
embargaba. La sábana de espuma que las olas extendían, en vez de
besarla, pensaba que le mordía los pies. Al replegarse de nuevo con
aspiración gigantesca la arrastraba contra su voluntad para llevarla
quién sabe adónde.

--¿No te parece que nos vamos acercando demasiado a las olas, Ricardo?

--¿Crees, acaso, que van a llegar adonde estamos nosotros?

--No sé..., pero se me figura que nos vamos deslizando
insensiblemente... y que concluirán por taparnos.

--Pierde cuidado, preciosa--dijo echándole un brazo sobre el hombro y
atrayéndola suavemente hacia sí--; ni las olas suben, ni nosotros
bajamos... ¿Tienes miedo a morir?

--¡Oh, no; ahora no!--exclamó la niña en voz apenas perceptible,
estrechándose más contra su amigo.

Ricardo no oyó esta exclamación. Seguía con la vista atentamente la
marcha de un vapor que cruzaba por el horizonte sacudiendo su negra
columna de humo.

Al cabo de un rato quiso anudar la conversación.

--¿De veras tienes miedo a la muerte? ¡Oh!, haces bien... Hoy el mundo
guarda para ti su sonrisa más amable... Ni una sola nube oscurece el
cielo de tu vida... ¡Dios quiera que no llegues a desearla nunca!

--Y tú, ¿tienes miedo, di?

--Unas veces sí y otras veces no.

--¿En este momento lo tienes?

--¡Ah, qué curiosilla eres!--exclamó volviendo hacia ella su cara
sonriente--. No; en este momento, no.

--¿Por qué?

--Porque si el mar nos tragase, moriríamos los dos juntos, y yendo en
tan amable compañía, ¡qué me importa dejar este mundo!

La niña le miró un rato fijamente. Los labios del joven estaban plegados
por una sonrisa galante y protectora. Separose de él bruscamente y,
volviéndole la espalda, se puso a caminar por la playa rozando los
dominios de las olas.

El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero
fantástico que caminase dentro del agua, asomando solamente el penacho
de su casco. Cuando hubo desaparecido, Ricardo fue a unirse a su futura
hermana, que no pareció advertir su presencia, enteramente abismada en
la contemplación del océano. No obstante, al cabo de un rato volviose de
improviso y le dijo:

--¿Te atreves a ir conmigo a la peña que se ve allá abajo, a la derecha?

--No tengo ningún inconveniente; pero te prevengo que está subiendo la
marea y que esa peña quedará rodeada de agua antes de una hora.

--No importa; tenemos tiempo para ir a ella.

Dando brincos y haciendo equilibrios sobre los peñascos de la costa,
llenos de charcos y tapizados de algas, donde corrían grave riesgo de
resbalar, llegaron a la peña, que avanzaba buen trecho dentro del mar.

--Sentémonos--dijo Marta--. ¡Cuánto mar se ve desde aquí!, ¿no es
cierto?

Ricardo se sentó a su lado y ambos contemplaron la húmeda llanura que se
extendía a sus pies. Cerca de ellos ofrecía un color verde oscuro. A lo
lejos era azul. Allá, en el centro, la gran mancha de plata seguía
resplandeciendo con vivos destellos reflejando el diseño del disco del
sol. De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música
grave, pero insinuante, que empezó a sonar como caricia paternal en los
oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en
los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus
olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y
las mejillas. Era un aliento vivo y poderoso que ensanchaba su corazón y
lo inundaba de sentimientos vagos y sublimes.

Ni uno ni otro hablaron. Gozaban contemplando la majestad y grandeza del
océano con un sentimiento humilde de su pequeñez y con vago deseo de
participar de su fuerza sagrada e inmortal. Sus ojos paseaban una y
otra vez, sin fatigarse nunca, por la línea indecisa del horizonte, que
les revelaba otros espacios sin fin azules y luminosos. Sin darse cuenta
de ello, por un movimiento instintivo, se habían acercado de nuevo uno a
otro como si temiesen algo de la presencia de aquel monstruo que rugía a
sus pies. Ricardo había pasado un brazo en torno de la cintura de la
niña y la tenía sujeta suavemente para defenderla de cualquier peligro.

Al cabo de mucho tiempo, Marta volvió su rostro encendido hacia él y le
dijo con voz conmovida:

--Dime, ¿me dejas apoyar la cabeza en tu pecho? ¡Tengo unas ganas de
llorar!

Ricardo la miró con sorpresa y atrayéndola dulcemente hacia sí la acostó
sobre su regazo. La niña le dio las gracias con una sonrisa.

--¿Te encuentras bien ahora?

--¡Oh, sí; muy bien, muy bien!

--¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar?

--No, no quiero dormir... Déjame..., no me hables..., ¡si supieras qué
bien me encuentro!

Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.

El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y
entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca,
que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban
por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas
veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos
profundos de un órgano.

Marta, con la cabeza apoyada en el regazo del joven y la cara vuelta al
cielo, hacía rodar sus grandes y límpidos ojos continuamente por la
bóveda azul, con el oído atento a los graves rumores que debajo de ella
sonaban. El viento fresco del mar no había conseguido aún apagar el
ardor de sus mejillas.

--¡Atiende!--dijo de pronto--. ¿No oyes?...

--¿Qué?

--¿No oyes entre los ruidos del agua algo parecido a un lamento?

Ricardo atendió un instante.

--No oigo nada.

--No; ya ha cesado... Aguarda un poco... ¿No lo oyes ahora?... Sí, sí,
no cabe duda..., en las cuevas de esta roca hay alguien que se queja...

--No hagas caso, tonta. Es la resaca que produce sonidos extraños...
¿Quieres que me baje a mirar lo que hay dentro?

--¡No, no!--exclamó con sobresalto--. Estate quieto... Si te movieses
ahora me harías mucho daño...

La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del
océano, pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el
horizonte con serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara,
anegado en un vapor de oro y grana que se filtraba hasta perderse
enteramente en el azul claro del firmamento. La peña donde se hallaban
extendía también su sombra sobre el agua, cuyo verde oscuro se iba
trocando poco a poco en negro. Los rugidos de las olas se amortiguaban y
la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso del que se prepara a
dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a elevarse del seno de
las aguas. En las cavernas de la roca, Marta dejó de percibir el grito
acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido
cambiando lentamente en un _glu glu_ suave y lánguido.

--¿No te duermes?--volvió a preguntar Ricardo.

--Ya te he dicho que no quiero dormirme... ¡Me encuentro tan bien
despierta!... El que duerme no padece, pero tampoco goza... Sólo es
bueno dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi
nunca... Ahora me parece que estoy durmiendo y soñando... ¡Te veo de un
modo tan raro!... Estoy viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu
cabeza está bañada por un vapor azul... Cuando la mueves parece que
oscila la bóveda que nos cubre; cuando hablas, tu voz parece que sale de
lo profundo del mar... ¡No cierres los ojos, por Dios, que me haces
sufrir!... Se me figura que estás muerto y que me has dejado aquí sola.
¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de dormir
que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar
fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?

Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que
el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos
de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaban con fuego
malicioso y singular.

--Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.

--Espera un poquito..., tengo que decirte una cosa... Te la voy a decir
muy bajo para que no se entere nadie..., nadie más que tú... Ricardo, me
alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para
siempre... Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y
yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos... Entonces, sí, me
dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas
pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en
el mundo... Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los
anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar
la mano por sus escamas de plata... Las algas se enredarían a nuestros
pies, formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al
través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus
rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor... Di,
¿no te gusta?

--Calla, Martita; estás delirando... Vámonos, que el agua sube.

--Espera un momento... Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha
conseguido enfriarme las mejillas..., tengo cada vez más calor en ellas.
No importa..., me encuentro bien... ¿Quieres hacerme un favor?...
Sóplame en la cara a ver si se me pasa esta sofocación... ¡Así, así!...
¡Qué amable eres!... Por algo dice todo el mundo que eres muy
simpático... Tienes el genio un poco vivo, pero a mí me gustan los
hombres de genio vivo... Oye; necesito pedirte perdón.

--¿De qué?

--De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos
juntos un ramo de flores en el jardín?... Después quisiste hacerme una
caricia y fui tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar... ¡Qué
sorpresa y qué disgusto habrás tenido!... Confieso que soy una tonta y
que no merezco que nadie me quiera... Sin embargo, bien puedes creerme
que no estaba enfadada contigo... Lloré de sentimiento..., sin saber por
qué... ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún
daño..., no querías más que besarme las manos, ¿verdad?

--Nada más, hermosa.

--Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo... Tómalas...

La niña extendió hacia arriba sus lindas manos, que se agitaron en el
aire alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido.
Ricardo las besó con efusión repetidas veces.

--No basta eso--prosiguió la niña riendo--. Antes me besabas en la cara
siempre que me encontrabas o te despedías... ¿Por qué has dejado de
hacerlo? ¿Me tienes miedo?... Yo no soy una mujer..., soy una niña
todavía... Hasta que me ponga de largo tienes derecho a besarme...
Después ya será otra cosa... Anda, dame un beso en la frente...

El joven se inclinó y le dio un beso en la frente.

--Ahora dame un beso en cada mejilla... Aun sigue el calor, ¿no es
cierto?... Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo... Aguarda...,
déjame sacarlas que estoy acostada sobre ellas... A ti no te gusta el
cabello negro..., ya lo sé..., pero eres muy amable y lo besarás para
darme gusto...

Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se
detuvo y se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas
suavemente el rostro de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el
mismo fuego malicioso. Sintiose levemente turbado y trató de fijar los
suyos en el mar; pero ella le dijo sonriendo:

--Si no te enfadases, te pediría otro aquí--y señaló a sus labios rojos
y húmedos.

El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante
inmóvil, y bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con
prolongado beso.

Un fuerte soplo de viento había despertado el océano cuando se preparaba
a dormir: agitose un instante en su inmenso lecho de arena, cual si
cambiase de postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las
olas tornaron a rodar de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces
que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de
los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes
reflejos del acero bruñido.

Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo
fue pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya
cercados por el agua. Levantose bruscamente y sin decir nada cogió a
Marta entre sus brazos con la misma facilidad que si fuese una
cervatilla, y dando un prodigioso salto cayó de bruces sobre la peña
vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta quedó ilesa y contempló
la herida del joven; después, sacando su fino pañuelo de batista, lo ató
silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo la
siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fue
haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven
marqués sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían
apretar el paso. Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el
agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió
enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus
botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva, sumido en las
tinieblas, creyó oír muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún
más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse
mejor.

Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios
criados a buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el
regreso. La tarde avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las
sorprendiese la noche en el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de
satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las
falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como caballos
enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra.

Izáronse las velas y, dando largar bordadas para aprovechar el viento,
hicieron rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había
perdido los vivos colores de las mejillas.

El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras
veían con recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo
miradas inquietas a los marineros. Las frecuentes viradas que las
lanchas hacían les retrasaban extraordinariamente. Al cabo fue necesario
arriar las velas y caminar al remo en línea recta. Nada tenía esto de
particular, y es lo más usual cuando no se tiene el viento por la popa;
pero he aquí que a Rosario, la amiga de la señorita de Mory, se le mete
en la cabeza de pronto que aquel cambio de motor náutico significa
peligro inminente de naufragio, el cual se le representa a la
imaginación con todos los horrores de que suele venir rodeado en las
novelas por entregas: la densidad espesa de la noche, las olas
elevándose como montañas a los cielos, los gritos de los náufragos
mezclándose a los rugidos de la mar, etcétera. Y sin poder evitarlo,
empieza a agarrarse con mano nerviosa a su amiga y a dejar salir de su
boca exclamaciones de angustia y terror.

--¡Ay, Dios mío, vamos a perecer; vamos a perecer!

--No pasa nada; tranquilízate, Rosario.

--¡Sí, sí, vamos a perecer..., nos vamos a ahogar! ¡Dios mío, qué muerte
tan horrible!... ¡Por qué habré venido yo a la Isla!... ¡Qué dirá mi
papá cuando sepa que no tiene hija!... ¡Papá, papá de mi alma!...

--¡Pero, niña, si no ocurre absolutamente nada!

--¡No me digas eso, por Dios!, ¿no estoy viendo que han bajado las
velas? ¡Ay, qué muerte, qué muerte tan espantosa!... ¡Morir sin
confesión!... ¡Morir separada de mi papá!... ¡Y luego quedar sepultada
aquí en este fondo tan negro..., y ser comida por los peces..., y por
los cangrejos!... ¡Es horrible!...

Los esfuerzos de la señorita de Mory para calmar a su amiga eran
inútiles. No contribuían poco a asustarla las voces de los marineros,
que para alentarse y vencer la resistencia de las olas a cada golpe de
remo gritaban a un tiempo: ¡Aaaguanta!..., ¡aaaguanta!... Cada vez que
sonaba esta palabra en el aire con ritmo brutal, Rosario exhalaba un
grito de angustia; tanto que la vivaracha señorita de Mory, temiendo que
se pusiera mala, dijo a los marineros:

--Señores, hagan ustedes el favor de no decir _aguanta_, porque esta
señorita se asusta mucho.

Pero Rosario, toda azorada y hecha un mar de lágrimas, exclamó
inmediatamente:

--¡No, no; que digan _aguanta_, que digan _aguanta_! Si no, vamos a
perecer más pronto...

Poco a poco, no obstante, y viendo que la tremenda catástrofe no
llegaba, se fueron calmando sus nervios, y no tardó en reírse, como niña
aturdida que era, de sus ridículos temores.

En la falúa de Elorza se hablaba poco: don Mariano y don Máximo llevaban
demasiado Medoc en el cuerpo para hallarse en estado de sostener una
conversación animada. La señorita de Delgado, secundada por sus
hermanas, admiraba con vivos transportes de entusiasmo, abriendo y
cerrando mucho los ojos, la puesta del sol. El marqués de Peñalta había
cerrado los suyos y parecía dormido con la mano en la mejilla. Algunas
parejas cuchicheaban.

¿Qué pensaba Marta en aquel instante, con la mirada clavada en el mar,
grave, inmóvil y pálida como una estatua? ¿Qué negros fantasmas surgían
ante ella de lo profundo de las aguas para trazar en su cándida frente
las profundas arrugas de que estaba surcada? ¿Qué funestos secretos le
soplaba la brisa en el oído?

¡Oh! ¡Más fácil es descifrar el misterio de los rumores del océano y los
secretos de la brisa, que los vagos pensamientos que oculta la frente de
una niña!

La mar quería entregarse otra vez al sueño. Las crestas de sus olas ya
no blanqueaban a lo lejos con su corona de espumas. El horizonte
replegaba su línea indecisa que se borraba en la sombra de la tarde. Las
serenas y abultadas ondas bajaban y subían, semejando la respiración
perezosa y dormida de un seno gigantesco. Una por una, con amable
sosiego y confianza, las iban dejando atrás las falúas, avecinándose al
puerto. La costa festoneaba con línea negra y ondulante la gran llanura
resplandeciente. Allá, a lo lejos, en lo interior, columbrábanse las
cimas de las montañas, bañadas de un transparente vapor violáceo.

El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un
piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un
sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos
luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose
largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y
qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban los
monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de
silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera
más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el
bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia.
Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo, que hacía asomar a sus
labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber
por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron
borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su
imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta
idea triste y desesperada, donde no penetraba el más delgado rayo de
luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a
buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla
sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía
enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo
que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La
escondida playa de la Isla le vino de pronto a la memoria con su arena
de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran
remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su
inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor
que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma.
La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza, que ardía como un
volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de
mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario. ¡Tanto calor
dentro y tanto frío fuera!

El océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol
iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas,
iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica
claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y
profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de
agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco
sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con
que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con
la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los
más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos
los rumores que sonaban en lo profundo.

El sol se sumergió enteramente. El océano dejó escapar un sollozo
inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento, que Marta
creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración.
Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y
bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo
momentáneo del gran atleta la conmovía hasta lo íntimo, infundía en su
espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que
el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus
crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los
fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su
fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas
sirenas, los peces azules...

La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un
lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a
dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por
el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas...

--¡Jesús!... ¿Qué ha sido eso?

--¿Quién se ha caído al agua?

--¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!... ¡Marta!... ¡Dejadme..., dejadme
salvar a mi hija!

--Ya está salvada, don Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje
al agua.

--¡Cía!, ¡cía firme!--dijo la bronca voz del patrón--. Echa esa beta al
agua, Manuel... No asustarse, señores, que no es nada... ¡Ciar más!...
Basta... Agárrense ustedes a la beta... Ya no hay cuidado...

La confusión fue muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los
marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar
la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el
grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos
segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya
estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida
el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que
los metieron dentro. Don Mariano, en los cortos momentos que esto duró,
forcejeaba con don Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al
agua. Cuando vio a su hija en la embarcación faltó poco para que la
ahogase contra su pecho.

Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el
corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había
tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y
Ricardo, tomando un frasco de éter que don Máximo había traído, se lo
aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado
semblante del joven inclinado sobre ella, sonrió dulcemente, y le dijo
de modo que nadie lo oyó más que él:

--Gracias, señor marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!

Así que llegaron al Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí
estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les
dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle
con una hora de noche, cuando las respectivas familias empezaban a
inquietarse por su tardanza.



XI

¡CASO EXTRAÑO!


Los tertulios de don Mariano se recreaban con el juego de prendas. La
noche estaba harto desapacible y habían acudido solamente las personas
de más confianza. Cuando esto acaecía (que no dejaba de ser con alguna
frecuencia), proscribíanse el baile y la música y sustituíanse con
juegos de naipes, de aduana o de prendas y a veces simplemente por una
amena y sabrosa conversación. La noche a que nos referimos, el sexo
femenino estaba representado por tres señoritas de Ciudad, dos de
Delgado, la señorita de Mory y alguna otra que, unidas a las de casa,
formaban un núcleo bastante respetable. En el masculino figuraban el
médico de la casa, el señor de Ciudad, don Serapio, el ingeniero Suárez
y otros cuatro o cinco pollastres que por lo simples e insignificantes
no merecen especial mención. La tertulia no ocupaba sino uno de los
ángulos del salón, si bien en ocasiones, cuando el juego lo exigía, se
diseminaba por todo él, aunque momentáneamente. Don Mariano, rodeado de
sus amigos, paseaba y discutía, parándose a menudo a exponer alguna
razón intrincada y siguiendo después su paseo con las manos atrás.

A don Serapio le tocó decir tres veces _sí_ y tres veces _no_, y, en
consecuencia, se retiró a uno de los rincones, mirando a la pared. Las
señoras y los caballeros se estrecharon aún más, formando grupo, y
empezaron a cuchichear animadamente, proponiendo cada cual una pregunta.
Al fin quedaron acordes en preguntarle si gastaba bisoñé.

--¿Eeeeh?--gritó el coro prolongando la nota.

--Sí--respondió el infeliz don Serapio.

La respuesta fue acogida con ruido y alegría que hicieron temblar al
fabricante de conservas. En seguida convinieron en preguntarle si
pensaba en casarse.

--¿Eeeeh?

--No--dijo resueltamente.

--¡Bravo!, ¡bravo!--gritaron los hombres.

--¡Qué hombre tan empedernido!--chillaron las mujeres.

Uno de los pollos propuso que se le preguntase si continuaba con la
misma afición a las criadas. Las señoras quisieron oponerse, pero no
hubo remedio.

--¿Eeeeh?

--Sí.

Gran algazara en el grupo. El mismo pollo malévolo propuso otra cosa
peor: si pensaba dar carrera a alguno de sus hijos. Las señoras
rechazaron seriamente esta pregunta y fue sustituida por otra. Y de esta
suerte prosiguieron hasta que dijo los tres _sí_ y tres no de rúbrica, y
vino cabizbajo a informarse de lo que habían preguntado.

Tocole después a Amparito Ciudad contentar a todos los caballeros de la
reunión, y empezó a ejecutarlo con suma discreción y donaire,
contentando de la primera a los pollos, exceptuando al ingeniero
Suárez, que se negó rotundamente a darse por satisfecho con ninguna de
las proposiciones, y que muy quedo le dijo a la niña lo único con lo que
se contentaría. Amparito se puso colorada y le dirigió una tierna mirada
de reconvención, volviendo después la vista a su padre, que por fortuna
se hallaba de espalda paseando con don Mariano.

Llegó la vez a Isidorito, teniendo la mala suerte de ponerse en berlina:
¡y allí fue ella para la señorita de Mory! Isidorito, aunque nada
simpático, infundía general respeto por su fama de estudioso y sensato:
así que la mayoría de las niñas y pollos se contentaron con ponerle en
berlina por «demasiado serio», por «tener poco pelo», por «bailar muy
mal», por «estudiar con exceso», por «gastar levitas muy largas»,
etcétera; pero al llegar a la señorita de Mory, ésta, que esperaba con
impaciencia su turno, le puso en berlina con fruición nada disimulada,
por «muy pesado de cabeza y ligero de estómago». Isidorito, al tener
noticia de las causas por que le habían puesto en berlina, conoció con
dolor de dónde partía aquella saeta envenenada, pero no tuvo ánimos para
manifestarlo y prefirió guardar sobre este punto un silencio noble y
prudente al mismo tiempo.

La primogénita de los señores de la casa, como de costumbre, no tomaba
parte en el juego. Estaba sentada al lado de su madre totalmente
abstraída de lo que la rodeaba, con los ojos fijos en el vacío. Por su
rostro un poco marchito, pero siempre hermoso, se esparcía una intensa y
singular palidez, y todo su cuerpo ofrecía señales de inquietud y
zozobra. Apenas contestaba a las preguntas que de vez en cuando le hacía
doña Gertrudis, y eso con tal brevedad, que cortaba en la buena señora
las ganas de menudearlas. Cuatro o cinco veces se había levantado ya de
la silla y había ido hacia el balcón, permaneciendo largo rato detrás de
él con la frente apoyada en los cristales sin que nadie supiera lo que
miraba. La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la
vimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejaban
tristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en las
esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba los
ojos por penetrar las tinieblas de los soportales. Los vecinos todos se
habían retirado ya a sus casas, perfectamente convencidos de que la
humedad es causa de muchas enfermedades. Los balcones del café de la
Estrella eran los únicos que estaban iluminados. La lluvia difundía por
la atmósfera un rumor levísimo que apenas traspasaba los cristales para
llegar a los oídos de la joven.

A Rosarito le tocó hacer la sultana. El pollo del pelo por la frente
colocó un sillón en medio de la sala y la hizo sentarse en él; después
puso delante un cojín de terciopelo. Los caballeros zegríes y
abencerrajes de la tertulia comenzaron a desfilar por delante de ella,
doblando la rodilla en su presencia y esperando humildemente su
resolución. Rosario, con la notable aptitud que tienen todas las mujeres
para hacer el papel de reinas, los iba rechazando con gesto de soberano
desdén. Únicamente cuando llegó el pollo de las mazurcas, y se mostró
temblando a sus pies, dignose la bella cuanto feroz sultana alargarle el
pañuelo que tenía en la mano y elegirle como amante como justo premio a
sus notabilísimas corbatas y sus no menos excepcionales _chaquets_.
Después marcharon ambos en triunfo a una de las alcobas del harem, o lo
que es igual, dieron dos vueltas por el salón y se fueron a sentar en el
sofá, donde antes se hallaban.

La diminuta tertulia, después de agotar los no muy variados recursos del
juego de prendas, permaneció inactiva y acomodada en el ángulo de la
sala, entablando en voz baja una vivísima plática entrecortada de risas
y exclamaciones, donde los jóvenes de ingenio tuvieron ocasión de
lucirlo a expensas de algún desventurado a quien despellejaron sin
piedad. Los que no lo tenían se contentaban con sonreír y aplaudir
estúpidamente los chistes de los otros. Se daban interminables bromas a
las niñas, sobre los aspirantes a sus respectivas manos, y aquéllas se
defendían como de costumbre, con las clásicas respuestas: «No sé por qué
dice usted eso.--Le han informado a usted muy mal.--Entra en casa como
amigo y nada más, etcétera.» Las sonrisas maliciosas y la expresión de
reserva que acompañaban a estas respuestas decían bien claro que a las
niñas no les disgustaba la broma.

Doña Gertrudis se había dormido. Don Mariano y sus prosélitos seguían
recorriendo de un cabo a otro el salón, enfrascados en profundas
disquisiciones acerca de la baja probable de la propiedad inmueble.
María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, al
parecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estaban
acostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos las
sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a la
frívola conversación que los amigos de la casa sostenían. De pronto
creyó oír un extraño rumor a lo lejos y se estremeció, se abstrajo
cuanto pudo de los ruidos de la sala y prestó atención profunda y llena
de zozobra a aquel lejano rumor, que fue poco a poco creciendo en el
silencio de la noche, haciéndose cada vez más claro y preciso. No era un
rumor confuso y fantástico, como los que produce el viento o la mar,
sino firme y bien definido, perfectamente claro para sus oídos. Pronto
se convirtió en el ruido acompasado y característico de la muchedumbre
que marcha ordenadamente. Los ojos atónitos de la joven distinguieron a
la luz del farol las puntas de las bayonetas y los roses charolados de
la tropa. Los tertulianos todos al escuchar los pasos acudieron en
tropel a los balcones y vieron, con sorpresa, desfilar por delante de la
casa dos compañías de soldados que cruzaron la plaza y se perdieron en
las encrucijadas de la villa.

Los amigos de don Mariano se miraron con sorpresa.

--¿Qué vendrá a hacer esta tropa a tales horas?--preguntó una señora.

--No comprendo adónde pueda ir--repuso don Mariano--. Para dirigirse al
interior de la provincia, aunque vengan del Occidente, no necesitaban
pasar por aquí; tienen el valle de Cañedo a su disposición, que es un
camino mucho más breve.

--Hoy precisamente he paseado con el capitán de carabineros--dijo don
Máximo--y no me ha dicho una palabra de la venida de esa tropa.

--No lo sabría; lo más probable es que venga de marcha y no haga más que
pernoctar aquí para continuar mañana su camino--dijo el señor de Ciudad.

--Rara marcha lleva--apuntó don Mariano--, pero en fin..., podrá ser...,
podrá ser.

Los jóvenes volvieron a sus sitios y se olvidaron al instante del
suceso, anudando la rota y alegre conversación. Los viejos siguieron su
paseo, haciendo interminables comentarios e infinitas hipótesis acerca
de aquella visita inesperada. María continuó obstinadamente pegada a los
cristales del balcón, velada a los ojos de sus amigos por las grandes
cortinas de damasco.

En el grupo juvenil donde la sensible señorita de Delgado figuraba,
contra los deseos vehementemente expresados de Rosarito, que aseguraba
sobre su honrada palabra que la citada señorita la había tenido a ella
en brazos muchas veces, y que cuando iba a confesarse siendo niña, y la
señorita de Delgado se hallaba en casa, le besaba la mano como a una
_persona mayor_, se empezó a discutir con extraordinario fuego acerca de
la música. Uno de los mancebos más elegantes, que se había preparado en
Madrid para cinco carreras especiales consecutivamente, sostenía la
primacía de los maestros alemanes, asegurando que no había óperas como
_Roberto, Hugonotes y Profeta_, ni música sinfónica que pudiera competir
con la de Beethoven y Mozart. Las señoras, poderosamente secundadas por
los demás hombres, venían por los fueros de la música italiana.

--¡No nos maree usted con sus alemanes, Severino! ¡Vaya una música la de
esos señores! ¡A mí me suena lo mismo que una jauría de perros ladrando!

--Eso no es más que al principio; si usted continuase oyéndola, llegaría
a tomarle el gusto: sucede lo mismo que con las aceitunas y la cerveza.

--Pues si ha de pasar uno malos ratos antes de acostumbrarse,
francamente, no merece la pena. Vea usted cómo con la música italiana no
acontece eso y gusta desde el primer día.

--¡Claro, porque la mayor parte de la música italiana no es más que una
tonadilla que se acompaña con cuatro guitarras!

--¡Calle usted, hombre, calle usted! No diga usted sacrilegios. ¡Quiere
usted comparar ese galimatías que ni ellos mismos entienden con el
sublime final de la _Lucía_ o con el aria de tiple de la _Favorita_, que
empieza: «Oh miooo Ferna... a... a... an... do... riii... raaa... ri...
ra.., ro... riiira...!»

--¡Ah, si usted hubiera oído el cuarto acto de _Hugonotes_! ¡Qué música
tan dramática! ¡Aquello sí que expresa!... ¡Se le ponen a uno los pelos
de punta!... ¡Qué dúo aquel tan grandioso: «La... sciami... paar...
tiiir... la... sciami... paar... tiiiir... riira... riri... riri...
ra... roo... rir... ra... roo... laa... to... rii... ro... raa...!»

--¿Pero podrá haber nada más dulce que el concertante de la _Sonámbula_,
que empieza: «Tooo... ra... ri... ro... ra... roooo... laa... riii...
roo... raa... rora... rooo... tii... ra... ri... roo...?»

--¡No es posible, no es posible!--dijeron varios a un tiempo.

--Sobre todo, la música italiana conmueve el corazón, mientras que la
alemana no hace más que aturdir los oídos--apuntó la señorita de
Delgado.

--Es verdad--afirmó su hermana la viuda.

--Yo creo--siguió la señorita--que el objeto de la música es
conmover..., elevar el alma, hacernos derramar lágrimas...,
transportarnos a regiones ideales, lejos del mundo prosaico en que
vivimos... Porque la verdad es que la prosa se va apoderando de tal modo
de la sociedad que pronto va a parecer ridículo hablar de cosas que no
sean materiales y sórdidas.

--Cierto--volvió a afirmar la viuda.

--La música sigue el camino de la prosa como todo lo demás... ¿No oyen
ustedes qué tonterías cantan ahora, qué pasacalles tan desabridos? ¡Y
gracias que no sea algún trozo indecente de una zarzuela bufa! En las
canciones ya no se habla de amor; ya no hay más que frases con doble
sentido que ocultan alguna suciedad.

--Creo que usted sabe varias canciones románticas muy lindas y las canta
admirablemente--dijo el pollo del pelo por la frente, apercibido como
siempre a proporcionar a la tertulia algún nuevo solaz.

--No, señor..., no lo crea usted... Antes cantaba alguna, pero ya se me
han olvidado...

--Por mi parte--manifestó el pollo con sonrisa altamente diplomática--y
pienso que también por parte de todos estos señores, le agradecería
muchísimo que rebuscase en su memoria y nos hiciese conocer alguna...,
¿no es verdad, señores?

--Sí, sí, Margarita, cante usted, por Dios, alguna.

--¡Si no me acuerdo!

--Vamos, ya se acordará usted... Empezando, la irá usted sacando poco a
poco.

--Me parece que no podrá ser... Además, yo me las acompañaba con
guitarra...

--¿No hay en casa alguna guitarra?--se apresuró a preguntar el pollo,
levantándose de su silla.

A la guitarra que trajo Marta le faltaban dos o tres cuerdas y fue
menester echárselas, en cuya operación se invirtió algún tiempo. Después
se tardó también un poco en templarla. Una vez templada, la señorita de
Delgado declaró terminantemente que no cantaría porque no se acordaba de
nada. La tertulia se conmovió profundamente y trató con reiteradas
súplicas de infundirle un recuerdo fresco de alguna preciosa melodía.
Mas como la cantante no abandonaba el instrumento y seguía haciéndole
sonar dulcemente, volvieron todos a guardar silencio y a esperar con
ansia la canción. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de emitir la
primer nota, la sensible señorita hizo nuevas y rotundas declaraciones
en el mismo sentido que las primeras, lo cual afligió de tal modo a la
tertulia, y en particular al pollo del pelo por la frente, que de buen
grado habría concedido a la cantante en aquel momento toda la memoria de
que disponía, con tal de que no le dejase en mal lugar. Por último, la
señorita fijó los ojos en el techo y, con voz bastante dulce aunque
temblorosa, entonó la siguiente canción:

    Esperanza halagüeña a mis sentidos,
    tú endulzas de mi pena el amargor;
    ¡ay!, tú no eres un bien imaginario,
    eres el bálsamo grato al corazón.

    Si lejos de la vista de mi amada
    me lleva de los hados el rigor,
    tan sólo es la esperanza quien mitiga
    mi tormento cruel y mi aflicción.

--¡Bravo!, ¡bravo!--¡Qué bonita!--¡Qué dulce!--¡Qué melancólica!--Siga
usted, por Dios, Margarita, siga usted.

La señorita de Delgado siguió de esta manera:

    _Si recuerdo en la noche solitaria
    el nombre de la prenda de mi amor,
    se presenta hechicera a mi memoria
    la imagen de su rostro encantador:

    y tú eres, esperanza, quien me anuncia
    que amante corresponde a mi pasión,
    y sólo tu dulzura es quien mitiga
    mi tormento cruel y mi aflicción._

Al llegar a este punto y cuando el auditorio se preparaba a saborear las
inefables dulzuras de una nueva estrofa, más apasionada tal vez y más
patética que las anteriores, cuando la señorita de Delgado apoyaba
lánguidamente sus dedos carnosos sobre las cuerdas del instrumento y la
cabeza más lánguidamente aun sobre el pecho en testimonio de amargo
duelo, acaeció en la casa de los señores de Elorza uno de esos sucesos
terribles y extraños, más terribles aun por lo inopinados, a tal punto
sorprendentes, que suspenden y cortan por un instante el uso de la
palabra; una escena extraordinaria, realizada con tal brevedad que no da
tiempo a reflexionar, y deja sumidos a los espectadores en profunda
consternación, sin haber podido intervenir en ella.

Abriose con violencia la puerta de la sala, y los ojos de los
circunstantes vueltos hacia ella vieron con asombro el rostro pálido de
un criado que exclamó dirigiéndose a su amo:

--¡Señor, señor!

--¿Qué ocurre?--preguntó don Mariano con el acento enérgico que emplean
los caracteres bien templados cuando adivinan un peligro.

--¡Los soldados están ahí!

--¿Y qué tengo yo que ver con los soldados, majadero?--replicó con voz
colérica.

--¡Es... que vienen a prenderle!

--No es verdad--gritó una voz desde el pasillo.

Y al mismo tiempo seis u ocho figuras taparon la puerta por detrás del
criado. Los primeros que se dejaron ver fueron un oficial muy joven con
un uniforme de marcha y un caballero no muy bien parecido con gabán
abrochado y llevando en la mano bastón con borlas.

Por detrás de ellos se veían los roses y los fusiles de algunos
soldados. El hombre del bastón, que era al parecer quien había hablado,
avanzó dos pasos por la sala y sin quitarse siquiera el sombrero,
preguntó a don Mariano con tono áspero:

--¿Es usted don Mariano Elorza?

La mirada del anciano caballero centelleó de indignación.

--Ante todo, quítese usted el sombrero.

El hombre del bastón, un poco cortado por la actitud del caballero y las
miradas del concurso, se quitó el sombrero.

--Ahora, ¿qué se le ofrece a usted?

--¿Es usted don Mariano Elorza?

--No; soy el excelentísimo señor don Mariano de Elorza.

--Es lo mismo.

--No es lo mismo.

--Bien, dejemos discusiones: traigo orden de prender a su hija doña
María.

Toda la energía del señor de Elorza se desvaneció de golpe como una
sombra al escuchar estas monstruosas palabras. Quedó algunos momentos
extático y petrificado, con la mirada apagada, como el que acaba de ver
un milagro y no quiere creer a sus propios ojos. Después, recobrándose
súbito, se lanzó sobre el hombre del bastón y sacudiéndole fuertemente
por la solapa, le dijo con voz de trueno:

--¿Y quién es usted, insolente, para pensar en cosa semejante?

--Soy el jefe de orden público de la provincia, y le advierto que si
usted intenta la menor resistencia, haré uso de la fuerza que traigo.

--¿Está usted bien seguro de que es a mi hija a quien viene usted a
prender?

--Sí, señor, traigo orden de prender a la señorita doña María Elorza.
Ruego a usted que me la entregue sin pérdida de tiempo.

--Aquí está--dijo María saliendo del hueco del balcón y avanzando hacia
el jefe de los esbirros.

--¡Pero eso no puede ser!--rugió de nuevo don Mariano deteniendo a su
hija--. ¡Este hombre está loco o viene equivocado!

--¿Está usted dispuesta a seguirme?--preguntó el comisario a la joven.

--Sí, señor--contestó ésta con firmeza.

--Pues vamos.

Don Mariano se llevó las manos al rostro y exclamó con un grito de
dolor:

--¡Hija mía de mi alma! ¿Qué has hecho?

--Nada que pueda deshonrarme ni deshonrarte--replicó la niña levantando
su rostro hermoso y altivo y saliendo precipitadamente del salón.

Don Mariano fue detenido por todos sus amigos que le habían rodeado;
pero viéndose inmediatamente solo, porque todos, advertidos por un grito
de Marta, acudieron a socorrer a doña Gertrudis, presa de un síncope, se
arrojó también como un relámpago fuera de la sala.



XII

ANTECEDENTES


Algún tiempo antes de los sucesos que acabamos de narrar, los amores de
Ricardo y María, que se habían ido desvaneciendo gradualmente como las
notas de una hermosa melodía, hasta el punto de no saber el mismo
Ricardo si realmente existían o se habían extinguido por completo, si
aun era el amante de la primogénita de Elorza, o si no tenía sobre su
corazón otros derechos que los que se conceden a un antiguo y estimado
amigo; estos amores, decimos, habían cobrado, sin que nadie supiese a
qué atribuirlo, repentina e inesperada vida, como si a una luz próxima a
morir por falta de aceite, le echasen alguna buena cantidad de ese
combustible. Todos se mostraban sorprendidos de verlos juntos charlando
como antes, en un ángulo de la sala, larguísimos ratos, abstraídos de
cuanto les rodeaba, habitando en ese rincón del cielo que los amantes
encuentran tan fácilmente lo mismo en la soledad que entre la
muchedumbre. A la sorpresa sucedía la complacencia en los amigos, y a la
complacencia las hipótesis sobre la mayor o menor proximidad de la época
del matrimonio y las conjeturas acerca de los motivos que habían operado
tal cambio en la conducta de los novios. Los maliciosos, guiñando el ojo
al decirlo, sostenían que de los tres enemigos del alma la carne era el
más temible, y que Dios había dicho: «crescite et multiplicamini», y
que era tontería oponerse a las leyes de la naturaleza. Las señoras
manifestaban, bajando la vista, que en todos los estados se podía muy
bien servir a Dios y que no eran las más flojas penitencias las que
imponían el cuidado de los hijos, su educación y el gobierno de la casa.

Mas de todas suertes, el hecho era que las cosas habían cambiado sin
saber por qué, y que señoras y caballeros se alegraban de ello,
esperando que los ilustres novios les proporcionasen pronto un día
agradable. El regocijo de don Mariano era tan grande, que se traslucía
en los ojos cada vez que los dirigía hacia la gentil pareja, y mil
hermosos ensueños, en que siempre figuraba un enjambre de nietezuelos
rubios y traviesos como lo había sido su hija, venían por la noche a
acariciarle en las soledades de su lecho feudal. Doña Gertrudis, como de
costumbre, encontraba muy bien la conducta de María. He aquí ahora cómo
se había efectuado el suceso.

Cierta mañana, en que el joven marqués de Peñalta se despertó más
temprano que otras veces, observando por el balcón de su cuarto que el
cielo estaba limpio (contra su costumbre inveterada), le vino en apetito
el dar un paseo por los alrededores de la villa, y pensando y haciendo
se vistió rápidamente y se echó a la calle en busca de aire puro. Mas
antes de salir del casco de la villa y cruzando por delante de la casa
de Elorza, tropezó casualmente con María, que iba hacia la iglesia con
su doncella. Le dio un salto el corazón y un poco turbado se detuvo a
saludarla. La niña le abocó con aquel gesto alegre y travieso, lleno a
un mismo tiempo de malicia y de candor, que por ser peculiar de su
carácter, no había podido vencer con ningún esfuerzo.

--Tú te habrás levantado temprano, por supuesto, para oír misa.

--¡Oh!, no--repuso Ricardo sonriendo--; salía a dar un paseo por el
campo, que debe de estar muy hermoso.

--Bien, pues hoy no hay paseo; te secuestro y te llevo conmigo a
misa--dijo la niña en tono resuelto y con cierta inflexión de voz
adorable. Y acompañando el hecho al dicho le tomó por la mano y le llevó
cogido de esta guisa unos cuantos pasos.

¡Venturoso Ricardo; qué otra cosa mejor podía apetecer en aquel momento
que verse secuestrado de tan gentil manera! No supo decir palabra en los
primeros momentos; embargole la emoción y una lágrima se deslizó por su
rostro honrado y varonil.

--¡Oh, María, si supieses qué feliz me haces!--le dijo en voz baja y
temblorosa--. Si tú quisieras llevarme, ¿adónde no iría yo contigo? Tú
no puedes comprender lo que ansío que me hables, que me sonrías, que me
dirijas. Busco con afán los medios de agradarte y no los encuentro. Dime
con qué puedo complacerte, con qué puedo deshacer el hielo que seca
nuestros amores. Y lo buscaré aunque sea a costa de mi vida. Si no te
quisiera más que a ningún otro ser de este mundo, tanto como el recuerdo
bendito de mi madre, ¡cuánto tiempo hace que hubiera huido de ti para
siempre!... Pero es de tal suerte mi amor, tan poderoso, tan vivo, tan
absorbente, que ha logrado concluir con todo mi orgullo... y temo que
llegue a concluir con mi dignidad--añadió sordamente.

La joven le miró fijamente, agradecida y admirada de tan sincero cariño,
y repuso con jovialidad:

--Por lo pronto, para complacerme, vendrás a misa conmigo, ¿no es
verdad?

--Sí, querida mía.

--¿Vendrás mañana también y todos los demás días?

--Sí, hermosa; no deseo otra cosa.

--¡No sabes lo que me alegro, Ricardo!

--¿De veras?

--Sí; te quiero mucho, pero te quiero bueno y piadoso, porque antes que
en todo lo demás debemos pensar en nuestra salvación y en hacer el mayor
bien que podamos en este mundo.

El joven sintiose en aquel momento enternecido, saboreando las gotas de
cariño que su amada dejaba caer sobre sus labios.

Nada hay que haga cambiar tan presto nuestras ideas más arraigadas y
nuestros juicios más firmes como la voz de la mujer querida. Ricardo era
un creyente tibio, como la generalidad de los hombres en nuestra época,
que odiaba las exageraciones y miraba con cierta repugnancia las
prácticas religiosas. Pues bien, por arte de encantamiento, esto es, por
arte de aquella voz dulce y de aquellos ojos más dulces aún, que le
miraban con elocuente expresión, se despojó súbitamente de sus opiniones
anticlericales, transformándose en un decidido campeón del altar y en un
fervoroso devoto de todos los santos y santas de la corte celestial.
Pensó con alegría que lo que su novia ejecutaba, después de todo, nada
tenía de censurable; que su piedad y su misticismo eran el reflejo de un
noble y elevado espíritu; que esta misma piedad era la prenda más segura
de su felicidad conyugal, pues la guardaría de las vanidades a que otras
mujeres se entregan después de casadas; que nada tenía de particular que
la pobrecita desease que su novio fuese creyente y devoto, dadas sus
ideas acerca de la salvación eterna, y que en este concepto él había
hecho muy mal en contrariarla de un modo tan obstinado, hiriéndola en lo
más vivo de su fe sencilla y admirable. En fin, concluyó por resolver
que él era un bárbaro incapaz de sacramentos ni de entender los
misterios adorables que puede encerrar un corazón consagrado a Dios, y
María una santa que le había sufrido con demasiada paciencia. Penetrado
en parte de esta idea y en parte infinitamente más grande de la emoción
que le produjo la inesperada ternura de su novia, repuso con acento
conmovido:

--Escucha, María..., ya sabes que yo no soy ni he sido nunca un
incrédulo... Es verdad que he mirado con cierta tibieza las prácticas
religiosas, pero también debes saber que éste es un vicio frecuente en
los jóvenes y particularmente entre los militares... Por lo demás, te lo
digo con toda la sinceridad de mi alma, jamás me ha abandonado la fe que
mi santa madre me inculcó en la niñez. Aun suenan en mis oídos sus
consejos y aun podría repetir sin equivocarme la multitud de oraciones
que me hacía decir de rodillas sobre la cama a la hora de acostarme...
Esto no se puede olvidar, María..., ¡sería un infame si lo olvidase!...
Hoy los mismos consejos vuelven a salir de unos labios idolatrados...
¿Cómo quieres que no sea para mí dulce la religión viniendo siempre
predicada por los seres a quienes más he querido y respetado en mi
vida?... Sí, hermosa mía, soy religioso por nacimiento y por convicción,
y espero serlo aún más fervoroso con tu ayuda. Dime lo que quieres que
haga en este punto y lo haré... Dime lo que quieres que piense y lo
pensaré... Soy todo tuyo, en cuerpo y en alma...

--Así, así te quiero yo... Pero no has de ser piadoso por amor mío,
porque entonces no tiene mérito alguno, sino por amor de Dios. Los lazos
que en este mundo se establecen, ¿qué valen en comparación del que
existe eternamente entre el Criador y las criaturas? Si me quieres
mucho, quiéreme en Dios y por Dios, como yo te quiero a ti. De otro modo
es pecado fijar nuestra atención y nuestro amor en ninguna criatura.

La emoción y el ardor de Ricardo recibieron un chorrito de agua fría con
estas palabras, pero supieron resistirlo sin menoscabo y siguieron
apoderados de su corazón hasta que llegaron al pórtico de la iglesia.
Allí María le dijo, tomando el agua bendita, que le ofreció con la punta
de los dedos.

--Ahora te quedarás debajo del coro a oír la misa; yo me voy a poner
cerca del altar. ¡Cuidado que mires para mí una sola vez! Ya comprendes
que eso sería profanar el templo y en tal caso más vale que no entres.

--No, no te miraré aunque me cueste mucho trabajo.

--Dame tu palabra de que lo harás así.

--Te la doy.

--Bien, pues, adiós..., hasta luego... Espérame a la salida.

Cuando ya se había alejado unos pasos se volvió para decirle, bajando
cuanto pudo la voz:

--Cuidado que cumplas eso... Y que estés con devoción, ¿eh?

Ricardo hizo señal afirmativa mientras se dibujaba en sus labios una
sonrisa feliz.

Desde entonces el marqués de Peñalta acompañó todas las mañanas a misa a
la primogénita de los Elorza, separándose de ella a la puerta de la
iglesia y volviendo a juntarse a la salida. María mostraba recibir mucho
placer de este acompañamiento. En cuanto a Ricardo, no es necesario
encarecer la dicha que de repente cayó sobre él con el cambio efectuado
en la conducta de su novia.

Poco a poco la influencia de ésta empezó a pesar de tal suerte sobre su
espíritu que en poco tiempo, como ya él mismo lo había anunciado, se
modificaron notablemente sus ideas y no sólo sus ideas sino también sus
hábitos y manera de vivir. Se hizo más circunspecto de genio y mesurado
de palabras, más apacible y más religioso. Atento a dar gusto a su
novia, que le solicitaba a la continua con súplicas y consejos, comenzó
a abandonar las diversiones ruidosas y hasta la compañía de los demás
oficiales de la Fábrica. Se retiraba temprano a casa, frecuentaba las
iglesias y paseaba muchas tardes con algún clérigo; se hizo socio de
varias cofradías piadosas, entre ellas de la de San Vicente de Paul,
visitando a los pobres en compañía de los _beatos_ de la villa y
gastando no poco dinero en donativos para el culto. Por último, después
de muchos y sentidos ruegos, hizo confesión general con fray Ignacio, el
confesor de María.

Por más que parezca extraño, debemos declarar que Ricardo, lejos de
sentir en esta nueva vida repugnancia o malestar halló profundos y
misteriosos placeres, que hasta entonces jamás había gustado. El aparato
del culto católico, en el cual había fijado poco la atención, empezó a
fascinarle; el dulce recogimiento del templo, a la caída de la tarde,
cuando se puebla de sombras y de murmullos, le infundía suave
desasosiego, cierta ansia especial de un nosequé elevado y arcano; los
olores del incienso y de la cera eran para él como grato beleño que le
adormecían arrastrándole a regiones gloriosas de dicha inmortal; los
actos de caridad frecuentes le producían un dejo agradable y grande
bienestar que acrecía su fe; la humillación del sacramento de la
penitencia, que al principio tanto le repugnaba, llegó a ser un
manantial de goces que él mismo no sabía de dónde procedían ni de qué
modo embargaban su alma.

La mañana en que tomó la comunión le dijo su novia al salir de la
iglesia:

--Hoy me has causado el mayor placer de mi vida, Ricardo.

El joven marqués sonrió beatamente y repuso en voz baja:

--¿Me quieres más ahora?

--No quiero responderte--replicó la niña con una mueca graciosa--.
Después de comulgar no se debe hablar de ciertas cosas... Esperemos a
mañana.

Esperaron efectivamente a mañana, y entonces María le dijo sin rebozo
que aquella conducta virtuosa le incitaba a amarle cada vez más, y que
no desmayase en seguirla si quería verse siempre amado. En nada menos
que en eso pensaba Ricardo, quien se hallaba tan a su placer con el
nuevo estado de cosas, que por ninguna ventaja de este mundo consintiera
en variarlo. Así, pues, siguió cada día con más decisión por la senda
que su novia le trazaba, sin hacer caso de las bromas que los compañeros
le daban en la Fábrica, pues que en otros sitios, como no fuese en su
casa, en la de don Mariano o en la iglesia, era difícil echarle la vista
encima.

--¡Me has convertido en un beato!--le decía a veces a su ídolo a modo de
cariñosa reconvención.

--¿Y qué; te pesa, pícaro?

--No, querida, no; me alegro en el alma, porque así he conquistado tu
amor...

--¿Nada más que por eso?

--¡Eso es otra cosa!

Digamos ahora (aunque el lector no dejaría de advertirlo) que la
fantasía y aun la inteligencia de María eran superiores a las del joven
marqués de Peñalta, y que en tal supuesto y teniendo presente el
profundo cariño que éste la profesaba, no tenía mucho de sorprendente
que defiriese a su parecer y a sus consejos en puntos en que otros
hombres de más instrucción e ingenio ceden con frecuencia a sus madres y
esposas. María, a más de su viva imaginación, estimulada y enardecida
por la continua lectura, poseía un don especialísimo para persuadir. Su
palabra era siempre fácil y pintoresca, ejercitándose con predilección
en convencer a sus amigos cuando trataba de arrancar de ellos algún
dinero para los pobres o para el culto de las iglesias. La rara
volubilidad con que pasaba repentinamente de lo grave y patético a lo
jocoso, y mezclaba en una súplica ardiente la sal de un dicho oportuno,
la hacía irresistible. Las cofradías y sociedades devotas de Nieva no
tenían en su seno otro cofrade más activo ni más poderoso, y contaban
con ella en los trances difíciles como con un ángel tutelar que sabría
sacarles del atolladero. Como es de suponer, no poco contribuía a
mantener esta gran consideración, además de las preciosas cualidades
morales y físicas de la joven, la circunstancia de ser hija del
caballero más opulento y respetado de la villa.

Digamos asimismo que en la época en que estos sucesos se efectuaban, el
clero y las tendencias religiosas de nuestro pueblo padecían cierta
persecución por parte del gobierno, depositado a la sazón en manos de
los liberales más extremados y más conocidos por sus ideas heréticas.
Esto, como era de esperar, había excitado vivamente las conciencias
timoratas, encendiendo en las provincias del Norte, más religiosas de
suyo y más apegadas a nuestra tradición, una obstinada y sangrienta
guerra civil que amenazaba concluir con el orden político establecido y
de paso con nuestra riqueza y prestigio. Todas las personas más o menos
piadosas y amantes de nuestras tradiciones católicas, todo el que
detestaba la persecución que la Iglesia padecía y ansiaba el reinado de
Jesús en la tierra por mediación de sus ministros, estaba pendiente de
tal guerra formidable donde se debatían, no sólo los derechos más o
menos respetables de un pretendiente al trono, sino también los más
caros y augustos intereses de la religión. Los que frecuentaban las
iglesias y se relacionaban con el clero ligábanse tácitamente contra los
herejes del poder, acogiendo con alegría y comunicándose velozmente las
noticias favorables a la causa monárquico-católica, y llenos de zozobra
y tristeza las adversas. En las casas de los hacendados más ricos, en
las sacristías y en las trastiendas de algún comerciante absolutista
leíase en secreto el _Cuartel Real_, diario oficial del Pretendiente,
que llegaba de vez en cuando entre las piezas de _cretona_ o los
paquetes de macarrones. Celebrábanse con gran pompa funciones de
desagravio a la Virgen por las impiedades vertidas en el Congreso de los
Diputados, funciones que en alguna ocasión terminaron violentamente por
la intervención del populacho. Crecía la devoción al culto, sobre todo
al de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, y mucha gente piadosa
iba en peregrinación al santuario de Lourdes, contando de regreso a sus
amigos las buenas disposiciones y la sólida organización que tenían las
huestes católicas en las provincias vascas. Algunos jóvenes de las
familias más conocidas de Nieva habían desaparecido de la noche a la
mañana, dándose por seguro que habían ido a engrosarlas. De esto a la
conspiración franca y resuelta hay poco que andar, y en Nieva se anduvo
lo que hacía falta para llegar a la conspiración.

Actuaba dentro de la villa una junta carlista, que celebraba sus
sesiones con cierto misterio y sostenía relaciones estrechas con la
junta central, a la que obedecía, y frecuente correspondencia con el
ejército del Pretendiente. Como en el país, aunque no de tanta monta
como en las provincias vascas, existían bastantes elementos al servicio
de la causa católico-monárquica, que bien aprovechados podían dar por
resultado, si no una guerra formal, al menos alguna agitación
conveniente, la junta de Nieva, instigada por la de la capital,
decidiose, después de mucha vacilación y no pocas discusiones, a
levantar una partida dentro del territorio. Los preparativos fueron
largos. Comenzaron a principios del invierno y no terminaron hasta los
comienzos de la primavera. Fueron noticias circunstanciadas a Bayona,
vinieron órdenes y planes de conducta, hubo infinitos cabildeos,
mezcláronse algunas mujeres, salieron subrepticiamente fusiles de la
Fábrica, sustraídos por algunos operarios carlistas; hízose acopio de
boinas blancas y polainas; por último, cierta noche salieron al campo
como unos treinta jóvenes, en su mayoría estudiantes y seminaristas, a
cuyo frente se puso el presidente de la junta, don César Pardo, a quien
hemos tenido el honor de conocer al final del capítulo tercero de esta
narración. Pasaban de trescientos los juramentados para salir aquella
noche, mas sólo acudió aquel puñado de valientes, y don César, dando
prueba de lo que era, esto es, de caballero firme y bizarro, no tuvo
inconveniente en acaudillarlos, esperando arrastrar con su ejemplo a los
tímidos. Dirigiéronse a la montaña por el valle de Cañedo, pero al día
siguiente una docena de guardias civiles, que salió inmediatamente en su
persecución, los sorprendió en el momento de estar acampados comiendo, y
sin que pudiesen hacer resistencia los trajo para la villa amarrados. La
gente que tuvo noticia del suceso acudió en gran número a esperarlos a
la carretera, y violes desfilar hacia la cárcel, tristes, pero dignos y
severos, mostrando en sus ojos altivos que, a no haber sido víctimas de
una sorpresa, hubiera corrido la sangre en abundancia.

La primogénita de la casa de Elorza, ardentísima devota del culto
religioso, entregada con alma y vida a la divina tarea de santificar su
espíritu y salvarlo de las garras del pecado, incansable trabajadora del
campo de la virtud evangélica, aspirando siempre a una perfección mayor
y celosa propagadora de la fe y la piedad, no podía menos de participar
de la indignación que ardía en los pechos de las personas con quienes
más se relacionaba. A sus oídos llegaba muy aumentado el ruido de los
excesos revolucionarios y de las impiedades diariamente vertidas por las
hojas periódicas de la capital, aunque ella jamás osaba leerlas. Los
confesores le encargaban que rogase a Dios en sus oraciones por el
triunfo de la Iglesia y la confusión y arrepentimiento de sus enemigos;
las amigas y compañeras de cofradía la solicitaban para que hiciese con
ellas novenas de desagravio a la Virgen; en no pocas ocasiones le
pidieron limosna para algún sacerdote que yacía en la miseria, y otras
veces para las infelices monjas de algún convento arrojadas de él
cruelmente para transformarlo en cuartel.

Todas estas cosas iban fomentando en su alma entusiasta y ardiente, a
par de un cariño fervoroso a las santas instituciones así perseguidas,
profunda aversión a sus perseguidores y a los impíos que gobernaban
contra la ley de Dios. Alguna vez, arrastrada de su temperamento
impresionable, sintió impulsos vehementes de seguir el ejemplo de
Judith, haciendo expiar a algún malvado tan horribles sacrilegios.
Quisiera tener en su mano a los perseguidores de Jesús para deshacerlos
y convertirlos en polvo. Cuando estos ímpetus crueles la cogían,
quedábale siempre una eterna compasión por las inocentes víctimas de las
iras de la impiedad, y un vago deseo de contribuir con su sangre al
reinado de Jesús y María sobre todas las potestades de la tierra. Sintió
que en su corazón nacía un algo que la impulsaba hacia la vida activa,
persuadiéndola a que dejase por algún tiempo las dulzuras de la
contemplación por los dolores de la lucha, el reposo, por el trabajo, el
encanto de la soledad por el tumulto; escuchó, como la esposa del
sagrado Cantar, una voz que le decía: _«Ábreme, hermana mía, amiga mía,
mi paloma, mi inmaculada; porque mi cabeza está llena de rocío y mi
cabellera mojada por las gotas de la noche.»_ Vio claramente que su
Jesús padecía por las injusticias de los hombres y que demandaba su
concurso, que le pedía una nueva prueba de amor arrancándola al
bienestar que disfrutaba y arrojándola en medio de los huracanes del
mundo.

Pero la hermosa joven vio al mismo tiempo las enormes dificultades que
surgían delante de ella al primer paso que intentara dar, las
persecuciones de que sería objeto y lo extravagante que parecería su
conducta aun a las personas que la amaban. Comprendió su debilidad, tuvo
miedo a los amargos dolores que se le preparaban y respondió como la
esposa: _«He quitado ya mi túnica; ¿cómo ponérmela otra vez? He lavado
mis pies; ¿cómo mancharlos nuevamente?»_ Largo tiempo estuvo luchando
consigo misma para apagar la voz que la llamaba a la vida activa, y
convencerse de que ella no serviría de nada a la causa del Señor, pero
fue en vano. A todos sus especiosos argumentos contestaba vigorosamente
la voz haciéndole presente que no debía preocuparse de si su concurso
serviría o no serviría, sino más bien de la voluntad con que lo
prestaba; que Dios se complace muchas veces en mostrar su poder
encargando la consecución de grandes empresas a una humilde y flaca
criatura, de lo cual daban testimonio bien patente la ínclita Juana de
Arco, Santa Catalina de Siena, Santa Teresa y otras egregias vírgenes
que realizaron, contra altos poderes de la tierra, obras portentosas.

Un suceso de poca monta vino a decidir a María. Su tío Rodrigo, marqués
de Revollar, que era uno de los magnates más importantes de la corte del
Pretendiente, teniendo noticia de su acendrada fe y de las relaciones
que mantenía con los partidarios de la monarquía católica en Nieva, le
escribió desde Bayona preguntándole si se prestaría a servir de
intermediario de la correspondencia entre él y don César Pardo,
presidente de la junta carlista. María se apresuró a responder que
tendría en ello mucho gusto, y desde entonces empezó a recibir con
frecuencia cartas de su tío, dentro de las cuales venían otras para don
César, que eran, a no dudarlo, el hilo por donde la conspiración
carlista de Nieva se anudaba a las altas esferas de donde partían las
órdenes. Y sin saber cómo, viose comprometida, sin que de ello le
pesara, en la causa de los buenos cristianos que trataban, como a menudo
escuchaba en boca de don César y de otros, de volver a Jesús a su santo
trono y arrojar de él a la soberbia y la herejía. Lejos, pues, de sentir
temor ni pesar por esto, crecieron sus ánimos con el peligro que corría,
lo cual fue para ella señal evidente de que el favor del cielo la
acompañaba, y enfrascose cada vez más en la empresa de los
conspiradores, acudiendo a sus reuniones y sirviéndoles con celo y
entusiasmo en todo lo que podía. Cuando la intentona armada de don
César, ella fue quien bordó el estandarte y los corazones de franela que
los defensores de la fe llevaban cosidos al chaleco. Los conspiradores
sentían hacia ella grandísimo respeto por la fama de santidad de que
gozaba, y le profesaban profundo cariño por el entusiasmo con que había
abrazado su causa. En algunas de sus asambleas, invitada a emitir
opinión, lo hizo con tanto ingenio y elocuencia, había tal fuego y al
mismo tiempo tanta discreción en sus palabras, que los conjurados vieron
en la hermosa joven un ángel enviado por Dios para sostener su fe y
hacerles persistir en sus grandes propósitos.

Después del fracaso de don César, los carlistas de Nieva quedaron
bastante abatidos, María derramó muchas lágrimas y pidió a Dios con
fervor que no hiciesen prevalecer la iniquidad y la mentira sobre su
santa ley y se compadeciese de los buenos defensores, desterrados y
perseguidos a la sazón. Y, en efecto, Dios, compadecido, permitió que
don César y la mayor parte de los jóvenes que con él fueron desterrados
a las islas Canarias, se fugasen en un vapor extranjero y volviesen de
incógnito a su patria, ocultándose en las casas de los amigos fieles y
valerosos. Entonces, los partidarios de la tradición cobraron algunos
bríos y tornaron nuevamente a conspirar, si bien vagamente y sin objeto
determinado. El objeto no apareció hasta después de algún tiempo en que
el bravo y obstinado don César les insinuó la idea de dar un golpe de
mano atrevido que los pusiese repentinamente en aptitud de luchar
ventajosamente contra la escasa tropa que había en la provincia. El
golpe de mano que el valiente cabecilla les propuso, fue nada menos que
apoderarse de la Fábrica de armas de Nieva. Al principio pareció a todos
desatinado el proyecto, mas poco a poco, a fuerza de dar vueltas a la
idea, fueron viéndolo menos inaccesible y hasta empezaron con lentitud y
sin gran entusiasmo a preparar los medios de llevarlo a término.
Hallándose en tal estado las cosas, una tarde se presentó María en la
casa donde don César se ocultaba y quiso hablarle a solas. Lo que la
joven le dijo debió ser tan importante y halagüeño, que el viejo
cabecilla le dijo con voz conmovida, apretándole la mano y dándole un
beso en la frente:

--Hija mía, usted va a ser nuestra salvación. Dios quiere poner en unas
manos tan delicadas la suerte de muchos valientes y ¡quién sabe si
también el triunfo de la causa!

Volvió a casa la joven y retirose a su cuarto, donde hizo oración largo
rato, y después bajó a la habitación de su madre. No tardó Ricardo en
llegar, como tenía por costumbre. Después de algunos momentos de
conversación general, doña Gertrudis empezó a dormitar y los dos jóvenes
se retiraron al hueco de un balcón a decirse los dulces secretos de
todos los días, más dulces y más amables cuanto más se repiten. María
estaba preocupada. Su novio, con la perspicacia del que ama de veras, lo
notó al instante.

--¿Qué tienes hoy?... Parece que estás agitada...

--Me siento triste, Ricardo..., me siento triste como si fuera a
sucederme una desgracia.

--Son los nervios que trabajan demasiado en ti, querida. Los ayunos te
debilitan mucho. Debieras suspenderlos, así como tantas horas de
oración, por algún tiempo... Te están poniendo muy delgada.

--Al contrario, nunca me he sentido tan bien como estos días. No son los
nervios, sino una verdadera tristeza... Es el alma quien padece y no el
cuerpo.

--¿Pero tienes acaso algún motivo de disgusto?...

--Tengo un presentimiento.

--¡Bah, quién hace caso de presentimientos!

María guardó silencio y Ricardo también. Era la hora del obscurecer.
Ambos tenían la vista fija, al través de los cristales, en la gran
plaza de Nieva, cercada de soportales, donde los chicos que acababan de
salir de la escuela se recreaban corriendo y chillando. El sol se había
retirado ya, dejando sobre el tejado de las casas consistoriales un gran
pedazo de cielo teñido de leve tinta rosada, que hacia el cenit tomaba
matices azules y hacia el horizonte amarillos. Los habitantes de la
villa discurrían por las calles evacuando los últimos negocios del día y
gozando aquel suave crepúsculo, al que no estaban avezados. Los balcones
del café de la Estrella estaban ocupados por algunos parroquianos, que
pasaban su errante mirada por los ámbitos de la plaza. En el balcón de
la casa de enfrente, un niño de ojos azules y blonda y rizada cabellera
se entretenía en arrojar con un canutillo pompas de jabón, que unos
cuantos pilluelos desde abajo recibían con no poca algazara,
deshaciéndolas con la gorra y el pañuelo.

Al cabo de un rato, María volviose hacia su novio, y posando en él una
mirada intensa y ansiosa, le dijo con voz que temblaba:

--Ricardo, ¿me quieres mucho?

--¿Cómo me preguntas eso?... ¿No lo sabes bien?

--Sí, sé que me quieres, me has dado ya pruebas de ello..., pero en el
amor, como todo lo que no pasa de este mundo, hay siempre más y menos.
Sólo el amor divino es infinito. El que me tienes ha resistido bien a
ciertas pruebas; ¡quién sabe si podrá resistir a otras!

--El amor que te tengo--dijo el joven marqués apoyando la mano sobre el
corazón--tiene fuerza para resistir a todas las pruebas.

--¿A todas?

--A todas.

--¿Y si yo te pidiese la vida?

--¡Bah, bah!--repuso alzando los hombros con ademán desdeñoso--, eso
sería pedir muy poco.

María sonrió con satisfacción, y después de una pausa preguntó
tímidamente:

--¿Y si te pidiese el honor..., o lo que vosotros los hombres entendéis
por honor?...--añadió corrigiéndose.

Ricardo se puso levemente pálido y tardó algún tiempo en contestar. Al
fin dijo en voz más baja y con calma:

--El honor, querida mía, no nos pertenece; es un depósito que el cielo
pone en nuestras manos al nacer y del cual nos pide cuenta al morir.

Un relámpago de indignación y desprecio pasó por los ojos de María al
escuchar estas palabras.

--¿Y quién os ha dicho a vosotros lo que el cielo os deja y os pide, y
por qué mezcláis al cielo en cosas que pertenecen muchas veces al
infierno?...

Pero, calmándose inmediatamente y comunicando a sus palabras un tono
dulce y persuasivo, añadió:

--Lo que el cielo confía al hombre al nacer nadie puede revelarlo más
que la religión, y ésta nos dice que el hombre cifra no pocas veces su
honor en lo que debiera considerar como su ruina y perdición...
Generalmente, lo que el mundo más aprecia y apetece va contra la ley de
Dios. Por eso debemos hacer muy poco caso de ese pretendido honor con
que se disfraza el orgullo y la soberbia. El verdadero honor del
cristiano consiste únicamente en servir a Dios y cumplir sus santos
preceptos... Escucha, Ricardo... Cuando te preguntaba si me amabas mucho
es porque tenía necesidad de saberlo..., de saberlo con entera y
absoluta certeza... Voy a hacerte una confesión, después de la cual, si
eres tan virtuoso y tienes tanta fe como puedo exigir de ti, tal vez me
ames más... Si tu fe es tibia y vacilante y pagas tributo a las frívolas
consideraciones mundanas, seguramente me amarás menos y quizá llegarás a
huirme...

--¡Eso nunca!

--Aguarda un instante... Figúrate que tu novia, desechando y aun
violando ciertas reglas que la sociedad exige y traspasando los límites
que señala siempre a la mujer, sobre todo cuando es una niña soltera, se
mezcla en asuntos puramente varoniles..., por ejemplo, en política... Y
no sólo se mezcla con el pensamiento y la palabra, sino que toma en ella
una parte activa. Figúrate que entra en una conspiración y trabaja con
ahínco para que triunfe su causa... y pone en peligro su vida o su
libertad para conseguirlo...

--¿Pero tú?

--Sí--dijo con resolución--; yo estoy unida con toda mi alma a una
conspiración..., yo trabajo con todas mis fuerzas por el triunfo de la
causa de los buenos. ¡Bien sabe Dios que no me importa nada que
gobiernen unos u otros ni me ha arrastrado a tal proceder ninguna
consideración terrenal! Pero he visto y estoy viendo maltratada a la
religión y sus ministros, estoy viendo en peligro la salvación de muchas
almas, veo todos los días al divino Jesús y su dulce nombre escarnecidos
por los impíos que mandan casualmente en España, poniéndole una corona
de espinas mil veces más dolorosa que la que llevó en Jerusalén... y
siento que sus ojos me imploran y escucho su voz celestial que me
solicita para que afloje un poco aquella terrible corona... ¿Crees tú
que debo posponer los sublimes intereses de la religión, la salud de mi
alma y la gloria de Jesús al pueril temor de desagradar al mundo?

--Yo no sé nada--dijo sordamente Ricardo, abismado en profunda
meditación.

--¡Ves cómo tenía razón! Ahora que me he confesado contigo y te he dicho
mi secreto, ya no me quieres y no tardarás seguramente en alejarte de mí
y dejarme abandonada.

La última palabra de la joven hizo levantar vivamente la cabeza a
Ricardo, quien, presintiendo algo grave, repuso en tono malhumorado:

--¿Y qué es lo que te ha movido a confiarme todas estas cosas que tanto
reservaste hasta ahora?

--Ante todo perdóname que no te las haya confiado antes. Eran secretos
que no me pertenecían... Además, recelaba que no pensarías como yo y
levantarías algún obstáculo a mis planes... Pero hoy has variado mucho;
eres más piadoso y amas el nombre de cristiano que posees. Por eso me
decidí a abrirte enteramente mi alma y a poner en tus manos fieles y
seguras la vida de muchos hombres generosos... Yo soy muy débil, Ricardo
mío; no soy más que una pobre niña incapaz de luchar ni de resistir...
¡No me abandones..., por Dios, no me abandones!...

El joven presintió el peligro mucho más próximo y exclamó:

--¡Acabemos de una vez, María, y sepamos de qué se trata!

--Se trata de un gran merecimiento que puedes contraer para salvarte si
abandonas las nefandas sugestiones del mundo y acudes al llamamiento del
cielo... En esta villa existe un arma poderosa que en vez de servir a
Dios, como todo el mundo debe servir, es un temible auxiliar del
demonio. Esta arma es la Fábrica de fusiles... (María se detuvo un
instante, y echando una mirada de temor a su amante, añadió con voz
temblorosa): Tú puedes arrancar al demonio esta arma para ponerla en
manos de Dios, entregando la Fábrica a los defensores de la religión,
y...

Se detuvo otra vez mirando con espanto el rostro lívido y contraído del
joven marqués, que agarrándola del brazo y sacudiéndola fuertemente
rugió más que dijo:

--¿Quién te ha sugerido la idea de proponerme eso?... Respóndeme...
¿Quién ha sido el miserable, el vil y el canalla que te lo ha
aconsejado?... ¡Quiero ir ahora mismo a arrancarle la lengua! Dímelo,
dímelo, María... De ti no ha nacido ese pensamiento... Tú no has podido
pensar que tu prometido, el marqués de Peñalta, el descendiente de
tantos caballeros nobles, un militar pundonoroso y leal, pudiera
escuchar con calma semejante proposición... Tú no has podido imaginar
que el hombre que te adora sea un cobarde traidor a quien sus compañeros
escupirían con razón en la cara... Sólo así te puedo perdonar las
horribles palabras que acabas de proferir... Oye, por Dios, María... En
este momento tengo la cabeza encendida y el corazón helado... Escucho
dentro de mí una voz que me anuncia una gran desgracia. Pues bien, en
este momento te digo que te quiero con toda mi alma..., hasta dar por ti
la vida con gusto..., pero si el amor que te tengo se multiplicase por
mil y no cupiese en este mundo, lo ahogaría, lo apagaría como se apaga
una luz..., de un soplo, y me quedaría toda la vida en tinieblas antes
que prestarme a tal villanía... ¡Qué digo!... Si el mismo Dios bajase a
proponérmela y me amenazase con las penas eternas del infierno, la
rechazaría... Preferiría condenarme con los leales a salvarme con los
traidores.

María bajó consternada la cabeza. Al cabo de un rato pudo articular
débilmente:

--No me entiendes, Ricardo, ni yo te entiendo tampoco. Para juzgar las
cosas de este mundo nos colocamos en puntos de vista muy distintos. Tú
miras por el cristal de las convenciones establecidas por los hombres y
yo únicamente por la de la ley de Dios. Para ti el renombre de valiente,
la fama de leal y de noble es lo primero. Para mí lo principal es la
salvación del alma... Perdóname si te he ofendido, y que ese honor, al
cual rindes tan fervoroso culto, te sirva para no acordarte de lo que
hemos hablado.

Ricardo posó sobre la joven una mirada prolongada y triste. Acababa de
hacerse cargo de que aquella mujer no podía ser suya; que en aquel
corazón idolatrado, henchido de sentimientos misteriosos, quizá grandes
y sublimes, pero incomprensibles para él, ocupaba lugar muy secundario.
Una lágrima saltó a sus ojos y se deslizó temblorosa por sus mejillas.

--Tienes razón, María..., no te comprendo... Mi padre fue un hombre
honrado, y tampoco te comprendería... Mi abuelo fue un militar que
perdió la vida defendiendo a su patria, y tampoco te comprendería...
Pero mi padre y mi abuelo se ofenderían, como yo me ofendo, de que
alguno les recordase que debían guardar los secretos que se les
confiaba.

Ambos guardaron silencio obstinado mirando tristemente al través de los
cristales de la gran plaza de Nieva, que las sombras de la noche
empezaban a ocultar. Los transeúntes se retiraban a sus casas con paso
tardo y perezoso. Algunas luces brillaban ya en el fondo de las
viviendas. Los pilluelos, que recibían afanosos las pompas de jabón que
el chico de la casa de enfrente les arrojaba, habían desaparecido, y
aquél, harto de soplar por el canuto, concluyó por dejarlo en el suelo,
así como la taza del agua, poniéndose a hacer muecas a Ricardo y María.
Pero éstos, graves y rígidos, no le hicieron caso como otras veces, y el
niño, sorprendido de hallarlos tan serios, quedose también inmóvil
mirándoles fijamente con sus claros y hermosos ojos de querubín.



XIII

EN QUE SE NARRAN LOS TRABAJOS DE UNA VIRGEN CRISTIANA


El comandante general que la vacilante república española tenía en la
provincia de... era bastante bárbaro (dicho sea sin ánimo de inferirle
agravio, pues todo hombre tiene derecho a ser lo bárbaro que juzgue
conveniente dentro de la sana moral y las buenas costumbres). Lo primero
que hizo, así que tuvo noticia por _un soplo_ de que los carlistas de
Nieva preparaban una _algarada_ (así la llamaba él) e intentaban nada
menos que apoderarse de la Fábrica de armas, fue llamar al comandante
Ramírez y decirle:

--Necesito que antes de una hora salga usted con dos compañías y
acompañado del inspector de policía para Nieva; y en cuanto llegue usted
allá me prenda usted y me traiga amarrados codo con codo, ¿lo entiende
usted bien?, amarrados codo con codo, a todos los individuos que van
apuntados en ese papel.

--Está bien, mi general.

--Para custodiarlos no hace falta más que media compañía. Usted, con lo
restante de la fuerza, se pone a las órdenes del coronel director hasta
que yo disponga otra cosa.

--Está bien, mi general.

Cuando el comandante Ramírez, después de hacer su saludo, salía por la
puerta del despacho, el brigadier volvió a llamarle.

--Oiga usted, Ramírez, ¿cómo le he dicho que trajese a los presos?

--Amarrados codo con codo, mi general.

--Perfectamente. Vaya usted con Dios.

La noche en que las dos compañías llegaron a Nieva era la señalada por
los amigos de don César para dar el grito de guerra y apoderarse de la
Fábrica. La conspiración estaba bien tramada. A la una de la madrugada
debían reunirse cincuenta hombres en la huerta de un rico hacendado
carlista y otros cincuenta en la bodega de otro para proveerse de armas
y uniformes. A las dos en punto marcharían todos hacia la Fábrica, cuya
guardia, encomendada a la sazón al joven marqués de Peñalta, no pasaba
de veinticinco hombres, y la atacarían ostensiblemente por las puertas,
mientras otros escalarían por detrás las tapias. Una vez dentro, se
apoderarían rápidamente de los fusiles construidaos, cargándolos sobre
mulos, que también estaban preparados, pegarían fuego a los talleres y
se saldrían a toda prisa de la población. Para cuando fuesen atacados
contaban llevar ya quinientos o seiscientos hombres bien provistos de
armas y municiones. Don César no dudaba del buen éxito de su atrevida
empresa; pero el maldito _soplo_ tradicional en todas las conspiraciones
habidas y por haber, vino a dar al traste con los proyectos del bravo
caballero.

A las once de la noche el comandante Ramírez y el inspector de policía
tenían presos ya a todos los individuos de la junta y a diez o doce de
los más caracterizados carlistas de Nieva, los cuales, amarrados y
custodiados por media compañía, según las prevenciones del comandante
general, esperaban debajo de los soportales del Ayuntamiento la orden de
marcha. La única mujer que iba entre ellos era María. En vano don
Mariano, con lágrimas en los ojos, suplicó al jefe de la fuerza que le
permitiese llevarla en un coche. El comandante Ramírez manifestó que
sentía muchísimo no poder complacerle y que lo único que en su obsequio
haría era llevarla suelta y aguardar unos instantes a que le trajesen
calzado fuerte y ropa de abrigo, exponiéndose por ello a incurrir en las
iras del general, que era... (Aquí el comandante Ramírez hizo uso del
adjetivo que ya hemos tenido el honor de emplear.)

Al fin se dio la orden y el teniente emprendió la marcha con los presos.
Don Mariano no quiso dejar a su hija. Aunque no llovía en aquel momento,
la noche estaba muy húmeda y el piso, según acusaban las polainas de los
soldados, verdaderamente asqueroso. En la villa se hallaban ya casi
todos al corriente de lo que pasaba, y muchos bultos negros,
silenciosos, ocupaban los balcones, sacándose los ojos para ver cómo
desfilaban los presos. Al pasar por cierta calle una voz irritada de
mujer gritó desde un balcón:

--¡Infames, ya las pagaréis todas en el infierno!

Los soldados levantaron la cabeza y tornaron a bajarla, prosiguiendo
silenciosamente su marcha, cuyo rumor acompasado infundía tristeza y
miedo. Todos ellos sentían sobre sus roses una continua descarga de
miradas de odio, que, a pesar de no merecer, recibían con la resignación
del que está avezado a padecer injusticias. Pronto dejaron las últimas
casas del pueblo y entraron en la carretera, cuyo primer trozo estaba
guarnecido de altos álamos.

El cielo seguía negro y espeso, envolviendo en tinieblas a la tierra.
Apenas se percibían los bultos de los árboles cercanos y los de tal casa
que otra de labranza construidaa al borde de la carretera. Los pies de
los viajeros no producían el ruido seco que cuando caminaban por el
empedrado de la villa, sino un chapoteo aún más triste. El teniente, que
era un mancebo de veinte años, bastante simpático, dio la orden de
colocarse en dos filas, dejando a los presos en el medio. Después se
acercó a ellos, y, preguntándoles si se les ofrecía algo, disculpose con
frases corteses de llevarlos atados; pero ya debían tener noticia de que
el general era bastante... (El joven teniente hizo uso del mismo
adjetivo que su comandante y que nosotros, los primeros, hemos echado a
volar.) Los presos murmuraron las gracias encerrándose en un silencio
digno. Al poco rato comenzó a llover fuertemente. Don Mariano, que no
había cruzado la palabra con su hija, abrió el paraguas apresuradamente
para taparla y la estrechó largo rato contra su corazón, murmurándole en
el oído:

--¡Hija mía, qué trago tan amargo me haces pasar!... Embózate bien...
¿Tienes frío? ¡Oh, me las pagará ese bruto!... Iré a Madrid a ver al
ministro de la Guerra y conseguiré mandarlo a un castillo. ¿Te entra el
agua por algún sitio, corazón mío? ¿Quieres mi impermeable?... ¡Mandar
traer atada a mi hija!... ¡Ah, grandísimo puerco! ¿De qué cuadra te
habrá sacado este gobierno de sainete?... Si te pones enferma, le mato
irremisiblemente... Pero a ti, mentecata, ¿quién te ha metido en estos
líos de conspiraciones sin mi permiso?... ¡Si no te hubiese dejado
arrastrar tanto los zapatos por las iglesias, a estas horas no estaría
pasando tales amarguras! ¿Qué tienes tú que ver con los carlistas ni con
los republicanos?... Una niña bien educada se está en su casa
quietecita, cuidando de las camisas de su padre y haciendo calceta...,
¿estamos?..., y haciendo calceta... ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Mandar traer
atada a mi hija!... ¡Si le veo no respondo de no echarle las manos al
cuello!...

--Cálmate, papá..., cálmate, por Dios... Voy perfectamente... Cuando se
sufre por Dios, el sufrimiento se convierte en placer. Nunca me he
sentido tan bien como en este momento... y es porque advierto en mi
alma el consuelo de haber hecho algo por restablecer a Jesús en su santo
reino... Lo único que me hace padecer es verte disgustado... ¡Ay, papá,
cuánto daría porque tu fe fuese tan viva y ardiente como la mía, para
que despreciases todos los dolores de la tierra y marchases tranquilo y
contento como yo marcho adonde Dios quiera llevarme!

Don Mariano sintió que un torrente de palabras irritadas y coléricas se
le agolpaban a la garganta, pero no pudo darle salida. Lo único que hizo
fue echarle el impermeable encima a su hija, dejando escapar una especie
de gruñido de elocuencia conmovedora.

Cesó de llover al fin. Sintiose un leve soplo de viento ábrego y la
espesa capa del cielo comenzó a enrarecerse despidiendo tenue y escasa
claridad, que hizo resaltar las siluetas de los soldados y los árboles y
los enormes bultos de las montañas que cerraban el valle. El silencio en
la comitiva era sepulcral. Los presos no cambiaban entre sí palabra
alguna, devorando su rabia y tristeza. En la campiña tampoco se
escuchaba ninguno de los gratos ruidos que acrecientan el misterio de la
noche y llenan el alma de suave melancolía. Sólo al pasar por delante de
alguna casa se oía dentro el gruñido amenazador de un perro que
protestaba contra el desfile de la tropa a hora tan inusitada y tal vez
que otra el no más dulce murmullo del sargento Alcaraz, que maldecía de
la noche, de su suerte y de la madre que le había parido.

El viento siguió soplando cada vez más vivo; un viento tibio y húmedo
que los presos encontraban asaz siniestro. Los árboles que bordaban las
orillas de la carretera se retorcieron angustiados, dejando caer toda el
agua de que estaban cargados. En la escasa claridad del cielo comenzaron
a resaltar los bultos de grandes nubarrones negros que rodaban
velozmente por la atmósfera cual si viniesen perseguidos de cerca por
algún monstruo de la noche. Detrás de estas nubes no se percibía el azul
oscuro del firmamento, sino un espeso manto gris que parecía
impenetrable. No obstante, el viento, cuyo ímpetu iba siempre en
aumento, logró desgarrarlo, al fin, por algunos sitios, formando gratos
agujeros, en el fondo de los cuales se percibía el suave fulgurar de
alguna estrella. Las grandes nubes negras venían a taparlos; pero el
manto se desgarraba por otros parajes a toda prisa y las diminutas
estrellas tornaban a hacer guiños amables a la tierra. Al cabo, una gran
luz argentada bañó súbitamente toda la campiña. La luna había aparecido
entre dos nubes, bella y esplendorosa como una virgen que abre las
ventanas de su aposento. Mas apenas hubo echado una mirada curiosa a
nuestra comitiva, cuando los nubarrones se estrecharon, poniendo venda a
sus ojos y dejando a la tierra triste y sombría. De nuevo volvió a
aparecer en lo alto y otra vez tornó a ocultarse, mirando resbalar por
delante de sí una legión presurosa de nubes de todas formas y tamaños
que volaban a regiones desconocidas. En el espacio de media hora
presentose y ocultose un número incalculable de veces, ofreciéndose a
los ojos de los viajeros como un navío presto a sumergirse en aquel
océano inquieto y tenebroso.

Por último, sosegó la tempestad del cielo. Poco a poco habían ido
desapareciendo detrás de las montañas los espesos nubarrones que
manchaban la faz del firmamento. Unos cuantos que habían quedado
rezagados y que a largos intervalos, cruzando por delante de la luna,
sumían a la tierra en las tinieblas, también traspusieron los picos de
las montañas. Y quedó el firmamento sereno y límpido, desplegando su
oscuro manto tachonado de estrellas. La luna trazaba un círculo luminoso
a su alrededor, en el cual, como reina orgullosa, no permitía brillar
ningún otro astro. El dilatado valle pareció estremecerse suavemente de
placer al sentir el beso de la luz. Y de sus bosquecillos de naranjos, y
arroyos sosegados y blancos caseríos esparcidos aquí y allá dejó escapar
millones de reflejos que se perdieron con dulce misterio en el aire. En
ciertos parajes se extendían grandes sábanas argentadas donde se
percibían con admirable claridad las siluetas de los árboles y vallados;
en otros se acumulaban las sombras protegiendo el sueño de las plantas.
El anchuroso valle así iluminado ofrecía un aspecto de lago dormido.

Después de caminar bastante tiempo por el medio, nuestra comitiva tocó
en las montañas que lo cercaban. Era necesario trasponerlas para entrar
en la campiña que rodea a... La carretera penetraba por los sitios más
accesibles, ciñendo el costado de uno de los montes con declive bastante
pronunciado. El horizonte se estrechaba de modo extraordinario. Al
comenzar la subida, el teniente mandó hacer alto delante de un enorme
mesón situado al pie de la carretera, y haciendo llamar al dueño le
obligó a levantarse y a servir vitualla a la tropa. Los presos entraron
en la casa y descansaron buen rato. Y otra vez emprendieron la marcha
subiendo con calma el áspero repecho.

La briosa vegetación del valle había desaparecido. Los montes, que se
cerraban cada vez más, dejando apenas paso a la carretera, estaban
vestidos únicamente de helecho. De vez en cuando se tropezaba con el
agujero de alguna mina de carbón, abierta sobre el camino. Don Mariano
no pudo resistir a la tentación de hablar del ferrocarril de Nieva, y se
acercó al teniente mostrándole por dónde iba el trazado de Sotolongo y
explicándole ampliamente las ventajas que llevaba sobre el de Miramar.
El piso estaba bastante más enjuto a causa de la pendiente, y la luna
seguía desde lo alto esclareciendo la ruta, posando su dulce y tranquila
mirada sobre los viajeros. Oyéronse los acordes de una guitarra. ¡Cuándo
dejó de sonar la guitarra en una marcha de soldados españoles! Y una voz
de timbre varonil, con acento del Mediodía, cantó:

    _Como cosita propia
    te miraba yo,
    te miraba yo;
    pero quererte como te quería,
    eso se acabó,
    eso se acabó._

Cuatro o cinco soldados esparcidos en distintos puntos acusaron también
su origen meridional, gritando al concluirse la estrofa: «¡Olé, olé!»
Aquella canción, nacida en el ardiente suelo de Andalucía, fue una
varilla mágica que ahuyentó la tristeza de los corazones. Las montañas
severas, poseídas de súbito enternecimiento, hicieron resonar la voz del
soldado, conduciéndola muy lejos al través de sus gargantas y
quebraduras. Entabláronse animadas conversaciones en la tropa que se
suspendían cada vez que el soldado andaluz lanzaba al aire una copla.
Los presos continuaban en su obstinado silencio.

Todos marchaban perezosamente, con la boca entreabierta, gozando, sin
darse cuenta, del cambio favorable que la noche había experimentado. De
pronto, al salvar una de las numerosas revueltas de la carretera, en el
sitio más fragoso de la divisoria, oyose el disparo de un fusil. Un
soldado vino a tierra. Casi al mismo tiempo el grito formidable de
_¡Viva Carlos Séptimo!_ fue lanzado al espacio. Al levantar la cabeza
vieron todos no a mucha distancia y en pie sobre una de las rocas que
dominaban el camino, a un hombre de grandes bigotes blancos vestido con
zamarra y boina. Los presos reconocieron inmediatamente en él al
presidente de la Junta, don César Pardo. El teniente ordenó en batalla a
la tropa temiendo una emboscada, y mandó hacer fuego; pero la descarga
no dio resultado. Disipado el humo, tornaron a ver a don César cargando
tranquilamente su arma. Al dispararla, gritó otra vez con más fuerza:

--¡Viva Carlos Séptimo!

--¡Mal rayo te parta, viejo zorro, me has destrozado un brazo!--exclamó
el sargento Alcaraz llevando la mano a la herida.

--¡Segunda fila, apunten, fuego!--dijo el teniente.

Tampoco se consiguió nada. Don César disparó de nuevo, gritando:

--¡Viva la religión!

Entonces el teniente ordenó con voz colérica:

--¡Fuego a discreción!

Un tiroteo incesante partió de la media compañía formada en batalla.
Pero el solitario enemigo ni huía ni caía. En pie sobre la roca, sin
intentar siquiera guarecerse detrás de alguna piedra, seguía cargando y
disparando su arma, repitiendo siempre con voz terrible:

--¡Viva Carlos Séptimo! ¡Viva la religión!

Raro era el disparo que no ocasionase alguna baja en la tropa. La luna
iluminaba su rostro altivo y feroz surcado de arrugas.

--¿Me conocéis?--gritó sin dejar de hacer fuego--. Soy don César Pardo,
cristiano viejo y carlista de los pies a la cabeza.

--¡Eres un ladrón!--contestó un soldado.

--Oye, chiquito; te tiembla mucho el pulso y tus balas pasan muy lejos.

--¡Allá va ésa!

--¡Nada..., no has acertado!... Si trajese diez hombres conmigo, ¡cómo
correríais todos, falderillos!

--Haced lo que queráis, muchachos... ¡A matar ese perro!--gritó el
teniente en el colmo de la irritación.

Los soldados se lanzaron veloces a la montaña y se pusieron a treparla
con la agilidad de gatos monteses. La rabia de que estaban poseídos
redoblaba sus fuerzas. Pero al mismo tiempo el teniente, que había
arrebatado el fusil a uno de los soldados, disparó sobre don César y le
volcó.

--Basta, muchachos..., volveos..., ya cayó el milano--tornó a gritar con
acento de triunfo.

--¡No tiene más que una pata herida!... ¡Todavía le queda el
pico!--repuso el cabecilla con voz ronca.

Y, en efecto, con el muslo atravesado consiguió incorporarse y cargar su
fusil, que disparó inmediatamente sobre los que subían. Éstos lanzaban
rugidos de cólera mientras se iban agarrando a los helechos o hincaban
las uñas en el musgo para trepar más presto.

--¡Venid, venid, cobardes!--decía don César trasportado también por el
furor--. Venid a aprender a pelear... ¿Veis cómo se bate un oficial
carlista?... ¿Veis cómo vale por cincuenta republicanos?... Contad
mañana vuestra hazaña al general Bum Bum que os ha enviado... ¡Que os
den la cruz laureada, valientes! ¡Allá va ese tiro por don Carlos!... Ya
sé que lleváis una niña presa, bravos soldados de la república... Allá
va ese otro por doña Margarita... ¿Te ha sabido mal la peladilla,
muchacho?... ¡Oh, me alegro que ya estéis aquí! ¡Viva Carlos...!

No pudo acabar. Un soldado, que había llegado a la cima, le puso el
cañón del fusil en la frente, y le deshizo la cabeza, diciendo:

--¡Muere, cochino!

Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban:

--¡Déjamelo a mí; déjamelo a mí!

Al llegar con las mejillas pálidas y los ojos inyectados, todos
dispararon sobre el cuerpo inanimado del terrible cabecilla, que pronto
quedó espantosamente destrozado. Una vez concluido aquel acto de
barbarie, engendrado por la cólera, los soldados quedaron silenciosos.
Calmada la irritación, se hicieron cargo de que habían luchado contra un
hombre solo y no quedaron satisfechos de sí mismos. A su despecho se
sentían poseídos de admiración.

--¡Tenía agallas el viejo!--dijo uno, limpiándose unas gotas de sangre
que le habían saltado a la cara.

--¡Bien reñido estaba con la vida!--manifestó otro.

--La verdad es, muchachos, que uno por uno este viejo se hubiera tragado
a la media compañía con trapos y todo--concluyó por apuntar un tercero,
sin que nadie protestase.

En la tropa habían resultado cinco heridos. Colocáronlos como pudieron
en andas improvisadas y emprendieron nuevamente la marcha. Lo mismo los
soldados que los presos caminaban silenciosos y tristes, profundamente
impresionados por el trágico suceso que acababa de ocurrir. El cielo
seguía tan plácido y sereno como antes, y en medio de él la luna, que
acababa de alumbrar con su luz tibia y poética aquella lucha desigual,
seguía esparciéndola sobre la comitiva, que ascendía lentamente por la
carretera y sobre el lívido y destrozado cadáver que dejaban atrás,
encima de la roca. Las luchas, las alegrías, los dolores de estos pobres
diablos que nos movemos por la tierra, ¡qué valor tienen, qué significan
ante la paz augusta de los cielos! Para ellos lo mismo pesa la caída de
un imperio que la de una hoja, lo mismo suena el suspiro de una niña
enamorada que el estertor de un moribundo. «La naturaleza es sorda--dijo
el gran Leopardi--y no sabe compadecer.»

Pero María caminaba con los ojos clavados en el firmamento, mirándolo de
un modo muy diverso. Allí donde el poeta no encontraba sino una voluntad
ciega incapaz para el bien, la piadosa niña veía un Dios providente y
misericordioso, tan misericordioso como terrible, que acogía en su seno
a los buenos y mandaba a los malos a penar eternamente; un Dios que,
como nosotros, se ablandaba con las súplicas y las lágrimas. Sintiose
conmovida pensando en la suerte que correría ante la justicia divina el
alma del que acababa de expirar, y por un movimiento vivo y espontáneo
de su corazón, dijo con alta y sonora voz:

--Por el alma del difunto don César Pardo: «Padre nuestro que estás en
los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nos el tu reino, hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo.»

Los presos contestaron rezando con fervor. Algunos soldados hicieron lo
mismo. Después siguieron caminando en silencio, sin que se escuchase más
que el ruido de su fatigosa respiración, y tal vez que otra las quejas
de los heridos, no muy bien acomodados en sus parihuelas. Salvaron, al
fin, el punto más alto de los montes divisorios y comenzaron a bajar
hacia el extenso valle de... Rayaba ya el alba en los confines del
Oriente. El oscuro azul del cielo por aquel lado se desvanecía en una
claridad pálida y triste que borraba también el centelleo de las
estrellas. Los viajeros sintieron un vientecillo fresco y desagradable.
Muy pronto se extendió una gran franja dorada sobre las colinas de
Levante, y la comitiva pudo contemplar a su placer el dilatado valle que
tenía a los pies. Algunos jirones de niebla se alzaban lentamente del
fondo de los arroyos que lo surcaban, y allá, al Occidente, una gran
cortina de montañas negras, en cuyas cimas aun blanqueaba la nieve,
cerrábalo bruscamente arrojando sobre él un manto de sombra. A pesar de
esta sombra, los ojos de los viajeros, conocedores del terreno,
distinguieron en la misma falda de la negra cortina la aguja de la torre
de la catedral. Los presos y sus custodios llegaron al llano y
atravesaron el valle de un cabo a otro, empleando en ello mucho tiempo,
a causa principalmente del cuidado que exigían los heridos. Por último,
tocaron a las ocho de la mañana en las primeras casas de los arrabales
de...

Los habitantes de la capital habían tenido noticia del repentino golpe
que su gobernador militar había dado a los carlistas de Nieva, y una
gran muchedumbre, reunida en las calles, esperaba impacientemente para
ver desfilar a los presos. Estaba compuesta en su casi totalidad por lo
que durante el período revolucionario se llamó pueblo soberano, esto es,
por todos los pilluelos y ganapanes de la ciudad, a los cuales se
agregaban algunas personas dignas, aunque ociosas, y casi todas las
comadres de los arrabales.

Al ver de lejos la comitiva, la multitud se agitó tempestuosamente, y
hubo un sordo clamor general:

--¡Ya están ahí, ya están ahí! Dicen que tenían preparado para esta
noche el asesinato de todos los liberales de Nieva. ¡Ah, tunos! ¡Gracias
que han caído antes en la ratonera!

--Hay que desengañarse--manifestó un gordo y colorado caballero de
aspecto bonachón--, todos los carlistas son unos pillos o unos tontos.
Yo no emplearía con ellos otros medios que el exterminio..., ¡el hierro
y el fuego!

--Vamos a cantarles el _trágala_ cuando pasen--dijo un chico desarrapado
a otros dos elegantes que le acompañaban.

La gente avanzó cuando ya los tuvieron cerca, poniéndose los que
pudieron en pie sobre el pretil de la carretera. Al ver los heridos y al
tener noticia por las breves palabras de algún soldado del incidente de
don César, los curiosos ciudadanos se creyeron en el caso de indignarse,
y contentándose al principio con manifestarse unos a otros sus
pensamientos hostiles, concluyeron por vomitar furiosas injurias contra
los presos, apostrofándoles en voz alta, como si todos hubieran recibido
de ellos algún agravio. De esta suerte continuaron escoltándoles por las
calles de la población, creciendo siempre su furor e indignación, hasta
querer pasar a vías de hecho. Los presos caminaban con la cabeza baja y
el rostro encendido.

--¡Ah, hipócritas, comesantos!--les decía uno--. ¡Cuándo será el día en
que os vea ahorcados!

--¡Míralos cómo bajan la cabeza esos malditos! ¡Si nos tuvieran entre
sus uñas ya estarían más contentos los muy arrastrados!

--¡Gritad ahora viva Carlos Séptimo, tunantes!

Pero con quien más se ensañó el furor popular fue con María. Ni su
juventud, ni su belleza, ni su debilidad fueron parte a librarla de
feroces y asquerosos insultos.

--¿Quién es la mujer que viene entre ellos? Dicen que es una
santa.--¡Sí, una santa que anda suelta!--¡Oye, muchacha, si buscas
novio, aquí tienes uno!--¡Qué falta de algunas docenas de azotes!--¡Mira
qué ojillos hipócritas pone la pendanga!

Comprenderáse fácilmente en qué estado de aturdimiento, furor, angustia
y exaltación pondrían al noble don Mariano Elorza estas groseras frases
que se veía obligado a escuchar. En su impotente rabia mordíase las
manos y se tapaba los oídos, temiendo que la sangre le cegase y llegase
a cometer algún delito que comprometiera la vida de su hija.

Como ya dijimos, la muchedumbre, no contenta con prodigarles injurias,
trató asimismo de arrojarse sobre ellos brutalmente. Un chicuelo dio la
señal lanzándoles un pedazo de naranja. Otros muchos siguieron su
ejemplo, y cayó sobre los desgraciados una granizada de proyectiles más
sucios en verdad que mortíferos. Sin embargo, un tallo de berza lanzado
con fuerza vino a dar en el rostro de María y la hizo sangrar por los
labios.

¡Oh!, entonces el furor del infeliz don Mariano estalló terrible y
alborotado como el del mar en momentos de borrasca, como el de un volcán
en erupción. Su atlética figura cayó sobre el grupo de curiosos que
tenía más cerca y lo deshizo del primer empuje, volcando a los hombres
por el suelo cual si fuesen de paja. Los que quedaron en pie huyeron,
sin esperar la segunda arremetida. El señor de Elorza quiso internarse
por la muchedumbre, pero encontrando resistencia por lo apretada que
estaba, echó las manos al cuello al primer ganapán con quien tropezó, y
lo hubiera asfixiado seguramente a no haber intervenido los soldados,
que sujetaron por detrás al irritado padre. Su ira entonces se deshizo
en palabras desbordadas y frenéticas que impusieron silencio a los
rumores de la plebe.

--¡Canalla!, ¡vil canalla!, ¡cobardes, miserables!... Si no me
sujetasen, os iría arrancando la lengua uno a uno... Habéis herido a mi
hija... ¿No sabíais que era mi hija, pillos? ¡Aquí demostraréis vuestro
valor! ¿Por qué no vais a Navarra a combatir con los hombres armados, y
atacáis ahora a los indefensos?... ¡Porque sois unos cobardes..., una
chusma indecente, que se debe esparcir a latigazos!... Si hubiese entre
vosotros alguna persona digna de medirse conmigo, que salga para que le
escupa en la cara... ¡Déjenme ustedes, déjenme ustedes, por Dios, matar
a alguno de estos granujas que han herido a mi hija! ¡Déjenme ustedes,
señores; por Dios, me dejen ustedes!...

Don Mariano forcejeaba por desasirse de los brazos de los soldados. Los
curiosos, que habían retrocedido ante su empuje, viéndole sujeto y
repuestos del susto, volvieron hechos basiliscos, arrojando espumarajos
por la boca.

--¡Este vejestorio está insultando al pueblo!--¡Es un carcunda
rabioso!--¡Vaya una vergüenza que así se insulte al pueblo!--¿Por qué no
matáis a ese bribón?--¡Matarlo, sí; matarlo!--¡Matarlo! ¡Matarlo!...

Y la muchedumbre se fue acercando, aunque lentamente, a la tropa como un
océano de olas hinchadas y amenazadoras, y hubiera dado buena cuenta de
don Mariano y los presos a no haber impedido el teniente tal acto de
barbarie, gritando con voz entera:

--Compañía..., preparen..., ¡ar...!

Entonces las olas hinchadas se deshincharon como por ensalmo. La voz del
teniente fue el... _Sed motos prestat componere fluctus_ de Neptuno. El
pueblo soberano volvió grupas, y diciendo para sus adentros, ¡sálvese el
que pueda!, se dio a correr en todas direcciones, cayendo aquí y
levantándose más allá. Y es fama que su majestad corrió tanto y tan bien
que en menos de tres minutos desaparecieron de la puntería de los
soldados.

Gracias a ello los presos continuaron tranquilos hasta la cárcel, donde
preventivamente los alojaron en una gran sala bastante sucia, con
pavimento de madera agujereado de los ratones por no pocos sitios. A
María se le concedió un cuarto independiente, de relativo aseo y
comodidad.

La hora designada para comparecer ante el Consejo de guerra fueron las
doce, y cuando sonaron se les trasladó perfectamente custodiados a un
salón bien decorado del cuartel, donde aquél se hallaba reunido. Los
oficiales que lo componían estaban sentados detrás de una larga mesa,
vestida de damasco encarnado, debajo de un dosel de terciopelo que, en
otro tiempo, cuando no estábamos en república, había servido para dar
realce y prestigio al retrato del monarca. Se hallaban presididos por el
gobernador militar, quien se había empeñado en llevar de un modo rápido
y violento el asunto. Quería escarmentar duramente a todos los
conspiradores, o lo que es igual, no dejar títere con cabeza, según sus
propias palabras. Era un hombre rechoncho, con grandes mofletes y exiguo
bigote; gran traza de lo que ya hemos dicho y con nosotros el comandante
Ramírez y el teniente de la escolta. Los demás oficiales no ofrecían
absolutamente nada de particular en sus rostros: facciones abultadas,
ojos negros, bigotes retorcidos, perillas puntiagudas, fisonomías
vulgares en un todo, aunque varoniles. Se comprendía a primera vista que
les venía muy ancha la toga. Cuando los presos llegaron, las puertas y
los alrededores del cuartel estaban invadidos por numeroso público, no
tan grosero y soez como el de la mañana. Lo componían personas de más
categoría, estudiantes en su mayor parte, hidalgos y empleados. Este
público guardó prudente y compasivo silencio al verlos entrar.

Fueron introducidos uno por uno en la vasta sala del Consejo. El capitán
que hacía de fiscal les fue tomando declaración con los documentos
justificativos de la delincuencia a la vista. Los individuos de la junta
carlista de Nieva fueron deponiendo como mejor les convenía, negando la
mayor parte de los hechos, afirmando sagazmente otros y haciendo, en
fin, todo lo posible para salir absueltos. El mofletudo general se
enfureció no pocas veces durante el curso de las declaraciones, cortando
la palabra al fiscal para apostrofar duramente a los conspiradores y
amenazarlos con fusilarlos interinamente si no declaraban todos los
pormenores y ramificaciones de la conjuración; pero no consiguió gran
cosa con sus bravatas. Cuando tocó el turno a María sonrió
sarcásticamente, y dijo con burda ironía:

--Tenga usted la amabilidad de acercarse, señorita, y de contestar a las
preguntas que este caballero capitán va a dirigirle.

--¿Cómo se llama usted?--dijo el fiscal.

--María de Elorza y Valcárcel.

--_De, dee, dee_--murmuró el general--. ¡Siempre los mismos humos
aristocráticos!

--Se le acusa a usted de servir de intermediaria en la correspondencia
entre el marqués de Revollar, ministro y consejero del Pretendiente, y
el cabecilla don César Pardo, desterrado hace poco tiempo, por virtud de
sentencia firme del Consejo de guerra, reunido en catorce de marzo.
Además, se le acusa a usted de haber asistido y tomado parte en varias
reuniones que los conspiradores de Nieva han celebrado con asistencia
del mismo fugado cabecilla y de otros varios reos políticos. En estas
reuniones usted ha usado de la palabra alentando a la rebelión y
suministrando ideas para que lograse éxito feliz. Se dice que usted ha
bordado el estandarte para los facciosos y que ha ocultado boinas y
polainas en su casa y también que ha facilitado dinero a los
conjurados...

El fiscal dejó de hablar. Hubo unos instantes de silencio. El general
dijo con impaciencia:

--¡Vamos..., conteste usted! ¿Son ciertos los hechos de que se la acusa?

María, con la mirada serena, clavada en el rostro ceñudo del presidente,
y con tono firme y reposado, respondió:

--Todo cuanto acaba de manifestar el señor fiscal es la pura verdad, y
de ello me felicito ardientemente. Es verdad que he servido de
intermediaria en la correspondencia entre mi noble tío el marqués de
Revollar y el bravo don César Pardo (que Dios tenga en gloria). Es
cierto que he asistido a reuniones donde se conspiraba contra el impío
gobierno que hoy existe y que he procurado con mi torpe palabra alentar
a los conjurados al combate, y es cierto igualmente que he bordado el
estandarte y otras prendas para los defensores de la fe. También es
verdad que les he facilitado el dinero que pude, pero no es exacto que
haya ocultado solamente en casa de mi padre boinas y polainas; he
ocultado también armas, fusiles con sus bayonetas y municiones.

Los oficiales del Consejo quedaron estupefactos. El mismo general, a
pesar de su temperamento colérico, permaneció algunos instantes suspenso
ante la audacia de aquella niña. Mas si la conociesen, como nosotros la
conocemos, es bien seguro que no hallarían motivo para asombrarse tanto.
La primogénita de la casa de Elorza había entrado en la conspiración
carlista completamente persuadida de que realizaba una obra grata a los
ojos de Dios y con el propósito firme de no retroceder ante ningún
peligro. Su fe ardiente y todopoderosa buscaba los medios de servirle, y
además el prurito de imitación de que ya hemos hecho mérito la impulsaba
a remedar la conducta de aquellas santas vírgenes que desafiaron el
poder de los más crueles tiranos y dieron ejemplo glorioso de constancia
en tiempos de persecución. Sabía de memoria las vidas de Santa Leocadia,
Santa Bárbara, Santa Julia, Santa Eulalia y otras ilustres mártires de
la fe cristiana, y su firmeza era para ella un ejemplo y un incentivo
más en el camino de santidad que había emprendido. Innumerables veces se
había representado escenas de martirio de las cuales era protagonista y
en las que siempre salía vencedora: bien así como muchos hombres
aficionados a las peleas se imaginan luchar con una docena de campeones
y hacerlos correr ignominiosamente, y otros enamorados de la oratoria se
representan dirigiendo su voz a las muchedumbres, conmoviéndolas y
arrastrándolas a su talante. ¡Con cuánta admiración había leído la fuga
de la santa doncella de Mérida desde la casa de campo de sus padres
hasta la ciudad, donde se presentó voluntariamente ante el gobernador
Calfurniano a confesar su fe y a pedir el martirio! En el viaje que
acababa de hacer desde Nieva había recordado muchas veces los detalles
de aquella memorable fuga, queriendo hallar en él cierta analogía con el
de la santa. Ahora que se veía en presencia de jueces severos y
enojados, notaba aún más determinada la semejanza, lo cual alentábala no
poco a persistir en su propósito de mantenerse firme ante el peligro.

El general, que no tenía noticias muy exactas de lo que había sucedido a
Santa Eulalia con Calfurniano, creyó buenamente que aquella mocosa
quería burlarse y exclamó dando un tremendo puñetazo sobre la mesa:

--Oiga usted, señorita, ¿sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted
que soy el gobernador militar de la provincia y que nunca he tenido
afición muy decidida a las bromas? ¿Sabe usted a lo que se expone al
querer burlarse del respetabilísimo consejo de guerra que en este
momento presido? ¿Sabe usted que me están dando intenciones de mandarla
a usted a la cárcel y encerrarla en un calabozo y tenerla allí a pan y
agua hasta que se pudra?... ¿Lo sabe usted, eh?..., ¿lo sabe usted?...
¿Eh?..., ¿eh?...

--Sé perfectamente--repuso María en tono firme, aunque modesto--que
estoy en presencia de un consejo de guerra; pero aunque me hallase
frente a un batallón de soldados que me apuntasen con sus fusiles, diría
lo mismo, sin quitar ni añadir una letra. No acostumbro a faltar a la
verdad, y tratándose de actos que pueden prestar algún servicio a la
causa de Dios sería indigna de llamarme cristiana si renegase de ellos
en presencia de nadie.

--¿Y qué es lo que usted llama causa de Dios, bella señorita?--preguntó
el general con aparente calma, mientras por sus ojos pasaban relámpagos
de ira.

--Llamo causa de Dios a la que en estos momentos representa el rey
legítimo y católico en torno del cual se agrupan todos los que se
escandalizan de ver perseguida la religión y vejados sus ministros, los
que lloran al leer las infames blasfemias proferidas en el Congreso y
repetidas diariamente por los periódicos, los que no quieren ver
entronizada la impiedad en España, la tierra católica por excelencia,
favorecida siempre por Dios con una sola fe y un solo culto.

El general se puso más rojo que una guindilla; temblaron sus labios,
agitados por la cólera; iba a proferir alguna gran atrocidad, pero al
fin, dominándose, dijo enderezando sus palabras hacia el fiscal:

--Continúe usted el interrogatorio, señor capitán.

Primera vez en su vida que al general le quedó una barbaridad entre
pecho y espalda. El fiscal, en quien tal vez por ser el más joven, la
fuerza de atracción de los sexos no había perdido aún su influjo,
prosiguió, dulcificando cada vez más la voz y la sonrisa que contraía su
rostro:

--Bien; puesto que usted ha tenido la franqueza de confesar que ha
intervenido en la conspiración, esperamos que siga siendo tan franca y
nos declare todas las circunstancias de ella y los nombres de las
personas que han tomado parte.

--¡Oh!, no..., eso no puede ser. Yo declaro y confieso mis actos, pero
no puedo confesar los de los demás. Aunque ellos me otorgasen permiso,
bien pueden ustedes estar seguros de que no lo haría, pues me parece
pecado dar a los impíos armas para matar a los buenos cristianos...

--¡Esto ya no se puede sufrir!--vociferó el general montando en
cólera--.Vamos a ver, señorita: ¿usted cree que yo no dispongo de medios
para hacer que usted cante de plano? Diga usted prontito lo que sabe,
pues de otro modo vamos a estar mal..., ¡vamos a estar maaaaal!...

--Señor presidente, me hallo resuelta a no decir una sola palabra que
pueda comprometer a mis amigos los piadosos y leales defensores de la fe
de Jesucristo. Haga usted de mí lo que quiera, en la inteligencia de que
aceptaré con gusto cualquier ocasión de padecer algo por el que tanto
padeció por nosotros.

--¡Rayo de Dios!--gritó el general, dando otro terrible puñetazo sobre
la mesa--. ¡Esta chiquilla ha concluido con mi paciencia!... A ver,
ordenanza, que conduzcan inmediatamente esta joven a la cárcel y la
pongan incomunicada hasta nueva orden...

Los oficiales del consejo, comprendiendo que aquello era dar una
campanada sin resultado alguno, se lo hicieron presente al gobernador en
voz baja, y éste un poco calmado también lo comprendió.

--Tienen ustedes razón--dijo en voz alta--. Todas las noticias que esta
chica puede dar las conocemos nosotros, y algunas más. No quiero que
esos papeluchos carlistas digan que nos hemos ensañado con una mujer...
Oiga usted, ordenanza, vea usted si anda por ahí el padre de esta joven
y hágale usted entrar.

A los pocos instantes entró don Mariano.

--Me veo en el caso de decirle a usted, señor de Elorza--manifestó el
general encarándose con él--, que tiene usted una niña muy mal educada,
y que gracias a que no figura usted como carlista y a nuestra
benevolencia, no adoptamos con ella las medidas de rigor que merece por
su atrevimiento. Puede usted llevársela cuando quiera a casa,
respondiéndonos antes de que no volverá a meterse directa ni
indirectamente en conspiraciones o en cosa que lo valga..., ¿estamos?...
Cuide usted más de ella si no quiere exponerse a disgustos mayores y no
la deje andar tan suelta como hasta ahora.

Faltó poco para que don Mariano lo echase todo a rodar, lanzando algún
insulto a la cara de aquel soldadote; pero las amarguras que desde la
noche anterior venía padeciendo le tenían muy abatido. Por otra parte,
temió comprometer gravemente la situación de su hija, y viéndola libre
no quiso perderla de nuevo. Reservándose, pues, _in pectore_, para
tiempos mejores el derecho de exigir al gobernador cumplida satisfacción
de sus groseras palabras, dio la caución que se le pedía y salió
inmediatamente de la sala y del cuartel con María, yendo a alojarse a
casa de unos parientes. Por la tarde se trasladaron a Nieva, llegando a
su casa cuando ya cerraba la noche.



XIV

PÁLIDA MORS


Cuando se detuvo el carruaje, don Mariano conoció en el rostro del
criado que salió a abrir la portezuela que nada halagüeño había acaecido
en su ausencia.

--¿La señora...?--preguntó con sobresalto.

--La señora se encuentra en cama.

--¡Oh, debía suponerlo!... ¡Cómo había de tener fuerzas la pobre para
resistir este golpe!

Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma
suerte, graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su
agitación. María le seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña
Gertrudis observaron que dentro había algunas personas, las cuales, al
verlos, vinieron hacia ellos en ademán de detenerlos.

--Pero qué, ¿tan mala está?--exclamó el infeliz don Mariano con voz
ronca y ya temblorosa.

--No está muy mal--dijo una señora oficiosa--, pero no conviene que
ustedes entren así de golpe, porque una emoción fuerte le puede hacer
daño. Ha tenido algunos ataques desde ayer noche y se encuentra bastante
débil. Déjenme ustedes que la prepare.

La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba
libre y que no tardaría en llegar a Nieva.

--¡Mi hija está ahí!--gritó la enferma con maravilloso instinto de madre
y de mujer histérica--. ¡Sí, está ahí!..., ¡la siento!..., ¡la estoy
viendo!...; ¡ven, ven, hija mía!...

Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse. María
entró en la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó
respetuosamente las manos que su madre le tendía.

--Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado... Te has puesto
enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto...

--No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha
ordenado. Me he puesto mala..., es verdad..., pero es porque no tengo
tanta virtud como tú para sufrir los dolores que Dios nos envía... Tú
eres una santa... Ya me pondré buena..., no pienses en mí... Lo que
ahora me asusta es no haberme muerto viéndote marchar de aquel modo....,
entre soldados... ¡Pobre hija mía!..., ven, dame un beso.

Cuando María entró en la alcoba estaban en ella Marta y Ricardo; la niña
sentada cerca de la cabecera y Ricardo a los pies de la cama. El joven
marqués, al saber en la Fábrica la prisión de María, había solicitado
del coronel que se le relevase en la guardia aquella noche, y otorgada
su petición, corrió a casa de Elorza cuando ya don Mariano y su hija
estaban fuera del pueblo. Doña Gertrudis se hallaba padeciendo un ataque
fortísimo, del cual se temió que no saliese. Volvió en sí, pero fue para
caer en seguida en otro. ¡Qué noche tan angustiosa! Don Máximo y la
señora de Ciudad se quedaron con la pobrecita Marta para velar a la
enferma. Ricardo tampoco quiso dejar la casa. La niña, haciéndose cargo
de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su madre,
se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y
saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una
orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud. Se agotaron
multitud de remedios que exigían mucho esmero y cierta costumbre:
sinapismos, sanguijuelas, fricciones en las sienes con varios líquidos,
etcétera. Marta no consintió que ninguna criada pusiera la mano en su
madre: todo lo hizo ella sin precipitación, sin ruido, como si en toda
su vida no hubiese hecho otra cosa. En algunos momentos de respiro se
sentaba al lado del lecho y contemplaba fijamente con ojos ansiosos el
rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente esclarecida por un
quinqué que ardía a media mecha en la sala. Un fuerte olor de drogas y
medicinas partía de los frascos acumulados en la mesilla de noche; pero
Marta no se mareaba con ningún olor, ¡tenía la cabeza firme!, y su
salud, jamás alterada, era la envidia de todos los de casa. Ricardo
también se sentaba a veces a los pies de la enferma. La niña apenas veía
más que su silueta dibujada sobre el hueco claro de la puerta; pero esta
silueta le causaba gran consuelo. Ya no estaba sola; Ricardo no era un
extraño. Alguna vez, cuando la enferma pedía algo, los dos se levantaban
presurosos a dárselo; mas al coger un frasco, si sus manos se tocaban,
Marta retiraba la suya velozmente, como si hubiese tropezado con una
víbora, y dejaba hacer a su amigo. Ambos guardaban silencio. Marta,
olvidada de sí misma, no pensaba más que en su madre. Ricardo, más
egoísta, pensaba en María. Toda el alma de la niña estaba pendiente del
ser querido que respiraba agitadamente a su lado, y sin equivocarse un
punto, con la exactitud de un cronómetro, contaba los latidos de su
corazón y observaba los movimientos de su pecho. Don Máximo y la señora
de Ciudad cuchicheaban en la sala como si se estuviesen confesando. La
señora le explicaba al anciano médico el carácter y temperamento de cada
una de sus hijas; la conversación era larga. En el espacio de nueve
horas le dieron cuatro ataques intensos a la enferma, que la dejaron a
tal punto postrada, que el médico temió seriamente un mal resultado. No
obstante, después del cuarto, quedó relativamente bien, y pasó el día
bastante tranquila. El peligro, a pesar de esto, aun continuaba.

Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana
aparte, a un rincón de la sala.

--Oye, ¿mamá se ha confesado?

--No.

--¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?... ¿No veías que
estaba en peligro?

La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además,
tenía mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño. En
el fondo también a ella le causaba gran terror aquella escena imponente
y procuraba alejarla de su pensamiento. María la reprendió duramente su
negligencia, haciéndole ver la terrible responsabilidad en que incurría
si su madre hubiese muerto. Marta comprendió que tenía razón y bajó la
cabeza. Enviose a llamar acto continuo al confesor de doña Gertrudis, y
María se encargó de prepararla. ¡Caso raro! Doña Gertrudis, que durante
su vida había pedido infinitas veces que le trajesen un confesor,
sintiose sobrecogida, llena de espanto, cuando su hija le manifestó que
debía disponerse. Quizá consistiera en que cuando ella lo pedía abrigaba
el convencimiento de que no había peligro de muerte, mientras que ahora
comprendía que las cosas se habían puesto verdaderamente graves. De
todos modos, las palabras de su hija le causaron profunda impresión, y
resistiose cuanto pudo a recibir al cura, pretextando que se sentía
mejor; que cuando hubiese peligro ya lo llamaría ella misma... María se
opuso a esta dilación y se vio en la dura necesidad de manifestar
claramente a la enferma la gravedad de su estado. Doña Gertrudis se
sometió, reflejando en el rostro gran abatimiento.

Cuando llegó el sacerdote dejáronla sola con él, y salieron todos de la
sala. Marta se fue a llorar a su cuarto para no entristecer a su padre.
Este hizo lo mismo para no asustar a sus hijas. María aguardaba a la
puerta la señal de haberse terminado el piadoso acto. Al fin, el cura
abrió la sala, y con la máscara de tristeza que necesitan ponerse todos
los que presencian diariamente escenas de muerte, bajo la cual se oculta
una indiferencia que es lógica consecuencia de tal costumbre, dijo a los
que aguardaban:

--Pasen ustedes; ya hemos concluido.

--¿Qué tal?--preguntaron.

--Bien..., bien..., bien... La pobrecita se encuentra tranquila... Yo
creo que el recibir a su Divina Majestad le vendrá bien, lo mismo para
el alma que para el cuerpo.

--Es verdad..., tiene usted razón, señor cura--dijeron algunas señoras.

--He visto en mi familia un caso muy notable de lo que puede la
fe--manifestó una de ellas--. Mi tío Pepe se encontraba enfermo del
pecho; tísico confirmado. Le habían visto una infinidad de médicos y
había tomado más medicamentos que puede llevar un carro. Pues bien, a él
se le antojó que mientras no se dispusiese a bien morir no sanaría. Hizo
llamar al cura, se confesó, recibió el Viático y hasta se empeñó en que
le pusieran la Extremaunción... Pues desde entonces, yo no sé lo que
fue, pero es lo cierto que quedó más tranquilo y empezó a mejorar..., a
mejorar..., a mejorar..., en fin, hasta ponerse como ustedes le ven
ahora.

Las demás mujeres confirmaron esta opinión. Cada cual contó su caso en
apoyo de ella y el cura resumió todos los turnos manifestando que nada
tenían de particular aquellos milagrosos efectos, dada la presencia en
el cuerpo del enfermo del Señor de cielos y tierra, en cuyas manos está
la salud de todos los mortales.

A las diez de la noche trajeron el Viático a doña Gertrudis con todo el
aparato que merecía tan solemne acto. La casa de Elorza se pobló de
caras extrañas. Una muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente
artesana, invadió la escalera, los pasillos y hasta la habitación de la
enferma, con hachas de cera en las manos. El cura, con el monaguillo
delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho, atravesó por el medio
y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a esconderse.
María, con un libro devoto en la mano, leía a su madre las oraciones que
suelen decirse antes de la comunión. Marta estaba arrimada a la pared,
lívida, desencajada, mirando la augusta ceremonia cual si tuviese
delante alguna terrible visión. Una de las mujeres que penetraron en el
cuarto le alargó un hacha encendida y ella la tomó sin saber lo que
hacía. Cuando el sacerdote mostró la Sagrada Partícula hubo necesidad de
advertirle que se arrodillase. La escena era triste e imponente para
cualquiera, cuanto más para una hija. Las luces de cera chisporroteaban
lúgubremente en el silencio de la alcoba y arrojaban trémulos y
amarillos reflejos a las paredes. La voz del cura al levantar la Hostia
era aún más lúgubre que el chisporroteo de las hachas. La enferma,
desmejorada por la enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por
la emoción: se incorporó lo que pudo y sostenida por María, con las
manos cruzadas sobre el pecho, abrió la boca para recibir el Cuerpo de
Jesucristo. Después los circunstantes se fueron retirando lentamente y
en la escalera se oyó el repique vibrante de la campanilla del sacristán
anunciando que el Señor se alejaba de la casa. Quedaron solamente los
íntimos. Un grupo de señoras invadió el cuarto de la enferma para
felicitarla y enterarse de su estado. Doña Gertrudis dijo que se hallaba
más tranquila, y apretando la mano a su hija María le dio las gracias
por haberle procurado la dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría.
Todas las señoras la encontraban muy natural y aseguraron a la enferma
que no tardaría en ponerse buena.

--Dios todo lo puede, doña Gertrudis. Cuando se tienen arregladas las
cuentas con el Señor, no hay miedo que suceda nada malo. Nada; eso no es
nada, señora. Ya verá usted cómo se cura en seguida.

--Yo tengo ofrecida una misa al Santo Cristo de Tunes para el día en que
la señora se levante--dijo Genoveva, la doncella de María.

--Mujer, ¿por qué no la has ofrecido al Eccehomo de la Merced?--preguntó
con sorpresa una vieja planchadora de la casa, que siempre había
encendido la lámpara del dicho Eccehomo y cuidaba del aseo de su
capilla, llegando a considerarla como propia.

--¡Ay, mujer!, porque el Santo Cristo de Tunes es más milagroso.

--¡Serán cuernos para él!--exclamó vivamente y con ojos iracundos la
planchadora.

Prodújose un furioso altercado entre ambas, hasta que María,
escandalizada, les hizo callar, advirtiéndoles que el de Tunes y el de
la Merced eran un mismo Señor, aunque cada cristiano era libre para
tener más fe en la imagen que quisiera.

Por último, se fueron retirando las señoras, quedando solamente dos, la
viuda de Delgado y una de sus hermanas, a pasar la noche con las niñas.
Don Máximo se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El
confesor no quiso dejar la casa porque no encontraba nada bien a su
penitente, y se tumbó en un sofá. Ricardo también continuaba allí.

A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por
desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se
quedase en él. Marta, con el peligro, recobró la actividad que había
perdido ante la lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los
medicamentos, dio fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la
sostuvo incorporada largo rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto
don Máximo había prescrito en los casos anteriores. Todos los que
tocaban a doña Gertrudis le hacían daño; sólo las suaves manos de
Martita tenían el privilegio de moverla a un lado y a otro y colocarla
en las posturas más cómodas sin causarle dolor. Por fin se consiguió que
la enferma volviese en sí y hablase; pero don Máximo al llegar, llamado
apresuradamente por los criados, halló el pulso tan débil que no pudo
reprimir un leve gesto de susto. Marta sorprendió aquel gesto, y
llamándole a solas al pasillo se abrazó a él sollozando:

--¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!... ¡Sí; mi
madre se muere..., sí..., se muere!... Yo le he visto a usted hacer un
gesto...

--No llores, chiquita--dijo el anciano médico apretándole la cabeza
contra su pecho--; no hay motivo aun para alarmarse... Yo haré lo que
pueda y más de lo que pueda para salvarla.

--¡Sí, sí, don Máximo..., hágalo usted por cuanto más ame en este
mundo!..., ¡por la memoria de su esposa, a quien usted quería tanto!

--Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la
cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el
estómago.

El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el
funesto presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que
su pobre ciencia cuanto rico deseo le sugerían. Pero no logró detener la
marcha presurosa de la muerte, que a carrera desatada se venía hacia el
lecho de la pobre señora. A las cuatro de la mañana observaron que
hablaba con más dificultad; la pronunciación era arrastrada y un poco
estropajosa. Casi todas sus palabras se dirigían a María, preguntándole
y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos de la noche anterior,
prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y felicitándose de
tener una hija tan buena.

--Hija mía..., pide a Dios por mi salud. Dios no puede... negarte nada.

María, comprendiendo que su madre se moría, repuso:

--Mamá, lo que más importa es la salud del alma... Si Dios quiere
llevarte, que te sorprenda en su santa gracia...

--¿Pero... me muero..., hija mía?

--Dios solamente puede decirlo... ¿Quieres que entre el señor cura para
reconciliarte?

--Sí..., que entre..., hija mía..., que entre...

El cura entró y estuvo unos instantes a solas con la enferma. Las
personas que había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano,
reclinado en un sofá, con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los
ojos, dando señales de profundo abatimiento. Después que el cura hubo
terminado, volvieron a entrar Marta, María, Ricardo y don Máximo. El
estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez más grave. Empezó a
manifestarse en ella una inquietud de mal agüero: movía la cabeza de un
lado y de otro como si no hallase sitio donde colocarla, como si buscase
ya la almohada donde había de reposar eternamente. Las manos vacilantes
tomaban y soltaban las ropas del lecho incesantemente, mientras sus ojos
también rodaban sin parada por las órbitas, clavándolos de vez en cuando
en el techo de la estancia. Parecía que no encontraba persona en quien
fijarlos. Al poco rato, Martita advirtió que tenía las manos frías y lo
manifestó en voz alta, de un modo sencillo, sin comprender la infeliz lo
que aquello significaba. Don Máximo volvió la cabeza para ocultar la
emoción. El sacerdote dejola caer sobre el pecho.

--Me encuentro... muy bien... ahora--dijo a María llevando la mano de
ésta a los labios--. En cuanto sane..., iremos las dos... a Lourdes...,
¿no es... verdad?... Es muy... bonito... aquello..., muy bonito..., muy
bonito... ¡Si supieras... lo que estoy... viendo ahora!... La Virgen...
la Virgen que viene... rodeada de estrellas... Ponedme... el vestido de
terciopelo... para recibirla... Vamos..., pronto, pronto... ¿No veis que
ya entra... por la puerta?... ¡Ay qué pesados!... Buenos días, señora...
Tengo una hija que se... parece mucho a vos... Tiene el pelo rubio y
los ojos azules..., ¡muy hermosos!..., ¡muy hermosos!

Un leve ronquido empezó a salir de la garganta de la enferma, que
exhalaba más que profería las anteriores palabras: era un ronquido seco
y agudo que se fue señalando cada vez más. El confesor, al oírlo, hizo
una seña a María y ésta tomó rápidamente un Cristo de plata que colgaba
de la pared, y lo puso en las manos de su madre, diciéndole:

--Mamá, acuérdate de Dios... Acuérdate de lo que padeció este Divino
Señor por nosotros...

--Yo... no me muero--dijo la enferma.

--Sí, mamá... sí..., te mueres--repuso la joven con el rostro encendido,
llena de sobresalto y congoja, temiendo que no estuviese bien
preparada--. Arrepiéntete de los pecados que hayas cometido... ¿No es
verdad que te arrepientes y pides perdón de ellos al Señor?...

--Sí..., sí--murmuró la enferma.

--Diga usted conmigo el credo--manifestó el confesor tomando un tono más
solemne--. Creo en Dios Padre..., todopoderoso..., creador de cielo... y
de la tierra.

Doña Gertrudis repetía borrosamente las palabras del cura, y como si no
se fijase en lo que hacía. Miraba al techo con singular insistencia,
mientras las facciones de su rostro se descomponían precipitadamente. Un
círculo azulado se iba dibujando en torno de los ojos, y la nariz se
afilaba de modo extraño. Cuando el cura hubo terminado, volvió de nuevo
a dirigir la palabra a María.

--La verdad... es... que no tengo sombrero... para hacer... el viaje a
Lourdes... Los que tengo... son... muy antiguos... Hazme el favor... de
escribir... a Luisa... y que me envíe... uno, de novedad... Tú
también... necesitas un vestido... Encárgalo..., hija mía..., encárgalo.

--Mamá, deja las vanidades del mundo... Acuérdate de Dios... Mira que
vas a comparecer muy pronto a su presencia...

--No..., no..., yo no me muero...

--¡Ay mamá, por la Virgen Santísima te pido que pienses en que vas a
morir!... ¡Piensa en tu salvación!

--Ya pienso..., sí..., ya pienso--dijo la enferma maquinalmente.

El cura se puso a rezar por un libro la recomendación del alma en latín.
Todos se arrodillaron. Entonces la moribunda preguntó levantando un poco
la cabeza:

--¿Por qué os arrodilláis todos?

--Para encomendarte a Dios, mamá--repuso María.

Y levantándose y acercando el rostro al de su madre, siguió en voz baja:

--Di conmigo, mamá: Jesús...

La madre replicó torpemente:

--Jesús.

--Jesús mío.

--Jesús mío.

--Por vuestra sacratísima pasión.

--Por vuestra sacratísima... pasión.

--Por los innumerables dolores que habéis sufrido...

--Por los... innumerables.... dolores...

--Que habéis sufrido--repitió María.

--Que... habéis sufrido...

--Perdonadme mis pecados.

--Perdonadme... mis pecados.

--Y salvad mi alma.

--¡Quita, quita!--dijo la moribunda separando con mano vacilante a su
hija--. No; yo no me muero..., estoy buena... Ven acá, Martita... ¿No es
verdad... que no me muero..., hija mía?

--No, mamá--respondió la niña apretándole las manos--, no te apures,
mamita, no... Te has de poner buena pronto y saldremos a dar nuestros
paseos en carruaje como antes... Ahora el tiempo está bueno...

--Sí, hermosa, sí..., saldremos... Mira..., incorpórame... un poco...
Estoy mal en esta postura.

Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se
clavaron en ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró
hasta lo más hondo del corazón de la pobre niña, y dando un grito
espantoso, desgarrador, la dejó caer sobre la almohada. La cabeza de la
señora de Elorza se desplomó como si estuviese descoyuntada, con la boca
entreabierta y los labios rígidos. Y aun desde la almohada siguió
dirigiendo a su hija, con sus grandes ojos vidriados, la misma fija y
aterradora mirada.

--¡Madre de mi alma!--gritó la niña abrazándose inmediatamente a ella--.
¡No me mires así, por Dios!... ¡Mamita mía, no me mires así! ¡Ay, no me
mires así!... ¡Ay por Dios, que me das miedo!... ¡Mamita, mamita!...
¡Ay, Dios mío! ¿Qué es esto?

Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el
rostro encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del
cadáver.

--¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!

--Sí la tengo..., sí..., ¡aquí está!... ¡Mamá..., mamita!... ¿No es
verdad que estás aquí?... ¡Responde!, ¡habla!... ¡Dame un beso, por
Dios, mamita!... ¡Déjame, papá!... Déjame..., ahora me lo va a dar...
¡Espera un poco, por Dios!... ¡Déjame, papá del alma!... ¡Déjame que me
dé un beso!...

La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de su
madre y lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de un
modo terrible, casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si de
arrancarla de aquel sitio dependiese la salvación de todos. María, de
rodillas en un rincón del cuarto, elevaba los ojos y las manos al cielo,
pidiendo la gloria eterna para la difunta.

Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otra
habitación. Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. La
infeliz no había desahogado bastante su dolor. Con la emoción se le
habían cortado las lágrimas y no volvieron a aparecer. Pálida,
completamente demudada, los ojos fijos en el vacío, ni escuchaba lo que
le decían ni quería tomar nada de lo que le daban para calmarla. No
hacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:

--Mamá..., mamá..., mamá...

El cura se acercó a ella y le dijo:

--Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía para
que demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad,
debes darle las gracias porque se ha acordado de ti.

--¡No diga usted necedades, hombre de Dios!--exclamó la niña con voz
colérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio--. ¿Me ha de
querer Dios por llevarme a mi madre?... ¡Pues tiene gracia el
cariño!... ¡Tiene gracia el cariño!... ¡Tiene gracia el cariño!...

Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado.
Cuando se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:

--Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo su
desgracia tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortaleza
cristianas. Ella no se rebela; acata los designios del Altísimo y
contribuye con sus oraciones al mayor bien y gloria de la que acaba de
expirar.

Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de su
cólera y bajó la cabeza murmurando:

--¡Oh, mi hermana es una santa!

--Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección está
abierto para todo el que quiera seguirlo...

La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personas
que la acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismo
modo pálida, descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera.
Aquella inmovilidad llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a su
padre. Al entrar don Mariano en la habitación, Martita sintió una
sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus brazos sollozando
fuertemente. Estaba salvada.

Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y
Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se
pusieron a dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y
funeral. María seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas
de la aurora sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en
el cielo. Las hachas de cera, que ella misma había cuidado de colocar en
torno del lecho mortuorio, ardían melancólicamente, rompiendo con su
cruda luz amarilla la tibia claridad que envolvía la estancia. Nadie
osaba distraerla de su devota meditación. Los que penetraban en la sala
y la veían en aquella actitud murmuraban entre sí palabras de sorpresa y
se retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.

Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María se
encerró en su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de la
amarga serie de peripecias y los grandes trabajos que había padecido en
el espacio de algunas horas. A la del mediodía, reuniéronse en el
comedor el padre y sus dos hijas, para dar comienzo a la triste comida,
que todos los que hayan experimentado una desgracia de familia
recordarán con horror; comida en que las lágrimas se mezclan a los
manjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. En
esta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar los
ojos para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen
miradas furtivas y dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de
este mundo para siempre ha dejado vacío. Los manjares se tragan
maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo va más veces a los ojos que
la servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere cruelmente los
oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y sin
aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella
brutal necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para
un acto tan miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus
melancólicos pensamientos.

Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarse
en su cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo.
Ambos se sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazados
una gran parte de la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigaban
iban convirtiendo su dolor desesperado en un sentimiento tiernísimo que
se deshacía en llanto. Alternativamente se consolaban. La niña aseguraba
que desde el cielo su madre velaría por todos y prometía ser buena
siempre y juiciosa y no dar ningún disgusto a su padre. Éste la apretaba
contra su corazón y bendecía a su mujer por haberle dado unas hijas tan
buenas y hermosas. Cuando llegó un criado a avisarles que había señoras
de visita, sintieron malestar inconcebible, una impresión desagradable,
como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno para hundirlos
otra vez en la desesperación.

Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlos
para que no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacar
el cadáver de casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunos
caballeros procuraron con repetidas instancias llevarlos a las
habitaciones interiores; pero fueron inútiles sus gestiones por lo que
se refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a sus amigos, y en
tono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así lo
hicieron, llevándose consigo a Martita.

A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsuelo
y más profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no sea
reparable. Las pasiones, los sentimientos son más intensos, pero también
más fugaces. Se vive de lo porvenir, y al través de las más negras y
furiosas borrascas, nunca deja de lucir algún punto luminoso que nos
promete consuelo. Mas en la edad en que se hallaba nuestro caballero no
existe la esperanza, no existe lo porvenir. Cada desgracia que se
experimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los pasados,
esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como los
cabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojos
cerrados y la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar el
pensamiento por todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todos
ellos, prósperos o desdichados, veía la imagen de su esposa, de la
inseparable compañera de su vida. La veía despertando en su corazón
juvenil una pasión tierna y ardorosa a la vez; bella y pura como un
querubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules que le miraban con
amor.

Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado
con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis
tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía
por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su
traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de
Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos
resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había
asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza,
se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo
yo, que he visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar
por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese
sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y
dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a
solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y
oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta
del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel
viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después,
recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al
tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le
causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos
momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se
puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar
de esto jamás se había entibiado su amor. Él la cuidaba con esmero,
procurando por cuantos medios estaban en su mano hacerle más llevaderos
los dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él una
Providencia que se los mitigaba con sus caricias. Después de
transcurridos muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males de
la buena señora, todavía don Mariano era quien más la compadecía aunque
fingiese mirar sus achaques con desdén. Ella lo comprendía perfectamente
y le seguía reservando en su corazón el mismo puesto privilegiado que en
la juventud. La armonía de sentimientos generosos y tiernos en ambos, el
cariño que tenían depositado en sus hijas, la profunda estimación que se
profesaban y el recuerdo, siempre presente, de sus apasionados amores,
habían compenetrado de tal suerte su existencia que ninguno de los dos
la comprendía sin tener el otro a su lado. Era la unión íntima perfecta
y absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas veces obedecen.

Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su
cuarto, le hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el
vacío. Sí; no cabía duda; se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se
arrojó de bruces sobre el sofá y hundió el rostro en los almohadones
para reprimir los gritos.

--¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!... Te llevan..., te llevan para
siempre... ¡Ay, qué horror!...

Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco
y su atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los
gemidos. Después sintió una gran curiosidad, una de esas terribles
curiosidades que suelen fascinar en tales momentos y dejar señal
indeleble en la memoria del que las ha satisfecho. Atendió con cuidado y
no tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde el
canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones.
Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de las
cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una
barca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un color
gris que sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se
extendían por todo su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se
alejaba, se alejaba llevándose para siempre su tesoro, precedida de una
gran cruz de plata en medio de dos cirios encendidos.

Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando
palabras incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz también
fue huyendo, dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio...
Todo, menos su pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que se
rompía en sollozos.

Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta del
cuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, que
vino a sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintiera
un nuevo dolor, no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose con
apretarle la mano y cerró de nuevo los ojos.

--Papá--pronunció la joven después de largo rato de silencio--, hemos
padecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacen
levantar los ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda de
consuelo. Sólo Dios tiene la clave de ellas, conoce su porqué y sabe
enderezarlas a un resultado ventajoso para nosotros. Esta desgracia me
ha afianzado en una resolución que hace ya algún tiempo tenía tomada: la
de consagrarme a Dios para siempre... Conozco por mil señales que Él me
llama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a su llamamiento...
Yo no sirvo para el mundo... Todas sus diversiones me causan tedio; así,
pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento... Además,
desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí...
La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, en
el cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que es
inmortal... Esta resolución no debe cogerte de sorpresa... Yo creo que
no debes sentirla... En este momento solemne en que la desgracia pesa
sobre ti tal vez te servirá de consuelo el saber que vas a tener una
hija asegurada de todo engaño, de toda traición, que vive feliz
sirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros...

María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre
la interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de
silencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la
joven le preguntó tímidamente:

--¿No me dices nada, papá?

--Nada--repuso éste sin mirarla.

--¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?

--Sí.

--¡Oh, ya lo sabía!... Tú eres muy bueno... y bastante piadoso... Tú no
eres como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a los
peligros del mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidas
en una santa casa... Gracias, papá, gracias... Yo temía, la verdad,
temía que no te pareciese bien mi resolución... Pero Dios te ha tocado
en el corazón... Ahora te dejo... me está esperando Marta... Adiós,
papá... déjame darte un beso... Adiós.

Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza
continuó inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija,
sentado, con las manos enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.

El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron
apagando lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo en
aquella estancia, y unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejaban
los átomos de claridad que aún vagaban perdidos por el ambiente.

¿Cuánto tempo permaneció así?

Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierros
de los balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unas
mejillas, el lívido círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundas
arrugas que surcaban una frente la daban, sin duda, más exacta.



XV

GOCÉMONOS, AMADO


En la pequeña y linda iglesia de las monjas Bernardas de Nieva había
gran movimiento. El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos
demandaderas de convento y un marica de la población, célebre por su
pericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendo
con zorros y plumeros los retablos de los altares. No tenían escrúpulo
en colocarse de pie sobre ellos y hasta encaramarse sobre los mismos
santos, cuando así lo requería la necesidad de quitar el polvo a alguna
moldura o poner un cirio en el paraje designado. La madre abadesa desde
el coro, con la frente pegada a las rejas, dictaba sus órdenes como un
general en jefe, con vececita delgada y áspera.

Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esa
lámpara; poner derecha la corona a esa Virgen...

En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo de
monjas contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañera
daba la última mano al pobre lecho que estaba arreglando, después de
haber colgado el crucifijo reglamentario sobre la cabecera. Una gran
bandeja de plata descansaba sobre la mesa, también reglamentaria, de
pino. Cuando la monja dejó lista la cama, salió de la celda, dirigiendo
breves palabras a las otras al pasar. Después volvió con un lío de ropa
en la mano, que todas se apresuraron a tomar en las suyas abriéndolo,
extendiéndolo y dándole mil vueltas. Era un hábito completo de novicia;
la túnica de franela blanca, la toca de lienzo, los zapatos, el rosario,
la cruz de bronce, etc. Las monjas contemplaba con afán cada uno de los
objetos como si se tratase de algo que jamás hubiesen visto, emitiendo
en voz baja muchas y diversas opiniones.

--¡Ay! este rosario me parece que tiene las cuentas más gordas.--No,
hermana, tome el suyo y verá cómo son iguales.--Voy a ver por gusto...
Es verdad, son iguales..., ¡qué tonta!--La franela está demasiado
tiesa.--Es que no la han mojado bien.--La toca está planchada.--¡Jesús
mío, qué puntadas!... ¡Esto no es coser, es hilvanar!...--¿Quién ha
hecho esta túnica?--La hermana Isabel.--¡Pues se ha lucido!--No diga
eso, hermana, que tal vez ella lo haría peor.--¡Yo, peor!... ¡Anda,
anda! Nunca en mi vida hice una chapucería semejante.--¡Cuántas habrá
hecho, hermana!--¡Nunca, nunca!--repitió la monja en tono colérico--. A
los siete años ya sabía yo coser mejor.

En aquel momento apareció la superiora en el pasillo. La monja que había
reprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle:

--Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que la
hermana Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debía
hacerlo.

--¿Es verdad, hija mía?--preguntó en tono severo la superiora.

La hermana Luisa bajó la cabeza.

La superiora meditó unos instantes; después le dijo:

--Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nada
mejor que otra... Debes creerte la última, porque acaso lo serás... Hace
tiempo que vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos a
corregirte ese vicio... Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermana
Isabel de tu falta y en seguida enciérrate en la celda a rezar un
rosario a la Virgen... Después, cuando esté en el locutorio con la
novicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para que la gente
vea que estás castigada.

La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con paso
precipitado. La monja triunfante sonrió con el borde de los labios.

A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de un
lado a otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero,
daba cera a la carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiaban
los caballos. Martín, el cocinero, preparaba un espléndido refresco. Las
doncellas subían y bajaban desde el piso principal al cuarto de la
señorita María, que estaba lleno de gente, a pesar de no haber aún
sonado las diez de la mañana. Las quince o veinte damas, que apenas
podían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es natural,
haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.

De pie, en medio de él, se hallaba la primogénita del señor de Elorza, a
medio vestir, y en torno suyo unas cuantas señoras, algunas de ellas de
rodillas, que la estaban aderezando lo mismo que si fuese una Virgen de
madera. Reinaba gran emoción en todas. Ya le habían puesto un precioso
vestido de raso blanco guarnecido por delante desde el pecho hasta los
pies con una franja de azahar. Una la estaba calzando en aquel momento
con diminutos y elegantísimos zapatos de la misma tela, mientras otra
cosía precipitadamente algunas flores que se le habían caído. Por la
parte de arriba le estaban poniendo una guirnalda de azahar en la
cabeza: había gran marejada con tal motivo. Amparito Ciudad sostenía que
la guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el hermoso
cabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad de
aligerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un término
medio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oían
frecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.

--¡Ay, qué valor se necesita, Dios mío!

--¡Esta sí que es verdadera vocación!... ¡Una chica tan joven y tan
guapa!

--No se habla de otra cosa en la villa... ¡Todo el mundo anda revuelto
con el dichoso monjío!

--¡Dichosa ella, querida! Yo no sé si tendré valor para ver la
ceremonia.

--Pues yo, aunque me cueste una enfermedad, la he de ver.

Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otras
se contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstancias
que habían acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba mucho
de una carta que ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndose
de él y disculpándose. Algunas compadecían a Ricardo, mientras otras
murmuraban que no le faltaría novia para casarse. Después de todo, si
Dios la llamaba a Sí por ese camino, ¿había razón para apartarse de Él
porque un muchacho estuviese enamorado de ella? ¡Si lo dejase por
otro!... Pero siendo por Dios, no había motivo para quejarse. Este era
el mismo argumento que resplandecía en la carta de la señorita de
Elorza. Escrita y remitida a Ricardo quince días antes de aquel en que
estamos, decía así al pie de la letra:

«Mi querido Ricardo: Aunque hace ya tiempo que nuestras relaciones
amorosas se han roto tácitamente y por virtud de providenciales
circunstancias más que por iniciativa de mi voluntad, juzgo obligatorio
el darte algunas explicaciones acerca de la resolución que he tomado y
que tú conocerás seguramente. No puedo ni debo olvidar que has sido mi
prometido con el beneplácito de mis padres y el cariño sincero de mi
corazón.

Antes de renunciar para siempre al mundo, debo manifestarte que no tengo
absolutamente ninguna queja de tu conducta para conmigo. Has sido
siempre bueno, leal y cariñoso y me has estimado en más de lo que
merezco. Hasta tal punto es así, que por ningún hombre de este mundo te
cambiaría si hubiese de quedar en él, y me juzgaría muy dichosa
llamándome tu esposa, si no me juzgase mucho más siéndolo de Cristo. La
preferencia que establezco no puede ofender ni aun disgustar a un joven
tan bueno y tan piadoso como tú. De aquí en adelante ya no existe el
amor terrenal entre nosotros; sólo queda una amistad pura y suavísima,
amándonos en el sagrado corazón de Jesús. No te olvidaré en mis pobres
oraciones. Olvídame tú cuanto te sea posible. Eres bueno, eres noble,
hermoso y rico; busca una mujer que te merezca más que yo te merecía, y
cásate y sé feliz. Yo rogaré siempre por vosotros.

Adiós.

María.»

--¿Podía haber píldora mejor dorada? No, no; Ricardo no tenía derecho a
quejarse.

Mientras el grueso de las señoras ponía interminables glosas a este
documento, las que vestían a la nueva prometida de Jesús andaban cerca
de concluir su tarea y daban la última mano al tocado con la misma
complacencia que un artista da las últimas pinceladas a un cuadro,
alejándose y acercándose infinitas veces para hacerse cargo del efecto
que produce. Aquí un alfiler; el cuello un poco más abierto para dejar
ver la hermosa garganta de alabastro; algunos rizos sobre la frente
saliendo al desgaire por entre las flores de azahar; pegar un botón que
ha saltado...

María ayudaba con vivos movimientos a sus nuevas camaristas. Todas
admiraban su serenidad. ¡Y, en efecto, la joven desposada no podía
mostrar un rostro más jovial en aquellos momentos! Advertíase, no
obstante, cierta agitación en aquella alegría. Sus movimientos eran
demasiado vivos y resueltos, como si tratase de ocultar el leve temblor
de sus manos y el estremecimiento que corría por todo su cuerpo. ¿Era un
estremecimiento de placer?

¡Oh, sí, María sentía un inmenso placer!

Las rosetas encarnadas de sus pómulos así lo decían; el brillo inusitado
de los ojos también lo pregonaba. Tenía los labios secos y las ventanas
de la nariz sonrosadas y más abiertas que de ordinario. La cándida
frente estaba surcada por una leve y prolongada arruga que anunciaba el
vivo deseo, el ansia inquieta y sensual que debajo de ella se ocultaba.
Era el ansia henchida de gozo del glotón que se encuentra frente a su
plato favorito después de largo ayuno. Por aquel rostro encendido,
brillante, pasaba una muchedumbre de soplos cálidos, cargados de
congojas, sobresaltos y anhelos voluptuosos, en revuelta y vaga
confusión. Iba a ser la esposa de Jesucristo y encerrarse para siempre
entre cuatro paredes, pasando toda la vida en misterioso coloquio, cuyas
dulzuras aun no había gustado por completo. Una gran curiosidad la
dominaba, la irritaba en grado indecible. Siempre le había fascinado
aquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz que
penetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre los
sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca y
silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era un
temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en
aquel fantástico recinto. Las monjas con sus blancas y esbeltas figuras
le parecían seres sobrenaturales, ángeles bajados a la tierra
casualmente y que no tardarían en remontar vuelo. Fijose particularmente
en una porque era joven y hermosa. Cuando la veía entrar en el coro no
apartaba de ella los ojos. La belleza severa y correcta de aquella
religiosa y su mirada límpida y firme le causaban una impresión que no
se explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante hacia
ella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, de
postrarse ante ella y decirle: «¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si le
permitiera darle un beso por pequeño que fuese! Cierta tarde le acometió
una tentación inmensa de pedírselo. El templo se hallaba desierto. Echó
una mirada hacia atrás y vio que la hermosa monja penetraba en el coro y
se arrodillaba cerca de la reja; y sin reparar en lo que hacía se
dirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa: «Madre, ¿me deja usted
una mano para que la bese?» La monja le hizo una seña graciosa de que no
podía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su rosario con
sonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintiose
profundamente conmovida.

Siempre que entraba en la iglesia del convento sentía la misma
embriaguez, una especie de somnolencia voluptuosa que penetraba en su
ser como una caricia. De aquel coro venía un murmullo lánguido y tierno
que le llamaba, invitándola a dejar los placeres del mundo por otros más
dulces y misteriosos que había comenzado a gustar sin conocerlos aún
enteramente. Jesús le había ya otorgado valiosos regalos en sus
oraciones, pero no se entregaría por completo, bien seguro, no se
olvidaría en los brazos de la esposa, no se daría todo Él con el amor
infinito, inmortal que pedía con ansia, sino dentro de aquel recinto
silencioso y poético donde ningún ruido podía turbarlos.

Había llegado por fin el día de satisfacer su anhelo. Dentro de una hora
estaría en aquel coro misterioso que tanto le había hecho soñar, y
cruzaría con su flotante túnica al través de los rayos tibios de luz de
las altas claraboyas. Sentía impaciencia por que el momento llegase.
Estaba nerviosa, inquieta, pero risueña. Nunca se encontró más
satisfecha de sí misma. Las amigas no se cansaban de exaltar su virtud y
heroísmo; la villa la contemplaba con asombro, y en torno de ella no se
escuchaban más que lisonjas y frases de admiración. María se hallaba
realmente sobre un pedestal. Y, como todo el que se encuentra bajo las
miradas del público, nuestra joven procuraba ocultar las emociones de
su alma mostrando un semblante sereno y alegre. Era su día, era el día
de la gran batalla, y componía las arrugas de la frente y la expresión
de su mirada lo mismo que un general cuando suena la hora del ataque.

No obstante, de vez en cuando dirigía miradas de sobresalto a uno de los
rincones del gabinete. En aquel rincón, sentada, con las manos en el
rostro, estaba su hermana sollozando. Al fin, no pudiendo contenerse,
dejó plantadas a las camaristas, y se fue hacia Marta, y bajando el
rostro hasta tocar con el de ella, le dijo:

--No llores, querida mía, no llores más... No nos sucede ninguna
desgracia para que te aflijas tanto... Piensa, al contrario, en el gran
favor que Dios me otorga al llamarme a ser su esposa... ¡Debieras
alegrarte, pichona!... Vamos, no llores más, ¡mira que me estás quitando
el valor!...

Y mientras esto decía, besaba el rostro terso y sonrosado de su gentil
hermanita. La niña respondió entre sollozos:

--¡Ay, María, te pierdo para siempre!

--No, querida, no... Me verás muchas veces... y hablarás conmigo.

--¡Qué importa!..., te pierdo, hermana mía...

Y Marta no sabía salir de ahí «¡te pierdo, te pierdo para siempre!» No
sabía salir porque era lo único que en aquel instante llenaba su
corazón, un corazón que jamás se equivocaba. Acostumbrada a dejarse
dictar creencias y opiniones, Marta aceptaba sin rebelarse la de que su
hermana obraba bien al encerrarse en un convento. Pero era señora
absoluta de su corazón. Allí no mandaba nadie. Y el corazón le decía que
ya no tenía hermana; que todo el amor, toda la ternura de María iba a
evaporarse muy presto, como una esencia divina, en las profundidades de
un nosequé misterioso y vago totalmente incomprensible para ella.

Cuando el tocado estaba a punto de terminarse, penetró en la sala un
joven con la violencia de un golpe de viento. Era aquel pollo del pelo
por la frente, que poco a poco se había hecho indispensable en todas las
fiestas, solemnidades, ceremonias y regocijos de la villa.

--Mariíta, el secretario del señor obispo me manda a decirle que Su
Ilustrísima está ya dispuesto y que sale al instante para la iglesia.

--Bien; yo no tardaré en salir.

--Dejo ya la tribuna de los músicos preparada. He avisado a don Serapio
y al organista... ¡Preciosa, Mariíta, preciosa!... Fíjese usted en las
colgaduras azules que hice poner en el retablo de la Virgen...

--Gracias, Ernesto, muchas gracias, se lo agradezco a usted en el alma.

A una señal de María todas las señoras se levantaron y se precipitaron
detrás de ella por la escalera, sin dejar por eso su charla mareante. La
joven fue derecha al cuarto de su padre y se encerró en él durante largo
rato. Nadie supo lo que pasó dentro. Los que a la puerta esperaban
oyeron sollozos, frases confusas pronunciadas en tono colérico, ruido de
sillas. Las señoras, que aguardaban en la antesala, decían en voz de
falsete a las que entraban: «Se está despidiendo, se está despidiendo de
su padre... Don Mariano no quiere ir a la ceremonia.»

Después apareció otra vez María, risueña y serena como antes,
diciéndoles:

--Vamos, señores; en marcha.

Con la misma serenidad atravesó los grandes salones de la casa sin
dirigir una mirada a los muebles, y bajó por la anchurosa escalera de
piedra sin notar vacilación alguna en sus lindos pies vestidos de raso
blanco.

Y sin embargo, ¡cuántos recuerdos quedaban a su espalda! ¡Cuántas horas
de luz y de alegría! La charla de sus labios infantiles, suave como el
gorjeo de un pájaro; el canto un poco ronco, pero aun más tierno, por
eso mismo, de su padre, al dormirla entre los brazos; los sueños, las
frescas carcajadas de la adolescencia, el hermoso sol de las mañanas de
abril que la bañaba en su cuarto, las caricias incesantes de su madre,
el calor del hogar en suma, ese calor que no se compra con los tesoros
de la tierra, todo quedaba detrás de ella impreso en las paredes,
empapado en los muebles. ¡Y ella lo dejaba sin lágrimas!

A la puerta esperaba una magnífica carroza abierta, tirada por cuatro
caballos blancos. Pedro había demostrado su gusto poniéndoles grandes
penachos azules y adornándose él mismo con una librea de idéntico color.
En aquel día todo debía ser azul, como emblema de pureza y virginidad.
Hasta el cielo, por mayor gala, se había vestido de azul y se mostraba
límpido y hermoso. María montó en el carruaje con la señora de Ciudad,
su madrina, y las otras se despidieron hasta luego, tomando
apresuradamente el camino de la iglesia.

Reinaba extraordinaria agitación en la villa. La toma de hábito de la
señorita de Elorza, aunque esperada desde hacía algún tiempo, no por eso
dejaba de impresionar profundamente. ¡Una joven tan rica, tan bella, tan
lisonjeada por todo lo que el mundo tiene de risueño y apetecible!
Interminables comentarios se hacían por aquellos días en las tertulias
de las tiendas.

--¿Pero no decían que estaba ya arreglada la boda con el
marquesito?--Nada, nada, ya no hay boda; el marquesito se ha quedado con
un palmo de narices. La niña, después del extraño suceso de su prisión y
la muerte de su madre, volvió con más fuerza que nunca a sus aficiones
piadosas: es una vocación decidida, no hay que darle vueltas. Unos la
juzgaban de un modo y otros de otro; pero en general María excitaba
vivas simpatías, y en mucha gente, sobre todo entre la plebe, ejercía
cierta fascinación, como todo lo que es extraordinario y hasta cierto
punto maravilloso. Pasaba por una santa. El apagar todo el esplendor de
su hermosura, riqueza y talento en las soledades de un claustro era el
complemento único de su fama, la última firma echada en el expediente de
su canonización popular. Todas aquellas mujerzuelas que se codeaban sin
piedad para verla cruzar hacia la iglesia se creerían defraudadas si se
hubiera casado prosaicamente y la viesen de bracero con su marido,
precedida de una niñera con tierno infante en los brazos.

La plaza estaba llena de curiosos. Cuando la joven subió al carruaje, y
Pedro, chasqueando la lengua y el látigo, hizo arrancar a los caballos,
alzose un gran rumor en la muchedumbre, que llegó a los oídos de María
como un coro de lisonjas. La gente se apartaba precipitadamente dejando
paso. En presencia de aquel aparato, que sólo alguna vieja había visto
en otra ocasión, los pacíficos habitantes se hallaban sobrecogidos de
respeto y excitados a la par por una gran curiosidad. El coche empezó a
caminar lentamente, rompiendo las apretadas filas de los curiosos. Los
caballos piafaban impacientes, sacudiendo los penachos azules como si
les corriese prisa llevar la desposada a los brazos del Esposo místico.
Era una procesión regia. Y en verdad que María, por su gallarda
presencia, mereciera ser reina. Así como estaba, espléndidamente
ataviada, con sus ojos azules y profundos, que brillaban de emoción, y
las mejillas de leche y rosas levemente coloreadas, era una figura de
singular belleza, que ofrecía muchos puntos de semejanza con la Virgen
rubia de Murillo que vemos en el Museo de Madrid. Las mujeres de la
villa no podían reprimir el entusiasmo y le prodigaban en voz alta mil
adjetivos a cual más lisonjero.

--¡Mírala, mírala qué preciosa va, mujer del alma!

--¡Si apetece comérsela a besos!

--¡Y qué traje tan rico lleva!

--Dicen que ha venido ex profeso de París. No ha querido vestirse de
tisú. Las casullas que se habían de hacer de él las regalará por
separado, y el vestido quedará para la Virgen del Amor Hermoso.

--¡Es que yo no he visto criatura más linda!... ¡Parece un ángel!

La carroza seguía su carrera majestuosa, y la joven sonreía dulcemente a
la muchedumbre. Desde dos o tres casas dejaron caer sobre ella un
diluvio de flores, cuyos pétalos multicolores esmaltaron un instante la
tela blanca del vestido: algunos quedaron enredados en el cabello. La
gente aplaudía.

--¡Mujer, la vocación de esta niña edifica!

--¡Ay, dichosa de ella!..., ¡quién estuviese en su lugar!

--Y aquí no pueden decir que ha sido obligada... Sé yo que su padre se
ha puesto furioso cuando lo supo y trató de disuadirla por todos los
medios...

--Vamos, entonces se casa con Jesucristo a disgusto de la
familia--manifestó un joven que escuchaba la conversación.

Las mujeres se volvieron airadas a confundir al impío, que se alejó
riendo.

Y la carroza seguía marchando bajo un sol radiante, que hacía centellear
los cristales de los balcones, reverberando en el blanco caserío de la
villa con transportes de felicidad. El firmamento mostraba sus
purísimos senos sonriendo a todos los deseos de dicha, a todas las
aspiraciones placenteras de los mortales, hasta a las de la hermosa
virgen que iba por su voluntad a perderlo de vista y a hundirse para
siempre entre las sombras del claustro. El carruaje cruzó por delante
del palacio feudal de los Peñalta, cuyas vetustas paredes, manchadas a
trechos de musgo, arrojaban sobre la calle un manto de sombra.

¡Qué haría a estas horas Ricardo!

María no se dijo esto; no. Pasó sin dirigir siquiera una mirada furtiva
a los góticos balcones, con la misma sonrisa serena y protectora. La
sombra, no obstante, le produjo un leve temblor de frío.

A la puerta de la iglesia esperábanla todas sus amigas, que habían
llevado consigo a Martita. El templo rebosaba de gente, que se apretó
para dejarle paso. En el altar mayor la recibió el obispo de..., que
había venido adrede para darle el hábito. Hincose de rodillas y oró
breves instantes. El rumor confuso de la gente se apagó, reinando un
silencio ansioso.

El prelado comenzó a decir con voz clara y solemne:

--Sé, querida hija, que habéis formado resolución de encerraros para
siempre en esta santa casa con propósito de ser toda la vida esclava del
Señor... Sé también que vuestra voluntad es firme, y que habéis sabido
resistir, no sólo a las vanas seducciones del mundo, sino también a
aquellos goces honestos que la bondad de Dios nos permite... Pero la
vida, hija mía, en el seno de la mortificación y penitencia suele ser
más larga que en el tumulto de los placeres, y mientras nuestro espíritu
resida aprisionado en la carne, somos el blanco de graves e incesantes
tentaciones...

El anciano obispo hablaba con extraordinaria calma, haciendo largas
pausas al final de los períodos, lo que prestaba a su discurso gran
majestad. Su voz era dulce y clara y sonaba en la nave silenciosa del
templo como una música suave. Entretúvose a trazar con terrible
exactitud los pormenores de la vida religiosa, desplegando ante la vista
de la joven todo el aparato de mortificación que arrastra consigo; los
placeres del mundo, olvidados por entero; los sentidos, contrariados;
los afectos terrenales, hasta los más puros, reprimidos. Y eso no un
día, ni un mes, ni un año solamente, sino todos los días, todos los
meses y todos los años hasta la hora de la muerte, buscando siempre con
afán el dolor como otros buscan el placer. Mas después de pintar el
cuadro sombrío de la mortificación, pasó a expresar con elocuencia los
puros y vivos goces que dentro de ella se encuentran. ¡Abandonarse en
los brazos de Dios como el niño en los de su madre, para que haga de
nosotros lo que quiera! ¡Hallar a Dios en el fondo de las amarguras y
dolores, unirse a Él!..., ¡poseerlo!... ¡Y ser la criatura predilecta,
en quien su infinita Grandeza se recrea!... ¡Vivir eternamente unida a
Él!... ¡Ser su esposa!... ¿No es bastante recompensa para los pequeños
dolores que en una vida tan breve podemos experimentar?

Comenzó la profesión de fe. El obispo preguntaba, leyendo por un libro,
si estaba pronta a dejar la vida del mundo y el comercio de las
criaturas para consagrarse exclusivamente al servicio de Dios. María
contestaba que había escuchado la voz del Señor y corría presurosa a su
llamamiento. El prelado tornaba a preguntar si había meditado bien en su
resolución, si la había tomado por algún respeto mundanal, herida de
algún desengaño pasajero. María respondía que venía por su libre
voluntad a confiarse y reposar en el seno del Amado de su alma. Todos
los ejércitos de la tierra no la harían retroceder, porque su Dios la
había hecho firme e inexpugnable, como la montaña de Sión.

Por encima de la cabeza de los fieles apareció una gran bandeja de
plata, la misma que pocas horas antes estaba en una de las celdas del
convento, y en ella el hábito de novicia bernarda. El prelado lo
bendijo.

Dejáronse oír las notas agudas y gangosas del órgano y se puso en marcha
la procesión. María delante y a su lado la madrina y Marta; detrás el
obispo y en pos de él la clerecía. Parte de la gente los siguió y parte
se quedó en la iglesia. Cerca de la puerta de ésta se hallaba la del
convento por donde penetraron, internándose en un largo y sombrío
claustro, iluminado a trechos por alguna viva raya de sol, que las
molduras de los arcos dejaban pasar. Al fin de una de las galerías
estaba ya una puerta abierta y guardándola, silenciosas, inmóviles,
veíanse dos figuras blancas de monja, con sendas hachas de cera en las
manos. Tornó a hincarse de rodillas la desposada, y levantándose al
instante, estrechó vivamente entre los brazos a su hermana. ¡Era el
último abrazo que le daba! Cuando quiso desprenderse tenía a Martita tan
fuertemente colgada del cuello, que fue necesaria la intervención de
algunas señoras para lograrlo. Abrazó igualmente a todas sus amigas que
lloraban a lágrima viva, mientras ella, dando ejemplo de sublime
serenidad, entró alegre y sonriente en la casa del Señor, escoltada por
las dos monjas.

Las puertas se cerraron. Aunque era en el mes de agosto, Marta y las
amigas sintieron frío repentino en el claustro y corrieron a refugiarse
en la iglesia, donde don Serapio, acompañado del órgano, degollaba la
hermosa plegaria de Stradella.

Esperose algún tiempo, con grandes ímpetus de curiosidad. Nadie atendía
a la cascada voz del fabricante de conservas. Los ojos de la muchedumbre
estaban fijos, clavados en el coro de las Bernardas, escrutando por
entre sus rejas la portezuela del fondo.

Al fin apareció. Venía igualmente escoltada por dos monjas. El traje de
novicia la hacía un poco más vieja. Sin embargo, estaba hermosa, ¡muy
hermosa!, porque lo era realmente aquella santa y extraordinaria
criatura. La gente la devoraba con los ojos y se repetía en voz baja:
«¡Viene sonriendo, viene sonriendo!»

¡Ah, sí, la nueva esposa de Jesucristo sonreía, esperando el dulce
premio de su sacrificio! Pero el anciano que en el mismo instante
paseaba solitario por uno de los salones de la casa de Elorza..., ¡ése
no sonreía! Y el joven que a la misma hora se hallaba cruzado de brazos,
con la cabeza inclinada sobre el pecho, frente a un retrato de mujer,
¿acaso sonreía?... No, no; tampoco sonreía.

El prelado vino a la reja y dijo a la novicia:

--Ya no te llamarás María Magdalena, sino María Juana de Jesús.

La novicia fue a postrarse delante de la abadesa, y besó con respeto el
crucifijo de su rosario. Después fue abrazando una por una a sus nuevas
compañeras. Mientras duró esta escena, muchas de las señoras del
concurso vertían lágrimas.

El obispo dijo la misa solemne, y al concluir, todas las religiosas,
incluso María, comulgaron. Don Serapio apenas cerraba boca. El órgano
chilló, silbó y roncó con más brío que nunca, estimulado quizá por la
competencia. Parecía que don Serapio y él habían trabado un pugilato
tremendo, un duelo a muerte, cuyas estrepitosas consecuencias recaían
sobre las orejas de los fieles. Pero el órgano se reía con todo descaro
del fabricante. Cuando se hallaba más extasiado, dejando resbalar por la
garganta alguna complicada _fioritura_ o _fermata_, un mugido horrísono
se la estropeaba sin piedad, dejándole perdido y anegado para un buen
rato. Volvía a sacar la cabeza el fabricante con una nota tierna y de
efecto seguro... ¡Zas!, el órgano, como una fiera encarnizada, caía
sobre ella y la desbarataba. Así estuvo jugando mucho tiempo, hasta que,
harto de divertirse y embriagado por el triunfo, soltó de improviso y
simultáneamente todas sus voces, que clamaron en el silencio de la
iglesia con grito monstruoso e insufrible. El fabricante quedó asfixiado
en aquel bramido diabólico y no volvió a aparecer.

Reinaron algunos instantes de silencio, que fue turbado por cierto
triste chirrido. Era la cortina del coro que se extendía. Ya no se vio
más. Las luces comenzaron a apagarse y la gente a desfilar a toda prisa.
Las amigas íntimas se fueron al locutorio a dar la enhorabuena a María.

El locutorio era una pieza cuadrada y bastante obscura, cortada por una
doble reja de hierro. La novicia apareció acompañada de la superiora...,
¿sonriendo tal vez?... Sí, sonriendo.

--¡Qué ejemplo nos has dado de valor y de virtud, María!--le dijo una.

La joven alzó los hombros, en ademán de arrojar de sí la gloria que le
echaban encima.

--¡No dejes de pedir por nosotras!

--Sí, pediré, querida... Nosotras--añadió con un poco de
énfasis--tenemos la obligación de pedir por los que se quedan en el
mundo.

--¡Si supieras cómo lloraban los criados hace un momento!

--¡Pobre gente!... Les quiero yo mucho a todos.

--Aquí tienes a Marta, que quiere despedirse.

--Acércate, Marta... ¿Te vas conformando ya?...

--¡Qué remedio tengo, María!--repuso la niña pugnando por reprimir los
sollozos.

--No, hermana mía; es necesario que te resignes con gusto, agradecida al
Señor, por el favor que me ha dispensado... Serás buena siempre, ¿no es
verdad?... Consuela a papá... No olvides aquellas oraciones que te he
dado, ni dejes de leer los libros que te dije... Ven a oír misa todos
los días... Procura siempre ser formal y humilde...

¡Ah!, no; Martita no procuraría, no procuraría. Cuando se nace honrada y
humilde no hay necesidad de procurarlo. Podía estar tranquila sobre este
asunto la esposa del Señor.

El estrecho cuarto donde las dos monjas se hallaban cerca de la reja
parecía, por lo feo y obscuro, un calabozo. Sus túnicas resaltaban como
dos manchas blancas detrás del negro enrejado.

Las amigas dirigían todas, alternativamente o a la vez, la palabra a
María con cierta mezcla de admiración, de lástima, de curiosidad y
cariño. Lo que más dominaba era la curiosidad. Se le hacían mil
preguntas impertinentes y muchos encargos ridículos de oraciones,
medallas, etcétera. Algunos pollos de los antiguos tertulianos de la
casa de Elorza se habían deslizado en la concurrencia y contemplaban con
grandes ojos abiertos y pasmados a la nueva religiosa, sin atreverse a
dirigirle la palabra. Pero ella se mostraba serena y amable y les
llamaba por sus nombres con cierta condescendencia protectora, dándoles
recuerdos para sus familias. El más osado fue el ceremonioso mancebo del
pelo por la frente, quien, abriéndose paso y llegando muy sofocado a la
reja, dijo a la novicia, dándole ya su nuevo nombre:

--Hermana Juana, tengo que pedirle un favor..., que me envíe como
recuerdo un poquito de azahar de la corona que llevaba...

--Si la madre consiente...--murmuró María dirigiendo la vista a la
superiora.

Ésta hizo una seña con la cabeza y el ramito de azahar fue liberal y
graciosamente otorgado.

En aquel instante entró la hermana Luisa, aquella monja castigada por su
vanidad, y se puso de rodillas; pero ni el más leve soplo de rubor pasó
por su rostro. La costumbre de ejecutar tales actos los priva de todo
mérito.

Siguió la conversación versando sobre fiestas, novenas que se
preparaban, la marcha del vicario que iba nombrado canónigo de la
catedral, la persona que le sustituiría, etcétera. Insensiblemente
todas fueron bajando el tono de la voz hasta convertirse en un cuchicheo
monótono y triste. Más que de enhorabuena parecía una visita de pésame.
Continuábase alabando el valor de María y su virtud. ¡Ay Dios mío, el
considerar que está una encerrada para siempre y llevando una vida de
tanto trabajo!...

La superiora, mirando para ella, exclamaba con cierta sonrisilla no muy
tranquilizadora:

--¡Pobrecita!, ¡pobrecita!

Mas la joven, volviéndose con uno de esos arranques graciosos tan
propios de su carácter, respondía:

--¡Riquita!, ¡riquita! digo yo, madre.

Poco a poco los muchachos se habían ido acercando a las muchachas, y sin
respetar lo sagrado del recinto ni hacer caso de las cruces severas
colgadas de los muros, comenzaban a decirse cositas más o menos
picarescas al oído:--¿Cuándo sigue usted el ejemplo, Fulanita? La verdad
es que si todas ustedes hiciesen lo mismo, ¡qué sería de nosotros!--Pues
no dejaría usted de estar linda con el hábito.--Oiga usted, Amparito, si
usted se metiese monja, yo quisiera ser vicario.--Pues yo quisiera que
usted fuese un poco más formal, Suárez.--¡Cuántos ratos de compañía
había de hacerle!... Lo peor es la reja... ¿No se quita la reja para el
vicario?...--Calle usted, malvado; mire que es pecado hablar así en este
sitio.

Rosarito y su novio se habían apoderado de un rincón y se comían con los
ojos, diciéndose sólo de vez en cuando alguna palabra insignificante que
la inflexión de la voz y el temblor de los labios hacían subir a la
categoría de sentencia sublime. Sólo las viejas y algunas chicas que no
habían logrado emparejarse, seguían charlando con las monjas. Al fin, la
superiora se levantó de la silla y María siguió su ejemplo.



XVI

EL SUEÑO DEL MARQUÉS DE PEÑALTA


El traslado del joven teniente de artillería Ricardo de Peñalta no
acababa de llegar. Se había solicitado quince días antes de la toma de
hábito de la señorita de Elorza. Era ya pasado un mes desde la ruidosa
ceremonia... y nada. Los personajes influyentes que nuestro amigo tenía
en Madrid a su devoción, no se habían dado mucha prisa esta vez a
satisfacer sus deseos.

¿Pero por qué este muchacho tenía tales deseos de alejarse de Nieva?
Dicho sea en honor de la verdad, Ricardo cuando pidió el traslado sentía
ganas vehementes de perder de vista para siempre aquellos lugares, donde
tan feliz había sido y donde iba a ser tan desgraciado; mas ahora,
después de transcurrido un mes, se habían calmado un tanto sus congojas
y andaba cerca de acostumbrarse a su desgracia. No obstante, seguía muy
abatido. Toda la villa lo advertía.

Desde el día en que le hizo aquella horrible proposición, que no podía
recordar sin sentirse inflamado de cólera, comprendió que no sería dueño
jamás del corazón de María. Una voz secreta e implacable se lo estaba
diciendo sin cesar al oído. Así que no le causó gran sorpresa la carta
en que se le notificaba la entrada en el convento. Hacía ya algún tiempo
que corría este rumor en la población. Sin embargo, no pudo sustraerse,
por más que hizo, a un dolor vivo y agudo y a un abatimiento que postró
todas sus fuerzas. No es lo mismo la persuasión más o menos fundada de
que la mujer querida no le corresponde a uno, que verlo confirmado por
un hecho material y tangible. Ni aun le quedaba el derecho de
encolerizarse y desahogar su rabia apellidándola pérfida, traidora, como
acontece en la mayoría de los casos. Como cristiano sincero que era, le
tocaba ver con paciencia, hasta con gusto (la carta bien lo decía),
aquella piadosa sustitución de afectos terrenales, aunque nobles, por
otros divinos y sublimes. María no era culpable de nada, absolutamente
de nada. Su conducta, digna de elogios; y advertía que la villa entera
los tributaba espontáneos y calurosos. Quizá en esta idea encontraba el
joven marqués el único consuelo posible. Porque lo cierto era que la
hermosa joven no le había dejado por ningún otro hombre, sino por seguir
el áspero camino que conduce al cielo, para lo cual indudablemente debió
necesitar hacerse gran violencia. Y en esta violencia cifraba nuestro
marqués un poquito de orgullo, pensando con deleite y dolor al mismo
tiempo en los esfuerzos que la nueva esposa de Jesús haría para
arrancar las raíces de afecto tan sólido y antiguo.

Mas por entre el hermoso follaje de estos pensamientos, más o menos
consoladores, sacaba no pocas veces su odiosa cabeza una idea triste y
cruel. Aunque procurase todos los medios para alejar de sí tal idea, no
podía menos de pensar muy a menudo que María jamás le había profesado un
amor sincero y vehemente como el suyo; que había sido su novia por
compromiso, por el influjo de las circunstancias especiales en que ambos
se encontraban en Nieva; que tal vez ella se había engañado a sí misma,
pensando quererle, pues si le hubiese amado realmente, nunca le hubiese
venido la idea de meterse en conspiraciones ridículas ni mucho menos en
proponerle odiosas traiciones; que María era una joven de mucho talento
y gran imaginación, a propósito para brillar en el mundo o para acometer
cualquier empresa religiosa o profana, con tal que fuese elevada, pero
incapaz, tal vez por lo mismo, de la ternura de sentimientos, de la
constancia, de la abnegación modesta y obscura que deben poseer las
buenas esposas y madres. En fin, Ricardo presumía que su amada tenía más
cabeza que corazón, o él no sabía lo que se pescaba.

Y poco a poco y a impulso de estas dudas que andaban cerca de ser
certezas, nació en su espíritu cierto desvío del amoroso recuerdo que le
embargaba. Cuando pensaba en la María de otros tiempos, tan alegre, tan
gentil, tan bulliciosa, solía enternecerse y derramaba lágrimas. Cuando
el pensamiento se enderezaba al día en que, escondido detrás de las
cortinas, la vio cruzar impasible y sonriente por delante de su casa sin
dirigir siquiera una mirada a los balcones, se llenaba su corazón de
amargura no exenta de rencor. Y cuando la veía en la imaginación en
hábito de monja bernarda, por entero olvidada de aquellas dulces escenas
que habían sido el encanto de su vida, despreciándolas tal vez, y
aborreciéndolas cual si fueran delitos, nuestro joven--¡que Dios le
perdone el pecado!--llegaba a mirar con ojeriza a la esposa de
Jesucristo. Estas dudas que sin cesar le asaltaban eran para su pasión
un verdadero cauterio, doloroso y cruel como todos, pero de muy
saludables efectos.

No dejó por un instante de frecuentar la casa de Elorza como antes;
acaso más que antes. Había allí dos seres a quienes compadecer y que le
compadecían. Además era un hábito el pasar algunas horas del día entre
aquellas cuatro paredes, y no sólo hábito, sino deber de reconocimiento
por el cariño que se le dispensaba, y no sólo deber, sino también, ¿por
qué no hemos de decirlo?, también gusto, mucho gusto, pues no podía
dejar de tenerlo en hacer compañía a un caballero tan cumplido como don
Mariano, que le había dado pruebas de amarle como a hijo, y a una niña
tan buena y hermosa como Marta, a quien quería como hermana. El dolor
había estrechado aún más el parentesco de sus corazones. A medida que el
recuerdo de María se iba haciendo menos grato, hallaba más dulce el
cariño de aquella familia y se agarraba a él como a la última tabla, en
el naufragio de sus esperanzas. Si dejaba escapar esta tabla, quedaría
solo. ¡Solo, solo! Esta palabra le traía a la imaginación la horrible
noche pasada en el tren cuando vino a Nieva después de la muerte de su
madre. El destino cruel volvía a pronunciarla en sus oídos cuando menos
lo pensaba. Al fin, mientras permaneciese en Nieva, no sonaba tan triste
y desconsoladora, porque todo lo que veía y tocaba en su casa le hablaba
de la ternura de su madre, cuando tropezaba en la de Elorza le recordaba
el amor de María; pero ¿y después?... ¿Qué le dirían los campos yermos
de Castilla por donde la rauda locomotora le haría cruzar? ¿De qué le
hablaría la indiferente muchedumbre en las calles de Madrid?... Por eso,
Ricardo temía ya, más que deseaba, el traslado que con tanta
precipitación había pedido.

Todos los días al entrar en casa de Elorza le preguntaba Martita:

--¿Ha llegado eso, Ricardo?

A las pocas veces repuso entre risueño y enfadado:

--¿Acaso tienes ganas de que me vaya, Martita?

--¡Oh, no!...--dejó escapar la niña con una inflexión de voz que valía
por un poema.

Pero Ricardo no acertó a leerlo. Estos náufragos del amor, estos hombres
heridos de un desengaño, no saben leer más poemas que el suyo.

Después de la muerte de su madre, en cuya enfermedad tanto le ayudó y
consoló Ricardo, Marta volvió a tratarle con la misma confianza y
cariño que antes, un poco entibiados desde hacía algún tiempo. La hija
menor de don Mariano había atravesado por una terrible crisis, que nadie
sospechó siquiera en la casa. Mientras duró se hizo un poco arisca en el
trato, más inquieta, más seria y reservada. Pero al fin su espíritu
firme y su temperamento sano y equilibrado salieron vencedores. La
muerte de doña Gertrudis, que era una desgracia más grande y positiva
que todas las demás, contribuyó no poco a calmar las inquietudes y
desórdenes de su corazón. Volvió a ser la misma Marta tranquila, serena
y cariñosa de antes, atenta siempre a desembarazar de obstáculos el
camino de los otros aunque el suyo estuviese cerrado por un muro
infranqueable. ¡Dichosos los que en la vida tropiezan con estos seres
benditos que fundan su felicidad en la ajena, que ofrecen las flores y
se quedan con las espinas!

Ricardo pasaba largas horas en casa de Elorza. Las tardes, sobre todo,
las dedicaba enteras a don Mariano y su hija, saliendo con ellos de
paseo cuando hacía buen tiempo, y permaneciendo en casa cuando llovía.
Algunas veces iba también por la mañana y entonces don Mariano solía
invitarle a comer. Mientras Ricardo rehusaba y el caballero insistía,
Marta no despegaba los labios, pero se advertía en su rostro la zozobra
y en los ojos suplicantes el vivo deseo de retenerle. Cuando al fin
aceptaba, ¡era de ver la alegría de la niña y la solicitud con que todo
lo preparaba, entrando y saliendo en la cocina infinitas veces,
improvisando los platos que sabía más del gusto del joven marqués y
poniendo en movimiento a la servidumbre! El _beefsteak_ a la inglesa,
porque Ricardo se había acostumbrado allá por Madrid a comerlo un poco
crudo; el pescado frío, el arroz suelto, la raja de limón (Ricardo
echaba limón a casi todos los manjares), la mostaza inglesa, las
aceitunas, etc., etc. Pero donde Marta ponía los cinco sentidos era en
el café. Ricardo era un árabe, un sibarita en materia de café. Por eso
la niña concedía un cuidado más atento y vigilante a la confección de
este líquido que un químico analizando cualquier metal precioso.
Mientras iba y venía disponiéndolo todo, el joven no cesaba de bromearla
en el mismo tono cariñoso de los primeros tiempos, y eso que Marta,
aunque de corto todavía, era ya una verdadera mujer, y no de las menos
lindas, como hemos tenido ocasión de decir. Había crecido poco, no
obstante.

--¡Anda, taponcito! ¿Cuándo acabas de estirar?--le decía Ricardo,
reteniéndola por una de sus trenzas, cuando cruzaba por delante de él.
La niña sonreía, encogiéndose de hombros, y proseguía su camino.

Desde el día en que se enfadó, Martita no volvió a preguntarle por el
traslado; pero todos al entrar en casa le dirigían una mirada penetrante
y ansiosa, queriendo leer en su rostro alguna noticia. Como no la había,
la niña se tranquilizaba, tornando a la obra, que rara vez dejaba de
tener en las manos. Ricardo tampoco hablaba para nada de partir. O no se
acordaba de su petición, o afectaba no acordarse, o no quería acordarse.
Tal vez hubiese de todo un poco. El marqués de Peñalta había pasado
desde el desconsuelo a la melancolía, y de aquí iba paulatinamente
dejándose ir a las sensaciones dulces. Aquella habitación, donde Marta
cosía, inspiraba ideas risueñas de amable sosiego y felicidad.

Una mañana, como si fuera la cosa más natural del mundo, como si la
noticia no desgarrase el corazón de nadie, como si se tratara de algo
baladí y de poco momento, Ricardo entró en casa de Elorza, diciendo:

--Esta noche me ha llegado al fin el traslado para Valencia.

¡Ciego, ciego! ¿No ves la palidez de esa niña? ¿No observas el
estremecimiento doloroso que corre por su cuerpo? ¡Mira que va a caer!
¡Corre, corre a sostenerla!...

Nada; no echó nada de ver el joven marqués. Él también estaba un poco
pálido. El tono indiferente con que comunicó su noticia era pura
comedia, porque aquella noche había dado vueltas en la cama hasta
fatigarse, y las luces de la aurora le sorprendieron sin conseguir pegar
los ojos.

Don Mariano hizo un gesto de disgusto, exclamando:

--¡Vaya por Dios, hijo, vaya por Dios!... Siento que te nos marches
ahora... En fin, si es tu gusto...

Ricardo guardó un silencio sombrío. De buena gana hubiese exclamado:
«¡Qué ha de ser mi gusto! ¡Mi gusto sería pedir la absoluta en este
momento, y quedarme aquí para siempre y vivir tranquilamente al lado de
ustedes; ¡de ustedes, que son las personas a quienes más amo en este
mundo!» Pero tuvo la flaqueza de callarse, y estas flaquezas suelen
costar muy caras en la vida.

--¿Y cuándo piensas irte?--preguntó el caballero.

--Mañana mismo. Necesito detenerme en Madrid algunos días para arreglar
ciertos asuntos. A Valencia llegaré el diez del que viene.

--¿Vas a algún regimiento?

--Al primero montado.

--¡Ah!

Y guardaron silencio. La tristeza les dominaba a todos, asfixiando la
conversación, que otras veces solía ser muy animada, aunque versara
sobre menudencias domésticas. Don Mariano la entabló de nuevo en tono
triste y distraído.

--¿Has estado ya alguna vez en Valencia?

--Sí, señor; he pasado allí un mes hace algunos años.

--Es muy bonito aquello, ¿verdad?

--Sí, muy bonito.

--Muchas naranjas, ¿eh?

--Muchas.

--Creo que es una población alegre.

--Eso no; a mí me ha parecido muy triste.

--Pues hombre, yo creía...

Y tornaron a guardar silencio. Los corazones estaban apretados, y el
acento indiferente de las palabras no bastaba a ocultarlo. Marta no
había dicho una sola en todo el tiempo. Sentada en una silla baja, al
lado del balcón, seguía atentamente la obra de croché que tenía en la
mano. Ricardo estaba reclinado en el sofá cerca de don Mariano. Mil
pensamientos melancólicos se cernían sobre las cabezas de los tres, y
aquella risueña habitación, esclarecida por la pura y brillante luz de
la mañana, se poblaba a su despecho de silencio y tristeza. Cuando el
señor de Elorza volvió a dirigir la palabra a Ricardo, se traslucía su
emoción en la voz levemente ronca y temblorosa.

--¿Y cómo has arreglado tu casa? ¿Despides a los criados?

--Menos a Pepe el jardinero y a César el portero...

--¿Has hecho el equipaje?

--No; tengo tiempo esta tarde y mañana.

--¿Y las visitas?

--Realmente, don Mariano, las únicas personas que trato con intimidad
aquí son ustedes... Con otras tres o cuatro visitas he concluido. A los
demás enviaré tarjetas... Lo que siento más es dejar sin concluir la
reforma del jardín y los dos pabellones de las esquinas en cimientos...

--No te ocupes de eso, yo cuidaré..., yo cuidaré..., yo cuidaré...

No pudo decir más. Le ahogaba la emoción. Aquellos pabellones habían
sido idea de María, cuando estaba concertada la boda. Este recuerdo
trajo consigo otros muchos, todos dolorosos, en que se mezclaban su
esposa, su hija y Ricardo, poniéndole ante los ojos las graves desdichas
que en poco tiempo había experimentado. Levantose bruscamente y salió de
la habitación.

Ricardo, conmovido igualmente y dominado por un gran abatimiento, quedó
cabizbajo y silencioso. Marta continuaba atenta a su tarea, como si nada
tuviese que partir con lo que estaba pasando. No levantó una sola vez la
cabeza durante la conversación, ni aun cuando su padre dejó la estancia.
Ricardo la contempló fijamente largo rato. La actitud impasible de la
niña empezaba a mortificarle. Se le había figurado al presuntuoso que
Martita iba a ponerse muy alterada al saber la noticia, porque siempre
le había dado pruebas de cariño. Tenía ciega confianza en la bondad de
su corazón y en la firmeza de sus afectos; pero al verla tan serena,
moviendo entre sus dedos pequeños y sonrosados la aguja de marfil, sin
preguntarle nada, sin pedirle que demorase el viaje por algunos días,
sin decirle nada, sufría un nuevo y doloroso desengaño. Y se dejó
arrastrar por la pendiente de los pensamientos sombríos a una filosofía
desesperada y pesimista. «Pues señor--se dijo lacrimosamente--, hay que
aceptar el mundo y la humanidad como son... ¡Esta niña que yo creía tan
sensible!... ¡Qué le vamos a hacer!... En la mujer no existe más que un
afecto verdadero... ¿Estará tal vez enamorada esta chica?...»

Ricardo no tenía por qué irritarse ante semejante idea. Pero lo cierto
es que se irritó, y no poco. Procuró rechazarla como un absurdo y no
logró más que hacerse cargo de que no sólo no sería absurdo, pero que
ni aun tendría nada de particular. Abatido como se hallaba, la
irritación cedió muy pronto lugar a la tristeza, una tristeza profunda y
desconsoladora.

--¿A ti no te pesa que me vaya, Martita?--dijo mientras se dibujaba en
su rostro cierta sonrisa melancólica.

--¡Si es tu gusto!...--respondió la niña sin levantar la cabeza.

¡Dale con el gusto! Ricardo no tenía ya ningún deseo de marcharse.
Estaba furioso contra sí mismo por haberlo solicitado. De buena gana lo
echaría todo a rodar... Pero no dijo una palabra de lo que pensaba.

Su tristeza y desconsuelo iban en aumento. Tenía ganas atroces de
llorar. No se atrevía a dirigir la palabra a Marta, porque no se le
conociese la emoción. Además, ¿por qué se la había de dirigir?... ¡Una
chica tan insensible!

Se hallaba en uno de esos momentos de postración en que todo se ve de
color negro y se experimenta cierto amargo deleite en ello; momento en
que (si vale la frase) el espíritu se revuelca con voluptuosidad en la
tristeza, procurando acrecentarla con recuerdos y cálculos infaustos.
Dejó caer la cabeza sobre el almohadón del sofá y cerró los ojos con
ademán de meditar. ¡Había meditado ya tanto, tanto, desde hacía algunas
horas! Sus nervios habían estado en tensión harto tiempo y empezaba a
sentirse acometido de una languidez muy próxima al desmayo. Levantó un
poco la cabeza para convencerse de que aun podía moverse y echó una
mirada a Martita, que seguía en la misma actitud; pero no tardó en
dejarla caer nuevamente. Parecía que le sujetaban contra su voluntad y
le tenían allí reclinado, sin permitirle menear un dedo. Todavía estuvo
algún tiempo con los ojos abiertos, aunque le pesaban como si fuesen de
plomo los párpados. Al cabo los cerró y se durmió. Esto es, no es fácil
decir si se durmió o se quedó solamente traspuesto. Lo cierto es que el
marqués de Peñalta, de aquel modo extendido con los ojos cerrados, no
parecía despierto y ofrecía un semblante tan pálido, tan ojeroso, tan
abatido, que inspiraba lástima.

En el espacio de algunos minutos se pueden soñar muchas y diversas
cosas. Todos han experimentado este fenómeno. Ricardo aun no había
perdido enteramente la noción de la realidad cuando se encontró en una
estancia semejante a la en que estaba positivamente. Había, sin embargo,
la diferencia de que la nueva tenía en los balcones rejas de hierro muy
espesas a manera de celosía, y uno de sus muros era también enrejado, al
través del cual se veían allá en el fondo altares dorados, imágenes de
santos, lámparas suspendidas del techo, en fin, una verdadera iglesia.
Mirando atentamente desde el sofá, observó que en la iglesia penetraba
una gran muchedumbre que producía sordo y desagradable ruido, hasta que
se llenó por completo, y no pudo entrar más gente. Entonces empezó a oír
los acordes del órgano que tocaba los valses de la reina de Escocia, lo
cual le hizo sospechar que el organista era fray Saturnino, el capellán
de San Felipe. Después, por encima de las cabezas, vio asomar los picos
dorados de una mitra. Cesó el órgano y escuchó la voz gangosa de un
predicador que pronunció largo sermón, aunque no pudo entender una
palabra de lo que decía. Concluido el sermón, oyose un cántico suave que
le hizo estremecerse de gozo: era la preciosa voz de María que entonaba
con más dulzura que nunca el aria de _Traviata: «Gran Dio, morir si
giovine...»_ Cuando terminó, sonaron prolongados aplausos en la iglesia.
Después, toda la gente se apretó contra el altar mayor dejando libres
las cercanías del enrejado. Allá pasaba algo, porque oyó claramente
algunas voces que decían: «Ahora le echa la bendición..., ahora...,
ahora...»

Y en el mismo instante apareció en la puerta de la estancia don Máximo
que le dijo: «--¿Qué hace usted ahí tumbado? ¿No sabe usted que María se
está casando?--¿Con quién se casa?--Con Jesucristo; venga usted a ver la
ceremonia.» Quiso levantarse, pero no pudo. Entonces el médico le dijo:
«--Bien, ya que usted no puede moverse, voy a la iglesia a ver si
consigo que la gente se aparte un poco para que usted vea desde ahí.» Y
en efecto, al poco rato observó que la muchedumbre dejaba un bastante
ancho pasillo frente al enrejado, y entonces vio a lo lejos, sobre las
escaleras del altar mayor, la figura arrogante de María en traje de
desposada. A su lado estaba otra figurilla menuda de hombre que la tenía
cogida de la mano. El obispo les estaba echando la bendición. ¡Más cuál
sería su asombro cuando aquel hombrecillo dio la vuelta! ¡Qué
Jesucristo ni qué calabazas! El que se casaba con María era ni más ni
menos que Manolito López, aquel chiquillo tan insolente y antipático. Se
quedó como quien ve visiones. ¡Sería posible que una chica tan hermosa y
discreta se uniera a este mocoso y le dejase a él, que al fin y al cabo
era un hombre, entregado a la desesperación! La verdad es que había
motivo para graves y dolorosas reflexiones. Pero cuando más enfrascado
estaba en ellas, he aquí que entra en la sala la misma María en hábito
de monja bernarda, y dirigiéndose a él le dice sonriendo dulcemente:
«--¿Estás triste porque me caso?--¡Pues no he de estarlo!--Tonto
(manifestó la joven acercándose más), aunque me haya casado con
Jesucristo, lo mismo te sigo amando.» Entonces Ricardo se puso a
suspirar y gemir. «--No, María, tú no me quieres, tú quieres a Manolito
López.--Vamos, Ricardo mío, no digas disparates, ¡cómo he de querer yo a
ese chiquillo!--¿No acabas de casarte con él?--Se me figura que estás
soñando; no dices más que desatinos... Despierta, hombre, despierta... o
espera un poquito, yo te voy a despertar..., ¡pero mira de qué modo tan
dulce!...» Y, en efecto, la hermosa monja se acercó todavía más y le
tomó el rostro entre sus delicadas manos con ademán cariñoso. Después
fue aproximando el suyo lentamente y le dio un tierno y prolongado beso
en la frente.

¡Oh, caso portentoso! Ricardo observó, con pasmo, que al tiempo de
hacerle la caricia, el rostro de María se había trocado súbitamente por
el de Marta. Sí; eran sus ojos negros y rasgados, sus mejillas frescas y
sonrosadas, sus negros cabellos cayendo en rizos por la frente. Pero
aquel rostro ofrecía una expresión tan triste y dolorida, que no pudo
menos de gritar:--¡Marta, Marta!, ¿qué tienes?...--Y el mismo grito que
dio le hizo despertar.

Marta seguía al lado del balcón, en la sillita baja, absorta al parecer
en su tarea. Y, no obstante, el joven, aunque ya despierto, estaba
convencido de que había lanzado un grito. Todo lo que había pasado era
un sueño, pero, a su parecer, ni el grito ni los labios tibios y húmedos
que sintió posarse en su frente eran imaginarios: no podía convencerse
de eso.

¿Qué era aquello? ¿Qué había pasado?

Estuvo algunos instantes contemplando a Martita mientras coordinaba
torpemente las ideas. Al fin, se decidió a dirigirle la palabra.

La niña levantó el rostro, que estaba encendido y turbado.

--¿No acabo de dar un grito?

Martita se turbó y encendió aún más, y apenas pudo responder con voz
temblorosa:

--No..., yo no he oído nada.

Ricardo la miró fijamente y con asombro. ¿Por qué se ruborizaba aquella
chica?

--Estaba soñando, pero juraría que he dado un grito... y juraría
también, ¡qué cosa tan extraña!, que tú me has dado un beso.

Marta, al escuchar estas palabras, pasó repentinamente del color rojo al
amarillo, dando señales de una profunda consternación. Sus manos
trémulas no pudieron sostener la obra de croché y la dejaron caer sobre
el regazo. Al mismo tiempo sus ojos se clavaron en Ricardo con tal
expresión de miedo, de ternura, de súplica, de congoja, que éste sintió
un fuerte estremecimiento, semejante al que produce una descarga
eléctrica.

¡Era la misma mirada! ¡La misma que acababa de ver en sueños!

Sintiose inundado por una gran claridad, por una luz divina. En aquel
instante supremo todo lo vio, todo lo comprendió. Disipose el polvo con
que su loca pasión por María le había cegado hasta entonces y se
encontró de frente con la escena del jardín, cuando Marta se mostraba
tan ofendida de que le besase las manos... Y la vio y la comprendió. El
raro desmayo que siguió a esta escena, también lo vio y también lo
comprendió. Fue después con la imaginación a la playa de la isla. El sol
derramando torrentes de luz sobre la arena; las olas azules y blancas
ciñendo una peña donde los jóvenes estuvieron sentados largo rato; el
sollozo que rompió el silencio del túnel; después, una niña que cae al
agua y un joven que se arroja por ella y la salva. «Gracias, señor
marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!...» También vio, también
comprendió. Después, repentino y asombroso alejamiento; unos ojos que no
le miraban, unos labios que no le hablaban, unas manos que no le
estrechaban...

¡Ah, sí, todo lo vio, todo lo comprendió!

Levantose bruscamente del sofá y acercando el rostro al de Marta, le
dijo en voz dulce y cariñosa, pero con inocente petulancia:

--No lo niegues, Martita, tú acabas de darme un beso.

La niña se llevó las manos a la cara y rompió a llorar perdidamente. Mil
diversas emociones de temor, de arrepentimiento, de cariño, de duda, de
alegría y ansiedad cruzaron en un segundo por el corazón del joven
marqués, que dobló la rodilla exclamando con acento conmovido:

--¡Marta, por Dios, me perdones la necedad que acabo de decir!... ¡Soy
un estúpido!... ¡Acababa de soñar unas cosas tan tristes, y de repente
terminaron todas tan bien!... No me resignaba a dejar escapar así la
felicidad... Una idea absurda me vino a la cabeza, inspirada por el
mismo deseo de verla realizada... Pero no..., no..., yo no puedo ser ya
feliz en la tierra... Nací para ser desgraciado... Afortunadamente
moriré pronto, como mi padre... y como mi madre... Perdóname esta locura
de un momento y no llores... ¿Quieres saber lo que soñaba?... Te lo voy
a decir, porque será quizá la última vez que me veas... Soñaba...,
soñaba, Marta, que me querías.

La niña separó un poco las manos, y dejó escapar con cierta entonación
colérica, pero adorable, estas palabras, que fueron cortadas
inmediatamente por los sollozos:

--¡Soñabas la verdad, ingrato!

El marqués de Peñalta, loco, perdido, queriendo salírsele el alma por la
boca, la estrechó entre sus brazos, sin poder articular una palabra. Al
fin, muy quedo, con la sublime incoherencia del corazón, como un
murmullo de celestial armonía, dejó caer en el oído de su amiga el himno
del amor.

Marta escuchaba. Trémula, confusa, escondía la cabeza en el pecho de su
amado, soltando un raudal de lágrimas. Ricardo la apretaba cada vez más
contra su corazón, sin cansarse de repetir la misma frase, ¡la frase más
bella que Dios ha sugerido a los hombres! Una vez sola levantó la niña
la cabeza para preguntar en voz baja y temblorosa:

--No te marcharás ya, ¿verdad?

¡Buena gana tenía Ricardo de marcharse en aquel momento! Por cuanto
hubiera de precioso en la tierra y en el cielo, no se marcharía. Su
espíritu no osaba traspasar siquiera los cristales del balcón, temeroso
de perder la dicha en que se bañaba. No obstante, tuvo aliento bastante
para separarse un segundo y salir a la puerta gritando:

--¡Don Mariano, don Mariano!

El señor de Elorza, sobresaltado, como se hallaba desde hacía algún
tiempo, acudió presuroso temiendo alguna desgracia. El rostro de
Ricardo, donde se traslucía la profunda emoción que le embargaba, no era
a propósito para tranquilizar a nadie. ¿Qué ocurría? ¿Por qué le
llamaban?

--Don Mariano--dijo el joven anudándosele la voz en la garganta--, tengo
el honor de pedir a usted la mano de su hija Marta.

¡Aquello era un escopetazo! ¿Pero cómo diablo?... ¿Se había vuelto
loco?... ¿Qué era aquello, señor?... ¡Vamos a ver, vamos a ver!...

Nada; don Mariano no pudo decir nada, porque antes de que pudiera decir,
hacer o pensar algo, ya tenía a su hija colgada del cuello llorando a
lágrima viva. ¿Qué le restaba al noble caballero? Llorar también. Pues
eso fue cabalmente lo que hizo, apretando a la hija de sus entrañas con
un abrazo y estrechando con la otra mano la del marqués de Peñalta.

--Vosotros no me abandonaréis, ¿verdad, hijos míos?--dijo el anciano
levantando su noble rostro varonil bañado en lágrimas.

Ricardo estrechó con más fuerza su mano. Marta apretó con más fuerza su
cuello.

Hubo algunos instantes de silencio, durante los cuales todos los ángeles
del cielo desfilaron por la salita que bañaba el sol de la mañana,
posando sus ojos radiantes de alegría en aquel grupo interesante. Mas he
aquí que Martita separa un poco el rostro de su padre, y sonriendo al
través del llanto pregunta cándidamente a su amado:

--¿Comerás hoy con nosotros, Ricardo?

--Sí, preciosa mía--responde el joven marqués cayendo de rodillas y
besando con efusión las manos de la niña--, comeré hoy, y mañana y
pasado... y siempre...

Marta volvió a ocultar el rostro en el pecho paternal. ¡Tenía el corazón
tan lleno de felicidad! Los tres lloraban en silencio.





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