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Title: Vida y obras de don Diego Velázquez
Author: Picón, Jacinto Octavio, 1852-1923
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Vida y obras de don Diego Velázquez" ***


produced from scanned images of public domain material


[imagen: MUSEO DEL VATICANO
VELÁZQUEZ POR ÉL MISMO
_Fotog. Braun, Clement y Cª_]



VIDA Y OBRAS

DE

DON DIEGO VELÁZQUEZ

POR

JACINTO OCTAVIO PICON

[imagen]

MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Carrera de San Jerónimo, núm. 2

1899

ES PROPIEDAD DEL AUTOR.
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MANDA LA LEY.

Est. tip. de Ricardo Fé, calle del Olmo, 4. Teléfono 1.114



ÍNDICE


AL LECTOR

I

Antigua cultura y decadencia española

II

Rápida recordación de nuestra pintura hasta fines del siglo XVI

III

Juventud de Velázquez

IV

Viajes de Velázquez a Madrid.--Entra al servicio de Felipe IV

V

Rubens en España.--«Los Borrachos».--Primer viaje de Velázquez
a Italia.--«La Túnica de José».--«La Fragua de Vulcano»

VI

Retratos: del Rey, del Príncipe Baltasar Carlos, del Infante
Don Fernando, del Conde-Duque, de Martínez Montañés.--Otros
que se han perdido

VII

El «Cristo atado a la columna», de la Galería Nacional de
Londres.--El «Cristo crucificado».--«La Rendición de
Breda».--Cuadros de cacerías.--Marcha Velázquez con el
Rey a las jornadas de Aragón y Cataluña

VIII

Velázquez criado del Rey.--Segundo viaje a Italia.--Retratos
de Juan de Pareja y de Inocencio X.--Obras de arte
que compra para Felipe IV.--Es nombrado Aposentador
de Palacio.--Memoria y dudas que ofrece su autenticidad.

IX

Últimos retratos del Rey.--De la Reina Doña Mariana.--De
la Infanta Doña Margarita.--Del Príncipe Felipe Próspero.--Retratos
de enanos y bufones

X

Cuadros mitológicos: «Mercurio y Argos».--«Marte».--La
«Venus» de la colección Morritt.--«Menipo».--«Esopo».--«Las
Hilanderas».--«Las Meninas».--Cuadros religiosos:
«La Coronación de la Virgen».--«Visita de San Antonio a
San Pablo».--Viaje de Velázquez a la frontera de Francia.--Su
enfermedad y muerte

XI

El estilo de Velázquez.--Influencia ejercida en él por las
obras de _el Greco_.--Lo que Velázquez representa en la
Historia general del arte y en la pintura nacional

NOTAS


APÉNDICES

DOCUMENTOS

Fe de bautismo de Velázquez
Entra Velázquez al servicio del Rey
Orden aclaratoria de otra anterior mandando dar ración a Velázquez
Pago de _Los borrachos_ y otras obras
Velázquez pide el pago de sus gajes
Propuesta al Rey sobre reforma en la concesión de los vestidos de merced
Manda el Rey que se paguen a Velázquez atrasos de sus haberes

Decreto del Rey accediendo a la liquidación de cuentas solicitada
por Velázquez antes de emprender su segundo viaje a Italia

El Embajador de España en Venecia al Rey

Declaración de Alonso Cano en la información hecha por el
Consejo de las Órdenes sobre concesión a Velázquez del hábito de Santiago

Declaración de Juan Carreño de Miranda en la misma información

Declaración de D. Gaspar de Fuensalida en la misma información

Instancia del Contador de Palacio sobre reclamaciones de Velázquez

Carta escrita por Velázquez en Valladolid al volver de la
jornada a la frontera de Francia

Partidas de defunción de Velázquez y de Doña Juana de Pacheco, su mujer

Memoria de lo que se encontró en el cuarto del Príncipe por muerte de
Velázquez

Catalogo de las obras auténticas que se conservan de Velázquez
con expresión de donde se hallan y quién las posee

Cuadros perdidos

Bocetos, dibujos y grabados

Bibliografía


FOTOGRABADOS

Velázquez, por él mismo.

Los Borrachos

Cristo atado a la columna

Pablillos de Valladolid

El Conde-Duque de Olivares

Cristo crucificado

Rendición de Breda

Martínez Montañés

Inocencio X

Felipe IV

La Venus del espejo

La Infanta Margarita

Las Hilanderas

Las Meninas

La Infanta María Teresa

El Príncipe Felipe Próspero



AL LECTOR


De dos maneras son las vidas que se escriben de
los grandes hombres: una reservada a los historiadores
o críticos de alto vuelo, para quienes no tiene
secretos la investigación ni obscuridad el discurso;
otra a la cual basta el modesto propósito de que el
vulgo pueda admirar lo que apenas conoce. Quien suponga
que me he atrevido a lo primero, será injusto:
a quien reconozca que he procurado lo segundo, quedaré
agradecido.

Cuanto se sabe de la vida artística y condición social
de Velázquez, procede primero de lo que en sus
libros dejaron Pacheco y Palomino: después, de los
documentos debidos a la diligencia de don Ramón
Zarco del Valle y de los trabajos de erudición y crítica
de don Pedro de Madrazo. No hay más antecedentes:
estos son los que todos los biógrafos se ven
obligados a repetir tomándolos unos de otros, sin poder
añadir cosa nueva.

Sobre tales bases han escrito muchos extranjeros y
españoles; pero lo de éstos anda disperso en memorias,
discursos y papeles periódicos, y lo de aquéllos no se
ha traducido: de donde resulta que no hay en España
libro fácilmente asequible que narre la vida y describa
las obras de nuestro gran pintor. Sea este el primero,
pues cuando los grandes no acometen las empresas
preciso es contentarse con la labor de los pequeños.

Otra consideración me ha movido a componerlo. En
lenguas extrañas se han dedicado a Velázquez obras
extensas notabilísimas: en español, trabajos de mérito
singular, pero cortos; así, que la opinión extranjera ha
circulado más que la nuestra, y como nadie consigue
dominar el conocimiento de lo ajeno, y menos en arte,
donde sólo se comprenden ciertas cosas habiendo nacido
entre ellas, sucede que aun los más ilustres y
perspicaces publicistas de otras naciones, han incurrido
en ligerezas o errores. Quién dice que el _Cristo
crucificado_ del Museo del Prado, es imagen teatral y
lúgubre, o que tiene mucha sangre; quién niega que
sean de mano de Velázquez las figuras del cuadro de
la _Vista de Zaragoza_; otros le atribuyen lienzos medianos
en que no puso pincelada; escritor hay que al
hablar de _Las Lanzas_ le supone la ruin malicia de
haber pintado zafios a los holandeses y gallardos a los
españoles; no falta quien acepte por auténticos cuadros
como la pequeña _Reunión de retratos_ del Louvre,
y hasta se ha llegado a echar de menos en Velázquez
cualidades que poseía en alto grado. Bueno es contribuir
a que tales cosas no se crean. Justo es confesar,
sin embargo, que la gloria de Velázquez debe más a la
crítica extranjera que a la española.

Imaginando que así debe hacerse en un trabajo de
vulgarización, me he abstenido casi por completo de
análisis y consideraciones de carácter técnico; procurando,
no la explicación de cómo pintaba, sino el reflejo
de la impresión que producen sus obras.

Vago recuerdo de ellas será lo poco bueno, si hay
algo, que contengan estas humildes páginas. Pronto
a reconocer mis errores, no aspiro a más satisfacción
que la de traer a la memoria una de nuestras glorias
más grandes en estos días tristes, cuando todas parecen
muertas.

Madrid, 1899.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

LOS BORRACHOS

_Fotog. M. Moreno_]



I

ANTIGUA CULTURA Y DECADENCIA ESPAÑOLA.


España, desde el tiempo de los Reyes Católicos, hasta que nuestra
cultura murió sofocada por el espíritu centralizador de la monarquía
absoluta y la intolerancia religiosa, fue con relación al estado general
de la época, un pueblo tan civilizado y progresivo como la Inglaterra y
la Alemania de ahora. Italia era más artística, Francia más fastuosa,
ninguna potencia hubo más ilustrada que España. En tanto que el Aretino,
dice despreciativamente, que los pobres son _los insectos de los
hospitales_, Jofre funda en Valencia el primer manicomio que ha existido
en el mundo; y Pedro Ponce de León y Juan Bonet, enseñan a leer y
escribir a los sordo-mudos: mientras la Sorbona de París, llama a la
imprenta _arte maldito_ y manda quemar a Roberto Estienne, por haber
puesto números arábigos a los versículos de la Biblia, nuestro cardenal
de Burgos, dice que _por mucho que escribiera para alabar el arte de
impresión de libros no acabaría nunca_; y poco después el embajador de
España en Roma ruega al rey _que no se deje arrebatar el privilegio de
la creación de imprentas, y que recabe la independencia y libertad del
invento, desde el doble punto de vista de la industria y del derecho_:
mientras la universidad de Lovaina hace la primera lista de obras
prohibidas, dando a los papas la idea funesta del _Índice_, aquí se
exime a los impresores de toda clase de tributos, y las Cortes declaran
libre la entrada de libros en España. A mediados del siglo XVI tomó tal
vuelo entre nosotros la enseñanza, que en Galicia las Ordenanzas de
Mondoñedo castigaban con tres años de destierro a los padres cuyos niños
no iban a la escuela; se prohibía que pudieran ser alcaldes los que no
sabían leer y escribir; y en Madrid se multaba en dos mil maravedís al
hombre cuyos hijos no iban al estudio municipal, con lo que se procuraba
secularizar la enseñanza, evitando que la juventud acudiese a las
cátedras de los frailes. En la España de aquel tiempo brillaron Alonso
de Córdova, cuyas tablas astronómicas se usaban en Italia; Vasco de
Piña, que calculó las declinaciones del sol para la isla de Santo
Domingo; Luis Vives llamado a Oxford, por el rey de Inglaterra, para que
instruyese a su familia; Alonso de Santa Cruz, descubridor del arte de
trazar mapas, que hoy lleva el nombre de Wright; Fernán Pérez de la
Oliva, que intentó descubrir el telégrafo magnético;[1] Guillén, que
inventó la brújula de variación; Diego de Zúñiga, que defendió el
sistema copernicano cuando lo rechazaba Europa entera; Juan de
Urdaneta, que inquirió la causa de los ciclones; Pedro Núñez, que
construyó el micrómetro llamado _nonius_, apenas perfeccionado en tres
siglos; Rivero, que inventó las bombas de metal para achicar el agua de
las naves; Jerónimo Muñoz, que calculó las trayectorias de los
proyectiles; Juan Pérez de Moya, que vulgarizó el estudio de las
matemáticas; Rojas, cuyo astrolabio usaba Galileo; Juan Escribano, que
inició la aplicación del vapor como fuerza motriz; Rojete, catalán o
gallego, pero de fijo español, que construyó el primer telescopio,
llegando a tener doce, entre ellos uno cuya lente convexa media
veinticuatro pulgadas de diámetro, por lo cual, Sirturo llama a la
construcción de telescopios _arte hispano_; Martín Cortés, que descubrió
el polo magnético antes que Libio Sanuto; Pedro Ciruelo, que redactó el
primer tratado de la ciencia del cálculo; doña Oliva Sabuco, que
escribió la _Filosofía de las pasiones_ antes que Alibert; el admirable
médico Juan Huarte, precursor del moderno positivismo; Andrés Laguna,
que creó un jardín botánico en Aranjuez antes que lo hubiera en
Montpellier y en París; Fernández de Oviedo y José de Acosta,[2] por
quienes Humboldt ha dicho que los españoles fueron los fundadores de la
física del globo. Francia e Inglaterra estuvieron un siglo aprendiendo
de nuestros marinos el arte de navegar; Holanda y Portugal no hicieron
sino seguir nuestras huellas; la gran República de Venecia, única
potencia que estaba en condiciones de hacer tanto como nosotros,
consideró con estrechez de miras el descubrimiento del Nuevo Mundo:
_Mare nostrum_ podían decir todas las naciones latinas contemplando el
Mediterráneo: sólo España se atrevió a exclamar contemplando el Océano,
_¡Plus Ultra!_ Nuestra grandeza no fue como vulgarmente se cree
exclusivamente militar. En ciencias y artes hubo, a pesar de la
Inquisición, hombres eminentes y gozaron algunos tanta libertad, que
Francisco de Villalobos, médico de la Reina Católica, pudo decir sin que
le viniera perjuicio, frases tan arriscadas como esta: _Yo no hablo con
teólogos: y si los filósofos se acogen a ellos harán como los
malhechores que se acogen a la Iglesia_. Puede, en fin, afirmarse, que
desde Fernando V e Isabel I, hasta la muerte de Felipe II, no hubo
problema científico que no se iniciase o hallara eco en España, ni varón
ilustre en materia de ciencias que no estuviese en relación con nuestra
patria[3].

Tras tanta grandeza vino la decadencia, siendo todos culpables de ella,
la monarquía por absorbente, el clero por fanático, la nobleza por
ignorante y el pueblo por holgazán y envilecido. Cuesta gran trabajo
creer los desaciertos, torpezas e indignidades en que incurrían todas
las clases del Estado, durante los reinados de aquella funesta dinastía
que comenzó en una pobre loca y acabó en un desdichado imbécil. Pasó
como un sueño, costosa manía de grandezas, la gloria militar de Carlos
I: tras los males engendrados por la ambición y el despotismo, vinieron
la estéril crueldad de Felipe II por conservar lo adquirido, la devoción
relativamente mansa con que Felipe III imaginaba merecer del cielo lo
que no sabía procurar en la tierra, y subió por fin al trono aquel
Felipe IV a quien sus cortesanos llamaban _Filipo el Grande_, pero de
quien nadie se acordaría hoy si no le hubiese retratado Velázquez.

El amante de María la comedianta y Margarita la monja, sin ser hombre de
mala índole, fue detestable rey: nacido acaso para que en él se mostrase
de qué modo ciertas instituciones tuercen y bastardean la condición
humana; porque así como las alturas de la Naturaleza causan el vértigo,
en las cumbres sociales la tentación triunfa de la voluntad y la lisonja
sofoca la virtud.

Felipe IV, fiándolo todo y descansando de todo en sus privados, a la
mañana iba de caza, a la tarde ponía rejones, y de noche buscaba en los
camarines del Retiro y en las celdas de San Plácido aventuras con que
olvidarse de que los tercios morían de hambre en los Países Bajos y
Portugal se alzaba independiente.

No quedó por entonces en el país manifestación de actividad que no se
debilitara ni sentimiento que no se bastardease. El espíritu religioso
inspirador de _Los nombres de Cristo_ y _El símbolo de la fe_ produjo
libros como la _Ensalada hecha con yerbas del huerto de la Virgen_ y _La
buenaventura que dijo un alma en trage de gitana a Cristo_. Los estudios
relacionados con las ciencias llegaron a mirarse con tal indiferencia
que, así como Felipe III había encomendado a su confesor la presidencia
de una junta solicitada por el general Conde de Villalonga para la
reforma de la artillería, Felipe IV confió a una reunión de teólogos el
proyecto de canalización del Manzanares y el Tajo, los cuales piadosos
varones rechazaron la idea diciendo que, «si Dios hubiera querido que
ambos ríos fueran navegables, con un solo _fiat_ lo hubiese realizado, y
que sería atentatorio a los derechos de la Providencia mejorar lo que
ella, por motivos inescrutables, había querido que quedase imperfecto».

La corrupción e inmoralidad del clero en aquellos días fue aún mayor que
su ignorancia: las _Cartas_ y los _Avisos_ de Pellicer, de Barrionuevo y
de otros curiosos, a quienes se puede considerar como predecesores del
noticierismo moderno, hacen mención de multitud de clérigos presos y
castigados, no sólo por robos, homicidios y asesinatos, sino por ser
actores de pecados nefandos.

Rayaba la credulidad en insensatez: Andrés de Mendoza cuenta en serio
que un día «en San Ginés, un fraile descalzo francisco, de grande
opinión de santidad, se arrebató en éxtasis, en el cual, desde la mitad
de la iglesia, fue hasta el altar por el aire, y en él se estuvo un
cuarto de hora mirando el Santísimo Sacramento a vista de gran pueblo,
que le hizo pedazos el hábito, a que suplió la piedad y grandeza de la
señora duquesa de Nájera».

España se cubrió de conventos. En Madrid, por ejemplo, donde los Reyes
Católicos, de cuya piedad no se puede dudar, habían creado sólo tres, y
Carlos I no más de cinco, Felipe II fundó diecisiete, Felipe III catorce
y Felipe IV otros tantos. Lo que sucedía en las comunidades de mujeres
no se puede referir limpiamente. Proceso hubo a consecuencia del cual se
descubrió que las pobres reclusas llamaban al Espíritu Santo _El
Quemón_, porque al arrodillarse ante el confesionario se les encendía la
sangre.

El pueblo, vejado, explotado, oprimido, sin poder creer ni esperar en
nadie, se envilecía en la holganza favorecida por la sopa boba,
formulando luego su indignación y su escepticismo en refranes que
decían: _en larga generación hay un fraile y un ladrón_; _nunca vide
cosa menos que de frailes y obispos buenos_; _a la puerta de hombre
rezador no pongas tu trigo al sol_; _reniega de sermón que acaba en
daca_; _parece tonto y pide para las ánimas_; _fíate en la Virgen y no
corras_.

El Rey, para ocultar sus pecados, hacía que profesasen muchos de sus
hijos bastardos, y los caballeros ricos se arruinaban por cómicas
ingertas en cortesanas, como la María Beson, «_que vino de Francia tan
cargada de escudos como de enfermedades_», o la Antonia Infante, que
usaba en la cama sábanas de tafetán negro.

Y a tal nación, tal corte. Madrid, consumido de pobreza, por cualquier
pretexto ardía en fiestas. En Palacio, tan pronto se gastaban millones
para recibir a un príncipe extranjero, como un bufón había de prestar
dos reales para comprar confites a la reina; los soldados, sin paga, se
acuchillaban en las calles, mientras llegaban las nuevas de que el
francés o el flamenco nos habían derrotado en los campos y el inglés nos
había pirateado en los mares.

Felipe IV se divertía en las solemnidades de la Iglesia, en las
ceremonias de Palacio, en los aposentos del teatro, en los bosquecillos
del Retiro; el vulgo alto y baja gozaba comentando aventuras de grandes
y pequeños, y el clero a todos les absolvía de todo con tal de que no
sufriesen merma sus rentas ni ataque su jurisdicción.

De entre aquel envilecimiento general únicamente solía alzarse de cuando
en cuando la protesta de algún espíritu valiente, magistrado, predicador
o literato que condenaba tanta vergüenza: por ejemplo, la voz honrada y
atrevida del obispo de Granada, don Garcerán Albanel, que osó denunciar
a Felipe IV los abusos del Conde-Duque y la pluma del gran
Quevedo.--«¿Podrá uno--dice éste--ser monarca y tenerlo todo sin
quitárselo a muchos? ¿Podrá ser superior y soberano y subordinarse a
consejo? ¿Podrá ser todopoderoso y no vengar su enojo, no llenar su
codicia y no satisfacer su lujuria?»

Mucho debió de menguar el amor a la monarquía por entonces, pues en
pocos años se descubrieron y castigaron temerosas conspiraciones
fraguadas por poderosos y nobles. Don Carlos Padilla y el Marqués de la
Vega de la Sagra mueren en el patíbulo por intentar rebelarse contra el
Rey; el Duque de Híjar, acusado de querer alzarse con Aragón, sufre
tormento; del gran Duque de Osuna se sospecha que soñó con el trono de
Nápoles, dando ocasión a que Villamediana dijese:

      _También Nápoles dirá_
    _que Osuna la saqueó:_
    _así lo creyera yo_
    _si el Duque fuera un bajá;_
    _que no porque rico está_
    _usurpó bienes ajenos:_
    _antes, por respetos buenos,_
    _fue tan humilde, que el Rey,_
    _le dio oficio de Virrey_
    _y aspiró a dos letras menos._

El Marqués de Ayamonte expiró en un cadalso, demostrada su intervención
en aquella trama urdida para hacer a Andalucía república independiente,
y por la cual se dijo:

      _Justamente se quería_
    _el de Medina-Sidonia_
    _alzar con algunas tierras,_
    _pues que han de perderse todas._

Por último, en Cataluña, las familias más ilustres, poniéndose de parte
del pueblo, se vuelven contra la Corona; y en Portugal, el Duque de
Braganza, obedeciendo a las instigaciones de su mujer que le decía: «más
quiero ser reina una hora que duquesa toda la vida», se hace soberano
con el nombre de Juan IV. Cuáles no serían los errores del monarca,
cuando Cánovas del Castillo, en sus _Estadios del reinado de Felipe IV_,
dice: «Ningún punto de la historia de España parece tan averiguado como
que únicamente la ociosidad, la ignorancia, el afán de goces de Felipe
IV, juntamente con la ineptitud y tiranía de Olivares, su principal
Ministro, fueron las causas del levantamiento de Portugal en 1640.»

Muertas las Cortes, sofocada la independencia municipal desde Carlos I,
absorbida la vitalidad de las villas y ciudades por el espíritu
centralizador de los privados, y menospreciado el trabajo por la
engañosa abundancia del oro que venía de América, nuestro poderío se
desmoronó hasta quedar convertido en escombros lo que fue soberbio
monumento. De aquellas tres palabras que simbolizaron la antigua
grandeza española, _Dios_ no era comprendido, el _Rey_ estaba endiosado
y la _Patria_ estaba moribunda.

Mas a modo de consuelo para tanta vergüenza, como en resarcimiento de
reinos arrebatados y humillaciones sufridas, quedaron en nuestra
historia intelectual dos manifestaciones gloriosas del genio español: la
riqueza extraordinaria de la producción literaria y el florecimiento de
la pintura. Lope y Cervantes, Velázquez y Murillo, recuperaron para la
Patria en los dominios de la belleza aquella estimación y supremacía que
perdimos en lo político y material por la ineptitud y bajeza de los
altos poderes del Estado.



II

RÁPIDA RECORDACIÓN DE NUESTRA PINTURA HASTA FINES DEL SIGLO XVI.


El examen de lo que fue en España la pintura hasta fines del siglo XVI
no cabe aquí, ni aun hecho someramente; porque es materia que sólo para
recopilar y ordenar lo que se ha escrito exigiría muchas páginas. Basta
a nuestro propósito decir que según iban los reyes ganando tierras en la
reconquista, a medida que magnates, nobles, abades y prelados se
enriquecían, despertaba en ellos el amor del lujo, una de cuyas primeras
consecuencias es el desarrollo y florecimiento de las artes: y claro
está que entonces, como siempre, lo que unos hicieron por vanidad y
ostentación, otros lo harían por buen gusto y delicadeza de
sentimientos.

Gracias a escrituras, privilegios, donaciones, contratos y otros papeles
que los investigadores laboriosos han encontrado en los archivos, se
sabe que en plena Edad Media hubo aquí artistas notables cuyas obras se
han perdido; abundan las referencias, o descripciones de lo que
hicieron, y aun en algunos casos constan las cantidades que se les
dieron en pago: pero la verdad es que desde don Lázaro Díaz del Valle y
Cean Bermúdez hasta hoy, cuantos escritores han tratado de poner en
claro los orígenes de nuestra pintura no han hecho, porque no podían
hacer otra cosa, más que barajar unos cientos de nombres y repetir las
mismas noticias. Muchas son las que permiten asegurar que hubo por
aquellos tiempos artistas habilísimos aunque se ignora dónde
aprendieron, cómo empezaron a formarse, y en qué diversas tendencias o
ideales se inspiraban. Lo único indudable es que en los siglos XIII y
XIV monarcas, municipios y cabildos les empleaban a su servicio
remunerándoles espléndidamente; prueba de que gustaban sus obras. Hasta
en los más vulgares compendios de la historia del arte se cuenta que
Julián Pérez trabajó para Alfonso el Sabio, y Rodrigo Esteban para
Sancho IV; que Raymundo Torrent y Miguel Fort pintaron en Zaragoza a la
manera italiana y que Juan Cesiles ajustó con una iglesia de Reus un
retablo en más de trescientos florines.

Desde los comienzos del siglo XV aparecen ya artistas de cuyas obras se
tiene más conocimiento, y algunas se conservan, aunque sea dificilísimo
precisar el nombre de sus autores. Se sabe también que los reyes se
complacían en atraer a sus cortes a excelentes pintores extranjeros: don
Juan I de Castilla protege a Gerardo Starnina, florentino; don Juan II a
Dello; en 1428 viene Juan Van-Eyck; Jorge Inglés trabaja para el Marqués
de Santillana, y cuantos autores han estudiado tan interesante materia,
hablan de Juan de Borgoña, y citan como envuelta en dudas la misteriosa
figura de un Juan Flamenco cuya personalidad nadie ha logrado poner en
claro, pues al paso que unos pretenden ver en él al mayor de los
Van-Eyck, quieren otros que sea Memling. Muy apreciada debía de estar
aquí la buena pintura cuando el papa Martín V mandó a don Juan II como
gran obsequio un pequeño tríptico de Rogerio Van der Weyden.

Lo más interesante para nosotros es que junto a estos nombres
extranjeros comienzan luego a sonar apellidos españoles como Juan de
Segovia, Gumiel, Zamora, Gallegos, Aponte, Berruguete, lo cual demuestra
que simultáneamente a la producción de los venidos de tierra extraña,
comenzaban a desarrollarse y brillar las facultades de los que aquí les
tomaron por maestros. Las causas que promovieron y facilitaron esta
enseñanza fueron de diversa índole: en primer lugar, con relación a
época más remota, la venida y permanencia larga de aquellas cuadrillas
de artistas, artífices y obreros que construyeron las catedrales, debió
de influir mucho en nuestra cultura: y luego las relaciones frecuentes y
comunicación diplomática de nuestros reyes con los soberanos extranjeros
contribuirían también, por el cambio de regalos, a que la gente rica se
fuese aficionando a la pintura que ya en Flandes y en Italia era
principal ornato de templos y palacios. Ello es de suerte que el siglo
XV nos ha legado gran número de tablas pintadas por diferentes artistas
que forman lo que vulgarmente se llama antigua escuela de Castilla,
creada por la doble y coetánea imitación de lo que aquí hacían o nos
enviaban los flamencos e italianos.

Determinar claramente la parte de ideas y hasta de procedimientos que a
cada una de esas maestrías corresponde, sería punto menos que imposible.
Es también aventurado asegurar, como han pretendido algunos críticos y
aficionados, que en Cataluña y Aragón imperase sólo la influencia
flamenca, y en Castilla y Andalucía la italiana: aquélla se inició
antes, mas luego la acción de ambas fue casi simultánea, por lo cual en
las obras de algunos pintores españoles de entonces se observa que
buscaban, por ejemplo, al mismo tiempo el carácter y personalidad de las
figuras a semejanza de las escuelas de Colonia y de Brujas, y la
impresión de color al modo de las escuelas de Siena y de Florencia.

Esta fase de la pintura nacional, primera que se puede estudiar con
algún fundamento, corresponde en su más alto grado de desarrollo al
reinado de los Reyes Católicos, bajo cuyo gobierno, según el Cura de los
Palacios, _se vio España más triunfante y más sublimada, poderosa,
temida y honrada que nunca fue_[4].

Menéndez Pelayo, a quien es tan grato como forzoso consultar en todo lo
que se refiere a la historia de la cultura española, sintetiza en estas
palabras la significación de los artistas de aquel período.

«Al lado de la enérgica vitalidad que en aquel fin de siglo mostraba la
escultura, produciendo obras que antes ni después han sido igualadas en
nuestro suelo, parecen pobre cosa los primeros conatos de la pintura,
oscilante entre los ejemplos del arte germánico y los del italiano, y
más floreciente en la corona de Aragón que en la de Castilla, como lo
prueba la famosa _Virgen de los Conselleres_, de Luis Dalmau, memorable
ensayo de imitación del primitivo naturalismo flamenco. Pero fuera de
esta y alguna otra excepción muy señalada, las tablas que nos quedan del
siglo XV, interesantísimas para el estudio del arqueólogo, y no bien
clasificadas aún, dicen poco al puro sentimiento estético, y los nombres
de sus obscuros autores Fernando Gallegos, Juan Sánchez de Castro, Juan
Núñez, Antonio del Rincón, Pedro de Aponte, no despiertan eco ninguno de
gloria. Sin embargo, el progreso de unos a otros es evidente: ya Alejo
Fernández rompe la rigidez hierática y realiza un notable progreso en la
técnica. Y por otra parte, la pintura mural y decorativa tiene alta
representación en las obras de Juan de Borgoña. El arte pictórico
español, propiamente dicho, el único que tiene caracteres propios y
refleja el alma naturalista de la raza, no ha nacido aún: tardará
todavía un siglo en nacer, un siglo de tímida y sabia imitación italiana
que cubre y disimula el volcán próximo a estallar»[5]. Ciertamente las
obras a que se refieren estas observaciones atinadísimas, _dicen poco al
puro sentimiento estético_, porque están basadas en la imitación, y sus
autores, aunque más o menos hábiles, carecieron de espíritu propio: mas
en cambio, se puede afirmar que por su misma simplicidad y candor
satisfacían perfectamente al fervor religioso que las inspiraba. Las
composiciones de estas pinturas no eran verdaderos cuadros hechos sólo
para ornato y gala permanente de habitaciones, sino pequeños oratorios
portátiles, dípticos o trípticos, _tablas encharneladas_, como se les
nombra en el lenguaje de la época, y estaban todas fundadas en asuntos
devotos. Los reyes, capitanes y grandes señores las llevaban a las
guerras, y en sus viajes sufriendo las consiguientes vicisitudes: lo que
hoy estaba en un campamento, mañana se veía en un castillo, y de la
ignorancia o cultura del vencedor dependería siempre su suerte. Este
linaje de pinturas debió de generalizarse extraordinariamente.

En las cámaras y tarbeas de los palacios, alcázares y casas que Isabel I
tenía en Aranjuez, Granada, Sevilla, Toledo, Toro, Tordesillas, Segovia
y Medina del Campo, hubo, según consta del inventario formado a su
muerte, al pie de cuatrocientos sesenta cuadros, casi todos de devoción;
y doña Juana la Loca dejó treinta y seis, sobre los que heredó de su
madre. La prueba de que no sólo los monarcas poseían obras de esta
índole, está en que muchas de ellas les eran regaladas, y sus autores
debían de ser bien pagados cuando se sabe que Fernando V mandó dar a
_Michel Flamenco, pintor que fue de la reina nuestra señora que haya
santa gloria, la suma de 116.666 maravedises_, por todo el tiempo que
había servido a la reina desde principios del año 1492 hasta que S. A.
finó[6].

[imagen: GALERÍA NACIONAL DE LONDRES

CRISTO ATADO A LA COLUMNA

_Fotog. Braun, Clement y Cª_]

Carlos I llegó a tener más de seiscientos cuadros: conocido su poder,
fácil es colegir los tesoros que acumularía en los palacios de los
Países Bajos, de Italia y de España; sólo su tía doña Margarita de
Austria, le legó más de cien pinturas: ni Francisco I de Francia, ni
Enrique VIII de Inglaterra, llegaron a poseer riqueza parecida. Mas este
tesoro ya no se componía exclusivamente de obras religiosas. El
Renacimiento estaba en su apogeo; las auras paganas despertando el amor
a la Naturaleza habían ingerido al arte savia nueva, y a los artistas
creyentes que representaron con placido y sincero misticismo los relatos
de los evangelistas, habían sucedido otros que, inspirándose en los
cantos de los poetas gentiles, ponían su genio al servicio del
sensualismo clásico, fingiendo en sus obras, con maravillosa potencia
imaginativa, fábulas eróticas, hazañas de héroes, pasiones de dioses,
desnudeces de mujeres, pero estos pintores, al poner el entendimiento y
la mano en la tragedia del Calvario ni aun con la grandiosidad de la
composición y la pompa del color, lograban suplir aquella honda y
sincera emoción que agitó el alma de los fundadores de las escuelas
primitivas. El Renacimiento fundado en el estudio de la antigüedad, fue
revolución provechosísima al arte, porque le enseñó a amar la belleza
sin cuidarse de su origen: pero haciendo que prevaleciese la fantasía
sobre la piedad, le robó en general y en particular a la pintura ese
algo misterioso e ingenuo independiente de toda condición externa que
seduce y cautiva aun a los adoradores de la forma.

La pintura que durante más de dos siglos había tenido su exclusivo
asiento en las iglesias, se enseñoreó también de los alcázares, varió de
índole y hasta cuando decoró templos, los adornó como si fueran
palacios.

No lo permite la extensión de este modesto trabajo, pero conviene
fijarse en la acogida que aquí tuvieron las obras del Renacimiento para
observar luego cómo varió su carácter y se modificaron sus tendencias.

Carlos I debió de ser gran admirador de sus creaciones, aun de aquellas
donde más resplandecía la libre sensualidad del paganismo, pues si bien
es cierto que al retirarse a Yuste llevó consigo gran número de cuadros
de devoción, años atrás, según refiere Jusepe Martínez, había mandado
pintar a Ticiano, además de un retrato, _unos cuadros de unas poesías,
que a no ser tan humanas, las tuviera por divinas, ¡lastima grande para
nuestra religión!_

Felipe II, que cuando escribía al mismo Ticiano le llamaba _amado
nuestro_, le encargaba para sus palacios cuadros como los de _Antiope_,
_Venus y Adonis_, y _Diana y Calixto_, de lo cual se infiere que no era
mojigato en materia de arte; y Felipe III y Felipe IV, siguieron
reuniendo obras análogas en Madrid y el Pardo.

Durante este largo período, que abarca todo el siglo XVI, domina ya en
España el gusto italiano en lo referente a los elementos de expresión
que animan la obra pictórica: los más ilustres holandeses, Antonio Moro
por ejemplo, sólo son buscados y seguidos como retratistas. En Valencia,
pintan Juan de Juanes y Ribalta; en Andalucía, Luis de Vargas, Alejo
Fernández y _el divino_ Morales. Tomamos de Italia, la escrupulosidad en
el estudio de los miembros del cuerpo, la manera de concebir y disponer
el cuadro, el manejo de la luz, los contrastes y armonías del color,
hasta los estilos y procedimientos de la ejecución, pero la tendencia
del Renacimiento a que el arte fuese, ante todo, realización de belleza,
ya nacida de los ideales de la mente, ya contemplada en las obras de la
Naturaleza, el criterio amplio y libre hasta la audacia que florentinos,
romanos y venecianos desplegaron en sus frescos y sus lienzos, halló
pocos prosélitos en España.

Los monarcas, a quienes la Iglesia no entorpecía sus gustos personales
por pecaminosos que fuesen, seguían adornando los palacios y casas de
recreo con profanidades y mitologías: algunos grandes señores, hacían lo
propio, según se desprende de lo que refieren varios escritores de aquel
tiempo[7]; mas para la mayoría de la nación, el arte fue un mero
auxiliar del sentimiento religioso.

Inútil es que haya quien se obstine en negarlo alegando que además de
cuadros devotos, también se pintaban muchos de otros asuntos. Para
persuadirse de lo infundado de esta afirmación, basta considerar que
entre los miles de lienzos del siglo XVII, que se conservan en España,
son poquísimos los que representan episodios históricos o escenas de
costumbres, y en cambio es incalculable el número de los inspirados en
el Viejo o el Nuevo Testamento, y en las vidas de los santos: hasta los
_floreros_ se solían disponer de modo que sirvieran de marco a alguna
imagen sagrada: retratos se hicieron en abundancia, pues siempre sobra
lo que radica en la vanidad humana, y no escasean los bodegones, porque
muchos artistas tomaban este género por vía de estudio: de lo que apenas
hay rastro, es de la pintura que pudiéramos decir doméstica y familiar.
Conocemos la vida de aquel siglo, por los viajes de los extranjeros, que
solían exagerar o mentir; por los documentos de los archivos, que hablan
con seca y desabrida elocuencia; por el teatro, en que la imaginación es
señora; por la novela picaresca, que sólo resucita tipos de una clase
social; por los escritores, que siempre con sentido especialmente
devoto, se complacían en censurar las costumbres, describiéndolas de
paso; pero los pinceles tercos en esquivar toda representación de cosa
vulgar y profana, nos dejaron poquísimos datos referentes a la manera de
vivir, los trabajos, oficios, diversiones, casas, habitaciones, muebles
y ropas de aquellos caballeros y soldados, clérigos y estudiantes,
mercaderes y mendigos, damas y aventureras, cómicas y beatas, dueñas y
criadas, cuyo abigarrado conjunto conocemos sólo moralmente, gracias a
Cervantes y Quevedo, Tirso y Lope, Zabaleta y Salas Barbadillo, porque
los pintores limitados a la representación convencional de lo sagrado
despreciaban lo profano.

Indudablemente sentían amor intenso a la belleza real, lo que se prueba
observando cómo daban a las figuras santas tal aspecto de verdad, que lo
que perdían en alteza, lo ganaban en verosimilitud, mas no era posible
que nada de lo que les rodeaba a diario les pareciese objeto digno de
emplear en ello su observación y sus pinceles, cuando la voz de la
Iglesia, tan temida y respetada entonces, les decía que la vida terrena
y transitoria, es cosa baja y despreciable en comparación de la
celestial eterna. Tal es, en mi humilde entender, la causa, de que la
pintura española de aquella época no sirva, como sirve la de los países
del Norte, para completar el estadio de la Patria, reflejando las
costumbres que es un modo de reflejar el alma de la nacionalidad.

En Italia, tampoco logró la pintura de costumbres gran importancia,
porque allí el arte, gracias a la cultura del Papado, adquirió carácter
eminentemente monumental: mas a falta y con ventaja de no poder
representar escenas humanas y vulgares dispusieron los artistas del
campo hermoso e ilimitado de la Mitología, donde no hay belleza que no
se contenga, pues en sus admirables fábulas, los dioses pecando por amor
se igualan a los hombres, y los hombres llegando a héroes por el
esfuerzo, casi se confunden con los dioses.

Pero el fundamento de las fábulas mitológicas, en cuanto ofrecen asunto
para las artes, es el desnudo, y en España, para los que regían las
conciencias, desnudez y deshonestidad eran una misma cosa. Quien desee
convencerse de ello lea unos cuantos libros de aquellos grandes
escritores místicos que para hacer codiciable la gloria y posible la
salvación, presentaban no sólo la belleza, sino aun la mera forma
corporal, como cebo y acicate del pecado. El autor, por cierto admirable
prosista cuyo nombre ha sido olvidado injustamente en las historias de
nuestra literatura, que con más claridad y energía supo expresar esta
hostilidad al desnudo, aunque exagerando como era natural sus peligros,
fue el carmelita Fray José de Jesús María.--«El sentido de la
vista--dice--es más eficaz que el del oído, y sus objetos arrebatan el
animo con mayor violencia; y así es más vehemente la moción que
despierta la deshonestidad con las pinturas lascivas, que con las
palabras; y tienen menos reparo las especies y memorias que entran por
los ojos que las que se perciben por los oídos; porque las palabras
pintan una cosa ausente o ya pasada, pero las pinturas la figuran
presente... Y así los pintores cuando hacen figuras fabulosas y lascivas
cooperan con el demonio, granjeándole tributarios y aumentando el reino
del infierno. Esta introducción pestilencial y venenosa fue obra y traza
del demonio particularmente en estos reinos porque (como queda
referido), por vengarse en la tierra, de la cristiandad, de haberle
destruido los templos y los ídolos donde era adorado en las Indias,
introdujo en Europa las figuras deshonestas de mujeres desnudas»[8].

Poniendo en duda o atenuando la fuerza de esta manera de pensar, se dirá
que después de escritos tales párrafos, acaso en aquellos mismos años,
los monarcas adornaban sus palacios con obras de Veronés y de Ticiano,
tales que según la intransigencia de los místicos podían calificarse de
pecaminosas, y aun que el mismo Velázquez trajo varias de Italia para
Felipe IV; mas esos lienzos no eran imitados por nuestros pintores.

Los tratadistas de las bellas artes participaban de las mismas ideas;
pues si bien los del siglo XVI, unos como Francisco de Holanda, se
postraban ante el genio de los italianos, y otros, como don Felipe de
Guevara, preferían a todo los restos del arte pagano, en cambio los del
siglo XVII sin dejar de entusiasmarse con Rafael y el Vinci, declaran
categóricamente que el objeto principal de la pintura es la
glorificación de la fe. Carducho, entre otras afirmaciones parecidas
aceptando la opinión de un monje griego llamado Ignacio, dice que _los
pintores son ministros del Verbo, atributo suficiente de apóstoles_; y
apoyándose en San Gregorio, San Juan Damasceno y el venerable Beda,
añade que _el Espíritu Santo socorrió la flaqueza humana con el
milagroso medio de la pintura y que las pinturas de las imágenes son
como historia y escritura para los que ignoran_.

Pacheco, movido por igual fervor, escribe que _el fin de la pintura será
mediante la imitación representar la cosa con la valentía y propiedad
posible... y estando en gracia alcanzar la bienaventuranza, porque el
cristiano criado para cosas santas, no se contenta en sus operaciones
con mirar tan bajamente... de modo que la pintura que tenía por fin
parecerse sólo a lo imitado ahora como acto de virtud, toma nueva y rica
sobreveste, y demás de asemejarse, se levanta a un fin supremo, mirando
a la eterna gloria_.

Menéndez Pelayo, que ha tratado magistralmente cuanto se refiere a
nuestros escritores didácticos de bellas artes, dice, después de copiar
más extensamente aquellos párrafos: «Este profundo sentido religioso, o
más bien ascético que hace de Pacheco en la teoría un predecesor del
espiritualismo de Owerbeck, le mueve a quitar todo valor propio a la
pintura considerándola sólo como una manera de oratoria que se encamina
a persuadir al pueblo... y llévalo a abrazar alguna cosa conveniente a
la religión».

D. Juan de Butrón[9], en un libro de insufrible culteranismo sienta
también el principio de que el _gusto de una pintura, si con cordura lo
recibiésemos, debía levantarnos al conocimiento del amor de Dios y
enseñarnos el principio de que procedemos_.

Aun el preceptista de aquel tiempo menos especulativo y más practico,
que fue Jusepe Martínez[10], gran admirador de los italianos, aconseja
al pintor católico que _la elección de las pinturas que se deben hacer
para ser veneradas no sean hechas con extravagantes posturas y
movimientos extraordinarios, que mueven más a indecencia que a
veneración_; y en otro lugar añade que _en las pinturas religiosas antes
se atienda a la devoción y decoro que a lo imitado_: llegando a decir
que _el fin de estas profesiones de escultura y pintura no se ha
introducido para otra cosa sino para adoración y veneración a sus
santos; por cuyo medio Su Divina Majestad ha obrado infinitos milagros_.

Tal era el concepto que de la pintura tenían los escritores sagrados y
los tratadistas especiales. Estas doctrinas arraigaron con tal fuerza
que un siglo más tarde todavía se revelan en rasgos de superstición y
fanatismo. Hombre tan serio como Palomino habla de un religioso de una
santa cartuja a quien hubieron de quitar de la celda una imagen de
María Santísima, de suma perfección, porque su mucha hermosura le
provocaba a deshonestidad; y el P. Interian de Ayala exclama indignado:
«Porque ¿a qué viene el pintar a la Virgen, maestra y dechado de todas
las vírgenes, descubierta la cabeza? ¿A qué el cabello rubio esparcido y
tendido por el blanco cuello? ¿A qué sin tapar decentemente aquellos
pechos que mamó el Criador del mundo? ¿A qué, finalmente el pintar sus
pies o totalmente desnudos o cubiertos con poca decencia?»[11]. De modo
que hasta la _Concepción_ de Murillo, acaso la expresión más poética del
arte católico, vino a ser sospechosa.

A propio intento me he detenido algo en lo que precede, aunque sin
insistir lo que la materia permite, porque tales ideas fueron la causa
de que la pintura de aquel tiempo, exceptuando el retrato, esté limitada
al género religioso. Sin incurrir en el absurdo de rechazar esta fase
del espíritu nacional, séame permitido lamentar que su exclusivismo nos
privara de otras manifestaciones artísticas.

Pero si en lo que se refiere a la elección de asuntos, venció el amor a
lo sobrenatural, en lo tocante a la manera de tratarlos y a la
representación de la figura humana, prevaleció un sentido esencialmente
realista. La pintura de entonces, no crea más que Cristos, Vírgenes y
Santos, pero no les da forma con rasgos de perfección soñada, sino
mediante la más brava imitación del modelo; su belleza no es un
engendro de la mente, no nacen de la _corta idea_ rafaelesca, sino de la
propia naturaleza humana. Los tipos de apóstoles, mártires y ermitaños,
están tomados del campo y de la hampa o son soldados viejos de Flandes y
de Italia: el artista sin cuidarse de ennoblecerlos ni siquiera
limpiarlos, los coloca en los altares y allí son reverenciados y
adorados: persuaden al animo y seducen a la imaginación meridional
porque tienen vida: la pintura española esta creada.



III

JUVENTUD DE VELÁZQUEZ.


Don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez nació en Sevilla, según
tradición falta de pruebas, en la calle de Gorgoja: fue su padre Juan
Rodríguez de Silva, oriundo de Portugal, pero nacido y avecindado en
Sevilla, y su madre D.ª Jerónima Velázquez[12]: se le bautizó en la
parroquia de San Pedro el 6 de Junio de 1599.

De la infancia del gran pintor nada se sabe: es de suponer que estudiase
algunos años con cualquier profesor de humanidades de los muchos que por
aquel tiempo había en Sevilla, mas no debió de ser muy largo este
aprendizaje literario. Cean Bermúdez dice: que notando sus padres una
inclinación decidida en el muchacho a la pintura, porque siempre estaba
dibujando en los libros y cartapacios, tuvieron por más acertado
ponerle en la escuela de Francisco de Herrera _El viejo_, tan conocido
por su facilidad en pintar como por la aspereza de su genio. Era éste de
condición tan desabrida y dura que su hija por no aguantarle se metió
monja y su hijo le robó y huyó a Italia. Sus cuadros reflejaban su
carácter: pintaba con extraordinario vigor, sin imitar a los que
habiendo estado en Italia volvían entusiasmados con la gracia y la
elegancia de las escuelas romana y florentina. Si esta intransigencia
era resultado de ideales artísticos más o menos combatidos o mera
consecuencia de su carácter, nadie puede saberlo: lo cierto es que los
discípulos le sufrían de mala gana y paraban poco a su lado. El hombre
debía de hacer intolerable al maestro. Velázquez, acaso por deseo propio
o, pensando mejor, por iniciativa de sus padres, pues aún no había
cumplido catorce años, abandonó el taller de Herrera y pasó al de
Francisco Pacheco. La figura de éste es interesantísima, tanto por el
propio valer, cuanto por la influencia que ejerció en el porvenir de
Velázquez. No se sabe de cierto si nació en Sevilla ni si viajó por
Italia: de lo que no cabe duda es de que fue hombre de singular cultura
y gran prestigio; pintor, preceptista y poeta. Si no hubiese escrito más
que versos nadie se acordaría de él porque los hacía dañados de
conceptismo, desaliñados y fríos, sin conseguir acercarse a sus modelos
Herrera y Rioja; y de Góngora que fue su amigo sólo se asimiló lo
censurable. Como pintor rindió culto al gusto italiano y aunque nada
suyo se conserva de mérito sobresaliente, fue muy apreciado en su
tiempo, influyendo tal vez en esta estimación antes las prendas
personales que las facultades artísticas: sus cuadros son más correctos
pero tan fríos como sus sonetos. Trató al Greco en Toledo año de 1612
sin asimilarse ninguna de sus buenas cualidades. Ha pasado a la
posteridad, gracias a lo que escribió. Compuso en prosa entreverada de
versos la _Apacible conversación entre un tomista y un congregado,
acerca del misterio de la Purísima Concepción, nuestra señora_, y un
opúsculo _En defensa del compatronato de Santa Teresa_, en el cual alegó
razones contra la opinión de Quevedo que, como es sabido, defendía el
patronato exclusivo de Santiago. Pero compuso dos obras porque merece
ser más estimado. La primera es el[13] _Arte de la pintura, su
antigüedad y grandezas_. En lo que se refiere a las relaciones del arte
con la religión esta fundada en la doctrina y consejos de los amigos
jesuitas que le ayudaron en su trabajo, y en lo que toca a la practica
es un reflejo de las ideas de los tratadistas neoplatónicos de
Florencia. El _Libro de descripción de verdaderos retratos_ es una
colección de ellos, hechos a dos lápices, en que figuran desde el Rey
Felipe II hasta artífices que entonces gozaban popularidad y hoy están
olvidados: los más del natural, otros valiéndose de copias, todos
interesantísimos ya por la calidad de las personas ya por la excelencia
de la mano, y algunos tan sobria y magistralmente trabajados que antes
que de Pacheco pudieran ser de Velázquez.

No faltó, sin embargo, en Sevilla por aquellos años poeta que viendo un
Cristo crucificado, de Pacheco, en que la ejecución quedaba muy por bajo
del pensamiento, dijese:

      _¿Quién os puso así Señor_
    _tan descarnado y tan seco?_
    _Vos me diréis que el amor,_
    _mas yo digo que Pacheco._

A pesar de lo cual, la personalidad artística y social del maestro debió
de merecer tal respeto a sus conciudadanos que llegó a ser alcalde y
veedor del oficio de pintores, y el Santo Oficio _teniendo atención a su
cordura y prudencia le encargó que tuviese particular cuidado de mirar y
visitar las pinturas de cosas sagradas que estuviesen en sitios
públicos_, dándole para ello comisión, _cual se requiere de derecho_.

No sin fundamento llama Palomino a la casa de Francisco Pacheco _cárcel
dorada del arte_, pues fueron sus amigos y en distintas épocas debieron
de leer o presentar allí sus obras muchos hombres ilustres. Fernando de
Herrera, Pablo de Céspedes, el licenciado Roelas, Martínez Montañez,
Juan de Malara, Baltasar del Alcázar, los Carducho, Góngora, Jauregui,
Alonso Cano, Quevedo, Rodrigo Caro, autor de la soberbia elegía _a las
ruinas de Itálica_, y tal vez Miguel de Cervantes.

La atmósfera intelectual creada por tales artistas y poetas, de los
cuales unos eran ya muertos y otros aún vivían, fue el ambiente que
comenzó a respirar Diego Velázquez, quien casi niño salió de poder de
Herrera, adusto y regañón, original e intransigente, que dibujaba con
cañas quemadas y pintaba con enormes brochas, y fue a parar a la
escuela de un hombre bondadoso, apacible, imitador de los italianos,
cuya morada debía de ser academia donde prevalecía el gusto clásico,
fruto de la más pulcra ilustración, pero al fin clasicismo de reflejo.

Aquí comienza a despuntar el genio de Velázquez, porque aun viviendo
rodeado de gentes que por su educación y tendencia, sobre todo por las
corrientes del tiempo, eran entusiastas de todo espiritualismo, aunque
allí dominaban en la doctrina y practica del arte, la devoción a la
antigua española y el renacimiento a la italiana, él lejos de doblegarse
fácilmente a la opinión ajena empezó a trabajar, inspirándose únicamente
de lo que la Naturaleza ponía ante sus ojos, obstinándose en dominar la
forma, comprendiendo que las cosas en apariencia más bajas, viles y
groseras están preñadas de belleza para quien sabe estudiarlas. Mientras
su maestro escribía que la pintura es loable porque puede servir a la
gloria de la religión y al fomento de la piedad, cuanto los pintores más
insignes competían en la representación de apariciones milagrosas y
prodigios inspirados en la fe; él hacía _estudios de animales, aves,
pescaderías y bodegones con perfecta imitación del natural_. Pacheco lo
refiere diciendo, que cuando era muchacho, «tenía cohechado un
aldeanillo, aprendiz que le servía de modelo en diversas acciones y
posturas, ya llorando, ya riendo sin dificultad alguna. E hizo por él
muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos
naturales, con que granjeó la certeza en el retratar»[14].

Por cierto que, a poderse hacer, sería curioso el estudio de investigar
cómo Pacheco dadas sus ideas, de que Velázquez indudablemente no
participaba, llegó a admirarle tanto. Pero si en éste fue grande la
independencia de observación y criterio, no debieron de ser menores la
perspicacia y tolerancia de Pacheco. Las maravillosas aptitudes del
discípulo sedujeron al maestro, que le casó con su hija.

Difícil es poner en claro si ésta y Velázquez aceptaron el propósito de
Pacheco sólo por obediencia, o si se unieron por amor, mas no es
disparatada la suposición de que doña Juana se prendara de don Diego,
cuya gallarda figura al tiempo de la boda, debía de ser muy semejante al
retrato que él mismo se hizo en el cuadro famoso de _Las lanzas_.
Además, así permite creerlo la dramática circunstancia de haber ella
muerto, andando los años, ocho días después de perder a su marido: ¿por
qué achacar a la casualidad aquello en que pudo tener parte la ternura?

Fuera como fuese, Pacheco se ufana diciendo al elogiar a Velázquez:

«Después de cinco años de educación y enseñanza (es decir, cuando su
discípulo tenía diecinueve) le casé con mi hija, movido de su virtud,
limpieza y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande
ingenio. Y porque es mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido
justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quiera atribuir esta
gloria, quitándome la corona de mis postreros años. No tengo por mengua
aventajase el discípulo al maestro (habiendo dicho la verdad que no es
mayor), ni perdió Leonardo de Vinci en tener a Rafael por discípulo, ni
Jorge de Castelfranco a Ticiano, ni Platón a Aristóteles, pues no le
quitó nombre de Divino»: nobles palabras que aun tocadas de disculpable
orgullo revelan su bondad de alma.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

PABLILLOS DE VALLADOLID

Fotog. M. Moreno]

La primera educación de Velázquez, la que pudieron darle libros y
maestros, debió de estar por entonces si no concluida muy adelantada.
Según Palomino estudió anatomía en Durero y Vesalio, expresión en Juan
Bautista Porta, perspectiva en Daniel Barbaro, aritmética en el
bachiller Juan Pérez de Moya, geometría en Euclides, rudimentos de
arquitectura que aprendían todos los pintores de su tiempo, en Vitrubio
y Viñola, y finalmente elegancia, poesía y buen gusto, en la culta
sociedad de aquellos ilustres varones que frecuentaban la casa de su
suegro.

Palomino, que escribió medio siglo después de muerto Velázquez, pero que
declara deber a Juan de Alfaro, discípulo de éste, lo principal que supo
de él, habla de varias pinturas de su juventud que corresponden a esta
época anterior a su salida de Sevilla.

«Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla en que
hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan y otras cosas, todo
observado con diligencia extraña. Semejante a ésta es otra de un
muchacho mal vestido, con una monterilla en la cabeza, contando dineros
sobre una mesa, y con la siniestra mano haciendo la cuenta con los dedos
con particular cuidado; y con él esta un perro detrás, atisbando unos
dentones, y otros pescados, como sardinas, que están sobre la mesa;
también hay en ella una lechuga romana, que en Madrid llaman cogollos, y
un caldero boca abajo; al lado izquierdo esta un vasar con dos tablas;
en la primera están unos arencones y una hogaza de pan de Sevilla sobre
un paño blanco; en la segunda están dos platos de barro blanco, y una
alcucilla de barro con vidriado verde, y en esta pintura puso su nombre,
aunque ya esta muy consumido y borrado por el tiempo. Igual a ésta es
otra, donde se ve un tablero, que sirve de mesa, con un anafe, y encima
una olla hirviendo; y tapada con una escudilla, que se ve la lumbre, las
llamas y centellas vivamente, un perolillo estañado, una alcarraza, unos
platos y escudillas, un jarro vidriado, un almirez con su mano y una
cabeza de ajos junto a él; y en el muro se divisa colgada de una
escarpia una esportilla con un trapo, y otras baratijas, y por guarda de
esto un muchacho con una jarra en la mano, y en la cabeza una escofieta,
con que representa con su villanísimo traje un sujeto muy ridículo y
gracioso»[15].

En vano aconsejaron a Velázquez los que le rodeaban que pintase _asuntos
de más seriedad en que pudiese imitar a Rafael de Urbino_: él respondía
que _más quería ser primero en aquella grosería que segundo en la
delicadeza_.

Prescindiendo de otros que no pueden considerarse auténticos, a esta
época pertenecen varios cuadros de costumbres cuyas figuras representan
gentes de humilde condición y vulgares ocupaciones: _Una vieja friendo
huevos_[16]; _El aguador de Sevilla_[17]; _Un vendimiador_[18], y _Un
retrato de hombre desconocido_[19].

La primera de estas obras descritas todas cuidadosamente por Aureliano
de Beruete[20], representa una vieja puesta de perfil y cubierta en
parte la cabeza por una cofia blanca, que es la nota más clara del
cuadro; tiene en la mano derecha una cuchara de palo, en la izquierda un
huevo: ante ella se ve una mesa con utensilios de cocina, y a su derecha
un muchacho que se le acerca trayendo en la izquierda una botella y
sujetando con la derecha contra el cuerpo un melón enorme. Completan el
conjunto un hornillo colocado en primer término, donde esta puesta la
sartén, bajo la cual brillan las brasas, un perol, una jarra, un almirez
y al fondo, colgado de la pared, un saquillo con trapos; todo ello,
especialmente la cabeza del chico, ejecutado con verdad pasmosa.

_El vendimiador_ es un muchacho visto de frente andando, sonriente,
trayendo un racimo de uvas en la mano derecha y en la izquierda un
cuchillo: tiene junto a sí un cesto lleno de uvas y la figura, de tamaño
algo menor que el natural y cortada por bajo de la cintura, destaca
sobre un trozo de paisaje sombrío.

_El aguador de Sevilla_, es el mismo de que habla Palomino, aunque su
descripción adolece de poca fidelidad: según sus palabras «es un viejo
muy mal vestido y con un sayo vil y roto que se le descubría el pecho y
vientre, con las costras y callos duros y fuertes, y junto a sí tiene un
muchacho a quien da de beber». Adornó primero uno de los salones del
palacio de Madrid, se lo llevaron los franceses, fue recuperado del
equipaje del rey intruso en 1814 después de la batalla de Vitoria; y
Fernando VII se lo regaló al duque de Wellington que lo había rescatado.

De este mismo tiempo, son varias composiciones religiosas que Velázquez
hizo, sin duda, unas como estudios de empeño y otras acaso ya como
resultado de algún encargo. En este grupo deben citarse _Cristo en casa
de Marta_[21], _Cristo y los peregrinos de Emaus_[22], un _San
Pedro_[23], la _Virgen rodeada de ángeles entregando una casulla a San
Ildefonso_[24] y la _Adoración de los reyes_, del Museo del Prado, que
es en este género y de este tiempo la obra de más importancia.

Han pretendido algunos críticos, en particular extranjeros, que durante
el período juvenil a que pertenecen las obras citadas, Velázquez imitó a
Ribera, a Zurbarán y a Luis Tristán. Para darse cuenta de lo erróneo de
la apreciación, basta examinar con cuidado la _Adoración de los reyes_
del Museo del Prado. La pintura de Velázquez es allí la peculiar de los
españoles de entonces, que arrastrados por el instinto realista de la
raza, procuraban la mayor verdad: es el mismo modo de ver y reflejar lo
natural que sin haber podido ponerse de acuerdo tuvieron Ribera, a la
sazón ausente de España, y Zurbarán condiscípulo de Velázquez: pintura
caliente en el color por el abuso de ciertas tierras, sólida hasta pecar
de dura; afanosa de modelar con vigoroso relieve, tanto que
principalmente las cabezas, extremos y ropajes de las figuras, por el
modo de estar hechos, parecen copiados de tallas en madera; pero no se
puede afirmar con fundamento que esta primer manera de Velázquez,
tuviera por base la deliberada imitación de nadie. Las contradictorias
opiniones de sus biógrafos extranjeros Justi, Stirling y otros, puestas
en claro por Beruete, demuestran que cuando pintó en 1619 la _Adoración
de los reyes_, y menos antes, no podían influir en él los cuadros de
Ribera desconocidos en Sevilla hasta 1631; y que no teniendo Zurbarán
sino unos cuantos meses más que Velázquez, éste vería en él un compañero
y no un maestro. En lo que se refiere a Luis Tristán, si pudo ver algún
trabajo suyo en Sevilla, claro esta que le admiraría como admiró más
tarde al _Greco_ de quien aquél era discípulo, pero no le tomó por guía.
Fuese por instinto, fuese por convicción, no siguió dócilmente ningún
estilo personal. Es lógico admitir que Ribera, Zurbarán y Luis Tristán,
le gustasen más que Vargas, tan respetado en Sevilla, y que Lanfranco y
el Guido, cuyas amaneradas obras se traían de Italia; más precisamente,
en contra de tales suposiciones y conjeturas, lo que caracteriza a
Velázquez desde que mancha los primeros bodegones de que habla Pacheco
hasta sus últimas obras, es aquel profundo y respetuoso amor a la
Naturaleza, que le hizo ver en ella su único y verdadero maestro en el
más alto sentido de la palabra.



IV

VIAJES DE VELÁZQUEZ A MADRID.--ENTRA AL SERVICIO DE FELIPE IV.


Por grande que fuese en aquel tiempo la cultura de Sevilla, era natural
que Madrid, donde habitaban los reyes y las más opulentas familias,
atrajera a los artistas provincianos. _Sólo Madrid es corte_, se decía
vanidosamente entonces, y a la corte quiso venir Velázquez ávido de
estudiar las maravillas con que adornaban sus palacios, casas y
conventos, Felipe IV, los grandes señores y las comunidades religiosas.
Además, aún vivía el _Greco_ en Toledo[25], y en la _sacra estupenda
mole_ de El Escorial, según el pomposo lenguaje de la época, había
cuadros de Tintoretto y del Ticiano; estímulos sobrados, y superiores al
afán de medro, para que el artista quisiera emprender el viaje.

«Deseoso, pues, de ver El Escorial[26]--declara Pacheco--partió de
Sevilla a Madrid, por el mes de Abril del año de 1622. Fue muy
agasajado de los dos hermanos D. Luis y D. Melchor del Alcázar, y en
particular de D. Juan de Fonseca, sumiller de cortina de S. M.
(aficionado a su pintura). Hizo, a instancia mía, un retrato de D. Luis
de Góngora, que fue muy celebrado en Madrid, y por entonces no hubo
lugar de retratar a los Reyes, aunque se procuró». Don Antonio
Palomino--quien como ya he indicado escribió más de cincuenta años
después de muerto Velázquez--dice que partió de Sevilla acompañado sólo
de un criado: posteriormente otros biógrafos, Lefort entre ellos, han
supuesto que este servidor fuese su esclavo, Juan de Pareja, más de
cierto no se sabe. Que retrató a Góngora es seguro, pues Pacheco lo
atestigua. No esta tan fuera de duda que este retrato sea el que se
conserva en el Museo del Prado con el núm. 1.085. El poeta, residente
entonces en Madrid, tenía sesenta años; hay imágenes suyas semejantes a
ésta, y Velázquez traía encargo de retratarle, circunstancias propicias
a que admitamos la autenticidad. En cambio, dados la importancia del
personaje y el interés demostrado por el suegro, no es creíble que el
yerno se limitase a pintar sólo una cabeza: lo natural era que, por
respeto a la personalidad de uno y al cariño de otro, hiciese obra de
mayor empeño, donde el autor del _Polifemo_ y las _Soledades_, tan
admirado en su tiempo, estuviera de cuerpo entero, o a lo menos en media
figura; un retrato, por ejemplo, parecido al que más tarde hizo del
escultor Martínez Montañés y por muchos años se ha supuesto de Alonso
Cano. Finalmente, la pintura de esta cabeza de Góngora es más seca, dura
y cansada que muchas de las que hizo antes de venir a Madrid el
soberano artista a quien se atribuye.

Ya porque algún asunto grave requiriese allí su presencia, ya porque
desesperara de conseguir sus deseos, Velázquez regresó aquel mismo año a
Sevilla: mas al siguiente de 1623 don Juan de Fonseca le llamó por orden
del Conde-Duque de Olivares, librándole una ayuda de costa de cincuenta
escudos para el viaje que, según parece, hizo acompañado de Pacheco.
Hospedose en casa de Fonseca, y, ya como muestra de habilidad, prueba de
gratitud o acaso ardid entre ambos convenido para que se le conociera
pronto, le hizo Velázquez un retrato. «Llevolo a Palacio aquella
noche--dice Pacheco[27]--un hijo del Conde de Peñaranda, camarero del
Infante Cardenal[28], y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los
Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenose que
retratase al Infante, pero pareció más conveniente hacer el de S. M.
primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones; en
efecto, se hizo en 30 de Agosto de 1623, a gusto de S. M., de los
Infantes y del Conde-Duque, que afirmó no haber retratado al Rey ninguno
hasta entonces. Hizo también un bosquejo del Príncipe de Gales[29], que
le dio cien escudos.

»Hablole la primera vez su excelencia el Conde-Duque alentándole a la
honra de la patria, y prometiéndole que él solo había de retratar a S.
M., y los demás retratos se mandarían recoger. Mandole llevar su casa a
Madrid y despachó su título el último día de Octubre de 1623 con veinte
ducados de salario al mes, y sus obras pagadas, y con esto, médico y
botica: otra vez, por mandado de S. M., y estando enfermo, envió el
Conde-Duque el mismo médico del Rey para que lo visitase. Después de
esto, habiendo acabado el retrato de S. M. a caballo, imitado todo del
natural hasta el país, con su licencia y gusto se puso en la calle Mayor
enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte y envidia de los
del arte, de que soy testigo».

Las anteriores líneas permiten hasta cierto punto colegir cuales fueron
los primeros retratos que a Felipe IV hizo Velázquez. Debió de pintar
primero el que hoy se conserva en el Museo del Prado con el número
1.070, donde esta el monarca de unos dieciocho años, de cuerpo entero y
tamaño natural, en traje negro de corte. Después, a fin de hacerse la
mano para el retrato _a caballo_, de que habla Pacheco, haría el que
lleva el núm. 1.071 del mismo Museo, lienzo en el cual el monarca tiene
la misma edad, y donde se le representa con armadura de acero en busto
prolongado. Por último, haría el ecuestre que se expuso frente al
Mentidero de San Felipe, y que debió de quemarse en el incendio de 1734.

La fortuna de Velázquez estaba asegurada, entendiendo por tal la
seguridad de seguir sirviendo al Rey; y a cambio de aquella _envidia de
los del arte_, llovieron sobre el artista sevillano los aplausos y las
poesías; su propio suegro le dedicó un soneto que ni aun por curiosidad
merece copiarse, y don Juan Vélez de Guevara le compuso otro que aun
siendo mejor que aquél tampoco es bueno. El Rey le hizo merced de casa
de aposento que representaba doscientos ducados cada año, le dio otros
trescientos de regalo y le otorgó una pensión de otros tantos, que debía
de ser eclesiástica cuando se sabe que para disfrutarla hubo necesidad,
de dispensa. Y aquí conviene fijarse en que, a juzgar por las frases de
Pacheco arriba citadas, Velázquez entró al servicio real cobrando
_salario_; palabra que basta para dar idea de las relaciones que por
toda su vida habían de unirle con el monarca.

Difícil, si no imposible, e impropio de un libro de vulgarización, sería
pretender fijar cuadro por cuadro y año por año, toda la labor del
artista. Puede asegurarse, sin embargo, en parte por datos fidedignos, y
sobre todo porque claramente lo dicen la ejecución y el color, que a
este período de su vida pertenecen el retrato (núm. 1.086 del Catalogo
del Museo del Prado) que con poco fundamento pasa por ser de doña Juana
Pacheco, mujer del autor; otro de hombre joven que hay en la Pinacoteca
de Munich, y otro llamado _el geógrafo_ que figura en el Museo de Rouen.
Después, hacia 1626 haría el del Infante don Carlos[30] (núm. 1.073 del
Museo del Prado), de cuerpo entero y tamaño natural en pie, vestido con
traje negro y capa, que los artistas llaman _el del guante_, porque en
la mano derecha tiene uno cogido por un dedo y colgando. No fuera
prudente sostener que en este admirable retrato, aunque todavía a
trechos algo duro y seco, acabe la primer manera del pintor; porque ni
en lo general las formas artísticas, ni en lo particular los estilos
personales empiezan ni terminan bruscamente sino por gradación; pero sí
se puede afirmar la superioridad indiscutible del cuadro con relación a
cuanto hasta entonces había pintado Velázquez, a lo menos de lo que se
conserva. Esta dibujado, como todo lo suyo, con aquel maravilloso
sentimiento de la línea que tuvo desde sus comienzos, pero en lo que
toca al modo de hacer, ya empieza a vislumbrarse en este lienzo mayor
soltura, menos esfuerzo para conseguir el modelado, y en lo referente al
color, la tendencia a buscar la dulce y elegante armonía entre tonos
grises y negros a que se aficionó tanto y manejó como nadie.

Pintó luego una obra que se ha perdido: la _Expulsión de los moriscos_.
La intolerancia popular, la adulación de los cronistas y la propia
superstición, harían creer a Felipe IV que aquel acto impolítico y cruel
era lo que más honraba la memoria de su padre, y quiso eternizarlo.
Miradas las cosas con imparcialidad, es disculpable que el Rey pensase
así. Hartas culpas pesan sobre la memoria de aquella vergonzosa
monarquía, para que se le cargue con esta que fue iniquidad de la nación
entera. Lope de Vega, Vélez de Guevara y otros hombres ilustres la
elogiaron; hasta Cervantes por boca de un personaje del _Quijote_, dice
que _fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto
tan gallarda resolución_.

Felipe IV no encomendó sólo a Velázquez la ejecución de su pensamiento,
sino que llamando varios artistas a modo de concurso, ofreció una
recompensa a quien mejor lo interpretara. Pacheco, que no describe el
cuadro, dice que su yerno hizo «un lienzo grande con el retrato del Rey
Felipe III y la no esperada expulsión de los moriscos, en oposición de
tres pintores del Rey, y habiéndose aventajado a todos, por parecer de
las personas que nombró Su Majestad (que fueron el Marqués Juan Bautista
Crecencio, del hábito de Santiago, y Fray Juan Bautista Maino, del
hábito de Santo Domingo, ambos de gran conocimiento en la pintura), le
hizo merced de un oficio muy honroso en Palacio; de ugier de Cámara con
sus gajes; y no satisfecho de esto le añadió la ración que se da a los
de la cámara, que son doce reales todos los días para su plato, y otras
muchas ayudas de costa», con lo cual vemos al gran pintor ascendido un
grado en el escalafón de los criados de Palacio.

Los pintores vencidos en aquel certamen fueron Caxés, Nardi y Vicencio
Carducho, quien debió de quedar amargado para mucho tiempo, pues seis
años más tarde al publicar su libro aún atacaba encubiertamente a
Velázquez. Éste juró su nuevo cargo en manos del Duque de Arcos a 7 de
Marzo de 1627 y la obra con marco dorado y negro fue colocada en la
pieza del Alcázar que más adelante se llamó _Salón de los espejos_.

Palomino, que alcanzó a verlo, lo describe con estas palabras: «En el
medio de este cuadro esta el Señor Rey Felipe III armado, y con el
bastón en la mano, señalando a una tropa de hombres, mujeres y niños que
llorosos van conducidos por algunos soldados, y a lo lejos unos carros,
y un pedazo de marina, con algunas embarcaciones para trasportarlos...
A la mano derecha del rey esta España, representada en una majestuosa
matrona, sentada al pie de un edificio; en la diestra mano tiene un
escudo, y unos dardos, y en la siniestra unas espigas; armada a lo
romano, y a sus pies una inscripción en el zócalo».

Esta breve reseña y el lugar donde la obra fue colocada permiten
sospechar con fundamento el carácter de la composición. En el diálogo
octavo cita Carducho[31] al hablar de las pinturas que había en palacio,
un cuadro de _la Fe que se pasa a la bárbara idolatría de la India con
las armas de España_, y menciona otro _del Rey Felipe II en pie,
ofreciendo al príncipe don Fernando, que le nació el año 1571, que fue
de la grande vitoria naval que se tuvo del gran Selin y Ochiali en
Lepanto; a cuyo fin se pintó este geroglífico_... Por último, pocas
líneas más abajo añade que en el mismo salón hay cuadros de Rubens, de
Caxés, de Ribera y de Velázquez. De estas observaciones se desprende que
para aquel salón, donde se colocaban cuadros alegóricos, alusivos a las
grandezas de la monarquía, debió de ser encargado el de la _Expulsión de
los moriscos_ y que existiendo allí ya el citado de Ticiano, que aún se
conserva en el Museo del Prado[32] al gusto del gran veneciano, se
amoldaría Velázquez. Las llamas del incendio de 1735 lo consumieron
privando a las gentes venideras de saber cómo interpretó el gran artista
aquel crimen político donde fue sacrificado a la unidad religiosa hasta
lo único que hay acaso en el hombre de origen divino: la caridad.

Al Rey debió de agradarle mucho la obra y alguna más que pintara por
entonces Velázquez; pero como la Tesorería de la Intendencia de Palacio,
que se llamaba el _Bureo_, no era ni mucho menos un modelo de exactitud
en los pagos, el artista tuvo que hacer una reclamación, atendida la
cual quedó aclarado que aquella famosa ración de doce reales, concedida
por todo lo que pintase y que tanto enorgulleció a Pacheco, se refería a
los retratos del Rey y no a los demás cuadros; dándose Velázquez por
contento. Y también lo quedó _Filipo, El Grande_, pues a su modo
recompensó al pintor dictando la siguiente orden:

«A Diego Velázquez, mi pintor de Cámara, he hecho merced de que se dé
por la despensa de mi casa una ración cada día en especie como la que
tienen los barberos de mi Cámara, en consideración de que se ha dado por
satisfecho de todo lo que se le debe hasta hoy de las obras de su
oficio; y de todas las que adelante mandare haréis que se note así en
los libros de la casa. (Hay una rúbrica del Rey). En Madrid a 18 de
Setiembre de 1628[33]. Al Conde de los Arcos, en Bureo».

Digan lo que quieran los adoradores de lo pasado acerca de la diferencia
de tiempos, usos y costumbres, para sostener que lo que hoy parece
humillante era entonces honorífico, la verdad es que leyendo tales cosas
sin que uno quiera viene a los labios la risa amarga que inspiran las
grandes mezquindades humanas; sobre todo si se considera que a los
barberos de la Cámara se les daban _vestidos de merced_, y que Velázquez
los recibiría juntamente con los enanos y bufones que le servían de
modelo como _el niño de Vallecas_, _Nicolasito Pertusato_, el _bobo de
Coria_, _Calabacilla_ y _Soplillo_; sin que valga alegar que toda la
servidumbre palatina, del Conde-Duque para abajo, estaría en igual caso,
porque si algún deber moral tiene quien todo lo puede, el primero es
anteponer el sentimiento de la dignidad propia y ajena a la estupidez de
la rutina. En época más remota honró sobremanera a Dello el florentino,
D. Juan II de Castilla; y lo mismo hicieron Francisco I con el Vinci,
Julio II con Miguel Ángel, León X con Rafael, María de Médicis con
Rubens, y la villa de Amsterdam con Rembrandt. Felipe IV pensó de
distinto modo y así como en cierta ocasión se le ocurrió expulsar de
España a los extranjeros _porque comían mucho pan_, creería que el
nombre de su artista predilecto no estaba mal en la misma nómina que los
barberos, galopines, enanos y bufones. A algunos de ellos inmortalizó
Velázquez pintándolos de suerte que siendo de tan baja ralea hoy figuran
sus retratos junto a los del Rey. Si lo hizo con malicia fue grande
ingenio; si careció de ella, como es de presumir por su bondad, el
tiempo le ha vengado.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES

Fotog. M. Moreno]



V

RUBENS EN ESPAÑA.--«LOS BORRACHOS». PRIMER VIAJE DE VELÁZQUEZ A
ITALIA--«LA TÚNICA DE JOSÉ». «LA FRAGUA DE VULCANO».


Dos veces estuvo Rubens en España; la primera cuando en 1603, enviado
por el Duque de Módena, a quien servía, vino a la Corte de Valladolid,
portador de ricos presentes para Felipe III y para el Duque de Lerma.
Entonces, escribiendo al Secretario Aníbal Chieppio y hablándole de que
Isberti, embajador aquí del de Módena, quería que pintara varios cuadros
ayudado de artistas españoles, le dice lo siguiente: «Secundaré su
deseo, pero no lo apruebo, considerando el poco tiempo de que podemos
disponer, unido a la increíble insuficiencia y negligencia de estos
pintores y de su manera (a la que Dios me libre de parecerme en nada),
absolutamente distinta de la mía»[34].

En 1628, pasados veinticinco años, estando en París al servicio de María
de Médicis, supo, por su amistad con el Duque de Buckingham, que Carlos
I de Inglaterra deseaba hacer paces con España. Hubo el gran flamenco
de comunicárselo a la Infanta doña Isabel Clara Eugenia, gobernadora por
el Rey Católico, su sobrino, en los Países Bajos, y deseosa esta
princesa de favorecer aquel intento, le mandó a España trayendo ocho
grandes cuadros para Felipe IV. «En los nueve meses que asistió en
Madrid--dice Pacheco--sin faltar a los negocios de importancia a que
venía, y estando indispuesto algunos días de la gota, pintó muchas
cosas, como veremos (tanta es su destreza y facilidad). Primeramente
retrató a los Reyes e Infantes, de medios cuerpos, para llevar a
Flandes; hizo de Su Majestad cinco retratos, y entre ellos uno a caballo
con otras figuras, muy valiente. Retrató a la señora Infanta de las
Descalzas, de más de medio cuerpo, e hizo de ella copias: de personas
particulares hizo cinco o seis retratos; copió todas las cosas de
Ticiano que tiene el Rey, que son los dos baños, la Europa, el Adonis y
Venus, la Venus y Cupido, el Adán y Eva y otras cosas; y de retratos el
del Landsgrave, el del Duque de Sajonia, el de Alba, el del Cobos, un
Dux veneciano y otros muchos cuadros fuera de los que el Rey tiene:
copió el retrato del Rey Felipe II entero y armado. Mudó algunas cosas
en el cuadro de la Adoración de Reyes de su mano, que esta en Palacio;
hizo para don Diego Mejía (grande aficionado suyo), una imagen de
Concepción de dos varas; y a don Jaime de Cárdenas, hermano del Duque de
Maqueda, un San Juan evangelista, del tamaño del natural. Parece cosa
increíble haber pintado tanto en tan poco tiempo y en tantas
ocupaciones. Con pintores comunicó poco, sólo con mi yerno (con quien se
había antes por cartas correspondido), hizo amistad y favoreció mucho
sus obras y fueron juntos a ver El Escorial»[35].

Hemos copiado los anteriores párrafos antes que, con propósito de que
resalte la pasmosa facilidad de Rubens, para que se comprenda que
Velázquez debió de verle trabajar muchas veces, a pesar de lo cual las
ideas del insigne flamenco influyeron en él poco o nada. El arte de
Rubens era, en lo que se refiere a la disposición de los asuntos
grandiosamente teatral y en el más alto grado decorativo; en el dibujo
antes atrevido que fiel, y en las galas del color magnífico y pomposo
sobre toda ponderación. Velázquez siguió, como hasta allí, componiendo
con extremada naturalidad, dibujando con una fidelidad rayana en lo
prodigioso, y siendo incomparable en el color, no a fuerza de brillantez
y riqueza de tonos, sino por la sabia armonía en el conjunto de ellos.

Quizás este antagonismo y contraste de ideales y aptitudes, dulcificado
en la conversación por la urbanidad cortesana, fomentase en ambos,
primero el trato y después el aprecio mutuo. No parezca el discurrir así
entregarse a fantasías de la imaginación, pues se funda en suposiciones
que tienen hechos por base; pero ¡qué hermoso debió de ser el encuentro
de aquellas inteligencias! Rubens tenía entonces cincuenta y un años,
Velázquez veintinueve. ¡Qué cosas diría la madurez de juicio a la
plenitud de la esperanza! Uno, acostumbrado a trabajar entre
magnificencias en los palacios de París y de Bruselas, ataviado con el
lujo de un gran señor; otro, hecho a vivir modestamente en aposentos
secundarios del Alcázar viejo, con pisos de ladrillo polvoriento y
puertas de cuarterones, como la habitación de _Las Meninas_: el español
obsequioso, el extranjero agradecido; éste por su posición y aquél por
su índole, ambos por su genio, libres de celos y de envidias; uno harto
de saber, otro ansioso de saber más; el flamenco conocedor de extrañas
tierras, el andaluz apenas salido de la suya: cultura diferente,
temperamentos contrarios, inteligencias organizadas para percibir la
belleza por vario modo, reflejándola con diverso estilo, y todo ello
fundido y sublimado por el amor al arte y el culto de la Naturaleza:
¡qué enseñanza para el mozo en lo que oyese al viejo, y éste qué
impresión experimentaría ante las obras de un principiante de tan
soberanas facultades! Juntos fueron a El Escorial, juntos discurrirían
por los salones de los palacios y las alamedas de los jardines: ¡qué
alientos inspiraría el protegido de María de Médicis al _oficial de
manos_ que cobraba doce reales al día con los barberos de la cámara! A
buen seguro que si Rubens escribió por entonces a los amigos que dejara
en su patria no les diría de Velázquez lo que durante su estada de 1603
en Valladolid escribió al secretario del Duque de Mántua hablándole de
los pintores de Felipe III.

Después de emprender Rubens su viaje de vuelta fueron pagados a
Velázquez, según consta en los archivos de Palacio, 400 ducados en
plata: los 300 a cuenta de sus obras y los 100 _por una pintura de Baco_
que hizo para servicio de S. M. Así se designó entonces la obra más
popular de Velázquez: el famoso cuadro de _Los Borrachos_. Stirling,
fundándose en la existencia de un boceto firmado y fechado en 1624, que
se conserva en la colección de Lord Heytesbury, supone que fue ejecutado
en este año; pero, de una parte, pocos inteligentes creen en la
autenticidad del boceto, y además, consta que Velázquez cobró el cuadro
cinco años después.

¿Cuál sería el origen del asunto de _Los Borrachos_? Bien pudiera ser,
como indica don Pedro de Madrazo, que Velázquez tuviese noticia de _un
estupendo torneo de los vasallos de Baco y cofradía Brindónica, hecho en
un gran salón delante de sus Altezas serenísimas_, celebrado en Bruselas
ante el archiduque Alberto y su esposa doña Isabel Clara Eugenia. Lo
cierto es que los criados de caballeros que estos príncipes tenían a su
servicio, deseando solemnizar las buenas nuevas de Francia, organizaron
una fiesta. «No eran dadas las cinco--dice un escrito de aquel
tiempo--cuando estaba todo puesto aguardando a sus altezas, y llegado
que hubieron se dio principio, mostrándose primero _el dios Baco_
vestido de un lienzo muy justo y pintado de tan buen arte, que _parecía
estar desnudo_. Venía _caballero en un tonel_ con muchas guirnaldas de
parras repartidas por cuello, brazos y piernas. Por arracadas traía dos
grandísimos racimos de uvas. Dio una vuelta por la plaza, llevando
alrededor de sí _ocho_ mancebos que le venían haciendo fiesta»...[36] Y
aquellos adjuntos de Baco se llaman _D. Guillope de Aceituna_, _D.
Paltor Luquete_ y _D. Faltirón Anchovas_.

Obsérvese que, según lo copiado, Baco imitaba estar desnudo, cabalgaba
sobre un tonel, iba coronado de hojas de parra y le acompañaban ocho
ganapanes. Lo mismo sucede en el cuadro de _Los Borrachos_, donde las
figuras también son nueve, Baco esta en cueros vivos, montado en un
barril, ceñidas las sienes de verdes pámpanos. Convengamos en que para
coincidencias son muchas.

Poco serio y muy arriesgado es admitir cosas no demostradas plenamente
en trabajos de esta índole y tratándose de hombres y obras tan
importantes; pero en esta ocasión me inclino a creer que Rubens en sus
diálogos con Velázquez le haría descripción de la extravagante pantomima
flamenca y que, seducido aquél por el sabor picaresco, concebiría lo
principal del asunto; completándolo y españolizándolo luego con lo que
pudiera observar en las vendimias de Chinchón, Colmenar u otro pueblo
cercano de Madrid, donde no habían de faltarle grupos de hampones y
vagos que le sirvieran de modelo. Este es en mi humilde opinión el
origen del cuadro. Luego, en la manera de sentirlo y componerlo,
Velázquez se burló de la mitología como Quevedo se burlaba de los poemas
heroicos, escribiendo las _Locuras y necedades de Orlando_, y Cervantes
de todos los libros de caballerías con el inmortal _Don Quijote_.

La litografía, el grabado y la fotografía, han reproducido tanto este
lienzo que no hace falta describirlo. Además, sería necesaria la pluma
que retrató a _Monipodio_ para expresar con palabras dignas de Velázquez
la verdad y la gracia de aquel grupo de nueve hombres más o menos
poseídos del vino, cuyos distintos tipos dan al conjunto una variedad
asombrosa dentro de la raza truhanesca a que pertenecen todos. Están
sentados o echados a la sombra de una parra; unos ya beodos, otros casi;
quien alzando una copa que parece griega; quien sosteniendo amorosamente
entre las manos un cuenco lleno de vino; el que hace de Baco adorna la
cabeza con hojas de vid al que se arrodilla respetuoso cual si fuese de
laurel la corona que se le otorga; alguno que ya la ha conseguido,
descansa reclinado en la tierra como en el más cómodo lecho; y otro se
acerca solicitando humildemente, sombrero en mano, ingresar en el corro
y participar de la bebida hasta ponerse en situación digna de que le
adornen también con pámpanos las sienes. No hay allí rostro amenazador
ni mirada torva; aquellos hombres pueden haber estado por graves delitos
remando en las galeras, acaso sean salteadores de caminos; pero en aquel
momento el regalo les ha hecho mansos: están pacíficos, contentos,
saboreando la deleitosa embriaguez que en lugar de excitarles a la
pendencia o el delito parece que les abstrae, aislándolos del mundo como
si en él no hubiera nada digno de preocuparles, ni gloria, ni codicia,
ni lascivia, cuyo gusto pueda compararse a la sensación gratísima que
les causa el mosto al resbalar por el gaznate. La alegría que sienten es
comunicativa: quien les mira se ríe; no son beodos que inspiren miedo ni
repugnancia, ni dan asco; su borrachera tiene ese algo respetable que
merece el placer ajeno siendo inofensivo.

Cuando Velázquez, andando el tiempo, llegó a dominar con dominio
absoluto la técnica de su arte, pintó mejor otros cuadros; en ninguno
llegó a desplegar tanto vigor y tanta intensidad de expresión: por eso
_Los Borrachos_ es entre todos sus lienzos el preferido del público.

Esta dibujado de un modo admirable: ni en cada figura considerada con
relación a las demás, se nota desproporción, ni examinándola
aisladamente tiene la incorrección más ligera: no hay figura que no
ocupe el lugar que le corresponde, ni miembro que no encaje en el cuerpo
a que pertenece, ni línea que no reproduzca con verdad pasmosa la forma
que pretende copiar. Los trozos de desnudo son en cuanto a la pureza de
modelado como fragmentos de estatuas clásicas; en las ropas cada pliegue
acusa el bulto que esconde. La mancha total del color es caliente,
dominando los tonos pardo-amarillentos de tezes curtidas por la
intemperie y de los paños burdos. En el estilo y manera hay todavía
dureza; cada pedazo esta hecho y apurado aparte, con la preocupación de
modelar enérgicamente; las sombras parecen recortadas, y en derredor de
las figuras, cuyo contorno destaca del fondo con innecesario vigor,
falta el aire respirable que es el mayor encanto de las obras de
Velázquez, cuando a fuerza de observación llega más tarde a esfumar los
cuerpos en la distancia, presentándolos no con su propio aspecto real,
sino con el que toman, según el lugar que ocupan.

Era natural, dado el tiempo en que vivía, que Velázquez pretendiera ir a
Italia; Rubens debió de aconsejárselo y el Rey, lejos de oponerse
«habiéndoselo prometido varias veces--dice Pacheco--cumpliendo su real
palabra y animándole mucho, le dio licencia, y para su viaje
cuatrocientos ducados en plata, haciéndole pagar dos años de su salario.
Y despidiéndose del Conde-Duque, le dio otros doscientos ducados en oro
y una medalla con el retrato del Rey, y muchas cartas de favor».

Embarcose en Barcelona el 10 de Agosto de 1629, siendo su compañero de
navegación el Marqués de los Balbases, don Ambrosio Spínola, general de
nuestras tropas en Flandes, futuro vencedor de Breda, a quien había de
pintar años más tarde en el cuadro de _Las Lanzas_.

Al llegar aquí considero que conviene copiar los párrafos en que Pacheco
describe el viaje de su yerno, en vez de extractarlos; porque su estilo
incorrecto, pero expresivo, da cabal idea de aquella primera expedición
de Velázquez a Italia.

«Fue a parar a Venecia--dice Pacheco--y a posar en casa del Embajador de
España, que lo honró mucho, y le sentaba a su mesa, y por las guerras
que había, cuando salía a ver la ciudad, enviaba a sus criados con él
que guardasen su persona. Después, dejando aquella inquietud, viniendo
de Venecia a Roma, pasó por la ciudad de Ferrara, donde a la sazón
estaba, por orden del Papa, gobernando el cardenal Saquete, que fue
Nuncio en España, a quien fue a dar unas cartas y besar la mano, dejando
de dar otras a otro Cardenal. Recibiole muy bien e hizo grande instancia
en que los días que allí estuviese había de ser en su palacio y comer
con él: él se excusó modestamente con que no comía a las horas
ordinarias, más con todo esto, si su ilustrísima era sentido, obedecería
y mudaría de costumbre. Visto esto, mandó a un gentil hombre español de
los que lo asistían, que tuviese mucho cuidado dél, y le hiciese
aderezar aposento para él y su criado y le regalasen con los mesmos
platos que se hacían para su mesa, y que le enseñasen las cosas más
particulares de la ciudad. Estuvo allí dos días, y la noche última que
se fue a despedir dél le tuvo más de tres horas sentado tratando de
diferentes cosas, y mandó al que cuidaba dél que previniese caballos
para el siguiente día y le acompañasen diez y seis millas, hasta un
lugar llamado Ciento, donde estuvo poco, pero muy regalado, y
despidiendo la guía siguió el camino de Roma, por Nuestra Señora de
Loreto y Bolonia, donde no paró ni a dar cartas al cardenal Ludovico ni
al cardenal Espada que estaba allí.

»Llegó a Roma, donde estuvo un año, muy favorecido del cardenal
Barberino, sobrino del Pontífice, por cuya orden se hospedaron en el
Palacio Vaticano. Diéronle las llaves de algunas piezas, la principal de
ellas estaba pintada a fresco; todo lo alto sobre las colgaduras, de
historias de la Sagrada Escritura, de mano de Federico Zúcaro, y entre
ellas la de Moisés delante de Faraón, que anda _cortada_[37] de
Cornelio. Dejó aquella estancia por estar muy atrás mano y por no estar
tan solo, contentándose con que le diesen lugar las guardas para entrar
cuando quisiese a debujar el juicio de Micael Ángel, o de las cosas de
Rafael de Urbino, sin ninguna dificultad, y asistió allí muchos días con
grande aprovechamiento. Después, viendo el Palacio o Viña de los
Médicis, que esta en la Trinidad del Monte, y pareciéndole el sitio a
propósito para estudiar y pasar allí el verano, por ser la parte más
alta y más airosa de Roma, y haber allí excelentísimas estatuas antiguas
de que contrahacer, pidió al Conde de Monterey, Embajador de España,
negociase con el de Florencia le diesen allí lugar, y aunque fue
menester escribir al mismo Duque, le facilitó esto y estuvo allí más de
dos meses, hasta que unas tercianas le forzaron a bajarse cerca de la
casa del Conde, el cual, en los días que estuvo indispuesto, le hizo
grandes favores, enviándole su médico y medicinas por su cuenta, y
mandando se le aderezase todo lo que quisiese en su casa, fuera de
muchos regalos de dulces, y frecuentes recuerdos de su parte.

»Entre los demás estudios hizo en Roma un famoso retrato suyo, que yo
tengo, para admiración de los bien entendidos y honra del arte.
Determinose de volver a España, por la mucha falta que hacía, y a la
vuelta de Roma paró en Nápoles, donde pintó un lindo retrato de la Reina
de Hungría, para traerlo a Su Majestad. Volvió a Madrid después de año y
medio de ausencia y llegó al principio del de 1631. Fue muy bien
recibido del Conde-Duque, mandole fuese luego a besar la mano a Su
Majestad, agradeciéndole mucho no haberse dejado retratar de otro
pintor, y aguardándole para retratar al Príncipe, lo cual hizo
puntualmente, y Su Majestad se holgó mucho con su venida.»

Además de las obras aquí mencionadas por Pacheco hizo Velázquez en
Venecia copias de la _Crucifixión_ y la _Cena_ del Tintoretto: en Roma
del _Parnaso_, _El incendio del Borgo_ y la _Disputa del Sacramento_, de
Rafael, y del _Juicio final_, de Miguel Ángel: mas teniendo en cuenta el
poco tiempo que allí permaneció y la gran cantidad de trabajo que esta
labor implica, es de suponer que sólo hiciese estudios fragmentarios,
apuntes aislados, y así lo indica Palomino cuando dice que hizo «varios
dibujos, unos con colores, otros con lápiz». De la villa Médicis trajo
los dos preciosos paisajes que, con los números 1.106 y 1.107 se
conservan en nuestro Museo del Prado. Estos, indudablemente, son de su
mano[38]. Los dos cuadros de mayor empeño que realizó durante aquel
viaje fueron _La túnica de José_, que esta en El Escorial, y _La fragua
de Vulcano_. Ambos tienen igual número de figuras de tamaño natural,
seis cada uno; varias pintadas con los mismos modelos.

El asunto bíblico de _La túnica de José_ esta dispuesto sin gran
fidelidad al sagrado texto. El Génesis dice que las ropas de José eran
de colores, y las que en el cuadro presentan sus hermanos a Jacob son
pardas con ribetes blancos salpicados de sangre. En cambio Velázquez,
interpretando el dolor propio de un padre, acaso más humanamente que los
versículos del Génesis, puso a Jacob, no sólo agobiado de pena, sino con
asomos de cólera. Dice Stirling que, a causa de esto, el Jacob pintado
por Velázquez es menos conmovedor que el descrito por Moisés. En lo
demás, la terrible escena esta tratada con la gravedad que correspondía
a un pintor católico del siglo XVII.

Por el contrario, en _La fragua de Vulcano_, sin llegar a la desenfadada
burla hecha de Baco en _Los borrachos_, la situación aparece dispuesta
con cierta graciosísima ironía muy andaluza y poco respetuosa para los
dioses inmortales. Vulcano ayudado de cuatro robustos mocetones que nada
tienen de cíclopes, pues ni son gigantes, ni tuertos, sino de estatura
humana y con sus dos ojos sanos, estaba trabajando a martillazos sobre
el yunque una lamina de hierro candente, cuando de improviso se le
presenta Apolo en forma de hermoso mancebo, coronado del laurel de Dafne
y circundada la cabeza de claridad intensa reveladora de su celeste
origen. El dios de la Poesía viene a dar al dios del Infierno la
desagradable noticia, de que mientras él sudando el quilo se esmera en
forjar una armadura para el tremendo Marte, éste, deshonrándole como a
un simple mortal, ha cometido adulterio con su esposa Venus: y se lo
dice, por lo visto sin preparación ni rodeo, sin tener en cuenta
siquiera que están allí sus ayudantes. El ofendido tan asombrado como
furioso, y sus compañeros en cuyos rostros se pinta la estupefacción,
suspenden el trabajo: aquel desnudo de medio cuerpo arriba, sin más
vestimenta que un mandil de cuero, se queda parado con el martillo en la
diestra y en la izquierda la tenaza que oprime la roja lamina de hierro
que estaba golpeando: los cuatro mozos cuya desnudez sólo encubre un
paño gris liado a la cintura, miran y escuchan al rubicundo Apolo con
menos curiosidad que sorpresa. Cada figura y cada parte de ella esta
iluminada según el sitio que ocupa, ya por la claridad del día a que da
entrada un ventanón abierto a la izquierda sobre cuyo vano destaca
Apolo, ya por el resplandor que aureola la cabeza de éste, ya por las
rojizas ascuas del hornillo. La estancia es un humildísimo taller, en
cuyo primer término se ven esparcidas por el suelo piezas de armadura y
groseras herramientas de trabajo. Para la fragua del dios Vulcano
serviría de modelo, según las trazas, el obrador de un humilde herrero
de los suburbios de Roma. Por último, la totalidad esta envuelta en una
atmósfera, que si no tiene aún la transparencia pasmosa de sus obras
posteriores, empieza ya a ser respirable. Así entendió el asunto:
pensando que pues los dioses se humanaban, como hombres había que
tratarlos. Exceptuada la luz que irradia la cabeza de Apolo, calificado
por Stirling de joven vulgar, no hay allí nada divino ni siquiera
heroico. Velázquez respirando el ambiente de la Roma papal del
Renacimiento, rodeado de concepciones pictóricas en que prevaleció el
elemento literario, fruto de una extraordinaria cultura clásica, y el
aspecto fastuosamente decorativo, afirmó su criterio naturalista, con
una obra en que lo fabuloso esta representado con medios que parecerán
rayanos en lo grosero a quien no comprenda que sólo con la belleza de la
forma y la expresión del carácter individual se puede llegar a lo
sublime. Otros maestros a quienes Velázquez debió de conocer allí y que
no ejercieron en él la menor influencia, tendrían facultades para tratar
el asunto hasta con grandeza homérica: acaso el Dominichino, el
Guercino, Albano y Guido Reni habrían sido más poetas, Poussin más
erudito; ninguno tan pintor. Lo que indudablemente se propuso en _La
fragua_, fue vencer las dificultades del desnudo y esto lo realizó de un
modo admirable.

Para hacer el retrato de la infanta doña María, después reina de
Hungría, hermana del Rey, y por orden de éste, marchó Velázquez a
Nápoles. Pacheco dice que lo pintó, pero no hay seguridad de que sea el
catalogado en nuestro Museo de Madrid con el número 1.072. La edad que
representa la dama, su mandíbula inferior típica en los individuos de
esta rama de la dinastía austríaca y hasta cierto parecido con aquel
rey, nos inclinan a la afirmativa: por otra parte, parece probable que
dada su alta categoría hiciese Velázquez un retrato de más importancia
que se haya perdido; del cual, acaso sea copia el que existe en el Museo
de Berlín[39] y que este del Prado le precediese como cabeza de estudio
preparatorio. Su estilo es el propio de Velázquez en aquella época;
quizás algo duro por afán de trabajar mucho y dominar en poco tiempo los
rasgos de un modelo del cual apenas podría disponer, pues se sabe que
fue muy corta la permanencia en Nápoles de la futura reina y emperatriz.
En todo caso, si este retrato que esta en Madrid no fuese de Velázquez,
¿a quién se pudiera atribuir? Mientras no se conteste satisfactoriamente
a la pregunta, hay que considerarlo suyo.

Hallábanse también por entonces en Nápoles el Virrey Duque de Alcalá,
amigo de Pacheco, y el gran pintor español José Ribera _el Españoleto_.
Si Velázquez hubiera pretendido fijar su residencia en Italia, es
verosímil que Ribera, dado el genio levantisco y el carácter dominador
que le atribuyen sus biógrafos, no le mirase con buenos ojos: mas como
había de saber que estaba de paso, no es absurda la suposición hecha
por varios críticos de que trataría afablemente al sevillano. Además, ni
aún en la Patria pudiera, encontrarle como rival, pues Jusepe Martínez,
cuenta que estando en Nápoles halló a «un insigne pintor, imitador del
natural con gran propiedad, paisano nuestro del reino de Valencia, de
quien recibí mucha cortesía... Entre varios discursos pasé a preguntarle
de cómo viéndose tan aplaudido de todas las naciones, no trataba de
venirse a España, pues tenía por cierto, eran vistas sus obras con toda
veneración. Respondiome: «Amigo carísimo, de mi voluntad es la instancia
grande, pero de parte de la experiencia de muchas personas bien
entendidas y verdaderas hallo el impedimento, que es, ser el primer año
recibido por gran pintor; al segundo año, no hacerse caso de mí, porque
viendo presente la persona se le pierde el respeto; y lo confirma esto
el constarme haber visto algunas obras de excelentes maestros de esos
reinos de España, ser muy poco estimadas: y así juzgo que España es
madre piadosa de forasteros y cruelísima madrastra de los propios
naturales»[40]: amargo convencimiento que no debió de borrar en su
corazón el amor a la Patria, pues firmó muchas de sus obras poniendo:
_José de Ribera, español, de Jativa_. Tanto puede el tenaz recuerdo de
la tierra donde se ha nacido aun en aquellos que menos lo imaginan. Nada
escribe Pacheco sobre si en Nápoles trabó su yerno amistad con Ribera.
Cean Bermúdez, sin precisar en qué se funda, dice que éste en 1630 tuvo
el gusto de ver y tratar a don Diego Velázquez cuando pasó a Nápoles y
le acompañó a ver todas las cosas dignas de aquella ciudad, y añade
que en 1649 volvió a abrazar a Velázquez cuando dio otra vuelta a
Italia[41].

[imagen: MUSEO DEL PRADO

CRISTO CRUCIFICADO

Fotog. M. Moreno]

A fines de 1630 regresó a España y si Rubens no ejerció influencia en su
estilo, tampoco lo alteró la admiración que debieron de causarle las
obras de Ticiano, Tintoretto, Veronés, Rafael y Miguel Ángel. Por
reflexión o por instinto, a los treinta y un años, estaba tan firme en
sus ideas y seguro de sus facultades que supo estudiar a todos los
maestros, no seguir a ninguno y conservar su personalidad, dejándoles
incomparables en la grandeza, en la poesía, en el color y la gracia, y
quedando él soberano en lo que toca a la sencillez y la verdad.



VI

RETRATOS: DEL REY.--DEL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS.--DEL INFANTE DON
FERNANDO.--DEL CONDE-DUQUE.--DE MARTÍNEZ MONTAÑÉS.--OTROS QUE SE HAN
PERDIDO.


La mejor manera de expresar el desarrollo de las facultades de este gran
pintor, sería ir describiendo sus obras por el orden en que las hizo:
así se apreciarían no sólo las fases distintas de su pensamiento, sino
también las variantes y progreso de su técnica, pero no es posible;
primero por falta de seguridad para fijar la fecha de ejecución de cada
lienzo; segundo porque ni aun el estilo sirve de guía infalible para
determinarla, pues como por ser Velázquez empleado de palacio quedaban
sus cuadros bajo su custodia, los retocaba cuando le convenía,
aprovechando y realzando lo anteriormente pintado: finalmente, la
circunstancia de estar algunos en el extranjero, hace más difícil la
investigación.

Mucho trabajó durante los dieciocho años que separan el de 1631, en que
de vuelta en Madrid aparece su nombre en las nóminas de palacio por el
mes de Enero, y el de 1649 en que emprendió su segundo viaje a Italia:
mas no hay modo de enumerar por orden riguroso todo lo que pintó. Es
pues conveniente hacer de ello una clasificación por grupos que a
primera vista parece arbitraria, pero que tiene la ventaja de indicar
primero por partes y abarcar luego en totalidad y conjunto cuanto
produjo en aquel fecundo período de su vida. Lo que se puede conocer
casi año por año, es lo que menos interesa: su hoja de servicios como
criado del Rey. De lo capital, que son los cuadros, no hablan los
legajos de los archivos, sino para decir alguna vez donde estuvieron
puestos; ni aun cabe fiarse de los documentos referentes al coste de
ellos, pues en esos papeles consta cuando fueron pagados, no cuando se
pintaron, así que no es dable sujetarlos a cronología. Finalmente, el
orden de su producción, exigible en una obra con pretensiones de
definitiva y erudita, no es necesario en un modesto trabajo de
vulgarización. Contentémonos, por tanto, con mencionar al referirnos a
esta época (1630 a 1649), primero los retratos, género de tan
excepcional importancia en Velázquez; luego los cuadros de composición,
y por último, los lienzos destruidos en los incendios o cuyo paradero se
ignora.

Una de las primeras obras que debió de hacer al llegar de Italia, en los
comienzos de 1631, es el _retrato de Felipe IV_ que se conserva en la
Galería Nacional de Londres. Esta el Rey representado en pie, de cuerpo
entero y tamaño natural con traje pardo bordado de plata, guantes
obscuros, medias blancas y zapatos de polvillo; apoya la mano izquierda
en el pomo de la espada y en la diestra tiene un papel donde se lee:
_Señor, Diego Velázquez, pintor de Vuestra Majestad_: junto de él hay
una mesa donde esta el sombrero. Dice Beruete, en la citada obra, que
este cuadro es algo seco, y que la primera impresión que causa es poco
favorable; pero que esta la cabeza hecha con singular delicadeza,
dibujado todo irreprochablemente y que es auténtico sin duda alguna.
Casi por los mismos meses haría otros dos retratos del Rey y de su
primera esposa, doña Isabel de Borbón, ambos de medio cuerpo, que están
en el Museo Imperial de Viena.

En Madrid tenemos al Rey retratado por entonces dos veces.

La primera (núm. 1.074 del Museo), en fondo de campo, escopeta en mano,
traje de caza y un magnífico perro al lado. Esta figura de Felipe IV es
una de las puestas y movidas con mayor elegancia entre todas las que
pintó.

La segunda en traje de gala y a caballo. En 1616, el Duque de Lerma
había mandado al escultor florentino Pedro Tacca, que hiciese la estatua
de Felipe III que esta hoy en la Plaza Mayor de Madrid; en 1632, el
Conde Duque de Olivares, no queriendo ser menos adulador, le encargó la
de Felipe IV para colocarla en el Retiro. Deseando Tacca tener a la
vista un buen retrato del Rey, se le mandó uno ecuestre de mano de
Velázquez con sombrero puesto y menor que el natural: pidió el italiano
otro donde poder estudiar mejor la real persona, y Velázquez lo hizo
hacia 1633 de perfil, de busto y sin sombrero[42], enviándosele además
un busto del Rey por Martínez Montañés, tal vez el que se ve indicado
en la parte inferior derecha del retrato que a este escultor hizo
Velázquez.

De que al monarca le gustara alguno de los que para tal objeto le hizo
su pintor favorito, o de que éste quedase contento de ellos, debió de
nacer en ambos la idea de un nuevo y gran retrato ecuestre de S. M. Puso
el artista manos a la obra y fruto de aquel trabajo, es el que hoy esta
en el Museo del Prado con el núm. 1.066. Por la edad que en él
representa el Rey, y por las noticias expresadas, no puede estar pintado
ni al llegar Velázquez a la Corte en 1623, como pretende Cean Bermúdez,
ni en 1624, como indica Stirling, ni según dicen Lefort y don Pedro de
Madrazo en 1644, época en que ya el Rey tenía treinta y nueve años, edad
que no aparenta en el cuadro: debió de ejecutarlo hacia 1633 o 34, a
raíz y a consecuencia de los que se enviaron a Tacca.

Esta el Rey representado teniendo por fondo un campo de las cercanías de
Madrid por la parte Norte, donde la limpia diafanidad del ambiente deja
ver a largas distancias los grupos de árboles y quebraduras del terreno,
en que dominan los tonos claros, verdes y azulados. Va caminando de
izquierda a derecha, de perfil, jinete en un caballo castaño, de patas
blancas, sobrio de arreos y puesto en chaza o media corveta. Lleva media
armadura empavonada con labores de oro, y sobre la coraza banda carmesí,
de seda, hecha un airoso lazo, cuyas puntas le flotan a la espalda;
gregüescos obscuros, botas y guantes de estezado fino, chambergo de
plumas pardas y blancas y golilla de canalones estrechos; todo ello
pintado con tal primor que, aunque el artista dudara y corrigiese mucho,
por tratarse de obra de tanta dificultad, parece la ejecución lograda
con increíble facilidad y soltura. Aparte la perfecta imitación de lo
natural, el rasgo distintivo de este lienzo es cierta mezcla de vigor y
elegancia, de majestad y gallardía que hace profundamente simpático al
modelo: aun ignorando quién sea el retratado, se comprende que debe de
pertenecer a la categoría de mimados por la fortuna y puestos por ella
en la cumbre de las grandezas sociales, alguien hecho a la magnificencia
y regalo de los palacios, un poderoso a quien la felicidad ha protegido;
porque continente, apostura, gesto, todo es propio de gran señor: y
sabiendo que es Felipe IV de Austria, bajo cuyo cetro no hubo desgracia
que no nos viniera encima ni mengua que le sacase de su culpable apatía,
cuando recordamos que es aquel Rey falto de empuje para cuanto no fuese
disponer fiestas y cortejar mujeres, aún es mayor el asombro que causa
su imagen así trazada, porque, antes que soberano incapaz, parece padre
de un pueblo a quien con su sabiduría hace dichoso.

Todos los críticos y biógrafos de Velázquez están conformes en
considerar este retrato como obra de mérito excepcional: unos alaban de
ella lo que se refiere al modo de concebirla, imprimiendo al bruto tanta
vida y al jinete tanta gallardía; otros elogian el dibujo, donde, al
través de arrepentimientos y correcciones que aún se notan, hay una
precisión admirable; otros, finalmente, la soltura de la ejecución, en
la cual ya ha desaparecido por completo aquella pasada dureza de los
primeros cuadros. Por mi parte me limitaré a recordar que a pocos pasos
de este retrato esta en nuestro Museo del Prado el ecuestre de Carlos
I, por Ticiano, y que la comparación resulta favorable al primero, pues
al gran maestro veneciano se le allanaron muchas dificultades, teniendo
por modelo una figura con visos de heroica; y el español hubo de
infundir al suyo, sin faltar a la verdad, una grandeza y poesía que en
absoluto le faltaban.

Cuentan las historias y relaciones que, de doce mujeres, entre esposas y
amigas, tuvo Felipe IV treinta y dos hijos, incluyendo legítimos y
bastardos[43]; pero ninguno le alegraría tanto como el príncipe Don
Baltasar Carlos, habido, después de tres hijas muertas sin cumplir un
año, en su primera mujer y prima la infanta de Francia doña Isabel de
Borbón, a quien llama un escritor de la época _fragante flor de lis
convertida en purpúrea rosa castellana_.

Nació aquel niño el año de 1629, durante la permanencia de Velázquez en
Italia, que le retrató varias veces, y se supone que la primera en un
lienzo que hoy se conserva en Castle-Howard. Tiene allí el Príncipe dos
años y esta representado en pie sobre un peldaño en segundo término:
ante él se ve un paje enano. En su mirada brilla la mirada viva
característica de sus imágenes ulteriores, y en su postura, impropia de
un niño, puede descubrirse la intención del pintor de hacer que resalte
el rango del modelo: apoya la mano izquierda en la empuñadura de la
espada y la diestra en el bastón de mando. Cruza su rico traje de
terciopelo obscuro con pasamanería de oro una banda roja: al fondo hay
un cortinaje rojo, y sobre un almohadón se ve el sombrero de terciopelo
con plumas blancas. El enano, situado un peldaño más abajo que su amo,
vuelve hacia éste la enorme cabeza: lleva amplia valona lisa y cadena al
cuello; un delantal le cubre la parte inferior del cuerpo. En la mano
derecha tiene un chupador de plata, y en la izquierda una manzana[44].
Beruete, de quien tomamos estos datos, dice que, durante algún tiempo,
se atribuyó el cuadro al Corregio, suponiendo que el retratado era un
príncipe de Parma; pero hoy dos ilustres críticos, Justi y Armstrong, el
segundo con ciertas reservas, reconocen en él la mano de Velázquez.

En Madrid esta el Príncipe retratado dos veces, ambas de tamaño natural,
a pie y a caballo. Don Pedro de Madrazo ha descrito estos dos cuadros
con una claridad y precisión que no hay más que pedir: al hablar de uno
enumera fielmente las prendas de ropa, desde la gorrilla de ala y la
valona de encaje, hasta el tabardo de mangas bobas y los zapatos de
paño; al referirse a otro, desde el chambergo con plumas y la banda
encarnada de cabos de oro hasta las botas atezadas; ni se olvida en el
primero de los dos perros, perdiguero y galgo, ni deja en el segundo de
dar idea de la jaca andaluza de color castaño sencillamente enjaezada:
menciona, por último, los fondos de campo madrileño con sus quebradoras
en el piso y sus celajes azulados de nubes blanquecinas; pero lo que no
es dado expresar, ni aun con pluma tan experta, es el atractivo que la
figura del Príncipe, alegre, juguetona y al mismo tiempo regia, tiene en
estos lienzos.

En ellos cautiva la augusta personilla por cierto aspecto inocente y
travieso, cándido y malicioso que le imprime una gracia superior a toda
ponderación: para aumentar el encanto parece, además, que existe
indudable relación entre su edad y el riente paisaje que le rodea. Ambos
cuadros son de color fresco y jugoso; y en lo que toca a la ejecución de
lo más feliz que puede citarse de la segunda manera del autor.

En el Museo Imperial de Viena hay otro lienzo que representa al mismo
Príncipe pasados tres o cuatro años con traje de terciopelo negro
bordado de plata, y ferreruelo: esta junto a una mesa cubierta de tapete
rojo, donde tiene el sombrero, y la figura destaca sobre fondo gris.
«Esta obra--dice Beruete--es en conjunto maravillosa, pero lo más
admirable de ella es el prodigioso modelado del rostro pálido, iluminado
de frente, y la expresión de la fisonomía, donde se lee el carácter de
aquel niño universalmente querido, cuya prematura muerte ejerció funesto
influjo en el destino de España.»

Además de los dos mencionados retratos ecuestres, el del Rey y el del
Príncipe Baltasar Carlos, hay en el Museo del Prado otros tres de
personas reales y a caballo atribuidos a Velázquez, pero que hace tiempo
se juzgan no hechos en totalidad de su mano. Son los de Don Felipe III y
doña Margarita, su esposa, padres de Felipe IV, y el de la primera mujer
de éste, doña Isabel de Borbón, a quien tuvo pocas veces por modelo
Velázquez, acaso por ser éste protegido del Conde-Duque y ella su
enemiga[45]. Artistas y críticos opinan que en esos tres grandes
lienzos, que claramente muestran añadiduras laterales hechas para darles
mayores proporciones, el maestro trabajó sobre retratos anteriores
hechos por Bartolomé Gonzalez o Nicolás de Villacis, no como supone
Stirling, de Carreño, que debía entonces de ser muy niño. Mirando
atentamente estas obras se conoce que lo que allí hizo el pincel de
Velázquez fue dar valor y realce con enmiendas, correcciones y toques
aislados a la mezquina y pesada labor de artistas inhábiles. Los
repintes se ven aún: el retrato de Felipe III tiene el caballo casi todo
rehecho; en el de doña Margarita esta variado el fondo, convirtiendo el
primitivo, que era un jardín con recuadros de boj, en campo de matas y
arbustos; en el de doña Isabel de Borbón también se nota la modificación
del caballo, y en la cabeza de la Reina hay notables variantes. Parece,
pues, lo verosímil que los tres retratos estuvieran pintados cuando hizo
Velázquez el de Felipe IV, y que, para hermanarlos con éste, los
retocara ligera y bravamente, dándoles, en particular al de Felipe III,
un aspecto grandioso que no tenían: con lo cual, las que hoy serían
obras poco interesantes, lo son muchísimo, pues en ellas se ve cómo el
genio, con poco esfuerzo, convierte en superior lo que, a duras penas,
era mediano.

Retrató, también en traje de caza como al Rey y al Príncipe, al Infante
Don Fernando. Acerca de cuando lo hizo discrepan las opiniones: dicen
unos que antes de ir a Italia, lo cual desmiente el estilo; otros, que
hacia el año 1647, cuando ya el personaje era muerto, aprovechando para
el rostro el estudio de una imagen anterior. La figura esta
admirablemente colocada y a su lado tiene un podenco que es de los
mejores trozos de pintura que hizo Velázquez. Así como se dice de las
personas bien retratadas que están hablando, pudiera decirse de este
can, que no ladra porque no quiere.

Detalles que, aislados, no representan gran cosa, y juntos dan a
entender mucho, atestiguaran luego que, además de soberano artista,
debió de ser Velázquez hombre de bondadoso natural; por lo menos fue
agradecido: yo no vacilo en asegurar que la prueba es el retrato que
hizo al Conde-Duque. La vanidad de éste, que vería en ello un medio
seguro de legar su imagen a la posteridad, le haría desearlo: su rango
lo justificaba; pero Velázquez puso en la obra tal empeño de acercarse a
la perfección, que en su género no se concibe mejor.

Fue el privado de Felipe IV tan mal administrador de las rentas del
Erario como celoso de las propias, las cuales llegaron a 450.000 ducados
al año; tan vengativo, que mandó poner a Quevedo grillos de a nueve
libras, y estando celebrándose los funerales del ilustre Duque de
Fernandina ordenó que de las manos del difunto se quitase el bastón de
general; tan funesto político que ocasionó la rebeldía de Cataluña y la
pérdida de Portugal, el Brasil y el Rosellón; acérrimo partidario de
leyes suntuarias, aunque inventor de las golillas; al mismo tiempo
creador del papel sellado y ordenador de cacerías donde entraban al
puesto del Rey veinte jabalíes en una tarde: la afición que mostró a las
letras y las artes amengua en algo lo aborrecible de su tiranía; pero ni
fue militar, ni ganó batallas, ni siquiera salió a campaña. Sin embargo,
tal como le representó Velázquez parece el rayo de la guerra.

En Julio de 1638 Condé puso sitio a Fuenterrabía embistiéndola por mar
bajo sus órdenes el arzobispo de Burdeos: defendiose bravamente la plaza
más con tan poca gente, que no podía ser larga la resistencia ni
evitable la entrada. Entonces el Conde-Duque reunió un pequeño ejército
de cerca de doce mil hombres y con ellos el Almirante de Castilla
desbarató a los franceses con tan furiosa acometida que Condé se entró
huyendo en el agua hasta ganar una chalupa y el belicoso arzobispo se
acogió a los bajeles quedando libre la plaza; traduciéndose el regocijo
experimentado por el Rey no tanto en premiar pronto al Almirante cuanto
en recompensar con largueza al Conde-Duque.

Esta fue la ocasión que Velázquez, si lisonjero agradecido, aprovechó
para retratarle en campo de batalla de cuerpo entero y tamaño natural,
ordenando un combate fantástico a caballo, con coraza de labores de oro,
chambergo de grandes plumas, bastón de mando y aspecto de caudillo
seguro y digno de la victoria. Esta el bruto, que es alazan roano, en
corveta afianzado sobre las patas, las manos en alto y tan bien
encajada sobre él la airosa figura del jinete que no se conciben más
viveza en la bestia ni en el hombre más dominio. Nadie diría que aquél
es el ministro cortesano en cuyos días murió en Rocroy el prestigio de
la infantería española, sino un héroe de los que la guiaron en Muhlberg
o Nordinga: sin duda el artista pecando de palaciego, pues no se respira
en vano la atmósfera viciada, incurrió aquí en la flaqueza de adular al
privado: mas el mal efecto que esto causa instantáneamente se disipa al
considerar que Olivares fue su protector, y que aquella inocente mentira
era la única prueba de gratitud que podía darle. Nada hizo Velázquez con
cuidado tan exquisito: ninguno de sus cuadros denota tan tenaz empeño de
acierto: allí puso lo mejor de su entendimiento y de sus manos como
había puesto el sentimiento más noble de su alma. El color es de
frescura y riqueza incomparables: la ejecución, minuciosa por lo
esmerada y grandiosa por el resultado, esta en armonía con la índole de
la figura donde todo revela fuerza, decisión y brío[46].

Es lógico pensar que las obligaciones anejas a los cargos que Velázquez
desempeñaba en la servidumbre de Palacio no le dejarían mucho tiempo
para aceptar encargos de particulares, suponiendo que el Rey se lo
tolerase: pero era natural que por conveniencia o amistad hiciera otros
retratos: de éstos se conservan varios, siendo los principales los
siguientes.

El busto de un personaje desconocido que en Apsley House posee el duque
de Wellington. El del letrado _Don Diego del Corral_, de cuerpo entero y
tamaño natural, vestido con ropón, junto a una mesa y papeles en las
manos. Debió de pintarlo hacia 1632, y es propiedad de la duquesa de
Villahermosa.

El de _Pablillos de Valladolid_ (núm. 1.092 del Museo del Prado).
Decíase hasta hace pocos años que era éste un representante de comedias
de los que a docenas trabajan en los corrales de Madrid y aun en el
Alcázar Viejo: y por esta razón se le llamó _El Cómico_. Madrazo halló
más tarde que en los Archivos reales, había un cuadro inventariado como
_retrato de un bufón con golilla_ que se llamó _Pablillos de
Valladolid_, cuyas medidas casi coincidían con las del _Cómico_; y
creyó, siendo su opinión aceptada, que no era el tal representante, sino
bufón u hombre de placer. Yo, con todo el respeto debido a tan insigne
crítico, no acabo de persuadirme. Cierto que no hay en libros ni papeles
antiguos, hasta hoy descubiertos, mención de ningún cómico de tal
nombre, pero también lo es que un copiante pudo llamar bufón a quien no
lo fuese: para un escribiente palaciego poca diferencia habría entre un
farsante y un bufón: además, todos los bufones que pintó Velázquez eran
enanos ridículos, seres grotescos, y están vestidos de mamarracho o con
lujo impropio a su condición; en tanto que _Pablillos_ ni es deforme ni
lleva ropas de mogiganga o superiores a su clase; sino que antes al
contrario, es de gallarda presenscia, bien proporcionado de miembros y
va vestido seriamente, como persona y no como hazme reír. En verdad que
su semblante truanesco le da patente de pícaro, pero no hay en su cuerpo
y rostro nada común con aquellos miserables fenómenos, verdaderos casos
patológicos con cuya ruindad se divertían nuestros piadosos monarcas.
Velázquez retrató a cada personaje según quien era buscando el modo de
acusar su condición y carácter: al Rey con majestad, al caballero con
nobleza, a la dama con la elegancia que permitían las malhadadas galas
de su tiempo; y a éste, que yo tengo por comediante mientras no se
demuestre plenamente lo contrario, le puso no en reposo como casi
siempre retrató a grandes y señores, sino movido, declamando, acaso en
el acto de recitar una loa o un paso de entremés. Representa menos de
cuarenta años, es de ojillos vivos, ordinario de facciones, juntos el
bigote y la perilla tan negros como el pelo, y su traje de corte es
negro, con golilla blanca, severo, casi señoril. La totalidad de la
figura sin accesorio alguno, hasta sin piso, destaca por obscuro sobre
fondo gris: esta como en el aire y sin embargo, no puso Velázquez hombre
mejor plantado.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

RENDICIÓN DE BREDA]

También es de este período el retrato de un escultor que primero se
supuso ser Alonso Cano y luego Madrazo, demostró que era _Martínez
Montañés_. Es casi seguro que lo pintara cuando en 1636 el artista fue
llamado a Madrid para hacer el busto del Rey que se envió a Tacca con
objeto de facilitarle el estudio de la estatua ecuestre. Es de los
mejores que salieron de manos de Velázquez: de tamaño natural hasta
cerca de la rodilla, dibujado con seguridad admirable, construida la
cabeza de suerte que se adivina la estructura ósea bajo la piel blanda y
carnosa, y ejecutado libremente, en unos sitios con cuerpo de color,
apenas cubierto el lienzo donde no es preciso, buscando ante todo el
carácter, el alma de la forma; como regalo de un artista a otro; hecho
sin miedo a que el vulgo no lo entienda y con certeza de que el
interesado ha de apreciar todo su mérito. Hablando de la sala donde este
retrato estaba antes colocado en nuestro Museo, dice Lefort. «Allí hay
retratos de los más grandes maestros, ¡y qué retratos! _El Conde de
Bristol_, de Van-Dick, el _Thomas Morus_, de Rubens; otros de Antonio
Moro, de Holbein, de Durero, y precisamente a su lado uno admirable de
hombre por el Tintoretto. Pues bien, a esos formidables vecinos, este
retrato les hace parecer ficciones, imágenes convencionales y muertas.
Van Dick es soso, Rubens grasiento, Tintoretto amarillento; sólo
Velázquez nos da en toda su plenitud la ilusión de la vida.»

En el Museo de Módena, existe el que hacia 1638 pintó del duque
Francisco de Este. Es un soberbio busto con armadura y banda, estudio
preliminar probablemente para obra de mayor importancia.

Retrató también a Juan Mateos, ballestero principal de Su Majestad,
autor del libro famoso _Origen y dignidad de la Caza_, impreso en Madrid
en 1634. El cuadro esta hoy en la galería real de Dresde y es
seguramente de Velázquez: lo dicen su factura y el parecido de la imagen
con el retrato de Mateos que figura en aquella obra grabado por P.
Perete. En el que le hizo don Diego, esta Mateos representado de busto
con traje de paño verde oscuro y cuello blanco, sobre el cual resalta
enérgicamente modelado el rostro: es de fisonomía expresiva; lleva el
pelo, el bigote y la perilla cortos.

El número 1.090 del Museo del Prado, es retrato en media figura y tamaño
natural, de un Conde de Benavente: lo que no se sabe de cierto es si se
trata como imaginó don P. de Madrazo, de don Antonio Alonso Pimentel,
noveno de aquel título muerto en 1633, o de alguno de sus sucesores como
se inclina a creer Beruete, observando discretamente que el estilo del
cuadro es el característico de las obras del maestro en época posterior
al fallecimiento de aquel caudillo. Sea quien fuere, parece por su
aspecto noble y caballeresco el tipo legendario del capitán español de
aquellos tiempos. Representa su franca fisonomía más de cincuenta años:
tiene la mirada expresiva, el pelo corto, el bigote y la gran perilla
entrecanos. Resguarda su pecho una rica armadura entallada y
damasquinada con listas de oro, y lleva guanteletes de lo mismo. Sirven
de fondo a su figura un cortinaje rojo y un hueco, tras el cual se
divisa campo. En los antiguos inventarios de Palacio, fue esta obra
atribuida al Ticiano, y esto que a primera vista parece disparatado,
pues no hay confusión posible entre la manera franca, suelta, de
Velázquez y la más fundida y empastada del gran pintor de Venecia,
tiene, sin embargo, su explicación: porque este es el lienzo en que más
acentuada aparece en el pintor de Felipe IV la honda impresión que en él
debieron de causar las obras de Domencio Theotocópuli, el _Greco_, y de
su discípulo Luis Tristán; influencia interesantísima de que se hablara
más adelante.

Otros retratos atribuidos a Velázquez hay en galerías y museos del
extranjero, mas no de indudable autenticidad.

Se sabe, por ejemplo, que en 1639 hizo uno del Almirante de Castilla
_Don Adrián Pulido Pareja_: Palomino que lo vio en casa del Duque de
Arcos, dice, que esta hecho «con pinceles y brochas de astas largas que
usaba algunas veces, para pintar con mayor distancia y valentía; de
suerte que de cerca no se comprendía y de lejos es un milagro»; añade
que lo firmó en latín; y hasta refiere una anécdota, según la cual
estando el cuadro puesto hacia donde había poca luz y entrando el Rey,
como solía, a ver pintar a Velázquez, confundió la pintura con el
hombre, preguntando al retratado: «_¿Qué, todavía estas aquí? ¿No te he
despachado ya? ¿Cómo no te vas?_ y luego comprendiendo su error dijo al
artista: _Os aseguro que me engañé_.»

Algunos biógrafos, entre ellos Armstrong, Stirling y Lefort, que llega
hasta creer la anécdota, fundándose en que Felipe IV era muy miope,
admiten que este retrato sea el que figura en la Galería Nacional de
Londres: pero Beruete lo pone en duda, señalando deficiencias de dibujo
y poca habilidad en la factura indignas del maestro.

También dice Palomino que retrató a Don Francisco de Quevedo «con los
anteojos puestos como acostumbraba de ordinario a traer». A fines del
siglo pasado, era este lienzo propiedad de Don Juan José López de
Sedano, quien lo mandó grabar a Carmona para el _Parnaso Español_[47].
Hoy se considera perdido, y como antigua copia el que posee el Duque de
Wellington[48]. ¡Lastima grande que no se conserve el original! Debió de
pintarlo antes de 1639, en cuyo mes de Diciembre, viviendo en casa del
Duque de Medinaceli, fue preso el gran poeta por orden del Conde-Duque.
Acaso fuera esta la única ocasión en que Velázquez tuvo por modelo a
quien valía tanto como él.

Huyendo de Richelieu, contra quien había conspirado, vino a España en
1637 Madama María de Rohan-Montbazon, Duquesa de Luynes y de Chevreuse,
favorita de Ana de Austria, mujer de gran inteligencia, vida llena de
aventuras y singular belleza, cuya aparición en Madrid debió de traer
revueltas y curiosas a las gentes. En Zaragoza la hospedaron los
Marqueses de los Vélez y el Rey le envió coche y machos para venir a la
corte, donde entró a 6 de Diciembre, saliendo a recibirla el Almirante,
el Condestable, los Duques de Híjar, Villahermosa, Pastrana y otros
grandes, prueba inequívoca de que el Rey la agasajaba. A su encuentro
salieron, más de una legua, las Marquesas de Mirabel y de las Navas, y
la Condesa de Santisteban. «Ella muy bizarra, despechugada y
desenfadada, entró mirando a los que caminaban delante y a los lados, a
los coches que estaban parados y atestados desde el arroyo de Bernigal».
Traía dos criados franceses, uno de los cuales dormía en el aposento de
su ama; y «dio madama prendas de la grandeza de su animo no queriendo
recibir ocho mil ducados que le presentaban de parte de S. M.[49]». La
dicha duquesa--añade el escrito de donde tomamos estos datos--en todo se
porta con mucha modestia, y Diego Velázquez la esta ahora retratando con
el aire y traje francés[50]». Palomino, dice que retrató por aquel
tiempo con «superior acierto, a una dama de singular perfección[51]».
Nadie ha logrado averiguar si este retrato y el anterior son uno mismo,
ni caso de que sean dos dónde han ido a parar. El de la bella Duquesa de
Chevreuse, hecho por Velázquez, sería bien distinto de los de aquellas
reinas e infantas de la Casa de Austria, con cuya fealdad,
guardainfantes, pelucas y coloretes, tuvo que luchar para darles
distinción y elegancia. No fue en la suerte de sus retratos afortunado
el gran artista: los de los ilustres poetas y las mujeres hermosas, como
Góngora y Quevedo, la dama inglesa y la Chevreuse, se han perdido: en
cambio quedan de su mano aquellos rostros de príncipes y aquellas
figuras de bufones, donde dolorosamente se ve nuestra triste decadencia.

Tampoco se conservan los que hizo del Cardenal Don Gaspar de Borja, de
los maestros de la Cámara del Rey, Pereira y Cardona, de Don Fernando
de Fonseca, pariente sin duda de su protector, ni el de Fray Simón de
Rojas en su lecho de muerte. Finalmente, en alguno de los incendios de
Palacio, debió de desaparecer uno ecuestre que hizo al Rey, el cual
expuso al público, y habiéndole censurado el caballo, enfadándose por la
ignorancia ajena o modestamente convencido del error propio, lo borró.

Aquí acaba la relación de los retratos que pintó por aquellos años,
inmortalizando a gentes de varia condición, entre las cuales no había
casi nadie que lo mereciera. Veamos ahora, sus cuadros de la misma
época: donde hallaremos maravillas, encanto de los ojos por lo que
deleitan; desesperación de la pluma incapaz de expresar la vida que
palpita en ellos.



VII

EL «CRISTO ATADO A LA COLUMNA» DE LA GALERÍA NACIONAL DE LONDRES.--«EL
CRISTO CRUCIFICADO».--«LA RENDICIÓN DE BREDA».--«CUADROS DE
CACERIAS».--MARCHA VELÁZQUEZ CON EL REY A LAS JORNADAS DE ARAGÓN Y
CATALUÑA.


No se sabe si durante su primer viaje a Italia, por los mismos meses que
_La fragua de Vulcano_ y _La túnica de José_, o lo que es más probable,
ya de regreso pintó Velázquez el _Cristo atado a la columna_ que figura
en la Galería Nacional de Londres.

En el centro del lienzo esta Jesús desnudo, maniatado con una cuerda a
una columna que se ve a la izquierda, estirados los brazos, dobladas las
piernas, puesto el tronco casi de frente, y movida la cabeza con
dolorosa expresión de sufrimiento, hacia la parte de la derecha, donde
un ángel, de rostro más humano que divino, hace ademán de mostrar el
martirizado cuerpo a un niño de seis o siete años, que cruzando las
manos se ha postrado de hinojos para adorarlo con señales de la mayor
ternura. Cristo, en torno de cuya cabeza se percibe un tenue resplandor
que indica su divinidad, tiene contraídas las facciones por un gesto de
dolor, y en pago de su dulce conmiseración, mira amorosamente al
pequeñuelo.

El ángel se parece algo al retrato de la supuesta doña Juana Pacheco,
del Museo del Prado. Es de las pocas obras de carácter religioso que se
conocen de Velázquez, y aunque dentro de cierto gusto clásico, esta
tratado el asunto del modo más natural posible. Atendiendo a la figura
de Cristo, pudiera creerse que el principal propósito del artista, ha
sido hacer un estudio de desnudo de hombre, recio y fornido, pero la
postura del niño, en cuya actitud y semblante hay verdadera y poética
compasión, permite sospechar que sea un cuadro de encargo, inspirado por
alguna familia piadosa. Los críticos modernos que lo mencionan, pues de
los antiguos no lo cita ninguno, están acordes en considerarlo como obra
de capital importancia, intermedia por su estilo entre lo que pintó en
Italia y lo que de allí en adelante hizo en la Patria.

Casi todos los cronistas de Madrid hablan de una tradición, aunque con
visos de novelesca, apoyada en noticias dignas de crédito, verosímil,
dadas las costumbres de la corte en aquella época, y a la cual va
indirectamente unida una de las obras más célebres de Velázquez: el
_Cristo crucificado_.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

MARTÍNEZ MONTAÑÉS

Fotog. Moreno]

Cuéntase, con detalles más o menos dramáticos, que por el protonotario
don Jerónimo de Villanueva, patrono del convento de religiosas de San
Plácido, supo Felipe IV que en él había una monja de singular belleza
llamada Margarita: viola, prendose de ella y con ayuda del patrono
intentó enamorarla. Celosa la priora del decoro de la comunidad, y
sabiendo cuando había de atreverse el Rey a profanar la clausura por
una mina abierta en una cueva de la casa de don Jerónimo, que era
medianera del convento, puso a la monja en su celda tendida entre
blandones, como si estuviera difunta. Entró primero el complaciente
Villanueva, que evitó a S. M. tan lúgubre aparato, y pareció frustrada
la aventura: pero pasado algún tiempo, terco el Rey en su empeño, no
paró hasta lograrlo. Guardose mal el secreto, tomó cartas el Santo
Oficio, y no atreviéndose con el Rey, procesó al protonotario
prendiéndole en Agosto de 1644. Entonces el Conde-Duque dio a escoger al
Inquisidor general entre una pensión de 1.700 ducados si se retiraba a
Córdoba, de donde era natural, o quitarle las temporalidades
extrañándole del reino: optó prudentemente por lo primero, y luego el
privado, para mayor seguridad, cuando el escribano Alfonso de Paredes,
que llevaba la causa a Roma, desembarcó en Génova, lo mandó prender y
hay quien dice que permaneció quince años encarcelado. El Rey y el
Conde-Duque, dueños de la causa, la quemaron en la regia Cámara: un
tribunal de frailes acordó reprender al protonotario, _sin decirle
porqué_; acabando por absolverle sin más penitencia que ayunar todos los
viernes de un año, no poner los pies en el convento, hacer a la
comunidad un cuantioso donativo y prohibirle que hablara de aquello con
el Monarca y su privado. Añadese que el Rey, arrepentido o satisfecho de
sus amores regaló a las monjas de San Plácido un reloj que tocaba a
muerto cada cuarto de hora, y que el mismo soberano o el protonotario
Villanueva encargaron a Velázquez el _Crucifijo_ que las monjas pusieron
en la sacristía.

A principios de este siglo, pasó a ser propiedad del Infante don Luis,
que lo compró acaso para su palacio de Boadilla; heredolo su hija doña
María Luisa de Borbón, esposa de Godoy, y en 1808 se lo llevaron los
franceses. En 1814 fue devuelto a la Condesa de Chinchón, hija y
heredera del Príncipe de la Paz, la cual doce años después quiso
venderlo en París con otros cuadros. Enterado el Duque de Villahermosa,
nuestro embajador, entabló negociaciones consintiendo la Condesa en
venderlo a España por 28.000 reales, aunque se había tasado en 20.000
francos. Muerta la de Chinchón, no reconocieron sus herederos la validez
del trato, y entonces el Duque de San Fernando, cuñado de la muerta y
legatario de la alhaja que quisiera escoger en el acervo de la herencia,
eligió el _Crucifijo_ cediéndoselo al Rey que lo mandó al Museo del
Prado.

Es de las más excelentes obras que ha producido el arte de la pintura.
Un fondo negro de lobreguez medrosa que aun siendo liso tiene atmósfera,
la cruz de maderos cepillados, y Jesús clavado en ella. No hay allí más;
ni puede concebirse mayor grandeza que la emanada de aquella sencillez.

Las sienes coronadas de espinas están sobriamente ensangrentadas; el
tórax, vientre y piernas de impecable forma, crean una vertical que
expresa serenidad absoluta; la tirantez del peso no desgarra las palmas
taladradas por los clavos; los pies al caminar no se han manchado en las
losas de Jerusalén ni en los pedregales del Calvario, ni los clavos han
podido desbaratar su delicada estructura; el tormento no ha desfigurado
un músculo; el dolor no ha alterado una línea; aquel cuerpo, por donde
resbalan unas cuantas gotas de sangre, esmaltándolo con sutiles hilos
de púrpura, sería verdaderamente apolino con pagana hermosura si la
cabeza aureolada de vago resplandor celeste, caída como flor tronchada,
no diese idea del sacrificio sobrehumano y misterioso: el martirio ha
profanado la belleza sin poder afearla, y cubriendo la mitad del rostro
cae un ancho mechón de la melena que ensombrece la faz cual si el
artista esquivara por imposible representar el último suspiro de una
agonía en que quien es inmortal muriendo dignifica la muerte: ante esta
imagen el creyente se humilla y el incrédulo se apiada; es triunfo
soberano del arte donde se confunden en emoción intensa la poesía de la
fe y el culto a la belleza.

El dibujo es de tal pureza que tiene algo de ideal, porque en figura
humana parece demasiada perfección aquella, y, sin embargo, es de un
realismo completo. El modelo esta seguramente visto, no en un cadáver,
si no en un cuerpo vivo: pero así debía ser, pues el momento
representado es el mismo de la muerte, antes de que la rigidez perturbe
los perfiles, contraiga los tejidos y rompa la armonía de los miembros.
El tono de la madera de la cruz sirve de intermedio entre la negrura del
fondo y el cuerpo modelado en claro, de tonos suavemente amarillentos,
como inspirados en un marfil antiguo. La ejecución desde los extremos de
las manos, hasta las puntas de los pies, es enérgica, pero al mismo
tiempo, blanda y minuciosa. Nada hizo ni concluyó Velázquez con tanto
esmero ni con igual delicadeza.

Breda, ciudad de las llanuras del Bravante, asilo de los rebeldes
flamencos, estaba en su poder desde que en 1590 nos la ganó el Duque de
Parma. Mauricio de Nassau la tenía bien fortificada, pero en 1625 Felipe
IV escribió al general que allí mandaba sus ejércitos: «_Marqués de
Espinola, tomad a Breda_», y éste le puso cerco. Los capitanes que le
seguían juzgaban imposible la empresa: los sitiados que mandaba Justino
de Nassau, se defendieron heroicamente: Mauricio acudiendo en su socorro
rompió los diques para anegar el campamento de Espinola: tuvo éste que
batirse como soldado al mismo tiempo que mandaba como jefe, hasta que
entrada la primavera se rindió la plaza honrosamente, saliendo la
guarnición con cajas y banderas. En su _Historia del reinado de Felipe
IV_, dice don Gonzalo de Céspedes y Meneses que Espinola los esperó «en
el cuartel de Balanzón, acompañado de Noeburg y de los nobles de su
campo, y agasajando y recibiendo no solamente con honor pero loando su
valentía y la constancia de su defensa dilatada, al gobernador Justino
de Nassau y sus coroneles, y a un hijo de don Manuel de Portugal, a dos
naturales de Mauricio, y otros dos de Justino». El Marqués de Leganés,
Pablo Ballón, Coloma, Anhalt, y don Francisco de Medina estaban con el
vencedor.

La Corte de Madrid celebró con grandes fiestas el suceso, mas no hay
seguridad de que Velázquez hiciese el cuadro por orden de Felipe IV. La
toma de la plaza fue en 1626: el estilo del lienzo es de época muy
posterior. Recordemos que Velázquez se embarcó en Barcelona a 10 de
Agosto de 1629, cuando fue por primera vez a Italia, llevando por
compañero de viaje a Espinola que iba a tomar el Gobierno de Milán y el
mando de las tropas españolas contra Lombardía. ¿Cómo entonces,
mientras la nave surcaba el Mediterráneo, no había el soldado de referir
al pintor su empresa más gloriosa? Explicaríale aquella memorable
ocasión narrándoselo todo; como el hombre, por ilustre que sea, narra lo
que le engrandece. El lugar, la hora, la campiña encharcada, el
encuentro con Justino de Nassau, la entrega de las llaves, la
disposición de los dos grupos de vencidos sin humillación y vencedores
sin altanería: hasta quizás le hiciese concebir la idea de aquel espacio
libre que en el cuadro separa unos de otros dejando ver la dilatada
llanura que se pierde entre el celaje anubarrado, el humo de las
hogueras y los vapores de la tierra húmeda, removida en zanjas,
cortaduras y brechas: y al oírle sorprendería Velázquez en la expresión
de su fisonomía aquella sonrisa caballeresca con que luego caracterizó
su figura, representándole como la personificación de los generales
españoles de un siglo antes, en él reproducidos; tan ocupados en vencer
que no les quedaba lugar de ensoberbecerse. A la derecha, por cima de
las banderas y pelotones de soldados que hay en segundo término, se ven
hábilmente roto el paralelismo de sus líneas, _las lanzas_, que han dado
nombre a esta obra, donde no se sabe qué admirar más; si lo que engendra
el pensamiento o lo que construye la mano del artista.

Velázquez hizo el cuadro, ya muerto Espinola, a quien amargó la
ingratitud cortesana, y ya lo pintase por gusto propio o inspiración
ajena, indemnizó de la injusticia al vencedor de los flamencos. Para su
noble semblante debió de valerse de retratos desconocidos; tal vez de
alguno que le hiciese antes del viaje que emprendieron juntos, a pesar
de lo cual, esta cabeza no sólo no desmerece de las que están
indudablemente hechas ante el modelo, sino que es una de las que tienen
más vida.

En _Las Lanzas_, la composición da idea completa del asunto: la
diversidad de tipos según su origen, la agrupación, no sólo verosímil
sino obligada por las circunstancias, cuanto se refiere a la
interpretación del momento, puede citarse como modelo de lo que debe ser
un cuadro de historia. Stirling dice, sin embargo, en mi opinión
injustamente, que «a Justino de Nassau le falta su aspecto propio de
gentil hombre genovés, y que el artista parece haberse empeñado en hacer
resaltar, con cierta malicia, el contraste entre los dos campos: a un
lado castellanos, de la mejor facha, al otro zafios holandeses de
calzones descomunales que miran con aire de sorpresa estúpida».

En cambio, Lefort declara que Velázquez compuso _Las Lanzas_ fuera de
todo convencionalismo, y que es «una de las páginas más vivas de
historia que ha producido la pintura: ninguna se deja leer y penetrar
mejor: ninguna es más sincera y elocuente por la clara sencillez de su
ejecución». Y Justi dice que «pocos lienzos son tan sugestivos, y menor
número todavía revela un pintor dotado de sentimientos tan nobles».

Tampoco hay igualdad de pareceres en lo referente a cómo esta iluminado
el cuadro. Lefort dice: «todas las cosas en aquel gran lienzo se modelan
en plena luz, franca y valientemente, sin artificios. El aire circula
por doquiera, extendiendo una atmósfera perceptible por cima de aquel
paisaje que se aleja a distancias tremendas, bañándole de claridades,
de corrientes y de frescor, envolviendo las formas, acariciando los
contornos, reposando y enlazando entre sí las coloraciones graves,
calientes, opulentas, en que aquí y allá discretamente se intercalan
algunas notas claras para fundirlas en amplia y poderosa armonía».
Finalmente Beruete cree que «acaso la crítica moderna pueda censurar la
iluminación oblicua de _Las Lanzas_ y sostener que no es la suya la luz
solar, la luz difusa del aire libre tan en boga en nuestros días».

A decir verdad, los grupos no están bañados en la claridad intensa
penetrante que viene de alto a bajo y que en pleno campo lo envuelve,
inunda y acaricia todo. Para fallar acerca de si esto es una tacha,
sería preciso demostrar, y nadie lo ha conseguido todavía, si es
realmente posible pintar en un espacio abierto y en tales proporciones
una escena de ese carácter. La variabilidad de la luz que de momento a
momento produce cambios de tono en la totalidad y en cada parte basta
para indicar lo irrealizable del propósito. De aquí que la imitación del
natural en grandes composiciones al aire libre, se obtenga siempre no
tan fielmente como en un recinto cerrado sino por aproximación, por
equivalencias relativas; y en tal supuesto nadie ha llegado donde
Velázquez en _Las Lanzas_.

Lefort y Justi niegan que la gentil figura colocada a la parte de la
derecha, entre el caballo de Espinola y el marco, sea retrato de
Velázquez: Cruzada Villamil y Beruete, con mejor acuerdo, creen que sí.
Para persuadirse de ello, basta comparar aquella imagen con las demás
auténticas que se conocen, teniendo en cuenta, por supuesto, la
alteración de rasgos que el tiempo imprime a la fisonomía.

Como muestra de la incuria de nuestros abuelos y de lo incompletas que
son las noticias referentes a Velázquez reunidas por Palomino, basta
decir que éste cita _Las Lanzas_ con sólo estas palabras: «En este
tiempo pintó también un cuadro grande historiado de la toma de una plaza
por el señor don Ambrosio Espinola, para el salón de las comedias en el
Buen Retiro, con singular eminencia.»

Obras relativamente de menor importancia producidas en este mismo
tiempo, son la _Montería de jabalíes en el Hoyo_, y la _Cacería del
Tabladillo_.

La primera, que se deterioró mucho en el incendio del Alcázar, fue
regalada por Fernando VII a Lord Cowley que en 1846 se la vendió en
2.200 libras a la Galería Nacional de Londres. Representa una tela, o
espacio de campo cerrado con fuertes vallas de lona, donde se introducen
piezas mayores para que las acosen y maten los cazadores. Figuran entre
éstos Felipe IV, Olivares, Juan Mateos, ballestero mayor del Rey, y el
Infante Cardenal don Fernando, cuya presencia sirve para demostrar que
el cuadro esta pintado antes de 1633, año en que este personaje marchó a
Flandes de donde no volvió. En primer término de la composición hay
carrozas paradas, desde las cuales la reina doña Isabel y sus damas
presencian la diversión: no lejos de ellas se ven grupos de hombres, un
perro herido y un arriero con su jumento.

[imagen: MUSEO DE SAN PETERSBURGO

INOCENCIO X

Fotog. Clement y Cª]

La _Cacería del Tabladillo_, así llamado porque la mayor parte de las
figuras están colocadas sobre un pequeño cadalso compuesto de tablones,
fue vendido por José Bonaparte y hoy lo posee en Londres mister
Baring[52].

Y ahora, antes de dar cuenta del segando viaje de Velázquez a Italia,
conviene hacer mención rápidamente de algunos acontecimientos
relacionados con su vida.

En 1634 casó a su hija Francisca, única que le quedaba de las dos que
tuvo, con su discípulo Juan Bautista del Mazo, quien según parece, nunca
más volvió a apartarse de él, siendo tan diestro en copiarle, que muchos
lienzos suyos están todavía en museos y galerías atribuidos al maestro.
Desempeñaba éste a la sazón el oficio de ugier de cámara y el Rey le
autorizó para que se lo traspasase a su yerno, sin duda, como regalo de
boda.

En 1642 agravada la insurrección de Cataluña y cediendo Felipe IV a las
instancias de su esposa doña Isabel, ordena jornada al Principado
rebelde; saliendo de aquella inacción sólo interrumpida para cazar en el
Pardo o ver comedias en el Retiro. Pero el deseo de la Reina no se
cumple sino a medias porque el Conde-Duque que, contra lo que ella
quería, le acompaña, logra que el viaje se haga con lentitud. Van a
Aranjuez por Alcalá, detiénense para fiestas en Cuenca, cazan en Molina
y llegan por fin a Zaragoza. Allí, aunque el ejército español era de
45.000 hombres y los franceses andaban cerca de Monzón, él privado
convence al Rey de que no debe salir a campaña y mientras le deja
entretenerse en ver jugar desde una ventana a la pelota, él se pasea por
la ciudad dos veces al día con séquito de doce coches y cuatrocientos
soldados. Así se prolonga la estancia de la Corte en Zaragoza y
Velázquez que, antes como criado que como artista, ha ido sirviendo a S.
M., traba conocimiento con el pintor Jusepe Martínez.

Debieron de hacerse amigos verdaderos, pues a petición de Velázquez
nombró el Rey pintor de cámara al aragonés y éste al escribir su libro
_Discursos practicables del nobilísimo Arte de la Pintura_ aprovechó
cuantas ocasiones pudo para colmar de elogios al sevillano.

Poca importancia tiene el episodio, mas como en Velázquez todo es
interesante, he aquí lo que cuenta Martínez de un caso que allí le
sucedió: «Estando Diego Velázquez en esta ciudad de Zaragoza, asistiendo
a S. M., de gloriosa memoria, le pidió un caballero que le hiciera un
retrato de una hija suya muy querida: hízolo con tanto gusto que le
salió con grande excelencia; al fin como de su mano: hecha que fue la
cabeza, para lo restante del cuerpo, por no cansar a la dama, lo trajo a
mi casa para acabarlo, que era de medio cuerpo: llevolo después de
acabado a casa del caballero; viéndolo la dama le dijo que por ningún
caso había de recibir el retrato: y preguntándole su padre en qué se
fundaba, respondió; que en todo, no le agradaba, pero en particular que
la valona que ella llevaba, cuando la retrató era de puntas de Flandes
muy finas».--Razón tenía Jusepe Martínez para decir que haciendo
retratos «se sujeta un hombre a oír muchas simplicidades e ignorancias.»

Por este tiempo la Reina, siempre opuesta a las malas artes con que
gobernaba el privado, arreció en su empeño de derribarle procurando que
Felipe IV sacudiera la vergonzosa tutela en que vivía. Como faltase
dinero para la guerra entregó la mayor parte de sus alhajas al joyero
Cortizos y envió a su esposo ochocientos mil escudos: fueron necesarios
más, y por el Conde de Castrillo mandó a Zaragoza las joyas que le
quedaban; con lo cual viéndose el Conde-Duque amenazado por la impresión
que tan noble conducta causase en el animo de Felipe IV, y deseando
contrarrestarla de cerca, se determinó a volver a Madrid en Diciembre:
pero su caída era ya inevitable. Isabel de Borbón consiguió que su
esposo oyese en conferencias privadas a su nodriza doña Ana de Guevara,
a quien siempre mostró apreciar, al Conde de Castrillo y sobre todo a la
duquesa de Mántua que, recién llegada de Portugal, le diría las causas
verdaderas de la pérdida de aquel reino, dando estas entrevistas por
resultado que al mes de Enero siguiente cuando se trató de escoger en
Palacio servidumbre y cuarto para el Príncipe Baltasar Carlos, que ya
era mozo, el Rey impuso enérgicamente su voluntad al privado: primero
nombrando los criados que quiso, y en lo tocante al aposento diciendo:
«¿Y por qué Conde no estará mejor en aquél que habitáis ahora vos, que
es propio del primogénito del Rey y en el que estuvo mi padre y estuve
yo cuando éramos príncipes? Desocupadlo inmediatamente, y tomad casa
fuera de Palacio». Triunfó la Reina, entregó Olivares la llave secreta
que tenía de la cámara real y partió de Madrid, en apariencia con
permiso para retirarse a su villa de Loeches, en realidad amenazado, si
no se marchaba pronto, de que hiciera con él Felipe IV lo que su padre
había hecho con Don Rodrigo Calderón. Como todo el que ha estado en
posición de hacer favores, dejaría Olivares ingratos en la corte, mas no
fue de ellos Velázquez, pues casi todos sus biógrafos afirman que
permaneció fiel al caído y alguno expresa claramente que le visitó en su
destierro.

Los empleos que desempeñaba en Palacio le obligaron a viajar también en
1644 acompañando al Rey.

Sitiada Lérida por los franceses, Felipe IV salió a campaña con asombro
de sus contemporáneos que, elogiándole mucho, lo dejan consignado en
multitud de escritos, refiriendo detalles hasta de las galas que se
ponía, contando que fue vestido _a lo soldado_, de amarillo y rojo, que
tomó parte en la batalla dada para levantar el cerco de Lérida y que
entró en ella triunfante con traje «de ante, bordado de plata y oro,
banda roja bordada de oro y sombrero blanco de nácar». Antes de la
victoria el séquito real permaneció algunas semanas en Fraga: allí se
habilitó un estudio en un local tan malo, que hubo que apuntalarlo;
echaronse en el suelo cargas de espadaña, y en tres días hizo Velázquez
un retrato a S. M. para enviarlo a Madrid con aquel mismo vistoso traje
con que entró en la ciudad rendida. Allí retrató también al enano
llamado _el Primo_, que iba en la comitiva, y de quien, con otros de su
ralea, se hablara más adelante.

Muerta aquel mismo año de 1644 Isabel de Borbón, cuya inteligencia y
nobles propósitos acaso hubieran logrado sobreponerse a la cachazuda e
indolente condición de su marido, hizo este nuevo viaje acompañado del
Príncipe Don Baltasar Carlos para que como a heredero del trono le
jurasen las Cortes de Aragón y Valencia, y con ellos marchó Velázquez,
sin que de esta expedición quede en libros y papeles noticia interesante
a nuestro propósito: mas que como pintor, iría como sirviente; lo cual
prueba una de dos cosas: que era tan poco dueño de sí, que no podía
esquivar aquellas ocupaciones indignas de su genio, o que el Rey le
estimaba tanto que no daba paso sin él.

En 1646 resuelve Felipe IV nuevo viaje a tierras de Aragón haciendo la
jornada por Navarra y llevando también al Príncipe. Velázquez va con
ellos, esta vez acompañado de Mazo, que a petición de Don Baltasar
Carlos pinta la _Vista de Pamplona_, cuadro que se conserva, y la de
_Zaragoza_, que esta en el Museo del Prado, en la cual son de mano de su
suegro, aunque lo nieguen críticos extranjeros tan ilustres como
Armstrong y Justi, las elegantísimas figuras del primer término, hechas
con singular soltura y gracia, tratadas de modo que, a pesar de sus
dimensiones, tienen el aspecto y carácter del natural[53].

Acabó desdichadamente este viaje, pues el Príncipe murió en Zaragoza a 9
de Octubre, faltándole sólo unos días para cumplir diecisiete años. Como
detalle curioso relacionado con el conocimiento de la época merece
saberse que el caballero holandés Aarsens de Somerdyck, que vino poco
tiempo después a España, cuenta la causa de la enfermedad diciendo que
don Pedro de Aragón, gentil hombre de la cámara de S. A., le dejó pasar
una noche con una ramera, de lo cual se le originó gran debilidad y
fiebre: los médicos, ignorantes del origen de la dolencia, le sangraron,
acelerando la muerte; y don Pedro, por consentir el exceso o no
revelarlo oportunamente, cayó en desgracia, aunque era cuñado del
privado, castigándosele con no volver a la corte y obligándosele a vivir
en un extremo de la ciudad sin que se le permitiera hacer ni recibir
visitas con ostentación[54]. Como los naturales de otras naciones que
vienen a viajar por la nuestra para escribir luego sus impresiones y
aventuras no suelen distinguirse por prudentes y veraces, sino pecar por
descuidados y embusteros, pudiera ser que el Príncipe no muriese de lo
que el holandés refiere. Fray Juan Martínez, que era confesor del Rey y
se hallaba en Zaragoza cuando el triste suceso, escribió largamente al
doctor Andrés diciéndole que la enfermedad fue de viruelas[55]. En
cambio Matías de Novoa, en su _Historia de Felipe IV_, narra la muerte
con extremada concisión. La carta que por aquellos días escribió el Rey
a Sor María de Agreda prueba que en su alma dolorida por tan gran
desgracia, la resignación cristiana se impuso y prevaleció sobre el
dolor de padre. Dos años después, excluyendo otros enlaces con Ana
María de Borbón, Duquesa de Montpensier, con la Princesa Leonor de
Mántua y con una archiduquesa de Inspruck, aceptó para esposa a su
sobrina doña Mariana de Austria, cuya boda estuvo antes concertada con
el pobre Príncipe muerto en Zaragoza.



VIII

VELÁZQUEZ, CRIADO DEL REY.--SEGUNDO VIAJE A ITALIA.--RETRATOS DE JUAN DE
PAREJA Y DE INOCENCIO X.--OBRAS DE ARTE QUE COMPRA PARA FELIPE IV.--ES
NOMBRADO APOSENTADOR DE PALACIO.--MEMORIA Y DUDAS QUE OFRECE SU
AUTENTICIDAD.


Todos los autores que han escrito la historia de las bellas artes en
España cuentan que, habiéndose intentado cobrar tributo de alcabala a
los pintores, éstos, representados por Ángelo Nardi y Vicente Carducho,
litigaron en demanda de que la pintura fuese exenta y considerada como
arte liberal. Las declaraciones hechas en aquella ocasión por varones
eminentes son curiosísimas. El doctor Juan Rodríguez de León atestiguó,
con la Sagrada Escritura, que la pintura vino del cielo, como revelada,
pues Dios mandó a Ezequiel que pintase la ciudad de Dios en un ladrillo;
sacó a relucir que, Cosme de Médicis, fue a Espoleto para enterrar a
fray Filipo Lippi y habló de la estimación dispensada por Carlos I a
Ticiano, y por Felipe II a Sofonisba Cremonense. Lope de Vega dijo:
«Fuera agravio que se hace a nuestra nación, que de las demás sería
tenida por bárbara, no estimando por arte el que lo es con tanta
veneración de toda Europa.» Don Juan de Jauregui opinó que «el valerse
de las manos es accidente que no ofende el ingenio e ingenuidad suma
desta ciencia, sino que habiendo de lograr sus efectos a ojos de todos
se sirve de los colores y manos como el orador y filósofo de la tinta y
pluma». El maestro Joseph de Valdivieso habló de lo que honraron a Juan
Bellino la señoría de Venecia, a Durero el Emperador Maximiliano, a
Andrea Mantegna el Marqués de Mántua, y a Rafael el Papa León X; y Don
Antonio de León, relator del Supremo Consejo de Indias, después de
considerar la cuestión como letrado, escribió en el estilo propio de la
época que «cuando la industria humana, haciendo vislumbres de divina, y
con un hechizo de los ojos, en fantásticas formas, satisfaciendo al más
noble de los sentidos, hurta los pinceles a la naturaleza, y hace
parecer con alma lo que aún no tiene cuerpo, ¿qué ley, qué razón le
puede negar el más singular privilegio o la menos comedida exención? A
tanta eminencia cede la mecánica imposición de la alcabala».

Cuando Velázquez vivía ya en Madrid se imprimió un curioso libro[56]
donde todo esto consta, y en 1633 el Consejo de Hacienda falló el pleito
conforme al deseo de los pintores. No hace falta más para comprender
que los hombres ilustrados de aquel tiempo, aunque lo expresasen con tan
retorcidas frases, sabían y proclamaban los respetos que merece el arte.
A pesar de lo cual Diego Velázquez seguía siendo, más que pintor, criado
del Rey; mejor dicho, era un criado que pintaba. Y no vale alegar en
disculpa de Felipe IV que, no honrándole de otro modo, participó de un
error común a sus contemporáneos. Lo que no deja de tener gracia es que
casi todos los personajes que contribuyeron a la citada información
pensaron lisonjear al Rey consignando que S. M. también pintaba.

Ello fue que pasaron los años, nadie pretendió cobrar alcabala a los
pintores, y Velázquez, aun después de dignificado su arte con la
exención famosa, continuó figurando en las nóminas de los servidores del
Alcázar. Pruebas de que no se le distinguía ni mimaba eran los sitios
que le estaban destinados en las fiestas de toros, a las cuales tenían
derecho de asistir muchos dependientes de Palacio. En las corridas de
1640 le fue designado asiento en el cuarto suelo de la Casa Panadería,
figurando en la misma lista que el caballerizo del Conde-Duque, los
barberos de Cámara, los mercaderes del Rey y las criadas de los
Marqueses del Carpio. En las de 1648 su nombre aparece mejor acompañado:
esta en el cuarto suelo, en la parte de la Puerta de Guadalajara, cerca
del _grefier del Tuson_. Cuando el Rey no asistía se trocaba el orden, y
entonces podía sentarse en el piso tercero de las _casas que arriman a
la Panadería_, cerca de los caballerizos de S. M., de algunos oficiales
mayores de Estado, los médicos de Cámara y el teniente de acemilero
mayor[57].

Al parecer no tiene importancia en el estudio de su vida de artista la
índole de los cargos que desempeñó; mas si se atiende a que malgastaría
en servir el tiempo que pudiera aprovechar pintando, se verá lo que la
posteridad ha perdido en ello.

Fue ugier desde 1627 hasta 1634; ayuda de guardaropa hasta 1643, sin
ejercicio, y con él hasta 1645; ayuda de cámara sin ejercicio desde 1643
hasta 1646. Al volver a Madrid, después de la última jornada de
Zaragoza, tornaría a los enojosos quehaceres propios de tales canongías;
mas por muy imbuido que estuviese de las preocupaciones de la época, en
que _ser criado de Su Majestad_ parecía tal honra que hasta en las
portadas de sus obras lo consignaban los escritores, natural era que
desease algún descanso y libertad conforme a sus inclinaciones y
temperamento de artista. Tras de haber andado varias veces con el
séquito real recorriendo provincias, donde poco sería lo que pudiese
aprender, acaso pensara, aunque era ya de cuarenta y nueve años, en
viajar según su gusto, para estudio y deleite. La circunstancia de
haberle nombrado _veedor de las obras que se hacían en la torre vieja
del Alcázar para fabricar la pieza ochavada_, de que hablan los
documentos del archivo real, debió de favorecer su propósito, y tal vez
contribuyese a determinarlo el ocurrírsele al Rey adquirir cuadros para
ornato de aquella parte de palacio que se estaba reformando. Ello es
que en sus _Discursos practicables_, hablando de Velázquez, cuenta
Jusepe Martínez lo siguiente: «Propúsole S. M. que deseaba hacer una
galería adornada de pinturas, y para esto que buscase maestros pintores
para escoger de ellos los mejores», a lo cual respondió: «Vuestra
Majestad no ha de tener cuadros que cada hombre los pueda tener.»
Replicó Su Majestad: «¿Cómo ha de ser esto?» Y respondió Velázquez: «Yo
me atrevo, señor, (si V. M. me da licencia), ir a Roma y a Venecia a
buscar y feriar los mejores cuadros que se hallen de Ticiano, Pablo
Veronés, Basan, de Rafael Urbino, del Parmesano y de otros semejantes,
que de estas tales pinturas hay muy pocos príncipes que las tengan, y en
tanta cantidad como V. M. tendrá con la diligencia que yo haré; y más
que será necesario adornar las piezas bajas con estatuas antiguas, y las
que no se pudieren haber, se vaciarán y traerán las hembras a España,
para vaciarlas después aquí con todo cumplimiento.» «Diole S. M.
licencia--acaba diciendo Martínez--para volver a Italia, con todas las
comodidades necesarias y crédito.»

A juzgar por las muchas y hermosas obras de arte que trajo para el Rey,
esta fue la causa de su segundo viaje a Italia: y no como han indicado
algunos que se decidiese por entonces fundar en Madrid la academia
proyectada en el reinado anterior. Antes de emprender la marcha,
procurando reunir recursos, pidió que se le pagasen atrasos que se le
debían de cierta consideración para quien no estaba espléndidamente
remunerado: y porque se vea hasta donde llegaba el desorden en la
administración de la casa real, he aquí la orden dictada por Felipe IV
para que cobrase:

«Diego Velázquez me ha representado, que de las pinturas que ha hecho
para mi servicio desde el año 628 hasta el de 640, y de los gajes de
pintor de los años desde 630 hasta 634 que faltó la consignación, se le
restan debiendo 34.000 reales, porque lo demás se le ha pagado en los
500 ducados que le mandé librar en los ordinarios de los de la dispensa
por meses, desde 640, suplicándome que sea servido de mandar que estos
500 ducados se le cumplan a 700 y se le paguen en la misma consignación
hasta que le haga merced de acomodarle en cosa equivalente para poderse
sustentar, con que se dará por satisfecho de esta deuda y de las demás
pinturas que ha hecho e hiciere en adelante, y porque he venido en
concederle lo que pide, el Bureo dispondrá que así se ejecute,
previniendo lo necesario para ello. Madrid a 18 de Mayo de 1648.
(Rúbrica del Rey).»

Hasta pasados cinco meses no hizo caso el Bureo: por fin, en Octubre del
mismo año cumplió el decreto.

Hallábase entonces preparada para salir de Madrid la numerosísima
embajada que presidida por el Duque de Nájera y escoltada por
veinticuatro soldados de la guardia española, había de recoger en Trento
a la Archiduquesa doña Mariana de Austria, futura esposa del Rey. Tanta
gente iba con el Duque que a más de otros señores principales, llevaba
en su compañía tapicero, repostero de camas, boticarios, ugier de vianda
y oficial de frutería[58].

Sin duda por caminar más cómoda y seguramente, se unió Velázquez a la
comitiva y esto hizo decir al bueno de Palomino que «fue enviado por Su
Majestad a Italia con embajada extraordinaria al Pontífice Inocencio X».
Lo cierto es que el Rey, por orden de 25 de Noviembre de 1648, mandó que
a «Diego Velázquez su Ayuda de Cámara que pasa con este viaje a Italia,
a cosas de su Real servicio, se le diese el carruaje que le toca por su
oficio, y una acémila más para llevar unas pinturas»: con lo cual,
acompañado de su esclavo[59] Juan de Pareja, salió de Madrid a 16 de
Noviembre y llegó a Málaga donde la flota se hizo a la vela, jueves 21
de Enero de 1649. El viaje no debió de ser enteramente feliz, pues
Mascareñas refiriéndose a una de las galeras de la flota, dice que
padeció seria tormenta en el golfo de León, siendo preciso arrojar al
agua la artillería, y que otra entró en Génova cuando todos la creían
perdida. De Génova pasó Velázquez a Milán y «aunque no se detuvo a ver
la entrada de la Reina que se prevenía con grande ostentación... no dejó
de ver la Cena de Cristo con sus apóstoles, obra de la feliz mano de
Leonardo de Vinci»: rasgo muy natural en un artista que habla de estar
harto de las ceremonias palatinas de la Corte de los Austrias. Pasó
rápidamente por Padua y se detuvo en Venecia, dónde gastó doce mil
escudos en cinco cuadros e intentó en vano que Pedro de Cortona quisiera
trasladarse a España al servicio de Felipe IV; consiguiendo, en cambio,
que algún tiempo después lo hicieran Colonna y Mitelli. En Bolonia salió
a recibirle el Conde de Sena hasta una milla de la ciudad: en Florencia,
Módena y Parma se detuvo poco y sin parar mucho en Roma, continuó hasta
Nápoles, ya porque allí hubiera mayor facilidad para cobrar fondos que
de España le mandasen, ya porque tuviese órdenes que recibir del Virrey,
Conde de Oñate, a quien Felipe IV había encargado que cuidara del
cumplimiento de cuanto se refería al propósito del viaje. Ni esta
obediencia ni el encuentro con Ribera, el _Españoleto_ que allí seguía
viviendo, le entretuvieron gran cosa y regresó a Roma donde había de
quedar su gloria consagrada con una de las obras más importantes que
salieron de su mano.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

FELIPE IV

Fotog. M. Moreno]

Ocupaba el solio pontificio Juan Bautista Panfili, que años atrás estuvo
en Madrid de nuncio apostólico y que al ser elegido Papa, tomó el nombre
de Inocencio X. No han sido con él benévolos los historiadores: pero,
sin hacer gran caso del mordaz abate Gualdi, ni de Don Juan Antonio
Llorente, se puede creer que por cruel y codicioso, antes fue digno de
vituperio que merecedor de alabanza. Acusósele de haber promovido la
insurrección de Nápoles para arrancar esta ciudad al dominio de España
buscando el aumento del territorio pontificio; y al hablar de él nadie
calla la intimidad que tuyo con su cuñada Olimpia Maldachini, la cual
oculta tras un cortinaje, asistía a embajadas y audiencias, y vendía
las dignidades y beneficios eclesiásticos. Tanto se dejó dominar por
ella, que corrieron en Roma medallas satíricas que tenían por el anverso
a Olimpia con la tiara ceñida y en las manos las llaves de San Pedro, y
por el reverso al Papa peinado femenilmente y empuñando una rueca.
Inocencio X era muy feo y se cuenta que estaba persuadido de ello, pues,
presentándole Olimpia a cierto pariente suyo de mala catadura dijo:
«Quitadmelo de delante, y que no vuelva a ponerse en mi presencia,
porque es más feo y ordinario que yo.»

Quiso, sin embargo, que le retratara Velázquez y éste por vía de estudio
pintó primero una cabeza de su esclavo Juan de Pareja, que era _de
generación mestizo y de color extraño_: hízola--dice Palomino--«tan
semejante y con tanta viveza que habiéndola enviado con el mismo Pareja
a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado y
al original con admiración y asombro, sin saber con quien habían de
hablar o quien les había de responder. Este retrato--añade--que era de
medio cuerpo del natural, contaba Andrés Esmit pintor flamenco en esta
corte, que a la sazón estaba en Roma, que siendo estilo que el día de
San Joseph, se adorne el claustro de la Rotúnda donde esta enterrado
Rafael de Urbino, con pinturas insignes antiguas y modernas, se puso
este retrato con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de
todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía
pintura, pero este solo verdad: en cuya atención fue recibido Velázquez
por Académico Romano año de 1650».

Esta Pareja en este cuadro pintado de medio cuerpo, algo cuarteada la
figura y mirando de frente: el pelo es mucho, muy negro y crespo; el
semblante, de tono cobrizo, destaca sobre fondo gris verdastro; lleva
jubón aceitunado, valona blanca festoneada, y la capa, recogida sobre el
hombro izquierdo, sujeta por la diestra que hacia la parte baja del
pecho se ve dibujada en escorzo. De que sea Juan de Pareja, no cabe
duda, porque la fisonomía del mulato es la misma que la de la figura
donde él se retrató en su cuadro la _Vocación de San Mateo_, que esta en
el Museo del Prado[60].

Después retrató al Papa, haciendo de él primero una cabeza pintada en
pocas sesiones que hoy se guarda en el Museo de San Petersburgo[61], y
luego el retrato grande de la Galería Doria, considerado desde entonces
en su género como obra, cuyo mérito nadie ha logrado igualar y mucho
menos exceder.

Esta Inocencio X sentado en un sillón, en cuyos brazos apoya las manos,
teniendo en la derecha un papel con una inscripción que dice:

    _Alla Santta di Nro Sigre_
            _Inocencio Xº_
                  _Per_
             _Diego de Silva_
           _Velázquez de la Camera_
           _de S. M. Cattca_

y bajo éstas, otras palabras borradas por el tiempo.

Los ojos que miran y parece que ven, la piel grasienta abrillantada,
humedecida en exudación adiposa, la frente grande, la nariz gorda y
subida de color, ralos la barbilla y el bigote, encendida la piel,
acusando lo recio de la complexión y lo sanguíneo del temperamento,
todas las facciones y rasgos de aquel rostro vulgar, huérfano de
majestad y de nobleza, están estudiados con tal espíritu de observación,
sorprendidos e interpretados con tal dominio de la paleta y una técnica
tan asombrosa, que la pintura parece palpitar como si el lienzo fuera
carne. El Papa, que por lo visto no pecaba de presuntuoso, quedó muy
satisfecho, lo cual mostró regalando a Velázquez una soberbia cadena de
oro, de la cual pendía una medalla con su efigie.

Con lo que en alabancia de este retrato se ha escrito, podría llenarse
un grueso tomo. Mengs dijo que parecía _pintado con la voluntad_:
Reynolds, que era «lo mejor que había visto en Italia»; Taine, al
mencionar los cuadros de la Galería Doria, escribió lo siguiente: «La
obra maestra entre todos los retratos es el de Inocencio X, por
Velázquez. Sobre un sillón rojo, bajo un ropaje rojo, con un cortinaje
rojo, bajo un solideo rojo, una figura roja; la figura de un pobre
bobalicón, de un galopo; y haced con eso un cuadro que no se puede
olvidar»; y añade que, comparadas con él hasta las mejores pinturas que
hay de su mano en Madrid, aún las más espléndidas y sinceras parecen
muertas o académicas.

Pretenden algunos críticos, entre ellos Justi, que la _cabeza_ de
Inocencio X del Museo de San Petersburgo, a que antes nos hemos
referido, es repetición hecha por Velázquez de la del retrato grande:
otros como Beruete sostienen que el artista debió de hacer, por el
contrario, primero aquélla, pues personajes de tal índole no suelen
conceder largas audiencias, y luego el retrato en que esta casi entera
la figura.

Palomino dice, que luego retrató al Cardenal Panfili, a Camilo Máximo, a
Abad Hipólito, a Micael Ángelo, a Fernando Brandano y a Jerónimo
Vibaldo, hermano el primero, servidores altos y bajos del Pontífice los
otros; y además a dos damas, la pintora Flaminia Triunfi y la famosa
doña Olimpia Maldachini, quien por cierto, no debía de ser modelo de
extraordinaria belleza, aunque hubiera sido hermosa, pues habiendo
nacido en 1594, pasaba ya de los cincuenta y cinco años.

Primero Stirling, y luego cuantos han escrito la vida del gran pintor
español, mencionan, al tratar de este período de su vida, una anécdota
que aunque no comprobada por nadie, es hasta cierto punto verosímil.

De un libro escrito en dialecto veneciano por el grabador Boschini, han
copiado unos versos, donde se refiere, que hallándose Salvator Rosa en
Roma, conversando con Velázquez, le preguntó lo que pensaba de Rafael de
Urbino, a lo cual, repuso, «que no le gustaba nada.--Pues aquí--contestó
el italiano, no pensamos así, y nosotros le otorgamos la corona». A lo
cual replicó Velázquez:--«Donde se encuentra lo bueno y lo bello es en
Venecia: yo doy el primer lugar al pincel veneciano, y quien lleva la
bandera es Tiziano[62].»

Cuesta trabajo admitir que Velázquez, después de haber en su primer
viaje estudiado y copiado a Rafael, declarase tan crudamente que no le
gustaba nada; pues según hace observar uno de los escritores que relatan
el caso, aunque no le inspirase gran entusiasmo su manera de sentir el
color, habría de admirar en él la pureza impecable del dibujo, la
maestría en componer y todas las demás excelencias porque fue en su
tiempo, y sigue siendo, considerado como uno de los artistas más grandes
del mundo. En lo que no andaba descaminado Bocherini, era en decir que
quien más agradaba a Velázquez era Tiziano, lo cual se conoce, no porque
le imitase deliberadamente, sino porque en sus obras veía que aun dando
a la poesía mayor espacio, también procuraba reflejar la vida con
poderosa intensidad.

La contemplación de las maravillosas obras antiguas y modernas reunidas
en Roma, el trato con artistas ilustres, las negociaciones y diligencias
seguidas para traer a España fresquistas y adquirir los cuadros que
Felipe IV le había encargado, eran causas sobradas, para que Velázquez
estuviese en la ciudad de los papas ocupado muy a su gusto; mas el Rey
que comenzaba a impacientarse, le mandó llamar teniendo, por las trazas,
que hacerlo repetidas veces sin que el artista se apresurase a la
obediencia. Hasta parece que, deseoso de visitar París, pidió pasaporte
para volver por Francia. No lo consintió S. M., y para evitar la
tardanza escribió la siguiente carta, en que revela muy a las claras,
conocer la calma andaluza del inmortal sevillano. Decía así Felipe IV a
su embajador en Roma el Duque del Infantado:

«He visto vuestra carta de 6 de Noviembre del año pasado, en que me dais
cuenta de lo que iba obrando Velázquez, en lo que tiene a su cuidado, y
pues conocéis su flema, es bien que procuréis no la ejecute en la
detención en esa corte, sino que adelante la conclusión de la obra y su
partencia cuanto fuere posible, y de manera que para últimos de Mayo o
principios de Junio pueda hacer su pasaje a estos reinos, como se lo
envío a mandar si estuviere con disposición dello la obra, y así os lo
encargo, y que en orden a esto le asistáis cuanto fuere posible, que
para mayor facilidad dello envío a mandar al Conde de Oñate, le asista
con el dinero que le hubiere dejado de enviar, según lo que necesitare,
porque no tenga excusa ni pretesto que pueda obligarle a diferirle, y
porque juntamente le he mandado que haga venir a esta corte a Pedro de
Cortona, pintor del fresco, y que para ajustar la forma en que esto
hubiere de ser, se valga de nuestra autoridad. Os encargo asimismo, que
sabiendo el estado en que ha asentado el que venga a servirme, pues
también envío a mandar al Conde de Oñate asista con lo que para esto
fuere menester, solicitéis el que tenga efecto, por la falta que hay
aquí de personas de su ministerio, y porque uno y otro han de hacer su
viaje por la mar, dispondréis también la forma en que hubieren de hacer
su pasaje, porque a Velázquez envío a mandar no lo haga por tierra, por
lo que en él se podría detener, y más con su natural, y así convendrá
que con este presupuesto esté entendiendo, os he encargado habéis de
disponer su partencia, y que en orden a ello han de hallar en vos la
asistencia que fuese necesaria para su cumplimiento, como me prometo de
la atención con que obráis en lo que corre por vuestro cuidado. Madrid,
Febrero de 1650.»[63].

Palomino dice que «cumpliendo con la puntualidad con que siempre
obedeció las órdenes de Su Majestad, y aunque combatido de grandes
borrascas llegó al puerto de Barcelona por el mes de Junio de 1651»; de
lo cual se desprende que aun tardó dieciséis meses en volver a España.

La impaciencia con que el Rey le esperaba se calmaría de fijo al ver las
adquisiciones que durante el viaje había hecho por su cuenta, pues
además de muchos moldes o _hembras_, como entonces se decía, para vaciar
estatuas clásicas, le trajo algunas pinturas de mérito sobresaliente: el
hermosísimo cuadro de _Venus y Adonis_[64], de Pablo Veronés, y _La
purificación de las vírgenes madianitas_[65] cuya composición y forma
oval dicen claramente ser para un techo; y el boceto del _Paraíso_[66],
ejecutado con igual objeto y destinado a la sala del Gran Consejo de
Venecia, obras ambas del Tintoretto. Sólo haber elegido estos lienzos
prueba el más acendrado gusto y al mismo tiempo predilección por los
pintores de aquella república.

Al año siguiente quedó vacante la plaza de aposentador de palacio:
solicitada por varios pretendientes favorecidos por distintos personajes
que componían el Bureo, la pidió también Velázquez expresando en su
memorial dirigido al Rey «que ha muchos años que se ocupa en el adorno y
compostura del aposento de V. M. con el cuidado y acierto que a V. M. le
consta, y suplica a V. M. le haga merced de este oficio, pues es tan
ajustado a su genio y ocupación»[67].

El elegido por el Rey fue Velázquez. La circunstancia de haberse hecho
este nombramiento después de volver el pintor de Italia ha inducido a
algunos a creer que así le recompensó espontáneamente Felipe IV por lo
bien que en aquella ocasión le había servido; pero si esto fuera cierto,
no hubiese tardado ocho meses en premiarle. Además, Velázquez solicitó
la plaza. Entre los aspirantes a ella figuraban el jefe de la cerería,
varios ayudas de la furriera y algún otro empleado de la real casa _que
no sabía contar_; de modo que el favor de que fue objeto Velázquez se
redujo a preferirle a otros que, incapacitados por su oficio de
demostrar gusto artístico, no habían de poder servir el empleo como un
pintor que a sus facultades unía lo aprendido recientemente admirando el
lujo y compostura de los palacios italianos.

[imagen: COLECCIÓN MORRITT

LA VENUS DEL ESPEJO]

Este cargo de aposentador obligó al autor de _Las Lanzas_ a ocuparse en
cosas tan importantes como dictar órdenes para la limpieza de los patios
y corredores, «suprimir un guarda negro que había cerca de la Cámara de
la Reina», dar informe sobre hasta dónde llegaban las atribuciones de
los sota-ayudas de la furriera y mozos de retrete, y preceder al Rey
cuando salía al Pardo, El Escorial y Aranjuez. Velázquez, sin embargo,
había tenido que pretender el empleo juzgándolo «ajustado a su genio y
ocupación».

Para no interrumpir luego la enumeración de los cuadros que hizo nuestro
gran pintor, desde que por segunda vez volvió de Italia hasta sus
postreros días, conviene tratar ahora una cuestión de que se han
preocupado los eruditos españoles. Me refiero a la llamada _Memoria de
Velázquez_.

Escribió Palomino que «en el año de 1656 mandó S. M. a D. Diego
Velázquez llevase a San Lorenzo el Real cuarenta y una pinturas
originales, parte de ellas de la almoneda del Rey de Inglaterra, Carlos
Estuardo, primero de este nombre; otras que trajo Velázquez y otras que
dio a S. M. D. García de Avellaneda y Haro, Conde de Castrillo, que
había sido Virrey de Nápoles, y a la sazón era presidente del Consejo de
Castilla; de las cuales hizo Velázquez una descripción y Memoria, en que
da noticia de sus calidades, historias y autores, y de los sitios donde
quedaron colocadas, para manifestarla a. S. M., con tanta elegancia y
propiedad que calificó en ella su erudición y gran conocimiento del
arte, porque son tan excelentes, que sólo en él pudieran lograr las
merecidas alabanzas».

No cabe duda, según esto, de que Velázquez, al cumplir la orden del Rey,
hizo un escrito consignando lo que pensaba de las pinturas y el sitio en
que quedaban colocadas; de modo que existió Memoria y se redactó _para
manifestarla a S. M._ Después de Palomino nadie, ni aun Cean Bermúdez,
menciona el papel, hasta que hace algunos años el erudito don Adolfo de
Castro presentó a la Academia Española un librito del cual ningún
bibliófilo había dicho palabra; impreso, al parecer, con el exclusivo
propósito de conservar a la posteridad aquel escrito del gran pintor.
Tratábase nada menos que de la _Memoria_ de Velázquez publicada por su
discípulo don Juan de Alfaro[68]. La Academia incluyó su contenido en
sus propias _Memorias_[69], y Castro escribió para esta ocasión un
prólogo en el cual daba cuenta de que el monje jerónimo fray Francisco
de los Santos, en su _Descripción breve de San Lorenzo el Real_,
publicada en 1657, había plagiado de esta Memoria, a que se refirió
Palomino, numerosos párrafos, donde aquellas pinturas se describían,
seguidos de consideraciones críticas. Como algunas de éstas exceden en
discreción y sentido artístico a las que de igual índole escribió el
fraile, y como además tomó en el mismo libro, sin confesarlo, trozos de
la _Historia de San Jerónimo_, del P. Sigüenza, túvose por cierto y
seguro que el regalo de Castro a la Academia era la perdida Memoria de
Velázquez. Sólo Cruzada Villamil lo puso en duda, pero los artistas y
escritores se entusiasmaron con la idea de saborear apreciaciones y
juicios de Velázquez en materia tan de su competencia. Hasta en el
extranjero halló eco este regocijo, y el Barón Davillier reimprimió
lujosamente el libro editado por Alfaro y lo tradujo al francés,
poniendo al frente un retrato de Velázquez grabado al agua fuerte por
Fortuny[70].

Por último, Menéndez Pelayo en su admirable _Historia de las ideas
estéticas en España_, aceptó también la autenticidad. Mas después se ha
iniciado una corriente contraria. Justi, apoyándose en un detenido
examen, niega que la Memoria pueda ser de Velázquez; alega, entre otras
razones, la singularidad de que Alfaro, en la portada de su opúsculo,
diga que Velázquez era caballero del hábito de Santiago en 1658, cuando
no lo fue hasta el año siguiente, y además, que desempeñaba en palacio
cargos, en cuyo ejercicio había cesado para ser aposentador: afirma
también que los juicios en aquel escrito contenidos, antes son propios
de persona devota que de artista. Beruete, fundándose principalmente en
esta misma consideración, sostiene que las apreciaciones allí
consignadas son indignas de un pintor de la talla de Velázquez, a quien
no supone autor ni siquiera inspirador de tales párrafos. Hasta el mismo
Menéndez Pelayo, luego de haber examinado el ejemplar regalado por
Castro a la Academia, en vista de los tipos con que esta impreso y la
falta de licencia, cosa impropia del tiempo en que se supone hecho,
sospecha que pueda ser esta una engañifa de bibliomano semejante a las
atribuidas al Conde de Saceda, que parece hizo algo por el estilo con la
_Gramática_ de Nebrija y con los _Dialogos_ de Pedro Mejía.

Como Palomino al escribir la vida de Velázquez declara que debe lo
principal de ella a Juan de Alfaro, y luego en la de éste dice que «dejó
en su espolio algunos libros y papeles muy cortesanos, y entre ellos
algunos apuntamientos de la vida de Velázquez, su maestro», y como
además, Fray Francisco de los Santos no fue un dechado de probidad
literaria, era disculpable que se creyese fácilmente en la autenticidad
del opúsculo; pero estas consideraciones pierden toda su fuerza al
pensar que para hacer entrega en el monasterio de cuadros que ya eran
conocidos, no necesitaba Velázquez componer un estudio crítico: para tal
ocasión bastaba una lista que explicase a los religiosos lo que
recibían, y por la cual supiera el Rey que habían quedado sus órdenes
cumplidas.



IX

ÚLTIMOS RETRATOS DEL REY.--DE LA REINA DOÑA MARIANA.--DE LA INFANTA DOÑA
MARGARITA.--DEL PRÍNCIPE FELIPE PRÓSPERO.--RETRATOS DE ENANOS Y BUFONES.


Cuanto pintó Velázquez, desde la vuelta del segundo viaje a Italia,
lleva ya el sello personal, inconfundible, que revela el completo
desarrollo de sus facultades nativas, y la mayor suma de experiencia,
destreza y maestría que adquirió con los años.

De este período de su vida quedan dos retratos en busto de Felipe IV:
uno en la Galería Nacional de Londres con traje negro bordado de oro, y
el de Madrid[71] donde la ropilla, también negra, esta huérfana de
adorno, sin que sobre ella resalte más nota clara que el blanco lienzo
de la valona lisa y tiesa que la separa del rostro. El Rey tiene
cincuenta años, y aún quizás pase de ellos: la faz esta marchita, la
carne fofa, los ojos han perdido viveza: la fisonomía que vimos en el
gran retrato ecuestre parece antes que avejentada, fatigada,
entristecida, como si en ella se marcara no sólo el curso del tiempo,
sino el amargo sedimento que en el alma debieron de dejarle tantas
tierras perdidas y tantas glorias eclipsadas: ya esta en la edad triste
y desengañada en que oyéndose llamar _el grande_ había de saber que era
mentira. Los ojos de un azul frío, como empañados por la melancolía
incurable de los débiles, no tienen energía para avivar el rostro
linfático y blanducho, donde la mandíbula típica de la extirpe, se nota
más pronunciada que nunca y los labios gruesos, sensuales, todavía muy
rojos, delatan cual fue el apetito dominador de su organismo. Aquel
semblante, cómicamente serio, grave sin majestad, es uno de esos trozos
en que el pintor, tanto por lo que puso al copiar la realidad, cuanto
por lo que deja lógicamente deducir a la imaginación, toca en los
límites de lo que puede conseguir el arte. No hizo Velázquez más que
reproducir lo que veía, no se le puede atribuir propósito ajeno a las
ideas de su tiempo, pero observó con tal perspicacia, su mirada
escudriñó tan hondo, que al hacer un retrato formó un proceso.

En ninguna ocasión debió de tener al Rey delante tanto tiempo, porque si
se nota que unas líneas están sorprendidas de pronto acertando a la
primera tentativa, otras parecen corregidas, halladas después de ensayos
vacilantes, pero dando por resultado un conjunto en que se confunden el
saber y la facilidad, la aptitud ingénita y el fruto de la experiencia.

No ha faltado, sin embargo, quien ponga en duda la autenticidad de este
retrato: Armstrong dice, que le parece una copia pintada, sin duda, en
el estudio del maestro; y a cualquiera se le ocurre preguntar: ¿por
quién? Ni Mazo, ni Rici, ni Carreño, eran capaces de tanta maestría.

A la Reina Doña Mariana de Austria pintó Velázquez cuatro veces.
Primero, en el lienzo que hoy figura en el Louvre,[72] después en uno
que hay en la Galería Imperial de Viena[73] y luego en los dos de
Madrid,[74] donde esta en pie con rico traje negro galoneado de plata,
descomunal peluca de tirabuzones largos, tocado de plumas blancas, el
cuerpo aprisionado brutalmente en la cotilla y en la mano izquierda un
pañuelo blanco que destaca sobre la falda voluminosa acampanada y
rígida. La cara es insignificante, flacucha, inexpresiva, enteca, sin
expresión en la mirada ni sonrisa en la boca: lo único bello son las
manos, finas, aristocráticas. No se le ven a S. M. los pies que fuera
falta de respeto. Apenas hay entre estos dos retratos más diferencia que
las distintas dimensiones de la cortina que sirve de fondo a la figura:
pero el del número 1.079, parece hecho después, como si fuese repetición
del primero y ejecutado con mayor desembarazo y presteza.

La Infanta Doña Margarita María, primer fruto del matrimonio de Felipe
IV con la tiesísima señora a quien acabamos de mencionar, esta retratada
por Velázquez en Viena a los dos o tres años, con rico traje rojo y
plata:[75] y a los seis o siete con un traje muy parecido al que tiene
en el cuadro de _Las Meninas_:[76] en el Louvre[77] de cuatro o cinco,
vestida de blanco con encajes negros, y en Francfort a los seis o siete
de gris y negro, siendo en todas estas imágenes, porque no contamos las
apócrifas, una de las figuras más simpáticas que Velázquez trazó. Su
rostro es gordinfloncillo, el pelo de un rubio amarillento, frío; el
aire bobalicón y parado: pero resulta simpática, casi bonita, porque
tiene el encanto de la inocencia y del candor; la infancia triunfa en
ella del tipo de la raza: es tan niña que todavía no ha adquirido el
empaque que afea a las damas de su prosapia. Las galas con que esta
ataviada son de forma feísima y sólo tolerable por las armonías de color
y maravillas de ejecución que derrochó Velázquez, al pintar aquellos
tisues, tules, cintas, lazos, joyas y plumas, que crujen, brillan y
ondulan como si el aire las moviera.

[imagen: MUSEO DEL LOUVRE

LA INFANTA MARGARITA

Fotog. Braun, Clement y C.ª]

Uno de los retratos más hermosos que corresponden a este período de la
vida del maestro, es el catalogado en nuestro Museo con el número 1.084:
y ofrece la particularidad de estar hecha la cabeza de modo muy inferior
al resto de la figura. Explica don Pedro de Madrazo éste doble aspecto
de la ejecución, diciendo que la retratada es doña María Teresa de
Austria hija de Felipe IV, en su primer matrimonio; que Velázquez debió
de pintar la cabeza antes de emprender el segundo viaje a Italia,
conforme a su manera de entonces, dejándolo interrumpido; y que más
adelante, ya de vuelta, lo terminaría en sus últimos años, cuando se
trató del matrimonio de la Infanta con Luis XIV de Francia. «Sólo así se
explica--dice--que un retrato ejecutado en general con tanta libertad y
sobriedad tan sabia, y perteneciente por lo mismo al último y mejor
tiempo de Velázquez, represente como una niña de solos diez años, a la
que ya tenía cerca de veinte, cuando el gran artista pintaba de
aquella admirable y singular manera». Explica Justi la mencionada
desigualdad, diciendo que la retratada no es doña María Teresa, sino su
hermanastra, la Infanta Margarita, hija del segundo matrimonio de Felipe
IV, añadiendo que como todo el cuadro es de Velázquez menos la cabeza,
ésta pudo ser repintada, es decir, sustituida por distinto artista,
muerto ya el maestro, al negociarse el matrimonio de doña Margarita,
teniendo trece años. Beruete, fundándose en razones que no carecen de
fuerza como la desproporción entre la silla y la figura que antes, dice,
debía de ser menor, y la ejecución de la cabeza, que atribuye a Mazo,
comparte la opinión de Justi.

Trabajo cuesta creer que en un lienzo de Velázquez y tan admirable como
éste, se atreviese a introducir novedades o reformas otro pintor y menos
Mazo; pero téngase en cuenta que en aquella época, los que podían mandar
eran obedecidos con más facilidad que ahora, sobre todo si era artista
el que había de obedecer. Finalmente, en el primer catalogo que se hizo
del que hoy se llama Museo del Prado, esta incluido el cuadro con el
núm. 149 y citado de este modo: _Velázquez. Retrato de la Infanta doña
Margarita María de Austria, hija de Felipe IV, cuadro pintado con pincel
franco y libre y a la primera vez_[78]. En el de 1858 figuró con el núm.
198, y como retrato de _la Infanta doña María de Austria, hija de Felipe
IV_, sin decir si era doña Margarita o doña Teresa.

Sea cual fuere, cosa que importa poco, pues no se trata de señora a
quien España ni la humanidad deban la menor gloria, el cuadro es una
maravilla de color y de ejecución. El atavío de la niña, que nada tiene
de bonita, esta compuesto de voluminoso guarda-infante, y estrecho
corpiño rosa, de lama de plata con galones de este metal colocados
diagonalmente en la mitad inferior de la falda; mangas afolladas con
vuelos de gasa y lazos rojos. Lleva el pelo, que es muy rubio, partido,
con la raya a un lado; muchas alhajas, y, según la moda del tiempo, un
grueso cordón de pasamanería de oro que arranca en el brazo derecho y
termina en el costado izquierdo. En la mano derecha tiene un enorme
lienzo de puntas y en la izquierda una rosa. El rico cortinaje carmesí
que le sirve de fondo acaba de dar al conjunto aspecto de suntuosidad
inusitada e impropia de una jovencilla. Por lo poco agraciado del
rostro, lo endeble del cuerpo que se adivina bajo la fuerte cotilla y la
extravagante forma del peinado y el traje, debiera este retrato ser
enojoso a la vista: en la mujercita así perjeñada y sobrecargada de
perifollos hay algo de fenomenal y monstruoso; pero Velázquez ha vertido
allí a manos llenas tales encantos de color, una variedad tan rica de
rojos, que comprende desde el carmín más intenso al rosa más
amortiguado, ha hecho tan vaporosos los tules y brillantes los metales,
es tan aéreo lo que puede flotar, tan sólido lo que debe pesar, que la
ridícula desproporción entre lo menudo del busto y lo abultado de la
falda, todo aquello en que la forma sale maltrecha por la imperfección
del modelo y la extravagancia de las ropas, desaparece ante la
esplendidez de matices que deleita la vista y lo primoroso, suelto y
fácil de aquella ejecución incomprensible y misteriosa que a pocos pasos
da a lo pintado la completa apariencia de lo real.

Casado Felipe IV en 1649 con doña Mariana de Austria, mucho más joven
que él y sobrina suya, nació en 1657 el _Príncipe Felipe Próspero_, a
quien, teniendo al parecer dos años, retrató Velázquez. Le colocó en
pie, con traje rojo claro adornado de plata, valona lisa, mangas de gasa
y delantal blanco, sobre el cual destacan pendientes de la cintura con
cordones una campanilla y otros dos juguetitos. Tiene la mano izquierda
naturalmente caída a lo largo del cuerpo y la diestra puesta en un
sillón de terciopelo carmesí, encima de cuyo asiento esta tumbada una
perrilla de lanas blanca y manchada que, apoyando el hocico sobre uno de
los brazos del mueble, mira con extraordinaria viveza. El pobre
Príncipe, hijo tardío de padre gastado y madre moza, muestra ya en la
escasa coloración del rostro y en lo débil del cuerpo que no había de
llegar a ceñirse corona. La cara y manos están hechas con singular
fineza, estudiadas hasta el extremo, contrastando sus tintas delicadas y
pálidas con los distintos rojos de la ropa, el sillón y los cortinajes
del fondo. Lo esencial, lo característico del individuo esta
minuciosamente concluido, y todo lo restante ejecutado con aquella
manera rápida, suelta y fácil en que la vista y la mano han sintetizado
tanto y con tal seguridad de acierto, que no parece haber allí más
trabajo que el preciso para causar la impresión de las cosas. Este
retrato, que es uno de los cuadros de Velázquez mejor conservados y en
cuyo elogio están los críticos conformes, se conserva en el Museo
Imperial de Viena[79].

De los Reyes de la Edad Media heredaron los modernos la fea costumbre de
vivir rodeados de bufones a quienes toleraban las libertades que no
consentían a políticos ilustres ni generales vencedores: sin que fuese
esta vileza propia de monarcas genuinamente españoles, sino, a lo que
parece, importada por los venidos de fuera. En torno de los Austrias
abundó la triste ralea de gibosos, enanos, patizambos, bobos y casi
locos, a quienes se llamaba vulgarmente _las sabandijas de Palacio_.
Acaso el buscar aquella ridícula compañía fuese consecuencia de la
melancolía hereditaria que hizo al hijo de doña Juana la Loca retirarse
a Yuste, encerrarse a Felipe II en una celda de El Escorial y morir
aterrado a Felipe III. La costumbre se inició en tiempo de Carlos I,
generalizándose tanto, que no sólo había bufones en las moradas reales,
sino también en las casas de los nobles. El gran Antonio Moro retrató
magistralmente a uno llamado _Perejón_, que tenían los Condes de
Benavente, y en el Museo del Prado le vemos de cuerpo entero y tamaño
natural, ataviado con lujo y unos naipes franceses en la mano[80].

Del reinado de Felipe IV se conservan papeles donde se citan muchos de
aquellos fenómenos mantenidos con holgura y regalo que ya hubieran
querido para sí hombres insignes que padecieron hambre y desprecio.

En consulta al Rey hecha en 1637 sobre los _vestidos de merced_ que se
daban a ciertos servidores de palacio, después de proponer que se fijara
el coste de los trajes del destilador, del tío que guardaba los
lebreles, de los músicos, de los barberos y ¡de Diego Velázquez! se
nombra a varios bufones u hombres de placer: allí figuran, además de un
Pablo de Valladolid a quien luego se ha llamado _Pablillos_ y que no
tiene aspecto de bufón, otros que seguramente lo eran: _Calabacillas_,
_Soplillo_, _don Juan de Austria_, _Cristóbal el ciego_, _el enano
inglés don Antonio_, a quien se pagaba un ayo, y Nicolás Panela y
Bautista el del ajedrez que debían de ser muy destrozones y perdidos,
pues al proponer que se les diera vestido se indica la conveniencia de
obligarles a que se lo pongan para que no anden _como ahora_, lo cual da
a entender que eran unos grandísimos puercos. Se comprende que
Velázquez, por broma o por estudio, retratase a un par de ellos, como
había hecho en Fraga con _el Primo_, que también figura en la citada
relación: pero cuando pintó tantos no es ningún disparate suponer que lo
haría de orden del Rey. Por lo menos a éste le gustaban mucho y los
mandaba colocar en un pasillo del salón de Reinos del palacio del
Retiro, cerca de la puerta por donde salía a tomar los coches.

No todos estos cuadros son de la misma época: _el bobo de Coria_, _el
niño de Vallecas_, _don Sebastián de Morra_ y _el Primo_ pertenecen al
segando estilo: _el enano don Antonio el inglés_ y _don Juan de Austria_
al último.

Difícilmente se hallara en la historia tan elocuente prueba de que el
arte dignifica lo que toca, y hasta con la fealdad rayana en lo
repugnante, causa impresiones gratas, como esta serie de mamarrachos
despreciables eternizados por el genio de un hombre.

_El Primo_, con su gran chambergo y su traje de rizo negro, hojeando un
infolio: _Morra_, más que sentado, caído en el suelo de golpe, mostrando
sus calzas verdes y su tabardo rojo; el _bobo de Coria_, con su severo
traje negro como persona grave; el _niño de Vallecas_, casi todo de
verde y con una media desgarrada; _don Antonio el inglés_, con coleto de
brocado y sombrero de plumas, y _don Juan de Austria_, con arreos
militares, forman una compañía abigarrada y extraña, a la cual se pasa
revista bromeando y riendo, como ellos vivían, pero que deja en el
pensamiento una impresión más honda que muchos espectáculos serios.

En las cabezas de aquellos desdichados es donde mejor se puede estudiar
hasta dónde llegó Velázquez en el estudio de la expresión: _el Primo_ es
grave y reflexivo, casi elegante; _Morra_ tiene cara de malo; el _bobo
de Coria_ es tipo de idiota triste; el _niño de Vallecas_ estúpidamente
alegre; _don Antonio el inglés_, apoyado en aquel admirable mastín más
simpático que él, parece una caricatura del orgullo; _don Juan de
Austria_, antes que de bufón palaciego, tiene traza de pícaro escapado
de los capítulos del _Guzmán de Alfarache_ o de las jácaras de Quevedo.
Y no se puede afirmar cuales están mejor pintados, porque si los del
último período son un prodigio para quien conoce la técnica, los
anteriores asombran por la vida que hay en sus cuerpos, prontos a
moverse, y en sus rostros donde tras gestos o muecas de un cómico
insuperable, parece que bulle la tristeza sin nombre que debe de dejar
en el alma el convencimiento de la propia ignominia.

Cada español aficionado a la pintura, tiene sus trozos favoritos en el
conjunto de las obras de Velázquez: yo, reconociendo la mayor
importancia de las grandes composiciones como _las Hilanderas_ y _las
Meninas_, confieso que siento particular afición a esa cuadrilla de
payasos tristes, que no me parecen retratos independientes, sino figuras
de un mismo cuadro, actores de un mismo drama que por su voluntad se han
separado para pensar a solas, pero que pueden reunirse cuando quieran.
Siempre interpretó Velázquez maravillosamente el mundo de lo real, hasta
en lo más intangible y sutil, pues que dio la ilusión del aire que
respiramos, pero donde acertó a pintar la vida con mayor potencia de
expresión, fue en las cabezas de aquel rebaño de hombres frustrados, no
hechos seguramente a semejanza de Dios, que dan ganas de llorar después
de haber hecho reír. El Rey, que alardeaba de literato, no le mandó
retratar a los poetas que dieron gloria a su reinado, ni a Montalbán, ni
a Salas Barbadillo, ni a Vélez de Guevara, ni a Rojas, ni a Moreto, ni a
Tirso, ni a Calderón, ni a Lope, sino a sus bufones: y no hace falta
fantasear para creer que los pintó con cierta dulce simpatía: eran sus
compañeros, juntos figuraban en las nóminas de Palacio.

Los antiguos inventarios del Alcázar y los biógrafos de Velázquez hablan
de otros retratos de bufones cuyo paradero se ignora: citan el de
_Calabacillas_, que acaso sea el designado hoy como el _bobo de Coria_,
pues se recordara que tiene ante sí en el suelo dos calabazas; el de
_Cárdenas, el toreador_, y el de _Velasquillo_: finalmente, Ponz, al
enumerar las pinturas que en su tiempo existían en el palacio del
Retiro, menciona «un bufón divertido con un molinillo de papel y alguno
más, que son del gusto de Velázquez»[81]. Finalmente, Stirling, dice,
que el capitán Widdrington, autor de _La España y los españoles en
1843_, asegura en esta obra haber visto el retrato de una enana desnuda
representada en forma de bacante.



X

CUADROS MITOLÓGICOS: «MERCURIO Y ARGOS». «MARTE». LA «VENUS» DE LA
COLECCIÓN MORRITT. «MENIPO». «ESOPO». «LAS HILANDERAS». «LAS MENINAS».
«LA CORONACIÓN DE LA VIRGEN». «VISITA DE SAN ANTONIO ABAD A SAN
PABLO».--VIAJE DE VELÁZQUEZ A LA FRONTERA DE FRANCIA. SU ENFERMEDAD Y
MUERTE.


Nunca debió Velázquez de tomar muy en serio la mitología: cuando
muchacho, en casa de Pacheco, donde habían de leerse y comentarse
composiciones poéticas apropiadas al gusto de la época, con amores y
aventuras de héroes y dioses, él pintó animales y pescaderías; cuando
fue a Italia y respiró aquella atmósfera, esencialmente pagana, trajo
_La fragua de Vulcano_; cuando en los últimos años de su vida le ordena
el Rey decorar una estancia de Palacio, hace cuadros en que representa a
los personajes de la fábula como simples mortales. Para el salón de los
espejos del Alcázar pintó _Venus y Adonis_, _Psiquis y Cupido_, _Apolo
desollando a un sátiro_ y _Mercurio y Argos_, de los cuales sólo el
último se salvó del incendio de 1734.

La composición de _Mercurio y Argos_[82] es originalísima, adecuada
para el sitio que había de ocupar sobre una puerta emparejado con el
_Apolo desollando a un sátiro_: el dibujo de una precisión insuperable:
en la ejecución es la muestra de todo lo que supo hacer. Las tintas, muy
diluidas, apenas manchan la superficie que cubren; las pinceladas, ya se
marcan creando al mismo tiempo forma y color, ya se desvanecen
estableciendo términos, sombras y distancias; por más que se mira aquel
lienzo, no hay manera de darse cuenta exacta de cómo esta pintado, y,
sin embargo, los ojos no pueden desear más verdad. De que Mercurio y
Argos tengan el carácter heroico y grandioso que su naturaleza
sobrehumana y poética debiera infundirles, no se ha cuidado el artista
en lo más mínimo: antes al contrario, parece que ha puesto empeño en
rebajarles, no sólo a la condición de simples mortales, sino de hombres
bajos y ordinarios; el guardián del vellocino de oro, tiene trazas y se
ha dormido en postura propia del más zafio lugareño; el mensajero de los
dioses viene a robarle sin gallardía, como un rateruelo vulgar. Es un
modo propio, personal, único, de entender e interpretar la mitología,
donde hay algo análogo al sarcasmo y la burla, que pudiera ocurrírsele a
un pintor pagano para expresar ridiculizándolo un episodio sagrado al
cristianismo.

Tanto por la disposición del asunto cuanto por su interpretación y su
técnica, es un cuadro que nunca podrá satisfacer a la mayoría del
público: el día que todo el mundo lo entienda, no habrá vulgo; en cambio
los pintores lo consideraran siempre como el resultado más completo que
se puede obtener en la practica de su arte.

No trató Velázquez con más miramiento ni respeto al furibundo
_Marte_[83], a quien representó sentado, en cueros, apoyando el codo
izquierdo sobre el muslo y la barba sobre la palma de la mano, mientras
deja el brazo contrario caer naturalmente. Son sus ropas un manto rojo
vinoso que, sin cubrirle, le sirve de fondo por la parte inferior, y un
trapo azul liado a la cintura y sujeto por entre las piernas. Lleva en
la cabeza morrión, y se ven a sus pies una rodela y una espada. Es un
soldadote de aquellos que, cuando les faltaba la paga, se hacían
capeadores en las ciudades o bandidos en el campo. El rostro es vulgar,
aviesa la mirada, la musculatura recia, pero no hay en toda su persona
rasgo ni línea que revele carácter sobrehumano, ni siquiera heroico.

Creen unos biógrafos de Velázquez, que la _Venus del espejo_, es el
mismo cuadro de _Psiquis y Cupido_, que se sabe hizo para el _Salón de
los espejos_: otros dicen que es una obra distinta. En lo que nadie
discrepa, es en lo que se refiere a la autenticidad, en la segura
convicción de que esta soberbia pintura es de mano de Velázquez. Se
ignora si estuvo en el Alcázar caso de no ser la misma _Psiquis y
Cupido_. El siglo pasado, era propiedad de la casa ducal de Alba, donde
la vio Ponz,[84] perteneció después a Godoy cuyos herederos la vendieron
y es ahora la joya mejor de la célebre Colección Morritt. Con decir que
no se conserva otro desnudo de mujer pintado por Velázquez, siendo éste
el único que se conoce esta dada idea de su importancia.
Desgraciadamente no volverá a España, pues como dice con razón un
escritor francés, «todo objeto de arte importado a aquellas islas, no
sale nunca de allí; esta condenado a reclusión perpetua; no vuelve a la
circulación y hasta se llega a ignorar que existe.» En la gran
_Exposición de tesoros artísticos del Reino Unido_ celebrada en
Manchester, los pudibundos ingleses, colocaron el cuadro a tal altura,
que casi no era posible examinarlo.

La figura es de tamaño natural. _Venus_ esta enteramente desnuda tendida
de espaldas en una cama, reclinada la cabeza sobre el brazo derecho,
cuya mano tiene oculta entre el cabello: no se le ve la cara: el cuello,
los hombros, la masa dorsal, las caderas, las rodillas y las piernas,
forman una línea ondulante de esbeltez incomparable. El bulto entero del
cuerpo, carnoso y blando, destaca por claro sobre paños grises que
establecen separación entre el lienzo blanco del lecho y la carne
pintada a toda luz. En segundo término y a la izquierda destacando sobre
un cortinaje rojo, un amorcillo sostiene un espejo con marco de ébano,
donde se refleja el semblante de la diosa. Bürger, dice, que «no tiene
la cintura deformada por ningún invento de la civilización», pero basta
ver una fotografía, para observar que el talle conserva huellas de la
presión de la durísima y emballenada cotilla que usaban las mujeres de
aquella época. La ejecución y la impresión general de color revelan que
el lienzo fue pintado hacia los mismos años que el _Marte_ y el
_Mercurio y Argos_. Aunque colocada y movida con suprema elegancia esta
_Venus_, no es una diosa, sino una bellísima mortal. Emilio Michel dice
de ella que «no tiene nada común con la divinidad clásica a que nos han
acostumbrado las obras de los maestros italianos»[85].

Quien así representaba a los dioses inmortales no había de tratar con
mayor consideración a los filósofos que dudaban de ellos.

Como si hubiera leído al autor de los _Dialogos de las cortesanas_, que
describe a _Menipo_, viejo, calvo, sucio, desarrapado y haciendo burla
de toda sabiduría, Velázquez lo pintó calado el chapeo mugriento y
envuelto en una capa raída, bajo la cual, asoman las piernas, que cubren
medias asquerosas de paño burdo y zapatos para los que fuera un insulto
la limpieza. Los libros y pergaminos que hay a sus pies, son emblema del
desprecio que le inspira el prójimo, y aún lo denota mejor la sonrisa
entre socarrona y descreída con que se le fruncen los labios[86].

_Esopo_[87] es más viejo y va no menos andrajoso: forma toda su
vestimenta, un sayo pardo raído y polvoriento: lleva una mano metida en
el pecho, y en la otra arrimada a la cadera, sostiene un voluminoso
pergamino. Lo mismo tienen estos dos de griegos y filósofos, que Marte,
Mercurio y Argos, de deidades olímpicas: es decir, nada. Pero si en el
modo de designarlos hay algo de bautizo caprichoso y arbitrario, todo lo
restante es en ellos asombrosa verdad: no pueden imaginarse tipos más
perfectos de esa suciedad y desorden con que el cuerpo y las ropas, el
continente y el semblante, acusan la perturbación del pensamiento: de
su orgullosa filosofía a la pérdida de la razón no hay más que un paso.

_Las Hilanderas_[88] es obra tan popularizada por toda clase de
reproducciones que no ha menester descripción: además, la palabra es
impotente para dar idea de sus principales encantos que son la atmósfera
y el color. Hay manera de decir dónde y cómo están colocadas las
figuras, sus tipos, posturas, ademanes y ropas: lo inexplicable es la
vida que hay en ellas, el ambiente que les rodea y las distancias que
separan los cuerpos y diferencian las cosas, creando un conjunto tan
animado y movible como la misma realidad. El lugar de la escena es un
taller de la antigua fabrica de tapices de Santa Isabel: los personajes
principales son cinco obreras entregadas a la labor. Una, ya vieja, esta
hilando en rueca de torno: con la mano izquierda da vueltas a la rueda,
cuyos radios parecen hacer vibrar el aire: en la diestra sostiene el
huso, mientras vuelve naturalmente la cabeza para hablar con una
compañera que al tiempo de alejarse sujeta un pesado cortinón. Otra, al
lado opuesto de la composición y sentada de espaldas al espectador,
desenreda con la mano izquierda la madeja enmarañada en una devanadera
sosteniendo en la derecha el ovillo, en tanto que parece oír lo que le
dice una jovencilla que se le acerca trayendo un cesto. En el centro,
medio arrodillada, esta la quinta ordenando o recogiendo paquetes de
lana desparramados por el suelo, y al fondo, en otra segunda estancia de
piso realzado, en una atmósfera más clara que la de la acción
principal, envuelta en los rayos del sol que penetran por la izquierda,
hay dos damas de gentil talante entretenidas en examinar un tapiz
colgado del muro y otra que mira de frente como atraída por la hermosura
de la trabajadora del primer término que desenreda la madeja de la
devanadera. Esta moza, que muestra desnuda la espalda, ambos pies, el
brazo y parte de la pierna izquierda, es quizás la más gallarda figura
de mujer que pintó Velázquez. En ella parecen haberse refugiado toda la
lozanía, gracia y vigor que se echa de menos en los cuerpos enclenques y
los rostros paliduchos de las infantas y las reinas. Las partes y
miembros que en ella cubren las ropas aparecen acusados por los pliegues
de los paños; bajo la camisa y el refajo se adivinan formas llenas y
gallardas, duras y redondas, creadoras de un tipo que pudiera ser modelo
de una estatua erigida a la juventud o la hermosura. No se puede
expresar por qué; pero sus proporciones, su actitud, la forma de su
cabeza, el movimiento que hace, el modo de extender el brazo, la
delicadeza con que arquea los dedos, le dan en totalidad un aspecto
clásico en el más alto sentido de la palabra: y se le ocurre a uno
pensar que si se descubrieran obras de pintores griegos se hallaría algo
parecido a esa mujer gentil y airosa, bella y fuerte, que habiendo
nacido en Lavapiés o Maravillas es digna de haber pisado las plazas de
Atenas y Corinto.

Con otra escena tan natural y sencilla como la representada en las
_Hilanderas_ creó Velázquez una maravilla mayor: _Las Meninas_[89].

El origen y momento, si así puede decirse, del cuadro es fácil de
reconstruir. Velázquez estaba retratando a los Reyes cuando entretenida
en sus juegos vino a colocarse cerca de él la Infanta Margarita con sus
meninas y enanos; el grupo que formaban seduciría a los regios padres de
la niña tanto como al artista y se acordaría que éste pusiese manos a la
obra.

A la izquierda de la composición, con paleta, tiento y pinceles, esta
Velázquez en pie ante un gran lienzo que se ve por el revés, en actitud
de mirar a los Reyes, cuyas figuras se reflejan en un espejo de marco
negro colocado en la pared del fondo. En el centro esta la Infanta
Margarita, que representa cuatro o cinco años, ricamente vestida, en
actitud de tomar un búcaro de agua que le presenta en actitud
respetuosa, viniendo de la izquierda, la graciosa doña María Agustina
Sarmiento. En la misma línea a la derecha otra menina no menos
agraciada, doña Isabel de Velasco, y la enana Maribárbola de feo
semblante y descomunal cabeza miran de frente hacia donde están los
Reyes sentados; ante esta horrenda criatura hay en el suelo echado y
dormitando un mastín que parece pronto a levantarse y huir mansamente
para que no siga hostigándole con el pie Nicolasito Pertusato, enanillo
alegre, esbelto y bien vestido como juguete vivo, cuya postura y
movimiento no hubiera sorprendido mejor una instantánea fotográfica.

[imagen: MUSEO DEL PRADO

LAS HILANDERAS

Fotog. M. Moreno]

Tras este grupo de la Velasco, los enanos y el perro están en pie
hablando entre sí dos personas de la servidumbre; un guardadamas
severamente vestido de negro y doña Marcela de Ulloa, _señora de honor_,
con tocas que parecen monjiles. Ocupan la pared de la derecha ventanas
y espacios intermedios entre ellas: en la del fondo hay en la parte
superior dos grandes cuadros; bajo ellos el espejo donde se ven
reflejados los bustos de doña Mariana y Felipe IV: y en último término
se abre una puerta de cuarterones fuertemente iluminada por la luz de
otra estancia, destacando sobre el intenso claror del hueco, la figura
del aposentador de la Reina, con la mano puesta sobre una cortina. Los
personajes principales que ocupan la primera línea de la composición,
Infanta, damitas, perro y enanos, están iluminados de frente y de alto a
bajo: Velázquez queda algo en sombra: junto al traje obscuro del
guardadamas, resaltan el busto gentil y la faz simpática de la dama de
las tocas y en el fondo contrastan y se diferencian por su distinta
intensidad la luz reflejada en la superficie del espejo y la directa e
intensa que penetra por la puerta. Sorprende a primera vista la altura
de techo de aquella estancia pero pronto explica la observación que
sirve para darnos idea exacta de las proporciones de los cuerpos, y
además para contribuir a la ilusión de las distancias, efectos
conseguidos en esta obra inmortal, mas que con líneas y colores, con la
combinación y contraste de luces que, aislando objetos y personas, les
hace parecer circundados de aire respirable.

Razonar las bellezas de _Las Meninas_, explicando en qué consisten y
porque causan impresión tan honda, equivaldría a escribir un curso de
óptica, aplicada a la pintura.

Después de describir Palomino esta obra sin igual, cuenta que: «fue de
su Magestad muy estimada, y en tanto que se hacía asistió frequentemente
a verla pintar, y asimismo la Reyna nuestra Señora Doña María-Ana de
Austria baxaba muchas veces, y las Señoras Infantas y Damas, estimándolo
por agradable deleyte y entretenimiento. Colocose en el quarto baxo de
su Magestad, en la pieza del despacho entre otras excelentes; y habiendo
venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntole el
Señor Carlos Segundo viéndole como atónito: _¿Qué os parece?_ Y dixo:
_Señor esta es la Teología de la Pintura_: queriendo dar a entender, que
así como la Teología es la superior de las Sciencias, así aquel quadro
era lo superior de la Pintura».

La frase de Lucas Jordán, es conceptuosa y rebuscada; pero, poco más o
menos, lo mismo han venido a decir luego algunos escritores modernos.
Teófilo Gautier al ver _las Meninas_, por primera vez, como si
confundiese lo real con lo pintado, preguntó: «_pero, ¿dónde esta el
cuadro?_» Pablo de Saint-Victor contó en él hasta tres atmósferas
distintas: Lefort dice: que es la última palabra de la pintura realista
y textual: Stirling afirma que allí Velázquez «parece haberse anticipado
al descubrimiento de Daguerre y tomando un grupo reunido en una cámara,
lo ha como por magia impreso para siempre en el lienzo»: Stevenson dice
que esta obra «es cosa única y absoluta en la historia del arte».

Nadie cree ya aquella tradición según la cual Felipe IV pintó en el
pecho de la figura de Velázquez la cruz de Santiago. Primero don Pedro
de Madrazo y Cruzada Villamil con documentos de Palacio, y después
Beruete de un modo definitivo con datos del archivo de las órdenes
militares, han puesto en claro cuando se concedió a Velázquez el hábito
de Santiago. Según las noticias que el último ha reunido y ordenado, la
cédula de otorgamiento esta firmada por el Rey en 12 de Junio de 1658.
En 15 de Julio presentó Velázquez de su puño y letra la propia
genealogía al Consejo de las Órdenes, que formó el expediente necesario
a las pruebas: aquel mismo día decidió el Consejo que se abriese
información en Monterrey y Tuy para lo que se refería a los ascendientes
de la línea paterna, y en Sevilla a los de la madre. Don Gaspar de
Fuensalida prestó la fianza de 300 ducados: la prueba duró algunos
meses, y en ella declararon Carreño, Zurbarán, Ángelo Nardi, el Marqués
de Malpica, el portugués Marqués de Montebello y Alonso Cano, el cual
afirma que «jamás oyó decir que Velázquez practicase el oficio de pintor
ni hubiera vendido cuadros, sino que los hacía por gusto en obediencia
del Rey para ornato de Palacio, donde desempeñaba cargos honrosos».

Esto, después de aquel famoso fallo del Real Consejo de Hacienda
eximiendo del pago de la alcabala a la pintura y reconociéndola como
arte liberal, cuando en las cuentas del Bureo continuamente se hablaba
de pagos y atrasos cobrados por Velázquez como pintor del Rey, es de lo
más tristemente cómico que puede imaginarse y de lo que mejor pinta la
necia vanidad de entonces.

Concluidas las pruebas, el Consejo de las Órdenes aprobó la edad,
limpieza de sangre y descendencia por línea recta, mas no consideró
noble a Velázquez por parte de padre ni de madre, y aunque el pintor
atestiguó que sus ascendientes no habían pagado nunca el tributo
llamado _la blanca de la carne_ de que estaban exentos los nobles, el
dictamen fue negativo, y Felipe IV, tuvo que pedir al Papa dispensa por
falta de nobleza. Llegó el breve firmado por el Pontífice en Albano a 7
de Octubre de 1659, y aún fue preciso que el Rey hiciese hidalgo al
pintor para que pudiera cruzarse: por fin en 27 de Noviembre de aquel
mismo año, se extendió la orden que le confería merced tan deseada.
Cuenta Palomino, que al día siguiente, cumpleaños del Príncipe Felipe
Próspero, se celebró la ceremonia de la toma de hábito, y al volver
Velázquez a Palacio, fue de S. M. muy bien recibido. Y en distinto lugar
de su obra refiere, que después de muerto, mandó el Rey que en su figura
del cuadro de _Las Meninas_, se le pintase sobre el pecho la cruz de
Santiago.

Esto nos da ocasión para hablar de cuantas veces se retrató Velázquez.

En los museos y colecciones particulares del extranjero, hay muchos
retratos suyos que se supone hechos por él mismo. Bürger, en el catalogo
que añadió a la obra de Stirling, cita siete: Lefort, habla de nueve: si
se hiciera caso de las listas de ventas célebres verificadas en lo que
va de siglo, sería forzoso admitir que don Diego pasó una gran parte de
su vida retratándose. En realidad, sin contar el que «para admiración de
los bien entendidos y honra del arte» se ufanaba de poseer Pacheco[90],
pintado en Italia durante el primer viaje y que se cree perdido, hay
cuatro de autenticidad indudable, ya por el estilo, ya por las
composiciones en que figuran: el de _Las lanzas_; el del Museo de
Valencia, hecho pocos años después, que según cuantos lo han estudiado y
copiado, ha padecido mucho entre injurias del tiempo y repintes o
restauraciones inhábiles; el del Museo del Vaticano,[91] notabilísimo
por su ejecución, teniendo ya cerca de cuarenta años; y finalmente el de
_Las Meninas_. En éste, a pesar de haberse modestamente colocado en el
segundo término de la composición y casi en sombra, se le percibe muy
bien. Era moreno de rostro, viva la mirada, tan abundoso el pelo, que
acaso sea peluca, de gentil talle, galán y airoso, con esa hermosura
masculina, que consiste antes en la simpática expresión de la fisonomía
y natural elegancia de la persona que en la corrección de las líneas:
tipo muy de su tierra que pudiera aceptarse como la personificación del
caballero español de su tiempo. Es de observar en este retrato, que
nacido don Diego en 1599, y pintado el cuadro en 1656, no representa los
cincuenta y siete años que tenía.

En opinión de muchos, que acaso pequen de ligeros, Velázquez _no sintió_
los asuntos religiosos. Según ellos, su tendencia a la mera imitación de
lo que podía ver y observar era opuesta a la exaltación de espíritu
necesaria, para concebir y representar personas divinas, misterios y
milagros. En mi humilde juicio se ha exagerado mucho en este sentido. No
fue ciertamente un místico: media un abismo entre la amorosa admiración
a la Naturaleza que revelan sus cuadros y el desprecio del cuerpo, _la
envoltura carnal_ el _vaso dañado_, como le llaman las obras de los
teólogos de aquel tiempo, y de cuya doctrina se hicieron intérpretes
casi todos los pintores. Velázquez experimentaba esa adoración a la
forma, por sí misma, que es el rasgo propio de los grandes artistas: tal
vez veía en la belleza la principal manifestación de la suprema bondad,
y no gustaba de mermarle sus encantos. Cuando trató fealdades, como en
los bufones, envolvió aquellas injurias a la Naturaleza en ese
resplandor moral que se desprende de lo verdadero: pero jamás para
expresar ideas determinadas privó a la forma humana de sus excelencias y
primores. No hizo, no podía hacer Cristos feos de puro demacrados,
Vírgenes sin gracia en fuerza de querer representar pureza, mártires
chorreando sangre, anacoretas cadavéricos, rostros consumidos ni
miembros donde estuviera maltratada y desconocida esa dignidad de la
forma, que es también una alabanza para el Hacedor: debía de amar antes
al Dios que crea, conserva y embellece, que al que destruye, aniquila y
afea; era creyente y no fanático.

Sus cuadros lo atestiguan. El de la _Adoración de los Reyes_ es, ni más
ni menos, lo que hacían los demás artistas de entonces; Zurbarán por
ejemplo: pero el _Cristo flagelado_, de Londres, aún después del
suplicio conserva la belleza del vigor y el _Cristo crucificado_, de
Madrid, en el momento de morir resplandece por la pureza de sus líneas:
en ambos casos dio a la figura divina la hermosura por atributo.

Veamos las otras dos composiciones que pintó de asunto cristiano, y nos
persuadiremos de que sin dejarse absorber por el ascetismo lúgubre que
dominó a sus contemporáneos, sabía expresar poética y severamente lo
religioso.

En la _Coronación de la Virgen_,[92] que hizo para el oratorio de la
segunda mujer de Felipe IV, exceptuadas las cabezas de Cristo y del
Padre Eterno, que realmente son vulgares y carecen de majestad, todo lo
demás es propio de un fervoroso creyente. Si se prescinde en el arte
español de las _Concepciones_ de Murillo, y en las escuelas flamencas de
las antiguas Vírgenes, representadas con sin igual ingenuidad y pureza,
¿qué semblante hay más noble y divinamente humano que el de la Virgen de
este lienzo? Y la gloria anegada en luz, y las cabecitas de los
serafines, envueltos en clarísimos resplandores, ¿qué tienen que
envidiar a los cielos y los ángeles del gran Murillo?

Sin embargo, quizás sea este el cuadro más discutido de Velázquez, hasta
en lo que se refiere al color: pues al paso que unos críticos y pintores
lo consideran como afeado por agrios contrastes y desentonos entre los
rojos amarantados casi vinosos, y los azules intensos, otros creen que
es la obra donde logró ser más colorista, mostrando su predilección por
los maestros venecianos y su afición a la manera del _Greco_. Esta
opinión es en mi juicio la que acierta: pues aunque las túnicas
carminosas y moradas del Padre Eterno, de Jesús y de la Virgen,
consideradas aisladamente, pudieran parecer ingratas a la vista, no lo
son merced a la habilidad y buen gusto, superiores a todo encomio, con
que están sus tonos hermanados por una serie de gradaciones intermedias
en que dominan los grises, ya pálidos, ya intensos, luminosos y
plateados, viniendo a formar una armonía encantadora, y acaso la más
brillante impresión de color que ideó Velázquez. Por último, la
tonalidad general de este cuadro, que puede causar en un museo efecto
poco favorable, estaría de fijo calculada conforme a la decoración y
ornato del oratorio donde había de figurar.

En _San Antonio Abad visitando a San Pablo, ermitaño_[93], no falta
tampoco espíritu religioso, sino, por el contrario, tiene la escena todo
el austero carácter que requiere su índole. No podía Velázquez,
adelantándose a las exigencias de fidelidad y color local que pide la
crítica moderna, dar a los personajes y al sitio el aspecto propio de
Oriente que debieran tener. San Pablo, huyendo de la persecución
organizada en tiempo de Décio, se pasó de la Thebaida inferior al
desierto, y aquellos lugares, no eran fáciles de estudiar para un
artista a mediados del siglo XVII, suponiendo que se le ocurriese; pero
él, con superior instinto, buscó un paraje solitario de imponente
grandeza, acaso de lo más abrupto del Guadarrama, y allí, entre ingentes
peñascos, a la entrada de una espelunca, colocó a los anacoretas en
graves posturas, poseídos de unción y llenos de dignidad. Hasta la bien
calculada desproporción que existe entre sus figuras y el grandor
descomunal de las rocas da al conjunto aspecto solemne por el contraste
que forma la grandiosidad de la Naturaleza con la pequeñez humana. El
cuervo viene por el aire dejándose ya caer con las alas plegadas,
trayendo el pan en el pico y destacando su negro plumaje sobre el tono
grisaseo de las rocas: San Antonio contempla admirado al ave
prodigiosa, y San Pablo, con las manos juntas y levantadas, mira al
cielo en acción de gracias. Un árbol de pobre ramaje hace más triste
aquel apartado rincón del mundo, y a lo lejos un río tranquilo se
desliza por la llanura del valle, donde, al modo de las antiguas tablas
de devoción, se representan en pequeñas composiciones aisladas episodios
de la vida del primer ermitaño; el demonio, que viene a tentarle, su
muerte, y los leones que mansamente le cavan la fosa con sus garras. La
luz es intensa, el ambiente puro: si la tierra parece triste, el cielo
es alegre y luminoso como la gloria prometida a la virtud de aquellos
santos.

Hizo Velázquez este cuadro para la ermita de San Antonio, en el Retiro,
y fue su última obra. En ella, cual si lo presintiera, dio la medida de
su saber: si a primera vista no seduce, examinada despacio causa
impresión muy honda: esta ejecutada con voluntaria desigualdad que
acrecienta el efecto que causa: el campo, tierra, peñascos, cielo y
fondo hechos con rápida maestría; las figuras, y en particular las
cabezas, minuciosamente construidas, sin que su pequeñez perjudique ni
mengüe la impresión que producen, porque a poco que se miren, como si
crecieran, parecen de tamaño natural.

Si en arte son sinónimos, idealismo y poesía, nadie ante este lienzo
pondrá en duda que Velázquez, el enamorado de lo real, el que nunca
debió de pintar lo que no vio, era uno de esos genios que en el amor a
la Naturaleza confunden y con él aureolan toda la belleza que conciben.

Año de 1659, se ajustó la llamada _Paz de los Pirineos_, entre Francia y
España, renunciando ésta definitivamente a su soberanía en el Rosellón,
la Cerdaña y el Artois. Fue garantía del tratado el matrimonio de la
hija de Felipe IV, doña María Teresa, con su primo Luis XIV de Francia,
y habiéndose concertado que se verificase la entrega de la Infanta en la
isla de los Faisanes allá fue Velázquez precediendo a los Reyes para
preparar su alojamiento y alhajar la casa que se llamó de la
Conferencia.

Por libros y relaciones de la época[94] se sabe que en aquella
entrevista la Corte de España desplegó pompa y aparato impropios de
ocasión tan desastrosa; pero si este error fue hijo de la vanidad real o
la adulación cortesana, Velázquez cumplió su obligación adornando las
estancias con magníficos tapices de palacio, algunos de los cuales se
conservan y prueban el gusto con que nuestro gran pintor los escogió.

Cuantos historiadores han descrito el acto de la entrega de la Infanta
hacen mención del contraste que ambas Cortes formaron: las damas
francesas se presentaron ataviadas con exquisita elegancia; las nuestras
afeadas por sus ridículos guardainfantes y tontillos; en cambio los
caballeros de Luis XIV iban sobrecargados de lazos, cintas y moños
mientras los españoles vestían el airoso traje de seda y terciopelo
negros, esmaltado el pecho por alguna venera verde o roja de las Órdenes
Militares.

«No fue don Diego Velázquez--dice Palomino--el que en este día mostró
menos su afecto en el adorno, bizarría y gala de su persona; pues
acompañada su gentileza y arte, que eran cortesanas, sin poner cuidado
en el natural garbo, y compostura, le ilustraron muchos diamantes, y
piedras preciosas; en el color de la tela no es de admirar se aventajara
a muchos, pues era superior en el conocimiento de ellas, en que siempre
mostró muy gran gusto; todo el vestido estaba guarnecido con ricas
puntas de plata de Milán, según el estilo de aquel tiempo, que era de
golilla, aunque de color, hasta en las jornadas, en la capa la roxa
insignia, un espadin hermosísimo, con la guarnición y contera de plata,
con exquisitas labores de relieve, labrado en Italia; una gruesa cadena
de oro al cuello, pendiente la venera guarnecida de muchos diamantes en
que estaba esmaltado el hábito de Santiago, siendo los demás cabos
correspondientes a tan precioso aliño».

Las fatigas de aquel empleo de aposentador que _había menester un hombre
entero_, acrecentadas con el viaje a los Pirineos, minaron la salud de
Velázquez. Todos sus biógrafos han tomado de Palomino lo que se refiere
a su muerte extractándolo más o menos; aquí se copia íntegro, porque
cuanto más cercana es la pluma del suceso que narra más color de
realidad le presta:

«Cuando entró Velázquez en su casa, fue recibido de su familia, y de sus
amigos con más asombro que alegría, por haberse divulgado en la Corte
su muerte, que casi no daban crédito a la vista; parece fue presagio de
lo poco que vivió después.

»Sábado día de San Ignacio de Loyola, y último del mes de Julio,
habiendo estado Velázquez toda la mañana asistiendo a su Magestad, se
sintió fatigado con algún ardor, de suerte que le obligó a irse por el
pasadizo a su casa. Comenzó a sentir grandes angustias y fatigas en el
estómago y en el corazón; visitole el Doctor Vicencio Moles, Médico de
la Familia, y su Magestad cuidadoso de su salud, mandó al Doctor Miguel
de Alva, y al Doctor Pedro de Chavarri, Médicos de Cámara de su
Magestad, que le viesen, y conociendo el peligro dixeron era principio
de terciana sincopal minuta sutil, afecto peligrosísimo por la gran
resolución de espíritus, y la sed que continuamente tenía, indicio
grande del manifiesto peligro de esta enfermedad mortal. Visitole por
orden de su Magestad don Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, Arzobispo de
Tiro, Patriarca de las Indias; hízole una larga platica para su consuelo
espiritual; y el Viernes 6 de Agosto, año del Nacimiento del Salvador
1660 día de la Transfiguración del Señor, habiendo recibido los Santos
Sacramentos, y otorgado poder para testar a su íntimo amigo Don Gaspar
de Fuensalida, Grefier de su Magestad, a las dos de la tarde, y a los
sesenta y seis años de su edad dio su alma a quien para tanta admiración
del mundo le había criado, dexando singular sentimiento a todos, y no
menos a su Magestad, que en los extremos de su enfermedad había dado a
entender lo mucho que le quería y estimaba.

»Pusieron al cuerpo el interior humilde atavío de difunto, y después le
vistieron como si estuviera vivo, como se acostumbra a hacer con los
Caballeros de Órdenes Militares: puesto el manto capitular con la roxa
insignia en el pecho, el sombrero, espada, botas y espuelas; y de esta
forma estuvo aquella noche puesto encima de su misma cama en una sala
enlutada; y a los lados algunos blandones con hachas, y otras luces en
el altar donde estaba un Santo Cristo, hasta el sabado, que mudaron el
cuerpo a un ataúd, aforrado en terciopelo liso negro, tachonado y
guarnecido con pasamanos de oro, y encima una Cruz de la misma
guarnición, la clavazon, y cantoneras doradas y con dos llaves: hasta
que llegando la noche, y dando a todos luto sus tinieblas, le conduxeron
a su último descanso, en la Parroquia de San Juan Bautista, donde le
recibieron los Caballeros Ayudas de Cámara de su Magestad, y le llevaron
hasta el túmulo que estaba prevenido en medio de la capilla mayor;
encima de la tumba fue colocado el cuerpo: a los dos lados había doce
blandones de plata con hachas, y mucho número de luces. Hízose todo el
oficio de su entierro con gran solemnidad, con excelente música de la
Capilla Real, con la dulzura, y compás, y el número de instrumentos y
voces que en tales actos, y de tanta gravedad se acostumbra. Asistieron
muchos Títulos, y Caballeros de la Cámara, y criados de su Magestad:
luego baxaron la caxa y la entregaron a don Joseph de Salinas, de la
Orden de Calatrava, y Ayuda de Cámara de su Magestad, y otros Caballeros
de la Cámara que allí se hallaron, y en hombros le llevaron hasta la
bóveda, y entierro de don Gaspar de Fuensalida, que en muestra de su
amor le concedió este lugar para su depósito».

En torno del lecho de muerte se reunirían su mujer doña Juana Pacheco,
su hija Ignacia, su yerno y mejor discípulo Juan Bautista del Mazo, don
Gaspar de Fuensalida, Juan de Alfaro, que le compuso en latín un largo
epitafio, y de seguro su fiel Juan de Pareja.

Acaso consista en que cuando se admira a un grande hombre de éstos, cuya
gloria no ha costado una gota de sangre, experimenta el alma deseo de
poder también estimarle; pero es lo cierto, que hay en la vida de
Velázquez indicios por los cuales se colige que era bueno. Uno de sus
biógrafos dice que «supo ser amigo de Rubens, el más generoso de los
artistas, y de Ribera, el más celoso de todos». Observemos además, que
si derrota a Ángelo Nardi cuando el certamen de _La Expulsión de los
Moriscos_, conserva amistad con él y su antiguo rival le favorece
declarando en las informaciones del hábito de Santiago: hace que sean
llamados a Madrid sus condiscípulos Alonso Cano y Zurbarán; va a
Zaragoza con la Corte, y por su mediación es nombrado Jusepe Martínez,
pintor de Cámara. Juan de Pareja esclavo, como se ha dicho, de
Velázquez, tuvo desde mozo afición a la pintura y la trabajó en secreto.
Un día, sabiendo que el Rey había de ir al estudio de su amo, colocó
vuelto contra la pared un cuadro que a escondidas había pintado,
esperanzado con que el monarca sentiría curiosidad de examinarlo.
Sucedieron las cosas como pensaba. Llegó Felipe IV, descubrió el cuadro
y al preguntar cuyo era. Pareja se arrojó a sus pies: entonces el
monarca dijo a Velázquez. «Advertid que quien tiene esta habilidad no
puede ser esclavo». Su dueño le hizo libre en el acto: mas Pareja toda
la vida continuó sirviéndole, y muerto él a su hija y su yerno. En
verdad que dice mucho en favor del amo esta segunda y voluntaria
sujeción del siervo. El Conde-Duque protege a Velázquez desde 1623 y al
cabo de veinte años de perder la privanza el pintor es de los pocos que
le permanecen fieles. ¿Dónde mayores pruebas de bondad que favorecer a
los compañeros, conquistar la voluntaria sumisión del que fue esclavo y
persistir por gratitud en la peligrosa amistad del caído?

El servilismo cortesano y el estilo pomposo propios de los tiempos en
que escribían, hicieron a Pacheco y Palomino referir los favores
concedidos por Felipe IV a Velázquez con tales colores que sus relatos
sirvieron de base a una tradición, según la cual, el monarca aparecía
como verdadero y entusiasta protector del artista. En nuestros días, los
documentos descubiertos por diligentes investigadores en los archivos de
Palacio y de Simancas, han demostrado con el seco lenguaje de los
papeles oficinescos que los que otorgaron al Rey el papel de mecenas,
incurrieron en gran exageración. Felipe IV gustaba de ver pintar a
Velázquez, tenía llave para entrar cuando quería en su estudio, hasta se
cuenta que permaneció en cierta ocasión sentado tres horas para que le
retratase: pero en su carrera de criado de palacio le dejó ascender paso
a paso, toleró que se le pagara casi siempre con retrasos, resolvió en
contra suya cuando tuvo desavenencias con algún alto dignatario de la
servidumbre, como en 1645 con el Marqués de Malpica[95], y sobre todo le
mantuvo en empleos que, obligándole a servir en bajos menesteres,
hurtaban tiempo a su arte que fue como mermar su gloria. En fin, toleró
que a los cuatro días de muerto el nuevo aposentador, nombrado
inmediatamente para sucederle, se incautase de cuanto había en las
habitaciones de Velázquez so pretexto de que las cuentas de la
aposentaduría arrojaban en su contra un alcance de varios miles de
maravedises. Hasta después de muerto Felipe IV no se puso en claro que
la administración de Palacio debía 74.769 reales, y Velázquez a ella
19.945, quedando según probó Cruzada Villamil publicando la
documentación, plenamente demostrados el desorden de las oficinas reales
y la honradez del artista. No protector suyo sino amparado por él ante
la posteridad juzga a Felipe IV un escritor tan apegado a lo tradicional
y monárquico como el docto don Pedro de Madrazo. Y tiene razón, pues si
no fuera por los retratos donde le inmortalizó ¿qué interés inspiraría
hoy la figura de aquel Rey?

[imagen: MUSEO DEL PRADO

LAS MENINAS

_Fotog. M. Moreno_]



XI

EL ESTILO DE VELÁZQUEZ.--INFLUENCIA EJERCIDA EN ÉL POR LAS OBRAS DE «EL
GRECO».--LO QUE VELÁZQUEZ REPRESENTA EN LA HISTORIA GENERAL DEL ARTE Y
EN LA PINTURA NACIONAL.


Para apreciar debidamente la importancia y significación de Velázquez en
la historia de la pintura española basta fijarse en lo que ésta era
antes de que él produjese sus maravillosas obras. Nuestros pintores del
último tercio del siglo XVI, emancipados en gran parte de las enseñanzas
extranjeras en que se formaron, empiezan a adquirir carácter nacional;
pero la influencia italiana, así en lo especulativo como en lo practico,
es todavía grandísima. De Italia vienen a establecerse en nuestra
Península muchos maestros, y allí van a perfeccionarse los aquí nacidos.
Unos y otros, amoldándose al medio social, cuando trabajan en España,
donde las costumbres eran menos suntuosas y el espíritu religioso más
austero, comienzan a imprimir al arte patrio sello propio: el
Renacimiento pierde en sus manos toda profanidad, se despoja de
sensualismo pagano, de sentido literario, y gana en severidad y vigor lo
que pierde en gracia, poesía y elegancia: nuestro arte, como nuestra
vida, adquiere un tinte de grandiosa tristeza: sobre ambos impera la
melancolía que destilan los libros místicos. En Italia la pintura
despliega esplendidez extraordinaria, aun en los templos es alegre y
eminentemente decorativa, y además de verse empleada y protegida por la
Iglesia lo es tanto o más por las familias ilustres, los grandes señores
y los Gobiernos de las pequeñas Repúblicas. En España, por el contrario,
acaba de crecer y desarrollarse fomentada sólo por la devoción de los
prelados, cabildos, comunidades y parroquias: hasta lo que manda pintar
la piedad individual esta dedicado al claustro y la capilla. La
manifestación religiosa del espíritu nacional queda admirablemente
interpretada y servida. En cambio carecemos por completo de pintura
histórica, familiar y de costumbres. En lo que se refiere a lo externo
del arte, medios de expresión, procedimiento, condiciones personales,
nuestros tratadistas y pintores siguen influidos por el saber de los
extranjeros: unos, como Luis de Vargas, imitan a Rafael; otros, como
Pantoja, siguen a Antonio Moro: el _Greco_, aunque permaneció aquí
tantos años, no renegó de su culto a Venecia.

Velázquez, por impulso de sus facultades ingénitas y por las condiciones
en que se desarrolló su vida, es una personalidad independiente aislada
en el arte nacional. Mas influencia ejerce en la pintura de nuestros
días que tuvo en la de su tiempo. ¿Puede llamársele iniciador o
revolucionario? Si no lo fue en la intención, llegó a serlo de hecho; no
porque le siguieran muchos, sino porque, apartándose de lo pasado,
señaló el camino para lo porvenir. Su estética, puramente instintiva,
consistió en no enmendar la plana a la Naturaleza con pretexto de buscar
dignidad, corrección o gracia. Le bastó la verdad claramente expresada:
si la pintura es tanto más excelente cuanto parece más real, es el
primer pintor del mundo.

Componen la obra pictórica elementos diversos; dibujo, composición,
color, ejecución, tan ligados entre sí, que no hay medio de
considerarlos aisladamente, pero que es preciso diferenciar para
entenderse. Pues bien; esta, a modo de separación, es dificilísima de
establecer tratándose de Velázquez, porque en su trabajo, como en la
realidad, se funden y compenetran. Dibuja con sencillez asombrosa, crea
la forma, da vida al tipo, le imprime carácter; pero busca la mirada los
trazos engendradores de cada cosa, y no los halla, porque su dibujo no
esta hecho sólo con líneas, sino también con el color, con la distancia,
con el aire. No alcanza por completo este resultado en sus comienzos,
mas la pureza de su dibujo es tal que precisamente es lo que más ayuda
para distinguir sus originales de las copias o imitaciones que se le
atribuyen.

Con frecuencia se ha dicho que era un colorista excepcional, pero
conviene explicar en qué sentido es esto cierto.

De dos maneras cautiva el color a la vista: ya porque con su aspecto
seduce, ya porque con su verdad persuade: lo primero fácilmente se logra
con un trozo o parte de la composición a expensas de lo restante: lo
segundo no se consigue sino entonando, armonizando el conjunto de modo
que cada cosa tenga no sólo el color que le es propio sino este mismo
según el lugar que ocupa y modificado por lo que le rodea. De suerte
que lo esencial es la relación de valores que crea la totalidad:
descuidándola, se ostentan cualidades parciales: así Rubens desplegó en
el color más pompa, Ticiano más riqueza, el Veronés más variedad: en la
verosimilitud de la impresión total, ninguno igualó a Velázquez.

Los críticos y biógrafos dividen lo que produjo durante su vida en tres
épocas, queriendo ver en cada una un estilo o manera diferente.

El primero comprende lo que hizo antes de su venida a Madrid y en los
comienzos de su estancia en la corte: entonces es seco y duro por buscar
con tenaz empeño el modelado: su preocupación es conseguir la
corporeidad: la _Adoración de los Reyes_ y algunos retratos, como el de
personaje desconocido número 1.103 del Museo del Prado, representan esta
fase del desarrollo de sus facultades.

En el segundo, más suelto, más fácil, comienza a dar al claro-obscuro
una importancia excepcional: el cuadro de _Los borrachos_ representa una
observación de la totalidad sin precedentes, pero aún no ha perdido en
él aquella primitiva dureza. Las obras que dan más completa idea de este
período, son las que pintó en su primer viaje a Italia, _La fragua de
Vulcano_ y _La túnica de José_.

En el tercero, que abarca desde que vuelve del segundo viaje hasta que
muere, llegan sus facultades y su saber combinados, al límite de lo que
puede realizar el arte: lo que pinta se confunde con la realidad.

Pero en rigor esta división es convencional: sólo sirve para clasificar
sus obras con relación al tiempo en que las hizo. Su criterio en la
interpretación de la Naturaleza, es uno solo, constante, que va pasando
por diversos grados. Sus aptitudes se perfeccionan por el tiempo y el
estudio sin sufrir alteración en lo fundamental.

El que se ha llamado su primer estilo es ya el propio de un maestro en
vía de formación que indaga y analiza hasta la quinta-esencia de lo que
mira, apurando, concluyendo mucho en la ejecución aun a riesgo de
parecer duro: ya tiene conciencia de lo que hace, pero esta todavía en
lucha con la influencia de lo que le rodea y los modos de expresión que
en torno suyo se emplean: ni la edad, ni la disciplina de discípulo, ni
la falta de experiencia, le permiten romper con lo que en su escuela se
considera más acertado: entonces su pintura se asemeja a la de Zurbarán
y otros que tuvo por compañeros.

Pronto, según acabamos de indicar, empieza a conseguir ciertas síntesis
puramente técnicas con que antes nadie soñó: en el mismo cuadro de _Los
borrachos_, donde aún no ha perdido toda su pasada dureza y sequedad,
inicia la separación entre el contorno de las figuras y el fondo; su
paleta se simplifica y se ve ya el fruto maduro, a cuya creación han
contribuido sus facultades nativas, los medios de estudio y el caudal de
observación que pudieron facilitarle las obras de algunos maestros
reunidas en Madrid y en El Escorial.

En Italia da la más vigorosa muestra de independencia que la confianza
en sí mismo puede sugerir a un artista. Otro menos seguro de su propia
fuerza se hubiese prendado del modo de ver o la manera de ejecutar de
alguno de aquellos pintores que llenaban con su gloria Venecia,
Florencia y Roma: él se modifica progresando sin imitar a nadie, sin
perder uno solo de los caracteres que desde un principio forman su
personalidad. _La fragua de Vulcano_ esta pintada sin dejarse dominar
por el prestigio de lo mismo que admira; pero así como antes fue su
preocupación la intensidad del claro-obscuro, entonces puso empeño en
conseguir el bulto sin sombras, modelando en claro.

En cuanto a la manera de componer, disposición y gusto para agrupar
figuras, puede decirse que la pintura italiana debió de parecerle
concebida para seducción y deleite de la vista, mientras lo que él se
proponía era persuadir, llegando al límite de lo posible en la imitación
de lo real.

Cuando a la distancia conveniente para examinar un cuadro, abarcamos con
la vista en una habitación o al aire libre una reunión de personas o una
sola figura, no distinguimos más que su aspecto total; para que la
mirada aprecie pequeñeces y minucias, es necesario que las busque y se
fije en ellas particularmente. Esta sencillísima observación es la base
del último estilo de Velázquez, que consiste en ver lo natural
ajustándose a tono y conjunto, prescindiendo de pormenores y detalles;
síntesis, a la cual llegó no sólo por virtud de sus facultades que eran
poderosísimas, sino ayudado de un trabajo constante. En su tiempo se
usaban los espejos negros, los de reducción, la cámara obscura, el
_triguardo_ y otros aparatos de óptica aplicada que debió de manejar
mucho, acostumbrándose a ver en globo, en conjunto, como esta vista la
escena de _Las Meninas_, donde dio la medida de lo que debe ser la
pintura: la imagen de lo real que nos da el espejo, y esto es en verdad
_Las Meninas_, un cuadro copiado de lo que los Reyes veían cuando
Velázquez les estaba retratando. Así aportó al arte de la pintura un
elemento nuevo o del cual se había hecho poco caso; el aire interpuesto
no sólo entre cada miembro del cuadro, sino entre éste y quien lo
observa. De esta condición nace su indiscutible superioridad sobre todos
los pintores. No se sabe cómo limita los planos, cómo espacia las
distancias, cómo calcula la gradación y desvanecimiento de sombras, en
una palabra, de qué modo consigue rodear a personas y cosas del ambiente
que les circunda. Cerca del lienzo nada parece que esta hecho; desde el
conveniente punto de vista, la ilusión es completa.

Mucho se ha escrito, en particular por extranjeros, respecto de la
influencia que sobre Velázquez ejercieron, primero sus maestros y luego
otros pintores. Desde luego hay que descontar a Herrera _el Viejo_, con
quien estuvo, siendo niño, muy poco tiempo y de cuya rudeza nada se le
pegó. En casa de Pacheco, tanto por disciplina cuanto por propio
impulso, debió de dibujar muchísimo, pero dando ya en la elección de
modelos humildes, frutas animales y utensilios vulgares, la primer
muestra de independencia: en lo demás ya nos dice Palomino que el mismo
Pacheco _conoció desde el principio, no convenirle modo de pintar tan
tibio aunque lleno de erudición_: y en verdad que aquí no se sabe qué
admirar más, si la discreta osadía con que el discípulo se apartaba de
lo que a sus contemporáneos y superiores merecía tanto respeto, o la
perspicacia conque el maestro adivinó y la tolerancia conque permitió
explayarse aquellas facultades, opuestas a las suyas. Raro ejemplo y
clara demostración de que para la enseñanza no suele ser más útil quien
mejor ejecuta sino quien sabe colocar al aprendiz en condiciones
propicias al desenvolvimiento de sus recursos propios.

Si de mozo no sedujo a Velázquez el clasicismo sabio, pero frío de
Pacheco, tampoco se dejó deslumbrar por la magnificencia de Rubens, a
quien seguramente vio, en su visita a Madrid, pintar originales y
copias: ni su entusiasmo por Tiziano y Tintoretto, le hizo vacilar en
aquel amor que mostró dentro de lo verdadero a lo más sencillo.
Fortalecido en sus creencias se despidió de la Italia clásica y pagana,
haciendo el retrato de Inocencio X.

Quien seguramente ejerció en él cierta influencia, fue el _Greco_. No
pudo conocerle, pues murió en 1614 y Velázquez no salió de Sevilla hasta
1623: ni es de creer que el _Greco_, fuese a Andalucía o que allí viera
Velázquez trabajos suyos, porque la impresión que éstos le causan no se
refleja en las obras del maestro hasta mucho tiempo después: llega, sin
embargo, un período en que es de todo punto indudable. Mas este influjo
no degenera en imitación. Las composiciones y figuras del _Greco_ son
tan verdaderas, sobre todo en la expresión de las cabezas, que causan
impresión profunda, pero revelan un espiritualismo exaltado de que no
llegó a participar Velázquez: lo que en aquel pintor extraordinario y
poco estudiado le sedujo, fue el color. El _Greco_, era un colorista
extraordinario, se complacía en contrastes tan enérgicos que parecen
llegar hasta la disonancia; encontraba armonías tan delicadas que hacen
posibles los efectos más opuestos; hay en él, tintas agrias atenuadas
con pasmoso gusto y se distingue principalmente por un particular empleo
del blanco ya puro y violento, ya amortiguado en matices grises que lo
enlazan, funden y dulcifican todo. Estos grises aparecen luego en las
obras sucesivas de Velázquez, empleados con tal discreción y tan
exquisito arte que sólo los pintores y los aficionados capaces de atenta
observación, pueden distinguirlos. El retrato del _Conde de Benavente_,
cuya armadura, banda y rostro recuerdan _El entierro del Conde Orgaz_,
obra principal del _Greco_, es el cuadro donde esta influencia se ve más
clara; pero en lo sucesivo esos grises persisten en los lienzos de
Velázquez como un elemento nuevo ya para dar energía y realce a los
negros, ya para quitarles dureza y pesadez, y siempre para imprimir a la
tonalidad general un sello de placidez y elegancia incomparable. Puede
afirmarse que exceptuado el _Greco_, ningún otro artista contribuyó a
enriquecer la paleta de Velázquez.

Con verdadero asombro se observa que hombre dotado de tan
extraordinarias facultades y cuyas obras están llenas de clara
enseñanza, no dejase discípulos dignos de su maestría: porque su yerno
Juan Bautista del Mazo, que fue diestro en copiarle e imitarle, no pasó
de esta habilidad sin llegar a conquistar mayores méritos: su esclavo
Juan de Pareja, se aficionó al exclusivo remedo de los venecianos, como
atestigua el lienzo de la _Conversión de San Mateo_;[96] y a Carreño de
Miranda que hizo excelentes retratos, le faltaron el dibujo, el aire y
el buen gusto de su maestro: y aún quedan por bajo de los citados, Juan
de Alfaro, Nicolás de Villacis, Tomás de Aguiar, Juan de la Corte y
Burgos Mantilla; nuestra pintura no vuelve a tener un genio por
intérprete hasta que nace Goya.

Por grandes que sean las condiciones intelectuales o la habilidad
técnica de un hombre, ninguno puede erigirse conscientemente en
reformador, porque no es dado a un individuo sobreponerse a lo presente,
mucho menos en manifestaciones tan personales y libres como las
artísticas; y en este sentido no fue revolucionario: pero la posteridad
adjudica a cada uno el lugar que le corresponde en vista del alcance de
sus obras: y como en las de Velázquez están contenidas y realizadas gran
parte de las aspiraciones de la pintura de nuestros días, de aquí que se
le considere como precursor de este _modernismo_, en el más alto sentido
de la palabra, que a vueltas de errores y exageraciones busca con ansia
la verdad. Aquello mismo que distingue y caracteriza a Velázquez, es lo
que ahora se ansía con mayor empeño: la sinceridad en la expresión del
sentimiento, la sencillez en la ejecución, la exactitud en la relación
de valores por el estudio de la luz y el aire; precisamente todas las
cualidades que nos suspenden y entusiasman ante _Las Hilanderas_ y _Las
Meninas_. Por eso vemos venir a Madrid para estudiarle tantos artistas
extranjeros, y al viajar hallamos por doquiera el reflejo de su
maestría.

En la historia general del arte es uno de los genios que apartándose de
lo convencional muestran el camino de la verdad, fuente de toda belleza.

En el arte patrio es la personificación del instinto naturalista de la
raza que hizo prevalecer el espíritu nacional, sobre las tendencias del
Renacimiento en lo que le eran ajenas o contrarias. Y aún tiene en
nuestra Patria otra significación altísima, porque al reflejar lo real,
lo hizo tan intensa y fielmente, que ciertos cuadros suyos son páginas
de historia. No intervino en ello el propósito del hombre: lo dio de sí
la naturaleza del arte. Sus bufones que eran pueblo envilecido; sus
reyes que no merecían serlo; la placida estupidez del bobo de Coria y la
mandíbula prominente de los Austrias: ¿qué historiador ni qué crítico
han dejado tales documentos y razones para el proceso de nuestra
decadencia?

Como Cervantes pintó con la pluma, Velázquez escribió con el pincel. Las
aventuras de un pobre loco, unos cuantos cuadros, rescataron para la
Patria la gloria perdida por los más altos poderes del Estado.



APÉNDICES



_Fe de bautismo de Velázquez._


El Domingo, seis días del mes de Junio de mil y quinientos y noventa y
nueve años, baptizé yo el Licenciado Gregorio de Salazar, cura de la
Iglesia de S. Pedro de la ciudad de Sevilla, a Diego, hijo de Juan
Rodríguez de Silva, y de Doña Gerónima Velázquez su mujer. Fue su
padrino Pablo de Ojeda, vecino de la collación de la Magdalena,
advirtiósele la cognación espiritual, feh ut supra.--El Licdo., Gregorio
de Salazar.



_Entra Velázquez al servicio del Rey._


A 6 de Octubre 1623.

Su Magestad.

Recibe en su ser.º a Diego Velázquez, pintor, para que se ocupe en lo
que se le ordene con v.te d.s al mes en el P.or de las obras
deste Alcázar.

A Diego Velázquez, pintor, he mandado reçiuir en mi seruiçio para que se
ocupe en lo que se le ordenare de su profesión; y le he señalado veynte
ducados de salario al mes, librados en el Pagador de las obras destos
Alcaçares, Casa del Campo y del Pardo. Vos le haréis el despacho
nesçesario para esto en la forma que le hubiese dado a qualquiera otro
de su profesión.

Esta rubricado de la Real Mano.

En M.d a 6 de Octue 1623.--A P.º de Hoff Huerta.

(Arch. de Palacio. Felipe IV. Casa. Leg. 139).

[imagen: MUSEO DEL PRADO

LA INFANTA MARÍA TERESA (?)

_Fotog. M. Moreno_]



_Orden aclaratoria de otra anterior,[97] mandando dar ración a
Velázquez._


Orden de Su Mg.ª En declaración de otra de 18 de S.bre de 1628. Sobre
la ración y emolum.tos de Barbero de Cámara q. ha de gozar Di.º
Velaz., Pintor.

Por orden de diez y ocho de Septiembre del año pasado de mill y
seisçientos y veinte y ocho, hize mrd. a Diego Velázquez, mi pintor de
Cam.ra, de que se le diese por la despensa de mi casa vna raçión cada
día en espeçie como la que tienen los Barberos de mi Cam.ra, en
consideración de q.e se auia dado por satisfecho de todo lo que se le
deuia hasta aquel día de las obras de su ofiçio q.e auia hecho para
mi seruiçio, y de todas las q.e adelante hiçiese; y las q.e
adelante hiçiere declaro aora en esta orden q. an de ser los retratos
originales q. yo le mandare hacer. Y asimismo se le a de acudir con los
demás emolumentos que tienen los dhos Barberos de mi Cámara.

Esta rubricado por el Rey.

En M.d a 9 de Febrero 1629.--Al Bureo.

(Arch. de Palacio. Felipe IV. Casa. Leg. 119.)



_Pago de «Los borrachos» y otras obras._


Diego Velázquez, pintor, cargo de cuatrocientos ducados en plata. Los
trescientos a cuenta de sus obras y los ciento por la de una pintura de
Baco que hizo para servicio de S. Magd.--El Rey: D. Mateo Ibañez de
Segovia, de la Orden de Calatrava, mi tesorero general, yo os mando que
de cualquier dinero que se os esta hecho o hiciere cargo en mis arcas de
tres llaves, sacándolo dellas con intervención de los contadores de la
razón de mi hacienda que tienen las dos, déis y paguéis a Diego
Velázquez, pintor, cuatrocientos ducados en moneda de plata, que valen
ciento y cincuenta mil mrs. Los trescientos dellos por cuenta de lo que
se le debe de pinturas que hace para mi servicio, y los ciento restantes
por cuenta de una pintura de Baco que ha hecho para mi servicio, que con
su carta de pago, o de quien su poder hubiere y esta mi cédula, habiendo
tomado razón della el Grefier de mi Bureo, que ha de prevenirlo para que
a la persona que se hubiere entregado o entregaren las dichas pinturas,
se le carguen para que dé cuenta de ellas, tomándola asimismo los dichos
contadores de la razón serán bien pagados, y mando se reciban y pasen en
cuenta, en la que diereis del dicho nuestro cargo sin otro recaudo
alguno, y apruebo y tengo por bien lo hayáis cumplido antes de ahora en
virtud de orden de mi contador mayor. Fecha de Madrid a 22 de Julio de
1629.--Yo el Rey.--Por mandado del Rey Nuestro Señor, Miguel de
Ipenarrieta.--Tomé la razón, Tomás de Águila.--Tomé la razón, Bartolomé
Manzolo.



_Velázquez pide el pago de sus gajes._


Señor: Diego Velázquez, Ayuda de la Guardarropa de Y. Majd. y su pintor
de Cámara, dice que a él se le deben de sus gajes hasta fin del año de
1643, once mil ochocientos y cuarenta y tres reales, como parece por
certificación del Veedor y Contador de las Obras Reales, y 3.960 reales,
de cuatro años de vestido de que V. Majd. le hizo merced, a razón de 90
ducados cada uno, de que tiene libranzas del Guardarropa, que todo monta
15.803 reales; y demás desto se le deben otras cantidades de pinturas
que ha hecho, por lo cual se halla con mucha necesidad, suplica a V.
Majd. le haga merced de mandar se le paguen con efecto los dichos 15.803
reales, para que pueda mejor acudir al servicio de V. Majd. en esta
ocasión que se ha mandado pintar para la Torre de la Parada en la R.ª
(sic) muy grande.

       *       *       *       *       *

Decreto: Habiéndose dado por Diego Velázquez, mi pintor de Cámara, el
memorial incluso, he acordado de remitirle a la Junta de Obras y Bosques
y ordenado que se procure forma como pagarle y darle satisfacción.
(Rúbrica del Rey.) En Madrid a 16 de Octubre 1636. A Don Francisco de
Prado.--La Junta: En 24 de Octubre 1636 se publicó esta orden en la
Junta y se acordó se consultase a su Majd. que en cobrando se cumplirá
con este hombre. (Rúbrica.)



_Propuesta al Rey sobre reforma en la concesión de los vestidos de
merced._


Felipe IV. Cámara. Leg.º 3.

Sobre lo que contiene la relación inclusa de los vestidos de merced que
se dan por la Cámara.--Como os parece, etc.--Señor: Por la relación
inclusa V. Magd. se servirá de ver los vestidos ordinarios y
extraordinarios que se dan cada año por su Cámara, y por haberme
parecido muchos en número, de que se podrían excusar algunos y reducirse
otros a menos valor, diré lo que en cada uno se me ofrece para que
habiéndolo visto Su Magd. resuelva lo que más fuere de su Real servicio.

A los músicos de Cámara se les comenzaron a dar vestidos de precio de
100 ducados, y en la reformación general que se hizo, en que se les baxó
a todos la décima parte, quedaron en 90, y en el año 1622 se redujeron a
400 reales, corriendo en esta forma hasta el de 1626, que por consulta
del Duque volvió a mandar V. Magd. se les continuase los mismos 90
ducados.--Paréceme que se les podrían dar de aquí adelante 80 ducados,
que es al respeto que van moderados los demás.

El vestido de D. Enrique Butler músico, que conforme a la relación monta
200 ducados, me parece podría ser calzón y ropilla de terciopelo liso
labrado, como lo escogiese, herreruelo de paño, jubón de raso blanco,
medias de seda, ligas, sombrero ordinario y espada negra con puños
dorados, y que el precio de la espada no pueda exceder de 120 reales.

Cuando se hizo el asiento con Bat.e Jovenardi, se ajustó con él que
se le había de dar un vestido de precio de 100 ducados, paréceme que se
le debía guardar su asiento, no siendo V. Magd. servido de mandar otra
cosa.

Los vestidos de los barberos y de _Diego Velázquez_ se podrían reducir a
80 ducados, y los de los mozos de la guardarropa a 70 ducados.

A los mozos de retrete se les podrán dar de aquí adelante vestidos de a
60 ducados.

Los de los zapateros, que son de 54, me parece que podrán pasar como
están.

Los de los escuderos de a pie podrían quedar en 50 cada uno.

A los barrenderos se les dan vestidos de 45 ducados; parece que se les
podrían continuar así; y lo mismo a los jardineros del jardín del
Emperador y de la Priora; pero podría servirse V. Magd. de mandar que a
los jardineros que entraren, en lugar de los que ahora lo son, se les
reformen.

El vestido de 72 ducados que se da a Tomás Pinto, por haber sido ayo de
D. Antonio, el enano inglés, me parece que se podría reformar desde
luego.

El que se le da al destilador, aunque es de los más antiguos, me parece
que se reduzca en éste a 80 ducados, y que al primero que entrare se le
reforme.

Los vestidos de Frías y su compañero, que tienen a su cargo los
lebreles, me parece que se les reduzca ahora a 80 ducados cada uno, y
que a los primeros que entraren se les reforme por esta parte, y se les
vista por la caballeriza la librea de mezcla.

A doña Beatriz de Vargas se le podría continuar, siendo V. Magd.
servido, lo mismo que ahora se le da, porque he entendido que su
necesidad es muy grande y que en esto consiste su principal sustento.

A Soplillo sería de parecer que se le diese un vestido a su medida de
terciopelo, otro de gorguerán y otro de tafetán, ocho camisas y la demás
ropa blanca de la persona ajustada a este respeto, pero todo a su medida
y que con lo que certificase el escribano de Cámara, que unido todo esto
en dinero, lo pueda librar el guardarropa.

A Calabazas se le podrían dar los vestidos que ordenare el Camarero
Mayor y la ropa blanca que hubiese menester al respeto de ocho camisas,
y lo demás se ha de reformar, y lo mismo se hará con D. Diego de Aedo
(_El Primo_), pero todo a su medida, como queda dicho.

A Lezcano y los demás enanos se les podrían dar los vestidos que
ordenare el Camarero Mayor o Sumiller, a la medida de sus cuerpos.

A Andrés Pérez se le ha dado de algunos años a esta parte un vestido,
como se dice en la relación, pero me parece que hoy éste sea ordinario,
ni se haya de poner en el libro. Y que cuando V. Magd. fuere servido de
mandarle dar alguno, sea sotana, herreruelo y calzones de paño, jubón de
olandilla o camuzas, medias de seda, ligas y dos camisas: y a todos se
ha de tomar la medida por sus cuerpos, y presente el escribano de
Cámara, que certificara lo que es menester puntualmente.

A D. Juan de Austria, Bañuelos y Ochoa, me parece se les podrá continuar
como hasta aquí se ha hecho, sin que tengan cosa fija.

A D. Cristóbal Velázquez me parece se le podría reformar el vestido que
hasta aquí se le ha dado algunas veces.

A Cristóbal el ciego se le dará a disposición del Camarero Mayor o
Sumiller, pero como el de Andresillo cuando se le hubiere de dar.

A Pablo de Valladolid, si se le mandare dar algún vestido, podrá ser de
terciopelo o paño, de las calidades dichas arriba. Y lo mismo a Bautista
el del Ajedrez, y en este caso se le ha de hacer efectivamente y
ponérsele y no andar como ahora.

También se suele dar algunas veces a Nicolás Panela, vestido de la
calidad contenida en la relación, y en éste me parece lo mismo que en
Bautista, en caso que se le mandare dar alguno, y que se le ponga
efectivamente.

Y los cuerpos de jubones de estos vestidos podrían ser de aquí adelante
de olandas crudas, fustán, lienzo o camuza, como quisieren.

Cuando V. Magd. mandare dar algún vestido a Alonso Martínez, que no le
tiene si no es en este caso, me parece que podrá ser de terciopelo o
paño de las calidades referidas arriba, y también las espadas, cuyo
precio no ha de exceder de 120 reales, como queda dicho.

Y sería de parecer que los que entrasen de nuevo en lugar de los que
ahora tienen vestidos de merced por orden de V. Magd., entren sin
ellos, y quede este gasto reformado para adelante.

A D.ª Ángeles de Toledo, de nación turca, y a su madre e hijos, se les
han dado por mandado de Vuestra Magd. los vestidos que dice la relación:
a mí me parece que al marido y a los hijos varones se les den vestidos
de paño, y a ella se le podrían dar de terciopelo gorguerán o raso, y a
dos niñas pequeñas unos habitillos de alguna cosa conforme a su edad, y
porque los dos hijos mayores la tienen ya y disposición para poder
servir, juzgo que sería conveniente que por donde toca les mandase V.
Magd. hacer alguna merced para que vayan con más aliento.

Esto es, Señor, cuanto se me ofrece en razón de los vestidos que se dan
por la Cámara y forma en que podrían correr adelante. V. Magd. mandara
en todo lo que más fuere de su Real servicio.

Del Aposento 15 de Set.e de 1637.



_Manda el Rey que se paguen a Velázquez atrasos de sus haberes._


Por parte de Diego Velázquez se me ha representado que ha más de dos
años que sirve en las obras de Palacio, sin que en este tiempo se le
haya pagado nada del salario que le he mandado señalar, y porque mi
voluntad es que haya puntualidad en socorrerle con lo que hubiese de
haber, os encargo le hagáis dar satisfacción pronta de lo que constare
debérsele, y que dispongáis que en la paga de lo de adelante, se le
guarde el lugar y antelación que le toca. (Rúbrica.)--(Año 1645).



_Decreto del Rey accediendo a la liquidación de cuentas solicitada por
Velázquez antes de emprender su segundo viaje a Italia._


Diego Velázquez me ha representado, que de las pinturas que ha hecho
para mi servicio desde el año 628 hasta el de 640, y de los gajes de
pintor de los años desde 630 hasta 634 que faltó la consignación, se le
restan debiendo 34.000 reales, porque lo demás se le ha pagado en los
500 ducados que le mandé librar en los ordinarios de los de la dispensa
por meses, desde 640, suplicándome que sea servido de mandar que estos
500 ducados se le cumplan a 700 y se le paguen en la misma consignación
hasta que le haga merced de acomodarle en cosa equivalente para poderse
sustentar, con que se dará por satisfecho de esta deuda y de las demás
pinturas que ha hecho e hiciere adelante: y porque he venido en
concederle lo que pide, el Bureo dispondrá que así se ejecute,
previniendo lo necesario para ello.--Madrid a 18 de Mayo de 1648.
(Rúbrica del Rey.)



_El Embajador de España en Venecia al Rey._


Diego Velázquez llegó aquí a los 21, y sin perder tiempo he procurado
que vea todas las pinturas que le permitiere el estar en mi casa, que el
recato de aquí es de calidad que muchos tendrán escrúpulo, si bien
procuraremos con maña que no le embarace esto; y deseando encaminarse a
Módena (por haber tenido noticia de que podría hallar cosa muy
apropósito), le daré cartas para facilitarle la introducción, y en todo
le asistiré como en despacho de 22 de Noviembre me lo manda V. M., cuya
católica persona guarde Dios como la cristiandad ha menester. Venecia y
Abril a 24 de 1649.--El Marqués de la Fuente.



_Declaración de Alonso Cano en la información hecha por el Consejo de
las Órdenes sobre concesión a Velázquez del hábito de Santiago._


Testigo 84. En la villa de Madrid, a 23 días del mes de Diciembre de
1658 años, para esta información recibimos por testigo a el licenciado
Alonso Cano, racionero de la Santa Iglesia de Granada y natural de ella;
juró _in verbo sacerdotis_ de decir verdad y guardar secreto; y
preguntado al tenor del tanto, dijo: Que conoce a Diego Velázquez,
pretendiente, de cuarenta y cuatro años a esta parte y que es natural de
la ciudad de Sevilla; conoció a sus padres, que se llamaron Juan
Rodríguez de Silua y doña Jerónima Velázquez, naturales de dicha ciudad;
conoció al abuelo paterno, que se llamó Diego Rodríguez de Silua,
natural que oyó decir haber sido de la ciudad de Oporto, en el reino de
Portugal, y no conoció a la abuela paterna, mas tiene noticia della, y
que se llamó doña María Rodríguez, así mesmo, natural de la dicha ciudad
de Oporto; de los cuales sabe que fueron padre y abuelo del dicho
pretendiente, porque a los que conoció los vio tratarse como padres e
hijos, y de los que no conoció lo oyó decir por cosa cierta que lo
fueron, de los cuales sabe son y fueron habidos de legítimo matrimonio
por no haber oído cosa en contrario, y por cristianos viejos, limpios de
toda mala raza y mezcla de judío, moro o nuevamente convertido, sin
haber oído que ninguno dellos ni sus ascendentes fuesen penitenciados
por el Santo Oficio de la Inquisición en público ni en secreto por
delito alguno de los contenidos en la pregunta ni por otros. Y asimismo
dijo que el tiempo que los conoció en la ciudad de Sevilla, donde
asistió desde el año de catorce, los tuvo y vio tener por nobles
hijosdalgos de sangre, según costumbre y fueros de España y Portugal, y
fueron estimados guardándoles las exenciones que se acostumbran guardar
a los demás hijosdalgos, tratándose con lustre y porte de hombres
nobles, sin haber tenido dichos padres ni aquel oficio vil, bajo, ni
mecánico. Y en cuanto al pretendiente, dijo lo mismo.--Y repreguntando
por el oficio de pintor dijo, que en todo el tiempo que le ha conocido,
ni antes sabe, ni ha oído decir que lo ha tenido por oficio, ni tenido
tienda, ni aparador, ni vendido pinturas; que sólo lo ha ejecutado por
gusto suyo y obediencia de S. M., para adorno de su Real Palacio, donde
tiene oficios honrosos, como son el de Aposentador mayor y Ayuda de
Cámara, y que esto es la verdad por el juramento que tiene hecho.
Leyósele su dicho, rectificose en él, y lo firmo. Dijo no tocarle las
generales, y que es de edad de cincuenta y ocho años poco más o
menos.--Alonso Cano.--Fernando Ant. de Salcedo.--Diego Lozano y
Villamejor.



_Declaración de Juan Carreño de Miranda en la misma información._


Que conoce al pretendiente había casi treinta y cuatro años, que son los
que hace que vino el testigo a esta corte. Que comúnmente llamaban y le
llaman el Sevillano, que le tiene por noble hijodalgo, etc....., y que
sabe que yendo un día del año pasado de 1654 o 55 a Palacio a buscar a
dicho pretendiente, subiendo por la escalera del cubo que sale a la
galería del despacho, sintió que venía otra persona detrás del testigo,
y reconoció que era un caballero de la Orden de Calatrava; porfió con él
que pasara adelante, y le dijo que no, que supuesto iba a ver a Diego
Velázquez, le dijese que su primo D. Fulano Morejón Silva le esperaba.
Que no ha vendido pinturas por sí ni por tercera persona; antes se
acuerda de un retrato del Sr. Cardenal Borja, siendo Arzobispo de
Toledo, que le pidió a Diego Velázquez le hiciese, el cual,
llevándosele, no quiso tomar ninguna cantidad por él, y el Sr. Cardenal
le envió un peinador muy rico y algunas alhajas de plata en recompensa.



_Declaración de Francisco Zurbarán en la misma información._


Francisco Zurbarán Salazar, natural de Fuente de Cantos, en Extremadura,
vecino de Sevilla, residente en Madrid desde Junio de 1658, y dijo que
le conoce hace cuarenta años, y que conoció a sus padres, que eran gente
muy principal; que en la familia de Velázquez había habido familiares de
la Inquisición; que a los padres, que conoció, los vio siempre tratarse
con mucho lustre y estimación y lo mismo oyó de los abuelos; que no ha
tenido tienda ni ejercido el oficio de pintor más que para S. M., y que
si hubiera algo en contrario lo supiera por haber muchos años que conoce
al pretendiente y a sus padres.



_Declaración de don Gaspar de Fuensalida en la misma información._


Que le conoce cuanto ha que vino a Madrid..... Que siempre le ha
conocido en Palacio a vista de S. M. con nombre de mayor pintor que hay
ni ha habido en Europa, y que así lo confesó Rubens, un gran pintor que
vino a esta corte..... Que le ha visto este testigo pintar en Palacio lo
que S. M. le ha mandado, así para España como presentes que ha hecho a
otros Príncipes de Europa; y sabe que lo ha enviado _tres_ veces a
Italia, como a Venecia, Roma, Florencia y otras partes, donde ha tenido
mucha amistad con los SS. PP. Urbano VIII e Inocencio X, teniéndole en
todas estas provincias por el modelo de la pintura, sacando retratos,
etc..... Y en las jornadas que ha hecho ha sido siempre para traer
originales de su mano y de los pintores y estatuarios antiguos..... Que
el pretendiente es quien acabó y perfeccionó el Panteón del Escorial.

[imagen: MUSEO IMPERIAL DE VIENA

EL PRÍNCIPE FELIPE PRÓSPERO

_Fotog. Braun, Clement y C.ª_]



_Instancia del Contador de palacio al Rey sobre reclamaciones de
Velázquez._


Señor: Diego de Silva Velázquez, Aposentador de Palacio, dice que de los
ordinarios de su oficio se le esta deviendo un año entero que ya aporta
setenta mil reales y más se le deve el año de cinquenta y tres treinta
mil, y los barrenderos y oficiales de mano dependientes de su oficio no
sirven ni dan recado, y lo que más es que no hay un real para pagar la
leña de las chimeneas del quarto de S. M. con que esta en peligro de una
gran falta. Suplica a V. M. mande se le den mil ducados de socorro por
cuenta de sus ordinarios de lo más pronto que tuviere el maestro de la
Cámara.

También representa a V. M. que de resulta del hospedage del embajador de
Francia se an distribuido las alajas dél en diferentes oficios, cargando
a la Tapicería las sillas, y las vidrieras a la munición. Suplica a V.
M. mande se devuelban al oficio de la furriera donde tocan y sobre este
punto mandarse informar de los oficiales más antiguos de la casa.

Habiéndose visto en el Bureo de 17 de este mes, un memorial de Diego de
Silva Velázquez, Aposentador de Palacio, en que pedía mil ducados de
socorro por cuenta de sus ordinarios, de lo más pronto que tubiese el
maestro de la Cámara, se acordó (a esta parte) que el dicho Diego
Velázquez ajuste sus cuentas y el Contralor y Maestro de la Cámara
ajusten el dinero que le tienen dado y traigan relación de ello desde
que sirve el oficio, y Velázquez las cuentas de ordinarios y que se le
entreguen los diez mil reales que dice al maestro de la Cámara tiene
prontos para este oficio. De que doy aviso a V. M. para que, por lo que
le toca, tenga cumplimiento el referido acuerdo del Bureo. Guarde Dios a
V. M. muchos años como deseo. Madrid y Noviembre 19 de 1659
años.--Gaspar de Fuensalida.--Señor Contralor.



_Carta escrita por Velázquez en Valladolid al volver de la jornada a la
frontera de Francia._


Señor mío: holgaré mucho halle esta a V. m. con la buena salud que le
desseo y asimismo a mi señora doña María. Yo S.r llegué a esta Corte
sábado a el amanecer 26 de Junio cansado de caminar de noche y trabajar
de día, pero con salud, y gracias a Dios hallé mi casa con ella. S. m.
llegó el mismo día y la Reyna le salió a recibir a La casa del Campo y
desde allí fueron a n.ª S.ª de Atocha. La Reyna esta muy linda y el
príncipe n.º S.r El miércoles pasado hubo toros en la plaza mayor,
pero sin cavalleros, con que fue una fiesta simple y nos acordamos de la
de Valladolid. V. m. me avise de su salud y de la de mi señora doña
María, y me mande en que le sirva, que siempre me tendrá muy suio; a el
amigo Tomás de Peña de V. m. de mi parte muchos recados, que como io
andube tan ocupado y me bine tan de prisa no le pude ver. Por acá no ay
cosa de que poder abisar a V. m., sino que Dios me le g.de muchos
años como desseo.

M.d y Jullio 3 de 1660.

d. V. m.,
q. s. m. b.,
DIEGO DE SILVA
VELÁZQUEZ

S.r Diego Valentín Díaz.



_Partidas de defunción de Velázquez y de doña Juana Pacheco, su muger._


Partida.--En siete de Agosto de mil y seis cientos sesenta murió en esta
parroquia de San Juan Bautista de Madrid D. Diego Velázquez, caballero
de la Orden de Santiago y aposentador de S. M. Recibió los Santos
Sacramentos, y dejó poder para testar a doña Juana Pacheco, su mujer, y
a D. Gaspar de Fuensalida, y a cada uno in solidum, ante..... Escribano
de S. M., que asiste.... Enterrose en la bóveda de dicha Iglesia, y
dieron de sepultura, paño y tumba 3.200.

Partida.--En catorce de Agosto de mil y seis cientos sesenta murió en
esta parroquia de San Juan Bautista de Madrid (habiendo recibido los
Santos Sacramentos) doña Juana Pacheco, mujer que fue de D. Diego de
Silva Velázquez, caballero del hábito de Santiago y aposentador de S.
M., que vivía en casa del Tesoro. Otorgó poder para testar ante.....
Escribano.....



_Memoria de lo que se encontró en el cuarto del Príncipe por muerte de
Diego Velázquez._


En Palacio, en el quarto del Príncipe nro. señor (que esté en el cielo),
a diez de Agosto de mil seiscientos y sesenta, el señor Don francisco de
Contreras y Rojas, aposentador de Palaçio, de orden de su Mg.d el Rey
nuestro S.r abrió la pieça de la galería del dho. quarto, y en
presencia de D. Gaspar de Fuensalida, Grefier de el Rey nuestro señor y
testamentario de Diego de Silva Velázquez que fue aposentador de
Palacio; estando también presentes Juan Baptista de Maço, yerno del dho.
Diego Velázquez, se reconoçieron los papeles que se hallaron de quentas
de la furriera, alegajados y sueltos, y otros que auía de obras
particulares; los quales se quedaron en la misma pieça hasta que se tome
orden de quien sean de entregar.

Alajas de S. M.

Hallose vna estatua o medalla, medio cuerpo de bronçe, del S.r Rey
Don Phelipe segundo, con una peaña triangulada con tres águilas.

Vn xpto formado de barro coçido, con dos ángeles que es el
descendimiento de la cruz.

Catorçe colgaduras de marcos de bronce dorado, formadas con cada dos
bichas.

Vna pintura del basan[98] con diferentes ganados: tiene dos baras y
tres quartas de largo, y dos baras de alto, poco más o menos.

Vn quadro de san Seuastian de Joseph de Riuera, de dos baras y dos
tercias de largo, y dos baras de alto.

Vn quadro de la fee, de Tiçiano, de dos baras y media de largo y dos de
alto.

Dos quadros iguales, de Josef de Riuera de Job y San Gerónimo, de dos
baras de largo poco más o menos.

Vn quadro de san Seuastian, con su marco dorado, de tres quartas de
alto.

Vn Retrato del Rey de Francia que oy es[99], medio cuerpo, con su marco
dorado.

Vn quadro en tabla, de tres quartas de alto y bara y quarta de tendido,
pintado nra. señora, el niño y algunos santos.

Vna cabeça de un hombre, baçiada de çera.

Dos cajones de madera con unas plantas de papel de la Villa de Madrid.

Vn cupidito de marmol sobre una almohada.

Vn Retrato de la S.ra Infanta Reyna de vngría.

Seis marcos de éuano verde, ondeados, de bara y tercia de largo.

Otros dos marcos dorados, pequeños.

Vna peaña de caoba y éuano.

Ocho pies de yerro de morillos, forma de culebras.

Vna medalla de bronçe del señor don Juan de Austria, medio cuerpo, sobre
vna peaña de piedra negra.

Vn relox de luz con vna nuestra señora metida en una guirnalda de
flores.

Medio bufete sin pies, de pórfido, ochavado.

En el Camarinete de la torre que corresponde al oratorio, se alló:

Vn descendimiento de la cruz, de bronçe con su peaña de éuano, y la cruz
de éuano con su letrero.

Vn Relicatorio de christal con una anunçiata de oro y esmalte, metido en
una caja açul de terçiopelo.

Vn retrato del griego[100], de una caueça de un clérigo.

Vn retrato del griego, medio cuerpo, de vna muger.

Otro del mismo, de vn viejo, antiguo.

Vna caueça de una verónica en una sauana.

Dos antojos de larga vista, con los cauos de marfil, en sus cajas
carmesis.

Vna caja con unas frutas de çera.

Tres quadrillos ochauados, pequeños, con sus marquillos dorados.

Tres antojos de larga vista, los dos en pergamino, y el otro colorado
con cabos de marfil.

Vn cuerno de bada con un pieçeçillo de plata.

Vn relicario con dos ángeles de plata sobre una peaña de ébano, con vn
quadrillo de box donde esta tallada la degollaçión de los Inocentes.

Vn marco de un espejo, quebrado.

Vn modelo de Iglesia, en forma de Cruz, de madera.

Entrose en una pieça, que era la librería de S. A. y se halló, cantidad
de Tablas de tablas (sic) desechas de cajas.

En otro transito pequeño, como se entra en la Galería a mano derecha,
se allaron diferentes marcos y bastidores y tablas, todo de poca
importancia, y con esto un marco negro de espejo sin luna.

Mas se allaron dos bolas aobadas de bronce con unos cordones.

Dos compases grandes de yerro, uno mayor que otro.

Vn mapa arrollado.

En vn arca se allaron los cordones con borlas que vinieron de Italia,
con los espejos que embió el Conde de Castrillo.

Vn marco dorado grande.

Tragaronse del pasadiço vna lamina de vna quarta de alto, de vn S.to
de la orden de S.n Francisco, otra lamina de un salbador, de una
quarta de alto.

Otra lamina en vitela, de la visitación de S.ta Isauel.

Vn Pastorbonus.

Vn Saluador en vitela con las manos sobre vn mundo.

Vn Francisco Xauier, en lamina.

Vna relixiosa de la orden de S.t Yago, en lamina.

Las quales siete laminas, con sus marcos negros, quedaron en el q.to
del Príncipe.

Abriose un cubillo en la escalera que baja a la Secretaría del despacho,
y se alló en él vn retrato arrollado de la Reyna madre de françia.

Otro retrato del señor emperador.

Vna cabeça de vna ynglesa, de Diego Velázquez.

Vn espejo de media vara de alto, con marco de ébano y marfil.

Vn retrato de una caueça del Rey de françia siendo niño.

Vn marquillo de ébano, de media bara.

Vna estatua pequeña de bronçe, con un niño y ancoras, sobre vn pedestal
de ébano.

Vna pintura de la Mag.na, que se arrolla, y tiene niño.

Dos aras de pórfido, de media bara.

Tres marcos de ébano.

Dos guarniciones de faroles de bronce, dorados, sin bidros.

Deferentes llaues, sin sauer de donde son.

Vnos tracos de trucos.

Vn lbro Grande de a folio, de plantas de edifiçios.

Dos adornos de pintura con dos leones y un castillo.

Vna caueça de vn niño, de marmol.

Es copia de la memoria que se hiço de lo que se alló, en el quarto del
Príncipe nro Sr, que eran alhajas de su Mg.d, hallándose presentes
el dho D. Fran.co, de Rojas, aposentador, Juan Baup.ª del Mazo, yerno
de Diego de Silua Velázquez, aposentador que fue, y por cuya muerte
estauan en dicho quarto para diferentes disposiciones; y entre otras
alajas del mismo Diego Velázquez, que se reconoçieron y apartaron, y las
tocantes a Su Mag.d, quedaron a cargo del dho don Fran.co de
Rojas, y pasó en mi presencia, y así lo çertifico, en M.d a veinte y
nueve de Septt.e de mil y seiscientos y sesenta y un años.

GASPAR DE FUENSALIDA.

(Arch. de Palacio. Felipe IV. Casa. Leg. 118).


CATALOGO

DE LAS

OBRAS AUTÉNTICAS QUE SE CONSERVAN DE VELÁZQUEZ

CON EXPRESIÓN DE DONDE SE HALLAN Y QUIÉN LAS POSÉE


Al redactar este catalogo he tenido presente el publicado por Beruete,
cuyos juicios acerca de la autenticidad de algunas obras, aquí no
incluidas, son verdaderamente notables.

    EN MADRID

    Museo del Prado.

    La Adoración de los Reyes, núm. 1.054.
    Busto de hombre desconocido, núm. 1.103.
    Busto de Felipe IV, núm. 1.071.
    Felipe IV en pie, núm. 1.070.
    El Infante D. Carlos, núm. 1.073.
    Retrato de doña Juana Pacheco, núm. 1.086.
    Los Borrachos, núm. 1.058.
    Paisaje de la Villa Médicis, núm. 1.106.
    Paisaje de la Villa Médicis, núm. 1.107.
    La Fragua de Vulcano, núm. 1.059.
    Retrato de la Infanta doña María, núm. 1.072.
    Pablillos de Valladolid, núm. 1.092.
    Retrato ecuestre del Príncipe D. Baltasar Carlos, núm. 1.068.
    Retrato de Felipe IV, núm. 1.066.
    Idem de la Reina doña Isabel de Borbón, núm. 1.067
    Idem del Conde-Duque de Olivares, núm. 1.069.
    Idem de Felipe III, núm. 1.064.
    Idem de la Reina doña Margarita de Austria, número 1.065.
    Retrato de Felipe IV en traje de caza, núm. 1.074.
    Idem del Príncipe D. Baltasar Carlos, núm. 1.076.
    Retrato del Conde de Benavente, núm. 1.090.
    Cristo crucificado, núm. 1.055.
    Retrato del Infante D. Fernando en traje de caza, núm. 1.075.
    La rendición de Breda, núm. 1.060.
    Retrato de «El Primo», núm. 1.095.
    Vista de Zaragoza, núm. 788.
    Retrato de Martínez Montañés, núm. 1.091.
    Busto de Felipe IV, núm. 1.080.
    La Coronación de la Virgen, núm. 1.056.
    Marte, núm. 1.002.
    Mercurio y Argos, núm. 1.063.
    Don Sebastián de Morra, núm. 1.096.
    El Niño de Vallecas, núm. 1.098.
    El Bobo de Coria, núm. 1,099.
    Don Juan de Austria, núm. 1.094.
    Las Hilanderas, núm. 1.061.
    Las Meninas, núm. 1.062.
    Retrato de la Reina doña Mariana de Austria, número 1.079.
    Repetición del anterior, núm. 1.078,
    Esopo, núm. 1.100.
    Menipo, núm. 1.101.
    Don Antonio «El Inglés», núm. 1.097.
    Retrato de la Infanta doña Margarita, núm. 1.084.
    Visita de San Antonio Abad a San Pablo, número 1.057.


    De propiedad particular.

    El Vendimiador. (D. Leandro Alvear).
    San Pedro. (D. A. de Beruete).
    Retrato de Don Diego de Corral. (Duquesa de Villahermosa).


    EN SEVILLA

    La Virgen entregando una casulla a San Ildefonso. (Palacio Arzobispal).
    Cristo y los peregrinos de Emaus. (Sra. Viuda de Garzón).


    EN VALENCIA

    Retrato de Velázquez. (Museo Provincial).


    EN EL ESCORIAL

    La Túnica de José.


    EN INGLATERRA

    Galería nacional de Londres.

    Cristo en casa de Marta.
    Retrato en pie de Felipe IV.
    Cristo atado a la columna.
    Cacería del Hoyo.
    Busto de Felipe IV.


    De propiedad particular.

    Los Dos muchachos. (Duque de Wellington).
    El Aguador de Sevilla. (Duque de Wellington).
    Busto de personaje desconocido. (Duque de Wellington).
    La Vieja friendo huevos. (Sir Francia Cook).
    Retrato del Conde-Duque de Olivares. (M. Holford).
    Retrato del Príncipe Don Baltasar Carlos con un enano.
    (Conde de Carlisle).
    Retrato de Juan de Pareja. (Conde de Radnor).
    La Venus del Espejo. (Colección Morritt).


    AUSTRIA

    Museo Imperial de Viena.

    Retrato de medio cuerpo de Felipe IV.
    Idem de su primera mujer doña Isabel de Borbón.
    Retrato en pie del Príncipe Don Baltasar Carlos.
    Retrato de medio cuerpo de doña Mariana de Austria, segunda mujer de
    Felipe IV.
    Retrato de la Infanta doña Margarita, hija de Felipe IV.
    Retrato de la misma.
    Retrato del Príncipe Felipe Próspero, hijo de Felipe IV.


    EN FRANCIA

    Museo del Louvre.

    Busto de la Reina doña Mariana de Austria.
    Retrato de la Infanta doña Margarita.

    Museo de Rouen.

    El Geógrafo.


    EN ROMA

    Retrato de Inocencio X. (Galería Doria).
    Retrato de Velázquez. (Museo Capitolino).


    SAN PETERSBURGO

    Busto de Inocencio X.
    Busto del Conde-Duque de Olivares. (Museo del Ermitage).


    DRESDE

    Retrato de Juan Mateos.
    Busto de un desconocido.


    MÓDENA

    Retrato del Duque de Módena.


    MUNICH

    Retrato de joven desconocido. (Pinacoteca).


    FRANCFORT

    Retrato de la Infanta doña Margarita. (Instituto Stædel).



    CUADROS PERDIDOS


    _La Cena_ (copia del Tintoretto).
    _La Expulsión de los moriscos._
    _Venus y Adonis._
    _Psiquis y Cupido._
    _Apolo desollando a un sátiro._
    _Retrato ecuestre de Felipe IV._
    _Un caballo_.
    _Otro bayo._
    _Un jinete._
    _Otro._
    _Retrato de un príncipe._
    _Retrato de Ochoa, portero de Palacio._
    _Retrato de Cárdenas, el bufón toreador._
    _Calabacillas, bufón._
    _Velasquillo, bufón._
    _Dos retratos_.
    _Catorce cabezas en ocho lienzos._
    _Montería de lobos._
    _Felipe IV cazando jabalíes._
    _Una cornamenta de ciervo._
    _Un pelícano y otros pájaros._
    _Interior de la Iglesia de San Jerónimo._
    _El salón dorado._
    _Una cabeza de una inglesa._


BOCETOS, DIBUJOS Y GRABADOS


No se conservan _bocetos_ que puedan indudablemente considerarse de
Velázquez aunque los escritores extranjeros mencionen muchos y los
coleccionistas pretendan poseerlos. La carencia casi total de apuntes,
manchas de color y estudios previos, permiten creer que en los mismos
lienzos planeaba y modificaba lo que quería.

Respecto de los retratos ya hemos indicado que al ejecutar algunos de
empeño solía antes adiestrarse en una cabeza; las de la Infanta doña
María y el Duque de Módena, parecen resultado de esta preparación, y con
el mismo propósito pintó la de Juan de Pareja antes de retratar a
Inocencio X.

Los _dibujos_ originales de Velázquez son rarísimos. Sin citar los
catalogados como tales en Londres, París y Viena, de los cuales dos o
tres parecen suyos, hay uno en la Biblioteca Nacional de Madrid, que
representa, visto de espaldas, un page que pudiera ser el que en _Las
Lanzas_ tiene por la brida el caballo de Spinola, y otro de un hombre
con capa en la Academia de San Fernando. En el Instituto de Jovellanos
de Gijón, hay varios: los principales son una carroza con dos caballos
vista por la zaga, hecho a pluma, y un apunte con lápiz rojo para la
figura del _Marte_.

_Grabados_ de mano de Velázquez, no se conocen más que dos. Uno al agua
fuerte retocado con buril y otro a punta seca.

Ambos son retrato del Conde-Duque: el primero esta en el Museo de
Berlín, y el segundo, que tiene marcado aspecto de lamina hecha para
libro, en la Biblioteca Nacional de Madrid.



_BIBLIOGRAFIA._


_Don Juan de Butrón._--Discursos apologéticos en que se defiende la
ingenuidad del arte de la pintura.--Madrid, MDCXXVI.

_Memorial informatorio_ por los pintores en el pleyto que tratan con el
Señor Fiscal de su Magestad en el Real Consejo de Hacienda sobre la
exempción del arte de la pintura.--Madrid, por Juan Gonzalez, año 1629.

_Vicente Carducho._--Dialogos de la pintura.--Madrid, 1633.

_Francisco Pacheco._--Arte de la pintura, su antigüedad y
grandeza.--Sevilla, 1649.

_Espinosa y Malo (Don Lucio)._--El pincel cuyas glorias
describía...--Madrid, MDCLXXXI.

_Palomino de Castro (Don Antonio)._--El museo pictórico y escala óptica:
El parnaso español pintoresco laureado.--Madrid, 1715, 1724.

_Don Antonio Ponz._--Viaje de España.--Madrid, 18 tomos, 1772 a 1794.

_Cean Bermúdez._--Diccionario histórico de los más ilustres profesores
de las bellas artes en España.--Madrid, 1800.

Noticia de los cuadros que se hallan colocados en la galería del Museo
del Rey, Nuestro Señor, sito en el Prado de esta corte.--Con real
licencia.--Madrid, 1828.

_Jusepe Martínez._--Discursos practicables del nobilísimo arte de la
pintura.--Madrid, 1866.

_Asensio y Toledo (José M.)_--Francisco Pacheco, sus obras artísticas y
literarias.--Sevilla, 1867.

_Pedro de Madrazo._--Discurso pronunciado en la Academia de San Fernando
en 20 de Noviembre de 1870.--Madrid, 1870.

_Zarco del Valle._--Colección de documentos inéditos para la historia de
España, tomo LV.--Madrid, 1870.

_Pedro de Madrazo._--Catalogo descriptivo e histórico del Museo del
Prado.--Madrid, 1872.

_Cruzada Villanal (Gregorio)._--Rubens diplomático español.--Madrid,
1874.

_Araujo Sánchez (Ceferino)._--Los museos de España.--Madrid, 1875.

_Asensio y Toledo (José M.)._--Pacheco y sus obras.--Sevilla, 1876.

_Pedro de Madrazo._--Quelques Velázquez du musée de Madrid.
L'art.--París, 1878.

_Pedro de Madrazo._--Viaje artístico de tres siglos por las colecciones
de cuadros de los reyes de España.--Barcelona, 1884.

_Cruzada Villamil (Gregorio)_[101].--Anales de la vida y de las obras de
Diego de Silva Velázquez, escritos con ayuda de nuevos
documentos.--Madrid, 1885.

_Rodríguez Villa (Antonio)._--La corte y la monarquía de España en los
años 1636 y 37.--Madrid, 1886.

_Menéndez y Pelayo (M.)._--Historia de las ideas estéticas, en
España.--Madrid, 1890.

_Conde de la Viñaza._--Adiciones al diccionario histórico de Cean
Bermúdez.--Madrid, 1894.

_Aarseens de Somerdyck._--Voyage d'Espagne curieux historique et
politique.--París, MDCLXV.

_Stirling (William)._--Velázquez et ses oeuvres. Traduit par Q. Brunet
avec des notes et catalogue des tableaux de Velázquez, par W.
Bürger.--París, 1865.

_Barón Ch. Davillier._--Mémoire de Velázquez.--París, 1874.

_Charles Blanc._--Histoire des peintres de toutes les écoles.--París.

_W. Bürger (Thoré)._--Tresors d'Art en Angleterre.--París, 1865.

_Stirling (W.)._--Annals of the artists of Spain.--Londres, 1848.

_Curtis (Ch. B.)._--Velázquez and Murillo, a descriptive and historial
catalogue of the works.--Londres, 1883.

_Lefort (Paul)._--Velázquez, París, 1888.

_Justi (Carl)._--Diego Velázquez, and his times.--Londres, 1889.

_Emile Michel._--Études sur l'histoire de l'art.--París, 1895.

_Stevenson R. A. M._--The art of Velázquez.--Londres, 1895.

_Walter Armstrong._--Velázquez. A study of his life and art.--Londres,
1897.

_Beruete (A. de)._--Velázquez, préface de M. L. Bonnat, illustrations
par Braun, Clement et C.e--París, 1898.

       *       *       *       *       *

     _Acabose la impresión de este libro
           en Madrid, en la imprenta
            de Ricardo Fé, Olmo, 4,
              el día 6 de Junio
                  del año
                   1899.
              Los fotograbados
         están hechos en los talleres
            de «Blanco y Negro»._

       *       *       *       *       *


NOTAS:

[1] _Obras del maestro Fernán Pérez de Oliva._ Segunda edición. Madrid,
1787.

[2] _El P. José de Acosta y su importancia en la literatura científica
española_, por D. José Carracido. Madrid, 1899.

[3] _Apuntes para una biblioteca científico-española del siglo XVI_, por
D. Felipe Picatoste. Madrid, 1891.--_Estudios sobre la grandeza y
decadencia de España_, por el mismo. Madrid, 1887.

[4] Andrés Bernaldez.--_Historia de los Reyes Católicos_. A. A. E. E. de
Rivadeneyra. Tomo LXX, pag. 723.

[5] Menéndez Pelayo.--_Antología de poetas líricos castellanos_. Tomo
VI. Madrid, 1896.

[6] Pedro de Madrazo.--_Viaje artístico de tres siglos por las
colecciones de cuadros de los reyes de España_. Barcelona, 1884.

[7] Entre otros Vicencio Carducho.--_Dialogos de la pintura._ Madrid;
por Francisco Martínez, 1633.

[8] Fray Joseph de Jesús María de la Orden de los descalzos de la Virgen
María del Monte Carmelo. _Primera parte de las excelencias de la virtud
de la castidad._--Alcalá; por la Viuda de Juan Gracián, año 1601.

[9] _Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad del arte de
la pintura_, por D. Juan de Butrón. Madrid, por Luis Sánchez, MDCXXVI.

[10] _Discursos practicables del nobilísimo arte de pintura, sus
rudimentos_, etc., etc., por Jusepe Martínez. Obra publicada por la
Academia de San Fernando, con notas y la vida del autor, por don
Valentín Carderera. Madrid, 1866.

[11] _El pintor cristiano y erudito, o tratado de los errores que suelen
cometerse frecuentemente en pintar y esculpir las imágenes sagradas_,
libro escrito en latín por Fray Juan Interian de Ayala, y traducido al
castellano por D. Luis de Duran y Bastero. Madrid, Ibarra, MDCCLXXXII.

[12] Aunque esto carezca hoy de importancia, como detalle curioso diré
que la familia de los Velázquez traía por armas trece roeles azules en
campo de plata, y por orla ocho aspas de oro en campo rojo. Así consta
en un manuscrito inédito titulado _Origen e ilustración del nobilísimo
arte de la pintura_, por don Lázaro Díaz del Valle, en 1656.

[13] _Pacheco y sus obras._ Un tomo en 8.º menor. Sevilla,
1876.--_Francisco Pacheco: sus obras artísticas y literarias._ Un tomo
en folio. Sevilla, 1886. Ambas por Don José María Asensio. Este mismo
erudito ha reproducido el _Libro de descripción de verdaderos retratos_
al cual acompaña y sirve de guía el segundo de los volúmenes citados.

[14] Pacheco. _Arte de la Pintura, su antigüedad y grandezas._ Sevilla.
Simón Faxardo, 1649. Libro III. Capítulo 8.

[15] _El Museo pictórico y escala óptica_, por don Antonio Palomino de
Castro y Velasco. Dos tomos en folio. Madrid, 1715 y 1724.

[16] Colección Cook. Richmond Hill.

[17] Idem del duque de Wellington. Apsley House.

[18] Propiedad de don L. Alvear. Madrid.

[19] Museo del Prado. Madrid, núm. 1.103 del catalogo.

[20] A. de Beruete.--_Velázquez._ París. Librairie Renouard, 1898.

[21] Galería Nacional. Londres.

[22] Sevilla; de propiedad particular.

[23] Madrid; ídem de Aureliano de Beruete.

[24] Palacio arzobispal de Sevilla.

[25] Murió en 1625.

[26] _Arte de la pintura_, lib. I. cap. VIII.

[27] _Arte de la pintura_, lib. I, cap. VII.

[28] Don Fernando, hermano de Felipe IV: nació en El Escorial en 1609.
Hecho Cardenal por Paulo V en 1619. Murió en 1641.

[29] El entonces Príncipe de Gales, después Carlos I, había venido a
Madrid para procurar su boda con la infanta doña María, hermana de
Felipe IV.

[30] Hermano segundogénito de Felipe IV. Nació en 1607; murió en 1632.

[31] _Dialogos de la pintura, su defensa, origen, esencia, definición,
modos y diferencias_..., por Vicencio Carducho. Por Francisco Martínez,
año de 1633.

[32] Número 470.

[33] _Documentos inéditos para la Historia de España_, publicados por el
Sr. D. M. R. Zarco del Valle, tomo LV. Madrid, 1870.

[34] _Rubens diplomático español_, por G. Cruzada Villaamil. Madrid,
1874.

[35] Pacheco. _Arte de la pintura._ Libro I. Cap. VIII.

[36] _Observaciones sobre particularidades de la poesía española_, por
don Adolfo de Castro. Prólogo al tomo XLII de los AA. EE. de
Rivadeneyra.

[37] _Cortada_: lo mismo que grabada.

[38] No se puede afirmar lo mismo del núm. 1.108, que ya a don Pedro de
Madrazo le pareció obscurecido por la imprimación roja de la tela y
acaso pintado en Madrid.

[39] Número 413.

[40] Jusepe Martínez. _Dialogos practicables del arte de la pintura._

[41] _Diccionario histórico de los más ilustres profesores de Bellas
Artes en España._ Madrid, 1800.--Tomo IV, pag. 188.

[42] Cruzada Villaamil y don Pedro de Madrazo, dicen que el primero de
ambos retratos es el que esta hoy en la Galería Pitti de Florencia.
Beruete lo considera copia.

[43] Entre estos últimos son conocidos D. Juan de Austria; don Francisco
de Austria, que murió de edad de ocho años; doña Margarita, monja en la
Encarnación de Madrid; D. Alfonso de Santo Tomás, obispo de Málaga; D.
Fernando de Valdés, general de artillería; D. Alonso de San Martín,
obispo de Oviedo, y D. Juan Corso, que con el nombre de Juan del
Sacramento se hizo célebre predicador.--Picatoste: _Estudios sobre la
grandeza y decadencia de España_, parte tercera.

[44] Véase VELÁZQUEZ, por A. de Beruete. Paris. Renouard, 1898.

[45] La reina tomó parte en las conjuras contra Olivares. Cierto
día--refiere un historiador--cogiendo en brazos al príncipe Baltasar se
lo presentó al rey llorando y diciéndole: «Este es vuestro hijo; si la
monarquía ha de seguir gobernada por el ministro que la esta perdiendo,
pronto le veréis reducido a la condición más miserable».

[46] Del Conde-Duque se conservan además los retratos siguientes: uno en
pie con traje de corte, la cruz de Alcantara y cadena de oro al cuello,
propiedad de Mr. Horford, en Londres, que procede de la casa de
Altamira, y en opinión de Justi y Raimundo de Madrazo es auténtico.
Otro, repetición del anterior, propiedad de Mr. Eduard Huth. Otro, en
busto, en la Galería Real de Dresde. Y otro en el Museo de San
Petersburgo que Justi ha calificado de copia. (Véase _Velázquez_, por A.
de Beruete. París, 1898).

[47] Tomo IV. Madrid, 1770.

[48] Puede verse reproducido al frente de la traducción inglesa de la
_Vida del gran tacaño_, con dibujos de Vierge, titulada _Pablo de
Segovia, the Spanish Sharper_. Un tomo en folio. T. Fisher Auwin.
Londres, 1892.

[49] La Corte y la Monarquía de España en los años de 1636 y 37, por
Antonio Rodríguez Villa. Madrid, 1886.

[50] En el catalogo extenso del Museo de Versalles. París, 3 tomos,
1861, figura un retrato pequeño (3.386) de la duquesa de Chevreuse, por
Mlle. de Bresson, con una nota que dice estar tomado de otro original
perteneciente a la antigua colección Montpensier del castillo de Eu.
Ignoro si este original tiene algo que ver con el de Velázquez.

[51] Madrazo hace constar que el Sr. Gayangos, fundándose en las
relaciones de la Chevreuse con principales familias inglesas y en sus
frecuentes viajes a Londres, dice que era entre muchos españoles tenida
por inglesa, y que acaso fuera el suyo aquel retrato que a la muerte de
Velázquez se halló en su obrador del cuarto del príncipe y se inventarió
como _cabeza de una inglesa_.

[52] Algunos críticos, entre ellos Justi, ponen en dada que sea de
Velázquez.

A esta época corresponde también un cuadro que Palomino vio en casa del
marqués de Liche, donde el príncipe Baltasar Carlos aprendía a montar
enseñado por su caballerizo el Conde-Duque, mientras el rey y la reina
le miraban desde un balcón del picadero.

[53] Tiene el cuadro en la parte inferior, a la derecha, una inscripción
latina, según la cual fue concluido en 1647; lo cual corrobora la
creencia de que Velázquez hiciera las figuras en Madrid, al volver del
viaje.--Número 788 del Museo del Prado.

[54] _Voyage d'Espagne curieux historique et politique fait en l'Année
1655, dedié à son Altesse Royale Mademoiselle._--París, cher Charles de
Sercy, MDCLXV. En 4.º, pag. 39.

[55] _Relaciones históricas de los siglos XVI y XVII_, publicadas por la
Sociedad de bibliófilos españoles.--Madrid, 1896.

[56] _Memorial informatorio por los pintores en el pleyto que tratan con
el señor Fiscal de Su Majestad en el Real Consejo de Hacienda sobre la
exención del arte de la pintura._ En Madrid, por Juan Gonzalez. Año de
1629. En 8.º--Carducho publicó estos informes al imprimir sus _Dialogos_
cuatro años después.

[57] _La Corte y la Monarquía de España en los años de 1636 y 37, con
curiosos documentos sobre corridas de toros en los siglos XVII y XVIII_,
por Antonio Rodríguez Villa. Madrid, 1886.

[58] _Viage de la Serenísima Reyna doña María Ana de Austria, segunda
muger de D. Phelipe Quarto deste nombre, Rey Catholico de Hespaña hasta
la Real Corte de Madrid desde la Imperial de Viena_, etc., etc., por don
Hieronimo Mascareñas. Madrid, 1650. En 8.º

[59] No creo que se haya estudiado y puesto en claro la verdadera
condición legal de los muchos esclavos que había en España durante
aquella época. Figuran esclavos y esclavas en las comedias y novelas y
en multitud de papeles. En los _Documentos Cervantinos_, publicados por
D. Cristóbal Pérez Pastor, Madrid, 1897, se citan varios, y este mismo
erudito ha descubierto recientemente, no sólo una escritura de compra de
esclavo hecha por el famoso impresor Luis Sánchez, sino indicios de que
los monarcas católicos convertían en origen de renta la tolerancia de la
esclavitud.

[60] Número 935 del Catalogo.

[61] La que se reproduce en este libro.

[62] Dicen así los versos:

      _Don Diego repliché con tal maniera:_
    _a Venecia si trova el bon, e'l belo:_
    _mi, dago el primo liogo a quel penelo;_
    _Tixian xé quel che porta la bandiera._

Marco Boschini. _La carta del Navegar Pittoresco._ Venecia, 1660, en
4.^{o.}

[63] La minuta de esta carta esta en el Archivo de Simancas. (Simancas,
Est., Leg. 2.724).--Cruzada Villamil.--_Anales de la vida y de las obras
de Diego de Silva Velázquez._--Madrid, 1885.

[64] Número 526 del Catalogo del Museo del Prado.

[65] Número 415 del mismo.

[66] Número 428 del mismo.

[67] _Colección de documentos inéditos para la Historia de España_, por
M. R. Zarco del Valle.--Madrid, 1870.

[68] _Memoria de las pinturas que la Majestad Catholica del Rey Nuestro
Señor D. Philippe IV embia al Monasterio de San Laurencio el Real del
Escorial este ano de MDCLVI, descriptas y colocadas por D. Diego de
Sylva Velázquez, caballero del Orden de Santiago, Ayuda de Cámara de su
Majestad, Aposentador Mayor de su Imperial Palacio, Ayuda de la Guarda
Ropa, Ugier de Cámara, Superintendente extraordinario de las obras
reales, y pintor de Cámara, Apeles de este siglo. La ofrece, dedica y
consagra a la posteridad D. Ivan de Alfaro. Impressa en Roma, en la
officina de Ludovico Grignano, año de MDCLVIII._ En 8.º.

[69] Memorias de la Academia Española. Tomo III. 1872.

[70] _Mémoire de Velázquez sur quarante et un tableaux envoyés par
Philippe IV a l'Escurial, Reimpression de l'exemplaire unique (1658)
avec introdution traduction et notes par le Baron Ch. Davillier et un
portrait de Velázquez gravé à l'eau forte par Fortuny._ Paris. Cher
Auguste Aubry, M.DCCCLXXIV. En 4.º.

[71] Número 1.080 del Catalogo.

[72] Número 1.735 del Catalogo.

[73] Número 617 del Catalogo.

[74] Número 1.078 y 1.079 del Catalogo.

[75] Número 615 del Catalogo.

[76] Número 619 del Catalogo.

[77] Número 1.731 del Catalogo.

[78] _Noticia de los cuadros que se hallan colocados en la Galería del
Museo del Rey Nuestro Señor, sito en el Prado de esta Corte._ Con Real
licencia. Madrid, 1828.

[79] Entre los retratos de esta época, atribuidos a Velázquez, que se
conservan en Viena, y cuya autenticidad puede ponerse en tela de juicio,
se citan: uno de la Infanta Margarita, repetición del número 1.084 del
Catalogo de Madrid; otro de la misma, con traje verde; dos de la Reina
doña Mariana; uno repetición del de los dos relojes, y otro más pequeño.
Tampoco son de Velázquez, aunque se pretenda lo contrario, los
designados con los números 1.081, 1.082 y 1.083 de nuestro Museo del
Prado, que respectivamente representan de cuerpo entero y tamaño natural
a Felipe IV y la Reina doña Mariana orando, y al Príncipe Baltasar
Carlos en traje negro de Corte, siendo acaso este último la mejor obra
de Mazo.

[80] Número 1.483 del Catalogo.

[81] _Viaje de España._ Tomo VI. Madrid, 1776.

[82] Número 1.063 del Catalogo del Museo del Prado.

[83] Número 1.102 del Catalogo del Museo del Prado.

[84] _Viaje de España._ Tomo V. Madrid, 1776.

[85] Emile Michel: _Etudes sur l'histoire de l'art_. París, 1895.

[86] Número 1.101 del Catalogo del Museo del Prado.

[87] Número 1.100 del Catalogo del Museo del Prado.

[88] Número 1.061 del Catalogo del Museo del Prado.

[89] Número 1.062 del Catalogo del Museo del Prado.

[90] Pacheco: _Arte de la Pintura_, lib. I, cap. VIII.

[91] Reproducido en este libro.

[92] Número 1.056 del Museo del Prado.

[93] Número 1.057 del Museo del Prado.

[94] _Viage del Rey don Felipe quarto a la frontera de Francia.
Funciones reales del Desposorio, y entrega de la Serenissiama Señora
Infanta de España doña María Teresa de Austria. Vistas de Sus Magestades
Católica y Christianisima, Señora Reyna Christianisima Madre, y Señor
Duque de Anjou. Solemne juramento de la paz, y sucesos de ida y buelta
de la jornada. En relacion diaria._ Por don Leonardo del Castillo.
Madrid, imprenta Real. MDCCLXVII. En 4.º

[95] El Marqués de Malpica decía en su instancia: «S. M. se sirva
mandarme lo que he de hacer en quanto a Diego Velázquez, pues
sabiéndolo, excusaré debatir con él que es lo que siempre he deseado
rehusar y lo conseguiré por este camino.» El Rey contestó de su puño:
«Diego Velázquez os es súbdito y así os obedecera en todo, y en lo que
toca esta obra de la alcoba se podrá hacer en la conformidad que
estuviere ajustado con Pedro de la Peña.»

[96] Número 935 del Museo del Prado.

[97] Inserta en la pagina 47.

[98] Basano.

[99] Luis XIV.

[100] El Greco, Dominico Theotocópuli.

[101] Esta obra no llegó a ponerse en venta.

       *       *       *       *       *


OBRAS DEL MISMO AUTOR


                                               Pesetas.

APUNTES PARA LA HISTORIA DE LA CARICATURA             2

LÁZARO (casi novela), segunda edición                 3

DE EL TEATRO, (_Lo que debe ser el drama_).--Memoria
leída en el Ateneo de Madrid, segunda edición.        1

LA HIJASTRA DEL AMOR (novela), tercera edición        4

JUAN VULGAR (novela), tercera edición                 3

EL ENEMIGO (novela), tercera edición                  4

LA HONRADA (novela), con ilustraciones de José
L. Pellicer y José Cuchy                              4

DULCE Y SABROSA (novela)                              4

NOVELITAS                                             3,50

CUENTOS DE MI TIEMPO                                  3,50


_EN PREPARACIÓN_

VALDELLANTO (novela).





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