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Title: La de Bringas
Author: Pérez Galdós, Benito, 1843-1920
Language: Spanish
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La de Bringas


Benito Pérez Galdós



I


Era aquello... ¿cómo lo diré yo?... un gallardo artificio sepulcral de
atrevidísima arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, por
una parte severo y rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido,
ondulante y quebradizo a la usanza gótica, con ciertos atisbos
platerescos donde menos se pensaba; y por fin cresterías semejantes a
las del estilo tirolés que prevalece en los kioskos. Tenía piramidal
escalinata, zócalos greco-romanos, y luego machones y paramentos
ojivales, con pináculos, gárgolas y doseletes. Por arriba y por abajo, a
izquierda y derecha, cantidad de antorchas, urnas, murciélagos, ánforas,
búhos, coronas de siemprevivas, aladas clepsidras, guadañas, palmas,
anguilas enroscadas y otros emblemas del morir y del vivir eterno. Estos
objetos se encaramaban unos sobre otros, cual si se disputasen,
pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro del
mausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobra
una lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con la
mano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir que
era varón. Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimas
plumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzaba
sus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo había
un poco en aquella elegantísima interpretación de la zapatería
angelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que se
enredaban después en su brazo derecho. Si a primera vista se podía
sospechar que el tal gimoteaba por la molestia de llevar tanta cosa
sobre sí, alas, flores, cintajos, y plumas, amén de un relojito de
arena, bien pronto se caía en la cuenta de que el motivo de su duelo era
la triste memoria de las virginales criaturas encerradas dentro del
sarcófago. Publicaban desconsoladamente sus nombres diversas letras
compungidas, de cuyos trazos inferiores salían unos lagrimones que
figuraban resbalar por el mármol al modo de babas escurridizas. Por tal
modo de expresión las afligidas letras contribuían al melancólico efecto
del monumento.

Pero lo más bonito era quizás el sauce, ese arbolito sentimental
que de antiguo nombran _llorón_, y que desde la llegada de la Retórica
al mundo viene teniendo una participación más o menos criminal en toda
elegía que se comete. Su ondulado tronco elevábase junto al cenotafio, y
de las altas esparcidas ramas caía la lluvia, de hojitas tenues,
desmayadas, agonizantes. Daban ganas de hacerle oler algún fuerte
alcaloide para que se despabilase y volviera en sí de su poético
síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no se
hacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado de
graciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversos
tamaños. Había margaritas, pensamientos, pasionarias, girasoles, lirios
y tulipanes enormes, todos respetuosamente inclinados en señal de
tristeza... El fondo o perspectiva consistía en el progresivo
alejamiento de otros sauces de menos talla, que se iban a llorar a moco
y baba camino del horizonte. Más allá veíanse suaves contornos de
montañas, que ondulaban cayéndose como si estuvieran bebidas; luego
había un poco de mar, otro poco de río, el confuso perfil de una ciudad
con góticas torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado al
cielo, una oblea que debía de ser la Luna a juzgar por los blancos
reflejos de ella que esmaltaban las aguas y los montes.

El color de esta bella obra de arte era castaño, negro y rubio. La
gradación del oscuro al claro servía para producir ilusiones de
perspectiva aérea. Estaba encerrada en un óvalo que podría tener media
vara en su diámetro mayor, y el aspecto de ella no era de mancha sino de
dibujo, hallándose expresado todo por medio de trazos o puntos. ¿Era
talla dulce, agua fuerte, plancha de acero, boj o pacienzuda obra
ejecutada a punta de lápiz duro o con pluma a la tinta china?... Reparad
en lo nimio, escrupuloso y firme de tan difícil trabajo. Las hojas del
sauce se podrían contar una por una. El artista había querido expresar
el conjunto, no por el conjunto mismo sino por la suma de pormenores,
copiando indoctamente a la Naturaleza; y para obtener el follaje, tuvo
la santa calma de calzarse las hojitas todas una después de otra.
Habíalas tan diminutas, que no se podían ver sino con microscopio. Todo
el claro-oscuro del sepulcro consistía en menudos órdenes de bien
agrupadas líneas, formando peine y enrejados más o menos ligeros según
la diferente intensidad de los valores. En el modelado del angelote
había tintas tan delicadas, que sólo se formaban de una nebulosa de
puntos pequeñísimos. Parecía que había caído arenilla sobre el fondo
blanco. Los tales puntos, imitando el estilo de la talla dulce, se
espesaban en los oscuros, se rarificaban y desvanecían en los claros,
dando de sí, con esta alterna y bien distribuida masa, la ilusión del
relieve... Era, en fin, el tal cenotafio un trabajo de pelo o en
pelo, género de arte que tuvo cierta boga, y su autor D. Francisco
Bringas demostraba en él habilidad benedictina, una limpieza de manos y
una seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquito
más allá.



II


Era un delicado obsequio con el cual quería nuestro buen Thiers pagar
diferentes deudas de gratitud a su insigne amigo D. Manuel María José
del Pez. Este próvido sujeto administrativo había dado a la familia
Bringas en Marzo de aquel año (1868) nuevas pruebas de su generosidad.
Sin aguardar a que Paquito se hiciera licenciado en dos o tres Derechos,
habíale adjudicado un empleíllo en Hacienda con cinco mil realetes, lo
que no es mal principio de carrera burocrática a los diez y seis años
mal cumplidos. Toda la sal de este nombramiento, que por lo temprano
parecía el agua del bautismo, estaba en que mi niño, atareado con sus
clases de la Universidad y con aquellas lecturas de Filosofía de
la Historia y de Derecho de Gentes a que se entregaba con furor, no
ponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos diez
y seis reales y pico que le regalábamos cada mes por su linda cara.

Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustrado la
idea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento de
un deber del Estado para con los españolitos precoces, estaba
agradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a la
patria sus obligaciones. El reconocimiento de D. Francisco, mucho más
fervoroso, no acertaba a encontrar para manifestarse medios
proporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de ser
correspondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de los
estrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original,
admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo que
brotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantes
manos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme a
los nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de este
mundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez,
interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservaba
los hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso que
hiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas que
ya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuados
peluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pez
quería era... algo como poner en verso una cosa poética que está en
prosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesas
guedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte del
alma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y que
hablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, la
escayola, las flores de trapo, la purpurina y los _Nocturnos_ fáciles
para piano. Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todo
el vigor de su espíritu el grito de un _eureka_. Él iba a ser el
versificador.

«Yo, señora, yo...»--tartamudeó, conteniendo a duras penas el fervor
artístico que llenaba su alma.

--Es verdad... Usted sabrá hacer eso como otras muchas cosas. Es usted
tan hábil...

--¿De qué color es el cabello?

--Ahora mismo lo verá usted--dijo la mamá abriendo, no sin emoción, una
cajita que había sido de dulces, y era ya depósito azul y rosa de
fúnebres memorias--. Vea usted qué trenza... es de un castaño
hermosísimo.

--¡Oh!, sí, ¡soberbio!--profirió Bringas temblando de gozo--. Pero nos
hacía falta un poco de rubio.

--¿Rubio?... Yo tengo de todos colores. Vea usted estos rizos
de mi Arturín que se me murió a los tres años.

--Delicioso tono. Es oro puro... ¿Y este rubio claro?

--¡Ah!, la cabellera de Joaquín. Se la cortamos a los diez años. ¡Qué
lástima! Parecía una pintura. Fue un dolor meter la tijera en aquella
cabeza incomparable... pero el médico no quiso transigir. Joaquín estaba
convaleciente de un tabardillo, y su cara ahilada apenas se veía dentro
de aquel sol de pelos.

--Bien, bien; tenemos castaño y dos tonos de rubio. Para entonar no
vendría mal un poco de negro...

--Utilizaremos el pelo de Rosa. Hija, tráeme uno de tus añadidos.

D. Francisco tomó, no ya entusiasmado, sino extático, la guedeja que se
le ofreció.

«Ahora...--dijo algo balbuciente--. Porque verá usted, Carolina... tengo
una idea... la estoy viendo. Es un cenotafio en campo funeral, con
sauces, muchas flores... Es de noche».

--¿De noche?

--Quiero decir, que para dar melancolía al paisaje del fondo, conviene
ponerlo todo en cierta penumbra... Habrá agua, allá, allá, muy lejos,
una superficie tranquiiiila, un bruñido espeeeejo... ¿me comprende
usted?...

--¿Qué es ello?, ¿agua, cristal...?

--Un lago, señora, una, especie de bahía. Fíjese usted: los
sauces extienden las ramas así... como si gotearan. Por entre el follaje
se alcanza a ver el disco de la luna, cuya luz pálida platea las cumbres
de los cerros lejanos, y produce un temblorcito... ¿está usted?, un
temblorcito sobre la superficie...

--¡Oh!, sí... del agua. Comprendido, comprendido. ¡Lo que a usted se le
ocurre...!

--Pues bien, señora, para este bonito efecto me harían falta algunas
canas.

--¡Jesús!, ¡canas!... Me río tontamente del apuro de usted por una cosa
que tenemos tan de sobra... Vea usted mi cosecha, Sr. D. Francisco. No
quisiera yo poder proporcionar a usted en tanta abundancia esos rayos de
luna que le hacen falta... Con este añadido _(Sacando uno largo y
copioso.)_ no llorará usted por canas...

Tomó Bringas el blanco mechón, y juntándolo a los demás, oprimiolo todo
contra su pecho con espasmo de artista. Tenía, ¡oh dicha!, oro de dos
tonos, nítida y reluciente plata, ébano y aquel castaño sienoso y
romántico que había de ser la nota dominante.

«Lo que sí espero de la rectitud de usted--dijo Carolina, disimulando la
desconfianza con la cortesía--, es que por ningún caso introduzca en la
obra cabello que no sea nuestro. Todo se ha de hacer con pelo de la
familia».

--Señora, ¡por los clavos de Cristo!... ¿Me cree usted capaz de
adulterar...?

--No... no, si no digo... Es que los artistas, cuando se dejan llevar de
la inspiración _(Riendo.)_ pierden toda idea de moralidad, y con tal de
lograr un efecto...

--¡Carolina!...

Salió de la casa el buen amigo, febril y tembliqueante. Tenía la
enfermedad epiléptica de la gestación artística. La obra, recién
encarnada en su mente, anunciaba ya con íntimos rebullicios que era un
ser vivo, y se desarrollaba potentísima oprimiendo las paredes del
cerebro y excitando los pares nerviosos, que llevaban inexplicables
sensaciones de ahogo a la respiración, a la epidermis hormiguilla, a las
extremidades desasosiego, y al ser todo impaciencia, temores, no sé qué
más... Al mismo tiempo su fantasía se regalaba de antemano con la imagen
de la obra, figurándosela ya parida y palpitante, completa, acabada, con
la forma del molde en que estuviera. Otras veces veíala nacer por
partes, asomando ahora un miembro, luego otro, hasta que toda entera
aparecía en el reino de la luz. Veía mi enfermo idealista el cenotafio
de entremezclados órdenes de arquitectura, el ángel llorón, el sauce
compungido con sus ramas colgantes, como babas que se le caen al cielo,
las flores que por todas partes esmaltaban el piso, los términos lejanos
con toda aquella tristeza lacustre y lunática... Interrumpiendo esta
hermosa visión de la obra non-nata, llameaban en el cerebro del
artista, al modo de fuegos fatuos (natural complemento de una cosa tan
funeraria), ciertas ideas atañederas al presupuesto de la obra. Bringas
las acariciaba, prestándoles aquella atención de hombre práctico que no
excluía en él las desazones espasmódicas de la creación genial. Contando
mentalmente, decía:



III


«Goma laca: _dos reales y medio_. A todo tirar gastaré _cinco reales_...
Unas tenacillas de florista, pues las que tengo son un poco gruesas:
_tres reales_. Un cristal bien limpio:_real y medio_. Cuatro docenas de
pistilos muy menudos, a no ser que pueda hacerlos de pelo, que lo he de
intentar: _dos y medio_. Total: _quince reales_. Luego viene lo más
costoso, que es el cristal convexo y el marco; pero pienso utilizar el
del perrito bordado de mi prima Josefa, dándole una mano de purpurina.
En fin, con purpurina, cristal convexo, colgadero e imprevistos...
vendrá a importar todo unos veintiocho a treinta reales».

Al día siguiente, que era domingo, puso manos a la obra. No
gustándole ninguno de los dibujos de monumento fúnebre que en su
colección tenía, resolvió hacer uno; mas como no la daba el naipe por la
invención, compuso, con partes tomadas de obras diferentes, el bien
trabado conjunto que antes describí. Procedía el sauce de _La tumba de
Napoleón en Santa Elena_; el ángel que hacía pucheros había venido del
túmulo que pusieron en el Escorial para los funerales de una de las
mujeres de Fernando VII, y la lontananza fue tomada de un grabadito de
no sé qué librote Lamartinesco que era todo un puro jarabe. Finalmente,
las flores las cosechó Bringas en el jardín de un libro ilustrado sobre
el _Lenguaje_ de las tales, que provenía de la biblioteca de doña
Cándida.

Este trabajo previo del dibujo ocupó al artista como media semana, y
quedó tan satisfecho de él, que hubo de otorgarse a sí mismo, en el
silencio de la falsa modestia, ardientes plácemes. «Está todo tan
propio--decía la Pipaón con entusiasmo inteligente--, que parece se está
viendo el agua mansa y los rayos de la luna haciendo en ella como unas
cosquillas de luz...».

Pegó Bringas su dibujo sobre un tablero, y puso encima el cristal,
adaptándolo y fijándolo de tal modo que no se pudiese mover. Hecho esto,
lo demás era puro trabajo de habilidad, paciencia y pulcritud. Consistía
en ir expresando con pelos pegados en la superficie superior del
cristal todas las líneas del dibujo que debajo estaba, tarea
verdaderamente peliaguda, por la dificultad de manejar cosa tan sutil y
escurridiza como es el humano cabello. En las grandes líneas menos mal;
pero cuando había que representar sombras, por medio de rayados más o
menos finos, el artista empleaba series de pelos cortados del tamaño
necesario, los cuales iba pegando cuidadosamente con goma laca, en
caliente, hasta imitar el rayado del buril en la plancha de acero o en
el boj. En las tintas muy finas, Bringas había extremado y sutilizado su
arte hasta llegar a lo microscópico. Era un innovador. Ningún capilífice
había discurrido hasta entonces hacer puntos de pelo, picando este con
tijeras hasta obtener cuerpecillos que parecían moléculas, y pegar luego
estos puntos uno cerca de otro, jamás unidos, de modo que imitasen el
punteado de la talla dulce. Usaba para esto finísimos pinceles, y aun
plumas de pajaritos afiladas con saliva; y después de bien picado el
cabello sobre un cristal, iba cogiendo cada punto para ponerlo en su
sitio, previamente untado de laca. La combinación de tonos aumentaba la
enredosa prolijidad de esta obra, pues para que resultase armónica,
convenía poner aquí castaño, allá negro, por esta otra parte rubio, oro
en los cabellos del ángel, plata en todo lo que estuviera debajo del
fuero de la claridad lunar. Pero de todo triunfaba aquel bendito. ¿Y
cómo no, si sus manos parecía que no tocaban las cosas; si su
vista era como la de un lince, y sus dedos debían de ser dedos del
céfiro que acaricia las flores sin ajarlas?... ¡Qué diablo de hombre!
Habría sido capaz de hacer un rosario de granos de arena, si se pone a
ello, o de reproducir la catedral de Toledo en una cáscara de avellana.

Todo el mes de Marzo se lo llevó en el cenotafio y en el sauce, cuyas
hojas fueron brotando una por una, y a mediados de Abril tenía el ángel
brazos y cabeza. Cuantos veían esta maravilla quedábanse prendados de la
originalidad y hermosura de ella y ponían a D. Francisco entre los más
eximios artistas, asegurando que si viese tal obra algún extranjerazo,
algún inglesote rico de esos que suelen venir a España en busca de cosas
buenas, darían por ella una porrada de dinero y se la llevarían a los
países que saben apreciar las obras del ingenio. Tenía Bringas su taller
en el enorme hueco de una ventana que daba al Campo del Moro...

Porque la familia vivía en Palacio en una de las habitaciones del piso
segundo que sirven de albergue a los empleados de la Casa Real.

Embelesado con la obra de pelo, se me olvidó decir que allá por Febrero
del 68 D. Francisco fue nombrado oficial primero de la Intendencia del
Real Patrimonio con treinta mil reales de sueldo, casal médico, botica,
agua, leña y demás ventajas inherentes a la vecindad regia. Tal
canonjía realizaba las aspiraciones de toda su vida, y no cambiara
Thiers aquel su puesto tan alto, seguro y respetuoso por la silla del
Primado de las Españas. Amargaban su contento las voces que corrían en
aquel condenado año 68 sobre si habría o no trastornos horrorosos, y el
temor de que la llamada revolución estallara al fin con estruendo.
Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en el
cerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como el
desequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café o
tertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de _la gorda_, o comentarios
lúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un cierto
calofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, del
tamaño de una bellota.

Ciento veinte y cuatro escalones tenía que subir D. Francisco por la
escalera de Damas para llegar desde el patio al piso segundo de Palacio,
piso que constituye con el tercero una verdadera ciudad, asentada sobre
los espléndidos techos de la regia morada. Esta ciudad, donde alternan
pacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real república
que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso
circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera
vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en su
nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamos
entrado nunca. Al pisar su primer recinto, entrando por la escalera de
Damas, un cancerbero con sombrero de tres picos, después de tomarnos la
filiación, indiconos el camino que habíamos de seguir para dar con la
casa de nuestro amigo. «Tuercen ustedes a la izquierda, después a la
derecha... Hay una escalerita. Después se baja otra vez... Número 67».



IV


¡Que si quieres!... Echamos a andar por aquel pasillo de baldosines
rojos, al cual yo llamaría calle o callejón por su magnitud, por estar
alumbrado en algunas partes con mecheros de gas y por los ángulos y
vueltas que hace. De trecho en trecho encontrábamos espacios, que no
dudo en llamar plazoletas, inundados de luz solar, la cual entraba por
grandes huecos abiertos al patio. La claridad del día, reflejada por las
paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones,
túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba en
ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del
gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un
doselete de latón.

En todas partes hallábamos puertas de cuarterones, unas recién pintadas,
descoloridas y apolilladas otras, numeradas todas; mas en ninguna
descubrimos el guarismo que buscábamos. En esta veíamos pendiente un
lujoso cordón de seda, despojo de la tapicería palaciega; en aquella un
deshilachado cordel. Con tal signo algunas viviendas acusaban arreglo y
limpieza, otras desorden o escasez, y los trozos de estera de alfombra
que asomaban por bajo de las puertas también nos decían algo de la
especial aposentación de cada interior. Hallábamos domicilios
deshabitados, con puertas telarañosas, rejas enmohecidas, y por algunos
huecos tapados con rotas alambreras soplaba el aire trayéndonos el vaho
frío de estancias solitarias. Por ciertos lugares anduvimos que parecían
barrios abandonados, y las bóvedas de desigual altura devolvían con eco
triste el sonar de nuestros pasos. Subimos una escalera, bajamos otra, y
creo que tornamos a subir, pues resueltos a buscar por nosotros mismos
el dichoso número, no preguntábamos a ningún transeúnte, prefiriendo el
grato afán de la exploración por lugares tan misteriosos. La idea de
perdernos no nos contrariaba mucho, porque saboreábamos de antemano
mano el gusto de salir al fin a puerto sin auxilio de práctico y por
virtud de nuestro propio instinto topográfico. El laberinto nos atraía,
y adelante, adelante siempre, seguíamos tan pronto alumbrados por el sol
como por el gas, describiendo ángulos y más ángulos. De trecho en trecho
algún ventanón abierto sobre la terraza nos corregía los defectos de
nuestra derrota, y mirando a la cúpula de la capilla, nos orientábamos y
fijábamos nuestra verdadera posición.

«Aquí--dijo Pez algo impaciente--, no se puede venir sin un plano y
aguja de marear. Esto debe de ser el ala del Mediodía. Mire usted los
techos del Salón de Columnas y de la escalera... ¡Qué moles!».

En efecto, grandes formas piramidales forradas de plomo nos indicaban
las grandes techumbres en cuya superficie inferior hacen volatines los
angelones de Bayeu.

A lo mejor, andando siempre, nos encontrábamos en un espacio cerrado que
recibía la luz de claraboyas abiertas en el techo, y teníamos que
regresar en busca de salida. Viendo por fuera la correcta mole del
alcázar, no se comprenden las irregularidades de aquel pueblo fabricado
en sus pisos altos. Es que durante un siglo no se ha hecho allí más que
modificar a troche y moche la distribución primitiva, tapiando por aquí,
abriendo por allá, condenando escaleras, ensanchando unas habitaciones a
costa de otras, convirtiendo la calle en vivienda y la vivienda
en calle, agujerando paredes y cerrando huecos. Hay escaleras que
empiezan y no acaban; vestíbulos o plazoletas en que se ven blanqueadas
techumbres que fueron de habitaciones inferiores. Hay palomares donde
antes hubo salones, y salas que un tiempo fueron caja de una gallarda
escalera. Las de caracol se encuentran en varios puntos, sin que se sepa
a dónde van a parar, y puertas tabicadas, huecos con alambrera, tras los
cuales no se ve más que soledad, polvo y tinieblas.

A un sitio llegamos donde Pez dijo: «esto es un barrio popular». Vimos
media docenas de chicos que jugaban a los soldados con gorros de papel,
espadas y fusiles de caña. Más allá, en un espacio ancho y alumbrado por
enorme ventana con reja, las cuerdas de ropa puesta a secar nos
obligaban a bajar la cabeza para seguir andando. En las paredes no
faltaban muñecos pintados ni inscripciones indecorosas. No pocas puertas
de las viviendas estaban abiertas, y por ellas veíamos cocinas con sus
pucheros humeantes y los vasares orlados de cenefas de papel. Algunas
mujeres lavaban ropa en grandes artesones, otras se estaban peinando
fuera de las puertas, como si dijéramos, en medio de la calle.

«Van ustedes perdidos»--nos dijo una que tenía en brazos un muchachón
forrado en bayetas amarillas.

--Buscamos la casa de D. Francisco Bringas.

--¿Bringas?... ya, ya sé--dijo una anciana que estaba sentada junto a la
gran reja--. Aquí cerca. No tienen ustedes más que bajar por la primera
escalera de caracol y luego dar media vuelta... Bringas, sí, es el
sacristán de la Capilla.

--¿Qué está usted diciendo, señora? Buscamos al oficial primero de la
Intendencia.

--Entonces será abajo, en la terraza. ¿Saben ustedes ir a la fuente?

--No.

--¿Saben la escalera de Cáceres?

--Tampoco.

--¿Saben el oratorio?

--No sabemos nada.

--¿Y el coro del oratorio? ¿Y los palomares?

Resultado: que no conocíamos ninguna parte de aquel laberíntico pueblo
formado de recovecos, burladeros y sorpresas, capricho de la
arquitectura y mofa de la simetría. Pero nuestra impericia no se daba
por vencida, y rechazamos las ofertas de un muchacho que quiso ser
nuestro guía.

«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio
opuesto al que habita nuestro amigo--dijo Pez con cierto énfasis
geográfico de personaje de Julio Verne--. Propongámonos trasladarnos al
ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la
cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vez
posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damos
con la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano,
brújula... y provisiones de boca».

Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos por
el ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte de
Madrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas,
espadañas y campanarios. El caballo de Felipe IV nos parecía un juguete,
el Teatro Real una barraca, y el plano superior del cornisamento de
Palacio un ancho puente sobre el precipicio, por donde podría correr con
holgura quien no padeciera vértigos. Más abajo de donde estábamos tenían
sus nidos las palomas, a quienes velamos precipitarse en el hondo abismo
de la Plaza, en parejas o en grupos, y subir luego en velocísima curva a
posarse en los capiteles y en las molduras. Sus arrullos parecen tan
inherentes al edificio como las piedras que lo componen. En los
infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje
república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son
los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es
fama que no les importan nada las revoluciones; ni en aquel libre aire,
ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de
estas reinas indiscutidas e indiscutibles.

Andando. Pez había adquirido en los libritos de Verne nociones
geográficas; se las echaba de práctico y a cada paso me decía: «Ahora
vamos por el Mediodía... Forzosamente hemos de encontrar el paso de
poniente a nuestra derecha... Podemos bajar sin miedo al piso segundo
por esta escalera de caracol... Bien... ¿en dónde estamos? Ya no se ve
la cúpula, ni un triste pararrayos. Estamos en los sombríos reinos del
gas... Pues volvamos arriba por esta otra escalera que se nos viene a la
mano... ¿Qué es esto? ¿Nos hallamos otra vez en el ala de Oriente? Sí,
porque mirando al patio por esta ventana, la cúpula está a nuestra
derecha... Crea usted que ese bosque de chimeneas me causa mareo.
Paréceme que navego y que toda esta mole da tumbos como un barco. A este
lado parece que está la fuente, porque van y vienen mujeres con
cántaros... Ea, yo me rindo, yo pido práctico, yo no doy un paso más...
Hemos andado más de media legua y no puedo con mi cuerpo... Un guía, un
guía, y que me saquen pronto de aquí».

La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de
la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de
una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos.



V


Cuánto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qué decirlo. Ella,
por el contrario, pareciome sorprendida desagradablemente, coma persona
que no quiere ser vista en lugares impropios de su jerarquía. Sus
primeras palabras, dichas a tropezones y entremezcladas con las fórmulas
del saludo, confirmaron aquel mi modo de pensar.

«No les ruego que pasen, porque esta no es mi casa... Me he instalado
aquí provisionalmente, mientras se arregla la habitación de abajo donde
estaba la generala. Es esto un horror, una cosa atroz... Su Majestad se
empeñó en que había de aposentarme en Palacio y no he podido negarme a
ello... «Candidita, no puedo vivir lejos de ti... Candidita, vente
conmigo... Candidita, dispón de todo lo que esté desocupado arriba...»
Nada, nada, pues a Palacio. Meto mis muebles en siete carros de mudanza,
y me encuentro con que el cuarto de la generala está lleno de
albañiles... ¡Es un horror!... se cae un tabique... el estuco
perdido... los baldosines teclean bajo los pies... En fin, que tengo que
meter mis queridos trastos en este aposento, bastante grande, sí, pero
incapaz para mí... Verían ustedes las dos tablas de Rafael tiradas por
el suelo, revueltas con la vajilla; el gran lienzo de Tristán contra la
pared; las porcelanas metidas en paja todavía; las mesas patas arriba;
las lámparas y los biombos y otras muchas cosas en desorden, esperando
sitio, todo hecho una atrocidad, un horror... Créanlo, estoy nerviosa.
Acostumbrada a ver mis cosas arregladas me abruma la estrechez, la falta
de espacio... Y esta vecindad de mozas de retrete, de porteros de banda,
pinches y casilleres me enfada lo que ustedes no pueden figurarse. Su
Majestad me perdone; pero bien me podía haber dejado en mi casa de la
calle de la Cruzada, grandona, friota, eso sí; pero de una comodidad...
No me faltaba sitio para nada y todos los tapices estaban colgados. Aquí
no sé, no sé... Creo que en la habitación que voy a ocupar ha de
faltarme también sitio para todo... ¡Qué hemos de hacer!... allá van
leyes do quieren reyes».

Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba
sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Guiábanos
por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino,
señaló con aire imponente a una fila de puertas diciendo:

«Esta parte es la que voy a ocupar. La de Porta se mudó al lado de allá
para dejarme sitio... Derribo tabiques para unir dos habitaciones y
ponerme en comunicación con la escalera de Cáceres, por la cual puedo
bajar fácilmente a la galería principal y entrar en la Cámara... Mando
poner tres chimeneas más y una serie de mamparas...».

D. Manuel, como hombre muy político, apoyaba estas razones; pero
demasiado sabía con quién hablaba y el caso que debía hacer de aquellas
cacareadas grandezas. Por mi parte, como la viuda de García Grande me
era aún punto menos que desconocida, pues mi familiar trato con ella se
verificó más tarde, en los tiempos de Máximo Manso, mi amigo, todo
cuanto aquella señora dijo me lo tragué, y lo menos que me ocurría era
que estaba hablando con el más próximo pariente de S. M. Aquel derribar
de tabiques y aquel disponer obras y mudanzas, hicieron en mi candidez
el efecto de un lenguaje regio hablado desde la penúltima grada de un
trono. El respeto me impedía desplegar los labios.

Llegamos por fin a las habitaciones de Bringas. Comprendimos que
habíamos pasado por ella sin conocerla, por estar borrado el número. Era
una hermosa y amplia vivienda, de pocos pero tan grandes aposentos, que
la capacidad suplía al número de ellos. Los muebles de nuestro
amigo holgaban en la vasta sala de abovedado techo; pero el retrato de
D. Juan de Pipaón, suspendido frente a la puerta de entrada, decía con
sus sagaces ojos a todo visitante: «Aquí sí que estamos bien». Por las
ventanas que caían al Campo del Moro entraban torrentes de luz y
alegría. No tenía despacho la casa; pero Bringas se había arreglado uno
muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separándolo
de la pieza con un cortinón de fieltro. Allí cabían muy bien su mesa de
trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las
herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias. En la
ventana del gabinete de la izquierda se había instalado Paquito con todo
el fárrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus
apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de
Simancas. Estos dos gabinetes eran anchos y de bóveda, y en la pared del
fondo tenían, como la sala, sendas alcobas de capacidad catedralesca,
sin estuco, blanqueadas, cubiertos los pisos de estera de cordoncillo.
Las tres alcobas recibían luz de la puerta y de claraboyas con reja de
alambre que se abrían al gran corredor-calle de la ciudad palatina. Por
algunos de estos tragaluces entraba en pleno día resplandor de gas. En
la alcoba del gabinete de la derecha se instaló el lecho matrimonial; la
de la sala, que era mayor y más clara, servía a Rosalía de
guardarropa, y de cuarto de labor; la del gabinete de la izquierda se
convirtió en comedor por su proximidad a la cocina. En dos piezas
interiores dormían los hijos.

Ignoro si partió de la fértil fantasía de Bringas o de la pedantesca
asimilación de Paquito la idea de poner a los aposentos de la humilde
morada nombres de famosas estancias del piso principal. Al mes de
habitar allí, todos los Bringas chicos y grandes llamaban a la sala
_Salón de Embajadores_, por ser destinada a visitas de cumplido y
ceremonia. Al gabinete de la derecha, donde estaba el despacho de Thiers
y la alcoba conyugal, se le llamaba _Gasparini_, sin duda por ser lo más
bonito de la casa. El otro gabinete fue bautizado con el nombre de _la
Saleta_. El comedor-alcoba fue _Salón de columnas_; la
alcoba-guardarropa recibió por mote _el Camón_, de una estancia de
Palacio que sirve de sala de guardias, y a la pieza interior donde se
planchaba, se la llamó _la Furriela_.

Para ir a su oficina, D. Francisco no tenía que salir a la calle. O bien
bajaba la escalera de Cáceres, atravesando luego el patio, o bien, si el
tiempo estaba lluvioso, recorría la ciudad alta hasta la escalera de
Damas, dirigiéndose por las arcadas al Real Patrimonio. Como salía poco
a la calle, hasta el paraguas había dejado de serle necesario en aquella
feliz vivienda, complemento de todos sus gustos y deseos.

En la vecindad había familias a quienes Rosalía, con todo su orgullete,
no tenía más remedio que conceptuar superiores. Otras estaban muy por
bajo de su grandeza pipaónica; pero con todas se trataba y a todas
devolvió la ceremoniosa visita inaugural de su residencia en la
población superpalatina. Doña Cándida...



VI


Pero antes de seguir, quiero quitar de esta relación el estorbo de mi
personalidad, lo que lograré explicando en breves palabras el objeto de
mi visita al Sr. de Bringas. Había yo rematado un lote de leñas y otro
de hierbas en Riofrío; y como ocurrieran informalidades graves en la
adjudicación, tuve ciertos dimes y diretes con un administradorcillo de
la Casa Real, de donde me vino el peligro de un pleito. Ya empezaba a
sentir las pesadas caricias del procurador, cuando resolví matar la
cuestión en su origen. D. Manuel Pez, el arreglador de todas las cosas,
el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las
notitas, brindose a sacarme del paso. Yo le debía algunos
favores; pero los que él me debía a mí eran de mayor importancia y
cuantía. Quiso, pues, nivelar mi agradecimiento con el suyo, llevándome
en persona a ver al oficial primero del Patrimonio para que fuera así la
recomendación más expresiva y eficaz. Todo salió según el deseo de
entrambos. Tan servicial y diligente se mostró el buen D. Francisco, que
a los dos días de haberle visto, mi asunto estaba zanjado. Dos capones
de Bayona y una docena de botellas de vino de mi propia cosecha le
regalé el 4 de Octubre, día de su santo, y aún no me pareció esta fineza
proporcionada al servicio que me había hecho.

Prosigo ahora con Doña Cándida. ¡Oh, qué mujer!, ¡qué jarabe de pico el
suyo! Era frecuente oírle esta frase: «Me voy, me voy, que ha de venir a
verme _mi administrador_, y no quiero hacerle esperar. Es hombre
ocupadísimo». O bien esta: «Anda algo atrasada ahora la cobranza de los
alquileres de mis casas». Máximo Manso, cuando se pone a contar cosas de
ella, empieza y no concluye. En 1868 esta señora conservaba aún mucha
parte de su ser antiguo y de las grandezas de su reinado social durante
los cinco años de O'Donnell. Por aquel tiempo se comía precipitadamente
los restos del caudal que allegó su marido, y no había día en que no
saliese de la casa una joya, un cuadrito, un mueble con la misión de
traer dineros para atender a las necesidades domésticas. De los
conflictos con su casero, a quien debía medio año de alquileres, me
ocuparía si tuviese espacio para ello. La Reina la salvó de estos
apurillos, pagándole los atrasos de casa y ofreciéndole una habitación
en los altos de Palacio, que la infeliz no vaciló en aceptar... «Me he
metido en ese cuchitril por complacer a Su Majestad y estar cerca de
ella, mientras me arreglan las piezas de la terraza... ¡Ay, qué posma de
arquitecto!... Le voy a calentar las orejas...». Así se expresaba
constantemente, y transcurrieron muchos meses sin que la ilustre viuda
abandonara su choza provisional. Cuando la encontramos Pez y yo, y
tuvimos el honor de que nos guiara a la morada de Bringas, ya llevaban
más de un año de abandono y podredumbre las famosas tablas de Rafael, el
cuadro de Tristán y las otras mil preciosidades que por milagro de Dios
no estaban en los museos.

Era Cándida una de las más constantes visitas de los Bringas. Rosalía
sentía hacia ella respetuoso afecto y la oía siempre con sumisión,
conceptuándola como gran autoridad en materias sociales y en toda suerte
de elegancias. A los ojos de la señora de Thiers, el brillantísimo
pasado de Cándida había dejado, al borrarse del tiempo, resplandores de
prestigio y nobleza en torno al busto romano y al tieso empaque de la
ilustre viuda. Esta aureola fascinaba a Rosalía, quien,
extremando su respeto a las majestades caídas, aparentaba, tomar en
serio aquello de mi _administrador, mis casas_... Se expresaba Cándida
en todas las ocasiones con un desparpajo y una seguridad y un _boca
abajo todo el mundo_ que no daban lugar a réplica. Vivía en el ala de
Oriente, el barrio más humilde de lo que hemos convenido en llamar
ciudad; pero ningún otro vecino de esta hacía más visitas ni estaba más
tiempo fuera de su domicilio. Todo el santo día lo pasaba de casa en
casa, llamando a distintas puertas, visitando, charlando, recorriendo
todas las partes del coloso desde las cocinas a los palomares; y por las
noches, sin haber salido a la calle, llegaba a su choza provisional tan
rendida como si hubiera corrido medio Madrid. No tenía más familia que
una sobrinita llamada Irene, de unos nueve o diez años, huérfana de un
hermano de García Grande que había sido caballerizo de S. M. Esta era la
inseparable amiguita de la niña de Bringas, y por las tardes se las
veía, muñeca en mano y merienda en boca, jugando en la terraza o en las
partes más claras de aquellas luengas calles cubiertas.

La persona de más viso de cuantas allí vivían, y que en concepto de
Rosalía ocupaba el lugar inmediatamente inferior al de la familia real,
era la vivida del general Minio, camarera mayor de Su Majestad, persona
distinguidísima y sin tacha por cualquier lado que se la
mirase. En la ciudad llamábanla todos por el cariñoso y popular nombre
de doña Tula; pero Rosalía jamás le apeaba el título, y todo era:
«_condesa_ esto, _condesa_ lo otro y lo de más allá». Esta bondadosa y
noble señora era hermana de la condesa de Tellería y de Alejandro
Sánchez Botín, que ha sido diputado tantas veces y ha figurado ya en
media docena de partidos. Los Sánchez Botín son de buena familia, creo
que de un alcurniado solar del Bierzo, y tienen parentesco, aunque
remoto, con la familia de Aransis. En un mismo día se casaron las dos
hermanas, Milagros con el marqués de Tellería, y Gertrudis, que era la
mayor, con el coronel Minio, que rápidamente ascendió a general, ganando
batallas cortesanas en las antecámaras palatinas. No había día de
cumpleaños de Reyes o Príncipes en que él no pescara una cruz o grado.
Cuando ya no le podían dar nada superior, en orden de milicia, a los dos
entorchados, me le agraciaron con el título de conde de Santa Bárbara
(de una finca que tenía en Navarra), nombre que por tener cierto
olorcillo de pólvora, cuadraba bien a su oficio, aunque se decía de él
que nunca había olido más que la que gastamos en salvas. La fama de
valiente que gozaba debió fundarse en que era muy bruto. En el desorden
de nuestras ideas fácilmente convertimos en héroes a los que apenas
saben escribir su nombre. Lo cierto es que _D. Pedro Minio_,
marqués de Santa Bárbara, era persona imponente en una parada, o pasando
revista de inspección en los cuarteles, o dando militares gritos en las
varias Direcciones que desempeñó. Salvo algunas escaramuzas sin
importancia en que tomó parte durante la primera guerra, civil, la
historia militar de nuestro país no le dijo nunca «esta boca es mía».
Pero pasará a la posteridad por los célebres dichos de la _espada de
Demóstenes_, la _tela de Pentecostés_ y el _alma de Garibaldi_, por
aquello de ir a la Habana haciendo escala en Filipinas, con otras
cosillas que, coleccionadas por sus subalternos, forman un delicioso
centón de disparates. La Reina los sabía de corrido y los contaba con
mucha sal. Pero no revolvamos las cenizas de esta nulidad, de quien la
condesa decía, en el más escondido pliegue de la confianza, que era una
bestia condecorada, y ocupémonos de su viuda.



VII


Era en todo tan distinta de la marquesa de Tellería que no parecían
hijas de la misma madre. Tampoco tenía semejanza, ni en la condición ni
en la figura, con su célebre hermano Alejandro Sánchez Botín,
hombre de grandes arbitrios. Las raras prendas de que estaba adornada
parece que tenían su complemento en otra forma de la distinción humana,
la desgracia, privilegio de los seres que se avecinan a lo perfecto. Los
dos hijos que heredaron el nombre, la rudeza y los solecismos del
general eran dos buenas alhajas. Lo que pasó aquella madre mártir para
hacerles seguir la carrera de Caballería no es para contado. Fueron
cinco o seis años de cruel lucha con la barbarie y desaplicación de los
muchachos, de un pugilato fatigoso con los profesores; y gracias al
nombre que llevaban y a las cartitas que escribía en cada curso la
Reina, salieron adelante. Ya eran oficiales y estaban colocados, cuando
una nueva serie de disgustos amargaba la existencia de doña Tula. No
pasaba mes sin que uno de sus pimpollos hiciera alguna barbaridad.
Cuestiones, desafíos, borracheras, sumarias, timbas, trampas, eran la
historia de todos los días, y la mamá tenía que poner remedio a ello con
las recomendaciones y con los desembolsos. Llegó a sentirse tan
fatigada, que cuando el mayor, que también se llamaba _Pedro Minio_, le
manifestó el deseo de irse a Cuba, no tuvo fuerzas para contrariarle. El
otro se quería casar con una mujer de malos antecedentes. Nueva batalla
de la madre, que empleó, para evitarlo, cuantos recursos le permitían su
conocimiento del mundo y su alta posición. Esta señora dijo una
frase que se quedó grabada en la mente de cuantos la oímos, grito
absurdo y dolorido del egoísmo contra la maternidad, y que si no fuera
una paradoja, sería blasfemia contra la Naturaleza y la especie humana.
Hablaban de hijos y de las madres que deseaban tenerlos, así como de las
que los tenían en excesivo número. «¡Ah, los hijos!--dijo doña Tula con
tristísimo acento--. Son una enfermedad de nueve meses y una
convalecencia de toda la vida».

Si los hijos de aquella señora eran idiotas, raquíticos y feos como
demonios, en cambio su hermana Milagros había dado al mundo cuatro
ángeles marcados desde su edad tierna con el sello de la hermosura, la
gracia y la discreción. Aquel Leopoldito tan travieso y mono; aquel
Gustavito tan precoz, tan sabidillo y sentado; aquel Luisito tan
místico, que parecía un aprendiz de santo, y principalmente aquella
María, de ojos verdes y perfil helénico, Venus extraída de las ruinas de
Grecia, soberana escultura viva, ¿a qué madre no envanecerían? Doña Tula
adoraba a sus sobrinos. Eran para ella hijos que no le habían causado
ningún dolor; hijos de otra para las molestias y suyos para las gracias.
A María, que por entonces cumpliera quince años, la adoraba con pasión
de abuela, o sea dos veces madre, y la tenía un tanto consentida y
mimosa. Iba la hermosa niña los domingos y jueves a pasar con
doña Tula todo el día; también solía ir los martes y los viernes, y a
veces los lunes y sábados. Los días de fiesta reuníanse allí varias
amiguitas de la generala, entre ellas las niñas de D. Buenaventura de
Lantigua, y una prima de estas, hija del célebre jurisconsulto D. Juan
de Lantigua, la cual, si no estoy equivocado, se llamaba Gloria.

¡María Santísima!, ¡lo que parecía aquella terraza! Había ninfas de
traje alto que muy pronto iba a descender hasta el suelo, y otras de
vestido bajo que dos semanas antes había sido alto. Las que acababan de
recibir la investidura de mujeres se paseaban en grupos, cogidas del
brazo, haciendo ensayos de formalidad y de conversación sosegada y
discreta. Las más pequeñas corrían, enseñando hasta media pierna, y no
es aventurado decir que Isabelita Bringas y la sobrina de doña Cándida
eran las que más alborotaban. Cuando por aquellas galerías conseguía
deslizarse con furtivo atrevimiento algún novio agridulce, algún
pollanco pretendiente, de bastoncito, corbata de color, hongo claro, y
tal vez pitillo en boquilla de ámbar... ¡ay Dios mío!, ¿quién podría
contar las risas, los escondites, las sosadas, el juego inocente, la
tontería deliciosa de aquellas frescas almas que acababan de abrir sus
corolas al sol de la vida? Las breves cláusulas que ligeras se cruzaban
eran, por un lado, lo más insulso del perfeccionado lenguaje social,
y por otro el ingenuo balbucir de las sociedades primitivas. En
todos estos casos se repite incesantemente el principio del mundo, esto
es, los pruritos de la Creación, el _querer ser_.

La juguetona bandada de mujeres a medio formar invadía el domicilio de
Bringas. Rosalía, gozosa de tratarse con doña Tula, con los Tellerías,
con los Lantiguas, recibíalas con los brazos abiertos, y las obsequiaba
con dulces, que se hacía traer previamente de la repostería de Palacio.
«Jueguen, enreden, griten y alboroten, que a mí no me incomodan»--les
decía Bringas festivamente desde el hueco de la ventana, donde estaba
sumergido en el piélago inmenso de sus pelos. Y ellas no se hacían de
rogar; abrían el piano; una de ellas aporreaba una polka o _wals_, y
las otras, abrazándose en parejas, bailaban, volteaban alegres, riendo,
chillando y besándose.

«Bailen, corran; la casa es de ustedes, niñas queridas»--decía Thiers
sin apartar la vista de los átomos que pegaba sobre el vidrio; y ellas
lo tomaban tan al pie de la letra que corrían danzando de Gasparini a la
Saleta y a saltos se metían en el Camón y en Columnas. Pues digo...
cuando les daba por revolverle a Isabelita sus muñecas, era lo de
empezar y no concluir. Precisamente las más talludas eran las que con
más furor se entretenían en este graciosísimo simulacro de la vida
doméstica, vistiendo y desnudando mujercitas de porcelana y
estopa, arropando bebés con ojos de vidrio y moviendo los trastos de una
cocina de hojalata o de un gabinete de cartón. Lo que embargaba el ánimo
de todas, llegando hasta producir rivalidades, era una muñeca enorme que
D. Agustín Caballero le había mandado a Isabelita desde Burdeos, la cual
era una buena pieza; movía los ojos, decía _papá_ y _mamá_ y tenía
articulaciones para ser colocada en todas las posturas. De aquello a una
criatura no había más que un paso, padecer. Vistiéronla aquella tarde de
chula, y cuando un cierto rumorcillo petulante indicaba la proximidad de
los polluelos en el pasillo; cuando se oían sus risotadas a estilo de
calaveras y sonaban muy cerca sus voces, que el mes anterior habían
adquirido la ronquera de la virilidad, las niñas asomaban la muñeca a la
alta reja del Camón, y aquí eran las boberías de ellos y la inocente
diversión de ellas.

Por más que D. Francisco protestase del gusto que tenía en ver su casa
llena de serafines, alguna vez le molestaban. Cuando se les ocurría
admirar la obra peluda y se enracimaban en torno a la mesa, el gran
artista, sin poder respirar dentro de aquella corona de preciosas
cabezas, les decía riendo: «Niñas, por amor de Dios, echaos un poco
atrás. Para ver no necesitan ahogarme... ni verterme la laca. Cuidado,
Gloria, que te me llevas esos pelos pegados en la manga. Son el
tronco del sauce. Cuidado, María, que con tu aliento se echan al aire
estas canas... Atrás, atrás; hacerme el favor...».



VIII


Y ellas: «¡qué boniiito, qué precioooso...! ¡Alabaaado Dios... qué dedos
de ángel! D. Francisco, se va usted a quedar ciego...».

Lo que cuento ocurría en la Primavera del 68, y el Jueves Santo de aquel
año fue uno de los días en que más alborotaron. Don Francisco,
santificador de las fiestas, asistió de gran etiqueta, con su cruz y
todo, a la solemnidad religiosa en la capilla. Rosalía también se
personó en la regia morada, juzgando que era indispensable su presencia
para que las ceremonias tuviesen todo el brillo y pompa convenientes.
Cándida no bajó, aparentemente «porque estaba cansada de ceremoniales»,
en realidad porque no tenía vestido. Las chicas de Lantigua y la Sudre
invadieron desde muy temprano la habitación de doña Tula, que por razón
de su cargo bajó muy emperejilada, dejando el gracioso rebaño a cargo
de una señora que la acompañaba. ¡Cuánto de divirtieron aquel
día, y cuánto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, Federiquito
Cimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados! Les
invitaron a subir con engaño a un palomar alto diciéndoles que desde
allí se veía el interior de la capilla, y luego me les encerraron hasta
media tarde.

Como eran amigas del sacristán, vecino de Cándida, pudieron colocarse en
la escalera de la capilla hasta vislumbrar, por entre puertas
entornadas, la mitra del patriarca y dos velas apagadas del tenebrario,
un altar cubierto de tela morada, algunas calvas de capellanes y algunos
pechos de gentiles hombres cargados de cruces y bandas; pero nada más.
Poco más tarde lograron ver algo de la hermosa ceremonia de dar la
comida a los pobres después del lavatorio. Hay en el ala meridional de
la terraza unas grandes claraboyas de cristales, protegidos por redes de
alambre. Corresponden a la escalera principal, al Salón de Guardias y al
de Columnas. Asomándose por ellas, se ve tan de cerca el curvo techo,
que resultan monstruosas y groseramente pintadas las figuras que lo
decoran. Angelones y ninfas extienden por la escocia sus piernas
enormes, cabalgando sobre nubes que semejan pacas de algodón gris. De
otras figuras creeríase que con el esfuerzo de su colosal musculatura
levantan en vilo la armazón del techo. En cambio, las flores de
la alfombra, que se ve en lo profundo, tomaríanse por miniaturas.

Multitud de personas de todas clases, habitantes en la ciudad, acudieron
tempranito a coger puesto en las claraboyas del Salón de Columnas para
ver la comida de los pobres. Se enracimaban las mujeres junto a los
grandes círculos de cristales, y como no faltaban agujeros, las que
podían colocarse en la delantera, aunque fuera repartiendo codazos,
gozaban de aquel pomposo acto de humildad regia que cada cual
interpretará como quiera. No faltaba quien cortara el vidrio con el
diamante de una sortija para practicar huequecillos allí donde no los
había. ¡Qué desorden, qué rumor de gentío impaciente y dicharachero! Las
personas extrañas, que habían ido en calidad de invitadas, eran tan
impertinentes que querían para si todos los miraderos. Mas Cándida, con
aquella autoridad de que sabía revestirse en toda ocasión grave, mandó
despejar una de las claraboyas para que tomaran libre posesión de ella
las niñas de Tellería, Lantigua y Bringas. ¡Demontre de señora! Amenazó
con poner en la calle a toda la gente forastera si no se la obedecía.

Curioso espectáculo era el del Salón de Columnas visto desde el techo.
La mesa de los doce pobres no se veía muy bien; pero la de las doce
ancianas estaba enfrente y ni un detalle se perdía. ¡Qué avergonzadas
las infelices con sus vestidos de merino, sus mantones nuevos y
sus pañuelos por la cabeza! ¡Verse entre tanta pompa, servidas por la
misma Reina, ellas que el día antes pedían un triste ochavo en la puerta
de una iglesia!... No alzaban sus ojos de la mesa más que para mirar
atónitas a las personas que les servían. Algunas derramaban lágrimas de
azoramiento más que de gratitud, porque su situación entre los poderosos
de la tierra y ante la caridad de etiqueta que las favorecía, más era
para humillar que para engreír. Si todos los esfuerzos de la imaginación
no bastarían a representarnos a Cristo de frac, tampoco hay razonamiento
que nos pueda convencer de que esta comedia palaciega tiene nada que ver
con el Evangelio.

Los platos eran tomados en la puerta, de manos de los criados, por las
estiradas personas que hacían de camareros en tan piadosa ocasión.
Formando cadena, las damas y gentiles hombres los iban pasando hasta las
propias manos de los Reyes, quienes los presentaban a los pobres con
cierto aire de benevolencia y cortesía, única nota simpática en la farsa
de aquel cuadro teatral. Pero los infelices no comían, que si de comer
se tratara muy apurados se habían de ver. Seguramente sus torpes manos
no recordaban cómo se lleva la comida a la boca. Puestas las raciones
sobre la mesa, un criado las cogía y las iba poniendo en sendos cestos
que tenía cada pobre detrás de su asiento. Poco después, cuando
las personas reales y la grandeza abandonaron el Salón, salieron
aquellos con su canasto, y en los aposentos de la repostería les
esperaban los fondistas de Madrid o bien otros singulares negociantes
para comprarles todo por unos cuantos duros.

Mientras duró la comida, las graciosas espectadoras no cesaban en su
charla picotera. María Egipciaca, habría deseado estar abajo, con gran
vestido de cola, pasando bandejas. Una de las de Lantigua se aventuraba
a sostener que aquello era una comedia mal representada, y otra sólo se
fijaba en el lujo de los trajes y uniformes.

--Mira, mira mi mamá. ¿La ves con su vestido melocotón? Está junto al
señor de Pez, conversando con él.

--Sí... ahora miran al techo... Bien sabe que estamos aquí. Y a D.
Francisco también le veo, allí... junto al mayordomo de semana. A su
lado mi mamá...

--¡Qué hermosa está la marquesa con su falda de color malva y su
manto!... ¡Ah!, doña Tula, doña Tula... si mirara para arriba, si nos
viera... Aquí estamos...

--Cada ceremonia de estas le cuesta a mi tía muchas jaquecas y muchos
disgustos, porque no sabéis las recomendaciones que recibe... Para
veinticuatro pobres, hay unas trescientas recomendaciones. Todos los
días cartas y recaditos de la marquesa o la condesa. ¡Hija...!,
parece que les van a dar un destino gordo.

--Dímelo a mi, niña--manifestó con soberano hastío Cándida--, que ayer y
hoy no me han dejado vivir. Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fue
la encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles sus
pingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy. ¡Pobres
mujeres! Es la segunda agua que les cae en su vida, y sería la primera
si no se hubieran bautizado. ¡Ay, hijas!... ¡qué escena la de esta
mañana! Créanlo, han gastado una tinaja de agua de colonia... Yo quise
ayudar un poco, porque así me parecía cumplir algo de lo que nos ordena
Nuestro Señor Jesucristo. Si no es por mí, el fregado no se acaba en
toda la mañana... Hablando con verdad, si yo fuera pobre y me trajeran a
esta ceremonia no lo había de agradecer nada, porque francamente, el
susto que pasan y la molestia de verse tan lavados, no se compensan con
lo que les dan.

Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían lo
espiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de la
experimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito y
adecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono...

Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, y se
observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy a
menudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómito y
convulsiones, y a veces, faltando este síntoma, el precoz mal se
manifestaba de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho
en comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil.
No se la podía regañar, y en el colegio la maestra tenía orden de no
imponerle ningún castigo ni exigir de ella aplicación y trabajo. Si
durante el día presenciaba algo que excitase su sensibilidad o se
contaban delante de ella casos lastimosos, por la noche lo reproducía
todo en su agitado sueño. Esto se agravaba cuando por exceso en las
comidas o por malas condiciones de esta, el trabajo digestivo del
estómago de la pobre niña era superior a sus escasas fuerzas. Aquel
jueves doña Tula dio de comer espléndidamente a sus amiguitas. La niña
de Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; pero
bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se había
acostado, cuando fue acometida de fiebre y delirio, y empezó a ver y
sentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosas
de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto. Repetía los
juegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormemente
desfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba el
rebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres,
asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techo
se animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos...
Después oyó tocar la marcha real. ¿Era que la Reina subía a la terraza?
No; aparecían por la puerta de la escalera de Damas su mamá, asida al
brazo de Pez, y su papá dando el suyo a la marquesa de Tellería. ¡Qué
guapas venían arrastrando aquellas colas que sin duda tenían más de una
legua!... Y ellos, ¡qué bien empaquetados y qué tiesos!... Venían a
descansar y tomar un refrigerio en casa de doña Tula, para acompañar más
tarde _a la Señora_ y a toda la Corte en la visita de Sagrarios... Por
todas las puertas de la parte alta de Palacio aparecían libreas varias,
mucho trapo azul y rojo, mucho galón de oro y plata, infinitos
tricornios... Delirando más, veía la ciudad resplandeciente y esmaltada
de mil colorines. Seguramente era una ciudad de muñecas; ¡pero qué
muñecas!... Por diversos lados salían blancas pelucas, y ninguna puerta
se abría en los huecos del piso segundo, sin dar paso a una bonita
figura de cera, estopa o porcelana; y todas corrían por los pasadizos
gritando: «ya es la hora...». En las escaleras se cruzaban galones que
subían con galones que bajaban... Todos los muñecos tenían prisa. A este
se le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, un
cordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, y
todos repetían: «¡la hora...!». Después se arremolinaban abajo, en la
escalera principal. En el patio, los alabarderos se revolvían
con los cocheros y lacayos, y era como una gran cazuela en que hirvieran
miembros humanos de muchos colores, retorciéndose a la acción del
calor... Su mamá y su papá volvieron a aparecer... ¡Vaya, que iban
hermosotes! Pero mucho más bonito estaría su papá cuando se hiciese
caballero del Santo Sepulcro. El Rey tenía empeño en ello, y le había
prometido regalarle el uniforme con todos los accesorios de espada,
espuelas y demás. ¡Qué guapín estaría su papá con su casaca blanca, toda
blanca!... Al llegar aquí, la pobre niña sentía empapado enteramente su
ser en una idea de blancura; al propio tiempo una obstrucción horrible
la embarazaba, cual si las cosas que reproducía su cerebro, muñecos y
Palacio, estuvieran contenidas dentro de su estómago chiquito. Con
angustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía el
delirar, y ¡sentía un alivio...! Su mamá había saltado del lecho para
acudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosa
voz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».



IX


La belleza de Milagros no había llegado aún al ocaso en que se nos
aparece en la triste historia de su yerno por los años de 75 a 78; pero
se alejaba ya bastante del meridiano de la vida. El procedimiento de
restauración que empleaba con rara habilidad no se denunciaba aún a sí
mismo, como esos revocos deslucidos por las malas condiciones del
edificio a que se aplican. La defendían del tiempo su ingenio, su
elegancia, su refinado gusto en artes de vestimenta y la simpatía que
sabía inspirar a cuantos no la trataban de cerca.

Todas estas cualidades subyugaban por igual el espíritu de Rosalía
Bringas; pero la que descollaba entre ellas como la más tiránica era el
exquisito gusto en materia de trapos y modas. Este don de su amiga era
para la Bringas como un sol resplandeciente al cual no se podía mirar
cara a cara sin deslumbrarse. Porque en tal estimación tenía la
autoridad de la marquesa en estos tratados, que no se atrevía a tener
opinión que no fuera un reflejo de las augustas verdades
proclamadas por ella. Todas las dudas sobre un color o forma de vestido
quedaban cortadas con una palabra de Milagros. Lo que esta decía era ya
cuerpo jurídico para toda cuestión que ocurriera después, y como no sólo
legislaba sino que autorizaba su doctrina con el buen ejemplo,
vistiéndose de una manera intachable, la de Bringas, que en esta época
de nuestra historia se había apasionado grandemente por los vestidos,
elevó a Milagros en su alma un verdadero altar. La viuda de García
Grande cautivaba a Rosalía con su prestigio de figura histórica.
Respetábala esta como a los dioses de una religión muerta; mas a
Milagros la tenía en el predicamento de los dogmas vivos y de los dioses
en ejercicio. Nadie en el mundo, ni aun Bringas, tenía sobre la Pipaón
ascendiente tan grande como Milagros. Aquella mujer, autoritaria y algo
descortés con los iguales e inferiores, se volvía tímida en presencia de
su ídolo, que era también su maestro.

Los regalitos de Agustín Caballero y la cesión de todas las galas que
había comprado para su boda, despertaron en Rosalía aquella pasión del
vestir. Su antigua modestia, que más tenía de necesidad que de virtud,
fue sometida a una prueba de la que no salió victoriosa. En otro tiempo,
la prudencia de Thiers pudo poner un freno a los apetitos de lujo,
haciéndonos creer a todos que no existían, cuando lo único
positivo en esto era la imposibilidad de satisfacerlos. Es el incidente
primordial de la historia humana, y el caso eterno, el caso de los casos
en orden de fragilidad. Mientras no se probó la fruta, prohibida por
aquel Dios doméstico, todo marchaba muy bien. Pero la manzana fue
mordida, sin que el Demonio tomara aquí forma de serpiente ni de otro
animal ruin, y adiós mi modestia. Después de haber estrenado tantos y
tan hermosos trajes, ¿cómo resignarse a volver a los trapitos antiguos y
a no variar nunca de moda? Esto no podía ser. Aquel bendito Agustín
había sido, generosamente y sin pensarlo, el corruptor de su prima;
había sido la serpiente de buena fe que le metió en la cabeza las más
peligrosas vanidades que pueden ahuecar el cerebro de una mujer. Los
regalitos fueron la fruta cuya dulzura le quitó la inocencia, y por
culpa de ellos un ángel con espada de raso me la echó de aquel paraíso
en que su Bringas la tenía tan sujeta. Nada, nada... cuesta trabajo
creer que aquello de Doña Eva sea tan remoto. Digan lo que quieran,
debió pasar ayer, según está de fresquito y palpitante el tal suceso.
Parece que lo han traído los periódicos de anoche.

Como Bringas reprobaba que su mujer variase de vestidos y gastase en
galas y adornos, ella afectaba despreciar las novedades; pero a
cencerros tapados estaba siempre haciendo reformas, combinando
trapos e interpretando más o menos libremente lo que traían los
figurines. Cuando Milagros iba a pasar un rato con ella, si Bringas
estaba en la oficina, charlaban a sus anchas, desahogando cada cual a su
modo la pasión que a entrambas dominaba.



X


Pero si el santo varón estaba en su hueco de ventana, zambullido en el
microcosmos de la obra de pelo, las dos damas se encerraban en el Camón,
y allí se despachaban a su gusto sin testigos. Tiraba Rosalía de los
cajones de la cómoda suavemente para no hacer ruido; sacaba faldas,
cuerpos pendientes de reforma, pedazos de tela cortada o por cortar,
tiras de terciopelo y seda; y poniéndolo todo sobre un sofá, sobre
sillas, baúles o en el suelo si era necesario; empezaba un febril
consejo sobre lo que se debía hacer para lograr el efecto mejor y más
llamativo dentro de la distinción. Estos consejos no tenían término, y
si se tomara acta de ellos, ofrecerían un curioso registro enciclopédico
de esta pasión mujeril que hace en el mundo más estragos que
las revoluciones. Las dos hablaban en voz baja para que no se enterase
Bringas, y era su cuchicheo rápido, ahogado, vehemente, a veces
indicando indecisión y sobresalto, a veces el entusiasmo de una idea
feliz. Los términos franceses que matizaban este coloquio se despegaban
del tejido de nuestra lengua; pero aunque sea clavándolos con alfileres,
los he de sujetar para que el exótico idioma de los trapos no pierda su
genialidad castiza.

ROSALÍA.--=(Mirando un figurín.)= Si he de decir la verdad, yo no entiendo
esto. No sé cómo se han de unir atrás los faldones de la _casaca de
guardia francesa_.

MILAGROS.--=(Con cierto aturdimiento, al cual se sobrepone poco a poco su
gran juicio.)= Dejemos a un lado los figurines. Seguirlos servilmente
lleva a lo afectado y _estrepitoso_. Empecemos por la elección de tela.
¿Elige usted la muselina blanca con viso de _foulard_? Pues entonces no
puede adoptarse la casaca.

ROSALÍA.--=(Con decisión.)= No; escojo resueltamente el _gros glasé_,
color _cenizas de rosa_. Sobrino me ha dicho que le devuelva el que me
sobre. El _gros glasé_ me lo pone a veinticuatro reales.

MILAGROS.--=(Meditando.)= Bueno: pues si nos fijamos en el _gros glasé_,
yo haría la falda adornada con cuatro volantes de unas cuatro pulgas;
¿a ver?, no; de cinco o seis, poniéndolo al borde un _bies_
estrecho de _glasé_ _verde naciente_... ¿Eh?

ROSALÍA.--=(Contemplando en éxtasis lo que aún no es más que una
abstracción.)=Muy bien... ¿Y el cuerpo?

MILAGROS.--=(Tomando un cuerpo a medio hacer y modelando con sus hábiles
manos en la tela las solapas y los faldones.)= La _casaca guardia
francesa_ va abierta en corazón, con solapas, y se cierra al costado
sobre el tallo con tres o cuatro botones verdes... aquí. Los faldones...
¿me comprende usted?, se abren por delante... así... mostrando el forro,
que es verde como la solapa; y esas vueltas se unen atrás con
ahuecador... =(La dama, echando atrás sus manos, ahueca su propio vestido
en aquella parte prominentísima, donde se han de reunir las vueltas de
los faldones de la casaca.)= ¿Se entera usted?... Resulta monísimo. Ya he
dicho que el forro de esta casaca es de _gros_ verde y lleva al borde de
las vueltas un _ruche_ de cinta igual a la de los volantes... ¿qué tal?
¡Ah!, no olvide usted que para este traje hace falta camiseta de batista
bien plegadita, con encaje _valenciennes_ plegado en el cuello... los
puños holgaditos, holgaditos; que caigan sobre las muñecas.

ROSALÍA.--¡Oh!... camisetas tengo de dos o tres clases...

MILAGROS.--He visto la que le ha venido de París a Pilar San
Salomó con el traje para comida y teatro... =(Con emoción estética,
poniendo los ojos en blanco.)=¡Qué traje! ¡Cosa más divina...!

ROSALÍA.--=(Con ansioso interés.)= ¿Cómo es?

MILAGROS.--Falda de raso rosa, tocando al suelo, adornada con un volante
cubierto de encaje. ¡Qué cosa más _chic_! Sobre el mismo van ocho cintas
de terciopelo negro.

ROSALÍA.--¿Y bullones?

MILAGROS.--Cuatro órdenes. Luego, sobre la falda, se ajusta a la cintura
=(Uniendo a la palabra la mímica descriptiva de las manos en su propio
talle.)= ¿comprende usted?... se ajusta a la cintura un manto de corte...
Viene así, y cae por acá, formando atrás un _cogido_, un gran _pouff_.
=(Con entusiasmo.)= ¡Qué original! Por debajo del cogido se prolongan en
gran cola los mismos bullones que en la falda; ¡pero qué bien ideado!
¡Es de lo sublime!... Vea usted... así... por aquí... en semejante
forma... correspondiendo con ellos solamente por un _retroussé_... Es
decir, que el manto tiene una solapa cuyos picos vienen aquí... bajo el
_pouff_... ¿entiende usted, querida?

ROSALÍA.--=(Embebecida.)= Sí... entiendo... lo veo... Será precioso...

MILAGROS.--=(Expresando soberbiamente con un gesto la acertada colocación
de lo que describe.)= Lazo grande de raso sobre los bullones... Es de un
efecto maravilloso.

ROSALÍA.--=(Asimilándose todo lo que oye.)= ¿Y el cuerpo?

MILAGROS.--Muy bajo, con tirantes sujetos a los hombros por medio de
lazos... Pero cuidado: estos lazos no tienen caídas... ¡La camiseta es
de una novedad...!, de seda bullonada con cintas estrechitas de
terciopelo pasadas entre puntos. Las mangas largas...

ROSALÍA.--=(Quitando y poniendo telas y retazos para comparar mejor.)= Se
me ocurre una idea para la camiseta de este traje. Si escojo al fin el
color _cenizas de rosa_... =(Deteniéndose meditabunda.)= ¡Qué torpe soy
para decidirme! El figurín... =(Recogiendo todo con susto y rapidez.)= Me
parece que siento a Bringas. Son un suplicio estos tapujos...

MILAGROS.--=(Ayudándola a guardar todo atropelladamente.)= Sí; siento su
tosecilla. Ay, amiga, su marido de usted parece la Aduana, por lo que
persigue los trapos... Escondamos el contrabando.

Ratos felices eran para Rosalía estos que pasaba con la marquesa
discutiendo la forma y manera de arreglar sus vestidos. Pero el gozo
mayor de ella era acompañar a su amiga a las tiendas, aunque pasaba
desconsuelos por no poder comprar las muchísimas cosas buenas que veía.
El tiempo se les iba sin sentirlo. Milagros se hacía mostrar todo lo de
la tienda, revolvía, comparando; pasaba del brusco antojo al frío
desdén; regateaba, y concluía por adquirir diferentes cosas,
cuyo importe cargábanle en su cuenta. Rosalía, si algo compraba, después
de pensarlo mucho y dar mil vueltas al dinero, pagaba siempre a
tocateja. Sus compras no eran generalmente más que de retales, pedacitos
o alguna tela anticuada, para hacer combinaciones con lo bueno que ella
tenía en su casa, y refundir lo viejo dándole viso y representación de
novedad.

Pero un día vio en casa de _Sobrino Hermanos_ una manteleta... ¡qué
pieza, qué manzana de Eva! La pasión del coleccionista en presencia de
un ejemplar raro, el entusiasmo del cazador a la vista de una brava y
corpulenta res no nos dan idea de esta formidable querencia del trapo en
ciertas mujeres. A Rosalía se le iban los ojos tras la soberbia prenda,
cuando el amable dependiente del comercio enseñaba un surtido de ellas,
amontonándolas sobre el mostrador como si fueran sacos vacíos. Preguntó
con timidez el precio y no se atrevió a regatearla. La enormidad del
coste la aterraba casi tanto como la seducía lo espléndido de la pieza,
en la cual el terciopelo, el paño y la brillante cordonería se
combinaban peregrinamente. En su casa no pudo apartar de la imaginación,
todo aquel día y toda la noche, la dichosa manteleta, y de tal modo
arrebataba su sangre el ardor del deseo, que temió un ataquillo de
erisipela si no lo saciaba. Volvió con Milagros a tiendas al día
siguiente, con ánimo de no entrar en la de Sobrino, donde la
gran tentación estaba; pero el Demonio arregló las cosas para que
fueran, y he aquí que aparecen otra vez sobre el mostrador las cajas
blancas, aquellas arcas de satinado cartón donde se archivan los sueños
de las damas. El dependiente las sacaba una por una, formando negra
pila. La preferida apareció con su forma elegante y su lujosa
pasamanería, en la cual las centellicas negras del abalorio, temblando
entre felpas, confirmaban todo lo que los poetas han dicho del manto de
la noche. Rosalía hubo de sentir frío en el pecho, ardor en las sienes,
y en sus hombros los nervios le sugirieron tan al vivo la sensación del
contacto y peso de la manteleta, que creyó llevarla ya puesta.

--¡Cómprela usted... por Dios!--dijo Milagros a su amiga de un modo tan
insinuante que los dependientes y el mismo Sobrino no pudieron menos de
apoyar un concepto tan juicioso. ¿Por qué ha de privarse de una prenda
que le cae tan bien?

Y cuando los tenderos se alejaron un poco en dirección a otro grupo de
parroquianas, la marquesa siguió catequizando a su amiga con este
susurro:

--No se prive usted de comprarla si le gusta... y en verdad, es muy
barata... Basta que venga usted conmigo para que no tenga necesidad de
pagarla ahora. Yo tengo aquí mucho crédito. No le pasarán a
usted la cuenta hasta dentro de algunos meses, a la entrada del verano,
y quizás a fin de año.

La idea del largo plazo hizo titubear a Rosalía, inclinando todo su
espíritu del lado de la compra... La verdad, mil setecientos reales no
eran suma exorbitante para ella, y fácil le sería reunirlos, si la
prendera le vendía algunas cosas que ya no quería ponerse; si además
economizaba, escatimando con paciencia y tesón el gasto diario de la
casa. Lo peor era que Bringas no había de autorizar un gasto tan
considerable en cosa que no era de necesidad absoluta.

Otras veces había hecho ella misma sus _polkas_ y manteletas, pidiendo
prestada una para modelo. Comprando los avíos en la subida de Santa
Cruz, empalmando pedazos, disimulando remiendos, obtenía un resultado
satisfactorio con mucho trabajo y poco dinero. ¿Pero cómo podían
compararse las _pobreterías_ hechas por ella con aquel brillante modelo
venido de París?... Bringas no autorizaría aquel lujo que sin duda le
había de parecer _asiático_, y para que la cosa pasara, era necesario
engañarle... No, no; no se determinaba. El hecho era grave, y aquel
despilfarro rompería de un modo harto brusco las tradiciones de la
familia. Mas ¡era tan hermosa la manteleta...! Los parisienses la habían
hecho para ella... Se determinaba, ¿sí o no?



XI


Se determinó, sí, y para explicar la posesión de tan soberbia gala, tuvo
que apelar al recursillo, un tanto gastado ya, de la munificencia de Su
Majestad. Aquí de las casualidades. Hallábase Rosalía en la Cámara Real
en el momento que destapaban unas cajas recién llegadas de París. La
Reina se probó un _canesú_ que le venía estrecho, un cuerpo que le
estaba ancho. La real modista, allí presente, hacía observaciones sobre
la manera de arreglar aquellas prendas. Luego, de una caja preciosa
forrada de cretona por dentro y por fuera... una tela que parecía
rasete... sacaron tres manteletas. Una de ellas le caía maravillosamente
a Su Majestad; las otras dos no. «Ponte esa, Rosaliíta... ¿Qué tal? Ni
pintada». En efecto, ni con medida estuviera mejor. «¡Qué bien, qué
bien!... A ver, vuélvete... ¿Sabes que me da no sé qué de quitártela?
No, no te la quites...». «Pero Señora, por amor de Dios...». «No,
déjala. Es tuya por derecho de conquista. ¡Es que tienes un cuerpo...!
Úsala en mi nombre, y no se hable más de ello». De esta manera
tan gallarda obsequiaba a sus amigas la graciosa soberana... Faltó poco
para que a mi buen Thiers se le saltaran las lágrimas oyendo el bien
contado relato.

Si no estoy equivocado, la deglución de esta gran bola por el ancho
tragadero de D. Francisco acaeció en Abril. Tranquila descansaba Rosalía
en la idea de lo remoto del pago, creyendo poder reunir la suma en un
par de meses, cuando allá por los primeros días de Mayo... ¡zas!, la
cuenta. Por entonces fue el casamiento de la Infanta Isabel, y estaba la
Pipaón muy entretenida, sin acordarse de su compromiso ni de la cuenta
de Sobrino. Quedose yerta al recibirla, y miraba con alelados ojos el
papel sin acertar a salir del paso con una respuesta u observación
cualquiera, porque pensar que saldría con dinero era pensar lo
imposible... Nunca se había visto en trance igual, porque Bringas tenía
por sistema no comprar nada sin el _dinero por delante_. Al fin,
tartamudeando, dijo al condenado hombre de la cuenta que ella pasaría a
pagarla «mañana... no, al otro día; en fin, un día de estos».

Por fortuna, Bringas no estaba en casa. Dos o tres días vivió Rosalía en
grande incertidumbre. Cada vez que sonaba la campanilla, parecíale que
llegaba otra vez el dichoso hombre aquel con el antipático papelito...
¡Si Bringas se enteraba...! Pensando esto, su zozobra era verdadero
terror, y empezó a discurrir el modo de salir del paso. Pocos
días antes había tenido casi la mitad del dinero; pero confiada en que
no la pasarían la cuenta, habíalo gastado en cosillas para los niños. No
le gustaba componerse ella sola, sino que tenía vanidad en emperejilar
bien a sus hijos para que alternaran dignamente con los niños de otras
familias de la ciudad. En estos pitos y flautas, a saber, unos
cuellitos, un arreglo de sombrero, medias azules, guantes encarnados,
una gorra de marino que decía en letras de otro _Numancia_, y dos
cinturones de cuero se lo habían ido la semana anterior más de
seiscientos reales, los cuales no hubieran podido reunirse en su
bolsillo sin sustituir, durante larga temporada, el principio de falda
de ternera por un plato de sesos altos, que se ponían un día sí y otro
no, alternando con tortilla de escabeche.

El arqueo de su caja no arrojó más de ciento doce reales, y en la tienda
había una trampita de que Bringas no tenía noticia. ¿Qué hacer, Señor?
Era preciso buscar dinero a todo trance. ¿Pero dónde, cómo? Hizo
discretas insinuaciones a Milagros, pero la marquesa estaba afectada
aquel día de una sordera intelectual tan persistente que no comprendió
nada. Las distracciones e incongruencias de la de Tellería podían
traducirse así: «querida amiga, llame usted a otra puerta». ¿A qué
puerta?, ¿a la de Cándida? Intentolo Rosalía, hallando en la ilustre
viuda los mejores deseos; pero daba la maldita casualidad de
que su administrador no le había traído aún la recaudación de las
casas... Luego se había metido en unos gastos de reparaciones... En fin,
que no había salvación por aquella parte. Al cabo la Providencia deparó
a Rosalía el suspirado auxilio por mediación de aquel Gonzalo Torres,
amigo constante de la familia, el cual les visitaba tan a menudo en
Palacio como en la casa de la Costanilla.

Solía manejar Torres dineros ajenos, y a veces tenía en su poder
cantidades no pequeñas, de las cuales sacaba algún beneficio durante la
breve posesión de ellas. Aprovechando la ausencia de su marido,
declarole Rosalía con tanto énfasis como sinceridad su apuro, y el bueno
de Gonzalo la tranquilizó al momento. ¡Qué pronto volvieron las rosas,
para hablar a lo poético, al demudado rostro de la dama!... Felizmente,
Torres tenía en su poder una cantidad que era de Mompous y Bruil; pero
sin cuidado ninguno podía dilatar la entrega un mes. Si la de Bringas se
comprometía a devolverla los mil y setecientos reales en el plazo de
treinta días, ningún inconveniente había en facilitárselos. Al
contrario, él tenía muchísimo gusto... ¡Un mes!, ¡qué dicha! Ni tanto
tiempo necesitaba ella para reunir la cantidad, bien exprimiendo con
implacables ahorros el presupuesto ordinario, bien vendiendo algunas
prendas que ya habían pasado de moda... ¡Ah!, cuidadito...
secreto absoluto con Bringas...

Segura ya de poder cumplir con _Sobrino Hermanos_, se descargaba su
conciencia de un peso horrible. Ya no le cortaría la respiración el
miedo de que apareciese el funesto cobrador de la tienda cuando Bringas
estaba en la casa. Recobró el apetito que había perdido, y sus nervios
se tranquilizaron. Es que, la verdad, hallábase por aquellos días bajo
la acción de un trastorno espasmódico que simulaba una desazón grave, y
le costó trabajo impedir que su marido llamara al médico de _Familia_.

Se estaba poniendo el mantón para ir a pagar (pues Torres le trajo el
dinero aquella misma tarde), cuando entró Milagros. ¡Qué guapa venía y
qué elegante!... «Mire usted... he tomado esta cinta azul para el
_canesú_. Es de un tono muy nuevo y con un tornasol verde que... ¿ve
usted como cambia?... Descansaré un momento y luego saldremos juntas.
Traigo mi coche... ¡Ah! ¡Si viera usted que sombreros tan preciosos han
recibido las _Toscanas_! Hay uno que es para modelo, divino,
originalísimo, sobrenatural. Figúrese usted... un _Florián_ de paja de
Italia, adornado de flores del campo y terciopelo negro... Aquí, a un
ladito, tiene una _aigrette_ con pie negro colocada así, así... Por
detrás velo negro que cae sobre la espalda... Pero piden por él un ojo
de la cara».

ROSALÍA.--=(sintiendo un bulle-bulle en su cabeza y representándose, con
admirable poder de alucinación, el conjunto y las partes todas del bien
descrito sombrero.)= Aunque no lo hemos de comprar, pasaremos por allí
para verlo.

Salieron juntas y entraron en el coche, que esperaba en la puerta del
Príncipe. Milagros charlaba sin fatiga. Ocupose de las cosas que había
visto, de las telas para verano que habían llegado a la tienda de
_Sobrino Hermanos_ y de las obras que proyectaba, en orden de
vestimenta, contando con los no muy abundantes recursos a que la tenía
reducida su marido. Repentinamente acordose de que debía pagar la
compostura y reforma de un alfiler en casa del diamantista... ¡Qué
diablura!, se le había olvidado el portamonedas, y en aquella casa ni le
daban crédito ni quería solicitarlo, por cierta cuestión desabrida que
tuvo en otro tiempo con el dueño de ella... No había que apurarse por
tan poca cosa. Rosalía llevaba dinero. «¡Ah!, bueno... es lo mismo. Se
lo daré a usted mañana o pasado... En fin, cuando nos veamos».

Por un instante quedose perpleja y desconcertada la señora del buen
Thiers, no sabiendo si arrepentirse del ofrecimiento que había hecho, o
si congratularse del servicio que gallardamente prestaba a su amiga.
Pero el alma humana es manantial inagotable de remedios para sus propios
males, y la turbación de Rosalía curose con un raciocinio que
en su mollera brotó muy oportunamente, el cual hubo de desenvolverse
así: «Pago la mitad de la cuenta a _Sobrino_, asegurándole que la otra
mitad será sin falta el mes que viene. Doy a Milagros los treinta duros
que necesita ¡la pobre!, y aún me queda algo para el pedazo de
_foulard_, para las dos o tres plumas del sombrero de Isabelita y los
botones de nácar. La verdad, no me puedo pasar sin ellos». Todo se
cumplió al pie de la letra, conforme al programa de aquel raciocinio
nacido en el zarandeo de un coche, corriendo de tienda en tienda, bajo
la acción intoxicante de una embriaguez de trapos.



XII


D. Francisco, absorto en el interés de su obra, no se apartaba ni un
punto de ella, aprovechando todo el tiempo que le dejaba libre su
descansado empleo. Con mal acuerdo había suprimido el pasear por las
tardes, costumbre en él antigua; y su amigo D. Manuel María José Pez,
viéndose privado de quien le hacía pareja en aquella hora de
higiénico solaz, se iba tan campante a Palacio para no perder la
costumbre de la compañía Bringuística.

El trayecto desde el Ministerio a Palacio, la nada corta escalera de
Damas eran campo suficiente de un saludable ejercicio; y si además salía
con D. Francisco o su mujer a dar cuatro vueltas por la magnífica
terraza que rodea el patio grande, ya tenía asegurado un mediano apetito
para la hora de comer. Las amonestaciones más cariñosas eran siempre
ineficaces para apartar a Bringas de su faena mientras duraba la luz
solar. Ni que le rogaran, ni que le reprendieran, ni que le augurasen
mareos, cefalalgia o ceguera, se conseguía que parase en la febril
aunque ordenada marcha de su trabajo. Pez charlaba con él algunos ratos
de los sucesos políticos; pero comúnmente iba con Rosalía a dar una
vuelta por la terraza. Aquel paseo era sosegado y gratísimo, porque la
cavidad del edificio defiende a la terraza de los embates del aire, sin
perjuicio de la ventilación. El más puro y rico aire de la sierra es
para Palacio y para su ciudad doméstica, situada lejos del espeso
aliento de la Villa y en altura tal que ni las palomas y gorriones gozan
de atmósfera más sana y más prontamente renovada. El paseo por sitio tan
monumental halagaba la fantasía de la dama, trayéndole reminiscencias de
aquellos fondos arquitectónicos que Rubens, Veronés, Vanlóo
otros pintores ponen en sus cuadros, con lo que magnifican las figuras y
les dan un aire muy aristocrático. Pez y Rosalía se suponían destacados
elegantemente sobre aquel fondo de balaustradas, molduras, archivoltas y
jarrones, suposición que, sin pensarlo, les compelía a armonizar su
apostura y aun su paso con la majestad de la escena.

Era este Pez el hombre más correcto que se podía ver, modelo excelente
del empleado que llaman _alto_ porque le toca ración grande en el
repartimiento de limosnas que hace el Estado; hombre que en su persona y
estilo llevaba como simbolizadas la soberanía del gobierno y las
venerables muletillas de la administración. Era de trato muy amable y
cultísimo, de conversación insustancial y amena, capaz de hacer sobre
cualquier asunto, por extraño que fuese a su entender oficinesco, una
observación paradójica. Había pasado toda su vida al retortero de los
hombres políticos, y tenía conocimientos prolijos de la historia
contemporánea, que en sus labios componíase de un sin fin de anécdotas
personales. Poseía la erudición de los chascarrillos políticos, y
manejaba el caudal de frases parlamentarias con pasmosa facilidad. Bajo
este follaje se escondía un árido descreimiento, el ateísmo de los
principios y la fe de los hechos consumados, achaque muy común en los
que se han criado a los pechos de la política española,
gobernada por el acaso. Hombre curtido por dentro y por fuera, incapaz
de entusiasmo por nada, revelaba Pez en su cara un reposo semejante,
aunque parezca extraño, al de los santos que gozan la bienaventuranza
eterna. Sí, el rostro de Pez decía: «He llegado a la plenitud de los
tiempos cómodos. Estoy en mi centro». Era la cara del que se ha
propuesto no alterarse por nada ni tomar las cosas muy en serio, que es
lo mismo que resolver el gran problema de la vida. Para él la
administración era una tapadera de fórmulas baldías, creada para
encubrir el sistema práctico del favor personal, cuya clave está en el
cohecho y las recomendaciones. Nadie sabía servir a los amigos con tanta
eficacia como Pez, de donde le vino la opinión de _buena persona_. Nadie
como él sabía agradar a todos, y aun entre los revolucionarios tenía
muchos devotos.

Su carácter salía sin estorbo a su cara simpática, sin arrugas,
admirablemente conservada, como ciertas caras inglesas curtidas por el
aire libre y el ejercicio. Eran cincuenta años que parecían poco más de
cuarenta; medio siglo decorado con patillas y bigote de oro oscuro con
ligera mezcla de plata, limpios, relucientes, declarando en su brillo
que se les consagraba un buen ratito en el tocador. Sus ojos eran
españoles netos, de una serenidad y dulzura tales, que recordaban los
que Murillo supo pintar interpretando a San José. Si Pez no se afeitara
el mentón y en vez de levita llevara túnica y vara, sería la
imagen viva del santo Patriarca, tal como nos le han trasmitido los
pintores. Aquellos ojos decían a todo el que los miraba: «Soy la
expresión de esa España dormida, beatífica, que se goza en ser juguete
de los sucesos y en nada se mete con tal que la dejen comer tranquila;
que no anda, que nada espera y vive de la ilusión del presente mirando
al cielo, con una vara florecida en la mano; que se somete a todo el que
la quiero mandar, venga de donde viniere, y profesa el socialismo manso;
que no entiende de ideas, ni de acción, ni de nada que no sea soñar y
digerir».

Vestía este caballero casi casi como un figurín. Daba gozo ver su
extraordinaria pulcritud. Su ropa tenía la virtud de no ajarse ni
empolvarse nunca y le caía sobre el cuerpo como pintada. Mañana y tarde,
Pez vestía de la misma manera, con levita cerrada de paño, pantalón que
parecía estrenado el mismo día y chistera reluciente, sin que este
esmero pareciese afectado ni revelara esfuerzo o molestia en él. Así
como en los grandes estilistas la excesiva lima parece naturalidad
fácil, en él la corrección era como un desgaire bien aprendido. Llevaba
a todas partes el empaque de la oficina, y creeríase que levita,
pantalón y sombrero eran parte integrante de la oficina misma, de la
Dirección, de la Administración, como en otro orden lo eran los
volantes con membrete, el retrato de la Reina, los sillones forrados de
terciopelo y los legajos atados con cintas rojas.

Cuando hablaba, se le oía con gusto, y él gustaba también de oírse,
porque recorría con las miradas el rostro de sus oyentes para sorprender
el efecto que en ellos producía. Su lenguaje habíase adaptado al estilo
político creado entre nosotros por la prensa y la tribuna. Nutrido aquel
ingenio en las propias fuentes de la amplificación, no acertaba a
expresar ningún concepto en términos justos y precisos, sino que los
daba siempre por triplicado.

Va de ejemplo.

THIERS.--=(sin apartar la vista de su obra.)=¿Qué hay de destierro de
generales?

PEZ.--Al punto a que han llegado las cosas, amigo D. Francisco, es
imposible, es muy difícil, es arriesgadísimo aventurar juicio alguno. La
revolución de que tanto nos hemos reído, de que tanto nos hemos burlado,
de que tanto nos hemos mofado, va avanzando, va minando, va labrando su
camino, y lo único que debemos desear, lo único que debemos pedir, es
que no se declare verdadera incompatibilidad, verdadera lucha, verdadera
guerra a muerte entre esa misma revolución y las instituciones, entre
las nuevas ideas y el Trono, entre las reformas indispensables y la
persona de Su Majestad.



XIII


Pez y Rosalía, como he dicho, salían a dar vueltas por la terraza. La
ninfa de Rubens, carnosa y redonda, y el espiritual San José, de levita
y sin vara de azucenas, se sublimaban sobre aquel fondo arquitectónico
de piedra blanca que parece tosco marfil. Ella arrastraba la cola de su
elegante bata por las limpias baldosas unidas con asfalto, y él, con la
mano izquierda en el bolsillo del pantalón, recogido el borde de la
levita, accionaba levemente con la derecha, empuñando un junco por la
mitad. A veces los ruidos del patio atraían la atención de ambos y se
asomaban a la balaustrada. Era el coche de las infantitas, que iban de
paseo, o el del ministro de Estado que entraba. Deteníanse a ratos
delante de los cristales de la habitación de doña Tula, porque desde
dentro personas conocidas les saludaban con expresivo mover de manos. Ya
se paraban a hablar con doña Antonia, la guardarropa, que corría las
persianas y regaba sus tiestos; ya se les unía alguna distinguida
persona de la vecindad, la señora del secretario del Rey, la hermana
del mayordomo segundo, el inspector general con su hija, y paseaban
juntos conversando frívolamente. Cuando estaban enteramente solos, el
digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que
últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su
carácter.

¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La señora de Pez, por
nombre Carolina, prima de los Lantiguas (aunque equivocadamente se ha
dicho en otra historia que descendía del frondoso árbol pipaónico), se
había entregado a la devoción. La que en otro tiempo fue la misma
dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba
siempre riñendo. Con tantos alardes de perfección moral y aquella
monomanía de prácticas religiosas, no se podían sufrir sus rasgos de
genio endemoniado, su fiscalización inquisitorial ni menos sus ásperas
censuras de las acciones ajenas. Pasaban meses sin que ella y su marido
cambiasen una sola palabra. Era la casa como un club por el disputar
constante y las reyertas fundadas en cualquier bobería. «Si la batalla
fuera exclusivamente entre ella y yo,--decía Pez--, lo llevaría con
paciencia--pero de poco tiempo acá intervienen con calor nuestros
hijos». Las pobres niñas no se mostraban deseosas de seguir a su mamá
por aquel camino de salvación... Naturalmente, eran jóvenes y
gustaban de ir al teatro y frecuentar la sociedad. ¡Qué escándalos, qué
sofocos, qué lloriqueos por esta incompatibilidad del solaz mundano y de
los deberes religiosos! No pasaba día sin que hubiese alguna tremolina y
también síncopes, por los cuales era preciso llamar al médico y traer
estas y las otras drogas... Pez procuraba transigir, concordar
voluntades; pero no conseguía nada. En último caso, siempre se inclinaba
del lado de las pobres chicas, porque le mortificaba verlas rezando más
de la cuenta y haciendo estúpidas penitencias. Si ellas eran muy
cristianas y católicas, ¿a qué conducía el volverlas santas y mártires a
quemarropa? Por su parte, D. Manuel conceptuaba indispensable el freno
religioso para el sostenimiento de la sociedad y el orden. Siempre había
defendido la Religión y le parecía muy bien que los gobiernos la
protegieran, persiguiendo a los difamadores de ella. Llegaba hasta
admitir, como indispensable en el régimen político de su tiempo, la
mojigatería del Estado, pero la mojigatería privada le reventaba.

Lo más grave de todo era la lucha de Carolina con sus hijos varones. El
pequeño no podía librarse aún de la tutela materna, y estaba todo el día
en la iglesia con su librito en la mano. Pero Joaquín, que ya tenía
veintidós años, abogado, filósofo, economista, literato, revistero,
historiógrafo, poeta, teogonista, ateneísta, ¿cómo se podía
someter a confesar y comulgar todos los domingos? Federico también era
muy precoz y hacía articulejos sobre el _Majabarata_. El trueno gordo
estallaba cuando uno u otro decían algo que a su mamá le parecía
sacrilegio. ¡Cristo la que se armaba! Un día, comiendo, tiró Carolina
del mantel, rompió los platos, derramó el contenido de ellos y la sal y
el vino, y se encerró en su cuarto, donde estuvo llorando tres horas. A
las pobrecitas Rosa y Josefa que hasta el Otoño anterior habían vestido
de corto, las obligaba a confesar todos los meses. ¡Inocentes!, ¿qué
pecados podían tener, si ni siquiera tenían novio?

Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la
irreligiosidad de la prole. Sí, él era un ateo enmascarado, un herejote,
un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi
desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas.
Creía que con hacer una genuflexión cuando alzaban, arrodillarse sobre
el pañuelo y garabatearse en el pecho y la frente la señal de la cruz,
bastaba. Para eso valía más ser protestante. En todo el tiempo que
llevaba de casada no le había visto acercarse ni una sola vez al
tribunal de la penitencia. Sus devociones habían sido puramente
decorativas, como llevar hacha en una procesión o sentarse en los bancos
de preferidos cuando se consagraba un obispo... En fin, con
estas tonterías de su mujer, estaba el pobre Pez, no en el agua, sino
sofocado y aburridísimo. Bien sabía él quién había metido a Carolina en
este fregado del misticismo, y no era obra que su prima Serafinita de
Lantigua, que gozaba opinión de santa. Hablando en plata, la tal prima
era una calamidad. En la iglesia veíanse diariamente a las seis de la
mañana Carolina y Serafinita, y allí se despachaban a su gusto. En casa,
la señora de Pez, cambiando a veces el estilo conminatorio por el
comparativo, ponía por modelo a sus hijos la virtud de Luisito Sudre, el
de Tellería, que era un santo en leche, y ya se daba zurriagazos en sus
rosadas carnes. Al pobre Pez le decía constantemente que se mirase en el
espejo de D. Juan de Lantigua, el gran católico, el gran letrado y
escritor, tan piadoso en la teoría como en la práctica, pues no hacía
nada contrario al dogma; ni su cristiandad era de fórmula, sino sincera
y real; hombre valiente y recto, que no se avergonzaba de cumplir con la
Iglesia y de estarse tres horas de rodillas al lado de las beatas. No
era como Pez, como toda la caterva moderada, que hace de la religión una
escalera para subir a los altos puestos; no era como esos hombres que se
enriquecen con los bienes del Clero y luego predican el Catolicismo en
el Congreso para engañar a los bobos; como esos hombres que llevan a
Cristo en los labios y a Luzbel en el corazón, y que creen que dando
algunos cuartitos para el Papa ya han cumplido. ¡Farsa,
comedia, abominación!

En fin, D. Manuel había tomado en aborrecimiento su domicilio, y estaba
en él lo menos posible. La tranquilidad no existía para él más que en la
oficina, donde no hacía más que fumar y recibir a los amigos, y en casa
de alguno de estos, como Bringas, por ejemplo. ¡Oh!, ¡cuánto envidiaba
la paz del hogar de D. Francisco y aquella dulce armonía entre los
caracteres de uno y otro cónyuge! Él había sido feliz en sus tiempos;
pero ya no. _Et in Arcadia ego._ Era un paria, un desterrado, y pedía
por favor que le tuvieran cariño y aun que le mimaran, para consolarse
de la tormentosa vida que llevaba en su casa.

Contaba Pez estas cosas a Rosalía con gran vehemencia, y ella le oía con
interés vivísimo y con lástima. Charlando, charlando, apenas sentían el
correr de las horas, y cuando del hondo patio salía la sombra lenta,
mezclada de un fresquecillo húmedo; cuando la luz solar se dilataba en
las alturas y empezaban a clavetear el cielo las pálidas estrellas, D.
Francisco, dejando los laboriosos pelos, aparecía frotándose los ojos, y
tomaba parte en la conversación.



XIV


Desde que el primo Agustín emigró a Burdeos, los de Bringas no iban al
teatro sino de tarde en tarde, ocupando localidades de amigos enfermos o
de aquellos que se aburrían de la repetición excesiva de una pieza
dramática. No recuerdo si eran los lunes o los martes cuando Milagros
hacía la gracia de _quedarse en casa_. D. Francisco iba a estas
reuniones con su mujer; pero últimamente se sentía tan fatigado que
Rosalía tuvo que ir sola con Paquito. En Mayo, la proximidad de los
exámenes obligaba al discreto joven a no desamparar sus estudios, y
entonces acompañaba a su mamá hasta el portal de la casa de Tellería,
volviéndose a la suya y a la fatiga de sus libros. Pez era el encargado
de llevar a la señora de Bringas al domicilio conyugal a las doce o la
una de la noche, y por el camino, que desde el primer trozo de la calle
de Atocha a Palacio no es muy largo, rara vez dejaba D. Manuel de
entonar la jeremiada de sus disturbios domésticos. Cada noche relataba
episodios más lastimosos, y conseguía mover borrascas de
compasión en el pecho de Rosalía.

Cuando esta llegaba a su vivienda, ya don Francisco, fatigadas vista y
cabeza por haber leído dos o tres periódicos después del trabajo del
cenotafio, se había metido en la cama y dormitaba tosiendo unos ratos y
roncando otros. Después de dar una vuelta por el cuarto de los niños
para ver si estaban desabrigados o si Isabelita tenía pesadilla, Rosalía
charlaba un poco con su marido, mientras iba soltando una por una sus
galas, sus faldas y aquella máquina del corsé donde su carne,
prisionera, reclamaba con muy visibles modos la libertad. Aunque tenía
mucho gusto en ir a las tertulias de Milagros, la rutina de adular a su
marido inspirábale conceptos algo contrarios a la verdad; pero bien se
lo pueden perdonar en gracia de los juicios maravillosamente exactos que
hacía sobre cosas y personas observadas por ella en los salones de
Tellería.

«Hijito, si tú no vuelves, yo no voy más allá. Me fastidia la tertulia
de Milagros lo que no puedes figurarte... Aquello no es para mí. ¡Se ven
unas cosas...! ¡Por cierto que me reí más...! La pobre Milagros, como
tiene tanta confianza conmigo, todo me lo cuenta y sé sus apuros como si
los pasara yo misma. Es una sofocación, y yo no sé cómo esa mujer tiene
alma para recibir gente sin poseer medios para nada. Esta noche
no ha dado más que cuatro melindres, cuatro porquerías... ¡qué
vergüenza! Figúrate lo que saldrán diciendo los gorrones que no van a
esas casas más que para que les den de cenar... En mi vida he visto
mujer de más pecho. Habían dado las siete y aún no sabía como arreglar
el _buffet_. Mandó a la confitería... es para morirse de risa... y no
quisieron fiarle veinte libras de pastas. No sé de dónde sacó aquel
jamón en dulce que era todo recortes y sobras, ni aquella cabeza de
jabalí que olía a desperdicios... En fin, un asco... Tenía buenos vinos,
eso sí... Vete a saber de dónde los ha sacado, y quién es el incauto que
se los dio... Estaba la pobre apuradísima; pero ¡cómo lo disimulaba...!
No creas, tan campante, sonriendo a todo el mundo; y cuando iba para
dentro se trasformaba y parecía un capitán de barco mandando la maniobra
en caso de naufragio. _(Indignándose.)_ ¡Ah!, ese badulaque, ese
zanganote del marqués tiene la culpa. Está empeñado hasta los ojos, y el
día en que los acreedores se echen encima, no tendrá camisa que ponerse.
La pobre Milagros es muy buena, es un alma de Dios; pero hay que
reconocer que es muy gastadora. Si le ponen mil duros en la mano, se los
gasta en un día como si fueran cien reales. Yo le doy consejos, lo
predico, le trazo un plan, un método; pero ¡quia!, es inútil. A veces
parece reformada; pero sale, pasa por una tienda, ve cualquier
trapo, y _adiós mi dinero_... pierde el seso, le entra la fiebre... Yo
le digo, cuando la veo comprar: «Ya se le saltó a usted un tornillo de
la cabeza...» ¡Y si vieras...! Los hijos dan lástima. Esta noche entré
en el cuarto de Leopoldito, y te digo que parece un biombo de una
zapatería de portal; la pared llena de mamarrachos pegados con obleas,
escenas de toros, caricaturas de periódicos... en fin, indecentísimo, y
cada cosa por su lado, todo revuelto; mucho olor de potingue de botica,
porque el chico es una laceria; noveluchas de a peseta en vez de libros
de estudio; látigos y bastones en tal número que habría para poner
tienda de ello; la cama deshecha, porque se había levantado a las seis
de la tarde... Por allí andaba cojeando, con las botas rotas, pidiendo
de comer y atisbando los dulces y fiambres que traían, para abalanzarse
a ellos como un hambriento... Gustavo ya es otra cosa. ¡Qué formalito y
qué bien educado! Allí andaba discutiendo con los hombres y echando
mucha palabra retumbante... Se me figura un muñeco de Scropp con su
fraquito sietemesino, y cuando habla, lo mismo que cuando anda, parece
que le han dado cuerda con una llave... María es la que se está poniendo
hermosísima. La marquesa no la presenta aún para que no la envejezca, y
da dolor ver aquella mujercita tan desarrollada ya... no creas, tiene
más delantera que su mamá... da dolor verla metida allá dentro
jugando con las muñecas, enredando con las criadas o copiando temas del
francés. Bastante tenía que hacer la pobre esta noche con vigilar al
hermanito para que no metiese sus manos sucias en todo y no sobase los
dulces y no lamiera los helados... Yo tomé una yema que apestaba a
aceite de hígado de bacalao, y de fijo anduvieron por allí los dedos de
Leopoldito.

»_(Indignada otra vez.)_ Pero el marqués... ¡vaya un apunte! Quien le
oye y no le conoce, cree que es el hombre más juicioso del mundo. No
habla más que del Senado y de las cosas que ha dicho o va a decir allí.
¡Qué pico de oro! Él arreglaría todos los asuntos de España si le
dejaran... Pero como no le dejan, eso se pierde el país. Según dice, las
comisiones le absorben todo el tiempo... Dictamen acá, dictamen allá...
Me ha dicho Milagros que de algunos meses a esta parte se dedica a las
criadas, y que no puede entrar en la casa ninguna que no sea un espanto
de fea. En fin, que el marqués, bajo aquella capita de caballero, es una
sentina. A mí no me puede ver, porque le suelto cada indirecta... Es que
me da asco, y la pobre Milagros me causa mucha pena. ¡Pobre mujer, pobre
mártir! Figúrate que su _mariducho_, como ella dice, la tiene siempre a
la cuarta pregunta, y la infeliz pasa la pena negra para salir adelante
con el gasto de la casa. Así, no extraño que la pobrecita haya tenido
algunas distracciones... No soy yo quien lo dice; lo dicen
otros, y aunque lo repito en confianza, no significa esto que lo crea,
porque a saber si...».

D. Francisco, dormido ya profundamente, estaba tan distante de todas
aquellas miserias que su mujer contaba como lo está el Cielo de la
Tierra.



XV


No versaban todas las confidencias sobre el mismo tema; que la fértil
imaginación de Rosalía buscaba instintivamente la variedad en aquellas
nocturnas raciones de jarabe de pico con que arrullaba a su buen esposo.
Atenta a sostener siempre el papel que representaba y que desde algún
tiempo exigía de ella mucho esmero, por apartarse cada día más de la
expresión sincera de su carácter, mostrábase disgustada de cosas que en
realidad le producían más agrado que pena, _verbi gratia_:

«¡Ay, hijito!, yo creí que nuestro amigo Pez no acababa esta noche de
contarme sus trapisondas domésticas. De veras, le tengo lástima...
¡pero qué mareo de hombre y qué organillo de lamentaciones!
Carolina no tiene perdón de Dios, y bien podía enmendarse, al menos para
evitarnos las jaquecas que nos da su marido...».

D. Francisco se dormía antes que ella. A veces Rosalía estaba desvelada
e inquieta hasta muy tarde, envidiando el dulcísimo descanso de aquel
bendito, que reposaba sobre su conciencia blanda como un ángel sobre las
nubes de la Gloria. La ingeniosa dama no hallaba blanduras semejantes,
sino algo duro y con picos que la tenía en desasosiego toda la noche.
Porque su pasión del lujo la había llevado insensiblemente a un terreno
erizado de peligros, y tenía que ocultar las adquisiciones que hacía de
continuo por los medios más contrarios a la tradición económica de
Bringas. Tenía los cajones de la cómoda atestados de pedazos de tela,
estos cortados, aquellos por cortar. Enorme baúl mundo guardaba, con
sospechosa discreción, mil especies de arreos diversos, los unos
antiguos, retocados o nuevos los otros, todo a medio hacer, revelando la
súbita interrupción del trabajo por la presencia de testigos importunos.
Era preciso ocultar esto a la vigilancia fiscal de D. Francisco que en
todo se metía, que interpelaba hasta por un carrete de algodón no
presupuesto en su plan de gastos. Rosalía se desvelaba pensando en los
embustes que habían de servirle de descargo en caso de sorpresa. ¿Con
qué patrañas explicaría el crecimiento grande de la riqueza y
variedad de su guardarropa? Porque la muletilla de los regalos de la
Reina estaba ya muy gastada y no podía usarse más tiempo sin peligro.

Un día D. Francisco volvió de la oficina antes de lo que acostumbraba, y
sorprendió a Rosalía en lo más entretenido de su trabajo, funcionando en
el Camón, como si este fuera un taller de modista, y asistida de una
costurera que había llevado a casa. Más que taller parecía el Camón la
sucursal de _Sobrino Hermanos._

«¿Peeero mujer, qué es esto?»--dijo Thiers absorto, como quien ve cosas
sobrenaturales o mágicas y no da crédito a sus ojos.

Había allí como unas veinticuatro varas de _Mozambique_, del de a dos
pesetas vara, a cuadros, bonita y vaporosa tela que la Pipaón, en
sueños, veía todas las noches sobre sus carnes. La enorme tira de trapo
se arrastraba por la habitación, se encaramaba a las sillas, se colgaba
de los brazos del sofá y se extendía en el suelo para ser dividida en
pedazos por la tijera de la oficiala, que, de rodillas, consultaba con
patrones de papel antes de cortar. Tiras y recortes de _glasé_, de las
más extrañas secciones geométricas, cortados al _bies_, veíanse sobre el
baúl esperando la mano hábil que los combinase con el _Mozambique_.
Trozos de brillante raso de colores vivos eran los toques calientes, aún
no salidos de la paleta, que el bueno de Bringas vio
diseminados por toda la pieza, entre mal enroscadas cintas y fragmentos
de encaje. Las dos mujeres no podían andar por allí sin que sus faldas
se enredaran en el _Mozambique_ y en unas veinte varas de _poplín_ azul
marino que se había caído de una silla y se entrelazaba con las tiras de
_foulard_. De aquel bonito desorden salía ese olor especialísimo de
tienda de ropas, que es un resto de los olores del tinte fabril,
mezclado con los del papel y la madera de los embalajes. Sobre el sofá,
media docena de figurines ostentaban en mentirosos colores esas damas
imposibles, delgadas como juncos, tiesas como palos, cuyos pies son del
tamaño de los dedos de la mano; damas que tienen por boca una oblea
encarnada, que parecen vestidas de papel y se miran unas a otras con
fisonomía de imbecilidad.

Al verse cogida _in fraganti_, el primer impulso de Rosalía fue recoger
todo; pero le faltó tiempo, y el pavor mismo sugiriole una pronta
salida, rasgo genial de aquel sutilísimo entendimiento.

«Calla, hombre, por Dios--le dijo, pasándole el brazo por la espalda y
sacándole suavemente del Camón para que no se enterase la modista--. Es
que... yo creí que te lo había contado anoche. Esos vestidos son de
Milagros. Ayer, ¡si vieras!, tuvo la pobre una espantosa reyerta con ese
caribe del marqués. Que si él era el que gastaba, que si gastaba más
ella, que si tú, que si yo... Por poco hay una tragedia. Yo
estaba presente... y te digo que ya estaba pensando en mandar que
trajeran árnica... Milagros, que ahora no puede encargarle nada a
Eponina porque su marido no le pagaba las cuentas, compró las telas y
llevó a su casa una modista para hacerse un par de trajes de verano...
¿Qué cosa más natural? La pobre se arreglaba con veinticuatro varas de
_Mozambique_, a dos pesetas vara, y veintidós de _poplín_, a catorce...
Ya ves qué economía. Pues nada; entra aquel tagarote, que sin duda venía
de perder cientos de duros a una sota, y lo mismo fue ver las telas y la
modista, empieza a echar por aquella boca unas herejías... ¡Santo
Cristo! Yo me quedé... Nada: todo se le volvía pisotear la tela y dar
con el pie a los figurines, diciendo: ¡Brrr...!, qué sé yo. Que la pobre
Milagros le ha arruinado con sus pingajos. ¿Has visto qué borricadas?
Luego se quitó de cuentos, y cogiendo a la pobre modista por un brazo,
la plantó en la calle, sin darle tiempo a que se pusiera la mantilla.
¿Has visto qué pedazo de bárbaro?... Milagros se desmayó. Tuvimos que
aplicarle éter y qué sé yo qué más cosas... En fin, por sacarla de este
compromiso, he tenido que traerme a casa las telas y la modista para
hacer aquí la labor. Ella vendrá luego a dirigirla, porque yo,
francamente, entiendo poco de estas cosas tan historiadas y tan
recargaditas. Emilia, esa chica, es muy hábil y trabaja por poco
dinero... Es una infeliz sin pretensiones, pero le da palmetazo
al célebre Worth, no te creas...».

Con estas ingeniosidades, aquel buen cristiano se aplacó, y como al poco
rato vino la marquesa, se encerraron las tres en el Camón y estuvieron
picoteando todo el día, cortando, midiendo, probando, deshaciendo y
volviendo a probar, lo dicho por Rosalía resultó tan verosímil como la
verdad. Preocupábase, a todas estas, la dama de las insuperables
dificultades que sobrevendrían cuando estrenase aquellos vestidos, pues
en tal caso, y contra la evidencia, no valdrían los bien trabados
enredos que sabía imaginar. Se consolaba con la esperanza de un hecho
que sería solución muy fácil y segura. González Bravo había ofrecido a
D. Francisco un gobierno de provincia. Pez le instaba para que aceptase,
seguro de que se luciría y de que la provincia a quien le cayese un
gobernador tan honrado y respetable, habría de saltar de gozo. Pero a él
le repugnaba lo espinoso del cargo, y no quería abandonar su
tranquilidad y aquel vivir oscuro en que era tan feliz. Si al fin
aceptaba Bringas, se iría solo a su ínsula, y la desconsolada esposa se
quedaría en Madrid con libertad de estrenar cuantos vestidos quisiera.
Pero siendo lo más probable que el gran economista no aceptase, Rosalía
se calentaba los sesos discurriendo la salida de su compromiso, y al fin
halló una fórmula que, mucho antes de la ocasión de emplearla,
revolvía y ensayaba en su mente.



XVI


Ya ves, hijito--decía para sí un mes antes de que el hecho fuera real--,
lo que ha pasado... No te lo quise decir para que no te disgustaras,
porque al fin nuestra amiga es, y en casa se ha hecho este trabajo.
Emilia le exigió el pago adelantado... Pura terquedad. ¡De repente,
cañonazo!... Sobrino le pasó la cuenta. Ni a una cosa ni a otra pudo
atender la pobre Milagros... No tienes idea de las trapisondas... Ya te
contaré. En fin, que he tenido que quedarme con los vestidos por menos
de la tercera parte de su valor y me los he arreglado yo misma para no
gastar... Es regalado, es una verdadera ganga... Emilia se ha empeñado
en ello, y dice que le pague cuando yo quiera... Ya ves...

Bien preparada estaba la comedia para cuando llegase el caso de
representarla. Entre tanto, se trabajaba sin descanso en el Camón, con
asistencia de Milagros, que cada día llevaba una novedad, ideas
felices, la inspiración más reciente de su genio fecundísimo, _verbi
gratia_:

«Yo no puedo ser muy espléndida este verano. Verá usted cómo me arreglo.
En casa de _los Hijos de Rotondo_ me han dado unas veinticinco varas de
_Bareges_, muy arregladito... Me ha dicho la de San Salomó que el
_Bareges_ se llevará mucho este verano. Francamente, los Mozambiques me
apestan ya... Pues sí... arreglaré ese vestido con una sencillez
verdaderamente pastoril. Verá usted... tres volantes y adorno de sedas
delgadas. El volantito estrecho, guarnecido de encaje, y el _entredós_,
bordado, formando hombrera a lo _jockey_... Cinturón color lila cerrado
por delante con una escarapelita... ¿Sabe usted que aquel sombrero me
parece algo estrepitoso?... Tengo otro en proyecto. Verá usted. Con un
casquete que guardo del año pasado y las cintas aquellas de
terciopelo... No me faltan más que un _penacho_ y un _marabout_ de
novedad que le pondré al lado derecho, así...».

A principios de Mayo, Rosalía tuvo que sustraerse, no sin pena, a aquel
delicioso trabajo. El médico había ordenado que Isabelita fuera sacada a
paseo todas las mañanas. El tiempo estaba hermosísimo y convidaba a
gozar de la apacible amenidad del Retiro. Empezó la dama sus paseos
matutinos con Isabelita y el pequeñuelo, y desde el segundo día se les
agregó el señor de Pez, que padecía de rebeldes inapetencias.
Moreno Rubio le había prescrito que madrugara, que se pusiera entre
pecho y espalda un vaso grande de agua de la fuente Egipcia o de la
Salud, y que la paseara después por espacio de dos horas antes de la
hora del almuerzo.

¡Qué contentos iban los cuatro a lo Reservado, cuya entrada se les
franqueaba, por ser Rosalía _de la casa_! ¡Y cuánto gozaban los chicos
viendo la _casita del Pobre_, la del Contrabandista y la Persa, echando
migas, a los patitos de la casa del Pescador, subiendo a la carrera por
las espirales de la _Montaña_ artificial, que es en verdad, el colmo del
artificio! Todos aquellos regios caprichos, así como la Casa de Fieras,
declaran la época de Fernando VII, que si en política fue brutalidad, en
artes fue tontería pura.

Rosalía y D. Manuel, influidos favorablemente por la gala de la
vegetación, la frescura del aire y el picor del sol de Mayo, se
reverdecían, y a ratos casi eran tan chiquillos como los chiquillos, es
decir, que charlaban atolondradamente, y su andar no era siempre todo lo
mesurado que corresponde a personas graves, pues ya lo precipitaban, ya
lo contenían más de la cuenta, mientras los niños jugaban al escondite
entre las espesas matas. El vaso de agua, obrando maravillosamente sobre
la mucosa y todo el aparato digestivo del buen funcionario, producía
efectos maravillosos. Activadas sus funciones vitales, recobraba su
alegría y verbosidad ampulosa: los instintos galantes no se
quedaban atrás en aquella resurrección matutina. Parece mentira que un
vaso de agua produzca tales efectos. ¡Cuántas veces tenemos en la mano,
sin percatarnos de ello, el remedio de inveterados males!... La fácil
palabra de Pez, saltando de un concepto a otro, llegó al capítulo de las
lisonjas, que en aquel caso eran muy fundadas, y allí fue el ponderar la
frescura y gracia de la dama. ¡Qué bien le sentaba todo lo que se ponía,
y qué majestad en su porte! Pocas personas poseían como ella el arte de
vestirse y el secreto de hacer elegante cuanto usara... Estas bocanadas
de incienso ahogaban a Rosalía, quiero decir, que el depósito de la
vanidad (cierta vejiga que los fatuos tienen en el pecho) se le inflaba
extraordinariamente y apenas le permitía respirar. También a ella le
cosquilleaba en el interior el deseo de hacer algunas confidencias; pero
el respeto de su marido le ponía un freno. Por fin, tanto extremó Pez
los panegíricos de ella, que la indiscreción se sobrepuso a la
prudencia. Les vi varias veces cuando regresaban, ella cargada con un
ramo de lilas, el velo un poco echado atrás, cual si sacrificara la
compostura a la libertad de la vida campestre, el rostro algo encendido
por la agitación del paseo y la vehemencia del discurso; él cargado con
otro ramo suplementario, hecho un pollastro, con diez años quitados por
ensalmo de encima de su cuerpo; los niños, revoloteando ora
delante, ora detrás, ensuciándose de tierra y azotándose con varitas,
sacudiendo los árboles tiernos y saltando las acequias salidas de madre.
Rosalía hablaba; ¿pero quién, sino el mismo Pez, podría recoger sus
palabras, impregnadas de un cierto desconsuelo y melancolía dulce?

La pobrecita no podía lucir nada, porque su marido... Ante todo, no se
cansaría de repetir que era un ángel, un ser de perfección... Pero esto
no quitaba que fuera muy tacaño y que la tuviese sujeta a un mal traer,
deslucida y olvidada. Y no era ciertamente porque careciese de medios,
pues Bringas tenía sus ahorros, reunidos cuarto a cuarto. ¿Y para qué?
Para maldita la cosa, por el simple gusto de juntar monedas en un
cajoncillo y contarlas y remirarlas de vez en cuando... Sin duda aquel
hombre... que era muy bueno, eso sí, esposo sin pero y padre
excelente... no sabía colocar a su mujer en el rango que por su posición
correspondía a entrambos. Porque ella tenía que alternar con las
personas de más viso, con títulos y con la misma Reina; y Bringas, no
viendo las cosas más que con ojos de miseria, se empeñaba en reducirla
al vestidito de merino y a cuatro harapos anticuados y feos. ¡Oh!, lo
que ella sufría, lo que penaba para adecentarse era cosa increíble.
¡Sólo Dios y ella lo sabían!... Porque su marido llevaba cuenta y razón
de todo, y hasta el perejil que se gastaba en la cocina se
traducía en guarismos en su libro de apuntes... La pobre esposa, atenta
a la dignidad de su posición social, era un puro Newton, por las
matemáticas que tenía que revolver en su caletre para procurarse algún
sobrante del gasto de la casa y estirar las mezquinas cantidades que
Bringas le daba para vestirse. La cuitada se pelaba los dedos cosiendo y
arreglándose sus vestidos; y la minuciosidad de él en la cuenta y razón
era tan extremada, que se veía y se deseaba para poder filtrar un día
tres reales, otro dos y medio; y a veces nada podía hacer. La
continuidad de estas molestias constituía una vida de martirio, y no es
que quisiese tener lujo, no: mas juzgaba que su decoro y el contacto con
altas personas le imponían deberes ineludibles; creía que ella y los
niños no debían hacer mal papel en las casas a donde iban, ni le gustaba
que las amigas la mirasen de reojo y cuchichearan entre sí, observando
en ella una falda de taracea o una prenda cursi y anticuada... No
obstante, quería entrañablemente a su marido, porque fuera de aquello de
las miserias era un hombre completo, un ser de elección, bueno y
cariñoso, honrado como pocos o como ninguno, hombre que jamás había
tenido trapicheos ni tratado con mujerzuelas, ni puesto un duro a una
carta, y por fin, de genio tan pacífico, que como no le tocaran a sus
presupuestos, se hacía de él lo que se quería... Considerando
esto, la infeliz llevaba con paciencia lo otro, es decir, los apurillos
para vestirse, y se manejaba como podía para no desmerecer de su elevada
clase... De donde resultaba que ambos, el Sr. de Pez y la señora de
Bringas tenían respectivamente sus motivos de disentimiento conyugal, él
por causa de las furibundas santidades de su esposa, ella por las
sordideces de su marido; lo cual prueba que nadie encuentra completa
dicha en este mísero mundo, y que es rarísimo hallar dos caracteres en
completo acomodo y compenetración dentro de la jaula del matrimonio,
pues el diablo o la sociedad o Dios mismo desconciertan y cambian las
parejas para que todos rabien, y todos, cada cual en su jaula, hagan
méritos para la gloria eterna.



XVII


Cuando la conversación recayó en estas filosofías, iban saliendo por la
puerta de la Glorieta. Ya estaban descuajadas las famosas alamedas de
castaños de Indias, quitada la verja y puestos a la venta los terrenos,
operación que se llamó _rasgo_. Esta palabra fue muy funesta
para la Monarquía, árbol a quien no le valió ser más antiguo que los
castaños, porque también me le descuajaron e hicieron leña de él.

Al pasar del Retiro a las calles, los paseantes recobraban su
compostura. Iban delante los niños dándose las manos. Los mayores, a la
vista de la población regular, cesaban en aquellas confidencias que
parecían fruto sabroso de la amenidad campesina. Era como pasar de un
país libre a otro donde todo es correcto y reglamentario. En su casa,
cuando trabajaba en el Camón sola o con Emilia, la Bringas solía rumiar
las expansiones de la mañana, añadiéndoles conceptillos que no se
atrevían a traspasar las fronteras del pensamiento. Sin desatender los
trapos, la soñadora dama se iba por esos mundos, ejercitando el derecho
de revisión y rectificación de las cosas sociales, concedido en el reino
de la mente a todos los que se creen fuera de su lugar o mal apareados.

«Ese Pez sí que es un hombre. Al lado suyo sí que podría lucir cualquier
mujer de entendimiento, de buena presencia, de aristocrático porte. Pero
como todo anda trocado le tocó esa mula rezona de Carolina... ¡Todo al
revés! ¿Qué mujer de mérito no se empequeñece y anula al lado de este
poquita-cosa de Bringas, que no ve más que menudencias, y es incapaz de
hacer una brillante carrera y de calzarse una posición
ilustre?... Ya, ¿qué se puede esperar de un hombre que, cuando le
ofrecen un gobierno, en vez de saltar de gozo se pone a dar suspiros y a
decir: «más que el bastón me gustan mis herramientas?...» ¡Oh, Pez,
aquel sí que es hombre! Ya sé yo qué mujer le correspondería si las
cosas del mundo estuvieran al derecho y cada persona en su sitio. Para
tal hombre, una mujer de principios, de mucha labia, señora de finísimos
modales, y que supiera honrar a su marido honrándose a sí propia; que
supiera darle lucimiento luciéndose ella misma; una dama que se creciera
cada día haciéndole crecer, porque el secreto de las brillantes carreras
de algunos hombres está en el talento de sus mujeres. Paquito decía ayer
que Napoleón no hubiera sido nada sin Josefina. Si en vez de esa beata
viviera al lado de Pez una dama que reuniera en sus salones lo más
selecto de la política, ya Pez sería ministro... De veras... ¡si yo
tuviera a mi lado un sujeto semejante...! Pero vaya usted a hacer
ministro a Bringas, un hombre que se pone de mal humor cuando hay que
dar agua con azucarillo a cualquiera que viene a casa; un hombre que
quiere que me vista de hábito y lleve a los niños con alpargatas. ¡Ah!,
roñoso, menguado, nunca serás nada... ¡Oh Pez!, si tuvieras por esposa a
la mujer que te corresponde, ¿cómo habías de consentir que saliera a la
calle hecha un adefesio para ponerte en ridículo?... Aprende tú, bobo,
de quien con cincuenta mil reales de sueldo vive con la
apariencia de doce mil duros de renta y paga veinticuatro mil reales de
casa. Y no es que tenga deudas, es que sabe agenciarse y saca partido de
su posición. Esto no lo sabrá nunca un poca-cosa, un pisa-hormigas que
me está predicando tres horas porque puse o no puse siete garbanzos más
en el cocido; esto no lo entiende quien no ve más allá de su sueldo
mezquino, y está temblando de que le den una cruz por no comprar las
insignias; quien no quiere ser gobernador de una provincia; quien se
opone a que el aguador me suba dos cubas más de agua, porque, según él,
con mojarse el palmito ya basta; quien sostiene que no necesito más que
diez y ocho varas de tela para un vestido, y me recomienda que adorne
los sombreros de los niños con cinta damascada de la que usan los
licenciados del ejército para colgarse el canuto; quien sostiene que el
pelo de cabra es más bonito que el gro, y llama cargazón a las capotas
sólo porque no son baratas; quien no me deja arreglar la bata con cintas
otomanas y se atrevió a proponerme que utilizara las cintas amarillas de
los mazos de cigarros del primo Agustín...».

Algunas tardes, cuando Pez y Rosalía no podían salir a la terraza a
causa del mal tiempo, los tres tertuliaban en Gasparini. Tenían que oír
los elogios que D. Manuel hacía de la estupenda obra de su amigo. De pie
junto a él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón,
mascándose el bigote, dejaba caer miradas de crítico sobre el
maravilloso cristal tan poblado de pelos como humana cabeza, en algunas
partes cabelludo, en otras claro, en todas como recién afeitado, gomoso,
pegajoso, con brillo semejante al de las perfumadas pringues de tocador.

«Es una maravilla... ¡Qué manos!, ¡qué paciencia! Esta obra debiera ir a
un Museo».

Y para sí, mascando más fuerte y metiendo más la mano en el bolsillo:

«Vaya una mamarrachada... Es como salida de esa cabeza de corcho. Sólo
tú, grandísimo tonto, haces tales esperpentos, y sólo a mi mujer le
gustan... Sois el uno para el otro».

Retirose aquel día del trabajo D. Francisco más fatigado que nunca. Veía
los objetos dobles y tenía la cabeza tan mareada como si estuviese a
bordo de un buque. Pero él confiaba en que tal desazón sería pasajera, y
se felicitaba del adelanto y bonito efecto de la obra. El ángel estaba
completamente modelado ya con aquellos increíbles puntos de pelo. El
sauce protegía con sus llorosas ramas la tumba, y era lástima que no
hubiese cabellos verdes, pues si tal existiera la ilusión sería
completa. Al fondo nada le faltaba ya; era un modelo de perspectiva
melancólica, hasta tal punto, que sólo quien tuviese corazón de peña
podía verlo sin sentir gana de hacer pucheros. Faltaban aún las flores
del piso y todo el primer término, donde Bringas discurrió a
última hora poner unas columnas rotas y caídas, así como de templo en
ruinas, con lo cual la idea de la desolación era representada del modo
más perfecto.

A principios de Junio vimos parte de este trabajo concluido; pero aún
restaban varias cosillas, girasoles chiquitos, pensamientos grandes,
amén de unas cuantas mariposas sentimentales de negras alas, posadas
aquí y allí, libando el dulce _macassar_ en los cálices de aquella flora
piliforme. Por los mismos días ocurrieron sucesos a los cuales el digno
artista era completamente extraño; mas por este motivo mismo no deben
ser aquí olvidados. Y fue que cuando se aproximaba el día señalado para
devolver a Torres su dinero, estaba Rosalía tan cabizbaja, que se podría
creer, viéndola, que le habían robado algo o inferido alguna descomunal
ofensa. Cálculos y más cálculos hizo, desbaratándose el seso, sin llegar
a la solución del temido problema, y los números negábanse a
complacerla, dándole la cifra que necesitaba... ¡Qué idea! ¿Acudiría al
Sr. de Pez? ¡Oh!, si llamara a esta puerta seguramente sería oída, pero
no se atrevía. Además, D. Manuel se marchaba a la sazón para los baños
de Archena, (pues sin un par de carenas anuales era hombre perdido), y
no volvería hasta el 20. El 12 se presentó Torres con sus ojos de huevos
duros impregnados de una dulzura atónita. Era la imagen de la
amabilidad, en el supuesto de que le están dando garrote. Su sonreír
empalagoso hizo a Rosalía el efecto de un fluido miasmático que se
filtraba en ella y la ponía enferma. ¡Y cuán impertinente su nariz
chica, y cuán cargante la maña de resobarse la barba, como si quisiera
extraer de ella alguna sustancia! Aquel hombre guapín, que siempre fue a
Rosalía indiferente, pareciole entonces un bonito verdugo que se le
presentaba con la cuerda y la hopa.



XVIII


¡Y que no venía poco apremiante el tal!... ¡Vaya un apunte! Para el día
14 sin falta necesitaba _eso_. Pero sin que pudiera retrasarse ni un
día, ni una hora, porque su honor estaba comprometido en casa de
Mompous, y en caso de que Rosalía no pudiera cumplir, se vería precisado
a pedir el dinero a D. Francisco.

«Por Dios... no diga usted tal disparate. ¡Jesús!... Usted se ha vuelto
loco-tartamudeó la de Bringas con temblor y sobresalto».

Volvió a echar sus cuentas por centésima vez. Ni aun vendiendo cosas que
no deseaba vender, podría reunir la suma. La prendera le había traído
algunas cantidades; pero parte de ellas las había gastado mi buena
señora en comprar cuatro fruslerías para componer a sus niños. ¡Si
Milagros le hubiera devuelto aquellos seiscientos reales que le anticipó
para pagar al joyero...! Pues sí, era preciso que se los devolviera. Se
los pediría terminantemente. Si por arte del Demonio, o más bien por
milagro de Su Divina Majestad, tuviera Cándida algún dinero...! Cándida
le debía cinco duros que Rosalía le prestó para dar la vuelta de un
billete de cien escudos. También aquellos extraviados reales debían
volver al redil. Haciendo propósitos de energía, fue a ver a la
marquesa. ¡Casualidad funesta! La marquesa estaba en una función
religiosa, que costeaba con otras señoras. Era una Novena dedicada a no
sé qué santo titular, con Manifiesto, Estación, Rosario, Sermón, Novena,
Gozos del Santo, _Santo Dios_ y Reserva. Acudió allá Rosalía, deseosa de
ver a su amiga aquella misma tarde. La calle estaba llena de coches
elegantes. En la iglesia, hecha un ascua de oro, con cortinas de
terciopelo del barato, cenefas de papel dorado, candilejas mil, enormes
ramilletes de trapo y unos pabellones que parecían de teatro de tercer
orden, había tal concurrencia, que era muy difícil penetrar en
ella. Rosalía logró abrirse camino por entre el elegante gentío; pero no
pudo llegar hasta donde estaba la marquesa, que se había encaramado en
el presbiterio, cerca de los curas. Pasó tiempo, mucho tiempo, durante
el cual Rosalía oyó medio sermón patético, aflautado, un guisote de
lugares comunes con salsa de gestos de teatro; oyó cantorrios más o
menos gangosos, y por último se hizo tan tarde, pero tan tarde, que
desesperando ver el fin de la dilatada función, tuvo que marcharse sin
hablar con Milagros. La pobre señora era una mártir de los insufribles
métodos de su marido, y no podía retrasar su vuelta a la casa, porque si
la comida no estaba puesta en la mesa a la hora precisa, D. Francisco
bufaba y decía cosas muy desagradables, como por ejemplo: «Hijita, me
tienes muerto de debilidad. Otra vez avisa, y comeremos solos».

La noche la pasó muy intranquila, y al día siguiente, 13 de Junio, a eso
de las doce, cuando se disponía a visitar a su amiga, he aquí que se
presenta esta, sobresaltada, manifestando en la expresión de su rostro
que algo extraordinario le ocurría; y lo declaraban así, no sólo el
descuido plástico del mismo, sino la turbación de la voz y otros
síntomas espasmódicos. Rosalía participó de aquel sobresalto cuando le
oyó decir:

«¡Ay!, ¡amiga de mi alma, en qué conflicto me veo! Si usted no me saca
en bien...».

--¿Yo?--dijo la Bringas apartándose, pues comprendió que se trataba de
un problema monetario como el suyo--. Precisamente viene usted a buena
hora... Si usted supiera... Allá iba yo.

--¿A casa?... Le diré a usted lo que sucede para que me tenga lástima,
mucha lástima. Mañana tengo baile y cena, una solemnidad de familia,
absolutamente indispensable. Ya he repartido las invitaciones... ¡verá
usted qué chasco! Hija, deme usted por Dios un vaso de agua, porque no
puedo hablar. Tengo algo aquí que me corta la respiración..._(Después de
tragar algunos buches de agua.)_ Para evitarme quebraderos de cabeza,
encargo la cena a Bonelli. Ayer le mando llamar. Creo arreglarlo
fácilmente; pero el tal, con todo su descaro, me exige que le he de
pagar las tres cenas que se le deben. Yo bien quisiera; figúrese usted
si me gustará deber... ¡Ay!, créalo usted, mi mariducho tiene la culpa
de que vivamos de esta manera... Pero vamos a lo que decía. ¿Qué estaba
yo diciendo? No sabe usted cómo está mi cabeza. ¡Ah! En vista de la
exigencia de Bonelli, mando llamar esta mañana a Trouchín, el de la
calle del Arenal, que nunca me ha servido nada; le propongo servirme la
cena de mañana, la ajusto, nos convenimos; pero el condenado ¿creerá
usted?, con muchas cortesías y mucha labia me dice que si no le pago
anticipadamente no hay cena... Esto ya es un insulto. Jamás me
ha pasado cosa igual... Le diré a usted. Es que los reposteros todos son
unos. Sin duda Bonelli fue a prevenir a Trouchín y a llevarle el cuento
de que yo le debía tres cenas. Es una conspiración contra mí, un
complot... Si bien se mira, no les falta razón, querida; ¿pero yo qué
culpa tengo? ¡Ese hombre incapaz, mi maridillo...! Cuanto se diga de él
es poco. Es propiamente incalumniable... He tenido que pagarle ayer una
cuenta de su sastre, que se había colgado de la campanilla de la puerta
de casa... Con que ya ve usted mi situación; aconséjeme, indíqueme
alguna salida.

Rosalía, con humildes razones, se declaró incapaz de brujulear a su
amiga por aquel laberinto, mayormente cuando ella estaba en un aprieto
semejante, y contaba con recobrar aquel día los... aquellos seiscientos
reales...

«¡Oh!, sí; me acuerdo perfectamente... Anteayer me los eché en el
portamonedas para traérselos a usted... dispénseme... pero antes de
salir de casa, se presentó el cobrador de la Congregación con el recibo
de mi cuota para la función de ayer y... hija de mi alma, no tuve más
remedio que aflojar... Por cierto que ayer la vi a usted en la iglesia,
y sentí que no estuviera a mi lado para hacerle observar algunas cosas.
La función bonitísima; pero ¿no vio usted cuánto mamarracho? La de
Cucúrbitas se fue a la iglesia con aquel estrepitoso vestido color de
tabaco que parece un hábito de la orden de Estancadas. El
uniforme de la casa. La de San Salomó estaba también muy estrepitosa. No
he visto en mi vida mayor _pouff_, y aunque dicen que la tendencia de la
moda es aumentarlo, creo que la iglesia pide moderación en esto. Nada
quiero decir del bullonado tan estupendo que llevaba... ¿pues y la
cola?... En cuanto a mí... ¿usted me miró bien? No se podía pedir más
sencillez... Pero vuelvo a mi pleito, querida mía. ¿No me aconseja usted
algo? Discurra por mí; pues yo me he vuelto como tonta. Si de aquí a
mañana no resuelvo la cuestión, estoy perdida... Crea usted que es para
suicidarse».

Por curiosidad preguntó Rosalía a su amiga lo que necesitaba, y oyéndole
decir que unos nueve o más bien diez mil reales, puso una cara de mal
humor que aumentó la tribulación de la ya tan atribulada Milagros.

«¡Ay!, qué pocos alientos me da usted... Y para colmo de desdicha, ayer
tarde me hizo Eponina un escándalo. Si lo que a mí me pasa no le pasa a
nadie... Me ha puesto unas cuentas... de lo más estrepitoso... Por una
hechura ¡dos mil reales!, por avíos de aquella bata, sólo por avíos,
¡mil quinientos!... Es para matarla...».

«¡Diez mil reales!--murmuró Rosalía mirando al suelo y contando las
sílabas como si fueran monedas--. Con la quinta parte tendría yo
bastante».

--Diga usted; D. Francisco...--indicó Milagros con animación, dando a
entender que el bendito Bringas debía de tener ahorros.

--¡Cállese usted por Dios! Si mi marido supiera...--replicó la otra
aterrorizada--. Estas cosas le sacan de quicio.

--¿Y Cándida?...

--¡Ave María Purísima!

--Podía darse el caso... Olvidé decirle a usted que, empeñando tres o
cuatro cosillas, podré reunir cuatro mil reales. Sólo necesito seis.

--Imposible de toda imposibilidad.

--Ese Torres...--murmuró Milagros con la boca tan seca, que la lengua se
le pegaba al paladar.

--¡Jesús! ¡Torres!... ¡qué disparate!...--exclamó Rosalía viendo alzarse
ante ella, como una aparición fantástica, la imagen de su acreedor--. No
sé si he dicho a usted que mañana antes de las doce... ¡Ay!, fue una
locura la compra de aquella manteleta. Ya ve usted... ¿qué necesidad
tenía yo de estos ahogos?

--Es una bicoca, hija--manifestó la marquesa con aquel tono y aire de
superioridad indulgente que sabía tomar cuando le convenía--. Si salgo
de mi conflicto, esa futesa por que usted se apura tanto, corre de mi
cuenta. _(Acercándose más a su amiga y oprimiéndole el brazo.)_ Don
Francisco debe de tener mucho _parné_ guardado, dinero improductivo,
onza sobre onza, a estilo de paleto. ¡Qué atraso tan grande!
Así está el país como está, porque el capital no circula, porque todo el
metálico está en las arcas, sin beneficio para nadie, ni para el que lo
posee. D. Francisco es de los que piensan que el dinero debe criar
telarañas. En esto su apreciable marido de usted es como los lugareños
ricos. ¿Por qué no le propone usted una cosa? Que me preste lo que
necesito... se entiende, con el interés debido, y mediante una
obligación formal. ¡Yo no quiero...!

--Dudo yo que Bringas...

--_(Con calor.)_ Pues hija, alguna influencia ha de tener usted sobre
él... Pues no faltaba más. ¿Es usted tonta? Con decirle: «hombre, por
amor de Dios, ese dinero no nos produce nada». Y duro, duro, para que
aprenda. ¿O es que no tenemos carácter...? Yo creí que él le consultaba
a usted todo, y se dejaba dominar por quien le gana en inteligencia y
gobierno... A ver, decídase a proponérselo. Lo dicho dicho: en caso de
que nos arreglemos, el piquillo de usted corre de mi cuenta. _(Riendo.)_
Lo consideraremos como corretaje.

--Dudo yo que mi marido... ¡Quia, imposible..!

Pero, aun creyendo imposible lo que se le había ocurrido a su ingeniosa
amiga, Rosalía meditaba sobre ello. La misma dificultad insuperable del
asunto atraía su espíritu, como los grandes problemas embelesan y
fascinan los entendimientos superiores. Durante un rato no se
oyó en Gasparini más ruido que los suspiros de la Pipaón y algunas
tosecillas de la marquesa, que no tenía sus bronquios en el mejor
estado. Como las dos amigas estaban solas en la casa, pues Bringas no
había vuelto de la oficina, ni del colegio los niños, podían hablar con
toda libertad de sus cuitas sin hacer misterio de ellas. Volvió la de
Tellería a explanar su proposición, robusteciéndola con razones de gran
peso (¡oh!, ¡el dinero de manos muertas es la causa del atraso de la
nación!) y con zalamerías muy cucas; mas la Bringas persistía en
considerar la propuesta como una de las cuestiones más arduas y
escabrosas que podían ofrecerse a la voluntad humana. Acometerla sólo
era como encaramarse a las cimas del heroísmo. En el propio estado
seguían las dos cuando se les apareció Cándida, muy risueña y oronda.
Venía de ver a Su Majestad y a doña Tula, y después había estado en las
cocinas, donde el cocinero jefe se empeñó en hacerle aceptar tres
_entrecotes_ y un par de perdices. «Cosas de Galland...». Era un hombre
que no se cansaba de obsequiarla, y por no desairarle, ella había dicho:
«Pues que me lo suban a casa».

«Luego le mandaré a usted una perdiz y dos _entrecotes_--dijo a Rosalía
azotándola con su abanico--. No, no me lo agradezca... Si yo no lo he de
probar. A mí me sobra carne... Ayer he repartido entre los
vecinos un solomillo magnífico que mandé traer de la plaza del Carmen,
esperando tener convidados... ¡Si viera usted aquella pobre gente qué
agradecida...! Mi casa es la Beneficencia. El día que yo me mude de
aquel cuarto han de correr por allí muchas lágrimas».



XIX


Y luego, llevando sus ideas a un terreno muy distinto del de la caridad,
aunque también muy interesante, se dejó decir lo que a la letra se
copia:

«¿Me podrán decir ustedes dónde y cómo y de qué manera podría yo colocar
un poco de dinero, una cantidad que me sobra?... Que sea cosa segura y
con un producto moderado...».

El efecto que estas cláusulas hicieron en las dos amigas no fue tan
grande como debía esperarse. En la cara de Rosalía se pintaba una
incredulidad indiferente, que poco después se resolvió en alarma,
recordando que el préstamo de cinco duros solicitado un mes antes por
Cándida, había tenido un preámbulo parecido al que acababa de
oír. Milagros, sin tener confianza en lo que la García Grande decía,
sospechaba que hubiese algo de verdad en ello, o lo que es lo mismo, se
amparaba a lo absurdo como el desesperado que se agarra al clavo
ardiendo.

«Pero diga usted, Cándida... ¿Ese dinero lo tiene usted?».

--Hija mía, no sea usted material... No lo tengo precisamente en el
bolsillo, pero como si lo tuviera... Un día de estos me lo ha de traer
Muñoz y Sones...

--_(Con desaliento.)_ Un día de estos... ya.

--Y acostumbro pensar las cosas con tiempo... Francamente, no me gusta
tener gruesas sumas en casa, porque aun en esta vecindad palaciega hay
mala gente...

Sin dar importancia a los proyectos rentísticos de Cándida, Milagros
observaba el vestido. Por aquella época, la ilustre viuda empezaba a
declinar ostensiblemente en su porte y en la limpieza y compostura de su
vestimenta, si bien no había llegado, ni con mucho, al lastimoso extremo
de abandono en que la hemos conocido más tarde.

Los niños entraron del colegio, y Rosalía fue a darles la merienda.

«¡Qué mona está Isabelita!»--dijo Cándida a Milagros; y a poco de
decirlo, se dirigió hacia Columnas, dejando sola con su acerba pena
a mi señora la marquesa. Esta oyó el gorjear de los pequeños, la
voz de la mamá riñéndoles por su impaciencia y el chasquido de los besos
que Cándida les daba. Al poco rato apareció Rosalía en Gasparini, y
Milagros la vio ceñuda y risueña a un tiempo mismo, como cuando no
podemos sustraernos a los efectos de uno de esos lances cómicos que
suelen ocurrir en las ocasiones más tristes.

«Vea usted qué gracia--dijo Rosalía al oído de su amiga--. Me ha dicho
en el comedor, con mucho secreto, que le haga el favor de adelantarle
otros cinco duros».

Milagros se sonrió, como un enfermo que hace esfuerzos por distraerse.
Pronto volvió a caer en aquella honda tristeza que la aplanaba como una
fiebre consuntiva. Por su mente pasaba el terrible lance de la noche
próxima, los convidados que llegaban, los salones llenándose, ella
vestida con su gran falda de raso rosa, de enorme _pouff_ y larguísima
cola, afectando alegría, y el problema de la cena sin resolver aún.
Porque en tal noche no podía salir del paso con cuatro frioleras... ¡Qué
bochorno!... Rosalía vio los ojos de su amiga humedecidos por las
lágrimas, y quiso consolarla.

«Ese perdulario sin conciencia, esa inutilidad...»--fue lo único que se
le ocurrió.

D. Francisco entró al poco rato, menos vivaracho y humorístico de lo que
solía. Milagros le saludó de la manera más afectuosa,
quejándose luego de su desgraciada suerte y de lo inexorable que Dios
era con ella, no dándole más que penas sobre penas. Bringas la
confortaba con razones cristianas, aunque le tenía cierta ojeriza, ya
inveterada, por no haber recibido de ella el regalo de Pascua que
creyera merecer cuando le compuso la arqueta de marfil. Pero casi casi
había llegado mi amigo al perdón de la ofensa, aunque sin olvidarla; y
si se ha de decir verdad, no le agradaban mucho las intimidades de su
mujer con aquella señora, aun considerándolas puramente circunscritas a
lo concerniente al ramo de vestidos.

«¿No tendré el gusto de verle a usted mañana en mi casa?»--dijo la
marquesa.

D. Francisco se excusó con galantería, aprestándose a poner las manos en
su magna obra. Empezaba a notar que le eran perjudiciales las salidas de
noche... Su cabeza no estaba buena. Él lo atribuía a los nervios, y
quizás fuese efecto del tiempo, del nublado, pues parecía como si
quisiera desgajarse el cielo en agua, y nunca acababa de romper. Aquella
mañana se había sentido muy mal en la oficina... El jefe opinaba que
todo era cosa del estómago, recomendándole una pildorita de acíbar en
cada comida. Pero él era tan poco amigo de las botiquerías, que no se
determinaba a tomar nada... Por esta desazón se privaba de asistir a la
_soirée_ de Milagros, y se contentaría con leer la relación
que trajeran los periódicos.

«Todavía, todavía--dijo la cuitada con lúgubre tristeza--, no sé, no
sé... Quizás no haya nada... Me pasan cosas horrorosas... No me pregunte
usted. Eso se queda para mí, para mí sola. Permítame usted que no diga
una palabra más. Mi buen maridito es una alhaja... pero no me
corresponde a mí contar sus proezas... Demasiado públicas son por
desgracia... No se ría usted de mí si me ve llorar. Ciertas cosas...».

Bringas no sabía qué decirle. Despidiose ella con un fuerte apretón de
manos, y un afectuoso _Hasta mañana_.

En la sala y en el pasillo las dos amigas se secretearon un ratito.

«He preparado el terreno--dijo Milagros con agonía--. Ahora aventúrese
usted... sin miedo. De seguro...».

--¡Ay!, hija mía, usted delira, usted sueña despierta. Sí sabré yo...

--Entonces... quiere decir que no hay solución para mí--murmuró la
afligida señora abrazando a su amiga, y apretándose contra ella.

Rosalía, conmovidísima, no le dijo nada.

«Al menos--tartamudeó la marquesa--, cuéntele usted lo que me pasa...
Puede ser que Dios le toque al corazón».

--Se lo contaré en cuanto se vaya Cándida. ¡Pero si viera usted qué
pocas esperanzas tengo!... Mejor dicho, no tongo ninguna... ¡Y
yo!, ¿y yo, que me veo en un conflicto igual? ¿Qué inventaré yo de aquí
a mañana?... Y ahora que me ocurre, ¿por qué no acude usted a su
hermana?

--Por Dios, hija, no sé cómo dice usted eso. ¡Mi hermana!... ¡Me ha
salvado ya tantas veces! ¡He abusado tanto! No puede ser. No nos
hablamos ahora. Hace días tuvimos una cuestión. En fin, antes que acudir
a mi hermana, iré a Su Majestad, me echaré a sus pies...

--Sí, sí, seguramente... es lo mejor.

--No, no, no... Creo que de aquí a mañana me moriré de dolor. ¿Está
abierta la capilla? Voy a rezar un rato, a ver si el Señor me ilumina...
Adiós, adiós... Volveré mañana, a ver, a ver si hay alguna esperanza.

El abatido rostro de Rosalía revelaba bien que tal esperanza no era más
que un sueño de aquella mente arbitrista. Deba hacerse constar que la
pena de nuestra muy alta señora de Bringas era motivada por sus propias
dificultades, no por las de su apreciable amiga. Confiaba tanto en las
peregrinas dotes de Milagros, que decía para sí: «No sé cómo será, pero
ella saldrá del paso». Cuando la marquesa le dio el último apretón de
manos, Rosalía le dijo:

«Ya me contará usted mañana cómo lo ha arreglado».

Y cuando fue hacia el nicho de Bringas para contarle el caso,
él le tomó la delantera con estas acerbas palabras:

«¿Qué enredos trae ahora la Tellería? Lo de siempre, apuritos. Ya no hay
incautos que fíen a esa gente el valor de dos reales. La casta de bobos
se va acabando a fuerza de recibir chascos».

La boca de Rosalía tenía un sello. No osaba pronunciar una sola palabra.
Clavados en su mente, como un _Inri_, tenía la imagen de Torres y los
funestos guarismos de la suma que era indispensable pagarle. Confesar a
su marido el aprieto en que se veía era declarar una serie de atentados
clandestinos contra la economía doméstica, que era la segunda religión
de Bringas. Pero si Dios no le deparaba una solución, érale forzoso
apechugar con aquel doloroso remedio de confesarse y con sus
consecuencias, que debían de ser muy malas. No, Cristo Padre; era
preciso inventar algo, buscar, revolver medio mundo, ahondar en las
entrañas oscurísimas del problema para dar con la clave de él. Antes que
vender al economista el secreto de sus compras, que eran tal vez el
principal hechizo de su vida sosa y rutinaria, optaba por hacer el
sacrificio de sus galas, por arrancarse aquellos pedazos de su corazón
que se manifestaban en el mundo real en forma de telas, encajes y
cintas, y arrojarlos a la voracidad de la prendera para que se los
vendiese por poco más de nada. Heroísmo hacía falta, no lágrimas.

Pensando en esto, retirose al Camón para pensar mejor, pues allí tenían
siempre sus ideas más claridad. Cándida, después de enredar un rato con
los niños, fue a dar conversación a Bringas. Rosalía la oía desde su
taller, sin distinguir más palabras que _administrador y papel del
Estado... consolidado... revolución... generales Canarias...
Montpensier... Dios nos asista_... Hablaban de negocios altos y de
política baja. De repente la dama oyó violentísimo estrépito, como de un
mueble que viene a tierra y de loza que se rompe. Al fuerte golpe siguió
un grito de Bringas, mas tan agudo y doloroso, que Rosalía se quedó sin
aliento, fría, parada... ¿Qué era? ¿Se había caído la bóveda y cogido
debajo al mejor de los maridos?



XX


Pasado el breve estupor que tan insólitos ruidos le produjeron, Rosalía
corrió hacia Gasparini, y allí, ¡Santo Dios!, vio un espectáculo
incomprensible. Bringas estaba en medio de la habitación, el rostro
descompuesto, de una palidez aterradora, las manos crispadas,
los ojos muy abiertos, muy abiertos... Un mueblecillo, que al lado de la
mesa tenía con el cacharro de goma laca y la lamparilla de alcohol para
calentarla, había caído empujado por el artista cuando este se levantó
atropelladamente de su sillón. El espíritu derramado ardía sobre la
alfombra con vagorosa llama. Cándida se ocupaba con presteza en
apagarlo, pisándolo, para lo cual tuvo que alzarse las faldas hasta muy
cerca de la rodilla. Daba saltos y acudía con el peso de su pie a donde
la llama era más viva; mas como también corría por el suelo la goma laca
líquida y caliente, que es sustancia muy pegajosa, las suelas del
calzado de la respetable señora se adherían tan fuertemente al piso, que
no podía, sin un mediano esfuerzo, levantarlas.

Rosalía fue derecha a su marido, el cual, sintiéndola cerca, se agarró a
ella con ansiedad convulsiva, y volviendo a todos lados sus ojos,
parecía buscar algo que se le escapaba. Su rostro expresaba terror tan
vivo, que su mujer no recordaba haber visto en él nada semejante.

«¿Qué?...»--fue lo único que ella, en su consternación, pudo decir.

Bringas se frotó los ojos, los volvió a abrir, y moviendo mucho los
párpados, como los poetas cuando leen sus versos, exclamó con acento que
desgarraba:

«¡No veo!... ¡No veo!».

Rosalía no pudo añadir nada; tal era su espanto. La de García Grande,
que había logrado dominar el fuego, aunque no evitar completamente la
adherencia de sus botas al piso, acudió al lastimoso grupo...

«Eso no será nada»--dijo observando aquel extraño mirar de D. Francisco.

--¿En dónde está la ventana, la ventana?...--gimió el infeliz en la
mayor desesperación.

--Ahí, ahí, ¿no la ves?...--gritó Rosalía, volviéndole hacia la luz.

--No, no la veo, no te veo, no veo nada... Oscuridad completa,
absoluta... Todo negro...

--¡Ay!, ese maldito trabajo... Bien te lo dije, bien te lo decían
todos... Pero eso pasará...

Rosalía estaba más muerta que viva... No le ocurría nada. La pena la
ahogaba. Cándida, procediendo con más calma, empezó a tomar
disposiciones.

«Sentémosle en el sofá... Ahora convendría llamar al médico».

Le acercaron al sofá, y en él se desplomó el enfermo con desesperación,
como si se dejara caer en su ataúd. Palpaba los objetos, palpaba a su
mujer, que ni un punto se separó de él.

«Bien te lo decíamos--repitió, ahogándose en lágrimas y disimulando el
desentono de la voz--. Esa condenada obra de pelo... trabajando todo el
día... Si notabas cansancio de la vista, ¿para qué seguir?».

--Mis hijos, ¿dónde están?--murmuró Bringas.

Junto a la puerta estaban Isabelita y Alfonsín, aterrados, mudos, sin
atreverse a dar un paso: el pequeño con el pan de la merienda en la
mano, masticándolo lentamente; la niña seria, con las manos a la
espalda, mirando el triste grupo de sus padres consternados. Rosalía les
mandó acercarse. Bringas les palpó, dioles mil besos, lamentándose de no
poderles ver, y augurando que ya no les vería nunca. Más lágrimas
derramó el pobrecito en aquel cuarto de hora que en toda su vida
anterior, y la Pipaón, considerando aquella súbita desgracia que Dios le
enviaba, la conceptuó castigo de las faltas que había cometido. Fue
preciso al fin sacar de allí a los pequeñuelos. Prudencia se encargó de
retenerles en la Furriela y de no dejarles pasar. Inspiraba cuidado
Isabelita por el temor de que la fuerte impresión recibida le produjese
un trastorno espasmódico más grave que los anteriores. Entre tanto, la
señora de García Grande, más obsequiosa y servicial con los amigos en
las ocasiones críticas, se desvivía por ser útil.

«Yo misma iré en busca del médico. Verán ustedes cómo nos dice que esto
no es nada. Yo tuve una cosa semejante cuando aprendí el punto de
Flandes. Sentí de repente una perturbación rarísima en la vista; luego
empecé a ver los objetos partidos por la mitad. Todo paró en un
fuerte dolor de cabeza. Jaqueca oftálmica llaman a eso. Recuerdo
haber oído decir a mi médico que en algunos casos se pierde
completamente la vista por unas horas, por un día... Serénese usted, mi
amigo D. Francisco, y tómese un vasito de agua con un poco de vino.
Pronto vuelvo.

Salió diligente, con ganas sinceras de servir, y no hallando al médico
que vivía en la casa, fue a buscar al de guardia. Mientras estuvieron
solos, Bringas y su mujer apenas hablaron. Ella no cesaba de mirarle,
con la esperanza de que, cuando menos se pensase, recobraran aquellos
ojos atónitos el don preciosísimo para que fueron criados; él empezaba a
ejercitar el sentido peculiar de los ciegos, el tacto, y la veía con las
manos, ya estrechando las de ella, ya palpándola cariñosa y
detenidamente. Alguna palabra suelta, suspiros y lamentaciones del pobre
enfermo, eran la única expresión verbal de aquella triste escena, más
elocuente cuanto más callada.

El médico vino al fin. Cándida, no quiso dejarle de la mano hasta entrar
con él en la casa. Era un viejo afable, de la escuela antigua, excelente
diagnosticador, tímido para prescribir, y según se decía, poco
afortunado. Enterándose de los antecedentes del caso, calificó el mal de
_congestión retiniana_.

«De la retina--apoyó Cándida--. Eso pasa. Pronto recobrará la vista;
pero ese trabajo de los pelos, amiguito, delo usted por terminado».

--Si yo lo decía, si yo lo anunciaba--exclamó briosamente la Bringas,
reanimada con las esperanzas que daba el médico--. ¿Y ahora...?

El doctor prescribió reposo absoluto, dieta, y para el día próximo un
derivativo. Ordenó también un vendaje negro, un calmante ligero para en
caso de insomnio, y ofreció venir temprano a la mañana siguiente para
examinar con detención los ojos del enfermo. Era ya tarde, y la última
luz solar se retiraba lúgubremente de la habitación. Cuando el bondadoso
anciano se retiró, Bringas y su mujer estaban más animados.

«Nada, hijos míos, no hay que apurarse--les dijo Cándida, cuya útil
oficiosidad a entrambos servía de gran consuelo--. Ahora acostarse... y
dormir si se puede. Nada de miedo, ni de pensar en lo que no ha de ser.
Serenidad y un poquito de paciencia. Es cuestión de horas o de un par de
días todo lo más. Yo me encargo de traer las medicinas y cuanto haga
falta. Les acompañaré también toda la noche, si fuere preciso...».

Cuando la servicial señora volvió de la botica, ya Rosalía había
acostado a su marido, después de vendarle con un gran pedazo de tafetán
negro. Como todo ciego incipiente, Bringas afectaba no necesitar de
extraña ayuda para desnudarse, y conociendo la tribulación de su mujer,
tenía el heroísmo de reanimarla con expresiones cariñosas, como si él
fuera el sano y ella la enferma.

«Probablemente esto pasará... Pero es cargante. Ni en broma me
gusta esto de no ver. Tranquilízate, que yo lo llevaré con paciencia, y
casi casi principio ya a acostumbrarme... Me alegraré mucho de no tener
que llamar a un oculista, pues estos, aunque curen, siempre cuestan un
ojo de la cara».

Pasó la noche sin suceso alguno notable; Bringas harto inquieto, con
agudísimo dolor cefalálgico y en los ojos, Rosalía en vela, compartiendo
su cuidado y vigilancia entre el marido ciego y la niña epiléptica, que
fue acometida de pesadillas más alarmantes que las de ordinario, pues
las escenas de aquella tarde la excitaron vivísimamente. Por dicha de
todos, Candidita acompañó a su atribulada amiga la noche entera,
consolándola con su sola presencia y prestándole auxilios muy eficaces.
Era muy propia para casos tales y sabía mil cosillas útiles de medicina
doméstica. A lo más difícil encontraba pronta solución; jamás se
acobardaba, ni sus baqueteados huesos conocían el cansancio.

Al alba poco más o menos, Rosalía, vencida del sueño, se adormeció en un
sillón frente al lecho conyugal donde el bueno de Thiers reposaba,
aletargado ya; y lo mismo fue caer la señora en aquella modorra que
empezará ver al Torres y su barba y nariz famosas. También se ofreció a
su vista la suma, que corría pieza tras pieza, desarrollando sus
unidades en dilatado espacio, y vio la apremiante hora de aquel día, que
despuntaba amenazador... Recobrose la infeliz súbitamente
abriendo los ojos. Creyó haber oído un _¡ay!_ de Bringas; pero debió
de ser ilusión suya, pues el santo varón parecía muy tranquilo, y su
mesurado aliento indicaba que al fin se había dormido de veras.

«¡Torres... el dinero!--pensó Rosalía sacudiendo la cabeza para
ahuyentar aquella idea, como si esta fuera un moscón que se le posara en
la frente--. ¡Y en qué circunstancias, Dios mío!...».



XXI


Pero casi al mismo tiempo que tal decía vínole rápidamente al
pensamiento, como esos rayos celestes de que nos habla el misticismo,
una idea salvadora, una solución fácil, eficacísima, derivada ¡oh
rarezas de la vida!, de la misma situación aflictiva en que la familia
se encontraba. ¡Qué cosas hace Dios! Él se sabrá por qué las hace.

Levantose del sillón quedamente y con mucha pausa para no despertar al
enfermo. Ya sabía lo que tenía que hacer. La cosa era clara y
fácil. Lo que no pudo hacerse el día anterior, se haría en aquel tan
funesto. Había pensado ella varias veces en los candelabros de plata,
pero ¿cómo empeñarlos sin que D. Francisco, hombre de tan buen ojo, se
enterase?... ¡Ya podía ser, ya podía ser!... Ella tendría buen cuidado
de reponerlos en su sitio, juntando muy pronto el dinero preciso para el
desempeño, y así su marido no se percataría de nada cuando recobrase la
vista. ¡Pluguiera a Dios y a Santa Lucía que esto fuera pronto! No
siendo quizás bastante el producto de los candelabros para allegar la
cantidad que necesitaba, pues además del dinero de Torres, le hacía
falta el del segundo plazo de _Sobrino Hermanos_, dispuso unir a las
mencionadas piezas de plata los tornillos de brillantes que en las
orejas llevaba, donativo de Agustín Caballero. Bringas no podía notar la
falta, y si por acaso la notaba al pasarle la mano por la cara, ella le
diría cualquier cosa, le diría que...

Que se los había quitado en señal de duelo.

Doña Cándida le venía como de molde para la operación de crédito que
proyectaba. Encontrola en el comedor, tan campante, tan despabilada, tan
despierta como si no hubiera pasado una mala noche. Al punto sacó
Rosalía el chocolate, para que su amiga se hiciese a su gusto el que
había de tomar. Mientras la respetable señora se ocupaba de esto con la
prolijidad que siempre ponía en tan grata operación, su amiga
le participó sus proyectos. Oyéronse durante un ratito cuchicheos
íntimos, y viose la cabeza de Cándida haciendo movimientos afirmativos,
bastantes a dar seguridad a la misma duda.

«Antes de las doce estará todo hecho. Tranquilícese usted... Para estas
cosas me valgo yo de un amigo que es un lince... Sigilo, actividad,
entendimiento, todo lo tiene; y despacha estos encargos en un decir
Jesús».

Hay motivos para creer que ya por aquella época, la segunda etapa de su
decadencia, principiaba Cándida a visitar en persona el Monte de Piedad
y las casas de préstamos, bien para asuntos de su propia conveniencia,
bien para prestar un delicado servicio a cualquier amiga de mucha
confianza. A esto llamaba Máximo Manso la _segunda manera de doña
Cándida_, y debo hacer constar que aún hubo una _tercera manera_ mucho
más lastimosa.

Todo se arregló, pues, aquella mañana tan fácil y prontamente como la de
García Grande había dicho, pues no eran las once y media cuando ya
estaba ella de vuelta con el dinero. Tomolo Rosalía con ansia y se
alegró de poseer lo bastante para cumplir con Torres y con Sobrino,
conservando un resto para atencioncillas de poco más o menos.

«No sé cómo agradecerle a usted...--dijo con vehemencia a su
insigne amiga, estrechándole las manos--. Pronto volverá todo a casa,
pues no me gusta que mis alhajas hagan estas excursiones; y sólo por una
gran necesidad...».

No se sabe como rodó la conversación hacia un cierto apurillo que había,
por la mucha calma de un pícaro administrador... Cuestión de dos o tres
días... ¿Cómo negar este favor a quien se había portado tan bien?
Rosalía creyó que se arrancaba un pedazo de sus entrañas cuando se le
fueron de entre las manos aquellos diez duros con que apagó la sed
metálica de su amiga. Pero no había más remedio. Muy gozosa pasó doña
Cándida a ver a Bringas, el cual dijo que se sentía mejor, aunque muy
débil de la cabeza. El médico le había examinado por la mañana y su
pronóstico fue bastante favorable. Recobraría pronto la vista... y...
Aun creía ver algo cuando se apartaba la venda... Lo que hacía falta era
mucho reposo, paciencia y tomar con método y puntualidad las medicinas
prescritas.

«¿Quién ha entrado?»--preguntó Bringas vivamente.

--Me parece que es el Sr. de Torres--replicó Cándida--, que ha venido a
preguntar por usted.

--Tengo la cabeza tan débil, y al mismo tiempo tan trastornada, que me
pareció oír contar dinero... Aunque no quiera, y aunque el médico me
ordeno que no me ocupe de nada, no puedo menos de prestar atención a
todo lo que pasa en la casa. No lo puedo remediar. Tengo el
oído siempre alerta, y hasta cuando me duermo paréceme que no se me
escapa ningún rumor.

Díjole ella cuerdamente que todo cerebro enfermo pide inacción; que le
convenía entregar sus sentidos a la indiferencia y al descanso; que
mientras estuviese en la cama no se le había de dar conversación, y que
ni aun sus hijos debieran entrar en la alcoba. Con esto se manifestó él
conforme, dando un gran suspiro, y sostuvo que para lo que necesitaba
más paciencia y fuerza de voluntad era para reprimir su afán de
enterarse de todo y de dar órdenes.

Mientras esto se hablaba en la oscura alcoba, Rosalía cuchicheaba con
Torres en la Saleta. Por grandes que fueron las precauciones tomadas
para no hacer ruido de dinero al contar veinte duros en plata, algún
leve tin tin hubo de vibrar en la habitación y extenderse por la casa en
ondas tenues hasta llegar al sutil oído de Bringas. Torres, muy afectado
por la dolencia de su amigo, expresó la esperanza de que no fuera cosa
grave... El tenedor de libros de Mompous había tenido un ataque
semejante, a la vista. «Nada; que estando un día escribiendo, se quedó
ciego... Creyeron al principio que era gota serena; pero con diez días
de venda y algunas medicinas se puso bueno, aunque siempre delicado. En
los baños de Quinto se acabó de curar...». Despidiose el susodicho tan
contento por llevarse su dinero como afligido por el percance
de D. Francisco.

A Isabelita, que estaba triste, afectada y sin ganas de comer, la
mandaron a casa de Cándida para que pasara allí todo el día jugando con
Irene y otras niñas de la vecindad. Alfonsín fue al colegio, y Paquito,
a quien la enfermedad de su papá tenía muy melancólico, no salió de la
casa ni quiso probar bocado en el almuerzo. Cándida fue la única persona
que allí mostró un regular apetito.

«Es preciso alimentarse, aunque sea haciendo un esfuerzo--decía a la de
Bringas--. No se deje usted ir así. Hay que tomar fuerzas para poder
velar y trabajar y atender a todo... Yo tampoco tengo ganas; pero me
domino, hija, y como por obligación, porque es preciso».

Poco después recibió nuestra amiga una esquelita de Milagros en que le
decía que todo se había arreglado al fin satisfactoriamente, y que la
esperaba por la noche. La carta respiraba alegría y satisfacción.

«Esta pobre Milagros no sabe lo que nos pasa...--dijo Rosalía rompiendo
la carta--. La pobre me suplica que no falte esta noche. Hijo, vete un
momento allá y dale cuenta de esta desgracia... Mira, al regreso te
pasas por casa de Pez y enteras también a Carolina... ¡Ah!, ella tiene
la culpa, con sus obras de pelo. ¡Qué esperpento de mujer!...».

La modista fue aquel día; pero la señora la despidió diciéndole que no
estaba la Magdalena para tafetanes; que volviera la próxima semana. Por
la tarde fue también Milagros, que sentía mucho no haber sabido antes el
suceso para ir _volando_ a consolar a su amiga. Su pena sincera no era
parte a ocultar la satisfacción que la embargaba por el feliz arreglo de
su conflicto metálico en aquel día crítico. Cómo y de qué manera se
había hecho el arreglo, ya lo diría más adelante, pues no era ocasión de
importunarla con cosas que no le importaban... «¿Y el médico qué dice?».
La excelente señora esperaba que la ceguera fuese una desazón de pocos
días. Pediría a Dios que curase a aquel hombre tan bueno, a aquel modelo
de los padres de familia... «¡Cuánto siento que no pueda usted venir
esta noche a mi casa!... De seguro estará la reunión muy brillante, y en
cuanto al _buffet_ será de lo más espléndido... Ya, ya le contaré a
usted cómo... Hay para rato».

Despidiéndose junto a la puerta, no pudo reprimir algunos desahogos muy
espontáneos de su pasión dominante. Como quien dice un secreto de
importancia, declaró a su amiga que se pondría aquella noche el vestido
de muselina blanca con viso de _foulard_, color lila, al cual había
hecho poner un _entredós_ y casaca Watteau... A última hora se había
podido arreglar una camiseta como la que le mandaron de París a la de
San Salomó... Pensaba peinarse con el cabello levantado,
ondulado, gran trenza alrededor de la cabeza y largos bucles por
detrás... «En fin, no está usted de humor para oír tanta tontería...
Adiós, adiós... Mañana vendré a saber como sigue nuestro D. Francisco y
a contar, a contar...».

Bringas, que de todo se enteraba, dijo a su esposa:

«Ya oí tus secreteos con la Tellería en la puerta. ¿Y qué tal? ¿Ha caído
algún bobo?... ¡Pobre mujer! De veras te digo que más vale comer en paz
un pedazo de pan con cebolla, que vivir como esa gente, entre grandezas
revestidas de agonía... ¡Y esta noche gran jaleo!... Te juro que les
tengo lástima».



XXII


Animábase mucho, porque cuando se alzaba un poquito la venda,
contraviniendo las órdenes del médico, percibía la luz, aunque con
impresión turbada y dolorosa. Como quiera que fuese, tenía el
convencimiento de que el órgano no estaba perdido y de que más tarde o
temprano recobraría el uso de aquella función preciosísima. El
cosquilleo le molestaba mucho y también la visión calenturienta de
millares de puntos luminosos o de tenues rayos metálicos, movibles,
fugaces, imágenes de los malditos y nunca bien execrados pelos que
conservaba la enferma retina. Con todo, llevaba mi hombre su mal
resignadamente, y lo que pedía por Dios era que le sacaran del lecho;
pues era para él grandísimo suplicio estar tendido boca arriba, revuelto
entre las sábanas ardientes. Permitiole el médico levantarse de la cama
a los tres días, mas con orden terminante de no moverse de un sillón y
estarse quieto y mudo, indiferente a todo y sin recibir visitas ni
ocuparse de cosa alguna, siempre vendado rigurosamente. Levantose, y le
instalaron en Gasparini, en cómodo sillón con almohadas. No se permitía
que nadie entrara a darle conversación, ni se le obedecía cuando
suplicaba a Paquito por las noches que le leyese algún diario. Respecto
a su apartamiento de los asuntos domésticos, poco pudo lograr Rosalía,
pues aunque él se preciaba de dejar al cuidado de ella todas las cosas,
no podía contener su anhelo de autoridad, de aquella autoridad tan bien
ejercida durante largos años; y a cada momento se acordaba del buen uso
que había hecho de sus funciones.

--Rosalía...

--¿Qué quieres, hijito?

--¿Qué principio has puesto hoy?

--¿Para qué te ocupas...?

--Me ha olido a estofado de vaca... No me lo niegues... Ahora, más que
nunca, hay que apelar a las tortillas de patatas, a las alcachofas
rellenas, a la longaniza, y si me apuras, a asadura de carnero, sin
olvidar las carrilladas. Si te fías de Cándida y le encargas la compra,
pronto nos dejará por puertas. Ya sabes que esa señora derrochó dos
fortunas en comistrajos... Di una cosa: ayer pusiste para almorzar
merluza frita.

--Es que creí que el médico te mandaría tomarla. Por eso se trajo.
Después resultó que no.

--Oye una cosa... ¿Dónde está ahora Cándida?

--Está en la Furriela. No temas que te oiga.

--¿Por qué no haces, con buen modo, que se vaya a comer a su casa? No me
gustan convidados perpetuos. Un día, dos, pase...

--Pero hombre... ¡Si supieras cuánto me ha ayudado la pobre...! Mañana
veremos. No puedo decirle de buenas a primeras que se vaya...

--¿Qué te ha traído Prudencia de la plaza de la Cebada?

--Las tres arrobas de patatas.

--¿A cómo?

--A seis reales.

--Mira, hijita, no olvides de apuntar todo, para que cuando yo esté
bueno, pueda seguir llevando la cuenta del mes. ¿Has traído aceite?
No traigas vino, pues ya sabes que yo no lo gasto por ahora. El
médico me dice que tome un dedito de Jerez; pero no lo compres. Si doña
Tula te manda las dos botellas que te prometió, lo tomaré; si no, no. Si
Candidita sigue viniendo por las mañanas y es forzoso darle la jicarita
de chocolate... ¿Me podrá oír?

--No, no hay nadie.

--Pues digo que traigas para ella del de a cuatro reales, que sin duda
le sabrá a gloria: yo dudo que en su casa cate ella otra cosa que el de
tres... Estoy pensando en el regalo que tenemos que hacer al médico, y
en eso se nos van a ir todos nuestros ahorros. Y gracias que no me
traiga acá un oculista, que si lo llega a traer, apaga y vámonos. Dios
querrá no sea preciso... Ayer habló de tomar baños. Tiemblo de pensarlo.
Esto de los baños es una monserga que los médicos han inventado ahora
para acabar de exprimir el jugo a los pobres enfermos. En mi tiempo no
había tales baños, y por eso no había más enfermedades. Al contrario,
creo que moría menos gente. Si habla de baños, te lo recomiendo, hija,
ponle mala cara, como se la pongo yo.

Lo más singular era que ni en aquel estado mísero hubo de abandonar mi
buen Thiers la contabilidad de su casa. Mientras estuvo en el lecho, dio
a su mujer las llaves de la gaveta donde tenía el dinero; pero desde que
se levantó quiso empuñar de nuevo las riendas del gobierno y
ejercer aquella soberana función, que es el atributo más claro de la
autoridad doméstica. No acobardado por su ceguera y sobreponiendo su
activo espíritu a la dolencia corporal, levantábase de su asiento,
acercábase a la mesa, palpaba los muebles para no tropezar, y abría la
gaveta para sacar el cajoncito donde estaba el dinero. Había adquirido
ya su tacto, en tan corto período educativo, la finura que poseen en el
suyo los privados de la vista, y conocía las monedas sólo con sopesarlas
y sobarlas un poco. Con la arqueta sobre las rodillas, iba sacando y
contando hasta poner la regateada cantidad en las manos de su mujer.
Esta hacía alguna observación tímida: «Ya ves, hijito, el gasto es mayor
en estos días».

--Pues que no lo sea. Arréglate... ¡Ah! Hoy es sábado: los veinticuatro
reales del carbonero... En cuanto al maestro de baile, si insiste en
subir más cubas, que yo no pago más que lo de costumbre; lo demás es por
su cuenta. No me pongas más caldo de gallina, a no ser que el cocinero
jefe te mande alguna. Suprimido el cuarto de gallina o el medio pollo.
Felizmente me he acostumbrado a no ser hombre de melindres. El caldo del
cocido con su buen hueso y tuétano vale más que nada.

Rosalía, por no contrariarle, a todo decía _amén_. Después de sacar el
dinero del gasto cuotidiano, quedábase Bringas un rato con la arqueta
sobre las rodillas; y levantando un falso fondo que el
mueblecillo tenía, sacaba una vieja y sobada cartera, entre cuyos
dobleces iban apareciendo algunos billetes del Banco. Con exquisito
tacto los repasaba, los desdoblaba, los volvía a doblar cuidadosamente,
diciendo: «Este es el de quinientos, éstos dos de cuatro mil...
etcétera». Conocíalos por el orden en que estaban colocados... Luego
ponía todo en su sitio con respetuosa pausa, guardaba el arca, y echando
la llave, depositaba esta en el bolsillo izquierdo de su chaleco. La
señora le guiaba hasta volverle a poner en el sillón. Esto se hacía
siempre a puerta cerrada; pues antes de escudriñar su tesoro mandaba a
Rosalía que echase el pasador a la puerta para que no entrara nadie.

Una semana trascurrió desde el día de San Antonio, tristísima fecha en
la casa, sin que el enfermo adelantara gran cosa. No estaba mejor, bien
es verdad que tampoco había empeorado, lo cual al fin y al cabo, siempre
es un consuelo. No había duda alguna de que las funciones ópticas se
conservaban intactas, es decir, que D. Francisco veía; mas era tan
penosa la impresión de la luz en sus ojos, que si por un instante se
levantaba la venda, los crueles dolores y el ardor vivísimo que sentía
obligábanle a ponérsela otra vez. Su mujer le cuidaba con un esmero y
atención dignos del mayor elogio. Ella le ponía las compresas de
belladona sobre los párpados cuando los dolores eran grandes,
y le frotaba las sienes con belladona y láudano. Dábale todas las noches
el calomelano con ligera dosis de opio cuando había insomnio; pero en
nada ponía tanto cuidado la solícita esposa como en amonestarle para que
no se levantase nunca la venda; pues era el pobre señor tan vivo de
genio, que desde que se sentía un poquito mejor ya le faltaba tiempo
para _echar una miradita_ al mundo, como decía.

--Por Dios, hombre, no seas así... Mira que te perjudicas. Eres como los
chiquillos. No sé de qué te valen la razón y los años. Te dice el médico
que por nada del mundo te descubras, y tú empeñado en que sí... De ese
modo no adelantas nada. Ten paciencia, que día llegará en que te quites
ese trapajo negro y puedas mirar directamente al sol. Pero ahora, por
algún tiempo, cieguecito y nada más que cieguecito. Con que mucha
formalidad, que si das en _abrir la ventanita_, como dices, te amarraré
las manos.

--Es que esta maldita venda--dijo Bringas dando un suspiro--, me agobia,
me pesa como si fuera el bastión de una muralla... Es verdad que padezco
mucho cuando me hiere la luz; pero también la impaciencia, y sobre todo
la oscuridad me mortifican horriblemente... Es un consuelo ver de rato
en rato alguna cosilla, aunque sólo sea la cavidad de la habitación, con
los objetos confusos y como borrados; es consuelo verte, y por
cierto que si no me engaña esta pícara retina enferma, tienes puesta una
bata de seda... La que te dio Agustín ¿no la habías deshecho para cortar
un vestido a la niña? _Ainda mais_, la que llevas ahora es de un color
así como grosella...



XXIII


Rosalía oyó esto desde la puerta. Desconcertada al pronto, no tardó en
recobrar su serenidad, y dijo riendo:

--¿Pues no dice que llevo bata de seda?... Sí, para batas de seda
estamos... Ahí tienes lo que te vale asomarte a la ventanita. Todo lo
ves cambiado, todo lo ves equivocado; el tartán se te antoja seda, y
este color pardo sucio te parece grosella...

--Pues yo juraría...

--No jures, hijito, que es pecado... ¡Batas de seda...!, qué más
quisiera yo...

Y salió prontamente. En el Camón mudó la bata que tenía puesta por otra
muy vieja, que era la que generalmente usaba...

--¿Estás aquí?--preguntó Bringas después de aguardar un rato,
durante el cual hubo de dudar si su esposa estaba presente o no.

--Aquí estoy... sí--respondió Rosalía contestando apresurada--. El
panadero... hoy no he tomado más que tres libras...

--Pues yo juraría... ¿Será que todo lo veo trastornado?

--¿Todavía estás con lo de la bata?...--dijo Rosalía acercándose a él y
haciéndole caricias...

El ciego tocó la tela, estrujándola entre sus dedos.

«Lo que es al tacto, lana es, y muy señora lana».

Y después de otra pausa, durante la cual ella no dijo nada, Bringas,
azuzado por su ingénita suspicacia, añadió:

--Como no te la mudaras en el ratito que estuviste fuera... Me pareció
haber sentido ruido y frotamiento de tela...

--¡Jesús!... Oír es. Puede que sí. Está ahí la modista arreglando los
vestidos de Milagros...

Paquito, que acababa de entrar de la calle, se sentó junto a su padre
para contarle algunas anécdotas de las que corrían y leerle sueltos de
periódico. Aquella tarde fue Milagros, que también había ido las
anteriores, demostrando por la salud del Sr. D. Francisco un interés
verdaderamente fraternal. Algunos ratitos le acompañaba; pero pronto se
dirigían ella y su colega al aposento más lejano, que era la Furriela.

Nunca explicó claramente la marquesa a su amiga cómo había sido aquel
feliz arreglo de la famosa apretura del día 14; pero ello debió de ser
un préstamo a cortísimo plazo, por lo que se verá más adelante. Lo
cierto es que la cena fue esplendidísima, y un célebre cronista de
salones, con aquel estilo eunuco que les es peculiar, la ponderó y
ensalzó hasta las nubes, usando frases entre españolas y francesas que
no repito por temor a que, leyéndolas, sientan mis buenos lectores en su
estómago efectos parecidos a los del tártaro emético. Cuando le leyeron
a don Francisco la relación de la lucida fiesta, el buen señor no cesaba
de repetir: «¡Quién sería el bobo, quién sería el bobo...!».

Los primeros días después del sarao, Milagros parecía muy satisfecha.
Paulatinamente su contento amenguaba, y hacia el 20 podríais notar en
ella súbitos ataques de tristeza. No pasó el 22 sin que a ratos revelara
con hondos suspiros una aprensión muy grave. Por San Juan ya los ratos
de tranquilidad eran los menos, y la marquesa anunció a su amiga,
confidencias muy desagradables. Esta se asustaba oyendo tales augurios,
y veía venir una nube más negra y tempestuosa que la pasada. Entre
tanto, los cariños de Milagros eran tan extremados, que Rosalía no sabía
cómo agradecerlos. A menudo hablaban de trajes y modas, aunque la de
Bringas no tenía gusto para nada, mientras su esposo estuviese
enfermo. Por fortuna, el médico anunciaba una curación pronta, y con
este pronóstico feliz tomaba tales alientos la dama, que su espíritu
empezó a reservar un hueco no pequeño para todo lo concerniente al orden
de la indumentaria elegante. Los regalitos de Milagros en aquella
ocasión triste le llegaban al alma. Y cuenta que no eran bicoca estos
obsequios. Una tarde, al despedirse, le dijo: «¿Sabe usted que el
sombrero Florián no me va bien? A usted le caería perfectamente. Se lo
voy a mandar».

Y se lo mandó. Otro día hablaron de vestidos, con más calor. «El de pelo
de cabra, que tengo a medio hacer no me gusta. Se lo enviaré mañana...
Como usted ha de ir forzosamente a baños con su marido, puede usarlo
allá... No, no me lo agradezca usted. Si no me sirve... También le
traeré el _fichú_ con cinta de terciopelo verde y un casquete de fieltro
para que usted se lo arregle fácilmente. Para baños, delicioso. Le
mandaré igualmente flores, plumas, _aigrettes_... Tengo seis cajones
llenos de estas cosas... Hoy me llevó la modista la bata grosella...
¿Sabe usted que no me va muy bien? Ese color sólo sienta bien a las
gruesas, a las caras frescas... ¿La quiere usted? Puede hacerle algunas
variaciones, ensancharla un poquito, y le servirá... La tela es
riquísima».

He aquí cómo entraron en la casa todas estas ricas prendas.
Rosalía, como hemos dicho, no tenía gusto para nada, y las iba
almacenando en el Camón. Alguna vez, cuando su espíritu estaba sosegado,
por las buenas esperanzas que daba el médico, solía encerrarse en la
citada pieza para probarse la bata, el vestido, el sombrero... Sin poder
resistir la tentación, dispuso con Emilia varios arreglos, alargando
unas cosas, reformando completamente otras. A veces, dejándose llevar de
su apasionado afán, salía del Camón y daba dos o tres vueltas por la
casa con todos aquellos arreos sobre su cuerpo. Para esto esperaba a que
la criada y los niños estuviesen fuera y D. Francisco encerrado en
Gasparini con Paquito. Más de una vez se mostró engalanada a la
admiración de Cándida, solicitando del criterio de esta una aprobación o
censura juiciosas. La viuda siempre se sentía tocada del furor del
aplauso, y para que no lo diese con aspavientos ruidosos, Rosalía se
llegaba a ella con el dedo en la boca, incitándola a reprimir toda
manifestación de pasmo y sorpresa, no fuera que algún sutil oído
percibiese lo que en la Saleta ocurría. Luego tornaba melancólica al
recatado Camón, y allí se despojaba de aquellas galas, diciendo con
pena: «No tengo gusto para nada, no está mi espíritu para estas bromas».

El 26 fue cuando la de Tellería, no pudiendo ya contener la ola de
tristeza que se desbordaba en su afligido pecho, la vertió sobre el de
su buena amiga, previo este exordio patético que nos ha
conservado la historia:

«También le mandaré a usted el vestido de muselina con visos violeta...
y todos mis encajes de Valenciennes, punto de Alenzon y _guipure_. ¿Para
qué quiero nada ya? Las pocas joyas que me quedan tal vez sean algún día
para usted... Yo estoy perdida; no tengo más remedio que esconderme,
entrar en un convento, huir, o qué sé yo... Si pudiera entrar en un
convento, sería lo mejor... Y si Dios me quisiera llevar, ¡qué servicio
me haría!... Pero no sé lo que me digo... Se pasmará usted de verme tan
aturdida, tan trastornada, que no parezco la misma... ¡Cuándo usted
sepa...! Es que llueven sobre mí las calamidades, como si el Señor
quisiera probarme. Dicen que así se hacen méritos para la otra vida, y
tiene que ser, tiene que ser, porque si no, amiga mía, ¿qué cosa más
triste que penar aquí y penar allá?... Yo nací con mala estrella...
Hasta ahora, los conflictos en que me ha puesto mi mariducho han sido
tales, que los he ido sorteando con maña... Dios sabe el mérito grande,
¿qué digo mérito?, el heroísmo de estos últimos años. ¡Qué sofocaciones
para sostener la dignidad de la casa, para que a los hijos no les
faltase nada!... ¡Y algunos días, qué afán horroroso para que los
criados pudieran decir: «La sopa está en la mesa!...» ¡Cuánta
humillación, cuánto padecer, y qué lucha, amiguita, qué lucha con
acreedores, con gente ordinaria y con toda clase de
pedigüeños!... Pero cuando se van acumulando las dificultades, cuando se
prolonga mucho el sistema de abrir un hueco para tapar otro y prorrogar
y aplazar, llega un día en que todo se va de través; es como un barco ya
muy viejo y remendado que de repente se abre... ¡plum!... y...».

Al llegar a esto del barco averiado, el lenguaje de la pobre señora, más
que lenguaje, era un sollozo continuo. Rosalía, casi tan apenada como
ella, la incitó a que explicara el motivo de tanta desdicha, para ver
si, conocido de una manera clara y concreta, era fácil buscarle remedio.
Mas la marquesa no supo o no quiso exponer su conflicto en términos
categóricos. Ello era cosa de reunir para fin de mes una cantidad no
pequeña. Si no la tenía, veríase en el mayor y más grave compromiso de
su vida, y quizás, o sin quizás, expuesta al vilipendio de ser llevada a
los tribunales de justicia. Pero ¿qué era...? ¿Tal vez que un amigo se
había comprometido por sacarla del difícil paso y ella había puesto su
malhadada firma...? ¡La muy tonta!, ¿por qué no se cortó la mano
antes...? Es verdad que si se hubiera cortado la manecita, no habría
tenido cena en la mil veces malhadada noche del 14.

Rosalía, que sabía de lógica más que la marquesa, díjole que por qué no
escribía a su administrador de Almendralejo para que le anticipase
la renta del trimestre, aunque fuera con descuento. A lo que
Milagros contestó entre suspiros que ya esta probable solución se había
tanteado y no podía contar con la renta hasta el 15 de Julio... Eso sí,
la renta era segura, y a la persona que le hiciera el anticipo, le
pagaría puntualmente en dicha fecha.

--Pero ¿no puede usted aplazar...?

--Imposible, hija, imposible... Tan imposible como que vuelen los bueyes
o que mi marido tenga sentido común.

--¿Y su hermana de usted, Tula...?

--Más absurdo aún...

Rosalía alzó los hombros. No veía salvación. Pero Milagros, que iba tras
el _quid_ de que su amiga la sacase de aquel profundo atolladero en que
estaba, echole los brazos al cuello y con ahogada voz le deletreó en el
oído estas palabras, más lacrimosas que el cenotafio en que D. Francisco
había trabajado con tan mala fortuna: «Usted... usted, amiga del alma,
puede salvarme...».

Dicho esto, le entró una congoja y una convulsioncilla de estas que las
mujeres llaman ataque de nervios, por llamarlo de alguna manera, seguida
de un espasmo de los que reciben el bonito nombre de síncope.



XXIV


Fue preciso traerle un vasito de agua, desabrocharle el corsé, y no sé
qué más.

--Pero yo... ¿cómo...?--exclamaba Rosalía, mucho después, espantada--,
¿cómo puedo yo...?

--Pidiéndolo a D. Francisco. Le daré interés, el rédito que quiera y un
pagaré en toda regla... Traerá la carta de mi administrador para que la
vea. Dice que cuente con la renta para el 15. No es mi administrador
como el de doña Cándida, un vano fantasma, sino un ser de carne y hueso.
Bien se conoce eso en que sus anticipos son siempre al veinte por
ciento.

Rosalía denegaba enérgicamente con la cabeza y con la voz... «Hija mía,
usted se hace ilusiones. Mi marido no tiene un cuarto. Y si lo tuviera,
no lo daría. Usted no le conoce...».

A esta razón terminante opuso la angustiada señora otras que denotaban
su perspicacia y los infinitos recursos de su ingenio. Que D. Francisco
tenía era un punto inconcuso, superior a todas las dudas. Sentado este
principio, la cuestión quedaba reducida a ver cómo se vaciaba
el misterioso tesoro en las necesitadas manos de Milagros. Si una esposa
fiel tomaba a su cargo esta empresa, que no era un arco de iglesia, bien
podía efectuarse la trasferencia sin contar con Bringas para nada. La
fiel esposa no debía tener escrúpulos de conciencia por esta acción un
tanto incorrecta y temeraria, porque la cantidad sería repuesta antes de
que el buen señor se hallara en estado de advertir la falta.

--Pues qué, ¿cree usted que D. Francisco verá antes del día 15 de Julio?

Esta pregunta, hecha por Milagros en el calor de la improvisación,
lastimó bastante a Rosalía.

--Yo espero que sí, y si así no fuera, como lo deseo tanto, quiero
suponer que no tardará en recobrar la vista.

--Perdóneme usted, amiga querida, si soy poco delicada. A veces digo
unos disparates... Usted no sabe lo que es una situación como esta en
que yo me veo. Vive usted en la gloria y no comprende cómo nos
retorcemos y nos achicharramos y aun blasfemamos los condenados en este
infierno de Madrid... ¡Las cosas que a mí se me ocurren...! En un caso
como este, no se asuste usted y créame lo que le digo... en un caso como
este, me figuro que sería capaz hasta de apropiarme lo ajeno... se
entiende con propósito de devolver. ¡Ay! Cuando entro en mi casa y veo
al portero en su cuartito bajo, comiéndose unas sopas de ajo
con la portera, ¡me da una envidia...! Quisiera mandarle a mi principal
y quedarme yo en la portería, aunque tuviera que barrer el portal todas
las mañanas, limpiar los metales y lavar la escalera de arriba abajo...
Si es lo que digo, me vendría bien encerrarme en un convento y no
acordarme más del mundo. Pero mis hijos, mis pobres hijos... ¿Qué sería
de ellos entonces?... Cuando case a María, ¡quién sabe...!, puede ser,
puede ser que me decida a buscar descanso en la vida religiosa... Por lo
menos, renunciaré al mundo y haré vida recogida en mi propia casa; no
tendré más vestido que un hábito del Carmen, y aquí paz... Por las
mañanas mi misa, por las tardes visitar a alguna amiga, y por la noche a
casa... Acostarme tempranito, que es lo más saludable y... ¡Ay, qué rica
vida!...

Después que volvió a insinuar su pretensión, no obteniendo de Rosalía
sino frías negativas, dijo súbitamente:

«A ver cómo nos arreglamos para ir juntas a baños. Yo siento mucho
retrasarme, pero antes de principios de Agosto creo que no podrá ser.
¿No ha dicho el médico aún qué aguas va a tomar Bringas? Yo iré a donde
usted vaya, pues para mis males lo mismo son unas aguas que obras...
Todo está en zarandearse un poco y salir de este horno».

En esto del viajecito a baños era Rosalía más comunicativa que en el
anterior tema. Bien deseaba veranear pero aún no había dicho el médico
nada terminante. Bringas no quería ir por no hacer gastos; pero si el
médico se lo mandaba, ¿cómo negarse a ello...? A la señora misma no le
sentaría mal un poco de expansión y movimiento, pues estaba delicadita y
algo desmejorada... De este palique de los baños pasaron a los vestidos,
y tras las observaciones vinieron las probaturas... Rosalía se puso el
de _mozambique_, ya casi concluido, y su amiga la felicitó tan
calurosamente por el buen aire que con él tenía, que a poco más revienta
de vanidad la hija de cien Pipaones.

«Si es usted elegantísima... si cuanto usted se pone resulta
maravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga... A todo el
mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué
caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir,
oscurece cuanto se le pone al lado».

--Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para qué
decirlo. Era una estupidez que persona de tal mérito tuviera que
esconder su buena ropa, ponérsela a hurtadillas e inventar mil mentiras
para justificar el uso de diversas prendas que parecían ajustadas a su
hermoso cuerpo por los mismos ángeles de la moda. Al quitarse aquellas
galas delante de su amiga, pensaba en el tremendo problema de
explicar al marido la adquisición de ellas, cuando no tuviera más
remedio que lucirlas ante sus ojos o no lucirlas.

Milagros no se despidió sin repetir con amaneramiento compungido sus
ahogos y el remedio que solicitaba. Por fin, Rosalía confortó su
espíritu con un _veremos_, y el rostro de la Tellería iluminose con un
chispazo de alegría.

«Mañana--dijo ya en la puerta--, le mandaré aquella blonda que le
gustaba a usted tanto... No, no me lo agradezca... Yo soy la que tiene
que agradecer, y si usted me saca del pantano... _(Estampándole dos
sonoros y sentimentales besos.)_ gratitud eterna... Adiós».

Por aquellos días volvió de Archena D. Manuel Pez, contento de lo bien
que le habían sentado las aguas, con buen color, mejor apetito y ánimos
para todo. Su primera visita fue para Bringas, de cuya enfermedad había
tenido noticia en los baños, y le animó mucho y se brindó a acompañarle
por mañana, tarde y noche, dedicándole todo el tiempo que sus quehaceres
le dejaban libre. Cumplió esto al pie de la letra, y su presencia en la
casa llegó a ser tan reglamentaria, que cuando no iba parecía que
faltaba algo. A ratos entretenía al enfermo con los sucesos políticos,
contándole mil chuscadas; pero tenía cuidado de no ponderar los peligros
del Trono ni el mal curso que tomaban las cosas, pues mi D.
Francisco, en cuanto oía hablar de _la llamada_ revolución, se ponía
tristísimo y daba unos suspiros que partían el alma. Cuando había otros
acompañantes en Gasparini, o cuando se consideraba perjudicial la
conversación muy prolongada, Pez se iba a la Saleta o a Embajadores,
donde Rosalía, hallándole al paso, cambiaba algunas palabras con él.
Notaba la dama en su amigo un mudo y ceremonioso respeto, y las
galanterías con que la obsequiaba eran siempre caballerescas y de estilo
un tanto rebuscado. Ella le correspondía con sentimientos de admiración,
de una pureza intachable, porque Pez se agigantaba más cada día a sus
ojos, como tipo del personaje oficial, del alto empleado, fastuoso y
cortesano. En la mente de la Pipaón, ningún ideal de hombre podía ser
completo sin estar bañado en la dorada atmósfera de una nómina. Si Pez
no hubiera sido empleado, habría perdido mucho a sus ojos, acostumbrados
a ver el mundo como si todo él fuera una oficina y no se conocieran
otros medios de vivir que los del presupuesto. Luego aquel aire
elegante, aquella levita negra cerrada, sin una mota, planchada,
estirada, cual si hubiera nacido en la misma piel del sujeto; aquellos
cuellos como el ampo de la nieve, altos, tiesos; aquel pantalón que
parecía estrenado el mismo día; ¡aquellas manos de mujer cuidadas con
esmero...!



XXV


¡Y aquel modo de peinarse tan sencillo y tan señor al mismo tiempo,
aquel discreto uso de finos perfumes, aquella olorosa cartera de cuero
de Rusia, aquellos modales finos y aquel hablar pomposo, diciendo las
cosas de dos o tres maneras para que fueran mejor comprendidas...! Ni
una sola vez, siempre que le decía algo, dejaba de emplear alguna frase
de sentido ingenioso y un poco doble. Rosalía no las hubiera oído quizás
con gusto si no le inspirara indulgencia la consideración de que las
merecía muy bien y de que en cierto modo la sociedad tenía con ella
deudas de homenaje, que hasta entonces no le habían sido pagadas en
ninguna forma. Venía a ser Pez, en buena ley, el desagraviador de ella,
el que en nombre de la sociedad le pagaba olvidados tributos.

Como apretaba bastante el calor, principalmente por la tarde, a causa de
estar la casa al Poniente, la familia buscaba desahogo en la terraza.
Una tarde, con permiso del médico, salió el mismo D.
Francisco, apoyado en el brazo de Pez, y dio un par de vueltas; mas no
le sentó bien, y se dejaron los paseos hasta que el enfermo se hallase
en mejores condiciones. Pero por verso privado de aquel esparcimiento,
no gustaba que los demás se privasen, y con frecuencia instaba a su
mujer para que saliese a tomar el aire. «Hijita, no sé qué me da de
verte encerrada en esta cazuela. Yo no siento el calor; pero tú que no
cesas de andar de aquí para allí, estarás abrasada. Salte a la terraza».
Las más de las veces negábase Rosalía. «No estoy yo para paseos...
déjame». Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Un
día que él salió primero, porque verdaderamente se ahogaba en el
caldeado gabinete, la vio aparecer con su bata grosella, adornada de
encajes, abanicándose. Estaba elegantísima, algo estrepitosa, como diría
Milagros; pero muy bien, muy bien. Contar los piropos que le echó Pez
sería convertir este libro en un largo madrigal. Sin saber cómo, dejose
ir la dama al impulso de una espontaneidad violenta que en su espíritu
bullía, y contó a su amigo el incidente de la bata, sorprendida por el
esposo en un momento en que se alzó la venda... «¡Pobrecito!, no le
gusta ver en mí cosas que le parecen de un lujo excesivo... y quizás
tenga razón...». De aquí pasó la Pipaón a consideraciones generales.
Para Bringas no había más que los cuatro trapos de siempre, bien
_apañaditos_, y las metamorfosis de un mismo vestido hasta lo
infinito... Por cierto que ella no sabía cómo arreglarse. De una parte
la solicitaba la obediencia que debía a su marido, de otra el deseo de
presentarse decentemente, con dignidad... ¡por decoro de él mismo! «Si
se tratara de mí sola, me importaría poco. Pero es por él, por él...
para que no digan por ahí que me visto de tarasca».

Todo esto lo aprobaba Pez con frase no ya decidida sino vehemente, y
llegó a indignarse, increpando duramente a su amigo por mezquindad tan
contraria a las exigencias sociales... «Ese hombre no conoce que su
propia dignidad, que su propio decoro, que su propio interés... ¿Cómo ha
de hacer carrera un hombre semejante, un hombre que así discurre, un
hombre que de este modo procede?...». Rosalía se extendió aún más en el
terreno de las confidencias, no callando las agonías que pasaba para
ocultar a Bringas las pequeñas compras que se veía obligada a hacer...
«A veces, no sabe usted lo que padezco; tengo que mentir, tengo que
inventar historias...». Tan caballero era Pez y tan noble, que después
de compadecer a su amiga con toda el alma, se brindó a prestarle su
desinteresada ayuda si por las incalificables sordideces de Bringas se
veía ella en cualquier situación difícil... «O hay amistad entre los
dos, o no la hay; o hay franqueza, o no. Ello quedaría entre usted y
yo... ¡Cómo consentir que usted... con tanto valer, tanto
mérito, con una figura como hay pocas, deje de lucir...!».

Y siguió tal diluvio de elogios, que Rosalía se abanicaba más para
atenuar el vivísimo calor que a su epidermis salía. Su bonita nariz de
facetas se hinchaba, se hinchaba hasta reventar... «Voy a darle el
refresco... son las siete»--dijo de súbito. También ella debía tomarlo,
que bien lo necesitaba.

Con las seguridades que dio el médico al siguiente día, se pusieron
todos muy contentos. Oyéronse de nuevo risas en la casa, y el paciente
mismo, recobrando sus ánimos, despedía chispas de impaciencia y
vivacidad. «La semana que entra--había dicho el doctor--, le quitaremos
a usted el trapo. Eso va muy bien. Para la otra semana no tendrá usted
sino ligeras alteraciones en la visión, y podrá salir a la calle con
espejuelos oscuros. Absteniéndose durante el verano de todo trabajo en
que se canse la vista, para el otoño volverá usted a su oficina y a las
ocupaciones ordinarias, renunciando para siempre a jugar con pelos...
Los trabajos mecánicos que afectan al sistema muscular le sentarán bien,
como la carpintería, por ejemplo, la tornería, labores campestres...
Pero nada de menudencias». Muy mal gesto puso Bringas cuando el médico
agregó a esto la indicación de tomar las aguas de Cestona. Hubo aquello
de «patraña; en otros tiempos nadie tomaba baños y moría menos
gente» y lo de que «los baños son un pretexto para gastar dinero y lucir
las señoras sus arrumacos...». A lo que el viejo Galeno contestó con una
apología vehemente de la medicación hidropática... «Sea lo que quiera,
hijito--declaró Rosalía, con más elocuencia en las ventanillas de la
nariz que en los labios--; el médico lo manda y basta... ¿Que es
patraña?... Eso no es cuenta tuya. En estos casos debe hacerse todo para
que no quede el desconsuelo de no haberlo hecho si te pones peor... El
clima de las provincias en verano te acabará de reponer. ¡Oh!, lo que es
por mí, aquí me quedaría, pues el viajar, más es molestia que otra cosa;
pero los niños _(Acentuando la afirmación con enfáticos ademanes.)_ no
pueden pasarse un año más sin los baños de mar».

A pesar de que lastimaba su espíritu aquella perspectiva de viaje, con
las molestias consiguientes, el mucho gastar, el pedir billetes
gratuitos y demás chinchorrerías, D. Francisco estaba tan contento que
le rebozaba la alegría en los labios, y no podía estar callado ni un
minuto. «En cuanto me ponga bien, voy a emprender un trabajo de
carpintería. Te voy a hacer un armario para la ropa, tan bueno y tan
famoso, que la gente pedirá papeleta para verlo, como la Historia
Natural, y Caballerizas. El arrendatario de las cortas de Balsaín me da
cuanta madera de pino me haga falta... En los sótanos de esta
casa hay un depósito de caobas que se están pudriendo, y Su Majestad me
permitirá sacar una piececita... El contratista del panteón de Infantes
del Escorial me ha ofrecido todo el mármol que quiera. Te haré un
armario de mármol... digo un panteón para la ropa... no, haré un
magnífico lavabo y una consola... Y a Candidita le voy a hacer también
un mueble... De herramientas estoy tal cual... Pero me procuraré
otras... o me las prestará el contratista de las obras de La Granja...».
Hablando de esto, metió su cucharada la viuda, diciendo al artista que
ella le podría suministrar para su trabajo los modelos más suntuosos y
elegantes. Tenía una consola con incrustaciones que perteneció al
mismísimo Grimaldi, y un ropero traído de París por la de los Ursinos.
En cuanto al taller que D. Francisco necesitaba, fácil le sería
conseguir de Su Majestad que le cediera un local de los muchos que
estaban inhabitados y vacíos en el piso tercero. Precisamente junto al
oratorio había una gran sala con excelentes luces, en otro tiempo
palomar, que ni hecha adrede sería mejor para aquel objeto. Con tanto
brío se restregaba las manos Bringas, que poco faltó sin duda para echar
chispas de ellas. «Vamos bien, bien. Vea yo, y verán todos mis obras...»
era lo que sin cesar decía.

Inútil creo decir que Rosalía estaba también muy alegre. Su
querido esposo recobraría la salud, la vista, que es la mejor parte de
ella y de la vida, y volvería a desempeñar en aquella casa sus funciones
de soberanía paterna. Mas como ninguna dicha es completa en este
detestable mundo, sino que los sucesos prósperos han de llevar siempre
consigo su proyección triste, como llevan los cuerpos todos su sombra,
aquel placer de la Bringas tenía por uno de sus lados una oscuridad
desapacible. Era que por aquella región de su mente se extendía el
recuerdo de los candelabros empeñados y del forzoso compromiso de
redimirlos antes que Bringas recobrase la vista y, con ella, el mirar
vigilante, la observación entrometida, la curiosidad implacable,
policiaca, ratonil. Seguramente, si llegaba el día feliz y los
candelabros no estaban en la consola ni los tornillos en las bonitas
orejas de la dama, lo primero que notaría aquel lince sería la falta de
estos objetos... ¡Horror daba el pensarlo!... Ved por dónde la propia
felicidad engendraba una punzante pena, de tal suerte que la infeliz
dama se hallaba en una perplejidad harto dolorosa. La expresaba
diciéndose que tal vez se alegraría de no estar tan alegre.

La impaciencia y vivacidad de Bringas se manifestaban en una fiebre de
intervención doméstica, en un como delirio de administración, vigilando
sin ver y dirigiendo todo lo mismo que si viera. Ni un instante dejaba
de promulgar disposiciones varias, y él mismo se contestaba a
las preguntas que hacía. Su mujer, justo es decirlo, tenía la cabeza
loca con tal tarabilla.



XXVI


«Hijita, oye lo que te digo... Si vamos al fin a esos condenados baños,
te arreglarás con los vestidos que tienes. Los mudas, los cambias, le
quitas a uno una cosa para ponérsela a otro... y como nuevo. Todas dirán
que te los ha mandado Worth. No creas, así lo hacen hasta las
duquesas... Cuento con que Su Majestad le ponga dos letritas al jefe del
movimiento para que nos dé billetes gratis para todos... Otra cosa: si
tú lo tomas a tu cargo y lo sabes hacer, podrás conseguir que la Señora
ordene a la Intendencia que se me den dos pagas el mes de Julio... ¿Y
por qué no Julio y Agosto? Todo será que lo sepas hacer, y que al
hablarle de nuestro viaje te aflijas y digas que no podemos por falta
de... Ello depende de que la cojas de temple benéfico, y fácil será,
porque casi siempre está en ese temple... A tu maña lo dejo... Los niños
no necesitan vestidos... Si acaso algún sombrerito chico... No
hagas nada hasta que yo lo vea. Capaz eres de gastar un sentido y
ponerlos muy llamativos, con unos canastos en la cabeza que les hagan
sudar el quilo. Yo me pondré el jipijapa que Agustín se dejó olvidado, y
con mi _levisac_ de lanilla, el que me hice hace seis años, y mi traje
mahón que siempre parece nuevo... tan campante. Haré que nos den un
coche reservado para poder llevar comida, cocinilla en que hacer
chocolate, un colchón, almohadas, botijo de agua y alguna otra cosa
útil... En fin, se realizará el viaje como se pueda».

Continúa la tarabilla: «¿Qué ruido es ese que he sentido? ¿Qué me han
roto? Desde que no veo llevo la cuenta de los platos y copas que he
sentido caer, y no bajan de docena y media. Cuando vea, Dios mío, voy a
encontrar la casa hecha una lástima. No me digas que no. Me parece que
estoy viendo el desorden de todo y mil gastos inútiles. No me explico
ese consumo enorme de petróleo, ahora que no necesito luz. Y a
Prudencia, ¿se le toma bien la cuenta? Apostaría que no. Con aquello de
que el amo no ve, todo es barullo. Dices que de limones veinticuatro
reales. ¿Pero tú has mandado traer acá toda la huerta de Valencia? Pues
si las medicinas nos costaran dinero, tendríamos que pedir limosna. En
fin, póngame yo bueno, y todo irá bien. Me parece que desde que estoy
así no se hacen muchas cosas que tengo ordenadas... Ya; como
el amo no ve... Ni se trae la carne de falda, ni he vuelto a tener
noticia del señor escabeche de rueda, que es un señor plato muy
arreglado, ni se me ha dicho si siguen viniendo los mostachones de a
cuarto para el postre... En la distribución del tiempo no se lo que se
hará. Dices que no puedes estar en todo, y yo pregunto que por qué razón
no ha de limpiar Paquito los cubiertos cuando viene de la clase. ¿Pues
qué? ¿Un señor licenciado desmerece por esto? Pues su padre lo ha hecho
y lo hará cuando recobre la vista... También estoy seguro de que no
haces quitar a los niños los zapatos cuando vienen del colegio, y
ponerse los viejos. En el ruido de las pisadas conozco que andan
correteando con el calzado de salir a la calle. Bien podía habérsete
ocurrido traerles unas alpargatitas, que para este tiempo son lo
mejor... Pero yo veré, yo veré, y todo volverá a aquel tole-tole sin el
cual no podemos vivir... Y se me figura que Prudencia no lava todo lo
que debiera. No será por falta de jabón, del cual se ha gastado más de
la cuenta en estos días en que me he mudado tan pocas veces, sin haber
usado cuellos ni puños... Apostaría a que cuando Candidita ha tomado
café, no se lo has hecho con el mismo del día anterior, sino que lo has
colado nuevo. Por el tufillo que despide lo he conocido. Bien, bien,
fomentar vicios; para eso estamos».

Esta cantinela no sonaba bien en los oídos de Rosalía, y menos entonces.
Trataba de volver todas las cosas al estado en que se hallaran antes, y
de obedecer puntualmente las prolijas reglas que afluían sin cesar de
aquel inagotable manantial de legislación doméstica. Trajo las
alpargatas de los chicos, y Bringas dispuso que no fueran ya a la
escuela porque el excesivo calor les era nocivo, y el asueto, sobre ser
una economía, era muy higiénico. Ellos lo agradecieron mucho, y todo el
santo día se lo pasaban corriendo y jugando en los corredores con
amplios ropones de dril, o bien se iban al piso tercero en busca de
otros niños y de Irene. Eran los seres más felices de la casa, casi
tanto como las palomas que anidan en los huecos de la arquitectura y
envuelven todo el grandioso edificio en una atmósfera de arrullos.

Por aquellos días tuvieron una visita, que a entrambos esposos causó
extrañeza y un sentimiento algo distante de la satisfacción. Una persona
de cuyo nombre no querían acordarse, Refugio Sánchez Emperador,
presentose en la casa, cuando menos la esperaban. Venía muy cohibida,
por lo cual creyó Rosalía que disimulaba su desparpajo para poder
alternar, siquiera un momento, con personas decentes. Bien pronto dijo
el motivo de su visita. Su hermana Amparo le había escrito desde
Burdeos... ¡ay!, muy dolorida por la enfermedad de D. Francisco...
«Dice que desde que lo supo no piensa en otra cosa». Le encargaba
que inmediatamente fuese a visitar a los señores, se enterase de cómo
seguía el enfermo, y se lo escribiera a correo vuelto. Quería saber de
él dos o tres veces por semana lo menos... D. Agustín también estaba con
mucho cuidado y deseando saber noticias...

Bringas se mostró muy agradecido, y tanto encareció su mejoría, que
Refugio hubo de creer que sólo por capricho llevaba aquella enorme
venda. «Diles que ya estoy bien y que les agradezco mucho su
atención...». Rosalía sintió ganas de decir cuatro frescas a la que
tenía el atrevimiento de profanar la honrada casa entrando en ella; pero
la compostura que guardaba D. Francisco y los buenos modos de la chica
la contuvieron. No pudo, sin embargo, guardar las fórmulas sociales con
ella, y apenas la saludó, sin darle la mano. Mientras la joven hablaba
con Bringas, la Pipaón de la Barca entraba y salía como si tal visita no
estuviera en la casa. Fijándose en ella al paso, hubo de advertir algo
que disminuyó sus antipatías. No fue el comedimiento y gravedad que
mostraba; no fueron las cosas razonables y bien medidas que dijo; fue su
vestido, que era elegantísimo, de novedad, admirablemente cortado, hecho
y adornado. Rosalía la miraba de soslayo y no pudo menos de pasmarse de
aquel _pelo de cabra_ de un color tan original y bonito, y del
aspecto decentísimo de la joven, bien enguantada y mejor calzada. «Es
graciosilla»--dijo para sí; y se quedó con ganas de preguntarle dónde
había comprado el _pelo de cabra_... Quizás Amparito se lo había mandado
de Burdeos. ¡Luego llevaba un alfiler de pecho tan _chic_...! ¡Cómo se
le fueron los ojos tras él a Rosalía!».

«¿Y tú qué te haces?»--le preguntó D. Francisco volviendo hacia ella el
rostro, cual si la pudiera ver al través de la negra venda.

--¿Yo?...--replicó la Sánchez un poco desconcertada al pronto, pero
recobrándose con la mayor viveza--. Pues nada, ahora no trabajo. Estoy
un poco delicada; me duele el pecho; a veces me cuesta trabajo respirar
y paso algunas noches sin dormir. ¿Sabe usted?, desde que me acuesto,
parece que se me pone una piedra aquí... Mi hermana me manda lo que
necesito para pasarlo desahogadamente y con descanso. Vivo con unas
señoras muy decentes, que me quieren mucho. Hago una vida muy
retirada... Pues como iba diciendo a usted, mi hermana quiere que me
ocupe en algo. Como no puedo trabajar de aguja ni en máquina, Amparo se
empeña en que ponga un establecimiento de modas, y para empezar me ha
mandado un cajón grandísimo de sombreros, _fichús_, _pamelas_, lazos,
corbatitas, camisetitas... preciosidades. En Madrid no se han visto
nunca cosas de tanta novedad y buen gusto. También he recibido
casquetes de paja y tela, cintas de mil clases, plumas, _marabús,
egretas_, penachos, amazonas, _toques, alones, colibrises, esprís_, y
cuanto Dios crió. Estoy haciendo ensayos a ver que tal me compongo... Ya
he buscado algunas parroquianas de la grandeza, y han ido a mi casa
muchas señoras... Todas encantadas de lo que tengo. He mandado hacer
unas tarjetitas...

Diciéndolo, sacó del bolsillo una para darla a Rosalía, quien con mal
desarrugado ceño la tomó, dignándose agraciar a la joven con una sonrisa
benévola, la primera que Refugio había visto en aquellos desdeñosos
labios. Y mientras la joven _calípiga_ continuaba encareciendo los
primores de aquella industria en que se había metido, la Bringas oíala
con algún interés, perdonando quizás el vilipendio de la persona por la
excelsitud del asunto que trataba. Así como el Espíritu Santo bajando a
los labios del pecador arrepentido, puede santificar a este, Refugio, a
los ojos de su ilustre pariente, se redimía por la divinidad de su
discurso.

«¿Con que moditas?--dijo D. Francisco chanceándose--. ¡Bonito negocio!
¡Vaya unos micos que te van a dar tus parroquianas! Aquí el lujo está en
razón inversa del dinero con que pagarlo. Mucho ojo, niña... Se me
figura que si tu hermanita no te manda con qué vivir, lo que es con el
trapo nuevo te comerás los codos de hambre... ¿Y vienes a
sonsacarnos para que seamos tus parroquianos? Chica, por Dios, toca,
toca a otra puerta... Tu industria es la ruina de las familias y el
noviciado de San Bernardino. Pero te deseo buena suerte, y te recomiendo
que no tengas entrañas, si quieres defenderte de la miseria. ¡Duro en
ellas! Por lo que vale doce, cobra cuarenta, y así con el exceso de las
que paguen cubres la falta de las que no te den un cuarto... ¡Ay qué
gracia!...».

Un buen rato le duró la risa, de la que participaron todos los
presentes, incluso la señora, quien tuvo la increíble bondad de
acompañar a Refugio hasta la puerta, y obsequiarla con algunas frases
amables.



XXVII


«¿No le preguntaste si se han casado?»--dijo Rosalía a su esposo, cuando
volvió apresuradamente al lado de él.

--Tuve la palabra en la boca más de una vez para preguntárselo; pero no
me atreví, por temor a que me dijese que no, y tomase yo un berrinchín.

--He tenido que contenerme, para no ponerla en la calle--declaró la dama
haciendo todo lo necesario para mostrarse poseída de un furor sacro,
hijo legítimo del sentimiento de la dignidad--. Es osadía metérsenos
aquí y venir con recados estúpidos de la buena pieza de su hermanita...
otra que tal. ¡Ni qué nos importa que Amparo se interese o no por
nosotros!... Pues los sentimientos de Agustín también me hacen gracia...
Una gente para quien el catecismo es como los pliegos de aleluyas... Yo
estaba volada oyéndola. No sé cómo tú tenías paciencia para aguantar tal
retahíla de mentiras y sandeces... Y ahora se sale con vender
novedades... ¡qué porquerías serán esas! Te aseguro que me daba un
asco...

La entrada del Sr. de Pez cortó la serie de observaciones que sin duda
habían de ilustrar el asunto. Poco después, Bringas, que no se cansaba
nunca de dar órdenes, dispuso que de allí en adelante se comiese a la
una o una y media, a usanza española, cenando a las nueve de la noche.
Esto no sólo era más cómodo en la estación calorosa, sino más económico,
porque se gastaba menos carbón. La cena debía de ser de cosa ligera.
Recomendó mi hombre las lentejas, menestras de acelgas y guisantes,
aunque fueran de caldo negro, las sopas de ajo, y abstinencia de carne
por las noches. Este plan no tenía más inconveniente que la necesidad de
añadir a los estómagos, de tarde, el peso de un chocolatito,
cuya carga, por la circunstancia de haberse pegado doña Cándida a la
familia como una lapa, se hacía punto menos que insoportable. Verdad es
que Dios iba siempre en ayuda de Thiers, porque doña Tula, que en verano
adoptaba el mismo sistema de comidas, hacía todas las tardes un
chocolate riquísimo y casi siempre mandaba al enfermo una jícara, bien
custodiada de mojicón y bizcochos.

«Esta doña Tula--decía Bringas cuando sentía entrar a la criada de su
vecina--, es una persona muy atenta...».

Rosalía pasaba a la vivienda de Doña Tula, y rara vez faltaba Pez al
chocolate de las seis y media.. Allí se encontraban otras personas muy
calificadas de la ciudad, como la hermana del intendente, un señor
capellán a veces, el oficial segundo de la mayordomía, el inspector
general, el médico y otros. Milagros no ponía nunca los pies en la casa
de su hermana, pues hacía algún tiempo que no se trataban. Hablando de
la marquesa, solía doña Tula designarla con alguna reticencia; pero sin
pasar de aquí. María estaba casi siempre, y todos se encantaban con
ella, mimándola. La de Bringas hacía allí público alarde de su vestido
_mozambique_ y Cándida lucía el suyo de gro negro, único que conservaba
en buen estado. Ocioso será decir que hallándose presente el Sr. de Pez,
ningún otro mortal podía atreverse a levantar el gallo en una
conversación de política o sobre cualquier asunto de sustancia. Por mi
parte confieso que el modo de hablar de aquel señor tan guapín y de
palabras tan bien medidas, ejercía no sé qué acción narcótica sobre mis
nervios. Lo mismo era ponerse él a explicar el por qué de su
consecuencia con el partido moderado, ya me parecía que un dulce beleño
se derramaba en mi cerebro, y el sillón de doña Tula, acariciándome en
sus calientes brazos, me convidaba a dormir la siesta. La cortesía, no
obstante, obligábame a luchar con el maldito sueño, de lo que resultaba
un estado semejante al que los médicos llaman _coma vigil_, un ver sin
ver, transición de imagen a fantasma, un oír sin oír, mezcla de son y
zumbido. La pintoresca habitación, que a causa del calor estaba medio
cerrada y en la sombra; la luz que entraba filtrada por la tela de los
trasparentes, iluminando con tropical coloración las enormes flores de
estos; el tono bajo de tapiz descolorido que tenían todas los cosas en
aquella soñolienta cavidad; los ligeros carraspeos de doña Cándida y sus
bostezos, discretamente tapados con la palma de la mano; la hermosura de
María Sudre que no parecía cosa de este mundo; el _mozambique_ de
Rosalía con pintitas que mareaban la vista, y finalmente el lento
arrullo de las mecedoras y el _chis chas_ de los abanicos de cinco o
seis damas, eran otros tantos agentes letárgicos en mi
cerebro. Como brillaban las lentejuelas de algunos abanicos, así
relucían los conceptos uno tras otro... El verano se anticipaba aquel
año y sería muy cruel... Los generales habían llegado a Canarias... Prim
estaba en Vichy... La Reina iría a la Granja y después a Lequeitio... Se
empezaban a llevar las colas algo recogidas, y para baños las colas
estaban ya proscritas... González Bravo estaba malo del estómago...
Cabrera había ido a ver al _Niño terso_...

Últimamente se destacaba la voz de Pez, de un tono íntimamente
relacionado con su áureo bigote, que por la igualdad de los pelos
parecía artificial, y el efecto narcótico crecía... El tal no podía ver
sin amarga tristeza la situación a que habían llegado las cosas por
culpa de unos y otros... La revolución con su _todo o nada_ y los
moderados con su _non possumus_ ponían al país al borde de la pendiente,
al borde del abismo, al borde del precipicio. Estaba el buen señor
desilusionado, y no creía que hubiera ya remedio para el mal. Este era
un país de perdición, un país de aventuras, un país dividido entre la
conspiración y la resistencia. Así no podía haber progreso ni adelanto,
ni mejoras, ni tampoco administración. Él lo estaba diciendo siempre:
«más administración, más administración»; pero era predicar en desierto.
Todos los servicios públicos estaban en mantillas. Tenía Pez un ideal
que acariciaba su mente organizadora, ¿pero cómo realizarlo?
Su ideal era montar un sistema administrativo perfecto, con ochenta o
noventa Direcciones generales. Que no hubiera manifestación alguna de la
vida nacional que se escapara a la tutela sabia del Estado. Así andaría
todo bien. El país no pensaba, el país no obraba, el país era idiota.
Era preciso, pues, que el Estado pensase y obrase por él, porque sólo el
Estado era inteligente. Como esto no podía realizarse, Pez se recogía en
su espíritu siempre triste, y afectaba aquella soberana indiferencia de
todas las cosas. Considerábase superior a sus contemporáneos, al menos
veía más, columbraba otra cosa mejor, y como no lograba llevarla a la
realidad, de aquí su flemática calma. Consolábase acariciando
mentalmente sus principios, en medio del general desconcierto. Para
contemplar en su fantasía la regeneración de España, apartaba los ojos
de la corrupción de las costumbres, de aquel desprecio de todas las
leyes que iba cundiendo... ¡Oh!, Pez se conceptuaba dichoso con el
depósito de principios que tenía en su cuerpo. Adoraba la moral pura, la
rectitud inflexible, y su conciencia le indemnizaba de las infamias que
veía por doquier... Quisiera Dios que aquel ideal no se apartase de su
alma... pues, que no se le desvaneciera al contacto de tanta pillería;
quisiera Dios...

No sé el tiempo que trascurrió entre aquel segundo _quisiera_ y un
discreto golpecito que me dio doña Cándida en la rodilla...

«¿Está usted distraído?»--me dijo.

--No, no, quia, señora... estaba oyendo a don Manuel, que...

--Si D. Manuel ha salido a la terraza. Es Serafinita de Lantigua que
cuenta la muerte de su marido. Estoy horripilada...

--¡Ah!, yo también... horripiladísimo.



XXVIII


Vagaban indolentes por la terraza, como si hicieran tiempo, Pez, Rosalía
y la hermana del intendente. Esta fue a la vivienda del sumiller, y la
elegante pareja se quedó sola... El pobre D. Manuel era en verdad digno
de lástima. La monomanía religiosa de su mujer llegaba ya a tan enfadoso
extremo que no era posible soportarla... «¿Qué cree usted?, me
incocoraba tanto oír a Serafinita el cuento, ya tan viejo y resobado de
sus penalidades, que estaba deseando echar a correr... Aquella voz de
canturria de coro y aquellos suspiros de funeral me atacan los
nervios... Yo soy religioso y creo cuanto la Iglesia manda
creer; pero esta gente que _se acuesta con Dios y con Dios se levanta_
se me sienta en la boca del estómago. Esa Serafinita es la que le ha
sorbido los sesos a mi pobre Carolina, es la autora de mi desgracia y
del aborrecimiento que tengo a mi propio domicilio... ¡Oh!, amiga mía,
no sabe usted qué enfermedad tan triste es esa del horror a la casa...
Felizmente no la conoce usted... Yo quisiera estar fuera todo el día, y
no parecer por allí... Insensiblemente me acostumbro a considerar como
casa propia la casa de mi amigo, y ni un instante se me va del
pensamiento la comparación entre el calor cordial de aquí y la frialdad
seca de allá... Soy hombre que no puede vivir sin cariño. Es para mí tan
necesario como el aire. Sin él me asfixio, me muero. Allí donde lo
encuentro, armo mi tienda y allí me quedo...».

Isabelita y Alfonsín pasaron corriendo. Iban sofocados, sudorosos, de
tanto como habían bregado en la galería del piso tercero con Irene y las
chicas del jefe de cocinas. «¡Hija, cómo estás!...--dijo Rosalía,
deteniendo a la niña--. Tienes la cara como un cangrejo cocido... Ahora
corre aire... métete en casa; no te constipes... ¿Y este granuja...? ¿Ve
usted cómo viene?, todo roto y hecho un Adán. Mire usted qué rodillas...
Si se le pusiera traje de hierro lo mismo lo rompería...».

«¡Qué gracioso barbián! Es de la piel del diablo... Este será
un hombre»--indicó Pez besándole, y besando también a la niña.

--Dame cuartos--dijo el pequeño con descaro.

--¿Ve usted qué pillete?... ¡chico!... ¿qué es eso?... No haga usted
caso. Tiene la mala costumbre de pedir cuartos a todo el mundo. No sé
dónde habrá aprendido tales mañas. Es una risa... Una tarde que les
llevé a que les viera Su Majestad... ¡bochorno mayor no he pasado en mí
vida! No había medio de hacerles hablar una palabra: de repente, este
bribón se planta, mira a la Reina con la mayor desvergüenza del mundo, y
alargando su manocita... «dame cuartos». Su Majestad rompió a reír.

--Bien, señorito precoz, toma cuartos.

--¿Qué hace usted? Si los quiere para comprar porquerías... Esta tonta
no pide; pero cuando se los dan los toma. No crea usted que es
gastadora. ¡Quia! Todo lo va guardando en su hucha y tiene ya un
capital. Esta sale...

--Sale a papá...

--Vaya, a casa, que os enfriáis aquí... ¡Cómo sudas, hija!... Allá voy
en seguida.

De cuatro brincos se pusieron en la puerta de la escalera de Cáceres, y
por allí pasaron a su casa. Pez dio un suspiro. Rosalía llevaba en su
mano una rosa medio estrujada, olorosísima, en cuyo cáliz introducía la
nariz de rato en rato, cual si quisiera aspirar de una vez todo el aroma
contenido en ella. Tal flor era digna funda de nariz tan
bonita.

«Porque usted--dijo Pez volviendo a su tema quejumbrón--tendrá al fin
que echarme de su casa... tan pegajoso e impertinente soy».

Ella debió de contestar que no había para qué expulsar a nadie, y él,
animándose, pidió perdón de su apego a la familia Bringas... Privarle
del consuelo de tales afecciones habría sido una crueldad; y hablando en
plata, el foco de atracción... sí, esta era la palabra, el foco de
atracción... «no encuentro que esté tanto en mi buen amigo como en mi
amiga incomparable. Usted me comprende mejor que él y que nadie. Es
particular; el día en que no puedo cambiar dos palabras con usted parece
que me falta algo, parece que no tienen jugo que beber las raíces de la
vida, parece que se seca la savia del ser...». Tiraba Pez hacia lo
poético y filosófico, y Rosalía, oyéndole con henchimiento de vanidad y
de nariz, aplastaba contra esta la rosa, cuya fragancia les envolvía a
entrambos.

«Esta simpatía irresistible es más fuerte que yo. Prohíbame usted venir,
y verá cómo se extingue una vida consagrada en otro tiempo a la familia,
y siempre al servicio del país...; hará usted el mayor daño que se puede
hacer a un hombre... sin provecho de nadie...».

No debió ella de mostrarse muy arisca, porque el otro expresó su deseo
de que se vieran más a menudo... Cuando el pobrecito Bringas
se curase, ¿por qué no habían de verse con frecuencia y de modo que
pudieran hablar con alguna libertad...?

Aún había mucho que decir; pero no era posible prolongar el paseíto. Al
llegar a la puerta de la casa, salió Isabelita al encuentro de su mamá
gritando con inocente júbilo: «¡Papá ve, papá ve!». Entraron
apresuradamente Rosalía y Pez, poseídos de gozo por tan buena nueva, y
vieron a D. Francisco que se paseaba de largo a largo en Gasparini con
la venda alzada, gesticulando, tan nervioso y excitado que parecía
demente.

«Nada más que un poco de escozor, una penita... Pero todo lo veo... A
usted, querido Pez, le encuentro más joven... Pues mi mujer se ha
quitado quince años... ¡Por vida del sayo de las once mil vírgenes...!
Estoy loco de alegría... Nada más que un borde rojizo en los objetos,
nada más... la claridad me ofende un poco... Cuestión de algunos días...
Abrázame, mujer, abrazarme todos...».

--No cantes victoria, no cantes victoria tan pronto--indicó Rosalía,
flechada súbitamente por un pensamiento triste en medio de su alegría--.
Hay que temer la recaída... A ser tú, yo no me quitaría la venda.

--¿Qué es esto?--dijo el médico, que entró sin anunciarse--. ¿Jarana
tenemos? ¿Qué correrías son esas, amigo Bringas? La venda...
No hay que fiar todavía.

--Claro es que no conviene. Un poco más de paciencia, hombre. Luego los
baños...

--¿Qué baños?... yo no voy a baños--aseguró Thiers dejándose poner la
venda por las autorizadas manos del médico--. No los necesito. No me
vengan con papas.

--Eso lo veremos--manifestó el doctor con bondad--. Ahora a la cárcel
otra vez. No se me escape usted antes de tiempo, que podría suceder que
la prisión se alargase más de lo regular. Vamos muy bien, vamos muy
bien, y llegaremos si seguimos despacio.

La luz crepuscular con la cual nuestro querido Thiers había tenido el
gusto inmenso de probar el restablecimiento de sus funciones ópticas, se
desvanecía lentamente. Por fin, la habitación se alumbraba sólo con el
resplandor que el sol había dejado en el cielo detrás de la Casa de
Campo, y aquel era tan fuerte como el llamear de un incendio. Rosalía
quiso encender luz, pero Bringas saltó vivamente con la observación de
que la luz no hacía falta para nada... «Eso es, lamparita para que nos
asemos de calor... Dispense usted, Sr. D. Manuel; pero me parece que
estamos mejor a oscuras... Paquito, abre toda la ventana. Que entre el
aire, aire, aire...».

Poco después, Bringas, cansado de oír las anécdotas
universitarias que su hijito le contaba, dijo en voz alta: «Sr. de
Pez... ¿No está?».

«No está»--observó Paquito.

--¡Rosalía!

--¡Mamá!--gritó el joven llamando.

Poco después apareció Rosalía. Su majestuosa figura, fantasma blanco en
medio de la sombra, traía como un misterio teatral a la solitaria
habitación en que el padre y el hijo estaban, rodeados de tinieblas e
invisibles.

«¿Se ha marchado D. Manuel?».

--No, está en el balcón de la Saleta, contemplando... siento que no lo
puedas ver... contemplando el resplandor que ha dejado el sol hacia
Poniente... Es como si se estuviera quemando medio mundo.

--Ve, no le dejes solo... Hoy le hice una pequeña indicación acerca del
ascenso del niño, y me parece que no lo ha tomado mal. Dijo un _veremos_
que me ha olido a _sí_... ¡Ah!, no olvides que a las nueve menos cuarto
hemos de cenar.

A dicha hora despidiose Pez, y Rosalía, trocando su galana bata por otra
de trapillo y sus zapatos bajos por unas zapatillas de suela de cáñamo,
empezó a disponer la cena. Quejábase de un fuerte dolor de cabeza y no
tomaría más que un poco de menestra. Su marido le rogaba que se
recogiera; más ella «tenía harto que hacer para acostarse tan
temprano...». ¡Ay!, la tertulia de doña Tula y aquel charla que te
charla de Pez y Serafinita, habíanle puesto su cabeza como un
bombo... Luego el D. Manuel era capaz de dar jaqueca al gallo de la
Pasión con la cantinela de sus lamentaciones. Ya eran tantas sus
calamidades que Job se quedaba tamañito.

--En fin, hija, acuestate, para que descanses de toda esa monserga... Es
preciso oír con paciencia todo lo que Pez nos quiera contar, porque...
ya ves lo que dice. Somos su paño de lágrimas, y aquí viene el pobre a
desahogar sus penas.

Hizo al fin Rosalía lo que su esposo le ordenaba. Levantados los
manteles, se apagaron las luces, y encargado Paquito de dar a su papá
las medicinas que tomaba más tarde, la cabeza de la ilustre dama buscó
descanso en las almohadas. El sueño, no obstante, vino tarde, tras un
largo rato de cavilación congestiva.



XXIX


Los candelabros de plata... el peligro de que su marido descubriese
pronto que habían hecho un viaje a Peñaranda de Bracamonte... el medio
de evitar esto... el señor de Pez, su ideal... ¡Oh, qué hombre
tan extraordinario y fascinador! ¡Qué elevación de miras, qué
superioridad!... Con decir que era capaz, si le dejaban, de organizar un
sistema administrativo con ochenta y cuatro Direcciones generales, está
dicho lo que podía dar de sí aquella soberana cabeza... ¡Y qué finura y
distinción de modales, qué generosidad caballeresca!... Seguramente, si
ella se veía en cualquier ahogo, acudiría Pez a auxiliarla con aquella
delicadeza galante que Bringas no conocía ni había mostrado jamás en
ningún tiempo, ni aun cuando fue su pretendiente, ni en los días de la
luna de miel, pasados en Navalcarnero... ¡Qué tinte tan ordinario había
tenido siempre su vida toda! Hasta el pueblo elegido para la
inauguración matrimonial era horriblemente inculto, antipático y
contrario a toda idea de buen tono... Bien se acordaba la dama de aquel
lugarón, de aquella posada en que no había ni una silla cómoda en que
sentarse, de aquel olor a ganado y a paja, de aquel vino sabiendo a pez
y aquellas chuletas sabiendo a cuero... Luego el pedestre Bringas no le
hablaba más que de cosas vulgares. En Madrid, el día antes de casarse,
no fue hombre para gastarse seis cuartos en un ramo de rositas de
olor... En Navalcarnero le había regalado un botijito, y la llevaba a
pasear por los trigos, permitiéndose coger amapolas, que se deshojaban
en seguida. A ella le gustaba muy poco el campo y lo único que
se lo habría hecho tolerable era la caza; pero Bringas se asustaba de
los tiros, y habiéndole llevado en cierta ocasión el alcalde a una
campaña venatoria, por poco mata al propio alcalde. Era hombre de tan
mala puntería que no daba ni al viento... De vuelta en Madrid, había
empezado aquella vida matrimonial reglamentada, oprimida, compuesta de
estrecheces y fingimientos, una comedia doméstica de día y de noche,
entre el metódico y rutinario correr de los ochavos y las horas. Ella,
sometida a hombre tan vulgar, había llegado a aprender su frío papel y
lo representaba como una máquina sin darse cuenta de lo que hacía. Aquel
muñeco hízola madre de cuatro hijos, uno de los cuales había muerto en
la lactancia. Ella les quería entrañablemente, y gracias a esto, iba
creciendo el vivo aprecio que el muñeco había llegado a inspirarle...
Deseaba que el tal viviese y tuviera salud; la esposa fiel seguiría a su
lado, haciendo su papel con aquella destreza que le habían dado tantos
años de hipocresía. Pero para sí anhelaba ardientemente algo más que
vida y salad; deseaba un poco, un poquito siquiera de lo que nunca había
tenido, libertad, y salir, aunque solo fuera por modo figurado, de
aquella estrechez vergonzante. Porque, lo decía con sinceridad,
envidiaba a los mendigos, pues estos, el ochavo que tienen lo gozan con
libertad, mientras que ella...

Venciola el sueño. Ni aun sintió el peso de Bringas inclinando el
colchón. Al despertar, el primer pensamiento de la ilustre dama fue para
los candelabros prisioneros.

--¿Qué tal te encuentras?

--Me parece--dijo el esposo dando un gran suspiro--, que no voy tan bien
como esperaba. Estoy desvelado desde las cuatro. He oído todas las
horas, las medias y los cuartos. Siento escozor, dolor, y la idea de
recibir la luz en los ojos me horroriza.

Pasose la mañana en gran incertidumbre hasta que vino el doctor. Este se
mostró descorazonado y un tanto perplejo, titubeando en las razones
médicas con que explicar el retroceso de la enfermedad del pobre Thiers.
¿Era resultado de un poco de exceso en la comida...? ¿Era un efecto de
la belladona y desaparecería atenuando la medicación? ¿Era...? En una
palabra, convenía volver al reposo, no impacientarse, resguardar
absolutamente los ojos de la luz, y ya que no se resignaba a permanecer
en la cama, no debía moverse del sillón ni ocuparse de nada ni tener
tertulia en el cuarto... La tristeza con que mi buen amigo oyó estas
prescripciones no es para dicha. ¿Ves, ves?--le dijo su esposa hinchando
desmedidamente la nariz--. Ahí tienes lo que sacas de hacer gracias, de
querer curarte en dos días. Te lo vengo diciendo, y tú... Si eres un
chiquillo...

Abatidísimo, el desdichado señor no decía una palabra. Todo el día
estuvo en el sillón, con las manos cruzadas, volteando los pulgares uno
sobre otro. Su mujer y su hijo le confortaban con palabras cariñosas,
más él no se daba a partido, y su dolor cómo que se exacerbaba con los
paliativos verbales. Por la tarde, el inteligente Pez, hablando con
Rosalía del asunto, dijo con mucho tino:

--Yo no sé cómo desde el primer día no llamaron ustedes a un oculista...
Este buen señor (por el médico) me parece a mí que entiendo tanto de
ojos como un topo.

--Lo mismo he dicho yo--replicó la dama, queriendo expresar con
elocuente mohín y alzamiento de hombros la sordidez de su marido--. Pero
váyale usted a Bringas con esas ideas. Dice que no, que los oculistas no
van más que a coger dinero... Y no es que a él le falte. Tiene sus
economías... pero no se decidirá a gastarlas por su salud sino en el
último trance, cuando ya la enfermedad le diga: «La bolsa o la vista».

Mucha gracia le hizo a D. Manuel esta interpretación pintoresca de la
avaricia de su amigo, y hablando con él después, le insinuó la idea de
consultar a un especialista en enfermedades de los ojos. Esta vez no
recibió mal el enfermo la indicación. Descorazonado e impaciente,
consideraba que sus economías valían bien un rayo de luz, y sólo dijo:
«Hágase lo que ustedes quieran».

Por la noche, Milagros fue a acompañar a su correligionaria en trapos.
Esta, como no se habían visto desde la semana anterior, creía resuelto
ya el problema financiero que puso a la marquesa tan angustiada en los
últimos días de Junio. Francamente, yo también lo creí. Pero tanto
Rosalía como el que tiene el honor de escribir estos renglones,
advertíamos con sorpresa que en el rostro de la aristócrata no brillaban
aquellos resplandores de contento que son segura expresión de reciente
victoria. En efecto, la Tellería no tardó en declarar que su asuntillo
no estaba resuelto sino aplazado. A fuerza de ruegos había conseguido
una prórroga hasta el día 10. Corría el 7 de Julio, y sólo faltaban
tres días. ¡Por todos los Santos del cielo, por lo que más amase su
amiga, le rogaba que...!

Rosalía se puso el dedo en la boca, recomendando la discreción. Andaba
por allí Isabelita, y esta niña tenía la fea maña de contar todo lo que
oía. Era un reloj de repetición, y en su presencia era forzoso andar con
mucho cuidado, porque en seguida le faltaba tiempo para ir con el cuento
a su papá. Días antes había hecho reír al buen señor con esta delación
inocente: «Papá, dice D. Manuel que yo salgo a ti... en que guardo todos
los cuartos que me dan».



XXX


Lo que le valió un cariñoso estrujón y un beso de su papá querido.

Y aquella noche, sintiéndola entrar en su cuarto, llamola y la sentó en
sus rodillas. «¿Tu mamá...?».

--Está en la Saleta con la marquesa--replicó la niña, que hablaba con
claridad y rapidez--. Me dijo que me viniera para acá. La marquesa
estaba llorando porque estamos a 7.

«Estamos a 7--había dicho Milagros a la Pipaón, cruzando las manos y
hecha una lástima--, ¡y si para el día 10 no he podido reunir...! A mí
me va a dar un ataque cerebral... Usted no sabe cómo está mi cabeza».

Se habían encerrado, y en la soledad de la habitación, sin luz, porque
el amo de la casa era partidario frenético del oscurantismo en todas sus
manifestaciones, la dolorida señora se explayaba y derrochaba a sus
anchas el tesoro de su dolor, manifestándolo de mil modos con florida
inspiración elegíaca... El día le era antipático. Gustaba de
la noche para cebarse en la contemplación de su pena. Mirando a las
estrellas, creía sentir inexplicable consuelo... Las estrellas como que
le prometían algo lisonjero, o bien lanzaban a lo interior de su alma un
cierto destello metálico... Es muy peregrino el parentesco de los astros
con el oro acuñado... La infeliz no tenía ya esperanza en nada ni en
nadie más que en su amiguita... Había contado con que ella la
salvaría... ¿Cómo? Eso sí que no sabía decirlo. Se le había aparecido en
sueños con aquella su sonrisa angélica y aquel aire distinguidísimo...

«Por María Santísima--dijo Rosalía--, no se haga usted ilusiones,
querida, yo no puedo, no puedo, no puedo...».

--Que sí puede, que sí puede--replicó Milagros, con una insistencia que
ejercía cierta fascinación en el ánimo de la otra--. Basta querer... La
cosa no es desmesurada. He podido reunir cinco mil reales: me faltan
sólo otros cinco mil. Bringas...

--No sé con qué palabras he de decir a usted que es más fácil que nos
bebamos toda el agua del mar.

--Olvidaba decirle que traigo aquí la carta de mi administrador,
asegurando que del 15 al 20... No sé qué mejor garantía podría dar.
Además, no faltará una obligación formal... Si esto no se arregla, no
podré soportar la vergüenza que me aguarda... De seguro que me van a
buscar y me encuentran muerta. A veces digo: «¿No habrá un
cataclismo, un terremoto o cosa así antes del día 10?. Pienso en la
revolución, y créalo usted... desearía que hubiese algo... Me basta con
una semana de jarana y tiros, durante la cual no pueda salir la gente a
la calle... Pero ni eso, querida. ¿Sabe usted que a los generales
Serrano, Dulce y Caballero de Rodas les han puesto presos, y dicen que
les mandarán a Canarias y que también destierran al duque de
Montpensier? Con estas precauciones ¡ay!, no habrá quien levante el
gallo».

--¿A Canarias? ¡A los quintos infiernos!--exclamó la Pipaón con
júbilo--. Eso me gusta; que los pongan lejos, y se acabaron los sustos.
Que conspiren ahora. ¿Y también al infante me le dan aire...? Voy a
decírselo a Bringas, que esto para él es oro molido. Corrió la dama a
llevar a su esposo las felices nuevas, y este se regocijó como si le
cayera la lotería (tanto no, pero sí un poquito menos), celebrando el
hecho con las expresiones más ardientes.

«Bien, bien, bien. Eso es gobernar. Luego dicen que Ibrahim Clarete está
ido; lo que está es más despabilado que nunca, grandísimos pillos. Ea,
conspirad ahora contra la mejor de las Reinas... ¿Con que a la sombra?
¡Hombre más bravo que ese presidente del Consejo...! Le daría yo dos
abrazos bien apretados... ¡A Canarias con ellos, como si dijéramos, a
Ultramar! Y si se pierde el barco que los lleva, mejor... No
lo puedo remediar, me dan ganas de salir a la terraza y dar un _¡viva la
Reina!_ muy fuerte, muy fuerte».

Poco faltó para que lo hiciera como lo decía. Un rato después, Milagros
lisonjeaba con charla pintoresca la pasión dinástica de Bringas, y pedía
para los generales, no una muerte, sino cien muertes, y para todos los
que conspirasen el cadalso. Con estas cosas se animaba mucho el enfermo;
pero ¡ay!, que el día siguiente había de ser de los más negros de su
vida. ¡Pobre señor!, después de haber pasado la noche muy inquieto,
observó por la mañana una pérdida casi absoluta de la facultad de ver.
El médico estaba tan aturdido, que ni aun acertó con las fórmulas
escurridizas que ellos emplean cuando no quieren confesarse vencidos.
Pero hombre de conciencia, supo al fin abdicar su autoridad antes de
producir mayores males, diciendo: «Es preciso que le vea a usted un
oculista. Que le vea a usted Golfín».

D. Francisco creyó que se le caía el cielo encima. Sin duda su mal era
grave. Vencida por el temor la avaricia, no pensó en poner reparo al
dictamen de su médico y de toda la familia. Consternados todos, fiaban
en la prodigiosa ciencia del más afamado curador de ojos que tenía
España. Acordose no dilatar la consulta ni un solo día, ni una hora.

¡Ah, Golfín!... Bringas le conocía. Era hombre del cual se contaban
maravillas. A muchos ciegos desahuciados había dado vista. En Américas
del Sur y del Norte había ganado dinerales, y en España no se descuidaba
tampoco en esto. ¡Vaya una hormiga! Por batir unas cataratas al marqués
de Castro había llevado diez y ocho mil reales, y por la cura de una
conjuntivitis del niño de Cucúrbitas, había puesto una cuenta tal, que
los Cucúrbitas, para pagarla, se empeñaron por seis años. «Pero, en fin,
Dios nos asista, y salgamos con bien de esta. Cúreme el tal Golfín, y
que me deje en los puros cueros...». Discurriose luego sobre si iría el
enfermo a la consulta o harían venir a casa al oculista, decidiéndose
Bringas por lo primero, que era lo más barato.

«Paquito y yo nos metemos en un coche, y allá...».

--No, que no estás para salir a la calle. Él vendrá.

--Que no viene, mujer. Estos potentados de la ciencia no se mueven de su
casa más que para visitar a príncipes o gente de muchísimo dinero.

--Te digo que vendrá. Voy abajo. Su Majestad le pondrá cuatro letras...

--Eso me parece acertadísimo. Y si la Señora quiere añadir que se trata
de un pobre... mejor que mejor. Dios te bendiga, hijita.

Y vino Golfín y le vio, y con su ruda bondad infundiole ánimos y la
esperanza que comenzaba a perder. La dolencia no era grave; pero la
curación sería lenta. «Paciencia, muchísima paciencia, y cumplimiento
exacto, escrupulosísimo de lo que yo prescriba. Hay un poco de
conjuntivitis, que es preciso combatir con prontitud y energía».

¡Pobre, desgraciado Bringas! Por de pronto, cama, dieta, quietud,
atropina.

Inaugurose con esto una vida tristísima para el infeliz Thiers. Ya no le
valió quitarse la venda, pues apenas veía gota, y le daba tanta pena,
que se volvió a las tinieblas, en las cuales su único consuelo era
recordar las palabras de Golfín y aquella promesa celestial con que se
despedía: «Usted verá, usted verá lo que nunca ha visto», queriendo
ponderar así la plenitud de la facultad preciosa que estimamos sobre
todas las demás de nuestro cuerpo. ¡Ver!... ¿Pero cuándo, Dios poderoso;
cuándo, Santa Lucía bendita? Paciencia no le faltaba al pobre hombre,
que en aquella situación inclinó con ardor su espíritu hacia la
contemplación religiosa, y se pasaba parte de las solitarias horas
rezando. Su mujer no se separaba de él sino cuando alguna visita
importuna lo obligaba a ello, cuando Milagros entraba con aire afligido,
y llamándola aparte, me la obsequiaba con un par de lágrimas o de
zalameras caricias... Ya no había que pensar en baños, a menos
que no se restableciese Bringas para los primeros días de Agosto, lo
cual no parecía probable.

Pez era de los amigos más constantes en aquella tribulación de la
honrada familia. Una tarde que pudo hablar a solas con Rosalía en
Gasparini, esta le dijo: «Entramos ahora en una época de dificultades,
de la cual no sé cómo vamos a salir». A lo que D. Manuel contestó con un
arranque quijotesco, ofreciéndose a ayudarla en todas aquellas
dificultades, de cualquier clase que fuesen. Este noble pensamiento
penetraba en el espíritu de la dama como un rayo de luz celestial. Ya
podía contar con algún sostén en las borrascas que su vida ulterior le
trajese. Ya había tras ella un lugar de retirada, una reserva para
cualquier caso crítico... Ya veía cerca de sí un brazo, un escudo... La
vida se le ofrecía más llana, más abierta... «Yo cuidaré--pensaba--, de
que esta amistad y mi honradez no sean incompatibles».



XXXI


Viendo a su esposo tan decaído y maltrecho se reverdeció en Rosalía el
cariño de otros tiempos; y el aprecio en que siempre le tenía depurábase
de caprichosas malquerencias para resurgir grande y cordial,
tocando en veneración. Agasajaba en su pensamiento la vanidosa dama al
buen compañero de su vida durante tantos años, el cual, si no le había
proporcionado satisfacciones muy vivas del amor propio, tampoco le había
dado disgustos. Recordaba entonces aquella existencia matrimonial
prosaica y tranquila, llena de escaseces y de goces sencillos, que si
aisladamente parecían de poco valor, apreciados en total ofrecían a la
memoria un conjunto agradable. Al lado de Bringas no había gozado ella
ni comodidades, ni representación, ni placeres, ni grandeza, ni lujo,
nada de lo que le correspondía por derecho de su hermosura y de su ser
genuinamente aristocrático; pero en cambio, ¡qué sosiego y qué dulce
correr de los días, sin ahogos ni trampas, ni acreedores! No deber nada
a nadie era el gran principio de aquel hombre pedestre, y con él fueron
tan cursis como honrados y tan pobretes como felices. Seguramente, si a
ella le hubiera tocado un hombre como Pez, estaría en posición más
brillante... «Pero Dios sabe--pensó muy cuerdamente--, las agonías que
se pasan en esas casas donde se gasta siempre más de lo que se tiene.
Eso hay que verlo de cerca y pasarlo y sentirlo para conocerlo bien».

Ello es que Rosalía, con la agravación del mal de su marido se acercaba
moral y mentalmente a él, apretando los lazos matrimoniales.
La atracción de la desgracia obraba este prodigio, y el hábito de
compartir todo el contingente de la vida, así en lo adverso como en lo
venturoso. ¡Y con qué celo le cuidaba! ¡Qué manos las suyas tan sutiles
para curar! ¡Con qué gracia y arte derramaba el bálsamo de palabras
tiernas sobre el espíritu del enfermo! Él estaba tan agradecido, que no
cesaba de alabar a Dios por el bien que le concedía, inspirando a su
compañera aquel admirable sentimiento del deber conyugal. Alegrías
íntimas endulzaban su pena y penetrado de religioso ardor, consideraba
que los cuidados de su mujer eran fiel expresión de la asistencia
divina. Sólo estaba abatido cuando ella, por razón de sus quehaceres, se
apartaba de su lado; y a cada instante la llamaba para la menor cosa,
rogándole que abreviase lo más posible sus ocupaciones para consagrarse
a él.

En todo este tiempo, Rosalía dio de mano a las galas suntuarias. No
tenía tiempo ni tranquilidad de espíritu para pensar en trapos. Estos
yacían sepultos en los cajones de las cómodas, esperando ocasión más
propicia de mostrarse. Ni se le ocurría a ella componerse... ¡Buenos
estaban los tiempos para pensar en perifollos! ¿Era hastío verdadero del
lujo o abnegación? Algo había de una y de otra cosa. Si era abnegación,
esta llegaba al extremo de presentarse delante del Sr. de Pez
con el empaque casero más prosaico que se podría imaginar. La única
presunción que conservaba era la de llevar siempre su mejor corsé para
que no se le desbaratase el cuerpo. Pero su peinado era primitivo, y en
su bata se podían estudiar por inducción todas las incidencias del
gobierno de una casa pobre. Una tarde había dicho a D. Manuel: «No me
mire usted. Estoy hecha un espantajo». Y él le había contestado: «Así, y
de todas maneras, siempre está usted preciosa», galantería que ella
agradeció mucho.

La debilidad del cuerpo trae necesariamente flojedades lamentables al
carácter más entero. Una enfermedad prolongada remeda en el hombre los
efectos de la vejez, asimilándole a los niños, y el buen Bringas no se
libró de este achaque físico-moral. El abatimiento encendía en él
ardores de ternura, y la ternura se traducía en cierto entusiasmo
mimoso.

«Hijita, no me digas que eres mujer. Yo te digo que eres un ángel...
Mira, hasta ahora no se ha hecho en la casa más voluntad que la mía. Has
sido una esclava. De hoy en adelante no se hará más que tu voluntad. El
esclavo seré yo».

El primer día de lo que llamaremos el reinado de Golfín, D. Francisco se
hizo traer a la cama la caja del dinero, para sacar por sí mismo, como
de costumbre, el del gasto diario. Pero bien pronto aquella ternura
mimosa, o más bien pueril pasividad de que antes hablé, le
inspiró confianzas que nunca había tenido. «No es preciso, hijita, que
traigas el cajoncillo. Toma la llave y saca lo que te parezca prudente».
La señora así lo hacía. En lo que no se descuidaba después Bringas era
en pedir las llaves y guardarlas debajo de su almohada, porque todos los
entusiasmos y aun la flaqueza senil o infantil tienen su límite.

De este modo pudo Rosalía explorar libremente el tesoro secreto.
Revolvió, contó y recontó todo lo que había en el doble fondo,
pasmándose del caudal allí guardado. Su marido tenía mucho más de lo que
ella sospechaba; era un capitalista. Había cinco billetes de cuatro mil
reales, que componían mil duros, y después un pico en billetes pequeños
que sumaban tres mil setecientos. Los cinco billetes grandes formaban el
más elegante cuadernillo que la dama había visto en su vida. Al examinar
aquello, renacieron los rencorcillos y las quejas que diferentes veces
habían perturbado su espíritu... ¡Quien tal poseía la privaba de ponerse
un vestido nuevo! ¡El dueño de aquella suma se empeñaba en vestir a su
mujer como una ama de cura!... ¡Oh, qué hombre más ñoño!... Si, como él
decía, en lo sucesivo iba a ser ella verdadera señora de la casa,
precisábale variar de temperamento, mostrarse más exigente, y dar a las
economías de la familia un empleo más adecuado a la dignidad
de la misma... Guardar dinero de aquel modo, sin obtener de él ningún
producto, ¿no era una tontería? ¡Si al menos lo diera a interés o lo
emplease en cualquiera de las Sociedades que reparten dividendos...!

El descubrimiento del tesoro sacó las ideas de Rosalía de aquel círculo
de modestia y abnegación en que las había encerrado la enfermedad de su
marido. Este le dijo en un rapto de entusiasmo: «Cuando me ponga bueno,
te compraré un vestido de gro, y para el invierno, si sigo bien, tendrás
uno de terciopelo. Es preciso que te luzcas alguna vez, no con los
regalos de la Reina y de las amigas, sino con el producto de mi economía
y de mi honrado trabajo».

Y ella empezó a considerar que si el tesoro no le pertenecía por entero,
la mayor parte de él debía estar en sus manos. «Bastante me he privado,
bastantes escaseces he sufrido para que ahora, teniéndolo, pase los
ahogos que paso. Si no quiere dármelo, ya le haré entender la
consideración que me debe». En esta situación de espíritu la cogió una
mañana Milagros, con tan buena suerte, que parecía que la Providencia lo
había preparado todo para satisfacción de la dichosísima marquesa.
Sucedió que aún no había esta concluido de anunciar con suspiros y ayes
la inminencia de su catástrofe, cuando Rosalía con decidido tono le
dijo:

«¿Usted me firma un pagaré comprometiéndose a devolverme
dentro de un mes la cantidad que yo le dé ahora? Porque mientras más
amigas, más formalidad. ¿Usted me da un interés de dos por ciento al
mes? ¿Usted añade al pagaré los seiscientos reales aquellos?... Porque
una cosa es la amistad, amiga mía, y el negocio... Yo creo que usted no
se ofenderá...».

No hay para qué añadir que la Tellería dijo a todo que sí con
expresiones sinceras y ardorosas. No creerla habría sido como poner en
duda la luz del día.

«Pues con esas condiciones le daré a usted cuatro mil
realitos»,--declaró Rosalía con ínfulas de prestamista».

Los que han tenido la dicha de ver, ora realmente, ora en extática
figuración, el cielo abierto y en él las cohortes de ángeles voladores
cantando las alabanzas del Señor, no ponen de seguro una cara más
radiante que la que puso Milagros al oír aquel venturoso anuncio.
Pero...



XXXII


No hay felicidad que no tenga su _pero_, y el de la felicidad de la
marquesa era que para completar la suma hacían falta unos cinco mil...
Porque sí; estaba pendiente una cuentecilla... Esto no venía
al caso. En lo relativo a interés, lo mismo le daba dos, que cuatro, que
seis. «Esto es material, hija, y mientras más provecho para usted, mayor
será mi satisfacción». Dudó Rosalía un ratito; pero al fin todo fue
arreglado a gusto de entrambas, y aquella misma tarde se extendió y
firmó el contrato en la Furriela, con todas las precauciones necesarias
para que Isabelita, que andaba husmeando por allí, no se enterase de
nada.

Milagros se despidió de D. Francisco con las frases más cordiales y
caramelosas que había pronunciado en su vida. «¡Oh!, ¡qué mujer tiene
usted! Dios le ha mandado uno de sus arcángeles predilectos. No se queje
usted de su mal, querido amigo, pues eso no vale nada, y pronto sanará.
Dé gracias a Dios, pues los que tienen a su lado personas como Rosalía,
ya pueden recibir calamidades y soportarlas con valor...». Don Francisco
le alargó la mano conmovidísimo, mientras oía el chasquido de los
frenéticos besos que la marquesa daba al ángel predilecto.

A diferentes impulsos había obedecido este al hacer lo que hizo.
Primero, el deseo de complacer a su amiga la estimulaba grandemente. En
segundo lugar, la idea, tantas veces expresada por Bringas, de que ella
podía disponer de todo se había posesionado de su entendimiento,
engendrando en él otras ideas de dominio y autoridad. Era
preciso mostrar con hechos, aunque traspasaran algo los límites de la
prudencia, que había dejado de ser esclava y que asumía su parte de
soberanía en la distribución de la fortuna conyugal. No sólo con esto se
tranquilizaba su conciencia, sino con la consideración de que el
disponer del dinero lo hacía para colocarlo a rédito. El poquita-cosa no
tendría razón para quejarse si los cinco mil volvían a la caja con el
aumento correspondiente. Y por último, todo lo expuesto no habría
bastado quizás a determinar en ella la temeraria acción del préstamo, si
no contara con la retirada segura en el caso extremo de que Bringas lo
descubriera y lo desaprobase; si no contara con los ofrecimientos que la
tarde anterior le había hecho el amigo de la casa. El cual, llevándola a
la ventana, a la hora del crepúsculo, para admirar la gala y melancolía
del horizonte, habíale dicho en términos muy claros lo que a la letra se
copia:

«Si por algún motivo, sea por los gastos de la enfermedad de _este
señor_, o porque usted no pueda nivelar bien su presupuesto; si por
algún motivo, digo, se ve usted envuelta en dificultades, no tiene más
que hacerme una indicación, bien verbalmente, bien por medio de una
esquela, y al instante yo... No, si esto no tiene nada de particular...
Perdone usted que lo manifieste de una manera cruda, de una manera
brutal, de una manera quizás poco delicada. Tales cosas no
pueden tratarse de otro modo. Esto queda de usted para mí, y el primero
que lo ha de ignorar es Bringas... En el seno de la confianza, de la
amistad honrada y pura, yo puedo ofrecer lo que me sobra y usted aceptar
lo que le falta sin menoscabo de la dignidad de ninguno de los dos».

Siguieron a esto frases de un orden más romántico que financiero, en las
cuales el desgraciado señor expresó una vez más el consuelo que
experimentaba su alma dolorida respirando la atmósfera de aquella casa,
y descargando el fardo de sus penas en la indulgente persona que ocupaba
ya el primer lugar en su corazón y en sus pensamientos. Rosalía se
retiró de la ventana con la cabeza trastornada. De buena gana se habría
estado allí un par de horas más oyendo aquellas retóricas que, a su
juicio, eran como atrasadas deudas de homenaje que el mundo tenía que
saldar con ella.

Algunos días trascurrieron sin que Bringas advirtiera mudanza sensible
en su dolencia. Golfín le martirizaba cruelmente tres veces por semana,
pasándole por los párpados un pincel mojado en nitrato de plata, después
otro pincel humedecido en una solución de sal común. Nuestro amigo veía
las estrellas con esto, y necesitaba de todas las fuerzas de su espíritu
y de toda su dignidad de hombre para no ponerse a berrear como un
chiquillo. Con la aplicación de unas compresas de agua fría,
su dolor se calmaba. Algún tiempo después de la quema sentía relativo
bienestar, y se creía mejor y alababa a Golfín ampulosamente. Pasados
diez o doce días con este sistema, el sabio oculista aseguraba que en
todo Agosto estaría el buen señor muy mejorado, y que en Setiembre la
curación sería completa y radical. Tanta fe tenía el enfermo en las
palabras de aquel insigne maestro, que no dudaba de la veracidad del
pronóstico. Después del 20, la cauterización, que se hacía ya con
sulfato de cobre, era menos dolorosa, y el enfermo podía estar algunos
ratos sin venda en la habitación más oscura, pero sin fijar la atención
en objeto alguno.

Las hiperbólicas alabanzas que D. Francisco hacía de Golfín la llevaban
como por la mano a otro orden de ideas, y arrugando el ceño, ponía cara
de pocos amigos. «Cuando pienso en la cuentecita que me va a poner esta
Santa Lucía con gabán--decía--, me tiemblan las carnes. Él me curará los
de la cara, pero me sacará un ojo del bolsillo... No es que yo escatime,
tratándose del precioso tesoro de la vista; no es que yo sienta dar
todos mis ahorros, si preciso fuera; pero ello es, hijita, que este
portento nos va a dejar sin camisa».

Bien se les alcanzaba a entrambos, marido y mujer, que los especialistas
célebres tienen siempre en cuenta, al pedir sus honorarios, la fortuna
del enfermo. A un rico, a un potentado le abren en canal, eso
sí; pero cuando se trata de un triste empleado o de cualquier persona de
humilde posición, se humanizan y saben adaptarse a la realidad. Rosalía
supo de una familia (las de la Caña precisamente), a quien Golfín había
llevado muy poco por la extirpación de un quiste, seguida de una
cura lenta y difícil. Firme en estas ideas de justicia distributiva,
aplicada a la humanidad dolorida, el gran Thiers, cuando Golfín estaba
presente, no cesaba de aturdirle con bien estudiadas lamentaciones de su
suerte. El buen señor se lloraba tanto, que casi casi era como pedir una
limosna: «¡Ay, Sr. D. Teodoro, toda mi vida le bendeciré a usted por el
bien que me hace, y más le bendigo a usted por mis hijos que por mí,
pues los pobrecitos no tendrán que comer si yo no tengo ojos con que
ver!... ¡Ay, D. Teodoro de mi alma... cúreme pronto para que pueda
ponerme a trabajar, pues si esto dura, adiós familia!... Estamos en un
atraso horrible a causa de mi enfermedad. En la Intendencia me han
rebajado el sueldo a la mitad, y como yo no vea pronto... ¡qué
porvenir!... Y no lo digo por mí. Poco me importa acabar mis días en un
hospital; pero estos pobres niños... estos pedazos de mi corazón...».



XXXIII


Mal concordaban estas ideas con las que Golfín tenía de la posición y
arraigo de los señores de Bringas, pues como había visto tantas veces a
la feliz pareja en los teatros, en los paseos y sitios públicos, muy
bien vestidos uno y otra; como además había visto a Rosalía paseando en
coche en la Castellana con la marquesa de Tellería, la de Fúcar o la de
Santa Bárbara, y aun creía haberla encontrado en alguna reunión
elegante, compitiendo en galas y en tiesura con las personas de más alta
alcurnia, suponía, dando valor a estos signos sociales, que D. Francisco
era hombre de rentas, o por lo menos, uno de esos funcionarios que saben
extraer de la política el jugo que en vano quieren otros sacar de la
dura y seca materia del trabajo. Pero aquel Golfín era un poco inocente
en cosas del mundo, y como había pasado la mayor parte de su vida en el
extranjero, conocía mal nuestras costumbres y esta especialidad del
vivir madrileño, que en otra parte se llamarían _Misterios_,
pero que aquí no son misterio para nadie.

A medida que Bringas iba entrando en caja, advertía su mujer que se
debilitaban aquellos raptos de cariño conyugal que tan vivamente le
atacaron en los días lúgubres de su enfermedad. Observaba ella que tales
exageraciones de cariño se avenían mal con la esperanza de remedio, y
que cuando esta llevaba la ventaja sobre el desánimo, el niño senil,
llorón y soboncito recobraba las condiciones viriles de su carácter
real. Por de contado, aquello de _tú serás la señora de la casa y yo el
esclavo_ resultó ser jarabe de pico, mimitos de enfermo impertinente.
Desde que mi hombre pudo gobernarse solo y pasar las horas sin
sufrimiento, aunque privado de la vista, en su sillón de Gasparini, ya
le había entrado como una hormiguilla de inspeccionar todo y de disponer
y enterarse de las menudencias de la casa... Rosalía, por no oírle, le
dejaba solo con Paquito o con Isabelita la mayor parte del día, y
pretextando ocupaciones, se daba largas encerronas en el Camón, donde
nuevamente empezó a funcionar Emilia en medio de un mar de trapos y
cintas, cuyas encrespadas olas llegaban hasta la puerta.

Pero el economista, impaciente por mostrar a cada instante su autoridad,
mandábala venir a su presencia, y allí, con ademanes ya que no con
miradas de juez inexorable, hacía pública ostentación (solía
estar presente Torres o algún otro amigo) de su soberanía doméstica.

«Me huele a guisote de azúcar. ¿Qué es esto? La niña me ha dicho que vio
esta mañana un gran paquete traído de la tienda... ¿Por qué no se me ha
dado cuenta de esto?...».

Rosalía contestaba torpemente que aquel día comería en la casa el Sr. de
Pez y que este huésped no debía ser tratado como Candidita, a quien se
le daba de postre medio bollo y dos higos pasados.

«Pero, hija, tú debes haber echado al fuego una arroba de canela... Está
la casa apestada... Si yo estuviera bueno, no se harían estas cosas así.
Seguramente habrás hecho natillas para un ejército... No se te ocurre
nada. Con preguntar al cocinero cómo se hacía tal o cual cosa, él te lo
hubiera mandado hecho... Y vamos a ver: ¿Qué ruido de tijeretazos es ese
que he sentido hoy todo el día?... Quisiera yo ver eso, y qué faenas
trae aquí esa holgazana de Emilia... ¿De qué se trata, de vestidos para
la marquesa? Es mucho cuento este que tengamos aquí taller de modista
para su señoría... Y dime una cosa, ¿qué vestidos le has hecho a los
niños, que ayer llamaban la atención en la plaza de Oriente?».

--¡Llamando la atención!

--Sí, llamando la atención... por bien vestidos... Menos mal que sea por
eso. Golfín me dijo esta mañana: «He visto ayer en el Prado a
sus niños de usted _tan elegantes_...». Fíjate bien, ¡tan elegantes!
Créelo, hija mía, esta palabrilla me ha sabido muy mal y la tengo
atravesada. ¿Qué pensará de nosotros ese buen señor, cuando ve que
nuestros hijos salen por ahí hechos unos corderos de rifa, como los de
las personas más ricas?... Pensará cualquier disparate... Algo de esto
me figuraba yo, porque ayer, en un ratito que desvendado estuve, vi que
la niña tenía puestas unas medias encarnadas muy finas. ¿De dónde ha
salido eso?... Y ya que las tiene, ¿por qué no se las quita al entrar en
casa?... ¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?... De ello nos ocuparemos cuando
yo vea claro y sin dolor, que Dios quiera sea muy pronto.

Con estas andróminas, Rosalía estaba, fácil es suponerlo, dada a los
demonios. Procuraba apaciguarle con sutiles explicaciones de todo; mas
su ingenio no llegaba a alcanzar por completo el deseado fin, por ser
extraordinaria la suspicacia del buen economista y muy grande su saber
en cosas y artes domésticas. A solas desahogaba la dama su oprimido
corazón, pronunciando mudamente alguna frase iracunda, rencorosa:
«Maldito cominero, ¿cuándo te probaré yo que no me mereces?... ¿No
comprenderás nunca que una mujer como yo ha de costar algo más que un
ama de llaves?... ¿No lo comprendes, bobito, ñoñito, ratoncito Pérez?
Pues yo te lo haré comprender».

Hacía planes de emancipación gradual, y estudiaba frases con que pronto
debía manifestar su firme intento de romper aquella tonta y ridícula
esclavitud; pero todos sus ánimos venían a tierra cuando consideraba el
gran bochorno que caería sobre ella, si el _bobito_ descubría la
exploración hecha en el doble fondo del arca del tesoro. ¡Cristo Padre,
cómo se iba a poner!... Grandísima falta había ella cometido al sustraer
aquella porción de la fortuna conyugal, pues aunque la conceptuaba muy
suya, no debió tomarla sin consentimiento del propio ratoncito Pérez...
Pero mayor había sido su yerro al creer que con semejante hombre se
podían tener bromas de tal naturaleza. Las disculpas que en la ocasión
del acto había conceptuado tan razonables, parecíanle ya vanas e
impropias de una persona seria. Los móviles a que obedeció antojáronsele
sin fundamento alguno, y su conciencia le arguyó poderosamente. No, no
podía esperar a que su marido advirtiese la falta. Dábale una fuerte
congoja sólo de pensar que la descubría; y era indispensable reponer en
su sitio la malhadada cantidad, seis mil reales, pues había tomado cinco
mil para Milagros y mil para desempeñar los candelabros y otras
menudencias.

La necesidad de esta devolución se impuso de tal modo a su espíritu, que
ya no pensaba en otra cosa. Contaba con la fuerza del pagaré y
con la palabra de la marquesa. Esta la tranquilizó el día 22,
diciéndole: «Todo está arreglado. Puede usted descuidar». Pero entre
tanto, Rosalía pasaba la pena negra, temiendo a cada instante una
catástrofe y discurriendo toda clase de industrias y maquinaciones para
evitarla. Hasta entonces el bobito persistía en la buena costumbre de
dar a su mujer las llaves para que ella sacase de la arqueta el dinero.
Pero una tarde antójasele volver a las andadas y sacar el funesto
cajoncillo, y lo abre y empieza a manosear lo que dentro había... ¡Ay,
Dios, mío qué trance, qué momento! A la Pipaón un color se le iba y otro
se le venía. Estaba lela y su terror impedíale tomar una resolución.

«Tú... siempre enredando... No haces caso de lo que dice D. Teodoro...
¡Qué hombre!... Dame acá la caja».

--Quita allá, calamidad--dijo Bringas defendiendo su tesoro con ademán
enérgico.

Contó los centenes de oro uno por uno; tocó las dos onzas, el reloj
viejo que había sido de su padre, una cadena y medallón antiquísimos...
Como no faltaba nada, no había peligro mientras no fuese alzado el doble
fondo... Rosalía sintió impulsos de gritar «¡que se quema la casa!», u
otra barbaridad semejante; pero no se atrevió porque estaba presente
Paquito. Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte por
donde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó a
todos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aun
se cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien de
aquel apuro. Pero cuando ya D. Francisco metía la uña en el huequecillo
de la madera, hubo en su espíritu un cambio de intención que debió de
ser milagroso... Retirando sus dedos cerró la arqueta. A Rosalía le
volvió el alma al cuerpo, y sus pulmones respiraron de nuevo. Había
estado en un tris... Sin duda no le pasaba por la imaginación a su
marido la idea ni aun la sospecha del desfalco, y aunque solía repasar
los billetes sólo por gusto, en aquella ocasión no lo hizo sabe Dios por
qué. Quizás todas aquellas invocaciones que la señora hizo a los santos
obtuvieron buena acogida, y algún ángel inspiró al ratoncito Pérez la
idea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros.



XXXIV


Pero la Pipaón no las tuvo todas consigo hasta que no le vio guardar la
arqueta, ponerla en su sitio cuidadosamente, como se pone en la
cuna un niño dormido, y echar la llave a la gaveta. Sólo entonces
elevó su mente al Cielo en acción de gracias por el gran favor que
acababa de otorgarle. Pero lo que no sucedió aquel día por especial
intervención de la divinidad, podía muy bien ocurrir en otro. No siempre
están los santos del mismo humor. Por si segunda vez se le antojaba
registrar el doble fondo, discurrió la industriosa señora un arbitrio
que, a su parecer, aplazaría el conflicto mientras llegaba el momento de
conjurarlo resueltamente reponiendo el dinero. Imaginó, pues, colocar en
la caja unos pedacitos de papel del tamaño de los billetes, y si lograba
encontrar papel igual en la calidad de la pasta, de modo que no
resultase diferencia al tacto, el engaño era fácil, porque su marido no
había de verlos sino con los dedos... Púsose a la obra, y rebuscó y
examinó cuanto papel había en la casa. Por fin, en la mesa de Paquito
halló uno que pareciole muy semejante, por su flexibilidad y
consistencia, al que empleaba el Banco en sus billetes. Obtuvo esta
certidumbre después de un detenido trabajo de comparación entra las
distintas clases de papel y un billete de doscientos reales que
conservaba. Para refinar la imitación, faltaba darle la pátina del uso,
aquella suavidad pegajosa que resulta del paso por tantas manos de
cajeros y cobradores, por las de los pródigos así como por las de los
avaros. Rosalía sometió los trozos a una serie de operaciones
equivalentes al traqueteo de los billetes en la circulación pública.

--¿Qué buscas aquí, niña?--dijo con enfado a Isabelita que iba, como de
costumbre, a meter su hocico en todo--. Vete a acompañar a papá, que
está solito.

Encerrose en el Camón para evitar indiscreciones, y allí arrugaba el
papel, dejándolo como una bola. Luego lo estiraba, lo planchaba con la
palma de la mano, hasta que los repetidos estrujones le daban la deseada
flexibilidad. Echaba de menos aquella epidermis pringosa que los
verdaderos billetes tienen; ¿pero cómo obtener esto? Pareciole
imposible, aunque sus manos estaban muy bien preparadas para el objeto.
Acababa de hacer unas croquetas en la cocina, y había tenido cuidado de
no lavarse las manos para que pudieran imprimir sobre el papel algo de
aquella suciedad a la cual ningún idealista, que yo sepa, ha hecho ascos
todavía.

Cuando creyó haber trabajado bastante, quiso hacer prueba de su obra.
Entrábale desconfianza y decía: «No sé qué tiene este papel que ningún
otro se le iguala. Me parece que no le engaño». Y sus dedos hacían un
estudio de tacto sobre el billete verdadero y los fingidos. «Supongamos
que no veo... Supongamos que me ponen este delante y que trato de
diferenciar el legítimo de los... ¡Oh!, no hay duda posible. Se conoce
en seguida...». Y dando un suspiro se desanimaba tanto, que
casi casi hubo de renunciar a la superchería... «No, no--pensó
después--. Cuando se está en el secreto, se nota más la diferencia; pero
no estando en el secreto... Los pondré en el doble fondo, y Dios dirá.
Allá veremos».

Al anochecer de aquel día, cuando Bringas sacó la arqueta, la dama tenía
sus papeles preparados para hacerlos actuar convenientemente en caso de
que el cominero abriese el doble fondo. Pero no lo abrió. Entonces
Rosalía, como para impedirle la molestia de ir a la mesa, le quitó de
las manos el cajoncillo, y en el breve tiempo que empleara para
colocarlo en su sitio, supo introducir los papeluchos que, cuando se
pasase revista de presente, debían responder por los que se habían ido a
otra parte. Por supuesto, aquella solución provisional era muy
peligrosa, y convenía acelerar la definitiva exigiendo de Milagros el
pago del préstamo.

Al día siguiente, que fue el 25 de Julio, día de Santiago, apretó el
calor de una manera horrible. Bringas estaba en mangas de camisa y
Rosalía, con una bata de percal muy ligero, no cesaba de abanicarse,
renegando a cada instante del clima de Madrid y de aquella exposición a
Poniente que había elegido Bringas para su vivienda. ¡Y el cominero
tenía la desfachatez de decir que el calor le gustaba, que era muy sano
y que compadecía a los _tontos que se iban fuera_! Aquel mismo
día de Santiago el gran economista había anunciado solemne y
decididamente a toda la familia que no irían a baños, con lo cual estaba
Rosalía más sulfurada que con el calor. ¡Prisionera en Madrid durante la
canícula, cuando todas sus relaciones habían emigrado! La alta ciudad
palatina estaba ya casi desierta. La Reina se había ido a Lequeitio, y
con ella doña Tula, doña Antonia, la mayor y más lucida parte de la alta
servidumbre. Milagros y el señor de Pez también estaban preparando su
viaje. Se quedaría, pues, sola la pobrecita, sin más amistad que Torres,
Cándida y los empleadillos y gente menuda que vivían en el piso
tercero... Su excitación era tal, que en todo el día no dijo una palabra
sosegada, y todas las que de su augusta boca salían eran ásperas,
desapacibles, amenazadoras. Paquito estaba tendido sobre una estera
leyendo novelas y periódicos. Alfonsín enredaba como de costumbre,
insensible al calor, mas con los calzones abiertos por delante y por
detrás, mostrando la carne sonrosada y sacando al fresco todo lo que
quisiera salir. Isabelita no soportaba la temperatura tan bien como su
hermano. Pálida, ojerosa y sin fuerzas para nada, se arrojaba sobre las
sillas y en el suelo, con una modorra calenturienta, desperezándose sin
cesar buscando los cuerpos duros y fríos para restregarse contra ellos.
Olvidada de sus muñecas, no tenía gusto para nada; no hacía
más que observar lo que en su casa pasaba, que fue bastante singular
aquel día. Don Francisco dispuso que se hiciera un gazpacho para la
cena. Él lo sabía hacer mejor que nadie, y en otros tiempos se personaba
en la cocina con las mangas de la camisa recogidas, y hacía un gazpacho
tal que era cosa de chuparse los dedos. Mas no pudiendo en aquella
ocasión ir a la cocina, daba sus disposiciones desde el gabinete.
Isabelita era el telégrafo que las trasmitía, perezosa, y a cada
instante iba y venía con estos partes culinarios: «Dice que piquéis dos
cebollas en la ensaladera... que no pongáis más que un tomate, bien
limpio de sus pepitas... Dice que cortéis bien los pedacitos de pan... y
que pongáis poco ajo... Dice que no echéis mucha agua y que haya más
vinagre que aceite... Que pongáis dos pepinos si son pequeños, y que le
echéis también pimienta... así como medio dedal».

Por la noche la pobre niña tenía un apetito voraz, y aunque su papá
decía que el gazpacho no había quedado bien, a ella le gustó mucho, y
tomose la ración más grande que pudo. Cuando se acostó, la pesadez del
sueño infantil impedíale sentir las dificultades de la digestión de
aquel fárrago que había introducido en su estómago. Sus nervios se
insubordinaron y su cerebro, cual si estuviera comprimido entre dos
fuerzas, la acción congestiva del sueño y la acción nerviosa,
empezó a funcionar con extravagante viveza, reproduciendo todo lo que
durante el día había actuado en él por conducto directo de los sentidos.
En su horrorosa pesadilla, Isabel vio entrar a Milagros y hablar en
secreto con su mamá. Las dos se metieron en el Camón, y allí estuvieron
un ratito contando dinero y charlando. Después vino el Sr. de Pez, que
era un señor antipático, así como un diablo, con patillas de azafrán y
unos calzones verdes. Él y su papá hablaron de política diciendo que
unos pícaros muy grandes iban a cortarles la cabeza a todas las
personas, y que correría por Madrid un río de sangre. El mismo río de
sangre envolvía poco después en ondas rojas, a su mamá y al propio Sr.
de Pez, cuando hablaban en la Saleta, ella diciendo que no iban ya a los
baños, y él: «yo no puedo ya detenerme más, porque mis chicas están muy
impacientes». Después el Sr. de Pez se ponía todo azul y echaba llamas
por los ojos, y al darle a la niña un beso la quemaba. Luego había
cogido a Alfonsín y puéstole sobre sus rodillas diciéndole: «Pero
hombre, no te da vergüenza de ir enseñando...». A lo que Alfonsín
contestara pidiendo cuartos según su costumbre... Más tarde, cuando
ningún extraño quedaba en la casa, su papá se había puesto furioso por
unas cosas que le contestó su mamá. Su papá le había dicho: «eres una
gastadora», y ella, muy enfadada se había metido en el
Camón... Después había entrado otra visita. Era el Sr. de Vargas, el
cajero de la Intendencia, la oficina de su papá. Hablando, hablando,
Vargas había dicho a su papá: «Mi querido D. Francisco, el intendente ha
mandado que desde el mes que entra no se le abone a usted más que la
mitad del sueldo». Al oír esto, su papaíto se había quedado más blanco
que el papel, más blanco que la leche, más blanco todavía, ¡y daba unos
suspiros...! Hablando hablando, Vargas y su papá dijeron también que
iban a correr ríos de sangre, y que _la llamada_ revolución venía sin
remedio. Su mamá entró en el gabinete cuando se despedía el tal Vargas,
que era un señor pequeño, tan pequeño como una pulga, y parecía que
andaba a saltitos. Su mamá y su papá habían vuelto a decirse cosas así
como de enfado y a ponerse de vuelta media... Él daba golpes en los
brazos del sillón, y ella daba vueltas por Gasparini. Nunca había visto
ella a sus papás tan enfurruñados. «Eres una gastadora...». «Y tú un
mezquino». «Contigo no es posible la economía ni el orden...». «Pues
contigo no se puede vivir...». «Qué sería de ti sin mí...». «Pues a mí
no me mereces tú...». ¡Válganos Dios! Su mamá se había metido en el
Camón llorando. Ella fue detrás y entró también para consolarla; quería
subírsele a las rodillas, pero no podía. Su mamá era tan grande como
todo el Palacio Real, más grande aún. Su mamá le había dado
besos. Después, desenfadándose, había sacado un vestido, y luego otro, y
otro, y muchas telas y cintas. En esto entra su papá de repente en el
Camón, sin venda, y su mamá da un grito de miedo.

«Ya veo, señora, ya veo--dice su papá muy atufado--, que me ha traído
usted aquí una tienda de trapos...». Y su mamá, azorada con la cara muy
encendida, no decía más que: «yo... yo... verás...».

En esto, la pobre niña, llegando al período culminante de su delirio,
sintió que dentro de su cuerpo se oprimían extraños objetos y personas.
Todo lo tenía ella en sí misma, cual si se hubiera tragado medio mundo.
En su estómago chiquito se asentaban, teñidos de repugnantes y espesos
colores, obstruyéndola y apretándole horriblemente las entrañas, su
papá, su mamá, los vestidos de su mamá, el Camón, el Palacio, el Sr. de
Pez, Milagros, Alfonsito, Vargas, Torres... Retorciose doloridamente su
cuerpo para desocuparse de aquella carga de cosas y personas que lo
oprimía, y ¡bruumm...!, allá fue todo fuera como un torrente.



XXXV


Se sintió aliviada... libre de aquel espantoso hervor de su cerebro. Su
mamá le limpiaba el sudor de su frente, llamándola con palabras
cariñosas. Había sentido Rosalía sus quejidos, síntoma indudable de la
pesadilla, y saltó de la cama para correr en su socorro. Eran las doce.
Hízole después una taza de té, y ayudada de Prudencia le mudó las
sábanas. A la media hora la pobre niña descansaba tranquila, y su mamá
se fue a dormir al sofá del gabinete, porque la cama despedía fuego.
Antes quiso dar parte a su marido de la desazón de la niña.

--¿Lo de siempre?--preguntó él desde el embozo de la única sábana con
que se cubría.

--Sí, lo de siempre, pesadilla, convulsiones; ha sido de los ataques más
fuertes. Por fin se ha tranquilizado. ¡Pobre ángel! Tú te empeñas en que
a nuestra niña se le arraigue esta propensión a la epilepsia...
¡sabiendo que se corrige con los baños de mar...!

--Lo mismo son los de los Jerónimos... digo, son mejores.

La voz de Rosalía, objetando algo, se perdió en los aposentos
inmediatos. Bringas, después de toser un poco, envolvió en las nubes del
sueño su opinión sobre la superioridad de los baños del Manzanares ante
todos los baños del mundo.

La mejoría de nuestro amigo se acentuaba tanto, que Golfín desde
mediados de Julio dejó de ir a la casa. D. Francisco, acompañado de
Paquito, iba a la consulta dos veces por semana. Como el doctor tenía su
casa en la calle del Arenal, poco trecho había que recorrer. Los oscuros
cristales de unas gafas oftálmicas, amén de una gran visera verde,
resguardaban sus ojos de la luz, Golfín, siempre amabilísimo con el
recomendado de Su Majestad, le despachaba pronto. Estaba muy satisfecho
de su cura, y elogiaba la excelente naturaleza del enfermo, vencedora
del mal en pocas semanas. En la última de Julio anunció el oculista a su
cliente que se marchaba a principios de Agosto a dar una vuelta por
Alemania. «Pero ya no necesita usted que yo lo vea. Le doy de alta, y
por lo que pueda ocurrir, uno de mis ayudantes pasará por aquí tres o
cuatro veces mientras yo esté fuera». Bringas oyó con júbilo esta
despedida del concienzudo médico, indicio cierto de que el mal estaba
vencido. Llevado de su honradez y delicadeza, rogó al doctor que antes
de partir le pasase... «Ya usted me entiende... la cuentecita
de sus honorarios». Golfín se deshizo en cumplidos. «Tiempo habrá...
¿qué prisa tiene usted?... En fin, como usted quiera...». Y el gran
economista, al salir con su hijo, pesaba en la balanza de su mente los
términos de aquel enigma aritmético que pronto se había de revelar. ¿Qué
tipo regulador o qué tarifa le aplicaría? ¿Le consideraría como pobre de
solemnidad, como empleado alto, como rentista bajo o como burgués
vergonzante y pordiosero? A todas horas del día y de la noche pensaba
Thiers en esto, y deseaba que la cuenta llegase para salir de su
angustiosa duda.

Desde que D. Francisco anunció a su esposa, que a principios de Agosto
era necesario pagar al médico, la pobre señora creyó más urgente la
reposición de los billetes sustraídos de la arqueta. Felizmente,
Milagros le había dado poco más de la mitad de lo que su deuda
importaba, con promesa de entregar el resto antes de marcharse a
Biarritz. «Las cosas se me van arreglando bien--le dijo--. Seguramente
tendré lo bastante para los compromisos de estos días, y aun creo poder
dejar a usted algo si lo necesita... No, no hay que agradecer... Es que
no me hace falta, y más seguro está en esas manos que en las mías». Con
estas promesas y ofrecimientos, la Pipaón veía próximo el término de su
ahogo. Contentas ambas, aunque la de Thiers tenía los espíritus
algo abatidos por no poder ir a baños, pasaban ratos deliciosos
hablando de modas. La Tellería, con aquel arte tan admirable y tan suyo,
se las compuso muy bien para volver a tomar algunas de las cosillas que
regaló a Rosalía en aquellos raptos de cariño precursores del
empréstito. «Puesto que usted no sale, maldita la falta que le hará esta
_pamela_... ni esta forma de paja... Veré cómo la arreglo yo para mí...
Aquí no podrá usted usar el _pelo de cabra_. Es tela muy impropia de
estos calores. Como allá se siente fresco algunos días, me la llevo. Yo
he de traerle a usted cosas mejores... ¡Ah!, le dejaré unas varas de
crudillo para vestidos de los pequeñuelos, y unos pedazos de crespón que
me han sobrado». Con todo se conformaba la Bringas. No pudiendo ella
lucirse en las provincias del Norte, quería vengarse de su destino
engalanando a su prole; ya se había provisto de figurines, y proyectaba
cosas no vistas para que Isabelita y Alfonso publicaran en la Plaza de
Oriente, entre la festiva república de niños, el buen gusto de su
opulenta mamá.

«Tiene Sobrino unos abrigos de verano--decía Milagros--, que me
entusiasman. No me voy sin tomar uno. Ya sabe usted... medios pañuelos
de imitación a Chantilly, con _guipure_».

--Los he visto, hija; los he visto ayer--replicó la otra dando un gran
suspiro.

--No se desconsuele usted, querida--dijo Milagros
acariciándola--. En Bayona se compran estas cosas por la mitad, y luego
se introducen sin pagar derechos. Yo le traeré a usted uno de estos
medios pañuelos, más bonito que los que tiene Sobrino... ¿Quiere usted
para los niños un poco de _piel del diablo_, a cuadritos, que no me hace
falta? Se la mandaré. En cambio me llevo estos _fichús_ que no son
propios para Madrid... ¿Irá usted al Prado? Allí, con el velito y la
camiseta basta. Los sombreros parece que se despegan de la cabeza en el
verano de Madrid. Esta armadura de _linó_ que mandé a usted para nada le
servirá. Usarela yo. Se la devolveré en el otoño adornada con algo, de
mucha novedad, que no se conozca todavía por aquí... ¡Ah!, le recomiendo
para los niños unos sombreros marineros que ha traído Sempere y unas
como gorras o boinas. Son monísimas... Y no haga usted más compras: le
mandaré un par de medias azules para cada uno, y creo tener un buen
pedazo de _piqué_ que podrá usted utilizar.

En cambio de las cosas que con tanta zandunga iba recuperando, enviole
un lío compuesto de informes retazos, cintas y recortes que, en puridad,
no servían para nada. Gracias que saliese de allí una corbata para
Paquito y otra para el excelso pescuezo del ratoncito Pérez.

Una mañana que la Pipaón estaba sola, pues Thiers había ido a la
consulta, presentose inopinadamente Pez. Vestido de verano, con el
ligero y elegante traje de alpaca de color, parecía un pollo.
Veíale siempre Rosalía con gusto, y en aquella ocasión le vio con mayor
agrado, por lo terso y remozado que estaba. Cada vez se crecía más en el
espíritu de la noble señora la imagen de aquel sujeto, y se afianzaba
más en los dominios de su pensamiento. Y antes que los atractivos
exteriores de él, antes que sus modales y su señorío, la cautivaban los
propósitos que hizo de protegerla en cualquier circunstancia aflictiva.
Hubiérase rendido al protector antes que al amante; quiero decir que si
Pez no hubiera puesto aquellas paralelas del ofrecimiento positivo, el
terreno ganado habría sido mucho menos grande. Él, no obstante ser muy
experto, contaba más con la fuerza de sus gracias personales que con
aquel otro medio de combate. Pero a muy pocos es dado conocer todas las
variedades de la flaqueza humana. Aquel bélico artificio, usado
simplemente como auxiliar, resultó más eficaz que los disparos de
Cupido.

Y aquel día estuvo Pez tan expresivo desde los primeros momentos, tan
atrevidillo y despabilado, que Rosalía, considerándose sola con él en la
casa (pues también los niños y Prudencia habían salido) se vio en
grandísima turbación. Cuanto en su alma había de recto y pudoroso, así
lo ingénito como lo educado por Bringas en tantos años de intachable
vida conyugal, se sublevó y se puso en guardia. Pez resultaba ser un
muchacho casquivano en aquella hora crítica; transfigurose en
un romántico de los que se decoran con desesperación, y se engalanan con
un bonito anhelo de morirse. Su lenguaje y sus modos, perfectamente
adaptados al ardoroso temple de la canícula, aterraron a Rosalía,
primeriza en aquella desazón de las amistades culpables. Dígase y
repítase en honor suyo. Halló mi calaverón una virtuosa resistencia que
no esperaba, pues según su frase, que le oí más de una vez, había creído
que, por su excesiva madurez, aquella fruta se caía del árbol por sí
sola.



XXXVI


El análisis de la virtud de la Pipaón arroja un singularísimo resultado.
Pez no había tenido la habilidad o la suerte de sorprenderla en uno de
aquellos infelices momentos en que la satisfacción de un capricho o las
apreturas de un compromiso movían en su alma poderosos apetitos de
poseer cantidades, que variaban según las circunstancias. En tales
momentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir las
apariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el punto
de que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor...
Así se explica el enigma de la derrota de Pez. Cuando quiso expugnar la
plaza, esta se hallaba bien abastecida. La Bringas tenía dinero en
aquellos días. Milagros habíale pagado más de la mitad de su deuda, y el
resto se lo daría seguramente el domingo próximo, con más algo que
deseaba dejar en su poder como reserva. Segura de salir bien del
compromiso más urgente, aquella señora tan frescota y lozana se creía en
el caso de hacer gala de su entereza, de una virtud menos sensible al
autor que al interés. Con una frase que conservo en la memoria, calificó
Pez aquel carácter vanidoso, aquel temperamento inaccesible a toda
pasión que no fuera la de vestir bien. Dijo este gran observador que era
como los toros, que acuden más al trapo que al hombre.

Insistía en sus románticas vehemencias mi amigo, y quién sabe si al fin
habría tenido la contienda un término funesto... Pero la entrada de los
niños fue como intervención de la divina Providencia en el asunto. Poco
después llegó D. Francisco, y ambos señores hablaron un poco de
política, de aquella obcecada política de González Bravo, que en boca de
Pez, por especial disposición de su ánimo, tomaba un tinte muy
pesimista. D. Francisco se espeluznaba oyéndole. La prisión de los
generales y del duque de Montpensier era una torpeza. Los
revolucionarios habían dicho su _Última palabra_ en _La Iberia_ de
aquellos días, y el Gobierno había lanzado su último reto. El Ejército
simpatizaba con la revolución, y hasta se decía que la Marina... «¡Por
Dios, señor de Pez, no hable usted barbaridad semejante!»--exclamaba
Thiers llevándose ambas manos a la cabeza y olvidándose de retirarlas
durante un rato.

«Yo me lavo las manos--dijo el otro--. Yo estoy viendo venir un
cataclismo, y francamente, cuando he sabido que la Unión liberal, que es
un partido de gobierno, que es un partido de orden, que es un partido
serio, ayuda a los revolucionarios, qué quiere usted... no veo la cosa
tan negra...».

A punto estuvo Thiers de incomodarse, pues la benevolencia de su amigo
como que parecía preludio de una defección. Siguió Bringas desfogando su
ira contra los progresistas, la Milicia Nacional, Espartero, sin olvidar
el _chas-cás_; contra el _titulado_ Himno de Riego, contra los
_llamados_ demócratas y todo bicho viviente, hasta que Pez, hastiado,
llevó la conversación al asunto de su viaje. Él no tenía impaciencia ni
creía que fuese absolutamente necesario para su salud abandonar los
Madriles; pero sus niñas le acosaban tanto para que las llevase pronto a
San Sebastián, que ya no podía dilatar más la expedición. Querían las
pobrecillas lucir en la Concha y en la Zurriola los
perendengues de la estación, y tal era su entusiasmo por esto, que si no
las llevaba pronto, reventarían de tristeza. Su mamá se quedaba aquí,
prosternada delante del altar de las Ánimas y comadreando en las
sacristías con otras beatonas de su misma estofa. Descanso y libertad
era para las pobres niñas el viaje al Norte, y en este concepto no podía
menos de ser provechoso a la endeble salud de ambas. Para el papá más
era molestia que esparcimiento el tal viajecito, porque sus hijas le
mareaban con las frecuentes excursiones a Bayona para comprar trapos y
pasarlos de contrabando. Y no necesitaban Josefita y Rosita hacer lo que
hacen otras, que se visten lo comprado y meten en los baúles lo de uso;
ni necesitaban ponerse dos abrigos de invierno, uno sobre otro, y seis
pares de medias y dos faldas y cuatro manteletas. La circunstancia feliz
de ser su papá Director en Hacienda las eximía de aquella sofocante
manera de contrabandear. El administrador de la Aduana de Irún debía el
puesto que ocupaba a nuestro Pez, y también él era Pez por el costado
materno, con lo cual, dicho se está que las niñas se traían a España
media Francia. «Es para mí una ocasión de infinitos compromisos este
viaje--agregaba don Manuel finalmente--, porque no puedo asomar la nariz
en Bayona y en Biarritz sin que me vea acosado por las señoras de alta y
media categoría, pidiendo la consabida tarjeta o volantito
para el primo de Irún... Las más de las veces no puedo negarlo... Está
ya en nuestras costumbres y parece una quijotería el mirar por la Renta.
Es genuinamente español esto de ver en el Estado el ladrón legal, el
ladrón permanente, el ladrón histórico... Entre otros adagios de inmoral
filosofía, hay aquel de _tiene cien años de perdón, etcétera_... Es mi
tema; esto es un país perdido... Y vaya usted a echársela de moralista.
El año pasado, una marquesa bastante acomodada, a quien no quise
facilitar el paso de un cargamento de vestidos, por poco me saca los
ojos. Se puso hecha una leona y clamaba por la revolución y los
demagogos. Una duquesa, demasiado lista, se dio el gusto de pasar, en
mis barbas y en las barbas del primo de Irún... ¡pásmese usted!...
¡cincuenta y cuatro baúles llenos de novedades!».

Dicho esto, retirose, y al día siguiente volvió para despedirse, pues
aquella misma tarde se marchaba. Un ratito pudo hablar a solas con
Rosalía, y se mostró tan llagado del corazón y tan herido de punta de
despecho amoroso, que la honesta señora no pudo menos de compadecerle,
sintiendo al propio tiempo dos clases de vanidad; la del triunfo de su
virtud y la no menos grande de ser objeto de pasión tan formidable.
Grandes debían de ser su mérito y su belleza cuando se postraba ante
ella, como un chicuelo, varón tan serio y sosegado, cuando
hombres de aquel temple se chiflaban ante ella y _habrían comprado con
su vida_ (textual) cualquier favorcillo.

Milagros no salió hasta el 29. ¡Cuántas ocupaciones tuvo aquellos
últimos días, y qué angustias pasaba para preparar su viaje!

«Queridísima amiga--dijo Rosalía, a solas con ella en el Camón--, usted
me ha de dispensar que no le entregue, antes de irme, aquel resto que
falta. Supongo que podrá usted esperar unos días. Al apoderado de casa
dejo encargo de poner en sus manos esa cantidad el 5 o el 6 del próximo,
pues para entonces ha de cobrar ciertas cantidades de unos censos de
Zafra. Descuide usted, que no le faltará. Es lo primero que he puesto en
la lista de encargos que dejo a Enríquez, y para que no se le olvide,
siempre que le veo machaco en lo mismo. «Cuidado cómo deja usted de
entregar... cuidado, Enríquez... El pico de mi amiga es lo primero».

Muy mal le supo a esta tal dilación; pero como la promesa parecía tan
solemne y no era mucho esperar al 5 de Agosto, hubo de tranquilizarse.
Su amiga prosiguió aturdiéndola con su estrepitoso cariño y perjurando
que le había de traer de Francia mil regalitos de _altísima_ novedad.
«Supongo que allí tropezaremos con Pez, para que nos libre del mareo de
la Aduana, que es insoportable con aquellos empleados tan ordinarios.
Si se les deja, capaces son de abrir todos los baúles... y yo
llevo la friolera de catorce. De allá siempre traigo tres o cuatro más.
No puede usted figurarse cómo estoy de rendida con el trabajo de estos
días. Mi maridillo no me ayuda nada. Todo se lo han de dar hecho. Este
año ni siquiera se ha tomado la molestia de pedir los billetes gratis.
Yo lo he tenido que hacer, poniendo cartitas al Presidente del Comité
ejecutivo, y al fin a regañadientes me los han dado. Pero no he podido
conseguir que nos den dos reservados como otros años, sino uno solo.
¡Qué injusticia!... Yo le digo a Sudre que este es el pago que le dan
por defender en el Senado a la Compañía como él la defiende, contra
viento y marea. Me pongo nerviosísima los días de viaje. Me parece que
siempre se queda algo, que no vamos a alcanzar el tren, que me van a
hacer pagar un sentido por exceso de peso... ¡Ya ve usted, catorce
baúles! Es un laberinto de mil demonios. Leopoldito lleva su perro,
María su gatita de Angora y Gustavo una jaula de pájaros para un amigo.
Hay que pensar hasta en lo que han de comer por el camino esos
irracionales... ¡Y todo esto en un solo departamento, que parecerá un
arca de Noé! Felizmente conocemos al conductor, y María y yo, después
que cenemos en Ávila, nos pasaremos a una berlina-cama... Llevo a
Asunción... no puedo vivir sin mi doncella. Los bultos de mano, creo que
no bajarán de veinticuatro. Yo no duermo nada si no llevo mis
almohadas. A Agustín no hay quien le quite de la cabeza el llevar una
jofaina para lavarse dos o tres veces en el camino. Mi maletita-tocador
no se puede quedar atrás, porque no me gusta llegar a las estaciones
hecha una facha. Leopoldito lleva su tablero de damas, el _bilboquet_,
la _cuestión romana_, su pistolita de salón y una cartera donde apunta
todos los túneles y la hora que es en todas las estaciones. Gustavo
carga con media docena de librotes para ir leyendo por el camino; y el
maula de mi marido, que sólo piensa en su comodidad, se enfurece si le
faltan las zapatillas, el gran gorro de seda, el cojín de viento... A
todo tengo que atender, porque no podemos tener un criado para cada uno.
Esos tiempos pasaron, ¡ay!, y se me figura que no han de volver.



XXXVII


Un fuerte abrazo dio la marquesa a D. Francisco, deseándole con toda el
alma completo restablecimiento; besó a los niños, y por último,
se despidió de su amiga en la puerta con toda suerte de mimos y
caricias.

Triste y desconsolada se quedó Rosalía, no sólo por la ausencia de la
amiga más querida, sino por su propio confinamiento, por aquel no salir,
que era como un destierro. ¡Bonito verano la aguardaba, sola, aburrida,
achicharrándose, sufriendo al más impertinente y cócora de los maridos,
pasando, en suma, el sonrojo de permanecer en Madrid cuando veraneaban
hasta los porteros y patronas de huéspedes! Tener que decir: «no hemos
salido este verano» era una declaración de pobreza y cursilería que se
negaban a formular los aristocráticos labios de la hija de los Pipaones
y Calderones de la Barca, de aquella ilustre representante de una
dinastía de criados palatinos. ¡Si al menos fueran unos diítas a la
Granja, donde Su Majestad les proporcionaría algún desván en que meterse
y donde podrían darse un poco de lustre, aunque sólo llevaran por
equipaje unas alforjas con ración de tocino y bacalao, como los paletos
cuando van a baños...! Pero no, aquel califa doméstico rechazaba
indignado toda idea de perder de vista la Villa y Corte, hablando pestes
de los tontos y perdidos que veranean con dinero prestado, y de los que
se pasan aquí tres meses a cuarto de pitanza por el gusto de vivir unos
días en fondas y darse importancia poniendo faltas a lo que les dan de
comer en ellas.

Aquella aspereza matrimonial de que se hizo mención más arriba se fue
poco a poco suavizando. Ni era Bringas intolerante en un grado
superlativo, y aunque lo fuese, sabía sacrificar a la paz conyugal
alguna parte de sus dogmas económicos. Las explicaciones que Rosalía dio
de aquel improvisado lujo no le satisfacían completamente; pero con un
esfuerzo de buena voluntad supo admitir el gran economista algunas de
ellas. La fe de su religión matrimonial le mandaba creer algo
inexplicable, y lo creyó. Si Rosalía no hubiera pasado de allí, la paz,
después de aquella alteración pasajera, habría vuelto a reinar
sólidamente en la casa; mas la Pipaón no sabía ya contenerse, y el
hábito de eludir secretamente las reglas de la Orden bringuística estaba
ya muy arraigado en su alma. Proporcionábale este hábito, además de las
satisfacciones de la vanidad, un placer recóndito. Quien por tanto
tiempo había sido esclava, ¿por qué alguna vez no había de hacer su
gusto? Cada una de aquellas acciones incorrectas y clandestinas le
acariciaba el alma antes y después de consumada. La conciencia sabía
sacar, no se sabe de dónde, mil sofisterías con que justificar todo
plenamente. «Bastantes privaciones he tenido... ¿Pues acaso no merezco
yo otra posición?... Se tendrá que acostumbrar a verme un poco más
emancipada... Y al fin y al cabo, yo miro por el decoro de la
familia...».

Lo que más conturbaba su espíritu en aquellos primeros días de soledad y
calor era la necesidad de volver a poner el dinero en la arqueta.
Milagros no le había dado todo. ¿De dónde sacar lo que faltaba? Al
instante se acordó de Torres, y desde que tuvo ocasión de ello, hízole
una indicación discreta. «Él no tenía; ¡qué lástima! Si algún amigo suyo
tuviera... En fin, al día siguiente la contestación». A nuestra amiga no
se le cocía el pan hasta saber la respuesta de Torres, porque a cada
momento creía próxima la catástrofe, la cual sería grande, fuerte e
inevitable, desde que Bringas registrase su tesoro. Por fortuna o por
especial intervención de los santos y santas a quienes la Pipaón
invocaba, aún no se le había ocurrido al buen hombre levantar la tapa
del doble fondo. ¡Pero cuando lo hiciera...! Y ya no valía el arbitrio
de los papeles que imitaban con grosero arte los billetes, porque el
ratoncito veía, aunque mal, y no era posible que se fiase sólo del tacto
para hacer el arqueo de su caja. Sobre ascuas estuvo la dama todo el día
31 y parte del inmediato, hasta que Torres le dio esperanzas de remedio.
Empezó poniendo dificultades, ponderando lo que había trabajado para
hacer comprender la conveniencia del préstamo a su amigo. El cual era un
tal Torquemada, hombre que no daba su dinero sin garantía. En aquella
ocasión, no obstante, en obsequio a Torres, no exigiría la firma del
marido en el contrato, pues la de la señora bastaba... No
podía hacer el empréstito más que por un mes, con fecha
improrrogable, y dando cuatro mil reales se haría el pagaré de
cuatro mil quinientos. ¡Ah!, de los cuatro mil se deducirían doscientos
reales de corretaje...

Los cielos abiertos vio Rosalía cuando Torres le dio estas noticias, y
todo pareciole poco, rédito y corretaje, para el gran favor que se le
hacía. Con los tres mil ochocientos reales tendría bastante para su
objeto, y aun le sobrarían unos seis duros para algo imprevisto que
ocurriese. Todo quedaría arreglado al siguiente día 2 de Agosto.

Y el tiempo apremiaba, y el peligro era inminente, como se verá por esta
frase de Bringas, textualmente copiada:

«Hijita, mañana me manda Golfín la cuenta y habrá que pagársela pasado
mañana 3. Él se marcha el 4, según me ha dicho hoy. Me tiemblan las
carnes cuando pienso que ese señor me va a tomar por hombre de posibles.
¿Cuánto me pondrá? ¿Se te ocurre a ti? Yo he pensado en eso toda la
noche, y he tenido pesadillas como las de Isabelita... Y hoy me dijo
Golfín una frase que me dio escalofríos... Lo que te digo; me estás
perdiendo con el lustre _estrepitoso_ que te das... Pues mira que me
hace gracia... cuando no sé si quedaremos mal con el doctor, que este me
diga... así, con ese tonillo impertinente... «Sr. D.
Francisco, ayer vi a su señora salir de misa de doce en San Ginés...
¡Siempre tan elegante!...». Pues tu dichosa elegancia va a ser el
cuchillo con que ese hombre me va a segar el cuello».

A las diez y media del otro día, mientras don Francisco y toda la
familia menuda estaban de paseo en la Cuesta de la Vega, quedó realizada
la operación. Aparecieron con usurera exactitud, a la hora fija, Torres
y Torquemada. Este era un hombre de mediana edad, canoso, la barba
afeitada de cuatro días, moreno y con un cierto aire clerical. Era en él
costumbre invariable preguntar por la familia al hacer su saludo, y
hablaba separando las palabras y poniendo entre los párrafos asmáticas
pausas, de modo que el que le escuchaba no podía menos de sentirse
contaminado de entorpecimientos en la emisión del aliento. Acompañaba
sus fatigosos discursos de una lenta elevación del brazo derecho,
formando con los dedos índice y pulgar una especie de rosquilla para
ponérsela a su interlocutor delante de los ojos, como un objeto de
veneración. La visita fue breve. La única parte del contrato a que
Rosalía puso reparo fue la referente al plazo de un mes, que le parecía
demasiado corto; pero Torquemada aseguró que no le era posible
alargarlo. «A principios de Setiembre tenía que... dar una fianza en la
Diputación... Provincial, porque se presentaba a la subasta de
la... carne para los Hospitales. Pensáralo bien la... señora, pues si
creía no _tener posibles_ para... reembolsarle en la fecha... convenida,
el préstamo... no se verificaría». A todo se avino la dama, atenta sólo
a salir del conflicto del día; tomó el dinero, firmó, y los dos amigos
se despidieron, dejando expresiones para el dueño de la casa, a quien
uno de ellos no conocía. Contentísima se quedó la Pipaón, y no pensaba
más que en el modo de introducir en la arqueta los dineros. Una pequeña
dificultad ocurría, y era que no teniendo un billete de 400 escudos,
sino varios de los pequeños, había de procurarse uno de aquellos. Si los
billetes eran de otra clase, aunque la cantidad fuese la misma, el
cominero se llamaría a engaño. Con pretexto de hacer una visita salió
por la tarde, asustadísima, sospechando siempre que a su marido se le
antojase, mientras ella estaba fuera, registrar el erario. Pero un ángel
bueno velaba por ella; nada ocurrió durante el tiempo que empleara en
hacer el desusado cambio de billetes pequeños por uno grande. El
cambista de la calle del Carmen la miró con cierto asombro. Por la
noche, la delicada operación de reponer la cantidad sustraída fue hecha
con toda felicidad.

Pocas veces se había sentido mi amigo Bringas tan nervioso como en los
ratos que precedieron a la llegada de la cuenta de Golfín. A eso de las
diez del día 3, mandó a Paquito con un recado verbal,
suplicando al doctor le remitiese sin tardanza la nota de los honorarios
de su asistencia médica, y serían las once y media cuando el joven
regresó a la casa, trayendo una carta. Bringas no respiraba mientras su
mano trémula rompía el sobre y desdoblaba el papel. Rosalía aguardaba
también con anhelosa curiosidad... ¡Ocho mil reales! Leyendo esta suma
Bringas se quedó perplejo, vacilante entre la alegría y la pena, pues si
la cantidad le parecía excesiva, por otra parte, sus temores de que
fuera disparatadamente grande, se calmaban ante la cifra verdadera.
Había creído a veces que no bajaría la cuenta de doce o diez y seis mil
reales, y esta sospecha le ponía fuera de sí; otras no la conceptuaba
superior a cuatro mil. La realidad había partido la diferencia entre
estas dos sumas ilusorias, y por fin el economista vino a consolarse con
razonamientos de la escuela de Don Hermógenes, diciendo que si ocho mil
reales eran mucho dinero en comparación de cuatro, eran poca cosa
relativamente a diez y seis... Un razonar más suyo que de Don Hermógenes
dominaba el tumulto de ideas aritméticas que en aquel momento hervía en
su cerebro; y era que Golfín, por ser el enfermo recomendado de la
Reina, no debía haberle llevado nada...



XXXVIII


«Pero en fin, me conformo. No he salido mal, pues he salido con ojos. Lo
primero es la salud, y lo primero de la salud la vista. Y la verdad es
que ese asesino me ha curado bien. ¡Ocho mil realitos! Es muy
posible--añadió dando un suspiro e incomodándose levemente--, que si no
hubiera sido por tus elegancias, el escopetazo no habría pasado de
cuatro mil...».

Sacó el dinero, hizo poner una carta muy fina y muy cortés, dando las
gracias al sabio doctor por su admirable asistencia, y todo, carta y
billetes, ¡oh dulces prendas de su alma!, lo introdujo en un sobre
magnífico, de los de la oficina. Paquito fue a llevar este segundo
recado. Si Bringas veía con tristeza la expatriación de sus queridos
billetes, por otra parte experimentaba la satisfacción honda y viva de
pagar. Este placer sólo es dado a las personas de mucho arreglo, que al
economizar el dinero economizan las sensaciones que produce, y de estas,
se contentan con gozar las más puras y espirituales.

Deslizábanse después de este día, con lentitud tediosa, los del mes de
Agosto, el mes en que Madrid no es Madrid, sino una sartén solitaria. En
aquellos tiempos no había más teatro de verano que el circo de Price,
con sus insufribles caballitos y sus _clows_ que hacían todas las noches
las mismas gracias. El histórico Prado era el único sitio de solaz, y en
su penumbra los grupos amorosos y las tertulias pasaban el tiempo en
conversaciones más o menos aburridas, defendiéndose del calor con los
abanicazos y los sorbos de agua fresca. Los madrileños que pasan el
verano en la Villa son los verdaderos desterrados, los proscritos, y su
único consuelo es decir que beben la mejor agua del mundo.

En su horrible hastío, no gustaba la Pipaón de ir al Prado, porque era
esto como pasar revista de miseria y cursilería. Había empleado ya
muchas veces la enojosa fórmula-explicación de su destierro: «Teníamos
tomada casa en San Sebastián, poro con la enfermedad de Bringas...»; y
cansada de ella, esquivaba las ocasiones de repetirla. Por la noche los
Bringas y algunas personas de las pocas que en la ciudad habían quedado,
solían sacar sillas a la terraza, y formaban en el lado del Norte un
grupo que no carecía de animación. Cándida no faltaba nunca. Completaban
la pandilla la señora de un Montero de Espinosa, las de dos jefes de
oficio, la de un oficial de la Secretaría Particular, la del
director de las Reales Mesas, la del jefe del Guardarropa del Rey. Del
sexo masculino asistían los poquísimos que en Madrid estaban, y eran de
la clase más baja; pero es el verano muy democratizante, y mis queridos
Bringas, anhelosos de sociedad, no se desdeñaban de alternar, en una
tertulia al raso, con porteros de Banda y de Vidriera, con el encargado
del Guardamuebles, con el ayudante de Platería, con dos casilleres,
gente toda de seis mil reales para abajo. A estos solía unirse algún
ayudante de cocina, que gozaba de catorce mil, y algún ujier de Saleta,
que percibía nueve mil. En dichas tertulias se hablaba del calor que
había hecho por el día, de la Corte, que ya había salido de la Granja
para Lequeitio, y de otras menudencias del personal y de la casa. En el
piso tercero y en los espacios que al modo de plazoletas cortan la
longitud de los pasillos-calles, había también tertulias formadas de
mozos de oficio, doncellas, barrenderos y gente que subía de
Caballerizas. En el sitio correspondiente a las grandes rejas que dan a
la plaza de Oriente, sobre la cornisa, la huelga duraba toda la noche
con gran animación, risas, guitarreo y algún refresco de horchata de
cepas. Doña Cándida trinaba contra estos desórdenes, porque no podía
pegar los ojos en toda la noche, y amenazaba a los transgresores con
denunciarlos al Inspector general.

Por las mañanas toda la familia bajaba al Manzanares, donde Isabelita y
Alfonsín se bañaban. El papá había sacado nuevamente a luz su traje de
mahón, y con esto, y el sombrero de paja parecía que acababa de venir de
la Habana. Resguardados de la luz por espejuelos muy oscuros, sus ojos
sanaban rápidamente, gracias al puntual cumplimiento del plan curativo
que le había dejado Golfín. El aire de la mañana y la alegría del
balneario le ponían de muy buen humor, y sin cesar aseguraba que si los
_tontos que se van fuera_ conocieran los establecimientos de los _Jerónimos,
Cipreses, el Arco Iris, la Esmeralda_ y _el Andaluz_, de fijo
no tendrían ganas de emigrar. También Paquito se arrojaba intrépido a
las ondas de aquellos pequeños mares sucios, metidos entre esteras, y
nadaba que era un primor, de pie sobre el fondo. A Alfonsín era preciso
pegarle para hacerle salir, y la niña no entraba sino a la fuerza.
Regresaban los cinco lentamente, los pequeños con apetito de avestruces,
D. Francisco muy contento y también con propósitos de no desairar el
almuerzo. Para bajar al río, la Bringas tenía que vencer la repugnancia
que aquello le inspiraba. Sólo por amor de sus hijos era ella capaz de
hacer tal sacrificio. Le daban asco el agua y los bañistas, todos gente
de poco más o menos. No podía mirar sin horror los tabiques de esteras,
más propios para atentar a la decencia que para resguardarla,
y el vocerío de tanta chiquillería ordinaria le atacaba los nervios.

Por las tardes, casi al anochecer, solía bajar a Madrid, para visitar a
alguna amiga o dar una vuelta por las tiendas conocidas. En estas había
poquísima gente. Luenga cortina mantenía en el local una atmósfera menos
calorosa que la de la calle, y esta penumbra, como la ociosidad,
convidaba a los dependientes a dormir sobre las piezas de tela. De vez
en cuando encontraba en casa de _Sobrino Hermanos_ a alguna señora
rezagada, a alguna proscrita como ella. Nueva edición de la famosa
fórmula: «Teníamos tomada casa en San Sebastián; pero...». La otra solía
decir con laudable franqueza: «Nosotros esperamos a los trenes baratos
de Setiembre».

Como en aquellos días los tenderos estaban mano sobre mano,
entreteníanse en mostrar a la señora telas diversas y cositas de
capricho. «Esto se llevará mucho en el otoño... De esto viene ahora
surtido, porque será la moda de la estación». Tales frases parecían
salir de los pliegues de las piezas al ser desdobladas. El principal,
que se estaba disponiendo para hacer el acostumbrado viaje a París, la
incitaba a comprar algo, y ella caía en la tentación, unas veces porque
se le presentaban verdaderas gangas, otras porque el género le entraba
por el ojo derecho, encendiendo todos los fuegos de su pasión
trapística, y no podía menos de satisfacer, so pena de padecer mucho, el
deseo de adquirirlo. ¡Oh! Del martirio de aquel verano se había de
resarcir en el próximo otoño, vistiéndose como Dios mandaba, quisiéralo
o no su marido. Tenía propósito de hacerse un vestido nuevo de
terciopelo para el invierno y una capota de las más airosas, nuevas y
elegantes. A sus niños pequeños les vestiría como principitos. Ya, ya
vería el bobillo con quién trataba... Pensando en estos y otros planes,
recorría despacio las calles para volver a su casa; deteníase ante los
escaparates de modas y de joyería, y hacía mil cálculos sobre la
probabilidad más o menos remota de poseer algo de lo mucho valioso y
rico que veía. La tristeza de Madrid en tal época aumentaba su tristeza.
El sosiego de algunas calles a las horas de más calor, el melancólico
alarido de los que pregonan horchatas y limonadas, el paso tardo de los
caballos jadeantes, las puertas de las tiendas encapuchadas con luengos
toldos, más son para abatir que para regocijar el ánimo de quien también
siente en su epidermis el efecto de una alta temperatura y en su
espíritu la nostalgia de las playas. Las tormentas precedidas de viento
y sucia polvareda le excitaban horriblemente los nervios, y su único
gusto al presenciarlas era ver desmentidos los pronósticos
meteorológicos de Bringas, el cual, desde que el cielo se nublaba,
decía: «verás cómo esta tarde refresca». ¡Qué había de
refrescar...! Al contrario, duplicaba el calor.

Si alguna vez salía por la noche, la atmósfera pesada y sofocante de las
primeras horas de esta la ponía de un humor endiablado, y más aún el
pensar cuán felices eran los que en aquel momento se paseaban en la
Zurriola. Todo Madrid le parecía ordinario, soez, un lugarón poblado de
la gente más zafia y puerca del mundo. Cuando veía a los habitantes de
los barrios más populares posesionados de las aceras, ellos en mangas de
camisa, ellas muy a la ligera, los chiquillos medio desnudos enredando
en el arroyo, creía hallarse en un pueblo de moros, según la idea que
tenía de las ciudades africanas. Levantábase temprano y se bañaba en su
propia casa, por no querer rebajarse a ser náyade de un río tan pedestre
y cursi como el señor de Manzanares. En las primeras horas del día,
abiertos de par en par los balcones de la casa, que daban a Poniente,
entraba un poco de fresco, y el cuerpo y el espíritu de la dama recibían
algún consuelo. Cuando iba a dar una vueltecita por las tiendas, la
mortificaban los olores que por diversas puertas salían en las calles
más populosas, olor de humanidad y de guisotes. Las rejas de los sótanos
despedían en algunos sitios una onda de frescura que la convidaba a
detenerse; mas en aquellos sótanos donde había cocinas, el vaho era tan
repugnante que la empujaba hacia el arroyo. Veía con delicia
las mangas de riego, sintiendo ganas de recibir la ducha en sus propias
carnes; pero luego se desprendía del suelo un vapor asfixiante, mezclado
de emanaciones nada balsámicas, que la obligaba a avivar el paso. Los
perros bebían en los charcos sucios formados por los chorros del riego y
después refugiábanse en la sombra, como los vendedores ambulantes,
cansados de pregonar zapatillas de cabra, tubos, _todo a real_,
puntillas, guías de ferrocarril, pitos y _pucheros artificiales para
economía de carbón_... En aquellas horas, en aquella horrible y molesta
estación, sólo las moscas y Bringas eran felices.



XXXIX


Fue, sí, el día de San Lorenzo cuando recibieron una carta que a
entrambos les dejó perplejos y así como atontados. ¿A quién no le sale
al paso alguna vez lo maravilloso, ese elemento de vida que los antiguos
representaban por apariciones de ángeles, dioses y genios? En nuestra
edad lo maravilloso existe lo mismo que en las pasadas, sólo
que los ángeles han variado de nombre y figura, y no entran nunca por el
agujero de la llave. Lo extraordinario que a mis queridos amigos
sorprendió en su soledad, fue una carta de Agustín Caballero. Uno y otro
creyeron que el propio fantasma del generoso indiano se les ponía
delante. Expresándose en plural, les decía que habían tomado una casa en
Arcachón, y sabedores de que a Bringas y a los niños les convenía
respirar aires frescos y salinos, les invitaban a pasar un mes allá. El
ofrecimiento era tan cordial como explícito. La casa era muy grande, con
jardín y mil comodidades. Los señores de Bringas serían hospedados a lo
grande y tratados a cuerpo de rey, sin que tuvieran que hacer gasto de
ninguna clase... «Amparo y yo--decía la carta en conclusión--, nos
alegraremos mucho de que aceptéis».

El primer impulso de Rosalía fue de odio y despecho... ¡Atreverse a
invitar a una familia honrada...! «Eso es para darse lustre alternando
con nosotros... Eso es para poder pasar por personas decentes,
presentándose en nuestra compañía... En una palabra, quieren que seamos
el pabellón honrado que cubra la mercancía de contrabando... ¿No te da
ira? Porque esto es una injuria».

D. Francisco estaba tan ocupado en desenredar el espantoso lío de ideas
que la carta armó en su mente, que aún no había tenido tiempo
de indignarse. Ella siguió rumiando su despecho, y en la tempestad de
nubarrones que se desató en su cerebro, brillaban relámpagos que decían:
«¡Arcachón!». En el retumbante son de esta palabra, más _chic_ y
simpática aún si era emitida por la nariz, iba como envuelto un mundo de
satisfacciones elegantes. Ir a Francia, encontrar en la estación de San
Sebastián o San Juan de Luz a algunas familias españolas conocidas y
decirles, después de los primeros saludos: «Voy a Arcachón», era como
confesarse emparentada con el padre Eterno. Al pensar esto, una bocanada
de humo balsámico salía del corazón de la dama, llenaba todo su tórax y
se le subía hasta la nariz, dándole un picor muy vivo y ahuecándosela
considerablemente. Por fin el cerebro de Bringas, tras un laboriosísimo
parto, dio a luz esta idea:

--¿Se habrán casado?...

--¡Casarse!... no lo creas... Pues poco lo habrían cacareado... Nada,
viven como los animales... Es una indecencia que nos inviten a vivir en
su compañía. Pues ¿qué?... ¿no hay ya distinciones entre las personas,
no hay moralidad? ¡Creen que nosotros tenemos tan poca vergüenza como
ellos...!

--¡Qué lástima que no estén casados!--murmuró el economista mirando a
sus pulgares que estaban quietos uno frente a otro, como recelosos de
unirse--. Porque si vivieran como Dios manda... Ya ves qué
proporción. ¡Billetes gratis, casa gratis, comida gratis!...

La idea de humillarse a Amparo y ser su huésped y deberle un favor
grande, sublevó el orgullo de la Pipaón...

--Tú serías capaz de aceptar--dijo--. Yo no puedo rebajarme a tanto.

--No, yo no... Es que decía... Pongo por caso--tartamudeó Bringas, más
perplejo aún--. Y no tenemos motivos para asegurar que no se hayan
casado.

--Cásense o no... ¿Te parece que es digno...?, esa tonta a quien hemos
dado de comer las sobras de nuestra casa...

--Ay, hija mía, no te remontes, ¿quién se acuerda ya de eso? El mundo
olvida pronto esas cosas. Al que tiene dinero no se le pregunta nunca si
ha comido la sopa boba. Figúrate tú, en Arcachón nadie nos conocerá, ni
a ellos ni a nosotros... No es que yo quiera ir. Al contrario. Le
contestaré dándole las gracias...

Tal negativa puso nuevamente ante los ojos de la dama la ideal
perspectiva de un viaje a aquel famoso sitio de recreo. «Arcachón». ¡Con
qué música deliciosa sonaría en las visitas de otoño esta frase que, de
puro aristocrática, tenía algo del crujir de la seda: «Hemos estado en
Arcachón». Bastaba esta chispa para hacer estallar otra vez la tormenta
en aquel ahuecado cerebro, mientras el de Bringas hervía en
consideraciones económicas: «¡Pasar una temporadita en Francia
sin gastar un real!...». Los dos esposos estuvieron durante largo rato
contemplando y revolviendo sus propias ideas, sin comunicárselas ni
cambiar una palabra. A veces se miraban en silencio. Cada cual esperaba,
sin duda, que el otro dijera algo, proponiendo una fórmula de
conciliación... Por la tarde se volvió a hablar del asunto; más Rosalía,
henchida de soberbia, persistió en sus repugnancias y en poner a Agustín
y a Amparo por los suelos... Por la noche, la ilusión del viaje ganó en
su espíritu tanto terreno, que se aventuró a hacerse una pregunta
inspirada en el sentido recto de las cosas: «¿Y a mí qué me importa que
se casen o se dejen de casar o que ella sea como Dios quiere?». Su alma
se inundaba de tolerancia; pero no quería dar su brazo a torcer ni
manifestarse vencida, por lo cual esperaba que su marido cediera antes
para hacerlo después ella afectando obediencia y resignación. El gran
Thiers, en tanto, después de pesar en su mente las ventajas del viaje,
miraba a su esposa como deseando que de ella partiese la iniciativa de
conciliación. Era como cuando dos están enojados y ninguno quiere ser el
primero en romper el hielo y hablar de paces.

Rosalía se acostó, segura de que Bringas, a la mañana siguiente, se
mostraría inclinado a aceptar la invitación de su primo. Ya sabía ella
lo que tenía que decir. Primero, mucha ira, mucha protesta de
dignidad, mucha palabrería contra Amparo y Agustín, después una serie de
modulaciones de transición. Ella (Rosalía) acostumbraba no hacer caso de
sí propia y sacrificar su gusto al gusto de los demás... Por sus hijos
estaba dispuesta a hacer todo género de sacrificios y a pasar sonrojos y
humillaciones. Era evidente que Isabelita necesitaba baños de mar y
Alfonsito también... Ante esta necesidad, los gustos de ella, sus
escrúpulos, no tenían ningún valor. En una palabra, si Bringas opinaba
que debían ir, ella cerraría los ojos y...

Pero contra lo que esperaba, el cominero no habló una palabra de viaje a
la mañana siguiente. Levantose tarareando y parecía olvidado del asunto.
En vano Rosalía le pinchaba, echando pestes contra los baños de los
Jerónimos y quejándose de un calor mortífero. Él no decía más sino:
«Para lo que queda ya... Desde el 15 empezará a refrescar». Con esto se
desesperaba Rosalía.

Aguardó hasta la tarde, impaciente y llena de ansiedad, y viendo que el
ratoncito Pérez no mentaba para nada al tal Arcachón, aventurose a
decir:

«Pero en fin, ¿qué contestas a Agustín? Yo te diré que por mi parte,
aunque me repugna vivir con esa gente... ya ves, por los niños...».

--¡Qué niños ni qué ocho cuartos! Están muy buenos...--exclamó Bringas
agitando el sombrero de paja, como si fuera a dar un viva--.
Si los baños del Manzanares son los mejores del mundo... Mira qué
colores ha echado la niña. Alfonsito parece un roble... Cada vez me río
más de los _tontos que se van fuera_... Y no creas, anoche he estado
pensando en eso... Digan lo que quieran, siempre hay gastos. Tendríamos
billetes gratis hasta la frontera; ¿pero de la frontera para allá?

--Si no son más que doscientos treinta kilómetros--dijo con gran
espontaneidad Rosalía, que había alimentado su ilusión leyendo la Guía
de ferrocarriles.

--Sean pocos o muchos, esos kilómetros nos habrían de salir caros.
Además, ¿cómo ir sin llevarles un regalo? ¿Te parece bien entrar en su
casa con las manos vacías?... Luego, otros gastos... Resueltamente no
vamos. Desde el 15 ya refresca. Observa cómo van achicando los días.
Anoche ya la temperatura fue más suave... No nos movamos, hija, que bien
nos va en Madrid.

Oyó esto Rosalía con vivo enojo; pero su misma soberbia le vedaba
contradecirlo. Callose; y en el pecho le hacían revoltijos las
culebrillas de su ilusión desvanecida. Ya se había acostumbrado a la
idea de encontrar a las amigas en la estación de San Sebastián y darles
con Arcachón en los hocicos, de poner en sus cartas la data de Arcachón,
y por fin, de Arcachonizarse para todo el otoño e invierno próximos.



XL


En la tristeza de su destierro, una sola cosa alegraba el alma de la
infeliz señora, y era que sus niños gozaban de inmejorable salud.
Isabelita, cuyas desazones tenían siempre a su mamá muy sobre ascuas, no
había sufrido, durante el verano, ninguno de aquellos trastornos
espasmódicos que marchitaban su infancia. Fueran o no buenos los baños
de los Jerónimos, ello es que la niña había ganado, tomándolos, carnes y
colores, amén de un apetito excelente. En cuanto al pequeño, excuso
decir que con las aguas del Manzanares se puso a reventar de sano. Su
robustez era tal, que no cesaba de probarse a sí misma y de cultivarse
para llegar a ser más grande y poderosa. El instinto de desarrollo le
impulsaba incesantemente a los ejercicios corporales, y a ensayar y
aprender actos de trabajosa energía. Subir a las mayores alturas que
pudiera, trepar por una pilastra, hacer cabriolas, cargar pesos,
arrastrar muebles, verter y distribuir agua, jugar con fuego y si
podía con pólvora, eran los divertimientos que más le encantaban.
No revelaba aptitudes de habilidad mecánica como su papá. Era más bien
un hábil destructor de cuanto caía en sus manos. Durante aquellas tareas
de fuerza, echaba de su boquita blasfemias y ternos aprendidos en la
calle. Cuando la melindrosa de su hermanita los oía, ¡santo Dios!, en
seguida iba corriendo a llevar el cuento a su padre. «Papá, Alfonsito
está diciendo cosas...». Y D. Francisco, que aborrecía los lenguarajos,
gritaba: «Niño, ven aquí pronto. Que me traigan de la cocina una
guindilla». Ya con la guindilla en la mano, y teniendo al criminal
cogido por el pescuezo, hacía ademán da querer restregarle con ella los
hocicos; pero le miraba ceñudo, diciendo: «Por esta vez, pase; pero como
repitas esas porquerías, te quemo la boca, y se te cae la lengua, y
luego, en vez de hablar como las personas, rebuznarás como los burros».

Alfonsito tenía pasión por los carros de mudanza. Ver uno de estos en la
calle era su mayor delicia. Todo le entusiasmaba, los forzudos caballos,
aquel cajón donde iba una casa, los espejos colgados debajo, y por
último, aquellos gandules de blusa azul que iban sentados arriba,
dormitando al lento vaivén de la máquina. Su ilusión era ser como
aquellos tíos, dirigir un carro, cargarlo, descargarlo, y se imaginaba
uno tan grande, tan grande que cupieran en él todos los
muebles de Palacio. En su delirio de imitación, ejercitando el espíritu
y los músculos, se entretenía horas enteras en dar a su pensamiento el
mayor grado de realidad posible. Como D. Quijote soñaba aventuras y las
hacía reales hasta donde podía, así Alfonsín imaginaba descomunales
mudanzas y trataba de realizarlas. D. Francisco, que estaba en Gasparini
con Isabelita, oía ruido de trastos, chasquidos de látigo, y estas
palabrotas: ¡Ala... arriba... upa... ajo... arre caballo! En medio del
cuarto apilaba sillas, y entre los huecos de ellas ponía cacharros,
trebejos, la piedra de machacar carne, la mano del almirez, líos de
trapo, escobas y cuanto encontraba a mano. El gato iba encima de todo.
Después empezaba a descargar latigazos sobre el montón, y si alguna cosa
se caía, allí eran los gritos y el patear. Encendido el rostro y
sudoroso, el bravo chico no paraba hasta que Isabelita iba a informarse,
de parte de su papá, del motivo de tal estrépito.

--Si vieras, papaíto--decía la niña, muerta de risa--; ha puesto sillas
unas sobre otras, y está dando latigazos y diciendo unas borricadas...

--Dile a ese _gallegote_ que si voy allá le pondré cada nalga como un
tomate...

(Bringas tenía la mala costumbre de llamar _gallegos_ a los brutos,
costumbre muy generalizada en Madrid y que acusa tanta grosería como
ignorancia.)

Isabelita tenía gustos o inclinaciones muy distintas de las de su
hermano. Más que la diferencia de sexo, la de temperamento era causa de
que los dos hermanos jugasen casi siempre aparte uno del otro. No
miremos con indiferencia el retoñar de los caracteres humanos en estos
bosquejos de personas que llamamos niños. Ellos son nuestras premisas;
nosotros ¿qué somos sino sus consecuencias?

Digo que Isabelita, si alguna vez jugaba con muñecas, no tenía en esto
gusto tan grande como en reunir y coleccionar y guardar cosillas. Tenía
la manía coleccionista. Cuanta baratija inútil caía en sus manos, cuanto
objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella
tenía en un rincón a los pies de su cama. ¡Y cuidado que tocara nadie
aquel depósito sagrado!... Si Alfonsín se atrevía a poner sus profanas
manos en él, ya tenía la niña motivo para estar gimoteando y suspirando
una semana entera... Estos hábitos de urraca parecía que se exacerbaban
cuando estaba más delicada de salud. Su único contento era entonces
revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una
variedad extraordinaria, y por lo común, de una inutilidad absoluta. Los
pedacitos de lanas de bordar y de sedas y trapo llenaban un cajón. Los
botones, las etiquetas de perfumería, las cintas de cigarros, los sellos
de correo, las plumas de acero usadas, las cajas de cerillas vacías,
las mil cosas informes, fragmentos sin uso ni aplicación,
rayaban en lo incalculable. Pero el montón más querido lo componían las
estampitas francesas dadas como premio en la escuela, los cromitos del
Sagrado Corazón, del Amor Hermoso, de María Alacoque y de Bernardette,
pinturillas en que el arte parisién representa las cosas santas con el
mismo estilo de los figurines de modas. También había lo que ella
llamaba papel de encaje, que son las hojuelas estampadas que cubren las
cajas de tabacos. Aquello era de los cigarros de Agustín, y se lo había
dado Felipe. No contaré los papelillos de agujas vacíos, los guantes
viejos, los tornillos, las flores de trapo, los pitos de San Isidro, los
muñequillos, restos de un nacimiento, las mil menudencias allí
hacinadas. En otra parte tenía Isabel muy bien guardada su hucha, dentro
de la cual, al agitarla, sonaba una música deliciosa de cuartos. Estaba
ya tan llena, que pesaba así como un quintal. No le costaba a ella poco
trabajo vigilarla y esconderla de las codiciosas miradas y rapaces manos
de Alfonsín, que, si lo dejaran, la rompería para coger el dinero y
gastarlo todo en triquitraques... o comprar un carro de mudanza con
caballos de verdad.

Tan enamorada estaba Isabelita de su tesoro de cachivaches, que lo
reservaba de todo el mundo, hasta de su mamá; pues esta se lo
descomponía, se lo desordenaba, y parecía tenerlo en poca
estima, pues alguna vez le dijo: «No seas cominera, hija. ¿Qué gusto
tienes en guardar tanta porquería?». La única persona a quien ella
consentía poner las manos en el tesoro era su papá; pues este admiraba
la paciencia de la niña y le alababa el hábito de guardar. En aquellos
largos días de verano, D. Francisco, que no podía leer ni trabajar ni
ocuparse en nada, se hubiera aburrido de lo lindo, si no tuviese el
recurso de jugar con su hija a revolver, ordenar y distribuir cosillas.
«Ángel--decía después de dormir su siesta--, tráete las cajitas y nos
entretendremos». Los dos en Gasparini, sin testigos, se pasaban toda la
tarde sentados en el suelo, sacando los objetos y clasificándolos, para
volver a guardarlos después con mucho cuidado. «Algunas de estas cosas
servirán todavía--decía el economista--. Pongamos los huesos de
albaricoque juntitos aquí. Vamos a contarlos: son veintitrés. Ahora se
pone encima un papel, ¿estás? Primero se mete en medio la cajita de
plumas con las cuentas dentro, para que no se corran los huesos de
albaricoque... ¡Ajajá! Venga otro papel. Veme dando ahora las cajas de
fósforos; dos, dos... dos... dos. ¿Ves? Se cubre todo y así no se pueden
rodar. Siguen los cacharritos... No pongamos los botones de hueso al
lado de los de metal: separemos igualmente los de hueso de los de
madera, no sea que riñan. En todas partes hay clases, hija mía... Así...
Ahora coloquemos estos líos de trapos a un ladito, para, que
no se junten con las flores artificiales, no sea que tengan envidia de
ellas y se echen a reñir. En todas partes hay malas pasiones... Las
obras de arte por separado. Este es el Museo a donde vienen los
ingleses, que son estos pitos del Santo... Veme dando cosas...».

Frecuentemente, después de puesto todo, se volvía a sacar para meterlo
de nuevo, colocado de otra manera. También jugaban ambos a las muñecas,
vistiéndolas y desnudándolas, recibiendo y pagando visitas. En tanto, el
otro bruto de Alfonsín arreaba las caballerías y cargaba su carro hasta
que no podía más. En todos los contratiempos el pequeñuelo iba a buscar
refugio en las faldas de su querida mamá, así como la niña siempre se
arrimaba a D. Francisco para buscar mimo o pedir justicia en algún
pleito con su hermano. Alfonso sabía engolosinar a su madre con caricias
astutas cuando quería obtener de ella algunos ochavos, y la besuqueaba y
hacía mil zalamerías.

--Un secreto, mamá--decía subiéndosele al regazo, y abrazándola y
aplicándole su boca al oído--. Un secreto...

--Ya, ya, ¡ay, qué rico!, lo que mi ángel quiere es un cuartito,
¿verdad?

Y el muy pillo silabeaba en el oído de su mamá estas palabras más tenues
que el aleteo de una mosca:

--Dice papá que yo salgo a ti, qué soy un loco.



XLI


Con terror vio la ingeniosa señora que pasaban uno tras otro los días de
la segunda quincena de Agosto, porque, según todas las señales, tras
ellos debían venir los primeros de Setiembre. Torres, a quien hizo una
indicación de prórroga, se puso pálido y dijo que Torquemada no podía
esperar por esto y lo otro y lo de más allá... Bien claro se lo habían
dicho ambos el día de la celebración del contrato. Era la cláusula
principal, y seguramente el señor de Torquemada lo contaba como
seguro...

Y oyendo esto, sopesaba la dama en su mente las dificultades del caso,
más graves entonces que lo habían sido en otros análogos. Ocioso es
decir, pues ciertas cosas se dicen por sí mismas, que el apoderado de
Milagros no llevó a Rosalía el 4 ni el 5, ni ningún otro día de Agosto
lo que aquella le había prometido. De Cándida no debía esperar más que
fantasías. ¿A quién volver los ojos? Los de Bringas veían, y
era locura pensar en sustraer otra vez cantidad alguna del tesoro
doméstico. Hablar a su marido con franqueza y confesarle su fragilidad
habría sido quizás lo mejor; pero también era lo más difícil. ¡Bueno se
pondría!... Sería cosa de alquilar balcones para oírle. ¡Desde que
Bringas se enterase de sus enredos, vendría un período de represión
fuerte que aterraba más a Rosalía que los apuros que pasaba! Su plan era
emanciparse poco a poco; de ningún modo atarse a la autoridad con lazos
más apretados... Se las arreglaría sola, como Dios le diera a entender.
Dios no la abandonaría, pues otras veces no la había abandonado.

Desde que pasó el 25, notaba en todo su ser comezón, fiebre, recelo, y
sus labios gustaban hiel amarguísima. La idea del compromiso en que se
iba a ver no la dejaba libre un momento, y ningún cálculo la llevaba a
la probabilidad de una solución conveniente... ¡Si Pez volviera
pronto!... ¡Él, que tantas veces le había ofrecido...! Pero acordándose
de lo arisca que con él estuvo en la ocasión de marras, recelaba que, al
regresar a Madrid, su insigne amigo no se hallara tan dispuesto a la
munificencia... «¡Oh!, no--decía luego--, le he vuelto loco. Haré de él
lo que quiera». Al pensar en esto, recordaba la escena de aquel día,
concluyendo por acusarse de excesivamente melindrosa... Si ella no
hubiera sido tan... tan... tan tonta, no habría tenido
necesidad de pedir dinero al cafre de Torquemada. ¡Una mujer de su
condición verse en tales agonías...!, ¿y por qué?, por una miserable
cantidad... Bien podría tener miles de duros si quisiera. Ocho años
antes el marqués de Fúcar, que con frecuencia la veía en casa de
Milagros, le había hecho la corte. ¿Y ella?... un puerco espín. Y no era
sólo el marqués de Fúcar su único admirador. Otros muchos, y todos
ricos, habíanle manifestado con insistente galantería que estaban
dispuestos a hacer cualquier disparate. Pero ella siempre permaneció
inflexible en su esquiva honradez. Ni sospechara nunca que esta
inflexibilidad, alta y firme como una torre, pudiera algún día sentirse
vacilar en sus cimientos, y hubo de parecerle tan extraño lo que a la
sazón pensaba, que se creyó muy obra de lo que había sido. «La
necesidad--se dijo--, es la que hace los caracteres». Ella tiene la
culpa de muchas desgracias, y considerando esto, debemos ser indulgentes
con las personas que no se portan como Dios manda. Antes de acusarlas,
debemos decir: _Toma lo que necesitas; cómprate de comer; tápate esas
carnes... ¿Estás bien comida, bien vestida? Pues ahora... venga
moralidad._

Discurriendo así, Rosalía se admiraba a sí misma, quiero decir que
admiraba a la Rosalía de la época anterior a los trampantojos que a la
sazón la traían tan desconcertada; y si por una parte no podía
ver sin cierto rubor lo cursi que era en dicha época, por otra se
enorgullecía de verse tan honrada y tan conforme con su vida miserable.
El alcázar de su felicidad ramplona permanecía aún en pie; pero ya
estaba hecha y cargada la mina para volarlo. Antes de dar fuego, la que
aún era intachable, de hecho, lo contemplaba melancólica para poder
recordarlo bien cuando se sentara sobre sus ruinas.

En las últimas noches de Agosto iba alguna vez al Prado, donde se reunía
con las Cucúrbitas, y aunque horriblemente atormentada por la idea del
compromiso inminente, tomaba parte en las conversaciones ligeras de la
tertulia. Se formaba un grupo bastante animado, al que concurrían
algunos caballeros. La Bringas pasábales mentalmente revista de
inspección, examinando las condiciones pecuniarias de cada uno.
«Este--pensaba--, es más pobre que nosotros; todo facha, todo
apariencia, y debajo de tanto oropel un triste sueldo de veinte mil
reales. No sé cómo se las arregla para mantener aquel familión...».
«Este no tiene más que trampas y mucho jarabe de pico...». «¡Ah!, este
sí que es hombre: le suponen doce mil duros de renta; pero se dice que
no le gustan las mujeres...». «¡Oh!, este sí que es enamorado; pero va a
que ellas le mantengan... y qué ajadito está...». «Este no tiene sobre
qué caerse muerto... es un libertino de mal gusto que no hace
calaveradas más que con las mujeres de mala vida...». «He aquí
uno a quien yo debo gustar mucho, según la cara que me pone y las cosas
que me dice... pero sé por Torres que Torquemada le prestó dos mil
reales para llevar a baños a su mujer, que está baldada...
¡pobrecita!...». De esta revista resultaba que casi todos eran
pobretones más o menos vergonzantes, que escondían su miseria debajo de
una levita comprada con mil ahogos, y los pocos que tenían algún dinero
eran de temperamento reposado y frío... Veíase la dama encerrada en un
doble círculo infranqueable. Pobretería era el uno, honradez el otro. Si
los saltaba, ¿adónde iría a caer?... Observando en la semioscuridad del
Prado la procesional marea de paseantes, veía pasar algunas personas,
muy contadas, que atraían la atención de su exaltado espíritu. El farol
más próximo les iluminaba lo bastante para reconocerles; después se
perdían en la sombra polvorosa. Vio al marqués de Fúcar, que había
vuelto ya de Biarritz, orondo, craso, todo forrado de billetes de Banco;
a Onésimo, que solía mirar como suyo el Tesoro público, a Trujillo el
banquero, a Mompous, al agente de Bolsa D. Buenaventura de Lantigua, y
otros. De estos poderosos, unos la conocían, otros no; alguno de ellos
habíale dirigido tal cual vez miradas que debían de ser amorosas. Otros
eran de intachables costumbres dentro y fuera de su casa...

Retirose Rosalía a la suya, con la cabeza llena de todo aquel personal
matritense, y les veía pasar por la región más encendida de su cerebro,
yendo y viniendo como en el Prado. Ahora los pobres, luego los ricos,
después los honrados... y vuelta a empezar. Para mayor confusión suya,
Bringas parecía que estaba aquellos días más amable, más cariñoso; pero
en lo referente a gastos, mostrábase inflexible como nunca:

«Hijita--le dijo al acostarse--. Desde el primero de Setiembre volveré a
la oficina. Es preciso trabajar, y sobre todo economizar. Nos hemos
atrasado considerablemente, y hay que recobrar a fuerza de privaciones
el terreno perdido. Cuento contigo hoy como he contado siempre; cuento
con tu economía, con tu docilidad y con tu buen sentido. Si hemos de
salir adelante, conviene que en un año por lo menos no se gaste ni un
real en pingajos. Veo que con lo que tienes podrás estar elegante por
espacio de seis años lo menos. Y si vendieras algo para poder hacerme yo
un trajecito, bien te lo agradecerían estos pobres huesos... Perdóname
si alguna vez he sido un poco duro contigo y con ciertas mañas que
sacabas... Me parecía que te salías algo de nuestro régimen tradicional.
Pero teniendo en cuenta tus virtudes, cierro mis ojos a aquella
disparatada ostentación y espero que tú me correspondas, volviendo a tu
modestia y no poniéndome en el caso de hacer una justiciada.
De este modo nuestros hijos tendrán pan que llevar a la boca y zapatos
con que calzarse, y yo podré esperar tranquilo la vejez».

Estas severas y razonables expresiones por una parte la conmovían, por
otra la aterraban. Volver al rancio sistema de _un trapito atrás y otro
delante_, y a las infinitas metamorfosis del vestido melocotón, érale ya
imposible; engañar a aquel infeliz dábale mucha pena. En esta
perplejidad entregábase al acaso, a la Providencia, diciendo: «Dios me
ayudará. Los acontecimientos me dirán lo que debo hacer».

Si el gran Pez volviera pronto la sacaría de aquel atolladero. Estudiaba
ella el medio de explotar su liberalidad sin venderse. Consiguiendo esto
sería la mujer más lista del orbe... Pero faltaba que D. Manuel
regresara de aquellos cansados baños. Carolina había dicho que vendría a
principios de Setiembre, sin fijar fecha. ¡Qué ansiedad! ¡Y el día 2...!

Lo primero que tenía que hacer la afanada señora era detener el golpe
del prestamista, o aplazarlo por unos días al menos, hasta que Pez
viniera. A pesar de las consideraciones pesimistas de Torres, ella
esperaba obtener algún éxito presentándose a Torquemada, y el día 31 se
aventuró a ir a casa de este, paso desagradable, pero necesario, en cuyo
buen resultado fiaba. Vivía el tal en la travesía de Moriana, en un
cuarto grande, polvoriento, tenebroso, lleno enteramente de muebles
y cuadrotes de vario gusto y precio, despojos de su enorme clientela.
Museo del lujo imposible, del despilfarro, de las glorias de un día,
aquella casa era toda lágrimas y tristeza. Rosalía sintió secreto pavor
al entrar en ella, y cuando Torquemada se le apareció, saliendo de entre
aquellos trastos con un gorro turco y un chaquetón de paño de ala de
mosca, le entraron ganas de llorar.



XLII


«¿Y la familia?»--le preguntó Torquemada al saludarla.

--No tiene novedad; gracias...--replicó la dama sentándose en la silla
que se le ofreció.

Al instante expuso su pretensión de prórroga, empleando sonrisas amables
y los términos más dulces que podía imaginar. Pero Torquemada oyó la
proposición con fría seriedad, y luego, ofreciendo a las miradas de
Rosalía la rosca formada con sus dedos, como se ofrece la hostia a la
adoración de los fieles, le dijo estas palabras fatídicas.

«Señora, ya dije a usted que no... puedo, no puedo de ninguna manera. Es
de todo punto im...posible».

Y viendo que la víctima se negaba a creer tanta crueldad, echó el último
argumento en esta forma:

«Si mi padre me pidiera... esa prórroga, no se la concedería. Usted no
sabe lo apurado que estoy. Tengo forzosamente que hacer... un depósito.
Va en ello mi honor».

La repetición de la súplica, hasta llegar a la pesadez, no quebrantaba
aquella roca.

«Diez días nada más»--decía ella con el pagaré atravesado en la
garganta.

--Ni diez minutos, señora; no puede... ser. Mucho... lo siento; pero si
el día 2...

--Por Dios, hombre, por su madre...

--Me veré obligado a presentar... el pagaré al señor de Bringas, que
tiene dinero... me consta...

A pesar de esto, la pobre señora, que pasó aquella noche atormentada por
el insomnio y la zozobra, volvió al día siguiente a visitar a su
acreedor.

«¿Y la familia?»--le preguntó él después del saludo.

Rosalía suplicó con más vehemencia que el día anterior, y Torquemada
negaba y negaba y negaba, acentuando su crueldad con la pavorosa
aparición de la rosquilla en el espacio comprendido entre las miradas de
los dos interlocutores.

La Pipaón confió a las lágrimas lo que no habían podido conseguir los
suspiros. El prestamista, creyendo que se desmayaba, hizo traer un vaso
de agua, que ella no quiso probar, porque le daba asco. El poder de una
mujer que llora se vio en aquel caso; pues la peña de Torquemada se
ablandó al fin, y la prórroga fue otorgada.

«Pero le juro a usted, señora, que si el día 7...».

--El 7 no, el 10...

--El 8. Verdad es que el 8 es fiesta, la Virgen de... Setiembre. Para
que vea usted que la quiero complacer, pongo el 9. Pero si el 9 no se
realiza el pago, me veré en la precisión... el Sr. don Francisco tiene
dinero... me consta.

--¡Ay, gracias a Dios!, hasta el 10.

Rosalía se conceptuaba dichosa al ver delante de sí aquellos días de
respiro. En este tiempo vendría Pez quizás. Trajérale Dios pronto.

Desde el primero de Setiembre, Bringas empezó a ir a la oficina, aunque
trabajaba muy poco, y se pasaba todo el tiempo hablando con el segundo
jefe. Era una picardía que le hubieran cercenado el sueldo en el mes de
Agosto, y en cuanto la Señora viniera, pensaba él interesarla en su
favor para subsanar un despropósito tan sin gracia. Mientras Thiers
estaba en su oficina, su mujer pasaba las horas casi sola. Rara vez iban
visitas a la casa; pues la mayor parte de sus amigas, a
excepción de las de Cucúrbitas, no habían vuelto aún de baños. Dos o
tres veces fue a verla Refugio, y charlaron de modas y de los artículos
que había recibido de Burdeos. La Pipaón no la trataba ya con tanta
altivez, aunque cuidando siempre de establecer la diferencia que existe
entre una señora honrada y una mujer de conducta misteriosa y equívoca.

Desde que aquellos ahogos financieros empezaron a sofocarla, Rosalía
había adquirido la costumbre de calcular, siempre que hablaba con
cualquier persona, el dinero que la tal persona podía tener. «Esta perra
tiene dinero--se dijo cierto día mirando a la de Sánchez y oyendo la
descripción ampulosa del comercio que iba a establecer».

Al verla salir de la casa, ocurriole a Rosalía la atrevidísima idea de
acudir a ella... ¡Qué horror! Esta idea fue al punto rechazada por
ignominiosa. No, antes de humillarse tanto y perder tan en absoluto su
dignidad, la Bringas prefería que su marido le diera el gran escándalo y
le dijese cuanto había que decir... ¡Buena pieza era la tal Refugio!
Roja de vergüenza se ponía nuestra amiga sólo de pensar que se rebajaba
a pedirle favores de cierta clase. Precisamente el día antes le había
contado Torres que la dichosa niña era el escándalo de la vecindad, y
estaba enredada con tres o cuatro hombres a la vez.

El día 5 un dependiente de _Sobrino Hermanos_ fue a avisar a
Rosalía que empezaba a llegar de París el género nuevo de la estación.
Eran maravillas. Quería Sobrino que su distinguida parroquiana viese
todo y diera su parecer sobre algunas telas de una novedad algo
estrepitosa. Acudió ella al reclamo; pero lo mucho y nuevo y rico que
vio no fue parte a distraerla de la pena que llenaba su alma. Habría
deseado comprar todo o siquiera algo; pero ¿cómo, ¡Santo Dios!, en la
situación apuradísima en que estaba, amenazada de un grave cataclismo
doméstico? «Esto lo he traído para usted»,--le decía Sobrino con
infernal amabilidad. Pero ella, poniendo una cara desconsoladísima y
quejándose de dolor de cabeza, negábase a comprar, aunque los ojos se le
iban tras de las originales telas, y más aún tras de los admirables
modelos colocados en los maniquís. En _fichús_, encajes, manteletas,
camisetas, pellizas, estaban allí las _Mil y una noches_ de los trapos.
El día 6, ya con el dogal al cuello, triste y apenas sin esperanza, con
ganas de echarse a llorar y sintiendo en su alma como un secreto anhelo
de confesarse a su marido, Rosalía volvió a casa de _Sobrino Hermanos_.
Iba por distraerse nada más y arrancar de su cerebro, durante un rato,
la temerosa imagen de Torquemada. Por la calle del Arenal encontró a
Joaquinito Pez, el cual, muy gozoso, le dijo: «Hemos tenido parte,
mañana llegan». Oír esto Rosalía, y ver el cielo abierto, la cerrazón de
su alma despejada, la cuestión del día 9 resuelta, y el mundo
mejorado, y la humanidad redimida de sus añejos dolores, fue todo uno.
Siguió por la calle adelante despidiendo alegría de su rostro fresco; y
entrando en la tienda de Sobrino, empezó a ver cosas y a dar sobre todas
ellas su parecer, encareciendo unas, desdeñando otras, no harta nunca de
ver y de comentar. «Que me lleven esto a casa... Vaya, Sr. Sobrino, al
fin se sale usted con la suya; me quedo con el _fichú_». Estas y otras
frases, todas referentes a adquisiciones, matizaban el charlar loco de
aquel día.



XLIII


Llegó el grande hombre. Rosalía no se equivocaba al suponer que la
primera visita de él, y después de quitarse el polvo del camino, sería
para sus amigos de Palacio. Y desde que Bringas se fue a la oficina,
emperejilose para recibir al que, mientras estuvo ausente, había llenado
su pensamiento en las horas de mayor tristeza. Porque de fijo D. Manuel
vendría de los baños más avispado, más caballeresco y más liberal
que antes lo fuera, y lo fue mucho. La dama conoció sus pasos
cuando se acercaba a la puerta, y le entró un temblor... luego una
vergüenza... ¡Ánimo, mujer! Echó un vistazo en el espejo a su aspecto
personal, que era inmejorable, y después de hacerle aguardar un poquito,
salió a Embajadores... La emoción debió entorpecerla un poco al
saludarle. Apenas se dio cuenta de que confundía unas palabras con otras
y de que se embarullaba un poco al hablar de la completa mejoría de
Bringas. ¡Y qué bueno estaba Pez! Parecía que se había quitado diez años
más de encima, y que se hallaba en la plenitud de los tiempos
pisciformes. Su amabilidad, su distinción no habían cambiado nada; pero
algo observó Rosalía desde el principio de la visita, que le hubo de
parecer tan extraño como desconsolador. Ella había creído que Pez, desde
el primer momento, se mostraría tan vivo de genio como el día de marras,
y en esto se llevó un solemne chasco. Mi amigo se presentaba juicioso,
reservadísimo, y no tenía para ella sino las consideraciones discretas y
comedidas que se deben a una señora. ¿Era que se había verificado un
cambio radical en sus sentimientos? Pues no sería porque ella no
estuviera bien guapa, que en realidad había echado el resto aquel día...
Pasaba tiempo y la Bringas no volvía de su asombro, el cual se iba
resolviendo en despecho a medida que Pez agotaba todos los temas de
conversación, el tiempo, el calor de Madrid, la salud de
todos, las conspiraciones, sin tocar, ni por incidencia, el que ella
estimaba más oportuno. El laconismo de las respuestas de ella y el
énfasis nervioso con que se abanicaba, eran indicios de su contrariedad.
Y Pez, cada vez más frío, con un cierto airecillo de persona superior a
las miserias humanas, continuaba hablando de cosas indiferentes con
admirable seso, sin perder la brújula, sin decir nada que anunciase una
conciencia vacilante o una virtud en peligro. Habíase convertido, por
gracia de los aires del Norte, en un varón ejemplar, modelo de rectitud
y templanza. Su parecido con el Santo Patriarca antojósele a Rosalía más
vivo que nunca; pero consideró aquella belleza rubia como la más sosa
perfección del mundo. No le faltaba más que la vara de azucenas para
pasar a figurar en la cartulina de los cromos de a peseta que se venden
por las calles. A Rosalía empezó a repugnarle tanta circunspección, y ya
estaba reuniendo todo su desprecio para dedicárselo por entero, cuando
la idea de los compromisos del día 9 la acometió con furia. Pez, leyendo
en su cara, le dijo: «Está usted pálida».

Rosalía no le contestó. Estaba embebecida en su pena, diciendo: «Pecar,
llámote necesidad y digo la mayor verdad del mundo... Pues no
necesitando, ¿qué mujer habrá tan tonta que no desprecie a toda esta
canalla de hombres?».

Pez, un poco más tierno, díjole que notaba en ella algo de extraño,
tristeza, quizás preocupaciones graves. Esta indicación la consideró
ella como una feliz coyuntura para decir algo. Iba a probar si Pez era
el mismo caballero vivaracho y rumboso de antes, o si se había trocado
en un empedernido egoísta. La dama, haciendo también graciosos alardes
de reserva, replicó: «Cosas mías. Lo que a mí me pasa, ¿a quién interesa
más que a mí sola?».

Lentamente mi amigo descendía de aquellas cimas de virtud en que se
había encaramado. Inclinose más hacia ella y le habló de ingratitud en
tono de queja amorosa. Rosalía vislumbró horizontes de salvación que
alumbraban con débil luz las tinieblas de aquel funesto día 9, ya tan
próximo. Como llamaron de súbito a la puerta y entraron los pequeños, no
pudo la de Bringas ser más explícita, ni Pez tampoco; únicamente tuvo
ella tiempo de hacer constar una cosa: «Deseaba mucho que usted
volviese. Tengo que hablarle...».

Los besuqueos de los niños interrumpieron esta grata conferencia, que
iba tan conforme al plan de la Pipaón. Pero más tarde, después del
regreso de Bringas y del largo párrafo que él y Pez echaron sobre las
cosas políticas, Rosalía tuvo ocasión de cambiar con su amigo más de una
palabra en la Saleta, secretamente, con lo que él puso punto a la visita
y se retiró.

Más bien triste que alegre estuvo la Pipaón toda aquella tarde y noche.
Su esposo advirtió en ella una sobriedad verbal que rayaba en mutismo; y
según su costumbre, no hizo esfuerzo alguno por corregirla. En toda casa
es preferible siempre la concisión de una mujer a su locuacidad, y
Thiers no tenía gran empeño en alterar esta regla. En la mañana del día
8, Rosalía, vestida con pulcra sencillez, se despidió de su marido. Iba
a misa, como lo demostraba el devocionario con tapas de nácar que
llevara en la mano... Su marido no debía extrañar que tardase algo, pues
iba a ver a la de Cucúrbitas que estaba en peligro de muerte.

«Oí que le daban hoy los Sacramentos»--dijo Bringas con verdadera pena.

Salió después de dar sus disposiciones para el almuerzo, en la
presunción de tardar algo, y Thiers se quedó en manos del barbero, pues
desde la enfermedad no confiaba en su vista lo bastante para afeitarse
solo. A su lado estaba Paquito de Asís, a quien el papá echaba una
reprimenda amistosa por varios motivos; era el uno que mi niño, no
pudiendo sustraerse a la influencia que sobre la juventud ejerce toda
idea expansiva, se había dejado contaminar en la Universidad del mal de
simpatías por _la llamada_ revolución. Entre sus compañeros tremolaba el
estandarte del oscurantismo; pero de poco acá había en su pensamiento
reservas, condescendencias, debilidades...; en fin, que el
angelito estaba algo tocado del virus... «Del virus
revolucionario--repitió Bringas dos o tres veces mientras le rapaban--,
y es preciso que eso se te cure de raíz. Ya verás, ya verás la que se
arma si triunfa esa canalla. Los horrores de la Revolución francesa van
a ser sainetes en comparación de las tragedias que aquí tendremos».

Otra maña del mozalbete traía muy quemado a D. Francisco, y era que
empezaba a dañar su espíritu el maleficio de una perversa doctrina
titulada _krausista_. Bringas la había oído calificar de _pestilente_ a
un sabio capellán amigo suyo. De algún tiempo acá, Paquito de Asís
andaba con unas enredosas monsergas del _yo_, el _no yo_, el otro y el
de más allá, que sacaban de quicio al buen D. Francisco. Este le dijo,
en resumidas cuentas, que si no echaba de su cabeza aquellas filosofías,
le iba a quitar de la Universidad y a ponerle de hortera en una tienda.

Trascurrió toda la mañana, y cansados de esperar a Rosalía, almorzaron.
La señora llegó a eso de la una, un poco sofocada. «Muy malita la
pobre»--dijo adelantándose a su marido, que ya tenía la boca abierta
para preguntarlo por la hermana de Cucúrbitas. Y se encerró en el Camón
para quitarse el velo y cambiar de vestido. Por la tarde salieron todos
a paseo con los trapitos de cristianar, en correcta formación, los
pequeños muy compuestitos, mamá y papá tan graves y
apersonados como siempre. Bueno será decir que nunca, en tiempo alguno,
había la Pipaón de la Barca tenido a su esposo por más respetable que
aquel día... Le miraba y le oía con cierta veneración y se conceptuaba
extraordinariamente inferior a él, pero tan inferior que casi casi no
merecía fijar sus ojos en él. Atontada y distraída estuvo en el paseo, y
en su casa, por la noche, más aún. Su espíritu, apartado de las
sencillas escenas domésticas y de cuanto allí se hizo y se dijo, vivía
en región distinta, atento a cosas remotas y desconocidas absolutamente
para los demás. «Vaya que estás en babia esta noche--dijo Bringas algo
enojado--, al notar la tercera o cuarta de sus equivocaciones».

Y ella no se atrevió a chistar. Después, mientras el padre y los
pequeños jugaban a la lotería, encerrose ella en el Camón, y allí,
sentada, cruzados los brazos, la barba sobre el pecho, se entregó a las
meditaciones que querían devorar su entendimiento como la llama devora
la arista seca.



XLIV


«¡Qué cara puso!... Aunque lo disimulaba, conocí que le había sabido
mal... _Este viaje me ha arruinado... A las niñas se les antojaba todo_
_lo que veían en Bayona... He gastado la renta de un año... A
pesar de eso, veremos, yo lo arreglaré... lo buscaré..._ ¡Oh, Virgen!
Venderse y no cobrar nuestro precio, es tremenda cosa... Pero no; él
hará un esfuerzo por no quedar conmigo en una situación desairada y
ridícula..._(Exhalando tres suspiros seguidos, que formaban como un
rosario de congoja.)_ Mañana lo veremos. Mañana a las diez recibiré la
contestación definitiva de lo que puede hacer... ¡Oh!, él reventará
antes que ponerse en ridículo... Si no lo tiene, que lo busque. Es su
deber. ¿No valgo yo más, muchísimo más? ¿No le doy un tesoro por una
miseria? ¿Qué es esto en comparación de las fortunas que han consumido
otras? Vergüenza da nombrar tal cantidad delante de un caballero...
Tengo en mi boca todas las hieles que una boca puede sentir...».

En dolorosa incertidumbre pasó la noche, despertando a cada instante al
aguijonazo de su idea candente y aguda. El cuerpo dormía y la idea
velaba. No podía la esposa mirar sin envidia la dulce paz de aquella
conciencia que a su lado yacía. El dormir de D. Francisco era como el de
un mozo de cuerda que ha tenido mucho trabajo durante el día y que al
cerrar los ojos se quita de encima también todas las cargas del
espíritu. ¡Dichoso hombre! Él no tenía necesidades y era feliz con su
traje mahón. No veía más allá de su corbata cursi y barata, de aquellas
que venden los tenderos al aire libre instalados en la esquina
de la Casa de Correos. «Dime tus necesidades y te diré si eres honrado o
no». Este refrán le salía a Rosalía del cerebro sin que ella se diera
cuenta de ser maestra en filosofía popular.

«Porque los santos, ¿qué fueron?--decía--; personas a quienes no se les
importaba nada salir a la calle hechos unos adefesios. Indudablemente no
tengo yo esta despreocupación, que es la base de la virtud. Digan lo que
quieran, el santo nace. No se adquiere este mérito con la voluntad, ni
hay quien lo posea si no lo ha traído consigo del otro mundo. Mi marido
nació para cursi y morirá en olor de santidad». Esto no quitaba que le
envidiase, pues iba viendo los sinsabores que trae y lo caro que cuesta
el no querer ser cursi. La infeliz estaba rodeada de peligros, llena de
zozobras y remordimientos, mientras su esposo dormía tranquilo al lado
del abismo.

Dormía como si tuviera muy lejos la vergüenza que tan próxima estaba
realmente. Y por más que la vanidosa quisiera aplacar su conciencia con
sofismas, la conciencia no se dejaba embaucar y se revolvía inquieta. Su
aspecto, horriblemente acusador, no podía ser visto por Rosalía mientras
a esta no se le quitaran de delante de los ojos, primero, el conflicto
del día 9, cuya solución exigía sacrificios grandes, sin exceptuar el de
la honra; segundo, ciertas telarañas de seda que le envolvían la cara,
pues en la inquietud febril de aquella noche, todas sus ideas,
sus remordimientos mismos, pasaban, como la luz por un tamiz, al través
de un confuso imaginar de galas y perendengues de otoño.

Por la mañana, cuando llevó el chocolate a Bringas, hallole alegre y
decidor, tarareando canciones. Ella, por el contrario, se acobardaba
considerablemente. Más tarde, Cándida, que era la encargada de traerle
de casa de Sobrino las compras, para no infundir sospechas al ratoncito
Pérez, le llevó varias cosas. Tan abstraída estaba la dama, considerando
los peligros de aquel día, que no tuvo espíritu más que para contemplar
el organdí y la felpilla durante breves minutos, y lo guardó todo
precipitadamente en una de las cómodas... A las once recibiría lo que
esperaba de Pez. Sobre las diez y media iba Bringas invariablemente a su
oficina. Aquel día fue menos puntual que de costumbre, y mientras
almorzaba, todo aquel regocijo con que despertara se desvaneció, porque
Paquito le leyó unos papeles clandestinos que corrían por Madrid,
amenazando a la Reina y asegurando la proximidad de su caída. «Si me
vuelves a traer aquí esas asquerosidades--dijo Thiers bufando de ira--,
te quito de la Universidad y te pongo de hortera en una tienda de la
calle de Toledo».

Se fue trinando, y al poco rato recibió Rosalía el papel que esperaba
con tanta ansia. «Abulta poco--pensó, con el alma en un hilo,
metiéndose en el Camón para abrir el sobre a solas, pues andaba por allí
Cándida con cada ojo como una saeta--. Abulta poco--repitió sacando del
sobre un papel--; aquí no viene nada». Y en efecto, no era más que una
carta, escrita con la limpia y correcta letra del director de Hacienda.
La cólera que invadió el alma de la Pipaón al ver que la carta no traía
consigo compañía de otros papeles, le impedía leer. En su mano temblaba
el pliego, escrito por tres carillas. Leía a saltos, buscando las
cláusulas terminantes y positivas. En pocos segundos recorrió la dichosa
epístola... Cada frase de ella le desgarraba las entrañas como si las
palabras fueran garfios... «Estaba afligidísimo, desolado, por no poder
complacerla aquel día...». «Érale imposible de todo punto...». «Se había
encontrado la casa en un atraso lamentable, con un cúmulo enorme de
cuentas por pagar...». «Su situación era angustiosa y muy otra de lo que
al exterior parecía...». «Declaraba sin rebozo, en el seno de la
confianza, que todo el boato de su casa no era más que apariencia...».
«A pesar de esto, él hubiera acudido presurosísimo en auxilio de su
amiga, si casualmente en aquel mismo día no tuviera un vencimiento
ineludible...». «Pero más adelante...».

Rosalía no pudo acabar de leer. La ira, la vergüenza la cegaron...
Rompió la carta y estrujó los pedazos. ¡Si pudiera hacer lo
mismo con el vil!... Sí, era un vil, pues bien le había dicho ella que
se trataba de una cuestión de honra y de la paz de su casa... ¡Qué
hombres! Ella había tenido la ilusión de figurarse a algunos con
proporciones caballerescas... ¡Qué error y qué desilusión! ¡Y para eso
se había envilecido como se envileció! Merecía que alguien le diera de
bofetadas y que su marido la echara de aquel honrado hogar... Ignominia
grande era venderse, pero darse de balde...! Al llegar a esto, lágrimas
de ira y dolor corrieron por sus mejillas. Eran las primeras que
derramaba después de casada, pues las que había vertido cuando sus hijos
tenían alguna enfermedad grave eran lágrimas de otra clase.

Y lo peor de todo era que estaba perdida... Si a las tres de la tarde no
entraba en casa del inquisidor, dinero en mano... El tal la esperaría
hasta las tres, hasta las tres, ni un minuto más. Pensando esto, Rosalía
sentía un volcán en su cabeza. ¿Y a quién, Virgen del Carmen, volvería
sus ojos, a quién?... Ni para encomendarse a todos los Santos y a todas
las Vírgenes tenía ya serenidad su espíritu. En él no cabía más que la
desesperación... Pero cuando se entregaba a ella, sin defensa, un rayo
de esperanza cruzó por la atmósfera tempestuosa de aquel cerebro...
Refugio...

Sí, Torres le dijo pocos días antes que Refugio había cobrado
en casa de Trujillo diez mil reales que su hermana le mandaba para poner
el establecimiento.



XLV


El tiempo ahogaba; la situación no admitía espera. Sin detenerse a
meditar la conveniencia de aquel paso, se aventuró a darlo. Eran las
doce. «Antes que Bringas me descubra--decía poniéndose precipitadamente
la mantilla--, prefiero pasar por todo, prefiero rebajarme a pedir este
favor a una...».

Refugio vivía en la calle de Bordadores, frente a la plazoleta de San
Ginés, en una casa de buena apariencia. Sorprendió a Rosalía el aspecto
decente de la escalera. Creía encontrar una entrada inmunda y vecindad
malísima, y era todo lo contrario. La vecindad no podía ser más
respetable: en el bajo una tienda de objetos de bronce para el culto
eclesiástico; en el entresuelo un gran almacén de paños de Béjar, con
placa de cobre en la mampara; en el principal, la redacción de un
periódico religioso. Esto dio a la de Bringas muchos ánimos, y
bien los necesitaba la infeliz, pues iba como al matadero, considerando
lo que aquel paso la degradaba. «¡Lo que puede la necesidad!--pensó al
tirar de la campanilla del segundo--. Y quién me había de decir que yo
bebería de esta agua. Ahora sólo falta que me eche a cajas destempladas,
para que sea mayor mi vergüenza y mi castigo completo».

La misma Refugio le abrió la puerta, y sorprendiose mucho de verla.
Rosalía, turbadísima, vacilaba entre la risa y la seriedad, no sabía si
aplicar a la de Sánchez el trato familiar o el trato fino. El caso era
muy extraño y encerraba un problema de sociabilidad de muy difícil
solución. Desde la puerta a la sala no hubo más que medias palabras,
frases cortadas, monosílabos.

«Pase usted por aquí--dijo Refugio a la señora de Bringas indicándole la
puerta del gabinete--. Celestina, ayúdame a desocupar estos sillones».

La que respondía al nombre de Celestina debla de ser criada. Así lo
pensó nuestra amiga en los primeros momentos, mas luego hubo de
rectificar este juicio. El aspecto de Celestina era tan extraño como el
de Refugio, y al mismo tiempo tan semejante al de esta, que no se podría
fácilmente decir cuál de las dos era la señora. «Lo probable--pensó la
Bringas sentándose en el primer sillón que se desocupó--, es
que ninguna de las dos lo sea».

La de Sánchez tenía su hermoso cabello en el mayor desorden. No se había
peinado aún. Cubría su busto ligera chambra, tan mal cerrada, que
enseñaba parte del seno ubérrimo. Arrastraba unos zapatos de presillas
puestos en chancleta, y los tacones iban marcando sobre el piso de
baldosín un compás de pasos harto estrepitoso.

«Iba a echarme la bata--dijo Refugio, después de revolver en un montón
de ropas que estaba sobre el sofá--, pero como usted es de
confianza...».

--Sí, hija, no te molestes--replicó la de Bringas afirmándose en la
necesidad de ser amable--. Con este calor...

Mientras esto decía, observó la pieza en que estaba. Nunca había visto
desbarajuste semejante ni tan estrafalaria mezcla de cosas buenas y
malas. La sala, cuya puerta de comunicación con el gabinete estaba
abierta, parecía una trastienda, y encima de todas las sillas no se veía
otra cosa que sombreros armados y por armar, piezas de cinta, recortes,
hilachas. Destapadas cajas de cartón mostraban manojos de flores de
trapo, finísimas, todas revueltas, ajadas en lo que cabe, tratándose de
flores contrahechas. Algunas, aunque parezca mentira, pedían que las
rociaran con un poco de agua. También había _fichús_ de azabache
y felpilla, camisetas de hilo y algunas piezas de encaje. Esta masa
caótica de objetos de moda extendíase hasta el gabinete, invadiendo
algunas de las sillas y parte del sofá, confundiéndose con las ropas de
uso, como si una mano revolucionaria se hubiera empeñado en evitar allí
hasta las probabilidades de arreglo. Dos o tres vestidos de la Sánchez,
enseñando el forro, con el cuerpo al revés y las mangas estiradas,
bostezaban sobre los sillones. Una bota de piel bronceada andaba por
debajo de la mesa, mientras su pareja se había subido a la consola. Un
libro de cuenta de lavandera estaba abierto sobre el velador mostrando
apuntes de letra de mujer:_Chambras 6; enaguas 14_, etc... El velador
era de hierro con barniz negro y flores pintadas. Sobre la chimenea, un
reloj de bronce muy elegante alternaba indignamente con dos perros de
porcelana dorados, de malísimo gusto, con las orejas rotas. Las láminas
de las paredes estaban torcidas, y una de las cortinas desgarrada; el
piso lleno de manchas; la lámpara colgante con el tubo ahumadísimo. Por
la mal entornada puerta de la alcoba se veía un lecho grande, dorado, de
armadura imperial, sin deshacer y con las ropas en desorden, como si
alguien hubiera acabado de levantarse.

Refugio creía que la señora de Bringas la visitaba, cediendo al fin a
sus instancias, para ver los artículos de su industria.

«Ha venido usted un poco tarde--le dijo--. ¿Sabe usted que estoy
vendiendo todo? Yo no sirvo para esto. No sé en qué estaba pensando mi
hermana cuando se le ocurrió que yo podía meterme a comerciante... Para
que usted se haga cargo... desde que estoy en esto, no he hecho más que
perder dinero: pocos pagan, y yo no tengo genio para importunar... Así,
cuanto más pronto salga de estos pingajos, mejor. Muchas señoras han
venido, y se van llevando lo poco que me queda».

--Sin embargo--dijo Rosalía, sacando de una caja varios _marabouts_ y
_aigrettes_ y de otra lazos y cordones--, aún hay aquí cosas muy
bonitas.

--¿Le gustan a usted esas _aigrettes_?...--manifestó Refugio, gozosa de
poder ser rumbosa con ella--. Puede llevárselas... se las regalo.

--¡Oh!, no... no faltaba más...

--Sí, sí, que tengo mucho gusto en ello.

Para que alguna me lo compre y no lo pague, vale más... Mire
usted--añadió pasando a la sala--, también le doy este sombrero: está
sin arreglar, pero puede usted llevarse la cinta que quiera.

Rosalía, asombrada de esta generosidad, y un tanto dispuesta a mirar a
Refugio con ojos más benévolos, insistía en rechazar los obsequios.

«¿Me desaira usted porque soy pobre?»--le dijo con acerada reconvención.

Si Rosalía no hubiera ido a verla con el objeto que sabemos; si su afán
de proporcionarse dinero no fuera tal que la obligaba a pasar por todo,
seguramente habría rechazado las finezas con que aquella mujer, tan
inferior a ella por todos conceptos, quería subir hasta su elevada
esfera; pero no quiso mostrarle esquivez en el momento de pedir un
favor... ¡Y qué favor tan denigrante! Cuando le venía al pensamiento la
idea de formular su petición, se empapaba todo su ser en repugnancia,
como si por los poros le entrara un licor asqueroso y amargo y corriese
por sus venas y le subiera al paladar. Varias veces quiso hacer su
demanda y faltáronle fuerzas para ello. Hasta pensó no decir nada y huir
de aquella casa. Pero la lógica inflexible de su necesidad la amarraba
allí, y no viendo a su compromiso otro remedio, érale forzoso apechugar
con aquel caliz. «Ya que he hecho el sacrificio de venir--pensaba--, no
me voy sin probar fortuna». El tiempo apremiaba; ya había dado la una...
Dos o tres veces trajo las palabras de la mente a la boca, y allí se le
quedaron revueltas con una saliva que era hiel pura. «¡Qué tonta
soy!--pensaba--. ¡Tener reparo delante de esta chiquilla...!». Por fin,
tanto luchó, que las palabras salieron tropezando. La infeliz se
abanicaba, fingiendo poco interés en el asunto, y hacía esfuerzos para
aparecer serena y ahuyentar de sus mejillas el borbotón de sangre.

«Bueno... pues ahora, Refugio, vamos a hablar de otra cosa. Yo he venido
a pedirte un favor».

--¿Un favor?--dijo la otra con vivísima curiosidad.

--Un favor, sí--añadió la Bringas, a quien aquella curiosidad
desconcertó un poco--. Es decir, si puedes, que si no, no hay que
hablar.

--Usted dirá...

--Pues... es decir, si puedes--prosiguió la dama, tragándose la hiel que
tanto le estorbaba--. Yo necesito una cantidad. Me consta que tú
tienes... Sé que has cobrado en casa de Trujillo no sé cuanto... Pues
bien, si quieres prestarme por unos días cinco mil reales, te lo
agradeceré mucho... Se entiende, si puedes, si no, no.



XLVI


¡Qué descansada se quedó cuando lo dijo! Parecía que el gran peso que en
su pecho tenía se aligeraba. Refugio la oyó con calma, no pareciendo
sorprendida. Después hizo con la boca unos mimos muy particulares. Su
contestación no tardó mucho.

«Le diré a usted... dinero tengo, pero no sé si podré disponer de él. Me
traerán mañana unas cuentas muy gordas...».

Mirábala a los ojos con impertinente fijeza. Rosalía hubiera deseado que
no la mirase tanto y que le diese pronto el dinero. Después de una pausa
en que Refugio parecía hacer estudios de cálculo en el entrecejo de la
Bringas, tornó a decir:

«Lo que es el dinero... lo tengo, vea usted».

Revolvió un cajoncillo que parecía costurero, y del fondo de él sacó un
puñado de cosas. Eran trapos, hilos desmadejados y billetes de Banco,
formando todo una masa.

«Vea usted... no me falta. Pero...».

A Rosalía se le encendieron los espíritus cuando vio los billetes. Pero
se le llenaron de tinieblas cuando la condenada chica de Sánchez volvió
a meter el dinero en lo profundo, y moviendo la cabeza, le dijo:

«¡Ay!, no puedo, señora, no puedo...».

La Pipaón pensó así: «Lo que quiere esta bribona, es que yo me humille
más, que yo le ruegue y le suplique y haga algún puchero delante de
ella... quiere que me arrastre a sus pies para pisotearme... ¡Ah!,
cochinísima, si yo no estuviera como estoy, ¿sabes lo que haría? Pues
levantarte la falda y coger el palo de una escoba y llenarte de
cardenales ese promontorio de carne que tienes... Grandísima loca, ¿qué
más honra quieres que prestar tú dinero a una persona como
yo?».

Como es natural, nada de esto que pensaba la dama fue dicho. Al
contrario, hubo de recurrir a expresiones melosas y apropiadas a lo
crítico del caso.

«Piénsalo bien, hija. Quizás puedas... Lo que tienes que pagar tal vez
pueda aplazarse por unos días, mientras que lo mío...».

--Qué más quisiera yo--dijo la otra con afectada conmiseración--.
Bastante siento que se vaya usted con las manos vacías...

El sentido altamente protector de esta frase humilló a Rosalía más de lo
que estaba. La hubiera cogido por aquellos pelos tan abundantes, para
restregarle el hocico contra el suelo.

«¿No podrías hacer un esfuerzo...?»--indicó, sacando valor de lo intimo
de su pecho.

--¡Qué más quisiera yo!... Me da tristeza de no poder socorrer a usted.
Crea que lo siento muy de veras. Yo haría cualquier cosa en obsequio de
usted y de D. Francisco...

--No--dijo Rosalía con viveza, lastimada de oír el nombre de su
marido--. Esto es cosa mía exclusivamente. Ni hay para qué enterar a
Bringas de nada... ¡Oh!, es cosa mía, mía...

--¡Ah!... ya--murmuró Refugio, mirándola otra vez fijamente en el
entrecejo.

Rosalía advirtió que después de observarla, la maldita revolvía de nuevo
en el costurero... ¿Se ablandaba al fin y sacaba los billetes?
No... Hizo un gesto como de persona que se esfuerza en tener carácter
para vencer su debilidad, y repitió:

«No puedo, no puedo... Y lo que usted no consiga de mí, ¿quién lo
conseguiría? Por usted o por D. Francisco haría los imposibles, y me
quitaría el pan de la boca. Crea usted que tengo miedo a mi falta de
carácter; yo soy muy tonta, y si usted me llora mucho, puede que me
ablande y caiga en la tontería de prestarle el dinero; la tontería, sí,
porque me hace muchísima falta».

«Nada--pensó Rosalía hecha un basilisco--. Esta sin vergüenza quiere que
me le ponga de rodillas delante... No lo verá ella».

En alta voz, afectando una calma que estaba muy lejos de tener, le
dijo:--«Si tanta extorsión te cansa, no hay nada de lo dicho».

--No puedo, no puedo. Es un compromiso tan grande el que
tengo...--manifestó la Sánchez en el tono de quien corta una cuestión.

--Bueno, no te apures...

--Con que... ¿y cómo no han ido ustedes a baños?

Este cambio completo en la conversación, puso a Rosalía sobre ascuas. Se
doblaba la hoja. No había que pensar en el préstamo. A la estúpida
pregunta del veraneo contestó la señora con la primer sandez que se le
vino a la boca. En aquel momento sentía tanto calor que se
habría echado en remojo para impedir la combustión completa de su cuerpo
todo.

«Hija, hace aquí un bochorno horrible».

--Espere usted, entornaré las maderas para que entre menos luz.

Durante un rato, la Pipaón, con el alma en un hilo, miró las estampas de
toreros que adornaban la pared. Veíalas confundidas con la desazón
angustiosa de su alma. Aquel afán sojuzgaba su dignidad de tal modo, que
no vaciló en humillarse un poco más. Dando con su abanico un golpecito
en la rodilla de Refugio, pronunció estas palabras, a las cuales hubo de
dar, no sin esfuerzo, un tonillo ligeramente cariñoso:

«Vaya, mujer; préstame ese dinero».

--¿Qué?--preguntó Refugio sorprendida. ¡Ah!, el dinero. Crea usted que
no me acordaba ya de semejante cosa... ¿Pero qué, tanta falta le hace?
¿Es tan fuerte el sofoco? Francamente, yo creí que usted daba a rédito,
no que tomaba.

A esta maliciosa observación, habría contestado Rosalía tirándole de
aquellas greñas despeinadas. ¿Pero qué había de hacer? Tragar acíbar y
someterse a todo.

«Sí, hija, el compromiso es fuertecillo. Si quieres, se te dará
interés... como te convenga».

--¡Jesús!, no me ofenda usted. Si yo le prestara a usted lo que desea, y
siento mucho no estar en situación, lo haría sin interés. Entre
personas _de la familia_ no debe ser de otra manera.

Cuando oyó la de Pipaón que aquella buena pieza se contaba entre los _de
la familia_, estuvo a punto de perder los estribos... Era demasiado
suplicio aquel para resistirlo sin estallar. Rosalía apretaba los
dientes, haciendo cuantas muecas fueron necesarias para imitar sonrisas.
«Debo estar echando espuma por la boca--pensaba--. Si no me voy pronto
de aquí, creo que me da algo».

Refugio volvió a meter su mano en el costurero y sacó el envoltorio de
los billetes. ¡Jesús divino! ¡Si al fin se resolvería...! La de Bringas
la vio, con disimulada ansia, sobar y repasar los billetes como si los
contara. Después, moviendo la cabeza en señal de desconsuelo, dijo la
muy...: «Si no me queda ya nada... ¡Ay!, señora, no es posible, no es
posible».

Pero no guardó el envoltorio en donde estaba, sino que lo puso sobre la
chimenea. Este detalle avivó las muertas esperanzas de Rosalía.

«Porque mire usted--agregó la otra estirándose en el sillón, como si
fuera una cama, y tocando casi con sus pies las rodillas de la dama--;
aquí donde me ve, estoy arruinada. Me metí en un negocio que no
entiendo, y como no tengo carácter, todos se han aprovechado de mi
_pavisosería_ para explotarme. Al principio, muy bien; la mar salada y
sus arenas... Yo recibía el género, venían las señoras y se lo
llevaban como la espuma. Como que era todo de lo mejor, y nada caro por
cierto. Pero cuando tocaban a pagar... aquí te quiero ver. «Que me
espere a la semana que entra...» «Que pasaré por allí...» «Que
vuelva...» «Que no tengo...» «Que torna, que vira», y a fin de fiesta,
miseria y trampas. Ay, qué Madrid este, todo apariencia. Dice un
caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en
que los pobres se visten de ricos. Y aquí, salvo media docena, todos son
pobres. Facha, señora, y nada más que facha. Esta gente no entiende de
comodidades dentro de casa. Viven en la calle, y por vestirse bien y
poder ir al teatro, hay familia que se mantiene todo el año con
tortillas de patatas... Conozco señoras de empleados que están cesantes
la mitad del año, y da gusto verlas tan guapetonas. Parecen duquesas, y
los niños principitos. ¿Cómo es eso? Yo no lo sé. Dice un caballero que
yo conozco, que de esos misterios está lleno Madrid. Muchas no comen
para poder vestirse; pero algunas se las arreglan de otro modo... Yo sé
historias, ¡ah!, yo he visto mundo... las tales se buscan la vida, se
negocian el trapo como pueden, y luego hablan de otras, ¡como si ellas
no fueran peores!... Total, que de lo que vendí no he cobrado más que la
mitad: la otra mitad anda suelta por ahí, y no hay cristiano que la
cobre. ¡Sopla-ollas, fantasmonas! Y luego venían aquí dándose
un pisto... «Grandísimas...--les digo para mí--, yo no engaño a nadie;
yo vivo de mi trabajo. Pero vosotras engañáis a medio mundo, y queréis
hacer vestidos de seda con el pan del pobre» Y óigalas usted echar humo
por aquellas bocas, criticando y despreciando a otras pobres. Alguna ha
habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil
enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero... ¿Y para qué
sería?... tal vez para dárselo a su querido».

Al soltar esta retahíla con un énfasis y un calor que declaraban
hallarse muy poseída de su asunto, echaba sobre la infeliz postulante
miradas ardientes. Esta, hinchando enormemente las ventanillas de la
nariz, los ojos bajos, el resuello fatigoso, oía y se amordazaba y
contenía sus ganas furibundas de hacer o decir cualquier disparate.



XLVII


«Por ese descaro--le hubiera dicho ella--, por ese cinismo con que tú
hablas de señoras, cuyo zapato no mereces descalzar, se te debía
arrancar esa lengua de víbora y luego azotarte públicamente
por las calles, desnuda de medio cuerpo arriba, así, así, así...».

En su mente, le daba los azotes y la ponía en carne viva. Tan volada
estaba ya la Bringas y tan grande esfuerzo tenía que hacer para
contenerse, que halló preferible cualquier catástrofe doméstica al
tormento horroroso que padecía. «Me voy--pensaba--, no puedo aguantar.
Prefiero que mi marido me desprecie y me esclavice, a que esta miserable
me escupa la cara como me la está escupiendo».

Pero al pensar esto, figurábase ver al señor de Torquemada exponiendo a
D. Francisco, con la rosquilla por delante, la obligación de satisfacer
la deuda; representábase luego al irritado esposo... No, con todo el
poder de su imaginación, no podía representarse la noble ira de aquel
santo hombre tan enemigo de enredos. «Antes que eso--concluyó por
decir--, todo, todo, incluso que esta frutilla temprana me pisotee... Yo
sola paso la vergüenza; nadie me lo sabe y ni nadie me lo ha de sacar a
la cara».

«Un caballero amigo mío--dijo Refugio pasando de aquel tono convencido
al de la jovial ligereza--, me ha dicho que aquí todo es pobretería, que
aquí no hay aristocracia verdadera, y que la gran mayoría de los que
pasan por ricos y calaveras no son más que unos cursis... Porque vea
usted... ¿En qué país del mundo se ve que una señora con título, como la
Tellería, ande pidiendo mil reales prestados, como me los ha
pedido a mí? Aquí ha habido quien se ha pegado un tiro por haber perdido
seiscientos reales a una carta. Y cuando un señorito se gasta cien
claretes con una mujer, dicen que ha arruinado a la familia. Pues no
quiero hablar de los que viven de gorra, como muchitos a quienes yo
conozco, que van a los teatros con billetes regalados, que viajan
gratis, y hasta se ponen vestidos usados ya por otras personas... ¡Todo
por aparentar!... Cuando veo a estos tales, me pongo yo muy hueca,
porque no debo a nadie, y si lo debo lo pago; vivo de mi trabajo, y
nadie tiene que ver con mis acciones, y lo primero que digo es que no
engaño a nadie, que el que no me quiera así que me deje, ¿está usted?,
porque de lo mío como... Celestina, vete a Levante y di que nos traigan
café. ¿Quiere usted café?».

--Gracias, replicó Rosalía con desabrimiento, ya gastadas las fuerzas.

Levantose para retirarse. Aquella mujer le repugnaba tanto y hería de
tal modo su orgullo con lo ordinario de aquellas expresiones y la
ruindad de aquellos pensamientos, que no quiso humillarse más. Refugio
la detuvo por el brazo, diciéndole en una carcajada:

«¿De veras no quiere usted tomar café con nosotras? Espérese, que se me
está ocurriendo darle el dinero».

Rosalía se sentó, y alegrósele el alma con estas palabras. Aquel
diablillo que tenía delante y que le hacía mil muecas indecentes,
tornose humano y aun agradable.

«Son las dos y cuarto»--suspiró la de Bringas sin poder dejar de
sonreír, y encontrando una gracia particular en la boca grande y en la
dentadura mellada de Refugio.

--¿A qué hora tiene que pagar?

--A las tres--se dejó decir la otra con gran espontaneidad.

--Aún sobra tiempo.

Oyose el ruido de la puerta que Celestina había cerrado de golpe, al
salir en busca del café. La del diente menos, estirándose más y tomando
una actitud más que perezosa, chabacana, le dijo entre risas muy
descorteses:

«Si estuviera aquí la _Señora_, no pasaría usted esos apurillos, porque
con echarse a sus pies y llorarle un poco... Dicen que la _Señora_
consuela a todas las amigas que le van con historias y que tienen
maridos tacaños o perdularios. Ya se ve; si yo tuviera en mi mano, como
ella, todo el dinero de la nación, también lo haría. Pero déjese usted
estar, que ya le ajustarán las cuentas. Dice un caballero que viene a
casa, que ahora sí que se arma de veras».

«¿Pero cuántos caballeros conoces tú, grandísimo apunte?--le habría
dicho Rosalía, si hubiera estado en situación de ser severa--. Tú tratas
con todos los caballeros del género humano. ¿No habrá uno que
te tire, de una bofetada, todos los dientes que te quedan, y que, por
cierto, son muy bonitos?».

--Sí, lo que es ahora--añadió Refugio con desparpajo--, cambiaremos de
aires... Vayan con Dios. Habrá libertad, libertades...

Esta falta de respeto, esta manera de hablar de Su Majestad enfadó tanto
a la dama, que estuvo a punto de dar al traste con toda su
circunspección y llegarse a la infame y decirle:

«Para que aprendas a hablar como se debe, toma este arañazo...».
Contentose con dos o tres monosílabos de reprobación. Su cara estaba ya
como un pimiento. En una de aquellas manotadas que daba la Sánchez, tiró
un cestito que sobre la chimenea estaba, y de él cayó una cajetilla de
cigarros.

«¿También fumas, cochinaza?»--habríale preguntado Rosalía, si hubiera
podido hablar con espontaneidad; pero miró a la otra recoger del suelo
la cajetilla, y no dijo nada.

Al poco rato entró el mozo con el café, y dejó el servicio sobre el
velador. Fue preciso quitar muchas cosas para hacerle sitio. Refugio y
Celestina, después de repetir su invitación a la de Bringas, se
prepararon a tomarlo. Ambas se daban respectivamente el mismo
tratamiento y se tuteaban con igual franqueza. Lo dicho, no se sabía
cuál de las dos era la criada y cuál la señora, aunque
realmente Celestina estaba un poco más derrotada que la otra.

«¡Virgen del Carmen!--exclamó para sí Rosalía--. ¡Con qué gente me he
metido!... Si el Señor me saca en bien de este mal paso, nunca más
volveré a dar otro semejante».

--Celestina--dijo la mellada en tono amistoso--, ¿y yo no me peino hoy?

La otra explicó su tardanza con lo mucho que tenía que hacer. Todo
estaba aún sin arreglar, el gabinete como una leonera, la alcoba lo
mismo... Cuando Refugio acabó de tomar su café y Celestina empezaba a
poner algún orden en el gabinete, Rosalía, no pudiendo refrenar su
impaciencia, cerró con estrepito el abanico...

«Debe de ser muy tarde. Las tres menos cuarto quizás».

--Lo peor de todo--dijo Refugio, jugando con su víctima--, es que...
Ahora me acuerdo... Si no puedo, no puedo darle a usted nada. Ya se me
había olvidado que hoy mismo, esta tarde misma, tengo que pagar dos mil
y pico de reales.

Rosalía creyó firmemente que una culebra se le enroscaba en el pecho,
apretándola hasta ahogarla. No tuvo fuerzas para decir nada. Hubiérase
abalanzado a la miserable para clavarle en aquella cara diablesca las
diez uñas de sus extremidades superiores. Pero esto que algunas veces se
piensa y se desea, rara vez se hace. Levantose... Sólo pudo articular un
sonido gutural, débil expresión de su ira, atenazada por la
dignidad.

«Está jugando conmigo como un gato con una bola de papel...--pensó--. Me
voy; si no, la ahogo...».

--Aguarde usted--dijo Refugio--. Se me ocurre una cosa. Basta que haya
prometido socorrer a usted, para que no me vuelva atrás. La palabra de
una Sánchez Emperador es palabra imperial... Y sobre todo, tratándose de
la _familia_...

«Suelta la familia de tu boca asquerosa»--le hubiera dicho Rosalía.

--Pues se me ocurre que puedo pedir eso a una amiga.

--¿Pero te haces cargo de la hora que es?--dijo la de Bringas,
recobrando la esperanza.

--Si vive muy cerca de aquí, en la calle de la Sal...

--¿Pero te estás con esa calma?

--Quia... Tendré tiempo de peinarme. ¡Celestina!

--Mujer... no tienes tiempo.

Refugio se levantó. Rosalía, dando algunos pasos hacia ella, cogió el
vestido y lo ahuecó, haciendo ademán de ponérselo...

--Échate este vestido... te pones un manto, un pañuelo por la cabeza...

Refugio pasó a la alcoba. Desde ella dijo: «¿mi corsé?» y la de Bringas
corrió a llevárselo, y le ayudó a ceñírselo. Cuando estaban en
tal operación, la taimada se dejó decir esto:

«Bien podía el Sr. de Pez librarla a usted de estas crujías... Pero no
siempre se le coge con dinero. Tronadillo anda el pobre ahora...».

Rosalía no dijo nada. La vergüenza le quemaba el rostro y le oprimía el
corazón. Lo que hizo fue apretar el corsé y tirar furiosamente del
cordón, como si quisiera partir en dos mitades el cuerpo de la diablesa.

«Señora, por Dios, que me divide usted... Yo no me aprieto tanto. Eso se
deja para las gordonas que quieren ponerse un tallecito de sílfide...
Qué le parece, ¿me peinaré?».

--No... recógete el pelo con una redecilla, con una cinta... Así estás
muy bien... estás mejor... con esa melena alborotada... Pareces una
Herodías que hay en un cuadro de Palacio... Vamos, avíate... súbete esos
pelos... Mira que es muy tarde... A ver, yo te ayudaré.

Sentose Refugio, y la Bringas le arregló la abundante cabellera en un
periquete.

«Vaya una doncella que me he echado...--dijo la de Sánchez, riendo--.
¡Tanto honor...!».

Y luego cuando parecía dispuesta a salir, se puso a cantar y a dar
vueltas por el gabinete. Rosalía vio con terror que se sentaba en un
sillón con mucha calma.

«¡Pero mujer!...»--exclamó la Bringas sulfurada...

Había en su cerebro un rebullicio como el de los relojes de pared
momentos antes de dar la hora. Y la otra con refinada calma dijo así:

«Hace mucho calor; no tengo ganas de salir».

--Pero tú... ¿juegas... o qué...?

--No se apure usted, señora, no se encabrite, no se encumbre--replicó la
Sánchez--. Si se me viene con sofoquinas y con aquello de _ordeno_ y
_mando_, no hemos hecho nada. Usted en su casa, y yo en la mía. Los
cinco mil reales... mírelos usted; aquí están. Por no salir se los voy a
dar, y yo buscaré lo que necesito.



XLVIII


Como, a pesar de esto, no se los ponía en la mano, Rosalía estaba en
ascuas.

«Y le voy a dar un consejo--prosiguió la miserable--, un buen consejo,
para que vea que me intereso por la familia. Y es que no ande en líos
con Doña Milagros, que es capaz de volver del revés a la más sentada.
Métase en su rincón, _a la vera_ del pisa-hormigas, y déjese de
historias... No vaya más a casa de Sobrino y créame. Es mucho
Madrid este. No se fíe de los cariñitos de la Tellería, que es muy
ladina y muy cuca».

Rosalía daba cabezadas de aquiescencia. Por fin, la Sánchez puso en su
mano los billetes... ¡Oh!, ¡qué descanso sintió en su alma la desdichada
señora!... Por si a la diablesa se le ocurría quitárselos, decidió
marcharse sin tardanza.

«¿Qué, se va usted?».

--Es muy tarde. No puedo perder ni un minuto. Ya sabes que te lo
agradezco mucho. ¡Ah!... ¿Quieres que hagamos un recibito?

--No hace falta--dijo Refugio con arranque, echándoselas de noble y
desprendida--. Entre personas de la familia... ¡Ah!, esta tarde le
mandaré el sombrero y las demás cosillas.

--Como quieras...

--Aguarde un momento, que le voy a decir una cosa.

--¿Qué?--preguntó Rosalía aterrada otra vez.

--Le voy a contar lo que dijo de usted la marquesa de Tellería.

--¿De mí?

--De usted... ahí, sentadita en ese mismo sillón. Me parece que la estoy
oyendo. Fue el día antes de marcharse a baños. Vino a comprarme unas
flores artificiales. Habló de usted y dijo... ¡qué risa!... dijo que era
usted ¡una cursi!

Rosalía se quedó petrificada. Aquella frase la hería en lo más vivo de
su alma. Puñalada igual no había recibido nunca. Y cuando
bajaba presurosa la escalera, el dolor de aquella herida del amor propio
la atormentaba más que las que había recibido en su honra. _¡Una cursi!_
El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar como un
letrero eterno estampado a fuego sobre la carne.

«Dios mío, lo que he padecido hoy sólo tú lo sabes... Creo que me han
salido canas--pensaba al ir en coche a casa de Torquemada--. ¡Qué
Gólgota!...».

Y fue y subió anhelante, porque ya habían dado las tres. Pero tuvo la
suerte de encontrar al inquisidor, ya impaciente y dispuesto para ir a
Palacio. La recibió sonriendo y preguntole por la salud de la familia.
La adoración de la rosquilla formada con los dedos no la mortificó tanto
como otros días. El gusto de conjurar aquel gran peligro y de librarse
de acreedor tan antipático, no le permitía fijarse en exterioridades más
o menos cargantes. Abreviando la sesión lo más posible, se despidió.
¡Las humillaciones de aquel día la tenían tan nerviosa...!

«No puede ser que Milagros haya dicho eso de mí--pensaba, camino de
Palacio, atormentada por aquella inscripción horrible que le quemaba la
frente--. Es mentira de esa bribona... ¡Qué día! Cuando llegue a casa lo
primero que he de ver es si me he llenado de canas. La cosa no ha sido
para menos».

Y lo primero que hizo fue mirarse al espejo. Digámoslo para tranquilidad
de las damas que en situación semejante se pudieran ver. No le había
salido ninguna cana. Y si le salieron, no se le conocían. Y si se la
conocieran, ya habría ella buscado medio de taparlas.

Lo que sí está fuera de toda duda es que a consecuencia de los
contratiempos de aquellos días, estaba la señora tan aplanada y con los
espíritus tan decaídos, que su esposo llegó a figurarse que había
perdido la salud. «Tú tienes algo; no me lo niegues. ¿Quieres que venga
el médico?... Ya ves, si hubieras tomado los baños de los Jerónimos,
otro gallo te cantara». Pero ella aseguraba no tener nada, y si no se
opuso a que viniera el médico, tampoco declaró a este ninguna dolencia
terminante. Todo era cosa de los pícaros nervios, esos diablillos que se
divierten en molestar a las señoras distinguidas, cuando no les ayudan
en sus disimulos. Lo positivo en la desazón de la de Bringas era su
tristeza, temores de todo y por la menor causa, inapetencia,
principalmente una manera especial y novísima de considerar a su marido.
Si en la estimación que por él sentía había una baja considerable, las
formas externas del respeto acusaban cierto refinamiento y estudio. A
diversos juicios se presta esto; pero en la imposibilidad de poner en
luz de evidencia las causas de tal sibaritismo de afectos exteriores,
hay que recurrir a la hipótesis, y ver en ellos algo semejante
a las zalamerías que se emplean para catequizar a un empleado de Aduanas
cuando se quiere pasar contrabando. Rosalía probaba el sistema pacífico
y venal para el alijo de sus trapos. Poco a poco iba exhibiéndolos. Cada
día reparaba D. Francisco algo nuevo, trabándose una discusión que ella
intentaba aplacar con graciosos embustes y con caricias y términos
dulzones. Pero no siempre lo conseguía, y el honrado señor llegó a
preocuparse seriamente de aquellos lujos que salían por escotillón, como
las sorpresas de teatros. Más de una vez se manifestó inflexible en la
demanda de explicaciones, preparándose a oírlas con un arsenal de
lógica, ante cuyo aparato temblaba la esposa como un criminal ante las
pruebas. Pero ya ella se iba curtiendo poco a poco, o mejor dicho,
blindándose contra aquella fiscalización impertinente. Empezó por no
tomarla muy a pechos y por no importársele mucho que el ratoncito Pérez
creyera o no lo que ella decía. Ya estaba resuelta a explicar sus
irregularidades con la incontrovertible lógica del _porque sí_, cuando
un acontecimiento gravísimo vino a librarla de aquella pena, porque el
aduanero se volvió como tonto y olvidó completamente sus papeles. Aquel
trastorno moral y mental de Bringas fue de la manera siguiente:

Una mañana bajó a la oficina tan tranquilo como de costumbre,
y todavía no había puesto los codos sobre la mesa, cuando uno de sus
compañeros, el Sr. de Vargas, se llegó a él y le dijo al oído: «Se ha
sublevado la Marina». Pareciole a Bringas tan absurda la noticia, que se
echó a reír. Pero Vargas insistía, daba detalles, recitaba el texto de
los telegramas... D. Francisco estuvo largo rato aturdido, como el que
recibe un canto en la cabeza. Ni aun podía respirar... El otro añadió,
para acabar de desconcertarle, palabras más lúgubres. «El diluvio, amigo
Bringas... Ahora sí que es de veras». Recobrado un tanto nuestro
economista, fue con su amigo y otros empleados al cuarto del
subintendente (el intendente estaba en San Sebastián), y allí vio a
otros individuos de la casa, todos consternadísimos. «La cosa es muy
seria... ¡Qué infamia!... ¡La Marina española!... ¿Pero cómo? Ya se ve;
en cuanto ha tenido buques... Si parece cuento... Y el Gobierno, ¿qué
hará?... Mandar un ejército inmediatamente... Pero quia, si es un
torrente... Cádiz sublevada, Sevilla sublevada, toda Andalucía
ardiendo... Pobre _Señora_... Bien se lo decían, y ella sin hacer
caso... ¿Y los generales que estaban en Canarias?... Pues en Cádiz. ¿Y
Prim? Navegando hacia Barcelona... En fin, la de acabose».

Esto ocurría el 19. Bringas subió a su casa más muerto que vivo. Todo el
día y los siguientes estuvo como lelo; no comía, no dormía, no
hacía más que pedir noticias, abrazar casi llorando a los que las traían
favorables, despedir a cajas destempladas a los que las referían
adversas. El pobre señor, abstraído de todo, se olvidó hasta de la
administración de su casa. Si en aquellos días se viste su mujer de
Emperatriz de Golconda, la mira y se queda tan fresco.

Con la pérdida del apetito trastornose su naturaleza. Francamente, había
motivo para temer en él una perturbación grave. Andaba con dificultad,
pronunciaba torpemente algunas palabras, y el órgano de la visión había
vuelto a sus antiguas mañas, alterando y coloreando de un modo extraño
los objetos. ¡Qué lástima, estropearse así cuando iba tan bien de la
vista, que determinó concluir la obra de pelo, de la cual faltaba muy
poco! «Nada, nada--solía decir--, si esta gran infamia prevalece, yo me
muero».

Rosalía y Paquito de Asís también estaban muy alicaídos, si bien la
primera tenía momentos en que la curiosidad podía más que la pena.

La revolución era cosa mala, según decían todos, pero también era lo
desconocido, y lo desconocido atrae las imaginaciones exaltadas, y
seduce a los que se han creado en su vida una situación irregular.
Vendrían otros tiempos, otro modo de ser, algo nuevo, estupendo y que
diera juego. «En fin--pensaba ella--, veremos eso».

Pez continuaba yendo a la casa; mas ella le había tomado tal
aversión, que apenas le dirigía la palabra. Con respecto a esto, los
pensamientos de la orgullosa dama eran tantos y tan varios, que no
acertaré a reproducirlos. Hacía propósito de no volver a pescar alimañas
de tan poca sustancia, y se figuraba estar tendiendo sus redes en mares
anchos y batidos, por cuyas aguas cruzaran gallardos tiburones, pomposos
ballenatos y pejes de verdadero fuste. Su mente soñadora la llevaba a
los días del próximo invierno, en los cuales pensaba inaugurar una
campaña social tan entretenida como fructífera. Esquivando el trato de
Peces, Tellerías y gente de poco más o menos, buscaría más sólidos y
eficaces apoyos en los Fúcares, los Trujillo, los Cimarra y otras
familias de la aristocracia positiva.



XLIX


Era el acabamiento del mundo... D. Francisco oyó, gimiendo, que también
se pronunciaban Béjar, Santoña, Santander y otras plazas. El señor de
Pez, con una crueldad sin ejemplo, dijo a su amigo que no
pensara en que tal derrumbamiento se podía componer, pues la Reina
estaba perdida y no tenía más remedio que meterse en Francia... ¡Bien
había dicho él, bien había anunciado, bien había pronosticado y
vaticinado lo que estaba pasando!

Cándida, por el contrario, traía buenas noticias... «Novaliches sale con
un ejército atroz, pero muy atroz... Verá usted cómo los desbarata en un
decir Jesús... Cuentan que en algunos pueblos de Andalucía han rechazado
a los rebeldes... Aquí hay mucha gente que quiere alarmar, y pinta las
cosas con colores demasiado vivos. Yo he oído que no es tanto como se
dice».

Bringas le dio un abrazo. «¿Y el titulado Prim dónde está?»--preguntó.

--Oí que le habían dado un tiro... Y si no, se lo darán más tarde... Yo
sostengo que si la Reina tuviera ánimo para venirse acá y presentarse, y
echar una arenga, diciendo: _todos sois mis hijos_, se arreglaría esto
fácilmente.

Lo mismo pensaba Bringas; pero él hubiera preferido que resucitara
Narváez, cosa un poco difícil. «¡Oh!, si D. Ramón viviera... Pues como
esto no se resuelva pronto, vamos a tener en Madrid una degollina,
porque como aquí hay poca tropa, los llamados demócratas o demagogos se
echarán a la calle. Tendremos una guillotina en cada plazuela». Cada día
estaba el pobre señor más enfermo. Se admiraba de la
tranquilidad de sus compañeros, que habían tomado con calma la
catástrofe, y no creían imposible colarse en cualquier otra oficina, si
la revolución hacia tabla rasa del Patrimonio Real. Y tan indecorosa
hallaba la idea de la defección, que aseguraba estar dispuesto a pedir
una limosna por las calles antes que una credencial a los titulados
revolucionarios.

«Pero hombre, no te apures--le decía su mujer--. Volverás a los Santos
Lugares».

--¿Pero tú crees, tonta, que van a quedar Lugares Santos? Todos serán
lugares pecadores. Verás la que se arma: guillotinas, sangre, ateísmo,
desvergüenza, y por fin, vendrán las naciones... no te creas, ya puede
que estén viniendo... en socorro de la Reina; vendrán las naciones y se
repartirán nuestra pobre España.

Casi le da al buen señor un ataque apoplético el día 29 cuando se supo
en Madrid lo de Alcolea. Madrid se pronunciaba también. Llevó la noticia
Paquito, que había pasado por la Puerta del Sol y visto mucha gente...
Un general arengaba a la muchedumbre, y otro se quitaba las hombreras
del uniforme. Después de esto, la gente corría por las calles con más
señales de júbilo que de pánico. Grupos diversos recorrían las calles
dando vivas a la Revolución, a la Marina, al Ejército, y diciendo que
Isabel II no era ya Reina. Algunos llevaban banderas con diferentes
lemas y otros quitaban las reales coronas de las tiendas. Todo
esto lo contó Paquito de Asís a su papá, atenuando lo que le parecía que
había de serle desagradable. El pobre chico tenía que disimular, porque
si bien su entendimiento se amoldaba a las ideas de su padre, era niño y
no podía sustraerse a la fascinación que la libertad ejerce sobre todo
espíritu despierto que empieza a enredar con los juguetes del saber
histórico y social. Contando aquellas cosas en tono de duelo y
consternación, un gozo extraño, incomprensible, le retozaba por todo el
cuerpo. No acertaba a comprender la causa de ello; pero era sin duda que
su alma no había podido precaverse contra el alborozo expansivo de la
capital, y lo había respirado como los pulmones respiran el aire en que
los demás viven.

«Ya no hay remedio--dijo Bringas, sacando fuerzas de su extremado
abatimiento--. Ahora preparémonos. Que sea lo que Dios quiera.
Resignación. Las turbas no tardarán en invadir esta casa para
saquearla... No perdonarán a nadie. Mostrémonos dignos, aceptemos el
martirio...».

Se le atravesaba algo en la garganta... Callaron todos, atendiendo a los
ruidos que en los pasillos de la ciudad sonaban y en el patio. Gran
zozobra reinaba en toda la casa. Los vecinos salían a las puertas a
saber noticias y a comunicarse sus impresiones. Bajaban algunos,
ansiosos de saber si ocurrían novedades; pero en el patio
había gran silencio, y aunque las puertas permanecían abiertas, no
entraba bicho viviente. Cuando menos se la esperaba, entró Cándida
turbadísima, diciendo entre ahogados gemidos:

«Ya... ya...».

--¿Qué, señora, qué hay?

--El saqueo... ¡Ay D. Francisco de mi alma!... Por la calle de Lepanto
hemos visto bajar las turbas. ¡Pero qué fachas, qué rostros
patibularios, qué barbas sin peinar, qué manos puercas!... Nada, que
ahora nos degüellan.

--Pero la guardia de Palacio... los alabarderos...

--Si deben andar sublevados también... Todos son unos. ¡El Señor nos
asista!

Hubo un rato de pánico en la casa; mas no fue de larga duración, porque
los Bringas, saliendo al pasillo, vieron que por allí discurrían algunos
vecinos de la ciudad, tan sosegados como si nada pasara.

«¿Pero qué hay?».

--Nada: unos cuantos chiquillos que están alborotando en el portal; pero
no hay cuidado. Del Ayuntamiento han mandado una guardia.

Paquito de Asís bajó, contra la opinión de su padre, que temía cualquier
catástrofe inesperada, y a la media hora subió contando lo que ocurría.

«Abajo hay una guardia de paisanos».

--¿Con armas?

--Sí, de las que cogieron esta tarde en el Parque... Pero es gente
pacífica. Unos llevan sombrero, otros gorra, este montera y aquel boina.
Parece que están de broma.

--Sí, para bromitas estamos... ¿Y la tropa?

--Se ha retirado al cuartel.

--De modo, ¡Santo Cristo del Perdón!, que estamos en poder de la
canalla, de los descamisados, de _las llamadas_ masas...

--Han puesto un cartel que dice:_Palacio de la Nación, custodiado por el
Pueblo._

--Sí, buena cuenta darán...--dijo Bringas con dolor vivísimo--. No va a
quedar en Palacio ni una hilacha. La suerte es que antes de llegar aquí
tienen mucho en que cebarse, y cuando suban a estos barrios, ya estarán
tan hartos, que...

Continuó durante la noche la intranquilidad. Bringas y otros muchos
vecinos no se acostaron o hicieron traer provisiones para muchos días. A
cada instante temían verse acometidos por las turbas. Pero con gran
sorpresa observaron que ningún ruido turbaba la paz augusta del Alcázar.
Parecía que la institución monárquica dormía aún en él, tranquila y
sosegada, como en los buenos tiempos.

En la mañana del 30, Cándida entró muy sofocada. «¿No saben lo que
pasa?»--dijo antes de saludar.

«¿Qué, señora, qué?»--preguntaron todos con la mayor ansiedad,
creyendo que algo muy estupendo había ocurrido.

--Pues que esa pobre gente que custodia a Palacio no ha cenado en toda
la noche. Desde media tarde de ayer están ahí, y nadie se ha acordado de
mandarles algo con que alimentarse. Yo no sé en qué piensa la Junta,
porque han de saber que hay una Junta que llaman revolucionaria, ni el
Ayuntamiento. Crea usted que da lástima verlos. Yo bajé esta mañana y
estuve hablando con ellos. No crea usted, Sr. D. Francisco, unos
pobrecillos, almas de Dios... Como no nos manden acá otros descamisados
que esos, ya podemos echarnos a dormir. Algunos se subieron a las
habitaciones reales, y andaban por allí hechos unos bobos, mirando a los
techos. Otros preguntaban por las cocinas. ¡Era un dolor, una cosa
atroz, hijo, verles muertecitos de hambre! Me daba una lástima, que no
puede usted figurarse. Mis vecinas y otras muchas personas del tercero
les han bajado al fin alguna cosilla, y en el portal grande están
sentados en grupos. Para una tortilla hay treinta bocas; para una
botella de vino cincuenta. En fin, es una risa. Baje usted y verá, verá.
No hay miedo; son unos angelotes. ¿Robar? Ni una hebra. ¿Matar? Si acaso
alguna paloma. Dos o tres de ellos se han entretenido en cazar a
nuestras inocentes vecinas; pero con muy mala fortuna. Los
revolucionarios tienen mala puntería.

--¡Pobres palomas!... En efecto--dijo Bringas--, yo he sentido tiros
esta mañana.

--Pocas han caído. A mí me han regalado tres, gordísimas... Le digo a
usted que esos infelices son la mejor gente del mundo.

--A mí que no me digan--exclamó Bringas amostazado--. Eso no cuela, eso
es patraña. Aquí hay algún intríngulis. Y sí es verdad lo que usted
dice, esa no es canalla, lo repito, esa no es canalla; son caballeros...
disfrazados.



L


Cuando las cosas marcharon con regularidad y se aseguró en Madrid el
orden, apenas turbado, y la Junta se apoderó de Palacio en toda regla,
nombrando quien lo custodiase, y estableciendo en él una guardia del
ejército, los habitantes del barrio palatino se tranquilizaron por
completo respecto de su seguridad personal; mas otra especie de
inquietud les embargaba, y era que no tardarían en ser expulsados de lo
que había venido a ser el _Palacio de la Nación_. Muchos empezaban a
hacer sus cábalas para quedarse. Otros, como Bringas, querían
manifestar a la revolución su desprecio, desalojando en seguida la
vivienda que no les pertenecía. Tuve ocasión de conocer y apreciar los
sentimientos de cada uno de los habitantes de la ciudad en este
particular, porque mi suerte o mi desgracia quiso que fuese yo el
designado por la Junta para custodiar el coloso y administrar todo lo
que había pertenecido a la Corona. Desde que me instalé en mi oficina,
faltábame tiempo para oír a los vecinos angustiados de la ciudad. A
algunos, por razón de su cargo, no había más remedio que dejarles, pues
ellos solos conocían ciertos pormenores administrativos que debían
conservarse. En este caso estaban los guarda-muebles y la guarda-ropa.
Otros exponían sutiles razones para no salir, y no faltó quien alegase
méritos revolucionarios para ser inquilino de la Nación, como antes lo
había sido de la Monarquía. Todos traían cartas de recomendación de
diferentes personajes caídos o por caer, levantados o por levantar,
pidiendo con ellas, o bien alojamiento perpetuo, o bien prórroga para
mudarse. La viuda de García Grande trájome una carga tan espantosa de
tarjetas y cartas, que por no leerlas le permití que ocupara su cuarto
todo el tiempo que quisiera.

Yo sabía que Bringas deseaba salir inmediatamente. Pero su esposa fue a
verme para suplicarme que les permitiese estar un mes en Palacio,
mientras buscaban casa, a lo que accedí de muy buen grado. Hablando
de aquellos extraordinarios y nunca vistos sucesos, díjome la
distinguida señora que ella no miraba la revolución con ojos tan
implacables como su marido; que confiaba en la vuelta de la Reina,
porque los españoles no se podían pasar sin ella, y que en tanto, había
que esperar los sucesos para juzgarlos. Vendrían seguramente tiempos
distintos, otra manera de ser, otras costumbres; la riqueza se iría de
una parte a otra; habría grandes trastornos, caídas y elevaciones
repentinas, sorpresas, prodigios y ese movimiento desordenado e
irreflexivo de toda sociedad que ha vivido mucho tiempo impaciente de
una trasformación. Por lo que la Bringas dijo, fuera en estos términos o
en otros que no recuerdo, vine a comprender que la imaginación de la
insigne señora se dejaba ilusionar por lo desconocido.

Quise tener con Bringas la consideración de subir a notificarle
personalmente que podía permanecer en la vivienda todo el tiempo que
quisiera. Pero él, dándome las gracias, aseguró que no quería deber
favores a la titulada Nación y que no veía las santas horas de salir de
allí. Pez estaba presente, y hablamos todos de los sucesos de aquellos
días y de la Junta y del Gobierno provisional que se acababa de formar.
A Bringas le sacaba de quicio que Pez no estuviera tan indignado como
debía esperarse de sus antecedentes. Pero este, con reposado
lenguaje y juicioso sentido, se defendía enalteciendo la teoría de los
hechos consumados, que son la clave de la Política y de la Historia.
«¿Pues qué, vamos a derramar torrentes de sangre?--decía--. ¿Qué ha
pasado? Lo que yo venía diciendo, lo que yo venía profetizando, lo que
yo venía anunciando. Hay que doblar la cabeza ante los hechos, y
esperar, esperar a ver qué dan de sí estos señores». Además, el gran Pez
creía que la Unión liberal en la revolución era una garantía de que esta
no iría por caminos peligrosos. Él esperaba tranquilo y cesante, y había
dicho a los setembrinos: «Ahora veremos qué tal se portan ustedes. Yo
creo que lo harán lo mismo que nosotros, porque el país no les ha de
ayudar...». ¡Y qué feliz casualidad! Casi todos los individuos que
compusieron la Junta eran amigos suyos. Algunos tenían con él
parentesco, es decir, que eran algo Peces. En el Gobierno Provisional
tampoco le faltaban amistades y parentescos, y a donde quiera que volvía
mi amigo sus ojos, veía caras pisciformes. Y antes que casualidad,
llamemos a esto Filosofía de la Historia.

Mis reiteradas instancias no hicieron desistir a Bringas de su propósito
de desalojar la casa. Su señora, que entró en mi despacho a darme
gracias el día mismo de la mudanza, díjome que habían tomado una casa
muy modesta, pero que tomarían otra mejor, pues ella no podía vivir
en un tugurio estrecho y más alto que la torre de Santa Cruz.
¡Bringas cesante, Paquito cesante! Esta situación era verdaderamente un
cataclismo económico-bringuístico, y no inducía a pensar en grandezas.
Pero de un modo o de otro, la familia tenía que hacer esfuerzos para no
desmerecer de su dignidad tradicional y mostrarse siempre en el mismo
pie decoroso. «En estas críticas circunstancias--me dijo después de una
larga conferencia en que me agració con miradas un tanto flamígeras--,
la suerte de la familia depende de mí. Yo la sacaré adelante».

Cómo se las compondría para este fin es cosa que no cae dentro de este
relato. Las nuevas trazas de esta señora no están aún en nuestro
tintero. Lo que sí puede asegurarse, por referencias bien comprobadas,
es que en lo sucesivo supo la de Bringas triunfar fácilmente y con
cierto donaire de las situaciones penosas que le creaban sus
irregularidades. Es punto incontrovertible que para saldar sus cuentas
con Refugio y quitarse de encima esta repugnante mosca, no tuvo que
afanarse tanto como en ocasiones parecidas, descritas en este libro. Y
es que tales ocasiones, lances, dramas mansos, o como quiera
llamárseles, fueron los ensayos de aquella mudanza moral, y debieron de
cogerla inexperta y como novicia.

Francamente, naturalmente, les vi salir con pena. El día que salieron,
la ciudad alta parecía una plaza amenazada de bombardeo. No
había en toda ella más que mudanzas, atropellado movimiento de personas
y un trasiego colosal de muebles y trastos diversos. Por las oscuras
calles no se podía transitar. Gozaba extraordinariamente con aquel
espectáculo Alfonsito Bringas, que habría deseado encargarse del
trasporte de todo en carros de su propiedad.

Al ratoncito Pérez daba lástima verle. Apoyado en el brazo de su señora,
andaba con lentitud, la vista perturbada, indecisa el habla. Serena y un
tanto majestuosa, Rosalía no dijo una palabra en todo el trayecto desde
la casa a la Plaza de Oriente, mas de sus ojos elocuentes se desprendía
una convicción orgullosa, la conciencia de su papel de piedra angular de
la casa en tan aflictivas circunstancias.

En términos precisos oí esto mismo de sus propios labios más adelante,
en recatada entrevista. Estábamos en plena época revolucionaria. Quiso
repetir las pruebas de su ruinosa amistad, más yo me apresuré a ponerles
punto, pues si parecía natural que ella fuese el sostén de la cesante
familia, no me creía yo en el caso de serlo, contra todos los fueros de
la moral y de la economía doméstica.


Fin de «LA DE BRINGAS»

MADRID. Abril-mayo de 1884.





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