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Title: Facundo
Author: Sarmiento, Domingo Faustino, 1811-1888
Language: Spanish
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[imagen: DOMINGO F. SARMIENTO

Cuando escribió el _Facundo_.]



BIBLIOTECA ARGENTINA

PUBLICACIÓN MENSUAL DE LOS MEJORES LIBROS NACIONALES

DIRECTOR: RICARDO ROJAS

12

FACUNDO

POR

D. F. SARMIENTO

[imagen]

BUENOS AIRES

LIBRERÍA «LA FACULTAD», DE JUAN ROLDÁN Y C.ía

359, FLORIDA, 359

1921

Imp. de A. Marzo.--San Hermenegildo, 32 dupd.º.

[El texto del original libro no fue actualizado. (Nota del transcriptor.)]



DOMINGO F. SARMIENTO


BIOGRAFÍA.--Nació en la ciudad de San Juan el 15 de febrero de 1811, al
año siguiente de la Revolución argentina, cuyas agitaciones
impresionaron su primera infancia. Fué hijo de José Clemente Sarmiento y
de doña Paula Albarracín, ambos sanjuaninos, y de antiguas familias
coloniales de Cuyo. En sus _Recuerdos de provincia_, Sarmiento ha
pintado el ambiente doméstico de su infancia, su casa, su pueblo, su
familia, su educación, y trazado una reticente silueta de su padre, y
una muy conmovida de su madre, que influyó poderosamente en su
imaginación y su carácter. Los azares de nuestras guerras civiles lo
lanzaron a la acción, y fué montonero unitario, conspirador de la
Asociación de Mayo, periodista de oposición, emigrado, adversario
periodístico de Rosas y después de Caseros, diputado, senador, ministro,
gobernador, presidente y general. Pero su verdadera grandeza no reside
en ello, sino en la fiereza indomable de su carácter, en la abundancia
de su sensibilidad, en el poder de su inteligencia, en la sugestión de
su obra escrita, todo lo cual ha hecho que, con motivo de su centenario
(1911), los argentinos le proclamáramos por un genio. Desde 1840 hasta
1852 residió en Chile, primero como desterrado de Benavides, tirano de
San Juan; después como adversario de Rosas, tirano de Buenos Aires.
Asistió con Urquiza a la batalla de Caseros, y fué después con Mitre
adversario de la política del caudillo entrerriano. Después de ser
ministro argentino en Wáshington, desempeñó la presidencia de la
República (1868-1874). Como director de enseñanza, o ministro, o
legislador, o periodista, fomentó casi todos nuestros progresos morales
y materiales, desde 1853 hasta su muerte, ocurrida el 11 de septiembre
de 1888, en la Asunción del Paraguay, adonde había ido en busca de
alivio para su vejez ya fatigada. La fecha de su muerte es efemérides
que se rememora todos los años en las escuelas nacionales. La biografía
más extensa de Sarmiento es la publicada en 1901 por J. Guillermo
Guerra, en Santiago de Chile. Una sinopsis de la misma fué hecha por A.
B. S. y repartida en Buenos Aires por la Comisión Nacional del primer
centenario de Sarmiento.

       *       *       *       *       *

BIBLIOGRAFÍA.--Sarmiento ha sido el más fecundo de nuestros escritores.
Sus _Obras completas_, publicadas en Buenos Aires por su nieto Augusto
Belín Sarmiento, alcanzó la respetable cantidad de 32 volúmenes. Un
índice analítico de esa publicación ha sido editado por la Universidad
de La Plata con el título de _Bibliografía de Sarmiento_. Los
principales libros de Sarmiento son: _Facundo_, traducido a varios
idiomas y repetidamente editado; _Recuerdos de provincia_, _Educación
popular_, _Conflictos y armonías de las razas en América_; podrían ser
incluídos entre los productos de su ingenio las ocurrencias y gestos
recogidos por el nieto en su _Sarmiento anecdótico_. La copiosa
literatura a que Sarmiento ha dado lugar es tan extensa, que no
podríamos mencionarla en este lugar.

       *       *       *       *       *

ICONOGRAFÍA.--El retrato que acompaña este volumen, es el de cuando
escribió el _Facundo_.



FACUNDO

NOTICIA PRELIMINAR

POR

RICARDO ROJAS



NOTICIA PRELIMINAR


Es el _Facundo_, de Sarmiento, la obra más famosa en la abundante
bibliografía de su autor, y, según es notorio, una de las más
afortunadas en la bibliografía nacional. Su título ha traspuesto la
ambigua esfera de la minoría letrada para bajar al pueblo y a la
escuela, mientras penetraba su doctrina en los campos de la controversia
y de la acción sociales. Ha ido más lejos este libro aún, trasponiendo
el límite de nuestro territorio para interesar a toda América, y
franqueando los aledaños de nuestro idioma para ser vertido, siquiera
fragmentariamente, a cuatro lenguas europeas--fortuna esta última raras
veces lograda por escritores de la América española--. Libro así
prestigiado, por el éxito editorial y la indiscutida gloria de su autor,
no podía faltar en la BIBLIOTECA ARGENTINA, y ella se atreve a
reeditarlo, no para colmar un vacío, puesto que son numerosas las
ediciones del _Facundo_, sino porque creemos que siempre habrá lectores
para obra tan fundamental, y que nuestra colección quedaría incompleta
si omitiéramos ésta, vinculada a las fuerzas más esenciales de nuestra
cultura.

Este es un libro que ya tiene historia. Si por la propia expansión de su
mérito no hubiera logrado un éxito tan general, es bien seguro que lo
hubiera conseguido bajo el glorioso auspicio de su autor, por la
persistencia, vanidosa primero, orgullosa después, con que Sarmiento lo
invocaba como el mayor de sus títulos. Si al volver de la proscripción,
cuando Caseros invocaba a _Facundo_ para alistarse entre los jefes de la
milicia y entre los estadistas de la organización, todavía siguió
invocándolo treinta años después, como una de las fuerzas que derrocaron
la tiranía de Rosas y como una de las más vivientes páginas de la
literatura americana. En 1881, a propósito de la traducción italiana de
este libro, Sarmiento escribía: «No vaya el historiador en busca de la
verdad gráfica a herir en las carnes del _Facundo_, que está vivo; ¡no
lo toquéis!; así como así, con todos sus defectos, con todas sus
imperfecciones, lo amaron sus contemporáneos, lo agasajaron todas las
literaturas extranjeras, desveló a todos los que lo leían por la primera
vez, y la Pampa Argentina es tan poética hoy en la tierra como las
montañas de la Escocia diseñadas por Walter Scott, para solaz de las
inteligencias[1]. Y luego los ricos no despojen al pobre quitándole la
venda de los ojos a los que lo traducen, cuarenta años justos después de
haber servido de piedra para arrojarla ante el carro triunfal de un
tirano, ¡y cosa rara!, el tirano cayó abrumado por la opinión del mundo
civilizado, formada por ese libro extraño, sin pies ni cabeza, informe,
verdadero fragmento de peñasco que se lanzaron a la cabeza los
titanes...»[2]. Exageraba el autor, sin duda alguna, en ese fragmento,
la importancia «cívica» de su obra, atribuyendo a sólo ese libro lo que
fué penoso esfuerzo de toda una generación; pero nadie podrá negar que
tal fragmento define, con maravilloso acierto de autocrítica, la
verdadera condición «literaria» del glorioso panfleto[3].

Panfleto fué en sus orígenes el _Facundo_: panfleto periodístico,
improvisado, banderizo. Es bien sabido que su primera edición apareció
en los folletines de _El Progreso_, en Chile, el año 1845. Había
publicado Sarmiento en ese mismo periódico unos _Apuntes biográficos_
sobre Aldao, el fraile caudillo, muerto a principios de aquel año en
Mendoza. Como el libro gustase a los emigrados argentinos, lo
estimularon éstos, y algunos jóvenes camaradas chilenos, a que
escribiese una obra de mayor aliento dentro del género, y así le vino la
idea de referir la vida de Juan Facundo Quiroga. Confiesa él mismo que
improvisó la redacción, y que durante los meses de mayo y junio fué
publicando sus entregas _El Progreso_, a medida que Sarmiento las
escribía. El fondo del relato biográfico lo constituían sus propios
recuerdos y el testimonio de la tradición oral, recogida en cartas y
conversaciones de los proscriptos más ancianos. Pero no reside en esto
la fuerza y originalidad de este libro, sino en la asociación que hizo
de la vida del héroe con el ambiente geográfico y con los problemas
urgentes de la organización nacional. El medio físico de la pampa
sirvióle a su paleta de escritor para el colorido romancesco de la obra,
necesario a la índole del folletín y al gusto romántico de su época; en
tanto que las guerras civiles del caudillo, protagonista vigoroso de ese
medio salvaje, sirviéronle a su pensamiento de político para el
imprescindible ataque a Rosas, en que no cejaron, hasta después de
Caseros, los poetas y publicistas de la proscripción. Origen tan humilde
y azaroso explica todas las calidades y defectos del _Facundo_; las
fallas de justicia y de verdad que han sido ya denunciadas; los aciertos
de intuición social y de belleza literaria que constituyen la esencia
vital de este libro. Por estos últimos ha sobrevivido a las
circunstancias externas que le dieron origen, transmutada ya su
primitiva y perecedera fuerza «política» en nueva y durable fuerza
«espiritual». Lo que estuvo en el plano de la «historia» ha pasado ya,
gracias al genio de su autor, el plano más excelso de la «epopeya».

Sarmiento no escribió la biografía de Facundo, sino creó su leyenda.
Compuso el poema épico de la montonera; y si desde 1845 sirvió este
libro como verdad pragmática contra Rosas, y desde 1853 como verdad
pragmática contra el desierto, después de 1860, debemos tender a
utilizarlo solamente como verdad pragmática en favor de nuestra cultura
intelectual, por la emoción profunda de tierra nativa, de tradición
popular, de lengua hispanoamericana y de ideal argentino que ese libro
traduce en síntesis admirable. Nadie comprendió mejor que Sarmiento, en
su vejez, la verdadera limitada condición de esta obra; nadie ha
discernido mejor que su propio autor lo que hay en el _Facundo_ de
personal y de colectivo, de transitorio y de permanente, de provisional
y de esencial. Sarmiento mismo le ha llamado «el génesis de la
Pampa»[4], y él mismo dice que nadie ha caracterizado mejor la
fisonomía de su libro que el historiador López cuando lo llamó «historia
beduína»[5]. «López no se da cuenta del origen de sus impresiones»--agrega--.
«El vió escribir el _Facundo_ sin archivo en país extranjero, al tiempo
que rendía exámenes de latín escaso en _De Bello Jugurthæ_, de Salustio,
y ya sabemos la indeleble y eterna asociación de las ideas»[6]. Y
apoyándose en la recóndita y lejana asociación juvenil que cree ver en
el juicio del compañero proscripto de otro tiempo, Sarmiento insiste con
orgullo: «Es el _Facundo_ el Jugurta argentino; el libro sin asunto,
porque la guerra contra el caudillo númida, escapando en el Sahara a
las pesadas legiones romanas, no marca en la historia; es apenas un
episodio sin consecuencia. Lo que Roma vió fué un libro, y lo que los
estudiantes y los latinistas ven es la figura de Jugurta el númida con
su bornoz blanco, en el negro caballo, haciendo razias o fantasías, o
algaradas, delante de las legiones. Es Salustio, el pintor del Africa y
del desierto»[7]. Y en la reticencia de su orgullo, eso quiere decir:
«Es Sarmiento el pintor de la América y de la Pampa», o bien: «lo que
han de ver en él los argentinos es sólo «un libro _pintoresco_»; libro
inmortal e imaginario, y no la verdadera historia de un caudillo cuya
obra real fué tan efímera, y cuya belleza legendaria sobrevive,
precisamente, gracias a estas páginas perdurables.

Hay en el _Facundo_ una como estratificación de varios órdenes de ideas,
«visibles» en la estructura íntima de este libro. Descubro en él un
elemento _biográfico_, formado por lo que Sarmiento atribuye a Quiroga y
Rosas; un elemento _político_, formado por lo que escribe de unitarios y
federales; un elemento _sociológico_, formado por lo que discurre sobre
la civilización y la barbarie americanas. Todo eso es transitorio, y el
nuevo lector habrá de considerarlo según las circunstancias en que el
autor se hallaba en 1845, más las rectificaciones o palinodias que el
autor proclamó generosamente después de 1880. Esto es como la «clave»
del _Facundo_, desgraciadamente olvidada por sus lectores modernos, y
que es menester ponerla aquí para la más completa interpretación de este
libro.

Ya en la edición de 1845, Sarmiento había escrito esta confesión
oportuna: «Después de terminada la publicación de esta obra, he
recibido de varios amigos rectificaciones de varios hechos referidos en
ella. Algunas inexactitudes han debido escaparse en un trabajo hecho de
prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que
no había nada escrito hasta el presente. Al coordinar entre sí sucesos
que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en épocas
diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto, registrando
manuscritos formados a la ligera o apelando a las propias
reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino
eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre
propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar»[8]. Fué don
Valentín Alsina, su amigo unitario, uno de los que rectificó no pocos
errores de hecho y de interpretación. En gratitud por ese comentario de
enmiendas, Sarmiento le dedicó la segunda edición de su obra, y en la
«carta-prólogo» de esa edición (1851) insiste sobre lo improvisado de su
obra y «los muchos lunares que afeaban la primera edición»[9]. Ensayo y
revelación para mí mismo de mis ideas--dícele a Alsina--, el _Facundo_
adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento,
sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era
concebida, lejos del teatro de los sucesos, y con propósitos de acción
inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre librejo ha tenido la
fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y a
discusión[10], lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose
furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en
sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por
centenares, llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos
Aires, a las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y
a la cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en las hablillas
populares, un mito como su héroe.» «He usado con parsimonia de sus
notas, guardando las más substanciales para tiempos mejores y más
meditados trabajos, temeroso de que, por retocar obra tan informe,
desapareciese su fisonomía primitiva, y la lozana y voluntariosa audacia
de la mal disciplinada concepción»[11].

Estas desenfadadas confesiones del propio autor, relevan de toda otra
prueba sobre la escasa autoridad que a esta obra debe concedérsele como
trabajo de historia. Es el propio Sarmiento quien la considera, según se
ha visto: 1.º, como «un fruto de la inspiración del momento»; 2.º, como
«un ensayo y revelación para sí mismo de sus propias ideas»; 3.º, como
«un mito» a la manera de su «héroe». El carácter subjetivo, parcial y
militante del libro queda así confesado. Sarmiento se reconoce con ello,
más en los dominios de la epopeya que en los de la sociología o la
historia, como han creído algunos sociólogos ingenuos o pedantes, cuya
ciencia consiste en ignorar la verdadera historia argentina. El caudillo
de los Llanos habíale servido tan sólo de pretexto a su inspiración,
para revelar, en esa especie de mito sintético de la guerra civil por él
forjado, los horrores del desierto, de la ignorancia, del despotismo que
tan gallardamente combatió.

No me es posible señalar aquí las numerosas rectificaciones que a la
parte histórica del libro podran hacerse[12]. Básteme recordar, sin
embargo, que Sarmiento depuso en la vejez ese odio ciego por la persona
de Quiroga y que no fué menos valiente su palinodia sobre Rosas. Estos
son hechos que la crítica apasionada del _Facundo_ ha perdido de vista
también, y de los cuales no es posible prescindir si se desea calificar
desapasionadamente este libro.

Acostumbraba Sarmiento en su vejez visitar nuestro cementerio de la
Recoleta el día de Difuntos. Es uno de sus más bellos artículos el que
refirió en _El Debate_ su visita de 1885. En él nos cuenta cómo iba
aquel día entre los árboles y los mármoles, rememorando nombres amados
como ante la tumba de su hijo, o la tumba de los que habían estado con
él, o contra él, en las luchas violentas de sus días viriles, como aquel
Vélez Sarsfield ante cuya tumba exclama: «¡Bravo viejo!: anduvimos
juntos muchas jornadas memorables; salvamos, tomados de la mano, abismos
que se abrían bajo nuestras plantas, y llegamos al término diciéndonos
adiós, satisfechos ambos de haber obrado bien, y legado a nuestra patria
páginas de historia sin mancha.» Así marchaba por entre los mármoles y
los árboles, hablando a los muertos con familiaridad pagana, y con la
sobrehumana serenidad de un héroe ya muerto él mismo, que transitara
entre las sombras del Hades... Cuando, de pronto, he aquí que se detiene
frente a la tumba de Juan Facundo Quiroga, y a propósito escribe estas
bellas y nobles palabras, dignas ciertamente de un filósofo antiguo:
«Por entre sus columnas se divisan ya, aun antes de entrar, urnas
cinerarias, sepulcros, columnas y sarcófagos, y la bella estatua del
Dolor, que vela gimiendo sobre la tumba de Facundo, a quien el arte
literario más que el puñal del tirano, que lo atravesó en Barranca-Yaco,
ha condenado a sobrevivirse a sí mismo y a los suyos, a quienes no
transmite responsabilidades la sangre. El Dante puede mostrar a Virgilio
este león encadenado, convertido en mármol de Paros y en estatua griega,
_porque del otro lado de la tumba todo lo que sobrevive debe ser bello y
arreglado a los tipos divinos, cuyas formas revestirá al hombre que
viene_.» Y si estas palabras que subrayo, porque ellas son acaso las más
profundas que Sarmiento haya escrito, pudieran parecer obscuras en su
misma profundidad, ved cómo concreta después su juicio definitivo sobre
el protagonista de esta obra: «He aquí--me decía un joven Arce, pariente
de Quiroga--cómo yo llevo la toga y la clámide del griego y no la túnica
ni la dalmática del bárbaro. Pude decirle a mi vez que mi sangre corre
ahora confundida en sus hijos con la de Facundo, y no se han repelido
sus corpúsculos rojos, _porque eran afines_. Quiroga ha pasado a la
historia, y reviste las formas esculturales de los héroes primitivos, de
Ayax y de Aquiles»[13]. Así concluye aquel pasaje magnífico en que,
debido a la emoción del día y del lugar, o la intuición del genio
próximo a la muerte, pudo ver a Facundo transfigurado por el arte:
comprender lo que había de epopeya en su libro, y confesarse idéntico,
por la sangre racial, con el héroe maldito de otros días.

Y no fué menos explícita la amnistía que Sarmiento «decretó» para Rosas,
tan rudamente combatido también en el _Facundo_. Cuando Ramos Mejía
publicó su _Neurosis de los hombres célebres en la historia argentina_,
en cuyas páginas, según es sabido, traza la historia clínica del tirano,
Sarmiento se apresuró a comentar así ese trabajo: «La tiranía de Rosas
fué una locura en acción»--nos dice al comenzar su comentario--. Y luego
avanza esta advertencia valerosa: «_Prevendríamos al joven autor que no
reciba como moneda de buena ley todas las acusaciones que se han hecho a
Rosas, en aquellos tiempos de combate y de lucha_, por el interés mismo
de las doctrinas científicas que explicarían los hechos verdaderos»[14].
Con esa austeridad confesaba Sarmiento sus excesos polémicos anteriores
a 1852, y si traigo tal confesión sobre sus ataques a Rosas, es porque
esta otra figura completa a la de Facundo en la composición de su libro,
y porque el «folletín» del _Progreso_ no fué sino un episodio
periodístico de la violenta predicación que los emigrados realizaban
desde el extranjero contra el tirano de Buenos Aires.

Aclarada así, por las propias palabras del autor, la posición en que el
_Facundo_ debe ser considerado por la crítica histórica en cuanto a sus
elementos _biográficos_, veamos lo que resiste de él en sus elementos
políticos y sociológicos.

El _Facundo_ remueve en cada página la arcaica bandería de «unitarios» y
«federales»; pero debo advertir al lector novel que no usa tales
expresiones en su valor doctrinario, sino en su significado ocasional y
argentino. «Federal», para un proscripto unitario de 1845, era sinónimo
de gaucho localista y brutal; en tanto que «unitario», para un caudillo
federal de nuestras provincias, era sinónimo de «loco» y «traidor».
Unitario quería decir, además, porteño que había sido monarquista y
visitado Europa, o vestía levita, gastaba lentes y era «doctor». No es
ésta, como se ve, la doctrina de equilibrio político de las diversas
regiones argentinas dentro de la nacionalidad, o sea el ideal que
despuntó incipiente con Juan Ignacio de Gorriti en la Junta Grande de
1811, para triunfar con Alberdi y Mitre en la Constitución actual.
Sarmiento, siendo enemigo de los caudillos locales porque creía que
retardaban el triunfo de la organización, fué perseguido como
«unitario», y bajo esa divisa emigró del país en 1840; pero no puede ser
considerado sino como federal quien prohijó la Constitución de 1853,
vigente aún en la República; quien defendió como gobernador de San Juan,
más tarde, los derechos autónomos de los gobiernos provinciales; quien
ratificó después, como ministro en los Estados Unidos, su vocación
federal, y quien, en la versión inglesa del _Facundo_ (1867-1873),
sugirió a Mr. Horace Mann el prólogo en que explica esta génesis de sus
ideas. Así resulta en nuestra historia este aparente absurdo: que los
caudillos «federales», dominados por Rosas, rehicieron la «unidad»
argentina, rota por los unitarios quiméricos de 1826, y que los
emigrados «unitarios» promulgaron la «federación», al regresar al país
después de Caseros. He ahí otra advertencia imprescindible para
comprender bien el _Facundo_ y para restituir a dichos nombres su
verdadero contenido histórico; pues fácilmente se lo suele olvidar en la
capciosa discusión «doctrinaria» de nuestros días.

Se ha atribuído también grande importancia al _Facundo_ como doctrina
_sociológica_. Esto proviene de que el libro se llamó en sus orígenes
_Facundo_ o _Civilización y barbarie_[15]. Esta fórmula ha prestado sus
servicios al progreso del país; pero es tiempo ya de comenzar a
denunciarla por lo que tiene de parcial y de peligrosa. Yo la he
combatido en uno de mis libros, porque la considero insuficiente para
explicar la evolución argentina, sobre todo si, como lo hacen algunos
«sociólogos» de marbete europeo, creen que «barbarie» quiere decir
«provincia», «federalismo», «tradición», «emoción agreste o americana»,
y que «civilización» quiere decir «cosmópolis», centralismo, riqueza,
pedantería libresca o intelectual. La fórmula de Sarmiento encierra sólo
una verdad pragmática, es decir, utilitaria y ocasional, vigorosa en su
tiempo, pero gastada ya en virtud de su propia aplicación social, por
haberse transformado tan radicalmente la estructura económica y moral de
la nación argentina. Prefiero yo no repetir aquí los argumentos que
tantas veces he escrito en contra de esa fórmula, cuyo sentido social ha
variado completamente desde entonces. A los que se interesen por el
asunto, les aviso que hallarán combatida la tesis de Sarmiento en mi
libro _Blasón de Plata_. Diré tan sólo, para abreviar y concluir, que el
_progreso_ no es la _civilización_; la «civilización» está formada de
progreso y cultura; el progreso es la _meca rica_ de la civilización; la
cultura, su esencia. Sarmiento creaba con su teoría de 1845 un eficaz
sofisma político para vencer a sus enemigos; pero hay peligro moral en
creer que su ocasional teoría política es doctrina filosófica de valor
permanente, o sea que la tierra genuina, numen de la nacionalidad, es
fuente de barbarie, y que el civilizarse consiste en adoptar los usos y
costumbres de los europeos. Por ese camino podríamos declarar que los
atenienses del tiempo de Platón no eran un pueblo «civilizado», porque
no usaban cuello duro ni frac, ni montaban en silla inglesa, como lo
deseaba Sarmiento.

Todo esto significa que el _Facundo_ subsiste en cuanto es un libro de
intuición racial de emoción literaria. Lo que hubo en él de polémica, ha
pasado con su ocasión; lo que hubo en él de historia, ha sido
rectificado por su autor y por la ciencia; lo que hubo en él de
«sociología», está siendo rectificado por la vida misma de nuestro país.
En cambio, con qué vigor se levanta de entre esa hojarasca de pasiones o
ideas el fuerte soplo emocional de la «epopeya»; cómo germina la
simiente del «mito» entre el polvo ya helado de sus hechos perecederos;
cómo se siente resonar en sus páginas las caballerías pampeanas--columna
conquistadora, malón indígena, falange libertadora o montonera
rebelde--cuando pasan acordando su trote nocturno al ímpetu de esa prosa
arrolladora. Esto es, en verdad, el génesis de la Pampa...

A las intuiciones de su autor como artista debió este libro su éxito
extraordinario desde el día de su aparición. Cuenta Sarmiento cómo don
Pedro de Angelis, cortesano de Rosas, mostrábalo furtivamente el volumen
a sus íntimos--«con la cautelosa precaución del peligro de los Seyanos
en la corte de Tiberio»--, diciéndoles: «Esto se mueve, es la Pampa; el
pasto hace ondas agitado por el aire; se siente el olor de las yerbas
amargas...»[16]. Por eso lo tradujeron a diversos idiomas, para dar a
otras gentes la visión de nuestra vida pampeana y mostrar en la raíz del
desierto el germen de nuestras luchas. Por eso se han desprendido del
volumen, como páginas de antología popular, las siluetas del Rastreador,
del Baqueano, del Gaucho malo y del caudillo silvestre, de las cuales
Sarmiento dice que han quedado como la introducción de Volney a las
«Ruinas de Palmira»... Sarmiento admiraba, en efecto, a Volney, y acaso
no fué del todo extraña esa obra, lo mismo que la de Walter Scott,
Víctor Hugo, Fenimore Cooper y Chateaubriand, a la formación de sus
gustos como narrador. Pero su mérito no consiste en parecerse a sus
maestros, sino en ser diferente de ellos. Los epígrafes que preceden
cada capítulo en el _Facundo_, podrían ser también indicio de sus
lecturas: Humboldt y Lamartine alternan con citas de Shakespeare en
francés... Tal cosa muestra lo abigarrado de su cultura; pero quizá por
eso mismo toda esa varia literatura le sirvió de abono para que la
planta indígena del pensamiento genial pudiera crecer más lozana. Esto
no nació de siembra ni de injerto, sino de misteriosa germinación
natural, como las seculares selvas del trópico.

RICARDO ROJAS.



PARTE PRIMERA



CAPÍTULO PRIMERO

ASPECTO FÍSICO DE LA REPÚBLICA ARGENTINA, Y CARACTERES, HÁBITOS E IDEAS
QUE ENGENDRA

    L'étendue des pampas est si prodigieuse
    qu'au nord elles son bornées
    par des bosquets de palmiers,
    et au midi par des neiges éternelles.

    HEAD.



El continente americano termina al Sur en una punta en cuya extremidad
se forma el Estrecho de Magallanes. Al Oeste, y a corta distancia del
Pacífico, se extienden paralelos a la costa los Andes chilenos. La
tierra que queda al oriente de aquella cadena de montañas y al occidente
del Atlántico, siguiendo el Río de la Plata hacia el interior por el
Uruguay arriba, es el territorio que se llamó Provincias Unidas del Río
de la Plata, y en la que aún se derrama sangre por denominarlo República
Argentina o Confederación Argentina. Al Norte están el Paraguay y
Bolivia, sus límites presuntos.

La inmensa extensión de país que está en sus extremos es enteramente
despoblada, y ríos navegables posee que no ha surcado aún el frágil
barquichuelo. El mal que aqueja a la República Argentina es la
extensión: el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las
entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son por
lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias.
Allí la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los
bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre
confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan
en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y
principia el cielo. Al Sur y al Norte acéchanla los salvajes, que
aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre
los ganados que pacen en los campos y las indefensas poblaciones. En la
solitaria carabana de carretas que atraviesa pesadamente las Pampas y
que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno
del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el Sur al más
ligero susurro del viento que agita las hierbas secas para hundir sus
miradas en las tinieblas profundas de la noche en busca de los bultos
siniestros de la horda salvaje que puede sorprenderla desapercibida de
un momento a otro.

Si el oído no escucha rumor alguno; si la vista no alcanza a calar el
velo obscuro que cubre la callada soledad, vuelve sus miradas, para
tranquilizarse del todo, a las orejas del algún caballo que está
inmediato al fogón para observar si están inmóviles y negligentemente
inclinadas hacia atrás. Entonces continúa la conversación interrumpida o
lleva a la boca el tasajo de carne medio sollamado de que se alimenta.
Si no es la proximidad del salvaje lo que inquieta al hombre del campo,
es el temor de un tigre que lo acecha, de una víbora que puede pisar;
esta inseguridad de la vida, que es habitual y permanente en las
campañas, imprime, a mi parecer, en el carácter argentino cierta
resignación estoica para la muerte violenta, que hace de ella uno de los
percances inseparables de la vida, una manera de morir como cualquiera
otra, y puede quizá explicar en parte la indiferencia con que dan y
reciben la muerte, sin dejar en los que sobreviven impresiones profundas
y duraderas.

La parte habitada de este país privilegiado en dones, y que encierra
todos los climas, puede dividirse en tres fisonomías distintas que
imprimen a la población condiciones diversas, según la manera como tiene
que entenderse con la naturaleza que la rodea. Al Norte, confundiéndose
con el Chaco, un espeso bosque cubre con su impenetrable ramaje
extensiones que llamáramos inauditas si en formas colosales hubiese nada
inaudito en toda la extensión de la América. Al centro, y en una zona
paralela, se disputan largo tiempo el terreno, la pampa y la selva;
domina en partes el bosque; se degrada en matorrales enfermizos y
espinosos; preséntase de nuevo la selva a merced de algún río que la
favorece, hasta que al fin al Sur triunfa la pampa y ostenta su lisa y
velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente notable; es
la imagen del mar en la tierra, la tierra como en el mapa; la tierra
aguardando todavía que se le mande producir las plantas y toda clase de
simiente.

Pudiera señalarse como un rasgo notable de la fisonomía de este país la
aglomeración de ríos navegables que al Este se dan cita de todos los
rumbos del horizonte para reunirse en el Plata y presentar dignamente su
estupendo tributo al océano, que lo recibe en sus flancos no sin
muestras visibles de turbación y de respeto. Pero estos inmensos canales
excavados por la solícita mano de la Naturaleza, no introducen cambio
ninguno en las costumbres nacionales. El hijo de los aventureros
españoles que colonizaron el país, detesta la navegación y se considera
como aprisionado en los estrechos límites del bote o la lancha. Cuando
un gran río le ataja el paso, se desnuda tranquilamente, apresta su
caballo y lo endilga nadando a algún islote que se divisa a lo lejos;
arriba a él, descansan caballo y caballero, y de islote en islote se
completa al fin la travesía.

De este modo, el favor más grande que la Providencia depara a un pueblo,
el gaucho argentino lo desdeña, viendo en él más bien un obstáculo
opuesto a sus movimientos que el medio más poderoso de facilitarlos; de
este modo la fuente del engrandecimiento de las naciones: lo que hizo la
celebridad remotísima del Egipto, lo que engrandeció a Holanda y es la
causa del rápido desenvolvimiento de Norteamérica; la navegación de los
ríos o la canalización, es un elemento muerto, inexplotado por el
habitante de las márgenes del Bermejo, Pilcomayo, Paraná, Paraguay y
Uruguay. Desde el Plata remontan aguas arriba algunas navecillas
tripuladas por italianos y carcamanes; pero el movimiento sube unas
cuantas leguas y cesa casi de todo punto. No fué dado a los españoles el
instinto de la navegación que poseen en tan alto grado los sajones del
Norte. Otro espíritu se necesita que agite esas arterias en que hoy se
estagnan los flúidos vivificantes de una nación. De todos estos ríos que
debieran llevar la civilización, el poder y la riqueza hasta
profundidades más recónditas del continente y hacer de Santa Fe, Entre
Ríos, Corrientes, Córdoba, Salta, Tucumán y Jujuy otros tantos pueblos
nadando en riquezas y rebosando población y cultura, sólo uno hay que es
fecundo en beneficios para los que moran en sus riberas: el Plata, que
los resume a todos juntos.

En su embocadura están situadas dos ciudades, Montevideo y Buenos Aires,
cosechando hoy alternativamente las ventajas de su envidiable posición.
Buenos Aires está llamada a ser un día la ciudad más gigantesca de ambas
Américas. Bajo un clima benigno, señora de la navegación de cien ríos
que fluyen a sus pies, reclinada muellemente sobre un inmenso territorio
y con trece provincias interiores que no conocen otra salida para sus
productos, fuera ya la Babilonia americana si el espíritu de la pampa no
hubiese soplado sobre ella y si no ahogase en sus fuentes el tributo de
riqueza que los ríos y las provincias tienen que llevarla siempre. Ella
sola, en la vasta extensión argentina, está en contacto con las naciones
europeas; ella sola explota las ventajas del comercio extranjero; ella
sola tiene el poder y rentas. En vano le han pedido las provincias que
les deje pasar un poco de civilización, de industria y de población
europea; una política estúpida y colonial se hizo sorda a estos
clamores. Pero las provincias se vengaron, mandándole a Rosas, mucho y
demasiado de la barbarie que a ellas les sobraba.

Harto caro la han pagado los que decían: «la República Argentina acaba
en el Arroyo del Medio». Ahora llega desde los Andes hasta el mar; la
barbarie y la violencia bajaron a Buenos Aires más allá del nivel de las
provincias. No hay que quejarse de Buenos Aires, que es grande y lo será
más, porque así le cupo en suerte. Debiéramos quejarnos antes de la
Providencia y pedirle que rectifique la configuración de la tierra. No
siendo esto posible, demos por bien hecho lo que de mano de Maestro está
hecho. Quejémonos de la ignorancia de ese poder brutal que esteriliza
para sí y para las provincias los dones que natura prodigó al pueblo que
extravía. Buenos Aires, en lugar de mandar ahora luces, riqueza y
prosperidad al interior, mándale solo cadenas, hordas exterminadoras y
tiranuelos subalternos. ¡También se venga del mal que las provincias le
hicieron con prepararle a Rosas!

He señalado esta circunstancia de la posición monopolizadora de Buenos
Aires, para mostrar que hay una organización del suelo tan central y
unitaria en aquel país, que aunque Rosas hubiera gritado de buena fe
_¡federación o muerte!_, habría concluído por el sistema unitario que
hoy ha establecido. Nosotros, empero, queríamos la unidad en la
civilización y en la libertad, y se nos ha dado en la barbarie y en la
esclavitud. Pero otro tiempo vendrá en que las cosas entren en su cauce
ordinario. Lo que por ahora interesa conocer, es que los progresos de la
civilización se acumulan en Buenos Aires sólo; la pampa es un malísimo
conductor para llevarla y distribuirla en las provincias, y ya veremos
lo que de aquí resulta.

Pero por sobre todos estos accidentes peculiares a ciertas partes de
aquel territorio, predomina una facción general, uniforme y constante;
ya sea que la tierra esté cubierta de la lujuriosa y colosal vegetación
de los trópicos, ya sea que arbustos enfermizos, espinosos y
desapacibles revelen la escasa porción de humedad que les da vida; ya,
en fin, que la pampa ostente su despejada y monótona faz, la superficie
de la tierra es generalmente llana y unida, sin que basten a interrumpir
esta continuidad sin límites las sierras de San Luis y Córdoba en el
centro, y algunas ramificaciones avanzadas de los Andes al Norte; nuevo
elemento de unidad para la nación que pueble un día aquellas grandes
soledades, pues que es sabido que las montañas que se interponen en
unos y otros países, y los demás obstáculos naturales, mantienen el
aislamiento de los pueblos y conservan sus peculiaridades primitivas.

Norteamérica está llamada a ser una federación, menos por la primitiva
independencia de las plantaciones que por su ancha exposición al
Atlántico y las diversas salidas que al interior dan el San Lorenzo al
Norte, el Mississipí al Sur y las inmensas canalizaciones al centro. La
República Argentina es una e indivisible.

Muchos filósofos han creído también que las llanuras preparaban las vías
al despotismo, del mismo modo que las montañas prestaban asidero a las
resistencias de la libertad. Esta llanura sin límites que desde Salta a
Buenos Aires, y de allí a Mendoza, por una distancia de más de
setecientas leguas permite rodar enormes y pesadas carretas sin
encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas
ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales; esta llanura
constituye uno de los rasgos más notables de la fisonomía interior de la
República.

Para preparar vías de comunicación basta sólo el esfuerzo del individuo
y los resultados de la naturaleza bruta; si el arte quisiera prestarle
su auxilio; si las fuerzas de la sociedad intentaran suplir la debilidad
del individuo, las dimensiones colosales de la obra arredrarían a los
más emprendedores, y la incapacidad del esfuerzo lo haría inoportuno.

Así, en materia de caminos, la naturaleza salvaje dará la ley por mucho
tiempo, y la acción de la civilización permanecerá débil e ineficaz.

Esta extensión de las llanuras imprime, por otra parte, a la vida del
interior cierta tintura asiática que no deja de ser bien pronunciada.
Muchas veces, al salir la luna tranquila y resplandeciente por entre
las hierbas de la tierra, la he saludado maquinalmente con estas
palabras de Volney, en su descripción de las Ruinas: _La pleine lune à
l'Orient s'élevait sur un fond bleuâtre aux plaines rives de
l'Eupharte_. Y, en efecto, hay algo en las soledades argentinas que trae
a la memoria las soledades asiáticas; alguna analogía encuentra el
espíritu entre la pampa y las llanuras que median entre el Tigris y el
Eufrates; algún parentesco en la tropa de carretas solitaria que cruza
nuestras soledades para llegar al fin de una marcha de meses, a Buenos
Aires, y la caravana de camellos que se dirige hacia Bagdad o Esmirna.
Nuestras carretas viajeras son una especie de escuadra de pequeños
bajeles, cuya gente tiene costumbres, idiomas y vestidos peculiares que
la distinguen de los otros habitantes, como el marino se distingue de
los hombres de tierra.

Es el capataz un caudillo, como en Asia el jefe de la caravana;
necesítase para este destino una voluntad de hierro, un carácter
arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de
los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo en el
desamparo del desierto. A la menor señal de insubordinación, el capataz
enarbola su _chicote_ de fierro y descarga sobre el insolente golpes que
causan contusiones y heridas; y si la resistencia se prolonga, antes de
apelar a las pistolas, cuyo auxilio por lo general desdeña, salta del
caballo con el formidable cuchillo en mano y reivindica bien pronto su
autoridad por la superior destreza con que sabe manejarlo.

El que muere en estas ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún
reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.

Así es como en la vida argentina empieza a establecerse por estas
peculiaridades el predominio de la fuerza brutal, la preponderancia del
más fuerte, la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que
mandan, la justicia administrada sin formas y sin debate. La tropa de
carretas lleva, además, armamento, un fusil o dos por carreta, y a veces
un cañoncito giratorio en la que va a la delantera. Si los bárbaros la
asaltan, forma un círculo atando unas carretas con otras, y casi siempre
resisten victoriosamente a las codicias de los salvajes ávidos de sangre
y de pillaje.

La árrea de mulas cae con frecuencia indefensa en manos de estos
beduínos americanos, y rara vez los troperos escapan de ser degollados.
En estos largos viajes el proletario argentino adquiere el hábito de
vivir lejos de la sociedad y de luchar individualmente con la
naturaleza, endurecido en las privaciones, y sin contar con otros
recursos que su capacidad y maña personal para precaverse de todos los
riesgos que le cercan de continuo.

El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas
diversas, que, mezclándose, forman medios tintes imperceptibles,
españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis predomina
la raza española pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando
ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas como querrían
serlo las elegantes de una capital. En Santiago del Estero el grueso de
la población campesina habla aún el _quichua_, que revela su origen
indio. En Corrientes los campesinos usan un dialecto español muy
gracioso:--Dame, general, un chiripá--decían a Lavalle sus soldados.

En la campaña de Buenos Aires se reconoce todavía el soldado andaluz, y
en la ciudad predominan los apellidos extranjeros. La raza negra, casi
extinguida ya, excepto en Buenos Aires, ha dejado sus zambos y mulatos,
habitantes de las ciudades, eslabón que liga al hombre civilizado con el
palurdo; raza inclinada a la civilización, dotada de talento y de los
más bellos instintos de progreso.

Por lo demás, de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo
homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad
industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social
no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe
haber contribuído a producir este resultado desgraciado la incorporación
de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la
ociosidad y se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para
dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de
introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido.
Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española cuando se
ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.

Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia
alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires y la villa que se forma en el
interior; en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa
siempre aseado, adornado de flores y arbustillos graciosos; el amueblado
sencillo, pero completo; la vajilla, de cobre o de estaño, reluciendo
siempre; la cama con cortinillas graciosas, y los habitantes, en un
movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y
quesos, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y
retirarse a la ciudad a gozar de las comodidades.

La villa nacional es el reverso de esta medalla: niños sucios y
cubiertos de harapos viven con una jauría de perros; hombres tendidos
por el suelo en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por
todas partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos
miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie y de incuria
los hacen notables.

Esta miseria, que ya va desapareciendo, y que es un accidente de las
campañas pastoras, motivó sin duda las palabras que el despecho y la
humillación de las armas inglesas arrancaron a Walter Scott. «Las vastas
llanuras de Buenos Aires--dice--no están pobladas sino por cristianos
salvajes, conocidos bajo el nombre de _huachos_ (por decir _gauchos_),
cuyo principal amueblado consiste en cráneos de caballos, cuyo alimento
es carne cruda y agua y cuyo pasatiempo favorito es reventar caballos en
carreras forzadas. Desgraciadamente--añade el buen gringo--prefirieron
su independencia nacional a nuestros algodones y muselinas»[17]. Sería
bueno proponerla a la Inglaterra, por ver no más cuántas varas de lienzo
y cuántas piezas de muselina daría por poseer estas llanuras de Buenos
Aires.

Por aquella extensión sin límites, tal como la hemos descrito, están
esparcidas aquí y allá catorce ciudades capitales de provincia, que si
hubiéramos de seguir el orden aparente, clasificáramos por su colocación
geográfica: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, a las
márgenes del Paraná; Mendoza, San Juan, Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta
y Jujuy, casi en línea paralela con los Andes chilenos, y Santiago, San
Luis y Córdoba, al centro.

Pero esta manera de enumerar los pueblos argentinos no conduce a ninguno
de los resultados sociales que voy solicitando. La clasificación que
hace a mi objeto es la que resulta de los medios de vivir del pueblo de
las campañas, que es lo que influye en su carácter y espíritu. Ya he
dicho que la vecindad de los ríos no imprime modificación alguna, puesto
que no son navegados sino en una escala insignificante y sin influencia.
Ahora todos los pueblos argentinos, salvo San Juan y Mendoza, viven de
los productos del pastoreo; Tucumán explota, además, la agricultura, y
Buenos Aires, a más de un pastoreo de millones de cabezas de ganado, se
entrega a las múltiples y variadas ocupaciones de la vida civilizada.

Las ciudades argentinas tienen la fisonomía regular de casi todas las
ciudades americanas: sus calles cortadas en ángulos rectos, su población
diseminada en una ancha superficie, si se exceptúa a Córdoba, que,
edificada en corto y limitado recinto, tiene todas las apariencias de
una ciudad europea, a que dan mayor realce la multitud de torres y
cúpulas de sus numerosos y magníficos templos. La ciudad es el centro de
la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de
las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los
Juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos.

La elegancia en los modales, las comodidades del lujo, los vestidos
europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar
conveniente. No sin objeto hago esta enumeración trivial. La ciudad
capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin
ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue
hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos
distancia: las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a
unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de
centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra
villa de consideración. Buenos Aires y Córdoba son las que mayor número
de villas han podido echar sobre la campaña, como otros tantos focos de
civilización y de intereses municipales; ya esto es un hecho notable.

El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida
civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes,
las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización
municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad
todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje, que llamaré
americano por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son
diversos, sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades
distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de
la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con
desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el
frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse
impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad
está bloqueado por allí, proscripto afuera, y el que osara mostrarse con
levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las
burlas y las agresiones brutales de los campesinos.

Estudiemos ahora la fisonomía exterior de las extensas campiñas que
rodean las ciudades y penetremos en la vida interior de sus habitantes.
Ya he dicho que en muchas provincias el límite forzoso es el desierto
intermedio y sin agua. No sucede así, por lo general, con la campaña de
una provincia, en la que reside la mayor parte de su población. La de
Córdoba, por ejemplo, que cuenta 160.000 almas, apenas 20 están dentro
del recinto de la aislada ciudad; todo el grueso de la población está en
los campos, que, así como por lo común son llanos, casi por todas
partes son pastosos, ya estén cubiertos de bosques, ya desnudos de
vegetación mayor, y en algunas con tanta abundancia y de tan exquisita
calidad, que el prado artificial no llegaría a aventajarles. Mendoza y
San Juan, sobre todo, se exceptúan de esta peculiaridad de la superficie
inculta, por lo que sus habitantes viven principalmente de los productos
de la agricultura. En todo lo demás, abundando los pastos, la cría de
ganado es, no la ocupación de los habitantes, sino su medio de
subsistencia. Ya la vida pastoril nos vuelve impensadamente a traer a la
imaginación el recuerdo de Asia, cuyas llanuras nos imaginamos siempre
cubiertas aquí y allá de las tiendas del calmuco, del cosaco o del
árabe. La vida primitiva de los pueblos, la vida eminentemente bárbara y
estacionaria, la vida de Abraham, que es la del beduíno de hoy, asoma en
los campos argentinos, aunque modificada por la civilización de un modo
extraño.

La tribu árabe que vaga por las soledades asiáticas vive reunida bajo el
mando de un anciano de la tribu o un jefe guerrero; la sociedad existe,
aunque no esté fija en un punto determinado de la tierra; las creencias
religiosas, las tradiciones inmemoriales, la invariabilidad de las
costumbres, el respeto a los ancianos, forman reunidos un código de
leyes, de usos y prácticas de gobierno, que mantienen la moral, tal como
la comprenden, el orden y la asociación de tribu. Pero el progreso está
sofocado, porque no puede haber progreso sin la posesión permanente del
suelo, sin la ciudad, que es la que desenvuelve la capacidad industrial
del hombre y le permite extender sus adquisiciones.

En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade; el pastor posee
el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le
pertenece; pero para ocuparlo ha sido necesario disolver la asociación y
derramar las familias sobre una inmensa superficie. Imagináos una
extensión de 2.000 leguas cuadradas cubierta toda de población, pero
colocadas las habitaciones a cuatro leguas de distancia unas de otras, a
ocho a veces, a dos las más cercanas. El desenvolvimiento de la
propiedad mobiliaria no es imposible; los goces del lujo no son del todo
incompatibles con este aislamiento; puede la fortuna levantar un
soberbio edificio en el desierto; pero el estímulo falta, el ejemplo
desaparece, la necesidad de manifestarse con dignidad que se siente en
las ciudades, no se hace sentir allí, en el aislamiento y la soledad.
Las privaciones indispensables justifican la pereza natural, y la
frugalidad en los goces trae en seguida todas las exterioridades de la
barbarie. La sociedad ha desaparecido completamente; queda sólo la
familia feudal, aislada, reconcentrada; y no habiendo sociedad reunida,
toda clase de gobierno se hace imposible: la municipalidad no existe, la
policía no puede ejercerse y la justicia civil no tiene medios de
alcanzar a los delincuentes.

Ignoro si el mundo moderno presenta un género de asociación tan
monstruoso como éste. Es todo lo contrario del municipio romano, que
reconcentraba en un recinto toda la población y de allí salía a labrar
los campos circunvecinos. Existía, pues, una organización social fuerte,
y sus benéficos resultados se hacen sentir hasta hoy y han preparado la
civilización moderna. Se asemeja a la antigua slobada esclavona, con la
diferencia de que aquélla era agrícola y, por tanto, más susceptible de
gobierno; el desparramo de la población no era tan extenso como éste. Se
diferencia de la tribu nómade, en que aquélla anda en sociedad
siquiera, ya que no se posesiona del suelo. Es, en fin, algo parecido a
la feudalidad de la Edad Media, en que los barones residían en el campo
y desde allí hostilizaban las ciudades y asolaban las campañas; pero
aquí faltan el barón y el castillo feudal. Si el poder se levanta en el
campo, es momentáneamente, es democrático: ni se hereda, ni puede
conservarse, por falta de montañas y posiciones fuertes. De aquí resulta
que aun la tribu salvaje de la pampa está organizada mejor que nuestras
campañas para el desarrollo moral.

Pero lo que presenta de notable esta sociedad, en cuanto a su aspecto
social, es su afinidad con la vida antigua, con la vida espartana o
romana, si por otra parte no tuviese una desemejanza radical. El
ciudadano libre de Esparta o de Roma echaba sobre sus esclavos el peso
de la vida material, el cuidado de proveer a la subsistencia, mientras
que él vivía libre de cuidados en el foro, en la plaza pública,
ocupándose exclusivamente de los intereses del Estado, de la paz, la
guerra, las luchas de partido. El pastoreo proporciona las mismas
ventajas, y la función inhumana del ilota antiguo la desempeña el
ganado. La procreación espontánea forma y acrece indefinidamente la
fortuna; la mano del hombre está por demás; su trabajo, su inteligencia,
su tiempo, no son necesarios para la conservación y aumento de los
medios de vivir. Pero si nada de esto necesita para lo material de la
vida, las fuerzas que economiza no puede emplearlas como el romano;
fáltale la ciudad, el municipio, la asociación íntima, y, por tanto,
fáltale la base de todo desarrollo social; no estando reunidos los
estancieros, no tienen necesidades públicas que satisfacer; en una
palabra: no hay _res pública_.

El progreso moral, la cultura de la inteligencia descuidada en la tribu
árabe o tártara, es aquí no sólo descuidada, sino imposible. ¿Dónde
colocar la escuela para que asistan a recibir lecciones los niños
diseminados a diez leguas de distancia en todas direcciones? Así, pues,
la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal[18], y
gracias si las costumbres domésticas conservan un corto depósito de
moral. La religión sufre las consecuencias de la disolución de la
sociedad; el curato es nominal, el púlpito no tiene auditorio, el
sacerdote huye de la capilla solitaria o se desmoraliza en la inacción y
en la soledad; los vicios, el simoniaquismo, la barbarie normal,
penetran en su celda y convierten su superioridad moral en elementos de
fortuna y de ambición, porque al fin concluye por hacerse caudillo de
partido.

Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos primitivos
del mundo, anteriores a la institución del sacerdocio. Hallábame en la
Sierra de San Luis, en casa de un estanciero cuyas dos ocupaciones
favoritas eran rezar y jugar. Había edificado una capilla en la que los
domingos por la tarde rezaba él mismo el rosario, para suplir al
sacerdote y el oficio divino de que por años habían carecido. Era aquél
un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al
redil hendían el aire con sus confusos balidos; el dueño de la casa,
hombre de sesenta años, de una fisonomía noble, en que la raza europea
pura se ostentaba por la blancura del cutis, los ojos azulados, la
frente espaciosa y despejada, hacía coro, a que contestaban una docena
de mujeres y algunos mocetones, cuyos caballos, no bien domados aún,
estaban amarrados cerca de la puerta de la capilla. Concluído el
rosario, hizo un fervoroso ofrecimiento. Jamás he oído voz más llena de
unción, fervor más puro, fe más firme, ni oración más bella, más
adecuada a las circunstancias que la que recitó. Pedía en ella a Dios
lluvia para los campos, fecundidad para los ganados, paz para la
República, seguridad para los caminantes... Yo soy muy propenso a
llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento
religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una
sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía
estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la
naturaleza que lo revela; la voz de aquel hombre candoroso e inocente me
hacía vibrar todas las fibras y me penetraba hasta la medula de los
huesos.

He aquí a lo que está reducida la religión en las campañas pastoras: a
la religión natural; el cristianismo existe, como el idioma español, en
clase de tradición que se perpetúa, pero corrompido, encarnado en
supersticiones groseras, sin instrucción, sin culto y sin convicciones.
En casi todas las campañas apartadas de las ciudades ocurre que, cuando
llegan comerciantes de San Juan o de Mendoza, les presentan tres o
cuatro niños de meses y de un año para que los bauticen, satisfechos de
que por su buena educación podrán hacerlo de un modo válido; y no es
raro que a la llegada de un sacerdote se le presenten mocetones, que
vienen domando un potro, a que les ponga el óleo y administre el
bautismo _sub conditione_.

A falta de todos los medios de civilización y de progreso, que no pueden
desenvolverse sino a condición de que los hombres estén reunidos en
sociedades numerosas, ved la educación del hombre en el campo. Las
mujeres guardan la casa, preparan la comida, trasquilan las ovejas,
ordeñan las vacas, fabrican los quesos y tejen las groseras telas de que
se visten; todas las ocupaciones domésticas, todas las industrias
caseras las ejerce la mujer; sobre ella pesa casi todo el trabajo, y
gracias si algunos hombres se dedican a cultivar un poco de maíz para el
alimento de la familia, pues el pan es inusitado como manutención
ordinaria. Los niños ejercitan sus fuerzas y se adiestran por placer en
el manejo del lazo y de las boleadoras, con que molestan y persiguen sin
descanso a las terneras y cabras; cuando son jinetes, y esto sucede
luego de aprender a caminar, sirven a caballo en algunos quehaceres; más
tarde, y cuando ya son fuertes, recorren los campos cayéndose y
levantándose, rodando a designio de las vizcacheras, salvando
precipicios y adiestrándose en el manejo del caballo; cuando la pubertad
asoma se consagran a domar potros salvajes, y la muerte es el castigo
menor que les aguarda si un momento les faltan las fuerzas o el coraje.
Con la juventud primera viene la completa independencia y la
desocupación.

Aquí principia la vida pública, diré, del gaucho, pues que su educación
está ya terminada. Es preciso ver a estos españoles, por el idioma
únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para
saber apreciar los caracteres indómitos y altivos que nacen de esta
lucha del hombre aislado con la naturaleza salvaje, del racional con el
bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barba, estos semblantes
graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del
compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las
ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar
un toro bravío y darle muerte, que no sabrá proveerse de caballo a
campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie; que nunca ha parado un
tigre, recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la
otra, para meterlo en la boca, mientras le traspasa el corazón y lo deja
tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de
mostrarse siempre superior a la naturaleza, de desafiarla y vencerla,
desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual
y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean,
civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como
nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esta
vanidad, y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia. Creo que
el cargo no es del todo infundado, y no me pesa de ello. ¡Ay del pueblo
que no tiene fe en sí mismo! ¡Para ése no se han hecho las grandes
cosas! ¿Cuánto no habrá podido contribuir a la independencia de una
parte de la América la arrogancia de estos gauchos argentinos que nada
han visto bajo el sol mejor que ellos, ni el hombre sabio ni el
poderoso? El europeo es para ellos el último de todos, porque no resiste
a un par de corcovos del caballo[19]. Si el origen de esta vanidad
nacional en las clases inferiores es mezquino, no son por eso menos
nobles las consecuencias, como no es menos pura el agua de un río porque
nazca de vertientes cenagosas e infectas. Es implacable el odio que les
inspiran los hombres cultos, e invencible su disgusto por sus vestidos,
usos y maneras. De esta pasta están amasados los soldados argentinos, y
es fácil imaginarse los hábitos que de este género pueden dar en valor y
sufrimiento para la guerra; añádase que desde la infancia están
habituados a matar las reses, y que este acto de crueldad necesaria los
familiariza con el derramamiento de sangre, y endurece su corazón contra
los gemidos de las víctimas.

La vida del campo, pues, ha desenvuelto en el gaucho las facultades
físicas, sin ninguna de las de la inteligencia. Su carácter moral se
resiente de su hábito de triunfar de los obstáculos y del poder de la
naturaleza; es fuerte, altivo, enérgico. Sin ninguna instrucción, sin
necesitarla tampoco, sin medios de subsistencia como sin necesidades, es
feliz en medio de su pobreza y de sus privaciones, que no son tales para
el que nunca conoció mayores goces, ni extendió más altos sus deseos; de
manera que si esta disolución de la sociedad radica hondamente la
barbarie por la imposibilidad y la inutilidad de la educación moral e
intelectual, no deja, por otra parte, de tener sus atractivos. El gaucho
no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa;
uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa
del patrón o del pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado
exige se reducen a correrías y partidas de placer. La hierra, que es
como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se
recibe con transportes de júbilo; allí es el punto de reunión de todos
los hombres de veinte leguas a la redonda; allí la ostentación de la
increíble destreza en el lazo. El gaucho llega a la hierra al paso lento
y mesurado de su mejor _parejero_, que detiene a distancia apartada; y
para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del
caballo. Si el entusiasmo lo anima, desciende lentamente del caballo,
desarrolla su lazo y lo arroja sobre un toro que pasa con la velocidad
del rayo a cuarenta pasos de distancia; lo ha cogido de una uña, que era
lo que se proponía, y vuelve tranquilo a enrollar su _cuerda_.



CAPÍTULO II

ORIGINALIDAD Y CARACTERES ARGENTINOS.--EL RASTREADOR.--EL BAQUEANO.--EL
GAUCHO MALO.--EL CANTOR

    Ainsi que l'océan, les steppe
    remplissent l'esprit du sentiment
    de l'infini.

    HUMBOLDT.



Si de las condiciones de la vida pastoril, tal como la ha constituído la
colonización y la incuria, nacen graves dificultades para una
organización política cualquiera, y muchas más para el triunfo de la
civilización europea, de sus instituciones, y de la riqueza y libertad,
que son sus consecuencias, no puede, por otra parte, negarse que esta
situación tiene su costado poético, fases dignas de la pluma del
romancista. Si un destello de literatura nacional puede brillar
momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará
de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y, sobre todo, de
la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la
inteligencia y la materia; lucha imponente en América, y que da lugar a
escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de
ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes
dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los
usos sorprendentes y originales los caracteres.

El único romancista norteamericano que haya logrado hacerse un nombre
europeo es Fenimore Cooper, y eso porque transportó la escena de sus
descripciones fuera del círculo ocupado por los plantadores, al límite
entre la vida bárbara y la civilizada, al teatro de la guerra en que las
razas indígenas y la raza sajona están combatiendo por la posesión del
terreno.

No de otro modo nuestro joven poeta Echeverría ha logrado llamar la
atención del mundo literario español con su poema titulado _La Cautiva_.
Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Arjea, que sus predecesores
los Varelas trataron con maestría clásica y estro poético, pero sin
suceso y sin consecuencia, porque nada agregaban al caudal de nociones
europeas, y volvió sus miradas al desierto, y allá en la inmensidad sin
límites, en las soledades en que vaga el salvaje, en la lejana zona de
fuego que el viajero ve acercarse cuando los campos se incendían, halló
las inspiraciones que proporciona a la imaginación el espectáculo de una
naturaleza solemne, grandiosa, inconmensurable, callada; y entonces el
eco de sus versos pudo hacerse oír con aprobación aun por la península
española.

Hay que notar de paso un hecho, que es muy explicativo, de los fenómenos
sociales de los pueblos. Los accidentes de la naturaleza producen
costumbres y usos peculiares a estos accidentes, haciendo que donde
estos accidentes se repiten vuelvan a encontrarse los mismos medios de
parar a ellos, inventados por pueblos distintos. Esto me explica por qué
la flecha y el arco se encuentran en todos los pueblos salvajes,
cualesquiera que sea su raza, su origen y su colocación geográfica.
Cuando leía en _El último de los Mohicanos_, de Cooper, que Ojo de Alcón
y Uncas habían perdido el rastro de los Mingos en un arroyo, dije: «Van
a tapar el arroyo.» Cuando en _La Pradera_, el Trampero mantiene la
incertidumbre y la agonía mientras el fuego los amenaza, un argentino
habría aconsejado lo mismo que el Trampero sugiere al fin, que es
limpiar un lugar para guarecerse, e incendiar a su vez, para poderse
retirar del fuego que invade sobre las cenizas del que se ha encendido.
Tal es la práctica de los que atraviesan la pampa para salvarse de los
incendios del pasto. Cuando los fugitivos de _La Pradera_ encuentran un
río, y Cooper describe la misteriosa operación del Pawnie con el cuero
de búfalo que recoge, va a hacer la _pelota_, me dije a mí mismo:
lástima es que no haya una mujer que la conduzca, que entre nosotros son
las mujeres las que cruzan los ríos con la _pelota_ tomada con los
dientes por un lazo. El procedimiento para asar una cabeza de búfalo en
el desierto es el mismo que nosotros usamos para _batear_ una cabeza de
vaca o un lomo de ternera. En fin, otros mil accidentes que omito
prueban la verdad de que modificaciones análogas del suelo traen
análogas costumbres, recursos y expedientes. No es otra la razón de
hallar en Fenimore Cooper descripciones de usos y costumbres que parecen
plagiadas de la pampa; así, hallamos en los hábitos pastoriles de la
América, reproducidos, hasta los trajes, el semblante grave y
hospitalidad árabes.

Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales
del país y de las costumbres excepcionales que engendra. La poesía para
despertarse, porque la poesía es como el sentimiento religioso, una
facultad del espíritu humano, necesita el espectáculo de lo bello, del
poder terrible, de la inmensidad de la extensión, de lo vago, de lo
incomprensible, porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar empiezan
las mentiras de la imaginación, el mundo ideal. Ahora yo pregunto: ¿Qué
impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el
simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver... no ver nada?
Porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso,
indefinido, más se aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la
contemplación y la duda. ¿Dónde termina aquel mundo que quiere en vano
penetrar? ¡No lo sabe! ¿Qué hay más allá de lo que ve? La soledad, el
peligro, el salvaje, la muerte. He aquí ya la poesía. El hombre que se
mueve en estas escenas, se siente asaltado de temores e incertidumbres
fantásticas, de sueños que le preocupan despierto.

De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por
naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo, cuando en medio de una tarde
serena y apacible una nube torva y negra se levanta sin saber de dónde,
se extiende sobre el cielo mientras se cruzan dos palabras, y de repente
el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al viajero, y
reteniendo el aliento por temor de atraerse un rayo de dos mil que caen
en torno suyo? La obscuridad se sucede después a la luz; la muerte está
por todas partes; un poder terrible, incontrastable, le ha hecho en un
momento reconcentrarse en sí mismo y sentir su nada en medio de aquella
naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la
aterrante magnificencia de sus obras. ¿Qué más colores para la paleta de
la fantasía? Masas de tinieblas que anublan el día; masas de luz lívida,
temblorosa, que ilumina un instante las tinieblas y muestra la pampa a
distancias infinitas, cruzándolas vivamente el rayo, en fin, símbolo del
poder. Estas imágenes han sido hechas para quedarse hondamente grabadas.
Así, cuando la tormenta pasa, el gaucho se queda triste, pensativo,
serio, y la sucesión de luz y tinieblas se continúa en su imaginación,
del mismo modo que cuando miramos fijamente el sol nos queda por largo
tiempo su disco en la retina.

Preguntadle al gaucho, a quien matan con preferencia los rayos, y os
introducirá en un mundo de idealizaciones morales y religiosas,
mezcladas de hechos naturales, pero mal comprendidos, de tradiciones
supersticiosas y groseras. Añádase que, si es cierto que el flúido
eléctrico entra en la economía de la vida humana y es el mismo que
llaman flúido nervioso, el cual excitado subleva las pasiones y enciende
el entusiasmo, muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la
imaginación el pueblo que habita bajo una atmósfera recargada de
electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea como el
pelo contrariado del gato.

¿Cómo no ha de ser poeta el que presencia estas escenas imponentes:

    «Gira en vano, reconcentra
    su inmensidad, y no encuentra
    la vista en su vivo anhelo
    do fijar su fugaz vuelo
    como el pájaro en la mar.
    Doquier campo y heredades
    del ave y bruto guaridas;
    doquier cielo y soledades
    de Dios sólo conocidas,
    que El sólo puede sondar»[20],

o el que tiene a la vista esta naturaleza engalanada?:

    «De las entrañas de América
    dos raudales se destacan:
    el Paraná, faz de perlas,
    y el Uruguay, faz de nácar.
    Los dos entre bosques corren
    o entre floridas barrancas,
    como dos grandes espejos
    entre marcos de esmeraldas.
    Salúdanlos en su paso
    la melancólica pava,
    el picaflor y jilguero,
    el zorzal y la torcaza.
    Como ante reyes se inclinan
    ante ellos seibos y palmas,
    y le arrojan flor del aire,
    aroma y flor de naranja;
    luego en el Guazú se encuentran,
    y reuniendo sus aguas,
    mezclando nácar y perlas,
    se derraman en el Plata»[21].

Pero ésta es la poesía culta, la poesía de la ciudad; hay otra que hace
oír sus ecos por los campos solitarios: la poesía popular, candorosa y
desaliñada del gaucho.

También nuestro pueblo es músico. Esta es una predisposición nacional
que todos los vecinos le reconocen. Cuando en Chile se anuncia por la
primera vez un argentino en una casa, lo invitan al piano en el acto, o
le pasan una vihuela, y si se excusa diciendo que no sabe pulsarla, o
extrañan y no le creen, «porque siendo argentino--dicen--debe ser
músico». Esta es una preocupación popular que acusa nuestros hábitos
nacionales. En efecto: el joven culto de las ciudades toca el piano o
la flauta, el violín o la guitarra; los mestizos se dedican casi
exclusivamente a la música, y son muchos los hábiles compositores e
instrumentistas que salen de entre ellos. En las noches de verano se oye
sin cesar la guitarra en la puerta de las tiendas, y tarde de la noche
el sueño es dulcemente interrumpido por las serenatas y los conciertos
ambulantes.

El pueblo campesino tiene sus cantares propios.

El _triste_, que predomina en los pueblos del Norte, es un canto frigio,
plañidero, natural al hombre en el estado primitivo de barbarie, según
Rousseau.

La _vidalita_, canto popular con coros, acompañado de la guitarra y un
tamboril, a cuyos redobles se reúne la muchedumbre y va engrosando el
cortejo y el estrépito de las voces; este canto me parece heredado de
los indígenas, porque lo he oído en una fiesta de indios en Copiapó, en
celebración de la Candelaria, y como canto religioso, debe ser antiguo,
y los indios chilenos no lo han de haber adoptado de los españoles
argentinos. La _vidalita_ es el metro popular en que se cantan los
asuntos del día, las canciones guerreras; el gaucho compone el verso que
canta, y lo populariza por las asociaciones que su canto exige.

Así, pues, en medio de la rudeza de las costumbres nacionales, estas dos
artes que embellecen la vida civilizada y dan desahogo a tantas pasiones
generosas, están honradas y favorecidas por las masas mismas, que
ensayan su áspera musa en composiciones líricas y poéticas. El joven
Echeverría residió algunos meses en la campaña en 1840, y la fama de sus
versos sobre la pampa le había precedido ya; los gauchos lo rodeaban con
respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de desdén
hacia el _cajetilla_, alguno le insinuaba al oído: «Es poeta», y toda
prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado.

Sabido es, por otra parte, que la guitarra es el instrumento popular de
los españoles y que es común en América. En Buenos Aires, sobre todo,
está todavía muy vivo el tipo popular español, el _majo_. Descúbresele
en el compadrito de la ciudad y en el gaucho de la campaña. El _jaleo_
español vive en el _cielito_; los dedos sirven de castañuelas. Todos los
movimientos del compadrito revelan al majo: el movimiento de los
hombros, los ademanes, la colocación del sombrero, hasta la manera de
escupir por entre los colmillos, todo es un andaluz genuino.

Del centro de estas costumbres y gustos generales se levantan
especialidades notables, que un día embellecerán y darán un tinte
original al drama y al romance nacional. Yo quiero sólo notar aquí
algunos que servirán a completar la idea de las costumbres, para trazar
en seguida el carácter, causas y efectos de la guerra civil.

El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador.
Todos los gauchos del interior son rastreadores. En llanuras tan
dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones,
y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es
preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre
mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de
vacío. Esta es una ciencia casera y popular. Una vez caía yo de un
camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía
echó, como de costumbre, la vista al suelo. «Aquí va--dijo luego--una
mulita mora muy buena... ésta es la tropa de don N. Zapata..., es de muy
buena silla..., va ensillada..., ha pasado ayer...» Este hombre venía de
la Sierra de San Luis; la tropa volvía de Buenos Aires, y hacía un año
que él había visto por última vez la mulita mora, cuyo rastro estaba
confundido con el de toda una tropa en un sendero de dos pies de ancho.
Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; éste
era un peón de árrea y no un rastreador de profesión.

El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones
hacen fe en los tribunales inferiores. La conciencia del saber que posee
le da cierta dignidad reservada y misteriosa. Todos le tratan con
consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o
denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle. Un
robo se ha ejecutado durante la noche; no bien se nota, corren a buscar
una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el
viento no la disipe. Se llama en seguida al rastreador, que ve el rastro
y lo sigue sin mirar sino de tarde en tarde el suelo, como si sus ojos
vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible. Sigue el
curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y,
señalando un hombre que encuentra, dice fríamente: «¡Este es!» El delito
está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación.
Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la
evidencia misma; negarla sería ridículo, absurdo. Se somete, pues, a
este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala. Yo mismo
he conocido a Calíbar, que ha ejercido en una provincia su oficio
durante cuarenta años consecutivos. Tiene ahora cerca de ochenta años;
encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y
lleno de dignidad. Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta:
«Ya no valgo nada; ahí están los niños.» Los niños son sus hijos, que
han aprendido en la escuela de tan famoso maestro. Se cuenta de él que
durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez su montura de gala.
Su mujer tapó el rastro con una artesa. Dos meses después Calíbar
regresó, vió el rastro ya borrado e imperceptible para otros ojos, y no
se habló más del caso. Año y medio después Calíbar marchaba cabizbajo
por una calle de los suburbios, entra en una casa y encuentra su
montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso. ¡Había encontrado
el rastro de su raptor después de dos años! El año 1830 un reo condenado
a muerte se había escapado de la cárcel. Calíbar fué encargado de
buscarlo. El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas
las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió. ¡Precauciones
inútiles! Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido
Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con
calor una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa
vista. El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no
dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del
pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y
volvía para atrás. Calíbar lo seguía sin perder la pista; si le sucedía
momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo exclamaba: «¡Dónde te
_mi-as-dir_!» Al fin llegó a una acequia de agua en los suburbios, cuya
corriente había seguido aquél para burlar al rastreador... ¡Inútil!
Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar. Al fin se
detiene, examina unas hierbas, y dice: «¡Por aquí ha salido; no hay
rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican!» Entra en una
viña; Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo: «Adentro
está». La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta
de la inutilidad de las pesquisas. «No ha salido» fué la breve respuesta
que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dió el rastreador. No
había salido, en efecto, y al día siguiente fué ejecutado. En 1830
algunos presos políticos intentaban una evasión; todo estaba preparado:
los auxiliares de fuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno
dijo: «¿Y Calíbar?» «¡Cierto!--contestaron los otros anonadados,
aterrados--. ¡Calíbar!» Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que
estuviese enfermo cuatro días, contados desde la evasión, y así pudo
efectuarse sin inconveniente.

¿Qué misterio es éste del rastreador? ¿Qué poder microscópico se
desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres? ¡Cuán sublime
criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!

Después del rastreador viene el baqueano, personaje eminente y que tiene
en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias. El
baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos veinte mil
leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas. Es el topógrafo más
completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los
movimientos de su campaña. El baqueano va siempre a su lado. Modesto y
reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la
suerte del Ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una
provincia, todo depende de él.

El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general
tiene en él plena confianza. Imagináos la posición de un jefe condenado
a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos
indispensables para triunfar. Un baqueano encuentra una sendita que hace
cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si
encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce
todas, sabe de dónde vienen y adónde van. El sabe el vado oculto que
tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario, y esto en cien
ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos extensos un sendero por donde
pueden ser atravesados sin inconveniente, y esto en cien ciénagos
distintos.

En lo más obscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras
sin límites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en
círculo de ellos, observa los árboles; si no los hay, se desmonta, se
inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura
en que se halla, monta en seguida, y les dice para asegurarlos: «Estamos
en dereseras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el
camino ha de ir al sur», y se dirige hacia el rumbo que señala,
tranquilo, sin prisa de encontrarlo, y sin responder a las objeciones
que el temor o la fascinación sugiere a los otros.

Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la obscuridad es
impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y
la tierra, las masca, y después de repetir este procedimiento varias
veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de
agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente. El general
Rosas, dicen, conoce por el gusto el pasto de cada estancia del sur de
Buenos Aires.

Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla,
y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante
cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte,
examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la
rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo
él sabe, y galopando día y noche, llega al lugar designado.

El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez
leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los
avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección.
Cuando se aproxima observa los polvos, y por su espesor cuenta la
fuerza: «son dos mil hombres»--dice--, «quinientos», «doscientos», y el
jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible. Si los cóndores
y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay
gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple
animal muerto. El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a
otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más una
senda extraviada e ignorada por donde se puede llegar de sorpresa y en
la mitad del tiempo; así es que las partidas de montoneras emprenden
sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia, que
casi siempre las aciertan. ¿Creeráse exagerado? ¡No! El general Rivera,
de la Banda Oriental, es un simple baqueano, que conoce cada árbol que
hay en toda la extensión de la República del Uruguay. No la hubieran
ocupado los brasileños sin su auxilio, y no la hubieran libertado sin él
los argentinos. Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años
de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires, hoy
con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay,
puede desaparecer destruído a pedazos, por una sorpresa, por una fuerza
cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho,
por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo,
o por otro accidente inapercibido o insignificante.

El general Rivera principió sus estudios del terreno el año 1804, y
haciendo la guerra a las autoridades entonces, como contrabandista, a
los contrabandistas después como empleado, al rey en seguida como
patriota, a los patriotas más tarde como montonero, a los argentinos
como jefe brasilero, a éstos como general argentino, a Lavalleja como
presidente, al presidente Oribe como jefe proscripto, a Rosas, en fin,
aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para
aprender un poco de la ciencia del baqueano.

El Gaucho Malo: éste es un tipo de ciertas localidades, un _outlaw_, un
_squatter_, un misántropo particular. Es el _Ojo del Alcón_, el
_Trampero_ de Cooper, con toda su ciencia del desierto, con toda su
aversión a las poblaciones de los blancos, pero sin su moral natural y
sin sus conexiones con los salvajes. Llámanle el Gaucho Malo, sin que
este epíteto le desfavorezca del todo. La justicia lo persigue desde
muchos años; su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio
y casi con respeto. Es un personaje misterioso: mora en la pampa, son su
albergue los cardales, vive de perdices y _mulitas_; si alguna vez
quiere regalarse con una lengua, enlaza una vaca, la voltea solo, la
mata, saca su bocado predilecto y abandona lo demás a las aves
montesinas. De repente se presenta el Gaucho Malo en un pago de donde la
partida acaba de salir, conversa pacíficamente con los buenos gauchos,
que lo rodean y lo admiran; se prevee _de los vicios_, y si divisa la
partida, monta tranquilamente en su caballo y lo apunta hacia el
desierto, sin prisa, sin aparato, desdeñando volver la cabeza. La
partida rara vez lo sigue; mataría inútilmente sus caballos, porque el
que monta el Gaucho Malo es un parejero _pangaré_ tan célebre como su
amo. Si el acaso lo echa alguna vez de improviso entre las garras de la
justicia, acomete a lo más espeso de la partida, y a merced de cuatro
tajadas que con su cuchillo ha abierto en la cara o en el cuerpo de los
soldados, se hace paso por entre ellos, y tendiéndose sobre el lomo del
caballo para sustraerse a la acción de las balas que lo persiguen,
endilga hacia el desierto, hasta que, poniendo espacio conveniente entre
él y sus perseguidores, refrena su trotón y marcha tranquilamente. Los
poetas de los alrededores agregan esta nueva hazaña a la biografía del
héroe del desierto, y su nombradía vuela por toda la vasta campaña. A
veces se presenta a la puerta de un baile campestre con una muchacha que
ha robado; entra en el baile con su pareja, confúndese en las mudanzas
del _cielito_, y desaparece sin que nadie se aperciba de ello. Otro día
se presenta en la casa de la familia ofendida, hace descender de la
grupa a la niña que ha seducido, y desdeñando las maldiciones de los
padres que le siguen, se encamina tranquilo a su morada sin límites.

Este hombre divorciado de la sociedad, proscrito por las leyes; este
salvaje de color blanco, no es en el fondo un ser más depravado que los
que habitan las poblaciones. El osado prófugo que acomete una partida
entera, es inofensivo para con los viajeros. El Gaucho Malo no es un
bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea,
como el robo no entraba en la idea del _Churriador_; roba, es cierto,
pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. Una
vez viene al real de una tropa del interior, el patrón propone comprarle
un caballo de tal pelo extraordinario, de tal figura, de tales prendas,
con una estrella blanca en la paleta. El gaucho se recoge, medita un
momento, y después de un rato de silencio, contesta: «No hay actualmente
caballo así.» ¿Qué ha estado pensando el gaucho? En aquel momento ha
recorrido en su mente mil estancias de la pampa, ha visto y examinado
todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, color,
señas particulares, y convencido de que no hay ninguno que tenga una
estrella en la paleta; unos la tienen en la frente, otros una mancha
blanca en el anca. ¿Es sorprendente esta memoria? ¡No! Napoleón conocía
por sus nombres doscientos mil soldados, y recordaba al verlos todos los
hechos que a cada uno de ellos se referían. Si no se le pide, pues, lo
imposible, en día señalado, en un punto dado del camino, entregará un
caballo tal como se le pide, sin que el anticiparle el dinero sea un
motivo de faltar a la cita. Tiene sobre este punto el honor de los
tahúres sobre la deuda.

Viaja a veces a la campaña de Córdoba, a Santa Fe. Entonces se le ve
cruzar la pampa con una tropilla de caballos por delante; si alguno lo
encuentra, sigue su camino sin acercársele, a menos que él lo solicite.

El cantor. Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de
civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo
bardo, el vate, el trovador de la Edad Media, que se mueve en la misma
escena, entre las luchas de las ciudades y del feudalismo de los campos,
entre la vida que se va y la vida que se acerca. El cantor anda de pago
en pago, «de tapera en galpón», cantando sus héroes de la pampa
perseguidos por la justicia, los llantos de la viuda a quien los indios
robaron sus hijos en un malón reciente, la derrota y la muerte del
valiente Rauch, la catástrofe de Facundo Quiroga y la suerte que cupo a
Santos Pérez. El cantor está haciendo candorosamente el mismo trabajo de
crónica, costumbres, historia, biografía, que el bardo de la Edad Media,
y sus versos serían recogidos más tarde como los documentos y datos en
que habría de apoyarse el historiador futuro, si a su lado no estuviese
otra sociedad culta con superior inteligencia de los acontecimientos que
la que el infeliz despliega en sus rapsodias ingenuas. En la República
Argentina se ven a un tiempo dos civilizaciones distintas en un mismo
suelo: una naciente, que, sin conocimiento de lo que tiene sobre su
cabeza, está remedando los esfuerzos ingenuos y populares de la Edad
Media; otra que, sin cuidarse de lo que tiene a sus pies, intenta
realizar los últimos resultados de la civilización europea. El siglo XIX
y el siglo XII viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en
las campañas.

El cantor no tiene residencia fija; su morada está donde la noche lo
sorprende, su fortuna en sus versos y en su voz; dondequiera que el
_cielito_ enreda sus parejas sin tasa; dondequiera que se apure una copa
de vino, el cantor tiene su lugar preferente, su parte escogida en el
festín. El gaucho argentino no bebe si la música y los versos no lo
excitan[22], y cada pulpería tiene su guitarra para poner en manos del
cantor, a quien el grupo de caballos estacionados en la puerta anuncia
a lo lejos dónde se necesita el concurso de su gaya ciencia.

El cantor mezcla entre sus cantos heroicos la relación de sus propias
hazañas. Desgraciadamente el cantor, con ser el bardo argentino, no está
libre de tener que habérselas con la Justicia. También tiene que dar la
cuenta de sendas puñaladas que ha distribuído, una o dos _desgracias_
(¡muertes!) que tuvo y algún caballo o alguna muchacha que robó. El año
1840, entre un grupo de gauchos y a orillas del majestuoso Paraná,
estaba sentado en el suelo, y con las piernas cruzadas, un cantor que
tenía azorado y divertido a su auditorio con la larga y animada historia
de sus trabajos y aventuras. Había ya contado lo del rapto de la querida
con los trabajos que sufrió, lo de la _desgracia_ y la disputa que la
motivó; estaba refiriendo su encuentro con la partida y las puñaladas
que en su defensa dió, cuando el tropel y los gritos de los soldados le
avisaron que esta vez estaba cercado. La partida, en efecto, se había
cerrado en forma de herradura; la abertura quedaba hacia el Paraná que
corría 20 varas más abajo: tal era la altura de la barranca. El cantor
oyó la grita sin turbarse; viósele de improviso sobre el caballo,
echando una mirada escudriñadora sobre el círculo de soldados con las
tercerolas preparadas, vuelve el caballo hacia la barranca, le pone el
poncho en los ojos y clávale las espuelas. Algunos instantes después se
veía salir de las profundidades del Paraná el caballo sin freno, a fin
de que nadase con más libertad, y el cantor tomado de la cola volviendo
la cara quietamente, cual si fuera en un bote de ocho remos, hacia la
escena que dejaba en la barranca. Algunos balazos de la partida no
estorbaron que llegase sano y salvo al primer islote que sus ojos
divisaron.

Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona,
irregular, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más
narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida
campestre, del caballo y las escenas del desierto, que la hacen
metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado
malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico de
ordinario, elevándose a la altura poética por momentos para caer de
nuevo al recitado insípido y casi sin versificación. Fuera de esto, el
cantor posee su repertorio de poesías populares, quintillas, décimas y
octavas, diversos géneros de versos octosílabos. Entre éstos hay muchas
composiciones de mérito y que descubren inspiración y sentimiento.

Aún podría añadir a estos tipos originales muchos otros igualmente
curiosos, igualmente locales, si tuviesen, como los anteriores, la
peculiaridad de revelar las costumbres nacionales, sin lo cual es
imposible comprender nuestros personajes políticos ni el carácter
primordial y americano de la sangrienta lucha que despedaza a la
República Argentina. Andando esta historia, el lector va a descubrir por
sí solo dónde se encuentra el rastreador, el baqueano, el gaucho malo,
el cantor. Verá en los caudillos cuyos nombres han traspasado las
fronteras argentinas y aun en aquéllos que llenan el mundo con el horror
de su nombre, el reflejo vivo de la situación interior del país, sus
costumbres, su organización.



CAPÍTULO III

ASOCIACIÓN.--LA PULPERÍA

    Le _Gaucho_ vit de privations,
    mais son luxe est la liberté. Fier
    d'une indépendance sans bornes,
    ses sentiments sauvahes comme sa
    vie, sont pourtant nobles et bons.

    HEAD.



En el capítulo primero hemos dejado al campesino argentino en el momento
en que ha llegado a la edad viril tal cual lo ha formado la naturaleza y
la falta de verdadera sociedad en que vive. Le hemos visto hombre,
independiente de toda necesidad, libre de toda sujeción, sin ideas de
gobierno, porque todo orden regular y sistemado se hace de todo punto
imposible. Con estos hábitos de incuria, de independencia, va a entrar
en otra escala de la vida campestre que, aunque vulgar, es el punto de
partida de todos los grandes acontecimientos que vamos a ver
desenvolverse muy luego.

No se olvide que hablo de los pueblos esencialmente pastores; que en
éstos toma la fisonomía fundamental, dejando las modificaciones
accidentales que experimentan para indicar a su tiempo los efectos
parciales. Hablo de la asociación de estancias, que, distribuídas de
cuatro en cuatro leguas más o menos, cubren la superficie de una
provincia.

Las campañas agrícolas se subdividen y se diseminan también en la
sociedad, pero en una escala muy reducida: un labrador colinda con otro,
y los aperos de la labranza y la multitud de instrumentos, aparejos,
bestias que ocupa, etcétera, lo variado de sus productos y las diversas
artes que la agricultura llama en su auxilio, establecen relaciones
necesarias entre los habitantes de un valle y hacen indispensable un
rudimento de villa que les sirva de centro. Por otra parte, los cuidados
y faenas que la labranza exige requieren tal número de brazos, que la
ociosidad se hace imposible y los varones se ven forzados a permanecer
en el recinto de la heredad. Todo lo contrario sucede en esta singular
asociación. Los límites de la propiedad no están marcados; los ganados,
cuanto más numerosos son, menos brazos ocupan; la mujer se encarga de
todas las faenas domésticas y fabriles. El hombre queda desocupado, sin
goces, sin ideas, sin atenciones forzosas; el hogar doméstico le
fastidia, lo expele, digámoslo así. Hay necesidad, pues, de una sociedad
ficticia para remediar esta desasociación normal. El hábito contraído
desde la infancia de andar a caballo es un nuevo estímulo para dejar la
casa. Los niños tienen el deber de echar caballos al corral apenas sale
el sol, y todos los varones, hasta los pequeñuelos, ensillan su caballo,
aunque no sepan qué hacerse. El caballo es una parte integrante del
argentino de los campos; es para él lo que la corbata para los que viven
en el seno de las sociedades. El año 41, el Chacho, caudillo de los
llanos, emigró a Chile.«--¿Cómo le va, amigo?--le preguntaba uno.--¡Cómo
me ha de ir!--contestó con el acento del dolor y de la melancolía--, en
Chile y a pie.» Sólo un gaucho argentino sabe apreciar todas las
desgracias y todas las angustias que estas dos frases expresan.

Aquí vuelve a aparecer la vida árabe, tártara. Las siguientes palabras
de Víctor Hugo parecen escritas en la Pampa: «No podría combatir a pie;
no hace sino una sola persona con su caballo. Vive a caballo; trata,
compra y vende a caballo; bebe, come, duerme y sueña a caballo.»

Salen, pues, los varones sin saber fijamente adónde. Una vuelta a los
ganados, una visita a una cría o a la querencia de un caballo
predilecto, invierte una pequeña parte del día; el resto lo absorbe una
reunión en una venta o _pulpería_. Allí concurren cierto número de
parroquianos de los alrededores; allí se dan y adquieren las noticias
sobre los animales extraviados; trázanse en el suelo las marcas del
ganado; sábese dónde caza el tigre, dónde se le han visto los rastros al
león; allí se arman las carreras, se reconocen los mejores caballos;
allí, en fin, está el cantor, allí se fraterniza por el circular de la
copa y las prodigalidades de los que poseen.

En esta vida tan sin emociones, el juego sacude los espíritus enervados,
el licor enciende las imaginaciones adormecidas. Esta asociación
accidental de todos los días viene por su repetición a formar una
sociedad más estrecha que la de donde partió cada individuo, y en esta
asamblea sin objeto público, sin interés social, empiezan a echarse los
rudimentos de las reputaciones que más tarde, y andando los años, van a
aparecer en la escena política. Ved cómo:

El gaucho estima, sobre todas las cosas, las fuerzas físicas, la
destreza en el manejo del caballo, y, además, el valor. Esta reunión,
este _club_ diario es un verdadero circo olímpico, en que se ensayan y
comprueban los quilates del mérito de cada uno.

El gaucho anda armado del cuchillo, que ha heredado de los españoles;
esta peculiaridad de la península, este grito característico de
Zaragoza: _¡Guerra a cuchillo!_, es aquí más real que en España. El
cuchillo, a más de un arma, es un instrumento que le sirve para todas
sus ocupaciones; no puede vivir sin él; es como la trompa del elefante:
su brazo, su mano, su dedo, su todo. El gaucho, a la par del jinete,
hace alarde de valiente, y el cuchillo brilla a cada momento,
describiendo círculos en el aire, a la menor provocación, sin
provocación alguna, sin otro interés que medirse con un desconocido;
juega a las puñaladas como jugaría a los dados. Tan profundamente entran
estos hábitos pendencieros en la vida íntima del gaucho argentino, que
las costumbres han creado sentimientos de honor y una esgrima que
garantiza la vida. El hombre de la plebe de los demás países toma el
cuchillo para matar, y mata; el gaucho argentino lo desenvaina para
pelear, y hiere solamente. Es preciso que esté muy borracho, es preciso
que tenga instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos, para
que atente contra la vida de su adversario. Su objeto es sólo
_marcarlo_, darle una tajada en la cara, dejarle una señal indeleble.
Así se ve a estos gauchos llenos de cicatrices que rara vez son
profundas. La riña, pues, se traba por brillar, por la gloria del
vencimiento, por amor a la reputación. Ancho círculo se forma en torno
de los combatientes, y los ojos siguen con pasión y avidez el centelleo
de los puñales que no cesan de agitarse un momento. Cuando la sangre
corre a torrentes, los espectadores se creen obligados en conciencia a
separarlos. Si sucede alguna _desgracia_, las simpatías están por el que
se desgració; el mejor caballo le sirve para salvarse a parajes lejanos,
y allí lo acoge el respeto o la compasión. Si la justicia le da alcance,
no es raro que haga frente, y si _corre a la partida_, adquiere un
renombre desde entonces que se dilata sobre una ancha circunferencia.
Transcurre el tiempo, el juez ha sido mudado, y ya puede presentarse de
nuevo en su pago sin que se proceda a ulteriores persecuciones; está
absuelto. Matar es una desgracia, a menos que el hecho se repita tantas
veces, que inspire horror el contacto del asesino. El estanciero don
Juan Manuel Rosas, antes de ser hombre público, había hecho de su
residencia una especie de asilo para los homicidas, sin que jamás
consintiese en su servicio a los ladrones; preferencias que se
explicarían fácilmente por su carácter de gaucho propietario, si su
conducta posterior no hubiese revelado afinidades que han llenado de
espanto el mundo.

En cuanto a los juegos de equitación, bastaría indicar uno de los muchos
en que se ejercitan, para juzgar del arrojo que para entregarse a ellos
se requiere. Un gaucho pasa a todo escape por enfrente de sus
compañeros. Uno le arroja un tiro de bolas que en medio de la carrera
maniata al caballo. Del torbellino de polvo que levanta éste al caer,
vese salir al jinete corriendo, seguido del caballo, a quien el impulso
de la carrera interrumpida hace avanzar obedeciendo a las leyes de la
física. En este pasatiempo se juega la vida y a veces se pierde.

¿Creeráse que estas proezas, la destreza y la audacia en el manejo del
caballo, son las bases de las grandes ilustraciones que han llenado con
su nombre la República Argentina y cambiado la faz del país? Nada es más
cierto, sin embargo. No es mi ánimo persuadir que el asesinato y el
crimen hayan sido siempre una escala de ascensos. Millares son los
valientes que han parado en bandidos obscuros; pero pasan de centenares
los que a estos hechos han debido su posición. En todas las sociedades
despotizadas, las grandes dotes naturales van a perderse en el crimen;
el crimen, el genio romano que conquistara el mundo, es hoy el terror de
los Lagos Pontinos, y los Zumalacárregui, los Mina españoles, se
encuentran a centenares en Sierra Leona. Hay una necesidad para el
hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y ambición, que, cuando
faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y sus
leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o
César.

Con esta sociedad, pues, en que la cultura del espíritu es inútil e
imposible, donde los negocios municipales no existen; donde el bien
público es una palabra sin sentido, porque no hay público, el hombre
dotado eminentemente se esfuerza por producirse, y adopta para ello los
medios y los caminos que encuentra. El gaucho será un malhechor o un
caudillo, según el rumbo que las cosas tomen en el momento en que ha
llegado a hacerse notable.

Costumbres de este género requieren medios vigorosos de represión, y
para reprimir desalmados se necesitan jueces más desalmados aún. Lo que
al principio dije del capataz de carretas, se aplica exactamente al juez
de campaña. Ante toda otra cosa, necesita valor; el terror de su nombre
es más poderoso que los castigos que aplica. El juez es, naturalmente,
algún famoso de tiempo atrás, a quien la edad y la familia han llamado a
la vida ordenada. Por supuesto que la justicia que administra es de todo
punto arbitraria: su conciencia o sus pasiones lo guían, y sus
sentencias son inapelables. A veces suele haber jueces de éstos que lo
son de por vida y que dejan una memoria respetada. Pero la conciencia de
estos medios ejecutivos y lo arbitrario de las penas forman ideas en el
pueblo sobre el poder de la _autoridad_, que más tarde viene a producir
sus efectos. El juez se hace obedecer por su reputación de audacia
temible, su autoridad, su juicio sin formas, su sentencia, un _yo lo
mando_ y sus castigos inventados por él mismo. De este desorden, quizá
por mucho tiempo inevitable, resulta que el caudillo que en las
revueltas llega a elevarse, posee sin contradicción, y sin que sus
secuaces duden de ello, el poder amplio y terrible que sólo se encuentra
hoy en los pueblos asiáticos.

El caudillo argentino es un Mahoma, que pudiera a su antojo cambiar la
religión dominante y forjar una nueva. Tiene todos los poderes; su
injusticia es una desgracia para su víctima, pero no un abuso de su
parte; porque él puede ser injusto; más todavía: él ha de ser injusto
necesariamente; siempre lo ha sido.

Lo que digo del juez es aplicable al comandante de campaña. Este es un
personaje de más alta categoría que el primero, y en quien han de
reunirse en más alto grado las cualidades de reputación y antecedentes
de aquél. Todavía una circunstancia nueva agrava, lejos de disminuir, el
mal. El gobierno de las ciudades es el que da el título de comandante de
campaña; pero como la ciudad es débil en el campo, sin influencia y sin
adictos, el gobierno echa mano de los hombres que más temor le inspiran
para encomendarles este empleo, a fin de tenerlos en su obediencia;
manera muy conocida de proceder de todos los gobiernos débiles, y que
alejan el mal del momento presente para que se produzca más tarde en
dimensiones colosales. Así, el gobierno papal hace transacciones con los
bandidos, a quienes da empleos en Roma, estimulando con esto el
vandalaje y creándole un porvenir seguro; así, el Sultán concedía a
Mehemet-Alí la investidura de bajá de Egipto, para tener que reconocerle
más tarde Rey hereditario, a trueque de que no le destronase. Es
singular que todos los caudillos de la revolución argentina han sido
comandantes de campaña: López e Ibarra, Artigas y Güemes, Facundo y
Rosas. Es el punto de partida para todas las ambiciones. Rosas, cuando
hubo apoderádose de la ciudad, exterminó a todos los comandantes que lo
habían elevado, entregando este influyente cargo a hombres vulgares que
no pudiesen seguir el camino que él había traído: Pajarito, Celarrayán,
Arbolito, Pancho el Ñato y Molina, eran otros tantos bandidos
comandantes de que Rosas purgó al país.

Doy tanta importancia a estos pormenores porque ellos servirán a
explicar todos nuestros fenómenos sociales y la revolución que se ha
estado obrando en la República Argentina; revolución que está
desfigurada por palabras del Diccionario civil, que la disfrazan y
ocultan, creando ideas erróneas; de la misma manera que los españoles,
al desembarcar en América, daban un nombre europeo conocido a un animal
nuevo que encontraban, saludando con el terrible de león, que trae al
espíritu la idea de la magnanimidad y fuerza del rey de las bestias, al
miserable gato llamado puma, que huye a la vista de los perros, y tigre
al jaguar de nuestros bosques. Por deleznables e innobles que parezcan
estos fundamentos que quiero dar a la guerra civil, la evidencia vendrá
luego a mostrar cuán sólidos e indestructibles son.

La vida de los campos argentinos, tal como la he mostrado, no es un
accidente vulgar: es un orden de cosas, un sistema de asociación
característico, normal, único, a mi juicio, en el mundo, y él sólo basta
para explicar toda nuestra revolución. Había antes de 1810 en la
República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles;
dos civilizaciones diversas: la una española, europea, civilizada, y la
otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades
sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras
distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se
acometiesen y, después de largos años de lucha, la una absorbiese a la
otra. He indicado la asociación normal de la campaña, la desasociación,
peor mil veces que la tribu nómade; he mostrado la asociación ficticia,
en la desocupación; la formación de las reputaciones gauchas: valor,
arrojo, destreza, violencias y oposición a la justicia regular, a la
justicia civil de la ciudad. Este fenómeno de organización social
existía en 1810, existe aún, modificado en muchos puntos, modificándose
lentamente en otros e intacto en muchos aún. Estos focos de reunión del
gauchaje valiente, ignorante, libre y desocupado, estaban diseminados a
millares en la campaña. La revolución de 1810 llevó a todas partes el
movimiento y el rumor de las armas. La vida pública, que hasta entonces
había faltado a esta asociación árabe-romana, entró en todas las ventas,
y el movimiento revolucionario trajo al fin la asociación bélica en la
_montonera_ provincial, hija legítima de la venta y de la estancia,
enemiga de la ciudad y del ejército patriota revolucionario.
Desenvolviéndose los acontecimientos, veremos las montoneras
provinciales con sus caudillos a la cabeza; en Facundo Quiroga,
últimamente triunfante en todas partes, la campaña sobre las ciudades, y
dominadas éstas en su espíritu, gobierno y civilización, formarse al fin
el Gobierno central, unitario, despótico del estanciero don Juan Manuel
de Rosas, que clava en la culta Buenos Aires el cuchillo del gaucho y
destruye la obra de los siglos, la civilización, las leyes y la
libertad.



CAPÍTULO IV

REVOLUCIÓN DE 1810

    Cuando la batalla empieza, el tártaro
    da un grito terrible, llega, hiere,
    desaparece y vuelve como el
    rayo.

    VÍCTOR HUGO.



He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar al
punto en que nuestro drama comienza. Es inútil detenerse en el carácter,
objeto y fin de la revolución de la independencia. En toda la América
fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a saber: el movimiento de
las ideas europeas. La América obraba así porque así obran todos los
pueblos. Los libros, los acontecimientos, todo llevaba a la América a
asociarse a la impulsión que a la Francia habían dado Norteamérica y sus
propios escritores; a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que
necesito notar para mi objeto es que la revolución, excepto en su
símbolo exterior, independencia del Rey, era sólo interesante e
inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigios para
las campañas. En las ciudades había libros, ideas, espíritu municipal,
Juzgados, derecho, leyes, educación, todos los puntos de contacto y de
mancomunidad que tenemos con los europeos; había una base de
organización, incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente
porque era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se
sabía que podía llegar, se adoptaba la revolución con entusiasmo. Para
las campañas, la revolución era un problema; sustraerse a la autoridad
del Rey era agradable, por cuanto era sustraerse a la autoridad. La
campaña pastora no podía mirar la cuestión bajo otro aspecto. Libertad,
responsabilidad del poder, todas las cuestiones que la revolución se
proponía resolver eran extrañas a su manera de vivir, a sus necesidades.
Pero la revolución le era útil en este sentido: que iba a dar objeto y
ocupación a ese exceso de vida que hemos indicado y que iba a añadir un
nuevo centro de reunión, mayor al circunscripto a que acudían
diariamente los varones en toda la extensión de las campañas.

Aquellas constituciones espartanas; aquellas fuerzas físicas tan
desenvueltas; aquellas disposiciones guerreras que se malbarataban en
puñaladas y tajos entre unos y otros; aquella desocupación romana a que
sólo faltaba un Campo de Marte para ponerse en ejercicio activo; aquella
antipatía a la autoridad con quien vivían en continua lucha, todo
encontraba al fin camino por donde abrirse paso y salir a la luz,
ostentarse y desenvolverse.

Empezaron, pues, en Buenos Aires los movimientos revolucionarios, y
todas las ciudades del interior respondieron con decisión al
llamamiento. Las campañas pastoras se agitaron y adhirieron al impulso.
En Buenos Aires empezaron a formarse ejércitos, pasablemente
disciplinados, para acudir al Alto Perú y a Montevideo, donde se
hallaban las fuerzas españolas mandadas por el general Vigodet. El
general Rondeau puso sitio a Montevideo con un ejército disciplinado.
Concurría al sitio Artigas, caudillo célebre, con algunos millares de
gauchos. Artigas había sido contrabandista temible hasta 1804, en que
las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo y hacerlo
servir en carácter de comandante de campaña en apoyo de esas mismas
autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces. Si el lector
no se ha olvidado del baqueano y de las cualidades generales que
constituyen el candidato para la comandancia de campaña, comprenderá
fácilmente el carácter e instintos de Artigas.

Un día Artigas, con sus gauchos, se separó del general Rondeau y empezó
a hacerle la guerra. La oposición de éste era la misma que hoy tiene
Oribe sitiando a Montevideo y haciendo a retaguardia frente a otro
enemigo. La única diferencia consistía en que Artigas era enemigo de los
patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero entrar en
averiguación de las causas o pretextos que motivaron este rompimiento,
ni tampoco quiero darle nombre ninguno de los consagrados en el lenguaje
de la política, porque ninguno le conviene. Cuando un pueblo entra en
revolución, dos intereses opuestos luchan al principio: el
revolucionario y el conservador; entre nosotros se han denominado los
partidos que los sostenían patriotas y realistas. Natural es que,
después del triunfo, el partido vencedor se subdivida en fracciones de
moderados y exaltados; los unos que quieren llevar la revolución en
todas sus consecuencias; los otros, que quieren mantenerla en ciertos
límites. También es del carácter de las revoluciones que el partido
vencido primeramente vuelva a reorganizarse y triunfar a merced de la
división de los vencedores. Pero cuando en una revolución, una de las
fuerzas llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente, forma una
tercera entidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y a otros
combatientes, a realistas y patriotas; esta fuerza que se separa es
heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido hasta entonces
su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se muestre y
desenvuelva.

Este era el elemento que el célebre Artigas ponía en movimiento;
instrumento ciego, pero lleno de vida, de instintos hostiles a la
civilización europea y a toda organización regular; adverso a la
monarquía como a la república, porque ambas venían de la ciudad y traían
aparejado un orden y la consagración de la autoridad. De este
instrumento se sirvieron los partidos diversos de las ciudades cultas, y
principalmente el menos revolucionario, hasta que, andando el tiempo,
los mismos que lo llamaron en su auxilio sucumbieron, y con ellos la
ciudad, sus ideas, su literatura, sus colegios, sus tribunales, su
civilización.

Este movimiento espontáneo de las campañas pastoriles fué tan ingenuo en
sus primitivas manifestaciones, tan genial y tan expresivo de su
espíritu y tendencias, que abisma hoy el candor de los partidos de las
ciudades que lo asimilaron a su causa y lo bautizaron con los nombres
políticos que a ellos los dividían. La fuerza que sostenía a Artigas en
Entre Ríos era la misma que en Santa Fe a López, en Santiago a Ibarra,
en los Llanos a Facundo. El individualismo constituía su esencia, el
caballo su arma exclusiva, la pampa inmensa su teatro. Las hordas
beduínas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las
fronteras de la Argelia, dan una idea exacta de la montonera argentina,
de que se han servido hombres sagaces o malvados insignes. La misma
lucha de civilización y barbarie de la ciudad y el desierto existe hoy
en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la misma estrategia
indisciplinada entre la horda y la montonera. Masas inmensas de jinetes
vagando por el desierto, ofreciendo el combate a las fuerzas
disciplinadas de las ciudades, si se sienten superiores en fuerza,
disipándose como las nubes de cosacos, en todas direcciones, si el
combate es igual siquiera, para reunirse de nuevo, caer de improviso
sobre los que duermen, arrebatarle los caballos, matar a los rezagados y
a las partidas avanzadas; presentes siempre, intangibles por su falta de
cohesión, débiles en el combate, pero fuertes e invencibles en una larga
campaña, en que, al fin, la fuerza organizada, el ejército, sucumbe
diezmado por los encuentros parciales, las sorpresas, la fatiga, la
extenuación.

La montonera, tal como apareció en los primeros días de la República
bajo las órdenes de Artigas, presentó ya ese carácter de ferocidad
brutal, y ese espíritu terrorista que al inmortal bandido, al estanciero
de Buenos Aires estaba reservado convertir en un sistema de legislación
aplicado a la sociedad culta, y presentarlo, en nombre de la América
avergonzada, a la contemplación de la Europa. Rosas no ha inventado
nada; su talento ha consistido sólo en plagiar a sus antecesores y hacer
de los instintos brutales de las masas ignorantes, un sistema meditado y
coordinado fríamente. La correa de cuero sacada al coronel Maciel y de
que Rosas se ha hecho una _manea_ que enseña a los agentes extranjeros,
tiene sus antecedentes en Artigas y los demás caudillos bárbaros,
tártaros. La montonera de Artigas _enchalecaba_ a sus enemigos; esto es,
los cosía dentro de un retobo de cuero fresco y los dejaba así
abandonados en los campos. El lector suplirá todos los horrores de esta
muerte lenta. El año 36 se ha repetido este horrible castigo con un
coronel del ejército. El ejecutar con el cuchillo, _degollando_ y no
fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar
para dar todavía a la muerte formas gauchas y al asesino placeres
horribles; sobre todo, para cambiar las formas _legales_ y admitidas en
las sociedades cultas, por otras que él llama americanas y en nombre de
las cuales invita a la América para que salga a su defensa, cuando los
sufrimientos del Brasil, del Paraguay, del Uruguay invocan la alianza de
los poderes europeos a fin de que les ayuden a librarse de este caníbal
que ya los invade con sus hordas sanguinarias. ¡No es posible mantener
la tranquilidad de espíritu necesaria para investigar la verdad
histórica, cuando se tropieza a cada paso con la idea de que ha podido
engañarse a la América y a la Europa tanto tiempo con un sistema de
asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty o Dahomey, en el
interior de Africa!

Tal es el carácter que presenta la montonera desde su aparición; género
singular de guerra y enjuiciamiento que sólo tiene antecedentes en los
pueblos asiáticos que habitan las llanuras y que no ha debido nunca
confundirse con los hábitos, ideas y costumbres de las ciudades
argentinas, que eran, como todas las ciudades americanas, una
continuación de la Europa y de España. La montonera sólo puede
explicarse examinando la organización íntima de la sociedad de donde
procede. Artigas, baqueano, contrabandista, esto es, haciendo la guerra
a la sociedad civil, a la ciudad; comandante de campaña por transacción,
caudillo de las masas de a caballo, es el mismo tipo que, con ligeras
variantes, continúa reproduciéndose en cada comandante de campaña que ha
llegado a hacerse caudillo. Como todas las guerras civiles en que
profundas desemejanzas de educación, creencias y objetos dividen a los
partidos, la guerra interior de la República Argentina ha sido larga
obstinada, hasta que uno de los elementos ha vencido. La guerra de la
revolución argentina ha sido doble: 1.º, guerra de las ciudades,
iniciadas en la cultura europea, contra los españoles, a fin de dar
mayor ensanche a esa cultura, y 2.º, guerra de los caudillos contra las
ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil y desenvolver su
carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los
españoles, y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma
de la revolución argentina, cuyo primer tiro se disparó en 1810 y el
último aún no ha sonado todavía.

No entraré en todos los detalles que requeriría este asunto; la lucha es
más o menos larga; unas ciudades sucumben primero, otras después. La
vida de Facundo Quiroga nos proporcionará ocasión de mostrarlos en toda
su desnudez. Lo que por ahora necesito hacer notar es que, con el
triunfo de estos caudillos, toda forma _civil_, aun en el estado en que
la usaban los españoles, ha desaparecido totalmente en unas partes; en
otras, de un modo parcial, pero caminando visiblemente a su destrucción.
Los pueblos en masa no son capaces de comparar distintamente unas épocas
con otras; el momento presente es para ellos el único sobre el cual
extienden sus miradas; así es como nadie ha observado hasta ahora la
destrucción de las ciudades y su decadencia, lo mismo que no prevén la
barbarie total a que marchan visiblemente los pueblos del interior.
Buenos Aires es tan poderosa en elementos de civilización europea, que
concluirá al fin con educar a Rosas y contener sus instintos
sanguinarios y bárbaros. El alto puesto que ocupa, las relaciones con
los gobiernos europeos, la necesidad en que se ha visto de respetar a
los extranjeros, la de mentir por la Prensa y negar las atrocidades que
ha cometido, a fin de salvarse de la reprobación universal que lo
persigue, todo, en fin, contribuirá a contener sus desafueros, como ya
se está sintiendo; sin que esto estorbe que Buenos Aires venga a ser,
como la Habana, el pueblo más rico de América, pero también el más
subyugado y más degradado.

Cuatro son las ciudades que han sido aniquiladas ya por el dominio de
los caudillos que sostienen hoy a Rosas, a saber: Santa Fe, Santiago del
Estero, San Luis y La Rioja. Santa Fe, situada en la confluencia del
Paraná y otro río navegable que desemboca en sus inmediaciones, es uno
de los puntos más favorecidos de la América, y, sin embargo, no cuenta
hoy con dos mil almas; San Luis, capital de una provincia de cincuenta
mil habitantes, y donde no hay más ciudad que la capital, no tiene mil
quinientas.

Para hacer sensible la ruina y decadencia de la civilización y los
rápidos progresos que barbarie hace en el interior, necesito tomar dos
ciudades: una ya aniquilada, la otra caminando sin sentirlo a la
barbarie: La Rioja y San Juan. La Rioja no ha sido en otro tiempo una
ciudad de primer orden; pero, comparada con su estado presente, la
desconocerían sus mismos hijos. Cuando principió la revolución de 1810,
contaba con un crecido número de capitalistas y personajes notables que
han figurado de un modo distinguido en las armas, en el foro, en la
tribuna, en el púlpito. De La Rioja ha salido el doctor Castro Barros,
diputado al Congreso de Tucumán y canonista célebre; el general Dávila,
que libertó a Copiapó del poder de los españoles en 1817; el general
Ocampo, presidente de Charcas; el doctor don Gabriel Ocampo, uno de los
abogados más célebres del foro argentino, y un número crecido de
abogados del apellido de Ocampo, Dávila y García, que existen hoy
desparramados por el territorio chileno, como varios sacerdotes de
luces, entre ellos el doctor Gordillo, residente en el Huasco.

Para que una provincia haya podido producir en una época dada tantos
hombres eminentes e ilustrados, es necesario que las luces hayan estado
difundidas sobre un número mayor de individuos y sido respetadas y
solicitadas con ahinco. Si en los primeros días de la revolución sucedía
esto, ¿cuál no debiera ser el acrecentamiento de luces, riqueza y
población que hoy día debería notarse, si un espantoso retroceso a la
barbarie no hubiese impelido a aquel pobre pueblo continuar su
desenvolvimiento? ¿Cuál es la ciudad chilena, por insignificante que
sea, que no pueda enumerar los progresos que ha hecho en diez años, en
ilustración, aumento de riqueza y ornato, sin excluir aún de este número
las que han sido destruídas por los terremotos?

Pues bien; veamos el estado de La Rioja, según las soluciones dadas a
uno de los muchos interrogatorios que he dirigido para conocer a fondo
los hechos sobre que fundo mis teorías. Aquí es una persona respetable
la que habla, ignorando siquiera el objeto con que interrogo sus
recientes recuerdos, porque sólo hace cuatro meses que dejó La
Rioja[23].

P.--¿A qué número ascenderá aproximadamente la población actual de la
ciudad de La Rioja?

R.--_Apenas mil quinientas almas. Se dice que sólo hay quince varones
residentes en la ciudad._

P.--¿Cuántos ciudadanos notables residen en ella?

R.--_En la ciudad serán seis u ocho._

P.--¿Cuántos abogados tienen estudio abierto?

R.--_Ninguno._

P.--¿Cuántos médicos asisten a los enfermos?

R.--_Ninguno._

P.--¿Qué jueces letrados hay?

R.--_Ninguno._

P.--¿Cuántos hombres visten frac?

R.--_Ninguno._

P.--¿Cuántos jóvenes riojanos están estudiando en Córdoba o Buenos
Aires?

R.--_Sólo sé de uno._

P.--¿Cuántas escuelas hay y cuántos niños asisten?

R.--_Ninguna._

P.--¿Hay algún establecimiento público de caridad?

R.--_Ninguno, ni escuela de primeras letras. El único religioso
franciscano que hay en aquel convento, tiene algunos niños._

P.--¿Cuántos templos arruinados hay?

R.--_Cinco; sólo la Matriz sirve de algo._

P.--¿Se edifican casas nuevas?

R.--_Ninguna, ni se reparan las caídas._

P.--¿Se arruinan las existentes?

R.--_Casi todas, porque las avenidas de las calles son tantas._

P.--¿Cuántos sacerdotes se han ordenado?

R.--_En la ciudad sólo dos mocitos: uno es clérigo cura, otro es
religioso de Catamarca. En la provincia, cuatro más._

P.--¿Hay grandes fortunas de a cincuenta mil pesos? ¿Cuántas de veinte
mil?

R.--_Ninguna; todos pobrísimos._

P.--¿Ha aumentado o disminuído la población?

R.--_Ha disminuído más de la mitad._

P.--¿Predomina en el pueblo algún sentimiento de terror?

R.--_Máximo. Se teme aun hablar lo inocente._

P.--La moneda que se acuña, ¿es de buena ley?

R.--_La provincial es adulterada._

Aquí los hechos hablan con toda su horrible y espantosa severidad. Sólo
la historia de la conquista de los mahometanos sobre la Grecia presenta
ejemplos de una _barbarización_, de una destrucción tan rápida. ¡Y esto
sucede en América en el siglo XIX! ¡Es la obra sólo de veinte años, sin
embargo! Lo que conviene a La Rioja es exactamente aplicable a Santa Fe,
a San Luis, a Santiago del Estero, esqueletos de ciudades, villorrios
decrépitos y devastados. En San Luis hace diez años que sólo hay un
sacerdote, y que no hay escuela ni una persona que lleve frac. Pero
vamos a juzgar en San Juan la suerte de las ciudades que han escapado a
la destrucción, pero que van _barbarizándose_ insensiblemente.

San Juan es una provincia agrícola y comerciante exclusivamente; el no
tener campaña la ha librado por largo tiempo del dominio de los
caudillos. Cualquiera que fuese el partido dominante, gobernador y
empleados eran tomados de la parte educada de la población, hasta el año
1833, en que Facundo Quiroga colocó a un hombre vulgar en el gobierno.
Este, no pudiéndose sustraer a la influencia de las costumbres
civilizadas que prevalecían en despecho del poder, se entregó a la
dirección de la parte culta, hasta que fué vencido por Brizuela, jefe de
los riojanos, sucediéndole el general Benavides, que conserva el mando
hace nueve años, no ya como una magistratura periódica, sino como
propiedad suya. San Juan ha crecido en población a causa de los
progresos de la agricultura y de la emigración de La Rioja y San Luis,
que huye del hambre y de la miseria. Sus edificios se han aumentado
sensiblemente; lo que prueba toda la riqueza de aquellos países, y
cuánto podrían progresar si el gobierno cuidase de fomentar la
instrucción y la cultura, únicos medios de elevar un pueblo.

El despotismo de Benavides es blando y pacífico, lo que mantiene la
quietud y la calma en los espíritus. Es el único caudillo de Rosas que
no se ha hartado de sangre; pero la influencia _barbarizadora_ del
sistema actual no se hace sentir menos por eso.

En una población de cuarenta mil habitantes reunidos en una ciudad, no
hay hoy un solo abogado hijo del país ni de las otras provincias.

Todos los tribunales están desempeñados por hombres que no tienen el más
leve conocimiento del derecho, y que son, además, hombres estúpidos en
toda la extensión de la palabra. No hay establecimiento ninguno de
educación pública. Un colegio de señoras fué cerrado en 1840; tres de
hombres han sido abiertos y cerrados sucesivamente del 40 al 43, por la
indiferencia y aun hostilidad del gobierno.

Sólo tres jóvenes se están educando fuera de la provincia.

Sólo hay un médico sanjuanino.

No hay tres jóvenes que sepan el inglés, ni cuatro que hablen el
francés.

Uno sólo hay que ha cursado matemáticas.

Un solo joven hay que posee una instrucción digna de un pueblo culto, el
señor Rawson, distinguido ya por sus talentos extraordinarios. Su padre
es norteamericano, y a esto ha debido que reciba educación.

No hay diez ciudadanos que sepan más que leer y escribir.

No hay un militar que haya servido en los ejércitos de línea fuera de la
República.

¿Creeráse que tanta mediocridad es natural a una ciudad del interior?
¡No! Ahí está la tradición para probar lo contrario. Veinte años atrás,
San Juan era uno de los pueblos más cultos del interior, y ¿cuál no debe
de ser la decadencia y postración de una ciudad americana, para ir a
buscar sus épocas brillantes veinte años atrás del momento presente?

El año 1831 emigraron a Chile doscientos ciudadanos jefes de familia,
jóvenes, literatos, abogados, militares, etcétera. Copiapó, Coquimbo,
Valparaíso y el resto de la República, están llenos aún de estos nobles
proscriptos, capitalistas algunos, mineros inteligentes otros,
comerciantes y hacendados muchos, abogados, médicos varios. Como en la
dispersión de Babilonia, todos éstos no volvieron a ver la tierra
prometida. ¡Otra emigración ha salido, para no volver, en 1840!

San Juan había sido hasta entonces suficientemente rico en hombres
civilizados, para dar al célebre Congreso de Tucumán un presidente de la
capacidad y altura del doctor Laprida, que murió más tarde asesinado por
los Aldao; un prior a la Recolecta Domínica de Chile en el distinguido,
sabio y patriota Oro, después obispo de San Juan; un ilustre patriota,
don Ignacio de la Roza, que preparó con San Martín la expedición a
Chile, y que derramó en su país las semillas de la igualdad de clases
prometida por la revolución; un ministro al gobierno de Rivadavia; un
ministro a la legación argentina en don Domingo de Oro, cuyos talentos
diplomáticos no son aún debidamente apreciados; un diputado al Congreso
de 1826 en el ilustrado sacerdote Vera; un diputado a la convención de
Santa Fe en el presbítero Oro, orador de nota; otro a la de Córdoba en
don Rudecindo Rojo, tan eminente por sus talentos y genio industrial
como por su grande instrucción; un militar al ejército, entre otros, en
el coronel Rojo, que ha salvado dos provincias sofocando motines con
sólo su serena audacia, y de quien el general Paz, juez competente en la
materia, decía que sería uno de los primeros generales de la República.
San Juan poseía entonces un teatro y compañía permanente de actores.

Existen aún los restos de seis o siete bibliotecas de particulares en
que estaban reunidas las principales obras del siglo XVIII y las
traducciones de las mejores obras griegas y latinas. Yo no he tenido
otra instrucción hasta el año 36, que la que esas ricas, aunque truncas
bibliotecas, pudieron proporcionarme. Era tan rico San Juan en hombres
de luces el año 1825, que la sala de representantes contaba con seis
oradores de nota. Los miserables aldeanos que hoy (1845) deshonran la
sala de representantes de San Juan, en cuyo recinto se oyeron oraciones
tan elocuentes y pensamientos tan elevados, que sacudan el polvo de las
actas de aquellos tiempos y huyan avergonzados de estar profanando con
sus diatribas aquel augusto santuario.

Los juzgados, el ministerio, estaban servidos por letrados, y quedaba
suficiente número para la defensa de los intereses de las partes.

La cultura de los modales, el refinamiento de las costumbres, el cultivo
de las letras, las grandes empresas comerciales, el espíritu público de
que estaban animados los habitantes, todo anunciaba al extranjero la
existencia de una sociedad culta, que caminaba rápidamente a elevarse a
un rango distinguido, lo que daba lugar para que las prensas de Londres
divulgasen por América y Europa este concepto honroso: «...manifiestan
las mejores disposiciones para hacer progreso en la civilización; en el
día se considera a este pueblo como el que sigue a Buenos Aires más
inmediatamente en la marcha de la reforma social; allí se han adoptado
varias de las instituciones nuevamente establecidas en Buenos Aires, en
proporción relativa; y en la reforma eclesiástica han hecho los
sanjuaninos progresos extraordinarios, incorporando todos los regulares
al clero secular y extinguiendo los conventos que aquéllos tenían».

Pero lo que dará una idea más completa de la cultura de entonces, es el
estado de la enseñanza primaria. Ningún pueblo de la República Argentina
se ha distinguido más que San Juan en su solicitud por difundirla, ni
hay otro que haya obtenido resultados más completas. No satisfecho el
gobierno de la capacidad de los hombres de la provincia para desempeñar
cargo tan importante, mandó traer de Buenos Aires el año 1815 un sujeto
que reuniese, a una instrucción competente, mucha moralidad. Vinieron
unos señores Rodríguez, tres hermanos dignos de rolar con las primeras
familias del país, y en las que se enlazaron, tal era su mérito y la
distinción que se les prodigaba. Yo, que hago profesión hoy de la
enseñanza primaria, que he estudiado la materia, puedo decir que si
alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las famosas
escuelas holandesas descritas por M. Cousin, es en la de San Juan. La
educación moral y religiosa era acaso superior a la instrucción
elemental que allí se daba; y no atribuyo a otra causa el que en San
Juan se hayan cometido tan pocos crímenes, ni la conducta moderada del
mismo Benavides, sino a que la mayor parte de los sanjuaninos, él
incluso, han sido educados en esa famosa escuela, en que los preceptos
de la moral se inculcaban a los alumnos con una especial solicitud. Si
estas páginas llegan a manos de don Ignacio y de don Roque Rodríguez,
que reciban este débil homenaje que creo debido a los servicios
eminentes hechos por ellos, en asocio de su finado hermano don José, a
la cultura y moralidad de un pueblo entero[24].

Esta es la historia de las ciudades argentinas. Todas ellas tienen que
reinvindicar glorias, civilización y notabilidades pasadas. Ahora el
nivel barbarizador pesa sobre todas ellas. La barbarie del interior ha
llegado a penetrar hasta las calles de Buenos Aires. Desde 1810 hasta
1840, las provincias que encerraban en sus ciudades tanta civilización,
fueron demasiado bárbaras, empero, para destruir con su impulso la obra
colosal de la revolución de la independencia. Ahora que nada les queda
de lo que en hombres, luces e instituciones tenían, ¿qué va a ser de
ellas? La ignorancia y la pobreza, que es la consecuencia, están como
las aves mortecinas, esperando que las ciudades del interior den la
última boqueada, para devorar su presa, para hacerlas campo, estancia.
Buenos Aires puede volver a ser lo que fué, porque la civilización
europea es tan fuerte allí, que en despecho de las brutalidades del
gobierno se ha de sostener. Pero en las provincias, ¿en qué se apoyará?
Dos siglos no bastarán para volverlas al camino que han abandonado,
desde que la generación presente educa a sus hijos en la barbarie que a
ella le ha alcanzado. Pregúntasenos ahora, ¿por qué combatimos?
¿Combatimos? Combatimos para volver a las ciudades su vida propia.



PARTE SEGUNDA



CAPÍTULO PRIMERO

INFANCIA Y JUVENTUD DE JUAN FACUNDO QUIROGA

    Au surplus, ces traits appartiennent
    au caractère originel du genre
    humain. L'homme de la nature
    et qui n'a pas encore appris à contenir
    ou deguiser ses passions, les
    montre dans toute leur énergie, et
    se livre à toute leur impétuosité.

    ALIX, _Histoire de l'Empire Ottoman_



Media entre las ciudades de San Luis y San Juan un dilatado desierto
que, por su falta completa de agua, recibe el nombre de _travesía_. El
aspecto de aquellas soledades es por lo general triste y desamparado, y
el viajero que viene del oriente no pasa la última _represa_ o aljibe de
campo, sin prever sus _chifles_ de suficiente cantidad de agua. En esta
travesía tuvo lugar una vez la extraña escena que sigue. Las
cuchilladas, tan frecuentes entre nuestros gauchos, habían forzado a uno
de ellos a abandonar precipitadamente la ciudad de San Luis, y ganar la
_travesía_ a pie, con la montura al hombro, a fin de escapar de las
persecuciones de la justicia. Debían alcanzarlo dos compañeros tan luego
como pudieran robar caballos para los tres.

No eran por entonces sólo el hambre o la sed los peligros que le
aguardaban en el desierto aquel, que un tigre _cebado_ andaba hacía un
año siguiendo los rastros de los viajeros, y pasaban ya de ocho los que
habían sido víctimas de su predilección por la carne humana. Suele
ocurrir a veces en aquellos países en que la fiera y el hombre se
disputan el dominio de la naturaleza, que éste cae bajo la garra
sangrienta de aquélla; entonces el tigre empieza a gustar de preferencia
su carne y se llama _cebado_ cuando se ha dado a este nuevo género de
caza, la caza de hombres. El juez de la campaña inmediata al teatro de
sus devastaciones convoca a los varones hábiles para la correría, y bajo
su autoridad y dirección se hace la persecución del tigre _cebado_, que
rara vez escapa a la sentencia que lo pone fuera de la ley.

Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír
bramar al tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es el bramido
del tigre un gruñido como el del chancho, pero agrio, prolongado,
estridente, y que, sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento
involuntario en los nervios, como si la carne se agitara ella sola al
anuncio de la muerte.

Algunos minutos después el bramido se oyó más distinto y más cercano; el
tigre venía ya sobre el rastro, y solo a una larga distancia se divisaba
un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr, en fin,
porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el último era más
distinto, más vibrante que el que le precedía.

Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, dirigióse el gaucho
al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su tronco,
felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse en una
continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo
observar la escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a
paso precipitado, oliendo el suelo y bramando con más frecuencia a
medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa adelante del punto en
que aquél se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se
enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un
manotón, esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este
chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que
va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo con el peso
balancearse al algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se
posan en sus puntas.

Desde entonces ya no bramó el tigre; acercábase a saltos, y en un abrir
y cerrar de ojos sus poderosas manos estaban apoyándose a dos varas del
suelo sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo
que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la
fiera un salto impotente; dió vuelta en torno del árbol midiendo su
altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de
cólera, se acostó en el suelo, batiendo sin cesar la cola, los ojos
fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible
duraba ya dos horas mortales; la postura violenta del gaucho y la
fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria,
inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no
podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya
veía próximo el momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su
ancha boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dió
esperanza de salvación.

En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin
esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el lugar
de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el
tigre, _empacado_ y ciego de furor, fué la obra de un segundo. La fiera,
estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que
en venganza de su prolongada agonía le traspasó el que iba a ser su
víctima. «Entonces supe lo que era tener miedo»--decía el general don
Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales este suceso.

También a él le llamaron _Tigre de los Llanos_, y no le sentaba mal esta
denominación, a fe. La frenología o la anatomía comparadas han
demostrado, en efecto, las relaciones que existen en las formas
exteriores y las disposiciones morales entre la fisonomía del hombre y
de algunos animales a quienes se asemeja en su carácter. Facundo, porque
así lo llamaron largo tiempo los pueblos del interior, el general don
Facundo Quiroga, el excelentísimo brigadier general don Juan Facundo
Quiroga, todo eso vino después, cuando la sociedad lo recibió en su seno
y la victoria lo hubo coronado de laureles; Facundo, pues, era de
estatura baja y fornido; sus anchas espaldas sostenían sobre un cuello
corto una cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro y
ensortijado. Su cara poco ovalada estaba hundida en medio de un bosque
de pelo, a que correspondía una barba igualmente espesa, igualmente
crespa y negra, que subía hasta los pómulos, bastante pronunciados, para
descubrir una voluntad firme y tenaz.

Sus ojos negros, llenos de fuego y sombreados por pobladas cejas,
causaban una sensación involuntaria de terror en aquellos a quienes
alguna vez llegaban a fijarse, porque Facundo no miraba nunca de frente,
y por hábito, por arte, por deseo de hacerse siempre temible, tenía de
ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las cejas, como el
Alí-Bajá de Montvoisin. El Caín que representa la famosa Compañía Ravel
me despierta la imagen de Quiroga, quitando las posiciones artísticas de
la estatuaria que no le convienen. Por lo demás, su fisonomía era
regular, y el pálido moreno de su tez sentaba bien a las sombras espesas
en que quedaba encerrada.

La estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta
selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para
mandar. Quiroga poseía esas cualidades naturales que hicieron del
estudiante de Brienne el genio de la Francia, y del mameluco obscuro que
se batía con los franceses en las Pirámides, el Virrey de Egipto. La
sociedad en que nacen da a estos caracteres la manera especial de
manifestarse; sublimes, clásicos, por decirlo así, van al frente de la
humanidad civilizada en unas partes; terribles, sanguinarios y malvados,
son en otras su mancha, su oprobio.

Facundo Quiroga fué hijo de un sanjuanino de humilde condición, pero
que, avecindado en los Llanos de La Rioja, había adquirido en el
pastoreo una regular fortuna. El año 1799 fué enviado Facundo a la
patria de su padre a recibir la educación limitada que podía adquirirse
en las escuelas: leer y escribir. Cuando un hombre llega a ocupar las
cien trompetas de la fama con el ruido de sus hechos, la curiosidad o el
espíritu de investigación van hasta rastrear la insignificante vida del
niño, para anudarla a la biografía del héroe, y no pocas veces, entre
fábulas inventadas por la adulación, se encuentran ya en germen en ella
los rasgos característicos del personaje histórico.

Cuéntase de Alcibíades que, jugando en la calle, se tendía a lo largo
del pavimento para contrariar a un cochero que le prevenía que se
quitase del paso a fin de no atropellarlo; de Napoleón, que dominaba a
sus condiscípulos y se atrincheraba en su cuarto de estudiante para
resistir a un ultraje. De Facundo se refieren hoy varias anecdotas,
muchas de las cuales lo revelan todo entero.

En la casa de sus huéspedes jamás se consiguió sentarlo a la mesa común;
en la escuela era altivo, huraño y solitario; no se mezclaba con los
demás niños sino para encabezar actos de rebelión y para darles de
golpes. El _magister_, cansado de luchar con este carácter indomable, se
provee una vez de un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños,
aterrados, «éste es--les dice--para estrenarlo en Facundo». Facundo, de
edad de once años, oye esta amenaza y al día siguiente la pone a prueba.
No sabe la lección, pero pide al maestro que se la tome en persona,
porque el pasante lo quiere mal. El maestro condesciende; Facundo comete
un error, comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro hace uso del
látigo, y Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la
silla en que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de
espaldas, y entre el alboroto que esta escena suscita, toma la calle y
va a esconderse en ciertos parrones de una viña, de donde no se le saca
sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a desafiar más
tarde a la sociedad entera?

Cuando llega a la pubertad, su carácter toma un tinte más pronunciado.
Cada vez más sombrío, más imperioso, más selvático, la pasión del juego,
la pasión de las almas rudas que necesitan fuertes sacudimientos para
salir del sopor que las adormeciera, domínalo irresistiblemente a la
edad de quince años. Por ella se hace una reputación en la ciudad; por
ella se hace intolerable en la casa en que se le hospeda; por ella, en
fin, derrama por un balazo dado a un Jorge Peña el primer reguero de
sangre que debía entrar en el ancho torrente que ha dejado marcado su
pasaje en la tierra.

Desde que llega a la edad adulta, el hilo de su vida se pierde en un
intrincado laberinto de vueltas y revueltas por los diversos pueblos
vecinos; oculto unas veces, perseguido siempre, jugando, trabajando en
clase de peón, dominando todo lo que se le acerca y distribuyendo
puñaladas. En San Juan muéstranse hoy en la esquina de los Godoyes
tapias pisadas por Quiroga. En La Rioja las hay de su mano en Fiambalá.
Él enseñaba otras en Mendoza en el lugar mismo en que una tarde hacía
traer de sus casas a veintiséis oficiales de los que capitularon en
Chacón para hacerlos fusilar, en expiación de los manes de Villafañe; en
la campaña de Buenos Aires también mostraba algunos momentos de su vida
de peón errante. ¿Qué causas hacen a este hombre, criado en una casa
decente, hijo de un hombre acomodado y virtuoso, descender a la
condición del gañán, y en ella escoger el trabajo más estúpido, más
brutal, en el que sólo entra la fuerza física y la tenacidad? ¿Será que
el tapiador gana doble sueldo y que se da prisa para juntar un poco de
dinero?

Lo más ordenado que de esta vida obscura y errante he podido recoger, es
lo siguiente: Hacia el año 1806 vino a Chile con un cargamento de grana
de cuenta de sus padres. Jugólo con la tropa y los troperos, que eran
esclavos de su casa. Solía llevar a San Juan y Mendoza arreos de ganado
de la estancia paterna, que tenían siempre la misma suerte; porque en
Facundo era el juego una pasión feroz, ardiente, que le resecaba las
entrañas. Estas adquisiciones y pérdidas sucesivas debieron cansar las
larguezas paternales, porque al fin interrumpió toda relación amigable
con su familia. Cuando era ya el terror de la República, preguntábale
uno de sus cortesanos: «¿Cuál es, general, la parada más grande que ha
hecho en su vida?» «Sesenta pesos»--contestó Quiroga con indiferencia;
acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era, según lo
explicó después, que en su juventud, no teniendo sino sesenta pesos, los
había perdido juntos a una sota.

Pero este hecho tiene su historia característica. Trabajaba de peón en
Mendoza en la hacienda de una señora, sita aquélla en el Plumerillo.
Facundo se hacía notar hacía un año por su puntualidad en salir al
trabajo y por la influencia y predominio que ejercía sobre los demás
peones. Cuando éstos querían hacer falla para dedicar el día a una
borrachera, se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora,
prometiéndole responder de la asistencia de todos al día siguiente, la
que era siempre puntual. Por esta intercesión llamábanle los peones el
padre.

Facundo, al fin de un año de trabajo asiduo, pidió su salario, que
ascendía a sesenta pesos; montó en su caballo sin saber adónde iba, vió
gente en una pulpería, desmontóse y alargando la mano sobre el grupo que
rodeaba al tallador, puso sus sesenta pesos a una carta; perdiólos y
montó de nuevo marchando sin dirección fija, hasta que a poco andar, un
juez Toledo, que acertaba a pasar a la sazón, le detuvo para pedirle su
papeleta de conchavo.

Facundo aproximó su caballo en ademán de entregársela, afectó buscar
algo en su bolsillo, y dejó tendido al juez de una puñalada. ¿Se vengaba
en el juez de la reciente pérdida? ¿Quería sólo saciar el encono de
gaucho malo contra la autoridad civil y añadir este nuevo hecho al
brillo de su naciente fama? Lo uno y lo otro. Estas venganzas sobre el
primer objeto que se presentaba, son frecuentes en su vida. Cuando se
apellidaba general y tenía coroneles a sus órdenes, hacía dar en su
casa, en San Juan, doscientos azotes a uno de ellos por haberle ganado
mal, decía; a un joven doscientos azotes, por haberse permitido una
chanza en momentos en que él no estaba para chanzas; a una mujer en
Mendoza que le había dicho al paso, «adiós mi general», cuando él iba
enfurecido porque no había conseguido intimidar a un vecino tan
pacífico, tan juicioso, como era valiente y gaucho, doscientos azotes.

Facundo reaparece después en Buenos Aires, donde en 1810 es enrolado
como recluta en el regimiento de _Arribeños_ que manda el general
Ocampo, su compatriota, después presidente de Charcas. La carrera
gloriosa de las armas se abría para él con los primeros rayos del sol de
Mayo; y no hay duda que con el temple de alma de que estaba dotado, con
sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo, moralizado por la
disciplina y ennoblecido por la sublimidad del objeto de la lucha,
habría vuelto un día del Perú, Chile o Bolivia, uno de los generales de
la República Argentina, como tantos otros valientes gauchos que
principiaron su carrera desde el humilde puesto del soldado. Pero el
alma rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el
orden del cuartel, ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a
mandar, a surgir de un golpe, a crearse él solo a despecho de la
sociedad civilizada, en hostilidad con ella, una carrera a su modo,
asociando el valor y el crimen, el gobierno y la desorganización. Más
tarde fué reclutado para el ejército de los Andes, y enrolado en
_Granaderos a caballo_; un teniente García lo tomó de asistente, y bien
pronto la deserción dejó un vacío en aquellas gloriosas filas. Después
Quiroga, como Rosas, como todas esas víboras que han medrado a la
sombra de los laureles de la patria, se ha hecho notar por su odio a los
militares de la independencia, en los que uno y otro han hecho una
horrible matanza.

Facundo, desertando de Buenos Aires, se encamina a las provincias con
tres compañeros. Una partida le da alcance; hace frente, libra una
verdadera batalla, que permanece indecisa por algún tiempo, hasta que,
dando muerte a cuatro o cinco, puede continuar su camino, abriéndose
paso todavía a puñaladas por entre otras partidas que hasta San Luis le
salen al paso. Más tarde debía recorrer este mismo camino con un puñado
de hombres, disolver ejércitos en lugar de partidas, e ir hasta la
Ciudadela famosa de Tucumán a borrar los últimos restos de la República
y del orden civil.

Facundo reaparece en los Llanos en la casa paterna. A esta época se
refiere un suceso que está muy válido y del que nadie duda. Sin embargo,
en uno de los manuscritos que consulto, interrogado su autor sobre este
mismo hecho, contesta: «Que no sabe que Quiroga haya tratado nunca de
arrancar a sus padres dinero por la fuerza»; y contra la tradición
constante, contra el asentimiento general, quiero atenerme a este dato
contradictorio. ¡Lo contrario es horrible! Cuéntase que habiéndose
negado su padre a darle una suma de dinero que le pedía, acechó el
momento en que padre y madre durmieran la siesta, para poner aldaba a la
pieza donde estaban, y prender fuego el techo de paja con que están
cubiertas por lo general las habitaciones de los Llanos[25].

Pero lo que hay de averiguado es que su padre pidió una vez al Gobierno
de La Rioja que lo prendieran para contener sus demasías, y que Facundo,
antes de fugarse de los Llanos, fué a la ciudad de La Rioja, donde a la
sazón se hallaba aquél, y cayendo de improviso sobre él, le dió una
bofetada, diciéndole: «¿Usted me ha mandado prender? ¡Tome, mándeme
prender ahora!», con lo cual montó en su caballo y partió a galope para
el campo. Pasado un año, preséntase de nuevo en la casa paterna, échase
a los pies del anciano ultrajado, confunden ambos sus sollozos, y entre
las protestas de enmienda del hijo y las reconvenciones del padre, la
paz queda restablecida, aunque sobre base tan deleznable y efímera.

Pero su carácter y hábitos desordenados no cambian, y las carreras y el
juego, las correrías del campo, son el teatro de nuevas violencias, de
nuevas puñaladas y agresiones, hasta llegar, al fin, a hacerse
intolerable para todos e insegura su posición. Entonces un gran
pensamiento viene a apoderarse de su espíritu, y lo anuncia sin empacho.
El desertor de los _Arribeños_, el soldado de _Granaderos a caballo_,
que no ha querido inmortalizarse en Chacabuco y en Maipú, resuelve ir a
reunirse a la montonera de Ramírez, vástago de la de Artigas, y cuya
celebridad en crímenes y en odio a las ciudades a que hace la guerra, ha
llegado hasta los Llanos y tiene lleno de espanto a los gobiernos.
Facundo parte a asociarse a aquellos filibusteros de la Pampa, y acaso
la conciencia que deja de su carácter e instintos, y de la importancia
del refuerzo que va a dar a aquellos destructores, alarma a sus
compatriotas, que instruyen a las autoridades de San Luis, por donde
debía pasar, del designio infernal que lo guía. Dupuy, gobernador
entonces (1818), lo hace aprehender, y por algún tiempo permanece
confundido entre los criminales vulgares que las cárceles encierran.
Esta cárcel de San Luis, empero, debía ser el primer escalón que había
de conducirlo a la altura a que más tarde llegó. San Martín había hecho
conducir a San Luis un gran número de oficiales españoles de todas
graduaciones de los que habían sido tomados prisioneros en Chile. Sea
hostigados por humillaciones y sufrimientos, sea que previesen la
posibilidad de reunirse de nuevo a los ejércitos españoles, el depósito
de prisioneros se sublevó un día, y abrió la puerta de los calabozos a
los reos ordinarios, a fin de que le prestasen ayuda para la común
evasión. Facundo era uno de estos reos; no bien se vió desembarazado de
las prisiones, cuando enarbolando el _macho_ de los grillos, abre el
cráneo al español mismo que se los había quitado, hiende por entre el
grupo de los amotinados y deja una ancha calle sembrada de cadáveres en
el espacio que ha querido recorrer. Dícese que el arma de que usó fué
una bayoneta, y que los muertos no pasaron de tres; Quiroga, empero,
hablaba siempre del _macho_ de los grillos y de catorce muertos.

Acaso es ésta una de esas idealizaciones con que la imaginación poética
del pueblo embellece los tipos de la fuerza brutal que tanto admira;
acaso la historia de los grillos es una traducción argentina de la
quijada de Sansón, el Hércules hebreo; pero Facundo lo aceptaba como un
timbre de gloria, según su bello ideal, y _macho_ de grillos o
bayoneta, él, asociándose a otros soldados y presos a quienes su ejemplo
alentó, logró sofocar el alzamiento y reconciliarse por este acto de
valor con la sociedad y ponerse bajo la protección de la patria,
consiguiendo que su nombre volase por todas partes ennoblecido y lavado,
aunque con sangre, de las manchas que lo afeaban. Facundo, cubierto de
gloria, mereciendo bien de la patria y con una credencial que acredita
su comportación, vuelve a La Rioja y ostenta en los Llanos entre los
gauchos los nuevos títulos que justifican el terror que ya empieza a
inspirar su nombre, porque hay algo de imponente, algo que subyuga y
domina en el premiado asesino de catorce hombres a la vez.

Aquí termina la vida privada de Quiroga, de la que he omitido una larga
serie de hechos que sólo pintan el mal carácter, la mala educación y los
instintos feroces y sanguinarios de que estaba dotado. Sólo he hecho uso
de aquéllos que explican el carácter de la lucha, de aquéllos que entran
en proporciones distintas, pero formados de elementos análogos, en el
tipo de los caudillos de las campañas que han logrado al fin sofocar la
civilización de las ciudades, y que últimamente han venido a completarse
en Rosas, el legislador de esta civilización tártara, que ha ostentado
toda su antipatía a la civilización europea en torpezas y atrocidades
sin nombre aún en la historia.

Pero aún quédame algo por notar en el carácter y espíritu de esta
columna de la Federación. Un hombre literato, un compañero de infancia y
de juventud de Quiroga que me ha suministrado muchos de los hechos que
dejo referidos, me incluye en su manuscrito, hablando de los primeros
años de Quiroga, estos datos curiosos: «que no era ladrón antes de
figurar como hombre público; que nunca robó, aun en sus mayores
necesidades; que no sólo gustaba de pelear, sino que pagaba por hacerlo
y por insultar al más pintado; _que tenía mucha aversión a los hombres
decentes_; que no solía tomar licor nunca; que de joven era muy
reservado, y no sólo quería infundir miedo, sino aterrar, para lo que
hacía entender a hombres de su confianza que tenía agoreros o era
adivino; que con los que tenía relación los trataba como esclavos; _que
jamás se ha confesado, rezado ni oído misa_; que cuando estuvo de
general lo vió una vez en misa; que él mismo le decía que no creía en
nada». El candor con que estas palabras están escritas revela su verdad.

Toda la vida pública de Quiroga me parece resumida en estos datos. Veo
en ellos el hombre grande, el hombre genio a su pesar, sin saberlo él,
el César, el Tamerlán, el Mahoma. Ha nacido así y no es culpa suya; se
abajará en las escalas sociales para mandar, para dominar, para combatir
el poder de la ciudad, la partida de la policía. Si le ofrecen una plaza
en los ejércitos la desdeñará, porque no tiene paciencia para aguardar
los ascensos, porque hay mucha sujeción, muchas trabas puestas a la
independencia individual, hay generales que pesan sobre él, hay una
casaca que oprime el cuerpo y una táctica que regla los pasos; ¡todo
esto es insufrible! La vida de a caballo, la vida de peligros y
emociones fuertes han acerado su espíritu y endurecido su corazón; tiene
odio invencible, instintivo, contra las leyes que lo han perseguido,
contra los jueces que lo han condenado, contra toda esa sociedad y esa
organización de que se ha sustraído desde la infancia y que lo mira con
prevención y menosprecio. Aquí se eslabona insensiblemente el lema de
este capítulo: «Es el hombre de la naturaleza que no ha aprendido aún a
contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su
energía, entregándose a toda su impetuosidad.» Ese es el carácter del
género humano y así se muestra en las campañas pastoras de la República
Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva; no conoció
sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras; la melena de
sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos
en guedejas, como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se
enronquecía y sus miradas se convertían en puñaladas.

Dominado por la cólera mataba a patadas estrellándole los sesos a N por
una disputa de juego; arrancaba ambas orejas a su querida porque le
pedía una vez 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por él;
abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo porque no había forma de
hacerlo callar; daba de bofetadas en Tucumán a una linda señorita a
quien ni seducir ni forzar podía. En todos sus actos mostrábase el
hombre bestia aún, sin ser por eso estúpido y sin carecer de elevación
de miras. Incapaz de hacerse admirar o estimar, gustaba de ser temido;
pero este gusto era exclusivo, dominante, hasta el punto de arreglar
todas las acciones de su vida a producir el terror en torno suyo, sobre
los pueblos como sobre los soldados, sobre la víctima que iba a ser
ejecutada, como sobre su mujer y sus hijos. En la incapacidad de manejar
los resortes del gobierno civil, ponía el terror como expediente para
suplir el patriotismo y la abnegación; ignorante, rodeándose de
misterios y haciéndose impenetrable, valiéndose de una sagacidad
natural, una capacidad de observación no común y de la credulidad del
vulgo, fingía una presciencia de los acontecimientos que le daba
prestigio y reputación entre las gentes vulgares.

Es inagotable el repertorio de anecdotas de que está llena la memoria de
los pueblos con respecto a Quiroga; sus dichos, sus expedientes, tienen
un sello de originalidad que le daban ciertos visos orientales, cierta
tintura de sabiduría salomónica en el concepto de la plebe. ¿Qué
diferencia hay, en efecto, entre aquel famoso expediente de mandar
partir en dos el niño disputado, a fin de descubrir la verdadera madre,
y este otro para encontrar un ladrón? Entre los individuos que formaban
una compañía habíase robado un objeto, y todas las diligencias
practicadas para descubrir el raptor habían sido infructuosas. Quiroga
forma la tropa, hace cortar tantas varitas de igual tamaño cuantos
soldados había, hace en seguida que se distribuyan a cada uno, y luego
con voz segura, dice: «Aquél cuya varita amanezca mañana más grande que
las demás, ése es el ladrón.» Al día siguiente fórmase de nuevo la
tropa, y Quiroga procede a la verificación y comparación de las varitas.
Un soldado hay, empero, cuya vara aparece más corta que las otras.
«¡Miserable!--le grita Facundo con voz aterrante--, ¡tú eres!...» Y en
efecto, él era; su turbación lo dejaba conocer demasiado. El expediente
es sencillo: el crédulo gaucho, temiendo que, efectivamente, creciese su
varita, le había cortado un pedazo. Pero se necesita cierta superioridad
y cierto conocimiento de la naturaleza humana para valerse de estos
medios.

Habíanse robado algunas prendas de la montura de un soldado, y todas las
pesquisas habían sido inútiles para descubrir al raptor. Facundo hace
formar la tropa y que desfile por delante de él, que está con los brazos
cruzados, la mirada fija, escudriñadora, terrible. Antes ha dicho: «Yo
sé quién es», con una seguridad que nada desmiente. Empiezan a desfilar,
desfilan muchos, y Quiroga permanece inmóvil; es la estatua de Júpiter
Tonante, es la imagen del Dios del Juicio Final. De repente se abalanza
sobre uno, le agarra del brazo y le dice con voz breve y seca: «¿Dónde
está la montura?» «Allí, señor»--contesta, señalando un bosquecillo.
«Cuatro tiradores»--grita entonces Quiroga. ¿Qué revelación era ésta? La
del terror y la del crimen hecha ante un hombre sagaz. Estaba otra vez
un gaucho respondiendo a los cargos que se le hacían por un robo;
Facundo le interrumpe diciendo: «Ya este pícaro está mintiendo; ¡a
ver... cien azotes...!» Cuando el reo hubo salido, Quiroga dijo a alguno
que se hallaba presente: «Vea, patrón; cuando un gaucho al hablar esté
haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo.» Con los
azotes, el gaucho contó la historia como debía de ser, esto es, que se
había robado una yunta de bueyes.

Necesitaba otra vez y había pedido un hombre resuelto, audaz, para
confiarle una misión peligrosa. Escribía Quiroga cuando le trajeron el
hombre; levanta la cara después de habérselo anunciado varias veces, lo
mira y dice continuando de escribir: «¡Eh!... ¡Ese es un miserable!
¡Pido un hombre valiente y arrojado!» Averiguóse, en efecto, que era un
patán.

De estos hechos hay a centenares en la vida de Facundo, y que, al paso
que descubren un hombre superior, han servido eficazmente para labrarle
una reputación misteriosa entre hombres groseros que llegaban a
atribuirle poderes sobrenaturales.



CAPÍTULO II

LA RIOJA.--EL COMANDANTE DE CAMPAÑA

    The sides of the mountains enlarge
    and assume an aspect at
    once more grand and more barren.
    By little and little the scanty vegetation
    languishes and dies; and
    mosse disappear, and a red burning
    hue suceeds.

    ROUSSEL. _Palestine._



En un documento tan antiguo como el año de 1560 he visto consignado el
nombre de Mendoza con este aditamento: Mendoza, del valle de La Rioja.
Pero La Rioja actual es una provincia argentina que está al norte de San
Juan, del cual la separan varias travesías, aunque interrumpidas por
valles poblados. De los Andes se desprenden ramificaciones que cortan la
parte occidental en líneas paralelas, en cuyos valles están Los Pueblos
y Chilecito, así llamado por los mineros chilenos que acudieron a la
fama de las ricas minas de Famatina. Más hacia el oriente se extiende
una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en
cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña cubierta
hasta su cima de lozana y alta vegetación, yace el esqueleto de La
Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén al pie
del Monte de los Olivos. Al sur y a larga distancia limitan esta llanura
arenisca los Colorados, montes de greda petrificada, cuyos cortes
regulares asumen las formas más pintorescas y fantásticas; a veces es
una muralla lisa con bastiones avanzados, a veces créese ver torreones y
castillos almenados en ruinas. Ultimamente, al sudeste y rodeados de
extensas travesías, están los Llanos, país quebrado y montañoso, en
despecho de su nombre, oasis de vegetación pastosa que alimentó en otro
tiempo millares de rebaños.

El aspecto del país es, por lo general, desolado; el clima, abrasador;
la tierra, seca y sin aguas corrientes. El campesino hace _represas_
para recoger el agua de las lluvias y dar de beber a sus ganados. He
tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es
parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra,
la sequedad de algunas partes y sus cisternas; hasta en sus naranjos,
vides e higueras, de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde
corre algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de
montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y
erizados y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como
los cedros del Líbano. Lo que más me trae a la imaginación estas
reminiscencias orientales es el aspecto verdaderamente patriarcal de los
campesinos de La Rioja. Hoy, gracias a los caprichos de la moda, no
causa novedad el ver hombres con la barba entera, a la manera inmemorial
de los pueblos de Oriente; pero aún no dejaría de sorprender por eso la
vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la
barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de
aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe, que cabalga en burros
y viste a veces de cueros de cabra, como el ermitaño de Enggady. Lugares
hay en que la población se alimenta exclusivamente de miel silvestre y
de algarroba, como de langostas San Juan en el desierto. El _llanista_
es el único que ignora que es el ser más desgraciado, más miserable y
más bárbaro, y gracias a esto vive contento y feliz cuando el hambre no
lo acosa.

Dije al principio que había montañas rojizas que tenían a lo lejos el
aspecto de torreones y castillos feudales arruinados; pues para que los
recuerdos de la Edad Media vengan a mezclarse a aquellos matices
orientales, La Rioja ha presentado por más de un siglo la lucha de dos
familias hostiles, señoriales, ilustres, ni más ni menos que en los
feudos italianos en que figuran los Ursinos, Colonnas y Médicis. Las
querellas de Ocampos y Dávilas forman toda la historia culta de La
Rioja. Ambas familias, antiguas, ricas, tituladas, se disputan el poder
largo tiempo, dividen la población en bandos, como los güelfos y
gibelinos, aun mucho antes de la revolución de la independencia. De
estas dos familias han salido una multitud de hombres notables en las
armas, en el foro y en la industria, porque Dávilas y Ocampos trataron
siempre de sobreponerse por todos los medios de valer que tiene
consagrados la civilización. Apagar estos rencores hereditarios entró no
pocas veces en la política de los patriotas de Buenos Aires. La Logia de
Lautaro llevó a las dos familias a enlazar un Ocampo con una señorita
Doria y Dávila, para reconciliarlas.

Todos saben que ésta era la práctica en Italia. Romeo y Julieta fueron
aquí más felices. Hacia los años 1817 el Gobierno de Buenos Aires, a fin
de poner término también a los feudos de aquellas casas, mandó un
gobernador de fuera de la provincia, un señor Barnachea, que no tardó
mucho en caer bajo la influencia del partido de los Dávilas, que
contaban con el apoyo de don Prudencio Quiroga, residente en los Llanos
y muy querido de los habitantes, y que a causa de esto fué llamado a la
_ciudad_ y hecho tesorero y alcalde. Nótese que, aunque de un modo
legítimo y noble, con don Prudencio Quiroga, padre de Facundo, entra en
los partidos _civiles_ a figurar ya la campaña pastora como elemento
político. Los Llanos, como ya llevo dicho, son un oasis montañoso de
pastos, enclavado en el centro de una extensa travesía; sus habitantes,
pastores exclusivamente, viven la vida patriarcal y primitiva que aquel
aislamiento conserva en toda su pureza bárbara y hostil a las ciudades.
La hospitalidad es allí un deber común, y entre los deberes del peón
entra el de defender a su patrón en cualquier peligro o riesgo de su
vida. Estas costumbres explicarán ya un poco los fenómenos que vamos a
presenciar.

Después del suceso de San Luis, Facundo se presentó en los Llanos
revestido del prestigio de la reciente hazaña y premunido de una
recomendación del Gobierno. Los partidos que dividían a La Rioja no
tardaron mucho en solicitar la adhesión de un hombre que todos miraban
con el respeto y asombro que inspiran siempre las acciones arrojadas.
Los Ocampos, que obtuvieron el gobierno en 1820, le dieron el título de
sargento mayor de las milicias de los Llanos, con la influencia y
autoridad de _comandante de campaña_.

Desde este momento principia la vida pública de Facundo. El elemento
pastoril, bárbaro, de aquella provincia; aquella tercera entidad que
aparece en el sitio de Montevideo con Artigas, va a presentarse en La
Rioja con Quiroga, llamado en su apoyo por uno de los partidos de la
_ciudad_. Este es un momento solemne y crítico en la historia de todos
los pueblos pastores de la República Argentina; hay en todos ellos un
día en que por necesidad de apoyo exterior, o por el temor que ya
inspira un hombre audaz, se le elige comandante de campaña. Es éste el
caballo de los griegos que los troyanos se apresuran a introducir en la
_ciudad_.

Por este tiempo ocurría en San Juan la desgraciada sublevación del
número 1 de los Andes, que había vuelto de Chile a rehacerse. Frustrados
en los objetos del motín, Francisco Aldao y Corro emprendieron una
retirada desastrosa al norte, a reunirse a Güemes, caudillo de Salta. El
general Ocampo, gobernador de La Rioja, se dispone a cerrarles el paso,
y al efecto convoca todas las fuerzas de la provincia y se prepara a dar
una batalla. Facundo se presenta con sus llanistas. Las fuerzas vienen a
las manos, y pocos minutos bastaron al número 1 para mostrar que con la
rebelión no había perdido nada de su antiguo brillo en los campos de
batalla. Corro y Aldao se dirigieron a la ciudad, y los dispersos
trataron de rehacerse, dirigiéndose hacia los Llanos, donde podían
aguardar las fuerzas que de San Juan y Mendoza venían en persecución de
los fugitivos. Facundo, en tanto, abandona el punto de reunión, cae
sobre la retaguardia de los vencedores, los tirotea, los importuna, les
mata o hace prisioneros a los rezagados. Facundo es el único que está
dotado de vida propia, que no espera órdenes, que obra de su _proprio
motu_. Se ha sentido llamado a la acción, y no espera que le empujen.
Mas todavía habla con desdén del Gobierno y del general, y anuncia su
disposición de obrar en adelante según su dictamen y de echar abajo el
Gobierno. Dícese que un consejo de los principales del ejército instaba
al general Ocampo para que lo prendiese, juzgase y fusilase; pero el
general no consintió, menos acaso por moderación que por sentir que
Quiroga era ya, no tanto un súbdito, cuanto un aliado temible.

Un arreglo definitivo entre Aldao y el Gobierno dejó acordado que aquél
se dirigiría a San Luis, por no querer seguir a Corro, proveyéndole el
Gobierno de medios hasta salir del territorio por un itinerario que
pasaba por los Llanos. Facundo fué encargado de la ejecución de esta
parte de lo estipulado, y regresó a los Llanos con Aldao. Quiroga lleva
ya la conciencia de su fuerza, y cuando vuelve la espalda a La Rioja, ha
podido decirle en despedida: «¡Ay de ti, ciudad! En verdad os digo que
dentro de poco no quedará piedra sobre piedra.»

Aldao, llegado a los Llanos, y conocido el descontento de Quiroga, le
ofrece cien hombres de línea para apoderarse de La Rioja, a trueque de
aliarse para futuras empresas. Quiroga acepta con ardor, encamínase a la
ciudad, la toma, prende a los individuos del Gobierno, les manda
confesores y orden de prepararse para morir. ¿Qué objeto tiene para él
esta revolución? Ninguno; se ha sentido con fuerzas, ha estirado los
brazos y ha derrotado la _ciudad_. ¿Es culpa suya?

Los antiguos patriotas chilenos no han olvidado, sin duda, las proezas
del sargento Araya, de granaderos a caballo, porque entre aquellos
veteranos la aureola de la gloria solía descender hasta el simple
soldado. Contábame el presbítero Meneses, cura que fué de Los Andes, que
después de la derrota de Cancha Rayada, el sargento Araya iba
encaminándose a Mendoza con siete granaderos.

Ibaseles el alma a los patriotas de ver alejarse y repasar los Andes a
los soldados más valientes del ejército, mientras que Las Heras tenía
todavía un tercio bajo sus órdenes, dispuesto a hacer frente a los
españoles. Tratábase de detener al sargento Araya; pero una dificultad
ocurría. ¿Quién se le acercaba? Una partida de 60 hombres de milicias
estaba a la mano; pero todos los soldados sabían que el prófugo era el
sargento Araya, y habrían preferido mil veces atacar a los españoles que
a este león de los granaderos; don José María Meneses entonces se
adelanta solo y desarmado, alcanza a Araya, le ataja el paso, le
reconviene, le recuerda sus glorias pasadas y la vergüenza de una fuga
sin motivo; Araya se deja conmover y no opone resistencia a las súplicas
y órdenes de un buen paisano; se entusiasma en seguida, y corre a
detener otros grupos de granaderos que le precedían en la fuga, y
gracias a su diligencia y reputación, vuelve a incorporarse en el
ejército con 60 compañeros de armas, que se lavaron en Maipú de la
mancha momentánea que había caído sobre sus laureles.

Este sargento Araya y un Lorca, también un valiente conocido en Chile,
mandaban la fuerza que Aldao había puesto a las órdenes de Facundo. Los
reos de La Rioja, entre los que se hallaba el doctor don Gabriel Ocampo,
ex ministro de Gobierno, solicitaron la protección de Lorca para que
intercediese por ellos. Facundo, aun no seguro de su momentánea
elevación, consintió en otorgarles la vida; pero esta restricción puesta
a su poder le hizo sentir otra necesidad. Era preciso poseer esa fuerza
veterana para no encontrar contradicciones en lo sucesivo. De regreso a
los Llanos, se entiende con Araya, y poniéndose de acuerdo, caen sobre
el resto de la fuerza de Aldao, la sorprenden, y Facundo se halla en
seguida jefe de 400 hombres de línea, de cuyas filas salieron después
los oficiales de sus primeros ejércitos.

Facundo acordóse de que don Nicolás Dávila estaba en Tucumán
expatriado, y le hizo venir para encargarle de las molestias del
gobierno de La Rioja, reservándose él tan sólo el poder real que lo
seguía a los Llanos. El abismo que mediaba entre él y los Ocampos y
Dávilas era tan ancho, tan brusca la transición, que no era posible por
entonces hacerla de un golpe; el espíritu de ciudad era demasiado
poderoso todavía para sobreponerle la campaña; todavía un doctor en
leyes valía más para el gobierno que un peón cualquiera. Después ha
cambiado todo esto.

Dávila se hizo cargo del gobierno bajo el patrocinio de Facundo, y por
entonces pareció alejado todo motivo de zozobra. Las haciendas y
propiedades de los Dávilas estaban situadas en las inmediaciones de
Chilecito, y allí, por tanto, en sus deudos y amigos se hallaba
reconcentrada la fuerza física y moral que debía apoyarlo en el
gobierno. Habiéndose, además, acrecentado la población de Chilecito con
la provechosa explotación de las minas, y reunídose caudales cuantiosos,
el gobierno estableció una casa de moneda provincial, y trasladó su
residencia a aquel pueblecillo, ya fuese para llevar a cabo la empresa,
ya para alejarse de los Llanos y sustraerse de la sujeción incómoda que
Quiroga quería ejercer sobre él. Dávila no tardó mucho en pasar de estas
medidas puramente defensivas a una actitud más decidida, y aprovechando
la temporaria ausencia de Facundo, que andaba en San Juan, se concertó
con el capitán Araya para que le prendiesen a su llegada. Facundo tuvo
aviso de las medidas que contra él se preparaban, e introduciéndose
secretamente en los Llanos, mandó asesinar a Araya.

El gobierno, cuya autoridad era contestada de una manera tan indigna,
intimó a Facundo que se presentase a responder a los cargos que se le
hacían sobre el asesinato. ¡Parodia ridícula! No quedaba otro medio que
apelar a las armas y encender la guerra civil entre el gobierno y
Quiroga, entre la ciudad y los Llanos. Facundo mandó a su vez una
comisión a la Junta de Representantes, pidiéndole que depusiese a
Dávila. La Junta había llamado al gobernador con instancia para que
desde allí, y con el apoyo de todos los ciudadanos, invadiese los Llanos
y desarmase a Quiroga. Había en esto un interés local, y era hacer que
la Casa de la Moneda fuese trasladada a la ciudad de La Rioja; pero como
Dávila persistiese en residir en Chilecito, la Junta, accediendo a la
solicitud de Quiroga, lo declaró depuesto. El gobernador Dávila había
reunido, bajo las órdenes de don Miguel Dávila, muchos soldados de los
de Aldao; poseía un buen armamento, muchos adictos que querían salvar la
provincia del dominio del caudillo que se estaba levantando en los
Llanos, y varios oficiales de línea para poner a la cabeza de las
fuerzas. Los preparativos de guerra empezaron, pues, con igual ardor en
Chilecito y en los Llanos; y el rumor de los aciagos sucesos que se
preparaban, llegó hasta San Juan y Mendoza, cuyos gobiernos mandaron un
comisionado a procurar un arreglo entre los beligerantes que ya estaban
a punto de venir a las manos.

Corvalán, ese mismo que hoy sirve de ordenanza a Rosas, se presentó al
campo de Quiroga a interponer la mediación de que venía encargado, y que
fué aceptada por el caudillo; pasó en seguida al campo enemigo, donde
obtuvo la misma cordial acogida. Regresa al campo de Quiroga para
arreglar el convenio definitivo; pero éste, dejándolo allí, se puso en
movimiento sobre su enemigo, cuyas fuerzas, desapercibidas por las
seguridades dadas por el enviado, fueron fácilmente derrotadas y
dispersas. Don Miguel Dávila, reuniendo algunos de los suyos, acometió
denodadamente a Quiroga, a quien alcanzó a herir en un muslo antes que
una bala le llevase la muñeca; en seguida fué rodeado y muerto por los
soldados. Hay en este suceso una cosa muy característica del espíritu
gaucho. Un soldado se complace en enseñar sus cicatrices; el gaucho las
oculta y disimula cuando son de arma blanca, porque prueban su poca
destreza, y Facundo, fiel a estas ideas de honor, jamás recordó la
herida que Dávila le había abierto antes de morir.

Aquí termina la historia de los Ocampos y Dávilas, y de La Rioja
también. Lo que sigue es la historia de Quiroga. Este día es también uno
de los nefastos de las ciudades pastoras, día aciago que al fin llega.
Este día corresponde en la historia de Buenos Aires al de abril de 1835,
en que su comandante de campaña, su héroe del desierto, se apodera de la
ciudad.

Hay una circunstancia curiosa (1823) que no debo omitir porque hace
honor a Quiroga: en esta noche negra que vamos a atravesar no debe
perderse la más débil lucecilla. Facundo, al entrar triunfante en La
Rioja, hizo cesar los repiques de las campanas, y después de mandar dar
el pésame a la viuda del general muerto, ordenó pomposas exequias para
honrar sus cenizas. Nombró o hizo nombrar por gobernador a un español
vulgar, un Blanco, y con él principió el nuevo orden de cosas que debía
realizar el bello ideal del gobierno que había concebido; porque Quiroga
en su larga carrera, en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás
se ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a otros.
Momento grande y espectable para los pueblos es siempre aquél en que una
mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones se afirman
o ceden su lugar a otras nuevas más fecundas en resultados, o más
conformes con las ideas que predominan. De aquel foco parten muchas
veces los hilos que, entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la
tela de que se compone la historia.

No así cuando predomina una fuerza extraña a la civilización, cuando
Atila se apodera de Roma, o Tamerlán recorre las llanuras asiáticas; los
escombros quedan, pero en vano iría después a removerlos la mano de la
filosofía para buscar debajo de ellos las plantas vigorosas que nacieran
con el abono nutritivo de la sangre humana. Facundo, genio bárbaro, se
apodera de su país; las tradiciones de gobierno desaparecen, las formas
se degradan, las leyes son un juguete en manos torpes; y en medio de
esta destrucción efectuada por las pisadas de los caballos, nada se
sustituye, nada se establece. El desahogo, la desocupación y la incuria
son el bien supremo del gaucho. Si La Rioja, como tenía doctores hubiera
tenido estatuas, éstas habrían servido para amarrar los caballos.

Facundo deseaba poseer, e incapaz de crear un sistema de rentas, acude a
lo que acuden siempre los gobiernos torpes e imbéciles. Mas aquí el
monopolio llevará el sello de la vida pastoril, la espoliación y la
violencia. Rematábanse los diezmos de La Rioja en aquella época en diez
mil pesos anualmente; ésta era por lo menos el término medio. Facundo se
presenta en la mesa del remate, y ya su asistencia, hasta entonces
inusitada, impone respeto a los postores. «Doy dos mil pesos--dice--y
uno más, sobre la mejor postura.» El escribano repite la propuesta tres
veces y nadie ofrece mejora. Era que todos los concurrentes se habían
escurrido uno a uno al leer en la mirada siniestra de Quiroga que
aquélla era la última postura. Al año siguiente se contentó con mandar
al remate una cedulilla así concebida: «Doy dos mil pesos, y uno más,
sobre la mejor postura.--_Facundo Quiroga._»

Al tercer año se suprimió la ceremonia del remate, y el año 1831 Quiroga
mandaba todavía a La Rioja dos mil pesos, valor fijado a los diezmos.

Pero faltaba un paso que dar para hacer redituar el diezmo un ciento por
uno, y Facundo, desde el segundo año, no quiso recibir el de animales,
sino que distribuyó su marca a todos los hacendados, a fin de que
herrasen el diezmo, y se les guardase las estancias hasta que él lo
reclamase. Las crías se aumentaban, los diezmos nuevos acrecentaban el
piño de ganado, y a la vuelta de diez años se pudo calcular que la mitad
del ganado de las estancias de una provincia pastora, pertenecía al
comandante general de armas y llevaba su marca.

Una costumbre inmemorial en La Rioja hacía que los ganados _mostrencos_,
o no marcados a cierta edad, perteneciesen de derecho al fisco, que
mandaba sus agentes a recoger estas espigas perdidas, y sacaba de la
colecta una renta no despreciable, si bien se hacía intolerable para los
estancieros. Facundo pidió que se le adjudicase este ganado en
resarcimiento de los gastos que le había demandado la invasión a la
ciudad; gastos que se reducían a convocar las milicias, que concurren en
sus caballos y viven siempre de lo que encuentran. Poseedor ya de
partidas de seis mil novillos al año, mandaba a las ciudades sus
abastecedores, y ¡desgraciado el que entrase a competir con él! Este
negocio de abastecer los mercados de carne lo ha practicado dondequiera
que sus armas se presentaron, en San Juan, Mendoza, Tucumán, cuidando
siempre de monopolizarlo en su favor por algún bando o un simple
anuncio. Da asco y vergüenza, sin duda, tener que descender a estos
pormenores indignos de ser recordados. Pero, ¿qué hacer? En seguida de
una batalla sangrienta que le ha abierto la entrada a una ciudad, lo
primero que el general ordena es que nadie pueda abastecer de carne el
mercado... En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden,
mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes, el
vencedor de la Ciudadela, no creyó deber confiar a nadie la pesquisa de
delito tan horrendo. Va él en persona, da recios golpes a la puerta de
la casa, que permanecía cerrada, y que, atónitos los de adentro, no
aciertan a abrir. Una patada del ilustre general la echa abajo, y expone
a su vista esta escena, una res muerta que desollaba el dueño de la
casa, que a su vez cae también muerto a la vista terrífica del general
ofendido[26].

No me detengo en estos pormenores a designio. ¡Cuántas páginas omito!
¡Cuántas iniquidades comprobadas, y de todos sabidas, callo! Pero hago
la historia del gobierno bárbaro, y necesito hacer conocer sus resortes.
Mehemet-Alí, dueño de Egipto por los mismos medios que Facundo, se
entrega a una rapacidad sin ejemplo aun en la Turquía; constituye el
monopolio en todos los ramos, y los explota en su beneficio; pero
Mehemet-Alí sale del seno de una nación bárbara, y se eleva hasta desear
la civilización europea e injertarla en las venas del pueblo que oprime.
Facundo, empero, rechaza todos los medios civilizados que ya son
conocidos, los destruye y desmoraliza; Facundo, que no gobierna, porque
el gobierno es ya un trabajo en beneficio ajeno, se abandona a los
instintos de una avaricia sin medidas, sin escrúpulos.

El egoísmo es el fondo de casi todos los grandes caracteres históricos;
el egoísmo es el muelle real que hace ejecutar todas las grandes
acciones; Quiroga poseía este don político en grado eminente, y lo
ejercitaba en reconcentrar en torno suyo todo lo que veía diseminado en
la sociedad inculta que lo rodeaba; fortuna, poder, autoridad, todo está
con él; todo lo que no puede adquirir: maneras, instrucción,
respetabilidad fundada, eso lo persigue, lo destruye en las personas que
lo poseen. Su encono contra la gente _decente_, contra la _ciudad_, es
cada día más visible; el gobernador de La Rioja puesto por él renuncia
al fin a fuerza de ser vejado diariamente. Un día está de buen humor
Quiroga, y juega con un joven, como el gato juega con la tímida rata:
juega a si lo mata o no lo mata; el terror de la víctima ha sido tan
ridículo, que el verdugo se ha puesto de buen humor, se ha reído a
carcajadas, contra su costumbre habitual.

Su buen humor no debe quedar ignorado: necesita explayarse, extenderlo
sobre una gran superficie. Suena la generala en La Rioja, y los
ciudadanos salen a las calles armados al rumor de alarma. Facundo, que
ha hecho tocar a generala para divertirse, forma a los vecinos en la
plaza a las once de la noche, despide de las filas a la plebe, y deja
sólo a los vecinos padres de familia acomodados, a los jóvenes que aún
conservan visos de cultura.

Hácelos marchar y contramarchar toda la noche, hacer alto, alinearse,
marchar de frente, de flanco. Es un cabo de instrucción que enseña a
unos reclutas, y la vara del cabo anda por la cabeza de los torpes, por
el pecho de los que no se alínean bien; ¿qué quieren? ¡así se enseña! El
día sobreviene, y los semblantes pálidos de los reclutas; su fatiga y
extenuación revelan todo lo que se ha aprendido en la noche. Al fin da
descanso a su tropa, y lleva la generosidad hasta comprar empanadas, y
distribuir a cada uno la suya, que se apresura a comer, porque es parte
ésta de la diversión.

Lecciones de este género no son inútiles para las ciudades, y el hábil
político que en Buenos Aires ha elevado a sistema estos procedimientos,
los ha refinado y hecho producir efectos maravillosos. Por ejemplo,
desde 1835 hasta 1840, casi toda la ciudad de Buenos Aires ha pasado por
las cárceles. Había a veces ciento cincuenta ciudadanos que permanecían
presos dos, tres meses, para ceder su lugar a un repuesto de doscientos
que permanecían seis meses. ¿Por qué? ¿qué habían hecho?... ¿qué habían
dicho? ¡Imbéciles!: ¿no véis que se está disciplinando la _ciudad_?...
¿No recordás que Rosas decía a Quiroga que no era posible constituir la
República porque no había costumbres? ¡Es que está acostumbrando a la
ciudad a ser gobernada; él concluirá la obra, y en 1844 podrá presentar
al mundo un pueblo que no tiene sino un pensamiento, una opinión, una
voz, un entusiasmo sin límites por la persona y por la voluntad de
Rosas! ¡Ahora sí que se puede constituir una república!

Pero volvamos a La Rioja. Habíase excitado en Inglaterra un movimiento
febril de empresa sobre las minas de los nuevos Estados americanos;
compañías poderosas se proponían explotar las de Méjico y Perú, y
Rivadavia, residente en Londres entonces, estimuló a los empresarios a
traer sus capitales a la República Argentina. Las minas de Famatina se
presentaban a las grandes empresas. Especuladores de Buenos Aires
obtienen al mismo tiempo privilegios exclusivos para la explotación, con
el designio de venderlos a las compañías inglesas por sumas enormes.
Estas dos especulaciones, la de Inglaterra y la de Buenos Aires, se
cruzaron en sus planes y no pudieron entenderse. Al fin hubo transacción
con otra casa inglesa que debía suministrar fondos, y que, en efecto,
mandó directores y mineros ingleses. Más tarde se especuló en establecer
una Casa de Moneda en La Rioja, que, cuando el Gobierno nacional se
organizase, debía serle vendida en una gran suma. Facundo, solicitado,
entró con un gran número de acciones, que pagó con el Colegio de
Jesuítas, que se hizo adjudicar en pago de _sus sueldos_ de general. Una
comisión de accionistas de Buenos Aires vino a La Rioja para realizar
esta empresa, y desde luego manifestó su deseo de ser presentada a
Quiroga, cuyo nombre misterioso y terrorífico empezaba a resonar por
todas partes. Facundo se le presenta en su alojamiento con media de
_seda_ de patente, calzón de jergón y un poncho de tela ruin. No
obstante lo grotesco de esta figura, a ninguno de los ciudadanos
elegantes de Buenos Aires le ocurrió reírse, porque eran demasiado
avisados para no descifrar el enigma. Quería humillar a los hombres
cultos, y mostrarles el caso que hacía de sus trajes europeos.

Ultimamente, derechos exhorbitantes sobre la extracción de ganados que
no fuesen los suyos, completaron el sistema de administración
establecido en su provincia. Pero a más de estos medios directos de
fortuna, hay uno que me apresuro a exponer, por desembarazarme de una
vez de un hecho que abraza toda la vida pública de Facundo. ¡El juego!
Facundo tenía la rabia del juego, como otros la de los licores, como
otros la del rapé. Un alma poderosa pero incapaz de abrazar una grande
esfera de ideas, necesitaba esta ocupación ficticia en que una pasión
está en continuo ejercicio, contrariada y halagada a la vez, irritada,
excitada, atormentada. Siempre he creído que la pasión del juego es en
los más casos una buena cualidad de espíritu que está ociosa por la mala
organización de una sociedad. Estas fuerzas de voluntad, de temeridad,
de abnegación y de constancia, son las mismas que forman las fortunas
del comerciante emprendedor, del banquero y del conquistador que juega
imperios a las batallas. Facundo ha jugado desde la infancia; el juego
ha sido su único goce, su desahogo, su vida entera. ¿Pero sabéis lo que
es un tallador que tiene en fondos el poder, el terror y la vida de sus
compañeros de mesa?

Esta es una cosa de que nadie ha podido formarse idea, sino después de
haberlo visto durante veinte años. Facundo jugaba sin lealtad, dicen sus
enemigos... Yo no doy fe a este cargo, porque la mala fe le era inútil,
y porque perseguía de muerte a los que la usaban.

Pero Facundo jugaba con fondos ilimitados; no permitió jamás que nadie
levantase de la mesa el dinero con que jugaba; no era posible dejar de
jugar sin que él lo dispusiese; él jugaba cuarenta horas, y más,
consecutivas; él no estaba turbado por el terror, y él podía mandar
azotar o fusilar a sus compañeros de carpeta, que muchas veces eran
hombres comprometidos. He aquí el secreto de la buena fortuna de
Quiroga. Son raros los que le han ganado sumas considerables, aunque
sean muchos los que en momentos dados de una partida de juego han tenido
delante de sí pirámides de onzas ganadas a Quiroga; el juego ha seguido,
porque al ganancioso no le era permitido levantarse, y al fin sólo le ha
quedado la gloria de contar que ya tenía ganado tanto y lo perdió en
seguida.

El juego fué, pues, para Quiroga una diversión favorita y un sistema de
expoliación. Nadie recibía dinero de él en La Rioja, nadie lo poseía sin
ser invitado inmediatamente a jugar y a dejarlo en poder del caudillo.
La mayor parte de los comerciantes de La Rioja quiebran, desaparecen,
porque el dinero ha ido a parar a la bolsa del general, y no es porque
no les dé lecciones de prudencia. Un joven había ganado a Facundo cuatro
mil pesos, y Facundo no quiere jugar más. El joven cree que es una red
que le tienden, que su vida está en peligro. Facundo repite que no juega
más, insiste el joven atolondrado, y Facundo, condescendiendo, le _gana_
los cuatro mil pesos y le manda dar doscientos azotes, _por bárbaro_.

Me fatigo de leer infamias, contestes en todos los manuscritos que
consulto. Sacrifico la relación de ellas a la vanidad de autor, a la
pretensión literaria. Si digo más, los cuadros me salen recargados,
innobles, repulsivos.

Hasta aquí llega la vida del comandante de campaña, después que ha
abolido la _ciudad_, la ha suprimido. Facundo hasta aquí es como todos
los demás, como Rosas en su estancia, aunque ni el juego ni la
satisfacción brutal de todas las pasiones le deshonrasen tanto antes de
llegar al Poder. Pero Facundo va a entrar en una nueva esfera, y
tendremos luego que seguirlo por toda la República, que ir a buscarlo en
los campos de batalla.

¿Qué consecuencias trajo para la provincia de La Rioja la destrucción
del orden _civil_? Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a ver
el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista
sobre él: ahí está la respuesta. Los Llanos de La Rioja están hoy
desiertos; la población ha emigrado a San Juan; los aljibes que daban de
beber a millares de rebaños se han secado. En esos Llanos, donde ahora
veinte años pacían tantos millares de rumiantes, vaga tranquilo el
tigre, que ha reconquistado sus dominios; algunas familias de
pordioseros recogen algarroba para mantenerse. Así han pagado los Llanos
los males que extendieron sobre la República. «¡Ay de ti, Betsaida y
Corazain! En verdad os digo que Sodoma y Gomorra fueron mejor tratadas
que lo que debéis serlo vosotras.»



CAPÍTULO III

SOCIABILIDAD.--CÓRDOBA.--BUENOS AIRES.

    La société du moyen âge était
    composée des debris de mille autres
    sociétés. Toutes les formes de
    liberté et servitude se recontraient:
    la liberté monarchique du roi, la
    liberté individuelle du prêtre, la liberté
    privilegiée des villes, la liberté
    représentative de la nation, l'esclavage
    romain, le servage barbare,
    la servitude de l'aubain.

    CHATEAUBRIAND.



Facundo posee La Rioja como árbitro y dueño absoluto; no hay más voz que
la suya, más interés que el suyo. Como no hay letras, no hay opiniones,
y como no hay opiniones diversas, La Rioja es una máquina de guerra que
irá adonde la lleven. Hasta aquí Facundo nada ha hecho de nuevo, sin
embargo; esto era lo mismo que habían hecho el doctor Francia, Ibarra,
López y Bustos; lo que habían intentado Güemes y Araoz en el Norte:
destruir todo el derecho para hacer valer el suyo propio. Pero un mundo
de ideas, de intereses contradictorios, se agitaba fuera de La Rioja, y
el rumor lejano de las discusiones de la Prensa y de los partidos
llegaba hasta su residencia en los Llanos. Por otra parte, él no había
podido elevarse sin que el ruido que hacía en el edificio de la
civilización que destruía no se oyese a la distancia y los pueblos
vecinos no fijasen en él sus miradas. Su nombre había pasado los
límites de La Rioja; Rivadavia lo invitaba a contribuir a la
organización de la República; Bustos y López a oponerse a ella; el
Gobierno de San Juan se preciaba de contarlo entre sus amigos, y hombres
desconocidos venían a los Llanos a saludarlo y pedirle apoyo para
sostener este o el otro partido. Presentaba la República Argentina en
aquella época un cuadro animado e interesante. Todos los intereses,
todas las ideas, todas las pasiones se habían dado cita para agitarse y
meter ruido. Aquí un caudillo que no quería nada con el resto de la
República; allí un pueblo que nada más pedía que salir de su
aislamiento; allá un Gobierno que transportaba la Europa a la América;
acullá otro que odiaba hasta el nombre de civilización; en unas partes
se rehabilitaba el Santo Tribunal de la Inquisición; en otras se
declaraba la libertad de las conciencias como el primero de los derechos
del hombre; unos gritaban federación, otros gobierno central. Cada una
de estas diversas fases tenía intereses y pasiones fuertes, invencibles
en su apoyo. Yo necesito aclarar un poco este caos para mostrar el papel
que tocó desempeñar a Quiroga, y la grande obra que debió realizar. Para
pintar el comandante de campaña que se apodera de la ciudad y la
aniquila al fin, he necesitado describir el suelo argentino, los hábitos
que engendra, los caracteres que desenvuelve. Ahora, para mostrar a
Quiroga saliendo ya de su provincia y proclamando un principio, una
idea, y llevándola a todas partes en la punta de las lanzas, necesito
también trazar la carta geográfica de las ideas y de los intereses que
se agitaban en las ciudades. Para este fin necesito examinar dos
ciudades, en cada una de las cuales predominaban las ideas opuestas:
Córdoba y Buenos Aires, tales como existían hasta 1825.

Córdoba era, no diré la ciudad más coqueta de la América, porque se
ofendería de ello su gravedad española, pero sí una de las ciudades más
bonitas del continente. Sita en una hondonada que forma un terreno
elevado, llamado _Los Altos_, se ha visto forzada a replegarse sobre sí
misma, a estrechar y reunir sus regulares edificios de ladrillo. El
cielo es purísimo, el invierno seco y tónico, el verano ardiente y
tormentoso. Hacia el oriente tiene un bellísimo paseo de formas
caprichosas, de un golpe de vista mágico. Consiste en un estanque de
agua encuadrado en una vereda espaciosa, que sombrean sauces añosos y
colosales. Cada costado es de una cuadra de largo, encerrado bajo una
reja de fierro de cuatro varas de alto, con enormes puertas a los cuatro
costados, de manera que el paseo es una prisión encantada en que se da
vueltas siempre en torno de un vistoso cenador de arquitectura griega,
que está inmóvil en el centro del fingido lago. En la plaza principal
está la magnífica catedral de orden romano, con su enorme cúpula
recortada en arabescos, único modelo que yo sepa que haya en la América
del Sur de la arquitectura de la Edad Media. A una cuadra está el templo
y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo presbiterio hay una trampa
que da entrada a subterráneos que se extienden por debajo de la ciudad y
van a parar no se sabe todavía adónde; también se han encontrado los
calabozos en que la Sociedad sepultaba vivos a sus reos. Si queréis,
pues, conocer monumentos de la Edad Media y examinar el poder y las
formas de aquella célebre orden, id a Córdoba, donde estuvo uno de sus
grandes establecimientos centrales de América.

En cada cuadra de la sucinta ciudad hay un soberbio convento, un
monasterio o una casa de beatas o de ejercicios. Cada familia tenía
entonces un clérigo, un fraile, una monja o un corista; los pobres se
contentaban con poder contar entre los suyos un belermita, un motilón,
un sacristán o un monacillo.

Cada convento o monasterio tenía una ranchería contigua, en que estaban
reproduciéndose ochocientos esclavos de la orden, negros, zambos,
mulatos y mulatillas de ojos azules, rubias, rozagantes, de piernas
bruñidas como el mármol; verdaderas circasianas dotadas de todas las
gracias, con más de una dentadura de origen africano, que servía de cebo
a las pasiones humanas, todo para mayor honra y provecho del convento a
que estas huríes pertenecían.

Andando un poco en la visita que hacemos, se encuentra la célebre
Universidad de Córdoba, fundada nada menos que el año de 1613, y en
cuyos claustros sombríos han pasado su juventud ocho generaciones de
doctores en ambos derechos, ergotistas insignes, comentadores y
casuístas. Oigamos al célebre deán Funes describir la enseñanza y
espíritu de esta famosa Universidad, que ha provisto durante dos siglos
de teólogos y doctores a una gran parte de la América: «El curso
teológico duraba cinco años y medio... La Teología participaba de la
corrupción de los estudios filosóficos. Aplicada la filosofía de
Aristóteles a la Teología, formaba una mezcla de profano y espiritual.
Razonamientos puramente humanos, sutilezas, sofismas engañosos,
cuestiones frívolas e impertinentes, esto fué lo que vino a formar el
gusto dominante de estas escuelas.» Si queréis penetrar un poco más en
el espíritu de libertad que daría esta instrucción, oíd al deán Funes
todavía: «Esta Universidad nació y se creó exclusivamente en manos de
los jesuítas, quienes la establecieron en su colegio llamado Máximo, de
la ciudad de Córdoba.» Muy distinguidos abogados han salido de allí,
pero literatos ninguno que no haya ido a rehacer su educación en Buenos
Aires y con los libros europeos.

Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público, no conoció la
ópera, no tiene aún diarios, y la imprenta es una industria que no ha
podido arraigarse allí. El espíritu de Córdoba hasta 1829 es monacal y
escolástico; la conversación de los estrados rueda siempre sobre las
procesiones, las fiestas de los santos, sobre exámenes universitarios,
profesión de monjas, recepción de las borlas de doctor.

Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un pueblo ocupado de
estas ideas durante dos siglos, no puede decirse; pero algo debe
influir, porque ya lo véis: el habitante de Córdoba tiende los ojos en
torno suyo y no ve el espacio; el horizonte está a cuatro cuadras de la
plaza; sale por las tardes a pasearse, y en lugar de ir y venir por una
calle de álamos, espaciosa y larga como la cañada de Santiago, que
ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas en torno de un lago
artificial de agua sin movimiento, sin vida, en cuyo centro está un
cenador de formas majestuosas, pero inmóvil, estacionario. La ciudad es
un claustro encerrado entre barrancas; el paseo es un claustro con
verjas de fierro; cada manzana tiene un claustro de monjas o frailes; la
Universidad es un claustro en que todos llevan sotana o manteo; la
legislación que se enseña, la Teología, toda la ciencia escolástica de
la Edad Media, es un claustro en que se encierra y parapeta la
inteligencia contra todo lo que salga del texto y del comentario.
Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba; ha oído,
es verdad, decir que Buenos Aires está por ahí; pero si lo cree, lo que
no sucede siempre, pregunta: «¿Tiene Universidad? Pero será de ayer.
Veamos: ¿cuántos conventos tiene? ¿Tiene paseo como éste? Entonces eso
no es nada...»

«¿Por qué autor estudian ustedes legislación allá?--preguntaba el grave
doctor Jigena a un joven de Buenos Aires--.--Por Bentham.--¿Por quién
dice usted? ¿Por Benthancito?--señalando con el dedo el tamaño del
volumen en dozavo en que anda la edición de Bentham--. ¡Ja, ja, ja!...
¡Por Benthancito! En un escrito mío hay más doctrina que en esos
mamotretos. ¡Qué Universidad y qué doctorzuelos!--Y ustedes, ¿por quién
enseñan?--¡Oh, el cardenal de Luca!...--¿Qué dice usted?...--¡Diez y
siete volúmenes en folio!...»

Es verdad que el viajero que se acerca a Córdoba busca y no encuentra en
el horizonte la ciudad santa, la ciudad mística, la ciudad con capelo y
borlas de doctor. Al fin el arriero le dice: «Vea ahí... abajo..., entre
los pastos...» Y, en efecto: fijando la vista en el suelo, y a corta
distancia, vense asomar una, dos, tres, diez cruces seguidas de cúpulas
y torres de los muchos templos que decoran esta Pompeya de la España de
la Edad Media.

Por lo demás, el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos, participa
del espíritu de las clases altas; el maestro zapatero se daba los aires
de doctor en zapatería y os enderezaba un texto latino al tomaros
gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas, en boca de los
mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre ganapanes tomaba el
tono y forma de las conclusiones. Añádase que durante toda la revolución
Córdoba ha sido el asilo de los españoles en todas las demás partes
maltratados. Estaban allí como en casa. ¿Qué mella haría la revolución
de 1810 en un pueblo educado por los jesuítas y enclaustrado por la
naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas
revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably, Beynal y Voltaire, si por
fortuna atravesaban la pampa para descender a la catacumba española, en
aquellas cabezas disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda
idea nueva, en aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una
idea inmóvil en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que
estorbaba penetrar hasta ellas?

Hacia los años de 1816, el ilustrado y liberal deán Funes logró
introducir en aquella antigua Universidad los estudios hasta entonces
tan despreciados: Matemáticas, idiomas vivos, Derecho público, Física,
Dibujo y Música. La juventud cordobesa empezó desde entonces a encaminar
sus ideas por nuevas vías, y no tardó mucho en sentirse los efectos, de
lo que trataremos en otra parte, porque por ahora sólo caracterizo el
espíritu maduro, tradicional, que era el que predominaba.

La revolución de 1810 encontró en Córdoba un oído cerrado, al mismo
tiempo que las provincias todas respondían a un tiempo: «¡A las armas!
¡A la libertad!» En Córdoba empezó Liniers a levantar ejércitos para que
fuesen a Buenos Aires a ajusticiar la revolución; a Córdoba mandó la
Junta uno de los suyos y sus tropas a decapitar a la España. Córdoba, en
fin, ofendida del ultraje, y esperando venganza y reparación, escribió
con la mano docta de la Universidad, y en el idioma del breviario y los
comentadores, aquel célebre anagrama que señalaba al pasajero la tumba
de los primeros realistas sacrificados en los altares de la patria:

      =C  L  A  M  O  R=

       o  i  l  o  r  o
       n  n  l  r  e  d
       c  i  e  e  l  r
       h  e  n  n  l  í
       a  r  d  o  a  g
          s  e     n  u
                   a  e
                      z

¡Ya lo véis. Córdoba protesta y clama al cielo contra la revolución de
1810!

En 1820 un ejército se subleva en Arequito, y su jefe, cordobés,
abandona el pabellón de la patria y se establece pacíficamente en
Córdoba, que no ha tomado parte en la revolución y que se goza en
haberle arrebatado un ejército. Bustos crea un Gobierno español, sin
responsabilidad; introduce la etiqueta de corte, el quietismo secular de
la España, y así preparada, llega Córdoba al año 25, en que se trata de
organizar la República y constituir la revolución y sus consecuencias.

Examinemos ahora a Buenos Aires. Durante mucho tiempo lucha con los
indígenas que la barren de la haz de la tierra; vuelve a levantarse, cae
en seguida, hasta que por los años 1620 se levanta ya en el mapa de los
dominios españoles lo suficiente para elevarla a capitanía general,
separándola de la del Paraguay a que hasta entonces estaba sometida. En
1777 era Buenos Aires ya muy visible. Tanto, que fué necesario rehacer
la geografía administrativa de las colonias para ponerla al frente de un
virreinato creado exprofeso para ella.

En 1806 el ojo especulador de Inglaterra recorre el mapa americano y
sólo ve a Buenos Aires, su río, su porvenir. En 1810 Buenos Aires pulula
de revolucionarios avezados en todas las doctrinas antiespañolas,
francesas, europeas. ¿Qué movimiento de ascensión se ha estado operando
en la ribera occidental del Río de la Plata? La España colonizadora no
era ni comerciante ni navegante; el Río de la Plata era para ella poca
cosa; la España _oficial_ miró con desdén una playa y un río. Andando el
tiempo, el río había depuesto su sedimento de riquezas sobre esta playa,
pero muy poco del espíritu español, del Gobierno español. La actividad
del comercio había traído el espíritu y las ideas generales de Europa;
los buques que frecuentaban sus aguas traían libros de todas partes y
noticia de todos los acontecimientos políticos del mundo. Nótese que la
España no tenía otra ciudad comerciante en el Atlántico.

La guerra con los ingleses aceleró el movimiento de los ánimos hacia la
emancipación y despertó el sentimiento de la propia importancia. Buenos
Aires es un niño que vence a un gigante, se infatúa, se cree un héroe y
se aventura a cosas mayores. Llevada de este sentimiento de la propia
suficiencia, inicia la revolución con una audacia sin ejemplo, la lleva
por todas partes, se cree encargada de lo Alto de la realización de una
grande obra. El _Contrato Social_ vuela de mano en mano; Mably y Raynal
son los oráculos de la prensa; Robespierre y la Convención, los modelos.
Buenos Aires se cree una continuación de la Europa, y si no confiesa
francamente que es francesa y norteamericana en su espíritu y
tendencias, niega su origen español, porque el Gobierno español, dice,
la ha recogido después de adulta. Con la revolución vienen los ejércitos
y la gloria, los triunfos y los reveses, las revueltas y las sediciones.

Pero Buenos Aires, en medio de todos estos vaivenes, muestra la fuerza
revolucionaria de que está dotada. Bolívar es todo; Venezuela es la
peana de aquella colosal figura; Buenos Aires es una ciudad entera de
revolucionarios; Belgrano, Rondeau, San Martín, Alvear y los cien
generales que mandan sus ejércitos son sus instrumentos, sus brazos, no
su cabeza ni su cuerpo. En la República Argentina no puede decirse el
general tal libertó el país, sino la junta, el directorio, el congreso,
el Gobierno de tal o tal época mandó al general tal que hiciese tal
cosa, etc. El contacto con los europeos de todas las naciones es mayor
aún desde los principios que en ninguna parte del continente
hispanoamericano; la _desespañolización y la europeificación_ se
efectúan en diez años de un modo radical, sólo en Buenos Aires, se
entiende.

No hay más que tomar una lista de vecinos de Buenos Aires para ver cómo
abundan en los hijos del país los apellidos ingleses, franceses,
alemanes e italianos. El año 1820 se empieza a organizar la sociedad
según las nuevas ideas de que está impregnada, y el movimiento continúa
hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del Gobierno. Hasta este momento
Rodríguez y Las Heras han estado echando los cimientos ordinarios de los
Gobiernos libres. Ley de olvido, seguridad individual, respeto a la
propiedad, responsabilidad de la autoridad, equilibrio de los poderes,
educación pública; todo, en fin, se cimenta y constituye pacíficamente.
Rivadavia viene a Europa, se trae a la Europa; más todavía, desprecia a
la Europa; Buenos Aires, y por supuesto, decían, la República Argentina,
realizará lo que la Francia republicana no ha podido, lo que la
aristocracia inglesa no quiere, lo que la Europa despotizada echa de
menos. Esta no era una ilusión de Rivadavia, era el pensamiento general
de la _ciudad_, era su espíritu y su tendencia.

El más o el menos en las pretensiones dividía los partidos, pero no
ideas antagonistas en el fondo. ¿Y qué otra cosa había de suceder en un
pueblo que sólo en catorce años había escarmentado a la Inglaterra,
correteado la mitad del continente, equipado diez ejércitos, dado cien
batallas campales, vencido en todas partes, mezcládose en todos los
acontecimientos, violado todas las tradiciones, ensayado todas las
teorías, aventurádolo todo y salido bien en todo, que vivía, se
enriquecía, se civilizaba? ¿Qué había de suceder cuando las teorías de
gobierno, la fe política que le había dado la Europa estaba plagada de
errores, de teorías absurdas y engañosas, de malos principios, porque
sus políticos no tenían obligación de saber más que los grandes hombres
de la Europa, que hasta entonces no sabían nada en materia de
organización política? Este es un hecho grave que quiero hacer notar.
Hoy los estudios sobre las constituciones, las razas, las creencias, la
historia, en fin, han hecho vulgares ciertos conocimientos prácticos que
nos aleccionan contra el brillo de las teorías concebidas _à priori_;
pero antes de 1820 nada de esto había transcendido por el mundo europeo.

Con las paradojas del _Contrato Social_ se sublevó la Francia; Buenos
Aires hizo lo mismo; Voltaire había desacreditado al cristianismo, se
desacreditó también en Buenos Aires; Montesquieu distinguió tres
poderes, y al punto tres poderes tuvimos nosotros; Benjamín Constant y
Bentham anulaban al ejecutivo, nulo de nacimiento se le constituyó allí;
Smith y Say predicaban el comercio libre, libre el comercio se repitió.
Buenos Aires confesaba y creía todo lo que el mundo sabio de Europa
creía y confesaba. Sólo después de la revolución de 1830 en Francia, y
de sus resultados incompletos, las ciencias sociales toman nueva
dirección y se comienzan a desvanecer las ilusiones.

Desde entonces empiezan a llegarnos libros europeos que nos demuestran
que Voltaire no tenía mucha razón, que Rousseau era un sofista, que
Mably y Raynal eran unos anárquicos, que no hay tres poderes, ni
contrato social, etcétera, etc. Desde entonces sabemos algo de razas, de
tendencias, de hábitos nacionales, de antecedentes históricos.
Tocqueville nos revela por la primera vez el secreto de Norteamérica;
Sismondi nos descubre el vacío de las constituciones; Thierry, Michelet
y Guizot, el espíritu de la historia; la revolución de 1830, toda la
decepción del constitucionalismo de Benjamín Constant; la revolución
española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza. ¿De
qué culpan, pues, a Rivadavia y a Buenos Aires? ¿De no tener más saber
que los sabios europeos que los extraviaban? Por otra parte, ¿cómo no
abrazar con ardor las ideas generales el pueblo que había contribuído
tanto y con tan buen suceso a generalizar la revolución? ¿Cómo ponerle
rienda al vuelo de la fantasía del habitante de una llanura sin límites,
dando frente a un río sin ribera opuesta, a un paso de la Europa, sin
conciencia de sus propias tradiciones, sin tenerlas en realidad, pueblo
nuevo improvisado, y que desde la cuna se oye saludar pueblo grande?

_¡Al gran pueblo argentino, salud!_

Porque estas palabras que nuestra canción nacional recuerda y con las
que se nos ha mecido desde la cuna, no las inventó la vanidad del autor,
las tomó de Pradt y de la Prensa de Europa, de las gacetas y
comunicaciones oficiales de los demás Estados americanos. Todos le
llamaban grande, todos se habían complotado a impulsarlo a las grandes
cosas.

Así educada, mimada hasta entonces por la fortuna, Buenos Aires se
entregó a la obra de constituirse ella y la República, como se había
entregado a la de libertarse ella y la América, con decisión, sin medios
términos, sin contemporización con los obstáculos. Rivadavia era la
encarnación viva de ese espíritu poético, grandioso, que dominaba la
sociedad entera. Rivadavia, pues, continuaba la obra de Las Heras en el
ancho molde en que debía vaciarse un gran Estado americano, una
República. Traía sabios europeos para la Prensa y las cátedras,
colonias para los desiertos, naves para los ríos, intereses y libertad
para todas las creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la
industria; todas las grandes teorías sociales de la época para modelar
su gobierno; la Europa, al fin, a vaciarla de golpe en la América y
realizar en diez años la obra que antes necesitara el transcurso de
siglos. ¿Era quimérico este proyecto? Protesto que no. Todas sus
creaciones subsisten, salvo las que la barbarie de Rosas halló incómodas
para sus atentados.

La libertad de cultos, que el alto clero de Buenos Aires apoyó, no ha
sido restringida; la población europea se disemina por las estancias, y
toma las armas de su _motu proprio_ para romper con el único obstáculo
que la priva de las bendiciones que le ofreciera aquel suelo; los ríos
están pidiendo a gritos que se rompan las cataratas oficiales que les
estorban ser navegados, y el Banco Nacional es una institución tan
hondamente arraigada, que él ha salvado la sociedad de la miseria a que
la habría conducido el tirano.

Sobre todo, por lo fantástico y extemporáneo que fuese aquel gran
sistema a que se encaminan y precipitan todos los pueblos americanos
ahora, era por lo menos ligero y tolerable para los pueblos; y por más
que los hombres sin conciencia lo vociferen todos los días, Rivadavia
nunca derramó una gota de sangre ni destruyó la propiedad de nadie, y de
la presidencia fastuosa descendió voluntariamente a la pobreza noble y
humilde del proscripto. Rosas, que tanto lo calumnia, se ahogaría en el
lago que podría formar toda la sangre que ha derramado; y los 40
millones de pesos fuertes del Tesoro nacional y los 50 de fortunas
particulares que ha consumido en diez años, para sostener la guerra
formidable que sus brutalidades han encendido, en manos del _fatuo_, del
_iluso_ Rivadavia, se habrían convertido en canales de navegación,
ciudades edificadas y grandes y multiplicados establecimientos de
utilidad pública.

Que le quede, pues, a este hombre, ya inútil para su patria, la gloria
de haber representado la civilización europea en sus más nobles
aspiraciones, y que sus adversarios cobren la suya de mostrar la
barbarie americana en sus formas más odiosas y repugnantes; porque Rosas
y Rivadavia son los dos extremos de la República Argentina, que se liga
a los salvajes por la pampa y a la Europa por el Plata.

No es el elogio, sino la apoteosis la que hago de Rivadavia y su
partido, que han muerto para la República Argentina como elemento
político, no obstante que Rosas se obstina suspicazmente en llamar
unitarios a sus actuales enemigos. El antiguo partido unitario, como el
de la Gironda, sucumbió hace muchos años. Pero en medio de sus
desaciertos y sus ilusiones fantásticas, tenía tanto de noble y grande,
que la generación que le sucede le debe los más pomposos honores
fúnebres.

Muchos de aquellos hombres quedan aún entre nosotros, pero no ya como
partido organizado; son las momias de la República Argentina, tan
venerables y nobles como las del Imperio de Napoleón. Estos unitarios
del año 25 forman un tipo separado, que nosotros sabemos distinguir por
la figura, por los modales, por el tono de la voz y por las ideas. Me
parece que entre cien argentinos reunidos, yo diría: este es _unitario_.
El unitario tipo marcha derecho, la cabeza alta; no da vuelta, aunque
sienta desplomarse un edificio; habla con arrogancia; completa la frase
con gestos desdeñosos y ademanes concluyentes; tiene ideas fijas,
invariables, y a la víspera de una batalla se ocupará todavía de
discutir en toda forma un reglamento o de establecer una nueva
formalidad legal, porque las fórmulas legales son el culto exterior que
rinde a sus ídolos, la Constitución, las garantías individuales.

Su religión es el porvenir de la República, cuya imagen colosal,
indefinible, pero grandiosa y sublime se le aparece a todas horas
cubierta con el manto de las pasadas glorias y no le deja ocuparse de
los hechos que presencia. Estoy seguro de que el alma de cada unitario
degollado por Rosas ha abandonado el cuerpo desdeñando al verdugo que lo
asesina y aun sin creer que la cosa ha sucedido. Es imposible imaginarse
una generación más razonadora, más _deductiva_, más emprendedora y que
haya carecido en más alto grado de sentido práctico. Llega la noticia de
un triunfo de sus enemigos; todos lo repiten, el parte oficial lo
detalla, los dispersos vienen heridos. Un _unitario_ no cree en tal
triunfo, y se funda en razones tan concluyentes, que os hace dudar de lo
que vuestros ojos están viendo. Tiene tal fe en la superioridad de su
causa, y tanta constancia y abnegación para consagrarle su vida, que el
destierro, la pobreza ni el lapso de los años entibiarán en un ápice su
ardor.

En cuanto a temple de alma y energía, son infinitamente superiores a la
generación que les ha sucedido. Sobre todo, lo que más les distingue de
nosotros son sus modales finos, su política ceremoniosa y sus ademanes
pomposamente cultos. En los estrados no tienen rival, y no obstante que
ya están desmontados por la edad, son más galanes, más bulliciosos y
alegres con las damas que lo son sus hijos.

Hoy día las formas se descuidan entre nosotros a medida que el
movimiento democrático se hace más pronunciado, y no es fácil darse idea
de la cultura y refinamiento de la sociedad de Buenos Aires hasta 1828.
Todos los europeos que arribaban creían hallarse en Europa, en los
salones de París; nada faltaba, ni aun la petulancia francesa, que se
dejaba notar entonces en el elegante de Buenos Aires.

Me he detenido en estos pormenores para caracterizar la época en que se
trataba de constituir la República y los elementos diversos que se
estaban combatiendo. Córdoba, española por educación literaria y
religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones revolucionarias, y
Buenos Aires, todo novedad, todo revolución y movimiento, son las dos
fases prominentes de los partidos que dividían las ciudades todas, en
cada una de las cuales estaban luchando estos dos elementos diversos que
hay en todos los pueblos cultos.

No sé si en América se presenta un fenómeno igual a éste; es decir, dos
partidos, retrógrado y revolucionario, conservador y progresista,
representados altamente cada uno por una ciudad civilizada de diverso
modo, alimentándose cada una de ideas extraídas de fuentes distintas:
Córdoba, de la España, los Concilios, los comentadores, el Digesto;
Buenos Aires, de Bentham, Rousseau, Montesquieu y la literatura francesa
entera.

A estos elementos de antagonismo se añadía otra causa no menos grave;
tal era el aflojamiento de todo vínculo nacional, producido por la
revolución de la Independencia. Cuando la autoridad es sacada de un
centro para fundarla en otra parte, pasa mucho tiempo antes de echar
raíces. _El Republicano_ decía el otro día que «la autoridad no es más
que un convenio entre gobernantes y gobernados». ¡Aquí hay muchos
_unitarios_ todavía! La autoridad se funda en el asentimiento
indeliberado que una nación da a un hecho permanente. Donde hay
deliberación y voluntad, no hay autoridad. Aquel estado de transición se
llama _federalismo_; y después de toda revolución y cambio consiguiente
de autoridad, todas las naciones tienen sus días y sus intentos de
_federación_.

Me explicaré. Arrebatado a la España Fernando VII, la autoridad, aquel
hecho permanente deja de ser, y la España se reúne en juntas
provinciales que niegan la autoridad a los que gobiernan en nombre del
rey. Esto es _federación de la España_. Llega la noticia a la América, y
se desprende de la España, separándose en varias secciones: _federación
de la América_.

Del virreinato de Buenos Aires salen al fin de la lucha cuatro Estados:
Bolivia, Paraguay, Banda Oriental y República Argentina: _federación del
virreinato_.

La República se divide en provincias, no por las antiguas intendencias,
sino por ciudades: _federación de las ciudades_.

No es que la palabra _federación_ signifique separación, sino que, dada
la separación previa, expresa la unión de partes distintas. La República
Argentina se hallaba en esta crisis social, y muchos hombres notables y
bien intencionados de las _ciudades_ creían que es posible hacer
_federaciones_ cada vez que un hombre o un pueblo se siente sin respeto
por una autoridad nominal y de puro convenio.

Así, pues, había esta otra manzana de discordia en la República, y los
partidos, después de haberse llamado realistas y patriotas, congresistas
y ejecutivistas, pelucones y liberales, concluyeron por llamarse
federales y unitarios. Miento, que no concluye aún la fiesta: que a don
Juan Manuel Rosas se le ha antojado llamar a sus enemigos presentes y
futuros _salvajes_, _inmundos unitarios_, y uno nacerá _salvaje_
estereotipado allí dentro de veinte años, como son federales hoy todos
los que llevan la carátula que él les ha puesto. ¡Cómo se reirá en sus
adentros ese miserable de la imbecilidad de los pueblos!

Pero la República Argentina está geográficamente constituída de tal
manera, que ha de ser unitaria siempre, _aunque el rótulo de la botella_
diga lo contrario. Su llanura continua, sus ríos confluentes a un puerto
único la hacen fatalmente una e indivisible. Rivadavia, más conocedor de
las necesidades del país, aconsejaba a los pueblos que se uniesen bajo
una Constitución común, haciendo nacional el puerto de Buenos Aires.
Agüero, su eco en el Congreso, decía a los porteños con su acento
magistral y unitario: «Demos voluntariamente a los pueblos lo que más
tarde nos reclamarán con las armas en la mano.»

El pronóstico falló por una palabra. Los pueblos no reclamaron de Buenos
Aires el puerto con las armas, sino con la _barbarie_, que le mandaron
en Facundo y Rosas. Pero Buenos Aires se quedó con la barbarie y el
puerto, que sólo a Rosas ha servido y no a las provincias. De manera que
Buenos Aires y las provincias se han hecho el mal mutuamente, sin
reportar ninguna ventaja.

Todos estos antecedentes he necesitado establecer para continuar con la
vida de Juan Facundo Quiroga, porque, aunque parezca ridículo decirlo,
Facundo es el rival de Rivadavia. Todo lo demás es transitorio,
intermediario y de poco momento; el partido federal de las ciudades era
un eslabón que se ligaba al partido bárbaro de las campañas. La
República era solicitada por dos fuerzas unitarias: una que partía de
Buenos Aires y se apoyaba en los liberales del interior; otra que
partía de las campañas y se apoyaba en los caudillos que ya habían
logrado dominar las ciudades; la una, civilizada, constitucional,
europea; la otra, bárbara, arbitraria, americana.

Estas dos fuerzas habían llegado a su más alto punto de
desenvolvimiento, y sólo una palabra se necesitaba para trabar la lucha,
y ya que el partido revolucionario se llamaba _unitario_, no había
inconveniente para que el partido adverso adoptase la denominación de
_federal_, sin comprenderla.

Pero aquella fuerza bárbara estaba diseminada por toda la República,
dividida en provincias, en cacicazgos; necesitábase una mano poderosa
para fundirla y presentarla en un todo homogéneo, y Quiroga ofreció su
brazo para realizar esta grande obra.

El gaucho argentino, aunque de instintos comunes con los pastores, es
eminentemente provincial: lo hay porteño, santafecino, cordobés,
llanista, etc. Todas sus aspiraciones las encierra en su provincia; las
demás son enemigas o extrañas; son diversas tribus, que se hacen entre
sí la guerra. López, apoderado de Santa Fe, no se cura de lo que pasa
alrededor suyo, salvo que vengan a importunarlo, que entonces monta a
caballo y echa fuera a los intrusos. Pero como no estaba en sus manos
que las provincias no se tocasen por todas partes, no podía tampoco
evitar que al fin se uniesen en un interés común, y de ahí les viniese
esa misma _unidad_ que tanto se interesaba en combatir.

Recuérdese que al principio dije que las correrías y viajes de la
juventud de Quiroga habían sido la base de su futura ambición.
Efectivamente: Facundo, aunque gaucho, no tiene apego a un lugar
determinado; es riojano, pero se ha educado en San Juan, ha vivido en
Mendoza, ha estado en Buenos Aires. Conoce la República; sus miradas se
extienden sobre un grande horizonte; dueño de La Rioja, quisiera,
naturalmente, presentarse revestido del poder en el pueblo en que
aprendió a leer, en la ciudad donde levantó unas tapias, en aquella otra
donde estuvo preso e hizo una acción gloriosa. Si los sucesos lo atraen
fuera de su provincia, no se resistirá a salir por cortedad ni
encogimiento. Muy distinto de Ibarra y López, que no gustan sino de
defenderse en su territorio, él acometerá el ajeno y se apoderará de él.
Así la Providencia realiza las grandes cosas por medios insignificantes
e inapercibibles, y la unidad bárbara de la República va a iniciarse a
causa de que un gaucho malo ha andado de provincia en provincia
levantando tapias y dando puñaladas.



CAPÍTULO IV

ENSAYOS.--ACCIONES DEL TALA Y DEL RINCÓN

    ¡Cuánto dilata el día!, porque
    mañana quiero galopar diez cuadras
    sobre un campo sembrado de
    cadáveres.

    SHAKESPEARE.



Tal como lo hemos pintado era en 1825 la fisonomía política de la
República cuando el Gobierno de Buenos Aires invitó a las provincias a
reunirse en un congreso para darse una forma de gobierno general. De
todas partes fué acogida esta idea con aprobación, ya fuese que cada
caudillo contase con _constituirse_ caudillo legítimo de su provincia,
ya que el brillo de Buenos Aires ofuscase todas las miradas y no fuese
posible negarse sin escándalo a una pretensión tan racional. Se ha
impuesto al Gobierno de Buenos Aires como una falta haber promovido esta
cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y para la
civilización; pero toda civilización, como las religiones mismas, es
generalizadora, propagandista, y mal creería un hombre que no deseara
que todos creyesen como él.

Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea con
entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los espíritus altamente
dotados tienen por las cosas esencialmente buenas.

A esta sazón la República se preparaba para la guerra del Brasil, y a
cada provincia se había encomendado la formación de un regimiento para
el ejército. A Tucumán vino con este encargo el general La Madrid que,
impaciente por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar
su regimiento, no trepidó mucho en derrocar aquellas autoridades morosas
y subir él al Gobierno a fin de expedir los decretos convenientes al
efecto. Este acto subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una
posición delicada. Había desconfianza en los gobiernos, celos de
provincia, y el coronel La Madrid, venido de Buenos Aires y trastornando
un Gobierno provincial, lo hacía aparecer a los ojos de la nación como
instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno de Buenos Aires
insta a Facundo que invada a Tucumán y restablezca las autoridades
provinciales. La Madrid explica al Gobierno el motivo real, aunque bien
frívolo, por cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión
inalterable. Pero ya era tarde: Facundo estaba en movimiento, y era
preciso prepararse a rechazarlo. La Madrid pudo disponer de un armamento
que pasaba para Salta; pero por delicadeza, por no agravar más los
cargos que contra él pesaban, se contentó con tomar 50 fusiles y otros
tantos sables, suficientes, según él, para acabar con la fuerza
invasora.

Es el general La Madrid uno de esos tipos naturales del suelo argentino.
A la edad de catorce años empezó a hacer la guerra a los españoles, y
los prodigios de su valor romancesco pasan los límites de lo posible; se
ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada
de La Madrid ha salido mellada y destilando sangre; el humo de la
pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan materialmente, y con
tal que él acuchille todo lo que se le pone por delante, caballos,
cañones, infantes, aunque la batalla se pierda. Decía que es un tipo
natural de aquel país, no por esta valentía fabulosa, sino porque es
oficial de caballería y poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado
con canciones guerreras, el cantor de que hablé en la primera parte; es
el espíritu gaucho, civilizado y consagrado a la libertad.
Desgraciadamente, no es un general cuadrado como lo pedía Napoleón; el
valor predomina sobre las otras cualidades del general en proporción de
ciento a uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán; pudiendo, no reúne
fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres presenta la batalla, no
obstante que lo acompaña el coronel Díaz Vélez, poco menos valiente que
él. Facundo traía doscientos infantes y sus _Colorados_ de caballería.
La Madrid tiene cincuenta infantes y algunos escuadrones de milicias.
Comienza el combate, arrolla la caballería de Facundo, y a Facundo
mismo, que no vuelve a campo de batalla sino después de concluído todo.
Queda la infantería en columna cerrada; La Madrid manda cargarla, no es
obedecido, y carga él solo. Cierto; él solo atropella la masa de
infantería; voltéanle el caballo, se endereza, vuelve a cargar su amo;
mata, hiere, acuchilla todo lo que está a su alcance, hasta que caen
caballo y caballero traspasados de balas y bayonetazos, con lo cual la
victoria se decide por la infantería. Todavía en el suelo le hunden en
la espalda la bayoneta de un fusil, le disparan el tiro, y la bala y
bayoneta lo traspasan, asándolo además con el fogonazo. Facundo vuelve
al fin a recuperar su _bandeja_ negra que ha perdido, y se encuentra con
una batalla ganada, y La Madrid muerto, bien muerto. Su ropa estaba ahí;
su espada, su caballo, nada falta, excepto su cadáver, que no puede
reconocerse entre los muchos mutilados y desnudos que yacen en el
campo. El coronel Díaz Vélez, prisionero, dice que su hermano tenía una
lanzada en una pierna; no hay cadáver allí con herida semejante.

La Madrid, acribillado de once heridas, se había arrastrado hasta unos
matorrales, donde su asistente lo encontró delirando con la batalla, y
respondiendo al ruido de pasos que se acercaban: «¡No me rindo!» Nunca
se había rendido el coronel La Madrid hasta entonces.

He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de Quiroga fuera de los
términos de la provincia. Ha vencido en ella al valiente de los
valientes, y conserva su espada como trofeo de la victoria. ¿Se detendrá
ahí? Pero veamos la fuerza que Rivadavia ha opuesto al coronel del
regimiento número 15, que ha trastornado un gobierno para equipar su
cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera que no es argentina, que
es de su invención. Es un paño negro con una calavera y huesos cruzados
en el centro. Esta es su bandera que ha perdido a principio del combate,
y que «va a recobrar--dice a sus soldados dispersos--aunque sea en la
puerta del infierno». La muerte, el espanto, el infierno, se presentan
en el pabellón y la proclama del general de los Llanos. ¿Habéis visto
este mismo paño mortuorio sobre el féretro de los muertos cuando el
sacerdote canta _Portæ inferi_?

Pero hay algo más todavía que revela desde entonces el espíritu de la
fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades. Los
colores argentinos son el celeste y el blanco; el cielo transparente de
un día sereno, y la luz nítida del disco del sol; la paz y la justicia
para todos. A fuerza de odiar la tiranía y la violencia, nuestro
pabellón y nuestras armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros.
Dos manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto; las
ciudades unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad adquirida; el
sol principia a iluminar el teatro de este juramento, y la noche va
desapareciendo poco a poco. Los ejércitos de la República que llevan la
guerra a todas partes para hacer efectivo aquel porvenir de luz, y
tornar en día la aurora que el escudo de armas anuncia, visten azul
obscuro y con cabos diversos: visten a la europea. Bien; en el seno de
la República, del fondo de sus entrañas se levanta el color _colorado_,
y se hace el vestido del soldado, el pabellón del ejército, y
últimamente, la cucarda nacional, que, so pena de la vida, ha de llevar
todo argentino.

¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero voy a
reunir algunas reminiscencias.

Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones del
mundo. Sólo hay una europea culta, en que el colorado predomine, no
obstante el origen bárbaro de sus pabellones. Pero hay otras coloradas;
leo: Argel, pabellón colorado con calavera y huesos; Túnez, pabellón
colorado; Mogol, ídem; Turquía, pabellón colorado con creciente;
Marruecos, Japón, colorado con la cuchilla exterminadora; Siam, Surate,
etc., lo mismo.

Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior del
Africa se proveen de paño _colorado_ para agasajar a los príncipes
negros. El rey de Elve, dicen los hermanos Lardner, llevaba un surtú
español de paño _colorado_ y pantalones del mismo color.

Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda los caciques
de Arauco, consisten en mantas y ropas _coloradas_, porque este color
agrada mucho a los salvajes.

La capa de los emperadores romanos que representaban al dictador, era de
púrpura, esto es, _colorada_.

El manto real de los reyes bárbaros de Europa fué siempre _colorado_.

La España ha sido el último país europeo que ha repudiado el _colorado_,
que llevaba en la capa grana.

Don Carlos en España, el pretendiente absoluto, iza una bandera
_colorada_.

El Reglamento Regio de Génova[27], disponiendo que los senadores lleven
toga purpúrea, _colorada_, previene que se practique así particularmente
«in escecuzione di giudicato criminale ad effectto de incutere colla
grave sua decorosa presenza il _terrore_ e lo _spavento_ nel cativi».

El verdugo en todos los Estados europeos vestía de _colorado_ hasta el
siglo pasado.

Artigas agrega al pabellón argentino una franja diagonal _colorada_.

Los ejércitos de Rosas visten de _colorado_.

Su retrato se estampa en una cinta _colorada_.

¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es casualidad que
Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los
salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros, _il terrore e
l'spavento_, el verdugo y Rosas, se hallen vestidos con un color
proscrito hoy día por las sociedades cristianas y cultas? ¿No es el
_colorado_ el símbolo que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si no,
¿por qué este antagonismo?

La revolución de la independencia argentina se simboliza en dos tiras
celestes y una blanca, cual si dijera: ¡justicia, paz, justicia!

¡La reacción encabezada por Facundo y aprovechada por Rosas se
simboliza en una cinta colorada que dice: ¡terror, sangre, barbarie!

La especie humana ha dado en todos tiempos este significado al color
grana, colorado, púrpura; id a estudiar el Gobierno en los pueblos que
ostentan este color y hallaréis a Rosas y a Facundo: el terror, la
barbarie, la sangre corriendo todos los días. En Marruecos el Emperador
tiene la singular prerrogativa de matar él mismo a los criminales.

Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización se expresa en
trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. ¿Por qué usamos
hoy la barba entera? Por los estudios que se han hecho en estos tiempos
sobre la Edad Media; la dirección impresa a la literatura romántica se
refleja en la moda. ¿Por qué varía ésta todos los días? Por la libertad
del pensamiento; esclavizadlo y tendréis vestido invariable; así en
Asia, donde el hombre vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde
los tiempos de Abraham vestido talar.

Aún hay más: cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio en las
ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir. Un
traje la civilización romana, otro la Edad Media; el frac no principia
en Europa sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la
impone al mundo, sino la nación más civilizada; de frac visten todos los
pueblos cristianos, y cuando el sultán de Turquía, Abdul Medjil, quiere
introducir la civilización europea en sus Estados, depone el turbante,
el caftán y las bombachas, para vestir frac, pantalón y corbata.

Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho
al frac y a la moda. El año 1840 un grupo de mazorqueros rodea en la
obscuridad de la noche a un individuo que iba con levita por las calles
de Buenos Aires; los cuchillos están a dos dedos de su garganta. «--Soy
Simón Pereira, exclama.--Señor, el que anda vestido así se expone.--Por
lo mismo me visto; ¿quién sino yo anda con levita? Lo hago para que me
conozcan desde lejos.» Este señor es primo y compañero de negocios de
don Juan Manuel Rosas. Pero para terminar las explicaciones que me
propongo dar sobre el color _colorado_ iniciado por Facundo e ilustrar
con sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo referir aquí la
historia de la _cinta colorada_ que hoy sale ya a ostentarse afuera. En
1820 aparecieron en Buenos Aires con Rosas los _Colorados de las
Conchas_; la campaña mandaba ese contingente. Rosas a los veinte años
reviste al fin la _ciudad_ de colorado: casas, puertas, empapelados,
vajillas, tapices, colgaduras, etc., etc. Ultimamente consagra este
color oficialmente y lo impone como una medida de Estado.

La historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fué una
divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después llevarlo a todos
para que _probase la uniformidad_ de la opinión. Se deseaba obedecer,
pero al mudar de vestido se olvidaba. La policía vino en auxilio de la
memoria. Se distribuían mazorqueros por las calles, y sobre todo en las
puertas de los templos, y a la salida de las señoras se distribuían sin
misericordia zurriagazos con vergas de toro. Pero aún quedaba mucho que
arreglar. ¿Llevaba uno la cinta negligentemente anudada?, ¡vergazos!;
era unitario. ¿Llevábala chica?, ¡vergazos!; era unitario. ¿No la
llevaba?, ¡degollarlo por contumaz! No paró ahí ni la solicitud del
Gobierno ni la educación pública. No bastaba ser federal ni llevar la
cinta, que era preciso además que ostentase el retrato del ilustre
restaurador sobre el corazón, en señal de amor _intenso_, y los letreros
_mueran los salvajes inmundos unitarios_[28]. ¿Creeríase que con esto
estaba terminada la obra de envilecer a un pueblo culto y hacerle
renunciar a toda dignidad personal? ¡Ah!, todavía no estaba bien
disciplinado. Amanecía una mañana en una esquina de Buenos Aires un
figurón pintado en papel con una cinta flotante de media vara. En el
momento que alguno la veía, retrocedía despavorido llevando por todas
partes la alarma, entrábase en la primer tienda y salía de allí con una
cinta de media vara. Diez minutos después toda la ciudad se presentaba
en las calles, cada uno con su cinta flotante de media vara de largo.
Aparecía otro día otro figurón con una ligera alteración en la cinta, la
misma maniobra.

Si alguna señorita se olvidaba del moño colorado, la policía le pegaba
_gratis_ uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido
uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay
uno que no sostenga y crea que es federal...! Ha sucedido mil veces que
un vecino ha salido a la puerta de su casa, y visto barrida la parte
fronteriza de la calle, al momento ha mandado barrer, le ha seguido su
vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle entera,
creyéndose que era una orden de la policía. Un pulpero iza una bandera
por llamar la atención, velo el vecino, y temeroso de ser tachado de
tardo por el gobernador, iza la suya, ízanla los del frente, ízanla en
toda la calle, pasa a otras y en un momento queda empavesado Buenos
Aires. La policía se alarma, inquiere qué noticia tan fausta se ha
recibido que ella ignora, sin embargo... ¡Y éste era el pueblo que
rendía a 11.000 ingleses en las calles y mandaba después cinco ejércitos
por el continente americano a caza de españoles!

Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las
poblaciones, como el cólera morbo, la viruela, la escarlatina. Nadie se
libra al fin del contagio. Y cuando se trabaja de diez años consecutivos
para inocularlo, no resisten al fin ni los ya vacunados. ¡No os riáis,
pues, pueblos hispanoamericanos al ver tanta degradación! ¡Mirad que
sois españoles, y la inquisición educó así a la España! Esta enfermedad
la traemos en la sangre. ¡Cuidado, pues!

Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró triunfante en
Tucumán y regresó a La Rioja pasados unos pocos días, sin cometer actos
notables de violencia y sin imponer contribuciones. Es que la
regularidad constitucional de Rivadavia había formado una conciencia
pública que no era posible arrastrar de un golpe.

Facundo regresa a La Rioja; pero enemigo de la Presidencia que lo ha
comisionado para deponer a La Madrid, Quiroga no sabía qué decir
fijamente sobre el motivo de esta oposición a la Presidencia, lo que es
muy natural. Él mismo no podría haberse dado cuenta de ello. «Yo no soy
federal--decía siempre--, que soy tonto.» «¿Sabe usted--decía una vez a
don Dalmacio Vélez--, por qué, he hecho la guerra? ¡Por esto!» Y sacaba
una onza de oro. Mentía Facundo.

Otras veces decía: «Carril, gobernador de San Juan, me hizo un desaire
desatendiendo mi recomendación por Carita, y me eché por eso en la
oposición al Congreso.» Mentía.

Sus enemigos decían: «Tenía muchas acciones en la Casa de la Moneda, y
propusieron venderla al Gobierno Nacional en 300.000 pesos. Rivadavia
rechazó esta propuesta porque era un robo escandaloso, y Facundo se
alistó desde entonces entre sus enemigos.» El hecho es cierto, pero no
fué éste el motivo.

Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra para oponerse,
pero hay un documento que acredita lo contrario. En carta que escribía
al general La Madrid en 1832, le decía: «Cuando fuí invitado por los muy
nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándoles capaces de hacer
oposición con provecho al déspota presidente don Bernardino Rivadavia,
los desprecié; pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos,
coronel don Manuel del Castillo, que usted estaba de acuerdo en este
negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en
decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada
para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fué mi chasco...!»

No era federal, ni ¡cómo había de serlo! Qué, ¿es necesario ser tan
ignorante como un caudillo de campaña para conocer la forma de gobierno
que más conviene a la República? Cuanta menos instrucción tiene un
hombre, ¿tanta más capacidad es la suya para juzgar de las arduas
cuestiones de la alta política? Pensadores como López, como Ibarra, como
Facundo, ¿eran los que con sus estudios históricos, sociales,
geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la
conveniente organización de un Estado? ¡Eh!... Dejemos esas torpezas a
don Juan Manuel Rosas, que sabe que, clavando a los hombres un trapo
colorado en el pecho, las cuestiones están resueltas. Dejemos a un lado
las palabras vanas con que con tanta imprudencia se han burlado de los
incautos. Facundo dió contra el Gobierno que lo había mandado a
Tucumán, por la misma razón que dió contra Aldao, que lo mandó a La
Rioja. Se sentía fuerte y con voluntad de obrar; impulsábalo a ello un
instinto ciego, indefinido, y obedecía a él; era el comandante de
campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil,
del hombre decente, del sabio, del frac, de la _ciudad_, en una palabra.
La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo alto, y no podía
abandonar su misión.

Por este tiempo una singular cuestión vino a complicar los negocios. En
Buenos Aires, puerto de mar, residencia de 16.000 extranjeros, el
Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la libertad de cultos, y
la parte más ilustrada del clero sostuvo y sancionó la ley; los
conventos fueron secularizados y rentados los sacerdotes. En Buenos
Aires este asunto no metió bulla, porque eran puntos éstos en que las
opiniones estaban de acuerdo; las necesidades eran patentes. La cuestión
de libertad de cultos es en América una cuestión de política y de
economía. Quien dice libertad de cultos, dice inmigración europea y
población. Tan no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha
atrevido a tocar nada de lo acordado entonces, y es preciso que sea un
absurdo inconcebible aquello que Rosas no intente.

En las provincias, empero, ésta fué una cuestión de religión, de
salvación y condenación eterna. ¡Imagináos cómo la recibiría Córdoba! En
Córdoba se levantó una inquisición. San Juan experimentó una sublevación
_católica_, porque así se llama el partido para distinguirse de los
_libertinos_, sus enemigos. Sofocada esta revolución en San Juan, sábese
un día que Facundo está a las puertas de la ciudad con una bandera negra
dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: _¡Religión o
muerte!_

¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito que Facundo _nunca
se confesaba, ni oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía que no creía
en nada_? Pues bien: el espíritu de partido aconsejó a un célebre
predicador llamarlo el _Enviado de Dios_ e inducir a la muchedumbre a
seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote abrió los ojos y se
separó de la cruzada criminal que había predicado, Facundo decía que
nada más sentía que no haberlo a las manos para darle seiscientos
azotes.

Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los magistrados que no
habían fugado; los sacerdotes, complacidos por aquel auxilio divino,
salen a encontrarlo, y en una calle forman dos largas filas. Facundo
pasa sin mirarlos; síguenle a la distancia, turbados, mirándose unos a
otros en la común humillación, hasta que llegan al centro de un potrero
de alfalfa, alojamiento que el general pastor, este _hicso_ moderno,
prefiere a los adornados edificios de la ciudad. Una negra que lo había
servido en su infancia se presenta a ver a su Facundo; la sienta a su
lado, conversa afectuosamente con ella, mientras que los sacerdotes, los
notables de la ciudad, están de pie, sin que nadie les dirija la
palabra, sin que el jefe se digne despedirlos.

Los _católicos_ debieron quedar un poco dudosos de la importancia e
idoneidad del auxilio que tan inesperadamente les venía. Pocos días
después, sabiendo que el cura de la Concepción era _libertino_, mandó
traerlo con sus soldados, vejarlo en el tránsito, ponerle una barra de
grillos, mandándole prepararse para morir. Porque han de saber mis
lectores chilenos que por entonces había en San Juan sacerdotes
_libertinos_, curas, clérigos, frailes, que pertenecían al partido de la
Presidencia. Entre otros, el presbítero Centeno, muy conocido en
Santiago, fué, con otros seis, uno de los que más trabajaron en la
reforma eclesiástica. Mas era necesario hacer algo en favor de la
religión para justificar el lema de la bandera. Con laudable fin escribe
una esquelita a un sacerdote amigo suyo, pidiéndole consejo sobre la
resolución que ha tomado, dice, de fusilar a todas las autoridades, en
virtud de no haber decretado aún la devolución de las temporalidades.

El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa armar el crimen
en nombre de Dios, tuvo por lo menos escrúpulo sobre la forma en que se
iba a hacer reparación, y consiguió que se les dirigiese un oficio
pidiéndoles u ordenándoles que así lo hiciesen.

¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría
redondamente si no supiese que cuanto más bárbaro, y, por tanto, más
religioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y
fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que
adoptaron aquel lema, Facundo, López. Bustos, etc., eran completamente
indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo XV en
Europa son mantenidas de ambas partes por creyentes sinceros, exaltados,
fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin
ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate,
oraban y se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en
que se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus propósitos
cuando llegan a triunfar, aun más allá de donde estaban asegurados antes
de la lucha. Cuando esto no sucede hay decepción en las palabras.
Después de haber triunfado en la República Argentina el partido que se
apellida católico, ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del
sacerdocio?

Lo único, que yo sepa, es haber expulsado a los jesuítas y degollado
cuatro sacerdotes respetables en Santos Lugares[29], después de haberles
desollado vivos la corona y las manos; poner al lado del Santísimo
Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo de palio.
¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el partido _libertino_? El
partido ultracatólico, ¿ha desechado jamás la cooperación del
jesuitismo?

Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto. Facundo en San Juan
ocupó su tiempo en jugar, abandonando a las autoridades el cuidado de
reunirle las sumas que necesitaba para resarcirse de los gastos que le
imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo que permaneció allí
habitó un toldo en el centro de un potrero de alfalfa, y ostentó, porque
era ostentación meditada, el _chiripá_. Reto e insulto que hacía a una
ciudad donde la mayor parte de los ciudadanos cabalgaban en silla
inglesa, y donde los trajes y gustos bárbaros de la campaña eran
detestados, por cuanto es una provincia exclusivamente agricultora.

Una campaña más todavía sobre Tucumán contra el general La Madrid
completó el _debut_ o exhibición de este nuevo emir de los pastores. El
general La Madrid había vuelto al gobierno de Tucumán sostenido por la
provincia, y Facundo se creyó en el deber de desalojarlo. Nueva
expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito sus pormenores, porque
en ellos no encontraremos sino pequeñeces. Un hecho hay, sin embargo,
ilustrativo. La Madrid tenía en la batalla del Rincón 110 hombres de
infantería; cuando la acción se terminó, habían muerto 60 en la línea, y
excepto uno, los 50 restantes estaban heridos. Al día siguiente La
Madrid se presenta de nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus
ayudantes, desnudo, a decirle simplemente que la acción principiaría por
los 50 prisioneros que deja indicados, y una compañía de soldados
apuntándoles, con cuya intimación La Madrid abandonó toda tentativa de
hacer ninguna resistencia.

En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya sus fuerzas, se
nota todavía poca efusión de sangre, pocas violaciones de la moral. Es
verdad que se apodera en Tucumán de ganados, cueros, suelas, e impone
gruesas contribuciones en especies metálicas; pero aun no hay azotes a
los ciudadanos, no hay ultrajes a las señoras; son los males de la
conquista, pero aun sin sus horrores; el sistema pastoril no se
desenvuelve sin freno y con toda la ingenuidad que muestra más tarde.

¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en estas expediciones?
¡Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba todo en el
comandante de campaña. Blanco deja el mando, harto de humillaciones, y
Agüero entra en el Gobierno. Un día Quiroga raya su caballo en la puerta
de su casa, y le dice: «Señor gobernador: vengo a avisarle que estoy
acampado a dos leguas con mi escolta.» Agüero renuncia. Trátase de
elegir nuevo gobernador, y a petición de los vecinos, él se digna
indicarles a Galván. Recíbele éste, y en la noche es asaltado por una
partida; fuga, y Quiroga se ríe mucho de la aventura. La Junta de
representantes se componía de hombres que ni leer sabían.

Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán, y pide al tesorero
de la Casa de la Moneda 8.000 pesos por cuenta de sus acciones, que no
había pagado; en Tucumán pide 25.000 pesos para pagar a sus soldados,
que nada reciben, y más tarde pasa la cuenta de 18.000 pesos a Dorrego
para que le abone los costos de la expedición que había hecho por orden
del gobernador de Buenos Aires. Dorrego se apresura a satisfacer tan
justa demanda. Esta suma se la reparten entre él y Moral, gobernador de
La Rioja, que le sugerió la idea; seis años después daba en San Juan 700
azotes al mismo Moral, en castigo de su ingratitud.

Durante el gobierno de Blanco, se traba una disputa en una partida de
juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo sacude y quiebra
el pescuezo. El cadáver fué enterrado y apuntada la partida: «Muerto de
muerte natural.» Al salir para Tucumán, manda una partida a casa de
Zárate, propietario pacífico, pero conocido por su valor y su desprecio
a Quiroga; sale aquél a la puerta, y apartando a la mujer e hijas, lo
fusilan, dejando a la viuda el cuidado de enterrarlo. De vuelta de la
expedición, se encuentra con Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y
partidario del Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde
estará seguro. Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad; pero un
día que le ha visto en las carreras rodeado de gauchos amigos, lo
prenden, dándole una hora para prepararse a morir. El espanto reina en
La Rioja; Gutiérrez es un hombre respetable, que se ha granjeado el
afecto de todos. El presbítero doctor Colina, el cura Herrera, el padre
provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián de San Francisco, y el
padre prior de Santo Domingo, se presentan a pedirle que al menos dé al
reo tiempo para testar y confesarse. «Ya veo--contestó--que Gutiérrez
tiene aquí muchos partidarios. ¡A ver! ¡Un ordenanza! Lleve a estos
hombres a la cárcel y que mueran en lugar de Gutiérrez.» Son llevados,
en efecto; dos se echan a llorar a gritos y a correr para salvarse; a
otro le sucede algo peor que desmayarse; los otros son puestos en
capilla. Al oír la historia, se echa a reír Facundo y los manda poner en
libertad.

Estas escenas con los sacerdotes son frecuentes en el _Enviado de Dios_.
En San Juan hace pasearse un negro vestido de clérigo; en Córdoba a
nadie desea coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que
arreglar una cuenta; en Mendoza anda con un clérigo prisionero con
sentencia de muerte, y es sentado para ser fusilado; en Atiles hace lo
mismo con el cura de Alguia; en Tucumán con el prior de un convento. Es
verdad que a ninguno fusila; eso estaba reservado a Rosas, jefe también
del partido católico, pero los veja, los humilla, los ultraja, lo que no
estorba que todos los viejos y las beatas dirijan sus plegarias al cielo
por que dé la victoria a sus armas.

Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince días después
recibe orden de salir desterrado con escolta. Llegado que hubo a un
alojamiento, se enciende fuego para cenar, y Gutiérrez se comide a
soplarlo. El oficial le descarga un palo; sucédense otros, y los sesos
saltan por los alrededores. Un chasque sale inmediatamente, avisando al
gobernador Moral, que habiendo querido fugarse el reo... El oficial no
sabía escribir, y entre las provisiones de viaje había traído desde La
Rioja el oficio cerrado.

Estos son los acontecimientos principales que ocurren durante los
primeros ensayos de fusión de la República que hace Facundo; porque éste
es un simple ensayo; todavía no ha llegado el momento de la alianza de
todas las fuerzas pastoras, para que salga de la lucha la nueva
organización de la República. Rosas es ya grande en la campaña de Buenos
Aires, pero aun no tiene nombre ni títulos; trabaja, empero; la agita,
la subleva. La Constitución dada por el Congreso es rechazada de todos
los pueblos en que los caudillos tienen influencia. En Santiago del
Estero se presenta el enviado en traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra
en mangas de camisa y _chiripá_. Rivadavia renuncia, _en razón de que la
voluntad de los pueblos está en oposición_, «¡pero el vandalaje os va a
devorar!», añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia
tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant
con todas sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces.
Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad
de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones
venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni
compasión en abandonar a una nación por treinta años a las devastaciones
y a la cuchilla del primero que se presente a despedazarla y degollarla.
Los pueblos en su infancia son unos niños que nada preven, y es preciso
que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de
padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria
el vaticinarlo en una proclama y no hacer el menor esfuerzo por
estorbarle.



CAPÍTULO V.

GUERRA SOCIAL.--LA TABLADA

    «Il y a un quatrième élément qui
    arrive, ce sont les barbares, ce
    sont des hordes nouvelles, qui
    viennent se jeter dans la société
    antique avec une compléte fraîcheur
    de moeurs, d'âme et d'esprit;
    qui n'ont rien fait, qui sont prêts à
    tout recevoir avec toute l'aptitude
    de l'ignorance la plus docile, et la
    plus naïve.»

    LHERMINIER.



La Presidencia ha caído en medio de los silbos y las rechiflas de sus
adversarios. Dorrego, el hábil jefe de la oposición en Buenos Aires, es
el amigo de los Gobiernos del interior, sus fautores y sostenedores en
la campaña parlamentaria en que logró triunfar. En el exterior, la
victoria parece haberse divorciado con la República, y aunque sus armas
no sufren desastres en el Brasil, se siente por todas partes la
necesidad de la paz. La oposición de los jefes del interior había
debilitado al ejército, destruyendo o negando los contingentes que
debían reforzarlo. En el interior reina una tranquilidad aparente; pero
el suelo parece removerse, y rumores extraños turban la quieta
superficie. La Prensa de Buenos Aires brilla con resplandores
siniestros; la amenaza está en el fondo de los artículos que se lanzan
diariamente oposiciones y Gobierno.

La administración Dorrego siente que el vacío empieza a hacerse en torno
suyo; que el partido de la _ciudad_, que se ha denominado federal y lo
ha elevado, no tiene elementos para sostenerse con brillo después de la
presidencia. La administración Dorrego no había resuelto ninguna de las
cuestiones que tenían dividida la República, mostrando, por el
contrario, toda la impotencia del federalismo.

Dorrego era _porteño_ antes de todo. ¿Qué le importaba el interior? El
ocuparse de sus intereses habría sido manifestarse _unitario_, es decir,
nacional. Dorrego había prometido a los caudillos y pueblos todo cuanto
podía afianzar la perpetuidad de los unos y favorecer los intereses de
los otros; elevado, empero, al Gobierno, ¿qué nos importa, decía allá en
sus círculos, que los tiranuelos despoticen a esos pueblos? ¿Qué valen
para nosotros 4.000 pesos anuales dados a López y 18.000 a Quiroga, para
nosotros, que tenemos el puerto y la Aduana que nos produce millón y
medio, que el _fatuo_ Rivadavia quería convertir en rentas nacionales?
Porque no olvidemos que el sistema de aislamiento se traduce por una
frase cortísima: cada uno para sí. ¿Pudo prever Dorrego y su partido que
las provincias vendrían un día a castigar a Buenos Aires por haberles
negado su influencia civilizadora, y que, a fuerza de despreciar su
atraso y su barbarie, ese atraso y esa barbarie habían de penetrar en
las calles de Buenos Aires, establecerse allí y sentar sus reales en el
fuerte?

Pero Dorrego podía haberlo visto, si él o los suyos hubiesen tenido
mejores ojos. Las provincias estaban ahí, a las puertas de la ciudad,
esperando la ocasión de penetrar en ella. Desde los tiempos de la
Presidencia, los decretos de la autoridad civil encontraban una barrera
impenetrable en los arrabales exteriores de la ciudad. Dorrego había
empleado como instrumento de oposición esta resistencia exterior, y
cuando su partido triunfó condecoró al aliado de extramuros con el
dictado de _Comandante general de la Campaña_. ¿Qué lógica de hierro es
ésta que hace escalón indispensable para un caudillo su elevación a
comandante de campaña? Donde no existe este andamio, como sucedía
entonces en Buenos Aires, se levanta exprofeso, como si se quisiese,
antes de meter el lobo en el redil, exponerlo a las miradas de todos y
elevarlo en los escudos.

Dorrego, más tarde, encontró que el _Comandante de Campaña_, que había
estado haciendo bambolear la Presidencia y tan poderosamente había
contribuído a derrocarla, era una palanca aplicada constantemente al
Gobierno, y que, caído Rivadavia y puesto en su lugar a Dorrego, la
palanca continuaba su trabajo de desquiciamiento. Dorrego y Rosas están
en presencia el uno del otro, observándose y amenazándose. Todos los del
círculo de Dorrego recuerdan su frase favorita: «_¡El gaucho pícaro!_»
«Que siga enredando--decía--, y el día menos pensado lo fusilo.» ¡Así
decían también los Ocampo cuando sentían sobre su hombro la robusta
garra de Quiroga!

Indiferente para los pueblos del interior, débil con su elemento federal
de la _ciudad_ y en lucha ya con el poder de la campaña que había
llamado en su auxilio, Dorrego, que ha llegado al Gobierno por la
oposición parlamentaria y la polémica, trata de atraerse a los
unitarios, a quienes ha vencido. Pero los partidos no tienen ni caridad
ni previsión. Los unitarios se le ríen en las barbas; se complotan y se
pasan la palabra: «Vacila--dicen--, dejémosle caer.» Los unitarios no
comprendían que con Dorrego venían replegándose a la _ciudad_ los que
habían querido hacerse intermediarios entre ellos y la campaña, y que el
monstruo de que huían no buscaba a Dorrego, sino a la _ciudad_, a las
instituciones civiles, a ellos mismos, que eran su más alta expresión.

En este estado de cosas, concluída la paz en el Brasil, desembarca la
primera división del ejército mandado por Lavalle. Dorrego conocía el
espíritu de los veteranos de la Independencia, que se veían cubiertos de
heridas, encaneciendo bajo el peso del morrión, y, sin embargo, apenas
eran coroneles, mayores, capitanes, gracias si dos o tres habían ceñido
la banda de general, mientras que en el seno de la República, y sin
traspasar jamás las fronteras, había decenas de caudillos que en cuatro
años habían elevádose de _gauchos malos_ a comandantes, de comandantes a
generales, de generales a conquistadores de pueblos y, al fin, a
soberanos absolutos de ellos. ¿Para qué buscar motivo al odio implacable
que bullía bajo las corazas de los veteranos? ¿Qué les aguardaba después
de que el nuevo orden de cosas les había estorbado hacer, como ellos
pretendían, ondear sus penachos por las calles de la capital del
Imperio?

El 1.º de diciembre amanecieron formados en la plaza de la Victoria los
cuerpos de línea desembarcados. El gobernador, Dorrego, había tomado la
campaña; los unitarios llenaban las avenidas, hendiendo el aire con sus
vivas y sus gritos de triunfo. Algunos días después, 700 coraceros,
mandados por oficiales generales, salían por la calle del Perú con rumbo
a la Pampa, a encontrar algunos millares de gauchos, indios amigos y
alguna fuerza regular, encabezados por Dorrego y Rosas. Un momento
después estaba el campo de Navarro lleno de cadáveres, y al día
siguiente un bizarro oficial, que hoy está al servicio de Chile,
entregaba en el Cuartel general a Dorrego prisionero. Una hora más
tarde, el cadáver de Dorrego yacía traspasado de balazos. El jefe que
había ordenado la ejecución anunciaba el hecho a la ciudad en estos
términos, llenos de abnegación y altanería:

     «Participo al Gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego
     acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que
     componen esta división.

     »La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor
     Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la
     tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado
     poseído de otro sentimiento que el del bien público.

     »Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del
     coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su
     obsequio.

     »Saluda al señor ministro con toda consideración,

     »_Juan Lavalle._»

¿Hizo mal Lavalle? Tantas veces lo han dicho, que sería fastidioso
añadir un sí en apoyo de los que _después_ de palpadas las consecuencias
han desempeñado la fácil tarea de incriminar los motivos de donde
procedieron. Cuando el mal existe, es porque está en las _cosas_, y allí
solamente ha de ir a buscársele; si un _hombre_ lo representa, haciendo
desaparecer la _personificación_, se le renueva. César asesinado renació
más terrible en Octavio. Este sentir de Luis Blanc, expresado antes por
Lherminier y otros mil, enseñado por la Historia tantas veces, sería un
anacronismo objetarlo a nuestros partidos educados hasta 1829 con las
exageradas ideas de Mably, Reynal, Rousseau, sobre los déspotas, la
tiranía, y tantas otras palabras que aun vemos quince años después
formando el fondo de las publicaciones la Prensa.

Lavalle no sabía, por entonces, que matando el cuerpo no se mata el
alma, y que los personajes políticos traen su carácter y su existencia
del fondo de las ideas, intereses y fines del partido que representan.

Si Lavalle, en lugar de Dorrego, hubiese fusilado a Rosas, habría quizá
ahorrado al mundo un espantoso escándalo, a la humanidad un oprobio, y a
la República mucha sangre y muchas lágrimas; pero aun fusilando a Rosas,
la _campaña_ no habría carecido de representantes, y no se habría hecho
más que cambiar un cuadro histórico por otro. Pero lo que hoy se afecta
ignorar es que, no obstante la responsabilidad puramente personal que
del acto se atribuye Lavalle, la muerte de Dorrego era una consecuencia
necesaria de las ideas dominantes entonces, y que dando cima a esta
empresa, el soldado intrépido hasta desafiar el fallo de la historia, no
hacía más que realizar el voto confesado y proclamado del ciudadano.

Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a
expensas de los que sobreviven. Lavalle hacía lo que todos deseaban
haber hecho, salvo quizás las formas, lo menos substancial sin duda en
caso semejante. ¿Qué había estorbado la proclamación de la Constitución
de 1826, sino la hostilidad contra ella de Ibarra, López, Bustos,
Quiroga, Ortiz, los Aldao, cada uno dominando una provincia y algunos de
ellos influyendo sobre las demás? Luego, ¿qué cosa debía parecer más
lógica en aquel tiempo y para aquellos hombres lógicos _à priori_ por
educación literaria, sino allanar el único obstáculo que, según ellos,
se presentaba para la suspirada organización de la República? Estos
errores políticos que pertenecen a una época más bien que a un hombre,
son, sin embargo, muy dignos de consideración, porque de ellos depende
la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle fusilando a
Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás
caudillos, respondía a una exigencia de su época, de su partido.

Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo
desaparecer a Luis Felipe, la República francesa volvería a alzarse
gloriosa y grande como en tiempos pasados. Acaso también la muerte de
Dorrego fué uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el
nudo del drama histórico, y que, eliminados, lo dejan incompleto, frío,
absurdo. Estábase incubando hacía tiempo en la República la guerra
civil; Rivadavia la había visto venir, pálida, frenética, armada de tea
y puñales; Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado
sus hordas por las faldas de los Andes, y encerrádose a su pesar en su
guarida; Rosas, en Buenos Aires, tenía ya su trabajo maduro y en estado
de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años realizada en
derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor.

Dorrego estaba de más para todos: para los unitarios, que lo
menospreciaban; para los caudillos, a quienes era indiferente; para
Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra
de los partidos de la _ciudad_; que quería gobernar pronto,
incontinenti; en una palabra: pugnaba por producirse aquel elemento que
no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la
palabra; aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta
Facundo, tercer elemento social, lleno de vigor y de fuerza, impaciente
por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la
civilización europea.

Si quitáis de la Historia la muerte de Dorrego, Facundo, ¿habría perdido
la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma? Rosas, ¿habría
interrumpido su obra de personificación en la campaña en que estaba
atareado sin descanso ni tregua desde mucho antes de manifestarse en
1820, o cesado el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la
circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo fué
dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a
enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso
evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo
que reventase la mina por la mano de unitarios y federales, preparada de
mucho tiempo atrás.

Desde este momento nada quedaba que hacer para los tímidos, sino taparse
los oídos y cerrar los ojos. Los demás vuelan a las armas por todas
partes; el tropel de los caballos hace retemblar la Pampa, y el cañón
enseña su negra boca a la entrada de las ciudades.

Me es preciso dejar a Buenos Aires para volver al fondo de las demás
provincias a ver lo que en ellas se prepara. Una cosa debo notar de
paso, y es que López, vencido en varios encuentros, solicitaba en vano
una paz tolerable; que Rosas piensa seriamente en trasladarse al
Brasil[30]. Lavalle se niega a toda transacción, y sucumbe. ¿No véis al
unitario entero en ese desdén del gaucho, en esa confianza en el triunfo
de la ciudad? Pero ya lo he dicho: la _montonera_ fué siempre débil en
los campos de batalla, pero terrible en una larga campaña. Si Lavalle
hubiera adoptado otra línea de conducta y conservado el puerto en poder
de los hombres de la ciudad, ¿qué habría sucedido? El gobierno la sangre
de la Pampa, ¿habría tenido lugar?

Facundo estaba en su elemento. Una campaña debía abrirse; los _chasques_
se cruzan por todas partes; el aislamiento feudal va a convertirse en
confederación guerrera; todo es puesto en requisición para la próxima
campaña, y no es que sea necesario ir hasta las orillas del Plata para
encontrar un buen campo de batalla, no; el general Paz con ochocientos
veteranos ha venido a Córdoba, batido y destrozado a Bustos, y
apoderádose de la ciudad que está a un paso de los Llanos, y que ya
asedian e importunan con su algazara las montoneras de la sierra de
Córdoba.

Facundo apresura sus preparativos; arde por llegar a las manos con un
general manco, que no puede manejar una lanza ni hacer describir
círculos al sable. Ha vencido a La Madrid; ¡qué podrá hacer Paz! De
Mendoza debe reunírsele don Félix Aldao con un regimiento de auxiliares
perfectamente equipados _de colorado_, y disciplinados; y no estando aún
lista una fuerza de setecientos hombres de San Juan, Facundo se dirige a
Córdoba con 4.000 hombres, ansiosos de medir sus armas con los coraceros
del núm. 2 y los altaneros jefes de línea.

La batalla de la Tablada es tan conocida, que sus pormenores no
interesan ya. En la _Revue des Deux Mondes_ se encuentra brillantemente
descrita; pero hay algo que debe notarse. Facundo acomete la ciudad con
todo su ejército, y es rechazado durante un día y una noche de
tentativas de asalto, por cien jóvenes dependientes de comercio, treinta
artesanos artilleros, diez y ocho soldados tiradores, seis coraceros
enfermos, parapetados detrás de zanjas hechas a la ligera y defendidas
por sólo cuatro piezas de artillería. Sólo cuando anuncia su designio de
incendiar la hermosa ciudad, puede obtener que le entreguen la plaza
pública, que es lo único que no está en su poder. Sabiendo que Paz se
acerca, deja como inútil la infantería y artillería y marcha a su
encuentro con las fuerzas de caballería, que eran, sin embargo, de
triple número que el ejército enemigo. Allí fué el duro batallar, allí
las repetidas cargas de caballería; ¡pero todo inútil!

Aquellas enormes masas de jinetes que van a revolcarse sobre los
ochocientos veteranos, tienen que volver atrás a cada minuto, y volver a
cargar para ser rechazados de nuevo. En vano la terrible lanza de
Quiroga hace en la retaguardia de los suyos tanto estrago como el cañón
y la espada de Ituzaingó hacen al frente. ¡Inútil! En vano remolinean
los caballos al frente de las bayonetas y en la boca de los cañones.
¡Inútil! Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse en
vano contra la inmóvil y áspera roca; a veces queda sepultada en el
torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después
sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen burlando la rabia
del agitado elemento. De cuatrocientos auxiliares sólo quedan sesenta;
de seiscientos _colorados_ no sobrevive un tercio, y los demás cuerpos
sin nombre se han desecho y convertídose en una masa informe e
indisciplinada que se disipa por los campos. Facundo vuela a la ciudad,
y al amanecer del día siguiente estaba como el tigre en acecho, con sus
cañones e infantes; todo, empero, quedó muy en breve terminado, y mil
quinientos cadáveres patentizaron la rabia de los vencidos y la firmeza
de los vencedores.

Sucedieron en estos días de sangre dos hechos que siguen después
repitiéndose. Las tropas de Facundo mataron en la ciudad al mayor
Tejedor, que llevaba en la mano una bandera parlamentaria; en la batalla
del segundo día, un coronel de Paz fusiló nueve oficiales prisioneros.
Ya veremos las consecuencias.

En la Tablada de Córdoba se midieron las fuerzas de la campaña y de la
ciudad bajo sus más altas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas
personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse el dominio
de la República. Facundo, ignorante, bárbaro, que ha llevado por largos
años una vida errante que sólo alumbra de vez en cuando los reflejos
siniestros del puñal que gira en torno suyo; valiente hasta la
temeridad, dotado de fuerzas hercúleas, gaucho de a caballo como el
primero, dominándolo todo por la violencia y el terror, no conoce más
poder que el de la fuerza brutal, no tiene fe sino en el caballo; todo
lo espera del valor, de la lanza, del empuje terrible de sus cargas de
caballería. ¿Dónde encontraréis en la República Argentina un tipo más
acabado del ideal del gaucho malo? ¿Creéis que es torpeza dejar en la
_ciudad_ su infantería y artillería? No; es instinto, es gala de gaucho;
la infantería deshonraría el triunfo cuyos laureles debe coger desde a
caballo.

Paz es, por el contrario, el hijo legítimo de la ciudad, el
representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados.
Lavalle, La Madrid y tantos otros, son argentinos siempre, soldados de
caballería, brillantes como Murat, si se quiere; pero el instinto
gaucho se abre paso por entre la coraza y las charreteras. Paz es
militar a la europea: no cree en el valor solo si no se subordina a la
táctica, la estrategia y la disciplina; apenas sabe andar a caballo; es,
además, manco y no podría manejar una lanza. La ostentación de fuerzas
numerosas le incomoda; pocos soldados, pero bien instruídos. Dejadle
formar un ejército, esperad que os diga: ya está en estado, y concededle
que escoja el terreno en que ha de dar la batalla, y podéis fiarle
entonces la suerte de la República. Es el espíritu guerrero de la Europa
hasta en el arma en que ha servido; es artillero, y, por tanto,
matemático, científico, calculador. Una batalla es un problema que
resolverá por ecuaciones, hasta daros la incógnita, que es la victoria.

El general Paz no es un genio, como el artillero de Tolón, y me alegro
de que no lo sea; la libertad pocas veces tiene mucho que agradecer a
los genios. Es un militar hábil y un administrador honrado, que ha
sabido conservar las tradiciones europeas y civiles, y que espera de la
ciencia lo que otros aguardan de la fuerza brutal; es, en una palabra,
el representante legítimo de las _ciudades_, de la civilización europea,
que estamos amenazados de ver interrumpida en nuestra patria. ¡Pobre
general Paz! ¡Gloríate en medio de tus repetidos contratiempos! ¡Contigo
andan los penates de la República Argentina! Todavía el destino no ha
decidido entre ti y Rosas, entre la _ciudad_ y la pampa, entre la banda
celeste y la cinta _colorada_. Tenéis la única cualidad de espíritu que
vence al fin la resistencia de la materia bruta, la que hizo el poder de
los mártires. Tenéis fe. ¡Nunca habéis dudado! ¡La fe os salvará y en ti
la civilización!

Algo debe haber de predestinado en este hombre. Desprendido del seno de
una revolución mal aconsejada como la de 1.º de Diciembre, él es el
único que sabe justificarla con la victoria; arrebatado de la cabeza de
su ejército por el poder sublime del gaucho, anda de prisión en prisión
diez años, y Rosas mismo no se atreve a matarlo, como si un ángel
tutelar velara sobre la conservación de sus días. Escapado como por
milagro en medio de una noche tempestuosa, las olas agitadas del Plata
le dejan al fin tocar la ribera oriental; rechazado aquí, desairado
allá, le entregan al fin las fuerzas extenuadas de una provincia que ha
visto sucumbir ya dos ejércitos. De estas migajas que recoge con
paciencia y prolijidad, forma sus medios de resistencia, y cuando los
ejércitos de Rosas han triunfado por todas partes y llevado el terror y
la matanza por todos los confines de la República, el general manco, el
general boleado, grita desde los pantanos de Canguazú: ¡la República
vive aún! Despojado de sus laureles por la mano de los mismos a quienes
ha salvado, y arrojado indignamente de la cabeza de su ejército, se
salva de entre sus enemigos en el Entre Ríos, porque el cielo
desencadena sus elementos para protegerlo, y porque el gaucho del
bosque, Montiel, no se atreve a matar al buen manco que no mata a nadie.
Llegado a Montevideo, sabe que Rivera ha sido derrotado, acaso porque él
no estuvo para enredar al enemigo en sus propias maniobras. Toda la
_ciudad_, consternada, se agolpa a su humilde morada de fugitivo a
pedirle una palabra de consuelo, una vislumbre de esperanza. «Si me
dieran veinte días, no toman la plaza», es la única respuesta que da sin
entusiasmo, pero con la seguridad del matemático. Dale Oribe lo que Paz
pide, y tres años van corriendo desde aquel día de consternación para
Montevideo.

Cuando ha afirmado bien la plaza y habituado a la guarnición improvisada
a pelear diariamente, como si fuera ésta una ocupación como cualquiera
otra de la vida, vase al Brasil, se detiene en la Corte más tiempo que
el que sus parciales desearan, y cuando Rosas esperaba verlo bajo la
vigilancia de la policía imperial, sabe que está en Corrientes
disciplinando seis mil hombres, que ha celebrado una alianza con el
Paraguay, y más tarde llega a sus oídos que el Brasil ha invitado a la
Francia y a la Inglaterra para tomar parte en la lucha; de manera que la
cuestión entre la _campaña_ pastora y las _ciudades_ se ha convertido al
fin en cuestión entre el manco matemático, el científico Paz y el gaucho
bárbaro Rosas; entre la pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el
Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro.

Lo que más honra a este general es que los enemigos a quienes ha
combatido no le tienen ni rencor ni miedo. La _Gaceta_ de Rosas, tan
pródiga en calumnias y difamaciones, no acierta a injuriarlo con
provecho, descubriendo a cada paso el respeto que a sus detractores
inspira; llámale manco boleado, castrado, porque siempre ha de haber una
brutalidad y una torpeza mezclada con los gritos sangrientos del caribe.
Si fuese a penetrarse en lo íntimo del corazón de los que sirven a
Rosas, se descubriría la afección que todos tienen al general Paz, y los
antiguos federales no han olvidado que él era el que estaba siempre
protegiéndolos contra el encono de los antiguos unitarios. ¡Quién sabe
si la Providencia, que tiene en sus manos la suerte de los Estados, ha
querido guardar este hombre, que tantas veces ha escapado a la
destrucción, para volver a reconstituir la República bajo el imperio de
las leyes que permiten la libertad sin la licencia, y que hacen inútil
el terror y las violencias que los estúpidos necesitan para mandar! Paz
es provinciano, y como tal presenta ya una garantía de que no
sacrificaría las provincias a Buenos Aires y al puerto, como lo hace hoy
Rosas, para tener millones con que empobrecer y barbarizar a los pueblos
del interior; como los federales de las _ciudades_ acusaban al Congreso
de 1826.

El triunfo de la Tablada abría una nueva época para la ciudad de
Córdoba, que hasta entonces, según el mensaje pasado a la Representación
provincial por el general Paz, «había ocupado el último lugar entre los
pueblos argentinos»; «recordad que ha sido--continúa el mensaje--donde
se han cruzado las medidas y puesto obstáculo a todo lo que ha tenido
tendencia a constituir la nación, o esta misma provincia, ya sea bajo el
sistema federal, ya bajo el unitario».

Córdoba, como todas las ciudades argentinas, tenía su elemento federal,
ahogado hasta entonces por el Gobierno absoluto y quietista, como el de
Bustos. Desde la entrada de Paz, este elemento oprimido se manifiesta en
la superficie, mostrando cuanto se ha robustecido durante los nueve años
de aquel Gobierno español.

He pintado antes ya a Córdoba, la antagonista en ideas a Buenos Aires;
pero hay una circunstancia que la recomienda poderosamente para el
porvenir. La ciencia es el mayor de los títulos para el cordobés; dos
siglos de Universidad han dejado en las conciencias esta civilizadora
preocupación, que no existe tan hondamente arraigada en las otras
provincias del interior; de manera que no bien cambiara la dirección y
materia de los estudios, pudo Córdoba contar ya con un mayor número de
sostenedores de la civilización, que tiene por causa y efecto el dominio
y cultivo de la inteligencia.

Ese respeto a las luces, ese valor tradicional concedido a los títulos
universitarios, desciende en Córdoba hasta las clases inferiores de la
sociedad, y no de otro modo puede explicarse cómo las masas _cívicas_ de
Córdoba abrazaron la revolución civil que traía Paz, con un ardor que no
se ha desmentido diez años después, y que ha preparado millares de
víctimas de entre las clases artesana y proletaria de la ciudad, a la
ordenada y fría rabia del mazorquero. Paz traía consigo un intérprete
para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: ¡Barcala!, el
coronel negro que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y
que se paseaba del brazo con los jefes del ejército; Barcala, el liberto
consagrado durante tantos años a mostrar a los artesanos el buen camino,
y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase
para condecorar el mérito; Barcala fué el encargado de popularizar el
cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de
lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen desde
entonces a la _ciudad_, al orden civil, a la civilización.

La juventud cordobesa se ha distinguido en la actual guerra por la
abnegación y constancia que ha desplegado, siendo infinito el número de
los que han sucumbido en los campos de batalla, en las matanzas de la
mazorca, y mayor aún el de los que sufren los males de la expatriación.
En los combates de San Juan quedaron las calles sembradas de esos
doctores cordobeses, a quienes barrían los cañones que intentaban
arrebatar al enemigo.

Por otra parte, el clero, que tanto había fomentado la oposición al
Congreso y a la Constitución, había tenido sobrado tiempo para medir el
abismo a que conducían la civilización, los defensores del _culto
exclusivo_ de la clase de Facundo, López y demás, y no vaciló en
prestar adhesión decidida al general Paz.

Así, pues, los doctores como los jóvenes, el clero como las masas,
aparecieron desde luego unidos bajo un solo sentimiento, dispuestos a
sostener los principios proclamados por el nuevo orden de cosas. Paz
pudo contraerse ya a reorganizar la provincia y a anudar relaciones de
amistad con las otras. Celebróse un tratado con López de Santa Fe, a
quien don Domingo de Oro inducía a aliarse con el general Paz; Salta y
Tucumán lo estaban ya antes de la Tablada, quedando sólo las provincias
occidentales en estado de hostilidad.



CAPÍTULO VI

GUERRA SOCIAL.--ONCATIVO.

    Que cherchez vous? Si vous êtes
    jaloux de voir un assemblage effrayant
    de maux et d'horreurs, vous
    l'avez trouvé.

    SHAKESPEARE.



¿Qué había sido de Facundo entretanto? En la Tablada lo había dejado
todo: armas, jefes, soldados, reputación; todo, excepto la rabia y el
valor. Moral, gobernador de La Rioja, sorprendido por la noticia de
tamaño descalabro, se aprovecha de un ligero pretexto para salir fuera
de la ciudad, dirigiéndose hacia Los Pueblos, y desde Sañogasta dirige
un oficio a Quiroga, cuya llegada supo allí, ofreciéndole los recursos
de la provincia. Antes de la expedición a Córdoba las relaciones entre
ambos jefes de la provincia, gobernador nominal y caudillo, el mayordomo
y el señor, habían aparecido resfriadas. Facundo no había encontrado
tanto armamento como el que resultaba de los cómputos que podían hacerse
sumando el que existía en la provincia en tal época, más el traído de
Tucumán, de San Juan, de Catamarca, etc. Otra circunstancia singular
agrava las sospechas que en el ánimo de Quiroga pesan contra el
gobernador. Sañogasta es la casa señorial de los Doria Dávila, enemigos
de Facundo, y el gobernador, previendo las consecuencias que el espíritu
suspicaz de Facundo deducirá de la fecha y lugar del oficio, lo data en
Uanchin, punto distante cuatro leguas. Sabe, empero, Quiroga que es de
Sañogasta de donde le escribía Moral, y toda duda queda aclarada.
Bárcena, un instrumento odioso de matanza que él ha adquirido en
Córdoba, y Fontanel, salen con partidas a recorrer Los Pueblos y prender
a todos los vecinos acomodados que encuentren. La batida, sin embargo,
no ha sido feliz; la caza ha husmeado a los lebreles, y huye despavorida
en todas direcciones. Las partidas volvieron con sólo once vecinos que
fueron fusilados en el acto. Don Inocencio Moral, tío del gobernador,
con dos hijos, uno de catorce años de edad y el otro de veinte; Ascueta,
Gordillo, Cantos, chileno; Sotomayor, Barrios, otro Gordillo, Corro,
transeúnte de San Juan, y Pasos, fueron las víctimas de aquella jornada.
El último, don Mariano Pasos, había experimentado ya en otra ocasión el
resentimiento de Quiroga. Al salir para una de sus expediciones, había
dicho aquél a un señor Rincón, comerciante como él, al ver el desaliño y
desorden de las tropas: «¡Qué gente para ir a pelear!» Sabido esto por
Quiroga, hace llamar a ambos aristarcos, cuelga al primero en un pilar
de las casas de Cabildo, y le hace dar doscientos azotes, mientras que
el otro permanece con los calzones quitados para recibir su parte, de
que Quiroga le hace merced. Más tarde, este desgraciado fué gobernador
de La Rioja, y muy adicto al general.

El gobernador Moral, sabiendo lo que le aguardaba, huyó, pues, de la
provincia, bien que más tarde recibió setecientos azotes por ingrato;
pues este mismo Moral es el que participó de los 18.000 pesos arrancados
a Dorrego.

Aquel Bárcena de que hablé antes fué el encargado de asesinar al
comisionado de la Compañía inglesa de minas. Le he oído yo mismo los
horribles pormenores del asesinato, cometido en su propia casa,
apartando a la mujer y a los hijos para que dejasen paso a las balas y a
los sablazos. Este mismo Bárcena era el jefe de la mazorca que acompañó
a Orive a Córdoba, y que en un baile que se daba en celebración del
triunfo sobre Lavalle, hacía rodar por el salón las cabezas
ensangrentadas de tres jóvenes cuyas familias estaban allí. Porque debe
tenerse presente que el ejército que vino a Córdoba en persecución de
Lavalle traía una compañía de mazorqueros, que llevaban al costado
izquierdo la cuchilla convexa, a manera de una pequeña cimitarra, que
Rosas mandó hacer exprofeso en las cuchillerías de Buenos Aires para
degollar hombres.

¿Qué motivo tuvo Quiroga para estas atroces ejecuciones? Dícese que en
Mendoza dijo a Oro que su único objeto había sido aterrar. Cuéntase que,
continuando las matanzas en la campaña sobre infelices campesinos, sobre
el que acertaba a pasar por Atiles, campamento general, uno de los
Villafañes le dijo con el acento de la compasión, del temor y la
súplica: «¿Hasta cuándo, mi general?» «No sea usted bárbaro--contestó
Quiroga--; ¿cómo me rehago sin esto?» He aquí su sistema todo entero: el
terror sobre el ciudadano para que abandone su fortuna; el terror sobre
el gaucho para que con su brazo sostenga una causa que ya no es la suya;
el terror suple a la falta de actividad y trabajo para administrar,
suple al entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que
alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores
resultados que el patriotismo y la espontaneidad. La Rusia lo ejercita
desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros;
los bandidos de los bosques obedecen al jefe que tiene en su mano esta
coyunda que domeña las cervices más altivas. Es verdad que degrada a
los hombres, los empobrece, les quita toda elasticidad de ánimo; que un
día, en fin, arranca a los Estados lo que habrían podido dar en diez
años; pero, ¿qué importa todo esto al Zar de las Rusias, al jefe de
bandidos o al caudillo argentino?

Un bando de Facundo ordenó que todos los habitantes de la ciudad de La
Rioja emigrasen a los Llanos, so pena de la vida, y esta orden se
cumplió al pie de la letra. El enemigo implacable de la _ciudad_ temía
no tener tiempo suficiente para ir matando poco a poco, y le da el golpe
de gracia. ¡Qué motiva esta inútil emigración? ¿Temía Quiroga? ¡Oh, sí!
¡Temía en este momento! En Mendoza levantaban un ejército los unitarios,
que se habían apoderado del Gobierno; Tucumán y Salta estaban al Norte,
y al Oriente Córdoba, la Tablada y Paz; estaba, pues, cercado, y una
batida general podía, al fin, _empacar_ al Tigre de los Llanos.

Facundo había hecho alejar sus ganados hacia la cordillera, mientras que
Villafañe acudía a Mendoza con fuerzas en apoyo de los Aldaos, y él
aglomeraba sus nuevos reclutas en Atiles. Estos terroristas tienen
también sus momentos de terror; Rosas también lloraba como un chiquillo
y se daba contra las murallas cuando supo la revolución de Chascomús, y
once enormes baúles entraban en su casa para recoger sus efectos, y
embarcarse una hora antes de que le llegara la noticia del triunfo de
Alvarez. ¡Pero, por Dios! ¡No asustéis nunca a los terroristas! ¡Ay de
los pueblos desde que el conflicto pasa! Entonces son las matanzas de
septiembre y la exposición en el mercado de pirámides de cabezas
humanas.

Quedaban en La Rioja, no obstante de la orden de Facundo, una niña y un
sacerdote: la Severa y el padre Colina. La historia de la Severa
Villafañe es un romance lastimero, es un cuento de hadas en que la más
hermosa princesa de sus tiempos anda errante y fugitiva, disfrazada de
pastora unas veces, mendigando un asilo y un pedazo de pan otras, para
escapar a las asechanzas de algún gigante espantoso, de algún
sanguinario Barba Azul. La Severa ha tenido la desgracia de excitar la
concupiscencia del tirano, y no hay quien le valga para librarse de sus
feroces halagos. No es sólo virtud lo que la hace resistir a la
seducción: es repugnancia invencible, instintos bellos de mujer delicada
que detesta los tipos de la fuerza brutal, porque teme que ajen su
belleza. Una mujer bella trocará muchas veces un poco de deshonor propio
por un poco de la gloria que rodea a un hombre célebre, pero de esa
gloria noble, y alta, que para descollar sobre los hombres no necesita
de encorvarlos ni envilecerlos, a fin de que en medio de tanto matorral
rastrero pueda alcanzarse a ver el arbusto espinoso y descolorido. No es
otra la causa de la fragilidad de la piadosa Mme. Maintenon, la que se
atribuye a Mme. Roland, y tantas otras mujeres que hacen el sacrificio
de su reputación por asociarse a nombres esclarecidos. La Severa resiste
años enteros. Una vez escapa de ser envenenada por su tigre en una pasa
de higo; otra, el mismo Quiroga, despechado, toma opio para quitarse la
vida. Un día se escapa de las manos de los asistentes del general, que
van a extenderla de pies y manos en una muralla para alarmar su pudor;
otro, Quiroga la sorprende en el patio de su casa, la agarra de un
brazo, la baña en sangre y bofetadas, la arroja por tierra y con el
tacón de su bota le quiebra la cabeza. ¡Dios mío! ¿No hay quien
favorezca a esta pobre niña? ¿No tiene parientes? ¿No tiene amigos? ¡Sí
tal! Pertenece a las primeras familias de La Rioja; el general Villafañe
es su tío; tiene hermanos que presencian estos ultrajes; hay un cura que
la cierra la puerta cuando viene a esconder su virtud detrás del
santuario. La Severa huye al fin a Catamarca y se encierra en un
beaterio. Dos años después pasaba por allí Facundo, y manda que se abra
el asilo y la superiora traiga a su presencia a las reclusas. Una hubo
que dió un grito al verlo y cayó exánime. ¿No es éste un lindo romance?
¡Era la Severa!

Pero vamos a Atiles, donde se está preparando un ejército para ir a
recobrar la reputación perdida en la Tablada, porque no se trata sino de
reputación de gaucho cargador. Dos unitarios de San Juan han caído en su
poder: un joven Castro y Calvo, chileno, y un Alejandro Carril. Quiroga
le pregunta a éste: «¿Cuánto da por su vida?» «Veinticinco mil
pesos»--contesta--. «¿Y usted, cuánto da?»--dice al otro--. «Yo sólo
puedo dar cuatro mil; soy comerciante y nada más poseo.» Se conoce, en
efecto, que es comerciante. Mandan traerse las sumas de San Juan, y ya
hay treinta mil pesos para la guerra, reunidos a tan poca costa.
Mientras el dinero llega, Facundo los aloja bajo un algarrobo; los ocupa
en hacer cartuchos, pagándoles dos reales diarios por su trabajo.

El Gobierno de San Juan tiene conocimiento de los esfuerzos que la
familia de Carril hace para mandar el rescate a aquel Duguesclin que no
ha hallado oro bastante para apreciarse a sí mismo, y se aprovecha del
descubrimiento. Gobierno de ciudadanos, aunque federal, no se atrevía a
fusilar ciudadanos y se siente impotente para arrancar dinero a los
unitarios. El Gobierno intima orden de salir para Atiles a los presos
que pueblan las cárceles; las madres y las esposas saben lo que
significa Atiles, y unas primero, otras después, logran reunir las sumas
pedidas para hacer volver a sus deudos del camino que conduce a la
guarida del tigre. Así, Quiroga gobierna a San Juan con sólo su nombre
terrorífico.

Cuando los Aldaos están fuertes en Mendoza y no han dejado en La Rioja
un solo hombre, viejo o joven, soltero o casado, en estado de llevar las
armas, Facundo se transporta a San Juan a establecer en aquella
población, rica entonces en unitarios acaudalados, sus cuarteles
generales. Llega y hace dar seiscientos azotes a un ciudadano notable
por su influencia, sus talentos y su fortuna. Facundo anda en persona al
lado del cañón que lleva la víctima moribunda por las cuatro esquinas de
la plaza, porque Facundo es muy solícito en esta parte de la
administración; no es como Rosas, que desde el fondo de su gabinete,
donde está tomando mate, expide a la mazorca las órdenes que debe
ejecutar, para achacar después al _entusiasmo federal_ del pobre pueblo
todas las atrocidades con que ha hecho estremecer a la humanidad. No
creyendo aún bastante este paso previo a toda otra medida, Facundo hace
traer a un viejecito cojo, a quien se acusa o no se acusa de haber
servido de baqueano a algunos prófugos, y lo hace fusilar en el acto,
sin confesión, sin permitirle decir ni una palabra, porque el _Enviado
de Dios_ no se cuida siempre de que sus víctimas se confiesen.

Preparada así la _opinión pública_, no hay sacrificios que la ciudad de
San Juan no esté pronta a hacer en defensa de la federación; las
contribuciones se distribuyen sin réplica, salen armas de debajo tierra;
Facundo compra fusiles y sables a quien se los presenta. Los Aldaos
triunfan de la incapacidad de los unitarios, por la violación de los
tratados del Pilar, y entonces Quiroga pasa a Mendoza. Allí era el
terror inútil; las matanzas diarias ordenadas por el fraile, de que di
detalles en su biografía, tenían helada como un cadáver a la ciudad;
pero Facundo necesitaba confirmar allí el espanto que su nombre infundía
por todas partes. Algunos jóvenes sanjuaninos han caído prisioneros;
éstos por lo menos le pertenecen. A uno de ellos manda hacer esta
pregunta: ¿Cuántos fusiles puede entregar dentro de cuatro días? El
joven contesta que si se le da tiempo para mandar a Chile a procurarlos
y a su casa para recolectar fondos, verá lo que puede hacer. Quiroga
reitera la pregunta, pidiendo que conteste categóricamente. «¡Ninguno!»
Un minuto después llevaban a enterrar el cadáver, y seis sanjuaninos más
le seguían a cortos intervalos. La pregunta sigue haciéndose de palabra
o por escrito a los prisioneros mendocinos, y las respuestas son más o
menos satisfactorias. Un reo de más alto carácter se presenta: el
general Alvarado ha sido aprehendido y Facundo lo hace traer a su
presencia.--Siéntese, general--le dice; ¿en cuántos días podrá
entregarme 6.000 pesos por su vida?--En ninguno, señor; no tengo
dinero.--¡Eh!, pero tiene usted amigos que no lo dejarán fusilar.--No
tengo, señor; yo era un simple transeúnte por esta provincia cuando,
forzado por el voto público, me hice cargo del gobierno.--¿Para dónde
quiere usted retirarse?--continúa después de un momento de
silencio.--Para donde S. E. lo ordene.--Diga usted, ¿adónde quiere
ir?--Repito que donde se me ordene.--¿Qué le parece San Juan?--Bien,
señor.--¿Cuánto dinero necesita?--Gracias, señor; no necesito. Facundo
se dirige a un escritorio, abre dos gavetas rehenchidas de oro y
retirándose le dice:--Tome, general, lo que necesite.--Gracias, señor,
nada. Una hora después el coche del general Alvarado estaba a la puerta
de su casa cargado con su equipaje y el general Villafañe, que debía
acompañarlo a San Juan, donde a su llegada le entregó 100 onzas de oro
de parte del general, suplicándole que no se negase a admitirlas.

Como se ve, el alma de Facundo no estaba del todo cerrada a las nobles
inspiraciones. Alvarado era un antiguo soldado, un general grave y
circunspecto, y poco mal le había causado. Más tarde decía de él: «Este
general Alvarado es un buen militar, pero no entiende nada de esta
guerra que hacemos nosotros.»

En San Juan le trajeron un francés, Barreau, que había escrito de él lo
que un francés puede escribir. Facundo le pregunta si es el autor de los
artículos que tanto le han herido, y con la respuesta afirmativa ¿qué
espera usted ahora?, replica Quiroga:--Señor, la muerte.--Tome usted
esas onzas y váyase enhoramala.

En Tucumán estaba Quiroga tendido sobre un mostrador.--¿Dónde está el
general?--le pregunta un andaluz que se ha achispado un poco para salir
con honor del lance.--Ahí dentro; ¿qué se le ofrece?--Vengo a pagar
cuatrocientos pesos que me ha puesto de contribución... ¡Como no le
cuesta nada a ese animal!--¿Conoce, patrón, al general?--Ni quiero
conocerlo, ¡forajido!--Pase adelante; tomemos un trago de caña. Más
avanzado estaba este original diálogo, cuando un ayudante se presenta, y
dirigiéndose a uno de los interlocutores:--Mi general--le dice...--¡Mi
general!...--repite el andaluz abriendo un palmo de boca--. Pues qué...
¿vos sois el general?... ¡Canario! Mi general--continúa hincándose de
rodillas--, soy un pobre diablo, pulpero...; ¡qué quiere V. S.!...; se
me arruina..., pero el dinero está pronto...; vamos..., ¡no hay que
enfadarse! Facundo suelta la risa, lo levanta, lo tranquiliza y le
entrega su contribución, tomando sólo 200 pesos prestados, que le
devuelve religiosamente más tarde. Dos años después un mendigo
paralítico le gritaba en Buenos Aires:--Adiós, mi general; soy el
andaluz de Tucumán; estoy paralítico. Facundo le dió seis onzas.

Estos rasgos prueban la teoría que el drama moderno ha explotado con
tanto brillo, a saber: que aun en los caracteres históricos más negros
hay siempre una chispa de virtud que alumbra por momentos y se oculta.
Por otra parte, ¿por qué no ha de hacer el bien el que no tiene freno
que contenga sus pasiones? Esta es una prerrogativa del despotismo como
cualquier otra.

Pero volvamos a tomar el hilo de los acontecimientos públicos. Después
de inaugurado el terror en Mendoza de un modo tan solemne, Facundo se
retira al Retamo, adonde los Aldaos llevan la contribución de 100.000
pesos que han arrancado a los unitarios aterrados. Allí está la mesa de
juego que acompaña siempre a Quiroga; allí acuden los aficionados del
partido; allí, en fin, es el trasnochar a la claridad opaca de las
antorchas. En medio de tantos horrores y de tantos desastres, el oro
circula allí a torrentes, y Facundo gana al fin de quince días los
100.000 pesos de la contribución, los muchos miles que guardan sus
amigos federales y cuanto puede apostarse a una carta. La guerra,
empero, pide erogaciones, y vuelven a trasquilar las ovejas ya
trasquiladas. Esta historia de las jugarretas famosas del Retamo, en que
hubo noche que 130.000 pesos estaban sobre la carpeta, es la historia de
toda la vida de Quiroga. «Mucho se juega, general--le decía un vecino en
su última expedición a Tucumán.--¡Eh!, ¡esto es una miseria! ¡En Mendoza
y San Juan podía uno divertirse! ¡Allá sí que corría dinero! Al fraile
le gané una noche 50.000 pesos; al clérigo Lima, otra, 25.000; ¿pero
esto?..., ¡estas son pij...!»

Un año se pasa en estos aprestos de guerra y al fin en 1830 sale un
nuevo y formidable ejército para Córdoba, compuesto de las divisiones
reclutadas en La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis. El general Paz,
deseoso de evitar la efusión de sangre, aunque estuviese seguro de
agregar un nuevo laurel a los que ya ceñían sus sienes, mandó al mayor
Paunero, oficial lleno de prudencia, energía y sagacidad, al encuentro
de Quiroga, proponiéndole no sólo la paz, sino una alianza. Créese que
Quiroga iba dispuesto a abrazar cualquier coyuntura de transacción; pero
las sujestiones de la comisión mediadora de Buenos Aires, que no traía
otro objeto que evitar toda transacción y el orgullo y la presencia de
Quiroga, que se veía a la cabeza de un nuevo ejército más poderoso y
mejor disciplinado que el primero, le hicieron rechazar las propuestas
pacíficas del modesto general Paz.

Facundo esta vez había combinado algo que tenía visos de plan de
campaña. Inteligencias establecidas en la Sierra de Córdoba habían
sublevado la población pastora; el general Villafañe se acercaba por el
Norte con una división de Catamarca, mientras que Facundo caía por el
Sur. Poco esfuerzo de penetración costó al hábil Paz para penetrar los
designios de Quiroga y dejarlos burlados. Una noche desapareció el
ejército de las inmediaciones de Córdoba; nadie podía darse cuenta de su
paradero; todos lo habían encontrado, aunque en diversos lugares y a la
misma hora.

Si alguna vez se ha realizado en América algo parecido a las complicadas
combinaciones estratégicas de las campañas de Bonaparte en Italia, es
en esta vez en que Paz hacía cruzar la Sierra de Córdoba por 40
divisiones, de manera que los prófugos de un combate fuesen a caer en
manos de otro cuerpo apostado al efecto en lugar preciso e inevitable.
La montonera, aturdida, envuelta por todas partes, con el ejército a su
frente, a sus costados, a su retaguardia, tuvo que dejarse coger en la
red que se le había tendido, y cuyos hilos se movían a reloj desde la
tienda del general.

La víspera de la batalla de Oncativo aún no habían entrado en línea
todas las divisiones de esta maravillosa campaña de quince días, en la
que habían obrado combinadamente en un frente de cien leguas. Omito dar
pormenor alguno sobre aquella memorable batalla en que el general Paz,
para dar valor a su triunfo, publicaba en el Boletín la muerte de 70 de
los suyos, no obstante no haber perdido sino 12 hombres en un combate en
que se encontraban 8.000 soldados y 20 piezas de artillería. Una simple
maniobra había derrotado al valiente Quiroga, y tantos horrores, tantas
lágrimas derramadas para formar aquel ejército, habían terminado en dar
a Facundo una temporada de jugarretas y algunos miles de prisioneros
inútiles a Paz.



CAPÍTULO VII

GUERRA SOCIAL.--CHACÓN

    _Ricardo._--Un cheval! Vite un
    cheval... Mon royaume pour un
    cheval!

    SHAKESPEARE.



Facundo, el gaucho malo de los Llanos, no vuelve a sus pagos esta vez,
que se encamina hacia Buenos Aires, y debe a esta dirección imprevista
de su fuga, salvar de caer en manos de sus perseguidores. Facundo ha
visto que nada le queda que hacer en el interior; no hay esta vez tiempo
de martirizar y estrujar a los pueblos para que no den recursos sin que
el vencedor llegue por todas partes en su auxilio.

Esta batalla de Oncativo, o la Laguna Larga, era muy fecunda en
resultados; por ella, Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis, La Rioja,
Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy quedaban libres de la dominación de
caudillos. La unidad de la República, propuesta por Rivadavia por las
vías parlamentarias, empezaba a hacerse efectiva desde Córdoba por medio
de las armas, y el general Paz, al efecto, reunió un congreso de agentes
de aquellas provincias, para que acordasen lo que más conviniera para
darse instituciones. Lavalle había sido menos afortunado en Buenos
Aires, y Rosas, que estaba destinado a figurar un papel tan sombrío y
espantoso en la historia argentina, ya empezaba a influir en los
negocios públicos y gobernaba la ciudad. Quedaba, pues, la República
dividida en dos fracciones: una en el interior, que deseaba hacer
capital de la Unión a Buenos Aires; otra en Buenos Aires, que fingía no
querer ser capital de la República, a no ser que abjurase la
civilización europea y el orden civil.

La batalla aquella había dejado en descubierto otro grande hecho, a
saber: que la _montonera_ había perdido su fuerza primitiva, y que los
ejércitos de las ciudades podían medirse con ella y destruirla. Este es
un hecho fecundo en la historia argentina. A medida que el tiempo pasa,
las bandas pastoras pierden su espontaneidad primitiva. Facundo necesita
ya de terror para moverlas, y en batalla campal se presentan como
azoradas en presencia de las tropas disciplinadas y dirigidas por las
máximas estratégicas que el arte europeo ha enseñado a los militares de
las _ciudades_.

En Buenos Aires, empero, el resultado es diverso: Lavalle, no obstante
su valor, que ostenta en el Puente de Márquez y en todas partes; no
obstante sus numerosas tropas de línea, sucumbe al fin de la campaña,
encerrado en el recinto de la ciudad por los millares de gauchos que han
aglomerado Rosas y López; y por un tratado que tiene al fin los efectos
de una capitulación, se desnuda de la autoridad, y Rosas penetra en
Buenos Aires. ¿Por qué es vencido Lavalle? No por otra razón, a mi
juicio, sino porque es el más valiente oficial de caballería que tiene
la República Argentina; es el general argentino y no el general europeo;
las cargas de caballería han hecho su fama romanesca.

Cuando la derrota de Torata, o Moquegua, no recuerdo bien, Lavalle,
protegiendo la retirada del ejército, da cuarenta cargas en día y
medio, hasta que no le quedan 20 soldados para dar otras. No recuerdo si
la caballería de Murat hizo jamás un prodigio igual. Pero ved las
consecuencias funestas que trae este hecho para la República. Lavalle en
1839, recordando que la montonera lo ha vencido en 1830, abjura toda su
educación guerrera a la europea y adopta el sistema montonero. Equipa
4.000 caballos y llega hasta las goteras de Buenos Aires con sus
brillantes bandas, al mismo tiempo que Rosas, el gaucho de la Pampa, que
lo ha vencido en 1830, abjura por su parte sus instintos montoneros,
anula la caballería en sus ejércitos, y sólo confía el éxito de la
campaña a la infantería reglada y al cañón.

Los papeles están cambiados: el gaucho toma la casaca; el militar de la
independencia el poncho; el primero triunfa; el segundo va a morir
traspasado de una bala que le dispara de paso la montonera. ¡Severas
lecciones, por cierto! Si Lavalle hubiera hecho la campaña de 1840 en
silla inglesa y con el paletó francés, hoy estaríamos a orillas del
Plata arreglando la navegación por vapor de los ríos y distribuyendo
terrenos a la inmigración europea. Paz es el primer general ciudadano
que triunfa del elemento pastoril, porque pone en ejercicio contra él
todos los recursos del arte militar europeo, dirigidos por una cabeza
matemática. La inteligencia vence a la materia; el arte al número.

Tan fecunda en resultados es la obra de Paz en Córdoba; tan alto levanta
en dos años la influencia de las ciudades, que Facundo siente imposible
rehabilitar su poder de caudillo, no obstante que ya lo ha extendido por
todo el litoral de los Andes, y sólo la culta, la europea Buenos Aires,
puede servir de asilo a su barbarie.

Los diarios de Córdoba de aquella época transcribían las noticias
europeas, las sesiones de las Cámaras francesas y los retratos de
Casimir Périer, Lamartine, Chateaubriand, servían de modelos en las
clases de dibujo; tal era el interés que Córdoba manifestaba por el
movimiento europeo. Leed la _Gaceta Mercantil_, y podréis juzgar del
rumbo semibárbaro que tomó desde entonces la Prensa de Buenos Aires.

Facundo se fuga para Buenos Aires, no sin fusilar antes a dos oficiales
suyos, para mantener el orden en los que le acompañan. Su teoría del
_terror_ no se desmiente jamás: es su talismán, su paladión, sus
penates. Todo lo abandonará menos esta arma favorita.

Llega a Buenos Aires, se presenta al gobierno de Rosas, encuéntrase en
los salones con el general Guido, el más cumplimentero y ceremonioso de
los generales que han hecho su carrera haciendo cortesías en las
antecámaras de palacio; le dirige una muy profunda a Quiroga: «¡Qué! Me
muestran los dientes--dice éste--, como si yo fuera perro.» «Ahí me han
mandado ustedes una comisión de doctores a enredarme con el general Paz
(Cavia y Cernadas). Paz me ha batido en regla.» Quiroga deploró muchas
veces después no haber dado oído a las proposiciones del mayor Paunero.

Facundo desaparece en el torbellino de la gran ciudad; apenas se oye
hablar de algunas ocurrencias de juego. El general Mansilla le amenaza
una vez de darle un candelerazo, diciéndole: «Qué, ¿se ha creído que
está usted en las provincias?» Su traje de gaucho provinciano llama la
atención; el embozo del poncho, su barba entera, que ha prometido llevar
hasta que se lave la mancha de la Tablada, fija por un momento la
atención de la elegante y europea ciudad; mas luego nadie se ocupa de
él.

Preparábase entonces una grande expedición sobre Córdoba. Seis mil
hombres de Buenos Aires y Santa Fe se estaban alistando para la empresa;
López era el general en jefe; Balcarce, Enrique Martínez y otros jefes
iban bajo sus órdenes; ya el elemento pastoril domina, pero tiene aún
alianza con la _ciudad_, con el partido federal: todavía hay generales.
Facundo se encarga de una tentativa desesperada sobre La Rioja o
Mendoza, recibe para ello doscientos presidiarios sacados de todas las
cárceles, engancha sesenta hombres más en el Retiro, reúne algunos de
sus oficiales y se dispone a marchar.

En Pavón estaba Rosas reuniendo sus caballerías _coloradas_; allí estaba
también López de Santa Fe. Facundo se detuvo en Pavón a ponerse de
acuerdo con los demás jefes. Los tres más famosos caudillos están
reunidos en la pampa: López, el discípulo y sucesor inmediato de
Artigas; Facundo, el bárbaro del interior, y Rosas, el lobezno que se
está criando aún y que ya está en vísperas de lanzarse a cazar de su
propia cuenta. Los clásicos los habrían comparado con los triunviros
Lépido, Marco Antonio y Octavio, que se reparten el imperio, y la
comparación sería exacta hasta en la vileza y crueldad del Octavio
argentino.

Los tres caudillos hacen prueba y ostentación de su importancia
personal. ¿Sabéis cómo? Montan a caballo los tres, y salen todas las
mañanas a _gauchear_ por la Pampa; se bolean los caballos, los apuntan a
las vizcacheras, ruedan, pechan, corren carreras. ¿Cuál es el más grande
hombre? El más jinete, Rosas, él que triunfa al fin. Una mañana va a
invitar a López a la correría: «No, compañero--le contesta éste--; si de
hecho es usted muy bárbaro.» Rosas, en efecto, los castigaba todos los
días, los dejaba llenos de cardenales y contusiones. Estas justas del
arroyo de Pavón han tenido una celebridad fabulosa por toda la
República, lo que no dejó de contribuir a allanar el camino del poder al
campeón de la jornada, el imperio AL MÁS DE A CABALLO.

Quiroga atraviesa la Pampa con trescientos adictos, arrebatados los más
de ellos al brazo de la justicia, por el mismo camino que veinte años
antes, cuando sólo era gaucho malo, ha huído de Buenos Aires desertando
las filas de los arribeños.

En la Villa del Río Cuarto encuentra una resistencia más tenaz, y
Facundo permanece tres días detenido por unas zanjas que sirven de
parapeto a la guarnición. Se retiraba ya, cuando un jastial se le
presenta y le revela que los sitiadores no tienen un cartucho. ¿Quién es
este traidor? El año 1818, en la tarde del 18 de marzo, el coronel
Zapiola, jefe de la caballería del ejército chileno-argentino, quiso
hacer ante los españoles una exhibición del poder de la caballería de
los patriotas en una hermosa llanura que está de este lado de Talca.
Eran seis mil hombres los que componían aquella brillante parada.
Cargan, y como la fuerza enemiga fuese mucho mayor, la línea se
reconcentra, se oprime, se embaraza y se rompe, en fin; muévense los
españoles en este momento, y la derrota se pronuncia en aquella enorme
masa de caballería. Zapiola es el último en volver su caballo, y recibe
a poco trecho un balazo, y cayera en manos del enemigo si un soldado de
granaderos a caballo no se desmonta y lo pusiera como una pluma sobre su
montura, dándole a ésta con el sable para que más aprisa disparase. Un
rezagado que acierta a pasar, el granadero desmontado, préndese a la
cola del caballo, lo detiene en la carrera, salta a la grupa, y coronel
y soldado se salvan.

Llámanle el Boyero, y este hecho le abre la carrera de los ascensos. En
1820 sacábase un hombre ensartado por ambos brazos en la hoja de su
espada, y Lavalle lo ha tenido a su lado como uno de tantos insignes
valientes. Sirvió a Facundo largo tiempo, emigró a Chile y desde allí a
Montevideo en busca de aventuras guerreras, donde murió gloriosamente
peleando en la defensa de la plaza, lavándose de la falta de Río Cuarto.
Si el lector se acuerda de lo que he dicho del capataz de carretas,
adivinará el carácter, valor y fuerzas del Boyero; un resentimiento con
sus jefes, una venganza personal lo impulsa a aquel feo paso, y Facundo
toma la Villa del Río Cuarto gracias a su revelación oportuna.

En la Villa del Río Quinto encuentra al valiente Pringles, aquel soldado
de la guerra de la Independencia que, cercado por los españoles en un
desfiladero, se lanza al mar en su caballo, y entre el ruido de las olas
que se estrellan contra la ribera, hace resonar el formidable grito:
_¡Viva la patria!_

El inmortal Pringles, a quien el virrey Pezuela colmándolo de presentes
devuelve a su ejército, y para quien San Martín en premio de tanto
heroísmo hace batir aquella singular medalla que tenía por lema: _¡Honor
y gloria a los vencidos de Chancay!_, Pringles muere a mano de los
presidiarios de Quiroga, que hace envolver el cadáver en su propia
manta.

Alentado con este no esperado triunfo, se avanza hacia San Luis, que
apenas le opone resistencia. Pasada la travesía, el camino se divide en
tres. ¿Cuál de ellos tomará Quiroga? El de la derecha conduce a los
Llanos, su patria, el teatro de sus hazañas, la cuna de su poder; allí
no hay fuerzas superiores a las suyas, pero tampoco hay recursos; el
del medio lleva a San Juan, donde hay mil hombres sobre las armas, pero
incapaces de resistir a una carga de caballería en que él, Quiroga, vaya
a la cabeza agitando su terrible lanza; el de la izquierda, en fin,
conduce a Mendoza, donde están las verdaderas fuerzas de Cuyo a las
órdenes del general Videla Castillo; hay un batallón de ochocientas
plazas, decidido, disciplinado, al mando del coronel Barcala; un
escuadrón de coraceros en disciplina que manda el teniente coronel
Chenaut; milicia, en fin, y piquetes del número 2.º de cazadores y de
los coraceros de la Guardia. ¿Cuál de estos tres caminos tomará Quiroga?
Sólo tiene a sus órdenes trescientos hombres sin disciplina, y él viene
además enfermo y decaído... Facundo toma el camino de Mendoza, _llega,
ve y vence_, porque tal es la rapidez con que los acontecimientos se
suceden. ¿Qué ha ocurrido? ¿Traición, cobardía? Nada de todo esto. Un
plagio impertinente hecho a la estrategia europea, un error clásico por
una parte, y una preocupación argentina, un error romántico por otra,
han hecho perder del modo más vergonzoso la batalla. Ved cómo.

Videla Castillo sabe oportunamente que Quiroga se acerca, y no creyendo,
como ningún general podía creer, que invadiese a Mendoza, destaca a las
Lagunas los piquetes que tiene de tropas veteranas, que, con algunos
otros destacamentos de San Juan, forman al mando del mayor Castro una
buena fuerza de observación, capaz de resistir un ataque y de forzar a
Quiroga a tomar el camino de los Llanos. Hasta aquí no hay error. Pero
Facundo se dirige a Mendoza y el ejército entero sale a su encuentro.

En el lugar llamado el Chacón hay un campo despejado que el ejército en
marcha deja a su retaguardia; mas oyéndose a pocas cuadras el tiroteo de
una fuerza que viene batiéndose en retirada, el general Videla manda
contramarchar a toda prisa a ocupar el campo despejado de Chacón. Doble
error: primero porque una retirada a la proximidad de un enemigo temible
hiela el ánimo del soldado bisoño que no comprende bien la causa del
movimiento; segundo, y mayor todavía, porque el campo más quebrado y más
impracticable es mejor para batir a Quiroga, que no trae sino un piquete
de infantería.

Imagináos qué haría Facundo en un terreno intransitable contra
seiscientos infantes, una batería formidable de artillería y mil
caballos por delante. ¿No es éste el convite del oso a la garza? Pues
bien; todos los jefes son argentinos, gente de a caballo; no hay gloria
verdadera, si no se conquista a sablazos; ante todo es preciso campo
abierto para las cargas de caballería; he aquí el error de la estrategia
argentina.

La línea se forma en lugar conveniente. Facundo se presenta a la vista
en un caballo blanco; el Boyero se hace reconocer y amenaza desde ella a
sus antiguos compañeros de armas. Principia el combate y se manda cargar
a unos escuadrones de milicia. Error de argentinos iniciar la batalla
con cargas de caballería; error que ha hecho perder la República en cien
combates, porque el espíritu de la pampa está allí en todos los
corazones; pues si os levantáis un poco las solapas del frac con que el
argentino se disfraza, hallaréis siempre el gaucho más o menos
civilizado, pero siempre el gaucho. Sobre este error nacional viene un
plagio europeo. En Europa, donde las grandes masas de tropas están en
columna y el campo de batalla abraza aldeas y villas diversas, las
tropas de _élite_ quedan en las reservas para acudir adonde la necesidad
las requiera. En América la batalla campal se da por lo común en campo
raso, las tropas son poco numerosas, lo recio del combate es de corta
duración; de manera que siempre interesa iniciarlo con ventaja. En el
caso presente, lo menos conveniente era dar una carga de caballería, y
si se quería dar, debía echarse mano de la mejor tropa, para arrollar de
una vez los 300 hombres que constituían la batalla y las reservas
enemigas. Lejos de eso, se sigue la rutina mandando milicias numerosas,
que avanzan al frente; empiezan a mirar a Facundo; cada soldado teme
encontrarse con su lanza, y cuando oye el grito de _¡a la carga!_, se
queda clavado en el suelo, retrocede, lo cargan a su vez, retrocede y
envuelve las mejores tropas. Facundo pasa de largo hacia Mendoza, sin
curarse de generales, infantería y cañones que a su retaguardia deja. He
aquí la batalla de Chacón, que dejó flanqueado al ejército de Córdoba,
que estaba a punto de lanzarse sobre Buenos Aires. El éxito más completo
coronó la inconcebible audacia de Quiroga. Desalojarlo de Mendoza era ya
inútil; el prestigio de la victoria y el terror le darían medios de
resistencia, a la par que, por la derrota, quedaban desmoralizados sus
enemigos; se correría sobre San Juan, donde hallarían recursos y armas,
y se empeñaría una guerra interminable y sin éxito. Los jefes se
marcharon a Córdoba, y la infantería, con los oficiales mendocinos,
capituló al día siguiente. Los unitarios de San Juan emigraron a
Coquimbo en número de 200, y Quiroga quedó pacífico poseedor de Cuyo y
La Rioja. Jamás habían sufrido aquellos dos pueblos catástrofe igual, no
tanto por los males que directamente hizo Quiroga, sino por el desorden
de todos los negocios que trajo aquella emigración en masa de la parte
acomodada de la sociedad.

Pero el mal fué mayor bajo el aspecto del retroceso que experimentó el
espíritu de _ciudad_, que es lo que me interesa hacer notar. Muchas
veces lo he dicho, y esta vez debo repetirlo: consultada la posición
mediterránea de Mendoza, era hasta entonces un pueblo eminentemente
civilizado, rico en hombres ilustrados y dotado de un espíritu de
empresa y de mejora que no hay en pueblo alguno de la República
Argentina; era la Barcelona del interior. Este espíritu había tomado
todo su auge durante la administración de Videla Castillo.
Construyéronse fuertes al Sur, que, a más de alejar los límites de la
provincia, la han dejado para siempre asegurada contra las irrupciones
de los salvajes; emprendióse la desecación de los ciénagos inmediatos;
adornóse la ciudad; formáronse Sociedades de agricultura, industria,
minería y educación pública, dirigidas y secundadas todas por hombres
inteligentes, entusiastas y emprendedores; fomentóse una fábrica de
tejidos de cáñamo y lana, que proveía de vestidos y lonas para las
tropas; formóse una maestranza, en la que se construían espadas, sables,
corazas, lanzas, bayonetas y fusiles, sin que en éstos entrase más que
el cañón de fabricación extranjera; fundiéronse balas de cañón huecas y
tipos de imprenta. Un francés, Charon, químico, dirigía estos últimos
trabajos, como también el ensayo de los metales de la provincia. Es
imposible imaginarse desenvolvimiento más rápido ni más extenso de todas
las fuerzas civilizadoras de un pueblo. En Chile o en Buenos Aires todas
estas fabricaciones no llamarían mucho la atención; pero en una
provincia del interior, y con sólo el auxilio de artesanos del país, es
un esfuerzo prodigioso. La Prensa gemía bajo el peso de diarios y
publicaciones periódicas en las que el verso no se hacía esperar. Con
las disposiciones que yo le conozco a ese pueblo, en diez años de un
sistema semejante hubiérase vuelto un coloso; pero las pisadas de los
caballos de Facundo vinieron luego a hollar estos retoños vigorosos de
la civilización, y el fraile Aldao hizo pasar el arado y sembrar de
sangre el suelo durante diez años. ¡Qué había de quedar!

El movimiento impreso entonces a las ideas no se contuvo, aun después de
la ocupación de Quiroga; los miembros de la Sociedad de Minería
emigrados en Chile se consagraron desde su arribo al estudio de la
química, la mineralogía y la metalurgia. Godoy Cruz, Correa, Villanueva,
Doncel y muchos otros reunieron todos los libros que trataban de la
materia, recolectaron de toda la América colecciones de metales
diversos, registraron los archivos chilenos para informarse de la
historia del mineral de Uspallata, y, a fuerza de diligencia, lograron
entablar trabajos allí, en que, con el auxilio de la ciencia adquirida,
sacaron utilidad de la escasa cantidad de metal útil que aquellas minas
contienen, porque el mineral de Uspallata es un cadáver.

De esta época data la nueva explotación de minas en Mendoza, que hoy se
está haciendo con ventaja. Los mineros argentinos, no satisfechos con
estos resultados, se desparramaron por el territorio de Chile, que les
ofrecía un rico anfiteatro para ensayar su ciencia, y no es poco lo que
han hecho en Copiapó y en otros puntos en la explotación y beneficio y
en la introducción de nuevas máquinas y aparatos. Godoy Cruz,
desengañado de las minas, dirigió a otro rumbo sus investigaciones, y
con el cultivo de la morera creyó resolver el problema del porvenir de
las provincias de San Juan y Mendoza, que consiste en hallar una
producción que en _poco volumen encierre mucho valor_.

La seda llena esta condición impuesta a aquellos pueblos centrales, por
la inmensa distancia a que están de los puertos y el alto precio de los
fletes. Godoy Cruz no se contentó con publicar en Santiago un folleto
voluminoso y completo sobre el cultivo de la morera, la cría del gusano
de seda y de la cochinilla, sino que, distribuyéndolo gratis en aquellas
provincias, ha estado durante diez años _agitando_ sin descanso,
propagando la morera, estimulando a todos a dedicarse a su cultivo,
exagerando sus ventajas ópimas, mientras que él aquí mantenía relaciones
con la Europa para instruirse de los precios corrientes, mandando
muestras de la seda que cosechaba, haciéndose conocedor práctico de sus
defectos y perfecciones, aprendiendo y enseñando a hilar. Los frutos de
esta grande y patriótica obra han correspondido a las esperanzas del
noble artífice; hasta el año pasado había ya en Mendoza algunos millones
de moreras, y la seda, recogida por quintales, había sido hilada,
torcida, teñida y vendida a Europa, en Buenos Aires y Santiago, a cinco,
seis y siete pesos libra; porque la joyante de Mendoza no cede en brillo
y finura a la más afamada de España o Italia.

El pobre viejo ha vuelto al fin a su patria a deleitarse en el
espectáculo de un pueblo entero consagrado a realizar el más fecundo
cambio de industria, prometiéndose que la muerte no cerrará sus ojos
antes de ver salir para Buenos Aires una caravana de carretas cargadas
en el fondo de la América con la preciosa producción que ha hecho por
tantos siglos la riqueza de la China y que se disputan hoy las fábricas
de León, París, Barcelona y de toda la Italia. ¡Gloria eterna del
espíritu unitario, de ciudad y de civilización! ¡Mendoza, a su impulso,
se ha anticipado a toda la América española en la explotación en grande
de esta rica industria![31]. ¡Pedidle al espíritu de Facundo y de Rosas
una sola gota de interés por el bien público, de dedicación a algún
objeto de utilidad; torcedlo y exprimidlo, y sólo destilará _sangre y
crímenes_!

Me detengo en estos pormenores porque, en medio de tantos horrores como
los que estoy condenado a describir, es grato pararse a contemplar las
hermosas plantas que hemos visto pisoteadas del salvaje inculto de las
pampas; me detengo con placer, porque ellos probarán a los que aún
dudaren, que la resistencia a Rosas y su sistema, aunque se haya hasta
aquí mostrado débil en sus medios, sólo la defensa de la civilización
europea, la de sus resultados y formas, es la que ha dado durante quince
años tanta abnegación, tanta constancia a los que hasta aquí han
derramado su sangre o han probado las tristezas del destierro.

Hay allí un mundo nuevo que está a punto de desenvolverse, y que no
aguarda más para presentarse cuan brillante es, sino que un general
afortunado logre apartar el pie de hierro que tiene hoy oprimida la
inteligencia del pueblo argentino. La historia, por otra parte, no ha de
tejerse sólo con crímenes y empaparse en sangre; ni es por demás traer a
la vista de los pueblos extraviados las páginas casi borradas de las
pasadas épocas. Que siquiera deseen para sus hijos mejores tiempos que
los que ellos alcanzan; porque no importa que hoy el caníbal de Buenos
Aires se canse de derramar sangre, y permita volver a ver en sus
hogares, a los que ya trae subyugados y anulados, la desgracia y el
destierro.

Nada importa esto para el progreso de un pueblo. El mal que es preciso
remover es el que nace de un gobierno que tiembla a la presencia de los
hombres pensadores e ilustrados, y que para subsistir necesita alejarlos
o matarlos, nace de un sistema que, reconcentrando en _un solo hombre_
toda voluntad y toda acción, el bien que él no haga, porque no lo
conciba, no lo pueda o no lo quiera, no se sienta nadie dispuesto a
hacerlo por temor de atraerse las miradas suspicaces del tirano, o bien
porque donde no hay libertad de obrar y pensar, el espíritu público se
extingue, y el egoísmo que se reconcentra en nosotros mismos ahoga todo
sentimiento de interés por los demás. _Cada uno para sí_, el azote del
verdugo para todos: he ahí el resumen de la vida y gobierno de los
pueblos esclavizados.

Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes
espantosos. Facundo, dueño de Mendoza, tocaba, para proveerse de dinero
y soldados, los recursos que ya nos son bien conocidos. Una tarde cruzan
la ciudad en todas direcciones partidas que están acarreando a un olivar
cuantos oficiales encuentran de los que habían capitulado en Chacón;
nadie sabe el objeto, ni ellos temen por lo pronto nada, fiados en la fe
de lo estipulado. Varios sacerdotes reciben, empero, orden de
presentarse igualmente; cuando ya hay suficiente número de oficiales
reunidos, se manda a los sacerdotes confesarlos, lo que, efectuado, se
les forma en fila, y de uno en uno empiezan a fusilarlos bajo la
dirección de Facundo, que indica al que parece conservar aún la vida, y
señala con el dedo el lugar donde deben darle el balazo que ha de
ultimarlo.

Concluída la matanza, que dura una hora porque se hace con lentitud y
calma, Quiroga explica a algunos el motivo de aquella terrible violación
de la fe de los tratados: «Los unitarios--dice--le han muerto en Chile
al general Villafañe, y usa de represalias.» El cargo es fundado, aunque
la satisfacción sea un poco grosera. «Paz--decía otra vez--me fusiló
nueve oficiales, yo le he fusilado noventa y seis; estamos a mano.» Paz
no era responsable de un acto que él lamentó profundamente, y que era
motivado por la muerte de un parlamentario suyo. Pero el sistema de no
dar cuartel, seguido por Rosas con tanto tesón, y de violar todas las
formas recibidas, pactos, tratados, capitulaciones, es efecto de causas
que no dependen del carácter personal de los caudillos. El derecho de
gentes que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de
siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta
convenio alguno siempre que halla ventaja en violarlo. ¿Qué freno
contendrá al salvaje argentino, que no conoce ese derecho de gentes de
las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho?
¿En la Pampa? La muerte de Villafañe ocurrió en territorio chileno. Su
matador sufrió ya la pena del talión: ojo por ojo, diente por diente. La
justicia humana ha quedado satisfecha; pero el carácter del protagonista
de aquel sangriento drama hace demasiado a mi asunto para que me prive
del placer de introducirlo.

Entre los emigrados sanjuaninos que se dirigían a Coquimbo, iba un mayor
del ejército del general Paz, dotado de esos caracteres originales que
desenvuelve la vida argentina. El mayor Navarro, de una familia
distinguida de San Juan, de formas diminutas y de cuerpo flexible y
endeble, era célebre en el ejército por su temerario arrojo. A la edad
de diez y ocho años montaba guardia como alférez de milicias en la noche
en que en 1820 se sublevó en San Juan el número 1 de los Andes. Cuatro
compañías forman enfrente al cuartel e intiman la rendición a los
cívicos. Navarro queda solo en la guardia, entorna la puerta y con su
florete defiende la entrada; catorce heridas entre golpes de sable y
bayoneta lo franquean; y el alférez, apretándose con las manos tres
bayonetazos que ha recibido cerca de la ingle, con el otro brazo
cubriéndose cinco que le han traspasado el pecho, y ahogándose con la
sangre que corre a torrentes de la cabeza, se dirige desde allí a su
casa, donde recobra la salud y la vida después de siete meses de una
curación desesperada y casi imposible.

Dado de baja por la disolución de los cívicos, se dedica al comercio,
pero al comercio acompañado de peligros y aventuras. Al principio
introduce cargamentos por contrabando en Córdoba; después trafica desde
Córdoba con los indios, y últimamente se casa con la hija de un cacique,
vive santamente con ella, se mezcla en las guerras salvajes, se habitúa
a comer carne cruda y beber la sangre en la degolladera de los caballos,
hasta que en cuatro años se hace un salvaje hecho y derecho. Sabe allí
que la guerra del Brasil va a principiar, y dejando a sus amados
salvajes, sienta plaza en el ejército en su grado de alférez, y tan
buena maña se da y tantos sablazos distribuye, que al fin de la campaña
es capitán graduado de mayor y uno de los predilectos de Lavalle, el
catador de valientes. En Puente Márquez deja atónito al ejército con sus
hazañas, y después de todas aquellas correrías, queda en Buenos Aires
con los demás oficiales de Lavalle. Arbolito, Pancho, el Yato, Molina y
otros bandidos de la campaña eran los altos personajes que ostentaban su
valor por cafés y mesones. La animosidad con los oficiales del ejército
era cada día más envenenada. En el café de la Comedia estaban algunos de
estos héroes de la época, y brindaban a la muerte del general Lavalle;
Navarro, que los ha oído, se acerca, tómale el vaso a uno, sirve para
ambos, y dice: «¡Tome usted a la salud de Lavalle!» Desenvainan las
espadas y lo dejan tendido. Era preciso salvarse, ganar la campaña, y
por entre las partidas enemigas, llegar a Córdoba. Antes de tomar
servicio, penetra tierra adentro a visitar a su familia, a su padre
político, y sabe con sentimiento que su cara mitad ha fallecido. Se
despide de los suyos, y dos de sus deudos, dos mocetones; el uno su
primo y su sobrino el otro, le acompañan de regreso al ejército.

De la acción de Chacón traía un fogonazo en la sien que le había arreado
todo el pelo y embutido la pólvora en la cara. Con este talante y
acompañamiento, y un asistente inglés tan gaucho y certero en el lazo y
las bolas como el patrón y los parientes, emigraba el joven Navarro para
Coquimbo; porque joven era, y tan culto en su lenguaje y tan elegante en
sus modales, como el primer pisaverde; lo que no estorbaba que cuando
veía caer una res, viniese a beberle la sangre como un salvaje. Todos
los días quería volverse, y las instancias de sus amigos bastaban apenas
a contenerlo. «Yo soy hijo de la pólvora--decía con su voz grave y
sonora--: la guerra es mi elemento--». «La primer gota de sangre que ha
derramado la guerra civil--decía otras veces--ha salido de estas venas,
y de aquí ha de salir la última.» «Yo no puedo ir más adelante--repetía
parando su caballo--; echo de menos sobre mis hombros las paletas de
general.» «En fin--exclama otras veces--: ¿qué dirán mis compañeros
cuando sepan que el mayor Navarro ha pisado el suelo extranjero sin un
escuadrón con lanza en ristre?»

El día que pasaron la cordillera hubo una escena patética. Era preciso
deponer las armas; no había forma de hacer concebir a los indios que
había países donde no era permitido andar con la lanza en la mano.
Navarro se acercó a ellos, les habló en la lengua; fuese animando poco a
poco; dos gruesas lágrimas corrieron de sus ojos, y los indios clavaron
con muestras de angustia sus lanzones en el suelo. Todavía después de
emprendida la marcha, volvieron sus caballos y dieron vuelta en torno de
ellas, ¡como si les dijesen un eterno adiós!

Con estas disposiciones de espíritu pasó el mayor Navarro a Chile, y se
alojó en Guanda, que está situado en la boca de la quebrada que conduce
a la Cordillera. Allí supo que Villafañe volvía a reunirse a Facundo, y
anunció públicamente su propósito de matarlo.

Los emigrados que sabían lo que las palabras importaban en boca del
mayor Navarro, después de procurar en vano disuadirlo, se alejaron del
lugar de la escena. Advertido Villafañe, pidió auxilio a la autoridad,
que le dió unos milicianos, los cuales le abandonaron desde que se
informaron de lo que se trataba. Pero Villafañe iba perfectamente armado
y traía además seis riojanos. Al pasar por Guanda, Navarro salió a su
encuentro, y mediando entre ambos un arroyo, le anunció en frases
solemnes y claras su designio de matarlo, con lo que se volvió tranquilo
a la casa en que estaba a la sazón almorzando. Villafañe tuvo la
indiscreción de alojarse en Tilo, lugar distante sólo cuatro leguas de
aquél en que el reto había tenido lugar.

A la noche, Navarro requiere sus armas y una comitiva de nueve hombres
que le acompañan, y que deja en lugar conveniente cerca de la casa de
Tilo, avanzando él solo a la claridad de la luna. Cuando hubo penetrado
en el patio abierto de la casa, grita a Villafañe, que dormía con los
suyos en el corredor. «¡Villafañe, levántate! Vengo a matarte; el que
tiene enemigos no duerme.» Toma éste su lanza, Navarro se desmonta del
caballo, desenvaina la espada, se acerca y lo traspasa. Entonces dispara
un pistoletazo, que era la señal de avanzar que había dado a su partida,
la cual se echa sobre la comitiva del muerto, la mata o dispersa. Hacen
traer los animales de Villafañe, cargan su equipaje y marchan en lugar
de él a la República Argentina a incorporarse al ejército. Extraviando
caminos, llegan al Río Cuarto, donde se encuentran con el coronel
Echevarría perseguido por los enemigos. Navarro vuela en su ayuda, y
habiendo caído muerto el caballo de su amigo, le insta que monte a su
grupa.

No consiente éste; obstínase Navarro en no fugar sin salvarlo, y
últimamente se desmonta de su caballo, lo mata y muere al lado de su
amigo, sin que su familia pudiese descubrir tan triste fin sino después
de tres años, en que el mismo que lo ultimó contara la trágica historia,
y desenterrase para mayor prueba los dos esqueletos de los dos infelices
amigos. Hay en toda la vida de este malogrado joven tal originalidad,
que vale sin duda la pena de hacer una digresión en favor de su memoria.

Durante la corta emigración del mayor Navarro, habían ocurrido sucesos
que cambiaban completamente la faz de los negocios públicos. La célebre
captura del general Paz, arrebatado de la cabeza de su ejército por un
tiro de bolas, decidía de la suerte de la República, pudiendo decirse
que no se constituyó en aquella época, y las leyes y las ciudades no
afianzaron su dominio por accidente tan singular; porque Paz, con un
ejército de cuatro mil quinientos hombres perfectamente disciplinados, y
con un plan de operaciones combinado sabiamente, estaba seguro de
desbaratar el ejército de Buenos Aires.

Los que le han visto después triunfar en todas partes, juzgarán que no
había mucha presunción de su parte en anticipaciones tan felices.
Pudiéramos hacer coro a los moralistas que dan a los acontecimientos más
fortuitos el poder de trastornar la suerte de los imperios; pero si es
fortuito el acertar un tiro de bolas sobre un general enemigo, no lo es
que venga de la parte de los que atacan las _ciudades_, del gaucho de la
Pampa, convertido en elemento político. Así, puede decirse que la
civilización fué _boleada_ aquella vez.

Facundo, después de vengar tan cruelmente a su general Villafañe, marchó
a San Juan a preparar la expedición sobre Tucumán, adonde el ejército de
Córdoba se había retirado después de la pérdida del general, lo que
hacía imposible todo propósito invasor. A su llegada, todos los
ciudadanos federales, como en 1827, salieron a su encuentro; pero
Facundo no gustaba de las recepciones.

Manda una partida que salga adelante de la calle en que estaban
reunidos, deja a otra atrás, hace poner guardias en todas las avenidas,
y tomando él por otro camino, entra en la ciudad, dejando presos a sus
oficiosos huéspedes, que tuvieron que pasar el resto del día y la noche
entera agrupados en la calle, haciéndose lugar entre las patas de los
caballos para dormitar un poco. El que lea esto se indignará del ultraje
afrentoso e insolente hecho a sus partidarios mismos, a los que con su
cooperación lo han elevado. Yo no veo en esto sino una faz histórica y
característica de la lucha argentina. Facundo deja de fingirse federal
como lo entendían los hombres de las _ciudades_; es el enemigo de todos
los que llevan frac, es el elemento bárbaro que se presenta en toda su
desnudez, y es preciso hacerlo sentir a los ilusos que se cuentan aún
entre sus partidarios.

Cuando hubo llegado a la plaza, hace detener en medio de ella su coche,
manda cesar el repique de las campanas, y arroja a la calle todo el
amueblado de la casa que las autoridades han preparado para recibirle:
alfombrado, colgaduras, espejos, sillas, mesas, todo se hacina en
confusa mezcla en la plaza, y no desciende sino cuando se cerciora de
que no quedan sino las paredes limpias, una mesa pequeña, una sola silla
y una cama. Es un espartano, diría otro que yo, que no veo en todos
estos miserables manejos sino la insolencia brutal de un bárbaro que
insulta a las _ciudades_, afectando desdeñar sus goces, su lujo y sus
usos civilizados. Mientras que esta operación se efectúa, llama a un
niño que acierta a pasar cerca de su coche, le pregunta su nombre, y al
oír el apellido Rosa, le dice: «Su padre, don Ignacio de la Rosa, fué un
grande hombre; ofrezca a su madre de usted mis servicios.»

Al día siguiente amanece en la plaza un banquillo de fusilar, de seis
varas de largo. ¿Quiénes van a ser las víctimas? ¡Los unitarios se han
fugado en masa, hasta los tímidos que no son unitarios! Facundo empieza
a distribuir contribuciones a las señoras en defecto de sus maridos,
padres o hermanos ausentes, y no son por eso menos satisfactorios los
resultados. Omito la relación de todos los acontecimientos de este
período, que no dejarían escuchar los sollozos y gritos de las mujeres
amenazadas de ir al banquillo y de ser azotadas: dos o tres fusilados,
cuatro o cinco azotados, una u otra señora condenada a hacer de comer a
los soldados, y otras violencias sin nombre.

Pero hubo un día de terror glacial que no debo pasar en silencio. Era el
momento de salir la expedición sobre Tucumán; las divisiones empiezan a
desfilar una en pos de otra; en la plaza están los troperos cargando los
bagajes; una mula se espanta y se entra al templo de Santa Ana. Facundo
manda que la enlacen en la iglesia; el arriero va a tomarla con las
manos, y en este momento un oficial que entra a caballo por orden de
Quiroga, enlaza mula y arriero y los saca a la cincha unidos, sufriendo
el infeliz las pisadas, golpes y coces de la bestia.

Algo no está listo en aquel momento; Facundo hace comparecer a las
autoridades negligentes. Su excelencia el señor gobernador y capitán
general de la provincia recibe una bofetada, el jefe de Policía se
escapa corriendo de recibir un lanzazo, y ambos ganan las calles de sus
oficinas a dar las órdenes que han omitido. ¿Os parece esto mucha
degradación? No: así son los pueblos; así es el hombre cuando se ha
perdido toda conciencia del derecho, cuando la fuerza brutal se
desencadena. ¿Qué hace el niño cuando su padre, enfurecido, se venga
despedazándolo a azotes? Llora y se somete, porque no hay en la tierra
apoyo para su derecho. Así lo hacen los gobernadores y los pueblos:
lloran y se someten, porque la resistencia es inútil, la dignidad una
provocación y la muerte recibida quedaría sin gloria y sin vengadores.

Más tarde, Facundo ve uno de sus oficiales que da de _cintarazos_ a dos
soldados que peleaban; lo llama, lo acomete con la lanza; el oficial se
prende del asta para salvar la vida, bregan, y al fin el oficial se la
quita y se la entrega respetuosamente; nueva tentativa de traspasarlo
con ella; nueva lucha, nueva victoria del oficial, que vuelve a
entregársela. Facundo entonces reprime su rabia, llama en su auxilio,
apodéranse seis hombres del atlético oficial, lo estiran en una ventana,
y bien amarrado de pies y manos, Facundo lo traspasa repetidas veces con
aquella lanza que por dos veces le había sido devuelta, hasta que el
oficial ha apurado la última agonía, hasta que reclina la cabeza y el
cadáver yace yerto y sin movimiento. Las furias están desencadenadas; el
general Huidobro es amenazado con la lanza, si bien tiene el valor de
desenvainar su espada y prepararse a defender su vida.

Y sin embargo de todo esto, Facundo no es cruel, no es sanguinario; es
el bárbaro, no más, que no sabe contener sus pasiones, y que, una vez
irritadas, no conocen freno ni medida; es el terrorista que a la entrada
a una ciudad fusila a uno y azota a otro, pero con economía, muchas
veces con discernimiento; el fusilado es un ciego, un paralítico o un
sacristán; cuando más el infeliz azotado es un ciudadano ilustre, un
joven de las primeras familias. Sus brutalidades con las señoras vienen
de que no tiene conciencia de las delicadas atenciones que la debilidad
merece; las humillaciones afrentosas impuestas a los ciudadanos
provienen de que es campesino grosero, y gusta por ello de maltratar y
herir en el amor propio y el decoro a aquéllos que sabe que lo
desprecian. No es otro el motivo que hace del terror un sistema de
gobierno. ¿Qué habría hecho Rosas sin él en una sociedad como era antes
la de Buenos Aires? ¿Qué otro medio de imponer al público ilustrado el
respeto que la conciencia niega a lo que de suyo es abyecto y
despreciable?

Es inaudito el cúmulo de atrocidades que se necesita amontonar unas
sobre otras para pervertir a un pueblo, y nadie sabe los ardides, los
estudios, las observaciones y la sagacidad que ha empleado don Juan
Manuel Rosas para someter la _ciudad_ a esa influencia mágica que
trastorna en seis años la conciencia de lo justo y de lo bueno, que
quebranta al fin los corazones más esforzados y los doblega al yugo. El
terror de 1793 en Francia era un efecto, no un instrumento; Robespierre
no guillotinaba nobles y sacerdotes para crearse una reputación ni
elevarse él sobre los cadáveres que amontonaba. Era un alma adusta y
severa aquélla que había creído que era preciso amputar a la Francia
todos sus miembros aristocráticos para cimentar la revolución. «Nuestros
nombres--decía Danton--bajarán a la posteridad execrados, pero habremos
salvado la República.» El terror entre nosotros es una invención
gubernativa para ahogar toda conciencia, todo espíritu de ciudad, y
forzar al fin a los hombres a reconocer como cabeza pensadora el pie que
les oprime la garganta; es un desquite que toma el hombre inepto armado
del puñal para vengarse del desprecio que sabe que su nulidad inspira a
un público que le es infinitamente superior. Por eso hemos visto en
nuestros días repetirse las extravagancias de Calígula, que se hacía
adorar como Dios, y asociaba al imperio su caballo. Era que Calígula
sabía que era él el último de los romanos a quienes tenía, no obstante,
bajo su pie. Facundo se daba aires de inspirado, de adivino, para suplir
la incapacidad natural de influir sobre los ánimos. Rosas se hacía
adorar en los templos y tirar su retrato por las calles en un carro a
que iban uncidos generales y señoras, para crearse el prestigio que
echaba de menos. Pero Facundo es cruel sólo cuando la sangre se le ha
venido a la cabeza y a los ojos, y ve todo colorado. Sus cálculos fríos
se limitan a fusilar a un hombre, a azotar a un ciudadano; Rosas no se
enfurece nunca; calcula en la quietud y el recogimiento de su gabinete,
y desde allí salen las órdenes a sus sicarios.



CAPÍTULO VIII

GUERRA SOCIAL.--CIUDADELA.

    Les habitans de Tucuman finissent
    leurs journées par des réunions
    champêtres, où à l'ombre
    de beaux arbres improvisent, au
    son d'une guitarre rustique, des
    chants alternatifs dans le genre de
    ceux que Virgile et Théocrite ont
    embellis. Tout, jusqu'aux prénoms
    grecs rappelle au voyageur étonné
    l'antique Arcadie.

    MALTE-BRUN.



La expedición salió, y los sanjuaninos federales, y mujeres y madres de
unitarios respiraron al fin, como si despertaran de una horrible
pesadilla. Facundo desplegó en esta campaña un espíritu de orden y una
rapidez en sus marchas, que mostraban cuánto le habían aleccionado los
pasados desastres. En veinticuatro días atravesó con su ejército cerca
de 300 leguas de territorio; de manera que estuvo a punto de sorprender
a pie algunos escuadrones del ejército enemigo que, con la noticia
inesperada de su próximo arribo, lo vió presentarse en la Ciudadela,
antiguo campamento de los ejércitos de la patria bajo las órdenes de
Belgrano. Sería inconcebible el cómo se dejó vencer un ejército como el
que mandaba La Madrid en Tucumán, con jefes tan valientes y soldados tan
aguerridos, si causas morales y preocupaciones antiestratégicas no
viniesen a dar la solución de tan extraño enigma.

El general La Madrid, jefe del ejército, tenía entre sus súbditos al
general López, especie de caudillo de Tucumán, que le era desafecto
personalmente, y a más de que una retirada desmoraliza las tropas, el
general La Madrid no era el más adecuado para dominar el espíritu de los
jefes subalternos. El ejército se presentaba a la batalla medio
_federalizado_, medio _montonerizado_, mientras que el de Facundo traía
esa unidad que dan el terror y la obediencia a un caudillo que no es
_causa_, sino _persona_, y que, por tanto, aleja el libre albedrío y
ahoga toda individualidad. Rosas ha triunfado de sus enemigos por esta
_unidad_ de hierro, que hace de todos sus satélites instrumentos
pasivos, ejecutores ciegos de su suprema voluntad. La víspera de la
batalla, el teniente coronel Balmaceda pide al general en jefe que se le
permita dar la primera carga. Si así se hubiere efectuado, ya que era de
regla principiar las batallas por cargas de caballería, y ya que un
subalterno se toma la libertad de pedirlo, la batalla se hubiera ganado,
porque el segundo de Coraceros no halló jamás, ni en el Brasil ni en la
República Argentina, quien resistiese su empuje. Accedió el general a la
demanda del comandante del segundo; pero un coronel halló que le
quitaban el mejor cuerpo, el general López, que se comprometían al
principio las tropas de _élite_ que debían formar la reserva, según
todas las reglas, y el general en jefe, no teniendo suficiente autoridad
para acallar estos clamores, mandó a la reserva al escuadrón invencible
y al insigne cargador que lo mandaba.

Facundo despliega su batalla a distancia tal, que lo pone al abrigo de
la infantería que manda Barcala, y que debilita el efecto de ocho
piezas de artillería que dirige el inteligente Arengreen. ¿Había
previsto Facundo lo que sus enemigos iban a hacer? Una guerrilla ha
precedido, en la que la partida de Quiroga arrolla la división Tucumana.
Facundo llama al jefe victorioso.--¿Por qué se ha vuelto usted?--Porque
he arrollado al enemigo hasta la ceja del monte.--¿Por qué no penetró en
el monte acuchillando?--Porque había fuerzas superiores.--¡A ver, cuatro
tiradores!... Y el jefe es ejecutado. Oíase de un extremo al otro de la
línea de Quiroga el tintín de las espuelas y de los fusiles de los
soldados, que temblaban, no de miedo del enemigo, sino del terrible jefe
que a su retaguardia andaba, corriendo la línea y blandiendo su lanza de
cabo de ébano. Esperan como un alivio y un desahogo del terror que los
oprime que se les mande echarse sobre el enemigo; lo harán pedazos,
romperán la línea de bayonetas, a trueque de poner algo de por medio
entre ellos y la imagen de Facundo, que los persigue como un fantasma
airado. Como se ve, pues, campeaba de un lado el terror, del otro la
anarquía. A la primera tentativa de carga desbándase la caballería de La
Madrid; sigue la reserva, y cinco jefes a caballo quedan tan sólo con la
artillería, que menudeaba sus detonaciones, y la infantería, que se
echaba a la bayoneta sobre el enemigo. ¿Para qué más pormenores? El
detalle de una batalla lo da el que triunfa.

La consternación reina en Tucumán; la emigración se hace en masa, porque
en aquella ciudad los federales son contados. ¡Era la tercera visita de
Facundo! Al día siguiente debe repartirse una contribución. Quiroga sabe
que en un templo hay escondidos objetos preciosos; preséntase al
sacristán, a quien interroga sobre el caso; es una especie de imbécil
que contesta sonriéndose. «¿Te ríes? ¡A ver!... ¡Cuatro tiradores!...»,
que lo dejan en el sitio, y las listas de la contribución se llenan en
una hora. Las arcas del general se rehinchan de oro. Si alguno no ha
comprendido bien, no le quedará duda cuando vea pasar presos para ser
azotados al guardián de San Francisco y al presbítero Colombres. Facundo
se presenta en seguida al depósito de prisioneros, separa a los
oficiales y se retira a descansar de tanta fatiga, dejando orden de que
se les fusile a todos.

Es Tucumán un país tropical, en donde la Naturaleza ha hecho ostentación
de sus más pomposas galas; es el edén de América, sin rival en toda la
redondez de la tierra. Imagináos los Andes cubiertos de un manto
verdinegro de vegetación colosal, dejando escapar por debajo de la orla
de este vestido doce ríos que corren a distancias iguales en dirección
paralela, hasta que empiezan a inclinarse todos hacia un rumbo y forman,
reunidos, un canal navegable que se aventura en el corazón de la
América. El país comprendido entre los afluentes y el canal tiene a lo
más cincuenta leguas. Los bosques que encubren la superficie del país
son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de
las gracias de la Grecia.

El nogal entreteje su anchuroso ramaje con el caoba y el ébano; el cedro
deja crecer a su lado el clásico laurel, que a su vez resguarda sobre su
follaje el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que
alcen sus varas el nardo balsámico y la azucena de los campos. El
odorífero cedro se ha apoderado por ahí de una cenefa de terreno que
interrumpe el bosque, y el rosal cierra el paso en otras con sus tupidos
y espinosos mimbres. Los troncos añosos sirven de terreno a diversas
especies de musgos florecientes, y las lianas y moreras festonean,
enredan y confunden todas estas diversas generaciones de plantas. Sobre
toda esta vegetación que agotaría la paleta fantástica en combinaciones
y riqueza de colorido, revoloteaban enjambres de mariposas doradas,
esmaltados picaflores, millones de loros color de esmeralda, urracas
azules y tucanes anaranjados. El estrépito de esas aves vocingleras os
aturde todo el día, cual si fuera el ruido de una canora catarata. El
mayor Andrews, un viajero inglés que ha dedicado muchas páginas a la
descripción de tantas maravillas, cuenta que salía por las mañanas a
extasiarse en la contemplación de aquella soberbia y brillante
vegetación; que penetraba en los bosques aromáticos, y delirando,
arrebatado por la enajenación que lo dominaba, se internaba en donde
veía que había obscuridad, espesura, hasta que al fin regresaba a su
casa, donde le hacían notar que se había desgarrado los vestidos,
rasguñado y herido la cara, de la que venía a veces destilando sangre
sin que él lo hubiese sentido.

La ciudad está cercada por un bosque de muchas leguas, formado
exclusivamente de naranjos dulces, acoplados a determinada altura, de
manera que forma una bóveda sin límites, sostenida por un millón de
columnas lisas y torneadas. Los rayos de aquel sol tórrido no han podido
mirar nunca las escenas que tienen lugar sobre la alfombra de verdura
que cubre la tierra bajo aquel toldo inmenso. ¡Y qué escenas! Los
domingos van las beldades tucumanas a pasar el día en aquellas galerías
sin límites; cada familia escoge un lugar aparente; apártanse las
naranjas que embarazan el paso si es el otoño, o bien sobre la gruesa
alfombra de azahares que tapiza el suelo se balancean las parejas del
baile, y con los perfumes de sus flores se dilatan, debilitándose a lo
lejos los sonidos melodiosos de los tristes cantares que acompaña la
guitarra. ¿Creéis, por ventura, que esta descripción es plagiada de _Las
mil y una noches_, u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa
más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de
las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego, y que, desfallecidas, van
a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y
laureles, a dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no
está habituado a aquella atmósfera.

Facundo había ganado una de esas enramadas sombrías, acaso para meditar
sobre lo que debía hacer con la pobre ciudad que había caído como una
ardilla bajo la garra del león. La pobre ciudad, en tanto, estaba
preocupada con la realización de un proyecto lleno de inocente
coquetería. Una diputación de niñas rebosando juventud, candor y beldad,
se dirige hacia el lugar donde Facundo yace reclinado sobre su poncho.
La más resuelta o entusiasta camina delante; vacila, se detiene,
empújanla las que la siguen, páranse todas sobrecogidas de miedo,
vuelven las púdicas caras, se alientan unas a otras y, deteniéndose,
avanzando tímidamente y empujándose entre sí, llegan al fin a su
presencia. Facundo las recibe con bondad, las hace sentar en torno suyo,
las deja recobrarse e inquiere al fin el objeto de aquella agradable
visita. Vienen a implorar por la vida de los oficiales del ejército que
van a ser fusilados.

Los sollozos se escapan de entre la escogida y tímida comitiva; la
sonrisa de la esperanza brilla en algunos semblantes, y todas las
seducciones delicadas de la mujer son puestas en requisición para lograr
el piadoso fin que se han propuesto. Facundo está vivamente interesado,
y por entre la espesura de su barba negra alcanza a discernirse en las
facciones la complacencia y el contento. Pero necesita interrogarlas una
a una, conocer sus familias, la casa donde viven, mil pormenores que
parecen entretenerlo y agradarle, y que ocupan una hora de tiempo,
mantienen la expectación y la esperanza; al fin les dice con la mayor
bondad: «¿No oyen ustedes esas descargas?»

¡Ya no hay tiempo! ¡Los han fusilado! Un grito de horror sale de entre
aquel coro de ángeles, que se escapa como una bandada de palomas
perseguidas por el halcón. ¡Los habían fusilado, en efecto! ¡Pero cómo!
Treinta y tres oficiales, de coroneles abajo, formados en la plaza,
desnudos enteramente, reciben parados la descarga mortal. Dos
hermanitos, hijos de una distinguida familia de Buenos Aires, se abrazan
para morir, y el cadáver del uno resguarda de las balas al otro. «Yo
estoy libre--grita--; me he salvado por la ley.» ¡Pobre iluso! ¡Cuánto
hubiera dado por la vida! ¡Al confesarse había sacado una sortija de la
boca donde, para que no se la quitaran, habíala escondido, encargando al
sacerdote devolverla a su linda prometida, que al recibirla dió, en
cambio, la razón, que no ha recobrado hasta hoy la pobre loca!

Los soldados de caballería enlazan cada uno su cadáver y lo llevan
arrastrando al cementerio, si bien algunos pedazos de cráneos, un brazo
y otros miembros quedan en la plaza de Tucumán, y sirven de pasto a los
perros. ¡Ah! ¡Cuántas glorias arrastradas así por el lodo! ¡Don Juan
Manuel Rosas hacía matar del mismo modo y casi al mismo tiempo, en San
Nicolás de los Arroyos, veintiocho oficiales, fuera de ciento y más que
habían perecido obscuramente! ¡Chacabuco, Maipú, Junín, Ayacucho,
Ituzaingó! ¿Por qué han sido tus laureles una maldición para todos los
que los llevaron?

Si al horror de estas escenas puede añadirse algo, es la suerte que cupo
al respetable coronel Arraya, padre de ocho hijos, prisionero, con tres
lanzadas en la espalda; se le hizo entrar en Tucumán a pie, desnudo,
desangrándose y cargado con ocho fusiles. Extenuado de fatiga, fué
preciso concederle una cama en una casa particular. A la hora de la
ejecución en la plaza, algunos tiradores penetran hasta su habitación, y
en la cama lo traspasan a balazos, haciéndole morir en medio de las
llamaradas de las incendiadas sábanas.

El coronel Barcala, el ilustre negro, fué el único jefe exceptuado de
esta carnicería, porque Barcala era el amo de Córdoba y de Mendoza, en
donde los _cívicos_ lo idolatraban. Era un instrumento que podía
conservarse para lo futuro; ¿quién sabe lo que más tarde podrá suceder?

Al día siguiente principia en toda la ciudad una operación que se llama
_secuestro_. Consiste en poner centinelas en las puertas de todas las
tiendas y almacenes, en las barracas de cueros, en las curtiembres de
las suelas, en los depósitos de tabaco. En todas, porque en Tucumán no
hay federales, esta planta que no ha podido crecer sino después de tres
buenos riegos de sangre que ha dado al suelo Quiroga, y otro mayor que
los tres juntos que le otorgó Oribe. Ahora dicen que hay federales que
llevan una cinta que lo acredita, en la que está escrito: _¡Mueran los
salvajes, inmundos unitarios!_ ¡Cómo dudarlo un momento!

Todas aquellas propiedades mobiliarias y los ganados de las campañas
pertenecen de derecho a Facundo. Doscientas cincuenta carretas con la
dotación de diez y seis bueyes cada una, se ponen en marcha para Buenos
Aires llevando los productos del país. Los efectos europeos se ponen en
un depósito que surte a un baratillo, en el que los comandantes
desempeñan el oficio de baratilleros. Se vende todo y a vil precio.

Hay más todavía: Facundo en persona vende camisas, enaguas de mujeres,
vestidos de niños; los despliega, los enseña y agita ante la
muchedumbre. Un medio, un real, todo es bueno; la mercadería se
despacha, el negocio está brillante, faltan brazos, la multitud se
agolpa, se ahoga en la apretura. Sólo sí empieza a notarse que, pasados
algunos días, los compradores escasean, y en vano se les ofrecen
pañuelos de espumilla bordados por cuatro reales; nadie compra.

¿Qué ha sucedido? ¿Remordimientos de la plebe? Nada de eso. Se ha
agotado el dinero circulante; las contribuciones por una parte, el
secuestro por la otra, la venta barata, han reunido el último medio que
circulaba en la provincia. Si alguno queda en poder de los adictos u
oficiales, la mesa de juego está ahí para dejar al fin y a la postre
vacías todas las bolsas. En la puerta de calle de la casa del general
están secándose al sol hileras de zurrones de plata forrados de cuero.
Ahí permanecen la noche sin custodia, sin que los transeúntes se atrevan
siquiera a mirar.

¡Y no se crea que la ciudad ha sido abandonada al pillaje, o que el
soldado haya participado de aquel botín inmenso! No; Quiroga repetía
después en Buenos Aires, en los círculos de sus _compañeros_: «Yo jamás
he consentido en que el soldado robe, porque me ha parecido inmoral.» Un
chacarrero se queja a Facundo en los primeros días de que sus soldados
le han tomado algunas frutas. Hácelos formar, y los culpables son
reconocidos. Seiscientos azotes es la pena que cada uno sufre. El
vecino, espantado, pide para las víctimas, y le amenazan con llevar la
misma porción. Porque así es el gaucho argentino: mata porque le mandan
sus caudillos matar, y no roba porque no se lo mandan. Si queréis
averiguar cómo no se sublevan estos hombres y no se desencadenan contra
el que no les da nada en cambio de su sangre y de su valor, preguntadle
a don Juan Manuel Rosas todos los prodigios que pueden hacerse con el
terror. ¡El sabe mucho de eso! ¡No sólo al miserable gaucho, sino al
ínclito general, al ciudadano fastuoso y envanecido se le hacen obrar
milagros! ¿No os decía que el terror produce resultados mayores que el
patriotismo?

El coronel del ejército de Chile don Manuel Gregorio Quiroga, ex
gobernador federal de San Juan y jefe de Estado Mayor del ejército de
Quiroga, convencido de que aquel botín de medio millón es sólo para el
general, que acaba de dar de bofetadas a un comandante que ha guardado
para sí algunos reales de la venta de un pañuelo, concibe el proyecto de
sustraer algunas alhajas de valor de las que están amontonadas en el
depósito general y resarcirse con ellas de sus sueldos.

Descúbrese el robo, y el general le manda amarrar contra un poste y
exponerlo a la vergüenza pública; y cuando el ejército regresa a San
Juan, el coronel del ejército de Chile, ex gobernador de San Juan, el
jefe de Estado Mayor, marcha a pie por caminos apenas practicables,
acollarado con un novillo; ¡el compañero del novillo sucumbió en
Catamarca, sin que se sepa si el novillo llegó a San Juan! En fin: sabe
Facundo que un joven Rodríguez, de lo más esclarecido de Tucumán, ha
recibido carta de los prófugos; lo hace aprehender, lo lleva él mismo a
la plaza, lo cuelga y le hace dar seiscientos azotes. Pero los soldados
no saben dar azotes como los que aquel crimen exige, y Quiroga toma las
gruesas riendas que sirven para la ejecución, batiéndolas en el aire con
su brazo hercúleo, y descarga cincuenta azotes para que sirvan de
modelo.

Concluído el acto, él en persona remueve la tina de salmuera, le
refriega las nalgas, le arranca los pedazos flotantes y le mete el puño
en las concavidades que aquéllos han dejado. Facundo vuelve a su casa,
lee las cartas interceptadas, y encuentra en ellas encargos de los
maridos a sus mujeres, libranzas de los comerciantes, recomendaciones de
que no tengan cuidado por ellos, etc. En una palabra: no hay nada que
pueda interesar a la política; entonces pregunta por el joven Rodríguez
y le dicen que está espirando. En seguida se pone a jugar y gana miles.

Don Francisco Reto y don N. Lugones han murmurado entre sí algo sobre
los horrores que presencian. Cada uno recibe trescientos azotes y la
orden de retirarse a sus casas cruzando la ciudad desnudos
_completamente_, las manos puestas en la cabeza y las asentaderas
chorreando sangre; soldados armados van a la distancia para hacer que la
orden se ejecute puntualmente. ¿Y queréis saber lo que es la naturaleza
humana cuando la infamia está entronizada y no hay a quién apelar en la
tierra contra los verdugos? Lugones, que es de carácter travieso, se da
vuelta hacia su compañero de suplicio, y le dice con la mayor
compostura: «Pásame, compañero, la tabaquera; ¡pitemos un cigarro!» En
fin: la disentería se declara en Tucumán, y los médicos aseguran que no
hay remedio, que viene de afecciones morales, del terror, enfermedad
contra la cual no se ha hallado remedio en la República Argentina hasta
el día de hoy.

Facundo se presenta un día en una casa y pregunta por la señora a un
grupo de chiquillos que juegan a las nueces; el más atisbado contesta
que no está. «Dile que yo he estado aquí.--¿Y quién es usted?--Soy
Facundo Quiroga...» El niño cae redondo, y sólo el año pasado ha
empezado a dar indicios de recobrar un poco la razón; los otros echan a
correr llorando a gritos; uno se sube a un árbol, otro salta unas tapias
y se da un terrible golpe..... ¿Qué quería Facundo con esta señora?...
¡Era una hermosa viuda que había atraído sus miradas y venía a
solicitarla! Porque en Tucumán el cupido o el sátiro no estaba ocioso.
Agrádale una jovencita, la habla y la propone llevarla a San Juan.
Imagináos lo que una pobre niña podría contestar a esta deshonrosa
proposición hecha por un tigre.

Se ruboriza, y balbuciendo contesta que ella no podía resolver...; que
su padre... Facundo se dirige al padre, y el angustiado padre,
disimulando su horror, objeta que quién le responde de su hija; que la
abandonarán. Facundo satisface todos las objeciones, y el infeliz padre,
no sabiendo lo que se dice y creyendo cortar aquel mercado abominable,
propone que se le haga un documento... Facundo toma la pluma y extiende
la seguridad requerida, pasando papel y pluma al padre para que firme en
convenio. El padre es padre al fin, y la naturaleza habla diciendo: «¡No
firmo; mátame!--¡Eh, viejo cochino!», le contesta Quiroga, y toma la
puerta ahogándose de rabia.

Quiroga, el campeón de la _causa que han jurado los pueblos_, como se
estila decir por allá, era bárbaro, avaro y lúbrico, y se entregaba a
sus pasiones sin embozo; su sucesor no saquea los pueblos, es verdad; no
ultraja el pudor de las mujeres; no tiene más que una pasión, una
necesidad: la sed de _sangre humana_ y la del despotismo. En cambio,
sabe usar de las palabras y de las formas que satisfacen la exigencia de
los indiferentes. Los _salvajes_, los _sanguinarios_, los _pérfidos_,
_inmundos_ unitarios, el _sanguinario_ duque de Abrantes, el _pérfido_
ministro del Brasil, ¡la _federación_!, ¡el _sentimiento americano_!,
¡el oro _inmundo_ de Francia, las _pretensiones inícuas_ de la
Inglaterra, la _conquista europea_! Palabras así bastan para encubrir
la más espantosa y larga serie de crímenes que ha visto el siglo XIX.
¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa
inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has
comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su
ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los Gobiernos del mundo
civilizado te acatarán a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!;
¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les
tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar
en el pecho vuestra marca colorada por todas las capitales americanas!
¡Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí; pisoteadla!...

En Tucumán, Salta y Jujuy quedaba, por la invasión de Quiroga,
interrumpido o debilitado un gran movimiento industrial y progresivo en
nada inferior al que de Mendoza indicamos. El doctor Colombres, a quien
Facundo cargaba de prisiones, había introducido y fomentado el cultivo
de la caña de azúcar, a que tanto se presta el clima, no dándose por
satisfecho de su obra hasta que diez grandes ingenios estuvieron en
movimiento. Costear plantas de la Habana, mandar agentes a los ingenios
del Brasil para estudiar los procedimientos y aparejos, destilar la
melaza, todo se había realizado con ardor y suceso cuando Facundo echó
sus caballadas en los cañaverales y desmontó gran parte de los nacientes
ingenios.

Una sociedad de agricultura publicaba ya sus trabajos y se preparaba a
ensayar el cultivo del añil y de la cochinilla. A Salta se habían traído
de Europa y Norteamérica talleres y artífices para tejidos de lana,
paños abatanados, jergones para alfombras y tafiletes, de todo lo que ya
se había alcanzado resultados satisfactorios. Pero lo que más
preocupaba a aquellos pueblos, porque es lo que más vitalmente les
interesa, era la navegación del Bermejo, grande arteria comercial, que,
pasando por las inmediaciones o términos de aquellas provincias, afluye
al Paraná y abre una salida a las inmensas riquezas que aquel cielo
tropical derrama por todas partes.

El porvenir de aquellas hermosas provincias depende de la habilitación
para el comercio de las vías acuáticas; de ciudades mediterráneas,
pobres y poco populosas, podrían convertirse en diez años en otros
tantos focos de civilización y de riqueza, si pudiesen, favorecidas por
un Gobierno hábil, consagrarse a allanar los ligeros obstáculos que se
oponen a su desenvolvimiento. No son éstos sueños quiméricos de un
porvenir probable; pero lejano, no.

En Norteamérica las márgenes del Mississipí y de sus afluentes se han
cubierto en menos de diez años no sólo de populosas y grandes ciudades,
sino de Estados nuevos que han entrado a formar parte de la Unión; y el
Mississipí no es más aventajado que el Paraná; ni el Ohío, el Illinois y
el Arkansas recorren territorios más feraces ni comarcas más extensas
que las del Pilcomayo, el Bermejo, el Paraguay y tantos grandes ríos que
la Providencia ha colocado entre nosotros para marcarnos el camino que
han de seguir más tarde las nuevas poblaciones que formarán la Unión
argentina. Rivadavia había puesto en la carpeta de su bufete como asunto
vital la navegación interna de los ríos; en Salta y Buenos Aires se
había formado una gran asociación que contaba con medio millón de pesos,
y el ilustre Sola realizado su viaje y publicado la carta del río.
¡Cuánto tiempo perdido desde 1825 hasta 1845! ¡Cuánto tiempo más aún
hasta que Dios sea servido ahogar el monstruo de la Pampa! Porque Rosas,
oponiéndose tan tenazmente a la libre navegación de los ríos;
pretextando temores de intrusión europea; hostilizando a las ciudades
del interior y abandonándolas a sus propias fuerzas, no obedece
simplemente a las preocupaciones españolas contra los extranjeros, no
cede solamente a las sugestiones de porteño ignorante que posee el
puerto y la aduana general de la República sin cuidarse de desenvolver
la civilización y la riqueza de toda esta nación para que su puerto esté
lleno de buques cargados de productos del interior y su aduana de
mercaderías, sino que principalmente sigue sus instintos de gaucho de la
pampa que mira con horror el agua, con desprecio los buques y que no
conoce más dicha ni felicidad igual a la de montar en buen parejero para
transportarse de un lugar a otro. ¿Qué le importa la morera, el azúcar,
el añil, la navegación de los ríos, la inmigración europea y todo lo que
sale del estrecho círculo de ideas en que se ha criado? ¿Qué le va en
fomentar el interior a él, que vive en medio de las riquezas y posee una
aduana que sin nada de eso le da dos millones de fuertes anuales? Salta,
Jujuy, Tucumán, Santa Fe, Corrientes y Entre Ríos serían hoy otras
tantas Buenos Aires si se hubiese continuado el movimiento industrial y
civilizador tan poderosamente iniciado por los antiguos unitarios, y del
que, sin embargo, han quedado tan fecundas semillas.

Tucumán tiene hoy una grande explotación de azúcares y licores, que
sería su riqueza si pudiese sacarlos a poco costo de flete a la costa, a
permutarlos por las mercaderías en esa ingrata y torpe Buenos Aires,
desde donde le viene hoy el movimiento barbarizador impreso por el
gaucho de la manta colorada.

Pero no hay males que sean eternos, y un día abrirán los ojos esos
pobres pueblos a quienes se les niega toda libertad de moverse y se les
priva de todos los hombres capaces e inteligentes, que podrían llevar a
cabo la obra de realizar en pocos años el porvenir grandioso a que están
llamados por la naturaleza aquellos países, que hoy permanecen
estacionarios, empobrecidos y devastados.

¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran
unitarios _salvajes_, y no federales _sabios_, toda esa multitud de
hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas
mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a
introducir el cultivo de la morera, este otro al de la caña de azúcar,
ese otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés
personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus
conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por
qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea,
que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por
qué su Gobierno, _unitario_ hoy, como no lo intentó jamás el mismo
Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles
y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha
consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra
fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo y promover
su ventura? ¿Qué se le ha dado, en cambio, de sus sacrificios y de sus
sufrimientos? ¡Un trapo colorado! A esto ha estado reducida la solicitud
del Gobierno durante quince años; ésta es la única medida de
administración nacional, el único punto de contacto entre el amo y el
siervo: ¡marcar el ganado!



CAPÍTULO IX

BARRANCA-YACO

    El fuego que por tanto tiempo
    abrasó la Albania, se apagó ya. Se
    ha limpiado toda la sangre roja, y
    las lágrimas de nuestros hijos han
    sido enjugadas. Ahora nos atamos
    con el lazo de la confederación y
    de la amistad.

    COLDEN'S, _History of six nations_.



El vencedor de la Ciudadela ha empujado fuera de los confines de la
República a los últimos sostenedores del sistema unitario. Las mechas de
los cañones están apagadas y las pisadas de los caballos han dejado de
turbar el silencio de la Pampa. Facundo ha vuelto a San Juan y
desbandado su ejército, no sin devolver en efectos de Tucumán las sumas
arrancadas por la violencia a los ciudadanos. ¿Qué queda por hacer? La
paz es ahora la condición normal de la República, como lo había sido
antes un estado perpetuo de oscilación y de guerra.

Las conquistas de Quiroga habían terminado por destruir todo sentimiento
de independencia en las provincias, toda regularidad en la
administración. El nombre de Facundo llenaba el vacío de las leyes; la
libertad y el espíritu de ciudad habían dejado de existir, y los
caudillos de provincia reasumidos en uno general para una porción de la
República. Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza
y San Luis reposaban, más bien que se movían, bajo la influencia de
Quiroga. Lo diré todo de una vez: el federalismo había desaparecido con
los unitarios, y la fusión unitaria más completa acababa de obrarse en
el interior de la República en la persona del vencedor.

Así, pues, la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la
República, y que había ocasionado la lucha, venía realizándose desde el
interior; a no ser que, para poner en duda este hecho, concibamos que
puede existir federación de ciudades que han perdido toda espontaneidad
y están a merced de un caudillo. Pero, no obstante la decepción de las
palabras usuales, los hechos son tan claros, que ninguna duda dejan.
Facundo habla en Tucumán con desprecio de la soñada federación; propone
a sus amigos que se fijen para presidente de la República en un
provinciano; indica para candidato al doctor don José Santos Ortiz, ex
gobernador de San Luis, su amigo y secretario. «No es gaucho bruto como
yo; es doctor y hombre de bien--dice--, sobre todo, el hombre que sabe
hacer justicia a sus enemigos merece toda confianza.»

Como se ve, en Facundo, después de haber derrotado a los unitarios y
dispersado a los doctores, reaparece su primera idea antes de haber
entrado en la lucha, su decisión por la presidencia y su convencimiento
de la necesidad de poner orden en los negocios de la República. Sin
embargo, algunas dudas lo asaltan. «Ahora, general--le dice alguno--, la
nación se constituirá bajo el sistema federal; no queda ni la sombra de
los unitarios.--¡Hum!,--contesta meneando la cabeza,--todavía hay
_trapitos que machucar_[32]. Y con aire significativo añade:--Los
amigos de abajo[33] no quieren Constitución.» Estas palabras las vertía
ya desde Tucumán. Cuando le llegaron comunicaciones de Buenos Aires y
gacetas en que se registraban los ascensos concedidos a los oficiales
generales que habían hecho la estéril campaña de Córdoba, Quiroga decía
al general Huidobro: «Vea usted si han sido para mandarme dos títulos en
blanco para premiar a mis oficiales, después que nosotros lo hemos hecho
todo. ¡Porteños habían de ser!» Sabe que López tiene en su poder su
caballo moro sin mandárselo, y Quiroga se enfurece con la noticia.
«¡Gaucho, ladrón de vacas!--exclama--, ¡caro te va a costar el placer de
montar en bueno!» Y como las amenazas y los denuestos continuasen,
Huidobro y otros jefes se alarman de la indiscreción con que se vierte
de una manera tan pública.

¿Cuál es el pensamiento secreto de Quiroga? ¿Qué ideas lo preocupan
desde entonces? El no es gobernador de ninguna provincia, no conserva
ejército sobre las armas; tan sólo le quedaba un nombre reconocido y
temido en ocho provincias y aun armamento. A su paso por La Rioja ha
dejado escondidos en los bosques todos los fusiles, sables, lanzas y
tercerolas que ha recolectado en los ocho pueblos que ha recorrido;
pasan de 12.000 armas. Un parque de 26 piezas de artillería queda en la
ciudad, con depósitos abundantes de municiones y fornituras; 16.000
caballos escogidos van a pacer en la quebrada de Huaco: que es un
inmenso valle cerrado por una estrecha garganta.

La Rioja es, además de la cuna de su poder, el punto central de las
provincias que están bajo su influencia. A la menor señal, el arsenal
aquel proveerá de elementos de guerra a 12.000 hombres. Y no se crea que
lo de esconder los fusiles en los bosques es una ficción poética. Hasta
el año 1841 se han estado desenterrando depósitos de fusiles, y créese
todavía, aunque sin fundamento, que no se han exhumado todas las armas
escondidas bajo de tierra entonces. El año 1830 el general La Madrid se
apoderó de un tesoro de 30.000 pesos pertenecientes a Quiroga, y muy
luego fué denunciado otro de 15.000.

Quiroga le escribía después haciéndole cargo de 59.000 pesos, que, según
su dicho, contenían aquellos dos entierros, que sin duda entre otros
había dejado en la Rioja desde antes de la batalla de Oncativo, al mismo
tiempo que daba la muerte y tormento a tantos ciudadanos a fin de
arrancarles dinero para la guerra. En cuanto a las verdaderas cantidades
escondidas, el general La Madrid ha sospechado después que la aserción
de Quiroga fuese exacta, por cuanto habiendo caído prisionero el
descubridor, ofreció 10.000 pesos por su libertad, y no habiéndola
obtenido, se quitó la vida degollándose. Estos acontecimientos son
demasiado ilustrativos para que me excuse de referirlos.

El interior tenía, pues, un jefe; y el derrotado de Oncativo, a quien no
se habían confiado otras tropas en Buenos Aires que unos centenares de
presidiarios, podía ahora mirarse como el segundo, si no el primero, en
poder. Para hacer más sensible la escisión de la República en dos
fracciones, las provincias litorales del Plata habían celebrado un
convenio o federación, por la cual se garantían mutuamente su
independencia y libertad; verdad es que el federalismo feudal existía
allí fuertemente constituído en López, Santa Fe, Ferré y Rosas, jefes
natos de los pueblos que dominaban; porque Rosas empezaba ya a influir
como árbitro en los negocios públicos. Con el vencimiento de Lavalle,
había sido llamado al Gobierno de Buenos Aires, desempeñándolo hasta
1832 con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. No
debo omitir un hecho, sin embargo, que es un antecedente necesario.
Rosas solicitó desde los principios ser investido de _facultades
extraordinarias_, y no es posible detallar las resistencias que sus
partidarios de la _ciudad_ le oponían.

Obtúvolas, empero, a fuerza de ruegos y de seducciones para mientras
tanto durase la guerra de Córdoba; concluída la cual, empezaron de nuevo
las exigencias de hacerle desnudarse de aquel poder ilimitado. La ciudad
de Buenos Aires no concebía por entonces, cualesquiera que fuesen las
ideas de partido que dividiesen a sus políticos, cómo podía existir un
Gobierno absoluto. Rosas, empero, resistía blandamente, mañosamente. «No
es para hacer uso de ellas--decía--, sino porque, como dice mi
secretario García Zúñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar
con el _chicote_ en la mano para que respeten la autoridad.» La
comparación ésta le había parecido irreprochable y la repetía sin cesar.

Los ciudadanos, niños; el gobernador, el hombre, el maestro. El ex
gobernador no descendía, empero, a confundirse con los ciudadanos; la
obra de tantos años de paciencia y de acción estaba a punto de
terminarse; el período legal en que había ejercido el mando le había
enseñado todos los secretos de la Ciudadela; conocía sus avenidas sus
puntos mal fortificados, y si salía del Gobierno, era sólo para poder
tomarlo desde afuera por asalto, sin restricciones constitucionales, sin
trabas ni responsabilidad. Dejaba el bastón, pero se armaba de la
espada, para venir con ella más tarde, y dejar uno y otra por el hacha y
las varas, antigua insignia de los reyes romanos.

Una poderosa expedición de que él se había nombrado jefe, se había
organizado durante el último período de su gobierno, para asegurar y
ensanchar los límites de la provincia hacia el Sur, teatro de las
frecuentes incursiones de los salvajes. Debía hacerse una batida general
bajo un plan grandioso; un ejército compuesto de tres divisiones obraría
sobre un frente de cuatrocientas leguas, desde Buenos Aires hasta
Mendoza. Quiroga debía mandar las fuerzas del interior, mientras que
Rosas seguiría la costa del Atlántico con su división. Lo colosal y lo
útil de la empresa ocultaba a los ojos del vulgo el pensamiento
puramente político que bajo el velo tan especioso se disimulaba.
Efectivamente: ¿qué cosa más bella que asegurar la frontera de la
República hacia el Sur, escogiendo un gran río por límite con los
indios, y resguardándola con una cadena de fuertes, propósito en manera
alguna impracticable, y que en el _Viaje de Cruz desde Concepción a
Buenos Aires_ había sido luminosamente desenvuelto? Pero Rosas estaba
muy distante de ocuparse de empresas que sólo al bienestar de la
República propendiesen. Su ejército hizo un paseo marcial hasta el Río
Colorado, marchando con lentitud, y haciendo observaciones sobre el
terreno, clima y demás circunstancias del país que recorría.

Algunos toldos de indios fueron desbaratados, alguna chusma hecha
prisionera; a esto limitáronse los resultados de aquella pomposa
expedición, que dejó la frontera indefensa como antes, y como se
conserva hasta el día de hoy. Las divisiones de Mendoza y San Luis
tuvieron resultados menos felices aún, y regresaron después de una
estéril excursión a los desiertos del Sur. Rosas enarboló entonces por
la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a
la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del Desierto, que venía
en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las
Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base[34].

Facundo, demasiado penetrante para dejarse alucinar sobre el objeto de
la gran expedición, permaneció en San Juan hasta el regreso de las
divisiones del interior. La de Huidobro, que había entrado al desierto
por frente a San Luis, salió en derechura a Córdoba, y a su aproximación
fué sofocada una revolución capitaneada por los Castillos, que tenía por
objeto quitar del Gobierno a los Reinafé, que obedecían a la influencia
de López. Esta revolución se hacía por los intereses y bajo la
inspiración de Facundo; los primeros cabecillas fueron desde San Juan,
residencia de Quiroga, y todos sus fautores. Arredondo, Camargo, etc.,
eran sus decididos partidarios. Los periódicos de la época no dijeron
nada, empero, sobre las conexiones de Facundo con aquel movimiento; y
cuando Huidobro se retiró a sus acantonamientos, y Arredondo y otros
caudillos fueron fusilados, nada quedó por hacerse ni decirse sobre
aquellos movimientos; porque la guerra que debían hacerse entre sí las
dos fracciones de la República, los dos caudillos que se disputaban
sordamente el mando, debía serlo sólo de emboscadas, de lazos y de
traiciones. Es un combate mudo, en que no se miden fuerzas, sino
audacias de parte del uno, y astucia y amaño por parte del otro. Esta
lucha entre Quiroga y Rosas es poco conocida, no obstante que abraza un
período de cinco años. Ambos se detestan, se desprecian, no se pierden
de vista un momento, porque cada uno de ellos siente que su vida y su
porvenir dependen del resultado de este juego terrible.

Creo oportuno hacer sensible por un cuadro la geografía política de la
República desde 1822 adelante, para que el lector comprenda mejor los
movimientos que empiezan a operarse.


REPÚBLICA ARGENTINA

    REGIÓN DE LOS ANDES

    _Unidad bajo la influencia de Quiroga._

    Jujuy.
    Salta.
    Tucumán.
    Catamarca.
    La Rioja.
    San Juan.
    Mendoza.
    San Luis.

    LITORAL DEL PLATA

    _Federación bajo el pacto de la Liga Litoral._

    Corrientes--Ferré.


    Entre Ríos.  }
    Santa Fe.    } López.
    Córdoba.     }

    Buenos Aires.--Rosas.


    _Federación Feudal._

    Santiago del Estero
    bajo la dominación de Ibarra.

López de Santa Fe extendía su influencia sobre Entre Ríos por medio de
Echagüe, santafecino y criatura suya, y sobre Córdoba por los Reinafé.
Ferré, hombre de espíritu independiente, provincialista, mantuvo a
Corrientes fuera de la lucha hasta 1839; bajo el gobierno de Berón de
Astrada volvió las armas de aquella provincia contra Rosas, que con su
acrecentamiento de poder había hecho ilusorio el pacto de la Liga. Ese
mismo Ferré, por ese espíritu de provincialismo estrecho, declaró
desertor en 1840 a Lavalle, por haber pasado el Paraná con el ejército
correntino; y después de la batalla de Caaguazú quitó al general Paz el
ejército victorioso, haciendo así malograr las ventajas decisivas que
pudo producir aquel triunfo.

Ferré en estos procedimientos, como en la Liga Litoral que en años atrás
había promovido, estaba inspirado por el espíritu provincial de
independencia y aislamiento, que había despertado en todos los ánimos la
revolución de la independencia. Así, pues, el mismo sentimiento que
había echado a Corrientes en la oposición a la Constitución unitaria de
1826, le hacía desde 1838 echarse en la oposición a Rosas que
centralizaba el poder. De aquí nacen los desaciertos de aquel caudillo y
los desastres que se siguieron a la batalla de Caaguazú, estéril no sólo
para la República en general, sino para la provincia misma de
Corrientes; pues centralizado el resto de la nación por Rosas, mal
podría ella conservar su independencia feudal y federal.

Terminada la expedición al Sur, o, por mejor decir, desbaratada porque
no tenía verdadero plan ni fin real, Facundo se marchó a Buenos Aires
acompañado de su escolta y de Barcala, y entra en la ciudad sin haberse
tomado la molestia de anunciar a nadie su llegada. Estos procedimientos
subversivos de toda forma recibida, podrían dar lugar a muy largos
comentarios, si no fueran sistemáticos y característicos. ¿Qué objeto
llevaba a Quiroga esta vez a Buenos Aires? ¿Es otra invasión que, como
la de Mendoza, hace sobre el centro del poder de su rival? El
espectáculo de la civilización, ¿ha dominado al fin su rudeza selvática,
y quiere vivir en el seno del lujo y de las comodidades? Yo creo que
todas estas causas reunidas aconsejaron a Facundo su mal aconsejado
viaje a Buenos Aires. El poder educa, y Quiroga tenía todas las altas
dotes de espíritu que permiten a un hombre corresponder siempre a su
nueva posición, por encumbrada que sea. Facundo se establece en Buenos
Aires, y bien pronto se ve rodeado de los hombres más notables; compra
seiscientos mil pesos de fondos públicos; juega a la alta y baja; habla
con desprecio de Rosas; declárase unitario entre los unitarios, y la
palabra constitución no abandona sus labios. Su vida pasada, sus actos
de barbarie, poco conocidos en Buenos Aires, son explicados entonces y
justificados por la necesidad de vencer, por la de su propia
conservación. Su conducta es mesurada, su aire noble e imponente, no
obstante que lleva _chaqueta_, el poncho terciado, y la barba y el pelo
enormemente abultados.

Quiroga, durante su residencia en Buenos Aires, hace algunos ensayos de
su poder personal. Un hombre con cuchillo en mano no quería entregarse a
un sereno. Acierta a pasar Quiroga por el lugar de la escena, embozado
en su poncho como siempre; párase a ver, y súbitamente arroja el poncho,
lo abraza e inmoviliza. Después de desarmarlo, él mismo lo conduce a la
Policía, sin haber querido dar a su nombre al sereno, como tampoco lo
dió en la Policía, donde fué, sin embargo, reconocido por un oficial;
los diarios publicaron al día siguiente aquel acto de arrojo. Sabe una
vez que cierto boticario ha hablado con desprecio de sus actos de
barbarie en el interior. Facundo se dirije a su botica y lo interroga.
El boticario se le impone y le dice que allí no está en las provincias
para atropellar a nadie impunemente.

Este suceso llena de placer a toda la ciudad de Buenos Aires. ¡Pobre
Buenos Aires, tan candorosa, tan engreída con sus instituciones! ¡Un año
más y seréis tratada con más brutalidad que fué tratado el interior por
Quiroga! La Policía hace entrar sus satélites a la habitación misma de
Quiroga en persecución del huésped de la casa, y Facundo, que se ve
tratado tan sin miramiento, extiende el brazo, coge el puñal, se
endereza en la cama donde está recostado, y en seguida vuelve a
reclinarse y abandona lentamente el arma homicida. Siente que hay allí
otro poder que el suyo, y que pueden meterlo en la cárcel si se hace
justicia a sí mismo.

Sus hijos están en los mejores colegios; jamás les permite vestir sino
frac o levita, y a uno de ellos que intenta dejar sus estudios para
abrazar la carrera de las armas, lo pone de tambor en un batallón hasta
que se arrepienta de su locura. Cuando algún coronel le habla de enrolar
en su cuerpo en clase de oficial a alguno de sus hijos: «si fuera en un
regimiento mandado por Lavalle--contesta burlándose--, ya; ¡pero en
estos cuerpos!...» Si se habla de escritores, ninguno hay que, en su
concepto, pueda rivalizar con los Varela, que tanto mal han dicho de él.
Los únicos hombres honrados que tiene la República son Rivadavia y Paz:
«ambos tenían las más sanas intenciones». A los unitarios sólo exige un
secretario como el doctor Ocampo, un político que redacte una
Constitución, y con una imprenta se marchará a San Luis, y desde allí la
enseñará a toda la República en la punta de una lanza.

Quiroga, pues, se presenta como el centro de una nueva tentativa de
reorganizar la República; y pudiera decirse que conspira abiertamente,
si todos estos propósitos, todas aquellas bravatas no careciesen de
hechos que viniesen a darles cuerpo. La falta de hábitos de trabajo, la
pereza de pastor, la costumbre de esperarlo todo del terror, acaso la
novedad del teatro de acción, paralizan su pensamiento, lo mantienen en
una expectativa funesta que lo compromete últimamente y lo entrega
maniatado a su astuto rival. No han quedado hechos ningunos que
acrediten que Quiroga se proponía obrar inmediatamente, si no son sus
inteligencias con los gobernadores del interior, y sus indiscretas
palabras repetidas por unitarios y federales, sin que los primeros se
resuelvan a fiar su suerte en manos como las suyas, ni los federales lo
rechacen como desertor de sus filas.

Y mientras tanto que se abandona así a una peligrosa indolencia, ve cada
día acercarse la boa que ha de sofocarlo en sus redobladas lazadas. El
año 1833, Rosas se hallaba ocupado en su fantástica expedición, y tenía
su ejército obrando al sur de Buenos Aires, desde donde observaba al
gobierno de Balcarce. La provincia de Buenos Aires presentó poco después
uno de los espectáculos más singulares. Me imagino lo que sucedería en
la tierra si un poderoso cometa se acercase a ella: al principio, el
malestar general; después, rumores sordos, vagos; en seguida, las
oscilaciones del globo atraído fuera de su órbita; hasta que al fin los
sacudimientos convulsivos, el desplome de las montañas, el cataclismo,
traerían el caos que precede a cada una de las creaciones sucesivas de
que nuestro globo ha sido teatro.

Tal era la influencia que Rosas ejercía en 1834. El Gobierno de Buenos
Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado
en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación
de éste era un reproche dirigido a su Gobierno, una cantidad exorbitante
exigida para el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no
obedecía a la ciudad, y era preciso poner a Rosas la queja de este
desacato de sus edictos. Más tarde, la desobediencia entraba en la
ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a
caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta
desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un
cáncer y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino
que traía desde la tienda de Rosas a la campaña, de la campaña a un
barrio de la ciudad, de allí a cierta clase de hombres, los carniceros,
que eran los principales instigadores.

El gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este
desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas
trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del
Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el Gobierno;
pero el partido federal de la _ciudad_ burla todavía sus esfuerzos si
quiere hacer frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del
conflicto que trae la acefalia del Gobierno, y el general Viamont, a su
llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a
hacerse cargo del Gobierno. Por un momento parece que el orden se
restablece y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma
agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las
calles, que distribuyen latigazos a los pasantes.

Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante
dos años, con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se
veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas
que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en
calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién
sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que
se había oído el tropel lejano de caballos.

Una de estas veces marchaba Facundo Quiroga por una calle seguido de un
ayudante, y al ver a estos hombres con frac que corren por las veredas,
a las señoras que huyen sin saber de qué, Quiroga se detiene, pasea una
mirada de desdén sobre aquellos grupos, y dice a su edecán: «Este pueblo
se ha enloquecido.» Facundo había llegado a Buenos Aires poco después de
la caída de Balcarce. «Otra cosa hubiera sucedido--decía--si yo hubiese
estado aquí.--¿Y qué habría hecho, general?--le replicaba uno de los que
escuchándole había; S. E. no tiene influencia sobre esta plebe de Buenos
Aires.» Entonces Quiroga, levantando la cabeza, sacudiendo su negra
melena, y despidiendo rayos de sus ojos, le dice con voz breve y seca:
«¡Mire usted!, habría salido a la calle, y al primer hombre que hubiera
encontrado, le habría dicho: ¡sígame!; ¡y ese hombre me habría seguido!»
Tal era la avasalladora energía de las palabras de Quiroga, tan
imponente su fisonomía, que el incrédulo bajó la vista aterrado, y por
largo tiempo nadie se atrevió a desplegar los labios.

El general Viamont renuncia al fin, porque ve que no se puede gobernar,
que hay una mano poderosa que detiene las ruedas de la administración.
Búscase alguien que quiera reemplazarlo; se pide por favor a los más
animosos que se hagan cargo del bastón, y nadie quiere; todos se encogen
de hombros y ganan sus casas amedrentados. Al fin se coloca a la cabeza
del Gobierno al doctor Maza, el maestro, el mentor y amigo de Rosas, y
creen haber puesto remedio al mal que los aqueja. ¡Vana esperanza! El
malestar crece, lejos de disminuir.

Anchorena se presenta al Gobierno pidiendo que reprima los desórdenes, y
sabe que no hay medio alguno a su alcance; que la fuerza de la Policía
no obedece; que hay órdenes de afuera. El general Guido, el doctor
Alcorta, dejan oír todavía en la Junta de Representantes algunas
protestas enérgicas contra aquella agitación convulsiva en que se tiene
a la ciudad; pero el mal sigue, y para agravarlo, Rosas reprocha al
Gobierno, desde su campamento, los desórdenes que él mismo fomenta. ¿Qué
es lo que quiere este hombre? ¿Gobernar? Una comisión de la Sala va a
ofrecerle el Gobierno; le dice que sólo él puede poner término a aquella
angustia, a aquella agonía de dos años. Pero Rosas no quiere gobernar, y
nuevas comisiones, nuevos ruegos. Al fin halla medio de conciliarlo
todo. Les hará el favor de gobernar, si los tres años que abraza el
período legal se prolongan a cinco, y se le entrega la _suma_ del Poder
público, palabra nueva cuyo alcance sólo él comprende.

En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas,
cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de
Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la
guerra. Cinco años van corridos desde que los unitarios han desaparecido
de la escena política, y dos desde que los federales de la ciudad, los
_lomos negros_, han perdido toda influencia en el Gobierno, cuando más
tiene valor para exigir algunas condiciones que hagan tolerable la
capitulación. Rosas, entretanto que la _ciudad_ se rinde a discreción,
con sus constituciones, sus garantías individuales, con sus
responsabilidades impuestas al Gobierno, agita fuera de Buenos Aires
otra máquina no menos complicada.

Sus relaciones con López de Santa Fe son activas, y tiene además una
entrevista en que conferencian ambos caudillos; el Gobierno de Córdoba
está bajo la influencia de López, que ha puesto a su cabeza a los
Reinafé. Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar
las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino
él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste,
vacila; pero se decide al fin. El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos
Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus
adioses a la ciudad. «Si salgo bien--dice, agitando la mano--, te
volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros
presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el
ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido
manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que
debía terminar en Waterlóo?

Apenas ha andado media jornada, encuentra un arroyo fangoso que detiene
la galera. El vecino maestro de posta acude solícito a pasarla; se ponen
nuevos caballos, se apuran todos los esfuerzos, y la galera no avanza.
Quiroga se enfurece, y hace uncir a las varas al mismo maestro de posta.
La brutalidad y el terror vuelven a aparecer desde que se halla en el
campo, en medio de aquella naturaleza y de aquella sociedad semibárbara.

Vencido aquel primer obstáculo, la galera sigue cruzando la Pampa como
una exhalación; camina todos los días hasta las dos de la mañana, y se
pone en marcha de nuevo a las cuatro. Acompáñale el doctor Ortiz, su
secretario, y un joven conocido, a quien a su salida encontró
inhabilitado de ir adelante por la fractura de las ruedas de su
vehículo. En cada posta a que llega hace preguntar inmediatamente: «¿A
qué hora ha pasado un chasque de Buenos Aires?--Hace una hora--¡Caballos
sin pérdida de momento!»--grita Quiroga. Y la marcha continúa. Para
hacer más penosa la situación, parecía que las cataratas del cielo se
habían abierto; durante tres días la lluvia no cesa un momento, y el
camino se ha convertido en un torrente.

Al entrar en la jurisdicción de Santa Fe la inquietud de Quiroga se
aumenta, y se torna en visible angustia cuando en la posta de Pavón sabe
que no hay caballos y que el maestro de posta está ausente. El tiempo
que pasa antes de procurarse nuevos tiros es una agonía mortal para
Facundo, que grita a cada momento: «¡Caballos! ¡Caballos!» Sus
compañeros de viaje nada comprenden de este extraño sobresalto,
asombrados de ver a este hombre, el terror de los pueblos, asustadizo
ahora y lleno de temores, al parecer quiméricos. Cuando la galera logra
ponerse en marcha, murmura en voz baja, como si hablara consigo mismo:
«Si salgo del territorio de Santa Fe, no hay cuidado por lo demás.» En
el paso del Río Tercero acuden los gauchos de la vecindad a ver al
famoso Quiroga, y pasan la galera punto menos que a hombros.

Ultimamente llega a la ciudad de Córdoba a las nueve y media de la
noche, y una hora después del arribo del chasque de Buenos Aires, a
quien ha venido pisando desde su salida. Uno de los Reinafé acude a la
posta, donde Facundo está aún en la galera pidiendo caballos, que no hay
en aquel momento. Salúdalo con respeto y efusión; suplícale que pase la
noche en la ciudad, donde el Gobierno se prepara a hospedarlo
dignamente. «¡Caballos necesito!», es la breve respuesta que da Quiroga.
«¡Caballos!», replica a cada nueva manifestación de interés o solicitud
de parte de Reinafé, que se retira al fin humillado, y Facundo parte
para su destino a las doce de la noche.

La ciudad de Córdoba, entretanto, estaba agitada por los más extraños
rumores; los amigos del joven que ha venido por casualidad en compañía
de Quiroga, y que se queda en Córdoba, su patria, van en tropel a
visitarlo. Se admiran de verlo vivo y le hablan del peligro inminente
de que se ha salvado. Quiroga debía ser asesinado en tal punto; los
asesinos son N. y N.; las pistolas han sido compradas en tal almacén;
han sido vistos N. y N. para encargarse de la ejecución, y se han
negado. Quiroga los ha sorprendido con la asombrosa rapidez de su
marcha, pues no bien llega el chasque que anuncia su próximo arribo,
cuando se presenta él mismo y hace abortar todos los preparativos. Jamás
se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está
instruída de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno
intenta, y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las
conversaciones.

Quiroga, en tanto, llega a su destino, arregla las diferencias entre los
gobernantes hostiles y regresa por Córdoba, a despecho de las reiteradas
instancias de los gobernadores de Santiago y Tucumán, que le ofrecen una
gruesa escolta para su custodia, aconsejándole tomar el camino de Cuyo
para regresar. ¿Qué genio vengativo cierra su corazón y sus oídos y le
hace obstinarse en volver a desafiar a sus enemigos, sin escolta, sin
medios adecuados de defensa? ¿Por qué no toma el camino de Cuyo,
desentierra sus inmensos depósitos de armas a su paso por La Rioja y
arma las ocho provincias que están bajo su influencia? Quiroga lo sabe
todo; aviso tras de aviso ha recibido en Santiago del Estero; sabe el
peligro de que su diligencia lo ha salvado; sabe el nuevo y más
inminente que le aguarda, porque no han desistido sus enemigos del
concebido designio. «¡A Córdoba!», grita a los postillones al ponerse en
marcha, como si Córdoba fuese el término de su viaje[35].

Antes de llegar a la posta del Ojo de Agua, un joven sale del bosque y
se dirige hacia la galera, requiriendo al postillón que se detenga.
Quiroga asoma la cabeza por la portezuela y le pregunta lo que se le
ofrece. «Quiero hablar al doctor Ortiz.» Desciende éste y sabe lo
siguiente: «En las inmediaciones del lugar llamado Barranca-Yaco está
apostado Santos Pérez con una partida; al arribo de la galera deben
hacerle fuego de ambos lados y matar en seguida de postillón arriba;
nadie debe escapar; ésta es la orden.» El joven, que ha sido en otro
tiempo favorecido por el doctor Ortiz, ha venido a salvarlo; tiénele
caballo allí mismo para que monte y se escape con él; su hacienda está
inmediata. El secretario, asustado, pone en conocimiento de Facundo lo
que acaba de saber y le insta para que se ponga en seguridad. Facundo
interroga de nuevo al joven Sandivaras, le da las gracias por su buena
acción, pero lo tranquiliza sobre los temores que abriga. «No ha nacido
todavía--le dice con voz enérgica--el hombre que ha de matar a Facundo
Quiroga. A un grito mío esa partida mañana se pondrá a mis órdenes y me
servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado.»

Estas palabras de Quiroga, de que yo no he tenido noticia hasta este
momento, explican la causa de su extraña obstinación en ir a desafiar la
muerte. El orgullo y el terrorismo, los dos grandes móviles de su
elevación, lo llevan maniatado a la sangrienta catástrofe que debe
terminar su vida. Tiene a menos evitar el peligro y cuenta con el terror
de su nombre para hacer caer las cuchillas levantadas sobre su cabeza.
Esta explicación me la daba a mí mismo antes de saber que sus propias
palabras la habían hecho inútil.

La noche que pasaron los viajeros de la posta del Ojo de Agua es de tal
manera angustiosa para el infeliz secretario, que va a una muerte cierta
e inevitable, y que carece del valor y de la temeridad que anima a
Quiroga, que creo no deber omitir ninguno de sus detalles, tanto más
cuanto que, siendo, por fortuna, sus pormenores tan auténticos, sería
criminal descuido no conservarlos, porque si alguna vez un hombre ha
apurado todas las heces de la agonía; si alguna vez la muerte ha debido
parecer horrible, es aquélla en que un triste deber, el de acompañar a
un amigo temerario, nos la impone, cuando no hay infamia ni deshonor en
evitarla[36].

El doctor Ortiz llama aparte al maestro de posta y le interroga
encarecidamente sobre lo que sabe acerca de los extraños avisos que han
recibido, asegurándole no abusar de su confianza. ¡Qué pormenores va a
oír! Santos Pérez ha estado allí, con una partida de treinta hombres,
una hora antes de su arribo; van todos armados de tercerola y sable;
están ya apostados en el lugar designado; deben morir todos los que
acompañan a Quiroga; así lo ha dicho Santos Pérez al mismo maestro de
posta. Esta confirmación de la noticia recibida de antemano no altera en
nada la determinación de Quiroga, que después de tomar una taza de
chocolate, según su costumbre, se duerme profundamente.

El doctor Ortiz gana también la cama, no para dormir, sino para
acordarse de su esposa, de sus hijos, a quienes no volverá a ver más. Y
todo, ¿por qué? Por no arrostrar el enojo de un temible amigo; por no
incurrir en la tacha de desleal. A media noche la inquietud de la agonía
le hace insoportable la cama; levántase y va a buscar a su confidente:
«¿Duermes, amigo?--le pregunta en voz baja.--¡Quién ha de dormir, señor,
con esta cosa tan horrible!--¿Con que no hay duda? ¡Qué suplicio el
mío!--Imagínese, señor, cómo estaré yo, que tengo que mandar dos
postillones, que deben ser muertos también. Esto me mata. Aquí hay un
niño que es sobrino del sargento de la partida, y pienso mandarlo; pero
el otro... ¿a quién mandaré? ¡A hacerlo morir inocentemente!»

El doctor Ortiz hace un último esfuerzo para salvar su vida y la del
compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles
que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se
obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo, con gesto airado y
palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro
en contrariarlo allí que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es
someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un
valiente negro, a que limpie algunas armas de fuego que vienen en la
galera y las cargue; a esto se reducen todas sus precauciones.

Llega el día, por fin, y la galera se pone en camino. Acompáñale, a más
del postillón que va en el tiro, el niño aquel, dos correos que se han
reunido por casualidad y el negro que va a caballo. Llega al punto
fatal, y dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin
herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los sables desnudos,
y en un momento inutilizan los caballos y descuartizan al postillón,
correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por un
momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el comandante de la
partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga «¿qué significa
esto?», recibe por toda contestación un balazo en un ojo, que le deja
muerto.

Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al
malaventurado secretario, y manda, concluída la ejecución, tirar hacia
el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos
y el postillón, que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.
«¿Qué muchacho es éste?--pregunta viendo al niño de la posta, único que
queda vivo.--Este es un sobrino mío--contesta el sargento de la
partida--; yo respondo de él con mi vida.» Santos Pérez se acerca al
sargento, le atraviesa el corazón de un balazo, y en seguida,
desmontándose, toma de un brazo al niño, lo tiende en el suelo y lo
degüella, a pesar de sus gemidos de niño que se ve amenazado de un
peligro.

Este último gemido del niño es, sin embargo, el único suplicio que
martiriza a Santos Pérez. Después, huyendo de las partidas que lo
persiguen, oculto entre las breñas de las rocas o en los bosques
enmarañados, el viento le trae al oído el gemido lastimero del niño. Si
a la vacilante claridad de las estrellas se aventura a salir de su
guarida sus miradas inquietas se hunden en la obscuridad de los árboles
sombríos para cerciorarse de que no se divisa en ninguna parte el
bultito blanquecino del niño, y cuando llega al lugar donde hacen
encrucijada dos caminos, le arredra ver venir por el que él deja al niño
animando su caballo. Facundo decía también que un solo remordimiento la
aquejaba: ¡la muerte de los 26 oficiales fusilados en Mendoza!

¿Quién es, mientras tanto, este Santos Pérez? Es el gaucho malo de la
campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus
numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras
inauditas. Mientras permaneció el general Paz en Córdoba, acaudilló las
montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo
el pago de Santa Catalina fué una republiqueta adonde los veteranos del
ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el
digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino.
Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y
rizada. Largo tiempo fué después perseguido por la justicia, y nada
menos que 400 hombres andaban en su busca. Al principio los Reinafé lo
llamaron, y en la casa del Gobierno fué recibido amigablemente. Al
salir de la entrevista empezó a sentir una extraña descompostura de
estómago, que le sugirió la idea de consultar a un médico amigo suyo,
quien, informado por él de haber tomado una copa de licor que se le
brindó, le dió un elixir que le hizo arrojar oportunamente el arsénico
que el licor disimulaba. Más tarde, y en lo más recio de la persecución,
el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía
algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras que el
escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al
frente de su casa, Santos Pérez se desmonta y le dice: «Aquí estoy; ¿qué
quería decirme?--¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá; siéntese.--¡No!
¿Para qué me ha hecho llamar?» El comandante, sorprendido así, vacila y
no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo
comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda,
le dice: «¡Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido
para convencerme no más.» Cuando se dió orden al escuadrón de
perseguirlo, Santos había desaparecido. Al fin, una noche lo cogieron
dentro de la ciudad de Córdoba, por una venganza femenil.

Había dado de golpes a la querida con quien dormía; ésta, sintiéndolo
profundamente dormido, se levanta con precaución, le toma las pistolas y
el sable, sale a la calle y lo denuncia a una patrulla. Cuando
despierta, rodeado de fusiles apuntados a su pecho, echa mano a las
pistolas, y no encontrándolas: «Estoy rendido--dice con serenidad.--¡Me
han quitado las pistolas!» El día que lo entraron en Buenos Aires, una
muchedumbre inmensa se había reunido en la puerta de la casa del
Gobierno.

A su vista gritaba el populacho: _¡Muera Santos Pérez!_, y él, meneando
desdeñosamente la cabeza y paseando sus miradas por aquella multitud,
murmuraba tan sólo estas palabras: «¡Tuviera aquí mi cuchillo!» Al bajar
del carro que lo conducía a la cárcel, gritó repetidas veces: «¡Muera el
tirano!»; y al encaminarse al patíbulo, su talla gigantesca, como la de
Danton, dominaba la muchedumbre, y sus miradas se fijaban de vez en
cuando en el cadalso como en un andamio de arquitectos.

El Gobierno de Buenos Aires dió un aparato solemne a la ejecución de los
asesinos de Juan Facundo Quiroga; la galera ensangrentada y acribillada
de balazos estuvo largo tiempo expuesta a examen del pueblo, y el
retrato de Quiroga, como la vista del patíbulo y de los ajusticiados,
fueron litografiados y distribuídos por millares, como también extractos
del proceso, que se dió a luz en un volumen en folio. La Historia
imparcial espera todavía datos y revelaciones para señalar con su dedo
al instigador de los asesinos.



PARTE TERCERA



CAPÍTULO PRIMERO

GOBIERNO UNITARIO

    No se sabe bien por qué es que
    _quiere gobernar_. Una sola cosa ha
    podido averiguarse, y es que está
    poseído de una furia que lo atormenta:
    _¡quiere gobernar!_ Es un oso
    que ha roto las rejas de su jaula, y
    desde que tenga en sus manos _su
    gobierno_, pondrá en fuga a todo el
    mundo. ¡Ay de aquél que caiga en
    sus manos! No lo largará hasta que
    expire bajo _su gobierno_. Es una
    sanguijuela que no se desprende
    hasta que no está repleta de sangre.

    LAMARTINE.


He dicho en la introducción de estos ligeros apuntes que, para mi
entender, Facundo Quiroga es el núcleo de la guerra civil de la
República Argentina y la expresión más franca y candorosa de una de las
fuerzas que han luchado con diversos nombres durante treinta años. La
muerte de Quiroga no es un hecho aislado ni sin consecuencias;
antecedentes sociales que he desenvuelto antes la hacían casi
inevitable; era un desenlace político, como el que podría haber dado una
guerra.

El gobierno de Córdoba, que se encargó de consumar el atentado, era
demasiado subalterno entre los que se habían establecido, para que osase
acometer la empresa con tanto descaro, si no se hubiese creído apoyado
de los que iban a cosechar los resultados. El asesinato de Quiroga es,
pues, un acto _oficial_, largamente discutido entre varios Gobiernos,
preparado con anticipación, y llevado a cabo con tenacidad como una
medida de Estado. Por lo que con su muerte no queda terminada una serie
de hechos que me he propuesto coordinar, y para no dejarla trunca e
incompleta, necesito continuar un poco más adelante en el camino que
llevo, para examinar los resultados que produce en la política interior
de la República, hasta que el número de cadáveres que cubran el sendero
ya sea tan grande, que me sea forzoso detenerme, hasta esperar que el
tiempo y la intemperie los destruyan, para que desembaracen la marcha.
Por la puerta que deja abierta el asesinato de Barranca-Yaco entrará el
lector conmigo en un teatro donde todavía no se ha terminado el drama
sangriento.

Facundo muere asesinado el 18 de febrero; la noticia de su muerte llega
a Buenos Aires el 24, y a principios de marzo ya estaban arregladas
todas las bases del Gobierno necesario e inevitable del comandante
general de campaña, que desde 1833 ha tenido en tortura a la ciudad,
fatigándola, angustiándola, desesperándola, hasta que la ha arrancado al
fin entre sollozos y gemidos la _suma del Poder público_, porque Rosas
no se ha contentado esta vez con exigir la dictadura, las facultades
extraordinarias, etc. No; lo que pide es lo que la frase expresa:
tradiciones, costumbres, formas, garantías, leyes, culto, ideas,
conciencia, vida, haciendas, preocupaciones; sumad todo lo que tiene
poder sobre la sociedad, y lo que resulte será la suma del poder público
pedida. El 5 de abril la Junta de Representantes, en cumplimiento de lo
estipulado, elige gobernador de Buenos Aires por cinco años al general
don Juan Manuel Rosas, Héroe del Desierto, Ilustre Restaurador de las
Leyes, Depositario de la Suma del Poder Público.

Pero no le satisface la elección hecha por la Junta de Representantes;
lo que medita es tan grande, tan nuevo, tan nunca visto, que es preciso
tomarse antes todas las seguridades imaginables, no sea que más tarde se
diga que el pueblo de Buenos Aires no le ha delegado la _suma del Poder
público_. Rosas, gobernador propone, a las Mesas electorales esta
cuestión: ¿Convienen en que don Juan Manuel Rosas sea gobernador por
cinco años, con la suma del Poder público? Y debo decirlo en obsequio de
la verdad histórica, nunca hubo Gobierno más popular, más deseado ni más
bien sostenido por la opinión.

Los unitarios, que en nada habían tomado parte, lo recibían al menos con
indiferencia; los federales, _lomos negros_, con desdén, pero sin
oposición; los ciudadanos pacíficos lo esperaban como una bendición y un
término a las crueles oscilaciones de dos largos años; la campaña, en
fin, como símbolo de su poder y la humillación de los _cajetillas_ de la
_ciudad_. Bajo tan felices disposiciones, principiáronse las elecciones
o ratificaciones de todas las parroquias, y la votación fué unánime,
excepto tres votos que se opusieron a la delegación de la suma del Poder
público. ¿Concíbese cómo ha podido suceder que en una provincia de
cuatrocientos mil habitantes, según lo asegura la _Gaceta_, sólo hubiese
tres votos contrarios al Gobierno? ¿Sería acaso que los disidentes no
votaron? ¡Nada de eso! No se tiene aún noticia de ciudadano alguno que
no fuese a votar; los enfermos se levantaron de la cama a ir a dar su
asentimiento, temerosos de que sus nombres fuesen inscritos en algún
negro registro, porque así se había insinuado.

El terror estaba ya en la atmósfera, y aunque el trueno no había
estallado aún, todos veían la nube negra y torva que venía cubriendo el
cielo dos años hacía. La votación aquella es única en los anales de los
pueblos civilizados, y los nombres de los tres locos, más bien que
animosos opositores, se han conservado en la tradición del pueblo de
Buenos Aires.

Hay un momento fatal en la historia de todos los pueblos y es aquél en
que, cansados los partidos de luchar, piden antes de todo el reposo de
que por largos años han carecido, aun a expensas de la libertad o de los
fines que ambicionaban; éste es el momento en que se alzan los tiranos
que fundan dinastías e imperios. Roma, cansada de las luchas de Mario y
de Sila, de patricios y plebeyos, se entregó con delicia a la dulce
tiranía de Augusto, el primero que encabeza la lista execrable de los
emperadores romanos.

La Francia, después del Terror, después de la impotencia y
desmoralización del Directorio, se entregó a Napoleón que, por un camino
sembrado de laureles, la sometió a los aliados que la devolvieron a los
Borbones.

Rosas tuvo la habilidad de acelerar aquel cansancio, de crearlo a fuerza
de hacer imposible el reposo. Dueño una vez del poder absoluto, ¿quién
se lo pedirá más tarde, quién se atreverá a disputarle sus títulos a la
dominación? Los romanos daban la dictadura en casos raros y por término
corto fijo; y aun así, el uso de la dictadura temporal autorizó la
perpetua, que destruyó la República y trajo todo el desenfreno del
Imperio. Cuando el término del gobierno de Rosas expira, anuncia su
determinación decidida de retirarse a la vida privada; la muerte de su
cara esposa, la de su padre, han ulcerado su corazón; necesita ir lejos
del tumulto de los negocios públicos a llorar a sus anchas pérdidas tan
amargas. El lector debe recordar al oír este lenguaje en la boca de
Rosas, que no veía a su padre desde la juventud, y a cuya esposa había
dado días tan amargos, algo parecido a las hipócritas protestas de
Tiberio ante el Senado romano. La Sala de Buenos Aires le ruega, le
suplica que continúe haciendo sacrificios por la patria; Rosas se deja
persuadir, continúa tan sólo por seis meses más; pasan los seis meses y
se abandona la farsa de la elección. Y, en efecto: ¿qué necesidad tiene
de ser electo un jefe que ha arraigado el poder en su persona? ¿Quién le
pide cuenta temblando del terror que les ha inspirado a todos?

Cuando la aristocracia veneciana hubo sofocado la conspiración de
Tiépolo en 1300, nombró de su seno diez individuos que, investidos de
facultades discrecionales, debían perseguir y castigar a los conjurados,
pero limitando la duración de su autoridad a sólo diez días. Oigamos al
conde De Daru, en su célebre _Historia de Venecia_, referir el suceso:
«Tan inminente se creyó el peligro--dice--, que se creó una autoridad
dictatorial después de la victoria. Un consejo de diez miembros fué
nombrado para velar por la conservación del Estado. Se le armó de todos
los medios; librósele de todas las formas, de todas las
responsabilidades; quedáronle sometidas todas las cabezas.

»Verdad es que su duración no debía pasar de diez días; fué necesario,
sin embargo, prorrogarla por diez más, después por veinte, en seguida
por dos meses; pero al fin fué prolongada seis veces seguidas por este
último término. A la vuelta de un año de existencia se hizo continuar
por cinco. Entonces se encontró demasiado fuerte para prorrogarse a sí
mismo durante diez años más, hasta que fué aquel terrible tribunal
declarado perpetuo. Lo que había hecho por prolongar su duración lo hizo
por extender sus atribuciones. Instituído solamente para conocer en los
crímenes de Estado, ese tribunal se había apoderado de la
administración. So pretexto de velar por la seguridad de la República,
se entrometió en la paz y en la guerra, dispuso de las rentas y concluyó
por arrogarse el poder soberano»[37].

En la República Argentina no es un Consejo el que se ha apoderado así de
la autoridad suprema: es un hombre, y un hombre bien indigno. Encargado
temporalmente de las Relaciones Exteriores, depone, fusila, asesina a
los gobernadores de las provincias que le hicieron el encargo. Revestido
de la suma del Poder público en 1835 por sólo cinco años, en 1845 está
aún revestido de aquel poder. Y nadie sería hoy tan candoroso para
esperar que lo deje, ni que el pueblo se atreva a pedírselo. Su gobierno
es de por vida, y si la Providencia hubiese de consentir que muriese
pacíficamente como el doctor Francia, largos años de dolores y miserias
aguardan a aquellos desgraciados pueblos, víctimas hoy del cansancio de
un momento.

El 13 de abril de 1835 se recibió Rosas del gobierno, y su talante
desembarazado y su aplomo en la ceremonia no dejó de sorprender a los
ilusos que habían creído tener un rato de diversión al ver el desmayo y
_gaucherie_ del gaucho. Presentóse de casaca de general, desabotonada,
que dejaba ver un chaleco amarillo de cotonía. Perdónenme los que no
comprenden el espíritu de esta singular _toilette_ el que recuerde
aquella circunstancia.

En fin: ya tiene el gobierno en sus manos. Facundo ha muerto un mes
antes; la ciudad se ha entregado a su discreción; el pueblo ha
confirmado del modo más auténtico esta entrega de toda garantía y de
toda institución. Es el Estado una tabla rasa en que él va a escribir
una cosa nueva, original; él es un poeta, un Platón que va a realizar su
república ideal según él ha concebido; es éste un trabajo que ha
meditado veinte años, y que al fin puede dar a luz, sin que vengan a
estorbar su realización tradiciones envejecidas, preocupaciones de la
época, plagios hechos a la Europa, garantías individuales, instituciones
vigentes. Es un genio, en fin, que ha estado lamentando los errores de
su siglo y preparándose para destruirlos de un golpe. Todo va a ser
nuevo, obra de su ingenio; vamos a ver este portento.

De la Sala de Representantes adonde ha ido a recibir el bastón, se
retira en un coche _colorado_, mandado pintar exprofeso para el acto, al
que están atados cordones de seda _colorada_ y a los que se uncen
aquellos hombres que desde 1833 han tenido la ciudad en continua alarma
por sus atentados y su impunidad; llámase la _Sociedad Popular_ y lleva
el _puñal_ a la cintura, chaleco _colorado_ y una cinta _colorada_ en la
que se lee: _Mueran los unitarios_. En la puerta de su casa le hacen
guardia de honor estos mismos hombres; después acuden los ciudadanos,
después los generales, porque es necesario hacer aquella manifestación
de adhesión sin límites a la persona del Restaurador.

Al día siguiente aparece una proclama y una lista de proscripción, en la
que entra uno de sus concuñados, el doctor Alsina. La proclama aquella,
que es uno de los pocos escritos de Rosas, es un documento precioso que
siento no tener a mano. Era un programa de su gobierno, sin disfraz, sin
rodeos: _el que no está conmigo es mi enemigo_; tal era el axioma de
política consagrado en ella. Se anuncia que va a correr sangre, y tan
sólo promete no atentar contra las propiedades. ¡Ay de los que provoquen
su cólera!

Cuatro días después la parroquia de San Francisco anuncia su intención
de celebrar una misa y _Tedéum_ en acción de gracias al Todopoderoso,
etc., etc., invitando al vecindario a solemnizar con su presencia el
acto. Las calles circunvecinas están empavesadas, alfombradas,
tapizadas, decoradas. Es aquello un bazar oriental en que se ostentan
tejidos de damasco, púrpura, oro y pedrerías en decoraciones
caprichosas. El pueblo llena las calles, los jóvenes acuden a la
novedad, las señoras hacen de la parroquia su paseo de la tarde. El
_Tedéum_ se posterga de un día a otro, y la agitación de la ciudad, el
ir y venir, la excitación, la interrupción de todo trabajo dura cuatro,
cinco días consecutivos. La _Gaceta_ repite los más mínimos detalles de
la espléndida función.

Ocho días después otra parroquia anuncia su _Tedéum_; los vecinos se
proponen rivalizar en entusiasmo y obscurecer la pasada fiesta. ¡Qué
lujo de decoraciones; qué ostentación de riquezas y adornos! El retrato
del Restaurador está en la calle en un dosel, en que los terciopelos
_colorados_ se mezclan con los galones y las cordonaduras de oro. Igual
movimiento por más días aún; se vive en la calle, en la parroquia
privilegiada. Pocos días después, otra parroquia, otra fiesta en otro
barrio. ¿Pero hasta cuándo fiestas? ¡Qué! ¿No se cansa este pueblo de
espectáculos? ¿Qué entusiasmo es aquél, que no se resfría en un mes?
¿Por qué no hacen todas las parroquias su función a un tiempo? No; es el
entusiasmo sistemático, ordenado, administrado poco a poco.

Un año después todavía no han concluído las parroquias de dar su fiesta;
el vértigo _oficial_ pasa de la ciudad a la campaña, y es cosa de nunca
acabar. La _Gaceta_ de la época está ahí ocupada año y medio en
describir fiestas federales. El _retrato_ se mezcla en todas ellas,
tirado en un carro hecho para él, por los generales, las señoras, los
federales _netos_. «Et le peuple, enchanté d'un tel spectacle,
enthousiasmé du _Tedéum_, chanté moult bien a Notre-Dame, le peuple
oublia qu'il payait fort cher tout, et se retirait fort joyeux»[38].

De las fiestas sale al fin de año y medio el color _colorado_ como
insignia de adhesión _a la causa_; el retrato de Rosas, colocado en los
altares primero, pasa después a ser parte del equipo de cada hombre, que
debe llevarlo en el pecho, en señal de _amor intenso a la persona_ del
Restaurador. Por último, de entre estas fiestas se desprende al fin la
terrible Mazorca, cuerpo de Policía entusiasta, federal, que tiene por
encargo y oficio echar lavativas de ají y aguarrás a los descontentos
primero, y después, no bastando este tratamiento flogístico, degollar a
aquéllos que se les indique.

La América entera se ha burlado de aquellas famosas fiestas de Buenos
Aires y mirádolas como el colmo de la degradación de un pueblo; pero yo
no veo en ellas sino un designio político, el más fecundo en resultados.
¿Cómo encarnar en una República que no conoció reyes jamás la idea de
la _personalidad de gobierno_? La cinta colorada es una materialización
del terror que os acompaña a todas partes, en la calle, en el seno de la
familia; es preciso pensar en ella al vestirse, al desnudarse, y las
ideas se nos grava siempre por asociación. La vista de un árbol en el
campo nos recuerda lo que íbamos conversando diez años antes al pasar
por cerca de él, ¡figuráos las ideas que trae consigo asociadas la cinta
colorada y las impresiones indelebles que ha debido dejar unidas a la
imagen de Rosas!

Así, en una comunicación de un alto funcionario de Rosas he leído en
estos días «que es un signo que su Gobierno ha mandado llevar a sus
empleados en señal de conciliación y de paz». Las palabras _Mueran los
salvajes_, _asquerosos_, _inmundos unitarios_, son por cierto muy
conciliadoras, tanto, que sólo en el destierro o en el sepulcro habrá
quienes se atrevan a negar su eficacia. La mazorca ha sido un
instrumento poderoso de conciliación y de paz, y si no, id a ver los
resultados y buscad en la tierra ciudad más conciliada y pacífica que la
de Buenos Aires. A la muerte de su esposa, que una chanza brutal de su
parte ha precipitado, manda que se le tributen honores de capitán
general, y ordena un luto de dos años a la ciudad y campaña de la
provincia, que consiste en un ancho crespón atado al sombrero con una
cinta colorada. ¡Imagináos una ciudad culta, hombres y niños vestidos a
la europea, _uniformados_ dos años enteros con un ribete colorado en el
sombrero! ¿Os parece ridículo? ¡No! Nada hay ridículo cuando todos, sin
excepción, participan de la extravagancia, y sobre todo cuando el azote
o las lavativas de ají están ahí para poneros serios como estatuas si os
viene la tentación de reiros.

Los serenos cantan a cada cuarto de hora: _¡Viva el ilustre
Restaurador! ¡Viva doña Encarnación Ezcurra! ¡Mueran los impíos
unitarios!_ El sargento primero, al pasar lista a su compañía, repite
las mismas palabras; el niño al levantarse de la cama saluda al día con
la frase sacramental. No hace un mes que una madre argentina, alojada en
una fonda de Chile, decía a uno de sus hijos que despertaba repitiendo
en voz alta: «¡Vivan los federales! ¡Mueran los salvajes, asquerosos
unitarios!»: «Cállate, hijo, no digas eso aquí, que no se usa; ya no
digas más, ¡no sea que te oigan!»

Su temor era fundado: ¡le oyeron! ¿Qué político ha producido la Europa
que haya tenido el alcance para comprender el medio de crear la idea de
la _personalidad_ del jefe del Gobierno, ni la tenacidad prolija de
incubarla quince años, ni que haya tocado medios más variados ni más
conducentes al objeto? Podemos en esto, sin embargo, consolarnos de que
la Europa haya suministrado un modelo al genio americano. La mazorca,
con los mismos caracteres, compuesta de los mismos hombres, ha existido
en la Edad Media en Francia, en tiempo de las guerras entre los partidos
de los Armagnac y del duque de Borgoña. En la _Historia de París_,
escrita por La Fosse, encuentro estos singulares detalles: «Estos
instigadores del asesinato, a fin de reconocer por todas partes los
borgoñones, habían ya ordenado que llevasen en el vestido la cruz de San
Andrés, principal atributo del escudo de Borgoña, y para estrechar más
los lazos del partido, imaginaron en seguida formar una Hermandad bajo
la invocación del mismo San Andrés. Cada cofrade debía llevar por signo
distintivo, a más de la cruz, una corona de rosas... ¡Horrible
confusión! ¡El símbolo de inocencia y de ternura sobre la cabeza de los
degolladores!... ¡Rosas y sangre!... La sociedad odiosa de los
_cabochiens_, es decir, la horda de carniceros y desolladores, fué
soltada por la ciudad, como una tropa de tigres hambrientos, y estos
verdugos sin número se bañaron en sangre humana»[39].

Poned en lugar de la cruz de San Andrés la cinta colorada; en lugar de
las rosas coloradas, el chaleco colorado; en lugar de _cabochiens_,
mazorqueros; en lugar de 1418, fecha de aquella Sociedad, 1835, fecha de
esta otra; en lugar de París, Buenos Aires; en lugar del duque de
Borgoña, Rosas, y tendréis el plagio hecho en nuestros días. La mazorca,
como los _cabochiens_, se compuso en su origen de los carniceros y
desolladores de Buenos Aires. ¡Qué instructiva es la Historia! ¡Cómo se
repite a cada rato!...

Otra creación de aquella época fué el _censo de las opiniones_. Esta es
una institución verdaderamente original. Rosas mandó levantar en la
ciudad y la campaña, por medio de los jueces de paz, un registro en el
que se anotó el nombre de cada vecino, clasificándolo de unitario,
indiferente, federal, o federal neto. En los colegios se encargó a los
rectores, y en todas partes se hizo con la más severa escrupulosidad,
comprobándolo después y admitiendo los reclamos que la inexactitud podía
originar. Estos registros, reunidos después en la oficina de gobierno,
han servido para suministrar gargantas a la cuchilla infatigable de la
mazorca durante siete años.

Sin duda que pasma la osadía del pensamiento de formar la estadística de
las opiniones de un pueblo entero, caracterizarlas según su importancia,
y con el registro a la vista seguir durante diez años la tarea de
desembarazarse de todas las cifras adversas, destruyendo en la
_persona_ el germen de la hostilidad. Nada igual me presenta la
Historia, sino las clasificaciones de la Inquisición, que distinguía las
opiniones heréticas en malsonantes, ofensivas, de oídos piadosos, casi
herejía, herejía, herejía perniciosa, etc., etc.; pero al fin la
Inquisición no hizo el catastro de la España para exterminarla en las
generaciones, en el individuo, antes de ser denunciado al Santo
Tribunal.

Como mi ánimo es sólo mostrar el nuevo orden de instituciones que
suplanta a las que estamos copiando de la Europa, necesito acumular las
principales, sin atender a las fechas. La ejecución que llamamos
_fusilar_ queda desde luego sustituída por la de _degollar_. Verdad es
que se fusila una mañana 44 indios en una plaza de la ciudad, para dejar
yertos a todos con esta matanza que, aunque de salvajes, era al fin de
hombres; pero poco a poco se abandona, y el _cuchillo_ se hace el
instrumento de la Justicia.

¿De dónde ha tomado tan peregrinas ideas de gobierno este hombre
horriblemente extravagante? Yo voy a consignar algunos datos. Rosas
desciende de una familia perseguida por _goda_ durante la revolución de
la Independencia. Su educación doméstica se resiente de la dureza y
terquedad de las antiguas costumbres señoriales. Yo he dicho que su
madre, de un carácter duro, tétrico, se ha hecho servir de rodillas
hasta estos últimos años; el silencio lo ha rodeado durante su infancia,
y el espectáculo de la autoridad y de la servidumbre han debido dejarle
impresiones duraderas.

Algo de extravagante ha habido en el carácter de la madre, y esto se ha
reproducido en don Juan Manuel y dos de sus hermanas. Apenas llegado a
la pubertad, se hace insoportable a su familia, y su padre lo destierra
en una estancia. Rosas, con cortos intervalos, ha residido en la
campaña de Buenos Aires cerca de treinta años; y ya el año 24 era una
autoridad que las Sociedades industriales ganaderas consultaban en
materia de arreglos de estancias. Es el primer jinete de la República
Argentina, y cuando digo de la República Argentina, sospecho que de toda
la tierra, porque ni un equitador ni un árabe tiene que habérselas con
el potro salvaje de la Pampa.

Es un prodigio de actividad; sufre accesos nerviosos en que la vida
predomina tanto, que necesita saltar sobre un caballo, echarse a correr
por la Pampa, lanzar gritos desacompasados, rodar, hasta que, al fin,
extenuado el caballo, sudando él a mares, vuelve a las habitaciones
fresco ya y dispuesto para el trabajo. Napoleón y lord Byron padecían de
estos arrebatos, de estos furores causados por el exceso de la vida.

Rosas se distingue desde temprano en la campaña por las vastas empresas
de leguas de siembras de trigo que acomete y lleva a cabo con suceso, y
sobre todo por la administración severa, por la disciplina de hierro que
introduce en sus estancias. Esta es su obra maestra, su tipo de
gobierno, que ensayará más tarde para la _ciudad_ misma. Es preciso
conocer el gaucho argentino y sus propensiones innatas, sus hábitos
inveterados. Si andando en la Pampa le vais proponiendo darle una
estancia con ganados que lo hagan rico propietario; si corre en busca de
la médica de los alrededores para que salve a su madre, a su esposa
querida que deja agonizando, y se atraviesa un avestruz a su paso,
echará a correr detrás de él, olvidando la fortuna que le ofrecéis, la
esposa o la madre moribunda; y no es él sólo el que está dominado de
este instinto: el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el
freno de impaciencia por volar tras del avestruz. Si a la distancia de
diez leguas de su habitación el gaucho echa de menos su cuchillo, se
vuelve a tomarlo, aunque esté a una cuadra del lugar adonde iba; porque
el cuchillo es para él lo que la respiración a la vida misma.

Pues bien: Rosas ha conseguido que en sus estancias, que se unen con
diversos nombres desde los cerrillos hasta el arroyo Cachagualefú,
anduviesen los avestruces en rebaños, y dejasen, al fin, de huir a la
aproximación del gaucho; tan seguros y tranquilos pacen en las
posesiones de Rosas, y esto mientras que han sido ya extinguidos en
todas las adyacentes campañas. En cuanto al cuchillo, ninguno de sus
peones lo cargó jamás, no obstante que la mayor parte de ellos eran
asesinos perseguidos por la Justicia. Una vez él, por olvido, se ha
puesto el puñal a la cintura, y el mayordomo se lo hace notar; Rosas se
baja los calzones y manda que se le den 200 azotes, que es la pena
impuesta en su estancia al que lleva cuchillo.

Habrá gentes que duden de este hecho confesado y publicado por él mismo;
pero es auténtico, como lo son las extravagancias y rarezas sangrientas
que el mundo civilizado se ha negado obstinadamente a creer durante diez
años. La autoridad ante todo; el respeto a lo mandado, aunque sea
ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y en toda la
República haciendo azotar y degollar, hasta que la cinta colorada sea
una parte de la existencia del individuo, como el corazón mismo.
Repetirá en presencia del mundo entero, sin contemporizar jamás, en cada
comunicación oficial: _¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos
unitarios!_, hasta que el mundo entero se eduque y se habitúe a oír este
grito sanguinario, sin escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un
magistrado de Chile tributar su homenaje y aquiescencia a este hecho,
que, al fin, a nadie interesa.

¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que
introduce en _su gobierno_, en desprecio del sentido común, de la
tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos
civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina
hace tiempo: en la _Estancia de ganados_ en que ha pasado toda su vida,
y en la Inquisición, en cuya tradición ha sido educado. Las fiestas de
las parroquias son una imitación de la _hierra_ del ganado, a que acuden
todos los vecinos; la _cinta colorada_ que clava a cada hombre, mujer o
niño, es la _marca_ con que el propietario reconoce su ganado; el
degüello a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la
costumbre de _degollar_ las reses que tiene todo hombre en la campaña;
la prisión sucesiva de centenares de ciudadanos sin motivo conocido y
por años enteros, es el rodeo con que se dociliza el ganado,
encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la
mazorca, las matanzas ordenadas, son otros tantos medios de _domar_ a la
_ciudad_, dejarla al fin como el ganado más manso y ordenado que se
conoce.

Esta prolijidad y arreglo ha distinguido en su vida privada a don Juan
Manuel Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la
disciplina de los peones y la mansedumbre del ganado. Si esta
explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme la razón
por qué coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia,
sus prácticas y administración, con el gobierno, práctica y
administración de Rosas; hasta su respeto de entonces por la propiedad
es efecto de que el gaucho gobernador _¡es propietario!_ Facundo
respetaba menos la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los
ladrones de ganado con igual obstinación que a los unitarios. Implacable
se ha mostrado su Gobierno contra los cuereadores de la campaña, y
centenares han sido degollados. Esto es laudable, sin duda; yo sólo
explico el origen de la antipatía.

Pero hay otra parte de la sociedad que es preciso moralizar, enseñar a
obedecer, a entusiasmarse cuando _deba_ entusiasmarse, a aplaudir cuando
_deba_ aplaudir, a callar cuando _deba_ callar. Con la posesión de la
_Suma del Poder público_, la Sala de Representantes queda inútil, puesto
que la ley emana directamente de la _persona_ del jefe de la República.
Sin embargo, conserva la forma, y durante quince años son reelectos unos
30 individuos que están al corriente de los negocios. Pero la tradición
tiene asignado otro papel a la Sala; allí Alcorta, Guido y otros han
hecho oír en tiempo de Balcarce y Viamonte acentos de libertad y
reproches al instigador de los desórdenes; necesita, pues, quebrantar
esta tradición y dar una lección severa para el porvenir.

El doctor don Vicente Maza, presidente de la Sala y de la Cámara de
Justicia, consejero de Rosas, y el que más ha contribuído a elevarlo, ve
un día que su retrato ha sido quitado de la sala del Tribunal por un
destacamento de la mazorca; en la noche rompen los vidrios de las
ventanas de su casa donde ha ido a asilarse; al día siguiente escribe a
Rosas, en otro tiempo su protegido, su ahijado político, mostrándole la
extrañeza de aquellos procedimientos y su inocencia de todo crimen. A la
noche del tercer día se dirige a la Sala, y estaba dictando al
escribiente su renuncia, cuando el cuchillo que corta su garganta
interrumpe el dictado. Los representantes empiezan a llegar, la
alfombra está cubierta de sangre, el cadáver del presidente yace
tendido aún; el señor Irigoyen propone que al día siguiente se reúnan el
mayor número posible de rodados para acompañar debidamente al cementerio
a la ilustre víctima. Don Baldomero García dice: «Me parece bien;
pero... no muchos coches...; ¿para qué?» Entra el general Guido y le
comunican la idea, a que contesta, clavándoles unos ojos tamaños y
mirándolos de hito en hito: «¿Coches? ¿Acompañamiento? Que traigan el
carro de la Policía y se lo lleven ahora mismo.--Eso decía yo--continúa
García--. ¡Para qué coches!...» La _Gaceta_ del día siguiente anunció
que los impíos unitarios habían asesinado a Maza. Un gobernador del
interior decía, aterrado, al saber esta catástrofe: «¡Es imposible que
sea Rosas el que lo ha hecho matar!» A lo que su secretario añadió: «Y
si él lo ha hecho, razón ha de haber tenido»; en lo que convinieron
todos los circunstantes.

Efectivamente, razón tenía. Su hijo, el coronel Maza, tenía tramada una
conspiración en que entraba todo el ejército, y después Rosas decía que
había muerto al anciano padre por no darle el pesar de ver morir a su
querido hijo.

Pero aun me falta entrar en el vasto campo de la política general de
Rosas con respecto a la República entera. Tiene ya su _gobierno_;
Facundo ha muerto dejando ocho provincias huérfanas, unitarizadas bajo
su influencia. La República marcha visiblemente a la unidad del
Gobierno, a que su superficie llana, su puerto único, la condena. Se ha
dicho que es federal, llámesela Confederación Argentina, pero todo va
encaminándose a la unidad más absoluta; desde 1835 viene fundiéndose
desde el interior en formas, prácticas e influencias. No bien se recibe
Rosas del Gobierno en 1835, cuando declara, por una proclamación, que
los _impíos unitarios_ han asesinado alevosamente al ilustre general
Quiroga, y que él se propone castigar atentado tan espantoso, que ha
privado a la Federación de su columna más poderosa. ¡Qué!...--decían
abriendo un palmo de boca los pobres unitarios al leer la proclama--;
¡qué!... Los Reinafé, ¿son unitarios? ¿No son hechura de López? ¿No
entraron en Córdoba persiguiendo el ejército de Paz? ¿No están en activa
y amigable correspondencia con Rosas? ¿No salió de Buenos Aires Quiroga
con solicitud de Rosas? ¿No iba un chasque delante de él, que anunciaba
a los Reinafé su próxima llegada? ¿No tenían los Reinafé preparada de
antemano la partida que debía asesinarlo?... Nada; los impíos unitarios
han sido los asesinos, ¡y desgraciado el que dude de ello!... Rosas
manda a Córdoba a pedir los preciosos restos de Quiroga, la galera en
que fué muerto, y se le hacen en Buenos Aires las exequias más suntuosas
que hasta entonces se han visto; se manda cargar luto a la _ciudad_
entera. Al mismo tiempo dirige una circular a todos los gobiernos, en la
que les pide que lo nombren _a él_ juez árbitro para seguir la causa y
juzgar a los impíos unitarios que han asesinado a Quiroga; les indica la
forma en que han de autorizarlo, y por cartas particulares les encarece
la importancia de la medida; los halaga, seduce y ruega. La autorización
es unánime, y los Reinafé son depuestos y presos todos los que han
tenido parte, noticia o atingencia con el crimen, y conducidos a Buenos
Aires.

Un Reinafé se escapa y es alcanzado en el territorio de Bolivia; otro
pasa al Paraná y más tarde cae en manos de Rosas, después de haber
escapado en Montevideo, de ser robado por un capitán de buque. Rosas y
el doctor Maza siguen la causa de noche, a puertas cerradas. El doctor
Gamboa, que se toma alguna libertad en la defensa de un reo subalterno,
es declarado impío unitario por un decreto de Rosas. En fin: son
ajusticiados todos los criminales que se han aprehendido, y un
voluminoso extracto de la causa ve la luz pública. Dos años después
había muerto López de Santa Fe de enfermedad natural, si bien el médico
mandado por Rosas para asistirlo recibió más tarde una casa de la
Municipalidad, por recompensa de sus servicios al Gobierno.

Cullen, el secretario de López en la época de la muerte de Quiroga, y
que a la de López queda de gobernador de Santa Fe, por disposición
testamentaria del finado, es depuesto por Rosas y sacado al fin de
Santiago del Estero, donde se ha asilado, y a cuyo gobernador manda
Rosas una talega de onzas o la declaración de la guerra, si el amigo no
entrega a su amigo. El gobernador prefiere las onzas; Cullen es
entregado a Rosas, y al pisar la frontera de Buenos Aires encuentra una
partida y un oficial que le hace desmontarse del caballo y lo fusila. La
_Gaceta_ de Buenos Aires publicaba después una carta de Cullen a Rosas,
en que había indicios claros de la complicación del gobierno de Santa Fe
en el asesinato de Quiroga, y como el finado López, decía la _Gaceta_,
tenía plena confianza en su secretario, ignoraba el atroz crimen que
éste estaba preparando.

Nadie podía replicar entonces que si López lo ignoraba, Rosas no, porque
a él era dirigida la carta. Ultimamente, el doctor don Vicente Maza, el
secretario de Rosas y procesador de los reos, murió también degollado en
la sala de sesiones; de manera que Quiroga, sus asesinos, los jueces de
los asesinos y los instigadores del crimen, todos tuvieron en dos años
la mordaza que la tumba pone a las revelaciones indiscretas. Id ahora a
preguntar quién mandó matar a Quiroga. ¿López? No se sabe. Un mayor
Muslera, de auxiliares, decía una vez en presencia de muchas personas,
en Montevideo: «Hasta ahora he podido descubrir por qué me ha tenido
preso e incomunicado el general Rosas durante dos años y cinco meses. La
noche anterior a mi prisión estuve en su casa.

»Su hermana y yo estábamos sentados en un sofá, mientras que él se
paseaba a lo largo de la sala, con muestras visibles de descontento.--¿A
que no adivina--me dijo la señora--por qué está así Juan Manuel? Es
porque me está viendo este ramito _verde_ que tengo en las manos; ahora
verá--añadió tirándolo al suelo. Efectivamente, don Juan Manuel se
detuvo a poco andar, se acercó a nosotros, y me dijo en tono
familiar:--¿Y qué se dice en San Luis de la muerte de Quiroga?--Dicen,
señor, que S. E. es quien lo ha hecho matar.--¿Sí? Así se corre...
Continuó paseándose, me despedí después, y al día siguiente fuí preso, y
he permanecido hasta el día que llegó la noticia de la victoria de
Yungay, en que, con doscientos más, fuí puesto en libertad.» El mayor
Muslera murió también combatiendo contra Rosas, lo que no ha estorbado
que se continúe hasta el día de hoy diciendo lo mismo que había oído
aquél.

Pero el vulgo no ha visto en la muerte de Quiroga y el enjuiciamiento de
sus asesinos más que un crimen horrible. La Historia verá otra cosa en
lo primero: la fusión de la República en una unidad compacta y en el
enjuiciamiento de los Reinafé, gobernadores de una provincia, el _hecho_
que constituye a Rosas jefe del Gobierno unitario absoluto, que desde
aquel día y por aquel acto se constituye en la República Argentina.
Rosas, investido del poder de juzgar a otro gobernador, establece en las
conciencias de los demás la idea de la autoridad suprema de que está
investido.

Juzga a los Reinafé por un crimen averiguado; pero en seguida manda
fusilar sin juicio previo a Rodríguez, gobernador de Córdoba, que
sucedió a los Reinafé, por no haber obedecido a todas sus instrucciones;
fusila en seguida a Cullen, gobernador de Santa Fe, por razones que él
sólo conoce, y últimamente, expide un decreto por el cual declara que
ningún Gobierno de las demás provincias será reconocido válido mientras
no obtenga su _exequátur_. Si aún se duda que ha asumido el mando
supremo, y que los demás gobernadores son simples bajaes, a quienes
puede mandar el cordón morado cada vez que no cumplan con sus órdenes,
expedirá otro en el que deroga todas las leyes existentes de la
República desde el año 1810 en adelante, aunque hayan sido dictadas por
los Congresos generales o cualquiera otra autoridad competente;
declarando además írrito y de ningún valor todo lo que, a consecuencia y
en cumplimiento de esas leyes, se hubiese obrado hasta entonces. Yo
pregunto: ¿qué legislador, qué Moisés o Licurgo, llevó más adelante el
intento de refundir una sociedad bajo un plan nuevo? La revolución de
1810 queda por este decreto derogada; ley ni arreglo ninguno queda
vigente; el campo para las innovaciones limpio como la palma de la mano,
y la República entera sometida sin dar una batalla siquiera y sin
consultar a los caudillos.

La _suma del Poder público_ de que se había investido para Buenos Aires
solo, la extiende a toda la República, porque no sólo no se dice que es
el sistema unitario el que se ha establecido, del que la persona de
Rosas es el centro, sino que con mayor tesón que nunca se grita: _¡Viva
la federación; mueran los unitarios!_ El epíteto unitario deja de ser el
distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado:
los asesinos de Quiroga son _unitarios_; Rodríguez es _unitario_;
Cullen, _unitario_; Santa Cruz, que trata de establecer la confederación
perú-boliviana, _unitario_. Es admirable la paciencia que ha mostrado
Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas.

En diez años se habrá visto escrito en la República Argentina treinta
millones de veces: _¡Viva la Confederación! ¡Viva el ilustre
Restaurador! ¡Mueran los salvajes unitarios!_, y nunca el cristianismo
ni el mahometismo multiplicaron tanto sus símbolos respectivos, la cruz
y la creciente, para estereotipar la creencia moral en exterioridades
materiales y tangibles. Todavía era preciso afinar aquel dicterio de
_unitario_; fué primero lisa y llanamente _unitarios_, más tarde los
_impíos_ unitarios, favoreciendo con eso las preocupaciones del partido
ultracatólico que secundó su elevación. Cuando se emancipó de ese pobre
partido, y el cuchillo alcanzó también a la garganta de curas y
canónigos, fué preciso abandonar la denominación de impíos; la
casualidad suministró una coyuntura.

Los diarios de Montevideo empezaron a llamar _salvaje_ a Rosas; un día
la _Gaceta_ de Buenos Aires apareció con esta agregación al tema
ordinario: muera los _salvajes_ unitarios; repitiólo la mazorca,
repitiéronlo todas las comunicaciones oficiales, repitiéronlo los
gobernadores del interior, y quedó consumada la adopción. «Repita usted
la palabra _salvaje_--escribía Rosas a López--hasta la saciedad, hasta
aburrir, hasta cansar. Yo sé lo que digo, amigo.» Más tarde se le agregó
_inmundos_, más tarde _asquerosos_, más tarde, en fin, don Baldomero
García decía en una comunicación al Gobierno de Chile, que sirvió de
cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel letrero «una
señal de conciliación y de paz», porque todo el sistema se reduce a
burlarse del sentido común.

La unidad de la República se realiza a fuerza de negarla; y desde que
todos dicen federación, claro está que hay unidad. Rosas se llama
encargado de las Relaciones Exteriores de la República, y sólo cuando la
fusión está consumada y ha pasado a tradición, a los diez años después,
don Baldomero García en Chile cambia aquel título por el de Director
Supremo de los asuntos de la República.

He aquí, pues, la República unitarizada, sometida toda ella al arbitrio
de Rosas; la antigua cuestión de los partidos de ciudad desnaturalizada;
cambiado el sentido de las palabras, e introducido el régimen de la
estancia de ganados en la administración de la República más guerrera,
más entusiasta por la libertad y que más sacrificios hizo para
conseguirla.

La muerte de López le entregaba a Santa Fe, la de los Reinafé a Córdoba,
la de Facundo a las ocho provincias de la falda de los Andes. Para tomar
posesión de todas ellas, bastáronle algunos obsequios personales,
algunas cartas amistosas y algunas erogaciones del erario. Los
auxiliares acantonados en San Luis recibieron un magnífico vestuario, y
sus sueldos empezaron a pagarse de las cajas de Buenos Aires.

El padre Aldao, a más de una suma de dinero, empezó a recibir su sueldo
de general de mano de Rosas, y el general Heredia, de Tucumán, que; con
motivo de la muerte de Quiroga, escribía a un amigo suyo: «¡Ay, amigo!
¡No sabe lo que ha perdido la República con la muerte de Quiroga! ¡Qué
porvenir, qué pensamiento tan grande de hombre! Quería constituir la
República y llamar a todos los emigrados para que contribuyesen con sus
luces y saber a esta grande obra»; el general Heredia recibió un
armamento y dinero para preparar la guerra contra el _impío unitario_
Santa Cruz, y se olvidó bien pronto del cuadro grandioso que Facundo
había desenvuelto a su vista en las conferencias que con él tuvo antes
de su muerte.

Una medida administrativa que influía sobre toda la nación vino a servir
de ensayo y manifestación de esta fusión unitaria y dependencia absoluta
de Rosas. Rivadavia había establecido correos que de ocho en ocho días
llevaban y traían la correspondencia de las provincias a Buenos Aires, y
uno mensual a Chile y otro a Bolivia, que daban el nombre a las dos
líneas generales de comunicación establecidas en la República. Los
Gobiernos civilizados del mundo ponen hoy toda solicitud en aumentar a
costa de gastos inmensos los correos no sólo de ciudad a ciudad, día por
día y hora por hora, sino en el seno mismo de las grandes ciudades,
estableciendo estafetas de barrio, y entre todos los puntos de la tierra
por medio de las líneas de vapores que atraviesan el Atlántico o costean
el Mediterráneo, porque la riqueza de los pueblos, la seguridad de las
especulaciones de comercio, todo depende de la facilidad de adquirir
noticias.

En Chile vemos todos los días, o los reclamos de los pueblos para que se
aumenten los correos, o bien la solicitud del Gobierno para
multiplicarlos por mar o por tierra. En medio de este movimiento general
del mundo para acelerar las comunicaciones de los pueblos, don Juan
Manuel Rosas, para mejor gobernar sus provincias, suprime los correos,
que no existen en toda la República hace catorce años. En su lugar
establece chasques de gobierno, que despacha él cuando hay una orden o
una noticia que comunicar a sus subalternos.

Esta medida horrible y ruinosa ha producido, sin embargo, para su
sistema, las consecuencias más útiles. La expectación, la duda, la
incertidumbre, se mantienen en el interior; los gobernadores mismos se
pasan tres o cuatro meses sin recibir un despacho, sin saber sino de
oídas lo que en Buenos Aires ocurre. Cuando un conflicto ha pasado,
cuando una ventaja se ha obtenido, entonces parten los chasques al
interior conduciendo cargas de _Gacetas_, partes y boletines, con una
carta al amigo, al compañero y gobernador, anunciándole que los
_salvajes unitarios_ han sido derrotados, que la Divina Providencia vela
por la conservación de la República.

Ha sucedido en 1843, que en Buenos Aires las harinas tenían un precio
exorbitante y las provincias del interior lo ignoraban; algunos que
tuvieron noticias privadas de sus corresponsales, mandaron cargamentos
que les dejaron pingües utilidades. Entonces las provincias de San Juan
y Mendoza, en masa, se movieron a especular sobre las harinas. Millares
de cargas atraviesan la Pampa, llegan a Buenos Aires, y encuentran...
que hacía dos meses que habían bajado de precio, hasta no costear ni los
fletes. Más tarde se corre en San Juan que las harinas han tomado valor
en Buenos Aires; los cosecheros suben el precio; suben las propuestas;
se compra el trigo por cantidades exorbitantes; se acumula en varias
manos, hasta que al fin una árrea que llega descubre que no ha habido
alteración ninguna en la plaza, que ella deja su carga de harina porque
no hay ni compradores. ¡Imagináos, si podéis, pueblos colocados a
inmensas distancias, ser gobernados de este modo!

Todavía en estos últimos años las consecuencias de sus tropelías le han
servido para consumar su obra unitaria. El Gobierno de Chile,
despreciado en sus reclamaciones sobre males inferidos a sus súbditos,
creyó oportuno cortar las relaciones comerciales con las provincias de
Cuyo. Rosas aplaudió la medida y se calló la boca. Chile le
proporcionaba lo que él no se había atrevido a intentar, que era cerrar
todas las vías de comercio que no dependiesen de Buenos Aires. Mendoza y
San Juan, La Rioja y Tucumán, que proveían de ganados, harina, jabón y
otros ramos valiosos a las provincias del norte de Chile, han abandonado
este tráfico. Un enviado ha venido a Chile, que esperó seis meses en
Mendoza, hasta que se cerrase la cordillera, y que hasta aquí hace tres
que no ha hablado una palabra de abrir el comercio.

Organizada la República bajo un plan de combinaciones tan fecundas en
resultados, contrájose Rosas a la organización de su poder en Buenos
Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había empujado sobre la
ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte, necesitando
moralizar esa misma campaña como propietario y borrar el camino por
donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se
consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que
debía servir a contener la República en la obediencia y a llevar el
estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos.

No era sólo el ejército la fuerza que había sustituído a la adhesión de
la campaña y a la opinión pública de la _ciudad_. Dos pueblos distintos
de razas diversas vinieron en su apoyo. Existe en Buenos Aires una
multitud de negros, de los millares quitados por los corsarios durante
la guerra del Brasil. Forman asociaciones según los pueblos africanos a
que pertenecen, tienen reuniones públicas, caja municipal, y un fuerte
espíritu de cuerpo que los sostiene en medio de los blancos.

Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza
guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están
excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o a los que los ocupa. Los
europeos que penetran en el interior del Africa toman negros a su
servicio, que los defiende de los otros negros, y se exponen por ellos a
los mayores peligros.

Rosas se formó una opinión pública, un pueblo adicto en la población
negra de Buenos Aires, y confió a su hija doña Manuelita esta parte de
su gobierno. La influencia de las negras para con ella, su favor para
con el Gobierno, han sido siempre sin límites. Un joven sanjuanino
estaba en Buenos Aires cuando Lavalle se acercaba en 1840; había pena de
la vida para el que saliese del recinto de la ciudad. Una negra vieja
que en otro tiempo había pertenecido a su familia y había sido vendida
en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está detenido: «Amito--le dice--,
¿cómo no me había avisado? En el momento voy a conseguirle
pasaporte.--¿Tú?--Yo, amito; la señorita Manuelita no me lo negará.» Un
cuarto de hora después la negra volvía con el pasaporte firmado por
Rosas, con orden a las partidas de dejarlo salir libremente.

Los negros ganados así para el Gobierno ponían en manos de Rosas un
celoso espionaje en el seno de cada familia, por los sirvientes y
esclavos, proporcionándole, además, excelentes e incorruptibles soldados
de otro idioma y de una raza salvaje. Cuando Lavalle se acercó a Buenos
Aires, el Fuerte y Santos Lugares estaban llenos, a falta de soldados,
de negras entusiastas vestidas de hombre para engrosar las fuerzas. La
adhesión de los negros dió al poder de Rosas una base indestructible.
Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina
de esta población, que encontraba su patria y su manera de gobernar en
el amo a quien servía. Para intimar la campaña, atrajo a los fuertes del
Sur algunas tribus salvajes, cuyos caciques estaban a sus órdenes.

Asegurados estos puntos principales, el tiempo irá consolidando la obra
de organización unitaria que el crimen había iniciado, y sostenían la
decepción y la astucia. La República así reconstruída, sofocado el
federalismo de las provincias, y por persuasión, conveniencia o temor,
obedeciendo todos sus gobiernos a la impulsión que se les da desde
Buenos Aires, Rosas necesita salir de los límites de su Estado para
ostentar afuera, para exhibir a la luz pública la obra de su ingenio.
¿De qué le ha servido absorberse las provincias si al fin había de
permanecer, como el doctor Francia, sin brillo en el exterior, sin
contacto ni influencia sobre los pueblos vecinos? La fuerte unidad dada
a la República sólo es la base firme que necesita para lanzarse y
producirse en un teatro más elevado, porque Rosas tiene conciencia de su
valer y espera una nombradía imperecedera.

Invitado por el Gobierno de Chile, toma parte en la guerra que este
Estado hace a Santa Cruz. ¿Qué motivos le hacen abrazar con tanto ardor
una guerra lejana y sin antecedentes para él? Una idea fija que lo
domina desde mucho antes de ejercer el Gobierno supremo de la República,
a saber: la reconstrucción del antiguo virreinato de Buenos Aires.

No es que por entonces conciba apoderarse de Bolivia, sino que, habiendo
cuestiones pendientes sobre límites, reclama la provincia de Tarija; lo
demás lo darán el tiempo y las circunstancias. A la otra orilla del
Plata también hay una desmembración del virreinato: la República
Oriental. Allí Rosas halla medios de establecer su influencia con el
gobierno de Oribe, y si no obtiene que no lo ataque la Prensa, consigue
al menos que el pacífico Rivadavia, los Agüero, Varelas y otros
unitarios de nota sean expulsados del territorio oriental.

Desde entonces la influencia de Rosas se encarna más y más en aquella
República, hasta que al fin el ex presidente Oribe se constituye en
general de Rosas, y los emigrados argentinos se confunden con los
nacionales en la resistencia que oponen a esta conquista disfrazada con
nombres especiosos. Más tarde, y cuando el doctor Francia muere, Rosas
se niega a reconocer la independencia del Paraguay, siempre preocupado
de su idea favorita: la reconstrucción del antiguo virreinato.

Pero todas estas manifestaciones de la Confederación Argentina no bastan
a mostrarlo en toda su luz; necesítase un campo más vasto, antagonistas
más poderosos, cuestiones de más brillo, una potencia europea, en fin,
con quien habérselas y mostrarle lo que es un Gobierno americano
original, y la fortuna no se esquiva esta vez para ofrecérsela.

La Francia mantenía en Buenos Aires, en calidad de agente consular, un
joven de corazón y capaz de simpatías ardientes por la civilización y la
libertad. M. Roger está relacionado con la juventud literata de Buenos
Aires, y mira, con la indignación de un corazón joven y francés, los
actos de inmoralidad, la subversión de todo principio de justicia y la
esclavitud de un pueblo que estima altamente. Yo no quiero entrar en la
apreciación de los motivos ostensibles que motivaron el bloqueo de
Francia, sino en las causas que venían preparando una coalición entre
Rosas y los agentes de los Poderes europeos. Los franceses, sobre todo,
se habían distinguido ya desde 1828 por su decisión entusiasta por la
causa que sostenían los antiguos unitarios. M. Guizot ha dicho en pleno
Parlamento que sus conciudadanos son muy entrometidos; yo no pondré en
duda autoridad tan competente; lo único que aseguraré es que, entre
nosotros, los franceses residentes se mostraron siempre franceses,
europeos y hombres de corazón; si después en Montevideo se han mostrado
lo que en 1828, eso probará que en todos tiempos son entrometidos, o
bien, que hay algo en las cuestiones políticas del Plata que les toca
muy de cerca.

Sin embargo, yo no comprendo cómo concibe M. Guizot que en un país
cristiano, en que los franceses residentes tienen sus hijos y su
fortuna, y esperan hacer de él su patria definitiva, han de mirar con
indiferencia el que se levante y afiance un sistema de gobierno que
destruye todas las garantías de las sociedades civilizadas, y abjura
todas las tradiciones, doctrinas y principios que ligan aquel país a la
gran familia europea.

Si la escena fuese en Turquía o en Persia, comprendo muy bien que serían
entrometidos por demás los extranjeros que se mezclasen en las querellas
de los habitantes; entre nosotros, y cuando las cuestiones son de la
clase de las que allí se ventilan, hallo muy difícil creer que el mismo
M. Guizot conservase cachaza suficiente para no desear siquiera el
triunfo de aquella causa que más de acuerdo está con su educación,
hábitos e ideas europeas. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los
europeos, de cualquier nación que sean, han abrazado con calor un
partido, y para que esto suceda, causas sociales muy profundas deben
militar para vencer el egoísmo natural al hombre extranjero; más
indiferentes se han mostrado siempre los americanos mismos.

La _Gaceta_ de Rosas se queja hasta hoy de la hostilidad puramente
personal de Purvis y otros agentes europeos que favorecen a los enemigos
de Rosas aun contra las órdenes expresas de sus Gobiernos. Estas
antipatías personales de europeos civilizados, más que la muerte de
Bacle, prepararon el bloqueo. El joven Roger quiso poner el peso de la
Francia en la balanza en que no alcanzaba a pesar bastante el partido
europeo civilizado que destruía Rosas, y M. Martigny, tan apasionado
como él, lo secundó en aquella obra más digna de esa Francia ideal que
nos ha hecho amar la literatura francesa, que de la verdadera Francia,
que anda arrastrándose hoy día tras de todas las cuestiones de hechos
mezquinos y sin elevación de miras.

Una desavenencia con la Francia era para Rosas el bello ideal de su
Gobierno, y no sería dado saber quién agriaba más la discusión, si M.
Roger con sus reclamos, su deseo de hacer caer aquel tirano bárbaro, o
Rosas, animado de su ojeriza contra los extranjeros y sus instituciones,
trajes, costumbres e ideas de gobierno. «Este bloqueo--decía Rosas
frotándose las manos de contento y entusiasmo--va a llevar mi nombre por
todo el mundo, y la América me mirará como el defensor de su
independencia.» Sus anticipaciones han ido más allá de lo que él podía
prometerse, y sin duda que Mehemet-Alí ni Abdel-Kader gozan hoy en la
tierra de una nombradía más sonada que la suya.

En cuanto a Defensor de la Independencia Americana, título que él se ha
arrogado, los hombres ilustrados de América empiezan hoy a disputárselo,
y acaso los hechos vengan tristemente a mostrar que sólo Rosas podía
echar a la Europa sobre la América y forzarla a intervenir en las
cuestiones que de este lado del Atlántico se agitan. La triple
intervención que se anuncia es la primera que ha tenido lugar en los
nuevos Estados americanos.

El bloqueo francés fué la vía pública por la cual llegó a manifestarse
sin embozo el sentimiento llamado propiamente _americanismo_. Todo lo
que de bárbaros tenemos; todo lo que nos separa de la Europa culta, se
mostró desde entonces en la República Argentina organizado en sistema y
dispuesto a formar de nosotros una entidad aparte de los pueblos de
procedencia europea. A la par de la destrucción de todas las
instituciones que nos esforzamos por todas partes en copiar a la Europa,
iba la persecución al frac, a la moda, a las patillas, a los peales del
calzón, a la forma del cuello del chaleco y al peinado que traía el
figurín; y a estas exterioridades europeas se sustituía el pantalón
ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como
trajes nacionales, eminentemente americanos, y este mismo don Baldomero
García que hoy nos trae a Chile el _Mueran los salvajes, asquerosos,
inmundos unitarios_, como «signo de conciliación y de paz», fué botado a
empujones del Fuerte un día en que, como magistrado, acudía a un
besamanos, por tener el salvajismo asqueroso e inmundo de presentarse
con frac.

Desde entonces la _Gaceta_ cultiva, ensancha, agita y desenvuelve en el
ánimo de sus lectores el odio a los europeos, el desprecio de los
europeos que quieren conquistarnos. A los franceses los llama
_titiriteros tiñosos_; a Luis Felipe, _guarda chanchos_ unitario, y a la
política europea, _bárbara_, _asquerosa_, _brutal_, _sanguinaria_,
_cruel_, _inhumana_. El bloqueo principia y Rosas escoge medios de
resistirlo, dignos de una guerra entre él y Francia. Quita a los
catedráticos de las Universidades sus rentas; a las escuelas primarias
de hombres y de mujeres, las dotaciones cuantiosas que Rivadavia les
había asignado; cierra todos los establecimientos filantrópicos; los
locos son arrojados a las calles, y los vecinos se encargan de encerrar
en sus casas a aquellos peligrosos desgraciados.

¿No hay una exquisita penetración en estas medidas? ¿No se hace la
verdadera guerra a la Francia, que en luces está a la cabeza de la
Europa, atacándola en la educación pública? El Mensaje de Rosas anuncia
todos los años que el celo de los ciudadanos mantiene los
establecimientos públicos. ¡Bárbaro! ¡Es la _ciudad_, que trata de
salvarse de no ser convertida en pampa si abandona la educación que la
liga al mundo civilizado! Efectivamente: el doctor Alcorta y otros
jóvenes dan lecciones gratis en la Universidad durante muchos años, a
fin de que no se cierren los cursos; los maestros de escuela continúan
enseñando y piden a los padres de familia una limosna para vivir, porque
quieren continuar dando lecciones.

La Sociedad de Beneficencia recorre secretamente las casas en busca de
suscripciones; improvisa recursos para mantener a las heroicas maestras,
que, con tal que no se mueran de hambre, han jurado no cerrar sus
escuelas, y el 25 de Mayo presentan sus millares de alumnas todos los
años, vestidas de blanco, a mostrar su aprovechamiento en los exámenes
públicos... ¡Ah, corazones de piedra! ¿Nos preguntaréis todavía por qué
combatimos?

Diera con lo que precede por terminadas las consecuencias que de la vida
de Facundo Quiroga se han derivado en los hechos históricos y en la
política de la República Argentina, si por conclusión de estos apuntes
aún no me quedara que apreciar las consecuencias morales que ha traído
la lucha de las campañas pastoras con las ciudades y los resultados, ya
favorables, ya adversos, que ha dado para el porvenir de la República.



CAPÍTULO II

PRESENTE Y PORVENIR

    Aprés avoir été conquérant, aprés
    s'étre déployé tout entier, il s'épuise,
    il a fait son temps, il est conquis
    lui mème: ce jour-là il quitte la scêne
    du monde, parce qu'alors il est
    devenu inutile à l'humanité.

    COUSIN.



El bloqueo de la Francia duraba dos años había, y el Gobierno
_americano_, animado del espíritu _americano_, hacía frente a la
Francia, al principio europeo, a las pretensiones europeas. El bloqueo
francés, empero, había sido fecundo en resultados sociales para la
República Argentina, y servía a manifestar en toda su desnudez la
situación de los espíritus y los nuevos elementos de lucha que debían
encender la guerra encarnizada que sólo puede terminar con la caída de
aquel Gobierno monstruoso. El Gobierno personal de Rosas continuaba sus
estragos en Buenos Aires, su fusión _unitaria_ en el interior, al paso
que en el exterior se presentaba haciendo frente gloriosamente a las
pretensiones de una potencia europea y reivindicando el poder americano
contra toda tentativa de invasión. Rosas ha probado--se decía por toda
la América, y aun se dice hoy--que la Europa es demasiado débil para
conquistar un Estado americano que quiere sostener sus derechos.

Sin negar esta verdad incuestionable, yo creo que lo que Rosas puso de
manifiesto es la supina ignorancia en que viven en Europa sobre los
intereses europeos en América, y los verdaderos medios de hacerlos
prosperar sin menoscabo de la independencia americana. A Rosas, además,
debe la República Argentina en estos últimos años haber llenado de su
nombre, de sus luchas y de la discusión de sus intereses el mundo
civilizado y puéstola en contacto más inmediato con la Europa, forzando
a sus sabios y a sus políticos a contraerse a estudiar este mundo
trasatlántico, que tan importante papel está llamado a figurar en el
mundo futuro.

Yo no digo que hoy estén mucho más avanzados en conocimientos, sino que
ya están en vías de experimento y que al fin la verdad ha de ser
conocida. Mirado el bloqueo francés bajo su aspecto material, es un
hecho obscuro que a ningún resultado histórico conduce; Rosas cede de
sus pretensiones, la Francia deja pudrirse sus buques en las aguas del
Plata; he aquí toda la historia del bloqueo.

La aplicación del nuevo sistema de Rosas había traído un resultado
singular, a saber: que la población de Buenos Aires se había fugado y
reunídose en Montevideo. Quedaban, es verdad, en la orilla izquierda del
Plata las mujeres, los hombres materiales, _aquellos que pacen su pan
bajo la férula de cualquier tirano_; los hombres, en fin, para quienes
el interés de la libertad, la civilización y la dignidad de la patria es
posterior al de comer o dormir; pero toda aquella escasa porción de
nuestras sociedades y de todas las sociedades humanas, para la cual
entra por algo en los negocios de la vida el vivir bajo un gobierno
racional y preparar sus destinos futuros, se hallaba reunida en
Montevideo, adonde, por otra parte, con el bloqueo y la falta de
seguridad individual, se había trasladado el comercio de Buenos Aires y
las principales casas extranjeras.

Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios con todo el
personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, 18
generales de la República, sus escritores, los excongresales, etc.;
estaban ahí, además, los federales de la _ciudad_, emigrados de 1833
adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitución
de 1826 expulsadas por Rosas con el apodo de _lomos negros_. Venían
después los fautores de Rosas, que no habían podido ver sin horror la
obra de sus manos, o que, sintiendo aproximarse a ellos el cuchillo
exterminador, habían, como Tallien y los termidorianos, intentado salvar
sus vidas y la patria, destruyendo lo mismo que ellos habían creado.

Ultimamente había llegado a reunirse en Montevideo un cuarto elemento
que no era ni unitario, ni federal, ni exrosista, y que ninguna afinidad
tenía con aquéllos, compuesto de la nueva generación que había llegado a
la virilidad en medio de la destrucción del orden antiguo y la
plantación del nuevo. Como Rosas ha tenido tan buen cuidado y tanto
tesón de hacer creer al mundo que sus enemigos son hoy los unitarios del
año 26, creo oportuno entrar en algunos detalles sobre esta última faz
de las ideas que han agitado la República.

La numerosa juventud que el Colegio de Ciencias Morales, fundado por
Rivadavia, había reunido de todas las provincias, la que la Universidad,
el Seminario y los muchos establecimientos de educación que pululaban en
aquella ciudad que tuvo un día el candor de llamarse la _Atenas_
americana habían preparado para la vida pública, se encontraba sin foro,
sin Prensa, sin tribuna, sin esa vida pública, sin teatro, en fin, en
que ensayar las fuerzas de una inteligencia juvenil y llena de
actividad. Por otra parte, el contacto inmediato que con la Europa
habían establecido la revolución de la Independencia, el comercio y la
administración de Rivadavia tan eminentemente europea, había echado a la
juventud argentina en el estudio del movimiento político y literario de
la Europa y de la Francia sobre todo.

El romanticismo, el eclecticismo, el socialismo, todos aquellos diversos
sistemas de ideas tenían acalorados adeptos, y el estudio de las teorías
sociales se hacía a la sombra del despotismo más hostil a todo
desenvolvimiento de ideas. El doctor Alsina, dando lección en la
Universidad sobre legislación, después de explicar lo que era el
despotismo, añadía esta frase final: «En suma, señores: ¿quieren ustedes
tener una idea cabal de lo que es el despotismo? Ahí tienen ustedes el
Gobierno de don Juan Manuel Rosas con facultades extraordinarias.» Una
lluvia de aplausos siniestros y amenazadores ahogaba la voz del osado
catedrático.

Al fin esa juventud que se esconde con sus libros europeos a estudiar en
secreto, con su Sismondi, su Lherminier, su Tocqueville, sus revistas
_Británicas_, de _Ambos Mundos_, _Enciclopédica_, su Jouffroi, su
Cousin, su Guizot, etc., etc., se interroga, se agita, se comunica, y al
fin se asocia indeliberadamente, sin saber fijamente para qué, llevada
de una impulsión que cree puramente literaria, como si las letras
corrieran peligro de perderse en aquel mundo bárbaro, o como si la buena
doctrina perseguida en la superficie necesitase ir a esconderse en el
asilo subterráneo de las catacumbas para salir de allí compacta y
robustecida a luchar con el poder.

El Salón Literario de Buenos Aires fué la primera manifestación de este
espíritu nuevo. Algunas publicaciones periódicas, algunos opúsculos en
que las doctrinas europeas aparecían mal digeridas aún fueron sus
primeros ensayos. Hasta entonces nada de políticas, nada de partidos;
aún había muchos jóvenes que, preocupados con las doctrinas históricas
francesas, creyeron que Rosas, su Gobierno, su sistema original, su
reacción contra la Europa era una manifestación nacional americana, una
civilización, en fin, con sus caracteres y formas peculiares. No entraré
a apreciar ni la importancia real de estos estudios ni las fases
incompletas, presuntuosas y aun ridículas que presentaba aquel
movimiento literario; eran ensayos de fuerzas inexpertas y juveniles que
no merecerían recuerdo si no fuesen precursores de un movimiento más
fecundo en resultados. Del seno del Salón Literario se desprendió un
grupo de cabezas inteligentes que, asociándose secretamente, proponíase
formar un carbonarismo que debía echar en toda la República las bases de
una reacción civilizada contra el Gobierno bárbaro que había triunfado.

Tengo, por fortuna, el acta original de esta asociación a la vista, y
puedo con satisfacción contar los nombres que la suscribieron. Los que
los llevan están hoy diseminados por Europa y América, excepto algunos
que han pagado a la patria su tributo con una muerte gloriosa en los
campos de batalla.

Casi todos los que sobreviven son hoy literatos distinguidos, y si un
día los poderes intelectuales han de tener parte en la dirección de los
negocios de la República Argentina, muchos y muy completos instrumentos
hallará en esta escogida pléyade largamente preparada por el talento, el
estudio, los viajes, la desgracia y el espectáculo de los errores y
desaciertos que han presenciado o cometido ellos mismos.

«En nombre de Dios--dice el acta--, de la patria, de los héroes y
mártires de la Independencia Americana; en nombre de la sangre y de las
lágrimas inútilmente derramadas en nuestra guerra civil, todos y cada
uno de los miembros de la asociación de la joven generación argentina:

»Creyendo que todos los hombres son iguales;

»Que todos son libres, que todos son hermanos, iguales en derechos y
deberes;

»Libres en el ejercicio de sus facultades para el bien de todos;

»Hermanos para marchar a la conquista de aquel bien y al lleno de los
destinos humanos;

»Creyendo en el progreso de la humanidad; teniendo fe en el porvenir;

»Convencidos de que la unión constituye la fuerza;

»Que no puede existir fraternidad ni unión sin el vínculo de los
principios;

»Y deseando consagrar sus esfuerzos a la libertad y felicidad de su
patria y a la regeneración completa de la sociedad argentina,

»1.º Juran concurrir con su inteligencia, sus bienes y sus brazos a la
realización de los principios formulados en las _palabras simbólicas_
que forman las bases del pacto de la alianza;

»2.º Juran no desistir de la empresa sean cuales fueren los peligros que
amaguen a cada uno de los miembros sociales;

»3.º Juran sostenerlos a todo trance y usar de todos los medios que
tengan en sus manos para difundirlos y propagarlos, y

»4.º Juran fraternidad recíproca, unión estrecha y perpetuo silencio
sobre lo que pueda comprometer la existencia de la Asociación.»

Las _palabras simbólicas_, no obstante la obscuridad emblemática del
título, eran sólo el credo político que reconoce y confiesa el mundo
cristiano, con la sola agregación de la prescindencia de los asociados
de las ideas e intereses que antes habían dividido a unitarios y
federales, con quienes podían ahora armonizar, puesto que la común
desgracia los había unido en el destierro.

Mientras estos nuevos apóstoles de la República y de la civilización
europea se preparaban a poner a prueba sus juramentos, la persecución de
Rosas llegaba ya hasta ellos, jóvenes sin antecedentes políticos,
después de haber pasado por sus partidarios mismos, por los federales
_lomos negros_ y por los antiguos unitarios. Fueles preciso, pues,
salvar con sus vidas las doctrinas que tan sensatamente habían
formulado, y Montevideo vió venir, unos en pos de otros, centenares de
jóvenes que abandonaban su familia, sus estudios y sus negocios para ir
a buscar a la ribera oriental del Plata un punto de apoyo para
desplomar, si podían, aquel poder sombrío que se hacía un parapeto de
cadáveres y tenía de avanzada una horda de asesinos legalmente
constituída.

He necesitado entrar en estos pormenores para caracterizar un gran
movimiento que se operaba por entonces en Montevideo y que ha
escandalizado a la América dando a Rosas una poderosa arma moral para
robustecer su Gobierno y su principio _americano_. Hablo de la alianza
de los enemigos de Rosas con los franceses que bloqueaban a Buenos
Aires, que Rosas ha echado en cara eternamente como un baldón a los
unitarios. Pero en honor de la verdad histórica y de la justicia, debo
declarar, ya que la ocasión se presenta, que los verdaderos unitarios,
los hombres que figuraron hasta 1829, no son responsables de aquella
alianza; los que cometieron aquel delito de leso americanismo; los que
se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea,
sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata, fueron los
jóvenes; en una palabra: ¡fuimos _nosotros_! Sé muy bien que en los
estados americanos halla eco Rosas, aun entre hombres liberales y
eminentemente civilizados, sobre este delicado punto, y que para muchos
es todavía un error afrentoso el haberse asociado los argentinos a los
_extranjeros_ para derrocar a un tirano. Pero cada uno debe reposar en
sus convicciones, y no descender a justificarse de lo que cree
firmemente y sostiene de palabra y obra. Así, pues, diré en despecho de
quienquiera que sea, que la gloria de haber comprendido que había
alianza íntima entre los enemigos de Rosas y los poderes civilizados de
Europa, nos perteneció toda entera a nosotros.

Los unitarios más eminentes, como los americanos, como Rosas y sus
satélites, estaban demasiado preocupados de esa idea de la nacionalidad,
que es patrimonio del hombre desde la tribu salvaje y que le hace mirar
con horror al extranjero.

En los pueblos castellanos este sentimiento ha ido hasta convertirse en
una pasión brutal capaz de los mayores y más culpables excesos, capaz
del suicidio. La juventud de Buenos Aires llevaba consigo esta idea
fecunda de la fraternidad de intereses con la Francia y la Inglaterra;
llevaba el amor a los pueblos europeos asociado al amor a la
civilización, a las instituciones y a las letras que la Europa nos había
legado, y que Rosas destruía en nombre de América, sustituyendo otro
vestido al vestido europeo, otras leyes a las leyes europeas, otro
gobierno al gobierno europeo.

Esta juventud, impregnada de las ideas civilizadoras de la literatura
europea, iba a buscar en los europeos enemigos de Rosas sus antecesores,
sus padres, sus modelos; el apoyo contra la América tal como la
presentaba Rosas: bárbara como el Asia, despótica y sanguinaria como la
Turquía, persiguiendo y despreciando la inteligencia como el
mahometismo.

Si los resultados no han correspondido a sus expectaciones, suya no fué
la culpa, ni los que les afean aquella alianza pueden tampoco
vanagloriarse de haber acertado mejor; pues si los franceses pactaron al
fin con el tirano, no por eso intentaron nada contra la independencia
argentina, y si por un momento ocuparon la isla de Martín García,
llamaron luego un jefe argentino que se hiciese cargo de ella. Los
argentinos, antes de asociarse a los franceses habían exigido
declaraciones públicas de parte de los bloqueadores de respetar el
territorio argentino, y las habían obtenido solemnes.

En tanto, la idea que tanto combatieron los unitarios al principio, y
que llamaban una traición a la patria, se generalizó y los dominó y
sometió a ellos mismos, y cunde hoy por toda la América y se arraiga en
los ánimos.

En Montevideo, pues, se asociaron la Francia y la República Argentina
europea para derrocar el monstruo del _americanismo_ hijo de la Pampa;
desgraciadamente, dos años se perdieron en debates, y cuando la alianza
se firmó, la cuestión de Oriente requirió las fuerzas navales de
Francia, y los aliados argentinos quedaron solos en la brecha. Por otra
parte, las preocupaciones unitarias estorbaron que se adoptasen los
verdaderos medios militares y revolucionarios para obrar contra el
tirano, yendo a estrellarse los esfuerzos intentados contra los
elementos que se habían dejado formarse más poderosos.

M. Martigny, uno de los pocos franceses que habiendo vivido largo tiempo
entre los americanos, sabía comprender sus intereses y los de Francia en
América, francés de corazón que deploraba todos los días los extravíos,
preocupaciones y errores de esos mismos argentinos a quienes quería
salvar, decía de los antiguos unitarios: «son los emigrados franceses de
1789; no han olvidado nada ni aprendido nada». Y efectivamente: vencidos
en 1829 por la _montonera_, creían que todavía la montonera era un
elemento de guerra, y no querían formar ejército de línea; dominados
entonces por las campañas pastoras, creían ahora inútil apoderarse de
Buenos Aires; con preocupaciones invencibles contra los _gauchos_, los
miraban aún como sus enemigos naturales, parodiando, sin embargo, su
táctica guerrera, sus hordas de caballería y hasta su traje en los
ejércitos.

Una revolución radical, empero, se había estado operando en la
República, y el haberla comprendido a tiempo habría bastado para
salvarla. Rosas, elevado por la campaña y apenas asegurado del Gobierno,
se había consagrado a quitarle todo su poder. Por el veneno, por la
traición, por el cuchillo, había dado muerte a todos los comandantes de
campaña que habían ayudado a su elevación, y sustituído en su lugar
hombres sin capacidad, sin reputación, armados, sin embargo, del poder
de matar sin responsabilidad.

Las atrocidades de que era teatro sangriento Buenos Aires habían, por
otra parte, hecho huir a la campaña a una inmensa multitud de
ciudadanos, que, mezclándose con los gauchos, iban obrando lentamente
una fusión radical entre los hombres del campo y los de la ciudad; la
común desgracia los reunía; unos y otros execraban aquel monstruo
sediento de sangre y de crímenes, ligándolos para siempre en un voto
común. La campaña, pues, había dejado de pertenecer a Rosas, y su poder,
faltándole aquella base y la de la opinión pública, había ido a apoyarse
en una horda de asesinos disciplinados y en un ejército de línea. Rosas,
más perspicaz que los unitarios, se había apoderado del arma que ellos
gratuitamente abandonaban: la infantería y el cañón. Desde 1835
disciplinaba rigurosamente sus soldados, y cada día se desmontaba un
escuadrón para engrosar los batallones.

No por eso Rosas contaba con el espíritu de sus tropas, como no contaba
con la campaña ni con los ciudadanos. Las conspiraciones cruzaban
diariamente sus hilos que venían de diversos focos, y la unanimidad del
designio hacía por la exuberancia misma de los medios, casi imposible
llevar nada a cabo. Ultimamente, la mayor parte de sus jefes y todos los
cuerpos de línea estaban complicados en una conjuración que encabezaba
el joven coronel Maza, quien, teniendo en sus manos la suerte de Rosas
durante cuatro meses, perdía un tiempo precioso en comunicarse con
Montevideo y revelar sus planes.

Al fin sucedió lo que debía de suceder: la conspiración fué descubierta,
y Maza murió llevándose consigo el secreto de la complicidad de la mayor
parte de los jefes que continúan hoy al servicio de Rosas. Más tarde, no
obstante este contraste, estalló la sublevación en masa de la campaña,
encabezada por el coronel Cramer, Castelli y centenares de hacendados
pacíficos. Pero aun esta revolución tuvo mal éxito, y setecientos
gauchos pasaron por la angustia de abandonar su pampa y su parejero y
embarcarse para ir a continuar en otra parte la guerra. Todos estos
inmensos elementos estaban en poder de los unitarios, pero sus
preocupaciones no les dejaban aprovecharlos; pedían ante todo que
aquellas fuerzas nuevas, actuales, se subordinasen a nombres antiguos y
pasados.

No concebían la revolución sino bajo las órdenes de Soler, Alvear,
Lavalle u otro de reputación, de gloria clásica; y mientras tanto,
sucedía en Buenos Aires lo que en Francia había sucedido en 1830, a
saber: que todos los generales querían la revolución, pero les faltaba
corazón y entrañas; estaban gastados, como esos centenares de generales
franceses que en los días de julio cosecharon los resultados del valor
del pueblo, a quien no quisieron prestar su espada para triunfar.
Faltáronnos los jóvenes de la Escuela Politécnica para que encabezasen a
una ciudad que sólo pedía una voz de mando para salir a las calles y
desbaratar la mazorca y desalojar al caníbal. La mazorca, malogradas
estas tentativas, se encargó de la fácil tarea de inundar las calles de
sangre y de helar el ánimo de los que sobrevivían a fuerza de crímenes.

El Gobierno francés, al fin, mandó a M. Mackau a terminar a _todo
trance_ el bloqueo, y con los conocimientos de M. Mackau sobre las
cuestiones americanas, se firmó un tratado que dejaba a merced de Rosas
el ejército de Lavalle, que llegaba en aquellos momentos mismos a las
goteras de Buenos Aires y malograba para la Francia las simpatías
profundas de los argentinos por ella y la de los franceses por los
argentinos; porque la fraternidad galo-argentina estaba cimentada en una
afección profunda de pueblo a pueblo, y en tal comunidad de intereses e
ideas, que aun hoy, después de los desbarros de la política francesa,
no ha podido en tres años despegar de las murallas de Montevideo a los
heroicos extranjeros que se han aferrado a ellas como al último
atrincheramiento que a la civilización europea queda en las márgenes del
Plata. Quizá esta ceguedad del Ministerio ha sido útil a la República
Argentina; era preciso que desencantamiento semejante nos hubiese hecho
conocer la Francia poder, la Francia gobierno, muy distinta de esa
Francia ideal y bella, generosa y cosmopolita, que tanta sangre ha
derramado por la libertad, y que sus libros, sus filósofos, sus revistas
nos hacían amar desde 1810.

La política que al Gobierno francés trazan todos sus publicistas,
Considerant, Damiront y otros, simpática por el progreso, la libertad y
la civilización, podría haberse puesto en ejercicio en el Río de la
Plata, sin que por eso bambolease el trono de Luis Felipe, que han
creído acuñar con la esclavitud de la Italia, de la Polonia y de la
Bélgica; y la Francia habría cosechado en influencias y simpatías lo que
no le dió su pobre tratado Mackau, que afianzaba un poder hostil por
naturaleza a los intereses europeos, que no pueden medrar en América
sino bajo la sombra de instituciones civilizadoras y libres. Digo lo
mismo con respecto a la Inglaterra, cuya política en el Río de la Plata
haría sospechar que tiene el secreto designio de dejar debilitarse, bajo
el despotismo de Rosas, aquel espíritu que la rechazó en 1807, para
volver a probar fortuna cuando una guerra europea u otro gran movimiento
deja la tierra abandonada al pillaje, y añadir esta posesión a las
concesiones necesarias para firmar un tratado, como el definitivo de
Viena, en que se hizo conceder Malta, El Cabo y otros territorios
adquiridos por un golpe de mano. Porque, ¿cómo sería posible concebir de
otro modo, si la ignorancia en que viven en Europa de la situación de
América no lo disculpase; cómo sería posible concebir, digo, que la
Inglaterra, tan solícita en formarse mercados para sus manufacturas,
haya estado durante veinte años viendo tranquilamente, si no coadyuvando
en secreto a la aniquilación de todo principio civilizador en las
orillas del Plata y dando la mano para que se levante cada vez que le ha
visto bambolearse al tiranuelo ignorante que ha puesto una barra al río
para que la Europa no pueda penetrar hasta el corazón de la América a
sacar las riquezas que encierra y que nuestra inhabilidad desperdicia?
¿Cómo tolerar al enemigo implacable de los _extranjeros_ que, con su
inmigración a la sombra de un Gobierno simpático a los europeos y
protector de la seguridad individual, habrían poblado en estos últimos
veinte años las costas de nuestros inmensos ríos y realizado los mismos
prodigios que en menos tiempo se han consumado en las riberas del
Mississipí? ¿Quiere la Inglaterra consumidores, cualquiera que el
Gobierno de un país sea? Pero, ¿qué han de consumir 600.000 gauchos,
pobres, sin industria, como sin necesidades, bajo un Gobierno que,
extinguiendo las costumbres y gustos europeos, disminuye necesariamente
el consumo de productos europeos? ¿Habremos de creer que la Inglaterra
desconoce hasta este punto sus intereses en América? ¿Ha querido poner
su mano poderosa para que no se levante en el sur de la América un
Estado como el que ella engendró en el norte? ¡Qué ilusión! Ese Estado
se levantará en despecho suyo, aunque sieguen sus retoños cada año,
porque la grandeza del Estado está en la pampa pastora, en las
producciones tropicales del Norte y en el gran sistema de ríos
navegables cuya aorta es el Plata. Por otra parte, los españoles no
somos ni navegantes ni industriosos, y la Europa nos proveerá por
largos siglos de sus artefactos, en cambio de nuestras materias
primeras; y ella y nosotros ganaremos en el cambio; la Europa nos pondrá
el remo en la mano y nos remolcará río arriba, hasta que hayamos
adquirido el gusto de la navegación.

Se ha repetido de orden de Rosas en todas las Prensas europeas que él es
el único capaz de gobernar en los pueblos semibárbaros de la América. No
es tanto de la América tan ultrajada que me lastimo, sino de las pobres
manos que se han dejado guiar para estampar esas palabras. Es muy
curioso que sólo sea capaz de gobernar aquél que no ha podido obtener un
día de reposo, y que después de haber destrozado, envilecido y
ensangrentado su patria, se encuentra que, cuando creía cosechar el
triunfo de tantos crímenes, está enredado con tres Estados americanos:
con el Uruguay, el Paraguay y el Brasil, y que aun le quedan a su
retaguardia Chile y Bolivia, con quienes tiene todas las exterioridades
del estado de guerra; porque por más precauciones que el Gobierno de
Chile tome para no malquistarse con el monstruo, la malquerencia está en
el modo de ser íntimo de ambos pueblos, en las instituciones que los
rigen y las tendencias diversas de su política. Para saber lo que Rosas
pretenderá de Chile, basta tomar la Constitución del Estado; pues bien:
ahí está la guerra; entregadle la Constitución, ya sea directa o
indirectamente, y la paz vendrá en pos, esto es, estaréis conquistados
para el Gobierno _americano_.

La Europa, que ha estado diez años alejándose del contacto con la
República Argentina, se ve llamada hoy por el Brasil para que lo proteja
contra el malestar que le hace sufrir la proximidad de Rosas. ¿No
acudirá a este llamado? Acudirá más tarde, no haya miedo; acudirá cuando
la República misma salga del aturdimiento en que la han dejado los
millares de asesinatos con que la han amedrentado, porque los asesinatos
no constituyen un Estado; acudirá cuando el Uruguay y el Paraguay pidan
que se haga respetar el tratado hecho entre el león y el cordero;
acudirá cuando la mitad de la América del Sur se halle trastornada por
el desquiciamiento que trae la subversión de todo principio de moral y
de justicia.

La República Argentina está organizada hoy en una máquina de guerra, que
no puede dejar de obrar sin anular el poder que ha absorbido todos los
intereses sociales. Concluída en el interior la guerra, ha salido ya al
exterior; el Uruguay no sospechaba ahora diez años que él tuviese que
habérselas con Rosas; el Paraguay no se lo imaginaba ahora cinco; el
Brasil no lo temía ahora dos; Chile no lo sospechaba todavía; Bolivia lo
miraría como ridículo; pero ello vendrá por la naturaleza de las cosas,
porque esto no depende de la voluntad de los pueblos ni de los
Gobiernos, sino de las condiciones inherentes a toda faz social. Los que
esperan que el mismo hombre ha de ser primero el azote de su pueblo y el
reparador de sus males después, el destructor de las instituciones que
traen la sanción de la humanidad civilizada y el organizador de la
sociedad, conocen muy poco la Historia. Dios no procede así: un hombre,
una época para cada faz, para cada revolución, para cada progreso.

No es mi ánimo trazar la historia de este reinado del terror, que dura
desde 1832 hasta 1845, circunstancia que lo hace único en la historia
del mundo. El detalle de todos sus espantosos excesos no entra en el
plan de mi trabajo. La historia de las desgracias humanas y de los
extravíos a que puede entregarse un hombre cuando goza del poder sin
freno, se engrosará en Buenos Aires de horribles y raros datos. Sólo he
querido pintar el origen de este Gobierno y ligarlo a los antecedentes,
caracteres, hábitos y accidentes nacionales que ya desde 1810 venían
pugnando por abrirse paso y apoderarse de la sociedad. He querido,
además, mostrar los resultados que ha traído y las consecuencias de
aquella espantosa subversión de todos los principios en que reposan las
sociedades humanas.

Hay un vacío en el Gobierno de Rosas que por ahora no me es dado sondar,
pero que el vértigo que ha enloquecido a la sociedad ha ocultado hasta
aquí. Rosas no _administra_; no gobierna en el sentido oficial de la
palabra. Encerrado meses en su casa, sin dejarse ver de nadie, él solo
dirige la guerra, las intrigas, el espionaje, la mazorca, todos los
diversos resortes de su tenebrosa política; todo lo que no es útil para
la guerra, todo lo que no perjudica a sus enemigos, no forma parte del
Gobierno, no entra en la administración.

Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la
República que despedaza, no; es un grande y poderoso instrumento de la
Providencia, que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa.
Ved cómo. Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las
provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos;
él lo extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que
Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy todos esos caudillejos del
interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo y no
respiran sin su consentimiento. La idea de los unitarios está realizada;
sólo está de más el tirano; el día que un buen Gobierno se establezca,
hallará las resistencias locales vencidas y todo dispuesto para la
_unión_.

La guerra civil ha llevado a los porteños al interior, y a los
provincianos de unas provincias a otras. Los pueblos se han conocido, se
han estudiado y se han acercado más de lo que el tirano quería; de ahí
viene su cuidado de quitarles los correos, de violar la correspondencia
y vigilarlos a todos. La _unión_ es íntima.

Existían antes dos sociedades diversas: las _ciudades_ y las campañas;
echándose las campañas sobre las _ciudades_ se han hecho ciudadanos los
gauchos y simpatizado con la causa de las ciudades.

La montonera ha desaparecido con la despoblación de La Rioja, San Luis,
Santa Fe y Entre Ríos, sus focos antiguos, y hoy los _gauchos_ de las
tres primeras corretean los llanos y la Pampa en sostén de los enemigos
de Rosas. ¿Aborrece Rosas a los extranjeros? Los extranjeros toman parte
en favor de la civilización americana, y durante tres años burlan en
Montevideo su poder y muestran a toda la República que no es invencible
Rosas, y que aun puede lucharse contra él. Corrientes vuelve a armarse,
y bajo las órdenes del más hábil y más europeo general que la República
tiene, se está preparando ahora a principiar la lucha _en forma_, porque
todos los errores pasados son otras tantas lecciones para lo venidero.
Lo que ha hecho Corrientes lo han de hacer más hoy, más mañana, todas
las provincias, porque les va en ello la vida y el porvenir.

¿Ha privado a sus conciudadanos de todos los derechos y desnudádolos de
toda garantía? Pues bien: no pudiendo hacer lo mismo con los
extranjeros, éstos son los únicos que se pasean con seguridad en Buenos
Aires. Cada contrato que un hijo del país necesita celebrar, lo hace
bajo la firma de un extranjero, y no hay sociedad, no hay negocio en que
los extranjeros no tengan parte. De manera que el derecho y las
garantías existen en Buenos Aires bajo el despotismo más horrible. «¡Qué
buen sirviente parece este irlandés!»--decía a su patrón un transeúnte
por Buenos Aires. «Sí--contestaba aquél--; lo he tomado por eso: porque
estoy seguro de no ser espiado por mis criados y porque me presta su
firma para todos mis contratos. Aquí sólo estos sirvientes tienen segura
su vida y sus propiedades.»

¿Los gauchos, la plebe y los compadritos lo elevaron? Pues él los
extinguirá: sus ejércitos los devorarán. Hoy no hay lechero, sirviente,
panadero, peón, gañán ni cuidador de ganado que no sea alemán, inglés,
vasco, italiano, español, porque es tal el consumo de hombres que ha
hecho en diez años; tanta carne humana necesita el _americanismo_, que
al cabo la población americana se agota y va toda a enregimentarse en
los cuadros que la metralla ralea desde que el sol sale hasta que
anochece.

Cuerpo hay al frente de Montevideo que no conserva hoy un soldado y sólo
dos oficiales de los que lo compusieron al principio. La población
argentina desaparece, y la extranjera ocupa su lugar en medio de los
gritos de la mazorca y de la _Gaceta_: _¡Mueran los extranjeros!_ Como
la unidad se realiza gritando: _¡Mueran los unitarios!_ Como la
federación ha muerto gritando: _¡Viva la federación!_

¿No quiere Rosas que se naveguen los ríos? Pues bien: el Paraguay toma
las armas para que se le permita navegarlos libremente; se asocia a los
enemigos de Rosas, al Uruguay, a la Inglaterra y a la Francia, que todos
desean que se deje el tránsito libre para que se exploten las inmensas
riquezas del corazón de la América. Bolivia se asociará, quiera que no,
a este movimiento, y Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Corriente, Jujuy,
Salta y Tucumán lo secundarán desde que comprendan que todo su interés,
todo su engrandecimiento futuro depende de que esos ríos, a cuyas
riberas duermen hoy en lugar de vivir, lleven y traigan las riquezas del
comercio que hoy sólo explota Rosas con el puerto, cuya posesión le da
millones para empobrecer a las provincias.

La cuestión de la libre navegación de los ríos que desembocan en el
Plata es hoy una cuestión europea, americana y argentina a la vez, y
Rosas tiene en ella guerra interior y exterior hasta que caiga y los
ríos sean navegados libremente. Así, lo que no se consiguió por la
importancia que los unitarios daban a la navegación de los ríos, se
consigue hoy por la torpeza del gaucho de la Pampa.

¿Ha perseguido Rosas la educación pública y hostilizado y cerrado los
colegios, la Universidad y expulsado a los jesuítas? No importa;
centenares de alumnos argentinos cuentan en su seno los colegios de
Francia, Chile, Brasil, Norteamérica, Inglaterra y aun España. Ellos
volverán luego a realizar en su patria las instituciones que ven brillar
en todos esos Estados libres, y pondrán su hombro para derrocar al
tirano semibárbaro. ¿Tiene una antipatía mortal a los poderes europeos?
Pues bien: los poderes europeos necesitan estar bien armados, bien
fuertes en el Río de la Plata, y mientras Chile y los demás Estados
libres de América no tienen sino un cónsul y un buque de guerra
extranjero en sus costas, Buenos Aires tiene que hospedar enviados de
segundo orden, y escuadras extranjeras, que están a la mira de sus
intereses y para contener las demasías del potro indómito y sin freno
que está a la cabeza del Estado.

¿Degüella, castra, descuartiza a sus enemigos para acabar de un solo
golpe y con una batalla la guerra? Pues bien: ha dado ya veinte
batallas, ha muerto veinte mil hombres, ha cubierto de sangre y de
crímenes espantosos toda la República; ha despoblado la campaña y la
ciudad para engrosar sus sicarios, y al fin de diez años de triunfo su
posición precaria es la misma. Si sus ejércitos no toman a Montevideo,
sucumbe; si la toman, quédale el general Paz con ejércitos; quédale el
Paraguay virgen; quédale el Imperio del Brasil; quédale Chile y Bolivia
que han de estallar al fin; quédale la Europa que lo ha de enfrenar;
quédanle, por último, diez años de guerra, de despoblación y pobreza
para la República, o sucumbir: no hay remedio. ¿Triunfará? Pero sus
adictos habrán perecido, y otra población y otros hombres reemplazarán
el vacío que ellos dejen. Volverán los emigrados a cosechar los frutos
de su triunfo.

¿Ha encadenado la Prensa y puesto una mordaza al pensamiento para que no
discuta los intereses de la patria, para que no se ilustre e instruya,
para que no revele los crímenes horrendos que ha cometido y que nadie
quiere creer a fuerza de ser espantosos e inauditos? ¡Insensato! ¿Qué es
lo que has hecho? Los gritos que quieres ahogar cortando la garganta,
para que por la herida se escape la voz y no llegue a los labios,
resuenan hoy por toda la redondez de la tierra. Las Prensas de Europa y
América te llaman a porfía el execrable Nerón, el tirano brutal. Todos
tus crímenes han sido contados; tus víctimas hallan partidarios y
simpatías por todas partes, y gritos vengadores llegan hasta vuestros
oídos. Toda la Prensa europea discute hoy los intereses argentinos como
si fueran los suyos propios, y el nombre argentino anda en tu deshonra
en boca de todos los pueblos civilizados.

La discusión de la Prensa está hoy en todas partes, y para oponer la
verdad a tu infame _Gaceta_, están cien diarios que desde París y
Londres, desde el Brasil y Chile, desde Montevideo y Bolivia, te
combaten y publican tus maldades. Has logrado la fama a que aspirabas,
sin duda; pero en la miseria del destierro, en la obscuridad de la vida
privada, no cambiarían tus proscriptos una sola hora de sus ocios por
las que te da tu celebridad espantosa; por las punzadas que de todas
partes recibes; por los reproches que te haces a ti mismo de haber hecho
tanto mal inútilmente. El _americanismo_, el enemigo de los europeos
condenado a gritar en francés, en inglés y en castellano: _¡Mueran los
extranjeros!_ _¡Mueran los unitarios!_ ¡Eh! ¡Eres tú, miserable, el que
te sientes morir, y maldices en los idiomas de esos extranjeros, y por
la Prensa, que es el arma de esos unitarios! ¿Qué Estado americano se ha
visto condenado, como Rosas, a redactar en tres idiomas sus disculpas
oficiales para responder a la Prensa de todas las naciones, americanas y
europeas a un tiempo? Pero, ¿adónde llegarán tus diatribas infames que
el execrable lema _¡Mueran los salvajes, asquerosos, inmundos
unitarios!_ no esté revelando la mano sangrienta e inmoral que las
escribe?

De manera que lo que habría sido una discusión obscura y sólo
interesante para la República Argentina, lo es ahora para la América
entera y la Europa. Es una cuestión del mundo cristiano.

¿Ha perseguido Rosas a los políticos, a los escritores y a los
literatos? Pues ved lo que ha sucedido. Las doctrinas políticas de que
los unitarios se habían alimentado hasta 1829, eran incompletas e
insuficientes para establecer el Gobierno y la libertad; bastó que
agitase la Pampa para echar por tierra su edificio basado sobre arena.
Esta inexperiencia y esta falta de ideas prácticas remediólas Rosas en
todos los espíritus con las lecciones crueles e instructivas que les
daba su despotismo espantoso; nuevas generaciones se han levantado
educadas en aquella escuela práctica, que sabrían tapar las avenidas por
donde un día amenazaría desbordarse de nuevo el desenfreno de los genios
como el de Rosas; las palabras tiranía, despotismo, tan desacreditadas
en la Prensa por el abuso que de ellas se hace, tienen en la República
Argentina un sentido preciso, despiertan en el ánimo un recuerdo
doloroso; harían sangrar cuando llegasen a pronunciarse, todas las
heridas que han hecho en quince años de espantosa recordación.

Día vendrá que el nombre de Rosas sea un medio de hacer callar al niño
que llora, de hacer temblar al viajero en la obscuridad de la noche. Su
cinta colorada, con la que hoy ha llevado el terror y la idea de las
matanzas hasta el corazón de sus vasallos, servirá más tarde de
curiosidad nacional que enseñaremos a los que de países remotos visiten
nuestras playas.

Los jóvenes estudiosos que Rosas ha perseguido se han desparramado por
toda la América, examinando las diversas costumbres, penetrado en la
vida íntima de los pueblos, estudiado sus gobiernos, y vistos los
resortes que en unas partes mantienen el orden sin detrimento de la
libertad y del progreso, notando en otros los obstáculos que se oponen a
una buena organización. Los unos han viajado por Europa estudiando el
derecho y el gobierno, los otros han residido en el Brasil; cuáles en
Bolivia, cuáles en Chile y cuáles otros, en fin, han recorrido la mitad
de la Europa y la mitad de la América, y traen un tesoro inmenso de
conocimientos prácticos, de experiencia y datos preciosos que pondrán un
día al servicio de la patria, que reúna en su seno esos millares de
proscriptos que andan hoy diseminados por el mundo, esperando que suene
la hora de la caída del Gobierno absurdo é insostenible que aún no cede
al empuje de tantas fuerzas como las que han de traer necesariamente su
destrucción. Que en cuanto a literatura, la República Argentina es hoy
mil veces más rica que lo fué jamás en escritores capaces de ilustrar a
un Estado americano.

Si quedara duda con todo lo que he expuesto de que la lucha actual de la
República Argentina lo es sólo de civilización y barbarie, bastaría a
probarlo el no hallarse del lado de Rosas un solo escritor, un soló
poeta de los muchos que posee aquella joven nación. Montevideo ha
presenciado durante tres años consecutivos las justas literarias del 25
de mayo, día en que veintenas de poetas, inspirados por la pasión de la
patria, se han disputado un laurel. ¿Por qué la poesía ha abandonado a
Rosas? ¿Por qué ni rapsodias produce hoy el suelo de Buenos Aires, en
otro tiempo tan fecundo en cantares y rimas? Cuatro o cinco asociaciones
existen en el extranjero de escritores que han emprendido compilar datos
para escribir la historia de la República, tan llena de acontecimientos,
y es verdaderamente asombroso el cúmulo de materiales que han reunido de
todos los puntos de América: manuscritos, impresos, documentos, crónicas
antiguas, diarios, viajes, etc. La Europa se asombrará un día cuando tan
ricos materiales vean la luz pública, y vayan a engrosar la voluminosa
colección de que Angelis no ha publicado sino una pequeña parte.

¡Cuántos resultados no van, pues, a cosechar esos pueblos argentinos
desde el día, no remoto ya, en que la sangre derramada ahogue al tirano!
¡Cuántas lecciones! ¡Cuánta experiencia adquirida! Nuestra educación
política está consumada.

Todas las cuestiones sociales, ventiladas; federación, unidad, libertad
de cultos, inmigración, navegación de los ríos, poderes políticos,
libertad, tiranía, todo se ha dicho entre nosotros, todo nos ha costado
torrentes de sangre. El sentimiento de la autoridad está en todos los
corazones, al mismo tiempo que la necesidad de contener la arbitrariedad
de los poderes, la ha inculcado hondamente Rosas con sus atrocidades.
Ahora no nos queda que hacer sino lo que él no ha hecho, y reparar lo
que él ha destruído.

Porque _él_, durante quince años, no ha tomado una medida administrativa
para favorecer el comercio interior y la industria naciente de nuestras
provincias; los pueblos se entregarán con ahinco a desenvolver sus
medios de riqueza, sus vías de comunicación, y el _nuevo Gobierno_ se
consagrará a restablecer los correos y asegurar los caminos que la
Naturaleza tiene abiertos por toda la extensión de la República.

Porque en quince años no ha querido asegurar las fronteras del Sur y del
Norte por medio de una línea de fuertes, porque este trabajo y este bien
hecho a la República no le daba ventaja alguna contra sus enemigos, el
_nuevo Gobierno_ situará el ejército permanente al Sur y asegurará
territorios para establecer colonias militares que en cincuenta años
serán ciudades y provincias florecientes.

Porque _él_ ha perseguido el nombre europeo, y hostilizado la
inmigración de extranjeros, el _nuevo Gobierno_ establecerá grandes
asociaciones para introducir población y distribuirla en territorios
feraces a orillas de los inmensos ríos, y en veinte años sucederá lo que
en Norteamérica ha sucedido en igual tiempo: que se han levantado como
por encanto ciudades, provincias y Estados en los desiertos en que poco
antes pacían manadas de bisontes salvajes; porque la República Argentina
se halla hoy en la situación del Senado romano que, por decreto, mandaba
levantar de una vez quinientas ciudades, y las ciudades se levantan a su
voz.

Porque _él_ ha puesto a nuestros ríos interiores una barrera insuperable
para que no sean libremente navegados, el _nuevo Gobierno_ fomentará de
preferencia la navegación fluvial; millares de naves remontarán los ríos
e irán a extraer las riquezas que hoy no tienen salida ni valor hasta
Bolivia y el Paraguay, enriqueciendo en su tránsito a Jujuy, Tucumán,
Salta, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe, que se tornarán en ricas y
hermosas ciudades, como Montevideo o como Buenos Aires. Porque _él_ ha
malbaratado las rentas pingües del puerto de Buenos Aires y gastado en
quince años cuarenta millones de pesos fuertes que ha producido, en
llevar adelante sus locuras, sus crímenes y sus venganzas horribles, el
puerto será declarado propiedad nacional, para que sus rentas sean
consagradas a promover el bien en toda la República, que tiene derecho a
ese cuerpo de que es tributaria.

Porque _él_ ha destruído los colegios y quitado las rentas a las
escuelas, el _nuevo Gobierno_ organizará la educación pública en toda la
República con rentas adecuadas y con ministerio especial como en Europa,
como en Chile, Bolivia y todos los países civilizados; porque el saber
es riqueza, y un pueblo que vegeta en la ignorancia es pobre y bárbaro,
como lo son los de la costa de Africa, o los salvajes de nuestras
Pampas.

Porque _él_ ha encadenado la Prensa, no permitiendo que haya otros
diarios que los que tiene destinados para vomitar sangre, amenazas y
mueras, el _nuevo Gobierno_ extenderá por toda la República el beneficio
de la Prensa, y veremos pulular libros de instrucción y publicaciones
que se consagren a la industria, a la literatura, a las artes y a todos
los trabajos de la inteligencia.

Porque _él_ ha perseguido de muerte a todos los hombres ilustrados, no
admitiendo para gobernar sino su capricho, su locura y su sed de sangre,
el _nuevo Gobierno_ se rodeará de todos los grandes hombres que posee la
República y que hoy andan desparramados por toda la tierra, y con el
concurso de todas las luces de todos, hará el bien de todos en general.
La inteligencia, el talento y el saber serán llamados de nuevo a dirigir
los destinos públicos como en todos los países civilizados.

Porque _él_ ha destruído las garantías que en los pueblos cristianos
aseguran la vida y la propiedad de los ciudadanos, el _nuevo Gobierno_
restablecerá las formas representativas y asegurará para siempre los
derechos que todo hombre tiene de no ser perturbado en el libre
ejercicio de sus facultades intelectuales y de su actividad.

Porque _él_ ha hecho del crimen, del asesinato, de la castración y del
degüello un sistema de gobierno; porque _él_ ha desenvuelto todos los
malos instintos de la naturaleza humana para crearse cómplices y
partidarios, el _nuevo Gobierno_ hará de la Justicia, de las formas
recibidas en los pueblos civilizados, el medio de corregir los delitos
públicos, y trabajará por estimular las pasiones nobles y virtuosas que
ha puesto Dios en el corazón del hombre para su dicha en la tierra,
haciendo de ellas el escalón para elevarse e influir en los negocios
públicos.

Porque _él_ ha profanado los altares poniendo en ellos su infame
retrato; porque _él_ ha degollado sacerdotes, vejádolos o hécholos
abandonar su patria, el _nuevo Gobierno_ dará al culto la dignidad que
le corresponde, y elevará la religión y sus ministros a la altura que se
necesita para que moralice a los pueblos.

Porque _él_ ha gritado durante quince años _mueran los salvajes
unitarios_, haciendo creer que un Gobierno tiene derecho de matar a los
que no piensan como él, marcando a toda una nación con un letrero y una
cinta para que se crea que el que lleve la _marca_ piensa como le mandan
a azotes pensar, el _nuevo Gobierno_ respetará las opiniones diversas, y
porque las opiniones no son hechos ni delitos, y porque Dios nos ha dado
una razón que nos distingue de las bestias, libre para juzgar a nuestro
libre arbitrio.

Porque _él_ ha estado continuamente suscitando querellas a los Gobiernos
vecinos y a los europeos; porque _él_ nos ha privado del comercio con
Chile, ha ensangrentado al Uruguay, malquistádose con el Brasil,
atraídose un bloqueo de la Francia, los vejámenes de la marina
norteamericana, las hostilidades de la inglesa, y metídose en un
laberinto de guerras interminables y de reclamaciones que no acabarán
sino con la despoblación de la República y la muerte de todos sus
partidarios, el _nuevo Gobierno_, amigo de los Poderes europeos,
simpático para todos los pueblos americanos, desatará de un golpe ese
enredo de relaciones extranjeras, y establecerá la tranquilidad en el
exterior y en el interior, dando a cada uno su derecho y marchando por
las mismas vías de conciliación y orden en que marchan todos los pueblos
cultos.

Tal es la obra que nos queda por realizar en la República Argentina.
Puede ser que tantos bienes no se obtengan de pronto, y que después de
una subversión tan radical como la que ha obrado Rosas, cueste todavía
un año o más de oscilaciones el hacer entrar a la sociedad en sus
verdaderos quicios. Pero con la caída de ese monstruo, entraremos por lo
menos en el camino que conduce a porvenir tan bello, en lugar de que
bajo su funesta impulsión nos alejamos más y más cada día, y vamos a
pasos agigantados retrocediendo a la barbarie, a la desmoralización y a
la pobreza. El Perú padece sin duda de los efectos de sus convulsiones
intestinas; pero al fin, sus hijos no han salido a millares, y por
docenas de años, a vagar por los países vecinos; no se ha levantado un
monstruo que se rodee de cadáveres, sofoque toda espontaneidad y todo
sentimiento de virtud. Lo que la República Argentina necesita antes del
todo; lo que Rosas no le dará jamás, porque ya no le es dado darle, es
que la vida, la propiedad de los hombres, no esté pendiente de una
palabra indiscretamente pronunciada, de un capricho del que manda. Dadas
estas dos bases, seguridad en la vida y de la propiedad, la forma de
gobierno, la organización política del Estado, la dará el tiempo, los
acontecimientos, las circunstancias. Apenas hay un pueblo en América que
tenga menos fe que el argentino en un pacto escrito, en una
Constitución. Las ilusiones han pasado ya; la constitución de la
República se hará sin sentir, de sí misma, sin que nadie se la haya
propuesto. Unitaria, federal, mixta, ella ha de salir de los hechos
consumados.

Ni creo imposible que a la caída de Rosas se suceda inmediatamente el
orden. Por más que a la distancia parezca, no es tan grande la
desmoralización que Rosas ha engendrado; los crímenes de que la
República ha sido testigo, han sido _oficiales_, mandados por el
Gobierno; a nadie se ha castrado, degollado ni perseguido sin la _orden_
expresa de hacerlo. Por otra parte, los pueblos obran siempre por
reacciones; al estado de inquietud y de alarma en que Rosas los ha
tenido durante quince años, ha de sucederse la calma necesariamente; por
lo mismo que tantos y tan horribles crímenes se han cometido, el pueblo
y el Gobierno huirán de cometer uno solo, a fin de que las ominosas
palabras _¡mazorca!_, _¡Rosas!_, no vengan a zumbar en sus oídos, como
otras tantas furias vengadoras; por lo mismo que las pretensiones
exageradas de libertad que abrigan los unitarios han traído resultados
tan calamitosos, los políticos serán en adelante prudentes en sus
propósitos, los partidos medidos en sus exigencias. Por otra parte, es
desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven
criminales, y que los hombres extraviados que asesinan cuando hay un
tirano que los impulse a ello, son en el fondo malvados. Todo depende de
las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy
se ceba en sangre por fanatismo, era ayer un devoto inocente, y será
mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo
indujo al crimen. Cuando la nación francesa cayó en 1793 en manos de
aquellos implacables terroristas, más de millón y medio de franceses se
hartaron de sangre y de delitos, y después de la caída de Robespierre y
del Terror, apenas sesenta insignes malvados fué necesario sacrificar
con él, para volver la Francia a sus hábitos de mansedumbre y moral; y
esos mismos hombres que tantos horrores habían perpetrado, fueron
después ciudadanos útiles y morales. No digo en los partidarios de
Rosas: en los mazorqueros mismos hay, bajo las exterioridades del
crimen, virtudes que un día deberían premiarse. Millares de vidas han
sido salvadas por los avisos que los mazorqueros daban secretamente a
las víctimas que la _orden_ recibida les mandaba inmolar.

Independientes de estos motivos generales de moralidad que pertenecen a
la especie humana en todos tiempos y en todos países, la República
Argentina tiene elementos de orden de que carecen muchos países del
mundo. Uno de los inconvenientes que estorba aquietar los ánimos en los
países convulsionados es la dificultad de llamar la atención pública a
objetos nuevos que la saquen del círculo vicioso de ideas en que vive.
La República Argentina tiene, por fortuna, tanta riqueza que explotar,
tanta novedad con que atraer los espíritus después de un Gobierno como
el de Rosas, que sería imposible turbar la tranquilidad necesaria para
ir a los nuevos fines.

Cuando haya un Gobierno culto y ocupado de los intereses de la nación,
¡qué de empresas, qué de movimiento industrial! Los pueblos pastores
ocupados de propagar los _merinos_ que producen millones y entretienen a
toda hora del día a millares de hombres; las provincias de San Juan y
Mendoza, consagradas a la cría del gusano de seda, que con apoyo y
protección del Gobierno carecerían de brazos en cuatro años para los
trabajos agrícolas e industriales que requiere; las provincias del
Norte, entregadas al cultivo de la caña de azúcar, del añil que se
produce espontáneamente; las litorales de los ríos con la navegación
libre que daría movimiento y vida a la industria del interior. En medio
de este movimiento, ¿quién hace la guerra? ¿Para conseguir qué? A no ser
que haya un Gobierno tan estúpido como el presente que huye de todos
estos intereses, y en lugar de dar trabajo a los hombres, los lleva a
los ejércitos a hacer la guerra al Uruguay, al Paraguay, al Brasil, a
todas partes, en fin.

Pero el elemento principal de orden y moralización que la República
Argentina cuenta hoy es la inmigración europea, que de suyo, y en
despecho de la falta de seguridad que le ofrece, se agolpa de día en día
en el Plata, y si hubiera un Gobierno capaz de dirigir su movimiento,
bastaría por sí sola a sanar en diez años no más todas las heridas que
han hecho a la patria los bandidos, desde Facundo hasta Rosas, que la
han dominado. De Europa emigran anualmente medio millón de hombres por
lo menos, que, poseyendo una industria o un oficio, salen a buscar
fortuna y se fijan donde haya tierra que poseer. Hasta el año 1840 esta
inmigración se dirigía principalmente a Norteamérica, que se ha cubierto
de ciudades magníficas y llenado de una inmensa población a merced de la
inmigración. Tal ha sido a veces la manía de emigrar, que poblaciones
enteras de Alemania se han transportado a Norteamérica con sus alcaldes,
curas, maestros de escuela, etc.

Pero al fin ha sucedido que en las ciudades de las costas el aumento de
población ha hecho la vida tan difícil como en Europa, y los emigrados
han encontrado allí el malestar y la miseria de que venían huyendo.

Desde 1840 se leen avisos en los diarios norteamericanos previniendo los
inconvenientes que encuentran los emigrados, y los cónsules de América
hacen publicar en los diarios de Alemania, Suiza e Italia avisos iguales
para que no emigren más. En 1843 dos buques cargados de hombres tuvieron
que regresar a Europa con su carga, y en 1844 el Gobierno francés mandó
a Argel 21.000 suizos que iban inútilmente a Norteamérica.

Aquella corriente de emigrados que ya no encuentran ventaja en el Norte
ha empezado a costear la América. Algunos se dirigen a Tejas, otros a
Méjico, cuyas costas malsanas los rechazan; el inmenso litoral del
Brasil no les ofrece grandes ventajas a causa del trabajo de los negros
esclavos que quita el valor a la producción. Tienen, pues, que recalar
al Río de la Plata, cuyo clima suave, fertilidad de la tierra y
abundancia de medios de subsistir, los atrae y fija.

Desde 1836 empezaron a llegar a Montevideo millares de emigrados, y
mientras Rosas dispersaba la población natural de la República con sus
atrocidades, Montevideo se agrandaba en un año hasta hacerse una ciudad
floreciente y rica, más bella que Buenos Aires y más llena de movimiento
y comercio. Ahora que Rosas ha llevado la destrucción a Montevideo,
porque este genio maldito no nació sino para destruir, los emigrados se
agolpan a Buenos Aires y ocupan el lugar de la población que el monstruo
hace matar diariamente en los ejércitos, y ya en el presente año propuso
a la Sala enganchar vascos para reponer sus diezmados cuadros.

El día, pues, que un Gobierno nuevo dirija a objetos de utilidad
nacional los millones que hoy se gastan en hacer guerras desastrosas e
inútiles y en pagar criminales; el día que por toda Europa se sepa que
el horrible monstruo que hoy desola la República y está gritando
diariamente _muerte a los extranjeros_ ha desaparecido, ese día la
inmigración industriosa de la Europa se dirigirá en masa al Río de la
Plata; el _nuevo Gobierno_ se encargará de distribuirla por las
provincias; los ingenieros de la República irán a trazar en todos los
puntos convenientes los planos de las ciudades y villas que deberán
construir para su residencia, y terrenos feraces les serán adjudicados,
y en diez años quedarán todas las márgenes de los ríos cubiertas de
ciudades, y la República doblará su población con vecinos activos,
morales e industriosos. Estas no son quimeras, pues basta quererlo y
que haya un Gobierno menos brutal que el presente para conseguirlo.

El año 1835 emigraron a Norteamérica 500.650 almas; ¿por qué no
emigrarían a la República Argentina 100.000 por año si la horrible fama
de Rosas no los amedrantase? Pues bien: 100.000 por año harían en diez
años un millón de europeos industriosos diseminados por toda la
República, enseñándonos a trabajar, explotando nuevas riquezas y
enriqueciendo al país con sus propiedades; y con un millón de hombres
civilizados, la guerra civil es imposible, porque serían menos los que
se hallarían en estado de desearla. La colonia escocesa que Rivadavia
fundó al sur de Buenos Aires lo prueba hasta la evidencia; ha sufrido de
la guerra, pero ella jamás ha tomado parte, y ningún gaucho alemán ha
abandonado su trabajo, su lechería o su fábrica de quesos para ir a
corretear por la Pampa.

Creo haber demostrado que la revolución de la República Argentina está
ya terminada, y que sólo la existencia del execrable tirano que ella
engendró, estorba que hoy mismo entre en una carrera no interrumpida de
progresos que pudieran envidiarle bien pronto algunos pueblos
americanos. La lucha de las campañas con las ciudades se ha acabado; el
odio a Rosas ha reunido a estos elementos; los antiguos federales y los
viejos unitarios, como la nueva generación, han sido perseguidos por él
y se han unido.

Ultimamente, sus mismas brutalidades y su desenfreno lo han llevado a
comprometer la República en una guerra exterior en que el Paraguay, el
Uruguay y el Brasil, lo harían sucumbir necesariamente, si la Europa
misma no se viese forzada a venir a desmoronar ese andamio de cadáveres
y de sangre que lo sostiene. Los que aun abrigan preocupaciones contra
los extranjeros, pueden responder a esta pregunta: Cuando un forajido,
un furioso, o un loco frenético llegase a apoderarse del Gobierno de un
pueblo, ¿deben todos los demás Gobiernos tolerar y dejar que destruya a
su salvo, que asesine sin piedad y que traiga alborotadas diez años a
todas las naciones vecinas?

Pero el remedio no nos vendrá sólo del exterior. La Providencia ha
querido que al desenlazarse el drama sangriento de nuestra revolución,
el partido tantas veces vencido, y un pueblo tan pisoteado, se hallen
con las armas en la mano y en aptitud de hacer oír las quejas de las
víctimas. La heroica provincia de Corrientes tiene hoy 6.000 veteranos
que a esta hora habrán entrado en campaña bajo las órdenes del vencedor
de la Tablada, Oncativo y Caaguazú, el boleado, el manco Paz, como le
llama Rosas. ¡Cuántas veces ese furibundo, que tantos millares de
víctimas ha sacrificado inútilmente, se habrá mordido y ensangrentado
los labios de cólera, al recordar que lo ha tenido preso diez años y no
lo ha muerto, a ese mismo manco boleado que hoy se prepara a castigar
sus crímenes! La Providencia habrá querido darle este suplicio de
condenado, haciéndolo carcelero y guardián del que estaba destinado
desde lo alto a vengar la República, la Humanidad y la Justicia.

¡Proteja Dios tus armas, honrado general Paz! ¡Si salvas la República,
nunca hubo gloria como la tuya! ¡Si sucumbes, ninguna maldición te
seguirá a la tumba! ¡Los pueblos se asociarán a tu causa, o deplorarán
más tarde su ceguedad o su envilecimiento!



APÉNDICE



INTRODUCCIÓN AL APÉNDICE


Hemos dividido este _Apéndice_ en dos partes: la primera contiene las
_Proclamas de Quiroga_, agregadas siempre a las ediciones anteriores, y
la segunda contiene los prefacios de dichas ediciones y otras páginas de
Sarmiento sobre su obra.

R. R.



PARTE PRIMERA

DOCUMENTOS DE JUAN FACUNDO QUIROGA


I

Las proclamas que llevan la firma de Juan Facundo Quiroga tienen tales
caracteres de autenticidad, que hemos creído útil insertarlas aquí, como
los únicos documentos escritos que quedan de aquel caudillo. Campea en
ellas la exageración y ostentación del propio dolor, a la par del no
disimulado designio de inspirar miedo a los demás. La incorrección del
lenguaje, la incoherencia de las ideas y el empleo de voces que
significan otra cosa que lo que se propone expresar con ellas, o
muestran la confusión o el estado embrionario de las ideas revelan en
estas proclamas el alma ruda aún, los instintos jactanciosos del hombre
del pueblo y el candor del que, no familiarizado con las letras, ni
sospecha siquiera que haya incapacidad de su parte para emitir sus ideas
por escrito.

¿Qué significa, en efecto, «presores y conquistadores de la libertad»;
«ninguna resolución es más poderosa que la invocación de la patria»;
«vengo a haceros partícipes de los auspicios que os extienden las
provincias litorales»; «elevad fervorosos sacrificios, dictad leyes
análogas al pueblo?» Todo esto es barbarie, confusión de ideas,
incapacidad de desenvolver pensamientos por no conocer el sentido de las
palabras. Es, sin duda, ingenuo aquel «libre por los principios y por
propensión, mi estado natural es la libertad»; frase que sería una
manifestación de la voluntariedad de su espíritu si tuviese sentido.

En las gacetas de Buenos Aires se registra un comunicado virulento, obra
suya, escrito contra el Gobierno por haber dictado una providencia sobre
fondos públicos que menoscababa el interés de los tenedores, siéndolo él
de algunos millones. Más tarde, mejor aconsejado, dió una satisfacción
al Gobierno por otro comunicado. Algunas cartas de Quiroga han visto la
luz pública; pero creo que, como sus proclamas, no merecen conservarse
sino como curiosidades y monumentos de la época de barbarie.

La primera de estas proclamas, sin fecha, pertenece, sin duda, al año
1829, cuando después de haberse rehecho de la derrota de la Tablada vino
a San Juan y a Mendoza. La segunda está datada de San Luis, de letra
manuscrita, y la traía impresa desde Buenos Aires para irla esparciendo
por los lugares de su tránsito. La tercera precedió a la salida del
ejército destinado a combatir al general La Madrid en Tucumán, y alude a
la reciente muerte de Villafañe.

Al pie de un decreto de la Junta de Representantes de Mendoza, en que se
permitía circular en la provincia papel moneda de Buenos Aires, Facundo
Quiroga hizo publicar la siguiente posdata, que tiene todos los
caracteres de sus anteriores proclamas: la jactancia, el enredo de la
frase y su prurito de aterrar.

«El Infrascrito--dice--, en vista del proyecto de ley que antecede,
protesta por lo más sagrado de los cielos y de la tierra que el papel
moneda no circulará en las provincias del interior mientras él
permanezca en ellas o partidarios de tan detestable plaga pasen por su
cadáver; pues que, viendo la justicia de su parte, no conoce peligro que
lo arredre ni lo haga desistir de buscarla, como lo hizo por sí solo y a
su cuenta en los años 26 y 27, contra todo el poder del presidente de la
República, don Bernardino Rivadavia, cuando quiso ligar las provincias
al carro del despotismo por medio de los Bancos subalternos de papel
moneda, y con el santo fin de abrir un vasto campo a los extranjeros
para que extrajesen de ellas el dinero metálico.--_San Juan, septiembre
20 de 1833._--JUAN FACUNDO QUIROGA.»


II

PROCLAMA

PUEBLOS DE LA REPÚBLICA: Destinado por el general que os dieron los RR.
Nacionales a servir de jefe de la segunda división del Ejército de la
Nación, ningún sacrificio he omitido por desempeñar tan alta confianza.
Los enemigos de las leyes, los asesinos del encargado del Poder
nacional, los insurrectos del Ejército y sus vendidos secuaces ningún
medio omiten para emponzoñar los corazones y prevenir a los incautos que
no me conocen. La perfidia y la detracción es la bandera de ellos,
mientras la franqueza y el valor es nuestra divisa.

ARGENTINOS: Os juro por mi espada que ninguna otra aspiración me anima
que la de la libertad. A nadie se le oculta que mi fortuna es el
patrimonio y el sostén de los bravos que mando, y el día que los pueblos
hayan recuperado sus derechos será el mismo de mi silencio y mi retiro.
Nada más aspira un hombre que no necesita ni cortejar el Poder ni al que
manda. Libre por principios y por propensión, mi estado natural es la
libertad; por ella verteré mi sangre y mil vidas, y no existirá esclavo
donde las lanzas de La Rioja se presenten.

SOLDADOS DE MI MANDO: El que quiera dejar mis filas puede retirarse y
hacer uso de mi oferta, que os hago por tercera vez. Mas el que quiera
enristrar la lanza contra los opresores y oprimidos (_sic_), quedad al
lado mío. Los enemigos ya saben lo que leéis y os tiemblan.

OPRESORES Y CONQUISTADORES DE LA LIBERTAD: Triunfaréis acaso de los
bravos riojanos, porque la fortuna es inconstante; pero se legará hasta
el fin de los siglos la memoria de mil héroes que no saben recibir
heridas por la espalda.

OPRIMIDOS: Los que deseéis la libertad o una muerte honrosa, venid a
mezclaros con vuestros compatriotas, con vuestros amigos y con vuestro
camarada.--JUAN FACUNDO QUIROGA.


III

EL GENERAL QUIROGA

A LOS HABITANTES DE LAS PROVINCIAS INTERIORES DE LA REPÚBLICA ARGENTINA

MIS COMPATRIOTAS: Ninguna resolución es más poderosa que la invocación
de la patria, anunciando a sus hijos la ocasión de domar el orgullo de
los opresores de los pueblos. Había formado la decisión de no volver a
aparecer como hombre público; mas mis principios han sofocado tales
propósitos. Me tenéis ya en campaña para contribuir a que desaparezcan
esos seres funestos que osadamente han despedazado los vínculos entre
_el pueblo y las leyes_.

Las provincias litorales, después de un largo sufrimiento de
humillaciones muy marcadas en obsequio de la paz, y de haber perdido
todas esperanzas de una reconciliación fraternal y benéfica que
consultase la libre existencia de todas, han puesto en acción sus
recursos para guardar sus libertades y salvar las vuestras. Fieles y
consecuentes a la amistad, han jurado que las armas que han empuñado no
las depondrán hasta no dejar salva la patria, libres y en tranquilidad
los pueblos oprimidos de la República Argentina.

Los instantes de crisis que apuntan el término de la existencia de los
pérfidos anarquistas del 1.º de diciembre, que os han sumido en los
males que os agobian, se dejan sentir ya manifiestamente.

Ejércitos respetables marchan en diferentes direcciones para combatir y
destruir en todos puntos a los anarquizadores. El excelentísimo señor
gobernador de Santa Fe, brigadier don _Estanislao López_, es el jefe que
manda las fuerzas combinadas de los Gobiernos litorales aliados en
perpetua federación, y que ya están en campaña. Una división de este
ejército, a las órdenes del general don _Felipe Ibarra_, se interna a
Santiago a engrosar las fuerzas que operan por esa parte, y el
excelentísimo señor gobernador de la provincia de Buenos Aires, general
don _Juan Manuel de Rosas_, se halla situado a los confines de su
territorio por el Norte con un fuerte ejército de reserva. En fin: todo
anuncia que ya podéis contaros en el número de los _hijos de la
libertad_.

Estoy, pues, en campaña, mis amigos, al frente de una división del
ejército combinado y a las órdenes del excelentísimo señor general en
jefe, para redimiros del cautiverio. Marcho a protegeros y no a
oprimiros. Vengo a haceros partícipes de los auspicios que os extienden
las provincias litorales para aliviar vuestras desgracias, y a serviros
de apoyo contra la crueldad y perfidia de vuestros opresores.

No trato de sorprenderos ni de llamaros en mi auxilio; lo primero sería
engañaros; lo segundo, un insulto a la decisión con que constantemente
se han mantenido las provincias por la causa de la libertad. Esta verdad
se encuentra plenamente comprobada en el hecho mismo de que habéis
formado tres ejércitos de hombres puramente voluntarios para sostener
los derechos de los pueblos, sin haber tenido enganche que os halagase,
ni la más remota esperanza del miserable celo del saqueo; la moral fué
vuestra guía, y la seguisteis hasta la conclusión de los dos últimos
ejércitos, que fueron tan desgraciados como feliz el primero. Si bien
que vive vuestro amigo.--_San Luis, marzo 22 de 1831._--JUAN FACUNDO
QUIROGA.


IV

PROCLAMA

EL GENERAL DE LA DIVISIÓN DE LOS ANDES A TODOS LOS HABITANTES DE LAS
PROVINCIAS DE CUYO

MINISTROS DEL SANTUARIO: Elevad al Ser Supremo fervorosos sacrificios, y
pedidle con la efusión de vuestros piadosos corazones que suspenda el
azote de la guerra fratricida en que yace la República Argentina.

HONORABLES RR. DE LAS LEGISLATURAS PROVINCIALES: A vosotros toca el
deber sagrado de dictar leyes análogas y benéficas al pueblo que os
honró con tan alto cargo. La generosidad de los Gobiernos litorales, de
esos padres de la República, que sin reparar en sacrificios os han
puesto en plena libertad para ejercer vuestras funciones, no entre el
estruendo de las armas, sino en el silencio y reposo de la más perfecta
tranquilidad.

JEFES MILITARES: Respetad y obedeced la autoridad civil; estad siempre
en vigilia para sostenerla contra todo aquél que intente derrocarla;
éste es vuestro deber.

CIUDADANOS TODOS: Respetad la religión de nuestros padres y sus
ministros, las leyes que nos rigen y las autoridades constituídas. Si
así lo hiciereis, seréis felices y no tendréis motivo de
arrepentimiento.

La división auxiliar de los Andes se retira de vuestro territorio, no al
descanso de una vida privada, sino a continuar sus tareas contra los
enemigos implacables de la libertad y de las leyes. Ella marchará de
frente, pues no conoce peligro que la arredre; se ha propuesto dar
libertad a las tres provincias oprimidas en el Norte o dejar de existir.
Ella os deja libres del poder militar de los asesinos del 1.º de
diciembre, y en esto mismo ha recibido la más grata recompensa a sus
débiles esfuerzos. Que las tres provincias de Cuyo se mantengan en unión
indisoluble y se sostengan mutuamente contra toda tentativa de los
enemigos de su libertad es la aspiración y el más ardiente deseo del que
os habla.

ENEMIGOS DE LA LIBERTAD NACIONAL: Sabed que desde el 23 de mayo del
presente año, en que tuve pleno conocimiento de que vuestros partidarios
cometieron el más horrendo, alevoso y negro crimen de asesinar al
benemérito general don José Benito Villafañe, desenvainé mi espada
contra vosotros, protesté que la justicia ocuparía el lugar de la
misericordia, convencido que los delitos tolerados mil veces han
sacrificado más víctimas que los suplicios ejecutados a su tiempo.

[** Symbol: pointing finger] _Temblad_, de cometer el más leve atentado.
_Temblad_, si no respetáis las autoridades y las leyes. Y _temblad_, si
no desistís de ese loco empeño de cautivar la libertad de los pueblos,
mientras exista.--JUAN FACUNDO QUIROGA.--_San Juan, septiembre 7 de
1831._



PARTE SEGUNDA

DOCUMENTOS DEL AUTOR SOBRE EL «FACUNDO»


I

CARTA AL PROFESOR DON MATÍAS CALLANDRELLI, AUTOR DE UN DICCIONARIO
ETIMOLÓGICO DE LA LENGUA CASTELLANA


Mi estimado señor:

Tengo el gusto, para satisfacer a su pedido, de enviarle un ejemplar de
la _Vida de Facundo Quiroga_, reputado generalmente como el escrito más
peculiar mío.

En cuanto a lenguaje, revisó esta última edición el hablista habanero
Mantilla[40], hallando poco que corregir de los anteriores, y, según
dijo, llamándole la atención la ocurrencia frecuente de locuciones
anticuadas, pero castizas, que atribuía a mucha lectura de autores
castellanos antiguos.

No siendo ésta la verdad, indiquele como causa que habiéndome criado en
una provincia apartada y formándome sin estudios ordenados, la lengua de
los conquistadores había debido conservarse allí más tiempo sin
alteraciones sensibles, lo que corroboraba yo con muchos hechos, y
aceptaba él como plausible, bien así como los ingleses insulares de hoy
han hallado en Norteamérica locuciones que atraía Johnson y no conserva
Webster en su Diccionario.

La corrección de pruebas de mis _Viajes_ la hizo don Juan M. Gutiérrez,
de la Academia de la Lengua; y don Andrés Bello, igualmente académico,
que gustaba mucho de _Recuerdos de provincia_ como lenguaje y como
recuerdos de costumbres americanas, rechazaba por infundadas muchas de
las correcciones de Villergas que la echaba de hablista y que encontró
en la Habana a quien _parler_ en achaque de lengua castellana; pues es
hoy un hecho conquistado que los mejores hablistas modernos son
americanos, hecho reconocido por la Academia misma, acaso porque
necesitan más estudios de la lengua los que viven fuera del centro que
la vivifica, y están más influídos por los elementos extranjeros y
extraños a su origen, que tienden a incorporársele.

Es lo más breve que puedo decirle para su dirección en el uso que quiera
hacer de mis escritos, agradeciéndole cordialmente su buen deseo.

Tengo con este motivo el gusto de suscribirme su afectísimo amigo

D. F. SARMIENTO.

Buenos Aires, agosto 12 de 1881.



II

JUAN FACUNDO QUIROGA

ADVERTENCIA DEL AUTOR


Después de terminada la publicación de esta obra, he recibido de varios
amigos rectificaciones de varios hechos referidos en ella. Algunas
inexactitudes han debido necesariamente escaparse en un trabajo hecho de
prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que
no se había escrito nada hasta el presente, al coordinar entre sí
sucesos que han tenido lugar en distintas y remotas provincias, y en
épocas diversas, consultando a un testigo ocular sobre un punto,
registrando manuscritos formados a la ligera, o apelando a las propias
reminiscencias, no es extraño que de vez en cuando el lector argentino
eche de menos algo que él conoce o disienta en cuanto a algún nombre
propio, una fecha, cambiados o puestos fuera de lugar.

Pero debo declarar que en los acontecimientos notables a que me refiero,
y que sirven de base a las explicaciones que doy, hay una exactitud
intachable de que responderán los documentos públicos que sobre ellos
existen.

Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que
han precipitado la redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un
plan nuevo, desnudándola de toda digresión accidental, y apoyándola en
numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera
referencia.

1845



III

    On ne tue point les idées.


FORTOUL.

    A los hombres se les degüella; a
    las ideas, no.

A fines del año 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima,
estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día
anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y
mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la
patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con
carbón estas palabras:


_On ne tue point les idées._

El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada
de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles,
insultos y amenazas. Oída la traducción, «¡y bien!--dijeron--, ¿qué
significa esto?»...

Significaba simplemente que venía a Chile donde la libertad brillaba
aún, y que me proponía hacer proyectar los rayos de las luces de su
Prensa hasta el otro lado de los Andes. Los que conocen mi conducta en
Chile, saben si he cumplido aquella protesta.



IV

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1845

    «Je demande à l'historien l'amour
    de l'humanité ou de la liberté; sa
    justice impartiale ne doit être impassible.
    Il faut au contraire, qu'il
    souhaite, qu'il espérè, qu'il souffre,
    ou soit heureux de ce qu'il raconte.»

    VILLEMAIN, _Cours de Littérature._



¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el
ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la
vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de
un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Diez años aun
después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de
los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto,
decían: «¡No!; ¡no ha muerto! ¡Vive aún! ¡El vendrá!» ¡Cierto! Facundo
no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y
revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento; su alma
ha pasado a este otro molde más acabado, más perfecto; y lo que en él
era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtióse en Rosas en
sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara,
cambióse en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular
capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo
encarnado en un hombre que ha aspirado a tomar los aires de un genio que
domina los acontecimientos, los hombres y las cosas. Facundo,
provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fué reemplazado por Rosas, hijo
de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas, falso, corazón
helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y organiza
lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo.
Tirano sin rival hoy en la tierra, ¿por qué sus enemigos quieren
disputarle el título de grande que le prodigan sus cortesanos? Sí;
grande y muy grande es, para gloria y vergüenza de su patria, porque si
ha encontrado millares de seres degradados que se unzan a su carro para
arrastrarlo por encima de cadáveres, también se hallan a millares las
almas generosas que en quince años de lid sangrienta, no han desesperado
de vencer al monstruo que nos propone el enigma de la organización
política de la República. Un día vendrá; al fin, que lo resuelva; y la
Esfinge Argentina, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo
sanguinario, morirá a sus plantas, dando a la Tebas del Plata el rango
elevado que le toca entre las naciones del Nuevo Mundo.

Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la
espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que
lo forman, y buscar en los antecedentes nacionales, en la fisonomía del
suelo, en las costumbres y tradiciones populares, los puntos en que
están pegados.

La República Argentina es hoy la sección hispanoamericana, que, en sus
manifestaciones exteriores, ha llamado preferentemente la atención de
las naciones europeas, que no pocas veces se han visto envueltas en sus
extravíos, o atraídas, como por una vorágine, a acercarse al centro en
que remolinean elementos tan contrarios. La Francia estuvo a punto de
ceder a esta atracción, y no sin grandes esfuerzos de remo y vela, no
sin perder el gobernalle, logró alejarse y mantenerse a la distancia.
Sus más hábiles políticos no han alcanzado a comprender nada de lo que
sus ojos han visto al echar una mirada precipitada sobre el poder
americano que desafiaba a la gran nación. Al ver las lavas ardientes que
se revuelcan, se agitan, se chocan bramando en este gran foco de lucha
intestina, los que por más avisados se tienen, han dicho: es un volcán
subalterno, sin nombre, de los muchos que aparecen en la América: pronto
se extinguirá; y han vuelto a otra parte sus miradas, satisfechos de
haber dado una solución tan fácil como exacta de los fenómenos sociales
que sólo han visto en grupo y superficialmente. A la América del Sur en
general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un
Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales,
como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a
penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo
vastísimo y aun no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la
Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las
diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser que no tiene
antecedentes bien marcados y conocidos.

Hubiérase entonces explicado el misterio de la lucha obstinada que
despedaza a aquella República; hubiéranse clasificado distintamente los
elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su
parte a la configuración del terreno y a los hábitos que ella engendra;
su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, íntima
plebeya que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte
a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo
político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización
europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la Revolución
de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas
inferiores de la sociedad.

Este estudio que nosotros no estamos aún en estado de hacer, por nuestra
falta de instrucción filosófica e histórica, hecho por observadores
competentes, habría revelado a los ojos atónitos de la Europa un mundo
nuevo en política, una lucha ingenua, franca y primitiva entre los
últimos progresos del espíritu humano y los rudimentos de la vida
salvaje, entre las ciudades populosas y los bosques sombríos. Entonces
se habría podido aclarar un poco el problema de la España, esa rezagada
de Europa que, echada entre el Mediterráneo y el Océano, entre la Edad
Media y el siglo XIX, unida a la Europa culta por un ancho istmo y
separada del Africa bárbara por un angosto estrecho, está balanceándose
entre dos fuerzas opuestas, ya levantándose en la balanza de los pueblos
libres, ya cayendo en la de los despotizados; ya impía, ya fanática; ora
constitucionalista declarada, ora despótica impudente; maldiciendo sus
cadenas rotas a veces, ya cruzando los brazos, y pidiendo a gritos que
le impongan el yugo, que parece ser su condición y su modo de existir.
¡Qué! El problema de la España europea, ¿no podría resolverse examinando
minuciosamente la España americana, como por la educación y hábitos de
los hijos se rastrean las ideas y la moralidad de los padres? ¡Qué! ¿No
significa nada para la historia ni la filosofía esta eterna lucha de los
pueblos hispanoamericanos, esa falta supina de capacidad política e
industrial que los tiene inquietos y revolviéndose sin norte fijo, sin
objeto preciso, sin que sepan por qué no pueden conseguir un día de
reposo, ni qué mano enemiga los echa y empuja en el torbellino fatal que
los arrastra mal de su grado y sin que les sea dado sustraerse a su
maléfica influencia? ¿No valía la pena de saber por qué en el Paraguay,
tierra desmontada por la mano _sabia_ de jesuitismo, un _sabio_ educado
en las aulas de la antigua Universidad de Córdoba, abre una nueva página
de la historia de las aberraciones del espíritu humano, encierra a un
pueblo en sus límites de bosques primitivos, y borrando las sendas que
conducen a esta China recóndita, se oculta y esconde durante treinta
años su presa en las profundidades del continente americano, y sin
dejarle lanzar un solo grito, hasta que muerto él mismo por la edad y la
quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso, éste puede al
fin, con voz extenuada y apenas inteligible, decir a los que vagan por
sus inmediaciones: ¡vivo aún!, ¡pero cuánto he sufrido!, _¡quantum
mutatus ob illo!_ ¡Qué transformación ha sufrido el Paraguay; qué
cardenales y llagas ha dejado el yugo sobre su cuello que no oponía
resistencia! ¿No merece estudio el espectáculo de la República Argentina
que, después de veinte años de convulsión interna, de ensayos de
organización de todo género, produce al fin del fondo de sus entrañas,
de lo íntimo de su corazón, al mismo doctor Francia en la persona de
Rosas, pero más grande, más desenvuelto y más hostil, si se puede, a las
ideas, costumbres y civilización de los pueblos europeos? ¿No se
descubre en él el mismo rencor contra el elemento extranjero, la misma
idea de la autoridad del Gobierno, la misma insolencia para desafiar la
reprobación del mundo, con más su originalidad salvaje, su carácter
fríamente feroz y su voluntad incontrastable, hasta el sacrificio de la
patria, como Sagunto y Numancia; hasta adjurar el porvenir y el rango de
nación culta, como la España de Felipe II y de Torquemada? ¿Es éste un
capricho accidental, una desviación momentánea causada por la aparición
en la escena de un genio poderoso, bien así como los planetas se salen
de su órbita regular, atraídos por la aproximación de algún otro, pero
sin sustraerse del todo a la atracción de su centro de rotación, que
luego asume la preponderancia y les hace entrar en la carrera ordinaria?
M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa: «hay en América dos
partidos: el partido europeo y el partido americano; éste es el más
fuerte»; y cuando le avisan que los franceses han tomado las armas en
Montevideo, y han asociado su porvenir, su vida y su bienestar al
triunfo del partido europeo civilizado, se contenta con añadir: «Los
franceses son muy entremetidos, y comprometen a su nación con los demás
gobiernos.» ¡Bendito sea Dios! M. Guizot, el historiador de la
_civilización_ europea, el que ha deslindado los elementos nuevos que
modificaron la civilización romana, y que ha penetrado en el enmarañado
laberinto de la Edad Media, para mostrar cómo la nación francesa ha sido
el crisol en que se ha estado elaborando, mezclando y refundiendo el
espíritu moderno; M. Guizot, ministro del rey de Francia, da por toda
solución a esta manifestación de simpatías profundas entre los franceses
y los enemigos de Rosas: «¡son muy entremetidos los franceses!» Los
otros pueblos americanos, que, indiferentes e impasibles, miran esta
lucha y estas alianzas de un partido argentino con todo elemento europeo
que venga a prestarle su apoyo, exclaman a su vez llenos de indignación:
«¡Estos argentinos son muy amigos de los europeos!» Y el tirano de la
República Argentina se encarga oficiosamente de completarles la frase,
añadiendo: «¡traidores a la causa americana!» ¡Cierto!, dicen todos;
¡traidores!; ésta es la palabra. ¡Cierto!, decimos nosotros; ¡traidores
a la causa americana, española, absolutista, bárbara! ¿No habéis oído la
palabra _salvaje_ que anda revoloteando sobre nuestras cabezas?

De eso se trata: de ser o no ser _salvaje_. Rosas, según esto, no es un
hecho aislado, una aberración, una monstruosidad. Es, por el contrario,
una manifestación social; es una fórmula de una manera de ser de un
pueblo. ¿Para qué os obstináis en combatirlo, pues, si es fatal,
forzoso, natural y lógico? ¡Dios mío! ¡Para qué lo combatís!... ¿Acaso
porque la empresa es ardua, es por eso absurda? ¿Acaso porque el mal
principio triunfa se le ha de abandonar resignadamente el terreno?
¿Acaso la civilización y la libertad son débiles hoy en el mundo porque
la Italia gima bajo el peso de todos los despotismos, porque la Polonia
ande errante sobre la tierra mendigando un poco de pan y un poco de
libertad? ¡Por qué lo combatís!... ¿Acaso no estamos vivos los que
después de tantos desastres sobrevivimos aún; o hemos perdido nuestra
conciencia de lo justo y del porvenir de la patria, porque hemos perdido
algunas batallas?, ¡Qué!, ¿se quedan también las ideas entre los
despojos de los combates? ¿Somos dueños de hacer otra cosa que lo que
hacemos, ni más ni menos como Rosas no puede dejar de ser lo que es? ¿No
hay nada de providencial en estas luchas de los pueblos? ¿Concedióse
jamás el triunfo a quien no sabe perseverar? Por otra parte, ¿hemos de
abandonar un suelo de los más privilegiados de la América a las
devastaciones de la barbarie, mantener cien ríos navegables abandonados
a las aves acuáticas que están en quieta posesión de surcarlos ellas
solas desde _ab initio_?

¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que
llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos a
la sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como las arenas del
mar? ¿Hemos de dejar, ilusorios y vanos, los sueños de desenvolvimiento,
de poder y de gloria, con que nos han mecido desde la infancia los
pronósticos que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las
necesidades de la humanidad? Después de la Europa, ¿hay otro mundo
cristiano civilizable y desierto que la América? ¿Hay en la América
muchos pueblos que estén como el argentino, llamados por lo pronto a
recibir la población europea que desborda como el líquido en un vaso?
¿No queréis, en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en
nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para que vengan
a sentarse en medio de nosotros, libre la una de toda traba puesta al
pensamiento, segura la otra de toda violencia y de toda coacción? ¡Oh!
¡Este porvenir no se renuncia así no más! No se renuncia porque un
ejército de 20.000 hombres guarde la entrada de la patria; los soldados
mueren en los combates; desertan o cambian de bandera. No se renuncia
porque la fortuna haya favorecido a un tirano durante largos y pesados
años; la fortuna es ciega, y un día que no acierte a encontrar a su
favorito entre el humo denso y la polvareda sofocante de los combates,
¡adiós, tirano!; ¡adiós, tiranía! No se renuncia porque todas las
brutales e ignorantes tradiciones coloniales hayan podido más en un
momento de extravío en el ánimo de masas inexpertas; las convulsiones
políticas traen también la experiencia y la luz, y es ley de la
humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso,
triunfen al fin de las tradiciones envejecidas, de los hábitos
ignorantes y de las preocupaciones estacionarias. No se renuncia porque
en un pueblo haya millares de hombres candorosos que toman el bien por
el mal; egoístas que sacan de él su provecho; indiferentes que lo ven
sin interesarse; tímidos que no se atreven a combatirlo; corrompidos, en
fin, que conociéndolo se entregan a él por inclinación al mal, por
depravación; siempre ha habido en los pueblos todo esto, y nunca el mal
ha triunfado definitivamente. No se renuncia porque los demás pueblos
americanos no puedan prestarnos su ayuda; porque los Gobiernos no ven de
lejos sino el brillo del poder organizado, y no distinguen en la
obscuridad humilde y desamparada de las revoluciones los elementos
grandes que están forcejeando para desenvolverse; porque la oposición
pretendida liberal abjure de sus principios, imponga silencio a su
conciencia, y por aplastar bajo su pie un insecto que importuna, huelle
la noble planta a que ese insecto se apegaba. No se renuncia porque los
pueblos en masa nos den la espalda a causa de que nuestras miserias y
nuestras grandezas están demasiado lejos de su vista para que alcancen a
conmoverlos. ¡No!; no se renuncia a un porvenir tan inmenso, a una
misión tan elevada, por ese cúmulo de contradicciones y dificultades.
¡Las dificultades se vencen; las contradicciones se acaban a fuerza de
contradecirlas!

Desde Chile, nosotros nada podemos dar _a los que perseveran_ en la
lucha bajo todos los rigores de las privaciones, y con la cuchilla
exterminadora, que, como la espada de Damocles, pende a todas horas
sobre sus cabezas. ¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto
estímulos; arma ninguna nos es dado llevar a los combatientes, si no es
la que la _Prensa libre_ de Chile suministra a todos los hombres libres.
¡La Prensa!, ¡la Prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre
nosotros. He aquí el vellocino de oro que tratamos de conquistar. He
aquí cómo la Prensa de Francia, Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile y
Corrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus
víctimas; he aquí que te has visto compelido a robar el don de lenguas
para paliar el mal, don que sólo fué dado para predicar el bien. He aquí
que desciendes a justificarte, y que vas por todos los pueblos europeos
y americanos mendigando una pluma venal y fratricida, para que por medio
de la Prensa defienda al que la ha encadenado! ¿Por qué no permites en
tu patria la discusión que mantienes en todos los otros pueblos? ¿Para
qué, pues, tantos millares de víctimas sacrificadas por el puñal; para
qué tantas batallas, si al cabo habías de concluir por la pacífica
discusión de la Prensa?

El que haya leído las páginas que preceden, creerá que es mi ánimo
trazar un cuadro apasionado de los actos de barbarie que han deshonrado
el nombre de don Juan Manuel Rosas. Que se tranquilicen los que abriguen
ese temor. Aún no se ha formado la última página de esta biografía
inmoral; aún no está llena la medida; los días de su héroe no han sido
contados aún. Por otra parte, las pasiones que subleva entre sus
enemigos, son demasiado rencorosas aún para que pudieran ellos mismos
poner fe en su imparcialidad o en su justicia.

Es de otro personaje de quien debo ocuparme. Facundo Quiroga es el
caudillo cuyos hechos quiero consignar en el papel. Diez años ha que la
tierra pesa sobre sus cenizas, y muy cruel y emponzoñada debiera
mostrarse la calumnia que fuera a cavar los sepulcros en busca de
víctimas. ¿Quién lanzó la bala _oficial_ que detuvo su carrera? ¿Partió
de Buenos Aires o de Córdoba? La historia explicará este arcano. Facundo
Quiroga es, empero, el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil
de la República Argentina; es la figura más americana que la revolución
presenta. Facundo Quiroga enlaza y eslabona todos los elementos de
desorden que hasta antes de su aparición estaban agitándose
aisladamente en cada provincia; él hace de la guerra local la guerra
nacional argentina, y presenta triunfante, al fin de diez años de
trabajos, de devastación y de combates, el resultado de que sólo supo
aprovecharse el que lo asesinó. He creído explicar la revolución
argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él
explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases
diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular.

He evocado, pues, mis recuerdos, y buscado para completarlos los
detalles que han podido suministrarme hombres que lo conocieron en su
infancia, que fueron sus partidarios o sus enemigos, que han visto con
sus ojos unos hechos, oído otros, y tenido conocimiento exacto de una
época o de una situación particular. Aún espero más datos de los que
poseo, que ya son numerosos. Si algunas inexactitudes se me escapan,
ruego a los que las adviertan que me las comuniquen; porque en Facundo
Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la
vida argentina tal como la han hecho la colonización y las
peculiaridades del terreno, a lo cual creo necesario consagrar una seria
atención, porque sin esto la vida y hechos de Facundo Quiroga son
vulgaridades que no merecerían entrar sino episódicamente en el dominio
de la historia. Pero Facundo, en relación con la fisonomía de la
naturaleza grandiosamente salvaje que prevalece en la inmensa extensión
de la República Argentina; Facundo, expresión fiel de una manera de ser
de un pueblo, de sus preocupaciones e instintos; Facundo, en fin, siendo
lo que fué, no por un accidente de su carácter, sino por antecedentes
inevitables y ajenos de su voluntad, es el personaje histórico más
singular, más notable, que puede presentarse a la contemplación de los
hombres que comprenden que un caudillo que encabeza un gran movimiento
social, no es más que el espejo en que se reflejan, en dimensiones
colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de
una nación en una época dada de su historia. Alejandro es la pintura, el
reflejo de la Grecia guerrera, literaria, política y artística; de la
Grecia excéptica, filosófica y emprendedora, que se derrama por sobre el
Asia para extender la esfera de su acción civilizadora.

Por esto nos es necesario detenernos en los detalles de la vida interior
del pueblo argentino, para comprender su ideal, su personificación.

Sin estos antecedentes, nadie comprenderá a Facundo Quiroga, como nadie,
a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por la
incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida. En
la _Enciclopedia Nueva_ he leído un brillante trabajo sobre el general
Bolívar, en el que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia
que merece por sus talentos y por su genio; pero en esta biografía, como
en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general
europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no
he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las
masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América.

Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de
ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio.
¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja a cualquier general europeo
de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del
escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el _poncho_ para
presentarlo desde el primer día con el frac, ni más ni menos como los
litógrafos de Buenos Aires han pintado a Facundo con casaca de solapas,
creyendo impropia su chaqueta, que nunca abandonó. Bien; han hecho un
general, pero Facundo desaparece. La guerra de Bolívar pueden estudiarla
en Francia en la de los _chouanes_; Bolívar es un Charette de más anchas
dimensiones. Si los españoles hubieran penetrado en la República
Argentina el año 11, acaso nuestro Bolívar habría sido Artigas, si este
caudillo hubiese sido, como aquél, tan pródigamente dotado por la
naturaleza y la educación.

La manera de tratar la historia de Bolívar de los escritores europeos y
americanos, conviene a San Martín y a otros de su clase. San Martín no
fué caudillo popular; era realmente un general. Habíase educado en
Europa y llegó a América, donde el Gobierno era el revolucionario, y
pudo formar a sus anchas el ejército europeo, disciplinarlo y dar
batallas regulares, según las reglas de la ciencia. Su expedición sobre
Chile es una conquista en regla, como la de Italia por Napoleón. Pero si
San Martín hubiese tenido que encabezar _montoneras_, ser vencido aquí,
para ir a reunir un grupo de llaneros por allá, lo habrían colgado a su
segunda tentativa.

El drama de Bolívar se compone, pues, de otros elementos de los que
hasta hoy conocemos; es preciso poner antes las decoraciones y los
trajes americanos, para mostrar en seguida el personaje. Bolívar es
todavía un cuento forjado sobre datos ciertos; Bolívar, el verdadero
Bolívar, no lo conoce aún el mundo, y es muy probable que cuando lo
traduzcan a su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún.

Razones de este género me han movido a dividir este precipitado trabajo
en dos partes: la una, en que trazo el terreno, el paisaje, el teatro
sobre que va a representarse la escena; la otra, en que aparece el
personaje, con su traje, sus ideas, su sistema de obrar; de manera que
la primera está ya revelando a la segunda, sin necesidad de comentarios
ni explicaciones.


V

CARTA-PRÓLOGO DE LA EDICIÓN DE 1851


_Señor don Valentín Alsina:_

Conságrole, mi caro amigo, estas páginas que vuelven a ver la luz
pública, menos por lo que ellas valen, que por el conato de usted de
amenguar con sus notas los muchos lunares que afeaban la primera
edición. Ensayo y revelación para mí mismo de mis ideas, el _Facundo_
adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del momento,
sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era
concebida, lejos del teatro de los sucesos y con propósitos de acción
inmediata y militante. Tal como él era, mi pobre librejo ha tenido la
fortuna de hallar en aquella tierra, cerrada a la verdad y a la
discusión, lectores apasionados, y de mano en mano, deslizándose
furtivamente, guardado en algún secreto escondite, para hacer alto en
sus peregrinaciones, emprender largos viajes, y ejemplares por centenas
llegar, ajados y despachurrados de puro leídos, hasta Buenos Aires, a
las oficinas del pobre tirano, a los campamentos del soldado y a la
cabaña del gaucho, hasta hacerse él mismo, en las hablillas populares,
un mito como su héroe.

He usado con parsimonia de sus preciosas notas, guardando las más
sustanciales para tiempos mejores y más meditados trabajos, temeroso de
que por retocar obra tan informe, desapareciese su fisonomía primitiva y
la lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción.

Este libro, como tantos otros que la lucha de la libertad ha hecho
nacer, irá bien pronto a confundirse en el fárrago inmenso de
materiales, de cuyo caos discordante saldrá un día, depurado de todo
resabio, la historia de nuestra patria, el drama más fecundo en
lecciones, más rico en peripecias y más vivaz que la dura y penosa
transformación americana ha presentado. ¡Feliz yo si, como lo deseo,
puedo un día consagrarme con éxito a tarea tan grande! Echaría al fuego
entonces, de buena gana, cuantas páginas precipitadas he dejado escapar
en el combate en que usted y tantos otros valientes escritores han
cogido los más frescos lauros, hiriendo de más cerca, y con armas mejor
templadas, al poderoso tirano de nuestra patria.

He suprimido la introducción como inútil, y los dos capítulos últimos
como ociosos hoy, recordando una indicación de usted en 1846 en
Montevideo, en que me insinuaba que el libro estaba terminado en la
muerte de Quiroga[41].

Tengo una ambición literaria, mi caro amigo, y a satisfacerla consagro
muchas vigilias, investigaciones prolijas y estudios meditados. Facundo
murió corporalmente en Barranca-Yaco; pero su nombre en la Historia
podía escaparse y sobrevivir algunos años, sin castigo ejemplar como
era merecido. La justicia de la Historia ha caído ya sobre él, y el
reposo de su tumba guárdanlo la supresión de su nombre y el desprecio de
los pueblos. Sería agraviar a la Historia escribir la vida de Rosas, y
humillar a nuestra patria recordarla, después de rehabilitarla, las
degradaciones por que ha pasado. Pero hay otros pueblos y otros hombres
que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. ¡Oh! La
Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias
históricas, políticas y sociales; la Inglaterra, tan contemplativa de
sus intereses comerciales; aquellos políticos de todos los países,
aquellos escritores que se precian de entendidos, si un pobre narrador
americano se presentase ante ellos con un libro, para mostrarles, como
Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado
ante un fantasma, que han contemporizado con una sombra impotente, que
han acatado un montón de basura, llamando a la estupidez, energía; a la
ceguedad, talento; virtud, a la crápula, e intriga y diplomacia, a los
más groseros ardides; si pudiera hacerse esto, como es posible hacerlo,
con unción en las palabras, con intachable imparcialidad en la
jurisprudencia de los hechos, con exposición lucida y animada, con
elevación de sentimientos y con conocimiento profundo de los intereses
de los pueblos y presentimiento, fundado en deducción lógica, de los
bienes que sofocaron con sus errores y de los males que desarrollaron en
nuestro país e hicieron desbordar sobre otros... ¿no siente usted que el
que tal hiciera podría presentarse en Europa con su libro en la mano, y
decir a la Francia y a la Inglaterra, a la Monarquía y a la República, a
Palmerston y a Guizot, a Luis Felipe y a Luis Napoleón, al _Times_ y a
la _Presse_: ¡leed, miserables, y humillaos! ¡He ahí vuestro hombre!, y
hacer efectivo aquel _ecce homo_, tan mal señalado por los poderosos,
al desprecio y al asco de los pueblos?

La historia de la tiranía de Rosas es la más solemne, la más sublime y
la más triste página de la especie humana, tanto para los pueblos que de
ella han sido víctimas, como para las naciones, Gobiernos y políticos
europeos o americanos que han sido actores en el drama o testigos
interesados.

Los hechos están ahí consignados, clasificados, probados, documentados;
fáltales, empero, el hilo que ha de ligarlos en un solo hecho, el soplo
de vida que ha de hacerlos enderezarse todos a un tiempo a la vista del
espectador y convertirlos en cuadro vivo, con primeros planos palpables
y lontananzas necesarias; fáltales el colorido que dan al paisaje los
rayos del sol de la patria; fáltales la evidencia que trae la
estadística que cuenta las cifras, que impone silencio a los fraseadores
presuntuosos y hace enmudecer a los poderosos impudentes. Fáltame para
intentarlo interrogar el suelo y visitar los lugares de la escena, oír
las revelaciones de los cómplices, las deposiciones de las víctimas, los
recuerdos de los ancianos, las doloridas narraciones de las madres que
ven con el corazón; fáltame escuchar el eco confuso del pueblo, que ha
visto y no ha comprendido, que ha sido verdugo y víctima, testigo y
actor; falta la madurez del hecho cumplido y el paso de una época a
otra, el cambio de los destinos de la nación, para volver con fruto los
ojos hacia atrás, haciendo de la historia ejemplo y no venganza.

Imagínese usted, mi caro amigo, si codiciando para mí este tesoro
prestaré grande atención a los defectos e inexactitudes de la vida de
Juan Facundo Quiroga ni de nada de cuanto he abandonado a la publicidad.
Hay una justicia ejemplar que hacer y una gloria que adquirir como
escritor argentino; fustigar al mundo y humillar la soberbia de los
grandes de la tierra, llámense sabios o gobiernos. Si fuera rico fundara
un premio Montyon para aquél que lo consiguiera.

Envíole, pues, el _Facundo_ sin otras atenuaciones, y hágalo que
continúe la obra de rehabilitación de lo justo y de lo digno que tuvo en
mira al principio. Tenemos lo que Dios concede a los que sufren: años
por delante y esperanza; tengo yo un átomo de lo que a usted y a Rosas,
a la virtud y al crimen, concede a veces: perseverancia. Perseveremos,
amigo; muramos, usted ahí, yo acá; pero que ningún acto, ninguna palabra
nuestra revele que tenemos la conciencia de nuestra debilidad y de que
nos amenazan para hoy o para mañana tribulaciones y peligros.

Queda de usted su afectísimo amigo,

DOMINGO F. SARMIENTO.

Yungay, 7 de abril de 1851.



INDICE


                                                                    Págs.

NOTICIA PRELIMINAR, por Ricardo Rojas                                  9


PARTE PRIMERA

CAPÍTULO I.--Aspecto físico de la República Argentina
y caracteres, hábitos e ideas que engendra                            25

CAPÍTULO II.--Originalidad y caracteres argentinos.--El
rastreador.--El baqueano.--El gaucho malo.--El cantor                 47

CAPÍTULO III.--Asociación.--La pulpería                               66

CAPÍTULO IV.--Revolución de 1810                                      75


PARTE SEGUNDA

CAPÍTULO I.--Infancia y juventud de Juan Facundo Quiroga              93

CAPÍTULO II.--La Rioja.--El comandante de campaña                    110

CAPÍTULO III.--Sociabilidad.--Córdoba.--Buenos Aires (1825)          129

CAPÍTULO IV.--Ensayos.--Acciones del Tala y del Rincón               149

CAPÍTULO V.--Guerra social.--La Tablada                              168

CAPÍTULO VI.--Guerra social.--Oncativo                               185

CAPÍTULO VII.--Guerra social.--Chacón                                197

CAPÍTULO VIII.--Guerra social.--Ciudadela                            222

CAPÍTULO IX.--Barranca-Yaco                                          238

PARTE TERCERA


CAPÍTULO I.--Gobierno unitario                                       265

CAPÍTULO II.--Presente y porvenir                                    299


APÉNDICE

INTRODUCCIÓN AL APÉNDICE                                             337

PARTE PRIMERA.--Documentos de Quiroga                                339

PARTE SEGUNDA.--Documentos del autor sobre el «Facundo»              347



FOOTNOTES:

[1] El _Facundo_ ha sido traducido total, o casi totalmente, al francés,
por M. A. Giroud, alférez de la Armada francesa; al alemán, por Juan
Eduardo Wapoeus, profesor de la Universidad de Gotinga; al inglés, por
la señora de Horacio Mann, y al italiano, por el señor Fontana de
Philipps. Cuando Sarmiento fué a París en 1847, llevó este libro como
carta de introducción, y M. de Mazade escribió sobre él una entusiasta
reseña en la _Revue des deux Mondes_. Sobre este episodio, Sarmiento ha
contado pormenores hilarantes en sus _Viajes_. En el tomo XLVI de las
_Obras Completas_ hay un artículo especialmente dedicado al _Facundo_
por su autor.

[2] _Obras Completas_; tomo XLVI, pág. 320.

[3] La primera edición del _Facundo_ se publicó en 1845 (Chile); la
segunda en 1851; la tercera en New York en 1868, corregidas las pruebas
por el «hablista» habanero Mantilla; la cuarta el año 1874, por
Hachette, en París--al ascender Sarmiento a la Presidencia de la
República--. Esta es una de las ediciones más cuidadosas, lo mismo que
la de 1886, publicada por Belín Sarmiento en el tomo VII de las _Obras
Completas_. Yo no he visto la de 1868, pero Belín Sarmiento asegura que
nada ha variado en ella el texto de la anterior, de suerte que las
correcciones del «hablista» Mantilla--de quien habló Sarmiento--, fueron
sólo correcciones de imprenta. La de 1851, lo mismo que la primera,
seguían la ortografía reformada que el autor preconizara en Chile por
entonces; pero como no persistió en ella al volver a su país, me ha
parecido que en este caso debía seguir el texto de las _Obras
Completas_, que es el de la edición príncipe, con la única variante de
la ortografía, que Sarmiento aceptó en vida; pues las primeras ediciones
siguieron la ortografía chilena de entonces, de a cual Sarmiento fué
promotor.

[4] _Páginas literarias._ (_Obras_; tomo XLVI, pág. 322.)

[5] Idem, íd., íd.

[6] Se refiere a la época de 1845, cuando Sarmiento y Vicente Fidel
López fraternizaban en Chile como proscriptos argentinos, dados ambos a
la Prensa y a la enseñanza.

[7] _Páginas literarias._ (_Obras_; tomo XLVI, pág. 322.)

[8] _Obras Completas_; tomo VII, pág. 6.

[9] Idem, íd., íd., pág. 16.

[10] Sarmiento escribe aún desde el destierro, en 1851, o sea poco antes
de Caseros.

[11] _Obras Completas_; tomo VII, pág. 16.

[12] No siendo ésta una edición crítica, tampoco me he considerado en el
deber de glosar su texto. Debo tan sólo recordar que el doctor David
Peña es autor de un novedoso libro sobre el general don _Juan Facundo
Quiroga_ (edición Coni, Buenos Aires, 1906), en el cual se nos presenta
un Quiroga caucásico y urbano. Quizá este general vestido de levita, que
frecuentaba con don Braulio Costa y el general Mansilla las tertulias
aristocráticas de Buenos Aires, difiera tanto del modelo real como el
Tigre de los Llanos, sediento de sangre, que Sarmiento nos ha pintado.
Dada la compleja psicología del hombre superior--aunque éste sea un
genio del mal--, es posible también que Facundo haya tenido la extraña
complejidad de ambos tipos. No olvidemos, además, que Quiroga pudo ser
un hombre amable o ingenuo en la intimidad, y transfigurarse en el
desierto y la guerra. Mis dos abuelas me han referido la tradición del
terror que las montoneras de Facundo dejaron en Santiago y en Tucumán;
pero se me ocurre que una leyenda igualmente siniestra habrá de unirse
en ciertas familias belgas al nombre del general von der Goltz, militar
diplomático a quien veían sonreír gentilmente nuestras damas del
Centenario... Las inexactitudes o exageraciones del _Facundo_ han sido
señaladas también por Guerra en su _Biografía de Sarmiento_, sobre todo
en el capítulo VI.

[13] _Obras Completas_; tomo XLVI, pág. 84. La tumba de Quiroga a que
este pasaje se refiere, es, en efecto, uno de los más conmovedores y
bellos monumentos de la Recoleta más notable hoy que el fúnebre solar ha
sido colmado de una sórdida marmolería, costosa y vulgar, como sus
glorias burguesas...

[14] _Obras Completas_; tomo XLVI, pág. 293. Ese artículo se publicó en
_El Nacional_ del 7 de noviembre de 1878.

[15] En la edición de 1874 (París, Hachete, cuarta edición castellana),
el libro comprendía ya las tres biografías o _vidas_ de Quiroga, Aldao y
el Chacho, como aparece en el volumen VII de las _Obras Completas_. La
agregación de la _Vida del Chacho_ obedece a los mismos propósitos que
las dos anteriores; pero en ese caso, ya la doctrina asume todo un
carácter de alegato en un caso que le era demasiado personal. Nosotros
no damos aquí sino la _Vida de Facundo_, pues forma parte del paisaje
descripto y de la doctrina esquematizada en esos términos: «Civilización
y barbarie».

[16] _Obras completas_; tomo XLVI, pág. 321.

[17] Life of Napoleon Buonaparte; tomo II, cap. I.

[18] El año 1826, durante una residencia de un año en la Sierra de San
Luis, enseñé a leer a seis jóvenes de familias pudientes, el menor de
los cuales tenía veintidós años.

[19] El general Mansilla decía en la Sala, durante el bloqueo francés:
«¿y qué nos han de hacer esos europeos que no saben galoparse una
noche?»; y la inmensa barra plebeya ahogó la voz del orador con el
estrépito de los aplausos.

[20] ECHEVERRÍA, _La Cautiva_.

[21] DOMÍNGUEZ.

[22] No es fuera de propósito recordar aquí las semejanzas notables que
representan los argentinos con los árabes. En Argel, en Orán, en Máscara
y en los aduares del desierto vi siempre a los árabes reunidos en cafés,
por estarles completamente prohibido el uso de los licores, apiñados en
derredor del cantor, generalmente dos, que se acompañan de la vihuela a
dúo, recitando canciones nacionales plañideras como nuestros tristes. La
rienda de los árabes es tejida de cuero y con azotera como las nuestras;
el freno de que usamos es el freno árabe, y muchas de nuestras
costumbres revelan el contacto de nuestros padres con los moros de la
Andalucía. De las fisonomías no se hable: algunos árabes he conocido que
jurara haberlos visto en mi país. (_Nota de la edición de 1850._)

[23] El doctor don Manuel Ignacio Castro Barros, canónigo de la catedral
de Córdoba.

[24] Detalles sobre el sistema y organización de este establecimiento de
educación pública, se encuentran en _Educación Popular_, trabajo
especial consagrado a la materia y fruto del viaje a Europa y Estados
Unidos hecho por encargo del Gobierno de Chile.--_El Autor._--(Véase
tomo XII de las _Obras de Sarmiento_.)

[25] Después de escrito lo que precede, he recibido de persona fidedigna
la aseveración de haber el mismo Quiroga contado en Tucumán, ante
señoras que viven aún, la historia del incendio de la casa. Toda duda
desaparece ante deposiciones de este género. Más tarde he obtenido la
narración circunstanciada de un testigo presencial y compañero de
infancia de Facundo Quiroga, que le vió a éste dar a su padre una
bofetada y huirse; pero estos detalles contristan sin aleccionar, y es
deber impuesto por el decoro apartarlos de la vista.

[26] _Registro oficial de la provincia de San Juan:_

«A consecuencia de la presente ley, el gobierno de la provincia ha
estipulado con S. E. el señor general don Juan Facundo Quiroga los
artículos siguientes, conforme a su nota de 13 de septiembre de 1833:

»1.º Que abonará al Excmo. Gobierno de Buenos Aires la cantidad que ha
invertido en dichas haciendas.

»2.º Que suplirá cinco mil pesos a la provincia sin pensión de rédito,
para la urgencia en que se halla de abonar la tropa que tiene en
campaña, dando tres mil pesos al contado, y el resto del producto del
ganado, a cuyo pago quedará afecto exclusivamente al ramo de
degolladuras.

»3.º Que se le ha de permitir abastecer por si solo, dando al pueblo a
cinco reales la arroba de carne, que hoy se halla a seis de mala
calidad, y a tres al Estado, sin aumentar el precio corriente de la
gordura.

»4.º Que se le ha de dar libre el ramo de degolladura desde el 18 del
presente hasta el 10 de enero inclusive, y pastos de cuenta del Estado
al precio de dos reales al mes por cabeza, que abonará desde 1.º de
octubre próximo.--San Juan, septiembre 13 de 1833.--Ruiz.--_Vicente
Atienzo._»

[27] El señor Alberdi me suministra este dato tomado en su viaje a
Italia.

[28] Puede verse esta cinta en la botonadura de los domésticos de la
Legación Argentina. El enviado y los _atachés_ han tenido pudor de
ostentar el retrato.--(_Nota de la edición de 1845._)

[29] Estos sacerdotes fueron el cura Villafañe, de la provincia de
Tucumán, de setenta y seis años de edad.

Dos curas Frías, perseguidos, de Santiago del Estero, establecidos en la
campaña de Tucumán, el uno de sesenta y cuatro años y el otro de sesenta
y seis.

El canónigo Cabrera, de la catedral de Córdoba, de sesenta años. Los
cuatro fueron conducidos a Buenos Aires y degollados en Santos Lugares,
previas las profanaciones referidas.

[30] Tengo estos hechos de don Domingo de Oro, quien estaba por entonces
al lado de López, y servía de padrino a Rosas, muy desvalido para con
aquél en aquellos momentos.

[31] El éxito final no ha justificado tan halagüeñas esperanzas; la
industria de la seda languidece hoy en Mendoza, y desaparecerá por falta
de fomento.--(_Nota de la edición de 1851._)

[32] Frase vulgar tomada del modo de lavar de la plebe golpeando la
ropa; quiere decir que todavía faltan muchas dificultades que vencer.

[33] Pueblos de abajo, Buenos Aires, etc., de arriba, Tucumán, etc.

[34] Estancieros del sur de Buenos Aires me han aseverado después que la
expedición aseguró la frontera, alejando a los bárbaros indómitos y
sometiendo muchas tribus, que han formado una barrera que pone a
cubierto las estancias de las incursiones de aquéllos, y que, a merced
de estas ventajas obtenidas, la población ha podido extenderse hacia el
Sur. La geografía hizo también importantes conquistas, descubriendo
territorios desconocidos hasta entonces y aclarando muchas dudas. El
general Pacheco hizo un reconocimiento del río Negro, donde Rosas se
hizo adjudicar la isla de Choelechoel, y la división de Mendoza
descubrió todo el curso del río Salado hasta su desagüe en la laguna de
Yauquenes. Pero un Gobierno inteligente habría asegurado de esta vez
para siempre las fronteras del sur de Buenos Aires. El Río Colorado,
navegable desde poco más abajo de Cobu-Sebu, cuarenta leguas distante de
Concepción, donde lo atravesó don Luis de la Cruz, ofrece en todo su
curso, desde la cordillera de los Andes hasta el Atlántico, una frontera
a poca costa impasable para los indios. Por lo que hace a la provincia
de Buenos Aires, un fuerte establecido en la Laguna del Monte en que
desagua el arroyo Guamini, sostenido por otro a las inmediaciones de la
laguna de las Salinas hacia el Sur, otro en la sierra de la Ventana
hasta apoyarse en el Fuerte Argentino, en Bahía Blanca, habrían
permitido la población del espacio de territorio inmenso que media entre
este último punto y el Fuerte de la Independencia en la sierra del
Tandil, límite de la población de Buenos Aires al Sur. Para completar
este sistema de ocupación, requeríase, además, establecer colonias
agrícolas en Bahía Blanca y en la embocadura del río Colorado, de manera
que sirviesen de mercado para la exportación de los productos de los
países circunvecinos; pues careciendo de puertos toda la costa
intermediaria hasta Buenos Aires, los productos de las estancias más
avanzadas al Sur se pierden, no pudiendo transportarse las lanas, sebos,
cueros, astas, etc., sin perder su valor en los fletes.

La navegación y población de Río Colorado adentro traería, a más de los
productos que pueden hacer nacer, la ventaja de desalojar a los salvajes
poco numerosos que quedarían cortados hacia el Norte, haciéndolos buscar
el territorio al sur del Colorado.

Lejos de haberse asegurado de una manera permanente las fronteras, los
bárbaros han invadido desde la época de la expedición al Sur, y
despoblado toda la campaña de Córdoba y de San Luis; la primera hasta
San José del Morro, que está en la misma latitud que la ciudad. Ambas
provincias viven desde entonces en continua alarma, con tropas
constantemente sobre las armas, lo que, con el sistema de depredación de
los gobernantes, hace una plaga más ruinosa que las incursiones de los
salvajes. La cría de ganado está casi extinguida, y los estancieros
apresuran su extinción para librarse al fin de las exacciones de los
gobernantes por un lado, y de las depredaciones de los indios por otro.

Por un sistema de política inexplicable, Rosas prohibe a los Gobiernos
de la frontera emprender expedición alguna contra los indios, dejando
que invadan periódicamente el país y asolen más de doscientas leguas de
frontera. Esto es lo que Rosas no hizo como debía hacerlo en la tan
decantada expedición al Sur, cuyos resultados fueron efímeros, dejando
subsistente el mal, que ha tomado después mayor agravación que
antes.--(_Nota de la edición de 1851._)

[35] En la causa criminal seguida contra los cómplices en la muerte de
Quiroga, el reo Cabanillas declaró en un momento de efusión, de
rodillas, en presencia del doctor Maza--degollado por los agentes de
Rosas--, que él no se había propuesto sino salvar a Quiroga; que el 24
de diciembre había escrito a un amigo de éste, un francés, que le
hiciese decir a Quiroga que no pasase por el monte de San Pedro, donde
él estaba aguardándole con veinticinco hombres para asesinarlo por orden
de su Gobierno; que Toribio Junco--un gaucho de quien Santos Pérez
decía: «Hay otro más valiente que yo: es Toribio Junco»--había dicho al
mismo Cabanillas que, observando cierto desorden en la conducta de
Santos Pérez, empezó a acecharlo, hasta que un día lo encontró
arrodillado en la capilla de la Virgen de Tulumba, con los ojos
arrasados de lágrimas; que preguntándole la causa de su quebranto, le
dijo: «Estoy pidiéndole a la Virgen me ilumine sobre si debo matar a
Quiroga, según me lo ordenan; pues me presentan este acto como convenido
entre los gobernadores López de Santa Fe, y Rosas, de Buenos Aires,
único medio de salvar la República.--(_Nota de la edición de 1851._)

[36] Tuve estos detalles del malogrado doctor Piñero, muerto en 1846 en
Chile, pariente del doctor Ortiz, compañero de viaje de Quiroga desde
Buenos Aires hasta Córdoba. Es triste necesidad, sin duda, no poder
citar sino los muertos, en apoyo de la verdad.--(_Nota de la edición de
1851._)

[37] _Histoire de Venise_; tomo II, lib. VII, pág. 84.

[38] _Chronique du moyen âge._

[39] _Histoire de París_; tomo III, pág. 176.

[40] Es decir, corrigió las pruebas de la edición de 1868; pues al hacer
esta reimpresión y comparar esa edición con la de 1845, no hemos
encontrado otra diferencia que la que resulta de la mejor corrección de
pruebas.--_El Editor_ de las OBRAS COMPLETAS.

[41] Ambos capítulos los reproducimos en esta edición, así como lo
fueron en la de París de 1874 y en la edición de las OBRAS COMPLETAS.





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