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Title: Cuentos y diálogos
Author: Valera, Juan, 1824-1905
Language: Spanish
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JUAN VALERA

CUENTOS Y DIÁLOGOS


SEVILLA: 1882

FRANCISCO ALVAREZ Y C.ª, EDITORES Tetuán 24.


AL EXCMO. SR.
D. ENRIQUE R. DE SAAVEDRA,
DUQUE DE RIVAS.


Mi querido amigo: Bien hubiera querido yo escribir algo nuevo
expresamente para dedicárselo a V., pero mi pobre ingenio está marchito
y seco desde hace dos o tres años, y empiezo a perder toda esperanza de
que reverdezca y vuelva a florecer algún día.

En tan desengañada situación y urgiéndome pagar la deuda de la lindísima
_fantasía_ que tuvo V. la bondad de dedicarme, me decido a dedicar a V.
esta colección de CUENTOS Y DIÁLOGOS, que, si bien publicados antes
aisladamente, salen hoy por vez primera reunidos en un tomo.

Ahí van _Parsondes_, que V. tanto celebra; _El pájaro verde_, cuento
vulgar que me contó con singular talento su señora madre de usted y que
yo no he hecho sino poner por escrito, procurando competir con Perrault,
Andersen y Musaus; _El bermejino prehistórico_, que yo encuentro
gracioso en fuerza de ser disparatado; y los diálogos de _Asclepigenia y
Gopa_, el primero de los cuales sigo creyendo que es lo más elegante y
discreto, o si se quiere lo menos tonto, que he escrito en mi vida.

Acoja V. con benignidad estas obrillas ligeras, sobre las cuales nada
más se me ocurre que decir, pues las escribí sin intención de enseñar y
sólo con el fin de pasar el tiempo y de ver si lograba divertirme yo y
divertir también a quien me leyese.

Lo primero lo he conseguido. ¿Por qué no confesarlo? Como me quiero
bien, me río a mí mismo las gracias. Así es que CUENTOS Y DIÁLOGOS me
han encantado al escribirlos y aun al leerlos y releerlos después de
escritos. Ya esto es bastante triunfo, aunque el encanto de la
diversión no pase de mí ni se transmita a otros. Harto lo sentiré, pero
me consolaré imaginando, porque el amor propio es muy sutil inventor,
que si no me ríen las gracias los demás es porque las tales gracias
están disimuladas y escondidas en el texto, y así no las ve quien no le
penetra y ahonda. Yo procuraré, en otra ocasión, poner las gracias, si
las tengo, algo más superficiales. Entretanto, conténtese V. o mejor
dicho no se disguste con esto que le dedico, pues bien sé yo que, si
vale algo y si tiene chiste, V. habrá de hallarle, sin que tenga yo
necesidad de indicar dónde está lo chistoso para que V. lo ría.

Créame V. siempre su buen amigo

_J. Valera_.

Lisboa 20 de Febrero de 1882.



  ÍNDICE


  El pájaro verde
  Parsondes
  El bermejino prehistórico o las salamandras azules
  Asclepigenia
  Gopa
  Santa



EL PÁJARO VERDE.



I.


Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado
con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y
populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos
tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más
gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces
había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves
recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía
cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por
la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se
encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles
riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era
entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros
monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y
reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal,
y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y
jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían
a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho,
que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que
cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este Rey le llamaban con razón _el Venturoso_. Todo iba
de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de
felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de
dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa
a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo
que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño
que le tenía, causa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el Rey siete años de
matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando
ocurrieron unas guerras en país vecino. El Rey partió con sus tropas;
pero antes se despidió de la señora Reina con mucho afecto. Esta,
dándole un abrazo, le dijo al oído:--No se lo digas a nadie para que no
se rían si mis esperanzas no se logran, pero me parece que estoy en
cinta.

La alegría del Rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale
bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató
por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos
qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos, y volvió cargado de
botín y de gloria a la hermosa capital de su monarquía.

Habían pasado en esto algunos meses; así es que al atravesar el Rey con
gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud
y el repiqueteo de las campanas, la Reina estaba pariendo, y parió con
felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era
primeriza.

¡Qué gusto tan pasmoso no tendría S. M. cuando, al entrar en la real
cámara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa
que acababa de nacer! El Rey dio un beso a su hija y se dirigió lleno de
júbilo, de amor y de satisfacción, al cuarto de la señora Reina, que
estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de
Mayo.

--¡Esposa mía!--exclamó el Rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el
Rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin más
ni menos ahogó sin querer a la Reina. Entonces fueron los gritos, la
desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes
muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la Reina, la
cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se
diría que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, había volado
el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido
inspirar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Qué mujer
verdaderamente enamorada no envidiará la suerte de esta Reina!

El Rey probó el mucho cariño que le tenía, no sólo en vida de ella, sino
después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y
supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fúnebre, que aun
dicen que se tiene en aquel reino como la más preciosa joya de la
literatura nacional. La corte estuvo tres años de luto. Del mausoleo que
se levantó a la Reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino
remedo.

Pero como, según dice el refrán, no hay mal que dure cien años, el Rey,
al cabo de un par de ellos, sacudió la melancolía, y se creyó tan
venturoso o más venturoso que antes. La Reina se le aparecía en sueños,
y le decía que estaba gozando de Dios, y la Princesita crecía y se
desarrollaba que era un contento.

Al cumplir la Princesita los quince años, era, por su hermosura,
entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el
asombro de cuantos la oían. El Rey la hizo jurar heredera del trono, y
trató luego de casarla.

Más de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de
posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para
otras tantas cortes, invitando a todos los príncipes a que viniesen a
pretender la mano de la Princesa, la cual había de escoger entre ellos
al que más le gustase.

La fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo; de
suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes,
no había príncipe, por ruin y para poco que fuese, que no se decidiera a
ir a la capital del _Rey Venturoso_, a competir en justos, torneos y
ejercicios de ingenio por la mano de la Princesa. Cada cual pedía al Rey
su padre armas, caballos, su bendición y algún dinero, con lo cual al
frente de una brillante comitiva, se ponía en camino.

Era de ver cómo iban llegando a la corte de la Princesita todos estos
altos señores. Eran de ver los saraos que había entonces en los palacios
reales. Eran de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se
proponían para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribían;
las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la
lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada
cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida
novia.

Pero ésta, que a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin
poderlo remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada,
abrumaba a los príncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le
importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades, simplezas
sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus
riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus
ejercicios caballerescos, ni oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a
sus versos de amor. Los magníficos regalos, que cada cual le había
traído de su tierra, estaban arrinconados en un zaquizamí del regio
alcázar.

La indiferencia de la Princesa era glacial para todos los pretendientes.
Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su
indiferencia para incurrir en su odio. Este Príncipe adolecía de una
fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba
salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el cuerpo,
aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso.
Ni las personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo
principal blanco de ellas el Ministro de Negocios extranjeros del _Rey
Venturoso_, cuya gravedad, entono y cortas luces, así como lo
detestablemente que hablaba el _sanscrito_, lengua diplomática de
entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.

Así andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran más brillantes
cada día. Los Príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser
queridos; el _Rey Venturoso_ rabiaba al ver que su hija no acababa de
decidirse; y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno,
salvo del Príncipe tártaro, de quien sus pullas y declarado
aborrecimiento vengaban con usura al famoso ministro de su padre.


II


Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mañana de primavera,
estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y
suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín,
estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el
aroma de las flores.

Parecía la Princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una palabra
a su sierva.

Ésta tenía ya entre sus manos el cordón con que se disponía a enlazar la
áurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un
preciosísimo pájaro, cuyas plumas parecían de esmeralda, y cuya gracia
en el vuelo dejó absortas a la señora y a su sirvienta. El pájaro,
lanzándose rápidamente sobre esta última, le arrebató de las manos el
cordón, y volvió a salir volando de aquella estancia.

Todo fue tan instantáneo que la Princesa apenas tuvo tiempo de ver al
pájaro, pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la más extraña
impresión.

Pocos días después, la Princesa, para distraer sus melancolías, tejía
una danza con sus doncellas, en presencia de los Príncipes. Estaban
todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la
Princesa que se le desataba una liga, y suspendiendo el baile, se
dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atársela de nuevo.
Descubierta tenía ya S. A. la bien torneada pierna, había estirado ya la
blanca media de seda, y se preparaba a sujetarla con la liga que tenía
en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el
pájaro verde, que le arrebató la liga en el ebúrneo pico y desapareció
al punto. La Princesa dio un grito y cayó desmayada.

Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sí, y lo primero
que dijo fue:--«¡Que me busquen al pájaro verde... que me le traigan
vivo... que no le maten... yo quiero poseer vivo al pájaro verde!»

Mas en balde le buscaron los Príncipes. En balde, a pesar de lo
mandado por la Princesa de que no se pensase en matar al pájaro verde,
se soltaron contra él neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas
caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrería. El pájaro verde no
pareció ni vivo ni muerto.

El deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la Princesa y acrecentaba
su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los
Príncipes era que no valían para nada.

Apenas vino el día, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar,
sin corsé ni miriñaque, más hermosa e interesante en aquel _deshabillé_,
pálida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo más frondoso
del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el
sepulcro de su madre. Allí se puso a llorar y a lamentar su suerte.--¿De
qué me sirven, decía, todas mis riquezas, si las desprecio; todos los
Príncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a
ti, madre mía; y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el
hermoso pájaro verde?

Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido
y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre,
que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió más
rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo pico los labios de
la Princesa, y arrebató el guardapelo, que durante tantos años había
reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había
permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y
perdiéndose en las nubes.

Esta vez no se desmayó la Princesa; antes bien se paró muy colorada y
dijo a la doncella:--Mírame, mírame los labios; ese pájaro insolente me
los ha herido, porque me arden.

La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el
pájaro había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no
volvió a aparecer en adelante, y la Princesa fue desmejorándose por
grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la
consumía, y casino hablaba sino para decir:--Que no le maten... que me
le traigan vivo... yo quiero poseerle.

Los médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la
Princesa, era traerle vivo el pájaro verde. Mas ¿dónde hallarle? Inútil
fue que le buscasen los más hábiles cazadores. Inútil que se ofreciesen
sumas enormes a quien le trajera.

El _Rey Venturoso_ reunió un gran congreso de sabios a fin de que
averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y
dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.

Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron lo sabios reunidos, sin cesar
de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse.
Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada
averiguaron.--Señor, dijeron al cabo todos ellos al Rey, postrándose
humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes,
somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una
mentira: ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a
sospechar si será acaso el ave fénix del Arabia.

--Levantaos, contestó el Rey con notable magnanimidad, yo os perdono y
os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrán
siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabá, y con todos
los recursos de que yo puedo disponer para cazar pájaros vivos. El fénix
debe de tener su nido en el país sabeo, y de allí habéis de traérmele,
si no queréis que mi cólera regia os castigue aunque tratéis de evitarla
escondiéndoos en las entrañas de la tierra.

En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los más versados en
lingüística, y entre ellos el Ministro de Negocios extranjeros, sobre lo
cual tuvo mucho que reír el Príncipe tártaro.

Este príncipe envió también cartas a su padre, que era el más famoso
encantador de aquella edad, consultándole sobre el caso del pájaro
verde.

La Princesa, en el ínterin, seguía muy mal de salud y lloraba tan
abundantes lágrimas, que diariamente empapaba en ellas más de cincuenta
pañuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y
como entonces ni la persona más poderosa tenía tanta ropa blanca como
ahora se usa, no hacían más que ir a lavar al río.


III


Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la
moda, una pollita muy simpática, volvía un día, al anochecer, de lavar
en el río los lacrimosos pañuelos de la Princesa.

En medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad, se
sintió algo cansada y se sentó al pié de un árbol. Sacó del bolsillo una
naranja; y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las
manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza.
La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras más corría,
más la naranja se adelantaba, sin que jamás se parase y sin que ella
llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdía de vista.
Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las
cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo
natural, la pobre se detenía a veces y pensaba en desistir de su empeño;
pero la naranja al punto se detenía también, como si ya hubiese cesado
en su movimiento y convidase a su dueño a que de nuevo la cogiese.
Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra
vez y continuaba su camino.

Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando
notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le
venía encima, oscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en
desconsoladísimo llanto. La oscuridad creció rápidamente, y ya no le
permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para
volverse atrás.

Iba pues, vagando a la ventura, afligidísima y muerta de hambre y
cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas.
Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos
hacia aquellas luces. Pero cuán grande no sería su sorpresa al
encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las
puertas de un suntuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro por lo
que brillaba, y en cuya comparación pasaría por una pobre choza el
espléndido alcázar del _Rey Venturoso_.

No había guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la
chica, que no era corta, y que además sentía el estímulo de la
curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los
umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruñido jaspe, y
empezó a discurrir por los más ricos y elegantes salones que imaginarse
pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin
embargo, profusamente iluminados por mil lámparas de oro, cuyo perfumado
aceite difundía suavísima fragancia. Los primorosos objetos, que en los
salones había, eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no
ya a la lavanderilla, que poco de esto había disfrutado, sino a la
mismísima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad
de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los
inventores y fabricantes de todos aquellos artículos.

La lavandera los admiró a su sabor, y admirándolos se fue poco a poco
hacia un sitio de donde salía un rico olorcillo de viandas muy suculento
y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero ni jefe, ni
sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices había en ella; todo estaba
desierto, como el resto del palacio. Ardían, no obstante, el fogón, el
horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito número de
peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la
cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio
una cabeza de jabalí desosada y rellena de pechugas de faisanes y de
trufas; en resolución, vio los manjares más exquisitos que se presentan
en las mesas de los reyes, emperadores y papas: y hasta vio algunos
platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios, serían
tan groseros, como al lado de estos un potaje de judías o un gazpacho.

Animada la chica con lo que veía y olía, se armó de un cuchillo y de un
trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalí. Mas
apenas hubo llegado a ella, recibió en sus manos un golpe, dado al
parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decía, tan
de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo
de las palabras:

--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!

Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos
principesco y que le dejarían comer; pero la mano invisible vino de
nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle:

--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!

Tentó, por último, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato, pero
siempre le aconteció lo propio; así tuvo con harta pena que resignarse a
ayunar, y se salió despechada de la cocina.

Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma
misteriosa soledad y donde el más profundo silencio parecía tener su
morada, y llegó a una alcoba lindísima, en la cual sólo dos o tres
luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una
claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al
sueño. Había en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra
lavandera, que estaba cansadísima, no pudo resistir a la tentación de
tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y
ya se había sentado y se disponía a tenderse, cuando en la parte misma
de su cuerpo con que acababa de tocar la cama, sintió una dolorosa
picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo
una voz que decía:

--¡Tate... que es para mi señor el Príncipe!

No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto,
resignándose a no dormir, como a no comer se había ya resignado; y para
distraer el hambre y el sueño se puso a registrar cuantos objetos había
en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los
tapices.

Detrás de uno de éstos descubrió nuestra heroína una primorosa
puertecilla secreta de sándalo, con embutidos de nácar. La empujó
suavemente, y cediendo la puerta, se encontró en una escalera de
caracol, de mármol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como
invernáculo, donde crecían las plantas y las flores más aromáticas y
extrañas, y en cuyo centro había una taza inmensa, hecha, al parecer, de
un solo, limpio y diáfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un
surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la Puerta del Sol, pero
con la diferencia de que el agua del de la Puerta del Sol es natural y
ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenía, además, en sí misma
todos las colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calculará el
lector, le daba un aspecto sumamente agradable.--Hasta el murmullo que
hacía esta agua al caer tenía algo de más musical y acordado que el que
producen otras, y se diría que aquel surtidor cantaba alguna de las más
enamoradas canciones de Mozart o de Bellini.

Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de
aquella armonía, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una
ventana de cristales.

La lavandera se escondió precipitadamente detrás de una masa de verdura,
a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres, que sin duda
se acercaban.

Éstos eran tres pájaros rarísimos y lindísimos, uno de ellos todo verde,
y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con
notable contento, al que era causa, según todo el mundo aseguraba, de la
pertinaz dolencia de la __Princesa Venturosa__. Los otros dos pájaros no
eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecían de mérito
singular. Los tres venían con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron
sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella.

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres
mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas
peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas. La
chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamás había visto
hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros
amigos, vestidos y mal vestidos, no podía deducir hasta dónde era capaz
de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres
genios inmortales o a tres ángeles del cielo. Así es, que sin
ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos
santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua, y
pronto se vistieron de elegantes ropas.

Uno de ellos, el más hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una
diadema de esmeraldas y era acatado de los otros, como señor soberano.
Si desnudo le pareció a la lavanderilla un ángel o un genio por la
hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el
emperador del mundo y el príncipe más adorable de la tierra.

Aquellos señores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en
una espléndida mesa, donde había tres cubiertos preparados. Una música
sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oídos
mientras comían. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos
y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veía y notaba la
lavanderilla, que sin ser vista ni oída, había seguido a aquellos
señores, y estaba escondida en el comedor detrás de un cortinaje.

Desde allí pudo oír algo de la conversación, y comprender que el más
hermoso de los mancebos era el Príncipe heredero del grande imperio de
la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero
más querido; los cuales estaban encantados y transformados en pájaros
durante todo el día, y sólo por la noche recobraban su ser natural,
previo el baño de la fuente.

Notó, asimismo, la curiosa lavandera que el Príncipe de las esmeraldas
apenas comía, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se
mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces delo más hondo del
hermosísimo pecho un ardiente suspiro.


IV.


Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel
opíparo y poco alegre festín, el Príncipe de las esmeraldas, volviendo
en sí como de un sueño, alzó la voz y dijo:

--Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos.

El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la
cajita más preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró
Alejandro la _Iliada_ era, en comparación de ésta, más chapucera y pobre
que una caja de turrón de Jijona.

El Príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato
contemplando con ojos amorosos lo que había en el fondo de ella. Metió
luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Lo besó apasionadamente,
derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras:

    ¡Ay cordoncito de mi señora!
    ¡Quién la viera ahora!

Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada
y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla:

    ¡Ay linda liga de mi señora!
    ¡Quién la viera ahora!

Sacó, por último, un precioso guardapelo, y si mucho había besado cordón
y liga, más le besó y más le acarició aún, diciendo con acento
tristísimo, que partía los corazones y hasta las peñas:

    ¡Ay guardapelo de mi señora!
    ¡Quién la viera ahora!

A poco el Príncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la
lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se
acercó a la mesa, donde aún estaban casi intactos los ricos manjares,
los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el
recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenían, y la
obligaban a contentarse con mirar y oler.

Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares,
que vino a ponerse entre la mesa y la silla del Príncipe. Entonces
sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caían sobre los
hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:

--Siéntate y come.

En efecto, se bailó sentada en la misma silla del Príncipe; y, ya
autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario,
que la novedad y lo exquisito de la comida hacían mayor aún, y comiendo
se quedó profundamente dormida.

Cuando despertó, era muy de día. Abrió los ojos, y se encontró en medio
del campo, tendida al pié del árbol donde había querido comerse la
naranja. Allí estaba la ropa que había traído del río, y hasta la
naranja corredora estaba allí también.

--¿Si habrá sido todo un sueño? dijo para sí la lavanderilla. Quisiera
volver al palacio del Príncipe de la China para cerciorarme de que
aquellas magnificencias son reales y no soñadas.

Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba
nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco, y luego se detenía
en cualquiera hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movía
dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacía lo que hacen de
ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su
conducta no tenía nada de extraño ni de maravilloso.

Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro
era como las demás. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas
naranjas había comido antes.

Ya apenas dudó de que había soñado.--Ningún objeto tengo, añadió, con
que convencerme a mí propia de la realidad de lo que he visto; mas iré a
ver a la Princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle.


V.


Mientras acontecían, en sueño o en realidad los poco ordinarios sucesos
que quedan referidos, la __Princesa Venturosa__, fatigada de tanto llorar,
estaba durmiendo tranquilamente, y aunque eran ya las ocho de la mañana,
hora en que todo el mundo solía estar levantado y aun almorzado en
aquella época, la Princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguía en
la cama.

Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le
traía, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la
ventana y exclamó con alborozo:

--Señora, señora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga
nuevas del pájaro verde.

La Princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:

--¿Han vuelto los siete sabios que fueron al país sabeo?

--Nada de eso, contestó la doncella; quien trae las nuevas es una de las
lavanderillas que lavan los lacrimosos pañuelos de V. A.

--Pues hazla entrar al momento.

Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de una puerta aguardando
este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto
le había pasado.

Al oír la aparición del pájaro verde, la Princesa se llenó de júbilo, y
al escuchar su salida del agua convertido en hermoso Príncipe, se puso
encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus
labios, y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella
en sí misma y ver al Príncipe con los ojos del alma. Por último, al
saber la mucha estima, veneración y afecto que el Príncipe le tenía, y
el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la
preciosa cajita de sus entretenimientos, la Princesita, a pesar de su
modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la
doncella, e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y
delicados.

--Ahora sí, decía, que puedo llamarme propiamente la Princesa
Venturosa. Este capricho de poseer el pájaro verde no era capricho, era
amor. Era, y es un amor, que por oculto y no acostumbrado camino, ha
penetrado en mi corazón. No he visto al Príncipe, y creo que es hermoso.
No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su
vida, sino que está encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto
que es valiente, generoso y leal.

--Señora, dijo la lavanderilla, yo puedo asegurar a V. A. que el
Príncipe, si mi visión no es un sueño vano, parece un pino de oro, y
tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario
no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado
afición, es al escudero.

--Tú te casarás con el escudero, replicó la Princesa. Mi doncella, si
gusta, se casará con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de
mi corte. Tu sueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazón me lo
dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pájaros mancebos.

--¿Y cómo podremos desencantarlos? dijo la doncella favorita.

--Yo misma, contestó la Princesa, iré al palacio en que viven y allí
veremos. Tú me guiarás, lavanderilla.

Ésta, que no había terminado su narración, la terminó entonces, e hizo
ver que no podía servir de guía.

La Princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y
dijo luego a la doncella.

--Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de _Los Reyes contemporáneos_ y el
_Almanaque astronómico_.

Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó la Princesa el de Los Reyes, y
leyó en alta voz los siguientes renglones:

«El mismo día en que murió el Emperador chinesco, su único hijo, que
debía heredarle, desapareció de la corte y de todo el imperio. Sus
súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de
Tartaria.»

--¿Qué deducís de eso, señora? dijo la doncella.

--¿Qué he de deducir, respondió la __Princesa Venturosa__, sino que el Kan
de Tartaria es quien tiene encantado a mi Príncipe para usurparle la
corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al Príncipe tártaro. Ahora me
lo explico todo.

--Pero no basta explicarlo; menester es remediarlo, dijo la lavandera.

--De ello trato--añadió la Princesa--y para ello conviene que al
instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a
todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que
envió el Príncipe tártaro al Rey su padre, para consultarle sobre el
caso del pájaro verde. Las cartas que trajeren les serán arrebatadas y
se me entregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muertos; si
ceden, serán aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo
que acontece. Ni el Rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos
entre las tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bastante para
comprar el silencio, la fidelidad y la energía de los hombres que han de
ejecutar mi proyecto.

Y efectivamente, la Princesa, que ya se había levantado y estaba de bata
y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro, y
se las dio a sus confidentas.

Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la
__Princesa Venturosa__ se quedó estudiando profundamente el _Almanaque
astronómico_.


VI.


Cinco días habían pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena
anterior. La Princesa no había llorado en todo ese tiempo, causando no
poco asombro y placer al Rey su padre. La Princesa había estado hasta
jovial y bromista, dando leves esperanzas a los Príncipes pretendientes
de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se
las prometen siempre felices.

Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan
inesperado alivio en la Princesa.

Sólo el Príncipe tártaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque
de una manera muy vaga, que la Princesa había recibido alguna noticia
del pájaro verde. Tenía, además, el Príncipe tártaro el misterioso
presentimiento de una gran desgracia, y había adivinado por el arte
mágica, que su padre le enseñara, que en el pájaro verde debía mirar un
enemigo. Calculando, además, como sabedor del camino y del tiempo que en
él debe emplearse, que aquel día debían llegar los mensajeros que envió
a su padre, y ansioso de saber lo que respondía éste a la consulta que
le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos
bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.

Mas aunque el Príncipe tártaro salió con gran secreto, la Princesa
Venturosa, que tenía espías, y estaba, como vulgarmente se dice, con la
barba sobre el hombro, supo al instante su partida, y llamó a consejo a
la lavanderilla y a la doncella.

Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:

--Mi situación es terrible. Tres veces he ido inútilmente a tirar la
naranja debajo del árbol, desde donde la tiró la lavanderilla; pero la
naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto,
ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por
el _Almanaque astronómico_, que la noche en que la lavanderilla le vio,
era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle
hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el
Príncipe tártaro me le habrá muerto. El Príncipe tártaro le matará en
cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con
cuarenta de los suyos.

--No os aflijáis, hermosa Princesa--dijo la doncella favorita;--tres
partidas de cien hombres están esperando a los mensajeros en diferentes
puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son
briosos, llevan armas de finísimo temple, y no se dejarán vencer por el
Príncipe tártaro a pesar de sus artes mágicas.

--Sin embargo, yo soy de opinión--añadió la lavandera--de que se envíen
más hombres contra el Príncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo
lleva cuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienen corazas y
flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.

El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La Princesa
hizo venir secretamente a su estancia al más bizarro y entendido general
de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas, y le
pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un
numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en
la demanda o traer a la Princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo
del Kan, vivo o muerto.

Después de la partida del general, la Princesa juzgó conveniente
informar al _Rey Venturoso_ de cuanto había acontecido. El Rey se puso
fuera de sí. Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño
ridículo de su hija y de la lavandera, y se lamentó de que, fundada su
hija en un sueño, enviase a tantos asesinos contra un Príncipe ilustre,
faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos
los preceptos morales.

--¡Ay hija!--exclamaba--tú has echado un sangriento borrón sobre mi
claro nombre, si esto no se remedia.

La Princesa se acongojó también, y se arrepintió de lo que había hecho.
A pesar de su vehemente amor al Príncipe de la China, prefería ya
dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola
gota de sangre.

Así es que enviaron despachos al general para que no empeñase una
batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no
hubo medio de alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, y los
despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde
estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del Rey y
los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara, que eran otros tantos
genios, corrían en su persecución trasformados en espantosos vestiglos,
que arrojaban fuego por la boca.

Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba
en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto
disculpable. El general se fue hacia el Príncipe, único enemigo no
fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más
brava y descomunal pelea. Pero las armas del Príncipe tártaro estaban
encantadas, y el general no podía herirle. Conociendo entonces que era
imposible acabar con él si no recurría a una estratajema, se apartó un
buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte
faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un
lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Príncipe con inaudita
velocidad, le echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo a todo
correr, haciendo caer al Príncipe y arrastrándole en la carrera.

De esta suerte ahogó el general al Príncipe tártaro. No bien murió, los
genios desaparecieron, y los soldados del _Rey Venturoso_ se rehicieron
y reunieron a su jefe. Este esperó con ellos a los enviados que traían
la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.

Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio
del _Rey Venturoso_ con la carta del Kan de Tartaria entre las manos.
Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la Princesa.

Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una
palabra. Al _Rey Venturoso_ le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los
empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco
aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron
luego y no se mostraron más hábiles.

Los siete sabios, tan profundos en lingüística, que acababan de llegar
sin el ave fénix, y que _por ende_ estaban condenados a morir, acudieron
también; mas, aunque se les prometió el perdón si leían aquella carta,
no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.

El _Rey Venturoso_ se creyó entonces el más desventurado de todos los
reyes; se lamentó de haber sido cómplice en un crimen inútil, y temió la
venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los
ojos hasta muy tarde.

Su dolor fue, con todo, mucho más desesperado, cuando al despertarse al
otro día muy de mañana supo que la Princesa había desaparecido,
dejándole escritas las siguientes palabras:

«Padre, ni me busques, ni pretendas averiguar adonde voy, si no quieres
verme muerta. Bástete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque
no volverás a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del
Kan y desencantado a mi querido Príncipe. Adiós.»


VII.


La __Princesa Venturosa__ había ido con sus dos amigas a pié, y en
romería, a visitar a un santo ermitaño que vivía en las soledades y
asperezas de unas montañas altísimas que a corta distancia de la capital
se parecían.

Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la
ermita, no hubiera sido posible. El camino era más propio de cabras que
de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea
dicho, eran los cuadrúpedos en que se solía cabalgar en aquel reino. Por
esto y por devoción fue la Princesa a pió y sin otra comitiva que sus
dos confidentas.

El ermitaño que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en
olor de santidad. El vulgo pretendía también que el ermitaño era
inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta
pretensión. En toda la comarca no había memoria de cuándo fue el
ermitaño a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual
raras veces se dejaba ver de ojos humanos.

La Princesa y sus amigas, atraídas por la fama de su virtud y de su
ciencia anduvieron buscándole siete días por aquellos vericuetos y
andurriales. Durante el día caminaban en su busca entre breñas y
malezas. Por la noche se guarecían en las concavidades de los peñascos.
Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los
cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del
ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal, o a
quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño,
tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su
religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas.

Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el
ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus
maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete
días.

En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una
caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitaño mismo, orando en
el fondo. Una lámpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel
misterioso retiro.

Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber
ido hasta allí. Pero el ermitaño, cuya barba era más blanca que la
nieve, cuya piel estaba más arrugada que una pasa, y cuyo cuerpo se
asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada
penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos acuas, y
dijo con voz entera, alegre y suave:

--Gracias al cielo que al fin estáis aquí. Cien años ha que os espero.
Deseaba la muerte, y no podía morir hasta cumplir con vosotras un deber
que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el único sabio que habla
aún y entiende la lengua riquísima que se hablaba en Babel antes de la
confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y
mueve a las potestades infernales a servir a quien le pronuncia. Las
palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los
lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cabala no es
sino un remedo groserísimo de esta lengua incomunicable y fecunda.
Dialectos pobrísimos e imperfectísimos de ella son los más hermosos y
completos idiomas del día. La ciencia de ahora, mentira y charlatanería,
en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sí misma.
Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa
nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oírse llamar por
su verdadero nombre, obedecen a quien las llama. Era tal el poder del
linaje humano cuando poseía esta lengua, que pretendió escalar el cielo,
y lo hubiera indudablemente conseguido, si el cielo no hubiese dispuesto
que la lengua primitiva se olvidase.

Sólo tres sabios bien intencionados, de los cuales han muerto ya dos,
guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por
especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El
último, de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh
__Princesa Venturosa__! y ya no queda en el mundo sino una sola persona
que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo;
y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos
mi vida.

--Pues aquí tienes la carta, ¡oh venerable y profundo sabio! dijo la
Princesa, poniendo en manos del ermitaño el misterioso escrito.

--Al punto voy a descifrártela, contestó el ermitaño, y se caló los
espejuelos, y se acercó a la lámpara para leer. Has de dos horas estuvo
leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada
palabra que pronunciaba, el universo se conmovía, las estrellas se
cubrían de mortal palidez, la luna temblaba en el cielo, como tiembla su
imagen entre las olas del Océano, y la Princesa y sus amigas tenían que
cerrar los ojos y que taparse los oídos para no ver los espectros que se
mostraban, y para no oír las voces portentosas, terribles o dolientes,
que partían de las entrañas mismas de la conturbada naturaleza.

Acabada la lectura, se quitó el ermitaño los espejuelos, y dijo con voz
reposada:

--No es justo, ni conveniente, ni posible ¡oh _Princesa Venturosa_! que
sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni
conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No
es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el día son
estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje
humano por medio de su incompleta y enfermiza razón llegará a conocer,
cuando pasen millares de años, algunos accidentes de las cosas; pero
siempre ignorará la sustancia que yo conozco, que conoce el Kan de
Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para
sus _elocubraciones_, de esta lengua perfectísima e intransmisible ya por
nuestros pecados.

--Pues estamos frescas, dijo la lavanderilla; si después de lo que hemos
pasado para encontraros, y siendo vos el único que podéis traducir esa
enmarañada carta, salís ahora con que no queréis traducirla.

--Ni quiero ni debo, replicó el vetusto y secular ermitaño; pero sí os
diré lo que la carta contiene de interesante para vosotras, y os lo diré
en brevísimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de
mi vida están contados y mi muerte se acerca.

El Príncipe de la China es por sus virtudes, talento y hermosura, el
favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las
asechanzas que el Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo el Kan
que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para
tenerle lejos de sus súbditos y reinar en lugar suyo en el celeste
imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera
indestructible y eterno, mas no pudo lograrlo a pesar de sus
maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a
su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus
encantamentos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia.

Al Príncipe, aunque convertido en pájaro, se le dio facultad para
recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el Príncipe un
palacio, donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y
regalo debidos a su augusta categoría. Se acordó, por último, su
desencanto, si se cumplían las siguientes condiciones, que el Kan, así
por la mala opinión que tienen de las mujeres, como por lo pervertida y
viciosa qué está la raza humana en general, juzgó imposibles de cumplir.

Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte años,
discreta, briosa y apasionada y de la más baja clase del pueblo, viese a
los tres mancebos encantados, que son los más hermosos que hay en el
mundo, salir desnudos del baño, y que la limpieza y castidad de su alma
fuesen tales que no se turbasen ni empañasen con el más ligero estímulo
de liviandad. Esta prueba había de hacerse en el equinoccio de
primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debía
sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo
espiritual y santísimo.

Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el Príncipe sin poder
mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pájaro verde,
inspirase un amor tan vehemente y casto, cuanto invencible, a una
Princesa de su clase.

La tercera condición, que ahora se está acabando de cumplir, fue que la
Princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara.

La cuarta y última condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir
las tres doncellas que me estáis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan
dos minutos de vida, mas antes de morir os pondré en el palacio del
Príncipe al lado de la taza de topacio. Allí irán los pájaros y se
zambullirán y se transformarán en hermosísimos mancebos. Vosotras tres
los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de
vuestros pensamientos, y toda la virginidad de vuestras almas, amando,
empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La
Princesa ama ya al Príncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y
ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella
favorita de la Princesa se enamore del secretario por idéntico estilo.
Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin
ser vistas, y allí permaneceréis hasta que el Príncipe pida la cajita de
sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:

    ¡Ay, cordoncito de mi señora!
    ¡Quién la viera ahora!

La Princesa, entonces, y vosotras con la Princesa, os mostrareis al
punto, y cada una dará un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto
de su amor. El encanto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tartaria
morirá de repente, y el Príncipe de la China, no sólo poseerá el celeste
imperio, sino que heredará asimismo todos los kanatos, reinos y
provincias, que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.

Apenas el ermitaño acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy
rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.

La Princesa y sus amigas se encontraron de súbito detrás de una masa de
verdura, al lado de la taza de topacio.

Todo se cumplió como el ermitaño había dicho.

Las tres estaban enamoradas; las tres eran castísimas o inocentes. Ni
siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso
sintieron más que una profunda conmoción toda mística y pura.

Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La
China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del Príncipe. La
Princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan
lindos. El _Rey Venturoso_ abdicó, y se fue a vivir a la corte de su
yerno, que estaba en Pekín. El general que mató al Príncipe Tártaro
obtuvo todas las condecoraciones de China, el título de primer mandarín
y una pensión de miles de miles para él y sus herederos.

Se cuenta, por último, que la __Princesa Venturosa__ y el ya Emperador de
China vivieron largos y felices años, y tuvieron media docena de
chiquillos a cual más hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus
respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de Sus
Majestades, y siendo los señores más principales de toda aquella
tierra.



PARSONDES


Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan
vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del día. Si
hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su
rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella
nuestros escritos, tal vez ni las _Agonías del tránsito de la muerte_,
de Venegas, ni los _Gritos del infierno_, del padre Boneta, serían
edificantes modelos que imitar.

Por desgracia, la rigidez es sólo aparente. La rigidez no tiene otro
resultado que el de exasperar los ánimos, haciéndoles dudar y burlarse,
aunque sólo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.

Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos
aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores.

Nuestro amigo soñó lo que sigue:

--Más de dos mil seiscientos años ha, era yo en Susa un sátrapa muy
querido del gran Rey Arteo, y el más rígido, grave y moral de todos los
sátrapas. El santo varón Parsondes había sido mi maestro, y me había
comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer
Zoroastro.

Siete años hacía ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su
doctrina, y de formar varios discípulos dignos de él, había
desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los
buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes había subido a la
región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi
tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba, a su propio
_feruer_ con beatíficos resplandores. Allí militaba aún en el ejército
de los espíritus luminosos contra el príncipe de las tinieblas
Ahrimanes, cuya soberbia había humillado en esta vida terrenal, y cuyo
imperio contribuía, poderosamente a destruir en la otra vida,
procurando, que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo
del bien sobre el mal. Los sectarios de la religión de Ahura-Mazda
creían, pues, a puño cerrado, que Parsondes debía contarse en el número
de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de
Zoroastro hasta la consumación de los siglos. Aunque en Susa y en todo
el imperio de los medos, con los reinos tributarios, había hombres de
otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban
igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decían que
había encontrado la flecha de Abaris y se había ido por el aire, montado
en ella; otros, que se había elevado al empíreo en el trono flotante de
Salomón o en un carro de fuego; otros, que el dragón Musaros, que en la
antigüedad más remota civilizó a los asirios, y que tenía cuerpo de pez,
cabeza de hombre y piernas de mujer, se le había llevado consigo a su
palacio submarino, en el fondo del golfo pérsico. En resolución, aunque
por distinta manera, todos convenían en que Parsondes, el virtuoso y el
sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas públicas de Susa se
veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos,
en razón de las quince virtudes capitales que resplandecieron en él, y
vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros símbolos más
extraños aún en nuestros días, aunque entonces no lo fuesen.

Entre tanto, las malas costumbres, el lujo, la disipación, los galanteos
y las fiestas dispendiosas iban en aumento desde la muerte o
desaparición de Parsondes, el cual, mientras vivió entre nosotros, no
hizo más que condenar aquellos abusos.

El Rey de Babilonia, Nanar, tributario de mi augusto amo Arteo, Rey de
Media, había roto todo freno y corría desbocado por el camino de los
deleites. Nosotros acusábamos a Nanar, como Parsondes le había acusado
antes; pero nuestra voz, menos autorizada que la suya, no tocaba el
corazón de Arteo, ni le decidía a destronar a Nanar, y a poner otro Rey
más morigerado en Babilonia. Nanar era más descreído y libertino que
Sardanápalo, y en Babilonia no se adoraba ya a otro dios que al interés
y a Milita, o como si dijéramos, a Venus. En vano mis camaradas y yo
predicábamos contra la corrupción. El vulgo y la nobleza se nos reían en
las narices. Nosotros nos vengábamos con hablar de la santa vida de
Parsondes y con ponerla en contraposición de la vida que ellos llevaban.

Así iban las cosas, cuando una mañanita Arteo me hizo llamar muy
temprano a su presencia.

--Hay esperanzas, me dijo, de que Parsondes viva aún; pero, si ha
muerto, es menester vengarle y castigar a su matador, que no puede ser
otro que el rey Nanar.

--Tu sabiduría, señor, le contesté, es como la luz, que lo penetra y
descubre todo. Vences al cocodrilo en prudencia y al lince en
perspicacia; pero, ¿cómo has sabido que Parsondes puede vivir aún, y
que, si ha muerto, Nanar ha sido su asesino? ¿No han asegurado los magos
que Parsondes está en el cielo? ¿No han descubierto los astrólogos en la
bóveda azul una estrella, antes nunca vista, y no han reconocido en esa
estrella el alma de Parsondes?

--Así es la verdad, replicó el Rey, pero yo he llegado a averiguar, por
revelación de algunos caballeros babilonios descontentos de Nanar, que
éste, furioso de lo que Parsondes clamaba contra él, envió siete años ha
emisarios por todas partes para que ocultamente le prendiesen y llevasen
a su alcázar; y allí debe de estar Parsondes, o muerto, o padeciendo
tormentos horribles.

--¡Ah, señor! exclamé yo al punto, postrándome a los pies del Rey, justo
es vengar una maldad tan espantosa. Permite que yo sea el instrumento
de tu venganza, y que salve a mi querido maestro del cautiverio en que,
si no ha muerto, se halla.

El Rey me dijo que con ese fin me había llamado, y que al instante me
preparase a partir con el acompañamiento debido, y órdenes terminantes
suyas para que Nanar me respondiese con su vida de la del santo varón, o
le pusiese en libertad.

Aquel mismo día, que era uno de los más calurosos del estío, salí de
Susa en un magnífico carro tirado por cuatro caballos árabes. Un hábil
cochero iba dirigiéndole, y dos esclavos etíopes me acompañaban también
en el carro, haciendo aire el uno con un abanico de plumas de avestruz,
y sosteniendo el otro, sobre rico varal de marfil, prolijamente labrado,
el ancho parasol de seda. Cuatrocientos jinetes, todos con aljabas,
arcos y flechas, vestidos de malla y cubierta la cabeza con sendos
capacetes de bronce, nielado de refulgentes colores, me seguían y me
daban mayor autoridad y decoro. Seis batidores, montados en rayadas y
velocísimas cebras, iban delante de mí, a fin de anunciarme en las
diversas poblaciones. Las vituallas y refrescos que traíamos para suplir
las faltas del camino, venían sobre los lomos de veinte poderosos
elefantes.

Por no pecar de prolijo, no refiero aquí menudamente los sucesos de mi
viaje. Baste saber que el décimo día descubrimos a lo lejos los muros
ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris. Tenían
treinta varas de espesor, circundaban la ciudad, formando una zona de
veintidós leguas de bojeo, y se elevaban, por la parte más baja, ciento
veinte varas sobre la tierra; tanto como los campanarios de las
catedrales de ahora. Un copete de verdura coronaba los muros. Eran los
jardines pensiles. Sobre los muros y sobre los jardines descollaban
algunos edificios, como los palacios reales, el templo de Belo y la
famosa torre de Nemrod, que constaba de ocho pisos, de más de doscientas
varas de alto el primero. Desde la cima de esta torre, que parecía tocar
la bóveda celeste, presumían tratar los sabios antiguos con los dioses,
secretas inteligencias o genios que mueven los astros. Aunque tan
distantes aún, y de un modo confuso, creíamos ya percibir las colosales
figuras esculpidas y pintadas en las paredes exteriores de palacios y
templos; aquellos toros con cabeza de hombre y aquellos hombres con
cabeza de león; aquellos próceres y aquellos guerreros, ceñidos los
riñones de talabartes, de que se enamoraron Oala y Oliba. El sol
reflejaba desde Oriente sobre los gigantescos edificios y sobre las cien
puertas enormes de la ciudad, que eran de bronce dorado. El resplandor
que despedían deslumbraba los ojos. El Eufrates y el Tígris,
serpenteando y heridos también por los rayos del sol que rielaba en sus
ondas, se asemejaban a dos cintas de oro en fusión que formaban un lazo.

Los batidores se habían adelantado a anunciar mi llegada. De repente
vimos levantarse en la extensa y fértil llanura, entre las huertas,
jardines y verdes sotos, por donde estaba abierto el camino, una
nubecilla blanca que se iba agrandando. Luego vimos una mancha oscura
que se movía hacia nosotros. Poco después llegó a todo correr uno de mis
batidores a decirme que Nanar se acercaba a recibirme con numerosa
comitiva. En esto la mancha oscura se había agrandado en extremo, y
empezamos a oír distintamente el son de los instrumentos músicos, el
relinchar de los caballos y el resonar de las armas. Notamos, por
último, el resplandor del oro y de la plata, el lujo de las vestiduras y
la magnificencia de los que a recibirnos venían.

Hice entonces que el cochero aguijase los caballos, y pronto estuve
cerca del Rey Nanar, que venía en un soberbio palanquí de bambú, sándalo
y nácar, sostenido por doce gallardos mancebos. El Rey bajó del
palanquín y yo del carro, y nos saludamos y abrazamos con mutua
cordialidad.

La túnica del Rey era de tisú de oro, bordada de seda de mil colores. En
el bordado se representaban todas las flores del campo y todos los
pájaros del aire y todas las estrellas del éter. Llevaba el Rey una
tiara no menos estupenda, ajorcas y brazaletes, y por zarcillos dos
redondas perlas, del tamaño cada una de un huevo de perdiz.

Su cabellera le caía en bucles perfumados sobre la espalda, y la barba
formaba menudísimos rizos, artística y simétricamente ordenados. Su
vestido y su persona despedían delicada fragancia. A pesar de mi
severidad, no pude menos de admirarme de la finura del Rey Nanar, y
confesé, allá en mis adentros, que era la persona más _comm'il faut_ que
había yo tratado en mi vida.

El Rey me alojó en su alcázar, me dio fiestas espléndidas, y me distrajo
de tal suerte que casi me hizo olvidar el objeto de mi misión. Ya
teníamos un concierto, ya un baile, ya una cena por el estilo de la que
dio Baltasar muchos años después. Yo no me atrevía a preguntar al Rey
qué había hecho de Parsondes. Yo no comprendía que un señor tan
excelente, que agasajaba y regalaba a los huéspedes con aquella
elegancia y cortesanía, hubiese dado muerte o tuviese en duro cautiverio
a mi querido maestro.

Por último, una noche me armé de toda mi austeridad y resolución, y dije
a Nanar, en nombre del Rey mi amo, que en el momento mismo iba a decir
dónde estaba el virtuoso Parsondes, si no quería perder el reino y la
vida. Nanar, en vez de contestarme, hizo venir al punto a todas las
bayaderas y cantatrices que había en el alcázar: se entiende que fuera
del recinto, harén o como quiera llamarse, reservado a sus mujeres. Las
tales sacerdotisas de Milita pasaban de novecientas, y eran de lo más
bello y habilidoso que a duras penas pudiera encontrarse en toda el
Asia. Las muchachas llegaron bailando, cantando y tocando flautas,
crótalos y salterios, que era cosa de gusto el verlas y el oírlas. Yo me
quedé absorto. Nanar me dijo, y aquí fue mayor mi estupefacción:

--Ahí tienes al santo Parsondes en medio de esas mujeres. Parsondes,
ven acá y saluda a tu antiguo discípulo.

Salió entonces del centro de aquella turba femenina uno que, a no ser
por la barba, hubiera podido confundirse con las mujeres. Traía pintadas
las cejas de negro, de azul los párpados, a fin de que brillasen más los
ojos, y las mejillas cubiertas de colorete. Estaba todo perfumado, su
traje era casi tan rico como el del Rey, su andar afeminado y lánguido;
de sus orejas pendían zarcillos primorosos; de su garganta un collar de
perlas; ceñía su frente una guirnalda de flores. Era el mismo Parsondes,
que me echó los brazos al cuello.

--Yo soy, me dijo, muy otro del que antes era. Vuélvete, si quieres, a
Susa, pero no digas que vivo aún, para que no se escandalicen los magos,
y para que sigan teniendo un ejemplo reciente de santidad a que
recurrir. Nanar se vengó de mi ruda y desaliñada virtud haciéndome
prisionero y mandando que me enjabonasen y fregasen con un estropajo.
Después han seguido lavándome y perfumándome dos veces al día,
regalándome a pedir de boca, y obligándome a estar en compañía de todas
estas alegres señoritas, donde he acabado por olvidarme de Zoroastro y
de mis austeras predicaciones, y por convencerme de que en esta vida se
ha de procurar pasarlo lo mejor posible, sin ocuparse en la vida de los
otros. Cuidados agenos matan al asno, y nadie lo es más que quien se
mezcla en censurar los vicios de los otros, cuando sólo le ha faltado la
ocasión para caer en ellos, o cuando, si en ellos no ha caído, se lo
debe a su ignorancia, mal gusto y rustiqueza.

Las manos me puse en los oídos para no oír semejantes blasfemias en boca
de aquel sabio admirable. Desesperado y rabioso estaba yo de verle
convertido en _bon vivant_, con sus puntas y collar de bribón
desvergonzado; mas para evitar habladurías escandalosas, determiné
aconsejar al colegio de los magos que siguiese sosteniendo que Parsondes
había subido al empíreo, y que siguiese venerando su imagen, sin
descubrir nunca, antes negando rotundamente, que Parsondes vivía con las
bailarinas de Babilonia, en el alcázar de Nanar.

En esto desperté de mi sueño y me volví a encontrar en mi pobre casita
de esta corte.

--Creo, añadía nuestro amigo al terminar su cuento, que con menos
riqueza y a menos costa pueden los Nanares del día seducir a los
Parsondes que zahieren su inmoralidad y sus vicios, movidos, no de la
caridad, sino de la envidia. Los que no estén seguros de la propia
virtud y entereza de ánimo han de ser, pues, más indulgentes con los
Nanares. ¡Desdichado aquel que hace alarde de virtud sin tenerla
probadísima!

¡Dichoso aquel que la practica y calla!



EL BERMEJINO PREHISTÓRICO

O LAS SALAMANDRAS AZULES

I


Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras
mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y
triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna me sucede algo de muy
singular. Las ciencias me gustan en razón inversa delas verdades que van
demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias
exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la
filosofía.

No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de
sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque
no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y
patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la
calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le
entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja,
o tuerta, o tiene hocico de mona.

El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la
verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería
tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber
lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo
bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la
curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras
ingeniosidades, que nos entretienen y consuelan durante nuestra
existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más
infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de
puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.

Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en
moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.

Yo, sin saber si hago bien, divido en dos partes esta ciencia. Una, que
me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el
descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y
otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima,
que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi
ver muchísimos menos lances que oirá prehistoria que llamaremos
filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los
documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria
que a mí me hace más gracia.

¡Qué variedad de opiniones! ¡Qué agudas conjeturas! ¡Con qué arte se
disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema
que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los
acadies en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente
que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre África y
Asia; ya de otro continente, que hubo entre Europa y América, y que se
llamó la Atlántida.

Sobre el idioma primitivo, así como sobre la primitiva civilización, se
sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los
idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el
mundo _alalos_, o digamos, sin habla aún, y en manadas, y luego fueron
inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la
dispersión hablaban ya todos una sola lengua.

Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van
saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras más
desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, más me
divierten los tales libros.

En estos últimos días los libros que he leído van en contra de los
arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas, que
antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros
antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se
difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se
difundió en sentido inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber
de los magos de Irán y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del
Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en
Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito,
comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz
estuvo en un París prehistórico.

Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseñaron
todo; pero su misma, ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no
completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del país fértil y
hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas,
otros hombres más primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o
protoscitas.

Pero ¿qué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y
foco civilizador fue un París de hace seis o siete mil años lo menos?
Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. ¿De dónde habían venido?
Habían venido de la Atlántida, que se hundió. ¿Qué conocimientos tenían?
Tenían todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos más que se han
ofuscado por medio de fábulas y de otras niñerías. Así, pues, los
arimaspes, que tenían un ojo solo y miraban al cielo, eran los
astrónomos de entonces, que ya conocían el telescopio; y la flecha en
que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el
globo aerostático o un artificio para volar con dirección y brújula,
etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de
Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea.

Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle
aquí. Paso volando sobre él y voy a mi asunto.

Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo
mucho que Francia me agrada. ¿Cuanto más natural es que el germen de la
civilización europea haya nacido y florecido, desde antiguo, en aquel
feraz y riquísimo jardín, en aquel suelo privilegiado, que no en la
Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón, la de que
tengo amigos guipuzcoanos, que habrán de alegrarse mucho, si se prueba
bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la
Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar
a las demás naciones.

¡Cuánto se holgará de esto, si vive aún, como deseo, mi docto y querido
amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables
sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros,
Larramendis y Astarloas! Algo aprovechará él de las flamantes
invenciones para dar más vigor a su sistema, arreglándole de suerte que
se ajuste y cuadre con la más perfecta ortodoxia católica.

Sea como sea, para mí es evidente que antes de que penetraran en España
los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes, hubo en España un
pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendía
por toda nuestra península, y aun tenía colonias en Cerdeña, en Italia y
en otras partes, como Guillermo Humbolt lo ha demostrado. Eran vascos y
hablaban la lengua euskara. La nación y estado más culto e ilustre
entre ellos fue la república de los turdetanos, quienes, según
testimonio de Estrabon, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en
verso, que contaban seis mil años de antigüedad. Ahora bien, los
alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don
Luis José Velázquez, son muy modernos en comparación de la fecha
anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del
griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a España
de griegos y de fenicios, los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con
el cual escribieron sus poemas y demás obras.

A mi ver, el Sr. D. Manuel de Góngora y Martinez ha tenido la gloria de
descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que Osiris en sus
_Antigüedades prehistóricas de Andalucía_, de la _Cueva de los letreros_
y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca
del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, así
como a su más conspicuo habitante el Sr. D. Juan Fresco.

A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el
Laderon, donde cada día se descubren vestigios y reliquias de una
antiquísima y floreciente ciudad.

El erudito y sagaz anticuario D. Aureliano Fernandez Guerra prueba que
allí estuvo Favencia, en tiempo de los romanos, ciudad que desde época
muy anterior se llamaba Vesci.

Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad
infatigable, desde que el Sr. Góngora, publicando en 1868 sus
_Antigüedades_, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en
_Cuevas escritas_ y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha
hallado y reunido en mucha copia.

Emulo de Champollion Figeac, Anquetil Duperron, Burnouf, Grotefend,
Oppert y Lassen, mi referido amigo D. Juan Fresco cree haber descifrado
estos garrapatos ibéricos primitivos, como aquellos otros sabios, los
hieroglíficos, la escritura cuneiforme y demás reconditeces.

Yo no intento abogar aquí por el descubrimiento de mi tocayo y paisano y
demostrar que es evidente. Esto ya lo hará él en su día. Yo voy a
limitarme a referir una historia que Don Juan Fresco dice haber leído en
ciertas inscripciones semejantes a las de la _Cueva de los letreros_.
Entendidas las letras, parece que lo demás es llano, pues el idioma
ibero primitivo es casi el vascuence de ahora.

Me pesa de no dar aquí la traducción exacta del texto original. Don
Juan Fresco no ha querido comunicármela. Haré, pues, la narración con
las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho.
De otro modo no se comprendería.

La historia es relativamente moderna; pues, según mi amigo, todavía han
de descubrirse leyendas e historias en lengua proto-ibérica, más
antiguas y venerables que el poema egipcio de Pentaur sobre una hazaña
de Sesóstris o Ransés II, y que los poemas hallados por nuestro conocido
el diplomático Sr. Layard en la biblioteca de Asurbanipal en Nínive:
poemas ya arcaicos ocho siglos antes de Cristo, y traducidos los más de
la lengua sagrada de los acadies, entonces tan muerta como el latín
ahora entre nosotros.

Y esto no debe maravillarnos, porque según Roisel, en _Los Atlantes_,
toda cultura viene de éstos, antes de que la hubiera en Caldea, en
Asiria, en Egipto o en punto alguno de Oriente.

Es una lástima que no tengamos aún documentos del siglo de oro o de los
siglos de oro de la literatura atlántica parisina, de hará unos ocho mil
años, ni de la emanación bética de aquella cultura, implantada a orillas
del Guadalquivir por los turdetanos.

El documento hallado, descifrado, explicado y comentado por Don Juan
Fresco es de época relativamente fresca: como si dijéramos de ayer de
mañana. Ya la cultura ibérica indígena había decaído, y España se veía
llena de colonias fenicias y aun griegas. Los de Zazinto habían ya
fundado a Sagunto, y hacía más de un siglo que habían fundado los tirios
a Málaga, Abdera, Hispalis y Gades. Era por los años de 1000, antes de
nuestra era vulgar, sobre poco más o menos.



II


Vesci era una ciudad importante de la confederación de los túrdulos. En
el tiempo a que nos referimos, los vescianos tenían ya la misma calidad
que a sus descendientes del día les ha valido el dictado de bermejinos:
casi todos eran rubios como unas candelas. Descollaba entre todos, así
por lo rubio como por lo buen mozo y gallardo, el elegante y noble
mancebo Mutileder. Disparaba la honda con habilidad extraordinaria y
mataba a pedradas los aviones que pasaban volando; montaba bien a
caballo; guiaba como pocos un carro de guerra; sabía de memoria los
mejores versos turdetanos y los componía también muy regulares; con un
garrote en la poderosa diestra era un hombre tremendo; con las mujeres
era más dulce que una arropía y más sin hiel que una paloma; corría
como un gamo; luchaba a brazo partido como los osos, y poseía otra
multitud de prendas que le hacían recomendable. Casi se puede asegurar
que su único defecto era el de ser pobre.

Mutileder, huérfano de padre y madre, no tenía predios urbanos ni
rústicos, vivía como de caridad en casa de unos tíos suyos, y en Vesci
no sabía en qué emplearse para ganarse la vida. Era un señor, como
vulgarmente se dice, sin oficio ni beneficio.

Frisaba ya en los veinticuatro años, y harto de aquella vida, y ansiando
ver mundo, pidió la bendición a sus tíos, quienes se la dieron
acompañada de algún dinero, y tomando además armas y caballo, salió de
Vesci a buscar aventuras y modo de mejorar de condición.

Como Mutileder tenía tan hermosa presencia, y era además simpático y
alegre, por todas partes iba agradando mucho. Los sugetos de suposición
y campanillas le convidaban a bailes y fiestas, y las damas más
graciosas y encopetadas le ponían ojos amorosos; pero él era bueno,
pudibundo e inocentón, y nada útil sacaba de todo esto. El dinero que le
dieron sus tíos se iba consumiendo, y no acudía nuevo dinero a
reemplazarle.

Así, deteniéndose en diferentes poblaciones, como, por ejemplo, en
Igábron; pasando luego el Síngilis, hoy Genil; entrando en la tierra de
los turdetanos, y parando también en Ventipo, llegó a un lugar de los
bástulos que se llamaba entonces Aratispi, y que yo sospecho que ha de
ser la Alora de nuestros tiempos, tan famosa por sus _juegos llanos_.
Allí tenía Mutileder una prima, que era un sol de belleza, con diez y
ocho años de edad, y más rubia que él, si cabe. Esta prima se llamaba
Echeloría. Su padre, viudo y muy rico, la idolatraba.

Mutileder y Echeloría eran de casta ibera purísima, sin mezcla alguna de
celtas ni de fenicios. Sus familias, o mejor diré su familia, pues era
una misma la de ambos, se jactaba, no sin fundamento, de descender de
los primitivos atlantes, que habían emigrado muchos siglos hacía, cuando
se hundió en el mar la Atlántida, y que, yendo unos por mar siempre,
habían llevado a Egipto la cultura, mucho antes de la civilizadora
expedición de Osiris, mientras que otros, conocidos después con el
nombre de hiperbóreos, desembarcando en Francia, habían difundido la luz
y fundado florecientes Estados, caminando hacia Oriente hasta más allá
de las montañas Rifeas, e influyendo, por último, en el despertar a la
vida política y culta de los arios y de los semitas.

En suma, Echeloría y Mutileder eran dos personas ilustres y dignas de
serlo por su mérito.

Apenas se vieron, se amaron... ¿Qué digo se amaron? Se enamoraron
perdidamente el uno de la otra y el otro de la una.

El padre de Echeloría, que no tenía nada de lerdo, notó en seguida el
amor de la muchacha y procuró acabar con él, porque el primito no poseía
otro patrimonio que su apasionado corazón; pero Echeloría estaba
prendada de veras, y el padre, que en el fondo era un bendito, se avino
y se resignó al cabo a que Mutileder aspirase a ser su yerno.

Ambos amantes se juraron eterna fidelidad. «Antes morir que ser de
otro», dijo ella. «Antes morir que ser de otra», respondió él. Y esta
promesa se hizo repetidas veces y se solemnizó y corroboró con los
juramentos más terribles.

Después de esto, ¿qué remedio había sino casar cuanto antes a los primos
novios? Así lo resolvió el padre, y se empezaron a hacer los
preparativos para la boda, que debía verificarse en el próximo otoño.

Era ya el fin de la primavera, y en aquellas edades antiquísimas
sucedía lo propio que ahora que a la primavera seguía el verano.

Aratispi era lugar más bonito que lo es Alora al presente. En torno
había, como hay aún, fértiles huertas y frondosos y siempre verdes
bosques de naranjos y limoneros; pero los cerros que limitaban aquel
valle amenísimo, en vez de estar pelados, como ahora, estaban cubiertos
de encinas, alcornoques, algarrobos, castaños y otros árboles, entre
cuyos troncos y a cuya sombra crecían brezos, helechos, tomillo,
mejorana, mastranzo y otras plantas y hierbas olorosas.

Era tal entonces la generosidad de aquel suelo, que las palmas enanas,
que hoy suelen cubrirle y que apenas sirven para más que para hacer
escobas y esportillas, se alzaban a grande altura, mientras que las
crestas más empinadas de los montes, calvas ahora, se veían cubiertas de
una verde diadema de abetos, de pinos y de cipreses.

A pesar de todo, fuerza es confesar que en verano hacía entonces en
Aratispi un calor de todos los demonios.

Echeloría quiso, con razón, tomar algunos baños de mar, y su padre la
llevó a un puerto muy bonito, cerca de Málaga, que D. Juan Fresco y yo
calculamos que debió de ser Churriana.

Naturalmente Mutileder fue a Churriana también, acompañando a su futura.

Los primos estaban como dos tortolitas, arrullándose siempre. Mientras
más miraba él a Echeloría, más linda y angelical la encontraba y más
melifluo se ponía con ella. Y mientras más miraba Echeloría a Mutileder,
mayor número de perfecciones y de excelencias hallaba en él.

Pues no digamos nada, porque sería cuento de nunca acabar, de la mutua
admiración que nacía en ambas almas al considerar el talento o la
habilidad del objeto de su amor. Cada pedrada que tiraba Mutileder
mataba un pajarillo y partía el corazón de Echeloría, a fuerza de
entusiasmo. Y Echeloría, por su parte, a más de encantar a Mutileder con
los cantares que sabía entonar, le había hecho una honda de pita, tan
llena de sutiles y primorosas labores, que él se quedaba horas enteras
embobado contemplando la honda.

Los dos enamorados gozaban de la más completa libertad y se iban solos
de paseo por aquellos vericuetos y andurriales; ya por la orilla del
resonante mar; ya por los encinares y olivares que vestían aquellos
alcores; ya por los verjeles, sotos y alamedas del valle, regado por un
riachuelo cristalino. Pero uno y otro eran tan como Dios manda, que a
pesar de lo mucho que se querían, no se propasaron nunca a otra cosa
sino a estrecharse afectuosamente las manos, y una o dos veces a lo más,
a consentir ella en recibir un casto beso en la tersa y cándida frente,
y a lograr él estamparle.

La suma virtud y exquisita delicadeza de estos primos lo ponía todo en
reserva para el día dichoso en que la religión y las leyes consagrasen
su unión indisoluble.

Entre tanto se decían doscientas mil ternuras a cada momento. «Tu nombre
es un sello que he puesto sobre mi corazón», exclamaba Echeloría. «Mi
corazón es tuyo para siempre: antes dejará de latir que de amarte a ti
sola», contestaba Mutileder.

En estos coloquios se pasaban las horas, y de continuo estaban juntos
ambos amantes, menos cuando Echeloría se retiraba a dormir al lado de su
anciana nodriza y en estancia muy resguardada, o bien cuando iba a la
playa a bañarse; pues entonces, a fin de evitar el qué dirán y las
murmuraciones, Mutileder no se bañaba con ella, tal vez por no usarse
aún trajes de baño, tan complicados y encubridores de las formas como
los que se llevan ahora en Biarritz y en otros sitios.



III


Málaga era ciudad fenicia de mucho comercio. Casi competía con Cádiz. Su
puerto estaba lleno de naves tirias, pelasgas, griegas y etruscas. En
sus tiendas se vendían mil primores traídos de lejanos países: telas de
lana, teñidas de púrpura en Tiro; joyas de oro, hechas en Ménfis, en
Sais y en otras ciudades egipcias; piedras preciosas y tejidos de
algodón del Indostán; alfombras de Persia, y hasta sedería del casi
ignorado país de los Seras.

Echeloría fue a Málaga varias veces, con su padre y con su novio, a
recorrer dichas tiendas y a comprar galas para el suspirado día del
casamiento.

Hallábase a la sazón en Málaga uno de los más audaces y sabios marinos
que había entonces en el mundo: el célebre Adherbal.

Acababa de hacer una navegación felicísima, y su nave se parecía,
anclada en el puerto, cargada de estaño, ámbar, hierro, pieles de
armiños y de castores, y otros objetos de valor que él había ido a
buscar a las costas de Francia, Inglaterra y otras regiones del Norte de
Europa, a donde sólo los fenicios se aventuraban a llegar en aquella
época.

Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debía tomar en Málaga
cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros ríos,
dejando allí en cambio parte de su cargamento.

Paseando un día por el muelle vio Adherbal a Echeloría, y al verla juró
por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus,
que jamás había visto criatura más linda y salada. Ganas tuvo de
llegarse de súbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de
decirle sin ceremonia sus atrevidos pensamientos: pero Mutileder iba al
lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el
hombro, en actitud desconfiada y hostil, y blandiendo un enorme y fiero
garrote.

La prudencia refrenó los ímpetus del marino fenicio. Bastaba ver de
refilón a Mutileder para hacerse cargo de que era capaz de deslomar a
cualquiera de un garrotazo, si llegaba a descomponerse un poco con la
hermosa y cándida Echeloría.

Adherbal, como queda dicho, era prudente, pero era obstinado también,
emprendedor y ladino. Echeloría no produjo en él una impresión fugaz y
ligera, sino profunda y durable. Así fue que determinó averiguar quién
era y dónde vivía, y lo consiguió con discreción y recato.

Dos o tres veces fue después a caballo a Churriana con disimulo, y
volvió a ver a la niña, quedando cautivo de su singular donaire.

Por último, por medio de personas listas del país, se informó de la vida
de Echeloría, supo que iba a casarse con Mutileder, y no quedó pormenor
de que no llegase a tener cabal noticia.

Con estos elementos formó Adherbal un plan diabólico, el cual le salió
bien, como por desgracia salen bien casi todos los planes diabólicos.

Una mañana muy temprano levó anclas su nave y zarpó del puerto de
Málaga, después de despedirse él para Tiro. Fuera ya la nave del puerto,
se quedó, muy cerca de la costa, hacia el Oeste, dando bordeadas como
para ganar mejor viento. Así trascurrieron algunas horas, hasta que
llegó aquélla en que la gentil Echeloría bajaba a bañarse en la mar.
Entonces saltó Adherbal en una lancha ligerísima con ocho remeros
pujantes y otros dos hombres de la tripulación, grandes nadadores y
buzos, y de los más ágiles y devotos a su persona. Con la lancha se
acercó cautelosamente, ocultándose en las sinuosidades de la costa y al
abrigo de las peñas y montecillos, hasta que llegó cerca del lugar donde
Echeloría se bañaba, creyéndose segura y con el más completo descuido.
Los nadadores se echaron entonces al agua, zambulleron, surgieron de
improviso donde Echeloría estaba bañándose, se apoderaron de ella a
pesar de sus gritos, que pronto terminaron en desmayo causado por el
suato, y en aquella disposición, hermosa e interesante como una ondina,
se la llevaron a la lancha, donde Adherbal la recibió en sus brazos, y
luego la condujo a bordo de su nave. Ésta desplegó al punto todas sus
velas, y aprovechándose de un viento fresco de Poniente, que acababa de
levantarse, no corría, sino que volaba sobre las ondas azules del
Mediterráneo.

Varias muchachas, que se bañaban con Echeloría, huyeron con espanto de
aquella zalagarda, y, saltando en tierra, alarmaron con sus gemidos y
sollozos a la nodriza, que estaba en éxtasis y de nada se había
percatado. En cambio, apenas se enteró de lo ocurrido, se extremó en
hacer muestras de su dolor. Allí fue el mesarse las venerables canas, el
revolcarse por el suelo, y el dar tan formidables chillidos, que
Mutileder, aunque estaba lejos, acudió al sitio, oyéndolos. El infeliz
amante supo entonces toda la enormidad de su infortunio, mas demasiado
tarde por desgracia. La nave del raptor se percibía aún, pero lejos, y
navegando con tal rapidez que pronto iba a perderse detrás de la comba
que forma el mar, marcando una curva de azul profundo en el cielo más
claro.

El furor de Mutileder fue indescriptible, aunque a nada conducía. Ni
siquiera supo a punto fijo el infeliz amante quién había sido el raptor,
por más que sospechase de aquel marino que en Málaga había puesto en
Echeloría los lascivos y codiciosos ojos.

Estos raptos de mujeres eran frecuentísimos en aquellas edades heroicas,
y habían dado ya y debían seguir dando ocasión a no pocos disturbios y
guerras. Los fenicios habían robado a Io, hija de Inaco; los griegos
habían robado a Europa de Fenicia, a Medea de Coicos, y a Ariadna de
Creta; y por último, un príncipe frigio había robado a la bella Helena,
mujer del rey de Esparta, Menelao, motivando así una lucha larga y
mortífera, y al cabo la destrucción de Troya.

Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos
de mujeres. Supone que la mujer, por lo mismo que su belleza es tan
delicada, no se cría naturalmente. Lo único que se cría es la hembra del
hombre. La verdadera mujer es producto artificial, que resulta de grande
esmero y cuidado y de exquisito y alambicado cultivo. De aquí la rareza
entonces de la verdadera mujer y el mágico y portentoso efecto que
producía en el alma de guerreros bárbaros y briosos, avezados a ver
hembras solamente.

Cuando los hombres se recobraban de su pasmo volvían a hacer a la mujer
de peor condición que al esclavo más humilde; pero, en ocasiones, una
mujer bien lavada, cuidada y compuesta, infundía amor ferviente,
frenético entusiasmo y cierta adoración como si fuese algo divino. De
aquí las patrañas o _mitos_ de las hadas y encantadoras como Circe y
Calipso, que convertían a los hombres en bestias; la _ginecocracia_,
esto es, el imperio de la mujer, establecido en muchas partes, como en
el país de las Amazonas y en la Arabia Feliz; y el omnímodo influjo, ora
funesto, ora útil, que ejercieron algunas damas en los varones más
crudos y valerosos, como Onfale en Hércules, Dálila en Sansón, Betzabé
en David, Egeria en Numa, y Judit en Holofernes. De aquí, por último,
que ganasen tanto crédito las sibilas, las pitonisas y las druidisas;
todo ello, sin duda, porque cuidaban más de sus personas, y lograban
pulir y descubrir la escondida hermosura, invisible por lo general en la
hembra por falta de pulimento y aseo.

Además, el entender la hermosura y el afanarse por lograrla hacían
hermosa a la mujer. Hoy, mucho de esta cualidad, domeñada ya la
naturaleza rebelde, suele trasmitirse por herencia; pero en los tiempos
heroicos, la hermosura era como inspirada creación que la mujer artista
realizaba en su propio cuerpo, a fuerza de esmerarse. Todavía, cinco
siglos después de la época en que ocurre nuestra historia, asombran el
estudio, la prolijidad y los preparativos minuciosos de que se valían
las mujeres para presentarse de una manera digna. A fin de agradar al
rey Asnero, que buscaba reina, después de repudiada Vastí, se pasaban
las chicas un año entero frotándose con linimentos y pomadas,
saumándose, lavándose, perfilándose y acicalándose. En el día, con una
hora de preparación bastarla para presentar ante el sibarita más
refinado a la más ruda de las campesinas: prueba irrefragable de que lo
adquirido por arte y educación se trasmite de madres a hijas. Verdad es
que, en cambio, la naturaleza es menos dúctil ahora, y la hotentota,
aunque se friegue y se adobe más que las que iban a presentarse a
Asuero, hotentota permanece; de donde, sin duda, el refrán que dice:
«Aunque la mona se vista de seda mona se queda.»

Dejemos, no obstante, refranes y digresiones a un lado, y prosigamos
nuestro cuento.

Echeloría, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era
un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida,
con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la
honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del
raptor, y vengarse de éste descalabrándole de una buena pedrada o
moliéndole a palos.

Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel
juramento, estaba tan hermoso que no podía ser más. Sus ojos azules,
dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta
nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas;
las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente;
la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes,
y sana frescura y vivo color de carmín en encías y lengua. Su cabeza,
echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia
cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus
piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la
energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en
Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura. Su voz, alterada por
la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se
entendiesen.

En aquel instante ¡oh fuerza del destino! acertó a pasar por allí la
graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa _belleza_, la
viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había
dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguía con la casa de
comercio de su marido, bajo la razón insocial de _la viuda Chemed_. En
aquella ocasión volvía de solazarse de una quinta que tenía en
Churriana.

Seis atezados etíopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos,
una dueña y cuatro pajecillos egipcios la acompañaban también para más
autoridad y decoro.

Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se
quedó más maravillada. Entonces dijo para sí: «Divinos cielos, ¿qué es
lo que miro? ¿Será éste dios o será mortal? ¿Resplandecería más Adonis
cuando Astoret se prendó de él?»

Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también
su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin
atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de
gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que,
como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed
hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en
efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo
ni sospechándolo, Chemed pasó de largo.



IV.


Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó
cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del
rapto, y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.

Para evitar prolijidad no se ponen aquí las lamentaciones que hicieron
ambos a dúo. Lo que importa saber es que Mutileder y su suegro, después
de maduro examen, reconocieron que era inútil quejarse del rapto a las
autoridades de Málaga, las cuales no les harían caso, o si les hacían
caso, nada podrían contra un marino tan mimado en Tiro, como Adherbal lo
era. A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Málaga enviasen
contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habían de dar
carpetazo, haciendo la vista gorda. No había más recurso que resignarse
y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano.
Esto último fue lo que decidió Mutileder con varonil energía.

Se despidió de su presunto suegro, y sin pensar en recursos pecuniarios
ni en nada que lo valiese, se fue a Málaga a tomar lenguas, a
cerciorarse de que era Adherbal el raptor, como ya lo sospechaba, y a
buscar modo de irse a Tiro en la primera nave que para Tiro saliese, a
fin de arrancar a Echeloría del cautiverio o secuestro en que estaba y
de hacer en Adherbal un ejemplar y justo castigo.

En medio de todo, Mutileder sentía cierto consuelo. Pensaba en que
Echeloría había jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que moriría
antes que faltar a su promesa. Él mismo había hecho igual juramento, y
se sentía con la suficiente firmeza para cumplirle.

Con estas ideas en la mente y con el bizarro propósito de irse a Tiro
cuanto antes, recorrió Mutileder las calles de Málaga hasta que empezó a
anochecer. Todas las noticias que adquirió le confirmaron en que era
Adherbal el raptor de Echeloría. En lo que no adelantó mucho fue en
concertarse con algún patrón de buque que saliese pronto y le llevase
para Fenicia.

Llegó la noche, como queda apuntado, y ya Mutileder se retiraba a su
posada, cuando sintió que le tiraban suavemente de la capa por detrás.
Volvió el rostro, y vio a un pajecillo egipcio que le dijo:

--Señor Mutileder, sígame vuestra merced, que hay persona que desea
hablarle sobre asuntos que le interesan.

--¿Y quién puede ser esa persona? contestó él. Yo, en Málaga, no conozco
a nadie.

Entonces replicó el pajecillo:

--Aunque vuestra merced no conozca a esta persona, esta persona le
conoce. Hoy, de mañana, pasó junto al lugar del rapto protervo, y oyó y
vio a vuestra merced cuando de él se lamentaba. La persona es compasiva
y excelente, y se enterneció. Ha tomado informes sobre todo lo ocurrido,
y su enternecimiento se ha hecho mayor. Desea remediar el mal de vuestra
merced, con quien le importa conferenciar en seguida. ¿Quiere vuestra
merced seguirme?

Mutileder no halló motivo razonable para decir que no, y siguió al
pajecillo.

Siguiéndole por calles y callejuelas, que atravesaron rápidamente, llegó
nuestro héroe protobermejino a una puertecilla falsa y cerrada, en el
extremo de un callejón sin salida.

El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas, y la puerta
se abrió sin ruido. Entró el paje, y le siguió Mutileder.

Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la
más completa oscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder, y le guió
por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que
estaba en el suelo. La tomó el paje, y, ya con ella, alumbró a
Mutileder, y mostrándole el camino, le dijo que le siguiera. Subieron
ambos por una estrecha y larga escalera de caracol: llegaron luego a
otra puertecilla; la abrió el paje; levantó un tapiz que había detrás, y
él y Mutileder penetraron en una sala espaciosa y bien iluminada.

El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró
frente a frente de una anciana y venerable dueña, la cual, con voz
meliflua, le dijo:

--Sígueme, hermoso.

Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro.

No refiero aquí, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en
dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarísimas, los lindos
objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que había en varias
salas por donde iban pasando la dueña y nuestro héroe, que atortolado
la seguía. Baste saber que allí se veía reunido de cuanto había podido
inventar el lujo asiático de entonces y de cuanto la activa solicitud de
los navegantes fenicios había podido traer de todas las comarcas a que
solían ellos aportar, desde las bocas del Indo hasta las bocas del Rhin,
puntos extremos de sus _periplos_ o navegaciones.

Lo que sí diré, es que si una sala era lujosa, otra lo era más, y que el
primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y
sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veía ni un alma. Soledad
y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el
tibio ambiente.

«--¿Qué será esto? decía Mutileder para su coleto. ¿Dónde me llevará
esta buena señora?»

Y la admiración y la duda se pintaban en su candoroso y bello semblante.

Por último, la dueña tocó a una puerta, que no estaba abierta como las
demás que habían dado paso de un salón a otro salón, sino que estaba
cerrada. La dueña la abrió un poco, lo suficiente para que cupiese por
ella una persona, empujó a Mutileder, le hizo entrar, y quedándose
fuera, cerró otra vez la puerta, dejándole solo.

Mutileder, que venía de salones donde había mucha luz, nada veía al
principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a
oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz
velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno
de tres lámparas de alabastro.

Aun no había tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó
Mutileder una voz blanda y argentina, que parecía salir de una garganta
humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se
conoce en la voz, la cual le decía:

--Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquí, deseosa de
hablarte.

Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedía, y
vio recostada lánguidamente en un ancho sofá a una dama morena y
majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura,
con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con
unos ojos que parecían dos soles de luto, así por el fuego y los rayos
que despedían, como por su oscuro color y por el color, no menos oscuro,
de las cejas, de las largas y rizadas pestañas, y aun de los párpados
suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmíneo de los
referidos ojos. En los brazos desnudos, casi junto al hombro, tenía la
dama brazaletes de oro de prolija y costosa labor; sobre el pecho y en
las orejas, collar y zarcillos de esmeraldas; y sendas ajorcas, por el
estilo de los brazaletes, en las gargantas de sus pequeños pies,
calzados por coturnos de seda roja. Lazos de idéntica seda adornaban la
falda y el corpiño y ceñían el airoso talle. Sobre el negrísimo cabello
lucía, prendido con gracia, un ramo de flores de granado.

En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como
nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedía. La
cosa no era para menos; sobre todo, tratándose de un mozuelo que, si
bien despejado y audaz, carecía de experiencia y jamás se había visto en
lances de aquel género.

Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se
levantó y mostró de pié su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como
las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomándole la mano, en la que él
sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sí y le dijo:

--Siéntate. ¿Qué te asusta?

Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito.

Luego que Mutileder se hubo serenado, oyó a la dama con la debida
atención, y le respondió con concierto.

Ella le dijo que se llamaba Chemed, que era viuda y rica y natural de
Tiro, que había sabido su dolor, que se interesaba por él, a causa de
una súbita e irresistible simpatía, y que anhelaba dar consuelo y
remedio a sus males.

Aunque Chemed lo había averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese
su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de
Echeloría, aunque era hombre recio, se le saltaron las lágrimas. Con las
lágrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el
muchacho lo más bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de
mirarle; pero ¡con qué miradas! Vamos, no es posible explicar cómo eran.

Chemed tenía cerca de treinta y cinco años. Mutileder no había conocido
a su madre. No sabía lo que era la amistad y el cariño de la mujer.

--¡Pobrecito mío! exclamaba Chemed. ¡Pícaro Adherbal! No paga con la
vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a
Echeloría de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de
cuatro días debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis
asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tú vendrás en mi
compañía. Considérame como a tu amiga más leal.

Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba
entre las suyas y la retenía en cautividad, equilibrando el calor
superior que había en las de ella con el calor que él tenía en su mano.

Todavía se puso más interesante y bonito Mutileder cuando habló con
efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echeloría se habían
jurado. Chemed celebraba todo esto, y lo hallaba muy a su gusto.

--Sí, hijo mío, decía a Mutileder, así debe ser. Dichosa Echeloría, que
encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tú los demás
hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición
daría yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tú.

En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes
que me ha suministrado D. Juan Fresco y que me harían muy fácil
referirla con todos sus pormenores; pero, como mi historia tiene que ir
en un ALMANAQUE sin excitar a nadie a que los haga, y no puede
extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo
más esencial, deslizándome algunas veces, con rapidez y como quien
patina, en aquellos pasajes que más se presten a ello por lo
resbaladizos.



V.


Cuatro días después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder,
salían ambos de Málaga para Tiro en una magnífica nave. Mutileder iba en
calidad de secretario privado de la dama para llevarle la
correspondencia en lengua ibérica.

La amistad de ambos era íntima, y Mutileder, siempre que se veía en
presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan
elegante y discreta amiga. Chemed tenía además mucho chiste y
felicísimas ocurrencias: decía mil graciosos disparates; y Mutileder se
regocijaba y reía sin poderlo remediar; pero, cuando estaba sólo, amarga
melancolía se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le
atormentaban, y algo parecido a remordimientos le arañaba el corazón,
como si fueran las uñas de un gato, o digamos mejor, de un tigre.

Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros,
manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solía
exclamar:

«¡Qué diablura! ¡Qué diablura!»

En presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y
disimulaba. Ésta, a no dudarlo, era la diablura, a que su exclamación
aludía.

Mutileder había tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer
severo examen de conciencia, y no se absolvía, sino que se condenaba por
débil, perjuro y desleal, en grado superlativo.

A veces quería disculparse consigo mismo, y no lo lograba.

«Yo, decía, sigo amando a Echeloría, y Chemed no obsta para ello. Voy a
buscar a Echeloría, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi
empresa. El cariño de Chemed tiene algo de maternal. ¡Es tan buena
conmigo!--¡Es tan alegre y chistosa! ¡Qué tonterías tan saladas se le
ocurren! ¿Cómo no he de reírme al oírlas? ¿He de estar siempre llorando?
No: no es menester llorar: no es menester negarse a todo consuelo, como
una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente. Ya
veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echeloría o si no la
amo.»

Estas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se
representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo
lograba nunca.

De aquí su pena cuando estaba solo: y no sé de dónde, el olvido de su
pena cuando de Chemed estaba acompañado. ¡Contradicciones inexplicables,
raras antinomias de los corazones de los mortales!

De esta suerte, en soliloquios románticos, acerbos y dignos de Hamlet,
siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en pláticas
tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecía, vivió Mutileder; y
así se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de
África y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a
Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los
filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar,
mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en
la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego. Tiro había
hecho después renacer el poder cananeo o fenicio y estaba en toda su
gloria y florecimiento. Sobre el trono de Tiro resplandecía el rey
Hiram, amigo de Salomón, hijo de David. Israelitas y fenicios eran
estrechos y felices aliados.

Muy largo sería describir aquí la grandeza de Tiro. Dejémoslo para mejor
ocasión. Lo que importa es decir que Mutileder buscó a Adherbal en
seguida y no le halló. Pronto supo con rabia que el infatigable marino,
sin reposar casi, se había encargado del mando de la flota, que Hiram y
Salomón expedían con frecuencia a la India, desde el puerto de
Aziongaber en el mar Rojo. Tres días antes de la llegada de Mutileder y
de Chemed, Adherbal se había puesto en marcha para tomar el mando
referido.

Adherbal debía pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó más que en
perseguirle y alcanzarle, antes de que se embarcara para tan larga
navegación, de la que sabe Dios cuándo volvería.

Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de
Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la
salida de una caravana; y, montado en un ligero dromedario, salió para
Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba.

Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de
partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza. La carta
decía como sigue:

«Mi querida Chemed: Yo soy el más débil y el más malvado de los hombres.
Debí huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón
que no te pertenecía, que era de otra mujer y que jamás podía ser tuyo.
Todo el afecto, toda la ternura que te he dado, ha sido falsía, perjurio
e infamia. Y no porque yo fingiese esa ternura y ese afecto, que al
contrario brotaban a borbotones, con toda sinceridad y con vehemente
efusión, del fondo de mi pecho, sino porque, al consagrártelos, faltaba
a la fe jurada, rompía el sello de la fidelidad que había puesto
Echeloría sobre mi alma, y me rebajaba hasta la vileza. De aquí mi lucha
interior; de aquí mis contradicciones y extravagancias. A veces reía yo,
jugaba y me deleitaba contigo; pero, cuando más contento estaba, surgía
como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser,
el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de
los remordimientos. Otros amantes, mientras más aman, se hacen más
dignos del amor, porque el amor hermosea y sublima los espíritus; pero
yo, amándote, me degradaba en vez de elevarme, porque pisoteaba
juramentos y promesas, y no amándote, me degradaba también, porque
recibía de ti inmensos e inestimables tesoros de cariño que no acertaba
a pagar. Si olvidaba a Echeloría para amarte era yo un perjuro, y si no
te amaba, para seguir amando a Echeloría, un falso, un estafador y un
ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podía durar. El cielo ha
estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionándome ocasión
de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tú tildarme de galán sin
entrañas. Adherbal no está en Tiro. Mi deber es perseguirle. La ofensa
que me ha hecho no puede quedar impune. Tú misma me tendrías por vil y
cobarde si yo no me vengara. No extrañes, pues, que te deje para cumplir
con esta obligación.--Adiós; adiós para siempre, ¡oh generosa y dulce
amiga!»

Tal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna
falta de gramática ni de ortografía. Chemed la leyó con lágrimas en los
ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento.

Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de
impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa
con que la caravana marchaba, tomó un guía, poseedor de otro dromedario
tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compañeros de
viaje. Así llegó en pocas jornadas a la ciudad que casi había creado
David, y que Salomón acababa de fortificar y hermosear con admirables
monumentos. La había ceñido de altas torres almenadas y de fuertes y
gruesos muros; había edificado, sobre gigantescos sillares, en la cumbre
del monte Moria, donde fue el sacrificio de Abraham, el maravilloso y
único templo del Dios único, y había coronado las alturas de Sion con
inexpugnable ciudadela y con alcázar suntuoso.

Dilatando Salomón sus conquistas al Sur del mar Muerto, domeñando a los
hijos de Edom, de Amalec y de Madian, y enseñoreándose de Elath y de
Aziongaber, abrió puertos para comerciar con el Hadramauth y el Yemen,
con el alto Egipto, con la Nubia y con las Indias orientales. Cortando
luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Líbano,
haciéndolos llevar en hombros de los más robustos varones de las
naciones vencidas, como de los _refaim_, por ejemplo, raza descomedida
de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar; y trabando entre sí los
leños con arte y maestría, hizo formar Salomón flotantes castillos que
resistiesen el ímpetu de los huracanes y el furor de las olas. En medio
del desierto, Salomón había fundado a Tadmor, célebre después con el
nombre de Palmira, en un oasis lleno de palmas, a fin de que fuese
emporio riquísimo y lugar de reposo de las caravanas que iban desde las
orillas del Jordan a las del Eufrates y del Tígris; a Damasco, a Nínive
y a Babilonia. Estaba, por último, interesado Salomón en el comercio de
los fenicios con Társis o Iberia, patria de Mutileder, y aun de más
allá, hacia el Occidente y Norte del mundo; bastante más allá, porque
las naves tirias llegaban hasta el Báltico. Por todo lo cual refluía
sobre Jerusalén cuanto Dios crió de bienes temporales. La plata era tan
común, que se miraba con desprecio. Todo se fabricaba de oro purísimo,
hasta los trastos de cocina. De Arabia venían perfumes; de Egipto, telas
de lino, caballos y carros; esclavos negros y marfil, de Nubia; y
especierías y madera de sándalo, y perlas, y diamantes, y papagayos y
jimios y pavos reales, y telas de algodón y de seda, de allá de la
desembocadura del Indo. Oro venía de todas partes, ya de Tíbar, ya de
Ofir; ámbar y estaño, del Norte de Europa; cobre y hierro, de España. De
esta suerte abundaba todo en Jerusalén. La fama del rey volaba por el
mundo, porque el rey excedió a los demás reyes, habidos y por haber, en
ciencia y en riqueza; y no había persona de buen gusto que no desease
ver su cara, y sobre todo, los hijos de Israel, a quienes las naciones
extranjeras respetaban y temían, por donde vivieron ellos tranquilos y
venturosos, a la sombra de sus parras y de sus higueras, desde Dan hasta
Beersebá, durante todos los días de aquel reinado.

Pues, como íbamos diciendo, a esta espléndida ciudad de Jerusalén llegó
nuestro bermejino prehistórico, acompañado de su guía, pero más confiado
en su fiero garrote y en la primorosa honda que le había regalado
Echeloría, y con la cual, según suele decirse, no se le cocía el pan
hasta que vengase a su primer amor, descalabrando al raptor injusto de
una violenta y certera pedrada.

Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su
negocio y que no viaja a lo _touriste_, Mutileder no quiso visitar las
curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a
no ser del paradero de Adherbal.

Imagine el pío lector qué desesperación no sería la de Mutileder cuando
en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgía darse a
la vela, y llegar pronto al Océano, para no desperdiciar la monzón,
favorable entonces a los que iban a la India, había salido en posta, con
dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados
en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber,
orillas del mar Bermejo.

Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde
estaba el marino fenicio, quien se sustraía así a su venganza. Tiempo
había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que dicho marino se
pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.

Creyó entonces Mutileder que Adherbal se había llevado consigo a
Echeloría para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde
donde había de mandar la flota; y su rabia rayó en tal extremo, que
pateó, juró, bufó, blasfemó, y hasta hubo de arrancarse a tirones
algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza.

En medio de todo, fue grande su consolación cuando logró saber que el
pícaro y cortesano marino, rastrero adulador de príncipes, había hecho
presente a Salomón de la preciosa Echeloría.



VI


¿Cómo resistir aquí a la tentación de encarecer lo mucho que D. Juan
Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien
pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las
inscripciones y papiros manuscritos de donde está sacada esta historia?
Por ella consta que un bermejino, pues al cabo bermejino era Mutileder,
ya que Vesci era la Villabermeja de entonces, rivaliza con Salomón y
viene a hacer el brillante y extraordinario papel que verá el que
siguiere leyendo.

Mutileder no se amilanó al saber que Echeloría estaba en el harén
salomónico; antes dispuso quedarse en Jerusalén, espiar ocasión
oportuna, y, no bien se presentase, asirla por el copete, arrebatando a
la linda moza de entre las manos del Rey Sabio. No por eso pensó en
hacer el más leve daño a Salomón. Mutileder era muy monárquico, y el
Rey, por ser rey y por su ciencia infusa y demás virtudes, le infundía
respeto. Salomón, además, no tenía culpa ninguna ni había ofendido a
Mutileder. Había aceptado el presente que le habían traído, y había dado
prueba de buen gusto al aceptarle y guardarle.

A veces concebía Mutileder cierta halagüeña esperanza. Imaginaba que
Echeloría había de llorar por él y había de decir a Salomón, con todo
miramiento y finura, que no le amaba porque amaba a otro; y daba por
cierto que Salomón, que era benigno con las mujeres, y tan galante y
condescendiente que las consentía tener ídolos de la tierra de cada una
de ellas no debía de ser feroz con Echeloría, sino que, no bien supiese
que su ídolo era Mutileder, había de ceder en sus pretensiones.
Mutileder llegaba a columbrar como probable que el Rey le hiciera buscar
para entregarle a la muchacha, y hasta que quizá se allanase a ser
padrino de la boda.

La entereza, constancia y resistencia de Echeloría habían de mover a
todo esto, y a más, el ánimo generoso de Salomón. ¿Qué le importaba a
este gran Rey una mujer más o menos, cuando tenía en su harén
setecientas reinas, ochocientas concubinas e infinito número de
princesas? Así, pues, lo natural era que, viendo Salomón a Echeloría
enamorada de otro, afligida y llorosa, y rechazándole por estilo arisco
y montaraz, había de mostrarse desprendido.

Al hacer esta suposición, muy plausible, Mutileder se ponía colorado de
vergüenza. Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba
Echeloría, huraña como un gato y firme como una roca, veía el
desprendimiento regio y la nobilísima conducta de Salomón, y se
consideraba indigno, y quería, al recordar sus infidelidades con Chemed,
que se abriese la tierra y le tragase.

Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa
tenían, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ¡Ay, cuán pronto se
trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se
decía de público en calles y plazas!

Para saber lo que se decía conviene tomar las cosas de atrás y entrar en
algunas explicaciones.

El palacio de Salomón era inmenso, y la sociedad en él muy amena.
Multitud de poetas y de tocadores de arpas, tímpanos y salterios, le
regocijaban de continuo. Allí había diestras bailarinas, artistas
ingeniosos que hacían muebles elegantes y otras obras de extremado
primor, y los mejores cocineros que entonces se conocían. Aquello era,
en grado superlativo, en elevación a la quinta potencia, perpetua boda,
de Camacho. Salomón y sus mujeres y servidumbre devoraban cada día
treinta bueyes cebados, cien ovejas y multitud de ciervos, búfalos,
gacelas y aves. Y no se crea que porque comiesen poco pan. El consumo
diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta _frolla o
flora_, era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahíces, de doce
fanegas se entiende.

Así es que en el palacio de Salomón hasta el último pinche se regalaba a
pedir de boca y estaba gordo y lucio.

Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban,
parecían celestiales y de variadísimo mérito. En aquella época no
llevaban nombres puestos a la ventura, sino nombres significativos de
sus más egregias cualidades, por donde sólo con mentarlas se puede
colegir, lo que valían. Entonces no se llamaba Doña Sol una fea, ni
Blanca una negra, ni Dolores una regocijada, ni Rosa la que olía mal o
era áspera como cardo ajonjero.

Las favoritas de Salomón lo habían sido y llevaban los nombres que
llevaban porque lo merecían. La hija del Faraón, que fue, a no dudarlo,
Meneftá II, se llamaba Uom-anhet, esto es, Destroza-corazones. Ella
inspiró a Salomón el primer amor, profundo y suave. Salomón era muy
muchacho cuando se casó con ella, y ella le trajo en dote a Gezer y doce
mil caballos para la remonta de su caballería. Después amó Salomón con
locura a Anahid, Lucero de la mañana, hija del Rey de Armenia. Se
refiere que, repudiada ésta, hubo de volver a su patria, donde tuvo un
hijo de Salomón, de quien procede el famoso Abagaro, a quien Cristo
escribió una carta y envió su efigie. Después amó Salomón con no menor
locura a Leliti, la Noche, princesa de Etiopía. Luego amó
apasionadamente a Vahar, a quien trajeron de la India las primeras naves
tirio-hebreas que fueron por allí. Esta Vahar, o dígase Primavera, era
de la familia de los Sakias, reyes de Kapilavastu, y por consiguiente,
parienta del ilustre Sakiamúni, que había de ser Buda, y fundar una
religión en que creyese cerca de la mitad del humano linaje.

Por último, pasión más durable que todas había concebido, alimentado y
guardado Salomón por la Sulamita, en cuya alabanza dejó compuestas las
poesías amatorias más bellas que habían sonado hasta entonces en lengua
humana.

Pero Salomón, en medio de tantos deleites y triunfos, estaba hastiado.
Nada le satisfacía. Todo era para él vanidad de vanidades y aflicción de
espíritu. Ni siquiera tenía el goce del amor propio y del orgullo,
porque sostenía que su grandeza se debía al acaso y no a su carácter ni
a su entendimiento y prudencia. Salomón había recapacitado y había visto
que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era
de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la
riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso
resultado de la ciega fortuna.

Y hallándose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le
presentó a Echeloría.

Y el pueblo de Jerusalén afirmaba que Salomón la había conocido y la
había amado. Y que la había hallado rosa de Saron y lirio de los valles.
Y que había comparado su cabeza rubia, por la majestad, con el Carmelo,
y el olor de sus vestidos al olor del almizcle y al de las silvestres
flores que crecen en el Líbano.

La ternura de Salomón por Echeloría se aseguraba que excedía a la de
Jacob por Raquel y a la de Isaac por Rebeca. Se daba por cierto que la
amaba mil veces más que había amado a las otras mujeres: que sentía por
ella todo género de afecto; que con el espíritu puro la estimaba y
quería como su padre David había estimado y querido a Jonatás, muerto en
las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la
idolatraba como el príncipe de Siquen había idolatrado a Dina.

Todos estos rumores llegaban cada vez con más consistencia a los oídos
de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar:
le iban dando, permítaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo
gráfico, muy mala espina.

¿Cómo era posible que Echeloría resistiese a tantas seducciones? ¿Cómo
había de entenderse el amor de Salomón, si la muchacha, en vez de estar
amable, estuviese zahareña y cogotuda?

En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y
pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir
los ojos, y que reconocer que Echeloría se había dejado querer, y hasta
que pagaba a Salomón su cariño, queriéndole y siendo infiel y perjura a
su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana.

Por falta de elocuencia dejo de pintar aquí el furor de Mutileder cuando
de esto se hubo cerciorado. Ni Otelo ni el Tetrarca estuvieron después
más celosos y furiosos.

Pero nuestro bermejino no se limitaba a lamentos estériles. Siempre
tomaba resoluciones y procuraba darles cima. La que ahora tomó fue la de
matar a puñaladas a Echeloría y matarse él a renglón seguido con el
propio puñal. Lo difícil era ver a Echeloría para matarla.

Chemed, ocupada en Tiro con sus asuntos, se había consolado de la
ausencia de Mutileder, pero le conservaba buena amistad, y le había
enviado cartas de recomendación para Adoniram, que era el mayordomo de
Salomón, y para otros personajes de la Córte. Con estas cartas y con su
hermoso rostro, gentil presencia y gallardo cuerpo, que más que nada le
recomendaban, Mutileder pretendió y consiguió sin dificultad entrar en
la guardia personal del rey.

Componíase dicha guardia de sugetos de no poco fuste; de señores y hasta
de príncipes de las dinastías destronadas, cuyos reinos se habían
anexionado Salomón y su padre, y de cuyos bienes habían ido
incautándose. Allí había heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la
casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarin; dos sobrinitos de Og, rey de
Basan, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenían ocho codos de
estatura; varios nietos de Hamnon, rey de los Amonitas; y _para
complemento de hermosura_, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos
de Tiro, una pequeña tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un
codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando
ponzoñosos dardos.

Encubriendo siempre en los abismos oscuros del alma su terrible
propósito de matar a Echeloría y de matarse él, Mutileder se ingenió de
suerte que se ganó la voluntad de sus jefes inmediatos y hasta del
General Benaya, tan ágil para cortar cabezas, según lo demostró a
principios de aquel reinado, enviando al otro mundo, a fin de cimentar
bien el trono, a Adonia, hermano mayor del rey, y a otros personajes.

Con este favor, pronto subió Mutileder a capitán de una compañía de
filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia
real.

Lo que no pudo conseguir fue ver a Echeloría. Lo que no pudo inspirar
fue la absoluta e indispensable confianza para llegar a ser uno de
aquellos sesenta valientes, los más probados y selectos, que rodeaban el
tálamo de Salomón por la noche (algo parecido a nuestros Monteros de
Espinosa), y que andaban siempre con la espada sobre el muslo, por temor
de los duendes y vestiglos, que eran traviesos, traían revuelto el
alcázar, y no hubieran dejado, sin la citada precaución, un instante de
sosiego a las reinas y demás señoras.

¿Quién sabe si la misma gentileza de Mutileder sería óbice para que
entrase él en el número de los sesenta, no hiciera el diablo que
inquietase a las damas en vez de aquietarlas? Lo cierto es que su
gentileza ya mencionada, su discreción, despejo y buen trato, se
hicieron notorios en Jerusalén, y que las damas le ponían en las nubes.
Hasta un no sé qué de torvo, de melancólico y de trágicamente distraído,
que había en su lindo semblante, le hacía más grato a las damas.

Así las cosas, cuando ocurrió una novedad grandísima, que contribuyó a
glorificar el reinado de Salomón más todavía.



VII


Además de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se
han perdido. Compuso tres mil parábolas y mil y cinco cantares, y
disertó sobre árboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace
en la pared, y sobre aves, cuadrúpedos, reptiles y peces. Quieren decir
que supo muchas cosas que después se olvidaron; unas han vuelto a
descubrirse; otras quizá no se descubran nunca de nuevo. Así, por
ejemplo, parece que atraía por medio de pinchos de metal los rayos y las
centellas; que entendía la lengua de los pájaros; que conocía la fuerza
oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los
genios le obedecían; y que era sabedor de todas las doctrinas mágicas de
Enoch y de las que Abraham había aprendido en su patria, Ur de los
caldeos, y de las que estudió Moises en los colegios sacerdotales de las
orillas del Nilo.

Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se
extendió por todas partes.

La reina de Sabá, cuyo nombre, según hemos llegado a averiguar, era
Guadé, que en el idioma hymiárico, hablado entonces en su reino,
equivale a _Amor_ o _Amistad_, oyó hablar de Salomón y quiso probarle
con preguntas y acertijos.

Embarcóse, pues, esta augusta señora en Aden, que era el mejor puerto de
sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó
a Aziongaber, y desde allí, por Sela, Beersebá y otras poblaciones,
llegó hasta Hebron, donde el Rey Sabio salió a recibirla con mucha
cortesía y aparato.

No entro aquí en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con
que venía, de su entrada en Jerusalén, acompañada ya de Salomón, que la
hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Sería
muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que
dio la reina a Salomón fueron magníficos, y no inferiores los que de
Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba
Salomón; y que, como Salomón le adivinó de tenazón todos sus más
enmarañados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabiduría.

Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podía
hacer a Guadé, mientras morase en su alcázar, y siendo ella de un moreno
muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los
filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En
efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder,
su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera.

Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos
brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado,
relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un
Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmíneas derritió la triple
placa de bronce que el empeño de ser consecuente había puesto en torno
del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de
Chemed y de Echeloría.

Guadé, a quien importaba desengañar por completo a Mutileder, el cual le
había contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que
hablaba en toda confianza con Salomón y sabía los secretos del harem,
reveló y probó a su joven amigo que Echeloría amaba a Salomón con
delirio.

Esto indujo más a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo
porque ella se lo merecía, sino para no ser menos y tomar represalias y
desquite.

Y sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era
cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y
de su rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo
amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia, y pasión de
ánimo, que amenazaban matarlos.

Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudían al alma de los dos,
aunque no se veían ni se hablaban. Se sentían rebajados y humillados.
Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecía de firmeza.
¿Había sido ensueño infantil el amor que se tuvieron? ¿Había sido burla
ridícula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no había sido
santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo más poético de la
vida de ambos se desvanecía; o si la pasión había sido santa y hermosa,
ellos habían sido sacrílegos e infames, profanándola y hollándola.

Mutileder desistió ya de matar a Echeloría y de matarse; pero aquel
dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras más notaban ambos que el
amor que tenían a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, más
culpados y viles se juzgaban y más ganas tenían de morirse, porque el
sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de
embargarlos y cautivarlos el frenesí y el vivo deleite que nacen de los
coloquios y caricias en el amor bien correspondido.

Salomón advirtió el mal de Echeloría, y Guadé advirtió el mal de
Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron
remedio y no pudieron hallarle. ¿Qué hierba, qué elixir, qué talismán
sería poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de
_dolencia de los dos amores_?

Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos y se
desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habían de hacer para
salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a
Echeloría y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego
consideraron que esto sería peor. Al verse, se avergonzarían de verse;
no dejarían de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrían amarse
entre sí del mismo amor que los amaban, y morirían más pronto y más
desesperadamente.

El lance no tenía otra solución que la más lúgubre, a no ocurrir algo
con visos de milagro, como ocurrió en efecto.



VIII


Años atrás, en los últimos del reinado de David, había venido a
Jerusalén un príncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis
lectores. Hablo del sapientísimo Abaris, que caminaba montado en una
flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo
por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento. Lo que
hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa.

David estaba viejísimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para
aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros años de su
vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente; la flor
de las doce tribus. Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de
quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba
perdidamente enamorado.

Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a
aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplía
con un deber en ser útil al Rey Profeta, desdeñó a Abaris y se unió con
el Rey.

Abaris montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin
de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres,
se convirtió en seductor desaforado, en el D. Juan Tenorio o Lovelace de
aquel siglo. Los medios de que disponía eran enormes. Era guapísimo,
ágil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, había
venido su compatriota Olen a civilizar a tracios y pelasgos, no se había
visto hiperbóreo de más doctrina en el Mediodía de Europa. Con esto, con
su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas
partes haciendo estragos en los corazones femeninos.

Entre tanto, murió David, subió Salomón al trono, y Abisag quedó en
palacio como una de las reinas viudas, aunque en realidad no se podía
decir que hubiese sido esposa del Santo Rey.

Sabido es, no obstante, que Salomón quería que la tuviesen por tal y que
asimismo viviese ella consagrada sólo a la memoria de David, cuyo
último suspiro había recogido. Por esto se enfadó tanto Salomón cuando
Adonia se atrevió a pedirle por mujer a Abisag. Y habiéndole perdonado
que conspirase contra él, no le perdonó aquella insolencia, e hizo que
Benaya le matase sin que pudiera valerle el haberse asido al cuerno del
altar, en el templo mismo.

Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aun estaba enojado contra
Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente
en los días en que Salomón y la reina de Sabá andaban más afligidos con
la dolencia de Echeloría y de Mutileder.

Ignorábase qué proyectos traía Abaris, pero Salomón le recibió bien,
porque Salomón apreciaba mucho la ciencia. Además, como Abaris era
hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le
puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal.

Abaris aseguró que curaría a los dos jóvenes iberos; pero que, en
cambio, deseaba que Salomón le prometiese que había de otorgarle un don
que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió.

Pasaron después tres días, durante los cuales Abaris pareció como que
estaba estudiando. Al terminar los tres días, fue Abaris al regio
alcázar, hizo que Salomón le presentase a Echeloría, y, no bien la hubo
visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven,
exclamando:

--¡Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija!

Explicó entonces Abaris que él había estado en Aratispi; que allí había
tenido amores con la madre de Echeloría, y que Echeloría era el fruto de
dichos amores. Añadió luego que como entonces era él tan peregrino
seductor, había tenido también amores en Vesci con la madre de
Mutileder; y que por lo tanto, Mutileder era su hijo. En prueba de esto
dio no pocos datos y razones, y la más sorprendente fue la de afirmar
que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde
el día en que nacieron, con una salamandra azul.

Con la alegría que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de
la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder.
Desnudaron las espaldas de ambos jóvenes y se vieron estampadas en ellas
las salamandras. No cabía duda; eran hijos de Abaris, y por consiguiente
hermanos.

Todo se aclaraba y se justificaba así. El amor que se habían tenido era
fraternal: nacido de la fuerza del parentesco. En vez de afligirse de
haber sido ella robada por Adherbal y enamorada luego de Salomón, y él
de sus infidelidades con Chemed y con Guadé, dieron gracias a los
propicios hados que de aquella manera y por tan ocultos caminos los
habían salvado de un crimen feísimo, que tal le hubieran cometido si
llegan a casarse.

Se disiparon, pues, las melancolías de Echeloría y de Mutileder; se
abrazaron fraternalmente y más contentos que unas pascuas, y se
encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él príncipe
consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro días
después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenía
una salamandra azul en la espalda.

Echeloría se quedó en Jerusalén, ya sin remordimientos y muy alegre.

Abaris fue a ver a Salomón y a pedirle el don que había prometido
otorgarle; pero como era hombre de mundo y precavido, llevaba preparada
la flecha debajo del manto filosófico, poniéndose cerca del balcón
abierto para hacer su petición, no fuera caso que Salomón se enfadase y
tuviese él que salir volando, antes de que Benaya le hiciese pasar a
mejor vida.

La petición no era otra que la mano de Abisag.

Salomón estaba de tan buen talante con la radical curación de Echeloría,
que en seguida consintió en que Abisag se casara. Además, Abisag iba ya
pasando de la juventud a la edad madura, y como la mayoría de las
solteras algo pasadas, estaba tan jaquecosa, que Salomón no la podía
aguantar, y se alegró de salir de ella.

Todos, pues, fueron felices.

Salomón tuvo una curiosidad y quiso que Abaris con el mayor sigilo la
satisficiese.

--¿Hay algo de verdad, le dijo, en lo que afirmas de que eres padre de
Echeloría y de Mutileder?

--En mi vida estuve en Iberia, contestó riendo Abaris. Confiesa que mi
remedio ha sido ingenioso y eficaz. Sin él no se hubieran curado los
chicos y hubieran sido capaces de morirse. Para hacer mas verosímil la
historia, puse yo mismo por arte mágica en las espaldas de ambos las
salamandras. Todo ha sido lo que allá en los tiempos venideros, dentro
de cerca de tres mil años, llamarán los sabios y pulidos un _mito_, y
los ignorantes y rudos, un _camelo_ o una _filfa_.



ASCLEPIGENIA

DIÁLOGO FILOSÓFICO-AMOROSO.

_La escena es en Constantinopla. Siglo V de la Era Cristiana._

Habitación de Proclo. Es de noche. Una lámpara de siete mecheros, puesta
sobre un trípode o candelabro de bronce, ilumina la estancia. Puertas al
fondo y a los lados.


ESCENA I.

PROCLO, de edad de cincuenta años, seco, escuálido, consumido por
vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un
sitial. Su discípulo, MARINO, está de pié, junto a él.


MARINO.--¡Maestro! ¿Estás decidido a recibir esta noche?

PROCLO.--Lo estoy. En cualquiera otra ciudad podría yo excusarme: en
Byzancio no, que es mi patria. ¿Cómo privar a mis paisanos del auxilio y
consuelo de la sabiduría?

MARINO.--Difícil es; pero debieras reposar y cuidarte. Estás que parece
el espíritu de la golosina, de puro desmedrado. Te vas a matar con
tantos afanes.

PROCLO.--Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera.

MARINO.--Me afliges al decir eso. ¿Qué haré yo sin ti en este mundo?
Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen a
consultarte hablan siempre a solas contigo: no extrañes que note una
contradicción...

PROCLO.--Di cuál es, y te demostraré que es aparente.

MARINO.--¿No afirmas tú que se requieren largos preparativos antes de
comunicar la sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te consultan?

PROCLO.--No toda la verdad, cuyo resplandor los cegaría, sino algo de la
verdad, velado en símbolos. Así el sol se vela entre nubes, a fin de que
ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.

MARINO.--Veo que esta noche estás expansivo. ¿Me permites que te haga
vanas preguntas?

PROCLO.--Haz las que se te antojen. Si me es lícito, contestaré.

MARINO.--Pues con tu venia: ¿qué nos trae aquí desde el fondo del Asia,
donde estabas estudiando los más oscuros ritos y misterios del Oriente,
y desentrañando su oculto sentido? ¿Es capricho de tu alma o mandato de
un numen?

PROCLO.--Hace ya años que mi alma no tiene caprichos. Es mandato de un
numen.

MARINO.--¿Puedo saber de cuál?

PROCLO.--De Venus Urania.

MARINO.--¿La evocaste?

PROCLO.--No la evoqué. Ya sabes tú que en el día rara vez me tomo el
trabajo de evocar a los númenes. Ellos mismos bajan del Olimpo y vienen
a verme, enamorados de mi afable trato. Es verdad que en la escala de la
vida ocupo lugar inferior al de ellos. Si quiero elevarme a la
inteligencia y a la causa soberanas, a través de todas las
manifestaciones corpóreas de su omnipotencia, tengo primero que subir
por mil grados hasta llegar a dichos númenes, y aun después, desde los
númenes hasta el manantial inexhausto de lo celeste y terrenal, del
espíritu y la naturaleza, hay una peregrinación harto penosa. Por dicha,
yo tengo un atajo, una trocha, un sendero recóndito y breve, por donde
llego, no ya a la inteligencia y a la causa, sino más hondo: por donde
llego al Uno. Me abstraigo de todo lo exterior; echo a un lado sentidos
y potencias; borro imágenes de la fantasía; cubro con niebla densa todo
lo escrito en la memoria; y, hundiéndome en el abismo del alma, hallo al
que es. Allí nos juntamos él y yo. Allí él y yo no somos más que el Uno.
De este modo se explica que, siendo yo simple mortal, sea tan
considerado por los dioses. En la ligereza de carácter, propia de la
serena beatitud de ellos, no caben estas reconcentraciones poderosas de
la mente que me llevan al Uno. Ya te lo he dicho mil veces: por el
principio vital, que gobierna mis sentidos, no valgo más que un perro;
por el alma racional me quedo por bajo de las divinidades olímpicas; mas
por la inteligencia especulativa e intuitiva, llego al Uno y dejo muy
detrás de mí a los ángeles, a los demonios, a los genios y a los
númenes. Por la unidad esencial que en mí hay, y de la cual hasta la
inteligencia es emanado atributo, soy el Uno mismo. El Uno soy yo en los
instantes dichosos de entusiasmo, de conjunción y de éxtasis.

MARINO.--Por Hércules vivo, maestro, que me lleno de envidia siempre que
te oigo afirmar esa unión, por la cual te pones en el Uno o te
identificas con el Uno. Se me ocurre, no obstante, cierta dificultad.

PROCLO.--Explánala y te la resolveré.

MARINO.--¿Por qué, si hallas al Uno, hundiéndote en el abismo del alma,
te allanas a buscarle en la naturaleza? ¿Por qué no estás siempre
reconcentrado y como viviendo en la eternidad?

PROCLO.--Para imitar al propio Uno. Porque el Uno y yo, además de ser el
Uno, somos el Bien. Es nuestra ley no quedar en el centro, absortos en
el absoluto egoísmo y en la inefable contemplación de nuestra esencia.
Tenemos que salir fuera a crear y mostrarnos activos. De él y de mí
emanan la voluntad, la inteligencia y la palabra, y ellas crean el
mundo. Desenvuelve el Uno su idea, y van apareciendo el ser, la vida y
la armonía y el movimiento, y cuanto es y será. Desenvuelvo yo mi idea,
y nacen el arte, las religiones y la ciencia. Y la creación del Uno y mi
creación se compenetran y confunden y vienen a ser la misma. ¿Me
entiendes ahora?

MARINO.--Me pasmo de tu claridad. Con sobrada razón mereces apellidarte
el sumo pontífice de todas las creencias, el gran ciudadano de todas las
repúblicas y el archi-metafísico de todas las metafísicas. No, Proclo,
tú no eres un mortal.

PROCLO.--En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Considerado
en mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un punto
inmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se halla
parada, cifrada y reconcentrada. Considerado en el ápice de mi mente, en
la inteligencia, vivo en la eternidad secundaria; torrente de las
existencias sucesivas, perpetuo tránsito, movimiento sin término,
carrera sin meta, mudanza y proceso que no acaban.

MARINO.--Y dime, maestro, el sacrificio que sin duda haces al salirte
del Uno y penetrar con la mente y con el discurso y con el afecto en
este universo visible, ¿qué principal propósito lleva?

PROCLO.--Lleva varios propósitos; pero el principal es de la mayor
trascendencia. La ley divina que sigue la historia me ha suscitado en el
tiempo debido para una función importantísima. Mi espíritu toma carne
hacia el fin de la civilización antigua para comprenderla toda en
conjunto armónico. El genio de la Grecia, con sus castizas o peculiares
creaciones, con los sueños de sus poetas desde Lino y Orfeo hasta ahora,
con su pensamiento filosófico desde Pitágoras hasta Jámblico, con los
descubrimientos de sus matemáticos, astrónomos y físicos, y con las
enseñanzas arcanas de Samotracia y de Eleusis; el genio de la Grecia,
con los despojos ópimos que trajo de Egipto, de Persia y hasta de la
India, después de las conquistas del Macedón; todo este trabajo, toda
esta aglomeración de doctrinas, experimentos y especulaciones, han
venido a fundirse en mi cabeza como en horno o crisol candente. Ya
fundido todo, he desechado la escoria por los bríos de mi virtud
crítica, y he guardado sólo el metal limpio y puro. Por último, por otra
virtud plasmante que hay en mí he vaciado ese metal como en un molde, y
he sacado a la luz el refulgente y completo sistema de la antigua
sabiduría. Los pueblos del Norte acabaron ya con el imperio de
Occidente. El imperio de Oriente sucumbirá también. Pronto vendrá la
barbarie. Las tinieblas de la ignorancia cubrirán el mundo. Yo seré,
desde entonces hasta que aparezca la aurora de una nueva y tal vez más
rica civilización, faro luminoso que alumbre y guie al humano linaje.

MARINO.--Reconozco la importancia de tu vida y de tus obras. Pero,
concretándonos al caso singular de tu venida a Byzancio, ¿qué es lo que
a ello te mueve?

PROCLO.--Muéveme amor.

MARINO.--¿Amor de patria? ¿Amor de gloria?

PROCLO.--Amor de una mujer.

MARINO.--¡De una mujer! Me dejas turulato. ¿Quién había de suponer que
pensabas en tales cosas?

PROCLO.--No hay motivo para que te quedes turulato. ¿Qué tiene de
absurdo que yo ame a una mujer? La amo desde que la vi: desde hace
quince años. Ella tenía entonces diez y siete. Hoy tiene treinta y dos.
Entonces era como capullo de rosa: hoy debe de brillar con toda la pompa
y el esplendor de la hermosura, en la plenitud de su vida. Claro está
que si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amaría; pero,
volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, ¿qué
hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? ¿Qué
imagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirá el
sabio que valga más que la mujer hermosa? Cuando el artista quiere
representar a la ciencia, a la poesía, a la virtud, ¿no les da forma de
mujer?

MARINO.--Es cierto.

PROCLO.--No debes, pues, maravillarte de que yo ame en esta mujer a la
ciencia, a la poesía y a la virtud con forma visible.

MARINO.--Ya no me maravillo. ¿Y puedo saber cómo se llama tu amada?

PROCLO.--Se llama Asclepigenia. Es la hija de mi maestro Plutarco. Ya te
he dicho que la conocí quince años ha. La conocí en Atenas. Plutarco me
acabó de enseñar la filosofía. Asclepigenia me inició en los misterios
caldeos, en los ritos de las orgías sagradas y en los procedimientos más
eficaces de la teurgia. Desde entonces estamos ella y yo ligados por
amor espiritual y sublime. Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo para
mí como dorada nube, donde se me aparecía, en reflejos fugitivos, el sol
eterno: toda la perfección del Ser.

MARINO.--Nobilísima manera de amar fue la tuya... ¿Y ella, cómo te
amaba?

PROCLO.--Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mía.

MARINO.--¿Y por qué te separaste de ella?

PROCLO.--Por mil razones. Ni ella ni yo queríamos contaminar la pureza
del amor que para siempre nos une. Ambos anhelábamos seguir sin tropiezo
el camino ascendente que hacia el bien y hacia la luz nos encumbraba.
Éramos demasiado jóvenes. No estábamos aún a toda la altura a que nos
importaba estar. Decidimos, pues, separarnos por amor de nuestro mismo
amor. Prometimos reunirnos cuando ya no hubiese peligro alguno. Venus
Urania me ha revelado que ya no le hay, y por eso vengo en busca de
Asclepigenia.

MARINO.--Notable revelación estuvo. No hay más que verte, maestro, para
conocer que no estás peligroso.

PROCLO.--Tienes razón que te sobra.

MARINO.--La fama ha difundido, por esta gran capital, que la honras con
tu presencia y que recibirás en consulta a tres personas cada noche. Por
medio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene de
gente, han sido repartidos los billetes de entrada. Pronto irán llegando
por su orden los que vienen hoy a verte. Tus siervos los detendrán en la
antesala. Yo los conduciré luego hasta ti.

PROCLO.--Aunque Marciano profesa la religión de Cristo, es muy amigo mío
y se parece a mí en muchas cosas. Ama a la virgen emperatriz Pulqueria,
como yo amo a la hija de Plutarco. Marciano, que pronto va a cumplir
doce lustros, dos más que yo, dicen que se casará con Pulqueria, con
quien ha de compartir, en honestidad santísima, el trono y el imperio de
Oriente. Del mismo modo, Asclepigenia compartirá conmigo el trono y el
imperio de la filosofía. Pero oigo ruido en la antesala. Ve y mira si ha
venido alguien.

(Sale Marino y vuelve un instante después.)

MARINO.--¡Maestro! el primero que acude a consultarte es un bellísimo y
elegante mancebo, llamado Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y
primor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia y
gallardía. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas más
encopetadas.

PROCLO.--¿Qué pretenderá de mí ese pisaverde? Dile que pase adelante.


ESCENA II.

PROCLO y EUMORFO a quien Marino acompaña, yéndose luego.

EUMORFO.--Abismo del saber, lucero de la filosofía, archivo de todas las
noticias divinas y humanas...

PROCLO.--Amable mancebo, déjate de lisonjas y di lo que pretendes.

EUMORFO.--Pretendo que me ilustres un poco.

PROCLO (Con cierto desdén.)--¿Y para qué?

EUMORFO.--No me desdeñes así. Confieso que no tengo por las ciencias la
vocación más decidida. A ti, que todo lo penetras, ¿cómo he de intentar
engañarte? Pero, francamente, mis chistes y agudezas, mis habilidades,
mis talentos de sociedad, todo queda deslucido sin algo de filosofía.
La filosofía se ha puesto en moda entre las señoras de los círculos
aristocráticos, a quienes sirvo, pretendo y tal vez enamoro. Me falta
este charol; dámele, y seré irresistible.

PROCLO.--Aunque es vulgar, mezquino y un tanto cuanto pecaminoso el
fundamento de tu deseo, tu deseo es bueno en sí, y me decido a
satisfacerle; pero la empresa es ardua. Por más que no quieras tomar
sino una ligerísima tintura, necesitas varias lecciones: necesitas
asimismo consagrar a mi servicio y asistencia un par de horas diarias, a
fin de que vayas recogiendo sentencias de las que se escapan de mis
labios muy a menudo.

EUMORFO.--Consagraré a tu servicio y asistencia ese par de horas diarias
que dices.


ESCENA III.

DICHOS, MARINO.

MARINO.--Una dama, que, si bien envuelta en velo argentino, deja
traslucir que está dotada de majestuosa hermosura; una dama, cuyo traje
de seda y cuyas joyas riquísimas manifiestan lo elevado de su clase,
acaba de bajar de una silla de manos y se halla en la antesala
aguardando que la recibas. Parece una diosa por el ritmo y la nobleza de
su andar entonado y por el olor de ambrosia con que satura en torno el
ambiente. ¿Le digo que aguarde?

EUMORFO.--¡Venerando maestro! La galantería exige que recibas luego a
esa dama. Yo aguardaré en otro cuarto.

PROCLO.--Bien está. (Señalando a Eumorfo la puerta de la izquierda.)
Entra en aquel. (A Marino.) Di a la dama que no se detenga.

(Vanse Eumorfo y Marino.)


ESCENA IV.

PROCLO, ASCLEPIGENIA.

(Eumorfo asoma la cabeza de vez en cuando, ve, escucha y hace gestos de
asombro durante toda esta escena.)

PROCLO.--¡Deslumbrante aparición! ¿Quién eres? ¿Eres mortal o diosa?

ASCLEPIGENIA. (Alzando el velo y descubriendo el rostro.)--¿No me
reconoces, Proclo?

PROCLO.--¡Asclepigenia de mi corazón! ¡Cuán bella estás! Como el medio
día vence al albor de la mañana, tu beldad de hoy vence a la beldad con
que hace quince años resplandeciste en Atenas. No dudo que tu alma se
habrá mejorado y hermoseado también.

ASCLEPIGENIA.--No lo dudes. También mi alma se ha mejorado y hermoseado.

PROCLO.--Sea mil veces enhorabuena. ¿Y de quién es tu alma?

ASCLEPIGENIA.--En su unidad es del Uno. En todas sus facultades,
virtudes, potencias y demás atributos, es siempre tuya.

PROCLO.--¿Conque me amas?

ASCLEPIGENIA.--Te amo. Apenas supe que estabas aquí, he venido a
buscarte.

PROCLO.--Ya no hay peligro.

ASCLEPIGENIA.--Lo veo.

PROCLO.--¿Viviremos juntos?

ASCLEPIGENIA.--¿Y por qué no? Poseo un magnífico palacio donde
albergarte. Serás mi filósofo. Contigo, por medio de la contemplación,
en alas del entusiasmo y del amor sin mácula, me arrobaré, me extasiaré
y me perderé en el Uno.

PROCLO.--Así sea.

ASCLEPIGENIA.--Ahora tengo que dejarte. No puedo faltar esta noche en mi
palacio, donde aguardo visitas. Ve a instalarte allí desde mañana.

PROCLO.--No aspiro a otra cosa.

ASCLEPIGENIA.--Como supongo que no te habrás venido sin los utensilios
de tu profesión, mis criados se presentarán aquí con un carromato para
la mudanza de todos los libros y trastos de hacer milagros, hablar con
los muertos y atraer a los genios y demonios.

PROCLO.--Eres mi providencia terrenal. ¿Cómo pagar tanto cuidado?

ASCLEPIGENIA.--Amándome.

PROCLO.--Con el alma toda.

ASCLEPIGENIA.--Para despedida, te permito que me des un casto beso en la
frente.

PROCLO. (Besándola con timidez respetuosa.)--Es la vez primera que la
tocan mis labios. ¡Cuán regalado favor!

ASCLEPIGENIA.--¡Adiós, amadísimo Proclo!

(Vase)


ESCENA V.

PROCLO, EUMORFO.

EUMORFO.--¿Sabes lo que digo, maestro?

PROCLO.--Di, y lo sabré. No quiero tomarme el trabajo de adivinar tus
pensamientos.

EUMORFO.--Pues digo que se me van quitando las ganas de estudiar
filosofía.

PROCLO.--¿Y por qué?

EUMORFO.--Porque la filosofía vuelve tonto a quien la estudia.

PROCLO.--Te equivocas. Lo que hace la filosofía es reforzar las prendas
que cada uno tiene. Al tonto no le vuelve discreto, ni al discreto
tonto; pero al discreto le hace discretísimo, y al tonto tontísimo.

EUMORFO.--Salvo el merecido respeto, te declararé entonces que tú propio
te condenas.

PROCLO.--¿De qué suerte?

EUMORFO.--Porque mostrándote ahora tontísimo con toda tu filosofía,
debiste de ser tonto en tu vida precientífica: tonto de nacimiento.

PROCLO.--¿Y qué prueba he dado yo de esa tontería superlativa de que me
acusas?

EUMORFO.--La prueba es tu amor sublime por Asclepigenia.

PROCLO.--¿Qué sabes tú de eso?

EUMORFO.--Conozco a Asclepigenia muy a fondo.

PROCLO.--Te alucinas. Quiero dar por supuesto que conoces las potencias
de su alma, las cuales, en su efusión, han creado para ella un cuerpo
tan hermoso; pero la esencia eterna de esa alma misma, que es lo que yo
amo y por lo que soy amado, está en un punto inaccesible para ti.

EUMORFO.--¿Consientes que me valga de un símil?

PROCLO.--Valte de cuantos símiles se te ocurran.

EUMORFO.--¿Quién es más dueño del mundo, la emperatriz Pulqueria que le
gobierna, o tú que le comprendes?

PROCLO.--Yo, que le comprendo. Aunque Pulqueria poseyese, no ya sólo
este planeta que habitamos, sino todos los demás planetas, y los astros,
y los cielos, no poseería más que un burdo remedo del Universo, tal como
el Demiurgo le contempla en el Paradigma, antes de sacar la copia o el
traslado. Pero me inclino a sospechar que eres un majadero, y que no
entiendes ni entenderás jamás estas cosas.

EUMORFO.--No te sulfures, maestro. Si yo no entiendo esas cosas,
entiendo otras más fáciles y agradables de entender. Asclepigenia tendrá
quizá su Demiurgo y su Paradigma misteriosos que tú entiendes y posees;
pero sus cielos, sus planetas y sus estrellas, son míos desde hace
algunos meses.

PROCLO.--¿Qué palabra dijiste?

EUMORFO.--Dije que Asclepigenia filosofa contigo; que contigo no quiere
ni quiso nunca peligrar; pero que conmigo no hay peligro que no
arrostre.

PROCLO.--Por las divinidades superiores e inferiores, que en larga serie
proceden del Uno, confieso que me duele lo que acabas de descubrirme.
Sin embargo, todo se explica satisfactoriamente dentro de mi sistema.
Las cosas son como son; y no pueden ser mejores de lo que son, porque,
como son, son perfectas según su grado.

EUMORFO.--Consuélate con ese trabalengua.

PROCLO.--¿Y por qué no consolarme? Asclepigenia y yo, con el libre
albedrío de nuestras almas, dispusimos amarnos, y nos amamos y seguimos
y seguiremos amándonos eternamente, ayudados del favor divino, que acude
a nosotros en virtud de la plegaria. Contra esto nada puedes tú; nada
pueden tus iguales. Hay, a pesar de todo, en la efusión de las potencias
del alma, algo de corporal que está sujeto al hado. Esto es lo que he
perdido en Asclepigenia. La fatalidad me lo roba. El libre albedrío de
ella no ha sido bastante brioso para defenderlo con heroicidad. Pero la
discordia entre el libre albedrío y el hado será al fin dominada por la
Providencia, la cual lo purificará todo, reduciéndolo a la celestial y
maravillosa armonía, que casi toca y se confunde con el Uno
_hiperhipostático_.

EUMORFO.--Tu discurso suena tan peregrino en mis profanas orejas, que me
induce a creer o que eres un prodigio de prudencia semi-divina, o que
estás loco de atar.


ESCENA VI.

DICHOS, MARINO.

MARINO.--Un respetable anciano pide permiso para entrar a hablarte. Se
llama Crematurgo. Es el más rico capitalista del imperio. Ha hecho del
modo más filantrópico la mayor parte de sus riquezas. Ha traficado en
cierta clase de individuos, que ya dirigen en los alcázares los negocios
más difíciles, ya sirven sin infundir recelos a los maridos celosos, ya
cantan como serafines en las iglesias. Retirado ahora de esta
fabricación y comercio, se dedica a prestar al gobierno y a los
particulares al cincuenta por ciento al año. Con tales virtudes,
excelencias y servicios, no debe chocarnos que haya merecido el favor de
la emperatriz y de sus ministros, los cuales le colman de distinciones.
Ya le han nombrado conde Palatino y se anuncia que van a crear para él
el título singular y nuevo de _Sebastocrátor_.

PROCLO.--¿Y qué pretenderá de mí ese tunante? Vamos, dile que entre y le
oiremos.

(Vase Marino.)

EUMORFO.--Y yo ¿qué hago?

PROCLO.--Escóndete de nuevo donde estabas.

(Vase Eumorfo.)


ESCENA VII.

PROCLO, CREMATURGO.

CREMATURGO.--¡Oh faro de las más altas especulaciones! ¡Oh déspota de
los genios y demás poderes sobrenaturales!...

PROCLO.--Está bien. No me adules. Di qué pretendes de mí.

CREMATURGO.--Tú, que lo sabes todo, ¿no podrías decirme de qué medio me
valdré para que mi amada sea mía, solamente mía?

PROCLO.--No llega tan lejos mi saber. Si llegara, le hubiese yo empleado
en favor mío, que buena falta me ha hecho.

CREMATURGO.--Veo que tu saber no vale un comino. Harto me lo sospechaba
yo.

PROCLO.--Expon, no obstante, tu caso, y allá veremos si puedo remediarte
o darte al menos algún consejo útil.

CREMATURGO.--Yo estoy prendado de la más hermosa mujer que hay en
Byzancio. Por ella hago descomunales desembolsos. No hay primor, ni
refinamiento, ni objeto de arte, que ella no logre por mí. He traído
para ella telas bordadas del país de los Seras, alfombras de Ctesifón,
perlas y diamantes, papagayos y monos de la India, perfumes y oro de
Arabia, y chales de Cachemira. Su palacio encierra muebles incrustados
de marfil y nácar, estatuas de mármol de Paros, vajillas de plata, vasos
de Nola y jarrones del extremo Oriente, que tienen un barniz desconocido
en los imperios de persas y de romanos. Ella hace visitas a mi costa en
silla de manos lindísima, o se pasea o va al circo o al hipódromo en
reluciente carroza o _harmamaxa_, tirada por cuatro blancos caballos. En
fin, nada le falta. ¿Cómo me compondré para que ella no me falte a mí?

PROCLO.--Lo discurriremos. Para mayor ilustración del asunto, infórmame
de quién es esa dama que tan caro te cuesta.

CREMATURGO.--Es Asclepigenia, la hija del filósofo Plutarco.

PROCLO.--¡Profundos cielos! ¿Quién lo hubiera podido imaginar en la
vida? Tú eres mi rival.

CREMATURGO.--¿Tu rival? Pues qué, ¿también a ti te ama? ¿Qué le das tú,
esqueleto pordiosero y ambulante?

PROCLO.--El alma, la esencia eterna. Pero sabe ¡oh sátiro vetusto! que
todavía tienes otro rival. Sal, Eumorfo.


ESCENA VIII.

DICHOS, EUMORFO.

CREMATURGO.--¿Qué descaro es este? ¿Cómo te atreves, Eumorfo, a
presentarte y a rivalizar conmigo? Tengo en mi poder cuatro pagarés
tuyos vencidos y archivencidos, y voy a ejecutarte mañana.

EUMORFO.--Refrena tu furor, generoso magnate. Yo ignoraba que
Asclepigenia te perteneciera.

CREMATURGO.--Sea como sea, lo cierto es que Asclepigenia nos ha burlado
a los tres galanes. El acaso, ¿qué digo el acaso? la diosa Minerva nos
ha reunido aquí para desengañarnos. Vamos a ver a Asclepigenia y a
decirle lo que merece. Ella me aguarda solo. Venid en mi compañía.

EUMORFO.--Vamos.

PROCLO.--Vamos. (Proclo toma su báculo de filósofo, y salen juntos los
tres.)


ESCENA IX.

Estrado o parastasio rico y elegante en casa de Asclepigenia adornado
con estatuas y pinturas, e iluminado con lámparas, unas pendientes del
techo, otras colocadas sobre mesas délficas.

ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.

(La primera aparece reclinada, casi tendida lánguidamente en un
_esquimpodio_ o silla-larga. Atenais, a su lado, en un taburete.)

ATENAIS.--¿Con que has visto a tu primer amor?

ASCLEPIGENIA.--Sí, le he visto. Me ha dado lástima. Está flaco, pálido,
apergaminado. Y luego ¡qué sucio! Doy por cierto que en los quince años
que ha vivido lejos de mí no se ha lavado una vez sola ni siquiera las
manos.

ATENAIS.--Ese grave defecto tiene el espiritualismo o misticismo, que
ahora priva y cunde. Parece que las virtudes a la moda exigen que sean
puercos los virtuosos.

ASCLEPIGENIA.--Y no es eso lo peor, sino que se apodera de los ánimos
una tristeza vaga y sofística que los enerva; tristeza que los antiguos
apenas conocieron; un menosprecio del mundo y de las dulzuras de la
vida, que despuebla las ciudades y puebla los desiertos; un desdén del
bienestar y de la riqueza, que roba brazos a la agricultura y a la
industria; y una mansedumbre resignada, que amengua el valor del
ciudadano y del guerrero. Más que Atila y todos los bárbaros, me hacen
prever estos síntomas la total ruina de la civilización. Pero volviendo
a la suciedad y descuido en la persona, te aseguro que me ha dado grima
ver a Proclo. Ofende toda nariz medianamente delicada.

ATENAIS.--Cruel inconveniente es ese si has de vivir con Proclo.

ASCLEPIGENIA.--Yo sabré remediarle. No me meteré en discusiones ni en
consejos, sino que, a modo de broma, haré que mañana le cojan dos
esclavos antes de comer, le soplen en un baño y me le laven y frieguen
con pasta de almendra, y me le froten con aromoso _diapasma_. Él mismo
se sentirá mejor después, y tomará la costumbre de lavarse.

ATENAIS.--Pero, declárate con franqueza; a pesar de está Proclo tan
viejo, tan estropeado y tan sucio, ¿le amas todavía?

ASCLEPIGENIA.--Le amo y le adoro. Se me figura que él es la última
encarnación del maravilloso genio de Grecia. Amándole, se magnífica y
ensalza todo mi ser, hasta considerarme yo misma como la ciencia, la
poesía, la civilización griega personificada.

ATENAIS.--En efecto, Proclo es el príncipe de los filósofos. Tu padre
Plutarco y mi padre Leoncio, notable filósofo también, le veneraban como
superior a ellos. Comprendo, pues, que ames a Proclo.

ASCLEPIGENIA.--Una doncella tan sabia, educada con esmero en Atenas; una
poetisa tan inspirada como tú, en quien veo renacer, en edad temprana,
las altas prendas de Hipatia, no podía menos de comprender este amor mío
que descuella sobre mis otros amores.

ATENAIS.--Es un dolor que no pueda ser el único.

ASCLEPIGENIA.--La culpa, hasta cierto punto, la tiene el pícaro
misticismo. Por él nos separamos. Sin él hubiéramos vivido juntos,
hubiéramos sido humanamente amantes y esposos, y ni yo hubiera caído,
ni Proclo hubiera llegado a ser, con lamentable precocidad, y quedándose
pobre, un vejestorio tan incapaz, y tan feo.

ATENAIS.--Tu propósito era difícil. No extraño que no hayas podido
cumplirle. El temple de alma de la emperatriz Pulqueria es rarísimo.

ASCLEPIGENIA.--¿Qué temple de alma ni qué calabazas? Ella es emperatriz
y no necesita de un Crematurgo.

ATENAIS.--¿Tiene acaso algún Eumorfo?

ASCLEPIGENIA.--¡Vaya si le tiene! Nadie lo ignora, menos tú, que estás
en Babia, y Marciano, que hace la vista gorda.

ATENAIS.--¿Y quién es ese feliz mortal?

ASCLEPIGENIA.--El lindo y gracioso Paulino.

ATENAIS.--Pues no tiene mal gusto la santa.

(Aparece una sierva.)

SIERVA.--Señora, Crematurgo pide licencia para entrar.

ASCLEPIGENIA.--Que entre. (Vase la sierva.)

ATENAIS.--¿Me retiro?

ASCLEPIGENIA.--Retírate. (Vase Atenais.)


ESCENA X.

ASCLEPIGENIA, CREMATURGO, PROCLO Y EUMORFO. (Asclepigenia se pone de pié
para recibirlos.)


ASCLEPIGENIA.-¡Qué agradable sorpresa! ¿Qué significa venir los tres
juntos a mi casa?

CREMATURGO.--Envidiable frescura te concedió el cielo. ¿Cómo, al vernos
entrar juntos a los tres, no tiemblas, no te asustas, no te hundes
avergonzada en el centro de la tierra?

EUMORFO.--Eso mismo repito yo. ¿Cómo no te hundes en el centro de la
tierra?

CREMATURGO.--¡Inicua! Nos estabas engañando a todos.

EUMORFO.--Esto pasa de castaño oscuro. ¡Tres al mismo tiempo!

CREMATURGO.--¿Qué puedes alegar en tu defensa?

EUMORFO.--Con razón enmudeces.

ASCLEPIGENIA.--Yo no enmudezco ni con razón ni sin ella. A fin de
probaros que la razón no me falta, os contaré una parábola, si tenéis
calma para oírla.

CREMATURGO.--Cuenta.

EUMORFO.--Te escucho.

ASCLEPIGENIA. (A Proclo, que ha estado y sigue silencioso desde que
entró.) Y tú, ¿qué dices?

PROCLO.--Nada. Te escucho también.

ASCLEPIGENIA.--En el jardín de este palacio hay un rosal, que estaba
casi seco y perdido por hallarse en terreno estéril.--¿Qué necesita? me
dije yo al contemplarle.--Mantillo, me respondí. Es menester que de las
sustancias corrompidas que en el mantillo hay absorba el rosal la savia
vivificante que ha de dar lozanía, gala y primor a sus hojas y a sus
flores. Cubrí, pues, con mantillo las raíces y el pié del rosal, y el
rosal ha reverdecido y florecido como por encanto. La verdura de sus
hojas es brillante: sus rosas son divinas. Los pétalos de estas rosas
tienen el color encendido del alba: el centro parece cáliz de oro: en el
cáliz hay miel. ¿Qué ser delicado, elegante, ligero, bonito, en armonía
con la rosa, podrá tocar sus pétalos sin marchitarlos, y libar la miel
del cáliz con la correspondiente suavidad y finura?--Una aérea, pintada
y alegre mariposa, pensé yo. Y apenas lo hube pensado y deseado, acudió
la mariposa más gentil y juguetona que he visto en mi vida; y
revoloteando en torno de la rosa, se posó en su seno, sin ladear apenas
el flexible tallo, y libó la miel del cáliz de oro. Noté, sin embargo,
que esto no bastaba. De la rosa se desprendía exquisita fragancia, que
iba disipándose por el ambiente y que el céfiro esparcía en sus alas. En
la rosa había asimismo belleza extraordinaria, reflejo de la idea;
perfección de formas, que encierra puros pensamientos artísticos. Esto
sólo puede comprenderlo la inteligencia. Sólo el espíritu puede gozar de
todo esto. Es así que la mariposa no tiene inteligencia, ni espíritu, ni
siquiera olfato: luego al rosal le faltaba lo mejor. Sus prendas de más
valía quedaban sin fin y sin propósito. Entonces vi claro que, si el
mantillo y la mariposa eran indispensables para el rosal, eran más
indispensables aún mente elevada, espíritu y conciencia, que le
comprendiesen y admirasen. Aplicad ahora la parábola y reconoceréis mi
justificación. Yo soy el rosal; tú, Crematurgo, eres el mantillo; tú
Eumorfo, la mariposa; y Proclo es la nariz que aspira el aroma y la
mente que estima la beldad y goza dignamente de ella. ¿Qué culpa
adquiere el rosal de que nada sea completo en este bajo mundo? ¡Lástima
es que no se logren mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo!
Como el rosal requería todo esto y no se hallaba reunido, he tenido que
buscarlo por separado.

CREMATURGO.--Pues yo no me avengo. No quiero ser mantillo y nada más.
¡Adiós, ingrata! (Vase.)

EUMORFO.--Tampoco me resigno yo a ser una mariposa ininteligente, sobre
todo cuando por amor tuyo me había puesto ya a estudiar filosofía.
¡Adiós infame! (Vase.)


ESCENA XI.

ASCLEPIGENIA, PROCLO.

ASCLEPIGENIA.--Mantillo y mariposa me abandonan. ¿Me abandonarás tú
también, Proclo mío?

PROCLO.--Confieso que mi alma está destrozada. Tal vez haría yo bien en
huir de tu lado para siempre; pero hay una fuerza que me retiene cerca
de ti. En balde he querido espiritualizar, santificar la civilización
antigua, risueña y amante de la hermosura, pero liviana. No acierto, con
todo, a divorciarme de ella. Soy de ella. Soy tuyo sin remedio. El
vergonzoso y duro desengaño no mata el amor de mi corazón al derribar
todo el edificio filosófico que con tanto afán y arrogancia había yo
levantado. Se me figura que cae sobre mí el justo castigo de la
soberbia del espíritu. El espíritu se apartó con desdén de la
naturaleza; quiso elevarse por cima de la inteligencia y de la causa;
pugnó por ir más allá del ser mismo; aspiró a confundirse con el
principio inmutable de todo ser. La unión mística, de que tanto me he
envanecido, fue sin duda ilusión malsana. El principio indefinible del
ser, con el cual yo creía unirme, y del cual todo lo que se afirma es
negando, era el no ser: era la nada. Mi supuesta identificación con él
fue muerte egoísta. No fue la muerte generosa de aquel que, amando la
vida, sabe darla por el triunfo de una noble idea; por su patria; por la
felicidad del objeto amado. Mi prurito de perderme en el Uno,
absorbente, impersonal, que todo lo tiene en sí y nada tiene, es la más
monstruosa perversión del espíritu. Es no saber vivir y gozar en el seno
de este vario y bello Universo. Es crear un misticismo contrario al
amor. Mi misticismo reconcentra el alma: el amor la difunde. Apartado el
espíritu de la naturaleza, ¿qué se puede esperar sino lo que veo y
lamento ahora? O el delirio que toma la nada por el principio del ser, o
la vileza, el rebajamiento, la impura grosería y el brutal apetito de
goces materiales, triunfantes en la naturaleza, en la sociedad y en todo
pensamiento, cuando el espíritu los abandona. En cambio, ¿qué vale el
espíritu que se aparta del mundo real, creyendo adorar lo divino y
adorándose a sí propio? Ni para resistir los golpes del infortunio más
vulgar conserva brío suficiente. ¿Qué energía de voluntad me queda? Sólo
soy capaz de vil y cobarde resignación o de morirme aquí de pena, como
mujercilla nerviosa. ¡Qué vergüenza! No puedo más. ¡Ay de mí!

(Proclo cae desmayado en la silla-larga.)

ASCLEPIGENIA.--¡Atenais! ¡Atenais! ¡Acude! ¡Oh desgracia! Acude; trae un
pomo de esencias. ¡Nos quedamos sin filosofía! Ya no hay filosofía
posible. Ya no hay más que ciencias positivas y prosaicas. Mi filósofo
se me muere. (Se inclina sobre él y le abraza con la mayor ternura.)
Huele mal; pero... ¡es tan sabio! ¡es tan bueno!


ESCENA XII.

DICHOS, ATESTAIS.

(Atenais ayuda a Asclepigenia a cuidar a Proclo, aplicando un pomo de
esencias a sus narices)

ATENAIS.--Cálmate. No es nada. Ya vuelve en sí.

ASCLEPIGENIA.--¡Buen susto me he llevado! ¡Pobrecito mío de mi alma!
¡Qué malo se me puso!

PROCLO. (Se levanta.)--Perdóname, amiga. Ha sido un momento de
debilidad. (Reparando en Atenais.) ¿Quién es esta gallarda doncella?

ASCLEPIGENIA.--Es Atenais, hija de Leoncio.

PROCLO.--¡La hija de mi docto e ilustre amigo!... ¡El cielo te bendiga,
Atenais!

ASCLEPIGENIA.--¿Me perdonas, Proclo?

PROCLO.--No hablemos más de lo pasado: olvidémoslo.

ASCLEPIGENIA.--¿Vivirás conmigo?

PROCLO.--No quiero ni puedo vivir ya sin ti. Tú serás el lucero que
ilumine con su luz apacible la melancólica tarde de mi existencia. Estas
blancas y suaves manos (las toma entre las suyas) cerrarán con amor mis
párpados cuando se junten para dormir el último sueño.

ASCLEPIGENIA.--Contigo no echaré de menos ni la riqueza, ni la hermosura
corporal... ¿Qué más hermosura, que más riqueza que el tesoro de tu
alma? Si es menester, viviremos en la mayor estrecheza. Algo se me
estropearán las manos de guisar y de remendarte la ropa. La elegancia,
el esmero, el perfume de aristocrática distinción se desvanecerán casi
por completo cuando vivamos míseramente. ¿Pero qué importa? ¿Yo poseeré
tu alma y tú la mía?

PROCLO.--No ha de ser así. No consentiré que se pierda o que se
deteriore ni una chispa, ni un átomo de toda esa beldad que te dio
naturaleza y que el arte ha completado y realzado. Yo ganaré riquezas
para ti. Para ti tendré hermosura corporal y juventud lozana.

ASCLEPIGENIA.--No te alucines, Proclo. La juventud que se fue, no vuelve
nunca. Venus Urania no te visitó sin motivo. En cuanto a la riqueza, doy
por cierto que no ganarás jamás un óbolo con toda tu filosofía, a no ser
que apeles al milagro.

PROCLO.--Pues bien; al milagro apelo. Ahora vas a ver quién yo soy.
¡Aquí te quiero, oh Teurgia! Para algo me has de servir. Hasta ahora,
Asclepigenia idolatrada, has poseído en Eumorfo y en Crematurgo
hermosura, juventud y riquezas, contingentes, limitadas y caducas. De
hoy en adelante vas a poseer la juventud, la hermosura y la riqueza, en
absoluto y para siempre. Guardad silencio religioso. Ya empieza el
conjuro.

(Profundo silencio. Proclo, agitando su báculo, traza en le aire
círculos y otras figuras mágicas, y murmura entre dientes palabras
ininteligibles. Óyese música celestial, lenta y sumisa. En el centro del
teatro se va cuajando una brillante y cándida nube, con arreboles de
carmín, oro y nácar.)

ASCLEPIGENIA Y ATENAIS.--¡Qué portento!

PROCLO.--Ocultos en esa nube tienes ya, a tus órdenes y para tu
servicio, en reemplazo de Eumorfo y de Crematurgo, al flechero Apolo, al
más elegante y bonito de los dioses, y al hijo de Jasión y de Céres, al
ciego Pluto, dispensador de las riquezas. ¿Quieres que salgan con
séquitos de musas, gracias, ninfas, y genios, o que salgan solos?

ASCLEPIGENIA.--Que salgan solos. Ya les iré pidiendo, en la sazón
conveniente, todo aquello que se me ocurra.

PROCLO.--¡Apareced, dioses!

(Se abre la nube, y salen de ella, con mucha luz de Bengala, Pluto,
cojo, ciego y alado, y Apolo, muy bizarro y airoso, con manto de
púrpura, corona de laurel y lira en mano.)

PROCLO.--¿Qué más tienes que pedir?

ASCLEPIGENIA.--Nada. Yo me contentaba con tu amor.

PROCLO.--Recapacita, sin embargo, si algo te falta.

ASCLEPIGENIA.--Si no me motejases de sobrado pedigüeña y exigente, aún
te pediría una cosa.

PROCLO.--¿Cuál?

ASCLEPIGENIA.--Que te laves.

PROCLO.--Me lavaré.

ATENAIS.--Ya eres dichosa. Posees ciencia, hermosura, juventud, riqueza
y hasta aseo. Yo, desvalida y menesterosa, lejos de envidiarte, me
regocijo.

PROCLO.--El cielo te premiará, generosa Atenais. Yo, que estoy ahora
inspirado, leo en el porvenir tu egregio destino. El joven Teodosio, a
quien educa muy bien su hermana Pulqueria, a fin de que brille en el
trono imperial, se casará contigo. Así serás emperatriz de Oriente.
Serás feliz y poderosa sin acudir a la magia; pero tendrás que hacerte
cristiana. Por último, para que nuestra gloria y nuestra felicidad sean
más estupendas y vividoras, después que pasen troce o catorce siglos,
contando desde el día de la fecha, aparecerá en la risueña y fértil
Bética, cuna de la dinastía reinante y patria de tu abuelo político el
Gran Teodosio y de otra infinidad de personas eminentísimas, cierto
escritor ingenioso y verídico, el cual ha de componer sobre los sucesos
de esta noche un diálogo, donde trate de competir con el divino Platón
en lo elevado y grave, y con el satírico Luciano en lo chistoso y
alegre.

ATENAIS.--Mucho me he de holgar si tus vaticinios se cumplen.

ASCLEPIGENIA.--Y yo también. Temo, sin embargo, que ese diálogo, que
Proclo anuncia, sea una extravagancia sin amenidad y sin viveza, donde
nosotros figuremos, no como seres reales, sino como personajes
alegóricos: donde Proclo y yo representemos la antigua poesía sensual y
corrompida y el antiguo saber agotado, desesperado y estéril, que para
seguir viviendo juntos se entregan a brujerías y supersticiones.

ATENAIS.--Si esa alegoría puede tener alguna aplicación cuando el
diálogo se escriba, tal vez interese el diálogo.

ASCLEPIGENIA.--Suceda lo que suceda, no debe importarnos mucho. Allá se
las haya el autor. Nosotros cinco, mortales y dioses, vámonos al
triclinio, donde tengo preparada una suculenta y bien condimentada cena.

MORTALES Y DIOSES.--Vámonos a cenar.



GOPA

DIÁLOGO FILOSÓFICO EN TRES CUADROS.


CUADRO I.

La escena es en la ciudad de Capilavastu: 593 años antes de Cristo.

Interior del magnífico palacio del Príncipe Sidarta. Es de noche. Cámara
del tálamo, iluminada por una lámpara de oro.

GOPA.--PRATYAPATI.

PRATYAPATI.--Los más vigilantes siervos del rey Sudonán rondan en torno
de este palacio. Las puertas de la ciudad están defendidas. No se irá.
Es menester que no se vaya. Sin él ¿qué será de nosotras? Con igual
vehemencia le amamos, aunque de manera distinta. Yo le amo como si fuera
mi hijo. Cuando, a poco de darle vida, murió BU madre Maya Devi, por
encargo suyo quedó Sidarta a mi cuidado. No quisieron los dioses que
ella viviese, para que no padeciera lo que nosotras padecemos hoy.

GOPA.--Inmenso dolor nos agobia. ¿Por qué anubla su hermosa frente
irremediable tristeza? ¿Por qué desea abandonarnos? ¿Qué falta, qué
mengua encuentra en mí? Yo le hubiera preferido a los dioses, como
Damayanti prefirió a Nal. Mi ventura se cifra en obedecerle con humildad
y en ser toda suya. ¡Ingrato! Su corazón insaciable no logra aquietarse
en mi amor. Su noble cabeza jamás reposa tranquila sobre mi seno. Ya no
me ama. Me juzga indigna de su cariño.

PRATYAPATI.--No te atormentes, ¡oh Gopa! Sidarta te ama. Para él eres tú
el ser predilecto entre todos los seres. Pero de amor nace su pena. Amor
es su martirio. Amor le devora, creando en su alma una piedad infinita,
que no consiente ni deleite, ni goce, ni paz tan sólo. Todos los males
de la vida pesan sobre su corazón, que abarca en su afecto la vida de
los tres mundos. Amor, primogénito de la naturaleza, por una fatal
expansión de su esencia divina, dio ser a cuanto vive; y con la vida
nacieron el dolor, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Se diría que
Sidarta es la encarnación, el avatar de Amor, que llora y lamenta haber
creado la vida; que padece en sí cuanto todo ser que tiene vida padece,
y que anhela retrotraer la vida a la nada para que el padecimiento
acabe.

GOPA.--Efímera es la vida: el padecimiento que de ella nace debe de
serlo también.

PRATYAPATI.--No, Gopa; la vida no tiene término. La muerte es cambio, no
fin. Arrastrados en la perpetua corriente, mudamos de forma, pero no de
esencia, la cual renace o reaparece siempre para el dolor. En este
sentido, los dioses, los asuras y los hombres son igualmente inmortales.

GOPA.--¿Y no hay ningún dichoso?

PRATYAPATI.--Ninguno. La infelicidad es la primera condición de la vida.

GOPA.--¿Y por qué Amor creó la vida, y la infelicidad con ella?

PRATYAPATI.--Porque Amor no fue libre. Como del sol brotan los rayos,
como el agua mana de la fuente, así de Amor brotó y manó la vida. Sólo
movido de compasión sublime, en virtud de un esfuerzo superior a lo
humano y a lo divino, recogiéndose en sí con abstracción portentosa,
logrará Amor recoger también en sí la vida y darle quietud eterna.

GOPA.--Veo que piensas como Sidarta. Aplaudes, sin duda, su propósito,
que yo no comprendo.

PRATYAPATI.--Hasta cierto punto pienso como él; pero su propósito es
audaz, me parece irrealizable, y por audaz e irrealizable no le aplaudo.
Si él estuviese llamado, como cree, a ser el libertador de los hombres,
yo vería y haría con gusto cuantos sacrificios hay que hacer para
lograrlo.

GOPA.--¡Oh Pratyapati! ¡Cuán encontrados sentimientos son los nuestros!
Si tú le amas como madre, yo, como esposa, como mujer enamorada le amo.
Este modo de amar es menos fuerte, por lo común, que el amor de madre.
En el amor de madre hay mucho que nace de las entrañas y que allí se
arraiga. Por eso, no ya las mujeres, sino las mismas fieras aman a sus
hijuelos. La mujer enamorada de un hombre, cuando sólo le ama con el
amor de las entrañas, no le ama más que le ama su madre; pero cuando le
ama también con el amor del espíritu, le ama mil y mil veces más que la
madre más amorosa; le idolatra; le mira como a un dios; tiene fe en él;
le cree capaz de todo lo grande y de todo lo bueno; piensa que de la
voluntad de él, que es ley para ella, han de nacer el milagro, el bien y
la bienaventuranza para todos. No sé, no comprendo el propósito de
Sidarta; pero sé y comprendo que será bueno su propósito, y que le
logrará, si quiere. Si para que le logre he de hacer yo el mayor
sacrificio, pronta estoy a hacerle.

PRATYAPATI.--¡Oh desventurada y débil mujer! ¿Qué mísera resignación es
la tuya? Tú sola puedes detener al Príncipe con la deleitosa cadena de
tu afecto; mas la veneración que el Príncipe te inspira te excita hasta
a romper esa cadena. La violencia no bastará a retenerle; pero si tus
blancos y suaves brazos le cautivan, ¿cómo te apartará de sí para ir a
donde sueña que su vocación le está llamando? El Rey pone en ti su
esperanza. No la defraudes. Reten a Sidarta con el hechizo de tu amor y
de tu hermosura. No le dejes partir.... Siento pasos. Sidarta viene. No
quiero que me halle aquí. Animo, ¡oh Gopa!

(Se va Pratyapati.)

GOPA.--Animo.... para detenerle no me falta; no le necesito. Para
dejarle partir he menester de todo mi valor.

(Entra el Príncipe.)

SIDARTA (abrazando a Gopa)--¡Esposa mía!

GOPA.--Dime la verdad. ¿Me amas aún?

SIDARTA.--Te amo más que nunca.

GOPA.--¿Por qué, entonces, estás inquieto, triste y como desesperado?
¿Por qué no se aquieta en mí tu voluntad?

SIDARTA.--Si no te amase, mi voluntad no se aquietaría en ti, porque
buscaría más alto objeto de su amor. Amándote, no se aquieta tampoco,
porque teme perderte. En breve plazo nos separará el destino, y
renaceremos bajo nuevas formas para no volver acaso a encontrarnos
jamás. Y no nos separaremos en la plenitud de la hermosura y de la
fuerza, jóvenes y robustos aún, sino tal vez marchitos por la vejez y
sobrecargados de disgustos y enfermedades. Esto hará que el afecto que
hoy nos tenemos se trueque en desvío y en horror, o dé origen a una
piedad dolorosa. Pero aunque tú y yo ¡oh hija de Dandapani! lográsemos
revestirnos de juventud perpetua y disfrutar perenne salud, viviendo
unidos y enamorados siempre, nunca seríamos felices, como no fuésemos
egoístas. El dolor de cuanto respira, el padecer de cuanto alienta, la
muerte de cuanto vive y el espantoso espectáculo de la miseria humana
acibararían nuestra ventura, o nos harían indignos de gozarla por la
dureza de nuestros pechos sin compasión y por la sequedad de nuestros
ojos sin lágrimas.

GOPA.--Tus razones son tan poderosas para mí, que no sé cómo responder
a ellas. Si algún engaño contienen, no seré yo quien te saque del
engaño; caeré en él contigo. Es cierto: lo sé por experiencia propia: no
hay dicha cumplida. Ni cuando tú, violentando la dulce modestia de tu
condición y prestándote al capricho de mi padre, te presentaste a
competir con mis pretendientes, y en la lucha, en la carrera, en
disparar flechas y en esgrimir las demás armas, los venciste; ni cuando
me revelaste que me amabas; ni cuando toda yo fui tuya; ni cuando sentí
en mi seno agitarse viva tu imagen; ni cuando alimenté a nuestro hijo
con la leche de mis pechos; ni cuando, sentado en mi regazo, aquel claro
descendiente de Gotama respondió por vez primera a mi sonrisa con su
sonrisa y atinó a pronunciar tu nombre y el mío; nunca dejaron de
acibarar mi contento el temor de perder el bien que le causaba y la
consideración de que nuestro contento y nuestro bien eran privilegio
odioso, eran contravención de la ley que condenó a los hombres a general
infortunio. Pero dime; si me amas, ¿nuestro infortunio no será mayor
separándonos? ¿Por qué, pues, me huyes? Afirman que nos quieres
abandonar a todos. ¿Qué propósito llevas? Porque el dolor sea general y
necesario, ¿hemos de acrecentarle por nuestra voluntad, como lo
acrecentarás si nos abandonas?

SIDARTA.--Bien sabes, hermosa nieta de Iksvacú, que por mi voluntad no
se ha derramado jamás una sola lágrima. ¿Cómo había yo de darte
voluntariamente el pesar más pequeño? Jamás me apartaría yo de tu lado,
si esto me fuera lícito; pero no debo ocultártelo por más tiempo: un
deber imperioso me impulsa a ir lejos de ti.

GOPA.--¿No te alucina, no te extravía ese deber?

SIDARTA.--No es posible que me alucine. Mi resolución no ha sido súbita,
sino nacida de largas y profundas meditaciones. Yo quiero y puedo
libertar a los hombres de la miseria, del dolor y de todos los males:
mostrarles el camino de la redención, redimiéndome yo mismo. Mi
inteligencia, abstrayéndose de todo, desdeñando los deleites ilusorios
con que nos brinda el Universo, en la contemplación de sí propia, en el
éxtasis, irá poco a poco alcanzando la suprema sabiduría, elevándose por
cima de los dioses y de los asuras, adquiriendo un poder mágico que
rompa la ley fatal del encadenamiento de las causas; y, por último,
llegada al colmo de su brío, realizada toda la virtud de su esencia, se
extinguirá para siempre, como se extingue la llama cuando da al mundo
toda la luz y todo el calor que están en ella latentes. Mi vida será así
ejemplo y dechado para los que aspiren, como yo, a salir de la esfera
tempestuosa de la vida y de las mudanzas sin fin, y busquen la paz
eterna. Obra fatal de Amor, efusión de su esencia divina fue este
Universo tan lleno de dolor. Sean obra reflexiva de Amor el
aniquilamiento, el silencio y el reposo que nos salven del tumulto y de
la guerra. Limitación y mengua son el fundamento de nuestra vida como
individuos. Rompamos el límite, completemos el ser para que no tenga
mengua alguna, y entonces nuestra existencia sin límites, y entera, sin
mengua ni falta, será como si no fuese.

GOPA.--El fin a que caminamos es para los ojos de mi mente tenebroso
como el abismo. Como en el abismo, hay en él algo que me seduce y que me
atrae. No penetro, sin embargo, lo que puede ser este fin; pero los
móviles que a él te llevan son generosos, admirables, dignos de tu alma.
Sidarta mío, aun cuando fuese errada la dirección que llevas, es tan
noble el impulso que por ella te ha lanzado, que, lo presiento con
orgullo, las generaciones futuras por siglos y siglos habrán de
bendecirte y ensalzarte como al más glorioso de los hombres. Mil tribus,
naciones y pueblos seguirán tus huellas y aprenderán tu doctrina. Por mi
amor de esposa, por el amor que tengo a nuestro hijo, quisiera oponerme
a tu empresa y retenerte a mi lado; pero el amor de tu gloria, que
reflejará en mí y en tu hijo, me mueve a no impedir tu partida, aunque
el impedirla estuviera a mi alcance. Ve, pero llévame contigo. Déjame
primero compartir tus trabajos y después tu triunfo.

SIDARTA.--No puede ser. Debo partir solo.

GOPA.--Mi corazón se deshace de dolor; pero me resigno devotamente. ¿Y
cuándo, bien mío, ha de ser tu partida?

SIDARTA.--En el instante, ¡oh hermosa nieta de Iksvacú! Estamos en la
mitad de la noche. Mira al claro cielo. ¿Ves aquella luz que brilla en
Oriente? Es mi estrella, que se levanta para iluminarme y guiarme.
Chandac, mi escudero, tiene enjaezados los caballos. Los que guardan la
puerta oriental de Capilavastu, por donde ya asoma mi estrella, están
ganados y me dejarán partir. Queda en paz, ¡oh Gopa!

GOPA.--¡Oh señor del alma mía! Tu esclava gemirá abandonada por ti
mientras viviere. Si no lo repugnas, ya que no a la mujer querida,
concede el último favor a la madre de tu hijo. Sella mi rostro con tus
labios.

(Sidarta besa a Gopa en silencio. Gopa le estrecha en sus brazos y le
besa también. Sidarta se desprende de ella con suavidad y huye. No bien
Sidarta desaparece, Gopa cae desmayada.)


CUADRO II.

Sigue la escena en la ciudad de Capilavastu: 593 años antes de Cristo.

Es de día. La misma cámara del tálamo.

GOPA y PRATYAPATI.

PRATYAPATI.--Quiero decírtelo, aunque sea dura contigo. No; tú no le
amas, ya que estaba en tu mano detenerle y le dejaste partir.

GOPA.--Él es mi señor; yo, su sierva. No estaba en mi mano detenerle. Su
voluntad es firme y superior a todos mis halagos; pero, aun pudiendo yo
detenerle, no le hubiera detenido.

PRATYAPATI.--¿Por qué? ¿Acaso crees en su doctrina?

GOPA.--Yo creo en el impulso magnánimo que le mueve, y esto me basta:
creo en su dulce compasión por todos los seres; en su amor a los
hombres, a quienes mira como a hermanos, sin distinción de castas; y en
su deseo vehemente de enseñarles el camino de la virtud y de la paz.
Sólo no creo en una cosa de las más esenciales que él afirma; y si de
esto dudo, o más bien, si esto niego, es por lo mucho que le amo. ¿Cómo
he de creer yo en nuestra incurable miseria, en nuestro inconsolable
dolor, y en que la actividad de la mente es don funesto, cuando, en el
colmo de mi amargura, abandonada por él para siempre, todavía vale más
el recuerdo de la dicha alcanzada y de la honra obtenida en ser suya que
todo el pesar del abandono en que me deja? ¿Cómo he de creer que la vida
es un mal, cuando veo y columbro la suya, que ha de ser fuente de tantos
bienes? ¿Cómo he de apreciar en poco la vida, cuando el precio infinito
de la vida de él bastará para el rescate del linaje humano? ¿Cómo he de
llamarme infeliz y no bienhadada, si el fruto de su amor vive en nuestro
hijo, si la gloria de su nombre me circundará de fulgores inmortales, y
si el recuerdo de que ha sido mío, de que le he tenido a mis plantas,
idolatrándome, embelesado en la contemplación de mi belleza, a par que
lisonjea mi orgullo, es inagotable manantial de consuelo para mi alma?

PRATYAPATY.--No es hondo el dolor que tan fácilmente halla consuelo. No:
tú no le amas.

GOPA.--Quien no ama ni entiende de amor eres tú, Pratyapati. Porque le
amo, en el mismo dolor hallo consuelo, y no sólo consuelo, sino deleite
y gloria. Y mientras el dolor es más intenso, es la dulzura más grata.
Padecer por él, llorar por él, verse condenada por él a soledad horrible
y a viudez prematura, es sacrificio santo que hago en aras de su amor y
que encierra una virtud beatificante. Tú estás más prendada de su
doctrina que de su persona. Yo adoro su persona, y en parte desecho su
doctrina. Por amor suyo la desecho. No es funesto don la luz de mi
inteligencia, ya que alumbra su imagen; no es funesto don mi memoria
inmortal, ya que su recuerdo vive en ella. Abomino del reposo, de la
extinción que él busca y desea, y prefiero un tormento sin fin, con tal
de que viva en mí el rastro del amor que me tuvo. Bajo la presión de mis
penas dará mi amor su más balsámico aroma, embriagándome el alma, como
huelen mejor las hierbas y las flores de la selva cuando el villano al
pasar las ofende y las pisa.

PRATYAPATY.--Perdóname, ¡oh enamorada mujer! Bien presumía yo que le
amabas; pero quería medir la energía de tu amor. La he negado, para
cerciorarme de ella, oyendo tus palabras. Todavía tienes que pasar por
un amargo trance, y ansiaba yo conocer el brío que hay en ti para
sufrirle.

GOPA.--Antes de su abandono, antes de que esta desgracia me hubiese
herido el alma, la imaginación medrosa me fingía mayor la pena que iba a
sobrevenir, y me menguaba los medios de consuelo. Ahora nada hay ya que
me aterre. El bien que he gozado y perdido mitiga y aun endulza con sus
dejos toda la amargura del mal presente. Mi corazón es cual vaso que ha
contenido un licor oloroso y de sabor gratísimo. El licor se ha
derramado, pero lo más sustancial y rico que en él había quedará para
siempre en el fondo del vaso e incrustado en sus paredes interiores, y
trocará en miel el acíbar que en él se ponga, y en bálsamo el veneno.

PRATYAPATY.--Me tranquilizo al notar que el amor que tienes a Sidarta te
da energía para sufrirlo todo. Sabe, pues, que fue en vano que el Rey
enviase en su persecución a sus más fieles servidores. No han podido dar
con él. Sidarta se ha perdido en el seno de impenetrable y sombría
floresta. Allí no es ya el príncipe Sidarta, sino el áspero penitente
Sakiamúni. Su elegante traje le trocó por el traje de un mendigo. La
negra y rizada cabellera que ceñía sus cándidas sienes, formando undosos
y perfumados bucles, se la cortó él mismo, y te la envía como último
presente. El escudero Chandac tiene el encargo de entregártela, y ya se
adelanta a cumplirle, si le dejas penetrar hasta aquí.

(Gopa hace seña de que entre, y entra Chandac, trayendo en un plato de
oro la cabellera de su tenor.)

GOPA (tomando en sus manos el plato de oro y colocándole sobre el
tálamo.)--¡Cuántas veces, amados cabellos, cuando estabais aún prendidos
en su cabeza, os besaron mis labios y os acariciaron mis manos! Ya
estáis muertos y separados de él. Estáis muertos porque no tenéis
memoria y no le recordáis. Yo también, separada de él como vosotros,
arrancada de él como la flor de su tallo, carecería de vida, si mi vida
no fuese su recuerdo.

PRATYAPATY.--¿Y por qué no también la esperanza de que volverás a verle?

GOPA.--Porque el recuerdo es verdadero y leal, y la esperanza falsa y
engañosa; porque el recuerdo evoca para mí a Sidarta, enamorado, tierno,
humano conmigo; todo él para mí, y toda yo para él; mientras que la
esperanza me niega para siempre a Sidarta, y sólo me ofrece ahora a
Sakiamúni, y más tarde, cuando Sakiamúni alcance su última victoria, a
un ser incomprensible, más luminoso que los astros, y mayor en poder que
los dioses, pero inferior a Sidarta, joven, hermoso y enamorado.

PRATYAPATI.--¡Pero Sidarta será el Buda libertador de los hombres!

GOPA.--Jamás el Buda valdrá para mí lo que Sidarta valía. Reniego de la
libertad que el Buda me dé, y la trueco mil veces por la esclavitud con
que Sidarta me esclavizaba. Doy la fría calma que la doctrina del Buda
me proporcione por la agitación y la guerra amorosa que, con las
caricias, los rendimientos, los celos, la ausencia y hasta los desdenes
de Sidarta, me han perturbado y atormentado.


CUADRO III.

La escena es en la ciudad de Francfort sobre el Mein, 1866 años después
de Cristo, y 2488 después de Buda.

Habitación del doctor Seelenführer. Es de noche. Una lámpara de petróleo
ilumina la estancia, donde hay mucho librote.

El doctor SEELENFÜHRER y el AUTOR.


AUTOR.--Aseguro a V., mi querido doctor Seelenführer, que cada día estoy
más encantado de haber contraído con usted estas relaciones amistosas.
Oyendo a V. comprendo el movimiento intelectual de Alemania, en lo que
tiene de más hondo, y por consiguiente el de toda Europa, porque (¿cómo
no confesarlo?) Alemania es nuestro norte en ciencias y en filosofía,
casi desde Leibnitz, y sobre todo desde Kant. Usted es un resumen vivo
de cuanto ahora se sabe o se supone que se sabe: usted es un sabio a la
última moda. Todo esto me divierte mucho, porque no puede V. figurarse
lo aficionado que soy a la filosofía; pero confieso que hay dos cosillas
que me afligen.

SEELENFÜHRER.--Dichoso V., a quien sólo afligen dos cosillas. ¡A mí me
afligen y me desesperan todas!

AUTOR.--Pues justamente es ésa una de las cosillas que me afligen: el
que a V. le aflijan todas y le desesperen. De lo que antes yo gustaba
más, en la filosofía alemana, era del optimismo. Desde el doctor
Pangloss hasta hace poco (al menos yo así lo entendía) han venido siendo
optimistas los grandes filósofos. El ser llorones se dejaba a los poetas
exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera
eran quejumbrosos y desesperados. En el más grande de todos, en Goethe,
celebro yo con singular contentamiento cierta alegría reposada y
majestuosa y cierta olímpica serenidad. Pero ¡amigo mío! ¡cómo ha
cambiado todo! Lo que ahora priva es la filosofía de la desesperación.
La poesía la precedió en este camino, el cual, seguido poéticamente,
confieso que me encantaba. Cuando yo era mozo y estudiante, ¿quién no
hacía versos desesperados? Los versos desesperados eran como blasfemias
y reniegos de las personas atildadas y cultas. Había uno perdido al
juego la mesadita de 30 ó 40 duros que le enviaba su papá; había
estudiado tan poco, que había salido suspenso y le habían dejado para el
cursillo; la hija de la pupilera, o la pupilera misma, le había plantado
y preferido a otro huésped; en cualquiera de estos casos, o de otros por
el estilo, leer o hacer versos desesperados a lo Byron, a lo Leopardi o
a lo Espronceda, era un desahogo, con el cual se quedaba sereno el vate
o genio en agraz, y comía luego con más apetito que nunca. El asunto es
mil veces más serio en el día. La desesperación no se muestra en
jaculatorias y raptos líricos, más o menos elegantes y poco metódicos,
sino que se deduce de todo un sistema dialéctica y sabiamente
construido. Confiese V. que esto es lastimoso. Si el término del
progreso no es la desesperación momentánea, poética y romántica de un
poeta impresionable, sino la desesperación reducida a reglas y
demostrada como una serie de teoremas de Geometría, convenga V. en que
debemos maldecir el progreso. Aquí tiene V., pues, las dos cosillas que
me afligen. Los dos artículos principales de mi fe filosófica quedan
destruidos con la filosofía a la moda: la fe en el optimismo y la fe en
el progreso. ¿No sería puerilidad ridícula alegar, como prueba del
progreso, el que vamos ahora en ferro-carril o en tranvía, en vez de ir
a pié o a caballo; el que los retratos en fotografía salen baratos; el
que se teje con prontitud y primorosamente por medio de máquinas de
vapor, y el que envíamos a decir a escape lo que se nos antoja por medio
del telégrafo, si en lo esencial estamos, de un modo sistemático,
pertinaz y dialéctico, desesperados y dados a todos los demonios?

SEELENFÜHRER.--¿Y por qué ha de ser puerilidad ridícula? ¿Quién, que
penetre en lo esencial, cree que el progreso pasa de los accidentes a la
esencia? El telégrafo, el vapor, la fotografía, los cañones rayados son,
pues, el progreso.

AUTOR.--Yo entendía, sin embargo, que el objeto y fin de la filosofía
era la bienaventuranza, y el término del progreso la perfección del
hombre hasta llegar a la bienaventaranza deseada: a su ideal, en el
sentido más lato. Así, pues, no puedo convencerme de que caminamos hacia
la bienaventuranza, cuando veo que, no sólo estamos desesperados, sino
que es tonto probadísimo, hombre ajeno a la filosofía, acéfalo o
microcéfalo insipiente, el que no se desespera.

SEELENFÜHRER.--Esa desesperación, hoy más vivamente sentida que en otras
edades, es la prueba más clara del progreso. Cuando el viandante va
acercándose al fin de su jornada pica y da de espuelas a su caballo para
acabarla pronto y descansar. Así el progreso, que va caballero en la
humanidad, la pica y la espolea para que llegue y se repose cuanto
antes.

AUTOR.--¿Y cuál es la posada a donde el progreso nos lleva?

SEELENFÜHRER.--Nos lleva a la nada; al fin del Universo y de toda la
vida; a la extinción del egoísmo y al triunfo del amor, que es la
muerte. No le quepa a V. la menor duda: la ciencia llegará a poder
destruir toda esta pesadilla horrible del Universo, que es lo que nos
conviene. En el no ser nos aquietaremos todos y cesará esta lucha
incesante por la vida que traemos ahora, ya valiéndonos de la fuerza, ya
de la astucia. ¡Cesará el dolor y se extinguirá el deseo! ¡Qué paz tan
hermosa!

AUTOR.--Guárdesela V. para sí; que yo no la quiero.

SEELENFÜHRER.--Pues no hay otro remedio. Para todos vendrá. Es el único
fin de nuestros males. La _idea_ de Hegel, después de llegar a su total
desenvolvimiento, por medio de mil y mil evoluciones y determinaciones,
se replegará sobre sí misma con toda la plenitud del ser, sin algo que
la límite y determine, y será el no ser. La esencia de los krausistas se
realizará toda, y la realización de la esencia será la nada. La
_voluntad_ de Schopenhauer, este prurito, este amor primogenio, que lo
ha sacado todo de sí, como representación y fantasmagoría, dará fin a la
representación trágica de la vida, y lo volverá a encerrar todo en sí.
Mientras llega este día dichoso, en que ha de acabar la vida, crea usted
que los adelantamientos científicos sirven de mucho para hacerla menos
intolerable.

AUTOR.--Póngame V. algún caso.

SEELENFÜHRER.--Pondré uno o dos de los más capitales, pero será menester
cierta explicación previa.

AUTOR.--Pues dé V. la explicación.

SEELENFÜHRER.--Ya V. sabe que pasó la edad de la fe.

AUTOR.--Sea, pues V. lo asegura.

SEELENFÜHRER.--Los hombres, en esta edad de la razón, no pueden dejarse
llevar para sus actos del temor ni de la esperanza de premios o de
castigos ultramundanos. Los hombres son autonómicos. Ellos mismos se
imponen las leyes que quieren, las derogan cuando gustan, y se absuelven
cuando las infringen. No hay ser superior al hombre, que legisle y
juzgue, salvo un fantasma que tal vez crea la conciencia y proyecta
fuera de sí, agrandándole, como la figurilla pintada en el vidrio de una
linterna mágica se agranda al proyectarse en la pared, a causa de la
oscuridad. Traiga V. una luz clara, y la figura grande que había en la
pared desaparece, y sólo queda la figura pequeña dentro de la linterna.
Así la proyección del fantasma que había en nuestra mente, y que nos
fingíamos en lo exterior, inmenso, infinito, se borra, se desvanece del
todo, ante las claras luces del siglo en que vivimos.

AUTOR.--Enhorabuena. ¿Y qué?

SEELENFÜHRER.--Los hombres, pues, no tienen para sus actos sino dos
móviles, o, mejor dicho, uno solo, que se bifurca: lo que los
positivistas ramplones llaman la utilidad. La bifurcación consiste en
que unos buscan la utilidad exclusiva de ellos, y otros, los menos, la
utilidad de todos. Esto no implica mérito ni demérito en el hombre: todo
está predeterminado: todo es fatal: todo es obra de esa voluntad
inconsciente, de ese prurito que creó el mundo, y que se agita en
nosotros y nos impulsa: a unos a la devoción, al sacrificio, negando al
individuo por amor al todo; a otros al egoísmo, procurando la
conservación, el deleite y el bienestar del individuo, a despecho y tal
vez en perjuicio de la totalidad. Nace de aquí que no poca gente de la
más ruda, menesterosa y fiera, alentada y capitaneada por espíritus
inquietos, trate de subvertirlo todo por envidia o por codicia, en
virtud de teorías que se llaman, por ejemplo, socialismo, comunismo y
nihilismo. ¿Cuál es el mejor modo de evitar esto? Aquí de la sabiduría,
ha dicho mi docto amigo Ernesto Renan; y ha discurrido un medio, que
pronto ofrecerá a los sabios en un libro precioso. Consiste su medio en
que los sabios se reúnan en corporación o cofradía; se comuniquen sus
inventos sin que el público los trasluzca, volviendo a la época de las
ciencias ocultas y de la magia; y, no bien chiste la plebe, se alborote
o no los deje en paz, reciba su merecido, produciendo los sabios contra
ella, ya un buen terremoto, ya una inundación o un diluvio, ya una
epidemia, ya un par de volcanes en actividad, ya otra plaga por el
estilo. Así llegará al cabo el gobierno de los sabios: todos los que no
lo sean nos obedecerán y temblarán, y el mundo estará lo menos mal
posible. Seguirá entre tanto progresando la ciencia, y no bien logremos
poseerla del todo, acabaremos este drama del Universo y de la historia
con un suicidio colosal, o mejor expresado, con un _totalicidio_ y
aniquilamiento de cuanto existe. El otro caso de ventajas que ha de
traernos la ciencia es el de dar una nueva religión a la plebe
ignorante. La ciencia y la filosofía niegan a Dios; pero los que no son
científicos ni filósofos es menester que le tengan. Esto nos conviene.
La religión será, pues, nuestra misma filosofía, expuesta, no ya en
términos dialécticos y con método, sino en imágenes, símbolos, alegorías
y otras figuras retóricas, cada una de las cuales tomará consistencia en
la fantasía del vulgo y será una persona divina, un ente mitológico,
Dios en suma. Ya varios amigos míos andan por esta manera confeccionando
la religión del porvenir. Difícil es la empresa; pero ¿qué no puede la
ciencia novísima? Yo creo que acabará por salirse con la suya.

AUTOR.--Y dígame V.: ¿se va ya entreviendo a cuál de las religiones
positivas, existentes hasta hoy, se parecerá más la religión del
porvenir?

SEELENFÜHRER.--Vaya si se entreve. Se parecerá, al budismo.

AUTOR.--Hombre, me alegro. Buen lazo de fraternidad, así que seamos
budistas, vamos a tener con más de doscientos millones de ellos que hay
en Asia y en Oceanía. Pero me alegro también por otra razón.

SEELENFÜHRER.--¿Por cuál?

AUTOR.--Porque estoy escribiendo un diálogo, donde Gopa, la mujer de
Buda, es la heroína, y no sé cómo terminarle. Usted, que ya es casi
budista, debe de tener vara alta con Gopa. ¿Podrá V. evocarla y hacer
que yo hable con ella?

SEELENFÜHRER.--No hay nada más llano. Antes de todo, quiero que sepa V.
que yo no soy un espiritista adocenado, sino el más ilustre de los
espiritistas. Yo he hecho dar un paso gigantesco al espiritismo. En
primer lugar, le he conciliado con mis ideas a lo Schopenhauer. Mi
escepticismo, a fuerza de negarlo todo, nada niega. La misma duda cabe
en que V. sea ilusión o realidad, que en que Gopa, aparecida ahora ante
nosotros después de cerca de veinticinco siglos de muerta, sea realidad
o ilusión. Los puros materialistas son necios. Por medio de
combinaciones y operaciones físicas y químicas de lo que llaman materia,
y donde sólo ven o pretenden ver la realidad, se jactan de explicar el
espíritu, la voluntad, la inteligencia y el deseo, que ellos creen
cualidades o resultados; y la verdad es que el resultado, tal vez
aparente, es la materia, y que de la voluntad y del entendimiento, única
cosa real, si hay algo real, es de donde procede todo. Así, pues, no hay
fundamento alguno para negar que existan aún la mente y la voluntad
individuales de Gopa, aunque los órganos que esta voluntad y esta mente
se proporcionaron o se crearon para su uso, en cierta época dada, hayan
desaparecido.

AUTOR.--De eso no tiene V. que convencerme. Yo creo en la inmortalidad
de las almas. Lo que se me hace duro de creer es que ni V. ni nadie las
evoque.

SEELENFÜHRER.--Yo no trataba de convencer a V. Quería sólo justificarme
de haber incurrido en contradicción. Por lo demás, V. se convencerá de
mi poder nigromántico. Gopa aparecerá y hablará con V. ahora mismo. No
en vano me apellidan Seelenführer, que equivale en griego a Psicopompo o
conductor de almas, epíteto dado a Hermes, tres veces grande, y a otros
hábiles taumaturgos de la antigüedad.

AUTOR.--Y dígame V., ¿por qué _medio_ se comunicará Gopa conmigo?

SEELENFÜHRER.--Por la perla de los _medios_. Mi _medio_ es una paisanita
de V., una lozana andaluza, cuyo nombre es Carmela, a quien hallé, cinco
años ha, extraviada en Homburgo, haciendo sortilegios, que no le salían
bien, al rededor de una mesa de treinta y cuarenta. Desde entonces está
conmigo y se ha _mediatizado_, ejerciendo la _mediania_ de un modo que
no tiene nada de _mediano_, y sí mucho de nuevo. Yo embargo
magnéticamente su espíritu, y queda su cuerpo como casa deshabitada,
donde el espíritu evocado penetra, se infunde, y, valiéndose de los
órganos de ella, emite la voz con sus pulmones y garganta, y articula
palabras con su boca.

AUTOR.--Amigo mío, estoy encantado de oírle. Linda invención la de V.
Eso sí que me gusta, y no aquella pesadez de los golpecitos en las mesas
y de la escritura después. Vea yo cuanto antes a Carmela.

SEELENFÜHRER.--Aguarde V. un momento. (Hace ciertos ademanes y pases con
las manos, como quien vierte por ellas diez chorros de fluido
magnético.) Ya está Carmela dormida. Ahora evoquemos el espíritu de Gopa
para que se infunda en el lindo cuerpo de Carmela. ¡Gopa! ¡Gopa!

(Se abre la puerta que debe de haber en el fondo, y Gopa aparece, toda
vestida de blanco, muy guapa moza, aunque algo morena, y con los
hermosos, largos y negros cabellos, sueltos por la espalda.)

GOPA.--¿Qué me quieres?

SEELENFÜHRER.--Que respondas a lo que este caballero te pregunte.

GOPA.--¿Qué he de responder? No: yo no quiero responder a nadie. Acabas
de herirme, de emponzoñarme el corazón. Hace veinticinco siglos que
gozaba yo con el recuerdo de Sidarta, noble, generoso y enamorado. Su
último casto beso, el de la noche en que se despidió de mí, estaba en lo
íntimo de mi ser como luz celestial que le iluminaba. Todo mi encanto se
destruye ahora. Yo no he vuelto a ver a Sidarta. No he vuelto a saber de
Sidarta en todo este tiempo. ¿Conseguiría su propósito? me he preguntado
a veces. ¿Lograría escaparse de la esfera de la vida y hundirse en el
_nirvana_? En el mundo de los espíritus me he encontrado con muchos
espíritus, y nunca con el de Sidarta. He aprendido mil verdades. He
conocido el error de Sidarta, pero mi afecto tenía razones para
disculparle. En Capilavastu, allá en el centro de la India, seis siglos
antes de que viniese al mundo Nuestro Señor Jesucristo, nada sabíamos de
Dios; no alcanzábamos que hubiese un Ser omnipotente, bueno,
infinitamente sabio, principio y fin de todas las cosas. Nuestros dioses
eran los astros, los elementos, las fuerzas naturales personificadas;
dioses ciegos, sin amor y sin inteligencia; sin libertad; esclavos del
destino; inferiores a la naturaleza; muy inferiores a toda alma humana.
¿Qué mucho que con este ateismo por deficiencia, con este
desconocimiento infantil del Ser supremo, y movido Sidarta de caridad
sublime, imaginase su absurda aunque benévola doctrina? Pero en la culta
Europa, en el siglo XIX, sabiendo ya cuanto los profetas de Israel han
revelado, cuanto han especulado racionalmente los filósofos de Grecia
sobre Dios personal, y cuanto nos han enseñado el Evangelio y la ciencia
moderna, que de él dimana, es una mala vergüenza hacerse ateos, caer en
la desesperación y retroceder al budismo. Imagina, pues, cuán hondo será
mi dolor cuando en ti, que te llamas ahora el doctor Seelenführer,
acabo de reconocer a mi Sidarta, a mi Sakiamúni y a mi Bagavat, porque
todos estos nombres te dábamos. Tú no caes en ello; pero no lo dudes: tú
fuiste el Buda y quieres volver a serlo. Entonces, como era en sazón
oportuna, fuiste un grande hombre; hoy me pareces un charlatán o un
mentecato, y o te desprecio, o te abomino. Adiós para siempre. Para
siempre acabaron ya nuestros amores.

(El espíritu de Gopa abandona, a lo que puede inferirse, el cuerpo de
Carmela, que cae por tierra como exánime.)

AUTOR.--¿Qué es esto, amigo Seelenführer? ¿Es verdad o mentira? Si es
burla de Carmela, es burla harto pesada, y si son veras, las veras son
más pesadas aún.

SEELENFÜHRER (atolondrado).--¿Si habré sido yo el Buda? ¿Si estaré loco?
¿Si se burlará de mí esta muchacha? (Se acerca a Carmela para levantarla
del suelo.) Está fría como el mármol. ¡Qué desmayo tan horrible! ¿Si
estará muerta? Carmela, Carmela, vuelve en ti.

CARMELA (volviendo de su desmayo y levantándose.)
¡Ay, Jesús mío!

SEELENFÜHRER.--Muchacha, respóndeme con franqueza. ¿Te has estado
burlando de mí? ¿Qué diabluras son las tuyas?

CARMELA.--¿Qué diabluras han de ser sino las que V. hace conmigo y que
al fin han de costarme caras? He tenido una pesadilla feroz; me he caído
redonda en el suelo, y estoy segura de que tengo el cuerpo lleno de
cardenales.

SEELENFÜHRER.--¿Y no recuerdas nada de lo que has dicho?

CARMELA.--Nada recuerdo. Déjeme V. ahora. Tengo necesidad de descanso.

(Carmela se va.)

AUTOR.--Mi querido Doctor: yo no sé qué pensar de lo que acabo de ver y
oír; pero, francamente, todos estos pesimismos, ateismos y espiritismos
me parecen malsanos y disparatados.

SEELENFÜHRER.--Ya sabía yo que V. pensaba así V. es un metafísico
superficial, burlón y escéptico, que no sabe lo que se pesca.--Usted es
un descreído, anticuado en más de cien años; un discípulo de Voltaire.

AUTOR.--Seré lo que a V. se le antoje. Aunque no he tomado a Voltaire
por maestro, Voltaire me divierte, y los pesimistas alemanes me aburren.
Voltaire, a pesar del _Cándido_, no era un pesimista radical. Voltaire,
en el fondo, era tan optimista como Leibnitz, de quien quiso burlarse.
Fácil me sería demostrarlo, si no estuviese de priesa. Y en cuanto al
descreimiento, digo que Voltaire jamás negó con seriedad las más altas
y consoladoras verdades, de que son fundamento la existencia de Dios, su
justicia, su providencia, y la libertad y responsabilidad del hombre. Me
atrevo, por último, a dar por evidente que, si Voltaire hubiera previsto
los abominables y desesperados sistemas de estos últimos tiempos, en vez
de hacer la guerra al cristianismo, se hubiera hecho amigo de los Padres
Jesuitas, hubiera oído una misa diaria, hubiera ayunado una vez por
semana, y se hubiera confesado cada mes un par de veces.



SANTA

(EPISODIO DEL MAHABHARATA)


      El rey de Anga, Lomapad glorioso,
    A un brahmán ofendió, no dando en premio
    De un sacrificio lo que dar debiera.
    Irritados entonces los brahmanes,
    Salieron todos de su reino: el humo
    Del holocausto al cielo no subía;
    Indra negaba la fecunda lluvia,
    Y la miseria al pueblo devoraba.
    Lomapad, consternado, saber quiso
    El parecer de los varones doctos,
    Y los llamó a consejo, y preguntoles
    Qué medio hallaban de aplacar la ira
    Del Dios que lanza el rayo y amontona
    En el cielo del agua los raudales.
      Mil sentencias se dieron; mas al cabo
    El más prudente de los sabios dijo:
    --Escucha ¡oh rey! mientras brahman no haya
    Que sacrificio en este suelo ofrezca,
    Indra no saciará la sed abriendo
    El líquido tesoro de las nubes.
    Los brahmanes, movidos del enojo,
    Al sacrificio no se prestan. Oye
    Para cumplir el venerando rito
    Cómo hallar sólo sacerdote puedes.
    En la fértil orilla del Kausiki,
    En lo esquivo y recóndito del bosque,
    Del trato humano lejos, su vivienda
    Vinfandák tiene, el hijo de Kasyapa,
    Brahman austero y penitente. Vive
    En el yermo con él su único hijo,
    El piadoso mancebo Risyaringa.
    No vio a más hombre que a su padre nunca;
    Sólo frutos silvestres, hierbas sólo
    Y licor sólo que entre rocas mana,
    Alimento le dieron y bebida.
    Tan inocente y puro es el mancebo,
    Que de lo qué es mujer no tiene idea.
    Manda, pues, rey, que una doncella hermosa
    Vaya al bosque, le hable, y con hechizos
    De amor, cautivo a la ciudad le traiga.
    No bien sus pies en tus sedientos campos
    La huella estampen, no lo dudes, Indra
    Dará propicio el suspirado riego.
      Así habló el sabio, y su atinado aviso
    Agradó mucho al rey. Dinero y honras
    Prometió Lomapad a la doncella
    Que hábil trajese al candoroso joven:
    Pero todas miraban con espanto
    De Vifandák la maldición horrible,
    Y exclamaban:--¡Oh príncipe! perdona;
    No llega a tal extremo nuestra audacia.
      En tanto, iban mostrándose tan fieras
    La sequía y el hambre, que perdieron
    Toda esperanza el rey y sus vasallos,
    Cuando Santa, del rey única hija,
    Virgen por su beldad maravillosa,
    Modestamente se acercó a su padre
    Y así le habló:--Si quieres, padre mío,
    Yo he de intentar que venga a nuestra tierra
    El joven que no vio seres humanos.
      Con gran contento el rey escuchó a Santa,
    Y al instante dispuso que una nave
    Se aprestara, de flores y verdura
    Cubierta por doquier, como retiro
    Feraz de bienhadados penitentes.
    Peregrinando en ella con su hija,
    Fue contra la corriente del Kausiki
    Hasta llegar al prado y a la selva,
    Mansión de Vifandák el solitario.
    Con discretos consejos de su padre
    Para tan ardua empresa apercibida,
    Santa desembarcó, y entró en la choza
    Do el mancebo por dicha estaba solo.
      --Dime, _muni_, le dijo, si te place
    La penitencia aquí. ¿Vives alegre
    En esta soledad? ¿Tienes en ella
    Abundancia de frutos y raíces?
    --Tengo, contestó el joven; mas ¿quién eres
    Que como llama refulgente luces?
    Bebe del agua mía: te suplico
    Que mis flores aceptes y mis frutos.
    --Allá en mi soledad, replicó Santa,
    Al otro lado de los altos montes,
    Nacen flores más bellas y olorosas,
    Son los frutos más dulces, y es más clara
    Y más salubre el agua de las fuentes.
    --¡Oh huésped celestial! dijo el mancebo;
    Algún ser superior eres sin duda.
    Yo me postro a tus plantas y te adoro
    Como adorar debemos a los dioses.
    --¡Ah, no! tú eres mejor, tú eres perfecto,
    Y adorarme no debes: yo rechazo
    La no fundada adoración: permite
    Que te dé paz como se da en mi patria.
      Cediendo en parte entonces al consejo
    Discreto de su padre, y al impulso
    Del corazón también, Santa la bella
    Al cuello del garzon echó los brazos,
    Y le dio un beso, y llena de sonrojo
    Huyó a la nave do su padre estaba.
      Volvió del bosque Vifandák en esto,
    Grave, terrible, penitente, todo
    Desde los pies a la cabeza hirsuto.
    --¡Hijo! exclamó, ¿por qué has holgado, hijo?
    Ni partiste la leña, ni atizaste
    El fuego, ni lavaste la vajilla,
    Ni la vaca cuidaste ni el becerro.
    Mudado me pareces. ¿En qué sueñas?
    ¿Qué cavilas? ¿Sabré lo que ha pasado?
    --Un peregrino, respondió el mancebo,
    Estuvo por aquí, de negros ojos
    Y sonrosada y blanca faz; en trenzas
    Los cabellos caían por su espalda;
    En sus labios brillaba la sonrisa;
    Gentil, gracioso, esbelto era su talle,
    Y en suave curva levantado el pecho.
    Como canta el _kokila_ en la alborada,
    Así su voz sonaba en mis oídos,
    Y a su andar un aroma yo sentía
    Como el del aura en grata primavera.
    No quiso de mis frutos, y no quiso
    Agua tampoco de mis fuentes: frutos
    Más sazonados me ofreció y bebida
    De más rico sabor, cuya promesa
    Bastó a embriagarme un tanto. Ciñó luego
    Con sus brazos mi cuello el peregrino,
    Inclinó hacia la suya mi cabeza,
    Tocó en mi boca con su amable boca,
    Hizo un susurro pequeñito y blando,
    Y por todo mi ser discurrió al punto
    Un estremecimiento delicioso.
    Por este peregrino en vivas ansias
    Me consumo; do vive vivir quiero;
    De que se ha ido el corazón me duele;
    Y a hacer la misma penitencia aspiro
    Que me enseñó, para endiosar el alma
    Más eficaz ¡oh padre! que las tuyas.
    Vifandák contestó:--No te confíes,
    Hijo, en belleza material; a veces
    Van los gigantes por el bosque errando,
    Y toman bellas formas, con intento
    De seducir a los varones píos
    Y perturbar su penitente vida.
      Para buscar a Santa salió entonces
    Vifandák, ciego de furor; y apenas
    Hubo salido, penetró de nuevo
    La linda moza con furtivos pasos.
    La vio el mancebo, trémulo de gozo;
    Corrió a ella y le dijo:--No te pares;
    Huyamos sin tardanza do tú vives;
    No nos halle mi padre cuando vuelva.
      Así Santa logró que Risyaringa
    La siguiese a la nave. Dio a los vientos
    La vela entonces Lomapad, y raudo
    Bajó por la corriente del Kausiki.
    No bien puso la planta el virtuoso
    Mancebo en tierra, cuando abierto el cielo
    Vertió torrentes de fecunda lluvia.
    El rey, viendo sus votos ya cumplidos,
    A Risyaringa desposó con Santa.
      Volvió, entre tanto, Vifandák del bosque
    A la choza, y al hijo fugitivo
    Buscó en balde doquier. Con saña cruda
    De Anga a la capital marchó en seguida
    Para lanzar su maldición tremenda.
    Con la fatiga a reposar parose
    En medio del camino, y miró en torno,
    Y vio praderas de abundantes pastos,
    Y ovejas mil y lucios corderillos
    Y pastores alegres.--¿Quién os hace
    Tan dichosos? les dijo, y respondieron:
    --El piadoso mancebo Risyaringa.
    Siguió su marcha Vifandák, y hallaba
    Paz, opulencia, dicha en todas partes,
    Y cada vez que de alguien inquiría
    De tanto bien la causa, mil encomios
    Escuchaba de nuevo de su hijo.
    Aduló con son grato las orejas
    Del austero varón tanta alabanza,
    Y se entibió su cólera fogosa.
    Llegó, por fin, a la ciudad, en donde
    Le colmó el rey de honores y mercedes;
    Vio feliz como un Dios al hijo amado;
    Vio tan gozosa a la gallarda nuera,
    Que como luz de amor resplandecía;
    Y en torno vio rebaños florecientes,
    Y amenos, verdes sotos, y el hartura
    Y el deleite por huertos y jardines.
    No pudo entonces maldecir: las manos
    Elevó hacia los cielos y bendijo.





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