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Title: Los pescadores de Trépang
Author: Salgari, Emilio, 1862-1911
Language: Spanish
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book was produced from scanned images of public domain


BIBLIOTECA CALLEJA



EMILIO SALGARI

LOS PESCADORES
DE "TRÉPANG"

VERSIÓN DIRECTA DEL ITALIANO

[Illustration]

CASA EDITORIAL CALLEJA
MADRID
1916



ES PROPIEDAD.
DERECHOS RESERVADOS

Imp. de "Alrededor del Mundo".
Madrid.



LOS PESCADORES
DE "TRÉPANG"



I.--LA COSTA AUSTRALIANA


A principios de abril de 1850 iba costeando la región occidental de la
tierra de Carpentaria, perteneciente al continente de Australia, una de
las esbeltas naves chinas llamadas juncos. Tienen estos barcos alta
arboladura, con grandes velas de estera, y la proa alta y redondeada.
Los dos grandes escobenes para las cadenas de las anclas que llevan a
proa, y que por las pinturas que los adornan semejan ojos, dan a esas
naves aspecto de monstruos marinos. El junco navegaba despacio y con
grandes precauciones.

Treinta hombres de cráneos rapados y largas trenzas en la nuca, piel
amarilla, ojos oblicuos, medio desnudos varios de ellos y otros vestidos
con anchas túnicas y calzones, también anchos, de tela floreada, estaban
alineados en la borda de la nave, con las cuerdas de maniobras entre las
manos, dispuestos a orientar las velas a la primera orden.

De pie en el castillo de proa un hombre de alta estatura, facciones
enérgicas, piel bronceada y vestido a la europea, examinaba atentamente
la costa australiana con un poderoso anteojo. Podría tener unos
cuarenta años, y parecía ser el comandante de aquella tripulación de
chinos. Detrás de él dos jóvenes de diez y seis y veinte años,
respectivamente, de piel blanca como la de los europeos, pero no atezada
como la que suele distinguir a la gente de mar, parecían esperar con
cierta ansiedad el resultado de la minuciosa observación que estaba
practicando el del anteojo.

--¿Ves algo?--le preguntó al poco rato el más joven de ellos.

--No, sobrino--contestó éste--. No se ve ni un ser viviente.

--¿Estamos cerca de la bahía?

--La tenemos seis millas delante de nosotros, Hans.

--¿Estás seguro de no engañarte, tío?

--¿Un hombre de mar como yo equivocarse?... Vine aquí el año último a
pescar el _trépang_, y no he olvidado la bahía.

--¿Y por qué observas tan minuciosamente la costa?

--Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos
míos.

--¿Qué temes?

--Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la
playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos.

--¿Odian quizás a los hombres blancos?

--No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos, rojos o
aceitunados, todos son manjares apetecibles para ellos.

--¿Comen hombres esos salvajes?

--Como nosotros comemos gallinas.

--¡Qué brutos!

--Tienen hambre, Hans. Su tierra nada produce; no hay animales en ella,
o son escasísimos, y tienen que apencar con todo para comer.

--Pero nosotros somos muchos, tío.

--¡Muchos!...

--Y tenemos fusiles y dos lantacas[1].

--¿Cuentas con los chinos, Hans?... ¡Buena tripulación de conejos!... ¡A
los primeros disparos se esconderían en la estiba!

--Es que no veo tan fácil asaltar un barco.

--¿Y cuando tengamos que saltar en tierra para colocar la caldera?

--¿La caldera?

--¡Ah, sí! Olvidaba que vosotros no sabéis aún lo que es la pesca del
_trépang_. Todavía sois marinos de agua dulce.

--¡Tío!...--exclamaron los dos jóvenes en tono de reproche.

--Pero pronto seréis verdaderos marinos ¡qué diablo! No se improvisan en
un día los lobos de mar.

--Es cierto.

--¡Eh, Van-Horn! gobierna hacia aquella punta. ¿La ves?--gritó el
comandante.

Un viejo marinero, de barba blanca, piel bronceada y curtida por el sol
y los vientos de los mares tropicales, y que empuñaba la caña del timón,
dijo:

--La veo, Capitán. Aunque tengo sesenta años, aún conservo la vista.

El junco, que seguía costeando lentamente la aguda península que se
extiende entre el mar de Coral y el golfo de Carpentaria, y que se
prolonga por los bajofondos del estrecho de Torres, puso la proa hacia
un promontorio peñascoso, que parecía proteger una profunda ensenada.

Aquella costa, que el comandante seguía examinando con gran atención,
parecía desierta. Se prolongaba hacia el Este con profundas escarpaduras
y peñas enormes que parecían descansar sobre los escollos coralinos casi
a flor de agua. No se descubría vegetación alguna en aquellas playas;
pero a lo lejos se veían algunos grupos de los árboles llamados
_eucaliptos rostrados_, verdaderos gigantes vegetales, pues suelen
alcanzar hasta ciento cincuenta metros de altura; pero que no dan sombra
alguna, porque sus largas hojas obscuras se presentan siempre de canto
al sol.

El Capitán no parecía estar muy seguro de la aparente tranquilidad que
reinaba en aquellas playas, y de cuando en cuando escuchaba con
atención, como si quisiera percibir algún otro rumor que el de las olas
al estrellarse en los escollos.

La misma tripulación china parecía inquieta y miraba con desconfianza
hacia la costa, como si temiese algún grave peligro.

En pocos minutos el junco, que navegaba ahora con gran velocidad, pues
se había levantado un recio brisote del Oeste, dobló la punta peñascosa
que el Capitán había indicado, y entró en una gran bahía rodeada de
escollos coralíferos, y cuyas márgenes descendían dulcemente hasta el
mar.

--¿Es aquí?--preguntaron los dos jóvenes.

--Sí--respondió el Capitán, que en aquel momento tenía puesta toda su
atención en el agua de la bahía--. Aquí hay una verdadera fortuna para
nosotros y para el armador del junco.

--¿Abunda aquí el _trépang_?--preguntó el mayor de los dos muchachos.

--Sí, Cornelio: haremos una pesca abundantísima en pocas semanas.

--Estoy impaciente por ver cómo se hace esa pesca.

--Y llegarás tú también a ser un hábil pescador y...

Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra.

--_¡Cooo-mooo-eee!_

--¡Mil truenos!--exclamó el Capitán, arrugando la frente--. ¡El instinto
no me engañaba!

--¿Es el grito de los _trépang_?--preguntó Hans.

--Los _trépang_ no gritan.

--¿Es, acaso, algún otro animal?--dijo Cornelio.

--Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.

--Pues yo no los veo.

--No importa; ellos nos han visto--dijo el Capitán, que se había quedado
pensativo.

--¿Y temes que nos ataquen?

--Ahora, no; pero temo por los chinos. Como sepan que hay australianos
caníbales en la playa, no querrán desembarcar.

--Capitán Van-Stael, ¿habéis oído?--dijo el viejo marino que había
entregado a un chino la caña del timón.

--Sí, viejo mío; pero no renunciaré a la pesca. La bahía está llena de
_trépang_, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil
duros.

En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó:

--¡Abajo las anclas y las velas!

En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el
mismo grito de antes.

--_¡Cooo-mooo-eee!_

--¡Todavía!--exclamó el Capitán--. ¿Es una amenaza, o estos tunos
tratan sólo de asustar a mis hombres?

--Es un grito de llamada, Capitán--dijo el viejo Van-Horn.

--¿Habrá alguna tribu acampada por estos contornos?

--Ya sabéis que en la temporada de la pesca estos salvajes acuden a la
costa con la esperanza de proporcionarse carne humana. El año último las
tripulaciones de tres juncos fueron devoradas por los salvajes del cabo
York.

--Lo sé, Van-Horn. He visto los restos de uno de aquellos juncos en las
playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo
de los australianos.

--Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de
cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que
vayamos a embarrancar en las escolleras.

--Estaremos atentos, Van-Horn. Entre tanto, que carguen las lantacas y
suban a cubierta los fusiles para proteger a nuestros pescadores.

En tanto que hablaban, la tripulación china había echado las dos anclas
de proa y una pequeña de popa para afirmar mejor el buque, y después
procedió a enrollar las velas de los palos mayor y trinquete.

--Apresurémonos--dijo el Capitán a la tripulación--. Si todo marcha
bien, dentro de tres semanas habremos completado nuestra carga, y
dentro de seis estaremos de vuelta en Lia-King...

       *       *       *       *       *

El Hai-Nan, que así se llamaba el junco, había salido un mes antes de
Timor, isla de las Molucas, para la pesca del _trépang_, bajo el mando
del Capitán Van-Stael, holandés de Batavia. En otros tiempos Van-Stael,
que gozaba fama de valiente hombre de mar, había navegado por su cuenta
y en nave propia, dedicándose a la pesca del _trépang_; pero a los
cuarenta años, cuando ya se creía suficientemente rico para acabar su
vida entre comodidades en alguna ciudad del Extremo Oriente, tuvo la
desgracia de arruinarse.

Una noche tempestuosa su buque naufragó en el mar de Coral, junto a la
costa australiana, y de los veinte hombres que componían la tripulación,
sólo él y el viejo Van-Horn pudieron salvarse en un madero. No se
desanimó por aquella desgracia, aunque fué para él un desastre. Se
sentía con fuerzas todavía para rehacer su fortuna; y vuelto a Timor,
ofreció sus servicios a un rico negociante de _trépang_, el chino
Lia-King, el cual, sabiendo con qué experto y hábil marino trataba, no
dudó en confiarle el mando de uno de sus mejores juncos.

Van-Stael, aunque nunca había tenido gran confianza en aquellos barcos
de construcción china, muy poco seguros para los malos tiempos, partió
para la costa septentrional de la Australia, y en pocas semanas
completó su carga de aquellos coriáceos moluscos, que son tan apreciados
en los mercados chinos y malayos.

Aunque en aquella primera campaña de pesca había realizado muy buenas
ganancias, al principiar la nueva estación volvió a hacerse a la mar,
llevando esta vez consigo a sus dos sobrinos, huérfanos desde hacía
varios años, y a los cuales pensaba llevar consigo en todos sus viajes
para hacer de ellos dos buenos marinos.

Los dos jóvenes, hijos de un valiente capitán, muerto en las costas de
Borneo en un encuentro con los piratas del sultán de Varanni, aceptaron
con entusiasmo la proposición de su tío, por más que no ignoraban los
peligros de la pesca del _trépang_, no porque estos moluscos estén
dotados de armas defensivas, sino por los parajes en que hay que
pescarlos, poblados todos ellos de salvajes antropófagos.

Eran entrambos bien jóvenes, como ya hemos dicho--Hans de diez y seis
años y Cornelio de veinte--; pero el capitán Van-Stael podía estar
seguro de su valor, porque acostumbrados a andar por las espesas selvas
de Timor persiguiendo animales salvajes, y a navegar por los peligrosos
mares de las Molucas, eran hombres para todo.

Queda, pues, explicado cómo aquel junco, con tripulación china mandada
por europeos, había anclado en aquella profunda bahía de la costa de
Carpentaria, donde tanto abundan los _trépang_.



II.--LOS PESCADORES DE TRÉPANG


No hay pueblo más extravagante que el chino para comer. Es
aficionadísimo a las agallas de pez-perro en salsa encarnada, a los
nidos de golondrinas marinas, que tienen una substancia gelatinosa, pero
insípida[2], a las lombrices saladas, a los renacuajos, a las ratas
saladas, a los perros y, sobre todo, al _trépang_.

Puede decirse que desde muchos siglos antes de que los navegantes
europeos conocieran la existencia de la Australia, iban barcos chinos a
las playas septentrionales de ese continente y a las costas de la Nueva
Guinea a pescar ese extraño molusco. Impórtasele en enormes cantidades
en el Celeste Imperio; pero aún son pequeñas para satisfacer la demanda:
tanta es la afición que le tienen los chinos. En ningún banquete chino
falta ese manjar, que bien puede calificarse de nacional. Los provechos
que rinde su pesca han excitado el espíritu mercantil de los europeos, y
se dedican muchos a ella. Así como hay pescadores de arenques, de
ballenas y de focas, hay pescadores de _trépang_, los cuales todos los
años, en la estación propicia, llegan desde los puertos más lejanos
hasta las aguas del estrecho de Torres, del mar de Coral o del golfo de
Carpentaria.

Aunque muchos de esos buques no vuelven más a su país o vuelven con las
tripulaciones diezmadas, el negocio se sostiene por lo lucrativo que es.
Saben los que lo explotan que los salvajes están dispuestos a aprovechar
la primer tempestad para cortar las cuerdas y cadenas de los barcos y
hacer que se estrellen en los arrecifes; saben también que si caen en
sus manos acaban su vida guisados en salsa verde, y, sin embargo, van
allí a pescar, porque los chinos pagan muy caros esos moluscos. Pronto
los conoceremos.

Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los
australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza,
se preparaban a la pesca.

La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la
proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a
abandonar aquellos parajes. El capitán Van-Stael había hecho botar al
agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del
viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio.

Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el agua con gran
atención, explorando el fondo de la bahía, que se distinguía
perfectamente.

--Tenemos siete brazas de agua--les dijo con aire satisfecho--. Nuestros
pescadores no tendrán que fatigarse mucho.

--Pero ¿dónde está el _trépang_?--preguntó Hans.

--El fondo está lleno de ellos. ¿No ves nada entre la arena y las algas?

--Me parece distinguir unos rollos que se mueven.

--Pues esos son las _olutarias_, o, si te parece mejor, los _trépang_
que pescaremos.

--Y son de los mejores, Capitán--dijo Van-Horn--. Mire usted los
_bankolungan_, más al fondo los _kikisan_, los _talifan_, y más allá se
perciben los _murrang_.

--Que los chinos pagan muy caros, viejo mío--dijo el Capitán--. Hay aquí
una verdadera fortuna que pescar.

--¿Nos dirás, al fin, lo que son esas _olutarias_?--preguntó Hans.

--Sí, muchacho--respondió el Capitán--. Anda, Van-Horn, haz que bajen
los pescadores.

Diez chinos medio desnudos, que llevaban al cinto largos cuchillos
ligeramente curvados para defenderse, en caso de necesidad, de los
peces-perros, que abundan en aquellas aguas y que son tan aficionados a
la carne humana como los antropófagos de la costa septentrional de la
Australia, bajaron a la chalupa a una orden del viejo marinero,
llevando en la mano izquierda una especie de red capaz de contener
muchas _olutarias_.

--¡Ea! ¡Manos a la obra sin perder tiempo!--dijo el Capitán después de
haber examinado la entrada de la bahía para convencerse de que no había
peces-perros en ella.

Los diez pescadores, escogidos entre los mejores nadadores y buzos de la
tripulación, se echaron a una al agua.

Los dos jóvenes, inclinados al borde de la chalupa, seguían con gran
curiosidad las maniobras de los valientes pescadores. El agua de la
bahía, tranquila y transparente como un cristal, les permitía distinguir
perfectamente a aquellos hombres, que procedían con gran rapidez
cogiendo moluscos, que iban echando en la red.

Bien pronto uno de ellos, pasado medio minuto, salió a la superficie con
la red llena hasta rebosar, la cual entregó al viejo Van-Horn, que la
vació en el fondo de la chalupa. Aquella primera redada consistía en
diez _olutarias_.

--¿Qué moluscos son éstos?--preguntaron Hans y Cornelio, que se habían
agachado para observar mejor.

--Los _trépang_--dijo el Capitán--; y de los mejores, muchachos.

--Parecen cilindros rugosos--dijo Cornelio.

--Sí; pero con tentáculos--añadió Hans.

El Capitán tomó en la mano uno de aquellos moluscos y se lo enseñó a sus
sobrinos. Este extraño habitante del mar parecía, en efecto, un
cilindro, provisto, en una de sus extremidades, de un círculo de
tentáculos plumosos; pero carecía de cabeza y de ojos, y su boca era una
especie de agujero.

Tenía doce o quince pulgadas de largo, y su piel, que parecía muy
resistente, mostraba a lo largo del cuerpo cavidades muy singulares,
pues tan pronto se dejaban ver como se ocultaban.

--Es una _olutaria bankolungan_--dijo el Capitán--. Es una especie muy
apreciada, y que los chinos pagan bastante cara.

--Y ¿cuál es la conformación de esos moluscos? No les veo ni cabezas ni
ojos.

--No tienen cabeza ni ojos, Cornelio. Tampoco tienen oído ni olfato,
pues les faltan los órganos de esos sentidos. Su cuerpo es un verdadero
saco, envuelto en músculos muy fuertes, duros y resistentes, y parece no
tener otra función que la de comer o, mejor dicho, devorar.

Viven en grandes familias en el fondo de aguas claras y tranquilas, y se
arrastran como serpientes, apoyándose en las esponjas que suelen rodear
sus cuerpos, y se nutren de algas marinas y de otros moluscos. Suelen
tragarse hasta las arenas, piedrecillas y trozos de coral.

--¡Qué estómagos!--exclamó Hans--. Deben tener un aparato digestivo
poderosísimo.

--Su estómago es un tubo que les ocupa todo el cuerpo de punta a punta.
En uno de los extremos de ese tubo tienen la boca. Por ella les entra el
alimento, el cual recorre todo el tubo interior, y sale por el extremo
opuesto sin detenerse.

--Y esos tentáculos que les rodean la boca ¿de qué les sirven?

--Para agarrar las algas, piedras y demás objetos que se comen.

--Me parece que a éste le faltan algunos.

--Es verdad, Hans. Los peces atacan a las _olutarias_ y suelen
comérseles los tentáculos si no consiguen retirarlos a tiempo; pero aun
en ese caso no pierden para siempre los tentáculos, pues se les
reproducen al cabo de cierto tiempo. Toma ahora esta _bankolungan_, que
aún vive, y apriétala un poco entre tus manos.

El joven hizo lo que su tío le indicaba, y vió contraerse el molusco
hasta reducirse a una especie de bola y lanzar primero un chorro de agua
y después una materia obscura, que se le extendió por los bordes de la
boca.

--Son los intestinos del molusco--dijo el Capitán anticipándose a
contestar a la pregunta que iba a hacerle su sobrino--. Su contracción
muscular es tan fuerte, que le hace expeler las vísceras.

--Si yo arrojase ahora al agua esta _olutaria_, ¿podría vivir?

--Sí; y viviría aunque le arrancaras los intestinos, pues no tardarían
en reproducírsele.

--¡Qué animal tan extraño!--exclamaron los dos jóvenes en el colmo de la
sorpresa.

--Pues esto es más extraño todavía--dijo el Capitán recogiendo otra
_olutaria_, de cuya boca salía un pececillo de pocos centímetros de
largo, vivo todavía.

--¿Tal vez un pez que no ha podido digerir?--preguntó Cornelio.

--No; es el compañero de la _olutaria_--respondió el Capitán.

--No te comprendo.

--Me explicaré mejor. Estos pececillos, no se sabe aún por qué motivo,
viven en el vientre de estos moluscos. Les entran por la boca y se les
pasean por dentro como si estuvieran en su casa.

--¿Y la _olutaria_ los tolera?

--Desde luego que sí, pues con su poderosa contracción muscular podría
expelerlos fácilmente, y, por el contrario, los deja en paz, como si la
visita le fuera agradable.

--¡Es maravilloso!--exclamó Hans--. Y ahora dime, querido tío: ¿son tan
excelentes como dicen los chinos estos moluscos?

--Tienen un sabor parecido a los calamares; pero son muy duros, y para
comerlos se necesitan muy buenos dientes, porque son elásticos como la
goma. A los chinos, malayos y cochinchinos les gustan muchísimo; pero
nosotros los europeos preferimos otros pescados más finos y sabrosos.

--¿Y se paga caro el _trépang_?

--Carísimo, Cornelio. La calidad mejor se paga en los mercados chinos de
veinte a treinta y cinco pesos el _pikul_[3]. Los hay de calidad
inferior, que se pagan entre seis y diez pesos.

--Debe de ser muy buen negocio para los pescadores.

--No siempre, Hans, porque las _olutarias_, lo mismo que las ballenas,
van ya escaseando. En estas islas, que antes eran riquísimas en
moluscos, hay ya muchos menos, por la incesante pesca que de ellos se
hace. Es una verdadera guerra de exterminio, especialmente por parte de
los barcos europeos y americanos.

Hasta hace algunos años las islas Likana eran célebres por la abundancia
del _trépang_ en sus aguas; pero desde que un capitán americano pescó
durante el año 1845 doscientos sesenta y cinco pikules, y el capitán
Muyne casi otro tanto en 1847, las _olutarias_ desaparecieron de
aquellas playas.

Y basta por ahora, sobrinos míos. Hagamos disponer la otra chalupa, y
vamos a colocar las calderas.

--¿Las calderas?--exclamó Cornelio--. ¿Qué intentas hacer?

--Son necesarias para la preparación del _trépang_.

--¿Y los salvajes?--preguntó Hans--. ¿Nos dejarán tranquilos?

--¿No has oído hace poco un grito?

--Supongo que no se atreverán a acercarse. Al menos así lo espero por
ahora. Saben que los hombres blancos poseen armas de fuego, y les tienen
miedo. ¡Eh, Van-Horn! Haz que boten al agua la segunda chalupa.

El viejo marinero, que había vuelto a bordo del junco, se apresuró a
obedecer. La embarcación, que estaba guindada de los pescantes de popa,
fué botada al mar y la ocuparon diez chinos armados de fusiles.

--Ahora las calderas y el combustible--ordenó Van-Horn, que también se
había embarcado en ella.

Dos pailas de metal, de un metro de diámetro y de treinta y cinco a
cuarenta centímetros de profundidad, grandes espumaderas, unos cuantos
arpones y gran cantidad de leña fueron embarcados en la chalupa.

--¿Está cargada la lantaca?--preguntó el Capitán.

--De metralla--respondió el viejo--. Si a los salvajes les entran deseos
de molestarnos, los saludaremos con una buena rociada.

--¡Vamos, muchachos!--dijo Van-Stael a sus sobrinos.

Embarcaron todos en la otra chalupa, los chinos empuñaron los remos y se
dirigieron a tierra.

En pocos minutos llegaron a la playa, sorteando las peligrosas
escolleras que rodean la costa, contra las cuales se rompe el oleaje con
roncos mugidos, produciendo gran resaca.

--¡Alto!--dijo Van-Stael antes de que la chalupa tocase en la orilla.

Se subió al banco de proa y miró detenidamente hacia la playa, erizada
de rocas enormes, que se alzaban en forma de anfiteatro. A pesar del
grito que habían oído poco antes, no se veía ninguna criatura humana ni
se percibía rumor alguno sospechoso. Solamente una bandada de cacatúas,
espléndidas aves de plumas purpúreas y blancas que ostentan en la cabeza
un penacho inclinado hacia atrás, revoloteaban entre las ramas de un
pequeño _black-wood_ (árbol de madera negra) que crecía desmedradamente
entre la arena.

--¿Hay novedad?--preguntó Van-Horn.

--Ninguna, viejo mío. Desembarquemos.

La chalupa se acercó a la playa hasta tocar en la arena.

El Capitán, los dos jóvenes y el marinero desembarcaron armados de
sendos fusiles, y tras de ellos los chinos conduciendo a tierra la leña,
las pailas, los arpones y las espumaderas.

A corta distancia de la orilla Van-Stael indicó dos pequeñas
construcciones circulares formadas por pedruscos y que podían servir muy
bien de hogares.

--Los salvajes las han respetado--dijo.

--¿Qué es eso?--preguntó Hans.

--Los hornillos que construímos el año pasado. ¡Al trabajo, muchachos!
La otra chalupa va a llegar.

Los chinos cargaron de combustible las hornillas, les prendieron fuego y
después colocaron encima las dos calderas, llenándolas de agua de mar.

La segunda chalupa, tripulada por los pescadores, llegó en aquel
momento. La pesca había sido verdaderamente milagrosa, pues la
embarcación venía tan cargada, que apenas sobresalía del agua.

Después de atracarla a la playa, los veinte chinos se pusieron a
descargarla. En menos de una hora aquellos pescadores habían recogido
cerca de cinco quintales de _olutarias_, pero no todas de una sola
especie.

Entre ellas se veían las preciadas _bankolungan_, de once a quince
pulgadas de largas, con el dorso obscuro, el vientre blanco y una costra
calcárea en ambos costados, cubiertos, además, de verrugas.

Esta clase se pesca ordinariamente en los bordes interiores de los
bancos de coral, a menos de braza y media de profundidad.

Había también muchas _kichisan_, de treinta centímetros de longitud,
forma ovalada y piel negra recubierta de verrugas; _talifan_, de la
misma longitud poco más o menos que las anteriores, de color rojo
tostado, con una fila de espinas rojas en el dorso. Son las más tiernas,
y por ello exigen cuidados especiales para prepararlas.

No faltaban tampoco las _nunang_, que son las más pequeñas de todas, sin
verrugas ni espinas, lisas y con toda la piel negra, pero que son las
más codiciadas, pagándose en los mercados chinos hasta a treinta y cinco
pesos el pikul. Había también otras de calidad inferior, como los
zapatos, los _lowlovan_, los _balatliman_, los _botan_ y los _hangenan_,
que se venden a seis pesos el pikul.

Todas aquellas _olutarias_ estaban vivas aún, y desahogaban su impotente
cólera arrojando chorrillos de agua a los marineros, los cuales, sin
hacer el menor caso, las amontonaron junto a los dos hornillos.

El Capitán observaba atentamente el hervor del agua en las calderas.

Se requiere larga práctica y rara habilidad para preparar el _trépang_,
porque basta un punto más o menos de hervor para echarlo a perder.

El exceso de calor cubre de vejigas a las _olutarias_ y las vuelve
porosas como esponjas, y, por el contrario, la falta de calor suficiente
les hace perder la consistencia, y entonces se pudren e inutilizan en
pocas horas.

--¡Echad!--exclamó al cabo de un rato Van-Stael.

Los chinos arrojaron los moluscos en las calderas. Por algunos instantes
se les vió agitarse y contraerse desesperadamente; después quedaron
inertes en el fondo del agua, que hervía a borbotones.

El Capitán, entre tanto, no apartaba la vista del reloj que había
sacado, y que tenía en la mano.

--Ocho minutos--dijo--; el _trépang_ está a punto.

Los chinos extrajeron los moluscos de las pailas con las espumaderas y
los fueron echando sobre una lona que habían tendido cerca de las
fornallas.

Hans y Cornelio contemplaban atentamente todas aquellas maniobras.

--La cochura está a punto--repitió el Capitán--. Los moluscos tienen el
aspecto de la goma elástica y su piel azulea, señales ambas de que están
en condiciones de conservarse perfectamente.

--Me han dicho que también hay el procedimiento de secarlos al sol--dijo
Cornelio--. ¿Es cierto eso, tío?

--Sí, muchacho, y añadiré que los conservados así se pagan más caros;
pero es operación demasiado larga, pues requiere veinte días, y nosotros
no disponemos de tanto tiempo. También se les seca al fuego, operación
más breve que la de secarlos al sol, pues sólo exige cuatro días; pero
esta playa en que estamos....

--_¡Cooo-mooo-eee!_

Este grito extraño, que ya habían oído antes, salió de pronto de entre
las rocas, interrumpiendo la frase del Capitán.

Casi al mismo tiempo se oyó exclamar a Van-Horn:

--¡Eh, monazo del demonio: en cuanto hagas el menor movimiento, te aso!
¡Palabra de marinero!



III.--LA PINTURA DE GUERRA DEL SALVAJE


Un negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había
presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se
prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía.

Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente
enjuto, que se le podían contar las costillas. Tenía el vientre
colgante, y las piernas, completamente desprovistas de carne, parecían
dos bastones forrados de cuero.

Tenía cara más de mono que de hombre; la cabeza, aplastada; la frente,
comprimida; la nariz, chata; las mandíbulas, abultadas; las orejas,
largas; los ojos, pequeños y de brillo extraño, y la boca, tan grande,
que le llegaba casi desde una oreja a la otra.

Su piel era de un color negro sucio y estaba toda cubierta de raras
pinturas y tatuajes de muy diversos colores.

Aquel verdadero espantajo se quitó de encima la piel de kanguro que le
cubría las espaldas y parte de la lanuda cabeza, y empuñando con cómico
ademán una especie de venablo, con la punta de hueso y adornado de un
penacho de plumas, se adelantó hacia los pescadores, deteniéndose a diez
pasos de ellos.

--¿Qué quiere este animal de antropófago?--dijeron Hans y Cornelio,
mientras los chinos se iban retirando prudentemente hacia las chalupas.

--Querrá ordenarnos que nos vayamos--dijo el Capitán--. Estos salvajes
tienen la pretensión de que ningún extranjero venga a pescar a sus
costas; pero este horrible y ridículo ejemplar de la raza australiana se
engaña si cree que vamos a obedecerle.

--Yo me encargo de mandarlo a su tribu de un puntapié--dijo el viejo
marino--. No me asusta el chuzo que lleva en la mano, capitán Stael.

--Veamos antes, señor salvaje--dijo el Capitán, avanzando hacia él--,
qué es lo que pretendes.

El australiano, que se mantenía inmóvil empuñando su chuzo, al ver al
Capitán acercarse, se golpeó con la mano izquierda el vientre, que
resonó como un tambor.

--Pide de comer--dijo Van-Stael--. No somos fondistas, señor salvaje;
pero si estás en ayunas, puedes comerte esta _olutaria_.

Tomó una de la especie llamada _zapatos_, y se la arrojó al australiano,
que la pilló al vuelo, llevándosela ávidamente a la boca.

--¡Qué apetito!--exclamó Hans.

--No hay que maravillarse, sobrino mío. Estos salvajes del continente
australiano están toda la vida luchando con el hambre, y pasan por
larguísimos ayunos.

--Pero ¿no se producen en Australia frutales?

--Sólo árboles de goma. Y te advierto que, cultivadas, todas las plantas
de Europa dan aquí fabulosas cosechas; sólo que estos salvajes
desprecian la agricultura y sólo viven de la caza.

--¿Y abundan los cuadrúpedos y las aves?

--Son muy escasos. Aquí sólo se encuentran focas, kanguros, algunos
_casoares_, más pequeños que los africanos, y bandadas de ciertos perros
salvajes, llamados _dingos_, que son muy difíciles de cazar. Es verdad
que el indígena de Australia no es exigente, y se alimenta de asquerosos
reptiles; pero aun éstos escasean y no alcanzan para todos. Añade a esto
que son imprevisores, y que jamás piensan en el mañana. Si cae en sus
manos un kanguro o un _casoar_, se apresuran a asarlo, y lo devoran, sin
dejar más que los huesos, no preocupándose de si tendrán para comer al
siguiente día.

--¿Comen, pues, mucho?

--Ahí tienes un ejemplo--dijo el Capitán--. La _olutaria_ ha
desaparecido en seis bocados dentro de ese vientre que parece no tener
fondo.

En efecto, el salvaje había ya devorado el _zapatos_ que el Capitán le
había arrojado; pero no parecía satisfecho. Al ver el montón de
moluscos, y animado por el primer regalo, se arrojó encima, arramblando
con todas las _olutarias_ que pudo; pero Van-Horn, que no lo perdía de
vista, lo agarró por una pierna y tiró de él, diciéndole:

--¡Quieto, monazo! ¡Suelta eso o te estrangulo!

El australiano, al verse defraudado en sus propósitos, se puso en pie,
con ademán amenazador.

--Pero ¡qué mamarracho eres!--le dijo el marinero riendo.

--¡Ten cuidado, Van-Horn!--dijo el Capitán--. Estos salvajes son
traidores.

--Le romperé el chuzo en las espaldas, señor Van-Stael.

Iba a lanzarse sobre el australiano para desarmarle; pero éste saltó
hacia atrás, diciendo en un lenguaje mixto de inglés y de malayo:

--¡Quieto, hombre blanco! Esta es la tierra de los hijos de
_Mooo-tooo-omj_[4].

--¡Y yo te digo que si no te vas, te echo a puntapiés,
antropófago!--dijo el marinero, levantando el fusil--. ¿Me has
comprendido?

El australiano, que no debía ignorar el efecto de las armas de fuego,
retrocedió precipitadamente, y, plantando con resolución el chuzo en la
arena, dijo:

--Pronto nos volveremos a ver.

Después, dando un gran salto, se alejó a toda prisa, desapareciendo
detrás de las rocas que rodeaban la bahía.

-¡Que te devoren los perros salvajes!--le gritó Van-Horn.

--¿Volverá?--preguntó Cornelio.

--Es probable--respondió el Capitán, que se había quedado pensativo--.
Ese salvaje procurará jugarnos alguna mala pasada; pero estaremos sobre
aviso, y al primer indicio de peligro nos refugiaremos en el junco.

--¿Habrá alguna tribu por estos contornos?

--Creo que esta costa es demasiado estéril para alimentar a una tribu
entera; pero en el interior de la península, los salvajes no deben
faltar.

--¿Son valientes?

--Cuando los espolea el hambre, sí. Han exterminado y devorado las
tripulaciones de algunos barcos. Hay que vigilar mucho y no dejar que
ninguno se acerque sin nuestro permiso.

Los chinos, tranquilizados, emprendieron otra vez la faena de preparar
el _trépang_, mientras los pescadores salieron otra vez en busca de
_olutarias_. Las dos fornallas, cargadas de leña, lanzaban al aire
grandes llamaradas, y el agua de las dos pailas hervía sin cesar. Los
moluscos, conforme iban cociéndose, eran echados en la lona, la cual
estaba protegida por un toldo, para impedir que el sol echara a perder
la pesca.

Hans y Cornelio, armados de fusiles, registraban las rocas, para
convencerse de que no había por allí ningún otro salvaje, y disparaban
sin cesar contra las bandadas de _cacatúas_ blancas, rojas o de color de
rosa pálido, matando muchas de ellas. El Capitán, entre tanto, examinaba
los bajíos de la bahía, para asegurarse mejor de la cantidad y calidad
de las _olutarias_.

Habían pasado dos horas, durante las cuales aportaron los pescadores dos
cargas más de moluscos, esta vez de la especie más codiciada, cuando el
salvaje de antes volvió a presentarse.

Venía solo, como la vez anterior, pero horriblemente transformado. Se le
hubiera creído un esqueleto animado de vida, pues se había pintado con
tierra amarilla, una especie de ocre, sin duda, las costillas y los
huesos.

No iba armado; pero en la mano, pendiente de un bastón, llevaba un trozo
de corteza de árbol, de un color y forma particular.

Los chinos, al ver aquel extraño emblema, palidecieron, murmurando:

--¡El _wai-waiga_!

--¡Ah, tunante!--exclamó Van-Horn--. ¿Otra vez vuelves?... ¡Eres audaz,
monazo!

--Y se presenta a nosotros con la pintura--dijo el Capitán.

--Y con la corteza del _wai-waiga_--añadió el marinero--. Es una
verdadera declaración de guerra, señor Van-Stael.

--Pero ¿qué significa esa lúgubre pintura?--preguntó Cornelio.

--Es su atavío de guerra--respondió el Capitán.

--¿Y ese trozo de corteza de árbol?

--Una declaración de hostilidad. Es una corteza de _wai-waiga_, o sea de
un árbol venenoso, llamado por ellos árbol mortal.

--¿Y ese pillo se atreve a presentarse solo? ¡Ah, tío; voy a agarrarlo
de una oreja y a llevarle a bordo del junco!

El joven iba a poner en práctica su amenaza; pero el Capitán le detuvo.

--Déjame a mí, Cornelio--le dijo--. De seguro no está solo, y detrás de
esas rocas puede esconderse una tribu. Tú, Van-Horn, reúne a los chinos
junto a las chalupas, y vosotros, sobrinos, a la lantaca.

Mientras la tripulación se retiraba precipitadamente hacia la playa,
para estar pronta a embarcarse, el Capitán, con el fusil cargado en la
mano, se acercó al salvaje, que le miraba insolentemente, como si
estuviera seguro de sí propio.

--¿Qué quieres?--le preguntó, empleando el mismo lenguaje de que el
antropófago se había antes servido.

--Que los hombres blancos dejen la costa que pertenece a los hijos de
_Mooo-tooo-omj_--respondió el australiano.

--Nosotros no matamos ni tus kanguros, ni tus casoares, ni tus
_warrangas_ (perros salvajes)--dijo Van-Stael--. El _trépang_ ni tú ni
tus compatriotas sabéis pescarlo, y además el mar no te pertenece.

--Entonces la tribu de los Wawamas te dará batalla.

--Y ¿eres tú quien lo dice?

--Yo, jefe de la tribu de los _Moo-wiamos_.

--¡Pues, toma, canalla!

Van-Stael, de una guantada, que resonó como un latigazo, arrojó al suelo
al antropófago. Después, agarrándole fuertemente por los brazos, le
arrastró hacia las chalupas.

--Ata a este hombre y llévale a bordo del junco--dijo, dirigiéndose a
Van-Horn--. Lo tendremos prisionero hasta que acabe la pesca, y así le
impediremos noticiar a su tribu que nos ha declarado la guerra.

--Lo ataré con quince metros de cuerda muy fuerte--dijo el marinero--.
Veremos si es capaz de escaparse de la cala.

Contrariamente a sus instintos, el antropófago no opuso la menor
resistencia; pero sus pequeños ojos negros lanzaban extraños relámpagos.
Se dejó atar sin pronunciar una sílaba y transportar a bordo del junco
por los chinos, que volvieron a la pesca del _trépang_.

--Y ¿no nos traerá esto complicaciones, tío?--preguntó Hans.

--Es probable que sus súbditos le busquen, pues se trata de un jefe;
pero tal vez ignoran que nosotros estamos aquí, y pueden llevar sus
indagaciones por otro lado--respondió el Capitán--. Además, no
permaneceremos mucho tiempo en esta bahía si la pesca sigue siendo tan
abundante.

--¿Conoces algún otro sitio abundante en _olutarias_?

--En las islas de Eduard Pellew hay muchas, y más tarde pasaremos por
ellas para completar el cargamento.

--Y, por otra parte--arguyó Cornelio--, si los salvajes vienen a
molestarnos, nos defenderemos.

--¡Bien, muchacho!--le dijo, sonriendo, el Capitán--. Eres un hombre
valiente.

--Y yo no me quedaré atrás, y pelearé a tu lado--dijo Hans, empinándose
para parecer más alto.

--Ya sé que eres un hombrecito que no conoce el miedo--respondió
Van-Stael--. Un día seréis dos valientes y hábiles marinos. Ahora,
sobrinos, prosigamos nuestra faena. Es preciso atender cuidadosamente a
la preparación del _trépang_, o estos indolentes chinos nos lo echarían
a perder.

La chalupa de los pescadores volvía otra vez a la orilla, cargada de
moluscos.

En aquella bahía, que era muy abundante en algas y en peces, había tal
profusión de _olutarias_, que los pescadores apenas tenían más que hacer
que bajarse para recogerlas, pues casi todas las especies viven a pocos
pies de profundidad.

Aquella primera jornada fué tan feliz, que de seguro había producido más
de 500 pesos, suma considerable habido en cuenta el poco trabajo
invertido en ganarlos.

Van-Stael no podía estar más satisfecho. Si la campaña seguía como había
comenzado, en pocas semanas podía dejar aquellas peligrosas playas,
llevándose un cargamento casi completo.

No pudiéndose transportar los moluscos a bordo, pues tenían que estar
algún tiempo al aire libre para que se secaran antes de amontonarlos en
el sollado, se armaron tiendas en la playa para refugio de los hombres
de guardia.

Los chinos, que temían una irrupción de compatriotas del prisionero, se
resistían al principio, prefiriendo dormir en el junco, donde estaban
seguros; pero el Capitán hizo que desembarcaran las dos lantacas, y les
prometió además que los acompañarían él mismo, uno de sus sobrinos y el
viejo Van-Horn, con lo cual les persuadió a quedarse.

Van-Stael y el marinero, que no estaban muy tranquilos, pues sabían que
los australianos aguardan a la noche para atacar, hicieron fortificar
el campamento con una cerca de piedras y fragmentos de coral, y
dispusieron que el junco se acercara a la playa para poder embarcarse en
caso de peligro.

Aquellas precauciones resultaron, por fortuna, inútiles. La primera
noche que pasaron en las playas del continente australiano transcurrió
en calma, a pesar de las amenazas del antropófago.

Sólo los lúgubres aullidos de los dingos turbaron el silencio que
reinaba en el campamento.



IV.--LOS AUSTRALIANOS


Habían pasado cinco días. Ningún suceso extraordinario había venido a
turbar los trabajos de la tripulación del junco; la pesca seguía siendo
abundante, y parecía que aquella bahía, desconocida de los otros
pescadores, era inagotable, pues los moluscos seguían siendo
abundantísimos, a pesar de la persecución de que eran objeto.

Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y
verdaderas toneladas de _olutarias_ habían pasado ya por las calderas.
Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las
escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados.

Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían
dado siquiera señales de vida.

El Capitán y los dos jóvenes, para tranquilizar más a los chinos, que no
acababan de perder el miedo, habían explorado un largo trecho de la
costa, sin descubrir a ningún australiano. Van-Horn se internó unas
cuantas leguas en la península, en una excursión que hizo, y sólo halló
bandadas de cacatúas y de papagayos o huellas de algún que otro kanguro
o casoar.

Sin duda, el jefe de la tribu de los _Warrames_ había tratado de
asustarles con una baladronada. Era posible que la tribu sólo existiera
en su imaginación o, por lo menos, que estuviera muy lejos.

Así lo suponían el Capitán y sus compañeros, por más que el prisionero,
que seguía en la estiba atado fuertemente de pies y manos, se obstinase
en hacer creer lo contrario, amenazándoles con que sus súbditos
exterminarían a toda la tripulación.

La sexta noche, cuando ya todos estaban seguros de no ser importunados,
ocurrió un suceso inesperado, que les inquietó sobremanera.

Mientras los pescadores descansaban tranquilamente en las tiendas, los
hombres de guardia, que velaban alrededor de las fornallas,
distinguieron, hacia las tres de la mañana, una luz en una altura, como
a tres millas de la costa.

No estaba fija ni presentaba constantemente igual aspecto, sino que
cambiaba de posición y de dimensiones, ora agrandándose
desmesuradamente, ora achicándose hasta desaparecer casi.

Alarmáronse los chinos, que desde cinco días antes estaban intranquilos,
temiéndose un asalto. Todos se pusieron al momento en pie, y hubo unos
cuantos que se apresuraron a acercarse a las chalupas, que estaban
atadas en la playa.

El Capitán y Cornelio, que dormían en una tienda, mientras Hans y
Van-Horn se habían quedado en el junco, fueron bien pronto advertidos
del hecho.

--¿Se tratará de una señal?--preguntó el joven.

--Me lo temo, Cornelio--respondió el Capitán, que miraba con atención
aquel fuego.

--¿Dirigida a quién?

--Sin duda a alguna tribu.

--Y ¿no será a nuestro prisionero? Ellos tal vez ignoran que está en
nuestras manos.

--Tu idea no me parece infundada.

--¿Se dispondrán a atacarnos?

--¡Quién sabe! ¿Oyes tú algo?

--No, tío.

--¿Tienes miedo?

--¿Miedo?... ¡No, tío!...

--Toma el fusil, y vamos a ver.

--¿Vas a ir hasta allí?

--No; pero quiero explorar los contornos para asegurarme de que no hay
nadie y tranquilizar a nuestros chinos. Si estos cobardes se amedrentan
nos estropearán nuestro negocio de la pesca.

--¿Y Van-Horn?

--Se quedará aquí con Hans, para evitar que los chinos huyan.

--Vamos, tío; mi fusil está cargado.

Van-Stael mandó avisar al viejo Van-Horn lo que ocurría y luego se
encaminó a las rocas que circundaban la bahía, seguido del joven, que no
daba las menores muestras de miedo.

Habíase puesto la luna hacía algunas horas, y la noche estaba
obscurísima; pero el misterioso fuego, que seguía brillando en la
altura, bastaba para guiarles, sin temor de extraviarse.

Avanzando cautelosamente para no caer en alguna emboscada, el Capitán y
Cornelio llegaron bien pronto al pie de las primeras rocas, y las
escalaron con no poco trabajo, por ser muy escarpadas. Echaron una
ojeada desde la cima a la vertiente opuesta. Extendíase ante ellos un
pequeño llano ligeramente ondulado, con algunos grupos de árboles
esparcidos acá y allá. Como a dos millas hacia el Este comenzaba otra
vez a levantarse el terreno, formando como un semicírculo en torno del
llano.

Seguía viéndose el fuego en la cima más alta. En aquel momento era
extenso y muy vivo, pareciendo que lo producían árboles o malezas
ardiendo.

--¿Ves algo?--preguntó el Capitán al joven.

--Me parece distinguir hombres moviéndose ante aquella cortina de
llamas--respondió Cornelio.

--Yo también percibo sombras obscuras que se mueven.

--¿Serán salvajes o monos?

--En Australia no hay monos, y además estos animales no saben encender
fuego. ¿Oyes algo?

--Los gritos de los _warrangal_ solamente.

--¿Intentarán acaso asustarnos estos salvajes?--dijo Van-Stael--. ¡Pues
buen chasco se llevan si piensan que vamos a marcharnos de aquí antes de
acabar la campaña de la pesca! Porque si nos atacan estoy decidido a
hacerles frente.

--¿Qué hacemos ahora, tío?

--Seguir adelante. Es preciso demostrarles a estos caníbales que no les
tenemos miedo.

--Estoy dispuesto a seguirte.

--Te advierto que tal vez tengamos que disparar los fusiles.

--Ya sabes que soy buen tirador.

--Lo sé; eres el más hábil de todos nosotros. ¡Vamos, querido sobrino!

Bajaron por la pendiente opuesta a la que habían subido. Cornelio, más
ágil y diestro que el Capitán, iba delante, buscando los pasos más
fáciles a través de las peñas y saltando de una en otra sin vacilar.

Cuando hubieron llegado al llano se detuvieron, mirando atentamente en
torno suyo; pero no vieron nada sospechoso. Extendíase allí un lagunato,
cuyas orillas estaban cubiertas de _mulghe_, césped fortísimo que suele
alcanzar hasta quince pies de altura, y de _marras_, o madres de las
lianas, como también se las llama por su desmesurado tamaño.

--No sigas, Cornelio--dijo el Capitán--. Entre estas plantas pueden
esconderse salvajes.

--Pero harían algún ruido, y yo no oigo nada, tío.

--Es que me parece haber visto moverse aquel _lys_ real.

--¿Qué es eso?

--Hablo de aquella planta que se eleva a unos veinticinco pies de
altura.

Cornelio miró en la dirección indicada, y a los primeros resplandores
del alba descubrió, a treinta pasos de un grupo de _mulghe_, una alta
vara, terminada en una flor de espléndido aterciopelado, que debía de
tener por lo menos un metro de diámetro.

Aunque no soplaba la menor ráfaga de aire, aquella flor oscilaba como si
alguien la moviera o acabara de moverla.

--Es verdad, tío--le dijo, armando rápidamente el fusil--. Algún salvaje
ha pasado por allí.

--Es muy probable que nos espíen, Cornelio.

--Iré a registrar los _mulghe_.

--¿Estás loco, sobrino mío? ¿Quieres que te claven una azagaya en el
pecho o que te aplasten el cráneo con el _bomerang_?

--¿Qué es eso del _bomerang_?

--Es un proyectil que no falla nunca cuando es un australiano el que lo
maneja. Consiste en una estaca ligeramente curvada, que se lanza a brazo
y que va volteando por el aire. Los australianos la manejan con singular
destreza y no dejan de atinar nunca a bastantes pasos de distancia.
Quizás tengamos ocasión de conocer esa arma arrojadiza... Pero...
¡Calla!... ¡Esto sí que es raro!

--¿Qué ves?

--Mira hacia aquel matorral.

--Ya lo veo.

--¿Lo había antes?

--La verdad, no he puesto la bastante atención para poder asegurar nada;
pero, tienes razón, creo que no lo había.

--Pues yo estoy seguro de que en el lugar que ahora ocupa no había antes
absolutamente nada.

--Y ¿es posible que en pocos instantes haya crecido esa hierba? Nunca
podré creerlo.

--Pues te repito que antes no había nada en ese terreno.

--¿Nos ocultará alguna desagradable sorpresa?

--Mucho me lo temo, Cornelio.

El matorral de que hablaban estaba formado por veinte o treinta matojos
puestos en fila, y distaba menos de cien pasos de ellos.

--Pues yo, tío, voy pronto a aclarar ese misterio.

Y avanzando con el fusil amartillado hacia el matorral, observó con
asombro que iba retrocediendo, de manera que lo tenía siempre a igual
distancia delante de sí. ¿Era un engaño de la vista o aquellas plantas
estaban dotadas de movimiento?

El joven, en el colmo de la sorpresa, apretó el paso; pero la distancia
no disminuía, sino que más bien aumentaba.

--¡Tío!--exclamó--. ¡Estas matas huyen!

--Lo veo--respondió el Capitán, que le había seguido y que tampoco podía
ocultar su sorpresa.

--¿Conoces tú plantas que anden?

--No las conozco.

--Ni yo tampoco, ni tengo noticia de que los naturalistas hayan
encontrado plantas con patas.

--Y ¿qué deduces de eso?

Iba el Capitán a responder, cuando dos bultos se levantaron bruscamente
a pocos pasos de aquellas plantas y emprendieron rápida carrera hacia la
llanura; pero a saltos, como si fueran ranas gigantescas.

--¡Una pareja de kanguros!--exclamó Cornelio.

Apuntó rápidamente a los dos animales, que se alejaban velocísimamente;
pero Van-Stael le bajó el brazo, diciéndole:

--Deja tranquilos a los kanguros, que tienes necesidad de tus balas para
otros enemigos más temibles.

--¿Qué quieres decir?

--Que los australianos están delante de nosotros.

--¿Dónde? Yo no los veo.

--Detrás de las matas que andan.

--¡Oh!

--Sí, Cornelio. Esos tunos, para alejarnos de nuestro campamento, o tal
vez para que caigamos en una emboscada, han arrancado esas plantas y las
tienen en las manos con una habilidad sorprendente. No es un recurso
nuevo para esta gente, ahora que me acuerdo.

--¿Será verdaderamente así, tío?

--Sí, muchacho, y si fuera de día podrías convencerte.

--¡Canallas!

--Pero nosotros no seremos tan tontos que les sigamos hasta aquella
altura. Apostaría cualquier cosa a que en aquel bosque de eucaliptos
está escondida la tribu entera, dispuesta a echársenos encima.

--¿Sabrán que tenemos prisionero a su jefe?

--Desde luego lo sospechan. Con que, vamos, Cornelio; envía una bala a
esos hierbajos.

El joven, que era un valiente tirador y que quería demostrar a su tío
que no tenía miedo de los salvajes, no se dejó repetir la orden. Apuntó
rápidamente e hizo fuego.

El montón de hierba más cercano cayó en tierra, pues el proyectil había
hecho blanco. Al mismo tiempo cayeron los otros matojos; pero quedaron
en pie los quince indígenas que los sostenían. Trataron de acercárseles
con sus hachas de piedra en la mano y dando saltos como monos; pero
Van-Stael no les dejó tiempo para que llegaran hasta ellos.

Una lluvia de balines cayó sobre aquel grupo de hombres. No hacía falta
más para ponerles en fuga. Todos huyeron a la desesperada en dirección
al bosque, dando alaridos.

--¿Me equivocaba?--preguntó el Capitán.

--No, tío--dijo Cornelio.

--Espero que esta lección les bastará por ahora.

--¿Y después? ¿Crees que volverán?

--Sobre esto tengo mis dudas. Me inclino a creer que una de estas noches
los tendremos encima, Cornelio. Conozco a los australianos y sé que son
testarudos; pero nos encontrarán dispuestos a recibirlos, y no nos
dejaremos sorprender. Volvamos, valiente muchacho. Van-Horn y Hans
estarán intranquilos.

No era prudente seguir explorando aquella llanura, en la cual podían
exponerse a caer en alguna emboscada. Ya sabían que los australianos los
habían descubierto, y que debían estar muy sobre aviso para no ser
sorprendidos.

Seguros de que no les seguirían, al menos por el momento, pues los
indígenas del Continente sólo acostumbran atacar de noche, volvieron a
escalar las rocas y bajaron después al campamento.

Con gran sorpresa vieron que los trabajos no habían empezado aún, por
más que ya el sol había salido. Los pescadores se habían retirado hacia
las chalupas y discutían acaloradamente. Los preparadores del _trépang_
aún no habían encendido las fornallas y sostenían viva discusión con el
viejo marinero, el cual de vez en cuando daba alguna que otra puñada en
la rapada cabeza a los hombres amarillos.

--¿Qué pasa aquí?--preguntó Van-Stael desde lejos, arrugando el ceño.

--¿Habrán asaltado los indígenas el campamento?--dijo Cornelio.

--No puede ser: habríamos oído los tiros.

Acercáronse rápidamente y se dirigieron al grupo que formaban los
preparadores, los cuales parecían estar en rebeldía contra Van-Horn y
Hans.

--¿Qué significa este tumulto?--gritó Van-Stael, deteniéndose entre la
turba furibunda--. ¿Por qué no se trabaja?

--Porque no quieren seguir aquí más tiempo, Capitán--dijo Van-Horn--.
Dicen que no están dispuestos a dejarse comer por los australianos en
beneficio nuestro y del armador y consignatario del junco.

--¿Os subleváis, pues, por miedo?

--Queremos irnos de aquí, Capitán--dijo un chino que llevaba una trenza
de un metro de larga--. Queremos abandonar esta costa, en la cual los
salvajes abundan tanto como las peonías en nuestros jardines.

--Y yo deseo llevar mis huesos a mi patria, antes de que los dejen
limpios de carne estos salvajes--dijo otro.

--Sí; todos queremos marcharnos de aquí--añadieron los demás.

--Y yo--dijo Van-Stael, irguiéndose y mostrando sus manos
callosas--estoy sintiendo ganas de ataros a los quince por las trenzas y
abandonaros en la bahía, ¡Pillos!... ¡Ah! ¿Tenéis miedo, conejos del
Celeste Imperio?... ¡Mil truenos!... Yo no os he contratado para que
deis un viaje de placer alrededor del mundo, señores míos... ¡Van-Horn,
sujeta a este cobarde que dice que quiere abandonar esta costa, y mételo
en la barra por tres días!... ¡Y vosotros al trabajo, o, palabra de
marino, os hago sentir lo que pesan mis manos!... ¡Yo me entenderé con
los salvajes! ¡Vosotros, a vuestra obligación, y vivo!



V.--EL ASALTO NOCTURNO


Van-Stael era un marino valiente y un hombre de gran energía, y la
tripulación no lo ignoraba. Profundo conocedor de los hombres de raza
amarilla, sabía que la más pequeña debilidad de su parte podría serle
funesta, comprometiendo el éxito de la empresa que tan felizmente habían
comenzado.

Su actitud resuelta produjo excelente efecto en la tripulación,
turbulenta por naturaleza, pero también muy cobarde. Los pescadores
fueron los primeros en ponerse al trabajo, imitándoles los preparadores,
los cuales encendieron las fornallas; pero ni unos ni otros trabajaban
con la diligencia de los días precedentes.

El miedo los tenía cohibidos, y a no ser por la persuasión en que
estaban de no ser Van-Stael hombre que pasara por movimiento mal hecho,
no habrían tardado en refugiarse en el junco, abandonando el _trépang_
que se oreaba bajo los toldos.

A pesar de la activa vigilancia del Capitán, del Piloto y de los dos
jóvenes, cambiaban entre ellos rápidas palabras, señalando la altura
donde habían visto brillar el fuego misterioso, y echaban ojeadas
temerosas a las peñas que rodeaban la bahía, como si temieran ver
aparecer de improviso a los salvajes.

Tampoco estaban muy tranquilos el Capitán y sus compañeros. Presentían
algo grave. Temían que los salvajes estuvieran preparando algún furioso
asalto nocturno. Aunque nada sospechoso se viera ni se oyera en la
llanura, había muchos indicios de que los salvajes tramaban algún plan.

Hacia el Mediodía habían visto muchas bandadas de aves salir volando de
los bosques de eucaliptos y dirigirse hacia el Norte. Eran papagayos del
tamaño de tórtolas, con las plumas amarillas, verdes y azules,
pertenecientes a la especie de los _trichoglosses_; _chiorias-alba_,
especie de palomas algo mayores que las nuestras y con el plumaje
blanquecino; _milvus_, de plumas rizadas, blancas y negras; _cacatúas_ y
palomas magníficas, del tamaño de faisanes y con las plumas del pecho
azules, con reflejos metálicos, y las del dorso verdes obscuras, con
reflejos dorados.

Si estos pájaros abandonaban aquellos bosques en tan gran número debía
de ser por algún grave motivo. La presencia de unos cuantos salvajes no
habría bastado para espantarlos.

Más tarde, el Capitán y Cornelio, que se habían encaramado en lo alto de
una roca para observar la llanura, vieron salir de aquellos bosques
muchos _warangales_ huyendo hacia el Sur.

Los perros salvajes, llamados _dingos_, se parecen más a las zorras que
a los lobos. Son fuertes y fieros, y cuando están reunidos no le temen
al hombre. Si huían era, sin duda, porque no se tenían allí por seguros.

A la caída de la tarde, algunos _casoares_, grandes aves que tienen, a
veces, hasta cinco pies de alto y cuyas alas están reducidas a una
especie de muñones, que no les permite volar, huyeron a todo correr por
la llanura.

--Querido Cornelio--dijo el Capitán bastante inquieto--, creo que se nos
prepara una mala noche.

--¿Temes un asalto?

--Sí, hijo mío.

--Somos cuarenta, tío querido.

--Por lo que se ve, sigues contando con los chinos. A los primeros
disparos huirán a las chalupas, y nos dejarán solos.

--Es que tenemos dos lantacas a bordo, y podríamos desembarcarlas.

--Es verdad; pero no bastarán para rechazar a esa canalla.

--¿Temes que sean muchos?

--En las costas meridionales de Australia quedan pocos indígenas, porque
los colonos ingleses han ido acabando poco a poco con todos ellos; pero
aquí en las septentrionales los hay todavía en gran número, y podríamos
tener que vérnoslas con cuatrocientos o quinientos hombres.

--Un verdadero ejército para nosotros, que ni siquiera podemos contar
con los chinos. La cosa se pone seria, tío.

--Sí, Cornelio.

--Refugiémonos en el junco. Me han dicho que los salvajes australianos
no tienen canoas.

--Es verdad; pero ¿y nuestro _trépang_? Si se dan cuenta de que hemos
abandonado la playa, saquearán el campamento, y en pocas horas
perderemos el trabajo de siete días, y con él muchos miles de pesos,
pues ya tenemos recogida una verdadera fortuna en moluscos.

--Y ¿no podríamos embarcarlo?

--Es demasiado pronto, y se echaría a perder.

--Pues estamos en una cruel disyuntiva, tío. ¿Crees que los chinos
dormirán en tierra? Yo tengo mis dudas.

--Les obligaré a ello, aunque tenga que emplear la fuerza. Si los
salvajes nos ven en gran número, podrán detenerse; pero si sólo se
encuentran con nosotros cuatro, no dudarán en asaltar el campamento.
Bajemos, Cornelio.

Había cerrado la noche, una noche obscura como boca de lobo, pues la
luna se había ya puesto y el cielo estaba cubierto de grandes
nubarrones, que un viento cálido empujaba hacia el golfo de
Carpentaria.

Los chinos habían ya suspendido el trabajo, y después de cenar se habían
agrupado en la playa, discutiendo animadamente con el Piloto y con Hans.
No querían pasar la noche en tierra, y todos estaban resueltos a
retirarse a bordo del junco.

Cuando el Capitán y Cornelio llegaron al campamento habían ya botado al
agua las chalupas y estaban embarcándose en ellas, a pesar de las
amenazas de Van-Horn.

La llegada de Van-Stael los contuvo.

--¿Dónde vais?--les preguntó el Capitán amartillando resueltamente el
fusil.

--A bordo--dijeron algunos.

--¡A bordo, hato de haraganes! ¿Vais a abandonar el _trépang_?
¡Desembarcad, o al primero que toque un remo lo mato como a un perro!
Aquí nos quedamos nosotros, y aquí os quedaréis vosotros también.

--Es que los salvajes nos amenazan, señor--dijo un cabo de pescadores.

--También amenazan a mi _trépang_, y no me da la gana de
perderlo--respondió Van-Stael--. ¡A tierra, os repito!...

--Defended vos vuestro _trépang_--dijo una voz.

--¡Eh, tunante; ven aquí a repetir esas palabras, si te atreves, o deja
al menos que yo te vea la cara!--dijo el Capitán, perdiendo la
paciencia.

Ninguno respondió; pero tampoco ninguno hizo el menor ademán para saltar
en tierra.

--¡Ah! ¿Os rebeláis?--exclamó el Capitán--. ¡Van-Horn, Cornelio, Hans,
desembarcad las lantacas, y si estos hombres intentan alejarse, haced
fuego contra las chalupas!

El Piloto y los dos hermanos no se hicieron repetir la orden. Se
agarraron a los bordes de las chalupas y con dos vigorosos empujones las
embarrancaron en la playa, sacando a tierra las dos lantacas.

Los chinos, que tenían más miedo al Capitán que a los salvajes, bajaron
a tierra, aunque murmurando.

Van-Stael, para animarles un poco, hizo destapar un barrilito de
_sam-sciú_, especie de aguardiente de arroz fermentado que se fabrica en
China, y lo distribuyó abundantemente entre todos. Si sabía hacerse
temer de aquella gente, sabía también hacerse querer.

--¡Animo!--les dijo--. No somos tan pocos que nos vayamos a dejar comer
de un bocado por los australianos, y ni las armas, ni la pólvora, ni las
balas nos faltan. Mostremos a estos brutos cómo se defienden los hombres
de mar.

Estas animosas palabras produjeron poco efecto en la tripulación china,
que, en vez de acampar junto a las fornallas y los toldos, se quedó en
la playa, para poderse embarcar más fácilmente. Decididamente, los
holandeses no debían contar para nada con aquellos hombres, más
dispuestos a huir que a ayudarlos.

Van-Stael tenía que resignarse; pero no dejó de tomar sus medidas para
defenderse de los antropófagos.

Hizo colocar las dos lantacas en la playa, de manera que batieran los
dos pasos abiertos entre las rocas de la costa y por las cuales podían
desembocar los indígenas. Después mandó traer a tierra un centenar de
botellas vacías, que hizo reducir a cascos, los cuales esparció
alrededor de los toldos de _trépang_. Aquellas puntas agudas y cortantes
eran un serio obstáculo para los pies desnudos de los antropófagos.

Terminados aquellos preparativos, esperó tranquilamente la acometida del
enemigo, haciendo él la primera guardia en compañía de Hans y de seis
chinos, escogidos entre los mejores. Van-Horn y Cornelio debían
relevarle a media noche.

Esta era obscura y muy a propósito para un asalto. Los silbidos del
viento, al pasar por entre las peñas, y el ruido del oleaje al batir en
las escolleras, bastaban para impedir que pudiera sentirse la
aproximación de un ejército de salvajes.

Van-Stael y Hans estaban muy apercibidos y no apartaban la vista de las
peñas. De vez en cuando, mientras los chinos, más espantados que nunca,
permanecían amontonados junto a las tiendas, llegaban hasta los
depósitos de _trépang_, temerosos de que los indígenas los estuvieran
saqueando, o reconocían la playa para asegurarse de que las anclas del
junco seguían sólidamente agarradas a los fondos.

Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba
ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda
los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto.

A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo,
como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos.

--¿Nada de nuevo, tío?--preguntó Cornelio al Capitán.

--Hasta ahora no; pero no os descuidéis, pues temo que la noche no pase
sin alarmas.

Entró en la tienda con Hans, que se caía de sueño, y el piloto y
Cornelio se sentaron junto al fuego con los fusiles entre las rodillas.

Media hora llevarían velando cuando oyeron a corta distancia lúgubres
aullidos.

--Los _warangales_--dijo Van-Horn, levantándose--. ¿Cómo se atreven a
llegar tanto aquí esos perros salvajes? ¿Qué os parece, señor Cornelio?

--Algún perro hambriento--respondió el joven.

--¡Hum! No me parece eso.

--Pues ¿qué creéis que sea?

--Tal vez una señal.

--Pues a mí me han parecido esos aullidos naturales.

--¿Veis algo?

--No.

En aquel instante se oyó de nuevo el aullido, pero más cercano.

--No es un _warangal_, señor Cornelio--dijo Van-Horn, palideciendo--.
Esto es una señal; no me equivoco.

--¿Se acercarán los salvajes?--preguntó el joven, levantándose con
rapidez.

--¡Silencio!

--¿Habéis oído algo?

--Mirad allí, junto a las hornillas. ¿Veis algo?

--Sí, descubro una sombra negra. La noche está obscura; pero la veo
moverse.

--Y yo veo otras sombras bajar por las rocas.

--Es verdad. Ahora veremos.

Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y
apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos
agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de
_trépang_. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos
dolorosos.

--¡Ah!--exclamó Van-Horn--. Los vidrios de las botellas destrozan los
pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!

Se dirigió hacia la lantaca, que tenía cerca, y después de apuntarla
hacia las sombras que se movían, la disparó, cubriéndolas de una lluvia
de metralla. Al cañonazo siguieron otros siete u ocho disparos de los
chinos de guardia.

Los gritos, de dolor se trocaron en tremendo vocerío. Una masa enorme de
cuerpos humanos se precipitaba por las rocas con velocidad vertiginosa:
eran ciento, doscientos, cuatrocientos; porque parecía que no acababan
nunca.

Van-Stael, Hans y los chinos, despertados por el vocerío y los disparos,
se pusieron en pie; pero mientras los dos primeros se dirigían hacia los
depósitos de _trépang_, para evitar que fueran saqueados, los chinos
huían en tropel hacia la playa para embarcarse en las chalupas.

--¡Adelante, muchachos!--había gritado el Capitán; pero sólo siete u
ocho hombres le siguieron.

Eran un puñado de hombres contra un ejército; pero no cabían
vacilaciones en aquellos momentos.

El Capitán y los suyos avanzaron descargando los fusiles contra las
espesas filas de los asaltantes, mientras el piloto, que se había
quedado solo, disparaba la lantaca, sembrando la muerte con una
granizada de hierro y de plomo.

De pronto, los antropófagos se detuvieron en su formidable asalto. Los
que llegaron primero a los depósitos de _trépang_, al pisar con los pies
desnudos sobre los vidrios, se echaron atrás, dando alaridos. Algunos,
que cayeron entre los pedazos de botellas, que les cortaban las carnes,
se retorcían desesperadamente, regando el terreno de sangre. Los otros,
espantados y no sabiendo de qué peligro se trataba, se detuvieron
también vacilantes, hasta que, al fin, optaron por volver las espaldas y
huir hacia las peñas.

Una doble descarga de las lantacas y los fusiles apresuró su retirada, y
en breve desaparecieron todos por la vertiente opuesta.

--¡Bravo, valientes muchachos!--gritó Van-Stael--. Es una lección que no
olvidarán en mucho tiempo. ¡A los depósitos de _trépang_, amigos míos!
Veo algunos indígenas moverse por allí.

Se lanzó hacia las tiendas, entre las cuales se revolcaban algunos
australianos en las últimas convulsiones de la agonía; y cuando estuvo
cerca dió un grito de furor.

--¡Oh!... ¡Miserables!

--¿Qué pasa, tío?--preguntaron Hans y Cornelio, que habían acudido a la
exclamación de Van-Stael.

--¡Que estamos arruinados, hijos míos!

--¿Han saqueado los depósitos?

--Peor que eso. Nos han imposibilitado para pescar más, pues han robado
las calderas, y no tenemos otras.

--¡Las calderas!--exclamó Cornelio.

--Sí, sobrino--dijo el Capitán con voz ronca--. ¿Cómo vamos a preparar
en adelante el _trépang_? La estación de pesca apenas ha comenzado y no
tenemos aún más que la décima parte de la carga.

--¡Sigámosles, tío!--exclamó Cornelio.

--¿A quiénes? ¿A los ladrones?

--Y ¿por qué no? ¿Vais a volver a Timor con esas pocas _olutarias_,
mientras podemos pescar diez veces más?

--Yo opino lo mismo--dijo Hans--. Aprovechemos los momentos para
seguirlos.

--Pero ¿querrán venir con nosotros los chinos?

--No, señor--dijo Van-Horn, acercándose--. Esos cobardes se han
embarcado y se resistirán a volver a tierra.

--¡Canallas!--exclamó el Capitán con ira--. ¡Ahora todo se ha perdido!

--Y ¿qué pueden hacer los australianos con nuestras calderas? Estoy
seguro, Capitán, de que las han abandonado en la llanura, para no cargar
con un peso inútil, que les estorbaría en su fuga.

--Tal vez tengas razón, mi viejo Horn. Vaya, no perdamos tiempo; y si
los salvajes están todavía a tiro de fusil, tratemos de aligerar su
retirada. Al ser asaltados, quizá abandonen las calderas. ¡Andando; a
escalar las rocas!



VI.--LA ORGÍA DE LA TRIPULACIÓN


Era inútil pensar en seguir pescando mientras no volvieran a su poder
las pailas para la preparación del _trépang_. Cierto es que hubieran
podido secar al sol los moluscos; pero esta operación requería mucho
tiempo, y no podían disponer de él a causa de la hostilidad constante de
los salvajes.

Como había observado el piloto, no era probable que los australianos
hubieran transportado muy lejos las pailas, tanto por su peso,
relativamente grande, como por su ninguna utilidad para ellos. No
podían, con todo, los pescadores perder el tiempo; porque si los
fugitivos llegaban a los bosques de eucaliptos sin abandonar su presa,
no les quedaba otro recurso al Capitán y los suyos que levar anclas y
desplegar las velas, abandonando aquella bahía tan rica en _olutarias_.

Van-Stael se lanzó a todo correr por una de las gargantas de las rocas,
seguido del piloto, de Cornelio y de Hans. Aunque aquel paso era áspero
y difícil, lo atravesaron en pocos minutos y bajaron a la llanura.

La obscuridad era tan completa, que no podían distinguir los grupos de
caníbales, aunque oían muy bien su salvaje clamoreo, alejándose hacia el
Este, en dirección de la colina y el bosque.

--No están a más de una milla de aquí--dijo el Capitán, después de
escuchar con atención un rato.

--Tratan de llegar al bosque--dijo Cornelio.

--¿Está lejos?--preguntó Van-Horn.

--Seis o siete millas.

--Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son
buenos andarines.

--También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro,
les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas!

--Y para ver si han abandonado las calderas--añadió Van-Horn.

Siguieron a buen paso, inclinándose hacia el Este; pero los australianos
no se dormían tampoco en su marcha, pues la delantera que les llevaban
no menguaba un ápice, a juzgar por el rumor de sus voces.

El Capitán, que no estaba tan ágil como los dos jóvenes, maldecía de la
ligereza de los salvajes, y Van-Horn seguía a duras penas la marcha,
resoplando como una foca.

De pronto, cuando llevaban andadas cerca de dos millas, el viejo piloto
tropezó en un cuerpo duro, que despidió un sonido metálico.

El encontrón había sido tan brusco, que estuvo a punto de caerse; pero
se repuso al momento, y exclamó:

--¡No me había equivocado!

--¿Qué has encontrado, viejo?--le preguntó el Capitán.

--Ya os decía yo que no tardarían estos caníbales en desembarazarse de
un peso inútil. Me ha faltado poco para romperme la cabeza contra una de
nuestras calderas.

--¡Qué suerte! ¿Estará la otra por estos alrededores?

--Nada extraño sería. Los mismos motivos que han tenido para abandonar
ésta tienen que inducirlos a soltar la otra.

--¡Silencio!--dijo Cornelio.

--¿Qué hay?

--No oigo más los gritos de los salvajes, tío.

--¿Habrán ya llegado al bosque?

--¿Habrán advertido que los seguimos?

--Preferiría que volviéramos a la playa, ahora que tenemos una caldera.
Podríamos muy bien pasarnos sin la otra.

--¡Oh, oh!--exclamó Van-Horn--. ¡A tierra todo el mundo!

Oíase en el aire un extraño ruido que se acercaba rápidamente. Los
cuatro holandeses se dejaron caer al suelo, aunque Hans y Cornelio
ignoraban el peligro que les amenazaba.

Poco después, a pocos pasos de ellos, oyeron un ligero golpe, como si un
cuerpo duro hubiera tocado contra el suelo. Después volvieron a oír un
ruido semejante; pero esta vez alejándose.

--Es un _bomerang_--dijo Van-Stael--. Esos tunos se han dado cuenta de
que los seguimos.

--¿Es uno de esos palos ligeramente curvados, de que me
hablaste?--preguntó Cornelio.

--Sí, y hubiera podido rompernos la cabeza a cualquiera de nosotros.

--Me parece que ha vuelto atrás después de tocar al suelo.

--Ha vuelto a la mano del hombre que lo lanzó.

--¿El _bomerang_?

--Sí, Cornelio. El _bomerang_, que es sencillamente un palo de unos tres
pies de largo, algo redondo en uno de sus extremos, es un arma
sorprendente; pero que sólo los australianos saben manejar. Lo lanzan
hacia adelante, y después de dar en el punto a que lo dirigen, vuelve a
sus manos, describiendo en el aire una curva parecida a una parábola. Si
tiene ese hecho su razón en la forma especial del _bomerang_, o en la
manera de arrojarlo, o en ambas cosas a la vez, no se sabe a ciencia
cierta.

--¿Estará muy lejos el salvaje que lo ha lanzado?

--A cincuenta o sesenta pasos. ¿Distingues algo?

--Está tan obscuro, que no se ve a un hombre a quince pasos de
distancia.

--Batámonos en retirada, Capitán--aconsejó Van-Horn--. Si se enteran de
que no somos más que cuatro, se nos echarán encima. No hay tiempo que
perder, porque dentro de media hora empezará a clarear.

--Y ¿qué hacemos con la paila?

--La llevaremos entre nosotros dos. Vuestros sobrinos, que son muy
buenos tiradores, se encargarán de tener a raya a los salvajes.

--Tienes razón, viejo mío. Si el alba nos sorprende lejos del
campamento, estos tunos se nos echarán encima y tendremos que abandonar
la caldera. ¡Hans, Cornelio!: os confiamos nuestra defensa.

--El primero que se acerque demasiado es hombre muerto--dijo Cornelio--.
Mis balas van adonde yo las mando.

--Apresuraos, tío--dijo Hans--. Creo percibir sombras negras moviéndose
a lo lejos.

--Partamos, Van-Horn.

Cargaron entre los dos con la caldera, que pesaba cerca de un quintal, y
se pusieron en marcha, aligerando lo posible el paso, mientras los dos
jóvenes, con los fusiles dispuestos, no perdían de vista a los salvajes,
los cuales avanzaban en dispersión para presentar menos blanco a los
tiros enemigos.

Ya no podía caber duda alguna. Advertidos de que los seguían, se
detuvieron, preparándose a un nuevo asalto, pero con gran prudencia,
pues ignoraban la fuerza de sus enemigos. De cuando en cuando, algún
_bomerang_ sonaba en el aire y volvía a las manos del que lo había
arrojado; pero la obscuridad protegía a los cuatro holandeses, los
cuales apresuraban su retirada para no ser descubiertos.

No podía tardar en ser de día, y si los australianos llegaban a verlos
era segura su acometida, que sólo cuatro hombres, aun armados de fusiles
y resueltos a defenderse, no eran bastantes para resistir.

--¡Adelante!--repetía Van-Stael, que trataba de adelantar camino--.
Pronto llegaremos al campamento, y, una vez allí, podremos refugiarnos
en el junco.

El peso de la caldera les impedía caminar con rapidez; por otra parte,
el terreno, pedregoso y cubierto de malezas, les obligaba a dar rodeos,
haciéndoles perder un tiempo precioso.

Estaban ya a mil quinientos pasos de la cadena de peñas que limitaban la
bahía, cuando los australianos, que hasta entonces los habían seguido
andando a gatas, se pusieron en pie. ¿Se habían ya dado cuenta del
exiguo número de sus enemigos y se decidían a asaltarlos?

--¡Hans! ¡Cornelio!--exclamó Van-Stael--. ¡Estad muy prevenidos!

Dos tiros de fusil le respondieron. Los dos valientes jóvenes habían
comenzado el fuego, y sus balas debieron de hacer blanco, porque a los
disparos siguieron rabiosos alaridos y gritos de dolor.

--¡Huíd!--gritó Van-Stael.

--Aún no, tío--dijo Cornelio--. Tira al centro de las filas, Hans, y no
desperdicies las balas.

--Están sólo a cien pasos, y los veo muy bien, Cornelio.

--¡Fuego, pues!

Un momento después resonaron otros dos disparos. Los alaridos de los
australianos les hicieron ver que también habían acertado en su
puntería, poniendo a dos enemigos más fuera de combate.

Los dos jóvenes retrocedieron precipitadamente, cargando los fusiles, y
llegaron adonde estaban el Capitán y el piloto, los cuales no habían
abandonado la caldera.

--¿Estáis heridos?--les preguntó Van-Stael.

--No, a Dios gracias--respondieron.

--Poneos fuera del alcance de los _bomerang_. ¿Está lejos la bahía?

--Estamos ya muy cerca; pero empieza a clarear. Las estrellas brillan ya
muy poco--dijo Hans.

--¡Un último esfuerzo, Van-Horn!

--Soy de hierro, Capitán.

--¡Helos ahí!--exclamó Cornelio--. ¡A mí, Hans!

Los australianos se acercaban a la carrera, dando gritos y blandiendo
sus azagayas de puntas de hueso y sus hachas de piedra verde, sujetas a
los mangos con goma xantorrea, que es solidísima.

A los primeros albores pudo distinguírseles fácilmente. Eran como
trescientos o cuatrocientos; todos de mediana estatura y miembros
débiles, cabezas lanudas y pechos cubiertos de tatuajes. Adornábanse con
collares de dientes de animales y llevaban por toda vestimenta pieles de
kanguro sobre los hombros. Iban pintados imitando esqueletos, como el
jefe de la tribu que estaba preso a bordo del junco.

Guiábanlos tres jefes, fáciles de reconocer por las plumas de cacatúa
con que se adornaban la cabeza y por las colas de perro salvaje que
llevaban a la cintura.

Tampoco faltaban entre ellos algunos _malgara docks_, sacerdotes y
médicos a un tiempo, que tanto curan heridas o enfermedades como
celebran matrimonios.

Aquella turba feroz y hambrienta se disponía a arrojarse sobre los
cuatro blancos, con cuyos cuerpos contaba para darse un banquete; pero
el temor los tenía vacilantes.

Cornelio y Hans, parapetados tras de unos pedruscos, hacían fuego sin
cesar, procurando herir a los jefes y a los sacerdotes, mientras su tío
y el piloto se alejaban corriendo para llegar pronto a las peñas, de
las cuales distaban ya muy poco. Tenían esperanza de llegar pronto a la
orilla del mar si los dos valientes jóvenes conseguían retardar el
asalto algunos minutos.

Los australianos, que temían que se les escapara su presa, no cejaban, a
pesar de los incesantes disparos de Hans y de Cornelio.

Adelantábanse, aunque lentamente, blandiendo las azagayas, las hachas y
los _bomerang_, vociferando como locos y prorrumpiendo en aullidos
feroces cada vez que uno de ellos caía a tierra, muerto o herido por un
disparo.

Los dos heroicos jóvenes seguían resistiendo, para dar tiempo a su tío y
al piloto de llegar a la costa. Peleaban como soldados veteranos,
cargando y descargando sus fusiles sin cesar un punto.

Cuando se vieron dentro del alcance del _bomerang_ fueron retrocediendo
paso a paso hasta ponerse a unos seiscientos de la costa, donde se
apostaron tras de unas peñas.

--Que apuntes bien, Hans--dijo Cornelio--. El tío y Horn están ya cerca
de las rocas, y si podemos retardar el avance de los salvajes unos
cuantos minutos, la caldera estará a salvo. ¡Guárdate de los palos
volantes y de las hachas!

--No temas, Cornelio; mis balas no se pierden.

--¡Fuego!

Otros dos salvajes, que se distinguían por sus desaforados gritos y que
iban delante de los demás, animándolos, cayeron a unos cuatrocientos
pasos de nuestros jóvenes. La muerte de aquellos dos hombres, uno de los
cuales era brujo o sacerdote, pareció excitar la furia de los salvajes.

Abandonando toda precaución, avanzaron como un torrente impetuoso, dando
gritos horribles y arrojando sus azagayas, sus hachas y sus _bomerang_.

No era ya posible detenerlos: para ello hubiera sido preciso un cañón
cargado de metralla. Cornelio y Hans descargaron una vez más sus
fusiles, y después huyeron, confiando su salvación a sus piernas.

El Capitán y Van-Horn habían ya llegado a las primeras rocas y las
escalaban, empujando la caldera delante de ellos.

--¡Pronto, muchachos!--gritó Van-Stael, al ver a sus sobrinos seguidos
por los caníbales.

--No temáis, tío--le contestó Cornelio--; tenemos buenas piernas.

Entre tanto los salvajes, aunque corrían a la desesperada, sin dejar de
lanzar sus armas, no lograban alcanzar a los dos jóvenes, que corrían
como ciervos.

En pocos momentos llegaron a las rocas y las escalaron sin detenerse.

Iban a volverse para disparar otra vez, cuando vieron al Capitán
abandonar la caldera.

--¿Estás herido, tío?--le preguntó Cornelio, corriendo hacia él.

--¡No! ¿Oyes?... ¡Escucha tú también, Van-Horn!

Todos aguzaron los oídos. Mientras por el lado de tierra seguían
oyéndose los gritos salvajes de los australianos, hacia la bahía
percibíanse risotadas, cantos y gritos proferidos por voces roncas, como
de borrachos.

--¡Gran Dios!--exclamó Van-Horn--. ¿Qué han hecho nuestros chinos?

--¿Se habrán vuelto locos de miedo?--dijo Cornelio.

--¡No! ¡Me temo que todos estén borrachos!--murmuró el Capitán,
poniéndose pálido--. En mi camarote había cinco barriles de
_sciam-sciú_. ¡Corramos pronto, amigos, o habrá una horrible matanza!

Abandonaron la caldera, que rodó hasta la llanura chocando de roca en
roca, y con el corazón oprimido por la angustia y la frente bañada en
frío sudor, atravesaron la última línea de rocas y bajaron hacia la
playa.



VII.--LOS DEVORADORES DE CARNE HUMANA


El Capitán no se había equivocado: en el campamento reinaba el desorden
más espantoso.

La tripulación china, que los había abandonado vilmente en el momento en
que iban a emprender la persecución de los salvajes para recobrar las
calderas, no estaba a bordo del junco. Todos habían desembarcado, y
estaban dispersos entre las tiendas, los depósitos de _trépang_ y las
hornillas; ¡pero en qué estado!

Aquellos miserables, en vez de prepararse para hacer frente a los
australianos en el caso probable de que volvieran a presentarse, se
habían aprovechado de la ausencia de los blancos para saquear la
despensa del buque y el camarote del comandante.

Olvidando la más elemental prudencia, todos habían desembarcado,
abandonando el junco, con peligro de que el viento o las corrientes lo
arrojaran contra la costa, y se entregaron a una desenfrenada orgía.

Después de romper los barriles de carne salada y de comerse las
conservas, cuyas cajas se veían esparcidas por el suelo, embistieron con
el _sciam-sciú_ del Capitán y se emborracharon por completo.

Unos yacían amontonados; otros seguían bebiendo y cantando con voces
roncas y destempladas; los había en estado de verdadero delirio, que se
peleaban como fieras, dándose furiosos puñetazos en las peladas cabezas,
mientras que otros, que no habían perdido del todo los sentidos, se
entregaban al juego en medio de atronador vocerío. El jefe de los
pescadores y el contramaestre, agarrados del brazo, bailaban en torno de
los barriles, declamando versos chinos.

Ninguno de aquellos beodos se acordaba de los salvajes, ni mucho menos
del Capitán y sus compañeros, a quienes daban ya por muertos y asados.
Van-Stael, arrebatado de furor, se lanzó en medio de aquella patulea de
borrachos, gritando:

--¡Miserables! ¿Qué habéis hecho?

El jefe de los pescadores se le puso delante, vacilando sobre sus altos
zuecos de planta de fieltro, diciendo:

--¡Hola! ¡Os creía muerto, Capitán!

--¡Os habéis emborrachado, canallas!--le dijo Van-Stael, amenazándole
con el puño.

--¡Sí, sí!--añadió el chino, tartamudeando--. ¡Bebed... el _sciam-sciú_
es... excelente!... Aún... queda... Lo juro...

--Pero, ¡desgraciado!; ¿no oyes los gritos de los salvajes?

--¡Los salvajes!... ¡Ah, sí!... Bebamos _sciam-sciú_. ¡Bebamos!

--Te van a comer, ¡estúpido!... ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Miserables!

El chino balanceó estúpidamente la cabeza y comenzó otra vez su baile
alrededor de los barriles, acompañándose con cánticos. Van-Horn lo echó
a rodar de un tremendo puntapié.

Entre tanto, Hans y Cornelio se habían precipitado hacia los otros para
obligarles a huir en las chalupas; pero aquellos desgraciados ni
atendían a razones ni llegaban a comprender el tremendo peligro en que
estaban. Uno solo, menos ebrio que los demás, se apresuró a ganar una de
las chalupas; pero los demás siguieron jugando, bebiendo, cantando o
durmiendo.

--Tío--dijo Cornelio--; están todos borrachos perdidos y no es posible
hacerles entrar en razón.

--¡Oh, miserables--exclamó el Capitán, empujando con rabia al maestro y
al cabo de pescadores hacia las barcas--. ¡Esto era cuanto me faltaba!
¡Pronto, Van-Horn, Hans, Cornelio: coged a estos bribones y echadlos en
las chalupas!

--¿Tendremos tiempo para eso? Oigo ya muy cerca los gritos de los
australianos--dijo el piloto.

--Tratemos de salvar a los más que podamos. ¡Pronto, amigos! No
perdamos los minutos, que son preciosos.

Lanzáronse los cuatro en medio de aquella turba de borrachos, que no
querían atender a razones, y a puñetazos y puntapiés condujeron a diez o
doce a la playa, y fueron arrojándolos uno a uno en la chalupa más
cercana. Varios de ellos, testarudos, como todos los borrachos, se
resistían a embarcarse, tratando de acercarse a los barriles para beber
un último sorbo.

Los cuatro holandeses iban ya a traer a las chalupas a los demás chinos,
cuando los salvajes, que desembocaban ya por las dos gargantas, entraron
en el campamento con ímpetu irresistible.

--¡Huíd!--gritaron Van-Stael, Van-Horn y los dos jóvenes, echando mano
de las armas.

Los chinos, al oír el clamoreo de los caníbales y al ver caer sobre
ellos una lluvia de azagayas y _bomerangs_, comprendieron, al fin, el
peligro que les amenazaba, y al punto se les disiparon los vapores de la
borrachera. Por desgracia, era ya demasiado tarde para que pudieran
embarcarse en las chalupas.

Los salvajes los rodearon al momento. El Capitán y sus compañeros habían
tenido tiempo de huir hacia la playa, desde donde rompieron el fuego
contra los indígenas, apuntando especialmente a los jefes y a los
brujos.

¡Vanos esfuerzos! Los salvajes, a pesar de los estragos que las balas
hacían en ellos, no retrocedían. Los chinos no caían sin defenderse,
luchando desesperadamente a puñetazos y puntapiés y golpeando a los
caníbales con las espumaderas, los arpones, los cuchillos y hasta con
troncos encendidos que sacaban de las fornallas. Trataban a toda costa
de llegar a la playa y ganar las chalupas, donde les esperaban el
Capitán y sus compañeros.

Muchos antropófagos yacían en tierra, muertos o gravemente heridos; pero
los chinos tenían pocas esperanzas de escapar, y no pocos de ellos
habían sido muertos.

Dos veces había disparado Van-Horn las lantacas, aun a riesgo de herir o
matar a algunos chinos, y dos veces también intentó Van-Stael abrirse
paso por entre los caníbales para socorrer a aquellos desgraciados; pero
todo fué inútil.

Al contrario, un centenar de aquellos salvajes intentaron acabar con los
blancos y los chinos que presenciaban aquel furioso combate, y se
dirigieron tumultuosamente a la playa.

No había que perder un momento. Para los tripulantes que se habían
quedado en tierra no había ya salvación posible y los más de ellos
habían ya perecido. No era prudente exponer a igual suerte a los que se
habían salvado.

--¡A mí, Horn!--gritó el Capitán--. ¡A mí, Cornelio, Hans! ¡Salvemos a
los hombres que están en las chalupas!

Manejando los fusiles como mazas, se arrojaron sobre los salvajes,
matando a unos cuantos de ellos y logrando contenerlos por algunos
instantes; pero los salvajes volvían a arremeter, animándose con gritos
feroces.

--¡Huíd!--gritó el Capitán a los chinos de una de las chalupas, que
parecían estar medio aturdidos.

En seguida se embarcó en la otra, seguido de Horn, Hans, Cornelio y un
joven pescador, que había logrado abrirse paso hasta ellos a arponazos.

Empuñaron los remos y se alejaron a toda prisa, protegidos por los
disparos de los dos jóvenes. Los chinos de la otra chalupa trataron de
seguirlos; pero los salvajes lograron agarrarla por una de las bandas
antes de que se alejara de la orilla y la volcaron con todos los
desgraciados que conducía.

--¡A la lantaca, Horn!--dijo el Capitán con acento desesperado--.
¡Apunta bien!

Soltó Horn el remo; cargó rápidamente el cañoncito y regó la playa con
una rociada de balines. Siete u ocho antropófagos cayeron; pero los
otros se arrojaron al agua, y agarrando a los chinos por las trenzas y
por los pies, los sacaron a tierra.

Por algunos instantes se oyeron los desesperados gritos de los
amarillos, que a poco fueron sofocados por el espantoso vocerío de los
salvajes.

Van-Stael, loco de dolor y de ira, quería volver a tierra para entablar
una lucha suprema y morir o vencer; pero Van-Horn, Hans y Cornelio
impelieron vigorosamente la chalupa hacia el junco.

Todo se había ya perdido, pues la tripulación había sido aniquilada.

Habría sido, pues, una verdadera locura y un sacrificio inútil entablar
combate con enemigo tan numeroso.

--¡Dejadme ir a tierra!--exclamaba el pobre Capitán, mesándose el
cabello--. ¡Dejad que vaya a vengar a mi tripulación!

--¿Para haceros matar, señor?--respondía el viejo piloto--. No; hemos
hecho todo lo posible por salvarlos, y no debéis seguir exponiendo
vuestra vida ni la de vuestros sobrinos.

La chalupa, después de atravesar la bahía, llegó hasta el junco, que
había sido abandonado por la tripulación en masa. Subieron al puente,
izaron la chalupa para impedir que los salvajes se apoderasen de ella y
colocaron la lantaca en el castillo, cargándola de metralla.

--Señor--dijo Van-Horn, acercándose al Capitán, que dirigía miradas
feroces sobre los salvajes, esparcidos por la playa--. Creo que nada
tenemos ya que hacer en esta bahía.

--¿Qué quieres decir, Horn?

--Que lo mejor sería desplegar velas y hacernos a la mar, antes de que
los salvajes encuentren el medio de intentar el abordaje del junco.

--¿Y pretendes que abandone a los chinos?

--No habrán dejado uno vivo, señor. Mirad: encienden grandes hogueras en
la playa.

--Es que no debemos dejarles que se los coman tranquilamente, Horn.
Tenemos aún una lantaca y nuestros fusiles.

--Y los salvajes se parapetarán detrás de las rocas, poniéndose así a
cubierto de nuestras balas.

--¿Y crees tú que los chinos hayan muerto todos? ¿Habrá alguno vivo?

--Se le oiría gritar o lo veríamos. Los caníbales están todos en la
playa y en medio de ellos no veo más que muertos.

--Es verdad--murmuró Van-Stael con amargura--. Los han matado a todos y
me han inutilizado todo el _trépang_. ¡Qué pérdida, Van-Horn!

--Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros
marineros, señor. Si no se hubieran aprovechado de nuestra ausencia para
abandonarse a sus instintos rapaces, todos estarían vivos y a bordo de
este buque.

--Es verdad. Nosotros lo hubiéramos intentado todo por salvarles. Pero
¿qué dirá nuestro armador al vernos regresar sin _olutarias_ y sin
tripulación?

--Peor caso es el de muchos otros pescadores, que perdieron los buques y
la vida.

--Es cierto, Van-Horn.

--Partamos, señor. Sólo somos cinco y los antropófagos son, por lo
menos, cuatrocientos. Si nos abordan estamos perdidos.

--Bueno, pues levemos anclas y a desplegar velas, Van-Horn. No quiero
que mis sobrinos caigan en poder de esos salvajes.

--Señor Hans, señor Cornelio, y tú, Lu-Hang--dijo el piloto dirigiéndose
a los jóvenes y al pescador--, ayudadme.

--Levemos el ancla de popa--dijo el Capitán--. El viento sopla del Este,
y pondremos la proa hacia la salida de la bahía.

Van-Horn subió al castillo para examinar antes la posición del ancla;
pero a poco se le vió palidecer y hacer un gesto de furor.

--¡Capitán!--exclamó con voz descompuesta.

--¿Qué ocurre?--preguntó Van-Stael.

--La cadena está cortada y el ancla perdida.

--¿Cortada? ¡Imposible! Era muy gruesa y además bastante sólida.

--¡También ha desaparecido la de proa!--gritó Cornelio, que había subido
también al castillo.

Van-Stael se asomó a la proa y vió que, en efecto, estaba también rota
la cadena de la segunda ancla. Sólo había un pedazo de ella pendiente
del escobén. El último anillo parecía haber sido roto a hachazos.

Van-Stael se acercó al joven pescador chino y sacudiéndole vigorosamente
le dijo apretando los dientes:

--¡Canalla! ¿Qué habéis hecho durante nuestra ausencia? ¿No os bastaba
con saquear la despensa de los víveres y la de mi camarote, sino que aun
queríais que naufragara el buque?

--No, señor--respondió el chino--. Ninguno de nosotros ha cortado la
cadena. Lo juro por Buddha y Confucio.

--¿Estás seguro, Lu-Hang?

--Sí, Capitán. Yo estaba en el puente cuando mis compatriotas tuvieron
la desdichada idea de embriagarse con vuestro _sciam-sciú_, y no vi a
ninguno romper las cadenas.

--¿Y quién supones entonces que pueda haber sido?

--No lo sé, señor.

A poco el Capitán se dió un golpe en la frente y lanzó un grito.

--¡Van-Horn!--exclamó.

--¡Señor!

--¿Dónde está el salvaje que hicimos prisionero?

--Debe de estar aún en la cala.

--¡Vamos a ver!

Bajaron a la cámara de proa y pasaron después a la estiba; pero el
salvaje no estaba ya allí. En el sitio que había ocupado se veían
algunos trozos de cuerda deshilachados, como si hubieran sido roídos por
unos dientes fuertes.

--¡Ahora lo comprendo!--exclamó Van-Stael--. El muy pillo, aprovechando
la orgía de los chinos, cortó las cuerdas con los dientes y rompió las
cadenas a hachazos para que el junco embarrancase en las escolleras de
la bahía!

--¿Y por qué no se mueve el barco si no está anclado? El reflujo ha
debido llevarle fuera de la bahía.

--Tengo miedo de comprender tus palabras, Van-Horn.

--¿Las comprendéis?

--Sí; estamos embarrancados.

--Tengo ese temor, Capitán.

--Subamos, Van-Horn.

Abandonaron la estiba y subieron a cubierta, asomándose por la amura de
babor. Sólo entonces advirtieron que la nave estaba ligeramente
inclinada y que su carena se apoyaba a estribor sobre un banco de arena
cubierto por media braza de agua.

--Estamos embarrancados--dijo el Capitán, secándose el frío sudor que le
bañaba la frente--. ¿Baja la marea?

--Sí, Capitán.

--¿Qué hora es?

--Las once.

--Dentro de cuatro horas será la pleamar. Esperemos con confianza que
nos ponga a flote.

--¿Y si no llega la marea a desencallarnos?

--Tenemos la chalupa y nos encomendaremos a Dios y a las olas.



VIII.--EL GOLFO DE CARPENTARIA


Entre tanto, los australianos seguían en la playa. No contentos con
haber matado a la tripulación china ni con haberse apoderado de los
depósitos de _trépang_, que debían proporcionarles abundantes comilonas,
parecían querer apoderarse también de los últimos supervivientes y del
junco, creyéndolo cargado de víveres, y, sobre todo, de licores.

Se agitaban vociferando alrededor de las escolleras; medían con sus
azagayas la profundidad del agua, esperando encontrar bancos que
llegaran hasta el junco, y disparaban sus _bomerangs_ sin resultado
alguno, porque aquellos proyectiles no llegaban a su destino, a causa de
la distancia, que era de unos dos cables.

Sin embargo, no parecían dispuestos a alejarse, y seguían dando
desaforados gritos y blandiendo sus armas en son de amenaza.

Hans y Cornelio no estaban inactivos, y de vez en cuando disparaban
contra los más audaces, y sus balas no se perdían, pues a cada disparo
veían caer en la playa a un salvaje para no levantarse más. La lantaca
se hacía oír también de rato en rato, y la metralla destrozaba las
flacas espaldas o los vientres abultados de aquellos salvajes.

--Dejadles que griten a su gusto--dijo el Capitán--. Por ahora no se
atreverán a atacarnos. Ocupémonos, pues, en poner el junco a flote,
sobrinos míos.

--¿Qué debemos hacer, tío?--preguntaron los dos incansables jóvenes.

--Ante todo, echaremos un ancla a popa para impedir que una ola empuje
al junco hacia la playa. Esto no ocurrirá, porque estamos demasiado bien
encallados; pero nunca están demás las precauciones.

--Tenemos todavía un ancla--dijo Van-Horn--. Será suficiente para
sujetar el barco.

--Luego desplegaremos velas para estar dispuestos a dejar esta bahía
apenas estemos a flote.

--Se puede aligerar la nave, Capitán--dijo el piloto--. Tenemos en la
estiba más de veinte barriles de agua y quince toneladas de lastre.

--Lo echaremos todo al agua. Que uno de nosotros vigile en el puente, al
lado de la lantaca, para que no nos sorprendan los feroces antropófagos.

--Dejaremos a Lu-Hang--dijo Cornelio.

--¿A ése?--exclamó el Capitán arrugando el entrecejo.

--Podéis fiaros de mí, señor--dijo el pescador cayendo de rodillas--. No
soy un traidor, os lo juro, y os serviré fielmente.

--Te creo. Está bien; colócate junto a la lantaca y si los australianos
se arrojan al agua haz fuego contra ellos.

--Gracias, Capitán--respondió el chino--. Me haré matar si fuera
preciso; pero ninguno de esos malditos negros se acercará al junco.

--Pues vete a tu puesto, y en cuanto a nosotros, pongamos manos a la
obra.

Los cuatro bajaron a la estiba y fueron trasladando los barriles al pie
de la escotilla para subirlos después a la cubierta.

Habían separado apenas tres, cuando advirtieron que todo el lastre
estaba mojado.

--¡Calle!--exclamó el Capitán--. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se ha roto
algún barril o hace agua el junco?

--Todos los barriles están en perfecto estado, señor--dijo Van-Horn.

--¿Se habrá abierto una vía de agua?

--Imposible, Capitán. No hemos tocado contra ninguna roca y el junco fué
muy bien carenado al emprender el viaje.

--Es cierto; pero tú sabes que las naves chinas no suelen estar muy bien
construídas.

--Tal vez se trate de una simple filtración--dijo Van-Horn--. Tenemos
bomba a bordo y luego la haremos funcionar.

--Subid y echad la cuerda--dijo el Capitán a Cornelio y Hans.

Los dos hermanos echaron desde cubierta a la estiba dos gruesas maromas
suspendidas de una garrucha. El primer barril fué izado y arrojado al
agua, y la misma operación continuaron haciendo con los demás barriles y
con la arena del lastre.

Mientras los cuatro holandeses efectuaban tan penosa maniobra, el chino
vigilaba con atención. Era el más joven de los pescadores que embarcaron
en el junco, pues sólo tenía diez y ocho o diez y nueve años; pero era
uno de los más hábiles y nadaba como un pez.

Nacido en Boccatigris, islote próximo a la boca del río Li-Kiang o "de
las Perlas", en cuyas orillas está la ciudad de Cantón, se había
embarcado muy joven, y hacía ya tres años que estaba a las órdenes del
capitán Van-Stael, el cual supo bien pronto apreciar sus méritos.

Era un perfecto ejemplar de la raza mongólica. Aunque de estatura
mediana, era vigoroso. Tenía la piel amarilla, los pómulos salientes,
los ojos oblicuos y los labios algo pronunciados. Llevaba la cabeza
rapada y adornada con la larga trenza que usan todos los súbditos del
Imperio Celeste.

Colocado junto a la lantaca, medio oculto el rostro bajo un monumental
sombrero de bambú entretejido, que tenía la forma de un hongo, espiaba
los movimientos de los caníbales, dispuesto a derramar sobre ellos una
lluvia de metralla.

Al parecer, aquellos salvajes habían abandonado por el momento la idea
de apoderarse del junco, en vista de la inutilidad de sus tentativas
para atravesar el ancho espacio de agua que los separaba de la playa.

Habían perdido casi todos sus _bomerangs_, los cuales no volvían a sus
manos por no encontrar un buen punto de apoyo en el agua. Emprendiéronla
entonces con los depósitos de _trépang_, devorando las _olutarias_ con
bestial avidez.

Al pie de las peñas ardían grandes hogueras, señal evidente de que
estaban preparando el festín de carne humana.

A las dos de la tarde todos los barriles de agua y el lastre de arena
habían sido arrojados al mar, aligerando al buque de un peso de cerca de
cuarenta toneladas. El mismo Capitán, para acelerar una operación que
tanto podía contribuír a poner a flote el junco cuando subiera la marea,
había trabajado con sus propias manos para efectuarla; después se
dedicó, en unión del viejo piloto, a trasladar a la banda de babor los
víveres, los baúles y todos los objetos pesados para aligerar la banda
de estribor, que se apoyaba en el banco.

Cornelio y Hans habían vuelto a la cubierta y reconocían desde allí el
banco de arena, que la subida de la marea iba ocultando por momentos
bajo mayor cantidad de agua.

--¿Crees que lograremos ponernos a flote?--preguntó Hans a Cornelio.

--Lo espero--respondió éste--, porque según el tío, no será una pleamar
ordinaria la que tendremos.

--¿El agua sube en esta costa más que en otras?

--Sí, Hans, porque esta región está bajo la influencia directa de la
Luna.

--Es verdad--dijo el Capitán, que había vuelto a subir a cubierta--. A
las cuatro y media tendremos una pleamar excepcional.

--¿Todas las pleamares no son, pues, iguales, tío?

--No, Hans.

--¿Son las mareas efecto de las corrientes marinas o de qué?

--Las produce la Luna, y algo también el Sol, por la atracción que
ejercen sobre las aguas.

--No entiendo ese fenómeno, tío. Esto de bajar y subir cada seis horas
el nivel del mar es para mí un misterio.

--Lo creo, pues durante muchos siglos no se supo explicar ese hecho.
Algunos astrónomos y hombres de ciencia muy antiguos como Cleomedes,
Plinio y Plutarco, sospecharon que era debido a la influencia de la
Luna; pero no lo aseguraban de un modo terminante. Hasta Galileo y el
ilustre Kepler andaban todavía en dudas. Newton fué el primero que
demostró la posibilidad de que ese fenómeno fuera debido a la atracción
de la Luna. Después de él el astrónomo Laplace ha dejado la cuestión
completamente resuelta.

--Pues si tantos hombres ilustres por su ciencia han estado tanto tiempo
dudando, me consuelo de mi ignorancia--dijo Hans.

--Y, sin embargo, sobrino, ¡es tan sencillo ese fenómeno! Como sabes, la
superficie de nuestro globo está en gran parte cubierta de agua, la
cual, por su fluidez, puede moverse. Ejerciendo la Luna una fuerte
atracción sobre nuestro planeta, levanta la masa de las aguas. De éstas,
las menos sometidas a la fuerza atractiva de la Luna siguen el
movimiento, pero más perezosamente, y las que están en el lado opuesto
de la Tierra no experimentan los efectos del fenómeno. Tenemos, pues,
dos enormes masas de agua sobre la superficie terrestre, de las cuales
una mira a la Luna y la otra ocupa la parte de la Tierra opuesta a la
atracción lunar.

--Comprendo, tío; pero las mareas cambian. Ahora suben aquí y dentro de
seis horas lo hacen en otra parte del globo.

--Eso depende de la rotación de la Tierra. Girando sobre sí misma en el
espacio de veinticuatro horas, expone sucesivamente las varias partes de
su superficie a la acción de la Luna, obligando a las aguas a un
constante movimiento. Ahora nos encontramos nosotros bajo la influencia
directa de la Luna y aquí se amontonan las aguas; pero, al girar la
Tierra, estas aguas se alejan de esa influencia, que pasa a ejercerse
sobre otras.

--Entonces la Luna mantiene a los mares en una perturbación
continua--dijo Cornelio.

--Así es; pero no sólo la atracción de la Luna produce las mareas; pues
el Sol también tiene su parte en ellas.

--¿A pesar de lo lejos que está de nosotros?--preguntó Cornelio.

--Sí; pero la atracción del Sol es menos intensa que la de la Luna, a
causa, sin duda, de la enorme distancia que de él nos separa. Las mareas
provocadas por su acción son menos marcadas. Puede decirse que no hace
más que modificar las ocasionadas por la acción de la Luna, aumentando o
disminuyendo la intensidad de ellas. La atracción del Sol es dos tercios
menos enérgica que la de la Luna.

--¿Ocurre alguna vez que se sumen las dos atracciones?

--Sí, Cornelio, y entonces ocurren las grandes mareas. Si la Luna eleva
las aguas tres pies, el Sol y ella juntos las hacen levantarse hasta
cuatro.

--¿Y a qué se debe que las mareas sean más fuertes en unos lugares que
en otros? Porque he oído decir que en algunos puntos de la Tierra llegan
a alturas enormes.

--Es cierto, Cornelio, y se explica por la configuración especial de
ciertas costas. En medio del Océano las mareas son siempre iguales,
salvo en los casos en que se sumen las atracciones de la Luna y del Sol;
pero en las inmediaciones de los continentes se advierten grandes
diferencias, señaladamente en ciertos mares y golfos, donde sube hasta
siete y ocho brazas el nivel de las aguas en la pleamar. En la bahía de
Fundy, que está en la costa de Nueva Escocia, sube hasta doce brazas.
Las aguas, atraídas por la Luna, se acumulan en ciertas playas; pero, a
causa de la velocidad adquirida, continúan su movimiento ascendente, aun
después del paso de la Luna por el meridiano, elevándose más de lo
normal.

--La Tierra ejercerá también atracción sobre la Luna; eso ni que decirlo
hay, ¿verdad tío?

--Sí, y mucho más poderosa que la de la Luna sobre la Tierra, porque la
Tierra es mucho mayor que la Luna. Los movimientos que produciría la
Tierra en la masa de la Luna cuando estaba, como se supone que estuvo
alguna vez, en estado líquido, tenían que ser enormes.

--¡Capitán!--gritó en aquel instante Van-Horn--. Se oyen crujidos en la
carena.

--¡Buena señal!--exclamó Van-Stael levantándose apresuradamente--.
Aprovechemos estos momentos en que tenemos buena brisa del Este para
desplegar las velas.

Los dos jóvenes, el piloto y el chino treparon por las escalas de cuerda
y fueron desplegando las velas.

Los salvajes, al notar aquellas maniobras, presumieron que los blancos
se preparaban a abandonar la bahía y acudieron a la playa dando furiosos
gritos y blandiendo las armas.

Algunos, más audaces, se arrojaron al agua, mientras los otros saltaban
hasta los extremos de la escollera; pero un disparo de la lantaca hizo
caer a tres o cuatro, refrenando el ardor de los demás.

--¡Preparad la cuerda del ancla!--gritó el Capitán a Van-Horn y al
chino--. ¿Sigue la otra a babor?

--Siempre, señor--contestó el piloto.

--¿Crees que resistirá?

--Confío en ello, Capitán.

--Virando algo, creo que podremos ejercer un poderoso esfuerzo por
estribor y poner el barco a flote.

--Ayudaremos a la marea.

En aquel momento se estremeció el junco y pareció que tendía a recobrar
su nivel. El Capitán se asomó por la amura de estribor y miró al fondo;
pero la marea, que seguía creciendo, había cubierto todo el banco y no
se le distinguía.

Los crujidos continuaban, y las velas, ejerciendo su esfuerzo hacia
babor, ayudaban poderosamente la acción de la marea.

Oyéronse de pronto, bajo la carena, fuertes crujidos, que iban
aumentando en intensidad, y el junco, que el viento empujaba hacia en
medio de la bahía, se inclinó más.

--¡Resbalamos por el banco!--gritaron Hans y Cornelio.

--¡Y los salvajes adelantan!--exclamó Horn--. ¡Eh, Lu-Hang, mándales
unos cuantos confites a esa cáfila de brutos!

El chino disparó la lantaca sobre los salvajes, que avanzaban
amenazadoramente dando saltos por las escolleras, para ponerse a tiro de
sus azagayas y _bomerangs_.

Casi al mismo tiempo, el junco, levantado por la marea, salía de su
lecho de arena dando un fuerte bandazo.

--¡Pronto, el ancla!--gritó Van-Stael.

Van-Horn, Cornelio y Hans obedecieron rápidamente y maniobrando con
vigor en la palanca sacaron del fondo la pequeña ancla.

Van-Stael subió al castillo y empuñó la caña del timón, mientras sus
compañeros disponían el velamen para tomar viento en popa y Lu-Hang
lanzaba un último disparo contra los australianos, que daban espantosas
voces.

Pocos minutos después el junco, ya boyante por efecto de la pleamar,
salía a toda vela de la bahía, dirigiéndose al golfo de Carpentaria.



IX.--EL NAUFRAGIO DURANTE EL HURACÁN


Al ver huir la nave, los salvajes, que contaban que siguiera
embarrancada, lanzaron furiosos gritos y se dispersaron por la playa con
la esperanza de que los fugitivos se vieran obligados a tocar en tierra.
Para aquella gente famélica el _trépang_ no había sido más que un
aperitivo. El agradable tufillo que despedían los cuerpos de los chinos
puestos a asar en las brasas les excitaba terriblemente el apetito.

Al fin tuvieron que perder sus últimas esperanzas, pues el Hai-Nam,
impulsado por el viento que soplaba del Este, filaba rápidamente hacia
el amplio golfo de Carpentaria. Las velas, hinchadas casi hasta
reventar, lo empujaban hacia el Nordeste, y el Capitán lo dirigía al
lejano estrecho de Torres, para entrar en el mar de las Molucas y llegar
a la isla de Timor.

A pesar del encallamiento, el junco no parecía tener la menor avería y
navegaba gallardamente por las espumosas olas del golfo.

--¡Gritad, gritad, que ya no nos pillaréis!--decía Van-Horn mirando a
los salvajes que iban perdiéndose en la distancia--: os desafío a
seguirnos basta el estrecho de Torres.

--Veo que ya no te dan miedo, viejo Horn--le dijo Cornelio.

--Ni antes me lo daban tampoco; pero esa canalla puede jactarse de haber
hecho una buena presa. ¡Pobres chinos!... A estas horas estarán
comiéndose sus cuerpos los caníbales; pero la culpa no ha sido nuestra.
Si no se hubieran emborrachado todos estarían a salvo a bordo del junco.

--¿Y lograremos nosotros llegar a la costa de Timor?

--¿Y por qué no, señor Cornelio? Somos cinco solamente; pero las
maniobras de nuestras velas no requieren muchos brazos, y, además,
atravesado el estrecho de Torres, nada tendremos que temer, porque sólo
en ese brazo de mar, sembrado de bancos coralíferos y de bajíos, hay
algún peligro.

--¡Quiera Dios que no nos sorprenda alguna tempestad! ¡Mira hacia allá,
Horn! ¿No ves las nubes que se elevan a la extremidad del golfo?

--Es verdad, señor Cornelio--dijo el marino arrugando la frente--. Esta
noche tendremos viento fuerte; pero el junco parece sólido y está ya
probado en varias tempestades.

--No digo lo contrario; pero si al encallar ha quedado algo resentido
... Tú sabes muy bien que la carena de estos barcos no es tan segura
como la de los europeos.

--También eso es verdad, señor Cornelio. Todos los juncos chinos, lo
mismo los grandes, que llaman _ts-as-ch'wan_, que los pequeños, o
_towmang_, o que los de solo un palo, o _ta-yü-ch'wang_, suelen estar
mal construídos. Muchos de ellos, a lo que se dice, no pueden afrontar
los peligrosos bajíos del mar de la China. Aun se añade que sólo el
departamento marítimo de Cantón pierde anualmente sobre diez mil marinos
a causa de la mala construcción de los barcos chinos.

--Lo cual no es nada halagüeño para nosotros, tripulantes del Hai-Nam.

--Ya os he dicho que nuestro junco es de los mejores, y que tiene muy
buena arboladura y que la maniobra puede hacerse muy fácilmente. Vuestro
tío no habría consentido en tomar el mando de una almadía.

--¡Eh, Van-Horn!--gritó en aquel momento el Capitán, que seguía en el
timón--. ¿No te parece que el junco está algo tumbado de estribor?

El marino, sorprendido por aquella pregunta, miró al puente y se
convenció de que, en efecto, el barco estaba inclinado de estribor,
cuando, por la posición de las velas, debiera inclinarse del lado
contrario.

--¡Esto es raro!--exclamó--. Si llevásemos carga se diría que estaba mal
estibada, pero no hay siquiera una tonelada de lastre.

--¿Y qué me dices, Van-Horn?--preguntó el Capitán.

--No me explico esto, señor Van-Stael--contestó el piloto--. ¡Como no
sea que tenga el junco alguna avería!

--Sin embargo, navega bien.

--Perfectamente--dijo Van-Horn.

--Más adelante trataremos de averiguar de qué depende este defecto que
no había notado antes. Ponte al timón, Horn.

--¿Qué ruta?--preguntó el marino subiendo al castillo.

--Nornoroeste, derecho a la isla Wessel. ¡Hum! El tiempo se nubla y
dentro de pocas horas tendremos mar gruesa.

--También yo lo he advertido, señor Van-Stael. Si el viento aprieta,
recogeremos velas.

Los dos lobos de mar no se habían equivocado.

A la extremidad meridional del golfo de Carpentaria se iban amontonando
nubes obscuras con los bordes color de naranja, y se extendían por el
cielo, amenazando cubrirle hasta los límites del horizonte.

Por aquella dirección soplaban de vez en cuando ráfagas de aire
caliente, que procedían, sin duda, de las caldeadas regiones de
Australia, tal vez de aquel gran desierto de piedra que ocupa gran parte
de ese enorme continente.

El mar comenzaba también a agitarse. Las olas iban tomando un tinte
amarillento rojizo y se cubrían de espuma.

A las siete de la tarde, mientras el sol se iba ocultando en el
horizonte, comenzaban a oírse hacia el Sur los primeros truenos, y algún
que otro relámpago iluminaba aquella masa de vapores. El viento arreció
de pronto, silbando entre la arboladura de la nave y levantando las
olas, que se precipitaban unas sobre otras con roncos mugidos.

--¡Mala noche!--dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que tenían la vista
puesta en las nubes--. Por fortuna, el golfo de Carpentaria es amplio y
sólo tiene bancos peligrosos alrededor de las islas de Eduard Pellew.
Estamos todavía muy lejos de los escollos y bancos de coral del estrecho
de Torres.

--¿Amainamos velas, tío?

--La prudencia lo aconseja. Ayudadme, muchachos, y tú también, Lu-Hang.

Las velas altas, que eran muy grandes, podían hacer que el junco se
inclinara a estribor hasta hacerle embarcar agua si el viento arreciaba.
Hubo, pues, que recogerlas. El Capitán y Hans se apresuraron a plegar la
de trinquete, y Cornelio y el chino la del palo mayor. Esta maniobra se
efectuó al punto, a pesar de las sacudidas que daba el junco y de la
violencia del viento.

La nave, que estaba muy inclinada por estribor, se enderezó un tanto;
pero en seguida volvió a acostarse. Oyóse en esto un ruido sordo en la
estiba.

--¿Qué es eso?--preguntó el Capitán, admirado e inquieto--. ¿Habéis
oído?

--Sí--dijo Cornelio, poniendo atención--. He oído un ruido extraño.
¿Habrá alguien en la estiba? ¿Tal vez algunos salvajes escondidos?

--No es posible. Los hubiéramos visto cuando sacamos el lastre.

A poco se golpeó la frente y palideció.

--¡Gran Dios!--murmuró.

--¿Qué tienes, tío?--le preguntaron Hans y Cornelio.

--¡Van-Horn!--gritó el Capitán, en lugar de responder--. ¿Te parece que
el junco conserva el mismo nivel?

--¿Qué queréis decir, señor?--preguntó el marino.

--Te pregunto si te parece que conserva, siempre el mismo
desplazamiento.

Van-Horn se inclinó por el coronamiento del castillo y miró hacia abajo.
Un grito se le escapó.

--¡Capitán!--exclamó--. ¡Nos vamos hundiendo lentamente! La popa se ha
sumergido en poco tiempo más de tres pies. El agua ha cubierto el timón
y llega a la orla inferior del cuadro.

--¡Hans, Cornelio, Lu-Hang, a la estiba!--gritó el Capitán--. ¡Sobre
nosotros pesa una triste fatalidad!

Todos bajaron a la estiba con el corazón angustiado y las frentes
bañadas en frío sudor.

Escapados a los dientes de los antropófagos, y cuando ya se creían en
salvo, veían que les amenazaba el peligro de ser tragados por los
abismos del golfo de Carpentaria, precisamente cuando comenzaba una
tempestad espantosa.

Al llegar al pie de la escala se detuvieron. Van-Stael, que iba delante
de todos, había metido un pie en agua.

--¡Luz!--dijo.

Lu-Hang, que iba el último, subió a cubierta, entró en la cámara de popa
y volvió con una linterna encendida.

--¡La bodega está inundada!--exclamaron Hans y Cornelio, poniéndose
pálidos.

En efecto; la estiba del junco estaba llena de agua, la cual unas veces
se inclinaba a babor y otras a estribor, con sordos y pavorosos mugidos,
rompiéndose su obscura masa contra los puntales y contra los pies de los
palos mayor y trinquete. ¿Cómo había entrado aquella agua? ¿Se había
abierto una vía por la mala construcción del buque o durante el tiempo
que estuvo encallado?

Van-Stael, pálido por la emoción, con la frente arrugada, dirigía por
todas partes miradas de desesperación, tratando en vano de descubrir la
avería.

--Y bien, tío--dijo Cornelio--; ¿podremos todavía salvar el barco?

--¡Imposible!--respondió Van-Stael, haciendo un gesto de rabia--. ¡Es
demasiado tarde!

--Tenemos una bomba a bordo.

--¡Pero si tenemos lo menos doscientos barriles de agua en la bodega!

--Si se pudiera tapar el boquete...

--Y ¿dónde está? ¿Por qué no nos habremos dado cuenta antes de este
desastre?

--Podemos buscarlo. Hasta ahora no hay más que tres pies de agua, y...

--¡Silencio!

El Capitán se había inclinado hacia el agua, aguzando el oído. Hacia
popa se oía un sordo murmullo, que parecía producido por una corriente
de agua.

--¡Aquí está!--dijo--. Baja, Lu-Hang.

El pescador se sumergió y se dirigió hacia popa, después de haberse
desembarazado de la _hen-pu_ (larga blusa de amplias mangas) y del
_ken-ku_ (especie de calzones cortos que usan los pescadores y que
forman un doble pliegue sobre el vientre).

--Hacia allí--le dijo Van-Stael, indicándole el sitio donde sospechaba
que estaba el boquete.

Se vió al pescador caminar por debajo del agua, llevando fuera la mano
con que sostenía la linterna. Pocos minutos después salió, y dijo:

--Capitán, alguien ha hecho traición.

--¿Qué quieres decir?

--Que alguien ha abierto una cala en el barco.

--¿Alguien?

--Sí, Capitán. Mis manos han tropezado con un hacha, clavada aún en la
madera.

--Y ¿quién puede haber sido ese criminal?

--El salvaje, señor.

--¡Ah, miserable!--gritó Van-Stael--. Sí; ahora comprendo: aquel infame,
después de haber roto las cadenas de las anclas, abrió esta vía para
impedirnos huir. ¿Y es muy ancha?

--Las olas deben haberla agrandado, porque tiene como pie y medio.

--¡Estamos, pues, perdidos! Nuestra bomba no basta para desalojar el
agua que entra.

Subió a cubierta. La noche había cerrado y el golfo de Carpentaria
ofrecía un espectáculo horroroso.

Altas olas, con las crestas cubiertas de blanca espuma, iban hacia el
Sur con terribles mugidos, rompiéndose impetuosamente contra los
costados del junco.

El viento, cada vez más fuerte, silbaba por entre la arboladura, que
crujía fatídicamente. Las velas se agitaban en todas direcciones como
trapos puestos a secar. El barco no podía mantenerse en equilibrio,
porque el viento no tenía dirección fija, y allá a lo lejos, en las
costas de la tierra de Arnheim y de la de Torres tronaba y relampagueaba
sin cesar.

A veces las olas, saltando por encima de las bordas, inundaban la
cubierta. El agua corría por toda ella y salía con fragor de catarata
por los canalones de babor y estribor.

El viejo Horn, aunque estaba solo sobre cubierta, afrontaba el huracán
con serenidad admirable. Erguido sobre el castillo, con el cabello y la
larga barba sacudidos por el viento y las manos en la caña del timón,
guiaba valientemente el buque.

--Van-Horn--le dijo el Capitán acercándose--; el junco se hunde bajo
nuestros pies. El salvaje, antes de irse, abrió un boquete en la obra
viva y el agua tiene inundada la bodega.

--¡Ah, pillo! Y ¿qué pensáis hacer, señor? Si estuviéramos cerca de la
costa podríamos intentar alcanzarla, llevando el junco hacia los
arrecifes.

--La tierra de Torres está a cien millas de nosotros y el junco se
sumergirá dentro de una hora.

--¿No habrá tiempo para construír una balsa?

--¿Con este oleaje? Aunque el tiempo nos sobrara, nos sería imposible
construírla.

--¿Queréis que recurramos a la chalupa? ¿Resistirá a la tempestad?

--Con ayuda de Dios, esperemos vencer en esta terrible prueba.

--¡Infame salvaje!

--Las exclamaciones son inútiles, Horn. Es preciso hacer algo antes de
que la nave se hunda.

--No olvidéis las armas si abandonamos el junco.

--Será lo primero que embarque. ¡Cornelio, Hans, Lu-Hang, seguidme!



X.--EL HURACÁN


Un triste destino pesaba sobre los desgraciados pescadores de _trépang_.

Después de haber perdido la tripulación, asesinada por los antropófagos
de la costa australiana; después de haber visto destruír los depósitos
de _olutarias_, que representaban para ellos y para el armador de Timor
una verdadera fortuna, y de escapar milagrosamente de las manos de
aquellos feroces salvajes, se encontraban en inminente peligro de
hundirse para siempre en el mar.

Si hubieran tenido buen tiempo, como en los días precedentes, habría
sido mucho menor su inquietud, a pesar de hallarse en las cercanías de
regiones peligrosísimas, tanto por los escollos y los bancos submarinos
de que están sembrados sus mares, como por los pueblos salvajes y
caníbales que moran en sus tierras.

Pero aventurarse por aquel revuelto golfo en una simple chalupa era cosa
de espantar al más valiente. ¿Resistiría aquel barquichuelo, que sólo
tenía catorce pies de eslora y que apenas desplazaba ocho toneladas,
los tremendos embates del mar y la furia de los vientos? ¿Verían el sol
del día siguiente?

Tales eran las inquietudes que atormentaban al Capitán y a Van-Horn, más
prácticos que los otros en cosas de mar. Con todo, no perdían el ánimo,
y para no asustar a sus jóvenes compañeros, trataban de parecer
tranquilos y confiados.

El junco estaba perdido, y se hacía absolutamente preciso abandonarlo
cuanto antes. El agua seguía entrando y ya casi llenaba la bodega,
viéndose que el buque se hundía como si fuera de plomo. Las olas le
pasaban ya por encima y entraban hasta en la cámara de popa, donde
Van-Stael, Cornelio y Hans tenían sus literas, y en el departamento de
proa, destinado antes a la tripulación china.

Los cuatro holandeses y Lu-Hang hacían a toda prisa los preparativos
para el abandono del buque.

Tenían ya en la cubierta los fusiles, algunas hachas, municiones,
víveres para una semana, un gran barril lleno de agua, remos, una vela,
un palo para sostenerla y algunas mantas.

--¡A embarcar!--ordenó el Capitán.

En pocos minutos todos aquellos objetos fueron colocados en la chalupa,
asegurados con cuerdas, y los víveres, las armas y las municiones
envueltos en una gruesa tela impermeable.

--Ahora botémosla al mar con la grúa de popa--dijo el Capitán.

--¿No la estrellarán las olas contra la nave?--preguntó Van-Horn.

--Lu-Hang y Cornelio bajarán en ella y tratarán de mantenerla separada
del buque. ¡Ayudadme, amigos!

Reunieron sus fuerzas y arrastraron la chalupa hasta la popa, atando
después a las anillas las cadenas de la grúa.

--¡A la chalupa!--gritó Horn.

El joven chino y Cornelio embarcaron, y la chalupa fué botada al mar,
dejando correr las cadenas por sus garruchas. Apenas tocó el agua, una
ola la levantó; pero, afortunadamente, en vez de estrellarla contra el
junco, se la llevó hacia afuera, hasta donde lo permitían las amarras.

--¿Resiste?--preguntó Van-Stael.

--Se mantiene a maravilla sobre las olas--respondió Cornelio.

--¿Hace agua?

--Hasta ahora, no.

--Baja, Hans.

El joven se agarró a una cuerda, y, manteniéndose perfectamente sujeto
para no ser arrastrado por las olas, llegó hasta la chalupa, ayudándole
su hermano a embarcarse. Van-Horn le siguió ágilmente, a pesar de su
edad, y, por último, el Capitán entró también en la pequeña embarcación.

--¡Soltadla!--ordenó Van-Stael.

La chalupa, libre ya después de sueltas las amarras, fué arrastrada por
una ola gigantesca.

Ya era tiempo. El junco, lleno de agua, casi hasta la segunda cubierta,
se hundía con rapidez, arrastrado a los abismos del mar por el enorme
peso que llevaba dentro.

Aún se levantaba con fatiga sobre las olas; pero aquéllas eran las
últimas señales de vida que daba. Pronto el agua de la estiba llegó al
puente, mientras que la del mar, que le entraba a torrentes por la parte
de afuera, parecía impaciente por devorar su presa.

Por algunos instantes, y a la lívida luz de un relámpago, se dejó ver
todavía la proa del junco sobre la superficie de las aguas; pero pronto
desapareció la nave entera entre las olas, formando un remolino
espantoso.

Sus palos oscilaron un momento entre las espumas, y luego desaparecieron
también en la vorágine.

--¡Pobre nave!--exclamó conmovido el Capitán--. ¡Quién sabe si pronto te
seguiremos!...

Entre tanto, la chalupa se alejaba con rapidez del lugar del naufragio,
llevada por las olas, que se dirigían a la extremidad meridional de
aquel inmenso golfo.

Van-Horn se había sentado en el puesto del timonel y Cornelio y Hans,
ayudados por el muchacho pescador, habían izado el palo y desplegado la
vela.

--¿Adónde nos dirigimos, señor?--preguntó el piloto al Capitán.

--Tratemos de llegar a la costa australiana, que es la más próxima. No
me atrevo, en medio de este temporal, a intentar ahora la travesía del
golfo ni a dirigirme hacia las islas de Eduard Pellew, Wellesley o
Groote. Más tarde procuraremos ganar las playas septentrionales de la
tierra de Arnheim. ¡Atención a la vela, muchachos; y tú, Horn, cuidado
con los golpes de mar!

--Perded cuidado, señor Stael.

La situación de los náufragos de la Hai-Nam era peligrosísima. Podía
decirse que su existencia pendía de un hilo, que podía romperse de un
momento a otro.

El temporal se desencadenaba entonces con furor increíble. A la primera
noche de tinieblas había sucedido otra de fuego. Los relámpagos se
sucedían casi sin interrupción, iluminando las masas de nubes que se
amontonaban confusamente y corrían hacia el estrecho de Torres.

Retumbaban sin cesar los truenos entre los silbidos del viento y los
mugidos de las olas.

La chalupa, verdadera cáscara de nuez, perdida en aquel golfo, más
vasto que algunos mares, sufría espantosas sacudidas. Ora llegaba hasta
la espumante cresta de una ola gigantesca, donde se sostenía por un
milagro de equilibrio, parecida a un pájaro marino; ora caía con rapidez
vertiginosa en abismos insondables, verdaderas simas negras y sin fondo,
que a cada momento amenazaban tragársela, pero de donde salía como una
flecha para volver a montar en la cresta de otra ola.

Parecía un juguete en manos de gigantes; pero resistía maravillosamente.
Con su pequeña vela saltaba con agilidad de ola en ola, como si fuera un
barco insumergible, y subía y bajaba por las montañas de agua, intrépida
y ágil como una gaviota.

El Capitán, con la cuerda de la vela en las manos, la cabeza
descubierta, los cabellos al viento, y pálido, pero resuelto, desafiaba
con serenidad a la muerte, que le amenazaba por todas partes, y daba con
voz segura las voces de mando. Van-Horn, con la caña del timón en la
mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear
las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans,
Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua
que entraba por las bordas de la chalupa.

Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y
les preguntaba:

--¿Tenéis miedo?

--No--respondían invariablemente Hans y Cornelio; pero su voz era poco
segura.

La chalupa, entre tanto, avanzaba con extraordinaria rapidez. Llevada
por el viento y las olas, iba acercándose a la costa australiana, que ya
no debía de estar muy lejos.

Si no ocurría alguna catástrofe antes de llegar a ella, y ya comenzaban
a tener esperanzas de que no ocurriera, los náufragos del junco podían
considerarse en salvo, pues en las costas de la tierra de Torres
desembocan buen número de ríos, los cuales, a su vez, forman pequeñas
bahías.

Por desgracia, Van-Horn no podía mantener la ruta hacia el Este a causa
del oleaje, que, por venir del Sur, empujaba de costado a la chalupa.
Tenía que dirigir la proa al Nordeste y otras veces al Norte, alargando
así el camino en muchas leguas. Además, el tiempo no tendía a calmarse,
sino que más bien empeoraba, poniendo a dura prueba el valor de aquellos
desgraciados. El viento seguía soplando con ímpetu irresistible,
empujando ante sí verdaderas masas de agua. Debía de tener, por lo
menos, una velocidad de veintidós metros por segundo, que es de las
mayores que suele alcanzar. El mar, embravecido, rugía furiosamente con
tonos imposibles de describir, y empujaba hacia el Norte verdaderas
montañas de agua.

A las dos de la mañana estuvo a punto de zozobrar la chalupa. Cogida
entre dos olas, fué lanzada al aire a bastante altura y cayó en un
abismo, cuyas líquidas paredes se cerraron en seguida.

¡Fué un momento terrible! Todos, al verse caer en aquella profunda sima,
se dieron por muertos, considerando imposible volver a salir de ella.

Cornelio y Hans lanzaron un grito de terror, dándose por muertos; pero
una tercera ola empujó al barquichuelo, que pudo subir a flote y seguir
adelante, aunque lleno de agua. A las tres, otra ola, que embistió de
costado a la chalupa, estuvo a punto de volcarla; pero Van-Horn, que no
abandonaba la caña del timón, la salvó con una brusca virada, mientras
el Capitán, sin perder un momento la calma, aflojaba rápidamente la
cuerda de la vela.

Casi en el mismo instante Cornelio, que estaba a proa, señalaba una
costa.

La había visto a la luz de un relámpago; pero la obscuridad volvió a
caer sobre aquel mar proceloso, ocultándola a las miradas del Capitán.

--¿Estás seguro de no haberte equivocado, Cornelio?

--No, tío; la he visto perfectamente.

--¿A proa?

--Hacia el Nordeste.

--¿Lejana?

--Unas tres millas.

--Es la costa de la tierra de Torres. Procuremos no chocar con alguna
escollera, Horn.

--Pondré cuanto esté en mi mano por evitarlo.

--¿Podremos llegar a tierra, tío? Tengo miedo--dijo Cornelio.

--Has demostrado demasiado valor para tu edad, pobre muchacho; pero esta
es la última prueba. Si estamos cerca de la costa, espero que podamos
llegar a ella. ¿La ves, Cornelio?

--No; pero me parece sentir el ruido de la resaca.

--¿Habrá escollos por aquí? Navegamos por un golfo poco conocido y que
abunda en escollos coralíferos.

Entregó la cuerda de la vela al joven pescador chino y, a pesar de las
sacudidas furiosas que sufría la chalupa, se acercó a Cornelio. Miró
ante sí; pero sólo vió olas monstruosas. Aguzando el oído, percibió
distintamente ciertos ruidos bien diferentes a los que producen las olas
en medio del mar.

--Sí--dijo--. Estamos cerca de tierra o de un escollo. Esperemos un
relámpago.

No tuvo que esperar mucho. A poco un brillante relámpago rasgaba las
nubes, iluminando el golfo hasta los extremos límites del horizonte.

Una orden precisa y terminante salió de los labios del Capitán:

--¡Escollera ante nosotros! ¡Orza la barra, Van-Horn!

El viejo piloto, sin perder un instante, volvió la barra a babor, y la
chalupa huyó hacia el Norte, mientras el chino dejaba correr toda la
cuerda de la vela.

Al resplandor de aquel relámpago Van-Stael y Cornelio habían visto una
escollera como a quinientos pasos de la chalupa. Un momento de retardo o
una falsa maniobra y la embarcación se habría estrellado en aquellas
peñas.

--Nos hemos salvado por milagro--dijo el Capitán--. ¿Tendremos que
luchar hasta el alba entre estas olas, que parecen ansiosas por
tragarnos? ¿Podremos resistir hasta entonces?

--¡Tío!--exclamó Hans--. ¡Mira hacia allá!

--¿Qué ves?

--Un resplandor muy vivo. ¿No lo percibes tú?

--¿Un resplandor? ¿Tal vez el fanal de algún buque?

--No; más bien parece un incendio.

Todos volvieron la vista en la dirección indicada por el joven, y
descubrieron a gran distancia una luz extraña que se destacaba en las
tinieblas.

No parecía que la produjera un incendio, como el joven había supuesto;
pero tampoco era fácil adivinar su verdadera causa. Parecía como una
niebla luminosa con reflejos dorados y plateados. Por debajo de ella se
veían moverse unos cuerpos extraños, que parecían de plata fundida,
veteados de un verde pálido y con estrías de púrpura.

--¿Qué ocurre allí?--preguntaron Hans y Cornelio.

--Se diría que el mar llamea--dijo Van-Horn, que se había levantado,
aunque sin abandonar el timón.

--¿Ocurrirá algún fenómeno desconocido de nosotros?--preguntó el
Capitán.

--O que esté ardiendo alguna selva cerca de la costa--opinó Cornelio.

--Se verían llamas--objetó el Capitán--. Además, con este viento
impetuoso las chispas se elevarían a gran altura, y ahí no las hay.

--¿Será acaso alguna erupción volcánica?

--No hay ningún volcán en estas costas, Cornelio.

--Además--dijo Van-Horn--, se vería la luz a cierta altura, y esa que
vemos está a flor de agua.

--Como que parece que se trata de ondas luminosas--dijo el Capitán,
después de observar con mayor atención--. Mira, Horn, cómo se mueven, se
levantan, bajan y corren.

--Son olas que se rompen, Capitán.

--¿Contra una costa?

--No estoy seguro.

--Pero ¿qué es lo que produce tan intenso resplandor?

--Pronto lo sabremos, Capitán. El mar nos lleva hacia allá.

La chalupa, en efecto, se dirigía hacia la luz misteriosa, que se
extendía de Norte a Sur en un espacio amplísimo. Sufría esa luz grandes
oscilaciones y movimientos: unas veces parecía alzarse, otras bajarse;
destacábanse a veces de ella múltiples puntas o crestas, y se rodeaba de
una niebla brillante que vibraba con violencia. Surcaban aquella luz
ciertas líneas o vetas brillantísimas que parecían de oro o de fuego,
las cuales tan pronto se encendían como se apagaban y que cambiaban de
lugar corriéndose de un lado para otro.

De pronto exclamó el Capitán:

--¡Costa allí!

--¿Detrás de aquel fuego?--preguntó Cornelio.

--No es un fuego; es una espléndida fosforescencia marina. Allá distingo
las olas luminosas rompiéndose en las escolleras y lanzando al aire su
espuma fosforescente. ¡Atención, Van-Horn! ¡Ten firme la caña del
timón!



XI.--UNA ISLA DE CORAL


Uno de los más espléndidos fenómenos que se admiran en los océanos es,
sin duda, la fosforescencia marina, cuya intensidad depende de los
climas y de la mayor o menor cantidad de zoófitos que haya en las aguas.

Como puede comprenderse, sólo es visible de noche, cuando las aguas se
ponen tan negras que parecen de alquitrán, y su esplendidez es mayor en
las noches sin luna y muy cubiertas de nubes.

Entonces se ven salir extraños resplandores de los abismos del mar:
puntos luminosos, rayas de fuego y círculos resplandecientes. Van,
vienen, se mueven, se agrupan formando raros dibujos; unas veces son
resplandores de un rosa pálido, otras de un azul muy vivo, otras rojos o
amarillentos. Poco a poco cubren el mar; las luces se funden, las aguas
se impregnan de ellas, y entonces parece que en las profundidades del
mar brilla esplendorosa una luna o una lámpara eléctrica de incalculable
fuerza.

¿Cuáles son los agentes productores de esa luz? Moluscos gelatinosos,
sin consistencia, de forma de extravagantes sombrillas, provistos de
cierta cola más extraña aún y de tentáculos lisos o plumeados cubiertos
de ventosas, como animales marinos que llevaran linternas encendidas.

Algunos de aquellos moluscos se llaman anémonas, otros pelagias, y los
peces fosforescentes _scopelus_, _ergysopeletas_, _chanliodas_, etc.,
etc.

Una fosforescencia más maravillosa aún es la producida por los
_nottiluche_, pequeñísimos moluscos, invisibles por lo común, y que
tienen la forma de un círculo alargado por uno de sus polos, con un
apéndice movible provisto de una membrana resistente. Suben a la
superficie por millones de millones y saturan las aguas.

No se sabe todavía si estos pequeñísimos organismos son de naturaleza
animal o vegetal; sólo se sabe que su fosforescencia es debida a una
substancia particular que recubre su cuerpo y que parece resplandecer al
contraerse.

Sea como quiera, es sorprendente el espectáculo que con tales organismos
ofrece el océano. La superficie brilla como salpicada de partículas de
plata o como si entre las aguas corrieran metales fundidos: hierro, oro
o plata y azufre ardiendo.

Arrojado al mar un objeto cualquiera, se le ve como despedir brillantes
chispas, y si un buque navega por esas aguas, a proa, a popa, a babor y
a estribor se le ve relampaguear y como adornarse de espléndidas orlas
de lucecillas azules, rojas y verdes, lanzando por la popa como un
penacho de fuego que prolonga sus encendidas plumas hasta larga
distancia.

El fenómeno es todavía más admirable cuando el mar está agitado.
Entonces son las olas las que parecen luminosas, como si no fuesen de
agua, sino de fósforo líquido.

Esas luces parecen adquirir intensidad con el movimiento de las aguas:
suben, bajan y se mezclan unas con otras, confusamente, formando
movibles líneas de oro y plata, que se prolongan hasta las crestas de
espuma, que también se hacen luminosas. Al chocar esas olas contra una
costa o una escollera parece que la tierra o los escollos se incendian y
de ellos se levanta una especie de niebla llameante que produce un
efecto verdaderamente maravilloso.

Tal era el fenómeno que tanto había sorprendido a los náufragos del
junco.

La distancia había impedido a Van-Stael darse cuenta desde el principio
de lo que se trataba; pero al acercarse la chalupa a aquellos parajes lo
comprendió perfectamente.

Las olas fosforescentes, rompiéndose con indecible furia contra la
costa, lanzaban al aire sus espumas y salpicaduras, impregnadas de
aquellos microscópicos organismos, y las cuales, mantenidas por el
viento en suspenso en el aire durante algún tiempo, tomaban aspecto de
niebla luminosa.

--¡Qué admirable fosforescencia!--dijo Cornelio--. ¡No he visto en mi
vida cosa más hermosa!

--Y con esta tempestad resulta doblemente soberbia--dijo el Capitán--.
Demos gracias a este fenómeno, que nos ha hecho descubrir a tiempo la
costa australiana. Lu-Hang, disponte a arriar la vela.

--¿Esperáis encontrar un refugio en la costa, señor Van-Stael?--le
preguntó el piloto.

--Lo espero; pero no estoy seguro. No sé adónde nos ha traído el
temporal.

--Fuera del golfo, de seguro que no.

--¡Dios no lo permita! Antes que encontrarme en el estrecho de Torres
con este tiempo, preferiría verme delante de una escollera.

--Pues delante de una escollera creo que nos encontramos, señor
Stael--dijo Van-Horn, que se había levantado de pronto.

--¿No es la costa australiana la que estamos viendo?

--No; es una larga línea de escollos.

--¿No te equivocas, Horn?--preguntó el Capitán con ansiedad.

--No; los he visto al resplandor de un relámpago, mientras hablabais con
el señor Cornelio.

--¿Tendremos que virar en redondo y emprender otra vez la lucha con la
tempestad?

--No, Capitán. Aquí encontraremos un refugio mejor que el que pudiera
ofrecernos una bahía en la costa australiana. Si no me equivoco, he
visto un atol, y hasta árboles.

--¿Está abierto el atol?

--Sí; he descubierto un canal abierto a través de los corales. Esperemos
un relámpago, Capitán.

--¿Es un puerto eso que se llama atol?--preguntaron Hans y Cornelio.

--Y de los más seguros--respondió el Capitán--. Si es, en efecto, un
atol, veréis qué construcciones son capaces de hacer los corales.

--¡Mirad!--gritó Van-Horn.

Un relámpago iluminó el tempestuoso golfo y la línea de escollos en que
se estrellaban las olas.

--¿Habéis visto?--preguntó el piloto.

--Sí--dijo el Capitán, respirando satisfecho--. En medio de la escollera
he visto el atol rodeado de árboles y he visto también el canal.
Gobierna tú siempre derecho con la proa al Este.

--¿Resistirá la chalupa la resaca?

--No habiéndose ido a pique entre estas tremendas olas, saldrá también
victoriosa de la resaca. Cornelio, mira bien, no sea que haya escolleras
delante del atol.

--Las ondas luminosas nos las harán ver, tío.

La chalupa, impulsada por el viento y las olas que corrían hacia los
arrecifes, se acercaba con rapidez al atol, que se veía perfectamente a
los resplandores de la niebla luminosa. Pronto se halló en medio de
aquella prodigiosa fosforescencia. Brillaban las olas como si se
compusieran de partículas de plata y azufre fundido, y salpicaban a los
náufragos de aquellos microscópicos moluscos, que seguían reluciendo aun
fuera del agua.

La chalupa dejaba marcada su ruta por una estela luminosa, que brillaba
en las tinieblas de la noche como la cola de un espléndido cometa.

El Capitán y Cornelio, asomados al mar por la banda de proa, mientras
que Hans y el chino atendían a la vela, examinaban con atención las
aguas para no chocar contra cualquier escollera que subiese hasta la
superficie y que indudablemente habría destrozado a la débil
embarcación.

Tenían el atol como a un cable de distancia delante de ellos. Era como
un islote redondo, de un cuarto de milla de bojeo, con un lago en medio,
también redondo, formando así un como anillo de unos cien pies de ancho,
cubierto de árboles, con una angosta abertura hacia el Sudoeste.

Nada más hermoso que el aspecto de aquel atol, con el lago central de
aguas fosforescentes rodeado de un cinturón, que la vegetación de que
estaba cubierto hacía parecer de esmeraldas.

Al Norte y al Sur se destacaban dos líneas de escolleras, prolongándose
muchas millas en la misma dirección.

La mar estaba agitadísima en torno de aquel islote y de las escolleras.
Las olas se estrellaban furiosas en tales obstáculos con fragor
tremendo, reventando en espumas, alejándose y volviendo furiosamente a
la carga.

--¡Atención al paso, Van-Horn!--gritó el Capitán, que se había puesto
pálido.

--¿Hay escolleras delante?--preguntó el piloto con la voz ligeramente
alterada.

--No.

--Confiemos en que se podrá pasar.

La chalupa, levantada por una ola monstruosa, fué lanzada hacia el
canal. Desapareció un momento entre las espumas, y poco después pudo
vérsela levantada sobre la cresta de una ola, que la empujaba hacia
adelante.

--¡Gobierna derecho, Horn!--gritó el Capitán.

Habían ya entrado en el canal del atol. Lo atravesaron con la rapidez de
una bala y entraron en el pequeño mar interior del islote.

--¡Abajo la vela!--ordenó Van-Stael.

Hans y el chino la dejaron caer, mientras Van-Horn orzaba la barra,
dirigiendo la chalupa hacia la orilla interior del atol. ¡Qué
tranquilidad en aquel lago, abrigado de las olas por la corona de
escollos, o, mejor dicho, por aquel círculo de rocas coralíferas en que
se estrellaban las olas del mar exterior! Mientras fuera se revolvían
furiosamente las aguas agitadas por la tempestad, en aquel lago reinaba
la más absoluta calma. Su superficie estaba tranquila y era bruñida y
lisa como la de un espejo metálico. Apenas la chalupa hizo moverse la
superficie de sus aguas, despidieron éstas resplandores fosforescentes.

--Pero ¿dónde estamos?--preguntaron Hans y Cornelio.

--En un puerto seguro, desde el cual podemos desafiar a los más
tremendos huracanes--respondió el Capitán.

--¿Y qué isla es ésta?

--¿Quién sabe? Yo mismo ignoro dónde nos encontramos, y por ahora no me
preocupa el saberlo.

--¡Pero es maravillosa, tío!--exclamó Cornelio--. Jamás he visto una
isla semejante.

--Pues en el océano Pacífico hay muchas parecidas, perfectamente
circulares; pero no todas tienen un canal o paso al interior como ésta.

--¿Y tienen también su pequeño lago en medio?

--También, Cornelio.

--Son verdaderos anillos de rocas.

--De rocas, no, de coral; pues las islas de esta forma especial son obra
de pólipos.

--Ya sé que los pólipos coralíferos del océano Pacífico levantan desde
el fondo del mar escolleras e islotes; pero no comprendo cómo pueden dar
a esos islotes esta forma redonda y formar un lago o mar interior en su
centro.

--La explicación es fácil, Cornelio. En el océano Pacífico hay muchos
volcanes apagados y sumergidos desde tiempos remotísimos, separados de
los nuestros por millones de millones de años.

Algunos de estos volcanes llegan con sus cimas casi hasta la misma
superficie del mar. Los pólipos coralíferos ocupan esa cima y comienzan
su construcción, elevándola gradualmente.

Como tú sabes, los volcanes tienen un cráter más o menos circular y en
su interior están huecos. Los pólipos, construyendo sólo en los bordes,
conservan la forma circular y edifican estas preciosas islas, a las que
se da el nombre de atoles.

Algunos cráteres suelen tener en sus bordes determinada cortadura, y no
pudiendo los pólipos coralíferos soportar presiones demasiado grandes,
construyen solamente allí donde pueden vivir, dejando libre la
cortadura. Esta es la razón de que algunos atoles, como éste en que
estamos, tengan un canal.

--¿Son resistentes las construcciones de los pólipos?

--Más que las rocas de pórfido, de granito o de cuarzo. ¡Es un fenómeno
maravilloso, increíble, Cornelio! Estos seres, infinitamente pequeños,
débiles, gelatinosos, levantan barreras que las tempestades no pueden
destruír. Se apoderan de los átomos de carbonato de cal que hay en las
aguas y los transforman en materiales de construcción, con los cuales
forman rocas indestructibles.

¡Qué labor tan admirable la de estas miríadas de arquitectos, trabajando
constantemente, de día, de noche, por años, por siglos, por centenares
de siglos, sin cansarse jamás!

--¿Son muchas las islas construídas por estos maravillosos zoófitos?

--Se calcula que la superficie de todas juntas asciende aproximadamente
a dos mil quinientas leguas cuadradas.

--No son muchas, tío. Yo creía que casi todas las islas del océano
Pacífico eran coralíferas.

--Hubo un tiempo en que así se creía; pero hoy se ha comprobado que los
zoófitos constructores sólo pueden vivir a pequeñas profundidades. Antes
se suponía que se reunían en lugares muy profundos y allí comenzaban sus
construcciones, elevándolas gradualmente hasta la superficie del mar;
pero hoy se sabe que los cimientos de sus obras no pueden estar a más de
ocho o diez brazas debajo de la superficie del agua.

--¿No es, pues, cierto lo que afirman algunos?

--¿Qué afirman?

--Que los zoófitos, continuando sus construcciones, podrían reunir un
día todas las islas diseminadas por el océano Pacífico.

--Eso es un desatino, Cornelio; pues, como te he dicho, los zoófitos
comienzan a construír en la cima de los montes o volcanes submarinos.

--Debe de haber muchísimos montes y volcanes bajo las aguas del océano
Pacífico.

--Es cierto, Cornelio, y por eso abundan tanto allí las construcciones
coralíferas.

Y basta ya de preguntas, curioso. Aprovechemos la tranquilidad que reina
en este atol y tratemos de dormir algunas horas. Tenemos necesidad de
descanso.



XII.--EL ESTRECHO DE TORRES


La tempestad no cesó en toda aquella noche. Un viento terrible que
soplaba del Sur, caliente como si saliera de un inmenso horno encendido
o como si atravesara por un desierto de fuego, corrió constantemente
sobre el golfo de Carpentaria, retorciendo, como si fueran débiles
cañas, los árboles que crecían alrededor del islote coralífero.

El trueno no cesó un solo instante y las olas batieron toda la noche
furiosamente las escolleras, rompiéndose en ellas con fragor tremendo.

Los náufragos del junco, que no tenían ya nada que temer del furor de
los elementos, durmieron plácidamente en su chalupa, cubiertos por un
gran encerado y por la vela, que los protegían de las salpicaduras de
las olas.

No despertaron hasta después de las nueve de la mañana, precisamente
cuando comenzaba a calmarse.

Las nubes huían hacia el Norte, en dirección del estrecho de Torres y de
Nueva Guinea o Papuasia, impulsadas por las últimas ráfagas, y un sol
espléndido brillaba hacia la costa australiana, dorando las olas del
golfo de Carpentaria, que aún seguían agitadas.

Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos
verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de
pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente,
como saludando al sol, mientras algunos _bernicla jubata_, feos
volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas
palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.

--Tío--exclamó Hans, que había desembarcado en la isla--; te invito a
almorzar.

--¿Has descubierto algún cuadrúpedo? Creo que no, porque aquí no se ven
más que pájaros.

--Y cocos que nos darán una bebida excelente.

--Que probaremos, Hans. Toma un hacha, viejo Horn, y vamos a proveernos
de cocos.

--Hay pocos, señor Stael--dijo el piloto--. ¿Habrán venido los
australianos a llevárselos?

--No; se los habrán comido los cangrejos ladrones. Aquí estoy viendo uno
de esos cocos, que, por la manera de estar horadado, se comprende que lo
ha sido por uno de esos crustáceos, que hacen sus madrigueras en la
arena.

--¿Es que hay cangrejos que comen cocos?--preguntó Hans.

--Sí, hijo mío, y que se los comen con mucho gusto, porque son muy
glotones. Son cangrejos enormes, armados de fortísimas presas. Trepan
por los troncos de las palmas y hacen caer los cocos al suelo.

--Pero ¿cómo se las componen para romper la cáscara de los cocos, siendo
tan dura que hace resistencia hasta al hacha?

--Introduciendo una de sus tenazas por uno de los tres ojos que hay en
la cáscara y haciéndola voltear como un berbiquí.

--¿Se comen esos cangrejos?

--Son exquisitos, y sentiría no encontrar uno para que nos diéramos el
gran festín. Mira bien por las ramas de los árboles, porque esos
cangrejos tienen la costumbre, durante el día, de dormir entre las hojas
suspendidos de sus bocas o tenazas.

--Abriré bien los ojos, tío.

Sus pesquisas no dieron resultado favorable, porque ningún cangrejo
ladrón había en la isla. En cambio, recogieron diez o doce cocos y los
partieron a hachazos.

Como no estaban todavía maduros, sólo pudieron sacar de ellos el jugo,
que es un agua fresca y azucarada, y un poco de la pulpa blanquísima de
que está la cámara revestida por la parte interior. Cornelio y Hans
cazaron una docena de papagayos y una _bernicla jubata_ del tamaño de un
pavo, a la cual sorprendieron en la orilla interna del atol.

No sólo no les faltó, pues, qué comer, sino que hasta se regalaron con
la carne asada de esas aves, que es un manjar sabroso y delicado.

Después de mediodía el Capitán dió la orden de marcha.

La tempestad había cesado y el mar se iba calmando poco a poco y no
ofrecía ya peligro.

Quedarse en aquel islote desierto y sin agua dulce, situado en un golfo
tan poco frecuentado por los barcos, no era prudente. Urgíales llegar al
estrecho de Torres y a la Nueva Guinea para acercarse al mar de las
Molucas antes de que se les agotaran los víveres o volviera el tiempo a
estropearse.

Desplegada la vela, atravesaron el canal y salieron al mar, poniendo
proa al Nornoroeste, para mantenerse alejados de aquellos grupos de
islas que se extienden por el estrecho de Torres y que están pobladas de
caníbales.

El viento que soplaba al Sudeste, favorecía la marcha de la chalupa, la
cual se deslizaba por las aguas del golfo con una velocidad media de
cinco a seis millas por hora.

En ninguna dirección se veía barco alguno, ni isla, ni islote. Sólo el
atol y sus escolleras, extendiéndose unos tres cuartos de milla de Norte
a Sur, sobresalían de las aguas. En cambio, abundaban los peces. Muchos
veleros, llamados así por una aleta natatoria que llevan en el lomo y
que sacan fuera del agua para que les sirva de vela, pasaban hacia el
Nornoroeste, mostrando de cuando en cuando su cuerno óseo, arma
formidable de que se sirven con bastante frecuencia. Se parecen al
pez-espada, pero su cuerno no es aplanado, sino redondo. Son peces muy
grandes, habiéndolos que pasan de doce pies. No vacilan en arremeter con
la ballena y con el pez-perro, y a veces se atreven con los barcos.

Veíanse también muchas morenas, peces que en aquellas latitudes son de
gran tamaño; medusas, extraños moluscos semejantes a bolsas vueltas
hacia abajo y provistas de tentáculos. Algunas de esas medusas son
enormes. Cornelio vió una que debía de pesar como cincuenta libras.

--Nunca he visto medusa tan grande: parece un gran paraguas--dijo.

--Pues aún las hay mayores--dijo el Capitán--, y que brillan por la
noche como si llevaran en la bolsa una lámpara eléctrica.

--¿Son gelatinosas esas medusas?--preguntó Hans.

--Tan extremadamente gelatinosas son, que no pueden conservarse. En el
agua parecen tener alguna consistencia; pero en la mano se reducen a una
finísima membrana incolora. Una medusa que pese una arroba en el agua se
reduce a unas dos onzas fuera de ese elemento.

--¿Y dices, tío, que las hay más grandes aún?--preguntó Cornelio.

--¡Colosales! Hace cuarenta años, en las presas de Bombay, el flujo
arrojó a la playa una medusa que pesaba dos toneladas, y que era tan
fosforescente, que en un principio se la creyó un trozo de algún cometa.

Se dice que su resplandor era tal que, aun después de muerta, iluminó
durante muchas noches la playa hasta gran distancia.

--Si era tan gigantesca, sus tentáculos serían larguísimos.

--Cada uno de ellos tenía quince brazas de largo.

Mientras charlaban, la chalupa, dirigida por el viejo piloto, que no
abandonaba la caña del timón, seguía avanzando por el golfo de
Carpentaria, dirigiéndose constantemente al Nornoroeste. El viento la
empujaba velozmente; pero los deseos de llegar a los primeros islotes
del estrecho de Torres o de ver las playas australianas, que sentían
vivamente los náufragos, habían hasta entonces resultado fallidos: no se
veía sombra siquiera de tierra todo en redondo del horizonte.

No habiendo podido salvar los instrumentos náuticos, carecían de medios
de determinar el lugar en que se encontraban; pero orientándose con una
pequeña brújula que llevaban consigo, estaban seguros de que saldrían
del golfo y alcanzarían, más tarde o más temprano, el mar de las
Molucas.

El día transcurrió sin que sucediera nada extraordinario. Ningún barco
habían visto en el horizonte, ni tampoco señales de tierra.

Al llegar la noche se iluminó el mar, como la precedente.

Una espléndida fosforescencia brillaba bajo las olas, producida entonces
por las _nottiluche miliari_, en opinión del Capitán.

Estos infusorios son pequeñísimos; tienen forma de hojas algo
redondeadas, con un pequeño apéndice, y despiden extraordinario brillo.
Una botella de agua saturada de estos animálculos brilla y da luz
suficiente para poder leer un libro a un metro de distancia.

Aunque ya no les cogía de nuevas, Hans y Cornelio admiraban aquel
espectáculo sorprendente y sumergían las manos en el agua para sacarlas
cubiertas de puntos luminosos.

A media noche la fosforescencia desapareció y la mar quedó negra y
obscura, como si fuera de alquitrán.

A las dos, mientras el Capitán y el chino relevaban a Van-Horn, a Hans y
a Cornelio, descubrieron hacia el Oeste, pero a gran distancia, un punto
luminoso que parecía brillar a flor de agua.

--¿Será el fanal de algún buque?--preguntó Hans.

--Me parece demasiado bajo--dijo el Capitán, que observaba atentamente.

--¿O alguna isla?

--¿Será la barca de un salvaje?

--No; parece que la luz está fija, viejo mío.

--¿Habremos pasado ya el golfo de Carpentaria?

--No me sorprendería. En estas treinta y seis horas hemos avanzado
mucho, especialmente durante la borrasca.

--Entonces ese punto luminoso puede ser el fanal de algún buque. Ya
sabéis que algunos, para no bojear la Australia, se aventuran a través
de los escollos y arrecifes del estrecho de Torres.

--Lo sé, Horn; pero te repito que no es un fanal; de eso estoy seguro.
¡Calle! Veo otro punto luminoso más al Norte y que parece ir al
encuentro del primero.

--Entonces son barcas de salvajes.

--Me lo temo.

--Mal encuentro, capitán. Si al alba nos descubren nos darán caza.

--¿Serán australianos?--preguntó Cornelio.

--Los australianos no son marinos ni tienen barcos--dijo el Capitán--.
Los isleños del estrecho de Torres, y en particular los papúes, tienen
muchas embarcaciones y bien pertrechadas. Con ellas emprenden largos
viajes.

--¿Sin brújula?

--Es un objeto desconocido para ellos; pero saben dirigirse sin ella y
no se extravían. ¿Se guían por las estrellas o por el sol, o tienen un
instinto maravilloso como las aves? Se ignora.

--¿Son malos los isleños del Estrecho?

--Pérfidos, Cornelio, y muy valientes.

--¿Hasta los papúes?

--Hay algunas tribus que ya no son salvajes, por su frecuente trato con
nuestros compatriotas, que visitan el puerto de Deorj para adquirir
conchas de tortuga, _trépang_, aves del paraíso, nidos de golondrinas,
etcétera; pero los demás no tienen buena fama y algunos del interior son
antropófagos.

--No ha mejorado, pues, nuestra situación.

--Tenemos nuestros fusiles y sabremos defendernos. Id a descansar, y no
temáis. No perderé de vista esas dos luces.

El piloto y el joven se tendieron en el fondo de la chalupa, bajo una
lona, y el capitán se sentó a popa, junto a la caña del timón, mientras
el chino se apoyaba en el palo de la vela.

Las dos luces seguían brillando en el obscuro horizonte, siempre
lejanas, por más que la chalupa adelantaba bastante. Parecía que ellas
se dirigían también al Norte, siguiendo a los náufragos.

El capitán comenzaba a estar inquieto. Sentía por instinto que debían
de ser barcas tripuladas por peligrosos isleños.

Seguíalas atentamente con la mirada, para ver si se acercaban, temiendo
un inesperado abordaje, y había obligado al chino a preparar las armas
para estar dispuesto a la defensa; pero la distancia no disminuía, sino
que más bien parecía aumentar poco a poco, pues las luces iban siendo
menos perceptibles.

Hacia las tres, una de ellas desapareció; pero la otra seguía brillando
y parecía acercarse.

--¿Oyes algo?--dijo el Capitán al chino.

--No, señor; pero el fanal parece que quiere pasarnos por popa.

--Es cierto, muchacho. ¡Ah, si no estuviera tan obscuro!... Pero quizá
sea mejor para nosotros, pues esa luz no debe ser la del fanal de un
buque.

A las cuatro, el punto luminoso, que había cambiado de ruta, pasó, en
efecto, a popa de la chalupa, pero a distancia de siete millas lo menos,
y con dirección al Este.

Media hora después salió el Sol y por el Norte se descubrieron lejanas y
altas montañas. Por el Este se veían muchas islas y grupos de
escolleras.

El Capitán se levantó de un salto.

--¡El estrecho de Torres!--exclamó--. ¡Horn, Cornelio, Hans... todo el
mundo en pie! ¡Hemos atravesado el golfo de Carpentaria!



XIII.--LOS PIRATAS DE LA PAPUASIA


El estrecho de Torres, que separa la gran isla de Nueva Guinea o
Papuasia de la región extrema septentrional del continente australiano
llamada Tierra de Torres o de Carpentaria, es uno de los pasos más
peligrosos y difíciles que existen.

Fué descubierto en Agosto de 1606 por Luis de Torres, segundo comandante
de la expedición de Pedro Fernández de Quirós; pero quedó casi olvidado
muchos años por los graves obstáculos que presentaba y aún hoy mismo es
muy poco frecuentado, a pesar de las magníficas cartas topográficas
debidas a los cuidados del Gobierno inglés y de la colonia australiana.

Tiene treinta y cuatro leguas de extensión; pero ¡cuántas fatigas cuesta
su travesía! Es una sucesión continua de bajíos, que cambian
constantemente de posición a causa de las corrientes. Una selva de
escolleras madrepóricas que los zoófitos extienden cada vez más y que
van gradualmente subiendo hasta la superficie del agua, y un caos de
islotes y de islas que hacen dificilísima la navegación, hasta a los
barcos de más pequeño calado: tal es el Estrecho. Además, los
habitantes de aquella tierra tienen pésima fama. Asaltan los barcos que
se pierden en aquellos bajíos y escolleras y devoran a sus tripulantes.
Aún se recuerdan los casos de los barcos _Chesterfield_ y _Hormnzier_,
ocurridos en 1793.

Todas o casi todas aquellas islas son pequeñas, pero están muy pobladas.
Forman el archipiélago llamado del Príncipe de Gales, cuya isla mayor es
la de Murray.

Los habitantes son belicosos y proceden, a lo que se cree, de
cruzamientos de papúes y polinesios. Son, en general, negros, de
estatura alta y bien conformados, con la frente despejada, la nariz
regular y el cabello lanudo, que se tiñen de rojo. Se adornan el cuello
con medias lunas de nácar y figurillas de hueso, y las orejas con
conchas de tortuga.

Son buenos y audaces marinos, como los papúes de la costa y los
polinesios, y usan piraguas de veinte pies de largo con velas de hojas
entretejidas, con las cuales piratean por el Estrecho, asaltando a las
tribus ribereñas de la costa australiana y de Nueva Guinea.

Al oir gritar al Capitán ¡el estrecho de Torres!, Cornelio y Hans se
pusieron en pie.

--¿Ya?--exclamó Cornelio--; pero ¿dónde está la costa de Australia?

--Veo allí, a nuestra izquierda, una especie de niebla--dijo
Van-Stael--: debe de ser la tierra de Carpentaria.

--¿Y esas montañas que tenemos ahí delante?

--Pertenecen a la Nueva Guinea.

--¿Tiene montes altos esa gran isla?

--Altísimos, Cornelio, y cubiertos de nieve la mayor parte del año. Se
dice que tienen picos de 18.000 y más pies de altura.

--¿Estamos muy lejos de esa isla?

--Tal vez a cuarenta millas.

--¿Llegaremos a ella?

--Las costas meridionales son peligrosas, Cornelio, y sus habitantes,
casi todos piratas. Trataremos más bien de llegar a las islas Arrú, que
se encuentran a la entrada del mar de las Molucas, y donde espero
encontrar pescadores holandeses de _trépang_.

--¡Eh! ¡Eh!--exclamó en aquel instante Van-Horn.--Mientras nosotros nos
descuidamos charlando, un ave de rapiña, o mejor dicho dos, tratan de
darnos caza.

--¿Qué quieres decir, viejo Horn?--preguntó el Capitán.

--Que dentro de poco nos veremos obligados a disparar los fusiles, si
antes no hallamos un refugio. ¿No veis a popa dos piraguas que hacen una
maniobra sospechosa, señor Van-Stael?

El Capitán miró hacia el Sur, e hizo un ademán de disgusto.

--¡Ya sé lo que eran los fanales que vimos anoche!--exclamó--. En
efecto, se trata de aves de rapiña de las más peligrosas.

A siete u ocho millas al Sur se veían, no dos aves de rapiña, sino dos
embarcaciones, que navegaban de conserva siguiendo la misma ruta que la
chalupa.

No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues
son bien distintas de las nuestras.

Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de
largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.

Las que veían nuestros náufragos llevaban grandes velas triangulares de
filamentos vegetales entretejidos, e iban tripuladas por muchos hombres
negros medio desnudos, que se distinguían sobre los puentes.

--Son papúes, si no me engaño--dijo el Capitán--. Mala vecindad, amigos
míos.

--¿Se trata de piratas?--preguntó Van-Horn.

--Lo temo, viejo mío; y hasta parece que tratan de alcanzarnos.

--¿Son muchos?--preguntó Cornelio.

--Cuarenta, por lo menos--respondió el Capitán.

--¿Usan armas de fuego los papúes?

--Armas de fuego, no; pero sí flechas envenenadas con jugo del _upas_, y
que lanzan muy diestramente con la cerbatana. También usan lanzas y
ciertas hachas pesadas, que llaman _parangs_, con las cuales, de un solo
golpe decapitan a una persona.

--No hay, pues, que jugar con esos salvajes.

--Al contrario; hay que temerles, Cornelio, y haremos bien en huir.

--Pero ¿adónde? Nos alcanzarán, señor Van-Stael--dijo el piloto--. Con
esas grandes velas tienen que correr más que nosotros.

--Nos dirigiremos a la costa.

--¿A las islas del Estrecho?

--¿Estás loco, viejo lobo? Los habitantes de ellas son peores que los
papúes, y nos matarían en seguida.

--¿Entonces a Nueva Guinea?

--Sí, Horn; y trataremos de no perder tiempo. Me parece que las piraguas
nos ganan a andar, y si no nos apresuramos, dentro de dos horas las
tendremos encima.

--¿Qué debemos hacer?--preguntaron Hans y Cornelio.

--Desplegar más la vela que tenemos, y añadir otras dos que arreglaremos
con el encerado y que armaremos en sendos remos a popa y a proa: ¡Al
trabajo, muchachos!

El chino, Hans y Cornelio ayudados por el viejo piloto, pusieron manos a
la tarea. Como habían tenido la precaución de llevar cuerdas en la
chalupa, les fué fácil sujetar firmemente a proa y a popa los dos remos,
amarrándolos a las banquetas; partieron otro remo por la mitad para
utilizar los trozos como vergas, y con la tela encerada y una manta
hicieron las velas, atándolas por las puntas inferiores a las bordas de
la chalupa.

Soplaba del Sur un viento fresco, que empujaba la chalupa. Los salvajes,
que advirtieron la maniobra de sus tripulantes, lanzaron rabiosos gritos
que se oyeron, aunque aún lejanos, y a poco desplegaron dos pequeñas
velas triangulares más, ayudándose también con los remos.

--¡Ya lo decía yo! ¡Esa canalla quiere abordarnos!--exclamó Van-Horn al
advertir esa maniobra.

--Tal vez lleguemos a la costa de Nueva Guinea antes de que nos
alcancen--dijo el Capitán--. Si el viento no cede, dentro de cuatro
horas llegaremos a tierra.

--Pero perderemos la chalupa--dijo Cornelio.

--Encontraremos quizá algún río, querido sobrino, y remontaremos la
corriente.

--Harán lo mismo los piratas.

--Pero, escondidos nosotros en los bosques, nos será fácil ahuyentarlos.

--¿Y no encontraremos en tierra tribus hostiles?

--La Nueva Guinea es grande, Cornelio, y no está muy poblada. No es
probable que tropecemos con enemigos. ¿Se nos acercan, Horn?

--Creo que no--respondió el piloto, que no perdía de vista las
piraguas--. Corren mucho; pero no nos ganan terreno por ahora.

--¡Vosotros atended a las velas, y dejadme a mí el cuidado de dirigir la
chalupa!

Los papúes, que ansiaban alcanzar a los fugitivos para hacerlos
prisioneros o quizá para matarlos en el acto, hacían desesperados
esfuerzos por adelantar camino. Remaban furiosamente para ayudar a las
velas, levantando salpicaduras de espumas, pero no se acercaban sino muy
lentamente, pues la chalupa corría a razón de ocho o quizá de nueve
millas por hora.

De vez en cuando se oían sus gritos, que el viento llevaba hasta la
chalupa, y que parecían intimaciones para que los náufragos se
detuviesen; mas éstos no hacían caso de tales amenazas.

Las montañas de la gran isla iban haciéndose más perceptibles por
momentos, y la costa empezaba a delinearse confusamente hacia el Norte,
corriendo de Este a Oeste.

A las nueve de la mañana la chalupa sólo distaba veinticinco millas de
tierra; pero el viento, que hasta entonces se había mantenido fresco,
comenzaba a ceder.

El Capitán y Van-Horn se iban inquietando, porque si el viento faltaba
no podrían regatear con las piraguas, que llevaban tripulaciones mucho
más numerosas y acostumbradas a las maniobras del remo.

Una piragua se había adelantado, y sólo distaba ya cuatro millas. La
otra, no tan buena velera, por lo visto, se quedó rezagada; pero sin
abandonar la caza.

Sin duda aquellos astutos salvajes se habían dado cuenta de las
intenciones de los náufragos, y querían a todo trance impedirles llegar
a la playa de la gran isla.

--¡Ah!--exclamó el Capitán--. Si hubiéramos podido conservar la lantaca,
no se acercarían seguramente esos pillos; pero ya que no la tenemos, nos
defenderemos con los fusiles.

A las diez, la costa estaba aún a doce o trece millas y el viento seguía
aflojando. Se veían ya los árboles de la ribera y hacia el Este se
distinguía una bahía espaciosa, que podía ser muy bien la boca de algún
río.

La primera piragua estaba ya muy cerca y seguía ganando terreno,
impulsada por veinte remeros vigorosos. Se la distinguía ya muy bien a
simple vista. Aunque construída por salvajes, era una excelente
embarcación. Consistía en dos canoas apareadas, de unos treinta y cinco
pies de eslora, construídas de sendos troncos de árbol ahuecados.

Iba armada a proa de una especie de espolón de madera pacientemente
esculpido, y la popa era altísima, y de forma como de escala. Las dos
canoas apareadas que constituían, como se ha dicho, la embarcación,
estaban trabadas entre sí por una especie de pasarela cubierta de un
colgadizo de hojas sostenido por una ligera armadura.

A proa y a popa se alzaban sendos palos, formado cada uno de ellos por
tres bambúes unidos en lo alto y separados en la base; pero sin antenas,
vergas ni cordaje, que no necesitaban, por lo demás; porque las velas de
los barcos papúes no se despliegan de alto a bajo, sino al contrario; y
para ejecutar esta maniobra basta una cuerda en la punta del palo.

Las velas consistían en nervios de hojas entretejidas con filamentos del
árbol del sagú y eran cuadrilongas, de veinte pies de largo por siete de
ancho, aunque también suele haberlas triangulares. Cuando no hay viento
van arrolladas al pie de los palos; cuando lo hay, las izan hasta la
mitad, o hasta lo alto, según sea más o menos recio.

Un largo remo que sirve de timón y un balancín, compuesto de una ancha
tabla que pasa de babor a estribor y que, sobresaliendo mucho de los
costados del barco, tiene sus extremos provistos de sendos flotadores
que descansan en el agua, completan los menesteres de estos pequeños
veleros.

En el puente de la piragua más cercana se distinguían varios hombres
ocupados en las maniobras de las dos velas, y muchos otros aplicados a
los remos.

De cuando en cuando se oía una voz que gritaba: _¡miro! ¡miro!_; pero el
Capitán se guardaba muy bien de darle crédito. Aquellas palabras que
significaban ¡paz! ¡paz! sonaban mal en boca de aquellos salvajes, que
parecían dispuestos a caer sobre la chalupa con las armas en la mano.

En vez de detenerse, el Capitán, Cornelio, Horn y el chino habían
empuñado los remos y los manejaban furiosamente. Hans estaba en la barra
del timón.

A las once estaban los náufragos a sólo tres millas de la costa de Nueva
Guinea; pero tenían la primera piragua media milla detrás de ellos y la
segunda poco más de una.

--¡Veo un río!--exclamó Hans.

--¿Cerca?--preguntó el Capitán, que no podía verlo por estar de espaldas
a la costa.

--Sí, tío; ahí enfrente de nosotros.

--Lleva hacia él la chalupa. ¿Es ancho?

--Tendrá algo más de un cable.

--Lo remontaremos y desembarcaremos en los bosques.

--¡Duro con los remos, amigos!: los papúes han advertido nuestras
intenciones.

--Tío--dijo Cornelio--; los tenemos ya encima, y podríamos disparar
sobre ellos.

--Todavía no; espérate: ¡Avante!

La chalupa volaba, hendiendo impetuosamente las aguas; pero el velero de
los papúes le ganaba ventaja.

Por fortuna, la costa estaba ya muy cercana. Se distinguían
perfectamente las palmas de coco, las cañas de azúcar, las sensitivas
gigantes y hasta los arbustos. La tierra toda hasta la misma orilla del
mar estaba cubierta de espesísimos bosques.

La chalupa, pasando sobre un banco de arena, entró en la desembocadura
del río, y fué a atracar a una isla o más bien un islote, cubierto de un
espeso bosque de palúdicos, llamados así porque son plantas que
producen las fiebres.

Los náufragos soltaron los remos y echaron mano de los fusiles, mientras
la primera piragua daba una virada para evitar el banco de arena.



XIV.--LA NUEVA GUINEA


Aunque la Nueva Guinea o Papuasia es la isla más grande del mundo[5],
una de las más espléndidas y también de las más feraces y productivas,
es de las regiones menos conocidas, por extraño que parezca. Hasta hoy
mismo se tienen muy imperfectas noticias sobre sus costas y poquísimas
sobre sus regiones interiores.

Sólo dos viajeros italianos, Rienzi en 1826 y últimamente De Albertis,
exploraron una parte de las costas y algunos ríos de la Nueva Guinea, no
obstante la hostilidad de sus naturales.

Esta isla fué, sin embargo, una de las primeramente descubiertas, pues
el portugués Abreu llegó a ella en 1511. Luis de Torres, que la visitó
en 1606, le puso el nombre que lleva, según unos, por caer frente por
frente de la Guinea africana, y según otros por el parecido de los
negros naturales de ella con los negros de la dicha comarca de África.

Otros muchos navegantes la visitaron en los siglos posteriores, pero
todos se limitaron, como hemos dicho, a tocar en algún punto de sus
costas.

Los holandeses establecieron una colonia en la costa occidental en 1822;
pero la abandonaron siete años después, sin dejar de traficar con
aquellos isleños, y en 1858 mandaron una nueva expedición en el vapor
_Etna_, y ocuparon algunos puntos de la costa.

Es ésa, como ya se ha dicho, la isla más vasta del mundo, considerando a
la Australia como continente. Tiene 400 leguas de largo y 138 de ancho,
y 38.000 leguas cuadradas de superficie.

Hay en sus costas extensas bahías, donde podrían guarecerse flotas
enteras, algunas de las cuales son muy frecuentadas por los holandeses,
los malayos y los chinos.

El interior de la Isla es poco conocido; pero se sabe que hay en ella
grandes cordilleras, altísimas algunas. Sobre los ríos hay pocas
noticias. El Durga, que desagua cerca del promontorio de Volk, se
asegura que es de los más grandes. Otros muchos van a desembocar en la
costa septentrional y en la meridional. En la occidental desagua uno que
debe de ser caudalosísimo, porque muchos navegantes han observado que no
lejos de la punta oriental de la bahía de Geelvine, las aguas del mar
son dulces a muchas leguas de la costa.

El interior está cubierto de bosques inmensos. Las especies de árboles,
muchos de ellos de maderas preciosas, se cuentan por miles.

La nuez moscada, el árbol del alcanfor, el teck, cuya madera tanto se
aprecia en la construcción naval; el cedro gigantesco, los árboles del
pan, del sagú, de la canela y mil otros, crecen allí sin cultivo. En
aquellas inmensas selvas, pobladas por las aves más espléndidas de la
creación, viven también salvajes cruelísimos y sanguinarios, enemigos de
los extranjeros.

Algunos de los ribereños de la isla comercian con los europeos,
vendiéndoles el _trépang_, que abunda en aquellas playas, las finas
especierías, las maravillosas aves del paraíso, tan estimadas por sus
plumas, o la plata y el oro que extraen en gran cantidad de sus
montañas; pero en el interior habitan las naciones de los alfuras, los
arfakis y otras montaraces y belicosas, que son feroces caníbales, y en
las playas abundan los piratas, dedicados principalmente a la trata de
esclavos, y a los cuales temen muchísimo los habitantes de las regiones
marítimas.

Van-Stael, que conocía la Nueva Guinea y a sus habitantes, por haber
traficado en otro tiempo con los indígenas de Dari y haber pescado
_trépang_ en algunas bahías, conocía también a los piratas papúes y no
ignoraba su ferocidad; así que apenas se hubo ocultado la chalupa detrás
del islote, organizó la defensa para impedir a sus perseguidores la
entrada en el río.

--¡Pronto!; tomad las armas y embosquémonos entre estos palúdicos--dijo
a sus compañeros--. Guardaos sobre todo de las flechas, porque hombre
herido es hombre muerto.

--Las municiones abundan y todos somos buenos tiradores--dijo el
piloto--. No se atreverán a entrar en el río.

--Además--observó Cornelio--, hay tan poco fondo, que les será imposible
pasar a esas embarcaciones.

--Pero son capaces de desembarcar y de seguirnos por los bosques--dijo
el Capitán--. ¿Se les ve?

--Sí--dijo Hans, que se había abierto paso entre aquellas plantas, de
las cuales se desprendían emanaciones pestilentes.

--¿Qué hacen?

--Tratan de entrar en el río.

--Veamos.

Van-Stael atravesó la espesura, y al llegar al extremo del islote se
inclinó hacia adelante, cuidando de no descubrirse.

La piragua había dado vuelta al banco de arena y avanzaba con precaución
por la orilla derecha, tratando de evitar los bajíos.

Algunos hombres sondeaban el agua con los remos, mientras otros trataban
de descubrir a los náufragos, escondidos en las malezas del islote.

Se les oía hablar y se les veía moverse sobre cubierta.

Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a primera vista
parecían negros africanos; pero mirados despacio se advertía que su piel
era de un tinte aceitunado y sus facciones más finas que las de
aquéllos; pues tenían narices regulares y no achatadas, labios delgados,
bocas pequeñas y rostros ovalados. Su pelo era espesísimo y abundante,
lanoso, y lo llevaban arrollado en un zoquete de madera teñido de
encarnado.

Reducíase su vestido a una blusa o camisa llamada por ellos _tridako_,
fabricada con las fibras de una corteza de árbol; pero la falta de
trajes la suplían con la sobra de adornos: collares de dientes de puerco
y chacal, o de escamas de tortuga, y brazaletes de conchas y espinas de
pescado.

Uno solo de ellos--el Korana o jefe sin duda--llevaba una especie de
sotana de tela roja.

Iban todos armados de lanzas y de los pesados y groseros cuchillos
llamados _parangs_, y algunos llevaban cerbatanas de bambú, destinadas a
disparar flechas impregnadas del jugo extremadamente venenoso del
_upas_.

La piragua se acercaba al islote, navegando a lo largo de la playa
occidental, pero con gran trabajo, pues no había agua suficiente, aunque
estaba subiendo la marea.

Detúvose bruscamente la piragua. Al parecer había encallado, pues se vió
a los piratas correr de proa a popa, observar la corriente, y lanzar
después furiosos gritos.

--Han encallado--dijo el Capitán.

--Pero la marea está subiendo y quizás logren ponerse a flote dentro de
un rato--observó Van-Horn.

--¿Rompemos el fuego?--preguntó Cornelio--. Si saben que llevamos armas,
quizás desistan de atacarnos.

--No es mala idea, Cornelio; pero sin que nos hostilicen no debemos
tirarles. Hasta ahora nada nos han hecho.

--¿Y si nos aprovecháramos de esta tregua forzada para huir?--dijo
Horn--. Si nos estamos aquí, no tardará en llegar la tripulación de la
segunda piragua.

--¿Y adónde irá este río?--preguntó Cornelio.

--De eso sé lo mismo que tú--respondió el Capitán--. Subiremos por él
hasta encontrar un sitio bueno para acampar, y cuando los piratas se
marchen, nos embarcaremos otra vez y seguiremos nuestro viaje.

--Señor Van-Stael; ya está ahí la segunda piragua--avisó Van-Horn.

El piloto no se había equivocado. La segunda piragua, que se había
quedado rezagada, acababa de llegar a la desembocadura del río y trataba
de unirse a la otra, que seguía encallada.

Aquel refuerzo podía ser fatal para los náufragos, pues aumentaba
considerablemente el número de los piratas. Aunque los europeos tenían
en su chalupa abundantes municiones, no era prudente empeñar una lucha
contra cincuenta o sesenta salvajes provistos de flechas envenenadas.

--Huyamos--dijo el Capitán--. Ya que el camino está libre, remontemos el
río.

Volvieron donde estaba la chalupa y se embarcaron, poniendo las armas a
su alcance para estar prontos a hacer fuego.

Manteniéndose ocultos detrás de la isla, cuyas plantas eran suficientes
para cubrirles, comenzaron a remontar el río remando en silencio,
ayudados por la marea, que subía, empujando hacia atrás las aguas
dulces.

Los piratas, ocupados en desencallar la piragua, no habían advertido
nada, a lo que parecía, pues no se les oía gritar.

--¡Qué sorpresa van a llevarse cuando no nos encuentren en el
islote!--dijo Cornelio.

--Nos buscarán; de eso estoy seguro--dijo el Capitán--. Esos tunos no
renunciarán tan fácilmente a su presa; pero, si nos buscan, nos hallarán
dispuestos a defendernos y no nos dejaremos sorprender.

--¿Habrá pueblecillos en las márgenes de este río?

--No lo sé; y hasta ignoro cómo se llama esta corriente de agua.
Procederemos, no obstante, con prudencia, y si vemos una aldea nos
esconderemos en los bosques.

--Me parece que el río hace allí una vuelta--dijo Van-Horn.

--Mejor para nosotros. Escaparemos más fácilmente a la vista de los
piratas. Avante, y no perdáis de vista las orillas.

El río conservaba siempre su anchura de ciento sesenta o doscientos
pies, pero no era profundo y estaba sembrado de islotes de arena, que
los náufragos tenían que ir rodeando.

Las dos orillas estaban cubiertas de árboles enormes, y tan cercanos los
unos a los otros que hacían casi imposible el paso. Se veían gigantescos
tecks, cuyos robustos troncos tenían setenta pies de altura y sostenían
madejas de bejucos y de _nefentes_; mangostanos, parecidos a nuestros
olmos, pero cargados de frutas gruesas como naranjas, con la carne
violeta obscura y delicadísima al paladar; soberbios árboles del pan,
cuyas frutas tienen una pulpa grisácea, que asada se parece en el sabor
a las batatas; magníficos _arenghes sacaríferas_, especie de palmas con
largas hojas plumadas, de las cuales se saca una especie de crin
vegetal, que se emplea en la fabricación de ciertas vistosas telas, y
cuyo tronco da por incisión un jugo dulce, que si se le hierve se reduce
a azúcar; árboles de coco, muy cargados de fruta, y muchísimos
_gambirs_, plantas que dan un líquido especial empleado con éxito para
fijar los colores en las sedas y tisúes de lujo. También abundaban allí
los _casuarines_, o árboles de la goma, y los bambúes, que formaban
extensos bosques.

Entre aquellos árboles revoloteaban bandadas de espléndidas aves;
papagayos del tamaño de faisanes, con los picos amarillos; otros, de
plumaje rojo y negro y largas colas amarillas, pertenecientes a la
especie de los _charmasira papúa_; _promerops superbi_, gruesos como
pichones, y con el plumaje negro, tan fino que parece de terciopelo, y
la cola larga y ancha adornada de un extraño penacho rizado; _cicinnuros
regii_, del tamaño de mirlos, y las plumas de los colores más hermosos
que pueden imaginarse. Al volar por los aires, reflejando al sol sus
tonos rubios, esmeraldas y oro y plata brillantísimos, parecen flores
animadas o mariposas gigantescas.

Si abundaban las plantas y los árboles, faltaban, en cambio,
absolutamente los hombres. No se descubría rastro siquiera de ellos en
aquellas orillas. ¿Se hallaban los náufragos en una costa desierta? Si
era así, el hecho no les inquietaba, sino al contrario; pues de los
hombres con que hubieran podido tropezarse por aquellos lugares, más
tenían que temer que esperar.

A las dos, y a cerca de tres millas de la desembocadura, el Capitán hizo
que acercaran la chalupa a la orilla más cercana para dar algún descanso
a los remeros y para comer algo, pues estaban completamente en ayunas.

No se atrevieron, sin embargo, a encender fuego por no llamar la
atención de los salvajes que pudiera haber en aquellos espesos bosques,
y se contentaron con comer galletas y sardinas ahumadas, a las que
agregaron varios _durions_, frutas exquisitas, grandes como la cabeza
de un hombre y erizadas de espinas muy agudas por fuera, pero que
encierran una pulpa blanca delicada y de sabor exquisito, superior al de
la piña y el mango; pero que tiene un olorcillo a madera quemada que
desagrada mucho a los no acostumbrados a él.

A las cuatro, como no vieran nada sospechoso en las orillas del río, y
queriendo interponer buen trecho entre ellos y los piratas, que de
seguro los seguirían, continuaron remontando el río, que conservaba la
misma anchura que hasta allí.

Su carrera no duró mucho, pues a las seis, hora en que comenzaba a
oscurecer en el bosque y a bajar rápidamente la marea, encalló la
chalupa en un banco de arena que había casi en medio del río.



XV.--EL ASALTO DE LOS COCODRILOS


Cuantos esfuerzos hicieron para poner a flote la embarcación fueron
inútiles. La baja marea los había dejado en medio de aquel banco, que
parecía ser muy extenso.

Como no querían abandonar la chalupa, que podía caer en manos de los
piratas, y sin ella no podrían seguir su viaje al mar de las Molucas, y
considerándose bastante alejados de la desembocadura del río y, por lo
tanto, de sus enemigos, decidieron dormir allí hasta que subiera la
marea. Tenían también en cuenta la necesidad que pudieran tener de la
chalupa como lugar de refugio si eran atacados por los papúes, caso de
que los hubiera en aquellos bosques.

La chalupa les brindaba también manera de ponerse fuera del alcance de
las serpientes, que abundan en la isla, y aun de los tigres, que tampoco
escasean en ella, y señaladamente en las costas.

--Nuestra prisión no durará mucho--dijo el Capitán a Cornelio y a Hans,
que le interrogaban--. En cuanto suba la marea nos pondremos a flote y
nos acercaremos a cualquiera de las orillas, antes de bajar por el río.

--¿Temes, tío--dijo Cornelio--, que los piratas nos tengan mucho tiempo
bloqueados?

--Cuando se convenzan de que hemos huído al interior, espero que se
vayan.

--¿Y si no se van?

--Alguna vez se han de ir, y todo se reduce a esperar a que se marchen.
Tenemos víveres para dos semanas y abundancia de frutas, plantas y caza;
pues de todo ello hay en la isla.

--Debíamos intentar alejarlos a tiros.

--¿Para atraernos otros enemigos? ¿Quién nos dice que esa gente no tenga
compatriotas en estas costas? Dejemos que se cansen, Cornelio, y verás
cómo acabamos por podernos ir tranquilamente. Comamos ahora algo, y
descansemos. ¿A quién le toca el primer cuarto de guardia?

--A mí--dijo el joven--. Podéis dormir tranquilos: ningún pirata se
acercará sin mi permiso.

--Te hará compañía Horn. Ven más cuatro ojos que dos.

--Los míos todavía son buenos--dijo el viejo piloto.--Vamos, señor
Cornelio; vos a proa y yo a popa.

Terminada la frugal cena, el Capitán, el pescador y Hans se tendieron en
el fondo de la chalupa, en espera de sus respectivos turnos de guardia,
mientras el piloto y Cornelio se sentaban, el uno a proa, para vigilar
el río, aguas arriba, y el otro a popa, para no dejarse sorprender por
los piratas que tenían que venir por la parte del mar. En el bosque
reinaba el silencio; sólo se sentían los zumbidos de los insectos y el
ligero crujir de las ramas de los árboles, suavemente agitadas por un
vientecillo que venía del mar. En el río, sólo se oía el murmullo del
agua batiendo en los bancos y en las orillas.

De vez en cuando, a través del espeso follaje se veían brillar acá y
allá puntos luminosos, que tan pronto se dejaban ver como se ocultaban
en la espesura; pero ni Cornelio ni el viejo Horn se inquietaban, pues
sabían que aquellas lucecillas procedían de ciertas luciérnagas de la
especie llamada _lampiris_, muy comunes en todas las islas de la
Malasia, a las cuales las elegantes del país encierran en pomitos de
vidrio para adornarse con ellas el pelo, clavándolas en alfileres de
plata.

Había ya pasado una hora sin que ocurriera nada extraordinario, cuando
Cornelio creyó ver una masa oscura que atravesaba rápidamente el río
describiendo una curva por el aire. Se había destacado de un árbol
situado en la orilla derecha, y desapareció bajo los bosques de la
opuesta.

--Van-Horn, ¿has visto?--preguntó, echando mano precipitadamente del
fusil.

--Nada he visto ni oído, señor Cornelio--contestó el piloto.

--Ha pasado ante mi vista una cosa negra, que no he podido distinguir
bien.

--Tal vez un ave.

--No, Horn; era muy grande, y no tenía forma de ave.

--¿Qué queréis que sea entonces?

--No lo sé. ¿Sería un proyectil disparado por los papúes?

--Sólo usan flechas y lanzas, señor Cornelio.

--Lo sé; pero... ¡Mira!

Una masa negra, otra, sin duda, se había destacado de un árbol de la
orilla derecha, y había pasado a través del río con extrañas
ondulaciones produciendo una leve corriente de aire, y desapareciendo
entre las plantas de la orilla izquierda.

--¿Lo has visto, Horn?--preguntó Cornelio.

--Sí; y sé lo que es.

--¿Un proyectil?

--No, señor Cornelio. Uno de esos volátiles que los malayos llaman
_Kubug_, nosotros, gatos o zorras voladoras, y los naturalistas,
_galeopithecus_, si no me equivoco.

--¿Qué clase de animales son?

--Parecen monos, más bien que gatos; tienen unos dos pies de altura, la
cabeza pequeña, semejante a la de los chacales, el pelo rojo oscuro, y
ejecutan vuelos hasta de doscientos pies. Hay otros de una especie
parecida y de larga cola, pero que vuelan menos.

--¿Y cómo hacen para volar?

--Batiendo las alas.

--¿Monos con alas? Tú sueñas, Horn.

--No, señor Cornelio. No diré que sus alas sean iguales a las de los
pájaros, eso no. Consisten en una especie de membrana que les sale de
las patas anteriores, se junta con las posteriores y se prolonga hasta
la cola. Al mover las patas, mueven al mismo tiempo las alas, y vuelan,
pero de cada vuelo sólo pueden atravesar unos doscientos pies o poco
más, como os he dicho.

--¿Y sólo se crían en esta isla?

--Yo he visto muchos en el puerto de Dori y en los bosques de la c.

--¡Silencio!

--¿Otra vez?

--Sí; pero ahora no se trata de monos voladores.

Aguzaron los oídos y escucharon atentamente, conteniendo la respiración.
Por la parte alta del río percibieron un ruido como el que hace al caer
un cuerpo pesado en el agua. Miraron en aquella dirección; pero la
sombra que proyectaba el bosque era tan espesa, que no pudieron
descubrir nada.

--¿Has oído, Horn?

--Sí, señor Cornelio--contestó el marino, con cierta inquietud.

--Alguien se ha tirado al río.

--Eso temo.

--¿Algún pirata, quizá?

--Los piratas tienen que venir de la parte del mar.

--Es verdad; pero pueden haber desembarcado, para caer de espaldas y de
frente sobre nosotros.

Van-Horn no respondió; pero movió la cabeza con aire de duda.

--¿Qué hacemos?--dijo Cornelio después de algunos instantes de silencio.

--Por ahora, vigilar las aguas. Si es un hombre, tendrá que subir al
banco de arena para llegar hasta nosotros, y se descubrirá, pues por
aquí no hay agua.

--Es verdad... ¡Calle! ¡Otra zambullida!

--Y otra más lejana.

--¿Estaremos rodeados?

--¡Oh!--gritó el marino--; ¡mirad allí!

Cornelio miró en la dirección que le señalaba, y vió a flor de agua
masas negruzcas que se acercaban lentamente al banco de arena.

--¿Canoas?--preguntó levantándose.

--O cocodrilos--respondió el piloto.

--¿Los hay aquí?

--En todos los ríos.

--¿Querrán acometernos? Por fortuna, estamos en la chalupa.

--Pero encallados en medio de un banco, señor Cornelio, y en la absoluta
imposibilidad de huir hacia las orillas. Si llegan aquí, no les será
difícil entrar en la chalupa y aun destrozarla con sus formidables
coletazos.

--Despertemos a mi tío.

--Y a todos. Nos aguarda un mal cuarto de hora.

Despertaron al Capitán y a sus compañeros y les dijeron lo que ocurría.

--La cosa puede ser muy grave--dijo Van-Stael--. Los cocodrilos de los
ríos de Nueva Guinea son feroces y no temen al hombre. ¿Empieza a subir
la marea?

--Desde hace un cuarto de hora--respondió Van-Horn.

--Es necesario defendernos hasta que estemos a flote.

--¿Y no oirán los piratas los tiros?

--Sin duda, Horn; y subirán en seguida río arriba; pero no vamos a dejar
que nos devoren los cocodrilos por miedo a los piratas. Apenas podamos
movernos, o, mejor dicho, apenas pueda moverse la embarcación, nos
refugiaremos en los bosques y allí estaremos seguros. ¡Atención! ¡Ahí
están los cocodrilos! Procurad darles en el cuello, si queréis que nos
veamos libres de sus tremendas mandíbulas.

Los cocodrilos llegaban, en efecto; pero no eran dos o tres, sino una
verdadera banda; treinta, cuarenta o quizá más. ¿Cómo se habían reunido
allí tantos saurios, cuando los náufragos no habían visto ni uno
siquiera durante el día? ¿Venían de alguna gran charca o de algún lago
que hubiera cerca del río? Ambas cosas eran probables.

Aquellos espantosos anfibios, advertidos de la presencia de una buena
presa, llegaban por todas partes rodeando la chalupa.

A la luz de los astros se veían sus enormes mandíbulas erizadas de
largos dientes, que se entrechocaban con un ruido semejante al que
produce un cajón al caer sobre cubierta.

Daban terribles coletazos en el agua que producían verdadero oleaje.
Sonaban sus colas al dar unas contra otras con ruido como el que harían
huesos durísimos entrechocándose.

Cuando tuvieron rodeado el banco, se detuvieron como si quisieran
asegurarse de la clase de enemigo con quien tenían que habérselas.
Después uno de ellos, el más atrevido, y el mayor sin duda, pues tenía
más de treinta pies de largo, dió un coletazo en tierra, subió al banco,
que la marea iba ya cubriendo, y avanzó resueltamente hacia la chalupa.

--¡Es horrible!--exclamó Hans, temblando.

--¡Valor, muchachos!--dijo el Capitán, que no perdía su calma--. Este es
mío.

El saurio no estaba más que a seis pasos, y de un coletazo podía echarse
encima de la chalupa.

Van-Stael apuntó a las abiertas mandíbulas del monstruo, e hizo fuego.

El cocodrilo, herido de muerte por la bala que le debió de atravesar de
la garganta a la cola, se encabritó como un caballo, agitando su enorme
cola, y después cayó revolcándose y levantando salpicaduras de fango.

Los otros, lejos de asustarse por la detonación, que para ellos debía de
ser cosa nueva y desusada, pues que los papúes no usan armas de fuego,
ni tampoco por la muerte de su compañero, saltaron al banco dirigiéndose
hacia la chalupa.

--¡Valor!--volvió a exclamar el Capitán, cargando precipitadamente el
fusil.

El asalto fué tremendo. Aquellos formidables saurios, creyendo que hasta
la chalupa era una presa propia para tragársela, se atropellaban unos a
otros para llegar primero. Sus hálitos, calientes y fétidos, llegaban
hasta los desgraciados náufragos.

Estos, aunque aterrorizados, no perdieron la calma. Descargadas las
armas contra los más cercanos, echaron mano de las hachas, de los
arpones y hasta de los remos, y se defendieron con valor sobrehumano,
golpeándolos furiosamente en los cráneos y en las mandíbulas, hasta
romperles los dientes o herirles las gargantas.

Por fortuna, la chalupa era alta de bordas, y los cocodrilos no podían
entrar a saquear el interior; pero trataban de volcarla a coletazos, tan
violentos, que habrían acabado por desguazarla.

Aquella encarnizada defensa, aquellas detonaciones, aquellos fogonazos,
aquellos gritos, parecieron desconcertar a los asaltantes, los cuales se
decidieron a retroceder hacia las orillas del banco, pero sin
abandonarlo.

Cinco de ellos yacían en la arena, y otros tres, heridos de gravedad,
tal vez mortalmente, se agitaban con violentas convulsiones.

Los náufragos comenzaron otra vez el fuego, para obligar a los saurios a
volverse al río; pero los terribles anfibios parecían dispuestos a
renovar su acometida.

--No perdáis golpe--decía el Capitán--. Si podemos resistir siquiera
diez minutos, la chalupa dejará el banco.

--Ya está todo él cubierto de agua--dijo Cornelio--. La marea sube
rápidamente.

--Pero estos cocodrilos no se deciden a irse--repuso Van-Horn--. ¡Aquí
viene otro!

--¡Duro con él, muchachos!--gritó el Capitán.

Dos disparos sonaron casi a un tiempo. El cocodrilo dió un salto que lo
hizo caer al borde del banco, de donde rodó al río desapareciendo bajo
el agua.

Los otros, que parecían indecisos, retrocedieron; pero en seguida
volvieron a acometer atropellándose los unos a los otros para acabar más
pronto con aquellos hombres. Ya iban a llegar a la chalupa, cuando ésta,
que desde hacía algunos instantes estaba dando tumbos sacudida por la
marea, se puso a flote deslizándose a través del banco.

--¡Libres!--gritó Cornelio.

--¡A los remos, Horn!--exclamó el Capitán, descargando su fusil en medio
de la banda de cocodrilos.

El piloto, el chino y Hans se pusieron a remar desesperadamente
dirigiendo la chalupa hacia la orilla izquierda, mientras Cornelio y el
Capitán, por medio de frecuentes disparos, mantenían lejos a los
saurios, los cuales no parecían ya muy dispuestos a seguir atacando.

En pocos instantes la chalupa atravesó el río y atracó en la orilla, en
medio de un enorme matorral de plantas acuáticas.

Iban a desembarcar, cuando por la parte baja del río oyeron voces
humanas y batir de remos.

--¿Quién se acerca?--preguntó el Capitán.

--Los piratas, sin duda--respondió Van-Horn--. Han oído nuestros
disparos y vienen a atacarnos.

--¡Después de los cocodrilos los piratas!--exclamó Cornelio--. ¡Qué
dichoso país y qué hermosa noche!

--¡Callad!--dijo el Capitán.

Se inclinó hacia el agua y escuchó.

--Sí--dijo, después de algunos instantes--. Deben de ser los piratas que
vienen río arriba. He oído el batir de muchos remos.

--¿Suben con las piraguas?

--Sí; deben de haberlas separado para hacerlas más ligeras, quitándoles
el puente y el cobertizo. Escondamos la chalupa y huyamos a los
bosques.



XVI.--LA CABAÑA AÉREA


No había un momento que perder. Los piratas, atraídos por el ruido de
los disparos, se habían puesto rápidamente en campaña, para tratar de
hacer prisioneros a los náufragos antes de que cayesen en manos de
otros. Creían, sin duda, que habían sido atacados por indígenas y venían
decididos a disputarles la propiedad sobre aquellos hombres y sobre la
chalupa.

Los náufragos, que oían las voces de los que se acercaban y hasta el
batir de los remos en el agua, llevaron a tierra la chalupa y la
cubrieron con un montón de ramas y de hojas, para no perderla y verse
privados de los víveres y mantas que no podían llevarse consigo. Para
mayor precaución cargaron con todas las municiones, no queriendo
dejarlas en la barca, que, aunque bien escondida, corría el peligro de
ser descubierta y saqueada.

--¡A tierra!--exclamó el Capitán.

Por el recodo del río había aparecido una piragua tripulada por muchos
hombres, y detrás se veía ya la proa de otra. Los náufragos no podían
ya dudar un instante; y se apresuraron a internarse en la selva
alejándose del río.

La selva era espesísima y reinaba tal oscuridad en ella que apenas
podían distinguirse los troncos de los árboles; pero Cornelio que
conocía muy bien los bosques de Timor, por los cuales había andado a
menudo, se puso a la cabeza de los expedicionarios y los guió hacia el
Oeste.

Había allí árboles innumerables, de infinidad de especies: unos altos,
rectos, enormes, que desplegaban su ramaje a doscientos y más pies del
suelo; otros, más bajos, nudosos, curvados a derecha o izquierda, y
otros, en fin, delgados y raquíticos de tronco, pero de follaje
gigantesco, compuesto de hojas de lo menos veinte pies de largo por tres
o cuatro de ancho. Bejucos larguísimos y plantas trepadoras se enredaban
por todas partes y corrían de un tronco a otro, formando redes
inextricables bastantes para detener a elefantes en su marcha,
apresándolos entre sus mallas.

Brotaban del suelo monstruosas raíces que serpenteaban acá y allá, como
reptiles apocalípticos, haciendo muy difícil el paso en medio de aquella
oscuridad. Cornelio avanzaba con muchísimo tiento para no tropezar con
cualquiera de aquellos infinitos obstáculos, y sobre todo para no pisar
a alguna serpiente pitón, de las innumerables que hay en las selvas de
Malasia y Nueva Guinea, y que tienen veinticinco y hasta treinta pies
de largas, y están dotadas de tan prodigiosa fuerza, que ahogan a un
buey entre sus anillos.

Hacía una hora que caminaban, alejándose siempre del río para hacer
perder sus huellas a los piratas, cuando de repente fueron a dar en un
pequeño escampado rodeado de árboles.

Vió Cornelio, con gran sorpresa, alzarse casi en medio de aquel espacio
descubierto, una masa negra, enorme, que parecía suspendida en el aire,
a catorce o dieciséis pies del suelo.

--¡Tío!--exclamó.

--¿Qué has descubierto?--preguntó Van-Stael, saliendo del bosque.

--¡Mira!

--Es una casa de papúes--dijo el Capitán.--¡Mal encuentro, si está
habitada!

--¿Una habitación?

--Sí, Cornelio. Los papúes para no dejarse sorprender por sus enemigos o
por las fieras, construyen sus cabañas sobre altas estacas.

--Pero esa es inmensa.

--Suelen habitar muchas familias en cada una de esas casas aéreas. Son
construcciones curiosas.

--¿Estará habitada?--preguntó Van-Horn.

--Pronto lo sabremos. Por la noche los inquilinos levantan los bambúes
con entalles o muescas que les sirven de escaleras para subir. Si a
esta cabaña le faltan esas escalas, es que está habitada.

--Si lo estuviera, los papúes habrían oído nuestros disparos y no
estarían durmiendo ciertamente--observó Hans.

--Tienes razón--dijo el Capitán--. ¡Qué suerte si estuviera vacía!

--¿La ocuparemos?--preguntó Cornelio.

--Sin perder tiempo. Desde lo alto podremos defendernos de los piratas,
en el caso de que vengan a asaltarnos.

--¿Y no se caerá esa choza? Tengo poca fe en la solidez de su
construcción.

--Esos edificios son muy resistentes, Cornelio, y desafían a los
elementos. Los bambúes en que descansan y de que están construídos son
fuertísimos, como sabes, a pesar de su ligereza. Seguidme, amigos, pero
sin hacer ruido.

Los náufragos se adelantaron hacia la choza procurando ocultarse entre
las yerbas y las plantas trepadoras que había esparcidas por aquella
pequeña llanura, y se detuvieron al pie de los horcones del edificio, el
cual era de enormes dimensiones. Aquella casa aérea, levantada treinta
pies sobre el suelo, estaba admirablemente construída.

Los papúes comienzan, para construir esos edificios, por hincar
firmemente en el suelo, a guisa de horcones, gruesas cañas de bambú de
cuarenta o más pies de largo fuera de tierra, que han de ser los
soportes de toda la máquina, las cuales, para que no se cimbreen y
conserven siempre entre sí iguales distancias, van ligadas unas con
otras con fibras de rotang y con lianas. Arman después a treinta pies
del suelo el primer piso de la casa, formado por bambúes más ligeros,
enlazados entre sí y sujetos a los horcones con las mismas fibras. Diez
o doce pies más arriba arman una segunda plataforma con los mismos
materiales y por iguales procedimientos y sobre ella de igual manera,
levantan la habitación, que va cubierta por un techo de dos aguas
formado de hojas curiosamente dispuestas para resguardar de la lluvia
todo el edificio.

Bájase y súbese a tales casas por pértigas provistas de muescas o
entalladuras de trecho en trecho para apoyar los pies. Llegan esas
pértigas hasta una altura de veinte pies, donde hay un a modo de andén o
descansillo, del cual parten hasta lo alto otras escalas semejantes,
pero más ligeras. Por la noche, los habitantes de la casa retiran hacia
arriba todas las pértigas, quedando perfectamente seguros en su
habitación aérea.

Encastillados en ella no temen ni a las fieras ni a sus enemigos, pues
ni cuadrúpedos ni hombres pueden subir a lo alto, mientras no bajen las
escalas. Todo asalto practicado con escalas extrañas produciría ruidos
que alarmarían a los moradores y les harían ponerse en defensa.

El Capitán, que había visto ya varias de aquellas casas, dió una vuelta
alrededor de los horcones que la sostenían, y encontró dos pértigas que
llegaban hasta la primera plataforma, desde la cual advirtió que partían
otras dos hasta la casa.

--Esta habitación ha sido abandonada--dijo.

--¿Habrán sido muertos los propietarios?--preguntó Cornelio.

--Puede ser. Los papúes de la costa y los del interior se odian
ferozmente y se destruyen unos a otros en sangrientas batallas; pero
añadiré que los papúes son también muy aficionados a emigrar.

--Pues aprovechemos la ausencia de los propietarios y tomemos posesión
de tan segura vivienda.

Iba ya a subir por una de las pértigas, cuando el Capitán le detuvo.

--Aguarda--dijo--. Algunos habitantes pueden haber bajado; pero es
posible que haya otros arriba, y te matarían con sus flechas
envenenadas. Antes quiero asegurarme de que no hay nadie.

Y, dicho esto, sacudió violentamente dos de los horcones de bambú. Toda
la construcción tembló de la base a la cima con gran ruido, pero sin
ceder, pues, como hemos dicho, esas edificaciones son solidísimas.

--Si hay arriba alguien durmiendo, ya despertará.

Esperaron con los ojos fijos en la cabaña aérea; pero ningún ser humano
apareció en la plataforma; solamente algunas aves que dormían bajo el
techo salieron volando y lanzando gritos de terror.

--No hay nadie--dijo Van-Horn--. Podemos subir.

Cornelio comenzó a elevarse por una pértiga, apoyando los pies en los
entalles y agarrándose al mismo tiempo a ellos con las manos, mientras
el Capitán le imitaba ascendiendo por otra pértiga, hasta que ambos
llegaron al primer descansillo.

Ya en él, practicaron una segunda investigación, y como no sintieran
ruido alguno ni vieran a nadie, subieron por las otras pértigas,
llegando hasta la gran plataforma que sostenía la cabaña.

Allí tuvieron que detenerse, porque aquel piso era impracticable para
ellos. Los papúes, que son ágiles como monos, no se cuidan mucho de los
suelos de sus habitaciones, y apenas cubren con hojas los espacios
hueros que median entre las traviesas de bambúes de que están formados
los pisos de sus viviendas; así que cualquiera no acostumbrado a andar
por ellos puede dar un traspiés y caerse. Los papúes sólo cubren la
parte del suelo de la choza en que suelen estar ordinariamente, y aun
ésa muy a la ligera. El piso del corredor exterior sólo tiene las
traviesas, habiéndose de andar por él a saltos y con pie seguro para no
caer por entre ellas en la plataforma inferior.

--¡Demonio!--exclamó Cornelio--. Este pavimento es para pájaros, tío.

--No es muy cómodo para nosotros, Cornelio; pero a los papúes les basta.

--Pero debe de ser peligroso para los pequeñuelos indígenas.

--Son ágiles como macacos--le contestó el Capitán.

--No quiero correr el peligro de poner el pie en falso y de ir a dar con
mis huesos en el suelo, querido tío, cosa muy fácil con esta obscuridad;
prefiero andar a gatas.

--Es lo más seguro--dijo el Capitán, riendo.

Y así atravesaron la plataforma y entraron en la casa, cuyo piso estaba
cubierto de fuertes y gruesas esteras.

Aquella choza era muy amplia, de forma cuadrilonga y bastante alta de
techo. Estaba dividida en cuatro compartimientos o habitaciones
cuadradas de veintiocho a treinta y cinco pies de lado cada una, con su
puerta a la galería exterior.

El Capitán sacó fuego con el eslabón y el pedernal y encendió una
pajuela que se halló en el bolsillo. Reconoció la casa, y la encontró
enteramente vacía y desierta.

--Mejor para nosotros--dijo--. Pasaremos aquí el resto de la noche, y
dormiremos perfectamente.

--Retiraremos las escalas--dijo Cornelio.

--Ya se lo he prevenido a Horn.

Mientras tanto, Hans y el chino ascendieron por la escala y entraron en
la casa, y a poco, en pos de ellos, el piloto, el cual retiró las
pértigas para que no pudieran subir los piratas.

--¡Ya tenemos casa!--exclamó Hans.

--Una verdadera fortaleza--añadió Cornelio--. Desafío a los piratas a
que nos descubran.

--Si es que no nos han descubierto ya--dijo el piloto entrando--. Me
temo que esa canalla sepa más que nosotros.

--¿Has visto algo sospechoso?--preguntó el Capitán con inquietud.

--Quizás me engañe, señor Van-Stael; pero mientras retiraba las pértigas
me pareció oir un ligero silbido por el lado de la selva.

--¿Habrán descubierto nuestras huellas?

--No lo sé, Capitán.

--Pero con esta obscuridad, ¿cómo?--preguntó Cornelio.

--Los salvajes tienen mejor vista que nosotros--respondió el viejo
piloto--. A veces ven más que los animales nocturnos.

--¿Y para qué querrán hacernos prisioneros?

--Para apoderarse de nuestros fusiles, Cornelio--dijo el Capitán--. Su
insistencia no se explica de otro modo.

--¿Aprecian mucho las armas de fuego?

--Naturalmente; porque sólo tienen arcos y cerbatanas. Con fusiles,
estos piratas pueden llegar a ser verdaderamente invencibles para los
naturales de la costa.

--Pues si quieren subir hasta aquí, ya tienen que hacer.

--No lo creas--dijo Horn--. Con romper los horcones que sostienen la
casa nos harán venir al suelo. Con sus parangs, que son unos machetes
muy pesados y cortantes, pueden hacerlo facilísimamente.

--¡La caída que daríamos sería buena!

--Mortal, señor Cornelio.

--Salgamos--dijo el Capitán--. No hay que dejar que se acerquen.

Salieron del interior de la choza y se asomaron a la barandilla de bambú
del corredor, desde donde podían distinguir todos los alrededores. Sólo
se sentía el suave rumor de la brisa al pasar por entre los árboles del
bosque. En cuanto a hombres, ni trazas de ellos había. Si hubiera habido
alguno, habrían podido divisarlo, aun a larga distancia, a la luz de la
luna, que era clarísima y estaba muy alta.

--No hay la menor novedad--dijo Cornelio.

--Yo tampoco veo nada--añadió Hans.

--No hay que fiarse--advirtió Horn--. La explanada está cubierta de
matorrales y pudieran muy bien acercársenos sin que los viéramos.

En aquel instante, y como para confirmar sus palabras, algo hendió el
aire y vino a clavarse en la pared exterior de la cabaña, a poca altura
sobre la cabeza del chino.

--¡Oh!--exclamó el Capitán.

Se dirigió al objeto y lo arrancó.

--Una flecha--dijo examinándola con precaución--. Ha sido disparada
probablemente con una cerbatana.

Aquella flecha tenía como un palmo de largo: era una delgada caña de
bambú espinoso, con una de sus puntas aguzada y la otra provista de un
fleco de algodón. Toda ella parecía recubierta de una tintura vegetal.

--¿Estará envenenada?--preguntó Cornelio.

--Ciertamente, y os ordeno a todos que os retiréis al interior de la
choza, porque la más leve herida de estas flechas es mortal. El _upas_
es un veneno terrible.

--¿Serán los piratas quienes nos hayan lanzado esa flecha?

--Sin duda, Cornelio. Apresurémonos a ponernos en sitio seguro.

Abandonaron el corredor y entraron en la cabaña, en el momento en que
una segunda flecha iba a clavarse en el techo.



XVII.--ENTRE LAS FLECHAS Y EL FUEGO


Los papúes van muy mal armados y son incapaces de resistir un ataque de
hombres provistos de armas de fuego. Los arcos que emplean son de poca
eficacia, sus mazas de palo valen poco, y sus lanzas tienen la punta de
hueso; pero emplean un arma peligrosa: la flecha envenenada, que lanzan
con cerbatana; arma que se presta mucho a la guerra de emboscadas, y que
causa heridas mortales. No deben de haberla inventado ellos seguramente,
sino que la habrán tomado de los malayos y de los naturales de la isla
de Borneo; pero son muy hábiles en su uso.

Esa cerbatana, que los malayos llaman _sumpitán_, consiste en un cañuto
de bambú de unos siete palmos de largo, muy bien pulido en su parte
interior por medio de un hierro incandescente.

Soplando por ella, disparan hasta a setenta u ochenta pasos de distancia
unas flechitas de bambú que llevan en la punta una espina larga y aguda
y en el otro lado un taponcito de médula vegetal que ajusta
perfectamente en el hueco de la cerbatana. Se sirven de ese artificio
para cazar pajarillos, y también en la guerra, impregnando en este
último caso la punta de la flecha del zumo del upas, que es una de las
plantas más ponzoñosas que se conocen.

A la herida sigue inmediatamente un temblor convulsivo con precipitación
del pulso, y a poco extrema debilidad, ansiedad angustiosa, respiración
difícil, espasmos, vómitos, diarrea, convulsiones tetánicas, y, por
último, la muerte, que suele ocurrir al cuarto de hora a lo más de
recibida la herida. También suelen empapar las puntas de las flechas en
el zumo del _cettins_ (_strichnos tiente_), planta trepadora más
venenosa aún que el _upas_, pues la muerte que causa es más rápida, casi
fulminante. No podían, pues, los náufragos presentar el cuerpo al
descubierto sin gravísimo peligro; pero sí defenderse desde dentro
disparando a través de las hendrijas de las paredes y de las puertas.
Distribuyéronse por todos los compartimientos de la casa para vigilar
mejor los contornos, y se prepararon a repeler los ataques de aquellos
tenaces asaltantes.

No tuvieron que esperar mucho. Al poco rato notaron que se acercaban
bultos negros arrastrándose por entre los matorrales. Cornelio disparó
contra uno de ellos, que quedó inmóvil sin lanzar un grito.

Aquel tiro, y sobre todo sus efectos, debieron de asustar a los
asaltantes, porque se les vió retroceder a toda prisa y esconderse entre
los espesos árboles de la selva.

--Lo que es ese no volverá a levantarse--dijo Van-Horn--. El confite le
ha sabido bien amargo, pero lo tenía bien merecido. ¡Ah, pillos! también
nosotros tenemos armas que matan como el rayo.

--Estoy dispuesto a repetir la suerte--dijo Cornelio.--Al primero que se
acerque lo dejo seco.

--¡Cuidado!--gritó el Capitán.

Oyéronse los silbidos de siete u ocho flechas; pero, disparadas de muy
lejos, sólo dos conservaron fuerza para clavarse en los bambúes del
corredor.

--Malos correos--dijo uno de ellos.

--¡Y tan malos!: ¡como que están envenenados!--añadió Van-Horn--. Por
fortuna, a esta distancia no pueden herirnos mientras no nos
descubramos.

--¿Y cómo nos las vamos a componer si esto dura mucho?--se preguntó el
Capitán con cierta inquietud--; porque estos bandidos son capaces de
tenernos sitiados sabe Dios hasta cuando.

--No tenemos prisa, tío--replicó Cornelio--: se está muy bien en este
nido de cigüeñas.

--Pero ¿y los víveres? ¿y el agua?

--¿Tratarán verdaderamente de sitiarnos?--preguntó Van-Horn.

--Estoy seguro de ello, viejo mío. Tratarán de rendirnos por hambre.

--No, tío--dijo Hans--; no esperarán tanto, pues veo que vuelven a la
carga: ¡mira!

Acercáronse todos a la puerta y vieron a los piratas avanzar por la
explanada. Se deslizaban como serpientes amparándose en los matorrales.

--¿Tratarán de cortar los horcones?--preguntó Van-Horn, aterrorizado--.
¡A ellos, señor Cornelio!

El joven, que había vuelto a cargar el fusil, disparó apuntando a unas
matas que se movían, pero ningún grito siguió a la detonación.

--¿Habréis matado a otro o errado el tiro?--preguntó Van-Horn.

--Veo moverse las matas todavía--dijo Cornelio--. Estos tunantes saben
esconderse muy bien.

El Capitán y Hans hicieron fuego apuntando a las ramas que se movían;
pero los piratas no se dejaron ver, ni contestaron disparando flechas.

--¿Se habrán ocultado bajo tierra?--exclamó el piloto--. Esto se pone
feo.

A poco, quince o veinte hombres salieron de repente de entre las yerbas
y en dos o tres saltos llegaron hasta los horcones de la cabaña, que
comenzaron a golpear furiosamente con sus parangs. En un momento siete u
ocho de los horcones cayeron a tierra. Veíase a los agresores a través
de las viguetas del piso.

--¡Fuego!--gritó el Capitán.

Tres disparos resonaron: dos piratas fueron muertos, y un tercero quiso
huir lanzando ayes; pero fué a caer entre la yerba. Los demás lograron
llegar hasta el bosque, no sin recibir otra rociada de balas.

--¡Es valiente esa canalla!--exclamó Van-Horn--. Si cortan unos cuantos
horcones más, dan en tierra con la casa.

--Estoy tranquilo en cuanto a ese punto--dijo el Capitán--. Tenemos
municiones para mil disparos por lo menos, y acabaremos con todos antes
de que consigan derribar la choza.

--¿Creéis que repetirán el ataque?

--Después de esta segunda lección que han recibido, presumo que no se
atreverán a acercarse. Parapetémonos en la plataforma, y estemos
dispuestos a hacerles fuego al menor intento de avance.

Todos se colocaron junto a la puerta, con los fusiles preparados.

Los piratas no salían de la selva; pero se alejaban lo menos posible;
pues de vez en cuando se oían sus voces, y alguna que otra flecha se
acercaba silbando, aunque sin llegar a la cabaña aérea.

Sin duda habían cobrado miedo a las balas de los sitiados, pues se
mantenían ocultos tras de los troncos de los árboles; pero parecían
decididos a impedir a los náufragos todo intento de fuga. Probablemente
contaban con obligarles a rendirse por hambre, recurso menos peligroso
para los sitiadores y de más seguro éxito, pues los de la choza no
podían resistir mucho tiempo la falta de agua.

La noche pasó sin novedad, y a la salida del sol tampoco cambiaron las
cosas. Oíase hablar entre sí a los piratas, pero sin salir de la
espesura donde estaban ocultos.

--Esto va tomando muy mal cariz--dijo Van-Horn.--Si la cosa sigue, no sé
cómo vamos a componérnosla sin una gota de agua.

--Si hubiera una charca o un arroyo por aquí cerca, probaría a
bajar--dijo Cornelio--. Voy aburriéndome de este encierro, Horn.

--¡Pues si no ha comenzado apenas! Tendremos tiempo de aburrirnos, señor
Cornelio, pues los piratas no dan señales de irse.

--¿Y si probáramos a asustarlos?

--¿Cómo?

--Dándoles una acometida.

--Nos acribillarían a flechazos, y ya sabéis que sus flechas están
emponzoñadas.

--¿Y si se prolonga el asedio?

--Confiamos en que se cansarán, señor Cornelio.

--Pero la sed comienza ya a mortificarnos, Horn.

--Resistiremos lo que se pueda.

--¡Ah, si se dejaran ver!

--Ya saben ellos lo que hacen permaneciendo escondidos.

--Vamos a ver si los obligamos a salir de su escondite, viejo Horn.
Estoy viendo moverse algo en aquel matorral. De seguro hay allí un
centinela.

Armó el fusil e hizo fuego; pero los piratas respondieron con una
granizada de flechas, sin descubrirse. Sólo algunas llegaron, ya sin
fuerza, hasta la casa; las otras se quedaron a medio camino.

--No se mueven, Van-Horn--dijo el joven, irritado.

--Ya lo veo, señor Cornelio. Saben que somos diestros tiradores, y huyen
de nuestras balas; así que en vez de desperdiciarlas, creo que debemos
almorzar.

--Será muy frugal nuestro almuerzo, Horn.

--Yo tengo tres galletas.

--Y yo dos.

--¿Y vos, Capitán?

--Mi pipa.

--Pues nosotros, ni eso--dijeron Hans y el chino.

--Pues no moriremos de una indigestión, de seguro--dijo el piloto, que
no perdía su buen humor.

Se repartieron fraternalmente las cinco galletas, que desaparecieron en
dos bocados, y después, tendiéndose sobre las esterillas, se entregaron
al sueño bajo la vigilancia del piloto, pues habían pasado la noche en
constante alarma.

El día transcurrió lentamente, sin que los piratas intentaran un nuevo
ataque. No obstante, seguían tenaces en el bosque, disparando de cuando
en cuando alguna que otra flecha. Al caer la tarde, los pobres sitiados
experimentaban ya las torturas del hambre y sobre todo de la sed. Desde
la mañana sólo habían comido aquellas galletas, y desde la noche
anterior no bebían un solo trago de agua. Ninguno de ellos se quejaba, y
hasta Hans, que era el más joven de todos, había resistido heroicamente,
aunque tenía ya la garganta seca y la lengua hinchada. La brisa de la
noche tonificó algo a los sitiados; pero tal consuelo era bien escaso; y
si el asedio seguía, no podrían resistir otras veinticuatro horas de
ayuno.

--Hay que intentar algo--dijo el Capitán con resolución--. Hans no puede
soportar ya tantas privaciones.

--No me quejo, tío--respondió el joven--. Si tú resistes, yo resistiré
también.

--No, pobre niño. Tú no tienes aún la resistencia de un hombre hecho.
Esta noche iré a buscar agua.

--Te matarán, tío.

--Trataré de bajar sin que me vean.

--Yo te acompañaré--dijo Cornelio.

--¿Y yo?--exclamó Horn--. Dejad que yo vaya en busca del agua, Capitán.
Tengo sesenta años, y si me matan he vivido ya bastante.

--No, valiente Horn. Tú te quedarás aquí para cuidar de mis sobrinos. No
estás tan ágil como en otro tiempo, y la bajada es difícil.

--Mis músculos están aún fuertes, y bajaré como un joven, Capitán. Si os
mataran, ¿quién conduciría a vuestros sobrinos a su patria?

--Tú, Horn. Tú puedes conducir muy bien una chalupa hasta más allá del
Timor. Pero aún no me han matado esos tunos, ni creo que lo consigan.

--Deja que vaya yo, tío--dijo Cornelio--. Corro como un ciervo, y si los
piratas me siguen les haré que revienten antes de alcanzarme.

--No, sobrino mío; no quiero... ¡Ah!

Van-Stael se había vuelto de pronto hacia el sitio que en el bosque
ocupaban los piratas, poniéndose pálido.

--¿Qué has visto, tío?--preguntaron con ansiedad Hans y Cornelio,
montando los fusiles.

--He visto brillar una llama en las tinieblas.

--¿Dónde?--preguntaron todos.

--Hacia el bosque.

--¿Tratarán los piratas de incendiarnos la casa?--preguntó Van-Horn.

--Me lo temo--respondió el Capitán.

--Veo a los piratas que avanzan hacia nosotros--dijo Cornelio.

--¡Preparad las armas! Si prenden fuego a los horcones de la casa,
estamos perdidos: ¿los ves, Cornelio?

--Están ocultos detrás de aquellas matas. ¡Ah!

Una cosa que ardía se elevó del sitio señalado y vino a caer, lanzando
chispas, en la parte anterior del corredor. Cornelio, exponiéndose a
caerse o a recibir un flechazo, salió al corredor y arrojó todo lo lejos
que pudo aquel objeto encendido, antes de que prendiera fuego en las
viguetas.

--¡Es una flecha!--gritó.

--¿Una flecha?--repitió el Capitán.

--Sí, una flecha; pero con un algodón ardiendo en la punta.

--¡Ah, pillos!--exclamó Horn--. Quieren quemar la casa sin acercarse.

Otra flecha inflamada partió de entre la maleza y se clavó en la pared
de la choza, amenazando incendiar las esterillas de fibras y las hojas
resecas. Hans logró arrancarla y apagar el algodón que llevaba en la
punta.

--¡Si estimáis en algo la vida y no queréis morir asados, romped el
fuego!--ordenó el Capitán--. Hay que espantar de aquí a los piratas, o
no tardaremos en vernos envueltos en llamas.

Los náufragos rompieron nutrido fuego, dirigiendo sus tiros a los
matorrales en que estaban ocultos sus enemigos; pero los piratas,
decididos por lo visto a acabar de una vez con ellos, seguían lanzando
flechas encendidas que iban a dar unas en la casa y otras en el corredor
que la circundaba.

Hans y Cornelio corrían de un lado a otro para apagarlas, mientras sus
compañeros seguían disparando, aunque sin lograr contener a los
asaltantes.

Dos veces en el espacio de cinco minutos prendió el fuego en los bambúes
y en las esterillas del corredor; pero, aunque con gran trabajo y
recibiendo quemaduras, habían logrado los jóvenes apagarlo.

Aquella lucha no podía durar mucho tiempo. Los disparos de fusil no
cesaban, pero arreciaba la lluvia de flechas. Veíaselas atravesar los
aires y caer en los alrededores de la casa, y algunas de ellas en el
techo.

--¡Tío!--exclamó a poco Hans con voz angustiosa--. ¡No podemos resistir
más! ¡El techo está ardiendo!

--¡Maldición!--gritó, rabioso, Van-Stael.

--¡Vamos a morir asados!--gritó Cornelio--. ¡Huyamos, o la casa ardiendo
se nos caerá encima!



XVIII.--LA CAZA DE LAS TORTUGAS


La construcción aérea, acribillada de flechas encendidas, ardía por
varios sitios. El techo, que era de bambúes cubiertos de paja, se había
incendiado también por los dos extremos y el fuego había prendido hasta
en la barandilla del corredor.

Las llamas, alimentadas por tantas materias combustibles, adquirían
enorme desarrollo e iluminaban todo el campo circunvecino con sus
rojizos resplandores. Una densa nube de humo tachonada de chispas, que
saltaban en todas direcciones, se levantaba en el espacio. El fuego
había prendido también en la plataforma inferior.

El Capitán y sus compañeros, imposibilitados ya de seguir en aquella
hoguera, salieron al corredor a través de las llamas y de la humareda.
Al verlos los piratas, salieron de los matorrales lanzando gritos de
triunfo y blandiendo sus parangs en son de amenaza.

--¡Canalla!--gritó Van-Horn--. ¡Ahí va eso!

El salvaje más cercano, herido por la bala del piloto, cayó a tierra
dando un alarido de desesperación.

Aprovechando la confusión producida por aquel tiro, los sitiados
echaron con rapidez las pértigas que servían de escalas, y dos a dos se
deslizaron por ellas llegando a la primera plataforma envueltos en fuego
y en humo.

Los piratas, que se habían detenido algunos minutos ante el cadáver de
su compañero, volvieron a la carga furiosamente, pero momentos después
retrocedieron rápidamente.

A lo lejos, hacia el río, se habían oído gritos, que se hacían cada vez
más fuertes. ¿Qué ocurría al otro lado de la selva? Algo muy grave, sin
duda, pues los sitiados vieron a sus enemigos volverse en tropel al
bosque y huir como gamos hacia el Este.

--¡Se van!--exclamó Cornelio, admirado.

--Déjalos ir--gritó el Capitán--. Y bajemos, que la choza se va a
desplomar sobre nosotros.

Llegaron a tierra y se alejaron a toda carrera en dirección opuesta a
los piratas. Sólo se detuvieron cuando llegaron al lindero del bosque.

La casa aérea seguía ardiendo y amenazaba desplomarse de un instante a
otro. Las llamas subían, bajaban y se enroscaban como serpientes,
lanzando al aire nubes de humo y constelaciones de chispas.

El techo se había hundido; las dos plataformas, ya casi destruídas,
caían a pedazos, y los bambúes, consumidos en su extremidad superior y
en su punto de apoyo, se venían al suelo con gran estrépito.

--¡Ya era tiempo!--exclamó Cornelio--. Pocos minutos más, y hubiéramos
caído al suelo medio quemados, desde una altura de cincuenta pies.

--¿Pero por qué han huído los piratas, cuando ya nos tenían en sus
manos?--preguntó Hans.

--Por el lado del río ocurre algo grave--dijo el Capitán--. ¿No oís
voces?

--Sí; parece que se está riñendo allí una batalla--dijo Horn--. ¿Habrán
sido atacados los piratas?

--Pero ¿por quién?--preguntó Hans.

--Por alguna tribu enemiga--respondió el Capitán--. Como os he dicho,
los habitantes del interior están en continua guerra con los de la
costa.

--Pues el ataque no ha podido ser más oportuno para nosotros--observó
Cornelio--. ¿Oís?

Hacia el río se oía terrible clamoreo: eran gritos feroces, más de
fieras que de seres humanos, y de vez en cuando sonaba un ruido como de
tambor u otro instrumento análogo. Debía de estarse combatiendo allí
encarnizadamente.

--No hay duda... es un combate--dijo el Capitán--. Alguien ha caído
sobre los piratas por la espalda: quizás hayan sido los arfakis o los
alfuras.

--¿Y los vencedores vendrán luego a atacarnos a nosotros?--preguntó
Cornelio--. Las llamas de esa choza puede atraerlos, tío.

--Tienes razón; alejémonos de aquí cuanto antes, y dejémosles matarse a
su gusto.

--¿Y la chalupa?--preguntó Van-Horn.

--Volveremos a buscarla cuando podamos.

--¿Y la encontraremos entonces?

--Confiemos en que no hayan dado con ella los piratas. Si la
descubrieran, sería para nosotros un verdadero desastre.

--Como que no podríamos salir de esta tierra ni llegar a Timor.

--Vamos, amigos, antes de que lleguen los piratas o sus adversarios.
Busquemos un arroyo para beber y frutas con que calmar el hambre.

Entraron en la selva y se pusieron en marcha, procurando dirigirse hacia
el Oeste. La espesura era tal, que reinaba allí la oscuridad más
completa. La luz de la luna, interceptada por los árboles, no podía
romperla; pero bien pronto los ojos de los náufragos se acostumbraron a
ella y pudieron avanzar con relativa rapidez, a pesar de las enormes
raíces, las plantas trepadoras y las lianas que les cerraban el paso,
obligándoles a dar largos rodeos.

Los gritos de los combatientes seguían oyéndose por el lado del río;
pero a medida que los náufragos se alejaban en dirección contraria, se
iban debilitando. A la media hora de marcha apenas se sentían, y poco
después se apagaron por completo. ¿Habría terminado la lucha? No podían
saberlo, pero su resultado les era indiferente, pues tan enemigos suyos
eran los unos como los otros.

Hacia media noche, después de cinco o seis millas de camino, llegaron
los fugitivos a la orilla de un arroyo que corría entre bancos de arena
y plantas acuáticas. Sus orillas estaban cubiertas de vegetación
espesísima.

--Detengámonos aquí--dijo el Capitán--. No tengo por probable que nos
alcancen.

Bajaron al arroyo y saciaron la sed. Después se dedicaron a buscar
frutas para aplacar el hambre. No les fué difícil hallarlas, contando,
como cuenta, la flora papú con variedad infinita de plantas silvestres
de frutos comestibles, y de excelente sabor algunos.

En las mismas orillas de aquel arroyo abundaban los mangos, fruta
deliciosa; había también _pombos_, especie de cidros enormes, tamaños
como melones, también muy sabrosos. Los árboles que los producen llevan
el nombre botánico de _citrus decumanus_.

Ya bebidos y comidos, y sintiéndose tranquilos por el silencio profundo
que reinaba en la selva y en las orillas del riachuelo, se entregaron al
sueño, que ningún suceso vino a turbar. Los gritos de una bandada de
papagayos los despertaron al alborear el día.

--Hacía muchas noches que no descansábamos tan bien--dijo Cornelio
estirándose--. Ya era hora de que los piratas nos concedieran algún
reposo.

--¿Se oye algo?--preguntó el Capitán.

--Nada más que el griterío de las aves, tío. Parece que el combate
acabó.

--Me alegraría de que hubiesen llevado los piratas la peor parte--dijo
Van-Horn--. Así nos dejarían tranquilos para siempre.

--Pronto lo sabremos, viejo.

--¿Pensáis que volvamos al río, señor Stael?

--Sí, Horn. Estoy inquieto por nuestra chalupa.

--Pero nos dejaréis almorzar antes. Me siento flojo, y el estómago me
pide algo más que frutas.

--El mío me pide unas chuletas--dijo Hans--. La caza no debe faltar en
esta selva.

--Y la tenemos muy cerca--dijo el chino, que desde algunos minutos antes
estaba observando las plantas acuáticas.

--¿Has visto algún animal?--le preguntó Cornelio, preparando el fusil.

--Mirad allí. ¿No veis moverse las plantas del río?

--Es verdad--dijo el joven--. ¿Habrá peces grandes en este arroyo?

--¿O cocodrilos?--exclamó Van-Horn.

--No--contestó el Capitán--. Allí tenemos un almuerzo espléndido, viejo
mío.

Van-Stael no se equivocaba: a través de las plantas acuáticas se veía
caminar por los bancos de arena unos animales raros, de forma redonda,
un poco alargada, y provistos de patas cortas que parecían salir de una
especie de escudo.

--¿Qué es eso?--preguntaron Cornelio y Hans.

--Tortugas--dijo Van-Stael.

--En Timor nunca he visto semejantes bichos, tío--dijo Cornelio.

--Pues los hay. Es un bocado superior, y vais a probarlo. ¡Ven acá,
Horn!

Bajaron ambos hasta el banco, que llegaba a la mitad del río, y se
precipitaron sobre las tortugas, que aún no se habían percatado de la
presencia del enemigo. En un momento se apoderaron de dos de las más
grandes, y las volvieron boca arriba para impedirles huir, mientras
cogían otras; pero las demás se apresuraron a tirarse al agua,
escondiéndose entre el limo y las plantas.

--Déjalas ir, Horn. Ya tenemos carne de sobra.

Llamaron en su ayuda a Cornelio y al chino, y entre todos transportaron
las dos tortugas a la orilla. Tenían más de una vara de largo y como
media de ancho, y no pesaría menos de un quintal cada una de ellas.

--Estos animales están acorazados--exclamó Cornelio, que los examinaba
con curiosidad.

--Y su coraza está hecha a prueba de hacha, sobrino--dijo el Capitán.

--¿Y cómo hay aquí estas tortugas? Me han dicho que sólo viven en el
mar, tío.

--Las hay de muchas especies: unas, terrestres, que son las más comunes,
gruesas, cortas y con las patas parecidas a troncos; otras, de lagunas y
pantanos, que son las más pequeñas; otras de río, y por último otras de
mar. En esta isla abundan todas las especies, y los salvajes hacen gran
consumo de ellas, pues su carne es superior.

--¿Y de qué se alimentan?

--De yerbas, raíces, lombrices, insectos acuáticos, algas marinas y
pequeños crustáceos.

--¿Las hay también en otros países?

--Sí, Cornelio: las hay en Asia, en África, en Europa, y sobre todo en
la América meridional.

--¿Tan grandes como éstas?

--Las hay más pequeñas, y también mucho mayores. Las que viven en los
bosques de la cadena del Himalaya dan doscientas cincuenta libras de
carne, sin contar el peso del caparazón, que es respetable; pero las más
grandes son las llamadas elefantinas, que se encuentran en África, en el
canal de Mozambique, en la isla de Madagascar y en las de la Reunión y
Borbón.

Son largas como éstas, pero muchísimo más voluminosas: algo así como una
bota de vino de mediano tamaño. Además, son tan fuertes y robustas, que
pueden llevar encima un muchacho sin que, en apariencia, les estorbe
para andar.

En la isla de los Galápagos las hay grandísimas, verdaderos monstruos
antediluvianos contemporáneos del mamuth.

Las conchas de algunas especies como el carey, son muy apreciadas, y se
hacen de ellas peines, mangos de cuchillo y mil otros objetos de lujo.
Algunas especies fluviales dan una concha hermosísima que se paga muy
cara; otras dan un aceite finísimo, transparente y realmente exquisito.
De estos pobres anfibios se hace un consumo enorme, y si continúa la
destrucción, antes de muchos años desaparecería la especie. En América
comienza ya a escasear.

--Dicen que los pescadores de tortugas no las matan siempre--dijo
Van-Horn.

--Es cierto--respondió el Capitán--. Primero examinan su cuerpo para
asegurarse de la belleza de la concha, y practicándole una incisión
junto a la cola ven la calidad y cantidad de aceite que puede producir.
Si es escasa o de inferior calidad y además el animal está delgado,
vuelven a darle libertad para que engorde.

--¿Y si, estando delgadas, tienen la concha hermosa?

--Lo privan de la concha, y lo dejan ir.

--Pero morirá en seguida, después de tan espantosa mutilación.

--No, Cornelio. Aun privado de la concha, que fué su cuna y que debía
ser su sepulcro, el pobre anfibio vive. Va a esconderse en alguna
hendidura y permanece en ella sin salir más que lo preciso, hasta que
poco a poco le nace otra concha, que nunca es tan hermosa ni tan fina
como la primera.

--¡Pobres animales! Pierden su casa, y sólo logran, después de muchos
sufrimientos, otra más fea e incómoda.

--Pero viven, y ocultan su cuerpo deforme y su concha opaca y fea en las
aguas de los ríos.

--Deben sufrir un martirio atroz, tío--dijo Hans.

--Cierto; especialmente cuando el cuchillo del cazador les priva de su
vivienda. Pero, Van-Horn; que te olvidas del almuerzo.

--Es verdad, Capitán--contestó el piloto.

Ayudado por el chino, hizo un montón de ramas secas y encendió un alegre
fuego. Cuando estuvo casi hecho brasas, decapitó una de las tortugas de
una cuchillada, y sin extraer la carne de la concha la puso al fuego.

Bien pronto se esparció por la selva un olor apetitoso. La tortuga se
cocinaba en su concha asándose en su propia grasa.

Cuando estuvo a punto, el piloto rompió la concha a hachazos y extrajo
la carne, que dió de comer a sus compañeros.

No hay que decir que todos ellos hicieron honor al asado, después de
veinte horas de ayuno. Se comieron la mitad de la tortuga, reservando
para otra comida la otra mitad.

Terminada la comida, el Capitán y el piloto encendieron sus pipas, dando
en seguida la orden de marcha, que emprendieron al punto, sin abandonar
la segunda tortuga, que debía constituir el alimento del siguiente día.

Caminaron de prisa, pero con cautela, y a medio día llegaban al lugar de
la orilla del río donde esperaban encontrar la chalupa.



XIX.--LOS ÁRBOLES DE SAGÚ


Sólo el vocerío de una bandada de papagayos rompía el silencio que
reinaba en las orillas del río. El ruido de la batalla que habían oído
la noche anterior nuestros náufragos, había cesado por completo. Al
parecer, los piratas y sus enemigos se habían alejado definitivamente de
aquellos lugares.

Abriéndose paso a través de las yerbas y de las plantas trepadoras, y
avanzando con gran precaución y deteniéndose a cada paso a escuchar,
para no caer en una emboscada, los náufragos se acercaron a la ribera
arrojando una detenida mirada al río.

No vieron a nadie: ni a los piratas, ni a sus misteriosos enemigos, pero
vieron claramente las huellas de un encarnizado combate.

Había matas tronchadas, yerbas pisoteadas y troncos de árboles erizados
de flechas. El banco de arena, que la baja marea había dejado al
descubierto, estaba sembrado de trozos de lanzas y cuchillos y de
escudos rotos. Más allá, hacia la orilla izquierda, se veían medio
hundidos en el agua del río restos que parecían ser de una canoa, y
entre las yerbas los cadáveres de algunos indígenas medio devorados ya
por los cocodrilos.

--Los piratas han sido atacados y destruidos o puestos en fuga--dijo el
Capitán.

--¿Por los alfuras?--preguntó Cornelio.

--Seguramente--respondió Van-Stael.

--¿Habrá alguna aldea por estas cercanías?

--Lo temo, Cornelio; y será prudente alejarse cuanto antes de estos
sitios.

--Pues busquemos la chalupa.

--Vamos a ver. Empiezo a estar inquieto.

--¿Temes que la hayan descubierto?

--Sí, Cornelio.

--Sería un gran desastre para nosotros.

--Sí, sobrino mío. Allí veo el teck que ha de servirnos de guía: la
chalupa tiene que estar a pocos pasos de ese árbol enorme.

--Sí, Capitán--repuso Van-Horn--: no podemos equivocarnos.

--Apresurémonos: me consume la impaciencia.

Bajaron a la orilla del río y se fueron costeando el bosque, avanzando
siempre con mil precauciones, pues no estaban seguros de que aquel sitio
estuviera desierto.

A medida que se acercaban al teck, que crecía en la orilla bañando sus
raíces en el río, aumentaban sus inquietudes, y sus miradas se fijaban
angustiosas en las plantas y en las yerbas para descubrir el lugar en
que habían escondido la chalupa.

No llevaban mucho tiempo explorando, cuando Cornelio, que caminaba
distante, se detuvo.

--Tío--dijo con voz alterada--. Creo que nos han robado la chalupa. El
montón de ramas con que la tapamos debía estar aquí, y no lo veo.

--¿Será posible?--exclamó Van-Stael palideciendo.

Adelantóse; examinó con gran atención el lugar en que se encontraban,
entreabriendo las malezas, y acabó lanzando una exclamación de ira.

--¡Infames!

--¿La han robado?--preguntaron acercándose Hans, Cornelio y Van-Horn.

El Capitán les indicó, con un ademán de desesperación, las ramas
esparcidas por el suelo.

--¡Ah, ladrones!--rugió Cornelio, pálido de ira.

--¡Estamos perdidos!--exclamó el piloto.

En efecto, la chalupa ya no estaba allí. Aunque había sido perfectamente
escondida entre las yerbas y luego recubierta de ramas y de hojas, o los
piratas o sus enemigos la habían encontrado y se la habían llevado. Los
víveres y los demás objetos que contenía habían desaparecido igualmente.
Sólo habían dejado allí un remo roto y, por lo tanto, inservible, y
algunos trozos de cuerda.

--¿Y qué hacemos ahora?--se preguntó Van-Stael que parecía
anonadado.--¿Quién nos llevará ahora a Timor? ¡Miserables! ¡Hasta los
instrumentos náuticos nos han robado!

--¡No nos han dejado ni siquiera una galleta!--dijo Cornelio.

--¡Qué desastre, si no hubiéramos tenido la precaución de llevarnos las
municiones!--dijo Van-Horn.--Por fortuna nos quedan aún setecientos u
ochocientos cartuchos, y teniendo armas no se muere uno de hambre en
este país.

--Y sin chalupa, ¿cómo podremos volver nunca a nuestra isla?--dijo Hans.

--¿Y dónde nos encontramos ahora, Capitán?--dijo Horn.

--¿Qué nos importa estar en un punto o en otro?--Todos están igualmente
lejanos de Timor para nosotros--replicó Van-Stael.

--Yo creo que nuestra situación no es desesperada, Capitán, y que con un
poco de valor lograremos salir de este trance. Por eso quería saber si
estamos muy distantes de Dory.

--¿Del puerto de Dory?--preguntó el Capitán, en cuyos ojos brilló un
relámpago de esperanza.

--Sí; y si podemos llegar a él, no tendremos grandes dificultades para
volver a nuestra patria. Ya sabéis que ese puerto es muy frecuentado por
los pescadores de _trépang_ malayos y chinos, y también por nuestros
compatriotas que van allí a adquirir conchas de tortugas, nuez moscada
y aves del paraíso disecadas.

--Es verdad, Horn. No había pensado en el puerto de Dory.

--¿Podréis decirme si está muy lejos y si nos será fácil llegar a él?

--Lo creo muy difícil, Van-Horn; porque Dory está en la península
septentrional al lado de allá de la bahía de Geelwinck, y tendríamos que
atravesar para llegar allí territorios inmensos cubiertos de selvas
impenetrables y poblados por gentes ferocísimas. Tengo otro proyecto que
me parece mejor y más practicable.

--¿Cuál es, señor Stael?

--Tú sabes que en la costa Suroeste de la Isla desemboca el Durga, que
es uno de los ríos más caudalosos de ella. Tratemos de llegar a ese río
y bajemos por él hasta el mar, bien en una balsa, bien en una canoa que
podremos construir ahuecando un tronco de árbol. Desde allí iremos a las
islas Arrú, que son las más frecuentadas por nuestros compatriotas y los
pescadores de _trépang_. No debemos de estar a más de veinte o treinta
leguas del río, y quizás podamos llegar a sus orillas dentro de seis o
siete días.

--¡Buena idea, Capitán!--exclamó Van-Horn.

--¿Y no podríamos costear la Isla, evitando así el penetrar en los
bosques?--preguntó Cornelio.

--Sería un camino mucho más largo--le contestó Van-Stael. La costa
meridional hace muchas curvas y vueltas y hacia el Suroeste avanza
muchísimas leguas dentro del mar. Necesitaríamos más de un mes para
llegar al río Durga.

--Y estamos sin víveres, tío.

--No nos pondremos en camino sin provisiones, Cornelio. No podemos
contar siempre con la caza, que puede faltarnos.

--¿Y de dónde vamos a sacar los víveres?: yo no veo por aquí más que
frutas, deliciosas, sí, pero poco nutritivas.

--Llevaremos con nosotros gran cantidad de galletas, mejores que las que
nos han robado.

--¿Has encontrado alguna panadería?--preguntó Cornelio riendo.

--No; pero te aseguro que muy pronto tendremos todo el pan que nos dé la
gana. ¿Es verdad, Horn?

--¡Ya lo creo! ¡Y qué pan, señor Cornelio!--dijo el piloto--. Seréis el
hornero, y nosotros los amasadores.

--Quiero ver ese milagro.

--Y yo--dijo Hans.

--Ante todo busquemos para acampar un sitio más seguro y oculto--dijo el
Capitán--. Los aires de estos lugares no son buenos para nosotros, y nos
conviene un sitio donde podamos trabajar sin temor de que nos molesten.
¡Valor, muchachos! Alejémonos de este río, y vamos a escondernos en la
selva.

La prudencia les aconsejaba partir; pues nada extraño hubiera sido que
volvieran por allí los piratas o sus contrarios, que quizás tuvieran no
lejos de aquellos lugares sus moradas.

Cargaron con la tortuga, de la cual de ninguna manera querían
deshacerse, y se pusieron en marcha a través del bosque, dirigiéndose
hacia el Oeste. El piloto, que conservaba una pequeña brújula de
bolsillo, los guiaba sin temor a equivocarse, aunque lo intrincado de
aquella selva no les permitía seguir un rumbo fijo.

Hans y Cornelio, como buenos cazadores que eran, escudriñaban con la
vista el ramaje para no desaprovechar la ocasión que se les presentase
de hacer un buen tiro. Dejábanse ver de cuando en cuando aves
hermosísimas. Ora eran bandadas de cierta especie de palomas coronadas
de penachos, ora de _apimachus magnificus_, pájaros de forma
elegantísima, con plumas de un negro aterciopelado en el dorso, la
garganta y el pecho azul oscuro con reflejos verdosos y la cola larga
adornada de plumas de barbas sutilísimas. También se veían grupos de
_apimachus albus_, aves del tamaño de gallinas, con el plumaje blanco
plateado en la parte posterior del cuerpo y negro en la anterior, con
colas rarísimas formadas de seis o siete penachos rizados; bandadas de
_promerops superbi_, aves de negro plumaje, cola larga y espesa y un
penacho de plumas en la cabeza, y papagayos de multitud de variedades:
amarillos, grises, azules y rojos, también en bandadas.

Parecía, en cambio, que no había cuadrúpedos en aquella parte de la
Isla, pues ni se veían puercos salvajes, ni babirusos ni otros animales
que tanto abundan en otras regiones de ella.

Hacia las tres, al atravesar un claro del bosque, hicieron un
descubrimiento singular nuestros viajeros. Era un árbol--un
_ficopisocarpo_--de cuyas ramas pendían, en vez de frutas, unos pájaros
extrañísimos del tamaño de pollos, de alas membranosas, con el cuerpo
vestido de un plumón castaño de reflejos rojizos. Estaban agarrados a
las ramas por las patas, tenían las alas abiertas y extendidas y
parecían adormilados. Habría sobre doscientos.

--¿Qué pajarracos son ésos?--preguntaron Hans y Cornelio, sorprendidos.

--_Pteropus eduli_--respondió el Capitán riéndose--, o diciéndolo más
claro, murciélagos gigantes, que esperan que se haga de noche para
echarse a volar.

--Son enormes--observó Hans--. ¿Y qué hacen en esa rara posición?

--Duermen, después de haberse comido todas las frutas del árbol; pues
son muy glotones--respondió Van-Stael.

--Malos bichos deben de ser ésos.

--No lo creas, Hans. Se dice que todos los pájaros les temen; pero no
es verdad. Son utilísimos al hombre, pues acaban con muchos insectos
dañinos que le chupan la sangre.

--A pesar de ello son muy perseguidos, según he oído decir--dijo Hans.

--Es verdad. Los desgraciados murciélagos, que nos parecen topos o
ratones voladores, son aborrecidos y perseguidos cruelmente en todas
partes sin motivo alguno, no más que por superstición estúpida. Se les
cree espíritus de las tinieblas, se dice que de noche se beben el aceite
de las lámparas, y se cuentan otras mil patrañas sobre ellos. En unas
partes los clavan en las puertas y en las paredes; en otras, los queman
vivos y hacen con ellos mil atrocidades.

--¿Es verdad que son ciegos, tío?

--No; pero se cree que los ojos les sirven de muy poco o de nada. Se ha
probado a inutilizárselos y se les ha visto volar con la misma seguridad
que antes y sin tropezar en delgados hilos colocados ante ellos. Parece
que se orientan por el tacto, o por el oído, que se les supone
agudísimo. En cambio, no tienen o se cree que no tienen olfato o que, de
tenerlo, es muy imperfecto. Y ahora ¡vamos, muchachos, que el pan nos
espera!

--¿Dónde?--le preguntaron sus sobrinos.

--Pronto lo encontraremos.

Se pusieron en marcha, siguiendo siempre el mismo rumbo, pasando de una
selva a otra y cogiendo frutas de vez en cuando, hasta que, después de
una hora de camino, el Capitán se detuvo en un angosto llano rodeado de
árboles.

--Aquí está nuestro pan--dijo señalando un árbol de unos veinte pies de
alto y de tres y medio o cuatro de diámetro, de larguísimas hojas, que
en vez de crecer derecho, se torcía, tomando una dirección oblícua.

--¡Nuestro pan!--exclamaron los dos jóvenes admirados.

--Y muy bueno, señores míos--dijo Van-Horn--. La harina está en sazón,
pues veo las hojas cubiertas de un polvo gris.

--¿Y dónde está esa harina?

--En el tronco del árbol, señor Cornelio.

--Os burláis, viejo Horn.

--No; os lo aseguro. Ahora lo veréis.

El piloto empuñó el hacha y atacó briosamente con ella el tronco del
árbol, que ofrecía una resistencia increíble. El Capitán tuvo que
relevarle en el trabajo un cuarto de hora después, hasta que por último
la planta, cortada circularmente a dos pies del suelo, se desplomó con
gran estrépito.

--Mirad--dijo el piloto.

Hans, Cornelio y el joven pescador se acercaron, y con gran sorpresa
vieron que aquel tronco estaba lleno de una materia ligeramente rosada y
al parecer muy dura.

--¿Qué es esto?--preguntó Cornelio.

--Harina; o, si lo prefieres, _sagú_--dijo el Capitán.

--Lo conozco de nombre y hasta lo he probado en Timor, tío.

--Te creo, pues en aquella isla se produce también.

--Y me pareció muy gustoso y nutritivo.

--Es una planta maravillosa--exclamó Hans.

--Y utilísima--dijo el Capitán--. Crece sin necesidad de cultivo y se
reproduce mucho. Bastan tres árboles para alimentar a una familia
durante un año entero.

--¿Abundan mucho estas plantas, tío?

--Mucho; y no se encuentran solamente aquí. Las mejores y las más
productivas son las llamadas por los naturalistas _metroxilon sagus_ y
_metroxilon rumphii_; pero hay muchas otras especies.

Crecen en casi todas las islas de la Malasia, especialmente en Borneo,
Filipinas, Molucas, en ésta en que estamos, en la India, en las
Maldivas, en Sumatra y en América, en la Luisiana; pero la harina que
producen no es siempre igual. La de las Maldivas, por ejemplo, es
granulosa, dura, grisácea, y no uniforme; la de Sumatra tiene los granos
redondos y blancos o amarillentos; la de la Luisiana es gris, y la de
las Molucas y Nueva Guinea es roja, blanca o gris. Un árbol del tamaño
de éste que acabamos de cortar da unos ocho quintales.

--¡Qué afortunada tierra, tío!

--Efectivamente; porque no es poca fortuna para una persona el
proporcionarse pan para doce meses con sólo cuatro o cinco días de
trabajo.

--¿Y cómo se prepara esta harina?

--Ahora lo verás. ¡Al trabajo, mi fiel Horn!

El piloto no había perdido el tiempo. Arrancadas las grandes hojas, daba
hachazos en el tronco caído, dividiéndolo en pedazos de dos palmos de
largo; pero a costa de grandes esfuerzos, porque la corteza, aunque no
gruesa, era durísima. Al fin logró dividir el tronco en ocho trozos.

--Ahora, la maza--dijo el piloto, enjugándose el sudor de la frente--.
Hay que romper las raíces interiores.

El Capitán, que había cortado una gruesa y pesada rama y le había dado
forma de maza, iba ya a trabajar con ella, cuando se oyó un grito
terrible.

Volviéronse todos y vieron al joven chino luchando desesperadamente con
una serpiente enorme que lo tenía preso entre sus anillos.

--¡Gran Dios!--exclamó el Capitán--. ¡Un pitón!

Todos estaban helados de espanto.



XX.--LOS BOSQUES DE LA PAPUASIA


Si la Nueva Guinea es la patria predilecta de las más espléndidas aves
de la creación, lo es también de las serpientes, y sobre todo de los
pitones, que son los mayores y más formidables reptiles de los bosques.
Ninguna serpiente de las especies conocidas le supera, ni le iguala, ni
con mucho, en tamaño; ni siquiera las boas de las selvas brasileñas.

Abundan en todas las islas de la Malasia, en la India, donde hay
muchísimas, y en África; pero no las hay en Europa, aunque, a juzgar por
las que se encuentran en estado fósil en los terrenos terciarios, debió
de haberlas en tiempos remotos.

No son venenosas; pero su ferocidad y su audacia las hacen en extremo
temibles. Se atreven con el hombre y con los animales más valientes y
corpulentos: hasta con el tigre. El inglés Wádington vió a una en las
orillas del Ganges sorprender a un tigre real, apretarlo entre sus
potentes anillos y sofocarle al fin, a pesar de los zarpazos y mordiscos
del tigre. Tienen tan fuerte musculatura, que estrujan a un oso o a un
buey entre sus anillos, y es tal su vitalidad, que aun después de
muertas tienen durante horas enteras sujeta su presa.

Schouten, en su viaje a la India narra a este propósito el siguiente
hecho:

Durante la recolección del arroz algunos campesinos del Malabar dejaron
en la cabaña a un muchacho que, por estar enfermo, no podía salir con
ellos al campo.

El muchacho salió de la choza y se tendió a la sombra de una palma,
donde se quedó dormido. En aquella posición le sorprendió un pitón
gigante. Al volver los campesinos oyeron gemidos sofocados, pero no les
hicieron caso al principio. Como siguieran oyéndolos, salieron de la
choza y vieron a la monstruosa serpiente, que tenía envuelto al
muchacho, aún vivo, entre sus anillos. El padre del muchacho,
revistiéndose de valor, partió a la serpiente por la mitad de un
hachazo; pero ella, así mutilada, siguió apretando el cuerpo del
muchacho hasta sofocarlo.

Viven generalmente estas serpientes en los bosques calientes y húmedos,
donde acechan a sus presas, bien ocultas en la yerba, bien suspendidas
de los árboles. Prefieren para emboscarse la proximidad de los ríos,
para sorprender a los animales que acuden allí a beber.

Aunque no son muy gruesas, pueden tragarse animales diez o doce veces
más voluminosos, y veinte veces más pesados que ellas; la dilatabilidad
de sus mandíbulas y la elasticidad de su piel que son extraordinarias,
se lo permiten. Y así tiene que ser, pues como carecen de garras para
despedazar a su presa, han de tragársela entera. Así tardan mucho
tiempo, hasta una semana a veces, en deglutirla.

El pitón que había sorprendido al chino era de los mayores, pues no
tenía menos de veintidós pies de largo. El horrible reptil, que quizás
estuviera dormido en la espesura, advertiría la presencia del chino y se
le acercaría silenciosamente, apresándolo de pronto entre sus
formidables anillos. El desgraciado chino, casi sofocado, pálido como un
muerto y con los ojos fuera de las órbitas, agitaba desesperadamente el
brazo que le quedaba libre, haciendo por agarrar la cabeza del reptil,
que tenía la bifurcada lengua fuera de la boca.

Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn, paralizados por el terror, estaban
como clavados en el suelo; pero el Capitán había acudido en socorro del
joven con un hacha en la mano. Sabía que un momento de retardo podía ser
fatal al pobre chino, cuyos huesos crujían ya, oprimidos por los anillos
de la serpiente.

El arma cayó sobre el reptil con fuerza irresistible, cortándole el
cuerpo a unos siete pies de la cola. Herido de muerte, aflojó al
instante los anillos, y soltó al chino, para arremeter, mutilado y
chorreando sangre como estaba, con aquel nuevo enemigo, dando silbidos
de cólera.

Pero Van-Stael no era hombre asustadizo. Dió un rápido salto atrás para
librarse de la serpiente, y en seguida le asestó otro terrible hachazo,
que la tendió en la yerba con el casco de la cabeza partido en dos.

--¡Pobre muchacho mío!--exclamó el valiente Capitán acudiendo adonde
estaba el chino--. ¿Te ha roto las costillas?

--No, señor--respondió el chino con voz apagada--. Me tenía ya medio
ahogado; pero aún estoy con los huesos enteros, gracias a lo pronto que
acudisteis en mi ayuda.

--¿No viste el peligro?

--No, señor; me sorprendió por la espalda. ¡Qué miedo he pasado,
Capitán!

--Lo creo, pobre muchacho. Por fortuna pude acudir a tiempo.

--¡Ah, tío!--exclamó Cornelio--. ¡Nunca he experimentado emoción
semejante! ¡Sentí que me faltaban las fuerzas!

--No me sorprende. Estas serpientes dan miedo hasta a los tigres. Tú,
acuéstate y descansa, Lu-Hang; y nosotros trabajemos antes de que nos
pille la noche.

Van-Horn, repuesto ya de su susto, emprendió con gran actividad el
trabajo que tenía entre manos y que había suspendido. Empuñó la maza que
el Capitán le había preparado, y se puso a golpear la médula roja del
sagú, contenida en el pedazo de tronco que sobresalía de la tierra.

--¿Por qué la golpeas así, en vez de sacarla?--le preguntó Cornelio, que
seguía atentamente la operación.

--Porque está sujeta por una verdadera red de fibras--respondió el
piloto--. Si no se rompen esas fibras no hay modo de sacarla. ¡Mirad,
ahora!

El Capitán metió ambos brazos en el tronco y extrajo un gran puñado de
harina, que salió mezclada con blancas y finísimas hebras, al parecer
muy resistentes y tenaces.

--¿Se comen también esas hebras?--preguntó Cornelio.

--No--respondió el Capitán--; echarían a perder el pan, porque son
leñosas.

--¿Hay que separarlas?

--Sí, y para ello construiremos un cedazo con hebras de coco, para
perder menos tiempo.

El Capitán vació por completo aquella parte del tronco del árbol, y
amontonó la harina sobre grandes hojas.

Después puso otra de las rodajas del tronco sobre la que acababa de
vaciar y manejando con fuerza la maza, la despojó de toda la harina,
repitiendo la maniobra con todos los trozos, y obteniendo en pocas horas
muy cerca de ocho quintales de harina, que formaba un montón enorme.

Había aún que cernerla para separarla de las fibras; pero habiendo
llegado la noche, se dejó aquella segunda operación para el día
siguiente. Cernieron, con todo, por lo pronto, una pequeña cantidad de
aquella harina, la amasaron con un poco de agua y la pusieron a cocer
sobre brasas.

Con aquel pan y con tortuga asada cenaron muy bien aquella noche.
Acabada la cena, Van-Horn hincó en el suelo algunas estacas y formó un
cobertizo de hojas que los librasen de la humedad de la noche, y lo
rodeó de los trozos de tronco vacíos de _sagú_, que sirvieran como de
empalizada que los defendiera de las flechas si llegara el caso.

Cornelio hizo el primer cuarto de guardia emboscándose en un matorral, y
los demás se entregaron al sueño.

Aquellas precauciones resultaron inútiles, porque la noche pasó con
tranquilidad y en silencio. Ni hombres ni fieras asomaron por aquellos
sitios.

Al amanecer, todos se entregaron al trabajo para preparar la provisión
de pan. Van-Horn construyó una especie de cedazo con hebras de cáscara
de coco, y se puso a cerner la harina. El capitán y Hans echaban agua en
el cedazo para hacer pasar la fécula, y Cornelio y el chino la amasaban
en panes de a cuatro libras, que secaban después al sol. Habrían podido
también reducir la harina a grano, pero hubieran necesitado un
recipiente de hierro, y no lo tenían.

Para obtener el sagú granulado como el comercio lo lleva a Europa, se
echa la harina en una caldera puesta al fuego y se la tuesta
ligeramente revolviéndola sin cesar, y después se la lava y empaqueta.
Los granos así obtenidos adquieren un sabor más agradable y un color más
rojizo.

A mediodía tenían ya doscientos panes secándose al sol. Como ya eran
bastantes, pues los náufragos no podían cargar con un peso excesivo,
abandonaron la harina sobrante a los pájaros.

Por la noche los panes, ya perfectamente secos, fueron envueltos en
hojas de plátano, que los conservan muy bien, y amontonados bajo el
cobertizo.

--Tenemos para un mes--dijo el Capitán--. Mañana nos podremos poner en
camino, sin miedo de pasar hambre.

--Pero nos falta la carne--dijo Hans.

--Nos la procuraremos durante el viaje, glotón. Las aves no faltan en
esta selva, y tampoco nos faltarán cuadrúpedos.

--Será prudente llevar con nosotros una provisión de agua--dijo
Van-Horn--. No la encontraremos siempre.

--Es que no tenemos vasijas. ¿Dónde vamos a llevarla?--preguntó
Cornelio.

--Tampoco las tienen los papúes--dijo el Capitán--; pero disponen de
recipientes, y en sus canoas no falta nunca el agua dulce.

--¿Y cómo se las componen?

--Ahora lo verás.

De uno de los muchos bambúes que por allí había, cortó con el hacha un
trozo del grueso del muslo, y lo dividió en otros trozos más pequeños
cortándolo por cerca de los nudos.

--Aquí tienes una vasija--dijo tomando en la mano uno de ellos--. La
caña de bambú está hueca, como sabes, entre cada dos nudos, lo mismo que
cualquiera otra especie de cañas, y este trozo tiene sendos nudos en sus
extremos.

--Ya comprendo: se hace un agujero en uno de los nudos, se echa por él
el agua, se tapa después con un tarugo y ya está hecha la vasija.

--Efectivamente, Cornelio. Se explica que en tierras donde la Naturaleza
nos da hechos tales utensilios, no haga grandes progresos la industria
del hombre. Y ahora, acostémonos; que mañana tenemos que ponernos en
camino.

Se habían ya guarecido en el cobertizo, cuando con gran sorpresa para
todos ellos oyeron por el lado del bosque los ladridos de un perro.

--¿Los papúes?--preguntó Cornelio, poniéndose en pie de un salto.

--¡Imposible!--contestó el Capitán, arrojándose fuera con el fusil en la
mano.

Horn y los tres jóvenes, muy alarmados, salieron también armados de sus
fusiles. Los ladridos continuaban a intervalos regulares, pero sin
acercarse.

--Es imposible que sean los papúes--repitió el Capitán, que no apartaba
la vista del bosque.

--¿Por qué?--le preguntó Cornelio.

--Porque nunca han tenido perros, ni aquí los hay.

--Sin embargo, esos son ladridos de perro, tío.

--¿Habrá en el bosque algún cazador europeo?--exclamó Van-Horn.

--¿Aquí, en esta selva tan alejada de los puertos que frecuentan los
buques?

--Algún explorador, señor Stael.

--¡Hum! Lo dudo, Van-Horn.

--¿Y cómo puede haber aquí un perro sin amo?

--Pero ¿será un perro?

--¿Y qué puede ser? Esos son ladridos.

--Es que si fuera un perro ya estaría aquí, y esos ladridos ni se
acercan ni se alejan.

--Es verdad, Capitán.

--Tened dispuestas las armas, y vamos a aclarar este misterio.

Manteniéndose ocultos entre la maleza para no recibir a mansalva una
lluvia de flechas envenenadas, entraron en el bosque, que estaba oscuro,
pues ya iba a ponerse el sol. Su sorpresa llegó al colmo cuando notaron
que los ladridos venían de lo alto.

--¡Calla!--exclamó Cornelio--. ¿Un perro en las ramas de un árbol? ¿Cómo
explicar esto, tío?

El Capitán, en vez de responder, lanzó una carcajada.

--¿De qué te ríes?--le preguntaron Hans y Cornelio.

--Es que el caso es para reirse, muchachos--les dijo--. ¿Queréis ver al
pretendido perro? Mirad entre las ramas de aquel _durión_.

Dirigieron la vista hacia donde el Capitán les había indicado, y vieron,
sosteniéndose en una gruesa rama, un pajarraco negro del tamaño de un
cuervo, y que a intervalos regulares daba ladridos tan perfectos que
parecían salir de la garganta de un perro.

--¡Dichoso país!--exclamó Cornelio--. No sabía que hubiera pájaros que
ladrasen[6].

--Por fortuna, son inofensivos. Vámonos a dormir.

Pasaron también aquella noche sin novedad. Durante el cuarto de guardia
del piloto hubo una falsa alarma, motivada por ciertos ruidos
sospechosos que se oyeron hacia el bosque; pero después todo quedó
tranquilo.

A las seis de la mañana todos estaban de pie, dispuestos a emprender
valerosamente la marcha hacia el Oeste. Repartieron las provisiones de
sagú proporcionalmente a las fuerzas de cada cual; cargaron con los
barrilillos de bambú llenos de agua, y después de dar un adiós a
aquellos sitios, se entraron por el bosque, decididos a llegar hasta el
río Durga. Dificultaba mucho su marcha la espesura del bosque, que ni
siquiera la luz del día dejaba pasar, sino a medias. Los árboles de
teck, sagú, mangostán, cedro, bambú, _arenghe_, _saccaripre_, betel,
_rotang_ y otros infinitos, se apiñaban, entrelazando su ramaje y sus
raíces, y los bejucos y las plantas trepadoras formaban impenetrables
redes corriéndose de un árbol a otro, subiendo, bajando y serpenteando
por la tierra.

No faltaban los árboles frutales silvestres. Veíanse muchísimas
mangustanas cargadas de sus deliciosas frutas; gigantescos durines cuyas
ramas se rendían al peso de las suyas, que son del tamaño de sandías, de
enorme peso y envueltas en agudas espinas; _buá bangha_ o _artocarpi
integrifoglia_, altísimos, con enormes ramas, y que dan los mayores
frutos de la tierra, pues dos hombres no pueden apenas con una de ellas,
frutas bastante nutritivas y que maduran todo el año, y mangos
silvestres.

Después de cinco horas de marcha llegaron nuestros viajeros al centro de
un inmenso grupo de árboles que despedían un olor acre, pero muy
agradable.

--¿Qué aroma tan exquisito, tío!--exclamó Cornelio.

--Procede de estos árboles--dijo el Capitán deteniéndose--. ¡Qué fortuna
hay aquí para los que pudieran aprovecharla!--añadió--. Estos son los
árboles que dan la nuez moscada. Míralos bien, Cornelio, que lo
merecen.



XXI.--EL BABIRUSSA


Los árboles de la nuez moscada (_myristica moschata_) son hermosísimos,
parecidos a nuestros alerces. Tienen veinticinco o treinta pies de alto
y crecen espontáneamente en los bosques húmedos y calurosos de ciertas
regiones intertropicales del Asia Oriental. Por los motivos que después
diremos, sólo los hay en algunas de las islas Molucas, donde se los
cultiva en grande escala, y en los bosques inmensos y salvajes de Nueva
Guinea. Viven sesenta u ochenta años y no fructifican hasta los nueve.

No se crea que el árbol da las nueces tales como las pone en circulación
el comercio. Su fruto es una especie de albérchigo grande, de corteza
cenicienta, que, al madurar, se abre, dejando ver una pulpa carnosa y
rojiza que envuelve a la nuez, la cual está revestida de una membrana
delgada, pero recia. El árbol produce todo el año, viéndosele con flores
y frutas al mismo tiempo; pero las nueces con que se trafica se recogen,
ordinariamente, en los meses de Abril, Julio y Noviembre.

Se las seca tres días seguidos al sol para conservarlas, cubriéndolas de
noche del rocío, que les es dañoso. Quítaseles después la membrana que
las envuelve y se las baña en agua de cal para librarlas de las
picaduras de los insectos. Para asegurar más su conservación suele
encerrárselas, antes de ese baño, en cañas de bambú, y someterlas a la
acción de un fuego lento durante tres meses. Las mejores son las que se
arrancan a mano del árbol; siguiéndolas en valor las que se recogen de
su pie después de caídas, naturalmente, y las menos estimadas son las
silvestres.

En otro tiempo, los holandeses, que se habían hecho dueños de la
Malasia, tuvieron el monopolio de la nuez moscada, y para sostenerlo,
impidiendo la competencia, destruyeron inmensos plantíos valiéndose de
medios violentos y hasta inhumanos, y limitaron el cultivo a la isla de
Banda, que produce la mejor calidad de ellas, y a otras tres islas de
aquel archipiélago; pero pronto se convencieron de lo poco discreto de
tal sistema, tratándose de un producto de puro lujo y de uso limitado, y
dejaron a los malayos la libertad de cultivarlo a su guisa.

--¡Hermosos árboles!--exclamó Cornelio acercándose a uno de ellos--. ¡Y
qué olor tan penetrante el de sus frutas!

--Hay aquí una fortuna--dijo el Capitán--. ¡Qué desgracia tener que
dejarla!

--Los indígenas la recogerán.

--No la aprecian, y la abandonan; como tampoco estiman en nada el
clavo, que tanto se aprecia entre nosotros.

--¿Hay alguno aquí?

--Sí; mira uno, Cornelio. Crecen en los terrenos que producen la nuez
moscada; pero prefieren los volcánicos.

Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn se acercaron al árbol indicado, que
crecía en los linderos del bosquecillo, y lo observaron atentamente.
Tenía más de veinte pies de alto, y estaba cuajado de pequeños ramitos
de flores de un color rojo oscuro que despedían un aroma delicadísimo.

--¿Es de estas flores de donde se saca el clavo?--preguntó Hans.

--El clavo consiste precisamente en sus pétalos--le respondió el
Capitán--; pero no se recogen las flores hasta que se caen naturalmente.
Después se las deja secar al sol hasta que toman un color casi negro. Un
solo árbol de éstos da una buena renta; pues produce durante muchos
años; desde los siete hasta los ciento veinte.

--¿Son comunes a todas estas regiones?

--Se da en todas las islas de la Malasia; pero mejor que en ningunas
otras en las Molucas, que parecen ser su verdadera patria.

--¡Cuánta planta preciosa encierra esta isla, tan abandonada por los
colonos europeos!--dijo Cornelio.

--Es verdad--respondió el Capitán--. Han poblado otras islas mezquinas
y de tierras áridas, y se han olvidado de este paraíso.

Iban ya a ponerse en marcha, cuando una bandada de grandes pájaros cayó
sobre el bosquecillo de nueces moscadas, y se puso a picar ávidamente la
fruta.

--¿Qué volátiles son esos?--preguntó Cornelio.

--Palomas carpófagas--respondió el Capitán--. Son golosísimas de nueces
moscadas, y a mi parecer las verdaderas productoras de los bosques de
ese árbol, por las semillas de él que difunden por todas partes con sus
excrementos.

Hans, deseoso de cazar una de aquellas aves, se echó el fusil a la cara;
pero un grito de Van-Horn le detuvo.

--¡Tenéis algo mejor en que emplear vuestros tiros!--exclamó en el
momento en que pasaba a toda carrera, por el lindero del bosque, un
animal semejante al puerco en la corpulencia.

El joven, que se había vuelto al oir las voces de Hans, disparó contra
la res; pero no debió acertarle de lleno, porque el animal desapareció
en la espesura, después de lanzar un gruñido.

--¡Va herido!; ¡sigámoslo, señor Cornelio!--dijo Van-Horn.

--Pero ¿qué animal es ése?--preguntó el joven.

--Un _babirussa_. Apresurémonos a seguirlo, o perderemos su rastro--le
replicó el piloto.

Pusiéronse en persecución del animal, que, efectivamente, debía de estar
herido, pues se veían manchas de sangre en las malezas. Tampoco debía de
haberse alejado mucho, pues se sentían sus pisadas y sus gruñidos y el
ruido que hacía al abrirse paso a través del ramaje.

Cornelio, que era más ágil, corría como un gamo, saltando por encima de
las raíces y rompiendo con su cuchillo las lianas que se oponían a su
paso, seguido de Horn, que hacía desesperados esfuerzos para no perderlo
de vista; pero el _babirussa_, a pesar de la sangre que iba perdiendo,
no paraba de correr.

Duraba ya media hora aquella persecución, cuando Cornelio, que había
vuelto a cargar el arma, vió a la res aprisionada entre un tejido
espesísimo de lianas. Hizo fuego por segunda vez, y el animal cayó
muerto.

--¿Le acertasteis?--preguntó Van-Horn, que estaba unos trescientos pasos
detrás.

--Sí, y bien, pues no se mueve--respondió el cazador.

--¡Qué cena, señor Cornelio!; ¡chuletas deliciosas, como las del cerdo!;
¡cosa algo mejor que las palomas a que ibais a tirar!

Avanzando por entre las lianas, llegó Cornelio hasta donde yacía el
animal, que estaba completamente inmóvil. Era un verdadero _babirussa_,
que es como lo llaman los malayos, palabra que, traducida literalmente,
significa puerco-ciervo, aunque nada tiene de común con los cuadrúpedos
de esta última especie.

Pertenece a la de los paquidermos, y constituye un género particular de
la familia de los cerdos, animal éste con el cual tiene gran semejanza.
Difiere de él en tener las patas más largas, el cuello más grueso, el
hocico algo caído y los ojos pequeñísimos. Es mucho más veloz que él en
la carrera, circunstancia a que debe sin duda el calificativo de ciervo,
que forma la segunda parte del nombre con que lo designan los malayos.

No tiene el pelo cerdoso, como el de los puercos, sino corto y lanudo,
de un gris rojizo, y tiene la boca armada de dos largos colmillos que se
encorvan hacia arriba, en dirección de los ojos del animal.

Viven los _babirussas_ en las selvas de las islas de Malasia, en Ceilán
y en Nueva Guinea, y se dejan domesticar si son de poca edad. Los
indígenas aprecian mucho su carne, que, en el sabor, se asemeja a la de
nuestros puercos monteses.

--¿Lo habéis matado?--preguntó Horn acercándose.

--Le he dado en la cabeza--le contestó Cornelio.

--Cortemos un trozo de él, por lo pronto, y volvamos al lado del
Capitán.

--¿No se comerán las fieras el resto?

--Hay pocas fieras en Nueva Guinea, si es que hay algunas, señor
Cornelio. Algunos dicen que hay tigres; pero no es seguro.

--Sí; pero hay pitones, cocodrilos...

--No hay que temer. Regresemos, señor Cornelio: estamos lo menos a tres
millas de donde salimos y podemos extraviarnos.

--¿No tienes brújula?

--No; se la dejé al Capitán.

--Entonces, apresurémonos, Horn. Mi tío puede inquietarse.

El piloto descuartizó con su hacha al _babirussa_; cargó con un
costillar, y junto con Cornelio, emprendieron la vuelta hacia donde
habían quedado sus compañeros. Por desgracia, se habían olvidado de
señalar los lugares por donde habían ido pasando, y para colmo de
desventura, las manchas de sangre que a su paso dejara el animal no eran
visibles en aquel caos de vegetales. Anduvieron muchísimo inútilmente.
El bosquecillo de nueces moscadas no parecía.

Detuviéronse muy inquietos.

--Creo que nos hemos perdido--dijo Cornelio.

--Me lo temo--dijo Horn--. No hemos vuelto por el rumbo que trajimos a
la venida.

--En una selva como ésta es muy fácil perderse, Horn. Sin señales que
guíen en la marcha, hay tendencia a andar describiendo círculos más o
menos amplios. Eso es sabido.

--Así es, efectivamente, señor Cornelio; y se ha advertido que se desvía
uno siempre hacia la izquierda.

--Es probable que por efecto de ello nos hayamos alejado, en vez de
acercarnos; ¿no lo crees así, Horn?

--Mucho me lo temo.

--¡Qué desgracia!

--Tenemos nuestras armas.

--¿Y de qué pueden servirnos para sacarnos de este apuro?

--Pueden servirnos para hacer señales con ellas disparando unos cuantos
tiros.

--¡Pues hagámoslo antes de extraviarnos más, Horn!

Descargó Cornelio el fusil al aire; pero la espesura del bosque se comía
el ruido y no lo dejaba propagarse. Pusieron el oído por si sonaba algún
disparo lejano en contestación al suyo, pero nada advirtieron.

--¿Has oído algo, Horn?--preguntó Cornelio.

--Nada oigo--contestó el piloto--. Con esta espesura no hay manera de
oir nada.

--Hagamos unos cuantos disparos más, Horn.

Dispararon varias veces sus fusiles uno tras otro y después a un mismo
tiempo, dirigiendo hacia arriba la puntería; pero sólo consiguieron
asustar a los pájaros.

--El caso es grave--dijo Cornelio.

--Veamos--dijo el piloto--. El bosque de nueces cae al Oeste.

--Sí.

--¿Y dónde estamos? Me parece que al Oeste, si los rayos del sol no me
engañan.

--Pero ¿a qué distancia?

--Eso es lo que no podemos saber; pero me parece que el _babirussa_
huyó hacia el Sur. Caminando, pues, hacia el Norte, nos cruzaremos, más
o menos lejos, con el Capitán.

--¿Y si está buscándonos y se ha dirigido al Oeste?

--En tal caso trataremos de llegar a la orilla del Durga. Sabemos que se
dirige allí, y tendremos que encontrarle.

--No perdamos tiempo, y a ver si nos reunimos con nuestros compañeros
antes de que se haga de noche.

Se pusieron en camino tratando de orientarse por el sol, que declinaba
rápidamente; pero les era casi imposible verlo a causa de la espesura.
Las selvas de la Papuasia son intrincadísimas. Abundan en árboles
gigantescos, cuyas copas se elevan hasta doscientos pies y más sobre el
suelo, ligados entre sí por espesas y revueltas lianas, y debajo de
ellos hay una espesísima vegetación de árboles de mediano y pequeño
tamaño, que detienen absolutamente los rayos del sol y que dejan sumida
en la oscuridad toda la parte baja del bosque cercana a la tierra. Aun a
mediodía se ve poco en lo interior de esas selvas; de noche,
absolutamente nada, haciéndose imposible dar un paso por ellas, a pesar
de faltar por completo la vegetación herbácea por falta de luz y de
aire.

Van-Horn y Cornelio caminaban, pues, casi a la ventura. De vez en cuando
disparaban tiros y se detenían a esperar la respuesta, pero en vano.

Al llegar la noche, rendidos de fatiga, hambrientos e inquietos, se
detuvieron al pie de un árbol del pan, de enorme tronco.

--¡Pobre tío!--dijo Cornelio con tristeza--. ¡Qué mal rato estará
pasando!

--Ya lo encontraremos, señor Cornelio. Mañana al amanecer nos pondremos
en marcha y discurriremos el modo de comunicarnos con él.

--¡Qué mala noche pasará, Horn! Quizás crea que hemos caído en manos de
los papúes, y hasta nos tenga por muertos.

--Sabe que estamos armados y que sabemos defendernos. Confiemos en Dios.

El piloto, aunque aquejado por tristes pensamientos, cortó aquella
penosa conversación, encendiendo fuego y poniendo a asar sobre las
brasas algunas chuletas del _babirussa_. Después, a falta de sagú, pues
lo habían dejado en el bosquecillo de nueces para andar más ligeros
cuando emprendieron la carrera tras del _babirussa_, echó mano de
algunas frutas del árbol bajo el cual estaban.

Eran del tamaño de melones medianos, cubiertas de una piel rugosa, y
contenían en su interior una pulpa amarilla y tierna, que se prepara
asándola sobre brasas. Sirve de pan, y tienen sabor parecido al de las
batatas dulces.

La cena fué triste; y aunque los dos hombres estaban hambrientos
comieron poco, porque la inquietud les había quitado el apetito.

Después de apagar el fuego, que pudiera descubrirlos a los salvajes que
quizás hubiera por aquellos contornos, se tendieron en la yerba y
esperaron impacientes la luz del nuevo día para seguir buscando a sus
compañeros.



XXII.--LA VENGANZA DE LOS PAPÚES


Aunque estaban cansadísimos, no pudieron cerrar los ojos en toda la
noche. Sus inquietudes, lejos de calmarse crecían de momento en momento.
Pensaban en el Capitán y en sus compañeros, a quienes suponían
buscándolos en aquella inmensa selva.

Daban vueltas intranquilos sobre sus lechos de hojas, aguzaban los oídos
y contenían la respiración, creyendo siempre oir algún grito o alguna
detonación. De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para
escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún
rumor viniera a turbar el silencio.

Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a
quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos.

Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.

--¿Has oído, Van-Horn?--le preguntó Cornelio con voz reposada.

--Sí, señor Cornelio--contestó, alarmado, el piloto.

--¿Serán nuestros compañeros, mi tío, mi hermano...?

--No lo sé; pero empiezo a tener esperanza.

--Acudamos, Van-Horn, antes de que se alejen.

--¿Con esta oscuridad?

--No importa. Ya trataremos de orientarnos.

Abandonaron el árbol y se pusieron en camino, marchando tan aprisa como
les era posible por entre los troncos y las raíces y a través de los
bejucos. Los gritos seguían oyéndose cada vez más cercanos.

Haciendo desesperados esfuerzos, cayendo y tropezando acá y allá,
siguieron la marcha. Unos mil quinientos pasos llevarían andados, cuando
cesaron de pronto los gritos. Cornelio se preparaba ya a descargar el
fusil para llamar la atención de sus compañeros, cuando Horn lo detuvo
bruscamente, diciéndole:

--¡Allá veo brillar un fuego!

Cornelio miró en la dirección indicada, y, en efecto, a distancia de
setecientos u ochocientos pasos vió brillar una llama al través del
follaje.

--¿Habrán acampado?--preguntó.

--¿Y si no fueran ellos?--dijo Van-Horn--. No cometamos imprudencias,
señor Cornelio, sin estar seguros de que sean nuestros compañeros.

--Es verdad; pero no debemos quedarnos aquí.

--No; y avanzaremos; pero con precaución. ¡Silencio y avante!

La llama seguía brillando y era cada vez más fuerte, esparciendo un vivo
resplandor a través de los árboles de la selva. Cornelio y el piloto,
con los fusiles preparados, se dirigieron hacia aquel sitio, procurando
no hacer ruido. A treinta pasos de aquella hoguera se detuvieron de
común acuerdo, y muy disgustados, pues habían sufrido un desengaño.

Sentados alrededor de ella, doce papúes discutían animadamente. Otro de
ellos atado fuertemente con sólidas lianas, estaba tendido sobre la
yerba, haciendo desesperados esfuerzos por librarse de sus ligaduras.

Los primeros eran fuertes, musculosos, de pechos amplios, facciones
angulosas y duras como las de la raza malaya, pelo abundante y rizado,
dientes agudos y ennegrecidos por el uso del betel[7] y piel cobriza,
pero de tonos sucios.

Iban completamente desnudos y llevaban un hueso atravesado por el
cartílago de la nariz, consistiendo sus armas en arcos, mazas, y lanzas
con la punta de hueso.

El prisionero era de más elevada estatura, rostro ovalado y regular,
abundante cabellera lanosa sujeta con un ancho peine de bambú, y tenía
la piel del hermoso color negro de las buenas razas africanas.

Llevaba los brazos y el cuello adornados de aros y collares de cobre, y
de dientes de animales, y el pecho cubierto con un peto fabricado de un
tejido de fibras vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta
de algodón rojo, más larga por delante que por detrás.

--¿Qué casta de gente es ésa?--preguntó Cornelio al oído a Horn.

--Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del
interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en
traje de guerra.

--¿Irán a comérselo?

--Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los
papúes de la costa.

--¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?

--No, señor Cornelio; y con tanto mayor motivo cuanto que los papúes de
la costa no son malos y tienen frecuente trato con los europeos. Si lo
libertamos nos puede prestar muy buenos servicios y hacer que
encontremos al capitán Stael, conduciéndonos a las orillas del Durga.

--Vamos a enterarnos antes de lo que va a pasar.

Su espera no fué larga, pues poco después llegaba un salvaje desnudo
como los demás arfakis, pero de estatura más alta, adornado de dientes
de cuadrúpedos y conchas de tortuga y dos grandes aros de metal
pendientes de las orejas. En la cabeza llevaba un gran penacho de plumas
de colores.

--Debe de ser un jefe--dijo Horn a Cornelio.

El recién llegado se acercó al prisionero y le interrogó detenidamente.
Después hizo señas a sus compañeros para que se levantaran en seguida,
arrojando al fuego ramas resinosas que llevaban consigo.

Cuando hubieron encendido una inmensa hoguera, se arrojaron sobre el
prisionero y le ataron las manos a la espalda.

--Van a asarlo--dijo Cornelio.

--No lo creo--respondió Van-Horn--. Creo más bien que se trata de una
venganza. Preparémonos a hacer fuego.

Entretanto, los arfakis sujetaban con bejucos a la espalda del
desgraciado un haz de hojas secas. El prisionero lanzaba gritos y se
revolvía furiosamente.

A poco, los arfakis encendieron el haz de hojas secas que le habían
atado a la espalda, y con las lanzas y a mazazos lo arrojaron en la
hoguera.

--¡Ah, canallas!--gritó Cornelio--. ¡Fuego, Van-Horn!

Dos disparos resonaron a un tiempo. Cayeron dos de aquellos hombres, y
los otros, espantados de aquel ruido, que no habían oído hasta entonces,
y de la muerte súbita de sus compañeros, dieron a huir a todo correr
lanzando gritos de terror.

Cornelio atravesó de un salto la línea de fuego, arrancó de las espaldas
del espantado prisionero, las hojas encendidas, y con sus robustos
brazos le sacó de allí colocándole al pie de un árbol.

--No temas--le dijo desatándole las manos.

--No nos detengamos aquí, señor Cornelio--dijo Horn--. Los salvajes
pueden tener otros compañeros acampados por estos contornos y volver en
mayor número.

--¿Y quieres abandonar a este pobre diablo?

--Si no está reñido con su pellejo, vendrá con nosotros.

--Gracias--dijo el papú en perfecto holandés.

--¡Calla!--exclamó Cornelio, admirado--. ¡Conoce nuestra lengua!

--No me admira--dijo Horn--. Nuestros compatriotas vienen mucho por
estas islas.

--¿Quieres seguirnos?--preguntó Cornelio al papú.

Este no respondió, pero le miró como diciéndole: explicaos.

--No puede saber muchas palabras--dijo Horn--. Mejor comprenderá el
malayo, idioma que se habla en la costa occidental de la isla.

Repitió la pregunta en dicha lengua, y al punto obtuvo respuesta.

--Soy vuestro esclavo: os seguiré donde queráis.

--Nosotros no tenemos esclavos--respondió Van-Horn--: serás nuestro
amigo. Síguenos.

Partieron a la carrera precedidos por el papú, el cual les abría camino
apartando con cuidado las ramas y los bejucos que podían molestar a sus
salvadores.

Aunque ya no se oían los gritos de los arfakis, siguieron corriendo
durante una hora, internándose cada vez más en la tenebrosa selva.

Detuviéronse a descansar en medio de un matorral de plantas trepadoras.

--¿Crees que nos seguirán tus enemigos?--preguntó Horn al papú.

--Están amedrentados por las armas de fuego--contestó el interpelado.

--¿Y qué has hecho? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?

--Soy un papú del Durga, hijo del jefe Uri-Utanate.

--¡Del río Durga!--exclamó el piloto--. ¡Ah, qué suerte! ¿Está muy lejos
tu aldea?

--A dos días de marcha.

--Y ¿por qué te has alejado de ella?

--Porque quería matar a Orango-Arfaki, jefe de los montañeses, enemigo
de mi padre y de mi tribu.

--Y ha sido él quien ha estado a punto de matarte a ti.

--¿Qué le estás diciendo?--preguntó Cornelio.

--Os lo explicaré. Debéis saber que cuando dos tribus están en guerra,
los más valientes juran matar a los jefes enemigos, y procuran hacérselo
saber. Los jefes, advertidos, hacen cuanto pueden por apoderarse de esos
juramentados, y los hacen perecer quemados entre espinos resinosos. Es
una antigua costumbre de estos pueblos.

--Y este papú es hijo de un jefe, por lo que he podido entender.

--Sí, señor Cornelio; y su tribu está en la orilla del Durga.

--Pues entonces nos guiará hasta allí.

--Sí; pero antes trataremos de encontrar a nuestro tío y a nuestro
hermano. Los salvajes saben guiarse por los bosques, y seguir una
huella, por leve que sea.

--Informa de todo a este hombre.

Van-Horn no se hizo repetir la indicación, y contó al papú las
peripecias de su extravío en el bosque.

--Me habéis salvado la vida, y soy vuestro esclavo--respondió el
indígena--. Buscaremos a vuestros compañeros, y luego os conduciré a
todos ante mi padre, que os entregará una gran piragua para que volváis
a vuestro país. Nosotros no amamos a los europeos, de los cuales tenemos
grandes motivos de queja; pero mi padre y mi tribu acogerán bien a mis
salvadores. Marchemos, que va a ser de día.

--¿Y cómo harás para encontrar a nuestros compañeros?--preguntó Horn.

--Sé dónde está el bosquecillo de nueces moscadas. He cazado allí
palomas y aves del paraíso, hace una semana.

--Pero tienes las espaldas llagadas por las quemaduras.

--No importa; no me molestan mucho.

--Vamos, pues--, dijo el piloto.

El sol apuntaba ya, dorando las copas de los árboles gigantes y
despertando a las aves, que comenzaban a cantar volando de rama en rama.

El papú, Cornelio y Van-Horn no se detenían a admirar a aquellas aves,
entre las cuales las había de los más raros y preciosos plumajes, y
apretaban el paso para llegar cuanto antes al bosquecillo de moscadas,
esperando encontrar allí al Capitán, Hans y el chino.

Varias veces habían tenido que detenerse para pasar a través de los
bejucos, que les impedían avanzar, estorbándoles el paso. Para mayor
desgracia, hacia las diez de la mañana llegaban a las márgenes de una
verdadera selva de plantas trepadoras, tan espesas, tan enredadas las
unas con las otras, que no se podía cruzar por ella, sino con muchísimo
trabajo.

--¿Qué plantas son éstas?--preguntó Cornelio a Van-Horn.

--Plantas de pimienta--respondió el piloto--. Ya quisiera yo llenar con
ellas la bodega de un buque de cien toneladas.

--Una verdadera fortuna.

--Lo habéis dicho, señor Cornelio; pero inútil para nosotros, y que
ahora nos van a dar muchísimo que hacer.



XXIII.--LOS PRISIONEROS


El piloto no se había equivocado. Aquella selva estaba tan llena de
obstáculos, que no hubieran podido vencerlos ni aun arrastrándose como
serpientes, y que iban a obligarles a dar inmensos rodeos.

Hay muchísimas variedades de la planta de la pimienta--el _piper
nigrum_, el _piper lungun_, el _magro piper_ y otras--y crecen en la
India, en Ceilán, en las Guayanas y en muchas de las Antillas; pero la
Malasia es su verdadera patria.

Son plantas silvestres parecidas a la vid, pero requieren cuidadosas
atenciones si se quieren obtener grandes productos de ellas. De sus
flores, que no tienen cálices y que se agrupan en largas guirnaldas
blancas, salen las habas, que primero son verdes, después rojas y por
último amarillas. Coséchanse antes de que maduren del todo y se secan al
sol o a fuego lento, adquiriendo color negruzco y aspecto rugoso.

Hablamos de la pimienta negra, que es la mejor; la blanca, que es menos
ardiente y aromática, se obtiene dejándola madurar hasta cierto punto,
macerándola por uno o dos días en agua de cal para que pierda la
cascarilla externa, y secándola después como la pimienta negra.

Es raro que este mísero grano haya sido bastante para poner en
comunicación, desde los tiempos más remotos, a los habitantes de Europa
con los de la India. Ya en el tiempo de los romanos era un artículo
importantísimo, que se expedía en grandes remesas desde la India y
llegaba a Europa a través del Océano Indico y el mar Rojo. Pagábasela a
tan altos precios, que se hizo proverbial su carestía. Para ponderar el
alto valor de una cosa se decía que era cara como la pimienta.

El papú, Cornelio y Van-Horn, tropezando y cayendo, y mareados por el
olor acre de la pimienta, iban abriéndose camino a hachazos, avanzando
poco a poco y descansando a cada instante para limpiarse el sudor que
les inundaba, pues el calor era insoportable en lo interior de la selva.

Poco después de mediodía llegaron los viajeros a lugares más
transitables, aunque siempre dentro del bosque.

--¡Ya era tiempo!--exclamó Cornelio entre uno y otro estornudo--. ¡Por
poco me ahogo ahí dentro!

--¡Yo estoy humeando!--decía el piloto--. ¡Si no estoy cocido, me falta
poco! Descansaremos un rato antes de emprender de nuevo el camino.

Disponíanse a seguir este consejo, cuando vieron al papú esconderse de
un salto en la yerba.

--¿Qué ocurre?... ¿Llegan los arfakis?--preguntó Cornelio, mirando en
derredor suyo.

--No veo a nadie--contestó el viejo.

Pero en seguida se agachó bruscamente, haciendo señas a Cornelio de que
le imitara, e indicándole, al mismo tiempo, que dirigiese la vista hacia
lo alto de un árbol.

Cornelio miró en la dirección que Horn le indicaba, y no pudo reprimir
un grito de sorpresa.

Quince o veinte aves se habían posado en una gruesa rama, y se peinaban
al sol su plumaje ¡pero qué plumaje! Las tintas más espléndidas, los
reflejos más brillantes y variados, todos los colores del prisma se
confundían en aquellas plumas.

Eran algo mayores que pichones, casi del tamaño de gallinas, con la
cabeza de un amarillo dorado en la parte inferior y verde oro en la
superior; el dorso era castaño con reflejos también dorados, la cola
rizada, de tonos multicolores, lo mismo que las alas, de debajo de las
cuales les salían como una especie de borlas de fino plumón amarillo
pálido con reflejos plateados.

Alumbrados por los rayos del sol, que producían en aquellas soberbias
tintas reflejos brillantísimos, no parecían aves, sino ramilletes de
flores salpicados de pedrería.

--¡Qué soberbios volátiles!--exclamó Cornelio--. Nada he visto en mi
vida más hermoso, ni creo que lo haya en toda la redondez de la Tierra.

--Es verdad, señor--dijo Van-Horn--. No hay aves que superen a éstas en
hermosura. Con razón se las llama aves del paraíso.

--¡Ah! ¿Estas son las famosas aves del paraíso?

--Sí, señor Cornelio.

--Siendo tan hermosas, no deben ser desagradables al paladar.

--Son deliciosas, y de carne perfumada, pues se alimentan de nueces
moscadas y de flores de pimienta. Nuestro amigo el papú parece que
codicia sus plumas. Miradle cómo acecha a esas aves.

--¿Y para qué quiere las plumas?

--Ya os lo diré. Ahora lo oportuno es hacer fuego, antes de que huyan.

Apuntando con gran cuidado hicieron fuego simultáneamente.

Dos aves, heridas de muerte, cayeron al suelo, mientras las otras,
espantadas por la detonación, huían como un grupo de flores.

Cornelio se apresuró a recoger la presa, examinándola con curiosa
atención, mientras Van-Horn, que pensaba más en la carne que en las
plumas, encendía una alegre hoguera.

El papú, que parecía contentísimo del resultado de aquel doble disparo,
se puso a desplumar delicadamente una de las aves, amontonando con gran
cuidado las hermosas plumas.

--¿Y qué hará con ellas?--preguntó Cornelio--. ¿Adornarse quizá la
cabellera?

--No, señor Cornelio. Imitará con esas plumas dos aves del paraíso, que
venderá luego a los chinos, a los malayos o a nuestros compatriotas.

--¿Que imitará dos aves?

--Esa es la palabra, señor Cornelio--contestó Horn, riéndose.

--No te comprendo.

--Me explicaré mejor. Las aves del paraíso son muy solicitadas, lo mismo
por los chinos, que las quieren para adornar sus estancias, que por los
europeos, que las venden a los grandes museos o a los negociantes en
plumas de lujo.

Los chinos, y sobre todo los malayos, vienen a adquirirlas a Nueva
Guinea o a las islas Arrú, pues no se crían en otros sitios, y las pagan
muy bien. Tentados por la codicia, los papúes persiguen encarnizadamente
a esas aves.

Para no destrozarlas o echar a perder su plumaje con las flechas, las
cazan con cerbatana, lanzándoles cañitas sutilísimas que llevan una
bolita de creta en la punta. También les lanzan, por medio del arco,
unas flechitas formadas de nervios de hojas.

Otra manera que emplean para cazarlas consiste en apostarse al acecho
al píe de los árboles donde descubren que duermen y en sorprenderlas en
su sueño agarrándolas con la mano.

--¡Buen procedimiento!--exclamó Cornelio.

--Con semejante guerra de exterminio las aves del paraíso comienzan a
escasear, y los papúes recurren al engaño.

Como esos pájaros cambian de plumaje una y aún dos veces al año, los
indígenas recogen con gran cuidado esas plumas, y, las arman, con gran
habilidad, en los cuerpos de cualquiera otra ave parecida a la del
paraíso. Y hacen tan admirablemente esas imitaciones que se hace muy
difícil notar el engaño, y os aseguro que en muchos museos de zoología
figuran palomas disfrazadas con el nombre de aves del paraíso.

--¿Y los malayos lo saben?

--No ignoran que los papúes falsifican esos volátiles; pero no los
pueden distinguir de los verdaderos.

--Entonces nuestro amigo, el papú, con esas plumas imitará dos aves.

--Y hasta cuatro, señor Cornelio, y obtendrá a cambio de ellas buenas
botellas de licor o armas.

En tanto que los dos europeos charlaban, el hijo del _koranos_[8]
Uri-Utanate había empaquetado las plumas en una hoja y había puesto a
asar las dos aves.

Media hora después, los tres la emprendían con el asado, que lanzaba un
exquisito olor a nuez moscada; y acabada la comida, se ponían en marcha,
pues estaban impacientes por llegar al bosquecillo y reunirse a sus
compañeros.

La selva no era tan espesa como antes, aunque abundaban las plantas
trepadoras conocidas por los malayos con el nombre de _giunta wan_
(_urcola elastica_) perteneciente al género de las apocíneas, que
producen una especie de goma que se utiliza también como alimento.

Tampoco escaseaban los _rotangs_ (calamus), lianas o bejucos delgados,
pero que alcanzan la inverosímil longitud de ochocientos y hasta mil
pies. Había, no obstante, en la selva muchos claros que permitían a los
náufragos marchar cómodamente.

El papú, verdadero hombre de los bosques, los guiaba sin vacilar un
momento, yendo siempre por un camino más o menos recto, pero que
infaliblemente debía conducirlos al bosquecillo de nueces moscadas. De
vez en cuando miraba al sol para guiarse, y en seguida redoblaba el paso
separando las ramas o cortando los bejucos que podían molestar a sus
salvadores.

Hacia las tres de la tarde dirigió una larga mirada en torno suyo, y
dijo mirando a Van-Horn:

--El bosquecillo está allí, detrás de aquel teck.

--¡Ya están bien cerca, señor Cornelio, y oirán un disparo!--gritó el
piloto.

--¡Ah!--exclamó Cornelio--. ¡Al fin voy a volver a ver a mi tío y a
Hans!

Levantó el fusil y lo descargó al aire; pero no le respondió ninguna
detonación. El piloto y el joven se miraron con gran ansiedad.

--Nada--dijo el viejo, poniéndose pálido.

--¿Habrán partido?

--No lo sé; pero mis inquietudes redoblan.

--¿Estarán, tal vez, dormidos?

--¿A estas horas? No son más que las tres, señor Cornelio.

--Habrán salido en nuestra busca.

--Es posible; y aun creo que encontraremos alguna señal. Corramos.

Precedidos por el papú se dirigieron a la carrera hacia el bosquecillo,
adonde llegaron bien pronto, pues el indígena, que comprendió que algo
grave debía de haber sucedido, los guió sin vacilar.

Cornelio y Van-Horn se detuvieron ante los árboles. Ambos estaban muy
pálidos y dirigían ansiosas miradas a aquellos árboles; pero ni uno ni
otro vieron a nadie. Solamente las palomas coronadas ocupaban las ramas,
comiendo las exquisitas frutas.

--¡Ya no están aquí!--exclamó sollozando el joven.--¡Dios mío! ¿Dónde
los encontraremos?

--Veamos, señor Cornelio. No es posible que se hayan marchado, sin dejar
aquí algo para nosotros.

Entraron bajo los árboles y llegaron al sitio en que habían acampado el
Capitán, Hans y el chino. Se veían aún algunas huellas: trozos de pan de
sagú, cenizas, una pequeña choza medio caída, plumas de palomas, pero
nada más.

--¡Nada! ¡Ni un papel que nos indique el camino que han
seguido!--exclamó Van-Horn con desesperación.

A poco, mientras él y Cornelio registraban entre la yerba, vieron al
papú, que se había alejado para buscar las huellas del Capitán, volver
corriendo, con la ansiedad pintada en el semblante.

--¡Allí!--gritó señalando al piloto el lindero de la gran selva.

--¿Qué has visto?--le preguntó Horn, que tuvo un momento de esperanza--.
¿Hombres blancos, quizá?

--No; pero venid.

Cornelio y Hans lo siguieron, llegando hasta un grupo de enormes
_duriones_. Allí, con gran angustia, vieron en el suelo algunos panes de
sagú pisoteados, balas de fusil, un pedazo de paño que reconocieron como
perteneciente al traje del Capitán, y el sombrero del chino; observaron,
además, algunas flechas clavadas en los troncos de los árboles, una maza
medio rota y cuerdas de fibras de _rotang_.

--¿Qué ha pasado aquí?--exclamó Cornelio con voz ronca.

--¡Aquí ha habido un combate!--respondió Horn mesándose el cabello--.
¡Los salvajes han acometido a nuestros compañeros!

--¡Y tal vez mi tío, mi hermano y el chino han sido muertos!

--¡No!... ¡Esperad!...

El piloto se precipitó entre la yerba y recogió un trozo de carta
arrugado, que había al pie de un árbol. En él se veían algunas palabras
escritas con el zumo de una planta.

--Leed, señor Cornelio--le dijo, intregándole el pedazo de papel.

El joven lo estiró, y leyó:

"_Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga.--Van-Stael._"

--¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros--exclamó Horn--; ¿pero,
por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o
se los comerán?... ¡Uri-Utanate!

El papú pareció no haberle oído: había arrancado una flecha clavada en
un tronco, y la miraba con atención.

--¡Uri-Utanate!--repitió el marino.

Esta vez el salvaje le oyó, y se le acercó diciéndole:

--Yo conozco esta flecha.

--¿La conoces?--exclamó Van-Horn.

--Sí; y pertenece a los guerreros de mi tribu.

--¿Estás seguro de no equivocarte?

--No me engaño.

--¿Y por qué motivo los de tu tribu han llegado hasta aquí?

--Mi padre los ha conducido.

--¿Para sorprender a nuestros compañeros?

--No, porque no podía saber que estaban aquí, sino para salvarme de
manos de los arfakis. Un compañero mío, que pudo huir cuando me hicieron
prisionero, le habrá advertido de mi desgracia.

--¿Y si por vengar tu muerte mata a los nuestros?

--No; nosotros hacemos la guerra a los europeos porque nos han
maltratado.

--¿Y los matará?

--Mi padre no mata a los prisioneros. No somos antropófagos tampoco: los
hacemos esclavos.

--Pues nosotros los libraremos, aunque tengamos que incendiar tu aldea.

El papú se sonrió.

--El hijo de Uri-Utanate ha sido salvado por vosotros, y es vuestro
esclavo. Cuando mi padre lo sepa, será amigo vuestro y os hará conducir
a todos a vuestra patria.

--¿Está muy lejos el Durga?

--A dos jornadas de marcha.

--¿Cuándo crees que fué el asalto?

--Al alba, porque estas ramas tronchadas están aún húmedas de savia. Si
hubiera sido ayer, ya estarían secas.

--Señor Cornelio; partamos sin perder un minuto--dijo el piloto--.
Dentro de cuarenta y ocho horas abrazaremos al Capitán, a Hans y al
chino.

--¡En marcha, Van-Horn! Me siento tan fuerte ahora, que andaría diez
leguas sin detenerme.

Recogieron los panes de sagú esparcidos entre la hierba, y se pusieron
en marcha penetrando en la gran selva, que se extendía hacia el Oeste.



XXIV.--EL JEFE URI-UTANATE


El Capitán, Hans y el chino habían esperado en vano en el bosquecillo de
nueces moscadas la vuelta de los cazadores, que se habían alejado
siguiendo al _babirussa_.

Al principio no se inquietaron, creyendo que el animal los había llevado
muy lejos; pero viendo que las horas pasaban sin que Cornelio ni Horn
volvieran, comenzaron a recelar que les hubiera podido ocurrir alguna
desgracia.

Encontrándose en país salvaje, habitado por tribus hostiles y algunas
sospechosas de antropofagia, y poblado además de no pocos animales
feroces, sus temores no carecían de fundamento.

El Capitán, cuyos recelos aumentaban a medida que el día iba decayendo,
decidió marchar en busca de sus compañeros. Después de haber recomendado
a Hans y al chino que no abandonaran el bosquecillo y vigilasen
atentamente, se puso en marcha hacia el Sur, siguiendo las huellas del
_babirussa_ y teniendo la precaución de señalar los árboles a su
derecha, dando en ellos hachazos, a fin de guiarse al regreso.

Se internó mucho en la selva; pero ya iba al acaso, pues había perdido
las huellas del animal. De vez en cuando llamaba a gritos a sus
compañeros, sin obtener respuesta.

Como el sol iba declinando y temía no poderse guiar al regreso, se vió,
a pesar suyo, obligado a volver al campamento, con la esperanza de
hallar en él a los cazadores que podían haber vuelto por otro camino.

Su desesperación llegó al colmo, cuando sólo vió a Hans y al chino.

--Se han extraviado--dijo--. ¿Qué será de ellos? Los imprudentes,
persiguiendo a la res, se han olvidado de hacer señales en los árboles,
y Dios sabe dónde estarán ahora.

--No pueden estar muy lejos, tío--dijo Hans--. El _babirussa_ perdía
sangre y no habrá podido correr mucho. De seguro volverán.

--Pero la selva es inmensa, Hans, y muy fácil extraviarse en ella.

--Van-Horn es un marino, y tú sabes que los hombres de mar saben
orientarse muy bien.

--En el mar, sí; ¡pero en estos bosques, donde no pueden verse el sol ni
las estrellas! Pero tengamos paciencia. No veo otro remedio por ahora.

Construyeron una pequeña choza con hojas y ramas entrelazadas, y se
guarecieron en ella para pasar la noche sin atreverse a dormir, por
temor de no oir los gritos o señales de sus compañeros.

Las horas pasaban sin que Cornelio ni Van-Horn volviesen. Sólo a media
noche creyeron sentir una lejana detonación y gritos; pero no se
repitieron.

El Capitán hubiera querido partir al instante; pero la oscuridad era
profunda y temía extraviarse. Hubo, pues, de renunciar a su proyecto.

Al alba, vencidos por el cansancio de aquella larga y angustiosa velada,
se quedaron dormidos; pero su sueño duró poco, pues fueron bruscamente
despertados por unos gritos salvajes.

Iban a ponerse en pie, cuando se precipitaron sobre ellos treinta o
cuarenta papúes armados de cerbatanas, mazas y lanzas, y adornados de
plumas y collares de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortugas.

Hans y el chino fueron en un instante reducidos a la impotencia, antes
de que pudieran hacer uso de sus armas. El Capitán, empuñando un hacha,
se había lanzado fuera tratando de guarecerse en la selva; pero no pudo
lograrlo, porque se vió rodeado por un numeroso grupo de salvajes y
hecho prisionero, a pesar de su desesperada defensa.

Un viejo papú, de alta estatura, con la cabeza adornada de plumas de
aves del paraíso, y liada a la cintura una banda de tela que le caía por
delante, se acercó al Capitán y le dijo en lengua malaya:

--¿Dónde está mi hijo?

--¿Tu hijo?--exclamó Van-Stael--. ¡No sé quién es!

--Había venido aquí para matar al jefe de los arfakis.

--No lo he visto.

--¡Mientes!--gritó el papú--. ¡Tú lo has matado!

--Te repito que no lo he visto.

--Los europeos son nuestros enemigos.

--Yo no he sido nunca enemigo tuyo.

--Tú quieres engañarme; pero eres mío, y serás mi esclavo, o te
entregaré a mis súbditos para que te coman.

--Estás borracho, papú--dijo el Capitán, que iba perdiendo la calma--.
¿Qué historia es ésa que me cuentas?

--¿Qué hacéis en este bosque?

--Hemos naufragado en estas costas, arrojados por la tempestad, y
trataba de llegar al río Durga, para luego ir a las islas Arrú y desde
allí volver a mi patria.

--¿Y no has visto a los arfakis?

--Ni a uno siquiera.

--¿Qué es lo que ha ocurrido a mi hijo?

--¿Pero cómo quieres que lo sepa?

--¿Son amigos tuyos los arfakis?

--Si los hubiera encontrado, me habrían comido.

--No te creo: serás mi esclavo, hasta que encuentre a mi hijo.

--Como quieras. ¿Dónde está tu aldea?

--En la orilla del río Durga.

--Es mi camino--murmuró el Capitán--. Cornelio y Van-Horn saben que
vamos en busca de ese río, y tal vez nos los encontremos allí. Sin
embargo, se lo advertiré, por si vuelven a este sitio.

Arrancó una hoja de un libro de memorias, y escribió en ella las
palabras que más tarde debían leer sus compañeros, arrojándola medio
arrugada sobre la yerba.

--¿Qué has hecho?--le preguntó el jefe.

--Un voto a mi genio protector--respondió el Capitán--. Te aconsejo que
no toques ese papel, si no quieres morir.

El papú, supersticioso como todos sus compatriotas que creen en los
genios del mar y de la noche, se guardó muy bien de tocar el papel. Al
contrario, temiendo que fuera un poderoso maleficio, apresuróse a dar la
orden de marcha.

Convencido de que su hijo había sido muerto por los arfakis o por sus
prisioneros, volvía a su aldea.

La marcha a través de aquellos grandes bosques fué penosa, sobre todo
para los tres náufragos, a quienes les habían atado las manos a la
espalda para impedirles todo intento de rebeldía o de fuga, durante el
descanso nocturno.

Al alba del tercer día, los papúes y sus prisioneros llegaron a la
orilla del Durga, gran río, de rápida corriente, que surca una gran
parte de la vasta isla hacia Occidente, y que desemboca cerca del cabo
Valke, en el trozo de mar que baña el archipiélago de las islas Arrú.

Una gran aldea acuática fundada sobre altísimos pilotes ocupaba una
enorme extensión de la orilla izquierda. La componían cuarenta
espaciosas cabañas rectangulares, con largos corredores provistos de
barandas de bambú que las ponían en comunicación unas con otras. Los
pilotes que sostenían aquellas construcciones estaban hincados en el
fondo del río. Comunicábanse con la orilla por medio de puentes móviles,
bajo los cuales, atadas a aquella selva de estacas, se balanceaban en el
agua gran número de barcas apareadas hechas de troncos de árboles
ahuecados, y provistas de un puente de unión, de palos y de velas.

Los papúes atravesaron los puentes y entraron en la aldea a los gritos
de júbilo de sus habitantes. Encerraron a los prisioneros en la
habitación del jefe, que era la más vasta de todas, pues no tenía menos
de ciento cincuenta pies de largo por la mitad de ancho, y estaba
situada en la medianía de aquella larga fila de casas.

El Capitán y sus compañeros tuvieron que hacer peligrosos ejercicios
gimnásticos para andar por aquellos puentes y corredores, cuyos pisos
eran muy semejantes a los de la casa aérea de que atrás hablamos. Varias
veces estuvieron a punto de caerse, pero sus guardianes les ayudaban a
seguir, acostumbrados como estaban aquellos salvajes a caminar por
tales suelos sin poner jamás el pie en falso. La única ventaja de aquel
sistema de pavimentos consiste en que, sin necesidad de escobas, está
siempre limpio de inmundicias.

--¿Y ahora, qué vas a hacer de nosotros?--preguntó el Capitán al jefe,
cuando se vió dentro de la estancia junto a sus compañeros.

--El consejo de los ancianos de la tribu decidirá de vuestra
suerte--respondió el salvaje--. Si habéis matado a mi hijo, moriréis.

--¡Qué testarudo!--exclamó el Capitán, impaciente.--¡Te he dicho que no
somos enemigos tuyos!

--Todos los hombres de tu raza son enemigos míos.

--Otros, sí; nosotros, no.

--Es igual; todos sois lo mismo.

--¡Pero si yo no he visto a tu hijo!

--Lo habrán matado los arfakis, tus aliados.

--¡Eres un canalla!

--Soy Uri-Utanate.

--¡Un pillo!--gritó el Capitán exasperado.

--¡Calla, hombre blanco!

--¡No tengo miedo a los tuyos!

--Más tarde me lo dirás.

--Mira, viejo negro, que tengo en la selva compañeros libres, y si nos
tocas a mí o a los míos, quemarán tu aldea.

--Mis guerreros me defenderán.

--¡Oh, bandido!

El Capitán, furibundo, se había levantado amenazando con los puños al
jefe, cuando de pronto oyó dos disparos de fusil, seguidos de gran
gritería.

--¡Dos disparos!--exclamó Hans--. ¡Sin duda son Cornelio y Van-Horn!...

El jefe papú se había precipitado fuera de la habitación empuñando su
maza, temeroso de que fuera asaltada la aldea. Poco después dió un grito
de alegría.

--¡Uri! ¡Uri!--decía, corriendo a través de las terrazas, donde se había
agolpado la población entera.

Un papú, seguido por dos hombres blancos, cruzó el puente y corrió al
encuentro del jefe, rápido como una flecha.

--¡Padre!--exclamó.

El jefe, que estaba muy conmovido, lo estrechó contra su pecho,
diciendo:

--¡Vivo!... ¡Vivo mi hijo!...

--Sí, padre. Los arfakis, como ves, no me pudieron matar.

Luego, dirigiendo una mirada alrededor, preguntó a su padre:

--¿Has hecho prisioneros a unos hombres blancos?

--Sí--respondió el jefe.

--¿Dónde están? ¡Quiero verlos!

--En mi cabaña.

El papú corrió por la terraza, y entró en la estancia donde se hallaban
el Capitán, Hans y el chino.

Avanzó hacia ellos, y con un gesto que no carecía de nobleza les dijo:

--¡Sois libres, y huéspedes gratos del jefe Uri-Utanate!

--Pero ¿quiénes son éstos?--le preguntó el jefe, que lo había seguido--.
¿No son enemigos nuestros?

--No, padre. Son hermanos de los hombres blancos que me arrancaron de
las manos de los arfakis, cuando iban a matarme.

En aquel instante Cornelio y Van-Horn se presentaron en la puerta.

--¡Tío!

--¡Sobrino!

--¡Hans!

--¡Van-Horn!

Los cuatro náufragos, que llegaron a temer no volver a verse, se
abrazaron estrechamente, mientras el chino, arrebatado de alegría, daba
saltos por la estancia, como si estuviera loco.

--Hombres blancos--dijo Uri-Utanate, que ya lo sabía todo--. Mi casa,
mis guerreros y mis barcos están a vuestra disposición. Me habéis
devuelto a mi hijo, a mi heredero, y yo os devuelvo la libertad.

--Padre--dijo el joven guerrero--. Estos hombres vienen de lejanos
países situados al Oeste, y quieren llegar a las islas Arrú para volver
a su patria. Yo los guiaré hasta ellas.

--¡Mi hijo es un valiente! Sigue a los hombres blancos, y protégelos
hasta las islas.

--Gracias, Uri-Utanate--dijo el Capitán--. Cuando llegue a mi patria
diré que en la Papuasia hay hombres malos; pero que tampoco faltan los
de corazón generoso.



CONCLUSIÓN


Al siguiente día los náufragos del junco dejaban la aldea de
Uri-Utanate, y descendían la corriente del río Durga en una de las
mayores y mejor provistas embarcaciones de aquellos naturales.

El hijo del jefe y doce de los más hábiles marinos indígenas les
acompañaban para defenderlos de los piratas de la costa y guiarlos hasta
las islas Arrú.

El jefe, antes de separarse de ellos, les había devuelto las armas, y
había hecho cargar en la piragua víveres para muchos días.

La bajada del río se hizo sin incidentes desagradables, pues todas las
tribus acampadas en aquellas orillas eran aliadas de Uri-Utanate.

Tres días después llegaron al cabo Valke, pusieron la proa al Sudoeste,
y favorecidos por un viento fresco navegaron a la vela hacia Arrú,
archipiélago que está en medio del mar de Banda, comprendido entre las
islas del mismo nombre, que lo limitan por el Oeste, y la costa de la
Papuasia o Nueva Guinea, que lo ciñe por el Noroeste.

A los doce días de navegación dieron vista a aquel importante grupo de
islas, compuesto de más de treinta, fertilísimas y cubiertas de
exuberante vegetación.

Todas ellas son pequeñas, a excepción de la de Trana, que tiene veinte
leguas de largo por tres de ancho, y está poblada por multitud de papúes
y malayos, repartidos en veinticuatro aldeas, dieciséis de las cuales
son cristianas, cinco mahometanas y tres idólatras.

Aunque no haya en ella ninguna colonia de blancos, pertenece a los
holandeses, que la visitan mucho para adquirir conchas de tortugas,
_trépang_ y aves del paraíso. Los barcos malayos, llamados paraos,
frecuentan aquellas playas para pescar olutarias y traficar con sus
naturales.

La piragua, guiada por Uri, llegó al puerto natural de Dabo, formado por
las islas Vama y Vacam, que es el más importante de todo el
archipiélago, y ancló ante el viejo fuerte holandés.

Los náufragos tuvieron la satisfacción de encontrar allí una goleta
holandesa, a cuyo Capitán conocían, y que estaba cargando _trépang_. Era
la _Batanta_, de Timor, mandada por un antiguo amigo de Van-Stael.

Renunciamos a describir la acogida que tuvieron los náufragos por parte
de sus compatriotas: el Capitán puso el buque a su disposición.

El joven Uri se detuvo dos días en Dabo acompañando a sus salvadores, y
luego, antes de partir, sacó de un escondite que había en la piragua dos
grandes paquetes envueltos en hojas y cuidadosamente atados con
bejucos, y, mostrándoselos al Capitán Van-Stael, le dijo:

--Este metal amarillo, que abunda en nuestro país entre las arenas del
Durga, sé que es muy apreciado por los blancos. Consérvalo como recuerdo
mío.

Dicho esto, saltó a la piragua, hizo tender las velas y se dió a la mar
saludando por última vez a sus amigos.

El Capitán y sus compañeros, que no habían comprendido el significado de
aquellas palabras, creyeron que aquellos paquetes contendrían regalos de
poco valor; pero ¡cuál sería su sorpresa cuando, abiertos, vieron que
estaban llenos de polvo de oro!

Había, por lo menos, un quintal de tan precioso metal, que tanto abunda
entre las arenas de los ríos papúes. Era una verdadera fortuna, que les
recompensaba largamente de la pérdida del junco y del _trépang_.

Cuatro días después la _Batanta_ desplegaba velas, y una semana más
tarde llegaba a Timor ante la factoría del armador chino.

       *       *       *       *       *

El capitán Van-Stael ha renunciado a navegar: posee una gran factoría;
se ocupa en el comercio del _trépang_ y de los productos de su país.
Hans y Cornelio navegan ahora en un buque adquirido con el oro del papú,
en compañía del viejo Van-Horn y del pescador chino, que no han querido
abandonarlos.

FIN



ÍNDICE


                                               Páginas.

I.--La costa australiana                             9

II.--Los pescadores de _trépang_                    19

III.--La pintura de guerra del salvaje              33

IV.--Los australianos                               45

V.--El asalto nocturno                              57

VI.--La orgía de la tripulación                     69

VII.--Los antropófagos                              81

VIII.--El golfo de Carpentaria                      93

IX.--El naufragio durante el huracán               105

X.--El huracán                                     117

XI.--La isla de Coral                              129

XII.--El estrecho de Torres                        141

XIII.--Los piratas de la Papuasia                  151

XIV.--La Nueva Guinea                              163

XV.--El asalto de los cocodrilos                   173

XVI.--La cabaña aérea                              185

XVII.--Entre las flechas y el fuego                197

XVIII.--La caza de las tortugas                    209

XIX.--Los árboles de sagú                          221

XX.--Los bosques de la Papuasia                    233

XXI.--El babirussa                                 245

XXII.--La venganza de los papúes                   257

XXIII.--Los prisioneros                            267

XXIV.--El jefe Uri-Utanate                         279

CONCLUSIÓN                                         289

       *       *       *       *       *


BIBLIOTECA CALLEJA


PRIMEROS VOLÚMENES

AZORÍN:                                                         Ptas.

  PARLAMENTARISMO ESPAÑOL                                        3,50

  EL PAISAJE ESPAÑOL                                             3,50

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ:

  DIARIO DE UN POETA RECIÉN CASADO (_Verso y prosa_)             3,50

  ESTÍO (_Verso_)                                                3,50

  PLATERO Y YO (Primera edición completa). (_Prosa_)             3,50

RICARDO DE ORUETA:

  BERRUGUETE Y SU OBRA (_Con fotograbados. Texto en español,
  francés e inglés_)                                             6,--

G. K. CHESTERTON:

  ORTODOXIA (_Trad. del inglés por_ Alfonso Reyes)               3,50

PAOLO SAVJ LÓPEZ:

  CERVANTES (_Trad. del italiano por_ A. G. Solalinde)           3,50

JULES RENARD:

  POIL DE CAROTTE (_Trad. del francés por_ Juan Ramón Jiménez)   3,50

GASTÓN LEROUX:

  ROULETABILLE EN RUSIA                                          2,50

  BIBI (_Dos tomos_)                                             4,--

  LA ESPOSA DEL SOL                                              2,50

  EL SILLÓN TRÁGICO                                              2,50

  EL HOMBRE QUE HA VISTO AL DIABLO                               2,50

EMILIO SALGARI:

  EL BUQUE MALDITO                                               1,50

  LOS PESCADORES DE TRÉPANG                                      1,50


NOTAS:

[1] Culebrinas de poco calibre usadas por los malayos.

[2] Especie de golondrinas.

[3] Treinta y tres libras.

[4] El dios de los australianos.

[5] Tiene una superficie una cuarta parte mayor que la del imperio de
Austria Hungría.

[6] Estos pájaros son también comunes en la isla de Nueva Bretaña, que
está al Este de Nueva Guinea.

[7] El _betel_ es una mezcla de las hojas aromáticas del siri, de nueces
secas y de cal viva. Se mastica, y produce una salivación roja; y con el
tiempo ennegrece los dientes.

El _betel_ es muy usado por todos los habitantes de las islas
indomalayas y por los papúes.

[8] Jefe.





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